Al Sanders no es otro que María Victoria Rodadera Sayol, que escribió multitud de novelas de Ciencia Ficción y de otros géneros, como Oeste, Policiaco, Terror y Romántico. Un caso extraño y muy curioso que una mujer, en los años sesenta y setenta, escribiese tanto y de géneros ajenos, en aquel entonces, al rol femenino. Y esto lo hizo con innumerables seudónimos, como Adam Mortimer, Andrew Sherman, Amanda Dos Santos, Alan Dugall, Andrew Overland, Ben Murphy...y muchos más.
CAPITULO PRIMERO
Breno miró el enorme
cuadro de pantallas múltiples, y volvió los ojos hacia los reunidos, en la gran
sala de pruebas.
—¿Funciona? —preguntó,
mirando al profesor Sarow.
—Cuando usted lo
disponga, podemos hacer la prueba.
—Muy bien. Empiece,
profesor Sarow.
Y Breno, poseído de sí
mismo, seguro de su absoluta soberanía avanzó majestuoso hacia el sillón principal
ante las sonrisas gatunas de los «concurrentes.
El Gran Consejo en pleno
se había reunido para presenciar el último avance de la ciencia. El nuevo experimento
del profesor Sarow, al decir de muchos, iba a solucionar toda clase de
problemas al Estado.
—¿Preparado, señor?
—preguntó el profesor junto al tablero de mandos.
Breno hizo un ademán, y
el profesor conectó diversas pantallas donde se ofrecían escenas superpuestas.
A través de las imágenes
se sorprendían escenas íntimas de varias personas.
Unos se divertían en los
lugares de recreo, otros se amaban en la intimidad, algunos solitarios deambulaban
por las afueras...
—Todavía no tenemos
muchos para elegir, señor —dijo Sarow—. Si usted quiere indicarme cuál es su
preferido...,
Hubo un momento de
expectación. Breno indicó una de las pantallas en funcionamiento y preguntó: .
—¿Ese de la pantalla
número 4, quién es?
El profesor pulsó un
botón en el tablero y la pantalla reproductora de datos le dio la respuesta:
—Es ZZ-22-B. Un pobre
desgraciado. Está solo. Últimamente toma muchos estimulantes. Ya sabe usted,
señor...
—¡Bah! No es peligroso.
Otro...
—Sí, señor. —Y el
profesor realizó la misma operación que la vez anterior y apareció en la
pantalla de datos otra cifra—. WA-320-Z —murmuró—. Es joven pero tienes ideas. Pretende
formar una asociación liberadora. Tiene algunos adeptos.
Breno miró largamente la
pantalla. Podía verse a un joven rubio, de larga melena. Estaba con una muchacha
conversando entre la exuberante fronda de un parque público.
El profesor dio volumen a
la pantalla correspondiente y todos los reunidos pudieron escuchar la conversación.
—Esto puede ser
peligroso, Dee —decía ella.
—Son muchos los que están
dispuestos a seguirme. Esta situación es insostenible. Necesitamos un régimen
parlamentario. ¡No podemos vivir marcados! Esto es una esclavitud. La vida debe
ser algo más que una ficha y un número. ¡Somos un planeta atrasado! Alguien
debe hacer algo.
—Recuerda lo que te
ocurrió el otro día, Dee —replicaba la muchacha—. Fuiste anestesiado, y no has
conseguido recordar nunca lo que pasó. ¡Es un aviso! ¡Han sido ellos!
—¡Ellos no saben nada!
—Lo saben todo.
—No, Eglar, no... Sólo
pueden localizarnos y nada más, y eso es, precisamente lo que quiero evitar.
¡Estamos controlados! Pueden saber dónde estamos en cualquier momento. Y eso
es lo que todos pretendemos terminar de una vez...
—Tengo miedo... Estoy contigo,
Dee, pero tengo miedo.
—Tranquilízate, Eglar...
A un gesto de Breno, el
profesor cortó el volumen de la pantalla y los jóvenes que en ella aparecían seguían
hablando pero ya no llegaba su voz en la gran sala.
—¿Qué le parece éste,
señor? —preguntó el profesor Sarow.
—Es un joven con ideas.
Quiere revolucionar el sistema. Desea la libertad —sonrió—. De acuerdo. Démosle
la libertad. Le elijo a él. Cuando quiera, profesor. Espero que su método no
falle.
—Estoy seguro de que no,
señor. De todos modos es una prueba...
—Sí, Sarow, lo sé. Y si
sale bien, pondremos el dispositivo a todos los habitantes. No basta tenerlos
controlados, sino saber lo que piensan en la intimidad, lo que se proponen...
Sólo de esa forma podremos mantener la paz.
Hubo un conato de
aplausos que cortó Breno, no así los murmullos de aprobación de la gente que le
rodeaba.
El profesor inició
entonces su trabajo.
Un trabajo simple,
sencillo, tanto como apretar un botón.
Todos los ojos estaban
fijos en la pantalla donde la pareja Dee y Eglar seguían hablando sentados
entre la. fronda del parque.
—Ya —dijo el profesor.
Pulsó otro botón y...
La pantalla que reflejaba
la imagen de los dos jóvenes volvió a recuperar el volumen. El joven Dee
estaba hablando...
—Mañana iré a... —decía,
pero no pudo concluir la frase.
Súbitamente sus manos se
fueron al pecho y lanzó un grito.
—¡Aaah!
—¡Dee! ¿Qué te pasa?
—gritó ella.
Dee cayó al suelo.
Fulminado. Estaba muerto.
Mientras la muchacha se
desesperaba, tratando inútilmente de reanimar al joven, el profesor se volvió
hacia la concurrencia testigo del espectáculo y sonrió:
—Se acabó, señores. Como
ven, el experimento funciona ...
Alguien murmuró:
—¡Sencillamente lo que
nos faltaba!
Breno sonrió.
—Le felicito, profesor.
Habrá que implantar el sistema para todos.
—Todavía puedo mejorarlo,
señor... con el nuevo procedimiento para captar las ondas cerebrales. Es cuestión
de poco tiempo. —Y Sarow sonrió ampliamente repitiendo—: «Ondas cerebrales».
CAPITULO II
Farlan tuvo una visión
lejana. Creyó que el mundo estallaba. Desde el espacio vio la esfera planetaria
en llamas y gritó.
Su grito iba dirigido a
su compañero, pero tuvo la sensación de que la voz no salía de su garganta;
luego, todo empezó a dar vueltas.
Algo había fallado en el
nuevo sistema de autoinducción de vehículos interplanetarios y la pequeña nave
pareció entrar en un torbellino, en una vorágine irresistible... ¿O tal vez era
él?
¿Cuánto tiempo llevaba
volando?
¿Cuántas cosas pensó,
desde que se dio cuenta de que comenzaba a perder la noción de la realidad?
Luego, se hizo la total
oscuridad en su cerebro.
Nada. El vacío.
El —Farlan— iba a ser uno
de tantos astronautas perdidos. Su suerte sería ignorada. Tal vez una nota en
los medios de comunicación:
«Sin
noticias de Farlan. Su bólido se ha desintegrado.»
Hablarían de él, y de su
compañero de equipo...
Era la muerte...
Farlan pensaba en
aquello. Lo pensaba cuando abrió los ojos en una habitación blanca.
Todo era aséptico. No
había relieve. Resultaba fantasmal.
—Sigo soñando, sigo
teniendo pesadillas, estoy muerto —murmuró en voz baja.
Llegaba una luz demasiado
clara, cegadora casi, y volvió sus ojos hacia una ventana.
¿Una ventana?
—Un hospital… Debe ser un
hospital... Los de... casa también se le parecen, pero éste debe ser más moderno...
quizá me halle en otro país...
Recordó la última escena
de la que fue testigo en su nave y meditó unos instantes.
—¿Cómo he vuelto a llegar
a mi planeta? Me hallaba a miles de años luz... Había perdido el contacto con
la base, estaba totalmente perdido...
¿Cuál era el misterio de
que Farlan se encontrara vivo todavía?
¿Todavía?
¿Cuánto tiempo había
pasado en realidad?
Se volvió y entonces vio
unos ojos que le observaban con curiosidad. Unos ojos femeninos.
—¿Qué lugar es éste?
—preguntó.
La muchacha sonrió:
—Por fin ha despertado
usted. No se fatigue. No hable. Avisaré al profesor.
—¡Espere! —exclamó Farlan,
pero ella se llevó el índice a los labios rogándole silencio.
La muchacha desapareció
de la habitación. Farlan apreció algo extraño en la situación... Aquella chica
hablaba su propio idioma; era una mujer idéntica a las de su planeta, quizá más
alta de estatura, pero las formas eran iguales, excepto...
Sí. Lo único diferente
era la vestimenta. Casi, no llevaba atuendo. Algo mínimo. Tan mínimo que...
—Esto no lo he soñado —se
dijo—. Sin embargo...
Se abrió la puerta de
nuevo y apareció la enfermera, con aquella sucinta tira de tela en triángulo,
el cinturón plateado, y una especie de sujetador para mantener erguido el
busto.
Iba acompañada de un
hombre que Farlan no había visto jamás. Tenía aspecto de persona —de humano-
era también alto, y delgado, muy delgado.
La muchacha le llamó... profesor Sarow...
* * *
—¡Oh, sí! —sonrió Sarow
después de haber examinado a Farlan—. Perfectamente. Se halla perfectamente.
No tengo el menor inconveniente en que se levante de la cama y dé unos cuantos
pasos. Seguramente acusará debilidad. Tiene que reforzarse. Luego le haremos
la ficha completa. Se lo confío a usted, Madel...
—¡Profesor! —exclamó el
astronauta—. No se vaya...
—Tiene usted una voz
profunda y segura —repuso Sarow mirándole con sus ojillos escrutadores y su
habitual sonrisa conejil.
—No comprendo... Nadie me
ha dicho dónde estoy. ¿Qué país es esté'? Ustedes hablan mi propio idioma. Sin
embargo, yo...
—No se esfuerce, amigo.
Está entre gente de orden.
—Sí. Pero, ¿dónde?
—exclamó el joven.
—En Exálida... —repuso
Sarow sin perder su sonrisa.
—¿Exálida? 6Qué sitio es
éste?
—Un planeta. ¿No lo ha
oído nombrar?
—No... Nunca...
—Lo suponía.
—Yo... yo procedo de la
TIERRA, profesor... LA TIERRA.
—Es natural —sonrió Sarow
enigmáticamente.
—Pero ustedes hablan lo
mismo que yo...
—También eso es natural,
muchacho... Ya te irás enterando de muchas cosas... Ahora, Madel te acompañará
para que des un paseo. Hasta la vista...
A Farlan se le quedaron
docenas de preguntas por hacer, pero el esquelético profesor Sarow parecía tener
prisa y desapareció tras la puerta de la alta y aséptica estancia.
Farlan se encontró con la
sonrisa suave que fluía del hermoso rostro de aquella bella enfermera llamada
Madel.
El astronauta miró el
cuerpo de la joven y pensó que cuando menos había tenido la suerte de poseer
una bella acompañante.
—Le ayudaré —dijo ella
solícita.
CAPITULO III
Las plantas de aquel
jardín tenían un aroma totalmente desconocido para Farlan. Sus formas eran
igualmente distintas a todo lo que el astronauta había conocido en el planeta
TIERRA.
Todo allí, aún siendo
palpable tenía visos de fantástico.
Era hermoso, sin embargo,
tanto como la enfermera Madel, que miraba con aire divertido al convaleciente.
—¿No tienen jardines en
su planeta?
—Los teníamos, ahora sólo
unos pocos privilegiados pueden cultivar plantas en macetas y pequeños parterres.
Mi planeta está superpoblado. Seguramente hay lugares apropiados para que
crezcan las flores, pero la gente los ha abandonado... Pero no es eso lo que me
admira.
—¿El qué entonces?
Farlan miró a la muchacha
y declaró:
—Empezando por ti... todo
es maravilloso... Las flores, tu vestimenta...
—Ya he observado que me
miras mucho. Voy como todas. ¿Cómo van en tu planeta?
—Bueno... Las modas han
cambiado muchas veces, pero la mujer sigue cubriéndose.
—¿Cubriéndose?
—Quizá no lo
comprendas... En fin... Hay cosas más importantes que una simple indumenta...
Farlan había visto a los
hombres; llevaban, simplemente una especie de capa corta y unos zapatos estilo
mocasines de aspecto sumamente liviano.
—¿Qué es importante?
—inquirió Madel:
—Lo del idioma... ¿Cómo
es posible? Estoy muy lejos de la TIERRA, y sin embargo... ¿O es que todo es
una broma?
Ella parecía no
comprender y sonreía.
—Esto no puede ser un
sueño —añadió el astronauta.
—No, claro...
—¿Cómo llegué aquí?
—Encontraron un bólido
extraño. Tú estabas en él. Estabas vivo. Inconsciente, pero había vida en tu
cuerpo. El profesor te salvó. Ahora eres suyo.
—¿Suyo? —Farlan no
acababa de comprender el significado de las palabras de su bella acompañante.
Pensó que tal vez aquella forma de hablar era peculiar del planeta Exálida.
—Entonces... ¿Llegué del
espacio? Humm. Había un compañero en la nave que yo tripulaba. ¿Sabes tú algo?
—Yo no sé nada. Te
trajeron aquí y el profesor me encargó que vigilara tus reacciones. Eso es
todo.
—Para ti, tal vez sea
todo, Madel; pero para mí, no... Son tantas cosas las que deseo saber... Quiero
ver el planeta, la ciudad, las gentes, quiero enterarme de dónde está situado
esto... Quiero llenarme de conocimientos para cuando regrese a la TIERRA poder
informar y decir...
Una voz sonó detrás del
joven:
—Nuestro paciente tiene
un aspecto magnífico.
Farlan se volvió y vio
ante sí a un hombre maduro en quien adivinó a pesar de su sonrisa un rictus
amargo.
La enfermera Madel se encaró
con el recién llegado:
—El paciente no está en
situación de recibir visitas, Fargo.
—¿Y quién dice que reciba
visitas, Madel? —sonrió el recién aparecido—. Estamos en un jardín. Yo lo veo y
charlamos... Es mi trabajo... charlar con la gente...
—Pero... No puede ser
—balbució la muchacha.
—Claro que puede ser.
¿Verdad, señor? —sonrió el llamado Fargo.
—¿Quién es? — preguntó
Farlan.
La muchacha titubeó, pero
Fargo se apresuró a satisfacer la curiosidad del joven:
—Soy lo que usted
llamaría un periodista... Aunque en realidad aquí no tenemos periódicos para el
consumo corriente. Las informaciones tienen un carácter oficial y se
transmiten por televisión... Las lecturas han pasado a segundo término, pero
subsisten. Yo represento al único... llamémosle periódico que existe aquí. Me
gustaría charlar con usted y hacerle algunas preguntas.
Madel intervino para,
protestar:
—No puede... El paciente
está bajo control... El profesor Sarow ha dicho...
—Sarow ha dicho, Sarow ha
dicho —interrumpió Fargo—. ¡Bah! Sólo unas palabras. Avisa al profesor si lo
deseas, Madel, pero déjame con él. Anda. Sé buena.
La muchacha dudó.
—Unos momentos sólo.
Farlan se preguntaba qué
clase de impedimento podía existir el que un periodista deseara formularle algunas
preguntas. Para él era absolutamente lógico; pero allí en Exálida parecía
existir alguna ley... o algo especial contra eso tan normal, o al menos ésa
fue la impresión que sacó el joven cosmonauta.
Madel seguía dudando,
parecía tener miedo. Y al fin murmuró:
—No debiera hacer eso,
Fargo.
Fargo la miró largamente
y ella murmuró:
—De acuerdo. Me iré. Pero
conste que le he advertido.
Luego, antes de que la
muchacha desapareciera aún lanzó un mirada a Farlan; después volvió la espalda
y se alejó. En ese momento el periodista cambió su sonrisa por un aspecto
grave. Su voz sonó precisa:
—No tenemos mucho tiempo.
Tenga cuidado. No deje que le «fichen».
—No le entiendo.
—Escuche. Usted puede
hacer mucho por nosotros, pero no se deje fichar... Nada de «reconocimientos».
Se lo dirán. Estoy seguro. No puedo decirle nada más. Ahí viene Sarow. Adiós.
—¡Espere! —Farlan trató
de impedirle que se marchara. Fargo se volvió.
—Intentaré verle en otro
momento. No sé si voy a poder. Me arriesgo mucho. Ellos «me oyen».
Se marchó precipitadamente ante la mirada del profesor que estaba ya cerca de Farlan, y que dirigió una mirada de reproche al periodista. De reproche y de... amenazas.
CAPITULO IV
—¿Qué le estaba diciendo
este visionario? —preguntó Sarow al piloto.
Ahora se hallaban
sentados en el bien equipado despacho del profesor Sarow.
Farlan miraba en
derredor. Todo era correcto, elegante, funcional.
—Nada de particular.
Apenas tuvimos tiempo de hablar —respondió.
—No debe hacer mucho caso
a ese hombre —repuso Sarow, y Farlan se limitó a sonreír—. Verá... aquí
estamos perfectamente organizados. Gracias a ello usted está vivo... Su
compañero no tuvo la misma suerte. Bueno... Es lógico, teniendo en cuenta que
el suyo fue un aterrizaje de emergencia.
—¿Dónde está situado esto
exactamente, profesor? —inquirió Farlan.
—Luego se lo mostraré en
un mapa aunque difícilmente podrá orientarse. La Tierra ignora nuestra situación.
Hace tiempo que tenemos una cuenta pendiente con los de su planeta, pero jamás
hemos decidido saldarla. Esté usted tranquilo aunque le hable así. Está usted
entre amigos.
—¿Una cuenta pendiente?
No comprendo.
—Comprenderá usted muchas
cosas en cuanto esté en disposición de asimilarlas.
—Creo que lo estoy. Me
encuentro perfectamente, profesor.
—Ya me doy cuenta.
—En tal caso... Permítame
salir de aquí. Quiero ver...
—Claro, claro... Está
lleno de curiosidad. Lo comprendo...
Hubo un silencio. El
profesor parecía pensativo.
—¿Ocurre algo? —inquirió Farlan.
—No... Nada... ¿Qué
piensa usted hacer?
—Conocer el planeta y
luego... regresar a la Tierra.
—Será difícil. Los
técnicos están reparando su nave. Tengo noticias de que se rigen ustedes por
medios muy distintos. No sé...
—Pero podré regresar...
¿Verdad?
—Eso espero.
—Bien, profesor —Farlan
se puso en pie. Se hallaba algo inquieto. Un sexto sentido le advertía de que
algo no funcionaba bien. Era sólo un presentimiento.
—Farlan. Siéntese. No
tenga prisa. Quiero que sepa algo.
—¿El qué?
—Nuestro origen, por
ejemplo.
—¡Oh, sí!
—El porqué hablamos su
idioma y todos los que se usan en la Tierra.
Farlan se sentó. Sentía
curiosidad y dejó que el profesor Sarow continuara.
—Somos descendientes de
ustedes.
—¿De veras?
—Sí, sí... Claro que hace
ya años... Los pioneros, claro está, ya son muertos.
—¿Los primeros habitantes
de Exálida proceden de la Tierra?
—Sí, Farlan. Así es...
Mandaron una nave. Hace años. Miles de años.
—¿Miles? No puede hacer
tantos. Estamos sólo en el 2104.
—Miles de años —repitió
Sarow.
—No comprendo.
—En su planeta siguen sin
comprender muchas cosas. Los científicos dan sus opiniones, pero la gente que
se llama inteligente se ríe. Nunca han investigado lo suficiente. Consideran
como un fenómeno natural e inexplicable todo aquello que no comprenden. Pero
antiguos habitantes de su planeta, Farlan... realizaron diversos viajes en
otras épocas. Eran más inteligentes que ustedes, y perdone que le hable sin
rodeos.
—Siga.
—En aquella época remota
se consiguió llegar muy lejos.
—Es increíble.
—Para usted sí. Pero lo
cierto es que una nave cargada con dos docenas de personas llegó a este
planeta y no tuvo posibilidad de regresar. Se enviaron mensajes a la Tierra,
pero la ayuda jamás llegó. Les abandonaron a su suerte y aquel puñado de
desgraciados intentaron sobrevivir. Algunos perecieron, pero los que consiguieron
sobrevivir poblaron este lugar. Ha pasado mucho tiempo, pero sigue siendo un
sitio hermoso y apacible.
—¿Y fue a causa de ese
abandono por lo que dijo usted que tenían cuentas pendientes con la Tierra?
—Sí, exactamente, pero no
pensamos hacerles ningún daño. A veces captamos sus señales. Tratamos de estar
al corriente de su técnica, pero no vale la pena, siguen atrasados en todos los
aspectos. Aquí vivimos en paz y no queremos que nadie perturbe nuestra paz.
—Miró muy significativamente a Farlan.
—Es claro.
—Tenemos nuestras leyes.
—Lógico.
—Todo el mundo las
respeta. No tenemos necesidad de represión, pero si alguien trata de
desmandarse sabemos ser duros.
—Como en todas partes.
—Sí, más o menos —repuso
Sarow sin dejar de mirarle a los ojos.
Luego de un silencio
añadió:
—Ahora permanecerá en
observación. Puede usted pasear libremente. Madel seguirá acompañándole. Hasta
pronto, Farlan.
Iba a salir del despacho
cuando aún se volvió para advertirle:
—¡Ah! Y evite hablar con
ese periodista. ¿De acuerdo?
Sin esperar respuesta desapareció, casi al mismo tiempo que por otra puerta entraba la enfermera Madel.
CAPITULO V
—Tengo la sensación de
estar prisionero —comentó Farlan caminando al lado de Madel a lo largo de un paseo
bordeado de aromáticas plantas en flor.
Sonrió y añadió
rápidamente:
—Pero a su lado no lo
lamento.
—Es usted muy divertido,
Farlan— murmuró ella.
—Pretendía expresar lo
que pienso, Madel. Es usted muy hermosa.
—Gracias.
—¿Dónde vamos?
—Donde usted quiera.
—Sea usted mi guía.
—Bien... Tomaremos un
vehículo. —Y señaló una especie de aparcamiento donde habían varios. Eran semejantes
a los coches del planeta Tierra, pero con una línea más funcional. Era una
mezcla de coche y pequeño avión.
—No me diga que eso vuela
—sonrió el joven.
—No, se desliza muy
suave. Son los últimos modelos.
Subieron. No había ningún
conductor. Ella se puso al volante.
—¿Puede tomarlos quien
quiera? —inquirió él.
—Si lo necesita, sí.
—¿Y no hay que pagar?
—No. Son del Estado.
—Están ustedes muy
adelantados.
—¿Usted cree? —Había algo
sombrío en la pregunta de la muchacha.
—¿Qué tienen ustedes de
malo en Exálida? Porque todo no serán comodidades.
—Nosotros no encontramos
nada malo —repuso ella rápidamente.
Farlan pensó unos
instantes.
—Y ese periodista... Fargo...
—No debe hablar usted con
él —volvió a cortar rápidamente la muchacha.
—¿Por qué?
—Mire, Farlan, hay cosas
que...
Una voz cortó la
respuesta de la joven. Farlan trató de buscar el altavoz por el cual había
surgido.
La voz decía:
—Sigan por el norte. Den
la vuelta por el cinturón.
—Sí —repuso ella
simplemente.
—¿Nos están escuchando?
—inquirió el astronauta.
—Todos los vehículos
tienen un sistema de control —repuso ella.
—Pero están escuchando.
—Y ella no respondió.
Farlan insistió:
—Usted no pulsó ningún
botón, ningún mando... La voz surgió y usted contestó. Hay un micrófono.
—No exactamente, pero sí
algo parecido. —La muchacha no parecía querer ser muy explícita.
—Quizá esto sea lo malo
de Exálida. ¿Eh?
Ella no contestó.
—Le han dado una orden.
Nos escuchaban. No me gusta ser controlado.
—Es para nuestra
seguridad, Farlan.
—¿Y a usted le gusta?
—A todos nos gusta.
—Pero cuando va con un
muchacho... Usted debe salir con chicos...
—¿Le interesa mi vida
privada?
—Bueno, lamentaría
haberla ofendido, yo...
Ella cambió rápidamente
de conversación:
—Mire esto, Farlan... Es
una factoría. Fabrican los vehículos más modernos.
—Sí, ya veo. Una, gran
fábrica.
—Aquello de allí es una
fábrica de alimentación concentrada. Seguro que en ningún lugar de la Tierra fabrican
una sopa como la de aquí.
—Me gustaría probarla.
¿Hay algún restaurante? ¡Oh! ¡Aunque me temo que sin dinero no podría
invitarla! Ni siquiera yo mismo...
—Eso no tiene
importancia. Es usted un invitado del Hospital. El Estado corre con todos sus gastos.
—En tal caso.
—Debemos regresar.
—¿Ahora?
—¡Oh, no! A la hora de la
cena.
—¿Por qué tengo que
volver allí?
—Esas son las órdenes...
—Bien. Supongo que no
tendré más remedio que obedecer, pero...,
Miró a través del cristal
del vehículo. Un gran parque, edificaciones, una piscina, mesas, t gente
tomando el sol, bebiendo.
—Un balneario —explicó
ella—. Aquí se vive bien.
—Ya lo veo. Deténgase un
poco.
—¿Para qué?
—Bueno, podríamos tomar
algo.
—Aquí, no.
—¿El Estado no satisface
mis gastos? ¿O es que es un lugar demasiado caro?
—Es un club privado.
—¿Para gente rica?
—Sí.
—Entonces hay clases.
—En cierto modo.
—Observo que hay algunos
viejos. No se ven muchos por aquí. El profesor es el de más edad que he visto
hasta ahora, y no le echo más de cuarenta años. ¿Qué pasa aquí cuando se
envejece?
—Nada, ya ve. Se retiran
y viven bien.
Ella aceleró.
—¡Espere! No corra tanto,
—No hay peligro.
—No lo decía por eso. Me
gustaba esto.
—Ya verá otras cosas.
—¿Por qué no me deja
conducir? Veo que es fácil. Además, si voy a pasar aquí algunos días, tendré
que aprender.
—No sé si debo... —empezó
ella dubitativa.
—Haga de maestra. Vamos,
sea buena. No todos los terrícolas tenemos la oportunidad de conducir un coche
de este tipo.
Ella frenó, accediendo a
ceder el lugar de conducción a Farlan.
El astronauta empuñó la
palanca que hacía de volante. Bastaba moverla hacia adelante para imprimir velocidad.
El centro era el punto de parada y la marcha atrás se producía accionando la
empuñadura hacia uno mismo.
Para tomar las curvas
existían unos botones. Derecha e izquierda. El vehículo viraba solo, sin más.
Todo muy elemental; sin complicaciones, sin cambios de marcha.
—Es fantástico. Y
sencillo. ¿Qué carburante utilizan?
—Una simple pila.
—¿Dura mucho?
—Bastante... Un año. Más...
Depende de lo que se utiliza el vehiculo.
Estaban, aura ana
encrucijada y ella indicó:
—A la derecha.
Pero Farlan tocó el botón
de la izquierda.
—¿Qué hace?
—Déjeme que yo la guíe.
—No puede ser.
—Me gusta lo imprevisto.
No quiero ver sólo las cosas turísticas. Estoy seguro de que existe algo más.
—¡Por favor, no haga
esto!
El sonrió. El vehículo
discurría ahora por una carretera más estrecha, bordeada de árboles
gigantescos.
—Es una zona maravillosa.
¿Qué ocultan en medio de tanta vegetación?
—Por favor, dé la vuelta
completa. Déjeme a mí.
—No, no...
—No debe hacer...
El aceleró.
—¿Qué velocidad alcanza
esto?
—Mucha. No corra. Es
peligroso. Esta zona...
A lo lejos la carretera
se ensanchaba, parecía terminar en un bosque tupido.
De pronto aparecieron dos
vehículos que les cerraron el paso. —¡Deténgase!
—exclamó ella.
Se iban acercando a los
vehículos.
—¿Por qué no se apartan?
—¡Son vehículos
oficiales! ¡Deténgase! —exclamó ella.
Y como un eco una voz
metálica surgió por el altavoz del vehículo:
—Deténgase
inmediatamente.
Farlan hubiera maldecido
la intromisión. Odiaba aquella clase de órdenes a las que no acompañaba la
menor explicación, pero tenía que parar o estrellarse contra el par de
vehículos que formaban una barrera a escasos metros.
Colocó la palanca en el
punto cero y el vehículo se detuvo suavemente.
Dos parejas de agentes se
apearon de los coches respectivos. Vestían de modo distinto. Color verde. Llevaban
una especie de gorra con visera transparente.
Antes de que pudieran
hablar, intervino la enfermera:
—Disculpen. Es un
paciente del doctor Sarow. Le dejé conducir. El ignora las leyes.
—Lo sabemos —dijo uno de
los hombres—. Conduzca usted. Utilice las zonas autorizadas.
Había dureza en la mirada de aquellos hombres y una gran autoridad en la voz del agente que había hablado. Farlan pensó que en Exálida todo no era tan hermoso como parecía.
CAPITULO VI
Le dieron la cena en el
hospital.
Estaba solo, junto a la
cama, con una mesa portátil, y aunque no le habían cerrado la puerta con llave
se sentía como prisionero, vigilado por lo menos.
No tenía apetito a pesar
de que la comida poseía un sabor agradable.
Se levantó para ir hacia
la puerta. Abrió y miró al exterior. No había nadie en la enorme sala rodeada
por otras puertas como la suya.
Se preguntó si todas las
habitaciones estarían llenas.
Anduvo hasta la siguiente
puerta e iba a pulsar el botón que servía para abrirlas cuando llegó hasta él
un ruido de voces.
—No... eso no... No
podéis hacerlo... —decía alguien.
La voz procedía de una
abertura que iniciaba un corredor. El joven avanzó hacia allí y escuchó una réplica
tajante:
—Te lo advertimos. Has
abusado de la condescendencia, y has hablado con él. Sabías a lo que te exponías.
—Alguien terminará con
vuestro sistema. Alguien nos liberará...
—¡Silencio!
Farlan avanzó por el
corredor. No había puertas. Sólo una abertura a un lado.
Seguían las discusiones,
y el astronauta creyó reconocer una voz...
—Aunque me eliminéis
otros lucharán.
«¡La voz de Fargo, el
periodista!», pensó Farlan.
Avanzó más rápidamente
procurando no hacer el menor ruido.
En la estancia de donde
procedían las voces se produjo un ruido metálico.
—¡No! —gritó la voz del
periodista.
—¡Vamos! Adentro con él
—gritó la voz.
Unos pasos. Alguien iba a
salir. Farlan pensó que iban a descubrirle y buscó un lugar donde esconderse.
Una puerta. Pulsó el botón y la puerta se deslizó. Era un cuarto vacío, sin
nada. Entró.
Alguien salió de la
estancia donde había tenido lugar la discusión. Farlan había puesto un pie en
el quicio evitando que la puerta se cerrara y así pudo ver al profesor Sarow
que salía acompañado de otro hombre. Tras ellos iban otros dos.
«Agentes», pensó Farlan
al verlos vestidos exactamente del mismo modo que los que le interceptaron en
la carretera cuando iba al lado de la enfermera.
En la habitación contigua
reinaba el silencio.
¿Dónde demonios estaba el
periodista Fargo?
Farlan se aventuró a
salir y anduvo hasta la estancia contigua. Pulsó el botón y se abrió la puerta.
Se vio ante una sala con algún instrumental metido en vitrinas, un par de
sillones sobre un estrado. Parecía una especie de sala de Consejo. ¿Acaso un
tribunal?
Se fijó en la pantalla
del fondo y luego vio una especie de puerta que se confundía con la pared.
Todo blanco, inmaculado. -
Avanzó por la solitaria
estancia hasta esa puerta y entonces observó los botones que estaban debajo de
la pantalla.
—Avante. Retro.
Conducción, número 1, número dos. Contacto.
Pulsó el botón y la
pantalla se iluminó, apareciendo al instante una complicada red tubular. Eran
túneles cilíndricos que se entrecruzaban.
Farlan centró la imagen y
pulsó el botón de aproximación.
Con más nitidez pudo
percibir el entramado de corredores subterráneos, cuyo punto de partida de
aquel inmenso laberinto era la misma sala donde se encontraba.
Observó la puerta
disimulada en el mismo panel de pared y buscó el botón para abrirla. Cuando lo
consiguió se halló ante la entrada de uno de los corredores. La conducción a
través de los mismos se realizaba por una especie de aire comprimido que
impulsaba los cuerpos hacia el interior, un mecanismo fijaba la ruta y los
cuerpos eran impulsados hasta el destino señalado.
—¡Han introducido a Fargo
por aquí! —exclamó para sus adentros.
Volvió a fijar su
atención en la pantalla y buscó entre los diferentes botones.
Al fin encontró lo que
buscaba.
Fargo se deslizaba
rápidamente; sentado en el piso de uno de los conductos se introdujo por una de
las puertas finales donde podía leerse: Casa de Reposo.
La puerta se cerró tras
el paso del cuerpo del periodista y Farlan quedó pensativo recordando parte de
la conversación oída; las palabras de Fargo:
«Aunque me eliminéis,
otros lucharán.»
«Eliminéis.» .
«Aunque me matéis.»
Pretendían quitar de en
medio al periodista. ¿Por qué?
Farlan pensó:
—Quizá, porque ha hablado
conmigo...
Y recordó lo del
«fichaje».
—«No permita que lo
fichen» —le había dicho. No había podido ser más explícito. Parecía temer
algo...
Luego recordó también su
paseo en coche con la enfermera Madel. Había micrófonos. «Alguien» sabía en
todo momento dónde se hallaban.
¿Qué ocurría en aquel
planeta?
¿Por qué no dejaban
visitar libremente todas las zonas del mismo?
Creyó oír pasos y salió
de la sala donde había observado a través de la pantalla aquella red de
pasadizos tubulares subterráneos, donde una persona podía ser inducida por
medio del aire comprimido, u otro sistema análogo.
Volvió a su habitación.
Se sorprendió al ver que había alguien: Madel.
Disimuló.
La muchacha le miró
interrogadoramente.
—La estaba buscando
—murmuró él con naturalidad.
—¿Por qué no pulsó el
botón? —preguntó ella impávida.
Seguía siendo hermosa,
pero por irnos instantes su expresión le pareció cruel. Existían también
bellezas crueles. Farlan procuró mantener la serenidad. Replicó con voz
normal:
—La verdad es que no
quiero causar molestias. Llamar al timbre me parece algo así como ordenar algo
a un subordinado. Y francamente... me siento en deuda con ustedes.
Ella sonrió de nuevo.
—Trata usted siempre de
ser galante. Bien. Son las normas. ¿Sabe? —Y tras una breve pausa interrogó—:
¿Le ha gustado la comida?
—Pues sí. La verdad es
que me encanta. ¿Cocina alguien o es todo sintético?
Ella sonrió medio
enigmática.
La cosa no pasó de ahí.
Farlan pensó que no sabían nada de lo que él acababa de descubrir.
«Quiero saber lo que va a
ocurrirle a Fargo», pensó mientras miraba a la muchacha.
Pero en algún lugar del
centro hospitalario del planeta Exálida, el profesor Sarow hablaba con alguien
que parecía ser una alta personalidad. El profesor le llamaba «Señor».
—Es mejor tomar
precauciones, Sarow —decía la personalidad que se hallaba sentada en la mejor
butaca de la estancia.
—Entonces...
—Sí. Si ese periodista
habló con el extranjero, conviene estar al tanto de sus pasos. Fíchenle. No
quiero problemas.
—No, señor. Ni se dará
cuenta. El ignora todavía nuestras costumbres. No... No habrá problemas.
—Mañana —dijo el otro.
—Lo que usted ordene, señor —replicó sumiso el profesor Sarow.
CAPITULO VII
Farlan no había dormido
demasiado aquella noche. Descansó bien, pero estuvo falto de sueño. Pensó. Pensó
mucho, y decidió averiguar unas cuantas cosas. Averiguar a fondo. Conocer la
verdadera vida del planeta. Los problemas de sus habitantes. Le había entrado
la lógica curiosidad de quien despierta en un mundo extraño y se encuentra con
descendientes del propio planeta. Gente como él, que habían fundado una especie
de colonia y vivían con unas costumbres diferentes.
Se levantó temprano y
salió al jardín. No había nadie. Ni un solo convaleciente. Paseó solo.
La primera persona que
vio fue Madel. Iba a su encuentro.
—Ha madrugado mucho —le
dijo la muchacha con una sonrisa. Parecía soñolienta aún, como si tampoco
hubiese podido descansar demasiado.
—No tenía sueño. Me muero
de curiosidad por conocer cosas. Supongo que lo encontrará natural.
—Sí —admitió ella.
—Usted también ha
madrugado.
—Soy su acompañante. No
lo olvide.
Tras un silencio y
después de mirarla fijamente, Farlan preguntó:
—¿La han avisado?
—¿Cómo?
—¿Le han dicho que yo no
estaba en mi dormitorio y le han ordenado que me buscara?
—Pues... —ella vaciló.
—Madel. Sea sincera
conmigo. Ustedes están controlados. Cada paso que dan... Se hallen donde se
hallen, pueden localizarles. ¿Es así?
—Verdaderamente es usted
curioso.
—Sí. Muy curioso. Por eso
deseo irme solo. Ver cosas por mí mismo. De este modo no la complicaré a usted:
Ella frunció el ceño. No
contestó.
—Entiéndame, Madel. No es
que desprecie su compañía. Es que... Temo comprometerla. Soy sincero. Quisiera
que usted lo fuera también conmigo.
—No podrá salir ahora.
Está programada una revisión para hoy.
—¿Una revisión?
—Quieren estar seguros
antes de darle de alta definitivamente. Es lógico. ¿No?
—¿Qué clase de revisión?
—preguntó Farlan.
—Rutinaria. Una ficha con
su historial y poco más...
—Una ficha... —repitió
él.
—No se enterará usted de
nada. Las revisiones se hacen sin ninguna clase de dolor para el paciente.
—¿Anestesia?
—Inconsciencia. Existe
una cámara de insensibilización. Sí. Es una especie de anestesia. Dura poco.
Después será usted libre... Bueno, quiero decir que ya no...
—Que ya no precisaré de
que nadie me acompañe —concluyó Farlan.
—Eso es —murmuró ella un
poco turbada.
Caminaron en silencio.
Farlan la observaba, pero la muchacha parecía esquivar su mirada.
—¿Dónde está la Casa de
Reposo, Madel? —preguntó Farlan de pronto.
Ella se volvió lanzándole
una mirada angustiada. Hacia ellos venían dos hombres que acababan de surgir
de uno de los pabellones del centro hospitalario.
—Vienen a buscarle para
el examen, Farlan —murmuró la muchacha sin apenas mover los labios.
—Para ficharme, ¿verdad?
—Sí —murmuró la muchacha. —No sé muy bien lo que quiere decir esto, pero fue de
lo que Fargo me advirtió.
Ella se puso en cuclillas
y tomó un pequeño guijarro con la mano derecha.
Los dos hombres se
aproximaban.
Madel empezó a dibujar
algo con suma rapidez. El astronauta guardó silencio observando simultáneamente
al par de fornidos individuos que iban hacia él y a la muchacha que plasmaba
rápidamente un dibujo.
El la dejó continuar. El
dibujo era simple, una circunferencia con cuatro salientes equidistantes,
cuatro picos. Madel se levantó borrando rápidamente el dibujo. No tuvo tiempo
para más. Los dos enfermeros estaban allí.
—Ahora tiene que
acompañarles —dijo ella.
Farlan notó el tono
angustiado con que la muchacha había hablado. Los enfermeros se colocaron uno a
cada lado.
—Acompáñenos —dijo uno de
ellos.
Aquello tenía todo el
aspecto de una detención. De algo que se le obligaba a hacer.
El astronauta hubiese
querido decir algo a la muchacha, pero ella se alejó como quien ya no puede
hacer nada más.
Farlan miró a los dos
hombres que le flanqueaban y empezó a caminar junto a ellos, recordando aquella
especie de escudo circular que Madel había dibujado en el suelo.
CAPITULO VIII
Habían entrado de nuevo
en el edificio. Farlan estuvo en todo momento flanqueado por los dos sujetos.
Más que enfermeros se le antojaron guardianes prestos a obligarle a salir si él
se resistiera hacerlo.
Cruzaron un largo
corredor solitario. Nadie despegó los labios.
Farlan tuvo la sensación
de que era conducido a una ejecución. A su propia ejecución.
Un cruce de corredores y
tomaron otra senda. Hacia la izquierda. Luego un amplio hall y una puerta que se abrió cuando uno de los enfermeros
guardianes pulsó un botón.
Una sala. Una mesa de
operaciones, sillas quirúrgicas, aparatos electrónicos, botones, un cerebro o
computadora. Todo con un estilo diferente al planeta Tierra, pero que más o
menos servía para lo mismo, o quizá para más.
Iban a experimentar con
él. A ficharle.
No sabía qué quería decir
esto exactamente, pero í recordaba al periodista que le había prevenido sobre
ello. Y el periodista había sido conducido «A la Casa de Reposo»...
precisamente por haber hablado con él.
No. No le gustaba.
—¿Dónde está Sarow?
—preguntó Farlan rompiendo el largo silencio.
Ninguno de los dos
enfermeros contestó; sin embargo, ambos permanecían allí, uno frente a él, el
otro más atrás, como si trataran de impedirle una posible fuga.
—¿Se me permite
curiosear? —preguntó Farlan con una falsa sonrisa en la comisura de los labios.
Sin esperar respuesta se
aproximó a un tablero. Estaba plagado de botones, de pequeñas palancas, de
lucecitas apagadas.
Comenzó a teclear.
Los dos enfermeros se
miraron.
Algo funcionó. Un
apartado bajó el techo produciendo un zumbido intermitente. Pulsando otro
botón la mesa de operaciones comenzó a girar vertiginosamente. Otro botón y
unas luces del quirófano se encendieron y se apagaron. La habitación se llenó
de ruidos y un sinfín de aparatos automáticos comenzaron a funcionar.
El guardián que se
hallaba frente a él corrió hacia la mesa para detener todo aquello, pero ya
Farlan se dedicaba a otro tablero que estaba junto a la pared.
—¡No toque nada! —gritó
el que se encontraba a su espalda, al tiempo que avanzaba hacia el tablero para
anular todo aquel funcionamiento.
Era justamente lo que
Farlan deseaba, entretenerles, dejarles algo que hacer mientras él intentaba la
huida.
Había observado un
taburete móvil. Es decir, la única pieza de la sala que no parecía sujeta a la
ley de ningún programa electrónico. Un taburete normal y corriente que podía
moverse con la mano, transportarlo o... arrojarlo. Eso fue lo que hizo.
Lo tomó en sus manos al
tiempo que corría hacia la puerta. Uno de los enfermeros guardianes salió en
pos de él, pero Farlan rápido, arrojó la improvisada arma metálica contra la
cabeza del que intentaba impedirle la huida.
—¡Alt..,! —empezó. Pero
el taburetazo le derribó. Farlan alcanzó la puerta. Pulsó el botón y salió
rápidamente, cerrando tras sí.
Entonces empezó una larga
carrera por el resbaladizo corredor. Tras él iba el otro guardián.
Farlan llegó a la
confluencia de corredores y se deslizó por el de la derecha.
El guardián se rezagó
ligeramente y empezaron a sonar timbrazos, zumbidos.
El astronauta se sintió
como un ratón atrapado en una inmensa ratonera.
Era inútil buscar una
salida; Todos los pasillos parecían exactos.
Dobló de nuevo.
Aumentaron las voces, los timbres de alarma y en una encrucijada se encontró
con otro par de enfermeros que le cerraban el paso. Se volvió atrás y se metió
en una sala inmensa que tenía otra salida por el extremo.
Alguien salió a cortarle
el pasó. Eran otro par de tipos.
¡Atrapado! ¡Estaba
atrapado!
Se volvió hacia atrás y
vio que le perseguían.
Miró a su izquierda, a su
derecha. ¡Oh! Otro corredor. Corrió hacia allí y ya cerca de la puerta aparecieron
otro par de individuos. Iban por parejas. Parecían siempre los mismos pero no
lo eran. Eran otros. Todos le seguían a él. Le acorralaban.
Siguió corriendo.
Trataron de cerrarle el
paso, pero Farlan se lanzó con los pies por delante en extraña pero estudiada
acrobacia. Uno de los enfermeros recibió el impacto de la doble patada y cayó a
lo lejos, junto a Farlan que había calculado bien el golpe y se enderezó esquivando
al que iba a prenderle con un perfecto quiebro.
Pudo enfilar otro
corredor, igual que los restantes.
Comprobó que había sacado
alguna ventaja a sus seguidores y se ocultó en una sala.
Por una vez la fortuna le
favoreció. Conocía aquella sala. Aparentemente era igual que las otras, pero
allí estaba la pantalla, junto a la puerta disimulada en el panel.
¡Era la sala desde la
cual habían mandado al periodista Fargo a la «Casa de Reposo»!
Cerró la puerta tras sí y
corrió hacia los mandos.
Antes de que sus
perseguidores pudieran verle, Farlan había logrado meterse al otro lado. Justo
donde empezaba la red de corredores tubulares.
Cerró.
Había cuidado de cortar
toda influencia que pudiera arrastrarle. No funcionaba el aire comprimido y
rogó para que nadie sospechara que se hallaba allá dentro.
No podía ver nada de lo que pasaba tras aquella puerta y decidió comenzar a andar por aquel lugar extraño, donde sólo era posible avanzar encorvado, pero sin rumbo, porque aquello era un auténtico laberinto.
CAPITULO IX
Un auténtico laberinto
iluminado únicamente por un resplandor que parecía emanar de la pared tubular.
Un laberinto entrecruzado
de corredores transversales, sin más distinción que un número para cada uno de
ellos.
Se necesitaba un plano
para orientarse en medio de aquella red extraña.
Farlan perdió ligeramente
la noción del tiempo.
Supuso que no le habían
descubierto. Posiblemente le estaban buscando por los corredores del centro hospitalario.
No sospechaban que él pudiera conocer la existencia de aquéllos viales
secretos.
Anduvo sin cesar
tratando, de orientarse por sitios que parecían exactamente iguales.
—Cada túnel debe conducir
a alguna parte —pensó en voz alta.
Pensó también en el aire
comprimido o lo que fuera. Aquello impulsaba los cuerpos que podían ser guiados
desde él tablero de mandos. Sin el contacto la marcha era más lenta, pero
probablemente más segura porque indicaba que no había sido descubierto; caso
contrario, el aire le arrastraría hacia donde «ellos» quisieran.
Por fin, cuando creía que
jamás iba a encontrar una salida, vio el indicador y recordó algo... Una
especie de escudo... Lo había visto el día anterior cuando estuvo en la sala
poco después de qué el periodista fuese conducido a través de los túneles.
—¡Hacia allí! —dijo
esperanzado.
Tuvo que hacer otra larga
e interminable caminata hasta llegar al último cruce. Allí pudo divisar claramente
el letrero:
«CASA DE REPOSO»
Dentro del agotamiento
que supuso aquélla larga peregrinación, aún pensó que había tenido suerte.
Una puerta circular
cerraba el paso. No le costó trabajo abrirla. Allí estaba todo previsto. La
puerta se abría pulsando un botón, y el astronauta pudo salir a una inmensa
sala metalizada con diferentes tableros. Era como una sala de máquinas donde se
podía percibir un zumbido tenue. Una sala de máquinas sin maquinistas.
Desierta. Pero allí funcionaba algo.
Observó la salida. Cerró
la puerta y comprobó que realmente no había nadie. Nadie al menos que él pudiera
ver.
—Aquí condujeron a Fargo
—se dijo mientras andaba al azar pegado a la pared.
Una sala. Otra, Todas
parecían iguales. Una cadena sin fin, que transportaba cajas metálicas. Nadie
manipulaba nada. Todo parecía funcionar solo.
Otra sala. Otra
maquinaria.
Por fin, un par de
hombres, que cruzaron, silenciosos, para entrar en lo que parecía un despacho.
Luego, vio que se trataba de un laboratorio acristalado. Asomó para observar
una serie de pantallas, a través de las cuales podían contemplarse diferentes
dependencias. Una de ellas pertenecía a un patio donde, caminando o bien
sentados, se divisaban unos seres. Eran personas. Viejos. Algunos, encorvados;
otros, renqueantes. Viejos, ancianos, tullidos.
Farlan siguió su
peregrinación, y dio con el exterior. El mismo patio que había visto a través
de la pantalla. Quizá otro parecido.
Era un lugar de
apariencia alegre, pero nadie reía, nadie parecía contento.
Hombres y mujeres. La
mayoría, en edad avanzada.
Silencio. Nadie cambiaba
ni una sola palabra.
En lo alto, una especie
de focos. Tal vez cámaras. Farlan procuró evitarlas, y se deslizó pegado a la
pared.
Si le descubrían, estaba
perdido, porque sabía que le buscaban.
—Alguien tendrá que
protegerme. Habrá algún lugar seguro para mí, ¿Lo habrá?
La situación era
angustiosa. Se hallaba en un planeta desconocido, que apenas le habían dejado
visitar. Presentía que todo el mundo se hallaba controlado... «Fichado», pero
él, no... El seguía libre. Libre, mientras no le atraparan.
Llegó al final del patio;
allí empezaba otra zona. Estaba marcado con un signo cabalístico. Luego, un
número: II.
Allí la gente era más
joven, pero igualmente silenciosa. Recorrió con la mirada el recinto. Era al
aire libre, pero estaba cerrado por paredes altas. Muy altas. Eran como muros
de una prisión. Todos lisos, metalizados.
Sólo unos agujeros
rompían la monotonía. Agujeros redondos, como bocas de cañones.
Farlan buscó una salida y
vio entonces algo que le hizo agrandar los ojos. Vio a alguien.
—¡Fargo!
Estaba próximo. Muy próximo
a él. Sentado en una especie de banco metálico, con actitud meditabunda.
Fargo también le vio, y
su expresión cambió. Avanzó hacia él, con disimulo. Sí. Como hubiera hecho un
preso, en el patio de un penal. Evitó levantar la cabeza, y siguió caminando
como un autómata hasta llegar a la pared, a cubierto de alguna de las cámaras.
—Me descubrirán en
seguida, amigo —dijo—. Me alegro de que esté libre. Porque lo está. ¿Porque
usted no ha llegado como los otros, eh?
—¿Qué lugar es éste, Fargo?
—preguntó Farlan. Era una de las tantas preguntas que le hubiera gustado
formular.
—Es la antesala de la
muerte. Estamos condenados. Váyase de aquí. Ahora ya saben dónde está...
—¿Cómo?
—Estamos fichados.
¡Todos! Llevamos un micrófono dentro del cuerpo... Nos oyen. Nos vigilan.
Váyase. Yo le indicaré el camino. Sígame.
—¡Fargo!
—No pierda tiempo. Me
gustaría que me contara cómo les burló.
—Seguí su mismo camino.
Pretendían ficharme...
—¡Ah! Le felicito por su
valor. No deje que le fichen. Sabrían siempre dónde está. Jamás podría huir de
«ellos». Aquí, todos estamos controlados y, si alguien no lo impide, llegarán
aún más lejos. Intentan crear un planeta perfecto, y sólo han conseguido un
habitáculo de esclavos. ¡Por ahí, amigo!
Y Fargo le indicó la
puerta de una sala.
—Encontrará la salida
—añadió.
—Pero usted...
—Yo no puedo. Vaya a
donde vaya, me localizarían. Huya usted.
Farlan vaciló.
—No pierda tiempo. Dentro
de unos momentos, un ejército de guardianes tratará de impedirle la salida.
Vaya todo recto. Derribe todo lo que encuentre por delante. No le dé reparo.
Suerte.
—Fargo....
—Nadie puede hacer nada
por mí. Cuando llegue mi turno... —se encogió de hombros. Luego, añadió—: En
Exálida no hay lugar para los imperfectos o para los revolucionarios. Huya.
¡Huya!
Le empujó casi.
Farlan corrió, a través
de la inmensa nave, en pos de la libertad.
Unos zumbidos le pusieron en guardia. Pensó que le estaban buscando, y aceleró la marcha. Mientras sus pulmones resistieran, seguiría corriendo, huiría sin saber de qué delito; quizá su única falta fue haber aterrizado en aquel planeta, aparentemente beatífico, pero que encerraba un trágico secreto.
CAPITULO X
Demudado y sin aliento, Farlan
llegó al exterior. Vio algunos coches, similares a los del día anterior. Tomó
uno de ellos. Igual que había hecho la muchacha, Madel.
—Están controlados
—pensó—. Sabrán en seguida a donde me dirijo.
Pero era el medio más
rápido para huir, y se alejó rápidamente. No tardó en percibir una voz:
—Farlan. Diríjase hacia
aquí. Haga caso a las instrucciones. Le marcaremos la ruta. Es mejor que venga
por su propia voluntad. No puede huir. Está vigilado.
A pesar de la voz, Farlan
siguió carretera adelante, adentrándose por una ruta que parecía conducir a las
afueras.
Las instrucciones prosiguieron:
—No sea obstinado,
Farlan. Sabemos que va a bordo del vehículo N-4-N.
Farlan miró la
identificación del coche, que estaba anotada en la parte superior del frontis.
Era, evidentemente, el
N-4-N.
Tuvo una idea. Detuvo el
auto, antes de ver aparecer las patrullas, y se adentró por el campo, buscando
la zona de mayor vegetación. Corrió una vez más. No había hecho otra cosa,
desde que trataron de ficharle. Todavía lucía la luz de día, pero tenía la
sensación de haber estado corriendo dos jornadas completas.
Sus pasos le llevaron
hasta otra carretera, frente a un edificio en donde se acababa de detener un
auto. Un hombre de aspecto altivo se apeó, e inmediatamente, del edificio,
surgió otro.
Farlan tuvo la sensación
de que el recién llegado era persona importante, y que el otro venía a ser un
lacayo.
Así parecía porque el
segundo se inclinó sumisamente ante el primero, y le acompañó al interior del
edificio.
El auto había quedado
solo. Farlan probó fortuna. Subió y, antes de ponerlo en marcha, miró la
identificación del vehículo. No vio ningún distintivo.
—Los otros son de
servicio público. Este parece particular —se dijo.
Lo dejó deslizar. La
conducción era sumamente fácil y el pequeño entrenamiento que había tenido el
día anterior, al lado de Madel, le facilitaba el ya de por sí simple manejo;
Se alejó, temeroso de
escuchar, de un momento a otro, la voz conminándole a regresar al Hospital,
pero aquello no se produjo.
Siguió carretera
adelante, cruzando bosques, prados de flores y de nuevo, más bosques.
En un cruce, vio, a lo
lejos, un vehículo patrulla. Lo distinguió porque recordaba el del día
anterior.
—Es mejor no correr. En
este automóvil, o como le llamen aquí, no saben dónde estoy.
Por fin, la voz.
Tuvo un sobresalto,
Luego, le pasó... Se alegró, incluso. Debía ser el coche de un jefazo, porque
no se dirigía a él.
—Extranjero Farlan ha
abandonado vehículo. Búsquenlo por la zona A-B. Seguramente, va a pie. Está
fatigado. Encuéntrenle.
Era una orden,
seguramente, a todas las patrullas.
¡Pero no sabían,
exactamente, dónde se hallaba!
Pero, a pesar de su
libertad momentánea, Farlan se preguntaba:
—¿Dónde diablos se puede
ir aquí?
La noche comenzó a
mostrar su manto. Había pasado muchas horas huyendo, sin saber a dónde.
De pronto, al cabo de un
largo silencio, escuchó la voz:
—Extranjero Farlan viaja
en un coche robado. Distintivo oficial.
¡Le habían localizado!
El dueño debió denunciar
su desaparición, y ahora podían encontrarle, ¡Tenía que abandonar el vehículo!
Se hallaba en una de
tantas zonas de bosque. Metió el coche entre la espesura y, dejándolo allí
oculto, salió para entrar en el bosque.
La noche se iba cerrando
rápidamente, mucho más de prisa que en la Tierra..
Sintió frío mientras
oscurecía, pero no por ello dejó de seguir adelante.
Ahora, el auto había
quedado atrás, y a él le importaba poner distancia por medio, hallar un lugar
donde ocultarse.
Llegó a un claro del
bosque. La oscuridad era casi total. Intentó ocultarse.
Tal vez si existiera
alguna gruta...
Era casi imposible ver.
No se percató de los
pasos que se dirigían hacia él, de la sombra que avanzaba, surgida de algún
lugar.
Y oscurecía más y más...
—Si tuviera un arma...
Les pasos, muy sigilosos,
se acercaban. Estaban cerca.
Más oscuro aún; sin
posibilidad de orientarse.
—Si alguna vez puedo
contar esto... —pensó.
No. No estaba asustado.
Había corrido muchos peligros, pero ninguna situación se asemejaba a la que
estaba viviendo.
De pronto, notó la
presencia de alguien. ¡Se revolvió!
Un par de fuertes brazos
le sujetaron.
Pensó en defenderse con
los puños, como pudiera. Iba a golpear el rostro que apareció ante sus ojos.
—¡No! —susurró una voz, y
en seguida el dedo índice de un hombre joven le indicó silencio.
Farlan miró en torno
suyo.
El índice en los labios
del recién aparecido seguía indicándole silencio.
Luego, el mismo joven le
señaló, con la otra mano, que siguiera adelante.
Farlan trató de
observarle, con la muy escasa luz que quedaba. Era un muchacho casi, y su
actitud no tenía nada de agresiva. Es más. Parecía tratar de inspirarle
confianza, y seguía indicándole el camino a seguir, pero sin despegar los
labios.
—¿Qué puedo perder?
—pensó Farlan, y obedeció las instrucciones del joven.
Poco después, en la
espesura, tropezó con unas rocas. Su acompañante le tomó del brazo y le indicó
una especie de gruta.
Aquel lugar parecía
plagado de escondrijos. ¡Los tenía a los pocos pasos, y no los había
descubierto antes!
Pero lo que le indicaba
el joven era algo más que una gruta. Había un corredor, que tuvo que seguir a
tientas; luego, el paso se estrechaba, y el muchacho tomó la delantera para
mostrarle que era perfectamente posible seguir adelante.
Al fondo, parecía
distinguirse una cierta claridad. El guía siguió avanzando por el pequeño túnel
hasta llegar a una galería. Allí, la luz era más visible.
Luego, en un rincón,
movió una piedra y quedó franca la entrada al inicio de una escalinata, que descendía
hacia un subterráneo, húmedo y frío.
Al final, otra antesala.
Allí, como en la prehistoria, antorchas iluminaban la estancia.
Era lo único anacrónico
porque, a partir de aquella antesala, todo fue ya distinto. Una puerta
metálica, accionada desde el exterior, disimulada por una enorme piedra. Luego,
una amplia sala, con luces semejantes a las eléctricas. Todo moderno, propio de
un planeta avanzado.
Allí, alguien le dio la
bienvenida.
—Sabemos quién es usted.
Sabemos que le persiguen. Aquí, no tiene nada que temer. Está entre amigos.
El joven que le había
acompañado, dejó oír su voz por primera vez:
—Antes no podía hablarle.
Hubieran podido identificarme, y encontrar el lugar. Aquí, estamos aislados.
El que había dado la
bienvenida a Farlan, volvió a hablar de nuevo:
—Acompáñeme, por favor.
Conocerá esto, y nos conocerá a todos.
Era un hombre de edad
avanzada, de aspecto venerable y frente despejada. Más tarde, Farlan sabría que
aquel hombre era el profesor Wolly, y todos le veneraban como si fuera un dios.
En otro aposento, le
recibió una especie de consejo en pleno. Una veintena de hombres. Algunos tan
viejos como Wolly, otros más jóvenes.
—Esta es nuestra comunidad. Hay más, pero están en otro sitio, dispuestos a ayudarnos. Pero todavía tenemos un largo camino que recorrer... Necesitábamos a alguien como usted, Farlan.
CAPITULO XI
—...Necesitábamos a
alguien como usted, Farlan —le había dicho el viejo y venerable profesor Wolly.
Luego, Farlan fue
enterándose de todo. Lo que no l'e habían contado, en los días que vivió en el
hospital, lo supo en breves momentos.
—En principio, el control
se estableció para los viajeros del espacio, como medida de seguridad —le
explicó Wolly—. Una operación al individuo para colocarle un emisor en su
propio cuerpo, a una onda determinada. La idea no era mala. Se podían localizar
los pilotos, se podía acudir en su ayuda, se les podían facilitar instrucciones,
donde quiera que se hallaran, pero, como ocurre siempre con los inventos, se
aprovechó para fines menos nobles, y terminó por convertirse en nuestra total
privación de libertad.
Wolly siguió explicando:
—Todos fuimos sometidos,
primero con engaños. Luego, a la fuerza. Los que se resistían eran declarados
enemigos de la convivencia, y perseguidos...
Todo resultaba curioso,
extraño y extraordinario a la vez.
—...se dictaron nuevas
leyes... Los viejos que ya habían dado su rendimiento eran invitados a ir a la
Casa de Reposo. Lo que otrora fue un paraíso de recreo, se convirtió en la
antesala de la muerte.
—¿Los matan...?
—Los transforman, querido
Farlan, los transforman en otras materias... Todo, por riguroso turno.
—¿Y no pueden huir,
claro?
—Aparte de que podrían
ser localizados, donde quiera que fuesen... pueden fulminarles allí mismo, si
lo desean. No se puede salir de la Casa de Reposo.
—Los viejos...
—Y los tullidos, los
inválidos, los que sufren algún accidente, que pueda dejarles imposibilitados.
En Exálida sólo admiten gente sana, que ofrezca un coeficiente del ciento por
ciento.
—Creo que esto se
intentó, alguna vez, en la Tierra.
—Tal vez, pero aquí es
peor. El Destino queda marcado al nacer. Una prueba califica a los niños; los
menos aptos pasan a ser dependientes de los inteligentes. No pueden aspirar a
mejorar, y, cuando hay exceso, se eliminan. Las inteligencias medianas viven
pendientes de la densidad demográfica. Los que sobran son enviados a la Casa de
Reposo, empezando por los de mayor edad.
—Un procedimiento cruel.
—Es sólo el principio de
un sistema, amigo Farlan.
—¿El principio?
—Quiero que lo sepa todo.
Porque incluso los que hemos tenido la fortuna de poseer un cerebro más
despejado, somos eliminados, al término del tiempo. ¿Ha visto algún anciano en
Exálida, desde su llegada?
—Recuerdo haber pasado
cerca de una especie de balneario.
—¡Oh! Es sólo para
dirigentes. Ellos se han otorgado un privilegio.
—Parece que hay poca
diferencia entre los planetas habitados —sonrió Farlan, con cierta amargura.
—Es posible que el
despotismo y la diferencia de clases existan en todas partes. Por eso es
necesario luchar por la libertad porque, como le he dicho/ el sistema no
termina aquí... Se están llevando a cabo nuevas pruebas... Ahora no se
conforman con localizar a la gente, tratan dé controlar el pensamiento humano,
a través de las ondas cerebrales. Profundizar en el subconsciente, hurgar en la
intimidad del individuo y llegar más allá de lo que pueda pensar, en un
instante determinado. En una palabra, ser los dueños absolutos de cada ser humano.
—Es monstruoso.—Pero no
imposible. Se han realizado pruebas.
—Pero, ¿con qué objeto?
—Control. Control total.
—¿Y si alguien, por un
instante, se rebela contra el sistema?
—El detector lo anota, y
el individuo que ha tenido el pensamiento es autodestruido.
—¿Autodestruido?
—Sí. El control
automático lo fulmina. Su cerebro queda pulverizado, a través de las ondas...
—No...
—Sí, Farlan. Se lo he
dicho. Control total. Sólo se admiten los pensamientos adictos. Cualquier
intento de subversión es abortado, antes de ser expuesto. Muere en el mismo
cerebro, antes de que el individuo pueda exponer la idea.
«¡Control total!», pensó
Farlan.
—Debemos detener esto,
Farlan. Empezando por destruir los actuales controles. Sabemos cómo hacerlo.
Es arriesgado, pero se puede hacer... Sin embargo, ninguno de nosotros puede
hacerlo.
—¿Por la vigilancia?
—inquirió Farlan.
—La vigilancia que
representa el estar fichado. ¿Comprende? Ya le he dicho que aquí, bajo el
subsuelo, no pueden detectarnos. Hemos ideado un medio de aislar el control,
pero en cuanto aparezcamos, podemos ser detectados.
—No tienen posibilidad de
intentar una subversión... —musitó.
—Imposible. Seríamos
descubiertos y destruidos.
—Entonces...
Se hizo un silencio.
Farlan comprendió lo que iban a pedirle. El profesor miró a sus colegas, y fue
el mismo astronauta quien murmuró:
—Piensan pedirme que
yo...
—Es nuestra última
esperanza de salvación, Farlan. No tenemos derecho a pedírselo... Usted no
pertenece a nuestro mundo, pero tenga en cuenta que jamás le permitirán salir
de aquí. Necesitaría reponer su nave de combustible. Jamás podría llegar a
ella, y aun en el supuesto de que la hubiesen reparado, no le consentirían que
se fuese. Sabe demasiado de nosotros, y conoce la ruta que ha seguido... A
pesar de su petulancia, temen... Temen una invasión. No, no le dejarían
marchar...
—¿Y si yo les ayudo?
—Usted puede hacer mucho
por nosotros. Liberarnos.
El sentido de la justicia
era algo muy arraigado en Farlan. Aquello era un caso de conciencia, y, además,
necesitaba de aquella gente, si un día quería regresar.
—¿Qué debo hacer? —preguntó simplemente.
CAPITULO XII
La guardia buscaba, por
todo el terreno, al intruso.
Las órdenes eran
tajantes. Captura. Había que interrogarle, ficharle. Nada de condescendencias,
ni falsos miramientos. Se actuaba a rajatabla. Farlan era ya un enemigo que
debía ser detenido a todo trance.
El profesor Sarow se
hallaba en presencia de Breno. Breno era la cabeza visible en la jefatura del
Estado. Sarow, científicamente, le secundaba en todo. La palabra de Breno
tenía que ser respetada; quienquiera que se opusiese a ella, era severamente
castigado. Sarow en cierto modo, era el brazo ejecutor. Todos los avances
científicos, salidos de los laboratorios oficiales, tenían el sello de Sarow, y
esos avances científicos iban encaminados a un mayor rigor, en el control de
cada ciudadano.
—Estuvo en la Casa de
Reposo. Debió ver al periodista. Seguramente, ha comprendido lo que hacemos
allí —decía el profesor Sarow.
—Todo lo que ha podido
averiguar de poco le servirá. Le están buscando por todas partes. Hemos perdido
demasiado tiempo.
—Yo también lo creo,
Breno, pero al principio no había motivo para temer.
—Ha sido un fallo por
nuestra parte. No debe volver a repetirse. Si alguna vez aparece un intruso,
habrá que ficharle ante todo... Por cierto... ¿Cómo andan las nuevas fichas
cerebrales?
—Perfectamente, Breno.
Las pruebas son satisfactorias. En el laboratorio se está procediendo a la
intervención de otros diez elegidos.
—Bien... tendrá que
añadir a alguien más. Mañana mismo.
—¿Ha pensado en alguien
en concreto?
—Sí. Alguien que podría
resultar muy peligroso. Debemos prevenirnos.
Breno sonrió astutamente:
—¿A quién se refiere?
—Madel...
—¡Oh! Comprendo...
—murmuró Sarow.
—Ahora, ocúpese del
periodista Fargo. Quiero que desaparezca, de una vez. Debimos haberlo llevado a
cabo hace tiempo.
—Es peligroso. Tiene
muchos partidarios.
—Por algo los controlamos
a todos, querido profesor.
—Sí, Breno, pero...
—Podemos destruirlos.
—Si tuviera lugar una
rebelión en masa.
—Tienen demasiado miedo
para provocarla... ¿Quién se atrevería a dar el primer paso?
—Los amigos de Fargo.
—Esos no harán nada... El
miedo es la clave, Sarow.
—El profesor Wolly...
Breno sonrió ampliamente.
—Ese menos que nadie,
sobre todo cuando se entere de que su hija ha sido sujeta al nuevo
tratamiento... «Cerebral».
Sarow sonrió. Sí. Su jefe tenía razón.
* * *
En la cavidad del
subsuelo, en aquel improvisado laboratorio y cuartel general de los que
pretendían liberar a Exálida, el profesor Wolly estaba poniendo al corriente a
Farlan, mediante unos planos, de los lugares estratégicos de la ciudad.
—Aquí está la central
suprema. El control general, desde donde es posible localizar a cada uno de
nosotros.
Indicó otro lugar en el
plano.
—Esta es la Casa de
Reposo. Un lugar de muerte. Obligan a los viejos a recluirse allí y a esperar
la muerte por turno... para transformar su materia. Pienso que para los
animales que luego comemos...
—¡Cielos! ¿Es eso lo que
hacen con los muertos?
—Sí, Farlan. Aquí no se
desperdicia nada, y los animales engordan. Sólo respetan a los privilegiados.
Los que mueren de muerte natural son incinerados, y sus cenizas se guardan en
sus villas particulares… pero ésta es otra cuestión. Una vez muerto, ya no
importa lo que hagan con uno. Es la humillación de que maten por decreto. De
que le transformen para escarnio de la familia.
Tras una pausa, el
profesor Wolly añadid:
—Creo habérselo dicho.
Tener hijos es un problema. Nunca se sabe con qué coeficiente mental saldrán.
Si no se pertenece a la clase privilegiada, existe siempre el temor de poner en
el mundo a un esclavo. Y lo peor es que es obligatorio tenerlos. Uno por
pareja, y es obligatorio emparejar, cuando toca el turno. Todo programado.
—Es la negación de la
libertad —admitió Farlan.
—Sigamos. Ahí, junto a la
Casa de Reposo, existe una de las tres subcentrales auxiliares. Es necesario
anular todos los mandos de esas subcentrales, antes de atacar la Central Base.
—No será fácil.
—Lo sabemos, pero es la
única posibilidad. Una vez destruidos nuestros controles, nuestras fichas ya no
servirán de nada, y podremos movernos libremente.
—No sé si podré: hacerlo
yo solo.
—Estudie los planos de
los lugares, Farlan. A usted no le detectarán.
—Debo hacer el trabajo en
cuatro lugares distintos.
—Sólo en dos. De los
otros dos se ocupará otra persona, Ella correrá mayor riesgo que usted porque
está fichada, pero lo hará...
—¿Quién es?
—Ya se lo diré.
Farlan lanzó un suspiro.
—Bueno. Dígame dónde
están las otras subcentrales.
—Una, en el mismo Centro
Hospitalario. Otra, junto a la Sede del Gobierno.
Wolly indicó los
emplazamientos, y añadió:
—Separadas las conexiones
de las subcentrales, ganaremos un tiempo precioso, porque mientras tratan de
repararlas, usted podrá llegar a la Central, y una vez allí, destruir todo el
sistema que habrá de liberarnos.
—Déjeme ver eso—murmuré
Farlan, estudiando atentamente los planos.
—Escuche, Farlan. Sabemos
que es difícil, pero no habrá mejor momento que éste.
—Me gustaría, primero,
conocer bien el terreno que piso.
—Si se orienta por los
planos no tendrá ninguna dificultad.
—Soy nuevo aquí. No
conozco nada.
—Tiene que ser antes del
amanecer... Van a matar a Fargo. Lo sabe, ¿verdad?
Y ante el silencio de
Farlan, Wolly añadió:
—Es un buen momento para
que la gente se rebele, pero no lo harán por temor, á menos que se sepan
libres... Si podemos anunciarlo...
—¡Un momento! ¿Ustedes
pueden comunicar con el exterior?
—A intervalos. Tenemos un
sistema, y por eso nos enteramos de todo lo que ocurre. O de casi todo. Pero no
podemos utilizarlo con demasiada frecuencia para que no consigan localizarnos.
—¿No hay modo de evitar
que Fargo muera?
—¿Quién podría hacerlo?
—Yo puedo intentar...
—No, Farlan. Es
lamentable, pero le necesitamos para la destrucción de esos controles. Creo que
Fargo daría con gusto su vida, a cambio de saber que estamos a un paso de la
libertad.
Se hizo un silencio, que
rompió Farlan para preguntar:
—¿Qué medio de locomoción
emplearé?
—Tendrá que ir a pie para
que no consigan detectarle. Recuerde que todos los vehículos están fichados.
Sería peligroso.
Un colega de Wolly
intervino:
—Podría utilizar el
«balón».
—¿Qué? —preguntó Farlan.
—Está en fase
experimental, y aquí no tenemos medios —adujo Wolly.
—¿Qué es esto? —inquirió Farlan
nuevamente.
—Algo parecido a una
mochila hinchable. Va provista de gas, y posee unos mandos. Eso permite
elevarse superficialmente del suelo, y alcanzar una cierta velocidad, pero...
—Me gustaría probarlo
—murmuró Farlan.
El colega de Wolly le
hizo un ademán. Sobre una mesa había una especie de mochila, adaptable a la espalda.
Estaba deshinchada. De la base surgían unos tubos, y algunos poseían un par de
botones.
—Puedo llenársela
inmediatamente —dijo el colega de Wolly.
—Hágalo. No perderé nada
con intentar utilizarla.
—No es muy segura —adujo
Wolly.
—Necesitaré algún arma.
—No poseemos ninguna
—replicó Wolly rápidamente.
—¡Sí! —exclamó el
colega—. Tenemos dos... Conseguimos arrebatarlas a uno de los malditos
policías.
—¡No! —repuso Wolly,
levantando la voz. Luego, ante el silencio general, añadió—: Quería conseguir
la libertad sin usar los mismos métodos que ellos. ¿Comprende?
Otro silencio.
El colega interrumpió:
—No puedes obligar a Farlan
a que comparta tus ideas. Si se ve en peligro, tratarán de prenderle, y le
matarán sin piedad, si trata de huir.
Wolly acabó por asentir:
—Tiene razón mi colega
Bretter. No puedo obligarle a un enfrentamiento con ellos en inferioridad de
condiciones.
El mismo le entregó un
arma que guardaba en un cajón. Le explicó el fácil manejo.
—Aparentemente, no
dispara nada. Usted aprieta el botón, y no lo nota, pero el gas dirigido
penetra en el cuerpo hacia el que usted ha apuntado. Fulmina instantáneamente.
No son armas para herir, sólo matan.
Vaciló antes de
entregarla a Farlan que, cuando la tomó, comentó:
—Procuraré no tener que
usarla. Comprendo sus propósitos, profesor. Son muy loables, pero cuando se
produce una revolución, las víctimas son inevitables.
—No lo serían si
comprendieran que han perdido la partida. Pero no se resistirán. Y eso es lo
que lamento.
—La libertad siempre
cuesta...
—Sí, Farlan... Tiene
usted razón. Haga buen uso de esa arma... Y que tenga suerte.
—Déjeme estudiar los
planos.
—Hágalo.
—¡Ah! Una Ultima
pregunta, profesor —dijo Farlan—. Usted habló de que alguien iba a ayudarme.
¿Quién?
—Mi hija...
—¿Su... hija?
El profesor asintió con
una sonrisa, y explicó:
—Sí, Farlan. Usted la
conoce. Es la ayudante del profesor Sarow.
—¡Madel!
—Sí, Madel —afirmó Wolly.
CAPITULO XIII
Sarow quiso supervisar
personalmente el resultado de las diez nuevas pruebas practicadas a otros
tantos ciudadanos.
Diez intervenciones
quirúrgicas para aplicar a cada paciente el dispositivo que controlaría sus
pensamientos.
El primero de los
operados se había repuesto, y Sarow observaba, al lado del profesor, las
reacciones cerebrales. a través de una pantalla de pruebas.
—Magnífico... El cerebro
transmite en clave... Fíjese, Madel... Fíjese en la fuerza que desarrolla.
Miles de ideas por segundo, que mueren al no ser desarrolladas.
—¿Qué son esos puntos
azules de la banda izquierda de la pantalla? —inquirió la muchacha.
—El subconsciente... Los
recuerdos desechados por el sujeto. El subconsciente es la gran caja de
recuerdos, pero nosotros podemos desvelarlos.
Ella guardó silencio.
Sarow seguía entusiasmado con la prueba positiva de su nuevo descubrimiento.
—Lo que más importa ahora
—dijo— son las reacciones presentes. Fíjese en esos datos que transmite...
—Los signos aparecidos en
la pantalla, correspondían un número determinado, en un sistema de coordenadas.
Un botón del tablero servía para traducir aquellas imágenes. El mecanismo
actuaba rápidamente y, sobre una cinta sin fin, quedaba reflejado, en palabras,
el significado de las ondas.
—¿Ve eso? —y el profesor
mostró e la enfermera la traducción de los pensamientos.
Madel guardó su Opinión.
Ella debía fingir que se trataba de un invento genial, y lo era... de no ser
porque, con él, se obtenía el control total de la persona. Se anulaba por
completo toda libertad, desde el mismo origen. Se robaba toda intimidad,
incluso la que el propio individuo desconocía.
Sarow sonrió al leer el
texto escrito que la máquina acababa de traducir.
—Ese hombre se está
preguntando a qué clase de operación ha sido sometido. Fíjese. El tiene idea de
que ha sido llevado al quirófano v de que se le ha practicado una intervención,
pero ignora de qué clase. Pugna por recordar. El subconsciente trabaja para
revelarle la verdad, pero el paciente no logra comprender. Está todavía
demasiado débil. Haremos que ignore lo ocurrido.
—¿Por qué? —inquirió
rápidamente Madel.
—Para evitarle tensiones.
Olvidará todo. Una parte de su cerebro se cerrará por completo. Y el sujeto,
todos los que sean sometidos a esa prueba, lo ignorarán.
—Pero eso no es corr...
—Madel no terminó la frase. No dijo lo que pensaba, a pesar de que Sarow lo adivinó.
—No debería tener esos
pensamientos, Madel... Nó debería tenerlos.
—No he pensado en nada
—mintió ella.
—Sí lo ha pensado...
Métase en la cabeza de que todo lo que se ordena en Exálida es para el bien
común. Su padre no pensaba así. Creí que usted se había dado cuenta.
Ella guardó silencio.
—Es mejor que se sincere
conmigo. —Y el profesor dejó de observar las reacciones cerebrales del paciente
para mirar a Madel fijamente—. Debe tener confianza en mí.
Nuevo silencio por parte
de la muchacha.
—Sé que, en el fondo, nos
odia, Madel... -
—Yo he cumplido siempre.
—No ha tenido más remedio
que hacerlo.
—Me gusta la ciencia.
Hubiese preferido estar al lado de mi padre. Eso no es un delito.
—Lo es, cuando su padre
prefirió abandonar el sistema... Pero la tenemos a usted; por eso, su padre,
esté donde esté, jamás se atreverá a intentar nada contra el sistema... Su
padre es inteligente. Sabe que la eliminaríamos.
—Prefiero no hablar de
esto. Creí que este asunto no se trataría nunca. Yo no he dado motivos para que
pueda pensar que...
Sarow la cortó, tajante:
—No ha dado motivos porque
no está en situación de darlos... Ha dicho que ignoraba dónde estaba su padre,
y la hemos creído... Si ha mentido, es tiempo de rectificar. Tiene una
oportunidad, Madel.
—¿Una oportunidad?
—Sí. Aunque no lo crea,
yo la aprecio. Es usted eficiente. La mejor de las auxiliares que he tenido...
Sarow seguía mirándola
fijamente. Cerró las conexiones. Se incorporó y, suavemente, la atrajo hacia
la pequeña salita auxiliar.
Quedaron solos los dos.
Frente a frente. Sarow tenía una extraña mirada. Mezcla de seguridad, con un
intento de inspirar ternura.
«Algo está tramando»,
pensó ella, pero dejó que el profesor siguiera con la iniciativa.
—Puedo recibir órdenes
concretas con .respecto a usted. Sabe que está bajo mi exclusiva dependencia.
Ella asintió, sin perder
de vista cada rasgo del rostro de Sarow, que intentaba mostrarse galante.
—Madel... Usted sabe que,
por mi cargo, no tengo obligación de emparejarme. Usted, en cambio, sí... Si yo
tuviera una certeza con respecto a su actitud...
Guardó silencio.
Ella recelaba. El
profesor continuó:
—Usted y yo podríamos
formar una pareja... Habría seguridad para nuestros hijos... Un brillante
porvenir.
—¿Usted... profesor?
—¿Le extraña?
Sarow era un hombre
maduro, no como su padre, pero sí lo suficiente para doblarle la edad, y ella
jamás hubiera sospechado que pudiera desearla.
—Me sorprende —murmuró la
joven, respondiendo a la pregunta del científico.
Le sorprendía y le
aterraba porque, aún admirando la ciencia y los constantes descubrimientos, no
podía estar de acuerdo en la forma en que éstos se aplicaban. Le aterraban
aquellas prácticas, realizadas con seres humanos. Le aterraban los inventos
destinados a destruir la libertad, a torturar, a anular la personalidad
individual.
No. No podía admirar a
Sarow y, si estaba con él, era porque no podía hacer otra cosa. La habían
destinado allí, y el profesor explicó claramente el porqué. La tenían
vigilada.
—Piénselo, Madel —repuso
el profesor, cortando sus pensamientos—. Ahora, tengo qué hacer... Mañana, esté
a mi disposición... En el quirófano.
—¿Eh?
—Tengo que hacerle la
revisión periódica...
—¿En el quirófano?
—Sí —sonrió él,
enigmáticamente.
El sentido de la propia
conversación advirtió a la muchacha de que estaba corriendo un grave peligro, y
pensó en la operación cerebral.
—¡No! —no pudo reprimir
el grito.
Sarow seguía sonriendo.
—Piense en mi
proposición. Estoy considerado como uno de los mejores científicos. Conmigo
viviría sin riesgos, en la clase privilegiada...
Y sin darle tiempo a
contestar, Sarow desapareció.
En aquel mismo instante,
la muchacha sintió un cosquilleo en la garganta. Era una pequeña vibración,
producida por la medalla de identificación que llevaban todos los que
prestaban servicio en el centro hospitalario.
Era una señal...
CAPITULO XIV
La señal que la muchacha
percibió procedía del laboratorio subterráneo de su padre.
Una vibración, producida
con un pequeño aparato. Algo que sólo ella podía sentir.
Wolly, valiéndose de los
medios a su alcance, y con un alarde de conocimientos, ideó el sistema para
comunicarse con ella.
Al lado del padre de la
muchacha, se hallaba Farlan, Le habían equipado con el balón-mochila, de
liviano peso, que tenía ya sujeto a la espalda.
Acababa de comprobar los
mandos, y el artilugio parecía en condiciones para funcionar.
Ahora, el profesor iba a
poner en antecedentes a su hija.
Manipuló en una especie
de botón, emitiendo unas señales vibratorias, al tiempo que explicaba:
—Es un código secreto.
Breve. Cada vibración tiene un significado. Se pueden mantener largas
conversaciones.
—¿Y cómo sabe si su hija
capta el mensaje? —preguntó Farlan.
—Si está en disposición
de oír, toca una vez su placa. Eso quiere decir que puedo transmitir. Si en
esos momentos se halla ocupada, y no puede concentrarse, toca dos veces. Por
fin, la señal del mensaje captado son tres golpes. Llegan perfectamente.
Se hizo un silencio. El
profesor terminó su mensaje, y el pequeño vibráfono captó tres pequeños
golpes.—¿Lo ve?
—Sí. Es muy curioso.
—De momento, nos presta
un buen servicio. Mi hija fue obligada a aceptar ese trabajo, pero ella está
con nosotros. Cierto que no puede hacer nada. Está vigilada constantemente,
pero espera el momento. Y el momento ha llegado.
—¿Qué le ha transmitido?
—Que usted nos ayudará.
—¿Y ella?
—Madel cuidará de
entorpecer los contactos de la subcentral del Centro Hospitalario. Luego,
acudirá a la Sede del Gobierno.
—¿No es peligroso?
—Sé que tiene una cierta
libertad de movimientos. En cualquier caso, no dispongo de nadie mejor situado
para ayudarle a usted.
El profesor no podía
evitar una cierta intranquilidad. Farlan lo comprendió, y trató de animarle:
—Todo saldrá bien.
—Eso espero.
El joven miró a los
reunidos. Todos tenían, igualmente, sus ojos puestos en él. Esperaban mucho de
él. Quizá demasiado...
En el exterior, amanecía.
Las noches eran cortas.
Farlan la había aprovechado bien para estar al tanto de los lugares dónde debía
ir. No iba a resultar tarea fácil, pero él también tenía que luchar por su
propia libertad.
Se perdió entre el bosque
hasta llegar al borde de una carretera.
—Intentaré utilizar esto
—se dijo.
Puso los dos controles al
unísono, y el mecanismo produjo un ronquido, pero no consiguió elevarse.
—No. No va muy bien.
Tiene fallos —pensó—. Pero si funcionara esto, me sería de gran ayuda.
Cruzó la carretera para
alcanzar la otra zona del bosque. Anduvo perfectamente orientado, pero su primera
meta: La Casa de Reposo quedaba aún bastante lejos.
Probó de nuevo el
mecanismo. Se reprodujo el ronquido, y lo sintió elevarse brevemente.
—¡Le daré un poco más de
presión! —y toco e botón que producía la casi imperceptible retropropulsión—.
¡Funciona! —exclamó, en voz alta, sintiendo su cuerpo elevarse.
Tomó velocidad. Una
velocidad moderada, pero que le permitía un rápido desplazamiento, sin elevarse
demasiado. Sorteaba los troncos de los árboles, y tenía que autoconducirse con
prudencia entre la tupida maleza.
Una vez salió a la
carretera para orientarse mejor y comprobar que no se desviaba de su ruta, pero
volvió seguidamente al interior. No podía exponerse a ser descubierto.
Entretanto, en La Casa de
Reposo, la eliminación del periodista Fargo tenía un carácter especial. Casi de
acontecimiento.
Entre los que esperaban
turno para la muerte, no se produjo la menor reacción. Para ellos, había terminado
todo el mismo día en que fueron encerrados allí, pero el peligro de subversión
podía llegar desde fuera. Nunca faltaban infiltraciones, y se sabría que Fargo
había sido «eliminado».
Por eso aún vivía. Por
eso Sarow, presintiendo problemas, había demorado aquel trabajo hasta el
último momento...
Fargo estaba
convenientemente atado para evitar problemas. La cadena sin fin había sido
detenida, y dos operarios colocaron el cuerpo del periodista en la plataforma.
Sólo faltaba accionar la
palanca para poner la cadena en funcionamiento.
El procedimiento era
fácil.
El último que había
precedido al periodista estaba ya «listón. La cadena lo había conducido hasta
el interior del mezclador. Allí, los diferentes ácidos sazonaban el cuerpo, qué
seguía rodando sin parar hasta llegar a la sección de cuchillas. Estas bajaban
rápidamente, seccionando al sujeto en pequeños trozos. Un tajo bastaba. Luego,
a través de unos agujeros, la sangre era absorbida hacia un departamento
especial para la posterior mezcla; entre tanto, los trozos seguían su marcha
hasta caer en el recipiente de ácido que, al hacer la reacción, los expulsaba
por un canal, convertidos en una masa. Un triturador machacaba los huesos.
Luego, la cadena, convertida en pequeños recipientes, conducía la pasta humana
hasta la centrifugadora. Otro paseo hacia el ácido final, y el resultado era
expulsado hasta el gran almacén.
Allí, siempre por
procedimiento automático, la pasta humana descansaba hasta que era expulsada
para el último proceso.
'El secado se producía
inmediatamente, y por fin la molturación. El cuerpo humano, con los
ingredientes químicos mezclados, quedaba convertido en polvo.
El pienso con que se
alimentaban los anímales de carne comestible para el alimento común.
Era una fábrica única. No había competencia.
* * *
Farlan estaba ya en las
proximidades de la Casa de Reposo. Paró el mecanismo, y se aproximó a la nave
destinada a subcentral de control.
Tenía que sincronizar su
contador, que le habían facilitado. A la misma hora, según las instrucciones
dadas por Wolly, Madel inutilizaría la subcentral del Centro Hospitalario.
Luego, ella tendría que ir a la Sede del Gobierno, mientras él se dirigía a la
Central General. Pero tenía que esperar a pleno día.
—Por la noche, los
dispositivos de alarma impiden el paso. Sería detectado al instante. Tendría
que aguardar a que corten los sistemas. Será lo más arriesgado —le había dicho
el profesor.
Farlan llegó hasta una de
las paredes del edificio. Era metálica. No había posibilidad de trepar por ella.
Accionó nuevamente la
palanca del balón-mochila, y esta vez actuó rápidamente.
Se elevó del suelo.
Intentó alzarse lo más
posible, para tener mayores posibilidades de no errar.
Mientras, tomó una
pequeña cuerda, sujeta a un aparato. Apretando el botón, la cuerda salía
despedida. Al final de la cuerda tenía un electroimán, que se adheriría a la
plancha metálica del edificio.
Farlan fijó su objetivo,
y pulsó el botón. La cuerda salió disparada. El electroimán se pegó en la
plancha.
Comenzó a trepar.
En aquel instante, el
profesor Sarow hizo un ademán para que accionaran la palanca que debía
arrastrar el cuerpo del periodista hasta su total transformación.
Era la sentencia de muerte para aquel hombre.
CAPITULO XV
Farlan estaba ya pegado
al muro. Saltó por una abertura hasta el interior de una especie de terraza.
Tenía que pulverizar el vidrio tras el cual se hallaba la antesala del
departamento de control de la subcentral.
Utilizó la pistola de
gas.
Pulsó el botón. No notó
nada. El cristal tomó un tono azulado y desapareció. Todo había sido muy
rápido.
Farlan se introdujo en la
desierta estancia, y recordó las palabras del profesor.
—En el control hay un
vigilante. Utilice esto para adormecerle... —Y le había entregado un frasco
metálico, cuyo líquido interior funcionaba por medio de una especie de spray.
Podía ser utilizado a distancia.
Era una composición
narcótica. Instantánea.
Farlan sacó del bolsillo
una mascarilla con la que había sido provisto, y se acercó a la puerta. Bastaba
pulsar un botón para abrirla.
Consultó el contador.
Faltaba sólo un punto para el momento indicado.
Entretanto, la palanca de
la cadena de la muerte de la Casa de Reposo había sido accionada. El periodista
rodaba ya hacia el túnel de ácidos. El recorrido hasta entrar al túnel era de
tres minutos exactos. Luego, empezaba la lluvia de ácido. Un minuto. Luego,
las cuchillas.
Farlan consultaba
constantemente el contador, y recordaba las instrucciones de Wolly.
—Tiene poco tiempo. El
spray actúa de forma fulminante, pero tiene sólo una eficacia de medio punto.
Medio punto,
comparativamente, venía a ser medio segundo terrestre, poco más o menos.
Entretanto, la muchacha,
Madel, se hallaba junto a la sala de la subcentral, en el Centro Hospitalario.
Para ella resultaba más
fácil librarse del vigilante. Hizo una llamada por el intercomunicador:
—Celador X-II. Preséntese
a control.
El celador o vigilante
había salido. Ella tenía el campo libre, y entró.
En el contador cayó el
punto que indicaba el momento exacto.
Y en ese momento, Farlan
irrumpió en la sala. Era bastante grande. Tenía en el centro una especie de
computadora, de buenas proporciones. Un empleado de espaldas a él, repasaba
unos datos.
Farlan se aseguró la
pequeña mascarilla a la nariz con una mano, para evitar que el narcótico le
adormeciera a él, y con la otra mano, presionó el spray.
El chorro, apenas
visible, se esparció. El empleado inhaló el aroma, y cayó fulminado.
¡Medio punto! Tenía medio
punto de tiempo para entorpecer la marcha de la computadora auxiliar de la
Central. El profesor también le había dado instrucciones concretas para llevar
a cabo el sabotaje, y Farlan no perdió ni un segundo de su tiempo.
—Primero, abrir —iba
recordando las palabras de Wolly—. Un botón. El segundo de la izquierda.
Una puerta dio paso al
interior de la computadora.
—Una vez dentro,
desconecte botones 3N y 4B. No lo olvide. 3N y 4B.
Era exactamente lo mismo
que Madel estaba realizando.
Esto estaba ya listo.
Ahora quedaba el tercer punto.
—¡Quite bujía marcada con
letra Z!
Los movimientos de la
pareja no podían estar más sincronizados.
—Cuarto punto importante.
Pulse botón negro. Se producirá un ruido. Es una señal peligrosa que pondrá en
acción a los de la central, pero esta señal desaparecerá cuando interponga esa
barrita de metal que le doy entre los electrodos 7 y 8. La interferencia será
total.
Se produjo el ruido.
Uno de los tres
encargados de la central, notó la emergencia.
—¡Control número I!
—exclamó.
—Voy a llamarle.
Y la llamada se produjo
de inmediato mientras Farlan pugnaba por colocar la barrita que lastimosamente
se le cayó al suelo.
Ahogó una maldición.
La muchacha, Madel había
pulsado el botón negro y la central acusó la anomalía.
—¿Qué ocurre? Ahora es el
control número dos. ¡Llama!
Sonó la llamada en la
subcentral II que era la perteneciente al centro hospitalario.
—En la uno no contestan.
En el suelo, el empleado
narcotizado se removió. Farlan apenas se daba cuenta. Estaba consumiendo los
últimos momentos. Por fin halló la barrita metálica y procurando dominar sus
nervios la introdujo entre los dos electrodos. El zumbido cesó.
Por su parte, la muchacha
había concluido ya la operación en el momento en que el celador o guardián regresaba.
El intercomunicador directo de la central estaba llamando.
Madel salió de la
estancia cuando el celador se aproximó. La vio salir.
—¿Qué hacía usted ahí?
—Está sonando el
timbre... Creí que le ocurría algo.
El celador la miró con
recelo.
—Me han llamado. Falsa
alarma. Pero no debiera haber entrado.
—Sólo me asomé.
El hombre se quedó
mirándola, pero el timbre insistía.
En aquel instante también
Farlan salía de la computadora.
—Procure no utilizar dos
veces el «spray» con el vigilante —recordó la advertencia de Wolly—, Medio
punto pasa inadvertido. Creerá que ha caído por un ligero desvanecimiento... No
advertirá nada sospechoso, pero si se prolonga su inconsciencia sospechará.
Farlan cerró la
computadora y se alejó por la espalda del vigilante que empezaba a levantarse.
Un mueble metálico sirvió
para que Farlan pudiera ocultarse cuando el vigilante volvió la mirada como
presintiendo algo.
El insistente zumbido del
timbre le hizo contestar, a la llamada.
—¿Por qué no contestas,
celador número I? ¿Qué ha pasado en el control?
—¿Pasar? Nada. Todo
funciona perfectamente.
—Comprueba.
—Todo va bien —repuso el
vigilante haciendo algunas comprobaciones.
—Otra vez contesta más de
prisa. ¿Te hallabas dormido?
—¡Claro que no! —De cualquier modo no podía decir que se había desvanecido un momento. Nadie se atrevería a decirlo si no sabía a ciencia cierta que había sido objeto de un ataque, porque revelar la debilidad de un desvanecimiento era tanto como hacer oposiciones para una pérdida de categoría que sólo podía conducir a la Casa de Reposo. En Exálida, los inservibles eran transformados, como a punto de serlo estaba el periodista Fargo.
CAPITULO XVI
En efecto. Fargo había
consumido el primer minuto de recorrido por la cinta. Le quedaban dos para
entrar en el túnel.
Mientras, Farlan salía de
la Subcentral utilizando el mismo camino empleado para la ida.
Bajó por la cuerda y una
vez fuera, hizo uso de un desconectador para recuperar el electroimán y borrar
toda huella de su presencia. Lo único que quedaba era un cristal pulverizado.
Un cristal que no
tardaría en ser descubierto por el vigilante o celador que iba a relevar al que
estaba aseverando a los de la Central que todo iba perfectamente.
—Debe tratarse de un
contacto —decía.
Los de la Central
recibían información de que en el ccntrol II —del centro hospitalario— también
todo funcionaba perfectamente.
—Ya ha ocurrido algunas
veces —dijo uno no dándole excesiva importancia. Además, estaban perfectamente
convencidos de que ningún sabotaje era posible.
Claro que la intervención
de Madel había sido fichada en el control del Centro Hospitalario. Su número
de ficha había quedado grabado en el memorizador. Cualquiera que mirara podría
saber los pasos efectuados por la muchacha.
Y esto es lo que estaba
efectuando en esos momentos el celador que había visto salir a Madel de la
sala de la computadora. No. No acababa de fiarse. Un celador jamás debía
fiarse de nadie si no quería verse comprometido.
Madel por su parte había
abandonado el centro en dirección a la Sede del Gobierno. No podía ser considerada
como sospechosa su actitud porque en su trabajo habitual había tenido que ir
algunas veces a dicho lugar. Ahora podía justificarse diciendo que buscaba al
profesor Sarow. Si no la creían bastaría con decir que había aceptado su proposición
de emparejarse. Sí. Tenía una buena excusa...
Pero el celador del
control estaba ya muy cerca de detectar los pasos de ella.
Cuando le fueron a
reemplazar seguía buscando.
—¿Qué ocurre, alguna
verificación? —le preguntó el compañero encargado de reemplazarle en el turno.
—Un momento... Estoy
buscando algo relativo a Madel. ¡Ahí está!
Su tenacidad había dado
sus frutos. El memorizador informaba de los pasos de la muchacha.
—¡Ha estado aquí! ¡Ha
manipulado en la computadora!
—¿Cómo es posible? ¿Por
qué no se lo has impedido?
—¡Me han hecho salir!
Debió ser ella. Debo dar parte.
—Búscala primero.
Localízala.
—Es lo que voy a hacer
ahora mismo.
Buscó su ficha, pulsó el
botón. La pantalla debía decirle dónde se hallaba Madel en aquellos instantes,
pero la interferencia practicada anulaba por completo el intento.
—¡No puede ser! Esto ha
funcionado siempre...
—Mal asunto —dijo el
compañero—. Tendrás que pedir los datos a la Central.
—Ahora sé por qué ha
entrado. Ha inutilizado el sistema... .
—Avisa a la Central y no
pierdas tiempo.
—Eso voy a hacer ahora.
Madel se dirigía a la
Sede del Gobierno. Le sobraba tiempo todavía. Demasiado tiempo, porque en
aquellos instantes el celador estaba dando parte de sus sospechas e informando
del sabotaje realizado.
El encargado de la
Central —uno de los tres— localizó inmediatamente a Madel.
—Es curioso. Se dirige a
la Sede del Gobierno.
—Interróguela.
—Avisaremos a los de allí
para que tengan cuidado. La estamos controlando. Si ha inutilizado la computadora
de la Subcentral II, no le habrá servido de nada. Aquí no podrá entrar jamás...
—Tal vez se trate de un
plan. Quizá no esté sola.
—Lo averiguáremos todo.
Aquí no se escapa nadie. Vamos a proceder a un riguroso control de fichas.
El de la Central cortó la
comunicación y pasó a informar a la Subcentral de la Sede del Gobierno.
—Conviene vigilar a
Madel. Ficha WW-2.235-Z. Atentos, sospechosa de sabotaje.
—Enterados —contestaron.
Y así, mientras Madel era
perfectamente controlada, retrocedamos hasta el momento en que Farlan salió de
la Subcentral I.
Le quedaba tiempo. Más de
treinta puntos antes de que pudiera llegar a la Central, y estaba en el paso
que comunicaba las naves auxiliares del cuerpo central de la Casa de Reposo, y
sentía curiosidad por la suerte de Pargo. Por eso se metió entre los desiertos
patios.
Corría ya el segundo
minuto de recorrido de la cadena que conducía el cuerpo del periodista.
El —Farlan— había visto
con anterioridad la cadena, la cadena sospechosa. En el subsuelo de aquel
bosque le habían explicado parte de las manipulaciones a que eran sometidos
los cuerpos humanos para su transformación.
Trató de orientarse.
El segundo punto del
contador cayó. El cuerpo de Fargo seguía su camino hacia la muerte inevitable.
Era como si el astronauta
presintiera algo. Accionó la palanca para elevarse y poder recorrer con la
mayor rapidez posible aquel patio interminable.
El nuevo punto se
aproximaba al final. El cuerpo estaba recorriendo los últimos metros antes de
entrar en el túnel del ácido.
El periodista intentó
forzar las ataduras. Inútil. Sarow esperaba el momento de verlo desaparecer.
Farlan frenó su marcha
junto a uno de los portalones de la gran nave. Se metió dentro y subió por una
escalinata. Se escuchaba el zumbido de la maquinaria. Todo parecía desierto.
A lo lejos, la cadena...
Un cuerpo atado a ella.
—¡Fargo! —exclamó para
sus adentros.
Observó todo el entorno. Únicamente
dos personas subidas a una plataforma, a unos cinco metros sobre la cadena.
Al periodista le faltaban
apenas tres metros para llegar al final de la primera parte de trayecto. Una
vez dentro del túnel ya nada podía salvarle. El ácido, las cuchillas...
Farlan sacó su arma.
Ahora sí que podía utilizarla justificadamente.
Reflexionó.
No. De nada serviría
matar si aquella máquina no se detenía.
Iba a poner en acción el
gas para correr hacia ¿a plataforma.
«Allí tienen que existir
los mandos.»
No advirtió la presencia
de uno los empleados de la Casa. Surgió de improviso, unos metros por encima de
su cabeza. En lo alto de otra plataforma.
—¡Eh! ¡Usted!
Se volvió.
—¡Un intruso!
¡Deténganle! —gritó.
Farlan accionó la palanca
y se elevó por la escalera.
—¿Qué es esto? —gritó el
otro.
En la plataforma habían
oído los gritos pero no podían ver exactamente lo que ocurría.
Farlan había llegado a la
altura del empleado que corría hacia uno de los puntos de seguridad provistos
de armas y porras electrónicas
El astronauta le embistió
con los pies haciéndole caer. El empleado se revolvió sujetándole por las piernas,
pero Farlan no podía desperdiciar ni un solo segundo porque Fargo había
recorrido otro metro de su trágico trayecto. Le faltaba poco, muy poco para el
final.
Farlan imprimió velocidad
a su medio de conminación y arrastró consigo al empleado.
Dio todo el gas y
consiguió elevarse algunos metros, luego zarandeó a su enemigo y lo soltó desde
el aire al suelo.
—¡Mire! —indicó el hombre
que estaba junto al doctor.
Farlan había sacado la
pistola.
—¡Cuidado, profesor!
¡Póngase a salvo!
Farlan disparó, pero no
lo hizo contra ellos, sino contra la caja de control que adivinó en la
plataforma.
El periodista estaba ya
peligrosamente cerca del túnel sin salida.
Los disparos de Farlan
volatizaron la caja. Unos chispazos pararon en seco el mecanismo, mientras el
profesor reconocía al autor del sabotaje.
—¡Farlan!
—Volvemos a vernos,
profesor.
—No le servirá de nada lo
que hace.
El empleado había corrido
hacia uno de los puntos llamados de socorro. Sacó un arma. Iba a disparar.
Farlan con el mecanismo
parado disponía ya de más tiempo, y se lanzó contra el empleado golpeándole con
los pies. Dos arremetidas desde el aire fueron suficientes para hacerle caer
de la plataforma hasta abajo. Cinco metros. El empleado quedó inconsciente. Quedaba
el otro que renqueante iba en busca de armas. También Farlan «aterrizó» junto a
él, y esta vez le golpeó utilizando el mango de la pistola.
Sarow había desaparecido
de la plataforma. Farlan no se preocupó más por él. Quería salvar a Fargo y
hacia él acudió para liberarle de las ataduras.
—Gracias, amigo. Pero esto
no le servirá de nada.
—Sí servirá a poco que la
suerte me ayude.
—No hable si tiene algún
plan. Recuerde que pueden oír todo lo que usted diga a través de mí.
Farlan asintió mientras
terminaba de desatar los correajes.
—¡Cuidado! —advirtió el
periodista.
Sarow había ido en busca
de ayuda. Media docena de guardianes cerraban el camino. Todos iban armados.
Farlan sacó el arma.
—No... No lo utilice.
—No hay opción, ¿verdad?
No se pueden tener ideas pacifistas con esa gente.
—Mejor eso... ¡Déme! —le
pedía el arma y libre ya de ataduras el periodista disparó contra algo hacia el
techo.
—¡Corramos ahora!
Todo un andamiaje se
desplomó arrastrando cadenas, cabinas de control, cajas metálicas.
Un gran estrépito fue el
principio de una gran confusión. El periodista hizo uso del arma una vez más y
otra parte de la maquinaria quedó seriamente dañada.
—Me gustaría poder
destruir esto algún día, pero con lo de hoy basta por el momento. Tardarán
algún tiempo en practicarse nuevas transformaciones.
Guiado por Fargo, Farlan
pudo alcanzar una salida. Habían dejado atrás a los seguidores pero el periodista
deteniendo su carrera previno a su salvador:
—A mí me detendrán de
nuevo. Pueden localizarme cuando quieran. Es mejor que nos separemos. Sería un
peligro para usted. Tome el arma. No le digo que no la utilice. Nosotros
soñábamos una revolución sin sangre, usted no tiene por qué seguirnos. Su vida
también está en juego. Ahora están dispuestos a aniquilarle.
—Son ustedes admirables.
Les someten, les controlan y quieren vencer por métodos pacíficos.
—La violencia engendra
violencia. ¿No se dice esto por la Tierra?
—Sí. Pero es sólo una
frase que nadie trata de poner en práctica.
—Suerte, Farlan. —Y el
periodista hizo intención de separarse.
Se oían voces. Les
buscaban. Estaban cerca.
—¡Sálvese! —gritó Fargo.
CAPITULO XVII
—Adiós, Fargo —gritó
Farlan—. Vaya al cruce cuatro dos. Allí encontrará un buen refugio.
Y ante la estupefacción
del periodista que no acababa de comprender, Farlan le hizo una seña para que
le siguiera.
Le tiró de la mano y
corrieron hasta las afueras, buscando el amparo de la vegetación del parque.
Allí jadeantes se
detuvieron. Farlan sobre el suelo le indicó un plano con unos signos y anotó un
nombre: Profesor Wolly.
Fargo comprendió. Farlan
les había dado una pista falsa. Ahora creerían que estaban separados y las fuerzas
se distribuirían; por otro lado les había facilitado un lugar. El cruce 4-2
para que se dirigieran hacia allí. Necesitaba ganar tiempo.
El periodista formuló una
pregunta escribiendo en el suelo.
—¿Qué se propone?
—Destruir la Central de
Control.
Fargo lanzó un silbido.
Luego indicó una senda.
Corrieron juntos,
aproximándose a la Central. Se detuvieron de nuevo y Fargo buscó dónde trazar
unas letras:
—Seguiré siendo un estorbo
para sus planes. Déjeme.
Era tarde. Varios coches
patrulla se dirigían hacia ¿ aquel lugar. Eran cinco. No podían salir entre los
setos.
Entonces el periodista
salió corriendo. Farlan comprendió que trataba de entretenerles.
Le vio saltar entre los
setos con extraordinaria agilidad, y observó cómo empezaban a perseguirle.
Tenía que hacer algo por
él. Miró el arma. ¿Por qué no utilizar los mismos métodos que ellos?
Uno de los policías había
comenzado a disparar. No se oía el ruido, pero los impactos del gas invisible
al estallar sobre las piedras las volatizaban, quemaban los setos.
Farlan hizo algo mejor.
Disparó contra uno de los vehículos.
Aquella pistola hacía
prodigios. Un impacto bastaba para corroer el vehículo.
Disparó contra otro.
—¡Alto! ¡Nos atacan desde
los setos! —gritó uno de los policías.
Farlan apuntó sobre el
tercer automóvil con igual fortuna. Los policías seguían a pie al fugitivo ya
que no podían ir en los vehículos entre los setos. Luego optaron por volver a
los coches, pero, ante el peligro de que Farlan pudiera volatizarlos optaron
por hacerle frente a ciegas.
Farlan por su parte había
cambiado de lugar e hizo bien porque los primeros impactos que le fueron dirigidos
quemaron por completo los setos donde hasta entonces había estado oculto.
Corrió hasta dar la vuelta al parque, una carrera breve que le facilitó otro
punto excelente para terminar con los dos automóviles restantes.
—Así tendréis que ir a
pie y Pargo tendrá tiempo de escapar...
Claro que de poco servía,
porque desde la Central, Pargo era perfectamente detectado.
—Se dirige hacia el cruce
cuatro dos, por el parque Oeste. Controlen todas las salidas. No podrá escapar
—decía uno de los monitores.
El propio Breno se
hallaba en la sala del control Central. Estaba al tanto de los acontecimientos.
Sarow había sido llamado
con urgencia y se presentó en breves instantes, mientras el monitor seguía la
carrera de Fargo.
—Han sido más audaces de
lo que pensaba. Detrás de esto está el profesor Wolly. Estoy seguro.
—Han destruido una parte
importante de la Nave de la Casa de Reposo.
—Estoy al corriente, pero
no ha contestado a mi comentario.
—Sí, yo también pienso
que Wolly está trabajando para eliminar el Sistema, pero no sabemos .dónde
está.
—Usted podía saberlo,
Sarow. Tiene a su hija en su poder. ¿Cree realmente que ella no sabe nada?
—Sí lo creo, Breno. Lo
creo. Fue sometida a las pruebas pertinentes. No nos ocultó nada. Pienso que
su padre, para evitar que ella fuera obligada a hablar le ocultó el escondrijo.
—Es posible, pero quiero
tener la certeza. Quiero saberlo todo. Y usted sabe cómo hacerlo. Aplíquele el
nuevo tratamiento de Ondas. Anoche se lo ordené, profesor.
—Sí, señor. Y esta mañana
iba a hacerlo. Ella lo sabe ya.
—No le creí tan estúpido.
Es impropio de usted, Sarow. ¿Por qué se lo dijo?
—No se lo dije
claramente, pero es inteligente y lo ha supuesto. ¿Qué puede hacer? De nada le
servirá saberlo.
—¿No, eh? Pues sepa que
ha inutilizado una de nuestras subcentrales. Y ahora se halla en camino de la
Sede del Gobierno.
—No. lo sabía —murmuró
Sarow.
—Está fracasando mucho
últimamente, estimado profesor. Fargo consigue huir. Su primera ayudante cómete
sabotaje...
—Pero esto no puede
servir de nada.
—Sirve para demostrar que
somos vulnerables, si no obramos con mano dura. —Y tras una pausa, Breno
añadió—: No quisiera tener que informar al Jefe Supremo de lo que ocurre, pero
tampoco deseo que se pidan cuentas. Van a detener esa muchacha y la llevarán al
hospital. Intervéngala, quiero saber lo que piensa, quiero saber si se comunica
con su padre, quiero saber los planes. ¡Quiero saberlo todo!
—Sí, Breno. Descuide.
—Puede irse, profesor.
Uno de los celadores
llegó con un informe:
—Madel ha detenido el
coche frente a la Sede del Gobierno. Esperamos instrucciones.
—¡Que la detengan
inmediatamente!
—Sí, señor.
—¡No! —rectificó Breno—.
Déjenla. Quiero saber lo que se propone. Vigilen de modo especial la sala de
Computadora auxiliar. La cogeremos con las manos en la masa. Luego será suya,
profesor. Y no quiero fallos.
Sarow asintió.
Y en efecto, Madel acababa de bajar del vehículo para entrar por la
puerta principal del edificio de la Sede del Gobierno.
Presentía que era
espiada. Lo que ignoraba es que conocieran ya tan a la perfección todos sus
planes.
Y entretanto, Breno, la mano derecha y cabeza visible del Jefe
Supremo de Exálida, hablaba, a través de un micrófono, hacia esa cabeza rectora
que había ordenado todos los sistemas de seguridad que regían en el planeta.
—Señor. Hemos tenido
pequeños contratiempos, pero están perfectamente dominados. Desde ahora empezaremos
a actuar con el nuevo sistema. Las Ondas Cerebrales no mienten jamás. La
situación estará perfectamente controlada, para siempre...
Y cerró la comunicación.
Madel se hallaba ya en el interior del edificio. Estaba en la ratonera.
CAPITULO XVIII
Los policías buscaban
afanosamente a Farlan, puesto que al periodista le tenían perfectamente
localizado, aunque no acertaban a dar con él.
Fargo se hallaba oculto,
pero intentaba ser útil y por ello, utilizando su voz como un susurro, hablaba
como si se dirigiese a otra persona.
Creen que estamos
separados, por eso no han concentrado aquí todas las fuerzas. Si se acercan
demasiado, dispare. Se acabó el pacifismo. Muchos de nosotros también han
caído.
La conversación era
captada, y aunque débil podía ser traducida.
El que había captado el
mensaje lo pasó al celador encargado de transmitir las órdenes. Y éste cayó en
la trampa:
—Atención. Parece que
Fargo no está solo. Habla con alguien que va armado. Puede tratarse de Farlan.
Tengan cuidado.
Breno fue informado:
—Están juntos, señor. Ha
sido un ardid el hacernos creer que se habían separado. Farlan va armado.
—¡Que acaben con los dos!
Concentren toda la fuerza en esa zona. No me moveré de aquí hasta ver los resultados
conseguidos.
Eso daba tiempo a Farlan
que estaba ya próximo a la Sede de la Central General, mientras todas las fuerzas
se dirigían al parque entre cuya maleza se hallaba oculto el periodista que
seguía hablando.
—Ellos pueden detectarme
con una precisión de cien metros de diámetro, pero moviéndonos continuamente,
les despistaremos. Hablando bajo es difícil que puedan oírme. Al menos en eso
confío...
En lo que confiaba
realmente era en que la trampa funcionase. Y funcionaba.
Farlan había conseguido llegar
a la parte trasera del edificio donde estaba instalada la Central General que
regía el control absoluto de detención de cada persona.
Las fuerzas se habían
concentrado en derredor del parque donde el periodista ayudaba eficazmente
distrayendo la atención de la vigilancia. Su labor estaba resultando muy
eficaz, aun a riesgo de la propia vida.
Farlan escalaba el muro
tras haber adherido el electroimán en un punto de terminado, cercano al techo
del edificio.
Mientras creyesen que Farlan
estaba con Pargo todo iría bien, pero si descubrían la verdad...
—¡Ahí está...! —gritó en
aquel instante uno de los miembros de la policía.
Pargo acababa de ser
descubierto.
Echó a correr, pero de
todas partes empezaron a surgir policías.
—Busquen a Farlan. ¡Que
no se escape!
—¡Salga, Farlan! ¡Está
rodeado!
—¡No le encontraréis!
¡Huya, Farlan! —gritó Fargo gastando sus últimas posibilidades.
Comprendía que necesitaba
tiempo para dar ocasión a Farlan de conseguir sus propósitos. Mentía para seguir
confundiendo a los policías.
No le importaba la vida.
La sacrificaba con gusto con tal de liberar a toda Exálida.
Seguía corriendo, ahora
buscando una zona despejada, pero empezaron a surgir más policías.
—¡Por ahí, Farlan! —gritó
nuevamente como si aquél realmente estuviese a su lado.
Pero Farlan había
alcanzado ya la azotea del edificio. Tenía que descender por un hueco, de
acuerdo con el plano que le había mostrado el profesor Wolly.
Y Fargo ya no podía más.
Estaba rodeado. Uno de los policías informó a través de un pequeño receptor de
muñeca:
—Ya le tenemos. No va
armado, y está solo.
Le llegó la voz del que
comandaba la operación desde la Central General.
—¡Aprésenle! ¡Oblíguenle
a confesar dónde se halla Farlan!
A Fargo se le presentaba
una nueva oportunidad para seguir con vida pero sabia que no iba a durarle
mucho.
Alguien aclaró:
—Hemos batido toda la
zona. Farlan no está aquí.
Informaron a la Central.
—Todo ha sido un ardid.
Farlan no se halla en el parque.
—¡Pregúntele dónde está!
Oblíguenle a confesar. Oblíguenle a confesar, por todos los medios.
«Tortura —pensó Fargo—.
Tortura con la porra eléctrica.» Le quemarían el cuerpo y luego le matarían.
Si pudiera resistir... al menos hasta que Farlan hubiese llegado a la Central.
No se hacía muchas
ilusiones y no era para hacérselas porque la Central estaba muy vigilada. Todo
el mundo se había concentrado junto a la computadora hacia la que ahora se
dirigía el astronauta.
Sí. Farlan descendía por
un hueco colgando con una cuerda que había sujetado con el electroimán. Era el
hueco del elevador. Tenía que bajar hasta la primera planta del edificio y
luego forzar la puerta. La pistola era la única arma de qué disponía.
Pero entretanto otra
persona se hallaba en peligro: Madel.
La enfermera se dirigía
hacia la sala de la computadora auxiliar, donde únicamente tenía que haber un
solo celador; y así era, pero espiada por un sinfín de ojos, pendientes de sus
movimientos avanzaba inexorablemente hacia la trampa.
No se cruzó con nadie.
Los corredores estaban desiertos. Ello no era extraño dado la hora. Además,
Aquello no solía ser muy concurrido; sin embargo, experimentó una sensación
extraña. Intuyó el peligro, pero siguió hasta llegar a la puerta tras la cual
se hallaba la computadora.
—Es lo que sospechábamos,
señor —manifestó el jefe de la operación a Breno—. La enfermera se dirige
directamente hacia la computadora. Está en la puerta.
Esperaban instrucciones.
Breno sonrió.
—Déjenla entrar. Déjenla
que se aproxime. Luego, deténganla y llévenla directamente a mi presencia... ¡Oh,
no! Al Centro Hospitalario. Sarow realizará con ella su experimento de ondas.
Seguro que a su padre, ti profesor Wolly le gustará saberlo. Manden un aviso
por si puede oírnos. Seguro que nos oirá.
Y Breno mandó el aviso.
—¡Profesor Wolly! Ya ve
que es imposible luchar contra nosotros. Su hija será la primera en pagar sus
consecuencias. Va a ser detenida.
Y Wolly efectivamente oía... Oía e incluso por una improvisada
pantalla podía ver a su hija metida en la trampa.
Intentó comunicar con
ella por medio de las señales que repercutían en el medallón de la muchacha.
—¡Huye! ¡Estás en una
trampa! ¡Huye! ¡Sálvate!
La muchacha captó la
señal cuando había abierto ya la puerta, pero pensó que todavía tenía una oportunidad.
—¡No, hija! ¡No sigas!
¡Es una trampa! Escapa... Escapa si puedes...
Pero ella siguió
adelante.
Adelante...
CAPITULO XIX
La detuvieron. Surgieron
de todas partes cuando Madel trataba de desconectar el aparato, aprovechando el
fingido descuido del celador, que se hallaba de espaldas ante otra mesa de
trabajo.
—¡Alto!
—¡Alto!
La rodearon.
La sala tenía distintas
puertas de emergencia que ahora habían sido utilizadas para cazarla.
No intentó huir. Lamentó
haber perdido y se aproximó sumisa a dos de los guardianes.
Fue cuando iban a
sujetarla cuando comenzó a forcejear con ellos.
—¡Quieta! ¡Quieta! ¡No
conseguirás nada!
Siguió con el forcejeo y
consiguió sorprender a uno de los que trataban de sujetarla.
—¡Es incontrolable! No
podemos actuar sin miramientos.
En la puerta derribó al
guarda que le cerraba el paso soltándole una tremenda patada que arrancó a su
rival un profundo grito de dolor.
Siguió su loca carrera
hasta la salida.
Sólo Farlan podía
salvarla si conseguía destruir la computadora Central.
Farlan consultó su
contador. Era el momento.
Colgado de la cuerda del
ascensor (el elevador funcionaba sin cables y tuvo que utilizar el sistema de
colocar un electroimán en la pared del hueco), sacó el arma y disparó contra la
puerta. El poder destructor del gas obró su efecto. La puerta se retorció en
parte
dejando el hueco
suficiente para que Farlan pudiera pasar. Pero la mochila o balón que llevaba
en su espalda era un estorbo y se despojó de él. Seguro de que de momento ya
no le sería útil.
Saltó al corredor y
perdió un par de segundos en orientarse.
«Por allí», pensó.
Una puerta de mayor
tamaño cerraba la sala de la computadora Central que seguía llena de gente a
las órdenes de Breno, que en aquellos instantes hablaba al Jefe Supremo a
través del micrófono especial: —Situación absolutamente controlada.
En aquel instante,,dos
guardas iban a entrar en la estancia. A una distancia de unos treinta metros
vieron a Farlan.
—¡Ahí! —señaló uno.
Farlan estaba
descubierto.
—Ahora no puedo volverme
atrás —dijo y disparó con su arma.
El gas destrozó parte del
suelo y los dos guardas retrocedieron en busca de un lugar dónde guarecerse.
—Tengo que llegar como
sea —exclamó Farlan y corrió hasta la puerta.
En aquellos momentos
Fargo, el periodista estaba al borde de sus fuerzas.
Le habían quemado el
cuerpo, y apenas podía aguantar, pero aquellas porras eléctricas tenían la
particularidad de que dañaban sin que el torturado perdiera el sentido.
—¡No conseguirás nada con
tu silencio! —le gritaban.
—¡Habla, no seas
estúpido! Vas a morir.
—Terminad de una vez.
Acabaríais conmigo igualmente. ¡Terminad de una vez! Dos varillas o barras se
aproximaban a sus ojos.
—¡No! ¡No! —gritó.
—¡Habla!
Mientras, Farlan apuntó
su arma contra la puerta. Apretó dos veces la palanca y la entrada quedó franca
para él.
Ya no se podía andar con
sutilezas. Tenía que actuar a la desesperada.
Su irrupción en la sala
pausó sorpresa y estupor.
A Farlan ya nada podía
extrañarle y decidió aprovechar la ventaja que le facilitaban los otros en
aquellos segundos de vacilación.
Breno fue el primero en
reaccionar :
—¡Es Farlan! ¡Acabad con
él! ¡Acabad con el extranjero!
Pero Farlan dominaba la
situación. Todos habían visto el arma que tenía en la mano y trataron de parapetarse
detrás de la computadora.
Farlan disparó varias
veces contra la máquina que comenzó a sentir los efectos del gas.
Un sinfín de chispazos
surgieron de las diversas conexiones. Fogonazos, pequeñas y sordas
explosiones, mientras Farlan seguía disparando para terminar de una vez.
Breno sacó un arma.
Farlan saltó sobre él y se la arrebató con gran habilidad retorciéndole los
brazos y utilizándolo como escudo.
Algunos, en la confusión,
habían conseguido tomar las armas de los respectivos armarios.
—¡Quietos! Sea quien sea,
este hombre pagará por vosotros.
Hubo un silencio, mientras
continuaban los chispazos, los conatos de incendio y un ruido extraño se producía
en el interior de la computadora Central.
—¡Cortad las conexiones
antes de que se destruya todo! -—gritó Breno.
Pero de nuevo el arma de
Farlan fue un freno para los sicarios del jefe:
—¡Quietos! Al que intente
avanzar le Culmino.
—¡No tengáis miedo!
—gritó Breno—. Es un pacifista. Quieren derrotarnos sin armas. ¡Avanzad!
—Tiene razón, Breno. Dé
gracias a que los que tratan de conseguir su libertad, no piensan usar sus mismas
armas. Eso ha evitado que muchos de los suyos murieran... pero no se confíe
demasiado conmigo. Yo no soy uno de ustedes. Yo puedo matar. Tengo vuestras
mismas armas. Así que nadie intente acercarse a la computadora.
Y disparó de nuevo contra
ella. Se produjo una explosión mayor y una gran llamarada surgió del centro
de la máquina.
Los celadores y policías
se apartaron.
—¡Va a estallar! —gritó
uno.
Corrieron temerosos.
—¡Cobardes! —gritó
Breno—. Pagaréis esto. Este extranjero no conseguirá sus propósitos. Seguimos
siendo los más fuertes.
Una conexión se disparó
sola, y docenas de voces surgieron del interior de los complicados mecanismos
de la computadora. Los memorizadores soltaban datos, órdenes programadas,
fórmulas y dictados.
Una voz surgida de la
máquina exclamó:
—El control ha sido
destruido. El control ha sido destruido.
Y en medio de su inconsciencia, con el cuerpo torturado y al límite
de su aguante, Fargo escuchó aquella voz, mientras uno de los policías pedía
instrucciones que no llegaban.
—¡Atención, atención!
¿Qué ocurre en la Central? ¡Contesten!
Pero nadie contestó.
Fue otro momento de
vacilación a cargo de los torturadores del periodista y Fargo trató de
aprovechar la oportunidad.
—¡Estáis perdidos! Farlan
ha conseguido sus propósitos. Ya no existe ningún control.
Se miraron entre sí.
Aquello les hizo sentirse inferiores.
Fargo arrebató la varilla
eléctrica a uno de los hombres y se defendió con ella.
La varilla alcanzó el
rostro de uno de los policías que saltó hacia atrás, soltando un grito.
—¡Aaaah!
El periodista consiguió
huir a través de los setos aprovechando la confusión
—¡Búsquenle! ¡Acabaremos
con él como sea!
Pero ya no podían
localizarle, porque la Central se estaba destruyendo por completo.
Una gran llamarada lo envolvía
todo y Farlan arrastraba a Breno sin soltarlo.
Salieron fuera, mientras
las llamaradas asomaban por todas partes.
Y Breno advirtió:
—No cante victoria por
esto. Nos queda todavía una Subcentral auxiliar. La enfermera Madel no ha conseguido
sus propósitos. Farlan. La hemos detenido.
—¡No es cierto!
—¿Por qué no me acompaña
para cerciorarse?
—¡Es una trampa!
—No lo es. Créame —sonrió
Breno triunfante.
Farlan dudó.
Pero la verdad es que
Madel había alcanzado la calle y allí se encontró totalmente acorralada. De un
vehículo asomaba el profesor Sarow.
—¡Vamos! ¡Tráiganla aquí!
La obligaron a
introducirse en el vehículo. La encañonaron. El profesor la miró largamente y
murmuró:
—No debiste hacerlo,
Madel, No debiste...
El automóvil salió rumbo al Centro Hospitalario.
CAPITULO XX
—Si esa chica significa
algo para usted, entréguese, Farlan —dijo Breno—. A pesar de los destrozos que
ha causado le respetáremos la vida. Voy a ser magnánimo. Usted no ha matado a
nadie de los nuestros. Le pagaremos igual. Será un ciudadano como los otros.
Ya no puede regresar a la Tierra, pero aquí le acogeremos con los mismos
derechos.
—Conozco eses derechos.
Son los derechos del cautiverio. Gracias. Si no he de ser libre prefiero la
muerte.
—¿No le importa que otros
paguen su osadía? Madel será sometida a una intervención. Se le aplicarán las
Ondas Cerebrales. A través de ellas, sabremos el escondrijo de su padre y de
los traidores que se ocultan y atentan contra la paz.
—No llame paz a lo que
solamente es un dominio. La paz auténtica es la que surge de la libertad
individual. No puede llamar paz a lo que ocurre en Exálida. Esto es una gran
cárcel estrechamente vigilaba.
—Es un nuevo método,
Farlan. Usted no es quién para juzgarlo. No pertenece al planeta. Deje de hacer
tonterías.
—¡Lo siento, Breno!
Terminaré esto. —Levantó el arma y asestó un golpe en la cabeza del dirigente
dejándole en el suelo.
Echó a correr para salvar
a Madel.
Algunos guardas
aparecieron con armas pero él se anticipó disparando el gas y abriéndose camino
en una lucha desesperada y desigual.
—¡Fuera! ¡Fuera!
Llegó al boquete de la
puerta del elevador; para evitar nuevos encuentros decidió salir por allí.
Recuperó el «balón» que
colgó a su espalda y trepó por la cuerda que seguía colgando desde lo alto
sujeta al electroimán.
Las llamas en el interior
del edificio iban aumentando. Era un fuego extraño, concentrado, que abrasaba
las paredes, las cuales se retorcían.
Farlan trepaba ágilmente
por la cuerda.
Una explosión hizo
temblar las paredes. Parte de la lámina del hueco se abombó y durante unos segundos,
Farlan pugnó por conservar el equilibrio.
—¡Por allí, por allí!
—gritaban desde abajo. —Eliminémosle.
Algunos asomaron por el
hueco, y apuntaron sus armas hacia lo alto. Iban a disparar sobre el indefenso Farlan
que estaba sujeto con ambas manos a la cuerda.
Farlan intuyó el peligro
y se soltó de una mano para empuñar con la otra la pistola.
Pulsó la palanca.
El techo del ascensor
recibió el gas y la plataforma se precipitó por el hueco.
Una nueva explosión
conmovió a todo el edificio y los enemigos de Farlan cayeron hacia atrás. Un
tabique metálico se desplomó aprisionándoles.
Farlan tenía el camino
libre. Había llegado a la azotea del edificio pero Madel estaba ya en el
hospital.
Los ayudantes de Sarow la
amarraban ya a la mesa de operaciones. Ella forcejeaba.
Farlan en la azotea hizo
funcionar el aparato volador lanzándose al vacío.
Durante unos momentos el
aparato respondió, pero un segundo después, se perdió el contacto y Farlan comenzó
a precipitarse hacia el vacío.
—Siempre había
funcionado. ¡Maldita sea! ¡Y ahora que lo necesito...!
Unos segundos de
angustia. El suelo se aproximaba. Iba a estrellarse sin remisión...
—¡Tiene que funcionar!
—apretó el botón con rabia... ¡No podía morir tan estúpidamente cuando había
conseguido ya la mayor parte de su trabajo...!
Siguió forcejeando.
Faltaban pocos metros. Muy pocos, y la velocidad de la caída aumentaba.
—¡No!
Por fin, en el último
instante. Casi ya en el suelo, sonó un zumbido, y la caída fue frenada.
Remontó el vuelo y puso
dirección al Centro Hospitalario.
Todo sucedía
simultáneamente porque el doctor, inclinado sobre la indefensa Madel, con un
bisturí en la mano murmuraba:
—Te di una oportunidad y
no supiste aprovecharla Pudiste ser mía y tu vida habría cambiado.
—¡Antes la muerte,
profesor Sarow! ¡Antes la muerte que la libertad al lado de un monstruo como
usted!
Por su parte, Fargo,
jadeante, se aproximaba al escondrijo del profesor Wolly.
Había encontrado un
vehículo que ahora ya no podían detectar y se subió a él para llegar más de
prisa.
En las calles empezaban a
circular masas de gentes. Se sabía que ocurría algo. Había corrido la voz de
que la Central estaba destruida. Luego fue más qué una voz porque todos
pudieron, ver cómo el edificio se consumía entre llamas. En su interior, Breno
sin ayuda de nadie, recobraba el sentido y corría en busca de una salida.
—¡Ayúdenme! —gritaba a
través del transmisor de pulsera—. ¡Subcentral III! Atención. Utilicen la computadora.
Todavía podemos detener la insurrección.
Pero era tarde, porque
los contactos emanados de la computadora Central inutilizaban parte del mecanismo
de la única auxiliar. Comenzaban a producirse chispazos y los celadores
estaban asustados.
—¡Socórranme! ¡Soy el
Jefe! ¡Socórranme! —gritaba Breno.
Una última explosión
derrumbó el edificio. Breno envuelto en llamas comenzó a reír como un loco. Se
estaba quemando, pero aún pudo decir:
—¡Jamás recobraréis la libertad!
CAPITULO XXI
En las proximidades del
bosque en cuyo subsuelo se hallaba el refugio de Wolly, se había formado un grupo
que avanzaba. Fargo lo divisó y aceleró la marcha de su vehículo.
—.¡Profesor! —gritó al
ver al frente de la gente al profesor Wolly.
Le atendieron
inmediatamente.
—¡La Central ha sido destruida!
—exclamó Fargo antes de desmayarse.
—Atiendan a ese hombre.
Los demás, sigamos adelante. Este es el momento. Transmitan a todos los ciudadanos,
La hora de la libertad ha llegado. Ahora ya no pueden detectarnos.
—Vamos al hospital,
profesor —dijo alguien—. Su hija debe haber sido trasladada allí.
—Sí... Es posible que no
lleguemos a tiempo. Sarow experimentará en ella. Sólo puedo confiar en Farlan.
Ojalá la suerte le ayude.
Farlan imprimía la máxima
velocidad a su peculiar medio de locomoción; sobrevolaba el suelo de Exálida en
dirección al Centro Hospitalario.
Una parte de aquella zona
que dejaba atrás era una pira en llamas porque el fuego había prendido en los
edificios contiguos. En la Subcentral, las chispas hacían inservible la
computadora auxiliar, y ya no quedaba nadie para atenderla.
Una explosión fue el
principio de un nuevo incendio.
Todo el sistema se
hallaba destruido, pero la vida de Madel seguía en manos de profesor Sarow,—De
nada habrá servido tu traición, Madel. Es una pena...
—¡Profesor...! Usted
tampoco conseguirá nada con lo que pretende hacer. —Ella trataba de ganar
tiempo—. Seré sólo una víctima más, pero Farlan vencerá.
—¿El solo?
—Y la ayuda de todos. Ya no
tendremos miedo, profesor.
—¡Basta! No me importa lo
que ocurra de ahora en adelante.
—Entonces es sólo una
venganza. Lo que hace no tiene sentido, profesor.
—¡Anestesia! —replicó el
profesor mirando a uno de sus ayudantes.
—¡No! —aún pudo gritar la
muchacha.
Farlan había llegado ya a
la entrada del Centro Hospitalario. Metió el vehículo a través del jardín.
Grupos de gente aparecían
por doquier. Se producían escaramuzas, peleas cuerpo a cuerpo.
—¡La emisora Central!
¡Hay que ocupar la emisora Central para dar instrucciones a la gente!
—¡Desconectar las
baterías de gas!
Las baterías eran
esenciales para la carga de aquel tipo de armas. Una vez terminado el gas de
las pistolas, la policía ya no tendría armamento con qué defenderse.
En el Centro
Hospitalario, uno de los ayudantes de Sarow había pulsado el botón y la anestesia
penetraba lentamente en el cuerpo de Madel que rápidamente perdió el sentido de
la realidad.
—Conductores preparados
—ordenó el profesor.
—Conductores preparados.
—Rayo.
—Rayo.
El bisturí marcó
levemente el punto donde el rayo debía practicar la incisión.
El profesor, a
continuación, dirigió el rayo hacia el punto donde tenía que perforar.
Manipuló los mandos para
dirigirlo. Luego bastaba conectar y...
Sarow sonrió con cierta
tristeza. Sus ojos despidieron un brillo extraño, casi salvaje.
Era su último
descubrimiento. Aunque la ciudad quedara destruida. Aunque Exálida se
convirtiera en un montón de ruinas, aquella mujer le pertenecería por completo
porque sería el dueño absoluto de sus pensamientos.
«!Ya!» se dijo
interiormente aumentando el salvajismo de su mirada.
—¡Deténgase, Sarow!
—gritó Farlan irrumpiendo en la sala.
El profesor se revolvió
con la cabeza del rayo en la mano.
—¡Hizo mal en venir, Farlan!
¡Acabaré con usted!
El propio rayo era el
arma que pretendía utilizar y lo dirigió hacia el joven que comprendiendo el
peligro saltó a un lado. Sacó el arma pero aunque se hubiese decidido por
dispararla no podía hacerlo sin riesgo de herir a Madel.
Cayó al suelo en el salto
y alcanzó un taburete. Se levantó mientras el rayo perforaba la pared delante
la cual Farlan había estado momentos antes.
Sarow volvió el rayo
hacia el joven, pero Farlan soltó el taburete que alcanzó el brazo del profesor
el cual se tambaleó. El rayo cambió de posición dejando la abertura de salida
frente al rostro del profesor. Este trató de volverlo, pero ya era tarde. El
rayo le alcanzó en el rostro.
Un grito gutural se
escapó de la garganta del profesor. Fue su último estertor.
Su rostro desapareció por
completo, quedando su tronco sin cabeza mientras coágulos de sangre surgían de
aquel espantoso agujero.
Los dos ayudantes huyeron
despavoridos, mientras el rayo sin dirección taladraba la pared, produciendo
continuas llamaradas.
Para Farlan lo importante
era salvar a la muchacha, pero un chispazo alcanzó el techo, surgió una
explosión y se desplomó parte de la techumbre dejando a la muchacha aislada,
mientras el rayo seguía con su acción destructora.
Aquello se estaba convirtiendo en un horno, ¡y Madel seguía al otro lado del muro!
CAPITULO XXII
Farlan atacó el muro
caído con la pistola y perforando la lámina por el lado extremo, consiguió
abrir el oportuno boquete. Pero el reducto había quedado convertido en un horno
irrespirable; las llamas y el humo eran armas con las que resultaba imposible
luchar.
Utilizó la mascarilla
antigases y avanzó, notando que el fuego le prendía en sus ropas.
Madel seguía en medio de
aquel infierno ajena a lo que ocurría a su alrededor.
Farlan seguía luchando
contra las llamas, y así alcanzó la mesa donde ella estaba atada.
Tuvo que quitarse la
mascarilla para tener libres ambas manos.
La otra parte del techo
amenazaba con caerle encima sepultándolos a él y a ella, en medio del fuego.
Tuvo que retirar las
manos varias veces, hasta que al fin consiguió accionar el resorte.
¡Por fin Madel había
quedado libre!
La sacó entre sus brazos
del fuego y consiguió llegar al exterior sin apenas fuerzas, agotado por la
falta de aire, medio intoxicado por aquel humo corrosivo.
A lo lejos sonaban voces.
El automóvil que conducía el profesor Wolly se aproximó. Farlan ni siquiera se
dio cuenta.
Wolly corrió junto a los
que le acompañaban para auxiliar a la pareja.
—¡Hija mía! ¡Farlan!
—Creo que está sólo
anestesiada. Sarow no ha conseguido sus propósitos, profesor.
Dicho esto, el joven perdió
el sentido.
—¡De prisa, atiéndalo!
Ahí mismo. En el ala Norte —Wolly conocía bastante aquello y sabía el sitio
exacto donde se hallaban los compartimentos estancos—. ¡Aislaremos esta parte!
—Era la preferida de Sarow, pues en ella realizaba sus abominables
experimentos—. Espero poder conservar la otra.
Todos se movieron de
prisa. Ahora actuaban sin miedo. Los policías habían dejado de atacar. Sabían
que no podrían resistir el tumulto que ya era general. La Central del Gas había
sido destruida, y la gente ocupaba ya los edificios oficiales.
Llegaron las primeras
noticias:
—¡Somos libres!
Luego informaron de que
según rumores, Breno había muerto en la Central General, pero pronto cundió
otra noticia que paralizó el optimismo de los vencedores.
—La situación está
dominada —informaban las emisoras, y las pantallas oficiales transmitían
igualmente la imagen del informador—. La situación está dominada, repito, pero
queda algo por solucionar. Se ha confirmado la muerte de Breno y la del doctor
Sarow. Sabemos que la hija del profesor Wolly está a salvo, igualmente el
hombre de la Tierra, gracias a cuya valiosa ayuda nos ha sido posible recobrar
la libertad. Los detectores de fichas han sido destruidos. Nuestra intimidad ha
sido recuperada. Las pantallas, gracias a las cuales podían ser captados
nuestros momentos más íntimos, jamás volverán a registrar tales imágenes. Todo,
pues, está bien, con una sola excepción...
El presentador hizo una
pausa y siguió:
—Breno era el brazo derecho de un Jefe Supremo que nunca hemos conocido. Un Jefe que ni siquiera conocemos. Breno era sólo su cabeza visible, pero ese Jefe... ¿dónde está? ¿Cuáles son sus planes? El debe estar enterado de la situación y puede constituir un nuevo peligro. No queremos atemorizarles con esta noticia; sólo invitarles a la reflexión. No podemos descuidarnos. Debemos estar prevenidos.
* * *
En la sala del hospital
donde Wolly había atendido a su hija y a Farlan, el mismo profesor cerró la conexión.
—Bueno. Lo importante es
que mi hija está a salvo, y usted también, Farlan. Esas quemaduras por fortuna
han sido leves, como leve ha sido la intoxicación. Podrá regresar a la Tierra y
podrá sentirse orgulloso de haber contribuido a la liberación de nuestro
planeta. Y si algún día vuelve, siempre será bien venido.
—Me temo que no lo he
resuelto todo, profesor Wolly. Ese Jefe sigue vivo, y en el anonimato. Esto es
peligroso,
Wolly sonrió tranquilo.
—No tema. Ahora mismo
informaré a toda la gente de la verdad.
—¿Qué verdad? —preguntó
Madel.
—No existe ningún jefe
supremo. Breno era el único que mandaba, pero se escudaba tras un superior Todopoderoso
para mantener atemorizados a sus propios hombres. Nadie estaba satisfecho con
su forma de gobernar. Ni los propios policías. El control, el «fichaje»,
también les alcanzaba a ellos. No eran libres y obedecían sólo por el temor a
las represalias...
Tras una pausa añadió:
—El único Jefe era esa
Central que nos dominaba a todos, detectándonos, descubriendo nuestras intimidades,
averiguando en cada instante dónde estábamos y qué hablábamos. La última
monstruosidad fue ese invento de Sarow con el que pretendía controlar hasta
nuestros pensamientos. Pero todo ha terminado. Ahora podremos elegir libremente
nuestra forma de gobierno, nuestro sistema de vida.
Wolly tendió la mano al
hombre de la Tierra.
—Gracias, Farlan. Gracias
por todo. Sin su ayuda esa libertad no hubiera sido posible.
—Profesor Wolly —adujo
Farlan—. ¿Y cómo está tan seguro de que ese Jefe Supremo no existe?
—Amigo mío, porque desde
mi refugio del bosque también disponía de algunos aparatos detectores. Supe
muchas cosas, pero me estaba vedado salir para no ser detectado. Sí. Aquí
tenemos especialidad para ese tipo de artefactos.
Sonrieron. Sonrieron todos. Una nueva vida empezaba. Los incendios habían sido sofocados, y la ciudad, el centro de Exálida parecía distinto. Había animación, caras sonrientes de gente que paseaba. A Farlan se le antojó un planeta distinto.
EPILOGO
Farlan y Madel se
abrazaron profundamente y se besaron... al estilo de la Tierra. Al estilo de
todos los planetas habitados donde brota el amor.
—Tengo que regresar a la
Tierra. Me debo a unas obligaciones, pero romperé con ellas. Me gusta esto. Lo
siento ya como algo mío.
Todos le vieron subir.
Wolly, el periodista Fargo, que agitó la mano en señal de despedida. Estaba ya
recuperado a pesar de que múltiples vendajes le recordaban las torturas
sufridas que él daba por bien empleadas.
—Sí, Farlan. Vuelva
pronto. Podremos charlar de cosas con calma.
—¡Lo prometo! —aseguró
Farlan y cerró la compuerta de la nave.
La nave partió rumbo a la
Tierra. Seguramente le daban por muerto, por desaparecido. No importaba. El
volvería. Daría su informe, y luego regresaría. Sí. En la Tierra se tenía otro
concepto de las guerras y de la libertad. No. No era muy distinto de la Exálida
que había conocido, pero en cambio era diferente de la Exálida en paz que ahora
dejaba. No había ambiciones. Se había ganado una batalla sin violencias.
—Sí —se dijo al poner en
marcha el bólido espacial—. Decididamente volveré. —Y lo- último que vio al
alejarse fue el bello rostro de Madel.