Alan Star es el mismo autor que Law Space, ambos seudónimos de Enrique Sánchez Pascual. Este escritor firmó sus obras con multitud de seudónimos: Alan Comen, Alan Star, Alex Simons, E.L.Retamosa, E.S.Pascual, Eirk Gruber, Frank Kreig, H.S.Thels, H.Cowerland, Isaías Brostein, Lewis Altable, Lionel Sheridan y W.Sampas. Tocó todos los géneros, Ciencia-ficción, Bélica, Policíaca, Oeste y Terror, utilizando uno u otro seudónimo según el género elegido.
En los duros años de la posguerra, y domiciliado en Madrid, trabajó como representante de unos laboratorios farmacéuticos escribiendo POESÍAS PARA MÉDICOS, un irónico poemario dedicado al colectivo médico. Poco después, animado por un amigo escritor, probó suerte en el campo de la literatura popular, entonces en auge, es de suponer que con éxito puesto que acabaría convirtiéndose, tal como se ha comentado en la introducción, en uno de los autores más conspicuos del género.
Aunque Sánchez Pascual comenzó su carrera literaria en Bruguera, lo que motivó el traslado de toda la familia a Barcelona, fijando su residencia primero en el pueblecito de Mirasol y posteriormente en Sant Cugat del Vallés y Masnou, también fue uno de los principales colaboradores de Toray, la rival catalana de Bruguera, donde asimismo dejó un extenso catálogo. Otras editoriales para las que escribió fueron también la desaparecida Ediciones Petronio y la mexicana Diana
EN
DONDE SE EXPLICA EL ORIGEN DE UNA IDEA
Cuando me anunciaron su visita, sonreí. Y siempre me ocurre lo mismo, porque H.S. Thels me trae, invariablemente, un mensaje de optimismo, algo que remoza un poco lo oscuro de mi «gruta primitiva», único hombre que se me antoja aproximadamente exacto para lo que otros llaman «torre de marfil».
Thels
y yo somos muy buenos amigos.
Además
de haber estado juntos durante muchos años, Harry se dedicó, dentro de la novelística
moderna, al mismo campo que yo; la anticipación científica. Y eso ha hecho que
nuestras relaciones, que siempre fueron cordiales, se estrechasen aún más.
Y
no quiere decir eso que Thels y yo cultivemos el mismo estilo, ni tengamos, ni
mucho menos, las mismas ¡deas sobre las mismas cosas. Precisamente, la fuerza,
la raíz de nuestra amistad, ha residido en eso; en la disparidad de nuestras
opiniones, en la mutua oposición de nuestras ideas.
Por
eso, precisamente por eso, me alegró ver a Thels, y supongo que a él le pasaría
lo mismo.
Penetró
en mi despacho luciendo su eterna sonrisa, con sus ojos vivos, inquisidores;
ojos de observador nato (en contra de los míos, de los que se ha dicho que
estaban cubiertos de una membrana protectora, como los de ciertas aves).
—¿Qué
hay, Thels?
Me
estrechó la mano y se dejó caer en uno de los sillones, sin dejar de sonreír.
—¿No
te molesto?
—Ya
sabes que nunca ocurre eso.
Mientras
me ha dicho esa docena de palabras, Harry no ha dejado de mirar, de fijarse en
todo —y, sobre todo, válgame la redundancia—, en la hoja de papel que emerge de
mi máquina de escribir.
—¿Qué
haces ahora? —ha preguntado, después de un corto silencio.
Me
encogí de hombros, expresándole toda la dificultad que estaba pasando en aquel
instante.
—El
editor me ha pedido otra de «invasión».
Sonríe.
Porque
Thels y yo nos entendemos a medias tintas. Y ambos sabemos que «invasión»
significa, claramente, llegada de «platillos», de extrañas criaturas, de gentes
venidas del otro lado del espacio...
—¿Otra
vez?
Vuelvo
a hacer un gesto de impotencia.
—Otra
vez, Harry.
—¿Y
has encontrado algo?
Ahora
el que sonrío soy yo; después, «abriendo la espita»:
—¿Lo
harías tú, amigo mío? ¿Qué queda por tocar? ¡Pobre de mí! He movido todos los
seres posibles: venusianos, jovianos, marcianos, gentes de otras galaxias, del
final del Cosmos. Los he descrito de todas formas y tamaños; con tentáculos,
bicéfalos, telepáticos...
Me
hace un gesto con la mano. Y yo opto por el silencio.
—Todo
eso ya lo sé, Law —dice—. Sólo te he preguntado sí has encontrado algo nuevo.
—No.
He
sido tajante, lacónico, decisivo. Y mi negación ha sonado en el despacho como
un punto final.
—¿No
tienes ninguna idea? —inquiere.
Le
miro con asombro. Creía que mi «no» rotundo le había convencido; pero me conoce
demasiado. Y se apresura a agregar:
—Acabo
de entregar una novela. No temas el plagio...
—¡Eres
imposible!
Se
arrellana, seguro de que va a escuchar algo. Y yo sonrío, diciéndome que,
después de todo, se lo merece.
—Se
me ocurrió viendo volar las semillas...
—¿Ah,
sí?
—Sí.
Las vi salir de un árbol, arrancadas por el viento y dispersarse, jugando esa
partida biológica de la lucha por la existencia.
—¿Y
qué?
—Pensé
que también podía ocurrir en el espacio. ¿Te Imaginas un mundo condenado a
muerte?
—Sí.
—Los
seres son inteligentes, aunque no poseen ni nuestra forma mental ni nuestra
estructura orgánica...
—Comprendo.
—Ellos
se han dado cuenta de que su mundo está condenado irremisiblemente. Además,
carecen de esa parte de industria que podíamos llamar «ciencia mecánica».
—Ya
lo veo. Son seres sin manos.
—Eso
es. La mano ha hecho del hombre todo lo que le vanagloria... o le avergüenza;
ya que la mano hizo lo bueno y lo malo; pero, de todos modos, se estremece uno
al ver esa Venus griega, que hace pensar en una Humanidad que no hubiese sido
capaz de plasmar su belleza...
—¿Son
inteligentes esos seres tuyos?
—Mucho.
Pero, si lo quieres más claro aún, por encima de su inteligencia hay algo más
poderoso y sorprendente a la vez.
—¿De
qué se trata?
—De
una facultad que está ciertamente limitada en la Tierra; la metamorfosis. Hay
pocos seres, comúnmente conocidos, que la posean; ya que, aunque dentro del
campo de los insectos es manera común de pasar de larva a adulto, el hombre
corriente no conoce más que los dos casos que están en más íntimo contacto con
él.
—¿Y
son?
—El
gusano de seda y el de la rana común. Yo prefiero el primero.
—¡Hombre!
Yo también...
—Piénsalo
bien, te lo ruego. ¿Qué hay de común entre el gusano de seda y la mariposa?
Repta el uno miserablemente sobre las hojas de morera; apenas si levanta de vez
en cuando la cabeza, y no puede decirse de él más que está pegado a la tierra,'
hundido en ella. Porque, sin saber por qué, la voz popular se ha referido al
gusano como a algo ciertamente repugnante.
—Quizá
sea por el miedo a ser devorado fatalmente por ellos...
—Puede
ser; pero de todas maneras, cuando el gusano desaparece en el interior de su
sedoso ovillo... ¿quién había de pensar que va a convertirse en un ser alado,
dueño del espacio que le rodea?
—¿No
te parece excesivamente poético?
—Lo
es. Justamente, en el caso del gusano de seda, la transformación en mariposa
tiene sonoridades de marcha nupcial.
—¿Hacen
lo mismo los seres que has imaginado para tu novela?
—En
cierto modo, sí; pero hay una diferencia fundamental: los habitantes de aquel
mundo destruido, las semillas de una civilización «pensante» como la de ellos,
están obligados a volver a su forma adulta, que abandonaron para defenderse de
la destrucción en su planeta de origen. Esa es, justamente, la sorpresa que
guardo al lector que, sin duda alguna, se estará preguntando, en el curso de la
narración, qué forma definitiva adoptarán seres tan cambiables.
—¿Y
cuál es?
Sonreí.
—¿No
irás a creer que voy a decírtelo, Thels? Toda nuestra conversación está siendo
tomada por cinta magnetofónica y será el preámbulo a la novela...
Hizo
una mueca.
—Está
bien; pero voy a hacerte un par de preguntas.
—Venga.
—Esos
seres que llegan a la Tierra han de comprenderla. ¿Cómo lo hacen?
—Al
principio están completamente desorientados. No hay que olvidar que, sea cual
sea la forma que adopten, hasta llegar a la adulta y definitiva, la
inteligencia no les abandona.
—Entiendo.
—Por
eso, cuando «abren los ojos a nuestro mundo», cuando empiezan a informarse de
la clase de planeta en !a que han ido a caer, no dejan de sorprenderse; pero,
casi inmediatamente, se dan cuenta de todo el poder que tienen en sus «manos»
—nunca las tuvieron—, pero hay que decir las cosas de algún modo.
—¿Y
qué hacen entonces?
—Lo
que tú o yo hubiésemos hecho en su lugar: quieren apoderarse del planeta.
—¿Lo
logran?
Otra
sonrisa mía.
—¡Thels,
por favor! ¿No te das cuenta de la clase de preguntitas que me estás haciendo?
Vuelvo
a sonreír.
—Perdona.
Y
después de una corta pausa:
—Todo
eso está muy bien; pero, por el momento, me parece intuir que esos invasores
poseen ojos para ver, oídos para escuchar y hasta boca y laringe para hablar.
Lo que me hace suponer que no son en definitiva, demasiado distintos a nuestros
seres vivos.
—Te
equivocas. Esos seres no tienen nada de lo que has dicho y son completamente
distintos a los seres que nos rodean. Tienen cierta semejanza con esa forma
patológica, repugnante, que el hombre vulgar da al...
Me
doy cuenta de que iba a decir demasiado.
Thels
sonríe:
—Ha
faltado muy poco para que me dijeses lo que me interesa, amigo Space.
—Pero
me he detenido a tiempo.
—Así
que esos seres no poseen órganos perceptivos...
—¡Alto
ahí! Yo no he dicho eso. Esos seres poseen una «inteligencia receptiva», a la
que llegan las impresiones sensoriales de los seres á cuyas expensas viven.
—¿Parasitismo?
—Esa
es la justa palabra. En el curso de la narración que sigue, los hombres no
encontraron otra manera de calificarlos. Y los llamaron «parásitos».
—Lo
que más me gusta de tu tema es que se trata de una «invasión accidental».
—Completamente.
Ya te dije, al empezar a hablar, que me inspiré en el vuelo de las semillas.
¿Qué más accidental puede haber? Si la Tierra atravesó, en determinado
instante, una región cósmica por la que, en aquel momento, pasaban las semillas
de los parásitos, no fue más que una coincidencia y, al mismo tiempo, una
fatalidad.
—¿Te
das cuenta de la dificultad de lucha que los hombres poseen para enfrentarse
ante tamaño peligro?
—Sí;
pero ya conoces nuestra tesis: El hombre ha de vencer. No podemos escapar a ese
final antropocéntrico...
—..
.y amoroso. ¿No es así?
—Evidentemente.
Un beso es el colofón lógico de una aventura preñada de peligros.
Thels
se ha levantado.
Por
el pasillo, acompañándole hacia la salida, le he preguntado:
—¿Qué
haces tú ahora?
—Descansar!
—¿No
tienes nada en el meollo?
—Muy
poco. Hay algo, sin embargo, que me está preocupando.
—¿De
qué se trata?
—¡Oh!
Nada de invasiones extraterrenales; el editor está de buenas conmigo. Tengo el
proyecto de hacer una trilogía sobre el maquinismo y la cibernética.
—¿Me
enviarás el borrador?
—Cuando
reciba el tuyo. Tengo ganas de saber lo que has sudado para hilvanar todas esas
cosas raras. Aunque confío en que salgas airoso.
—Así
lo espero, Thels.
CAPÍTULO I
A
pequeñas causas, grandes efectos...
El
mal humor de Stan House, el mayorista de huevos de Star City, una pequeña
ciudad del Este, jugó un papel importante, facilitando el desarrollo de algo
que nadie se esperaba.
Por
eso Stan, que debía haber perdonado a su ayudante, Donald Shuck, dejándole
libre aquel domingo por la mañana, le obligó a despertarse a la misma hora que
todas las mañanas, encargándole el reparto de huevos que solía hacer, al caer
la noche del domingo, él mismo.
También
es claro que aquello no fue más que un hecho que, aunque tuvo trascendencia, no
hubiese evitado nada; pero, de todas formas, adelantó la presencia del
problema, ya que los huevos jugaron un importantísimo papel.
Donald,
huraño —¿cómo no iba a estarlo?—, cargó las cajas en el pequeño triciclo y
salió del almacén deseando que, antes de haber hecho una milla del camino que
debía recorrer, le hiciesen volver las sirenas de los bomberos, permitiéndole
asistir, entre los curiosos que se agolpasen, al espectáculo increíblemente
divertido de un incendio en los almacenes de Stan, con el dueño dentro...
Pero
el mal no iba a venir por aquel camino...
¿Qué
sabía Donald?
Si
su organismo hubiese sido capaz de «entender» el mensaje de su propia lucha,
que acababa de comenzar, Donald hubiera sabido que sus células se estaban defendiendo
desesperadamente contra la invasión de unos minúsculos cuerpos que habían
penetrado desde el exterior.
En
efecto; el aire estaba lleno en aquellos momentos de minúsculos gránulos, que
flotaban entre las motas de polvo, animados de un raro movimiento inteligente,
que les proyectaba contra todo cuanto les rodeaba.
Así
penetraron, en aquella mañana dominical, en el cuerpo de los doce mil
habitantes de Star City, que se hallaban en la calle o ante sus ventanas
abiertas, dado que el tiempo era espléndido. También penetraron en el cuerpo de
los animales de la ciudad y de las granjas vecinas.
La
«nube», si así podía llamársela, alcanzó una extensión total de unos cien mil
kilómetros cuadrados, «infectando» una amplia área de los Estados Unidos.
Otras
nubes similares barrieron la superficie de Europa, Asia y África; aunque muy
poco la de Indonesia y Australia. En los polos, debido a la temperatura y a la
ausencia casi completa de fauna y flora, la caída de aquellas semillas fue casi
inapreciable.
Pero
volvamos a Donald.
Cuando
el triciclo se hubo alejado lo suficiente como para escapar a la vista del
dueño del almacén, el muchacho se detuvo junto al primer bar que encontró,
penetrando en tromba y dirigiéndose directamente a la cabina telefónica, en
cuya ranura introdujo, con mano nerviosa, un niquel.
Momentos
después, el sonido de llamada desaparecía y una voz de mujer, un tanto ronca
—la patrona de Sally bebía con frecuencia — , inquirió:
—¿Quién
es?
Donald
contestó con otra pregunta:
—¿Está
Sally?
—¿
De parte de quién?
—Donald.
—Un
momento.
El
muchacho se movió inquieto en la cabina, aunque su nerviosismo era puramente
emotivo.
¿Qué
habría pensado al saber que, en aquel preciso instante, su organismo luchaba desesperadamente
contra un enemigo desconocido?
Si
hubiese podido ver sus glóbulos blancos fagocitando las pequeñas semillas que
habían atravesado la piel, se hubiese echado a temblar, exactamente como lo
hubieron hecho todos los demás habitantes de Star City, que habían recibido,
sin saberlo, tan extraordinaria visita.
Pero
Donald no sabía lo que eran los leucocitos, ni le importaban un comino tales
cosas. Por el momento — ¡y con qué fuerza! —, toda su mente estaba al servicio
de la cólera y la adrenalina corría generosamente por sus arterias.
—¡Donald!
—¡Hola,
Sally!
—Ya
estoy preparada, ¿sabes? ¡Hace un día espléndido!
Donald
se mordió los labios.
—No
podemos salir, Sally; es imposible.
Hubo
un corto silencio al otro lado; después, una voz un tanto cargada de sorpresa:
—¿Por
qué? ¿Estás enfermo?
—No.
El bicho malo del patrón ha querido que haga el reparto dominical por la
mañana.
—¡Pero
si eso lo hace tu compañero!
—Ya
lo sé; no hace falta que me lo recuerdes; pero anoche le contesté un poco
fuerte y el muy cerdo...
—¡No
hables así, Donald!
—¿Cómo
quieres que le trate?
Un
silencio largo siguió a aquellas palabras; luego, la voz de la muchacha siguió
inmediatamente a un profundo suspiro:
—¡Qué
le vamos a hacer, Donald! Saldremos el domingo que viene.
—¿No
te enfadas, Sally?
—No.
Verdaderamente, estaba muy ilusionada, ya que hace un día tan maravilloso;
pero, puesto que es algo que no podemos remediar, esperaremos al domingo
próximo.
—¿Y...
esta tarde? —inquirió el muchacho, con una punta de angustia en la voz.
Ella
rió al otro lado del hilo.
—¿Qué
te pasa, Donald? ¿Es que has perdido la confianza en mí?
—No
es eso, Sally; te lo aseguro. Pero las chicas con las que he salido hasta ahora
han sido completamente distintas a t¡. Si no podía acompañarlas, se buscaban
otro que lo hiciese...
—Yo
no soy así y te esperaré esta tarde. Iremos a( cine o al parque. ¿No te parece?
—¡Estupendo!
—repuso él con vehemencia.
Momentos
más tarde, Donald salía eufórico del bar, silbando una canción de moda,
completamente inconsciente del peligro que se cernía sobre él.
Pero...
¿se había dado cuenta alguien de aquel peligro?
Los
hombres y mujeres de Star City continuaban su vida normal, sin haberse
percatado de nada. Reían, lloraban, se sentían tranquilos o inquietos;
preparaban sus coches para la salida dominical, se lavaban los dientes,
escuchaban la radio en la cocina, mientras iban envolviendo los bocadillos para
sus excursiones. En fin, hacían lo que casi todos los domingos del estío,
ignorantes de la lucha que sus organismos estaba librando contra su misterioso
enemigo.
Y
tenían razón al no preocuparse.
Porque,
tres horas más tarde, las «semillas» que habían llegado del espacio habían sido
destruidas en tos cuerpos de los hombres, las mujeres, los niños y los animales
de la ciudad.
Los
glóbulos blancos habían salido victoriosos y las «semillas», destrozadas
químicamente, bajo la acción de los fermentos defensivos del cuerpo de los
seres terrícolas, fueron fagocitadas para una ulterior y definitiva excreción.
Tendríamos
que poner punto final a este capítulo. Pero no podemos hacerlo.
Donald
ha de preocuparnos aún un poco.
Apenas
había regresado del reparto de huevos, que hizo con una eficiencia y precisión
formidables, cuando las primeras quejas empezaron a llover, en forma de llamadas
telefónicas, en el almacén de Stan.
La
señora Martin, por ejemplo, dijo que no se atrevía a cascar ni uno solo de los
huevos que le habían llevado, ya que habían adquirido un color negruzco,
verdaderamente impresionante.
Mac
Ladgen, el cocinero del Hotel Star, preguntó, humorísticamente, a Stan, qué
clase de aves habían puesto aquellos huevos negros. Además, agregó que había
cascado uno y que el olor era tan insoportable —y ya sabemos todos a qué huelen
los huevos cuando se estropean—, que había colocado los otros, cuidadosamente
en un paquete y los había puesto en la basura sin cascar ni uno más.
«Si
lo hubiese hecho —agregó, esta vez con voz agria—, se habría vaciado el hotel
en cinco minutos...»
Las
manifestaciones de los demás clientes fueron aproximadamente, como las más
arriba citadas: unos, los prevenidos, no habían cascado huevo alguno,
simplemente por repelirles el color negruzco que habían tomado; los otros, los
pertenecientes al grupo del cocinero del «Star», habían abierto uno y calificaban
el olor de verdaderamente repugnante.
Stan
se mesó los cabellos; pero no se atrevió a obligar a Donald a hacer un nuevo
reparto.
Por
eso se excusó ante todos sus clientes, rogándoles que esperasen, como de
costumbre, a la noche, en que el otro empleado realizaría una nueva
distribución.
Y
así terminó aquel desagradable incidente.
Los
quince días que siguieron a aquel domingo fueron como todos los días del año en
Star City. Ocurrieron los .mismos hechos, se hicieron aproximadamente las
mismas cosas y todo siguió ese curso plácido, con algunas excrecencias, por el
que se desliza la vida de una pequeña ciudad.
Aquel
día, era exactamente domingo, el segundo a partir de lo que podemos llamar
«disgusto de Donald», considerándolo como un hito para el comienzo de esta
narración, Mary Felmart, joven profesora de lenguas en el Liceo local, hizo
exactamente lo que solía hacer en un día festivo.
Se
levantó muy de mañana, realizó los ejercicios gimnásticos que el médico le
había aconsejado para no engordar, se duchó, tomó después unas tostadas con
mermelada, una taza de café y salió de casa, hacia la iglesia, consciente de
haberlo hecho todo.
Pero
había olvidado una cosa: acariciar y dar el desayuno a su perrito «Lobo».
Aunque
esto, pensando volver después del oficio, no era una cosa especialmente
trascendental.
Sin
embargo, el perro podía haberle comunicado, en aquellos precisos instantes,
parte de la inquietud que se había apoderado de él desde la noche anterior.
«Lobo»
solía pasar la noche en su caseta, en el jardín de la finca, atado a la anilla
de su pequeño domicilio, por una dorada cadena que su ama le había regalado
hacía poco.
Aquella
noche, la del sábado, «Lobo», como todas las noches de su existencia perruna,
la empezó a pasar durmiendo. Por eso, seguramente, como ocurrió con otros
animales de la ciudad, fue incapaz de ver la minúscula esfera que sobrevolaba
el jardín, a poca altura.
La
esfera no tenía más de tres centímetros de diámetro y estaba dotada de una
serie de tentáculos, largos de un par de centímetros, que la hacía parecer un
erizo de mar.
Otras
muchas, semejantes a ella, volaban por la ciudad, sobre las calles, los
parques, las plazas, los jardines, quizá sorprendidas del espectáculo insólito
de una ciudad apacible, hundida en el sueño.
En
realidad, las esferas acababan de salir del interior de los huevos que, de una
manera unánime, habían sido arrojados a los estercoleros de las afueras.
Quince
días habían bastado para que las «semillas» se convirtieran en aquellas esferas
en que se hubieran transformado todas las que penetraron en los habitantes de
Star City, si las defensas de éstos no las hubieran destruido.
Pero
volvamos a la que sobrevolaba el jardín de la señorita Felmart.
Estuvo
moviéndose de un lado para otro, gozando de la tranquilidad de aquella noche
estrellada.
¿Pensaba?
Eso,
por el momento, nos es imposible decirlo.
Lo
que sí diremos es que no tardó mucho tiempo en orientarse y, descendiendo hasta
la altura de la caseta del perro, avanzó cuidadosamente, penetrando en ella y
quedándose, durante unos largos minutos, ante el animal que, seguramente
avisado por uno de esos raros instintos caninos, se movió inquieto, como cogido
en una pesadilla, emitiendo sonidos angustiosos, inarticulados.
La
esfera no perdió el tiempo.
Impulsándose
rápidamente, se posó en el lomo del animal, abriéndose paso velozmente a través
de la piel del perro y penetrando en el interior del cuerpo de éste, justo en
el momento en que «Lobo» se despertaba por el dolor producido, lanzando un
aullido de sorpresa y desagrado.
La
pata izquierda y posterior de «lobo» rascó desesperadamente la parte dolorida.
V no siendo la primera vez que, a pesar de los cuidados de su ama, una
garrapata lograba llegar hasta él, estuvo casi completamente seguro de que iba
a librarse rápidamente de la desazón que sentía.
Se
equivocó.
Porque
la sensación, que debía haber seguido siendo superficial, se hizo «interna». Y
«Lobo», desagradablemente sorprendido, «sintió que algo le corría por el
interior del cuerpo», viajando velozmente hacia su cabeza.
Tan
grande fue su sorpresa, que se olvidó hasta de aullar, permaneciendo como
atolondrado.
Después,
cuando quiso reaccionar contra aquel insólito peligro, ya era demasiado tarde.
Es
posible que el olvido de su ama estuviese directamente relacionado con el hecho
de que «Lobo», faltando a la inveterada costumbre que tenía, no ladró, como
solía hacerlo cada mañana, para recordar a Mary, su dueña, que debía prepararle
el desayuno.
Aunque
también podía ser que la señorita Felmart estuviese especialmente distraída
aquella mañana...
Cuando
la profesora volvió a su casa, nada más abrir la puerta del jardín, recordó su
olvido.
—
¡Oh! —exclamó—. ¡Pobrecito«Lobo»!
Y
corrió a la caseta, deseosa de patentizar su arrepentimiento ante el animal y
demostrarle su cariño preparándole un desayuno extraordinario.
«Pero
Lobo no estaba allí.»
La
cadena estaba completamente intacta y había sido limpiamente abierta por la
palanca a presión que la unía al collar.
¿Le
habrían robado su hermoso perro?
Se
irguió, presa de las más desconcertantes ¡deas. Luego, tras permanecer unos
instantes sin saber qué hacer, corrió hacia la casa, dispuesta a telefonear a
la policía y después a John, para que la ayudase a buscar a «Lobo».
Pero
la nueva sorpresa que le esperaba, la de encontrarse la puerta abierta, la hizo
detenerse, llena de prevenciones... y un poquitín de miedo, ante el violado
umbral.
La
llave, que solía dejar en la cerradura, estaba allí, pero alguien había
abierto.
De
eso no podía dudarse.
La
señorita Felmart no tenía nada de histérica ni de cobarde. Mujer instruida y
excepcionalmente hermosa, se había visto ante otras situaciones desagradables,
de las que gracias a su sangre fría había salido airosa.
Penetró
decididamente en su casa.
Pero
al pasar ante el paragüero, situado en él vestíbulo, cogió el bastón que había
utilizado cuando, dos meses antes, se rompió la pierna y que había guardado, un
poco por romanticismo, como un recuerdo del mes que pasó encerrada en casa.
Armada
con el bastón, inició la búsqueda del intruso que se había atrevido a penetrar
en la casa.
No
tuvo que buscar mucho.
En
realidad, nada más dejar el vestíbulo y penetrar en el pasillo que atravesaba
la casa, sintió un ruido leve en el salón-biblioteca y hacia allá se dirigió
sobre las puntas de los pies.
La
puerta estaba entreabierta.
Asomándose
por el espacio que la hoja de la puerta dejaba abierto, Mary echó una ojeada al
interior de la habitación, experimentando, a pesar de su sangre fría, un
aumento sensible en los latidos de su corazón.
Ningún
hombre ni mujer extraños había allí.
Pero
estaba «Lobo».
Mary
experimentó una sensación de tan imposible sorpresa, que estuvo a punto de
gritar, dominándose en el último instante al cubrirse prestamente la boca con
la mano izquierda.
Y
no era para menos.
Porque
el perro, sentado sobre sus cuartos traseros, estaba contemplando —no podía
decirse otra cosa— uno de los libros de su dueña. Había otros muchos en el
suelo, al lado del animal; pero ninguno de aquéllos requirió la atención de la
joven profesora.
Con
los ojos desmesuradamente abiertos, la señorita Felmart, sin dar crédito a sus
sentidos, observó los manejos del perro.
Este,
al terminar de «examinar» lo que tanto le llamaba la atención, levantó una de
sus páginas y la pasó como si leyese realmente.
Retrocediendo
de puntillas, Mary llegó hasta su cuarto, cerró la puerta tras sí y corrió
hacia el teléfono, formando nerviosamente el número de su prometido, John
Crevelar.
CAPÍTULO II
¿Estás
segura de no haber soñado, querida?
Mary
le miró con un brillo furioso en los ojos.
—Ya
sé que el perro volvió a la caseta y que lo encontraste atado cuando llegaste;
pero yo no he soñado. John... ¡Mira los libros! Todavía están como él los dejó.
Crevelar,
profesor adjunto de historia en el mismo Liceo donde trabajaba Mary —allí se
habían conocido—, miró los libros, volviéndose después hacia la muchacha.
—No
te enfades, Mary, pero...
—Habla;
te escucho.
—¿A
qué hora te acostaste ayer?
Ella
le miró con desafío.
—A
las doce.
—¿No
leíste antes de acostarte?
—Sí.
—¿Recuerdas
qué libros manejaste?
—Perfectamente.
Leí, en su original, algunos pasajes de «La Divina Comedia»... El libro sigue
en mi mesilla de noche, ya que leí en mi habitación antes de acostarme.
—¿No
viniste a la biblioteca para nada?
—En
absoluto.
John
se arrodilló junto a los libros que seguían en el suelo y fue cogiéndolos uno a
uno, mirando sus lomos.
—«Historia
de la Humanidad»... «Los Progresos Científicos»... «La Era de los
Descubrimientos»... «La Incógnita del Hombre»... «¿Es posible una Astronáutica
Progresiva?»... y «La Naturaleza Humana»...
Dejó
los libros y se levantó.
—Es
curioso. Los títulos corresponden a lo que cualquier criatura ansiosa de saber
hubiera cogido para «hacerse una idea»...
—¿Hacerse
una idea?
—Sí...
Imagínate que tú no supieses nada de los seres humanos, que deseases enterarte
de la mayor parte de lo que' somos... ¿No hubieses cogido estos libros, Mary?
—Sí,
en efecto; pero «él»...
No
se atrevía a decir «Lobo», ni «perro», sino «él».
—Voy
a verlo.
Ella
hizo un gesto, como si desease impedirlo; pero se limitó a decir:
—Ten
cuidado, John. Todo esto es muy extraño.
—No
temas...
«Lobo»
seguía en su caseta y miró, con sus ojos húmedos, tan humanos, al profesor. Su
cola se movió rápidamente, expresando la alegría que experimentaba al verle.
—¿Qué
hay, amiguito? —inquirió Crevelar.
El
perro se levantó, dejándose acariciar por el hombre.
Hacía
muy poco rato que había despertado, si así podía llamarse al volver a ser «él»,
ya que había estado mucho tiempo en un estado que, de haber podido pensar y
hablar, hubiese calificado de inconsciencia.
Pero
ahora era simplemente un perro como otro.
—¿Tienes
hambre, «Lobo»?
El
animal aulló alegremente, demostrando que había comprendido perfectamente las
palabras del hombre.
Este
se puso en pie, ya que se había arrodillado para acariciar al can.
—Ya
sé que eres muy inteligente, amiguito; pero, evidentemente, no tanto como para
ocuparte de los libros de la biblioteca...
Y se alejó hacia la casa,
llegando hasta donde le esperaba la muchacha.
—¿Qué
tal?
—Completamente
normal. Tiene apetito... ¿no le has dado el desayuno?
—Ya
te dije antes que no.
—¿Dónde
lo tienes?
—En
la cocina. Ven.
Prepararon
juntos la comida para el perro; pero ella se negó rotundamente a dársela,
viéndose John obligado a servir a «Lobo», que comió con un apetito excelente.
—Este
animal está completamente normal...
Y
aquella afirmación le puso en guardia, sintiendo que un escalofrío le recorría
la espalda.
¿Entonces...?
El pensamiento le hizo estremecerse.
Miró
hacia la casa, palideciendo intensamente.
Le
costó bastante serenarse.
«Debe
de tratarse de un ligero "surmenage" —pensó—. Algo sin importancia,
que le pasará en seguida. De todos modos voy a llevarla a pasear hoy y mañana,
si sigue en sus trece, la llevaré al doctor Hilton.»
No
era el hecho de «Lobo» y su sorprendente afición bibliográfica el único
acontecimiento que se iba a producir en Star City..- Otros igualmente
fantásticos se producirían en aquel soleado domingo, llenando de conjeturas a
muchas gentes que, a partir de aquel instante, iban a ser consideradas como
peligrosamente vacilantes.
El
profesor Steward había estado también en la misma iglesia que Mary Felmart,
pero había ¡do mucho más de mañana, ya que estaba profundamente preocupado por
el resultado de un experimento crucial que estaba estudiando desde hacía
tiempo.
Para
Star City, Steward era una especie de gloria local, un hombre del que se
hablaba a cuantos forasteros llegaban, ya que era ciertamente curioso que una
población como aquélla poseyese un sabio, en completa exclusividad, dedicado a
investigaciones cancerosas en un edificio que el pueblo le había regalado y en
cuyo frontispicio se leía aquel letrero que tanto orgullo procuraba a las
buenas gentes del lugar:
«Instituto de
Investigaciones Biológicas»
del Profesor Steward.
Donado por la población
de Star City,
en agradecimiento y
admiración sentidos.
Charles
Steward salió de la iglesia, aumentando el ritmo de su paso hasta que avistó la
blanca fachada de su instituto. Una vez que Thomas, el empleado municipal, le
hubo abierto, le entregó el abrigo y corrió hacia el laboratorio, cuya puerta
había cerrado con llave.
El
laboratorio, habitación colindante con la biblioteca, pero separado de ésta por
una puerta de cristal que no se cerraba nunca, ocupaba casi la totalidad de la
planta inferior del edificio, estando en la superior las habitaciones
particulares del profesor.
Al
abrir la puerta, Charles lanzó una exclamación de asombro.
No
era para menos.
Los
cobayos, esos níveos conejitos de Indias que tan importante papel han jugado en
los descubrimientos médicos de la Humanidad, correteaban alegremente por el
laboratorio.
¿Quién
podía haberles abierto las jaulas?
El
profesor contempló la llave con la que acababa de abrir la puerta de la
estancia, volviéndose inmediatamente hacia el pasillo.
—
¡¡Thomas!!
El
viejo empleado, que era a la vez su ayuda de cámara, corrió hacia el profesor.
—Diga.
—No
te habrás entretenido en soltar los cobayos, ¿verdad?
—¿Yo?
¿Los cobayos? ¿Soltarlos? ¿Entretenido?
Todas
aquellas preguntas, que al mismo tiempo eran exclamaciones, patentizaban al
mismo tiempo el asombro, la cólera, el descontento y otras cosas más de las que
pasaban, vertiginosamente, por la mente de Thomas.
Charles
se dio cuenta de que el empleado no podía haber hecho tal cosa.
—¡Demonios!
—exclamó.
—Pero
¿qué ha pasado, señor?
—¡Mira!
Thomas
se acercó a la entreabierta puerta, contemplando el inédito espectáculo que se
ofrecía ante sus ojos.
—¡Dios
santo!
Steward
se pasó la mano por la ancha y sudorosa frente.
—Ha
debido de ser culpa mía, Thomas; perdona mi inadecuada vehemencia de hace unos
instantes.
Pero
el otro apenas si le escuchaba.
—¡Se
están encaramando al microscopio, señor!
Charles
miró hacia donde le señalaba el criado.
Dos
de los animalillos se habían encaramado al microscopio. Y mientras uno de
ellos parecía asomarse al tubo del ocular, el otro movía con sus patitas el
tornillo micrométrico.
—Voy
a... —dijo Thomas.
—Espera.
Y
sujetó al criado por la manga.
Acababa
de ver algo verdaderamente extraordinario y deseaba contemplarlo
tranquilamente.
Otros
dos cobayos iban cargados con la caja de preparaciones — una de ellas Charles
no podía distinguir cuál, desde donde se hallaba — . Y cuando, saltando
ágilmente, lograron colocarla sobre la mesa, no lejos del microscopio, uno de
ellos la abrió, sacando una preparación, que colocó con una habilidad
sorprendente sobre la platina.
En
el aparato, los otros dos, encaramados en el tubo, lanzaban agudos gritos,
hasta que todo estuvo preparado, y el que estaba en lo alto del ocular quedó
silencioso, con sus ojillos casi pegados al cristal.
¡Era
como para volverse loco!
Porque
Charles acababa de darse cuenta de que el resto de los cobayos correteaban
normalmente por el laboratorio, haciendo lo que haría cualquier animal en
libertad. Mientras que aquellos cuatro...
—Thomas...
—musitó con una voz apenas perceptible.
—Profesor...
—Avanza
con cuidado hacia la izquierda y coge el frasco del ácido pícrico... No hagas
ruido, por favor.
—Bien.
El
criado-ayudante se movió como una sombra, regresando después con lo que el
sabio le había pedido.
Destapando
el frasco, Charles explicó:
—Voy
a lanzar el frasco contra esos cuatro. Es posible que te pases la semana
quitando manchas, buen Thomas; pero tengo que marcar a esos cobayos, sea como
sea.
—Hágalo,
señor.
Steward
midió la distancia, deseando no fallar el golpe.
Sabía
que podía romper las preparaciones y manchar el microscopio; pero la necesidad
de «separar» por el color aquellos cuatro cobayos del resto se imponía con más
fuerza que todos los prudentes avisos que le lanzaba su conciencia ordenada.
Tiró
el frasco.
Un
baño amarillento cubrió a los animales, que, lanzando un agudo chillido,
escaparon prestamente de allí.
—¿Los
cogemos?
—Espera,
Thomas. Hay que dejar que el ácido se seque sobre sus pieles. Lo que tenemos
que hacer es impedir que los otros se manchen... Recoge lo que ha caído en el
suelo.
Y
penetró detrás de su criado, cerrando cuidadosamente la puerta para que ninguno
de los huidizos animalillos pudiese escaparse. Luego, mientras Thomas impedía
que se acercasen al charco de ácido pícrico que había caído junto a la mesa del
microscopio, que limpiaba en aquellos momentos, el profesor fue capturando a
los cobayos y encerrándolos nuevamente en sus jaulas.
También
cogió a los cuatro, cuyas pieles se habían tornado amarillas. Cuando los tuvo
en la mano los observó cuidadosamente, sin descubrir ninguna diferencia con
los demás; pero, de todos modos, los encerró en una jaula aparte, poniendo un
candado en la puerta y guardándose l<3 llave en el bolsillo.
Cuando
todos los animales estuvieron en su sitio de costumbre, Charles se acercó a la
caja de preparaciones que habían arrastrado los otros dos de los marcados.
Leyó
el letrero que él mismo había puesto sobre la caja.
Y
al mismo tiempo que su frente se cubría de arrugas se sintió profundamente
inquieto.
«Cortes
de cerebro humano, teñidos por el procedimiento de la plata de Cajal», decía el
letrero.
CAPÍTULO III
Podíamos
dar por terminada la relación de los hechos extraordinarios que empezaron con
la avidez de ilustrarse del perro de la señorita Felmart; pero, sin duda
alguna, la señorita Francis H. Lowner, la solterona de Main Street, se
enfadaría, y con razón, si no relatásemos, aunque no sea más que de una manera
parca y escueta, lo que a ella le ocurrió en aquel memorable domingo.
Y
además no podríamos pasarlo por alto de ninguna manera, ya que si la población
de Star City conoció algo de lo que iba sucediendo fue gracias a la señorita
Lowner, que se precipitó, en la mañana del lunes, a la redacción del «New Star
Herald», el periódico local, irrumpiendo precipitadamente en el despacho de su
redactor jefe, el pelirrojo Harold Templer.
La
intempestiva entrada de la solterona no dejó de asombrarle, sobre todo porque
le cogió en el momento menos propicio, cuando bebía su buen whisky doble
matutino.
Pero
la señorita Lowner, a pesar de pertenecer, entre otras muchas, a la Junta
Antialcohólica, no estaba en aquellos momentos en disposición de ánimo como
para fijarse en el descomunal vaso que Templer dejó sobre la mesa de su
despacho cuando ella entró.
—¡Míster
Templer!
Harold
había escondido el vaso, sin dejar de sonreír, pero maldiciendo aquella visita
que le había estropeado su «cura matinal».
—Encantado
de poder servirla, señorita Lowner.
Ella
suspiró repetidas veces antes de decir:
—¡En
primera plana, señor mío; en primera plana! ¡Y con una serie de fotografías!
—¿Qué
es lo que ha de ir en primera plana, señora mía?
—¡Ah!
Es verdad que no le he dicho nada. —Y bajando la voz, en un tono confidencial
—: Se trata de «Minnie»...
—¿«Minnie»?
—¿Cómo?
¿No la conoce?
—No
—repuso Harold.
—¡Es
mi gatita!
—¿Y
qué le ha pasado a... su gatita, señorita Lowner, para que ocupe la primera
plana? ¿Ha escrito un «Manual para la Caza de Ratones? ¿Ha inventado un radar
nuevo? ¿Ha escrito una «Sinfonía» para Walt Disney?
Estaba
furioso.
Pero
si esperaba que su visitante montase en cólera se equivocó completamente.
Porque
la señorita Lowner sonreía angelicalmente.
—¡Mucho
mejor que eso! ¡Mucho mejor que eso, míster Templer!
Harold
lanzó una desesperada mirada al teléfono, al tiempo que le venía a la memoria
el número del doctor Milton, el psiquiatra de la ciudad.
—Verá
usted —dijo ella, lanzándose decididamente a la «revelación» de su secreto—.
Todo empezó el domingo por la mañana.
Hizo
una pausa, demasiado larga para la poca paciencia que le quedaba a Templer.
—¿Qué
pasó ayer?
—Yo
estaba en mi habitación. Había preparado mi desayuno y unos bizcochos que
suelo darle a «Minnie» por la mañana... ¡Es tan delicada la pobre! ¿Sabe usted
que desde que le doy esos bizcochos se le cae un poco el pelo?
—¡Ah!
—dijo él, palideciendo, con unas ganas terribles de echar a aquella cotorra por
la ventana.
—Pues
bien. Preparé los bizcochos y la llamé: ¡«Minnie»!... ¡«Minniiieee»!...
Templer
tuvo que retener la risa.
—¿Y
vino?
—No.
La llamé muchas veces y no acudió. Extrañada y un poco asustada, porque
«Minnie» es mi único tesoro, ¿sabe usted?, fui hacia el salón, donde suele
estar sobre su cojín durmiendo la mayor parte del tiempo...
—No
estaba allí, ¿verdad? —inquirió él en tono burlón.
—¿Cómo
lo sabe usted? —no había en ella ninguna sospecha de que se hubiese percatado
de que Templer le estaba tomando el pelo.
—¡Intuición
periodística!
—Como
no estaba en su sitio, pasé al «living»... ¡Y allí la encontré!
—¿Tocaba
el piano?
—Eso
me hubiese sorprendido mucho menos, señor Templer... ¡Estaba mirando la
televisión!
—Muchos
animales lo hacen.
—Ya
lo sé. Pero lo que verdaderamente me extrañó es que, después dé mirar la
pantalla, que yo había cerrado la noche anterior, «Minnie» maniobró en el dial,
buscando un nuevo programa hasta que...
—...encontró
alguna conferencia de la Sociedad Protectora de Animales, ¿no es eso, señorita
Lowner?
—No
debe tomarlo a risa, señor Templer. ¡«Minnie» no ha comida nada desde ayer por
la mañana!
—¿Y
qué puede importarme eso?
—Puede
que sí. Porque sigue ante el aparato de televisión, maniobrando el dial. Y lo
hace de manera que demuestra, que busca las actualidades mundiales.
—Todo
eso está muy bien, pero mi tiempo es oro y...
Ella
le miró terriblemente.
—¡Va
usted a venir conmigo y comprobar cuanto le he dicho, señor Templer! Star City
ha de conocer este asunto...
Harold
calculó que iba a perder una hermosa hora; pero todo era preferible a luchar contra
aquella mujer, cuya fama — en cuanto a escándalo se refería— era bien conocida
en la ciudad.
—Vamos.
Diez
minutos más tarde, la circulación era bastante intensa a aquellas horas,
estaban ante la casa de la solterona y dos minutos después entraban sigilosamente
en el piso.
La
criada acudió a la llamada.
—¿Sigue
igual?
La
fámula asintió con un gesto de cabeza.
Pilotado
por la opulenta señorita Lowner —las chocolatinas tenían mucha culpa de aquella
obesidad imponente—, Templer llegó a la puerta del «living», asomándose cautelosamente,
seguro de que iba a lanzar la mayor carcajada que había salido nunca de su
boca.
Pero
lo que estuvo a punto de salir de sus labios fue una exclamación que logró
ahogar en última instancia.
Porque
«Minnie» estaba en aquel momento manejando el dial del aparato, hasta que la
voz del locutor empezó a dar las noticias de información mundial.
Francis
le tiró de la manga, haciéndole volver al pasillo.
—¿Se
da usted cuenta, señor Templer?
—No
me explico cómo puede hacerlo.
Ella
sonrió.
—¿No
merece una primera plana?
—¡Claro
que sí! —el entusiasmo periodístico le había ganado — . ¡Voy a buscar la cámara
y haremos unas cuantas fotos!
La
señorita Lowner le acompañó hasta la salida, siempre sonriente.
Una
vez en la calle, y cuando se dirigía hacia el local del «New Star Herald»,
Harold tuvo que detenerse dos veces para tomar sendos dobles.
Los
necesitaba.
Sentado
en uno de los sillones, mientras Mary preparaba unos Martinis, John volvió a
echar una ojeada al periódico.
—¡Un
gato interesado por la televisión!
Ella
no dijo nada. Estaba demasiado impresionada para manifestar la confusión que
reinaba en su mente.
—¡Si
Templer supiese lo de «Lobo»! —dijo él.
Aquello
hizo que ella volviese vivamente la cabeza.
—No
lo creo. Tiene que haber un nexo entre todo esto...
Interiormente,
el joven había lanzado un suspiro de satisfacción al leer las páginas del «New
Star Herald», ya que no había logrado que Mary le acompañase a la casa del
doctor Hilton.
Pero
ya no era necesario.
Lo
del gato de la señorita Lowner demostraba que los animales de la ciudad iban a
ser los más célebres del país.
Era
como si una «epidemia de genios zoológicos» hubiese aparecido inesperadamente.
Mary
sirvió los Martinis.
—¿Qué
dice el periódico?
—Ya
puedes imaginártelo. La casa de esa mujer está abarrotada de visitantes y ella
ha dispuesto una especie de barrera para que nadie moleste a su gatita.
—¿Sigue
contemplando la televisión?
—Sí.
Y manejando los diales. Lo curioso es que lleva desde el sábado sin comer.
—Morirá.
—Si
sigue así, sí... ¡Es ciertamente curioso!
La
alarma había aparecido en su cerebro.
—¿Curioso?
¿El qué?
El
le hizo un gesto, reclamándole silencio.
—Escucha...
¿no oyes nada?
Mary
prestó oído; después dijo, moviendo la cabeza negativamente:
—No,
nada.
—Espera
un momento.
Se
dirigió a la puerta retrocediendo vivamente al ver a «Lobo» que, con el lomo
erizado, le miraba fijamente.
El
perro entró tras el hombre.
Desde
que había ocurrido lo de la biblioteca, en la pasada mañana del domingo, Mary
no había vuelto a ver al perro, dejando el cuidado de la comida a John, que iba
dos o tres veces por día, para cuidarse del animal y conversar con su
prometida.
El
can había penetrado, empujando materialmente al hombre, que terminó por
sentarse en el sillón que ocupaba antes, junto a la muchacha.
En
los ojos de ésta se leía claramente la alarma.
—¿Qué
puede significar esto, John? Tengo miedo.
Y
entonces, antes de que John pudiese contestar, «una voz que no era la de Mary
ni la de él, llenó la estancia», dirigiéndose a la muchacha.
—¡Usted
cállese!
Se
miraron fijamente, volviendo después la mirada al perro.
Luchando
por vencer el pánico que le invadía, el joven profesor de Historia, reuniendo
toda la energía que le quedaba, esbozó algo que quería parecer una sonrisa.
—¡Hola,
«Lobo»! ¿Cómo estás, perrito?
El
animal le miró profundamente; pero «la voz volvió a sonar», saliendo ahora
claramente «de la boca del can»:
—Esa
pregunta es una estupidez.
—¿Eh?
—
Si no tiene que decir otra cosa, mejor es que se calle.
Los
dos jóvenes estaban completamente pálidos. Y después de un largo silencio,
John, haciendo otra vez acoplo de su valor, preguntó:
—Pero...
¿eres tú quien habla o estamos soñando?
El
perro contestó:
—No
están soñando y soy yo quien habla. ¿Satisfecha su curiosidad infantil?
—¡Nos
vamos a volver locos, John! ¡Este maldito animal...!
El
perro se volvió hacia ella.
—Le
he dicho que se calle. La mujer es un ser positivamente inferior, ya que la
profundidad de sus circunvoluciones cerebrales es menor que la del varón...
—¿Eh?
—exclamó John — . ¿No te das cuenta, Mary? Son las mismas palabras que leyó en
aquel libro tuyo de Broca...
Ella
asintió con la cabeza.
A
partir de aquel momento, al darse cuenta de ciertas conexiones entre los libros
que habían encontrado en la biblioteca y lo que el perro decía, John se
encontró más a gusto y su miedo desapareció en parte.
—Muy
bien —repuso—. Muy bien recitado; pero esas teorías frenopáticas, mi querido
amigo, están muy anticuadas y ya nadie las lee.
El
perro movió la cabeza.
—¿No
es inferior la mujer?
—No.
Es, sencillamente, distinta... Madame Currie y otras muchas pueden servir de
ejemplos.
—¡Pero,
por Dios; John! —exclamó la muchacha, sin poderse contener—. ¿Cómo es posible
que puedas hablar tranquilamente con un...?
«Lobo»
volvió a mirarla.
—Está
bien que no sea usted inferior; pero haga el favor de no decir tonterías...
Y
haciendo cara a John, preguntó:
—¿Cómo
es posible que hayan subsistido ustedes tanto, imponiéndose sobre los demás
seres, que les son superiores en muchos conceptos?
John
sonrió, encantado de poder discutir de un tema que le apasionaba.
Extendió
las manos.
—Aquí
está lo que nos ha hecho superiores...
—¿Y
el cerebro? —inquirió el perro.
—De
nada nos hubiese servido sin las manos. Toda nuestra civilización, todo lo que
hemos logrado se debe a las manos y, sobre todo, a la oposición del pulgar a
los otros dedos.
—Comprendo.
—La
mano fue dócil materia de la que se sirvió el cerebro. Desde que el hombre del
Paleolítico inferior hizo su primera hacha tallada, hasta el * cerebro
electrónico, la mano ha acompañado y servido siempre al hombre.
—Gracias
por la explicación.
—¿Está
satisfecho?
—Verdaderamente,
sí.
Hubo
un corto silencio; después John, guiñando el ojo a la joven, que seguía pálida
como el papel, comentó:
—Ahora
creo que debería usted contestar a algunas preguntas...
—¿Por
qué no?
—¿Por
qué es posible que hable un perro?
Hubo
una pausa.
—Sería
muy largo de explicar.
—¿Tiene
algo que ver esa cualidad «suya» con la de un gato que se ha hecho famoso?
—Lo
he oído. Ese gato es compañero mío.
—¿Y
quién es usted?
—Rok.
—¿Rok?
—Sí.
Y no puedo decirle más —miró a la joven —. Si he interrumpido esta reunión, ha
sido porque deseaba prevenirles.
—¿De
qué?
—De
que no deben decir nada de lo que aquí pasa. No queremos publicidad alguna. Si
no obedecen y hacen comentarios... tendré que saltar a sus gargantas...
Y
emitió un rugido, lo suficientemente fuerte para que se percatasen de que,
aunque hablase, seguía siendo un feroz ejemplar de perro alsaciano.
John
asintió, con un gesto.
—Está
bien. Así lo haremos.
—Por
otra parte, mi comida debe serme proporcionada en la cantidad y frecuencia que
hasta ahora...
El
perro se quedó mirándole fijamente; después, volviéndose, se dirigió hacia la
puerta.
—Creo
que es todo lo que tengo que decirles...
Y
salió.
John
volvió el rostro hacia Mary, abandonando prestamente su asiento en auxilio de
su prometida.
La
joven había perdido el conocimiento.
CAPÍTULO IV
Al
salir de la estancia, Rok, la «semilla» o el «parásito», estuvo a punto de
retrotraer sus largos tentáculos, desconectando su cerebro del de «Lobo», como
solía hacerlo.
En
esas ocasiones, el animal volvía a recuperar su «personalidad», librándose de
aquella dualidad molesta, que le sumía en una profunda perplejidad, cada vez
que «despertaba», bruscamente, del control que sobre él ejercía Rok.
Pero
esta vez, después de lo que había oído de la boca de los humanos, Rok no estaba
dispuesto a descansar, nutriéndose de los alimentos que el perro tomaba y
dejando que sus tentáculos se anudasen, manera perfecta de «dormir» o yacer en
el más delicioso de los nirvanas.
Durante
seis mil años, Rok, como todos los suyos, había permanecido en estado de
«semilla», completamente deshidratado, alimentándose, en porciones
infinitesimales, del gluten que, en forma de cáscara, envolvía su cuerpo.
Mientras,
su planeta se deshacía, desintegrándose casi y volando en pedazos por el
Cosmos.
De
su «vida» anterior, Rok no recordaba casi nada. Había veces en que imágenes
sorprendentes se presentaban en su mente; pero todo aquello no hacía más que
divertirle. Lo importante, lo fundamental, era que sabía, desde el momento en
que se había convertido en animal tentacular, que su misión era seguir
progresando hacia un final que ni siquiera podía adivinar.
Porque
el problema maravilloso residía, precisamente, en ese punto, que apasionaba a
Rok más que a nadie.
¿Qué
forma obtendría al llegar, después de las metamorfosis obligadas, al estado
adulto?
Había
leído, en los libros de los curiosos habitantes de aquel planeta, que ellos
también evolucionaban, pero lo hacían siempre en el interior del seno materno,
de una manera que les cubría formidablemente de los peligros externos.
Ellos,
por el contrario, habían pagado cara la llegada a aquel asunto, ya que los
seres vivos de la Tierra —ahora ya sabía que así la llamaban—, poseían defensas
poderosas que habían dado al traste con su entrada en los cuerpos organizados.
Sólo
las «semillas» que, perforando la cáscara, habían penetrado en los huevos de
las aves que los terrícolas consumían, lograron hidratarse, convirtiéndose en
«mórulas voladoras», aptas ya para defenderse y orientarse, puesto que estaban
dotadas de inteligencia.
La
suerte había sido que el huevo no era más que una célula rodeada de materias
nutritivas, un organismo elemental cuya defensa se reducía al cascarón cálcico
que le rodeaba. Una vez perforado éste, la «semilla» pudo desarrollarse en el
ambiente más óptimo que hubiese podido soñar.
Una
vez consumida la sustancia nutritiva y el protoplasma y el núcleo de la célula
ovular, la «semilla» se había convertido en «mórula voladora», que supo escoger
el cuerpo de animales, cuyo coeficiente de inteligencia era fácilmente
dominable.
Al
penetrar en el cuerpo del animal, abriéndose paso a 1 través de la piel, la «mórula»
se movió por el organismo del «huésped», atraída por su sistema nervioso, donde
terminó instalándose cómodamente.
Fue
entonces, en aquel momento, cuando la «mórula» empezó a emitir tentáculos
emisores y receptores, que se hundieron profundamente en el cerebro del animal,
a cuyas expensas vivían.
No
tardaron mucho los «parásitos» en percatarse de que la inteligencia de los
animales era limitadísima; pero, para ellos, el cuerpo, el cerebro y los ojos
eran como las ventanas que permitían asomarse a aquel planeta, viéndolo como lo
veían los animales y el hombre.
Haciéndose
dueños absolutos del ser sobre el que se habían posado, los parásitos hicieron
que éste les proporcionase unas informaciones que necesitaban urgentemente. Y
de ahí surgieron, en aquella época de maravillas, los «animales sabios», cuyas
crónicas aún se recuerdan.
Todas
las impresiones que el animal-huésped recibía llegaban directamente al cerebro
del parásito, que las analizaba, ordenándolas convenientemente en su poderosa
reserva de memoria.
Rok
se dio cuenta de que todo lo conseguido no era más que una pequeña parte de lo
que se habría de realizar.
Los
hombres y las mujeres, sobre todo los primeros, eran seres que no se rendirían
fácilmente. Y como la lucha se iniciaría, más tarde o más temprano, era
necesario prepararse para obtener una rápida y poco costosa victoria.
Por
eso, al salir de la casa de Mary, el perro, controlado por Rok, se dirigió
hacia la parte de la ciudad que se había convertido en el centro de la
curiosidad ciudadana; la casa de la solterona y su sorprendente gatita.
La
policía había tenido que acordonar el edificio, pero una larga cola de curiosos
esperaba impacientemente que llegase su turno para contemplar a la maravillosa
«Minnie».
Mujer
evidentemente práctica, la señorita Lowner había puesto precio a aquel insólito
espectáculo, exceptuando naturalmente a las autoridades, y el negocio no le
iba mal del todo.
Para
«Lobo-Rok», la entrada no fue demasiado difícil, ya que el perro, después de
rodear la casa, saltó un par de verjas y penetró, tranquilamente, por la puerta
de la cocina.
Luego,
al darse cuenta de que la mujer, la dueña de la gata, estaba sentada junto a la
puerta del «living», recibiendo con la mejor de las sonrisas los billetes que
los que se iban acercando le daban, Rok comprendió que había llegado el momento
de decidirse.
Y
de un salto atravesó la puerta.
El
agudo chillido que la señorita Lowner soltó, repiqueteó en los oídos de todo el
mundo y llegó hasta la calle, obligando a una pareja de policías a subir
precipitadamente la escalera, completamente convencidos de que acababan de
matar a alguien.
—¡Un
perro! ¡Un perro! ¿Quién ha permitido a ese horrible animal penetrar aquí?
Entretanto
«Lobo» se había acercado rápidamente a «Minnie», que seguía ante el aparato de
televisión.
El
lenguaje entre los parásitos no era más que una transmisión eléctrica de
influjos cerebrales.
Y,
de este modo, el perro y el gato entraron en inmediata comunicación.
—Soy
Rok.
—Y
yo Alok. ¿Hay muchos de los nuestros por ahí?
—Debe
haberlos. ¿Cómo es que llevas unos días sin comer?
—Estoy
consumiendo las reservas de éste gato; en cuanto vaya a morir, lo abandonaré.
—¿Es
que no te has dado cuenta de que no podrás hacerlo?
—¿Porqué?
—Porque
tenemos que cubrir una nueva fase, hasta poder alcanzar una nueva forma...
—Creo
que tienes razón. ¿Qué he de hacer, pues?
—
Alimentarte. Mira toda la comida que te han dejado ahí. Te acompañaré.
Y ambos animales, justo en el momento en
que los policías iban a intervenir, fueron hacia los platos de comida y se
pusieron a devorar lomo contra lomo.
La
señorita Lowner, que estaba sofocada por el pánico, lanzó otro de sus agudos
chillidos.
—¡Mírenlos!
¿Será posible? ¡Mi «Minnie» es el animal más portentoso que existe!
¡Compruébenlo! ¡Ha domesticado al perro!
Y señalaba a los dos animales, pensando en
su fuero interior que aquel espectáculo, sabiamente combinado, debía imprimir
un sensible aumento en la cuota de entrada.
Entretanto
los dos animales seguían devorando las apetitosas viandas que la solterona
había, inútilmente, intentado dar a su gatita.
—¿Sabes
que este planeta es peligroso? —inquirió «Minnie».
—Sí.
—He
podido enterarme, gracias a ese aparato, que las guerras son algo natural para
esos seres de dos patas y ojos pequeños... Son violentos, crueles...
—...y
estúpidos —completó «Lobo».
—La
mayoría de ellos, sí; pero tendremos que tener mucho cuidado.
—Por
el momento —dijo el perro—, hemos de reunimos, de conocer nuestras fuerzas. Una
organización detallada puede hacernos más fuertes.
—¿Crees
que sospechan algo?
—En
absoluto... Mary y John, los dos seres con los que he tenido más contacto,
están aterrorizados. Para ellos, los animales en los que estamos no han sido
nunca mas que seres inferiores, incapaces de pensar, de hablar, de razonar.
—¿Es
que has hablado con ellos?
—Sí.
—¿Cómo
lo has hecho?
—Ya
te lo enseñaré; es muy fácil; basta tender un par de tentáculos a las cuerdas
vocales. Allí los tensas, adaptándolos a las palabras de los seres de dos
patas. Y actuando sobre ese centro, abajo y a la derecha, del cerebro del
animal, lograrás que los sonidos emitidos sean entendidos por ellos.
—¡Es
curioso!
—Y
sencillo. No tienes más que emitir pensamientos para que éstos se conviertan en
sonido. Eso me hace recordar algo, muy vagamente... Nosotros no necesitamos
jamás sonidos, ¿verdad?
—No...
Lo recuerdo perfectamente...
«Lobo»
irguió las orejas.
—¿Lo
recuerdas todo?
—No.
Algunas cosas.
—Estoy
seguro de que llegará el momento en que toda la memoria nos será devuelta...
Cuando volvamos a ser nosotros mismos.
Hubo
una pausa.
—¿Recuerdas
algo que significase «hombre» o «mujer» en nuestro pasado?
Si
«Lobo» hubiese podido sonreír, lo hubiera hecho.
—¡En
absoluto! Ya pensé en ellos, cuando leí unos libros en la biblioteca de Mary...
Es curioso que todo este planeta esté dividido en dos clases de individuos; los
masculinos y los femeninos..., salvo rarísimas excepciones. Pero lo que importa
es irse de aquí. Tenemos que empezar a buscar a nuestros amigos.
—Eso
es.
Justamente,
en aquel momento, la señorita Lowner, cansada de aquella comida, que le parecía
excesivamente larga, se acercó a los animales.
Dijo:
—Vamos,
«Minnie»; tienes que volver a tu sillón, frente a la televisión y mover los
diales... Estos señores que han
Venido
a verte están deseando ver lo maravillosa que eres... iAnda, cariño!
«Lobo»
lanzó una andanada de «ondas» al cerebro de la gata.
—¡Tenemos
que irnos! —le dijo.
—Ahora
voy; pero déjame dar una lección a esta vieja ridícula y mercantil.
—Bien.
«Minnie»
se separó del perro, acercándose a la mujer; ésta, complacida, se volvió a los
que, desde la puerta, esperaban gozar del espectáculo que ya habían pagado.
—¿Se
dan ustedes cuenta de cómo me obedece? ¿No es verdad, «Minnie»?
Hubo
un corto silencio y, de repente, la gata movió la boca y una voz salió de su
garganta:
—¿Quieres
dejarme tranquila, señorita Lowner? ¿O deseas que diga a estos señores cuántas
maniobras has de hacer para ponerte el corsé?
Naturalmente,
Francis H. Lowner hizo lo más lógico.
Se
desmayó.
La
reacción en los pocos observadores fue distinta. Hubo quien creyó que había
algún ventrílocuo entre ellos y soltó una carcajada; el resto, que se había
quedado con la boca abierta, se unió a la hilaridad general.
Circunstancias
favorables que aprovecharon los dos animales para desaparecer tranquilamente.
Charles
Steward había abandonado, por el momento, sus estudios sobre el cáncer, atraído
irresistiblemente por aquel nuevo problema que se había presentado
inesperadamente ante su espíritu científico.
Y
era un problema.
Charles
revisó sus conocimientos sobre psicología animal, buscando en el campo de las
asociaciones mnemónicas y en el «acto repetido», una explicación que la
satisfaciese.
Pero
no la encontró.
Los
hechos se imponían con una fuerza aplastante y el que aquellos cuatro cobayos
hubiesen manejado el microscopio, con una idea preconcebida, llevando hasta la
platina una preparación de cerebro humano, era algo que no podía dudarse, pues
sus ojos y los de Thomas eran testigos indiscutibles.
—¿Entonces?
Había
lanzado aquella exclamación en voz alta. Y, también sin darse cuenta, avanzó
hacia la jaula donde tenía encerrados aquellos misteriosos animales.
La
piel de los cobayos se había tornado intensamente amarilla, por efecto del
ácido pícrico. Y sus ojillos rosados miraban al profesor, intensa y fijamente.
También
los miraba Charles...
Estaba
plenamente convencido de que se hallaba ante algo ciertamente sensacional, algo
que había de ser manejado con sumo cuidado, cautelosamente, como el explosivo
más peligroso que hubiese manejado jamás.
Por
eso, al ver a aquellos cuatro, experimentaba una rara sensación, ya que los
animales parecían, en vez de asustarse y esconderse como los demás, estar
pendientes de sus más pequeños movimientos, como si se diesen cuenta de lo que
pasaba por la mente del sabio.
Después
de meditar largo rato, Charles llegó a una conclusión. Fue a por una campánula
de cristal, cuya entrada adaptó a la puertecilla de la jaula, hostigando
después, con un bastón puntiagudo, a los animales, hasta que, después de una
lucha verdaderamente formidable, logró que uno de ellos penetrase en la campana
de cristal, cerrando inmediatamente la puerta de acceso.
Con
la campana en la mano, se acercó a la máquina neumática, en cuya bomba inyectó
una ampolla entera de éter.
Con
una verdadera emoción abrió la espita. El gas penetró velozmente en la campana,
difundiéndose por todas partes.
Charles
observó al animal.
Nunca
había asistido a una lucha más férrea, ya que el* cobayo se refugiaba junto a
la pared, haciendo lo imposible por no respirar el deletéreo gas que había
inundado su encierro.
—¡Es
fantástico!
Pero,
finalmente, el animalillo tuvo que sucumbir, desplomándose, profundamente
dormido, en medio de la campánula. Charles esperó unos instantes, hasta
convencerse de que el cobayo estaba realmente inconsciente.
Cuando
estuvo completamente convencido de que la inmovilidad del animal era real,
Charles levantó la campánula, accionó los ventiladores para airear la estancia
y después de logrado esto, cogió al animal y lo llevó a la pequeña mesita de
disecciones, donde lo preparó para intervenirlo.
Una
punzada en el corazón, directamente, con una aguja de fijación, mató al cobayo.
Charles
solía obrar de aquella manera para evitar inútiles sufrimientos a los animales
de experimentación.
Sus
manos, con bisturíes y tijeras, empezaron a disecar el cuerpecillo, colocando
las partes que deseaba observar sobre minúsculos vidrios en una solución de
formol.
Pero
no tuvo que buscar mucho.
Una
masa grisácea, que al pronto confundió con un tumor, empezó a moverse,
desprendiéndose lentamente de los centros nerviosos en que estaba fijada.
Con
los ojos desmesuradamente abiertos, Charles vio que aquella masa retrotraía
largos tentáculos que se adentraban hacia la médula y el cerebro del cobayo.
—¡Un
parásito! —exclamó—. ¡Un parásito capaz de resistir el efecto narcotizante del
éter!
Apoderándose
de un par de pinzas y presa de una emoción científica indescriptible, se
dispuso a apoderarse de aquella «cosa» que ahora, una vez desprendida del
cobayo, rampaba penosamente por la mesa.
Aquello
fue su fatal equivocación.
Al
verla moverse tan lentamente, Charles se confió demasiado. Así cuando su mano,
armada de la pinza de Kocher, avanzaba hacia el «parásito», éste, cambiando
bruscamente de forma, tomó la de un huso, echando los tentáculos hacia atrás,
lo que le daba una resemblanza con una flecha.
¡Y
eso era!
Súbitamente,
la parte posterior de aquella minúscula criatura obró como si se tratase de un
resorte poderoso. Y salió lanzada, como un dardo, penetrando en el antebrazo
derecho del profesor.
Este
se quedó helado.
Luego,
al cabo de unos instantes, sintió que la cosa avanzaba lentamente a través de
los tejidos, entre los músculos y las aponeurosis del antebrazo, caminando
hacia arriba.
Charles
no perdió el tiempo.
Abandonándolo
todo, salió disparado, y una vez fuera de su instituto, cogió un taxi,
haciéndose conducir rápidamente al hospital.
Penetró
en el edificio como una tromba. Y conociéndolo como lo conocían, se dirigió
rápidamente al quirófano del profesor Stuart, el más famoso cirujano de la
ciudad, que se disponía, en aquel momento, a iniciar una intervención.
—
¡Charles! ¿Qué te pasa?
—¡Ampútame
el brazo, Stuart! ¡No pierdas tiempo o estaré irremisiblemente perdido!
CAPÍTULO V
Debemos
huir, John.
El
joven profesor asintió, con un gesto cansado.
—Creo
que es lo mejor, querida. Y has de perdonarme por haberme dejado llevar por una
estúpida curiosidad... ¡Si hubiese meditado un poco!
—¿Qué
hubieras hecho, John?
—¡Habría
aplastado la cabeza dé ese maldito perro! Pero me dejé embaucar por sus
palabras... Francamente, oír hablar a un animal no es una cosa normal...
—¡Es
fantástico! Cuanto más pienso en ello, menos me lo explico...
—Yo
he meditado mucho, Mary... Y estoy plenamente convencido de que fuimos víctimas
de una ilusión. ¡Un perro no puede hablar!
—¡Pero
si le oímos perfectamente! Y tú contestaste a sus preguntas.
—Ya
lo sé; pero todo ello debió de ser una alucinación colectiva.
—¿Y
lo del gato de esa mujer?
—Eso
es, justamente, lo que demuestra, de una manera indudable, que todo esto es un
asunto de ilusión colectiva,
—¡Ojalá
tengas razón!
—¿Qué
otra cosa puede ser? ¿No irás a decirme que los animales se ponen a hablar así
como así?
—De
todas formas, querido, debemos irnos.
—Ya
te he dicho que estoy de acuerdo contigo. Unos días fuera de la ciudad nos
sentarán bien a los dos.
—¿Preparo
mis cosas, John?
—Sí.
Ella
se levantó, abandonando el sillón, se acercó al joven, le besó dulcemente en
los labios y dijo:
—Volveré
en seguida.
Cuando
ella se hubo ido, Creveland encendió un cigarrillo. Y para distraerse, pulsó el
botón de la televisión.
Justamente,
en aquel momento, el locutor daba las noticias desde Nueva York.
—Es
curiosa —decía— la epidemia de animales sabios que se está produciendo en los
Estados Unidos. Indudablemente, los directores de circo deben estar furiosos de
este hecho. Además el gato de Star City, que por cierto ha huido de la casa de
su dueña, la señora Lowner, otros casos tan extraordinarios como aquél se han
dado en diversas ciudades americanas... Un gallo, en Wirme, Illinois, fue
sorprendido «leyendo» música, sobre un piano, en cuyo atril habían colocado
una sinfonía de Brahms.
»En
Oregón, dos caballos huyeron, penetrando ruidosamente en una biblioteca
pública, promoviendo un escándalo formidable. Cuando el sheriff local en
compañía de sus ayudantes fue a por los animales, ambos estaban «consultando»
afanosamente los gruesos volúmenes de la Enciclopedia Británica...
»¿Qué
significa todo esto? —se pregunta el público—. Cientos de versiones han corrido
de boca en boca; pero la que parece ser la más generalmente aceptada es la que
se trata de una propaganda realizada por algún grupo de fantasiosos
ilusionistas, que desean pasmar al público americano.
»De
todas maneras, las autoridades están estudiando un decreto ley que prohíba esas
fantochadas, cuya exageración, además de alterar el orden público, producen un
desagradable efecto.
Desapareció
el locutor y una cantante inició una melodía moderna.
John
desconectó el aparato.
¿Qué
diría la gente si les contase que él había hablado con un perro?
Sonrió.
Indudablemente,
si se trataba de una broma, la cosa estaba pasando de la medida lógica...
Aunque,
para hacer posible una broma tan enorme y tan escalofriante al mismo tiempo, se
tenía que ser poderoso en extremo.
Malhumorado,
volvió a encender la televisión, conectando la emisora local. El rostro
conocido de Buster Grey, el conocido locutor de Star City, desarrugó un poco
su frente, haciéndole sonreír.
Buster
y él habían sido condiscípulos en el Liceo donde John era ahora profesor. Y
jamás nadie pensó que aquel joven, que padecía una tartamudez endiablada,
pudiese convertirse en locutor.
Pero
así fue.
Buster
Grey se sometió, en Nueva York, a un complejo y paciente tratamiento que borró
el molesto defecto que padecía. El Instituto que lo tuvo como paciente, hizo
patente que era la primera vez que uno de sus clientes demostraba una fuerza de
voluntad semejante, sometiéndose a todo lo que ellos quisieron (cirugía, tests,
etc.), sin proferir jamás la menor protesta.
Parecía
que, sobre la pantalla, Buster le miraba fijamente.
—Tenemos
noticias de que el ilustre profesor Steward ha sido intervenido, esta mañana,
en el hospital local, por el cirujano doctor Stuart. Según el boletín
informativo de nuestro centro hospitalario, le ha sido amputado al profesor el
brazo derecho.
»Tanto
las autoridades como los numerosos admiradores de nuestra gloria local no cesan
de interesarse por el estado del ilustre paciente que, a decir de los
facultativos, es satisfactorio...»
Otra
vez desconectó el aparato.
Charles
Steward era una figura demasiado popular para que dejasen de interesarse por él
todas las capas sociales de Star City. Y John se preguntó, cómo debían estar
haciéndolo multitud de gentes, qué era lo que había obligado a aquella
amputación, en un hombre de vida serena, tranquila, como la del profesor.
—Ocurren
cosas demasiado raras... —pensó.
Y
fue precisamente en aquel momento cuando la chicharra del pasillo sonó.
—¡Llaman
a la puerta! —gritó desde arriba la muchacha — . ¿Quieres abrir, cariño?
—Voy.
Salió
al «hall», descorriendo el cerrojo.
Y,
al abrir, retrocedió, profundamente sorprendido. Por que, detrás del perro y de
un gato que iba al lado, estaba el profesor Steward.
—¿Podemos
pasar, míster Creveland?
John
se sonrojó.
—¡Por
favor, profesor! —se hizo a un lado y los animales entraron, seguidos por el
hombre —. Justamente acababa de oír que estaba usted en el hospital...
Charles
sonrió.
—¿Yo
en el hospital? ¡Qué estupidez!
Y cuando estuvieron en el «living»,
sentados:
—¿Dónde
lo ha oído usted?
—Lo
ha dicho la televisión.
Al
mismo tiempo se fijó en el recién llegado, viendo que el profesor poseía ambos
brazos.
¿Se
habría vuelto loco, Buster?
¿O
se estaba volviendo loca la Humanidad entera?
Se
pasó la mano por la frente, no extrañándose de hallarla perlada en un frío
sudor.
La
voz de Mary llegó por el hueco de la escalera:
—¿Quién
ha venido, querido?
—El
profesor Steward.
—¡Qué
agradable sorpresa! Bajaré en seguida...
—Sí,
Mary.
El
profesor sonreía.
—Es
su prometida, ¿verdad?
—Sí.
Y
sus ojos se fijaron en «Lobo», que se hallaba, echado, junto a la célebre gata
que había visto John fotografiada en los periódicos.
—¿Cómo
es que ha venido usted con estos animales?
—¿Conoce
usted a alguno de ellos?
—A
los dos: ese perro era... nuestro. La gata es la que apareció en la prensa de
estos días.
—¿Así,
que son dos animales extraordinarios?
—¡Y
tanto! Sobre todo, «Lobo».
Steward
no dejaba de sonreír.
—¿Por
qué? ¿Porque habla?
—¿Cómo?
¿Usted lo sabe?
—Claro...
Rok es mi jefe.
En
el rostro de John se pintó la extrañeza.
—¿Rok?
¿Le ha dicho también ese absurdo?
—Es
una sencilla verdad, amigo mío. Rok me ha ordenado que viniese aquí... y aquí
estoy... Sí, ya sé que le parecerá extraño que un hombre obedezca a un animal;
pero, en mi caso, está perfectamente explicado.
John
no dijo nada; en realidad, no encontraba palabras para poder expresar su
creciente asombro.
Hubo
una corta pausa. Después, el profesor dijo:
—Y
ya creo que es hora de que le comunique el objeto de mi visita; es decir, de
nuestra visita. ¿Tiene usted la amabilidad de mostrarme el brazo derecho?
—¿El...
qué?
-El
brazo derecho. He de hacer una pequeña observación, ya que todo el mal que
padecemos se nota en esa región...
Pero
Crevelard no le escuchaba.
Un
terror espantoso se estaba apoderando de él y no estaba dispuesto a seguir
escuchando a aquel loco, ni mucho menos presta/se a cualquier maniobra extraña
que le propusiese.
Por
eso, irguiéndose del sillón que ocupaba, retrocedió hacia la escalera.
Si
hubiese oído la orden que el profesor daba al perro, se hubiera apresurado a
huir más aprisa. Pero nada salió de los labios de Charles, cuando Atak se
comunicó eléctricamente con Rok.
«Lobo»
tosió espasmódicamente, como suelen hacer los perros; luego, repentinamente,
vomitó algo; una especie de huso afilado, que se asemejaba a un dardo.
Obraron
los tentáculos como resorte, y John, que ya iniciaba la huida y que estaba al
pie de la escalera, se llevó la mano a una de las mejillas, lanzando una
exclamación de dolor.
Mary,
que descendía en aquel momento, vio truncarse su sonrisa en los labios. Una
sonrisa que llevaba preparada para saludar cordialmente a la insigne visita.
—¿Qué
ocurre?—inquirió.
Charles
no contestó.
Nuevamente,
Atak se comunicaba con Alok.
También
tosió el gato, echando un objeto semejante al que el perro acababa de expulsar
de su cuerpo.
Y,
en lo alto de la escalera, Mary lanzó otro grito de dolor y sorpresa a un
tiempo, quedándose inmóvil, sin saber qué hacer.
Por
su parte, los animales, que habían vuelto a recobrar su natural manera de ser,
se miraron fijamente, ambos sorprendidos de estar junto a su enemigo más
irreconciliable. Y, bruscamente, a un bufido de «Minnie», «Lobo» se lanzó en
pos y los dos desaparecieron por la puerta más próxima, provocando un escándalo
formidable.
Charles
sonrió.
Se
había quedado mirando a la pareja, que seguía completamente inmóvil, como si
se hubiesen convertido en sendas figuras de cera.
Hasta
que llegó.
Fue
una ondulación eléctrica que penetró en el cerebro de Charles.
«Ya
está.»
Y
luego otra:
«Yo
también.»
Entonces,
John y Mary volvieron a ostentar su expresión habitual y se acercaron a
Charles, sonriendo.
—¿Vamos?
—inquirió éste.
Los
otros asintieron con un gesto y siguieron al profesor, silenciosamente, saliendo
de la casa.
El
doctor Stuart, después de practicar la operación en el profesor Steward, había
proseguido su trabajo matinal, ocupándose de una serie de intervenciones que
debía realizar sin demora.
Pero
no pudo evitar durante toda aquella mañana el pensar en lo que había hecho a
Charles, preguntándose qué motivo podía haber empujado al ilustre paciente para
obligarle a hacer aquella extraña amputación.
Porque
Stuart no había visto nada anormal en el corte realizado.
Tampoco
el brazo amputado ofrecía el aspecto de algo tan grave que justificase la
operación. Por eso, el cirujano estaba deseando terminar su labor cotidiana
para irse al laboratorio de disección y estudiar el miembro que había separado
del cuerpo de Charles.
Al
acabar, después de suturar la incisión externa de su último operado, salió del
quirófano, más nervioso que nunca, seguido de su joven ayudante.
¿Dónde
han dejado ese brazo? —preguntó a una de las enfermeras.
—Lo
puse en la mesa de disección, señor.
—Bien.
Se
dirigieron hacia allá, pero nada hallaron en la estancia.
Y,
además, de nada sirvieron todos los esfuerzos que hicieron para buscar lo que
les interesaba.
El
brazo había desaparecido.
En
cuanto abrió los ojos, en la habitación del hospital, y fue recobrando sus
sentidos, Charles volvió a experimentar aquella indescriptible sensación de
pánico.
Comprendía
demasiadas cosas para quedarse allí. Y sabía, además, que de él podía depender
algo fundamental para el país y el mundo.
Por
eso, sabiéndose perfectamente vendado, se levantó, cuidadosamente, vistiéndose
a costa de ímprobos esfuerzos. Como el muñón no había empezado a dolerle aún,
temía mover la sutura y, por otra parte, no estaba, ni mucho menos,
acostumbrado a servirse del brazo izquierdo.
Pero
lo consiguió.
Sigilosamente
salió de la habitación, moviéndose rápidamente por los pasillos y escaleras
que conducían a la salida.
Pero,
cuando estuvo en el «hall», el portero se le acercó, sobresaltándole:
—Un
momento, profesor.
—¿Qué
quiere usted?
El
hombre le miraba con un sincero asombro.
—¿Por
dónde ha entrado nuevamente, señor?
—¿Yo?
¿Es que no lo recuerda?
—Perfectamente.
Entró, hace cinco horas, para ver al doctor Stuart, salió nuevamente, hace
tres... y no le vi entrar, aunque no me he movido de aquí en todo ese tiempo.
—¿Quiere
usted decir que he salido antes?
—Estoy
completamente seguro, señor... Además...
—¿Además,
qué?
El
hombre le señaló la manga vacía.
—A
usted no le faltaba... el brazo. Porque cuando salió, yo le abrí la puerta y
usted me estrechó la manó derecha con su propia derecha.
Charles
se estremeció.
—No
debían haberme operado aún —dijo, viendo que era la única salida que iba a
impedir que perdiese más tiempo—. Adiós, amigo.
Y
se separó del portero, que se le quedó mirando con el estupor más genuino
reflejado en el rostro.
Una
vez fuera, Charles llamó un taxi y se hizo conducir directamente al pequeño
aeródromo de la ciudad.
Una
vez allí, no tardó en alquilar un avión biplaza que, momentos más tarde volaba
hacia Washington.
«¡Tengo
que llegar cuanto antes! —pensaba—. El peligro es demasiado grande para no
poner coto inmediatamente... Ahora empiezo a comprender más cosas. Las palabras
de aquel pobre portero me han sido de una utilidad extraordinaria...»
No
podía aún, concretar la hipótesis que estaba forjando su mente; pero, de todas
formas, era el hombre, en aquel instante, que podía exponer la situación con
más claridad que nadie.
También
corría peligro de que le tomasen por loco; pero insistiría hasta demostrar que
decía la verdad y que toda pérdida inútil de tiempo podía significar un
suicidio colectivo.
Instó
al piloto, sentado ante él, para que fuese lo más rápidamente posible.
—Vamos
al máximo, profesor. No se preocupe; llegaremos antes de dos horas.
Otra
vez se sumió el sabio en sus profundas meditaciones.
Había
muchas cosas más que hubiese deseado saber. Porque, conociendo el peligro más
concretamente, la defensa podría organizarse de una manera más eficaz.
«Sabemos
algo —se dijo—, pero estamos aún a oscuras. Y si ellos aprovechaban aquel
precioso tiempo... era muy probable que la Humanidad estuviese irremisiblemente
perdida...
CAPÍTULO VI
Si
los amigos de las estadísticas hubiesen tenido la curiosidad de establecer una
sobre los viajes de aquellos días, desde algunos sitios de los Estados Unidos
hacia centros importantes del país, se hubieran sorprendido al comprobar la
cantidad insólita de viajeros que se movían, en aquel sentido, acompañados de
animales.
Y no solamente los domésticos.
Pájaros,
insectos y algunos otros, más sorprendentes, que los viajeros llevaban en el
interior de cajitas agujereadas ó dentro de frascos previamente preparados.
Y lo más fantástico de todo aquello era
que los «viajeros» iban a visitar a altos personajes, civiles y militares, del
país, abandonando después, a la salida, los animales que tan preciosamente
habían conservado hasta entonces.
Washington,
Nueva York, Boston, Los Alamos, West Point...
Eran
los centros neurálgicos del país los que estaban siendo visitados
insistentemente por aquellos extraños viajeros, que parecían sentir una
afección extraordinaria por toda la escala zoológica.
¿Se
preparaba algo gigantesco?
Nadie
hubiera podido decirlo, porque la vida siguió su curso normal, aparentemente,
sin que ningún hecho extraño viniese a turbarla.
Hasta
la reunión del Senado de aquella semana.
Más
de cien millones de americanos fruncieron el ceño al leer en la prensa u oír en
la televisión los resultados de aquella reunión, en la que se votó, por una
gran mayoría, un aumento fantástico, que casi incrementaba en un quinientos por
ciento el presupuesto militar de los Estados Unidos.
Sin
embargo, la situación mundial estaba más pacífica que nunca y nada explicaba
aquel acto belicista, que no sólo sorprendió en los Estados Unidos, sino que
hizo vibrar de inquietud los Gobiernos del resto de la Tierra.
Charles
estuvo toda aquella fatídica semana intentando ser recibido por el secretario
de Estado.
Había
creído ingenuamente que los oídos de la Casa Blanca se iban a abrir, atentos, a
sus manifestaciones y advertencias; pero no tardó en convencerse de que algo
anormal ocurría en los estamentos responsables del país.
Defraudado,
se refugió en la casa de un amigo suyo, investigador como él, al que expuso
detalladamente sus cuitas.
Harry
Farguson era mucho más joven que él, aunque su pelo estaba surcado de hebras
plateadas, que un trabajo intenso había ido pintando en su negra y encrespada
cabellera.
Dedicado
a la Biología general, había mantenido una correspondencia fructuosa con
Steward, al que había proporcionado valiosos datos sobre las investigaciones
que se iban realizando en el laboratorio experimental de la capital federal.
Ahora,
sentado ante su viejo amigo, Harry escuchaba atentamente cuanto aquél decía,
sin interrumpirle ni una sola vez.
Sólo
cuando Charles terminó de exponer sus temores, Harry, encendiendo un
cigarrillo, entornó los ojos, frunciendo el ceño, como si meditase
profundamente lo que acababa de oír.
—
¿Qué le parece? —inquirió Steward, impaciente.
—Fantástico,
amigo mío. Pero, al mismo tiempo, prácticamente inevitable.
—¿Porqué?
—¿Se
ha enterado de la última sesión de la Cámara?
—Sí;
pero... ¿qué tiene que ver eso con...?
—Hay
un nexo de unión tan claro que no sé cómo le ha pasado desapercibido.
—¿Entonces?
—No
puede estar más diáfano, profesor... La duplicidad de su persona, que tan
naturalmente extrañó al portero del hospital, da a esos «parásitos» una
facultad tremenda de regeneración y de metamorfosis, siendo capaces de
«repetir» un ser humano a partir de un miembro amputado de éste.
—¿Cree
usted que se hizo así?
—Estoy
completamente seguro.
—Pero...
—También
pienso que ellos fueron los primeros sorprendidos. Hay, en todo esto, muchas
cosas inexplicables por el momento...
—¿Y
qué podemos hacer?
Harry
abrió los ojos, que tenía entornados.
—No
lo sé, francamente... Los «parásitos», utilizando el mismo procedimiento que
emplearon con usted, cuando salió aquella formación viva del cuerpo del cobaya,
han ¡do apoderándose de la personalidad de muchos seres humanos.
¡Indudablemente, son diabólicamente listos!
—Sí,
eso es cierto.
—También
lo es que la votación de la Cámara ha estado influida por una manera de pensar
que no es nuestra, sino que nos ha sido impuesta.
—¿Quiere
usted decir que los que han votado... ?
—...lo
han hecho obedeciendo las órdenes de los parásitos que llevaban adheridos a su
sistema nervioso... y que han hablado por ellos.
—¡
Entonces estamos perdidos!
—Eso
es lo que me temo... La invasión ha podido llegar hasta donde no podamos
imaginamos. ¿Quién puede afirmar que el propio Presidente y los miembros del
Gobierno que le rodean no están ya en poder de los parásitos?
—¡Pero
es horroroso i
—Todo
lo que usted quiera, profesor... ¡si pudiésemos hacer algo positivo!
—¿Qué
piensa usted?
Hubo
una corta pausa.
—Por
el momento y mientras tengamos tiempo, hay que salir de los Estados Unidos.
—¿Dónde
iremos?
—A
cualquier parte. Hay que evitar que las gentes del resto del mundo se dejen
engañar por las apariencias... Tenemos que explicar la verdad y hacer que no
sean escuchadas las palabras de nuestros dirigentes, ya que no son realmente
ellos quienes las pronuncian.
—¿No
nos tomarán por simples dementes? Eso es lo que yo me temía cuando vine hacia
aquí.
—Los
hechos nos irán dando la razón. Verdad que no poseemos información completa que
pueda clasificarse dentro de las pruebas rotundas; pero la actitud de nuestro
país irá explicando y subrayando la veracidad de nuestras aseveraciones...
—Si
usted lo cree así.
—No
podemos hacer otra cosa. Creo que lo mejor sería ir directamente a Alemania.
Tengo allí unos amigos, muy buenos, capaces de comprender el problema y
enfocarlo de la manera más justa.
Edward
Sipson, el delegado de los Estados Unidos en las Naciones Unidas, se levantó de
su asiento.
Y,
entonces, una pitada general conmovió la sala de reuniones. Ni un solo
delegado dejó de demostrar su enojo.
Pero
Sipson no pareció oír aquella muestra de descontento.
—Señores
—empezó a decir, con voz vibrante—, ya sé que he de justificar a mi Gobierno y
dar una explicación lógica a los hechos que, muy en contra de nosotros mismos,
han sido llevados al seno de esta Asamblea general...
»¿Que
por qué hemos atacado a los países de América latina? Es obvio que, con
anterioridad a los hechos de armas, hemos ido señalando una serie de
anormalidades injustificables, que de todo el mundo son conocidas. Los
bárbaros ataques a nuestras embajadas y consulados, los actos irresponsables
llevados contra nuestros bienes en aquellas tierras, contra las instalaciones
de nuestras industrias y negocios; en fin, todo lo que ustedes ya saben
perfectamente... ¿Qué otra respuesta se podía esperar?
»Por
eso, las fuerzas armadas de mi país se han visto obligadas a intervenir,
empujadas a cortar el vandalismo que hacía imposible la coexistencia pacífica y
normal en nuestro hemisferio.
»Hoy,
al reunimos en este Palacio Chaillot, en París, debemos ver las cosas con la
claridad que nosotros, los americanos, las vemos al otro lado del Atlántico.
»Por
esto deseo que ustedes reflexionen, colocándose en el puesto de los Estados
Unidos y pensando leal y sinceramente en lo que hubieran hecho sus respectivos
Gobiernos al haberse encontrado en el callejón sin salida en que fue colocado
el mío.
»Nada
más.
La
reacción de los delegados hispanoamericanos no se hizo esperar. Y los epítetos
más crudos, las protestas más vehementes, se descargaron, sin reposo, sobre el
delegado yanqui y el Gobierno que representaba.
La
algarabía era formidable.
La
totalidad de los delegados no representaban ya más que a Gobiernos en exilio,
ya que todas las Repúblicas sudamericanas habían sido ocupadas por sorpresa,
con una riqueza de medios bélicos verdaderamente formidable.
Madrid,
París, Londres, Berlín, Roma... eran las residencias de aquellos Gobiernos que
habían logrado escapar o de los que se habían formado después de la agresión
estadounidense.
Pero
todo aquello, que apasionaba a los asistentes, no parecía impresionar demasiado
al delegado de la Alemania occidental.
Un
hombre de anchas espaldas estaba a su lado. Y la mirada de ambos no se separaba
un solo instante del rostro tranquilo del delegado norteamericano.
—¿Has
entendido las instrucciones, Hans?
—Sí,
excelencia.
—Habrá
que obrar con muchísimo cuidado. ¿Cuántos hombres forman tu equipo?
—Once.
—Creo
que serán suficientes.
—Lo
serán, señor... En este momento, los chóferes y los dos policías americanos que
han acompañado al representante norteamericano deben estar ya en la villa.
—Mejor
que mejor. No puedes imaginarte las ganas que tengo de estar allí también.
—La
sesión terminará en seguida.
Y
después de una corta pausa:
—¿Habéis
utilizado los coches especiales?
—Sí,
excelencia. Ya les expliqué, muchas veces, que los prisioneros debían ser
colocados, rápidamente, en el interior de la cámara blindada.
—Perfecto.
Habrá otra para Sipson, ¿verdad?
—Sí.
Una
confusión caótica se estaba apoderando de los asistentes a la sesión.
—Tendrán
que suspenderla —susurró el germano.
—Cuanto
antes, mejor, excelencia — repuso Hans.
Así
ocurrió, en efecto.
El
presidente se vio obligado a suspender los debates hasta el día siguiente; pero
la algarabía se elevó al máximo cuando el delegado americano, después de
reclamar silencio, dijo:
—Lamento
no poder asistir a la continuación de este debate, ya que me veo obligado a
volver a Washington.
Un
abucheo sin precedentes se desencadenó contra él.
Hans
había abandonado la sala unos momentos antes y el delegado alemán sonrió
misteriosamente al ver al americano que, perseguido por los silbidos de todos
los asistentes, puestos en pie, salía de su escaño, dirigiéndose tranquilamente
hacia la salida.
Schaffer
se estaba vistiendo, al igual que sus compañeros americanos, con el más extraño
traje que jamás se había puesto.
—¡Parecemos
guerreros medievales! —exclamó jocoso.
Charles
Steward, a su lado, no sonrió cuando dijo:
—Es
necesario, señor. Usted mismo podrá comprobar el tremendo peligro al que nos
expondríamos si no nos cubriésemos completamente de esta coraza protectora.
—Está
magníficamente hecha —dijo Harry, sonriendo—. El metal es duro y, al mismo
tiempo, dúctil hasta lo increíble.
—Es
para que podamos movernos con toda facilidad —repuso el germano.
Se
pusieron las batas blancas sobre el metal, haciendo gestos para comprobar que
podían accionar normalmente.
—¿Vamos?
El
quirófano había sido recubierto igualmente de una capa metálica de manera que
nada pudiese atravesar sus paredes. También las enfermeras y los doctores
ayudantes estaban vestidos de igual modo.
—Creo
que pueden traer ya la primera cámara.
Unos
hombres empujaron una especie de caja de caudales, sobre cuya parte superior
había unas botellas de oxígeno. En el interior, de manera a no perforar en nada
sus gruesas paredes, se había montado un dispositivo especial que absorbía el
anhídrido carbónico que expiraba la persona que había dentro.
Una
vez que Schaffer comprobó que el quirófano estaba completamente cerrado, ordenó
que se abriese la caja, ya que los que la habían traído, y que no estaban
protegidos, habían abandonado la estancia.
El
cuerpo de un hombre yacía en el interior.
—Creo
—dijo Charles— que bastará inyectarle un anestésico cualquiera y hacer una
incisión, a la altura de la porción superior de la medula. Puede ocurrir que el
«parásito», al sentir simplemente el anestésico, abandone el cuerpo...
—Mejor
sería así.
Momentos
después, tras aplicar evipán sódico al paciente, Schaffer abrió la espalda del
policía americano, adentrándose en los tejidos, hasta dejar al descubierto la
columna vertebral.
Esperaron
unos instantes, pero nada sucedió.
A
un gesto de Charles, Schaffer prosiguió la intervención, separando cuidadosamente
las vértebras para dejar al desnudo el blanquecino cordón de la médula
espinal.
Trabajaba
a la altura de las vértebras cervicales y no tardó en encontrar, casi pegado al
nacimiento de la oblonga, el cuerpo grisáceo del que le habían hablado sus
colegas americanos, especialmente el viejo profesor Steward.
—¡Ahí
está! —exclamó, éste, sin poder contener la emoción que le dominaba.
Con
las pinzas en la mano, el germano dudó unos instantes, ya que experimentaba
una emoción semejante a la que sentían los otros.
¡Allí
estaba!
Era
la primera vez que veía algo de lo que, en el curso de las últimas semanas,
había oído hablar hasta la saciedad.
¿Era
posible que un ser tan repugnante como aquél fuese capaz de revolucionar el
mundo?
Las
pinzas se abrieron...
Y
entonces, como si el parásito hubiese sentido el peligro, que se cernía sobre
él, se convirtió en un huso, de punta acerada.
—¡Cuidado!
—rugió Charles. La saeta grisácea saltó hacia Harry, golpeándole en el pecho.
Pero,
en vez de penetrar en el cuerpo del biólogo, se estrelló contra el metal que
cubría a éste, cayendo pesadamente al suelo.
—¡La
campánula!
Pero
una de las enfermeras, demostrando una sangre fría envidiable, tenía ya al
parásito en el interior de la campana de cristal, perfectamente cerrada.
—¡Bravo,
señorita!
Se
reunieron todos, alrededor de la campana, mirando curiosamente la forma
grisácea que se movía en el interior.
—¡Ya
lo tenemos! —rugió Ferguson.
—Es
exactamente como usted nos lo describió, profesor Steward.
Charles
asintió con la cabeza.
—Lo
vi una sola vez y jamás he olvidado su horrible aspecto.
—Esos
tentáculos, que ahora despliega, deben de ser los que fija en los centros
nerviosos del huésped.
Naturalmente.
—Ahora
podremos estudiar su metabolismo. Le suministraremos oxígeno y comenzaremos
por ver lo que expele al respirar; después estudiaremos su alimentación, que
debe ser albuminoidea.
—Eso
creo yo también.
El
otro policía y el chófer fueron operados a continuación. Más tarde, cuando el
representante llegó a la aislada villa, terminaron con él de la misma manera
que habían hecho con los demás.
Los
operados fueron cómodamente instalados en las habitaciones que ya habían sido
preparadas al efecto.
Al
acabar aquel día, los hombres tenían sus cuatro primeros prisioneros: ¡cuatro
parásitos que yacían bajo sendas campánulas de cristal!
CAPÍTULO VII
Cuatro
laboratorios habían sido designados, uno para cada parásito, de manera a
estudiarlos desde puntos de vista completamente distintos.
Aquella
mañana, los tres profesores hacían su cotidiana visita a los laboratorios y
penetraron en el primero de ellos.
Jóvenes
médicos y biólogos, además de grupos especialistas en otras materias, tenían a
su cargo los experimentos que dirigían los tres.
—¿Ha
captado las peptonas? —inquirió Schaffer.
—Sí,
profesor.
—¿Excrementos?
—No.
Asimila cuanto se le da.
—¿Crece?
—No;
pero el aumento de peso ha sido sensible... Seiscientos gramos en doce horas.
—Es
curioso que acumule sustancias sin desecho...
—Así
es.
Pasaron
al otro laboratorio.
—¿Qué
clase de alimentación se le ha proporcionado?
—Lecitinas.
—¿Y
qué?
—¡Crece
de una manera fantástica! ¡Fíjese, profesor! Nos hemos visto obligados a
cambiarle de campánula.
—¿Se
pusieron los trajes protectores?
—Sí.
—¿Intentó
algo?
—No.
Con el peso, su agresividad ha debido desaparecer.
Observaron
al parásito que, conservando su primitiva forma, había centuplicado su tamaño,
adquiriendo el de una gruesa cabeza humana.
—Que
preparen nuevas campánulas.
—¿Seguimos
con las lecitinas?
—Sí.
Será la alimentación que proporcionemos a los otros... No quiero bajas, al
menos por el momento.
En
el tercer laboratorio, los aparatos electromagnéticos ocupaban casi la
totalidad de la sala.
—¿Algo
nuevo?
Al
joven ayudante le brillaron los ojos.
—¡Capta
la electricidad, profesor!
—¿Es
posible?
—Sí.
—¿Han
intentado algún medio concreto de transmisión?
—No.
Nos hemos limitado a enviar sobre él corrientes de distinta intensidad...
¡Reacciona ante todas!
—Veamos.
Así
era, en efecto.
Ante
el impulso eléctrico, el parásito se movía más o menos rápidamente, blandiendo
sus tentáculos, que oscilaban hacia uno y otro lado.
—¿Hay
algún morse por aquí?
—Tenemos
uno, señor.
—Tráigalo.
Y
volviéndose a los otros.
—Tengo
una idea —dijo el germano — ; una idea que pueden considerar, «a priori», como
absurda; pero que vale la pena ensayar.
—¿Cree
que captará un mensaje del morse?
—Es
lo que vamos a intentar. De todas formas, convenía que fuese uno de ustedes el
que manejase el aparato.
—¿Porqué?
—Porque
este ser ha aprendido, antes que nada, el inglés; aunque le creo capaz de
entender otra lengua.
—Lo
haremos como usted dice.
Momentos
más tarde, después de instalar el aparato, Charles se colocó ante el
manipulador, enviando el primer mensaje.
«¿Eres
capaz de entender?»
Los
minutos que transcurrieron fueron duramente emocionantes.
—¿Cómo
quiere usted que transmita? —inquirió repentinamente Harry.
—No
lo sé —repuso Schaffer.
Y
después de una pausa, se dio una palmada en la frente.
—¡La
lecitina! —exclamó.
—¿Eh?
—¡Vayamos
al otro laboratorio! Este ser ha sido alimentado a base de hidratos de carbono
y no posee el fósforo suficiente para utilizar en una posible transmisión.
Pasaron
al laboratorio de donde acababan de salir, instalando nuevamente el aparato.
«¿Eres
capaz de entender?»
Como
en el otro, observaron la vibración de los tentáculos; pero esta vez la espera
mereció la pena.
Tac...
tac-tac... tac...
El
pulsador empezó a vibrar, bajo el efecto de una misteriosa corriente que debía
proceder de la campánula.
«De
nada os servirá todo lo que hacéis.»
Cuando
Harry tradujo el mensaje, se miraron, profundamente sorprendidos.
—¿Se
dan ustedes cuenta? —inquirió Charles, con los labios temblorosos.
Los
otros asintieron.
Porque
se daban cuenta —¿cómo no?— de que se hallaban ante algo que iba a descubrirse
de un momento a otro. De algo que explicaría la identidad de aquel repugnante
engendro.
«¿Quién
eres?», preguntó Harry.
Tardaron
en contestar:
«Me
llamo Slak.»
«Te
he preguntado quién eres, no tu nombre.»
El
silencio fue ahora más largo.
«Vinimos
de muy lejos... éramos "semillas "...»
Poco
a poco, las preguntas fueron siendo contestadas más concretamente; pero, de
todos modos, los tres hombres se dieron cuenta de que aquella extraña criatura
carecía de memoria remota.
—No
hay duda —dijo Charles— de que se trata de seres extraterrenales.
—Eso
creo yo —repuso Schaffer—. Lo de las «semillas» explica que hayan atravesado el
espacio sin astronaves... en- quistados como esos gérmenes que, desecándose,
resisten siglos y siglos.
—Voy
a preguntar otra cosa.
Y,
acercándose al aparato, Harry lo manejó con destreza.
«¿Es
ésta vuestra forma definitiva?»
«No.
Ignoramos completamente cuál será.»
«Entonces...
¿sufrís sucesivas metamorfosis?»
«Sí.»
Y
después de una pausa, sin que se hubiese hecho una nueva pregunta, el parásito
hizo funcionar el receptor de morse.
«De
nada os servirá el habernos capturado... Este planeta será nuestro y todos
pereceréis irremisiblemente...»
Canadá
fue atacado dos semanas más tarde.
Desde
el estrecho de Bering hasta la Tierra de Fuego, los Estados Unidos dominaban
hasta el último palmo de tierra. Y desde que el nuevo Gobierno se había
formado, una militarización intensa se estaba llevando a cabo, formándose el
más gigantesco y mejor dotado Ejército que se había conocido jamás.
En
el resto del mundo, los preparativos para la inevitable guerra que se cernía
sobre la Humanidad se hacían apresuradamente; pero las noticias que llegaban,
muy pocas, del otro lado del Atlántico, demostraban que la potencia de Nuestros
Estados Americanos, como allí se llamaban, no podría ser superada.
Una
ola de pánico recorría el mundo.
El
cuarto laboratorio, por lo acontecido en los otros, fue olvidado por los tres
hombres de ciencia, que se encerraron para intentar sacar algún provecho de la
«conversación» sostenida con el voluminoso parásito.
Pero
iba a ser, precisamente, en el cuarto laboratorio, donde se iban a producir los
hechos más extraordinarios y definitivos de todas las experiencias realizadas
con las criaturas tentaculares.
Lucien
Desmos era un joven investigador francés que formaba parte del equipo que se
había puesto a las órdenes del trío germano-estadounidense. Sólo que la
diferencia entre los otros jóvenes biólogos y Lucien era que éste se sentía
capaz de cualquier sacrificio con tal de lograr respuesta a las preguntas que
formulaba la aparición de aquellos «parásitos».
También
estaba seguro de que si hubiese puesto en antecedentes de lo que se proponía a
uno de los tres doctores, cualquiera de ellos se hubiera opuesto rotundamente.
Por
eso obró por su cuenta y riesgo.
En
la misma mañana en que Schaffer y sus amigos se ponían en comunicación con el
parásito del laboratorio número 2, Lucien escribía el más emocionante mensaje
que un joven investigador hubiese escrito nunca:
«Queridos
profesores Schaffer, Steward y Ferguson:
»Soy
demasiado joven e inexperto para que pueda merecer su aprobación la idea que he
tenido hoy; pero, sin embargo, después de meditarla profundamente, he llegado a
la conclusión de que puede proporcionarnos datos de primerísima importancia.
»¿Qué
importa que ponga mi vida en peligro? Al lado de lo que podemos obtener y sobre
todo evitar, el papel que puede jugar una vida humana es verdaderamente
ridículo.
«Seguro
que se preguntarán, al leer estas líneas que les serán entregadas por el conserje
a las cuatro de la tarde de hoy, qué clase de extraña locura me ha atacado.
»Muy
sencillo.
»Hasta
ahora estamos experimentando sobre los parásitos, seres inteligentes y a mi
parecer extraterrenales, de una manera empírica, sin que podamos llegar nunca
al centro neurálgico de la cuestión, ya que no podemos saber cómo y en qué
piensan.
»Eso
es, precisamente, lo que me dispongo a hacer.
»Me
sentaré en un sillón, atándome de una manera que pueda ser imposible librarse.
De esta manera, evitaré que el parásito, una vez tome el mando de mi sistema
nervioso, pueda hacer algo que no convenga a la seguridad de los laboratorios.
Indudablemente;
podré conocer sin ningún género de dudas, ya que el parásito estará en mi
interior, los efectos de ese parasitismo, así que, con un poco de suerte, lo
que piensa y desea.
«Ustedes,
cuando penetren en mi laboratorio, lo harán perfectamente protegidos por los
trajes especiales y no correrán peligro alguno. No les quedará, entonces, más
que llevarme a la cama de operaciones y extraerme el parásito.
»Es
posible que piensen ustedes que nada dijeron los cuatro operados, que no
recordaban absolutamente nada. Pero piensen que yo lo hago voluntariamente, con
pleno conocimiento de causa y que haré lo imposible por observar y escuchar lo
qué pase en el interior de mi médula y cerebro.
»Espero
que sabrán perdonarme mi atrevimiento y también espero que el resultado de este
pequeño esfuerzo nos sea útil.
»Afectuosamente
de ustedes...»
Lucien
había entregado la carta y ahora estaba atado, con una sola mano libre,
parcialmente, de manera que podía abrir la campánula, que había situado sobre
una mesita, a su lado.
Cuando
estuvo preparado miró, a través del cristal, la forma tentacular que yacía
inmóvil.
—Voy
a ponerte en libertad, amiguito... ¡A ver si te portas bien y me cuentas cosas
interesantes!
Sonrió.
Luego,
con un gesto decidido, levantó la campánula.
Durante
unos segundos, no ocurrió absolutamente nada; después, con una brusquedad que
Charles hubiese reconocido en seguida, el parásito saltó, como un resorte,
penetrando en el cuerpo del joven a la altura del cuello.
—No
hemos encontrado, hasta ahora, ninguna sustancia que los dañe con la intensidad
que desearíamos.
Charles
asintió.
—Además
—repuso— no podemos olvidar que están enquistados en el interior de seres
humanos y de que ni la muerte de éstos parece afectarles.
Harry
lanzó un suspiro.
—Es
un problema demasiado arduo, señores míos... ¡Y pensar que la guerra puede
estallar de un momento a otro!
—Sí,
tenemos muy poco tiempo. Por fortuna, los Estados Unidos creyeron la versión de
que el avión donde iba su delegado en la ONU había explotado en el aire... De
no haberlo creído, quizás hubiese declarado la guerra.
—Tarde
o temprano la declararán.
Eso
era lo que les horrorizaba a todos.
—Es
una pena, después de haber conseguido esos cuatro extraños ejemplares, no haber
obtenido nada positivo.
Fue
en aquel momento, cuando el reloj de pared daba las cuatro de la tarde, cuando
la puerta se abrió y el ujier entró silenciosamente en la biblioteca donde
estaban los tres sabios.
—Profesor
Schaffer...
—¿Qué
hay?
—Una
carta.
—¿Para
mí?
—Sí.
El
profesor examinó el sobre.
—No
lleva sello. ¿Quién se la ha dado?
—El
doctor Desmos, señor.
—¿Lucien?
¡Ahora que recuerdo, no hemos pasado hace días por su laboratorio!
Desgarró
el sobre y su rostro fue expresando la emoción que le proporcionaban las
palabras escritas.
—¡Loco!
¡Más que loco!
—¿Qué
ha pasado?
—¡No
pueden imaginárselo! Ese joven ha soltado a su parásito, con la idea de que se
apoderase de su cuerpo.
—¿Eh?
Charles
había palidecido.
—¡Hay
que darle caza ahora mismo!
—Un
momento. Lucien se ha atado sólidamente para que el parásito no pueda actuar
sobre él en libertad... Tenemos que hacer algo.
La
carta pasó de mano en mano y los otros la leyeron atentamente.
—¡Ese
muchacho es un valiente! —comentó Harry.
—Y
un temerario... Creo que debíamos seguir sus instrucciones, ya que no tenemos
más remedio... Vayamos a ponernos los trajes especiales.
Unos
minutos después, los tres hombres, cubiertos ya con sus «corazas», avanzaban
hacia el Cuarto Laboratorio.
Una
emoción intensa se había apoderado de ellos.
Se
detuvieron unos instantes ante la puerta, mirándose los unos a los otros.
—¿Vamos?—inquirió
Schaffer.
Asintieron
los otros y el germano, sin dudarlo, abrió la puerta, siendo inmediatamente
seguido por los otros dos.
Harry
la cerró a su espalda.
Nada
más entrar vieron a Lucien sentado en un sillón y sólidamente atado.
El
joven les miró sonriente.
—Hagan
el favor de desatarme... —dijo sin dejar de sonreír.
Inconscientemente,
Schaffer dio un paso, acercándose a la silla; pero la exclamación de Charles, a
su espalda, le hizo retroceder de un salto.
—¡Cuidado
¡No olvide que no es él!
La
sonrisa desapareció del rostro de Lucien.
—¡Moriréis
todos, perros!
Era
horrible mirar a aquel joven, cuyas emocionantes palabras acababan de leer,
apenas hacía unos minutos, mirarle ahora, con los ojos inyectados en sangre,
haciendo esfuerzos por librarse de sus ataduras.
Retrocedieron,
sin poder evitar un escalofrío de espanto.
Y
entonces...
Algo
blancuzco empezó a salir de la boca de Lucien; algo que fue escurriéndose por
su cuerpo, extendiéndose sobre el suelo y ocupando cada vez más espacio.
Cuando
terminó de salir, «aquello» yacía en el suelo, palpitando con una vida propia.
—¡Una
ameba!
—Eso
parece...
Lucien
abrió los ojos y les miró sonriendo. Pero ahora, aquella sonrisa era la suya,
inequívoca.
—Eso
es, profesores... una especie de ameba gelatinosa... ¡La última fase en la
evolución y metamorfosis de los parásitos!
CAPÍTULO VIII
Desde
luego, ha sido algo formidable —dijo Lucien.
Le
habían desatado, después de comprobar que se hallaba libre de toda influencia.
Y ahora, en la biblioteca, después de haber cerrado el laboratorio, con la
ameba dentro, escuchaban atentamente al joven.
—¿Qué
sucedió?
—Al
principio, cuando el parásito se lanzó sobre mí, un dolor intensísimo...
—Lo
mismo que sentí yo —dijo Charles —. ¿Y después?
—
Allí empezó lo extraño... Yo sentí que algo se interponía entre mi mente y el
exterior.
—¿Podía
pensar?
—Perfectamente;
pero cuando miraba hacia afuera, no veía nada, ni oía, ni sentía nada. ¡Aislado
de todo!
—¿Cómo
es eso?
—Porque
el parásito había bloqueado mis nervios sensitivos, haciendo que mis
percepciones llegasen directamente a él. Era curioso aquel aislamiento
completo, yo dentro de mi mente, sin sentir el cuerpo.
—¿Tampoco
sentía el cuerpo?
—En
absoluto. Era como si flotase sobre algo muy blando.
De
todas formas, yo me daba perfecta cuenta de lo que había y de que estaba
realizando una importante experiencia.
—¿Y
«él»?
—¿El
parásito?
—Sí.
—Al
principio no me ocupé mucho de él. La nueva sensación que experimentaba era lo
suficientemente fuerte para retener toda mi atención. Fue después, cuando
medité profundamente, y me di cuenta de que había hecho aquel sacrificio para
algo.
—¿Y
qué hizo?
—Buscarle.
—¿Buscarle?
—Sí.
Empecé a prolongar mis ideas, hasta que logré «tropezar» con otras que,
indudablemente, no me pertenecían.
—¿Cómo
lo logró?
—Todavía
no lo sé; pero debió de ser al concordar la actividad eléctrica de mi cerebro
con el del parásito. Algo así como coincidir en su longitud de onda.
—Comprendo.
—Al
empezar, las ideas que me llegaban eran confusas, diabólicamente enrevesadas;
luego, cuando acudieron a mí con mayor fluidez, me percaté de que el parásito
estaba recordando.
—¡Es
asombroso!
—No
pueden ustedes imaginárselo. Me vi en un mundo extraño. A mi alrededor,
innumerables amebas, como la que ha quedado en el laboratorio, se arrastraban
penosamente por el suelo...
—¿No
había otros seres?
—No.
—¿Y
de qué se alimentaban las amebas?
—Verá.
Yo vi una especie de charcos en los que los proto- zoarios hundían sus
pseudópodos. Indudablemente, por la fosforescencia que aquel líquido emitía, no
debía de tratarse más que de lecitina...
—¡Ah!
—Las
amebas se entendían entre ellas por medio de un lenguaje puramente eléctrico...
—¡Por
eso captan el morse!
—Sí.
Pero lo que más me sorprendió fue la actividad cerebral de aquellos seres.
Elaboraban ideas complejísimas, «universales», con una facilidad tremenda. No
creo que jamás lleguemos en la Tierra a pensar tan profundamente como ellos...
Nuestras más complicadas teorías filosóficas no son más que balbuceos al lado
de sus más sencillas teorías.
—¡Es
increíble!
—Pensándolo
bien, las tales amebas me parecieron como sustancia cerebral informe.
—¡Tiene
usted razón! Son «cerebros que se arrastran durante milenios».
—Por
eso no han conseguido ninguna clase de adelanto técnico. De no haber sido por
aquella degeneración de su mundo...
—¿También
lo vio usted?
—Sí.
Los charcos, por una causa que ni ellos pueden explicar, empezaron a disminuir
de tamaño, secándose lenta pero definitivamente. Al mismo tiempo, aquel planeta
se resquebrajaba...
—¿Y
entonces?
—Hicieron
la única cosa que podían hacer; se enquistaron, convirtiéndose en unas
minúsculas esferas, que fueron vegetando, alimentándose de las sustancias
acumuladas en su propio cuerpo.
—¿Y
después?
—Ese
después tardó millones de años... Reducida su capa externa, la de su planeta, a
una masa polvorienta, aquel mundo no tardó en convertirse en polvo cósmico, que
las corrientes electromagnéticas que atraviesan los espacios llevaron de un
lado para otro.
—¿La
luz?
—Es
posible. Miles de millones de «semillas» caminaron por el espacio, Dios sabe
cuánto tiempo. Hasta que un puñado de ellas cayó sobre la Tierra.
Hubo
un silencio emocionante.
—¿Y...
ésa es su forma adulta?
—Sí.
Por lo visto, después de la fase «tentacular», se produce la última
metamorfosis.
—¡Espere!
—gritó Charles—. El parásito que usted introdujo en su cuerpo había estado
antes en otro, ¿verdad?
—Sí,
en el del chófer del delegado Sipson.
—¡Eso
lo explica todo!
Se
volvieron hacia él.
—¿Qué
quiere decir, Steward? —inquirió Schaffer.
—Sencillamente,
que ahora ya puedo explicármelo todo.
—A
ver...
—Los
parásitos pasaron por la fase de «semilla», la más larga de todas; después,
indudablemente, los que cayeron en un medio rico en lecitina sobrevivieron...
Precisamente ahora recuerdo una protesta contra un pobre almacenista de huevos
de Star City.
»Eso
demuestra que las «semillas» se abrieron en el huevo...
—¡Un
momento! —exclamó Lucien — . «Mi» parásito recordó eso, exactamente. Después,
salió del huevo una especie de «mórula voladora» que penetró en el cuerpo de
los animales. Por el momento, el cuerpo de los humanos les era inaccesible, ya
que nuestras defensas orgánicas eran demasiado poderosas para las mórulas.
»Pero
luego, cuando se logró el «ser tentacular», los hombres estuvimos a su
alcance. Ya los parásitos, merced a su enorme inteligencia, sabían muchísimas
cosas. Y de ahí aquella epidemia de animales sabios que hubo en América.
—Perfectamente
—dijo Charles—. Después, al pasar a un nuevo ser humano, la última fase de la
metamorfosis se produce... apareciendo el ser adulto.
—Eso
es muy importante.
—Más
de lo que nos imaginamos. Si esa ameba, tal y como nos ha contado Lucien, es un
ser completamente «contemplativo», podremos deshacernos de él fácilmente.
—Pero...
¿y los otros?
—¿Cuáles?
—Los
que siguen en estado de «ser tentacular».
—Ese
es el problema.
Guardaron
nuevamente silencio.
Al
cabo de un rato, Charles musitó:
—No
hay otro remedio.
Le
miraron, con curiosidad.
—¿Ha
encontrado usted algo?
—Creo
que sí. Hay dos maneras de liquidar este enojoso asunto. La una es cruenta...
—¿Cómo?
—Matando
a todos los humanos que lleven parásito.
—¿Y
cómo conocerlos?
—Eso
es fácil. Los parásitos han ocupado los seres que dirigen el país. Lo del
chófer y los policías fue una excepción, ya que iban a venir a un territorio
donde cualquier error podía ser fatal para ellos.
—Es
lógico.
—Por
eso, destruyendo a los responsables actuales de los Estados Unidos...
—¡Pero
eso es un crimen!
—Por
eso la he llamado solución cruenta.
—¿Hay
otra?
—Sí.
Pero es la más peligrosa.
—Veamos.
—He
pensado —dijo Charles— que los parásitos no abandonan el cuerpo de su huésped
hasta que éste muere. Lógicamente, si esperásemos unos años, la muerte natural
de los actuales huéspedes acabaría con el peligro; pero los parásitos, que
ignoran lo que será de ellos ^ que no son capaces de recordar, ya que como
hemos visto lo hacen instantes antes de convertirse en amebas, harán estallar
la guerra universal y no nos darán tiempo a subsanar nada.
—Verdad.
—Si
los parásitos abandonan el cuerpo humano que ocupan cuando éste le es completamente
inútil, ¿por qué no provocar esta inutilidad?
—¿Cómo?
—Lanzando
un gas tetanizante sobre ellos. Hay uno, el M-333, que todos los países han
fabricado, legándole? después al olvido, que produce trastornos de tipo
epiléptico, de una duración de cerca de ochenta horas.
—Es
peligroso...
—¡Naturalmente
que lo es! Un porcentaje de uno, dos o tres mil no resiste los ataques... y
fallecen; pero ¿qué otra cosa podemos hacer?
Guardaron
silencio.
—De
todas formas, tendríamos que lanzar una enorme cantidad de gases.
—No
lo crea, Harry. El M-333 es soluble en el agua y basta verterlo en las
canalizaciones para infestar una ciudad o una región entera. De ahí su
peligrosidad.
—Comprendo.
Un grupo de comandos, lanzado sobre los Estados Unidas, podría empezar a librar
al país. Después, una vez limpio, los parásitos, por su actitud antigubernamental,
serían los primeros en descubrir su situación. Y el M-333 acabaría con sus
ensueños, convirtiéndolos en amebas.
—Eso
es.
—Un
momento —intervino Schaffer—. Estamos hablando de las amebas y todavía no
conocemos sus propiedades. ¿Y si son más peligrosas que los «seres
tentaculares»?
Lucien
sonrió.
—Eso
es fácil de comprobar, señor. De todas formas, le garantizo que los «amébidos»
pueden ser destruidos por un niño.
—¡Vamos
a verlo!
—Encantado.
Momentos
más tarde estaban ante el Cuarto Laboratorio.
Aquella
vez no se habían puesto traje protector alguno, pero Harry llevaba una pistola
en la mano.
—Ábranos.
Lo
hizo Lucien.
Y,
casi al mismo tiempo, lanzó una exclamación de asombro:
—¡No
está!
En
efecto, la ameba había desaparecido.
El
avión procedía del Norte.
En
el interior, y con los paracaídas dispuestos, Harry y Lucien esperaban la orden
de lanzarse.
El
aparato volaba a una altura tremenda, para evitar el radar americano, y ambos
hombres llevaban máscaras para soportar el salto desde donde iban a realizarlo.
Una
luz verde se encendió.
—¡Preparados!
—exclamó el copiloto.
Momentos
después abría una compuerta inferior, atando, a cada cinturón de los dos
hombres, cables finísimos, que los unían a los paracaídas auxiliares, que
llevarían a tierra las bombonas de aluminio repletas de M-
—¡Uno!
Lucien
lanzó una mirada de simpatía a Harry y se dejó caer, desapareciendo en la
intensa oscuridad de la noche.
Momentos
más tarde, Harry le imitaba, saltando al vacío.
Descendieron
larga y lentamente.
Gracias
a los tirantes de los paracaídas, procuraban mantenerse en una vertical
teórica, de modo a no separarse excesivamente el uno del otro. Tras aquella
inacabable caída, esperaron, separados, hasta el amanecer, ocultándose lo
mejor posible y haciendo desaparecer las telas sedosas que podían descubrirles.
Cuando
nació el día, se buscaron, encontrándose poco después.
—¡Vaya
descenso! —exclamó Harry.
—Creí
que no llegaba nunca.
—¿Has
escondido las bombonas?
—Sí.
—Yo
también. Creo que no estamos lejos de la conducción de aguas de Washington. Yo
ya llevo una, ¿vamos?
—¿Y
las otras?
—Volveremos
a por ellas. Hemos de acercarnos a Nueva York para repetir la experiencia.
—¿Cómo
lo haremos?
—Robando
un vehículo. No tendremos otro remedio.
—¿Y
si nos cogen?
—Nos
encarcelarán; pero no nos harán nada. No hay que olvidar que en este país, con
ciento ochenta millones de habitantes, no hay más que un par de miles de
parásitos. El resto no hace más que obedecer.
—Esperemos
un poco de suerte.
—Eso
debemos desear.
No
tardaron mucho en llegar a una zona donde el agua penetraba por las cañerías
que se dirigían hacia la capital federal. El contenido de una bombona fue
vertido allí.
También
tuvieron suerte al volver, ya que pudieron apoderarse de un vehículo, no muy
huevo, que su propietario, sin duda alguna un agricultor, había dejado en el
campo.
Cargaron
el resto de las bombonas y empezaron a recorrer los alrededores de las ciudades
más importantes.
El
M-333 estaba ya en camino...
CAPÍTULO IX
Sally
se había levantado hacia rato, y cuando las tostadas saltaron graciosamente del
tostador eléctrico, creyó llegado el momento de despertar a su esposo.
Se
acercó a la puerta del dormitorio y llamó:
—¡Donald!
Donald
se movió, sonriente, dichoso del sueño que estaba viviendo; después, abriendo
los ojos, los entornó para mirar a la joven.
—¿Qué
hay, Sally?
—Es
la hora de despertarse, querido... Hay que ir a trabajar.
Se
sentó él en la cama.
—¡No
me digas! Con las ganas que tengo yo de ver la cara a míster Stan House.
—¿Qué
le pasa a tu patrón?
—Que
se le ha subido el dinero a la cabeza. Desde que los huevos se han convertido
en un artículo de lujo, no hay quien le soporte. Además, ya sabes que le han
nombrado jefe del Almacén Regional... ¡Casi nada!
—Anda,
levántate, perezoso.
Donald
pasó a la ducha, se vistió y salió a la cocina, husmeando el agradable olor de
café recién hecho.
—Menos
mal que te tengo a t¡.
Ella
se acercó, melosa, estrechándolo entre sus brazos.
—Bueno,
pequeña, que voy a llegar tarde. Vamos a desayunar.
Quince
minutos después el autobús le dejaba frente a los nuevos almacenes Stan.
El
patrón estaba de excelente humor.
—¡Hola,
muchacho! ¿Sigue aún la luna de miel?
—No,
se nos acabó el azúcar...
El
hombre rió, moviendo su prominente abdomen, que la faja ortopédica era incapaz
de contener.
—Hay
que preparar mil docenas...
—¿Tantas?
—Sí.
Un envío especial para las fuerzas de ocupación de Chile.
Penetró
en el almacén y se dirigió hacia los depósitos interiores donde, en un
ambiente frígido, estaban colocadas las bandejas de huevos.
Le
seguían los doce obreros que trabajaban a sus órdenes.
—Empecemos
por aquella parte, chicos...
Uno
de ellos, picado de pecas, fue el primero en gritar.
—¡No
pesan nada, Donald!
El
joven se acercó al pecoso.
—¿Qué
es lo que no pesa?
—La
bandeja. Tómela usted y compruébelo.
No
hizo falta que Donald la cogiese. Acababa de ver un pequeño orificio y al
apoderarse de un huevo, vio que estaba vacío.
—¿Eh?
Los
otros empezaron a exclamar, por el mismo motivo y Donald, con un extraordinario
temblor de piernas, tuvo que presentarse ante el patrón, que desayunaba
glotonamente en aquel momento.
—Señor...
—¿Qué
hay, Donald? —inquirió el otro, con la boca llena.
—Están
vacíos, señor.
Los
ojos de Stan parecieron querer salírsele de las órbitas; después se atragantó y
cuando logró recobrar el resuello, preguntó:
—¿Qué
estás diciendo, idiota?
—Que
los huevos están vacíos... Hay un agujerito...
—¡Vamos!
Penetraron
en el almacén y Stan comprobó personalmente lo que Donald le había dicho.
—¡Esto
es un sabotaje! ¡Nos fusilarán a todos! ¡Os fusilarán a vosotros! Mandaré
llamar a un médico y os analizará la sangre... ¡Y, ay de vosotros si sois los
que os habéis comido todos estos huevos!
Pero
pronto tuvo que darse cuenta de que las seis mil docenas de huevos no podían
haber sido ingeridas por sus doce obreros.
Porque
eran seis mil docenas las que estaban completamente huecas, con el diminuto
orificio en la cáscara.
Echando
pestes, Stan cerró el almacén, enviando a sus obreros a sus casas, excepto a
Donald, que hizo que le acompañase.
—¿Dónde
vamos? —inquirió el joven.
—A
la Comisaría de Abastos. He de justificar esta terrible anomalía.
—¿Cómo?
El
otro, intensamente pálido, se encogió de hombros, suspirando.
—¿Y
yo que sé?
—¿No
habrán sido las ratas?
—¡No
seas estúpido! Primero, que no hay roedores en el almacén y segundo, que las
ratas destrozan los huevos...
Se
detuvieron ante el edificio cuya fachada hacia temblar a Stan.
—Vamos,
muchacho.
Y
una vez en el vestíbulo, con la mejor de sus sonrisas:
—¿El
señor Walter, por favor?
—Pase
por aquí.
Walter
era un hombre bonachón, al que había agriado la vida las órdenes severas de
Washington. Antiguo comerciante mayorista de Star City, se había visto
adjudicar aquel puesto que, evidentemente, le venía ancho.
Pero
Washington había hecho de él un tirano implacable.
Por
eso, el sombrero de Stan, que iba entre sus dedos, temblaba insistentemente
cuando penetró en el despacho del alto funcionario.
—¡Pase,
pase, mi querido Stan!
El
almacenista se estremeció aún más.
—Tome
asiento, Stan. Y usted también, jovencito — la sonrisa se acentuó—. Es empleado
suyo, ¿verdad?
—Sí,
señor. Mi mejor empleado.
Walter
seguía sonriendo.
—Me
alegro.
Y
después de una pausa» preguntó:
—¿Qué
deseaban?
Stan
palideció intensamente.
—Pues...
ve...rá —balbuceó—. Yo venía a... es que... los huevos... ¿sabe usted?... ¡Hay
muchas docenas vacías!
—¿Vacías?
—Sí;
he querido decir, naturalmente, que hay muchísimos huevos vacíos, con un agujerito
en la cáscara.
—¡Ahí
Y
después de otra pausa.
—¿Y
bien?
Stan
no salía de su asombro.
—Como
me habían pedido para Chile...
Walter
sonrió.
—¡No
hay que enviar nada, mi querido señor! Washington ha comunicado esta mañana que
abandonamos los países ocupados y que la vida vuelve a su normalidad. El
mensaje del Presidente me ha llenado los ojos de lágrimas.
—¿Cómo?
¿Lo abandonamos todo?
Todo,
mi querido amigo. Volvemos a ser, simplemente, los Estados Unidos de
Norteamérica... ¡Imagínese el revuelo que se ha formado en Europa!
—¿Y...la
guerra?
—¡Nada
de guerras! ¡Desmovilización general! Anulación de los pedidos militares... eso
ha dicho el Presidente... ¡Ah! Y también ha explicado que los accidentes
colectivos de estos días pasados, en que se hablaba de utilización de gases por
agentes enemigos, han sido provocados por deficiencias técnicas en la
canalización... ¡Buenas noticias!
—En
efecto.
Así
que cesada la causa de nuestra preocupación guerrera, el mercado vuelve a su
libertad anterior y nadie, ¿me entiende usted, mi querido Stan? nadie va a
pedirle cuentas de unos huevos estropeados o vacíos.
—¡Gracias,
señor!
Salieron
del edificio riendo como dos chiquillos.
—¡Ya
lo sabes, Donald! Me has traído buena suerte y, a partir de este momento, te
conviertes en mi socio!
—¿De
verdad?
—¡De
verdad! Y vamos a festejarlo en ese bar...
Pero
el problema no hacía más que empezar.
Desde
la oficina que se había establecido en París, al mando del profesor Schaffer,
se empezaron a cursar cables, pidiendo información sobre los depósitos de
huevos del mundo entero.
Harry
y Lucien habían regresado a Europa, deseosos de seguir la lucha junto al
germano, una vez solucionado el problema en los Estados Unidos.
—¿Qué
piensa usted de todo esto, profesor?
Schaffer
se pasó la mano por el mentón.
—Es
indudablemente obra de ellos; pero ¿qué se proponen? .
—No
olvidemos que se alimentan de lecitinas.
—Eso
ya lo sabemos. Pero lo que nos preocupa es que no se ha vuelto a ver ameba
alguna... ¡Y todos han de estar convertidos en eso!
—Naturalmente.
Guardaron
silencio.
—Se
han registrado todos los almacenes de huevos que han sido saqueados por las
amebas y parece mentira que, si calculamos que había unos tres millares en la
Tierra, hayan consumido... ¡ochenta mil docenas de huevos! Y todo esto en menos
de diez días...
—¡Es
formidable!
Más
que formidable, extraño. Hemos de investigar lo que realmente haya ocurrido.
—¿Cómo?
—Buscando.
Charles,
que no había despegado los labios, se encogió de hombros.
—Miles
de hombres buscan y no encuentran nada.
—¡Pues
hay que seguir!
Fue
en aquel momento cuando de una de las habitaciones vecinas surgió una voz:
—¡Profesor
Schaffer!
Corrieron
todos hacia allá, encontrándose con uno de los auxiliares, que tenía un
teléfono en la mano.
—Para
usted, señor...
—¿Y
para esto tantos gritos?
—¡Es
que las han encontrado, profesor!
—¿Eh?
El
sabio se precipitó al aparato:
—Diga.
—Aquí
el ministro de Comunicaciones, profesor.
—Diga,
excelencia.
—Estoy
con el ministro de Marina, ¿me oye?
—Perfectamente,
señor.
—Mi
compañero me ha comunicado que un buque francés, «L'Etoile de Marseille» ha
captado un mensaje, por morse, dirigido a todos los Gobiernos del Mundo.
—¿Quién
lo firmaba, señor?
—Las
«Amebas».
—¿Así
mismo?
—Sí.
—¿Qué
decía el mensaje?
—Deseaban
que un grupo de hombres, responsables, fueran a cierto punto, sobre la costa de
Libia, dotados de un morse.
—¡Quieren
hablar con nosotros!
—Eso
parece.
—¿Y
qué haremos, señor?
—Le
he llamado, precisamente, para comunicarle que ha de presentarse en el Elíseo
esta misma mañana. El Presidente desea confiarle esta misión, de acuerdo con el
gobierno alemán.
—¡Gracias,
señor!
Dos
horas después, Schaffer regresaba a la oficina.
—¿Qué
hay? —inquirió, ansiosamente, Charles.
—Hemos
sido designados.
—¿Los
cuatro?
—¿Cómo
iremos?
—¿Cuándo?
Schaffer
sonrió.
—Un
momento, por favor. Saldremos esta madrugada en un hidroavión especial, que nos
dejará en la costa.
—¡Formidable!
Toda
aquella tarde y la noche que la siguió fue de una alucinante espera.
Charles
había pedido permiso para hacer unas gestiones, ya que había recibido una
llamada telefónica urgente.
Estaba
ya en el hidroavión y Charles no había llegado, haciéndolo en el último
instante.
—¿Ha
ocurrido algo? —le inquirió Harry.
—Nada.
Mi viejo ayudante, Thomas, me ha llamado para decirme que todo está preparado
en Star City para un recibimiento triunfal...
—Se
lo merece.
Charles
se encogió de hombros.
El
viaje, a pesar de que apenas si cambiaron algunas frases entre ellos, no fue
muy largo.
—Vamos
a amerizar, señores —anunció el copiloto.
Momentos
después, ya había amanecido, el aparato se posaba blandamente sobre el
Mediterráneo. Una lancha neumática los llevó hasta las costas, justo en el
punto de la cita.
El
desierto les envolvía por todas partes.
Poniendo
el morse en el suelo y accionando las pilas, Harry emitió la primera llamada:
«Estamos
en el lugar fijado... Estamos en el lugar fijado.,. Estamos en el lugar
fijado.»
Descansó
y llamó de nuevo. Y así estuvo durante cerca de una hora.
—No
conectan —dijo Lucien.
—iUn
momento!
El
pulsador había vibrado, empezando a saltar.
—¿Qué
dicen?
«Estaremos
ahí dentro de unos minutos... Llegaremos por el mar.»
Se
volvieron, dando la espalda al desierto.
—¡Por
el mar! —exclamó Schaffer.
Y,
se quedaron atentamente mirando hasta que una masa parduzca empezó a salir del
agua.
Era
enorme.
Cuando
estuvo sobre la playa, los hombres retrocedieron inconscientemente, ya que
aquel monstruoso animal era capaz de engullirlos, de un golpe, entre sus
colosales seudópodos.
Serenándose,
Harry se acercó al morse, que vibraba intensamente.
«Soy
Rok, el nuevo jefe... Os saludo...»
Schaffer
le dictó el mensaje.
—Nosotros
también te saludamos, Rok. Y te escuchamos...
Hubo
una larga pausa.
—¿Qué
estará tramando? —inquirió Charles, en voz baja—. ¿Por qué no disparamos
contra él?
—¿Cómo?
¿Vino armado?
—Sí.
—¿Porqué?
—Por...
—¡Silencio,
por favor! ¡Está transmitiendo!
Se
acercaron a Harry.
—¿Qué
dice?
—Espere.
Y
leyó el mensaje.
«Vengo
en son de paz... Sé que hemos cometido algunos atropellos, pero los hicimos
inconscientemente, en estado larvario... Y desconocemos nuestro destino
adulto...
»Por
eso deseamos que nos cedáis un rincón de vuestro planeta, cualquier desierto
inhóspito para vosotros... Ya sabéis que necesitamos lo que vosotros llamáis
lecitina...
»Hemos
robado mucha, pero la necesitábamos, almacenándola en nuestro plotoplasma,
porque no sabíamos si ibais a aceptar nuestras proposiciones...»
Harry
terminó la lectura.
—¿Qué
les parece?
—Bien.
—No
tan bien —intervino Harry—. ¿Quién nos prueba que no es una trampa? Si les dejamos
un desierto, ¿qué otra sorpresa desagradable pueden reservarnos en un próximo o
lejano futuro?
Meditaron
las palabras del profesor.
—Voy
a preguntarle algo —dijo Harry.
Y
manejando el pulsador.
—¿Qué
podríais darnos en compensación? ¿Cómo nos garantizáis que no deseáis hacernos
mal?
La
ameba no tardó en contestar:
«Un
grupo de los nuestros estará constantemente a vuestro servicio... Serán
vuestras máquinas de pensar...»
Harry
transmitió la respuesta.
—Creo
que debemos aceptarla —dijo Lucien.
—¡Son
ustedes unos necios confiados!
Se
volvieron hacia Charles, mirándole con extrañeza.
—¿Por
qué esa actitud guerrera? —inquirió Schaffer.
—¡Porque
esa maldita ameba les está engañando! ¿Es que no ha sufrido bastante la
Humanidad por culpa de esos asquerosos parásitos?
—Todo
eso es muy razonable; pero, si no aceptamos lo que nos propone, ¿qué podríamos
hacer?
—¡Exterminarlas!
—Yo
no creo que ésa sea la mejor manera...
Charles
le miró fijamente y Lucien palideció un poco bajo aquella mirada.
—¿Qué
le ocurre, Steward? —inquirió el joven.
—¿Crees
que no sé quién eres, maldito parásito?
—¿Eh?
—Sí...
¡Tú no puedes engañarme! Desde que escribiste aquella carta, me di cuenta de
que era el parásito quien la había escrito...
Sacó
la pistola, apuntándole.
—¡Este
hombre está loco! —exclamó Lucien, retrocediendo.
Pero
los otros dos hombres le miraban, llenos de desconfianza.
—Podría
ser cierto... —susurró Schaffer.
—Es
verdad—dijo Harry.
—¡Claro
que es verdad! ¡Nos ha engañado miserablemente, abusando de nuestra ignorancia!
Por eso quiere que pactemos con las amebas... para abrirles las puertas de
nuestras ciudades, de nuestros países...
Lucien
retrocedió.
—¡Eso
no es verdad! ¡Eso no es verdad!
Pero
Schaffer fue el más inflexible.
—Ahora
me lo explico todo... El empleo del M-333 no sirvió para nada. Usted ordenó a
los suyos que abandonaran los cuerpos humanos...
—¡No
es verdad, profesor; se lo juro!
—Ya
no hay tiempo para nada, Lucien. Es doloroso tenerle que llamar así y más
doloroso tener que matarle. Porque, en el fondo, usted no es culpable, sino el
asqueroso parásito que lleva dentro...
Y
levantando la voz:
—¡Mátelo,
Charles! Luego nos entenderemos con la ameba...
Lucien
retrocedió un poco más.
—¡No!
—suplicó.
Y,
de repente, el grito, mucho más fuerte que el suyo, brotó de la garganta de
Charles.
Todos
se volvieron hacia él.
Y
Lucien fue el primero en darse cuenta.
—¡Fíjense!...
¡ése no es el profesor Steward!... ¿No se dan cuenta de que está apuntando con
el brazo derecho?
Pero
lo que ocurría era más horrible.
La
ameba había atrapado al falso Charles, entre dos finos seudópodos, que había
emitido suavemente y ahora lo arrastraba hacia su masa viscosa, que se abría
como una boca alucinante.
Pegado
al baboso cuerpo de la gigantesca ameba, el cuerpo del hombre no tardó en
desaparecer en una de sus vacuolas.
Se
quedaron fríos.
Momentos
después, la visión de pesadilla había dejado de serlo. Y casi inmediatamente,
el pulsador empezó a moverse velozmente.
Harry
se apresuró a escribir.
«Humanos:
Habéis estado a punto de ser destruidos por vosotros mismos y por la obra y
poder de una de nuestras larvas, que logró conservarse sin pasar a estado
adulto...
»Fue,
quizá, por tratarse del único de los nuestros que nació de un miembro humano;
del brazo del profesor Steward...
»Por
eso pudo lograr una longevidad larvaria que me ha sorprendido a mí mismo.
»Ahora
está destruido.
»Pero
no quiero, en vista de lo sucedido, que precipitéis vuestra respuesta. Tenéis
un mes de tiempo...
—¿Nos
amenazas? —intercaló Harry.
»Nunca...
Pero nosotros necesitamos lecitina y podríamos obtenerla del mar... destrozando
vuestras fuentes de riqueza... Si somos amigos, la nutrición puede hacerse
ordenadamente, ya que en un centenar de años acabaríamos con la pesca de casi
todos vuestros mares...
»En
el desierto, vosotros seréis los encargados de alimentarnos y nosotros os
ayudaremos...
—¿En
qué?
«Tuvisteis
la suerte de poseer las manos... Ellas os han hecho lo que sois... Nosotros no
tuvimos nunca ese privilegio; pero nuestro pensamiento es superior al vuestro
y podemos hacer que avancéis, en poco tiempo, todo el largo camino que os queda
por recorrer.
»Ese
es vuestro gran defecto, humanos... Habéis conseguido el dominio de la
técnica, pero seguís siendo tan bárbaros como vuestros antecesores...
—Es
verdad.
»Estaré
aquí dentro de uno de vuestros meses. Meditad lo que he dicho... y sabed que
deseamos de corazón que nos perdonéis...»
La
ameba había desaparecido, hundiéndose rápidamente en el agua.
EPÍLOGO
¡Donald!
—¿Eh,
querida?
Sally
le sacudía de lo lindo.
—¡Despierta,
hombre, despierta!
Donald
hizo un esfuerzo, abriendo los ojos, estirándose y volviéndose a estirar.
—¿Qué
hora es, mujercita?
—Las
ocho.
Los
ojos se le abrieron como platos.
—¿Las
ocho? ¿Te has vuelto loca, Sally?
—¿Porqué?
—¿Desde
cuándo se levanta el socio de Stan y Compañía a las ocho de la mañana? Ya sabes
que no has de llamarme hasta las once.
—Pero...
—¡No
hay pero que valga!
E
intentó arroparse nuevamente.
—¡Donald!
Se
incorporó.
—¿Qué
quieres?
—Acabo
de oír una noticia en la Televisión!
—¿Qué
has oído, amor mío? Y se tapó la cabeza.
—¡Donald!
Volvió
a incorporarse, esta vez realmente en cólera:
—¿Quieres
dejarme dormir?
—Sí.
Veo que no te interesa que se hayan racionado nuevamente los huevos.
—Claro
que no me interesa nada de eso... ¿Eh? ¿Qué has dicho?
—Que
los huevos están nuevamente racionados.
—¡No
es verdad!
—La
Televisión acaba de decirlo.
Donald
había saltado de la cama.
—¿Dónde
está mi traje? ¿Y mis zapatos? ¿Y mi corbata?
No
quiso saber nada del desayuno y bajó como una tromba, abriendo el garaje y
saltándose todos los semáforos, hasta detenerse ante el almacén.
Stan
estaba allí.
—¿Es
verdad?
—¿El
qué?
—Lo
del racionamiento.
—Sí.
Donald
lanzó un suspiro terrible.
—¡Estamos
perdidos!
—¿Porqué?
Miró
a Stan, como si estuviese viendo visiones.
—¿Es
que no te das cuenta, Stan de mi alma? El Gobierno volverá a pagar una décima
parte de su valor. Y tenemos diez millones de docenas en el almacén.
—Perfectamente.
—¿Entonces?
—Escucha,
Donald. Si durmieses un poco menos y leyeses de vez en cuando los periódicos,
te habrías enterado de que el Gobierno paga los huevos dos centavos más caros
que el público.
—¡Entonces
es que los del gobierno están grillados!
—No.
Es que los huevos son para las amebas.
—¿Las
qué?
—Mira.
Coge la prensa de toda la semana, la encontrarás en mi despacho y te la lees de
cabo a rabo.
—¡Hurra!
—Veo
que estás contento, ¿eh?
—Más
que contento... Prometo solemnemente levantarme como antes, a las siete y
media.
—Ya
veremos. Y ahora, vámonos.
—¿Dónde?
—¡Qué
despistado! Hoy llega el profesor Steward. Tuvo un accidente en París y la
policía lo encontró, amordazado y sin sentido, en una callejuela del Barrio
Latino. ¡Pero esto hace un mes que ha salido en los periódicos!
—También
prometo leerlos todos los días. Salieron y Stan subió en el coche de su joven
socio. Todas las calles estaban siendo engalanadas y un gentío inmenso empezaba
a agolparse en las aceras.
—¡Mira
esa mujer, Donald!
—¿Quién
es?
—¿Te
acuerdas de la solterona Lowner?
—¿La
de la gatita?
—Sí.
Anda medio loca... No hace más que comprar animales y ponerlos ante la pantalla
de la televisión...
—¿Qué
espera?
—Que
escuchen los programas y hagan girar el dial.
—¡Pobre
mujer!
—Mira,
el locutor...
—Ha
envejecido.
—Sí;
conoces aquél.
—Es
el periodista... ¿Templer, no?
—Sí.
Recostándose
en el sillón del coche, Stan suspiró:
—¡Qué bien se está en Star City! Es una ciudad alegre, confiada, con gentes curiosas, pero buenas en el fondo... ¡Y con un almacén de huevos, Stan y Compañía, que va a convertirse en uno de los más importantes de los Estados Unidos!
FIN
No hay comentarios:
Publicar un comentario