Las garras de la noche,
enguantadas en un negro adusto, sin el menor adorno de destellos verdosos en
aquella región, tenían aprisionada a la redonda casita del Valle de las Plantas
Carnívoras, que ni se veía ni se presentía siquiera, tan rodeada estaba por la
oscuridad.
Las horas
nocturnas, con densos brochazos de tinieblas, habían empleado sus minutos en
borrar la casita y en borrar el paisaje, y todo, como acurrucado temeroso, no
era más que una mancha negra, espesa, maciza casi.
El
característico aroma de las voraces plantas del valle se percibía con no sé qué
misterioso temblor en los efluvios.
Era como si
el olor y la oscuridad tuvieran relación. O como si el blanco inmaculado de las
engañosas flores, en un desesperado esfuerzo para sacudirse el peso de la
negrura, diera toda la potencia a sus perfumados pétalos.
Excepto las
vivificadoras ráfagas de aire que provenían con suave y cronométrica
intermitencia de la Gran Central Generadora, nada parecía moverse.
Una calma
imponente parecía reinar por doquier.
Sin embargo,
abriéndose paso a través de la noche con reforzados focos de luz negra, muchos
soldados, armados hasta los dientes, con zancadas blandas que no rompían la
aparente tranquilidad, estaban rodeando la pequeña construcción de aluminio.
En el
interior de la esférica casita solitaria, un guión fino de luz amarilla y
mortecina, procedente de una diminuta linterna eléctrica, verdadera antigualla
que apenas conservaba reservas de carga en su pila, chocaba desde hacía un poco
con la delicada estructura de una simplificada emisora de radio.
Al tenue
resplandor brillaban las caras de cuatro hombres, uno de los cuales, con su
rojiza boca contraída en una mueca indefinible, manipulaba en el aparato
transmisor.
Al ver sus
verticales ojos y su triangular rostro morado, aun sin fijarse en su aplastado
apéndice nasal ni en su ensortijado pelo grisáceo, con aspecto lanoso, que le
cubría las orejas, se hubiera podido pensar que se trataba de un uraniano.
Pero no era
de Urano. Ni de Umbriel, ni de Ariel, ni de Titania, ni de Oberón[1].
Era de la
Tierra, de América, de los Estados Unidos, de Arkansas, de Newport, del número
105 de Nimble Street, por más señas.
Y la misma
norteamericana nacionalidad tenían los otros tres harapientos individuos,
típicos terrestres éstos, que le rodeaban.
Vestidos con
los restos de una especie de floreados quimonos de mangas muy anchas, se
notaba, a juzgar por los desgarrones del plástico, verdaderos «mordiscos» de
los vegetales comedores de carne, los cuales no habían alcanzado por milagro la
de aquellos hombres, que habían descendido subrepticiamente en la Zona Sur del
Valle, allí donde la alucinante vegetación era más tupida, y que no disponían
de otros medios de defensa que los revólveres desintegradores que colgaban de
sus cinturas respectivas.
Uno de ellos,
con sus garzas pupilas clavadas en la raya de luz de la lamparita, jadeaba como
si le costase respirar; otro, grueso hasta la obesidad, permanecía con las
mandíbulas apretadas y las manos puestas en el centro de su vientre colosal; y
el último, un Hércules altísimo que tenía el cabello extraordinariamente rubio
y alborotado, iba y venía de la mesa donde estaba la emisora que empleaba el de
Arkansas, a una de las dos ventanas que la casita tenía a los lados de la
puerta.
—No se mueva
tanto, Charlton—dijo con un susurro el que con tanta insistencia miraba a la
luz—. Me pone nervioso.
El aludido se
detuvo en mitad de su camino y levantó una mano con displicencia.
—Usted
siempre está nervioso, Dandridge —respondió, con un susurro también—. No sé
cómo se las arregla.
—Se le habrán
terminado las pastillas—terció el gordo, sin elevar tampoco el tono de voz. Y
se metió la diestra entre el pecho mientras añadía—: ¿Quiere que le preste unas
cuantas?
—Gracias,
Roland—contestó Dandridge—. Ya que me quedaran tantas municiones como
pastillas... Es, sencillamente—agregó—, que no quiero abusar de ellas: me
descomponen el estómago.
El llamado
Charlton fue a replicar algo en el mismo instante en que el lúgubre exterior de
la casita cobró vida.
Al tiempo que
el silencio se deshizo con el sordo fragor de las armas que los soldados
empezaron a disparar, se dejó oír el sonido de un silbato de mando imperativo,
agudísimo, tenebrante casi para los tímpanos, y la estancia quedó anegada en
una claridad verdosa, semejante a la nocturna, que penetró por los óvalos de
las ventanas.
Los cuatro
hombres, ofuscados, parpadearon.
—Llegó la
hora—murmuró Roland, sin perder un ápice de su tranquilidad.
Charlton
sonrió tristemente.
—Supongo que
ya no se preocupará de su estómago—le dijo a Dandridge.
Y éste, chasqueando la lengua, se apresuró a ingerir una pastilla que
se sacó del pecho.
—El dominio
de los nervios—continuó diciendo Charlton—es más importante que el del...
Una
estruendosa y brutal descarga de un fusil de tiro rápido, tras taladrar la
abombada puerta de la habitación, se clavó íntegra en el cuerpo del hercúleo
individuo, quien desapareció como por ensalmo, dejando en el ambiente un
insufrible hedor a carne y a pelo quemado.
En el piso,
allí donde había estado una fracción de segundo antes, no quedaron más que sus
emplomadas sandalias y su revólver desintegrador, el cual chocó con metálicas
estridencias al caer desde la funda que lo había contenido.
—¡
Malditos!—rugió Roland.
Y empuñando el arma que llevaba a la cintura, con una agilidad impropia
de su aspecto pesado saltó a una de las ventanas y, de un solo disparo, tachó
de negro la intensa claridad del reflector que les iluminaba.
El morado
hombre de los rasgos uranianos, con una destreza relampagueante, despojándose
sobre la marcha de sus sandalias y de su revólver, se encaramo en el alféizar y
se dejó caer al lado de allá del convexo muro, con lo que su pequeña figura
desapareció entre la noche apelotonada.
Dandridge y
Roland quisieron imitarle, pero se vieron obligados a desistir más que aprisa.
Los soldados, que los descubrieron con sus reforzados focos de luz negra, les
enviaron un tremendo chaparrón de proyectiles explosivos.
Simples
proyectiles explosivos, sí. Más ellos terrestres al fin y al cabo, fueron
incapaces de vencer el atávico instinto de conservación y se echaron para
atrás.
Otra vez se
encendió el reflector.
El reflector,
que tenía por objeto demostrarles su impotencia y lo en balde que se
debatirían...
Y lo perdida
que tenían la partida y la imposibilidad de salvación y lo inútil de cualquier
forcejeo.
El reflector,
que no era para que los soldados vieran, puesto que se servían de luz negra,
sino para que vieran ellos por dónde les llegaba una cosa incomparablemente
peor y más terrible que la muerte: el fracaso.
Aunque no se
oyó más el devastador fusil de tiro rápido, el fuego graneado redobló su
intensidad.
El ahogado ¡plof!
de los disparos sonaba como taponazos en torno a la vivienda.
Aun sin
desperdiciar ni una de las cargas desintegradoras que surgieron de sus
humeantes revólveres, los dos hombres acorralados, que se habían apostado cada
uno en una ventana, se encontraron indefensos en cuanto se les agotaron las
municiones.
Con una
serenidad que decía mucho de la eficacia de la pastilla que se acababa de tomar
Dandridge habló:
—Roland—dijo—,
ya no nos queda más remedio que enfrentarnos con el piquete.
Y con
tranquila naturalidad, arrojando su inservible arma por la ventana, se acodó en
el alféizar.
—Es lástima
que no tiren a dar—se quejó su compañero, lanzando a lo lejos también el
revólver y acodándose igualmente en la ventana que había estado defendiendo—.
Después de todo —prosiguió—, constituiremos el alimento de una jornada para las
asquerosas plantas carnívoras de este valle de pesadilla.
—Triste
porvenir—asintió Dandridge.
—Pensemos en
que hemos cumplido con nuestro deber mientras nos ha sido posible.
—Sí, desde
luego. Pero, con franqueza, me hubiera gustado completar mi trabajo.
Roland movió
la cabeza con vehemencia.
—También a
mí—aseguró. Y agregó, sin inmutarse—: Si al menos muriéramos aquí...
Las balas
explosivas arrancaban esquirlas de la esférica construcción de aluminio,
alrededor siempre de los impertérritos terrestres que se hallaban asomados a
sus ovaladas ventanas.
—La muerte
nos sigue tendiendo los brazos —bostezó Dandridge—. Quizá les falle la
puntería...
—No nos
hagamos ilusiones—le interrumpió su obeso compañero, sacando medio cuerpo fuera
de la casita, en un alarde de inaudita despreocupación—. Los tiempos de las
casualidades hace mucho que pasaron.
—Cierto
Esperemos el martirio.
—Cuatro días
de mazmorra...—auguró Roland, volviendo a meterse en la habitación.
—Un juicio
que, en este caso, está de antemano fallado...
—Y el
fusilamiento.
—A usanza de
la Tierra. Siempre a usanza de la Tierra, para que no nos quejemos.
—No nos
quejaremos: el desenlace es el previsto.
—Puede que
Tres lo impida.
—No lo creo.
También la época de los milagros espectaculares quedó atrás.
Se escuchó de
nuevo el penetrante silbato de mando imperativo, y el fuego cesó en el acto.
El jefe de la
patrulla uraniana que les había copado, acompañado de media docena de soldados,
avanzó con un fusil de tiro rápido en las manos.
—¡Je! El
teniente Ghrasku—rió Dandridge, con infinita calma, como si la cosa tuviese
alguna gracia o como si careciese de importancia—. ¡Siempre el mismo!
—Y que lo
diga. Ni que no tuviera el Imperante más oficiales que él.
Con
majestuosos pasos, el teniente se fue aproximando a la casita.
Era de
elevada estatura y muy proporcionado de miembros. Su morada cara triangular
tenía como incrustados sus verticales órganos visuales, cuyas niñas,
aterradoramente inmóviles, parecían dos puntas de diamante.
Las
intermitentes ráfagas de aire agitaban suavemente el quimono o larga túnica de
vivos colores—con evidentes reminiscencias del oriente de la Tierra—que le
cubría hasta los pies.
En la cabeza
traía el clásico y alto gorro del ejército de Urano, de metal anti-radiactivo,
y en la cintura, con una enorme hebilla dorada y semicircular delante, un ancho
cinturón escarlata con dos revólveres en los costados.
Con ojos
medio entornados, pero tan alerta como solía, abriendo la taladrada puerta de
una patada, entró con los soldados en la habitación.
Roland y
Dandridge, apoyados indolentemente en sus respectivas ventanas, los observaron
sin mostrar el menor interés.
El teniente
Ghrasku, en tanto que sus subordinados procedían a atar a los prisioneros,
olfateó el aire con su aplastada y cuadrada nariz, con aspecto de parche, y
dedicó una larga mirada a las sandalias y a los revólveres que había en el
suelo.
El oficial no
era tonto, ni mucho menos, sino todo lo contrario. Por eso no se entretuvo a
pensar en que las apariencias podían hacerle caer en el error.
Para él,
cuatro sandalias y dos armas equivalían a dos hombres desintegrados. No hacía
falta darle vueltas. Aquellos revólveres y aquel calzado, unido al olor que
recibía su pituitaria, era la firma habitual de la muerte.
Fijó luego
los ojos en la simplificada emisora de radio que estaba en la mesa, y Dandridge
y Roland, concienzudamente amarrados ya con cables de acero, le vieron hacer
aquel extraño gesto de reír por detrás de la cara, que era como los terrestres
denominaban a la horripilante mueca con que los habitantes de Urano sonreían.
Con que
sonreían en muy raras ocasiones. Porque la sonrisa que podríamos llamar corriente,
por regla general, no tenía nada de horrible: era franca y natural y, en las
mujeres, fresca y hasta en sumo grado argentina.
Pese a lo
dicho, aun pasándoles desapercibido hasta a los más educados, cuando algo les
causaba en el ánimo un efecto especialísimo, ya de admiración, ya de desprecio,
realizaban el escalofriante visaje citado.
Ghrasku, por
expresarlo en nuestro idioma, se estaba burlando con todas sus fuerzas de la
emisora de los terrestres.
Era una burla
cruel, desmesurada, sarcástica, que, al contraerle insensiblemente los
músculos, debido a la singular disposición de los ojos, le ponía en su
triangular rostro morado una pavorosa nota inhumana e implacable.
Los dos
cautivos, cuyas gargantas se habían quedado secas al verlo, no obstante la
tranquilidad que tenían, alargaron sus cuellos para poder tragar saliva.
De improviso, el reflector se apagó. Para Dandridge y Roland, que no podían captar la luz negra, cuando se sintieron sacados a empujones al exterior, la casita del Valle de las Plantas Carnívoras, y el Valle mismo, y hasta los soldados, habían vuelto a esconderse en los tupidos pliegues de la noche.
CAPITULO
PRIMERO
—Naturalmente,
Evans. Es necesario agotar todas las posibilidades que nos quedan.
El que así
hablaba era un hombre de unos cuarenta años, alto, de amplio tórax y ancha
frente, mandíbula cuadrada y ojos grises, correctamente vestido de azul marino,
que tenía la mano izquierda metida en el bolsillo del pantalón.
Se dirigía a
la imagen de otro hombre, rubio éste, que se veía en la pantalla del televisor
que había junto a la mesa donde estaba, de pie, el primero.
—«All
right!»—acató Evans, encogiéndose de hombros—. Haremos lo que podamos.
—Que
habiliten algunas emisoras supletorias y que envíen «punto» a Catorce, Seis y
Ocho.
Comuníquese
conmigo cada diez minutos y téngame al corriente de cualquier eventualidad.
—De acuerdo,
jefe.
El hombre de
azul marino cortó la comunicación con Evans, el cual desapareció del cristal
esmerilado del receptor de imágenes, y, acto seguido, pulsando un botoncito que
había debajo de una letra D en el mentado televisor, esperó un segundo a que se
encendiera la bombillita verde que se encontraba en un ángulo del cuadro, en
cuyo instante, moviendo el interruptor, la apagó.
En la
pantalla quedó enmarcada la pálida faz de una muchachita de no más de dieciocho
años.
—Diga,
jefe—se oyó su bien timbrada voz.
—Que venga
míster Denison lo antes posible, Edith.
Y sin
aguardar respuesta, con igual energía que antes, el jefe volvió a cortar...
Sumido en un
diminuto paréntesis de pensativo silencio, que arañó tímidamente un fósforo al
encenderse, arrancó una espiral bocanada de humo al cigarrillo que empezaba a
fumarse y se sentó en el sillón de la mesa del despacho.
Con el
entrecejo fruncido, como arado por las múltiples ideas que tenía trabajándole
en el cerebro, cerró los ojos y se dispuso a esperar la llegada de míster
Denison.
No se hizo
éste esperar. Tres leves golpecitos en la puerta pusieron en seguida puntos
suspensivos a la meditación del jefe, quien, abriendo los ojos, permitió:
—Pase,
Denison.
Míster
Denison era calvo y tenía un pobladísimo bigote, anacrónico adorno capilar que
ya no se llevaba. Pero como decía él:
«—Así me da
la impresión de que soy menos calvo. Además, los cascos de vuelo no se me
enganchan en el cabello...»
—Siéntese—le
dijo el jefe, entrando en materia sin pérdida de tiempo—. Necesitamos un
sustituto para Tres.
Míster
Denison, como asombrado, después de tomar asiento, elevó las cejas antes de
contestar:
—No sé a
quién recomendar para esa misión. Particularmente...
—No le
pregunto «particularmente», sino como Jefe de Personal.
Míster
Denison parpadeó.
—Sullivan o
Tracy—aventuró por último—, puede que Bruce...
—¿Cuál de
ellos conoce mejor el idioma?
—Bruce, no
hay duda. Ya sabe usted que es de allí, como quien dice.
—¿No hay
nadie más disponible?
—Pues no sé,
no sé... ¡Hombre, está Hoberest! ¿Eh, qué tal le parece Hoberest?
—Le falta
capacidad pulmonar.
—Es verdad.
—¡¿Y
Nickman?!—exclamó el jefe de repente—. ¡Cómo no se me habrá ocurrido antes!
—¡Por Dios,
jefe...!—se alarmó visiblemente míster Denison, que empezó a sudar.
—No sea
pesimista. Nickman puede hacerlo mejor que nadie.
—Pero...,
pero... ¡Eso es imposible! Urano es veneno para nuestros agentes.
—Por eso he
buscado un agente excepcional.
—¡Ahora no se
podrá introducir debajo de la campana aisladora!
El Jefe de
Personal parecía anonadado. Y aterrado. Gruesas gotas de sudor comenzaron a
correrle por las mejillas.
—Nickman
habla el uraniano perfectamente y, por añadidura, conoce Zantro como la palma
de su mano. Que vaya con Bruce.
—Conste...,
conste...
—Acóplelos a
la variante VII del sistema 7 K.
—Conste...
—Procure que
se presenten sin dilación. Nada más.
El golpetazo de la puerta, que se salió un tanto del marco de lo discreto, fue el que tradujo el pensamiento de míster Denison, que se había levantado como un rayo, al abandonar el despacho privado del Jefe del Servicio de Inteligencia Intersideral.
Con un largo
bostezo serpenteando entre sus morados brazos y rematando el adormilado gesto
con la elevación de los acentos circunflejos de sus pintadas cejas, la joven,
desperezándose, dijo trabajosamente desde la cama:
—¿Seguro que
para mí ser?
—Sí,
Jane—respondió mistress Hepburn, la encargada del piso 201 de The Mansión,
hablando muy despacito y procurando pronunciar con toda la corrección que
podía—. Es un electrorradiograma para usted.
—«Precisamente»
a la hora del reposo nocturno— se quejó la muchacha con lastimera entonación—.
Fastidio «garande».
—Tampoco a mí
me ha hecho gracia tenerme que levantar, pero un electrorradiograma es un
electrorradiograma, Jane.
La señora,
adelantándose hasta la cabecera del lecho, le tendió el sobre que le había
entregado el piloto del helicóptero de la estación receptora.
—«Gracias
muchas, mistress Hepburn»— agradeció Jane, abriendo el sobre con los dedos
pegajosos de sueño—. No saber quién hace envío. Debe ser tío Teckah.
Al ver la
discreta marcha de mistress Hepburn, la detuvo con nerviosismo:
—¡Vaya ahora no,
por favor! «¡Desentarañe primero electoro... electoro...!»
—Con mucho
gusto—accedió la señora, cogiendo nuevamente el electrorradiograma y poniéndose
a leerlo, cosa que, en realidad, era lo que estaba deseando—. «TIA
AHCRENA»—dijo en voz alta—VARON FELIZMENTE STOP TODOS BIEN STOP SALUDOS DE TIO
TECKAH.» ¡Vaya, enhorabuena, Jane!
—¿Por qué
enhorabuena?
—Su tía
Ahcrena ha tenido un niño.
—¿ Cómo hacer
para tener niño ?
La encargada,
sin saber cómo salir del atolladero en que la había metido el desconocimiento que
del idioma tenía la joven, creyó oportuno soslayar la impertinente pregunta.
—Quiere decir
que ha nacido un varón... Na-ci-do un va-rón—repitió silabeando—, ¿comprende ?,
y que la mamá—apuntó a la muchacha con el dedo para reforzar las palabras—es su
tía Ahcrena.
—¡Ah, ya
«comperendo»!—chilló Jane, alborozada, saliendo de un salto agilísimo, envuelta
en un largo camisón, de entre las blancas ropas de la cama—. ¡Es que me ha
nacido una «sobrina» varón!
Y al tiempo
que se calzaba las pantuflas, continuó con su pintoresco lenguaje:
—Ocho varones
«quinaba» tía Ahcrena, todos niñas... Acudo rápida a ver varón niño.
Fijándose en
que mistress Hepburn, que la miraba con curiosidad, no parecía dispuesta a
marcharse, pidió perentoriamente, consultando su reloj de pulsera:
—¡ «Pereprare
poronto» cuenta hospedaje, llame reactor de alquiler! ¡«De pirisa, de
pirisa...»! ¡ «Astoronave» parte antes de que Jane la coja, y la «porobe» llora
«garan» rato luego!
Mistress
Hepburn no se movió de donde estaba.
—Usted se olvida—dijo—de
que ahora es necesario proveerse del correspondiente permiso de las
autoridades.
Jane, posando
en ella sus verticales ojos, exclamó, con evidente extrañeza.
—¿También
para ir a la Luna?
—¡Huy!—asintió
mistress Hepburn—, ¿qué se cree? Si han suprimido y todo las visitas
particulares a la estratosfera. Se dice—explicó oficiosa—, que por Urano o por
ahí hay una revolución. ¡Si hubiese oído cómo venía el rollo de anoche...!
La joven se
separo de la cama y anduvo hacia mistress Hepburn. Iba tambaleándose y medio
encogida, como si le hubiese dejado sin fuerzas la revelación de la señora.
—¡Ay!—sollozó,
agarrándose a ella desolada—. ¡No voy a poder ir a ver al varón niño! ¡¿Está
segura de que, aun siendo una distancia tan reducida...?!
—No importa
la distancia—la cortó mistress Hepburn, acariciándola el sedoso cabello gris
para consolaría—. La última orden es que no se salga de la Tierra sin
autorización.
—¡Cómo
«podiría» arreglarlo?
—No tiene más
que un camino: obtener el salvoconducto. Quizá mañana...
Con un
gestecillo que dejó entrever el nervio de su temperamento, Jane, consultando
otra vez su reloj, preguntó ingenuamente a su interlocutora:
—¿Qué pasaría
si «perescindiera» del permiso?
—Pues ya lo
sabe: que no terminaría felizmente su viajecito. No se le ocurra hacer lo que
está pensando. Coja la astronave de las once de la mañana y no tendrá que
arrepentirse.
Durante un
momento, la muchacha reflexionó.
—¡Imposible
esperar!—gritó de pronto, apartándose de mistress Hepburn—. ¡Me voy en seguida!
Sale una «astoronave dentoro» de cincuenta minutos.
Con tal
decisión remachando los movimientos que la encargada, aunque a regañadientes,
se resignó a dejarla hacer su voluntad, se encaramó en una silla y bajó dos
abultadas maletas del estante más alto del armario.
—Es una
locura—dijo, no obstante, mistress Hepburn, zambulléndose en sus rollizos
hombros, que levantó hasta las orejas—, una verdadera locura...
Jane, como si
la cosa no fuera con ella, comenzó a sacar sus ropas del mueble y a guardarlas
en las maletas.
—Son una cosa
muy seria los desplazamientos sin autorización—prosiguió mistress Hepburn—.
Recuerde que se lo recordé y que traté de evitarle... molestias. Aguarde a que
sea de día.
— ¡Si no
tengo tiempo! ¡La «astoronave» se me va a ir! ¡Corra a buscar un reactor de
alquiler!
Media hora
después, la joven cruzó la acera en la pasarela móvil y montó en el
«taxi-reactor», menor eme una hormiga, pese a su envergadura, aun visto con los
potentes prismáticos de astronauta con que lo observaba la encargada del piso
201 de The Mansión, desde arriba.
Secándose una
furtiva lágrima, la señora, apenas el «taxi-reactor» se hizo al espacio,
tenuemente iluminado todo él por los pálidos reflejos de los acumuladores de
Luna, se quitó del mirador.
Y al salir de la habitación estrujó entre los dedos el electrorradiograma que «la uraniana» se había dejado olvidado sobre el lecho.
—¿Se puede,
míster Denison?
—Adelante,
miss Nickman—contestó el Jefe de Personal del Servicio de Inteligencia
Intersideral, contemplando como con lástima el morado y perfecto triángulo de
la carita de la recién llegada—. Tome asiento, por favor.
Miss Nickman,
sonriendo abiertamente con su chiquitita boca rojiza, obedeció.
—¿Ha tenido
alguna complicación?
—Ninguna que
mereciera la pena. En un trayecto tan corto...
Míster
Denison, como si no se atreviera a entrar en materia, se sacó el pañuelo del
bolsillo y comenzó a enjugarse el sudor, el frío sudor, que principiaba a
deslizársele por la calva.
Miss Nickman,
en vista de que no decía nada, rompió el incomprensible silencio.
—Ya iba
teniendo ganas de que se acordaran de mí—habló, cruzando sus moradas piernas al
acomodarse en el sillón—. Estaba harta de tranquilidad.
Míster
Denison dio un respingo.
—Le
advierto—dijo, mientras tomaba asiento a su vez, detrás de la mesa de su
despacho— que no he sido yo el que me he acordado.
—¡Vaya, pues
gracias por el cumplido!
—No, no, por
favor, miss Nickman no interprete mal lo que he querido dar a entender. Me
refería a que ha sido el jefe el que...
Se detuvo, se
quitó el pañuelo de la cabeza, se lo metió de nuevo en el bolsillo y siguió:
—Yo,
particularmente, no le hubiese tenido a usted en cuenta para la peliaguda
«papeleta» que se le presenta.
—¿Le
importaría explicarse? Estoy deseando que me ponga al corriente.
—Se trata de
una sustitución. Tres ha desaparecido.
—No comprendo
lo que quiere decir, míster Denison.
—Es verdad,
discúlpeme.
El Jefe de
Personal se echó hacia adelante y puso las palmas de las manos sobre la mesa.
Miss Nickman,
con sus verticales ojos fijos en él, se dispuso a escucharle.
—No puede
usted hacerse idea de cómo está Urano de un tiempo a esta parte—explicó míster
Denison—. El ascendiente que sobre sus habitantes teníamos los terrestres, por
haber llegado a ellos antes que ellos a nosotros, lo estamos perdiendo de una
manera alarmante. Ya, desde hace infinidad de años. Íbamos notando un proceso
evolutivo que motivaba cierta tirantez diplomática; pero en los últimos meses
la situación se ha agravado.
Míster
Denison quitó las manos de la mesa y se retrepó en su asiento.
—Desde la
Prehistoria—prosiguió diciendo, mirando ahora al techo—, tomando como modelo a
sus descubridores, los pobladores del Oriente de la Tierra, todo se les volvió
siempre imitarnos, dentro de lo posible, tanto en la forma de vivir como en el
modo de vestir.
—En
efecto—corroboró la muchacha. Y adujo: Y como los orientales terrestres, cuya
influencia aún perdura, el misterio parece formar parte de su vida. Eso lo sabe
cualquier niño.
Míster
Denison apartó los ojos del techo y los puso sobre la extrañada miss Nickman.
—Perdone que
haya hecho un poco de Historia—se disculpó—. Es que deseo llevar a su ánimo el
convencimiento de que el Urano de la actualidad no es ni parecido al que los
padres y los abuelos de usted conocieran en un pasado mejor. La indudable y
benéfica protección que la Tierra ha venido prestando a ese planeta, como a
todos los habitados, desde siempre, ahora es allí considerada como un pesado
yugo. Hemos perdido, de momento, la supremacía. O la estamos perdiendo, al
menos. A la chita callando, quieren romper cuantos vínculos les unen a
nosotros. Paso a paso, con esa lenta eficacia que los uranianos poseen, han ido
eliminando a los técnicos encargados de las grandes Centrales Generadoras y de
los Nexos Televisivos, y reemplazándolos por nativos.
—En resumen,
que empiezan a desenvolverse por sus propios medios, ¿no es eso?
—Eso es. Mas
no sería esto lo malo, ya que la Tierra no tiene ningún interés en continuar
controlándolos y dirigiéndolos. Lo malo será que se engreirán y provocarán el
correspondiente conflicto bélico. Y ya sabe usted cómo las gastan, que la
guerra de Venus no está tan lejos: con tal de conseguir sus fines, no reparan
en lanzarse en masa con sus astronaves sobre los objetivos y perecer a
millones.
—Es el
temperamento uraniano—se hizo cargo la joven, sin mostrar el más mínimo
asombro—. ¡Se sienten tan felices con el romántico juego de la lucha a muerte!
—No hay causa
que justifique el que los seres racionales busquen la muerte por gusto.
Miss Nickman
soltó una carcajada.
—Lo ha dicho
usted como si yo fuese uraniana.
—De ninguna
manera. Lo he dicho a sabiendas de que usted comparte mi opinión.
—Ciertamente—afirmó
la muchacha, quedándose seria—. De todo corazón. Y considero risible el punto
de vista suyo, es decir, lo de que somos nosotros, los terrestres, los que no
queremos danos cuenta del verdadero valor de su «heroica» eutanasia, como ellos
dicen.
—A fuerza de
misioneros, no fue mal paso el que dio la Tierra cuando les quitó la ancestral
costumbre de ofrecerse voluntariamente para servir de alimento a las plantas
carnívoras, pero lo que entonces comprendieron tan bien, así que surge la menor
contienda, lo olvidan. Eso de destrozar las tres cuartas partes de un planeta
por un quítame allá esas pajas, como sucedió con Venus...
—¿Es que la
Tierra tiene miedo?
Míster
Denison se irguió.
—¿Miedo?—dijo—.
¿Miedo? ¿Ha dicho usted miedo? No, miss Nickman. La Tierra ha sido y será
siempre la triunfadora en las lides intersiderales. Luego hablaremos de esto.
Lo que yo quería explicarle es que nuestro agente Tres ha desaparecido
englobado en esa espeluznante balumba de misterio y que no sabemos qué es lo
que está ocurriendo en Urano. Y que usted..., que usted ha sido designada para
ir a averiguarlo.
La joven
entrelazó los morados dedos y los apoyó en su puntiaguda barbilla.
—«All
rigth»!—aprobó por último, sin reflejar emoción—. Les agradezco la atención de
brindarme la oportunidad de visitar Urano... gratis.
—¡El riesgo
es enorme!
Miss Nickman
como sopesando la exclamación del Jefe de Personal, se mantuvo unos segundos en
silencio.
—No me asusta
el riesgo—suspiró, al fin, quitándose las manos de la cara y poniéndolas sobre
el bolso granate que tenía en las rodillas.
—Las
probabilidades que tiene de volver son mínimas.
—Procuraré
aprovecharlas.
Míster
Denison resopló.
—Como guste,
miss Nickman—se encogió de hombros. Y agarrándose al último recurso que le
quedaba, por ver si conseguía disuadirla, aún inquirió—: ¿No deseará, por
casualidad, acogerse a los veinticinco minutos de reflexión aislada?
—No es
necesario—denegó la muchacha, alisándose un pliegue de la falda del elegante
traje sastre que vestía.
—Bien, puesto
que está decidida...
Se levantó
míster Denison y, saliendo de detrás de la mesa, Se dirigió a la pared de la
derecha, donde, pulsando un botoncito mientras miss Nickman giraba en el
sillón, hizo encenderse un gran mapa luminoso de Urano y de sus satélites.
—Ya me he
dado cuenta de que comprende la particular idiosincrasia de sus hermanos de
raza—dijo, retrocediendo hasta situarse detrás de la joven—, así que no
insistiré en ese punto.
—No es
preciso, desde luego. No sólo comprendo su manera de reaccionar, sino que
conozco al dedillo sus costumbres. Prosiga.
—Se estaba
empleando el sistema 7 K, en cuya variante VII van a ser ustedes acoplados.
—¿ Ustedes ?
—Sí. Irá con
Bruce, Gerald H. Bruce. El estado de la cuestión es el siguiente: Tres, en su
mensaje postrero, nos advertía de una concentración extraordinaria de soldados
en cierto lugar de Titania, en las inmediaciones de la urbe Tugur; luego, el
agente Seis, también en su última información, señaló una desviación del
contingente hacia Ariel, que el agente Catorce confirmó y localizó, en pleno
desplazamiento, camino de Zantro, según él; Ocho, que nos había tenido con el
alma en un hilo a causa de su prolongado silencio, se puso al fin al habla:
había estado acompañando a las tropas hasta Zantro, en donde, si hemos de hacer
caso de su mensaje, si no está toda la flota de astronaves de guerra uranianas,
debe faltarle muy poco... Total, el problema es éste: ¿qué es lo que están
preparando? No tenemos posibilidad de saberlo. Todas nuestras fuentes de
información han sido anuladas.
—Perdone,
míster Denison—intervino miss Nickman—, quiero saber una cosa: ¿por qué no se
aprovechan las informaciones recibidas y se lleva a cabo un bombardeo de aviso?
Antes de
contestar, el Jefe de Personal del Servicio de Inteligencia Intersideral pasó
junto al asiento de la morada muchacha y se llegó hasta el muro de la
habitación.
—Es muy
sencillo—explicó al tiempo que oprimía el pulsador, con lo que ahora logró que
el mapa se apagase—. Está por medio el asunto Khewa.
—¿Khewa?—le interrogó
miss Nickman, moviéndose inquieta.
—Sí—afirmó
míster Denison, comenzando a limpiarse de nuevo el sudor que le perlaba la
calva—. Khewa. Tránmara Khewa.
Sin que la
joven dijese nada, se encaminó a la mesa del despacho y tomó asiento.
—Nuestros
laboratorios especiales han descubierto un arma capaz no ya de destruir la
flota uraniana, dondequiera que se encuentre, sino la de los restantes planetas
juntos. Empero, el Alto Mando prefiere evitar el sacrificio de los soldados y
conservar intactas las astronaves, ya que, a la postre, en caso de una
conflagración, éstas constituirían un espléndido botín.
—¡ Ah!
Entendido: no se quiere descargar un golpe que pueda dolemos también a
nosotros.
—Exactamente. Urano no tiene nada que hacer. Lo que ahora esté fraguando no va a servirle para maldita la cosa. Tránmara Khewa...
Sin resultado, jefe. Todas
las emisoras supletorias emiten «punto» sin interrupción.
—No
desesperemos, Evans. Prosigan radiando durante otro par de horas aún. Si
transcurrido ese lapso el silencio persiste... No está en nuestras manos hacer
nada más. Sigan, pues, y que haya suerte.
Se iba a
realizar el intento final para ponerse en comunicación con los agentes del
Servicio de Inteligencia destacados en Urano, los cuales, sin duda, debían
haber sufrido un grave descalabro.
En otras
ocasiones también habían permanecido intervalos de tiempo más o menos largos
sin dar señales de vida, pero siempre encontró la forma de avisar a la Central
Coordinadora alguno de los enlaces, y el sistema 7 K había podido seguir
funcionando.
Ya hacía
muchas horas que las emisoras estaban lanzando al vacío, por encima de la
campana aisladora, desesperadas peticiones de acuse de recibo.
Pero en vano.
Las poderosas estaciones simplificadas portátiles no respondían.
Al Jefe del
Servicio de Inteligencia Intersideral le temblaba un escalofrío en la nuca al
pensar en la suerte que podían haber corrido los elementos que tenían en la
apartada región uraniana su campo de operaciones. Y prefería calificar su
silencio de «inexplicable», aunque la causa, él lo sabía muy bien, no podía
estar más clara: los habían cogido y...
Nickman iba a
tener que trabajar de firme. Las cosas, en Urano, estaban tan difíciles como
nunca.
Tres, a cuyo
mando se había confiado incluso el asunto de Khewa, poseía unas cantidades de
valentía, prudencia y audacia tan maravillosamente dosificadas, que, si había
fracasado, a pesar de todo, hacían comprender a las claras con cuánta cautela
iba a tener que proceder Nickman.
El terreno
estaba resbaladizo en sumo grado... ¡y un descuido equivalía a la muerte!
Claro que,
pese a ser una probabilidad muy remota, visto el tiempo que pasaba, cabía la
posibilidad de que se recibieran las tan ansiadas noticias de Urano en
cualquier momento.
¿Por qué
perder la esperanza, conociendo los infinitos recursos de Tres y de los demás?
Durante dos
largas horas se podían transmitir muchos «puntos» y, a lo mejor...
Apenas
cortada la comunicación con Evans, el Jefe del Servicio de Inteligencia suspiró
ruidosamente.
¡De qué buena
gana iría él, personalmente, a Zantro! Desde que el Alto Mando terrestre le
confiriera por méritos propios el importantísimo cargo que ostentaba, se tenía
que limitar a actuar metido entre las cuatro paredes de su despacho particular.
Aquella
actividad, puramente cerebral, en la que los músculos desempeñaban un papel tan
secundario se le antojaba inactividad.
Envidiaba a
Tres y a Catorce y a Ocho... Y a Bruce y a Nickman mismos, que iban a tener
ocasión de introducirse en el cogollo del Imperio del Sol Poniente.
La verde
lucecita que había en el ángulo del televisor que estaba junto a la mesa, se
encendió, y el jefe, con un golpe de ansiedad en la clavija correspondiente, la
apagó.
Era Evans. El
Jefe de Radiotelegrafía, sin casi dar lugar a que su rubia imagen apareciese
del todo en la pantalla del despacho, comenzó a hablar:
—Sin noticias
del sistema 7 K, jefe. De Mimas[2] acabamos de recibir un mensaje cifrado del sistema 2 M,
pero lo hemos recogido con dificultad a causa de ciertas extrañas
interferencias. ¿Quiere usted que se lo lea, o lo remito a la Oficina de
Claves?
—Léamelo—ordenó
el Jefe, cogiendo la cajita del copiador auditivo, sencilla maquinita que imprimía
cuanto se pronunciase en su presencia.
—Conecte—avisó
Evans. Y dijo—: «9AYQT S2MPTF GBW6». Eso es todo.
—Está bien,
gracias.
En tanto que
el busto de Evans se esfumaba del televisor, el Jefe extrajo de una gaveta de
la mesa una abultada carpeta con la inscripción «SISTEMA 2M», y la abrió.
Eligió de entre los papeles que la atestaban, uno azul, y lo estudió breves
instantes. Arrancó luego la hojita que había imprimido el copiador auditivo, y
la leyó.
Volviéndose
hacia el televisor, accionó un botoncito que había debajo de una letra H.
—Grant—mandó
en cuanto se vio en el cuadro la cabeza de un hombre de color, africano, sin
lugar a dudas—, envíeme un informe completo de los resultados obtenidos por
empresas privadas, basta la fecha, referente a los excipientes glucógenos.
Al apagar el
televisor, un chasquido metálico se quedó flotando un momento en la estancia.
El Jefe,
refrenándose en el mullido cojín de agua de su butaca, pareció dormitar. Mas
eran sólo los músculos los que se habían relajado El cerebro barajando cien
complejísimas ideas, trabajaba intensamente.
Con una
intensidad que hubiera aterrado a la mayoría de los mortales.
Él recién
recibido mensaje de Mimas, que aludía al contrabando de glucosa, substancia
terrible para los seres de allende la Tierra, ya que, al ingerirla, si bien les
producía en principió una euforia semejante a la de la morfina, a la larga,
debido al extraordinario número de calorías que les hacía adquirir, les ocasionaba
la rotura de sus débiles vasos sanguíneos...; las dificultades en Júpiter...;
las investigaciones en torno a la clandestina emigración de los supervivientes
venusinos al cometa Halley, aprovechando su proximidad por aquellas fechas...;
el sistema 7K...; la bomba Ultra H...; el agente que desapareció de Marte y se
puso al habla, medio muerto, desde las inhóspitas tierras del agreste Mercurio...
El
pensamiento, que revoloteaba, vino a posarse en el más importante de los
asuntos que se llevaban entre manos. Y el más urgente. Y salió a la superficie
Tránmara Khewa.
Seguramente
que no se dormía en su arriesgada labor, pero, sin su informe, no era posible
lanzar a Urano un ultimátum que cortase de raíz su increíble desmán.
Porque sería
catastrófico que respondieran arrojando sobre la Tierra alguna de las temerosas
bombas de energía condensada: la atomizarían en un abrir y cerrar de ojos.
¿Significaría
la súbita movilización de soldados una fase preliminar para alguna invasión...?
Era absurdo
pensarlo, mas los hombres morados, con su necio desprecio a la vida, tenían un
concepto bélico tan incomprensible...
Incomprensible,
según el criterio terrestre. Pero eso no obstaba para que su innegable osadía
les llevase a intentar la descabellada aventura de emprender la conquista de
cualquier confiado Planeta o de la Tierra misma.
De no ser por
el afán de salvar a millones de inocentes víctimas, no había que preocuparse en
ese sentido: fuera donde fuese, se les recibiría con las bocas de los
lanzadores abiertas y serían triturados en breves segundos.
Se contaba
para ello con la más poderosa de las armas concebibles: la recién descubierta
bomba Ultra H.
¿Conocerían
también los uranianos su secreto? Esa era la incógnita que se debía despejar.
¿Cómo, si no,
se atrevían los hombres de cara triangular a contravenir las severas órdenes
dictadas por el CIV Congreso Cósmico?
¡Los
progresos de los científicos del Imperante tenían que haber sido ya revelados!
¡Tránmara Khewa tenía que haber informado ya con detalle!
¡¿Por qué no
llegaba su mensaje?!
Nickman iba a
tener que encargarse también de resolver aquella espinosa cuestión. No había
más remedio.
Apretando las
mandíbulas, el Jefe abrió los ojos y, poniendo en marcha el avisador auditivo
del receptor de TV, se levantó del
sillón.
Procurando
dominar cierto ligerísimo temblor que se notaba en sus blancas manos, extrajo
del bolsillo interior de la americana una pitillera y se puso un cigarrillo en
la boca mientras caminaba hacia la apaisada ventana del despacho.
Al llegar,
antes de encender el cigarrillo, se detuvo y subió la persiana.
Todo estaba en calma en el adusto exterior. Los resecos cráteres blanquecinos se alzaban como gigantes barrigudos y, por entre la anchísima Calzada del Orbe, horadada en la roca viva, en la lejanía, al final del cosmódromo, se veía la semiesférica campana porosa que contenía el aire.
—¡Mamá, mamá...!—gritó Grace, una niña de cinco años, hija de mistress Hepburn, saliendo del ascensor como una centella con un rollito como de alambre en la mano derecha—. ¡¿Has oído lo que dice la última edición del rollo de la mañana?! Por lo visto, no han funcionado las señales electrónicas...
Grace, al ver
a su madre hecha un mar de lágrimas, se quedó callada y parada en medio del
pasillo del piso 201 de The Mansión.
—Ya sé que lo
has oído—continuó luego, hablando y andando—. Qué desgracia ¿verdad?
—¡No me
digas, hija mía!—gimió la señora, que se hallaba sentada en una diminuta silla
plegable, la cual, cerrada, cabía sobradamente en un billetero normal—. ¡Qué
desgracia y qué calamidad!
—Mi profesora
de Psicología dice que las desgracias y las calamidades pasan por nuestro lado
a diario, pero que preferimos ignorarlas mientras no se detienen cerca de
nuestro «ego».
—¡Qué razón
lleva!—suspiró profundamente mistress Hepburn, mirando a su hijita con los ojos
enrojecidos por el llanto y moviendo la cabeza a un lado y al otro al hablar—.
¡Qué razón lleva!
Grace,
dejando el rollito de alambre sobre el magnetófono que su madre había
depositado en el suelo, se sentó sobre sus rodillas para limpiarle las
lágrimas.
—Vamos,
vamos...—dijo, mimosa, sonriendo sin ganas—. No seas tontina, no sigas
llorando... Te salen lágrimas a raudales.
Mistress Hepburn,
abrazando a su hijita, sin poder contener el llanto, si cabe, lo aumentó.
—Por favor,
mamá—prosiguió la niña, con acento de suficiencia—, que tienes ya un principio
de conjuntivitis...
—¡No puedo
dejar de llorar todavía! ¡Qué... que por un fallo electrónico...!
—No podemos
hacer nada ya. Toda lamentación es en vano.
—¡Déjame...
déjame oír otra vez la noticia! —pidió mistress Hepburn, con gran nerviosismo,
hipando.
—Está
bien—accedió Grace, saltando ágilmente de donde estaba sentada—. ¡Pero que sea
la última vez, ¿eh?!
Mientras la
encargada del piso 201 de The Mansión asentía, sin dejar por eso de llorar, la
nena procedió a colocar en el pequeño magnetófono de su mamá el alambre que
había llegado trayendo.
Y como
advirtiera que la puerta del elevador marcaba con sus luces su inminente
abertura, Grace, con su característica seriedad, volvió a hablar.
—Haz lo
posible por tranquilizarte, mamá. Alguien sube. ¿Ves...?—añadió en el instante
en que la puerta se abría, arrugando su respingona naricilla con evidente
malhumor—. Ahí viene miss Steel, a enterarse...
—¿Qué le
sucede, mistress Hepburn?—preguntó miss Steel, avanzando hacia ellas.
—¡Ay, qué
desgracia!—sollozó la señora—. ¿No ha oído usted el rollo?
—No. Aunque
lo he comprado—lo traía en la mano, en efecto—, aún no he tenido tiempo.
—¡Dios mío,
Dios mío...! ¡¿Cómo es posible que quede alguien que no lo sepa?! ¡Todo el
cosmos debería enterarse! ¡No somos nada, no somos nada!
Miss Steel,
francamente asombrada, parpadeó.
—Le advierto,
mistress Hepburn, que no sé de qué me está usted hablando.
—¡Perdóneme,
perdóneme! ¡Estoy tan apenada, que no me doy cuenta ni de lo que digo!
Del ascensor,
que había vuelto a bajar y a subir entre tanto, surgió un grupo de jovencitas,
una de las cuales, adelantándose a las demás, increpó a miss Steel:
—¡ Oye,
guapísima, a ver si otra vez esperas! Nos has tenido en la primera planta, de
plantón, veinticuatro segundos y nueve déci...
No llegó a
terminar de decir «décimas». Alarmada al ver a mistress Hepburn, en la cual no
había tenido casi oportunidad de reparar, cortó la palabra y, mudando de tono,
inquirió:
—¿Qué le
pasa?
—¿Por qué
llora así?—quiso saber, a la par intrigada e interesada, una rubia.
—¿Qué le
ocurre?—preguntó, perpleja, una muchacha morenita, igual que la primera que
había entrado, pero con los ojos verdes.
—Se trata de
«la uraniana» del 1536—contestó Grace.
—¿La del
1536?—quiso asegurarse la rubia.
—Sí, miss
Morris—afirmó Grace, muy seria.
—¿Y qué ha
podido hacerle a tu mamá? —dijo la de los ojos verdes, sin ocultar la sorpresa
que sentía.
—No se trata
de eso, miss Trusty: es que...
—¡Ya me
parecía a mí!—interrumpió a la niña la otra morena—. Jane es bonísima.
—Sí, miss
Power—quiso Grace dar explicaciones—, pero...
—Tiene un
carácter delicioso—aseguró la rubia miss Morris, dirigiéndose a sus compañeras
y dejando a la hijita de la atribulada mistress Hepburn con la frase a medias.
—Y su sonrisa
es angelical—continuó la sincera alabanza miss Power—. ¡Qué labios...!
—Yo puedo
presumir de tipo—terció miss Trusty—, pero se lo cambiaba ahora mismo.
—¡Y qué
cabello!—se entusiasmó miss Steel, componiéndose el peinado—. ¡Ese tono
grisáceo... !
—¡Señoritas,
señoritas—rogó mistress Hepburn—, por favor, por favor!
—Anda, Grace—pidió
miss Trusty, encarándose con ella—, dinos de una vez qué es lo que sucede.
—Haz
funcionar el magnetófono—le dijo su mama, sollozando a más y mejor.
—¡Si no se va
a oír nada!—berreó la niña, poniéndose en jarras en mitad del pasillo.
—¡Cállense,
por lo que más quieran!—gritó mistress Hepburn.
Se hizo el
silencio y Grace pudo, por fin, accionar el aparato parlante.
—«DIRECCION
DOMINANTE DEL VIENTO— se oyó decir, con inconfundible monotonía de parte
meteorológico—, OESTE. VELOCIDAD MAXIMA...»
—Te has
equivocado de espira—fulminó con la mirada mistress Hepburn a su hijita.
—No me
extraña—murmuró la niña, apresurándose a detener el magnetófono y a volver a
ponerlo en marcha en la espira correcta—, con tanto jaleo...
—«JOVEN
MUERTA—se escuchó ahora— EN ACCIDENTE DE AVIACION EN LA CANAL F. DETALLES DEL
SUCESO.»
Las jóvenes
se miraron como presintiendo la triste noticia que iban a escuchar.
—«EN EL CAUCE
ARTIFICIAL DE LA QUINTA LINEA DE AEROBUSES—prosiguió la voz—, EL «TAXI-REACTOR»
DE MATRICULA...»
—¡Ah!—exclamó
miss Morris, sin poder contenerse, y guardó silencio en vista de la hostil
acogida que tuvo su involuntaria vehemencia.
—«CONDUCIDO
POR...»
—¡¿Es
que...?!—principió a decir miss Power.
—«PERTENECIENTE
AL...»
—¡Pschsss!—chistó
miss Steel
—«FUE
EMBESTIDO POR EL AEROBUS DE EUROPA QUE
LO APLASTO MATERIALMENTE. EN ESTE DESGRACIADO ACCIDENTE. ADEMAS DEL PILOTO
ANTES CITADO HA ENCONTRADO LA MUERTE LA JOVEN MISS JANE NICKMAN, QUE SE DIRIGIA
AL COSMODROMO...»
Un desafinado
coro de sollozos mal contenidos impidió escuchar el resto de la noticia Pero
ésta carecía ya de interés para las compungidas muchachas del piso 201 de The
Mansión, pues a ninguna de ellas le importada que el cosmódromo donde «la
uraniana» se dirigía fuese el de Gobi, en Mongolia, ni que el accidente se
hubiese debido a un lamentable fallo de las señales electrónicas.
Aún cuando las puertas de las habitaciones se fueron cerrando detrás de sus dueñas, durante mucho rato se escuchó cómo el fantasma del llanto de mistress Hepburn recorría el pasillo y parecía rebotar de pared en pared, sin que Grace fuera capaz de ahuyentado.
De la ventana, el Jefe del Servicio de Inteligencia Intersideral, fue personalmente a abrir la puerta de su despacho.
—¿Cómo está
usted?—saludó.
—Muy bien,
gracias, ¿y usted... «tío Teckha» ?—sonrió la muchacha morada al entrar,
alargando la mano.
—Encantado de
verla—repuso el Jefe, correspondiendo al saludo—. Haga el favor de sentarse. ¿Quiere
un cigarrillo ?—ofreció, mientras miss Nickman tomaba asiento.
—No, de
ninguna forma—denegó ésta—. Debo ir acostumbrándome ya. Debajo de la campana de
Zantro...
—Ya veo que
conoce el asunto—interrumpió el Jefe—. Supongo—agregó— que míster Denison se lo
habrá explicarlo, ¿no es eso?
—En
efecto—asintió miss Nickman—. Ya estoy enterada de lo que ha de constituir mi
misión.
—Misión
difícil y peligrosa. Más, puesto que está usted aquí, creo que no ha vacilado
en aceptarla.
Jane Nickman,
sentada en una butaca, movió la cabeza afirmativamente y miró al jefe con sus
enigmáticos ojos verticales.
—Sí—dijo
despacito—. Estoy dispuesta.
—No olvide que,
además de su seguridad personal está en juego la del cosmos entero.
—Eso acaba de
decirme míster Denison.
—Sea
prudente. Sería de funestas consecuencias para el Sistema Solar el que se
desencadenara una guerra de Ultra
Hidrógeno. Todos los hombres de ciencia coinciden en que los Planetas y los
Satélites afectados a nuestra jurisdicción, resistirían una cantidad
limitadísima de radiaciones de esa clase. Por lo tanto, nosotros, y en ínfima
escala, sólo pondremos en juego la bomba Ultra H para repeler cualquier
agresión que esté fraguando Urano, si sus científicos desconocen el secreto de
tal fuerza radioactiva.
—Y si los
uranianos han podido descubrirla, no seremos nosotros los primeros en
emplearla, ¿no es así?
—Usted lo ha
dicho, miss Nickman. No podemos dar lugar a una serie de tremendos bombardeos
con energía condensada. Equivaldría a destruir la civilización de los mundos
siderales. Es imprescindible, pues, antes de enviar un ultimátum firme y severo
al Imperante, estar bien seguros de hasta dónde han llegado en sus experiencias
ultra atómicas. Tal era el objetivo de Tránmara Khewa.
—Sí. Jefe,
míster Denison va...
Escuche
entonces las instrucciones especiales. Preste la máxima atención a lo que le
voy a decir. ¿Le ha comunicado ya míster Denison las claves?
Cuando la, joven abandonó el edificio del Servicio de Inteligencia Intersideral de la Tierra, radicado en su Satélite en la Luna, las primeras tinieblas de la noche, estremecidas quizá por el espanto, se fueron volviendo a ojos vistas cada vez más negras.
Apunten!...—rugió el teniente
Ghrasku. Y pocos segundos más tarde, con una voz que hizo temblar a Ehliya,
volvió a ordenar al pelotón de fusilamiento—: ¡ ¡ Fuego!!
La crepitante
descarga de los fusileros subrayó en el acto el mandato del oficial y, cuando
el estallido del disparo final no se había diluido aún en el silencio verdoso
del amanecer, Ehliya, la pequeña uraniana, convertidos los ojos en verticales
retratos amplios del horror, se cayó para atrás...Más como advirtiera que los
dos hombres que estaban fusilando un tanto alejados de ella, pese a la rociada
de proyectiles de plomo, se mantenían todavía en pie, se levantó rápidamente y
se dedicó a imitar sus espasmos de muerte.
Y esta vez fue
la andrajosa muchachita la última en golpear con su morado cuerpo el arrugado y
frío pavimento del patio de ejecuciones.
Del grupito
de soldados brotó una alegre ovación, acrecentada en cuanto se levantó de nuevo
y se puso a saludar a derecha y a izquierda, como si estuviera deseosa de los
macabros aplausos que la tropa le dirigía.
El teniente
tuvo que aplastar el escándalo con la mole de su potente voz, y la uraniana,
azorada, dio media vuelta y trató de huir absurdamente, abriéndose paso a
través de la lisa tapia de acero, con tan ridículos movimientos de sus brazos,
que hasta el severo rostro del oficial reflejó la sombra de la sonrisa que le
había nacido por adentro.
Ehliya la
adivinó. Y con los menudos pasitos que le proporcionaban sus diminutos pies,
calzados con pesadas sandalias emplomadas, se apartó de la tapia y salió al
encuentro del teniente, el cual, pistola en mano, se encaminaba al lugar donde
yacían los cuerpos de los hombres de la Tierra.
—Ghrasku,
nata de guerreros—le dijo—, ¿quieres dejar a la pobrecita Ehliya que trabaje?
Sin esperar
respuesta, junto ya a los fusilados, la joven se echó de bruces sobre el que
tenía más cerca.
—¡Vete de
aquí, perra asquerosa!—chilló Ghrasku, al tiempo que, de una brutal patada, la
hizo ir rodando hasta el terrestre de al lado, al cual tenía, lo mismo que el
otro, cubierto de sangre su cuerpo yacente.
La
uranianita, sin preocuparse de que se le ensuciase el quimono, arrodillándose
en mitad de un viscoso charco de sangre tibia, juntó las palmas de las manos delante
del pecho.
—¡Déjamelos,
Ghrasku!—suplicó—. ¡Quiero que este esbelto terrícola sea mi cadáver de hoy, y
que el gordo sea su acompañante!
El teniente,
sin hacerle caso, se agachó junto a la cabeza del hombre grueso y le aproximó a
la sien la pistola.
No era una
pistola desintegradora, ni de proyectiles explosivos siquiera. Lo mismo que los
ruidosos fusiles, era una vulgar arma de pólvora, cuyo uso ya hacía lustros que
se había olvidado en la Tierra, pero que en Urano, con el afán de hacerlo «a lo
terrestre», seguían empleando en ocasiones como aquella.
Cuando el
oficial se disponía a apretar el gatillo, el cielo de Zantro se abrió,
desgarrado por una brillantísima llamarada roja, y una bola de fuego estalló en
el aire: habíase desintegrado una astronave.
Ghrasku,
aunque no había disparado su pistola, impelido por el imprevisto
acontecimiento, se puso en pie y miró a lo alto, dando un paso de costado.
Luego, como todo fue casi instantáneo, volvió a agacharse, más ya no estaba
junto a la cabeza del hombre grueso.
La muchachita
morada, tan veloz como fuertemente, asió el antebrazo del otro caído y se lo
presentó a Ghrasku, apretándolo hasta que le dolieron los nudillos.
—Toca este
pulso, valiente guerrero—le dijo.
El uraniano,
levantándose, obedeció maquinalmente.
—¿Acaso lo
sientes latir?—preguntó la joven, temiendo no haber podido paralizar los
latidos que, sin duda de ninguna clase, existían en la muñeca del fusilado.
—No tiene
pulso—rezongó Ghrasku—. Pero, a usanza de la Tierra, yo debo darles el tiro de
gracia.
—Una Planta
Sagrada se marchita por cada bala que malgastas, guerrero singular—objetó
Ehliya, sobando el antebrazo apenas el teniente dejó de tocarlo. Y agregó:
—Guarda tus municiones para los enemigos vivos ¡A éstos los van a engullir las
plantas!
—¡Condenada
perra! ¡¿Supones que no lo sé ?! ¡ Quita de ahí si no quieres que te mate a ti
también!
—Me matarás a
mí sola, orgullo de Zantro; estos terrestres ya están muertos y en balde te
empeñaras en matarlos.
De los ojos
de la muchacha manaron raudales de lágrimas suaves, mansas, que cubrieron las
asperezas del alma del uraniano y, atenazándole la garganta, le pusieron en el
pecho una rara pincelada de condescendencia.
Ghrasku no
dijo nada. Emitió algo semejante a un suspiro, frenó el movimiento de su
pierna, que amagaba otra patada, y, apuntando al metálico muro, disparó la
rudimentaria pistola dos veces consecutivas.
No había
inconveniente en dejar a aquella boba de Ehliya que jugara todo lo que le diese
la gana con «su cadáver». Más no sería él, Ghrasku, el que se quedara a
presenciar el terrible entretenimiento.
Ya lo hizo en
cierta ocasión, dejándose llevar por la curiosidad, y aún sentía encogérsele
alguna cosa en el pecho, como zarandeada por el recuerdo.
Ehliya tenía
esos extraordinarios caprichos y era preferible dejarla. Matarla era demasiado.
No, a él no
le agradaban los espectáculos macabros, ni le gustaba tampoco que la soldadesca
se mofara de la infeliz muchacha...
El estrépito
de las cadenas del tractor de los cuidadores del vivero del general, que se
acercada rodando por el pavimento del patio, le cortó el pensamiento.
Poniendo en
su voz de trueno mayor potencia de la que solía, ordenó al pelotón dar media
vuelta y emprender la marcha. Y dando él la vuelta igualmente, echó a andar con
apresurados pasos.
Apenas había
caminado veinte metros, un movimiento de través de la cabeza le trajo al
rabillo de uno de sus verticales ojos la imagen de Ehliya, gesticulando
melodramáticamente al hablar con «su cadáver», al cual zarandeaba sin
contemplaciones.
El oficial,
sonriendo ostensiblemente por detrás de la cara, enderezó el cuello y siguió
andando.
El tractor de
los cuidadores, un vehículo de mala muerte, avanzaba con su remolque,
trompicando, en busca de la pesada carga de cuerpos exánimes. Los soldados del
piquete, con un ritmo tan lento como el del tractor, perdido el paso, se
retrasaban mirando en pos, deseosos de presenciar los originales aspavientos de
Ehliya.
Ghrasku,
meditabundo y somnoliento, al frente ya de sus hombres, ni se enteró siquiera
del desorden que reinaba en las pequeñas filas —que conducía, recto, hacia la
arcada de acero del patio—hasta que no estuvo al nivel de la puerta.
Entonces, sin
poder contenerse, preso en las redes de una curiosidad morbosa, preguntándose
qué majaderías estaría haciendo Ehliya con los cadáveres, giró la cabeza.
Más al
percatarse de la falta de disciplina de los infantes, montó en cólera, los metió
en cintura, repartiendo más de un sopapo, y dobló el pilar del arco sin
volverse a acordar de sus primitivos propósitos.
La joven,
mientras tanto, puestos sus verticales ojos en blanco y juntas las manos, en
actitud de orar, suplicaba a los cuidadores que la dejasen ir en el tractor
hasta el lejano vivero de las plantas carnívoras.
—No os
estorbaré, guerreros, os lo prometo: me estaré quietecita como el vacío.
El cuidador
cabo parpadeó, asombrado ante tan extraña petición, y dijo, quitándose el gorro
antirradiactivo, cuyo metal lanzó verdosas chispitas:
—Mira a ver
si queda por ahí algo de defensa anti-planta, Vhora.
Vhora, el
cuidador soldado, un uraniano achaparrado que vestía un quimono tan lleno de
barro como el de su superior jerárquico, se limitó a asentir.
—¡Gracias,
gracias!—bailoteó Ehliya, dando fuertes palmadas para demostrar su contento.
Y así se
estuvo hasta que los cuidadores hubieron cargado el remolque del tractor.
—¡
Vamos!—ordenó el cuidador cabo, agarrándola por un brazo—. ¡Sube y cállate!
¡¿Quieres despertar al general Rhukata?!
Ehliya, como
si el solo nombre del Organizador del Cuartel General la hubiese dejado muda y
paralítica, se quedó con la boca abierta y con las manos en posición de coger
algo invisible que hubiese en las constantes ráfagas de viento que enviaba la
Gran Central Generadora.
Vhora se rió
salvajemente.
—Los sustos
empiezan por la mañana—le dijo a la muchacha, empujándola hacia el tractor sin
darse cuenta de que el cabo la tenía sujeta del brazo—, ¿verdad Bróntara?
El aludido,
que había estado a punto de caerse, soltando a Ehliya, la cual fue a chocar
contra la cadena lateral del tractor, echó mano del cuchillo eléctrico que
llevaba al cinto y saltó hacia Vhora con el arma apoyada en la hebilla.
El cuidador
soldado, atropelladamente, retrocedió.
—¡Qué...
qué...!—le fulminó Bróntara, sin dejar de avanzar—. ¿No acabas de señalar que
los sustos empiezan por la mañana? ¡Pues estoy de acuerdo contigo!
Vhora, seguro
de que allí iba a perder el Imperante un soldado, trató de escapar por pies,
siquiera fuera de momento, y, dándose media vuelta, principió a correr.
No pudo,
empero, ir muy lejos. La durísima tapia de acero, que él había olvidado por
completo, se interpuso en su camino. Sin poderlo evitar, se estampó contra ella
y, oyendo el eco del golpetazo de su metálico cubre-cabeza, el cual salió
volando, se desplomó medio inconsciente.
Cuando quiso reaccionar, Bróntara ya se había abalanzado sobre él con el cuchillo levantado.
La astronave
uraniana, erizada de armas atómicas, cruzaba el azul del espacio y rugía
canciones guerreras con el ruido de sus reactores de propulsión.
Sus dos
tripulantes, vestidos con el característico «mono» de vuelo de Urano, estaban
absortos, ante el televisor, contemplando la monótona igualdad del tiempo que
pasaba.
Aun vistos de
espaldas y pese a la masculina vestimenta que llevaban, en el acto se advertía
que uno de ellos era una mujer.
—Ahí está
nuestra meta, miss Nickman—dijo de pronto el hombre, apuntando con el dedo al centro
de la pantalla.
—Gracias,
Bruce—suspiró ella. Y añadió, en voz más alta: —Estoy deseando distinguir las
campanas aisladoras.
—Ya no
tardaremos—repuso él—. Aunque este cacharro tiene dos reactores inutilizados,
en menos de quince minutos nos plantaremos sobre la de Zantro.
En el cuadro
del televisor, destacando Urano poco a poco del resto de los astros que le
rodeaban, se veía algo así como una tela azul y apolillada.
—Menos mal
que el piloto automático se está portando estupendamente—habló Jane Nickman,
echando una mirada de reojo al tablero de instrumentos de la nave intersideral.
Gerald H.
Bruce dirigió sus verticales ojos hacia el resorte del mentado piloto.
—Por
extraordinario que pueda parecerle —explicó a la joven—, son más de fiar los
aparatos electrónicos que los atómicos. Habríamos de estar navegando cuatro
días más, y conservaríamos la misma dirección contra viento y marea.
Tomaron a
fijarse en la pantalla.
—Sin
embargo—prosiguió Bruce—, ya vería usted cómo nos quedábamos sin reactores.
Miss Nickman
no contestó. Y su fornido compañero tampoco dijo nada más.
De pie, el
uno junto al otro, sin apartarse del televisor, dejaron transcurrir los
minutos.
Urano, con
mayor velocidad cada vez, iba aumentando sus proporciones. Como ensanchándose a
medida que se acercaban a él, no tardaría a ocupar toda la pantalla.
—Ya se ven
las campanas porosas—avisó Gerald H. Bruce, poniendo su morado índice sobre
unas verdosas semiesferas, chiquititas aún, que empezaban a distinguirse en el
televisor.
Jane Nickman
se rió.
—Estoy
pensando—habló, entre cristalinas carcajadas—en lo que diría la encargada de la
Residencia donde yo vivía. Esta señora, que es la mar de chapada a la antigua y
no ha ido, la pobre, ni a un satélite artificial, no consigue convencerse de
que pueden existir escafandras urbanas. Para ella sólo son comprensibles las
individuales.
—¡Ah,
ya...!—pareció contagiarse Bruce con la risa—. ¡Las incomodísimas que usaban
nuestros antepasados! Hoy resulta increíble que pudieran desenvolverse con
ellas.
—Si no había
otra cosa, ¿qué remedio? Pero debían parecerse a los científicos que transitan
por debajo de las aguas.
—He oído
decir que estaban intentando implantar un nuevo método de inmersión, a base de
vencer la presión con emanaciones radioactivas reforzadas.
—También yo
lo he oído; pero parece ser que tropiezan con el inconveniente de las
filtraciones acuosas.
—Es natural.
Por muy poderosas que sean las emanaciones, el líquido elemento, aunque sea
lentamente, vence la resistencia de éstas y atraviesa la campana artificial.
Miss Nickman
asintió. Y apuntando a su vez varias de las semiesferas de la pantalla, dijo:
—Aquí, en el
vacío, no hay filtraciones: solamente la nada podría cruzar las campanas.
Ahora fue
Bruce el que rió.
—¡¿Y
nosotros...?!—preguntó alegre, tocándose su aplastada nariz como para
cerciorarse de que era materia!—. ¿Acaso somos nada?
Jane Nickman,
un si es no es divertida, aparentando perplejidad, se le quedó mirando.
—No sé usted—se
encogió, por último, de hombros—. Pero yo he perecido en un accidente de
aviación.
—¡¿Cómo?!—saltó
el agente secreto, asombrado.
—No lo crea
si no quiere—porfió la muchacha. E invitó: —¿Por qué no toma contacto con la
Tierra? El Archivo de Altas y Bajas no se negaría a informarle. Fue un fallo de
las señales electrónicas, aunque usted diga que esa clase de aparatos es de
fiar.
Los uranianos
rasgos de la cara de Bruce se iluminaron.
—¿Iba usted
en un «taxi-reactor» de la «Etherline Meteor and Company»?—inquirió.
—¿Quién se lo
ha dicho? ¿Míster Denison?
—¿305.712.112—siguió
preguntando Bruce— era el número de la matrícula del «taxi»?
—Desde luego,
pero...
Gerald H.
Bruce se quedó serio de repente.
—Miss
Nickman—susurró—, nos han borrado del censo de una vez... y tenemos que volver
a desmentir la noticia: el conductor del «taxi-reactor» que la llevaba al cosmódromo...
era yo.
Los dos
agentes del Servicio de Inteligencia Intersideral, hijos ambos de padres
terrestres, residentes desde antaño en la Tierra y de la cual eran hijos a su
vez, se contemplaron con grave gesto.
Y luego,
arrullados por el ruido de los reactores, que hacía vibrar ligeramente la
cabina de la astronave, rompieron a reír a carcajadas y creyeron que sus
corazones latían al mismo compás.
Pero no había
tiempo para el amor.
—Prepárese,
miss Nickman—dijo Bruce—: Estamos a punto de atravesar la campana de Zantro.
—Estoy
preparada—repuso la joven—. No se preocupe por mí. Tenga cuidado usted.
—¿Es una
orden... Tres?
—Es
un...—principió a decir Jane Nickman. Mas se detuvo y empezó la respuesta
nuevamente—: ¡Es una orden, sí!
—A sus
órdenes, pues—exclamó el muchacho. Visiblemente nervioso, yendo a sentarse en
la butaca del piloto.
Miss Nickman
tomó asiento en la que había junto a él.
—¿Es de
Lushin la campana que se ve a la derecha?—quiso saber mientras se ceñía los
cinturones de seguridad, sin dejar de mirar al televisor.
—Sí—confirmó
Bruce, que se hallaba dedicado igualmente a ponerse los cinturones que deberían
unirle a su asiento—, es Lushin, la ciudad natal del general Rhukata. ¿Ve esa
línea gris? —adelantó su afilada barbilla como para señalar un trazo que unía
Zantro con Lushin—.
Es el
conducto particular del general, recién construido.
—No se priva
de nada. El Organizador del Cuartel General no se cansa de imitar al Imperante.
Dicen...
—¡Atención!—interrumpió
Bruce, separando la vista de la pantalla y posándola en los instrumentos—.
¡Tiene cinco segundos para acabar de abrocharse el último cinturón!
En el
televisor, la semiesfera que envolvía a Zantro, la capital del Imperio del Sol
Poniente, se agrandaba con tremenda celeridad.
Aunque tenía
aspecto sólido, los agentes secretos sabían que no lo era. Estaba formada, y
otro tanto ocurría con las restantes de Urano y de todos los Planetas y
Satélites de la jurisdicción de la Tierra, por emanaciones radioactivas proyectadas
a unos once kilómetros de altura, las cuales ganando terreno al vacío,
originaban algo similar a una burbuja que, descansando en el suelo., contenía
el aire procedente de la Gran Central Generadora.
Se trataba,
en pocas palabras, de una verdadera escafandra colectiva, o sea, que sin
rodear, en apariencia, la cabeza de nadie en particular, cubría la de todos. .
Y como las
escafandras primitivas, sin ninguno de los múltiples inconvenientes de éstas
—olvidadas ya, como no fuera con fines experimentales—, poseía la cualidad de
aislar a sus ocupantes, permitiéndoles vivir en condiciones óptimas para su
desarrollo y, además, con las ventajas que suponía la libertad de movimientos y
la certeza de que tanto el problema de aireación como el de sostenimiento estaban
resueltos con absoluta eficacia.
Tan seguros
podían sentirse los habitantes de Urano, como si su atmósfera, en vez de ser
artificial, fuese natural.
Sólo una
fuerza mayor que la de la energía nuclear—la bomba de energía condensada, por
ejemplo—conseguiría dar al traste con la genial realización de las campanas
aisladoras, ya que, poseyendo el proyectil Ultra H extraordinariamente más
potencia que los elementos radioactivos que actuaban en las Centrales
Nucleares, sería capaz de anular las emanaciones de éstas.
Las
consecuencias de tal acción, se desprendían solas: cuanto se encontrase bajo
las cubiertas porosas, aplastado en un momento por el vacío, desaparecería, y
la desolación total, completa, extendería su manto y ahogaría la vida,
—¡Voy a
frenar!—gritó Gerald H. Bruce.
Sin aguardar
respuesta, dando por descontado que miss Nickman había terminado la operación
de sujetarse las hebillas de sus cinturones, pisó con su emplomada sandalia una
especie de pedal.
Los
terroríficos efectos del súbito frenazo —aun estando atenuados por la especial
preparación de la astronave de guerra—se sintieron inmediatamente.
Coincidiendo
con el brusco apagón del aparato receptor de imágenes, los rostros y las manos de
los dos tripulantes tomaron una coloración sonrosada—de carne de niño
terrestre—, que demostraba hasta qué punto había variado la frecuencia de los
latidos de sus respectivos corazones.
Corazones
que, dicho entre paréntesis—con sus aurículas y sus ventrículos y sus
válvulas—, no tenían nada de particular, comparados con los de los genuinos
terrícolas, como no fuera una característica «bradicardia» o lentitud en sus
sístoles y sus diástoles, por otra parte normal en ellos, que ponía de relieve
lo pausado de la circulación sanguínea de los uranianos, cuya piel,
precisamente por eso—por insuficiencia de oxigenación—, presentaba
habitualmente aquel tono amoratado, «cianótico», que tenía.
Hemos dicho
«por insuficiencia de oxigenación». Pero cualquier uraniano, desde su punto de
vista, habría afirmado sin vacilar que no eran ellos los que tenían
insuficiencia de nada, sino los pobladores de la Tierra los que tenían
«demasiado» oxígeno en su sangre, como palpablemente se veía en la pigmentación
de sus epidermis.
Ya hacía
luengos años que la cuestión no se discutía. Fueran del planeta que fuere y
fuese la que fuese la coloración de la piel de sus habitantes, nadie se
preocupaba de discriminaciones raciales ni de cuestiones anatómicas.
Tantos
derechos tenía un hombre morado—o mujer, se entiende—a residir en la Tierra y a
convivir con sus indígenas, como los terrestres a desplazarse—en circunstancias
normales— al astro del Sistema Solar que
más les apeteciese.
La astronave
de los agentes del Servicio de Inteligencia Intersideral, frenada para que
pudiese cruzar la campana aisladora sin aplastarse contra el aire, pasó por
ella, no obstante, como una exhalación.
Puesto que
porosa era la campana, la atravesó de la misma forma que las moléculas de
azúcar, verbigracia, atraviesan una membrana porosa que las contenga en una
vasija con agua, es decir, por osmosis, y se encontró ya, dejando atrás el
vacío, en la atmósfera artificial de Zantro.
Jane Nickman
y Bruce, en el instante en que el televisor volvía a entrar en función, escasos
segundos después de haberse apagado, recobraron su color corriente y comenzaron
a desceñirse los cinturones de las piernas y de los brazos.
La pantalla
del televisor captaba ahora una mancha oscura, como un cuadrado borrón de tinta
china, que imposibilitaba columbrar nada que no fueran unos chorritos tenuemente
verdosos que, más que lejanas luces de reflectores nocturnos, semejaban
irisaciones de la propia mancha negra.
—Aún no ha
amanecido—dijo tontamente Bruce.
—Tardarán más
de media hora en conectar los amplificadores de Sol—repuso miss Nickman.
Y cada uno en
su asiento, permanecieron en silencio viendo cómo la astronave, a una velocidad
que podía calificarse de pequeña, buceaba en el aire tenebroso y caía a plomo
sobre la invisible capital del Imperio del Sol Poniente.
Una guirnalda
de nubes partió, por fin, la cadeneta de minutos de descenso.
—¿Prendo
fuego a los reactores?—preguntó de pronto Gerald H. Bruce, mirando a los ojos
de la muchacha.
—Por mi
parte...—contestó ésta tranquilamente, oprimiendo un pulsador que había en la
parte de abajo del brazo de su asiento, con lo que surgieron de los respaldos
de los dos sendos vástagos verticales semejantes a bastones.
—No sé si
seré capaz—murmuró Bruce, enfrascándose en una complicada manipulación en
determinados instrumentos del salpicadero.
Y debió accionar
otro aparato televisor, que tenía frente a él, ya que, encendiéndose, dejó ver
parte del estriado fuselaje de la astronave uraniana que les llevaba a bordo.
De súbito,
una llamarada lamió uno de los inutilizados reactores, y otra más, ramificación
de la primera, se quedó prendida en un resalte de la nave interastral.
—Ha habido
suerte—aprobó miss Nickman las maniobras de Bruce—. Por lo menos, nos
localizarán visualmente.
Sin que el
morado piloto aparentase fijarse en el incremento que tomaba el incendio que
estaba provocando, porque continuó impasible, manipulando en el salpicadero,
nuevas lenguas de fuego fueron apareciendo en diversos puntos del fuselaje.
Sólo cuando
la luminosa estela de humo que iban dejando en la atmósfera de Zantro fue muy
visible, el agente secreto pareció percatarse de lo que había hecho.
—¡Voy a
aislar el núcleo acelerador!—dijo entonces, imperativamente, como ordenándose a
sí mismo.
En la
pantalla del televisor, que estaba haciendo de espejo retrovisor, podían verse
con todo realismo las intensísimas llamaradas que envolvían en su rojo seno a
la astronave.
Tal era la
realidad de la dantesca visión, que parecía mentira que no saliera el fuego del
cristal y les quemase.
—¿Saltamos.
Bruce?
—Un momento
todavía.
Y con veloz
pellizco, Gerald II. Bruce abrió la válvula que daría paso a las llamas hasta
el núcleo acelerador, con lo que la nave intersideral no tardaría a explotar y
desintegrarse en el aire de la campana aisladora.
—¡Adelante!—gritó
Bruce—. ¡Saltemos!
Miss Nickman,
que estaba esperando la indicación, descorrió con las yemas de los dedos la
tapa de una cajita, colocada también en la parte inferior del brazo de la
butaca que ocupaba, y pulsó otro botoncito que había en su interior.
No sucedió lo
previsto.
—¡¡Apriete de
nuevo!!—volvió a gritar Bruce—. ¡ ¡ Si no funciona ahora, estamos perdidos!!
Las
amenazadoras llamaradas se seguían viendo en la pantalla y hasta parecía que se
notaba el calor de la lumbre en la hermética cabina del artefacto.
Jane Nickman,
febrilmente, volvió a apretar el pulsador.
Abriéndose
por la mitad la pared frontera de la cabina, aquélla donde estaban situados los
aparatos de gobierno, los dos agentes del Servicio de Inteligencia
intersideral, con sillones y todo, salieron proyectados hacia adelante con la
fuerza de un catapulta.
La humeante
estela pareció pararse un segundo sobre sus cabezas, pero se alejó luego,
mientras ellos, sostenidos por los incesantes y rápidos giros de la hélice en
que se había transformado el vástago vertical que sobresalía del respaldo de
sus respectivos sillones, quedaban atrás.
La astronave,
que caía vertiginosa, saltó bruscamente, como si se encabritara, y después dio
la impresión de querer elevarse. Más una horrísona explosión cortó el intento
y, entre una fugaz bola ígnea cegadora, que apenas duró una fracción de
segundo, la convirtió en átomos.
Envueltos en la
más completa oscuridad, Jane Nickman y Gerald II. Bruce, suavemente conducidos
por los modernísimos paracaídas, enfundados en los «monos» de combate de los
astronautas de Urano, acabaron por posarse en las ramas de unos vegetales que,
hasta que percibieron el olor, creyeron vulgares árboles.
—¡Capitán
Yhakotri!—gritó Bruce—. ¡Son plantas carnívoras! ¡Me están engullendo las
piernas!
¡Lo mismo digo, capitán Sihteku!—respondió miss Nickman, a gritos también. Y añadió antes de enmudecer: ¡Procure que se les indigeste el sillón!
Bróntara, pisando el abdomen de Vhora con su sandalia emplomada,
comenzó a reírse por detrás de la cara. Ya no había fuerza humana que le
hiciera desistir de descargar el golpe sobre el cuerpo de su ayudante, el cual,
paralizado de terror, le había exasperado.
—¡Dale,
dale!—bailoteó Ehliya, avanzando hacia los cuidadores y cogiendo de paso, sin
detenerse, por el sencillo método de introducir un pie en él y elevarlo hasta
las manos, el metálico gorro de Vhora—. ¡Ha empujado a un jefe, se lo merece!
El cuidador
cabo, animado por tales palabras, aunque sus intenciones estaban claras de
sobra, abatió con tanta furia sobre el pecho de su ayudante el largo cuchillo
que empuñaba—inspirado en el bisturí eléctrico—, que ni se acordó de hacer
actuar el mecanismo coagulador de sangre.
—¡Por
bruto!—chilló Ehliya, interponiendo el gorro que llevaba en la diestra en el
lugar donde la afiladísima punta del arma estaba cayendo—¡Clávale el gorro
también!
El cuchillo,
rebotando en el durísimo metal anti-radiactivo que encontró en su camino, fue a
aplastar su agudo extremo en el arrugado pavimento del patio.
El golpe que
recibió Vhora en el pecho, le dejó sin respiración. Pero, extrañado, se dio
cuenta de que, a pesar sus suposiciones, no solamente no había muerto, sino que
tampoco estaba ni herido siquiera.
Bróntara,
cogido por sorpresa, contemplando el rasguño que se había producido a sí mismo
con el borde del gorro, se quedó un momento perplejo.
—¡Se lo ha
clavado, se lo ha clavado!—palmoteo Ehliya, gritando desaforadamente.
—¡Silencio!—se
oyó decir por un altavoz—. ¡Orden del general Rhukata!
Ante la
invocación del nombre del Organizador del Cuartel General de Zantro, no sólo
Ehliya se calló, sino que hasta el semiinconsciente Vhora se puso en pie,
tambaleándose, y Bróntara olvidó su rasponazo.
—Vamos—ordenó
en voz baja éste—. El tractor está cargado y no podemos hacer esperar a las
plantas.
Vhora, previsor,
tuvo buen cuidado de no ocupar su sitio en el pescante, junto a su irascible
superior.
—Ve tú—le
dijo a Ehliya, fijándose en que el cuidador cabo se tocaba con molesta
reiteración la vaina del cuchillo—. Yo prefiero ir en el remolque.
Bróntara, con
sumo cuidado, procurando hacer el menor ruido posible para no molestar al
general Rhukata, que dormía en sus aposentos, puso el vehículo en marcha.
Ehliya, con
su sucio semblante resplandeciendo de alegría, inició una bobalicona carcajada
al pasar bajo el acerado arco de la puerta del patio de ejecuciones, y luego,
al ver al teniente Ghrasku al lado de las enanas plantas carnívoras del
Pabellón de Oficiales, le envió, a usanza de la Tierra, un beso con la mano.
El uraniano
no la miró casi. Pero al pensar en las macabras maniobras que la tonta solía
hacer con los fusilados, sintió que se le quedaba adherido al espíritu un
inquietante temblor.
Conducido
hábilmente por Bróntara, el tractor, así que estuvieron en la calle, lanzando
un rugido impropio de su gastado motor, se lanzó a toda la velocidad de que era
capaz.
Ora torciendo
a la derecha, ora a la izquierda, ya en línea recta, recorrieron innumerables
avenidas, amplísimas todas ellas, desiertas a la sazón por lo temprano de la
hora.
Los esféricos
edificios de aluminio, al ser enfocados de plano por las luces intermitentes de
los reflectores de la Gran Central Generadora, lanzaban fantasmagóricos
destellos verdosos.
Después, en
los arrabales de Zantro ya, a medida que los reflectores se iban perdiendo en
la distancia, las casas fueron escaseando.
Cuando la
última quedó atrás, Bróntara, sin disminuir la marcha, encendió el faro del
tractor.
—¿No os iban
a dotar de reforzados focos de luz negra?—preguntó Ehliya, riéndose a
carcajadas.
—No nos ha
llegado el turno todavía—repuso el cuidador cabo, mirándola con cara de pocos
amigos—. Además—añadió, como compungido—, tendrían que entregamos un vehículo
más moderno.
—Si quieres
que le hable al general Rhuhata... —ofreció seriamente la muchacha—. Ya sabes
que algunas veces me llama a su presencia y que me dirige la palabra y todo.
Bróntara, pasándose
la mano por su morada y puntiaguda barbilla, se quedó un instante como
reflexionando.
—Por eso te
he dejado que vinieras hoy con nosotros—dijo, por último—. Si hicieras que me
dieran un tractor equipado con luz negra, siempre vendrías a echar de comer a
las plantas.
—¿Lo dices de
veras?
—De veras lo
digo. ¿Crees que no he notado que hace mucho tiempo que lo deseas? Siempre
remoloneas a nuestro alrededor y te quedas triste cuando nos vamos del
Cuartel.
—Llevas
razón. Y hasta esta noche, como lo que os llevabais no era más que los despojos
de los irracionales consumidos, no me importaba tanto.
—¡Ja, ja,
ja...!—intervino Vhora, desde el remolque—. ¡Hoy transportamos carne de terrestre!
¡Ya verás cómo se la comen!
—No sé quién
le mandará a este imbécil meterse donde no le llaman—barbotó Bróntara, al ver
que Ehliya, poniéndose de rodillas en el asiento, comenzaba a escuchar a su
ayudante.
—En
tiempos—siguió éste diciendo—, sólo alimentaban a las plantas con carne de
misionero. ¡Entonces—agregó—sí que debían estar lozanas!
Y se echó a
reír a mandíbula batiente, siendo coreado por la desharrapada joven.
El cuidador
cabo detuvo el tractor.
—¡Vamos,
imbécil!—le espetó a Vhora—. ¿No adviertes que estamos llegando? Saca ya la
defensa anti-planta.
Se hurgó el
aludido entre el sucio quimono y mostró en seguida un estuche muy plano, que
alargó a Bróntara.
—Aquí la
tienes—le dijo—. Unta bien a Ehliya, no vaya a ser cosa que la engullan.
—¡No les
faltará apetito!—se rió ahora el cabo, haciéndose cargo de la cajita—. Pero
aunque la engulleran, poco se perdería.
Clavó sus
verticales ojos en los de la muchacha, y prosiguió, con cavernosa entonación:
—Estoy por no
ponerte...
Ehliya no
pareció dejarse impresionar por las despectivas y amenazadoras frases de
Bróntara. Riéndose también, mientras éste abría el estuche, se subió de un
brinco al «capot» y bailoteó sobre él al compás de lo que canturreaba:
—¡Te
quedarías sin tractor, te quedarías sin tractor...!
La defensa
anti-planta consistía en una pomada o ungüento azulado, cuyo olor, imperceptible
para el hombre—ya de la Tierra o de Urano, ya de cualquier otro Planeta—, era
captado por los órganos olfativos de los vegetales carnívoros, produciéndoles
una inevitable repugnancia.
A tales
extremos llegaba la repulsión que las plantas teman a la pomada, que bastaba
hacerlas ingerir a la fuerza una porción de ésta para que desocuparan cuanto
contuviese su receptáculo segregador de ácidos, comparable a un estómago por la
similitud funcional con esta víscera.
—¡ Ven aquí !
—se puso en pie el cuidador cabo para ayudar a Ehliya a bajar al suelo del
pescante—. No tomes en serio mis palabras. Era una broma que te quería gastar.
Untándose los
dedos con el ungüento, procedió a embadurnar concienzudamente los hombros de la
joven, que le dejó hacer sin dejar de moverse.
—No te
quejarás—gruñó el cabo al concluir la operación. Y a su ayudante, en voz más
alta, tirándole el estuche de la defensa anti-planta—: ¡Guárdala y ten cuidado
de no perderla, imbécil!
Vhora cogió
la cajita al vuelo, con lo que demostró poseer una vista excelente, y, al
fijarse en la cantidad que había quedado en su interior, refunfuñó:
—Has gastado
más del doble de lo necesario, Bróntara.
Pero Bróntara
había vuelto a poner en marcha el tractor y el estruendo del motor de éste
impidió que oyera lo que le decían.
El cuidador
ayudante, por su parte, aprovechándose de las circunstancias, expresó en
ininteligibles murmullos el malhumor que experimentaba.
Y al final de
una retahíla de vocablos que sonaban mal hasta en uraniano, agarrándose a uno
de los costados del remolque porque estaban entrando en un terreno sin
urbanizar y el vehículo saltaba, terminó:
—Para lo que
vas a lograr, imbécil, que tú sí que eres imbécil... Una tonta no puede tener
influencia con el general Rhukata.
Segundo a
segundo, el Sol, que principiaba a asomarse al remoto Urano, disipaba la
oscuridad.
El paisaje,
como si actuara un mágico pincel, iba tomando brillantes tonalidades.
El desigual
camino, las carnívoras plantas que lo bordeaban y el tractor mismo, con todos
sus ocupantes, principiaron a traspasar la raya de un nuevo día.
Los vegetales
carnívoros, excitados por el para ellos apestoso olor que percibían, se
apartaban del camino cuanto, les era posible.
Era como si
hubiese en Zantro dos grandes Centrales Generadoras que soplasen sus
entrecortadas ráfagas en sentido contrario.
Aparecían
como mieses ordenadamente agostadas: como peinadas: como si fuera el camino una
sinuosa raya que hubiese hecho un peine en una cabeza monumental.
La blancura
de sus flores terminales resaltaba fuertemente de la tonalidad blanco-amarillenta
de sus abombados troncos, mejor tallos, que daban la impresión de ser extrañas
morcillas pálidas.
Saliendo de
las profundidades de las corolas, cuyos pétalos embalsamaban el ambiente con su
aroma inconfundible, terminados en una especie de dentada tenaza que les servía
para apoderarse de los alimentos, sendos tentáculos se bamboleaban con
siniestras ondulaciones.
En el suelo,
muy alejados unos de otros, se veían multitud de metálicos recipientes planos,
como torteras o paelleras, vacíos.
Vhora soltó
una risotada.
—¡Ja, ja,
ja!... ¡Los cuidadores aún no os han servido el desayuno!—voceó, haciendo
bocina con sus moradas manos, como para que le oyeran las amarillentas plantas,
muchas de las cuales, en efecto, como si hubiesen oído, plegaron sus pétalos.
—Puede
ser—dijo Ehliya—que se lo hayan engullido ya.
Bróntara se
rió tan estrepitosamente, que una bandada de pájaros, sobresaltada, sin duda,
por las voces y por las risas, cruzó sobre las cabezas de los ocupantes del
tractor, gritándoles improperios.
—¡Imbécil!—insultó
Bróntara a su achaparrado ayudante, que estaba siguiendo a las aves con sus
verticales ojos—. La tonta ha pensado más que tú.
En las
alturas de la atmósfera, descorriéndose como una cortina para dejar paso a los
rayos del sol, una uniforme capa de nubes artificiales, producidas durante la
noche por los nebulizadores, se iban
apelotonando, impulsadas por las ráfagas de aire, en los remotos confines de la
campana aisladora.
De pronto, el
cuidador cabo, a quien todavía duraba la risa, se quedó serio, detuvo el
tractor en mitad del camino y bajó de él.
Ehliya, como
viera que se dirigía directamente hacia las plantas, para meterle prisa, le
dijo:
—Ya sabes que
es la hora. Si el general se entera de que retrasas el cumplimiento de tu deber
de alimentación vegetal, prepárate. Entonces sí que te quedas sin tractor.
Bróntara, con
una agilidad que para sí habría deseado él.. Organizador del Cuartel General de
Zantro, siguió andando cómo si no hubiera entendido.
Llegado que
hubo a la primera fila de plantas carnívoras, los tentáculos de éstas
parecieron querer atacarle, pero luego, con un giro rapidísimo, se separaron de
él a más no poder.
Y mientras se
inclinaba y cogía un incipiente con comida, a pesar de que estaba protegido por
la eficaz defensa anti-planta, los vegetales tentáculos se agitaron con patente
desasosiego, ya tratando de alejarse, bien buscando el lugar por donde podrían
alcanzarle con su dentada tenaza.
Con el plano
recipiente en las manos, Bróntara, sin molestarse ni en mirar a las plantas,
volvió al tractor.
—¡Cómo se
nota que han llegado a Zantro los astronautas de Titania y de Ariel!—exclamó, depositando
aquella especie de bandeja en la ancha cadena de las ruedas—. ¡Les han traído
los productos de sus ríos y seguro que salsa picante también!
De nada
sirvieron las amenazas de Ehliya ni los tímidos reniegos del soldado Vhora.
Poniéndose a comer una espantosa bazofia, que tal era lo que contenía el recipiente,
se opuso rotundamente a que se movieran de allí hasta que no hubiera darlo fin
al «suculento» desayuno que tan a la vista habían dejado los cuidadores de los
astronautas
—Si no han
conectado todavía los amplificadores de Sol—habló una vez, con la boca llena.
Y ya no dijo
más.
Hasta que no
se hartó, después de haberse chupado los dedos y devuelto el recipiente al
sitio donde lo cogiera, no puso el vehículo en marcha.
La parada no
había sido grande, más, deseando, al parecer, recuperar los cinco escasos
minutos perdidos, se lanzó a una desenfrenada carrera.
De trecho en
trecho, llenos todos de comida ya, se advertían cada vez más recipientes,
rodeados éstos de madrugadoras aves de policromas plumas, las cuales, cuando el
tractor llegaba a su altura, se elevaban al cielo como un surtidor y sin dar
casi tiempo a que hubiese pasado, lanzando denuestos, volvían al suelo.
No era el de
los pájaros, naturalmente, un lenguaje conceptual, es decir, no hablaban empleando
palabras, pero sus chillidos y gritos y graznidos, que de todo había,
expresaban con tal claridad sus estados afectivos que tanto Ehliya como
Bróntara o Vhora, los comprendían.
De pronto,
una de las aves dio un grito desgarrador, se revolcó un par de veces en el
solitario recipiente que tenía para ella sola y gritó de nuevo. Al salir,
cubierta de un líquido lechoso, profirió otro grito terrible, que dejó en
suspenso el indescriptible alboroto que armaban los pájaros cercanos, y se
sacudió las alas con desesperación.
—¡Ja, ja,
ja!...—se rió Vhora, quien, según avanzaban, iba viendo al ave—. Ha metido el
pico en un recipiente de salsa picante. Cuando se la seque, está lista. ¡Ja,
ja, ja...!
El animal,
nos referimos al ave, gritando nuevamente, trató de remontar el vuelo. Pero no
lo consiguió. La salsa picante debía ser pegajosa y por instantes, al
solidificarse, la iba juntando las alas al cuerpo.
Al caer al
suelo, rebotó. Y presa de pánico, sin dejar de gritar, de una carrera ciega y
velocísima, fue a estrellarse contra el tractor, cuyas cadenas la aplastaron.
—¡Ja, ja,
ja...!—siguió Vhora riendo, quitándose con el dorso de la mano una pluma que le
había ido a una de sus abultadas mejillas moradas.
El cuidador
cabo detuvo el vehículo que conducía.
—Ya hemos
llegado—afirmó, mirando a Vhora— ¡Lárgate a la Zona Sur y echa un vistazo a la
casita del Valle!
El cuidador
soldado, tirándose del remolque, montó en una desvencijada carretilla mecánica
pe había por allí, cuyas ruedas chirriaron lastimeras, no como si les faltase
lubrificación, sino como si les estuviera costando un berrinche el uso que de
ellas iban a hacer, y se alejó a toda marcha.
Sin volver ni
una vez la cabeza, con la espalda de su sucio quimono brillante de defensa
anti-planta, se metió entre la exótica vegetación y, en breve, apagándose
paulatinamente los chirridos del vehículo, su pequeña y achaparrada figura se
perdió en el vivero.
Bróntara puso
entonces en marcha el tractor y tomó la dirección contraria. Atravesando la
cuneta con ciertas precauciones, para que el remolque no perdiera su carga, se paró en un pequeño claro.
—Les toca a
éstas—explicó a Ehliya, señalándole unas plantas carnívoras, bajándose del
tractor.
La
desharrapada uraniana palmoteo de contento. Y cogiendo una barra de acero que
había en el pescante, debajo del asiento que ocupaba, saltó al suelo apoyándose
en ella como si fuera un corto bastón.
—¡Vhora,
Vhora...!—llamó a grito pelado, yendo a reunirse con Bróntara, el cual estaba
en la parte posterior del remolque—. ¡Vhoraaa...!
Las plantas
de los alrededores, influidas a todas luces por los gritos, cerraron sus
blanquísimos pétalos y menearon sus tentáculos con evidente zozobra.
—No te
canses—dijo el cuidador cabo—. No puede oírte ni ese imbécil ni nadie—. Y
preguntó—: ¿Para qué lo quieres con tanta urgencia?
Ehliya,
haciendo caso omiso de la pregunta, preguntó a su vez:
—¿Estás
seguro de que no me puede oír nadie?
—¡Claro que
lo estoy! Los cuidadores que han venido antes que nosotros ya se han ido, y los
que están en camino, no llegarán hasta aquí. ¿No has visto los recipientes...?
Con una
celeridad insospechada, Ehliya, poniendo toda su fuerza en los golpes, dejó
caer dos veces la barra de hierro sobre la cabeza de Bróntara. Y en cuanto éste
se vino al suelo, lo arrastró hasta uno de los vacíos recipientes y lo metió
dentro.
Las plantas
carnívoras, creyendo seguramente que se trataba de su cotidiana comida,
aproximaron sus tentáculos y. como aterrorizadas, al recibir el olor de la
defensa anti-planta, los echaron velozmente para atrás.
La mañana
alumbrada ya con los amplificadores de Sol de Zantro, aparatos que servían para
aumentar la potencia de los rayos solares, muy débiles en Urano, hacía que el
paisaje brillase como si los colores se le hubieran desenfrenado.
La uraniana, con
unos pasos larguísimos, zancadas casi, retrocedió hasta el tractor, montó en él
y lo puso en marcha, internándose otro poco en el vivero.
Cuando detuvo
el vehículo en otro claro, pareció vacilar antes de decidirse a subir en el
remolque.
Con la frente
sudorosa, con unos ademanes como cansinos, al fin se determinó, mientras
murmuraba:
—Demasiado tiempo..., demasiado tiempo...
Y como si estas palabras le dieran ánimo para llevar a cabo lo que se
proponía, apoyó sucesivamente su cabeza en el tórax de los terrestres.
—No oigo
nada—musitó—. Los fuertes latidos de mi corazón anulan los que puedan tener...
Y de súbito, una idea cristalizó en su cerebro. Se la trajo, sin duda,
el escándalo que organizaban los pintados pájaros de la vera del camino.
Saltando del
remolque, corrió en busca de salsa picante, segura de que era la única
solución.
Al pasar
junto a Bróntara, el cual se hallaba en la misma posición, le arrebató sin
pararse el metálico gorro anti-radiactivo.
No tuvo
necesidad de preguntarse cuál sería el recipiente que necesitaba: allí, delante
de ella había uno que las aves habían aislado, y su instinto no podía
engañarles.
Introdujo, no
obstante, el dedo en el lechoso líquido, y se lo llevó a la boca...
Conteniendo
una especie de náusea, metió en el plano recipiente el gorro del cuidador cabo,
y, a toda velocidad de que era capaz, cuidando mucho de no verter ni una gota
de aquella concentradísima salsa, se lanzó en dirección al tractor.
Llegó
exhausta, más no lo notó. Sin vacilaciones, trepó al remolque y entreabrió
trabajosamente los labios del primer terrestre que le vino a mano, el más
grueso de los dos, y le embutió en la boca casi la mitad del líquido que traía.
E
inmediatamente, con una prisa febril, hizo igual con el otro fusilado.
Luego se
sentó junto a ellos y esperó. Transcurrieron unos cuantos segundos sin que
ninguno se moviera.
—¡Ha sido en
vano...!—dijo entre dientes la uraniana.
Y abrió desmesuradamente sus verticales ojos al creer que el terrestre
obeso hinchaba su amplísimo pecho, malamente cubierto por un destrozado
quimono.
Pero se había
engañado. No fue Roland, sino Dandridge el que estaba recuperándose de su
desmayo.
Y el terrestre, el americano, con los ojos desorbitados y la boca
abierta un palmo, tuvo la segunda impresión después de ser fusilado.
La primera
fue cuando la tonta aquella le cayó encima, en el patio de ejecuciones del
Cuartel General, y le salvó del tiro de gracia del teniente Ghrasku.
—¿Tengo algún
balazo en la boca..., guapa? —inquirió con una voz que era un suspiro—. Me arde
la lengua y me escuece la garganta...
—No temas,
vencedor de la muerte. Es salsa picante.
Dandridge
cerró fuertemente los ojos, como queriendo significar que hubiese preferido
morir antes que ingerir semejante salsa, y se afanó en escupir.
Ehliya, con
sus propias manos, se la quitó de las fauces.
—Gracias a
ella has vuelto a la vida—le dijo, como regañándole, al tiempo que se limpiaba
los dedos en uno de los costados del remolque.
Roland
comenzó a moverse.
—¡Ja, ja,
ja...!— se rió la uraniana—. Aunque no llevas armas visibles, debes ser un
guerrero temible: la muerte no osa meterse en tu cuerpo.
A la par que
Roland sufría una convulsión y se quedaba rígido, Dandridge, que estaba boca
arriba y no podía ver a su compañero, preguntó a la enigmática muchacha:
—¿Con quién
hablas?
—Con nadie,
vencedor de la muerte—contestó Ehliya, meneando negativamente la cabeza—. Con
nadie...
—¿Cuántas
heridas... tengo?
—No lo sé,
pero muchas. ¿Deseas que las cuente?
Y sin
aguardar respuesta, comenzó a enumerar:
—Dos surcos
en el cráneo.
—Dos—repitió
Dandridge.
—Aquí, en el
hombro, también hay sangre— prosiguió la joven morada—, aunque quizá...
Tan
bruscamente que el americano dio un grito, se interrumpió y le rasgó el
plástico de aquella parte del quimono.
—Sí—afirmó en
el acto—. Es herida.
—Tres—contó
Dandridge.
—En el
costado veo otra.
—Cuatro...—musitó
el herido.
—En la pierna
hay otra más, que sólo ha sangrado una gota.
—Cinco...
Sigue.
—No encuentro
ninguna. Te las he dicho todas.
—¡Cinco...
impactos! ¡Y luego... decís que vuestros... soldados no tienen... puntería! Me
temo que...
—¡Ja, ja,
ja...!—estalló en carcajadas Ehliya— ¡Si tuvieran puntería, a estas horas
tendrías tú catorce balazos en el cuerpo!
—Quince—corrigió
Dandridge—. El tiro de... gracia también habría que contarlo. Gracias... Si
salgo de ésta no te olvidaré... En la Tierra... podrían sacarte de... la cabeza
lo que no... te funciona... bien.
Agotado por
el esfuerzo de hablar, enmudeció y se quedó con los ojos muy fijos y la boca
entreabierta.
Ehliya, ni corta
ni perezosa, echó mano al gorro del cuidador cano y arrebañó con los dedos la
salsa que quedaba.
—¡ No...! Por
favor——rogó Dandridge—. Deja eso... ¿Te importaría curarme?
—Me parece
que no voy a saber.
—¿ Hay por
aquí algún surtidor de agua ?
—Naturalmente.
El que emplean los cuidadores para dar de beber a las plantas.
Dandridge
pareció asombrarse.
—¡¿Ah,
pero...?! Yo creía... que eran alucinaciones esas cosas que veo... moverse en
lo alto.
—¡Ja, ja,
ja..!—tornó a reír la uraniana—.
¡Son los
tentáculos de las plantas, terrestre, y pájaros! ¿No oyes cómo escandalizan
éstos?
—Sí..., sí...
¡Lo oigo...! ¡Lo... oigo! El Valle de las... Plantas Carnívoras..., claro...
¡Los tentáculos..., los pájaros...!
—Caima,
calma—le puso Ehliya las manos en los hombros para detenerle, ya que pugnaba
por incorporarse—. Voy a llevarte al surtidor si me prometes estarte quieto.
—Te lo...
prometo... ¿Dónde estoy...? ¿Dónde está mi compañero...?
—Guarda
silencio, que yo te lo diré todo. Estás en el tractor de los cuidadores del
vivero del general Rhukata.
—El general
Rhukata... El general Rhukata...
—Cállate y no
olvides que me has prometido estarte quieto.
Dandridge,
incapaz de hablar, asintió moviendo los párpados. Y antes de que la andrajosa
uraniana hubiese pasado del remolque al tractor, perdió el conocimiento.
Y ni el
traqueteo de las ruedas ni el raudo desplazarse de las bandadas de aves ni los
serpenteantes tentáculos de las plantas, fueron bastante para hacerle recobrar
el sentido.
Con una
sensación de ahogo inminente y chorreando agua, se despertó al lado del
surtidor automático de los cuidadores.
—¿Sabes...
dónde está la Avenida de Trolimeh?— le preguntó ansiosamente a Ehliya, en cuyo
regazo, tenía la cabeza apoyada.
—Si, lo sé.
—Es una
Avenida de... séptimo orden... No tiene aceras... móviles ni nada..., pero
tienes que ir. ¿Tienes que... ir! ¿Me estás escuchando?
— Te escucho,
sí. Dime lo que quieres que haga allí.
—¡Tienes que
ir..., tienes que ir...! No preguntes..
—¡Ja, ja,
ja...!—la risa de la uraniana, tan extemporánea como de costumbre, resonó
extrañamente en el Valle de las Plantas Carnívoras del Imperio del Sol
Poniente.
—No te
rías..., te lo ruego. Tienes que ir al Salón del...
Dandridge se
estremeció y dejó de hablar. Ehliya le tocó con la palma de una de sus moradas
manos su blanquísima frente, y luego, depositando la cabeza en el suelo del
remolque, se levantó.
—Avenida de
Trolimeh—murmuró como intrigada—. Salón del... ¿Qué habrá querido decir?
Los
verticales ojos de la joven se escondieron un instante debajo de los párpados.
Después, como
siguiendo los dictados de un irresistible impulso, tras cerciorarse de que los
tentáculos de las hambrientas plantas no podrían alcanzar al remolque,
desenganchó el tractor y se fue a Zantro, prorrumpiendo absurdas carcajadas de
cuando en cuando, empeñada en dar con el salón que había dicho el terrestre.
Las amplísimas avenidas de la
capital del Imperio del Sol Poniente eran hervideros de astronautas sin
graduación, los cuales, con redondos bostezos en sus triangulares semblantes
morados, salían a chorros de las esféricas moles de sus cuarteles de aluminio.
Con los
verticales ojos aún entornados por el sueño, los soldados de Urano y de sus
Satélites, ya vestidos con «monos», ya con quimonos, según el arma a que perteneciesen
y si estaban de servicio o no, se dejaban llevar por las pasarelas y se paraban
luego en las aceras móviles, cómodas cual vehículos, que les conducían en la
dirección que ellos deseaban.
Y según la
prisa que tuviesen, así se plantaban con sus sandalias de plomo en la más veloz
de las aceras, situada paralelamente al arroyo, reservado al raudo e incesante
tráfico rodado, o en la más cercana a los redondos edificios, que corría con
suma lentitud.
Entre una y
otra de las citadas aceras móviles—metálicas cintas escalonadas que sobresalían
ligeramente del pavimento—había otras dos más, ocupadas por astrosos vendedores
y vendedoras, cuyas velocidades aumentaban prodigiosamente a medida que se
aproximaban a la recta calzada.
Los
comerciantes ambulantes, balanceando las bolsas de mercancías que llevaban
colgadas a los extremos de una corta varilla horizontal, apoyada ésta en los
hombros—al estilo de los pueblos orientales de la Tierra, por detrás del
cuello—, se desgañitaban en sus micrófonos, alabando la bondad de sus
productos, y los altavoces individuales entremezclaban ensordecedoramente los
gritos de todos.
Con
frecuencia, cualquier grupo de los astronautas que se desplazaban en la acera
veloz, arrastraba consigo a cualquier vendedor o vendedora de los que tenían al
alcance de la mano al pasar, y le vaciaban en un momento las bolsas de
plástico.
La variedad
de artículos era tan extensa, tan heterogénea y tan completa, en una palabra,
que casi bastaría con decir que había de todo lo que se podía comprar con
dinero.
En las concurridísimas
avenidas de Zantro se vendía desde la más modesta dosis de vitaminas
concentradas, hasta el más selecto de los productos de los ríos de Titania y de
Ariel; desde el más vulgar alimento endulzado con la cantidad de glucosa
aprobada en el Congreso Cósmico correspondiente, hasta la más exquisita de las inhalaciones
de Oxígeno o de anhídrido carbónico, a elegir, según el estado en que se
encontrase el organismo del astronauta comprador; desde «monos» y quimonos,
hasta cinturones y sandalias; desde armas cortas desintegradoras, hasta glucosa
pura.
Como es
natural, estas dos últimas mercancías no eran voceadas. Pero muy tardo de
comprensión tendría que ser el soldado que no supiera a quién dirigirse para
que se las proporcionara.
Le bastaría
con mirar a lo alto, semicerrando los ojos para que no le deslumbraran los
amplificadores de Sol hasta que descubriera a alguna patrulla aérea, instante
en que no tenía más que seguir a los cincuenta o sesenta vendedores que iban en
las aceras intermedias y que, abandonando a los restantes, se lanzaban como
locos a la colocada en el plano inferior.
Ehliya dejó
el tractor en un estacionamiento subterráneo y subió a la superficie en el
ascensor.
Durante el
trayecto vertical causó la admiración de cuantos la rodeaban.
No por su
ensangrentado quimono, que su atuendo no se diferenciaba mucho del de las
desastradas mujeronas, vendedoras o no, que transitaban a aquellas tempranas
horas por las avenidas y por las entrañas de Zantro, sino porque no paró de
reírse.
Una vez en el
exterior, así que la depositó la pasarela en la acera lenta, saltó
sucesivamente de una intermedia a la otra y terminó por ocupar un hueco libre
de la acera veloz.
Su rumbo, por
el momento, no tenía pérdida: para ir a la Avenida de Trolimeh debía atravesar
en línea recta toda la ciudad.
Conque se
sentó tan tranquila y se dejó conducir.
Al final de
la como a modo de correa sin fin, que así era la acera móvil en su terminación,
en lugar de salir normalmente de ella, mediante un pequeño salto vertical para
anular la inercia, se dejó llevar por ésta, con lo que, sentada y todo como
estaba, fue proyectada a más de cien pasos de distancia, cosa que debió
causarle extraordinario placer.
Por lo menos,
mientras surcaba el aire se rió como si le hicieran cosquillas y, si bien al
caer se dejó ya de tonterías, pues tuvo buen cuidado de adoptar todas las
precauciones publicadas para evitar accidentes en casos similares—tales como
encoger las piernas y echar el cuerpo hacia atrás—, tomó tierra sin cesar de
reír.
Seguidamente,
como si tal cosa, comenzó a caminar. Aquella parte de Zantro, excepto en la
desembocadura de la acera, estaba tan abarrotada de astronautas y de
escandalosos vendedores como las demás.
Abriéndose
paso a codazos, la uraniana consiguió llegar a la Avenida de Trolimeh.
Sólo entonces
se puso seria. Quizá se había dado cuenta de que, sin preguntar a alguno de los
vendedores que tenían sus puestos pegando a las esféricas fachadas de las
casas, le sería difícil encontrar el Salón que andaba buscando.
La avenida en
cuestión, aun siendo de séptimo orden y careciendo de las más elementales
comodidades, tenía nada menos que cinco kilómetros de longitud.
Cinco
kilómetros que, contando las dos aceras fijas, puesto que ambas habría de
recorrerlas si no resolvía el problema de otra forma, se multiplicarían por
dos.
Y recorrer
diez kilómetros a fuerza de codazos y avanzando un par de pasos y retrocediendo
uno o, a ratos, los dos, requeriría muchas horas de continuado esfuerzo.
Sin notarlo,
al divisar delante de ella a un soldado con «mono» del Cuartel General,
principió a reírse por detrás de la cara.
Redoblando
los empujones que repartía a diestro y siniestro, alcanzó al soldado, le asió
por un brazo y le obligó a volverse.
—¡Ehliya...!—exclamó,
asombrado, el hombre.
—¡Lharu...!—exclamó
la muchacha.
—¡¿Qué haces
por estos andurriales?!
Ehliya puso
los ojos en blanco y juntó las palmas de las manos ante el pecho.
—¡Eres el
átomo de uranio que comunica energía a mi alma fatigada, Lharu!—declamó casi. Y
añadió—: Mis ojos, al verte, han transmitido a mi corazón la fuerza de
infinitas desintegraciones nucleares.
—¡ Por la
Sagrada Planta, Ehliya!—parpadeó Lharu, evidentemente perplejo.
—No tengo
amigos...
—No soñé que
estuvieras tan deshidratada de afectos, Ehliya. Pero ya tienes uno: yo soy tu
amigo, te lo juro. ¿Qué te pasa?
—Tengo
noticias—repuso, tambaleándose como si fuera a caerse—de que el hermano de mi
madre me espera en el Salón del...
Quedándose
quieta de repente, como si le hubiera llamado la atención algo de lo que
sucedía a su alrededor, por donde circulaban ininterrumpidamente astronautas y
soldados rasos, se detuvo.
Lharu, que ya
habíase determinado a ayudarla, aguardó a que ella concluyese de decir el
nombre del Salón para guiarla. Más, como no hablase, se lo preguntó:
—Salón del...
¿qué?
—No lo sé,
guerrero—contestó la muchacha, azorada—. Quien me lo comunicó iba en una de
esas rígidas formaciones en las que está severamente prohibido hablar, y no
nudo revelármelo. No obstante su jefe, que oyó lo poco que me dijo, le taladró
con la mirada. ¿Crees que le castigarán?
El soldado
del Cuartel General, dudoso, se ladeó un
tanto su anti-radiactivo y alto gorro.
—No puedo
pronosticarlo—se encogió de hombros por último—. Depende del jefe que fuera. Pero—siguió,
al notar el temblor que sacudía a Ehliya.—aunque sea que sí, no te preocupes,
es una falta leve y se castiga con cuatro o cinco descargas eléctricas, nada.
—¡Pobre de
mí...!—lloriqueó ella—. El amigo del hermano de mi madre recibirá descargas por
mi culpa, y yo no podré encontrar a mi pariente. ¡Todo está en contra mía!
¡Cualquiera sabe cuántos Salones habrá en esta avenida!
Lharu,
enderezándose el gorro, propuso:
—Si lo
deseas, podemos preguntar.
No obtuvo
respuesta hasta varios segundos después: Ehliya, pasando de las lágrimas a la
risa, había estado siguiendo con la vista a una patrulla aérea y apuntándola
con el dedo.
—No vas a
tener tiempo—dijo muy seria, al fin, cuando los reactores ya no se vieron—.
Vistes el «mono» de servicio y se te va a hacer tarde para la guardia.
—Me falta una
hora. ¿Vamos..., o es que no quieres que vaya contigo?
Muy juntos,
apartando Lharu los obstáculos humanos, fueron ganando terreno en dirección a
un anciano que estaba detrás de un puestecillo de vitaminas.
—Ehliya—inquirió
el soldado mientras atravesaban la acera—, ¿ es verdad que tú sabes trabar
amistad con algunos cadáveres?
La uraniana,
con la voz extrañamente ronca, con una entonación que era a la vez un conjunto
de amenazas y de misterios, asintió:
—Sí—dijo—.
¿Es que lo pones en duda?
—No...,
no...—tartamudeó Lharu—. Es queque te he visto actuar en el patio de
ejecuciones, ¿sa... sabes?, y siempre pensé pedirte una cosa.
—¡Pídela,
pídela, que ya me estaba preguntando la cabeza cómo podría florecer mi agradecimiento
!
—Cuando...
cuando yo traspase la línea de la vida, cuando mis ojos dejen de ver y mis
oídos de oír, ¿querrías...?
—Continúa.
—¿Querrías
prometerme dejar mi cuerpo en paz?
Antes de que
Ehliya pudiese responder en un sentido o en otro, ya se había encarado Lharu
con el anciano.
—¿Cuántos
Salones hay en esta Avenida? —le interrogó.
—Muchos,
soldado, muchos— se lamentó el viejo—. La juventud de hoy piensa más en las
escrituras que en las fortificantes vitaminas.
—Buscamos el
Salón del... No sabemos más.
—¡Ah!, pues
es el del Astronauta Solitario, no puede ser otro. En esta misma acera...
—¿Cómo estás
tan seguro, viejecito sabio, admiración de Zantro, de que es ése y no otro el
Salón que vamos buscando?
El vendedor
de vitaminas soltó una carcajada tremenda.
—¡Pues porque
está el Salón de la Planta Carnívora, el de la Constelación Lejana, el de la
Débil Luz Solar, el de ¡Bienvenido, Astronauta!, el de...!
—¡Basta,
basta! Ya he comprendido: es que sólo hay uno que sea el Salón «del»...
El anciano
montó en cólera.
—¡Detén la
lengua!—rugió, levantando la mano—. ¡Nunca interrumpas a un viejo cuando habla!
Lharu fue a
decir algo a Ehliya, pero no la encontró a su lado.
El vendedor,
variando bruscamente el airado tono de sus voces, poniéndole delante de su aplastada
nariz una cápsula de vidrio, como para que la oliera, le dijo, obsequioso:
—Si me
compras una dosis masiva de vitaminas, aunque sólo sea, te perdono.
—No...—empezó
a excusarse Lharu.
Y el viejo,
convirtiendo la voz en un susurro, dejando la cápsula donde la había cogido y
metiendo la mano debajo del puestecillo, murmuró entornando los ojos:
—¿Glucosa,
tal vez...?
—No tengo
dinero, anciano.
—¡Lárgate
entonces y no interrumpas mi ruinoso negocio, pordiosero! ¡Vagabundo! ¡Parásito
del Imperante!
El soldado,
sin hacer caso en absoluto de los gritos con que el viejo vendedor le
perseguía, entre otras cosas porque escenas como la descrita eran corrientes y,
además, los restantes altavoces ahogaban los improperios, se metió en la riada
de soldados y se alejó de él.
Tan aprisa
como pudo, resuelto a hallar a Ehliya, se encaminó al Salón del Astronauta
Solitario, en cuya puerta tuvo la suerte de encontrarla.
—Ehliya—le
habló suavemente, cogiéndola de una manga del quimono cuando ella ya iba a
penetrar, en el Salón—, ¿te has olvidado de tu amigo Lharu?
Con expresión
como ausente, Ehliya se dio media vuelta y se lo quedó mirando.
—No, Lharu,
¿cómo podría olvidarte?
—Te has
marchado sin esperarme y sin contestar a la pregunta que te hice...,
¿recuerdas?
—Vete
tranquilo, Lharu. Para pagarte el favor que me has hecho, te prometo lo que me
pediste.
Y Lharu,
feliz porque la tonta Ehliya le había prometido no intentar trabar amistad con
su cadáver, se fue al Cuartel General en busca de la tediosa guardia que le
esperaba.
La uraniana
entró en el Salón, abarrotado de astronautas y de soldados, y lo regó con un
rápido vistazo circular.
Después,
resueltamente, se dirigió al mostrador, se puso frente al delgadísimo hombre
morado que había detrás limpiando un copiador auditivo de cristal, y le espetó:
—Vengo de
parte del espía terrestre.
El hombre,
desorbitando los ojos, se dejó caer el copiador y Jo rompió en mil fragmentos.
El lentísimo
rodar de la carretilla automática alargaba la distancia, y los agentes
secretos, cambiando entre sí miradas de inteligencia, se preguntaban en
silencio a qué hora podrían llegar al Cuartel General.
Según les
explicara el tan poco comunicativo cuidador que guiaba, el cual les había
ayudado a salir del nauseabundo interior de las plantas que los habían
engullido, en el Valle no quedaba más vehículo que el suyo.
Y, en efecto,
durante el trayecto no encontraban ni un mal tractor, motivo por el cual,
quieras que no, se veían forzados a hacer el viaje en la chirriante carretilla,
si lenta, mucho menos que sus propias piernas.
Con los
vegetales carnívoros habían pasado un mal rato. No por temor a ser devorados,
ya que los «monos» de los oficiales astronautas de Urano, como fácil es de
comprender, iban provistos de su correspondiente cantidad de defensa anti-planta.
El mal rato
que miss Nickman y Bruce habían pasado se debió al invencible asco que
experimentaron al sentirse en contacto con los escurridizos tentáculos, los
cuales—no haría falta decirlo—, no pretendieron aprehenderlos, sino todo lo
contrario, quitárselos de encima para alejar el olor de la defensa.
Ahora bien,
como los agentes iban sentados en los sillones paracaídas, fijos a ellos por
medio de sus respectivos cinturones de seguridad, éstos, los asientos, y sus
piernas se habían introducido fuertemente entre los pétalos de las sensibles
flores, que, impresionadas, se plegaron en el acto.
Cuando la
cortina de nubes artificiales empezó a descorrerse, hecho que acaeció escasos
segundos después de la arribada, cuando los paracaídas habían detenido ya su
rotor, Jane Nickman y Gerald H. Bruce, a la débil luz del Sol, se afanaron en
desceñirse hasta la última de las correas que integraban el firme sistema de
sostén, con intención de abandonar los sillones y saltar al suelo.
Sin embargo,
debido al peso, cuando vinieron a soltarse ya no pudieron llevar a cabo sus propósitos:
se encontraron cayendo en el ácido interior de los «estómagos» de las
agitadísimas plantas.
Suerte
tuvieron de que sus estaturas, gracias a los sillones, que como es natural,
cayeron los primeros, les permitiera ponerse en pie sobre ellos y sacar la
cabeza al aireado y brillante exterior del alucinante vivero, iluminado ya con
los amplificadores de Sol de Zantro. Su posición entonces amén de
extraordinaria e inaudita, se hizo singularmente incómoda.
Cogidos por
el cuello por los cerrados pétalos, con los brazos pegados a lo largo del
cuerpo en el interior de la blanquísima corola y del amarillento tallo
abombado, fueron sacudidos por los vegetales, cuyo «estómago» pugnaba por
expulsarlos, sin éxito, por desgracia, a causa de los sillones, que habían
clavado el bastón de sus respectivos respaldos—bastón integrado por el eje y
las paletas del rotor—en las fofas fibras de la cavidad.
De muy lejos,
traída por las ráfagas de aire de la Gran Central Generadora, había llegado una
voz fina, de mujer, que gritaba con típica inflexión uraniana:
—¡Vhora,
Vhora...! ¡Vhoraaa...!
Y un hombre
de pequeña estatura, con el quimono de plástico hecho jirones y con huellas en
su morado cuerno de haber sido atrapado más de una vez por las tenazas de los
tentáculos, había surgido en silencio a sus pies.
—¡Ayúdame a
salir de aquí, imbécil!—le había increpado Bruce, desde lo alto.
El
hombrecillo, con el consiguiente asombro, había abierto mucho los ojos y se
había quedado mirando a la pareja de agentes del Servicio Secreto Intersideral.
—¿Quiénes
sois?—les dijo.
—¡Capitán
Sitheku!—gritó Gerald H. Bruce—. ¡Astronauta del Tercer Cuerpo Mortal!
—¿Y tú?—quiso
saber entonces el andrajoso individuo, apartando la vista de Bruce y clavándola
en Jane Nickman, cuya cabeza sobresalía de una planta cercana.
—Capitán
Yhakotri—contestó la joven, creyendo sentir ya en los ni es el cosquilleo que
le produciría en breve el ácido del convulso vegetal que la contenía—. De la
Segunda División Femenina de la Muerte.
—¡
Ah!—exclamó el hombre.
Y cuando parecía que iba a seguir hablando, se calló y entornó sus
verticales ojos.
Estaba
percibiendo el lastimero chimar de una carretilla mecánica que se acercaba.
—¡Vamos!—le
metió prisa Bruce—. Tenemos que ir al Cuartel General inmediatamente.
El individuo,
como si hubiese tomado una rápida determinación, levantó la mano y dijo:
—Aguardad un
momento, heroicos navegantes del éter. Voy a cambiarme de quimono.
Y se había ido como una centella, sacando en zigzag, sorteando con
inusitada habilidad las tenazas de los tentáculos que amenazaban con
engancharle al menor descuido.
—No lleva
defensa anti-planta—dijo miss Nickman.
—Esperemos
que tenga cerca el quimono —gruñó Bruce—. Esta situación no podemos sostenerla.
Van a terminar por asimilamos.
El chirrido
de la carretilla dejó de escucharse. En su lugar, aunque no podían asegurarlo,
se oyó una especie de quejido sordo o grito ahogado, al que ni siquiera
prestaron atención, ya que bastante tenían con debatirse para hacer lo posible
por escapar.
A poco, a
todo correr, apareció el hombre, vestido con un quimono sucísimo y tocado con
el gorro anti-radiactivo, que venía abrochándose el cinturón por el camino.
Con su ayuda,
ya que trepó entonces por los tallos con suma destreza, sin temor a las plantas,
pues que en su espalda se veía el azulado brillo del ungüento defensivo,
primero a la muchacha y después a Bruce, les había resultado relativamente
sencillo salir del apurado trance.
—¿Eres
cuidador de los viveros?—se interesó Jane Nickman, que no quería dejar de
enterarse de las actividades de su salvador, ya que, llegado el caso, lo mismo
que ahora acababa de hacerlo, en cualquier otra ocasión podría hacerles algún
otro favor. O a la inversa.
—Sí—repuso
concisamente el hombrecillo.
—¿ Cómo te
llamas ?—inquirió Gerald H. Bruce.
—Nhorijeku—repuso,
tan conciso como antes, poniéndose la mano en la cara como si le hubiera picado
un insecto.
—¿Te ha
salpicado una gota de ácido?—le preguntó la joven, solícita, al ver que se
rascaba una de sus chupadas mejillas.
—Sí—dijo él.
Los agentes
secretos se miraron. Aquel tipejo pensativo, de cuyo embarrado quimono podía
decirse que «el difunto era mayor», contestaba siempre de una manera tan
rotunda como adusta y no era posible sacarle más de dos palabras seguidas.
A fuerza de
interrogaciones, miss Nickman y Bruce llegaron a la conclusión de que iban a
tener que servirse de la carretilla mecánica que el hombre decía tener en las
proximidades, para trasladarse a la capital del Imperio del Sol Poniente.
—¿Nos la
prestas?— le dijo Bruce.
—No—respondió
él.
—¿Nos la
vendes?—terció miss Nickman.
—No.
Bruce,
aparentando unas intenciones que estaba muy lejos de tener, se llevó la diestra
al cinturón y agarró la culata del revólver desintegrador.
—¿Te mato
entonces?—le espetó, amenazadoramente.
EL individuo,
dando un paso para atrás, creyendo, sin duda, que la amenaza era formal,
extendió un brazo.
—Yo también
tengo que ir a Zantro... Os llevo en mi carretilla... y entraré con vosotros en
el Cuartel General.
—En
marcha—ordenó Jane Nickman.
Y allí estaban, muy cerca ya de la primera acera móvil.
—¿Dónde
estacionas la carretilla?—habló el agente del Servicio de Inteligencia
Intersideral, extrañado de que el cuidador soldado, deteniendo las chirriantes
ruedas del artefacto en mitad del camino, saltase de ella, diciendo:
—Los últimos
metros podemos hacerlos a pie.
Como no había
tiempo que perder y el detalle no parecía tener importancia. Bruce no se
preocupó de obtener respuesta a su pregunta y echaron a andar hacia el comienzo
de las aceras y de la correspondiente avenida.
Uno tras otro
subieron a la acera veloz, la cual les condujo en pocos segundos a la puerta
principal del Cuartel.
Y cuando ya iban a entrar en él, un gran tumulto les llamó la atención:
vendedores, astronautas, soldados y cuantos se encontraban en los escalones de
las aceras, se lanzaban corriendo hacia la superior, como para dejar paso a
algo o alguien que venía en la veloz.
—¿Qué ocurre,
Nhorijeku?—indagó miss Nickman.
—Patrulla—dijo
el aludido.
En efecto se
trataba de una de las patrullas pedestres del Cuartel General, que, con su jefe
al frente, retomaba a su base.
—Parece que
traen un prisionero—murmuró Bruce.
—Yo diría que
es una mujer—asintió miss Nickman.
El cuidador,
más locuaz que nunca, empinándose en la pasarela, se puso a hablar por los
codos:
—Es una
mujer—dijo—, pero no creo que venga prisionera. Es Ehliya, la tonta que está
bajo la protección del general Rhukata. El jefe de la patrulla es el teniente
Ghrasku, especialista en la captura de espías.
El «capitán
Yhakotri» y el «capitán Sihteku», sin reflejar en sus morados semblantes la
emoción que estaban experimentando, se fijaron detenidamente en el arrogante
teniente Ghrasku.
Mientras
tanto, Nhorijeku, incomprensiblemente parlanchín, continuaba explicando las
vidas y virtudes de los tres o cuatro soldados que integraban la patrulla.
Y al final, con una entonación en la que los agentes secretos creyeron
notar una velada alusión, repitió:
—El teniente Ghrasku es especialista en la captura de espías.
El delgadísimo uraniano,
rápido como el pensamiento, desapareció detrás del mostrador del Salón.
Ehliya no
tuvo tiempo ni de respirar. Antes de que pudiera darse una idea de en qué clase
de lío se había metido, se vio cogida por una muñeca y, no sin hacerla golpear
de intento la cabeza contra la dura superficie horizontal donde se entregaban a
los madrugadores clientes del Astronauta Solitario los copiadores auditivos que
solicitaban, sin poderlo evitar, obligada a pasar al lado de allá.
El dueño la
observó una fracción de segundo.
—¡
Pletisu!—llamó luego a su dependiente, que estaba entre las mesas del Salón
atendiendo a los soldados.
—¿Qué
quieres, Zayakhuno?—bostezó el aludido, encaminándose hacia el mostrador.
—Atiende tú
solo a la clientela—siguió Zayakhuno—. Yo tengo que irme.
Pletisu, a
quien se le había pasado el sueño ante el conflicto que se le presentaba, ya
que para una persona sola era casi imposible llevar el negocio, protestó:
—Mira que en
seguida van a venir los soldados de los cuarteles más apartados, y yo solo no
voy a dar abasto.
Al fijarse en
Ehliya, como extrañado de su presencia allí, preguntó a Zayakhuno:
—¿A dónde
vas?
El flaquísimo
uraniano, visiblemente nervioso, haciendo denodados esfuerzos para sonreír,
repuso:
—De momento,
a la trastienda. Es que—explicó a Pletisu, en vista de que éste no apartaba los
ojos de la muchachita—ha llegado de Lushin la prima de mi padre, y deseo que me
cuente cosas. ¡Hace tanto que no le veo!
Los verticales
ojos del dependiente brillaron con un indefinible y malicioso fulgor.
—¿ Es ésta la
prima de tu padre ?—inquirió. Y añadió seguidamente, sin dar tiempo a su patrón
para contestar—: Tengo el presentimiento de que la conozco.
El dueño del
Astronauta Solitario se puso rígido.
—Sí—afirmó,
levantando el brazo de Ehliya—, ésta es la prima de mi padre. Y no puedes
conocerla, porque está recién llegada de mi añorado pueblo.
El
dependiente, sin cesar de mirar a Ehliya, se puso uno de sus morados dedos en
la boca y se lo mordió.
—Así que—fue
diciendo lentamente después— te ha dicho que viene de Lushin...
—Sí—asintió
Zayakhuno.
Pletisu se
acodó en el mostrador, quitó los ojos de la jovencita y los posó en su patrón.
—¡Te
engaña!—exclamó—. ¡No te fíes de ella. Zayakhuno! Estoy seguro de que ni un
detector de mentiras resistiría las de esta desharrapada.
Se oyeron las
palmas que batían unos soldados que acababan de entrar en el salón, y Pletisu,
volviéndose hacia ellos, gritó para dominar el murmullo de las palabras que los
de las mesas pronunciaban en sus respectivos copiadores auditivos:
—¡Voy,
voy...!
Luego,
tornando a encararse con Zayakhuno tan velozmente como se había dado la vuelta,
prosiguió:
—Ayer estuve
en el Cuartel General y la vi allí. Siempre está allí. Dicen que la protege el
general Rhukata porque sabe trabar amistad con los cadáveres, pero lo que pasa
es que es tonta.
Ehliya soltó
una destemplada carcajada. Y Zayakhuno, levantando otra vez el brazo cuya
muñeca sujetaba, sostuvo:
—Esta es la
prima de mi padre, Pletisu. ¿No estarías bajo los efectos de la glucosa?
Algunas veces se te va la mano.
El
dependiente se encogió de hombros.
—¿No ves que
la voz de mi corazón no puede equivocarse ?—continuó el dueño del Salón. Y
dejando a su interlocutor con la palabra en la boca, para darle a entender cuán
equivocado estaba, tiró suavemente de Ehliya y la separó del mostrador,
diciendo mientras tanto, bajito, pero como para que el dependiente lo oyese:
—Ven,
Shakiyine, Nebulosa Enorme, ven conmigo. No hagas caso de las idioteces de
Pletisu. El sí que es tonto.
Pletisu,
encogiéndose una vez más de hombros, se metió las manos en las amplias mangas
de su impecable quimono y fue a servir copiadores a los que se los estaban
pidiendo con reiteradas palmadas.
Zayakhuno, sin
soltar para nada a Ehliya, abrió la puerta de la trastienda del Astronauta
Solitario y la rebasó con presteza.
—¿ Qué tienes
que decirme, Shakiyine ?—habló nervioso, así que hubo cerrado a sus espaldas la
entrada de aluminio.
—Vengo de
parte del espía terrestre.
El uraniano
dio un prolongado suspiro, apretó con más fuerza la muñeca de Ehliya y gruñó:
—No te
entiendo, Shakiyine.
—No me llamo
Shakiyine—replicó Ehliya, reprimiendo un ¡ay! de dolor—: Me llamo Ehliya y
vengo de parte del espía terrestre.
El dueño del
Salón se pasó la mano libre por la frente, como si le doliera la cabeza.
—Me está
pareciendo—opinó, como quejándose—que Pletisu lleva razón: tú eres tonta.
—Todos me lo
dicen—rió ella—. A mí ya no me extraña oírlo.
Se puso seria
y añadió:
—Pero vengo
de parte del espía terrestre.
—¡Ya te he
dicho que no te entiendo!—la fulminó Zayakhuno, zarandeándola de mala manera.
—Si no me
entiendes—arguyó la muchacha, haciendo equilibrios para no caerse—, no puedo
decirte más.
El uraniano,
de repente, se quedó inmóvil. Y con los ojos relampagueando, miró fijamente a
los de Ehliya.
Fue un
verdadero duelo de miradas, en el que cada uno peleaba por desnudarle al otro
la intención.
Cedió
Zayakhuno.
—¿Y si te
entendiera?—musitó.
—Hablaríamos.
—¿De parte de
qué espía terrestre vienes?
Ehliya se rió
tan desaforadamente, que el dueño del Astronauta Solitario temió que los
soldados del Salón iban a tener que ser indemnizados, pues los papeles de sus
respectivos copiadores no iban a registrar más que carcajadas.
—Ahora soy yo
la que no te entiendo, Zayakhuno—habló Ehliya en cuanto pudo dominar algo la
risa.
—¿Cómo era el
terrestre?—volvió a la carga el uraniano, aun a riesgo de volver a hacerla
reír.
Mas ahora la
joven ya no rió. Lejos de hacerlo, pareció que iba a llorar.
No lloró,
empero, tampoco. Con una voz finísima un suspiro casi, propuso:
—Di tú, a ver
si aciertas. Zayakhuno. Si de veras eres su amigo, debes conocerle.
—¿Muy alto,
muy fuerte, rubio el cabello y con los ojos azules como la defensa anti-planta?
—No.
—¿Delgado,
rostro triangular, como el nuestro, pequeña la estatura... ?
—No—denegó
Ehliya. interrumpiéndole.
—¿Esbelto,
rubio, ojos negros como la noche sin reflectores y con un lunar en la mejilla?
Durante un
instante Ehliya no dijo ni que sí ni que no. Habíase quedado como dormida
mirando al suelo de la trastienda. Por último, parpadeando frenéticamente, alzó
la cabeza.
—Sí—aseveró—.
Ese es.
Siembre
teniéndola asida de la muñeca, el dueño del Astronauta. Solitario se aproximó a
una de las paredes de aluminio de la habitación y oprimió un botoncito.
Suave y
silenciosamente una especie de litera que había incrustada al lado de algo
semejante a una alacena, la cual estaba llena de diminutas cajitas de
copiadores auditivos de vidrio, se abatió y quedó inmóvil en el suelo.
En el centro
de la alacena, en el puesto de honor, seguramente, se veía un gran tintero de
cristal lleno de tinta.
—Ven,
Ehliya—dijo Zayakhuno, arrastrándola con él—. Siéntate en la litera y dime lo
que sea. Te escucho impaciente.
Pero el
uraniano aún tuvo que esperar otro poco, porque la desastrada jovencita no
estaba dispuesta a confiar en él así como así.
—Descríbeme
la boca—le mandó, una vez que estuvo sentada en donde la había puesto.
Zayakhuno
reflexionó.
—Una pieza
postiza.
— ¿Cuál?
—Una muela.
Es de platino, sometido a un baño electrolítico especial, idéntico al que
endurece el aluminio de nuestras casas.
—¿De arriba o
de abajo?
—De
abajo—aseguró, sin dudar, el dueño del Salón.
—No hay
duda—aprobó Ehliya—. Es el mismo.
—Bueno, pues
habla ya.
Con una vocecita
insignificante, la muchacha morada, ladeando la cabeza, susurró:
—¿No te
parece que primero deberías soltarme ?
Zayakhuno
miró a la puerta posterior de la trastienda y, al verla cerrada, obedeció.
—¡Ya estás
suelta!—gritó—. ¡Habla!
—Le han
fusilado junto con otro terrestre. Uno muy gordo, con un abdomen así...
Y Ehliya, al
tiempo que se ponía una mano delante del cuerno, infló las mejillas.
—¡Roland!—dijo
entre dientes Zayakhuno—. ¡¿No había nadie más?! Dímelo en seguida.
—Al Cuartel
General sólo llegaron ellos.
—¡Entonces
mataron antes a los otros! ¡Hay que darse prisa! ¡Dime lo que tengas que
decirme! ¡Vamos, de prisa!
Ehliya clavó
sus verticales ojos en el contraído rostro del flaco uraniano, y confesó:
—No tengo
nada que comunicarte.
Zayakhuno se quedó como petrificado.
—Qué quieres
entonces ?—farfulló—. ¿ A qué has venido?
—No lo sé...
El espía me dijo que viniera al Salón y cómo ves, aquí estoy.
—¿Dónde
hablaste con Dandridge?
—¿Dandridge?
¿Quién es Dandridge?
—¡Bueno, el
espía!
—¡Ah! Pues
hablé con él en el Valle de las Plantas Carnívoras.
—¡Después de
haberlo fusilado!
—¡Claro! Aún
le quedaba algo de vida, y al gordo también. Pero a mí no me preocupaba el
gordo.
—¡Parte del
Valle, parte del Valle...!
—¿Qué quieres
decir?
—¡ En qué parte
del Valle los viste!
—¡Ah! En un
remolque de tractor que hay junto al surtidor automático número 31. Los llevé
yo misma, conque...
Zayakhuno no
la dejó terminar. Habíase apoderado de él un singular temblor, que lo agitaba
como un remolino de huracán a un papel, y estaba francamente fuera de sí.
—¡Tengo que
irme, muchacha! ¡Gracias por haber venido! ¿Quieres que mande a Pletisu que te
dé vitaminas y un quimono?
—Quiero ir
contigo.
El uraniano
se puso en guardia.
—¡¿Sabes a
dónde voy?¡—preguntó, sin saber ocultar ni su asombro ni su recelo.
La
contestación de Ehliya, sin embargo, serena y a todas luces sincera, le
tranquilizó:
—Ni lo sé, ni
me importa. Me basta con saber que tú eres amigo del terrestre.
Sin saber qué
partido tomar, el dueño del Salón lanzó una interrogadora mirada a los
verticales ojos de la joven.
—También es
amigo mío—remachó ésta—. Me ha prometido llevarme con él a la Tierra para que
me saquen de la cabeza lo que no me funciona bien.
—Si hace
menos de tres horas que su corazón se ha paralizado, cuenta con que podrá
cumplir su promesa. ¿Cuánto hace que lo dejaste?
—Un rato.
Zayakhuno, que se había acercado a la cabecera de la
litera y se afanaba en buscar algo debajo de la almohada a tientas, aclaró:
—Quiero decir
que cuánto tiempo.
Ehliya se
puso en pie y se llegó a la alacena.
—No sé cuánto
tiempo tiene un rato—habló desde allí, contemplando con gesto intrigado el
antiquísimo tintero cilíndrico—. Un rato es... un rato.
Zayakhuno no
porfió en ese sentido. Consideró inútil enzarzarse en una discusión que,
después de todo, no le iba a servir para sacar nada importante en limpio.
La razón que
tenía la sucia muchacha para querer acompañarle, le resultó plausible. No
obstante, antes de decidirse a mostrar el microteléfono con que estaba estableciendo
comunicación con el único Hospital de Misioneros Terrestres que quedaba en
Zantro, insistió:
—Te advierto
que vamos a ir a la muerte.
—Bueno—dijo
sencillamente Ehliya.
Conque ya no
tuvo Zayakhuno inconveniente en que permaneciera en la trastienda mientras él
hablaba.
Lograda la
comunicación, susurró:
—Dos hombres.
Terrestres. Fusilados. Valle Plantas Carnívoras. Surtidor automático número 31.
Y colgó.
Aquello era
suficiente. A la par que el dueño del Salón del Astronauta Solitario procedía a
arreglar la almohada de la litera, de uno de los esféricos edificios de
aluminio de la capital del Imperio del Sol Poniente, descorriéndose su pulida y
convexa porción superior, un reluciente helicóptero supersónico partió, con
suma cautela, hacia el vivero del general Rhukata.
Tras cruzar
Zantro de punta a punta, el piloto, al divisar una solitaria carretilla
automática detenida en el camino superficial, exclamó:
—Ruta
despejada.
Y abandonando toda precaución, se abalanzó como un meteoro en busca de
los fusilados.
El hombre que
con el piloto compartía la carlinga del helicóptero, suspirando, dijo:
—Tenemos
suerte. La orden de concentración ha debido incluir también a los cuidadores.
A lo que su
compañero respondió:
—Alguna vez
habíamos de poder obrar con tranquilidad.
—Esperemos
encontrar pronto a esos pobres hombres—terminó el otro, sacándose de entre el
quimono una cajita repleta de cápsulas azuladas.
—No puedo
reprimir el asco que me producen los vómitos de las dichosas plantas.
Como si la
Divina Providencia quisiera evitarles el vaciamiento de los asquerosos
«estómagos» de buen número de vegetales—pues de esa especie de truco tenían que
valerse corrientemente para localizar a los seres humanos que aquéllos hubieran
engullido—, en esta ocasión, con no poca sorpresa por parte de ambos aviadores,
los hallaron en el remolque del tractor.
Las
hambrientas plantas carnívoras separaron cuanto pudieron sus oscilantes
tentáculos cuando el helicóptero descendió. Mas al echar pie a tierra el
compañero del piloto, dominadas todas por el apetito, que les hacía olvidarse
hasta de los para ellas insoportables efluvios de la defensa anti-planta, se
tiraron en masa sobre él.
Los pájaros
que presenciaron desde el aire el súbito ataque, graznaron y gritaron y
chillaron con júbilo inmenso. Pero el hombre del helicóptero supersónico,
demostrando tanta serenidad como experiencia en la lucha, ni por asomo se dejó
ni tan siquiera rozar.
Subiéndose de
un salto al remolque, permaneció medio minuto agachado junto a Roland y
Dandridge.
—También en
esto hemos tenido suerte—le comunicó al piloto, poniéndose en cuclillas al percatarse
de que éste accionaba la palanca del «tobogán», una plancha metálica que iba a
servirles para trasladar a los heridos hasta la carlinga—. Van a necesitar un
buen masaje cardíaco y no poco plasma, pero a peores los hemos reanimado.
De las
heridas no dijo nada. Los regeneradores tisulares estaban tan perfeccionados
que, con la simple aplicación de determinados medicamentos tópicos, los tejidos
agujereados por las balas volverían a formarse casi a ojos vistas.
Partiendo del
helicóptero, la larga y estrecha plancha del «tobogán» llegó a uno de los
costados del remolque.
Sin pérdida
de tiempo, el hombre, primero al grueso Roland y seguidamente a Dandridge,
colocó los inanimados cuerpos en el sencillo aparato, acostados y con los pies
por delante, y luego, de un brinco agilísimo, se subió él mismo.
El «tobogán»,
que hasta entonces había estado horizontal, comenzó a elevar el extremo que
descansaba en el remolque del tractor, con lo que las personas que iban en él
se deslizaron hacia la carlinga.
Las abiertas
tenazas dentadas de los tentáculos de las plantas, como si éstas presintieran
que les estaban arrebatando una presa que les pertenecía, se estiraban en
infructuosos intentos de alcanzarlas aún.
El
helicóptero, apenas el piloto hubo recogido el «tobogán» y asegurado la
portezuela de la carlinga, emprendió el vuelo.
En su
velocidad supersónica había algo imposible de describir. Algo que los sentidos
corporales no captaban. Algo sutil, etéreo, que inundaba de satisfacción al
piloto y a su compañero.
Zayakhuno, no bien alisó la
almohada, hizo funcionar el oculto mecanismo que movía su litera, la cual
volvió a incrustarse en silencio en la pared de la trastienda del Salón.
En los
brillantes ojos verticales del escuálido uraniano podía leerse lo que pensaba:
morir.
Pero morir
después de haber confiado al espacio un mensaje de tremenda gravedad: ¡el
sistema 7 K había sido inutilizado!
Un mensaje,
cifrado, naturalmente, que tenía que llegar a toda costa hasta el Jefe del
Servicio de Inteligencia Intersideral.
Ineludiblemente.
Aunque fuese lo último que el propietario del Astronauta Solitario realizase en
su vida.
Y Zayakhuno,
en sus ojos se leía, tenía la certeza de que, en efecto, muy poco más, como no
fuese morir desintegrado en el intento, podría hacer después de haber
transmitido el mensaje.
Sin ningún
género de dudas, suponiendo que lograse alcanzar sano y salvo cierta casa de la
Avenida de Ughasto, cosa que ya era mucho suponer, y suponiendo que también
lograse manipular en la simplificada emisora de radio que allí había, la muerte
saldría a su encuentro luego
Pero no le
importaba. No tenía más que una idea. Una idea fija. Una obsesión.
Habíase
olvidado de todo: del peligro, de su dependiente Pletisu, de su negocio de
copiadores auditivos de alquiler, maquinitas de las que se servían los millones
de soldados de los Satélites de Urano, concentrados a la sazón en Zantro, para
escribir a sus lejanos y seguramente ansiosos familiares.
Hasta de él
mismo se había olvidado.
Y pareció
olvidarse además, de que Ehliya estaba de su parte, porque agarrándola con
brusca fuerza por la misma muñeca que antes, la arrastró hasta el fondo de la
trastienda, por cuya puerta salieron, diciéndole:
—¡No te
resistas!
Anduvieron a
lo largo de una amplia calle, o callejuela, si se la comparaba con las
avenidas, formada por pequeñas casitas de aluminio.
Los
transeúntes eran escasos. Aquella era la parte vieja de la capital del Imperio
del Sol Poniente y no había en ella nada que pudiera suscitar el interés ni de
los soldados ni de los astronautas de Ariel, Titania, Oberón o Umbriel.
Ehliya
trotaba al lado de Zayakhuno, que avanzaba a trancos sumido en sus pesimistas
reflexiones.
—¡Muchacha—dijo
de pronto—, la única probabilidad que te queda de salvarte e ir a la Tierra es
hacer ver que vienes conmigo a la fuerza!
La joven no
contestó. Se limitó a levantar ligeramente el brazo que el incansable Zayakhuno
le sujetaba por la muñeca.
Aún siguieron
caminando un buen rato. Y cuando Ehliya estaba ya a punto de rendirse, el
uraniano se detuvo ante una esférica casita, choza casi, en comparación con los
edificios lindantes y fronteros.
La redonda
fachada semejaba una cara de terrestre desnarigado, cuyos ojos, las ovaladas
ventanas del piso superior, estuvieran cerrados, así como la boca, vertical
puerta cerrada con la llave que el dueño del Salón estaba empleando para
abrirla.
Una
avanzadilla de luz trabó combate con las tinieblas del interior y dejó ver a
Ehliya, en el suelo de aluminio, a más de una litera y una silla, un gran
arcón, hacia el cual iba su acompañante, a tientas, pues en cuanto estuvieron
dentro de la casa, habiéndola soltado la muñeca, cerró la puerta de golpe.
—¡
Silencio!—recomendó el invisible Zayakhuno—. No te muevas de donde estés.
Coincidiendo
con el destello de una antiquísima linterna eléctrica, se oyeron recios golpes
en la puerta y un vozarrón colosal:
—¡¡Abrid en
nombre del Imperante!!
—¡El teniente
Ghrasku!—saltó Ehliya, separándose de la entrada.
Temblando, la
linterna que sostenía Zayakhuno dejó de alumbrar y la oscuridad volvió a poner su
negra venda en los verticales ojos de la muchacha y del delgadísimo propietario
del salón del Astronauta Solitario.
De nuevo,
severo como un ariete, se escuchó el vozarrón:
—¡¡Abrid en
nombre del Imperante!!
Y de nuevo la
linterna rasgó las tinieblas. A Zayakhuno ya no le impresionaría más la potente
voz del teniente Ghrasku.
Sin hacer
caso de la orden, sostuvo con firme pulso la diminuta antorcha eléctrica y se
acercó con paso seguro al arcón.
Sospechando
una descarga de fusil de tiro rápido a través de la puerta, mientras levantaba
la tapa indicó a Ehliya que se quitase de la probable trayectoria de los
proyectiles desintegradores.
Sin replicar,
la aludida se apartó de en medio y se pegó a la pared, deslizándose hasta las
proximidades del arcón.
Miró dentro y
lo entrevió vacío. Más tenía doble fondo, ya que el hombre morado, que había
introducido en él la cabeza y el tronco, extrajo un fusil ametrallador.
Un anticuado
y ruidoso fusil terrestre, de pólvora y balas de plomo, que Zayakhuno dejó
rápido en el suelo y se agachó nuevamente, en busca de municiones.
La linterna,
que se encontraba en el interior del arcón, rozada tal vez por el uraniano, se
apagó.
En el
exterior de la casita los golpes arreciaban y ya no era sólo la voz de Ghrasku
la que se oía. Ahora era una ensordecedora algarabía, originada por muchas
gargantas de enardecidos soldados de Urano.
Pero, entre
tantas, la del teniente sobresalía:
—¡Hay que
cogerlo vivo!
Como para
desvirtuar la orden que él mismo daba, una descarga de aviso de su fusil
desintegrador arrancó de cuajo un pedazo de puerta.
De un salto
prodigioso, Zayakhuno empuñando con sus moradas manos sendas pistolas de la
Tierra—antiguas, como todo lo que. al parecer, contenía el arcón—, se llegó al
boquete y, sacando por él los brazos, disparó velozmente.
De su
puntería no hacía falta preguntar: la algarabía se transformó en coro de aves lastimeras,
se oyó el arrítmico choque de las sandalias de plomo de los soldados, que
corrían en tropel, y se escucharon las tenebrantes notas de un silbato de mando
imperativo, incapaz de dominar el pánico.
Al agotársele
los cargadores, tras tapar el agujero de la puerta con un trozo de plástico
engomado, Zayakhuno, de otro salto, tomó al arcón.
Dejó en él
las pistolas, se hizo cargo del fusil ametrallador y de las municiones, y
ordenó:
—Subamos...
Mas pareció
quedársele en vilo un pensamiento, porque deteniéndose preguntó:
—¿Sabes disparar?
—Sí—asintió
Ehliya.
Soltando
fusil y municiones, todo lo cual cayó estrepitosamente al suelo, el desnutrido
uraniano volvió a bucear en las profundidades del arcén.
Y otro fusil ametrallador, acompañado de otra caía de municiones,
salió a la superficie del cuarto.
—¡Ahí tienes
un arma! ¡Sígueme!
Y en dos saltos mal contados, el dueño del Astronauta Sortario, después
de coger de un brazado un fusil y la otra caja de proyectiles, dejando a Ehliya
falta de luz en el piso inferior, se plantó en lo alto de la escalera.
Un rayo
velocísimo de tenue claridad descendió por los peldaños así que Zayakhuno
entreabrió una ventana, y la muchacha pudo cumplimentar su orden.
Tres rosarios
de balas se escaparon del arma del hombre y como antes, a juzgar por el
griterío de la calle, su puntería tampoco tuvo nada que pedir.
—¡Ponte en la
otra ventana! ¡Ya te la he abierto!
Ehliya no se
hizo de rogar. En un santiamén, procurando mucho que nadie la viera, se apostó
detrás del metálico postigo, se echó a la cara el fusil, que hasta entonces
había llevado como si de una antigua escoba de las de la Tierra se tratara, y
apretó el gatillo.
Apuntó a un
soldado que intentaba salir al exterior del esférico edificio de enfrente, cuya
porción superior habíase descorrido.
El individuo
desapareció como por ensalmo, y Ehliya, retirando el cañón del arma de la
ventana, se dijo que no merecía la pena gastar muchas balas para cada soldado y
que era preferible aguardar a que se agruparan.
A las claras
estaba que Zayakhuno discrepaba de esta manera de pensar: tan pronto como algún
incauto asomaba la jeta por cualquier sitio, en vez de hacer como la muchacha,
que lo dejaba estar, le dirigía una andanada y, cuando menos, lo hería.
Excusado es
decir que los ya escasos transeúntes que anteriormente circulaban por la
Avenida de Ughasto, avenida ésta que, si la de Trolimeh era de séptimo orden,
debía ser de décimo o undécimo, se habían dado a la fuga.
El pavimento,
tanto el de la calzada como el de sus aceras fijas, recibía impávido las
acariciadoras ráfagas de aire de la Gran Central Generadora; los amplificadores
del Sol, por su parte, arrancaban grises reflejos a las aparentemente vacías
viviendas esféricas de aluminio, ligero metal, y blando, que antes de ser
empleado para las construcciones era sometido a un endurecedor baño
electrolítico especial.
En toda la
avenida no se distinguía más síntoma de vida que el que pudieran comunicar los
vivos colores de un trocito del quimono del teniente Ghrasku, quien,
resguardado en el quicio de una puerta, no dejó de percatarse de lo que sucedía
en la casita que atacaba.
Y en la
creencia de que la ventana que estaba muda se encontraba desguarnecida, ordenó
avanzar hacia ella a cinco o seis de sus hombres.
Ehliya dejó
hacer. Al verla vigilar la calle por una rendija del postigo, hierática y
rígida, pero sin dar muestras del más mínimo desasosiego, se hubiera podido
creer que, una de dos, o miraba sin ver o que no tenía intención de abrir fuego
sobre los soldados que se estaban arrimando a la pared.
Sin embargo
cuando éstos empezaron a paso de lobo su avance, apoyó el fusil ametrallador en
el alféizar y apretó el gatillo.
Los uranianos
bailaron una grotesca danza de muerte y cayeron unos sobre otros, amontonados
en revuelta orgía de túnicas plegadas por el azar.
Con tanta
fuerza que le obligó a morderse el labio inferior, el signo de la perplejidad
se le quedó negado en la cabeza a Ghrasku, que atisbaba desde su puesto de
observación.
Los jefes de
una pareja de fachendosas patrullas pedestres, atraídos por el ruido de los
disparos, caminaron avenida adelante, pisando muy fuerte.
—¡Espera!—detuvo
Ehliya a Zayakhuno, que ya había curvado el índice en el gatillo.
Los dos
oficiales estaban hablando con Ghrasku, el cual se
guardó muy mucho de abandonar su refugio. Sus interlocutores, al
enterarse de lo que sucedía, se rieron ostensiblemente de él.
Luego, los
dos a una le volvieron la espalda y dieron sendos pitidos con sus silbatos de
mando imperativo. Y cuando sus respectivos soldados aparecieron a la carrera,
ambos jefes, gritando como endemoniados, se pusieron al frente de las patrullas
y se lanzaron al asalto de la casa.
En un abrir y
cerrar de ojos, antes de que muchos de los componentes de las partidas se
dieran cuenta de lo que ocurría, el impaciente dueño del Salón de la Avenida de
Trolimeh, llenando la habitación con el acre olor de la pólvora quemada, los
aniquiló.
Se hizo un
silencio ominoso y el uraniano, con voz ronca, como si las palabras rozasen la
boca al salir, lo rompió.
—Se me han
terminado las municiones—dijo—. Ahora hay calma. Procura mantenerlos a raya.
Subiré más cargadores.
Y como una
exhalación, se arrojó escaleras abajo; como una centella, corrió hacia el
arcón; como un rayo, pasó a su interior, en donde desapareció, y como un hombre
conturbado, sueltos sus puntiagudos nervios, se dejó caer de las manos una simplificada
emisora de radio, que se hizo añicos.
Los
lastimeros acentos de cristales quebrados temblaban aún en el cuchitril donde
se hallaba Zayakhuno, cuando a éste se le desenroscó de la garganta un gemido,
más, un grito, más..., un aullido de desesperación.
Con un ritmo
de vértigo moviéndole los pies, pateó el ya inservible aparato emisor hasta
amasarle una forma estrambótica, y se golpeó la cabeza contra las metálicas
paredes y las dio puñetazos hasta que la sangre le manó de los nudillos.
De pronto,
ahogado el paroxismo en el dolor, se quedó inmóvil, paseó una mirada lenta por
la estancia y la dejó descansar sobre el único mueble que en ella había: una
antiquísima mesita enana de té, china, en cuya superficie estuvo la emisora.
Levantó luego
la cara, elevó los brazos, engaritó los dedos en los bordes del orificio
cuadrado que tenía sobre la cabeza, contrajo los músculos y se izó a pulso a la
mitad del fondo del arcón, de donde salió de un torpe salto.
Corrió una
plancha metálica, deslizó otra, y el orificio se tapó y dejó al descubierto, al
lado de donde estuviera, un pequeño depósito de antiguas municiones y armas
terrestres.
Se apoderó de
una pistola automática y se la metió entre el cinturón que le ceñía el correcto
quimono al cuerpo, cogió media docena de cajas de municiones y, recuperando el
fusil ametrallador, que anteriormente había dejado apoyado en el arcón, cerró
éste de golpe.
Sin que
supiera cómo, se encontró al lado de Ehliya, cuyo fusil se adornaba con una
banderola de humo que le salía del ánima.
—También se
me han agotado las municiones —le habló la muchacha. Y añadió, ayudándole a
descargar las que traía—: Vamos a necesitarlas. Deben estar preparando un
asalto en regla.
—La Planta
Sagrada se va a indigestar con tantos soldados como la voy a mandar—rugió
Zayakhuno.
—No seas
guasón—replicó Ehliya—. Sólo a los niños y a los locos les está permitido
burlarse de la Sagrada Planta.
—¿Entonces,
tú...?
—De mí no
dicen que estoy loca, sino que soy tonta. Además, ya hace mucho tiempo que pasé
de la niñez.
—¡Por la
moradísima faz del Imperante! ¡Tus palabras son surtidores automáticos de sabiduría!
—Presta
atención a tu ventana: me ha parecido que un grupo de soldados se aproxima.
Nunca llegó el
delgadísimo uraniano a comprobar si era cierto o no lo dicho por la joven.
Zumbando, un enjambre de proyectiles explosivos se le clavó en el pecho y le
sacó la vida.
Ehliya,
dejando su postigo, dio un paso hacia el caído. Y si sus verticales ojos no se le
salieron de las órbitas fue porque no era humanamente posible.
El amenazador
silbido de otras balas, que querían morderla, le hicieron agacharse un segundo,
el cual aprovechó para empuñar el arma que Zayakhuno llevaba en la cintura.
Después, a
gatas, reunió en el centro de la habitación las cajas de municiones, que
estaban desperdigadas, y se levantó...
Hasta que se
le terminaron las balas, semejante a una furibunda diosa de la guerra, saltó de
una a otra ventana disparando a diestro y siniestro chorros mortales.
Ya la Avenida
de Ughasto estaba sembrada de cuerpos exánimes cuando los percutores no
encontraron fulminantes en su camino, momento en que Ehliya, soltando su última
arma con ademán displicente, se llegó, sin prisa, a la escalera... ¡y se tiró
por ella de cabeza!
El teniente
Ghrasku, fusil de tiro rápido al brazo, tras abrir la metálica puerta mediante
la consabida patada, fue el primero que penetró en la casa.
Y también, por tanto, el primero
en descubrir a la desastrada uranianita, atada y amordazada a la silla que
había entre la litera y el arcón, con evidentes señales de haber sido
maltratada.
Por lo menos
así parecían indicarlo las sonrosadas magulladuras que la jovencita presentaba
en la cara.
—¡Hum,
hum...!
—Espera, perra tonta, no te impacientes, que ahora mismo te desato.
Menos mal que vigilábamos esta calle...
—¡Hum, hum,
hum...! ¡Hum...!
—Llevas
razón. Antes que nada, la mordaza... ¡Condenado espía, qué fuerte te la ha
puesto! ¿No tenía interés en que gritaras, eh?
—Gracias,
guerrero victorioso, el mejor teniente del Imperante. El general Rhukata sabrá
de tu valor, te lo prometo.
El
ofrecimiento no cayó en baldía. El oficial se mostró extremadamente suave con
la muchacha cuando, después de desatarla, le dijo:
—¿Has pasado
mucho miedo, verdad?
—Sí.
Y un momento antes de ponerse en marcha hacia las aceras móviles, el
teniente Chrasku como para infundir tranquilidad a Ehliya, exclamó:
—Ya no tienes
nada que temer. Ya se ha acabado todo.
Estaba muy
lejos de sospechar que, en realidad, la aventura no había empezado aún.
Jane Nickman y Gerald H. Bruce iban a entrar en acción. Una acción vertiginosa y peligrosísima, en el transcurso de la cual tendrían que poner a prueba no sólo su serenidad y su valor, sino hasta el más insignificante de sus movimientos reflejos.
F I N
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