CAPÍTULO I
El pequeño trineo, movido por un poco voluminoso
pero potente motor eléctrico, se deslizó a casi cien kilómetros a la hora por
la llanura helada, llegó al campamento, lo rebasó en unos ciento cincuenta
metros, viró en ángulo de 90° y, finalmente, se detuvo al pie de un enorme
bloque de hielo. Su piloto cerró el contacto y la hélice se detuvo tan
silenciosamente como había girado hasta entonces.
El piloto levantó la cúpula de la cabina del aparato
y se volvió hacia la joven que se hallaba a su lado en el asiento delantero:
—Ya hemos llegado, señorita Kildare.
Ella hizo un gesto de asentimiento, mientras
contemplaba la enorme mole de hielo casi tan transparente como el vidrio,
situada a pocos pasos de distancia. La transparencia permitía ver con gran
claridad lo que había en el interior del bloque.
Algunos operarios, todos ellos vestidos con trajes
térmicos para soportar las bajas temperaturas polares, se afanaban en torno al
bloque de hielo. Otro, pilotando una máquina movida sobre orugas, se afanaba en
separar el bloque de la montaña helada de la que todavía formaba parte.
Un hombre se acercó a ellos, equipado, como los
demás, con el traje térmico que les permitía, merced a su ligereza y bien
cuidado diseño, una facilidad de movimientos casi absoluta. Era joven y bien
parecido y sonreía agradablemente mientras se dirigía al trineo.
—¡Hola, Terry! —saludó el piloto del trineo—. Te
traigo una visita. Señorita Kildare, éste es Terry Ibson, ingeniero del
campamento. Terry, Gloria Kildare.
Ibson alargó la mano hacia la joven.
—Encantado, señorita —saludó—. ¿Qué tal va eso,
Tommy? —preguntó al piloto.
—Bien, ya están llegando las últimas piezas de la
máquina. Cuando esté montada, sacaremos de ahí el bloque con todo su contenido.
—¿Es que no van a examinarlo aquí? —preguntó Gloria
con curiosidad.
Ibson fijó su mirada en la joven y observó que tenía
un rostro sumamente atractivo. Debajo de la capucha del traje térmico, divisó
unos brillantes cabellos castaños y unos ojos grises, de mirada perspicaz, y
unos labios que necesitaban muy poco de colores artificiales, para mostrar una
encantadora viveza de tono.
—Lo llevaremos al campamento —respondió Ibson—. No
entiendo por qué ha de ser así, pero eso no es de mi competencia; a mí, lo que
me corresponde, es dirigir la operación de traslado.
—Pero ese bloque debe de pesar muchas toneladas —alegó
Gloria.
—Bueno, mide unos cuatro metros de altura por tres
de ancho y casi diez de largo, lo que da en total unos ciento veinte metros
cúbicos. Algo más de cien toneladas, señorita Kildare —contestó el ingeniero.
—¿Puedo mirar? —preguntó ella.
—Por supuesto. Ya que está aquí...
—¿Es que no le agrada que haya venido, ingeniero?
—Repito que yo no soy el jefe del campamento. Si el
profesor Laneza le dio permiso, bien venida sea.
—Por cierto —exclamó Gloria—, ¿dónde está Laneza? No
le he visto...
—Salió ayer para Washington. Regresará dentro de un
par de días.
Gloria asintió con gesto meditabundo, mientras se
acercaba al bloque de hielo, del que quedó a cuatro o cinco pasos, una vez se
hubo detenido.
Se estremeció al contemplar la cosa que había en el
interior del bloque. ¿Qué era aquello? ¿Un ser inteligente? ¿Un animal?
Una cosa era cierta: no se trataba de un ser nacido
en el planeta.
Estaba tendido casi de costado, hacia su derecha, y
medía unos siete metros de longitud. Tenía el cuerpo cubierto de un largo
vello, de un color entre gris y rojizo, una boca, unos ojos, unas
extremidades... ¿cuántas eran? se preguntó Gloria, estremecida de horror.
Al primer vistazo, las extremidades parecían brazos
humanos, aunque de mayor tamaño. A la altura de lo que debería haber sido el
codo, cada brazo se dividía en dos, y cada una de estas extremidades estaba
rematada, a su vez, por tres tentáculos de unos veinticinco centímetros de
longitud.
La cabeza era más bien alargada, un poco caballuna,
unida al cuerpo por dos cuellos, de unos cuarenta centímetros de grosor cada
uno y separados diez centímetros entre sí. A ambos lados de la cabeza, hacia
adelante, se veían cuatro abultamientos en hilera, ocho en total.
—Los ojos —indicó Ibson, como si adivinase los
pensamientos de la muchacha,
—¿Los ojos...?
Ibson se encogió de hombros.
—Al menos, así lo dice el profesor Laneza —contestó—.
Repito que yo soy ingeniero, no antropólogo ni biólogo.
—Sí, claro. Ingeniero, ¿se ha dado cuenta de la
enorme trascendencia del hallazgo?
—¿Cómo no advertirlo? —sonrió él—. Es la mayor presa
capturada por el hombre desde que apareció en la Tierra. No me refiero al
tamaño, claro está; una ballena es mucho mayor, sino que lo digo en otro
sentido: cultural, científico, histórico...
—¿Acaso fueron así nuestros antepasados? —dijo
Gloria.
—¡Horror! —dijo Ibson riendo—. Si le oyera a usted
mi venerable tía, se desmayaría en al acto.
Gloria se echó a reír también. Los trabajos
proseguían con regularidad. El bloque iba adquiriendo cada vez contornos más
definidos.
—Parece perfectamente conservado —manifestó Gloria.
—Lo está —respondió Ibson—. Está tal como quedó
después de ser sepultado por un alud de nieve.
—¿Cree que sucedió así, ingeniero?
—No cabe la menor duda. El alud lo sorprendió, sin
darle tiempo a escapar. Quedó sepultado bajo la nieve que, con el paso de los
tiempos, se fue comprimiendo y apelmazando, hasta convertirse en hielo.
Probablemente, esto ocurrió durante uno de los períodos de glaciación de
nuestro globo, y ahora, en esta época, en que los hielos han retrocedido en el
período inverso, la capa que lo cubría disminuyó considerablemente, lo que
permitió su descubrimiento.
—El descubrimiento de un ser monstruoso que no nació
en el planeta —comentó Gloria.
—Exactamente.
Ella se volvió hacia Ibson y le miró con ojos
brillantes.
—Este hallazgo probará la existencia de vida,
inteligente o no, en otros planetas situados fuera de nuestro sistema solar.
—Así es, pero el estudio biológico del ser ya no
será de mi competencia. Yo, en cuanto se haya hecho el traslado, habré acabado
en mi cometido.
—Regresará a nuestro país.
—No de inmediato, aunque sí en plazo relativamente
corto.
De pronto sonó un grito.
—¡Cuidado, tú, no pinches al bicho!
Ibson se volvió. Uno de los operarios apostrofaba a
otro que manejaba un taladro eléctrico.
—Lo siento, chico —se disculpó el del taladro—. El
hielo era más delgado por aquí y cedió inesperadamente.
Ibson se acercó al bloque, seguido de la muchacha, y
dio la vuelta. En uno de los lados del bloque se veía la señal del taladro, que
parecía haber llegado hasta la velluda epidermis del monstruo.
—Tenga cuidado —advirtió con severidad—. La pieza
está intacta y resultaría una catástrofe si la averiásemos de un modo
irreparable.
—Dispense, señor Ibson —se disculpó el autor del
pequeño estropicio.
Ibson volvió junto a la joven.
—Bien —dijo—, y hasta este momento, no he conseguido
saber cuáles son los motivos de su estancia en estos inhóspitos parajes,
señorita Kildare.
—Se lo diré en pocas palabras, ingeniero. Estoy
comisionada por la Fundación McCrannan para supervisar la marcha de los
trabajos e informar, al mismo tiempo, de los resultados de los mismos. Soy
secretaria ejecutiva de la Fundación —aclaró la joven.
Ibson sonrió.
—En resumen, que ha venido para ver de que se gaste
adecuadamente cada centavo de los que invierte la Fundación en esta misión
científica —dijo.
—En efecto, ingeniero —confirmó Gloria.
* * *
La expedición se alojaba en barracones
prefabricados, climatizados para soportar las durísimas temperaturas del
exterior. Dentro de los barracones, los miembros de la expedición podían ir
incluso en mangas de camisa.
Ibson y Gloria cenaban juntos en el comedor. La
joven parecía sumamente impresionada por lo que había visto.
—Ese ser no es terrestre, desde luego. ¿Cómo llegó a
nuestro planeta?
Ibson se encogió de hombros.
—¿Cómo contestar a su pregunta, señorita Kildare?
Llegó, eso es todo. Lo que sí puedo decirle es que hasta ahora, nuestros
instrumentos no han detectado nada sospechoso.
—¿Es un animal? ¿Un ser inteligente? Un vegetal no
parece, desde luego —dijo Gloria.
—Personalmente, me inclino por la hipótesis del ser
con inteligencia. Con una salvedad.
—¿Sí, ingeniero?
—Cualquiera que sea la clase de inteligencia del
ser, es completamente distinta a la nuestra, de tal modo que es muy posible que
resulte para nosotros absolutamente incomprensible.
—La inteligencia es siempre una, ingeniero —declaró
Gloria en tono doctoral— Se podrá tener más o menos inteligencia, pero lo único
que varía es el modo de expresión. Al menos, yo lo entiendo así.
—Quizá tenga razón —sonrió él—, aunque yo sigo
aferrado a mi opinión. Es una inteligencia diametralmente distinta de la
nuestra.
—La inteligencia viene condicionada también por la
morfología del cuerpo. Ese ser extraterrestre es distinto corporalmente de
nosotros. Pero más bien opino que lo que debe de variar es la expresión de sus
sentimientos.
—Sí, tal vez. De todas formas —suspiró Ibson—, eso
no lo sabremos jamás.
—¿Por qué?
—La respuesta es lógica: está muerto.
Gloria asintió.
—Sí, muerto congelado. Ha debido de permanecer bajo
el hielo millares de años, ¿no cree?
—El profesor asegura que no han pasado menos de
quince mil.
Gloria se estremeció.
—Llegó a la Tierra cuando el hombre pintaba sus
bisontes en Altamira —dijo.
—Siglo más o menos —sonrió él.
—¿Lo verían aquellos hombres prehistóricos? No,
claro que no; de lo contrario, habrían dejado constancia en sus pinturas
rupestres.
—Señorita Kildare, en cualquier época de la historia
de la Tierra, el polo ha sido siempre el polo, y si el ser extraterrestre llegó
aquí, no hubo ningún ser humano que presenciara su arribada.
—Eso es cierto —asintió Gloria en tono meditabundo—.
¿Le... le harán la autopsia?
Ibson se encogió de hombros.
—Yo no soy científico —contestó—. Eso es algo que queda a la decisión del profesor Laneza, pero estimo que no debería de turbarse el descanso eterno de un ser que llegó a la Tierra procedente de un planeta situado a cientos de años luz y que murió aquí solo, lejos de su suelo natal, sabiendo, probablemente, antes de morir, que ya no podría abandonar la Tierra para regresar a su mundo de origen.
CAPÍTULO II
El bloque de hielo había sido instalado en un
barracón especialmente construido al efecto, pero no climatizado, a fin de
evitar una prematura fusión. Prácticamente, podía decirse que la misión de
Ibson en el campamento podía darse por terminada.
El profesor no había regresado todavía. Ibson no
juzgó conveniente abandonar el campamento sin esperar su llegada.
Los hombres haraganeaban o trabajaban lo mínimo en
la conservación de aparatos e instrumentos. Uno de ellos estaba continuamente
de observación en los instrumentos de medida.
Entre ellos se contaba un perfecto sismógrafo. Hasta
el momento, la aguja del aparato no había señalado en el tambor de registro
ninguna alteración de importancia. La línea que trazaba era prácticamente una
recta.
Los trabajos se habían realizado con una facilidad
más: la del día polar, que duraba seis meses. Para Gloria, resultaba un tanto
extraño acostarse con luz diurna.
Los demás ya se habían acostumbrado. Pese a que era
de día continuo, se observaban los horarios habituales en otras latitudes.
De este modo, ninguno se dio cuenta aquella «noche»,
que un largo reguero de agua salía por debajo de uno de los costados del
barracón donde estaba el ser. El agua se congelaba después, pero nadie observó
el fenómeno.
Por la mañana, tras el desayuno, los que tenían
algún trabajo fueron a desempeñarlo como de costumbre. Algunos, que no tenían
nada que hacer, decidieron, para matar el aburrimiento, realizar una excursión,
a fin de capturar un oso polar, para adquirir el trofeo de su piel.
A Jack Fargh le tocaba de guardia en el cuarto de
instrumentos. Entró y lanzó un vistazo de rutina sobre las esferas indicadoras.
Todo parecía en orden.
Fargh sacó un cigarrillo y lo encendió. Entonces fue
cuando oyó un débil «pip».
Arrugó el entrecejo. El sonido procedía del contador
Geiger.
—¿Radiactividad? —murmuró, perplejo.
Era la primera señal que se recibía de tal
intensidad. Las anteriores habían tenido una intensidad tan débil como para
considerarla inapreciable desde el punto de vista científico.
Fargh consultó el Geiger. La aguja se movía muy
débilmente.
Alargó una mano y tocó una tecla. El detector de
masas metálicas empezó a funcionar.
Sonó un segundo «pip». Fargh tomó el tiempo.
Veintiocho segundos de diferencia con respecto al
anterior. El tercero se produjo al cabo de un tiempo exactamente igual.
De súbito, Fargh observó, con el rabillo del ojo,
que algo se movía en el conjunto de instrumentos.
Era la aguja del sismógrafo.
La punta trazadora subió ligeramente, separándose de
la inveterada línea recta que había trazado hasta aquel momento. Fargh se
preguntó qué podría haber causado aquel movimiento.
En el tambor del sismógrafo apareció una especie de
A sin el trazo horizontal. Cinco centímetros y dos minutos más adelante,
apareció otra A de las mismas dimensiones.
Fargh empezó a preocuparse. Alcanzó un interfono y
llamó:
—Observador a ingeniero. Haga el favor de venir.
—Habla Ibson —le contestaron al momento—. ¿Ocurre
algo, observador?
—Sí, señor. Hay novedades en los instrumentos. Le
ruego acuda en el acto, ingeniero.
—Está bien, Jack; voy para allá inmediatamente —contestó Ibson.
* * *
Gloria estaba en su alojamiento, dedicada a redactar
un informe para la Fundación. Lo grababa en cinta magnetofónica. Cuando
regresara lo haría pasar a máquina, primero en borrador y luego en limpio. Oyó
por los altavoces la llamada de Fargh y se sintió atraída en seguida por la
curiosidad.
Cerró la grabadora en el acto y se puso en pie.
Momentos después, se hallaba en la sala de aparatos.
—El Geiger señala indicios de radiactividad —decía
Fargh en aquel momento—. Se nota la presencia de una masa metálica de grandes
dimensiones al parecer y, lo más preocupante de todo, los movimientos de la
aguja del sismógrafo. ¿Qué pasa aquí, ingeniero?
Ibson hizo un signo negativo con la cabeza. Gloria
observó que estaba sumamente preocupado.
—No tengo la menor idea —contestó—, pero sí le diré
una cosa: es preciso continuar observando.
—Sí, señor —contestó Fargh.
—El sismógrafo —dijo Ibson en tono pensativo—. ¿Cada
cuánto se produce la alteración, Jack?
—Cada dos minutos, señor.
Ibson esperó a que la aguja marcase un ángulo en el
tambor giratorio. Al llegar a su punto máximo, tomó el tiempo.
Momentos después, dijo:
—A mí me da ciento quince segundos, Jack. ¿Está seguro
de que el intervalo era de dos minutos?
—Positivamente, señor —contestó el observador con
firme acento.
Los «pips» del Geiger seguían repitiéndose, pero sin
aumentar de intensidad.
—No comprendo qué puede hacer mover la aguja del
sismógrafo — dijo Ibson.
—Tal vez la trepidación de alguna máquina —sugirió
Gloria, silenciosa hasta aquel momento.
Ibson se volvió hacia la joven.
—Ah, está aquí —exclamó—. Dispense que no la haya
saludado antes, pero estaba ocupado...
—No tiene importancia —sonrió ella—. Simplemente, me
picó la curiosidad al oír la llamada del observador. Continúe, se lo ruego.
—Gracias, señorita. Pero no, no hay ninguna máquina
en actividad en estos momentos, de modo que ningún factor artificial puede
producir las alteraciones que registra el sismógrafo.
Fargh lanzó de repente una exclamación:
—¡Ingeniero! ¡El intervalo entre cada sacudida es
ahora de ciento catorce segundos!
Ibson frunció el ceño.
—Resulta preocupante —murmuró—. Si al menos
estuviese aquí el profesor...
—Es verdad —dijo Gloria—. ¿Por qué no habrá venido
ya?
El ingeniero se encogió de hombros.
—¡Qué sé yo! —masculló disgustado—. Pero ya debería
de estar aquí, para dirigir las operaciones. Su ausencia no es cosa que me
proporcione un gran placer, señorita, créame.
—Me lo imagino —contestó Gloria—. Yo...
Pero la muchacha no pudo continuar. Alguien lanzó un
penetrante grito en el exterior:
—¡Eh, vengan, corran todos! ¡Ha ocurrido algo
extraordinario!
Ibson y la joven se precipitaron fuera de la sala.
Un hombre agitaba las manos a la entrada del barracón donde había sido
instalado el ser extraterrestre.
—¡Mire, ingeniero! —exclamó el individuo, muy
excitado—. ¡Mire lo que hay ahí adentro!
Ibson y Gloria asomaron la cabeza. Ambos lanzaron
simultáneamente una exclamación de asombro.
El bloque de hielo que envolvía por completo al monstruo se había fundido en su totalidad. Ahora, el ser, descansaba directamente sobre el suelo.
* * *
Ibson dio una vuelta entera alrededor del monstruo.
Ahora, sin la protección del hielo, le pareció todavía más grande que cuando lo
veía envuelto en el bloque que había desaparecido por completo.
—Lo menos mide siete metros de largo por dos y medio
de ancho —calculó. Se volvió hacia uno de los operarios—. Andrés, traiga una
cinta métrica, por favor.
—Sí, señor, al momento.
Uno de los presentes se inclinó y rozó con los dedos
la velluda piel del monstruo.
—Esos pelos son tan duros como agujas de acero—
observó.
Ibson confirmó personalmente la observación. Sí, los
pelos eran duros, pero también flexibles. Su grosor era de medio milímetro,
aproximadamente.
Llegó el operario con la cinta métrica.
Los resultados fueron asombrosos:
—Seis metros y ochenta y nueve centímetros de largo
por dos treinta y ocho de anchura de... hombro a hombro —dijo Ibson al terminar
las primeras mediciones.
De pronto, Gloria notó una ligerísima trepidación en
el suelo, transmitida a su cuerpo a través de los pies.
—El suelo se mueve, ingeniero —dijo.
Ibson la miró con extrañeza. Uno de los presentes
exclamó:
—La señorita tiene razón. Yo también he notado un
movimiento en el suelo, señor Ibson.
El joven hizo un fruncimiento de cejas. Empezaba a
sentir un cierto presentimiento de características poco agradables.
De pronto, notó una cierta vibración en el suelo
helado. Jack Fargh apareció en aquel momento en la puerta del barracón:
—¡Ingeniero, el período de señales en el sismógrafo
se ha vuelto a reducir! —exclamó con vehemencia—. Ahora es de ciento doce
segundos.
Una súbita sospecha estalló de pronto en la mente
del joven.
—Crandon —se dirigió a uno de los operarios—, busque
en la cámara del profesor. Allí debe de haber un estetoscopio. Corra y
tráigamelo inmediatamente.
—Sí, ingeniero.
Gloria lanzó una mirada de sospecha a Ibson.
—Ingeniero, ¿supone usted que...?
La joven no se atrevió a completar la frase.
Sentíase desfallecer sólo de expresar en alta voz lo
que estaba pensando.
Y tenía la seguridad de que Ibson pensaba lo mismo
que ella.
El operario con el estetoscopio llegó a los pocos
momentos. Ibson tomó el instrumento y lo aplicó a uno de los costados del ser
yacente en el hielo.
Pasaron algunos segundos. Dos docenas de pares de
ojos contemplaban al ingeniero con ansiedad.
De repente, Ibson creyó que se quedaba sordo. Un
profundo «boum», algo así como el golpe del mazo contra un bombo gigantesco,
atronó sus tímpanos. Inmediatamente, se quitó de las orejas los extremos del
estetoscopio.
Gloria captó el respingo que había dado el joven.
Ibson se volvió hacia ella.
—Ya no cabe la menor duda —dijo—. No soy biólogo, pero tampoco hace falta serlo para saber que el ser... ¡sigue vivo todavía!
CAPÍTULO III
—Al cabo de miles de años, acaso más de quince mil —dijo
Gloria—. Resulta difícil de creer, ¿no es cierto, ingeniero?
Ibson asintió. Estaban en una de las salas de recreo
destinada a los momentos de descanso del personal de la expedición.
El ingeniero llenó dos vasos de papel en la cafetera
automática y entregó uno a Gloria.
—Sí, difícil de creer, pero no por ello menos cierto
—contestó al cabo.
—Debe de tener un corazón extraordinariamente
potente. Imagínese, influir en el sismógrafo. Pero... no se observó ningún
movimiento en su cuerpo, ni siquiera el de la respiración...
—Señorita Kildare, lo ignoramos todo acerca del
metabolismo y constitución del ser —manifestó Ibson—. Hasta que haya sido
concienzudamente estudiado por los biólogos, no tendremos respuesta a la
infinidad de preguntas que ahora nos planteamos.
—Que nos plantea él —corrigió Gloria sonriendo.
—Lo mismo da. A mí lo que me pone nervioso es que
ese condenado profesor no haya regresado todavía. Ni siquiera dejó un ayudante
de su rama científica... Resulta incomprensible cómo la Fundación pudo
encargarle de un trabajo semejante.
Gloria se encogió de hombros.
—Yo no lo hice —contestó—. Es más, me pidieron
informes de él y los di de una manera honrada. Es bueno en su especialidad,
pero...
—¿Qué, señorita Kildare?
—Un poco tarambana, diciéndolo con palabras suaves.
Pero no se hizo caso de mi informe y ahora estamos pagando las consecuencias.
—Está bien —rezongó él—. Ya vendrá. Supongo que a
estas horas tendrá ya en su poder el radiograma que le he dirigido anunciándole
la resurrección del monstruo.
—¿Usted cree? —dudó Gloria.
—Sí —confirmó Ibson—. Ha permanecido congelado
durante miles de años, pero está volviendo a la vida. Es más; la fusión del
bloque de hielo que lo tenía atrapado se debe exclusivamente a una reactivación
de sus funciones vitales. Su metabolismo, prácticamente paralizado, volvió a
entrar en funciones y la temperatura corporal se elevó por encima del cero.
—Consecuencia, el hielo se fundió.
—En efecto.
El zumbador del interfono sonó de pronto.
Ibson movió una palanquita.
—Diga —solicitó.
—Ingeniero, aquí Fargh. El intervalo entre cada
latido es ahora de noventa y ocho segundos.
—Está bien, Jack.
—Harhand ha instalado un pequeño altavoz, conectado
al estetoscopio que el monstruo tiene adherido al costado. De este modo, es más
fácil controlar los latidos.
—Una buena idea, Jack.
—Pero Harhand dice que resulta horrible permanecer
en el barracón, oyendo esos bombazos cada minuto y medio. Convendría relevarle,
señor.
—Muy bien, pónganse ustedes mismos de acuerdo y
establezcan el tiempo de vigilancia de tal modo que no resulte fastidioso para
el que tenga que permanecer en el barracón.
—Sí, señor. ¿Algo más?
—Gracias, Jack, eso es todo.
Ibson cortó la comunicación.
—Ya no hay duda —dijo—. El ser está a punto de
revivir.
—Los intervalos entre latido y latido son cada vez
más frecuentes —dijo Gloria con gesto pensativo—. Al principio eran cada dos
minutos; ahora se han reducido a noventa y ocho segundos. ¿Cuál será el ritmo
de sus latidos en estado normal?
—El corazón del ser humano late unas setenta y dos
veces cada minuto. Pero ese monstruo, ¿puede ser considerado como un ser
humano? Y, ¿cuál es su estado normal?
—Son preguntas tan difíciles de contestar —suspiró
la joven—. Si es inteligente, ¿qué pensaría al llegar a nuestro planeta?
—Hay una cosa que me llama la atención. ¿Respira? No
se veía ningún movimiento en su cuerpo, ¿recuerda, señorita Kildare?
Ella asintió.
El hallazgo del ser extraterrestre, aparte de su
interés científico, encerraba una serie de misterios que ninguno de los dos
sabía descifrar.
¿Había alguien en la Tierra capaz de conseguirlo?
* * *
En aquellos momentos, la más urgente ocupación del
reputado biólogo Arthur Laneza consistía en una lección de anatomía práctica.
Anatomía humana. Femenina.
La chica soltó una risita.
—Arturito, estate quieto, que me haces cosquillas.
Laneza no era joven ni viejo, pero, en ocasiones,
sentía hervir su sangre. Lo había sentido al cruzarse con aquella buena moza,
de curvas exuberantes y expresión no demasiado inteligente. Pero Laneza,
experto también en determinadas situaciones, había sabido captar el significado
de la mirada que aquella rubia le había dirigido al cruzarse en la calle.
El profesor se encaminaba al edificio donde la
Fundación McCrannan tenía sus oficinas. Tenía que realizar allí unos trámites,
relacionados con el hallazgo, pero, inmediatamente, al ver a la rubia, lo envió
todo al diablo.
Resultado del encuentro fue una invitación para
tomar una copa en el departamento del profesor. La rubia había aceptado de
inmediato.
Era de la clase de chicas que gustaban a Laneza.
Abundante de carnes, pero poco inteligente. La pellizcó en un costado y ella
volvió a soltar otra risita.
—Arturito, por favor...
—¿Tomamos otra copa, preciosa? —sugirió Laneza.
—Bueno, si tanto te empeñas...
En aquel momento llamaron a la puerta. Laneza soltó
un juramento poco acorde con su condición de científico de prestigio.
Abandonó el diván donde «retozaba» con la rubia y
cruzó la sala. Abrió y se encontró frente a frente con un repartidor de
telegramas.
—¿Profesor Laneza? —preguntó el repartidor.
—Yo mismo.
—Un telegrama para usted, profesor. Firme aquí, por
favor.
Mascullando maldiciones en su fuero interno por la
interrupción, Laneza se hizo cargo del mensaje. Metió la mano en el bolsillo y
lo encontró vacío. Miró al empleado de Telégrafos.
—Chico, baja al bar de la esquina y pide un café a
mi cuenta.
—¿Con azúcar o sin azúcar, generoso? —preguntó el
repartidor sarcásticamente.
Laneza cerró de un portazo. El repartidor lanzó un
bufido de desdén.
—Menos mal. Creí que me iba a dar para un refresco,
como hizo aquél que me dio una pajita.
Laneza contempló el telegrama con gesto dubitativo.
¿Lo abría? ¿Lo dejaba para otro rato?
La rubia estaba sentada con una postura indolente en
el diván, enseñando generosamente unas piernas muy bien contorneadas.
—Los disgustos para más tarde —se dijo Laneza.
Y guardó el telegrama en el bolsillo, sin abrirlo
siquiera.
—Habíamos hablado de una copa, guapa —dijo.
—Estoy esperándola, amorcito —contestó la rubia.
* * *
El latido del corazón del ser extraterrestre emitió
un sonido denso, profundo. Mike Torres, vigilante de turno en el barracón, pegó
un respingo al oír aquel pequeño trueno.
Dirigió una mirada al ser yacente en el suelo.
Torres se sentía cada vez más nervioso.
El último registro de tiempo había dado noventa y un
segundos entre latido y latido. Torres llevaba ya más de media hora de vigilancia
en el barracón y todavía no había podido acostumbrarse a aquel «¡pom!» que
sonaba a intervalos prácticamente iguales.
—Si de mí dependiera, ahora mismo lo enterraría a
cien metros de profundidad o lo arrojaría al mar con una buena piedra atada a sus
malditos pescuezos —gruñó.
Sonó otro ¡«pom!». Torres tomó el tiempo. El
siguiente latido se dejó oír noventa segundos más tarde.
De repente, Torres observó algo que le puso los
pelos de punta.
—¡Sangre! —exclamó.
El monstruo sangraba, en efecto. Un delgado hilo de
líquido rojo manaba lentamente de un punto de su cuerpo, situado más arriba de
la articulación de su doble pierna derecha.
Torres recordó el error cometido por uno de los
operarios al perforar el hielo. El taladro había rozado la piel del monstruo y
ahora la sangre empezaba a fluir por la herida.
—¡Dios mío! —murmuró Torres, santiguándose
devotamente—. ¿De qué parte del infierno habrá salido esta cosa?
Recorrió con la mirada el cuerpo del monstruo.
¿Debía avisar al ingeniero?
De repente, Torres notó una extraña aprensión, un
raro sentimiento que puso hielo en su espalda.
¿Quién le estaba mirando?
¿Había alguien que le vigilaba sin que él lo
supusiera?
Los ojos de Torres llegaron a los hombros del ser,
siguieron su recorrido y llegaron al lado derecho de su cráneo.
Torres ahogó un grito de pánico. Se puso en pie.
Temblando de miedo.
Uno de los cuatro ojos del lado derecho estaba
abierto y su negra pupila, de más de doce centímetros de diámetro, parecía
contemplarle fijamente.
Torres ya no lo dudó más. De un salto, se abalanzó
hacia la puerta del barracón a la vez que prorrumpía en alaridos:
—¡El monstruo se despierta! ¡Socorro, está abriendo los ojos!
* * *
El trineo, movido por una hélice impulsada por un
motor eléctrico, dio de repente un salto tremendo al pasar por encima de un
obstáculo invisible en la llanura nevada.
Al caer, se oyó un crujido estremecedor. Uno de los
patines se había partido a causa del impacto.
El piloto soltó una maldición. Con él viajaba otro
hombre que lo cubrió de improperios al enterarse del percance.
—¡Estúpido! ¿Es que no viste el obstáculo?
—No me pongas nervioso, Jules —rezongó el piloto—.
¿Crees que si lo hubiera visto no habría hecho todo lo posible por evitarlo?
Franz Ottern se volvió desalentado, mientras Jules
Brandal empezaba a llamar a la base para que enviasen un helicóptero para
recogerlos a ellos y al trineo averiado. Los ojos de Ottern se fijaron en el
saliente que había sido origen de la avería.
Parecía un gran bloque de hielo sepultado bajo la
espesa capa de nieve antártica.
Ottern se dio cuenta de que, realmente, el obstáculo
resultaba invisible. La nieve estaba un tanto blanda y ello había motivado que
los patines del trineo eléctrico se hubiesen hundido más de lo corriente, por
lo que el tropezón había resultado inevitable.
¿Un bloque de hielo en aquellos parajes?, se
preguntó, extrañado.
¿Y si no era un bloque de hielo?
En el equipo del trineo figuraba una pala.
Intrigado, Ottern agarró la pala y empezó a apartar la nieve.
Momentos después, había despejado una zona de un par
de metros cuadrados. El hielo parecía cristal.
Ottern empezó a temblar al ver lo que había bajo la
capa de hielo. Sin poder contenerse, empezó a gritar:
—¡Jules! ¡Corre, ven pronto! ¡Ven inmediatamente, por todos los diablos!
* * *
El último cable quedó asegurado y el ingeniero Ibson
lanzó un suspiro de satisfacción.
—No creo que suceda nada, pero, en fin, más vale
tomar precauciones —dijo.
Habían hincado en el suelo, a ambos lados del ser,
una docena de fuertes clavijas de hierro, que servían para asegurar los cables
que rodeaban el cuerpo del monstruo. A Gloria le recordó los antiguos grabados
de Gulliver en Liliput, cuando fue descubierto por los liliputienses y sujetado
al suelo por muchas cuerdas.
—¿Cree usted que intentaría escapar si despertase de
pronto? —preguntó.
—No creo nada, Gloria —respondió él—. Para mí, es
una situación absolutamente nueva y, repito, sólo soy un ingeniero, no un
biólogo. He hecho las cosas lo mejor que he podido y tengo la conciencia tranquila.
—La Fundación será informada de su manera de actuar,
Terry —aseguró Gloria—. También diré cuatro palabritas acerca del profesor.
—Me gustaría saber dónde está —rezongó Ibson.
—Yo ya me figuro lo que hace en estos momentos —dijo
ella—. Todo su prestigio no sirve de nada cuando se encuentra con unas faldas
bien rellenas.
Ibson sonrió.
—Comprendo, pero aun considerando y admitiendo las
flaquezas del cuerpo, debería de tener en cuenta su profesión, y más todavía,
su dependencia de la Fundación McCrannan. No, no fue Laneza el hombre adecuado
para este asunto.
—En cuanto a mí, ya he tomado mi determinación con
respecto a él. Terry, ¿podría enviar un radiograma?
—Sí, desde luego. ¿Qué le ocurre?
—Voy a despedir al profesor, bajo mi exclusiva
responsabilidad —contestó la muchacha—. Conozco a otro biólogo, quizá de menor
reputación, pero serio y formal. Y esto es lo que nos interesa, ¿me entiende,
Terry?
—Perfectamente, Gloria.
La joven lanzó una mirada al ser.
Había ya cuatro ojos abiertos, dos a cada lado. Las
enormes pupilas parecían contemplar con curiosidad el ambiente que le rodeaba.
Para muchos, aquellas pupilas desprendían horror.
Extrañamente, para Gloria, emitían unas miradas de simple curiosidad, sin
ocultas intenciones hostiles.
Con un movimiento casi maquinal, se acercó al ser y
apoyó una mano en un lado de su vasto pecho.
—Tú no quieres hacemos daño, ¿verdad? —dijo, como si
el ser extraterrestre pudiera entenderle.
A Gloria le pareció ver una débil chispita de
respuesta en las dos pupilas de aquel lado.
«¡Pom!», hizo el corazón del ser en aquel momento.
—¡Ochenta y seis segundos! —anunció Jack Fargh.
CAPÍTULO IV
Ray Harhand se acercó al ingeniero y le entregó un
telegrama que acababa de llegar.
—Lo he pasado a máquina para que lo entienda mejor —dijo.
—Gracias, Ray.
Ibson leyó el papel. Luego se lo pasó a Gloria.
Los ojos de la muchacha se desorbitaron al conocer
la noticia.
—¡Es increíble! ¡Han encontrado otro ser igual en la
Antártida! —exclamó.
—Una curiosa coincidencia —murmuró él—. Diablos, Gloria,
no se tratará de una invasión de seres extraterrestres.
—No bromee —contestó la joven—. Esto es más serio de
lo que parece.
—Sí, sobre todo, teniendo en cuenta que esos seres
han permanecido enterrados en hielo muchos miles de años.
—Terry, me pregunto qué fabuloso organismo es el
suyo, que les ha permitido sobrevivir a lo largo de milenios enteros. ¿Es que
no pudieron liberarse por sí mismos?
—No lo sé, Gloria —respondió él con gesto desanimado—.
Los enigmas son tantos, que faltan respuestas para los cientos de preguntas que
uno necesitaría formular para conocer la verdad completa.
Harhand se asomó de pronto a la puerta de su
barracón.
—¡Ingeniero! —exclamó—. El avión en que llega el
profesor está a punto de aterrizar.
Gloria se encolerizó.
—¡Cómo! —exclamó—. Pero ¿todavía tiene ese tipo la
desfachatez de venir aquí, después de haber sido despedido?
—¿Sabe usted si realmente se consumó el despido? —preguntó
Ibson.
Gloria se sintió preocupada al oír aquellas
palabras.
—Su influencia en la Fundación es grande, en efecto —contestó.
El avión, atronando el espacio, pasó por encima de
ellos. Pese a los avances de la técnica, el viaje hasta aquellas apartadas
regiones debía efectuarse de un modo clásico: avión con motores de pistón y
equipado con esquíes.
No obstante, se disponía de potentes máquinas que
habían explanado meticulosamente una vasta zona, lo que permitía el aterrizaje
de grandes aviones de transporte. El cuatrimotor dio una vuelta a lo lejos y
enfiló la pista en su descenso.
Momentos después, los esquíes levantaban enormes
nubes de polvo blanco. El avión perdió velocidad gradualmente, hasta detenerse
a un par de cientos de metros del conjunto de barracones.
Una escotilla se abrió. Dos operarios acercaron una
escalerilla a la abertura. Un hombre salió a la plataforma de la escalera y
agitó la mano alborozadamente.
—¡Uhú! —gritó—. ¡Hola, amigos! ¿Cómo está Willie?
Ibson estaba atónito. A su lado, Gloria no se sentía
menos estupefacta.
El doctor Laneza empezó a descender por la
escalerilla, seguido de un grupo numeroso de personas de ambos sexos,
abigarradamente equipadas con prendas de todos los colores, que reían y
alborotaban, mientras hacían pintorescos comentarios acerca del lugar al que
acababan de llegar.
El grupo se componía en total de unas cincuenta
personas, la mayoría de las cuales eran portadores de cámaras fotográficas y
cinematográficas. El jolgorio era atronador.
Los miembros de la expedición estaban igualmente
asombrados. Con aire extremadamente alegre y maneras ampulosas, Laneza se acercó
a la pareja.
—¿Cómo se encuentra, ingeniero? —saludó volublemente—.
¿Qué tal la bella secretaria ejecutiva de la Fundación? Le presentaría a todos
mis acompañantes, pero son numerosos. Llámeles por sus nombres cuando ellos se
los digan. Gracioso, ¿verdad? —exclamó Laneza, a la vez que soltaba una
estrepitosa carcajada.
De todo el grupo, sólo uno permanecía serio en la
última fila. Gloria no le había visto todavía.
—Ingeniero, tengo que decirle una cosa —manifestó el
voluble profesor—. Durante el viaje, mis amigos y yo hicimos una encuesta para
ver qué nombre le cuadraba mejor a esa cosa que encontramos bajo los hielos.
Willie fue el nombre que recibió el mayor número de votos. ¿Qué le parece?
—Infame —contestó Ibson secamente.
—Profesor —dijo Gloria—, si mal no recuerdo, propuse
su destitución.
Laneza miró fijamente a la muchacha, fingiendo
seriedad durante unos instantes. Luego rompió a reír de nuevo.
—¡Qué ilusiones, señorita Kildare! —exclamó—. Su
propuesta se recibió, pero no fue aceptada.
De pronto dejó de reír y contempló a la joven de
pies a cabeza.
—¿Cómo pudo creer que usted, una vulgar burócrata,
conseguiría destituirme a mí, un científico de fama mundial? Por supuesto que
su propuesta no fue siquiera tomada en consideración. Planteé el dilema al
consejo rector de la Fundación: usted o yo. ¿Adivina quién ganó?
—No lo diga, profesor —contestó Ibson, anticipándose
a la joven—. Ganó usted.
—En efecto, y ya me he traído incluso la sustituía
de la señorita Kildare. Se trata de una pobre viuda, cuyo marido, al morir, se
llevó la llave de la despensa, como suele decirse. Lorena, acércate, por favor.
Una joven se acercó al trío, caminando como si
estuviese «pasando» una modelo en el desfile de un modisto. Era pelirroja, de
ojos verdes, unos treinta años y, bajo los ropajes de abrigo, se adivinaban
unas formas exuberantes.
—Querida, te presento al ingeniero Ibson, director
de nuestros trabajos. La otra es la señorita Kildare, tu antecesora en el
cargo. Ingeniero, señorita, les presento a la señora Frowson.
Ibson lanzó un gruñido. Gloria se encogió de
hombros.
—Conque ésta es la pobre y desvalida viuda —comentó
Ibson en tono burlón.
—No tenía empleo y el profesor me lo concedió —dijo
Lorena, haciendo dengues y monerías.
—En ese empleo se incluyen toda clase de servicios,
¿verdad? —manifestó Gloria.
La señora Frowson enrojeció visiblemente.
—¡Señorita! ¿Por quién me ha tomado usted? —protestó.
—Por lo que es y salta a la vista —respondió Gloria—.
Está bien, no crea que voy a llorar por haber sido sustituida. Terry, me iré
inmediatamente en el avión.
—La acompañaré, Gloria —dijo él.
Laneza pegó un respingo.
—¡Ingeniero! Usted no puede abandonarme ahora. Tiene
que dirigir los trabajos de traslado de Willie...
—Que los dirija su tía —contestó Ibson en tono
desabrido—. Allí, en aquel barracón, está Willie. Entre usted y sus amigos
pueden llevarlo en brazos hasta el avión. Adiós, profesor.
—Vaya, no sabía que fuese tan susceptible —resopló
Laneza. De pronto se echó a reír—. Está bien, muchachos —gritó—; vengan conmigo.
Vamos a ver a Willie. Podrán hacer todas las fotografías que quieran y enviar
los reportajes que gusten a sus periódicos, pero no olviden que ninguna crónica
podrá salir de aquí sin que yo haya puesto mi firma al pie, ¿estamos?
El grupo se alejó alborotando hacia el barracón
donde se hallaba el ser, a unos trescientos metros de distancia. Ibson y Gloria
contemplaron la escena con un sentimiento mezcla de furia y de vergüenza.
Un hombre se les acercó de pronto. Era el único que
no había tomado parte en el alboroto.
—Hola, Gloria —saludó.
La muchacha se volvió. Un brillo de alegría apareció
en sus ojos en el acto.
—¡Román! —exclamó, tendiéndole ambas manos—. ¡Cuánto
celebro que hayas venido!
—Recibí tu mensaje...,pero después de lo que he
oído, me parece que he perdido el viaje. Ese fanfarrón ha conseguido quedarse y
seguirá dirigiendo las investigaciones respecto al ser extraterrestre.
—Así es —suspiró Gloria—. Perdona, Román, no te he
presentado a un buen amigo, el ingeniero Ibson. Terry, éste es el doctor Román
Santos, un excelente biólogo, con menos fama quizá que ese botarate de Laneza,
pero más serio.
Santos sonrió mientras estrechaba la mano de Ibson.
—La fama no es garantía siempre de formalidad —observó—.
Celebro conocerle, ingeniero.
—Encantado, doctor. Lamento que haya hecho el viaje
en balde —dijo Ibson.
—Bueno, tanto como eso... Si logro ver a Willie una
vez, no será un viaje perdido —contestó Santos.
—Román —preguntó Gloria—, ¿quiénes son esos tipos
que acompañan a Laneza?
—Oh, la mayoría son periodistas y fotógrafos de
prensa, amigos suyos —Santos hizo una mueca—. No hay ni uno solo que pertenezca
a una publicación científica; tan sólo un par de ellos representan a periódicos
medianamente serios. La mayoría trabajan para revistas de sociedad o publicaciones
de tercera y cuarta fila, pero, eso sí, tendrán que pagar a Laneza un canon por
cada información o fotografía que publiquen.
Ibson y la muchacha intercambiaron una mirada de
asombro.
—Lo que faltaba —rezongó el primero.
—Pero ¿cómo puede un hombre de la valía científica
de Laneza comportarse de una manera tan irresponsable? ¿Es que no se da cuenta
de que estamos ante el descubrimiento biológico más trascendental de la
historia de la Humanidad? —exclamó Gloria con rabia.
—Bueno, por lo visto se ha aburrido de la seriedad
del científico y quiere sacarle jugo al descubrimiento.
—Con gastos pagados por la Fundación.
Santos se encogió de hombros.
—Debe tener gran influencia —opinó. Si no, no se
comprende que le hayan dado carta blanca para llevar a cabo semejante
mascarada.
Gloria apretó los labios.
—Ya me figuro lo que ha pasado —dijo—. La señora
McCrannan es una otoñal todavía de buen ver y, no lo olvidemos, su voto es
resolutivo a la hora de tomar una decisión trascendental. Laneza le habrá hecho
cuatro arrumacos, es preciso admitir que tiene labia para ello, y la señora
McCrannan habrá cedido. A fin de cuentas, se puede decir que es el soporte de
la Fundación y...
Un agudo chillido interrumpió de repente el
apasionado parlamento de la muchacha. Ibson, Santos y Gloria volvieron la
cabeza al mismo tiempo hacia el lugar donde había sonado el grito.
Sonó otro grito y otro y otro y otro más... Los
recién llegados se dispersaron apresuradamente, corriendo con loco frenesí en
todas direcciones.
Ibson adivinó en seguida lo que había ocurrido.
—¡Willie se ha soltado! —gritó.
Las paredes del barracón saltaron de repente en mil
pedazos. El techo voló por los aires, impulsado por una fuerza descomunal.
El ser apareció de pronto, enorme, gigantesco, con
sus siete metros de altura, mirando a todas partes con sus cuatro pares de
ojos, a la vez que movía lentamente sus brazos bifurcados.
Era una visión horrible, de pesadilla. Ibson sintió
miedo.
Willie permaneció unos momentos en pie, moviendo su
cabeza a derecha e izquierda, como si tratase de orientarse.
De repente, dos delgados tentáculos brotaron de su
cráneo, elevándose fuera del mismo a unos sesenta centímetros de distancia de
su velluda frente. Los tentáculos oscilaron unos momentos en todas direcciones,
hasta ponerse casi horizontales y paralelos.
Willie echó a andar con zancadas de tres metros. En
los primeros momentos, su paso era torpe, sin ritmo.
Incluso se balanceaba como si fuese a caer. Pero
pronto adquirió firmeza y su paso se hizo más rápido y seguro.
El ser aceleró su marcha. Un operario pasó corriendo
junto a Ibson, portador de uno de los rifles que se guardaban en el campamento
para caso de un encuentro con un oso polar.
—¡No, no dispare! —gritó Ibson.
—Pero es que huye, ingeniero...
—Ya lo capturaremos. Ese extraño ser está vivo y
debemos procurar que siga viviendo hasta conocer el enigma de su origen.
Entre tanto, Willie seguía acelerando el ritmo de
sus pasos. Ahora alcanzaba ya la velocidad de un caballo al galope.
La estupefacción en el campamento era general.
Willie pasó a pocos metros del avión recién llegado
y siguió corriendo. Su figura se empequeñeció rápidamente.
Diez minutos más tarde de haber destruido el barracón, se había perdido de vista por completo.
CAPÍTULO V
—Se ha perdido todo rastro del ser extraterrestre.
Unos pescadores avistaron una cosa extraña que nadaba a gran velocidad por
aguas de Groenlandia, pero no pueden asegurar que sea el monstruo hallado en el
Polo Norte y milagrosamente revivido después de quince o veinte mil años de
sueño en el hielo. El misterio de su «resurrección» es algo inexplicable...
Ibson cerró el receptor de radio de un manotazo.
—Y todo ocurrió por culpa de ese estúpido de Laneza —clamó
exasperado.
Gloria, hundida en un sillón, en su apartamiento
privado de Nueva York, no dijo nada. Sentíase fracasada.
Ibson y la joven no habían querido esperar siquiera
al levantamiento del campamento. Regresaron en el mismo avión que había llevado
al profesor y a su alborotador séquito. Un capataz se encargaría de desmontar
todo y devolverlo a su punto de origen.
Ibson detuvo de pronto sus paseos y miró a la joven.
—¿Se sabe algo de Román? —preguntó.
Gloria hizo un signo negativo.
—No ha llamado en todo el día —contestó.
—Es curioso —dijo él—. Disponemos de los mejores medios
que hay para localizar cualquier cosa en los parajes más desiertos y, sin
embargo, no hemos sido capaces, hasta ahora, de encontrar a Willie.
—Yo me pregunto: ¿cómo subsistirá? ¿De qué se
alimenta? —murmuró Gloria—. ¿Puede vivir en la atmósfera terrestre sin
detrimento de su salud?
De pronto, llamaron a la puerta.
Ibson se precipitó a abrir.
El doctor Santos apareció en el umbral.
—¿Noticias? — preguntó Gloria, poniéndose en pie de
un salto.
—Sí —contestó el biólogo.
—Vamos, hable, Román, no nos tenga sobre ascuas —exclamó
Ibson con avidez.
—Willie ha sido localizado.
—¿Dónde? —inquirió la joven.
—Groenlandia. Se desplaza hacia el sur. Vamos —dijo
Santos—, nos están esperando. Tengo un amigo que posee un avión particular de
largo radio de acción. Ya ha conseguido permiso de la Fuerza Aérea para
aterrizar en la base aérea de Thule.
Gloria corrió hacia su dormitorio.
—Tendré mi equipaje listo dentro de cinco minutos —gritó.
—Pasaremos por mi casa en nuestro camino hacia el
aeropuerto —dijo Ibson.
Santos hizo un gesto de asentimiento.
—Lo que me preocupa es otra cosa —manifestó.
—¿De qué se trata, Román?
—Del otro ser hallado en la Antártida. ¿Despertará
igual que Willie?
Ibson se estremeció.
—Ya están notificando de lo ocurrido —declaró—. Se
han tomado las debidas precauciones para que no se repita lo que pasó con
Willie.
—Eso espero —dijo Santos, lanzando un profundo suspiro—. Si el otro ser despertase y se escapara también, sería una catástrofe.
* * *
Había dos centinelas, armados con sendos fusiles,
vigilando la inmóvil forma yacente en el suelo.
El hielo que había envuelto al monstruo se había
fundido muchas horas antes. Los instrumentos médicos señalaban una progresiva
reactivación de las funciones vitales del ser.
—Esta bestia me pone nervioso —dijo uno de los
centinelas.
—¿A quién no? —contestó el otro amargamente—. Pero
como intente algo, le meto una bala en su cabezota...
—¿Una bala? Una docena y aun así, no sé si sería
suficiente.
El monstruo yacía en el suelo, sólidamente
encadenado. Un hombre entró de repente en el barracón y entregó sendas pistolas
a los centinelas.
—Olvídense de sus fusiles, muchachos —dijo el recién
llegado—. Si el ser se despierta, disparen con estas pistolas.
—¿Disparan proyectiles explosivos? —preguntó uno de
los guardias.
—No, narcóticos. Cada uno es capaz de dormir a un
elefante. ¿Entienden?
—Sí, doctor. Interesa que ese bicho siga con vida.
—Exactamente. Con vida... y prisionero.
Los fusiles fueron a parar a un lado. Los centinelas
se miraron mutuamente al quedarse solos.
—Ahora ya me siento mejor —replicó uno de ellos.
El otro lanzó una repentina exclamación de sorpresa:
—¡Mira, Dick! El monstruo ha abierto ya uno de sus ojos.
* * *
—Atención, atención. CFK-80 llama a Control.
Responda, Control.
—Adelante, CFK-80. Dejo frecuencia libre para su
comunicación. ¿Ha observado algo?
—Sí, señor. Tengo al monstruo a la vista. Camina muy
rápido, casi como un caballo al galope. Dirección sur. Lugar: Cuadrícula
AE-7-14.
—Enterados, CFK-80. Ahora enviamos aparatos para su
captura. Continúe vigilando. Informe de cualquier alteración en el rumbo de
Willie.
—Informaré, señor. Corto y fuera.
* * *
Los cables que sujetaban al monstruo tenían el
grosor de un dedo índice. Saltaron como si hubiesen sido cordeles de empaquetar.
Los vigilantes retrocedieron, amedrentados. El
monstruo apenas se había movido y aquellos cables, capaces cada uno de soportar
un peso de veinte toneladas, habían cedido con toda facilidad.
El monstruo se sentó con extremada lentitud, parecía
como si se le contemplara en una proyección a cámara lenta.
—Las pistolas narcóticas, Dick —pidió de pronto uno
de los centinelas.
Sonaron dos chasquidos. El monstruo no pareció
acusar los impactos.
Se irguió. El techo del barracón saltó con tremendo
crujido.
Los centinelas, despavoridos, se lanzaron por las
ventanas del barracón, olvidándose de abrirlas. Sus gritos pusieron en alarma
al campamento.
Las paredes del edificio se derrumbaron. El monstruo
salió al exterior, caminando pesadamente.
Los tentáculos brotaron de su frente. Tras unas
oscilaciones, se tendieron paralelamente hacia adelante.
Se oían gritos de alarma por todas partes.
—El narcótico no le ha hecho nada...
¡Traigan más cables!
—¡No servirán! ¡Lo que se necesita es más narcótico!
El monstruo se puso en marcha. Pese a los
desesperados esfuerzos de los habitantes del campamento, siguió andando,
acelerando cada vez más el ritmo de sus pasos.
Un barracón le salió a su encuentro. No fue
obstáculo para el monstruo, que lo arrolló sin el menor esfuerzo, reduciéndolo
a fragmentos en un santiamén.
Cinco minutos más tarde, el ser extraterrestre se había perdido de vista en la helada llanura antártica.
* * *
El rumor de las paletas del helicóptero llegaba muy
atenuado a la cabina, climatizada confortablemente. Ibson, Gloria y el doctor
Santos miraban con ansiedad hacia la blanca llanura que se deslizaba velozmente
bajo ellos.
El piloto y el copiloto del aparato estaban atentos
a los mandos. El copiloto, además, atendía a la radio.
Una lámpara se encendió de pronto en el cuadro de
mandos. El copiloto alargó una mano y dio el contacto.
Escuchó unos momentos. Luego de cortar la
comunicación, se volvió hacia los pasajeros.
—Acaba de llegar un informe a la base —dijo—. El
otro monstruo se ha escapado también.
Ibson y Gloria cruzaron una mirada de consternación.
—¿Qué va a suceder, Dios mío? —se lamentó la
muchacha.
De repente, una voz penetró en la cabina a través de
la radio:
—¡Lo tengo! ¡Ya está a la vista!
—Hank —pidió el piloto tranquilamente—, dame tu
situación. Voy para allá en el acto.
El helicóptero adquirió velocidad. De pronto, Gloria
lanzó una exclamación, a la vez que señalaba un punto con la mano.
—¡Allí! ¡Ya lo veo! ¡Mírenlo!
Ibson alargó el cuello. El bulto negro de Willie
destacaba con toda claridad en la blanca superficie de aquel sector meridional
de Groenlandia.
La costa quedaba por detrás de ellos, a menos de mil
metros. El piloto dio gas y el aparato aumentó su velocidad, hasta situarse en
la vertical del monstruo.
—¿Cómo van a capturarlo? —preguntó Gloria.
—Descuide, señorita —sonrió el piloto—. Mi compañero
es especialista en tales misiones. Con decirle que una vez capturó a un
elefante que se había fugado de un circo...
El otro helicóptero volaba casi encima de Willie.
El piloto lo hizo descender hasta situarlo a unos
cinco o seis metros de su presa.
Una trampilla se abrió de pronto en la panza del
helicóptero. Algo cayó sobre el monstruo, envolviéndolo en un instante.
—¡Una red! —exclamó Gloria, admirada.
—Exactamente —confirmó el piloto—. Esto embarazará
sus movimientos y permitirá que... per... mi... ti...
La voz del piloto se tornó de repente en un
tartamudeo incoherente. Su compañero lanzó un agudísimo aullido.
—¡Cuidado, Martin! —se dirigía al piloto del otro
aparato.
La red había envuelto a Willie, y el monstruo, en el
primer momento, se detuvo, sorprendido. Pero no tardó en reaccionar.
Sus cuatro manos tridáctiles actuaron con
sorprendente rapidez y potencia. La red se desgarró por una docena de puntos a
la vez.
Willie dio un salto hacia atrás, parcialmente
envuelto todavía en la red. Luego elevó sus brazos y agarró los dos cables de
los que pendía la red.
El piloto del helicóptero se dio cuenta de la
maniobra del monstruo y dio gas con objeto de elevarse. Era ya tarde.
El violentísimo tirón de Willie desequilibró el
helicóptero, que se precipitó a tierra violentamente. Hubo un estruendoso
choque y partes de la estructura saltaron por los aires.
—Es increíble —exclamó Ibson, atónito por aquella
fabulosa demostración de potencia física.
Los tripulantes del helicóptero salieron
tambaleándose del aparato, aturdidos por el fenomenal golpetazo. Una lengua
roja surgió de repente por uno de los costados del aparato.
—¡El combustible se va a inflamar! —gritó Santos.
Los tripulantes se alejaron a la carrera. El piloto
del otro helicóptero apreció que se ponían a salvo.
—Ahora volveremos a recogerlos —dijo—. Vamos a ver
hacia dónde se dirige esa fiera.
Willie estaba ya al borde de la banca de hielo,
detenido por un angosto fiordo de paredes verticales. El mar estaba a unos
ochenta metros de profundad.
A pesar de todo, la distancia entre los dos bordes
de la grieta era demasiado grande. Ibson y los demás vieron claramente que
Willie vacilaba.
De repente, Willie se lanzó al vacío.
—¡Se va a matar! —gritó Gloria.
El descenso de Willie hacia las aguas pareció sumamente lento. Luego se produjo una repentina explosión de espumas y eso fue todo.
CAPÍTULO VI
—¿Percibes mis emanaciones, Kryx?
—Sí, pero muy débiles, Yeuy.
—¿Puedes calcular la intensidad, Kryx?
—Menos doce cero siete, Yeuy.
—Muy poco, pero suficiente. ¿Mantienes bien la
dirección?
—Sí, pero si la intensidad de las emanaciones fuese
mayor...
—La distancia afecta la transmisión, Kryx. No te
preocupes; a medida que disminuya la distancia, crecerá el grado de intensidad.
Dime, ¿cómo te encuentras?
—Bien, con cierto aturdimiento. Me lanzaron al
cuerpo unos extraños objetos que disminuyeron muchísimo el ritmo de mi
circulación interna. Pero se me pasó al poco tiempo. ¿Y tú, Yeuy?
—Sigo progresando. He sido atacado una vez por un
aparato volador, pero conseguí destruirlo. ¿Has encontrado comida, Kryx?
—Unos pequeños animalitos alargados que se movían en
un medio líquido y salado. Me dieron bastantes fuerzas.
—Lo sé, yo también he comido. Kryx, continuaré
irradiando emanaciones para que las captes continuamente. Oriéntate por ellas,
¿estamos?
—Sí, Yeuy.
—Cuando puedas alcanzar suelo sólido, come
vegetales. Lo estás necesitando.
—Te obedeceré, Yeuy. Oh, cuánto tiempo hemos estado
separados. Me ha parecido una eternidad...
—No exageres, Kryx; en nuestro cómputo de tiempo
sólo han pasado unos cien años.
—¿Y en este planeta?
—Algo más de quince mil, según su medida de tiempo,
claro.
—Deben de ser unos años muy breves. El planeta gira
muy rápidamente sobre su eje, Yeuy.
—No hay dos mundos iguales, Kryx. Pero esto es lo de
menos para nosotros. Pronto nos encontraremos.
—Sí, Yeuy.
—Mantén la recepción en todo momento. Y come
vegetales. Te conviene, Kryx.
—Lo haré, Yeuy. ¿Has comido tú?
—Voy a hacerlo ahora mismo. Me despido, Kryx.
—Hasta tu próxima comunicación, Yeuy.
* * *
Se oían unos ruidos raros en el exterior de la
granja. El dueño, Tobías Potter, se despertó, sobresaltado.
Una rama crujió con gran estrépito. La señora Potter
se despertó también.
—¡Tobías! ¿Qué sucede? —exclamó alarmada.
—¿Se habrá escapado el caballo del establo? —dudó
Potter—. Mira que si le hubiese dado por ramonear en el plantel de lechugas...
Se oyó el estallido de otra rama al quebrarse. La
señora Potter lanzó un chillido.
—¡Tobías! ¡El caballo no come ramas de los manzanos!
Potter soltó una maldición:
—¡Manzanos! ¡Es verdad, lo había olvidado!
Y se tiró de la cama en el acto. Metió los pies en
unas zapatillas, se puso la bata rápidamente y corrió hacia la parte delantera de
la granja seguido de su atemorizada esposa.
Potter disponía de una excelente escopeta de caza,
que empuñó con decisión.
—Si es algún ladrón... —exclamó furioso.
Abrió la puerta. Los ruidos procedían de la parte
posterior del edificio, donde daba comienzo el huerto en que, según sus dueños,
se producían las mejores manzanas de la comarca.
Potter se había llevado un par de primeros premios
en la feria regional y aspiraba a conseguir el tercer trofeo. No estaba
dispuesto a consentir que algún ladrón le despojase de los mejores frutos de su
trabajo.
Los ruidos continuaban.
«Crash... Crunch... Raaac... Nñaccc... Craaajjjj...»
Seguido de su mujer, Potter dio la vuelta a la casa.
Aunque era de noche, había una luna excelente que
permitía ver las cosas con notable claridad. Potter sintió que se le ponían los
pelos de punta al ver aquella sombra gigantesca que se erguía a pocos pasos del
edificio.
Su esposa se sintió desfallecer de pánico. A pesar
de todo, recordó en el acto ciertas informaciones aparecidas últimamente en la
prensa, radio y televisión.
Un agudo grito brotó de sus labios:
—¡Es Willie!
El señor Potter se recobró. Estaba furioso.
Las ramas más tiernas de tres manzanos habían
desaparecido, juntamente con su fruto. Dos frutales más yacían tronchados en el
suelo. Un sexto estaba siendo devorado en aquellos momentos.
—Willie o no Willie, monstruo o no monstruo, nadie
me destroza los manzanos sin pagar las consecuencias en el acto —exclamó ebrio
de furor.
¡Pam! ¡Pam!
La escopeta vomitó dos fogonazos ruidosos casi
simultáneos. Potter estaba seguro de no haber fallado ninguno de los dos
cartuchos.
El ruido pareció asustar al monstruo. Con una sola
mano, agarró un manzano y lo desarraigó de un solo tirón.
Luego echó a correr, llevándose el manzano.
Un granero le salió al paso. Willie no intentó
evitar el obstáculo.
Simplemente, siguió adelante. Después de pasar él, el granero se había convertido en un informe montón de astillas.
* * *
—Ya se lo he dicho a medio millón de periodistas —barbotó
Potter, furioso—. Ese monstruo me destrozó seis manzanos y se llevó el séptimo
de propina para ir comiendo por el camino. Luego...
La temblorosa mano del granjero señaló el granero
convertido en ruinas. Ibson meneó la cabeza.
—Lo siento mucho, señor Potter —dijo—. ¿Puede
decirme qué dirección tomó?
—¿Es que no lo ve usted mismo? Fíjese en el rastro
que dejó ese forajido al escapar. ¡Hasta un ciego sabría seguirlo!
Potter tenía razón. Las pisadas de Willie se veían
claramente en el suelo, aparte del ancho rastro que había dejado en los
sembrados de lechugas, coles y otras hortalizas.
Un invernadero se había venido también abajo y su
interior era una pura ruina. Potter se mesaba los cabellos de furia.
Ibson cambió una mirada con Gloria. Santos tomaba
fotografías de las pisadas.
—¿Te has dado cuenta? —ya se tuteaban—. Willie sigue
invariablemente la dirección sur.
—Sí, pero ¿por qué se dirige precisamente hacia el
sur?
—Algo lo atrae, esto es indudable. Averiguarlo nos
resolvería muchos enigmas, Gloria.
Santos se acercó a la pareja.
—Como biólogo, debo decir que estoy muy satisfecho —manifestó.
—¿Por qué, Román? —preguntó la joven.
—Sencillamente, Willie come alimentos terrestres.
Cuando menos, vegetales.
—No se tiene noticia de que haya devorado a ningún
animal —dijo el ingeniero.
—Tal vez peces, durante su travesía a nado de
Groenlandia al Canadá —sugirió Santos.
Gloria se estremeció.
—¿Cómo podría resistir tanto tiempo en el agua? —exclamó.
—Es un misterio —contestó Santos—. Y sólo podríamos
aclararlo, si hubiera medios de hablar con él.
Ibson pegó un respingo.
—¡Román, ha dicho hablar con él! —exclamó.
Santos hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.
—Exactamente, Terry —contestó—. Sospecho que Willie
es un ser inteligente. Quizá acaso más que nosotros, pese a su horrible aspecto
corporal.
En aquel momento vieron que un automóvil se acercaba
por el camino de acceso a la granja.
Potter se había alejado. Ayudado por un par de
operarios, se esforzaba por reparar los estragos sufridos en la granja por la
incursión de Willie.
El coche se detuvo. Era grande y lujoso. Tres
personas se apearon del vehículo. El conductor quedó inmóvil y rígido tras el
volante.
—Vaya — resopló Ibson—, miren quien viene por ahí.
—¡El profesor! —exclamó Gloria.
Laneza, seguido de Lorena Frowson y otro sujeto
desconocido, se acercó al trío. Laneza vestía con afectada elegancia y sonreía
satisfecho de sí mismo.
—¿Qué tal, señorita Kildare? —saludó en tono
almibarado— . Ingeniero, ¿cómo se encuentra? En cuanto a usted, si no me
equivoco, es un colega mío, ¿no es cierto?
—Román Santos, profesor.
Laneza agitó una mano blandamente.
—Ah, sí, no me acordaba de su nombre. Les presento a
mi buen amigo Tom Count —dijo—. A la señora Frowson ya la conocen, ¿verdad?
Hubo un breve y frío intercambio de saludos. Ibson
miró a Count y sintió hacia él una instintiva antipatía.
Count era un sujeto de unos cuarenta y cinco años,
alto, fornido, también vestido con gran elegancia, aunque más discreto que el
profesor. En su rostro, que parecía tallado a cincel, se advertía una
inequívoca expresión de energía y autoritarismo.
—Vinieron a ver qué había hecho Willie en la granja,
¿verdad? —continuó Laneza—. Una lástima que ese pobre granjero no avisara
antes...
—Willie escapó, profesor —dijo Ibson.
—Lastimoso, verdaderamente lastimoso. Nosotros
también lo andamos buscando. Lo encontraremos, por supuesto. ¿Saben? El señor
Count financia los gastos de la búsqueda.
—¿Ya no trabaja para la Fundación, profesor? —inquirió
la muchacha.
—No. Cancelé el contrato. Presenté un plan para Willie,
pero no me lo aceptaron.
—Al menos, han obrado con sentido común una vez en
la vida —comentó Gloria.
—Profesor, ¿cuál es su plan para Willie? —quiso
saber Santos.
Laneza agitó el índice de una manera significativa.
—Ah, eso es cosa mía, querido colega. Es un plan
secreto... entre los tres, claro; la señora Frowson, el señor Count y yo. Y,
créanme, acabaremos por encontrar a Willie.
—¡Ojalá no lo encuentren! —deseó la joven.
—¿Por qué? —Laneza arqueó las cejas, fingiendo
sorpresa—. ¿No le agradan mis propósitos?
—No —contestó Gloria—.No me agradan sus proyectos.
Ni su cinismo, ni su inconsciencia, ni su incompetencia profesional. Habíamos
hecho el mejor descubrimiento de todos los tiempos y usted lo echó a perder
todo estúpidamente, con sus imbéciles frivolidades y su absurdo y desatentado
comportamiento, que sobrepasa todos los límites conocidos de la insensatez.
Profesor, hasta ahora era usted una gloria de la ciencia; ahora es la vergüenza
de la biología —concluyó Gloria su durísima requisitoria.
Count permanecía impasible. Lorena se sulfuró.
—Arthur, ¿vas a permitir que te insulten de esa
manera? —exclamó irritada.
—Lo ha permitido ya —intervino Ibson.
—¿Usted también, ingeniero? —preguntó Laneza.
—También, y quiero que sepa que suscribo todas y
cada una de las palabras de la señorita Kildare.
Por unos momentos, pareció que se iba a producir el
estallido de violencia. Gloria agarró aprensivamente el brazo de Ibson.
Pero no hubo nada. Una sardónica risita de Laneza
puso fin a la tensa situación.
—Sigamos —dijo—. El despecho, a veces, produce
demencias momentáneas. No tengan cuidado —se dirigió a sus acompañantes—. Ya se
les pasará.
Count habló por primera vez después de la
presentación.
—Y si no se les pasa, peor para ellos —dijo con voz en la que vibraba un indudable tono de amenaza.
CAPÍTULO VII
—¿Kryx?
—Te oigo, Yeuy.
—¿Cómo percibes mis emanaciones?
—Muchísimo mejor. Ahora están en grado menos doce
once nueve.
—La distancia se acorta, aunque no con tanta rapidez
como desearíamos. ¿Has comido vegetales?
—Sí, he alcanzado suelo sólido. Estoy en una gran
llanura, cubierta de unos tallos verdes y cortos. Insípidos, pero nutritivos.
—Lo celebro, Kryx. Sigo avanzando.
—Yo también, Yeuy. Oh, cuando te vea, creeré que
estoy soñando.
—Será una venturosa realidad, Kryx. Pero no
desfallezcas y continúa. El fin de nuestra separación se acerca.
—Sí, Yeuy.
La comunicación se cortó.
Kryx, el otro ser extraterrestre, continuó su marcha. Caminaba incansablemente a través de las incansables llanuras de la Patagonia.
* * *
—¿Te has fijado, Terry? ¡El profesor Laneza es un
insolente!
Ibson se mantenía atento al volante. Santos viajaba
en el asiento posterior.
—¿Qué diablos pretenderá el profesor? —preguntó
Gloria, a renglón seguido de las anteriores frases.
—No lo sé. Laneza me ha decepcionado como
científico.
—Parece que la fama ya no le importe nada, ¿no es
cierto, Román?
Santos hizo un gesto de aquiescencia.
—Yo diría que hay otra cosa que le importa más —manifestó.
—¿Cuál, Román? —preguntó Ibson.
—No lo sé. Ya no busca a Willie por interés
científico, sino por algo diferente. No comprendo qué pueda ser, Terry.
—En cambio, a mí hay otra cosa que me preocupa
muchísimo más todavía que las otras —manifestó el ingeniero.
—¿Qué es, Terry? —quiso saber Gloria.
—Bien, en realidad no se trata de una cosa, sino de
una persona.
—¿Count?
—Sí. ¿Te has fijado en el tono que empleó para
dirigimos la única frase que pronunció, aparte de las de saludo?
—Sí, es cierto —convino la muchacha—. Parecía tener
un genio endiablado...
—Count tiene algo más que genio, Gloria —dijo el
joven—. En cuanto lleguemos a Nueva York, voy a pedir informes de él.
—¿Vamos a abandonar la persecución de Willie? —preguntó
ella desalentadamente.
—Nada de eso —contestó Ibson—. Todo lo contrario.
—¿Entonces...?
—Vamos a protegerlo, Gloria.
Hubo un momento de silencio. Luego, la muchacha
movió lentamente la cabeza:
—Creo que te comprendo, Terry —dijo—. Lo difícil
será conseguirlo —añadió.
—Sí, resultará difícil, pero no por ello debemos
desanimarnos.
—Se me ocurre una cosa, Terry —dijo Santos de
repente.
—¿Qué es, Román?
—¿Y si son otros los que detienen a Willie?
—Por ahora, no parece que haya habido nadie capaz de
detenerlo —respondió el ingeniero—. Empezó a correr desde muy cerca del Polo,
estamos en pleno Canadá y todavía sigue corriendo.
—Pero algún día se detendrá —alegó Gloria.
—Sí, indudablemente. Lo difícil estriba en saber
cuándo.
—Una cosa, Terry —dijo la muchacha—. Willie
descendió hacia el Sur por Groenlandia, pero luego, de repente, se desvió hacia
el oeste y se adentró bastante en el Canadá. Sin embargo, ahora sigue caminando
hacia el sur. ¿Encuentras alguna explicación lógica de esa actitud?
—Bueno, cuando saltó al mar en Groenlandia, tuvo que
derivar hacia el Oeste. Puede recorrer grandes distancias a nado, pero estimo
que debe ser imposible que atraviese el Atlántico de norte a sur. Por eso se
vino a la tierra firme.
—¿Y qué pasa que nadie lo ve durante el día? —exclamó
Santos—. Si acaso, algún granjero por la noche, cuando necesita comer. ¿Dónde
se esconde, Terry?
El ingeniero suspiró.
—¿Crees que no me gustaría también a mí saberlo? —contestó resignado.
* * *
—¿Cuál es el grado de tus emanaciones, Kryx?
—Menos doce once ocho, Yeuy.
—La recepción mejora, Kryx. ¿Sigues mis consejos
respecto a la ocultación?
—Sí, Yeuy.
—Los habitantes de este planeta poseen aparatos
perfeccionadísimos con los cuales podrán localizarnos fácilmente, pero disponen
de pocos. La mayoría son individuos corrientes y para ocultarnos de ellos nos
basta con el período de oscuridad.
—Te entiendo, Yeuy.
—A menos que tengas la seguridad de que vas a
atravesar una región desierta, ocúltate durante el período de luz, Kryx.
—Seguiré tu consejo, Yeuy. ¿Eso es todo?
—Sí, Kryx, hasta la próxima comunicación.
Pronto amanecería. Los cuatro pares de ojos de
Willie escrutaron el panorama.
Era preciso ocultarse.
Se «arrodilló» en el suelo, empezó a excavar la
tierra con sus dos pares de manos. Los doce dedos se movían con increíble
velocidad, apartando la tierra a los lados como si formasen parte de una
perfeccionadísima barrera mecánica.
En pocos minutos, Willie excavó un hoyo del diámetro
de su cuerpo, pero no lo hizo vertical, sino oblicuo. Cubrió de tierra la
entrada, aminoró el ritmo de sus funciones vitales y se dispuso a esperar la
noche.
Lo hacía siempre desde que tuvo la desgraciada
experiencia de ser localizado en Groenlandia durante el día. Desde que sólo
viajaba por las noches, sus dificultades habían cesado prácticamente.
* *
*
Terry Ibson abrió la puerta del departamento. Gloria
levantó la vista del periódico que estaba hojeando y le miró ansiosamente.
—¿Algo de nuevo, Terry? —preguntó.
—Sí. Ya sé quién es Tom Count.
Gloria se levantó y se acercó al aparador de los
licores.
—Habla, Terry —pidió, mientras llenaba dos copas.
—Le llaman «El Aspirador». ¿No te lo imaginas,
Gloria?
—No —contestó la muchacha, sonriendo—. Pero es un
apodo con cierta gracia.
—Sí —sonrió él también, mientras aceptaba la copa
que le ofrecían—. Le llaman «El Aspirador» porque... aaaasssspira los billetes
que es un contento. ¿Entiendes, Gloria?
—En parte, Terry. Count es un sujeto ávido de
dinero.
—Sí, pero, sobre todo, de dinero fácil.
—Creo que ya empiezo a comprender. Negocios poco
limpios, ¿no?
—Bueno, poco limpios es calificarlos de honrados. La
verdad es que no son nada limpios.
—¡Hum! Terry, esto me huele a «gangsterismo» o algo
por el estilo.
—Caliente, caliente, Gloria. Te vas acercando a la
verdad.
—Vaya con el profesor —respondió la muchacha—.
¡Quién lo hubiera dicho!
—Nadie, en efecto —convino él—. Y eso es lo más
preocupante de todo. ¿Qué se propondrá, Gloria?
—Capturar a Willie, desde luego. El enigma estriba
en lo que quieren hacer después con él.
—Como no sea exhibirlo en una barraca como un
fenómeno de feria... Haría millonarios a sus dueños, Terry.
Ibson se quedó parado, mirando a la joven.
—¿Serían capaces? —musitó.
—Después de lo que he visto, no me extrañaría en
absoluto —contestó Gloria.
—¡Pero nosotros lo impediremos! —exclamó él con
vehemencia.
—¿Cómo, Terry? —quiso saber la joven.
Ibson no tuvo tiempo de contestar. El timbre de la
puerta, al sonar con insistencia, interrumpió su respuesta antes de
pronunciada.
Gloria atravesó la sala y abrió la puerta. Dos
sujetos aparecieron ante su vista al otro lado del umbral.
—¿Señorita Kildare? —preguntó uno de ellos.
—Sí, yo misma.
—Queremos hablar con usted, señorita —manifestó el individuo—. Nos envía Tom Count.
CAPÍTULO VIII
Ibson estudió las facciones de los dos sujetos,
llegando a una conclusión muy poco favorable, sobre todo, al escuchar el nombre
de la persona con la cual estaban relacionados.
—Está bien —dijo Gloria—. ¿Qué es lo que quiere el
señor Count?
—Yo me llamo Stormane —se presentó el que había
hablado—. Mi compañero se llama Shalamo.
—Tanto gusto. Pero...
—Señorita, ¿no le parece que hablaríamos mejor
dentro del piso?
Gloria se resignó y se apartó a un lado. Los dos
sujetos entraron y ella cerró.
Stormane fijó la vista en el hombre que había en la
casa.
—Si no me equivoco, usted es el ingeniero Ibson —dijo.
—Sí —contestó el aludido.
—Tanto mejor. Lo que le tenemos que decir a la
señorita Kildare va también por usted.
Impasible, Ibson tomó un sorbo de su copa. Luego
dijo:
—Temo que la señorita Kildare va a dar una respuesta
a sus proposiciones que no va a agradar demasiado a «El Aspirador».
Stormane frunció el ceño. Shalamo masculló algo
entre dientes:
—Todavía no hemos dicho nada —habló el primero.
—Sí, pero me lo imagino y por eso contesto
negativamente desde ahora —manifestó Gloria con gran vehemencia.
—Al señor Count no le gustan determinadas gestiones
que ha estado realizando el ingeniero Ibson —declaró Stormane—. Por eso quiere
que ambos abandonen la idea de capturar a Willie.
Gloria miró a Ibson.
—¿Qué gestiones son esas, Terry? —preguntó.
—Luego te diré —respondió él—. Siga, Stormane; sus
palabras resultan muy interesantes.
—Eso es todo, ingeniero —dijo Stormane.
—Entonces, ya conoce la respuesta —exclamó Gloria de
forma tajante—. Márchense.
Stormane suspiró. Volviéndose hacia su compinche,
dijo:
—No vamos a tener otro remedio que pincharlos,
Shalamo.
—Sí, y por mí, cuando quieras —contestó el aludido,
a la vez que sacaba una pistola de gran tamaño—. ¡No se muevan! —ordenó con
dureza en su voz.
Ibson respingó. Gloria palideció.
—¿Qué es lo que pretenden hacer con nosotros? —inquirió.
—Ahora lo sabrán —respondió Shalamo—. Adelante,
compañero.
Sonriendo satisfecho, Stormane introdujo la mano en
el interior de su chaqueta y extrajo una caja de metal, plana, con el aspecto
de una pitillera. La abrió y sacó un objeto que Ibson reconoció en el acto.
—¿Qué es lo que van a inyectarnos? —preguntó.
—Una droga preparada especialmente por el profesor
Laneza. Sus efectos duran dos meses, aproximadamente, y no causan daño alguno
en el organismo humano. Pero sí afecta al cerebro en determinado sentido.
—¿Cómo? —exclamó Gloria.
—Diez minutos después de la inyección, les daremos
una orden a ambos. Esa orden quedará grabada en su cerebro durante dos meses.
Al cabo de ese tiempo, la droga se habrá disipado y podrán desobedecer la orden,
pero ya no importará. ¿Lo entienden?
Ibson suspiró.
—Sí, se entiende muy bien —contestó.
Y empezó a quitarse la chaqueta.
—Yo me inyectaré primero —añadió sonriendo.
Después de quitarse la chaqueta, se subió las mangas
de la camisa. Stormane se le acercó con expresión de triunfo.
—¿No te lo dije, Shalamo? Resultará más fácil de lo
que habías pensado.
Ibson alargó el brazo izquierdo. De pronto, exclamó:
—No sé si luego se producirá una infección. Gloria,
tu mujer de la limpieza es un desastre. Fíjate, ni siquiera quita las telarañas
del techo.
A la vez que hablaba, levantaba un poco la cabeza.
Stormane picó.
Alzó la cabeza. Su mandíbula se ofreció
tentadoramente para el puño derecho del joven.
Stormane dio una tremenda voltereta al recibir un
terrorífico impacto en el mentón. La jeringuilla de inyecciones voló por los
aires.
Shalamo gruñó algo, pero el brazo izquierdo de su
compinche, al voltear, le dio en un hombro y le hizo dar un traspié.
Había perdido la iniciativa. Ibson saltó sobre él y
le castigó duramente el estómago.
Shalamo se olvidó de la pistola. Cuando se inclinó
hacia delante, el antebrazo izquierdo del ingeniero salió al encuentro de sus
narices.
Se oyó un gruñido de dolor. Shalamo dio dos o tres
pasos, aturdido, medio inconsciente. Ibson golpeó de nuevo y lo lanzó contra
una pared, de la que rebotó para caer al suelo cuán largo era.
Ibson se inclinó y recogió la pistola. Registró a
Stormane y le quitó la suya.
Gloria se echó a reír.
—Creí que hablabas en serio cuando mencionaste las
telarañas —dijo.
—Por supuesto que no, pero cuando se pronuncia una
frase semejante, todo el mundo levanta la cabeza instintivamente. Stormane no
podía ser una excepción.
—Una hábil jugada psicológica —calificó ella.
Los dos rufianes se levantaron al poco rato, corridos
y avergonzados.
—¡Váyanse! —ordenó Ibson—. Díganle a «El Aspirador»
que no pensamos renunciar a nuestros propósitos y que seguiremos adelante hasta
encontrar a Willie.
—Han cometido un grave error —respondió Stormane en
tono amenazador—. Lo lamentarán, se lo aseguro.
La pareja se marchó. Ibson y Gloria quedaron a
solas.
—Eso me preocupa, Terry —dijo ella.
—Sí. El incidente indica que Count está dispuesto a
lograr sus propósitos a cualquier precio.
—Pero no por ello vamos a desistir, ¿verdad?
—En absoluto, Gloria.
—Oye, Terry, si mal no recuerdo, uno de esos
rufianes dijo que habías estado realizando no sé qué gestiones. ¿Qué es lo que
quiso decir?
—Simplemente, que he estado alistando el material
necesario para localizar a Willie.
—¿Estás seguro?
—Me siento moderadamente optimista al respecto —contestó
él—. Mañana mismo podremos iniciar la operación, pero antes...
—Antes, ¿qué, Terry?
—Tengo que hablar con el profesor Laneza. Su
actitud, aparte de insensata, me parece carente en absoluto de ética y voy a
ver si le disuado de seguir adelante en sus propósitos.
Gloria meneó la cabeza.
—En cambio, yo me siento pesimista —declaró—. No lo conseguirás, Terry... pero no dejes de intentarlo.
* * *
El profesor Laneza miró con altanería a su
visitante.
—Ah, es usted, ingeniero Ibson —exclamó—. ¿En qué
puedo serle útil?
—Si me permite pasar, se lo expresaré claramente,
profesor —manifestó el joven.
—Bueno, no hay ningún inconveniente. Lorena,
hermosa, ¿quieres preparar unas copas?
La pelirroja estaba sentada lánguidamente en un
diván y se levantó al oír la petición de Laneza. Cruzó la estancia con gran
contoneo de caderas y empezó a manipular con vasos y botellas.
—Bien ingeniero, hable de una vez —pidió Laneza con
impaciencia.
—Se trata de Willie...
—Tema vedado —le atajó el profesor con sequedad—. No
quiero ni oírle hablar una sola palabra del asunto, Ibson.
—¿Se le congeló la amabilidad en el Polo? —preguntó
el joven con cáustico acento.
—¡Se me congelaron las narices! —respondió Laneza
groseramente—. Willie es mío, sépalo de una vez, y no toleraré que nadie me lo
arrebate.
Lorena trajo las copas. Ibson aceptó la suya
sonriendo.
—¿Suyo, profesor?
—Sí. Yo lo descubrí enterrado en los hielos. Por
tanto, me pertenece.
—¿Se lo ha consultado al interesado?
Laneza le miró con la copa ya en los labios.
—¿Consultar? ¿A quién?
—A Willie, profesor —respondió Ibson.
El biólogo soltó una gran carcajada.
—¿Está loco, Ibson? ¿Por qué tengo que consultar al
propio Willie si me pertenece o no? ¿Hay alguna ley que diga que ese ser no es
de mi propiedad?
—Sí, una, profesor.
Laneza hizo un gesto de impaciencia.
—¿Querrá explicarse de una maldita vez? —exclamó.
—Willie es un ser inteligente...
—¡Toma, también lo es un caballo y yo puedo poseer
los que se me antoje! Pero inteligencia no es sinónima siempre de racionalidad,
¿lo entiende?
—El que no me entiende es usted, profesor —dijo el
joven—. O no quiere entenderme, tanto da. Pese a su apariencia, Willie es un
ser humano; humano en el sentido de que posee una inteligencia racional, no la
inteligencia de un caballo dócil o un perro fiel, compréndalo de una vez. Y por
tanto, si Willie es un ser con inteligencia y capacidad de raciocinio, como lo
son todos los seres humanos, usted no puede reducirlo a la esclavitud, que es
lo que pretende.
Los ojos de Laneza despidieron un vivo fulgor de
ira.
—¡Váyase, ingeniero, váyase antes de que pierda la
paciencia! —barbotó.
—Sí, desde luego —accedió el joven—. Me voy a ir
ahora mismo, pero le ruego recapacite. En su afán por capturar a Willie, se ha
aliado con Tom Count. ¿Conoce sus antecedentes...?
—Es un respetabilísimo hombre de negocios, quien ha
puesto a mi disposición todo el dinero que necesite para capturar a Willie.
Ibson sonrió irónicamente.
—Conque un respetabilísimo... Profesor, es usted más
tonto de lo que creía. Sin duda piensa que su conocimiento de la señora Frowson
se debe a un encuentro casual, ¿no es cierto?
Lorena se puso rígida. El biólogo hizo un
fruncimiento de cejas.
—¿Qué quiere decir usted, Ibson?
—Pregúntele a ella. Pregúntele quién sufragaba sus
trapos antes de que ambos se conocieran. La supuesta señora Frowson, si es
sincera, le dará muchos detalles al respecto.
—¡Márchese! —pidió ella con voz ronca—. Márchese,
ingeniero, o no respondo de mí.
Ibson soltó una risita.
—Antes de convertirse en la pareja del profesor,
usted trabajaba en «Cayne’s», un local propiedad de Count. A usted, señora
Frowson, se la consideraba como la favorita del dueño.
Lorena estaba roja de ira.
—No le hagas caso, Arthur. Este miserable está mintiendo.
Ibson se encaminó hacia la puerta.
—Profesor, cuando tenga sed, vaya a tomar una copa
al «Cayne’s». Le dirán cosas muy sabrosas acerca de la hermosa señora Frowson.
Usted pondrá la inteligencia y Count recibirá los beneficios. Imagínese el
resto.
Cuando salió de la casa, oyó un airado grito de
Laneza. La mujer le contestó con no menos estridencia.
Ibson sonrió. Estimaba buena idea sembrar la duda en el ánimo del profesor.
* * *
—Pero ¿cómo supiste tantos datos, Terry?
Ibson sonrió.
—Me lo dijo uno de los camareros del «Cayne’s».
Claro que tuve que gastarme algunos billetes, pero eso lo solucionó todo.
—O sea que Lorena obedece a Count.
—Sí, y como el profesor siente una gran debilidad
por las mujeres hermosas, Count, que es un tipo muy astuto, se aseguró su
colaboración por medio de Lorena Frowson.
—Vaya un tipo —comentó la muchacha—. Eso significa
que cuando hayan capturado a Willie, Count despedirá a Laneza y se quedará con
el ser.
—Así opino yo, Gloria.
—No me gustaría que Willie acabase tras los barrotes
de una jaula, Terry —dijo ella.
—Tampoco a mí. Por eso vamos a tratar de evitarlo.
Gloria lanzó un suspiro.
—A decir verdad, lo veo muy difícil, Terry —alegó.
—No desesperes —sonrió él—. Ya verás cómo resulta
más fácil de lo que piensas.
Llegaron a casa. Santos les esperaba allí.
—Tengo noticias —informó el joven biólogo, a la vez
que se apresuraba a tomar los paquetes que Gloria traía en las manos.
Ibson traía también más paquetes. Mientras los
depositaba sobre una mesa, preguntó:
—¿Noticias interesantes, Román?
—Sí. Willie se esconde durante el día para no ser
visto.
—Es muy grande y a menos que esté en un bosque muy
espeso...
—Excava un hoyo y se mete dentro hasta la noche.
Luego sale y continúa la marcha hasta el amanecer —informó Santos.
Ibson silbó.
—Debe de ser un hoyo excepcional —dijo—. Tengamos en
cuenta que Willie mide siete metros de altura por dos y medio de anchura.
—El caso es que lo hace. Y se han encontrado ya tres
de esos hoyos. ¡Mirad!
Santos desplegó sobre la mesa un mapa de los Estados
Unidos. Ibson y Gloria vieron sobre el mismo tres puntos rojos, situados en
línea recta.
—Son los tres últimos hoyos descubiertos —dijo el
biólogo—. Están separados entre sí por una distancia aproximada de trescientos
kilómetros.
—Eso significa que cada noche camina a más de
treinta kilómetros a la hora —calculó Ibson.
—Sí, en efecto; pero lo más curioso del caso es que
esos tres hoyos están situados en línea recta y siguen la dirección sur.
—El último está ya cerca de la frontera mejicana.
—A cuatrocientos kilómetros, aproximadamente —el
dedo de Santos señaló un punto en el mapa—. Hoy ha descansado aquí. Por la
noche, echará a andar de nuevo. Mañana lo tendremos en este lugar.
Ibson y Gloria cambiaron una mirada.
—Entonces, podremos localizarlo con facilidad —exclamó
la muchacha.
—Sí, sí nos damos prisa en partir —contestó Ibson—.
De otro modo, Willie atravesaría la frontera con Méjico y nos veríamos en
dificultades para atraparlo.
—Tengo ganas de verle para resolver una duda, Terry —manifestó
Gloria.
—¿Cuál es? —preguntó él.
—¿Podremos entendernos con Willie, Terry?
Ibson calló un momento.
Luego dijo:
—Tendremos la respuesta en el momento en que nos enfrentemos con él.
CAPÍTULO IX
Ibson, en persona, pilotaba el helicóptero, equipado
especialmente por él. Santos se inclinaba sobre los instrumentos de
observación.
Gloria alargaba el cuello con impaciencia, tratando
de encontrar con la vista algún rastro del ser extraterrestre.
Atardecía. Pronto caerían las tinieblas sobre la
superficie de la Tierra.
Santos tenía los ojos fijos sobre una pantalla que
permanecía oscura hasta aquel momento. Ibson mantenía el rumbo rigurosamente
sur.
El sol lanzó sus últimos rayos y se ocultó tras el
horizonte. Santos formuló una pregunta:
—¿Cuánto hemos avanzado desde el lugar donde se
escondió Willie por última vez?
—Unos doscientos noventa kilómetros —contestó Ibson.
—Pronto sobrevolaremos su escondite —aseguró el
biólogo.
Pasaron algunos minutos. Ya era de noche.
De pronto, Santos lanzó una exclamación.
Un puntito de color rojo oscuro apareció en la
pantalla.
—Creo que ya lo tenemos —dijo.
El punto rojo se agrandó, convirtiéndose luego en
una circunferencia que se dilataba paulatinamente hasta alcanzar los bordes de
la pantalla. Entonces desapareció, pero, en el mismo momento, surgió de nuevo
el punto rojo en el centro.
—Sí, ése es Willie —afirmó Santos—. Las
irradiaciones de calor captadas por la pantalla no pueden proceder más que de
una fuente de emisión de tanta potencia como la de su cuerpo.
—¿Sigo bien con este rumbo? —preguntó Ibson.
—Un punto a babor —indicó Santos—, ¡Magnífico! ¡El
ritmo de las señales aumenta!
Ahora, los puntos aparecían cada diez segundos.
Pronto se sucedieron con intervalos más breves, hasta alcanzar el ritmo de doce
señales por minuto.
—No hay duda, estamos sobre Willie.
—Será mejor que nos pongamos los lentes infrarrojos —sugirió
la muchacha.
Ibson pulsó un botón y un reflector que emitía rayos
de luz negra funcionó inmediatamente. Las gafas especiales les permitieron ver
el suelo como si fuese de día.
—¡Allá va! —gritó Santos de repente.
Gloria sintió una especie de palpitación al divisar
la figura de Willie, que trotaba velozmente por la superficie, con un ritmo de
marcha sostenido sin desmayo. Ibson equiparó la velocidad del helicóptero a la
del ser y halló que corría a treinta y ocho kilómetros a la hora.
—Teniendo en cuenta que la noche dura, en este lugar
y en esta época del año, diez horas, Willie debe recorrer unos trescientos
ochenta kilómetros por jornada.
Volaban a unos veinte metros por encima de la cabeza
de Willie, quien no parecía haber reparado en el aparato que se movía sobre él.
De cuando en cuando, Willie alargaba uno de sus brazos bifurcados y arrancaba
ramas de árboles o de arbustos, que se llevaba a la boca sin dejar de caminar.
—Vegetariano —dijo Gloria.
—Quizá no del todo. Es probable que haya comido
pescado —sugirió Santos.
—Se lo preguntaremos luego —rezongó Ibson—. Voy a
adelantarme a él para aterrizar y cortarle el paso. Entonces...
Algo penetró en el helicóptero con súbito
repiqueteo. Santos lanzó un grito y se agarró el brazo izquierdo.
Ibson se quedó aturdido en el primer momento. Sólo
cuando vio en los vidrios del aparato unos agujeros en forma de estrellas
comprendió que estaban siendo ametrallados.
Una terrible descarga hizo saltar por los aires el
estabilizador de cola y un par de paletas del rotor principal. Trepidando
horriblemente, el helicóptero emprendió un vertiginoso descenso hacia el suelo.
La suerte de sus ocupantes fue la escasa altitud del
aparato. Aun así, el encontronazo no resultó nada agradable.
El tren se partió y el suelo de la cabina resultó
muy abollado. Un intenso olor a gasolina se esparció de inmediato por el
ambiente.
—¡Fuera! —gritó Ibson—. ¡Los tanques van a estallar!
Gloria se rehízo y abrió la portezuela. Santos se
quejaba con voz sorda.
Ibson arrastró al biólogo hacia el exterior,
procurando alejarlo lo máximo posible del helicóptero siniestrado. Apenas se
habían separado medio centenar de metros, se oyó una atronadora explosión.
Las llamas envolvieron instantáneamente al
helicóptero. A lo lejos, con intensidad decreciente, se oía el ruido del rotor
del otro aparato similar.
A Ibson, aquel sonido le pareció una carcajada de
burla.
—Ya nos hemos librado de nuestros competidores —dijo
Count satisfecho.
—¿Se habrán matado? —preguntó Laneza.
Count se encogió de hombros.
—Allá ellos —contestó.
—No me gustaría verme mezclado en un caso de
asesinato —se lamentó Laneza, contemplando las llamas que iluminaban la noche.
—Ahora ya es tarde para quejarse, «profe». A lo
hecho, pecho... y la presa va ahí delante, así que prepare su nuevo rifle
narcótico.
—Espero conseguir esta vez un buen resultado —dijo
Laneza.
—Yo también. Si no, tendré que considerar que he
hecho un mal negocio aceptándole como socio.
Laneza meditó sobre aquellas palabras. ¿Tenía razón
el ingeniero al asegurar que Lorena era, en realidad, la aliada de Count?
El piloto, a sueldo de Count, gobernaba el aparato
con mano segura.
Era un helicóptero de gran porte, capaz de izar sin
dificultad una carga de veinte toneladas. En la parte posterior disponía de una
vasta bodega, donde había más que suficiente para albergar el inmenso corpachón
del ser extraterrestre.
Laneza dio una orden al piloto:
—Sitúese por delante de él y a un costado, de modo
que le cierre casi el paso.
—Bien, profesor.
El piloto realizó la evolución. Todos los ocupantes
del aparato iban provistos de gafas para visión nocturna.
Laneza descorrió el cristal de una de las
ventanillas y asomó medio cuerpo, sujetando el rifle con manos firmes. Ahora
volaban paralelamente a Willie, un poco por delante de él y a su izquierda.
El profesor tomó puntería. A menos de veinte pasos
de distancia, apretó el gatillo.
Willie siguió corriendo.
Count lanzó un grito de rabia.
—Ese narcótico es una porquería, profesor.
—La misma carga durmió a una ballena. Yo, en
persona, hice la prueba —protestó Laneza.
Sentía correr el sudor por la frente. ¿Acaso era
Willie un ser invulnerable?
De repente, Willie aminoró la velocidad de su
marcha.
Laneza emitió un grito de triunfo:
—¡El narcótico empieza a hacer efecto!
* * *
—¿Me oyes, Kryx?
—Sí, perfectamente, Yeuy. Ahora, la intensidad de
las emanaciones es de grado menos siete siete uno.
—Magnífico, Kryx. Ya nos vamos acercando, pero ten
en cuenta un consejo: guárdate de los aparatos voladores de los habitantes de
este planeta. A mí me está persiguiendo uno. Si me atacan, atacaré.
—Sí, Yeuy.
—No quiero hacerles daño, a menos que ellos me lo
hagan. ¿Cómo te encuentras, Kryx?
—Perfectamente, Yeuy, cada día con más fuerzas.
Ahora estoy atravesando una zona abundantísima en vegetación. No hay problemas
de alimentos.
—Lo celebro, Kryx. Y ahora... Oh...
—¿Qué te pasa, Yeuy?
—Me han disparado un proyectil. Siento que una cosa
extraña se infiltra en mi cuerpo... Empiezo a perder las fuerzas... Me entra
una gran debilidad...
—¡Yeuy! ¡Yeuy!
—Kryx... voy a... detenerme... No... puedo seguir...
adelante... Procuraré mantener las emanaciones con mi cuarto cerebro... si
logro evitar la contaminación de esa... sustancia... Así podrás...
Willie calló.
Yacía en el suelo, completamente inconsciente.
* * *
Tom Count dio una vuelta en tomo al enorme corpachón
del ser, rebosante de satisfacción por la victoria lograda.
Stormane y Shalamo no se sentían muy tranquilos y
ambos empuñaban sus metralletas. Lorena permanecía a unos pasos de distancia.
—¿Fue eficaz o no mi narcótico? —dijo Laneza,
satisfecho.
—No hay duda, «profe», es usted un genio —admitió
Count con la sonrisa en los labios—. La única duda que me asalta es si
resistirán los cables.
—La fuerza de Willie no es ilimitada. Además,
tenemos experiencia. Los cables resistirán —afirmó Laneza con orgullo.
—Perfecto. ¿Le parece que lo pasemos a bordo,
profesor?
—Desde luego, Tom.
Count lanzó un grito:
—¡Edwin, arriba con él!
El brazo de una grúa giró lentamente hasta situarse
sobre el inanimado cuerpo del ser. Dos ayudantes del piloto sujetaron los
ganchos y la grúa funcionó en el acto, izando sin dificultades el cuerpo de la
presa.
—¿Cuánto tiempo estará dormido, profesor? —inquirió
Count.
—Veinticuatro horas, no menos —respondió Laneza.
—Será suficiente —dijo Count en tono pensativo.
El cuerpo de Willie quedó al fin instalado en el
suelo de la bodega de carga. Los ayudantes cerraron la amplia escotilla.
—¡Todos a bordo! —gritó el piloto.
—Menos mal —dijo Stormane.
—Ese bicho empezaba ya a ponerme nervioso —confesó
Shalamo.
En cuanto a Lorena, no se sentía mucho más
tranquila.
—Si de mí dependiese, haría cavar un pozo de cien
metros y lo enterraría allá abajo, para que no volviera a salir jamás —murmuró.
Pero no era más que una pieza en el engranaje creado
por Count y lo sabía.
Momentos después, el helicóptero alzaba el vuelo.
Laneza abandonó su asiento una vez el aparato hubo
tomado el rumbo preciso.
—No puedo contenerme —dijo—. Voy a verlo otra vez.
—Yo también —manifestó Count.
Caminó tras el profesor. Al pasar junto a Shalamo,
le hizo un signo con la cabeza.
Shalamo contestó con un pestañeo de asentimiento. Se
puso en pie y siguió a su jefe.
Laneza llegó a la bodega de carga, iluminada por dos
lámparas pendientes del techo. Willie yacía cuan largo era, sólidamente
amarrado por un inextricable amasijo de cables de acero de dos centímetros y
medio de grosor.
—Fantástico —dijo—. Este monstruo va a representar
una fuente de dinero inagotable. Sobre todo, cuando ya lo tengamos bien
entrenado y le hayamos enseñado a obedecer.
—Eso espero, «profe» —concordó Tom Count—. Pero
todos los beneficios serán para mí.
Laneza alzó las cejas.
—¿Cómo dice, Tom?
Count sonrió de un modo extraño.
—Profesor, vuélvase y mire lo que hay detrás de
usted.
Laneza dudó un momento. Luego obedeció la indicación
y giró sobre sus talones, quedando justo frente a una escotilla abierta.
—No veo nada... —empezó a decir, y, en el mismo
momento, se sintió violentamente empujado hacia adelante.
—Ahora verás las estrellas —dijo Count, riendo como
un loco.
Laneza lanzó un agudo chillido. Manoteó de un modo
frenético, pero su caída ya no tenía remedio.
* *
*
—¿Cómo te encuentras, Román? —preguntó Ibson.
—Mejor, gracias. Fue sólo un ligero «shock», pero ya
se me ha pasado. La herida es leve: curará sin demasiadas complicaciones.
Ibson terminó de sujetar una venda provisional al
brazo del biólogo. La venda procedía de una prenda interior de Gloria.
Ibson alargó la mano. Santos se puso en pie.
—Creo que pasa una carretera a dos kilómetros —dijo
Ibson—. Trataremos de encontrar un medio de transporte que nos lleve a lugar
civilizado.
—¿Denunciarás a la policía el ataque de que hemos
sido objeto? —preguntó Gloria.
—Tenemos que informar del accidente —respondió él—.
Sí, diré que nos ametrallaron, pero ¿cómo probar que fue Count?
—Es verdad —reconoció ella desalentada—. Ahora se
habrán apoderado de Willie... Oh, Terry, lo van a exhibir como si fuese un fenómeno
de feria...
—Mirándolo imparcialmente, lo es —dijo Ibson—. Pero
también es un ser inteligente. Por tanto, debe ser libre.
—Con tal de que no reaccione de un modo
catastrófico... Hasta ahora se ha portado muy pacífico —comentó Santos—. Quiera
Dios que su captura no lo vuelva loco y empiece a causar estropicios a diestro
y siniestro.
—Eso es lo que temo y, si puedo, trataré de
evitarlo. ¿Vamos?
En aquel momento, en las alturas se oyó un débil
grito.
Algo descendió a gran velocidad, zumbando de manera siniestra.
Gloria se asustó.
—¡Terry! ¿Qué es eso?
Antes de que el ingeniero pudiera contestar, se oyó
un ruido horripilante a menos de veinte metros de distancia. Un objeto extraño
chocó contra el suelo, rebotó un poco y volvió a caer, quedando luego inmóvil.
Ibson reaccionó y corrió hacia aquel bulto que yacía
a pocos pasos. Al llegar a su lado se detuvo, sintiendo un escalofrío de
horror.
Era el cadáver de un hombre, indudablemente caído desde una aeronave. Ibson sacó una cerilla y la encendió, adivinando desde el primer momento, aun antes de verle el destrozado rostro, la identidad del cadáver.
CAPÍTULO X
Con un grueso cigarro entre los dientes, Tom Count
descendió por la escalera del sótano, seguido de la bella Lorena Frowson.
—¿Echas de menos a Laneza, querida?
—¡Qué cosas tienes! —rió la pelirroja—. Era un tipo
inaguantable.
—Bueno, ya no nos molestará más. ¡El pobre! —suspiró
Count—. Se acercó a la escotilla demasiado.
—Y le dio vértigo.
—Sí. Por eso no me acerco yo nunca a las escotillas —rió
el forajido con gran cinismo.
El sótano era muy profundo. Lorena sintió miedo de
repente.
—¿Resistirá, Tom?
—Resistiría el ataque de una ballena que tuviese la
movilidad de un gato —contestó Count con acento de seguridad.
Shalamo estaba al pie de la escalera, con una
metralleta pendiente del cuello.
—Jefe —murmuró.
—¿Qué te ocurre, Shalamo?
—El bicho... No me gusta, jefe.
—Tampoco a mí, pero no por ello me echo a llorar.
Todo lo contrario, cada vez que pienso en él, me vuelvo loco de alegría.
—A mí me da mucho miedo, jefe. Si rompiera el
muro...
—¡Qué tonterías dices! Willie está ahí tan seguro
como el oro del país en Fort Knox. Anda, abre y deja tus aprensiones a un lado.
Shalamo pulsó un botón y una puerta de acero se
descorrió en silencio a un lado. Count cruzó el umbral, seguido de Lorena.
Al otro lado de la puerta había una vasta
habitación, con techo de ocho metros de altura y de unos diez de lado. Entre la
puerta y el cautivo se alzaba una doble reja formada por sólidos barrotes de
acero entrecruzados perpendicularmente.
Cada barrote tenía seis centímetros de grosor. La
reja había sido construida especialmente, pensando en la captura del ser
extraterrestre.
Willie permanecía al otro lado, sentado sobre el
frío suelo de cemento. Estaba despierto y sus ocho pupilas contemplaron
inexpresivamente a los recién llegados.
—Willie —dijo Count—. Yo soy Tom. Tu amo. ¿Me
entiendes? Mueve la cabeza arriba y abajo si oyes los sonidos de mis palabras.
Willie permaneció inmóvil, quieto como una estatua.
—No pretendemos hacerte daño —siguió Tom Count—.
Todo lo contrario, queremos tu felicidad. Pero, claro, tienes que poner algo de
tu parte. Si eres inteligente, tratarás de ponerte en comunicación con
nosotros. ¿Por qué no dices algo?
Count aguardó anhelante la respuesta. El prisionero
continuó obstinadamente callado.
—Nada —suspiró Count—. Ya llevamos así una semana y
todavía no ha dicho esta boca es mía.
—Mejor que no la abra —rezongó Shalamo—. ¡Cada vez
que le veo comer el forraje que le damos, se me ponen los pelos de punta.
—Willie, sé bueno —insistió Count—. Contesta, di
algo, hombre...
Lorena soltó una risita.
—No llames hombre a esa horrible bestia —dijo.
—Bueno, sólo era una forma de hablar. ¿Bien, Willie?
Los ojos del ser parecieron brillar de pronto. Count
sintió en sus pupilas aquella óctuple mirada.
De repente, sintió un trueno en el interior de su cráneo. Sin poder contenerse, emitió un grito, giró sobre sus talones y rodó por el suelo sin conocimiento.
* * *
—¿Me oyes, Kryx?
—Perfectamente, aunque hay distorsión en las
emanaciones, Yeuy.
—No te extrañe. Hay una gran malla de metal que
interfiere mis irradiaciones.
—¿No puedes romperla?
—A simple vista, no; al menos, con la fuerza física.
Pero todavía me siento muy torpe.
—¿Qué te sucedió, Yeuy?
—Me dieron un poderoso narcótico. Aunque desperté
pasadas veinticuatro horas de este planeta, mi organismo resultó bastante
afectado y todavía me siento incapaz de un pleno esfuerzo.
—¡Oh, Yeuy! ¿Debo entender que estás prisionero?
—Sí, Kryx.
—Pero ¿por qué? ¿Qué le hemos hecho nosotros a los
habitantes de este planeta?
—Nos temen, Kryx. Nuestro aspecto es muy diferente.
Para ellos, somos unos seres monstruosos. Su opinión se agrava, además, por la
diferencia de tamaño.
—Yeuy, nosotros somos pacíficos, no queremos hacer
daño a nadie. Pide que te dejen libre...
—Temo que no será posible, Kryx. No querrán
soltarme.
—Entonces lo haré yo.
—¡Cuidado, Kryx! ¡No quisiera que causaras mal a
nadie, ni aun a quienes tratan de hacérnoslo!
—Pero si no hay otro remedio...
—Todavía no se ha perdido todo. Además, y aunque
involuntariamente, yo estuve a punto de dañar a uno de mis captores.
—¿Cómo ocurrió eso, Yeuy? Debió de ser horrible...
—Traté de ponerme en comunicación con él, pero no
medí bien la potencia de mis irradiaciones. Tendré que aprender a hacerlo, sin
causarles mal.
—Sí, Yeuy. Si yo quisiera comunicarme con uno de los
habitantes de este planeta, ¿qué grado debería emplear para entenderme con él?
—El mínimo, Kryx. Un grado superior a menos quince
siete, podría resultarle fatal.
—Temo que no podré conseguirlo. Nunca he llegado a
una cifra tan baja. No alcanzaría a menos catorce trece nueve.
—Entonces, abstente de intentar la comunicación. Yo
lo hice bajo el grado menos quince catorce uno, con gran esfuerzo por mi parte,
y no dio resultado. Tendré que entrenar mis sistemas de irradiación para ver si
lo consigo.
—Y entretanto, ¿seguirás prisionero?
—Temo que sí, Kryx, no hay otro remedio.
* * *
—Terry, en este asunto, hay algo que no entiendo —manifestó
Gloria Kildare.
Ibson acababa de servirse una copa y contempló el
contenido al trasluz.
—¿Qué es? —preguntó.
—La
prolongada falta de noticias de Count. Hace muchos días que no se sabe nada de
él. Ha desaparecido como si se lo hubiese tragado la tierra.
—Estará escondido, es lógico, Gloria.
—Sí, pero ¿y Willie?
—Con él, por supuesto.
—¿Crees que es tan fácil esconder a un tipo que mide
siete metros de altura y pesa tonelada y media?
—Bueno, es preciso admitir que Count es un tipo de
recursos. Tendrá un buen escondite, eso es todo.
—Lo sé, lo sé —dijo Gloria, iniciando unos nerviosos
paseos por la sala—. Pero ¿qué hace que no vocea ya a los cuatro vientos la
posesión de Willie? ¿Por qué no lo exhibe ya?
Ibson chasqueó la lengua después de un sorbo de
jerez.
—Querida, ponte en el lugar de Count e imagínate que
Willie no es un ser extraterrestre, sino un león salvaje. Quieres exhibirlo,
pero a la gente no le basta con verlo simplemente.
—¿Qué tratas de decirme, Terry?
—Primero es preciso amansar al león. Después, hay
que enseñarle que haga algunas cosas: saltar por aquí, por allá, ponerse en
pie, atravesar un aro en llamas...
Gloria detuvo sus paseos y le miró fijamente.
—Terry, estás tratando de sugerirme que Count ha
iniciado el período de domesticación de Willie.
—Exactamente.
Hubo un momento de silencio. Luego, Gloria, meneando
la cabeza, dijo:
—Oh, no, no pueden hacer eso; exhibir a Willie como
un monstruo de feria... Ya sé que es un ser de apariencia espantosa, pero se
trata de un ser extraterrestre, inteligente, con capacidad de raciocinio... Su
figura importa poco; lo que importa es su intelecto...
—Querida, las cosas se están desarrollando de un
modo no demasiado favorable para nosotros. Willie es de Count, no le demos más
vueltas al asunto.
—Pero lo retiene ilegalmente.
—¿Puedes demostrar lo contrario?
Gloria se quedó parada. Antes de que pudiera hablar,
sonó el timbre de la puerta.
Ibson cruzó la sala y abrió. En el umbral había dos
hombres.
Uno de ellos era Román Santos, todavía con el brazo
en cabestrillo. El otro era desconocido.
—Hola, Terry —saludó el biólogo—. Les presento a
Mark O’Hara, buen amigo mío. Mark, la señorita Kildare, el ingeniero Ibson.
—¿Cómo está, señorita? Encantado, señor Ibson —saludó
el recién llegado.
—Es un placer, señor O’Hara —manifestó Ibson.
—¿Quieren una copa? —invitó Gloria.
—No vendría mal —sonrió Santos—. ¿Quieres tú, Mark?
—Con mucho gusto —aceptó O’Hara.
Gloria sirvió las copas. Mientras lo hacía, Santos
dijo:
—Mark es ayudante de uno de los ingenieros de la
Compañía de Cajas de Seguridad Robson. Me lo encontré hoy por casualidad y
charlamos un rato. No sé cómo salió la conversación, pero Mark me dijo que
habían recibido un extraño encargo.
—Construir una gran jaula, de ocho metros de altura,
por diez en cada lado. La jaula debía estar hecha de barrotes de acero,
entrecruzados perpendicularmente, de seis centímetros de grosor, y cada reja,
incluido el techo, será doble —explicó O’Hara.
Gloria entregó las copas a los visitantes.
—Me parece adivinar el objeto de esa jaula —dijo.
—Sí, señorita. El cliente que encargó lo que nos
parecía un disparate, se llama Tom Count. Román me ha explicado lo que sucedía
y me pidió que viniera a contárselo a ustedes.
—Por lo visto, Count ha conseguido ya domesticar a
Willie —comentó Ibson.
—¿Cómo? —exclamó Santos.
—Nada —sonrió el ingeniero—, era una frase hecha.
Señor O’Hara, ¿cuándo piensan entregar la jaula?
—Ya está entregada y montada —respondió el interpelado.
CAPÍTULO XI
Tom Count contempló satisfecho la enorme
construcción metálica que se alzaba en uno de los lados del jardín de su
residencia. Lorena estaba a su lado.
—¿Crees que servirá? —preguntó la pelirroja con
acento de duda.
—Sí —confirmó Count.
—¿Y en el mal tiempo?
—Levantaremos una gran carpa que protegerá a Willie
de las inclemencias. De este modo, el desfile del público no cesará jamás.
Serán doce horas de exhibición continua. Tendremos una media de cinco mil
visitantes diarios. El precio de la entrada será de dos dólares, sin
excepciones para nadie.
—¡Diez mil dólares diarios! —exclamó Lorena,
arrobada.
—Trescientos mil al mes, más de tres millones y
medio en un año. ¿No te parece una buena inversión todo el dinero que he
gastado en Willie?
—Es la mejor inversión de tu vida, pero, dime, ¿cómo
vas a traerlo hasta aquí?
Count hizo un gesto con la mano.
—Sígueme, ahora lo verás.
Echó a andar. Lorena se emparejó con él.
Detrás de la casa había una gigantesca grúa tractor,
con los operarios preparados para hacerla funcionar. Stormane y Shalamo
aguardaban allí a la pareja.
—¿El rifle narcótico? —preguntó Count.
—Aquí está, jefe —contestó Shalamo, entregándole el
arma—. Cargado y listo para su uso.
El rifle pasó a manos de Count, quien vaciló un
momento. Pero no tardó en decidirse.
—Vamos —dijo.
En la parte posterior de la casa había sido practicada
una enorme abertura, que daba directamente a la escalera que conducía al
sótano. Count inició el descenso, seguido por sus acompañantes.
Sentíase preocupado. Todavía no había conseguido
averiguar el origen de aquel extraño fenómeno que, días atrás, lo había
derribado por tierra sin conocimiento, después de aquel intensísimo dolor en el
cráneo. Vagamente, presentía que la fuente de aquel suceso tan raro residía en
Willie, pero estaba dispuesto a que no le sucediera por segunda vez.
Llegaron al sótano. Willie les contempló
inexpresivamente. Seguía sentado, en la misma postura del primer día.
Lorena se sentía amedrentada. Todavía no había
conseguido habituarse a la presencia del monstruo.
Count amartilló el rifle. De pronto, sintió que
alguien le hablaba:
—¿Por qué quieres hacerme daño?
—¡Eh! —respingó—. ¿Quién ha dicho que yo quiero
hacer mal a ese bicho?
—Pero, jefe, si nadie ha hablado —exclamó Shalamo,
asombrado.
—Soy un ser pacífico, no quiero haceros mal. Sólo
deseo que me dejes ir libre.
Count se sintió atacado por un vago terror. Ahora ya
sabía lo que ocurría.
El monstruo le hablaba telepáticamente. Creía oír
los sonidos, pero, en realidad, entendía las frases en el interior de su
cerebro.
—Soy pacífico, no quiero hacer daño ni que me lo
hagan —insistió Willie—. Lo único que deseo es ser libre...
—Pides precisamente lo único que no puedo concederte
—rezongó Count.
Y apretó el gatillo.
Minutos más tarde, Willie yacía inanimado sobre el
cemento.
—Listo —dijo Count satisfecho—. Shalamo, avisa a los
operarios de la grúa que ya pueden bajar el cable de remolque.
—Sí, jefe.
Cuatro hombres descendieron con un cable doble,
rematado en unas hebillas especiales. Los cables fueron sujetados a las
articulaciones superiores de los brazos de Willie.
La mitad de la doble reja había sido descorrida
previamente a un lado. Uno de los operarios se puso en comunicación con el que
manejaba la grúa por medio de un diminuto transmisor de radio.
—OK, Johnny, ya puedes tirar.
Los cables se tensaron. Se oyó un leve chirrido y luego
el cuerpo de Willie se deslizó lentamente hacia la escalera.
Minutos más tarde, se hallaba en el exterior. La
grúa lo izó en vilo y luego su operario la puso en marcha sobre sus seis pares
de gigantescas ruedas.
Era una grúa capaz de levantar veinte toneladas a
otros tantos metros de altura. Muy despacio, rodó a través del jardín,
aplastando arbustos y plantas, hasta llegar junto a la gran jaula de metal.
El «techo» de la jaula había sido descorrido
parcialmente. Willie fue descolgado por la abertura hasta reposar de nuevo en
el suelo.
Dos operarios entraron por una puertecita situada a
ras del suelo. Desengancharon los cables y la grúa los recogió.
Salieron fuera. Count presionó un botón y el techo
de la jaula se movió en completo, hasta cerrar la abertura.
Al terminar, Count lanzó un suspiro de satisfacción.
—Querida —dijo a Lorena, a la vez que le propinaba un cariñoso pellizco—, dentro de tres días abriremos la espita del dinero. ¡Será una cascada de oro, créeme!
* * *
—Todavía no me has dicho qué medio emplearás para
obligar a Count a liberar a Willie —refunfuñó Ibson.
Gloria sonrió complacida.
—¿No puedes tener paciencia? Falta menos de media
hora para llegar a casa de Count. Entonces lo sabrás, tipo impaciente.
—¿Dará resultado?
—Si no fuera así, no te habría pedido que me
acompañases, Terry.
Ibson hizo un gesto de resignación.
Tendría paciencia, no le quedaba otro remedio.
Antes del plazo señalado, avistaron la residencia de
Count.
Una elevada tapia aislaba la mansión del exterior. A
pesar de todo, se divisaba la parte superior de la estructura de la jaula
construida por la compañía de Mark O’Hara.
Ibson detuvo el coche frente a la puerta, de metal
liso, sin la abertura que permitiera ver lo que había al otro lado. Saltó al
suelo y buscó el timbre de llamada.
Segundos más tarde, se descorrió una amplia mirilla,
a través de la cual pudieron contemplar la cara de un sujeto de expresión
hosca.
—¿Qué es lo que quieren? —preguntó.
—Deseamos hablar con el señor Count...
—El señor Count no recibe visitas —contestó el
guarda.
Y cerró de golpe.
Ibson se llenó los pulmones de aire. Volvió a
llamar.
El ventanillo se abrió de nuevo.
—Ya les he dicho que...
Dos dedos, semejantes a pinzas de acero, atraparon
las narices del guarda. Sonó un rugido de dolor.
—Suélteme, condenado...
—Abra —dijo Ibson inflexible—. Abra o le arranco la
nariz.
Bramando de furia, el portero alargó una mano y
presionó el resorte del mecanismo de apertura eléctrica. Inmediatamente, Ibson
soltó su presa y se lanzó a través del hueco.
El portero, con ojos llenos de lágrimas, se
esforzaba por sacar una pistola. Ibson le arreó un fenomenal puñetazo en la
dolorida nariz, lo que le hizo lanzar un nuevo aullido de dolor.
Un segundo golpe en el estómago dejó la cuestión
cancelada. Ibson se inclinó, agarró la pistola y la tiró al otro lado de irnos
rosales.
—Listos, Gloria.
En aquel momento, sintió que la mano de la joven se
crispaba sobre su brazo.
—Terry, mira —exclamó Gloria con voz temblorosa.
* * *
En silencio, a través de la hierba, Ibson y Gloria
se acercaron a la monumental jaula, en cuyo centro se veía sentado a Willie.
Era un ser repulsivo, pero a Gloria le causó una infinita sensación de pena al
verlo enjaulado como un animal salvaje.
—Hola, Willie —saludó en voz alta, hablando de un
modo maquinal.
Los cuatro pares de ojos del ser se volvieron hacia
ella. Sus pupilas adquirieron un nuevo brillo.
—Os conozco —habló mentalmente.
—Sí, nosotros te rescatamos de los hielos...
Ibson era el que había hablado y se interrumpió de repente.
—¡Gloria! —chilló—. ¿Has oído?
La joven se mordió los labios.
—Yo tenía razón —dijo, sollozando casi de alegría—.
Es un ser inteligente; posee raciocinio y es capaz de comunicarse con
nosotros... ¡telepáticamente!
—Sí —confirmó Willie—, nosotros los Ikkx, usamos la
mente para entendemos entre nosotros. Pero vosotros podéis hablarme a vuestra
manera; os entenderé a la perfección.
—¿Cómo es eso posible? —exclamó Ibson—. Nosotros
emitimos sonidos...
—Pero, al mismo tiempo, pensáis lo que vais a decir,
¿no es eso?
—Sí, claro.
—Es suficiente para que yo os entienda —contestó
Willie.
—¡Oh, Dios mío, es maravilloso! —exclamó Gloria—.
Estamos conversando con un ser nacido fuera de la Tierra.
—Para vosotros, puede serlo, no para mí —dijo el
cautivo—. Nosotros nos entendemos desde tiempo inmemorial con los habitantes de
otros planetas.
—Pero debes de venir de muy lejos...
—En vuestros aparatos, tardaríais miles de años en
salvar la distancia que hay de vuestro mundo al de los Ikkx —respondió Willie—.
No obstante, confío en que un día progresaréis lo suficiente para poder viajar
en un espacio de tiempo mucho más reducido.
A Gloria se le atropellaban las preguntas en la
punta de la lengua.
—Willie, dime, ¿cómo pudiste quedar sepultado bajo
el hielo? Y, sobre todo, ¿cómo te dejaste atrapar...?
—Oh, es sencillo de explicar. También nosotros, los
Ikkx, cometemos errores. Simplemente, me sentía cansado y me tendí a dormir.
—Y la nieve y el hielo te cubrieron...
—Exactamente.
—¡Qué bárbaro! ¡Estuvo durmiendo quince mil años y
ahí lo tienes, tan campante! —exclamó Ibson.
—¿No pudiste librarte por tus propios medios?
—No somos seres sobrenaturales. Tenemos ciertas
limitaciones. El frío prolongado no pudo matarme, pero sí me aletargué y mis
funciones vitales quedaron casi suspendidas por completo.
—Eso lo explica todo, Terry —dijo Gloria.
—Salvo el medio que emplearon para llegar hasta
nuestro planeta —contestó el ingeniero.
—Si quieren, yo se lo puedo decir —sonó una voz conocida en aquel momento.
CAPÍTULO XII
Gloria lanzó un gemido de susto.
Ibson se volvió lentamente, mientras mascullaba
entre dientes una gruesa interjección.
Count estaba frente a ellos, precediendo en un paso
a Stormane y Shalamo, armados ambos con sendas pistolas ametralladoras. Lorena
completaba el grupo, a retaguardia.
—De modo que usted nos puede decir qué medio empleó
Willie para llegar hasta la Tierra —dijo Ibson, tras una pausa de silencio.
—Sí, en alguna astronave, pero ¿qué importa eso
ahora?
—Hay algo que importa más, señor Count —declaró Gloria
con vehemencia, a la vez que se disponía a abrir su bolso.
—Cuidado —amenazó Shalamo—. Si intenta sacar una
pistola...
—No sea estúpido —le apostrofó la joven—. Señor
Count, tengo una mala noticia para usted.
«El Aspirador» se echó a reír.
—¿De veras? No me diga que ha venido a llevarse a
Willie. Sería gracioso, ¿no crees, Lorena?
—Sí, muy gracioso, Tom.
Gloria no se inmutó. Sacó un papel doblado y lo
blandió unos instantes.
—Señor Count, usted puede reír todo lo que quiera,
pero aquí tengo un documento que le va a dar dolor de estómago. La Fundación
McCrannan, basándose en que todos los gastos y el material que se empleó para
rescatar a Willie de su cárcel de hielo fueron suministrados por ella;
basándose en que un empleado de la Fundación, el profesor Laneza, fue el autor
del descubrimiento; basándose, además, en los permisos legales concedidos por
el gobierno de los Estados Unidos y las propias Naciones Unidas, ha solicitado,
y le ha sido concedido, un mandato legal para liberar a Willie y ponerlo bajo mi
custodia, hasta que altas autoridades científicas decidan lo que se ha de hacer
con él.
Count tenía la boca abierta.
—Un... mandamiento judicial... —dijo, atónito.
—Así es —confirmó Gloria. Avanzó un par de pasos,
metió el documento en uno de los bolsillos del traje de Count y retrocedió de
nuevo—. Ahora, dé cumplimiento a lo ordenado por el juez o llamaré a la
policía.
Count se ahogaba de rabia. Lorena estaba pálida de
furor.
—Eso no me lo habías dicho, Gloria —bisbiseó el
ingeniero.
—De nuevo estoy empleada en la Fundación, en la que,
por cierto, se han retirado a la estúpida señora McCrannan los poderes casi
absolutos de que disfrutaba —explicó Gloria.
Hubo un momento de silencio. Ibson espiaba
cuidadosamente las reacciones de Count.
De repente, el forajido exclamó:
—Ese papel no sirve absolutamente para nada y
ustedes no llamarán a la policía. ¡Shalamo, Stormane!
—Diga, jefe —contestaron los dos esbirros al mismo
tiempo.
—Abajo, en el sótano, hay una habitación libre.
—¡Qué! —exclamó Gloria.
Count sonreía perversamente.
—Por casualidad, es la habitación que Willie ha
dejado libre —manifestó—. Un poco grande para ustedes, desde luego, pero así no
tropezarán cuando se pongan a pasear para entretener la espera.
—¿Qué hemos de esperar, si puede saberse? —preguntó
Ibson con toda cortesía.
Count se pasó un dedo por la garganta, haciendo un
gesto significativo.
—A que haya pasado la medianoche —contestó en tono acerca de cuyas intenciones no podía tenerse la menor duda.
* * *
—¿Kryx?
—Sí, Yeuy. Te oigo fuerte y claro, en grado de
irradiación de menos uno cero siete.
—Me alegro infinito, Kryx. Escucha, he conseguido
comunicarme ya con los habitantes de este planeta. Tuve que hacerlo en grado
menos quince quince nueve.
—Eso es magnífico, Yeuy. ¿Se asombraron?
—Yo creo que algunos lo esperaban, pero se mostraron
satisfechos de la comunicación.
—¿Y te tienen prisionero?
—Ellos no son los que me capturaron. Todo lo
contrario, pretendían liberarme, y resultaron capturados también.
—Es terrible. Yo pensé que todos los habitantes de
este planeta eran amigos...
—No lo creas. Hay entre ellos diversas tendencias
sobre los conceptos del bien y del mal, pero alargaríamos la conversación si
nos pusiéramos a discutir el tema. Kryx, pronto estaremos reunidos.
—Sí, Yeuy.
—Por todos los medios a tu alcance, procura dominar
la impulsividad de tu carácter. Olvida el daño que me han causado algunos de
los habitantes de este planeta.
—Lo tendré en cuenta, Yeuy.
—Y no olvides tampoco que hay dos que quisieron
ayudarme.
—Entendido. ¿Algo más?
—No, excepto que pronto acabará nuestro destierro.
Adiós, Kryx.
—Hasta la vista, Yeuy.
* * *
No había vigilante en el sótano. Tampoco hacía
falta.
Ibson recorrió con la vista aquella colosal doble
reja de acero, al otro lado de la cual estaban ellos. La separación entre los
barrotes era de unos treinta centímetros.
—Quisieron asegurarse de que Willie no se les
escaparía —refunfuñó.
—Para Willie no hacía falta un enrejado tan espeso —alegó
la muchacha.
—El entramado aumenta la resistencia de la reja —explicó
él. Agarró sendos barrotes con las manos e hizo un poco de fuerza—. Se
necesitaría varias toneladas de dinamita para hacerla saltar —agregó.
—Si las tuviéramos, no la haríamos estallar —Gloria
paseó la mirada a su alrededor—. ¿Cómo pudieron construir un sótano tan
profundo?
—Es el mismo de la casa, agrandado hacia abajo.
Ahora hay máquinas que pueden realizar el trabajo con enorme rapidez. Al mismo
tiempo que excavaban, se aseguraban los cimientos y se colocaba el
revestimiento de la pared. La reja debía de estar ya prefabricada por secciones
y...
—¿Y qué fue de Willie mientras tanto?
—Lo tendrían ahí fuera, sometido a la narcosis. Cada
vez que diese síntomas de despertar, le dispararían un nuevo proyectil, hasta
que estuvo terminada la reja. Mientras, construían la jaula exterior, que es
para la exhibición al público.
—Sí, así debió de ser —confirmó la muchacha. Se
mordió los labios—. Ya has oído a Count, Terry.
—En efecto —respondió el ingeniero.
—Entonces, puedes figurarte sus intenciones.
—Sí, querida.
—¿Crees que las llevará a cabo?
—Asesinó a Laneza, ¿no?
Hubo un momento de profundo silencio.
—¿Qué hora es? —preguntó ella de pronto.
—Las tres y media de la tarde.
—«El Aspirador» dijo que después de la media noche.
—No debe de querer testigos comprometedores. La
noche siempre es cómplice para estas cosas, Gloria.
Callaron de nuevo. Ambos estaban convencidos de lo irremediable de su destino.
* * *
Se oyó ruido de cerradura. Ibson y Gloria miraron
ansiosamente hacia arriba.
Seguido de uno de sus esbirros, Shalamo, Tom Count
descendió la escalera y se acercó a la reja.
—Voy a hacerles una proposición —dijo.
—No aceptaremos...
Ibson extendió el brazo y cortó en el acto la recién
iniciada protesta de la muchacha.
—¡Calla! —ordenó—. Deja que el señor Count se
explique.
Count sonrió satisfecho.
—Usted es mucho más comprensivo —manifestó—.
Escuche, ustedes ya conocen mis propósitos. Quiero exhibir a Willie.
—Como si fuera una bestia salvaje —dijo Gloria.
—¿Y no lo es? —rió Count.
—No, no lo es —declaró Ibson—. Todavía le diré más.
Gloria y yo hemos logrado entendernos con él.
Count miró al ingeniero un instante. Luego rompió a
reír estruendosamente.
—¡Ésta sí que es buena! —exclamó—. ¿Has oído,
Shalamo? Dicen que se han entendido con ese monstruo que tenemos ahí afuera.
—Nunca escuché cosa tan divertida —dijo Shalamo—. El
ingeniero es un tipo con mucho humor.
—Hablemos claro y dejémonos de tonterías —rezongó
Count—. Todavía no les he dicho en qué consiste mi proposición.
—En ponernos un uniforme circense y hacer de
porteros y acomodadores para el público que venga a ver a Willie —dijo Gloria
sarcásticamente—. A mí me pondrá una faldita corta y venderé caramelos y
cacahuetes.
—Éste no es momento de bromas —rezongó Tom Count—.
La oferta es de quinientos dólares diarios a cada uno.
—¿Cómo? —respingó el ingeniero.
—Ya lo ha oído. Seis mil mensuales para cada uno,
sin necesidad de trabajar ni dar golpe, ni siquiera acercarse por aquí. Yo se
los enviaría puntualmente a la dirección que ustedes me indicasen.
Ibson miró a Count con expresión de recelo.
—Count, a usted le llaman «El Aspirador», por lo
bien que succiona el dinero, esté donde esté. Usted no es tipo capaz de soltar
doce mil dólares mensuales sin un motivo muy poderoso.
—Es cierto —admitió el forajido sin pestañear—.
Tengo un motivo muy poderoso para hacerles esa oferta.
—Desistimiento de nuestra demanda, ¿no es eso? —dijo
Gloria.
—Sí.
—Olvídelo, no desistiré.
Count se encogió de hombros.
—Como quieran —dijo—. Tienen de tiempo hasta la
medianoche —una cínica sonrisa se dibujó en sus labios—. Y no creo que ninguno
de los dos tenga madera de héroe.
—¿Supone que claudicaremos, Tom? —preguntó el
ingeniero.
—¿Qué otro remedio les queda? —respondió Tom Count—.
Lo crean o no, no me gusta la sangre ajena.
—Salvo, por ejemplo, la del profesor Laneza.
—Era un estorbo. Él sí que no hubiese cedido. Bien,
ya están advertidos. A medianoche vendré a conocer su decisión. Vámonos,
Shalamo.
Count y su esbirro se alejaron. Ibson y Gloria quedaron nuevamente a solas.
CAPÍTULO XIII
Count salió al exterior, sumamente preocupado por
ciertas palabras que había escuchado durante su conversación con los
prisioneros.
—¿Será verdad que esos tipos pudieron entrar en
comunicación con Willie? —murmuró bastante preocupado.
—¿Decía algo, jefe? —preguntó Shalamo.
—No, nada.
Count se dirigió a grandes zancadas hacia la jaula y
se detuvo a pocos pasos de la misma, situándose frente a su inmóvil prisionero.
—Willie —llamó.
El ser permaneció en la misma postura, sin dar señales
de haberle escuchado.
—¿Es que no me oyes? —gritó Count—. ¡Contesta,
hombre!
—Jefe, mira que llamar hombre a «eso» —rió Shalamo.
—¡Cállate, estúpido! —dijo Count de mal humor—.
¡Willie, contesta, demonios!
El prisionero continuaba guardando silencio.
Atraídos por sus voces, Lorena y Stormane salieron de la casa y se acercaron a
la reja.
—¿Qué pasa, Tom? —preguntó la mujer.
—El ingeniero me ha dicho que consiguió entrar en
contacto con Willie. Yo trataba de comunicarme con él, eso es todo.
—¡Qué estupidez! ¡Comunicarse con esa bestia! Es
imposible, Tom —exclamó la pelirroja.
—Lo mismo pienso yo —intervino Shalamo.
Count movió la cabeza.
—No, no es imposible —dijo—. Lo que sucede es que
ellos emplearon algún método que yo no conozco.
—Oye, Tom, si el ingeniero se comunicó con Willie,
eso significa que es inteligente.
—Claro que sí, Lorena. Y por eso quiero yo entablar
contacto con él, a fin de hacerme entender y poderle dar órdenes cuando me
apetezca, ¿comprendes?
—Desde luego. Bueno, sigue intentándolo.
Count asintió. De nuevo volvió a dirigirse al
cautivo:
—Vamos, Willie, sé buen chico y contéstame...
Lorena pegó de repente un terrible chillido. Count
dio un salto, asustado por el grito de la mujer.
—¿Qué diablos...?
—Allí, allí... —gritaba ella, extendiendo la mano
hacia un punto situado a espaldas de Count—. ¡Mira, Tom, mira!
Count volvió la cabeza, lo mismo que Stormane y Shalamo. A todos se les pusieron los pelos de punta.
* * *
—¿Aceptarás, Terry?
Ibson hizo un gesto de pesar.
—¿Y tú, Gloria?
La joven puso su mano bajo la barbilla.
—Podríamos decir que sí y luego...
—Si piensas engañar a Count, olvídalo. No te
soltaría sin antes tener la seguridad plena de que no ibas a quebrantar tu
promesa.
—¿De qué manera, Terry?
—Seguramente te haría firmar algún documento
comprometedor o algo por el estilo, para tenerte siempre sujeta y evitar
compromisos más adelante.
Gloria sonrió.
—Sería un chantaje al revés, ¿no? Pagar por
callar...
—En cierto modo, el chantaje sería mutuo. Nosotros
callaríamos, pero él tampoco diría nada. Y no sacaría ese documento a relucir,
mientras no viese peligro. A cambio, claro, nos daría a cada uno seis mil
dólares mensuales.
—Una cifra nada pequeña, ciertamente. Count es un
tacaño. ¿Por qué piensa pagarnos tanto?
—La respuesta es sencilla, querida: por la sencilla
razón de que espera conseguir un beneficio muy superior con la exhibición de
Willie. Prefiere gastarse doce mil mensuales en nosotros a perderlo todo.
—Podría ahorrárselos mandando que nos asesinaran.
—Es un tipo listo y sabe que nuestra muerte podría
ponerle en un aprieto. Prefiere la componenda, ¿entiendes?
—Sí, Terry. Pero...
La muchacha no pudo contestar. Un estruendo
espantoso resonó súbitamente.
Gloria lanzó un grito de susto. Ibson creyó que la casa se iba a desplomar encima de ellos.
* * *
Con ojos desorbitados, Tom Count contempló la
espantosa figura que surgía por encima del borde de la tapia. Era un duplicado
de Willie, pero en libertad.
Lorena exhaló un chillido de terror. Los dos
pistoleros aprestaron sus armas.
—¡Kryx! —gritó el prisionero en silencio.
—Estoy aquí, Yeuy —contestó el recién llegado.
—Cuidado con los seres vivos —advirtió Willie.
—Sí, Yeuy.
El otro ser continuó su marcha. Su cráneo sobresalía
un par de metros por encima del borde de la tapia.
Kryx arremetió contra la tapia, derribándola sin
ninguna dificultad.
—Acércate —pidió el prisionero—. Me ayudarás a
romper mi prisión.
—Sí, Yeuy.
—¡Disparadle, disparadle! —chilló Count.
Stormane y Shalamo reaccionaron. Dieron unos pasos
hacia adelante y apuntaron al monstruo con sus pistolas ametralladoras.
—¡Cuidado, Kryx! — advirtió el prisionero.
Kryx se volvió. ¿Qué pretendían hacer aquellos dos
sujetos con los artefactos que sostenían en sus manos?
Algún gesto hostil, no cabía duda.
—Bien —dijo—, yo no pretendía haceros daño, pero
tampoco voy a permitir que me lo hagáis a mí.
Dio un salto hacia adelante y extendió sus brazos
bifurcados. Sin saber cómo, las armas volaron de las manos de los pistoleros.
Luego, los dos pares de manos de Kryx asieron a
Stormane y Shalamo, levantándolos en vilo. Count tenía la boca abierta de par
en par, fascinado por el espectáculo.
Stormane y Shalamo se debatían con todas sus
fuerzas, a la vez que chillaban frenéticamente. Pero eran pigmeos en poder del
ser extraterrestre.
Kryx tomó impulso, movió su brazo derecho y lanzó
hacia delante a Shalamo con todas sus fuerzas. El pistolero oyó el rugido del
viento desplazado por su velocísima carrera, vio que pasaba por encima de la
tapia y se dio cuenta de que iba a estrellarse contra el suelo. El miedo le
hizo desmayarse antes del término de su mortal parábola.
Stormane corrió la misma suerte. Murió después de un
vuelo de más de cien metros.
Count y Lorena permanecían petrificados por el
espanto. Acto seguido, Kryx se volvió hacia el prisionero.
—¿Estás bien, Yeuy? —preguntó.
—Sí, Kryx.
—Me siento muy contenta de volver a verte, después
de quince mil años de separación.
—Yo también. Escucha, necesito tu ayuda.
—Lo que tú mandes.
—Vamos a ver si entre los dos podemos levantar la
jaula a un lado. Haz fuerza cuando yo te lo diga, ¿estamos?
—Sí, Yeuy.
Los dos extraterrestres se situaron frente a frente,
agarrando los barrotes horizontales a cosa de dos metros del suelo.
—¿Ahora, Kryx?
—¡Ahora, Yeuy!
Se oyó un crujido aterrador. La jaula empezó a
alzarse por uno de sus lados, arrancada de sus encastres de cemento. Count
creyó que iba a desmayarse ante aquella fabulosa demostración de potencia
física.
—Estás fuerte, Kryx —bromeó Yeuy.
—Llevo muchos días haciendo ejercicio y alimentándome
sin preocupaciones —contestó Kryx.
Count reaccionó de pronto.
—¡Lorena! ¡El fusil narcótico! ¡Corre!
La mujer echó a correr hacia la casa. Count
retrocedió hasta situarse al abrigo de unos arbustos.
La colosal jaula quedó volcada al fin.
—Estás libre, Yeuy —anunció Kryx.
—Gracias a ti, querida.
—Nos iremos ahora, supongo.
—Sí, pero antes tengo que ayudar a unos buenos
amigos míos. Acompáñame, Kryx.
—Lo que tú digas.
Los dos gigantescos seres corrieron hacia la casa.
Yeuy, antes Willie, alcanzó el edificio y cargó con el hombro.
Parte de la estructura se vino abajo con horrible
estruendo. Lorena se disponía a salir y chilló cuando vio que un enorme bloque
de cemento se desplomaba sobre ella. Inútilmente trató de protegerse levantando
los brazos; el peso del bloque la aplastó instantáneamente, cortando en seco
sus gritos de pavor.
Yeuy pegó unos cuantos manotazos más. La entrada al
sótano quedó libre en un enorme espacio.
—Ven, Kryx.
Los dos seres descendieron unos metros. Ibson y
Gloria permanecían en el rincón opuesto del sótano, estrechamente abrazados.
—¡Dios mío! —murmuró la joven—. Ahora hay dos...
—Sí —contestó Yeuy silenciosamente—. Somos dos.
Kryx, mi pareja, y yo.
—¿Tu... pareja? —repitió Ibson, estupefacto.
—¿Por qué no?
A Gloria le pareció que el ser sonreía.
—También vosotros, los terrestres, os emparejáis —siguió
Yeuy—. Lo que pasa es que Kryx y yo hemos estado separados durante muchos
milenios.
—Entonces, tu compañero... ¿es «ella»? —preguntó
Ibson.
—Sí. Se llama Kryx. Mi nombre es Yeuy y no Willie
como vosotros me llamabais.
—Si lo hubieras dicho desde un principio —se quejó
el ingeniero.
Yeuy no contestó. Volviéndose hacia Kryx, dijo:
—Ayúdame, ¿quieres?
Ocho pares de manos tridactiladas agarraron la
primera reja, que saltó con terrible estrépito. La segunda fue arrancada con
idéntica facilidad.
—Ya estáis libres — anunció Yeuy.
—Gracias —dijo Ibson—. ¿Qué pensáis hacer vosotros? —preguntó
a continuación.
—Nos marchamos —respondió Yeuy—. Nuestro destierro
en vuestro planeta ha durado ya demasiado.
Gloria dio un paso hacia delante.
—Yo también quiero daros las gracias —manifestó.
Yeuy le dirigió una intensa mirada.
—Adiós —fue todo lo que dijo como despedida—.
Vámonos, Kryx.
—Sí, Yeuy.
Los dos seres dieron media vuelta y salieron al exterior.
Ibson y Gloria corrieron tras ellos.
Alcanzaron el jardín. La pareja de extraterrestres
había iniciado ya una veloz carrera.
Ibson observó que iban agarrados de las manos,
entrelazando aquellos dedos largos y tentaculares. Alcanzaron el muro, pero no
detuvieron un ápice la velocidad de su carrera.
La tapia saltó con tremendo estrépito. Kryx y Yeuy
se perdieron de vista en un santiamén.
Detrás de ellos sonó un rugido de rabia.
—¡Me las pagarán! ¡Juro que me las pagarán! —barbotó
Count.
Ibson volvió la cabeza.
Count aparecía devorado por la furia. Tenía los ojos
inyectados en sangre y blandía el puño coléricamente.
Ibson contempló la casa en ruinas. Luego fijó la
vista en el forajido.
—Se lo tiene bien merecido —contestó—. Pero eso no
es todo. Aún le falta algo, Count. Espere un momento.
El puño del ingeniero se disparó hacia delante con
todas sus fuerzas. Count lanzó un grito de dolor y se desplomó al suelo.
Ibson agarró la mano de la joven.
—Vámonos, Gloria —dijo—. Aquí ya no tenemos nada que hacer.
CAPÍTULO XIV
Con una sonrisa satisfecha, Gloria dio la vuelta en
torno al maniquí que sustentaba un vestido de tela blanca.
—Sí, el modelo me gusta —dijo—. ¿Qué te parece,
Román?
El biólogo, ya restablecido por completo, sonrió
satisfecho.
—A Terry se le caerá la baba cuando te vea entrar en
la iglesia —contestó.
Gloria sonrió también. Veinticuatro horas más y se
convertiría en la señora Ibson.
—Celebro que te guste, Román. Mi madre llegará hoy.
Puesto que mi padre murió hace dos años, tú me acompañarás hasta la iglesia.
—Con mucho gusto, Gloria.
La puerta se abrió de pronto. Ibson entró en la sala
a grandes zancadas.
Gloria lanzó un chillido y se situó delante del
maniquí, con los brazos extendidos.
—¡Terry! ¿Qué descaro es ése? ¡No puedes ver el
traje de novia hasta la iglesia...!
Ibson miró a la joven con el ceño fruncido.
—Éste no es el momento para guardar las formas,
querida —contestó—. Ha ocurrido algo grave. Mejor dicho, está a punto de
ocurrir.
Gloria se alarmó.
—¿Qué ocurre, Terry? —preguntó.
—Count. ¿Recuerdas? Juró que Yeuy se las pagaría...
—Sí, pero yo pensaba que no era más que una frase
dictada por el rencor.
—Count sigue dominado por el rencor y no fue una
frase meramente de despecho —contestó Ibson—. Acaba de despegar en un avión
especial, fletado por él, con unos cuantos tipos duros a bordo. Todos van
armados con cañoncitos portátiles de veinte milímetros.
Gloria se quedó pasmada.
—Pero ¿por qué? —preguntó—. ¿Qué es lo que pretende
ese demente?
—¿Acaso no lo comprendes? El ansia de venganza le
obsesiona de tal modo, que le hace perder la noción de sensatez y equilibrio.
Simplemente, va a matar a Yeuy.
—¿Es que sabe dónde está?
—¿No te lo figuras tú, Gloria?
Ella guardó silencio unos instantes. Luego, muy
despacio, contestó:
—Se dirigieron hacia el norte, Terry.
—Exactamente. Y Count va también hacia allí, con su
cohorte de forajidos.
—No es tonto el tío —comentó Santos a media voz.
Gloria se separó del maniquí. Ya había olvidado el
traje de novia.
—¡Terry! ¡Tenemos que ayudarles! —exclamó con gran
vehemencia—. No podemos permitir que ese forajido les cause el menor daño.
Ibson sonrió.
—Esperaba que me lo pidieras —dijo—. Y como me
figuraba cuál sería tu reacción, te diré que ya está listo el avión que nos va
a llevar al Polo.
—¿Puedo ir yo? —preguntó Santos ávidamente.
—Un científico de tu especialidad será siempre bien
acogido en la expedición —contestó Ibson.
Gloria apoyó una mano en el brazo de su prometido.
—Una duda me asalta, Terry —expresó.
—¿Sí, cariño?
—¿Llegaremos antes que Count?
—Él ha tenido que alquilar un avión particular. Los
aviones particulares son siempre menos veloces que los del Ejército —contestó
el ingeniero.
Lanzó una mirada al vestido y suspiró.
—¡Lástima, se ha perdido el efecto de la sorpresa! —comentó alegremente.
* * *
El reactor que les había llevado hasta su destino
era de geometría variable y el piloto aumentó la superficie alar al encontrarse
en las inmediaciones del objetivo. La superficie de sustentación aumentó, por
tanto, y el aparato pudo perder velocidad, sin peligro alguno.
Era un aparato que podía aterrizar en cualquier
parte. El piloto hizo salir los esquíes, y momentos después, el reactor
resbalaba sobre la superficie helada.
—Hemos llegado a tiempo —dijo Ibson, aliviado,
después de comprobar que el lugar se hallaba completamente desierto.
—¿Y ellos? ¿Dónde estarán ahora? —preguntó Gloria,
mientras se ponía la ropa de abrigo.
—¿Te refieres a los Ikkx?
—Sí, claro...
—No pueden tardar mucho en llegar. A juzgar por el
ritmo de marcha de sus viajes anteriores, deben de estar ya a punto de...
—Yo diría que han llegado ya, Terry —le interrumpió
Santos en aquel instante.
Ibson volvió la cabeza. Una exclamación brotó de sus
labios en el acto.
A cien metros de distancia, brotaba un espeso
surtidor de nieve pulverizada, que el viento polar arrastraba en dirección sur.
Aunque no comprendía muy bien cómo se producía aquel colosal géiser de nieve,
se imaginó fácilmente sus causas.
Terminaron de equiparse. Ibson abrió una caja y
extrajo de ella las piezas de un arma, que montó de inmediato.
Gloria quedó sorprendida del calibre del arma.
—Es un cañoncito de cuarenta milímetros —explicó él—.
Naturalmente, sin retroceso o no podría dispararlo como si fuese una escopeta.
Se colgó del cuello una bolsa con seis granadas y
corrió hacia la salida. Gloria, Santos y unos cuantos soldados especialistas
les siguieron en el acto.
Saltaron a tierra. Ibson dijo:
—Están desenterrando su astronave.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó ella, mientras corrían
hacia el surtidor de nieve.
—El detector de masas metálicas —explicó él—. Empezó
a dar unas señales muy intensas cuando descubrimos a Willie... bueno, a Yeuy.
—Y no has dicho nada hasta ahora.
Ibson meneó la cabeza.
—La nave es de ellos y la necesitan para volver a su
planeta —contestó.
—Sí, tienes razón —murmuró la joven.
Instantes después, alcanzaban las proximidades del
surtidor de nieve. Había allí un enorme hoyo, a cuyo borde se asomaron.
Ibson se quedó estupefacto.
—Es increíble —dijo, al contemplar la gigantesca
nave que yacía aún semienterrada en el hielo.
Insensibles al frío, Kryx y Yeuy trabajaban con unos
aparatos especiales que, tras pulverizar el hielo, lo despedían a gran
distancia. Cada vez era mayor la superficie de la nave que quedaba al
descubierto.
Medía unos cien metros de largo por sesenta o más de
diámetro máximo, estrechándose ligeramente hacia los extremos, como un colosal
cigarro puro. Ibson se preguntó, admirado, qué sistema de propulsión sería el
utilizado para mover la nave.
—Uno muy sencillo e inagotable —sonó de pronto en su
cerebro la voz de Yeuy—. Nuestra mente.
—¿Qué? —dijo Ibson, jadeante de asombro.
—Sí, nuestra mente. Ella nos basta para desplazarnos
con la nave a cualquier parte de la Galaxia. Ciertamente, tenemos también
limitaciones físicas; por eso necesitamos emplear la envoltura externa de una
astronave, para nuestros desplazamientos por el espacio.
—¿Has oído, Gloria?
—Sí, Terry. Es fantástico...
Los Ikkx trabajaban sin descanso. Ibson sintió una
viva simpatía hacia aquellos seres de aspecto tan horrible.
Yeuy pareció adivinar sus pensamientos.
—Para nosotros, vuestra apariencia, aparte de
ridículamente pequeña, es espantosa —«dijo»—. Es cuestión de apreciaciones,
claro.
—Sí, cierto. Yeuy, una pregunta. ¿Cómo te
localizó... «ella»?
—Nos pusimos en contacto mental apenas desperté. No
podía dejar de encontrarme.
—Empiezo a sospechar —dijo Gloria—, que pudiste
haberte liberado antes, Yeuy. ¿O es una fábula lo de vuestro poder mental?
Yeuy «sonrió».
—No, no te equivocas —contestó—. Pero hubiera tenido
que hacerlo causando daño a alguien y traté de evitarlo en lo posible. Por otra
parte, sabía que Kryx acabaría encontrándome. Después de quince mil años de
espera, ¿qué importaban algunos días más?
—Kryx sí causó daños —dijo Gloria.
—Es un poco impulsiva. Cosas de la juventud. Ya se
le pasará.
—Me siento curiosa, Yeuy. ¿A qué llamas tú juventud?
Dejando de lado el tiempo que permanecisteis sepultados bajo los hielos,
¿cuántos años tiene ella?
—Unos seiscientos veinte, según vuestro computa de
tiempo.
—¡Y a eso le llaman juventud! —exclamó Santos,
asustado. También él percibía en el interior de su mente las frases de Yeuy.
—Bueno —dijo el extraterrestre—, comparada conmigo,
es una chiquilla. Yo le doblo la edad, pero en vuestro planeta Kryx tendría
veintidós años y yo algunos más de cuarenta.
—Cuestión de medida de tiempo —dijo Ibson.
—Sí, justamente... —de repente, Yeuy lanzó una
silenciosa exclamación mental—: ¡Estoy percibiendo emanaciones hostiles!
Terry Ibson comprendió en el acto el significado de
aquella exclamación. Volvió la cabeza.
Un avión se disponía a aterrizar en aquellos
momentos. Yeuy dijo:
—No hagáis nada. Dejadme que yo tome el control de la situación.
* * *
El avión se detuvo junto al llegado anteriormente.
Una escotilla se abrió y varios sujetos, armados con cañoncitos portátiles de
veinte milímetros, se desparramaron por el suelo.
—¡Allí! —gritó Count—. ¡Disparen, hagan fuego en
seguida!
Gloria lanzó un chillido. Ibson se arrodilló,
dispuesto a contestar con su cañón portátil.
Estallaron varias detonaciones. Pero entonces
sucedió algo increíble.
Una poderosa fuerza invisible detuvo los proyectiles
de veinte milímetros a unos palmos de la boca de los cañones. Luego, las balas
cayeron al suelo sin causar el menor daño.
Count estaba perplejo.
—Pero ¿qué...?
Sus acompañantes no se sentían menos asombrados.
—¡Vamos, estúpidos, disparen de nuevo! —gritó Count.
Sonó otra descarga. Como la vez anterior, las balas
se detuvieron a un metro de la boca de los cañones y cayeron lentamente al
suelo.
Aquello era más de lo que podían resistir los
alterados nervios de los pistoleros. Uno de ellos tiró su arma y escapó a todo
correr hacia el avión.
Los otros le siguieron en el acto. Count se quedó
solo.
El furor le hacía desvariar.
—Mataré a esos bichos... Tengo que desquitarme...
—Está loco, loco de remate —dijo Gloria.
—El ansia de vengarse es más fuerte en él que todo
sentimiento —añadió Ibson.
Count echó a correr de pronto hacia la excavación.
Introdujo su mano en el chaquetón y sacó un objeto oscuro, de forma ovoidea.
—¡Demonios! ¡Eso es una bomba de mano! —exclamó
Santos.
Count arrancó la anilla y lanzó la bomba. El
mortífero huevo de metal ascendió una docena de metros y explotó en el aire
fragorosamente.
Ibson se sentía abrumado. ¿Cómo luchar contra unos
seres de una tan fabulosa potencia mental?
Count se tambaleó. Miró desesperadamente a su
alrededor.
—¿Es que no voy a poder...?
Su voz se trocó en un sordo gorgoteo. Elevó las
manos al cuello y las retiró ensangrentadas.
De repente, se derrumbó sobre la nieve. Pataleó un
poco y luego se quedó quieto.
Santos corrió hacia el caído. Después de examinarlo
unos instantes, se puso en pie.
—Un casco de metralla le seccionó la yugular —dijo.
—Lo siento —manifestó Yeuy—. No conozco muy bien
vuestras armas; por eso detuve la bomba demasiado cerca.
—No se pierde gran cosa —refunfuñó Ibson.
Kryx lanzó de pronto un alborozado grito mental:
—¡Yeuy, la nave está ya lista!
—Nos vamos —anunció el Ikkx.
—¿Volveréis algún día? —preguntó Gloria con voz
suplicante.
—¿Quién sabe? —contestó Yeuy—. Vuestro progreso ha
sido enorme. Cuando llegamos aquí por primera vez, en misión exploratoria,
vuestros antepasados vestían de pieles y apenas conocían el fuego. Hoy ya
viajáis por el espacio, pero todavía os falta lo más esencial: el progreso
espiritual, que ha de suprimir las rencillas y odios entre vosotros.
—Eso es una verdad como un templo —masculló Ibson.
—Informaremos en nuestro planeta. No creo que
volvamos en mucho tiempo. Hemos de esperar a que mejoréis espiritualmente —dijo
Yeuy.
—Sí, tienes razón —concordó el ingeniero.
—Yeuy, Kryx, os deseamos buen viaje —dijo Gloria.
—Gracias —contestó el Ikkx.
La escotilla estaba ya abierta. Yeuy y Kryx
desaparecieron en el interior del aparato.
Momentos después, la enorme astronave empezaba a
despegarse del suelo terrestre.
—Adiós, amigos —«dijo» Yeuy.
Gloria agitó una mano.
—Buen viaje —repitió.
La astronave adquirió velocidad. De repente,
desapareció.
—Me pregunto dónde estará su planeta —murmuró
Santos.
—Lo mismo da —contestó Ibson en tono pensativo—. No
importa dónde esté el planeta de los Ikkx. Pero cualquiera que sea su
situación, está en donde hay paz en las estrellas,
—Aquí también la habrá algún día —dijo Gloria—.
Tardará, pero llegará.
Ibson levantó la vista al cielo. «Paz en las estrellas»,
repitió mentalmente.
Sí, algún día llegaría esa paz, se dijo, confiando
en el futuro.
FIN