miércoles, 17 de mayo de 2023

SIN NOTICIAS DE URANO (C. AUBREY RICE)

 

C.Aubrey Rice es Lorenzo Cabrerizo, que también escribió, con el mismo seudónimo, novelas en otros géneros. Destacan "Sargento Buld" en la colección Policía Montada (oeste), "Ruta alucinante" en la colección Comandos (bélica) y "Acción mutante", en Luchadores del Espacio


PROLOGO 

Las garras de la noche, enguantadas en un negro adusto, sin el menor adorno de destellos verdosos en aquella región, tenían aprisionada a la redonda casita del Valle de las Plantas Carnívoras, que ni se veía ni se presentía siquiera, tan rodeada estaba por la oscuridad.

Las horas nocturnas, con densos brochazos de tinieblas, habían empleado sus minutos en borrar la casita y en borrar el paisaje, y todo, como acurrucado temeroso, no era más que una mancha negra, espesa, maciza casi.

El característico aroma de las voraces plantas del valle se percibía con no sé qué misterioso temblor en los efluvios.

Era como si el olor y la oscuridad tuvieran relación. O como si el blanco inmaculado de las engañosas flores, en un desesperado esfuerzo para sacudirse el peso de la negrura, diera toda la potencia a sus perfumados pétalos.

Excepto las vivificadoras ráfagas de aire que provenían con suave y cronométrica intermitencia de la Gran Central Generadora, nada parecía moverse.

Una calma imponente parecía reinar por doquier.

Sin embargo, abriéndose paso a través de la noche con reforzados focos de luz negra, muchos soldados, armados hasta los dientes, con zancadas blandas que no rompían la aparente tranquilidad, estaban rodeando la pequeña construcción de aluminio.

En el interior de la esférica casita solitaria, un guión fino de luz amarilla y mortecina, procedente de una diminuta linterna eléctrica, verdadera antigualla que apenas conservaba reservas de carga en su pila, chocaba desde hacía un poco con la delicada estructura de una simplificada emisora de radio.

Al tenue resplandor brillaban las caras de cuatro hombres, uno de los cuales, con su rojiza boca contraída en una mueca indefinible, manipulaba en el aparato transmisor.

Al ver sus verticales ojos y su triangular rostro morado, aun sin fijarse en su aplastado apéndice nasal ni en su ensortijado pelo grisáceo, con aspecto lanoso, que le cubría las orejas, se hubiera podido pensar que se trataba de un uraniano.

Pero no era de Urano. Ni de Umbriel, ni de Ariel, ni de Titania, ni de Oberón[1].

Era de la Tierra, de América, de los Estados Unidos, de Arkansas, de Newport, del número 105 de Nimble Street, por más señas.

Y la misma norteamericana nacionalidad tenían los otros tres harapientos individuos, típicos terrestres éstos, que le rodeaban.

Vestidos con los restos de una especie de floreados quimonos de mangas muy anchas, se notaba, a juzgar por los desgarrones del plástico, verdaderos «mordiscos» de los vegetales comedores de carne, los cuales no habían alcanzado por milagro la de aquellos hombres, que habían descendido subrepticiamente en la Zona Sur del Valle, allí donde la alucinante vegetación era más tupida, y que no disponían de otros medios de defensa que los revólveres desintegradores que colgaban de sus cinturas respectivas.

Uno de ellos, con sus garzas pupilas clavadas en la raya de luz de la lamparita, jadeaba como si le costase respirar; otro, grueso hasta la obesidad, permanecía con las mandíbulas apretadas y las manos puestas en el centro de su vientre colosal; y el último, un Hércules altísimo que tenía el cabello extraordinariamente rubio y alborotado, iba y venía de la mesa donde estaba la emisora que empleaba el de Arkansas, a una de las dos ventanas que la casita tenía a los lados de la puerta.

—No se mueva tanto, Charlton—dijo con un susurro el que con tanta insistencia miraba a la luz—. Me pone nervioso.

El aludido se detuvo en mitad de su camino y levantó una mano con displicencia.

—Usted siempre está nervioso, Dandridge —respondió, con un susurro también—. No sé cómo se las arregla.

—Se le habrán terminado las pastillas—terció el gordo, sin elevar tampoco el tono de voz. Y se metió la diestra entre el pecho mientras añadía—: ¿Quiere que le preste unas cuantas?

—Gracias, Roland—contestó Dandridge—. Ya que me quedaran tantas municiones como pastillas... Es, sencillamente—agregó—, que no quiero abusar de ellas: me descomponen el estómago.

El llamado Charlton fue a replicar algo en el mismo instante en que el lúgubre exterior de la casita cobró vida.

Al tiempo que el silencio se deshizo con el sordo fragor de las armas que los soldados empezaron a disparar, se dejó oír el sonido de un silbato de mando imperativo, agudísimo, tenebrante casi para los tímpanos, y la estancia quedó anegada en una claridad verdosa, semejante a la nocturna, que penetró por los óvalos de las ventanas.

Los cuatro hombres, ofuscados, parpadearon.

—Llegó la hora—murmuró Roland, sin perder un ápice de su tranquilidad.

Charlton sonrió tristemente.

—Supongo que ya no se preocupará de su estómago—le dijo a Dandridge.

Y éste, chasqueando la lengua, se apresuró a ingerir una pastilla que se sacó del pecho.

—El dominio de los nervios—continuó diciendo Charlton—es más importante que el del...

Una estruendosa y brutal descarga de un fusil de tiro rápido, tras taladrar la abombada puerta de la habitación, se clavó íntegra en el cuerpo del hercúleo individuo, quien desapareció como por ensalmo, dejando en el ambiente un insufrible hedor a carne y a pelo quemado.

En el piso, allí donde había estado una fracción de segundo antes, no quedaron más que sus emplomadas sandalias y su revólver desintegrador, el cual chocó con metálicas estridencias al caer desde la funda que lo había contenido.

—¡ Malditos!—rugió Roland.

Y empuñando el arma que llevaba a la cintura, con una agilidad impropia de su aspecto pesado saltó a una de las ventanas y, de un solo disparo, tachó de negro la intensa claridad del reflector que les iluminaba.

El morado hombre de los rasgos uranianos, con una destreza relampagueante, despojándose sobre la marcha de sus sandalias y de su revólver, se encaramo en el alféizar y se dejó caer al lado de allá del convexo muro, con lo que su pequeña figura desapareció entre la noche apelotonada.

Dandridge y Roland quisieron imitarle, pero se vieron obligados a desistir más que aprisa. Los soldados, que los descubrieron con sus reforzados focos de luz negra, les enviaron un tremendo chaparrón de proyectiles explosivos.

Simples proyectiles explosivos, sí. Más ellos terrestres al fin y al cabo, fueron incapaces de vencer el atávico instinto de conservación y se echaron para atrás.

Otra vez se encendió el reflector.

El reflector, que tenía por objeto demostrarles su impotencia y lo en balde que se debatirían...

Y lo perdida que tenían la partida y la imposibilidad de salvación y lo inútil de cualquier forcejeo.

El reflector, que no era para que los soldados vieran, puesto que se servían de luz negra, sino para que vieran ellos por dónde les llegaba una cosa incomparablemente peor y más terrible que la muerte: el fracaso.

Aunque no se oyó más el devastador fusil de tiro rápido, el fuego graneado redobló su intensidad.

El ahogado ¡plof! de los disparos sonaba como taponazos en torno a la vivienda.

Aun sin desperdiciar ni una de las cargas desintegradoras que surgieron de sus humeantes revólveres, los dos hombres acorralados, que se habían apostado cada uno en una ventana, se encontraron indefensos en cuanto se les agotaron las municiones.

Con una serenidad que decía mucho de la eficacia de la pastilla que se acababa de tomar Dandridge habló:

—Roland—dijo—, ya no nos queda más remedio que enfrentarnos con el piquete.

Y con tranquila naturalidad, arrojando su inservible arma por la ventana, se acodó en el alféizar.

—Es lástima que no tiren a dar—se quejó su compañero, lanzando a lo lejos también el revólver y acodándose igualmente en la ventana que había estado defendiendo—. Después de todo —prosiguió—, constituiremos el alimento de una jornada para las asquerosas plantas carnívoras de este valle de pesadilla.

—Triste porvenir—asintió Dandridge.

—Pensemos en que hemos cumplido con nuestro deber mientras nos ha sido posible.

—Sí, desde luego. Pero, con franqueza, me hubiera gustado completar mi trabajo.

Roland movió la cabeza con vehemencia.

—También a mí—aseguró. Y agregó, sin inmutarse—: Si al menos muriéramos aquí...

Las balas explosivas arrancaban esquirlas de la esférica construcción de aluminio, alrededor siempre de los impertérritos terrestres que se hallaban asomados a sus ovaladas ventanas.

—La muerte nos sigue tendiendo los brazos —bostezó Dandridge—. Quizá les falle la puntería...

—No nos hagamos ilusiones—le interrumpió su obeso compañero, sacando medio cuerpo fuera de la casita, en un alarde de inaudita despreocupación—. Los tiempos de las casualidades hace mucho que pasaron.

—Cierto Esperemos el martirio.

—Cuatro días de mazmorra...—auguró Roland, volviendo a meterse en la habitación.

—Un juicio que, en este caso, está de antemano fallado...

—Y el fusilamiento.

—A usanza de la Tierra. Siempre a usanza de la Tierra, para que no nos quejemos.

—No nos quejaremos: el desenlace es el previsto.

—Puede que Tres lo impida.

—No lo creo. También la época de los milagros espectaculares quedó atrás.

Se escuchó de nuevo el penetrante silbato de mando imperativo, y el fuego cesó en el acto.

El jefe de la patrulla uraniana que les había copado, acompañado de media docena de soldados, avanzó con un fusil de tiro rápido en las manos.

—¡Je! El teniente Ghrasku—rió Dandridge, con infinita calma, como si la cosa tuviese alguna gracia o como si careciese de importancia—. ¡Siempre el mismo!

—Y que lo diga. Ni que no tuviera el Imperante más oficiales que él.

Con majestuosos pasos, el teniente se fue aproximando a la casita.

Era de elevada estatura y muy proporcionado de miembros. Su morada cara triangular tenía como incrustados sus verticales órganos visuales, cuyas niñas, aterradoramente inmóviles, parecían dos puntas de diamante.

Las intermitentes ráfagas de aire agitaban suavemente el quimono o larga túnica de vivos colores—con evidentes reminiscencias del oriente de la Tierra—que le cubría hasta los pies.

En la cabeza traía el clásico y alto gorro del ejército de Urano, de metal anti-radiactivo, y en la cintura, con una enorme hebilla dorada y semicircular delante, un ancho cinturón escarlata con dos revólveres en los costados.

Con ojos medio entornados, pero tan alerta como solía, abriendo la taladrada puerta de una patada, entró con los soldados en la habitación.

Roland y Dandridge, apoyados indolentemente en sus respectivas ventanas, los observaron sin mostrar el menor interés.

El teniente Ghrasku, en tanto que sus subordinados procedían a atar a los prisioneros, olfateó el aire con su aplastada y cuadrada nariz, con aspecto de parche, y dedicó una larga mirada a las sandalias y a los revólveres que había en el suelo.

El oficial no era tonto, ni mucho menos, sino todo lo contrario. Por eso no se entretuvo a pensar en que las apariencias podían hacerle caer en el error.

Para él, cuatro sandalias y dos armas equivalían a dos hombres desintegrados. No hacía falta darle vueltas. Aquellos revólveres y aquel calzado, unido al olor que recibía su pituitaria, era la firma habitual de la muerte.

Fijó luego los ojos en la simplificada emisora de radio que estaba en la mesa, y Dandridge y Roland, concienzudamente amarrados ya con cables de acero, le vieron hacer aquel extraño gesto de reír por detrás de la cara, que era como los terrestres denominaban a la horripilante mueca con que los habitantes de Urano sonreían.

Con que sonreían en muy raras ocasiones. Porque la sonrisa que podríamos llamar corriente, por regla general, no tenía nada de horrible: era franca y natural y, en las mujeres, fresca y hasta en sumo grado argentina.

Pese a lo dicho, aun pasándoles desapercibido hasta a los más educados, cuando algo les causaba en el ánimo un efecto especialísimo, ya de admiración, ya de desprecio, realizaban el escalofriante visaje citado.

Ghrasku, por expresarlo en nuestro idioma, se estaba burlando con todas sus fuerzas de la emisora de los terrestres.

Era una burla cruel, desmesurada, sarcástica, que, al contraerle insensiblemente los músculos, debido a la singular disposición de los ojos, le ponía en su triangular rostro morado una pavorosa nota inhumana e implacable.

Los dos cautivos, cuyas gargantas se habían quedado secas al verlo, no obstante la tranquilidad que tenían, alargaron sus cuellos para poder tragar saliva.

De improviso, el reflector se apagó. Para Dandridge y Roland, que no podían captar la luz negra, cuando se sintieron sacados a empujones al exterior, la casita del Valle de las Plantas Carnívoras, y el Valle mismo, y hasta los soldados, habían vuelto a esconderse en los tupidos pliegues de la noche. 

CAPITULO PRIMERO

 No, jefe, ni ha reanudado la transmisión, ni responde a nuestras llamadas. ¿Seguimos insistiendo?

—Naturalmente, Evans. Es necesario agotar todas las posibilidades que nos quedan.

El que así hablaba era un hombre de unos cuarenta años, alto, de amplio tórax y ancha frente, mandíbula cuadrada y ojos grises, correctamente vestido de azul marino, que tenía la mano izquierda metida en el bolsillo del pantalón.

Se dirigía a la imagen de otro hombre, rubio éste, que se veía en la pantalla del televisor que había junto a la mesa donde estaba, de pie, el primero.

—«All right!»—acató Evans, encogiéndose de hombros—. Haremos lo que podamos.

—Que habiliten algunas emisoras supletorias y que envíen «punto» a Catorce, Seis y Ocho.

Comuníquese conmigo cada diez minutos y téngame al corriente de cualquier eventualidad.

—De acuerdo, jefe.

El hombre de azul marino cortó la comunicación con Evans, el cual desapareció del cristal esmerilado del receptor de imágenes, y, acto seguido, pulsando un botoncito que había debajo de una letra D en el mentado televisor, esperó un segundo a que se encendiera la bombillita verde que se encontraba en un ángulo del cuadro, en cuyo instante, moviendo el interruptor, la apagó.

En la pantalla quedó enmarcada la pálida faz de una muchachita de no más de dieciocho años.

—Diga, jefe—se oyó su bien timbrada voz.

—Que venga míster Denison lo antes posible, Edith.

Y sin aguardar respuesta, con igual energía que antes, el jefe volvió a cortar...

Sumido en un diminuto paréntesis de pensativo silencio, que arañó tímidamente un fósforo al encenderse, arrancó una espiral bocanada de humo al cigarrillo que empezaba a fumarse y se sentó en el sillón de la mesa del despacho.

Con el entrecejo fruncido, como arado por las múltiples ideas que tenía trabajándole en el cerebro, cerró los ojos y se dispuso a esperar la llegada de míster Denison.

No se hizo éste esperar. Tres leves golpecitos en la puerta pusieron en seguida puntos suspensivos a la meditación del jefe, quien, abriendo los ojos, permitió:

—Pase, Denison.

Míster Denison era calvo y tenía un pobladísimo bigote, anacrónico adorno capilar que ya no se llevaba. Pero como decía él:

«—Así me da la impresión de que soy menos calvo. Además, los cascos de vuelo no se me enganchan en el cabello...»

—Siéntese—le dijo el jefe, entrando en materia sin pérdida de tiempo—. Necesitamos un sustituto para Tres.

Míster Denison, como asombrado, después de tomar asiento, elevó las cejas antes de contestar:

—No sé a quién recomendar para esa misión. Particularmente...

—No le pregunto «particularmente», sino como Jefe de Personal.

Míster Denison parpadeó.

—Sullivan o Tracy—aventuró por último—, puede que Bruce...

—¿Cuál de ellos conoce mejor el idioma?

—Bruce, no hay duda. Ya sabe usted que es de allí, como quien dice.

—¿No hay nadie más disponible?

—Pues no sé, no sé... ¡Hombre, está Hoberest! ¿Eh, qué tal le parece Hoberest?

—Le falta capacidad pulmonar.

—Es verdad.

—¡¿Y Nickman?!—exclamó el jefe de repente—. ¡Cómo no se me habrá ocurrido antes!

—¡Por Dios, jefe...!—se alarmó visiblemente míster Denison, que empezó a sudar.

—No sea pesimista. Nickman puede hacerlo mejor que nadie.

—Pero..., pero... ¡Eso es imposible! Urano es veneno para nuestros agentes.

—Por eso he buscado un agente excepcional.

—¡Ahora no se podrá introducir debajo de la campana aisladora!

El Jefe de Personal parecía anonadado. Y aterrado. Gruesas gotas de sudor comenzaron a correrle por las mejillas.

—Nickman habla el uraniano perfectamente y, por añadidura, conoce Zantro como la palma de su mano. Que vaya con Bruce.

—Conste..., conste...

—Acóplelos a la variante VII del sistema 7 K.

—Conste...

—Procure que se presenten sin dilación. Nada más.

El golpetazo de la puerta, que se salió un tanto del marco de lo discreto, fue el que tradujo el pensamiento de míster Denison, que se había levantado como un rayo, al abandonar el despacho privado del Jefe del Servicio de Inteligencia Intersideral. 

Con un largo bostezo serpenteando entre sus morados brazos y rematando el adormilado gesto con la elevación de los acentos circunflejos de sus pintadas cejas, la joven, desperezándose, dijo trabajosamente desde la cama:

—¿Seguro que para mí ser?

—Sí, Jane—respondió mistress Hepburn, la encargada del piso 201 de The Mansión, hablando muy despacito y procurando pronunciar con toda la corrección que podía—. Es un electrorradiograma para usted.

—«Precisamente» a la hora del reposo nocturno— se quejó la muchacha con lastimera entonación—. Fastidio «garande».

—Tampoco a mí me ha hecho gracia tenerme que levantar, pero un electrorradiograma es un electrorradiograma, Jane.

La señora, adelantándose hasta la cabecera del lecho, le tendió el sobre que le había entregado el piloto del helicóptero de la estación receptora.

—«Gracias muchas, mistress Hepburn»— agradeció Jane, abriendo el sobre con los dedos pegajosos de sueño—. No saber quién hace envío. Debe ser tío Teckah.

Al ver la discreta marcha de mistress Hepburn, la detuvo con nerviosismo:

—¡Vaya ahora no, por favor! «¡Desentarañe primero electoro... electoro...!»

—Con mucho gusto—accedió la señora, cogiendo nuevamente el electrorradiograma y poniéndose a leerlo, cosa que, en realidad, era lo que estaba deseando—. «TIA AHCRENA»—dijo en voz alta—VARON FELIZMENTE STOP TODOS BIEN STOP SALUDOS DE TIO TECKAH.» ¡Vaya, enhorabuena, Jane!

—¿Por qué enhorabuena?

—Su tía Ahcrena ha tenido un niño.

—¿ Cómo hacer para tener niño ?

La encargada, sin saber cómo salir del atolladero en que la había metido el desconocimiento que del idioma tenía la joven, creyó oportuno soslayar la impertinente pregunta.

—Quiere decir que ha nacido un varón... Na-ci-do un va-rón—repitió silabeando—, ¿comprende ?, y que la mamá—apuntó a la muchacha con el dedo para reforzar las palabras—es su tía Ahcrena.

—¡Ah, ya «comperendo»!—chilló Jane, alborozada, saliendo de un salto agilísimo, envuelta en un largo camisón, de entre las blancas ropas de la cama—. ¡Es que me ha nacido una «sobrina» varón!

Y al tiempo que se calzaba las pantuflas, continuó con su pintoresco lenguaje:

—Ocho varones «quinaba» tía Ahcrena, todos niñas... Acudo rápida a ver varón niño.

Fijándose en que mistress Hepburn, que la miraba con curiosidad, no parecía dispuesta a marcharse, pidió perentoriamente, consultando su reloj de pulsera:

—¡ «Pereprare poronto» cuenta hospedaje, llame reactor de alquiler! ¡«De pirisa, de pirisa...»! ¡ «Astoronave» parte antes de que Jane la coja, y la «porobe» llora «garan» rato luego!

Mistress Hepburn no se movió de donde estaba.

—Usted se olvida—dijo—de que ahora es necesario proveerse del correspondiente permiso de las autoridades.

Jane, posando en ella sus verticales ojos, exclamó, con evidente extrañeza.

—¿También para ir a la Luna?

—¡Huy!—asintió mistress Hepburn—, ¿qué se cree? Si han suprimido y todo las visitas particulares a la estratosfera. Se dice—explicó oficiosa—, que por Urano o por ahí hay una revolución. ¡Si hubiese oído cómo venía el rollo de anoche...!

La joven se separo de la cama y anduvo hacia mistress Hepburn. Iba tambaleándose y medio encogida, como si le hubiese dejado sin fuerzas la revelación de la señora.

—¡Ay!—sollozó, agarrándose a ella desolada—. ¡No voy a poder ir a ver al varón niño! ¡¿Está segura de que, aun siendo una distancia tan reducida...?!

—No importa la distancia—la cortó mistress Hepburn, acariciándola el sedoso cabello gris para consolaría—. La última orden es que no se salga de la Tierra sin autorización.

—¡Cómo «podiría» arreglarlo?

—No tiene más que un camino: obtener el salvoconducto. Quizá mañana...

Con un gestecillo que dejó entrever el nervio de su temperamento, Jane, consultando otra vez su reloj, preguntó ingenuamente a su interlocutora:

—¿Qué pasaría si «perescindiera» del permiso?

—Pues ya lo sabe: que no terminaría felizmente su viajecito. No se le ocurra hacer lo que está pensando. Coja la astronave de las once de la mañana y no tendrá que arrepentirse.

Durante un momento, la muchacha reflexionó.

—¡Imposible esperar!—gritó de pronto, apartándose de mistress Hepburn—. ¡Me voy en seguida! Sale una «astoronave dentoro» de cincuenta minutos.

Con tal decisión remachando los movimientos que la encargada, aunque a regañadientes, se resignó a dejarla hacer su voluntad, se encaramó en una silla y bajó dos abultadas maletas del estante más alto del armario.

—Es una locura—dijo, no obstante, mistress Hepburn, zambulléndose en sus rollizos hombros, que levantó hasta las orejas—, una verdadera locura...

Jane, como si la cosa no fuera con ella, comenzó a sacar sus ropas del mueble y a guardarlas en las maletas.

—Son una cosa muy seria los desplazamientos sin autorización—prosiguió mistress Hepburn—. Recuerde que se lo recordé y que traté de evitarle... molestias. Aguarde a que sea de día.

— ¡Si no tengo tiempo! ¡La «astoronave» se me va a ir! ¡Corra a buscar un reactor de alquiler!

Media hora después, la joven cruzó la acera en la pasarela móvil y montó en el «taxi-reactor», menor eme una hormiga, pese a su envergadura, aun visto con los potentes prismáticos de astronauta con que lo observaba la encargada del piso 201 de The Mansión, desde arriba.

Secándose una furtiva lágrima, la señora, apenas el «taxi-reactor» se hizo al espacio, tenuemente iluminado todo él por los pálidos reflejos de los acumuladores de Luna, se quitó del mirador.

Y al salir de la habitación estrujó entre los dedos el electrorradiograma que «la uraniana» se había dejado olvidado sobre el lecho.

—¿Se puede, míster Denison?

—Adelante, miss Nickman—contestó el Jefe de Personal del Servicio de Inteligencia Intersideral, contemplando como con lástima el morado y perfecto triángulo de la carita de la recién llegada—. Tome asiento, por favor.

Miss Nickman, sonriendo abiertamente con su chiquitita boca rojiza, obedeció.

—¿Ha tenido alguna complicación?

—Ninguna que mereciera la pena. En un trayecto tan corto...

Míster Denison, como si no se atreviera a entrar en materia, se sacó el pañuelo del bolsillo y comenzó a enjugarse el sudor, el frío sudor, que principiaba a deslizársele por la calva.

Miss Nickman, en vista de que no decía nada, rompió el incomprensible silencio.

—Ya iba teniendo ganas de que se acordaran de mí—habló, cruzando sus moradas piernas al acomodarse en el sillón—. Estaba harta de tranquilidad.

Míster Denison dio un respingo.

—Le advierto—dijo, mientras tomaba asiento a su vez, detrás de la mesa de su despacho— que no he sido yo el que me he acordado.

—¡Vaya, pues gracias por el cumplido!

—No, no, por favor, miss Nickman no interprete mal lo que he querido dar a entender. Me refería a que ha sido el jefe el que...

Se detuvo, se quitó el pañuelo de la cabeza, se lo metió de nuevo en el bolsillo y siguió:

—Yo, particularmente, no le hubiese tenido a usted en cuenta para la peliaguda «papeleta» que se le presenta.

—¿Le importaría explicarse? Estoy deseando que me ponga al corriente.

—Se trata de una sustitución. Tres ha desaparecido.

—No comprendo lo que quiere decir, míster Denison.

—Es verdad, discúlpeme.

El Jefe de Personal se echó hacia adelante y puso las palmas de las manos sobre la mesa.

Miss Nickman, con sus verticales ojos fijos en él, se dispuso a escucharle.

—No puede usted hacerse idea de cómo está Urano de un tiempo a esta parte—explicó míster Denison—. El ascendiente que sobre sus habitantes teníamos los terrestres, por haber llegado a ellos antes que ellos a nosotros, lo estamos perdiendo de una manera alarmante. Ya, desde hace infinidad de años. Íbamos notando un proceso evolutivo que motivaba cierta tirantez diplomática; pero en los últimos meses la situación se ha agravado.

Míster Denison quitó las manos de la mesa y se retrepó en su asiento.

—Desde la Prehistoria—prosiguió diciendo, mirando ahora al techo—, tomando como modelo a sus descubridores, los pobladores del Oriente de la Tierra, todo se les volvió siempre imitarnos, dentro de lo posible, tanto en la forma de vivir como en el modo de vestir.

—En efecto—corroboró la muchacha. Y adujo: Y como los orientales terrestres, cuya influencia aún perdura, el misterio parece formar parte de su vida. Eso lo sabe cualquier niño.

Míster Denison apartó los ojos del techo y los puso sobre la extrañada miss Nickman.

—Perdone que haya hecho un poco de Historia—se disculpó—. Es que deseo llevar a su ánimo el convencimiento de que el Urano de la actualidad no es ni parecido al que los padres y los abuelos de usted conocieran en un pasado mejor. La indudable y benéfica protección que la Tierra ha venido prestando a ese planeta, como a todos los habitados, desde siempre, ahora es allí considerada como un pesado yugo. Hemos perdido, de momento, la supremacía. O la estamos perdiendo, al menos. A la chita callando, quieren romper cuantos vínculos les unen a nosotros. Paso a paso, con esa lenta eficacia que los uranianos poseen, han ido eliminando a los técnicos encargados de las grandes Centrales Generadoras y de los Nexos Televisivos, y reemplazándolos por nativos.

—En resumen, que empiezan a desenvolverse por sus propios medios, ¿no es eso?

—Eso es. Mas no sería esto lo malo, ya que la Tierra no tiene ningún interés en continuar controlándolos y dirigiéndolos. Lo malo será que se engreirán y provocarán el correspondiente conflicto bélico. Y ya sabe usted cómo las gastan, que la guerra de Venus no está tan lejos: con tal de conseguir sus fines, no reparan en lanzarse en masa con sus astronaves sobre los objetivos y perecer a millones.

—Es el temperamento uraniano—se hizo cargo la joven, sin mostrar el más mínimo asombro—. ¡Se sienten tan felices con el romántico juego de la lucha a muerte!

—No hay causa que justifique el que los seres racionales busquen la muerte por gusto.

Miss Nickman soltó una carcajada.

—Lo ha dicho usted como si yo fuese uraniana.

—De ninguna manera. Lo he dicho a sabiendas de que usted comparte mi opinión.

—Ciertamente—afirmó la muchacha, quedándose seria—. De todo corazón. Y considero risible el punto de vista suyo, es decir, lo de que somos nosotros, los terrestres, los que no queremos danos cuenta del verdadero valor de su «heroica» eutanasia, como ellos dicen.

—A fuerza de misioneros, no fue mal paso el que dio la Tierra cuando les quitó la ancestral costumbre de ofrecerse voluntariamente para servir de alimento a las plantas carnívoras, pero lo que entonces comprendieron tan bien, así que surge la menor contienda, lo olvidan. Eso de destrozar las tres cuartas partes de un planeta por un quítame allá esas pajas, como sucedió con Venus...

—¿Es que la Tierra tiene miedo?

Míster Denison se irguió.

—¿Miedo?—dijo—. ¿Miedo? ¿Ha dicho usted miedo? No, miss Nickman. La Tierra ha sido y será siempre la triunfadora en las lides intersiderales. Luego hablaremos de esto. Lo que yo quería explicarle es que nuestro agente Tres ha desaparecido englobado en esa espeluznante balumba de misterio y que no sabemos qué es lo que está ocurriendo en Urano. Y que usted..., que usted ha sido designada para ir a averiguarlo.

La joven entrelazó los morados dedos y los apoyó en su puntiaguda barbilla.

—«All rigth»!—aprobó por último, sin reflejar emoción—. Les agradezco la atención de brindarme la oportunidad de visitar Urano... gratis.

—¡El riesgo es enorme!

Miss Nickman como sopesando la exclamación del Jefe de Personal, se mantuvo unos segundos en silencio.

—No me asusta el riesgo—suspiró, al fin, quitándose las manos de la cara y poniéndolas sobre el bolso granate que tenía en las rodillas.

—Las probabilidades que tiene de volver son mínimas.

—Procuraré aprovecharlas.

Míster Denison resopló.

—Como guste, miss Nickman—se encogió de hombros. Y agarrándose al último recurso que le quedaba, por ver si conseguía disuadirla, aún inquirió—: ¿No deseará, por casualidad, acogerse a los veinticinco minutos de reflexión aislada?

—No es necesario—denegó la muchacha, alisándose un pliegue de la falda del elegante traje sastre que vestía.

—Bien, puesto que está decidida...

Se levantó míster Denison y, saliendo de detrás de la mesa, Se dirigió a la pared de la derecha, donde, pulsando un botoncito mientras miss Nickman giraba en el sillón, hizo encenderse un gran mapa luminoso de Urano y de sus satélites.

—Ya me he dado cuenta de que comprende la particular idiosincrasia de sus hermanos de raza—dijo, retrocediendo hasta situarse detrás de la joven—, así que no insistiré en ese punto.

—No es preciso, desde luego. No sólo comprendo su manera de reaccionar, sino que conozco al dedillo sus costumbres. Prosiga.

—Se estaba empleando el sistema 7 K, en cuya variante VII van a ser ustedes acoplados.

—¿ Ustedes ?

—Sí. Irá con Bruce, Gerald H. Bruce. El estado de la cuestión es el siguiente: Tres, en su mensaje postrero, nos advertía de una concentración extraordinaria de soldados en cierto lugar de Titania, en las inmediaciones de la urbe Tugur; luego, el agente Seis, también en su última información, señaló una desviación del contingente hacia Ariel, que el agente Catorce confirmó y localizó, en pleno desplazamiento, camino de Zantro, según él; Ocho, que nos había tenido con el alma en un hilo a causa de su prolongado silencio, se puso al fin al habla: había estado acompañando a las tropas hasta Zantro, en donde, si hemos de hacer caso de su mensaje, si no está toda la flota de astronaves de guerra uranianas, debe faltarle muy poco... Total, el problema es éste: ¿qué es lo que están preparando? No tenemos posibilidad de saberlo. Todas nuestras fuentes de información han sido anuladas.

—Perdone, míster Denison—intervino miss Nickman—, quiero saber una cosa: ¿por qué no se aprovechan las informaciones recibidas y se lleva a cabo un bombardeo de aviso?

Antes de contestar, el Jefe de Personal del Servicio de Inteligencia Intersideral pasó junto al asiento de la morada muchacha y se llegó hasta el muro de la habitación.

—Es muy sencillo—explicó al tiempo que oprimía el pulsador, con lo que ahora logró que el mapa se apagase—. Está por medio el asunto Khewa.

—¿Khewa?—le interrogó miss Nickman, moviéndose inquieta.

—Sí—afirmó míster Denison, comenzando a limpiarse de nuevo el sudor que le perlaba la calva—. Khewa. Tránmara Khewa.

Sin que la joven dijese nada, se encaminó a la mesa del despacho y tomó asiento.

—Nuestros laboratorios especiales han descubierto un arma capaz no ya de destruir la flota uraniana, dondequiera que se encuentre, sino la de los restantes planetas juntos. Empero, el Alto Mando prefiere evitar el sacrificio de los soldados y conservar intactas las astronaves, ya que, a la postre, en caso de una conflagración, éstas constituirían un espléndido botín.

—¡ Ah! Entendido: no se quiere descargar un golpe que pueda dolemos también a nosotros.

—Exactamente. Urano no tiene nada que hacer. Lo que ahora esté fraguando no va a servirle para maldita la cosa. Tránmara Khewa... 

CAPITULO II 

Sin resultado, jefe. Todas las emisoras supletorias emiten «punto» sin interrupción.

—No desesperemos, Evans. Prosigan radiando durante otro par de horas aún. Si transcurrido ese lapso el silencio persiste... No está en nuestras manos hacer nada más. Sigan, pues, y que haya suerte.

Se iba a realizar el intento final para ponerse en comunicación con los agentes del Servicio de Inteligencia destacados en Urano, los cuales, sin duda, debían haber sufrido un grave descalabro.

En otras ocasiones también habían permanecido intervalos de tiempo más o menos largos sin dar señales de vida, pero siempre encontró la forma de avisar a la Central Coordinadora alguno de los enlaces, y el sistema 7 K había podido seguir funcionando.

Ya hacía muchas horas que las emisoras estaban lanzando al vacío, por encima de la campana aisladora, desesperadas peticiones de acuse de recibo.

Pero en vano. Las poderosas estaciones simplificadas portátiles no respondían.

Al Jefe del Servicio de Inteligencia Intersideral le temblaba un escalofrío en la nuca al pensar en la suerte que podían haber corrido los elementos que tenían en la apartada región uraniana su campo de operaciones. Y prefería calificar su silencio de «inexplicable», aunque la causa, él lo sabía muy bien, no podía estar más clara: los habían cogido y...

Nickman iba a tener que trabajar de firme. Las cosas, en Urano, estaban tan difíciles como nunca.

Tres, a cuyo mando se había confiado incluso el asunto de Khewa, poseía unas cantidades de valentía, prudencia y audacia tan maravillosamente dosificadas, que, si había fracasado, a pesar de todo, hacían comprender a las claras con cuánta cautela iba a tener que proceder Nickman.

El terreno estaba resbaladizo en sumo grado... ¡y un descuido equivalía a la muerte!

Claro que, pese a ser una probabilidad muy remota, visto el tiempo que pasaba, cabía la posibilidad de que se recibieran las tan ansiadas noticias de Urano en cualquier momento.

¿Por qué perder la esperanza, conociendo los infinitos recursos de Tres y de los demás?

Durante dos largas horas se podían transmitir muchos «puntos» y, a lo mejor...

Apenas cortada la comunicación con Evans, el Jefe del Servicio de Inteligencia suspiró ruidosamente.

¡De qué buena gana iría él, personalmente, a Zantro! Desde que el Alto Mando terrestre le confiriera por méritos propios el importantísimo cargo que ostentaba, se tenía que limitar a actuar metido entre las cuatro paredes de su despacho particular.

Aquella actividad, puramente cerebral, en la que los músculos desempeñaban un papel tan secundario se le antojaba inactividad.

Envidiaba a Tres y a Catorce y a Ocho... Y a Bruce y a Nickman mismos, que iban a tener ocasión de introducirse en el cogollo del Imperio del Sol Poniente.

La verde lucecita que había en el ángulo del televisor que estaba junto a la mesa, se encendió, y el jefe, con un golpe de ansiedad en la clavija correspondiente, la apagó.

Era Evans. El Jefe de Radiotelegrafía, sin casi dar lugar a que su rubia imagen apareciese del todo en la pantalla del despacho, comenzó a hablar:

—Sin noticias del sistema 7 K, jefe. De Mimas[2] acabamos de recibir un mensaje cifrado del sistema 2 M, pero lo hemos recogido con dificultad a causa de ciertas extrañas interferencias. ¿Quiere usted que se lo lea, o lo remito a la Oficina de Claves?

—Léamelo—ordenó el Jefe, cogiendo la cajita del copiador auditivo, sencilla maquinita que imprimía cuanto se pronunciase en su presencia.

—Conecte—avisó Evans. Y dijo—: «9AYQT S2MPTF GBW6». Eso es todo.

—Está bien, gracias.

En tanto que el busto de Evans se esfumaba del televisor, el Jefe extrajo de una gaveta de la mesa una abultada carpeta con la inscripción «SISTEMA 2M», y la abrió. Eligió de entre los papeles que la atestaban, uno azul, y lo estudió breves instantes. Arrancó luego la hojita que había imprimido el copiador auditivo, y la leyó.

Volviéndose hacia el televisor, accionó un botoncito que había debajo de una letra H.

—Grant—mandó en cuanto se vio en el cuadro la cabeza de un hombre de color, africano, sin lugar a dudas—, envíeme un informe completo de los resultados obtenidos por empresas privadas, basta la fecha, referente a los excipientes glucógenos.

Al apagar el televisor, un chasquido metálico se quedó flotando un momento en la estancia.

El Jefe, refrenándose en el mullido cojín de agua de su butaca, pareció dormitar. Mas eran sólo los músculos los que se habían relajado El cerebro barajando cien complejísimas ideas, trabajaba intensamente.

Con una intensidad que hubiera aterrado a la mayoría de los mortales.

Él recién recibido mensaje de Mimas, que aludía al contrabando de glucosa, substancia terrible para los seres de allende la Tierra, ya que, al ingerirla, si bien les producía en principió una euforia semejante a la de la morfina, a la larga, debido al extraordinario número de calorías que les hacía adquirir, les ocasionaba la rotura de sus débiles vasos sanguíneos...; las dificultades en Júpiter...; las investigaciones en torno a la clandestina emigración de los supervivientes venusinos al cometa Halley, aprovechando su proximidad por aquellas fechas...; el sistema 7K...; la bomba Ultra H...; el agente que desapareció de Marte y se puso al habla, medio muerto, desde las inhóspitas tierras del agreste Mercurio...

El pensamiento, que revoloteaba, vino a posarse en el más importante de los asuntos que se llevaban entre manos. Y el más urgente. Y salió a la superficie Tránmara Khewa.

Seguramente que no se dormía en su arriesgada labor, pero, sin su informe, no era posible lanzar a Urano un ultimátum que cortase de raíz su increíble desmán.

Porque sería catastrófico que respondieran arrojando sobre la Tierra alguna de las temerosas bombas de energía condensada: la atomizarían en un abrir y cerrar de ojos.

¿Significaría la súbita movilización de soldados una fase preliminar para alguna invasión...?

Era absurdo pensarlo, mas los hombres morados, con su necio desprecio a la vida, tenían un concepto bélico tan incomprensible...

Incomprensible, según el criterio terrestre. Pero eso no obstaba para que su innegable osadía les llevase a intentar la descabellada aventura de emprender la conquista de cualquier confiado Planeta o de la Tierra misma.

De no ser por el afán de salvar a millones de inocentes víctimas, no había que preocuparse en ese sentido: fuera donde fuese, se les recibiría con las bocas de los lanzadores abiertas y serían triturados en breves segundos.

Se contaba para ello con la más poderosa de las armas concebibles: la recién descubierta bomba Ultra H.

¿Conocerían también los uranianos su secreto? Esa era la incógnita que se debía despejar.

¿Cómo, si no, se atrevían los hombres de cara triangular a contravenir las severas órdenes dictadas por el CIV Congreso Cósmico?

¡Los progresos de los científicos del Imperante tenían que haber sido ya revelados! ¡Tránmara Khewa tenía que haber informado ya con detalle!

¡¿Por qué no llegaba su mensaje?!

Nickman iba a tener que encargarse también de resolver aquella espinosa cuestión. No había más remedio.

Apretando las mandíbulas, el Jefe abrió los ojos y, poniendo en marcha el avisador auditivo del receptor de TV, se  levantó del sillón.

Procurando dominar cierto ligerísimo temblor que se notaba en sus blancas manos, extrajo del bolsillo interior de la americana una pitillera y se puso un cigarrillo en la boca mientras caminaba hacia la apaisada ventana del despacho.

Al llegar, antes de encender el cigarrillo, se detuvo y subió la persiana.

Todo estaba en calma en el adusto exterior. Los resecos cráteres blanquecinos se alzaban como gigantes barrigudos y, por entre la anchísima Calzada del Orbe, horadada en la roca viva, en la lejanía, al final del cosmódromo, se veía la semiesférica campana porosa que contenía el aire. 

—¡Mamá, mamá...!—gritó Grace, una niña de cinco años, hija de mistress Hepburn, saliendo del ascensor como una centella con un rollito como de alambre en la mano derecha—. ¡¿Has oído lo que dice la última edición del rollo de la mañana?! Por lo visto, no han funcionado las señales electrónicas...

Grace, al ver a su madre hecha un mar de lágrimas, se quedó callada y parada en medio del pasillo del piso 201 de The Mansión.

—Ya sé que lo has oído—continuó luego, hablando y andando—. Qué desgracia ¿verdad?

—¡No me digas, hija mía!—gimió la señora, que se hallaba sentada en una diminuta silla plegable, la cual, cerrada, cabía sobradamente en un billetero normal—. ¡Qué desgracia y qué calamidad!

—Mi profesora de Psicología dice que las desgracias y las calamidades pasan por nuestro lado a diario, pero que preferimos ignorarlas mientras no se detienen cerca de nuestro «ego».

—¡Qué razón lleva!—suspiró profundamente mistress Hepburn, mirando a su hijita con los ojos enrojecidos por el llanto y moviendo la cabeza a un lado y al otro al hablar—. ¡Qué razón lleva!

Grace, dejando el rollito de alambre sobre el magnetófono que su madre había depositado en el suelo, se sentó sobre sus rodillas para limpiarle las lágrimas.

—Vamos, vamos...—dijo, mimosa, sonriendo sin ganas—. No seas tontina, no sigas llorando... Te salen lágrimas a raudales.

Mistress Hepburn, abrazando a su hijita, sin poder contener el llanto, si cabe, lo aumentó.

—Por favor, mamá—prosiguió la niña, con acento de suficiencia—, que tienes ya un principio de conjuntivitis...

—¡No puedo dejar de llorar todavía! ¡Qué... que por un fallo electrónico...!

—No podemos hacer nada ya. Toda lamentación es en vano.

—¡Déjame... déjame oír otra vez la noticia! —pidió mistress Hepburn, con gran nerviosismo, hipando.

—Está bien—accedió Grace, saltando ágilmente de donde estaba sentada—. ¡Pero que sea la última vez, ¿eh?!

Mientras la encargada del piso 201 de The Mansión asentía, sin dejar por eso de llorar, la nena procedió a colocar en el pequeño magnetófono de su mamá el alambre que había llegado trayendo.

Y como advirtiera que la puerta del elevador marcaba con sus luces su inminente abertura, Grace, con su característica seriedad, volvió a hablar.

—Haz lo posible por tranquilizarte, mamá. Alguien sube. ¿Ves...?—añadió en el instante en que la puerta se abría, arrugando su respingona naricilla con evidente malhumor—. Ahí viene miss Steel, a enterarse...

—¿Qué le sucede, mistress Hepburn?—preguntó miss Steel, avanzando hacia ellas.

—¡Ay, qué desgracia!—sollozó la señora—. ¿No ha oído usted el rollo?

—No. Aunque lo he comprado—lo traía en la mano, en efecto—, aún no he tenido tiempo.

—¡Dios mío, Dios mío...! ¡¿Cómo es posible que quede alguien que no lo sepa?! ¡Todo el cosmos debería enterarse! ¡No somos nada, no somos nada!

Miss Steel, francamente asombrada, parpadeó.

—Le advierto, mistress Hepburn, que no sé de qué me está usted hablando.

—¡Perdóneme, perdóneme! ¡Estoy tan apenada, que no me doy cuenta ni de lo que digo!

Del ascensor, que había vuelto a bajar y a subir entre tanto, surgió un grupo de jovencitas, una de las cuales, adelantándose a las demás, increpó a miss Steel:

—¡ Oye, guapísima, a ver si otra vez esperas! Nos has tenido en la primera planta, de plantón, veinticuatro segundos y nueve déci...

No llegó a terminar de decir «décimas». Alarmada al ver a mistress Hepburn, en la cual no había tenido casi oportunidad de reparar, cortó la palabra y, mudando de tono, inquirió:

—¿Qué le pasa?

—¿Por qué llora así?—quiso saber, a la par intrigada e interesada, una rubia.

—¿Qué le ocurre?—preguntó, perpleja, una muchacha morenita, igual que la primera que había entrado, pero con los ojos verdes.

—Se trata de «la uraniana» del 1536—contestó Grace.

—¿La del 1536?—quiso asegurarse la rubia.

—Sí, miss Morris—afirmó Grace, muy seria.

—¿Y qué ha podido hacerle a tu mamá? —dijo la de los ojos verdes, sin ocultar la sorpresa que sentía.

—No se trata de eso, miss Trusty: es que...

—¡Ya me parecía a mí!—interrumpió a la niña la otra morena—. Jane es bonísima.

—Sí, miss Power—quiso Grace dar explicaciones—, pero...

—Tiene un carácter delicioso—aseguró la rubia miss Morris, dirigiéndose a sus compañeras y dejando a la hijita de la atribulada mistress Hepburn con la frase a medias.

—Y su sonrisa es angelical—continuó la sincera alabanza miss Power—. ¡Qué labios...!

—Yo puedo presumir de tipo—terció miss Trusty—, pero se lo cambiaba ahora mismo.

—¡Y qué cabello!—se entusiasmó miss Steel, componiéndose el peinado—. ¡Ese tono grisáceo... !

—¡Señoritas, señoritas—rogó mistress Hepburn—, por favor, por favor!

—Anda, Grace—pidió miss Trusty, encarándose con ella—, dinos de una vez qué es lo que sucede.

—Haz funcionar el magnetófono—le dijo su mama, sollozando a más y mejor.

—¡Si no se va a oír nada!—berreó la niña, poniéndose en jarras en mitad del pasillo.

—¡Cállense, por lo que más quieran!—gritó mistress Hepburn.

Se hizo el silencio y Grace pudo, por fin, accionar el aparato parlante.

—«DIRECCION DOMINANTE DEL VIENTO— se oyó decir, con inconfundible monotonía de parte meteorológico—, OESTE. VELOCIDAD MAXIMA...»

—Te has equivocado de espira—fulminó con la mirada mistress Hepburn a su hijita.

—No me extraña—murmuró la niña, apresurándose a detener el magnetófono y a volver a ponerlo en marcha en la espira correcta—, con tanto jaleo...

—«JOVEN MUERTA—se escuchó ahora— EN ACCIDENTE DE AVIACION EN LA CANAL F. DETALLES DEL SUCESO.»

Las jóvenes se miraron como presintiendo la triste noticia que iban a escuchar.

—«EN EL CAUCE ARTIFICIAL DE LA QUINTA LINEA DE AEROBUSES—prosiguió la voz—, EL «TAXI-REACTOR» DE MATRICULA...»

—¡Ah!—exclamó miss Morris, sin poder contenerse, y guardó silencio en vista de la hostil acogida que tuvo su involuntaria vehemencia.

—«CONDUCIDO POR...»

—¡¿Es que...?!—principió a decir miss Power.

—«PERTENECIENTE AL...»

—¡Pschsss!—chistó miss Steel

—«FUE EMBESTIDO POR EL AEROBUS DE EUROPA  QUE LO APLASTO MATERIALMENTE. EN ESTE DESGRACIADO ACCIDENTE. ADEMAS DEL PILOTO ANTES CITADO HA ENCONTRADO LA MUERTE LA JOVEN MISS JANE NICKMAN, QUE SE DIRIGIA AL COSMODROMO...»

Un desafinado coro de sollozos mal contenidos impidió escuchar el resto de la noticia Pero ésta carecía ya de interés para las compungidas muchachas del piso 201 de The Mansión, pues a ninguna de ellas le importada que el cosmódromo donde «la uraniana» se dirigía fuese el de Gobi, en Mongolia, ni que el accidente se hubiese debido a un lamentable fallo de las señales electrónicas.

Aún cuando las puertas de las habitaciones se fueron cerrando detrás de sus dueñas, durante mucho rato se escuchó cómo el fantasma del llanto de mistress Hepburn recorría el pasillo y parecía rebotar de pared en pared, sin que Grace fuera capaz de ahuyentado. 

De la ventana, el Jefe del Servicio de Inteligencia Intersideral, fue personalmente a abrir la puerta de su despacho.

—¿Cómo está usted?—saludó.

—Muy bien, gracias, ¿y usted... «tío Teckha» ?—sonrió la muchacha morada al entrar, alargando la mano.

—Encantado de verla—repuso el Jefe, correspondiendo al saludo—. Haga el favor de sentarse. ¿Quiere un cigarrillo ?—ofreció, mientras miss Nickman tomaba asiento.

—No, de ninguna forma—denegó ésta—. Debo ir acostumbrándome ya. Debajo de la campana de Zantro...

—Ya veo que conoce el asunto—interrumpió el Jefe—. Supongo—agregó— que míster Denison se lo habrá explicarlo, ¿no es eso?

—En efecto—asintió miss Nickman—. Ya estoy enterada de lo que ha de constituir mi misión.

—Misión difícil y peligrosa. Más, puesto que está usted aquí, creo que no ha vacilado en aceptarla.

Jane Nickman, sentada en una butaca, movió la cabeza afirmativamente y miró al jefe con sus enigmáticos ojos verticales.

—Sí—dijo despacito—. Estoy dispuesta.

—No olvide que, además de su seguridad personal está en juego la del cosmos entero.

—Eso acaba de decirme míster Denison.

—Sea prudente. Sería de funestas consecuencias para el Sistema Solar el que se desencadenara una guerra de  Ultra Hidrógeno. Todos los hombres de ciencia coinciden en que los Planetas y los Satélites afectados a nuestra jurisdicción, resistirían una cantidad limitadísima de radiaciones de esa clase. Por lo tanto, nosotros, y en ínfima escala, sólo pondremos en juego la bomba Ultra H para repeler cualquier agresión que esté fraguando Urano, si sus científicos desconocen el secreto de tal fuerza radioactiva.

—Y si los uranianos han podido descubrirla, no seremos nosotros los primeros en emplearla, ¿no es así?

—Usted lo ha dicho, miss Nickman. No podemos dar lugar a una serie de tremendos bombardeos con energía condensada. Equivaldría a destruir la civilización de los mundos siderales. Es imprescindible, pues, antes de enviar un ultimátum firme y severo al Imperante, estar bien seguros de hasta dónde han llegado en sus experiencias ultra atómicas. Tal era el objetivo de Tránmara Khewa.

—Sí. Jefe, míster Denison va...

Escuche entonces las instrucciones especiales. Preste la máxima atención a lo que le voy a decir. ¿Le ha comunicado ya míster Denison las claves?

Cuando la, joven abandonó el edificio del Servicio de Inteligencia Intersideral de la Tierra, radicado en su Satélite en la Luna, las primeras tinieblas de la noche, estremecidas quizá por el espanto, se fueron volviendo a ojos vistas cada vez más negras. 

CAPITULO III

Apunten!...—rugió el teniente Ghrasku. Y pocos segundos más tarde, con una voz que hizo temblar a Ehliya, volvió a ordenar al pelotón de fusilamiento—: ¡ ¡ Fuego!!

La crepitante descarga de los fusileros subrayó en el acto el mandato del oficial y, cuando el estallido del disparo final no se había diluido aún en el silencio verdoso del amanecer, Ehliya, la pequeña uraniana, convertidos los ojos en verticales retratos amplios del horror, se cayó para atrás...Más como advirtiera que los dos hombres que estaban fusilando un tanto alejados de ella, pese a la rociada de proyectiles de plomo, se mantenían todavía en pie, se levantó rápidamente y se dedicó a imitar sus espasmos de muerte.

Y esta vez fue la andrajosa muchachita la última en golpear con su morado cuerpo el arrugado y frío pavimento del patio de ejecuciones.

Del grupito de soldados brotó una alegre ovación, acrecentada en cuanto se levantó de nuevo y se puso a saludar a derecha y a izquierda, como si estuviera deseosa de los macabros aplausos que la tropa le dirigía.

El teniente tuvo que aplastar el escándalo con la mole de su potente voz, y la uraniana, azorada, dio media vuelta y trató de huir absurdamente, abriéndose paso a través de la lisa tapia de acero, con tan ridículos movimientos de sus brazos, que hasta el severo rostro del oficial reflejó la sombra de la sonrisa que le había nacido por adentro.

Ehliya la adivinó. Y con los menudos pasitos que le proporcionaban sus diminutos pies, calzados con pesadas sandalias emplomadas, se apartó de la tapia y salió al encuentro del teniente, el cual, pistola en mano, se encaminaba al lugar donde yacían los cuerpos de los hombres de la Tierra.

—Ghrasku, nata de guerreros—le dijo—, ¿quieres dejar a la pobrecita Ehliya que trabaje?

Sin esperar respuesta, junto ya a los fusilados, la joven se echó de bruces sobre el que tenía más cerca.

—¡Vete de aquí, perra asquerosa!—chilló Ghrasku, al tiempo que, de una brutal patada, la hizo ir rodando hasta el terrestre de al lado, al cual tenía, lo mismo que el otro, cubierto de sangre su cuerpo yacente.

La uranianita, sin preocuparse de que se le ensuciase el quimono, arrodillándose en mitad de un viscoso charco de sangre tibia, juntó las palmas de las manos delante del pecho.

—¡Déjamelos, Ghrasku!—suplicó—. ¡Quiero que este esbelto terrícola sea mi cadáver de hoy, y que el gordo sea su acompañante!

El teniente, sin hacerle caso, se agachó junto a la cabeza del hombre grueso y le aproximó a la sien la pistola.

No era una pistola desintegradora, ni de proyectiles explosivos siquiera. Lo mismo que los ruidosos fusiles, era una vulgar arma de pólvora, cuyo uso ya hacía lustros que se había olvidado en la Tierra, pero que en Urano, con el afán de hacerlo «a lo terrestre», seguían empleando en ocasiones como aquella.

Cuando el oficial se disponía a apretar el gatillo, el cielo de Zantro se abrió, desgarrado por una brillantísima llamarada roja, y una bola de fuego estalló en el aire: habíase desintegrado una astronave.

Ghrasku, aunque no había disparado su pistola, impelido por el imprevisto acontecimiento, se puso en pie y miró a lo alto, dando un paso de costado. Luego, como todo fue casi instantáneo, volvió a agacharse, más ya no estaba junto a la cabeza del hombre grueso.

La muchachita morada, tan veloz como fuertemente, asió el antebrazo del otro caído y se lo presentó a Ghrasku, apretándolo hasta que le dolieron los nudillos.

—Toca este pulso, valiente guerrero—le dijo.

El uraniano, levantándose, obedeció maquinalmente.

—¿Acaso lo sientes latir?—preguntó la joven, temiendo no haber podido paralizar los latidos que, sin duda de ninguna clase, existían en la muñeca del fusilado.

—No tiene pulso—rezongó Ghrasku—. Pero, a usanza de la Tierra, yo debo darles el tiro de gracia.

—Una Planta Sagrada se marchita por cada bala que malgastas, guerrero singular—objetó Ehliya, sobando el antebrazo apenas el teniente dejó de tocarlo. Y agregó: —Guarda tus municiones para los enemigos vivos ¡A éstos los van a engullir las plantas!

—¡Condenada perra! ¡¿Supones que no lo sé ?! ¡ Quita de ahí si no quieres que te mate a ti también!

—Me matarás a mí sola, orgullo de Zantro; estos terrestres ya están muertos y en balde te empeñaras en matarlos.

De los ojos de la muchacha manaron raudales de lágrimas suaves, mansas, que cubrieron las asperezas del alma del uraniano y, atenazándole la garganta, le pusieron en el pecho una rara pincelada de condescendencia.

Ghrasku no dijo nada. Emitió algo semejante a un suspiro, frenó el movimiento de su pierna, que amagaba otra patada, y, apuntando al metálico muro, disparó la rudimentaria pistola dos veces consecutivas.

No había inconveniente en dejar a aquella boba de Ehliya que jugara todo lo que le diese la gana con «su cadáver». Más no sería él, Ghrasku, el que se quedara a presenciar el terrible entretenimiento.

Ya lo hizo en cierta ocasión, dejándose llevar por la curiosidad, y aún sentía encogérsele alguna cosa en el pecho, como zarandeada por el recuerdo.

Ehliya tenía esos extraordinarios caprichos y era preferible dejarla. Matarla era demasiado.

No, a él no le agradaban los espectáculos macabros, ni le gustaba tampoco que la soldadesca se mofara de la infeliz muchacha...

El estrépito de las cadenas del tractor de los cuidadores del vivero del general, que se acercada rodando por el pavimento del patio, le cortó el pensamiento.

Poniendo en su voz de trueno mayor potencia de la que solía, ordenó al pelotón dar media vuelta y emprender la marcha. Y dando él la vuelta igualmente, echó a andar con apresurados pasos.

Apenas había caminado veinte metros, un movimiento de través de la cabeza le trajo al rabillo de uno de sus verticales ojos la imagen de Ehliya, gesticulando melodramáticamente al hablar con «su cadáver», al cual zarandeaba sin contemplaciones.

El oficial, sonriendo ostensiblemente por detrás de la cara, enderezó el cuello y siguió andando.

El tractor de los cuidadores, un vehículo de mala muerte, avanzaba con su remolque, trompicando, en busca de la pesada carga de cuerpos exánimes. Los soldados del piquete, con un ritmo tan lento como el del tractor, perdido el paso, se retrasaban mirando en pos, deseosos de presenciar los originales aspavientos de Ehliya.

Ghrasku, meditabundo y somnoliento, al frente ya de sus hombres, ni se enteró siquiera del desorden que reinaba en las pequeñas filas —que conducía, recto, hacia la arcada de acero del patio—hasta que no estuvo al nivel de la puerta.

Entonces, sin poder contenerse, preso en las redes de una curiosidad morbosa, preguntándose qué majaderías estaría haciendo Ehliya con los cadáveres, giró la cabeza.

Más al percatarse de la falta de disciplina de los infantes, montó en cólera, los metió en cintura, repartiendo más de un sopapo, y dobló el pilar del arco sin volverse a acordar de sus primitivos propósitos.

La joven, mientras tanto, puestos sus verticales ojos en blanco y juntas las manos, en actitud de orar, suplicaba a los cuidadores que la dejasen ir en el tractor hasta el lejano vivero de las plantas carnívoras.

—No os estorbaré, guerreros, os lo prometo: me estaré quietecita como el vacío.

El cuidador cabo parpadeó, asombrado ante tan extraña petición, y dijo, quitándose el gorro antirradiactivo, cuyo metal lanzó verdosas chispitas:

—Mira a ver si queda por ahí algo de defensa anti-planta, Vhora.

Vhora, el cuidador soldado, un uraniano achaparrado que vestía un quimono tan lleno de barro como el de su superior jerárquico, se limitó a asentir.

—¡Gracias, gracias!—bailoteó Ehliya, dando fuertes palmadas para demostrar su contento.

Y así se estuvo hasta que los cuidadores hubieron cargado el remolque del tractor.

—¡ Vamos!—ordenó el cuidador cabo, agarrándola por un brazo—. ¡Sube y cállate! ¡¿Quieres despertar al general Rhukata?!

Ehliya, como si el solo nombre del Organizador del Cuartel General la hubiese dejado muda y paralítica, se quedó con la boca abierta y con las manos en posición de coger algo invisible que hubiese en las constantes ráfagas de viento que enviaba la Gran Central Generadora.

Vhora se rió salvajemente.

—Los sustos empiezan por la mañana—le dijo a la muchacha, empujándola hacia el tractor sin darse cuenta de que el cabo la tenía sujeta del brazo—, ¿verdad Bróntara?

El aludido, que había estado a punto de caerse, soltando a Ehliya, la cual fue a chocar contra la cadena lateral del tractor, echó mano del cuchillo eléctrico que llevaba al cinto y saltó hacia Vhora con el arma apoyada en la hebilla.

El cuidador soldado, atropelladamente, retrocedió.

—¡Qué... qué...!—le fulminó Bróntara, sin dejar de avanzar—. ¿No acabas de señalar que los sustos empiezan por la mañana? ¡Pues estoy de acuerdo contigo!

Vhora, seguro de que allí iba a perder el Imperante un soldado, trató de escapar por pies, siquiera fuera de momento, y, dándose media vuelta, principió a correr.

No pudo, empero, ir muy lejos. La durísima tapia de acero, que él había olvidado por completo, se interpuso en su camino. Sin poderlo evitar, se estampó contra ella y, oyendo el eco del golpetazo de su metálico cubre-cabeza, el cual salió volando, se desplomó medio inconsciente.

Cuando quiso reaccionar, Bróntara ya se había abalanzado sobre él con el cuchillo levantado. 

La astronave uraniana, erizada de armas atómicas, cruzaba el azul del espacio y rugía canciones guerreras con el ruido de sus reactores de propulsión.

Sus dos tripulantes, vestidos con el característico «mono» de vuelo de Urano, estaban absortos, ante el televisor, contemplando la monótona igualdad del tiempo que pasaba.

Aun vistos de espaldas y pese a la masculina vestimenta que llevaban, en el acto se advertía que uno de ellos era una mujer.

—Ahí está nuestra meta, miss Nickman—dijo de pronto el hombre, apuntando con el dedo al centro de la pantalla.

—Gracias, Bruce—suspiró ella. Y añadió, en voz más alta: —Estoy deseando distinguir las campanas aisladoras.

—Ya no tardaremos—repuso él—. Aunque este cacharro tiene dos reactores inutilizados, en menos de quince minutos nos plantaremos sobre la de Zantro.

En el cuadro del televisor, destacando Urano poco a poco del resto de los astros que le rodeaban, se veía algo así como una tela azul y apolillada.

—Menos mal que el piloto automático se está portando estupendamente—habló Jane Nickman, echando una mirada de reojo al tablero de instrumentos de la nave intersideral.

Gerald H. Bruce dirigió sus verticales ojos hacia el resorte del mentado piloto.

—Por extraordinario que pueda parecerle —explicó a la joven—, son más de fiar los aparatos electrónicos que los atómicos. Habríamos de estar navegando cuatro días más, y conservaríamos la misma dirección contra viento y marea.

Tomaron a fijarse en la pantalla.

—Sin embargo—prosiguió Bruce—, ya vería usted cómo nos quedábamos sin reactores.

Miss Nickman no contestó. Y su fornido compañero tampoco dijo nada más.

De pie, el uno junto al otro, sin apartarse del televisor, dejaron transcurrir los minutos.

Urano, con mayor velocidad cada vez, iba aumentando sus proporciones. Como ensanchándose a medida que se acercaban a él, no tardaría a ocupar toda la pantalla.

—Ya se ven las campanas porosas—avisó Gerald H. Bruce, poniendo su morado índice sobre unas verdosas semiesferas, chiquititas aún, que empezaban a distinguirse en el televisor.

Jane Nickman se rió.

—Estoy pensando—habló, entre cristalinas carcajadas—en lo que diría la encargada de la Residencia donde yo vivía. Esta señora, que es la mar de chapada a la antigua y no ha ido, la pobre, ni a un satélite artificial, no consigue convencerse de que pueden existir escafandras urbanas. Para ella sólo son comprensibles las individuales.

—¡Ah, ya...!—pareció contagiarse Bruce con la risa—. ¡Las incomodísimas que usaban nuestros antepasados! Hoy resulta increíble que pudieran desenvolverse con ellas.

—Si no había otra cosa, ¿qué remedio? Pero debían parecerse a los científicos que transitan por debajo de las aguas.

—He oído decir que estaban intentando implantar un nuevo método de inmersión, a base de vencer la presión con emanaciones radioactivas reforzadas.

—También yo lo he oído; pero parece ser que tropiezan con el inconveniente de las filtraciones acuosas.

—Es natural. Por muy poderosas que sean las emanaciones, el líquido elemento, aunque sea lentamente, vence la resistencia de éstas y atraviesa la campana artificial.

Miss Nickman asintió. Y apuntando a su vez varias de las semiesferas de la pantalla, dijo:

—Aquí, en el vacío, no hay filtraciones: solamente la nada podría cruzar las campanas.

Ahora fue Bruce el que rió.

—¡¿Y nosotros...?!—preguntó alegre, tocándose su aplastada nariz como para cerciorarse de que era materia!—. ¿Acaso somos nada?

Jane Nickman, un si es no es divertida, aparentando perplejidad, se le quedó mirando.

—No sé usted—se encogió, por último, de hombros—. Pero yo he perecido en un accidente de aviación.

—¡¿Cómo?!—saltó el agente secreto, asombrado.

—No lo crea si no quiere—porfió la muchacha. E invitó: —¿Por qué no toma contacto con la Tierra? El Archivo de Altas y Bajas no se negaría a informarle. Fue un fallo de las señales electrónicas, aunque usted diga que esa clase de aparatos es de fiar.

Los uranianos rasgos de la cara de Bruce se iluminaron.

—¿Iba usted en un «taxi-reactor» de la «Etherline Meteor and Company»?—inquirió.

—¿Quién se lo ha dicho? ¿Míster Denison?

—¿305.712.112—siguió preguntando Bruce— era el número de la matrícula del «taxi»?

—Desde luego, pero...

Gerald H. Bruce se quedó serio de repente.

—Miss Nickman—susurró—, nos han borrado del censo de una vez... y tenemos que volver a desmentir la noticia: el conductor del «taxi-reactor» que la llevaba al cosmódromo... era yo.

Los dos agentes del Servicio de Inteligencia Intersideral, hijos ambos de padres terrestres, residentes desde antaño en la Tierra y de la cual eran hijos a su vez, se contemplaron con grave gesto.

Y luego, arrullados por el ruido de los reactores, que hacía vibrar ligeramente la cabina de la astronave, rompieron a reír a carcajadas y creyeron que sus corazones latían al mismo compás.

Pero no había tiempo para el amor.

—Prepárese, miss Nickman—dijo Bruce—: Estamos a punto de atravesar la campana de Zantro.

—Estoy preparada—repuso la joven—. No se preocupe por mí. Tenga cuidado usted.

—¿Es una orden... Tres?

—Es un...—principió a decir Jane Nickman. Mas se detuvo y empezó la respuesta nuevamente—: ¡Es una orden, sí!

—A sus órdenes, pues—exclamó el muchacho. Visiblemente nervioso, yendo a sentarse en la butaca del piloto.

Miss Nickman tomó asiento en la que había junto a él.

—¿Es de Lushin la campana que se ve a la derecha?—quiso saber mientras se ceñía los cinturones de seguridad, sin dejar de mirar al televisor.

—Sí—confirmó Bruce, que se hallaba dedicado igualmente a ponerse los cinturones que deberían unirle a su asiento—, es Lushin, la ciudad natal del general Rhukata. ¿Ve esa línea gris? —adelantó su afilada barbilla como para señalar un trazo que unía Zantro con Lushin—.

Es el conducto particular del general, recién construido.

—No se priva de nada. El Organizador del Cuartel General no se cansa de imitar al Imperante. Dicen...

—¡Atención!—interrumpió Bruce, separando la vista de la pantalla y posándola en los instrumentos—. ¡Tiene cinco segundos para acabar de abrocharse el último cinturón!

En el televisor, la semiesfera que envolvía a Zantro, la capital del Imperio del Sol Poniente, se agrandaba con tremenda celeridad.

Aunque tenía aspecto sólido, los agentes secretos sabían que no lo era. Estaba formada, y otro tanto ocurría con las restantes de Urano y de todos los Planetas y Satélites de la jurisdicción de la Tierra, por emanaciones radioactivas proyectadas a unos once kilómetros de altura, las cuales ganando terreno al vacío, originaban algo similar a una burbuja que, descansando en el suelo., contenía el aire procedente de la Gran Central Generadora.

Se trataba, en pocas palabras, de una verdadera escafandra colectiva, o sea, que sin rodear, en apariencia, la cabeza de nadie en particular, cubría la de todos. .

Y como las escafandras primitivas, sin ninguno de los múltiples inconvenientes de éstas —olvidadas ya, como no fuera con fines experimentales—, poseía la cualidad de aislar a sus ocupantes, permitiéndoles vivir en condiciones óptimas para su desarrollo y, además, con las ventajas que suponía la libertad de movimientos y la certeza de que tanto el problema de aireación como el de sostenimiento estaban resueltos con absoluta eficacia.

Tan seguros podían sentirse los habitantes de Urano, como si su atmósfera, en vez de ser artificial, fuese natural.

Sólo una fuerza mayor que la de la energía nuclear—la bomba de energía condensada, por ejemplo—conseguiría dar al traste con la genial realización de las campanas aisladoras, ya que, poseyendo el proyectil Ultra H extraordinariamente más potencia que los elementos radioactivos que actuaban en las Centrales Nucleares, sería capaz de anular las emanaciones de éstas.

Las consecuencias de tal acción, se desprendían solas: cuanto se encontrase bajo las cubiertas porosas, aplastado en un momento por el vacío, desaparecería, y la desolación total, completa, extendería su manto y ahogaría la vida,

—¡Voy a frenar!—gritó Gerald H. Bruce.

Sin aguardar respuesta, dando por descontado que miss Nickman había terminado la operación de sujetarse las hebillas de sus cinturones, pisó con su emplomada sandalia una especie de pedal.

Los terroríficos efectos del súbito frenazo —aun estando atenuados por la especial preparación de la astronave de guerra—se sintieron inmediatamente.

Coincidiendo con el brusco apagón del aparato receptor de imágenes, los rostros y las manos de los dos tripulantes tomaron una coloración sonrosada—de carne de niño terrestre—, que demostraba hasta qué punto había variado la frecuencia de los latidos de sus respectivos corazones.

Corazones que, dicho entre paréntesis—con sus aurículas y sus ventrículos y sus válvulas—, no tenían nada de particular, comparados con los de los genuinos terrícolas, como no fuera una característica «bradicardia» o lentitud en sus sístoles y sus diástoles, por otra parte normal en ellos, que ponía de relieve lo pausado de la circulación sanguínea de los uranianos, cuya piel, precisamente por eso—por insuficiencia de oxigenación—, presentaba habitualmente aquel tono amoratado, «cianótico», que tenía.

Hemos dicho «por insuficiencia de oxigenación». Pero cualquier uraniano, desde su punto de vista, habría afirmado sin vacilar que no eran ellos los que tenían insuficiencia de nada, sino los pobladores de la Tierra los que tenían «demasiado» oxígeno en su sangre, como palpablemente se veía en la pigmentación de sus epidermis.

Ya hacía luengos años que la cuestión no se discutía. Fueran del planeta que fuere y fuese la que fuese la coloración de la piel de sus habitantes, nadie se preocupaba de discriminaciones raciales ni de cuestiones anatómicas.

Tantos derechos tenía un hombre morado—o mujer, se entiende—a residir en la Tierra y a convivir con sus indígenas, como los terrestres a desplazarse—en circunstancias normales— al  astro del Sistema Solar que más les apeteciese.

La astronave de los agentes del Servicio de Inteligencia Intersideral, frenada para que pudiese cruzar la campana aisladora sin aplastarse contra el aire, pasó por ella, no obstante, como una exhalación.

Puesto que porosa era la campana, la atravesó de la misma forma que las moléculas de azúcar, verbigracia, atraviesan una membrana porosa que las contenga en una vasija con agua, es decir, por osmosis, y se encontró ya, dejando atrás el vacío, en la atmósfera artificial de Zantro.

Jane Nickman y Bruce, en el instante en que el televisor volvía a entrar en función, escasos segundos después de haberse apagado, recobraron su color corriente y comenzaron a desceñirse los cinturones de las piernas y de los brazos.

La pantalla del televisor captaba ahora una mancha oscura, como un cuadrado borrón de tinta china, que imposibilitaba columbrar nada que no fueran unos chorritos tenuemente verdosos que, más que lejanas luces de reflectores nocturnos, semejaban irisaciones de la propia mancha negra.

—Aún no ha amanecido—dijo tontamente Bruce.

—Tardarán más de media hora en conectar los amplificadores de Sol—repuso miss Nickman.

Y cada uno en su asiento, permanecieron en silencio viendo cómo la astronave, a una velocidad que podía calificarse de pequeña, buceaba en el aire tenebroso y caía a plomo sobre la invisible capital del Imperio del Sol Poniente.

Una guirnalda de nubes partió, por fin, la cadeneta de minutos de descenso.

—¿Prendo fuego a los reactores?—preguntó de pronto Gerald H. Bruce, mirando a los ojos de la muchacha.

—Por mi parte...—contestó ésta tranquilamente, oprimiendo un pulsador que había en la parte de abajo del brazo de su asiento, con lo que surgieron de los respaldos de los dos sendos vástagos verticales semejantes a bastones.

—No sé si seré capaz—murmuró Bruce, enfrascándose en una complicada manipulación en determinados instrumentos del salpicadero.

Y debió accionar otro aparato televisor, que tenía frente a él, ya que, encendiéndose, dejó ver parte del estriado fuselaje de la astronave uraniana que les llevaba a bordo.

De súbito, una llamarada lamió uno de los inutilizados reactores, y otra más, ramificación de la primera, se quedó prendida en un resalte de la nave interastral.

—Ha habido suerte—aprobó miss Nickman las maniobras de Bruce—. Por lo menos, nos localizarán visualmente.

Sin que el morado piloto aparentase fijarse en el incremento que tomaba el incendio que estaba provocando, porque continuó impasible, manipulando en el salpicadero, nuevas lenguas de fuego fueron apareciendo en diversos puntos del fuselaje.

Sólo cuando la luminosa estela de humo que iban dejando en la atmósfera de Zantro fue muy visible, el agente secreto pareció percatarse de lo que había hecho.

—¡Voy a aislar el núcleo acelerador!—dijo entonces, imperativamente, como ordenándose a sí mismo.

En la pantalla del televisor, que estaba haciendo de espejo retrovisor, podían verse con todo realismo las intensísimas llamaradas que envolvían en su rojo seno a la astronave.

Tal era la realidad de la dantesca visión, que parecía mentira que no saliera el fuego del cristal y les quemase.

—¿Saltamos. Bruce?

—Un momento todavía.

Y con veloz pellizco, Gerald II. Bruce abrió la válvula que daría paso a las llamas hasta el núcleo acelerador, con lo que la nave intersideral no tardaría a explotar y desintegrarse en el aire de la campana aisladora.

—¡Adelante!—gritó Bruce—. ¡Saltemos!

Miss Nickman, que estaba esperando la indicación, descorrió con las yemas de los dedos la tapa de una cajita, colocada también en la parte inferior del brazo de la butaca que ocupaba, y pulsó otro botoncito que había en su interior.

No sucedió lo previsto.

—¡¡Apriete de nuevo!!—volvió a gritar Bruce—. ¡ ¡ Si no funciona ahora, estamos perdidos!!

Las amenazadoras llamaradas se seguían viendo en la pantalla y hasta parecía que se notaba el calor de la lumbre en la hermética cabina del artefacto.

Jane Nickman, febrilmente, volvió a apretar el pulsador.

Abriéndose por la mitad la pared frontera de la cabina, aquélla donde estaban situados los aparatos de gobierno, los dos agentes del Servicio de Inteligencia intersideral, con sillones y todo, salieron proyectados hacia adelante con la fuerza de un catapulta.

La humeante estela pareció pararse un segundo sobre sus cabezas, pero se alejó luego, mientras ellos, sostenidos por los incesantes y rápidos giros de la hélice en que se había transformado el vástago vertical que sobresalía del respaldo de sus respectivos sillones, quedaban atrás.

La astronave, que caía vertiginosa, saltó bruscamente, como si se encabritara, y después dio la impresión de querer elevarse. Más una horrísona explosión cortó el intento y, entre una fugaz bola ígnea cegadora, que apenas duró una fracción de segundo, la convirtió en átomos.

Envueltos en la más completa oscuridad, Jane Nickman y Gerald II. Bruce, suavemente conducidos por los modernísimos paracaídas, enfundados en los «monos» de combate de los astronautas de Urano, acabaron por posarse en las ramas de unos vegetales que, hasta que percibieron el olor, creyeron vulgares árboles.

—¡Capitán Yhakotri!—gritó Bruce—. ¡Son plantas carnívoras! ¡Me están engullendo las piernas!

¡Lo mismo digo, capitán  Sihteku!—respondió miss Nickman, a gritos también. Y añadió antes de enmudecer: ¡Procure que se les indigeste el sillón! 

CAPITULO IV 

 Bróntara, pisando el abdomen de Vhora con su sandalia emplomada, comenzó a reírse por detrás de la cara. Ya no había fuerza humana que le hiciera desistir de descargar el golpe sobre el cuerpo de su ayudante, el cual, paralizado de terror, le había exasperado.

—¡Dale, dale!—bailoteó Ehliya, avanzando hacia los cuidadores y cogiendo de paso, sin detenerse, por el sencillo método de introducir un pie en él y elevarlo hasta las manos, el metálico gorro de Vhora—. ¡Ha empujado a un jefe, se lo merece!

El cuidador cabo, animado por tales palabras, aunque sus intenciones estaban claras de sobra, abatió con tanta furia sobre el pecho de su ayudante el largo cuchillo que empuñaba—inspirado en el bisturí eléctrico—, que ni se acordó de hacer actuar el mecanismo coagulador de sangre.

—¡Por bruto!—chilló Ehliya, interponiendo el gorro que llevaba en la diestra en el lugar donde la afiladísima punta del arma estaba cayendo—¡Clávale el gorro también!

El cuchillo, rebotando en el durísimo metal anti-radiactivo que encontró en su camino, fue a aplastar su agudo extremo en el arrugado pavimento del patio.

El golpe que recibió Vhora en el pecho, le dejó sin respiración. Pero, extrañado, se dio cuenta de que, a pesar sus suposiciones, no solamente no había muerto, sino que tampoco estaba ni herido siquiera.

Bróntara, cogido por sorpresa, contemplando el rasguño que se había producido a sí mismo con el borde del gorro, se quedó un momento perplejo.

—¡Se lo ha clavado, se lo ha clavado!—palmoteo Ehliya, gritando desaforadamente.

—¡Silencio!—se oyó decir por un altavoz—. ¡Orden del general Rhukata!

Ante la invocación del nombre del Organizador del Cuartel General de Zantro, no sólo Ehliya se calló, sino que hasta el semiinconsciente Vhora se puso en pie, tambaleándose, y Bróntara olvidó su rasponazo.

—Vamos—ordenó en voz baja éste—. El tractor está cargado y no podemos hacer esperar a las plantas.

Vhora, previsor, tuvo buen cuidado de no ocupar su sitio en el pescante, junto a su irascible superior.

—Ve tú—le dijo a Ehliya, fijándose en que el cuidador cabo se tocaba con molesta reiteración la vaina del cuchillo—. Yo prefiero ir en el remolque.

Bróntara, con sumo cuidado, procurando hacer el menor ruido posible para no molestar al general Rhukata, que dormía en sus aposentos, puso el vehículo en marcha.

Ehliya, con su sucio semblante resplandeciendo de alegría, inició una bobalicona carcajada al pasar bajo el acerado arco de la puerta del patio de ejecuciones, y luego, al ver al teniente Ghrasku al lado de las enanas plantas carnívoras del Pabellón de Oficiales, le envió, a usanza de la Tierra, un beso con la mano.

El uraniano no la miró casi. Pero al pensar en las macabras maniobras que la tonta solía hacer con los fusilados, sintió que se le quedaba adherido al espíritu un inquietante temblor.

Conducido hábilmente por Bróntara, el tractor, así que estuvieron en la calle, lanzando un rugido impropio de su gastado motor, se lanzó a toda la velocidad de que era capaz.

Ora torciendo a la derecha, ora a la izquierda, ya en línea recta, recorrieron innumerables avenidas, amplísimas todas ellas, desiertas a la sazón por lo temprano de la hora.

Los esféricos edificios de aluminio, al ser enfocados de plano por las luces intermitentes de los reflectores de la Gran Central Generadora, lanzaban fantasmagóricos destellos verdosos.

Después, en los arrabales de Zantro ya, a medida que los reflectores se iban perdiendo en la distancia, las casas fueron escaseando.

Cuando la última quedó atrás, Bróntara, sin disminuir la marcha, encendió el faro del tractor.

—¿No os iban a dotar de reforzados focos de luz negra?—preguntó Ehliya, riéndose a carcajadas.

—No nos ha llegado el turno todavía—repuso el cuidador cabo, mirándola con cara de pocos amigos—. Además—añadió, como compungido—, tendrían que entregamos un vehículo más moderno.

—Si quieres que le hable al general Rhuhata... —ofreció seriamente la muchacha—. Ya sabes que algunas veces me llama a su presencia y que me dirige la palabra y todo.

Bróntara, pasándose la mano por su morada y puntiaguda barbilla, se quedó un instante como reflexionando.

—Por eso te he dejado que vinieras hoy con nosotros—dijo, por último—. Si hicieras que me dieran un tractor equipado con luz negra, siempre vendrías a echar de comer a las plantas.

—¿Lo dices de veras?

—De veras lo digo. ¿Crees que no he notado que hace mucho tiempo que lo deseas? Siempre remoloneas a nuestro alrededor  y  te quedas triste cuando nos vamos del Cuartel.

—Llevas razón. Y hasta esta noche, como lo que os llevabais no era más que los despojos de los irracionales consumidos, no me importaba tanto.

—¡Ja, ja, ja...!—intervino Vhora, desde el remolque—. ¡Hoy transportamos carne de terrestre! ¡Ya verás cómo se la comen!

—No sé quién le mandará a este imbécil meterse donde no le llaman—barbotó Bróntara, al ver que Ehliya, poniéndose de rodillas en el asiento, comenzaba a escuchar a su ayudante.

—En tiempos—siguió éste diciendo—, sólo alimentaban a las plantas con carne de misionero. ¡Entonces—agregó—sí que debían estar lozanas!

Y se echó a reír a mandíbula batiente, siendo coreado por la desharrapada joven.

El cuidador cabo detuvo el tractor.

—¡Vamos, imbécil!—le espetó a Vhora—. ¿No adviertes que estamos llegando? Saca ya la defensa anti-planta.

Se hurgó el aludido entre el sucio quimono y mostró en seguida un estuche muy plano, que alargó a Bróntara.

—Aquí la tienes—le dijo—. Unta bien a Ehliya, no vaya a ser cosa que la engullan.

—¡No les faltará apetito!—se rió ahora el cabo, haciéndose cargo de la cajita—. Pero aunque la engulleran, poco se perdería.

Clavó sus verticales ojos en los de la muchacha, y prosiguió, con cavernosa entonación:

—Estoy por no ponerte...

Ehliya no pareció dejarse impresionar por las despectivas y amenazadoras frases de Bróntara. Riéndose también, mientras éste abría el estuche, se subió de un brinco al «capot» y bailoteó sobre él al compás de lo que canturreaba:

—¡Te quedarías sin tractor, te quedarías sin tractor...!

La defensa anti-planta consistía en una pomada o ungüento azulado, cuyo olor, imperceptible para el hombre—ya de la Tierra o de Urano, ya de cualquier otro Planeta—, era captado por los órganos olfativos de los vegetales carnívoros, produciéndoles una inevitable repugnancia.

A tales extremos llegaba la repulsión que las plantas teman a la pomada, que bastaba hacerlas ingerir a la fuerza una porción de ésta para que desocuparan cuanto contuviese su receptáculo segregador de ácidos, comparable a un estómago por la similitud funcional con esta víscera.

—¡ Ven aquí ! —se puso en pie el cuidador cabo para ayudar a Ehliya a bajar al suelo del pescante—. No tomes en serio mis palabras. Era una broma que te quería gastar.

Untándose los dedos con el ungüento, procedió a embadurnar concienzudamente los hombros de la joven, que le dejó hacer sin dejar de moverse.

—No te quejarás—gruñó el cabo al concluir la operación. Y a su ayudante, en voz más alta, tirándole el estuche de la defensa anti-planta—: ¡Guárdala y ten cuidado de no perderla, imbécil!

Vhora cogió la cajita al vuelo, con lo que demostró poseer una vista excelente, y, al fijarse en la cantidad que había quedado en su interior, refunfuñó:

—Has gastado más del doble de lo necesario, Bróntara.

Pero Bróntara había vuelto a poner en marcha el tractor y el estruendo del motor de éste impidió que oyera lo que le decían.

El cuidador ayudante, por su parte, aprovechándose de las circunstancias, expresó en ininteligibles murmullos el malhumor que experimentaba.

Y al final de una retahíla de vocablos que sonaban mal hasta en uraniano, agarrándose a uno de los costados del remolque porque estaban entrando en un terreno sin urbanizar y el vehículo saltaba, terminó:

—Para lo que vas a lograr, imbécil, que tú sí que eres imbécil... Una tonta no puede tener influencia con el general Rhukata.

Segundo a segundo, el Sol, que principiaba a asomarse al remoto Urano, disipaba la oscuridad.

El paisaje, como si actuara un mágico pincel, iba tomando brillantes tonalidades.

El desigual camino, las carnívoras plantas que lo bordeaban y el tractor mismo, con todos sus ocupantes, principiaron a traspasar la raya de un nuevo día.

Los vegetales carnívoros, excitados por el para ellos apestoso olor que percibían, se apartaban del camino cuanto, les era posible.

Era como si hubiese en Zantro dos grandes Centrales Generadoras que soplasen sus entrecortadas ráfagas en sentido contrario.

Aparecían como mieses ordenadamente agostadas: como peinadas: como si fuera el camino una sinuosa raya que hubiese hecho un peine en una cabeza monumental.

La blancura de sus flores terminales resaltaba fuertemente de la tonalidad blanco-amarillenta de sus abombados troncos, mejor tallos, que daban la impresión de ser extrañas morcillas pálidas.

Saliendo de las profundidades de las corolas, cuyos pétalos embalsamaban el ambiente con su aroma inconfundible, terminados en una especie de dentada tenaza que les servía para apoderarse de los alimentos, sendos tentáculos se bamboleaban con siniestras ondulaciones.

En el suelo, muy alejados unos de otros, se veían multitud de metálicos recipientes planos, como torteras o paelleras, vacíos.

Vhora soltó una risotada.

—¡Ja, ja, ja!... ¡Los cuidadores aún no os han servido el desayuno!—voceó, haciendo bocina con sus moradas manos, como para que le oyeran las amarillentas plantas, muchas de las cuales, en efecto, como si hubiesen oído, plegaron sus pétalos.

—Puede ser—dijo Ehliya—que se lo hayan engullido ya.

Bróntara se rió tan estrepitosamente, que una bandada de pájaros, sobresaltada, sin duda, por las voces y por las risas, cruzó sobre las cabezas de los ocupantes del tractor, gritándoles improperios.

—¡Imbécil!—insultó Bróntara a su achaparrado ayudante, que estaba siguiendo a las aves con sus verticales ojos—. La tonta ha pensado más que tú.

En las alturas de la atmósfera, descorriéndose como una cortina para dejar paso a los rayos del sol, una uniforme capa de nubes artificiales, producidas durante la noche por los nebulizadores, se  iban apelotonando, impulsadas por las ráfagas de aire, en los remotos confines de la campana aisladora.

De pronto, el cuidador cabo, a quien todavía duraba la risa, se quedó serio, detuvo el tractor en mitad del camino y bajó de él.

Ehliya, como viera que se dirigía directamente hacia las plantas, para meterle prisa, le dijo:

—Ya sabes que es la hora. Si el general se entera de que retrasas el cumplimiento de tu deber de alimentación vegetal, prepárate. Entonces sí que te quedas sin tractor.

Bróntara, con una agilidad que para sí habría deseado él.. Organizador del Cuartel General de Zantro, siguió andando cómo si no hubiera entendido.

Llegado que hubo a la primera fila de plantas carnívoras, los tentáculos de éstas parecieron querer atacarle, pero luego, con un giro rapidísimo, se separaron de él a más no poder.

Y mientras se inclinaba y cogía un incipiente con comida, a pesar de que estaba protegido por la eficaz defensa anti-planta, los vegetales tentáculos se agitaron con patente desasosiego, ya tratando de alejarse, bien buscando el lugar por donde podrían alcanzarle con su dentada tenaza.

Con el plano recipiente en las manos, Bróntara, sin molestarse ni en mirar a las plantas, volvió al tractor.

—¡Cómo se nota que han llegado a Zantro los astronautas de Titania y de Ariel!—exclamó, depositando aquella especie de bandeja en la ancha cadena de las ruedas—. ¡Les han traído los productos de sus ríos y seguro que salsa picante también!

De nada sirvieron las amenazas de Ehliya ni los tímidos reniegos del soldado Vhora. Poniéndose a comer una espantosa bazofia, que tal era lo que contenía el recipiente, se opuso rotundamente a que se movieran de allí hasta que no hubiera darlo fin al «suculento» desayuno que tan a la vista habían dejado los cuidadores de los astronautas

—Si no han conectado todavía los amplificadores de Sol—habló una vez, con la boca llena.

Y ya no dijo más.

Hasta que no se hartó, después de haberse chupado los dedos y devuelto el recipiente al sitio donde lo cogiera, no puso el vehículo en marcha.

La parada no había sido grande, más, deseando, al parecer, recuperar los cinco escasos minutos perdidos, se lanzó a una desenfrenada carrera.

De trecho en trecho, llenos todos de comida ya, se advertían cada vez más recipientes, rodeados éstos de madrugadoras aves de policromas plumas, las cuales, cuando el tractor llegaba a su altura, se elevaban al cielo como un surtidor y sin dar casi tiempo a que hubiese pasado, lanzando denuestos, volvían al suelo.

No era el de los pájaros, naturalmente, un lenguaje conceptual, es decir, no hablaban empleando palabras, pero sus chillidos y gritos y graznidos, que de todo había, expresaban con tal claridad sus estados afectivos que tanto Ehliya como Bróntara o Vhora, los comprendían.

De pronto, una de las aves dio un grito desgarrador, se revolcó un par de veces en el solitario recipiente que tenía para ella sola y gritó de nuevo. Al salir, cubierta de un líquido lechoso, profirió otro grito terrible, que dejó en suspenso el indescriptible alboroto que armaban los pájaros cercanos, y se sacudió las alas con desesperación.

—¡Ja, ja, ja!...—se rió Vhora, quien, según avanzaban, iba viendo al ave—. Ha metido el pico en un recipiente de salsa picante. Cuando se la seque, está lista. ¡Ja, ja, ja...!

El animal, nos referimos al ave, gritando nuevamente, trató de remontar el vuelo. Pero no lo consiguió. La salsa picante debía ser pegajosa y por instantes, al solidificarse, la iba juntando las alas al cuerpo.

Al caer al suelo, rebotó. Y presa de pánico, sin dejar de gritar, de una carrera ciega y velocísima, fue a estrellarse contra el tractor, cuyas cadenas la aplastaron.

—¡Ja, ja, ja...!—siguió Vhora riendo, quitándose con el dorso de la mano una pluma que le había ido a una de sus abultadas mejillas moradas.

El cuidador cabo detuvo el vehículo que conducía.

—Ya hemos llegado—afirmó, mirando a Vhora— ¡Lárgate a la Zona Sur y echa un vistazo a la casita del Valle!

El cuidador soldado, tirándose del remolque, montó en una desvencijada carretilla mecánica pe había por allí, cuyas ruedas chirriaron lastimeras, no como si les faltase lubrificación, sino como si les estuviera costando un berrinche el uso que de ellas iban a hacer, y se alejó a toda marcha.

Sin volver ni una vez la cabeza, con la espalda de su sucio quimono brillante de defensa anti-planta, se metió entre la exótica vegetación y, en breve, apagándose paulatinamente los chirridos del vehículo, su pequeña y achaparrada figura se perdió en el vivero.

Bróntara puso entonces en marcha el tractor y tomó la dirección contraria. Atravesando la cuneta con ciertas precauciones, para que el remolque no perdiera su carga, se  paró en un pequeño claro.

—Les toca a éstas—explicó a Ehliya, señalándole unas plantas carnívoras, bajándose del tractor.

La desharrapada uraniana palmoteo de contento. Y cogiendo una barra de acero que había en el pescante, debajo del asiento que ocupaba, saltó al suelo apoyándose en ella como si fuera un corto bastón.

—¡Vhora, Vhora...!—llamó a grito pelado, yendo a reunirse con Bróntara, el cual estaba en la parte posterior del remolque—. ¡Vhoraaa...!

Las plantas de los alrededores, influidas a todas luces por los gritos, cerraron sus blanquísimos pétalos y menearon sus tentáculos con evidente zozobra.

—No te canses—dijo el cuidador cabo—. No puede oírte ni ese imbécil ni nadie—. Y preguntó—: ¿Para qué lo quieres con tanta urgencia?

Ehliya, haciendo caso omiso de la pregunta, preguntó a su vez:

—¿Estás seguro de que no me puede oír nadie?

—¡Claro que lo estoy! Los cuidadores que han venido antes que nosotros ya se han ido, y los que están en camino, no llegarán hasta aquí. ¿No has visto los recipientes...?

Con una celeridad insospechada, Ehliya, poniendo toda su fuerza en los golpes, dejó caer dos veces la barra de hierro sobre la cabeza de Bróntara. Y en cuanto éste se vino al suelo, lo arrastró hasta uno de los vacíos recipientes y lo metió dentro.

Las plantas carnívoras, creyendo seguramente que se trataba de su cotidiana comida, aproximaron sus tentáculos y. como aterrorizadas, al recibir el olor de la defensa anti-planta, los echaron velozmente para atrás.

La mañana alumbrada ya con los amplificadores de Sol de Zantro, aparatos que servían para aumentar la potencia de los rayos solares, muy débiles en Urano, hacía que el paisaje brillase como si los colores se le hubieran desenfrenado.

La uraniana, con unos pasos larguísimos, zancadas casi, retrocedió hasta el tractor, montó en él y lo puso en marcha, internándose otro poco en el vivero.

Cuando detuvo el vehículo en otro claro, pareció vacilar antes de decidirse a subir en el remolque.

Con la frente sudorosa, con unos ademanes como cansinos, al fin se determinó, mientras murmuraba:

 —Demasiado tiempo..., demasiado tiempo...

Y como si estas palabras le dieran ánimo para llevar a cabo lo que se proponía, apoyó sucesivamente su cabeza en el tórax de los terrestres.

—No oigo nada—musitó—. Los fuertes latidos de mi corazón anulan los que puedan tener...

Y de súbito, una idea cristalizó en su cerebro. Se la trajo, sin duda, el escándalo que organizaban los pintados pájaros de la vera del camino.

Saltando del remolque, corrió en busca de salsa picante, segura de que era la única solución.

Al pasar junto a Bróntara, el cual se hallaba en la misma posición, le arrebató sin pararse el metálico gorro anti-radiactivo.

No tuvo necesidad de preguntarse cuál sería el recipiente que necesitaba: allí, delante de ella había uno que las aves habían aislado, y su instinto no podía engañarles.

Introdujo, no obstante, el dedo en el lechoso líquido, y se lo llevó a la boca...

Conteniendo una especie de náusea, metió en el plano recipiente el gorro del cuidador cabo, y, a toda velocidad de que era capaz, cuidando mucho de no verter ni una gota de aquella concentradísima salsa, se  lanzó en dirección al tractor.

Llegó exhausta, más no lo notó. Sin vacilaciones, trepó al remolque y entreabrió trabajosamente los labios del primer terrestre que le vino a mano, el más grueso de los dos, y le embutió en la boca casi la mitad del líquido que traía.

E inmediatamente, con una prisa febril, hizo igual con el otro fusilado.

Luego se sentó junto a ellos y esperó. Transcurrieron unos cuantos segundos sin que ninguno se moviera.

—¡Ha sido en vano...!—dijo entre dientes la uraniana.

Y abrió desmesuradamente sus verticales ojos al creer que el terrestre obeso hinchaba su amplísimo pecho, malamente cubierto por un destrozado quimono.

Pero se había engañado. No fue Roland, sino Dandridge el que estaba recuperándose de su desmayo.

Y el terrestre, el americano, con los ojos desorbitados y la boca abierta un palmo, tuvo la segunda impresión después de ser fusilado.

La primera fue cuando la tonta aquella le cayó encima, en el patio de ejecuciones del Cuartel General, y le salvó del tiro de gracia del teniente Ghrasku.

—¿Tengo algún balazo en la boca..., guapa? —inquirió con una voz que era un suspiro—. Me arde la lengua y me escuece la garganta...

—No temas, vencedor de la muerte. Es salsa picante.

Dandridge cerró fuertemente los ojos, como queriendo significar que hubiese preferido morir antes que ingerir semejante salsa, y se afanó en escupir.

Ehliya, con sus propias manos, se la quitó de las fauces.

—Gracias a ella has vuelto a la vida—le dijo, como regañándole, al tiempo que se limpiaba los dedos en uno de los costados del remolque.

Roland comenzó a moverse.

—¡Ja, ja, ja...!— se rió la uraniana—. Aunque no llevas armas visibles, debes ser un guerrero temible: la muerte no osa meterse en tu cuerpo.

A la par que Roland sufría una convulsión y se quedaba rígido, Dandridge, que estaba boca arriba y no podía ver a su compañero, preguntó a la enigmática muchacha:

—¿Con quién hablas?

—Con nadie, vencedor de la muerte—contestó Ehliya, meneando negativamente la cabeza—. Con nadie...

—¿Cuántas heridas... tengo?

—No lo sé, pero muchas. ¿Deseas que las cuente?

Y sin aguardar respuesta, comenzó a enumerar:

—Dos surcos en el cráneo.

—Dos—repitió Dandridge.

—Aquí, en el hombro, también hay sangre— prosiguió la joven morada—, aunque quizá...

Tan bruscamente que el americano dio un grito, se interrumpió y le rasgó el plástico de aquella parte del quimono.

—Sí—afirmó en el acto—. Es herida.

—Tres—contó Dandridge.

—En el costado veo otra.

—Cuatro...—musitó el herido.

—En la pierna hay otra más, que sólo ha sangrado una gota.

—Cinco... Sigue.

—No encuentro ninguna. Te las he dicho todas.

—¡Cinco... impactos! ¡Y luego... decís que vuestros... soldados no tienen... puntería! Me temo que...

—¡Ja, ja, ja...!—estalló en carcajadas Ehliya— ¡Si tuvieran puntería, a estas horas tendrías tú catorce balazos en el cuerpo!

—Quince—corrigió Dandridge—. El tiro de... gracia también habría que contarlo. Gracias... Si salgo de ésta no te olvidaré... En la Tierra... podrían sacarte de... la cabeza lo que no... te funciona... bien.

Agotado por el esfuerzo de hablar, enmudeció y se quedó con los ojos muy fijos y la boca entreabierta.

Ehliya, ni corta ni perezosa, echó mano al gorro del cuidador cano y arrebañó con los dedos la salsa que quedaba.

—¡ No...! Por favor——rogó Dandridge—. Deja eso... ¿Te importaría curarme?

—Me parece que no voy a saber.

—¿ Hay por aquí algún surtidor de agua ?

—Naturalmente. El que emplean los cuidadores para dar de beber a las plantas.

Dandridge pareció asombrarse.

—¡¿Ah, pero...?! Yo creía... que eran alucinaciones esas cosas que veo... moverse en lo alto.

—¡Ja, ja, ja..!—tornó a reír la uraniana—.

¡Son los tentáculos de las plantas, terrestre, y pájaros! ¿No oyes cómo escandalizan éstos?

—Sí..., sí... ¡Lo oigo...! ¡Lo... oigo! El Valle de las... Plantas Carnívoras..., claro... ¡Los tentáculos..., los pájaros...!

—Caima, calma—le puso Ehliya las manos en los hombros para detenerle, ya que pugnaba por incorporarse—. Voy a llevarte al surtidor si me prometes estarte quieto.

—Te lo... prometo... ¿Dónde estoy...? ¿Dónde está mi compañero...?

—Guarda silencio, que yo te lo diré todo. Estás en el tractor de los cuidadores del vivero del general Rhukata.

—El general Rhukata... El general Rhukata...

—Cállate y no olvides que me has prometido estarte quieto.

Dandridge, incapaz de hablar, asintió moviendo los párpados. Y antes de que la andrajosa uraniana hubiese pasado del remolque al tractor, perdió el conocimiento.

Y ni el traqueteo de las ruedas ni el raudo desplazarse de las bandadas de aves ni los serpenteantes tentáculos de las plantas, fueron bastante para hacerle recobrar el sentido.

Con una sensación de ahogo inminente y chorreando agua, se despertó al lado del surtidor automático de los cuidadores.

—¿Sabes... dónde está la Avenida de Trolimeh?— le preguntó ansiosamente a Ehliya, en cuyo regazo, tenía la cabeza apoyada.

—Si, lo sé.

—Es una Avenida de... séptimo orden... No tiene aceras... móviles ni nada..., pero tienes que ir. ¿Tienes que... ir! ¿Me estás escuchando?

— Te escucho, sí. Dime lo que quieres que haga allí.

—¡Tienes que ir..., tienes que ir...! No preguntes..

—¡Ja, ja, ja...!—la risa de la uraniana, tan extemporánea como de costumbre, resonó extrañamente en el Valle de las Plantas Carnívoras del Imperio del Sol Poniente.

—No te rías..., te lo ruego. Tienes que ir al Salón del...

Dandridge se estremeció y dejó de hablar. Ehliya le tocó con la palma de una de sus moradas manos su blanquísima frente, y luego, depositando la cabeza en el suelo del remolque, se levantó.

—Avenida de Trolimeh—murmuró como intrigada—. Salón del... ¿Qué habrá querido decir?

Los verticales ojos de la joven se escondieron un instante debajo de los párpados.

Después, como siguiendo los dictados de un irresistible impulso, tras cerciorarse de que los tentáculos de las hambrientas plantas no podrían alcanzar al remolque, desenganchó el tractor y se fue a Zantro, prorrumpiendo absurdas carcajadas de cuando en cuando, empeñada en dar con el salón que había dicho el terrestre.

CAPITULO V 

Las amplísimas avenidas de la capital del Imperio del Sol Poniente eran hervideros de astronautas sin graduación, los cuales, con redondos bostezos en sus triangulares semblantes morados, salían a chorros de las esféricas moles de sus cuarteles de aluminio.

Con los verticales ojos aún entornados por el sueño, los soldados de Urano y de sus Satélites, ya vestidos con «monos», ya con quimonos, según el arma a que perteneciesen y si estaban de servicio o no, se dejaban llevar por las pasarelas y se paraban luego en las aceras móviles, cómodas cual vehículos, que les conducían en la dirección que ellos deseaban.

Y según la prisa que tuviesen, así se plantaban con sus sandalias de plomo en la más veloz de las aceras, situada paralelamente al arroyo, reservado al raudo e incesante tráfico rodado, o en la más cercana a los redondos edificios, que corría con suma lentitud.

Entre una y otra de las citadas aceras móviles—metálicas cintas escalonadas que sobresalían ligeramente del pavimento—había otras dos más, ocupadas por astrosos vendedores y vendedoras, cuyas velocidades aumentaban prodigiosamente a medida que se aproximaban a la recta calzada.

Los comerciantes ambulantes, balanceando las bolsas de mercancías que llevaban colgadas a los extremos de una corta varilla horizontal, apoyada ésta en los hombros—al estilo de los pueblos orientales de la Tierra, por detrás del cuello—, se desgañitaban en sus micrófonos, alabando la bondad de sus productos, y los altavoces individuales entremezclaban ensordecedoramente los gritos de todos.

Con frecuencia, cualquier grupo de los astronautas que se desplazaban en la acera veloz, arrastraba consigo a cualquier vendedor o vendedora de los que tenían al alcance de la mano al pasar, y le vaciaban en un momento las bolsas de plástico.

La variedad de artículos era tan extensa, tan heterogénea y tan completa, en una palabra, que casi bastaría con decir que había de todo lo que se podía comprar con dinero.

En las concurridísimas avenidas de Zantro se vendía desde la más modesta dosis de vitaminas concentradas, hasta el más selecto de los productos de los ríos de Titania y de Ariel; desde el más vulgar alimento endulzado con la cantidad de glucosa aprobada en el Congreso Cósmico correspondiente, hasta la más exquisita de las inhalaciones de Oxígeno o de anhídrido carbónico, a elegir, según el estado en que se encontrase el organismo del astronauta comprador; desde «monos» y quimonos, hasta cinturones y sandalias; desde armas cortas desintegradoras, hasta glucosa pura.

Como es natural, estas dos últimas mercancías no eran voceadas. Pero muy tardo de comprensión tendría que ser el soldado que no supiera a quién dirigirse para que se las proporcionara.

Le bastaría con mirar a lo alto, semicerrando los ojos para que no le deslumbraran los amplificadores de Sol hasta que descubriera a alguna patrulla aérea, instante en que no tenía más que seguir a los cincuenta o sesenta vendedores que iban en las aceras intermedias y que, abandonando a los restantes, se lanzaban como locos a la colocada en el plano inferior.

Ehliya dejó el tractor en un estacionamiento subterráneo y subió a la superficie en el ascensor.

Durante el trayecto vertical causó la admiración de cuantos la rodeaban.

No por su ensangrentado quimono, que su atuendo no se diferenciaba mucho del de las desastradas mujeronas, vendedoras o no, que transitaban a aquellas tempranas horas por las avenidas y por las entrañas de Zantro, sino porque no paró de reírse.

Una vez en el exterior, así que la depositó la pasarela en la acera lenta, saltó sucesivamente de una intermedia a la otra y terminó por ocupar un hueco libre de la acera veloz.

Su rumbo, por el momento, no tenía pérdida: para ir a la Avenida de Trolimeh debía atravesar en línea recta toda la ciudad.

Conque se sentó tan tranquila y se dejó conducir.

Al final de la como a modo de correa sin fin, que así era la acera móvil en su terminación, en lugar de salir normalmente de ella, mediante un pequeño salto vertical para anular la inercia, se dejó llevar por ésta, con lo que, sentada y todo como estaba, fue proyectada a más de cien pasos de distancia, cosa que debió causarle extraordinario placer.

Por lo menos, mientras surcaba el aire se rió como si le hicieran cosquillas y, si bien al caer se dejó ya de tonterías, pues tuvo buen cuidado de adoptar todas las precauciones publicadas para evitar accidentes en casos similares—tales como encoger las piernas y echar el cuerpo hacia atrás—, tomó tierra sin cesar de reír.

Seguidamente, como si tal cosa, comenzó a caminar. Aquella parte de Zantro, excepto en la desembocadura de la acera, estaba tan abarrotada de astronautas y de escandalosos vendedores como las demás.

Abriéndose paso a codazos, la uraniana consiguió llegar a la Avenida de Trolimeh.

Sólo entonces se puso seria. Quizá se había dado cuenta de que, sin preguntar a alguno de los vendedores que tenían sus puestos pegando a las esféricas fachadas de las casas, le sería difícil encontrar el Salón que andaba buscando.

La avenida en cuestión, aun siendo de séptimo orden y careciendo de las más elementales comodidades, tenía nada menos que cinco kilómetros de longitud.

Cinco kilómetros que, contando las dos aceras fijas, puesto que ambas habría de recorrerlas si no resolvía el problema de otra forma, se multiplicarían por dos.

Y recorrer diez kilómetros a fuerza de codazos y avanzando un par de pasos y retrocediendo uno o, a ratos, los dos, requeriría muchas horas de continuado esfuerzo.

Sin notarlo, al divisar delante de ella a un soldado con «mono» del Cuartel General, principió a reírse por detrás de la cara.

Redoblando los empujones que repartía a diestro y siniestro, alcanzó al soldado, le asió por un brazo y le obligó a volverse.

—¡Ehliya...!—exclamó, asombrado, el hombre.

—¡Lharu...!—exclamó la muchacha.

—¡¿Qué haces por estos andurriales?!

Ehliya puso los ojos en blanco y juntó las palmas de las manos ante el pecho.

—¡Eres el átomo de uranio que comunica energía a mi alma fatigada, Lharu!—declamó casi. Y añadió—: Mis ojos, al verte, han transmitido a mi corazón la fuerza de infinitas desintegraciones nucleares.

—¡ Por la Sagrada Planta, Ehliya!—parpadeó Lharu, evidentemente perplejo.

—No tengo amigos...

—No soñé que estuvieras tan deshidratada de afectos, Ehliya. Pero ya tienes uno: yo soy tu amigo, te lo juro. ¿Qué te pasa?

—Tengo noticias—repuso, tambaleándose como si fuera a caerse—de que el hermano de mi madre me espera en el Salón del...

Quedándose quieta de repente, como si le hubiera llamado la atención algo de lo que sucedía a su alrededor, por donde circulaban ininterrumpidamente astronautas y soldados rasos, se detuvo.

Lharu, que ya habíase determinado a ayudarla, aguardó a que ella concluyese de decir el nombre del Salón para guiarla. Más, como no hablase, se lo preguntó:

—Salón del... ¿qué?

—No lo sé, guerrero—contestó la muchacha, azorada—. Quien me lo comunicó iba en una de esas rígidas formaciones en las que está severamente prohibido hablar, y no nudo revelármelo. No obstante su jefe, que oyó lo poco que me dijo, le taladró con la mirada. ¿Crees que le castigarán?

El soldado del Cuartel General, dudoso, se  ladeó un tanto su anti-radiactivo y alto gorro.

—No puedo pronosticarlo—se encogió de hombros por último—. Depende del jefe que fuera. Pero—siguió, al notar el temblor que sacudía a Ehliya.—aunque sea que sí, no te preocupes, es una falta leve y se castiga con cuatro o cinco descargas eléctricas, nada.

—¡Pobre de mí...!—lloriqueó ella—. El amigo del hermano de mi madre recibirá descargas por mi culpa, y yo no podré encontrar a mi pariente. ¡Todo está en contra mía! ¡Cualquiera sabe cuántos Salones habrá en esta avenida!

Lharu, enderezándose el gorro, propuso:

—Si lo deseas, podemos preguntar.

No obtuvo respuesta hasta varios segundos después: Ehliya, pasando de las lágrimas a la risa, había estado siguiendo con la vista a una patrulla aérea y apuntándola con el dedo.

—No vas a tener tiempo—dijo muy seria, al fin, cuando los reactores ya no se vieron—. Vistes el «mono» de servicio y se te va a hacer tarde para la guardia.

—Me falta una hora. ¿Vamos..., o es que no quieres que vaya contigo?

Muy juntos, apartando Lharu los obstáculos humanos, fueron ganando terreno en dirección a un anciano que estaba detrás de un puestecillo de vitaminas.

—Ehliya—inquirió el soldado mientras atravesaban la acera—, ¿ es verdad que tú sabes trabar amistad con algunos cadáveres?

La uraniana, con la voz extrañamente ronca, con una entonación que era a la vez un conjunto de amenazas y de misterios, asintió:

—Sí—dijo—. ¿Es que lo pones en duda?

—No..., no...—tartamudeó Lharu—. Es queque te he visto actuar en el patio de ejecuciones, ¿sa... sabes?, y siempre pensé pedirte una cosa.

—¡Pídela, pídela, que ya me estaba preguntando la cabeza cómo podría florecer mi agradecimiento !

—Cuando... cuando yo traspase la línea de la vida, cuando mis ojos dejen de ver y mis oídos de oír, ¿querrías...?

—Continúa.

—¿Querrías prometerme dejar mi cuerpo en paz?

Antes de que Ehliya pudiese responder en un sentido o en otro, ya se había encarado Lharu con el anciano.

—¿Cuántos Salones hay en esta Avenida? —le interrogó.

—Muchos, soldado, muchos— se lamentó el viejo—. La juventud de hoy piensa más en las escrituras que en las fortificantes vitaminas.

—Buscamos el Salón del... No sabemos más.

—¡Ah!, pues es el del Astronauta Solitario, no puede ser otro. En esta misma acera...

—¿Cómo estás tan seguro, viejecito sabio, admiración de Zantro, de que es ése y no otro el Salón que vamos buscando?

El vendedor de vitaminas soltó una carcajada tremenda.

—¡Pues porque está el Salón de la Planta Carnívora, el de la Constelación Lejana, el de la Débil Luz Solar, el de ¡Bienvenido, Astronauta!, el de...!

—¡Basta, basta! Ya he comprendido: es que sólo hay uno que sea el Salón «del»...

El anciano montó en cólera.

—¡Detén la lengua!—rugió, levantando la mano—. ¡Nunca interrumpas a un viejo cuando habla!

Lharu fue a decir algo a Ehliya, pero no la encontró a su lado.

El vendedor, variando bruscamente el airado tono de sus voces, poniéndole delante de su aplastada nariz una cápsula de vidrio, como para que la oliera, le dijo, obsequioso:

—Si me compras una dosis masiva de vitaminas, aunque sólo sea, te perdono.

—No...—empezó a excusarse Lharu.

Y el viejo, convirtiendo la voz en un susurro, dejando la cápsula donde la había cogido y metiendo la mano debajo del puestecillo, murmuró entornando los ojos:

—¿Glucosa, tal vez...?

—No tengo dinero, anciano.

—¡Lárgate entonces y no interrumpas mi ruinoso negocio, pordiosero! ¡Vagabundo! ¡Parásito del Imperante!

El soldado, sin hacer caso en absoluto de los gritos con que el viejo vendedor le perseguía, entre otras cosas porque escenas como la descrita eran corrientes y, además, los restantes altavoces ahogaban los improperios, se metió en la riada de soldados y se alejó de él.

Tan aprisa como pudo, resuelto a hallar a Ehliya, se encaminó al Salón del Astronauta Solitario, en cuya puerta tuvo la suerte de encontrarla.

—Ehliya—le habló suavemente, cogiéndola de una manga del quimono cuando ella ya iba a penetrar, en el Salón—, ¿te has olvidado de tu amigo Lharu?

Con expresión como ausente, Ehliya se dio media vuelta y se lo quedó mirando.

—No, Lharu, ¿cómo podría olvidarte?

—Te has marchado sin esperarme y sin contestar a la pregunta que te hice..., ¿recuerdas?

—Vete tranquilo, Lharu. Para pagarte el favor que me has hecho, te prometo lo que me pediste.

Y Lharu, feliz porque la tonta Ehliya le había prometido no intentar trabar amistad con su cadáver, se fue al Cuartel General en busca de la tediosa guardia que le esperaba.

La uraniana entró en el Salón, abarrotado de astronautas y de soldados, y lo regó con un rápido vistazo circular.

Después, resueltamente, se dirigió al mostrador, se puso frente al delgadísimo hombre morado que había detrás limpiando un copiador auditivo de cristal, y le espetó:

—Vengo de parte del espía terrestre.

El hombre, desorbitando los ojos, se dejó caer el copiador y Jo rompió en mil fragmentos.

El lentísimo rodar de la carretilla automática alargaba la distancia, y los agentes secretos, cambiando entre sí miradas de inteligencia, se preguntaban en silencio a qué hora podrían llegar al Cuartel General.

Según les explicara el tan poco comunicativo cuidador que guiaba, el cual les había ayudado a salir del nauseabundo interior de las plantas que los habían engullido, en el Valle no quedaba más vehículo que el suyo.

Y, en efecto, durante el trayecto no encontraban ni un mal tractor, motivo por el cual, quieras que no, se veían forzados a hacer el viaje en la chirriante carretilla, si lenta, mucho menos que sus propias piernas.

Con los vegetales carnívoros habían pasado un mal rato. No por temor a ser devorados, ya que los «monos» de los oficiales astronautas de Urano, como fácil es de comprender, iban provistos de su correspondiente cantidad de defensa anti-planta.

El mal rato que miss Nickman y Bruce habían pasado se debió al invencible asco que experimentaron al sentirse en contacto con los escurridizos tentáculos, los cuales—no haría falta decirlo—, no pretendieron aprehenderlos, sino todo lo contrario, quitárselos de encima para alejar el olor de la defensa.

Ahora bien, como los agentes iban sentados en los sillones paracaídas, fijos a ellos por medio de sus respectivos cinturones de seguridad, éstos, los asientos, y sus piernas se habían introducido fuertemente entre los pétalos de las sensibles flores, que, impresionadas, se plegaron en el acto.

Cuando la cortina de nubes artificiales empezó a descorrerse, hecho que acaeció escasos segundos después de la arribada, cuando los paracaídas habían detenido ya su rotor, Jane Nickman y Gerald H. Bruce, a la débil luz del Sol, se afanaron en desceñirse hasta la última de las correas que integraban el firme sistema de sostén, con intención de abandonar los sillones y saltar al suelo.

Sin embargo, debido al peso, cuando vinieron a soltarse ya no pudieron llevar a cabo sus propósitos: se encontraron cayendo en el ácido interior de los «estómagos» de las agitadísimas plantas.

Suerte tuvieron de que sus estaturas, gracias a los sillones, que como es natural, cayeron los primeros, les permitiera ponerse en pie sobre ellos y sacar la cabeza al aireado y brillante exterior del alucinante vivero, iluminado ya con los amplificadores de Sol de Zantro. Su posición entonces amén de extraordinaria e inaudita, se hizo singularmente incómoda.

Cogidos por el cuello por los cerrados pétalos, con los brazos pegados a lo largo del cuerpo en el interior de la blanquísima corola y del amarillento tallo abombado, fueron sacudidos por los vegetales, cuyo «estómago» pugnaba por expulsarlos, sin éxito, por desgracia, a causa de los sillones, que habían clavado el bastón de sus respectivos respaldos—bastón integrado por el eje y las paletas del rotor—en las fofas fibras de la cavidad.

De muy lejos, traída por las ráfagas de aire de la Gran Central Generadora, había llegado una voz fina, de mujer, que gritaba con típica inflexión uraniana:

—¡Vhora, Vhora...! ¡Vhoraaa...!

Y un hombre de pequeña estatura, con el quimono de plástico hecho jirones y con huellas en su morado cuerno de haber sido atrapado más de una vez por las tenazas de los tentáculos, había surgido en silencio a sus pies.

—¡Ayúdame a salir de aquí, imbécil!—le había increpado Bruce, desde lo alto.

El hombrecillo, con el consiguiente asombro, había abierto mucho los ojos y se había quedado mirando a la pareja de agentes del Servicio Secreto Intersideral.

—¿Quiénes sois?—les dijo.

—¡Capitán Sitheku!—gritó Gerald H. Bruce—. ¡Astronauta del Tercer Cuerpo Mortal!

—¿Y tú?—quiso saber entonces el andrajoso individuo, apartando la vista de Bruce y clavándola en Jane Nickman, cuya cabeza sobresalía de una planta cercana.

—Capitán Yhakotri—contestó la joven, creyendo sentir ya en los ni es el cosquilleo que le produciría en breve el ácido del convulso vegetal que la contenía—. De la Segunda División Femenina de la Muerte.

—¡ Ah!—exclamó el hombre.

Y cuando parecía que iba a seguir hablando, se calló y entornó sus verticales ojos.

Estaba percibiendo el lastimero chimar de una carretilla mecánica que se acercaba.

—¡Vamos!—le metió prisa Bruce—. Tenemos que ir al Cuartel General inmediatamente.

El individuo, como si hubiese tomado una rápida determinación, levantó la mano y dijo:

—Aguardad un momento, heroicos navegantes del éter. Voy a cambiarme de quimono.

Y se había ido como una centella, sacando en zigzag, sorteando con inusitada habilidad las tenazas de los tentáculos que amenazaban con engancharle al menor descuido.

—No lleva defensa anti-planta—dijo miss Nickman.

—Esperemos que tenga cerca el quimono —gruñó Bruce—. Esta situación no podemos sostenerla. Van a terminar por asimilamos.

El chirrido de la carretilla dejó de escucharse. En su lugar, aunque no podían asegurarlo, se oyó una especie de quejido sordo o grito ahogado, al que ni siquiera prestaron atención, ya que bastante tenían con debatirse para hacer lo posible por escapar.

A poco, a todo correr, apareció el hombre, vestido con un quimono sucísimo y tocado con el gorro anti-radiactivo, que venía abrochándose el cinturón por el camino.

Con su ayuda, ya que trepó entonces por los tallos con suma destreza, sin temor a las plantas, pues que en su espalda se veía el azulado brillo del ungüento defensivo, primero a la muchacha y después a Bruce, les había resultado relativamente sencillo salir del apurado trance.

—¿Eres cuidador de los viveros?—se interesó Jane Nickman, que no quería dejar de enterarse de las actividades de su salvador, ya que, llegado el caso, lo mismo que ahora acababa de hacerlo, en cualquier otra ocasión podría hacerles algún otro favor. O a la inversa.

—Sí—repuso concisamente el hombrecillo.

—¿ Cómo te llamas ?—inquirió Gerald H. Bruce.

—Nhorijeku—repuso, tan conciso como antes, poniéndose la mano en la cara como si le hubiera picado un insecto.

—¿Te ha salpicado una gota de ácido?—le preguntó la joven, solícita, al ver que se rascaba una de sus chupadas mejillas.

—Sí—dijo él.

Los agentes secretos se miraron. Aquel tipejo pensativo, de cuyo embarrado quimono podía decirse que «el difunto era mayor», contestaba siempre de una manera tan rotunda como adusta y no era posible sacarle más de dos palabras seguidas.

A fuerza de interrogaciones, miss Nickman y Bruce llegaron a la conclusión de que iban a tener que servirse de la carretilla mecánica que el hombre decía tener en las proximidades, para trasladarse a la capital del Imperio del Sol Poniente.

—¿Nos la prestas?— le dijo Bruce.

—No—respondió él.

—¿Nos la vendes?—terció miss Nickman.

—No.

Bruce, aparentando unas intenciones que estaba muy lejos de tener, se llevó la diestra al cinturón y agarró la culata del revólver desintegrador.

—¿Te mato entonces?—le espetó, amenazadoramente.

EL individuo, dando un paso para atrás, creyendo, sin duda, que la amenaza era formal, extendió un brazo.

—Yo también tengo que ir a Zantro... Os llevo en mi carretilla... y entraré con vosotros en el Cuartel General.

—En marcha—ordenó Jane Nickman.

Y allí estaban, muy cerca ya de la primera acera móvil.

—¿Dónde estacionas la carretilla?—habló el agente del Servicio de Inteligencia Intersideral, extrañado de que el cuidador soldado, deteniendo las chirriantes ruedas del artefacto en mitad del camino, saltase de ella, diciendo:

—Los últimos metros podemos hacerlos a pie.

Como no había tiempo que perder y el detalle no parecía tener importancia. Bruce no se preocupó de obtener respuesta a su pregunta y echaron a andar hacia el comienzo de las aceras y de la correspondiente avenida.

Uno tras otro subieron a la acera veloz, la cual les condujo en pocos segundos a la puerta principal del Cuartel.

Y cuando ya iban a entrar en él, un gran tumulto les llamó la atención: vendedores, astronautas, soldados y cuantos se encontraban en los escalones de las aceras, se lanzaban corriendo hacia la superior, como para dejar paso a algo o alguien que venía en la veloz.

—¿Qué ocurre, Nhorijeku?—indagó miss Nickman.

—Patrulla—dijo el aludido.

En efecto se trataba de una de las patrullas pedestres del Cuartel General, que, con su jefe al frente, retomaba a su base.

—Parece que traen un prisionero—murmuró Bruce.

—Yo diría que es una mujer—asintió miss Nickman.

El cuidador, más locuaz que nunca, empinándose en la pasarela, se puso a hablar por los codos:

—Es una mujer—dijo—, pero no creo que venga prisionera. Es Ehliya, la tonta que está bajo la protección del general Rhukata. El jefe de la patrulla es el teniente Ghrasku, especialista en la captura de espías.

El «capitán Yhakotri» y el «capitán Sihteku», sin reflejar en sus morados semblantes la emoción que estaban experimentando, se fijaron detenidamente en el arrogante teniente Ghrasku.

Mientras tanto, Nhorijeku, incomprensiblemente parlanchín, continuaba explicando las vidas y virtudes de los tres o cuatro soldados que integraban la patrulla.

Y al final, con una entonación en la que los agentes secretos creyeron notar una velada alusión, repitió:

—El teniente Ghrasku es especialista en la captura de espías. 

CAPITULO VI

El delgadísimo uraniano, rápido como el pensamiento, desapareció detrás del mostrador del Salón.

Ehliya no tuvo tiempo ni de respirar. Antes de que pudiera darse una idea de en qué clase de lío se había metido, se vio cogida por una muñeca y, no sin hacerla golpear de intento la cabeza contra la dura superficie horizontal donde se entregaban a los madrugadores clientes del Astronauta Solitario los copiadores auditivos que solicitaban, sin poderlo evitar, obligada a pasar al lado de allá.

El dueño la observó una fracción de segundo.

—¡ Pletisu!—llamó luego a su dependiente, que estaba entre las mesas del Salón atendiendo a los soldados.

—¿Qué quieres, Zayakhuno?—bostezó el aludido, encaminándose hacia el mostrador.

—Atiende tú solo a la clientela—siguió Zayakhuno—. Yo tengo que irme.

Pletisu, a quien se le había pasado el sueño ante el conflicto que se le presentaba, ya que para una persona sola era casi imposible llevar el negocio, protestó:

—Mira que en seguida van a venir los soldados de los cuarteles más apartados, y yo solo no voy a dar abasto.

Al fijarse en Ehliya, como extrañado de su presencia allí, preguntó a Zayakhuno:

—¿A dónde vas?

El flaquísimo uraniano, visiblemente nervioso, haciendo denodados esfuerzos para sonreír, repuso:

—De momento, a la trastienda. Es que—explicó a Pletisu, en vista de que éste no apartaba los ojos de la muchachita—ha llegado de Lushin la prima de mi padre, y deseo que me cuente cosas. ¡Hace tanto que no le veo!

Los verticales ojos del dependiente brillaron con un indefinible y malicioso fulgor.

—¿ Es ésta la prima de tu padre ?—inquirió. Y añadió seguidamente, sin dar tiempo a su patrón para contestar—: Tengo el presentimiento de que la conozco.

El dueño del Astronauta Solitario se puso rígido.

—Sí—afirmó, levantando el brazo de Ehliya—, ésta es la prima de mi padre. Y no puedes conocerla, porque está recién llegada de mi añorado pueblo.

El dependiente, sin cesar de mirar a Ehliya, se puso uno de sus morados dedos en la boca y se lo mordió.

—Así que—fue diciendo lentamente después— te ha dicho que viene de Lushin...

—Sí—asintió Zayakhuno.

Pletisu se acodó en el mostrador, quitó los ojos de la jovencita y los posó en su patrón.

—¡Te engaña!—exclamó—. ¡No te fíes de ella. Zayakhuno! Estoy seguro de que ni un detector de mentiras resistiría las de esta desharrapada.

Se oyeron las palmas que batían unos soldados que acababan de entrar en el salón, y Pletisu, volviéndose hacia ellos, gritó para dominar el murmullo de las palabras que los de las mesas pronunciaban en sus respectivos copiadores auditivos:

—¡Voy, voy...!

Luego, tornando a encararse con Zayakhuno tan velozmente como se había dado la vuelta, prosiguió:

—Ayer estuve en el Cuartel General y la vi allí. Siempre está allí. Dicen que la protege el general Rhukata porque sabe trabar amistad con los cadáveres, pero lo que pasa es que es tonta.

Ehliya soltó una destemplada carcajada. Y Zayakhuno, levantando otra vez el brazo cuya muñeca sujetaba, sostuvo:

—Esta es la prima de mi padre, Pletisu. ¿No estarías bajo los efectos de la glucosa? Algunas veces se te va la mano.

El dependiente se encogió de hombros.

—¿No ves que la voz de mi corazón no puede equivocarse ?—continuó el dueño del Salón. Y dejando a su interlocutor con la palabra en la boca, para darle a entender cuán equivocado estaba, tiró suavemente de Ehliya y la separó del mostrador, diciendo mientras tanto, bajito, pero como para que el dependiente lo oyese:

—Ven, Shakiyine, Nebulosa Enorme, ven conmigo. No hagas caso de las idioteces de Pletisu. El sí que es tonto.

Pletisu, encogiéndose una vez más de hombros, se metió las manos en las amplias mangas de su impecable quimono y fue a servir copiadores a los que se los estaban pidiendo con reiteradas palmadas.

Zayakhuno, sin soltar para nada a Ehliya, abrió la puerta de la trastienda del Astronauta Solitario y la rebasó con presteza.

—¿ Qué tienes que decirme, Shakiyine ?—habló nervioso, así que hubo cerrado a sus espaldas la entrada de aluminio.

—Vengo de parte del espía terrestre.

El uraniano dio un prolongado suspiro, apretó con más fuerza la muñeca de Ehliya y gruñó:

—No te entiendo, Shakiyine.

—No me llamo Shakiyine—replicó Ehliya, reprimiendo un ¡ay! de dolor—: Me llamo Ehliya y vengo de parte del espía terrestre.

El dueño del Salón se pasó la mano libre por la frente, como si le doliera la cabeza.

—Me está pareciendo—opinó, como quejándose—que Pletisu lleva razón: tú eres tonta.

—Todos me lo dicen—rió ella—. A mí ya no me extraña oírlo.

Se puso seria y añadió:

—Pero vengo de parte del espía terrestre.

—¡Ya te he dicho que no te entiendo!—la fulminó Zayakhuno, zarandeándola de mala manera.

—Si no me entiendes—arguyó la muchacha, haciendo equilibrios para no caerse—, no puedo decirte más.

El uraniano, de repente, se quedó inmóvil. Y con los ojos relampagueando, miró fijamente a los de Ehliya.

Fue un verdadero duelo de miradas, en el que cada uno peleaba por desnudarle al otro la intención.

Cedió Zayakhuno.

—¿Y si te entendiera?—musitó.

—Hablaríamos.

—¿De parte de qué espía terrestre vienes?

Ehliya se rió tan desaforadamente, que el dueño del Astronauta Solitario temió que los soldados del Salón iban a tener que ser indemnizados, pues los papeles de sus respectivos copiadores no iban a registrar más que carcajadas.

—Ahora soy yo la que no te entiendo, Zayakhuno—habló Ehliya en cuanto pudo dominar algo la risa.

—¿Cómo era el terrestre?—volvió a la carga el uraniano, aun a riesgo de volver a hacerla reír.

Mas ahora la joven ya no rió. Lejos de hacerlo, pareció que iba a llorar.

No lloró, empero, tampoco. Con una voz finísima un suspiro casi, propuso:

—Di tú, a ver si aciertas. Zayakhuno. Si de veras eres su amigo, debes conocerle.

—¿Muy alto, muy fuerte, rubio el cabello y con los ojos azules como la defensa anti-planta?

—No.

—¿Delgado, rostro triangular, como el nuestro, pequeña la estatura... ?

—No—denegó Ehliya. interrumpiéndole.

—¿Esbelto, rubio, ojos negros como la noche sin reflectores y con un lunar en la mejilla?

Durante un instante Ehliya no dijo ni que sí ni que no. Habíase quedado como dormida mirando al suelo de la trastienda. Por último, parpadeando frenéticamente, alzó la cabeza.

—Sí—aseveró—. Ese es.

Siembre teniéndola asida de la muñeca, el dueño del Astronauta. Solitario se aproximó a una de las paredes de aluminio de la habitación y oprimió un botoncito.

Suave y silenciosamente una especie de litera que había incrustada al lado de algo semejante a una alacena, la cual estaba llena de diminutas cajitas de copiadores auditivos de vidrio, se abatió y quedó inmóvil en el suelo.

En el centro de la alacena, en el puesto de honor, seguramente, se veía un gran tintero de cristal lleno de tinta.

—Ven, Ehliya—dijo Zayakhuno, arrastrándola con él—. Siéntate en la litera y dime lo que sea. Te escucho impaciente.

Pero el uraniano aún tuvo que esperar otro poco, porque la desastrada jovencita no estaba dispuesta a confiar en él así como así.

—Descríbeme la boca—le mandó, una vez que estuvo sentada en donde la había puesto.

Zayakhuno reflexionó.

—Una pieza postiza.

— ¿Cuál?

—Una muela. Es de platino, sometido a un baño electrolítico especial, idéntico al que endurece el aluminio de nuestras casas.

—¿De arriba o de abajo?

—De abajo—aseguró, sin dudar, el dueño del Salón.

—No hay duda—aprobó Ehliya—. Es el mismo.

—Bueno, pues habla ya.

Con una vocecita insignificante, la muchacha morada, ladeando la cabeza, susurró:

—¿No te parece que primero deberías soltarme ?

Zayakhuno miró a la puerta posterior de la trastienda y, al verla cerrada, obedeció.

—¡Ya estás suelta!—gritó—. ¡Habla!

—Le han fusilado junto con otro terrestre. Uno muy gordo, con un abdomen así...

Y Ehliya, al tiempo que se ponía una mano delante del cuerno, infló las mejillas.

—¡Roland!—dijo entre dientes Zayakhuno—. ¡¿No había nadie más?! Dímelo en seguida.

—Al Cuartel General sólo llegaron ellos.

—¡Entonces mataron antes a los otros! ¡Hay que darse prisa! ¡Dime lo que tengas que decirme! ¡Vamos, de prisa!

Ehliya clavó sus verticales ojos en el contraído rostro del flaco uraniano, y confesó:

—No tengo nada que comunicarte.

Zayakhuno  se quedó como petrificado.

—Qué quieres entonces ?—farfulló—. ¿ A qué has venido?

—No lo sé... El espía me dijo que viniera al Salón y cómo ves, aquí estoy.

—¿Dónde hablaste con Dandridge?

—¿Dandridge? ¿Quién es Dandridge?

—¡Bueno, el espía!

—¡Ah! Pues hablé con él en el Valle de las Plantas Carnívoras.

—¡Después de haberlo fusilado!

—¡Claro! Aún le quedaba algo de vida, y al gordo también. Pero a mí no me preocupaba el gordo.

—¡Parte del Valle, parte del Valle...!

—¿Qué quieres decir?

—¡ En qué parte del Valle los viste!

—¡Ah! En un remolque de tractor que hay junto al surtidor automático número 31. Los llevé yo misma, conque...

Zayakhuno no la dejó terminar. Habíase apoderado de él un singular temblor, que lo agitaba como un remolino de huracán a un papel, y estaba francamente fuera de sí.

—¡Tengo que irme, muchacha! ¡Gracias por haber venido! ¿Quieres que mande a Pletisu que te dé vitaminas y un quimono?

—Quiero ir contigo.

El uraniano se puso en guardia.

—¡¿Sabes a dónde voy?¡—preguntó, sin saber ocultar ni su asombro ni su recelo.

La contestación de Ehliya, sin embargo, serena y a todas luces sincera, le tranquilizó:

—Ni lo sé, ni me importa. Me basta con saber que tú eres amigo del terrestre.

Sin saber qué partido tomar, el dueño del Salón lanzó una interrogadora mirada a los verticales ojos de la joven.

—También es amigo mío—remachó ésta—. Me ha prometido llevarme con él a la Tierra para que me saquen de la cabeza lo que no me funciona bien.

—Si hace menos de tres horas que su corazón se ha paralizado, cuenta con que podrá cumplir su promesa. ¿Cuánto hace que lo dejaste?

—Un rato.

Zayakhuno,  que se había acercado a la cabecera de la litera y se afanaba en buscar algo debajo de la almohada a tientas, aclaró:

—Quiero decir que cuánto tiempo.

Ehliya se puso en pie y se llegó a la alacena.

—No sé cuánto tiempo tiene un rato—habló desde allí, contemplando con gesto intrigado el antiquísimo tintero cilíndrico—. Un rato es... un rato.

Zayakhuno no porfió en ese sentido. Consideró inútil enzarzarse en una discusión que, después de todo, no le iba a servir para sacar nada importante en limpio.

La razón que tenía la sucia muchacha para querer acompañarle, le resultó plausible. No obstante, antes de decidirse a mostrar el microteléfono con que estaba estableciendo comunicación con el único Hospital de Misioneros Terrestres que quedaba en Zantro, insistió:

—Te advierto que vamos a ir a la muerte.

—Bueno—dijo sencillamente Ehliya.

Conque ya no tuvo Zayakhuno inconveniente en que permaneciera en la trastienda mientras él hablaba.

Lograda la comunicación, susurró:

—Dos hombres. Terrestres. Fusilados. Valle Plantas Carnívoras. Surtidor automático número 31.

Y colgó.

Aquello era suficiente. A la par que el dueño del Salón del Astronauta Solitario procedía a arreglar la almohada de la litera, de uno de los esféricos edificios de aluminio de la capital del Imperio del Sol Poniente, descorriéndose su pulida y convexa porción superior, un reluciente helicóptero supersónico partió, con suma cautela, hacia el vivero del general Rhukata.

Tras cruzar Zantro de punta a punta, el piloto, al divisar una solitaria carretilla automática detenida en el camino superficial, exclamó:

—Ruta despejada.

Y abandonando toda precaución, se abalanzó como un meteoro en busca de los fusilados.

El hombre que con el piloto compartía la carlinga del helicóptero, suspirando, dijo:

—Tenemos suerte. La orden de concentración ha debido incluir también a los cuidadores.

A lo que su compañero respondió:

—Alguna vez habíamos de poder obrar con tranquilidad.

—Esperemos encontrar pronto a esos pobres hombres—terminó el otro, sacándose de entre el quimono una cajita repleta de cápsulas azuladas.

—No puedo reprimir el asco que me producen los vómitos de las dichosas plantas.

Como si la Divina Providencia quisiera evitarles el vaciamiento de los asquerosos «estómagos» de buen número de vegetales—pues de esa especie de truco tenían que valerse corrientemente para localizar a los seres humanos que aquéllos hubieran engullido—, en esta ocasión, con no poca sorpresa por parte de ambos aviadores, los hallaron en el remolque del tractor.

Las hambrientas plantas carnívoras separaron cuanto pudieron sus oscilantes tentáculos cuando el helicóptero descendió. Mas al echar pie a tierra el compañero del piloto, dominadas todas por el apetito, que les hacía olvidarse hasta de los para ellas insoportables efluvios de la defensa anti-planta, se tiraron en masa sobre él.

Los pájaros que presenciaron desde el aire el súbito ataque, graznaron y gritaron y chillaron con júbilo inmenso. Pero el hombre del helicóptero supersónico, demostrando tanta serenidad como experiencia en la lucha, ni por asomo se dejó ni tan siquiera rozar.

Subiéndose de un salto al remolque, permaneció medio minuto agachado junto a Roland y Dandridge.

—También en esto hemos tenido suerte—le comunicó al piloto, poniéndose en cuclillas al percatarse de que éste accionaba la palanca del «tobogán», una plancha metálica que iba a servirles para trasladar a los heridos hasta la carlinga—. Van a necesitar un buen masaje cardíaco y no poco plasma, pero a peores los hemos reanimado.

De las heridas no dijo nada. Los regeneradores tisulares estaban tan perfeccionados que, con la simple aplicación de determinados medicamentos tópicos, los tejidos agujereados por las balas volverían a formarse casi a ojos vistas.

Partiendo del helicóptero, la larga y estrecha plancha del «tobogán» llegó a uno de los costados del remolque.

Sin pérdida de tiempo, el hombre, primero al grueso Roland y seguidamente a Dandridge, colocó los inanimados cuerpos en el sencillo aparato, acostados y con los pies por delante, y luego, de un brinco agilísimo, se subió él mismo.

El «tobogán», que hasta entonces había estado horizontal, comenzó a elevar el extremo que descansaba en el remolque del tractor, con lo que las personas que iban en él se deslizaron hacia la carlinga.

Las abiertas tenazas dentadas de los tentáculos de las plantas, como si éstas presintieran que les estaban arrebatando una presa que les pertenecía, se estiraban en infructuosos intentos de alcanzarlas aún.

El helicóptero, apenas el piloto hubo recogido el «tobogán» y asegurado la portezuela de la carlinga, emprendió el vuelo.

En su velocidad supersónica había algo imposible de describir. Algo que los sentidos corporales no captaban. Algo sutil, etéreo, que inundaba de satisfacción al piloto y a su compañero.

CAPITULO VII

Zayakhuno, no bien alisó la almohada, hizo funcionar el oculto mecanismo que movía su litera, la cual volvió a incrustarse en silencio en la pared de la trastienda del Salón.

En los brillantes ojos verticales del escuálido uraniano podía leerse lo que pensaba: morir.

Pero morir después de haber confiado al espacio un mensaje de tremenda gravedad: ¡el sistema 7 K había sido inutilizado!

Un mensaje, cifrado, naturalmente, que tenía que llegar a toda costa hasta el Jefe del Servicio de Inteligencia Intersideral.

Ineludiblemente. Aunque fuese lo último que el propietario del Astronauta Solitario realizase en su vida.

Y Zayakhuno, en sus ojos se leía, tenía la certeza de que, en efecto, muy poco más, como no fuese morir desintegrado en el intento, podría hacer después de haber transmitido el mensaje.

Sin ningún género de dudas, suponiendo que lograse alcanzar sano y salvo cierta casa de la Avenida de Ughasto, cosa que ya era mucho suponer, y suponiendo que también lograse manipular en la simplificada emisora de radio que allí había, la muerte saldría a su encuentro luego

Pero no le importaba. No tenía más que una idea. Una idea fija. Una obsesión.

Habíase olvidado de todo: del peligro, de su dependiente Pletisu, de su negocio de copiadores auditivos de alquiler, maquinitas de las que se servían los millones de soldados de los Satélites de Urano, concentrados a la sazón en Zantro, para escribir a sus lejanos y seguramente ansiosos familiares.

Hasta de él mismo se había olvidado.

Y pareció olvidarse además, de que Ehliya estaba de su parte, porque agarrándola con brusca fuerza por la misma muñeca que antes, la arrastró hasta el fondo de la trastienda, por cuya puerta salieron, diciéndole:

—¡No te resistas!

Anduvieron a lo largo de una amplia calle, o callejuela, si se la comparaba con las avenidas, formada por pequeñas casitas de aluminio.

Los transeúntes eran escasos. Aquella era la parte vieja de la capital del Imperio del Sol Poniente y no había en ella nada que pudiera suscitar el interés ni de los soldados ni de los astronautas de Ariel, Titania, Oberón o Umbriel.

Ehliya trotaba al lado de Zayakhuno, que avanzaba a trancos sumido en sus pesimistas reflexiones.

—¡Muchacha—dijo de pronto—, la única probabilidad que te queda de salvarte e ir a la Tierra es hacer ver que vienes conmigo a la fuerza!

La joven no contestó. Se limitó a levantar ligeramente el brazo que el incansable Zayakhuno le sujetaba por la muñeca.

Aún siguieron caminando un buen rato. Y cuando Ehliya estaba ya a punto de rendirse, el uraniano se detuvo ante una esférica casita, choza casi, en comparación con los edificios lindantes y fronteros.

La redonda fachada semejaba una cara de terrestre desnarigado, cuyos ojos, las ovaladas ventanas del piso superior, estuvieran cerrados, así como la boca, vertical puerta cerrada con la llave que el dueño del Salón estaba empleando para abrirla.

Una avanzadilla de luz trabó combate con las tinieblas del interior y dejó ver a Ehliya, en el suelo de aluminio, a más de una litera y una silla, un gran arcón, hacia el cual iba su acompañante, a tientas, pues en cuanto estuvieron dentro de la casa, habiéndola soltado la muñeca, cerró la puerta de golpe.

—¡ Silencio!—recomendó el invisible Zayakhuno—. No te muevas de donde estés.

Coincidiendo con el destello de una antiquísima linterna eléctrica, se oyeron recios golpes en la puerta y un vozarrón colosal:

—¡¡Abrid en nombre del Imperante!!

—¡El teniente Ghrasku!—saltó Ehliya, separándose de la entrada.

Temblando, la linterna que sostenía Zayakhuno dejó de alumbrar y la oscuridad volvió a poner su negra venda en los verticales ojos de la muchacha y del delgadísimo propietario del salón del Astronauta Solitario.

De nuevo, severo como un ariete, se escuchó el vozarrón:

—¡¡Abrid en nombre del Imperante!!

Y de nuevo la linterna rasgó las tinieblas. A Zayakhuno ya no le impresionaría más la potente voz del teniente Ghrasku.

Sin hacer caso de la orden, sostuvo con firme pulso la diminuta antorcha eléctrica y se acercó con paso seguro al arcón.

Sospechando una descarga de fusil de tiro rápido a través de la puerta, mientras levantaba la tapa indicó a Ehliya que se quitase de la probable trayectoria de los proyectiles desintegradores.

Sin replicar, la aludida se apartó de en medio y se pegó a la pared, deslizándose hasta las proximidades del arcón.

Miró dentro y lo entrevió vacío. Más tenía doble fondo, ya que el hombre morado, que había introducido en él la cabeza y el tronco, extrajo un fusil ametrallador.

Un anticuado y ruidoso fusil terrestre, de pólvora y balas de plomo, que Zayakhuno dejó rápido en el suelo y se agachó nuevamente, en busca de municiones.

La linterna, que se encontraba en el interior del arcón, rozada tal vez por el uraniano, se apagó.

En el exterior de la casita los golpes arreciaban y ya no era sólo la voz de Ghrasku la que se oía. Ahora era una ensordecedora algarabía, originada por muchas gargantas de enardecidos soldados de Urano.

Pero, entre tantas, la del teniente sobresalía:

—¡Hay que cogerlo vivo!

Como para desvirtuar la orden que él mismo daba, una descarga de aviso de su fusil desintegrador arrancó de cuajo un pedazo de puerta.

De un salto prodigioso, Zayakhuno empuñando con sus moradas manos sendas pistolas de la Tierra—antiguas, como todo lo que. al parecer, contenía el arcón—, se llegó al boquete y, sacando por él los brazos, disparó velozmente.

De su puntería no hacía falta preguntar: la algarabía se transformó en coro de aves lastimeras, se oyó el arrítmico choque de las sandalias de plomo de los soldados, que corrían en tropel, y se escucharon las tenebrantes notas de un silbato de mando imperativo, incapaz de dominar el pánico.

Al agotársele los cargadores, tras tapar el agujero de la puerta con un trozo de plástico engomado, Zayakhuno, de otro salto, tomó al arcón.

Dejó en él las pistolas, se hizo cargo del fusil ametrallador y de las municiones, y ordenó:

—Subamos...

Mas pareció quedársele en vilo un pensamiento, porque deteniéndose preguntó:

—¿Sabes disparar?

—Sí—asintió Ehliya.

Soltando fusil y municiones, todo lo cual cayó estrepitosamente al suelo, el desnutrido uraniano volvió a bucear en las profundidades del arcén.

Y otro fusil ametrallador, acompañado de otra caía de municiones, salió a la superficie del cuarto.

—¡Ahí tienes un arma! ¡Sígueme!

Y en dos saltos mal contados, el dueño del Astronauta Sortario, después de coger de un brazado un fusil y la otra caja de proyectiles, dejando a Ehliya falta de luz en el piso inferior, se plantó en lo alto de la escalera.

Un rayo velocísimo de tenue claridad descendió por los peldaños así que Zayakhuno entreabrió una ventana, y la muchacha pudo cumplimentar su orden.

Tres rosarios de balas se escaparon del arma del hombre y como antes, a juzgar por el griterío de la calle, su puntería tampoco tuvo nada que pedir.

—¡Ponte en la otra ventana! ¡Ya te la he abierto!

Ehliya no se hizo de rogar. En un santiamén, procurando mucho que nadie la viera, se apostó detrás del metálico postigo, se echó a la cara el fusil, que hasta entonces había llevado como si de una antigua escoba de las de la Tierra se tratara, y apretó el gatillo.

Apuntó a un soldado que intentaba salir al exterior del esférico edificio de enfrente, cuya porción superior habíase descorrido.

El individuo desapareció como por ensalmo, y Ehliya, retirando el cañón del arma de la ventana, se dijo que no merecía la pena gastar muchas balas para cada soldado y que era preferible aguardar a que se agruparan.

A las claras estaba que Zayakhuno discrepaba de esta manera de pensar: tan pronto como algún incauto asomaba la jeta por cualquier sitio, en vez de hacer como la muchacha, que lo dejaba estar, le dirigía una andanada y, cuando menos, lo hería.

Excusado es decir que los ya escasos transeúntes que anteriormente circulaban por la Avenida de Ughasto, avenida ésta que, si la de Trolimeh era de séptimo orden, debía ser de décimo o undécimo, se habían dado a la fuga.

El pavimento, tanto el de la calzada como el de sus aceras fijas, recibía impávido las acariciadoras ráfagas de aire de la Gran Central Generadora; los amplificadores del Sol, por su parte, arrancaban grises reflejos a las aparentemente vacías viviendas esféricas de aluminio, ligero metal, y blando, que antes de ser empleado para las construcciones era sometido a un endurecedor baño electrolítico especial.

En toda la avenida no se distinguía más síntoma de vida que el que pudieran comunicar los vivos colores de un trocito del quimono del teniente Ghrasku, quien, resguardado en el quicio de una puerta, no dejó de percatarse de lo que sucedía en la casita que atacaba.

Y en la creencia de que la ventana que estaba muda se encontraba desguarnecida, ordenó avanzar hacia ella a cinco o seis de sus hombres.

Ehliya dejó hacer. Al verla vigilar la calle por una rendija del postigo, hierática y rígida, pero sin dar muestras del más mínimo desasosiego, se hubiera podido creer que, una de dos, o miraba sin ver o que no tenía intención de abrir fuego sobre los soldados que se estaban arrimando a la pared.

Sin embargo cuando éstos empezaron a paso de lobo su avance, apoyó el fusil ametrallador en el alféizar y apretó el gatillo.

Los uranianos bailaron una grotesca danza de muerte y cayeron unos sobre otros, amontonados en revuelta orgía de túnicas plegadas por el azar.

Con tanta fuerza que le obligó a morderse el labio inferior, el signo de la perplejidad se le quedó negado en la cabeza a Ghrasku, que atisbaba desde su puesto de observación.

Los jefes de una pareja de fachendosas patrullas pedestres, atraídos por el ruido de los disparos, caminaron avenida adelante, pisando muy fuerte.

—¡Espera!—detuvo Ehliya a Zayakhuno, que ya había curvado el índice en el gatillo.

Los dos oficiales estaban hablando con Ghrasku, el cual se guardó muy mucho de abandonar su refugio. Sus interlocutores, al enterarse de lo que sucedía, se rieron ostensiblemente de él.

Luego, los dos a una le volvieron la espalda y dieron sendos pitidos con sus silbatos de mando imperativo. Y cuando sus respectivos soldados aparecieron a la carrera, ambos jefes, gritando como endemoniados, se pusieron al frente de las patrullas y se lanzaron al asalto de la casa.

En un abrir y cerrar de ojos, antes de que muchos de los componentes de las partidas se dieran cuenta de lo que ocurría, el impaciente dueño del Salón de la Avenida de Trolimeh, llenando la habitación con el acre olor de la pólvora quemada, los aniquiló.

Se hizo un silencio ominoso y el uraniano, con voz ronca, como si las palabras rozasen la boca al salir, lo rompió.

—Se me han terminado las municiones—dijo—. Ahora hay calma. Procura mantenerlos a raya. Subiré más cargadores.

Y como una exhalación, se arrojó escaleras abajo; como una centella, corrió hacia el arcón; como un rayo, pasó a su interior, en donde desapareció, y como un hombre conturbado, sueltos sus puntiagudos nervios, se  dejó caer de las manos una simplificada emisora de radio, que se hizo añicos.

Los lastimeros acentos de cristales quebrados temblaban aún en el cuchitril donde se hallaba Zayakhuno, cuando a éste se le desenroscó de la garganta un gemido, más, un grito, más..., un aullido de desesperación.

Con un ritmo de vértigo moviéndole los pies, pateó el ya inservible aparato emisor hasta amasarle una forma estrambótica, y se golpeó la cabeza contra las metálicas paredes y las dio puñetazos hasta que la sangre le manó de los nudillos.

De pronto, ahogado el paroxismo en el dolor, se quedó inmóvil, paseó una mirada lenta por la estancia y la dejó descansar sobre el único mueble que en ella había: una antiquísima mesita enana de té, china, en cuya superficie estuvo la emisora.

Levantó luego la cara, elevó los brazos, engaritó los dedos en los bordes del orificio cuadrado que tenía sobre la cabeza, contrajo los músculos y se izó a pulso a la mitad del fondo del arcón, de donde salió de un torpe salto.

Corrió una plancha metálica, deslizó otra, y el orificio se tapó y dejó al descubierto, al lado de donde estuviera, un pequeño depósito de antiguas municiones y armas terrestres.

Se apoderó de una pistola automática y se la metió entre el cinturón que le ceñía el correcto quimono al cuerpo, cogió media docena de cajas de municiones y, recuperando el fusil ametrallador, que anteriormente había dejado apoyado en el arcón, cerró éste de golpe.

Sin que supiera cómo, se encontró al lado de Ehliya, cuyo fusil se adornaba con una banderola de humo que le salía del ánima.

—También se me han agotado las municiones —le habló la muchacha. Y añadió, ayudándole a descargar las que traía—: Vamos a necesitarlas. Deben estar preparando un asalto en regla.

—La Planta Sagrada se va a indigestar con tantos soldados como la voy a mandar—rugió Zayakhuno.

—No seas guasón—replicó Ehliya—. Sólo a los niños y a los locos les está permitido burlarse de la Sagrada Planta.

—¿Entonces, tú...?

—De mí no dicen que estoy loca, sino que soy tonta. Además, ya hace mucho tiempo que pasé de la niñez.

—¡Por la moradísima faz del Imperante! ¡Tus palabras son surtidores automáticos de sabiduría!

—Presta atención a tu ventana: me ha parecido que un grupo de soldados se aproxima.

Nunca llegó el delgadísimo uraniano a comprobar si era cierto o no lo dicho por la joven. Zumbando, un enjambre de proyectiles explosivos se le clavó en el pecho y le sacó la vida.

Ehliya, dejando su postigo, dio un paso hacia el caído. Y si sus verticales ojos no se le salieron de las órbitas fue porque no era humanamente posible.

El amenazador silbido de otras balas, que querían morderla, le hicieron agacharse un segundo, el cual aprovechó para empuñar el arma que Zayakhuno llevaba en la cintura.

Después, a gatas, reunió en el centro de la habitación las cajas de municiones, que estaban desperdigadas, y se levantó...

Hasta que se le terminaron las balas, semejante a una furibunda diosa de la guerra, saltó de una a otra ventana disparando a diestro y siniestro chorros mortales.

Ya la Avenida de Ughasto estaba sembrada de cuerpos exánimes cuando los percutores no encontraron fulminantes en su camino, momento en que Ehliya, soltando su última arma con ademán displicente, se llegó, sin prisa, a la escalera... ¡y se tiró por ella de cabeza!

El teniente Ghrasku, fusil de tiro rápido al brazo, tras abrir la metálica puerta mediante la consabida patada, fue el primero que penetró en la casa.

Y   también, por tanto, el primero en descubrir a la desastrada uranianita, atada y amordazada a la silla que había entre la litera y el arcón, con evidentes señales de haber sido maltratada.

Por lo menos así parecían indicarlo las sonrosadas magulladuras que la jovencita presentaba en la cara.

—¡Hum, hum...!

—Espera, perra tonta, no te impacientes, que ahora mismo te desato. Menos mal que vigilábamos esta calle...                                   

—¡Hum, hum, hum...! ¡Hum...!

—Llevas razón. Antes que nada, la mordaza... ¡Condenado espía, qué fuerte te la ha puesto! ¿No tenía interés en que gritaras, eh?

—Gracias, guerrero victorioso, el mejor teniente del Imperante. El general Rhukata sabrá de tu valor, te lo prometo.

El ofrecimiento no cayó en baldía. El oficial se mostró extremadamente suave con la muchacha cuando, después de desatarla, le dijo:

—¿Has pasado mucho miedo, verdad?

—Sí.

Y un momento antes de ponerse en marcha hacia las aceras móviles, el teniente Chrasku como para infundir tranquilidad a Ehliya, exclamó:

—Ya no tienes nada que temer. Ya se ha acabado todo.

Estaba muy lejos de sospechar que, en realidad, la aventura no había empezado aún.

Jane Nickman y Gerald H. Bruce iban a entrar en acción. Una acción vertiginosa y peligrosísima, en el transcurso de la cual tendrían que poner a prueba no sólo su serenidad y su valor, sino hasta el más insignificante de sus movimientos reflejos. 

F I N

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