viernes, 21 de julio de 2023

LA TRIBU DE SHALAW (ADAM SURRAY)


Adam Surray es José López García, nacido en La Coruña en 1943 pero criado en Valencia, donde desarrolló su creación literaria. Su actividad como escritor no se limitó ni mucho menos a la ciencia ficción. Dada su fecha de nacimiento, se integra en la segunda generación de autores de bolsilibros, todos ellos nacidos en torno a los años cuarenta, como Ángel Torres Quesada, Domingo Santos, Rafael Barberán, José Luis Bernabeu o José León Domínguez entre otros, los cuales tomaron el testigo -aunque en muchos casos llegaron a coincidir con ellos- de sus colegas de mayor edad tales como Pascual Enguídanos, Alfonso Arizmendi, Luis García Lecha, Enrique Sánchez Pascual, Juan Gallardo o Pedro Guirao, a los cuales se les puede considerar los precursores de la ciencia ficción moderna española tras los duros años de la posguerra. 

Su primera novela de ciencia ficción fue Los hibernados, que apareció publicada con el número 116 en octubre de 1972. En realidad sus géneros favoritos eran el policíaco y el del oeste, los dos con los que se había iniciado como escritor, pero poco a poco se fue afianzando en la ciencia ficción ayudado por la buena acogida que tuvieron sus novelas, algunas de las cuales (Alí-Baba y los 40 marcianos, Made in Marte, Operación morituri y Vagabundos del espacio) fueron calificadas como “muy buenas” por la editorial, lo que comportaba el cobro de una prima que se sumaba a la cantidad que percibían por la publicación de la novela. 

CAPÍTULO PRIMERO

Reinaba un gran bullicio en el poblado de los hombres de la montaña. Ya todo estaba preparado para la ceremonia de esponsales. Shalaw, hijo del jefe de la tribu, se unía a la bella Lyla.

Todas las cabañas habían sido engalanadas con las flores de la fertilidad. El gran banquete dispuesto. Carne y fruta en abundancia. Comida para saciar a todos los invitados llegados de los poblados vecinos. También las tinajas repletas de excelente vino.

La que iba a ser cabaña de los futuros esposos, adornada con infinidad de presentes.

Las mujeres del poblado elevaban sus cánticos rituales para solicitar de los dioses bondadosos el beneplácito a la unión. Los hombres danzaban al frenético ritmo de los tambores, siendo imitados por los niños, que en vano intentaban repetir los acrobáticos saltos.

En el interior de la cabaña del jefe Kamar no parecía reinar la alegría. Tampoco se reflejaba en el rostro de los que compartían su mesa.

—¿Dices que llegaron del cielo?

Hakan, jefe del poblado de los hombres del bosque, movió afirmativamente la cabeza.

—Así fue, Kamar. Lo vi con mis propios ojos. Era como un gigantesco pájaro de fuego. Yo cabalgaba hacia las tierras de Tukaro. Había compartido el pan con Salamo. Me separaba muy poca distancia del poblado cuando vi el pájaro de fuego surgir de entre las nubes más altas. Con gran estruendo se posó sobre la tierra. Yo escapé cobardemente. Cuatro días más tarde, a mi regreso de Tukaro, pasé por el poblado de Salamo. Estaba convertido en cenizas. Hombres, mujeres y niños perecieron. Muy pocos lograron salvar la vida.

—¿Llegaste a hablar con alguno de los supervivientes?

La pregunta había sido formulada por Shalaw, el joven hijo del jefe Kamar.

—Lo hice, Shalaw. Escuché palabras que estremecieron mi cuerpo. Dos monstruos descendieron del pájaro de fuego. Buscaban a las mujeres del poblado. A las más jóvenes y bellas. Durante dos días permanecieron en el poblado. Forzando a las mujeres y sometiéndolas a actos propios de las bestias. Bebían con gran placer el vino y comían la carne previamente convertida en pulpa.

—¿Y los hombres de Salamo? ¿Por qué no acabaron con ellos?

Hakan entornó los ojos, fijando su mirada en Shalaw.

Un hombre joven. Fuerte. Sus músculos destacaban al menor movimiento. El largo pelo negro que le caía sobre los hombros delataba también su fortaleza. De su vestimenta de piel de lobo, en la trenzada funda que pendía de la cintura, colgaba una espada de ancha y cortante hoja.

—Te he dicho que eran dos monstruos, Shalaw.

—Yo me he enfrentado a los monstruos de los pantanos, Hakan. Las pieles que tiendo sobre mi loggia pertenecían a fieras de las tenebrosas Colinas Negras. Y para llegar a ellas, en mi cabalgar de meses, tuve que enfrentarme a sobrenaturales peligros.

—Esos monstruos escupen fuego por unos tubos. Fuego aniquilador. Nada se podía hacer contra ellos.

—También yo he oído hablar de eso —dijo otro de los allí reunidos—. Hace ocho meses. En la tribu de los hombres del mar. Tres hombres descendieron de un pájaro de fuego y arrasaron los poblados de la costa.

—¿Hombres o monstruos? —inquirió Shalaw, con leve sonrisa burlona.

—Me hablaron de hombres.

—Si son hombres no les tengo miedo.

—Haces mal en olvidar la prudencia, hijo —recriminó el jefe Kamar—. Un día ocuparás mi puesto. Por encima del valor debe estar la prudencia. Las tribus que forman nuestra tierra viven en paz y ayuda mutua. Las cercanas al mar nos suministran su pescado. Nosotros les ofrecemos carne. El trigo y cereales son sembrados por los hombres del bosque... Todos somos como hermanos. El jefe de cada tribu es hombre adornado en la prudencia.

—De poco le sirvió a Salamo.

—Hay más poblados atacados —advirtió Hakan—. Dada la distancia que nos separa no he podido comprobarlo, pero se dice que poblados de los Fríos Eternos han dejado de existir.

—El miedo o la superstición desatan las lenguas.

—Yo no opino así, Shalaw. Hace meses que carecemos de noticias de los hombres moradores de las zonas de los Fríos Eternos.

Shalaw denegó con enérgico movimiento de cabeza.

—Si en verdad nos amenazara un grave peligro hubiéramos sido alertados por el Padre de la Sabiduría. Él es el gran conocedor de todo lo visible e invisible, luz en las sombras y...

El retumbar de los tambores fue en aumento hasta ahogar las palabras de Shalaw. Cesó de súbito para ser reemplazado por el suave sonido de las flautas.

Kamar se incorporó sonriente.

Alzó su vaso de negro vino.

—Amigos... olvidemos las preocupaciones. Hoy es un día de alegría y fiesta en mi tribu. Mi corazón rebosa de felicidad que deseo hacer llegar a todos vosotros. A todos cuantos os habéis dignado acompañarnos en la ceremonia nupcial. Gracias por acudir desde vuestras lejanas tierras.

Vaciaron los vasos.

Shalaw fue el primero en abandonar la gran cabaña.

El sendero que conduce a la cueva de las ceremonias había sido alfombrado de flores y hojas. Todos los componentes del poblado e invitados de otras tribus se situaban a ambos lados del camino.

Las cabañas del poblado, la mayoría de ellas de adobe y corteza de olmo, se emplazaban en semicírculo al cobijo de la alta montaña dentro de la cual destacaba la cueva de las ceremonias. Algo distante se situaba la empalizada de estacas donde se guardaba el ganado.

Shalaw avanzó por el sendero de flores.

Se detuvo junto a una de las cabañas.

Las flautas dejaron de sonar para nuevamente retumbar el estruendo frenético de los tambores.

Una muchacha salió de la cabaña.

Su aparición hizo silenciar los tambores.

Shalaw entornó los ojos, como si le molestaran los perpendiculares rayos del sol que con fuerza iluminaban el día. Era Lyla la que hacía eclipsar el sol con su radiante belleza. Sus azules ojos. El ligero saliente de sus pómulos. La nariz pequeña. Los labios carnosos... Un rostro perfecto coronado por sedosa mata de rubio cabello que caía majestuosamente sobre sus desnudos hombros.

Caminó lentamente al encuentro de Shalaw.

Unieron sus manos.

Los largos cabellos de Lyla semiocultaban sus senos. Unos pechos breves y erectos. Duros. De puntiagudo pezón, que se abría paso entre los rubios hilos de seda. La cimbreante cintura también al descubierto. Toda su piel uniformemente bronceada. Su vestimenta se limitaba a una corta falda, que, ceñida poco más abajo de la cintura, ni tan siquiera le llegaba a las rodillas. Unos mocasines con una cinta de cuero que subía por sus tobillos.

El sacerdote ya les esperaba ante la piedra de los rituales. Sobre aquel altar se ofrecía a los recién nacidos a los dioses del Bien, las jóvenes teñían la piedra con su primera sangre de mujer, los muchachos se convertían en hombres depositando la piel de una fiera salvaje, allí se unían en ceremonia nupcial... y sobre aquella misma piedra se elevaban plegarias por los difuntos.

Vida, muerte, alegría, dolor... Diferentes ritos a celebrar en la cueva de las ceremonias.

Shalaw y Lyla se detuvieron frente al altar.

El sacerdote elevó los brazos al cielo.

Y fue entonces cuando descubrió, surgiendo de entre unas nubes, aquella especie de gigantesco pájaro de fuego.

CAPÍTULO II

La nostalgia y el tedio eran cada día más notorios en la astronave escuela “Far Out”. Tripulación, profesorado y alumnos lo acusaban. Llevaban tres años fuera de casa y todavía faltaban dos de periplo para iniciar el regreso al hogar.

El programa de la Sección del Ocio hacía todo lo posible para suministrar variadas distracciones a los componentes de la “Far Out”; pero la mayoría de ellos en especial los cadetes, ya se decidían por las drogas para proporcionarse sus propios paraísos artificiales.

La clase de geología cósmica también había transcurrido larga y rutinaria para la profesora Erika Harper.

Estaba deseando terminarla.

—¿Alguna pregunta?

Uno de los alumnos pulsó la tecla de su videoaudio.

—Adelante, Millay. ¿Cuál es tu pregunta?

El muchacho se inclinó sobre el micro.

—Más que pregunta es una duda. Estamos en un sistema planetario distinto al nuestro. El llegar hasta aquí ha supuesto un viaje de dieciocho meses. Ahora estamos detenidos en el espacio, estudiando determinados planetas del sistema. Sus características, atmósfera, especimenes y demás. Serán dos años de investigación. Considero ridículo estudiar planetas desconocidos, pese a estar incluidos en nuestra propia galaxia. Hay planetas de nuestro sistema que todavía no han sido pisados por el hombre. ¿Por qué desplazarnos hasta aquí? No lo comprendo y dudo de lo positivo de esta misión de aprendizaje.

Erika Harper parpadeó.

Aquella pregunta, digna de ser formulada por un idiota, la había hecho Siggy Millay, el alumno de mayor coeficiente de inteligencia del grupo.

—Tienes veinte años —dijo Erika, desviando la mirada de la pantalla. Prefirió fijar sus ojos en la cabina del alumno—. Estás en período de formación hasta los treinta. Destinado al servicio nacional de cosmonautas. Como todos tus compañeros aquí presentes. Cinco años de encierro en una astronave que cruza el espacio de un sistema a otro, el estudio de los planetas y otros incidentes a los que nos hemos enfrentado forman valioso aprendizaje que te será muy necesario para tu futuro de cosmonauta. Poco importan los desolados planetas que encontramos a nuestro paso. Nada vamos a sacar de ellos. Te estás formando, Millay. No te preocupes por los inexplorados planetas de nuestro sistema. Tendrás tiempo para conquistarlos.

Las risas de los demás alumnos, aunque no audibles por mantener cerrados sus micrófonos, hicieron crispar las facciones de Siggy Millay.

Erika Harper tecleó una línea del panel que significaba el final de la clase. Fue ella la primera en abandonar la sala.

Sin salir del Módulo Doméstico acudió a la sección de dormitorios abriendo la puerta de uno de los habitáculos.

El hombre que estaba en el interior de la estancia giró con rapidez tratando de ocultar algo.

—Suitz... ¿Qué haces aquí?

Suitz Bartlett, ayudante de vuelo en los transbordadores, sonrió ante la presencia de la mujer.

—Te esperaba, Erika. Perdona que haya entrado en tu cámara, pero tengo algo fabuloso que contarte. ¿Recuerdas la historia de Salkow?

—¿La del planeta habitado por primitivos?

—Es cierta, Erika. No le dimos crédito, pero es cierta. Se la contó también a Slim Kaplam, ¿no es verdad?

Erika presionó el botón que hacía brotar del suelo el sofá-cama. Se dejó caer ahogando un suspiro.

—Oh, sí... Lo recuerdo. Salkow... contaba la historia como un gran secreto. No quería que se corriera la voz de su extraordinario descubrimiento. Temía que acudiéramos todos al planeta salvaje en nuestras salidas de recreo.

—Vamos a ir, Erika. Tú, Slim y yo.

—No contéis conmigo.

—¿Por qué no? Mañana se inicia tu semana de recreo exterior. Teníamos proyectado salir juntos.

—No a ese planeta. Prefiero el que visitamos el mes pasado. Tenía una atmósfera favorable para nosotros y su gravedad nos permitía suprimir los trajes especiales.

—Esas características también se encuentran en el planeta de los primitivos, Erika.

Erika parpadeó.

Dirigió una inquisitiva mirada a Bartlett, dudando de tomar en serio sus palabras.

—¿Le has creído? ¿Has dado crédito a la ridícula historia de Salkow? Es todo fantasía de su mente calenturienta. Hombres y mujeres de piel blanca, de largos cabellos, de dentadura fuerte y perfecta... ¡Fantasías!

—Slim Kaplam sí le hizo caso. Aprovechó su salida para ir al planeta.

Erika rió divertida.

—Ahora lo comprendo. Y Slim Kaplam le sigue el juego. También él se regocijó con las bellas salvajes de duros pechos y torneadas caderas, ¿verdad? De seguro también a mí me gustaría gozar con uno de esos atléticos hombres.

—Existen.

—Déjame en paz —replicó la mujer borrando la sonrisa de su rostro—. Estoy cansada. Busca otra compañera para tu semana de recreo exterior. Yo, posiblemente, me quede en la “Far Out”. Prefiero una píldora de sexoína a deambular por planetas desolados.

Suitz Bartlett sonrió descubriendo lo que había ocultado al entrar la mujer. Era un microproyector.

—Aquí está la prueba, Erika. Existen los primitivos. Puede parecer un planeta desolado, aunque no en su totalidad. Una zona, una amplia franja, está cubierta por vegetación. Slim Kaplam fue en compañía de Sturges sobrevolaron el planeta. Al principio creyeron ser objeto de una burla de Salkow, pero descubrieron la zona habitada. Slim conectó el transmisor de imágenes filmando el poblado... y a sus habitantes. Estaba visionando la película cuando tú llegaste. Ya la he visto un centenar de veces... Es... es excitante.

Erika se había incorporado del sofá precipitándose hacia el microproyector. Con ademanes nerviosos pulsó la palanca de reproducción de imágenes. Los segundos de rebobinado de la cinta para empezar por el primer fotograma resultaron interminables para la mujer.

—Si es una de tus bromas no te lo...

Erika enmudeció.

Agrandó, incrédula, los ojos.

En la iluminada pantalla aparecieron las primeras imágenes.

Kaplam y Sturges, con sus plateados trajes y yelmos de vidrio, avanzando hacia el poblado. Ya eran visibles sus moradores. Hombres y mujeres semidesnudos. Con vestimenta de pieles y toscas telas. Las mujeres con los pechos al descubierto. Protegidas únicamente con cortas faldas. También los hombres se cubrían con taparrabos, aunque algunas de las pieles se sujetaban sobre uno de los hombros ocultando parte del torso.

Hombres musculosos de largos cabellos. De blanca piel. Facciones perfectas...

El transmisor de imágenes había sido programado para seguir a Slim Kaplam. Y éste corría hacia una de las muchachas del poblado. Le atacaron tres de los salvajes con toscas lanzas. Kaplam los desintegró con su atomizador. También Sturges disparaba sobre un grupo de atacantes. Aquellos rayos de fuego sembraron el terror de los moradores del poblado. Se incendiaron varias cabañas. Todos emprendieron desesperada huida. Kaplam y Sturges continuaron disparando hasta diezmarles.

Slim Kaplam había atrapado a una de las nativas arrastrándola brutalmente hacia el interior de una choza. Sturges igualmente logró retener a una de las jóvenes. Una bella muchacha de senos altos y puntiagudos, de negros cabellos. Se abalanzó sobre ella. Allí mismo, en el centro del poblado, la poseyó brutalmente, ajeno a los gritos y súplicas de piedad, enloquecido por aquella extraordinaria belleza. También se escucharon gritos procedentes de la cabaña.

Kaplam fue el primero en terminar. Apareció bebiendo de una vasija de arcilla. Un líquido negruzco que le caía por la barbilla. Llamó a gritos a Sturges. Éste también había culminado la violación de la joven. Bebió el líquido ofrecido por Kaplam.

Vaciaron el recipiente. Riendo y vociferando, Sturges pasó a la cabaña mientras que Slim Kaplam avanzaba hacia la muchacha que todavía yacía sobre la polvorienta tierra.

De nuevo los gritos femeninos. Las súplicas. El desesperado implorar a los dioses...

La filmación terminaba con Kaplam y Sturges penetrando en el transbordador. Dejando tras de sí calcinados cadáveres y un poblado semidestruido.

—¿Qué te ha parecido? —sonrió Bartlett, divertido por la mueca de estupor reflejada en Erika—. Apasionante, ¿eh?

La mujer tardó en reaccionar.

—Es... es increíble, Suitz... Hablan nuestro idioma. Un lenguaje primitivo y con arcaísmos, pero es el nuestro. ¿Cómo es posible?

—También nosotros nos hemos formulado esa pregunta. Nuestras primeras incursiones por el espacio se remontan siglos atrás. Puede que una de las naves pioneras llegara hasta aquí. En la historia de la conquista del espacio hay casos de cosmonautas desaparecidos de los que jamás se volvió a tenerse noticias. Imagina a una de nuestras naves aterrizando en ese planeta, una pareja de astronautas.

—¿Insinúas...?

—¿Por qué no? —sonrió Bartlett—. Puede que sean los descendientes de uno de los nuestros o recibieron nuestra visita. Sólo así se explica que farfullen nuestro idioma. También son de parecido físico. Bueno... parecido a nuestros antepasados. De seguro así seríamos nosotros de no vivir en ciudades subterráneas, consumiendo píldoras y alimentos hidropónicos, carentes de todo ejercicio físico, con soles artificiales y un sinfín de adelantos producto de nuestra avanzada civilización. Ellos son salvajes, Erika. Viven en contacto con la naturaleza. No han evolucionado. Nuestros orígenes ni tan siquiera se remontan a tan arcaico estado.

—El profesor Bolkan tal vez nos aclarara algo.

—Todo este sistema planetario fue investigado hace una década por la astronave "Stribolt". Aterrizó y tomó muestras. No había seres humanos. Ciertamente hizo un trabajo rutinario. Si se hubieran molestado en sobrevolar todo el planeta con un transbordador hubieran descubierto a los salvajes. Afortunadamente para nosotros no fue así.

—¿Afortunadamente?

—Por supuesto, Erika. Vamos a mantener el secreto. Si el comandante Lautmer sospechara algo... ¿Imaginas su reacción? Nuestro Gobierno siempre ha sido muy propenso a la... protección. Esas bellas salvajes y los musculosos hombres serían donados a la Ciencia para su investigación. Nuestros altos cargos solicitarían su correspondiente nativa, las damas de elevada meritocracia se disputarían los salvajes, se sortearían entre nuestra hedonista sociedad... No, Erika. No vamos a decir absolutamente nada. Ni tan siquiera comentarlo con el profesor Bolkan. Será un secreto entre nosotros.

Erika asintió. Con maliciosa sonrisa de complicidad.

—Es lo más prudente. Incluso sería aconsejable destruir la película. Si los servicios de Seguridad de la “Far Out” la encuentran...

—Tienes razón. Voy a...

—¡No, espera! —exclamó Erika impidiendo que accionara la tecla de borrado—. Ya lo haré yo.

Suitz Bartlett sonrió, atrapando la cintura de la mujer.

—Comprendo. Quieres verla una vez más, ¿no es cierto? Te ha excitado. Es lógico. También me ocurre a mí. Supongo que habrás cambiado de opinión y me acompañarás mañana.

—Por supuesto. Como bien dices, será una visita... excitante.

—No soy tan atractivo como uno de esos salvajes, Erika; pero podemos pasar un buen rato juntos...

La reclinó sobre el sofá. Acompañando sus besos de audaces caricias de inmediato correspondidas por Erika.

Suitz Bartlett accionó el pulsador que abatía el respaldo del mueble convirtiéndolo en vibradora cama.

Procedió a desvestirse deslizando el zipper del uniforme.

Erika le contempló en silencio.

Ciertamente distaba mucho de uno de aquellos hombres primitivos que aparecían en el filme. Tenía la cabeza rapada. Los característicos ojos diminutos de la raza. Al igual que la pigmentación verdosa de la piel. Carne fláccida de blandos músculos. Nariz de anchos orificios. La boca, al reír, descubría las vacías encías. Ni un solo diente.

Suitz Bartlett, totalmente desnudo, ofrecía un lamentable aspecto al compararse con cualquiera de los hombres del planeta habitado. Aquella glauca piel carente por completo de vello, la fofa carne...

Erika desvió la mirada temiendo que leyera sus pensamientos. Cuando comenzó ella a desnudarse sospechó que por la mente de Suitz Bartlett pasaba igual comparación.

También Erika era muy diferente a las nativas del planeta salvaje. La ausencia de pelo en la cabeza descubría un ligero abultamiento craneal posterior. Los ojos, sin la más leve sombra de cejas, carecían igualmente de pestañas. La boca acusaba la falta de dientes doblando hacia el interior los labios.

Su piel, aunque verdusca, no alcanzaba el elevado tono que se reflejaba en Bartlett. Los senos femeninos eran dos pequeños salientes de blanda carne y atrofiado pezón. El vientre ligeramente curvado. La cintura ancha, casi en línea con el inicio de las caderas.

Erika era una mujer bella. Extraordinariamente hermosa y seductora. Sólo que al compararla con las muchachas del planeta salvaje quedaba convertida en un monstruo.

Erika y Bartlett.

Dos monstruos.

La mujer dejó de pensar en todo aquello. Suitz Bartlett ya estaba sobre ella, reanudando sus caricias. Sólo en el momento de ser penetrada, con los ojos en blanco y el rostro encendido de placer, imaginó ser poseída por uno de aquellos velludos y musculosos hombres del planeta salvaje.

CAPÍTULO III

“Far Out” permanecía inmóvil en el espacio. Como si hubiera echado anclas al vacío. En aquel punto había sido programada una permanencia de ocho meses para el estudio de los planetas; aunque a decir verdad poco tenían que investigar. Todo aquello era rutina. Prácticas obligadas a todos los cadetes que en el futuro servirían en la Office Cosmo Intelligence.

Otros cadetes más afortunados realizaban sus prácticas en naves no interplanetarias, dentro del sistema planetario propio, con la posibilidad de mensuales retornos a casa.

El ser destinado a la “Far Out” significaba cinco años de ausencia. Cinco años de internamiento en aquella gigantesca cosmonave.

Para los reclutas no existía la prerrogativa de poder salir de la “Far Out” en los transbordadores. Aquello sólo estaba destinado a los oficiales, pilotos y profesorado. Ni tan siquiera desplazarse a realizar prácticas a los planetas. Todo el estudio se efectuaba mediante el envío de sondas, simulacros de vuelo y ejercicios en el duplicador de mandos.

El profesor Wess Sheffier estaba finalizando una de las clases práctico-teóricas de recuperación, en una cabina fiel reproducción a la del Módulo de Mando, con cuatro alumnos; ninguno de ellos torpe, pero sí carentes de interés. De ahí aquella sesión de recuperación.

Uno a uno fueron señalando los diferentes mandos e instrumentos del panel explicando la función a desarrollar. Indicadores de presión, orientación, temperatura, cantidad de oxígeno, orientadores de vuelo...

—Bien. Espero que hayan quedado definitivamente fijos todos los conceptos. Pueden retirarse.

—Profesor...

—¿Sí, Millay?

—El hiperordenador está programado para conducir automáticamente la cosmonave. Sin el menor error, ¿no es cierto?

—Correcto.

—Entonces considero ridículo arriesgarme a una conducción manual de la nave. Cuatro pilotos especializados manipulando en el gigantesco cuadro de mandos, con posibilidad de cometer un error. Conectando el hiperordenador de conducción automática sería más sencillo.

El profesor Sheffier boqueó un par de veces.

—Su desinterés es casi indisciplinario, Millay. Al concluir las clases acuda a la Cámara de Prevención. ¡Retírense!

Los cuatro cadetes abandonaron la ovalada estancia.

El hombre que estaba junto a Wess Sheffier rió en estridente carcajada.

—Ese Millay llegará lejos.

—¿Tú crees, Slim? Cierto que es el más inteligente, pero también el más inconsecuente y desidioso. Puede que haga carrera en los despachos de la Office Cosmo Intelligence, pero nunca comandando una astronave espacial. ¿Qué haces aquí? ¿Quieres algo de mí?

—Sólo despedirme. Dentro de quince minutos salgo en uno de los transbordadores.

—¿Otra vez? Creí que no te tocaba el turno hasta...

—He comprado a Bottoms su puesto. El no tiene interés alguno por salir. Voy a viajar con Erika Harper y Suitz Bartlett.

—¿Qué planeta de este aburrido sistema habéis elegido? ¿El de la atmósfera transitoria?

—Aún no lo hemos decidido —mintió Slim Kaplam—. Tal vez al planeta de los mil círculos.

—No te lo aconsejo, Slim. Esos círculos que en principio parecían interesantes son vulgares partículas solidificadas a baja temperatura que giran en órbita. Yo me inclinaría por el planeta oculto en la niebla eterna. Es el que tengo proyectado visitar.

—Ya te informaré a mi regreso. Adiós, Wess.

Slim Kaplam abandonó la estancia encaminando sus pasos hacia el Módulo de Mando en cuyo subsuelo se emplazaba la flotilla de transbordadores. Descendió en el tubo-elevador.

Erika Harper y Suitz Bartlett ya le esperaban.

Con el correspondiente traje especial y el equipo portátil de supervivencia obligatorio en toda salida.

—¿Ya preparados?

—Maldita sea, Slim —se irritó Bartlett—. ¿Qué haces todavía sin el traje especial? ¿Y tu equipo?

—Ya lo tengo a bordo. La salida está programada para dentro de... ocho minutos. Me sobra tiempo.

Slim Kaplam pasó a la sala de equipamientos retornando a los pocos minutos con el traje de multifibra dotado del correspondiente cinturón regulador de la refrigeración del cuerpo y de automático presurizado.

Se ajustó el yelmo de vidrio siendo imitado por Erika y Bartlett.

Permanecieron con la mirada fija en el piloto rojizo, que, al tomarse en verde, hizo alzar una puerta de guillotina.

Se adentraron siendo desplazados por una plataforma deslizante que les condujo hasta el transbordador ya situado sobre la pista de lanzamiento.

Un vehículo de seis plazas. Una perfecta nave cósmica de cuerpo sustentador. Superficie superior curvada y la inferior plana. Dotado de una cola de tres aletas y con un diseño de sustentación extremadamente deltoideo. Con autonomía para moverse en la ingravidez del espacio y penetrar en la atmósfera de cualquier planeta aterrizando y despegando con facilidad.

La bermeja superficie del aparato se abrió, abatiéndose a ambos lados parte del fuselaje superior para permitir el acceso de los tres tripulantes.

Kaplam y Bartlett ocuparon los asientos delanteros de conducción. Erika Harper se situó en uno de los traseros depositando los equipos en el compartimiento existente en la nave.

De nuevo se deslizó la superficie superior cerrándose hasta quedar herméticamente unida.

En el mando de orientación de vuelo se fijó la trayectoria a seguir quedando Kaplam y Bartlett a la espera del lanzamiento y encendido de motores.

Segundos más tarde, como si de un parto se tratara, surgió de la panza de la “Far Out” como una exhalación, vomitado al espacio, hacia la órbita del planeta de los salvajes.

* * *

Erika parpadeó repetidamente.

—Este maldito sol es cegador. Más virulento que el nuestro. Voy a tener que ponerme otra vez el yelmo.

—No lo hagas —dijo Slim Kaplam—. Te acostumbrarás poco a poco a este resplandor. También yo lo acusé, pero terminé por aceptarlo. Incluso te agradará sentir el calor de sus rayos. Aquí en la cabina no puedes apreciarlo. Es en verdad impresionante.

—Un planeta pródigo en mares; sin embargo, la desolación impera por doquier. ¿Dónde está el terreno fértil?

Slim Kaplam rió con suficiencia.

—Tranquila. Conozco el camino.

Se habían despojado de los trajes especiales para lucir el característico uniforme plateado de la “Far Out”.

Sobrevolaron gran parte del planeta hasta descubrir la extensa franja de terreno abundante en vegetación. Bosques diseminados entre grandes montañas, valles, colinas...

—¡Ahí lo tienes, Erika! —exclamó Kaplam—. ¡La zona habitada del planeta! No sólo por hombres, sino también por fieras salvajes.

—Nada tenemos que temer con nuestras pistolas —dijo Suitz Bartlett.

—No vamos a entrar a sangre y fuego —comentó Erika—. Sería más razonable entablar amistad con ellos.

—¿Amistad con esos salvajes? No digas tonterías. A la menor oportunidad nos clavarían un puñal en la espalda.

—Slim tiene razón. El ya les conoce.

—No, Suitz. No les conoce —protestó la mujer—. Se adentró en el poblado utilizando la violencia, matando, incendiando... Nuestra idea es permanecer aquí un par de días, ¿no es cierto? De nosotros depende que resulten agradables.

—Lo serán —rió maliciosamente Slim Kaplam, siendo de inmediato coreado por Bartlett—. Aún no he olvidado a las bellas salvajes que...

—Sí, Slim —interrumpió Erika, con severa voz—. Lo pasaste muy bien, pero luego te largaste del poblado por temor a que llegaran salvajes de otras tribus. Por miedo a que se agruparan.

—Era lo más prudente.

Erika denegó con un movimiento de cabeza.

—No, muchachos. Lo más prudente y razonable sería ganarnos su confianza. Presentarnos como amigos. Sólo así disfrutaríamos de su hospitalidad. No será necesario matar. Y es más placentero compartir las caricias que provocarlas violentamente. ¿Me equivoco, Slim?

—Son salvajes, Erika. Imposible razonar con ellos.

—Sorprendentemente hablan como nosotros. Por supuesto desconocen muchas de las palabras, pero el diálogo es posible. Nada perdemos con intentarlo. Si reaccionan con violencia, seré la primera en aniquilarles.

Bartlett y Kaplam intercambiaron una mirada.

Kaplam asintió con un movimiento de cabeza.

—De acuerdo. Lo intentaremos.

La cosmonave fue perdiendo altura.

Descendiendo majestuosamente.

—¡Allí, Slim...! ¡Allí hay un poblado! —señaló Suitz Bartlett—. Al pie de aquella montaña.

—Prepara los equipos portátiles, Erika. Vamos a descender. Tú encárgate de las armas, Suitz. Pistola y rifle multifuego.

El sol se reflejaba sobre el metálico fuselaje rojizo del transbordador originando un resplandor cegador.

Como un pájaro de fuego.

CAPÍTULO IV

Shalaw giró corriendo con agilidad felina.

Tras él, junto al altar, quedó la novia.

—¡A las armas...! ¡Tomad las armas...!

Muy pocos obedecieron la orden de Shalaw. El terror inmovilizaba a los hombres del poblado. Con incrédulos ojos contemplaron el majestuoso descenso de aquel refulgente pájaro de fuego.

El transbordador se posó en tierra provocando una espiral de rojizo polvo.

—¡Los monstruos del cielo...! ¡Son los monstruos del cielo!

Los gritos de Hakan sí tuvieron efecto. En su huida le siguieron todos, aterrorizados. Hombres, mujeres y niños. Unos refugiándose en las cabañas. Otros, la mayoría, se alejaron del poblado hacia la montaña.

Shalaw y un reducido grupo habían tomado sus armas.

Arcos, flechas, cuchillos y lanzas.

De aquel siniestro pájaro de fuego descendieron tres figuras que, con lento caminar, avanzaron hacia el poblado. Enfundados en trajes argénteos. De un ancho cinturón colgaban extrañas cartucheras circulares.

—Dejadme hablar a mí.

—Oye, Erika... ¿no sería mejor destruir primero un par de chozas? —inquirió Bartlett, acariciando significativamente el rifle multifuego—. Esa resultaría nuestra mejor carta de presentación. No parecen recibirnos muy cordialmente.

—Yo les convenceré. Dejadme...

Erika se distanció levemente de sus dos compañeros.

Ya estaba muy cerca del poblado, a poca distancia del grupo formado por Shalaw y sus hombres.

—¡Paz, amigos! —exclamó Erika, alzando los brazos—. ¡No queremos haceros ningún daño...! ¿Quién es vuestro jefe?

Kamar también avanzó separándose de su grupo.

—Yo soy Kamar, jefe del poblado de los hombres de la montaña. ¿Quiénes sois vosotros? ¿De qué tribu?

Bartlett y Kaplam rieron divertidos.

Aquel viejo tenía gracia.

—Eh, Erika... dile que nuestro poblado es la “Far Out”.

La mujer hizo caso omiso del burlón comentario de su compañero. Dedicó una tranquilizadora sonrisa a Kamar.

—No somos de este planeta.

—¿Planeta? ¿Qué cosa es un planeta?

—No conseguiría hacértelo comprender, pero poco importa. Somos visitantes de paz. Sólo queremos vuestra hospitalidad. Luego, sin haceros daño alguno, nos marcharemos.

Shalaw se adelantó situándose junto a su padre.

—¡Mentir! Vosotros ya habéis estado en otros poblados sembrando el fuego y la muerte. ¡No os queremos aquí! ¡Marchar!

Erika quedó momentáneamente sin habla.

Parpadeó repetidamente impresionada, por la arrogante belleza del salvaje. Contempló con admiración sus largos cabellos. Sus correctas facciones, ahora crispadas y mostrando unos níveos dientes. Los membrudos brazos. Su musculoso tórax...

—¿Quién eres tú?

—Shalaw, hijo del jefe. ¡Marchar!

—Yo soy Erika —sonrió la mujer—. Ése es mi nombre. Erika. Quiero ser amiga tuya, Shalaw.

—¡Por todos los...! —exclamó súbitamente Bartlett, extendiendo su brazo izquierdo—. ¡Mira aquello, Slim!

Slim Kaplam fijó sus ojos en el lugar señalado por su compañero. Sacudió la cabeza como si creyera estar soñando.

—Una diosa...

Ciertamente, parecía una diosa. Allí, en lo alto, junto a la piedra del altar. A la entrada de la cueva. Con sus rubios cabellos acariciados por el viento. En sedosa cortina que no lograba ocultar la desnudez de sus puntiagudos senos.

—Sí, Slim. Una diosa —rió Bartlett—, pero yo la he visto primero.

Suitz Bartlett, tan orgulloso de su poder y superioridad, ni tan siquiera reparó en el grupo de salvajes. Se disponía a escalar el sendero que conducía a la cueva, ignorándoles por completo.

—¡Muerte a los monstruos del cielo! —bramó Shalaw, alzando su brazo derecho para proyectar la lanza contra Bartlett—. ¡Muerte!

Suitz Bartlett esquivó milagrosamente la lanza llevando su diestra hacia el disparador del multifuego.

Slim Kaplam ya lo estaba utilizando. Antes de que ninguno de los salvajes imitara la acción de Shalaw, una cegadora descarga de serpenteantes líneas de fuego se abatió sobre el grupo de hombres calcinándolos en fracción de segundo.

Shalaw no fue alcanzado.

Al errar su lanza saltó como un tigre sobre Suitz Bartlett, antes de que lograra hacer funcionar su rifle. Rodaron por el suelo. Pronto el atlético Shalaw dominó a su adversario. Sus demoledores puños se proyectaron una y otra vez sobre el rostro de Bartlett.

—¡Maldita sea, Erika! —vociferó Kaplam—. ¡Apártate de la línea de fuego!

—¡No...! ¡No quiero que muera! —Erika extendió los brazos en cruz protegiendo con su cuerpo a Shalaw—. ¡Coloca el rifle en la posición Doble Cero!

—Pero...

—¡Por favor, Slim!

Kaplam profirió una larga serie de maldiciones mientras que hacía girar uno de los discos acoplados sobre el cañón del arma. Ajustó el grado Doble Cero de descarga paralizante, justo en el momento en que Shalaw apartaba violentamente a Erika con intención de atacar a Slim Kaplam.

No lo consiguió.

Un invisible rayo le detuvo. Quedó rígido. Como convertido en fría estatua de mármol.

—Condenado salvaje —dijo Kaplam, resoplando ruidosamente—. Un poco más y... La culpa es tuya, Erika. Desde el primer momento debimos utilizar nuestra fuerza. ¿Cómo se encuentra Suitz?

—Nada importante —respondió Erika, absorta, con la mirada en el inmovilizado Shalaw—. Unos simples golpes.

Kaplam se inclinó sobre su desvanecido compañero.

Rió divertido.

—¿Simples golpes? Le ha roto los labios y creo que también el hueso de la nariz. Aplícale Phomladux. ¿Me escuchas, Erika?

—¿Cómo...? Ah, sí...

—Toma mi rifle. Los que no han huido permanecen encerrados en las cabañas, no obstante, mantente alerta.

—¿Dónde vas tú?

Los diminutos ojos de Slim Kaplam, ahora fijos en la entrada de la cueva, adquirieron un lujurioso brillo.

—La precipitación de Suitz me ha beneficiado. Para mí será la diosa de los cabellos rubios.

Avanzó por el sendero alfombrado de flores, hacia la cueva, seguido de la mirada de Shalaw. Los ojos eran lo único que destacaba de su inmóvil cuerpo. Unos ojos que comprendían lo que iba a ocurrir, que seguían a Kaplam con un destello de ira e impotencia, consciente del peligro que se cernía sobre su amada Lyla.

Y nada podía hacer por impedirlo.

Ni tan siquiera gritar toda su furia. Lo intentó una y otra vez sin lograr emitir sonido alguno de su garganta.

Sólo los ojos.

Sus ojos contemplando cómo Slim Kaplam llegaba a la boca de la montaña.

Lyla estaba tras el altar de piedra. Pálida y temblorosa. Junto a ella se encontraba el sacerdote.

—No puedes penetrar aquí, extranjero. Éste es un lugar sagrado que...

Kaplam extrajo la pistola que pendía del cinturón.

Apretó el gatillo.

Del anillado cañón cilíndrico brotó una zigzagueante línea de iridiscente luz que se centró sobre el sacerdote. Agitó su cuerpo envolviéndolo en cegadora aura para, acto seguido, convertirlo en cenizas.

Lyla profirió un desgarrador grito que resonó con estruendo en el interior de la cueva.

—Tranquila, diosa de belleza —sonrió Kaplam, en lúbrica mueca—. Tú no vas a morir.

—¡No...! ¡No...! ¡Atrás...!

Slim Kaplam enfundó el arma para, seguidamente, despojarse del cinturón que con gran cuidado depositó en uno de los rincones de la reducida cueva.

Lyla, al verle inclinarse, intentó aprovechar la ocasión para huir; pero la boca de salida era demasiado estrecha.

Y Kaplam estaba alerta.

Sólo tuvo que alargar la zurda atrapando uno de los tobillos femeninos para lograr detenerla.

Lyla perdió el equilibrio cayendo aparatosamente.

Ya no se incorporó.

Kaplam gateó con rapidez abalanzándose sobre la muchacha. Se colocó a horcajadas sobre ella sujetándola por las muñecas. Centró sus lascivos ojos en el rostro de Lyla. En sus agitados pechos...

—Eres perfecta... De una belleza que para nosotros ha dejado de existir. Encontrarte es como remontarnos al pasado... Poseerte me convertirá en el más envidiado de los mortales...

Se inclinó en busca de los labios de Lyla. La besó ávidamente, con desenfreno, embrutecido por el deseo. La muchacha intentó morderle. Y aquello enfebreció aún más la desatada lujuria de Kaplam.

Juntó las muñecas femeninas por encima de la cabeza para atenazarlas con una sola mano. Su diestra acarició los senos de Lyla. Primero con suavidad, percibiendo su dureza. Se deslizó para poder posar sus labios sobre los salientes pezones. Los fustigó con la lengua succionándolos una y otra vez.

—¿Sabes una cosa, bella salvaje? —jadeó Kaplam, con el rostro hundido entre los pechos femeninos—. Las mujeres de mi planeta no tienen hijos... No amamantan a sus crías... Tienen atrofiados estos deliciosos botones rosados...

Slim Kaplam aprisionó ahora con fuerza los senos de la joven. Tirando de los pezones, sádicamente, acentuando los gritos de Lyla. Se hizo a un lado para arrancarle la corta falda. El descubrir el vello pubiano, espeso y abundante, agrandó los ojos de Kaplam.

—¡Infiernos...! Jamás hubiera imaginado...

Lyla, parcialmente libre del peso del hombre, reaccionó tirando con fuerza y libertando sus muñecas. Empujó a Kaplam. Acto seguido se incorporó con rapidez corriendo hacia la salida.

En su aterrada huida tropezó con el altar de piedra.

Y allí fue nuevamente alcanzada por. Kaplam.

—Empiezas a cansarme, estúpida... ¡Yo domaré tu estado salvaje!

Abofeteó brutalmente el rostro de Lyla proyectándola contra la piedra. Quedó de espaldas, con los brazos extendidos, aturdida por los golpes recibidos.

Slim Kaplam la atrapó por los tobillos colocando también las piernas sobre la piedra. Luego abrió su plateado traje tirando de un invisible cordón que separaba el cierre adhesivo.

Su cuerpo volvió a aplastar el de Lyla.

—No... ¡Oh, dioses...! ¡Piedad...!

—¿Dioses? —rió Kaplam, con la lujuria desfigurando su rostro—. ¡Tú eres la única diosa! Vamos a gozar juntos... juntos, bella salvaje...

Kaplam la besó en la boca. Sus manos sujetaron la cabeza de Lyla, los crispados dedos perdidos en la sedosa maraña de cabellos rubios. Aquel contacto enloquecía a Kaplam.

Comenzó a agitar su cuerpo.

—Muévete... Muévete tú también, maldita...

La desobediencia de la muchacha hizo que Slim Kaplam zarandeara brutalmente su cabeza, golpeándola contra la piedra, al ritmo de su lúbrico agitar. Y los repetidos espasmos de Kaplam acompañados de consecutivo y rápido golpear de la cabeza de Lyla contra el altar.

Slim Kaplam, jadeante y sudoroso sobre el cuerpo de la joven, esbozó una placentera sonrisa. Se incorporó apoyándose en los codos. Sus manos aún enguantadas en el sedoso cabello rubio, dejaron de atenazar la cabeza de Lyla. Interrumpió el iniciado ademán de acariciar las mejillas de la muchacha.

Se contempló las manos.

Estaban manchadas de sangre.

Slim Kaplam centró su mirada en la joven. Tenía los ojos abiertos. Muy abiertos. Recibiendo de lleno los implacables rayos del sol.

Al ladear la cabeza de Lyla descubrió la mancha rojiza sobre la piedra. Un viscoso líquido que también teñía los rubios cabellos.

Kaplam la sujetó por los hombros zarandeándola.

Ninguna reacción.

Lyla estaba muerta.

* * *

Todo fue contemplado por Shalaw. La violación y muerte de su amada Lyla. Con el odio en las pupilas presenció el arrogante y cínico regreso de Slim Kaplam acoplándose el cinturón.

—¡Eh, Suitz...! ¿Aún ahí sentado? —rió Kaplam, en desaforada carcajada—. ¡Te hacía con una de las bellas salvajes que se esconden en las cabañas!

El Phomladux ya había cicatrizado las heridas de Bartlett calmando igualmente todo síntoma de dolor.

Se incorporó correspondiendo a la risa de Kaplam.

—Estaba esperando que terminaras, maldito. Te has aprovechado bien de mi percance, pero no renuncio a la muchacha de cabellos de oro. Apuesto que es la más bella de todo el poblado.

—Suitz...

—¿Sí?

—Está muerta.

Erika y Bartlett posaron instintivamente su mirada donde yacía la muchacha, con los brazos y piernas colgando fuera de la piedra.

—¡Maldito seas! —exclamó Bartlett, furioso—. ¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué tenías que matarla?

—No era mi intención hacerlo. Fue un accidente. Al golpear su cabeza contra la piedra...

—Eres un...

—¿Vais a discutir por una salvaje? —intervino Erika, con decisión—. El poblado está repleto de ellas. Encerradas en las cabañas. Sólo hay que ir a por ellas.

Kaplam y Bartlett rieron al unísono.

—Tienes razón, Erika. ¿Me acompañas en la cacería, Slim?

—Seguro, pero antes quiero echar un trago. Mira esto, Suitz. Ven aquí. Si es lo mismo que probé en el otro poblado estamos de suerte.

Slim Kaplam hundió un cazo de barro en el interior de una de las tinajas rebosantes de negro líquido. Se lo llevó a los labios. Tras chasquear la lengua, vació el cazo de un solo golpe.

—Lo es, Suitz... ¡Lo es...! ¡Bébelo!

Bartlett imitó a su compañero.

—¡Condenación...! Es... Parece vino... Vino hecho con uvas... ¡Con uvas!

—De seguro lo es. Mira lo de esa cesta... Fruta variada, carne asada en abundancia... Apuesto que iban a celebrar una fiesta.

—Maldita sea... No tengo el masticador. Ni tan siquiera en la “Far Out”. ¡Para lo que se utiliza! Siempre alimentos en píldoras y líquidos concentrados. Ése es nuestro menú.

—Yo sí llevo uno, Slim. Se lo pedí a uno de los cadetes. En mi anterior visita no pude probar la carne, pero ahora...

Kaplam rebuscó en una de las circulares cartucheras. Sonrió mostrando un extraño aparato que se ajustó en la boca.

Cortó un trozo de carne.

El masticador se abrió como si se tratara de una dentadura postiza.

—Tienes que dejármelo, Slim. Quiero...

—¡Eh, venid! —llamó súbitamente Erika—. ¡Shalaw está perdiendo ya los efectos del paralizador!

Acudieron junto a la mujer.

Slim Kaplam se despojó del masticador.

—¿Qué hacemos con él, Erika?

—Llevadle a una de las cabañas abandonadas —dijo la mujer, con la mirada fija en el musculoso cuerpo de Shalaw—. Ahora es mi turno.

CAPÍTULO V

Slim Kaplam y Suitz Bartlett se instalaron en la cabaña del difunto jefe Kamar. Hasta allí llevaron dos vasijas de vino, carne asada y cestas de juncos repletas de fruta.

No estaban solos.

Habían seleccionado a cuatro muchachas del poblado. Cuatro bellas jóvenes que habían sido arrastradas hasta allí, sin que ninguno de los hombres que aún permanecían ocultos en las chozas interviniera.

Para no ser molestados colocaron el travesaño que toscamente hacía de cierre en la puerta. Bloquearon la hoja con la mesa. También cerraron el ventanal. Todas aquellas precauciones eran innecesarias.

Fue precisamente al verles entrar en la cabaña cuando los que todavía estaban en el poblado aprovecharon para salir de las chozas y emprender huida hacia la montaña.

Nada les haría volver para enfrentarse a los monstruos del cielo. Ni tan siquiera el oír los desgarradores gritos de las muchachas retenidas.

Angustiosos alaridos que Shalaw escuchaba desde la cabaña nupcial. La vivienda que había sido engalanada para sus esponsales.

—Suéltame... ¡Suéltame, perra de los infiernos...!

Erika sonrió.

Aquel desesperado debatir de Shalaw por librarse de las ataduras resaltaba poderosamente todos los músculos de su cuerpo.

Shalaw permanecía con los brazos en cruz. Las muñecas atadas a unas estacas clavadas en el suelo de la cabaña. Sus piernas entreabiertas también sujetas en tierra por los tobillos.

Kaplam y Bartlett habían utilizado un hilo fino. Casi invisible.

Cuando los efectos del rayo paralizante desaparecieron en Shalaw, creyó fácilmente poder romper aquella frágil cuerda; pero estaba equivocado. Sus vanos intentos por liberarse sólo consiguieron hacer sangrar sus muñecas.

—No seas tonto, Shalaw. Es imposible romper ese hilo. Deja de intentarlo. Ya estás sangrando...

Las palabras de la mujer enfurecieron aún más a. Shalaw. También los gritos de las muchachas que le llegaban desde el exterior incrementaron su furia. Se agitó una y otra vez. Arqueando la espalda, sacudiendo la cabeza, tirando inútilmente de brazos y piernas.

Y de nuevo los ojos de Erika recorrieron lujuriosamente el fornido cuerpo.

La mujer se despojó del cinturón-cartuchera, que colgó de uno de los salientes de la cabaña. Luego deslizó el imperceptible zipper adherente del traje. Las botas estaban unidas, formando una sola pieza, a la plateada vestimenta de fibra atérmana.

Shalaw quedó inmóvil.

Tal vez impresionado por la grotesca desnudez de Erika, la contempló con una mezcla de estupor y repugnancia. Erika, aunque leyó en sus ojos, no le importó. Esperaba aquella reacción.

—Me temo que no soy de tu agrado, ¿verdad, Shalaw? Mis pechos son fláccidos, de atrofiado pezón... Nosotras no amamantamos a nuestros hijos. Ni tan siquiera los llevamos en nuestro seno. Hay laboratorios para eso, claro que tú no puedes saber lo que es un centro de procreación artificial.

Shalaw ladeó bruscamente la cabeza, desviando la mirada.

Aquello hizo reír a Erika.

—¿Me tienes miedo, Shalaw?

Shalaw giró con energía la cabeza. Volvió a fijar su destellante mirada en la mujer, desafiante.

—No te tengo miedo, bruja. ¡Sólo asco!

—¿De veras? Soy una de las más bellas dentro de la “Far Out”. ¿Qué te repugna? ¿El color de mi piel...? Mis antepasados también eran blancos, Shalaw. Posiblemente como tú. La contaminación, los alimentos hidropónicos y sintéticos, las radiaciones... También carecemos de pelo. Hembras y varones. Se perdió hace varias generaciones. El cabello es símbolo de fortaleza. Nosotros somos débiles. No necesitamos la fuerza física, puesto que tenemos la más avanzada de las tecnologías. Tu pelo es abundante, Shalaw. En la cabeza, los brazos, el tórax...

La mujer se había arrodillado junto a Shalaw. Inclinándose sobré él fue deslizando las manos por el desnudo torso.

—¡No me toques, perra...!

Erika hizo caso omiso. Sus manos despojaron a Shalaw de la piel de lobo que era toda su vestimenta.

Agrandó los ojos.

Su brillo de lascivia fue reemplazado por el estupor.

—Oh... Ahora te comprendo —Erika llevó su diestra al bajo vientre, como queriendo ocultar su lampiño sexo—. Ciertamente debo parecerte un monstruo, pero soy una mujer. Sí, Shalaw, una mujer que arde en deseo de unirse a ti... de ser poseída por tu arrogante...

Shalaw movió la cabeza.

Tomando impulso, escupió alcanzando de lleno en el rostro de la mujer.

Erika sonrió.

Se incorporó acudiendo hacia donde había colgado el cinturón.

—No voy a matarte —dijo Erika abriendo una de las circulares cartucheras—. Eres demasiado valioso para mí. Te necesito... te deseo con todas las fuerzas de mis sentidos... y juntos vamos a gozar lo indescriptible...

Erika tomó una cápsula microinyectable. Quitó el protector aplicando el extremo punzante sobre el brazo derecho de Shalaw. Presionó para hacer pasar el líquido.

Shalaw ni tan siquiera percibió el pinchazo.

—Voy a soltarte, querido. Ya no intentarás hacerme daño ni salir de aquí. Ahora ya somos amigos.

Erika arrancó el enganche sujeto a las estacas. De la misma cartuchera extrajo un lápiz cuadrangular que deslizó por las ensangrentadas muñecas y tobillos de Shalaw cortando de inmediato las heridas.

La mujer acudió seguidamente hacia el lecho. Una loggia embellecida con pieles. Se acostó tendiendo sensual sus brazos hacia Shalaw.

—Ven... ven a mí, Shalaw... Quiero enloquecer con tus besos, con tus caricias... Sentir tu membrudo cuerpo sobre el mío... Ven...

Shalaw se incorporó avanzando hacia la mujer.

Lentamente.

El odio de sus pupilas había desaparecido. También la mueca de ira de su rostro. En los ojos de Shalaw brillaba ahora el deseo, la lujuria. Como una fiera en celo se abalanzó sobre Erika. Ávidamente se apoderó de los labios de la mujer, en voraz beso. Se acomodó entre las piernas de Erika. Con rudeza, salvajemente, la penetró iniciando bruscas embestidas que hicieron gemir de placer a Erika en desenfrenada lujuria que era compartida por Shalaw.

* * *

Los puños de Erika golpeaban fuera de la loggia, sobre el duro suelo de la cabaña. El rostro crispado, los ojos en blanco...

—Ya basta, Shalaw... No... otra vez no...

Las jadeantes palabras de Erika no fueron escuchadas.

De nuevo sintió la feroz acometida. Aquellas violentas sacudidas sobre su cuerpo. Con las piernas colgadas de los hombros de Shalaw emprendió por enésima vez la escalada a la cumbre del placer. Percibió el entrecortado respirar de Shalaw confundido con el reiterado y rítmico chasquear de sus cuerpos bañados en sudor.

Y por enésima vez, Erika creyó enloquecer.

Sus suspiros y gritos de placer quedaron ahogados por el ronco jadear de Shalaw, que se derrumbó pesadamente sobre la loggia.

Erika quedó inmóvil, incapaz de mover un solo dedo.

Shalaw también parecía inerte. Con los ojos cerrados y la boca ligeramente entreabierta. Sólo el agitado subir y bajar de su poderoso tórax quebraba la inmovilidad de su cuerpo.

Erika se incorporó transcurridos unos minutos de placentero reposo. Contempló sonriente a Shalaw. Continuaba con los ojos cerrados, aunque ahora su respirar ya era pausado.

—Duerme, mi adorado salvaje... duerme... Bien te has ganado el descanso.

La mujer procedió a vestirse.

Ajustándose el cinturón de circulares cartucheras abandonó la cabaña. Su diestra se posó sobre la culata de la pistola «Cootsh» que pendía del cinturón. En previsión de algún posible ataque.

Nadie se veía en el poblado.

El sol ya empezaba a declinar emprendiendo su camino al encuentro del lejano horizonte.

La mayoría de las cabañas abiertas, aunque sin el menor rastro de sus moradores.

Erika se encaminó hacia la cabaña que destacaba poderosamente de entre las restantes. De ella colgaban símbolos y adornos que la conceptuaban como vivienda del jefe del poblado.

La puerta no cedió al empuje de la mujer.

Golpeó la hoja de madera con los puños.

—¡Slim...! ¡Suitz...! ¡Abridme...!

Demoraron unos minutos en franquear la entrada a la cabaña.

Erika rió divertida al ver a Suitz Bartlett con una piel anudada a la cintura. Su rostro y pecho mostraban varios arañazos.

—¡Adelante, Erika! —rió también Bartlett, agitando un vaso en su diestra—. ¿Cómo te ha ido con tu salvaje?

—He salido mejor librada que tú. Tienes un aspecto deplorable, Suitz.

Bartlett se acarició los arañazos de la mejilla.

—¡Condenación...! Son auténticas fieras salvajes, Erika. Una de ellas casi me arranca el labio inferior. Se defendían con uñas y dientes. Cada vez que me mordía... ¡Por todos los diablos...! Ignoraban que cada uno de sus mordiscos significaba para mí la más voluptuosa de las caricias. Sus dientes, sus cabellos... Al final hemos tenido que amansarlas a golpes. ¿Cómo has conseguido tú dominar a ese salvaje llamado Shalaw? Aun atado de pies y manos dudo que te resultara fácil el...

—Utilicé una dosis de Sexphol.

Suitz Bartlett parpadeó repetidamente para acto seguido reír en estridente carcajada.

—Preparaste bien la excursión, ¿eh, Erika? Muy buena idea. Yo prefiero dominarlas a golpes, pero tu caso es distinto. Ese salvaje debe ser temible. ¿Le has vuelto a atar?

—No.

—¿Por qué no? —inquirió Bartlett, borrando la sonrisa de su rostro—. Es un tipo peligroso.

—Demasiado sabes que el Sexphol es un hipnótico sexual que, pasados los efectos de desenfreno erótico, proporciona un profundo sopor de varias horas. Le acabo de dejar durmiendo como un angelito.

—Sí, tienes razón. ¿Quieres comer algo? Puedes utilizar el masticador de Slim.

—¿Dónde está él?

No necesitó la respuesta de Bartlett.

Un jadear en paulatino aumento les llegó perfectamente audible, acompañado de obscenas palabras.

Al fondo de la amplia cabaña se alzaba el biombo de tallos de abedul ligeros y unidos entre sí que ocultaban el dormitorio.

Bartlett hizo un malicioso gesto.

—Ven... Echa un vistazo. Habíamos decidido una pausa para comer y beber, pero Slim ha vuelto a empezar.

Erika se asomó tras el biombo.

La loggia era grande. Sin duda un lecho matrimonial, con vistosas y gruesas pieles.

Dos de las muchachas del poblado estaban en un rincón, desnudas, abrazadas la una a la otra, con el miedo reflejado en el rostro. Un rostro que acusaba los golpes recibidos. Hematomas que se extendían por los senos, vientre y muslos. Otra de las muchachas yacía sin sentido.

Y la cuarta era en aquel momento sodomizada por Slim Kaplam. Este, embrutecido por la lujuria, ni tan siquiera se percató de que era observado.

Erika y Bartlett se retiraron sonrientes.

—Toma un poco de vino, Erika. ¿O prefieres comer algo? Prueba la fruta. Es deliciosa. De la carne aún recuerdo vagamente su sabor, pero la fruta es ya utópica para nosotros.

Erika bebió hasta vaciar la copa.

Chasqueó la lengua.

—Suitz...

—¿Sí?

—¿No encuentras sorprendentes a estos salvajes?

—¡Seguro!

—No me refiero ahora a su perfecto atractivo físico —sonrió Erika—. Habitan en cabañas toscamente construidas. Visten con pieles... Un atraso considerable, sin embargo, algunos detalles contrastan poderosamente. ¿Te has fijado en los pozos de aljibe existentes?

—¿Qué tienen de extraordinario?

—Para nosotros absolutamente nada, por supuesto; pero sí resulta sorprendente que estos salvajes hayan llegado a construirlos. ¿Qué me dices de la espada de Shalaw? Acero perfectamente trabajado. Las lanzas, los puñales...

—Son salvajes, Erika. Creen en dioses y con ello ya demuestran su grado de elevada ignorancia. El que utilicen el metal y desconozcan la forma de trabajar otros materiales más primarios nada significa. Lo único que en verdad me intriga es que hablen como nosotros. Bueno, un lenguaje arcaico y sin modernismos; pero podemos entenderles a la perfección, y ellos a nosotros. ¿Quién diablos les enseñó nuestra lengua? En nuestra historia de la conquista espacial no hay constancia de expedición alguna hacia este sistema planetario. Nosotros somos los primeros, con una rutinaria misión de cosmonave-escuela.

—¿Ya has olvidado tu anterior teoría? —Erika seleccionó una jugosa piña que procedió a succionar—. Yo la comparto. Un astronauta errante en el espacio. Perdido en el cosmos. De eso sí hay constancia en los archivos. No uno solo. Varias astronaves tripuladas desaparecieron sin dejar rastro. Jamás regresaron a nuestro planeta. Cualquiera de ellas pudo caer aquí.

Bartlett hizo una mueca, escéptico.

—¿Y hacer prevalecer su lengua sobre la original de los nativos?

—¿Por qué no? Es lo más lógico. Imagina que nos quedamos aquí para siempre. ¿No crees que impondríamos nuestra voluntad sobre la de estos pobres salvajes? Serían dominados con facilidad. Les haríamos cambiar hasta la más ancestral de sus costumbres.

Suitz Bartlett asintió, moviendo lentamente la cabeza:

—Cierto. Reconozco que...

—¡Eh, Erika! —exclamó súbitamente Kaplam apareciendo de tras el biombo—. ¿Qué haces aquí? ¿Ya te has cansado de tu bello salvaje?

Erika y Bartlett rieron a coro, divertidos por la indumentaria de Slim Kaplam.

—Pareces un oso, Slim.

—¿Un oso? —Kaplam anudó la cinta que ceñía la piel a su cintura—. ¡Ah, sí...! Una especie extinguida en nuestro planeta, pero la recuerdo por los videotextos. Sí. Soy un oso... ¡Un oso salvaje!

Kaplam comenzó a dar saltos por la estancia, animado por las carcajadas de Erika y Bartlett.

Aquellas risas cesaron bruscamente.

También Slim Kaplam dejó de saltar.

La puerta de la cabaña, cuyo travesaño interior de cierre olvidó Suitz Bartlett volver a colocar, se había abierto con violencia.

La atlética figura de Shalaw se recortó en el umbral, las facciones crispadas. En sus ojos un cruel destello de odio y furia, las mandíbulas fuertemente apretadas. También su diestra aferraba vigorosa la espada de refulgente y ancha hoja.

Sí.

Ahora era el turno de Shalaw.

CAPÍTULO VI

Suitz Bartlett y Slim Kaplam reaccionaron al unísono.

Ambos se precipitaron hacia la repisa donde habían depositado sus vestimentas, el cinturón-cartuchera y el rifle multifuego.

Aquel alarde de reflejos fue superado por Shalaw.

De una sola zancada se interpuso cerrándoles el paso. Movió ligeramente la muñeca de su mano derecha haciendo oscilar la espada.

Bartlett y Kaplam retrocedieron.

—¡Tu pistola, Erika! —gritó Bartlett, percatándose de que la mujer portaba en la funda su «Cootsh» atomizador—. ¡Acaba con él!

Shalaw giró con felina rapidez, el brazo derecho alzado, dispuesto a descargar su cimitarra sobre Erika.

La inmovilidad de la mujer le desconcertó. No había hecho ademán alguno de desenfundar aquella terrorífica arma que escupía rayos de fuego.

Erika parecía aturdida, sin capacidad de reaccionar, con los ojos fijos en Shalaw.

Suitz Bartlett sí quiso aprovechar aquella situación. Shalaw ya no estaba pendiente de ellos.

Al menos eso creía Bartlett, pero erraba. Su sonrisa de triunfo al rozar con sus manos el rifle multifuego se tornó bruscamente en mueca de dolor. Un alucinante alarido brotó de su garganta al ver seccionado de cuajo su brazo izquierdo, por encima de la articulación del codo, un brutal tajo que cercenó por completo el brazo de Bartlett.

Sus alaridos de dolor fueron breves.

Shalaw le hizo enmudecer para siempre.

Volvió a levantar la pesada cimitarra, sin aparente esfuerzo, como si no realizara fuerza alguna. La abatió sobre la cabeza de Bartlett, junto a su oreja izquierda. El siniestro chasquido de vértebras rotas fue acompañado de abundante manar de sangre.

La cabeza de Suitz Bartlett se ladeó grotescamente quedando colgada, apenas unida al tronco.

La ancha hoja se alzó de nuevo, ya sin brillo alguno. Su destello quedaba oculto por la sangre.

Al descargarla por tercera vez terminó de cercenar la cabeza de Bartlett.

—¡Mátale...! ¡Maldita sea, Erika...! ¡Acaba con él! —gritaba Kaplam, arrinconado, con los ojos desorbitados por el terror, salpicado con la sangre de su compañero—. ¡Mátale, Erika!

Shalaw no se molestó ahora en dirigir una mirada a la mujer.

Avanzó hacia Kaplam.

—¡No...! ¡No lo hagas! —suplicó Slim Kaplam, dejándose caer de rodillas. La piel resbaló de su cintura mostrando su desnudez, pero ni tan siquiera se percató de ello—. No me...

La espada retumbó contra la rapada cabeza de Kaplam. La cortante hoja se abrió paso seccionando en dos. Fue como cortar un tomate maduro. La violencia del impacto cesó cuando la espada llegó seccionando hasta la barbilla.

Aquello no pareció contentar a Shalaw.

Empuñó la cimitarra con ambas manos. La espeluznante y terrorífica descarga no sólo separó en dos la cabeza de Kaplam, sino que extendió el brutal tajo hasta bordear el corazón.

Shalaw giró.

Lentamente.

La sangre le había salpicado por todo el cuerpo. Un rojo y viscoso líquido resbalaba de la espada goteando en el suelo.

Enfrentó sus ojos a los de Erika.

La mujer sí sostenía ahora la pistola en su diestra, apuntando a Shalaw, sin evitar un leve temblor.

—Voy... voy a matarte...

—Jamás le he temido a la muerte —respondió Shalaw, altivo—. Te agradezco me hayas permitido acabar con ellos. Por primera vez he saboreado el placer de la venganza. Lo desconocía. Mi espada nunca buscó la sangre de un hombre, pero tus compañeros no eran hombres sino monstruos. Al igual que tú. ¿A qué esperas? Mátame con tu rayo de fuego.

Erika extendió el brazo derecho.

Fue más patente el temblor de su diestra. Quiso amortiguarlo aferrando la culata con ambas manos.

—No... no puedo matarte...

—Yo sí puedo acabar contigo —dijo Shalaw, avanzando amenazador—. Eres una bruja de los infiernos. Tienes poderes malignos. Me has emponzoñado doblegando mi voluntad, sometiéndome a tus deseos, haciéndome copular como un perro... Ocurrió eso, ¿verdad? No fue un sueño mío.

—No, Shalaw. No fue un sueño. Mi error fue el compararte a nosotros. El Sexphol proporciona horas de profundo sueño. Tu fortaleza física las ha limitado a minutos.

—No te comprendo, pero tampoco importa. Muerta dejarás de ser una amenaza para mi tribu.

De nuevo se elevó la sangrante hoja.

Erika cerró instintivamente los ojos en espera del brutal golpe. Transcurrieron unos instantes que para la mujer fueron eternos. Al abrir los ojos contempló cómo Shalaw envainaba la espada.

Sonrió complacida.

—¿Qué te ocurre, Shalaw? ¿Cuáles son tus motivos para perdonarme la vida? Yo no disparé por querer conservarte. Te deseo para mí. Eres lo más maravilloso y extraordinario que he encontrado. Te llevaré conmigo a mi mundo. No debes temer nada. Yo te protegeré. Diré que mis compañeros han muerto en accidente. No serás acusado de...

—Los dioses castigan a aquél que mata a una mujer —interrumpió Shalaw, secamente—. Aunque sea un engendro de los infiernos. Te dejaré marchar, pero si vuelves a pisar mi poblado desafiaré la ira de los dioses.

—Ven conmigo, Shalaw. ¿No te gustaría volar en mi vehículo?

—No iré contigo, bruja. Y tú tampoco podrás volar en el pájaro de fuego.

—¿Qué quieres decir?

—Otros poblados han sido atacados por monstruos que descendían de ese pájaro de fuego. Yo lo destruiré y ya no habrá más ataques.

Erika parpadeó.

Estupefacta.

—¿Piensas destruir la nave? ¿El... pájaro de fuego?

—Sí..

—No seas ridículo —sonrió Erika, con suficiencia—. Sería la lucha de una hormiga contra un gigante.

—Somos muchas las hormigas. A golpes de hacha lo conseguiremos... O tal vez arrojando al pájaro de fuego al más profundo de los abismos. Lo arrastraremos con cuerdas.

—Es... estás loco... Eso significaría tu aniquilación. La tuya y la de todos vosotros. Desde la “Far Out” enviarían de inmediato una expedición de represalia y ninguno de...

Erika, consciente de que sus palabras no serían comprendidas, decidió pasar a la acción. Se precipitó hacia uno de los rifles, con la intención de paralizar nuevamente a Shalaw.

Ni tan siquiera llegó a rozar el arma.

El brutal trallazo de Shalaw la proyectó contra la pared. Fue tal la violencia del impacto que rebotó cayendo de bruces, sin sentido.

Shalaw sí tomó entre sus manos el rifle, con temor.

Volvió a depositarlo en el suelo, junto con el otro rifle y las vestimentas de Bartlett y Kaplam.

Fijó su mirada en el artefacto que pendía del cinturón. También de aquellos extraños objetos circulares. En ellos se encerraba el maligno poder de los monstruos del cielo.

Shalaw hizo un envoltorio con los trajes, rifles y cinturones. Acto seguido acudió junto a la desvanecida Erika intentando despojarla del cinturón. Al no conseguir abrirlo optó por quitar la funda de la pistola y las circulares cartucheras. Tampoco lo logró. Incapaz de encontrar el mecanismo de cierre.

Shalaw quedó pensativo.

Recordó cómo Erika se había despojado del traje. Tendió sus manos hacía la cinta que se ceñía al cuello. Tras porfiar varios minutos terminó por abrir el cierre adhesivo del traje, aunque sólo hasta la cintura.

Fue suficiente.

Introdujo sus manos bajo las axilas de Erika. Con algún esfuerzo consiguió extraerla de su vestimenta.

La desnudez de la mujer, su verdosa piel completamente lampiña, originó una mueca de repugnancia en Shalaw.

Unió el traje y cinturón a los otros dos.

Portando el envoltorio entre sus manos abandonó la cabaña encaminándose hacia la empalizada de los animales. Allí había un profundo pozo donde eran arrojados los desperdicios y estiércol.

Los trajes plateados, los rifles multifuego, los cinturones cartucheras dotados de su correspondiente atomizador «Cootsh»...

Todo fue volcado al pozo.

Shalaw llegó ante un gigantesco cuerno que pendía sujeto por toscas cuerdas. Lo empujó hacia adelante para poder aplicar su boca y soplar con fuerza. El sonido se extendió con fantasmal eco.

Shalaw lo repitió varias veces.

Aún transcurrieron treinta largos minutos antes de que apareciera el primero de los hombres del poblado huido hacia la montaña. Le siguieron otros. Se acercaban cautelosos y con temor.

Fueron formando corro en torno a Shalaw.

En el centro del poblado yacían los ensangrentados cadáveres de Slim Kaplam y Suitz Bartlett.

Shalaw los había sacado de la cabaña, convencido de que la visión de aquellos mutilados cuerpos tranquilizaría a sus hombres.

Así fue.

Algunos de los recién llegados volvieron sobre sus pasos para comunicar la buena nueva a los que aún permanecían ocultos en la montaña. Paulatinamente fueron llegando todos. Hombres, mujeres y niños. En todos ellos se acusaba el horror padecido.

—El día señalado para la felicidad se ha truncado en tragedia —dijo uno de los ancianos de la tribu—. El jefe Kamar ha muerto. Tú ocupas su lugar, Shalaw: Prepararemos todo para los solemnes funerales.

—Ya habrá tiempo para eso —dijo Shalaw, elevando su voz para que todos pudieran oírle—. Mi padre no camina solo al Valle de los Dioses. Le acompañan otros muchos, pero los muertos pueden esperar el ser honrados. Que las mujeres se ocupen de amortajarlos. Nosotros tenemos otro trabajo.

Shalaw desenvainó la espada.

Extendió el brazo armado señalando hacia el transbordador.

De nuevo la voz de Shalaw resonó con fuerza:

—¡El pájaro de fuego...! ¡Destruid el pájaro de fuego!

Un griterío ensordecedor acogió las palabras de Shalaw. Los hombres del poblado se armaron de hachas, lanzas y flechas.

Una mujer se aproximó a Shalaw.

—Mi hija... ¿Qué ha sido de mi hija Tisha?

—La encontrarás en la cabaña de mi padre. Junto con tres muchachas más. Están con vida, pero necesitan cuidados. Ve con otras mujeres.

Fueron cuatro las mujeres que penetraron en la gran cabaña. Y las cuatro salieron de inmediato despavoridas.

En el umbral apareció Erika.

Desnuda.

Y su presencia sembró de nuevo el terror en el poblado.

—¡Tranquilos...! ¡Ya nada puede hacernos! —exclamó Shalaw—. ¡La he despojado de sus poderes infernales!

—¡Matémosla entonces! —gritó una voz.

La sugerencia fue coreada.

Unánime.

—¡Sí...! ¡Muerte!

—¡Muerte...!

Shalaw se adelantó cerrando el paso al enfurecido grupo que ya se disponía a proyectar sus lanzas contra Erika.

—¡Quietos...! ¿Acaso queréis atraer sobre vosotros el castigo de los dioses? ¡Es una mujer!

—¡Tiene forma de mujer, pero es un aborto de los espíritus de la noche! ¡Un monstruo!

—¡Es cierto! —gritó otro de los hombres—. Su piel es verdosa, sin pelo en la cabeza ni el cuerpo... Sus pechos delatan no haber amamantado jamás a criatura alguna. ¡No es una mujer...! ¡Muerte!

—Esta mujer pudo matarme y no lo hizo —dijo Shalaw—. Yo correspondí envainando la espada que ya mantenía alzada sobre su cabeza.

—¡Ella llegó con los monstruos del cielo! ¡Es uno más!

Shalaw respiró con fuerza. La mirada fija en el individuo que vociferaba.

—De acuerdo, Sandar. Tú eres el que más clama por su muerte, mereces ser el brazo ejecutor. Acaba con ella. Tú solo. Caiga sobre ti el castigo de los dioses. ¡Adelante!

El llamado Sandar avanzó con decidido paso. En su diestra una descomunal hacha de curvada hoja.

Al acercarse a Erika fue aminorando las zancadas.

Ya no tan firme su paso.

La figura de Erika le semejaba a un viscoso lagarto con forma humana. Aquellos ojos carentes de cejas. Los brazos delgados. Los colgantes y fláccidos pechos. La visión de los labios de su sexo descubiertos por la total ausencia de vello. Sus piernas de blandos muslos...

¿Una mujer?

Para Sandar era un monstruo creado por los espíritus malignos. Y fue precisamente esa creencia la que le atemorizó haciéndole girar con lentitud.

—Tú eres ahora nuestro jefe, Shalaw. Si tu deseo es perdonarla yo no me opondré.

Shalaw, aunque adivinando la verdadera causa, fingió ignorar la cobardía del individuo.

—Comprendo y comparto tu ira, Sandar. Ya he saciado mi sed de venganza. Ahora es tu turno. ¡Vuestro turno...! ¡Destruid el pájaro de fuego!

Todos los hombres, vociferando y blandiendo sus armas, corrieron hacia el lugar donde se hallaba emplazada la cosmonave. Comenzaron a golpear el fuselaje con hachas y lanzas.

Una y otra vez.

Erika les contemplaba sonriente.

El material utilizado para la construcción del transbordador soportaría aquellos ridículos ataques.

—Cuando os canséis de hacer el idiota me marcharé en mi... pájaro de fuego.

Shalaw desvió la mirada hacia la mujer. Una mirada de desprecio y repugnancia.

—Lo destruiremos.

—Entonces me quedaría aquí para siempre —rió Erika—. Contigo. Puede que sea una buena idea. Yo convertida en la esposa de un salvaje.

—Estás aquí sólo para contemplar la destrucción de tu infernal pájaro —dijo Shalaw, duramente—. Luego te expulsaré del poblado. Nadie te dará cobijo. Ninguna tribu te acogerá. Los Hombres del Mar, los Hombres del Bosque... todos te apartarán a pedradas. Vagarás hasta ser víctima de cualquiera de las fieras de los pantanos sombríos.

—Tu ignorancia me divierte, Shalaw. Ya te lo he dicho antes. Una hormiga contra un gigante.

Shalaw no respondió.

Avanzó hasta reunirse con sus hombres, que continuaban golpeando sus armas contra el aparato volador.

Sin éxito alguno.

Sin ocasionar la menor abolladura.

—¡Esperad...! ¡Quietos! Vamos a combatir al pájaro de fuego con sus mismos poderes. ¡Apartad!

Shalaw tomó un carcaj con flechas provistas de estopa. Ordenó a uno de los hombres que prendiera fuego.

Tensó el arco.

La flecha incendiaria surcó el aire quebrándose al estrellarse contra el fuselaje del transbordador.

Los hombres del poblado imitaron a Shalaw.

Una lluvia de flechas incendiarias se abatió sobre la nave.

La segunda flecha lanzada por Shalaw sí se introdujo en la abierta compuerta del transbordador. Clavándose en uno de los asientos.

Tres flechas más penetraron en la cabina.

El ensordecedor griterío de los individuos hizo que la voz de Erika no resultara audible.

Erika corrió hacia ellos.

Con el rostro desencajado.

—¡No sigáis...! ¡Hay que apagar el fuego...! ¡Dejadme apagar el fuego! ¡Puedo apagarlo enseguida! —llegó junto a Shalaw—. ¡Tengo que apagar el fuego antes de que sea demasiado tarde!

Shalaw rió, tensando nuevamente su arco.

La flecha dibujó un amplio semicírculo que finalizó en el interior del transbordador.

—Ya temes por tu pájaro, ¿no es cierto?

—¡Estúpido ignorante! ¡Nada hubieras logrado de estar cerrada la compuerta! Ahora el fuego puede llegar a los mandos. Si la temperatura se mantiene elevada puede hacer estallar cualquiera de los compresores de... ¡Oh, no...! ¡No! Sé que no puedes comprender mis palabras, Shalaw; pero la cosmonave volará en pedazos. Se desintegrará. ¡Debo impedirlo!

Erika trató de abrirse paso.

Fue empujada y pisoteada.

Las flechas continuaron centrándose sobre el transbordador.

El griterío de los individuos enmudeció ante la horrísona explosión. Los más cercanos al aparato quedaron envueltos en la voraz llamarada de fuego que se elevó gigantesca al cielo. Otros fueron derribados por la virulencia de la onda expansiva.

Fue como un sol cegador que quisiera reemplazar al que ya se reunía con el horizonte. Una iridiscente bola de fuego que se elevaba en descomunal e indescriptible llamarada.

La cosmonave se desintegró, tal como había vaticinado Erika.

CAPÍTULO VII

El comandante Dom Lautmer contemplaba como hipnotizado las imágenes que se iban sucediendo en la pantalla.

Se encontraba en el Módulo de Mando, en la Cámara de Telecomunicación, una sala circular pródiga en complicados aparatos. Pantallas telescópicas de variado tamaño, amplificadores de imagen, osciladores, sintonizadores de alcance ilimitado, pantallas iónicas...

—¿Esos... esos salvajes han destruido el transbordador?

—No he dicho eso, comandante —respondió Kurt Blakely, jefe de Seguridad de la “Far Out”—. Estas imágenes que nos transmite la hipersonda espacial proyectada al planeta únicamente demuestran que se trata de una tierra habitada, al menos en alguna de sus partes. Vida animal y vegetal.

—¿Y es ahí donde se registró la explosión del transbordador?

Philip Streep, uno de los técnicos en Intercomunicación Cósmica, asintió con un movimiento de cabeza.

—El transbordador programó su salida hacia ese planeta. Como es de rigor se sincronizó el programador de seguimiento y control. Hace poco más de tres horas fui alertado de la explosión del transbordador. No fue al tomar tierra. Los motores estaban parados al originarse la explosión. Así lo registró el seguidor. Fue detectado un considerable aumento de temperatura en el cuadro de instrumentos de la nave.

—Es lógico deducir que ninguno de los tripulantes se encontraba en el aparato —comentó Kurt Blakely—. De estarlo hubieran accionado el sistema de autoextinción general. Funcionó el automático del cuadro de mandos, pero fue insuficiente. El transbordador explotó. Fue entonces cuando ordené el lanzamiento de la hipersonda exploradora para que nos suministrara datos.

El comandante Lautmer sacudió la cabeza, como si quisiera salir de su estupor.

—Y recibimos esas imágenes... Nuestro transbordador destruido cerca de un poblado de hombres primitivos. ¿Cómo diablos no se investigó con anterioridad? Es de suponer que todos los planetas de este sistema están siendo sometidos a estudio, ¿no es cierto?

—Un estudio superficial, comandante —advirtió Philip Streep—. Atmósfera, gravedad, especimenes y poco más. Siempre con sondas Tyson apropiadas para los alumnos. Se reciben imágenes, aunque no de todo el planeta. El que el sistema de seguimiento y control nos delatara al momento el lugar de la explosión nos resultó de gran ayuda para proyectar el lanzamiento de la hipersonda. Desconociendo ese dato hubiera dificultado la localización de ese poblado.

—¿Quiénes eran los tripulantes?

—Los pilotos Slim Kaplam y Suitz Bartlett, acompañados de la profesora Erika Harper —dijo Blakely—. ¿Quiere que programe las fichas de los pilotos?

El comandante denegó con un ademán.

—No es necesario, les conozco bien. Dos veteranos. De ahí que me resulte difícil comprender lo ocurrido. Descarto cualquier posible negligencia en Kaplam o Bartlett.

—¿Qué decide, comandante? Suponiendo que estén con vida no podemos dejarles abandonados en ese planeta. Sugiero el envío de una expedición de búsqueda.

—Será inútil. Han muerto.

—¿Por qué dice eso, Streep? —inquirió secamente el comandante Lautmer.

—La hipersonda está en órbita sobre ese planeta. Si Kaplam, Bartlett o la profesora permanecieran con vida emitirían la lógica llamada de auxilio. Cada uno de ellos lleva su correspondiente cinturón de supervivencia. En uno de los discos cartuchera está el radio transmisor cuyas señales captaría la hipersonda y nosotros las recibiríamos. Y eso no ocurre.

Quedaron en silencio.

El razonamiento de Philip Streep era aplastante.

—Sí. ¿Por qué no utilizaban el radiotransmisor portátil?

—Puede que hayan caído en poder de esos salvajes —argumentó Kurt Blakely, no muy convencido de sus propias palabras—. Tal vez no tuvieron oportunidad de utilizar sus armas y fueron inmovilizados, sin posibilidad de establecer contacto con nosotros.

—Reúna el Comando de Seguridad, Blakely. Les espero dentro de treinta minutos en mi despacho.

—¿Alguna orden para los pilotos, señor? —sonrió el jefe de Seguridad.

—Ninguna.

La sonrisa se borró paulatinamente del rostro de Kurt Blakely.

—Creí que había decidido la salida de los transbordadores, comandante. Disponemos de tres naves. Cada una de ellas con capacidad para seis tripulantes y el correspondiente material.

—No me parece suficiente.

—Sólo contamos con eso, señor.

—Se equivoca —ahora fue el comandante Lautmer quien esbozó una sonrisa—. Todos nosotros colaboraremos en la búsqueda de Kaplam, Bartlett y Erika Harper. Todos los componentes de la “Far Out”.

Kurt Blakely y Philip Streep intercambiaron una perpleja mirada para seguidamente posar sus ojos en el comandante.

—¿Quiere decir...?

—Correcto, Streep. La astronave “Far Out” va a perder su inmovilidad. Aterrizará en ese planeta. Servirá para romper la monotonía de tripulación, profesorado y alumnos. Si desgraciadamente no localizamos a los tres desaparecidos, al menos disfrutaremos cazando salvajes.

La carcajada del comandante fue coreada por Streep y Blakely.

Ciertamente, lo de cazar salvajes les parecía una magnífica idea.

CAPÍTULO VIII

Una veintena de hombres pereció alcanzada por la explosión del transbordador. Otros muchos sufrieron quemaduras. El fuego alcanzó a algunas de las cabañas del poblado.

Fue una noche de pesadilla, culminación de un día aún más trágico y horroroso.

Con el alba del nuevo día, dominado ya el fuego y reconstruido parte del poblado, se procedió a formar la pira funeraria frente a la cueva de las ceremonias, sin sacerdote que implorara a los dioses, sólo el cántico plañidero de las mujeres.

Shalaw estaba solo, distanciado del poblado, contemplando el negruzco círculo dibujado en la tierra. Un gigantesco anillo de residuos fuliginosos. Aquello era todo cuanto quedaba del infernal pájaro de fuego.

—Hacen mal en llorar a los muertos. También ellos son cadáveres.

Shalaw giró con rapidez, furioso.

Con ojos centelleantes contempló a Erika.

—¿Qué haces aquí? ¡Te arrojaré del poblado! ¡Vete, maldita...! ¡Vete, bruja de los infiernos!

Erika sonrió.

Se cubría con una manta a la que había hecho tres orificios por donde introducir cabeza y brazos.

—He pasado frío, Shalaw. Una sensación desconocida para mí.

—Avisaré a los perros. Ellos te mantendrán alejada de aquí.

—Has sentenciado a tu pueblo, Shalaw. Todos perecerán. No habrá salvación para ninguno de ellos. Mis compañeros llegarán de un momento a otro, vomitando fuego sobre todos vosotros... Todo será calcinado.

—Tus compañeros han muerto. Yo los maté con mi espada.

—Cuento con más compañeros, Shalaw. Cientos de ellos. Y tenemos más pájaros de fuego.

—Mientes.

—¿Por qué iba a mentir? Es la verdad. Fue un grave error destruir la cosmonave. Con ella hubiera podido regresar con los míos, con sólo conectar el piloto automático y programando el... —Erika sonrió—. No quiero aturdirte con palabras que desconoces y que jamás llegarías a comprender, Shalaw; pero sí deseo alertarte del peligro. Al no regresar yo, ellos acudirán aquí. Os aniquilarán a todos. Tienen armas poderosas.

—Nos defenderemos.

—¿Y piensas salir victorioso? Recuerda cómo lograste acabar con mis dos compañeros. Estaban desnudos. Sin sus armas. Incluso sin ellas, con sólo utilizar alguno de los elementos de las cartucheras, hubiera resultado fácil eliminarte. Los que lleguen ahora vienen dotados de sus armas, Shalaw. Sin descender del... pájaro de fuego pueden arrasar todo tu poblado: Sólo yo puedo salvarte.

—¿Cómo?

—Tienes que confiar en mí, Shalaw. Necesito mi traje, el cinturón... el mío o el de cualquiera de mis dos compañeros muertos.

—Quieres recuperar tu brujería, ¿no es cierto?

—No te pido las armas, Shalaw, la pistola, el rifle... Los tubos de fuego no los quiero; solamente uno de los discos del cinturón. Con él podré comunicarme con mis restantes compañeros. Les daré mi posición y acudirán a buscarme. No hablaré de lo ocurrido. Afirmaré que Slim y Suitz murieron dentro de la cosmonave. Que vosotros no sois culpables de nada.

—No conseguirás engañarme. Los tubos de fuego no son tus únicas armas poderosas. Dominaste mi voluntad con un simple arañar en mi brazo derecho. Todo lo de aquel cinturón es brujería. Poderes de los espíritus del mal.

—No, Shalaw... Confía en mí... Sólo yo puedo...

—¡Aparta, maldita...! ¡No me toques!

Las facciones de Erika se endurecieron.

—De acuerdo, Shalaw. Tú te lo has buscado. Pronto llegarán mis compañeros. Haces mal en no creerme. Luego ya será demasiado tarde para rectificar.

—Sí, creo en la posible llegada de tus compañeros, pero acudiré al Padre de la Sabiduría para que nos proporcione ayuda. Él nos salvará. Él también tiene grandes poderes sobrenaturales.

Erika sonrió despectiva.

—¿De veras? Un dios, ¿no? Un ídolo de barro.

—No se trata de un dios, pero sí los dioses del Bien le han coronado con extraordinarios poderes. Él nos ayudará una vez más. Él nos salvó de las plagas dañinas, de las enfermedades... Esta espada —Shalaw desenvainó su cimitarra— fue un regalo del Padre de la Sabiduría. Y él nos enseñó a fabricar puñales, lanzas... Cómo conseguir agua de las entrañas de la tierra, cómo conservar el pemmican para alimentarnos en el invierno...

—¿Quién es ese hombre? —inquirió Erika, visiblemente interesada—. ¿Dónde está? ¡Quiero conocerle!

—Vete, bruja. No vuelvas a acercarte por el poblado. Vete o arrojaré los perros contra ti.

—¡Shalaw...!

La llamada de Erika no fue escuchada.

Shalaw avanzó a grandes zancadas hacia el poblado.

Habló con varios de sus hombres para anunciarles su salida, su deseo de acudir junto al Padre de la Sabiduría en demanda de ayuda y consejo. Alertó al poblado a estar preparado para huir a las montañas en caso de que aparecieran los pájaros de fuego.

Shalaw acudió a la empalizada de los animales.

Montó sobre un brioso caballo cuatralbo tendiendo seguidamente el lazo a otro de los caballos. Cabalgaría sin descanso cambiando periódicamente de grupa.

Se alejó del poblado levantando tras de sí una nube de polvo rojizo. Apenas hubo bordeado la montaña surgió Erika, en la mitad del estrecho sendero, cerrándole el paso.

Shalaw difícilmente controló el galopar de los dos caballos que elevaron sus patas delanteras envueltos en remolino de polvo.

—¡Por todos los dioses...! ¿Qué pretendes? ¿Quieres morir, mujer? ¿Es eso lo que buscas?

Los desaforados gritos de Shalaw no parecieron impresionar a Erika.

Se aproximó acariciando al caballo que seguía al de Shalaw. Cuando logró apaciguarlo se colgó de su cuello para montarlo. Lo consiguió al tercer intento.

—¡Baja del caballo! —ordenó Shalaw, girando grupas—. ¡No me obligues a...!

—Quiero ir contigo, Shalaw. Deseo ver al Padre de la Sabiduría. Si en verdad es inteligente te hará comprender tu error y rectificar. Necesito mi cinturón, antes de que sea demasiado tarde.

Shalaw dudó.

Terminó por mover afirmativamente la cabeza... Agitando su larga y negra cabellera.

—Puede que sea lo mejor. El Padre de la Sabiduría decidirá sobre ti. Él nos dijo que los dioses castigan matar a una mujer. Encontrará solución para ti, incluso él sí puede darte muerte.

—¿Él os dictó la prohibición de no matar mujeres? Sospecho que juega con vuestra ignorancia. Opino que...

—No quiero perder más el tiempo contigo —interrumpió Shalaw, con dura voz—. ¡Sígueme si puedes!

Shalaw presionó los ijares de su montura emprendiendo veloz galope.

Erika le imitó.

Pronto abandonaron el pie de la montaña para adentrarse en paradisíaco valle, poblados bosques, llanuras, meandros, palafitos, lagunas...

Fue un duro cabalgar.

Sin tregua.

Ni una sola protesta brotó de Erika. Estaba demasiado interesada en ver al denominado Padre de la Sabiduría.

* * *

El sol estaba en lo alto del horizonte, dejando sentir toda su virulencia.

Los caballos, todavía con la piel brillante por el sudor, se reponían bajo la sombra de los frondosos árboles.

Shalaw había reunido un buen surtido de fruta, aunque muy poca fue apreciada por Erika.

—Sigo con hambre, Shalaw.

—Sólo comes la fruta pequeña. Esta manzana...

—No puedo —interrumpió la mujer—. Carezco de dientes y mi masticador... Bueno, tú no lo comprendes. En mi cinturón disponía de alimentos concentrados para varias semanas.

Shalaw desenvainó la espada.

Apoyó la ancha hoja metálica sobre una de las manzanas presionando hasta aplastarla. Convirtiéndola en pulpa la depositó sobre unas hojas de higuera para seguidamente ofrecerla a Erika.

La mujer rió divertida.

—¿Sabes una cosa, Shalaw? Terminaremos por ser buenos amigos, aunque sé que te resulto repulsiva. Me gustaría tener aquí una dosis de Sexphol.

—Utilizas palabras extrañas. No lo hagas.

—De acuerdo. —Erika comenzó a degustar la triturada manzana—. ¿Falta mucho para llegar junto al Padre de la Sabiduría?

—Cabalgaremos tres o cuatro horas más antes de llegar al gran mar. De allí poca distancia nos separa ya de su isla.

—Una isla, ¿eh? Parece ser que no se priva de nada. ¿Cómo es él? ¿Joven, viejo...?

—Ahora es viejo, pero pronto aparecerá joven y fuerte.

Erika quedó con la boca entreabierta.

Fijó una perpleja mirada en Shalaw.

—¿Cómo has dicho? Soy yo la que ahora no comprende el significado de tus palabras. Explícate.

—Cuando el Padre de la Sabiduría muere aparece un joven ocupando su puesto. Yo sólo conozco a un Padre de la Sabiduría, pero el más anciano de mi tribu recuerda haber hablado con tres diferentes.

—Deduzco que se trata de una familia de seres inteligentes. El hijo hereda la sabiduría del padre, éste de su...

—El Padre de la Sabiduría está solo en su isla.

—¿Solo? Entonces... ¿de dónde sale su sucesor?

—No lo sé. Puede que siempre sea el mismo, aunque reencarnado en diferentes hombres. Su poder y sabiduría, siempre es la misma. Infinita.

—Infinita para la mente de un salvaje.

—Los más ancianos de mi tribu cuentan historias del Padre de la Sabiduría. Hablan de cuando exterminó a las gigantescas fieras de los pantanos de Colinas Negras. Seres monstruosos que asolaban los campos y mataban el ganado. El Padre de la Sabiduría aniquiló a las bestias. También él nos salvará ahora de tus infernales compañeros.

—Lo dudo.

Shalaw se incorporó acudiendo en busca de los caballos.

Reanudaron la marcha.

De nuevo su cabalgar sin tregua hasta descubrir las azules aguas del mar. Descendieron la colina. Las patas de los caballos rompieron la laminada arena de la playa.

Shalaw guió su montura hacia una oquedad formada entre las grandes rocas del acantilado. Desmontó antes de penetrar en aquella especie de profunda cueva.

En su interior se alineaban varias canoas. La mayoría de ellas construidas de corteza de abedul y de cuero. También alimentos, agua y pienso para los animales.

—¿Dé quién es todo esto? —interrogó Erika.

Shalaw extendió comida para los caballos a la vez que los sujetaba a uno de los salientes.

—Del Padre de la Sabiduría —dijo, empujando una de las canoas—. Lo tiene a disposición de todo aquel jefe de tribu que quiera ir a visitarle. Antes del invierno todos los jefes de tribu acuden a conversar con el Padre de la Sabiduría, pero si ocurre algo grave el jefe puede ir directamente hasta él.

Shalaw, al salir de la cueva, alzó en vilo la pesada canoa. En un alarde de fuerza que asombró a Erika. Sin poder contenerse extendió sus manos para acariciar el musculoso tórax.

—Eres soberbio... Un maravilloso ejemplar...

Shalaw aceleró sus zancadas, deseoso de esquivar las caricias femeninas. Al llegar a la orilla arrojó la embarcación sobre las tranquilas aguas.

—¡Sube!

—¿Es aquella isla? —Erika señaló una verde extensión de tierra que a lo lejos se divisaba emergiendo de entre las aguas—. ¿La isla del Padre de la Sabiduría?

—Sí.

Shalaw empezó a remar vigorosamente.

La mujer hizo ademán de coger el otro remo, pero desistió de inmediato. Su colaboración, ante el fuerte remar de Shalaw, hubiera resultado insignificante. La isla se fue haciendo cada vez más grande al acortarse la distancia de separación. La arena destacaba blanca. Circundando la espesa vegetación de la montañosa isla.

Pronto alcanzaron la orilla.

Shalaw saltó al agua siendo imitado por la mujer. Arrastró la canoa adentrándola en la arena.

Quedó inmóvil.

Con la mirada fija en la selva.

—¿Y bien? ¿A qué esperamos, Shalaw?

—Al Padre de la Sabiduría. Él sabe que estamos aquí.

—¿De veras? —rió Erika, burlona—. Comprendo. Tiene circuito cerrado de televisión. De acuerdo, querido. Esperaremos, pero no bajo este sol abrasador. Voy hacia la...

Erika enmudeció. También interrumpió los iniciados pasos en dirección a la selva. Sus ojos habían descubierto al individuo surgir de entre los arbustos.

Sí.

El Padre de la Sabiduría avanzaba hacia ellos.

CAPÍTULO IX

Era un individuo de edad indefinida. Largos cabellos blancos, poblada barba igualmente nívea, su rostro serpenteado por entrelazadas arrugas. Vestía corta túnica y capa azul anudada al cuello. Sus ojos estaban fijos en Erika, contemplándola con un cierto temor que no pasó desapercibido para la mujer. También la cadavérica palidez que se apoderó de las facciones del anciano fue advertida por Erika.

—¿Quién eres tú?

Shalaw, que se había postrado de rodillas ante la aparición del Padre de la Sabiduría, alzó la cabeza creyendo que la pregunta del anciano iba dirigida a él.

—Soy Shalaw, de la tribu de Kamar, en la región de los Hombres de la Montaña.

El anciano desvió la mirada hacia Shalaw.

Esbozó una sonrisa.

—Demasiado sé quién eres, noble Shalaw. Te recuerdo muy bien. Hace poco tiempo tu padre Kamar me anunció tu boda con la bella Lyla. Prometí estar presente en el nacimiento de tu primer hijo. ¿Cuándo piensas celebrar la ceremonia?

—Ya no habrá ceremonia, Padre de la Sabiduría. Lyla ha muerto. Mi padre Kamar ha muerto. Muchos hombres del poblado perecieron... Fueron los monstruos del cielo llegados en un pájaro de fuego.

El anciano volvió a fijar sus ojos en Erika.

La palidez de su rostro ahora más blanca que su barba.

—Y tú eres uno de esos... monstruos; ¿no es cierto, mujer?

Erika sonrió.

—Correcto. ¿Y tú? ¿Quién eres tú? No me respondas con lo del «Padre de la Sabiduría». Yo no me asombro con facilidad.

—Seguidme. Aquí aún calienta en demasía el sol.

Caminaron hacia la selva.

Recorridas unas doscientas yardas se alzaba una cabaña en medio de la poblada vegetación.

Pasaron al interior.

Ningún mobiliario. Absolutamente nada. Paredes vacías y sin ventanal. Únicamente una piel a modo de alfombra cubría todo el suelo.

—Voy a responderte, mujer —dijo el anciano, sentándose con las piernas cruzadas—. Soy un hombre de esta tierra. Uno más, aunque dotado de mayor inteligencia. De ahí que se me conozca por el Padre de la Sabiduría. ¿Quieres un nombre? Bien... Puedes llamarme Snake. Así lo hacen los jefes de tribu.

—Muy apropiado —sonrió irónicamente Erika—. Las serpientes cambian de piel con frecuencia. Al igual que tú. Tengo entendido, que al morir te transformas en un hombre joven.

—Tus sarcasmos no me ofenden, mujer.

—Llámame Erika. Ese es mi nombre. Erika Harper.

La palidez, que paulatinamente había huido del rostro del anciano, retornó súbita.

—¿Por qué habéis atacado a mi pueblo?

—No era nuestra intención matar, pero las cosas se complicaron. Y para culminarlas, tus salvajes incendiaron y destruyeron nuestro transbordador. La cosmonave que me unía con... ¿Sabes lo que es una cosmonave, Snake?

El anciano desvió la mirada hacia el silencioso Shalaw.

—Cuéntame lo ocurrido, Shalaw. Con todo detalle.

Shalaw empezó la narración desde el momento en que avanzaba hacia el altar de la mano de Lyla. La aparición del pájaro de fuego... y todo lo demás.

Erika asintió:

—En efecto, abuelo. Así ocurrió. En el pozo del estiércol, ¿eh, Shalaw? Supongo que será imposible sacar de allí los cinturones. Mis compañeros vienen hacia aquí. Posiblemente en tres... pájaros de fuego y con poderosas armas. Arrasarán todo y yo no podré hacer hada por impedirlo. Confiaba en recuperar mi cinturón. Me hubiera comunicado con ellos. Ahora, aunque les diga que Kaplam y Bartlett murieron en accidente, no me creerían. Investigarán la causa de la explosión de la cosmonave, preguntarán por mi traje, por el equipo de supervivencia... Habrá represalias, abuelo. Ignoro cuántos acuden en mi rescate, pero suficientes para destruir el poblado.

—Previa violación de las mujeres.

—Son demasiado bellas, Snake. Mis antepasados eran también así. Con pelo, piel blanca, erguidos pechos, dientes...

—¿Qué os ocurrió? ¿Por qué esa decadencia física?

Erika entornó los ojos, dirigiendo a Snake una inquisitiva mirada.

—Si te hablo de contaminación, de radiactividad, de alimentos adulterados, de mutaciones genéticas incontroladas... ¿entenderías mis palabras?

—Sí.

La contundente respuesta del anciano hizo asomar una amplia sonrisa en el rostro de Erika.

—Lo sabía... Lo sospeché desde el primer momento, al oír hablar nuestro idioma a los salvajes...

—¿Qué sospechaste?

—Tú, Snake. ¡Tú eres uno de los nuestros! ¡De los míos! Eres un descendiente de mi raza. Una astronave llegó hasta aquí hace muchos años procedente de mi planeta. Tripulada. Un cosmonauta, una pareja de ellos... poco importa. Lo cierto es que con su inteligencia implantaron su idioma a los nativos del planeta. Para no mezclarse con ellos decidieron apartarse a esta isla. No estás solo, ¿verdad, Snake?

—No, no lo estoy.

—¡Lo suponía! De padres a hijos habéis ido comunicando vuestro saber para no sucumbir a la barbarie y salvajismo que os rodeaba. ¡Eres de los míos, Snake! ¡Un descendiente de mi planeta!

El anciano esbozó una sonrisa.

—Tu hipótesis es buena, Erika. Ocurrió más o menos así, aunque con una pequeña diferencia. Mis antepasados no llegaron de tu planeta. Eres tú la que desciende de esta tierra salvaje.

CAPÍTULO X

Erika rió en burlona carcajada.

—No seas ridículo, abuelo. Conozco bien mis orígenes. Procedo de un planeta joven y poderoso.

—Forzis.

—¿Cómo sabes su...? Sí, claro. La astronave que llegó aquí...

—No, Erika. Vuelvo a decirte que estás equivocada. La astronave partió de aquí hacia el planeta Forzis. Y no fue una sola. Se realizaron varias expediciones. No había mucho que salvar, pero se llevaron todo lo que consideraron de valor. ¿Conoces tú el nombre de este planeta salvaje, Erika?

—No nos hemos molestado en bautizarlo. No pertenece a nuestro sistema planetario. Aunque en una misma galaxia, dista mucho del nuestro.

—Tierra. Ése es su nombre —sonrió el anciano—. Perteneciente al denominado Sistema Solar. Junto con los planetas Marte, Venus, Mercurio, Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno, Plutón y Riga. Ninguno de ellos habitado por el hombre. Y llegó un momento en que se hizo necesaria la búsqueda de otro planeta. Tú me has hablado de contaminación, radiactividad, mutaciones... A ello yo puedo unir las guerras nucleares, bacteriológicas... El más alucinante de los caos se abatió sobre la Tierra. Dos grandes superpotencias, las que habían sumido en guerra a todo el planeta, pactaron secretamente en plena contienda, sin contar con sus respectivos y obligados aliados. Incluso sin contar con sus propios ciudadanos. Sólo una élite se salvaría de aquel caos. Ya se conocía el planeta adecuado: Forzis. Se había investigado mucho sobre él mediante el envío de hipersondas espaciales. Y ya había llegado el momento de emigrar. La Tierra estaba ya podrida, irrecuperable, aniquilada por sus propios moradores...

—Si crees que voy a...

—Por favor, Erika. Déjame continuar. Seré breve. Partieron astronaves hacia Forzis. Verdaderos expresos hacia el cosmos. Hombres y mujeres. También semen de los diferentes animales terrestres para su posterior reproducción en laboratorios. Al igual que semillas vegetales. Como una moderna versión del Arca de Noé. Fueron varias las expediciones. La última no llegó a salir. No tuvo tiempo. El cataclismo total llegó antes. Los sistemas macronucleares de autodestrucción, represalia, aniquilación... Sofisticados sistemas bélicos que superaron a sus propios dirigentes. La Tierra quedó arrasada. Muy pocos se salvaron. Contados refugios nucleares resultaron eficaces para tal poder destructivo. La radiactividad y el hambre hicieron el resto. Un grupo reducido de hombres y mujeres logró sobrevivir en un refugio.

—Un refugio especial, ¿no?

—Lo era, Erika —respondió el anciano sin molestarse por la ironía empleada por la mujer—. Diseñado para uno de los más altos cargos de la súper potencia. Él y otros más no tuvieron tiempo de escapar en uno de aquellos expresos galácticos hacia Forzis. Y en el angustioso encierro del refugio comprendieron la monstruosidad de sus actos. Los que marcharon hacia Forzis iban dispuestos a crear un nuevo mundo, olvidar las raíces de la Tierra. No la mencionarían a sus generaciones. Se instalarían en Forzis como raza poderosa e inteligente, olvidando los errores del pasado. Ése fue el pacto. Forzis sería el inicio de una nueva etapa.

—Absurdo.

En amarga mueca el anciano asintió:

—Sí... absurdo. Se olvidaron de la Tierra, pero no de los errores cometidos. No hay más que contemplarte a ti, Erika. Tú dices que tus antepasados eran como estos salvajes. Luego la contaminación y demás os fue minando. ¡El tono de la piel, la ausencia de pelo, dientes...! ¡Dios mío...! De nada les sirvió la apocalíptica lección.

—Empiezas a aburrirme, abuelo.

—Nosotros sí recapacitamos, Erika. También decidimos romper con el pasado cargado de errores, pero no olvidarlo. Y de ahí nació el Padre de la Sabiduría. Cuatro de nosotros quedamos en el refugio nuclear. Dos parejas. Los restantes emprendieron un peregrinar por la desolada tierra. De ellos ya no queda ni el recuerdo. Los años transcurridos borran toda memoria. Empezaron a surgir pequeños núcleos junto al mar, otros en las zonas frías, otros intentaron sembrar en las calcinadas tierras... Sin herramientas, sin medios... Los primeros años fueron alucinantes, muchos perecieron... Se temió por la extinción; pero los animales sobrevivieron, la vegetación volvió a nacer, el sol continuaba enviando sus rayos... De los que abandonaron el refugio ninguno regresó. Sus hijos deambularon en estado salvaje.

—Y en él continúan.

—Tú ignoras cómo quedó esto tras el cataclismo, Erika. Afortunadamente no contábamos con los medios que se trasladaron a Forzis. La Tierra está ahora habitada por salvajes. Por gente primitiva. Si conocen algún adelanto es merced a la ayuda que año tras año, lustro tras lustro, década tras década les hemos ido proporcionando. Sin precipitarnos, siguiendo pausados ciclos del hombre prehistórico, aunque también haciendo concesiones para proteger mejor la especie, muchas veces en peligro de extinción.

—De ahí la prohibición de los... dioses de matar a una mujer.

—En efecto, Erika. En una época la mujer quedó diezmada y...

—¡Maldita sea, viejo de los infiernos! —exclamó Erika, incorporándose furiosa—. ¡Ya basta de embustes! Si toda tu historia fuera cierta también tú serías ahora un salvaje.

—Mi padre quedó en el refugio. Y el padre de mi padre. Como vigilantes y protectores de nuestra historia. Para que el cataclismo jamás, nunca jamás, volviera a producirse. De generación en generación, en escritos y crónicas, se ha ido inculcando la sabiduría y la prudencia. Yo la he recibido de mi padre. Desde mi más tierna infancia. Y mis hijos la han recibido de mí. Uno de ellos seguirá mi obra. Continuará vigilante. Hay paz en la Tierra. Ninguna tribu lucha contra otra. Todo perfecto... hasta vuestra llegada.

—Al diablo contigo, viejo loco. ¡Me voy! Y añadiré algo más. No pienso mover un dedo por tus salvajes. Tú vendrás con nosotros. Te llevaremos a Forzis y allí se investigará todo cuanto has dicho.

—Tienes miedo de la verdad. Eso es lo que te ocurre, Erika. También los del refugio hemos permanecido con miedo. Temor a que algún día llegara alguien procedente de Forzis. Suponíamos que se respetaría la pactada ignorancia hacia el Sistema Solar, pero no ha sido así.

—¿Sistema Solar? Oye, Snake... En Forzis os ignoramos por completo. La “Far Out” es una astronave escuela. Estamos en este sistema planetario por azar; igual podíamos estar en otro. Lo decidió el comandante de la cosmonave un año después de nuestra salida, ¿comprendes, viejo loco?

—Ése es nuestro deseo, Erika. Ser ignorados, pero ahora no podrá ser. Vienen en tu busca. Matarán, arrasarán... y comunicarán lo ocurrido a Forzis. No podemos correr ese riesgo.

—¿Y qué piensas hacer para impedirlo?

El anciano se incorporó.

Fijó su mirada en el silencioso Shalaw. No despegaba los labios, puede que por respeto al Padre de la Sabiduría o tal vez aturdido por toda aquella incomprensible conversación.

—Acompáñame, Shalaw. Tú también, mujer.

Erika iba a responder airadamente, pero optó por seguir al anciano.

Abandonaron la cabaña adentrándose aún más en la selva. Fue entonces cuando vieron aparecer a la muchacha. Corría semidesnuda por entre los arbustos. Con su larga melena al viento, protegiendo su cuerpo con una corta falda. Se detuvo bruscamente al descubrir la presencia del anciano y sus acompañantes.

—Acércate, Tisha.

La joven no se movió. El subir y bajar de sus erectos senos delataba la agitada respiración. Parecía asustada, con sus grandes ojos negros fijos en Erika.

El anciano sonrió tranquilizador.

—Shalaw... quiero presentarte a mi nieta Tisha.

—Yo no... no sabía...

—Por supuesto. Eres el primero en verla, Shalaw. Tisha, quiero que te quedes con Shalaw. Puedes enseñarle tus nidos, ¿de acuerdo?

La muchacha asintió.

El temor desapareció de su bello rostro al reflejarse en los ojos de Shalaw.

Se alejaron unidos de la mano.

—Una joven muy bonita, Snake —comentó Erika, sin abandonar su sarcasmo—. ¿Es en verdad tu nieta?

—Sí. Mi descendencia está en esta isla y fuera de ella. Los destinados a continuar la misión encomendada viven conmigo. Otros, establecidos por las diferentes tribus.

—Ya. Todos descendientes de la doble pareja que quedó en el refugio nuclear.

—Te equivocas. Mi abuelo fue engendrado por una mujer de la tribu de los Thomasy, casada con el jefe del poblado. El entonces oficial Padre de la Sabiduría les hizo creer que el niño había nacido muerto y se lo llevó al refugio. Y fue criado para la gran misión. Cuando las mujeres del refugio no pueden tener hijos o son muy limitados, buscamos en el exterior. Lo importante es que siempre haya un Padre de la Sabiduría.

—No lograrás convencerme de...

—Ya hemos llegado —interrumpió el anciano deteniéndose frente a una roca.

—¿Adonde?

La roca comenzó a moverse lentamente: Deslizándose con suavidad hasta descubrir el paso subterráneo.

—Ahí lo tienes —indicó Snake—. El refugio nuclear.

* * *

La mayoría de las salas eran circulares, de paredes abovedadas. Puertas metálicas. Iluminación por paneles solares.

—Las primeras crónicas escritas por mi abuelo aún hablan de escaleras mecánicas y plataformas deslizantes; pero mi padre ya no las conoció. Tampoco yo llegué a verlas funcionar. Ya nada funciona, a excepción de la iluminación merced al sistema de acaparamiento de energía solar y el sistema autónomo de aire acondicionado. Deliberadamente no hemos querido evolucionar, Erika. No queremos las... ventajas de la supertecnología. Tenemos bien aprendida la lección, transmitida de padres a hijos, con gran detalle. Puedo hablarte de la guerra nuclear y el horror del cataclismo como si realmente lo hubiera presenciado con mis propios ojos.

Erika no hizo ningún comentario.

Estaba aturdida.

Contemplando con incrédula mirada aquella especie de ciudad subterránea. Se encontraban en la segunda planta.

—Esto es lo que denominarnos Cámara de la Sabiduría —dijo el anciano, penetrando en la circular estancia—. Aquí está el legado de la historia. A la primera videobiblioteca del refugio se han ido uniendo los escritos de las sucesivas generaciones.

En aquellas abovedadas paredes se emplazaba una extensa colección de videolibros, enciclopedias, manuales e infinidad de manuscritos. Todo ello cuidadosamente ordenado y clasificado.

—Quiero salir de aquí.

—Por supuesto, Erika. No eres una prisionera. Puedes ir con los tuyos y alertarles para la batalla.

—¿Batalla?

—No nos queda otra alternativa. Mientras tú deambulabas por la primera planta hablé con uno de mis hijos. Ya todo debe estar preparado. Acompáñame a la tercera y última planta. Lamentablemente los ascensores también dejaron de funcionar.

Erika sacudió la cabeza.

—Todo esto es... es absurdo...

—¿De qué te sorprendes? ¿De mis conocimientos? Es lógico, Erika. Fui el elegido para la gran misión, instruido desde la infancia. Videolibros, diapositivas, manuales, enciclopedias... Mi hijo menor ocupará mi puesto. Se llama Alfred. Apuesto que hay muchos Alfred en Forzis, ¿me equivoco? Mi padre se llamaba Ralph, mi abuelo Adam... En las enciclopedias legadas hay muchos nombres donde seleccionar. Mi hijo mayor, Anthony, también está capacitado. Hay que ser prevenidos. Un accidente, una enfermedad... Lo importante es que siempre esté un Padre de la Sabiduría velando sobre la Tierra.

Descendieron una escalera.

Las tres plantas eran similares en cuanto a la distribución de las habitaciones y salas.

—Bueno, Erika... Ahí tenemos la llamada Cámara de Supervivencia. Muchas de las cajas herméticas siguen lacradas. Son medicinas, sueros y demás productos médicos que pueden conservarse indefinidamente, tal como se depositaron en la construcción del refugio nuclear. Pensaron en todo. Una magnífica vivienda en la primera planta, amplia cultura y documentación técnico-histórica en la segunda y en la tercera medicamentos, productos para la supervivencia... y, lógicamente, armas.

El anciano había cruzado el arco de entrada a una de las salas.

Allí se encontraban dos hombres.

Dos individuos jóvenes que manipulaban en una especie de nichos emplazados en las abovedadas paredes.

De uno de ellos estaban sacando cajas metálicas y urnas de vidrio térmico coloreado.

—Estos son mis nietos Richard y Samuel. Quiero presentaros a...

Unos precipitados pasos resonaron en la planta subterránea.

Apareció un individuo de pelo rojizo y atlética complexión. En su diestra llevaba un visorcular.

—¡Padre...!

—¿Qué ocurre, Anthony?

El individuo enmudeció unos instantes, con la mirada fija en Erika, contemplándola perplejo.

—¿Ésta es...?

—Sí, Anthony. Su nombre es Erika. No te sorprenda el color de su piel o la ausencia de pelo y demás. Ella procede de un planeta súper civilizado.

—Pues los demás ya están aquí —dijo Anthony—. He detectado su vertiginosa trayectoria con el visorcular.

Erika, como hipnotizada, le arrebató el aparato que portaba en la mano derecha. Entreabrió los labios. Su voz sonó balbuciente, apenas audible.

—Uno... uno como éste se puede contemplar en el Museo de Antigüedades...

—En Forzis —sonrió el anciano—. Creí que ya te había convencido, pero te resistías a creerlo, ¿no es cierto? Pues en las enciclopedias de nuestra Cámara de la Sabiduría figuran dibujos de modelos mucho más primarios que ése. Creo recordar que se llamaban monoculares o prismáticos... No sé... no lo recuerdo bien. Puedes consultar los videolibros, aunque temo que no es el momento apropiado. ¿Cuántos artefactos has visto, Anthony? ¿Cuántas cosmonaves?

—Una sólo, padre. Gigantesca.

—¿Gigantesca? El pájaro de fuego descrito por Shalaw tendría cabida para unos quince tripulantes como máximo.

—En el que yo he visto pueden ir cientos, padre.

Erika comenzó a reír.

Primero, suavemente para luego terminar en histérica carcajada.

—¡La “Far Out”! ¡La astronave escuela...! No envían transbordadores. ¡Aterrizará la astronave!

Las arrugas se acentuaron en el rostro del anciano.

Movió lentamente la cabeza.

—Esa noticia también es buena para nosotros, Erika. Pensábamos destruir los transbordadores que llegaran y luego quedar a la espera de la astronave. Ahora nos resultará más sencillo. Sólo hay que destruir un artefacto.

CAPÍTULO XI

La “Far Out” esperó al amanecer para tomar tierra en una extensa planicie. Todo resultó perfecto. El sistema de tetracohetes esféricos de desaceleración, frenado aerodinámico de descenso, micromotores de corrección en vuelo-descenso y demás elementos mecánicos y electrónicos de aterrizaje, funcionaron según lo programado.

La gigantesca cosmonave, que con sus motores cohetes movidos por iones podía permanecer años viajando por el espacio, se había posado en el planeta de los hombres salvajes.

Los tres soportes articulados de aterrizaje desplegados. Cada soporte dotado de disco faviforme y los dispositivos hidráulicos especiales.

Por las diferentes rampas de descenso de vehículos rodaron seis malabs. Cada dotación la componían cuatro hombres y el conductor. Vehículos ligeros, de propulsión articulada, dotados de ruedas diseñadas a rayos metálicos curvados que permitían total flexión al contacto con el terreno.

El comandante Dom Lautmer ocupaba uno de aquellos malabs. Al igual que Kurt Blakely. Los hombres dotados del correspondiente cinturón supervivencia y el reglamentario rifle «Strobolt». Dos de los vehículos con cañón desintegrador. Los cuatro restantes con lanzacohetes.

Estaban a pocas millas de distancia del lugar detectado en la explosión del transbordador. Un indicador «Tranx-77» les marcaría fielmente el camino a seguir.

Los malabs emprendieron la marcha.

De la astronave, con gran bullicio y animación, descendieron los alumnos, profesorado y demás componentes de la tripulación.

La distancia que les separaba del transbordador siniestrado fue recorrida por los malabs en menos de una hora. Divisaron el poblado, próximo a los calcinados restos de la nave.

El comandante descendió del vehículo.

Kurt Blakely acudió junto a él.

—Ordene a seis de sus hombres que exploren el poblado. Si alguno de los salvajes opone resistencia que disparen sin contemplaciones.

—Muy bien, señor.

—¡Profesor Wahl! —exclamó Lautmer.

Un individuo descendió de uno de los malabs presentándose ante el comandante.

—Ahí tiene el transbordador, profesor. Tome su equipo e investigue. Quiero conocer con exactitud las causas de su destrucción.

El comandante dirigió nuevamente su mirada hacia Blakely.

—En marcha. Vamos también nosotros a echar un vistazo a tan singular poblado. Cuatro de sus hombres que se queden aquí con el profesor Wahl. El resto nos acompañará.

Avanzaron hacia el poblado.

—No demuestran ser muy hospitalarios —sonrió Kurt Blakely—. Con todo el ruido que hemos hecho y ninguno sale a recibirnos.

Lautmer también sonrió.

—De estar en el pellejo de cualquiera de ellos haría otro tanto.

Los dos hombres rieron ahora a carcajadas.

Uno de los individuos previamente enviados se acercó a Blakely.

—No hay nadie, señor. Han abandonado el poblado. Las huellas conducen a las montañas. ¿Quiere que las sigamos?

Kurt Blakely interrogó con la mirada al comandante.

—No sería mala idea. Tengo deseos de conocer a alguna de esas salvajes. Según la versión de Sturges son...

Dom Lautmer se interrumpió entornando los ojos.

Alguien descendía de la montaña agitando los brazos. Sus gritos, aunque audibles, resultaban incomprensibles.

—Es uno de los salvajes...

—No, Blakely. De serlo no acudiría hacia nosotros llamando la atención. Ordene a sus hombres que no disparen.

—Por todos los... ¡Es Erika...! ¡Erika Harper!

Acudieron también en carrera al encuentro de la mujer.

Erika, jadeante y sudorosa, fue recibida por los brazos de Kurt Blakely, que evitaron que se desplomara.

—¡Erika...! ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué hace vestida así? ¿Dónde están Kaplam y Bartlett?

Ninguna de las preguntas del comandante fue escuchada.

—La astronave... la “Far Out”...

—Tranquila, Erika. —Blakely manipuló en una de las circulares cartucheras de su cinturón—. Estamos aquí para rescatarla. Apuesto que ha visto a la “Far Out” sobrevolar este maldito planeta, ¿verdad? Ahora está a salvo. Tome una píldora de Estylmux. Le devolverá las fuerzas.

Erika tragó maquinalmente la pastilla.

Con crispadas manos aferró los brazos de Blakely.

—La cosmonave... Van a destruir la cosmonave...

—¿Destruir la “Far Out”? —sonrió Lautmer—. ¿Quiénes? ¿Los salvajes?

—No todos son salvajes, comandante. Tienen armas... Una bomba voladora autodirigida... Es de nuestros antepasados...

Blakely y Lautmer intercambiaron una mirada.

—De acuerdo, Erika. Ahora descanse. Nosotros nos ocuparemos de eso. ¿Qué me dice de Kaplam y Bartlett?

—Muertos... La astronave, señor... Si destruyen la “Far Out” quedaremos aquí para siempre... Es necesario que...

—¡Ya basta, Erika! —gritó Dom Lautmer—. Olvide ese absurdo y responda a mis preguntas. ¿En verdad están muertos los dos pilotos? ¿Quién les mató?

—La astronave... No estoy loca, comandante...

—¡Responda, maldita sea!

—Shalaw... él mató a Kaplam y Bartlett... Shalaw, el jefe de la tribu. Ahora me dejaron marchar. Shalaw, él ha conducido a todos los poblados hacia un lugar... durante la noche... Están ya todos reunidos. También está con ellos el Padre de la Sabiduría y los del refugio nuclear. Van a destruir la astronave.

El comandante hizo una mueca.

—Blakely, llévela con el doctor Wairish. Nada positivo sacaremos de sus palabras.

—¿Cómo fue lo del transbordador, Erika? —quiso interrogar Blakely, en un nuevo intento—. ¿Cómo pudo desintegrarse?

—Los salvajes... los salvajes con sus flechas incendiarias...

—¡Lleváosla! —vociferó el comandante fuera de sí—. ¡No quiero seguir escuchando más...!

Una atronadora explosión ahogó la voz de Dom Lautmer.

De inmediato vieron, a lo lejos, elevarse al cielo una gigantesca llamarada. Una columna de fuego que sobresalía de entre las montañas. Una voraz soflama que surgía del lugar de aterrizaje de la “Far Out”.

* * *

Dom Lautmer movía la cabeza de un lado a otro. Repetidamente.

—No puede ser cierto... No puede ser cierto... ¡Inténtelo de nuevo, Blakely! ¡Inténtelo otra vez!

Kurt Blakely siguió tecleando en el radiotransmisor.

—No pierda el tiempo, Blakely —murmuró Erika—. Todo cuanto les acabo de contar es cierto. También yo me negaba a creerlo. Cuando me hablaron de la bomba voladora autodirigida me percaté del peligro. Disponen de armas. No tan mortíferas como las nuestras, pero sí eficaces y destructoras. Lo han demostrado.

—Pero esas armas...

—Ya se lo he dicho, comandante. Embaladas en cajas especiales. En una de las cámaras del refugio nuclear. Depositadas allí por... por nuestros antepasados.

—No... no puede ser verdad... Esto es una pesadilla...

Erika esbozó una sonrisa.

Fijando sus ojos en la columna de fuego cada vez más cercana observó:

—Ahí tenemos la respuesta, comandante. Pronto contemplará la “Far Out” convertida en retorcidos hierros.

El malab donde viajaban Lautmer, Blakely y Erika avanzaba a la mayor velocidad de que era capaz. El conductor, nervioso y alucinado por la narración que había escuchado de boca de Erika, realizaba torpes maniobras por aquel desconocido y accidentado terreno.

Tras él iban los otros vehículos.

Descubrieron la extensa planicie. Y sobre aquella llanura la “Far Out”. Lo que quedaba de ella.

El fuego continuaba voraz. Aún se escuchaban algunas explosiones. La bomba había alcanzado sin duda alguna en el bastidor principal partiendo en dos la astronave. Los dos extremos se elevaron chocando entre sí.

Ahora era un deforme amasijo de hierro y fuego.

Había supervivientes.

Muy pocos quedaron en el interior de la cosmonave. Querían pisar aquel planeta desconocido. Sólo los que permanecieron cerca de la “Far Out” en el momento de la explosión parecieron calcinados.

Hombres y mujeres corrieron desesperados hacia los malabs, conscientes de haber quedado aprisionados para siempre en aquel planeta salvaje.

CAPÍTULO XII

Habían abandonado la isla utilizando varias bullboat.

Shalaw, Tisha, Erika, Snake, sus hijos, nietos... Todos salieron de la misteriosa isla ya casi envueltos en las sombras de la noche. Richard llegó con varios caballos. Se dividieron en dos grupos. Shalaw partió acompañado de Alfred y Anthony, con la misión de alertar y agrupar a los hombres del bosque y las montañas para que abandonaran sus poblados.

Con el amanecer del nuevo día acudieron al lugar de Cita acordado con el Padre de la Sabiduría.

Estaban en la ladera de una arbolada montaña. Y desde allí contemplaron cómo la gigantesca astronave se decidía por fin a tomar tierra.

—¿Cuál has dicho que era su nombre, Erika?

—“Far Out”.

—Una magnífica cosmonave —asintió Snake, entornando los ojos, remarcando las arrugas de su rostro—. Afortunadamente se trata de una nave-escuela, de investigación y aprendizaje, sin equipo interceptor bélico, ¿me equivoco?

—¿Qué quieres decir?

El anciano esbozó una sonrisa.

—En la isla hay un silo subterráneo con un sistema de cohetes de cabeza nuclear ya inutilizado; pero sí en funcionamiento el proyector autónomo de bombas voladoras. De poca capacidad destructora, aunque suficiente para aniquilar la cosmonave. La he programado. Es muy sencillo. La bomba voladora está equipada de sistema de radar propio y autoguiado activo. Ya ha detectado el calor emitido por los motores de la “Far Out” desde el momento en que entró en la atmósfera terrestre, sólo he tenido que presionar el computador para que todo entre en funcionamiento. Actuará una hora después de la toma de tierra. Proyectado contra la “Far Out”.

Erika movió la cabeza nerviosamente.

—No... no lo hagas, Snake. Prometo que os dejaremos en paz. A nuestro regreso a Forzis les convenceré de que no realicen incursiones contra vosotros ni...

—No sigas, Erika. Ni tú misma crees esas palabras. Soy el guardián de la Tierra. No puedo consentir vuestras futuras expediciones. Marcha con los tuyos.

—¿Puedo... puedo irme?

—Por supuesto, Erika. Ya te será imposible advertirles con tiempo del peligro.

Erika no esperó más. Desesperada por la amenaza que se cernía sobre la “Far Out”, emprendió veloz descenso de la montaña.

Anthony chasqueó la lengua al contemplar la marcha de la mujer.

—No has hecho bien, padre. Informará a los suyos de nuestras fuerzas.

—¿Fuerzas? —sonrió el anciano, amargamente—. ¿Qué fuerzas? Sólo nosotros, los del refugio, podríamos emplear las armas del depósito. ¿Imaginas a las tribus empuñando rifles de superprecisión? No habrá batalla. Espero convencerles de ello.

—Son orgullosos, padre. Y crueles.

—Lo sé, Anthony; pero la destrucción de la nave les hará recapacitar. Ya falta poco, ¿verdad?

Anthony asintió en silencio.

—Sí.

Ya faltaba poco para el gran espectáculo. Desde aquel promontorio podían presenciarlo sin necesidad de visorcular. La llamarada de la explosión se elevaría sobre la planicie.

Las alegres risas de Shalaw y Tisha hicieron desviar la mirada del anciano.

—Parece que la pequeña Tisha ha encontrado pretendiente...

—Tu hija ya no es pequeña, Anthony —dijo Snake—. Teníamos una venda en los ojos. Tisha es ya toda una mujer. En cuanto al pretendiente... la tribu de Kamar es una de las más nobles de los Hombres de la Montaña. Y Shalaw el más fiel exponente de su estirpe. Voy a hablar con Tisha. Quiero despedirme.

—¿Despedirte?

—Sí, Anthony. Sospecho que mi reinado de Padre de la Sabiduría llega a su fin.

—No digas tonterías.

—Inicia los preparativos, hijo. Vamos hacia la llanura. Quiero estar allí cuando regrese la expedición que partió hacia el poblado de Shalaw.

Minutos más tarde procedían al descenso de la montaña. En algunos tramos la pronunciada pendiente hacía necesario el desmontar y guiar los caballos. Fue a mitad del descenso cuando se originó la violenta explosión. Un atronador estruendo que hizo retumbar las entrañas de la tierra.

—¡Dioses...! ¿Qué ha sido eso?

Tisha sonrió levemente por el brusco respingo acusado en Shalaw. Lo percibió dado que compartían un mismo caballo. Ladeó la cabeza para dirigirle una tranquilizadora mirada.

—El gran pájaro de fuego ha sido destruido, Shalaw.

—¿Y los monstruos? ¿Ellos también?

—No, Shalaw. Muchos estarán con vida.

—Entonces lucharemos. Todas las tribus están dispuestas a seguirme.

El bello rostro de Tisha se ensombreció. Desde su conversación con su abuelo comprendía el peligro que se cernía sobre ellos. Si no lograba convencer a los invasores sí habría batalla.

Shalaw sujetó las riendas con la zurda. Su mano derecha acarició los sedosos cabellos de Tisha. La deslizó por los desnudos hombros para seguidamente abarcar la cintura de la muchacha. La presionó contra sí.

—No temas, bella Tisha. Yo te protegeré.

Tisha tomó aquella poderosa mano entre las suyas. La besó para luego posarla sobre sus desnudos y erguidos senos, permitiendo que Shalaw los aprisionara acariciador.

Cabalgaban rezagados del grupo.

Y Tisha acentuó aún más la distancia al detener el caballo y desmontar. Se tendió entre unos arbustos, en espera de Shalaw, que de inmediato acudió sobre ella. Le recibió impaciente, deseosa de que la voluptuosidad le hiciera olvidar las pesimistas y fatídicas palabras de su abuelo.

* * *

Dom Lautmer gritó aún más por el microvoz que pendía de su cuello.

—¡No es momento de histerismos...! ¡Silencio y escuchadme! Nos han condenado a vivir en este planeta. Un planeta del que dicen somos oriundos, pero eso no importa ahora.

—¡Tenemos que salir de aquí...! ¡Comunicad con los nuestros! ¡Éste es un planeta salvaje que...!

—¡Silencio! —vociferó el comandante alzando los brazos—. ¡Nada se puede hacer! Todos sabemos que es imposible establecer contacto con la lejana Forzis. Esta maldita tierra va a ser nuestro hogar y haremos lo posible por sobrevivir. Desde ahora impongo el estado de Emergencia-Uno. Cualquier desobediencia a mis órdenes será castigada con la muerte. Tenemos que organizamos para...

Dom Lautmer, que arengaba subido a uno de los malabs, fue el primero en divisar el lejano punto. Una nube de polvo que, paulatinamente, iba aumentando de tamaño. Su mutismo también hizo acallar las voces de los allí reunidos. Siguieron su mirada.

—Debe ser el Padre de la Sabiduría —murmuró Erika—, que permanecía junto al comandante.

Kurt Blakely y algunos de sus hombres manipularon en los rifles.

—Ningún disparo, Blakely. ¡Que nadie dispare!

Eran tres jinetes.

Snake y dos de sus nietos.

El grupo de hombres y mujeres que se congregaban alrededor de los malabs abrió paso formando pasillo a los recién llegados.

Sólo el anciano desmontó al llegar junto al malab del comandante. Después de dedicar una sonrisa a Erika, fijó sus ojos en Dom Lautmer.

—Te supongo ya informado de todo, ¿no es cierto?

—Sí, lo estoy —respondió Lautmer, secamente.

—Bien. Entonces, tú y todos vosotros —habló el anciano con voz potente— comprenderéis que vuestro destino es habitar en este planeta. Podemos convivir en paz o en guerra. Eso dependerá de vosotros.

—¿Te atreves a desafiarnos? ¿Tú y tus salvajes?

—No, comandante. Una guerra entre nosotros, ahora, aniquilaría... por segunda vez la vida en la Tierra. Mis salvajes están acostumbrados a esta tierra, pero no vosotros. Aun saliendo victoriosos sucumbiríais al poco tiempo. Veo pocas mujeres... —Snake trazó una semicircular mirada—. Debes cuidarlas para proteger la especie. Un gran río divide las tierras fértiles. Todos los salvajes se han agrupado al sur. El norte queda para vosotros.

—¿Por qué no el sur?

El anciano sonrió, en amarga mueca.

—¿Crees que es mejor? Te equivocas, comandante. El norte ya está cultivado. Poblado de árboles frutales. Os lo hemos cedido conscientes de vuestra dificultad para aclimataros; pero si prefieres el...

—De acuerdo, anciano. El norte para nosotros. ¿Alguna cosa más?

—Si queréis ayuda, solicitadla; pero nunca por la fuerza. Responderíamos de igual forma.

—Si uno de tus salvajes cruza el río y penetra en las tierras del norte se convertirá de inmediato en nuestro esclavo.

—Siguen las viejas costumbres...

—¿Qué quieres decir?

—Nada, comandante. Simplemente recordaba. Adiós y suerte.

—¡Un momento! —Erika descendió del malab—. ¡Yo voy con vosotros!

Dom Lautmer bizqueó.

—¿Te has vuelto loca?

—No, comandante. Prefiero estar con ellos. Con los salvajes. En la zona sur. Si es que ellos me admiten...

El anciano no dudó en la respuesta.

—Siempre que respetes nuestras leyes, Erika.

—Lo haré.

—Entonces serás bien recibida.

—¡Erika! —gritó el comandante al ver que Erika montaba sobre uno de los caballos—. ¡No lo hagas!

Richard, uno de los nietos del anciano, ayudó a la mujer a montar. También Snake trepó ágil al caballo.

Se alejaron lentamente.

Dom Lautmer contempló la marcha con ojos centelleantes de ira.

—¡Todos preparados para salir! —gritó el comandante, transcurridos unos minutos—. ¡Hacia el norte! Blakely...

—¿Sí, señor?

Lautmer entornó los ojos, dirigiendo una mirada a la lejana nube de polvo rojizo.

—No podemos permitir la traición de Erika, Blakely. Lánzales una granada.

Kurt Blakely sonrió.

—Esperaba anhelante la orden, señor. Y podemos incluso iniciar ya la invasión de las tierras del sur.

—No. Aún es pronto para eso —murmuró el comandante—. El anciano tiene razón. Tenemos primero que aclimatarnos. Ya llegará el momento de adueñarnos de toda la tierra fértil. Lo importante ahora es silenciar a Erika. No debe comentar con los salvajes nuestras debilidades.

Kurt Blakely manipuló en el rifle multifuego. Por el visor enfocó al grupo de lejanos jinetes.

Apretó fríamente el disparador.

EPÍLOGO

La granada no les alcanzó de lleno, aunque sí al caballo más rezagado. El montado por Erika y Richard. También la onda explosiva derribó al anciano. Justo cuando ya dejaban atrás la planicie y llegaban al bosque.

De él salieron Shalaw, Tisha y los demás.

—¡Abuelo...! ¡Abuelo...!

—Pequeña Tisha... no debes permanecer aquí —dijo Snake, con voz apenas audible—. Marcha con Shalaw. Los dos solos. Más allá de las montañas, más allá de las Colinas Negras, encontrarás un lugar donde vivir...

—Padre...

El anciano desvió la mirada hacia Alfred y Anthony, que también habían acudido a su lado.

—Nada se puede hacer por mí, Alfred. Me han destrozado... Te encomiendo la defensa de las tribus. Agrúpalas y estad siempre alerta. Ellos tienen algunas armas... suficientes para imponer el terror. Combatidles con las del refugio... enseñad a los salvajes... No hay otra solución, hijo. Luchad... o pereced...

También Erika estaba agonizando. Tenía reventado el vientre. Se sujetaba los intestinos con ambas manos.

—Shalaw... Shalaw...

—Aquí estoy, Erika.

La mujer forzó una sonrisa.

—Erika... Me has llamado Erika... Gracias, Shalaw... Un bello recuerdo para el viaje sin retorno. Me hubiera gustado... Shalaw... Shalaw...

—Ha muerto, Shalaw.

—Sí, Tisha —asintió Shalaw, incorporándose—. Ha muerto.

—¿Quieres venir conmigo? Mi abuelo dijo que...

—Escuché sus palabras. Sí, Tisha. Iré contigo en busca de nuevas tierras. Muy lejos de aquí.

Tisha se despidió, emocionada, de su padre y hermanos, consciente de que era un adiós definitivo.

Seguidamente montó a caballo, imitada por Shalaw. Emprendieron veloz galope. Durante horas cabalgaron sin descanso, sin hablar, como deseosos de alejarse cuanto antes de aquella zona. Sólo cuando los rayos del sol cayeron perpendiculares detuvieron la marcha al cobijo de unos árboles, en un paradisíaco remanso.

—Seguiremos cabalgando más allá de las Colinas Negras. Mi abuelo habló de nuevas tierras.

—No comprendí todas sus palabras, Tisha. Mencionó dos... dos superpotencias. ¿Qué es eso?

La joven sonrió.

—Pues... imagina dos grandes poblados. Dos poderosas tribus, enemigas entre sí. Orgullosas de su poder se enfrentan y terminan por aniquilarse mutuamente. Eso ya ocurrió hace muchos años. De ahí que mi abuelo nos impulsara a marchar y crear nuestro propio pueblo. Un nuevo poblado. La tribu de Shalaw.

—Tú y yo...

—Sí, Shalaw.

La muchacha se reclinó sobre el poderoso pecho de Shalaw. Agradeció la protección de sus fuertes brazos.

Permanecieron en silencio, arrullados por el canto de los pájaros.

—Tisha...

—¿Sí?

—En esa historia antigua... cuando los dos grandes poblados se aniquilaron... ¿qué ocurrió con los poblados pequeños?

Tisha prefirió no responder.

 

F I N

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