sábado, 2 de septiembre de 2023

PAZ EN LAS ESTRELLAS (CLARK CARRADOS)

 

Clark Carrados es Luis García Lecha, que  nació en la localidad riojana de Haro el 11 de junio de 1919, pero desarrolló toda su actividad literaria en Barcelona, donde residió durante buena parte de su vida, colaborando principalmente a lo largo de su dilatada carrera como escritor con dos editoriales, ambas barcelonesas, Toray primero y Bruguera posteriormente. 
Funcionario del Estado en excedencia, durante varias décadas vivió profesionalmente de la escritura, reintegrándose a la función pública cuando, a principios de los años ochenta, la literatura popular comenzó a declinar en nuestro país. Octogenario y jubilado, durante los últimos años de su vida se dedicó, según sus propias palabras, a descansar. Falleció el 14 de mayo de 2005.

CAPÍTULO I 

El pequeño trineo, movido por un poco voluminoso pero potente motor eléctrico, se deslizó a casi cien kilómetros a la hora por la llanura helada, llegó al campamento, lo rebasó en unos ciento cincuenta metros, viró en ángulo de 90° y, finalmente, se detuvo al pie de un enorme bloque de hielo. Su piloto cerró el contacto y la hélice se detuvo tan silenciosamente como había girado hasta entonces.

El piloto levantó la cúpula de la cabina del aparato y se volvió hacia la joven que se hallaba a su lado en el asiento delantero:

—Ya hemos llegado, señorita Kildare.

Ella hizo un gesto de asentimiento, mientras contemplaba la enorme mole de hielo casi tan transparente como el vidrio, situada a pocos pasos de distancia. La transparencia permitía ver con gran claridad lo que había en el interior del bloque.

Algunos operarios, todos ellos vestidos con trajes térmicos para soportar las bajas temperaturas polares, se afanaban en torno al bloque de hielo. Otro, pilotando una máquina movida sobre orugas, se afanaba en separar el bloque de la montaña helada de la que todavía formaba parte.

Un hombre se acercó a ellos, equipado, como los demás, con el traje térmico que les permitía, merced a su ligereza y bien cuidado diseño, una facilidad de movimientos casi absoluta. Era joven y bien parecido y sonreía agradablemente mientras se dirigía al trineo.

—¡Hola, Terry! —saludó el piloto del trineo—. Te traigo una visita. Señorita Kildare, éste es Terry Ibson, ingeniero del campamento. Terry, Gloria Kildare.

Ibson alargó la mano hacia la joven.

—Encantado, señorita —saludó—. ¿Qué tal va eso, Tommy? —preguntó al piloto.

—Bien, ya están llegando las últimas piezas de la máquina. Cuando esté montada, sacaremos de ahí el bloque con todo su contenido.

—¿Es que no van a examinarlo aquí? —preguntó Gloria con curiosidad.

Ibson fijó su mirada en la joven y observó que tenía un rostro sumamente atractivo. Debajo de la capucha del traje térmico, divisó unos brillantes cabellos castaños y unos ojos grises, de mirada perspicaz, y unos labios que necesitaban muy poco de colores artificiales, para mostrar una encantadora viveza de tono.

—Lo llevaremos al campamento —respondió Ibson—. No entiendo por qué ha de ser así, pero eso no es de mi competencia; a mí, lo que me corresponde, es dirigir la operación de traslado.

—Pero ese bloque debe de pesar muchas toneladas —alegó Gloria.

—Bueno, mide unos cuatro metros de altura por tres de ancho y casi diez de largo, lo que da en total unos ciento veinte metros cúbicos. Algo más de cien toneladas, señorita Kildare —contestó el ingeniero.

—¿Puedo mirar? —preguntó ella.

—Por supuesto. Ya que está aquí...

—¿Es que no le agrada que haya venido, ingeniero?

—Repito que yo no soy el jefe del campamento. Si el profesor Laneza le dio permiso, bien venida sea.

—Por cierto —exclamó Gloria—, ¿dónde está Laneza? No le he visto...

—Salió ayer para Washington. Regresará dentro de un par de días.

Gloria asintió con gesto meditabundo, mientras se acercaba al bloque de hielo, del que quedó a cuatro o cinco pasos, una vez se hubo detenido.

Se estremeció al contemplar la cosa que había en el interior del bloque. ¿Qué era aquello? ¿Un ser inteligente? ¿Un animal?

Una cosa era cierta: no se trataba de un ser nacido en el planeta.

Estaba tendido casi de costado, hacia su derecha, y medía unos siete metros de longitud. Tenía el cuerpo cubierto de un largo vello, de un color entre gris y rojizo, una boca, unos ojos, unas extremidades... ¿cuántas eran? se preguntó Gloria, estremecida de horror.

Al primer vistazo, las extremidades parecían brazos humanos, aunque de mayor tamaño. A la altura de lo que debería haber sido el codo, cada brazo se dividía en dos, y cada una de estas extremidades estaba rematada, a su vez, por tres tentáculos de unos veinticinco centímetros de longitud.

La cabeza era más bien alargada, un poco caballuna, unida al cuerpo por dos cuellos, de unos cuarenta centímetros de grosor cada uno y separados diez centímetros entre sí. A ambos lados de la cabeza, hacia adelante, se veían cuatro abultamientos en hilera, ocho en total.

—Los ojos —indicó Ibson, como si adivinase los pensamientos de la muchacha,

—¿Los ojos...?

Ibson se encogió de hombros.

—Al menos, así lo dice el profesor Laneza —contestó—. Repito que yo soy ingeniero, no antropólogo ni biólogo.

—Sí, claro. Ingeniero, ¿se ha dado cuenta de la enorme trascendencia del hallazgo?

—¿Cómo no advertirlo? —sonrió él—. Es la mayor presa capturada por el hombre desde que apareció en la Tierra. No me refiero al tamaño, claro está; una ballena es mucho mayor, sino que lo digo en otro sentido: cultural, científico, histórico...

—¿Acaso fueron así nuestros antepasados? —dijo Gloria.

—¡Horror! —dijo Ibson riendo—. Si le oyera a usted mi venerable tía, se desmayaría en al acto.

Gloria se echó a reír también. Los trabajos proseguían con regularidad. El bloque iba adquiriendo cada vez contornos más definidos.

—Parece perfectamente conservado —manifestó Gloria.

—Lo está —respondió Ibson—. Está tal como quedó después de ser sepultado por un alud de nieve.

—¿Cree que sucedió así, ingeniero?

—No cabe la menor duda. El alud lo sorprendió, sin darle tiempo a escapar. Quedó sepultado bajo la nieve que, con el paso de los tiempos, se fue comprimiendo y apelmazando, hasta convertirse en hielo. Probablemente, esto ocurrió durante uno de los períodos de glaciación de nuestro globo, y ahora, en esta época, en que los hielos han retrocedido en el período inverso, la capa que lo cubría disminuyó considerablemente, lo que permitió su descubrimiento.

—El descubrimiento de un ser monstruoso que no nació en el planeta —comentó Gloria.

—Exactamente.

Ella se volvió hacia Ibson y le miró con ojos brillantes.

—Este hallazgo probará la existencia de vida, inteligente o no, en otros planetas situados fuera de nuestro sistema solar.

—Así es, pero el estudio biológico del ser ya no será de mi competencia. Yo, en cuanto se haya hecho el traslado, habré acabado en mi cometido.

—Regresará a nuestro país.

—No de inmediato, aunque sí en plazo relativamente corto.

De pronto sonó un grito.

—¡Cuidado, tú, no pinches al bicho!

Ibson se volvió. Uno de los operarios apostrofaba a otro que manejaba un taladro eléctrico.

—Lo siento, chico —se disculpó el del taladro—. El hielo era más delgado por aquí y cedió inesperadamente.

Ibson se acercó al bloque, seguido de la muchacha, y dio la vuelta. En uno de los lados del bloque se veía la señal del taladro, que parecía haber llegado hasta la velluda epidermis del monstruo.

—Tenga cuidado —advirtió con severidad—. La pieza está intacta y resultaría una catástrofe si la averiásemos de un modo irreparable.

—Dispense, señor Ibson —se disculpó el autor del pequeño estropicio.

Ibson volvió junto a la joven.

—Bien —dijo—, y hasta este momento, no he conseguido saber cuáles son los motivos de su estancia en estos inhóspitos parajes, señorita Kildare.

—Se lo diré en pocas palabras, ingeniero. Estoy comisionada por la Fundación McCrannan para supervisar la marcha de los trabajos e informar, al mismo tiempo, de los resultados de los mismos. Soy secretaria ejecutiva de la Fundación —aclaró la joven.

Ibson sonrió.

—En resumen, que ha venido para ver de que se gaste adecuadamente cada centavo de los que invierte la Fundación en esta misión científica —dijo.

—En efecto, ingeniero —confirmó Gloria. 

*     *     * 

La expedición se alojaba en barracones prefabricados, climatizados para soportar las durísimas temperaturas del exterior. Dentro de los barracones, los miembros de la expedición podían ir incluso en mangas de camisa.

Ibson y Gloria cenaban juntos en el comedor. La joven parecía sumamente impresionada por lo que había visto.

—Ese ser no es terrestre, desde luego. ¿Cómo llegó a nuestro planeta?

Ibson se encogió de hombros.

—¿Cómo contestar a su pregunta, señorita Kildare? Llegó, eso es todo. Lo que sí puedo decirle es que hasta ahora, nuestros instrumentos no han detectado nada sospechoso.

—¿Es un animal? ¿Un ser inteligente? Un vegetal no parece, desde luego —dijo Gloria.

—Personalmente, me inclino por la hipótesis del ser con inteligencia. Con una salvedad.

—¿Sí, ingeniero?

—Cualquiera que sea la clase de inteligencia del ser, es completamente distinta a la nuestra, de tal modo que es muy posible que resulte para nosotros absolutamente incomprensible.

—La inteligencia es siempre una, ingeniero —declaró Gloria en tono doctoral— Se podrá tener más o menos inteligencia, pero lo único que varía es el modo de expresión. Al menos, yo lo entiendo así.

—Quizá tenga razón —sonrió él—, aunque yo sigo aferrado a mi opinión. Es una inteligencia diametralmente distinta de la nuestra.

—La inteligencia viene condicionada también por la morfología del cuerpo. Ese ser extraterrestre es distinto corporalmente de nosotros. Pero más bien opino que lo que debe de variar es la expresión de sus sentimientos.

—Sí, tal vez. De todas formas —suspiró Ibson—, eso no lo sabremos jamás.

—¿Por qué?

—La respuesta es lógica: está muerto.

Gloria asintió.

—Sí, muerto congelado. Ha debido de permanecer bajo el hielo millares de años, ¿no cree?

—El profesor asegura que no han pasado menos de quince mil.

Gloria se estremeció.

—Llegó a la Tierra cuando el hombre pintaba sus bisontes en Altamira —dijo.

—Siglo más o menos —sonrió él.

—¿Lo verían aquellos hombres prehistóricos? No, claro que no; de lo contrario, habrían dejado constancia en sus pinturas rupestres.

—Señorita Kildare, en cualquier época de la historia de la Tierra, el polo ha sido siempre el polo, y si el ser extraterrestre llegó aquí, no hubo ningún ser humano que presenciara su arribada.

—Eso es cierto —asintió Gloria en tono meditabundo—. ¿Le... le harán la autopsia?

Ibson se encogió de hombros.

—Yo no soy científico —contestó—. Eso es algo que queda a la decisión del profesor Laneza, pero estimo que no debería de turbarse el descanso eterno de un ser que llegó a la Tierra procedente de un planeta situado a cientos de años luz y que murió aquí solo, lejos de su suelo natal, sabiendo, probablemente, antes de morir, que ya no podría abandonar la Tierra para regresar a su mundo de origen. 

CAPÍTULO II 

El bloque de hielo había sido instalado en un barracón especialmente construido al efecto, pero no climatizado, a fin de evitar una prematura fusión. Prácticamente, podía decirse que la misión de Ibson en el campamento podía darse por terminada.

El profesor no había regresado todavía. Ibson no juzgó conveniente abandonar el campamento sin esperar su llegada.

Los hombres haraganeaban o trabajaban lo mínimo en la conservación de aparatos e instrumentos. Uno de ellos estaba continuamente de observación en los instrumentos de medida.

Entre ellos se contaba un perfecto sismógrafo. Hasta el momento, la aguja del aparato no había señalado en el tambor de registro ninguna alteración de importancia. La línea que trazaba era prácticamente una recta.

Los trabajos se habían realizado con una facilidad más: la del día polar, que duraba seis meses. Para Gloria, resultaba un tanto extraño acostarse con luz diurna.

Los demás ya se habían acostumbrado. Pese a que era de día continuo, se observaban los horarios habituales en otras latitudes.

De este modo, ninguno se dio cuenta aquella «noche», que un largo reguero de agua salía por debajo de uno de los costados del barracón donde estaba el ser. El agua se congelaba después, pero nadie observó el fenómeno.

Por la mañana, tras el desayuno, los que tenían algún trabajo fueron a desempeñarlo como de costumbre. Algunos, que no tenían nada que hacer, decidieron, para matar el aburrimiento, realizar una excursión, a fin de capturar un oso polar, para adquirir el trofeo de su piel.

A Jack Fargh le tocaba de guardia en el cuarto de instrumentos. Entró y lanzó un vistazo de rutina sobre las esferas indicadoras. Todo parecía en orden.

Fargh sacó un cigarrillo y lo encendió. Entonces fue cuando oyó un débil «pip».

Arrugó el entrecejo. El sonido procedía del contador Geiger.

—¿Radiactividad? —murmuró, perplejo.

Era la primera señal que se recibía de tal intensidad. Las anteriores habían tenido una intensidad tan débil como para considerarla inapreciable desde el punto de vista científico.

Fargh consultó el Geiger. La aguja se movía muy débilmente.

Alargó una mano y tocó una tecla. El detector de masas metálicas empezó a funcionar.

Sonó un segundo «pip». Fargh tomó el tiempo.

Veintiocho segundos de diferencia con respecto al anterior. El tercero se produjo al cabo de un tiempo exactamente igual.

De súbito, Fargh observó, con el rabillo del ojo, que algo se movía en el conjunto de instrumentos.

Era la aguja del sismógrafo.

La punta trazadora subió ligeramente, separándose de la inveterada línea recta que había trazado hasta aquel momento. Fargh se preguntó qué podría haber causado aquel movimiento.

En el tambor del sismógrafo apareció una especie de A sin el trazo horizontal. Cinco centímetros y dos minutos más adelante, apareció otra A de las mismas dimensiones.

Fargh empezó a preocuparse. Alcanzó un interfono y llamó:

—Observador a ingeniero. Haga el favor de venir.

—Habla Ibson —le contestaron al momento—. ¿Ocurre algo, observador?

—Sí, señor. Hay novedades en los instrumentos. Le ruego acuda en el acto, ingeniero.

—Está bien, Jack; voy para allá inmediatamente —contestó Ibson. 

*     *     * 

Gloria estaba en su alojamiento, dedicada a redactar un informe para la Fundación. Lo grababa en cinta magnetofónica. Cuando regresara lo haría pasar a máquina, primero en borrador y luego en limpio. Oyó por los altavoces la llamada de Fargh y se sintió atraída en seguida por la curiosidad.

Cerró la grabadora en el acto y se puso en pie. Momentos después, se hallaba en la sala de aparatos.

—El Geiger señala indicios de radiactividad —decía Fargh en aquel momento—. Se nota la presencia de una masa metálica de grandes dimensiones al parecer y, lo más preocupante de todo, los movimientos de la aguja del sismógrafo. ¿Qué pasa aquí, ingeniero?

Ibson hizo un signo negativo con la cabeza. Gloria observó que estaba sumamente preocupado.

—No tengo la menor idea —contestó—, pero sí le diré una cosa: es preciso continuar observando.

—Sí, señor —contestó Fargh.

—El sismógrafo —dijo Ibson en tono pensativo—. ¿Cada cuánto se produce la alteración, Jack?

—Cada dos minutos, señor.

Ibson esperó a que la aguja marcase un ángulo en el tambor giratorio. Al llegar a su punto máximo, tomó el tiempo.

Momentos después, dijo:

—A mí me da ciento quince segundos, Jack. ¿Está seguro de que el intervalo era de dos minutos?

—Positivamente, señor —contestó el observador con firme acento.

Los «pips» del Geiger seguían repitiéndose, pero sin aumentar de intensidad.

—No comprendo qué puede hacer mover la aguja del sismógrafo — dijo Ibson.

—Tal vez la trepidación de alguna máquina —sugirió Gloria, silenciosa hasta aquel momento.

Ibson se volvió hacia la joven.

—Ah, está aquí —exclamó—. Dispense que no la haya saludado antes, pero estaba ocupado...

—No tiene importancia —sonrió ella—. Simplemente, me picó la curiosidad al oír la llamada del observador. Continúe, se lo ruego.

—Gracias, señorita. Pero no, no hay ninguna máquina en actividad en estos momentos, de modo que ningún factor artificial puede producir las alteraciones que registra el sismógrafo.

Fargh lanzó de repente una exclamación:

—¡Ingeniero! ¡El intervalo entre cada sacudida es ahora de ciento catorce segundos!

Ibson frunció el ceño.

—Resulta preocupante —murmuró—. Si al menos estuviese aquí el profesor...

—Es verdad —dijo Gloria—. ¿Por qué no habrá venido ya?

El ingeniero se encogió de hombros.

—¡Qué sé yo! —masculló disgustado—. Pero ya debería de estar aquí, para dirigir las operaciones. Su ausencia no es cosa que me proporcione un gran placer, señorita, créame.

—Me lo imagino —contestó Gloria—. Yo...

Pero la muchacha no pudo continuar. Alguien lanzó un penetrante grito en el exterior:

—¡Eh, vengan, corran todos! ¡Ha ocurrido algo extraordinario!

Ibson y la joven se precipitaron fuera de la sala. Un hombre agitaba las manos a la entrada del barracón donde había sido instalado el ser extraterrestre.

—¡Mire, ingeniero! —exclamó el individuo, muy excitado—. ¡Mire lo que hay ahí adentro!

Ibson y Gloria asomaron la cabeza. Ambos lanzaron simultáneamente una exclamación de asombro.

El bloque de hielo que envolvía por completo al monstruo se había fundido en su totalidad. Ahora, el ser, descansaba directamente sobre el suelo. 

*     *     * 

Ibson dio una vuelta entera alrededor del monstruo. Ahora, sin la protección del hielo, le pareció todavía más grande que cuando lo veía envuelto en el bloque que había desaparecido por completo.

—Lo menos mide siete metros de largo por dos y medio de ancho —calculó. Se volvió hacia uno de los operarios—. Andrés, traiga una cinta métrica, por favor.

—Sí, señor, al momento.

Uno de los presentes se inclinó y rozó con los dedos la velluda piel del monstruo.

—Esos pelos son tan duros como agujas de acero— observó.

Ibson confirmó personalmente la observación. Sí, los pelos eran duros, pero también flexibles. Su grosor era de medio milímetro, aproximadamente.

Llegó el operario con la cinta métrica.

Los resultados fueron asombrosos:

—Seis metros y ochenta y nueve centímetros de largo por dos treinta y ocho de anchura de... hombro a hombro —dijo Ibson al terminar las primeras mediciones.

De pronto, Gloria notó una ligerísima trepidación en el suelo, transmitida a su cuerpo a través de los pies.

—El suelo se mueve, ingeniero —dijo.

Ibson la miró con extrañeza. Uno de los presentes exclamó:

—La señorita tiene razón. Yo también he notado un movimiento en el suelo, señor Ibson.

El joven hizo un fruncimiento de cejas. Empezaba a sentir un cierto presentimiento de características poco agradables.

De pronto, notó una cierta vibración en el suelo helado. Jack Fargh apareció en aquel momento en la puerta del barracón:

—¡Ingeniero, el período de señales en el sismógrafo se ha vuelto a reducir! —exclamó con vehemencia—. Ahora es de ciento doce segundos.

Una súbita sospecha estalló de pronto en la mente del joven.

—Crandon —se dirigió a uno de los operarios—, busque en la cámara del profesor. Allí debe de haber un estetoscopio. Corra y tráigamelo inmediatamente.

—Sí, ingeniero.

Gloria lanzó una mirada de sospecha a Ibson.

—Ingeniero, ¿supone usted que...?

La joven no se atrevió a completar la frase.

Sentíase desfallecer sólo de expresar en alta voz lo que estaba pensando.

Y tenía la seguridad de que Ibson pensaba lo mismo que ella.

El operario con el estetoscopio llegó a los pocos momentos. Ibson tomó el instrumento y lo aplicó a uno de los costados del ser yacente en el hielo.

Pasaron algunos segundos. Dos docenas de pares de ojos contemplaban al ingeniero con ansiedad.

De repente, Ibson creyó que se quedaba sordo. Un profundo «boum», algo así como el golpe del mazo contra un bombo gigantesco, atronó sus tímpanos. Inmediatamente, se quitó de las orejas los extremos del estetoscopio.

Gloria captó el respingo que había dado el joven. Ibson se volvió hacia ella.

—Ya no cabe la menor duda —dijo—. No soy biólogo, pero tampoco hace falta serlo para saber que el ser... ¡sigue vivo todavía! 

CAPÍTULO III 

—Al cabo de miles de años, acaso más de quince mil —dijo Gloria—. Resulta difícil de creer, ¿no es cierto, ingeniero?

Ibson asintió. Estaban en una de las salas de recreo destinada a los momentos de descanso del personal de la expedición.

El ingeniero llenó dos vasos de papel en la cafetera automática y entregó uno a Gloria.

—Sí, difícil de creer, pero no por ello menos cierto —contestó al cabo.

—Debe de tener un corazón extraordinariamente potente. Imagínese, influir en el sismógrafo. Pero... no se observó ningún movimiento en su cuerpo, ni siquiera el de la respiración...

—Señorita Kildare, lo ignoramos todo acerca del metabolismo y constitución del ser —manifestó Ibson—. Hasta que haya sido concienzudamente estudiado por los biólogos, no tendremos respuesta a la infinidad de preguntas que ahora nos planteamos.

—Que nos plantea él —corrigió Gloria sonriendo.

—Lo mismo da. A mí lo que me pone nervioso es que ese condenado profesor no haya regresado todavía. Ni siquiera dejó un ayudante de su rama científica... Resulta incomprensible cómo la Fundación pudo encargarle de un trabajo semejante.

Gloria se encogió de hombros.

—Yo no lo hice —contestó—. Es más, me pidieron informes de él y los di de una manera honrada. Es bueno en su especialidad, pero...

—¿Qué, señorita Kildare?

—Un poco tarambana, diciéndolo con palabras suaves. Pero no se hizo caso de mi informe y ahora estamos pagando las consecuencias.

—Está bien —rezongó él—. Ya vendrá. Supongo que a estas horas tendrá ya en su poder el radiograma que le he dirigido anunciándole la resurrección del monstruo.

—¿Usted cree? —dudó Gloria.

—Sí —confirmó Ibson—. Ha permanecido congelado durante miles de años, pero está volviendo a la vida. Es más; la fusión del bloque de hielo que lo tenía atrapado se debe exclusivamente a una reactivación de sus funciones vitales. Su metabolismo, prácticamente paralizado, volvió a entrar en funciones y la temperatura corporal se elevó por encima del cero.

—Consecuencia, el hielo se fundió.

—En efecto.

El zumbador del interfono sonó de pronto.

Ibson movió una palanquita.

—Diga —solicitó.

—Ingeniero, aquí Fargh. El intervalo entre cada latido es ahora de noventa y ocho segundos.

—Está bien, Jack.

—Harhand ha instalado un pequeño altavoz, conectado al estetoscopio que el monstruo tiene adherido al costado. De este modo, es más fácil controlar los latidos.

—Una buena idea, Jack.

—Pero Harhand dice que resulta horrible permanecer en el barracón, oyendo esos bombazos cada minuto y medio. Convendría relevarle, señor.

—Muy bien, pónganse ustedes mismos de acuerdo y establezcan el tiempo de vigilancia de tal modo que no resulte fastidioso para el que tenga que permanecer en el barracón.

—Sí, señor. ¿Algo más?

—Gracias, Jack, eso es todo.

Ibson cortó la comunicación.

—Ya no hay duda —dijo—. El ser está a punto de revivir.

—Los intervalos entre latido y latido son cada vez más frecuentes —dijo Gloria con gesto pensativo—. Al principio eran cada dos minutos; ahora se han reducido a noventa y ocho segundos. ¿Cuál será el ritmo de sus latidos en estado normal?

—El corazón del ser humano late unas setenta y dos veces cada minuto. Pero ese monstruo, ¿puede ser considerado como un ser humano? Y, ¿cuál es su estado normal?

—Son preguntas tan difíciles de contestar —suspiró la joven—. Si es inteligente, ¿qué pensaría al llegar a nuestro planeta?

—Hay una cosa que me llama la atención. ¿Respira? No se veía ningún movimiento en su cuerpo, ¿recuerda, señorita Kildare?

Ella asintió.

El hallazgo del ser extraterrestre, aparte de su interés científico, encerraba una serie de misterios que ninguno de los dos sabía descifrar.

¿Había alguien en la Tierra capaz de conseguirlo? 

*     *     * 

En aquellos momentos, la más urgente ocupación del reputado biólogo Arthur Laneza consistía en una lección de anatomía práctica.

Anatomía humana. Femenina.

La chica soltó una risita.

—Arturito, estate quieto, que me haces cosquillas.

Laneza no era joven ni viejo, pero, en ocasiones, sentía hervir su sangre. Lo había sentido al cruzarse con aquella buena moza, de curvas exuberantes y expresión no demasiado inteligente. Pero Laneza, experto también en determinadas situaciones, había sabido captar el significado de la mirada que aquella rubia le había dirigido al cruzarse en la calle.

El profesor se encaminaba al edificio donde la Fundación McCrannan tenía sus oficinas. Tenía que realizar allí unos trámites, relacionados con el hallazgo, pero, inmediatamente, al ver a la rubia, lo envió todo al diablo.

Resultado del encuentro fue una invitación para tomar una copa en el departamento del profesor. La rubia había aceptado de inmediato.

Era de la clase de chicas que gustaban a Laneza. Abundante de carnes, pero poco inteligente. La pellizcó en un costado y ella volvió a soltar otra risita.

—Arturito, por favor...

—¿Tomamos otra copa, preciosa? —sugirió Laneza.

—Bueno, si tanto te empeñas...

En aquel momento llamaron a la puerta. Laneza soltó un juramento poco acorde con su condición de científico de prestigio.

Abandonó el diván donde «retozaba» con la rubia y cruzó la sala. Abrió y se encontró frente a frente con un repartidor de telegramas.

—¿Profesor Laneza? —preguntó el repartidor.

—Yo mismo.

—Un telegrama para usted, profesor. Firme aquí, por favor.

Mascullando maldiciones en su fuero interno por la interrupción, Laneza se hizo cargo del mensaje. Metió la mano en el bolsillo y lo encontró vacío. Miró al empleado de Telégrafos.

—Chico, baja al bar de la esquina y pide un café a mi cuenta.

—¿Con azúcar o sin azúcar, generoso? —preguntó el repartidor sarcásticamente.

Laneza cerró de un portazo. El repartidor lanzó un bufido de desdén.

—Menos mal. Creí que me iba a dar para un refresco, como hizo aquél que me dio una pajita.

Laneza contempló el telegrama con gesto dubitativo. ¿Lo abría? ¿Lo dejaba para otro rato?

La rubia estaba sentada con una postura indolente en el diván, enseñando generosamente unas piernas muy bien contorneadas.

—Los disgustos para más tarde —se dijo Laneza.

Y guardó el telegrama en el bolsillo, sin abrirlo siquiera.

—Habíamos hablado de una copa, guapa —dijo.

—Estoy esperándola, amorcito —contestó la rubia. 

*     *     * 

El latido del corazón del ser extraterrestre emitió un sonido denso, profundo. Mike Torres, vigilante de turno en el barracón, pegó un respingo al oír aquel pequeño trueno.

Dirigió una mirada al ser yacente en el suelo. Torres se sentía cada vez más nervioso.

El último registro de tiempo había dado noventa y un segundos entre latido y latido. Torres llevaba ya más de media hora de vigilancia en el barracón y todavía no había podido acostumbrarse a aquel «¡pom!» que sonaba a intervalos prácticamente iguales.

—Si de mí dependiera, ahora mismo lo enterraría a cien metros de profundidad o lo arrojaría al mar con una buena piedra atada a sus malditos pescuezos —gruñó.

Sonó otro ¡«pom!». Torres tomó el tiempo. El siguiente latido se dejó oír noventa segundos más tarde.

De repente, Torres observó algo que le puso los pelos de punta.

—¡Sangre! —exclamó.

El monstruo sangraba, en efecto. Un delgado hilo de líquido rojo manaba lentamente de un punto de su cuerpo, situado más arriba de la articulación de su doble pierna derecha.

Torres recordó el error cometido por uno de los operarios al perforar el hielo. El taladro había rozado la piel del monstruo y ahora la sangre empezaba a fluir por la herida.

—¡Dios mío! —murmuró Torres, santiguándose devotamente—. ¿De qué parte del infierno habrá salido esta cosa?

Recorrió con la mirada el cuerpo del monstruo. ¿Debía avisar al ingeniero?

De repente, Torres notó una extraña aprensión, un raro sentimiento que puso hielo en su espalda.

¿Quién le estaba mirando?

¿Había alguien que le vigilaba sin que él lo supusiera?

Los ojos de Torres llegaron a los hombros del ser, siguieron su recorrido y llegaron al lado derecho de su cráneo.

Torres ahogó un grito de pánico. Se puso en pie. Temblando de miedo.

Uno de los cuatro ojos del lado derecho estaba abierto y su negra pupila, de más de doce centímetros de diámetro, parecía contemplarle fijamente.

Torres ya no lo dudó más. De un salto, se abalanzó hacia la puerta del barracón a la vez que prorrumpía en alaridos:

—¡El monstruo se despierta! ¡Socorro, está abriendo los ojos! 

*     *     * 

El trineo, movido por una hélice impulsada por un motor eléctrico, dio de repente un salto tremendo al pasar por encima de un obstáculo invisible en la llanura nevada.

Al caer, se oyó un crujido estremecedor. Uno de los patines se había partido a causa del impacto.

El piloto soltó una maldición. Con él viajaba otro hombre que lo cubrió de improperios al enterarse del percance.

—¡Estúpido! ¿Es que no viste el obstáculo?

—No me pongas nervioso, Jules —rezongó el piloto—. ¿Crees que si lo hubiera visto no habría hecho todo lo posible por evitarlo?

Franz Ottern se volvió desalentado, mientras Jules Brandal empezaba a llamar a la base para que enviasen un helicóptero para recogerlos a ellos y al trineo averiado. Los ojos de Ottern se fijaron en el saliente que había sido origen de la avería.

Parecía un gran bloque de hielo sepultado bajo la espesa capa de nieve antártica.

Ottern se dio cuenta de que, realmente, el obstáculo resultaba invisible. La nieve estaba un tanto blanda y ello había motivado que los patines del trineo eléctrico se hubiesen hundido más de lo corriente, por lo que el tropezón había resultado inevitable.

¿Un bloque de hielo en aquellos parajes?, se preguntó, extrañado.

¿Y si no era un bloque de hielo?

En el equipo del trineo figuraba una pala. Intrigado, Ottern agarró la pala y empezó a apartar la nieve.

Momentos después, había despejado una zona de un par de metros cuadrados. El hielo parecía cristal.

Ottern empezó a temblar al ver lo que había bajo la capa de hielo. Sin poder contenerse, empezó a gritar:

—¡Jules! ¡Corre, ven pronto! ¡Ven inmediatamente, por todos los diablos! 

*     *     * 

El último cable quedó asegurado y el ingeniero Ibson lanzó un suspiro de satisfacción.

—No creo que suceda nada, pero, en fin, más vale tomar precauciones —dijo.

Habían hincado en el suelo, a ambos lados del ser, una docena de fuertes clavijas de hierro, que servían para asegurar los cables que rodeaban el cuerpo del monstruo. A Gloria le recordó los antiguos grabados de Gulliver en Liliput, cuando fue descubierto por los liliputienses y sujetado al suelo por muchas cuerdas.

—¿Cree usted que intentaría escapar si despertase de pronto? —preguntó.

—No creo nada, Gloria —respondió él—. Para mí, es una situación absolutamente nueva y, repito, sólo soy un ingeniero, no un biólogo. He hecho las cosas lo mejor que he podido y tengo la conciencia tranquila.

—La Fundación será informada de su manera de actuar, Terry —aseguró Gloria—. También diré cuatro palabritas acerca del profesor.

—Me gustaría saber dónde está —rezongó Ibson.

—Yo ya me figuro lo que hace en estos momentos —dijo ella—. Todo su prestigio no sirve de nada cuando se encuentra con unas faldas bien rellenas.

Ibson sonrió.

—Comprendo, pero aun considerando y admitiendo las flaquezas del cuerpo, debería de tener en cuenta su profesión, y más todavía, su dependencia de la Fundación McCrannan. No, no fue Laneza el hombre adecuado para este asunto.

—En cuanto a mí, ya he tomado mi determinación con respecto a él. Terry, ¿podría enviar un radiograma?

—Sí, desde luego. ¿Qué le ocurre?

—Voy a despedir al profesor, bajo mi exclusiva responsabilidad —contestó la muchacha—. Conozco a otro biólogo, quizá de menor reputación, pero serio y formal. Y esto es lo que nos interesa, ¿me entiende, Terry?

—Perfectamente, Gloria.

La joven lanzó una mirada al ser.

Había ya cuatro ojos abiertos, dos a cada lado. Las enormes pupilas parecían contemplar con curiosidad el ambiente que le rodeaba.

Para muchos, aquellas pupilas desprendían horror. Extrañamente, para Gloria, emitían unas miradas de simple curiosidad, sin ocultas intenciones hostiles.

Con un movimiento casi maquinal, se acercó al ser y apoyó una mano en un lado de su vasto pecho.

—Tú no quieres hacemos daño, ¿verdad? —dijo, como si el ser extraterrestre pudiera entenderle.

A Gloria le pareció ver una débil chispita de respuesta en las dos pupilas de aquel lado.

«¡Pom!», hizo el corazón del ser en aquel momento.

—¡Ochenta y seis segundos! —anunció Jack Fargh. 

CAPÍTULO IV 

Ray Harhand se acercó al ingeniero y le entregó un telegrama que acababa de llegar.

—Lo he pasado a máquina para que lo entienda mejor —dijo.

—Gracias, Ray.

Ibson leyó el papel. Luego se lo pasó a Gloria.

Los ojos de la muchacha se desorbitaron al conocer la noticia.

—¡Es increíble! ¡Han encontrado otro ser igual en la Antártida! —exclamó.

—Una curiosa coincidencia —murmuró él—. Diablos, Gloria, no se tratará de una invasión de seres extraterrestres.

—No bromee —contestó la joven—. Esto es más serio de lo que parece.

—Sí, sobre todo, teniendo en cuenta que esos seres han permanecido enterrados en hielo muchos miles de años.

—Terry, me pregunto qué fabuloso organismo es el suyo, que les ha permitido sobrevivir a lo largo de milenios enteros. ¿Es que no pudieron liberarse por sí mismos?

—No lo sé, Gloria —respondió él con gesto desanimado—. Los enigmas son tantos, que faltan respuestas para los cientos de preguntas que uno necesitaría formular para conocer la verdad completa.

Harhand se asomó de pronto a la puerta de su barracón.

—¡Ingeniero! —exclamó—. El avión en que llega el profesor está a punto de aterrizar.

Gloria se encolerizó.

—¡Cómo! —exclamó—. Pero ¿todavía tiene ese tipo la desfachatez de venir aquí, después de haber sido despedido?

—¿Sabe usted si realmente se consumó el despido? —preguntó Ibson.

Gloria se sintió preocupada al oír aquellas palabras.

—Su influencia en la Fundación es grande, en efecto —contestó.

El avión, atronando el espacio, pasó por encima de ellos. Pese a los avances de la técnica, el viaje hasta aquellas apartadas regiones debía efectuarse de un modo clásico: avión con motores de pistón y equipado con esquíes.

No obstante, se disponía de potentes máquinas que habían explanado meticulosamente una vasta zona, lo que permitía el aterrizaje de grandes aviones de transporte. El cuatrimotor dio una vuelta a lo lejos y enfiló la pista en su descenso.

Momentos después, los esquíes levantaban enormes nubes de polvo blanco. El avión perdió velocidad gradualmente, hasta detenerse a un par de cientos de metros del conjunto de barracones.

Una escotilla se abrió. Dos operarios acercaron una escalerilla a la abertura. Un hombre salió a la plataforma de la escalera y agitó la mano alborozadamente.

—¡Uhú! —gritó—. ¡Hola, amigos! ¿Cómo está Willie?

Ibson estaba atónito. A su lado, Gloria no se sentía menos estupefacta.

El doctor Laneza empezó a descender por la escalerilla, seguido de un grupo numeroso de personas de ambos sexos, abigarradamente equipadas con prendas de todos los colores, que reían y alborotaban, mientras hacían pintorescos comentarios acerca del lugar al que acababan de llegar.

El grupo se componía en total de unas cincuenta personas, la mayoría de las cuales eran portadores de cámaras fotográficas y cinematográficas. El jolgorio era atronador.

Los miembros de la expedición estaban igualmente asombrados. Con aire extremadamente alegre y maneras ampulosas, Laneza se acercó a la pareja.

—¿Cómo se encuentra, ingeniero? —saludó volublemente—. ¿Qué tal la bella secretaria ejecutiva de la Fundación? Le presentaría a todos mis acompañantes, pero son numerosos. Llámeles por sus nombres cuando ellos se los digan. Gracioso, ¿verdad? —exclamó Laneza, a la vez que soltaba una estrepitosa carcajada.

De todo el grupo, sólo uno permanecía serio en la última fila. Gloria no le había visto todavía.

—Ingeniero, tengo que decirle una cosa —manifestó el voluble profesor—. Durante el viaje, mis amigos y yo hicimos una encuesta para ver qué nombre le cuadraba mejor a esa cosa que encontramos bajo los hielos. Willie fue el nombre que recibió el mayor número de votos. ¿Qué le parece?

—Infame —contestó Ibson secamente.

—Profesor —dijo Gloria—, si mal no recuerdo, propuse su destitución.

Laneza miró fijamente a la muchacha, fingiendo seriedad durante unos instantes. Luego rompió a reír de nuevo.

—¡Qué ilusiones, señorita Kildare! —exclamó—. Su propuesta se recibió, pero no fue aceptada.

De pronto dejó de reír y contempló a la joven de pies a cabeza.

—¿Cómo pudo creer que usted, una vulgar burócrata, conseguiría destituirme a mí, un científico de fama mundial? Por supuesto que su propuesta no fue siquiera tomada en consideración. Planteé el dilema al consejo rector de la Fundación: usted o yo. ¿Adivina quién ganó?

—No lo diga, profesor —contestó Ibson, anticipándose a la joven—. Ganó usted.

—En efecto, y ya me he traído incluso la sustituía de la señorita Kildare. Se trata de una pobre viuda, cuyo marido, al morir, se llevó la llave de la despensa, como suele decirse. Lorena, acércate, por favor.

Una joven se acercó al trío, caminando como si estuviese «pasando» una modelo en el desfile de un modisto. Era pelirroja, de ojos verdes, unos treinta años y, bajo los ropajes de abrigo, se adivinaban unas formas exuberantes.

—Querida, te presento al ingeniero Ibson, director de nuestros trabajos. La otra es la señorita Kildare, tu antecesora en el cargo. Ingeniero, señorita, les presento a la señora Frowson.

Ibson lanzó un gruñido. Gloria se encogió de hombros.

—Conque ésta es la pobre y desvalida viuda —comentó Ibson en tono burlón.

—No tenía empleo y el profesor me lo concedió —dijo Lorena, haciendo dengues y monerías.

—En ese empleo se incluyen toda clase de servicios, ¿verdad? —manifestó Gloria.

La señora Frowson enrojeció visiblemente.

—¡Señorita! ¿Por quién me ha tomado usted? —protestó.

—Por lo que es y salta a la vista —respondió Gloria—. Está bien, no crea que voy a llorar por haber sido sustituida. Terry, me iré inmediatamente en el avión.

—La acompañaré, Gloria —dijo él.

Laneza pegó un respingo.

—¡Ingeniero! Usted no puede abandonarme ahora. Tiene que dirigir los trabajos de traslado de Willie...

—Que los dirija su tía —contestó Ibson en tono desabrido—. Allí, en aquel barracón, está Willie. Entre usted y sus amigos pueden llevarlo en brazos hasta el avión. Adiós, profesor.

—Vaya, no sabía que fuese tan susceptible —resopló Laneza. De pronto se echó a reír—. Está bien, muchachos —gritó—; vengan conmigo. Vamos a ver a Willie. Podrán hacer todas las fotografías que quieran y enviar los reportajes que gusten a sus periódicos, pero no olviden que ninguna crónica podrá salir de aquí sin que yo haya puesto mi firma al pie, ¿estamos?

El grupo se alejó alborotando hacia el barracón donde se hallaba el ser, a unos trescientos metros de distancia. Ibson y Gloria contemplaron la escena con un sentimiento mezcla de furia y de vergüenza.

Un hombre se les acercó de pronto. Era el único que no había tomado parte en el alboroto.

—Hola, Gloria —saludó.

La muchacha se volvió. Un brillo de alegría apareció en sus ojos en el acto.

—¡Román! —exclamó, tendiéndole ambas manos—. ¡Cuánto celebro que hayas venido!

—Recibí tu mensaje...,pero después de lo que he oído, me parece que he perdido el viaje. Ese fanfarrón ha conseguido quedarse y seguirá dirigiendo las investigaciones respecto al ser extraterrestre.

—Así es —suspiró Gloria—. Perdona, Román, no te he presentado a un buen amigo, el ingeniero Ibson. Terry, éste es el doctor Román Santos, un excelente biólogo, con menos fama quizá que ese botarate de Laneza, pero más serio.

Santos sonrió mientras estrechaba la mano de Ibson.

—La fama no es garantía siempre de formalidad —observó—. Celebro conocerle, ingeniero.

—Encantado, doctor. Lamento que haya hecho el viaje en balde —dijo Ibson.

—Bueno, tanto como eso... Si logro ver a Willie una vez, no será un viaje perdido —contestó Santos.

—Román —preguntó Gloria—, ¿quiénes son esos tipos que acompañan a Laneza?

—Oh, la mayoría son periodistas y fotógrafos de prensa, amigos suyos —Santos hizo una mueca—. No hay ni uno solo que pertenezca a una publicación científica; tan sólo un par de ellos representan a periódicos medianamente serios. La mayoría trabajan para revistas de sociedad o publicaciones de tercera y cuarta fila, pero, eso sí, tendrán que pagar a Laneza un canon por cada información o fotografía que publiquen.

Ibson y la muchacha intercambiaron una mirada de asombro.

—Lo que faltaba —rezongó el primero.

—Pero ¿cómo puede un hombre de la valía científica de Laneza comportarse de una manera tan irresponsable? ¿Es que no se da cuenta de que estamos ante el descubrimiento biológico más trascendental de la historia de la Humanidad? —exclamó Gloria con rabia.

—Bueno, por lo visto se ha aburrido de la seriedad del científico y quiere sacarle jugo al descubrimiento.

—Con gastos pagados por la Fundación.

Santos se encogió de hombros.

—Debe tener gran influencia —opinó. Si no, no se comprende que le hayan dado carta blanca para llevar a cabo semejante mascarada.

Gloria apretó los labios.

—Ya me figuro lo que ha pasado —dijo—. La señora McCrannan es una otoñal todavía de buen ver y, no lo olvidemos, su voto es resolutivo a la hora de tomar una decisión trascendental. Laneza le habrá hecho cuatro arrumacos, es preciso admitir que tiene labia para ello, y la señora McCrannan habrá cedido. A fin de cuentas, se puede decir que es el soporte de la Fundación y...

Un agudo chillido interrumpió de repente el apasionado parlamento de la muchacha. Ibson, Santos y Gloria volvieron la cabeza al mismo tiempo hacia el lugar donde había sonado el grito.

Sonó otro grito y otro y otro y otro más... Los recién llegados se dispersaron apresuradamente, corriendo con loco frenesí en todas direcciones.

Ibson adivinó en seguida lo que había ocurrido.

—¡Willie se ha soltado! —gritó.

Las paredes del barracón saltaron de repente en mil pedazos. El techo voló por los aires, impulsado por una fuerza descomunal.

El ser apareció de pronto, enorme, gigantesco, con sus siete metros de altura, mirando a todas partes con sus cuatro pares de ojos, a la vez que movía lentamente sus brazos bifurcados.

Era una visión horrible, de pesadilla. Ibson sintió miedo.

Willie permaneció unos momentos en pie, moviendo su cabeza a derecha e izquierda, como si tratase de orientarse.

De repente, dos delgados tentáculos brotaron de su cráneo, elevándose fuera del mismo a unos sesenta centímetros de distancia de su velluda frente. Los tentáculos oscilaron unos momentos en todas direcciones, hasta ponerse casi horizontales y paralelos.

Willie echó a andar con zancadas de tres metros. En los primeros momentos, su paso era torpe, sin ritmo.

Incluso se balanceaba como si fuese a caer. Pero pronto adquirió firmeza y su paso se hizo más rápido y seguro.

El ser aceleró su marcha. Un operario pasó corriendo junto a Ibson, portador de uno de los rifles que se guardaban en el campamento para caso de un encuentro con un oso polar.

—¡No, no dispare! —gritó Ibson.

—Pero es que huye, ingeniero...

—Ya lo capturaremos. Ese extraño ser está vivo y debemos procurar que siga viviendo hasta conocer el enigma de su origen.

Entre tanto, Willie seguía acelerando el ritmo de sus pasos. Ahora alcanzaba ya la velocidad de un caballo al galope.

La estupefacción en el campamento era general.

Willie pasó a pocos metros del avión recién llegado y siguió corriendo. Su figura se empequeñeció rápidamente.

Diez minutos más tarde de haber destruido el barracón, se había perdido de vista por completo. 

CAPÍTULO V 

—Se ha perdido todo rastro del ser extraterrestre. Unos pescadores avistaron una cosa extraña que nadaba a gran velocidad por aguas de Groenlandia, pero no pueden asegurar que sea el monstruo hallado en el Polo Norte y milagrosamente revivido después de quince o veinte mil años de sueño en el hielo. El misterio de su «resurrección» es algo inexplicable...

Ibson cerró el receptor de radio de un manotazo.

—Y todo ocurrió por culpa de ese estúpido de Laneza —clamó exasperado.

Gloria, hundida en un sillón, en su apartamiento privado de Nueva York, no dijo nada. Sentíase fracasada.

Ibson y la joven no habían querido esperar siquiera al levantamiento del campamento. Regresaron en el mismo avión que había llevado al profesor y a su alborotador séquito. Un capataz se encargaría de desmontar todo y devolverlo a su punto de origen.

Ibson detuvo de pronto sus paseos y miró a la joven.

—¿Se sabe algo de Román? —preguntó.

Gloria hizo un signo negativo.

—No ha llamado en todo el día —contestó.

—Es curioso —dijo él—. Disponemos de los mejores medios que hay para localizar cualquier cosa en los parajes más desiertos y, sin embargo, no hemos sido capaces, hasta ahora, de encontrar a Willie.

—Yo me pregunto: ¿cómo subsistirá? ¿De qué se alimenta? —murmuró Gloria—. ¿Puede vivir en la atmósfera terrestre sin detrimento de su salud?

De pronto, llamaron a la puerta.

Ibson se precipitó a abrir.

El doctor Santos apareció en el umbral.

—¿Noticias? — preguntó Gloria, poniéndose en pie de un salto.

—Sí —contestó el biólogo.

—Vamos, hable, Román, no nos tenga sobre ascuas —exclamó Ibson con avidez.

—Willie ha sido localizado.

—¿Dónde? —inquirió la joven.

—Groenlandia. Se desplaza hacia el sur. Vamos —dijo Santos—, nos están esperando. Tengo un amigo que posee un avión particular de largo radio de acción. Ya ha conseguido permiso de la Fuerza Aérea para aterrizar en la base aérea de Thule.

Gloria corrió hacia su dormitorio.

—Tendré mi equipaje listo dentro de cinco minutos —gritó.

—Pasaremos por mi casa en nuestro camino hacia el aeropuerto —dijo Ibson.

Santos hizo un gesto de asentimiento.

—Lo que me preocupa es otra cosa —manifestó.

—¿De qué se trata, Román?

—Del otro ser hallado en la Antártida. ¿Despertará igual que Willie?

Ibson se estremeció.

—Ya están notificando de lo ocurrido —declaró—. Se han tomado las debidas precauciones para que no se repita lo que pasó con Willie.

—Eso espero —dijo Santos, lanzando un profundo suspiro—. Si el otro ser despertase y se escapara también, sería una catástrofe. 

*     *     * 

Había dos centinelas, armados con sendos fusiles, vigilando la inmóvil forma yacente en el suelo.

El hielo que había envuelto al monstruo se había fundido muchas horas antes. Los instrumentos médicos señalaban una progresiva reactivación de las funciones vitales del ser.

—Esta bestia me pone nervioso —dijo uno de los centinelas.

—¿A quién no? —contestó el otro amargamente—. Pero como intente algo, le meto una bala en su cabezota...

—¿Una bala? Una docena y aun así, no sé si sería suficiente.

El monstruo yacía en el suelo, sólidamente encadenado. Un hombre entró de repente en el barracón y entregó sendas pistolas a los centinelas.

—Olvídense de sus fusiles, muchachos —dijo el recién llegado—. Si el ser se despierta, disparen con estas pistolas.

—¿Disparan proyectiles explosivos? —preguntó uno de los guardias.

—No, narcóticos. Cada uno es capaz de dormir a un elefante. ¿Entienden?

—Sí, doctor. Interesa que ese bicho siga con vida.

—Exactamente. Con vida... y prisionero.

Los fusiles fueron a parar a un lado. Los centinelas se miraron mutuamente al quedarse solos.

—Ahora ya me siento mejor —replicó uno de ellos.

El otro lanzó una repentina exclamación de sorpresa:

—¡Mira, Dick! El monstruo ha abierto ya uno de sus ojos. 

*     *     * 

—Atención, atención. CFK-80 llama a Control. Responda, Control.

—Adelante, CFK-80. Dejo frecuencia libre para su comunicación. ¿Ha observado algo?

—Sí, señor. Tengo al monstruo a la vista. Camina muy rápido, casi como un caballo al galope. Dirección sur. Lugar: Cuadrícula AE-7-14.

—Enterados, CFK-80. Ahora enviamos aparatos para su captura. Continúe vigilando. Informe de cualquier alteración en el rumbo de Willie.

—Informaré, señor. Corto y fuera. 

*     *     * 

Los cables que sujetaban al monstruo tenían el grosor de un dedo índice. Saltaron como si hubiesen sido cordeles de empaquetar.

Los vigilantes retrocedieron, amedrentados. El monstruo apenas se había movido y aquellos cables, capaces cada uno de soportar un peso de veinte toneladas, habían cedido con toda facilidad.

El monstruo se sentó con extremada lentitud, parecía como si se le contemplara en una proyección a cámara lenta.

—Las pistolas narcóticas, Dick —pidió de pronto uno de los centinelas.

Sonaron dos chasquidos. El monstruo no pareció acusar los impactos.

Se irguió. El techo del barracón saltó con tremendo crujido.

Los centinelas, despavoridos, se lanzaron por las ventanas del barracón, olvidándose de abrirlas. Sus gritos pusieron en alarma al campamento.

Las paredes del edificio se derrumbaron. El monstruo salió al exterior, caminando pesadamente.

Los tentáculos brotaron de su frente. Tras unas oscilaciones, se tendieron paralelamente hacia adelante.

Se oían gritos de alarma por todas partes.

—El narcótico no le ha hecho nada...

¡Traigan más cables!

—¡No servirán! ¡Lo que se necesita es más narcótico!

El monstruo se puso en marcha. Pese a los desesperados esfuerzos de los habitantes del campamento, siguió andando, acelerando cada vez más el ritmo de sus pasos.

Un barracón le salió a su encuentro. No fue obstáculo para el monstruo, que lo arrolló sin el menor esfuerzo, reduciéndolo a fragmentos en un santiamén.

Cinco minutos más tarde, el ser extraterrestre se había perdido de vista en la helada llanura antártica. 

*     *     * 

El rumor de las paletas del helicóptero llegaba muy atenuado a la cabina, climatizada confortablemente. Ibson, Gloria y el doctor Santos miraban con ansiedad hacia la blanca llanura que se deslizaba velozmente bajo ellos.

El piloto y el copiloto del aparato estaban atentos a los mandos. El copiloto, además, atendía a la radio.

Una lámpara se encendió de pronto en el cuadro de mandos. El copiloto alargó una mano y dio el contacto.

Escuchó unos momentos. Luego de cortar la comunicación, se volvió hacia los pasajeros.

—Acaba de llegar un informe a la base —dijo—. El otro monstruo se ha escapado también.

Ibson y Gloria cruzaron una mirada de consternación.

—¿Qué va a suceder, Dios mío? —se lamentó la muchacha.

De repente, una voz penetró en la cabina a través de la radio:

—¡Lo tengo! ¡Ya está a la vista!

—Hank —pidió el piloto tranquilamente—, dame tu situación. Voy para allá en el acto.

El helicóptero adquirió velocidad. De pronto, Gloria lanzó una exclamación, a la vez que señalaba un punto con la mano.

—¡Allí! ¡Ya lo veo! ¡Mírenlo!

Ibson alargó el cuello. El bulto negro de Willie destacaba con toda claridad en la blanca superficie de aquel sector meridional de Groenlandia.

La costa quedaba por detrás de ellos, a menos de mil metros. El piloto dio gas y el aparato aumentó su velocidad, hasta situarse en la vertical del monstruo.

—¿Cómo van a capturarlo? —preguntó Gloria.

—Descuide, señorita —sonrió el piloto—. Mi compañero es especialista en tales misiones. Con decirle que una vez capturó a un elefante que se había fugado de un circo...

El otro helicóptero volaba casi encima de Willie.

El piloto lo hizo descender hasta situarlo a unos cinco o seis metros de su presa.

Una trampilla se abrió de pronto en la panza del helicóptero. Algo cayó sobre el monstruo, envolviéndolo en un instante.

—¡Una red! —exclamó Gloria, admirada.

—Exactamente —confirmó el piloto—. Esto embarazará sus movimientos y permitirá que... per... mi... ti...

La voz del piloto se tornó de repente en un tartamudeo incoherente. Su compañero lanzó un agudísimo aullido.

—¡Cuidado, Martin! —se dirigía al piloto del otro aparato.

La red había envuelto a Willie, y el monstruo, en el primer momento, se detuvo, sorprendido. Pero no tardó en reaccionar.

Sus cuatro manos tridáctiles actuaron con sorprendente rapidez y potencia. La red se desgarró por una docena de puntos a la vez.

Willie dio un salto hacia atrás, parcialmente envuelto todavía en la red. Luego elevó sus brazos y agarró los dos cables de los que pendía la red.

El piloto del helicóptero se dio cuenta de la maniobra del monstruo y dio gas con objeto de elevarse. Era ya tarde.

El violentísimo tirón de Willie desequilibró el helicóptero, que se precipitó a tierra violentamente. Hubo un estruendoso choque y partes de la estructura saltaron por los aires.

—Es increíble —exclamó Ibson, atónito por aquella fabulosa demostración de potencia física.

Los tripulantes del helicóptero salieron tambaleándose del aparato, aturdidos por el fenomenal golpetazo. Una lengua roja surgió de repente por uno de los costados del aparato.

—¡El combustible se va a inflamar! —gritó Santos.

Los tripulantes se alejaron a la carrera. El piloto del otro helicóptero apreció que se ponían a salvo.

—Ahora volveremos a recogerlos —dijo—. Vamos a ver hacia dónde se dirige esa fiera.

Willie estaba ya al borde de la banca de hielo, detenido por un angosto fiordo de paredes verticales. El mar estaba a unos ochenta metros de profundad.

A pesar de todo, la distancia entre los dos bordes de la grieta era demasiado grande. Ibson y los demás vieron claramente que Willie vacilaba.

De repente, Willie se lanzó al vacío.

—¡Se va a matar! —gritó Gloria.

El descenso de Willie hacia las aguas pareció sumamente lento. Luego se produjo una repentina explosión de espumas y eso fue todo. 

CAPÍTULO VI 

—¿Percibes mis emanaciones, Kryx?

—Sí, pero muy débiles, Yeuy.

—¿Puedes calcular la intensidad, Kryx?

—Menos doce cero siete, Yeuy.

—Muy poco, pero suficiente. ¿Mantienes bien la dirección?

—Sí, pero si la intensidad de las emanaciones fuese mayor...

—La distancia afecta la transmisión, Kryx. No te preocupes; a medida que disminuya la distancia, crecerá el grado de intensidad. Dime, ¿cómo te encuentras?

—Bien, con cierto aturdimiento. Me lanzaron al cuerpo unos extraños objetos que disminuyeron muchísimo el ritmo de mi circulación interna. Pero se me pasó al poco tiempo. ¿Y tú, Yeuy?

—Sigo progresando. He sido atacado una vez por un aparato volador, pero conseguí destruirlo. ¿Has encontrado comida, Kryx?

—Unos pequeños animalitos alargados que se movían en un medio líquido y salado. Me dieron bastantes fuerzas.

—Lo sé, yo también he comido. Kryx, continuaré irradiando emanaciones para que las captes continuamente. Oriéntate por ellas, ¿estamos?

—Sí, Yeuy.

—Cuando puedas alcanzar suelo sólido, come vegetales. Lo estás necesitando.

—Te obedeceré, Yeuy. Oh, cuánto tiempo hemos estado separados. Me ha parecido una eternidad...

—No exageres, Kryx; en nuestro cómputo de tiempo sólo han pasado unos cien años.

—¿Y en este planeta?

—Algo más de quince mil, según su medida de tiempo, claro.

—Deben de ser unos años muy breves. El planeta gira muy rápidamente sobre su eje, Yeuy.

—No hay dos mundos iguales, Kryx. Pero esto es lo de menos para nosotros. Pronto nos encontraremos.

—Sí, Yeuy.

—Mantén la recepción en todo momento. Y come vegetales. Te conviene, Kryx.

—Lo haré, Yeuy. ¿Has comido tú?

—Voy a hacerlo ahora mismo. Me despido, Kryx.

—Hasta tu próxima comunicación, Yeuy. 

*     *     * 

Se oían unos ruidos raros en el exterior de la granja. El dueño, Tobías Potter, se despertó, sobresaltado.

Una rama crujió con gran estrépito. La señora Potter se despertó también.

—¡Tobías! ¿Qué sucede? —exclamó alarmada.

—¿Se habrá escapado el caballo del establo? —dudó Potter—. Mira que si le hubiese dado por ramonear en el plantel de lechugas...

Se oyó el estallido de otra rama al quebrarse. La señora Potter lanzó un chillido.

—¡Tobías! ¡El caballo no come ramas de los manzanos!

Potter soltó una maldición:

—¡Manzanos! ¡Es verdad, lo había olvidado!

Y se tiró de la cama en el acto. Metió los pies en unas zapatillas, se puso la bata rápidamente y corrió hacia la parte delantera de la granja seguido de su atemorizada esposa.

Potter disponía de una excelente escopeta de caza, que empuñó con decisión.

—Si es algún ladrón... —exclamó furioso.

Abrió la puerta. Los ruidos procedían de la parte posterior del edificio, donde daba comienzo el huerto en que, según sus dueños, se producían las mejores manzanas de la comarca.

Potter se había llevado un par de primeros premios en la feria regional y aspiraba a conseguir el tercer trofeo. No estaba dispuesto a consentir que algún ladrón le despojase de los mejores frutos de su trabajo.

Los ruidos continuaban.

«Crash... Crunch... Raaac... Nñaccc... Craaajjjj...»

Seguido de su mujer, Potter dio la vuelta a la casa.

Aunque era de noche, había una luna excelente que permitía ver las cosas con notable claridad. Potter sintió que se le ponían los pelos de punta al ver aquella sombra gigantesca que se erguía a pocos pasos del edificio.

Su esposa se sintió desfallecer de pánico. A pesar de todo, recordó en el acto ciertas informaciones aparecidas últimamente en la prensa, radio y televisión.

Un agudo grito brotó de sus labios:

—¡Es Willie!

El señor Potter se recobró. Estaba furioso.

Las ramas más tiernas de tres manzanos habían desaparecido, juntamente con su fruto. Dos frutales más yacían tronchados en el suelo. Un sexto estaba siendo devorado en aquellos momentos.

—Willie o no Willie, monstruo o no monstruo, nadie me destroza los manzanos sin pagar las consecuencias en el acto —exclamó ebrio de furor.

¡Pam! ¡Pam!

La escopeta vomitó dos fogonazos ruidosos casi simultáneos. Potter estaba seguro de no haber fallado ninguno de los dos cartuchos.

El ruido pareció asustar al monstruo. Con una sola mano, agarró un manzano y lo desarraigó de un solo tirón.

Luego echó a correr, llevándose el manzano.

Un granero le salió al paso. Willie no intentó evitar el obstáculo.

Simplemente, siguió adelante. Después de pasar él, el granero se había convertido en un informe montón de astillas. 

*     *     * 

—Ya se lo he dicho a medio millón de periodistas —barbotó Potter, furioso—. Ese monstruo me destrozó seis manzanos y se llevó el séptimo de propina para ir comiendo por el camino. Luego...

La temblorosa mano del granjero señaló el granero convertido en ruinas. Ibson meneó la cabeza.

—Lo siento mucho, señor Potter —dijo—. ¿Puede decirme qué dirección tomó?

—¿Es que no lo ve usted mismo? Fíjese en el rastro que dejó ese forajido al escapar. ¡Hasta un ciego sabría seguirlo!

Potter tenía razón. Las pisadas de Willie se veían claramente en el suelo, aparte del ancho rastro que había dejado en los sembrados de lechugas, coles y otras hortalizas.

Un invernadero se había venido también abajo y su interior era una pura ruina. Potter se mesaba los cabellos de furia.

Ibson cambió una mirada con Gloria. Santos tomaba fotografías de las pisadas.

—¿Te has dado cuenta? —ya se tuteaban—. Willie sigue invariablemente la dirección sur.

—Sí, pero ¿por qué se dirige precisamente hacia el sur?

—Algo lo atrae, esto es indudable. Averiguarlo nos resolvería muchos enigmas, Gloria.

Santos se acercó a la pareja.

—Como biólogo, debo decir que estoy muy satisfecho —manifestó.

—¿Por qué, Román? —preguntó la joven.

—Sencillamente, Willie come alimentos terrestres. Cuando menos, vegetales.

—No se tiene noticia de que haya devorado a ningún animal —dijo el ingeniero.

—Tal vez peces, durante su travesía a nado de Groenlandia al Canadá —sugirió Santos.

Gloria se estremeció.

—¿Cómo podría resistir tanto tiempo en el agua? —exclamó.

—Es un misterio —contestó Santos—. Y sólo podríamos aclararlo, si hubiera medios de hablar con él.

Ibson pegó un respingo.

—¡Román, ha dicho hablar con él! —exclamó.

Santos hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.

—Exactamente, Terry —contestó—. Sospecho que Willie es un ser inteligente. Quizá acaso más que nosotros, pese a su horrible aspecto corporal.

En aquel momento vieron que un automóvil se acercaba por el camino de acceso a la granja.

Potter se había alejado. Ayudado por un par de operarios, se esforzaba por reparar los estragos sufridos en la granja por la incursión de Willie.

El coche se detuvo. Era grande y lujoso. Tres personas se apearon del vehículo. El conductor quedó inmóvil y rígido tras el volante.

—Vaya — resopló Ibson—, miren quien viene por ahí.

—¡El profesor! —exclamó Gloria.

Laneza, seguido de Lorena Frowson y otro sujeto desconocido, se acercó al trío. Laneza vestía con afectada elegancia y sonreía satisfecho de sí mismo.

—¿Qué tal, señorita Kildare? —saludó en tono almibarado— . Ingeniero, ¿cómo se encuentra? En cuanto a usted, si no me equivoco, es un colega mío, ¿no es cierto?

—Román Santos, profesor.

Laneza agitó una mano blandamente.

—Ah, sí, no me acordaba de su nombre. Les presento a mi buen amigo Tom Count —dijo—. A la señora Frowson ya la conocen, ¿verdad?

Hubo un breve y frío intercambio de saludos. Ibson miró a Count y sintió hacia él una instintiva antipatía.

Count era un sujeto de unos cuarenta y cinco años, alto, fornido, también vestido con gran elegancia, aunque más discreto que el profesor. En su rostro, que parecía tallado a cincel, se advertía una inequívoca expresión de energía y autoritarismo.

—Vinieron a ver qué había hecho Willie en la granja, ¿verdad? —continuó Laneza—. Una lástima que ese pobre granjero no avisara antes...

—Willie escapó, profesor —dijo Ibson.

—Lastimoso, verdaderamente lastimoso. Nosotros también lo andamos buscando. Lo encontraremos, por supuesto. ¿Saben? El señor Count financia los gastos de la búsqueda.

—¿Ya no trabaja para la Fundación, profesor? —inquirió la muchacha.

—No. Cancelé el contrato. Presenté un plan para Willie, pero no me lo aceptaron.

—Al menos, han obrado con sentido común una vez en la vida —comentó Gloria.

—Profesor, ¿cuál es su plan para Willie? —quiso saber Santos.

Laneza agitó el índice de una manera significativa.

—Ah, eso es cosa mía, querido colega. Es un plan secreto... entre los tres, claro; la señora Frowson, el señor Count y yo. Y, créanme, acabaremos por encontrar a Willie.

—¡Ojalá no lo encuentren! —deseó la joven.

—¿Por qué? —Laneza arqueó las cejas, fingiendo sorpresa—. ¿No le agradan mis propósitos?

—No —contestó Gloria—.No me agradan sus proyectos. Ni su cinismo, ni su inconsciencia, ni su incompetencia profesional. Habíamos hecho el mejor descubrimiento de todos los tiempos y usted lo echó a perder todo estúpidamente, con sus imbéciles frivolidades y su absurdo y desatentado comportamiento, que sobrepasa todos los límites conocidos de la insensatez. Profesor, hasta ahora era usted una gloria de la ciencia; ahora es la vergüenza de la biología —concluyó Gloria su durísima requisitoria.

Count permanecía impasible. Lorena se sulfuró.

—Arthur, ¿vas a permitir que te insulten de esa manera? —exclamó irritada.

—Lo ha permitido ya —intervino Ibson.

—¿Usted también, ingeniero? —preguntó Laneza.

—También, y quiero que sepa que suscribo todas y cada una de las palabras de la señorita Kildare.

Por unos momentos, pareció que se iba a producir el estallido de violencia. Gloria agarró aprensivamente el brazo de Ibson.

Pero no hubo nada. Una sardónica risita de Laneza puso fin a la tensa situación.

—Sigamos —dijo—. El despecho, a veces, produce demencias momentáneas. No tengan cuidado —se dirigió a sus acompañantes—. Ya se les pasará.

Count habló por primera vez después de la presentación.

—Y si no se les pasa, peor para ellos —dijo con voz en la que vibraba un indudable tono de amenaza. 

CAPÍTULO VII 

—¿Kryx?

—Te oigo, Yeuy.

—¿Cómo percibes mis emanaciones?

—Muchísimo mejor. Ahora están en grado menos doce once nueve.

—La distancia se acorta, aunque no con tanta rapidez como desearíamos. ¿Has comido vegetales?

—Sí, he alcanzado suelo sólido. Estoy en una gran llanura, cubierta de unos tallos verdes y cortos. Insípidos, pero nutritivos.

—Lo celebro, Kryx. Sigo avanzando.

—Yo también, Yeuy. Oh, cuando te vea, creeré que estoy soñando.

—Será una venturosa realidad, Kryx. Pero no desfallezcas y continúa. El fin de nuestra separación se acerca.

—Sí, Yeuy.

La comunicación se cortó.

Kryx, el otro ser extraterrestre, continuó su marcha. Caminaba incansablemente a través de las incansables llanuras de la Patagonia. 

*     *     * 

—¿Te has fijado, Terry? ¡El profesor Laneza es un insolente!

Ibson se mantenía atento al volante. Santos viajaba en el asiento posterior.

—¿Qué diablos pretenderá el profesor? —preguntó Gloria, a renglón seguido de las anteriores frases.

—No lo sé. Laneza me ha decepcionado como científico.

—Parece que la fama ya no le importe nada, ¿no es cierto, Román?

Santos hizo un gesto de aquiescencia.

—Yo diría que hay otra cosa que le importa más —manifestó.

—¿Cuál, Román? —preguntó Ibson.

—No lo sé. Ya no busca a Willie por interés científico, sino por algo diferente. No comprendo qué pueda ser, Terry.

—En cambio, a mí hay otra cosa que me preocupa muchísimo más todavía que las otras —manifestó el ingeniero.

—¿Qué es, Terry? —quiso saber Gloria.

—Bien, en realidad no se trata de una cosa, sino de una persona.

—¿Count?

—Sí. ¿Te has fijado en el tono que empleó para dirigimos la única frase que pronunció, aparte de las de saludo?

—Sí, es cierto —convino la muchacha—. Parecía tener un genio endiablado...

—Count tiene algo más que genio, Gloria —dijo el joven—. En cuanto lleguemos a Nueva York, voy a pedir informes de él.

—¿Vamos a abandonar la persecución de Willie? —preguntó ella desalentadamente.

—Nada de eso —contestó Ibson—. Todo lo contrario.

—¿Entonces...?

—Vamos a protegerlo, Gloria.

Hubo un momento de silencio. Luego, la muchacha movió lentamente la cabeza:

—Creo que te comprendo, Terry —dijo—. Lo difícil será conseguirlo —añadió.

—Sí, resultará difícil, pero no por ello debemos desanimarnos.

—Se me ocurre una cosa, Terry —dijo Santos de repente.

—¿Qué es, Román?

—¿Y si son otros los que detienen a Willie?

—Por ahora, no parece que haya habido nadie capaz de detenerlo —respondió el ingeniero—. Empezó a correr desde muy cerca del Polo, estamos en pleno Canadá y todavía sigue corriendo.

—Pero algún día se detendrá —alegó Gloria.

—Sí, indudablemente. Lo difícil estriba en saber cuándo.

—Una cosa, Terry —dijo la muchacha—. Willie descendió hacia el Sur por Groenlandia, pero luego, de repente, se desvió hacia el oeste y se adentró bastante en el Canadá. Sin embargo, ahora sigue caminando hacia el sur. ¿Encuentras alguna explicación lógica de esa actitud?

—Bueno, cuando saltó al mar en Groenlandia, tuvo que derivar hacia el Oeste. Puede recorrer grandes distancias a nado, pero estimo que debe ser imposible que atraviese el Atlántico de norte a sur. Por eso se vino a la tierra firme.

—¿Y qué pasa que nadie lo ve durante el día? —exclamó Santos—. Si acaso, algún granjero por la noche, cuando necesita comer. ¿Dónde se esconde, Terry?

El ingeniero suspiró.

—¿Crees que no me gustaría también a mí saberlo? —contestó resignado. 

*     *     * 

—¿Cuál es el grado de tus emanaciones, Kryx?

—Menos doce once ocho, Yeuy.

—La recepción mejora, Kryx. ¿Sigues mis consejos respecto a la ocultación?

—Sí, Yeuy.

—Los habitantes de este planeta poseen aparatos perfeccionadísimos con los cuales podrán localizarnos fácilmente, pero disponen de pocos. La mayoría son individuos corrientes y para ocultarnos de ellos nos basta con el período de oscuridad.

—Te entiendo, Yeuy.

—A menos que tengas la seguridad de que vas a atravesar una región desierta, ocúltate durante el período de luz, Kryx.

—Seguiré tu consejo, Yeuy. ¿Eso es todo?

—Sí, Kryx, hasta la próxima comunicación.

Pronto amanecería. Los cuatro pares de ojos de Willie escrutaron el panorama.

Era preciso ocultarse.

Se «arrodilló» en el suelo, empezó a excavar la tierra con sus dos pares de manos. Los doce dedos se movían con increíble velocidad, apartando la tierra a los lados como si formasen parte de una perfeccionadísima barrera mecánica.

En pocos minutos, Willie excavó un hoyo del diámetro de su cuerpo, pero no lo hizo vertical, sino oblicuo. Cubrió de tierra la entrada, aminoró el ritmo de sus funciones vitales y se dispuso a esperar la noche.

Lo hacía siempre desde que tuvo la desgraciada experiencia de ser localizado en Groenlandia durante el día. Desde que sólo viajaba por las noches, sus dificultades habían cesado prácticamente.

 

*     *     *

 

Terry Ibson abrió la puerta del departamento. Gloria levantó la vista del periódico que estaba hojeando y le miró ansiosamente.

—¿Algo de nuevo, Terry? —preguntó.

—Sí. Ya sé quién es Tom Count.

Gloria se levantó y se acercó al aparador de los licores.

—Habla, Terry —pidió, mientras llenaba dos copas.

—Le llaman «El Aspirador». ¿No te lo imaginas, Gloria?

—No —contestó la muchacha, sonriendo—. Pero es un apodo con cierta gracia.

—Sí —sonrió él también, mientras aceptaba la copa que le ofrecían—. Le llaman «El Aspirador» porque... aaaasssspira los billetes que es un contento. ¿Entiendes, Gloria?

—En parte, Terry. Count es un sujeto ávido de dinero.

—Sí, pero, sobre todo, de dinero fácil.

—Creo que ya empiezo a comprender. Negocios poco limpios, ¿no?

—Bueno, poco limpios es calificarlos de honrados. La verdad es que no son nada limpios.

—¡Hum! Terry, esto me huele a «gangsterismo» o algo por el estilo.

—Caliente, caliente, Gloria. Te vas acercando a la verdad.

—Vaya con el profesor —respondió la muchacha—. ¡Quién lo hubiera dicho!

—Nadie, en efecto —convino él—. Y eso es lo más preocupante de todo. ¿Qué se propondrá, Gloria?

—Capturar a Willie, desde luego. El enigma estriba en lo que quieren hacer después con él.

—Como no sea exhibirlo en una barraca como un fenómeno de feria... Haría millonarios a sus dueños, Terry.

Ibson se quedó parado, mirando a la joven.

—¿Serían capaces? —musitó.

—Después de lo que he visto, no me extrañaría en absoluto —contestó Gloria.

—¡Pero nosotros lo impediremos! —exclamó él con vehemencia.

—¿Cómo, Terry? —quiso saber la joven.

Ibson no tuvo tiempo de contestar. El timbre de la puerta, al sonar con insistencia, interrumpió su respuesta antes de pronunciada.

Gloria atravesó la sala y abrió la puerta. Dos sujetos aparecieron ante su vista al otro lado del umbral.

—¿Señorita Kildare? —preguntó uno de ellos.

—Sí, yo misma.

—Queremos hablar con usted, señorita —manifestó el individuo—. Nos envía Tom Count. 

CAPÍTULO VIII 

Ibson estudió las facciones de los dos sujetos, llegando a una conclusión muy poco favorable, sobre todo, al escuchar el nombre de la persona con la cual estaban relacionados.

—Está bien —dijo Gloria—. ¿Qué es lo que quiere el señor Count?

—Yo me llamo Stormane —se presentó el que había hablado—. Mi compañero se llama Shalamo.

—Tanto gusto. Pero...

—Señorita, ¿no le parece que hablaríamos mejor dentro del piso?

Gloria se resignó y se apartó a un lado. Los dos sujetos entraron y ella cerró.

Stormane fijó la vista en el hombre que había en la casa.

—Si no me equivoco, usted es el ingeniero Ibson —dijo.

—Sí —contestó el aludido.

—Tanto mejor. Lo que le tenemos que decir a la señorita Kildare va también por usted.

Impasible, Ibson tomó un sorbo de su copa. Luego dijo:

—Temo que la señorita Kildare va a dar una respuesta a sus proposiciones que no va a agradar demasiado a «El Aspirador».

Stormane frunció el ceño. Shalamo masculló algo entre dientes:

—Todavía no hemos dicho nada —habló el primero.

—Sí, pero me lo imagino y por eso contesto negativamente desde ahora —manifestó Gloria con gran vehemencia.

—Al señor Count no le gustan determinadas gestiones que ha estado realizando el ingeniero Ibson —declaró Stormane—. Por eso quiere que ambos abandonen la idea de capturar a Willie.

Gloria miró a Ibson.

—¿Qué gestiones son esas, Terry? —preguntó.

—Luego te diré —respondió él—. Siga, Stormane; sus palabras resultan muy interesantes.

—Eso es todo, ingeniero —dijo Stormane.

—Entonces, ya conoce la respuesta —exclamó Gloria de forma tajante—. Márchense.

Stormane suspiró. Volviéndose hacia su compinche, dijo:

—No vamos a tener otro remedio que pincharlos, Shalamo.

—Sí, y por mí, cuando quieras —contestó el aludido, a la vez que sacaba una pistola de gran tamaño—. ¡No se muevan! —ordenó con dureza en su voz.

Ibson respingó. Gloria palideció.

—¿Qué es lo que pretenden hacer con nosotros? —inquirió.

—Ahora lo sabrán —respondió Shalamo—. Adelante, compañero.

Sonriendo satisfecho, Stormane introdujo la mano en el interior de su chaqueta y extrajo una caja de metal, plana, con el aspecto de una pitillera. La abrió y sacó un objeto que Ibson reconoció en el acto.

—¿Qué es lo que van a inyectarnos? —preguntó.

—Una droga preparada especialmente por el profesor Laneza. Sus efectos duran dos meses, aproximadamente, y no causan daño alguno en el organismo humano. Pero sí afecta al cerebro en determinado sentido.

—¿Cómo? —exclamó Gloria.

—Diez minutos después de la inyección, les daremos una orden a ambos. Esa orden quedará grabada en su cerebro durante dos meses. Al cabo de ese tiempo, la droga se habrá disipado y podrán desobedecer la orden, pero ya no importará. ¿Lo entienden?

Ibson suspiró.

—Sí, se entiende muy bien —contestó.

Y empezó a quitarse la chaqueta.

—Yo me inyectaré primero —añadió sonriendo.

Después de quitarse la chaqueta, se subió las mangas de la camisa. Stormane se le acercó con expresión de triunfo.

—¿No te lo dije, Shalamo? Resultará más fácil de lo que habías pensado.

Ibson alargó el brazo izquierdo. De pronto, exclamó:

—No sé si luego se producirá una infección. Gloria, tu mujer de la limpieza es un desastre. Fíjate, ni siquiera quita las telarañas del techo.

A la vez que hablaba, levantaba un poco la cabeza. Stormane picó.

Alzó la cabeza. Su mandíbula se ofreció tentadoramente para el puño derecho del joven.

Stormane dio una tremenda voltereta al recibir un terrorífico impacto en el mentón. La jeringuilla de inyecciones voló por los aires.

Shalamo gruñó algo, pero el brazo izquierdo de su compinche, al voltear, le dio en un hombro y le hizo dar un traspié.

Había perdido la iniciativa. Ibson saltó sobre él y le castigó duramente el estómago.

Shalamo se olvidó de la pistola. Cuando se inclinó hacia delante, el antebrazo izquierdo del ingeniero salió al encuentro de sus narices.

Se oyó un gruñido de dolor. Shalamo dio dos o tres pasos, aturdido, medio inconsciente. Ibson golpeó de nuevo y lo lanzó contra una pared, de la que rebotó para caer al suelo cuán largo era.

Ibson se inclinó y recogió la pistola. Registró a Stormane y le quitó la suya.

Gloria se echó a reír.

—Creí que hablabas en serio cuando mencionaste las telarañas —dijo.

—Por supuesto que no, pero cuando se pronuncia una frase semejante, todo el mundo levanta la cabeza instintivamente. Stormane no podía ser una excepción.

—Una hábil jugada psicológica —calificó ella.

Los dos rufianes se levantaron al poco rato, corridos y avergonzados.

—¡Váyanse! —ordenó Ibson—. Díganle a «El Aspirador» que no pensamos renunciar a nuestros propósitos y que seguiremos adelante hasta encontrar a Willie.

—Han cometido un grave error —respondió Stormane en tono amenazador—. Lo lamentarán, se lo aseguro.

La pareja se marchó. Ibson y Gloria quedaron a solas.

—Eso me preocupa, Terry —dijo ella.

—Sí. El incidente indica que Count está dispuesto a lograr sus propósitos a cualquier precio.

—Pero no por ello vamos a desistir, ¿verdad?

—En absoluto, Gloria.

—Oye, Terry, si mal no recuerdo, uno de esos rufianes dijo que habías estado realizando no sé qué gestiones. ¿Qué es lo que quiso decir?

—Simplemente, que he estado alistando el material necesario para localizar a Willie.

—¿Estás seguro?

—Me siento moderadamente optimista al respecto —contestó él—. Mañana mismo podremos iniciar la operación, pero antes...

—Antes, ¿qué, Terry?

—Tengo que hablar con el profesor Laneza. Su actitud, aparte de insensata, me parece carente en absoluto de ética y voy a ver si le disuado de seguir adelante en sus propósitos.

Gloria meneó la cabeza.

—En cambio, yo me siento pesimista —declaró—. No lo conseguirás, Terry... pero no dejes de intentarlo. 

*     *     * 

El profesor Laneza miró con altanería a su visitante.

—Ah, es usted, ingeniero Ibson —exclamó—. ¿En qué puedo serle útil?

—Si me permite pasar, se lo expresaré claramente, profesor —manifestó el joven.

—Bueno, no hay ningún inconveniente. Lorena, hermosa, ¿quieres preparar unas copas?

La pelirroja estaba sentada lánguidamente en un diván y se levantó al oír la petición de Laneza. Cruzó la estancia con gran contoneo de caderas y empezó a manipular con vasos y botellas.

—Bien ingeniero, hable de una vez —pidió Laneza con impaciencia.

—Se trata de Willie...

—Tema vedado —le atajó el profesor con sequedad—. No quiero ni oírle hablar una sola palabra del asunto, Ibson.

—¿Se le congeló la amabilidad en el Polo? —preguntó el joven con cáustico acento.

—¡Se me congelaron las narices! —respondió Laneza groseramente—. Willie es mío, sépalo de una vez, y no toleraré que nadie me lo arrebate.

Lorena trajo las copas. Ibson aceptó la suya sonriendo.

—¿Suyo, profesor?

—Sí. Yo lo descubrí enterrado en los hielos. Por tanto, me pertenece.

—¿Se lo ha consultado al interesado?

Laneza le miró con la copa ya en los labios.

—¿Consultar? ¿A quién?

—A Willie, profesor —respondió Ibson.

El biólogo soltó una gran carcajada.

—¿Está loco, Ibson? ¿Por qué tengo que consultar al propio Willie si me pertenece o no? ¿Hay alguna ley que diga que ese ser no es de mi propiedad?

—Sí, una, profesor.

Laneza hizo un gesto de impaciencia.

—¿Querrá explicarse de una maldita vez? —exclamó.

—Willie es un ser inteligente...

—¡Toma, también lo es un caballo y yo puedo poseer los que se me antoje! Pero inteligencia no es sinónima siempre de racionalidad, ¿lo entiende?

—El que no me entiende es usted, profesor —dijo el joven—. O no quiere entenderme, tanto da. Pese a su apariencia, Willie es un ser humano; humano en el sentido de que posee una inteligencia racional, no la inteligencia de un caballo dócil o un perro fiel, compréndalo de una vez. Y por tanto, si Willie es un ser con inteligencia y capacidad de raciocinio, como lo son todos los seres humanos, usted no puede reducirlo a la esclavitud, que es lo que pretende.

Los ojos de Laneza despidieron un vivo fulgor de ira.

—¡Váyase, ingeniero, váyase antes de que pierda la paciencia! —barbotó.

—Sí, desde luego —accedió el joven—. Me voy a ir ahora mismo, pero le ruego recapacite. En su afán por capturar a Willie, se ha aliado con Tom Count. ¿Conoce sus antecedentes...?

—Es un respetabilísimo hombre de negocios, quien ha puesto a mi disposición todo el dinero que necesite para capturar a Willie.

Ibson sonrió irónicamente.

—Conque un respetabilísimo... Profesor, es usted más tonto de lo que creía. Sin duda piensa que su conocimiento de la señora Frowson se debe a un encuentro casual, ¿no es cierto?

Lorena se puso rígida. El biólogo hizo un fruncimiento de cejas.

—¿Qué quiere decir usted, Ibson?

—Pregúntele a ella. Pregúntele quién sufragaba sus trapos antes de que ambos se conocieran. La supuesta señora Frowson, si es sincera, le dará muchos detalles al respecto.

—¡Márchese! —pidió ella con voz ronca—. Márchese, ingeniero, o no respondo de mí.

Ibson soltó una risita.

—Antes de convertirse en la pareja del profesor, usted trabajaba en «Cayne’s», un local propiedad de Count. A usted, señora Frowson, se la consideraba como la favorita del dueño.

Lorena estaba roja de ira.

—No le hagas caso, Arthur. Este miserable está mintiendo.

Ibson se encaminó hacia la puerta.

—Profesor, cuando tenga sed, vaya a tomar una copa al «Cayne’s». Le dirán cosas muy sabrosas acerca de la hermosa señora Frowson. Usted pondrá la inteligencia y Count recibirá los beneficios. Imagínese el resto.

Cuando salió de la casa, oyó un airado grito de Laneza. La mujer le contestó con no menos estridencia.

Ibson sonrió. Estimaba buena idea sembrar la duda en el ánimo del profesor. 

*     *     * 

—Pero ¿cómo supiste tantos datos, Terry?

Ibson sonrió.

—Me lo dijo uno de los camareros del «Cayne’s». Claro que tuve que gastarme algunos billetes, pero eso lo solucionó todo.

—O sea que Lorena obedece a Count.

—Sí, y como el profesor siente una gran debilidad por las mujeres hermosas, Count, que es un tipo muy astuto, se aseguró su colaboración por medio de Lorena Frowson.

—Vaya un tipo —comentó la muchacha—. Eso significa que cuando hayan capturado a Willie, Count despedirá a Laneza y se quedará con el ser.

—Así opino yo, Gloria.

—No me gustaría que Willie acabase tras los barrotes de una jaula, Terry —dijo ella.

—Tampoco a mí. Por eso vamos a tratar de evitarlo.

Gloria lanzó un suspiro.

—A decir verdad, lo veo muy difícil, Terry —alegó.

—No desesperes —sonrió él—. Ya verás cómo resulta más fácil de lo que piensas.

Llegaron a casa. Santos les esperaba allí.

—Tengo noticias —informó el joven biólogo, a la vez que se apresuraba a tomar los paquetes que Gloria traía en las manos.

Ibson traía también más paquetes. Mientras los depositaba sobre una mesa, preguntó:

—¿Noticias interesantes, Román?

—Sí. Willie se esconde durante el día para no ser visto.

—Es muy grande y a menos que esté en un bosque muy espeso...

—Excava un hoyo y se mete dentro hasta la noche. Luego sale y continúa la marcha hasta el amanecer —informó Santos.

Ibson silbó.

—Debe de ser un hoyo excepcional —dijo—. Tengamos en cuenta que Willie mide siete metros de altura por dos y medio de anchura.

—El caso es que lo hace. Y se han encontrado ya tres de esos hoyos. ¡Mirad!

Santos desplegó sobre la mesa un mapa de los Estados Unidos. Ibson y Gloria vieron sobre el mismo tres puntos rojos, situados en línea recta.

—Son los tres últimos hoyos descubiertos —dijo el biólogo—. Están separados entre sí por una distancia aproximada de trescientos kilómetros.

—Eso significa que cada noche camina a más de treinta kilómetros a la hora —calculó Ibson.

—Sí, en efecto; pero lo más curioso del caso es que esos tres hoyos están situados en línea recta y siguen la dirección sur.

—El último está ya cerca de la frontera mejicana.

—A cuatrocientos kilómetros, aproximadamente —el dedo de Santos señaló un punto en el mapa—. Hoy ha descansado aquí. Por la noche, echará a andar de nuevo. Mañana lo tendremos en este lugar.

Ibson y Gloria cambiaron una mirada.

—Entonces, podremos localizarlo con facilidad —exclamó la muchacha.

—Sí, sí nos damos prisa en partir —contestó Ibson—. De otro modo, Willie atravesaría la frontera con Méjico y nos veríamos en dificultades para atraparlo.

—Tengo ganas de verle para resolver una duda, Terry —manifestó Gloria.

—¿Cuál es? —preguntó él.

—¿Podremos entendernos con Willie, Terry?

Ibson calló un momento.

Luego dijo:

—Tendremos la respuesta en el momento en que nos enfrentemos con él. 

CAPÍTULO IX 

Ibson, en persona, pilotaba el helicóptero, equipado especialmente por él. Santos se inclinaba sobre los instrumentos de observación.

Gloria alargaba el cuello con impaciencia, tratando de encontrar con la vista algún rastro del ser extraterrestre.

Atardecía. Pronto caerían las tinieblas sobre la superficie de la Tierra.

Santos tenía los ojos fijos sobre una pantalla que permanecía oscura hasta aquel momento. Ibson mantenía el rumbo rigurosamente sur.

El sol lanzó sus últimos rayos y se ocultó tras el horizonte. Santos formuló una pregunta:

—¿Cuánto hemos avanzado desde el lugar donde se escondió Willie por última vez?

—Unos doscientos noventa kilómetros —contestó Ibson.

—Pronto sobrevolaremos su escondite —aseguró el biólogo.

Pasaron algunos minutos. Ya era de noche.

De pronto, Santos lanzó una exclamación.

Un puntito de color rojo oscuro apareció en la pantalla.

—Creo que ya lo tenemos —dijo.

El punto rojo se agrandó, convirtiéndose luego en una circunferencia que se dilataba paulatinamente hasta alcanzar los bordes de la pantalla. Entonces desapareció, pero, en el mismo momento, surgió de nuevo el punto rojo en el centro.

—Sí, ése es Willie —afirmó Santos—. Las irradiaciones de calor captadas por la pantalla no pueden proceder más que de una fuente de emisión de tanta potencia como la de su cuerpo.

—¿Sigo bien con este rumbo? —preguntó Ibson.

—Un punto a babor —indicó Santos—, ¡Magnífico! ¡El ritmo de las señales aumenta!

Ahora, los puntos aparecían cada diez segundos. Pronto se sucedieron con intervalos más breves, hasta alcanzar el ritmo de doce señales por minuto.

—No hay duda, estamos sobre Willie.

—Será mejor que nos pongamos los lentes infrarrojos —sugirió la muchacha.

Ibson pulsó un botón y un reflector que emitía rayos de luz negra funcionó inmediatamente. Las gafas especiales les permitieron ver el suelo como si fuese de día.

—¡Allá va! —gritó Santos de repente.

Gloria sintió una especie de palpitación al divisar la figura de Willie, que trotaba velozmente por la superficie, con un ritmo de marcha sostenido sin desmayo. Ibson equiparó la velocidad del helicóptero a la del ser y halló que corría a treinta y ocho kilómetros a la hora.

—Teniendo en cuenta que la noche dura, en este lugar y en esta época del año, diez horas, Willie debe recorrer unos trescientos ochenta kilómetros por jornada.

Volaban a unos veinte metros por encima de la cabeza de Willie, quien no parecía haber reparado en el aparato que se movía sobre él. De cuando en cuando, Willie alargaba uno de sus brazos bifurcados y arrancaba ramas de árboles o de arbustos, que se llevaba a la boca sin dejar de caminar.

—Vegetariano —dijo Gloria.

—Quizá no del todo. Es probable que haya comido pescado —sugirió Santos.

—Se lo preguntaremos luego —rezongó Ibson—. Voy a adelantarme a él para aterrizar y cortarle el paso. Entonces...

Algo penetró en el helicóptero con súbito repiqueteo. Santos lanzó un grito y se agarró el brazo izquierdo.

Ibson se quedó aturdido en el primer momento. Sólo cuando vio en los vidrios del aparato unos agujeros en forma de estrellas comprendió que estaban siendo ametrallados.

Una terrible descarga hizo saltar por los aires el estabilizador de cola y un par de paletas del rotor principal. Trepidando horriblemente, el helicóptero emprendió un vertiginoso descenso hacia el suelo.

La suerte de sus ocupantes fue la escasa altitud del aparato. Aun así, el encontronazo no resultó nada agradable.

El tren se partió y el suelo de la cabina resultó muy abollado. Un intenso olor a gasolina se esparció de inmediato por el ambiente.

—¡Fuera! —gritó Ibson—. ¡Los tanques van a estallar!

Gloria se rehízo y abrió la portezuela. Santos se quejaba con voz sorda.

Ibson arrastró al biólogo hacia el exterior, procurando alejarlo lo máximo posible del helicóptero siniestrado. Apenas se habían separado medio centenar de metros, se oyó una atronadora explosión.

Las llamas envolvieron instantáneamente al helicóptero. A lo lejos, con intensidad decreciente, se oía el ruido del rotor del otro aparato similar.

A Ibson, aquel sonido le pareció una carcajada de burla.

—Ya nos hemos librado de nuestros competidores —dijo Count satisfecho.

—¿Se habrán matado? —preguntó Laneza.

Count se encogió de hombros.

—Allá ellos —contestó.

—No me gustaría verme mezclado en un caso de asesinato —se lamentó Laneza, contemplando las llamas que iluminaban la noche.

—Ahora ya es tarde para quejarse, «profe». A lo hecho, pecho... y la presa va ahí delante, así que prepare su nuevo rifle narcótico.

—Espero conseguir esta vez un buen resultado —dijo Laneza.

—Yo también. Si no, tendré que considerar que he hecho un mal negocio aceptándole como socio.

Laneza meditó sobre aquellas palabras. ¿Tenía razón el ingeniero al asegurar que Lorena era, en realidad, la aliada de Count?

El piloto, a sueldo de Count, gobernaba el aparato con mano segura.

Era un helicóptero de gran porte, capaz de izar sin dificultad una carga de veinte toneladas. En la parte posterior disponía de una vasta bodega, donde había más que suficiente para albergar el inmenso corpachón del ser extraterrestre.

Laneza dio una orden al piloto:

—Sitúese por delante de él y a un costado, de modo que le cierre casi el paso.

—Bien, profesor.

El piloto realizó la evolución. Todos los ocupantes del aparato iban provistos de gafas para visión nocturna.

Laneza descorrió el cristal de una de las ventanillas y asomó medio cuerpo, sujetando el rifle con manos firmes. Ahora volaban paralelamente a Willie, un poco por delante de él y a su izquierda.

El profesor tomó puntería. A menos de veinte pasos de distancia, apretó el gatillo.

Willie siguió corriendo.

Count lanzó un grito de rabia.

—Ese narcótico es una porquería, profesor.

—La misma carga durmió a una ballena. Yo, en persona, hice la prueba —protestó Laneza.

Sentía correr el sudor por la frente. ¿Acaso era Willie un ser invulnerable?

De repente, Willie aminoró la velocidad de su marcha.

Laneza emitió un grito de triunfo:

—¡El narcótico empieza a hacer efecto! 

*     *     * 

—¿Me oyes, Kryx?

—Sí, perfectamente, Yeuy. Ahora, la intensidad de las emanaciones es de grado menos siete siete uno.

—Magnífico, Kryx. Ya nos vamos acercando, pero ten en cuenta un consejo: guárdate de los aparatos voladores de los habitantes de este planeta. A mí me está persiguiendo uno. Si me atacan, atacaré.

—Sí, Yeuy.

—No quiero hacerles daño, a menos que ellos me lo hagan. ¿Cómo te encuentras, Kryx?

—Perfectamente, Yeuy, cada día con más fuerzas. Ahora estoy atravesando una zona abundantísima en vegetación. No hay problemas de alimentos.

—Lo celebro, Kryx. Y ahora... Oh...

—¿Qué te pasa, Yeuy?

—Me han disparado un proyectil. Siento que una cosa extraña se infiltra en mi cuerpo... Empiezo a perder las fuerzas... Me entra una gran debilidad...

—¡Yeuy! ¡Yeuy!

—Kryx... voy a... detenerme... No... puedo seguir... adelante... Procuraré mantener las emanaciones con mi cuarto cerebro... si logro evitar la contaminación de esa... sustancia... Así podrás...

Willie calló.

Yacía en el suelo, completamente inconsciente. 

*     *     * 

Tom Count dio una vuelta en tomo al enorme corpachón del ser, rebosante de satisfacción por la victoria lograda.

Stormane y Shalamo no se sentían muy tranquilos y ambos empuñaban sus metralletas. Lorena permanecía a unos pasos de distancia.

—¿Fue eficaz o no mi narcótico? —dijo Laneza, satisfecho.

—No hay duda, «profe», es usted un genio —admitió Count con la sonrisa en los labios—. La única duda que me asalta es si resistirán los cables.

—La fuerza de Willie no es ilimitada. Además, tenemos experiencia. Los cables resistirán —afirmó Laneza con orgullo.

—Perfecto. ¿Le parece que lo pasemos a bordo, profesor?

—Desde luego, Tom.

Count lanzó un grito:

—¡Edwin, arriba con él!

El brazo de una grúa giró lentamente hasta situarse sobre el inanimado cuerpo del ser. Dos ayudantes del piloto sujetaron los ganchos y la grúa funcionó en el acto, izando sin dificultades el cuerpo de la presa.

—¿Cuánto tiempo estará dormido, profesor? —inquirió Count.

—Veinticuatro horas, no menos —respondió Laneza.

—Será suficiente —dijo Count en tono pensativo.

El cuerpo de Willie quedó al fin instalado en el suelo de la bodega de carga. Los ayudantes cerraron la amplia escotilla.

—¡Todos a bordo! —gritó el piloto.

—Menos mal —dijo Stormane.

—Ese bicho empezaba ya a ponerme nervioso —confesó Shalamo.

En cuanto a Lorena, no se sentía mucho más tranquila.

—Si de mí dependiese, haría cavar un pozo de cien metros y lo enterraría allá abajo, para que no volviera a salir jamás —murmuró.

Pero no era más que una pieza en el engranaje creado por Count y lo sabía.

Momentos después, el helicóptero alzaba el vuelo.

Laneza abandonó su asiento una vez el aparato hubo tomado el rumbo preciso.

—No puedo contenerme —dijo—. Voy a verlo otra vez.

—Yo también —manifestó Count.

Caminó tras el profesor. Al pasar junto a Shalamo, le hizo un signo con la cabeza.

Shalamo contestó con un pestañeo de asentimiento. Se puso en pie y siguió a su jefe.

Laneza llegó a la bodega de carga, iluminada por dos lámparas pendientes del techo. Willie yacía cuan largo era, sólidamente amarrado por un inextricable amasijo de cables de acero de dos centímetros y medio de grosor.

—Fantástico —dijo—. Este monstruo va a representar una fuente de dinero inagotable. Sobre todo, cuando ya lo tengamos bien entrenado y le hayamos enseñado a obedecer.

—Eso espero, «profe» —concordó Tom Count—. Pero todos los beneficios serán para mí.

Laneza alzó las cejas.

—¿Cómo dice, Tom?

Count sonrió de un modo extraño.

—Profesor, vuélvase y mire lo que hay detrás de usted.

Laneza dudó un momento. Luego obedeció la indicación y giró sobre sus talones, quedando justo frente a una escotilla abierta.

—No veo nada... —empezó a decir, y, en el mismo momento, se sintió violentamente empujado hacia adelante.

—Ahora verás las estrellas —dijo Count, riendo como un loco.

Laneza lanzó un agudo chillido. Manoteó de un modo frenético, pero su caída ya no tenía remedio.

 

*     *     *

 

—¿Cómo te encuentras, Román? —preguntó Ibson.

—Mejor, gracias. Fue sólo un ligero «shock», pero ya se me ha pasado. La herida es leve: curará sin demasiadas complicaciones.

Ibson terminó de sujetar una venda provisional al brazo del biólogo. La venda procedía de una prenda interior de Gloria.

Ibson alargó la mano. Santos se puso en pie.

—Creo que pasa una carretera a dos kilómetros —dijo Ibson—. Trataremos de encontrar un medio de transporte que nos lleve a lugar civilizado.

—¿Denunciarás a la policía el ataque de que hemos sido objeto? —preguntó Gloria.

—Tenemos que informar del accidente —respondió él—. Sí, diré que nos ametrallaron, pero ¿cómo probar que fue Count?

—Es verdad —reconoció ella desalentada—. Ahora se habrán apoderado de Willie... Oh, Terry, lo van a exhibir como si fuese un fenómeno de feria...

—Mirándolo imparcialmente, lo es —dijo Ibson—. Pero también es un ser inteligente. Por tanto, debe ser libre.

—Con tal de que no reaccione de un modo catastrófico... Hasta ahora se ha portado muy pacífico —comentó Santos—. Quiera Dios que su captura no lo vuelva loco y empiece a causar estropicios a diestro y siniestro.

—Eso es lo que temo y, si puedo, trataré de evitarlo. ¿Vamos?

En aquel momento, en las alturas se oyó un débil grito.

Algo descendió a gran velocidad, zumbando de manera siniestra. Gloria se asustó.

—¡Terry! ¿Qué es eso?

Antes de que el ingeniero pudiera contestar, se oyó un ruido horripilante a menos de veinte metros de distancia. Un objeto extraño chocó contra el suelo, rebotó un poco y volvió a caer, quedando luego inmóvil.

Ibson reaccionó y corrió hacia aquel bulto que yacía a pocos pasos. Al llegar a su lado se detuvo, sintiendo un escalofrío de horror.

Era el cadáver de un hombre, indudablemente caído desde una aeronave. Ibson sacó una cerilla y la encendió, adivinando desde el primer momento, aun antes de verle el destrozado rostro, la identidad del cadáver. 

CAPÍTULO X 

Con un grueso cigarro entre los dientes, Tom Count descendió por la escalera del sótano, seguido de la bella Lorena Frowson.

—¿Echas de menos a Laneza, querida?

—¡Qué cosas tienes! —rió la pelirroja—. Era un tipo inaguantable.

—Bueno, ya no nos molestará más. ¡El pobre! —suspiró Count—. Se acercó a la escotilla demasiado.

—Y le dio vértigo.

—Sí. Por eso no me acerco yo nunca a las escotillas —rió el forajido con gran cinismo.

El sótano era muy profundo. Lorena sintió miedo de repente.

—¿Resistirá, Tom?

—Resistiría el ataque de una ballena que tuviese la movilidad de un gato —contestó Count con acento de seguridad.

Shalamo estaba al pie de la escalera, con una metralleta pendiente del cuello.

—Jefe —murmuró.

—¿Qué te ocurre, Shalamo?

—El bicho... No me gusta, jefe.

—Tampoco a mí, pero no por ello me echo a llorar. Todo lo contrario, cada vez que pienso en él, me vuelvo loco de alegría.

—A mí me da mucho miedo, jefe. Si rompiera el muro...

—¡Qué tonterías dices! Willie está ahí tan seguro como el oro del país en Fort Knox. Anda, abre y deja tus aprensiones a un lado.

Shalamo pulsó un botón y una puerta de acero se descorrió en silencio a un lado. Count cruzó el umbral, seguido de Lorena.

Al otro lado de la puerta había una vasta habitación, con techo de ocho metros de altura y de unos diez de lado. Entre la puerta y el cautivo se alzaba una doble reja formada por sólidos barrotes de acero entrecruzados perpendicularmente.

Cada barrote tenía seis centímetros de grosor. La reja había sido construida especialmente, pensando en la captura del ser extraterrestre.

Willie permanecía al otro lado, sentado sobre el frío suelo de cemento. Estaba despierto y sus ocho pupilas contemplaron inexpresivamente a los recién llegados.

—Willie —dijo Count—. Yo soy Tom. Tu amo. ¿Me entiendes? Mueve la cabeza arriba y abajo si oyes los sonidos de mis palabras.

Willie permaneció inmóvil, quieto como una estatua.

—No pretendemos hacerte daño —siguió Tom Count—. Todo lo contrario, queremos tu felicidad. Pero, claro, tienes que poner algo de tu parte. Si eres inteligente, tratarás de ponerte en comunicación con nosotros. ¿Por qué no dices algo?

Count aguardó anhelante la respuesta. El prisionero continuó obstinadamente callado.

—Nada —suspiró Count—. Ya llevamos así una semana y todavía no ha dicho esta boca es mía.

—Mejor que no la abra —rezongó Shalamo—. ¡Cada vez que le veo comer el forraje que le damos, se me ponen los pelos de punta.

—Willie, sé bueno —insistió Count—. Contesta, di algo, hombre...

Lorena soltó una risita.

—No llames hombre a esa horrible bestia —dijo.

—Bueno, sólo era una forma de hablar. ¿Bien, Willie?

Los ojos del ser parecieron brillar de pronto. Count sintió en sus pupilas aquella óctuple mirada.

De repente, sintió un trueno en el interior de su cráneo. Sin poder contenerse, emitió un grito, giró sobre sus talones y rodó por el suelo sin conocimiento. 

*     *     * 

—¿Me oyes, Kryx?

—Perfectamente, aunque hay distorsión en las emanaciones, Yeuy.

—No te extrañe. Hay una gran malla de metal que interfiere mis irradiaciones.

—¿No puedes romperla?

—A simple vista, no; al menos, con la fuerza física. Pero todavía me siento muy torpe.

—¿Qué te sucedió, Yeuy?

—Me dieron un poderoso narcótico. Aunque desperté pasadas veinticuatro horas de este planeta, mi organismo resultó bastante afectado y todavía me siento incapaz de un pleno esfuerzo.

—¡Oh, Yeuy! ¿Debo entender que estás prisionero?

—Sí, Kryx.

—Pero ¿por qué? ¿Qué le hemos hecho nosotros a los habitantes de este planeta?

—Nos temen, Kryx. Nuestro aspecto es muy diferente. Para ellos, somos unos seres monstruosos. Su opinión se agrava, además, por la diferencia de tamaño.

—Yeuy, nosotros somos pacíficos, no queremos hacer daño a nadie. Pide que te dejen libre...

—Temo que no será posible, Kryx. No querrán soltarme.

—Entonces lo haré yo.

—¡Cuidado, Kryx! ¡No quisiera que causaras mal a nadie, ni aun a quienes tratan de hacérnoslo!

—Pero si no hay otro remedio...

—Todavía no se ha perdido todo. Además, y aunque involuntariamente, yo estuve a punto de dañar a uno de mis captores.

—¿Cómo ocurrió eso, Yeuy? Debió de ser horrible...

—Traté de ponerme en comunicación con él, pero no medí bien la potencia de mis irradiaciones. Tendré que aprender a hacerlo, sin causarles mal.

—Sí, Yeuy. Si yo quisiera comunicarme con uno de los habitantes de este planeta, ¿qué grado debería emplear para entenderme con él?

—El mínimo, Kryx. Un grado superior a menos quince siete, podría resultarle fatal.

—Temo que no podré conseguirlo. Nunca he llegado a una cifra tan baja. No alcanzaría a menos catorce trece nueve.

—Entonces, abstente de intentar la comunicación. Yo lo hice bajo el grado menos quince catorce uno, con gran esfuerzo por mi parte, y no dio resultado. Tendré que entrenar mis sistemas de irradiación para ver si lo consigo.

—Y entretanto, ¿seguirás prisionero?

—Temo que sí, Kryx, no hay otro remedio. 

*     *     * 

—Terry, en este asunto, hay algo que no entiendo —manifestó Gloria Kildare.

Ibson acababa de servirse una copa y contempló el contenido al trasluz.

—¿Qué es? —preguntó.

 —La prolongada falta de noticias de Count. Hace muchos días que no se sabe nada de él. Ha desaparecido como si se lo hubiese tragado la tierra.

—Estará escondido, es lógico, Gloria.

—Sí, pero ¿y Willie?

—Con él, por supuesto.

—¿Crees que es tan fácil esconder a un tipo que mide siete metros de altura y pesa tonelada y media?

—Bueno, es preciso admitir que Count es un tipo de recursos. Tendrá un buen escondite, eso es todo.

—Lo sé, lo sé —dijo Gloria, iniciando unos nerviosos paseos por la sala—. Pero ¿qué hace que no vocea ya a los cuatro vientos la posesión de Willie? ¿Por qué no lo exhibe ya?

Ibson chasqueó la lengua después de un sorbo de jerez.

—Querida, ponte en el lugar de Count e imagínate que Willie no es un ser extraterrestre, sino un león salvaje. Quieres exhibirlo, pero a la gente no le basta con verlo simplemente.

—¿Qué tratas de decirme, Terry?

—Primero es preciso amansar al león. Después, hay que enseñarle que haga algunas cosas: saltar por aquí, por allá, ponerse en pie, atravesar un aro en llamas...

Gloria detuvo sus paseos y le miró fijamente.

—Terry, estás tratando de sugerirme que Count ha iniciado el período de domesticación de Willie.

—Exactamente.

Hubo un momento de silencio. Luego, Gloria, meneando la cabeza, dijo:

—Oh, no, no pueden hacer eso; exhibir a Willie como un monstruo de feria... Ya sé que es un ser de apariencia espantosa, pero se trata de un ser extraterrestre, inteligente, con capacidad de raciocinio... Su figura importa poco; lo que importa es su intelecto...

—Querida, las cosas se están desarrollando de un modo no demasiado favorable para nosotros. Willie es de Count, no le demos más vueltas al asunto.

—Pero lo retiene ilegalmente.

—¿Puedes demostrar lo contrario?

Gloria se quedó parada. Antes de que pudiera hablar, sonó el timbre de la puerta.

Ibson cruzó la sala y abrió. En el umbral había dos hombres.

Uno de ellos era Román Santos, todavía con el brazo en cabestrillo. El otro era desconocido.

—Hola, Terry —saludó el biólogo—. Les presento a Mark O’Hara, buen amigo mío. Mark, la señorita Kildare, el ingeniero Ibson.

—¿Cómo está, señorita? Encantado, señor Ibson —saludó el recién llegado.

—Es un placer, señor O’Hara —manifestó Ibson.

—¿Quieren una copa? —invitó Gloria.

—No vendría mal —sonrió Santos—. ¿Quieres tú, Mark?

—Con mucho gusto —aceptó O’Hara.

Gloria sirvió las copas. Mientras lo hacía, Santos dijo:

—Mark es ayudante de uno de los ingenieros de la Compañía de Cajas de Seguridad Robson. Me lo encontré hoy por casualidad y charlamos un rato. No sé cómo salió la conversación, pero Mark me dijo que habían recibido un extraño encargo.

—Construir una gran jaula, de ocho metros de altura, por diez en cada lado. La jaula debía estar hecha de barrotes de acero, entrecruzados perpendicularmente, de seis centímetros de grosor, y cada reja, incluido el techo, será doble —explicó O’Hara.

Gloria entregó las copas a los visitantes.

—Me parece adivinar el objeto de esa jaula —dijo.

—Sí, señorita. El cliente que encargó lo que nos parecía un disparate, se llama Tom Count. Román me ha explicado lo que sucedía y me pidió que viniera a contárselo a ustedes.

—Por lo visto, Count ha conseguido ya domesticar a Willie —comentó Ibson.

—¿Cómo? —exclamó Santos.

—Nada —sonrió el ingeniero—, era una frase hecha. Señor O’Hara, ¿cuándo piensan entregar la jaula?

—Ya está entregada y montada —respondió el interpelado. 

CAPÍTULO XI 

Tom Count contempló satisfecho la enorme construcción metálica que se alzaba en uno de los lados del jardín de su residencia. Lorena estaba a su lado.

—¿Crees que servirá? —preguntó la pelirroja con acento de duda.

—Sí —confirmó Count.

—¿Y en el mal tiempo?

—Levantaremos una gran carpa que protegerá a Willie de las inclemencias. De este modo, el desfile del público no cesará jamás. Serán doce horas de exhibición continua. Tendremos una media de cinco mil visitantes diarios. El precio de la entrada será de dos dólares, sin excepciones para nadie.

—¡Diez mil dólares diarios! —exclamó Lorena, arrobada.

—Trescientos mil al mes, más de tres millones y medio en un año. ¿No te parece una buena inversión todo el dinero que he gastado en Willie?

—Es la mejor inversión de tu vida, pero, dime, ¿cómo vas a traerlo hasta aquí?

Count hizo un gesto con la mano.

—Sígueme, ahora lo verás.

Echó a andar. Lorena se emparejó con él.

Detrás de la casa había una gigantesca grúa tractor, con los operarios preparados para hacerla funcionar. Stormane y Shalamo aguardaban allí a la pareja.

—¿El rifle narcótico? —preguntó Count.

—Aquí está, jefe —contestó Shalamo, entregándole el arma—. Cargado y listo para su uso.

El rifle pasó a manos de Count, quien vaciló un momento. Pero no tardó en decidirse.

—Vamos —dijo.

En la parte posterior de la casa había sido practicada una enorme abertura, que daba directamente a la escalera que conducía al sótano. Count inició el descenso, seguido por sus acompañantes.

Sentíase preocupado. Todavía no había conseguido averiguar el origen de aquel extraño fenómeno que, días atrás, lo había derribado por tierra sin conocimiento, después de aquel intensísimo dolor en el cráneo. Vagamente, presentía que la fuente de aquel suceso tan raro residía en Willie, pero estaba dispuesto a que no le sucediera por segunda vez.

Llegaron al sótano. Willie les contempló inexpresivamente. Seguía sentado, en la misma postura del primer día.

Lorena se sentía amedrentada. Todavía no había conseguido habituarse a la presencia del monstruo.

Count amartilló el rifle. De pronto, sintió que alguien le hablaba:

—¿Por qué quieres hacerme daño?

—¡Eh! —respingó—. ¿Quién ha dicho que yo quiero hacer mal a ese bicho?

—Pero, jefe, si nadie ha hablado —exclamó Shalamo, asombrado.

—Soy un ser pacífico, no quiero haceros mal. Sólo deseo que me dejes ir libre.

Count se sintió atacado por un vago terror. Ahora ya sabía lo que ocurría.

El monstruo le hablaba telepáticamente. Creía oír los sonidos, pero, en realidad, entendía las frases en el interior de su cerebro.

—Soy pacífico, no quiero hacer daño ni que me lo hagan —insistió Willie—. Lo único que deseo es ser libre...

—Pides precisamente lo único que no puedo concederte —rezongó Count.

Y apretó el gatillo.

Minutos más tarde, Willie yacía inanimado sobre el cemento.

—Listo —dijo Count satisfecho—. Shalamo, avisa a los operarios de la grúa que ya pueden bajar el cable de remolque.

—Sí, jefe.

Cuatro hombres descendieron con un cable doble, rematado en unas hebillas especiales. Los cables fueron sujetados a las articulaciones superiores de los brazos de Willie.

La mitad de la doble reja había sido descorrida previamente a un lado. Uno de los operarios se puso en comunicación con el que manejaba la grúa por medio de un diminuto transmisor de radio.

—OK, Johnny, ya puedes tirar.

Los cables se tensaron. Se oyó un leve chirrido y luego el cuerpo de Willie se deslizó lentamente hacia la escalera.

Minutos más tarde, se hallaba en el exterior. La grúa lo izó en vilo y luego su operario la puso en marcha sobre sus seis pares de gigantescas ruedas.

Era una grúa capaz de levantar veinte toneladas a otros tantos metros de altura. Muy despacio, rodó a través del jardín, aplastando arbustos y plantas, hasta llegar junto a la gran jaula de metal.

El «techo» de la jaula había sido descorrido parcialmente. Willie fue descolgado por la abertura hasta reposar de nuevo en el suelo.

Dos operarios entraron por una puertecita situada a ras del suelo. Desengancharon los cables y la grúa los recogió.

Salieron fuera. Count presionó un botón y el techo de la jaula se movió en completo, hasta cerrar la abertura.

Al terminar, Count lanzó un suspiro de satisfacción.

—Querida —dijo a Lorena, a la vez que le propinaba un cariñoso pellizco—, dentro de tres días abriremos la espita del dinero. ¡Será una cascada de oro, créeme! 

*     *     * 

—Todavía no me has dicho qué medio emplearás para obligar a Count a liberar a Willie —refunfuñó Ibson.

Gloria sonrió complacida.

—¿No puedes tener paciencia? Falta menos de media hora para llegar a casa de Count. Entonces lo sabrás, tipo impaciente.

—¿Dará resultado?

—Si no fuera así, no te habría pedido que me acompañases, Terry.

Ibson hizo un gesto de resignación.

Tendría paciencia, no le quedaba otro remedio.

Antes del plazo señalado, avistaron la residencia de Count.

Una elevada tapia aislaba la mansión del exterior. A pesar de todo, se divisaba la parte superior de la estructura de la jaula construida por la compañía de Mark O’Hara.

Ibson detuvo el coche frente a la puerta, de metal liso, sin la abertura que permitiera ver lo que había al otro lado. Saltó al suelo y buscó el timbre de llamada.

Segundos más tarde, se descorrió una amplia mirilla, a través de la cual pudieron contemplar la cara de un sujeto de expresión hosca.

—¿Qué es lo que quieren? —preguntó.

—Deseamos hablar con el señor Count...

—El señor Count no recibe visitas —contestó el guarda.

Y cerró de golpe.

Ibson se llenó los pulmones de aire. Volvió a llamar.

El ventanillo se abrió de nuevo.

—Ya les he dicho que...

Dos dedos, semejantes a pinzas de acero, atraparon las narices del guarda. Sonó un rugido de dolor.

—Suélteme, condenado...

—Abra —dijo Ibson inflexible—. Abra o le arranco la nariz.

Bramando de furia, el portero alargó una mano y presionó el resorte del mecanismo de apertura eléctrica. Inmediatamente, Ibson soltó su presa y se lanzó a través del hueco.

El portero, con ojos llenos de lágrimas, se esforzaba por sacar una pistola. Ibson le arreó un fenomenal puñetazo en la dolorida nariz, lo que le hizo lanzar un nuevo aullido de dolor.

Un segundo golpe en el estómago dejó la cuestión cancelada. Ibson se inclinó, agarró la pistola y la tiró al otro lado de irnos rosales.

—Listos, Gloria.

En aquel momento, sintió que la mano de la joven se crispaba sobre su brazo.

—Terry, mira —exclamó Gloria con voz temblorosa. 

*     *     * 

En silencio, a través de la hierba, Ibson y Gloria se acercaron a la monumental jaula, en cuyo centro se veía sentado a Willie. Era un ser repulsivo, pero a Gloria le causó una infinita sensación de pena al verlo enjaulado como un animal salvaje.

—Hola, Willie —saludó en voz alta, hablando de un modo maquinal.

Los cuatro pares de ojos del ser se volvieron hacia ella. Sus pupilas adquirieron un nuevo brillo.

—Os conozco —habló mentalmente.

—Sí, nosotros te rescatamos de los hielos...

Ibson era el que había hablado y se interrumpió de repente.

—¡Gloria! —chilló—. ¿Has oído?

La joven se mordió los labios.

—Yo tenía razón —dijo, sollozando casi de alegría—. Es un ser inteligente; posee raciocinio y es capaz de comunicarse con nosotros... ¡telepáticamente!

—Sí —confirmó Willie—, nosotros los Ikkx, usamos la mente para entendemos entre nosotros. Pero vosotros podéis hablarme a vuestra manera; os entenderé a la perfección.

—¿Cómo es eso posible? —exclamó Ibson—. Nosotros emitimos sonidos...

—Pero, al mismo tiempo, pensáis lo que vais a decir, ¿no es eso?

—Sí, claro.

—Es suficiente para que yo os entienda —contestó Willie.

—¡Oh, Dios mío, es maravilloso! —exclamó Gloria—. Estamos conversando con un ser nacido fuera de la Tierra.

—Para vosotros, puede serlo, no para mí —dijo el cautivo—. Nosotros nos entendemos desde tiempo inmemorial con los habitantes de otros planetas.

—Pero debes de venir de muy lejos...

—En vuestros aparatos, tardaríais miles de años en salvar la distancia que hay de vuestro mundo al de los Ikkx —respondió Willie—. No obstante, confío en que un día progresaréis lo suficiente para poder viajar en un espacio de tiempo mucho más reducido.

A Gloria se le atropellaban las preguntas en la punta de la lengua.

—Willie, dime, ¿cómo pudiste quedar sepultado bajo el hielo? Y, sobre todo, ¿cómo te dejaste atrapar...?

—Oh, es sencillo de explicar. También nosotros, los Ikkx, cometemos errores. Simplemente, me sentía cansado y me tendí a dormir.

—Y la nieve y el hielo te cubrieron...

—Exactamente.

—¡Qué bárbaro! ¡Estuvo durmiendo quince mil años y ahí lo tienes, tan campante! —exclamó Ibson.

—¿No pudiste librarte por tus propios medios?

—No somos seres sobrenaturales. Tenemos ciertas limitaciones. El frío prolongado no pudo matarme, pero sí me aletargué y mis funciones vitales quedaron casi suspendidas por completo.

—Eso lo explica todo, Terry —dijo Gloria.

—Salvo el medio que emplearon para llegar hasta nuestro planeta —contestó el ingeniero.

—Si quieren, yo se lo puedo decir —sonó una voz conocida en aquel momento. 

CAPÍTULO XII 

Gloria lanzó un gemido de susto.

Ibson se volvió lentamente, mientras mascullaba entre dientes una gruesa interjección.

Count estaba frente a ellos, precediendo en un paso a Stormane y Shalamo, armados ambos con sendas pistolas ametralladoras. Lorena completaba el grupo, a retaguardia.

—De modo que usted nos puede decir qué medio empleó Willie para llegar hasta la Tierra —dijo Ibson, tras una pausa de silencio.

—Sí, en alguna astronave, pero ¿qué importa eso ahora?

—Hay algo que importa más, señor Count —declaró Gloria con vehemencia, a la vez que se disponía a abrir su bolso.

—Cuidado —amenazó Shalamo—. Si intenta sacar una pistola...

—No sea estúpido —le apostrofó la joven—. Señor Count, tengo una mala noticia para usted.

«El Aspirador» se echó a reír.

—¿De veras? No me diga que ha venido a llevarse a Willie. Sería gracioso, ¿no crees, Lorena?

—Sí, muy gracioso, Tom.

Gloria no se inmutó. Sacó un papel doblado y lo blandió unos instantes.

—Señor Count, usted puede reír todo lo que quiera, pero aquí tengo un documento que le va a dar dolor de estómago. La Fundación McCrannan, basándose en que todos los gastos y el material que se empleó para rescatar a Willie de su cárcel de hielo fueron suministrados por ella; basándose en que un empleado de la Fundación, el profesor Laneza, fue el autor del descubrimiento; basándose, además, en los permisos legales concedidos por el gobierno de los Estados Unidos y las propias Naciones Unidas, ha solicitado, y le ha sido concedido, un mandato legal para liberar a Willie y ponerlo bajo mi custodia, hasta que altas autoridades científicas decidan lo que se ha de hacer con él.

Count tenía la boca abierta.

—Un... mandamiento judicial... —dijo, atónito.

—Así es —confirmó Gloria. Avanzó un par de pasos, metió el documento en uno de los bolsillos del traje de Count y retrocedió de nuevo—. Ahora, dé cumplimiento a lo ordenado por el juez o llamaré a la policía.

Count se ahogaba de rabia. Lorena estaba pálida de furor.

—Eso no me lo habías dicho, Gloria —bisbiseó el ingeniero.

—De nuevo estoy empleada en la Fundación, en la que, por cierto, se han retirado a la estúpida señora McCrannan los poderes casi absolutos de que disfrutaba —explicó Gloria.

Hubo un momento de silencio. Ibson espiaba cuidadosamente las reacciones de Count.

De repente, el forajido exclamó:

—Ese papel no sirve absolutamente para nada y ustedes no llamarán a la policía. ¡Shalamo, Stormane!

—Diga, jefe —contestaron los dos esbirros al mismo tiempo.

—Abajo, en el sótano, hay una habitación libre.

—¡Qué! —exclamó Gloria.

Count sonreía perversamente.

—Por casualidad, es la habitación que Willie ha dejado libre —manifestó—. Un poco grande para ustedes, desde luego, pero así no tropezarán cuando se pongan a pasear para entretener la espera.

—¿Qué hemos de esperar, si puede saberse? —preguntó Ibson con toda cortesía.

Count se pasó un dedo por la garganta, haciendo un gesto significativo.

—A que haya pasado la medianoche —contestó en tono acerca de cuyas intenciones no podía tenerse la menor duda. 

*     *     * 

—¿Kryx?

—Sí, Yeuy. Te oigo fuerte y claro, en grado de irradiación de menos uno cero siete.

—Me alegro infinito, Kryx. Escucha, he conseguido comunicarme ya con los habitantes de este planeta. Tuve que hacerlo en grado menos quince quince nueve.

—Eso es magnífico, Yeuy. ¿Se asombraron?

—Yo creo que algunos lo esperaban, pero se mostraron satisfechos de la comunicación.

—¿Y te tienen prisionero?

—Ellos no son los que me capturaron. Todo lo contrario, pretendían liberarme, y resultaron capturados también.

—Es terrible. Yo pensé que todos los habitantes de este planeta eran amigos...

—No lo creas. Hay entre ellos diversas tendencias sobre los conceptos del bien y del mal, pero alargaríamos la conversación si nos pusiéramos a discutir el tema. Kryx, pronto estaremos reunidos.

—Sí, Yeuy.

—Por todos los medios a tu alcance, procura dominar la impulsividad de tu carácter. Olvida el daño que me han causado algunos de los habitantes de este planeta.

—Lo tendré en cuenta, Yeuy.

—Y no olvides tampoco que hay dos que quisieron ayudarme.

—Entendido. ¿Algo más?

—No, excepto que pronto acabará nuestro destierro. Adiós, Kryx.

—Hasta la vista, Yeuy. 

*     *     * 

No había vigilante en el sótano. Tampoco hacía falta.

Ibson recorrió con la vista aquella colosal doble reja de acero, al otro lado de la cual estaban ellos. La separación entre los barrotes era de unos treinta centímetros.

—Quisieron asegurarse de que Willie no se les escaparía —refunfuñó.

—Para Willie no hacía falta un enrejado tan espeso —alegó la muchacha.

—El entramado aumenta la resistencia de la reja —explicó él. Agarró sendos barrotes con las manos e hizo un poco de fuerza—. Se necesitaría varias toneladas de dinamita para hacerla saltar —agregó.

—Si las tuviéramos, no la haríamos estallar —Gloria paseó la mirada a su alrededor—. ¿Cómo pudieron construir un sótano tan profundo?

—Es el mismo de la casa, agrandado hacia abajo. Ahora hay máquinas que pueden realizar el trabajo con enorme rapidez. Al mismo tiempo que excavaban, se aseguraban los cimientos y se colocaba el revestimiento de la pared. La reja debía de estar ya prefabricada por secciones y...

—¿Y qué fue de Willie mientras tanto?

—Lo tendrían ahí fuera, sometido a la narcosis. Cada vez que diese síntomas de despertar, le dispararían un nuevo proyectil, hasta que estuvo terminada la reja. Mientras, construían la jaula exterior, que es para la exhibición al público.

—Sí, así debió de ser —confirmó la muchacha. Se mordió los labios—. Ya has oído a Count, Terry.

—En efecto —respondió el ingeniero.

—Entonces, puedes figurarte sus intenciones.

—Sí, querida.

—¿Crees que las llevará a cabo?

—Asesinó a Laneza, ¿no?

Hubo un momento de profundo silencio.

—¿Qué hora es? —preguntó ella de pronto.

—Las tres y media de la tarde.

—«El Aspirador» dijo que después de la media noche.

—No debe de querer testigos comprometedores. La noche siempre es cómplice para estas cosas, Gloria.

Callaron de nuevo. Ambos estaban convencidos de lo irremediable de su destino. 

*     *     * 

Se oyó ruido de cerradura. Ibson y Gloria miraron ansiosamente hacia arriba.

Seguido de uno de sus esbirros, Shalamo, Tom Count descendió la escalera y se acercó a la reja.

—Voy a hacerles una proposición —dijo.

—No aceptaremos...

Ibson extendió el brazo y cortó en el acto la recién iniciada protesta de la muchacha.

—¡Calla! —ordenó—. Deja que el señor Count se explique.

Count sonrió satisfecho.

—Usted es mucho más comprensivo —manifestó—. Escuche, ustedes ya conocen mis propósitos. Quiero exhibir a Willie.

—Como si fuera una bestia salvaje —dijo Gloria.

—¿Y no lo es? —rió Count.

—No, no lo es —declaró Ibson—. Todavía le diré más. Gloria y yo hemos logrado entendernos con él.

Count miró al ingeniero un instante. Luego rompió a reír estruendosamente.

—¡Ésta sí que es buena! —exclamó—. ¿Has oído, Shalamo? Dicen que se han entendido con ese monstruo que tenemos ahí afuera.

—Nunca escuché cosa tan divertida —dijo Shalamo—. El ingeniero es un tipo con mucho humor.

—Hablemos claro y dejémonos de tonterías —rezongó Count—. Todavía no les he dicho en qué consiste mi proposición.

—En ponernos un uniforme circense y hacer de porteros y acomodadores para el público que venga a ver a Willie —dijo Gloria sarcásticamente—. A mí me pondrá una faldita corta y venderé caramelos y cacahuetes.

—Éste no es momento de bromas —rezongó Tom Count—. La oferta es de quinientos dólares diarios a cada uno.

—¿Cómo? —respingó el ingeniero.

—Ya lo ha oído. Seis mil mensuales para cada uno, sin necesidad de trabajar ni dar golpe, ni siquiera acercarse por aquí. Yo se los enviaría puntualmente a la dirección que ustedes me indicasen.

Ibson miró a Count con expresión de recelo.

—Count, a usted le llaman «El Aspirador», por lo bien que succiona el dinero, esté donde esté. Usted no es tipo capaz de soltar doce mil dólares mensuales sin un motivo muy poderoso.

—Es cierto —admitió el forajido sin pestañear—. Tengo un motivo muy poderoso para hacerles esa oferta.

—Desistimiento de nuestra demanda, ¿no es eso? —dijo Gloria.

—Sí.

—Olvídelo, no desistiré.

Count se encogió de hombros.

—Como quieran —dijo—. Tienen de tiempo hasta la medianoche —una cínica sonrisa se dibujó en sus labios—. Y no creo que ninguno de los dos tenga madera de héroe.

—¿Supone que claudicaremos, Tom? —preguntó el ingeniero.

—¿Qué otro remedio les queda? —respondió Tom Count—. Lo crean o no, no me gusta la sangre ajena.

—Salvo, por ejemplo, la del profesor Laneza.

—Era un estorbo. Él sí que no hubiese cedido. Bien, ya están advertidos. A medianoche vendré a conocer su decisión. Vámonos, Shalamo.

Count y su esbirro se alejaron. Ibson y Gloria quedaron nuevamente a solas. 

CAPÍTULO XIII 

Count salió al exterior, sumamente preocupado por ciertas palabras que había escuchado durante su conversación con los prisioneros.

—¿Será verdad que esos tipos pudieron entrar en comunicación con Willie? —murmuró bastante preocupado.

—¿Decía algo, jefe? —preguntó Shalamo.

—No, nada.

Count se dirigió a grandes zancadas hacia la jaula y se detuvo a pocos pasos de la misma, situándose frente a su inmóvil prisionero.

—Willie —llamó.

El ser permaneció en la misma postura, sin dar señales de haberle escuchado.

—¿Es que no me oyes? —gritó Count—. ¡Contesta, hombre!

—Jefe, mira que llamar hombre a «eso» —rió Shalamo.

—¡Cállate, estúpido! —dijo Count de mal humor—. ¡Willie, contesta, demonios!

El prisionero continuaba guardando silencio. Atraídos por sus voces, Lorena y Stormane salieron de la casa y se acercaron a la reja.

—¿Qué pasa, Tom? —preguntó la mujer.

—El ingeniero me ha dicho que consiguió entrar en contacto con Willie. Yo trataba de comunicarme con él, eso es todo.

—¡Qué estupidez! ¡Comunicarse con esa bestia! Es imposible, Tom —exclamó la pelirroja.

—Lo mismo pienso yo —intervino Shalamo.

Count movió la cabeza.

—No, no es imposible —dijo—. Lo que sucede es que ellos emplearon algún método que yo no conozco.

—Oye, Tom, si el ingeniero se comunicó con Willie, eso significa que es inteligente.

—Claro que sí, Lorena. Y por eso quiero yo entablar contacto con él, a fin de hacerme entender y poderle dar órdenes cuando me apetezca, ¿comprendes?

—Desde luego. Bueno, sigue intentándolo.

Count asintió. De nuevo volvió a dirigirse al cautivo:

—Vamos, Willie, sé buen chico y contéstame...

Lorena pegó de repente un terrible chillido. Count dio un salto, asustado por el grito de la mujer.

—¿Qué diablos...?

—Allí, allí... —gritaba ella, extendiendo la mano hacia un punto situado a espaldas de Count—. ¡Mira, Tom, mira!

Count volvió la cabeza, lo mismo que Stormane y Shalamo. A todos se les pusieron los pelos de punta. 

*     *     * 

—¿Aceptarás, Terry?

Ibson hizo un gesto de pesar.

—¿Y tú, Gloria?

La joven puso su mano bajo la barbilla.

—Podríamos decir que sí y luego...

—Si piensas engañar a Count, olvídalo. No te soltaría sin antes tener la seguridad plena de que no ibas a quebrantar tu promesa.

—¿De qué manera, Terry?

—Seguramente te haría firmar algún documento comprometedor o algo por el estilo, para tenerte siempre sujeta y evitar compromisos más adelante.

Gloria sonrió.

—Sería un chantaje al revés, ¿no? Pagar por callar...

—En cierto modo, el chantaje sería mutuo. Nosotros callaríamos, pero él tampoco diría nada. Y no sacaría ese documento a relucir, mientras no viese peligro. A cambio, claro, nos daría a cada uno seis mil dólares mensuales.

—Una cifra nada pequeña, ciertamente. Count es un tacaño. ¿Por qué piensa pagarnos tanto?

—La respuesta es sencilla, querida: por la sencilla razón de que espera conseguir un beneficio muy superior con la exhibición de Willie. Prefiere gastarse doce mil mensuales en nosotros a perderlo todo.

—Podría ahorrárselos mandando que nos asesinaran.

—Es un tipo listo y sabe que nuestra muerte podría ponerle en un aprieto. Prefiere la componenda, ¿entiendes?

—Sí, Terry. Pero...

La muchacha no pudo contestar. Un estruendo espantoso resonó súbitamente.

Gloria lanzó un grito de susto. Ibson creyó que la casa se iba a desplomar encima de ellos. 

*     *     * 

Con ojos desorbitados, Tom Count contempló la espantosa figura que surgía por encima del borde de la tapia. Era un duplicado de Willie, pero en libertad.

Lorena exhaló un chillido de terror. Los dos pistoleros aprestaron sus armas.

—¡Kryx! —gritó el prisionero en silencio.

—Estoy aquí, Yeuy —contestó el recién llegado.

—Cuidado con los seres vivos —advirtió Willie.

—Sí, Yeuy.

El otro ser continuó su marcha. Su cráneo sobresalía un par de metros por encima del borde de la tapia.

Kryx arremetió contra la tapia, derribándola sin ninguna dificultad.

—Acércate —pidió el prisionero—. Me ayudarás a romper mi prisión.

—Sí, Yeuy.

—¡Disparadle, disparadle! —chilló Count.

Stormane y Shalamo reaccionaron. Dieron unos pasos hacia adelante y apuntaron al monstruo con sus pistolas ametralladoras.

—¡Cuidado, Kryx! — advirtió el prisionero.

Kryx se volvió. ¿Qué pretendían hacer aquellos dos sujetos con los artefactos que sostenían en sus manos?

Algún gesto hostil, no cabía duda.

—Bien —dijo—, yo no pretendía haceros daño, pero tampoco voy a permitir que me lo hagáis a mí.

Dio un salto hacia adelante y extendió sus brazos bifurcados. Sin saber cómo, las armas volaron de las manos de los pistoleros.

Luego, los dos pares de manos de Kryx asieron a Stormane y Shalamo, levantándolos en vilo. Count tenía la boca abierta de par en par, fascinado por el espectáculo.

Stormane y Shalamo se debatían con todas sus fuerzas, a la vez que chillaban frenéticamente. Pero eran pigmeos en poder del ser extraterrestre.

Kryx tomó impulso, movió su brazo derecho y lanzó hacia delante a Shalamo con todas sus fuerzas. El pistolero oyó el rugido del viento desplazado por su velocísima carrera, vio que pasaba por encima de la tapia y se dio cuenta de que iba a estrellarse contra el suelo. El miedo le hizo desmayarse antes del término de su mortal parábola.

Stormane corrió la misma suerte. Murió después de un vuelo de más de cien metros.

Count y Lorena permanecían petrificados por el espanto. Acto seguido, Kryx se volvió hacia el prisionero.

—¿Estás bien, Yeuy? —preguntó.

—Sí, Kryx.

—Me siento muy contenta de volver a verte, después de quince mil años de separación.

—Yo también. Escucha, necesito tu ayuda.

—Lo que tú mandes.

—Vamos a ver si entre los dos podemos levantar la jaula a un lado. Haz fuerza cuando yo te lo diga, ¿estamos?

—Sí, Yeuy.

Los dos extraterrestres se situaron frente a frente, agarrando los barrotes horizontales a cosa de dos metros del suelo.

—¿Ahora, Kryx?

—¡Ahora, Yeuy!

Se oyó un crujido aterrador. La jaula empezó a alzarse por uno de sus lados, arrancada de sus encastres de cemento. Count creyó que iba a desmayarse ante aquella fabulosa demostración de potencia física.

—Estás fuerte, Kryx —bromeó Yeuy.

—Llevo muchos días haciendo ejercicio y alimentándome sin preocupaciones —contestó Kryx.

Count reaccionó de pronto.

—¡Lorena! ¡El fusil narcótico! ¡Corre!

La mujer echó a correr hacia la casa. Count retrocedió hasta situarse al abrigo de unos arbustos.

La colosal jaula quedó volcada al fin.

—Estás libre, Yeuy —anunció Kryx.

—Gracias a ti, querida.

—Nos iremos ahora, supongo.

—Sí, pero antes tengo que ayudar a unos buenos amigos míos. Acompáñame, Kryx.

—Lo que tú digas.

Los dos gigantescos seres corrieron hacia la casa. Yeuy, antes Willie, alcanzó el edificio y cargó con el hombro.

Parte de la estructura se vino abajo con horrible estruendo. Lorena se disponía a salir y chilló cuando vio que un enorme bloque de cemento se desplomaba sobre ella. Inútilmente trató de protegerse levantando los brazos; el peso del bloque la aplastó instantáneamente, cortando en seco sus gritos de pavor.

Yeuy pegó unos cuantos manotazos más. La entrada al sótano quedó libre en un enorme espacio.

—Ven, Kryx.

Los dos seres descendieron unos metros. Ibson y Gloria permanecían en el rincón opuesto del sótano, estrechamente abrazados.

—¡Dios mío! —murmuró la joven—. Ahora hay dos...

—Sí —contestó Yeuy silenciosamente—. Somos dos. Kryx, mi pareja, y yo.

—¿Tu... pareja? —repitió Ibson, estupefacto.

—¿Por qué no?

A Gloria le pareció que el ser sonreía.

—También vosotros, los terrestres, os emparejáis —siguió Yeuy—. Lo que pasa es que Kryx y yo hemos estado separados durante muchos milenios.

—Entonces, tu compañero... ¿es «ella»? —preguntó Ibson.

—Sí. Se llama Kryx. Mi nombre es Yeuy y no Willie como vosotros me llamabais.

—Si lo hubieras dicho desde un principio —se quejó el ingeniero.

Yeuy no contestó. Volviéndose hacia Kryx, dijo:

—Ayúdame, ¿quieres?

Ocho pares de manos tridactiladas agarraron la primera reja, que saltó con terrible estrépito. La segunda fue arrancada con idéntica facilidad.

—Ya estáis libres — anunció Yeuy.

—Gracias —dijo Ibson—. ¿Qué pensáis hacer vosotros? —preguntó a continuación.

—Nos marchamos —respondió Yeuy—. Nuestro destierro en vuestro planeta ha durado ya demasiado.

Gloria dio un paso hacia delante.

—Yo también quiero daros las gracias —manifestó.

Yeuy le dirigió una intensa mirada.

—Adiós —fue todo lo que dijo como despedida—. Vámonos, Kryx.

—Sí, Yeuy.

Los dos seres dieron media vuelta y salieron al exterior. Ibson y Gloria corrieron tras ellos.

Alcanzaron el jardín. La pareja de extraterrestres había iniciado ya una veloz carrera.

Ibson observó que iban agarrados de las manos, entrelazando aquellos dedos largos y tentaculares. Alcanzaron el muro, pero no detuvieron un ápice la velocidad de su carrera.

La tapia saltó con tremendo estrépito. Kryx y Yeuy se perdieron de vista en un santiamén.

Detrás de ellos sonó un rugido de rabia.

—¡Me las pagarán! ¡Juro que me las pagarán! —barbotó Count.

Ibson volvió la cabeza.

Count aparecía devorado por la furia. Tenía los ojos inyectados en sangre y blandía el puño coléricamente.

Ibson contempló la casa en ruinas. Luego fijó la vista en el forajido.

—Se lo tiene bien merecido —contestó—. Pero eso no es todo. Aún le falta algo, Count. Espere un momento.

El puño del ingeniero se disparó hacia delante con todas sus fuerzas. Count lanzó un grito de dolor y se desplomó al suelo.

Ibson agarró la mano de la joven.

—Vámonos, Gloria —dijo—. Aquí ya no tenemos nada que hacer. 

CAPÍTULO XIV 

Con una sonrisa satisfecha, Gloria dio la vuelta en torno al maniquí que sustentaba un vestido de tela blanca.

—Sí, el modelo me gusta —dijo—. ¿Qué te parece, Román?

El biólogo, ya restablecido por completo, sonrió satisfecho.

—A Terry se le caerá la baba cuando te vea entrar en la iglesia —contestó.

Gloria sonrió también. Veinticuatro horas más y se convertiría en la señora Ibson.

—Celebro que te guste, Román. Mi madre llegará hoy. Puesto que mi padre murió hace dos años, tú me acompañarás hasta la iglesia.

—Con mucho gusto, Gloria.

La puerta se abrió de pronto. Ibson entró en la sala a grandes zancadas.

Gloria lanzó un chillido y se situó delante del maniquí, con los brazos extendidos.

—¡Terry! ¿Qué descaro es ése? ¡No puedes ver el traje de novia hasta la iglesia...!

Ibson miró a la joven con el ceño fruncido.

—Éste no es el momento para guardar las formas, querida —contestó—. Ha ocurrido algo grave. Mejor dicho, está a punto de ocurrir.

Gloria se alarmó.

—¿Qué ocurre, Terry? —preguntó.

—Count. ¿Recuerdas? Juró que Yeuy se las pagaría...

—Sí, pero yo pensaba que no era más que una frase dictada por el rencor.

—Count sigue dominado por el rencor y no fue una frase meramente de despecho —contestó Ibson—. Acaba de despegar en un avión especial, fletado por él, con unos cuantos tipos duros a bordo. Todos van armados con cañoncitos portátiles de veinte milímetros.

Gloria se quedó pasmada.

—Pero ¿por qué? —preguntó—. ¿Qué es lo que pretende ese demente?

—¿Acaso no lo comprendes? El ansia de venganza le obsesiona de tal modo, que le hace perder la noción de sensatez y equilibrio. Simplemente, va a matar a Yeuy.

—¿Es que sabe dónde está?

—¿No te lo figuras tú, Gloria?

Ella guardó silencio unos instantes. Luego, muy despacio, contestó:

—Se dirigieron hacia el norte, Terry.

—Exactamente. Y Count va también hacia allí, con su cohorte de forajidos.

—No es tonto el tío —comentó Santos a media voz.

Gloria se separó del maniquí. Ya había olvidado el traje de novia.

—¡Terry! ¡Tenemos que ayudarles! —exclamó con gran vehemencia—. No podemos permitir que ese forajido les cause el menor daño.

Ibson sonrió.

—Esperaba que me lo pidieras —dijo—. Y como me figuraba cuál sería tu reacción, te diré que ya está listo el avión que nos va a llevar al Polo.

—¿Puedo ir yo? —preguntó Santos ávidamente.

—Un científico de tu especialidad será siempre bien acogido en la expedición —contestó Ibson.

Gloria apoyó una mano en el brazo de su prometido.

—Una duda me asalta, Terry —expresó.

—¿Sí, cariño?

—¿Llegaremos antes que Count?

—Él ha tenido que alquilar un avión particular. Los aviones particulares son siempre menos veloces que los del Ejército —contestó el ingeniero.

Lanzó una mirada al vestido y suspiró.

—¡Lástima, se ha perdido el efecto de la sorpresa! —comentó alegremente. 

*     *     * 

El reactor que les había llevado hasta su destino era de geometría variable y el piloto aumentó la superficie alar al encontrarse en las inmediaciones del objetivo. La superficie de sustentación aumentó, por tanto, y el aparato pudo perder velocidad, sin peligro alguno.

Era un aparato que podía aterrizar en cualquier parte. El piloto hizo salir los esquíes, y momentos después, el reactor resbalaba sobre la superficie helada.

—Hemos llegado a tiempo —dijo Ibson, aliviado, después de comprobar que el lugar se hallaba completamente desierto.

—¿Y ellos? ¿Dónde estarán ahora? —preguntó Gloria, mientras se ponía la ropa de abrigo.

—¿Te refieres a los Ikkx?

—Sí, claro...

—No pueden tardar mucho en llegar. A juzgar por el ritmo de marcha de sus viajes anteriores, deben de estar ya a punto de...

—Yo diría que han llegado ya, Terry —le interrumpió Santos en aquel instante.

Ibson volvió la cabeza. Una exclamación brotó de sus labios en el acto.

A cien metros de distancia, brotaba un espeso surtidor de nieve pulverizada, que el viento polar arrastraba en dirección sur. Aunque no comprendía muy bien cómo se producía aquel colosal géiser de nieve, se imaginó fácilmente sus causas.

Terminaron de equiparse. Ibson abrió una caja y extrajo de ella las piezas de un arma, que montó de inmediato.

Gloria quedó sorprendida del calibre del arma.

—Es un cañoncito de cuarenta milímetros —explicó él—. Naturalmente, sin retroceso o no podría dispararlo como si fuese una escopeta.

Se colgó del cuello una bolsa con seis granadas y corrió hacia la salida. Gloria, Santos y unos cuantos soldados especialistas les siguieron en el acto.

Saltaron a tierra. Ibson dijo:

—Están desenterrando su astronave.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó ella, mientras corrían hacia el surtidor de nieve.

—El detector de masas metálicas —explicó él—. Empezó a dar unas señales muy intensas cuando descubrimos a Willie... bueno, a Yeuy.

—Y no has dicho nada hasta ahora.

Ibson meneó la cabeza.

—La nave es de ellos y la necesitan para volver a su planeta —contestó.

—Sí, tienes razón —murmuró la joven.

Instantes después, alcanzaban las proximidades del surtidor de nieve. Había allí un enorme hoyo, a cuyo borde se asomaron.

Ibson se quedó estupefacto.

—Es increíble —dijo, al contemplar la gigantesca nave que yacía aún semienterrada en el hielo.

Insensibles al frío, Kryx y Yeuy trabajaban con unos aparatos especiales que, tras pulverizar el hielo, lo despedían a gran distancia. Cada vez era mayor la superficie de la nave que quedaba al descubierto.

Medía unos cien metros de largo por sesenta o más de diámetro máximo, estrechándose ligeramente hacia los extremos, como un colosal cigarro puro. Ibson se preguntó, admirado, qué sistema de propulsión sería el utilizado para mover la nave.

—Uno muy sencillo e inagotable —sonó de pronto en su cerebro la voz de Yeuy—. Nuestra mente.

—¿Qué? —dijo Ibson, jadeante de asombro.

—Sí, nuestra mente. Ella nos basta para desplazarnos con la nave a cualquier parte de la Galaxia. Ciertamente, tenemos también limitaciones físicas; por eso necesitamos emplear la envoltura externa de una astronave, para nuestros desplazamientos por el espacio.

—¿Has oído, Gloria?

—Sí, Terry. Es fantástico...

Los Ikkx trabajaban sin descanso. Ibson sintió una viva simpatía hacia aquellos seres de aspecto tan horrible.

Yeuy pareció adivinar sus pensamientos.

—Para nosotros, vuestra apariencia, aparte de ridículamente pequeña, es espantosa —«dijo»—. Es cuestión de apreciaciones, claro.

—Sí, cierto. Yeuy, una pregunta. ¿Cómo te localizó... «ella»?

—Nos pusimos en contacto mental apenas desperté. No podía dejar de encontrarme.

—Empiezo a sospechar —dijo Gloria—, que pudiste haberte liberado antes, Yeuy. ¿O es una fábula lo de vuestro poder mental?

Yeuy «sonrió».

—No, no te equivocas —contestó—. Pero hubiera tenido que hacerlo causando daño a alguien y traté de evitarlo en lo posible. Por otra parte, sabía que Kryx acabaría encontrándome. Después de quince mil años de espera, ¿qué importaban algunos días más?

—Kryx sí causó daños —dijo Gloria.

—Es un poco impulsiva. Cosas de la juventud. Ya se le pasará.

—Me siento curiosa, Yeuy. ¿A qué llamas tú juventud? Dejando de lado el tiempo que permanecisteis sepultados bajo los hielos, ¿cuántos años tiene ella?

—Unos seiscientos veinte, según vuestro computa de tiempo.

—¡Y a eso le llaman juventud! —exclamó Santos, asustado. También él percibía en el interior de su mente las frases de Yeuy.

—Bueno —dijo el extraterrestre—, comparada conmigo, es una chiquilla. Yo le doblo la edad, pero en vuestro planeta Kryx tendría veintidós años y yo algunos más de cuarenta.

—Cuestión de medida de tiempo —dijo Ibson.

—Sí, justamente... —de repente, Yeuy lanzó una silenciosa exclamación mental—: ¡Estoy percibiendo emanaciones hostiles!

Terry Ibson comprendió en el acto el significado de aquella exclamación. Volvió la cabeza.

Un avión se disponía a aterrizar en aquellos momentos. Yeuy dijo:

—No hagáis nada. Dejadme que yo tome el control de la situación. 

*     *     * 

El avión se detuvo junto al llegado anteriormente. Una escotilla se abrió y varios sujetos, armados con cañoncitos portátiles de veinte milímetros, se desparramaron por el suelo.

—¡Allí! —gritó Count—. ¡Disparen, hagan fuego en seguida!

Gloria lanzó un chillido. Ibson se arrodilló, dispuesto a contestar con su cañón portátil.

Estallaron varias detonaciones. Pero entonces sucedió algo increíble.

Una poderosa fuerza invisible detuvo los proyectiles de veinte milímetros a unos palmos de la boca de los cañones. Luego, las balas cayeron al suelo sin causar el menor daño.

Count estaba perplejo.

—Pero ¿qué...?

Sus acompañantes no se sentían menos asombrados.

—¡Vamos, estúpidos, disparen de nuevo! —gritó Count.

Sonó otra descarga. Como la vez anterior, las balas se detuvieron a un metro de la boca de los cañones y cayeron lentamente al suelo.

Aquello era más de lo que podían resistir los alterados nervios de los pistoleros. Uno de ellos tiró su arma y escapó a todo correr hacia el avión.

Los otros le siguieron en el acto. Count se quedó solo.

El furor le hacía desvariar.

—Mataré a esos bichos... Tengo que desquitarme...

—Está loco, loco de remate —dijo Gloria.

—El ansia de vengarse es más fuerte en él que todo sentimiento —añadió Ibson.

Count echó a correr de pronto hacia la excavación. Introdujo su mano en el chaquetón y sacó un objeto oscuro, de forma ovoidea.

—¡Demonios! ¡Eso es una bomba de mano! —exclamó Santos.

Count arrancó la anilla y lanzó la bomba. El mortífero huevo de metal ascendió una docena de metros y explotó en el aire fragorosamente.

Ibson se sentía abrumado. ¿Cómo luchar contra unos seres de una tan fabulosa potencia mental?

Count se tambaleó. Miró desesperadamente a su alrededor.

—¿Es que no voy a poder...?

Su voz se trocó en un sordo gorgoteo. Elevó las manos al cuello y las retiró ensangrentadas.

De repente, se derrumbó sobre la nieve. Pataleó un poco y luego se quedó quieto.

Santos corrió hacia el caído. Después de examinarlo unos instantes, se puso en pie.

—Un casco de metralla le seccionó la yugular —dijo.

—Lo siento —manifestó Yeuy—. No conozco muy bien vuestras armas; por eso detuve la bomba demasiado cerca.

—No se pierde gran cosa —refunfuñó Ibson.

Kryx lanzó de pronto un alborozado grito mental:

—¡Yeuy, la nave está ya lista!

—Nos vamos —anunció el Ikkx.

—¿Volveréis algún día? —preguntó Gloria con voz suplicante.

—¿Quién sabe? —contestó Yeuy—. Vuestro progreso ha sido enorme. Cuando llegamos aquí por primera vez, en misión exploratoria, vuestros antepasados vestían de pieles y apenas conocían el fuego. Hoy ya viajáis por el espacio, pero todavía os falta lo más esencial: el progreso espiritual, que ha de suprimir las rencillas y odios entre vosotros.

—Eso es una verdad como un templo —masculló Ibson.

—Informaremos en nuestro planeta. No creo que volvamos en mucho tiempo. Hemos de esperar a que mejoréis espiritualmente —dijo Yeuy.

—Sí, tienes razón —concordó el ingeniero.

—Yeuy, Kryx, os deseamos buen viaje —dijo Gloria.

—Gracias —contestó el Ikkx.

La escotilla estaba ya abierta. Yeuy y Kryx desaparecieron en el interior del aparato.

Momentos después, la enorme astronave empezaba a despegarse del suelo terrestre.

—Adiós, amigos —«dijo» Yeuy.

Gloria agitó una mano.

—Buen viaje —repitió.

La astronave adquirió velocidad. De repente, desapareció.

—Me pregunto dónde estará su planeta —murmuró Santos.

—Lo mismo da —contestó Ibson en tono pensativo—. No importa dónde esté el planeta de los Ikkx. Pero cualquiera que sea su situación, está en donde hay paz en las estrellas,

—Aquí también la habrá algún día —dijo Gloria—. Tardará, pero llegará.

Ibson levantó la vista al cielo. «Paz en las estrellas», repitió mentalmente.

Sí, algún día llegaría esa paz, se dijo, confiando en el futuro.

 

FIN