jueves, 4 de mayo de 2023

METAMORFOSIS (ALAN STAR LAW SPACE)

 


Alan Star es el mismo autor que Law Space, ambos seudónimos de Enrique Sánchez Pascual. Este escritor firmó sus obras con multitud de seudónimos: Alan Comen, Alan Star, Alex Simons, E.L.Retamosa, E.S.Pascual, Eirk Gruber, Frank Kreig, H.S.Thels, H.Cowerland, Isaías Brostein, Lewis Altable, Lionel Sheridan y W.Sampas. Tocó todos los géneros, Ciencia-ficción, Bélica, Policíaca, Oeste y Terror, utilizando uno u otro seudónimo según el género elegido.

En los duros años de la posguerra, y domiciliado en Madrid, trabajó como representante de unos laboratorios farmacéuticos escribiendo POESÍAS PARA MÉDICOS, un irónico poemario dedicado al colectivo médico. Poco después, animado por un amigo escritor, probó suerte en el campo de la literatura popular, entonces en auge, es de suponer que con éxito puesto que acabaría convirtiéndose, tal como se ha comentado en la introducción, en uno de los autores más conspicuos del género. 
Aunque Sánchez Pascual comenzó su carrera literaria en Bruguera, lo que motivó el traslado de toda la familia a Barcelona, fijando su residencia primero en el pueblecito de Mirasol y posteriormente en Sant Cugat del Vallés y Masnou, también fue uno de los principales colaboradores de Toray, la rival catalana de Bruguera, donde asimismo dejó un extenso catálogo. Otras editoriales para las que escribió fueron también la desaparecida Ediciones Petronio y la mexicana Diana


EN DONDE SE EXPLICA EL ORIGEN DE UNA IDEA

 Cuando me anunciaron su visita, sonreí. Y siempre me ocurre lo mismo, porque H.S. Thels me trae, inva­riablemente, un mensaje de optimismo, algo que remoza un poco lo oscuro de mi «gruta primitiva», único hombre que se me antoja aproximadamente exacto para lo que otros llaman «torre de marfil».

Thels y yo somos muy buenos amigos.

Además de haber estado juntos durante muchos años, Harry se dedicó, dentro de la novelística moderna, al mismo campo que yo; la anticipación científica. Y eso ha hecho que nuestras relaciones, que siempre fueron cordiales, se estre­chasen aún más.

Y no quiere decir eso que Thels y yo cultivemos el mismo estilo, ni tengamos, ni mucho menos, las mismas ¡deas sobre las mismas cosas. Precisamente, la fuerza, la raíz de nuestra amistad, ha residido en eso; en la disparidad de nuestras opiniones, en la mutua oposición de nuestras ideas.

Por eso, precisamente por eso, me alegró ver a Thels, y supongo que a él le pasaría lo mismo.

Penetró en mi despacho luciendo su eterna sonrisa, con sus ojos vivos, inquisidores; ojos de observador nato (en contra de los míos, de los que se ha dicho que estaban cubiertos de una membrana protectora, como los de ciertas aves).

—¿Qué hay, Thels?

Me estrechó la mano y se dejó caer en uno de los sillones, sin dejar de sonreír.

—¿No te molesto?

—Ya sabes que nunca ocurre eso.

Mientras me ha dicho esa docena de palabras, Harry no ha dejado de mirar, de fijarse en todo —y, sobre todo, válgame la redundancia—, en la hoja de papel que emerge de mi máquina de escribir.

—¿Qué haces ahora? —ha preguntado, después de un corto silencio.

Me encogí de hombros, expresándole toda la dificultad que estaba pasando en aquel instante.

—El editor me ha pedido otra de «invasión».

Sonríe.

Porque Thels y yo nos entendemos a medias tintas. Y ambos sabemos que «invasión» significa, claramente, llegada de «platillos», de extrañas criaturas, de gentes venidas del otro lado del espacio...

—¿Otra vez?

Vuelvo a hacer un gesto de impotencia.

—Otra vez, Harry.

—¿Y has encontrado algo?

Ahora el que sonrío soy yo; después, «abriendo la espita»:

—¿Lo harías tú, amigo mío? ¿Qué queda por tocar? ¡Pobre de mí! He movido todos los seres posibles: venusianos, jovianos, marcianos, gentes de otras galaxias, del final del Cosmos. Los he descrito de todas formas y tamaños; con tentáculos, bicéfalos, telepáticos...

Me hace un gesto con la mano. Y yo opto por el silencio.

—Todo eso ya lo sé, Law —dice—. Sólo te he preguntado sí has encontrado algo nuevo.

—No.

He sido tajante, lacónico, decisivo. Y mi negación ha sonado en el despacho como un punto final.

—¿No tienes ninguna idea? —inquiere.

Le miro con asombro. Creía que mi «no» rotundo le había convencido; pero me conoce demasiado. Y se apresura a agregar:

—Acabo de entregar una novela. No temas el plagio...

—¡Eres imposible!

Se arrellana, seguro de que va a escuchar algo. Y yo sonrío, diciéndome que, después de todo, se lo merece.

—Se me ocurrió viendo volar las semillas...

—¿Ah, sí?

—Sí. Las vi salir de un árbol, arrancadas por el viento y dispersarse, jugando esa partida biológica de la lucha por la existencia.

—¿Y qué?

—Pensé que también podía ocurrir en el espacio. ¿Te Imaginas un mundo condenado a muerte?

—Sí.

—Los seres son inteligentes, aunque no poseen ni nuestra forma mental ni nuestra estructura orgánica...

—Comprendo.

—Ellos se han dado cuenta de que su mundo está con­denado irremisiblemente. Además, carecen de esa parte de industria que podíamos llamar «ciencia mecánica».

—Ya lo veo. Son seres sin manos.

—Eso es. La mano ha hecho del hombre todo lo que le vanagloria... o le avergüenza; ya que la mano hizo lo bueno y lo malo; pero, de todos modos, se estremece uno al ver esa Venus griega, que hace pensar en una Humanidad que no hubiese sido capaz de plasmar su belleza...

—¿Son inteligentes esos seres tuyos?

—Mucho. Pero, si lo quieres más claro aún, por encima de su inteligencia hay algo más poderoso y sorprendente a la vez.

—¿De qué se trata?

—De una facultad que está ciertamente limitada en la Tierra; la metamorfosis. Hay pocos seres, comúnmente conocidos, que la posean; ya que, aunque dentro del campo de los insectos es manera común de pasar de larva a adulto, el hombre corriente no conoce más que los dos casos que están en más íntimo contacto con él.

—¿Y son?

—El gusano de seda y el de la rana común. Yo prefiero el primero.

—¡Hombre! Yo también...

—Piénsalo bien, te lo ruego. ¿Qué hay de común entre el gusano de seda y la mariposa? Repta el uno miserablemente sobre las hojas de morera; apenas si levanta de vez en cuando la cabeza, y no puede decirse de él más que está pegado a la tierra,' hundido en ella. Porque, sin saber por qué, la voz popular se ha referido al gusano como a algo ciertamente repugnante.

—Quizá sea por el miedo a ser devorado fatalmente por ellos...

—Puede ser; pero de todas maneras, cuando el gusano desaparece en el interior de su sedoso ovillo... ¿quién había de pensar que va a convertirse en un ser alado, dueño del espacio que le rodea?

—¿No te parece excesivamente poético?

—Lo es. Justamente, en el caso del gusano de seda, la transformación en mariposa tiene sonoridades de marcha nupcial.

—¿Hacen lo mismo los seres que has imaginado para tu novela?

—En cierto modo, sí; pero hay una diferencia fundamen­tal: los habitantes de aquel mundo destruido, las semillas de una civilización «pensante» como la de ellos, están obligados a volver a su forma adulta, que abandonaron para defenderse de la destrucción en su planeta de origen. Esa es, justa­mente, la sorpresa que guardo al lector que, sin duda alguna, se estará preguntando, en el curso de la narración, qué forma definitiva adoptarán seres tan cambiables.

—¿Y cuál es?

Sonreí.

—¿No irás a creer que voy a decírtelo, Thels? Toda nuestra conversación está siendo tomada por cinta magnetofónica y será el preámbulo a la novela...

Hizo una mueca.

—Está bien; pero voy a hacerte un par de preguntas.

—Venga.

—Esos seres que llegan a la Tierra han de comprenderla. ¿Cómo lo hacen?

—Al principio están completamente desorientados. No hay que olvidar que, sea cual sea la forma que adopten, hasta llegar a la adulta y definitiva, la inteligencia no les abandona.

—Entiendo.

—Por eso, cuando «abren los ojos a nuestro mundo», cuando empiezan a informarse de la clase de planeta en !a que han ido a caer, no dejan de sorprenderse; pero, casi inmediatamente, se dan cuenta de todo el poder que tienen en sus «manos» —nunca las tuvieron—, pero hay que decir las cosas de algún modo.

—¿Y qué hacen entonces?

—Lo que tú o yo hubiésemos hecho en su lugar: quieren apoderarse del planeta.

—¿Lo logran?

Otra sonrisa mía.

—¡Thels, por favor! ¿No te das cuenta de la clase de preguntitas que me estás haciendo?

Vuelvo a sonreír.

—Perdona.

Y después de una corta pausa:

—Todo eso está muy bien; pero, por el momento, me parece intuir que esos invasores poseen ojos para ver, oídos para escuchar y hasta boca y laringe para hablar. Lo que me hace suponer que no son en definitiva, demasiado distintos a nuestros seres vivos.

—Te equivocas. Esos seres no tienen nada de lo que has dicho y son completamente distintos a los seres que nos rodean. Tienen cierta semejanza con esa forma patológica, repugnante, que el hombre vulgar da al...

Me doy cuenta de que iba a decir demasiado.

Thels sonríe:

—Ha faltado muy poco para que me dijeses lo que me interesa, amigo Space.

—Pero me he detenido a tiempo.

—Así que esos seres no poseen órganos perceptivos...

—¡Alto ahí! Yo no he dicho eso. Esos seres poseen una «inteligencia receptiva», a la que llegan las impresiones sen­soriales de los seres á cuyas expensas viven.

—¿Parasitismo?

—Esa es la justa palabra. En el curso de la narración que sigue, los hombres no encontraron otra manera de califi­carlos. Y los llamaron «parásitos».

—Lo que más me gusta de tu tema es que se trata de una «invasión accidental».

—Completamente. Ya te dije, al empezar a hablar, que me inspiré en el vuelo de las semillas. ¿Qué más accidental puede haber? Si la Tierra atravesó, en determinado instante, una región cósmica por la que, en aquel momento, pasaban las semillas de los parásitos, no fue más que una coinciden­cia y, al mismo tiempo, una fatalidad.

—¿Te das cuenta de la dificultad de lucha que los hombres poseen para enfrentarse ante tamaño peligro?

—Sí; pero ya conoces nuestra tesis: El hombre ha de vencer. No podemos escapar a ese final antropocéntrico...

—.. .y amoroso. ¿No es así?

—Evidentemente. Un beso es el colofón lógico de una aventura preñada de peligros.

Thels se ha levantado.

Por el pasillo, acompañándole hacia la salida, le he pre­guntado:

—¿Qué haces tú ahora?

—Descansar!

—¿No tienes nada en el meollo?

—Muy poco. Hay algo, sin embargo, que me está preocu­pando.

—¿De qué se trata?

—¡Oh! Nada de invasiones extraterrenales; el editor está de buenas conmigo. Tengo el proyecto de hacer una trilogía sobre el maquinismo y la cibernética.

—¿Me enviarás el borrador?

—Cuando reciba el tuyo. Tengo ganas de saber lo que has sudado para hilvanar todas esas cosas raras. Aunque confío en que salgas airoso.

—Así lo espero, Thels.

 

 

CAPÍTULO I

 

A pequeñas causas, grandes efectos...

El mal humor de Stan House, el mayorista de huevos de Star City, una pequeña ciudad del Este, jugó un papel importante, facilitando el desarrollo de algo que nadie se es­peraba.

Por eso Stan, que debía haber perdonado a su ayudante, Donald Shuck, dejándole libre aquel domingo por la mañana, le obligó a despertarse a la misma hora que todas las ma­ñanas, encargándole el reparto de huevos que solía hacer, al caer la noche del domingo, él mismo.

También es claro que aquello no fue más que un hecho que, aunque tuvo trascendencia, no hubiese evitado nada; pero, de todas formas, adelantó la presencia del problema, ya que los huevos jugaron un importantísimo papel.

Donald, huraño —¿cómo no iba a estarlo?—, cargó las cajas en el pequeño triciclo y salió del almacén deseando que, antes de haber hecho una milla del camino que debía recorrer, le hiciesen volver las sirenas de los bomberos, per­mitiéndole asistir, entre los curiosos que se agolpasen, al es­pectáculo increíblemente divertido de un incendio en los al­macenes de Stan, con el dueño dentro...

Pero el mal no iba a venir por aquel camino...

¿Qué sabía Donald?

Si su organismo hubiese sido capaz de «entender» el mensaje de su propia lucha, que acababa de comenzar, Donald hubiera sabido que sus células se estaban defen­diendo desesperadamente contra la invasión de unos minús­culos cuerpos que habían penetrado desde el exterior.

En efecto; el aire estaba lleno en aquellos momentos de mi­núsculos gránulos, que flotaban entre las motas de polvo, animados de un raro movimiento inteligente, que les proyec­taba contra todo cuanto les rodeaba.

Así penetraron, en aquella mañana dominical, en el cuerpo de los doce mil habitantes de Star City, que se hallaban en la calle o ante sus ventanas abiertas, dado que el tiempo era espléndido. También penetraron en el cuerpo de los animales de la ciudad y de las granjas vecinas.

La «nube», si así podía llamársela, alcanzó una extensión total de unos cien mil kilómetros cuadrados, «infectando» una amplia área de los Estados Unidos.

Otras nubes similares barrieron la superficie de Europa, Asia y África; aunque muy poco la de Indonesia y Australia. En los polos, debido a la temperatura y a la ausencia casi completa de fauna y flora, la caída de aquellas semillas fue casi inapreciable.

Pero volvamos a Donald.

Cuando el triciclo se hubo alejado lo suficiente como para escapar a la vista del dueño del almacén, el muchacho se detuvo junto al primer bar que encontró, penetrando en tromba y dirigiéndose directamente a la cabina telefónica, en cuya ranura introdujo, con mano nerviosa, un niquel.

Momentos después, el sonido de llamada desaparecía y una voz de mujer, un tanto ronca —la patrona de Sally bebía con frecuencia — , inquirió:

—¿Quién es?

Donald contestó con otra pregunta:

—¿Está Sally?

—¿ De parte de quién?

—Donald.

—Un momento.

El muchacho se movió inquieto en la cabina, aunque su nerviosismo era puramente emotivo.

¿Qué habría pensado al saber que, en aquel preciso ins­tante, su organismo luchaba desesperadamente contra un enemigo desconocido?

Si hubiese podido ver sus glóbulos blancos fagocitando las pequeñas semillas que habían atravesado la piel, se hubiese echado a temblar, exactamente como lo hubieron hecho todos los demás habitantes de Star City, que habían recibi­do, sin saberlo, tan extraordinaria visita.

Pero Donald no sabía lo que eran los leucocitos, ni le im­portaban un comino tales cosas. Por el momento — ¡y con qué fuerza! —, toda su mente estaba al servicio de la cólera y la adrenalina corría generosamente por sus arterias.

—¡Donald!

—¡Hola, Sally!

—Ya estoy preparada, ¿sabes? ¡Hace un día espléndido!

Donald se mordió los labios.

—No podemos salir, Sally; es imposible.

Hubo un corto silencio al otro lado; después, una voz un tanto cargada de sorpresa:

—¿Por qué? ¿Estás enfermo?

—No. El bicho malo del patrón ha querido que haga el re­parto dominical por la mañana.

—¡Pero si eso lo hace tu compañero!

—Ya lo sé; no hace falta que me lo recuerdes; pero anoche le contesté un poco fuerte y el muy cerdo...

—¡No hables así, Donald!

—¿Cómo quieres que le trate?

Un silencio largo siguió a aquellas palabras; luego, la voz de la muchacha siguió inmediatamente a un profundo suspiro:

—¡Qué le vamos a hacer, Donald! Saldremos el domingo que viene.

—¿No te enfadas, Sally?

—No. Verdaderamente, estaba muy ilusionada, ya que hace un día tan maravilloso; pero, puesto que es algo que no podemos remediar, esperaremos al domingo próximo.

—¿Y... esta tarde? —inquirió el muchacho, con una punta de angustia en la voz.

Ella rió al otro lado del hilo.

—¿Qué te pasa, Donald? ¿Es que has perdido la confianza en mí?

—No es eso, Sally; te lo aseguro. Pero las chicas con las que he salido hasta ahora han sido completamente distintas a t¡. Si no podía acompañarlas, se buscaban otro que lo hiciese...

—Yo no soy así y te esperaré esta tarde. Iremos a( cine o al parque. ¿No te parece?

—¡Estupendo! —repuso él con vehemencia.

Momentos más tarde, Donald salía eufórico del bar, sil­bando una canción de moda, completamente inconsciente del peligro que se cernía sobre él.

Pero... ¿se había dado cuenta alguien de aquel peligro?

Los hombres y mujeres de Star City continuaban su vida normal, sin haberse percatado de nada. Reían, lloraban, se sentían tranquilos o inquietos; preparaban sus coches para la salida dominical, se lavaban los dientes, escuchaban la radio en la cocina, mientras iban envolviendo los bocadillos para sus excursiones. En fin, hacían lo que casi todos los domin­gos del estío, ignorantes de la lucha que sus organismos estaba librando contra su misterioso enemigo.

Y tenían razón al no preocuparse.

Porque, tres horas más tarde, las «semillas» que habían llegado del espacio habían sido destruidas en tos cuerpos de los hombres, las mujeres, los niños y los animales de la ciudad.

Los glóbulos blancos habían salido victoriosos y las «se­millas», destrozadas químicamente, bajo la acción de los fer­mentos defensivos del cuerpo de los seres terrícolas, fueron fagocitadas para una ulterior y definitiva excreción.

Tendríamos que poner punto final a este capítulo. Pero no podemos hacerlo.

Donald ha de preocuparnos aún un poco.

Apenas había regresado del reparto de huevos, que hizo con una eficiencia y precisión formidables, cuando las primeras quejas empezaron a llover, en forma de llamadas telefónicas, en el almacén de Stan.

La señora Martin, por ejemplo, dijo que no se atrevía a cascar ni uno solo de los huevos que le habían llevado, ya que habían adquirido un color negruzco, verdaderamente im­presionante.

Mac Ladgen, el cocinero del Hotel Star, preguntó, humo­rísticamente, a Stan, qué clase de aves habían puesto aquellos huevos negros. Además, agregó que había cascado uno y que el olor era tan insoportable —y ya sabemos todos a qué huelen los huevos cuando se estropean—, que había colocado los otros, cuidadosamente en un paquete y los había puesto en la basura sin cascar ni uno más.

«Si lo hubiese hecho —agregó, esta vez con voz agria—, se habría vaciado el hotel en cinco minutos...»

Las manifestaciones de los demás clientes fueron aproxi­madamente, como las más arriba citadas: unos, los preve­nidos, no habían cascado huevo alguno, simplemente por repelirles el color negruzco que habían tomado; los otros, los pertenecientes al grupo del cocinero del «Star», habían abierto uno y calificaban el olor de verdaderamente repug­nante.

Stan se mesó los cabellos; pero no se atrevió a obligar a Donald a hacer un nuevo reparto.

Por eso se excusó ante todos sus clientes, rogándoles que esperasen, como de costumbre, a la noche, en que el otro empleado realizaría una nueva distribución.

Y así terminó aquel desagradable incidente.

Los quince días que siguieron a aquel domingo fueron como todos los días del año en Star City. Ocurrieron los .mismos hechos, se hicieron aproximadamente las mismas cosas y todo siguió ese curso plácido, con algunas excre­cencias, por el que se desliza la vida de una pequeña ciudad.

Aquel día, era exactamente domingo, el segundo a partir de lo que podemos llamar «disgusto de Donald», considerán­dolo como un hito para el comienzo de esta narración, Mary Felmart, joven profesora de lenguas en el Liceo local, hizo exactamente lo que solía hacer en un día festivo.

Se levantó muy de mañana, realizó los ejercicios gimnás­ticos que el médico le había aconsejado para no engordar, se duchó, tomó después unas tostadas con mermelada, una taza de café y salió de casa, hacia la iglesia, consciente de haberlo hecho todo.

Pero había olvidado una cosa: acariciar y dar el desayuno a su perrito «Lobo».

Aunque esto, pensando volver después del oficio, no era una cosa especialmente trascendental.

Sin embargo, el perro podía haberle comunicado, en aquellos precisos instantes, parte de la inquietud que se había apoderado de él desde la noche anterior.

«Lobo» solía pasar la noche en su caseta, en el jardín de la finca, atado a la anilla de su pequeño domicilio, por una dorada cadena que su ama le había regalado hacía poco.

Aquella noche, la del sábado, «Lobo», como todas las noches de su existencia perruna, la empezó a pasar dur­miendo. Por eso, seguramente, como ocurrió con otros animales de la ciudad, fue incapaz de ver la minúscula esfera que sobrevolaba el jardín, a poca altura.

La esfera no tenía más de tres centímetros de diámetro y estaba dotada de una serie de tentáculos, largos de un par de centímetros, que la hacía parecer un erizo de mar.

Otras muchas, semejantes a ella, volaban por la ciudad, sobre las calles, los parques, las plazas, los jardines, quizá sorprendidas del espectáculo insólito de una ciudad apacible, hundida en el sueño.

En realidad, las esferas acababan de salir del interior de los huevos que, de una manera unánime, habían sido arrojados a los estercoleros de las afueras.

Quince días habían bastado para que las «semillas» se convirtieran en aquellas esferas en que se hubieran trans­formado todas las que penetraron en los habitantes de Star City, si las defensas de éstos no las hubieran destruido.

Pero volvamos a la que sobrevolaba el jardín de la señorita Felmart.

Estuvo moviéndose de un lado para otro, gozando de la tranquilidad de aquella noche estrellada.

¿Pensaba?

Eso, por el momento, nos es imposible decirlo.

Lo que sí diremos es que no tardó mucho tiempo en orientarse y, descendiendo hasta la altura de la caseta del perro, avanzó cuidadosamente, penetrando en ella y quedán­dose, durante unos largos minutos, ante el animal que, se­guramente avisado por uno de esos raros instintos caninos, se movió inquieto, como cogido en una pesadilla, emitiendo sonidos angustiosos, inarticulados.

La esfera no perdió el tiempo.

Impulsándose rápidamente, se posó en el lomo del animal, abriéndose paso velozmente a través de la piel del perro y penetrando en el interior del cuerpo de éste, justo en el momento en que «Lobo» se despertaba por el dolor produci­do, lanzando un aullido de sorpresa y desagrado.

La pata izquierda y posterior de «lobo» rascó desespera­damente la parte dolorida. V no siendo la primera vez que, a pesar de los cuidados de su ama, una garrapata lograba llegar hasta él, estuvo casi completamente seguro de que iba a librarse rápidamente de la desazón que sentía.

Se equivocó.

Porque la sensación, que debía haber seguido siendo superficial, se hizo «interna». Y «Lobo», desagradablemente sorprendido, «sintió que algo le corría por el interior del cuerpo», viajando velozmente hacia su cabeza.

Tan grande fue su sorpresa, que se olvidó hasta de aullar, permaneciendo como atolondrado.

Después, cuando quiso reaccionar contra aquel insólito peligro, ya era demasiado tarde.

Es posible que el olvido de su ama estuviese directamente relacionado con el hecho de que «Lobo», faltando a la inve­terada costumbre que tenía, no ladró, como solía hacerlo cada mañana, para recordar a Mary, su dueña, que debía prepararle el desayuno.

Aunque también podía ser que la señorita Felmart estuvie­se especialmente distraída aquella mañana...

Cuando la profesora volvió a su casa, nada más abrir la puerta del jardín, recordó su olvido.

— ¡Oh! —exclamó—. ¡Pobrecito«Lobo»!

Y corrió a la caseta, deseosa de patentizar su arrepenti­miento ante el animal y demostrarle su cariño preparándole un desayuno extraordinario.

«Pero Lobo no estaba allí.»

La cadena estaba completamente intacta y había sido lim­piamente abierta por la palanca a presión que la unía al collar.

¿Le habrían robado su hermoso perro?

Se irguió, presa de las más desconcertantes ¡deas. Luego, tras permanecer unos instantes sin saber qué hacer, corrió hacia la casa, dispuesta a telefonear a la policía y después a John, para que la ayudase a buscar a «Lobo».

Pero la nueva sorpresa que le esperaba, la de encontrarse la puerta abierta, la hizo detenerse, llena de prevenciones... y un poquitín de miedo, ante el violado umbral.

La llave, que solía dejar en la cerradura, estaba allí, pero alguien había abierto.

De eso no podía dudarse.

La señorita Felmart no tenía nada de histérica ni de cobarde. Mujer instruida y excepcionalmente hermosa, se había visto ante otras situaciones desagradables, de las que gracias a su sangre fría había salido airosa.

Penetró decididamente en su casa.

Pero al pasar ante el paragüero, situado en él vestíbulo, cogió el bastón que había utilizado cuando, dos meses antes, se rompió la pierna y que había guardado, un poco por romanticismo, como un recuerdo del mes que pasó encerra­da en casa.

Armada con el bastón, inició la búsqueda del intruso que se había atrevido a penetrar en la casa.

No tuvo que buscar mucho.

En realidad, nada más dejar el vestíbulo y penetrar en el pa­sillo que atravesaba la casa, sintió un ruido leve en el salón-bi­blioteca y hacia allá se dirigió sobre las puntas de los pies.

La puerta estaba entreabierta.

Asomándose por el espacio que la hoja de la puerta dejaba abierto, Mary echó una ojeada al interior de la habitación, experimentando, a pesar de su sangre fría, un aumento sensible en los latidos de su corazón.

Ningún hombre ni mujer extraños había allí.

Pero estaba «Lobo».

Mary experimentó una sensación de tan imposible sorpre­sa, que estuvo a punto de gritar, dominándose en el último instante al cubrirse prestamente la boca con la mano iz­quierda.

Y no era para menos.

Porque el perro, sentado sobre sus cuartos traseros, estaba contemplando —no podía decirse otra cosa— uno de los libros de su dueña. Había otros muchos en el suelo, al lado del animal; pero ninguno de aquéllos requirió la atención de la joven profesora.

Con los ojos desmesuradamente abiertos, la señorita Felmart, sin dar crédito a sus sentidos, observó los manejos del perro.

Este, al terminar de «examinar» lo que tanto le llamaba la atención, levantó una de sus páginas y la pasó como si leyese realmente.

Retrocediendo de puntillas, Mary llegó hasta su cuarto, cerró la puerta tras sí y corrió hacia el teléfono, formando nerviosamente el número de su prometido, John Crevelar.

 

 

CAPÍTULO II

 

¿Estás segura de no haber soñado, querida?

Mary le miró con un brillo furioso en los ojos.

—Ya sé que el perro volvió a la caseta y que lo encontraste atado cuando llegaste; pero yo no he soñado. John... ¡Mira los libros! Todavía están como él los dejó.

Crevelar, profesor adjunto de historia en el mismo Liceo donde trabajaba Mary —allí se habían conocido—, miró los libros, volviéndose después hacia la muchacha.

—No te enfades, Mary, pero...

—Habla; te escucho.

—¿A qué hora te acostaste ayer?

Ella le miró con desafío.

—A las doce.

—¿No leíste antes de acostarte?

—Sí.

—¿Recuerdas qué libros manejaste?

—Perfectamente. Leí, en su original, algunos pasajes de «La Divina Comedia»... El libro sigue en mi mesilla de noche, ya que leí en mi habitación antes de acostarme.

—¿No viniste a la biblioteca para nada?

—En absoluto.

John se arrodilló junto a los libros que seguían en el suelo y fue cogiéndolos uno a uno, mirando sus lomos.

—«Historia de la Humanidad»... «Los Progresos Cientí­ficos»... «La Era de los Descubrimientos»... «La Incógnita del Hombre»... «¿Es posible una Astronáutica Progresiva?»... y «La Naturaleza Humana»...

Dejó los libros y se levantó.

—Es curioso. Los títulos corresponden a lo que cualquier criatura ansiosa de saber hubiera cogido para «hacerse una idea»...

—¿Hacerse una idea?

—Sí... Imagínate que tú no supieses nada de los seres humanos, que deseases enterarte de la mayor parte de lo que' somos... ¿No hubieses cogido estos libros, Mary?

—Sí, en efecto; pero «él»...

No se atrevía a decir «Lobo», ni «perro», sino «él».

—Voy a verlo.

Ella hizo un gesto, como si desease impedirlo; pero se limitó a decir:

—Ten cuidado, John. Todo esto es muy extraño.

—No temas...

«Lobo» seguía en su caseta y miró, con sus ojos húmedos, tan humanos, al profesor. Su cola se movió rápidamente, expresando la alegría que experimentaba al verle.

—¿Qué hay, amiguito? —inquirió Crevelar.

El perro se levantó, dejándose acariciar por el hombre.

Hacía muy poco rato que había despertado, si así podía llamarse al volver a ser «él», ya que había estado mucho tiempo en un estado que, de haber podido pensar y hablar, hubiese calificado de inconsciencia.

Pero ahora era simplemente un perro como otro.

—¿Tienes hambre, «Lobo»?

El animal aulló alegremente, demostrando que había com­prendido perfectamente las palabras del hombre.

Este se puso en pie, ya que se había arrodillado para acariciar al can.

—Ya sé que eres muy inteligente, amiguito; pero, eviden­temente, no tanto como para ocuparte de los libros de la bi­blioteca...

Y                  se alejó hacia la casa, llegando hasta donde le esperaba la muchacha.

—¿Qué tal?

—Completamente normal. Tiene apetito... ¿no le has dado el desayuno?

—Ya te dije antes que no.

—¿Dónde lo tienes?

—En la cocina. Ven.

Prepararon juntos la comida para el perro; pero ella se negó rotundamente a dársela, viéndose John obligado a servir a «Lobo», que comió con un apetito excelente.

—Este animal está completamente normal...

Y aquella afirmación le puso en guardia, sintiendo que un escalofrío le recorría la espalda.

¿Entonces...? El pensamiento le hizo estremecerse.

Miró hacia la casa, palideciendo intensamente.

Le costó bastante serenarse.

«Debe de tratarse de un ligero "surmenage" —pensó—. Algo sin importancia, que le pasará en seguida. De todos modos voy a llevarla a pasear hoy y mañana, si sigue en sus trece, la llevaré al doctor Hilton.»

No era el hecho de «Lobo» y su sorprendente afición bibliográfica el único acontecimiento que se iba a producir en Star City..- Otros igualmente fantásticos se producirían en aquel soleado domingo, llenando de conjeturas a muchas gentes que, a partir de aquel instante, iban a ser conside­radas como peligrosamente vacilantes.

El profesor Steward había estado también en la misma iglesia que Mary Felmart, pero había ¡do mucho más de mañana, ya que estaba profundamente preocupado por el resultado de un experimento crucial que estaba estudiando desde hacía tiempo.

Para Star City, Steward era una especie de gloria local, un hombre del que se hablaba a cuantos forasteros llegaban, ya que era ciertamente curioso que una población como aquélla poseyese un sabio, en completa exclusividad, dedicado a in­vestigaciones cancerosas en un edificio que el pueblo le había regalado y en cuyo frontispicio se leía aquel letrero que tanto orgullo procuraba a las buenas gentes del lugar:

 

«Instituto de Investigaciones Biológicas»

del Profesor Steward.

Donado por la población de Star City,

en agradecimiento y admiración sentidos.

 

Charles Steward salió de la iglesia, aumentando el ritmo de su paso hasta que avistó la blanca fachada de su instituto. Una vez que Thomas, el empleado municipal, le hubo abierto, le entregó el abrigo y corrió hacia el laboratorio, cuya puerta había cerrado con llave.

El laboratorio, habitación colindante con la biblioteca, pero separado de ésta por una puerta de cristal que no se cerraba nunca, ocupaba casi la totalidad de la planta inferior del edi­ficio, estando en la superior las habitaciones particulares del profesor.

Al abrir la puerta, Charles lanzó una exclamación de asombro.

No era para menos.

Los cobayos, esos níveos conejitos de Indias que tan importante papel han jugado en los descubrimientos médicos de la Humanidad, correteaban alegremente por el laborato­rio.

¿Quién podía haberles abierto las jaulas?

El profesor contempló la llave con la que acababa de abrir la puerta de la estancia, volviéndose inmediatamente hacia el pasillo.

— ¡¡Thomas!!

El viejo empleado, que era a la vez su ayuda de cámara, corrió hacia el profesor.

—Diga.

—No te habrás entretenido en soltar los cobayos, ¿verdad?

—¿Yo? ¿Los cobayos? ¿Soltarlos? ¿Entretenido?

Todas aquellas preguntas, que al mismo tiempo eran ex­clamaciones, patentizaban al mismo tiempo el asombro, la cólera, el descontento y otras cosas más de las que pasaban, vertiginosamente, por la mente de Thomas.

Charles se dio cuenta de que el empleado no podía haber hecho tal cosa.

—¡Demonios! —exclamó.

—Pero ¿qué ha pasado, señor?

—¡Mira!

Thomas se acercó a la entreabierta puerta, contemplando el inédito espectáculo que se ofrecía ante sus ojos.

—¡Dios santo!

Steward se pasó la mano por la ancha y sudorosa frente.

—Ha debido de ser culpa mía, Thomas; perdona mi ina­decuada vehemencia de hace unos instantes.

Pero el otro apenas si le escuchaba.

—¡Se están encaramando al microscopio, señor!

Charles miró hacia donde le señalaba el criado.

Dos de los animalillos se habían encaramado al micros­copio. Y mientras uno de ellos parecía asomarse al tubo del ocular, el otro movía con sus patitas el tornillo micrométrico.

—Voy a... —dijo Thomas.

—Espera.

Y sujetó al criado por la manga.

Acababa de ver algo verdaderamente extraordinario y de­seaba contemplarlo tranquilamente.

Otros dos cobayos iban cargados con la caja de prepa­raciones — una de ellas Charles no podía distinguir cuál, desde donde se hallaba — . Y cuando, saltando ágilmente, lograron colocarla sobre la mesa, no lejos del microscopio, uno de ellos la abrió, sacando una preparación, que colocó con una habilidad sorprendente sobre la platina.

En el aparato, los otros dos, encaramados en el tubo, lan­zaban agudos gritos, hasta que todo estuvo preparado, y el que estaba en lo alto del ocular quedó silencioso, con sus ojillos casi pegados al cristal.

¡Era como para volverse loco!

Porque Charles acababa de darse cuenta de que el resto de los cobayos correteaban normalmente por el laboratorio, ha­ciendo lo que haría cualquier animal en libertad. Mientras que aquellos cuatro...

—Thomas... —musitó con una voz apenas perceptible.

—Profesor...

—Avanza con cuidado hacia la izquierda y coge el frasco del ácido pícrico... No hagas ruido, por favor.

—Bien.

El criado-ayudante se movió como una sombra, regresan­do después con lo que el sabio le había pedido.

Destapando el frasco, Charles explicó:

—Voy a lanzar el frasco contra esos cuatro. Es posible que te pases la semana quitando manchas, buen Thomas; pero tengo que marcar a esos cobayos, sea como sea.

—Hágalo, señor.

Steward midió la distancia, deseando no fallar el golpe.

Sabía que podía romper las preparaciones y manchar el microscopio; pero la necesidad de «separar» por el color aquellos cuatro cobayos del resto se imponía con más fuerza que todos los prudentes avisos que le lanzaba su conciencia ordenada.

Tiró el frasco.

Un baño amarillento cubrió a los animales, que, lanzando un agudo chillido, escaparon prestamente de allí.

—¿Los cogemos?

—Espera, Thomas. Hay que dejar que el ácido se seque sobre sus pieles. Lo que tenemos que hacer es impedir que los otros se manchen... Recoge lo que ha caído en el suelo.

Y penetró detrás de su criado, cerrando cuidadosamente la puerta para que ninguno de los huidizos animalillos pudiese escaparse. Luego, mientras Thomas impedía que se acercasen al charco de ácido pícrico que había caído junto a la mesa del microscopio, que limpiaba en aquellos momentos, el profesor fue capturando a los cobayos y encerrándolos nuevamente en sus jaulas.

También cogió a los cuatro, cuyas pieles se habían tornado amarillas. Cuando los tuvo en la mano los observó cuidado­samente, sin descubrir ninguna diferencia con los demás; pero, de todos modos, los encerró en una jaula aparte, poniendo un candado en la puerta y guardándose l<3 llave en el bolsillo.

Cuando todos los animales estuvieron en su sitio de costumbre, Charles se acercó a la caja de preparaciones que habían arrastrado los otros dos de los marcados.

Leyó el letrero que él mismo había puesto sobre la caja.

Y al mismo tiempo que su frente se cubría de arrugas se sintió profundamente inquieto.

«Cortes de cerebro humano, teñidos por el procedimiento de la plata de Cajal», decía el letrero.

 

 

CAPÍTULO III

 

Podíamos dar por terminada la relación de los hechos extraordinarios que empezaron con la avidez de ilus­trarse del perro de la señorita Felmart; pero, sin duda alguna, la señorita Francis H. Lowner, la solterona de Main Street, se enfadaría, y con razón, si no relatásemos, aunque no sea más que de una manera parca y escueta, lo que a ella le ocurrió en aquel memorable domingo.

Y además no podríamos pasarlo por alto de ninguna manera, ya que si la población de Star City conoció algo de lo que iba sucediendo fue gracias a la señorita Lowner, que se precipitó, en la mañana del lunes, a la redacción del «New Star Herald», el periódico local, irrumpiendo precipitadamen­te en el despacho de su redactor jefe, el pelirrojo Harold Templer.

La intempestiva entrada de la solterona no dejó de asom­brarle, sobre todo porque le cogió en el momento menos propicio, cuando bebía su buen whisky doble matutino.

Pero la señorita Lowner, a pesar de pertenecer, entre otras muchas, a la Junta Antialcohólica, no estaba en aquellos momentos en disposición de ánimo como para fijarse en el descomunal vaso que Templer dejó sobre la mesa de su despacho cuando ella entró.

—¡Míster Templer!

Harold había escondido el vaso, sin dejar de sonreír, pero maldiciendo aquella visita que le había estropeado su «cura matinal».

—Encantado de poder servirla, señorita Lowner.

Ella suspiró repetidas veces antes de decir:

—¡En primera plana, señor mío; en primera plana! ¡Y con una serie de fotografías!

—¿Qué es lo que ha de ir en primera plana, señora mía?

—¡Ah! Es verdad que no le he dicho nada. —Y bajando la voz, en un tono confidencial —: Se trata de «Minnie»...

—¿«Minnie»?

—¿Cómo? ¿No la conoce?

—No —repuso Harold.

—¡Es mi gatita!

—¿Y qué le ha pasado a... su gatita, señorita Lowner, para que ocupe la primera plana? ¿Ha escrito un «Manual para la Caza de Ratones? ¿Ha inventado un radar nuevo? ¿Ha escrito una «Sinfonía» para Walt Disney?

Estaba furioso.

Pero si esperaba que su visitante montase en cólera se equivocó completamente.

Porque la señorita Lowner sonreía angelicalmente.

—¡Mucho mejor que eso! ¡Mucho mejor que eso, míster Templer!

Harold lanzó una desesperada mirada al teléfono, al tiempo que le venía a la memoria el número del doctor Milton, el psiquiatra de la ciudad.

—Verá usted —dijo ella, lanzándose decididamente a la «revelación» de su secreto—. Todo empezó el domingo por la mañana.

Hizo una pausa, demasiado larga para la poca paciencia que le quedaba a Templer.

—¿Qué pasó ayer?

—Yo estaba en mi habitación. Había preparado mi desayu­no y unos bizcochos que suelo darle a «Minnie» por la mañana... ¡Es tan delicada la pobre! ¿Sabe usted que desde que le doy esos bizcochos se le cae un poco el pelo?

—¡Ah! —dijo él, palideciendo, con unas ganas terribles de echar a aquella cotorra por la ventana.

—Pues bien. Preparé los bizcochos y la llamé: ¡«Minnie»!... ¡«Minniiieee»!...

Templer tuvo que retener la risa.

—¿Y vino?

—No. La llamé muchas veces y no acudió. Extrañada y un poco asustada, porque «Minnie» es mi único tesoro, ¿sabe usted?, fui hacia el salón, donde suele estar sobre su cojín durmiendo la mayor parte del tiempo...

—No estaba allí, ¿verdad? —inquirió él en tono burlón.

—¿Cómo lo sabe usted? —no había en ella ninguna sospe­cha de que se hubiese percatado de que Templer le estaba tomando el pelo.

—¡Intuición periodística!

—Como no estaba en su sitio, pasé al «living»... ¡Y allí la encontré!

—¿Tocaba el piano?

—Eso me hubiese sorprendido mucho menos, señor Tem­pler... ¡Estaba mirando la televisión!

—Muchos animales lo hacen.

—Ya lo sé. Pero lo que verdaderamente me extrañó es que, después dé mirar la pantalla, que yo había cerrado la noche anterior, «Minnie» maniobró en el dial, buscando un nuevo programa hasta que...

—...encontró alguna conferencia de la Sociedad Protec­tora de Animales, ¿no es eso, señorita Lowner?

—No debe tomarlo a risa, señor Templer. ¡«Minnie» no ha comida nada desde ayer por la mañana!

—¿Y qué puede importarme eso?

—Puede que sí. Porque sigue ante el aparato de televisión, maniobrando el dial. Y lo hace de manera que demuestra, que busca las actualidades mundiales.

—Todo eso está muy bien, pero mi tiempo es oro y...

Ella le miró terriblemente.

—¡Va usted a venir conmigo y comprobar cuanto le he dicho, señor Templer! Star City ha de conocer este asunto...

Harold calculó que iba a perder una hermosa hora; pero todo era preferible a luchar contra aquella mujer, cuya fama — en cuanto a escándalo se refería— era bien conocida en la ciudad.

—Vamos.

Diez minutos más tarde, la circulación era bastante intensa a aquellas horas, estaban ante la casa de la solterona y dos minutos después entraban sigilosamente en el piso.

La criada acudió a la llamada.

—¿Sigue igual?

La fámula asintió con un gesto de cabeza.

Pilotado por la opulenta señorita Lowner —las chocolatinas tenían mucha culpa de aquella obesidad imponente—, Templer llegó a la puerta del «living», asomándose cautelo­samente, seguro de que iba a lanzar la mayor carcajada que había salido nunca de su boca.

Pero lo que estuvo a punto de salir de sus labios fue una exclamación que logró ahogar en última instancia.

Porque «Minnie» estaba en aquel momento manejando el dial del aparato, hasta que la voz del locutor empezó a dar las noticias de información mundial.

Francis le tiró de la manga, haciéndole volver al pasillo.

—¿Se da usted cuenta, señor Templer?

—No me explico cómo puede hacerlo.

Ella sonrió.

—¿No merece una primera plana?

—¡Claro que sí! —el entusiasmo periodístico le había ganado — . ¡Voy a buscar la cámara y haremos unas cuantas fotos!

La señorita Lowner le acompañó hasta la salida, siempre sonriente.

Una vez en la calle, y cuando se dirigía hacia el local del «New Star Herald», Harold tuvo que detenerse dos veces para tomar sendos dobles.

Los necesitaba.

Sentado en uno de los sillones, mientras Mary preparaba unos Martinis, John volvió a echar una ojeada al periódico.

—¡Un gato interesado por la televisión!

Ella no dijo nada. Estaba demasiado impresionada para manifestar la confusión que reinaba en su mente.

—¡Si Templer supiese lo de «Lobo»! —dijo él.

Aquello hizo que ella volviese vivamente la cabeza.

—No lo creo. Tiene que haber un nexo entre todo esto...

Interiormente, el joven había lanzado un suspiro de satis­facción al leer las páginas del «New Star Herald», ya que no había logrado que Mary le acompañase a la casa del doctor Hilton.

Pero ya no era necesario.

Lo del gato de la señorita Lowner demostraba que los animales de la ciudad iban a ser los más célebres del país.

Era como si una «epidemia de genios zoológicos» hubiese aparecido inesperadamente.

Mary sirvió los Martinis.

—¿Qué dice el periódico?

—Ya puedes imaginártelo. La casa de esa mujer está aba­rrotada de visitantes y ella ha dispuesto una especie de barrera para que nadie moleste a su gatita.

—¿Sigue contemplando la televisión?

—Sí. Y manejando los diales. Lo curioso es que lleva desde el sábado sin comer.

—Morirá.

—Si sigue así, sí... ¡Es ciertamente curioso!

La alarma había aparecido en su cerebro.

—¿Curioso? ¿El qué?

El le hizo un gesto, reclamándole silencio.

—Escucha... ¿no oyes nada?

Mary prestó oído; después dijo, moviendo la cabeza negativamente:

—No, nada.

—Espera un momento.

Se dirigió a la puerta retrocediendo vivamente al ver a «Lobo» que, con el lomo erizado, le miraba fijamente.

El perro entró tras el hombre.

Desde que había ocurrido lo de la biblioteca, en la pasada mañana del domingo, Mary no había vuelto a ver al perro, dejando el cuidado de la comida a John, que iba dos o tres veces por día, para cuidarse del animal y conversar con su prometida.

El can había penetrado, empujando materialmente al hombre, que terminó por sentarse en el sillón que ocupaba antes, junto a la muchacha.

En los ojos de ésta se leía claramente la alarma.

—¿Qué puede significar esto, John? Tengo miedo.

Y entonces, antes de que John pudiese contestar, «una voz que no era la de Mary ni la de él, llenó la estancia», dirigiéndose a la muchacha.

—¡Usted cállese!

Se miraron fijamente, volviendo después la mirada al perro.

Luchando por vencer el pánico que le invadía, el joven profesor de Historia, reuniendo toda la energía que le queda­ba, esbozó algo que quería parecer una sonrisa.

—¡Hola, «Lobo»! ¿Cómo estás, perrito?

El animal le miró profundamente; pero «la voz volvió a sonar», saliendo ahora claramente «de la boca del can»:

—Esa pregunta es una estupidez.

—¿Eh?

— Si no tiene que decir otra cosa, mejor es que se calle.

Los dos jóvenes estaban completamente pálidos. Y des­pués de un largo silencio, John, haciendo otra vez acoplo de su valor, preguntó:

—Pero... ¿eres tú quien habla o estamos soñando?

El perro contestó:

—No están soñando y soy yo quien habla. ¿Satisfecha su curiosidad infantil?

—¡Nos vamos a volver locos, John! ¡Este maldito ani­mal...!

El perro se volvió hacia ella.

—Le he dicho que se calle. La mujer es un ser positi­vamente inferior, ya que la profundidad de sus circunvolu­ciones cerebrales es menor que la del varón...

—¿Eh? —exclamó John — . ¿No te das cuenta, Mary? Son las mismas palabras que leyó en aquel libro tuyo de Broca...

Ella asintió con la cabeza.

A partir de aquel momento, al darse cuenta de ciertas conexiones entre los libros que habían encontrado en la bi­blioteca y lo que el perro decía, John se encontró más a gusto y su miedo desapareció en parte.

—Muy bien —repuso—. Muy bien recitado; pero esas teorías frenopáticas, mi querido amigo, están muy anticua­das y ya nadie las lee.

El perro movió la cabeza.

—¿No es inferior la mujer?

—No. Es, sencillamente, distinta... Madame Currie y otras muchas pueden servir de ejemplos.

—¡Pero, por Dios; John! —exclamó la muchacha, sin po­derse contener—. ¿Cómo es posible que puedas hablar tranquilamente con un...?

«Lobo» volvió a mirarla.

—Está bien que no sea usted inferior; pero haga el favor de no decir tonterías...

Y haciendo cara a John, preguntó:

—¿Cómo es posible que hayan subsistido ustedes tanto, imponiéndose sobre los demás seres, que les son superiores en muchos conceptos?

John sonrió, encantado de poder discutir de un tema que le apasionaba.

Extendió las manos.

—Aquí está lo que nos ha hecho superiores...

—¿Y el cerebro? —inquirió el perro.

—De nada nos hubiese servido sin las manos. Toda nuestra civilización, todo lo que hemos logrado se debe a las manos y, sobre todo, a la oposición del pulgar a los otros dedos.

—Comprendo.

—La mano fue dócil materia de la que se sirvió el cerebro. Desde que el hombre del Paleolítico inferior hizo su primera hacha tallada, hasta el * cerebro electrónico, la mano ha acompañado y servido siempre al hombre.

—Gracias por la explicación.

—¿Está satisfecho?

—Verdaderamente, sí.

Hubo un corto silencio; después John, guiñando el ojo a la joven, que seguía pálida como el papel, comentó:

—Ahora creo que debería usted contestar a algunas pre­guntas...

—¿Por qué no?

—¿Por qué es posible que hable un perro?

Hubo una pausa.

—Sería muy largo de explicar.

—¿Tiene algo que ver esa cualidad «suya» con la de un gato que se ha hecho famoso?

—Lo he oído. Ese gato es compañero mío.

—¿Y quién es usted?

—Rok.

—¿Rok?

—Sí. Y no puedo decirle más —miró a la joven —. Si he interrumpido esta reunión, ha sido porque deseaba preve­nirles.

—¿De qué?

—De que no deben decir nada de lo que aquí pasa. No queremos publicidad alguna. Si no obedecen y hacen comentarios... tendré que saltar a sus gargantas...

Y emitió un rugido, lo suficientemente fuerte para que se percatasen de que, aunque hablase, seguía siendo un feroz ejemplar de perro alsaciano.

John asintió, con un gesto.

—Está bien. Así lo haremos.

—Por otra parte, mi comida debe serme proporcionada en la cantidad y frecuencia que hasta ahora...

El perro se quedó mirándole fijamente; después, volvién­dose, se dirigió hacia la puerta.

—Creo que es todo lo que tengo que decirles...

Y salió.

John volvió el rostro hacia Mary, abandonando pres­tamente su asiento en auxilio de su prometida.

La joven había perdido el conocimiento.

 

 

CAPÍTULO IV

 

Al salir de la estancia, Rok, la «semilla» o el «parásito», estuvo a punto de retrotraer sus largos tentáculos, desconectando su cerebro del de «Lobo», como solía ha­cerlo.

En esas ocasiones, el animal volvía a recuperar su «per­sonalidad», librándose de aquella dualidad molesta, que le sumía en una profunda perplejidad, cada vez que «desperta­ba», bruscamente, del control que sobre él ejercía Rok.

Pero esta vez, después de lo que había oído de la boca de los humanos, Rok no estaba dispuesto a descansar, nutrién­dose de los alimentos que el perro tomaba y dejando que sus tentáculos se anudasen, manera perfecta de «dormir» o yacer en el más delicioso de los nirvanas.

Durante seis mil años, Rok, como todos los suyos, había permanecido en estado de «semilla», completamente deshi­dratado, alimentándose, en porciones infinitesimales, del gluten que, en forma de cáscara, envolvía su cuerpo.

Mientras, su planeta se deshacía, desintegrándose casi y volando en pedazos por el Cosmos.

De su «vida» anterior, Rok no recordaba casi nada. Había veces en que imágenes sorprendentes se presentaban en su mente; pero todo aquello no hacía más que divertirle. Lo importante, lo fundamental, era que sabía, desde el momen­to en que se había convertido en animal tentacular, que su misión era seguir progresando hacia un final que ni siquiera podía adivinar.

Porque el problema maravilloso residía, precisamente, en ese punto, que apasionaba a Rok más que a nadie.

¿Qué forma obtendría al llegar, después de las metamor­fosis obligadas, al estado adulto?

Había leído, en los libros de los curiosos habitantes de aquel planeta, que ellos también evolucionaban, pero lo hacían siempre en el interior del seno materno, de una manera que les cubría formidablemente de los peligros ex­ternos.

Ellos, por el contrario, habían pagado cara la llegada a aquel asunto, ya que los seres vivos de la Tierra —ahora ya sabía que así la llamaban—, poseían defensas poderosas que habían dado al traste con su entrada en los cuerpos orga­nizados.

Sólo las «semillas» que, perforando la cáscara, habían pe­netrado en los huevos de las aves que los terrícolas consu­mían, lograron hidratarse, convirtiéndose en «mórulas vola­doras», aptas ya para defenderse y orientarse, puesto que estaban dotadas de inteligencia.

La suerte había sido que el huevo no era más que una célula rodeada de materias nutritivas, un organismo elemen­tal cuya defensa se reducía al cascarón cálcico que le rodeaba. Una vez perforado éste, la «semilla» pudo desa­rrollarse en el ambiente más óptimo que hubiese podido soñar.

Una vez consumida la sustancia nutritiva y el protoplasma y el núcleo de la célula ovular, la «semilla» se había convertido en «mórula voladora», que supo escoger el cuerpo de animales, cuyo coeficiente de inteligencia era fá­cilmente dominable.

Al penetrar en el cuerpo del animal, abriéndose paso a 1 través de la piel, la «mórula» se movió por el organismo del «huésped», atraída por su sistema nervioso, donde terminó instalándose cómodamente.

Fue entonces, en aquel momento, cuando la «mórula» empezó a emitir tentáculos emisores y receptores, que se hundieron profundamente en el cerebro del animal, a cuyas expensas vivían.

No tardaron mucho los «parásitos» en percatarse de que la inteligencia de los animales era limitadísima; pero, para ellos, el cuerpo, el cerebro y los ojos eran como las ventanas que permitían asomarse a aquel planeta, viéndolo como lo veían los animales y el hombre.

Haciéndose dueños absolutos del ser sobre el que se habían posado, los parásitos hicieron que éste les propor­cionase unas informaciones que necesitaban urgentemente. Y de ahí surgieron, en aquella época de maravillas, los «animales sabios», cuyas crónicas aún se recuerdan.

Todas las impresiones que el animal-huésped recibía lle­gaban directamente al cerebro del parásito, que las anali­zaba, ordenándolas convenientemente en su poderosa reser­va de memoria.

Rok se dio cuenta de que todo lo conseguido no era más que una pequeña parte de lo que se habría de realizar.

Los hombres y las mujeres, sobre todo los primeros, eran seres que no se rendirían fácilmente. Y como la lucha se ini­ciaría, más tarde o más temprano, era necesario prepararse para obtener una rápida y poco costosa victoria.

Por eso, al salir de la casa de Mary, el perro, controlado por Rok, se dirigió hacia la parte de la ciudad que se había convertido en el centro de la curiosidad ciudadana; la casa de la solterona y su sorprendente gatita.

La policía había tenido que acordonar el edificio, pero una larga cola de curiosos esperaba impacientemente que llegase su turno para contemplar a la maravillosa «Minnie».

Mujer evidentemente práctica, la señorita Lowner había puesto precio a aquel insólito espectáculo, exceptuando na­turalmente a las autoridades, y el negocio no le iba mal del todo.

Para «Lobo-Rok», la entrada no fue demasiado difícil, ya que el perro, después de rodear la casa, saltó un par de verjas y penetró, tranquilamente, por la puerta de la cocina.

Luego, al darse cuenta de que la mujer, la dueña de la gata, estaba sentada junto a la puerta del «living», recibiendo con la mejor de las sonrisas los billetes que los que se iban acercando le daban, Rok comprendió que había llegado el momento de decidirse.

Y de un salto atravesó la puerta.

El agudo chillido que la señorita Lowner soltó, repiqueteó en los oídos de todo el mundo y llegó hasta la calle, obligando a una pareja de policías a subir precipitadamente la escalera, completamente convencidos de que acababan de matar a alguien.

—¡Un perro! ¡Un perro! ¿Quién ha permitido a ese horrible animal penetrar aquí?

Entretanto «Lobo» se había acercado rápidamente a «Minnie», que seguía ante el aparato de televisión.

El lenguaje entre los parásitos no era más que una trans­misión eléctrica de influjos cerebrales.

Y, de este modo, el perro y el gato entraron en inmediata comunicación.

—Soy Rok.

—Y yo Alok. ¿Hay muchos de los nuestros por ahí?

—Debe haberlos. ¿Cómo es que llevas unos días sin comer?

—Estoy consumiendo las reservas de éste gato; en cuanto vaya a morir, lo abandonaré.

—¿Es que no te has dado cuenta de que no podrás hacerlo?

—¿Porqué?

—Porque tenemos que cubrir una nueva fase, hasta poder alcanzar una nueva forma...

—Creo que tienes razón. ¿Qué he de hacer, pues?

— Alimentarte. Mira toda la comida que te han dejado ahí. Te acompañaré.

Y        ambos animales, justo en el momento en que los policías iban a intervenir, fueron hacia los platos de comida y se pusieron a devorar lomo contra lomo.

La señorita Lowner, que estaba sofocada por el pánico, lanzó otro de sus agudos chillidos.

—¡Mírenlos! ¿Será posible? ¡Mi «Minnie» es el animal más portentoso que existe! ¡Compruébenlo! ¡Ha domesticado al perro!

Y        señalaba a los dos animales, pensando en su fuero interior que aquel espectáculo, sabiamente combinado, debía imprimir un sensible aumento en la cuota de entrada.

Entretanto los dos animales seguían devorando las apetito­sas viandas que la solterona había, inútilmente, intentado dar a su gatita.

—¿Sabes que este planeta es peligroso? —inquirió «Min­nie».

—Sí.

—He podido enterarme, gracias a ese aparato, que las guerras son algo natural para esos seres de dos patas y ojos pequeños... Son violentos, crueles...

—...y estúpidos —completó «Lobo».

—La mayoría de ellos, sí; pero tendremos que tener mucho cuidado.

—Por el momento —dijo el perro—, hemos de reunimos, de conocer nuestras fuerzas. Una organización detallada puede hacernos más fuertes.

—¿Crees que sospechan algo?

—En absoluto... Mary y John, los dos seres con los que he tenido más contacto, están aterrorizados. Para ellos, los animales en los que estamos no han sido nunca mas que seres inferiores, incapaces de pensar, de hablar, de razonar.

—¿Es que has hablado con ellos?

—Sí.

—¿Cómo lo has hecho?

—Ya te lo enseñaré; es muy fácil; basta tender un par de tentáculos a las cuerdas vocales. Allí los tensas, adaptán­dolos a las palabras de los seres de dos patas. Y actuando sobre ese centro, abajo y a la derecha, del cerebro del animal, lograrás que los sonidos emitidos sean entendidos por ellos.

—¡Es curioso!

—Y sencillo. No tienes más que emitir pensamientos para que éstos se conviertan en sonido. Eso me hace recordar algo, muy vagamente... Nosotros no necesitamos jamás sonidos, ¿verdad?

—No... Lo recuerdo perfectamente...

«Lobo» irguió las orejas.

—¿Lo recuerdas todo?

—No. Algunas cosas.

—Estoy seguro de que llegará el momento en que toda la memoria nos será devuelta... Cuando volvamos a ser nos­otros mismos.

Hubo una pausa.

—¿Recuerdas algo que significase «hombre» o «mujer» en nuestro pasado?

Si «Lobo» hubiese podido sonreír, lo hubiera hecho.

—¡En absoluto! Ya pensé en ellos, cuando leí unos libros en la biblioteca de Mary... Es curioso que todo este planeta esté dividido en dos clases de individuos; los masculinos y los femeninos..., salvo rarísimas excepciones. Pero lo que im­porta es irse de aquí. Tenemos que empezar a buscar a nuestros amigos.

—Eso es.

Justamente, en aquel momento, la señorita Lowner, cansada de aquella comida, que le parecía excesivamente larga, se acercó a los animales.

Dijo:

—Vamos, «Minnie»; tienes que volver a tu sillón, frente a la televisión y mover los diales... Estos señores que han

Venido a verte están deseando ver lo maravillosa que eres... iAnda, cariño!

«Lobo» lanzó una andanada de «ondas» al cerebro de la gata.

—¡Tenemos que irnos! —le dijo.

—Ahora voy; pero déjame dar una lección a esta vieja ridícula y mercantil.

—Bien.

«Minnie» se separó del perro, acercándose a la mujer; ésta, complacida, se volvió a los que, desde la puerta, es­peraban gozar del espectáculo que ya habían pagado.

—¿Se dan ustedes cuenta de cómo me obedece? ¿No es verdad, «Minnie»?

Hubo un corto silencio y, de repente, la gata movió la boca y una voz salió de su garganta:

—¿Quieres dejarme tranquila, señorita Lowner? ¿O deseas que diga a estos señores cuántas maniobras has de hacer para ponerte el corsé?

Naturalmente, Francis H. Lowner hizo lo más lógico.

Se desmayó.

La reacción en los pocos observadores fue distinta. Hubo quien creyó que había algún ventrílocuo entre ellos y soltó una carcajada; el resto, que se había quedado con la boca abierta, se unió a la hilaridad general.

Circunstancias favorables que aprovecharon los dos ani­males para desaparecer tranquilamente.

Charles Steward había abandonado, por el momento, sus estudios sobre el cáncer, atraído irresistiblemente por aquel nuevo problema que se había presentado inesperadamente ante su espíritu científico.

Y era un problema.

Charles revisó sus conocimientos sobre psicología animal, buscando en el campo de las asociaciones mnemónicas y en el «acto repetido», una explicación que la satisfaciese.

Pero no la encontró.

Los hechos se imponían con una fuerza aplastante y el que aquellos cuatro cobayos hubiesen manejado el microscopio, con una idea preconcebida, llevando hasta la platina una preparación de cerebro humano, era algo que no podía dudarse, pues sus ojos y los de Thomas eran testigos indis­cutibles.

—¿Entonces?

Había lanzado aquella exclamación en voz alta. Y, también sin darse cuenta, avanzó hacia la jaula donde tenía encerra­dos aquellos misteriosos animales.

La piel de los cobayos se había tornado intensamente amarilla, por efecto del ácido pícrico. Y sus ojillos rosados miraban al profesor, intensa y fijamente.

También los miraba Charles...

Estaba plenamente convencido de que se hallaba ante algo ciertamente sensacional, algo que había de ser manejado con sumo cuidado, cautelosamente, como el explosivo más peligroso que hubiese manejado jamás.

Por eso, al ver a aquellos cuatro, experimentaba una rara sensación, ya que los animales parecían, en vez de asustarse y esconderse como los demás, estar pendientes de sus más pequeños movimientos, como si se diesen cuenta de lo que pasaba por la mente del sabio.

Después de meditar largo rato, Charles llegó a una con­clusión. Fue a por una campánula de cristal, cuya entrada adaptó a la puertecilla de la jaula, hostigando después, con un bastón puntiagudo, a los animales, hasta que, después de una lucha verdaderamente formidable, logró que uno de ellos penetrase en la campana de cristal, cerrando inmediatamente la puerta de acceso.

Con la campana en la mano, se acercó a la máquina neumática, en cuya bomba inyectó una ampolla entera de éter.

Con una verdadera emoción abrió la espita. El gas penetró velozmente en la campana, difundiéndose por todas partes.

Charles observó al animal.

Nunca había asistido a una lucha más férrea, ya que el* cobayo se refugiaba junto a la pared, haciendo lo imposible por no respirar el deletéreo gas que había inundado su en­cierro.

—¡Es fantástico!

Pero, finalmente, el animalillo tuvo que sucumbir, desplo­mándose, profundamente dormido, en medio de la campánu­la. Charles esperó unos instantes, hasta convencerse de que el cobayo estaba realmente inconsciente.

Cuando estuvo completamente convencido de que la inmovilidad del animal era real, Charles levantó la campánula, accionó los ventiladores para airear la estancia y después de logrado esto, cogió al animal y lo llevó a la pequeña mesita de disecciones, donde lo preparó para intervenirlo.

Una punzada en el corazón, directamente, con una aguja de fijación, mató al cobayo.

Charles solía obrar de aquella manera para evitar inútiles sufrimientos a los animales de experimentación.

Sus manos, con bisturíes y tijeras, empezaron a disecar el cuerpecillo, colocando las partes que deseaba observar sobre minúsculos vidrios en una solución de formol.

Pero no tuvo que buscar mucho.

Una masa grisácea, que al pronto confundió con un tumor, empezó a moverse, desprendiéndose lentamente de los centros nerviosos en que estaba fijada.

Con los ojos desmesuradamente abiertos, Charles vio que aquella masa retrotraía largos tentáculos que se adentraban hacia la médula y el cerebro del cobayo.

—¡Un parásito! —exclamó—. ¡Un parásito capaz de resis­tir el efecto narcotizante del éter!

Apoderándose de un par de pinzas y presa de una emoción científica indescriptible, se dispuso a apoderarse de aquella «cosa» que ahora, una vez desprendida del cobayo, rampaba penosamente por la mesa.

Aquello fue su fatal equivocación.

Al verla moverse tan lentamente, Charles se confió dema­siado. Así cuando su mano, armada de la pinza de Kocher, avanzaba hacia el «parásito», éste, cambiando bruscamente de forma, tomó la de un huso, echando los tentáculos hacia atrás, lo que le daba una resemblanza con una flecha.

¡Y eso era!

Súbitamente, la parte posterior de aquella minúscula cria­tura obró como si se tratase de un resorte poderoso. Y salió lanzada, como un dardo, penetrando en el antebrazo dere­cho del profesor.

Este se quedó helado.

Luego, al cabo de unos instantes, sintió que la cosa avanzaba lentamente a través de los tejidos, entre los mús­culos y las aponeurosis del antebrazo, caminando hacia arriba.

Charles no perdió el tiempo.

Abandonándolo todo, salió disparado, y una vez fuera de su instituto, cogió un taxi, haciéndose conducir rápidamente al hospital.

Penetró en el edificio como una tromba. Y conociéndolo como lo conocían, se dirigió rápidamente al quirófano del profesor Stuart, el más famoso cirujano de la ciudad, que se disponía, en aquel momento, a iniciar una intervención.

— ¡Charles! ¿Qué te pasa?

—¡Ampútame el brazo, Stuart! ¡No pierdas tiempo o estaré irremisiblemente perdido!

 

 

CAPÍTULO V

 

Debemos huir, John.

El joven profesor asintió, con un gesto cansado.

—Creo que es lo mejor, querida. Y has de perdonarme por haberme dejado llevar por una estúpida curiosidad... ¡Si hubiese meditado un poco!

—¿Qué hubieras hecho, John?

—¡Habría aplastado la cabeza dé ese maldito perro! Pero me dejé embaucar por sus palabras... Francamente, oír hablar a un animal no es una cosa normal...

—¡Es fantástico! Cuanto más pienso en ello, menos me lo explico...

—Yo he meditado mucho, Mary... Y estoy plenamente convencido de que fuimos víctimas de una ilusión. ¡Un perro no puede hablar!

—¡Pero si le oímos perfectamente! Y tú contestaste a sus preguntas.

—Ya lo sé; pero todo ello debió de ser una alucinación colectiva.

—¿Y lo del gato de esa mujer?

—Eso es, justamente, lo que demuestra, de una manera indudable, que todo esto es un asunto de ilusión colectiva,

—¡Ojalá tengas razón!

—¿Qué otra cosa puede ser? ¿No irás a decirme que los animales se ponen a hablar así como así?

—De todas formas, querido, debemos irnos.

—Ya te he dicho que estoy de acuerdo contigo. Unos días fuera de la ciudad nos sentarán bien a los dos.

—¿Preparo mis cosas, John?

—Sí.

Ella se levantó, abandonando el sillón, se acercó al joven, le besó dulcemente en los labios y dijo:

—Volveré en seguida.

Cuando ella se hubo ido, Creveland encendió un cigarrillo. Y para distraerse, pulsó el botón de la televisión.

Justamente, en aquel momento, el locutor daba las no­ticias desde Nueva York.

—Es curiosa —decía— la epidemia de animales sabios que se está produciendo en los Estados Unidos. Indudablemente, los directores de circo deben estar furiosos de este hecho. Además el gato de Star City, que por cierto ha huido de la casa de su dueña, la señora Lowner, otros casos tan ex­traordinarios como aquél se han dado en diversas ciudades americanas... Un gallo, en Wirme, Illinois, fue sorprendido «leyendo» música, sobre un piano, en cuyo atril habían colo­cado una sinfonía de Brahms.

»En Oregón, dos caballos huyeron, penetrando ruidosa­mente en una biblioteca pública, promoviendo un escándalo formidable. Cuando el sheriff local en compañía de sus ayu­dantes fue a por los animales, ambos estaban «consultando» afanosamente los gruesos volúmenes de la Enciclopedia Británica...

»¿Qué significa todo esto? —se pregunta el público—. Cientos de versiones han corrido de boca en boca; pero la que parece ser la más generalmente aceptada es la que se trata de una propaganda realizada por algún grupo de fan­tasiosos ilusionistas, que desean pasmar al público america­no.

»De todas maneras, las autoridades están estudiando un decreto ley que prohíba esas fantochadas, cuya exageración, además de alterar el orden público, producen un desagra­dable efecto.

Desapareció el locutor y una cantante inició una melodía moderna.

John desconectó el aparato.

¿Qué diría la gente si les contase que él había hablado con un perro?

Sonrió.

Indudablemente, si se trataba de una broma, la cosa estaba pasando de la medida lógica...

Aunque, para hacer posible una broma tan enorme y tan escalofriante al mismo tiempo, se tenía que ser poderoso en extremo.

Malhumorado, volvió a encender la televisión, conectando la emisora local. El rostro conocido de Buster Grey, el cono­cido locutor de Star City, desarrugó un poco su frente, ha­ciéndole sonreír.

Buster y él habían sido condiscípulos en el Liceo donde John era ahora profesor. Y jamás nadie pensó que aquel joven, que padecía una tartamudez endiablada, pudiese con­vertirse en locutor.

Pero así fue.

Buster Grey se sometió, en Nueva York, a un complejo y paciente tratamiento que borró el molesto defecto que pade­cía. El Instituto que lo tuvo como paciente, hizo patente que era la primera vez que uno de sus clientes demostraba una fuerza de voluntad semejante, sometiéndose a todo lo que ellos quisieron (cirugía, tests, etc.), sin proferir jamás la menor protesta.

Parecía que, sobre la pantalla, Buster le miraba fijamente.

—Tenemos noticias de que el ilustre profesor Steward ha sido intervenido, esta mañana, en el hospital local, por el cirujano doctor Stuart. Según el boletín informativo de nuestro centro hospitalario, le ha sido amputado al profesor el brazo derecho.

»Tanto las autoridades como los numerosos admiradores de nuestra gloria local no cesan de interesarse por el estado del ilustre paciente que, a decir de los facultativos, es satisfactorio...»

Otra vez desconectó el aparato.

Charles Steward era una figura demasiado popular para que dejasen de interesarse por él todas las capas sociales de Star City. Y John se preguntó, cómo debían estar haciéndolo multitud de gentes, qué era lo que había obligado a aquella amputación, en un hombre de vida serena, tranquila, como la del profesor.

—Ocurren cosas demasiado raras... —pensó.

Y fue precisamente en aquel momento cuando la chicharra del pasillo sonó.     

—¡Llaman a la puerta! —gritó desde arriba la muchacha — . ¿Quieres abrir, cariño?

—Voy.

Salió al «hall», descorriendo el cerrojo.

Y, al abrir, retrocedió, profundamente sorprendido. Por que, detrás del perro y de un gato que iba al lado, estaba el profesor Steward.

—¿Podemos pasar, míster Creveland?

John se sonrojó.

—¡Por favor, profesor! —se hizo a un lado y los animales entraron, seguidos por el hombre —. Justamente acababa de oír que estaba usted en el hospital...

Charles sonrió.

—¿Yo en el hospital? ¡Qué estupidez!

Y        cuando estuvieron en el «living», sentados:

—¿Dónde lo ha oído usted?

—Lo ha dicho la televisión.

Al mismo tiempo se fijó en el recién llegado, viendo que el profesor poseía ambos brazos.

¿Se habría vuelto loco, Buster?

¿O se estaba volviendo loca la Humanidad entera?

Se pasó la mano por la frente, no extrañándose de hallarla perlada en un frío sudor.

La voz de Mary llegó por el hueco de la escalera:

—¿Quién ha venido, querido?

—El profesor Steward.

—¡Qué agradable sorpresa! Bajaré en seguida...

—Sí, Mary.

El profesor sonreía.

—Es su prometida, ¿verdad?

—Sí.

Y sus ojos se fijaron en «Lobo», que se hallaba, echado, junto a la célebre gata que había visto John fotografiada en los periódicos.

—¿Cómo es que ha venido usted con estos animales?

—¿Conoce usted a alguno de ellos?

—A los dos: ese perro era... nuestro. La gata es la que apareció en la prensa de estos días.

—¿Así, que son dos animales extraordinarios?

—¡Y tanto! Sobre todo, «Lobo».

Steward no dejaba de sonreír.

—¿Por qué? ¿Porque habla?

—¿Cómo? ¿Usted lo sabe?

—Claro... Rok es mi jefe.

En el rostro de John se pintó la extrañeza.

—¿Rok? ¿Le ha dicho también ese absurdo?

—Es una sencilla verdad, amigo mío. Rok me ha ordenado que viniese aquí... y aquí estoy... Sí, ya sé que le parecerá extraño que un hombre obedezca a un animal; pero, en mi caso, está perfectamente explicado.

John no dijo nada; en realidad, no encontraba palabras para poder expresar su creciente asombro.

Hubo una corta pausa. Después, el profesor dijo:

—Y ya creo que es hora de que le comunique el objeto de mi visita; es decir, de nuestra visita. ¿Tiene usted la amabi­lidad de mostrarme el brazo derecho?

—¿El... qué?

-El brazo derecho. He de hacer una pequeña observa­ción, ya que todo el mal que padecemos se nota en esa región...

Pero Crevelard no le escuchaba.

Un terror espantoso se estaba apoderando de él y no estaba dispuesto a seguir escuchando a aquel loco, ni mucho menos presta/se a cualquier maniobra extraña que le propusiese.

Por eso, irguiéndose del sillón que ocupaba, retrocedió hacia la escalera.

Si hubiese oído la orden que el profesor daba al perro, se hubiera apresurado a huir más aprisa. Pero nada salió de los labios de Charles, cuando Atak se comunicó eléctricamente con Rok.

«Lobo» tosió espasmódicamente, como suelen hacer los perros; luego, repentinamente, vomitó algo; una especie de huso afilado, que se asemejaba a un dardo.

Obraron los tentáculos como resorte, y John, que ya iniciaba la huida y que estaba al pie de la escalera, se llevó la mano a una de las mejillas, lanzando una exclamación de dolor.

Mary, que descendía en aquel momento, vio truncarse su sonrisa en los labios. Una sonrisa que llevaba preparada para saludar cordialmente a la insigne visita.

—¿Qué ocurre?—inquirió.

Charles no contestó.

Nuevamente, Atak se comunicaba con Alok.

También tosió el gato, echando un objeto semejante al que el perro acababa de expulsar de su cuerpo.

Y, en lo alto de la escalera, Mary lanzó otro grito de dolor y sorpresa a un tiempo, quedándose inmóvil, sin saber qué hacer.

Por su parte, los animales, que habían vuelto a recobrar su natural manera de ser, se miraron fijamente, ambos sorpren­didos de estar junto a su enemigo más irreconciliable. Y, bruscamente, a un bufido de «Minnie», «Lobo» se lanzó en pos y los dos desaparecieron por la puerta más próxima, provocando un escándalo formidable.

Charles sonrió.

Se había quedado mirando a la pareja, que seguía comple­tamente inmóvil, como si se hubiesen convertido en sendas figuras de cera.

Hasta que llegó.

Fue una ondulación eléctrica que penetró en el cerebro de Charles.

«Ya está.»

Y luego otra:

«Yo también.»

Entonces, John y Mary volvieron a ostentar su expresión habitual y se acercaron a Charles, sonriendo.

—¿Vamos? —inquirió éste.

Los otros asintieron con un gesto y siguieron al profesor, silenciosamente, saliendo de la casa.

El doctor Stuart, después de practicar la operación en el profesor Steward, había proseguido su trabajo matinal, ocupándose de una serie de intervenciones que debía realizar sin demora.

Pero no pudo evitar durante toda aquella mañana el pensar en lo que había hecho a Charles, preguntándose qué motivo podía haber empujado al ilustre paciente para obligarle a hacer aquella extraña amputación.

Porque Stuart no había visto nada anormal en el corte realizado.

Tampoco el brazo amputado ofrecía el aspecto de algo tan grave que justificase la operación. Por eso, el cirujano estaba deseando terminar su labor cotidiana para irse al laboratorio de disección y estudiar el miembro que había separado del cuerpo de Charles.

Al acabar, después de suturar la incisión externa de su último operado, salió del quirófano, más nervioso que nunca, seguido de su joven ayudante.

¿Dónde han dejado ese brazo? —preguntó a una de las enfermeras.

—Lo puse en la mesa de disección, señor.

—Bien.

Se dirigieron hacia allá, pero nada hallaron en la estancia.

Y, además, de nada sirvieron todos los esfuerzos que hicieron para buscar lo que les interesaba.

El brazo había desaparecido.

En cuanto abrió los ojos, en la habitación del hospital, y fue recobrando sus sentidos, Charles volvió a experimentar aquella indescriptible sensación de pánico.

Comprendía demasiadas cosas para quedarse allí. Y sabía, además, que de él podía depender algo fundamental para el país y el mundo.

Por eso, sabiéndose perfectamente vendado, se levantó, cuidadosamente, vistiéndose a costa de ímprobos esfuerzos. Como el muñón no había empezado a dolerle aún, temía mover la sutura y, por otra parte, no estaba, ni mucho menos, acostumbrado a servirse del brazo izquierdo.

Pero lo consiguió.

Sigilosamente salió de la habitación, moviéndose rápida­mente por los pasillos y escaleras que conducían a la salida.

Pero, cuando estuvo en el «hall», el portero se le acercó, sobresaltándole:

—Un momento, profesor.

—¿Qué quiere usted?

El hombre le miraba con un sincero asombro.

—¿Por dónde ha entrado nuevamente, señor?

—¿Yo? ¿Es que no lo recuerda?

—Perfectamente. Entró, hace cinco horas, para ver al doctor Stuart, salió nuevamente, hace tres... y no le vi entrar, aunque no me he movido de aquí en todo ese tiempo.

—¿Quiere usted decir que he salido antes?

—Estoy completamente seguro, señor... Además...

—¿Además, qué?

El hombre le señaló la manga vacía.

—A usted no le faltaba... el brazo. Porque cuando salió, yo le abrí la puerta y usted me estrechó la manó derecha con su propia derecha.

Charles se estremeció.

—No debían haberme operado aún —dijo, viendo que era la única salida que iba a impedir que perdiese más tiempo—. Adiós, amigo.

Y se separó del portero, que se le quedó mirando con el estupor más genuino reflejado en el rostro.

Una vez fuera, Charles llamó un taxi y se hizo conducir directamente al pequeño aeródromo de la ciudad.

Una vez allí, no tardó en alquilar un avión biplaza que, momentos más tarde volaba hacia Washington.

«¡Tengo que llegar cuanto antes! —pensaba—. El peligro es demasiado grande para no poner coto inmediatamente... Ahora empiezo a comprender más cosas. Las palabras de aquel pobre portero me han sido de una utilidad extraor­dinaria...»

No podía aún, concretar la hipótesis que estaba forjando su mente; pero, de todas formas, era el hombre, en aquel instante, que podía exponer la situación con más claridad que nadie.

También corría peligro de que le tomasen por loco; pero insistiría hasta demostrar que decía la verdad y que toda pérdida inútil de tiempo podía significar un suicidio colectivo.

Instó al piloto, sentado ante él, para que fuese lo más rápidamente posible.

—Vamos al máximo, profesor. No se preocupe; llegaremos antes de dos horas.

Otra vez se sumió el sabio en sus profundas meditaciones.

Había muchas cosas más que hubiese deseado saber. Porque, conociendo el peligro más concretamente, la defen­sa podría organizarse de una manera más eficaz.

«Sabemos algo —se dijo—, pero estamos aún a oscuras. Y si ellos aprovechaban aquel precioso tiempo... era muy probable que la Humanidad estuviese irremisiblemente perdida...

 

 

CAPÍTULO VI

 

Si los amigos de las estadísticas hubiesen tenido la curio­sidad de establecer una sobre los viajes de aquellos días, desde algunos sitios de los Estados Unidos hacia cen­tros importantes del país, se hubieran sorprendido al compro­bar la cantidad insólita de viajeros que se movían, en aquel sentido, acompañados de animales.

Y        no solamente los domésticos.

Pájaros, insectos y algunos otros, más sorprendentes, que los viajeros llevaban en el interior de cajitas agujereadas ó dentro de frascos previamente preparados.

Y        lo más fantástico de todo aquello era que los «viajeros» iban a visitar a altos personajes, civiles y militares, del país, abandonando después, a la salida, los animales que tan pre­ciosamente habían conservado hasta entonces.

Washington, Nueva York, Boston, Los Alamos, West Point...

Eran los centros neurálgicos del país los que estaban siendo visitados insistentemente por aquellos extraños viaje­ros, que parecían sentir una afección extraordinaria por toda la escala zoológica.

¿Se preparaba algo gigantesco?

Nadie hubiera podido decirlo, porque la vida siguió su cur­so normal, aparentemente, sin que ningún hecho extraño vi­niese a turbarla.

Hasta la reunión del Senado de aquella semana.

Más de cien millones de americanos fruncieron el ceño al leer en la prensa u oír en la televisión los resultados de aquella reunión, en la que se votó, por una gran mayoría, un aumento fantástico, que casi incrementaba en un quinientos por ciento el presupuesto militar de los Estados Unidos.

Sin embargo, la situación mundial estaba más pacífica que nunca y nada explicaba aquel acto belicista, que no sólo sor­prendió en los Estados Unidos, sino que hizo vibrar de inquietud los Gobiernos del resto de la Tierra.

Charles estuvo toda aquella fatídica semana intentando ser recibido por el secretario de Estado.

Había creído ingenuamente que los oídos de la Casa Blanca se iban a abrir, atentos, a sus manifestaciones y ad­vertencias; pero no tardó en convencerse de que algo anor­mal ocurría en los estamentos responsables del país.

Defraudado, se refugió en la casa de un amigo suyo, in­vestigador como él, al que expuso detalladamente sus cuitas.

Harry Farguson era mucho más joven que él, aunque su pelo estaba surcado de hebras plateadas, que un trabajo in­tenso había ido pintando en su negra y encrespada cabellera.

Dedicado a la Biología general, había mantenido una co­rrespondencia fructuosa con Steward, al que había propor­cionado valiosos datos sobre las investigaciones que se iban realizando en el laboratorio experimental de la capital federal.

Ahora, sentado ante su viejo amigo, Harry escuchaba atentamente cuanto aquél decía, sin interrumpirle ni una sola vez.

Sólo cuando Charles terminó de exponer sus temores, Harry, encendiendo un cigarrillo, entornó los ojos, fruncien­do el ceño, como si meditase profundamente lo que acababa de oír.

— ¿Qué le parece? —inquirió Steward, impaciente.

—Fantástico, amigo mío. Pero, al mismo tiempo, práctica­mente inevitable.

—¿Porqué?

—¿Se ha enterado de la última sesión de la Cámara?

—Sí; pero... ¿qué tiene que ver eso con...?

—Hay un nexo de unión tan claro que no sé cómo le ha pasado desapercibido.

—¿Entonces?

—No puede estar más diáfano, profesor... La duplicidad de su persona, que tan naturalmente extrañó al portero del hospital, da a esos «parásitos» una facultad tremenda de re­generación y de metamorfosis, siendo capaces de «repetir» un ser humano a partir de un miembro amputado de éste.

—¿Cree usted que se hizo así?

—Estoy completamente seguro.

—Pero...

—También pienso que ellos fueron los primeros sorprendi­dos. Hay, en todo esto, muchas cosas inexplicables por el momento...

—¿Y qué podemos hacer?

Harry abrió los ojos, que tenía entornados.

—No lo sé, francamente... Los «parásitos», utilizando el mismo procedimiento que emplearon con usted, cuando salió aquella formación viva del cuerpo del cobaya, han ¡do apoderándose de la personalidad de muchos seres humanos. ¡Indudablemente, son diabólicamente listos!

—Sí, eso es cierto.

—También lo es que la votación de la Cámara ha estado influida por una manera de pensar que no es nuestra, sino que nos ha sido impuesta.

—¿Quiere usted decir que los que han votado... ?

—...lo han hecho obedeciendo las órdenes de los parási­tos que llevaban adheridos a su sistema nervioso... y que han hablado por ellos.

—¡ Entonces estamos perdidos!

—Eso es lo que me temo... La invasión ha podido llegar hasta donde no podamos imaginamos. ¿Quién puede afirmar que el propio Presidente y los miembros del Gobierno que le rodean no están ya en poder de los parásitos?

—¡Pero es horroroso i

—Todo lo que usted quiera, profesor... ¡si pudiésemos hacer algo positivo!

—¿Qué piensa usted?

Hubo una corta pausa.

—Por el momento y mientras tengamos tiempo, hay que salir de los Estados Unidos.

—¿Dónde iremos?

—A cualquier parte. Hay que evitar que las gentes del resto del mundo se dejen engañar por las apariencias... Tenemos que explicar la verdad y hacer que no sean escu­chadas las palabras de nuestros dirigentes, ya que no son realmente ellos quienes las pronuncian.

—¿No nos tomarán por simples dementes? Eso es lo que yo me temía cuando vine hacia aquí.

—Los hechos nos irán dando la razón. Verdad que no poseemos información completa que pueda clasificarse den­tro de las pruebas rotundas; pero la actitud de nuestro país irá explicando y subrayando la veracidad de nuestras aseve­raciones...

—Si usted lo cree así.

—No podemos hacer otra cosa. Creo que lo mejor sería ir directamente a Alemania. Tengo allí unos amigos, muy buenos, capaces de comprender el problema y enfocarlo de la manera más justa.

Edward Sipson, el delegado de los Estados Unidos en las Naciones Unidas, se levantó de su asiento.

Y, entonces, una pitada general conmovió la sala de reu­niones. Ni un solo delegado dejó de demostrar su enojo.

Pero Sipson no pareció oír aquella muestra de descon­tento.

—Señores —empezó a decir, con voz vibrante—, ya sé que he de justificar a mi Gobierno y dar una explicación lógi­ca a los hechos que, muy en contra de nosotros mismos, han sido llevados al seno de esta Asamblea general...

»¿Que por qué hemos atacado a los países de América latina? Es obvio que, con anterioridad a los hechos de armas, hemos ido señalando una serie de anormalidades injustifica­bles, que de todo el mundo son conocidas. Los bárbaros ata­ques a nuestras embajadas y consulados, los actos irrespon­sables llevados contra nuestros bienes en aquellas tierras, contra las instalaciones de nuestras industrias y negocios; en fin, todo lo que ustedes ya saben perfectamente... ¿Qué otra respuesta se podía esperar?

»Por eso, las fuerzas armadas de mi país se han visto obli­gadas a intervenir, empujadas a cortar el vandalismo que hacía imposible la coexistencia pacífica y normal en nuestro hemisferio.

»Hoy, al reunimos en este Palacio Chaillot, en París, debe­mos ver las cosas con la claridad que nosotros, los america­nos, las vemos al otro lado del Atlántico.

»Por esto deseo que ustedes reflexionen, colocándose en el puesto de los Estados Unidos y pensando leal y sincera­mente en lo que hubieran hecho sus respectivos Gobiernos al haberse encontrado en el callejón sin salida en que fue colo­cado el mío.

»Nada más.

La reacción de los delegados hispanoamericanos no se hizo esperar. Y los epítetos más crudos, las protestas más vehementes, se descargaron, sin reposo, sobre el delegado yanqui y el Gobierno que representaba.

La algarabía era formidable.

La totalidad de los delegados no representaban ya más que a Gobiernos en exilio, ya que todas las Repúblicas sudameri­canas habían sido ocupadas por sorpresa, con una riqueza de medios bélicos verdaderamente formidable.

Madrid, París, Londres, Berlín, Roma... eran las residen­cias de aquellos Gobiernos que habían logrado escapar o de los que se habían formado después de la agresión estadouni­dense.

Pero todo aquello, que apasionaba a los asistentes, no parecía impresionar demasiado al delegado de la Alemania occidental.

Un hombre de anchas espaldas estaba a su lado. Y la mirada de ambos no se separaba un solo instante del rostro tranquilo del delegado norteamericano.

—¿Has entendido las instrucciones, Hans?

—Sí, excelencia.

—Habrá que obrar con muchísimo cuidado. ¿Cuántos hombres forman tu equipo?

—Once.

—Creo que serán suficientes.

—Lo serán, señor... En este momento, los chóferes y los dos policías americanos que han acompañado al representan­te norteamericano deben estar ya en la villa.

—Mejor que mejor. No puedes imaginarte las ganas que tengo de estar allí también.

—La sesión terminará en seguida.

Y después de una corta pausa:

—¿Habéis utilizado los coches especiales?

—Sí, excelencia. Ya les expliqué, muchas veces, que los prisioneros debían ser colocados, rápidamente, en el interior de la cámara blindada.

—Perfecto. Habrá otra para Sipson, ¿verdad?

—Sí.

Una confusión caótica se estaba apoderando de los asis­tentes a la sesión.

—Tendrán que suspenderla —susurró el germano.

—Cuanto antes, mejor, excelencia — repuso Hans.

Así ocurrió, en efecto.

El presidente se vio obligado a suspender los debates hasta el día siguiente; pero la algarabía se elevó al máximo cuando el delegado americano, después de reclamar silencio, dijo:

—Lamento no poder asistir a la continuación de este deba­te, ya que me veo obligado a volver a Washington.

Un abucheo sin precedentes se desencadenó contra él.

Hans había abandonado la sala unos momentos antes y el delegado alemán sonrió misteriosamente al ver al americano que, perseguido por los silbidos de todos los asistentes, puestos en pie, salía de su escaño, dirigiéndose tranquila­mente hacia la salida.

Schaffer se estaba vistiendo, al igual que sus compañeros americanos, con el más extraño traje que jamás se había puesto.

—¡Parecemos guerreros medievales! —exclamó jocoso.

Charles Steward, a su lado, no sonrió cuando dijo:

—Es necesario, señor. Usted mismo podrá comprobar el tremendo peligro al que nos expondríamos si no nos cubrié­semos completamente de esta coraza protectora.

—Está magníficamente hecha —dijo Harry, sonriendo—. El metal es duro y, al mismo tiempo, dúctil hasta lo increíble.

—Es para que podamos movernos con toda facilidad —re­puso el germano.

Se pusieron las batas blancas sobre el metal, haciendo gestos para comprobar que podían accionar normalmente.

—¿Vamos?

El quirófano había sido recubierto igualmente de una capa metálica de manera que nada pudiese atravesar sus paredes. También las enfermeras y los doctores ayudantes estaban vestidos de igual modo.

—Creo que pueden traer ya la primera cámara.

Unos hombres empujaron una especie de caja de caudales, sobre cuya parte superior había unas botellas de oxígeno. En el interior, de manera a no perforar en nada sus gruesas pare­des, se había montado un dispositivo especial que absorbía el anhídrido carbónico que expiraba la persona que había dentro.

Una vez que Schaffer comprobó que el quirófano estaba completamente cerrado, ordenó que se abriese la caja, ya que los que la habían traído, y que no estaban protegidos, habían abandonado la estancia.

El cuerpo de un hombre yacía en el interior.

—Creo —dijo Charles— que bastará inyectarle un anestési­co cualquiera y hacer una incisión, a la altura de la porción superior de la medula. Puede ocurrir que el «parásito», al sentir simplemente el anestésico, abandone el cuerpo...

—Mejor sería así.

Momentos después, tras aplicar evipán sódico al paciente, Schaffer abrió la espalda del policía americano, adentrándose en los tejidos, hasta dejar al descubierto la columna ver­tebral.

Esperaron unos instantes, pero nada sucedió.

A un gesto de Charles, Schaffer prosiguió la intervención, separando cuidadosamente las vértebras para dejar al desnu­do el blanquecino cordón de la médula espinal.

Trabajaba a la altura de las vértebras cervicales y no tardó en encontrar, casi pegado al nacimiento de la oblonga, el cuerpo grisáceo del que le habían hablado sus colegas ameri­canos, especialmente el viejo profesor Steward.

—¡Ahí está! —exclamó, éste, sin poder contener la emo­ción que le dominaba.

Con las pinzas en la mano, el germano dudó unos instan­tes, ya que experimentaba una emoción semejante a la que sentían los otros.

¡Allí estaba!

Era la primera vez que veía algo de lo que, en el curso de las últimas semanas, había oído hablar hasta la saciedad.

¿Era posible que un ser tan repugnante como aquél fuese capaz de revolucionar el mundo?

Las pinzas se abrieron...

Y entonces, como si el parásito hubiese sentido el peligro, que se cernía sobre él, se convirtió en un huso, de punta ace­rada.

—¡Cuidado! —rugió Charles. La saeta grisácea saltó hacia Harry, golpeándole en el pecho.

Pero, en vez de penetrar en el cuerpo del biólogo, se es­trelló contra el metal que cubría a éste, cayendo pesadamente al suelo.

—¡La campánula!

Pero una de las enfermeras, demostrando una sangre fría envidiable, tenía ya al parásito en el interior de la campana de cristal, perfectamente cerrada.

—¡Bravo, señorita!

Se reunieron todos, alrededor de la campana, mirando cu­riosamente la forma grisácea que se movía en el interior.

—¡Ya lo tenemos! —rugió Ferguson.

—Es exactamente como usted nos lo describió, profesor Steward.

Charles asintió con la cabeza.

—Lo vi una sola vez y jamás he olvidado su horrible as­pecto.

—Esos tentáculos, que ahora despliega, deben de ser los que fija en los centros nerviosos del huésped.

Naturalmente.

—Ahora podremos estudiar su metabolismo. Le suminis­traremos oxígeno y comenzaremos por ver lo que expele al respirar; después estudiaremos su alimentación, que debe ser albuminoidea.

—Eso creo yo también.

El otro policía y el chófer fueron operados a continuación. Más tarde, cuando el representante llegó a la aislada villa, terminaron con él de la misma manera que habían hecho con los demás.

Los operados fueron cómodamente instalados en las habi­taciones que ya habían sido preparadas al efecto.

Al acabar aquel día, los hombres tenían sus cuatro prime­ros prisioneros: ¡cuatro parásitos que yacían bajo sendas campánulas de cristal!

 

 

CAPÍTULO VII

 

Cuatro laboratorios habían sido designados, uno para cada parásito, de manera a estudiarlos desde puntos de vista completamente distintos.

Aquella mañana, los tres profesores hacían su cotidiana visita a los laboratorios y penetraron en el primero de ellos.

Jóvenes médicos y biólogos, además de grupos especialis­tas en otras materias, tenían a su cargo los experimentos que dirigían los tres.

—¿Ha captado las peptonas? —inquirió Schaffer.

—Sí, profesor.

—¿Excrementos?

—No. Asimila cuanto se le da.

—¿Crece?

—No; pero el aumento de peso ha sido sensible... Seis­cientos gramos en doce horas.

—Es curioso que acumule sustancias sin desecho...

—Así es.

Pasaron al otro laboratorio.

—¿Qué clase de alimentación se le ha proporcionado?

—Lecitinas.

—¿Y qué?

—¡Crece de una manera fantástica! ¡Fíjese, profesor! Nos hemos visto obligados a cambiarle de campánula.

—¿Se pusieron los trajes protectores?

—Sí.

—¿Intentó algo?

—No. Con el peso, su agresividad ha debido desaparecer.

Observaron al parásito que, conservando su primitiva forma, había centuplicado su tamaño, adquiriendo el de una gruesa cabeza humana.

—Que preparen nuevas campánulas.

—¿Seguimos con las lecitinas?

—Sí. Será la alimentación que proporcionemos a los otros... No quiero bajas, al menos por el momento.

En el tercer laboratorio, los aparatos electromagnéticos ocupaban casi la totalidad de la sala.

—¿Algo nuevo?

Al joven ayudante le brillaron los ojos.

—¡Capta la electricidad, profesor!

—¿Es posible?

—Sí.

—¿Han intentado algún medio concreto de transmisión?

—No. Nos hemos limitado a enviar sobre él corrientes de distinta intensidad... ¡Reacciona ante todas!

—Veamos.

Así era, en efecto.

Ante el impulso eléctrico, el parásito se movía más o menos rápidamente, blandiendo sus tentáculos, que oscila­ban hacia uno y otro lado.

—¿Hay algún morse por aquí?

—Tenemos uno, señor.

—Tráigalo.

Y volviéndose a los otros.

—Tengo una idea —dijo el germano — ; una idea que pueden considerar, «a priori», como absurda; pero que vale la pena ensayar.

—¿Cree que captará un mensaje del morse?

—Es lo que vamos a intentar. De todas formas, convenía que fuese uno de ustedes el que manejase el aparato.

—¿Porqué?

—Porque este ser ha aprendido, antes que nada, el inglés; aunque le creo capaz de entender otra lengua.

—Lo haremos como usted dice.

Momentos más tarde, después de instalar el aparato, Charles se colocó ante el manipulador, enviando el primer mensaje.

«¿Eres capaz de entender?»

Los minutos que transcurrieron fueron duramente emocio­nantes.

—¿Cómo quiere usted que transmita? —inquirió repentina­mente Harry.

—No lo sé —repuso Schaffer.

Y después de una pausa, se dio una palmada en la frente.

—¡La lecitina! —exclamó.

—¿Eh?

—¡Vayamos al otro laboratorio! Este ser ha sido alimenta­do a base de hidratos de carbono y no posee el fósforo sufi­ciente para utilizar en una posible transmisión.

Pasaron al laboratorio de donde acababan de salir, insta­lando nuevamente el aparato.

«¿Eres capaz de entender?»

Como en el otro, observaron la vibración de los tentáculos; pero esta vez la espera mereció la pena.

Tac... tac-tac... tac...

El pulsador empezó a vibrar, bajo el efecto de una misterio­sa corriente que debía proceder de la campánula.

«De nada os servirá todo lo que hacéis.»

Cuando Harry tradujo el mensaje, se miraron, profunda­mente sorprendidos.

—¿Se dan ustedes cuenta? —inquirió Charles, con los labios temblorosos.

Los otros asintieron.

Porque se daban cuenta —¿cómo no?— de que se halla­ban ante algo que iba a descubrirse de un momento a otro. De algo que explicaría la identidad de aquel repugnante en­gendro.

«¿Quién eres?», preguntó Harry.

Tardaron en contestar:

«Me llamo Slak.»

«Te he preguntado quién eres, no tu nombre.»

El silencio fue ahora más largo.

«Vinimos de muy lejos... éramos "semillas "...»

Poco a poco, las preguntas fueron siendo contestadas más concretamente; pero, de todos modos, los tres hombres se dieron cuenta de que aquella extraña criatura carecía de memoria remota.

—No hay duda —dijo Charles— de que se trata de seres extraterrenales.

—Eso creo yo —repuso Schaffer—. Lo de las «semillas» explica que hayan atravesado el espacio sin astronaves... en- quistados como esos gérmenes que, desecándose, resisten siglos y siglos.

—Voy a preguntar otra cosa.

Y, acercándose al aparato, Harry lo manejó con destreza.

«¿Es ésta vuestra forma definitiva?»

«No. Ignoramos completamente cuál será.»

«Entonces... ¿sufrís sucesivas metamorfosis?»

«Sí.»

Y después de una pausa, sin que se hubiese hecho una nueva pregunta, el parásito hizo funcionar el receptor de morse.

«De nada os servirá el habernos capturado... Este planeta será nuestro y todos pereceréis irremisiblemente...»

Canadá fue atacado dos semanas más tarde.

Desde el estrecho de Bering hasta la Tierra de Fuego, los Estados Unidos dominaban hasta el último palmo de tierra. Y desde que el nuevo Gobierno se había formado, una militariza­ción intensa se estaba llevando a cabo, formándose el más gigantesco y mejor dotado Ejército que se había conocido jamás.

En el resto del mundo, los preparativos para la inevitable guerra que se cernía sobre la Humanidad se hacían apresura­damente; pero las noticias que llegaban, muy pocas, del otro lado del Atlántico, demostraban que la potencia de Nuestros Estados Americanos, como allí se llamaban, no podría ser su­perada.

Una ola de pánico recorría el mundo.

El cuarto laboratorio, por lo acontecido en los otros, fue olvidado por los tres hombres de ciencia, que se encerraron para intentar sacar algún provecho de la «conversación» sos­tenida con el voluminoso parásito.

Pero iba a ser, precisamente, en el cuarto laboratorio, donde se iban a producir los hechos más extraordinarios y definitivos de todas las experiencias realizadas con las criatu­ras tentaculares.

Lucien Desmos era un joven investigador francés que for­maba parte del equipo que se había puesto a las órdenes del trío germano-estadounidense. Sólo que la diferencia entre los otros jóvenes biólogos y Lucien era que éste se sentía capaz de cualquier sacrificio con tal de lograr respuesta a las pre­guntas que formulaba la aparición de aquellos «parásitos».

También estaba seguro de que si hubiese puesto en ante­cedentes de lo que se proponía a uno de los tres doctores, cualquiera de ellos se hubiera opuesto rotundamente.

Por eso obró por su cuenta y riesgo.

En la misma mañana en que Schaffer y sus amigos se ponían en comunicación con el parásito del laboratorio número 2, Lucien escribía el más emocionante mensaje que un joven investigador hubiese escrito nunca:

«Queridos profesores Schaffer, Steward y Ferguson:

»Soy demasiado joven e inexperto para que pueda merecer su aprobación la idea que he tenido hoy; pero, sin embargo, después de meditarla profundamente, he llegado a la conclu­sión de que puede proporcionarnos datos de primerísima im­portancia.

»¿Qué importa que ponga mi vida en peligro? Al lado de lo que podemos obtener y sobre todo evitar, el papel que puede jugar una vida humana es verdaderamente ridículo.

«Seguro que se preguntarán, al leer estas líneas que les serán entregadas por el conserje a las cuatro de la tarde de hoy, qué clase de extraña locura me ha atacado.

»Muy sencillo.

»Hasta ahora estamos experimentando sobre los parásitos, seres inteligentes y a mi parecer extraterrenales, de una manera empírica, sin que podamos llegar nunca al centro neurálgico de la cuestión, ya que no podemos saber cómo y en qué piensan.

»Eso es, precisamente, lo que me dispongo a hacer.

»Me sentaré en un sillón, atándome de una manera que pueda ser imposible librarse. De esta manera, evitaré que el parásito, una vez tome el mando de mi sistema nervioso, pueda hacer algo que no convenga a la seguridad de los la­boratorios.

Indudablemente; podré conocer sin ningún género de dudas, ya que el parásito estará en mi interior, los efectos de ese parasitismo, así que, con un poco de suerte, lo que piensa y desea.

«Ustedes, cuando penetren en mi laboratorio, lo harán per­fectamente protegidos por los trajes especiales y no correrán peligro alguno. No les quedará, entonces, más que llevarme a la cama de operaciones y extraerme el parásito.

»Es posible que piensen ustedes que nada dijeron los cuatro operados, que no recordaban absolutamente nada. Pero piensen que yo lo hago voluntariamente, con pleno conocimiento de causa y que haré lo imposible por observar y escuchar lo qué pase en el interior de mi médula y ce­rebro.

»Espero que sabrán perdonarme mi atrevimiento y también espero que el resultado de este pequeño esfuerzo nos sea útil.

»Afectuosamente de ustedes...»

Lucien había entregado la carta y ahora estaba atado, con una sola mano libre, parcialmente, de manera que podía abrir la campánula, que había situado sobre una mesita, a su lado.

Cuando estuvo preparado miró, a través del cristal, la forma tentacular que yacía inmóvil.

—Voy a ponerte en libertad, amiguito... ¡A ver si te portas bien y me cuentas cosas interesantes!

Sonrió.

Luego, con un gesto decidido, levantó la campánula.

Durante unos segundos, no ocurrió absolutamente nada; después, con una brusquedad que Charles hubiese reconoci­do en seguida, el parásito saltó, como un resorte, penetran­do en el cuerpo del joven a la altura del cuello.

—No hemos encontrado, hasta ahora, ninguna sustancia que los dañe con la intensidad que desearíamos.

Charles asintió.

—Además —repuso— no podemos olvidar que están enquistados en el interior de seres humanos y de que ni la muerte de éstos parece afectarles.

Harry lanzó un suspiro.

—Es un problema demasiado arduo, señores míos... ¡Y pensar que la guerra puede estallar de un momento a otro!

—Sí, tenemos muy poco tiempo. Por fortuna, los Estados Unidos creyeron la versión de que el avión donde iba su dele­gado en la ONU había explotado en el aire... De no haberlo creído, quizás hubiese declarado la guerra.

—Tarde o temprano la declararán.

Eso era lo que les horrorizaba a todos.

—Es una pena, después de haber conseguido esos cuatro extraños ejemplares, no haber obtenido nada positivo.

Fue en aquel momento, cuando el reloj de pared daba las cuatro de la tarde, cuando la puerta se abrió y el ujier entró silenciosamente en la biblioteca donde estaban los tres sabios.

—Profesor Schaffer...

—¿Qué hay?

—Una carta.

—¿Para mí?

—Sí.

El profesor examinó el sobre.

—No lleva sello. ¿Quién se la ha dado?

—El doctor Desmos, señor.

—¿Lucien? ¡Ahora que recuerdo, no hemos pasado hace días por su laboratorio!

Desgarró el sobre y su rostro fue expresando la emoción que le proporcionaban las palabras escritas.

—¡Loco! ¡Más que loco!

—¿Qué ha pasado?

—¡No pueden imaginárselo! Ese joven ha soltado a su pa­rásito, con la idea de que se apoderase de su cuerpo.

—¿Eh?

Charles había palidecido.

—¡Hay que darle caza ahora mismo!

—Un momento. Lucien se ha atado sólidamente para que el parásito no pueda actuar sobre él en libertad... Tenemos que hacer algo.

La carta pasó de mano en mano y los otros la leyeron aten­tamente.

—¡Ese muchacho es un valiente! —comentó Harry.

—Y un temerario... Creo que debíamos seguir sus instruc­ciones, ya que no tenemos más remedio... Vayamos a poner­nos los trajes especiales.

Unos minutos después, los tres hombres, cubiertos ya con sus «corazas», avanzaban hacia el Cuarto Laboratorio.

Una emoción intensa se había apoderado de ellos.

Se detuvieron unos instantes ante la puerta, mirándose los unos a los otros.

—¿Vamos?—inquirió Schaffer.

Asintieron los otros y el germano, sin dudarlo, abrió la puerta, siendo inmediatamente seguido por los otros dos.

Harry la cerró a su espalda.

Nada más entrar vieron a Lucien sentado en un sillón y só­lidamente atado.

El joven les miró sonriente.

—Hagan el favor de desatarme... —dijo sin dejar de sonreír.

Inconscientemente, Schaffer dio un paso, acercándose a la silla; pero la exclamación de Charles, a su espalda, le hizo retroceder de un salto.

—¡Cuidado ¡No olvide que no es él!

La sonrisa desapareció del rostro de Lucien.

—¡Moriréis todos, perros!

Era horrible mirar a aquel joven, cuyas emocionantes pala­bras acababan de leer, apenas hacía unos minutos, mirarle ahora, con los ojos inyectados en sangre, haciendo esfuerzos por librarse de sus ataduras.

Retrocedieron, sin poder evitar un escalofrío de espanto.

Y entonces...

Algo blancuzco empezó a salir de la boca de Lucien; algo que fue escurriéndose por su cuerpo, extendiéndose sobre el suelo y ocupando cada vez más espacio.

Cuando terminó de salir, «aquello» yacía en el suelo, palpi­tando con una vida propia.

—¡Una ameba!

—Eso parece...

Lucien abrió los ojos y les miró sonriendo. Pero ahora, aquella sonrisa era la suya, inequívoca.

—Eso es, profesores... una especie de ameba gelatinosa... ¡La última fase en la evolución y metamorfosis de los pará­sitos!

 

 

CAPÍTULO VIII

 

Desde luego, ha sido algo formidable —dijo Lucien.

Le habían desatado, después de comprobar que se hallaba libre de toda influencia. Y ahora, en la biblioteca, después de haber cerrado el laboratorio, con la ameba dentro, escuchaban atentamente al joven.

—¿Qué sucedió?

—Al principio, cuando el parásito se lanzó sobre mí, un dolor intensísimo...

—Lo mismo que sentí yo —dijo Charles —. ¿Y después?

— Allí empezó lo extraño... Yo sentí que algo se interponía entre mi mente y el exterior.

—¿Podía pensar?

—Perfectamente; pero cuando miraba hacia afuera, no veía nada, ni oía, ni sentía nada. ¡Aislado de todo!

—¿Cómo es eso?

—Porque el parásito había bloqueado mis nervios sensiti­vos, haciendo que mis percepciones llegasen directamente a él. Era curioso aquel aislamiento completo, yo dentro de mi mente, sin sentir el cuerpo.

—¿Tampoco sentía el cuerpo?

—En absoluto. Era como si flotase sobre algo muy blando.

De todas formas, yo me daba perfecta cuenta de lo que había y de que estaba realizando una importante experiencia.

—¿Y «él»?

—¿El parásito?

—Sí.

—Al principio no me ocupé mucho de él. La nueva sensa­ción que experimentaba era lo suficientemente fuerte para re­tener toda mi atención. Fue después, cuando medité profun­damente, y me di cuenta de que había hecho aquel sacrificio para algo.

—¿Y qué hizo?

—Buscarle.

—¿Buscarle?

—Sí. Empecé a prolongar mis ideas, hasta que logré «tro­pezar» con otras que, indudablemente, no me pertenecían.

—¿Cómo lo logró?

—Todavía no lo sé; pero debió de ser al concordar la acti­vidad eléctrica de mi cerebro con el del parásito. Algo así como coincidir en su longitud de onda.

—Comprendo.

—Al empezar, las ideas que me llegaban eran confusas, diabólicamente enrevesadas; luego, cuando acudieron a mí con mayor fluidez, me percaté de que el parásito estaba re­cordando.

—¡Es asombroso!

—No pueden ustedes imaginárselo. Me vi en un mundo extraño. A mi alrededor, innumerables amebas, como la que ha quedado en el laboratorio, se arrastraban penosamente por el suelo...

—¿No había otros seres?

—No.

—¿Y de qué se alimentaban las amebas?

—Verá. Yo vi una especie de charcos en los que los proto- zoarios hundían sus pseudópodos. Indudablemente, por la fosforescencia que aquel líquido emitía, no debía de tratarse más que de lecitina...

—¡Ah!

—Las amebas se entendían entre ellas por medio de un lenguaje puramente eléctrico...

—¡Por eso captan el morse!

—Sí. Pero lo que más me sorprendió fue la actividad cere­bral de aquellos seres. Elaboraban ideas complejísimas, «uni­versales», con una facilidad tremenda. No creo que jamás lle­guemos en la Tierra a pensar tan profundamente como ellos... Nuestras más complicadas teorías filosóficas no son más que balbuceos al lado de sus más sencillas teorías.

—¡Es increíble!

—Pensándolo bien, las tales amebas me parecieron como sustancia cerebral informe.

—¡Tiene usted razón! Son «cerebros que se arrastran durante milenios».

—Por eso no han conseguido ninguna clase de adelanto técnico. De no haber sido por aquella degeneración de su mundo...

—¿También lo vio usted?

—Sí. Los charcos, por una causa que ni ellos pueden ex­plicar, empezaron a disminuir de tamaño, secándose lenta pero definitivamente. Al mismo tiempo, aquel planeta se res­quebrajaba...

—¿Y entonces?

—Hicieron la única cosa que podían hacer; se enquistaron, convirtiéndose en unas minúsculas esferas, que fueron vege­tando, alimentándose de las sustancias acumuladas en su propio cuerpo.

—¿Y después?

—Ese después tardó millones de años... Reducida su capa externa, la de su planeta, a una masa polvorienta, aquel mundo no tardó en convertirse en polvo cósmico, que las corrientes electromagnéticas que atraviesan los espacios llevaron de un lado para otro.

—¿La luz?

—Es posible. Miles de millones de «semillas» caminaron por el espacio, Dios sabe cuánto tiempo. Hasta que un puña­do de ellas cayó sobre la Tierra.

Hubo un silencio emocionante.

—¿Y... ésa es su forma adulta?

—Sí. Por lo visto, después de la fase «tentacular», se pro­duce la última metamorfosis.

—¡Espere! —gritó Charles—. El parásito que usted intro­dujo en su cuerpo había estado antes en otro, ¿verdad?

—Sí, en el del chófer del delegado Sipson.

—¡Eso lo explica todo!

Se volvieron hacia él.

—¿Qué quiere decir, Steward? —inquirió Schaffer.

—Sencillamente, que ahora ya puedo explicármelo todo.

—A ver...

—Los parásitos pasaron por la fase de «semilla», la más larga de todas; después, indudablemente, los que cayeron en un medio rico en lecitina sobrevivieron... Precisamente ahora recuerdo una protesta contra un pobre almacenista de huevos de Star City.

»Eso demuestra que las «semillas» se abrieron en el huevo...

—¡Un momento! —exclamó Lucien — . «Mi» parásito re­cordó eso, exactamente. Después, salió del huevo una espe­cie de «mórula voladora» que penetró en el cuerpo de los ani­males. Por el momento, el cuerpo de los humanos les era inaccesible, ya que nuestras defensas orgánicas eran dema­siado poderosas para las mórulas.

»Pero luego, cuando se logró el «ser tentacular», los hom­bres estuvimos a su alcance. Ya los parásitos, merced a su enorme inteligencia, sabían muchísimas cosas. Y de ahí aquella epidemia de animales sabios que hubo en América.

—Perfectamente —dijo Charles—. Después, al pasar a un nuevo ser humano, la última fase de la metamorfosis se pro­duce... apareciendo el ser adulto.

—Eso es muy importante.

—Más de lo que nos imaginamos. Si esa ameba, tal y como nos ha contado Lucien, es un ser completamente «contemplativo», podremos deshacernos de él fácilmente.

—Pero... ¿y los otros?

—¿Cuáles?

—Los que siguen en estado de «ser tentacular».

—Ese es el problema.

Guardaron nuevamente silencio.

Al cabo de un rato, Charles musitó:

—No hay otro remedio.

Le miraron, con curiosidad.

—¿Ha encontrado usted algo?

—Creo que sí. Hay dos maneras de liquidar este enojoso asunto. La una es cruenta...

—¿Cómo?

—Matando a todos los humanos que lleven parásito.

—¿Y cómo conocerlos?

—Eso es fácil. Los parásitos han ocupado los seres que dirigen el país. Lo del chófer y los policías fue una excepción, ya que iban a venir a un territorio donde cualquier error podía ser fatal para ellos.

—Es lógico.

—Por eso, destruyendo a los responsables actuales de los Estados Unidos...

—¡Pero eso es un crimen!

—Por eso la he llamado solución cruenta.

—¿Hay otra?

—Sí. Pero es la más peligrosa.

—Veamos.

—He pensado —dijo Charles— que los parásitos no aban­donan el cuerpo de su huésped hasta que éste muere. Lógi­camente, si esperásemos unos años, la muerte natural de los actuales huéspedes acabaría con el peligro; pero los parási­tos, que ignoran lo que será de ellos ^ que no son capaces de recordar, ya que como hemos visto lo hacen instantes antes de convertirse en amebas, harán estallar la guerra universal y no nos darán tiempo a subsanar nada.

—Verdad.

—Si los parásitos abandonan el cuerpo humano que ocupan cuando éste le es completamente inútil, ¿por qué no provocar esta inutilidad?

—¿Cómo?

—Lanzando un gas tetanizante sobre ellos. Hay uno, el M-333, que todos los países han fabricado, legándole? des­pués al olvido, que produce trastornos de tipo epiléptico, de una duración de cerca de ochenta horas.

—Es peligroso...

—¡Naturalmente que lo es! Un porcentaje de uno, dos o tres mil no resiste los ataques... y fallecen; pero ¿qué otra cosa podemos hacer?

Guardaron silencio.

—De todas formas, tendríamos que lanzar una enorme cantidad de gases.

—No lo crea, Harry. El M-333 es soluble en el agua y basta verterlo en las canalizaciones para infestar una ciudad o una región entera. De ahí su peligrosidad.

—Comprendo. Un grupo de comandos, lanzado sobre los Estados Unidas, podría empezar a librar al país. Después, una vez limpio, los parásitos, por su actitud antiguberna­mental, serían los primeros en descubrir su situación. Y el M-333 acabaría con sus ensueños, convirtiéndolos en ame­bas.

—Eso es.

—Un momento —intervino Schaffer—. Estamos hablando de las amebas y todavía no conocemos sus propiedades. ¿Y si son más peligrosas que los «seres tentaculares»?

Lucien sonrió.

—Eso es fácil de comprobar, señor. De todas formas, le garantizo que los «amébidos» pueden ser destruidos por un niño.

—¡Vamos a verlo!

—Encantado.

Momentos más tarde estaban ante el Cuarto Laboratorio.

Aquella vez no se habían puesto traje protector alguno, pero Harry llevaba una pistola en la mano.

—Ábranos.

Lo hizo Lucien.

Y, casi al mismo tiempo, lanzó una exclamación de asombro:

—¡No está!

En efecto, la ameba había desaparecido.

El avión procedía del Norte.

En el interior, y con los paracaídas dispuestos, Harry y Lucien esperaban la orden de lanzarse.

El aparato volaba a una altura tremenda, para evitar el radar americano, y ambos hombres llevaban máscaras para soportar el salto desde donde iban a realizarlo.

Una luz verde se encendió.

—¡Preparados! —exclamó el copiloto.

Momentos después abría una compuerta inferior, atando, a cada cinturón de los dos hombres, cables finísimos, que los unían a los paracaídas auxiliares, que llevarían a tierra las bombonas de aluminio repletas de M-333 a presión.

—¡Uno!

Lucien lanzó una mirada de simpatía a Harry y se dejó caer, desapareciendo en la intensa oscuridad de la noche.

Momentos más tarde, Harry le imitaba, saltando al vacío.

Descendieron larga y lentamente.

Gracias a los tirantes de los paracaídas, procuraban mante­nerse en una vertical teórica, de modo a no separarse excesi­vamente el uno del otro. Tras aquella inacabable caída, espe­raron, separados, hasta el amanecer, ocultándose lo mejor posible y haciendo desaparecer las telas sedosas que podían descubrirles.

Cuando nació el día, se buscaron, encontrándose poco después.

—¡Vaya descenso! —exclamó Harry.

—Creí que no llegaba nunca.

—¿Has escondido las bombonas?

—Sí.

—Yo también. Creo que no estamos lejos de la conduc­ción de aguas de Washington. Yo ya llevo una, ¿vamos?

—¿Y las otras?

—Volveremos a por ellas. Hemos de acercarnos a Nueva York para repetir la experiencia.

—¿Cómo lo haremos?

—Robando un vehículo. No tendremos otro remedio.

—¿Y si nos cogen?

—Nos encarcelarán; pero no nos harán nada. No hay que olvidar que en este país, con ciento ochenta millones de ha­bitantes, no hay más que un par de miles de parásitos. El resto no hace más que obedecer.

—Esperemos un poco de suerte.

—Eso debemos desear.

No tardaron mucho en llegar a una zona donde el agua pe­netraba por las cañerías que se dirigían hacia la capital fede­ral. El contenido de una bombona fue vertido allí.

También tuvieron suerte al volver, ya que pudieron apode­rarse de un vehículo, no muy huevo, que su propietario, sin duda alguna un agricultor, había dejado en el campo.

Cargaron el resto de las bombonas y empezaron a recorrer los alrededores de las ciudades más importantes.

El M-333 estaba ya en camino...

 

 

CAPÍTULO IX

 

Sally se había levantado hacia rato, y cuando las tostadas saltaron graciosamente del tostador eléctrico, creyó llegado el momento de despertar a su esposo.

Se acercó a la puerta del dormitorio y llamó:

—¡Donald!

Donald se movió, sonriente, dichoso del sueño que estaba viviendo; después, abriendo los ojos, los entornó para mirar a la joven.

—¿Qué hay, Sally?

—Es la hora de despertarse, querido... Hay que ir a tra­bajar.

Se sentó él en la cama.

—¡No me digas! Con las ganas que tengo yo de ver la cara a míster Stan House.

—¿Qué le pasa a tu patrón?

—Que se le ha subido el dinero a la cabeza. Desde que los huevos se han convertido en un artículo de lujo, no hay quien le soporte. Además, ya sabes que le han nombrado jefe del Almacén Regional... ¡Casi nada!

—Anda, levántate, perezoso.

Donald pasó a la ducha, se vistió y salió a la cocina, hus­meando el agradable olor de café recién hecho.

—Menos mal que te tengo a t¡.

Ella se acercó, melosa, estrechándolo entre sus brazos.

—Bueno, pequeña, que voy a llegar tarde. Vamos a desa­yunar.

Quince minutos después el autobús le dejaba frente a los nuevos almacenes Stan.

El patrón estaba de excelente humor.

—¡Hola, muchacho! ¿Sigue aún la luna de miel?

—No, se nos acabó el azúcar...

El hombre rió, moviendo su prominente abdomen, que la faja ortopédica era incapaz de contener.

—Hay que preparar mil docenas...

—¿Tantas?

—Sí. Un envío especial para las fuerzas de ocupación de Chile.

Penetró en el almacén y se dirigió hacia los depósitos inte­riores donde, en un ambiente frígido, estaban colocadas las bandejas de huevos.

Le seguían los doce obreros que trabajaban a sus órdenes.

—Empecemos por aquella parte, chicos...

Uno de ellos, picado de pecas, fue el primero en gritar.

—¡No pesan nada, Donald!

El joven se acercó al pecoso.

—¿Qué es lo que no pesa?

—La bandeja. Tómela usted y compruébelo.

No hizo falta que Donald la cogiese. Acababa de ver un pequeño orificio y al apoderarse de un huevo, vio que estaba vacío.

—¿Eh?

Los otros empezaron a exclamar, por el mismo motivo y Donald, con un extraordinario temblor de piernas, tuvo que presentarse ante el patrón, que desayunaba glotonamente en aquel momento.

—Señor...

—¿Qué hay, Donald? —inquirió el otro, con la boca llena.

—Están vacíos, señor.

Los ojos de Stan parecieron querer salírsele de las órbitas; después se atragantó y cuando logró recobrar el resuello, preguntó:

—¿Qué estás diciendo, idiota?

—Que los huevos están vacíos... Hay un agujerito...

—¡Vamos!

Penetraron en el almacén y Stan comprobó personalmente lo que Donald le había dicho.

—¡Esto es un sabotaje! ¡Nos fusilarán a todos! ¡Os fusila­rán a vosotros! Mandaré llamar a un médico y os analizará la sangre... ¡Y, ay de vosotros si sois los que os habéis comido todos estos huevos!

Pero pronto tuvo que darse cuenta de que las seis mil docenas de huevos no podían haber sido ingeridas por sus doce obreros.

Porque eran seis mil docenas las que estaban completa­mente huecas, con el diminuto orificio en la cáscara.

Echando pestes, Stan cerró el almacén, enviando a sus obreros a sus casas, excepto a Donald, que hizo que le acompañase.

—¿Dónde vamos? —inquirió el joven.

—A la Comisaría de Abastos. He de justificar esta terrible anomalía.

—¿Cómo?

El otro, intensamente pálido, se encogió de hombros, sus­pirando.

—¿Y yo que sé?

—¿No habrán sido las ratas?

—¡No seas estúpido! Primero, que no hay roedores en el almacén y segundo, que las ratas destrozan los huevos...

Se detuvieron ante el edificio cuya fachada hacia temblar a Stan.

—Vamos, muchacho.

Y una vez en el vestíbulo, con la mejor de sus sonrisas:

—¿El señor Walter, por favor?

—Pase por aquí.

Walter era un hombre bonachón, al que había agriado la vida las órdenes severas de Washington. Antiguo comerciante mayorista de Star City, se había visto adjudicar aquel puesto que, evidentemente, le venía ancho.

Pero Washington había hecho de él un tirano implacable.

Por eso, el sombrero de Stan, que iba entre sus dedos, temblaba insistentemente cuando penetró en el despacho del alto funcionario.

—¡Pase, pase, mi querido Stan!

El almacenista se estremeció aún más.

—Tome asiento, Stan. Y usted también, jovencito — la sonrisa se acentuó—. Es empleado suyo, ¿verdad?

—Sí, señor. Mi mejor empleado.

Walter seguía sonriendo.

—Me alegro.

Y después de una pausa» preguntó:

—¿Qué deseaban?

Stan palideció intensamente.

—Pues... ve...rá —balbuceó—. Yo venía a... es que... los huevos... ¿sabe usted?... ¡Hay muchas docenas vacías!

—¿Vacías?

—Sí; he querido decir, naturalmente, que hay muchísimos huevos vacíos, con un agujerito en la cáscara.

—¡Ahí

Y después de otra pausa.

—¿Y bien?

Stan no salía de su asombro.

—Como me habían pedido para Chile...

Walter sonrió.

—¡No hay que enviar nada, mi querido señor! Washington ha comunicado esta mañana que abandonamos los países ocupados y que la vida vuelve a su normalidad. El mensaje del Presidente me ha llenado los ojos de lágrimas.

—¿Cómo? ¿Lo abandonamos todo?

Todo, mi querido amigo. Volvemos a ser, simplemente, los Estados Unidos de Norteamérica... ¡Imagínese el revuelo que se ha formado en Europa!

—¿Y...la guerra?

—¡Nada de guerras! ¡Desmovilización general! Anulación de los pedidos militares... eso ha dicho el Presidente... ¡Ah! Y también ha explicado que los accidentes colectivos de estos días pasados, en que se hablaba de utilización de gases por agentes enemigos, han sido provocados por deficiencias técnicas en la canalización... ¡Buenas noticias!

—En efecto.

Así que cesada la causa de nuestra preocupación guerrera, el mercado vuelve a su libertad anterior y nadie, ¿me entien­de usted, mi querido Stan? nadie va a pedirle cuentas de unos huevos estropeados o vacíos.

—¡Gracias, señor!

Salieron del edificio riendo como dos chiquillos.

—¡Ya lo sabes, Donald! Me has traído buena suerte y, a partir de este momento, te conviertes en mi socio!

—¿De verdad?

—¡De verdad! Y vamos a festejarlo en ese bar...

Pero el problema no hacía más que empezar.

Desde la oficina que se había establecido en París, al mando del profesor Schaffer, se empezaron a cursar cables, pidiendo información sobre los depósitos de huevos del mundo entero.

Harry y Lucien habían regresado a Europa, deseosos de seguir la lucha junto al germano, una vez solucionado el pro­blema en los Estados Unidos.

—¿Qué piensa usted de todo esto, profesor?

Schaffer se pasó la mano por el mentón.

—Es indudablemente obra de ellos; pero ¿qué se pro­ponen? .

—No olvidemos que se alimentan de lecitinas.

—Eso ya lo sabemos. Pero lo que nos preocupa es que no se ha vuelto a ver ameba alguna... ¡Y todos han de estar convertidos en eso!

—Naturalmente.

Guardaron silencio.

—Se han registrado todos los almacenes de huevos que han sido saqueados por las amebas y parece mentira que, si calculamos que había unos tres millares en la Tierra, hayan consumido... ¡ochenta mil docenas de huevos! Y todo esto en menos de diez días...

—¡Es formidable!

Más que formidable, extraño. Hemos de investigar lo que realmente haya ocurrido.

—¿Cómo?

—Buscando.

Charles, que no había despegado los labios, se encogió de hombros.

—Miles de hombres buscan y no encuentran nada.

—¡Pues hay que seguir!

Fue en aquel momento cuando de una de las habitaciones vecinas surgió una voz:

—¡Profesor Schaffer!

Corrieron todos hacia allá, encontrándose con uno de los auxiliares, que tenía un teléfono en la mano.

—Para usted, señor...

—¿Y para esto tantos gritos?

—¡Es que las han encontrado, profesor!

—¿Eh?

El sabio se precipitó al aparato:

—Diga.

—Aquí el ministro de Comunicaciones, profesor.

—Diga, excelencia.

—Estoy con el ministro de Marina, ¿me oye?

—Perfectamente, señor.

—Mi compañero me ha comunicado que un buque fran­cés, «L'Etoile de Marseille» ha captado un mensaje, por morse, dirigido a todos los Gobiernos del Mundo.

—¿Quién lo firmaba, señor?

—Las «Amebas».

—¿Así mismo?

—Sí.

—¿Qué decía el mensaje?

—Deseaban que un grupo de hombres, responsables, fueran a cierto punto, sobre la costa de Libia, dotados de un morse.

—¡Quieren hablar con nosotros!

—Eso parece.

—¿Y qué haremos, señor?

—Le he llamado, precisamente, para comunicarle que ha de presentarse en el Elíseo esta misma mañana. El Presidente desea confiarle esta misión, de acuerdo con el gobierno alemán.

—¡Gracias, señor!

Dos horas después, Schaffer regresaba a la oficina.

—¿Qué hay? —inquirió, ansiosamente, Charles.

—Hemos sido designados.

—¿Los cuatro?

—¿Cómo iremos?

—¿Cuándo?

Schaffer sonrió.

—Un momento, por favor. Saldremos esta madrugada en un hidroavión especial, que nos dejará en la costa.

—¡Formidable!

Toda aquella tarde y la noche que la siguió fue de una alucinante espera.

Charles había pedido permiso para hacer unas gestiones, ya que había recibido una llamada telefónica urgente.

Estaba ya en el hidroavión y Charles no había llegado, haciéndolo en el último instante.

—¿Ha ocurrido algo? —le inquirió Harry.

—Nada. Mi viejo ayudante, Thomas, me ha llamado para decirme que todo está preparado en Star City para un re­cibimiento triunfal...

—Se lo merece.

Charles se encogió de hombros.

El viaje, a pesar de que apenas si cambiaron algunas frases entre ellos, no fue muy largo.

—Vamos a amerizar, señores —anunció el copiloto.

Momentos después, ya había amanecido, el aparato se posaba blandamente sobre el Mediterráneo. Una lancha neumática los llevó hasta las costas, justo en el punto de la cita.

El desierto les envolvía por todas partes.

Poniendo el morse en el suelo y accionando las pilas, Harry emitió la primera llamada:

«Estamos en el lugar fijado... Estamos en el lugar fijado.,. Estamos en el lugar fijado.»

Descansó y llamó de nuevo. Y así estuvo durante cerca de una hora.

—No conectan —dijo Lucien.

—iUn momento!

El pulsador había vibrado, empezando a saltar.

—¿Qué dicen?

«Estaremos ahí dentro de unos minutos... Llegaremos por el mar.»

Se volvieron, dando la espalda al desierto.

—¡Por el mar! —exclamó Schaffer.

Y, se quedaron atentamente mirando hasta que una masa parduzca empezó a salir del agua.

Era enorme.

Cuando estuvo sobre la playa, los hombres retrocedieron inconscientemente, ya que aquel monstruoso animal era capaz de engullirlos, de un golpe, entre sus colosales seudópodos.

Serenándose, Harry se acercó al morse, que vibraba in­tensamente.

«Soy Rok, el nuevo jefe... Os saludo...»

Schaffer le dictó el mensaje.

—Nosotros también te saludamos, Rok. Y te escucha­mos...

Hubo una larga pausa.

—¿Qué estará tramando? —inquirió Charles, en voz ba­ja—. ¿Por qué no disparamos contra él?

—¿Cómo? ¿Vino armado?

—Sí.

—¿Porqué?

—Por...

—¡Silencio, por favor! ¡Está transmitiendo!

Se acercaron a Harry.

—¿Qué dice?

—Espere.

Y leyó el mensaje.

«Vengo en son de paz... Sé que hemos cometido algunos atropellos, pero los hicimos inconscientemente, en estado larvario... Y desconocemos nuestro destino adulto...

»Por eso deseamos que nos cedáis un rincón de vuestro planeta, cualquier desierto inhóspito para vosotros... Ya sabéis que necesitamos lo que vosotros llamáis lecitina...

»Hemos robado mucha, pero la necesitábamos, almace­nándola en nuestro plotoplasma, porque no sabíamos si ibais a aceptar nuestras proposiciones...»

Harry terminó la lectura.

—¿Qué les parece?

—Bien.

—No tan bien —intervino Harry—. ¿Quién nos prueba que no es una trampa? Si les dejamos un desierto, ¿qué otra sorpresa desagradable pueden reservarnos en un próximo o lejano futuro?

Meditaron las palabras del profesor.

—Voy a preguntarle algo —dijo Harry.

Y manejando el pulsador.

—¿Qué podríais darnos en compensación? ¿Cómo nos ga­rantizáis que no deseáis hacernos mal?

La ameba no tardó en contestar:

«Un grupo de los nuestros estará constantemente a vuestro servicio... Serán vuestras máquinas de pensar...»

Harry transmitió la respuesta.

—Creo que debemos aceptarla —dijo Lucien.

—¡Son ustedes unos necios confiados!

Se volvieron hacia Charles, mirándole con extrañeza.

—¿Por qué esa actitud guerrera? —inquirió Schaffer.

—¡Porque esa maldita ameba les está engañando! ¿Es que no ha sufrido bastante la Humanidad por culpa de esos as­querosos parásitos?

—Todo eso es muy razonable; pero, si no aceptamos lo que nos propone, ¿qué podríamos hacer?

—¡Exterminarlas!

—Yo no creo que ésa sea la mejor manera...

Charles le miró fijamente y Lucien palideció un poco bajo aquella mirada.

—¿Qué le ocurre, Steward? —inquirió el joven.

—¿Crees que no sé quién eres, maldito parásito?

—¿Eh?

—Sí... ¡Tú no puedes engañarme! Desde que escribiste aquella carta, me di cuenta de que era el parásito quien la había escrito...

Sacó la pistola, apuntándole.

—¡Este hombre está loco! —exclamó Lucien, retroce­diendo.

Pero los otros dos hombres le miraban, llenos de des­confianza.

—Podría ser cierto... —susurró Schaffer.

—Es verdad—dijo Harry.

—¡Claro que es verdad! ¡Nos ha engañado miserablemen­te, abusando de nuestra ignorancia! Por eso quiere que pac­temos con las amebas... para abrirles las puertas de nuestras ciudades, de nuestros países...

Lucien retrocedió.

—¡Eso no es verdad! ¡Eso no es verdad!

Pero Schaffer fue el más inflexible.

—Ahora me lo explico todo... El empleo del M-333 no sirvió para nada. Usted ordenó a los suyos que abandonaran los cuerpos humanos...

—¡No es verdad, profesor; se lo juro!

—Ya no hay tiempo para nada, Lucien. Es doloroso tenerle que llamar así y más doloroso tener que matarle. Porque, en el fondo, usted no es culpable, sino el asqueroso parásito que lleva dentro...

Y levantando la voz:

—¡Mátelo, Charles! Luego nos entenderemos con la ame­ba...

Lucien retrocedió un poco más.

—¡No! —suplicó.

Y, de repente, el grito, mucho más fuerte que el suyo, brotó de la garganta de Charles.

Todos se volvieron hacia él.

Y Lucien fue el primero en darse cuenta.

—¡Fíjense!... ¡ése no es el profesor Steward!... ¿No se dan cuenta de que está apuntando con el brazo derecho?

Pero lo que ocurría era más horrible.

La ameba había atrapado al falso Charles, entre dos finos seudópodos, que había emitido suavemente y ahora lo arras­traba hacia su masa viscosa, que se abría como una boca alucinante.

Pegado al baboso cuerpo de la gigantesca ameba, el cuerpo del hombre no tardó en desaparecer en una de sus vacuolas.

Se quedaron fríos.

Momentos después, la visión de pesadilla había dejado de serlo. Y casi inmediatamente, el pulsador empezó a moverse velozmente.

Harry se apresuró a escribir.

«Humanos: Habéis estado a punto de ser destruidos por vosotros mismos y por la obra y poder de una de nuestras larvas, que logró conservarse sin pasar a estado adulto...

»Fue, quizá, por tratarse del único de los nuestros que nació de un miembro humano; del brazo del profesor Steward...

»Por eso pudo lograr una longevidad larvaria que me ha sorprendido a mí mismo.

»Ahora está destruido.

»Pero no quiero, en vista de lo sucedido, que precipitéis vuestra respuesta. Tenéis un mes de tiempo...

—¿Nos amenazas? —intercaló Harry.

»Nunca... Pero nosotros necesitamos lecitina y podríamos obtenerla del mar... destrozando vuestras fuentes de rique­za... Si somos amigos, la nutrición puede hacerse ordena­damente, ya que en un centenar de años acabaríamos con la pesca de casi todos vuestros mares...

»En el desierto, vosotros seréis los encargados de alimen­tarnos y nosotros os ayudaremos...

—¿En qué?

«Tuvisteis la suerte de poseer las manos... Ellas os han hecho lo que sois... Nosotros no tuvimos nunca ese privile­gio; pero nuestro pensamiento es superior al vuestro y podemos hacer que avancéis, en poco tiempo, todo el largo camino que os queda por recorrer.

»Ese es vuestro gran defecto, humanos... Habéis conse­guido el dominio de la técnica, pero seguís siendo tan bárbaros como vuestros antecesores...

—Es verdad.

»Estaré aquí dentro de uno de vuestros meses. Meditad lo que he dicho... y sabed que deseamos de corazón que nos perdonéis...»

La ameba había desaparecido, hundiéndose rápidamente en el agua.

 

EPÍLOGO

 ¡Donald!

—¿Eh, querida?

Sally le sacudía de lo lindo.

—¡Despierta, hombre, despierta!

Donald hizo un esfuerzo, abriendo los ojos, estirándose y volviéndose a estirar.

—¿Qué hora es, mujercita?

—Las ocho.

Los ojos se le abrieron como platos.

—¿Las ocho? ¿Te has vuelto loca, Sally?

—¿Porqué?

—¿Desde cuándo se levanta el socio de Stan y Compañía a las ocho de la mañana? Ya sabes que no has de llamarme hasta las once.

—Pero...

—¡No hay pero que valga!

E intentó arroparse nuevamente.

—¡Donald!

Se incorporó.

—¿Qué quieres?

—Acabo de oír una noticia en la Televisión!

—¿Qué has oído, amor mío? Y se tapó la cabeza.

—¡Donald!

Volvió a incorporarse, esta vez realmente en cólera:

—¿Quieres dejarme dormir?

—Sí. Veo que no te interesa que se hayan racionado nuevamente los huevos.

—Claro que no me interesa nada de eso... ¿Eh? ¿Qué has dicho?

—Que los huevos están nuevamente racionados.

—¡No es verdad!

—La Televisión acaba de decirlo.

Donald había saltado de la cama.

—¿Dónde está mi traje? ¿Y mis zapatos? ¿Y mi corbata?

No quiso saber nada del desayuno y bajó como una tromba, abriendo el garaje y saltándose todos los semáforos, hasta detenerse ante el almacén.

Stan estaba allí.

—¿Es verdad?

—¿El qué?

—Lo del racionamiento.

—Sí.

Donald lanzó un suspiro terrible.

—¡Estamos perdidos!

—¿Porqué?

Miró a Stan, como si estuviese viendo visiones.

—¿Es que no te das cuenta, Stan de mi alma? El Gobierno volverá a pagar una décima parte de su valor. Y tenemos diez millones de docenas en el almacén.

—Perfectamente.

—¿Entonces?

—Escucha, Donald. Si durmieses un poco menos y leye­ses de vez en cuando los periódicos, te habrías enterado de que el Gobierno paga los huevos dos centavos más caros que el público.

—¡Entonces es que los del gobierno están grillados!

—No. Es que los huevos son para las amebas.

—¿Las qué?

—Mira. Coge la prensa de toda la semana, la encontrarás en mi despacho y te la lees de cabo a rabo.

—¡Hurra!

—Veo que estás contento, ¿eh?

—Más que contento... Prometo solemnemente levantarme como antes, a las siete y media.

—Ya veremos. Y ahora, vámonos.

—¿Dónde?

—¡Qué despistado! Hoy llega el profesor Steward. Tuvo un accidente en París y la policía lo encontró, amordazado y sin sentido, en una callejuela del Barrio Latino. ¡Pero esto hace un mes que ha salido en los periódicos!

—También prometo leerlos todos los días. Salieron y Stan subió en el coche de su joven socio. Todas las calles estaban siendo engalanadas y un gentío inmenso empezaba a agolparse en las aceras.

—¡Mira esa mujer, Donald!

—¿Quién es?

—¿Te acuerdas de la solterona Lowner?

—¿La de la gatita?

—Sí. Anda medio loca... No hace más que comprar animales y ponerlos ante la pantalla de la televisión...

—¿Qué espera?

—Que escuchen los programas y hagan girar el dial.

—¡Pobre mujer!

—Mira, el locutor...

—Ha envejecido.

—Sí; conoces aquél.

—Es el periodista... ¿Templer, no?

—Sí.

Recostándose en el sillón del coche, Stan suspiró:

—¡Qué bien se está en Star City! Es una ciudad alegre, confiada, con gentes curiosas, pero buenas en el fondo... ¡Y con un almacén de huevos, Stan y Compañía, que va a convertirse en uno de los más importantes de los Estados Unidos!

 

FIN

 

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