CAPÍTULO PRIMERO
Reinaba un gran bullicio en el poblado
de los hombres de la montaña. Ya todo estaba preparado para la ceremonia de
esponsales. Shalaw, hijo del jefe de la tribu, se unía a la bella Lyla.
Todas
las cabañas habían sido engalanadas con las flores de la fertilidad. El gran
banquete dispuesto. Carne y fruta en abundancia. Comida para saciar a todos los
invitados llegados de los poblados vecinos. También las tinajas repletas de
excelente vino.
La que
iba a ser cabaña de los futuros esposos, adornada con infinidad de presentes.
Las
mujeres del poblado elevaban sus cánticos rituales para solicitar de los dioses
bondadosos el beneplácito a la unión. Los hombres danzaban al frenético ritmo
de los tambores, siendo imitados por los niños, que en vano intentaban repetir
los acrobáticos saltos.
En el
interior de la cabaña del jefe Kamar no parecía reinar la alegría. Tampoco se
reflejaba en el rostro de los que compartían su mesa.
—¿Dices
que llegaron del cielo?
Hakan,
jefe del poblado de los hombres del bosque, movió afirmativamente la cabeza.
—Así
fue, Kamar. Lo vi con mis propios ojos. Era como un gigantesco pájaro de fuego.
Yo cabalgaba hacia las tierras de Tukaro. Había compartido el pan con Salamo.
Me separaba muy poca distancia del poblado cuando vi el pájaro de fuego surgir
de entre las nubes más altas. Con gran estruendo se posó sobre la tierra. Yo
escapé cobardemente. Cuatro días más tarde, a mi regreso de Tukaro, pasé por el
poblado de Salamo. Estaba convertido en cenizas. Hombres, mujeres y niños
perecieron. Muy pocos lograron salvar la vida.
—¿Llegaste
a hablar con alguno de los supervivientes?
La
pregunta había sido formulada por Shalaw, el joven hijo del jefe Kamar.
—Lo hice,
Shalaw. Escuché palabras que estremecieron mi cuerpo. Dos monstruos
descendieron del pájaro de fuego. Buscaban a las mujeres del poblado. A las más
jóvenes y bellas. Durante dos días permanecieron en el poblado. Forzando a las
mujeres y sometiéndolas a actos propios de las bestias. Bebían con gran placer
el vino y comían la carne previamente convertida en pulpa.
—¿Y los
hombres de Salamo? ¿Por qué no acabaron con ellos?
Hakan
entornó los ojos, fijando su mirada en Shalaw.
Un
hombre joven. Fuerte. Sus músculos destacaban al menor movimiento. El largo
pelo negro que le caía sobre los hombros delataba también su fortaleza. De su
vestimenta de piel de lobo, en la trenzada funda que pendía de la cintura,
colgaba una espada de ancha y cortante hoja.
—Te he dicho
que eran dos monstruos, Shalaw.
—Yo me
he enfrentado a los monstruos de los pantanos, Hakan. Las pieles que tiendo
sobre mi loggia pertenecían a fieras de las tenebrosas Colinas Negras. Y para
llegar a ellas, en mi cabalgar de meses, tuve que enfrentarme a sobrenaturales
peligros.
—Esos
monstruos escupen fuego por unos tubos. Fuego aniquilador. Nada se podía hacer
contra ellos.
—También
yo he oído hablar de eso —dijo otro de los allí reunidos—. Hace ocho meses. En
la tribu de los hombres del mar. Tres hombres descendieron de un pájaro de
fuego y arrasaron los poblados de la costa.
—¿Hombres
o monstruos? —inquirió Shalaw, con leve sonrisa burlona.
—Me
hablaron de hombres.
—Si son
hombres no les tengo miedo.
—Haces
mal en olvidar la prudencia, hijo —recriminó el jefe Kamar—. Un día ocuparás mi
puesto. Por encima del valor debe estar la prudencia. Las tribus que forman
nuestra tierra viven en paz y ayuda mutua. Las cercanas al mar nos suministran
su pescado. Nosotros les ofrecemos carne. El trigo y cereales son sembrados por
los hombres del bosque... Todos somos como hermanos. El jefe de cada tribu es
hombre adornado en la prudencia.
—De
poco le sirvió a Salamo.
—Hay
más poblados atacados —advirtió Hakan—. Dada la distancia que nos separa no he
podido comprobarlo, pero se dice que poblados de los Fríos Eternos han dejado
de existir.
—El
miedo o la superstición desatan las lenguas.
—Yo no
opino así, Shalaw. Hace meses que carecemos de noticias de los hombres
moradores de las zonas de los Fríos Eternos.
Shalaw
denegó con enérgico movimiento de cabeza.
—Si en
verdad nos amenazara un grave peligro hubiéramos sido alertados por el Padre de
la Sabiduría. Él es el gran conocedor de todo lo visible e invisible, luz en
las sombras y...
El
retumbar de los tambores fue en aumento hasta ahogar las palabras de Shalaw.
Cesó de súbito para ser reemplazado por el suave sonido de las flautas.
Kamar
se incorporó sonriente.
Alzó su
vaso de negro vino.
—Amigos...
olvidemos las preocupaciones. Hoy es un día de alegría y fiesta en mi tribu. Mi
corazón rebosa de felicidad que deseo hacer llegar a todos vosotros. A todos
cuantos os habéis dignado acompañarnos en la ceremonia nupcial. Gracias por
acudir desde vuestras lejanas tierras.
Vaciaron
los vasos.
Shalaw
fue el primero en abandonar la gran cabaña.
El
sendero que conduce a la cueva de las ceremonias había sido alfombrado de
flores y hojas. Todos los componentes del poblado e invitados de otras tribus
se situaban a ambos lados del camino.
Las
cabañas del poblado, la mayoría de ellas de adobe y corteza de olmo, se
emplazaban en semicírculo al cobijo de la alta montaña dentro de la cual
destacaba la cueva de las ceremonias. Algo distante se situaba la empalizada de
estacas donde se guardaba el ganado.
Shalaw
avanzó por el sendero de flores.
Se
detuvo junto a una de las cabañas.
Las
flautas dejaron de sonar para nuevamente retumbar el estruendo frenético de los
tambores.
Una
muchacha salió de la cabaña.
Su
aparición hizo silenciar los tambores.
Shalaw
entornó los ojos, como si le molestaran los perpendiculares rayos del sol que
con fuerza iluminaban el día. Era Lyla la que hacía eclipsar el sol con su
radiante belleza. Sus azules ojos. El ligero saliente de sus pómulos. La nariz
pequeña. Los labios carnosos... Un rostro perfecto coronado por sedosa mata de
rubio cabello que caía majestuosamente sobre sus desnudos hombros.
Caminó
lentamente al encuentro de Shalaw.
Unieron
sus manos.
Los
largos cabellos de Lyla semiocultaban sus senos. Unos pechos breves y erectos.
Duros. De puntiagudo pezón, que se abría paso entre los rubios hilos de seda.
La cimbreante cintura también al descubierto. Toda su piel uniformemente
bronceada. Su vestimenta se limitaba a una corta falda, que, ceñida poco más
abajo de la cintura, ni tan siquiera le llegaba a las rodillas. Unos mocasines
con una cinta de cuero que subía por sus tobillos.
El
sacerdote ya les esperaba ante la piedra de los rituales. Sobre aquel altar se
ofrecía a los recién nacidos a los dioses del Bien, las jóvenes teñían la
piedra con su primera sangre de mujer, los muchachos se convertían en hombres
depositando la piel de una fiera salvaje, allí se unían en ceremonia nupcial...
y sobre aquella misma piedra se elevaban plegarias por los difuntos.
Vida,
muerte, alegría, dolor... Diferentes ritos a celebrar en la cueva de las
ceremonias.
Shalaw
y Lyla se detuvieron frente al altar.
El
sacerdote elevó los brazos al cielo.
Y fue
entonces cuando descubrió, surgiendo de entre unas nubes, aquella especie de
gigantesco pájaro de fuego.
CAPÍTULO II
La nostalgia y el tedio eran cada día
más notorios en la astronave escuela “Far Out”. Tripulación, profesorado y
alumnos lo acusaban. Llevaban tres años fuera de casa y todavía faltaban dos de
periplo para iniciar el regreso al hogar.
El
programa de la Sección del Ocio hacía todo lo posible para suministrar variadas
distracciones a los componentes de la “Far Out”; pero la mayoría de ellos en
especial los cadetes, ya se decidían por las drogas para proporcionarse sus
propios paraísos artificiales.
La
clase de geología cósmica también había transcurrido larga y rutinaria para la
profesora Erika Harper.
Estaba
deseando terminarla.
—¿Alguna
pregunta?
Uno de
los alumnos pulsó la tecla de su videoaudio.
—Adelante,
Millay. ¿Cuál es tu pregunta?
El
muchacho se inclinó sobre el micro.
—Más
que pregunta es una duda. Estamos en un sistema planetario distinto al nuestro.
El llegar hasta aquí ha supuesto un viaje de dieciocho meses. Ahora estamos
detenidos en el espacio, estudiando determinados planetas del sistema. Sus
características, atmósfera, especimenes y demás. Serán dos años de
investigación. Considero ridículo estudiar planetas desconocidos, pese a estar
incluidos en nuestra propia galaxia. Hay planetas de nuestro sistema que todavía
no han sido pisados por el hombre. ¿Por qué desplazarnos hasta aquí? No lo
comprendo y dudo de lo positivo de esta misión de aprendizaje.
Erika
Harper parpadeó.
Aquella
pregunta, digna de ser formulada por un idiota, la había hecho Siggy Millay, el
alumno de mayor coeficiente de inteligencia del grupo.
—Tienes
veinte años —dijo Erika, desviando la mirada de la pantalla. Prefirió fijar sus
ojos en la cabina del alumno—. Estás en período de formación hasta los treinta.
Destinado al servicio nacional de cosmonautas. Como todos tus compañeros aquí
presentes. Cinco años de encierro en una astronave que cruza el espacio de un
sistema a otro, el estudio de los planetas y otros incidentes a los que nos
hemos enfrentado forman valioso aprendizaje que te será muy necesario para tu
futuro de cosmonauta. Poco importan los desolados planetas que encontramos a
nuestro paso. Nada vamos a sacar de ellos. Te estás formando, Millay. No te
preocupes por los inexplorados planetas de nuestro sistema. Tendrás tiempo para
conquistarlos.
Las
risas de los demás alumnos, aunque no audibles por mantener cerrados sus
micrófonos, hicieron crispar las facciones de Siggy Millay.
Erika
Harper tecleó una línea del panel que significaba el final de la clase. Fue
ella la primera en abandonar la sala.
Sin
salir del Módulo Doméstico acudió a la sección de dormitorios abriendo la
puerta de uno de los habitáculos.
El
hombre que estaba en el interior de la estancia giró con rapidez tratando de
ocultar algo.
—Suitz...
¿Qué haces aquí?
Suitz
Bartlett, ayudante de vuelo en los transbordadores, sonrió ante la presencia de
la mujer.
—Te
esperaba, Erika. Perdona que haya entrado en tu cámara, pero tengo algo
fabuloso que contarte. ¿Recuerdas la historia de Salkow?
—¿La
del planeta habitado por primitivos?
—Es
cierta, Erika. No le dimos crédito, pero es cierta. Se la contó también a Slim
Kaplam, ¿no es verdad?
Erika
presionó el botón que hacía brotar del suelo el sofá-cama. Se dejó caer
ahogando un suspiro.
—Oh,
sí... Lo recuerdo. Salkow... contaba la historia como un gran secreto. No
quería que se corriera la voz de su extraordinario descubrimiento. Temía que
acudiéramos todos al planeta salvaje en nuestras salidas de recreo.
—Vamos
a ir, Erika. Tú, Slim y yo.
—No
contéis conmigo.
—¿Por
qué no? Mañana se inicia tu semana de recreo exterior. Teníamos proyectado
salir juntos.
—No a
ese planeta. Prefiero el que visitamos el mes pasado. Tenía una atmósfera
favorable para nosotros y su gravedad nos permitía suprimir los trajes
especiales.
—Esas
características también se encuentran en el planeta de los primitivos, Erika.
Erika
parpadeó.
Dirigió
una inquisitiva mirada a Bartlett, dudando de tomar en serio sus palabras.
—¿Le
has creído? ¿Has dado crédito a la ridícula historia de Salkow? Es todo
fantasía de su mente calenturienta. Hombres y mujeres de piel blanca, de largos
cabellos, de dentadura fuerte y perfecta... ¡Fantasías!
—Slim
Kaplam sí le hizo caso. Aprovechó su salida para ir al planeta.
Erika
rió divertida.
—Ahora
lo comprendo. Y Slim Kaplam le sigue el juego. También él se regocijó con las
bellas salvajes de duros pechos y torneadas caderas, ¿verdad? De seguro también
a mí me gustaría gozar con uno de esos atléticos hombres.
—Existen.
—Déjame
en paz —replicó la mujer borrando la sonrisa de su rostro—. Estoy cansada.
Busca otra compañera para tu semana de recreo exterior. Yo, posiblemente, me
quede en la “Far Out”. Prefiero una píldora de sexoína a deambular por planetas
desolados.
Suitz
Bartlett sonrió descubriendo lo que había ocultado al entrar la mujer. Era un
microproyector.
—Aquí
está la prueba, Erika. Existen los primitivos. Puede parecer un planeta
desolado, aunque no en su totalidad. Una zona, una amplia franja, está cubierta
por vegetación. Slim Kaplam fue en compañía de Sturges sobrevolaron el planeta.
Al principio creyeron ser objeto de una burla de Salkow, pero descubrieron la
zona habitada. Slim conectó el transmisor de imágenes filmando el poblado... y
a sus habitantes. Estaba visionando la película cuando tú llegaste. Ya la he
visto un centenar de veces... Es... es excitante.
Erika
se había incorporado del sofá precipitándose hacia el microproyector. Con
ademanes nerviosos pulsó la palanca de reproducción de imágenes. Los segundos
de rebobinado de la cinta para empezar por el primer fotograma resultaron
interminables para la mujer.
—Si es
una de tus bromas no te lo...
Erika
enmudeció.
Agrandó,
incrédula, los ojos.
En la
iluminada pantalla aparecieron las primeras imágenes.
Kaplam
y Sturges, con sus plateados trajes y yelmos de vidrio, avanzando hacia el
poblado. Ya eran visibles sus moradores. Hombres y mujeres semidesnudos. Con
vestimenta de pieles y toscas telas. Las mujeres con los pechos al descubierto.
Protegidas únicamente con cortas faldas. También los hombres se cubrían con
taparrabos, aunque algunas de las pieles se sujetaban sobre uno de los hombros
ocultando parte del torso.
Hombres
musculosos de largos cabellos. De blanca piel. Facciones perfectas...
El
transmisor de imágenes había sido programado para seguir a Slim Kaplam. Y éste
corría hacia una de las muchachas del poblado. Le atacaron tres de los salvajes
con toscas lanzas. Kaplam los desintegró con su atomizador. También Sturges
disparaba sobre un grupo de atacantes. Aquellos rayos de fuego sembraron el
terror de los moradores del poblado. Se incendiaron varias cabañas. Todos
emprendieron desesperada huida. Kaplam y Sturges continuaron disparando hasta
diezmarles.
Slim
Kaplam había atrapado a una de las nativas arrastrándola brutalmente hacia el
interior de una choza. Sturges igualmente logró retener a una de las jóvenes.
Una bella muchacha de senos altos y puntiagudos, de negros cabellos. Se
abalanzó sobre ella. Allí mismo, en el centro del poblado, la poseyó
brutalmente, ajeno a los gritos y súplicas de piedad, enloquecido por aquella
extraordinaria belleza. También se escucharon gritos procedentes de la cabaña.
Kaplam
fue el primero en terminar. Apareció bebiendo de una vasija de arcilla. Un
líquido negruzco que le caía por la barbilla. Llamó a gritos a Sturges. Éste
también había culminado la violación de la joven. Bebió el líquido ofrecido por
Kaplam.
Vaciaron
el recipiente. Riendo y vociferando, Sturges pasó a la cabaña mientras que Slim
Kaplam avanzaba hacia la muchacha que todavía yacía sobre la polvorienta
tierra.
De
nuevo los gritos femeninos. Las súplicas. El desesperado implorar a los
dioses...
La
filmación terminaba con Kaplam y Sturges penetrando en el transbordador.
Dejando tras de sí calcinados cadáveres y un poblado semidestruido.
—¿Qué
te ha parecido? —sonrió Bartlett, divertido por la mueca de estupor reflejada
en Erika—. Apasionante, ¿eh?
La
mujer tardó en reaccionar.
—Es...
es increíble, Suitz... Hablan nuestro idioma. Un lenguaje primitivo y con
arcaísmos, pero es el nuestro. ¿Cómo es posible?
—También
nosotros nos hemos formulado esa pregunta. Nuestras primeras incursiones por el
espacio se remontan siglos atrás. Puede que una de las naves pioneras llegara
hasta aquí. En la historia de la conquista del espacio hay casos de cosmonautas
desaparecidos de los que jamás se volvió a tenerse noticias. Imagina a una de
nuestras naves aterrizando en ese planeta, una pareja de astronautas.
—¿Insinúas...?
—¿Por
qué no? —sonrió Bartlett—. Puede que sean los descendientes de uno de los
nuestros o recibieron nuestra visita. Sólo así se explica que farfullen nuestro
idioma. También son de parecido físico. Bueno... parecido a nuestros
antepasados. De seguro así seríamos nosotros de no vivir en ciudades
subterráneas, consumiendo píldoras y alimentos hidropónicos, carentes de todo
ejercicio físico, con soles artificiales y un sinfín de adelantos producto de
nuestra avanzada civilización. Ellos son salvajes, Erika. Viven en contacto con
la naturaleza. No han evolucionado. Nuestros orígenes ni tan siquiera se
remontan a tan arcaico estado.
—El
profesor Bolkan tal vez nos aclarara algo.
—Todo
este sistema planetario fue investigado hace una década por la astronave
"Stribolt". Aterrizó y tomó muestras. No había seres humanos.
Ciertamente hizo un trabajo rutinario. Si se hubieran molestado en sobrevolar
todo el planeta con un transbordador hubieran descubierto a los salvajes.
Afortunadamente para nosotros no fue así.
—¿Afortunadamente?
—Por
supuesto, Erika. Vamos a mantener el secreto. Si el comandante Lautmer
sospechara algo... ¿Imaginas su reacción? Nuestro Gobierno siempre ha sido muy
propenso a la... protección. Esas bellas salvajes y los musculosos hombres
serían donados a la Ciencia para su investigación. Nuestros altos cargos solicitarían
su correspondiente nativa, las damas de elevada meritocracia se disputarían los
salvajes, se sortearían entre nuestra hedonista sociedad... No, Erika. No vamos
a decir absolutamente nada. Ni tan siquiera comentarlo con el profesor Bolkan.
Será un secreto entre nosotros.
Erika
asintió. Con maliciosa sonrisa de complicidad.
—Es lo
más prudente. Incluso sería aconsejable destruir la película. Si los servicios
de Seguridad de la “Far Out” la encuentran...
—Tienes
razón. Voy a...
—¡No,
espera! —exclamó Erika impidiendo que accionara la tecla de borrado—. Ya lo
haré yo.
Suitz
Bartlett sonrió, atrapando la cintura de la mujer.
—Comprendo.
Quieres verla una vez más, ¿no es cierto? Te ha excitado. Es lógico. También me
ocurre a mí. Supongo que habrás cambiado de opinión y me acompañarás mañana.
—Por
supuesto. Como bien dices, será una visita... excitante.
—No soy
tan atractivo como uno de esos salvajes, Erika; pero podemos pasar un buen rato
juntos...
La
reclinó sobre el sofá. Acompañando sus besos de audaces caricias de inmediato
correspondidas por Erika.
Suitz
Bartlett accionó el pulsador que abatía el respaldo del mueble convirtiéndolo
en vibradora cama.
Procedió
a desvestirse deslizando el zipper del uniforme.
Erika
le contempló en silencio.
Ciertamente
distaba mucho de uno de aquellos hombres primitivos que aparecían en el filme.
Tenía la cabeza rapada. Los característicos ojos diminutos de la raza. Al igual
que la pigmentación verdosa de la piel. Carne fláccida de blandos músculos.
Nariz de anchos orificios. La boca, al reír, descubría las vacías encías. Ni un
solo diente.
Suitz
Bartlett, totalmente desnudo, ofrecía un lamentable aspecto al compararse con
cualquiera de los hombres del planeta habitado. Aquella glauca piel carente por
completo de vello, la fofa carne...
Erika
desvió la mirada temiendo que leyera sus pensamientos. Cuando comenzó ella a
desnudarse sospechó que por la mente de Suitz Bartlett pasaba igual
comparación.
También
Erika era muy diferente a las nativas del planeta salvaje. La ausencia de pelo
en la cabeza descubría un ligero abultamiento craneal posterior. Los ojos, sin
la más leve sombra de cejas, carecían igualmente de pestañas. La boca acusaba
la falta de dientes doblando hacia el interior los labios.
Su
piel, aunque verdusca, no alcanzaba el elevado tono que se reflejaba en
Bartlett. Los senos femeninos eran dos pequeños salientes de blanda carne y
atrofiado pezón. El vientre ligeramente curvado. La cintura ancha, casi en
línea con el inicio de las caderas.
Erika
era una mujer bella. Extraordinariamente hermosa y seductora. Sólo que al
compararla con las muchachas del planeta salvaje quedaba convertida en un
monstruo.
Erika y
Bartlett.
Dos
monstruos.
La
mujer dejó de pensar en todo aquello. Suitz Bartlett ya estaba sobre ella,
reanudando sus caricias. Sólo en el momento de ser penetrada, con los ojos en
blanco y el rostro encendido de placer, imaginó ser poseída por uno de aquellos
velludos y musculosos hombres del planeta salvaje.
CAPÍTULO III
“Far Out” permanecía inmóvil en el
espacio. Como si hubiera echado anclas al vacío. En aquel punto había sido
programada una permanencia de ocho meses para el estudio de los planetas;
aunque a decir verdad poco tenían que investigar. Todo aquello era rutina.
Prácticas obligadas a todos los cadetes que en el futuro servirían en la Office
Cosmo Intelligence.
Otros
cadetes más afortunados realizaban sus prácticas en naves no interplanetarias,
dentro del sistema planetario propio, con la posibilidad de mensuales retornos
a casa.
El ser
destinado a la “Far Out” significaba cinco años de ausencia. Cinco años de
internamiento en aquella gigantesca cosmonave.
Para
los reclutas no existía la prerrogativa de poder salir de la “Far Out” en los
transbordadores. Aquello sólo estaba destinado a los oficiales, pilotos y
profesorado. Ni tan siquiera desplazarse a realizar prácticas a los planetas.
Todo el estudio se efectuaba mediante el envío de sondas, simulacros de vuelo y
ejercicios en el duplicador de mandos.
El
profesor Wess Sheffier estaba finalizando una de las clases práctico-teóricas
de recuperación, en una cabina fiel reproducción a la del Módulo de Mando, con
cuatro alumnos; ninguno de ellos torpe, pero sí carentes de interés. De ahí
aquella sesión de recuperación.
Uno a
uno fueron señalando los diferentes mandos e instrumentos del panel explicando
la función a desarrollar. Indicadores de presión, orientación, temperatura,
cantidad de oxígeno, orientadores de vuelo...
—Bien.
Espero que hayan quedado definitivamente fijos todos los conceptos. Pueden
retirarse.
—Profesor...
—¿Sí,
Millay?
—El
hiperordenador está programado para conducir automáticamente la cosmonave. Sin
el menor error, ¿no es cierto?
—Correcto.
—Entonces
considero ridículo arriesgarme a una conducción manual de la nave. Cuatro
pilotos especializados manipulando en el gigantesco cuadro de mandos, con
posibilidad de cometer un error. Conectando el hiperordenador de conducción
automática sería más sencillo.
El
profesor Sheffier boqueó un par de veces.
—Su
desinterés es casi indisciplinario, Millay. Al concluir las clases acuda a la
Cámara de Prevención. ¡Retírense!
Los
cuatro cadetes abandonaron la ovalada estancia.
El
hombre que estaba junto a Wess Sheffier rió en estridente carcajada.
—Ese
Millay llegará lejos.
—¿Tú
crees, Slim? Cierto que es el más inteligente, pero también el más
inconsecuente y desidioso. Puede que haga carrera en los despachos de la Office
Cosmo Intelligence, pero nunca comandando una astronave espacial. ¿Qué haces
aquí? ¿Quieres algo de mí?
—Sólo
despedirme. Dentro de quince minutos salgo en uno de los transbordadores.
—¿Otra
vez? Creí que no te tocaba el turno hasta...
—He
comprado a Bottoms su puesto. El no tiene interés alguno por salir. Voy a
viajar con Erika Harper y Suitz Bartlett.
—¿Qué
planeta de este aburrido sistema habéis elegido? ¿El de la atmósfera
transitoria?
—Aún no
lo hemos decidido —mintió Slim Kaplam—. Tal vez al planeta de los mil círculos.
—No te
lo aconsejo, Slim. Esos círculos que en principio parecían interesantes son
vulgares partículas solidificadas a baja temperatura que giran en órbita. Yo me
inclinaría por el planeta oculto en la niebla eterna. Es el que tengo
proyectado visitar.
—Ya te
informaré a mi regreso. Adiós, Wess.
Slim
Kaplam abandonó la estancia encaminando sus pasos hacia el Módulo de Mando en
cuyo subsuelo se emplazaba la flotilla de transbordadores. Descendió en el
tubo-elevador.
Erika
Harper y Suitz Bartlett ya le esperaban.
Con el
correspondiente traje especial y el equipo portátil de supervivencia
obligatorio en toda salida.
—¿Ya
preparados?
—Maldita
sea, Slim —se irritó Bartlett—. ¿Qué haces todavía sin el traje especial? ¿Y tu
equipo?
—Ya lo
tengo a bordo. La salida está programada para dentro de... ocho minutos. Me
sobra tiempo.
Slim
Kaplam pasó a la sala de equipamientos retornando a los pocos minutos con el
traje de multifibra dotado del correspondiente cinturón regulador de la
refrigeración del cuerpo y de automático presurizado.
Se
ajustó el yelmo de vidrio siendo imitado por Erika y Bartlett.
Permanecieron
con la mirada fija en el piloto rojizo, que, al tomarse en verde, hizo alzar
una puerta de guillotina.
Se
adentraron siendo desplazados por una plataforma deslizante que les condujo
hasta el transbordador ya situado sobre la pista de lanzamiento.
Un
vehículo de seis plazas. Una perfecta nave cósmica de cuerpo sustentador.
Superficie superior curvada y la inferior plana. Dotado de una cola de tres
aletas y con un diseño de sustentación extremadamente deltoideo. Con autonomía
para moverse en la ingravidez del espacio y penetrar en la atmósfera de
cualquier planeta aterrizando y despegando con facilidad.
La
bermeja superficie del aparato se abrió, abatiéndose a ambos lados parte del
fuselaje superior para permitir el acceso de los tres tripulantes.
Kaplam
y Bartlett ocuparon los asientos delanteros de conducción. Erika Harper se
situó en uno de los traseros depositando los equipos en el compartimiento
existente en la nave.
De
nuevo se deslizó la superficie superior cerrándose hasta quedar herméticamente
unida.
En el
mando de orientación de vuelo se fijó la trayectoria a seguir quedando Kaplam y
Bartlett a la espera del lanzamiento y encendido de motores.
Segundos
más tarde, como si de un parto se tratara, surgió de la panza de la “Far Out”
como una exhalación, vomitado al espacio, hacia la órbita del planeta de los
salvajes.
* * *
Erika
parpadeó repetidamente.
—Este
maldito sol es cegador. Más virulento que el nuestro. Voy a tener que ponerme
otra vez el yelmo.
—No lo
hagas —dijo Slim Kaplam—. Te acostumbrarás poco a poco a este resplandor.
También yo lo acusé, pero terminé por aceptarlo. Incluso te agradará sentir el
calor de sus rayos. Aquí en la cabina no puedes apreciarlo. Es en verdad
impresionante.
—Un
planeta pródigo en mares; sin embargo, la desolación impera por doquier. ¿Dónde
está el terreno fértil?
Slim
Kaplam rió con suficiencia.
—Tranquila.
Conozco el camino.
Se
habían despojado de los trajes especiales para lucir el característico uniforme
plateado de la “Far Out”.
Sobrevolaron
gran parte del planeta hasta descubrir la extensa franja de terreno abundante
en vegetación. Bosques diseminados entre grandes montañas, valles, colinas...
—¡Ahí
lo tienes, Erika! —exclamó Kaplam—. ¡La zona habitada del planeta! No sólo por
hombres, sino también por fieras salvajes.
—Nada
tenemos que temer con nuestras pistolas —dijo Suitz Bartlett.
—No
vamos a entrar a sangre y fuego —comentó Erika—. Sería más razonable entablar
amistad con ellos.
—¿Amistad
con esos salvajes? No digas tonterías. A la menor oportunidad nos clavarían un
puñal en la espalda.
—Slim
tiene razón. El ya les conoce.
—No,
Suitz. No les conoce —protestó la mujer—. Se adentró en el poblado utilizando
la violencia, matando, incendiando... Nuestra idea es permanecer aquí un par de
días, ¿no es cierto? De nosotros depende que resulten agradables.
—Lo
serán —rió maliciosamente Slim Kaplam, siendo de inmediato coreado por
Bartlett—. Aún no he olvidado a las bellas salvajes que...
—Sí,
Slim —interrumpió Erika, con severa voz—. Lo pasaste muy bien, pero luego te
largaste del poblado por temor a que llegaran salvajes de otras tribus. Por
miedo a que se agruparan.
—Era lo
más prudente.
Erika
denegó con un movimiento de cabeza.
—No,
muchachos. Lo más prudente y razonable sería ganarnos su confianza.
Presentarnos como amigos. Sólo así disfrutaríamos de su hospitalidad. No será
necesario matar. Y es más placentero compartir las caricias que provocarlas
violentamente. ¿Me equivoco, Slim?
—Son
salvajes, Erika. Imposible razonar con ellos.
—Sorprendentemente
hablan como nosotros. Por supuesto desconocen muchas de las palabras, pero el
diálogo es posible. Nada perdemos con intentarlo. Si reaccionan con violencia,
seré la primera en aniquilarles.
Bartlett
y Kaplam intercambiaron una mirada.
Kaplam
asintió con un movimiento de cabeza.
—De
acuerdo. Lo intentaremos.
La
cosmonave fue perdiendo altura.
Descendiendo
majestuosamente.
—¡Allí,
Slim...! ¡Allí hay un poblado! —señaló Suitz Bartlett—. Al pie de aquella montaña.
—Prepara
los equipos portátiles, Erika. Vamos a descender. Tú encárgate de las armas,
Suitz. Pistola y rifle multifuego.
El sol
se reflejaba sobre el metálico fuselaje rojizo del transbordador originando un
resplandor cegador.
Como un
pájaro de fuego.
CAPÍTULO IV
Shalaw giró corriendo con agilidad
felina.
Tras
él, junto al altar, quedó la novia.
—¡A las
armas...! ¡Tomad las armas...!
Muy
pocos obedecieron la orden de Shalaw. El terror inmovilizaba a los hombres del
poblado. Con incrédulos ojos contemplaron el majestuoso descenso de aquel
refulgente pájaro de fuego.
El
transbordador se posó en tierra provocando una espiral de rojizo polvo.
—¡Los
monstruos del cielo...! ¡Son los monstruos del cielo!
Los
gritos de Hakan sí tuvieron efecto. En su huida le siguieron todos,
aterrorizados. Hombres, mujeres y niños. Unos refugiándose en las cabañas.
Otros, la mayoría, se alejaron del poblado hacia la montaña.
Shalaw
y un reducido grupo habían tomado sus armas.
Arcos,
flechas, cuchillos y lanzas.
De
aquel siniestro pájaro de fuego descendieron tres figuras que, con lento
caminar, avanzaron hacia el poblado. Enfundados en trajes argénteos. De un
ancho cinturón colgaban extrañas cartucheras circulares.
—Dejadme
hablar a mí.
—Oye,
Erika... ¿no sería mejor destruir primero un par de chozas? —inquirió Bartlett,
acariciando significativamente el rifle multifuego—. Esa resultaría nuestra
mejor carta de presentación. No parecen recibirnos muy cordialmente.
—Yo les
convenceré. Dejadme...
Erika
se distanció levemente de sus dos compañeros.
Ya
estaba muy cerca del poblado, a poca distancia del grupo formado por Shalaw y
sus hombres.
—¡Paz,
amigos! —exclamó Erika, alzando los brazos—. ¡No queremos haceros ningún
daño...! ¿Quién es vuestro jefe?
Kamar
también avanzó separándose de su grupo.
—Yo soy
Kamar, jefe del poblado de los hombres de la montaña. ¿Quiénes sois vosotros?
¿De qué tribu?
Bartlett
y Kaplam rieron divertidos.
Aquel
viejo tenía gracia.
—Eh,
Erika... dile que nuestro poblado es la “Far Out”.
La
mujer hizo caso omiso del burlón comentario de su compañero. Dedicó una
tranquilizadora sonrisa a Kamar.
—No
somos de este planeta.
—¿Planeta?
¿Qué cosa es un planeta?
—No
conseguiría hacértelo comprender, pero poco importa. Somos visitantes de paz.
Sólo queremos vuestra hospitalidad. Luego, sin haceros daño alguno, nos
marcharemos.
Shalaw
se adelantó situándose junto a su padre.
—¡Mentir!
Vosotros ya habéis estado en otros poblados sembrando el fuego y la muerte. ¡No
os queremos aquí! ¡Marchar!
Erika
quedó momentáneamente sin habla.
Parpadeó
repetidamente impresionada, por la arrogante belleza del salvaje. Contempló con
admiración sus largos cabellos. Sus correctas facciones, ahora crispadas y
mostrando unos níveos dientes. Los membrudos brazos. Su musculoso tórax...
—¿Quién
eres tú?
—Shalaw,
hijo del jefe. ¡Marchar!
—Yo soy
Erika —sonrió la mujer—. Ése es mi nombre. Erika. Quiero ser amiga tuya,
Shalaw.
—¡Por
todos los...! —exclamó súbitamente Bartlett, extendiendo su brazo izquierdo—.
¡Mira aquello, Slim!
Slim
Kaplam fijó sus ojos en el lugar señalado por su compañero. Sacudió la cabeza
como si creyera estar soñando.
—Una
diosa...
Ciertamente,
parecía una diosa. Allí, en lo alto, junto a la piedra del altar. A la entrada
de la cueva. Con sus rubios cabellos acariciados por el viento. En sedosa
cortina que no lograba ocultar la desnudez de sus puntiagudos senos.
—Sí,
Slim. Una diosa —rió Bartlett—, pero yo la he visto primero.
Suitz
Bartlett, tan orgulloso de su poder y superioridad, ni tan siquiera reparó en
el grupo de salvajes. Se disponía a escalar el sendero que conducía a la cueva,
ignorándoles por completo.
—¡Muerte
a los monstruos del cielo! —bramó Shalaw, alzando su brazo derecho para
proyectar la lanza contra Bartlett—. ¡Muerte!
Suitz
Bartlett esquivó milagrosamente la lanza llevando su diestra hacia el
disparador del multifuego.
Slim
Kaplam ya lo estaba utilizando. Antes de que ninguno de los salvajes imitara la
acción de Shalaw, una cegadora descarga de serpenteantes líneas de fuego se
abatió sobre el grupo de hombres calcinándolos en fracción de segundo.
Shalaw
no fue alcanzado.
Al
errar su lanza saltó como un tigre sobre Suitz Bartlett, antes de que lograra
hacer funcionar su rifle. Rodaron por el suelo. Pronto el atlético Shalaw
dominó a su adversario. Sus demoledores puños se proyectaron una y otra vez
sobre el rostro de Bartlett.
—¡Maldita
sea, Erika! —vociferó Kaplam—. ¡Apártate de la línea de fuego!
—¡No...!
¡No quiero que muera! —Erika extendió los brazos en cruz protegiendo con su
cuerpo a Shalaw—. ¡Coloca el rifle en la posición Doble Cero!
—Pero...
—¡Por
favor, Slim!
Kaplam
profirió una larga serie de maldiciones mientras que hacía girar uno de los
discos acoplados sobre el cañón del arma. Ajustó el grado Doble Cero de
descarga paralizante, justo en el momento en que Shalaw apartaba violentamente
a Erika con intención de atacar a Slim Kaplam.
No lo
consiguió.
Un
invisible rayo le detuvo. Quedó rígido. Como convertido en fría estatua de
mármol.
—Condenado
salvaje —dijo Kaplam, resoplando ruidosamente—. Un poco más y... La culpa es
tuya, Erika. Desde el primer momento debimos utilizar nuestra fuerza. ¿Cómo se
encuentra Suitz?
—Nada
importante —respondió Erika, absorta, con la mirada en el inmovilizado Shalaw—.
Unos simples golpes.
Kaplam
se inclinó sobre su desvanecido compañero.
Rió
divertido.
—¿Simples
golpes? Le ha roto los labios y creo que también el hueso de la nariz. Aplícale
Phomladux. ¿Me escuchas, Erika?
—¿Cómo...?
Ah, sí...
—Toma
mi rifle. Los que no han huido permanecen encerrados en las cabañas, no
obstante, mantente alerta.
—¿Dónde
vas tú?
Los
diminutos ojos de Slim Kaplam, ahora fijos en la entrada de la cueva,
adquirieron un lujurioso brillo.
—La
precipitación de Suitz me ha beneficiado. Para mí será la diosa de los cabellos
rubios.
Avanzó
por el sendero alfombrado de flores, hacia la cueva, seguido de la mirada de
Shalaw. Los ojos eran lo único que destacaba de su inmóvil cuerpo. Unos ojos
que comprendían lo que iba a ocurrir, que seguían a Kaplam con un destello de
ira e impotencia, consciente del peligro que se cernía sobre su amada Lyla.
Y nada
podía hacer por impedirlo.
Ni tan
siquiera gritar toda su furia. Lo intentó una y otra vez sin lograr emitir
sonido alguno de su garganta.
Sólo
los ojos.
Sus
ojos contemplando cómo Slim Kaplam llegaba a la boca de la montaña.
Lyla
estaba tras el altar de piedra. Pálida y temblorosa. Junto a ella se encontraba
el sacerdote.
—No
puedes penetrar aquí, extranjero. Éste es un lugar sagrado que...
Kaplam
extrajo la pistola que pendía del cinturón.
Apretó
el gatillo.
Del
anillado cañón cilíndrico brotó una zigzagueante línea de iridiscente luz que
se centró sobre el sacerdote. Agitó su cuerpo envolviéndolo en cegadora aura
para, acto seguido, convertirlo en cenizas.
Lyla
profirió un desgarrador grito que resonó con estruendo en el interior de la
cueva.
—Tranquila,
diosa de belleza —sonrió Kaplam, en lúbrica mueca—. Tú no vas a morir.
—¡No...!
¡No...! ¡Atrás...!
Slim
Kaplam enfundó el arma para, seguidamente, despojarse del cinturón que con gran
cuidado depositó en uno de los rincones de la reducida cueva.
Lyla,
al verle inclinarse, intentó aprovechar la ocasión para huir; pero la boca de
salida era demasiado estrecha.
Y
Kaplam estaba alerta.
Sólo
tuvo que alargar la zurda atrapando uno de los tobillos femeninos para lograr
detenerla.
Lyla
perdió el equilibrio cayendo aparatosamente.
Ya no
se incorporó.
Kaplam
gateó con rapidez abalanzándose sobre la muchacha. Se colocó a horcajadas sobre
ella sujetándola por las muñecas. Centró sus lascivos ojos en el rostro de
Lyla. En sus agitados pechos...
—Eres
perfecta... De una belleza que para nosotros ha dejado de existir. Encontrarte
es como remontarnos al pasado... Poseerte me convertirá en el más envidiado de
los mortales...
Se
inclinó en busca de los labios de Lyla. La besó ávidamente, con desenfreno,
embrutecido por el deseo. La muchacha intentó morderle. Y aquello enfebreció
aún más la desatada lujuria de Kaplam.
Juntó
las muñecas femeninas por encima de la cabeza para atenazarlas con una sola
mano. Su diestra acarició los senos de Lyla. Primero con suavidad, percibiendo
su dureza. Se deslizó para poder posar sus labios sobre los salientes pezones.
Los fustigó con la lengua succionándolos una y otra vez.
—¿Sabes
una cosa, bella salvaje? —jadeó Kaplam, con el rostro hundido entre los pechos
femeninos—. Las mujeres de mi planeta no tienen hijos... No amamantan a sus
crías... Tienen atrofiados estos deliciosos botones rosados...
Slim
Kaplam aprisionó ahora con fuerza los senos de la joven. Tirando de los
pezones, sádicamente, acentuando los gritos de Lyla. Se hizo a un lado para
arrancarle la corta falda. El descubrir el vello pubiano, espeso y abundante,
agrandó los ojos de Kaplam.
—¡Infiernos...!
Jamás hubiera imaginado...
Lyla,
parcialmente libre del peso del hombre, reaccionó tirando con fuerza y
libertando sus muñecas. Empujó a Kaplam. Acto seguido se incorporó con rapidez
corriendo hacia la salida.
En su
aterrada huida tropezó con el altar de piedra.
Y allí
fue nuevamente alcanzada por. Kaplam.
—Empiezas
a cansarme, estúpida... ¡Yo domaré tu estado salvaje!
Abofeteó
brutalmente el rostro de Lyla proyectándola contra la piedra. Quedó de
espaldas, con los brazos extendidos, aturdida por los golpes recibidos.
Slim
Kaplam la atrapó por los tobillos colocando también las piernas sobre la
piedra. Luego abrió su plateado traje tirando de un invisible cordón que
separaba el cierre adhesivo.
Su
cuerpo volvió a aplastar el de Lyla.
—No...
¡Oh, dioses...! ¡Piedad...!
—¿Dioses?
—rió Kaplam, con la lujuria desfigurando su rostro—. ¡Tú eres la única diosa!
Vamos a gozar juntos... juntos, bella salvaje...
Kaplam
la besó en la boca. Sus manos sujetaron la cabeza de Lyla, los crispados dedos
perdidos en la sedosa maraña de cabellos rubios. Aquel contacto enloquecía a
Kaplam.
Comenzó
a agitar su cuerpo.
—Muévete...
Muévete tú también, maldita...
La
desobediencia de la muchacha hizo que Slim Kaplam zarandeara brutalmente su
cabeza, golpeándola contra la piedra, al ritmo de su lúbrico agitar. Y los
repetidos espasmos de Kaplam acompañados de consecutivo y rápido golpear de la
cabeza de Lyla contra el altar.
Slim
Kaplam, jadeante y sudoroso sobre el cuerpo de la joven, esbozó una placentera
sonrisa. Se incorporó apoyándose en los codos. Sus manos aún enguantadas en el
sedoso cabello rubio, dejaron de atenazar la cabeza de Lyla. Interrumpió el
iniciado ademán de acariciar las mejillas de la muchacha.
Se
contempló las manos.
Estaban
manchadas de sangre.
Slim
Kaplam centró su mirada en la joven. Tenía los ojos abiertos. Muy abiertos.
Recibiendo de lleno los implacables rayos del sol.
Al
ladear la cabeza de Lyla descubrió la mancha rojiza sobre la piedra. Un viscoso
líquido que también teñía los rubios cabellos.
Kaplam
la sujetó por los hombros zarandeándola.
Ninguna
reacción.
Lyla
estaba muerta.
* * *
Todo
fue contemplado por Shalaw. La violación y muerte de su amada Lyla. Con el odio
en las pupilas presenció el arrogante y cínico regreso de Slim Kaplam
acoplándose el cinturón.
—¡Eh,
Suitz...! ¿Aún ahí sentado? —rió Kaplam, en desaforada carcajada—. ¡Te hacía
con una de las bellas salvajes que se esconden en las cabañas!
El
Phomladux ya había cicatrizado las heridas de Bartlett calmando igualmente todo
síntoma de dolor.
Se
incorporó correspondiendo a la risa de Kaplam.
—Estaba
esperando que terminaras, maldito. Te has aprovechado bien de mi percance, pero
no renuncio a la muchacha de cabellos de oro. Apuesto que es la más bella de
todo el poblado.
—Suitz...
—¿Sí?
—Está
muerta.
Erika y
Bartlett posaron instintivamente su mirada donde yacía la muchacha, con los
brazos y piernas colgando fuera de la piedra.
—¡Maldito
seas! —exclamó Bartlett, furioso—. ¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué tenías que matarla?
—No era
mi intención hacerlo. Fue un accidente. Al golpear su cabeza contra la
piedra...
—Eres
un...
—¿Vais
a discutir por una salvaje? —intervino Erika, con decisión—. El poblado está
repleto de ellas. Encerradas en las cabañas. Sólo hay que ir a por ellas.
Kaplam
y Bartlett rieron al unísono.
—Tienes
razón, Erika. ¿Me acompañas en la cacería, Slim?
—Seguro,
pero antes quiero echar un trago. Mira esto, Suitz. Ven aquí. Si es lo mismo
que probé en el otro poblado estamos de suerte.
Slim
Kaplam hundió un cazo de barro en el interior de una de las tinajas rebosantes
de negro líquido. Se lo llevó a los labios. Tras chasquear la lengua, vació el
cazo de un solo golpe.
—Lo es,
Suitz... ¡Lo es...! ¡Bébelo!
Bartlett
imitó a su compañero.
—¡Condenación...!
Es... Parece vino... Vino hecho con uvas... ¡Con uvas!
—De
seguro lo es. Mira lo de esa cesta... Fruta variada, carne asada en
abundancia... Apuesto que iban a celebrar una fiesta.
—Maldita
sea... No tengo el masticador. Ni tan siquiera en la “Far Out”. ¡Para lo que se
utiliza! Siempre alimentos en píldoras y líquidos concentrados. Ése es nuestro
menú.
—Yo sí
llevo uno, Slim. Se lo pedí a uno de los cadetes. En mi anterior visita no pude
probar la carne, pero ahora...
Kaplam
rebuscó en una de las circulares cartucheras. Sonrió mostrando un extraño
aparato que se ajustó en la boca.
Cortó
un trozo de carne.
El
masticador se abrió como si se tratara de una dentadura postiza.
—Tienes
que dejármelo, Slim. Quiero...
—¡Eh,
venid! —llamó súbitamente Erika—. ¡Shalaw está perdiendo ya los efectos del
paralizador!
Acudieron
junto a la mujer.
Slim
Kaplam se despojó del masticador.
—¿Qué
hacemos con él, Erika?
—Llevadle
a una de las cabañas abandonadas —dijo la mujer, con la mirada fija en el
musculoso cuerpo de Shalaw—. Ahora es mi turno.
CAPÍTULO V
Slim Kaplam y Suitz Bartlett se
instalaron en la cabaña del difunto jefe Kamar. Hasta allí llevaron dos vasijas
de vino, carne asada y cestas de juncos repletas de fruta.
No
estaban solos.
Habían
seleccionado a cuatro muchachas del poblado. Cuatro bellas jóvenes que habían
sido arrastradas hasta allí, sin que ninguno de los hombres que aún permanecían
ocultos en las chozas interviniera.
Para no
ser molestados colocaron el travesaño que toscamente hacía de cierre en la
puerta. Bloquearon la hoja con la mesa. También cerraron el ventanal. Todas
aquellas precauciones eran innecesarias.
Fue
precisamente al verles entrar en la cabaña cuando los que todavía estaban en el
poblado aprovecharon para salir de las chozas y emprender huida hacia la
montaña.
Nada
les haría volver para enfrentarse a los monstruos del cielo. Ni tan siquiera el
oír los desgarradores gritos de las muchachas retenidas.
Angustiosos
alaridos que Shalaw escuchaba desde la cabaña nupcial. La vivienda que había
sido engalanada para sus esponsales.
—Suéltame...
¡Suéltame, perra de los infiernos...!
Erika
sonrió.
Aquel
desesperado debatir de Shalaw por librarse de las ataduras resaltaba
poderosamente todos los músculos de su cuerpo.
Shalaw
permanecía con los brazos en cruz. Las muñecas atadas a unas estacas clavadas
en el suelo de la cabaña. Sus piernas entreabiertas también sujetas en tierra
por los tobillos.
Kaplam
y Bartlett habían utilizado un hilo fino. Casi invisible.
Cuando
los efectos del rayo paralizante desaparecieron en Shalaw, creyó fácilmente
poder romper aquella frágil cuerda; pero estaba equivocado. Sus vanos intentos
por liberarse sólo consiguieron hacer sangrar sus muñecas.
—No
seas tonto, Shalaw. Es imposible romper ese hilo. Deja de intentarlo. Ya estás
sangrando...
Las
palabras de la mujer enfurecieron aún más a. Shalaw. También los gritos de las
muchachas que le llegaban desde el exterior incrementaron su furia. Se agitó
una y otra vez. Arqueando la espalda, sacudiendo la cabeza, tirando inútilmente
de brazos y piernas.
Y de
nuevo los ojos de Erika recorrieron lujuriosamente el fornido cuerpo.
La
mujer se despojó del cinturón-cartuchera, que colgó de uno de los salientes de
la cabaña. Luego deslizó el imperceptible zipper adherente del traje. Las botas
estaban unidas, formando una sola pieza, a la plateada vestimenta de fibra
atérmana.
Shalaw
quedó inmóvil.
Tal vez
impresionado por la grotesca desnudez de Erika, la contempló con una mezcla de
estupor y repugnancia. Erika, aunque leyó en sus ojos, no le importó. Esperaba
aquella reacción.
—Me
temo que no soy de tu agrado, ¿verdad, Shalaw? Mis pechos son fláccidos, de
atrofiado pezón... Nosotras no amamantamos a nuestros hijos. Ni tan siquiera
los llevamos en nuestro seno. Hay laboratorios para eso, claro que tú no puedes
saber lo que es un centro de procreación artificial.
Shalaw
ladeó bruscamente la cabeza, desviando la mirada.
Aquello
hizo reír a Erika.
—¿Me
tienes miedo, Shalaw?
Shalaw
giró con energía la cabeza. Volvió a fijar su destellante mirada en la mujer,
desafiante.
—No te
tengo miedo, bruja. ¡Sólo asco!
—¿De
veras? Soy una de las más bellas dentro de la “Far Out”. ¿Qué te repugna? ¿El
color de mi piel...? Mis antepasados también eran blancos, Shalaw. Posiblemente
como tú. La contaminación, los alimentos hidropónicos y sintéticos, las
radiaciones... También carecemos de pelo. Hembras y varones. Se perdió hace
varias generaciones. El cabello es símbolo de fortaleza. Nosotros somos
débiles. No necesitamos la fuerza física, puesto que tenemos la más avanzada de
las tecnologías. Tu pelo es abundante, Shalaw. En la cabeza, los brazos, el
tórax...
La
mujer se había arrodillado junto a Shalaw. Inclinándose sobré él fue deslizando
las manos por el desnudo torso.
—¡No me
toques, perra...!
Erika
hizo caso omiso. Sus manos despojaron a Shalaw de la piel de lobo que era toda
su vestimenta.
Agrandó
los ojos.
Su
brillo de lascivia fue reemplazado por el estupor.
—Oh...
Ahora te comprendo —Erika llevó su diestra al bajo vientre, como queriendo
ocultar su lampiño sexo—. Ciertamente debo parecerte un monstruo, pero soy una
mujer. Sí, Shalaw, una mujer que arde en deseo de unirse a ti... de ser poseída
por tu arrogante...
Shalaw
movió la cabeza.
Tomando
impulso, escupió alcanzando de lleno en el rostro de la mujer.
Erika
sonrió.
Se
incorporó acudiendo hacia donde había colgado el cinturón.
—No voy
a matarte —dijo Erika abriendo una de las circulares cartucheras—. Eres
demasiado valioso para mí. Te necesito... te deseo con todas las fuerzas de mis
sentidos... y juntos vamos a gozar lo indescriptible...
Erika
tomó una cápsula microinyectable. Quitó el protector aplicando el extremo
punzante sobre el brazo derecho de Shalaw. Presionó para hacer pasar el
líquido.
Shalaw
ni tan siquiera percibió el pinchazo.
—Voy a
soltarte, querido. Ya no intentarás hacerme daño ni salir de aquí. Ahora ya
somos amigos.
Erika
arrancó el enganche sujeto a las estacas. De la misma cartuchera extrajo un
lápiz cuadrangular que deslizó por las ensangrentadas muñecas y tobillos de
Shalaw cortando de inmediato las heridas.
La
mujer acudió seguidamente hacia el lecho. Una loggia embellecida con pieles. Se
acostó tendiendo sensual sus brazos hacia Shalaw.
—Ven...
ven a mí, Shalaw... Quiero enloquecer con tus besos, con tus caricias... Sentir
tu membrudo cuerpo sobre el mío... Ven...
Shalaw
se incorporó avanzando hacia la mujer.
Lentamente.
El odio
de sus pupilas había desaparecido. También la mueca de ira de su rostro. En los
ojos de Shalaw brillaba ahora el deseo, la lujuria. Como una fiera en celo se
abalanzó sobre Erika. Ávidamente se apoderó de los labios de la mujer, en voraz
beso. Se acomodó entre las piernas de Erika. Con rudeza, salvajemente, la
penetró iniciando bruscas embestidas que hicieron gemir de placer a Erika en
desenfrenada lujuria que era compartida por Shalaw.
* * *
Los
puños de Erika golpeaban fuera de la loggia, sobre el duro suelo de la cabaña.
El rostro crispado, los ojos en blanco...
—Ya
basta, Shalaw... No... otra vez no...
Las
jadeantes palabras de Erika no fueron escuchadas.
De
nuevo sintió la feroz acometida. Aquellas violentas sacudidas sobre su cuerpo.
Con las piernas colgadas de los hombros de Shalaw emprendió por enésima vez la
escalada a la cumbre del placer. Percibió el entrecortado respirar de Shalaw
confundido con el reiterado y rítmico chasquear de sus cuerpos bañados en
sudor.
Y por
enésima vez, Erika creyó enloquecer.
Sus
suspiros y gritos de placer quedaron ahogados por el ronco jadear de Shalaw,
que se derrumbó pesadamente sobre la loggia.
Erika
quedó inmóvil, incapaz de mover un solo dedo.
Shalaw
también parecía inerte. Con los ojos cerrados y la boca ligeramente
entreabierta. Sólo el agitado subir y bajar de su poderoso tórax quebraba la
inmovilidad de su cuerpo.
Erika
se incorporó transcurridos unos minutos de placentero reposo. Contempló
sonriente a Shalaw. Continuaba con los ojos cerrados, aunque ahora su respirar
ya era pausado.
—Duerme,
mi adorado salvaje... duerme... Bien te has ganado el descanso.
La
mujer procedió a vestirse.
Ajustándose
el cinturón de circulares cartucheras abandonó la cabaña. Su diestra se posó
sobre la culata de la pistola «Cootsh» que pendía del cinturón. En previsión de
algún posible ataque.
Nadie
se veía en el poblado.
El sol
ya empezaba a declinar emprendiendo su camino al encuentro del lejano
horizonte.
La
mayoría de las cabañas abiertas, aunque sin el menor rastro de sus moradores.
Erika
se encaminó hacia la cabaña que destacaba poderosamente de entre las restantes.
De ella colgaban símbolos y adornos que la conceptuaban como vivienda del jefe
del poblado.
La
puerta no cedió al empuje de la mujer.
Golpeó
la hoja de madera con los puños.
—¡Slim...!
¡Suitz...! ¡Abridme...!
Demoraron
unos minutos en franquear la entrada a la cabaña.
Erika
rió divertida al ver a Suitz Bartlett con una piel anudada a la cintura. Su
rostro y pecho mostraban varios arañazos.
—¡Adelante,
Erika! —rió también Bartlett, agitando un vaso en su diestra—. ¿Cómo te ha ido
con tu salvaje?
—He
salido mejor librada que tú. Tienes un aspecto deplorable, Suitz.
Bartlett
se acarició los arañazos de la mejilla.
—¡Condenación...!
Son auténticas fieras salvajes, Erika. Una de ellas casi me arranca el labio
inferior. Se defendían con uñas y dientes. Cada vez que me mordía... ¡Por todos
los diablos...! Ignoraban que cada uno de sus mordiscos significaba para mí la
más voluptuosa de las caricias. Sus dientes, sus cabellos... Al final hemos
tenido que amansarlas a golpes. ¿Cómo has conseguido tú dominar a ese salvaje
llamado Shalaw? Aun atado de pies y manos dudo que te resultara fácil el...
—Utilicé
una dosis de Sexphol.
Suitz
Bartlett parpadeó repetidamente para acto seguido reír en estridente carcajada.
—Preparaste
bien la excursión, ¿eh, Erika? Muy buena idea. Yo prefiero dominarlas a golpes,
pero tu caso es distinto. Ese salvaje debe ser temible. ¿Le has vuelto a atar?
—No.
—¿Por
qué no? —inquirió Bartlett, borrando la sonrisa de su rostro—. Es un tipo
peligroso.
—Demasiado
sabes que el Sexphol es un hipnótico sexual que, pasados los efectos de
desenfreno erótico, proporciona un profundo sopor de varias horas. Le acabo de
dejar durmiendo como un angelito.
—Sí,
tienes razón. ¿Quieres comer algo? Puedes utilizar el masticador de Slim.
—¿Dónde
está él?
No
necesitó la respuesta de Bartlett.
Un
jadear en paulatino aumento les llegó perfectamente audible, acompañado de
obscenas palabras.
Al
fondo de la amplia cabaña se alzaba el biombo de tallos de abedul ligeros y
unidos entre sí que ocultaban el dormitorio.
Bartlett
hizo un malicioso gesto.
—Ven...
Echa un vistazo. Habíamos decidido una pausa para comer y beber, pero Slim ha
vuelto a empezar.
Erika
se asomó tras el biombo.
La
loggia era grande. Sin duda un lecho matrimonial, con vistosas y gruesas
pieles.
Dos de
las muchachas del poblado estaban en un rincón, desnudas, abrazadas la una a la
otra, con el miedo reflejado en el rostro. Un rostro que acusaba los golpes
recibidos. Hematomas que se extendían por los senos, vientre y muslos. Otra de
las muchachas yacía sin sentido.
Y la
cuarta era en aquel momento sodomizada por Slim Kaplam. Este, embrutecido por
la lujuria, ni tan siquiera se percató de que era observado.
Erika y
Bartlett se retiraron sonrientes.
—Toma
un poco de vino, Erika. ¿O prefieres comer algo? Prueba la fruta. Es deliciosa.
De la carne aún recuerdo vagamente su sabor, pero la fruta es ya utópica para
nosotros.
Erika
bebió hasta vaciar la copa.
Chasqueó
la lengua.
—Suitz...
—¿Sí?
—¿No
encuentras sorprendentes a estos salvajes?
—¡Seguro!
—No me
refiero ahora a su perfecto atractivo físico —sonrió Erika—. Habitan en cabañas
toscamente construidas. Visten con pieles... Un atraso considerable, sin
embargo, algunos detalles contrastan poderosamente. ¿Te has fijado en los pozos
de aljibe existentes?
—¿Qué
tienen de extraordinario?
—Para
nosotros absolutamente nada, por supuesto; pero sí resulta sorprendente que
estos salvajes hayan llegado a construirlos. ¿Qué me dices de la espada de
Shalaw? Acero perfectamente trabajado. Las lanzas, los puñales...
—Son
salvajes, Erika. Creen en dioses y con ello ya demuestran su grado de elevada
ignorancia. El que utilicen el metal y desconozcan la forma de trabajar otros
materiales más primarios nada significa. Lo único que en verdad me intriga es
que hablen como nosotros. Bueno, un lenguaje arcaico y sin modernismos; pero
podemos entenderles a la perfección, y ellos a nosotros. ¿Quién diablos les
enseñó nuestra lengua? En nuestra historia de la conquista espacial no hay
constancia de expedición alguna hacia este sistema planetario. Nosotros somos
los primeros, con una rutinaria misión de cosmonave-escuela.
—¿Ya
has olvidado tu anterior teoría? —Erika seleccionó una jugosa piña que procedió
a succionar—. Yo la comparto. Un astronauta errante en el espacio. Perdido en
el cosmos. De eso sí hay constancia en los archivos. No uno solo. Varias
astronaves tripuladas desaparecieron sin dejar rastro. Jamás regresaron a
nuestro planeta. Cualquiera de ellas pudo caer aquí.
Bartlett
hizo una mueca, escéptico.
—¿Y
hacer prevalecer su lengua sobre la original de los nativos?
—¿Por
qué no? Es lo más lógico. Imagina que nos quedamos aquí para siempre. ¿No crees
que impondríamos nuestra voluntad sobre la de estos pobres salvajes? Serían
dominados con facilidad. Les haríamos cambiar hasta la más ancestral de sus
costumbres.
Suitz
Bartlett asintió, moviendo lentamente la cabeza:
—Cierto.
Reconozco que...
—¡Eh,
Erika! —exclamó súbitamente Kaplam apareciendo de tras el biombo—. ¿Qué haces
aquí? ¿Ya te has cansado de tu bello salvaje?
Erika y
Bartlett rieron a coro, divertidos por la indumentaria de Slim Kaplam.
—Pareces
un oso, Slim.
—¿Un
oso? —Kaplam anudó la cinta que ceñía la piel a su cintura—. ¡Ah, sí...! Una
especie extinguida en nuestro planeta, pero la recuerdo por los videotextos.
Sí. Soy un oso... ¡Un oso salvaje!
Kaplam
comenzó a dar saltos por la estancia, animado por las carcajadas de Erika y
Bartlett.
Aquellas
risas cesaron bruscamente.
También
Slim Kaplam dejó de saltar.
La puerta
de la cabaña, cuyo travesaño interior de cierre olvidó Suitz Bartlett volver a
colocar, se había abierto con violencia.
La
atlética figura de Shalaw se recortó en el umbral, las facciones crispadas. En
sus ojos un cruel destello de odio y furia, las mandíbulas fuertemente
apretadas. También su diestra aferraba vigorosa la espada de refulgente y ancha
hoja.
Sí.
Ahora
era el turno de Shalaw.
CAPÍTULO VI
Suitz Bartlett y Slim Kaplam
reaccionaron al unísono.
Ambos
se precipitaron hacia la repisa donde habían depositado sus vestimentas, el
cinturón-cartuchera y el rifle multifuego.
Aquel
alarde de reflejos fue superado por Shalaw.
De una
sola zancada se interpuso cerrándoles el paso. Movió ligeramente la muñeca de
su mano derecha haciendo oscilar la espada.
Bartlett
y Kaplam retrocedieron.
—¡Tu
pistola, Erika! —gritó Bartlett, percatándose de que la mujer portaba en la
funda su «Cootsh» atomizador—. ¡Acaba con él!
Shalaw
giró con felina rapidez, el brazo derecho alzado, dispuesto a descargar su cimitarra
sobre Erika.
La
inmovilidad de la mujer le desconcertó. No había hecho ademán alguno de
desenfundar aquella terrorífica arma que escupía rayos de fuego.
Erika
parecía aturdida, sin capacidad de reaccionar, con los ojos fijos en Shalaw.
Suitz Bartlett
sí quiso aprovechar aquella situación. Shalaw ya no estaba pendiente de ellos.
Al
menos eso creía Bartlett, pero erraba. Su sonrisa de triunfo al rozar con sus
manos el rifle multifuego se tornó bruscamente en mueca de dolor. Un alucinante
alarido brotó de su garganta al ver seccionado de cuajo su brazo izquierdo, por
encima de la articulación del codo, un brutal tajo que cercenó por completo el
brazo de Bartlett.
Sus
alaridos de dolor fueron breves.
Shalaw
le hizo enmudecer para siempre.
Volvió
a levantar la pesada cimitarra, sin aparente esfuerzo, como si no realizara
fuerza alguna. La abatió sobre la cabeza de Bartlett, junto a su oreja
izquierda. El siniestro chasquido de vértebras rotas fue acompañado de
abundante manar de sangre.
La
cabeza de Suitz Bartlett se ladeó grotescamente quedando colgada, apenas unida
al tronco.
La
ancha hoja se alzó de nuevo, ya sin brillo alguno. Su destello quedaba oculto
por la sangre.
Al
descargarla por tercera vez terminó de cercenar la cabeza de Bartlett.
—¡Mátale...!
¡Maldita sea, Erika...! ¡Acaba con él! —gritaba Kaplam, arrinconado, con los
ojos desorbitados por el terror, salpicado con la sangre de su compañero—.
¡Mátale, Erika!
Shalaw
no se molestó ahora en dirigir una mirada a la mujer.
Avanzó
hacia Kaplam.
—¡No...!
¡No lo hagas! —suplicó Slim Kaplam, dejándose caer de rodillas. La piel resbaló
de su cintura mostrando su desnudez, pero ni tan siquiera se percató de ello—.
No me...
La
espada retumbó contra la rapada cabeza de Kaplam. La cortante hoja se abrió
paso seccionando en dos. Fue como cortar un tomate maduro. La violencia del
impacto cesó cuando la espada llegó seccionando hasta la barbilla.
Aquello
no pareció contentar a Shalaw.
Empuñó
la cimitarra con ambas manos. La espeluznante y terrorífica descarga no sólo
separó en dos la cabeza de Kaplam, sino que extendió el brutal tajo hasta
bordear el corazón.
Shalaw
giró.
Lentamente.
La
sangre le había salpicado por todo el cuerpo. Un rojo y viscoso líquido
resbalaba de la espada goteando en el suelo.
Enfrentó
sus ojos a los de Erika.
La
mujer sí sostenía ahora la pistola en su diestra, apuntando a Shalaw, sin
evitar un leve temblor.
—Voy...
voy a matarte...
—Jamás
le he temido a la muerte —respondió Shalaw, altivo—. Te agradezco me hayas permitido
acabar con ellos. Por primera vez he saboreado el placer de la venganza. Lo
desconocía. Mi espada nunca buscó la sangre de un hombre, pero tus compañeros
no eran hombres sino monstruos. Al igual que tú. ¿A qué esperas? Mátame con tu
rayo de fuego.
Erika
extendió el brazo derecho.
Fue más
patente el temblor de su diestra. Quiso amortiguarlo aferrando la culata con
ambas manos.
—No...
no puedo matarte...
—Yo sí
puedo acabar contigo —dijo Shalaw, avanzando amenazador—. Eres una bruja de los
infiernos. Tienes poderes malignos. Me has emponzoñado doblegando mi voluntad,
sometiéndome a tus deseos, haciéndome copular como un perro... Ocurrió eso,
¿verdad? No fue un sueño mío.
—No,
Shalaw. No fue un sueño. Mi error fue el compararte a nosotros. El Sexphol
proporciona horas de profundo sueño. Tu fortaleza física las ha limitado a
minutos.
—No te
comprendo, pero tampoco importa. Muerta dejarás de ser una amenaza para mi
tribu.
De
nuevo se elevó la sangrante hoja.
Erika
cerró instintivamente los ojos en espera del brutal golpe. Transcurrieron unos
instantes que para la mujer fueron eternos. Al abrir los ojos contempló cómo
Shalaw envainaba la espada.
Sonrió
complacida.
—¿Qué
te ocurre, Shalaw? ¿Cuáles son tus motivos para perdonarme la vida? Yo no disparé
por querer conservarte. Te deseo para mí. Eres lo más maravilloso y
extraordinario que he encontrado. Te llevaré conmigo a mi mundo. No debes temer
nada. Yo te protegeré. Diré que mis compañeros han muerto en accidente. No
serás acusado de...
—Los dioses
castigan a aquél que mata a una mujer —interrumpió Shalaw, secamente—. Aunque
sea un engendro de los infiernos. Te dejaré marchar, pero si vuelves a pisar mi
poblado desafiaré la ira de los dioses.
—Ven
conmigo, Shalaw. ¿No te gustaría volar en mi vehículo?
—No iré
contigo, bruja. Y tú tampoco podrás volar en el pájaro de fuego.
—¿Qué
quieres decir?
—Otros
poblados han sido atacados por monstruos que descendían de ese pájaro de fuego.
Yo lo destruiré y ya no habrá más ataques.
Erika
parpadeó.
Estupefacta.
—¿Piensas
destruir la nave? ¿El... pájaro de fuego?
—Sí..
—No
seas ridículo —sonrió Erika, con suficiencia—. Sería la lucha de una hormiga
contra un gigante.
—Somos
muchas las hormigas. A golpes de hacha lo conseguiremos... O tal vez arrojando
al pájaro de fuego al más profundo de los abismos. Lo arrastraremos con
cuerdas.
—Es...
estás loco... Eso significaría tu aniquilación. La tuya y la de todos vosotros.
Desde la “Far Out” enviarían de inmediato una expedición de represalia y
ninguno de...
Erika,
consciente de que sus palabras no serían comprendidas, decidió pasar a la
acción. Se precipitó hacia uno de los rifles, con la intención de paralizar
nuevamente a Shalaw.
Ni tan
siquiera llegó a rozar el arma.
El
brutal trallazo de Shalaw la proyectó contra la pared. Fue tal la violencia del
impacto que rebotó cayendo de bruces, sin sentido.
Shalaw
sí tomó entre sus manos el rifle, con temor.
Volvió
a depositarlo en el suelo, junto con el otro rifle y las vestimentas de
Bartlett y Kaplam.
Fijó su
mirada en el artefacto que pendía del cinturón. También de aquellos extraños
objetos circulares. En ellos se encerraba el maligno poder de los monstruos del
cielo.
Shalaw
hizo un envoltorio con los trajes, rifles y cinturones. Acto seguido acudió junto
a la desvanecida Erika intentando despojarla del cinturón. Al no conseguir
abrirlo optó por quitar la funda de la pistola y las circulares cartucheras.
Tampoco lo logró. Incapaz de encontrar el mecanismo de cierre.
Shalaw
quedó pensativo.
Recordó
cómo Erika se había despojado del traje. Tendió sus manos hacía la cinta que se
ceñía al cuello. Tras porfiar varios minutos terminó por abrir el cierre
adhesivo del traje, aunque sólo hasta la cintura.
Fue
suficiente.
Introdujo
sus manos bajo las axilas de Erika. Con algún esfuerzo consiguió extraerla de
su vestimenta.
La
desnudez de la mujer, su verdosa piel completamente lampiña, originó una mueca
de repugnancia en Shalaw.
Unió el
traje y cinturón a los otros dos.
Portando
el envoltorio entre sus manos abandonó la cabaña encaminándose hacia la
empalizada de los animales. Allí había un profundo pozo donde eran arrojados
los desperdicios y estiércol.
Los
trajes plateados, los rifles multifuego, los cinturones cartucheras dotados de
su correspondiente atomizador «Cootsh»...
Todo
fue volcado al pozo.
Shalaw
llegó ante un gigantesco cuerno que pendía sujeto por toscas cuerdas. Lo empujó
hacia adelante para poder aplicar su boca y soplar con fuerza. El sonido se
extendió con fantasmal eco.
Shalaw
lo repitió varias veces.
Aún
transcurrieron treinta largos minutos antes de que apareciera el primero de los
hombres del poblado huido hacia la montaña. Le siguieron otros. Se acercaban
cautelosos y con temor.
Fueron
formando corro en torno a Shalaw.
En el
centro del poblado yacían los ensangrentados cadáveres de Slim Kaplam y Suitz
Bartlett.
Shalaw
los había sacado de la cabaña, convencido de que la visión de aquellos
mutilados cuerpos tranquilizaría a sus hombres.
Así
fue.
Algunos
de los recién llegados volvieron sobre sus pasos para comunicar la buena nueva
a los que aún permanecían ocultos en la montaña. Paulatinamente fueron llegando
todos. Hombres, mujeres y niños. En todos ellos se acusaba el horror padecido.
—El día
señalado para la felicidad se ha truncado en tragedia —dijo uno de los ancianos
de la tribu—. El jefe Kamar ha muerto. Tú ocupas su lugar, Shalaw: Prepararemos
todo para los solemnes funerales.
—Ya
habrá tiempo para eso —dijo Shalaw, elevando su voz para que todos pudieran
oírle—. Mi padre no camina solo al Valle de los Dioses. Le acompañan otros
muchos, pero los muertos pueden esperar el ser honrados. Que las mujeres se
ocupen de amortajarlos. Nosotros tenemos otro trabajo.
Shalaw
desenvainó la espada.
Extendió
el brazo armado señalando hacia el transbordador.
De
nuevo la voz de Shalaw resonó con fuerza:
—¡El
pájaro de fuego...! ¡Destruid el pájaro de fuego!
Un
griterío ensordecedor acogió las palabras de Shalaw. Los hombres del poblado se
armaron de hachas, lanzas y flechas.
Una
mujer se aproximó a Shalaw.
—Mi
hija... ¿Qué ha sido de mi hija Tisha?
—La
encontrarás en la cabaña de mi padre. Junto con tres muchachas más. Están con
vida, pero necesitan cuidados. Ve con otras mujeres.
Fueron
cuatro las mujeres que penetraron en la gran cabaña. Y las cuatro salieron de
inmediato despavoridas.
En el
umbral apareció Erika.
Desnuda.
Y su
presencia sembró de nuevo el terror en el poblado.
—¡Tranquilos...!
¡Ya nada puede hacernos! —exclamó Shalaw—. ¡La he despojado de sus poderes
infernales!
—¡Matémosla
entonces! —gritó una voz.
La
sugerencia fue coreada.
Unánime.
—¡Sí...!
¡Muerte!
—¡Muerte...!
Shalaw
se adelantó cerrando el paso al enfurecido grupo que ya se disponía a proyectar
sus lanzas contra Erika.
—¡Quietos...!
¿Acaso queréis atraer sobre vosotros el castigo de los dioses? ¡Es una mujer!
—¡Tiene
forma de mujer, pero es un aborto de los espíritus de la noche! ¡Un monstruo!
—¡Es
cierto! —gritó otro de los hombres—. Su piel es verdosa, sin pelo en la cabeza
ni el cuerpo... Sus pechos delatan no haber amamantado jamás a criatura alguna.
¡No es una mujer...! ¡Muerte!
—Esta
mujer pudo matarme y no lo hizo —dijo Shalaw—. Yo correspondí envainando la
espada que ya mantenía alzada sobre su cabeza.
—¡Ella
llegó con los monstruos del cielo! ¡Es uno más!
Shalaw
respiró con fuerza. La mirada fija en el individuo que vociferaba.
—De
acuerdo, Sandar. Tú eres el que más clama por su muerte, mereces ser el brazo
ejecutor. Acaba con ella. Tú solo. Caiga sobre ti el castigo de los dioses.
¡Adelante!
El
llamado Sandar avanzó con decidido paso. En su diestra una descomunal hacha de
curvada hoja.
Al
acercarse a Erika fue aminorando las zancadas.
Ya no
tan firme su paso.
La
figura de Erika le semejaba a un viscoso lagarto con forma humana. Aquellos
ojos carentes de cejas. Los brazos delgados. Los colgantes y fláccidos pechos.
La visión de los labios de su sexo descubiertos por la total ausencia de vello.
Sus piernas de blandos muslos...
¿Una
mujer?
Para
Sandar era un monstruo creado por los espíritus malignos. Y fue precisamente
esa creencia la que le atemorizó haciéndole girar con lentitud.
—Tú
eres ahora nuestro jefe, Shalaw. Si tu deseo es perdonarla yo no me opondré.
Shalaw,
aunque adivinando la verdadera causa, fingió ignorar la cobardía del individuo.
—Comprendo
y comparto tu ira, Sandar. Ya he saciado mi sed de venganza. Ahora es tu turno.
¡Vuestro turno...! ¡Destruid el pájaro de fuego!
Todos
los hombres, vociferando y blandiendo sus armas, corrieron hacia el lugar donde
se hallaba emplazada la cosmonave. Comenzaron a golpear el fuselaje con hachas
y lanzas.
Una y
otra vez.
Erika
les contemplaba sonriente.
El
material utilizado para la construcción del transbordador soportaría aquellos
ridículos ataques.
—Cuando
os canséis de hacer el idiota me marcharé en mi... pájaro de fuego.
Shalaw
desvió la mirada hacia la mujer. Una mirada de desprecio y repugnancia.
—Lo
destruiremos.
—Entonces
me quedaría aquí para siempre —rió Erika—. Contigo. Puede que sea una buena
idea. Yo convertida en la esposa de un salvaje.
—Estás
aquí sólo para contemplar la destrucción de tu infernal pájaro —dijo Shalaw,
duramente—. Luego te expulsaré del poblado. Nadie te dará cobijo. Ninguna tribu
te acogerá. Los Hombres del Mar, los Hombres del Bosque... todos te apartarán a
pedradas. Vagarás hasta ser víctima de cualquiera de las fieras de los pantanos
sombríos.
—Tu
ignorancia me divierte, Shalaw. Ya te lo he dicho antes. Una hormiga contra un
gigante.
Shalaw
no respondió.
Avanzó
hasta reunirse con sus hombres, que continuaban golpeando sus armas contra el
aparato volador.
Sin
éxito alguno.
Sin
ocasionar la menor abolladura.
—¡Esperad...!
¡Quietos! Vamos a combatir al pájaro de fuego con sus mismos poderes. ¡Apartad!
Shalaw
tomó un carcaj con flechas provistas de estopa. Ordenó a uno de los hombres que
prendiera fuego.
Tensó
el arco.
La
flecha incendiaria surcó el aire quebrándose al estrellarse contra el fuselaje
del transbordador.
Los
hombres del poblado imitaron a Shalaw.
Una
lluvia de flechas incendiarias se abatió sobre la nave.
La
segunda flecha lanzada por Shalaw sí se introdujo en la abierta compuerta del
transbordador. Clavándose en uno de los asientos.
Tres
flechas más penetraron en la cabina.
El
ensordecedor griterío de los individuos hizo que la voz de Erika no resultara
audible.
Erika
corrió hacia ellos.
Con el
rostro desencajado.
—¡No
sigáis...! ¡Hay que apagar el fuego...! ¡Dejadme apagar el fuego! ¡Puedo
apagarlo enseguida! —llegó junto a Shalaw—. ¡Tengo que apagar el fuego antes de
que sea demasiado tarde!
Shalaw
rió, tensando nuevamente su arco.
La
flecha dibujó un amplio semicírculo que finalizó en el interior del
transbordador.
—Ya
temes por tu pájaro, ¿no es cierto?
—¡Estúpido
ignorante! ¡Nada hubieras logrado de estar cerrada la compuerta! Ahora el fuego
puede llegar a los mandos. Si la temperatura se mantiene elevada puede hacer
estallar cualquiera de los compresores de... ¡Oh, no...! ¡No! Sé que no puedes
comprender mis palabras, Shalaw; pero la cosmonave volará en pedazos. Se
desintegrará. ¡Debo impedirlo!
Erika
trató de abrirse paso.
Fue
empujada y pisoteada.
Las
flechas continuaron centrándose sobre el transbordador.
El
griterío de los individuos enmudeció ante la horrísona explosión. Los más
cercanos al aparato quedaron envueltos en la voraz llamarada de fuego que se
elevó gigantesca al cielo. Otros fueron derribados por la virulencia de la onda
expansiva.
Fue
como un sol cegador que quisiera reemplazar al que ya se reunía con el
horizonte. Una iridiscente bola de fuego que se elevaba en descomunal e
indescriptible llamarada.
La
cosmonave se desintegró, tal como había vaticinado Erika.
CAPÍTULO VII
El comandante Dom Lautmer contemplaba
como hipnotizado las imágenes que se iban sucediendo en la pantalla.
Se encontraba
en el Módulo de Mando, en la Cámara de Telecomunicación, una sala circular
pródiga en complicados aparatos. Pantallas telescópicas de variado tamaño,
amplificadores de imagen, osciladores, sintonizadores de alcance ilimitado,
pantallas iónicas...
—¿Esos...
esos salvajes han destruido el transbordador?
—No he
dicho eso, comandante —respondió Kurt Blakely, jefe de Seguridad de la “Far
Out”—. Estas imágenes que nos transmite la hipersonda espacial proyectada al
planeta únicamente demuestran que se trata de una tierra habitada, al menos en
alguna de sus partes. Vida animal y vegetal.
—¿Y es
ahí donde se registró la explosión del transbordador?
Philip
Streep, uno de los técnicos en Intercomunicación Cósmica, asintió con un
movimiento de cabeza.
—El transbordador
programó su salida hacia ese planeta. Como es de rigor se sincronizó el
programador de seguimiento y control. Hace poco más de tres horas fui alertado
de la explosión del transbordador. No fue al tomar tierra. Los motores estaban
parados al originarse la explosión. Así lo registró el seguidor. Fue detectado
un considerable aumento de temperatura en el cuadro de instrumentos de la nave.
—Es
lógico deducir que ninguno de los tripulantes se encontraba en el aparato
—comentó Kurt Blakely—. De estarlo hubieran accionado el sistema de
autoextinción general. Funcionó el automático del cuadro de mandos, pero fue
insuficiente. El transbordador explotó. Fue entonces cuando ordené el
lanzamiento de la hipersonda exploradora para que nos suministrara datos.
El
comandante Lautmer sacudió la cabeza, como si quisiera salir de su estupor.
—Y
recibimos esas imágenes... Nuestro transbordador destruido cerca de un poblado
de hombres primitivos. ¿Cómo diablos no se investigó con anterioridad? Es de
suponer que todos los planetas de este sistema están siendo sometidos a
estudio, ¿no es cierto?
—Un
estudio superficial, comandante —advirtió Philip Streep—. Atmósfera, gravedad,
especimenes y poco más. Siempre con sondas Tyson apropiadas para los alumnos.
Se reciben imágenes, aunque no de todo el planeta. El que el sistema de
seguimiento y control nos delatara al momento el lugar de la explosión nos
resultó de gran ayuda para proyectar el lanzamiento de la hipersonda.
Desconociendo ese dato hubiera dificultado la localización de ese poblado.
—¿Quiénes
eran los tripulantes?
—Los
pilotos Slim Kaplam y Suitz Bartlett, acompañados de la profesora Erika Harper
—dijo Blakely—. ¿Quiere que programe las fichas de los pilotos?
El
comandante denegó con un ademán.
—No es
necesario, les conozco bien. Dos veteranos. De ahí que me resulte difícil
comprender lo ocurrido. Descarto cualquier posible negligencia en Kaplam o
Bartlett.
—¿Qué
decide, comandante? Suponiendo que estén con vida no podemos dejarles
abandonados en ese planeta. Sugiero el envío de una expedición de búsqueda.
—Será
inútil. Han muerto.
—¿Por
qué dice eso, Streep? —inquirió secamente el comandante Lautmer.
—La
hipersonda está en órbita sobre ese planeta. Si Kaplam, Bartlett o la profesora
permanecieran con vida emitirían la lógica llamada de auxilio. Cada uno de
ellos lleva su correspondiente cinturón de supervivencia. En uno de los discos
cartuchera está el radio transmisor cuyas señales captaría la hipersonda y
nosotros las recibiríamos. Y eso no ocurre.
Quedaron
en silencio.
El
razonamiento de Philip Streep era aplastante.
—Sí.
¿Por qué no utilizaban el radiotransmisor portátil?
—Puede
que hayan caído en poder de esos salvajes —argumentó Kurt Blakely, no muy
convencido de sus propias palabras—. Tal vez no tuvieron oportunidad de
utilizar sus armas y fueron inmovilizados, sin posibilidad de establecer
contacto con nosotros.
—Reúna
el Comando de Seguridad, Blakely. Les espero dentro de treinta minutos en mi
despacho.
—¿Alguna
orden para los pilotos, señor? —sonrió el jefe de Seguridad.
—Ninguna.
La
sonrisa se borró paulatinamente del rostro de Kurt Blakely.
—Creí
que había decidido la salida de los transbordadores, comandante. Disponemos de
tres naves. Cada una de ellas con capacidad para seis tripulantes y el
correspondiente material.
—No me
parece suficiente.
—Sólo
contamos con eso, señor.
—Se
equivoca —ahora fue el comandante Lautmer quien esbozó una sonrisa—. Todos
nosotros colaboraremos en la búsqueda de Kaplam, Bartlett y Erika Harper. Todos
los componentes de la “Far Out”.
Kurt
Blakely y Philip Streep intercambiaron una perpleja mirada para seguidamente
posar sus ojos en el comandante.
—¿Quiere
decir...?
—Correcto,
Streep. La astronave “Far Out” va a perder su inmovilidad. Aterrizará en ese planeta.
Servirá para romper la monotonía de tripulación, profesorado y alumnos. Si
desgraciadamente no localizamos a los tres desaparecidos, al menos
disfrutaremos cazando salvajes.
La
carcajada del comandante fue coreada por Streep y Blakely.
Ciertamente,
lo de cazar salvajes les parecía una magnífica idea.
CAPÍTULO VIII
Una veintena de hombres pereció
alcanzada por la explosión del transbordador. Otros muchos sufrieron
quemaduras. El fuego alcanzó a algunas de las cabañas del poblado.
Fue una
noche de pesadilla, culminación de un día aún más trágico y horroroso.
Con el
alba del nuevo día, dominado ya el fuego y reconstruido parte del poblado, se
procedió a formar la pira funeraria frente a la cueva de las ceremonias, sin
sacerdote que implorara a los dioses, sólo el cántico plañidero de las mujeres.
Shalaw
estaba solo, distanciado del poblado, contemplando el negruzco círculo dibujado
en la tierra. Un gigantesco anillo de residuos fuliginosos. Aquello era todo
cuanto quedaba del infernal pájaro de fuego.
—Hacen
mal en llorar a los muertos. También ellos son cadáveres.
Shalaw
giró con rapidez, furioso.
Con
ojos centelleantes contempló a Erika.
—¿Qué
haces aquí? ¡Te arrojaré del poblado! ¡Vete, maldita...! ¡Vete, bruja de los
infiernos!
Erika
sonrió.
Se
cubría con una manta a la que había hecho tres orificios por donde introducir
cabeza y brazos.
—He
pasado frío, Shalaw. Una sensación desconocida para mí.
—Avisaré
a los perros. Ellos te mantendrán alejada de aquí.
—Has
sentenciado a tu pueblo, Shalaw. Todos perecerán. No habrá salvación para
ninguno de ellos. Mis compañeros llegarán de un momento a otro, vomitando fuego
sobre todos vosotros... Todo será calcinado.
—Tus
compañeros han muerto. Yo los maté con mi espada.
—Cuento
con más compañeros, Shalaw. Cientos de ellos. Y tenemos más pájaros de fuego.
—Mientes.
—¿Por
qué iba a mentir? Es la verdad. Fue un grave error destruir la cosmonave. Con
ella hubiera podido regresar con los míos, con sólo conectar el piloto
automático y programando el... —Erika sonrió—. No quiero aturdirte con palabras
que desconoces y que jamás llegarías a comprender, Shalaw; pero sí deseo
alertarte del peligro. Al no regresar yo, ellos acudirán aquí. Os aniquilarán a
todos. Tienen armas poderosas.
—Nos
defenderemos.
—¿Y
piensas salir victorioso? Recuerda cómo lograste acabar con mis dos compañeros.
Estaban desnudos. Sin sus armas. Incluso sin ellas, con sólo utilizar alguno de
los elementos de las cartucheras, hubiera resultado fácil eliminarte. Los que
lleguen ahora vienen dotados de sus armas, Shalaw. Sin descender del... pájaro
de fuego pueden arrasar todo tu poblado: Sólo yo puedo salvarte.
—¿Cómo?
—Tienes
que confiar en mí, Shalaw. Necesito mi traje, el cinturón... el mío o el de
cualquiera de mis dos compañeros muertos.
—Quieres
recuperar tu brujería, ¿no es cierto?
—No te
pido las armas, Shalaw, la pistola, el rifle... Los tubos de fuego no los
quiero; solamente uno de los discos del cinturón. Con él podré comunicarme con
mis restantes compañeros. Les daré mi posición y acudirán a buscarme. No
hablaré de lo ocurrido. Afirmaré que Slim y Suitz murieron dentro de la
cosmonave. Que vosotros no sois culpables de nada.
—No
conseguirás engañarme. Los tubos de fuego no son tus únicas armas poderosas.
Dominaste mi voluntad con un simple arañar en mi brazo derecho. Todo lo de
aquel cinturón es brujería. Poderes de los espíritus del mal.
—No,
Shalaw... Confía en mí... Sólo yo puedo...
—¡Aparta,
maldita...! ¡No me toques!
Las
facciones de Erika se endurecieron.
—De acuerdo,
Shalaw. Tú te lo has buscado. Pronto llegarán mis compañeros. Haces mal en no
creerme. Luego ya será demasiado tarde para rectificar.
—Sí,
creo en la posible llegada de tus compañeros, pero acudiré al Padre de la
Sabiduría para que nos proporcione ayuda. Él nos salvará. Él también tiene
grandes poderes sobrenaturales.
Erika
sonrió despectiva.
—¿De
veras? Un dios, ¿no? Un ídolo de barro.
—No se
trata de un dios, pero sí los dioses del Bien le han coronado con
extraordinarios poderes. Él nos ayudará una vez más. Él nos salvó de las plagas
dañinas, de las enfermedades... Esta espada —Shalaw desenvainó su cimitarra—
fue un regalo del Padre de la Sabiduría. Y él nos enseñó a fabricar puñales,
lanzas... Cómo conseguir agua de las entrañas de la tierra, cómo conservar el
pemmican para alimentarnos en el invierno...
—¿Quién
es ese hombre? —inquirió Erika, visiblemente interesada—. ¿Dónde está? ¡Quiero
conocerle!
—Vete,
bruja. No vuelvas a acercarte por el poblado. Vete o arrojaré los perros contra
ti.
—¡Shalaw...!
La
llamada de Erika no fue escuchada.
Shalaw
avanzó a grandes zancadas hacia el poblado.
Habló
con varios de sus hombres para anunciarles su salida, su deseo de acudir junto
al Padre de la Sabiduría en demanda de ayuda y consejo. Alertó al poblado a
estar preparado para huir a las montañas en caso de que aparecieran los pájaros
de fuego.
Shalaw
acudió a la empalizada de los animales.
Montó
sobre un brioso caballo cuatralbo tendiendo seguidamente el lazo a otro de los
caballos. Cabalgaría sin descanso cambiando periódicamente de grupa.
Se
alejó del poblado levantando tras de sí una nube de polvo rojizo. Apenas hubo
bordeado la montaña surgió Erika, en la mitad del estrecho sendero, cerrándole
el paso.
Shalaw
difícilmente controló el galopar de los dos caballos que elevaron sus patas
delanteras envueltos en remolino de polvo.
—¡Por
todos los dioses...! ¿Qué pretendes? ¿Quieres morir, mujer? ¿Es eso lo que
buscas?
Los
desaforados gritos de Shalaw no parecieron impresionar a Erika.
Se
aproximó acariciando al caballo que seguía al de Shalaw. Cuando logró
apaciguarlo se colgó de su cuello para montarlo. Lo consiguió al tercer
intento.
—¡Baja
del caballo! —ordenó Shalaw, girando grupas—. ¡No me obligues a...!
—Quiero
ir contigo, Shalaw. Deseo ver al Padre de la Sabiduría. Si en verdad es
inteligente te hará comprender tu error y rectificar. Necesito mi cinturón,
antes de que sea demasiado tarde.
Shalaw
dudó.
Terminó
por mover afirmativamente la cabeza... Agitando su larga y negra cabellera.
—Puede
que sea lo mejor. El Padre de la Sabiduría decidirá sobre ti. Él nos dijo que
los dioses castigan matar a una mujer. Encontrará solución para ti, incluso él
sí puede darte muerte.
—¿Él os
dictó la prohibición de no matar mujeres? Sospecho que juega con vuestra
ignorancia. Opino que...
—No
quiero perder más el tiempo contigo —interrumpió Shalaw, con dura voz—.
¡Sígueme si puedes!
Shalaw
presionó los ijares de su montura emprendiendo veloz galope.
Erika
le imitó.
Pronto
abandonaron el pie de la montaña para adentrarse en paradisíaco valle, poblados
bosques, llanuras, meandros, palafitos, lagunas...
Fue un
duro cabalgar.
Sin
tregua.
Ni una
sola protesta brotó de Erika. Estaba demasiado interesada en ver al denominado
Padre de la Sabiduría.
* * *
El sol
estaba en lo alto del horizonte, dejando sentir toda su virulencia.
Los
caballos, todavía con la piel brillante por el sudor, se reponían bajo la
sombra de los frondosos árboles.
Shalaw
había reunido un buen surtido de fruta, aunque muy poca fue apreciada por
Erika.
—Sigo
con hambre, Shalaw.
—Sólo
comes la fruta pequeña. Esta manzana...
—No
puedo —interrumpió la mujer—. Carezco de dientes y mi masticador... Bueno, tú
no lo comprendes. En mi cinturón disponía de alimentos concentrados para varias
semanas.
Shalaw
desenvainó la espada.
Apoyó
la ancha hoja metálica sobre una de las manzanas presionando hasta aplastarla.
Convirtiéndola en pulpa la depositó sobre unas hojas de higuera para
seguidamente ofrecerla a Erika.
La
mujer rió divertida.
—¿Sabes
una cosa, Shalaw? Terminaremos por ser buenos amigos, aunque sé que te resulto
repulsiva. Me gustaría tener aquí una dosis de Sexphol.
—Utilizas
palabras extrañas. No lo hagas.
—De
acuerdo. —Erika comenzó a degustar la triturada manzana—. ¿Falta mucho para
llegar junto al Padre de la Sabiduría?
—Cabalgaremos
tres o cuatro horas más antes de llegar al gran mar. De allí poca distancia nos
separa ya de su isla.
—Una
isla, ¿eh? Parece ser que no se priva de nada. ¿Cómo es él? ¿Joven, viejo...?
—Ahora
es viejo, pero pronto aparecerá joven y fuerte.
Erika
quedó con la boca entreabierta.
Fijó
una perpleja mirada en Shalaw.
—¿Cómo
has dicho? Soy yo la que ahora no comprende el significado de tus palabras.
Explícate.
—Cuando
el Padre de la Sabiduría muere aparece un joven ocupando su puesto. Yo sólo
conozco a un Padre de la Sabiduría, pero el más anciano de mi tribu recuerda
haber hablado con tres diferentes.
—Deduzco
que se trata de una familia de seres inteligentes. El hijo hereda la sabiduría
del padre, éste de su...
—El
Padre de la Sabiduría está solo en su isla.
—¿Solo?
Entonces... ¿de dónde sale su sucesor?
—No lo
sé. Puede que siempre sea el mismo, aunque reencarnado en diferentes hombres.
Su poder y sabiduría, siempre es la misma. Infinita.
—Infinita
para la mente de un salvaje.
—Los
más ancianos de mi tribu cuentan historias del Padre de la Sabiduría. Hablan de
cuando exterminó a las gigantescas fieras de los pantanos de Colinas Negras.
Seres monstruosos que asolaban los campos y mataban el ganado. El Padre de la
Sabiduría aniquiló a las bestias. También él nos salvará ahora de tus
infernales compañeros.
—Lo
dudo.
Shalaw
se incorporó acudiendo en busca de los caballos.
Reanudaron
la marcha.
De
nuevo su cabalgar sin tregua hasta descubrir las azules aguas del mar.
Descendieron la colina. Las patas de los caballos rompieron la laminada arena
de la playa.
Shalaw
guió su montura hacia una oquedad formada entre las grandes rocas del
acantilado. Desmontó antes de penetrar en aquella especie de profunda cueva.
En su
interior se alineaban varias canoas. La mayoría de ellas construidas de corteza
de abedul y de cuero. También alimentos, agua y pienso para los animales.
—¿Dé
quién es todo esto? —interrogó Erika.
Shalaw
extendió comida para los caballos a la vez que los sujetaba a uno de los
salientes.
—Del
Padre de la Sabiduría —dijo, empujando una de las canoas—. Lo tiene a
disposición de todo aquel jefe de tribu que quiera ir a visitarle. Antes del
invierno todos los jefes de tribu acuden a conversar con el Padre de la
Sabiduría, pero si ocurre algo grave el jefe puede ir directamente hasta él.
Shalaw,
al salir de la cueva, alzó en vilo la pesada canoa. En un alarde de fuerza que
asombró a Erika. Sin poder contenerse extendió sus manos para acariciar el
musculoso tórax.
—Eres
soberbio... Un maravilloso ejemplar...
Shalaw
aceleró sus zancadas, deseoso de esquivar las caricias femeninas. Al llegar a
la orilla arrojó la embarcación sobre las tranquilas aguas.
—¡Sube!
—¿Es
aquella isla? —Erika señaló una verde extensión de tierra que a lo lejos se
divisaba emergiendo de entre las aguas—. ¿La isla del Padre de la Sabiduría?
—Sí.
Shalaw
empezó a remar vigorosamente.
La
mujer hizo ademán de coger el otro remo, pero desistió de inmediato. Su colaboración,
ante el fuerte remar de Shalaw, hubiera resultado insignificante. La isla se
fue haciendo cada vez más grande al acortarse la distancia de separación. La
arena destacaba blanca. Circundando la espesa vegetación de la montañosa isla.
Pronto
alcanzaron la orilla.
Shalaw
saltó al agua siendo imitado por la mujer. Arrastró la canoa adentrándola en la
arena.
Quedó
inmóvil.
Con la
mirada fija en la selva.
—¿Y
bien? ¿A qué esperamos, Shalaw?
—Al
Padre de la Sabiduría. Él sabe que estamos aquí.
—¿De
veras? —rió Erika, burlona—. Comprendo. Tiene circuito cerrado de televisión.
De acuerdo, querido. Esperaremos, pero no bajo este sol abrasador. Voy hacia
la...
Erika
enmudeció. También interrumpió los iniciados pasos en dirección a la selva. Sus
ojos habían descubierto al individuo surgir de entre los arbustos.
Sí.
El
Padre de la Sabiduría avanzaba hacia ellos.
CAPÍTULO IX
Era un individuo de edad indefinida.
Largos cabellos blancos, poblada barba igualmente nívea, su rostro serpenteado
por entrelazadas arrugas. Vestía corta túnica y capa azul anudada al cuello.
Sus ojos estaban fijos en Erika, contemplándola con un cierto temor que no pasó
desapercibido para la mujer. También la cadavérica palidez que se apoderó de
las facciones del anciano fue advertida por Erika.
—¿Quién
eres tú?
Shalaw,
que se había postrado de rodillas ante la aparición del Padre de la Sabiduría,
alzó la cabeza creyendo que la pregunta del anciano iba dirigida a él.
—Soy
Shalaw, de la tribu de Kamar, en la región de los Hombres de la Montaña.
El
anciano desvió la mirada hacia Shalaw.
Esbozó
una sonrisa.
—Demasiado
sé quién eres, noble Shalaw. Te recuerdo muy bien. Hace poco tiempo tu padre
Kamar me anunció tu boda con la bella Lyla. Prometí estar presente en el
nacimiento de tu primer hijo. ¿Cuándo piensas celebrar la ceremonia?
—Ya no
habrá ceremonia, Padre de la Sabiduría. Lyla ha muerto. Mi padre Kamar ha
muerto. Muchos hombres del poblado perecieron... Fueron los monstruos del cielo
llegados en un pájaro de fuego.
El anciano
volvió a fijar sus ojos en Erika.
La
palidez de su rostro ahora más blanca que su barba.
—Y tú
eres uno de esos... monstruos; ¿no es cierto, mujer?
Erika
sonrió.
—Correcto.
¿Y tú? ¿Quién eres tú? No me respondas con lo del «Padre de la Sabiduría». Yo
no me asombro con facilidad.
—Seguidme.
Aquí aún calienta en demasía el sol.
Caminaron
hacia la selva.
Recorridas
unas doscientas yardas se alzaba una cabaña en medio de la poblada vegetación.
Pasaron
al interior.
Ningún
mobiliario. Absolutamente nada. Paredes vacías y sin ventanal. Únicamente una
piel a modo de alfombra cubría todo el suelo.
—Voy a
responderte, mujer —dijo el anciano, sentándose con las piernas cruzadas—. Soy
un hombre de esta tierra. Uno más, aunque dotado de mayor inteligencia. De ahí
que se me conozca por el Padre de la Sabiduría. ¿Quieres un nombre? Bien...
Puedes llamarme Snake. Así lo hacen los jefes de tribu.
—Muy
apropiado —sonrió irónicamente Erika—. Las serpientes cambian de piel con
frecuencia. Al igual que tú. Tengo entendido, que al morir te transformas en un
hombre joven.
—Tus
sarcasmos no me ofenden, mujer.
—Llámame
Erika. Ese es mi nombre. Erika Harper.
La
palidez, que paulatinamente había huido del rostro del anciano, retornó súbita.
—¿Por
qué habéis atacado a mi pueblo?
—No era
nuestra intención matar, pero las cosas se complicaron. Y para culminarlas, tus
salvajes incendiaron y destruyeron nuestro transbordador. La cosmonave que me
unía con... ¿Sabes lo que es una cosmonave, Snake?
El
anciano desvió la mirada hacia el silencioso Shalaw.
—Cuéntame
lo ocurrido, Shalaw. Con todo detalle.
Shalaw
empezó la narración desde el momento en que avanzaba hacia el altar de la mano
de Lyla. La aparición del pájaro de fuego... y todo lo demás.
Erika
asintió:
—En efecto,
abuelo. Así ocurrió. En el pozo del estiércol, ¿eh, Shalaw? Supongo que será
imposible sacar de allí los cinturones. Mis compañeros vienen hacia aquí.
Posiblemente en tres... pájaros de fuego y con poderosas armas. Arrasarán todo
y yo no podré hacer hada por impedirlo. Confiaba en recuperar mi cinturón. Me
hubiera comunicado con ellos. Ahora, aunque les diga que Kaplam y Bartlett
murieron en accidente, no me creerían. Investigarán la causa de la explosión de
la cosmonave, preguntarán por mi traje, por el equipo de supervivencia... Habrá
represalias, abuelo. Ignoro cuántos acuden en mi rescate, pero suficientes para
destruir el poblado.
—Previa
violación de las mujeres.
—Son
demasiado bellas, Snake. Mis antepasados eran también así. Con pelo, piel blanca,
erguidos pechos, dientes...
—¿Qué
os ocurrió? ¿Por qué esa decadencia física?
Erika
entornó los ojos, dirigiendo a Snake una inquisitiva mirada.
—Si te
hablo de contaminación, de radiactividad, de alimentos adulterados, de
mutaciones genéticas incontroladas... ¿entenderías mis palabras?
—Sí.
La
contundente respuesta del anciano hizo asomar una amplia sonrisa en el rostro
de Erika.
—Lo
sabía... Lo sospeché desde el primer momento, al oír hablar nuestro idioma a
los salvajes...
—¿Qué
sospechaste?
—Tú,
Snake. ¡Tú eres uno de los nuestros! ¡De los míos! Eres un descendiente de mi
raza. Una astronave llegó hasta aquí hace muchos años procedente de mi planeta.
Tripulada. Un cosmonauta, una pareja de ellos... poco importa. Lo cierto es que
con su inteligencia implantaron su idioma a los nativos del planeta. Para no
mezclarse con ellos decidieron apartarse a esta isla. No estás solo, ¿verdad,
Snake?
—No, no
lo estoy.
—¡Lo
suponía! De padres a hijos habéis ido comunicando vuestro saber para no
sucumbir a la barbarie y salvajismo que os rodeaba. ¡Eres de los míos, Snake!
¡Un descendiente de mi planeta!
El
anciano esbozó una sonrisa.
—Tu
hipótesis es buena, Erika. Ocurrió más o menos así, aunque con una pequeña
diferencia. Mis antepasados no llegaron de tu planeta. Eres tú la que desciende
de esta tierra salvaje.
CAPÍTULO X
Erika rió en burlona carcajada.
—No
seas ridículo, abuelo. Conozco bien mis orígenes. Procedo de un planeta joven y
poderoso.
—Forzis.
—¿Cómo
sabes su...? Sí, claro. La astronave que llegó aquí...
—No,
Erika. Vuelvo a decirte que estás equivocada. La astronave partió de aquí hacia
el planeta Forzis. Y no fue una sola. Se realizaron varias expediciones. No
había mucho que salvar, pero se llevaron todo lo que consideraron de valor.
¿Conoces tú el nombre de este planeta salvaje, Erika?
—No nos
hemos molestado en bautizarlo. No pertenece a nuestro sistema planetario.
Aunque en una misma galaxia, dista mucho del nuestro.
—Tierra.
Ése es su nombre —sonrió el anciano—. Perteneciente al denominado Sistema
Solar. Junto con los planetas Marte, Venus, Mercurio, Júpiter, Saturno, Urano,
Neptuno, Plutón y Riga. Ninguno de ellos habitado por el hombre. Y llegó un
momento en que se hizo necesaria la búsqueda de otro planeta. Tú me has hablado
de contaminación, radiactividad, mutaciones... A ello yo puedo unir las guerras
nucleares, bacteriológicas... El más alucinante de los caos se abatió sobre la
Tierra. Dos grandes superpotencias, las que habían sumido en guerra a todo el
planeta, pactaron secretamente en plena contienda, sin contar con sus
respectivos y obligados aliados. Incluso sin contar con sus propios ciudadanos.
Sólo una élite se salvaría de aquel caos. Ya se conocía el planeta adecuado:
Forzis. Se había investigado mucho sobre él mediante el envío de hipersondas
espaciales. Y ya había llegado el momento de emigrar. La Tierra estaba ya
podrida, irrecuperable, aniquilada por sus propios moradores...
—Si
crees que voy a...
—Por
favor, Erika. Déjame continuar. Seré breve. Partieron astronaves hacia Forzis.
Verdaderos expresos hacia el cosmos. Hombres y mujeres. También semen de los
diferentes animales terrestres para su posterior reproducción en laboratorios.
Al igual que semillas vegetales. Como una moderna versión del Arca de Noé.
Fueron varias las expediciones. La última no llegó a salir. No tuvo tiempo. El
cataclismo total llegó antes. Los sistemas macronucleares de autodestrucción,
represalia, aniquilación... Sofisticados sistemas bélicos que superaron a sus
propios dirigentes. La Tierra quedó arrasada. Muy pocos se salvaron. Contados
refugios nucleares resultaron eficaces para tal poder destructivo. La
radiactividad y el hambre hicieron el resto. Un grupo reducido de hombres y
mujeres logró sobrevivir en un refugio.
—Un
refugio especial, ¿no?
—Lo
era, Erika —respondió el anciano sin molestarse por la ironía empleada por la
mujer—. Diseñado para uno de los más altos cargos de la súper potencia. Él y
otros más no tuvieron tiempo de escapar en uno de aquellos expresos galácticos
hacia Forzis. Y en el angustioso encierro del refugio comprendieron la
monstruosidad de sus actos. Los que marcharon hacia Forzis iban dispuestos a
crear un nuevo mundo, olvidar las raíces de la Tierra. No la mencionarían a sus
generaciones. Se instalarían en Forzis como raza poderosa e inteligente,
olvidando los errores del pasado. Ése fue el pacto. Forzis sería el inicio de
una nueva etapa.
—Absurdo.
En
amarga mueca el anciano asintió:
—Sí...
absurdo. Se olvidaron de la Tierra, pero no de los errores cometidos. No hay
más que contemplarte a ti, Erika. Tú dices que tus antepasados eran como estos
salvajes. Luego la contaminación y demás os fue minando. ¡El tono de la piel,
la ausencia de pelo, dientes...! ¡Dios mío...! De nada les sirvió la
apocalíptica lección.
—Empiezas
a aburrirme, abuelo.
—Nosotros
sí recapacitamos, Erika. También decidimos romper con el pasado cargado de
errores, pero no olvidarlo. Y de ahí nació el Padre de la Sabiduría. Cuatro de
nosotros quedamos en el refugio nuclear. Dos parejas. Los restantes
emprendieron un peregrinar por la desolada tierra. De ellos ya no queda ni el
recuerdo. Los años transcurridos borran toda memoria. Empezaron a surgir
pequeños núcleos junto al mar, otros en las zonas frías, otros intentaron
sembrar en las calcinadas tierras... Sin herramientas, sin medios... Los
primeros años fueron alucinantes, muchos perecieron... Se temió por la
extinción; pero los animales sobrevivieron, la vegetación volvió a nacer, el
sol continuaba enviando sus rayos... De los que abandonaron el refugio ninguno
regresó. Sus hijos deambularon en estado salvaje.
—Y en
él continúan.
—Tú
ignoras cómo quedó esto tras el cataclismo, Erika. Afortunadamente no
contábamos con los medios que se trasladaron a Forzis. La Tierra está ahora
habitada por salvajes. Por gente primitiva. Si conocen algún adelanto es merced
a la ayuda que año tras año, lustro tras lustro, década tras década les hemos
ido proporcionando. Sin precipitarnos, siguiendo pausados ciclos del hombre
prehistórico, aunque también haciendo concesiones para proteger mejor la
especie, muchas veces en peligro de extinción.
—De ahí
la prohibición de los... dioses de matar a una mujer.
—En
efecto, Erika. En una época la mujer quedó diezmada y...
—¡Maldita
sea, viejo de los infiernos! —exclamó Erika, incorporándose furiosa—. ¡Ya basta
de embustes! Si toda tu historia fuera cierta también tú serías ahora un
salvaje.
—Mi
padre quedó en el refugio. Y el padre de mi padre. Como vigilantes y
protectores de nuestra historia. Para que el cataclismo jamás, nunca jamás,
volviera a producirse. De generación en generación, en escritos y crónicas, se
ha ido inculcando la sabiduría y la prudencia. Yo la he recibido de mi padre.
Desde mi más tierna infancia. Y mis hijos la han recibido de mí. Uno de ellos
seguirá mi obra. Continuará vigilante. Hay paz en la Tierra. Ninguna tribu
lucha contra otra. Todo perfecto... hasta vuestra llegada.
—Al
diablo contigo, viejo loco. ¡Me voy! Y añadiré algo más. No pienso mover un
dedo por tus salvajes. Tú vendrás con nosotros. Te llevaremos a Forzis y allí
se investigará todo cuanto has dicho.
—Tienes
miedo de la verdad. Eso es lo que te ocurre, Erika. También los del refugio
hemos permanecido con miedo. Temor a que algún día llegara alguien procedente
de Forzis. Suponíamos que se respetaría la pactada ignorancia hacia el Sistema
Solar, pero no ha sido así.
—¿Sistema
Solar? Oye, Snake... En Forzis os ignoramos por completo. La “Far Out” es una
astronave escuela. Estamos en este sistema planetario por azar; igual podíamos
estar en otro. Lo decidió el comandante de la cosmonave un año después de
nuestra salida, ¿comprendes, viejo loco?
—Ése es
nuestro deseo, Erika. Ser ignorados, pero ahora no podrá ser. Vienen en tu
busca. Matarán, arrasarán... y comunicarán lo ocurrido a Forzis. No podemos
correr ese riesgo.
—¿Y qué
piensas hacer para impedirlo?
El
anciano se incorporó.
Fijó su
mirada en el silencioso Shalaw. No despegaba los labios, puede que por respeto
al Padre de la Sabiduría o tal vez aturdido por toda aquella incomprensible
conversación.
—Acompáñame,
Shalaw. Tú también, mujer.
Erika
iba a responder airadamente, pero optó por seguir al anciano.
Abandonaron
la cabaña adentrándose aún más en la selva. Fue entonces cuando vieron aparecer
a la muchacha. Corría semidesnuda por entre los arbustos. Con su larga melena
al viento, protegiendo su cuerpo con una corta falda. Se detuvo bruscamente al
descubrir la presencia del anciano y sus acompañantes.
—Acércate,
Tisha.
La
joven no se movió. El subir y bajar de sus erectos senos delataba la agitada
respiración. Parecía asustada, con sus grandes ojos negros fijos en Erika.
El
anciano sonrió tranquilizador.
—Shalaw...
quiero presentarte a mi nieta Tisha.
—Yo
no... no sabía...
—Por
supuesto. Eres el primero en verla, Shalaw. Tisha, quiero que te quedes con
Shalaw. Puedes enseñarle tus nidos, ¿de acuerdo?
La
muchacha asintió.
El
temor desapareció de su bello rostro al reflejarse en los ojos de Shalaw.
Se
alejaron unidos de la mano.
—Una
joven muy bonita, Snake —comentó Erika, sin abandonar su sarcasmo—. ¿Es en
verdad tu nieta?
—Sí. Mi
descendencia está en esta isla y fuera de ella. Los destinados a continuar la
misión encomendada viven conmigo. Otros, establecidos por las diferentes
tribus.
—Ya.
Todos descendientes de la doble pareja que quedó en el refugio nuclear.
—Te
equivocas. Mi abuelo fue engendrado por una mujer de la tribu de los Thomasy,
casada con el jefe del poblado. El entonces oficial Padre de la Sabiduría les
hizo creer que el niño había nacido muerto y se lo llevó al refugio. Y fue
criado para la gran misión. Cuando las mujeres del refugio no pueden tener
hijos o son muy limitados, buscamos en el exterior. Lo importante es que
siempre haya un Padre de la Sabiduría.
—No
lograrás convencerme de...
—Ya hemos
llegado —interrumpió el anciano deteniéndose frente a una roca.
—¿Adonde?
La roca
comenzó a moverse lentamente: Deslizándose con suavidad hasta descubrir el paso
subterráneo.
—Ahí lo
tienes —indicó Snake—. El refugio nuclear.
* * *
La
mayoría de las salas eran circulares, de paredes abovedadas. Puertas metálicas.
Iluminación por paneles solares.
—Las
primeras crónicas escritas por mi abuelo aún hablan de escaleras mecánicas y
plataformas deslizantes; pero mi padre ya no las conoció. Tampoco yo llegué a
verlas funcionar. Ya nada funciona, a excepción de la iluminación merced al
sistema de acaparamiento de energía solar y el sistema autónomo de aire
acondicionado. Deliberadamente no hemos querido evolucionar, Erika. No queremos
las... ventajas de la supertecnología. Tenemos bien aprendida la lección,
transmitida de padres a hijos, con gran detalle. Puedo hablarte de la guerra
nuclear y el horror del cataclismo como si realmente lo hubiera presenciado con
mis propios ojos.
Erika
no hizo ningún comentario.
Estaba
aturdida.
Contemplando
con incrédula mirada aquella especie de ciudad subterránea. Se encontraban en
la segunda planta.
—Esto
es lo que denominarnos Cámara de la Sabiduría —dijo el anciano, penetrando en
la circular estancia—. Aquí está el legado de la historia. A la primera
videobiblioteca del refugio se han ido uniendo los escritos de las sucesivas
generaciones.
En
aquellas abovedadas paredes se emplazaba una extensa colección de videolibros,
enciclopedias, manuales e infinidad de manuscritos. Todo ello cuidadosamente
ordenado y clasificado.
—Quiero
salir de aquí.
—Por
supuesto, Erika. No eres una prisionera. Puedes ir con los tuyos y alertarles
para la batalla.
—¿Batalla?
—No nos
queda otra alternativa. Mientras tú deambulabas por la primera planta hablé con
uno de mis hijos. Ya todo debe estar preparado. Acompáñame a la tercera y
última planta. Lamentablemente los ascensores también dejaron de funcionar.
Erika
sacudió la cabeza.
—Todo
esto es... es absurdo...
—¿De
qué te sorprendes? ¿De mis conocimientos? Es lógico, Erika. Fui el elegido para
la gran misión, instruido desde la infancia. Videolibros, diapositivas,
manuales, enciclopedias... Mi hijo menor ocupará mi puesto. Se llama Alfred.
Apuesto que hay muchos Alfred en Forzis, ¿me equivoco? Mi padre se llamaba
Ralph, mi abuelo Adam... En las enciclopedias legadas hay muchos nombres donde
seleccionar. Mi hijo mayor, Anthony, también está capacitado. Hay que ser
prevenidos. Un accidente, una enfermedad... Lo importante es que siempre esté
un Padre de la Sabiduría velando sobre la Tierra.
Descendieron
una escalera.
Las
tres plantas eran similares en cuanto a la distribución de las habitaciones y
salas.
—Bueno,
Erika... Ahí tenemos la llamada Cámara de Supervivencia. Muchas de las cajas
herméticas siguen lacradas. Son medicinas, sueros y demás productos médicos que
pueden conservarse indefinidamente, tal como se depositaron en la construcción
del refugio nuclear. Pensaron en todo. Una magnífica vivienda en la primera
planta, amplia cultura y documentación técnico-histórica en la segunda y en la
tercera medicamentos, productos para la supervivencia... y, lógicamente, armas.
El
anciano había cruzado el arco de entrada a una de las salas.
Allí se
encontraban dos hombres.
Dos
individuos jóvenes que manipulaban en una especie de nichos emplazados en las
abovedadas paredes.
De uno
de ellos estaban sacando cajas metálicas y urnas de vidrio térmico coloreado.
—Estos
son mis nietos Richard y Samuel. Quiero presentaros a...
Unos
precipitados pasos resonaron en la planta subterránea.
Apareció
un individuo de pelo rojizo y atlética complexión. En su diestra llevaba un
visorcular.
—¡Padre...!
—¿Qué
ocurre, Anthony?
El
individuo enmudeció unos instantes, con la mirada fija en Erika, contemplándola
perplejo.
—¿Ésta
es...?
—Sí,
Anthony. Su nombre es Erika. No te sorprenda el color de su piel o la ausencia
de pelo y demás. Ella procede de un planeta súper civilizado.
—Pues
los demás ya están aquí —dijo Anthony—. He detectado su vertiginosa trayectoria
con el visorcular.
Erika,
como hipnotizada, le arrebató el aparato que portaba en la mano derecha.
Entreabrió los labios. Su voz sonó balbuciente, apenas audible.
—Uno...
uno como éste se puede contemplar en el Museo de Antigüedades...
—En Forzis
—sonrió el anciano—. Creí que ya te había convencido, pero te resistías a
creerlo, ¿no es cierto? Pues en las enciclopedias de nuestra Cámara de la
Sabiduría figuran dibujos de modelos mucho más primarios que ése. Creo recordar
que se llamaban monoculares o prismáticos... No sé... no lo recuerdo bien.
Puedes consultar los videolibros, aunque temo que no es el momento apropiado.
¿Cuántos artefactos has visto, Anthony? ¿Cuántas cosmonaves?
—Una
sólo, padre. Gigantesca.
—¿Gigantesca?
El pájaro de fuego descrito por Shalaw tendría cabida para unos quince
tripulantes como máximo.
—En el
que yo he visto pueden ir cientos, padre.
Erika
comenzó a reír.
Primero,
suavemente para luego terminar en histérica carcajada.
—¡La
“Far Out”! ¡La astronave escuela...! No envían transbordadores. ¡Aterrizará la
astronave!
Las
arrugas se acentuaron en el rostro del anciano.
Movió
lentamente la cabeza.
—Esa
noticia también es buena para nosotros, Erika. Pensábamos destruir los
transbordadores que llegaran y luego quedar a la espera de la astronave. Ahora
nos resultará más sencillo. Sólo hay que destruir un artefacto.
CAPÍTULO XI
La “Far Out” esperó al amanecer para
tomar tierra en una extensa planicie. Todo resultó perfecto. El sistema de
tetracohetes esféricos de desaceleración, frenado aerodinámico de descenso,
micromotores de corrección en vuelo-descenso y demás elementos mecánicos y
electrónicos de aterrizaje, funcionaron según lo programado.
La
gigantesca cosmonave, que con sus motores cohetes movidos por iones podía
permanecer años viajando por el espacio, se había posado en el planeta de los
hombres salvajes.
Los
tres soportes articulados de aterrizaje desplegados. Cada soporte dotado de
disco faviforme y los dispositivos hidráulicos especiales.
Por las
diferentes rampas de descenso de vehículos rodaron seis malabs. Cada dotación
la componían cuatro hombres y el conductor. Vehículos ligeros, de propulsión
articulada, dotados de ruedas diseñadas a rayos metálicos curvados que
permitían total flexión al contacto con el terreno.
El
comandante Dom Lautmer ocupaba uno de aquellos malabs. Al igual que Kurt
Blakely. Los hombres dotados del correspondiente cinturón supervivencia y el
reglamentario rifle «Strobolt». Dos de los vehículos con cañón desintegrador.
Los cuatro restantes con lanzacohetes.
Estaban
a pocas millas de distancia del lugar detectado en la explosión del
transbordador. Un indicador «Tranx-77» les marcaría fielmente el camino a
seguir.
Los
malabs emprendieron la marcha.
De la
astronave, con gran bullicio y animación, descendieron los alumnos, profesorado
y demás componentes de la tripulación.
La
distancia que les separaba del transbordador siniestrado fue recorrida por los
malabs en menos de una hora. Divisaron el poblado, próximo a los calcinados restos
de la nave.
El
comandante descendió del vehículo.
Kurt
Blakely acudió junto a él.
—Ordene
a seis de sus hombres que exploren el poblado. Si alguno de los salvajes opone
resistencia que disparen sin contemplaciones.
—Muy
bien, señor.
—¡Profesor
Wahl! —exclamó Lautmer.
Un
individuo descendió de uno de los malabs presentándose ante el comandante.
—Ahí
tiene el transbordador, profesor. Tome su equipo e investigue. Quiero conocer
con exactitud las causas de su destrucción.
El
comandante dirigió nuevamente su mirada hacia Blakely.
—En
marcha. Vamos también nosotros a echar un vistazo a tan singular poblado.
Cuatro de sus hombres que se queden aquí con el profesor Wahl. El resto nos
acompañará.
Avanzaron
hacia el poblado.
—No
demuestran ser muy hospitalarios —sonrió Kurt Blakely—. Con todo el ruido que
hemos hecho y ninguno sale a recibirnos.
Lautmer
también sonrió.
—De
estar en el pellejo de cualquiera de ellos haría otro tanto.
Los dos
hombres rieron ahora a carcajadas.
Uno de
los individuos previamente enviados se acercó a Blakely.
—No hay
nadie, señor. Han abandonado el poblado. Las huellas conducen a las montañas.
¿Quiere que las sigamos?
Kurt
Blakely interrogó con la mirada al comandante.
—No
sería mala idea. Tengo deseos de conocer a alguna de esas salvajes. Según la
versión de Sturges son...
Dom
Lautmer se interrumpió entornando los ojos.
Alguien
descendía de la montaña agitando los brazos. Sus gritos, aunque audibles,
resultaban incomprensibles.
—Es uno
de los salvajes...
—No,
Blakely. De serlo no acudiría hacia nosotros llamando la atención. Ordene a sus
hombres que no disparen.
—Por
todos los... ¡Es Erika...! ¡Erika Harper!
Acudieron
también en carrera al encuentro de la mujer.
Erika,
jadeante y sudorosa, fue recibida por los brazos de Kurt Blakely, que evitaron
que se desplomara.
—¡Erika...!
¿Qué ha ocurrido? ¿Qué hace vestida así? ¿Dónde están Kaplam y Bartlett?
Ninguna
de las preguntas del comandante fue escuchada.
—La
astronave... la “Far Out”...
—Tranquila,
Erika. —Blakely manipuló en una de las circulares cartucheras de su cinturón—.
Estamos aquí para rescatarla. Apuesto que ha visto a la “Far Out” sobrevolar
este maldito planeta, ¿verdad? Ahora está a salvo. Tome una píldora de
Estylmux. Le devolverá las fuerzas.
Erika
tragó maquinalmente la pastilla.
Con
crispadas manos aferró los brazos de Blakely.
—La
cosmonave... Van a destruir la cosmonave...
—¿Destruir
la “Far Out”? —sonrió Lautmer—. ¿Quiénes? ¿Los salvajes?
—No
todos son salvajes, comandante. Tienen armas... Una bomba voladora
autodirigida... Es de nuestros antepasados...
Blakely
y Lautmer intercambiaron una mirada.
—De
acuerdo, Erika. Ahora descanse. Nosotros nos ocuparemos de eso. ¿Qué me dice de
Kaplam y Bartlett?
—Muertos...
La astronave, señor... Si destruyen la “Far Out” quedaremos aquí para
siempre... Es necesario que...
—¡Ya
basta, Erika! —gritó Dom Lautmer—. Olvide ese absurdo y responda a mis
preguntas. ¿En verdad están muertos los dos pilotos? ¿Quién les mató?
—La
astronave... No estoy loca, comandante...
—¡Responda,
maldita sea!
—Shalaw...
él mató a Kaplam y Bartlett... Shalaw, el jefe de la tribu. Ahora me dejaron
marchar. Shalaw, él ha conducido a todos los poblados hacia un lugar... durante
la noche... Están ya todos reunidos. También está con ellos el Padre de la
Sabiduría y los del refugio nuclear. Van a destruir la astronave.
El
comandante hizo una mueca.
—Blakely,
llévela con el doctor Wairish. Nada positivo sacaremos de sus palabras.
—¿Cómo
fue lo del transbordador, Erika? —quiso interrogar Blakely, en un nuevo
intento—. ¿Cómo pudo desintegrarse?
—Los
salvajes... los salvajes con sus flechas incendiarias...
—¡Lleváosla!
—vociferó el comandante fuera de sí—. ¡No quiero seguir escuchando más...!
Una
atronadora explosión ahogó la voz de Dom Lautmer.
De
inmediato vieron, a lo lejos, elevarse al cielo una gigantesca llamarada. Una
columna de fuego que sobresalía de entre las montañas. Una voraz soflama que
surgía del lugar de aterrizaje de la “Far Out”.
* * *
Dom
Lautmer movía la cabeza de un lado a otro. Repetidamente.
—No
puede ser cierto... No puede ser cierto... ¡Inténtelo de nuevo, Blakely!
¡Inténtelo otra vez!
Kurt
Blakely siguió tecleando en el radiotransmisor.
—No
pierda el tiempo, Blakely —murmuró Erika—. Todo cuanto les acabo de contar es
cierto. También yo me negaba a creerlo. Cuando me hablaron de la bomba voladora
autodirigida me percaté del peligro. Disponen de armas. No tan mortíferas como
las nuestras, pero sí eficaces y destructoras. Lo han demostrado.
—Pero
esas armas...
—Ya se
lo he dicho, comandante. Embaladas en cajas especiales. En una de las cámaras
del refugio nuclear. Depositadas allí por... por nuestros antepasados.
—No...
no puede ser verdad... Esto es una pesadilla...
Erika
esbozó una sonrisa.
Fijando
sus ojos en la columna de fuego cada vez más cercana observó:
—Ahí
tenemos la respuesta, comandante. Pronto contemplará la “Far Out” convertida en
retorcidos hierros.
El
malab donde viajaban Lautmer, Blakely y Erika avanzaba a la mayor velocidad de
que era capaz. El conductor, nervioso y alucinado por la narración que había
escuchado de boca de Erika, realizaba torpes maniobras por aquel desconocido y
accidentado terreno.
Tras él
iban los otros vehículos.
Descubrieron
la extensa planicie. Y sobre aquella llanura la “Far Out”. Lo que quedaba de
ella.
El
fuego continuaba voraz. Aún se escuchaban algunas explosiones. La bomba había
alcanzado sin duda alguna en el bastidor principal partiendo en dos la
astronave. Los dos extremos se elevaron chocando entre sí.
Ahora
era un deforme amasijo de hierro y fuego.
Había
supervivientes.
Muy
pocos quedaron en el interior de la cosmonave. Querían pisar aquel planeta
desconocido. Sólo los que permanecieron cerca de la “Far Out” en el momento de
la explosión parecieron calcinados.
Hombres
y mujeres corrieron desesperados hacia los malabs, conscientes de haber quedado
aprisionados para siempre en aquel planeta salvaje.
CAPÍTULO XII
Habían abandonado la isla utilizando
varias bullboat.
Shalaw,
Tisha, Erika, Snake, sus hijos, nietos... Todos salieron de la misteriosa isla
ya casi envueltos en las sombras de la noche. Richard llegó con varios
caballos. Se dividieron en dos grupos. Shalaw partió acompañado de Alfred y
Anthony, con la misión de alertar y agrupar a los hombres del bosque y las
montañas para que abandonaran sus poblados.
Con el
amanecer del nuevo día acudieron al lugar de Cita acordado con el Padre de la
Sabiduría.
Estaban
en la ladera de una arbolada montaña. Y desde allí contemplaron cómo la
gigantesca astronave se decidía por fin a tomar tierra.
—¿Cuál
has dicho que era su nombre, Erika?
—“Far
Out”.
—Una
magnífica cosmonave —asintió Snake, entornando los ojos, remarcando las arrugas
de su rostro—. Afortunadamente se trata de una nave-escuela, de investigación y
aprendizaje, sin equipo interceptor bélico, ¿me equivoco?
—¿Qué
quieres decir?
El
anciano esbozó una sonrisa.
—En la
isla hay un silo subterráneo con un sistema de cohetes de cabeza nuclear ya
inutilizado; pero sí en funcionamiento el proyector autónomo de bombas
voladoras. De poca capacidad destructora, aunque suficiente para aniquilar la
cosmonave. La he programado. Es muy sencillo. La bomba voladora está equipada
de sistema de radar propio y autoguiado activo. Ya ha detectado el calor emitido
por los motores de la “Far Out” desde el momento en que entró en la atmósfera
terrestre, sólo he tenido que presionar el computador para que todo entre en
funcionamiento. Actuará una hora después de la toma de tierra. Proyectado
contra la “Far Out”.
Erika
movió la cabeza nerviosamente.
—No...
no lo hagas, Snake. Prometo que os dejaremos en paz. A nuestro regreso a Forzis
les convenceré de que no realicen incursiones contra vosotros ni...
—No
sigas, Erika. Ni tú misma crees esas palabras. Soy el guardián de la Tierra. No
puedo consentir vuestras futuras expediciones. Marcha con los tuyos.
—¿Puedo...
puedo irme?
—Por
supuesto, Erika. Ya te será imposible advertirles con tiempo del peligro.
Erika
no esperó más. Desesperada por la amenaza que se cernía sobre la “Far Out”,
emprendió veloz descenso de la montaña.
Anthony
chasqueó la lengua al contemplar la marcha de la mujer.
—No has
hecho bien, padre. Informará a los suyos de nuestras fuerzas.
—¿Fuerzas?
—sonrió el anciano, amargamente—. ¿Qué fuerzas? Sólo nosotros, los del refugio,
podríamos emplear las armas del depósito. ¿Imaginas a las tribus empuñando
rifles de superprecisión? No habrá batalla. Espero convencerles de ello.
—Son
orgullosos, padre. Y crueles.
—Lo sé,
Anthony; pero la destrucción de la nave les hará recapacitar. Ya falta poco,
¿verdad?
Anthony
asintió en silencio.
—Sí.
Ya
faltaba poco para el gran espectáculo. Desde aquel promontorio podían
presenciarlo sin necesidad de visorcular. La llamarada de la explosión se
elevaría sobre la planicie.
Las
alegres risas de Shalaw y Tisha hicieron desviar la mirada del anciano.
—Parece
que la pequeña Tisha ha encontrado pretendiente...
—Tu
hija ya no es pequeña, Anthony —dijo Snake—. Teníamos una venda en los ojos.
Tisha es ya toda una mujer. En cuanto al pretendiente... la tribu de Kamar es
una de las más nobles de los Hombres de la Montaña. Y Shalaw el más fiel
exponente de su estirpe. Voy a hablar con Tisha. Quiero despedirme.
—¿Despedirte?
—Sí,
Anthony. Sospecho que mi reinado de Padre de la Sabiduría llega a su fin.
—No
digas tonterías.
—Inicia
los preparativos, hijo. Vamos hacia la llanura. Quiero estar allí cuando
regrese la expedición que partió hacia el poblado de Shalaw.
Minutos
más tarde procedían al descenso de la montaña. En algunos tramos la pronunciada
pendiente hacía necesario el desmontar y guiar los caballos. Fue a mitad del
descenso cuando se originó la violenta explosión. Un atronador estruendo que
hizo retumbar las entrañas de la tierra.
—¡Dioses...!
¿Qué ha sido eso?
Tisha
sonrió levemente por el brusco respingo acusado en Shalaw. Lo percibió dado que
compartían un mismo caballo. Ladeó la cabeza para dirigirle una tranquilizadora
mirada.
—El
gran pájaro de fuego ha sido destruido, Shalaw.
—¿Y los
monstruos? ¿Ellos también?
—No,
Shalaw. Muchos estarán con vida.
—Entonces
lucharemos. Todas las tribus están dispuestas a seguirme.
El
bello rostro de Tisha se ensombreció. Desde su conversación con su abuelo
comprendía el peligro que se cernía sobre ellos. Si no lograba convencer a los
invasores sí habría batalla.
Shalaw
sujetó las riendas con la zurda. Su mano derecha acarició los sedosos cabellos
de Tisha. La deslizó por los desnudos hombros para seguidamente abarcar la
cintura de la muchacha. La presionó contra sí.
—No
temas, bella Tisha. Yo te protegeré.
Tisha
tomó aquella poderosa mano entre las suyas. La besó para luego posarla sobre
sus desnudos y erguidos senos, permitiendo que Shalaw los aprisionara
acariciador.
Cabalgaban
rezagados del grupo.
Y Tisha
acentuó aún más la distancia al detener el caballo y desmontar. Se tendió entre
unos arbustos, en espera de Shalaw, que de inmediato acudió sobre ella. Le
recibió impaciente, deseosa de que la voluptuosidad le hiciera olvidar las
pesimistas y fatídicas palabras de su abuelo.
* * *
Dom
Lautmer gritó aún más por el microvoz que pendía de su cuello.
—¡No es
momento de histerismos...! ¡Silencio y escuchadme! Nos han condenado a vivir en
este planeta. Un planeta del que dicen somos oriundos, pero eso no importa ahora.
—¡Tenemos
que salir de aquí...! ¡Comunicad con los nuestros! ¡Éste es un planeta salvaje
que...!
—¡Silencio!
—vociferó el comandante alzando los brazos—. ¡Nada se puede hacer! Todos
sabemos que es imposible establecer contacto con la lejana Forzis. Esta maldita
tierra va a ser nuestro hogar y haremos lo posible por sobrevivir. Desde ahora
impongo el estado de Emergencia-Uno. Cualquier desobediencia a mis órdenes será
castigada con la muerte. Tenemos que organizamos para...
Dom
Lautmer, que arengaba subido a uno de los malabs, fue el primero en divisar el
lejano punto. Una nube de polvo que, paulatinamente, iba aumentando de tamaño.
Su mutismo también hizo acallar las voces de los allí reunidos. Siguieron su
mirada.
—Debe
ser el Padre de la Sabiduría —murmuró Erika—, que permanecía junto al
comandante.
Kurt
Blakely y algunos de sus hombres manipularon en los rifles.
—Ningún
disparo, Blakely. ¡Que nadie dispare!
Eran
tres jinetes.
Snake y
dos de sus nietos.
El
grupo de hombres y mujeres que se congregaban alrededor de los malabs abrió
paso formando pasillo a los recién llegados.
Sólo el
anciano desmontó al llegar junto al malab del comandante. Después de dedicar
una sonrisa a Erika, fijó sus ojos en Dom Lautmer.
—Te
supongo ya informado de todo, ¿no es cierto?
—Sí, lo
estoy —respondió Lautmer, secamente.
—Bien.
Entonces, tú y todos vosotros —habló el anciano con voz potente— comprenderéis
que vuestro destino es habitar en este planeta. Podemos convivir en paz o en
guerra. Eso dependerá de vosotros.
—¿Te
atreves a desafiarnos? ¿Tú y tus salvajes?
—No,
comandante. Una guerra entre nosotros, ahora, aniquilaría... por segunda vez la
vida en la Tierra. Mis salvajes están acostumbrados a esta tierra, pero no
vosotros. Aun saliendo victoriosos sucumbiríais al poco tiempo. Veo pocas
mujeres... —Snake trazó una semicircular mirada—. Debes cuidarlas para proteger
la especie. Un gran río divide las tierras fértiles. Todos los salvajes se han
agrupado al sur. El norte queda para vosotros.
—¿Por
qué no el sur?
El
anciano sonrió, en amarga mueca.
—¿Crees
que es mejor? Te equivocas, comandante. El norte ya está cultivado. Poblado de
árboles frutales. Os lo hemos cedido conscientes de vuestra dificultad para
aclimataros; pero si prefieres el...
—De
acuerdo, anciano. El norte para nosotros. ¿Alguna cosa más?
—Si
queréis ayuda, solicitadla; pero nunca por la fuerza. Responderíamos de igual
forma.
—Si uno
de tus salvajes cruza el río y penetra en las tierras del norte se convertirá
de inmediato en nuestro esclavo.
—Siguen
las viejas costumbres...
—¿Qué
quieres decir?
—Nada,
comandante. Simplemente recordaba. Adiós y suerte.
—¡Un
momento! —Erika descendió del malab—. ¡Yo voy con vosotros!
Dom
Lautmer bizqueó.
—¿Te
has vuelto loca?
—No,
comandante. Prefiero estar con ellos. Con los salvajes. En la zona sur. Si es
que ellos me admiten...
El
anciano no dudó en la respuesta.
—Siempre
que respetes nuestras leyes, Erika.
—Lo
haré.
—Entonces
serás bien recibida.
—¡Erika!
—gritó el comandante al ver que Erika montaba sobre uno de los caballos—. ¡No
lo hagas!
Richard,
uno de los nietos del anciano, ayudó a la mujer a montar. También Snake trepó
ágil al caballo.
Se
alejaron lentamente.
Dom
Lautmer contempló la marcha con ojos centelleantes de ira.
—¡Todos
preparados para salir! —gritó el comandante, transcurridos unos minutos—.
¡Hacia el norte! Blakely...
—¿Sí,
señor?
Lautmer
entornó los ojos, dirigiendo una mirada a la lejana nube de polvo rojizo.
—No
podemos permitir la traición de Erika, Blakely. Lánzales una granada.
Kurt
Blakely sonrió.
—Esperaba
anhelante la orden, señor. Y podemos incluso iniciar ya la invasión de las
tierras del sur.
—No.
Aún es pronto para eso —murmuró el comandante—. El anciano tiene razón. Tenemos
primero que aclimatarnos. Ya llegará el momento de adueñarnos de toda la tierra
fértil. Lo importante ahora es silenciar a Erika. No debe comentar con los
salvajes nuestras debilidades.
Kurt
Blakely manipuló en el rifle multifuego. Por el visor enfocó al grupo de
lejanos jinetes.
Apretó
fríamente el disparador.
EPÍLOGO
La granada no les alcanzó de lleno,
aunque sí al caballo más rezagado. El montado por Erika y Richard. También la
onda explosiva derribó al anciano. Justo cuando ya dejaban atrás la planicie y
llegaban al bosque.
De él
salieron Shalaw, Tisha y los demás.
—¡Abuelo...!
¡Abuelo...!
—Pequeña
Tisha... no debes permanecer aquí —dijo Snake, con voz apenas audible—. Marcha
con Shalaw. Los dos solos. Más allá de las montañas, más allá de las Colinas
Negras, encontrarás un lugar donde vivir...
—Padre...
El
anciano desvió la mirada hacia Alfred y Anthony, que también habían acudido a
su lado.
—Nada
se puede hacer por mí, Alfred. Me han destrozado... Te encomiendo la defensa de
las tribus. Agrúpalas y estad siempre alerta. Ellos tienen algunas armas...
suficientes para imponer el terror. Combatidles con las del refugio... enseñad
a los salvajes... No hay otra solución, hijo. Luchad... o pereced...
También
Erika estaba agonizando. Tenía reventado el vientre. Se sujetaba los intestinos
con ambas manos.
—Shalaw...
Shalaw...
—Aquí
estoy, Erika.
La
mujer forzó una sonrisa.
—Erika...
Me has llamado Erika... Gracias, Shalaw... Un bello recuerdo para el viaje sin
retorno. Me hubiera gustado... Shalaw... Shalaw...
—Ha
muerto, Shalaw.
—Sí,
Tisha —asintió Shalaw, incorporándose—. Ha muerto.
—¿Quieres
venir conmigo? Mi abuelo dijo que...
—Escuché
sus palabras. Sí, Tisha. Iré contigo en busca de nuevas tierras. Muy lejos de
aquí.
Tisha
se despidió, emocionada, de su padre y hermanos, consciente de que era un adiós
definitivo.
Seguidamente
montó a caballo, imitada por Shalaw. Emprendieron veloz galope. Durante horas
cabalgaron sin descanso, sin hablar, como deseosos de alejarse cuanto antes de
aquella zona. Sólo cuando los rayos del sol cayeron perpendiculares detuvieron
la marcha al cobijo de unos árboles, en un paradisíaco remanso.
—Seguiremos
cabalgando más allá de las Colinas Negras. Mi abuelo habló de nuevas tierras.
—No
comprendí todas sus palabras, Tisha. Mencionó dos... dos superpotencias. ¿Qué
es eso?
La
joven sonrió.
—Pues...
imagina dos grandes poblados. Dos poderosas tribus, enemigas entre sí.
Orgullosas de su poder se enfrentan y terminan por aniquilarse mutuamente. Eso
ya ocurrió hace muchos años. De ahí que mi abuelo nos impulsara a marchar y
crear nuestro propio pueblo. Un nuevo poblado. La tribu de Shalaw.
—Tú y
yo...
—Sí,
Shalaw.
La
muchacha se reclinó sobre el poderoso pecho de Shalaw. Agradeció la protección
de sus fuertes brazos.
Permanecieron
en silencio, arrullados por el canto de los pájaros.
—Tisha...
—¿Sí?
—En esa
historia antigua... cuando los dos grandes poblados se aniquilaron... ¿qué
ocurrió con los poblados pequeños?
Tisha
prefirió no responder.
F I N
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