sábado, 29 de abril de 2023

A TRAVES DEL CEREBRO (AL SANDERS)

 

Al Sanders no es otro que María Victoria Rodadera Sayol, que escribió multitud de novelas de Ciencia Ficción y de otros géneros, como Oeste, Policiaco, Terror y Romántico. Un caso extraño y muy curioso que una mujer, en los años sesenta y setenta, escribiese tanto y de géneros ajenos, en aquel entonces, al rol femenino. Y esto lo hizo con innumerables seudónimos, como Adam Mortimer, Andrew Sherman, Amanda Dos Santos, Alan Dugall, Andrew Overland, Ben Murphy...y muchos más.


CAPITULO PRIMERO

Breno miró el enorme cuadro de pantallas múltiples, y volvió los ojos hacia los reunidos, en la gran sala de pruebas.

—¿Funciona? —preguntó, mirando al profesor Sarow.

—Cuando usted lo disponga, podemos hacer la prueba.

—Muy bien. Empiece, profesor Sarow.

Y Breno, poseído de sí mismo, seguro de su abso­luta soberanía avanzó majestuoso hacia el sillón prin­cipal ante las sonrisas gatunas de los «concurrentes.

El Gran Consejo en pleno se había reunido para pre­senciar el último avance de la ciencia. El nuevo expe­rimento del profesor Sarow, al decir de muchos, iba a solucionar toda clase de problemas al Estado.

—¿Preparado, señor? —preguntó el profesor junto al tablero de mandos.

Breno hizo un ademán, y el profesor conectó diver­sas pantallas donde se ofrecían escenas superpuestas.

A través de las imágenes se sorprendían escenas íntimas de varias personas.

Unos se divertían en los lugares de recreo, otros se amaban en la intimidad, algunos solitarios deambula­ban por las afueras...

—Todavía no tenemos muchos para elegir, señor —dijo Sarow—. Si usted quiere indicarme cuál es su preferido...,

Hubo un momento de expectación. Breno indicó una de las pantallas en funcionamiento y preguntó: .

—¿Ese de la pantalla número 4, quién es?

El profesor pulsó un botón en el tablero y la pantalla reproductora de datos le dio la respuesta:

—Es ZZ-22-B. Un pobre desgraciado. Está solo. Últimamente toma muchos estimulantes. Ya sabe usted, señor...

—¡Bah! No es peligroso. Otro...

—Sí, señor. —Y el profesor realizó la misma opera­ción que la vez anterior y apareció en la pantalla de datos otra cifra—. WA-320-Z —murmuró—. Es joven pero tienes ideas. Pretende formar una asociación libe­radora. Tiene algunos adeptos.

Breno miró largamente la pantalla. Podía verse a un joven rubio, de larga melena. Estaba con una mucha­cha conversando entre la exuberante fronda de un parque público.

El profesor dio volumen a la pantalla correspon­diente y todos los reunidos pudieron escuchar la con­versación.

—Esto puede ser peligroso, Dee —decía ella.

—Son muchos los que están dispuestos a seguirme. Esta situación es insostenible. Necesitamos un régimen parlamentario. ¡No podemos vivir marcados! Esto es una esclavitud. La vida debe ser algo más que una ficha y un número. ¡Somos un planeta atrasado! Alguien debe hacer algo.

—Recuerda lo que te ocurrió el otro día, Dee —repli­caba la muchacha—. Fuiste anestesiado, y no has con­seguido recordar nunca lo que pasó. ¡Es un aviso! ¡Han sido ellos!

—¡Ellos no saben nada!

—Lo saben todo.

—No, Eglar, no... Sólo pueden localizarnos y nada más, y eso es, precisamente lo que quiero evitar. ¡Es­tamos controlados! Pueden saber dónde estamos en cualquier momento. Y eso es lo que todos pretendemos terminar de una vez...

—Tengo miedo... Estoy contigo, Dee, pero tengo miedo.

—Tranquilízate, Eglar...

A un gesto de Breno, el profesor cortó el volumen de la pantalla y los jóvenes que en ella aparecían se­guían hablando pero ya no llegaba su voz en la gran sala.

—¿Qué le parece éste, señor? —preguntó el profe­sor Sarow.

—Es un joven con ideas. Quiere revolucionar el sis­tema. Desea la libertad —sonrió—. De acuerdo. Démos­le la libertad. Le elijo a él. Cuando quiera, profesor. Espero que su método no falle.

—Estoy seguro de que no, señor. De todos modos es una prueba...

—Sí, Sarow, lo sé. Y si sale bien, pondremos el dis­positivo a todos los habitantes. No basta tenerlos con­trolados, sino saber lo que piensan en la intimidad, lo que se proponen... Sólo de esa forma podremos mante­ner la paz.

Hubo un conato de aplausos que cortó Breno, no así los murmullos de aprobación de la gente que le rodeaba.

El profesor inició entonces su trabajo.

Un trabajo simple, sencillo, tanto como apretar un botón.

Todos los ojos estaban fijos en la pantalla donde la pareja Dee y Eglar seguían hablando sentados entre la. fronda del parque.

—Ya —dijo el profesor.

Pulsó otro botón y...

La pantalla que reflejaba la imagen de los dos jóve­nes volvió a recuperar el volumen. El joven Dee estaba hablando...

—Mañana iré a... —decía, pero no pudo concluir la frase.

Súbitamente sus manos se fueron al pecho y lanzó un grito.

—¡Aaah!

—¡Dee! ¿Qué te pasa? —gritó ella.

Dee cayó al suelo. Fulminado. Estaba muerto.

Mientras la muchacha se desesperaba, tratando inú­tilmente de reanimar al joven, el profesor se volvió ha­cia la concurrencia testigo del espectáculo y sonrió:

—Se acabó, señores. Como ven, el experimento fun­ciona ...

Alguien murmuró:

—¡Sencillamente lo que nos faltaba!

Breno sonrió.

—Le felicito, profesor. Habrá que implantar el sis­tema para todos.

—Todavía puedo mejorarlo, señor... con el nuevo procedimiento para captar las ondas cerebrales. Es cues­tión de poco tiempo. —Y Sarow sonrió ampliamente repitiendo—: «Ondas cerebrales».

CAPITULO II

Farlan tuvo una visión lejana. Creyó que el mundo estallaba. Desde el espacio vio la esfera planetaria en llamas y gritó.

Su grito iba dirigido a su compañero, pero tuvo la sensación de que la voz no salía de su garganta; luego, todo empezó a dar vueltas.

Algo había fallado en el nuevo sistema de autoin­ducción de vehículos interplanetarios y la pequeña nave pareció entrar en un torbellino, en una vorágine irre­sistible... ¿O tal vez era él?

¿Cuánto tiempo llevaba volando?

¿Cuántas cosas pensó, desde que se dio cuenta de que comenzaba a perder la noción de la realidad?

Luego, se hizo la total oscuridad en su cerebro.

Nada. El vacío.

El —Farlan— iba a ser uno de tantos astronautas perdidos. Su suerte sería ignorada. Tal vez una nota en los medios de comunicación:

 

«Sin noticias de Farlan. Su bólido se ha desintegrado.»

 

Hablarían de él, y de su compañero de equipo...

Era la muerte...

Farlan pensaba en aquello. Lo pensaba cuando abrió los ojos en una habitación blanca.

Todo era aséptico. No había relieve. Resultaba fan­tasmal.

—Sigo soñando, sigo teniendo pesadillas, estoy muer­to —murmuró en voz baja.

Llegaba una luz demasiado clara, cegadora casi, y volvió sus ojos hacia una ventana.

¿Una ventana?

—Un hospital… Debe ser un hospital... Los de... casa también se le parecen, pero éste debe ser más moder­no... quizá me halle en otro país...

Recordó la última escena de la que fue testigo en su nave y meditó unos instantes.

—¿Cómo he vuelto a llegar a mi planeta? Me hallaba a miles de años luz... Había perdido el contacto con la base, estaba totalmente perdido...

¿Cuál era el misterio de que Farlan se encontrara vivo todavía?

¿Todavía?

¿Cuánto tiempo había pasado en realidad?

Se volvió y entonces vio unos ojos que le observa­ban con curiosidad. Unos ojos femeninos.

—¿Qué lugar es éste? —preguntó.

La muchacha sonrió:

—Por fin ha despertado usted. No se fatigue. No ha­ble. Avisaré al profesor.

—¡Espere! —exclamó Farlan, pero ella se llevó el índice a los labios rogándole silencio.

La muchacha desapareció de la habitación. Farlan apreció algo extraño en la situación... Aquella chica hablaba su propio idioma; era una mujer idéntica a las de su planeta, quizá más alta de estatura, pero las formas eran iguales, excepto...

Sí. Lo único diferente era la vestimenta. Casi, no lle­vaba atuendo. Algo mínimo. Tan mínimo que...

—Esto no lo he soñado —se dijo—. Sin embargo...

Se abrió la puerta de nuevo y apareció la enfermera, con aquella sucinta tira de tela en triángulo, el cinturón plateado, y una especie de sujetador para mantener erguido el busto.

Iba acompañada de un hombre que Farlan no había visto jamás. Tenía aspecto de persona —de humano- era también alto, y delgado, muy delgado.

La muchacha le llamó... profesor Sarow... 

* * *

 

—¡Oh, sí! —sonrió Sarow después de haber exami­nado a Farlan—. Perfectamente. Se halla perfectamen­te. No tengo el menor inconveniente en que se levan­te de la cama y dé unos cuantos pasos. Seguramente acusará debilidad. Tiene que reforzarse. Luego le hare­mos la ficha completa. Se lo confío a usted, Madel...

—¡Profesor! —exclamó el astronauta—. No se vaya...

—Tiene usted una voz profunda y segura —repuso Sarow mirándole con sus ojillos escrutadores y su habitual sonrisa conejil.

—No comprendo... Nadie me ha dicho dónde estoy. ¿Qué país es esté'? Ustedes hablan mi propio idioma. Sin embargo, yo...

—No se esfuerce, amigo. Está entre gente de orden.

—Sí. Pero, ¿dónde? —exclamó el joven.

—En Exálida... —repuso Sarow sin perder su sonrisa.

—¿Exálida? 6Qué sitio es éste?

—Un planeta. ¿No lo ha oído nombrar?

—No... Nunca...

—Lo suponía.

—Yo... yo procedo de la TIERRA, profesor... LA TIERRA.

—Es natural —sonrió Sarow enigmáticamente.

—Pero ustedes hablan lo mismo que yo...

—También eso es natural, muchacho... Ya te irás enterando de muchas cosas... Ahora, Madel te acompa­ñará para que des un paseo. Hasta la vista...

A Farlan se le quedaron docenas de preguntas por hacer, pero el esquelético profesor Sarow parecía te­ner prisa y desapareció tras la puerta de la alta y asép­tica estancia.

Farlan se encontró con la sonrisa suave que fluía del hermoso rostro de aquella bella enfermera llamada Madel.

El astronauta miró el cuerpo de la joven y pensó que cuando menos había tenido la suerte de poseer una bella acompañante.

—Le ayudaré —dijo ella solícita.


CAPITULO III

Las plantas de aquel jardín tenían un aroma total­mente desconocido para Farlan. Sus formas eran igual­mente distintas a todo lo que el astronauta había co­nocido en el planeta TIERRA.

Todo allí, aún siendo palpable tenía visos de fan­tástico.

Era hermoso, sin embargo, tanto como la enferme­ra Madel, que miraba con aire divertido al convale­ciente.

—¿No tienen jardines en su planeta?

—Los teníamos, ahora sólo unos pocos privilegiados pueden cultivar plantas en macetas y pequeños parte­rres. Mi planeta está superpoblado. Seguramente hay lugares apropiados para que crezcan las flores, pero la gente los ha abandonado... Pero no es eso lo que me admira.

—¿El qué entonces?

Farlan miró a la muchacha y declaró:

—Empezando por ti... todo es maravilloso... Las flores, tu vestimenta...

—Ya he observado que me miras mucho. Voy como todas. ¿Cómo van en tu planeta?

—Bueno... Las modas han cambiado muchas veces, pero la mujer sigue cubriéndose.

—¿Cubriéndose?

—Quizá no lo comprendas... En fin... Hay cosas más importantes que una simple indumenta...

Farlan había visto a los hombres; llevaban, simple­mente una especie de capa corta y unos zapatos estilo mocasines de aspecto sumamente liviano.

—¿Qué es importante? —inquirió Madel:

—Lo del idioma... ¿Cómo es posible? Estoy muy lejos de la TIERRA, y sin embargo... ¿O es que todo es una broma?

Ella parecía no comprender y sonreía.

—Esto no puede ser un sueño —añadió el astronauta.

—No, claro...

—¿Cómo llegué aquí?

—Encontraron un bólido extraño. Tú estabas en él. Estabas vivo. Inconsciente, pero había vida en tu cuer­po. El profesor te salvó. Ahora eres suyo.

—¿Suyo? —Farlan no acababa de comprender el sig­nificado de las palabras de su bella acompañante. Pensó que tal vez aquella forma de hablar era peculiar del planeta Exálida.

—Entonces... ¿Llegué del espacio? Humm. Había un compañero en la nave que yo tripulaba. ¿Sabes tú algo?

—Yo no sé nada. Te trajeron aquí y el profesor me encargó que vigilara tus reacciones. Eso es todo.

—Para ti, tal vez sea todo, Madel; pero para mí, no... Son tantas cosas las que deseo saber... Quiero ver el planeta, la ciudad, las gentes, quiero enterarme de dónde está situado esto... Quiero llenarme de cono­cimientos para cuando regrese a la TIERRA poder informar y decir...

Una voz sonó detrás del joven:

—Nuestro paciente tiene un aspecto magnífico.

Farlan se volvió y vio ante sí a un hombre maduro en quien adivinó a pesar de su sonrisa un rictus amargo.

La enfermera Madel se encaró con el recién llegado:

—El paciente no está en situación de recibir visitas, Fargo.

—¿Y quién dice que reciba visitas, Madel? —sonrió el recién aparecido—. Estamos en un jardín. Yo lo veo y charlamos... Es mi trabajo... charlar con la gente...

—Pero... No puede ser —balbució la muchacha.

—Claro que puede ser. ¿Verdad, señor? —sonrió el llamado Fargo.

—¿Quién es? — preguntó Farlan.

La muchacha titubeó, pero Fargo se apresuró a sa­tisfacer la curiosidad del joven:

—Soy lo que usted llamaría un periodista... Aunque en realidad aquí no tenemos periódicos para el consu­mo corriente. Las informaciones tienen un carácter ofi­cial y se transmiten por televisión... Las lecturas han pasado a segundo término, pero subsisten. Yo repre­sento al único... llamémosle periódico que existe aquí. Me gustaría charlar con usted y hacerle algunas pre­guntas.

Madel intervino para, protestar:

—No puede... El paciente está bajo control... El pro­fesor Sarow ha dicho...

—Sarow ha dicho, Sarow ha dicho —interrumpió Fargo—. ¡Bah! Sólo unas palabras. Avisa al profesor si lo deseas, Madel, pero déjame con él. Anda. Sé buena.

La muchacha dudó.

—Unos momentos sólo.

Farlan se preguntaba qué clase de impedimento po­día existir el que un periodista deseara formularle al­gunas preguntas. Para él era absolutamente lógico; pero allí en Exálida parecía existir alguna ley... o algo espe­cial contra eso tan normal, o al menos ésa fue la im­presión que sacó el joven cosmonauta.

Madel seguía dudando, parecía tener miedo. Y al fin murmuró:

—No debiera hacer eso, Fargo.

Fargo la miró largamente y ella murmuró:

—De acuerdo. Me iré. Pero conste que le he adver­tido.

Luego, antes de que la muchacha desapareciera aún lanzó un mirada a Farlan; después volvió la espalda y se alejó. En ese momento el periodista cambió su son­risa por un aspecto grave. Su voz sonó precisa:

—No tenemos mucho tiempo. Tenga cuidado. No deje que le «fichen».

—No le entiendo.

—Escuche. Usted puede hacer mucho por nosotros, pero no se deje fichar... Nada de «reconocimientos». Se lo dirán. Estoy seguro. No puedo decirle nada más. Ahí viene Sarow. Adiós.

—¡Espere! —Farlan trató de impedirle que se mar­chara. Fargo se volvió.

—Intentaré verle en otro momento. No sé si voy a poder. Me arriesgo mucho. Ellos «me oyen».

Se marchó precipitadamente ante la mirada del pro­fesor que estaba ya cerca de Farlan, y que dirigió una mirada de reproche al periodista. De reproche y de... amenazas.

CAPITULO IV

—¿Qué le estaba diciendo este visionario? —pregun­tó Sarow al piloto.

Ahora se hallaban sentados en el bien equipado des­pacho del profesor Sarow.

Farlan miraba en derredor. Todo era correcto, elegante, funcional.

—Nada de particular. Apenas tuvimos tiempo de ha­blar —respondió.

—No debe hacer mucho caso a ese hombre —repu­so Sarow, y Farlan se limitó a sonreír—. Verá... aquí estamos perfectamente organizados. Gracias a ello usted está vivo... Su compañero no tuvo la misma suerte. Bueno... Es lógico, teniendo en cuenta que el suyo fue un aterrizaje de emergencia.

—¿Dónde está situado esto exactamente, profesor? —inquirió Farlan.

—Luego se lo mostraré en un mapa aunque difícil­mente podrá orientarse. La Tierra ignora nuestra si­tuación. Hace tiempo que tenemos una cuenta pendiente con los de su planeta, pero jamás hemos decidido saldarla. Esté usted tranquilo aunque le hable así. Está usted entre amigos.

—¿Una cuenta pendiente? No comprendo.

—Comprenderá usted muchas cosas en cuanto esté en disposición de asimilarlas.

—Creo que lo estoy. Me encuentro perfectamente, profesor.

—Ya me doy cuenta.

—En tal caso... Permítame salir de aquí. Quiero ver...

—Claro, claro... Está lleno de curiosidad. Lo com­prendo...

Hubo un silencio. El profesor parecía pensativo.

—¿Ocurre algo? —inquirió Farlan.

—No... Nada... ¿Qué piensa usted hacer?

—Conocer el planeta y luego... regresar a la Tierra.

—Será difícil. Los técnicos están reparando su nave. Tengo noticias de que se rigen ustedes por medios muy distintos. No sé...

—Pero podré regresar... ¿Verdad?

—Eso espero.

—Bien, profesor —Farlan se puso en pie. Se hallaba algo inquieto. Un sexto sentido le advertía de que algo no funcionaba bien. Era sólo un presentimiento.

—Farlan. Siéntese. No tenga prisa. Quiero que sepa algo.

—¿El qué?

—Nuestro origen, por ejemplo.

—¡Oh, sí!

—El porqué hablamos su idioma y todos los que se usan en la Tierra.

Farlan se sentó. Sentía curiosidad y dejó que el pro­fesor Sarow continuara.

—Somos descendientes de ustedes.

—¿De veras?

—Sí, sí... Claro que hace ya años... Los pioneros, claro está, ya son muertos.

—¿Los primeros habitantes de Exálida proceden de la Tierra?

—Sí, Farlan. Así es... Mandaron una nave. Hace años. Miles de años.

—¿Miles? No puede hacer tantos. Estamos sólo en el 2104.

—Miles de años —repitió Sarow.

—No comprendo.

—En su planeta siguen sin comprender muchas co­sas. Los científicos dan sus opiniones, pero la gente que se llama inteligente se ríe. Nunca han investigado lo suficiente. Consideran como un fenómeno natural e inexplicable todo aquello que no comprenden. Pero antiguos habitantes de su planeta, Farlan... realizaron diversos viajes en otras épocas. Eran más inteligentes que ustedes, y perdone que le hable sin rodeos.

—Siga.

—En aquella época remota se consiguió llegar muy lejos.

—Es increíble.

—Para usted sí. Pero lo cierto es que una nave car­gada con dos docenas de personas llegó a este planeta y no tuvo posibilidad de regresar. Se enviaron mensa­jes a la Tierra, pero la ayuda jamás llegó. Les abando­naron a su suerte y aquel puñado de desgraciados in­tentaron sobrevivir. Algunos perecieron, pero los que consiguieron sobrevivir poblaron este lugar. Ha pa­sado mucho tiempo, pero sigue siendo un sitio hermoso y apacible.

—¿Y fue a causa de ese abandono por lo que dijo usted que tenían cuentas pendientes con la Tierra?

—Sí, exactamente, pero no pensamos hacerles nin­gún daño. A veces captamos sus señales. Tratamos de estar al corriente de su técnica, pero no vale la pena, siguen atrasados en todos los aspectos. Aquí vivimos en paz y no queremos que nadie perturbe nuestra paz. —Miró muy significativamente a Farlan.

—Es claro.

—Tenemos nuestras leyes.

—Lógico.

—Todo el mundo las respeta. No tenemos necesidad de represión, pero si alguien trata de desmandarse sa­bemos ser duros.

—Como en todas partes.

—Sí, más o menos —repuso Sarow sin dejar de mi­rarle a los ojos.

Luego de un silencio añadió:

—Ahora permanecerá en observación. Puede usted pasear libremente. Madel seguirá acompañándole. Has­ta pronto, Farlan.

Iba a salir del despacho cuando aún se volvió para advertirle:

—¡Ah! Y evite hablar con ese periodista. ¿De acuerdo?

Sin esperar respuesta desapareció, casi al mismo tiempo que por otra puerta entraba la enfermera Madel. 

CAPITULO V

—Tengo la sensación de estar prisionero —comentó Farlan caminando al lado de Madel a lo largo de un pa­seo bordeado de aromáticas plantas en flor.

Sonrió y añadió rápidamente:

—Pero a su lado no lo lamento.

—Es usted muy divertido, Farlan— murmuró ella.

—Pretendía expresar lo que pienso, Madel. Es usted muy hermosa.

—Gracias.

—¿Dónde vamos?

—Donde usted quiera.

—Sea usted mi guía.

—Bien... Tomaremos un vehículo. —Y señaló una especie de aparcamiento donde habían varios. Eran se­mejantes a los coches del planeta Tierra, pero con una línea más funcional. Era una mezcla de coche y pequeño avión.

—No me diga que eso vuela —sonrió el joven.

—No, se desliza muy suave. Son los últimos mo­delos.

Subieron. No había ningún conductor. Ella se puso al volante.

—¿Puede tomarlos quien quiera? —inquirió él.

—Si lo necesita, sí.

—¿Y no hay que pagar?

—No. Son del Estado.

—Están ustedes muy adelantados.

—¿Usted cree? —Había algo sombrío en la pregunta de la muchacha.

—¿Qué tienen ustedes de malo en Exálida? Porque todo no serán comodidades.

—Nosotros no encontramos nada malo —repuso ella rápidamente.

Farlan pensó unos instantes.

—Y ese periodista... Fargo...

—No debe hablar usted con él —volvió a cortar rá­pidamente la muchacha.

—¿Por qué?

—Mire, Farlan, hay cosas que...

Una voz cortó la respuesta de la joven. Farlan trató de buscar el altavoz por el cual había surgido.

La voz decía:

—Sigan por el norte. Den la vuelta por el cinturón.

—Sí —repuso ella simplemente.

—¿Nos están escuchando? —inquirió el astronauta.

—Todos los vehículos tienen un sistema de control —repuso ella.

—Pero están escuchando. —Y ella no respondió.

Farlan insistió:

—Usted no pulsó ningún botón, ningún mando... La voz surgió y usted contestó. Hay un micrófono.

—No exactamente, pero sí algo parecido. —La mu­chacha no parecía querer ser muy explícita.

—Quizá esto sea lo malo de Exálida. ¿Eh?

Ella no contestó.

—Le han dado una orden. Nos escuchaban. No me gusta ser controlado.

—Es para nuestra seguridad, Farlan.

—¿Y a usted le gusta?

—A todos nos gusta.

—Pero cuando va con un muchacho... Usted debe salir con chicos...

—¿Le interesa mi vida privada?

—Bueno, lamentaría haberla ofendido, yo...

Ella cambió rápidamente de conversación:

—Mire esto, Farlan... Es una factoría. Fabrican los vehículos más modernos.

—Sí, ya veo. Una, gran fábrica.

—Aquello de allí es una fábrica de alimentación con­centrada. Seguro que en ningún lugar de la Tierra fa­brican una sopa como la de aquí.

—Me gustaría probarla. ¿Hay algún restaurante? ¡Oh! ¡Aunque me temo que sin dinero no podría invitarla! Ni siquiera yo mismo...

—Eso no tiene importancia. Es usted un invitado del Hospital. El Estado corre con todos sus gastos.

—En tal caso.

—Debemos regresar.

—¿Ahora?

—¡Oh, no! A la hora de la cena.

—¿Por qué tengo que volver allí?

—Esas son las órdenes...

—Bien. Supongo que no tendré más remedio que obedecer, pero...,

Miró a través del cristal del vehículo. Un gran par­que, edificaciones, una piscina, mesas, t gente tomando el sol, bebiendo.

—Un balneario —explicó ella—. Aquí se vive bien.

—Ya lo veo. Deténgase un poco.

—¿Para qué?

—Bueno, podríamos tomar algo.

—Aquí, no.

—¿El Estado no satisface mis gastos? ¿O es que es un lugar demasiado caro?

—Es un club privado.

—¿Para gente rica?

—Sí.

—Entonces hay clases.

—En cierto modo.

—Observo que hay algunos viejos. No se ven mu­chos por aquí. El profesor es el de más edad que he visto hasta ahora, y no le echo más de cuarenta años. ¿Qué pasa aquí cuando se envejece?

—Nada, ya ve. Se retiran y viven bien.

Ella aceleró.

—¡Espere! No corra tanto,

—No hay peligro.

—No lo decía por eso. Me gustaba esto.

—Ya verá otras cosas.

—¿Por qué no me deja conducir? Veo que es fácil. Además, si voy a pasar aquí algunos días, tendré que aprender.

—No sé si debo... —empezó ella dubitativa.

—Haga de maestra. Vamos, sea buena. No todos los terrícolas tenemos la oportunidad de conducir un co­che de este tipo.

Ella frenó, accediendo a ceder el lugar de conducción a Farlan.

El astronauta empuñó la palanca que hacía de vo­lante. Bastaba moverla hacia adelante para imprimir ve­locidad. El centro era el punto de parada y la marcha atrás se producía accionando la empuñadura hacia uno mismo.

Para tomar las curvas existían unos botones. Dere­cha e izquierda. El vehículo viraba solo, sin más. Todo muy elemental; sin complicaciones, sin cambios de marcha.

—Es fantástico. Y sencillo. ¿Qué carburante utilizan?

—Una simple pila.

—¿Dura mucho?

—Bastante... Un año. Más... Depende de lo que se utiliza el vehiculo.

Estaban, aura ana encrucijada y ella indicó:

—A la derecha.

Pero Farlan tocó el botón de la izquierda.

—¿Qué hace?

—Déjeme que yo la guíe.

—No puede ser.

—Me gusta lo imprevisto. No quiero ver sólo las cosas turísticas. Estoy seguro de que existe algo más.

—¡Por favor, no haga esto!

El sonrió. El vehículo discurría ahora por una ca­rretera más estrecha, bordeada de árboles gigantescos.

—Es una zona maravillosa. ¿Qué ocultan en medio de tanta vegetación?

—Por favor, dé la vuelta completa. Déjeme a mí.

—No, no...

—No debe hacer...

El aceleró.

—¿Qué velocidad alcanza esto?

—Mucha. No corra. Es peligroso. Esta zona...

A lo lejos la carretera se ensanchaba, parecía ter­minar en un bosque tupido.

De pronto aparecieron dos vehículos que les cerraron el paso.          —¡Deténgase! —exclamó ella.

Se iban acercando a los vehículos.

—¿Por qué no se apartan?

—¡Son vehículos oficiales! ¡Deténgase! —exclamó ella.

Y como un eco una voz metálica surgió por el alta­voz del vehículo:

—Deténgase inmediatamente.

Farlan hubiera maldecido la intromisión. Odiaba aquella clase de órdenes a las que no acompañaba la menor explicación, pero tenía que parar o estrellarse contra el par de vehículos que formaban una barrera a escasos metros.

Colocó la palanca en el punto cero y el vehículo se detuvo suavemente.

Dos parejas de agentes se apearon de los coches res­pectivos. Vestían de modo distinto. Color verde. Lle­vaban una especie de gorra con visera transparente.

Antes de que pudieran hablar, intervino la enfer­mera:

—Disculpen. Es un paciente del doctor Sarow. Le dejé conducir. El ignora las leyes.

—Lo sabemos —dijo uno de los hombres—. Con­duzca usted. Utilice las zonas autorizadas.

Había dureza en la mirada de aquellos hombres y una gran autoridad en la voz del agente que había hablado. Farlan pensó que en Exálida todo no era tan hermoso como parecía. 

CAPITULO VI

Le dieron la cena en el hospital.

Estaba solo, junto a la cama, con una mesa portá­til, y aunque no le habían cerrado la puerta con llave se sentía como prisionero, vigilado por lo menos.

No tenía apetito a pesar de que la comida poseía un sabor agradable.

Se levantó para ir hacia la puerta. Abrió y miró al exterior. No había nadie en la enorme sala rodeada por otras puertas como la suya.

Se preguntó si todas las habitaciones estarían llenas.

Anduvo hasta la siguiente puerta e iba a pulsar el botón que servía para abrirlas cuando llegó hasta él un ruido de voces.

—No... eso no... No podéis hacerlo... —decía alguien.

La voz procedía de una abertura que iniciaba un corredor. El joven avanzó hacia allí y escuchó una ré­plica tajante:

—Te lo advertimos. Has abusado de la condescen­dencia, y has hablado con él. Sabías a lo que te expo­nías.

—Alguien terminará con vuestro sistema. Alguien nos liberará...

—¡Silencio!

Farlan avanzó por el corredor. No había puertas. Sólo una abertura a un lado.

Seguían las discusiones, y el astronauta creyó reco­nocer una voz...

—Aunque me eliminéis otros lucharán.

«¡La voz de Fargo, el periodista!», pensó Farlan.

Avanzó más rápidamente procurando no hacer el menor ruido.

En la estancia de donde procedían las voces se pro­dujo un ruido metálico.

—¡No! —gritó la voz del periodista.

—¡Vamos! Adentro con él —gritó la voz.

Unos pasos. Alguien iba a salir. Farlan pensó que iban a descubrirle y buscó un lugar donde esconderse. Una puerta. Pulsó el botón y la puerta se deslizó. Era un cuarto vacío, sin nada. Entró.

Alguien salió de la estancia donde había tenido lu­gar la discusión. Farlan había puesto un pie en el qui­cio evitando que la puerta se cerrara y así pudo ver al profesor Sarow que salía acompañado de otro hombre. Tras ellos iban otros dos.

«Agentes», pensó Farlan al verlos vestidos exacta­mente del mismo modo que los que le interceptaron en la carretera cuando iba al lado de la enfermera.

En la habitación contigua reinaba el silencio.

¿Dónde demonios estaba el periodista Fargo?

Farlan se aventuró a salir y anduvo hasta la estancia contigua. Pulsó el botón y se abrió la puerta. Se vio ante una sala con algún instrumental metido en vitri­nas, un par de sillones sobre un estrado. Parecía una especie de sala de Consejo. ¿Acaso un tribunal?

Se fijó en la pantalla del fondo y luego vio una es­pecie de puerta que se confundía con la pared. Todo blanco, inmaculado.     -

Avanzó por la solitaria estancia hasta esa puerta y entonces observó los botones que estaban debajo de la pantalla.

—Avante. Retro. Conducción, número 1, número dos. Contacto.

Pulsó el botón y la pantalla se iluminó, apareciendo al instante una complicada red tubular. Eran túneles cilíndricos que se entrecruzaban.

Farlan centró la imagen y pulsó el botón de aproxi­mación.

Con más nitidez pudo percibir el entramado de co­rredores subterráneos, cuyo punto de partida de aquel inmenso laberinto era la misma sala donde se encon­traba.

Observó la puerta disimulada en el mismo panel de pared y buscó el botón para abrirla. Cuando lo con­siguió se halló ante la entrada de uno de los corredores. La conducción a través de los mismos se realizaba por una especie de aire comprimido que impulsaba los cuerpos hacia el interior, un mecanismo fijaba la ruta y los cuerpos eran impulsados hasta el destino señalado.

—¡Han introducido a Fargo por aquí! —exclamó para sus adentros.

Volvió a fijar su atención en la pantalla y buscó en­tre los diferentes botones.

Al fin encontró lo que buscaba.

Fargo se deslizaba rápidamente; sentado en el piso de uno de los conductos se introdujo por una de las puertas finales donde podía leerse: Casa de Reposo.

La puerta se cerró tras el paso del cuerpo del perio­dista y Farlan quedó pensativo recordando parte de la conversación oída; las palabras de Fargo:

«Aunque me eliminéis, otros lucharán.»

«Eliminéis.»      .

«Aunque me matéis.»

Pretendían quitar de en medio al periodista. ¿Por qué?

Farlan pensó:

—Quizá, porque ha hablado conmigo...

Y recordó lo del «fichaje».

—«No permita que lo fichen» —le había dicho. No había podido ser más explícito. Parecía temer algo...

Luego recordó también su paseo en coche con la en­fermera Madel. Había micrófonos. «Alguien» sabía en todo momento dónde se hallaban.

¿Qué ocurría en aquel planeta?

¿Por qué no dejaban visitar libremente todas las zonas del mismo?

Creyó oír pasos y salió de la sala donde había obser­vado a través de la pantalla aquella red de pasadizos tubulares subterráneos, donde una persona podía ser in­ducida por medio del aire comprimido, u otro sistema análogo.

Volvió a su habitación. Se sorprendió al ver que había alguien: Madel.

Disimuló.

La muchacha le miró interrogadoramente.

—La estaba buscando —murmuró él con naturalidad.

—¿Por qué no pulsó el botón? —preguntó ella im­pávida.

Seguía siendo hermosa, pero por irnos instantes su expresión le pareció cruel. Existían también bellezas crueles. Farlan procuró mantener la serenidad. Repli­có con voz normal:

—La verdad es que no quiero causar molestias. Lla­mar al timbre me parece algo así como ordenar algo a un subordinado. Y francamente... me siento en deuda con ustedes.

Ella sonrió de nuevo.

—Trata usted siempre de ser galante. Bien. Son las normas. ¿Sabe? —Y tras una breve pausa interrogó—: ¿Le ha gustado la comida?

—Pues sí. La verdad es que me encanta. ¿Cocina alguien o es todo sintético?

Ella sonrió medio enigmática.

La cosa no pasó de ahí. Farlan pensó que no sabían nada de lo que él acababa de descubrir.

«Quiero saber lo que va a ocurrirle a Fargo», pensó mientras miraba a la muchacha.

Pero en algún lugar del centro hospitalario del pla­neta Exálida, el profesor Sarow hablaba con alguien que parecía ser una alta personalidad. El profesor le llamaba «Señor».

—Es mejor tomar precauciones, Sarow —decía la personalidad que se hallaba sentada en la mejor butaca de la estancia.

—Entonces...

—Sí. Si ese periodista habló con el extranjero, con­viene estar al tanto de sus pasos. Fíchenle. No quiero problemas.

—No, señor. Ni se dará cuenta. El ignora todavía nuestras costumbres. No... No habrá problemas.

—Mañana —dijo el otro.

—Lo que usted ordene, señor —replicó sumiso el profesor Sarow. 

CAPITULO VII

Farlan no había dormido demasiado aquella noche. Descansó bien, pero estuvo falto de sueño. Pensó. Pen­só mucho, y decidió averiguar unas cuantas cosas. Ave­riguar a fondo. Conocer la verdadera vida del plane­ta. Los problemas de sus habitantes. Le había entrado la lógica curiosidad de quien despierta en un mundo extraño y se encuentra con descendientes del propio planeta. Gente como él, que habían fundado una espe­cie de colonia y vivían con unas costumbres diferentes.

Se levantó temprano y salió al jardín. No había nadie. Ni un solo convaleciente. Paseó solo.

La primera persona que vio fue Madel. Iba a su encuentro.

—Ha madrugado mucho —le dijo la muchacha con una sonrisa. Parecía soñolienta aún, como si tampoco hubiese podido descansar demasiado.

—No tenía sueño. Me muero de curiosidad por co­nocer cosas. Supongo que lo encontrará natural.

—Sí —admitió ella.

—Usted también ha madrugado.

—Soy su acompañante. No lo olvide.

Tras un silencio y después de mirarla fijamente, Farlan preguntó:

—¿La han avisado?

—¿Cómo?

—¿Le han dicho que yo no estaba en mi dormitorio y le han ordenado que me buscara?

—Pues... —ella vaciló.

—Madel. Sea sincera conmigo. Ustedes están controlados. Cada paso que dan... Se hallen donde se hallen, pueden localizarles. ¿Es así?

—Verdaderamente es usted curioso.

—Sí. Muy curioso. Por eso deseo irme solo. Ver cosas por mí mismo. De este modo no la complicaré a usted:

Ella frunció el ceño. No contestó.

—Entiéndame, Madel. No es que desprecie su compañía. Es que... Temo comprometerla. Soy sincero. Quisiera que usted lo fuera también conmigo.

—No podrá salir ahora. Está programada una revisión para hoy.

 —¿Una revisión?

—Quieren estar seguros antes de darle de alta definitivamente. Es lógico. ¿No?

—¿Qué clase de revisión? —preguntó Farlan.

—Rutinaria. Una ficha con su historial y poco más...

—Una ficha... —repitió él.

—No se enterará usted de nada. Las revisiones se hacen sin ninguna clase de dolor para el paciente.

—¿Anestesia?

—Inconsciencia. Existe una cámara de insensibili­zación. Sí. Es una especie de anestesia. Dura poco. Des­pués será usted libre... Bueno, quiero decir que ya no...

—Que ya no precisaré de que nadie me acompañe —concluyó Farlan.

—Eso es —murmuró ella un poco turbada.

Caminaron en silencio. Farlan la observaba, pero la muchacha parecía esquivar su mirada.

—¿Dónde está la Casa de Reposo, Madel? —preguntó Farlan de pronto.

Ella se volvió lanzándole una mirada angustiada. Hacia ellos venían dos hombres que acababan de sur­gir de uno de los pabellones del centro hospitalario.

—Vienen a buscarle para el examen, Farlan —mur­muró la muchacha sin apenas mover los labios.

—Para ficharme, ¿verdad? —Sí —murmuró la muchacha. —No sé muy bien lo que quiere decir esto, pero fue de lo que Fargo me advirtió.

Ella se puso en cuclillas y tomó un pequeño guijarro con la mano derecha.

Los dos hombres se aproximaban.

Madel empezó a dibujar algo con suma rapidez. El astronauta guardó silencio observando simultáneamente al par de fornidos individuos que iban hacia él y a la muchacha que plasmaba rápidamente un dibujo.

El la dejó continuar. El dibujo era simple, una cir­cunferencia con cuatro salientes equidistantes, cuatro picos. Madel se levantó borrando rápidamente el di­bujo. No tuvo tiempo para más. Los dos enfermeros estaban allí.

—Ahora tiene que acompañarles —dijo ella.

Farlan notó el tono angustiado con que la muchacha había hablado. Los enfermeros se colocaron uno a cada lado.

—Acompáñenos —dijo uno de ellos.

Aquello tenía todo el aspecto de una detención. De algo que se le obligaba a hacer.

El astronauta hubiese querido decir algo a la mu­chacha, pero ella se alejó como quien ya no puede hacer nada más.

Farlan miró a los dos hombres que le flanqueaban y empezó a caminar junto a ellos, recordando aquella especie de escudo circular que Madel había dibujado en el suelo. 

CAPITULO VIII

Habían entrado de nuevo en el edificio. Farlan estuvo en todo momento flanqueado por los dos sujetos. Más que enfermeros se le antojaron guardianes prestos a obligarle a salir si él se resistiera hacerlo.

Cruzaron un largo corredor solitario. Nadie despegó los labios.

Farlan tuvo la sensación de que era conducido a una ejecución. A su propia ejecución.

Un cruce de corredores y tomaron otra senda. Hacia la izquierda. Luego un amplio hall y una puerta que se abrió cuando uno de los enfermeros guardianes pulsó un botón.

Una sala. Una mesa de operaciones, sillas quirúrgicas, aparatos electrónicos, botones, un cerebro o compu­tadora. Todo con un estilo diferente al planeta Tierra, pero que más o menos servía para lo mismo, o quizá para más.

Iban a experimentar con él. A ficharle.

No sabía qué quería decir esto exactamente, pero í recordaba al periodista que le había prevenido sobre ello. Y el periodista había sido conducido «A la Casa de Reposo»... precisamente por haber hablado con él.

No. No le gustaba.

—¿Dónde está Sarow? —preguntó Farlan rompien­do el largo silencio.

Ninguno de los dos enfermeros contestó; sin em­bargo, ambos permanecían allí, uno frente a él, el otro más atrás, como si trataran de impedirle una posible fuga.

—¿Se me permite curiosear? —preguntó Farlan con una falsa sonrisa en la comisura de los labios.

Sin esperar respuesta se aproximó a un tablero. Es­taba plagado de botones, de pequeñas palancas, de lucecitas apagadas.

Comenzó a teclear.

Los dos enfermeros se miraron.

Algo funcionó. Un apartado bajó el techo producien­do un zumbido intermitente. Pulsando otro botón la mesa de operaciones comenzó a girar vertiginosamente. Otro botón y unas luces del quirófano se encendieron y se apagaron. La habitación se llenó de ruidos y un sinfín de aparatos automáticos comenzaron a funcionar.

El guardián que se hallaba frente a él corrió hacia la mesa para detener todo aquello, pero ya Farlan se dedicaba a otro tablero que estaba junto a la pared.

—¡No toque nada! —gritó el que se encontraba a su espalda, al tiempo que avanzaba hacia el tablero para anular todo aquel funcionamiento.

Era justamente lo que Farlan deseaba, entretenerles, dejarles algo que hacer mientras él intentaba la huida.

Había observado un taburete móvil. Es decir, la única pieza de la sala que no parecía sujeta a la ley de ningún programa electrónico. Un taburete normal y corriente que podía moverse con la mano, transpor­tarlo o... arrojarlo. Eso fue lo que hizo.

Lo tomó en sus manos al tiempo que corría hacia la puerta. Uno de los enfermeros guardianes salió en pos de él, pero Farlan rápido, arrojó la improvisada arma metálica contra la cabeza del que intentaba im­pedirle la huida.

—¡Alt..,! —empezó. Pero el taburetazo le derribó. Farlan alcanzó la puerta. Pulsó el botón y salió rápida­mente, cerrando tras sí.

Entonces empezó una larga carrera por el resbaladizo corredor. Tras él iba el otro guardián.

Farlan llegó a la confluencia de corredores y se des­lizó por el de la derecha.

El guardián se rezagó ligeramente y empezaron a sonar timbrazos, zumbidos.

El astronauta se sintió como un ratón atrapado en una inmensa ratonera.

Era inútil buscar una salida; Todos los pasillos pa­recían exactos.

Dobló de nuevo. Aumentaron las voces, los timbres de alarma y en una encrucijada se encontró con otro par de enfermeros que le cerraban el paso. Se volvió atrás y se metió en una sala inmensa que tenía otra salida por el extremo.

Alguien salió a cortarle el pasó. Eran otro par de tipos.

¡Atrapado! ¡Estaba atrapado!

Se volvió hacia atrás y vio que le perseguían.

Miró a su izquierda, a su derecha. ¡Oh! Otro corre­dor. Corrió hacia allí y ya cerca de la puerta apare­cieron otro par de individuos. Iban por parejas. Pare­cían siempre los mismos pero no lo eran. Eran otros. Todos le seguían a él. Le acorralaban.

Siguió corriendo.

Trataron de cerrarle el paso, pero Farlan se lanzó con los pies por delante en extraña pero estudiada acrobacia. Uno de los enfermeros recibió el impacto de la doble patada y cayó a lo lejos, junto a Farlan que había calculado bien el golpe y se enderezó esqui­vando al que iba a prenderle con un perfecto quiebro.

Pudo enfilar otro corredor, igual que los restantes.

Comprobó que había sacado alguna ventaja a sus seguidores y se ocultó en una sala.

Por una vez la fortuna le favoreció. Conocía aquella sala. Aparentemente era igual que las otras, pero allí estaba la pantalla, junto a la puerta disimulada en el panel.

¡Era la sala desde la cual habían mandado al perio­dista Fargo a la «Casa de Reposo»!

Cerró la puerta tras sí y corrió hacia los mandos.

Antes de que sus perseguidores pudieran verle, Farlan había logrado meterse al otro lado. Justo donde empe­zaba la red de corredores tubulares.

Cerró.

Había cuidado de cortar toda influencia que pudiera arrastrarle. No funcionaba el aire comprimido y rogó para que nadie sospechara que se hallaba allá dentro.

No podía ver nada de lo que pasaba tras aquella puerta y decidió comenzar a andar por aquel lugar ex­traño, donde sólo era posible avanzar encorvado, pero sin rumbo, porque aquello era un auténtico laberinto. 

CAPITULO IX

Un auténtico laberinto iluminado únicamente por un resplandor que parecía emanar de la pared tubular.

Un laberinto entrecruzado de corredores transver­sales, sin más distinción que un número para cada uno de ellos.

Se necesitaba un plano para orientarse en medio de aquella red extraña.

Farlan perdió ligeramente la noción del tiempo.

Supuso que no le habían descubierto. Posiblemente le estaban buscando por los corredores del centro hos­pitalario. No sospechaban que él pudiera conocer la existencia de aquéllos viales secretos.

Anduvo sin cesar tratando, de orientarse por sitios que parecían exactamente iguales.

—Cada túnel debe conducir a alguna parte —pen­só en voz alta.

Pensó también en el aire comprimido o lo que fue­ra. Aquello impulsaba los cuerpos que podían ser guia­dos desde él tablero de mandos. Sin el contacto la mar­cha era más lenta, pero probablemente más segura por­que indicaba que no había sido descubierto; caso con­trario, el aire le arrastraría hacia donde «ellos» qui­sieran.

Por fin, cuando creía que jamás iba a encontrar una salida, vio el indicador y recordó algo... Una especie de escudo... Lo había visto el día anterior cuando es­tuvo en la sala poco después de qué el periodista fuese conducido a través de los túneles.

—¡Hacia allí! —dijo esperanzado.

Tuvo que hacer otra larga e interminable caminata hasta llegar al último cruce. Allí pudo divisar clara­mente el letrero:

 

«CASA DE REPOSO»

 

Dentro del agotamiento que supuso aquélla larga peregrinación, aún pensó que había tenido suerte.

Una puerta circular cerraba el paso. No le costó tra­bajo abrirla. Allí estaba todo previsto. La puerta se abría pulsando un botón, y el astronauta pudo salir a una inmensa sala metalizada con diferentes tableros. Era como una sala de máquinas donde se podía perci­bir un zumbido tenue. Una sala de máquinas sin ma­quinistas. Desierta. Pero allí funcionaba algo.

Observó la salida. Cerró la puerta y comprobó que realmente no había nadie. Nadie al menos que él pu­diera ver.

—Aquí condujeron a Fargo —se dijo mientras andaba al azar pegado a la pared.

Una sala. Otra, Todas parecían iguales. Una cadena sin fin, que transportaba cajas metálicas. Nadie mani­pulaba nada. Todo parecía funcionar solo.

Otra sala. Otra maquinaria.

Por fin, un par de hombres, que cruzaron, silencio­sos, para entrar en lo que parecía un despacho. Luego, vio que se trataba de un laboratorio acristalado. Asomó para observar una serie de pantallas, a través de las cuales podían contemplarse diferentes dependencias. Una de ellas pertenecía a un patio donde, caminando o bien sentados, se divisaban unos seres. Eran personas. Viejos. Algunos, encorvados; otros, renqueantes. Viejos, ancianos, tullidos.

Farlan siguió su peregrinación, y dio con el exterior. El mismo patio que había visto a través de la pantalla. Quizá otro parecido.

Era un lugar de apariencia alegre, pero nadie reía, nadie parecía contento.

Hombres y mujeres. La mayoría, en edad avanzada.

Silencio. Nadie cambiaba ni una sola palabra.

En lo alto, una especie de focos. Tal vez cámaras. Farlan procuró evitarlas, y se deslizó pegado a la pared.

Si le descubrían, estaba perdido, porque sabía que le buscaban.

—Alguien tendrá que protegerme. Habrá algún lugar seguro para mí, ¿Lo habrá?

La situación era angustiosa. Se hallaba en un planeta desconocido, que apenas le habían dejado visitar. Pre­sentía que todo el mundo se hallaba controlado... «Fichado», pero él, no... El seguía libre. Libre, mientras no le atraparan.

Llegó al final del patio; allí empezaba otra zona. Estaba marcado con un signo cabalístico. Luego, un número: II.

Allí la gente era más joven, pero igualmente silenciosa. Recorrió con la mirada el recinto. Era al aire libre, pero estaba cerrado por paredes altas. Muy altas. Eran como muros de una prisión. Todos lisos, metalizados.

Sólo unos agujeros rompían la monotonía. Agujeros redondos, como bocas de cañones.

Farlan buscó una salida y vio entonces algo que le hizo agrandar los ojos. Vio a alguien.

—¡Fargo!

Estaba próximo. Muy próximo a él. Sentado en una especie de banco metálico, con actitud meditabunda.

Fargo también le vio, y su expresión cambió. Avanzó hacia él, con disimulo. Sí. Como hubiera hecho un preso, en el patio de un penal. Evitó levantar la cabeza, y si­guió caminando como un autómata hasta llegar a la pared, a cubierto de alguna de las cámaras.

—Me descubrirán en seguida, amigo —dijo—. Me alegro de que esté libre. Porque lo está. ¿Porque usted no ha llegado como los otros, eh?

—¿Qué lugar es éste, Fargo? —preguntó Farlan. Era una de las tantas preguntas que le hubiera gustado formular.

—Es la antesala de la muerte. Estamos condenados. Váyase de aquí. Ahora ya saben dónde está...

—¿Cómo?

—Estamos fichados. ¡Todos! Llevamos un micrófono dentro del cuerpo... Nos oyen. Nos vigilan. Váyase. Yo le indicaré el camino. Sígame.

—¡Fargo!

—No pierda tiempo. Me gustaría que me contara cómo les burló.

—Seguí su mismo camino. Pretendían ficharme...

—¡Ah! Le felicito por su valor. No deje que le fi­chen. Sabrían siempre dónde está. Jamás podría huir de «ellos». Aquí, todos estamos controlados y, si alguien no lo impide, llegarán aún más lejos. Intentan crear un planeta perfecto, y sólo han conseguido un habitácu­lo de esclavos. ¡Por ahí, amigo!

Y Fargo le indicó la puerta de una sala.

—Encontrará la salida —añadió.

—Pero usted...

—Yo no puedo. Vaya a donde vaya, me localizarían. Huya usted.

Farlan vaciló.

—No pierda tiempo. Dentro de unos momentos, un ejército de guardianes tratará de impedirle la salida. Vaya todo recto. Derribe todo lo que encuentre por de­lante. No le dé reparo. Suerte.

—Fargo....

—Nadie puede hacer nada por mí. Cuando llegue mi turno... —se encogió de hombros. Luego, añadió—: En Exálida no hay lugar para los imperfectos o para los revolucionarios. Huya. ¡Huya!

Le empujó casi.

Farlan corrió, a través de la inmensa nave, en pos de la libertad.

Unos zumbidos le pusieron en guardia. Pensó que le estaban buscando, y aceleró la marcha. Mientras sus pulmones resistieran, seguiría corriendo, huiría sin sa­ber de qué delito; quizá su única falta fue haber aterri­zado en aquel planeta, aparentemente beatífico, pero que encerraba un trágico secreto. 

CAPITULO X

Demudado y sin aliento, Farlan llegó al exterior. Vio algunos coches, similares a los del día anterior. Tomó uno de ellos. Igual que había hecho la mucha­cha, Madel.

—Están controlados —pensó—. Sabrán en seguida a donde me dirijo.

Pero era el medio más rápido para huir, y se alejó rápidamente. No tardó en percibir una voz:

—Farlan. Diríjase hacia aquí. Haga caso a las instruc­ciones. Le marcaremos la ruta. Es mejor que venga por su propia voluntad. No puede huir. Está vigilado.

A pesar de la voz, Farlan siguió carretera adelante, adentrándose por una ruta que parecía conducir a las afueras.

Las instrucciones prosiguieron:

—No sea obstinado, Farlan. Sabemos que va a bordo del vehículo N-4-N.

Farlan miró la identificación del coche, que estaba anotada en la parte superior del frontis.

Era, evidentemente, el N-4-N.

Tuvo una idea. Detuvo el auto, antes de ver aparecer las patrullas, y se adentró por el campo, buscando la zona de mayor vegetación. Corrió una vez más. No había hecho otra cosa, desde que trataron de ficharle. Todavía lucía la luz de día, pero tenía la sensación de haber esta­do corriendo dos jornadas completas.

Sus pasos le llevaron hasta otra carretera, frente a un edificio en donde se acababa de detener un auto. Un hombre de aspecto altivo se apeó, e inmediatamente, del edificio, surgió otro.

Farlan tuvo la sensación de que el recién llegado era persona importante, y que el otro venía a ser un lacayo.

Así parecía porque el segundo se inclinó sumisamen­te ante el primero, y le acompañó al interior del edificio.

El auto había quedado solo. Farlan probó fortuna. Subió y, antes de ponerlo en marcha, miró la identifica­ción del vehículo. No vio ningún distintivo.

—Los otros son de servicio público. Este parece par­ticular —se dijo.

Lo dejó deslizar. La conducción era sumamente fá­cil y el pequeño entrenamiento que había tenido el día anterior, al lado de Madel, le facilitaba el ya de por sí simple manejo;

Se alejó, temeroso de escuchar, de un momento a otro, la voz conminándole a regresar al Hospital, pero aquello no se produjo.

Siguió carretera adelante, cruzando bosques, prados de flores y de nuevo, más bosques.

En un cruce, vio, a lo lejos, un vehículo patrulla. Lo distinguió porque recordaba el del día anterior.

—Es mejor no correr. En este automóvil, o como le llamen aquí, no saben dónde estoy.

Por fin, la voz.

Tuvo un sobresalto, Luego, le pasó... Se alegró, in­cluso. Debía ser el coche de un jefazo, porque no se dirigía a él.      

—Extranjero Farlan ha abandonado vehículo. Búsquenlo por la zona A-B. Seguramente, va a pie. Está fatigado. Encuéntrenle.

Era una orden, seguramente, a todas las patrullas.

¡Pero no sabían, exactamente, dónde se hallaba!

Pero, a pesar de su libertad momentánea, Farlan se preguntaba:

—¿Dónde diablos se puede ir aquí?

La noche comenzó a mostrar su manto. Había pa­sado muchas horas huyendo, sin saber a dónde.

De pronto, al cabo de un largo silencio, escuchó la voz:

—Extranjero Farlan viaja en un coche robado. Distin­tivo oficial.

¡Le habían localizado!

El dueño debió denunciar su desaparición, y ahora podían encontrarle, ¡Tenía que abandonar el vehículo!

Se hallaba en una de tantas zonas de bosque. Metió el coche entre la espesura y, dejándolo allí oculto, salió para entrar en el bosque.

La noche se iba cerrando rápidamente, mucho más de prisa que en la Tierra..

Sintió frío mientras oscurecía, pero no por ello dejó de seguir adelante.

Ahora, el auto había quedado atrás, y a él le importa­ba poner distancia por medio, hallar un lugar donde ocultarse.

Llegó a un claro del bosque. La oscuridad era casi total. Intentó ocultarse.

Tal vez si existiera alguna gruta...

Era casi imposible ver.

No se percató de los pasos que se dirigían hacia él, de la sombra que avanzaba, surgida de algún lugar.

Y oscurecía más y más...

—Si tuviera un arma...

Les pasos, muy sigilosos, se acercaban. Estaban cerca.

Más oscuro aún; sin posibilidad de orientarse.

—Si alguna vez puedo contar esto... —pensó.

No. No estaba asustado. Había corrido muchos peligros, pero ninguna situación se asemejaba a la que estaba viviendo.

De pronto, notó la presencia de alguien. ¡Se revolvió!

Un par de fuertes brazos le sujetaron.

Pensó en defenderse con los puños, como pudiera. Iba a golpear el rostro que apareció ante sus ojos.

—¡No! —susurró una voz, y en seguida el dedo índice de un hombre joven le indicó silencio.

Farlan miró en torno suyo.

El índice en los labios del recién aparecido seguía indicándole silencio.

Luego, el mismo joven le señaló, con la otra mano, que siguiera adelante.

Farlan trató de observarle, con la muy escasa luz que quedaba. Era un muchacho casi, y su actitud no tenía nada de agresiva. Es más. Parecía tratar de inspirarle confianza, y seguía indicándole el camino a seguir, pero sin despegar los labios.

—¿Qué puedo perder? —pensó Farlan, y obedeció las instrucciones del joven.

Poco después, en la espesura, tropezó con unas rocas. Su acompañante le tomó del brazo y le indicó una es­pecie de gruta.

Aquel lugar parecía plagado de escondrijos. ¡Los te­nía a los pocos pasos, y no los había descubierto antes!

Pero lo que le indicaba el joven era algo más que una gruta. Había un corredor, que tuvo que seguir a tientas; luego, el paso se estrechaba, y el muchacho tomó la delantera para mostrarle que era perfectamente po­sible seguir adelante.

Al fondo, parecía distinguirse una cierta claridad. El guía siguió avanzando por el pequeño túnel hasta llegar a una galería. Allí, la luz era más visible.

Luego, en un rincón, movió una piedra y quedó franca la entrada al inicio de una escalinata, que des­cendía hacia un subterráneo, húmedo y frío.

Al final, otra antesala. Allí, como en la prehistoria, antorchas iluminaban la estancia.

Era lo único anacrónico porque, a partir de aquella antesala, todo fue ya distinto. Una puerta metálica, accionada desde el exterior, disimulada por una enorme piedra. Luego, una amplia sala, con luces semejantes a las eléctricas. Todo moderno, propio de un planeta avanzado.

Allí, alguien le dio la bienvenida.

—Sabemos quién es usted. Sabemos que le persiguen. Aquí, no tiene nada que temer. Está entre amigos.

El joven que le había acompañado, dejó oír su voz por primera vez:

—Antes no podía hablarle. Hubieran podido identi­ficarme, y encontrar el lugar. Aquí, estamos aislados.

El que había dado la bienvenida a Farlan, volvió a hablar de nuevo:

—Acompáñeme, por favor. Conocerá esto, y nos cono­cerá a todos.

Era un hombre de edad avanzada, de aspecto vene­rable y frente despejada. Más tarde, Farlan sabría que aquel hombre era el profesor Wolly, y todos le veneraban como si fuera un dios.

En otro aposento, le recibió una especie de consejo en pleno. Una veintena de hombres. Algunos tan viejos como Wolly, otros más jóvenes.

—Esta es nuestra comunidad. Hay más, pero están en otro sitio, dispuestos a ayudarnos. Pero todavía te­nemos un largo camino que recorrer... Necesitábamos a alguien como usted, Farlan. 

CAPITULO XI

—...Necesitábamos a alguien como usted, Farlan —le había dicho el viejo y venerable profesor Wolly.

Luego, Farlan fue enterándose de todo. Lo que no l'e habían contado, en los días que vivió en el hospital, lo supo en breves momentos.

—En principio, el control se estableció para los via­jeros del espacio, como medida de seguridad —le explicó Wolly—. Una operación al individuo para colocarle un emisor en su propio cuerpo, a una onda determinada. La idea no era mala. Se podían localizar los pilotos, se podía acudir en su ayuda, se les podían facilitar instruc­ciones, donde quiera que se hallaran, pero, como ocurre siempre con los inventos, se aprovechó para fines me­nos nobles, y terminó por convertirse en nuestra total privación de libertad.

Wolly siguió explicando:

—Todos fuimos sometidos, primero con engaños. Lue­go, a la fuerza. Los que se resistían eran declarados ene­migos de la convivencia, y perseguidos...

Todo resultaba curioso, extraño y extraordinario a la vez.

—...se dictaron nuevas leyes... Los viejos que ya ha­bían dado su rendimiento eran invitados a ir a la Casa de Reposo. Lo que otrora fue un paraíso de recreo, se convirtió en la antesala de la muerte.

—¿Los matan...?

—Los transforman, querido Farlan, los transforman en otras materias... Todo, por riguroso turno.

—¿Y no pueden huir, claro?

—Aparte de que podrían ser localizados, donde quiera que fuesen... pueden fulminarles allí mismo, si lo desean. No se puede salir de la Casa de Reposo.

—Los viejos...

—Y los tullidos, los inválidos, los que sufren algún accidente, que pueda dejarles imposibilitados. En Exáli­da sólo admiten gente sana, que ofrezca un coeficiente del ciento por ciento.

—Creo que esto se intentó, alguna vez, en la Tierra.

—Tal vez, pero aquí es peor. El Destino queda marca­do al nacer. Una prueba califica a los niños; los menos aptos pasan a ser dependientes de los inteligentes. No pueden aspirar a mejorar, y, cuando hay exceso, se eli­minan. Las inteligencias medianas viven pendientes de la densidad demográfica. Los que sobran son enviados a la Casa de Reposo, empezando por los de mayor edad.

—Un procedimiento cruel.

—Es sólo el principio de un sistema, amigo Farlan.

—¿El principio?

—Quiero que lo sepa todo. Porque incluso los que hemos tenido la fortuna de poseer un cerebro más despejado, somos eliminados, al término del tiempo. ¿Ha visto algún anciano en Exálida, desde su llegada?

—Recuerdo haber pasado cerca de una especie de balneario.

—¡Oh! Es sólo para dirigentes. Ellos se han otorgado un privilegio.

—Parece que hay poca diferencia entre los planetas habitados —sonrió Farlan, con cierta amargura.

—Es posible que el despotismo y la diferencia de cla­ses existan en todas partes. Por eso es necesario luchar por la libertad porque, como le he dicho/ el sistema no termina aquí... Se están llevando a cabo nuevas prue­bas... Ahora no se conforman con localizar a la gente, tratan dé controlar el pensamiento humano, a través de las ondas cerebrales. Profundizar en el subconsciente, hurgar en la intimidad del individuo y llegar más allá de lo que pueda pensar, en un instante determinado. En una palabra, ser los dueños absolutos de cada ser hu­mano.

—Es monstruoso.—Pero no imposible. Se han realizado pruebas.

—Pero, ¿con qué objeto?

—Control. Control total.

—¿Y si alguien, por un instante, se rebela contra el sistema?

—El detector lo anota, y el individuo que ha tenido el pensamiento es autodestruido.

—¿Autodestruido?

—Sí. El control automático lo fulmina. Su cerebro queda pulverizado, a través de las ondas...

—No...

—Sí, Farlan. Se lo he dicho. Control total. Sólo se admiten los pensamientos adictos. Cualquier intento de subversión es abortado, antes de ser expuesto. Muere en el mismo cerebro, antes de que el individuo pueda exponer la idea.

«¡Control total!», pensó Farlan.

—Debemos detener esto, Farlan. Empezando por des­truir los actuales controles. Sabemos cómo hacerlo. Es arriesgado, pero se puede hacer... Sin embargo, ninguno de nosotros puede hacerlo.

—¿Por la vigilancia? —inquirió Farlan.

—La vigilancia que representa el estar fichado. ¿Com­prende? Ya le he dicho que aquí, bajo el subsuelo, no pueden detectarnos. Hemos ideado un medio de aislar el control, pero en cuanto aparezcamos, podemos ser detectados.

—No tienen posibilidad de intentar una subversión... —musitó.

—Imposible. Seríamos descubiertos y destruidos.

—Entonces...

Se hizo un silencio. Farlan comprendió lo que iban a pedirle. El profesor miró a sus colegas, y fue el mismo astronauta quien murmuró:

—Piensan pedirme que yo...

—Es nuestra última esperanza de salvación, Farlan. No tenemos derecho a pedírselo... Usted no pertenece a nuestro mundo, pero tenga en cuenta que jamás le permitirán salir de aquí. Necesitaría reponer su nave de combustible. Jamás podría llegar a ella, y aun en el supuesto de que la hubiesen reparado, no le consentirían que se fuese. Sabe demasiado de nosotros, y conoce la ruta que ha seguido... A pesar de su petulancia, temen... Temen una invasión. No, no le dejarían marchar...

—¿Y si yo les ayudo?

—Usted puede hacer mucho por nosotros. Liberarnos.

El sentido de la justicia era algo muy arraigado en Farlan. Aquello era un caso de conciencia, y, además, necesitaba de aquella gente, si un día quería regresar.

—¿Qué debo hacer? —preguntó simplemente. 

 CAPITULO XII

La guardia buscaba, por todo el terreno, al intruso.

Las órdenes eran tajantes. Captura. Había que interrogarle, ficharle. Nada de condescendencias, ni falsos miramientos. Se actuaba a rajatabla. Farlan era ya un enemigo que debía ser detenido a todo trance.

El profesor Sarow se hallaba en presencia de Breno. Breno era la cabeza visible en la jefatura del Estado. Sarow, científicamente, le secundaba en todo. La pa­labra de Breno tenía que ser respetada; quienquiera que se opusiese a ella, era severamente castigado. Sarow en cierto modo, era el brazo ejecutor. Todos los avances científicos, salidos de los laboratorios oficiales, tenían el sello de Sarow, y esos avances científicos iban enca­minados a un mayor rigor, en el control de cada ciu­dadano.

—Estuvo en la Casa de Reposo. Debió ver al perio­dista. Seguramente, ha comprendido lo que hacemos allí —decía el profesor Sarow.

—Todo lo que ha podido averiguar de poco le servirá. Le están buscando por todas partes. Hemos perdido demasiado tiempo.

—Yo también lo creo, Breno, pero al principio no ha­bía motivo para temer.

—Ha sido un fallo por nuestra parte. No debe volver a repetirse. Si alguna vez aparece un intruso, habrá que ficharle ante todo... Por cierto... ¿Cómo andan las nuevas fichas cerebrales?

—Perfectamente, Breno. Las pruebas son satisfacto­rias. En el laboratorio se está procediendo a la inter­vención de otros diez elegidos.

—Bien... tendrá que añadir a alguien más. Mañana mismo.

—¿Ha pensado en alguien en concreto?

—Sí. Alguien que podría resultar muy peligroso. De­bemos prevenirnos.

Breno sonrió astutamente:

—¿A quién se refiere?

—Madel...

—¡Oh! Comprendo... —murmuró Sarow.

—Ahora, ocúpese del periodista Fargo. Quiero que desaparezca, de una vez. Debimos haberlo llevado a cabo hace tiempo.

—Es peligroso. Tiene muchos partidarios.

—Por algo los controlamos a todos, querido profe­sor.

—Sí, Breno, pero...

—Podemos destruirlos.

—Si tuviera lugar una rebelión en masa.

—Tienen demasiado miedo para provocarla... ¿Quién se atrevería a dar el primer paso?

—Los amigos de Fargo.

—Esos no harán nada... El miedo es la clave, Sarow.

—El profesor Wolly...

Breno sonrió ampliamente.

—Ese menos que nadie, sobre todo cuando se entere de que su hija ha sido sujeta al nuevo tratamiento... «Cerebral».

Sarow sonrió. Sí. Su jefe tenía razón. 

* * * 

En la cavidad del subsuelo, en aquel improvisado la­boratorio y cuartel general de los que pretendían libe­rar a Exálida, el profesor Wolly estaba poniendo al corriente a Farlan, mediante unos planos, de los lugares estratégicos de la ciudad.

—Aquí está la central suprema. El control general, desde donde es posible localizar a cada uno de nosotros.

Indicó otro lugar en el plano.

—Esta es la Casa de Reposo. Un lugar de muerte. Obligan a los viejos a recluirse allí y a esperar la muerte por turno... para transformar su materia. Pienso que para los animales que luego comemos...

—¡Cielos! ¿Es eso lo que hacen con los muertos?

—Sí, Farlan. Aquí no se desperdicia nada, y los anima­les engordan. Sólo respetan a los privilegiados. Los que mueren de muerte natural son incinerados, y sus cenizas se guardan en sus villas particulares… pero ésta es otra cuestión. Una vez muerto, ya no importa lo que hagan con uno. Es la humillación de que maten por decreto. De que le transformen para escarnio de la familia.

Tras una pausa, el profesor Wolly añadid:

—Creo habérselo dicho. Tener hijos es un problema. Nunca se sabe con qué coeficiente mental saldrán. Si no se pertenece a la clase privilegiada, existe siempre el temor de poner en el mundo a un esclavo. Y lo peor es que es obligatorio tenerlos. Uno por pareja, y es obliga­torio emparejar, cuando toca el turno. Todo progra­mado.

—Es la negación de la libertad —admitió Farlan.

—Sigamos. Ahí, junto a la Casa de Reposo, existe una de las tres subcentrales auxiliares. Es necesario anular todos los mandos de esas subcentrales, antes de atacar la Central Base.

—No será fácil.

—Lo sabemos, pero es la única posibilidad. Una vez destruidos nuestros controles, nuestras fichas ya no servirán de nada, y podremos movernos libremente.

—No sé si podré: hacerlo yo solo.

—Estudie los planos de los lugares, Farlan. A usted no le detectarán.

—Debo hacer el trabajo en cuatro lugares distintos.

—Sólo en dos. De los otros dos se ocupará otra per­sona, Ella correrá mayor riesgo que usted porque está fichada, pero lo hará...

—¿Quién es?

—Ya se lo diré.

Farlan lanzó un suspiro.

—Bueno. Dígame dónde están las otras subcentrales.

—Una, en el mismo Centro Hospitalario. Otra, junto a la Sede del Gobierno.

Wolly indicó los emplazamientos, y añadió:

—Separadas las conexiones de las subcentrales, gana­remos un tiempo precioso, porque mientras tratan de repararlas, usted podrá llegar a la Central, y una vez allí, destruir todo el sistema que habrá de liberarnos.

—Déjeme ver eso—murmuré Farlan, estudiando aten­tamente los planos.

—Escuche, Farlan. Sabemos que es difícil, pero no habrá mejor momento que éste.

—Me gustaría, primero, conocer bien el terreno que piso.

—Si se orienta por los planos no tendrá ninguna di­ficultad.

—Soy nuevo aquí. No conozco nada.

—Tiene que ser antes del amanecer... Van a matar a Fargo. Lo sabe, ¿verdad?

Y ante el silencio de Farlan, Wolly añadió:

—Es un buen momento para que la gente se rebele, pero no lo harán por temor, á menos que se sepan libres... Si podemos anunciarlo...

—¡Un momento! ¿Ustedes pueden comunicar con el exterior?

—A intervalos. Tenemos un sistema, y por eso nos enteramos de todo lo que ocurre. O de casi todo. Pero no podemos utilizarlo con demasiada frecuencia para que no consigan localizarnos.

—¿No hay modo de evitar que Fargo muera?

—¿Quién podría hacerlo?

—Yo puedo intentar...

—No, Farlan. Es lamentable, pero le necesitamos para la destrucción de esos controles. Creo que Fargo daría con gusto su vida, a cambio de saber que estamos a un paso de la libertad.

Se hizo un silencio, que rompió Farlan para pre­guntar:

—¿Qué medio de locomoción emplearé?

—Tendrá que ir a pie para que no consigan detectarle. Recuerde que todos los vehículos están fichados. Sería peligroso.

Un colega de Wolly intervino:

—Podría utilizar el «balón».

—¿Qué? —preguntó Farlan.

—Está en fase experimental, y aquí no tenemos me­dios —adujo Wolly.

—¿Qué es esto? —inquirió Farlan nuevamente.

—Algo parecido a una mochila hinchable. Va provista de gas, y posee unos mandos. Eso permite elevarse su­perficialmente del suelo, y alcanzar una cierta veloci­dad, pero...

—Me gustaría probarlo —murmuró Farlan.

El colega de Wolly le hizo un ademán. Sobre una mesa había una especie de mochila, adaptable a la es­palda. Estaba deshinchada. De la base surgían unos tubos, y algunos poseían un par de botones.

—Puedo llenársela inmediatamente —dijo el colega de Wolly.

—Hágalo. No perderé nada con intentar utilizarla.

—No es muy segura —adujo Wolly.

—Necesitaré algún arma.

—No poseemos ninguna —replicó Wolly rápidamente.

—¡Sí! —exclamó el colega—. Tenemos dos... Conse­guimos arrebatarlas a uno de los malditos policías.

—¡No! —repuso Wolly, levantando la voz. Luego, ante el silencio general, añadió—: Quería conseguir la libertad sin usar los mismos métodos que ellos. ¿Comprende?

Otro silencio.

El colega interrumpió:

—No puedes obligar a Farlan a que comparta tus ideas. Si se ve en peligro, tratarán de prenderle, y le matarán sin piedad, si trata de huir.

Wolly acabó por asentir:

—Tiene razón mi colega Bretter. No puedo obligarle a un enfrentamiento con ellos en inferioridad de con­diciones.

El mismo le entregó un arma que guardaba en un cajón. Le explicó el fácil manejo.

—Aparentemente, no dispara nada. Usted aprieta el botón, y no lo nota, pero el gas dirigido penetra en el cuerpo hacia el que usted ha apuntado. Fulmina instan­táneamente. No son armas para herir, sólo matan.

Vaciló antes de entregarla a Farlan que, cuando la tomó, comentó:

—Procuraré no tener que usarla. Comprendo sus pro­pósitos, profesor. Son muy loables, pero cuando se pro­duce una revolución, las víctimas son inevitables.

—No lo serían si comprendieran que han perdido la partida. Pero no se resistirán. Y eso es lo que lamento.

—La libertad siempre cuesta...

—Sí, Farlan... Tiene usted razón. Haga buen uso de esa arma... Y que tenga suerte.

—Déjeme estudiar los planos.

—Hágalo.

—¡Ah! Una Ultima pregunta, profesor —dijo Farlan—. Usted habló de que alguien iba a ayudarme. ¿Quién?

—Mi hija...

—¿Su... hija?

El profesor asintió con una sonrisa, y explicó:

—Sí, Farlan. Usted la conoce. Es la ayudante del pro­fesor Sarow.

—¡Madel!

—Sí, Madel —afirmó Wolly. 

CAPITULO XIII

Sarow quiso supervisar personalmente el resultado de las diez nuevas pruebas practicadas a otros tantos ciudadanos.

Diez intervenciones quirúrgicas para aplicar a cada paciente el dispositivo que controlaría sus pensamientos.

El primero de los operados se había repuesto, y Sarow observaba, al lado del profesor, las reacciones cerebrales. a través de una pantalla de pruebas.

—Magnífico... El cerebro transmite en clave... Fíjese, Madel... Fíjese en la fuerza que desarrolla. Miles de ideas por segundo, que mueren al no ser desarrolladas.

—¿Qué son esos puntos azules de la banda izquierda de la pantalla? —inquirió la muchacha.

—El subconsciente... Los recuerdos desechados por el sujeto. El subconsciente es la gran caja de recuerdos, pero nosotros podemos desvelarlos.

Ella guardó silencio. Sarow seguía entusiasmado con la prueba positiva de su nuevo descubrimiento.

—Lo que más importa ahora —dijo— son las reaccio­nes presentes. Fíjese en esos datos que transmite...

—Los signos aparecidos en la pantalla, correspondían un número determinado, en un sistema de coordenadas. Un botón del tablero servía para traducir aquellas imá­genes. El mecanismo actuaba rápidamente y, sobre una cinta sin fin, quedaba reflejado, en palabras, el significa­do de las ondas.

—¿Ve eso? —y el profesor mostró e la enfermera la traducción de los pensamientos.

Madel guardó su Opinión. Ella debía fingir que se trataba de un invento genial, y lo era... de no ser por­que, con él, se obtenía el control total de la persona. Se anulaba por completo toda libertad, desde el mismo origen. Se robaba toda intimidad, incluso la que el propio individuo desconocía.

Sarow sonrió al leer el texto escrito que la máquina acababa de traducir.

—Ese hombre se está preguntando a qué clase de operación ha sido sometido. Fíjese. El tiene idea de que ha sido llevado al quirófano v de que se le ha practicado una intervención, pero ignora de qué clase. Pugna por recordar. El subconsciente trabaja para revelarle la verdad, pero el paciente no logra comprender. Está todavía demasiado débil. Haremos que ignore lo ocu­rrido.

—¿Por qué? —inquirió rápidamente Madel.

—Para evitarle tensiones. Olvidará todo. Una parte de su cerebro se cerrará por completo. Y el sujeto, todos los que sean sometidos a esa prueba, lo ignorarán.

—Pero eso no es corr... —Madel no terminó la frase. No dijo lo que pensaba, a pesar de que Sarow lo adi­vinó.

—No debería tener esos pensamientos, Madel... Nó debería tenerlos.

—No he pensado en nada —mintió ella.

—Sí lo ha pensado... Métase en la cabeza de que todo lo que se ordena en Exálida es para el bien común. Su padre no pensaba así. Creí que usted se había dado cuenta.

Ella guardó silencio.

—Es mejor que se sincere conmigo. —Y el profesor dejó de observar las reacciones cerebrales del paciente para mirar a Madel fijamente—. Debe tener confianza en mí.

Nuevo silencio por parte de la muchacha.

—Sé que, en el fondo, nos odia, Madel... -

—Yo he cumplido siempre.

—No ha tenido más remedio que hacerlo.

—Me gusta la ciencia. Hubiese preferido estar al lado de mi padre. Eso no es un delito.

—Lo es, cuando su padre prefirió abandonar el siste­ma... Pero la tenemos a usted; por eso, su padre, esté donde esté, jamás se atreverá a intentar nada contra el sistema... Su padre es inteligente. Sabe que la elimina­ríamos.

—Prefiero no hablar de esto. Creí que este asunto no se trataría nunca. Yo no he dado motivos para que pueda pensar que...

Sarow la cortó, tajante:

—No ha dado motivos porque no está en situación de darlos... Ha dicho que ignoraba dónde estaba su padre, y la hemos creído... Si ha mentido, es tiempo de rectifi­car. Tiene una oportunidad, Madel.

—¿Una oportunidad?

—Sí. Aunque no lo crea, yo la aprecio. Es usted efi­ciente. La mejor de las auxiliares que he tenido...

Sarow seguía mirándola fijamente. Cerró las conexio­nes. Se incorporó y, suavemente, la atrajo hacia la pe­queña salita auxiliar.

Quedaron solos los dos. Frente a frente. Sarow te­nía una extraña mirada. Mezcla de seguridad, con un in­tento de inspirar ternura.

«Algo está tramando», pensó ella, pero dejó que el profesor siguiera con la iniciativa.

—Puedo recibir órdenes concretas con .respecto a us­ted. Sabe que está bajo mi exclusiva dependencia.

Ella asintió, sin perder de vista cada rasgo del ros­tro de Sarow, que intentaba mostrarse galante.

—Madel... Usted sabe que, por mi cargo, no tengo obligación de emparejarme. Usted, en cambio, sí... Si yo tuviera una certeza con respecto a su actitud...

Guardó silencio.

Ella recelaba. El profesor continuó:

—Usted y yo podríamos formar una pareja... Habría seguridad para nuestros hijos... Un brillante porvenir.

—¿Usted... profesor?

—¿Le extraña?

Sarow era un hombre maduro, no como su padre, pero sí lo suficiente para doblarle la edad, y ella jamás hubiera sospechado que pudiera desearla.

—Me sorprende —murmuró la joven, respondiendo a la pregunta del científico.

Le sorprendía y le aterraba porque, aún admirando la ciencia y los constantes descubrimientos, no podía estar de acuerdo en la forma en que éstos se aplicaban. Le aterraban aquellas prácticas, realizadas con seres huma­nos. Le aterraban los inventos destinados a destruir la libertad, a torturar, a anular la personalidad individual.

No. No podía admirar a Sarow y, si estaba con él, era porque no podía hacer otra cosa. La habían destina­do allí, y el profesor explicó claramente el porqué. La tenían vigilada.

—Piénselo, Madel —repuso el profesor, cortando sus pensamientos—. Ahora, tengo qué hacer... Mañana, esté a mi disposición... En el quirófano.

—¿Eh?

—Tengo que hacerle la revisión periódica...

—¿En el quirófano?

—Sí —sonrió él, enigmáticamente.

El sentido de la propia conversación advirtió a la muchacha de que estaba corriendo un grave peligro, y pensó en la operación cerebral.

—¡No! —no pudo reprimir el grito.

Sarow seguía sonriendo.

—Piense en mi proposición. Estoy considerado como uno de los mejores científicos. Conmigo viviría sin ries­gos, en la clase privilegiada...

Y sin darle tiempo a contestar, Sarow desapareció.

En aquel mismo instante, la muchacha sintió un cos­quilleo en la garganta. Era una pequeña vibración, pro­ducida por la medalla de identificación que llevaban to­dos los que prestaban servicio en el centro hospitalario.

Era una señal... 

CAPITULO XIV

La señal que la muchacha percibió procedía del labo­ratorio subterráneo de su padre.

Una vibración, producida con un pequeño aparato. Algo que sólo ella podía sentir.

Wolly, valiéndose de los medios a su alcance, y con un alarde de conocimientos, ideó el sistema para comu­nicarse con ella.

Al lado del padre de la muchacha, se hallaba Farlan, Le habían equipado con el balón-mochila, de liviano peso, que tenía ya sujeto a la espalda.

Acababa de comprobar los mandos, y el artilugio parecía en condiciones para funcionar.

Ahora, el profesor iba a poner en antecedentes a su hija.

Manipuló en una especie de botón, emitiendo unas señales vibratorias, al tiempo que explicaba:

—Es un código secreto. Breve. Cada vibración tiene un significado. Se pueden mantener largas conversacio­nes.

—¿Y cómo sabe si su hija capta el mensaje? —pre­guntó Farlan.

—Si está en disposición de oír, toca una vez su placa. Eso quiere decir que puedo transmitir. Si en esos mo­mentos se halla ocupada, y no puede concentrarse, toca dos veces. Por fin, la señal del mensaje captado son tres golpes. Llegan perfectamente.

Se hizo un silencio. El profesor terminó su mensaje, y el pequeño vibráfono captó tres pequeños golpes.—¿Lo ve?

—Sí. Es muy curioso.

—De momento, nos presta un buen servicio. Mi hija fue obligada a aceptar ese trabajo, pero ella está con nosotros. Cierto que no puede hacer nada. Está vigi­lada constantemente, pero espera el momento. Y el mo­mento ha llegado.

—¿Qué le ha transmitido?

—Que usted nos ayudará.

—¿Y ella?

—Madel cuidará de entorpecer los contactos de la subcentral del Centro Hospitalario. Luego, acudirá a la Sede del Gobierno.

—¿No es peligroso?

—Sé que tiene una cierta libertad de movimientos. En cualquier caso, no dispongo de nadie mejor situado para ayudarle a usted.

El profesor no podía evitar una cierta intranquili­dad. Farlan lo comprendió, y trató de animarle:

—Todo saldrá bien.

—Eso espero.

El joven miró a los reunidos. Todos tenían, igualmen­te, sus ojos puestos en él. Esperaban mucho de él. Qui­zá demasiado...

En el exterior, amanecía.

Las noches eran cortas. Farlan la había aprovechado bien para estar al tanto de los lugares dónde debía ir. No iba a resultar tarea fácil, pero él también tenía que luchar por su propia libertad.

Se perdió entre el bosque hasta llegar al borde de una carretera.

—Intentaré utilizar esto —se dijo.

Puso los dos controles al unísono, y el mecanismo produjo un ronquido, pero no consiguió elevarse.

—No. No va muy bien. Tiene fallos —pensó—. Pero si funcionara esto, me sería de gran ayuda.

Cruzó la carretera para alcanzar la otra zona del bosque. Anduvo perfectamente orientado, pero su prime­ra meta: La Casa de Reposo quedaba aún bastante lejos.

Probó de nuevo el mecanismo. Se reprodujo el ron­quido, y lo sintió elevarse brevemente.

—¡Le daré un poco más de presión! —y toco e botón que producía la casi imperceptible retropropulsión—. ¡Funciona! —exclamó, en voz alta, sintiendo su cuerpo elevarse.

Tomó velocidad. Una velocidad moderada, pero que le permitía un rápido desplazamiento, sin elevarse de­masiado. Sorteaba los troncos de los árboles, y tenía que autoconducirse con prudencia entre la tupida ma­leza.

Una vez salió a la carretera para orientarse mejor y comprobar que no se desviaba de su ruta, pero volvió seguidamente al interior. No podía exponerse a ser descubierto.

Entretanto, en La Casa de Reposo, la eliminación del periodista Fargo tenía un carácter especial. Casi de acon­tecimiento.

Entre los que esperaban turno para la muerte, no se produjo la menor reacción. Para ellos, había termi­nado todo el mismo día en que fueron encerrados allí, pero el peligro de subversión podía llegar desde fuera. Nunca faltaban infiltraciones, y se sabría que Fargo había sido «eliminado».

Por eso aún vivía. Por eso Sarow, presintiendo pro­blemas, había demorado aquel trabajo hasta el último momento...

Fargo estaba convenientemente atado para evitar pro­blemas. La cadena sin fin había sido detenida, y dos ope­rarios colocaron el cuerpo del periodista en la plata­forma.

Sólo faltaba accionar la palanca para poner la cadena en funcionamiento.

El procedimiento era fácil.

El último que había precedido al periodista estaba ya «listón. La cadena lo había conducido hasta el interior del mezclador. Allí, los diferentes ácidos sazonaban el cuerpo, qué seguía rodando sin parar hasta llegar a la sección de cuchillas. Estas bajaban rápidamente, seccio­nando al sujeto en pequeños trozos. Un tajo bastaba. Luego, a través de unos agujeros, la sangre era absor­bida hacia un departamento especial para la posterior mezcla; entre tanto, los trozos seguían su marcha hasta caer en el recipiente de ácido que, al hacer la reacción, los expulsaba por un canal, convertidos en una masa. Un triturador machacaba los huesos. Luego, la cadena, convertida en pequeños recipientes, conducía la pasta humana hasta la centrifugadora. Otro paseo hacia el ácido final, y el resultado era expulsado hasta el gran almacén.

Allí, siempre por procedimiento automático, la pasta humana descansaba hasta que era expulsada para el último proceso.

'El secado se producía inmediatamente, y por fin la molturación. El cuerpo humano, con los ingredientes químicos mezclados, quedaba convertido en polvo.

El pienso con que se alimentaban los anímales de carne comestible para el alimento común.

Era una fábrica única. No había competencia. 

* * * 

Farlan estaba ya en las proximidades de la Casa de Reposo. Paró el mecanismo, y se aproximó a la nave des­tinada a subcentral de control.

Tenía que sincronizar su contador, que le habían faci­litado. A la misma hora, según las instrucciones dadas por Wolly, Madel inutilizaría la subcentral del Centro Hospitalario. Luego, ella tendría que ir a la Sede del Gobierno, mientras él se dirigía a la Central General. Pero tenía que esperar a pleno día.

—Por la noche, los dispositivos de alarma impiden el paso. Sería detectado al instante. Tendría que aguar­dar a que corten los sistemas. Será lo más arriesgado —le había dicho el profesor.

Farlan llegó hasta una de las paredes del edificio. Era metálica. No había posibilidad de trepar por ella.

Accionó nuevamente la palanca del balón-mochila, y esta vez actuó rápidamente.

Se elevó del suelo.

Intentó alzarse lo más posible, para tener mayores posibilidades de no errar.

Mientras, tomó una pequeña cuerda, sujeta a un aparato. Apretando el botón, la cuerda salía despedida. Al final de la cuerda tenía un electroimán, que se adhe­riría a la plancha metálica del edificio.

Farlan fijó su objetivo, y pulsó el botón. La cuerda salió disparada. El electroimán se pegó en la plancha.

Comenzó a trepar.

En aquel instante, el profesor Sarow hizo un ademán para que accionaran la palanca que debía arrastrar el cuerpo del periodista hasta su total transformación.

Era la sentencia de muerte para aquel hombre. 

CAPITULO XV

Farlan estaba ya pegado al muro. Saltó por una aber­tura hasta el interior de una especie de terraza. Tenía que pulverizar el vidrio tras el cual se hallaba la ante­sala del departamento de control de la subcentral.

Utilizó la pistola de gas.

Pulsó el botón. No notó nada. El cristal tomó un tono azulado y desapareció. Todo había sido muy rápido.

Farlan se introdujo en la desierta estancia, y recordó las palabras del profesor.

—En el control hay un vigilante. Utilice esto para adormecerle... —Y le había entregado un frasco metá­lico, cuyo líquido interior funcionaba por medio de una especie de spray. Podía ser utilizado a distancia.

Era una composición narcótica. Instantánea.

Farlan sacó del bolsillo una mascarilla con la que había sido provisto, y se acercó a la puerta. Bastaba pulsar un botón para abrirla.

Consultó el contador. Faltaba sólo un punto para el momento indicado.

Entretanto, la palanca de la cadena de la muerte de la Casa de Reposo había sido accionada. El periodista rodaba ya hacia el túnel de ácidos. El recorrido hasta entrar al túnel era de tres minutos exactos. Luego, em­pezaba la lluvia de ácido. Un minuto. Luego, las cuchi­llas.

Farlan consultaba constantemente el contador, y re­cordaba las instrucciones de Wolly.

—Tiene poco tiempo. El spray actúa de forma fulmi­nante, pero tiene sólo una eficacia de medio punto.

Medio punto, comparativamente, venía a ser medio segundo terrestre, poco más o menos.

Entretanto, la muchacha, Madel, se hallaba junto a la sala de la subcentral, en el Centro Hospitalario.

Para ella resultaba más fácil librarse del vigilante. Hizo una llamada por el intercomunicador:

—Celador X-II. Preséntese a control.

El celador o vigilante había salido. Ella tenía el cam­po libre, y entró.

En el contador cayó el punto que indicaba el momen­to exacto.

Y en ese momento, Farlan irrumpió en la sala. Era bastante grande. Tenía en el centro una especie de computadora, de buenas proporciones. Un empleado de espaldas a él, repasaba unos datos.

Farlan se aseguró la pequeña mascarilla a la nariz con una mano, para evitar que el narcótico le adorme­ciera a él, y con la otra mano, presionó el spray.

El chorro, apenas visible, se esparció. El empleado inhaló el aroma, y cayó fulminado.

¡Medio punto! Tenía medio punto de tiempo para entorpecer la marcha de la computadora auxiliar de la Central. El profesor también le había dado instrucciones concretas para llevar a cabo el sabotaje, y Farlan no per­dió ni un segundo de su tiempo.

—Primero, abrir —iba recordando las palabras de Wolly—. Un botón. El segundo de la izquierda.

Una puerta dio paso al interior de la computadora.

—Una vez dentro, desconecte botones 3N y 4B. No lo olvide. 3N y 4B.

Era exactamente lo mismo que Madel estaba reali­zando.

Esto estaba ya listo. Ahora quedaba el tercer punto.

—¡Quite bujía marcada con letra Z!

Los movimientos de la pareja no podían estar más sincronizados.

—Cuarto punto importante. Pulse botón negro. Se producirá un ruido. Es una señal peligrosa que pondrá en acción a los de la central, pero esta señal desapare­cerá cuando interponga esa barrita de metal que le doy entre los electrodos 7 y 8. La interferencia será total.

Se produjo el ruido.

Uno de los tres encargados de la central, notó la emergencia.

—¡Control número I! —exclamó.

—Voy a llamarle.

Y la llamada se produjo de inmediato mientras Farlan pugnaba por colocar la barrita que lastimosamente se le cayó al suelo.

Ahogó una maldición.

La muchacha, Madel había pulsado el botón negro y la central acusó la anomalía.

—¿Qué ocurre? Ahora es el control número dos. ¡Llama!

Sonó la llamada en la subcentral II que era la per­teneciente al centro hospitalario.

—En la uno no contestan.

En el suelo, el empleado narcotizado se removió. Farlan apenas se daba cuenta. Estaba consumiendo los últimos momentos. Por fin halló la barrita metálica y procurando dominar sus nervios la introdujo entre los dos electrodos. El zumbido cesó.

Por su parte, la muchacha había concluido ya la ope­ración en el momento en que el celador o guardián re­gresaba. El intercomunicador directo de la central es­taba llamando.

Madel salió de la estancia cuando el celador se aproximó. La vio salir.

—¿Qué hacía usted ahí?

—Está sonando el timbre... Creí que le ocurría algo.

El celador la miró con recelo.

—Me han llamado. Falsa alarma. Pero no debiera haber entrado.

—Sólo me asomé.

El hombre se quedó mirándola, pero el timbre in­sistía.

En aquel instante también Farlan salía de la com­putadora.

—Procure no utilizar dos veces el «spray» con el vigilante —recordó la advertencia de Wolly—, Medio punto pasa inadvertido. Creerá que ha caído por un ligero desvanecimiento... No advertirá nada sospechoso, pero si se prolonga su inconsciencia sospechará.

Farlan cerró la computadora y se alejó por la es­palda del vigilante que empezaba a levantarse.

Un mueble metálico sirvió para que Farlan pudie­ra ocultarse cuando el vigilante volvió la mirada como presintiendo algo.

El insistente zumbido del timbre le hizo contestar, a la llamada.

—¿Por qué no contestas, celador número I? ¿Qué ha pasado en el control?

—¿Pasar? Nada. Todo funciona perfectamente.

—Comprueba.

—Todo va bien —repuso el vigilante haciendo al­gunas comprobaciones.

—Otra vez contesta más de prisa. ¿Te hallabas dor­mido?

—¡Claro que no! —De cualquier modo no podía decir que se había desvanecido un momento. Nadie se atre­vería a decirlo si no sabía a ciencia cierta que había sido objeto de un ataque, porque revelar la debilidad de un desvanecimiento era tanto como hacer oposicio­nes para una pérdida de categoría que sólo podía con­ducir a la Casa de Reposo. En Exálida, los inservibles eran transformados, como a punto de serlo estaba el periodista Fargo. 

CAPITULO XVI

En efecto. Fargo había consumido el primer minuto de recorrido por la cinta. Le quedaban dos para entrar en el túnel.

Mientras, Farlan salía de la Subcentral utilizando el mismo camino empleado para la ida.

Bajó por la cuerda y una vez fuera, hizo uso de un desconectador para recuperar el electroimán y borrar toda huella de su presencia. Lo único que quedaba era un cristal pulverizado.

Un cristal que no tardaría en ser descubierto por el vigilante o celador que iba a relevar al que estaba aseverando a los de la Central que todo iba perfecta­mente.

—Debe tratarse de un contacto —decía.

Los de la Central recibían información de que en el ccntrol II —del centro hospitalario— también todo fun­cionaba perfectamente.

—Ya ha ocurrido algunas veces —dijo uno no dán­dole excesiva importancia. Además, estaban perfectamen­te convencidos de que ningún sabotaje era posible.

Claro que la intervención de Madel había sido fi­chada en el control del Centro Hospitalario. Su número de ficha había quedado grabado en el memorizador. Cualquiera que mirara podría saber los pasos efectua­dos por la muchacha.

Y esto es lo que estaba efectuando en esos momen­tos el celador que había visto salir a Madel de la sala de la computadora. No. No acababa de fiarse. Un ce­lador jamás debía fiarse de nadie si no quería verse comprometido.

Madel por su parte había abandonado el centro en dirección a la Sede del Gobierno. No podía ser consi­derada como sospechosa su actitud porque en su tra­bajo habitual había tenido que ir algunas veces a dicho lugar. Ahora podía justificarse diciendo que buscaba al profesor Sarow. Si no la creían bastaría con decir que había aceptado su proposición de emparejarse. Sí. Te­nía una buena excusa...

Pero el celador del control estaba ya muy cerca de detectar los pasos de ella.

Cuando le fueron a reemplazar seguía buscando.

—¿Qué ocurre, alguna verificación? —le preguntó el compañero encargado de reemplazarle en el turno.

—Un momento... Estoy buscando algo relativo a Madel. ¡Ahí está!

Su tenacidad había dado sus frutos. El memorizador informaba de los pasos de la muchacha.

—¡Ha estado aquí! ¡Ha manipulado en la computa­dora!

—¿Cómo es posible? ¿Por qué no se lo has impe­dido?

—¡Me han hecho salir! Debió ser ella. Debo dar parte.

—Búscala primero. Localízala.

—Es lo que voy a hacer ahora mismo.

Buscó su ficha, pulsó el botón. La pantalla debía decirle dónde se hallaba Madel en aquellos instantes, pero la interferencia practicada anulaba por completo el intento.

—¡No puede ser! Esto ha funcionado siempre...

—Mal asunto —dijo el compañero—. Tendrás que pe­dir los datos a la Central.

—Ahora sé por qué ha entrado. Ha inutilizado el sistema...     .

—Avisa a la Central y no pierdas tiempo.

—Eso voy a hacer ahora.

Madel se dirigía a la Sede del Gobierno. Le sobraba tiempo todavía. Demasiado tiempo, porque en aquellos instantes el celador estaba dando parte de sus sospe­chas e informando del sabotaje realizado.

El encargado de la Central —uno de los tres— locali­zó inmediatamente a Madel.

—Es curioso. Se dirige a la Sede del Gobierno.

—Interróguela.

—Avisaremos a los de allí para que tengan cuidado. La estamos controlando. Si ha inutilizado la compu­tadora de la Subcentral II, no le habrá servido de nada. Aquí no podrá entrar jamás...

—Tal vez se trate de un plan. Quizá no esté sola.

—Lo averiguáremos todo. Aquí no se escapa nadie. Vamos a proceder a un riguroso control de fichas.

El de la Central cortó la comunicación y pasó a informar a la Subcentral de la Sede del Gobierno.

—Conviene vigilar a Madel. Ficha WW-2.235-Z. Aten­tos, sospechosa de sabotaje.

—Enterados —contestaron.

Y así, mientras Madel era perfectamente controla­da, retrocedamos hasta el momento en que Farlan salió de la Subcentral I.

Le quedaba tiempo. Más de treinta puntos antes de que pudiera llegar a la Central, y estaba en el paso que comunicaba las naves auxiliares del cuerpo central de la Casa de Reposo, y sentía curiosidad por la suerte de Pargo. Por eso se metió entre los desiertos patios.

Corría ya el segundo minuto de recorrido de la ca­dena que conducía el cuerpo del periodista.

El —Farlan— había visto con anterioridad la ca­dena, la cadena sospechosa. En el subsuelo de aquel bosque le habían explicado parte de las manipulacio­nes a que eran sometidos los cuerpos humanos para su transformación.

Trató de orientarse.

El segundo punto del contador cayó. El cuerpo de Fargo seguía su camino hacia la muerte inevitable.

Era como si el astronauta presintiera algo. Accio­nó la palanca para elevarse y poder recorrer con la mayor rapidez posible aquel patio interminable.

El nuevo punto se aproximaba al final. El cuerpo es­taba recorriendo los últimos metros antes de entrar en el túnel del ácido.

El periodista intentó forzar las ataduras. Inútil. Sarow esperaba el momento de verlo desaparecer.

Farlan frenó su marcha junto a uno de los porta­lones de la gran nave. Se metió dentro y subió por una escalinata. Se escuchaba el zumbido de la maquinaria. Todo parecía desierto.

A lo lejos, la cadena... Un cuerpo atado a ella.

—¡Fargo! —exclamó para sus adentros.

Observó todo el entorno. Únicamente dos personas subidas a una plataforma, a unos cinco metros sobre la cadena.

Al periodista le faltaban apenas tres metros para llegar al final de la primera parte de trayecto. Una vez dentro del túnel ya nada podía salvarle. El ácido, las cuchillas...

Farlan sacó su arma. Ahora sí que podía utilizarla justificadamente.

Reflexionó.

No. De nada serviría matar si aquella máquina no se detenía.

Iba a poner en acción el gas para correr hacia ¿a plataforma.

«Allí tienen que existir los mandos.»

No advirtió la presencia de uno los empleados de la Casa. Surgió de improviso, unos metros por encima de su cabeza. En lo alto de otra plataforma.

—¡Eh! ¡Usted!

Se volvió.

—¡Un intruso! ¡Deténganle! —gritó.

Farlan accionó la palanca y se elevó por la escalera.

—¿Qué es esto? —gritó el otro.

En la plataforma habían oído los gritos pero no po­dían ver exactamente lo que ocurría.

Farlan había llegado a la altura del empleado que corría hacia uno de los puntos de seguridad provis­tos de armas y porras electrónicas

El astronauta le embistió con los pies haciéndole caer. El empleado se revolvió sujetándole por las pier­nas, pero Farlan no podía desperdiciar ni un solo se­gundo porque Fargo había recorrido otro metro de su trágico trayecto. Le faltaba poco, muy poco para el final.

Farlan imprimió velocidad a su medio de conmi­nación y arrastró consigo al empleado.

Dio todo el gas y consiguió elevarse algunos metros, luego zarandeó a su enemigo y lo soltó desde el aire al suelo.

—¡Mire! —indicó el hombre que estaba junto al doctor.

Farlan había sacado la pistola.

—¡Cuidado, profesor! ¡Póngase a salvo!

Farlan disparó, pero no lo hizo contra ellos, sino contra la caja de control que adivinó en la plataforma.

El periodista estaba ya peligrosamente cerca del tú­nel sin salida.

Los disparos de Farlan volatizaron la caja. Unos chispazos pararon en seco el mecanismo, mientras el profesor reconocía al autor del sabotaje.

—¡Farlan!

—Volvemos a vernos, profesor.

—No le servirá de nada lo que hace.

El empleado había corrido hacia uno de los puntos llamados de socorro. Sacó un arma. Iba a disparar.

Farlan con el mecanismo parado disponía ya de más tiempo, y se lanzó contra el empleado golpeándole con los pies. Dos arremetidas desde el aire fueron su­ficientes para hacerle caer de la plataforma hasta abajo. Cinco metros. El empleado quedó inconsciente. Que­daba el otro que renqueante iba en busca de armas. También Farlan «aterrizó» junto a él, y esta vez le golpeó utilizando el mango de la pistola.

Sarow había desaparecido de la plataforma. Farlan no se preocupó más por él. Quería salvar a Fargo y hacia él acudió para liberarle de las ataduras.

—Gracias, amigo. Pero esto no le servirá de nada.

—Sí servirá a poco que la suerte me ayude.

—No hable si tiene algún plan. Recuerde que pueden oír todo lo que usted diga a través de mí.

Farlan asintió mientras terminaba de desatar los correajes.

—¡Cuidado! —advirtió el periodista.

Sarow había ido en busca de ayuda. Media docena de guardianes cerraban el camino. Todos iban armados.

Farlan sacó el arma.

—No... No lo utilice.

—No hay opción, ¿verdad? No se pueden tener ideas pacifistas con esa gente.

—Mejor eso... ¡Déme! —le pedía el arma y libre ya de ataduras el periodista disparó contra algo hacia el techo.

—¡Corramos ahora!

Todo un andamiaje se desplomó arrastrando cade­nas, cabinas de control, cajas metálicas.

Un gran estrépito fue el principio de una gran con­fusión. El periodista hizo uso del arma una vez más y otra parte de la maquinaria quedó seriamente dañada.

—Me gustaría poder destruir esto algún día, pero con lo de hoy basta por el momento. Tardarán algún tiempo en practicarse nuevas transformaciones.

Guiado por Fargo, Farlan pudo alcanzar una sa­lida. Habían dejado atrás a los seguidores pero el pe­riodista deteniendo su carrera previno a su salvador:

—A mí me detendrán de nuevo. Pueden localizarme cuando quieran. Es mejor que nos separemos. Sería un peligro para usted. Tome el arma. No le digo que no la utilice. Nosotros soñábamos una revolución sin sangre, usted no tiene por qué seguirnos. Su vida tam­bién está en juego. Ahora están dispuestos a aniquilarle.

—Son ustedes admirables. Les someten, les controlan y quieren vencer por métodos pacíficos.

—La violencia engendra violencia. ¿No se dice esto por la Tierra?

—Sí. Pero es sólo una frase que nadie trata de poner en práctica.

—Suerte, Farlan. —Y el periodista hizo intención de separarse.

Se oían voces. Les buscaban. Estaban cerca.

—¡Sálvese! —gritó Fargo. 

CAPITULO XVII

—Adiós, Fargo —gritó Farlan—. Vaya al cruce cua­tro dos. Allí encontrará un buen refugio.

Y ante la estupefacción del periodista que no aca­baba de comprender, Farlan le hizo una seña para que le siguiera.

Le tiró de la mano y corrieron hasta las afueras, buscando el amparo de la vegetación del parque.

Allí jadeantes se detuvieron. Farlan sobre el suelo le indicó un plano con unos signos y anotó un nombre: Profesor Wolly.

Fargo comprendió. Farlan les había dado una pista falsa. Ahora creerían que estaban separados y las fuer­zas se distribuirían; por otro lado les había facilitado un lugar. El cruce 4-2 para que se dirigieran hacia allí. Necesitaba ganar tiempo.

El periodista formuló una pregunta escribiendo en el suelo.

—¿Qué se propone?

—Destruir la Central de Control.

Fargo lanzó un silbido. Luego indicó una senda.

Corrieron juntos, aproximándose a la Central. Se detuvieron de nuevo y Fargo buscó dónde trazar unas letras:

—Seguiré siendo un estorbo para sus planes. Déjeme.

Era tarde. Varios coches patrulla se dirigían hacia ¿ aquel lugar. Eran cinco. No podían salir entre los setos.

Entonces el periodista salió corriendo. Farlan com­prendió que trataba de entretenerles.

Le vio saltar entre los setos con extraordinaria agi­lidad, y observó cómo empezaban a perseguirle.

Tenía que hacer algo por él. Miró el arma. ¿Por qué no utilizar los mismos métodos que ellos?

Uno de los policías había comenzado a disparar. No se oía el ruido, pero los impactos del gas invisible al estallar sobre las piedras las volatizaban, quema­ban los setos.

Farlan hizo algo mejor. Disparó contra uno de los vehículos.

Aquella pistola hacía prodigios. Un impacto basta­ba para corroer el vehículo.

Disparó contra otro.

—¡Alto! ¡Nos atacan desde los setos! —gritó uno de los policías.

Farlan apuntó sobre el tercer automóvil con igual fortuna. Los policías seguían a pie al fugitivo ya que no podían ir en los vehículos entre los setos. Luego optaron por volver a los coches, pero, ante el peligro de que Farlan pudiera volatizarlos optaron por hacerle frente a ciegas.

Farlan por su parte había cambiado de lugar e hizo bien porque los primeros impactos que le fueron di­rigidos quemaron por completo los setos donde hasta entonces había estado oculto. Corrió hasta dar la vuelta al parque, una carrera breve que le facilitó otro punto excelente para terminar con los dos automóviles res­tantes.

—Así tendréis que ir a pie y Pargo tendrá tiempo de escapar...

Claro que de poco servía, porque desde la Central, Pargo era perfectamente detectado.

—Se dirige hacia el cruce cuatro dos, por el parque Oeste. Controlen todas las salidas. No podrá escapar —decía uno de los monitores.

El propio Breno se hallaba en la sala del control Central. Estaba al tanto de los acontecimientos.

Sarow había sido llamado con urgencia y se presentó en breves instantes, mientras el monitor seguía la ca­rrera de Fargo.

—Han sido más audaces de lo que pensaba. Detrás de esto está el profesor Wolly. Estoy seguro.

—Han destruido una parte importante de la Nave de la Casa de Reposo.

—Estoy al corriente, pero no ha contestado a mi comentario.

—Sí, yo también pienso que Wolly está trabajando para eliminar el Sistema, pero no sabemos .dónde está.

—Usted podía saberlo, Sarow. Tiene a su hija en su poder. ¿Cree realmente que ella no sabe nada?

—Sí lo creo, Breno. Lo creo. Fue sometida a las prue­bas pertinentes. No nos ocultó nada. Pienso que su padre, para evitar que ella fuera obligada a hablar le ocultó el escondrijo.

—Es posible, pero quiero tener la certeza. Quiero saberlo todo. Y usted sabe cómo hacerlo. Aplíquele el nuevo tratamiento de Ondas. Anoche se lo ordené, pro­fesor.

—Sí, señor. Y esta mañana iba a hacerlo. Ella lo sabe ya.

—No le creí tan estúpido. Es impropio de usted, Sarow. ¿Por qué se lo dijo?

—No se lo dije claramente, pero es inteligente y lo ha supuesto. ¿Qué puede hacer? De nada le servirá sa­berlo.

—¿No, eh? Pues sepa que ha inutilizado una de nuestras subcentrales. Y ahora se halla en camino de la Sede del Gobierno.

—No. lo sabía —murmuró Sarow.

—Está fracasando mucho últimamente, estimado profesor. Fargo consigue huir. Su primera ayudante cómete sabotaje...

—Pero esto no puede servir de nada.

—Sirve para demostrar que somos vulnerables, si no obramos con mano dura. —Y tras una pausa, Bre­no añadió—: No quisiera tener que informar al Jefe Su­premo de lo que ocurre, pero tampoco deseo que se pidan cuentas. Van a detener esa muchacha y la llevarán al hospital. Intervéngala, quiero saber lo que piensa, quiero saber si se comunica con su padre, quiero saber los planes. ¡Quiero saberlo todo!

—Sí, Breno. Descuide.

—Puede irse, profesor.

Uno de los celadores llegó con un informe:

—Madel ha detenido el coche frente a la Sede del Gobierno. Esperamos instrucciones.

—¡Que la detengan inmediatamente!

—Sí, señor.

—¡No! —rectificó Breno—. Déjenla. Quiero saber lo que se propone. Vigilen de modo especial la sala de Computadora auxiliar. La cogeremos con las manos en la masa. Luego será suya, profesor. Y no quiero fallos.

Sarow asintió.

Y en efecto, Madel acababa de bajar del vehículo para entrar por la puerta principal del edificio de la Sede del Gobierno.

Presentía que era espiada. Lo que ignoraba es que conocieran ya tan a la perfección todos sus planes.

Y entretanto, Breno, la mano derecha y cabeza vi­sible del Jefe Supremo de Exálida, hablaba, a través de un micrófono, hacia esa cabeza rectora que había ordenado todos los sistemas de seguridad que regían en el planeta.

—Señor. Hemos tenido pequeños contratiempos, pero están perfectamente dominados. Desde ahora em­pezaremos a actuar con el nuevo sistema. Las Ondas Cerebrales no mienten jamás. La situación estará per­fectamente controlada, para siempre...

Y cerró la comunicación.

Madel se hallaba ya en el interior del edificio. Es­taba en la ratonera. 

CAPITULO XVIII

Los policías buscaban afanosamente a Farlan, puesto que al periodista le tenían perfectamente localizado, aunque no acertaban a dar con él.

Fargo se hallaba oculto, pero intentaba ser útil y por ello, utilizando su voz como un susurro, hablaba como si se dirigiese a otra persona.

Creen que estamos separados, por eso no han con­centrado aquí todas las fuerzas. Si se acercan dema­siado, dispare. Se acabó el pacifismo. Muchos de nos­otros también han caído.

La conversación era captada, y aunque débil podía ser traducida.

El que había captado el mensaje lo pasó al cela­dor encargado de transmitir las órdenes. Y éste cayó en la trampa:

—Atención. Parece que Fargo no está solo. Habla con alguien que va armado. Puede tratarse de Farlan. Ten­gan cuidado.

Breno fue informado:

—Están juntos, señor. Ha sido un ardid el hacernos creer que se habían separado. Farlan va armado.

—¡Que acaben con los dos! Concentren toda la fuerza en esa zona. No me moveré de aquí hasta ver los re­sultados conseguidos.

Eso daba tiempo a Farlan que estaba ya próximo a la Sede de la Central General, mientras todas las fuer­zas se dirigían al parque entre cuya maleza se hallaba oculto el periodista que seguía hablando.

—Ellos pueden detectarme con una precisión de cien metros de diámetro, pero moviéndonos continuamente, les despistaremos. Hablando bajo es difícil que pue­dan oírme. Al menos en eso confío...

En lo que confiaba realmente era en que la trampa funcionase. Y funcionaba.

Farlan había conseguido llegar a la parte trasera del edificio donde estaba instalada la Central General que regía el control absoluto de detención de cada persona.

Las fuerzas se habían concentrado en derredor del parque donde el periodista ayudaba eficazmente distra­yendo la atención de la vigilancia. Su labor estaba re­sultando muy eficaz, aun a riesgo de la propia vida.

Farlan escalaba el muro tras haber adherido el elec­troimán en un punto de terminado, cercano al techo del edificio.

Mientras creyesen que Farlan estaba con Pargo todo iría bien, pero si descubrían la verdad...

—¡Ahí está...! —gritó en aquel instante uno de los miembros de la policía.

Pargo acababa de ser descubierto.

Echó a correr, pero de todas partes empezaron a surgir policías.

—Busquen a Farlan. ¡Que no se escape!

—¡Salga, Farlan! ¡Está rodeado!

—¡No le encontraréis! ¡Huya, Farlan! —gritó Fargo gastando sus últimas posibilidades.

Comprendía que necesitaba tiempo para dar ocasión a Farlan de conseguir sus propósitos. Mentía para se­guir confundiendo a los policías.

No le importaba la vida. La sacrificaba con gusto con tal de liberar a toda Exálida.

Seguía corriendo, ahora buscando una zona despe­jada, pero empezaron a surgir más policías.

—¡Por ahí, Farlan! —gritó nuevamente como si aquél realmente estuviese a su lado.

Pero Farlan había alcanzado ya la azotea del edifi­cio. Tenía que descender por un hueco, de acuerdo con el plano que le había mostrado el profesor Wolly.

Y Fargo ya no podía más. Estaba rodeado. Uno de los policías informó a través de un pequeño receptor de muñeca:

—Ya le tenemos. No va armado, y está solo.

Le llegó la voz del que comandaba la operación des­de la Central General.

—¡Aprésenle! ¡Oblíguenle a confesar dónde se halla Farlan!

A Fargo se le presentaba una nueva oportunidad para seguir con vida pero sabia que no iba a durarle mucho.

Alguien aclaró:

—Hemos batido toda la zona. Farlan no está aquí.

Informaron a la Central.

—Todo ha sido un ardid. Farlan no se halla en el parque.

—¡Pregúntele dónde está! Oblíguenle a confesar. Oblíguenle a confesar, por todos los medios.

«Tortura —pensó Fargo—. Tortura con la porra eléc­trica.» Le quemarían el cuerpo y luego le matarían. Si pudiera resistir... al menos hasta que Farlan hubiese llegado a la Central.

No se hacía muchas ilusiones y no era para hacérse­las porque la Central estaba muy vigilada. Todo el mun­do se había concentrado junto a la computadora hacia la que ahora se dirigía el astronauta.

Sí. Farlan descendía por un hueco colgando con una cuerda que había sujetado con el electroimán. Era el hueco del elevador. Tenía que bajar hasta la primera planta del edificio y luego forzar la puerta. La pistola era la única arma de qué disponía.

Pero entretanto otra persona se hallaba en peligro: Madel.

La enfermera se dirigía hacia la sala de la compu­tadora auxiliar, donde únicamente tenía que haber un solo celador; y así era, pero espiada por un sinfín de ojos, pendientes de sus movimientos avanzaba inexora­blemente hacia la trampa.

No se cruzó con nadie. Los corredores estaban de­siertos. Ello no era extraño dado la hora. Además, Aquello no solía ser muy concurrido; sin embargo, experimentó una sensación extraña. Intuyó el peligro, pero siguió hasta llegar a la puerta tras la cual se ha­llaba la computadora.

—Es lo que sospechábamos, señor —manifestó el jefe de la operación a Breno—. La enfermera se diri­ge directamente hacia la computadora. Está en la puerta.

Esperaban instrucciones. Breno sonrió.

—Déjenla entrar. Déjenla que se aproxime. Luego, de­ténganla y llévenla directamente a mi presencia... ¡Oh, no! Al Centro Hospitalario. Sarow realizará con ella su experimento de ondas. Seguro que a su padre, ti profesor Wolly le gustará saberlo. Manden un aviso por si puede oírnos. Seguro que nos oirá.

Y Breno mandó el aviso.

—¡Profesor Wolly! Ya ve que es imposible luchar contra nosotros. Su hija será la primera en pagar sus consecuencias. Va a ser detenida.

Y Wolly efectivamente oía... Oía e incluso por una improvisada pantalla podía ver a su hija metida en la trampa.

Intentó comunicar con ella por medio de las seña­les que repercutían en el medallón de la muchacha.

—¡Huye! ¡Estás en una trampa! ¡Huye! ¡Sálvate!

La muchacha captó la señal cuando había abierto ya la puerta, pero pensó que todavía tenía una opor­tunidad.

—¡No, hija! ¡No sigas! ¡Es una trampa! Escapa... Escapa si puedes...

Pero ella siguió adelante.

Adelante... 

CAPITULO XIX

La detuvieron. Surgieron de todas partes cuando Madel trataba de desconectar el aparato, aprovechando el fingido descuido del celador, que se hallaba de espal­das ante otra mesa de trabajo.

—¡Alto!

—¡Alto!

La rodearon.

La sala tenía distintas puertas de emergencia que ahora habían sido utilizadas para cazarla.

No intentó huir. Lamentó haber perdido y se aproxi­mó sumisa a dos de los guardianes.

Fue cuando iban a sujetarla cuando comenzó a for­cejear con ellos.

—¡Quieta! ¡Quieta! ¡No conseguirás nada!

Siguió con el forcejeo y consiguió sorprender a uno de los que trataban de sujetarla.

—¡Es incontrolable! No podemos actuar sin mira­mientos.

En la puerta derribó al guarda que le cerraba el paso soltándole una tremenda patada que arrancó a su rival un profundo grito de dolor.

Siguió su loca carrera hasta la salida.

Sólo Farlan podía salvarla si conseguía destruir la computadora Central.

Farlan consultó su contador. Era el momento.

Colgado de la cuerda del ascensor (el elevador fun­cionaba sin cables y tuvo que utilizar el sistema de colocar un electroimán en la pared del hueco), sacó el arma y disparó contra la puerta. El poder destructor del gas obró su efecto. La puerta se retorció en parte

dejando el hueco suficiente para que Farlan pudiera pasar. Pero la mochila o balón que llevaba en su es­palda era un estorbo y se despojó de él. Seguro de que de momento ya no le sería útil.

Saltó al corredor y perdió un par de segundos en orientarse.

«Por allí», pensó.

Una puerta de mayor tamaño cerraba la sala de la computadora Central que seguía llena de gente a las órdenes de Breno, que en aquellos instantes hablaba al Jefe Supremo a través del micrófono especial: —Situación absolutamente controlada.

En aquel instante,,dos guardas iban a entrar en la estancia. A una distancia de unos treinta metros vieron a Farlan.

—¡Ahí! —señaló uno.

Farlan estaba descubierto.

—Ahora no puedo volverme atrás —dijo y disparó con su arma.

El gas destrozó parte del suelo y los dos guardas retrocedieron en busca de un lugar dónde guarecerse.

—Tengo que llegar como sea —exclamó Farlan y corrió hasta la puerta.

En aquellos momentos Fargo, el periodista estaba al borde de sus fuerzas.

Le habían quemado el cuerpo, y apenas podía aguan­tar, pero aquellas porras eléctricas tenían la particulari­dad de que dañaban sin que el torturado perdiera el sentido.

—¡No conseguirás nada con tu silencio! —le gritaban.

—¡Habla, no seas estúpido! Vas a morir.

—Terminad de una vez. Acabaríais conmigo igual­mente. ¡Terminad de una vez! Dos varillas o barras se aproximaban a sus ojos.

—¡No! ¡No! —gritó.

—¡Habla!

Mientras, Farlan apuntó su arma contra la puerta. Apretó dos veces la palanca y la entrada quedó franca para él.

Ya no se podía andar con sutilezas. Tenía que actuar a la desesperada.

Su irrupción en la sala pausó sorpresa y estupor.

A Farlan ya nada podía extrañarle y decidió aprovechar la ventaja que le facilitaban los otros en aquellos se­gundos de vacilación.

Breno fue el primero en reaccionar :

—¡Es Farlan! ¡Acabad con él! ¡Acabad con el ex­tranjero!

Pero Farlan dominaba la situación. Todos habían visto el arma que tenía en la mano y trataron de pa­rapetarse detrás de la computadora.

Farlan disparó varias veces contra la máquina que comenzó a sentir los efectos del gas.

Un sinfín de chispazos surgieron de las diversas co­nexiones. Fogonazos, pequeñas y sordas explosiones, mientras Farlan seguía disparando para terminar de una vez.

Breno sacó un arma. Farlan saltó sobre él y se la arrebató con gran habilidad retorciéndole los brazos y utilizándolo como escudo.

Algunos, en la confusión, habían conseguido tomar las armas de los respectivos armarios.

—¡Quietos! Sea quien sea, este hombre pagará por vosotros.

Hubo un silencio, mientras continuaban los chispa­zos, los conatos de incendio y un ruido extraño se pro­ducía en el interior de la computadora Central.

—¡Cortad las conexiones antes de que se destruya todo! -—gritó Breno.

Pero de nuevo el arma de Farlan fue un freno para los sicarios del jefe:

—¡Quietos! Al que intente avanzar le Culmino.

—¡No tengáis miedo! —gritó Breno—. Es un paci­fista. Quieren derrotarnos sin armas. ¡Avanzad!

—Tiene razón, Breno. Dé gracias a que los que tra­tan de conseguir su libertad, no piensan usar sus mis­mas armas. Eso ha evitado que muchos de los suyos murieran... pero no se confíe demasiado conmigo. Yo no soy uno de ustedes. Yo puedo matar. Tengo vuestras mismas armas. Así que nadie intente acercarse a la computadora.

Y disparó de nuevo contra ella. Se produjo una ex­plosión mayor y una gran llamarada surgió del cen­tro de la máquina.

Los celadores y policías se apartaron.

—¡Va a estallar! —gritó uno.

Corrieron temerosos.

—¡Cobardes! —gritó Breno—. Pagaréis esto. Este extranjero no conseguirá sus propósitos. Seguimos sien­do los más fuertes.

Una conexión se disparó sola, y docenas de voces surgieron del interior de los complicados mecanismos de la computadora. Los memorizadores soltaban datos, órdenes programadas, fórmulas y dictados.

Una voz surgida de la máquina exclamó:

—El control ha sido destruido. El control ha sido destruido.

Y en medio de su inconsciencia, con el cuerpo tortu­rado y al límite de su aguante, Fargo escuchó aquella voz, mientras uno de los policías pedía instrucciones que no llegaban.

—¡Atención, atención! ¿Qué ocurre en la Central? ¡Contesten!

Pero nadie contestó.

Fue otro momento de vacilación a cargo de los tor­turadores del periodista y Fargo trató de aprovechar la oportunidad.

—¡Estáis perdidos! Farlan ha conseguido sus propó­sitos. Ya no existe ningún control.

Se miraron entre sí. Aquello les hizo sentirse infe­riores.

Fargo arrebató la varilla eléctrica a uno de los hom­bres y se defendió con ella.

La varilla alcanzó el rostro de uno de los policías que saltó hacia atrás, soltando un grito.

—¡Aaaah!

El periodista consiguió huir a través de los setos aprovechando la confusión

—¡Búsquenle! ¡Acabaremos con él como sea!

Pero ya no podían localizarle, porque la Central se estaba destruyendo por completo.

Una gran llamarada lo envolvía todo y Farlan arras­traba a Breno sin soltarlo.

Salieron fuera, mientras las llamaradas asomaban por todas partes.

Y Breno advirtió:

—No cante victoria por esto. Nos queda todavía una Subcentral auxiliar. La enfermera Madel no ha conse­guido sus propósitos. Farlan. La hemos detenido.

—¡No es cierto!

—¿Por qué no me acompaña para cerciorarse?

—¡Es una trampa!

—No lo es. Créame —sonrió Breno triunfante.

Farlan dudó.

Pero la verdad es que Madel había alcanzado la calle y allí se encontró totalmente acorralada. De un vehículo asomaba el profesor Sarow.

—¡Vamos! ¡Tráiganla aquí!

La obligaron a introducirse en el vehículo. La en­cañonaron. El profesor la miró largamente y murmuró:

—No debiste hacerlo, Madel, No debiste...

El automóvil salió rumbo al Centro Hospitalario. 

CAPITULO XX

—Si esa chica significa algo para usted, entréguese, Farlan —dijo Breno—. A pesar de los destrozos que ha causado le respetáremos la vida. Voy a ser magnánimo. Usted no ha matado a nadie de los nuestros. Le pa­garemos igual. Será un ciudadano como los otros. Ya no puede regresar a la Tierra, pero aquí le acogeremos con los mismos derechos.

—Conozco eses derechos. Son los derechos del cauti­verio. Gracias. Si no he de ser libre prefiero la muerte.

—¿No le importa que otros paguen su osadía? Ma­del será sometida a una intervención. Se le aplicarán las Ondas Cerebrales. A través de ellas, sabremos el escondrijo de su padre y de los traidores que se ocultan y atentan contra la paz.

—No llame paz a lo que solamente es un dominio. La paz auténtica es la que surge de la libertad individual. No puede llamar paz a lo que ocurre en Exálida. Esto es una gran cárcel estrechamente vigilaba.

—Es un nuevo método, Farlan. Usted no es quién para juzgarlo. No pertenece al planeta. Deje de hacer tonterías.

—¡Lo siento, Breno! Terminaré esto. —Levantó el arma y asestó un golpe en la cabeza del dirigente de­jándole en el suelo.

Echó a correr para salvar a Madel.

Algunos guardas aparecieron con armas pero él se anticipó disparando el gas y abriéndose camino en una lucha desesperada y desigual.

—¡Fuera! ¡Fuera!

Llegó al boquete de la puerta del elevador; para evi­tar nuevos encuentros decidió salir por allí.

Recuperó el «balón» que colgó a su espalda y trepó por la cuerda que seguía colgando desde lo alto sujeta al electroimán.

Las llamas en el interior del edificio iban aumentan­do. Era un fuego extraño, concentrado, que abrasaba las paredes, las cuales se retorcían.

Farlan trepaba ágilmente por la cuerda.

Una explosión hizo temblar las paredes. Parte de la lámina del hueco se abombó y durante unos se­gundos, Farlan pugnó por conservar el equilibrio.

—¡Por allí, por allí! —gritaban desde abajo.  —Eliminémosle.

Algunos asomaron por el hueco, y apuntaron sus armas hacia lo alto. Iban a disparar sobre el indefenso Farlan que estaba sujeto con ambas manos a la cuerda.

Farlan intuyó el peligro y se soltó de una mano para empuñar con la otra la pistola.

Pulsó la palanca.

El techo del ascensor recibió el gas y la plataforma se precipitó por el hueco.

Una nueva explosión conmovió a todo el edificio y los enemigos de Farlan cayeron hacia atrás. Un tabi­que metálico se desplomó aprisionándoles.

Farlan tenía el camino libre. Había llegado a la azotea del edificio pero Madel estaba ya en el hospital.

Los ayudantes de Sarow la amarraban ya a la mesa de operaciones. Ella forcejeaba.

Farlan en la azotea hizo funcionar el aparato vola­dor lanzándose al vacío.

Durante unos momentos el aparato respondió, pero un segundo después, se perdió el contacto y Farlan co­menzó a precipitarse hacia el vacío.

—Siempre había funcionado. ¡Maldita sea! ¡Y ahora que lo necesito...!

Unos segundos de angustia. El suelo se aproximaba. Iba a estrellarse sin remisión...

—¡Tiene que funcionar! —apretó el botón con rabia... ¡No podía morir tan estúpidamente cuando había conseguido ya la mayor parte de su trabajo...!

Siguió forcejeando. Faltaban pocos metros. Muy po­cos, y la velocidad de la caída aumentaba.

—¡No!

Por fin, en el último instante. Casi ya en el suelo, sonó un zumbido, y la caída fue frenada.

Remontó el vuelo y puso dirección al Centro Hospi­talario.

Todo sucedía simultáneamente porque el doctor, in­clinado sobre la indefensa Madel, con un bisturí en la mano murmuraba:

—Te di una oportunidad y no supiste aprovecharla Pudiste ser mía y tu vida habría cambiado.

—¡Antes la muerte, profesor Sarow! ¡Antes la muerte que la libertad al lado de un monstruo como usted!

Por su parte, Fargo, jadeante, se aproximaba al es­condrijo del profesor Wolly.

Había encontrado un vehículo que ahora ya no po­dían detectar y se subió a él para llegar más de prisa.

En las calles empezaban a circular masas de gentes. Se sabía que ocurría algo. Había corrido la voz de que la Central estaba destruida. Luego fue más qué una voz porque todos pudieron, ver cómo el edificio se consumía entre llamas. En su interior, Breno sin ayuda de nadie, recobraba el sentido y corría en busca de una salida.

—¡Ayúdenme! —gritaba a través del transmisor de pulsera—. ¡Subcentral III! Atención. Utilicen la compu­tadora. Todavía podemos detener la insurrección.

Pero era tarde, porque los contactos emanados de la computadora Central inutilizaban parte del mecanis­mo de la única auxiliar. Comenzaban a producirse chis­pazos y los celadores estaban asustados.

—¡Socórranme! ¡Soy el Jefe! ¡Socórranme! —grita­ba Breno.

Una última explosión derrumbó el edificio. Breno envuelto en llamas comenzó a reír como un loco. Se estaba quemando, pero aún pudo decir:

—¡Jamás recobraréis la libertad! 

CAPITULO XXI

En las proximidades del bosque en cuyo subsuelo se hallaba el refugio de Wolly, se había formado un gru­po que avanzaba. Fargo lo divisó y aceleró la marcha de su vehículo.

—.¡Profesor! —gritó al ver al frente de la gente al profesor Wolly.

Le atendieron inmediatamente.

—¡La Central ha sido destruida! —exclamó Fargo antes de desmayarse.

—Atiendan a ese hombre. Los demás, sigamos ade­lante. Este es el momento. Transmitan a todos los ciu­dadanos, La hora de la libertad ha llegado. Ahora ya no pueden detectarnos.

—Vamos al hospital, profesor —dijo alguien—. Su hija debe haber sido trasladada allí.

—Sí... Es posible que no lleguemos a tiempo. Sarow experimentará en ella. Sólo puedo confiar en Farlan. Ojalá la suerte le ayude.

Farlan imprimía la máxima velocidad a su peculiar medio de locomoción; sobrevolaba el suelo de Exálida en dirección al Centro Hospitalario.

Una parte de aquella zona que dejaba atrás era una pira en llamas porque el fuego había prendido en los edificios contiguos. En la Subcentral, las chispas hacían inservible la computadora auxiliar, y ya no quedaba nadie para atenderla.

Una explosión fue el principio de un nuevo incendio.

Todo el sistema se hallaba destruido, pero la vida de Madel seguía en manos de profesor Sarow,—De nada habrá servido tu traición, Madel. Es una pena...

—¡Profesor...! Usted tampoco conseguirá nada con lo que pretende hacer. —Ella trataba de ganar tiempo—. Seré sólo una víctima más, pero Farlan vencerá.

—¿El solo?

—Y la ayuda de todos. Ya no tendremos miedo, pro­fesor.

—¡Basta! No me importa lo que ocurra de ahora en adelante.

—Entonces es sólo una venganza. Lo que hace no tiene sentido, profesor.

—¡Anestesia! —replicó el profesor mirando a uno de sus ayudantes.

—¡No! —aún pudo gritar la muchacha.

Farlan había llegado ya a la entrada del Centro Hos­pitalario. Metió el vehículo a través del jardín.

Grupos de gente aparecían por doquier. Se produ­cían escaramuzas, peleas cuerpo a cuerpo.

—¡La emisora Central! ¡Hay que ocupar la emi­sora Central para dar instrucciones a la gente!

—¡Desconectar las baterías de gas!

Las baterías eran esenciales para la carga de aquel tipo de armas. Una vez terminado el gas de las pisto­las, la policía ya no tendría armamento con qué defen­derse.

En el Centro Hospitalario, uno de los ayudantes de Sarow había pulsado el botón y la anestesia penetraba lentamente en el cuerpo de Madel que rápidamente perdió el sentido de la realidad.

—Conductores preparados —ordenó el profesor.

—Conductores preparados.

—Rayo.

—Rayo.

El bisturí marcó levemente el punto donde el rayo debía practicar la incisión.

El profesor, a continuación, dirigió el rayo hacia el punto donde tenía que perforar.

Manipuló los mandos para dirigirlo. Luego bastaba conectar y...

Sarow sonrió con cierta tristeza. Sus ojos despidie­ron un brillo extraño, casi salvaje.

Era su último descubrimiento. Aunque la ciudad que­dara destruida. Aunque Exálida se convirtiera en un montón de ruinas, aquella mujer le pertenecería por completo porque sería el dueño absoluto de sus pen­samientos.

«!Ya!» se dijo interiormente aumentando el salva­jismo de su mirada.

—¡Deténgase, Sarow! —gritó Farlan irrumpiendo en la sala.

El profesor se revolvió con la cabeza del rayo en la mano.

—¡Hizo mal en venir, Farlan! ¡Acabaré con usted!

El propio rayo era el arma que pretendía utilizar y lo dirigió hacia el joven que comprendiendo el peligro saltó a un lado. Sacó el arma pero aunque se hubiese decidido por dispararla no podía hacerlo sin riesgo de herir a Madel.

Cayó al suelo en el salto y alcanzó un taburete. Se levantó mientras el rayo perforaba la pared delante la cual Farlan había estado momentos antes.

Sarow volvió el rayo hacia el joven, pero Farlan soltó el taburete que alcanzó el brazo del profesor el cual se tambaleó. El rayo cambió de posición dejando la abertura de salida frente al rostro del profesor. Este trató de volverlo, pero ya era tarde. El rayo le alcanzó en el rostro.

Un grito gutural se escapó de la garganta del pro­fesor. Fue su último estertor.

Su rostro desapareció por completo, quedando su tronco sin cabeza mientras coágulos de sangre surgían de aquel espantoso agujero.

Los dos ayudantes huyeron despavoridos, mientras el rayo sin dirección taladraba la pared, produciendo continuas llamaradas.

Para Farlan lo importante era salvar a la muchacha, pero un chispazo alcanzó el techo, surgió una explosión y se desplomó parte de la techumbre dejando a la mu­chacha aislada, mientras el rayo seguía con su acción destructora.

Aquello se estaba convirtiendo en un horno, ¡y Madel seguía al otro lado del muro! 

CAPITULO XXII

Farlan atacó el muro caído con la pistola y perfo­rando la lámina por el lado extremo, consiguió abrir el oportuno boquete. Pero el reducto había quedado convertido en un horno irrespirable; las llamas y el humo eran armas con las que resultaba imposible lu­char.

Utilizó la mascarilla antigases y avanzó, notando que el fuego le prendía en sus ropas.

Madel seguía en medio de aquel infierno ajena a lo que ocurría a su alrededor.

Farlan seguía luchando contra las llamas, y así al­canzó la mesa donde ella estaba atada.

Tuvo que quitarse la mascarilla para tener libres ambas manos.

La otra parte del techo amenazaba con caerle enci­ma sepultándolos a él y a ella, en medio del fuego.

Tuvo que retirar las manos varias veces, hasta que al fin consiguió accionar el resorte.

¡Por fin Madel había quedado libre!

La sacó entre sus brazos del fuego y consiguió lle­gar al exterior sin apenas fuerzas, agotado por la falta de aire, medio intoxicado por aquel humo corrosivo.

A lo lejos sonaban voces. El automóvil que conducía el profesor Wolly se aproximó. Farlan ni siquiera se dio cuenta.

Wolly corrió junto a los que le acompañaban para auxiliar a la pareja.

—¡Hija mía! ¡Farlan!

—Creo que está sólo anestesiada. Sarow no ha con­seguido sus propósitos, profesor.

Dicho esto, el joven perdió el sentido.

—¡De prisa, atiéndalo! Ahí mismo. En el ala Norte —Wolly conocía bastante aquello y sabía el sitio exac­to donde se hallaban los compartimentos estancos—. ¡Aislaremos esta parte! —Era la preferida de Sarow, pues en ella realizaba sus abominables experimentos—. Espero poder conservar la otra.

Todos se movieron de prisa. Ahora actuaban sin miedo. Los policías habían dejado de atacar. Sabían que no podrían resistir el tumulto que ya era general. La Central del Gas había sido destruida, y la gente ocu­paba ya los edificios oficiales.

Llegaron las primeras noticias:

—¡Somos libres!

Luego informaron de que según rumores, Breno ha­bía muerto en la Central General, pero pronto cundió otra noticia que paralizó el optimismo de los vence­dores.

—La situación está dominada —informaban las emi­soras, y las pantallas oficiales transmitían igualmente la imagen del informador—. La situación está domina­da, repito, pero queda algo por solucionar. Se ha con­firmado la muerte de Breno y la del doctor Sarow. Sa­bemos que la hija del profesor Wolly está a salvo, igualmente el hombre de la Tierra, gracias a cuya va­liosa ayuda nos ha sido posible recobrar la libertad. Los detectores de fichas han sido destruidos. Nuestra intimidad ha sido recuperada. Las pantallas, gracias a las cuales podían ser captados nuestros momentos más íntimos, jamás volverán a registrar tales imágenes. Todo, pues, está bien, con una sola excepción...

El presentador hizo una pausa y siguió:

—Breno era el brazo derecho de un Jefe Supremo que nunca hemos conocido. Un Jefe que ni siquiera co­nocemos. Breno era sólo su cabeza visible, pero ese Jefe... ¿dónde está? ¿Cuáles son sus planes? El debe estar enterado de la situación y puede constituir un nue­vo peligro. No queremos atemorizarles con esta noti­cia; sólo invitarles a la reflexión. No podemos descui­darnos. Debemos estar prevenidos. 

* * * 

En la sala del hospital donde Wolly había atendido a su hija y a Farlan, el mismo profesor cerró la co­nexión.

—Bueno. Lo importante es que mi hija está a salvo, y usted también, Farlan. Esas quemaduras por fortuna han sido leves, como leve ha sido la intoxicación. Podrá regresar a la Tierra y podrá sentirse orgulloso de haber contribuido a la liberación de nuestro planeta. Y si al­gún día vuelve, siempre será bien venido.

—Me temo que no lo he resuelto todo, profesor Wo­lly. Ese Jefe sigue vivo, y en el anonimato. Esto es pe­ligroso,

Wolly sonrió tranquilo.

—No tema. Ahora mismo informaré a toda la gente de la verdad.

—¿Qué verdad? —preguntó Madel.

—No existe ningún jefe supremo. Breno era el único que mandaba, pero se escudaba tras un superior Todo­poderoso para mantener atemorizados a sus propios hombres. Nadie estaba satisfecho con su forma de go­bernar. Ni los propios policías. El control, el «fichaje», también les alcanzaba a ellos. No eran libres y obedecían sólo por el temor a las represalias...

Tras una pausa añadió:

—El único Jefe era esa Central que nos dominaba a todos, detectándonos, descubriendo nuestras intimida­des, averiguando en cada instante dónde estábamos y qué hablábamos. La última monstruosidad fue ese in­vento de Sarow con el que pretendía controlar hasta nuestros pensamientos. Pero todo ha terminado. Ahora podremos elegir libremente nuestra forma de gobierno, nuestro sistema de vida.

Wolly tendió la mano al hombre de la Tierra.

—Gracias, Farlan. Gracias por todo. Sin su ayuda esa libertad no hubiera sido posible.

—Profesor Wolly —adujo Farlan—. ¿Y cómo está tan seguro de que ese Jefe Supremo no existe?

—Amigo mío, porque desde mi refugio del bosque también disponía de algunos aparatos detectores. Supe muchas cosas, pero me estaba vedado salir para no ser detectado. Sí. Aquí tenemos especialidad para ese tipo de artefactos.

Sonrieron. Sonrieron todos. Una nueva vida empe­zaba. Los incendios habían sido sofocados, y la ciudad, el centro de Exálida parecía distinto. Había animación, caras sonrientes de gente que paseaba. A Farlan se le antojó un planeta distinto. 

EPILOGO

Farlan y Madel se abrazaron profundamente y se besaron... al estilo de la Tierra. Al estilo de todos los planetas habitados donde brota el amor.

—Tengo que regresar a la Tierra. Me debo a unas obligaciones, pero romperé con ellas. Me gusta esto. Lo siento ya como algo mío.

Todos le vieron subir. Wolly, el periodista Fargo, que agitó la mano en señal de despedida. Estaba ya recuperado a pesar de que múltiples vendajes le recor­daban las torturas sufridas que él daba por bien em­pleadas.

—Sí, Farlan. Vuelva pronto. Podremos charlar de cosas con calma.

—¡Lo prometo! —aseguró Farlan y cerró la compuer­ta de la nave.

La nave partió rumbo a la Tierra. Seguramente le daban por muerto, por desaparecido. No importaba. El volvería. Daría su informe, y luego regresaría. Sí. En la Tierra se tenía otro concepto de las guerras y de la libertad. No. No era muy distinto de la Exálida que había conocido, pero en cambio era diferente de la Exálida en paz que ahora dejaba. No había ambiciones. Se había ganado una batalla sin violencias.

—Sí —se dijo al poner en marcha el bólido espa­cial—. Decididamente volveré. —Y lo- último que vio al alejarse fue el bello rostro de Madel.

 

FIN