sábado, 12 de agosto de 2023

ELIA REINA DE JUPITER (AUSTIN TOWER)

 


 Agustín de la Torre Rodríguez  tan sólo publicó dos únicas novelas de ciencia ficción -reeditadas, por cierto, en Espaço- firmándolas como Austin Tower

 

CAPÍTULO PRIMERO

 “...Desde hace millares de años el hombre contempla esas luminarias celestes y se remonta con el pensamiento hasta ellas. Sabios y poetas han creado un camino hacia los astros. Alas, ensueños... Todo es ideado para llegar a los mundos que acariciamos con la mente. Y la humanidad da vueltas a la noria de su inventiva, sin ver el recurso más viable para alcanzar las estrellas...”

La voz del orador se esparcía por el ámbito de la sala, llena de estudiosos o desocupados. Un foco de luz iluminaba su rostro ascético, dejando en sombra el resto de la concurrencia. Invisibles hilos de atención ligaban al conjunto, y los argumentos iban calando en el auditorio.

Al terminar la exposición hubo un rotundo aplauso; se iluminó todo el salón, y varias manos estrecharon las del orador. Después el público se diseminó fuera del local, exponiendo sus opiniones.

—Es un gran charlista —dijo uno—. ¡Lástima que sus palabras sean utopía!...

—Sí — comentó otro —: ¡el hambriento con pan sueña! Es demasiado fácil para ser cierto...

Bajé las escaleras zumbándome los oídos. Me hacían daño los comentarios escépticos de los que, captados antes por el magnetismo de Sir Walter, parecían deseosos de librarse de él.

Aguardé hasta que el conferenciante salió, con un séquito de incondicionales. Y seguí sus pasos. Arriba, en el cielo, las estrellas parecían ojos asomados al balcón de la eternidad.

Cuando el grupo que rodeada a Sir Walter se dispersó, él notó mi insistencia y, viéndome descubierto me acerqué a saludarle.

—Hermosa noche, ¿eh?—me preguntó el sabio, cordial.

—En efecto — contesté —. Muy propicia para pasear meditando... Al influjo de sus palabras siento cierta fiebre que...

—Conozco el síntoma y es peligroso — me atajó Sir Walter—. Su cerebro tiene tal voracidad por aprender, que lo oído apenas le parece un aperitivo. No es conveniente apasionarse demasiado.

Me quedé parado en medio de la calle, mirándole fijamente.

— ¿Y usted me dice eso? — barboté.

— ¡Claro que sí! El tema es como fuego y pólvora en las manos de un niño. Puede inflamarse y ocurrir una tragedia.

— ¡Pero yo no soy ningún crío! Tengo veintiocho años — insistí.

— ¿Y qué es un cuarto de siglo ante la inmensidad de tiempo y espacio? Casi triplico su edad y aún gusto de dosificar mis emociones...

— ¿Volverá usted a hablar?—pregunté, anhelante.

—Quizá en la próxima primavera — especuló él—. Ahora debo partir para Sudáfrica. — Echó a andar, seguido por mí.

—Pero usted no puede marcharse y dejarme así, con la miel en los labios — exclamé dolido—. No sería justo, luego de conseguir un entusiasta, abandonarlo. O... ¿tal vez tienen razón los que dicen que su charla no ha sido — añadí con creciente falta de tacto — más que el afán egoísta de sentirse escuchado y aplaudido?

Oí su franca risa, que me hizo daño.

—Una especie de autobombo, ¿eh? Vamos a ver, amiguito — dijo deteniéndose—. ¿Y quién me asegura que su vehemencia no es pasajera? ¿Que tras de sus palabras y su actitud sólo hay una intranscendental curiosidad?

Siguió andando, como si me hubiese fulminado. Entonces me adelanté unos pasos, atravesándome en su camino. Sujeté a Sir Walter — tal era mi excitación— y señalé las estrellas.

— ¡Estoy dispuesto a partir hacia allá! —le dije.

—¡Bien está! —contestó el interpelado, apartándome con suave energía —. Saldré en seguida de Inglaterra; ya se lo he dicho. Pero si su apasionamiento no es momentáneo, venga mañana por mi casa y hablaremos. ¡Ahora a descansar!—decidió—. ¡Estoy rendido y necesito reposo!

Vi alejarse a Sir Walter y no intenté seguirle ya. Me di una buena caminata hasta llegar a mi casa, para extenuar mi cuerpo y apaciguar el espíritu. Y al día siguiente volví a mi trabajo como un forzado.

Desarrollaba mi cometido en un importante laboratorio, dedicado a la elaboración de vacunas y análisis químicos. Mientras observaba a través de un microscopio los bacilos portadores de enfermedades, o rebuscaba en las muestras de sangre y detritus el origen de las dolencias físicas, mi pensamiento se elevaba a los planos estelares.

Hubiera querido revertir mi aparato de observación de lo infinitamente pequeño y próximo a lo desconmensuradamente lejano e inalcanzable; convirtiéndolo en un gigantesco telescopio. Mi alma se rebelaba contra aquel trabajo de investigación, y aspiraba a otras pesquisas “más altas”. Mientras revisaba de forma mecánica leucocitos y espiroquetas, bacilos de Koch o de Ebert, mi imaginación volaba. Manos diligentes anotaban las cifras y palabras que surgían de mi boca.

Por fin gimió la sirena que cortaba la jornada. Recogí mi instrumental y salí a la calle, al restaurante habitual. Comí poco, mientras leía la Prensa: siempre iguales noticias, las mismas “novedades” y artículos de fondo. Repetidas fluctuaciones de Bolsa e idéntico panorama internacional.

Mi espíritu aventurero se rebelaba contra la vulgaridad y anhelaba el horizonte de paisajes inéditos. Al salir del restaurante, despedido por la frase ritual del camarero, di un portazo. Como queriendo romper, con aquel gesto brutal, el tedio que me envolvía.

Salí a pasear... Las calles sucedían a las calles de modo uniforme y monótono. ¿Qué era esto? Siempre me había debatido contra la mediocridad, pero ¿qué sensación de desgana me envaraba y me hacía flotar en un mundo desprovisto de atractivo? ¿Estaría enfermo?

Desde Grosvenor Street me encaminé a pie a casa de Sir Walter para dar tiempo a la hora de la cita. Crucé Hyde Park y muchas calles hasta llegar al hotelito en que vivía el sabio. Una sirvienta me pasó a un despacho, dejándome solo, y estuve curioseando en aquella mezcla de laboratorio y de museo. La luz, tamizada por espesos cortinajes — y ciertos adminículos y dibujos extraños — daban al local aspecto de gabinete de magia. Animales disecados parecían espiarme desde lo alto de un armario, donde se acumulaban libros con inscripciones raras, revistas científicas y legajos de apretada escritura.

Sir Walter apareció al fin, acompañado de dos hombres más: un joven efusivo y otro tipo de edad indefinible. El dueño de la casa precedió a sumarias presentaciones, y después de charlar un rato pasamos a una habitación con las paredes cubiertas de paños oscuros. En el centro había una mesa y vanas cómodas butacas. El sabio pareció adivinar mis pensamientos.

—Amigo mío — dijo interpelándome—: no se trata de celebrar una sesión de ocultismo. El señor — explicó, señalándome al simpático joven — es médico y se cuida de atenuar las reacciones posthipnoticas. Hemos excluido invitar a toda persona que, por sus condiciones de autosugestión, pudiera producir fenómenos complejos; y sólo aspiramos al desdoblamiento espiritual de seres vivos. ¿Quiere usted actuar de paciente?

—Estoy dispuesto—contesté, aceptando la invitación.

Nos acomodamos todos y, después de atenuar la luz de la estancia, empezó Sir Walter a manipular sobre mí con pases breves y enérgicos. Un sopor invencible me fue invadiendo.

Abrí penosamente los ojos. ¿Dónde estaba? Desde luego no en la habitación. Flotaba en el aire; pero... ¿qué aire? Envolviéndome en sus espirales violentas, me rodeaban nubes multicolores. Yo ascendía y giraba, no sé dónde ni hacia qué. ¿Existían el tiempo y el espacio a mí alrededor?

Algo deslumbrante me atraía y succionaba. Grité y ningún sonido salió de mi boca. ¿Tenía boca? Intenté acercar unas manos inexistentes al rostro y me asaltó una terrible sospecha: ¿habría muerto? ¿Estaría flotando en una inmensidad desprovista de dimensiones y de objeto?

De una cosa estaba seguro: tenía ojos o de alguna forma “percibía” el vertiginoso maremágnum luminoso. Mi cerebro localizaba las sensaciones y tenía voluntad... Me di cuenta de que podía pararme en medio de aquella vorágine, pero a mí alrededor se hacía más furioso el giro y seguí subiendo. ¡Bajar no! Producía vértigo...

Oleadas sucesivas de luz y sombra me fueron envolviendo. Los destellos multicolores adquirían calidad de torbellino. Me encontré en medio de una gigantesca tromba luminosa, de la que yo era un corpúsculo insignificante, y de entre la bruma surgieron chispas que destacaban con brillo y movimiento propio. Hice un titánico esfuerzo para sustraerme al caos y — después de lo que me pareció una caída vertiginosa — percibí un extraño paisaje.

Me vi al pie de una pared lisa y sin asideros, vertical. En todo el muro que me circundaba no había una sola línea recta: todo daba la sensación de esfericidad. El muro tenía la forma de un inacabable farallón convexo.

Por el suelo, a mi alrededor, estaban amontonados innumerables despojos; un gigantesco osario repleto de huesos curvados y anulares. Noté que me hallaba como lastrado en el suelo, sin poder elevarme. Después de mi ingravidez anterior, era como un cautivo entre la enorme variedad de restos.

De pronto algo me sobresaltó. Sobre un montón de aquellos huesos, que conservaban fragmentos de cartílagos, dos monstruosas arañas luchaban por la posesión de algo. Eran dos animales tan corpulentos como bueyes[1], con seis pares de patas cubiertas de vello y armadas de potentes tenazas. No tenían abdomen, sino una coraza gelatinosa a través de la cual se veían las ramificaciones de músculos y vasos.

Peleaban sin percatarse de mí; ciegos o tan enzarzados en su riña que no prestaban atención a otra cosa. Se buscaban, rodaban y se enraizaban en la pelea. Por fin uno de aquellos seres quedó boca arriba, moribundo, mientras sus tentáculos se agitaban en el estertor.

Su enemigo, volviéndose, empezó a arrancar los restos traslúcidos sujetos a una osamenta. Contemplé con curiosidad al animal caído y, al querer intuir sus sensaciones, sentí como un ligero vahído. ¡Entonces me encontré vuelto en el suelo, hacia arriba, agitando desesperadamente “mis” doce patas!

Conseguí con gran trabajo ponerme en pie en mi envoltura material. Dotado de una serie de instintos y nuevas facultades, corrí a refugiarme junto a la pared cristalina. Observando de lejos, con rencor, a mi rival triunfante. ¡El hambre ahogaba incluso mi asombro!

No sentía dolor, sino laxitud. Me observé con toda facilidad, pues el vello que me cubría tenía en su extremo pequeños glóbulos visuales. Permanecí en la oquedad mucho tiempo, sintiendo una rabia ansiosa. Tanto pudo en mí que acabé por salir, decidido, al centro del pozo. Me lancé a rebañar ávidamente cuantos despojos encontré a mi paso, y no sentí la menor aversión al arrancar insignificantes fragmentos de carne putrefacta.

Por fin quedé satisfecho y emprendí un trotecillo, observando con atención aquellos lugares. Divisé un enorme agujero excavado en la tierra, y por él me deslicé como si aquélla fuese mi casa habitual. A varias yardas de la entrada no se divisaba ya ninguna luz exterior; no obstante, una fosforescencia surgida de mi cubierta esférica alumbraba el camino. Tropecé con varios seres semejantes, pero ninguno me atacó. Cuando veía alguno cuyo caparazón emitía reflejos rojizos me detenía, avisado por un sexto sentido. Le hacía frente hasta que el color rojo se disipaba, y luego seguía mi camino tierra adentro.

Llegué al final de la caverna, donde muchos de mis congéneres pululaban o permanecían junto a las paredes hechos un ovillo. Sin vacilación me acurruqué en un rincón y extendí mis patas, en forma de doble abanico, dejando el caparazón descansar en el suelo. Durante largo tiempo permanecí sumido en el sopor de la digestión. Aunque no podía dormir, pues mis innumerables ojos vigilaban constantemente, aquella especie de reposo ayudó a que, poco a poco, cicatrizasen las heridas de mi cuerpo.

Al cabo sentí más imperiosa que nunca la sensación de hambre. Hallándome repuesto salí al exterior, encontrando a varios de mis semejantes en busca de sustento. Los más poderosos pululaban en derredor de una nueva presa, y allí me dirigí dispuesto a luchar si era preciso.

Llegado al montón de despojos emití un rugido de aviso y amenaza. Era tan potente el fulgor rojo de mi cuerpo, que varios animales se apartaron, dejándome plaza. Pero hube de enfrentarme con otros tres que, de común acuerdo, se abalanzaron sobre mí.

Durante varios minutos nos debatimos en un revoltijo de patas y garras. Había conseguido desembarazarme a medias de uno de mis enemigos — pero me encontraba ya agotado y maltrecho—, cuando se me ocurrió golpear al más fiero de mis atacantes en plena envoltura transparente. Al instante quedó derrotado. Repetí mi golpe sobre el otro adversario, y cuando me disponía a fulminar al tercero esté salió huyendo a toda velocidad. Entonces volví sobre la carroña y comí, con mis doce pinzas a la vez, hasta quedar ahíto.

Cuando me retiré, gruñendo de satisfacción y bien repleto, vi que un círculo de animales ansiosos esperaba. Al adelantarme hacia ellos me abrieron paso y después se precipitaron sobre los restos que yo había dejado. Ni uno solo osó disputarme la comida mientras yo me entregaba al festín.

Dentro de la caverna me dirigí de inmediato al sitio preferente: una especie de piedra plana que dominaba todo el conjunto. Al poco rato, cuando los seres saciados me rodearon, una melopea extraña se elevó de la reunión de monstruos y me sentí favorecido con su vasallaje. No sé qué antecedentes de fuerza tendría el ser cuyo cuerpo había usurpado; pero mí victoria fue suficiente galardón entre aquella tribu para la que el poder y la destreza eran los máximos atributos.

Durante lo que allí constituye la jornada diurna exploré mis dominios y llegué a percatarme de que nos hallábamos en un pozo artificial cuya altura, de unas treinta yardas, era imposible rebasar.

Estudié los restos arrojados a nuestra voracidad y comprobé que en su mayoría eran seres malheridos y muertos de una raza superior a la nuestra; algunos de ellos envueltos en ricas vestiduras. Al desgarrar uno de aquellos despojos encontré un objeto duro, parecido a un anillo, con una piedra tallada que despedía negro fulgor. La limpié, restregándola en una prenda ensangrentada y, por un esfuerzo de concentración, reuní alrededor a mi tribu en la explanada central. Levanté mi pinza delantera y les mostré la joya, indicándoles mentalmente:

—Éste es el símbolo de mi poder. Seré respetado por todos, porque soy vuestro jefe.

Llevaba bastante tiempo entre los monstruos cuando, ya madurado mí proyecto, me dispuse a poner en práctica el plan para salir del pozo. Llamé a mis súbditos y, ordenando a los más corpulentos arrimarse unos a otros, formé una sólida base de unos cincuenta individuos.

Percibí cerebralmente el asombro y extrañeza que les causaba mí decisión, pero me obedecieron ciegamente. Sobre esta primera plataforma mandé subir a otros robustos seres, formando un segundo piso algo menor. Y así, sucesivamente, hasta rebasar la muralla resbaladiza. Entonces, valiéndome de mis numerosas patas, trepé a la cúspide y observé los alrededores.

La materia vítrea se alargaba a unas yardas del borde del pozo. Más allá se extendía un terreno pedregoso, con abundantes cráteres y cavernas. Salí y ayudé a salir a los más fuertes de mis auxiliares, ordenando al resto que permaneciese allí.

No tardó en aparecer por la lejanía una caravana portadora de carnaza. Mientras nos replegábamos, ocultándonos entre las rocas, el cortejo avanzó hasta el pozo, ajeno a nuestra presencia. Arrojaron la carga y se disponían a marchar, pero nosotros habíamos formado ya un semicírculo a su alrededor. Sería imposible pintar su sorpresa al verse acorralados.

El que parecía mandar aquella tropa era un ser de unas cuatro yardas de altura, con dos piernas casi humanas. En vez de pies tenía unas enormes ventosas y se mantenía en equilibrio con un miembro supletorio, doblado al estilo de la cola de los canguros. Éste comunicaba la mayor energía a su desplazamiento, a base de saltos. El cuerpo era cilíndrico y, en lugar de brazos, dos series de tentáculos se agitaban y bullían como manojos de serpientes. Tampoco tenía cabeza; remataba su estructura un ojo que giraba en todos sentidos y que podía replegarse en una cavidad como los de los crustáceos.

Al divisarnos, pasado el primer momento de sorpresa, trató de descolgar de su funda un artificio de metal. Pero yo se lo arrebaté antes de que pudiera utilizarlo. Aniquilarlo fue cuestión de segundos, arrancándole el ojo de un golpe y empujándolo al fondo del pozo. En tanto mi hueste había vencido también, con breves alternativas, y pronto no fue la pradera sino una gigantesca carnicería. Uno de aquellos seres intentó huir y me lancé contra él para evitar que cundiese la alarma.

Le di alcance, y cuando esperaba que presentara batalla se desmoronó entre mis garras, desvanecido o muerto. Lo arrastré hacia los míos, que, mientras tanto habían saciado su apetito y arrojaban los restos al interior de la sima.

Les ordené cogerse unos a otros en forma de cadena, y sin dificultad bajé llevando entre mis garras al prisionero exánime. Una vez abajo, mientras los demás me observaban, miré profundamente a aquel ser, deseando introducirme en su cuerpo.

_ Al instante me sentí arrastrado a su interior. Una gigantesca araña rodó sin vida y mi nueva vivienda carnal se erguía y tomaba el anillo y la pistola. Un rugido espantoso coreó mi acción y durante unos instantes tuve miedo de que la grey me devorase.

Hice un esfuerzo por imponerme. Aunque de mi nuevo cuerpo no surgió el bramido que contenía a aquellos brutos, mis órdenes telepáticas llegaron con la misma claridad a sus cerebros primitivos.

— ¡Deteneos!—mandé—. Aunque con distinto cuerpo, sigo siendo vuestro jefe; el que venció a tres de vosotros y os ha enseñado el camino exterior. Derroté al ser cuyo cuerpo he tomado porque así me conviene. Ved el anillo y lo que hago para demostraros mi poder.

Dirigiendo convenientemente el arma, apreté con uno de mis múltiples tentáculos un pequeño resorte, sin saber qué ocurriría después. El efecto fue aún más espantoso de lo que yo me figuraba. No brotó del artefacto sino un chorro de luz que redujo a pavesas el cuerpo al que apuntaba y cuantos huesos había en el suelo. En poco estuvo que no arrojara el arma lejos de mí, atemorizado por su fulmínea potencia. En el acto observé que un rumor de aquiescencia brotaba de los monstruos. Dirigiéndome al más fuerte de todos le dije, siempre en lenguaje intuitivo:

—Tú dirigirás el reino en mi ausencia. Si alguna vez oís mi llamada, acudirás con todos a donde sea. Siempre me obedeceréis, aun cuando no sea éste el cuerpo que ostente: basta con que os muestre mi anillo. No salgáis de aquí en tanto yo no os autorice o el hambre os acose. De cualquier forma no matéis por instinto sanguinario, sino para calmar vuestro apetito y subsistir. Ahora... ¡que se adelanten los que deseen acompañarme al mundo exterior!

Multitud de súbditos se acercaron y escogí de entre ellos diez de los más fuertes; veteranos de la anterior refriega. Volví a trepar por la escala viva por donde baje, y a lomos de un vasallo cabalgué por la llanura.

Pronto dejamos atrás las pequeñas rocas que salpicaban aquel paraje y entramos por un desfiladero abierto entre altísimas montañas: una escarpadura tan angosta que apenas cabían mis súbditos por ella y que daba paso a un pintoresco valle. A poco de pasar la hendidura, cayó una tela metálica tan tupida que impedía incluso el paso de un ratón terrestre. Parecía clavada en el suelo.

No quise ensayar en aquel tejido la fuerza de mi arma luminosa: quienquiera que nos hubiese cerrado el camino sabía el poder que aprisionaba el cilindro. Comprendí también que pedían habernos aniquilado a todos, pues nuestros captores debieron observarnos al llegar. Solamente el hecho de contemplarme entre las bestias — subido a una de ellas— les había movido a respetarnos. Arengué a los míos, diciéndoles en lenguaje cerebral:

—Nos cierran la retirada... Adelante, pues. —Y emprendimos de nuevo el trote hacia el valle, donde se distinguía un formidable conjunto de viviendas, circuidas por defensa artificial.

Las murallas eran de un material vítreo similar a las paredes del pozo y dejaban ver el interior de la población, formada por calles y plazas de trazado curvilíneo. Las casas, circulares, tenían un gran patio central. Equidistantes unas de otras, se alineaban simétricas alrededor de un gran edificio. En las murallas se veían vigilantes que portaban reflectores, con los que apuntaban hacia nosotros. Pero no advertí animosidad en ellos.

Avancé hacia la puerta del reducto, construida de idéntica substancia que los edificios. Tenía aspecto brillante y no se advertían señales de cerraduras, foso ni almenas. Allí, solo frente a los centinelas, hablé sin palabras ni gestos. En el idioma universal de las ideas, transmitidas por un sencillo acto de concentración.

—No abrigamos intenciones hostiles. Dadnos paso — pedí.

Se abrió la puerta de la muralla y "“recibí” aviso para entrar solo y desarmado.

Como yo había dado a mis fieles orden de alejarse, salieron todos en dirección a la escarpada roca. Cuando llegaban al desfiladero, el último de ellos — que caminaba remoloneando — volvió grupas y vino a mi encuentro, a pesar de cuantas órdenes le di telepáticamente. Otra vez a mi lado, se tumbó en el suelo, sin ánimo de cambiar de postura. Me acerqué a él y agachó mansamente su cuerpo, mientras se cubría la coraza con sus patas.

Al ver aquella prueba de sumisión me conmoví profundamente y avancé con la bestia hacia la muralla. Dirigí una última mirada a mis huestes y vi cómo se elevaba la tupida red y salían al exterior del valle. Después penetré en la ciudad, donde me vi rodeado de semejantes que miraban con aprensión a mi compañero. 

CAPÍTULO II

 Al fin nos encontramos ante el enorme palacio central y penetramos por una abertura ante la que montaban guardia dos individuos. Crucé a saltos un paseo embaldosado y, aunque a ambos lados de él había puertas, continué hasta un grandioso jardín poblado de árboles.

Había allí una reunión de individuos. Entre ellos, descollando por sus lujosos atavíos, un gigante se dirigió a mi encuentro. Permanecí en pie mientras él se aproximaba como un soldado ve avanzar a su general durante una revista militar. Llegado a mí lado me tocó y dio vueltas a mí alrededor con extrañeza. Al fin “habló”:

— ¿Qué te pasa, Zu-lai? No das muestras de conocer a tu soberano, te comportas como un forastero y has venido capitaneando un rebaño de zolos. ¿Puedes explicarte?

Los elementos del séquito se habían acercado y me observaban atentamente. Varios de ellos empuñaban sus pistolas radiantes, mientras dirigían su enorme ojo hacia mí. Encaré al rey de aquellos seres y le dije:

—En primer lugar, yo no soy Zu-lai; él ha muerto y yo me coloqué su envoltura carnal.

Noté el mosconeo de extrañeza que despertaron mis “palabras” y acabé diciendo:

—Antes de ocupar este cuerpo he habitado el de un zolo. Mi astucia y mi fuerza me han valido el título de rey de ellos. De aquí su fidelidad, de la que tenéis una prueba evidente — dije señalándoles a la enorme araña que no se apartaba de mi lado —. Pero antes aún he pertenecido a otro ser, habitantes de otro mundo.

Hice una pausa, para permitirle reflexionar y continué:

—No vine a este planeta en son de guerra, sino animado por el deseo de conoceros y confraternizar. Respondo con amistad o con violencia, pero nunca ataco si no es para defenderme.

A una señal del rey me fue traída una fruta de forma esférica, que contenía una pulpa jugosa y azucarada. Una ventosa surgió instintivamente de la parte superior de mi cuerpo. Sin que nadie me enseñase— por no sé qué conocimientos atávicos de la materia — succioné ávidamente la esfera, dejándola exhausta como una pelota desinflada. Así tomé tres de aquellos frutos; cada uno de sabor diferente pero igualmente tónicos.

Mientras sorbía el último de aquellos globos vi que los vacíos los ponían en soportes “vegetales”. Sensiblemente tomaron cuerpo, hasta adquirir una hermosa rotundidez. Los que me miraban, asombrados por mi curiosidad, sentían acrecentarse la suya y me asaetaban a preguntas y comentarios. Yo les contestaba como podía, con mesura y serenidad.

A una señal del rey pasamos a un salón de techo bombeado, en el que vi por vez primera señales de luz artificial. No era la que en la Tierra conocemos y dudo que la hubiera tolerado nuestra vista, pues consistía en una especie de enciende-apaga simultáneo, que brotaba de arriba a abajo y apenas producía sombras.

El salón era laboratorio, biblioteca y archivo. Me extrañó la ausencia de libros, papeles y toda clase de muebles o aparatos. Entonces nos colocamos alrededor de la pared, apoyados en nuestro tercer miembro. El rey, que estaba a mi lado, me explicó:

—Sin salir de este local podemos desarrollar nuestro poder de concentración. Todo lo que existe se manifiesta en forma de ondas y no necesitamos libros: poseemos la experiencia de todos los sabios, legisladores y guerreros que han entrado aquí.

La luz se apagó y la habitación quedó sumergida en la penumbra. De ella surgió, en el centro de la estancia, el pensamiento materializado de los presentes: un planeta girando en el espacio. Los detalles eran diáfanos o presentaban zonas difusas, como si espesas nubes lo oscureciesen parcialmente.

—Las regiones indeterminadas — dijo el rey, captando mi pregunta no formulada — son tierras que no conocemos ni aun por tradición. Ignoramos los seres que las habitan y su forma de gobierno, así como sus condiciones de vida. Esta parte — siguió explicándome, mientras una pequeñísima zona se detenía — es nuestro territorio. Se halla encerrado en un enorme cráter y no tiene otro acceso que la escarpadura. Está defendido por una batería de rayos desintegrantes y por la red que evita las intrusiones.

Desvanecido el planeta, se presentaron sucesivamente— como en una cinta cinematográfica — la población, el edificio central y el laboratorio.

—Ahora — dijo el rey—, puedes ampliar tu relato anterior. Piensa profundamente lo que desees, y lo verás reflejado en el aire.

Me concentré y, efectivamente, al instante hice desfilar visiones ante sus ojos. En primer lugar nuestro planeta, acompañado de su satélite. Y después las grandes poblaciones que había visitado. Amplias calles iluminadas por el sol o bajo la lluvia; cruzadas por toda clase de vehículos. Playas en las que el mar bañaba mansamente sus orillas o violentos temporales en que los barcos se agitaban peligrosamente. Carreras de automóviles, y trenes lanzados a enorme velocidad; parques zoológicos, concursos de natación y patinaje; exposiciones de arte, jardines... Cuanto había presenciado personalmente, visto en el cine, leído u oído relatar, desfiló en rápida evocación.

Lo que más les extrañó, aparte de nuestra forma humana y los vehículos mecánicos, fueron el sol, el mar y cuanto se relacionase con el agua. Les “mostré” los fenómenos de las mareas, la formación de nubes mediante la condensación y su caída en forma de lluvia, nieve y granizo. Los arrastré en alas de la imaginación a las desiertas zonas polares, haciéndoles presenciar auroras boreales y otros fenómenos meteorológicos.

Les mostré las distintas razas humanas. Desde el esquimal en su “igloo” de hielo, forrado de pieles y dedicándose a la caza de osos y focas, hasta el etíope de cuerpo desnudo, con la vivienda construida en los árboles por temor a las fieras.

Claro está que los seres y cosas reflejados por mí no tenían exactitud ni perfección: estaban nimbados, por decirlo así, de un aire difuso; fuera de la realidad que puede captar un aparato fotográfico. Pero bastaron para atraer el interés de mi público.

En sucesivas sesiones fui adquiriendo conocimiento de sus fábricas y talleres, y de todos sus progresos científicos. Ellos, en compensación, me rogaron exponerles novedades y aun repetir escenas cuyo significado no habían comprendido. Creían de buena fe mi desplazamiento desde la Tierra, aunque ignoraban totalmente la astronomía, debido a la persistente neblina del cielo. El sol, por otra parte, hubiera causado sensible perjuicio a sus débiles cuerpos.

Sabían que existía en su mundo zonas de calor inaguantable, así como otras de frío intensísimo. Esto me dio bastante que pensar si quería continuar mi viaje, a explorar el planeta. Me dijeron que había seres distintos de ellos, parecidos a los terráqueos, pero no pudieron precisar su situación ni sus características de vida. Unos los evocaban dotados de alas, como los ángeles, y otros reptando por el suelo o cabalgando dentro de esferas giratorias.

A pesar de lo bien que me encontraba en el valle, rodeado de amigos, deseaba salir de él. Me dediqué a estudiar la forma de desplazarme y resistir — dentro de mi actual envoltura gelatinosa —, el extremado calor y frío de otros países. Los ingenieros me construyeron—en el material transparente que resistía la acción de los rayos desintegradores—, una especie de aeronave... Se basaron en los modelos que les mostré en mis introspecciones mentales, y cuya invención jamás se les Labia ocurrido.

Cuando estuvo construida, dotada de calefacción y de tupidas cortinillas para preservarme de los rayos del sol, la experimenté y pude volar sobre el valle. Pero encontré el inconveniente de no poder elevarla en un ángulo superior a diez grados. Esto le hacía prácticamente inservible, porque su fuselaje, de una pieza, no podía pasar, ni aun de costado, por la estrecha sima que abría camino al exterior. Las altísimas montañas que cerraban el valle eran otro obstáculo: no conseguiría remontarlas.

No obstante, practiqué varias veces con aquel aparato. Según lo utilizaba, y antes de que me construyeran uno nuevo, ideé la posibilidad de elevarlo utilizando un globo de gas, hasta encontrarme por encima de las paredes del cráter.

A verificar mi idea se consagraron los técnicos con redoblado interés y llegó el día que pude remontar las altas cúspides. Realicé el descenso entre aclamaciones, si puede llamarse así al silencioso agitar de tentáculos por encima de los cuerpos cilíndricos.

Satisfecho de mi globo-avión, me despedí del pueblo amigo, prometiendo volver a visitarles. El rey, adelantándose con saltitos llenos de dignidad, rocé su cuerpo con el mío — aquel era el saludo más afectuoso y honorífico — y me dijo:

—Dada tu facultad de introducirte en otros cuerpos, es conveniente que acordemos tu identificación por si regresas con otra envoltura. Lo mejor será que nos repitas, en el salón-laboratorio, tus recuerdos terrestres. Ahora... ¡buena suerte!

Ordené a mi fiel “Zolo” subir a la aeronave y aflojé las palancas que sujetaban los frenos. Gracias al globo de gas fui elevándome pausadamente y poco a poco el cráter y el poblado se achicaron a nuestra vista. Cuando el avión empezó a cabecear a impulsos del aire, puse en marcha el motor; di una vuelta como saludo y me alejé con rumbo desconocido.

Durante varios días volamos sin cesar, atravesando desiertos y pequeños cráteres. Íbamos a la aventura, hacia regiones cuyos habitantes podían recibirnos en son de amistad o lanzarse a nuestra captura. Las provisiones de Zolo se iban agotando, y decidí aterrizar en un paraje sin vestigio humano. El descenso se imponía y, encomendándome a Dios, paré la propulsión y me aproximé a la superficie.

Al tocar tierra abrí un orificio exprofeso y, al cabo de unos instantes, noté que el aire exterior era apto. Sin más dilación salimos afuera, en la penumbra del ocaso.

Una ondulosa neblina se aproximaba, cubriendo las rocas como si rastrease el suelo. Al estar más cerca observé con horror que no eran nubes, sino una inmensa legión de alimañas que despedían extraña fosforescencia. Sentí de improviso infinidad de mordeduras. La vanguardia de aquellos seres — sin preámbulo alguno —, se había precipitado sobre nosotros. Me refugié en la carlinga, y Zolo, abalanzándose sobre el incontenible ejército, produjo en sus filas un estrago.

Replegándose, sin dejar de hacer frente a sus enemigos, mi compañero llegó junto al avión. Abrí la puerta y penetró rápidamente, no sin que decenas de alimañas entrasen también. Algunas quedaron oprimidas por la puerta, sin permitirme cerrarla. Con todo cuidado, mientras Zolo aniquilaba a los inmundos bichos que me atacaban dentro de la cabina, lancé mi rayo desintegrador por la rendija de la puerta. Conseguí cerrarla a duras penas, pues ávidos hocicos y patas pretendían introducirse de nuevo.

Al fin tomé descanso y, mientras los seres saltaban y se estrellaban contra las trasparentes paredes del avión — en un incontenible afán por devorarme—, lancé varias oleadas de luz, destruyendo centenares de ellos. Pero miles y miles acudían cerrando las brechas, y precipitándose sobre los huecos que dejaba mí arma.

Estuve observando, asqueado, los esfuerzos de nuestros atacantes. Y cuando quise elevarme para huir del enjambre, observé con horror que los bichos se habían remontado al techo del aparato y roído la envoltura del globo. Era imposible avanzar siquiera a ras de tierra, porque las fierecillas impedían el menor movimiento. La monstruosa ola se extendía hasta donde alcanzaban los potentes reflectores y la luz del rayo desintegrador.

Decidí pasar la noche allí; esperando que a la llegada del día las menudas fieras nos abandonasen. Mientras yo cavilaba el fiel Zolo, ahíto de comida, estaba tumbado perezosamente en medio de las delicias de su digestión. Al amanecer se disipó mi esperanza: un inmenso mar de cabezas y hocicos se alzaba hacia nosotros. ¡Era imposible escapar!

Observé que aquellos escuálidos seres, de alargado cuerpo y múltiples patas, no se devoraban como era lógico dada su famélica traza. Erguían sus achatadas cabezas de comadreja y venteaban siempre con la misma avidez. Aunque mis provisiones eran abundantes — y las de Zolo al parecer inagotables — un terrible temor se apoderó de mí. Llegaría un momento en que, acabadas mis esferas de alimento, moriría de hambre viendo rodearnos la horda.

Mi amigo había demostrado ser prácticamente invencible entre ellos y mal que bien podría llegar, llevado de su instinto, hasta el foso; arrastrando tras de él una provisión interminable. Pero... ¿y yo?

Dos días con sus noches, a cual más horribles, permanecimos allí sin que la marea viva diese señales de retirada. Atacaban sin cesar, estrellando sus hocicos contra las paredes del avión, en un ansia ciega. Zolo hizo varios sangrientos “raids”, volviendo a mi lado saturado y contento. Cada vez que había de abrirle, la maraña de roedores penetraba en la cabina, mordiéndome cruelmente, hasta que los aniquilábamos.

Al amanecer del tercer día distinguí a lo lejos una masa tan alta como una montaña, que avanzaba hacia mí. Quizá pudiera describirla como un megaterio de innumerables patas. Si algo no se interponía en su camino, pronto llegarían al aparato.

Una perceptible conmoción galvanizó la ola interminable de nuestros atacantes. Se encaminaron hacia el intruso y pude distinguir mejor su aspecto: tenía la forma de una medusa, y avanzaba entre los millones de seres a favor del movimiento de sus patas, gruesas como árboles. Apoyándose sobre los colosales miembros ejercía una indudable succión, absorbiendo a cuantos roedores alcanzaba. Éstos, por su parte, se remontaban sobre las ventosas cubriéndolas materialmente, y proporcionando mordiscos a la montaña en movimiento.

De vez en cuando, el formidable animal pasaba uno de sus miembros por el dorso de los otros, y aun por su enorme joroba. En el acto desaparecían los voracísimos seres, pero otros ocupaban sus puestos. Alcanzando el gigantesco chupador en sus órganos vitales comenzó a agitarse furiosamente, braceando con una violencia tal que estremecía el aire.

Con indescriptible fortaleza se estiró sobre las puntas de sus patas, sacudiéndose los roedores como partículas de polvo. Entonces se apoyó en el suelo nuevamente. Sus extremidades — aspas de molino gigante— se movieron en rotación rapidísima, tajando la mies viva. Fue cercenando enemigos y haciendo una feroz matanza.

Pero la horda no tenía trazas de menguar. Nuevas centurias ocupaban el sitio de las absorbidas y maltrechas. Al cabo el gigante, agotado y malherido, se hizo un ovillo, retorciéndose en los postreros esfuerzos. Después, invadido por la plaga, vi aparecer su osamenta.

Hice un esfuerzo por apartar la vista del horrible espectáculo. Aprovechando la libertad que me permitían mis sitiadores — atraídos por una presa más asequible—, me desembaracé de los que me rodeaban, y dando vuelta al aparato, emprendí la marcha por el terreno arenoso. Pude despegar y abandonar aquellos parajes, alejándome con un suspiro de la plaga bullente y feroz.

¡Había estado — aunque lo supe mucho después, — acosado por el ejército más poderoso de aquel planeta! Guardián inconsciente de Tula, una poderosa y perversa inteligencia. 

CAPÍTULO III 

Durante todo el día no vi aclararse la atmósfera ni varió el abrupto escenario del paisaje. Los roquedales alternaban con los desiertos, pero no alcancé a divisar un océano, lago o riachuelo. Sólo eriales resecos, calados de vez en cuando por las bocas de los cráteres.

Volaba a ras de tierra, ya que mi nave no tenía planos que la permitieran elevarse bruscamente. Al terminar aquel día de marcha vi ante mí, a cierta distancia unos farallones inaccesibles, cuya cúspide se perdía en la bruma. Reduje la velocidad y traté de virar, pero los mandos no me obedecieron. Intenté entonces tomar tierra y vi con angustia que mi aparato — dócil hasta entonces a la maniobra — continuaba su marcha horizontal.

Como me hallaba a poca distancia del suelo me dispuse a arrojarme a él, si no podía planear. Paré los motores y... ¡cuál no sería mi terror al observar que el avión seguía marchando a igual ritmo!

Intenté rezar, pero, en tal turbación ninguna plegaria surgió de mí. Mi ojo estaba concentrado en la roca que parecía precipitarse a nuestro encuentro. En el último instante, como si se rasgase la montaña, se abrió una gran oquedad. La pasamos y alcancé a ver cómo caía un telón y quedábamos en la oscuridad.

El avión — sin que yo interviniese — tocó suavemente el suelo y quedó detenido. Encendí los reflectores y vi que me hallaba en el centro de una vastísima caverna, sobre un suelo horizontal y llano. En las paredes había una serie de orificios o pasos, pero no se veía ni rastro de seres vivos. Bajamos y, esgrimiendo el cilindro mortífero, avancé hacia uno de los agujeros. Antes de llegar a él, Zolo se detuvo y aun retrocedió. Unos ojos glaucos, fosforescentes, brillaron con maléfica potencia.

La luz que brotaba de mi aeronave se apagó... ¡sola! Pero lo que observé bastaba para aterrorizarme. De todos los rincones de la cueva avanzaban a mi encuentro gigantescos pares de ojos, viscosas pupilas nictálopes que se acercaban sensiblemente. No había en ellas la menor sombra de piedad, sino ansia de destruir. Sin pensarlo más me dispuse a hacer uso del rayo desintegrador.

A una ligera presión brotó un lívido relámpago y el par de ojos que apunté se apagó de inmediato. Observé las gigantescas moles que se disponían al asalto, y otro saetazo luminoso dejó a otro enemigo fulminado: otras dos malditos pupilas desvanecidas en la nada.

Cuando iba a oprimir por tercera vez mi cilindro dando suelta a su descarga mortal, de todos los ámbitos de la caverna brotó luz El lugar quedó iluminado con tanta intensidad como si se hubiese rasgado la montaña y el sol entrase a. raudales. Medio cegado me volví contra los monstruos, pero éstos se replegaban atropelladamente hacia sus cubiles.

Volví al lugar en que dejé mi avión, dispuesto a iniciar una honrosa retirada, y... ¡vi que había desaparecido! En la caverna estábamos únicamente Zolo y yo, junto a dos largos montones de ceniza, vestigio de mis atacantes aniquilados.

Avancé por uno de los pasadizos, y en su fondo vi dos pupilas fijas en mí. Semejantes a las que había destruido para siempre, me amechaban espiando mis movimientos. Cuando me disponía a ultimar a su poseedor, y llegar hasta el final de su guarida, una red cayó aprisionándome entre sus mallas. Zolo se debatía impotente; sus fuertes tenazas resultaban inútiles para cortar aquellos hilos metálicos. Yo no soltaba de mi tentáculo el cilindro — dispuesto a asestar su carga mortífera sobre cualquier peligro vivo —. Cuando “sentí” una voz armoniosa que decía:

—Extranjero... No destruyas a mis guardianes. Soy Elia, sacerdotisa del templo del amor. Si tú y el que te acompaña no hacéis daño, os dejaré acercaros a mi presencia.

—Conforme — contesté—; siempre que me sea devuelta mi nave y abierto el camino del exterior. No he venido por mi voluntad, ni soy enemigo de nadie.

Las mallas que nos aprisionaban se fueron replegando hasta dejarnos libres. Salí a la caverna y en el centro de ella vi a una hermosísima mujer.

Estaba vestida con un traje guarnecido de pedrería, y me alargaba los brazos amorosa. Exactamente igual a las mujeres de la Tierra, no recordé haber visto belleza semejante. Los ojos eran de un brillo deslumbrador, de cambiantes matices. Sus cabellos, largos y sedosos, parecían una esmeralda viva. Su cuerpo se mecía al compás de una música presentida y los pies, muy breves y descalzos, oscilaban en el suelo como si no necesitasen sustentar el divino conjunto.

Avancé en cuatro saltos hacia la bella y en breve la tuve junto a mí, agitándose dulcemente al contacto.

— ¡Gracias, amado!— dijo, con voz melosa—. Ordena a ese monstruo que se retire; ¡me asusta su presencia! Y abandona tú ese mortífero cilindro — añadió, al tiempo que me desposeía de él y lo arrojaba Jejos.

Ordené a Zolo apartarse — ¿qué no habría hecho por complacer a la diosa? —, y de pronto, cuando mi único ojo no daba abasto a contemplar a la admirable mujer, me sentí aterrado por sólidos lazos que me impedían todo movimiento. El cuerpo de Elia se había transformado en una arpía de horrorosa cabeza y sarmentosos miembros.

Miré a Zolo y le vi debatirse ante una docena de brujas semejantes. Con barras candentes le hostigaban lejos de mí, hacia una cavidad enrejada. Después de inutilizarlo, dejándole encerrado en medio de reptiles, sus captoras me ligaron con cables, inutilizando todos mis tentáculos. Entonces, el monstruo que las dirigía §e apartó y pude observarlo en toda su repelente fealdad.

Era, efectivamente, una mujer a semejanza de las terrestres. Pero... ¡qué horrible diferencia! Los brazos eran como manojos de sarmientos y su cuerpo, de líneas angulosas, horrorizaba. De aquel bellísimo pelo verde no había ni rastro. Una calva repelente brillaba rematando un siniestro conjunto de arrugas, dos orejas deformes y unos labios colgantes. El cuello aparecía entrecruzado de tendones, huesos y arterias varicosas. Era la antítesis del ser que antes contemplé con adoración.

Traslucía mi alma tal repugnancia ante la visión, que la arpía debió comprenderla. Dio un golpe en tierra con una de sus pezuñas.

— ¡Llevadlo a mi cámara! —ordenó.

Sin miramientos fui arrastrado hacia un túnel. Subí a empujones unos peldaños y fui arrojado sobre un camastro. No sé cuánto tiempo permanecí inconsciente, mientras la bruja ejercitaba sus magias. Al fin abrió una puerta en muda invitación y, una vez traspasé sus umbrales, fui liberado de mis ligaduras.

— ¡No intentes atacarme, pues voy a mostrarte algo que ni sospechas! — me dijo—. Pasa a ese cuarto, y cuando hayas contemplado mi oferta, decidirás libremente.

Me condujo a una habitación suavemente iluminada, con todas las trazas de un laboratorio de alquimia. En uno de sus extremos vi un armario cubierto de colgaduras.

—Desde que llegaste a este planeta he seguido tu« pasos — me comunicó—. Nada escapa a la vigilancia de Tula... ¡Mira!

En el centro de la habitación había un espejo horizontal, sobre el que me incliné siguiendo la orden. A poco de mirar en él se formó una lechosa neblina y, al desvanecerse, apareció ante mí la imagen de Zolo, enzarzado en lucha contra una enorme serpiente. No me afligí demasiado: mientras luchaba deglutía grandes trozos de otros enemigos vencidos, que coleteaban por el suelo.

— ¡Mira! —siguió diciendo el esperpento—. Y contemplé mi aparato, tal como lo dejé al serme arrebatado.

—Así observé tu llegada al planeta — explicó la bruja—, y tu efímero reinado entre los zolos; tu transmutación a otro cuerpo y tu excursión amistosa a Zoa. He advertido tu extraordinaria facultad de adaptación y encontrado en ti al aliado que necesito. — Hizo una pausa y continuó—: Desde que murió mi esposo recibo el vasallaje de un pueblo que no me quiere. Diento la necesidad de afecto y felicidad, pero tú me desprecias. Podría hechizarte, pero deseo que tu amor sea consciente... ¡Mira!

Me llevó hacia el armario y, descorriendo las telas que lo cubrían, vi su interior iluminado. Un anciano de rostro venerable estaba sentado allí, sobre un trono, tan inmóvil que parecía una figura de cera. Comprendí que aquello era un cadáver; muerto tiempo atrás, pero en perfecto estado de conservación.

—Éste fue mi esposo — siguió hablando la repugnante mujer—. Mientras vivió gobernamos este reino con ciencia y bondad. Al morir él, hace unos mil años de los tuyos, creí volverme loca contemplándole y esperando su vuelta, adorándolo en silencio. Pero si él resucitara me repudiaría, pues sólo hallé consuelo a mi dolor — al tormento de su ausencia—, dando dolor y tormento a mis súbditos.

Se apartó un poco y continuó:

—Ahora qué tú has venido cambiará. Mi alma puede redimirse, y la belleza en que me transfiguré será mía... ¡y tuya!

Contesté, venciendo mi repugnancia:

—Me imagino que deseas ofrecerme el cuerpo de tu rey. Pero dime: ¿para qué me servirá? Soy joven, y no deseo una celda vetusta; por muy venerable que sea. ¿Dónde está el “vestido” que tenías antes?

—No lo poseo: fue una sugestión momentánea para ocultarte mi fealdad. Tomé la imagen de una doncella que vive lejos de aquí, rodeada por súbditos que la adoran y que darían su vida por ella. Permanece aguardando la llegada del que espera...

—Y... ¿dónde está ese venturoso mortal?—.inquirí.

— ¡En poder de Tula! ¡Mira!

Empujándome hacia otra habitación contigua me mostró, empotrada en un muro, una placa opalescente. Tula dio a un conmutador y una suavísima luz anaranjada me permitió divisar el más hermoso cuerpo de adolescente que imaginarse pueda. Sus rasgos varoniles irradiaban serenidad, y sus músculos constituían el arquetipo de la belleza clásica. Joven, de amplia frente y noble ademán, era un dechado de perfecciones.

Inmediatamente quise, tenerlo. Pero aunque traté de introducirme en su interior algo me lo impedía. El vidrio era un obstáculo insalvable y me retorcí desesperado. La bruja rio al comprender mi frenesí; agitando su boca desdentada y babosa.

— ¡No puedes nada contra mi poder, amigo saltarín!— exclamó—. Tú deseas ese cuerpo como yo el de Ella. Pero aunque tuvieras en las manos el rayo destructor, no podrías arrancar esa cubierta transparente. Como no pudieron nada los motores de tu avión contra el impulso magnético que lo atrajo. Como no podrán todos los ejércitos de este mundo ante mis recursos. Te muestro esta codiciosa perspectiva y te ayudaré a apoderarte de Elia si accedes a desposarte conmigo: ¡será mi regalo nupcial! Entonces me encontrarás atractiva y me ayudarás a reconquistar el afecto de mi pueblo. Redimida, purificada por el amor, seré tan buena como Elia y reinaremos eternamente.

— ¿Y en virtud de qué derecho vamos a desposeer a esa hermosísima joven de su cuerpo, y a destruirla? — pregunté, ceñudo.

La arpía se me acercó, sibilina.

—Amigo mío — dijo—: en este planeta no existe más que un derecho: el del más fuerte y astuto. ¿Cómo puedes hablar de ética tú, que has animado dos cuerpos que no fueron creados para ti? Acudiste a un planeta donde nadie te ha llamado, y en él has destruido vidas; Por misteriosas reconditeces del destino has llegado hasta Tula, que hace siglos te aguarda atesorando experiencia y poderío. Decídete a obedecer ahora, y a mandarme después cuando seamos marido y mujer, ¡o te aniquilo!

Me hubiera reído con mi boca terrestre al contemplar a aquel esperpento ofreciéndose en matrimonio. ¡Amenazado de muerte, cuando su única esperanza era conservarme vivo! Oculté mis impresiones y fingí claudicar. No sé si logré evitar que leyera en mi mente o si, conociendo mis sentimientos, fingió ignorarlos. Jamás pude descubrir sus reacciones, y es posible que a ella le sucediera lo propio. Acercándose al armario donde guardaba el cuerno momificado de su difunto esposo, Tula me invitó a tomadlo.

No tuve que hacer sino una ligera intención, y en el acto me encontré sentado en el trono, haciendo esfuerzos para desentumecer mis músculos acartonados y fríos. Cuando conseguí ponerme en pie y andar unos pasos, la arpía se abrazó a mí y empezó a hacerme carantoñas; tan a lo vivo que hube de rechazarla con indignación.

—Señora — hablé, temblando de cólera—: ¡dese cuenta que sólo soy un huésped de esta reliquia, y modere sus ímpetus amorosos! Dé órdenes para que mi fiel Zolo sea libertado, y para que me faciliten provisiones... ¡y agua! —añadí, recordando mis nuevas necesidades.

—Ya tienes en el avión cuanto necesitas, e inmóvil el motor que pone en funcionamiento el imán que te atrajo. A tu paso se abrirán las cortinas pétreas de la entrada. Ahora te voy a dar un talismán, en prueba de nuestro pacto. — Acercándose a una hornacina de la pared. Tula tomó una ajorca de metal que puso en mi brazo izquierdo, cerrándola. — Esta pulsera — dijo—te hace prácticamente invencible; con ella te doy fuerza, inteligencia y astucia. No hay poder que pueda abatirte mientras la tengas y nadie, sino yo es capaz de quitártela. Además me asegura tu fidelidad — terminó, con una sonrisa digna de Mefistófeles.

Me separé de la bruja cuya presencia era insoportable. Descendí a toda prisa los escalones y me dirigí hacia el calabozo donde estaba Zolo. Allí lo encontré, recostado beatíficamente entre infinidad de serpientes descuartizadas. Se abalanzó a las rejas contra mí y hube de mostrarle el anillo, que ahora lucía en mí mano derecha, para que diese muestras de sumisión.

—Soy tu amo — dije, en voz alta—. Vamos ahora al avión y partiremos de aquí; no temas a nadie en este subterráneo.

Emprendimos el viaje abandonando la caverna y sus monstruosos moradores, irracionales y humanos. Orienté la marcha del avión conforme a un plano que había en la cabina, tomando como referencia las murallas rocosas que dejábamos atrás. En dicho plano observé una zona, señalada de rojo, en cuyo territorio no debía aterrizar bajo ningún pretexto.

Volví a divisar las inmensas legiones de roedores que se extendían formando la muralla del reino siniestro. Aliviado, llegué a perderlas de vista. A medida que avanzábamos desaparecieron los vestigios del árido paisaje. A las desoladas llanuras y desiertos siguieron fértiles valles, repletos de arbolado, y advertí vestigios de carreteras.

Volaba por encima de aquel territorio sin divisar ciudades ni fortificaciones, sin distinguir señales de vida. Las nubes iban siendo menos tupidas y al fin recibí la primera caricia del sol. La esperaba en mi anterior cuerpo como un castigo, y la recibí en el que ahora tenía como una bendición, como un saludo de un viejo amigo a quien no hubiera visto en mucho tiempo.

A Zolo no parecía molestarle gran cosa, pero en adelante fui observando en su estructura gelatinosa una especie de pigmentación. Al principio me alarmó, pues la atribuí a alguna enfermedad producida por sus comilonas. Luego comprendí que era una defensa contra el ardor solar.

Sobrevolé enormes ciudades, sin identificarlas al pasar por encima de ellas. Sólo veía grandes espacios circulares, perfectamente geométricos, pero creí que serían estanques o pequeños lagos artificiales. Eran, no obstante, emplazamientos subterráneos Que se elevaban voluntariamente del fondo de sus pozos, y restaban semanas enteras soterrados ante el peligro de invasiones de roedores. Yo entonces no lo sabía, e ignoraba que mi paso era observado por seres atentos que preparaban una emboscada.

El ataque no se hizo esperar. Una nube escarlata brotando de la tierra, se extendió cerrando mi campo visual. Intenté sobrepasarla volando a ciegas, pero era tan enorme su extensión que descendí hacia el suelo, donde se observaba alguna claridad. A medida que yo bajaba lo hizo también la nube y al fin, cansado de aquel fenómeno inexplicable, aterricé definitivamente.

Salté del avión y me dispuse a reconocer el terreno, encontrándome a poco un nutrido escuadrón humano. A toda velocidad avanzaban a mi encuentro, agitando en sus brazos toda clase de instrumentos de acero. Eran seres como yo, pero jóvenes y con aire bestial. Bien pertrechados, ninguno portaba artificios, de fuego. Yo me hallaba desarmado y no tenía tiempo de retroceder hasta el avión.

— ¡Alto! —grité a pleno pulmón, adelantándome a su encuentro—. ¿Desde cuándo los habitantes de este mundo atacan como mujercillas a un hombre pacífico? Dadme una de esas espadas, ¡cobardes!...

Empecé a desembarazarme de las vestiduras que entorpecían mis movimientos, y aguardé al primero de los bandidos. A mi lado, Zolo agitaba sus enormes pinzas, sin saber a quién atacar primero. Un gigantón se destacó del grupo a pecho descubierto, bien armados sus dos brazos con espadas. Ordenando a Zolo detenerse tomé carrera y me precipité hacia el gigante. Llegué hasta dos pasos de él y me detuve, como clavado en tierra. Mi adversario, que por mi embestida había calculado su golpe se equivocó ante la estratagema.

Hendió el aire con tal potencia que una de sus armas quedó hincada en el suelo hasta la empuñadura, permaneciendo atontado por la violencia del golpe fallido. Entonces, cogiéndole de los brazos, le hice víctima de una llave. Contorsionando mi cuerpo le volteé sobre mis espaldas y fue a caer al lado de Zolo.

—Ahora... ¡ataca! — azucé a éste.

Antes que el resto de los bandidos se hubiera repuesto de su sorpresa, el más fuerte de ellos era pulpa entre las tenazas del animal. Arranqué del suelo el arma que había quedado hincada, y enarbolándola ataqué a mis enemigos. Brazos, piernas y cabezas volaban en todas direcciones, mientras sentía rugir a Zolo, que me guardaba la espalda.

Luché incansable y, en lo más difícil de la pelea, rajaba, hendía y desmochaba; como si la tizona tuviera vida propia. Recibí algunas heridas de mis atacantes — que pasaban de veinte al comienzo de su asechanza —, y noté que ni querían darme cuartel ni lo esperaban.

Pelearon con la misma ferocidad y denuedo hasta el último hombre, mientras yo daba voces a Zolo como si estuviera arengando a todo un ejército. 

CAPÍTULO IV

  Intenté ponerme mis vestiduras, pero estaban tan empapadas de sangre que decidí abandonarlas. Las pocas prendas que me cubrían caían hechas girones y pensé bañarme en uno de los estanques que había visto desde mi avión. Dejé allí a Zolo y, llegado a lo que creí agua, comprendí mi error. No podía ser líquida aquella superficie en forma de cúpula, que surgía del suelo.

Receloso y desconfiado me acerqué a la brillante cobertura. Pisé sobre ella y noté su firmeza, avanzando por encima para observar los alrededores. Cuando estaba cerca de la cúspide, ésta se desplazó y en el hueco aparecieron tres hombres, que me apuntaron con armas de fuego.

— ¡Síguenos, extranjero! Si haces un movimiento hostil te destruiremos — oí.

Ante aquella orden obedecí. Me obligaron a colocarme junto a ellos y en el acto el casquete se cerró sobre nuestras cabezas. Descendimos a tal velocidad, que comprendí que me hallaba en un gran ascensor, capaz para más de cien personas. Poco a poco fue menguando su marcha, hasta detenerse. Ante nosotros se extendía un pasadizo y fui empujado por mis captores.

El pasillo desembocaba en un amplio salón. El que parecía jefe de mis guardianes me indicó un estrado en el que se hallaba un joven corpulento.

— ¡Uliax! —dijo mi conductor—. Éste es el hombre que volaba con su extraño aparato. Fue detenido por la niebla escarlata y obligado a aterrizar cerca de la ciudad. Entonces le atacó una de las bandas de facinerosos y él solo, con una alimaña que le seguía, los aniquiló a todos.

— ¡No es posible! —dijo el rey—. Si es un anciano...

El que había hablado primero avanzó hasta el hombre sentado y ofreció su cuello. A pesar de haber dicho verdad, la duda de su jefe era para él una sentencia de muerte. El joven le rechazó con un ademán y se dirigió a mí, inspeccionándome.

— ¿Serías capaz de repetir tu hazaña? —preguntó.

—Cuando me ataquen — respondí.

—Llevadle a su prisión; mañana decidiré lo que hacemos con él — ordenó el monarca subterráneo.

—Bien — dije yo—; ¡así descansaré! Si me dais comida y agua, tanto mejor.

—De todo tendrás cuando estés dispuesto a pelear; ¡no antes! —dijo Uliax, volviéndome la espalda.

Fui conducido a lo largo de unos pasillos, y después amarrado en un calabozo. Dejaron víveres y agua fresca cerca de mí; pero lo suficientemente apartados para que no pudiera alcanzarlos.

Al retirarse mis guardianes hice presión con los músculos de mis muñecas, y arranqué los grilletes fácilmente. Comí y bebí hasta saciarme, y luego utilicé los restos de agua para limpiar la suciedad y sangre que me cubrían. Después me tumbé en el camastro y dormí un sueño completo y reconfortante.

Un ruido de gente armada me despertó. Me acerqué a las cadenas — como si aún estuviese preso — y esperé fingiéndome dormido. El rey se aproximó confiando en mis grilletes y sin mostrar intenciones hostiles. Con la celeridad del rayo le arrebaté una espada que pendía de su costado, y antes de que reaccionase le apuntaba con ella al pecho. Ni él ni sus subordinados intentaron acción alguna, temerosos de mi actitud. Entonces, mirando cara a cara a mi adversario, le entregué el arma por la empuñadura y me volví de espaldas.

El jefe, sin demostrar emoción, examinó las cadenas.

—Anciano: tu fuerza es inaudita — exclamó—. Aunque agradezco tu gesto al perdonarme la vida, sigues siendo mi prisionero; ¡ahora con más interés que nunca! En breve saldré hacia el reino de Elia, la incomparable, acompañando a los guerreros que participarán en los Juegos. Tú vendrás con nosotros, y rescatarás tu libertad luchando contra uno o varios paladines. Si triunfas quedarás libre, te haré noble entre los míos y podrás dirigirte a donde quieras. Desde ahora puedes transitar por mis dominios si das palabra de no escapar.

—Puedes contar con ella — contesté—. Pero permíteme que, libre o custodiado, salga al exterior para buscar a mi perrillo.

— ¡Concedido!—dijo el rey—. Voy a dar orden que te despojen de esos grilletes.

—No necesito ayuda para algo tan sencillo — repliqué.

Apoyando mis muñecas sobre las argollas de la pared retorcí él metal hasta dejar las manos libres. Un murmullo de admiración sonó a mis espaldas. Cuando salí al exterior — erguido en mis harapos— los que estaban en mi camino se apartaron con deferencia. Y no eran simples ciudadanos; sus ropajes vistosos, henos de pedrería, anunciaban claramente su estirpe.

Subí con dos soldados en el ascensor. Una vez llegamos a lo alto, la cobertera se desplazó y respiré el aire exterior a pleno pulmón. Llamé a “Zolo” y el peludo animal corrió a mi encuentro, penetrando sumiso en el artificio mecánico. Su facultad de adaptación a cualquier medio de vida era tan extraordinaria como la mía. Fuera de su instinto sanguinario, y su enorme fuerza, sólo tenía facultades para servirme.

Durante varios días erré por la enorme ciudad subterránea, penetrando en salones y laboratorios, fábricas y almacenes. “Zolo” era observado con temor y aversión, y caminaba a mi lado protegiéndose y protegiéndome. En uno de mis paseos me encontré con el rey. Indicándome una enorme habitación, materialmente atestada de arreos y ropajes de calidad, me dijo:

—En la estancia contigua tienes la piscina, y de aquí puedes tomar las ropas y armas que más te agraden.

Le di las gracias y pasé al inmenso baño, librándome de mis harapos y sumergiéndome en agua tibia y perfumada. Nada podía proporcionarme mayor felicidad y permanecí buen rato nadando ante la mirada curiosa del rey. “Zolo” gruñía cada vez que yo me sumergía en el agua, llegando a tocarla con sus pinzas en un desesperado esfuerzo por salvarme. Extrañaba aquel elemento y no se decidía a lanzarse en él. Por fin se atrevió y observé que flotaba. Su enorme caparazón era como una boya insumergible, a no ser que hiciese un extraordinario esfuerzo por bucear. Sus numerosas patas actuaban como remos y, cuando las movía rítmicamente, hendía el agua a toda velocidad.

El rey, que había estado observando las tentativas de “Zolo”, dijo:

—Es posible que la raza de este animal poblase antiguamente los extinguidos mares. Al desecarse, se adaptó en su carácter de anfibio a la nueva vida. Y a través de generaciones olvidó el líquido elemento. ¿Quieres contarme cómo has llegado a hacerte su amigo?

—No es éste el momento adecuado — contesté —.

Pero es posible que más adelante sepas el porqué de su fidelidad. Si te lo contase ahora habría de referir otras cosas que quiero reservarme.

El interlocutor se encogió de hombros. Le hubiera abrazado por aquel sencillo ademán, que me recordaba mi amada y lejana Tierra. Como ya me había bañado y pasaba al vestuario, me acompañó diciendo:

—Puedes llamarme Uliax, como mis inmediatos y el último de mis esclavos. Es notable tu habilidad para nadar y sumergirte: aquí nos bañamos limitándonos a permanecer en pie o a pasear por el agua.

Elegí de entre el enorme surtido de prendas las que hallé más cómodas y holgadas. Uliax, que me observaba, me dijo:

—Has tomado ropas de esclavo, cuando hay otras mucho más lujosas. ¿Por qué haces eso?

Me volví a él, ya vestido, y le dije:

—Si no tengo nada lo puedo ganar todo. Me presentaré en los Juegos como el más humilde de tus hombres y, si triunfo, mayor será tu galardón.

— ¿Cuál es tu nombre, o el que vas a utilizar en la palestra?

— ¡Consorte!—respondí, sin vacilar.

— ¡No está mal! Espero que tu ambición no sea mayor que tus dotes. De lo contrario intentarías desbancarme...

—No me interesan tu reino ni tu poder — dije a Uliax —. Sólo quiero que, si llego a resultar victorioso, me presentes a Elia.

El rey contestó, mirándome fijamente:

—La emperatriz sólo llama a su presencia al vencedor de los Juegos; así que no te hagas ilusiones. El que triunfa tiene derecho al título de general y a elegir ejército y nación. Es una costumbre que nadie ha intentado cambiar hasta la fecha.

— ¿Y si el vencedor no quiere aceptar el cargo?

—Entonces se le da el de rey de cualquiera de las hordas salvajes que pululan por la superficie: una de cuyas cuadrillas derrotaste ayer con tu bestia. ¡Vamos! — exclamó —. Se acerca la hora del banquete de despedida.

Nos dirigimos al estanque donde “Zolo” seguía entregado a su diversión. Fue necesario que le llamase varias veces, y aun que le amenazase, para decidirlo salir del agua. Después de sacudirse al estilo perruno, nos encaminamos al salón donde ya aguardaban los comensales. Era una enorme plaza circular, en cuyo centro se alzaba una mesa dispuesta para más de doscientos cubiertos. Los asistentes estaban engalanados, y seis guerreros permanecían esperando que Uliax les dignase sitio.

Éste se adelantó hacia un trono central y, colocándome a su derecha, fue distribuyéndolos con arreglo a su categoría. Quedó uno de ellos en pie, y Uliax mandó a los criados acercarle otro asiento.

La comida era exclusivamente a base de carne, y los asados se sucedían unos a otros. El pobre “Zolo”, echado en la parte anterior de la mesa, no recibía más que algunos huesos que se afanaba en descarnar. Yo le arrojaba parte de mis viandas, pero no eran suficientes para su enorme apetito. Al pasar uno de los criados cerca de él, “Zolo” extendió una de sus patas haciéndole caer con la carga.

Los comensales observaron la escena riendo a carcajadas. Pero su hilaridad subió al máximo cuando vieron a “Zolo” tomar posesión del manjar y devorarlo tranquilamente. Miré al guerrero postergado y observé que era el único que no se reía.

Terminada la fiesta, los comensales se retiraron poco a poco. Los guerreros quedaron con Uliax, ultimando los detalles de su próxima excursión. Yo me sentía soñoliento por la copiosa comida y solicité permiso para retirarme. Un sirviente recibió orden de acompañarme y, al pasar por su lado, “Zolo” me siguió.

Mi habitación era cómoda y espaciosa, pero — como todas las de aquella ciudad subterránea — carecía de ventanas; recibiendo el aire artificial por unos orificios a un palmo del suelo. En el techo otros agujeros expulsaban el aire viciado; que salía al exterior por una gigantesca chimenea. Dormí hasta muy tarde, sintiendo fuertes sacudidas en mi pierna derecha. Me desperté amodorrado, echando la culpa de mi estado a la pesada digestión. Un mareo agobiador apenas me dejó ponerme en pie; el aire resultaba irrespirable. Tambaleándome me dirigí a la puerta, que abrí de par en par. Di unos pasos y caí cuan largo era. “Zolo” gruñía, irritado.

Desperté en otra habitación. Me dijeron que había sido llevado allí, exánime, por varios servidores que me vieron cuando “Zolo” me arrastraba por los pasillos. Al entrar en mi habitación — para investigar la causa de mi desmayo — notaron un fortísimo olor a gas.

Protegiéndose la nariz con trapos húmedos obstruyeron los accesos del aire. Otros acudieron al laboratorio y desconectaron una vasija de ácido letal, que estaba injertada al suministro de aire de mi cuarto. No se pudo explicar la presencia de la botella en aquel sitio: el riguroso orden y la exactitud de las máquinas generadoras de oxígeno excluían la menor vigilancia,

Uliax fue despertado a toda prisa, y no pudo hallarse al autor del misterioso atentado. Volví a retirarme, seguido de “Zolo”, y ante la misma puerta montaron guardia dos soldados.

A la mañana siguiente, ya repuesto del percance, sentí un estremecimiento general que conmovió las paredes y el piso de la habitación: era como un temblor sísmico. Abrí la puerta y encontré la cara sonriente de mis guardianes.

—Noto un temblor extraño — les dije.

Uno de ellos me contestó, señalando al techo:

—Subimos al exterior.

— ¿Toda la ciudad? — exclamé, maravillado.

—Sí, Consorte. Emergemos a la superficie para despedir dignamente a nuestro jefe, que parte para Hulana.

— ¡Pero yo también voy con ellos! ¡Eso es lo convenido!

—Uliax estuvo aquí hace una hora, y dijo que sentía marcharse sin ti...

— ¡Claro que voy! —grité—. ¡Corramos a su encuentro!

Acompañado por aquellos hombres me encaminé por una galería y, al llegar a su extremo., observé que las paredes circulares del pozo, cubiertas de grasa, iban quedando atrás a marcha lenta. Al cabo de un buen rato percibí la luz y el aire exterior y fui invitado a saltar fuera, mientras el piso que abandoné seguía elevándose. “Zolo” me siguió y pude contemplar la gigantesca mole desplazada, semejante a un rascacielos y mostrando a plena luz sus inauditas proporciones. El cortejo real me esperaba junto a un enorme avión.

—Cada vez te entiendo menos. Consorte — me dijo Uliax—. Eres un viejo y desconoces el sistema clásico de nuestras construcciones, tan antiguo como recuerdan las crónicas. Sólo puede explicarse tu ignorancia por alguna enfermedad o accidente...

—Te aseguro — le contesté — que nada afectó mi memoria. Es tan buena que recuerdo hasta nimios detalles infantiles. Pero la causa de mi ignorancia forma parte, por ahora, de mi secreto. Si te place, háblame del reino que vamos a visitar.

— ¿Qué? — exclamó Uliax, asombrado —. ¿Tampoco sabes nada de Hulana, el imperio del planeta? ¿No has oído hablar de Elia, ni de su incomparable bondad y belleza?

—La he visto y oído una vez, y creí tenerla entre mis brazos. Cuando me detuviste iba a su encuentro. A no ser por la nube escarlata ya estaría a su lado, para ofrecerla mis servicios.

— ¡Loco, mil veces! —gritó el rey—. Elia no puede verse ni siquiera a unos pasos. Una impenetrable y fidelísima guardia la preserva de toda intrusión. No hay ser que pueda acercarse sin su beneplácito y apenas se muestra en público. ¿Cómo puedes haberla oído ni visto?

—No estoy loco — le dije.

Uliax se calmó rápidamente. Contestó:

—Eres extraordinario, anciano, y hay algo en ti que me induce a confiar. Además, tu maravillosa fortaleza me incita a conservarte. Si mi equipo alcanzase la victoria es posible que Elia me permitiera entrar en la grey de solicitantes a su mano.

— ¿Deseas casarte con ella?—pregunté de mal talante.

— ¿Quién no lo desea? Más que por la fuerza, la bondad o la sabiduría, gobierna a sus vasallos per el amor. Todo el que la ve... ¡la ama! Pero Elia — añadió, con amarga sonrisa — espera, ¡espera siempre!

Como si aquella evocación le hiciera daño, Uliax calló. Durante el resto del viaje no hubo quien le sacara de su mutismo. Al día siguiente, nuestra nave estuvo a la vista de Hulana. Era una ciudad enorme, inacabable. Y cosa extraña: no tenía murallas ni ninguna defensa. Extrañado por la falta de dispositivos bélicos en el lugar más atrayente del planeta, pregunté al rey la causa de aquel abandono. Y observé en su rostro un rictus cuando me contesto:

—Esta ciudad tenía mayores defensas que ninguna otra, pero Elia las mandó destruir hace años.

— ¿Con qué objeto? — quise saber.

—Para que ningún obstáculo impida el paso de su amor; que ha de venir de muy lejos, a pie, como un esclavo — fue la sorprendente respuesta.

Aterrizó la aeronave junto a otros aviones de rara construcción, en cuyos mástiles ondeaban distintas banderas. También estaban allí aparcados vehículos y carruajes con raros animales que muy bien pudieran ser cabalgaduras. A la entrada de la ciudad un tropel nos esperaba. Salió a nuestro encuentro y, después de cruzarse saludos entre Uliax y el jefe de la escolta, avanzamos por la enorme avenida central; mientras una multitud se asomaba a las casas para vernos.

Detrás de Uliax y sus guerreros, que avanzaban en vistosa formación por el centro de la calle, caminábamos “Zolo” y yo. No puedo decir quién despertaba mayor curiosidad. Al fin nos llevaron a un alojamiento y Uliax se dirigió a mí, diciéndome:

—Puedes dedicar la tarde a pasear por la ciudad. Por si quieres adquirir algo, toma de aquí cuanto necesites.

Y me alargó un bolsillo lleno de cuentas de metal, recogidas en forma de sartas gracias a su agujero central.

— ¡Gracias, Uliax! —le contesté, rehusando.

—Haz lo que quieras — murmuró—. Mañana, a la hora de los Juegos, acudirás con los míos. Yo estaré en la tribuna real y tu nombre será, inscrito como luchador independiente, afecto a mi bandera. Procura quedar bien, y honra las armas que te confían.

—así será, Dios mediante — contesté.

Y me adentré por la ciudad en fiestas. 

CAPÍTULO V 

En el centro de la plaza habla grandes mesas abastecidas de viandas; bastaba coger lo que apeteciera. Iba yo a tomar una enorme res, que colgaba descuartizada entre otras varias, cuando me tocaron en el hombro. Un tipo jovial me indicó;

— ¡Eso no, esclavo! Los animales están reservados para los vencedores del primer torneo... Y supongo que no desearás comértelo crudo.

—No es para mí — contesté, riendo—. No entraría en mi estómago ya repleto. Es para éste — añadí señalando a “Zolo”, cuyos pelos visuales convergían hacia el suculento despojo—: ¡tiene hambre!

—Te costaría un tagal, en ese caso — contestó mi interlocutor—. Pero puedes dejarla sin pagar hasta que ganes algún dinero.

—Aceptado — contesté, entusiasmado.

Tomando una pértiga descolgó la res desollada. “Zolo”, en medio del corrillo que se había formado a mi alrededor, empezó a devorarla rápidamente. Continuamos nuestro paseo, seguidos de una porción de chicuelos y adultos.

En una de las plazas la gente presenciaba ejercicios de fuerza. El aspecto de “Zolo” apartó al público, y me encontré bonitamente en primera fila. Un gigantón, sobre una tarima de madera, realizaba sus demostraciones. En aquel momento tenía en sus manos una barra metálica, que consiguió doblar ante el aplauso de la muchedumbre.

—Daré tres tagales — gritó el Hércules, engallándose — al que consiga enderezar esa barra. — Y la arrojó despectivamente al suelo.

Nadie osó hacer la prueba y la barra permanecía cerca de mí, como invitándome. Me agaché a cogerla y un coro de carcajadas coreó mi ademán.

— ¡Cuidado, viejo!—Chilló una voz—. Como se te caiga te aplastará un pie.

Un maremágnum de risas estalló en mis oídos.

—Si la llevas a su dueño, sobre la tarima, te regalo mi sombrero — gritó otro, desternillándose.

Efectivamente: la barra era muy pesada. Pero entre mis manos parecía un seco bastón. La arrojé al aire, cogiéndola con una sola mano, y aquel sencillo acto bastó para calmar a los burlones. Avancé algo más hacia el centro del corro y, agarrando los dos extremos de la barra la enderecé sin esfuerzo.

Una tromba de aplausos y una lluvia de monedas compensó mi ejercicio. El Hércules bajó de la tarima y, de forma ostensible, depositó también su apuesta. Entonces volví a blandir la barra y, sentándome, la doblé en sentido contrario formando una curva cerrada.

Pero aún hice más. Sin esfuerzo cambié la postura de mis manos y, ante la expectación silenciosa de los asistentes, formé con la barra un nudo. Tirando de sus extremos como si hubiera sido una soga. Luego arrojé el retorcido hierro sobre la tarima, que se hundió con estrépito.

Un clamor se elevó de la muchedumbre, que retrocedió mirándome con respeto. Acababa de hacer una maravillosa demostración de fuerza. Para culminar mi triunfo ordené a “Zolo” que recogiera las monedas del suelo. Mi compañero obedeció inmediatamente y con sus doce patas rebuscó el caudal, depositándolo a mis pies.

Seleccionando las piezas que me parecieron más valiosas las guardé, arrojando el resto a los chiquillos. Después di otra orden a “Zolo”, que vino a postrarse ante mí con mansedumbre. Me icé sobre él y le volví a donde se hallaban las viandas, rodeado por una multitud que se apretujaba para verme pasar. Entregué al que sirvió el pasto a “Zolo” la mayor moneda que encontré, y continué mi paseo “a caballo”.

Durante la tarde no pude eludir el acompañamiento. Unos a otros se comunicaban mis hazañas y cansado de popularidad volví a mi alojamiento. Varios de los guerreros de mi equipo me felicitaron por mi actuación en la plaza. Nos echamos a dormir en una habitación común y, por si se repetía la asechanza, ordené a “Zolo” acostarse junto a mí, ya que sus ojos no se cerraban jamás. A la mañana siguiente nos levantamos muy temprano, para ser examinados por los jueces de campo.

Una hora más tarde, ya estaba al final de una fila de seres, algunos de ellos raros y deformes sobre toda ponderación. Dos jueces me observaron con extrañeza. Mi cuerpo encorvado, mi pelo y barba canosos no me acreditaban ciertamente para ejercicios mortales.

Cuando uno de los examinadores iba a eliminarme, un soldado se inclinó a su oído y murmuró unas palabras. Escuchó el juez con visibles muestras de asombro y, después de contemplar unos instantes mi rostro, pasó al siguiente de la fila. Después de la revista fuimos llevados al estadio de forma circular, lleno hasta los topes por una inmensa y abigarrada muchedumbre.

Un compañero me explicó las reglas del combate. Cuando un luchador era derrotado, o sus fuerzas se agotaban ante la pujanza de su rival, podía retirarse del campo con todos los honores. Pero si se declaraba vencido antes de tiempo, le azotaban por su cobardía.

El público que ocupaba los estrados tenía la prerrogativa de indicar a un gladiador débil para la prueba. Éste podía optar entre abandonar o escoger un voluntario que le ayudase a equilibrar la contienda. Esta decisión fue tomada ante la enorme diversidad de seres que se presentaban a los Juegos; algunos de los cuales eran, más que humanos, monstruos sin civilizar.

El primer combate se desarrolló entre dos luchadores corrientes, que acudieron al palenque armados de espadas curvas. Su filo relucía al sol y centelleaba a cada movimiento de sus manos. Se atacaron con tal saña que allí no hubo vencedor ni vencido. El que había llevado la peor parte de la lucha, casi moribundo, sacó fuerzas de flaqueza y cercenó de un tajó la cabeza del vencedor: Al ser recogido, y antes de exhalar el último suspiro, pudo oír el aplauso de la multitud.

A continuación fueron llamados, para el segundo combate tres hombres de mi equipo que habían de luchar contra otros tantos colosos de seis brazos, oriundos de un lejano país. La única parte vulnerable de su cuerpo era un pequeño espacio en su espalda, pues el resto estaba protegido por una coraza natural, formada por láminas córneas que se sobreponían unas a otras.

Un clamor de espanto se elevó de la asamblea, pues aquellos seres podían luchar durante horas sin dar la menor señal de fatiga. Medio hombres, medio fieras, su aspecto infundía pavor. Pero los encuentros se verificaban mediante sorteo y no cabían apelaciones contra la suerte. Uno de los designados de nuestro equipo, el bandido que había atentado contra mi vida, desertó. Al enfrentarse con los monstruos, y antes de que dieran la señal para empezar la pelea, alzó el brazo en confesión de derrota. Fue retirado del campo en medio de un espantoso tumulto.

Mis dos compañeros— lejos de amilanarse por la deserción del cobarde — tomaron mayor brío. Con una serenidad heroica se dispusieron a vender caras sus vidas y bastó su ademán para, que el público olvidara la reciente ignominia.

Combatieron, recibiendo varias heridas, sin poder hacer mella en aquellos seres blindados. Los monstruos evitaban volverse de espaldas a mis compañeros, que, más ágiles, trataban de rodearles. Pero no pudieron conseguir su propósito ante la cerradísima guardia de los tres brutos, que agitaban el molinete agobiador de espadas. Aunque peleaban bravamente, no podían hacer sino esperar la muerte con estoicismo y valentía. Al fin, uno cayó atravesado por los titanes. A renglón seguido, los tres colosos se precipitaron sobre el superviviente.

El estallido clamoroso cruzó el aire, tan fuerte que los luchadores se detuvieron, indecisos. Vi agitarse entre el público los brazos en fervorosa apelación y, a toque de clarín se esperó que mi compañero suspendiera la lucha. Pero él, con gesto sobrio rechazó la posibilidad. Sólo reclamó un voluntario de su equipo que le ayudase. ¡Estaba en su derecho y nadie le podía arrebatar la gloria de la muerte!

Como un solo hombre, mis compañeros y yo nos adelantamos. Pero sólo uno podía acudir. Todos estábamos dispuestos, y los jueces no sabían qué hacer en aquel extraño caso. Pretendieron, por selección, apartarme a mí. Pero yo me precipité sobre ellos y, derribando de una zancadilla al más inmediato de los jueces, grité a mis compañeros:

— ¡Atrás, amigos! Yo puedo resolver esta cuestión y voy a hacerlo. ¡Quietos los demás, en nombre de Uliax!

Había tal acento de dominio en mi voz que, sin más discusión, ellos retrocedieron a sus puestos. Los del jurado trataban de sancionarme por haber derribado a uno de los suyos, pero en cuatro zancadas me hallé junto al compañero que sangraba por muchas heridas. Le animé con mis palabras, Me puse en guardia y esperé el aviso.

Los tres titanes, indemnes, se lanzaron a un estudiado plan de ataque. Mientras que a mí no me concedían importancia, dos de ellos se arrojaron contra mi compañero. El otro se volvió, dispuesto a liquidarme de una sola estocada, pero me escabullí mediante un agilísimo regate. Embistiendo por la espalda a uno de los otros, que acorralaban a mi amigo, lo ensarté de parte a parte. Vi desmoronarse en el acto aquella gigantesca armadura de escamas; como un árbol cortado por su base.

El primer adversario cargó sobre mí, irritado por la estratagema. Mi compañero se tambaleaba y habría caído al suelo, pero le cogí con el brazo izquierdo y, manteniéndolo a mi costado, presenté cara a los dos feroces contrincantes.

Un silencio casi religioso se hizo entre los circundantes. Estoy seguro de que nadie pensó en pedir para mí otro voluntario: tal era la emoción y el pasmo que los embargaba.

Al ver llegar a las dos furias las contuve con la mirada. Haciendo acopio de fuerzas lancé un sablazo, de arriba a abajo, poniendo en él todas mis energías. Sonó un seco chasquido, como si el rayo hubiese abierto una vieja y corpulenta encina. Toda la serie de brazos de un atacante saltó, desprendida del cuerpo. Mi sable, partido en dos, voló también a gran distancia. ¡Con mi compañero en los brazos me encontré desarmado, en medio del circo!

Una masa mugiente y un ronco bramido electrizó a la muchedumbre, e hizo volver la cabeza a mis adversarios. Era Zolo que, rompiendo el cordón de soldados, venía en mi busca. Atraído por mi llamada inconsciente, acudía con la fiereza de un inmenso erizo y la rapidez de un caballo desbocado.

Una especie de tregua tácita se había creado entre nosotros ante la presencia del animal y su inesperada intrusión. Llegó a mi lado — mientras sus pinzas se erguían amenazantes hacia mis dos enemigos — y yo deposité el cuerpo del herido junto al inmenso caparazón. Zolo le aferró, sin apartarse de mi lado y fue preciso que se lo ordenara enérgicamente. Aún así, emprendió una marcha cansina, volviéndose a menudo. Por fin se alejó con su carga, coreado por una sonora ovación.

El vocerío del público pedía un nuevo auxiliar para mí, o la suspensión del encuentro. Pero yo me lancé hacia los brazos segados del gigante y arranqué una de sus armas. Unida a la del compañero puesto a salvo, acudí al encuentro de mis enemigos.

El ser a quien había desgajado una serie de brazos no mostraba señal de debilidad. Sólo se defendía con cierta torpeza, por la falta de equilibrio de sus miembros restantes. Volví al ataque con redoblado afán, y continué una pelea que había de figurar más tarde en los anales del reino.

Desembarazado del peso de mi compañero, equilibré la manifiesta superioridad de mis contraídos, que no sabían cómo acorralarme. Yo les atacaba, les huía, les hacía regates y les lanzaba diestras zancadillas que les hacían rodar por el suelo. A cada esquiva y a cada caída de ellos, un clamor se elevaba del circo. Sentía que millares de voces me alentaban y me revolvía como una flecha entre los dos colosos, despistándoles, aturdiéndoles. A cada paso creían encontrarme a su espalda.

Por fin, aquel a quien había cercenado cayó al suelo cuan largo era. Antes que pudiera levantarse — cosa difícil con sólo una serie de brazos—, le clavé una de mis espadas. Con tal fuerza, que lo dejé ensartado en el suelo. Me incorporé al acercarse a mí otro enemigo, con un salto tan lleno de energía que me aparté más de seis pasos de donde estaba inclinado. El rival vio en mis ojos tal coraje y resolución — una tan clara sentencia de muerte — que arrojando sus armas se lanzó a la carrera fuera del campo.

Con la celeridad del rayo, tomé una espada de la punta, la agité en el aire y la lancé como una saeta. A más de quince yardas de distancia el monstruo se detuvo, abrió sus brazos y se abatió sin vida sobre la arena. Indescriptibles vítores surcaron el aire, gritando mi nombre a los cuatro vientos. Me acerqué al caído, puse mi pie sobre su torso y arranqué la espada del cadáver. Después volví con los míos.

Mis tres compañeros me esperaban saltando y gesticulando. Cuando llegué a su lado me abrazaron a la vez. Un silencio tenso se hizo a mí alrededor después. Alzando la cabeza vi a Uliax, que avanzaba a mi encuentro acompañado de su escolta. Me echó las manos al hombro en señal de respeto, y su voz se elevó rotunda:

—Desde este momento, cualquiera que sea el resultado del torneo, te nombro jefe y general de mis ejércitos, con todos los honores y preeminencias. Tendrás casa en mi ciudad y comida en mi mesa. Los míos, donde los encuentre, te deberán obediencia.

No dijo más, y volvió con su séquito a ocupar el puesto en la tribuna real. Los juegos siguieron con suerte varia para los distintos luchadores que salieron a la palestra. Como nuestros equipos habían actuado aquel día, podíamos retirarnos. Así lo hicimos, para atender al compañero herido. Yo también estaba cansado y, además, el espectáculo no tenía ningún atractivo. Tan sólo uno de los nuestros quedó allí, para comunicarnos después los diversos incidentes.

Me retiré temprano para estar dispuesto al combate del día siguiente. El compañero que permaneció en el estadio nos relató el resultado de los demás combates. De más de setenta participantes en los juegos, sólo quedaban para el siguiente día treinta útiles. Los otros habían sido retirados muertos o gravemente heridos.

De madrugada realicé un largo paseo para desentumecer mis músculos y darme un baño. Me acompañaba Zolo que, al ver el agua, se lanzó sin vacilar a ella. Me costó gran trabajo sacarle de allí y, después de almorzar ligeramente, me dirigí al encuentro de mis compañeros. Todos juntos volvimos al estadio.

Empezaron los juegos, el segundo día, por un combate general entre uno de los individuos de cada equipo. Cada luchador caído debía ser sustituido por otro de su grupo. Corrió el rumor de que los que no luchasen aquel día tendrían que combatir al siguiente y, como se suponía que cada combate superaba en dificultades a los anteriores, se presentaron muchos voluntarios. Mis compañeros me rogaron que les dejase salir y no supe prohibírselo. Preferí reservarme y ocupé la tribuna de los luchadores.

Cerca se sentaron toda clase de seres, que habían de ser mis enemigos mortales y ahora me honraban con manifestaciones de afecto. A mi izquierda se sentaba un ser con cuerpo de antropoide y cabeza de león, que sacudía su melena y la erizaba cuando la emoción le invadía. Un pigmeo clavaba sus ojos en el ruedo, mientras su cuerpo se contorsionaba y lanzaba agudos silbidos. Otros varios seres pululaban en aquella grada, a cual más temeroso y horripilante. Entre ellos permanecí como aislado, sin prestar atención a cuanto ocurría en el coso.

Sólo tenía puesto mi pensamiento en el día que, en virtud del maravilloso poder que Tula me había conferido, me viera en presencia de Elia. ¿Cómo podría raptarle de aquel pueblo que no hubiera vacilado en comerme vivo de adivinar mis ideas? Me consideraba el peor de los traidores, más que el que había deshonrado a nuestro grupo. Un villano, que comía el pan de la hospitalidad de un pueblo sin murallas.

Un alarido me arrancó de mis meditaciones. El público, electrizado, se había puesto de pie. Involuntariamente hube de mirar también. Un informe montón de cuerpos caídos llenaba la plaza y pude ver los cadáveres de mis dos compañeros. En el centro de la arena estaba el gladiador que había quedado victorioso. En el sangriento combate de todos contra todos, había eliminado a los vencedores parciales y mantenido con éxito la última pelea. Se tambaleaba, como ebrio, mientras se desangraba. ¡Si al día siguiente no quedaba ninguno de nosotros vivo, aquel sería el triunfador de los Juegos!

Pensativo fui a reunirme con mi único compañero.

—Vamos—le dije — a nuestro alojamiento. El día de mañana, a juzgar por los comentarios, no nos guarda nada bueno.

—Sí — confirmó él, sacudiendo la cabeza con sombría decisión—, los Juegos son extraordinariamente duros. Ello se explica por el éxito que han tenido en años anteriores. ¡Hasta del centro de la tierra han enviado representantes! Además, es tanta la variedad de razas de este mundo que no se pueden equilibrar las fuerzas de cada luchador. Voy a darte una prueba — añadió—: te he visto sentado junto a un Hércules de indudable ferocidad y un entecillo pequeño y contrahecho, de cara seca y arrugada.

Pues bien: ¡ten cuidado con él sobre todos los otros! Aparte de las armas que pueda esgrimir, su aliento es mortal e inutiliza a sus adversarios, envenenándolos.

Recordé entonces la extraña laxitud que me había invadido, la serie de tristes pensamientos que experimenté en la tribuna; no atreviéndome desde entonces a menospreciar a ningún rival. Afortunadamente yo también tenía mis trucos: fuerza y agilidad impropias de mi aspecto y un falso corazón oculto tras de la apariencia bondadosa.

Aquella tarde volví a pasear por las afueras de la ciudad. Me encontraba deprimido y quise hacer ejercicio. Zolo trotaba de un lado a otro, manifestando extraordinario contento. Entonces me puse frente a él y le dije:

—Vamos a luchar, amiguito...

No me entendió y hube de repetir la orden. Cuando se hizo la luz en su cerebro arremetió contra mí como una centella... y di un salto para esquivar su embestida. Entonces noté, por vez primera, una facultad que apenas advertí el día anterior; cuando luchaba contra los gigantes. Podía desplazarme a gran distancia y aún permanecer en el aire durante corto tiempo. Aquella especie de ingravidez me permitió encaramarme a los árboles y arrancar sus frutos sin ninguna dificultad.

El asombro de Zolo era grande, aunque no se extrañaba de nada. Permanecí entre las ramas mientras él esperaba al pie del árbol, gruñendo con fiereza. Cuando me bajé de allí lo hice con cierta aprensión y él, rápidamente, me sujetó con sus tenazas manos y pies, como un perrillo que juega con su dueño y le mordisquea. Caí rodando hecho un ovillo, y durante un rato peleamos los dos.

Regresamos a nuestro alojamiento cuando todos los luchadores dormían ya. Me entretuve buen rato en manipular con unas hojas secas que había arrancado de los árboles, en los que me encaramé para coger fruta.

A la mañana siguiente, después del baño, me encaminé hacia el circo con mi único compañero. Llevaba en mi bolsillo algunos toscos cigarros confeccionados con hojas de árbol, pues rabiaba por fumar. Como allí no existían los fósforos, compré en una tienda una enorme lente, con la que esperaba concentrar los rayos del sol. Mientras aguardábamos nuestro turno, hice algunas pruebas con ella y después la guardé, descuidadamente.

En el centro de la arena se alzaba una caja misteriosa. Un clarín reclamó silencio, y el heraldo anunció:

—El rey de los cerebros — usando su derecho a ser representado en los Juegos — envía en esta caja a su candidato. Ha pedido luchar contra todos los supervivientes de los días anteriores, a la vez. ¡El combate será a muerte!

Un silencio sepulcral se hizo después del original reto. Miles de miradas convergieron hacia la caja, que oportunamente fue destapada. Poco a poco, una forma sinuosa y ondulante se elevó, mostrándose a nuestra vista. Era algo así como un gigantesco pulpo y la asamblea gritó consternada.

Aquel ser no tenía armas, ni las necesitaba: sus enormes ojos poseían un poder magnético irresistible. Cualquiera a quien mirase, aunque fuera durante una fracción de segundo, quedaba en estado cataléptico. Un escalofrío de terror agitó a los luchadores...

Conté a los hombres que estaban conmigo, ayer posibles rivales y hoy aliados contra el común adversario. Éramos doce paladines, doce víctimas avanzando hacia su verdugo. Tres de mis compañeros intentaron huir; pero, bien a su pesar, ganaron el terreno perdido ante la inflexible voluntad que los atraía. Formábamos un cerrado círculo, cuyo centro eran las dos pupilas viscosas del monstruo; potentes imanes que aniquilaban cualquier resistencia.

A unos diez pasos del siniestro adversario quedamos detenidos, como petrificados. El hombre-león fue el primero que pareció romper el hechizo. Sacudió su melena y avanzó, profiriendo un rugido de combate. Con la cabeza baja, cubriendo sus ojos con la crespa cabellera, pretendía evitar la sugestión. Sus garras extendidas, en la actitud de un sonámbulo, trataban de alcanzar la presa y destrozarla con potentes zarpazos.

Pero su esfuerzo fue inútil. A dos pasos del monstruo quedó rígido. Abatió sus garras y alzó la cabeza, mirando fijamente al pulpo. Éste hizo un gesto, uno solo en su horrible inmovilidad. Extendió uno de sus brazos y tocó al hombre-león en la cabeza. Al instante, aquel hermoso ejemplar de gladiador se derrumbó, fulminado por una potentísima descarga.

Todos seguíamos inmóviles, clavados en el suelo por la voluntad maligna. Tocó el turno después al hombre serpiente, y el repugnante animal tuvo que avanzar a pesar suyo. Antes de llegar al alcance de los tentáculos del pulpo empezó a escupir su aliento ponzoñoso. Veíamos sus esfuerzos por dirigir el chorro mortal al cuerpo de nuestro enemigo. Fue inútil, también: a la distancia de cuatro yardas el pulpo lo detuvo con su mirada y ya no brotó más el aliento fatal. Avanzó retorciéndose y silbando. Fue enroscado por dos enormes brazos y tirado muy lejos, hecho un guiñapo.

Luego fue uno de los aborrecibles monstruos de seis brazos, que intentó huir de la mirada alucinante cubriéndose con ellos su único ojo. Después, el gigantesco oso del casquete polar. Luego, un ser de las antiguas simas, de mandíbula metálica. Uno por uno el pulpo iba eligiendo sus víctimas más peligrosas y eliminándolas. A aquellas de más débil aspecto las dejaba para el final, con el refinamiento sádico de prolongar su agonía. Tal vez para, en un último alarde de poder, aniquilarlas a todas con un golpe múltiple.

Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis... Los cuerpos vencidos se acumulaban como mudos trofeos de un formidable poder. Yo intentaba controlarme, recordar las prácticas de autosugestión y neutralizar el efecto de aquella mirada. Revolvía mi mente para encontrar la fórmula salvadora. Pero mi cerebro estaba en blanco, sin una idea ni una facultad. Atentas todas mis potencias a mirar y obedecer.

¡Siete...! La nueva víctima avanzaba a cara descubierta sin propósito de lucha; en brioso y voluntario encuentro de la muerte. Era mi compañero. En alguna parte sonaron unos clarines... Se anunciaba la paralización del combate, pero mi camarada avanzaba sin oír y el monstruo tampoco atendió la orden. ¡Era una fiera sanguinaria, que reclamaba su presa!

Estaba mi amigo a menos de tres yardas del pulpo, y éste elevaba un tentáculo para fulminarlo. Yo me esforzaba por sacar mi cabeza del caos en que se agitaba; tratando de encontrar ideas. En alguna parte mi reina estaría en pie: magnífica, radiante y... ¡horrorizada! ¿Iba a ser aquel monstruo el que recibiera de sus manos el premio?

Algo se revolvió en mí ser, se rompió con íntimo crepitar en mi cerebro. Lancé un grito y el monstruo detuvo su tentáculo, que ya rozaba a mi amigo. Se volvió hacia mí y concentró el terrible poder de sus ojos en el anciano que osaba resistirle.

Como cables de acero sentía mis músculos. Avancé mientras una voluntad extraña, potentísima, me ordenaba detenerme. Pero seguí adelante, ajeno a todo lo que me rodeaba. Mis compañeros de lucha, el circo, la multitud, ¡todo lo había olvidado! Sólo mis labios murmuraban: “Elia, ¡Elia!, ¡ELIA!”, como un místico y amoroso contra hechizo.

Así llegué a tres o cuatro pasos del monstruo. Uno de sus tentáculos apuntaba a mi cabeza. Como una recta implacable en aquel mundo de curvas. ¡Entonces di el salto! Un salto de más de cinco yardas por encima del pulpo. Sobre su cabeza. Mientras hendía el aire mis manos agarraron la lente que tenía en el bolsillo. Con precisión automática concentré los rayos del sol sobre uno de los ojos glaucos y malignos.

Un repugnante alarido y un crepitar de grasa calcinada llegó a mí. Descendí del otro lado de la fiera y ésta, por primera vez, abandonó su inmovilidad y su repugnante indolencia. Se lanzó en mi busca con furia indescriptible, retorciendo y agitando sus tentáculos con el afán de destrozarme entre ellos. Muy cerca de mi lado, tocándome casi, salté otra vez. De nuevo el hedor y la crepitación hirieron mis sentidos. ¡El monstruo estaba ciego!

Entonces me precipité hacia mi amigo. De un violento empellón le saqué de su marasmo y arrebaté el arma de sus manos crispadas. ¡Ya era tiempo! Ciego, pero guiado por un instinto perverso, el siniestro adversario avanzaba. Tanteando el terreno, retorciendo cadáveres a su paso.

Yo estaba frente a él, con mi espada en alto y un canto de victoria en los labios. ¡Sí! En medio del silencio de la multitud, aquel planeta escuchó por primera vez una canción. ¡Un himno de guerra! Cada tajo de mi arma, cada entonación vibrante de mis labios, era un tentáculo que caía y se retorcía, un brazo que le arrancaba a la muerte. Al fin, podado aquel árbol del mal, dirigí una furiosa y última cuchillada a la bestia. Partí en dos mitades su cerebro sanguinario.

Al romperse la tensión, al desaparecer el obstáculo que me turbaba, un imponente griterío me volvió a la realidad. Miré al sol y tendí los brazos desarmados a donde intuía que estaba mi diosa. En vez de recibir en pie los vítores por mi hazaña, me senté sobre uno de tantos cadáveres. Apoyé mi cabeza entre las manos... ¡y me eché a llorar!

CAPÍTULO VI 

Una ola turbulenta venía hacia mí: era la multitud. Rotas las barreras de soldados, en alud incontenible, acudía a mi encuentro. Me levantaron, me estrujaron, me llevaron en hombros. Arrancaron a jirones parte de mis vestidos y disputaron sus fragmentos como reliquias. Cuando al fin me encaminaron hacia el trono de Elia, apenas unos andrajos cubrían el macilento cuerpo de un anciano.

Una voz, ¡la suya!, acarició mi oído y me galvanizó. Estaba ante Elia, bellísima, radiante y emocionada. La oí al ceñir mis nevadas sienes con la corona del triunfador; mientras cubría mi desnudez con un manto escarlata:

—¡Extranjero! Valeroso hombre de no sé dónde... Recibe dignamente estos símbolos, que has conquistado con tu fuerza y tu valor. ¡Ponte de pie ante tu reina!

De rodillas, como estaba, alcé mis ojos hacia ella. ¡La vi otra vez! Después de recibir de sus manos las preseas me atreví a lo que no hubiera hecho ningún hombre de aquel planeta: a llevar a mis labios el borde de su vestido. Pero no me levanté. ¡Desobedecí su orden y aquél fue mi mayor rasgo de valentía! Permanecí a sus pies como en éxtasis, hasta que oí de nuevo su voz:

—Conducid a este hombre a palacio y que lo atiendan como corresponde a su jerarquía. Los Juegos han terminado... ¡para siempre!

El velo que orlaba su cara se abatió sobre el rostro encantador. Los personajes de su séquito se inclinaron, y Elia se retiró por una puerta reservada.

Al abandonar la reina el estadio, la multitud se agolpó en torno mío. Ya nadie se atrevió a tocarme; solo murmullos y comentarios escoltaron mi marcha. Uliax vino a mi encuentro, y palmeando mi espalda, me llevó con él a donde le esperaban sus amigos. Aquella prueba de familiaridad me equilibró y volví a ser un hombre normal. Hinché el pecho agobiado y estiré los brazos caídos. Distendí mi cara en una sonrisa y sacudí la cabeza como el que despierta de un sueño.

Quise completar mi felicidad, sacando un rústico cigarro al que prendí fuego. Mi lente me había sido devuelta junto con mi última espada y el resto de las prendas rescatadas. Chupando frenético la apestosa tagarnina, empecé a lanzar humo por nariz y boca ante la estupefacción de mis admiradores.

—¡Ahora lo podéis ver!... Como os había dicho, es un ser extraordinario — dijo Uliax.

Cuando salíamos del coliseo, un destacamento avanzó a mi encuentro. El jefe se adelantó e hizo un saludo, aguardando. ¡Aquél era mi séquito!

Fui invitado a comer con varios nobles y príncipes. Todos, a porfía, intentaban obsequiarme. Por no desairar a ninguno dudaba qué partido tomar.

—Amigos... ¡todo puede arreglarse! — exclamó Uliax —. Vamos a prescindir de formulismos y reunámonos, solos, en un lugar cualquiera. Propongo que sea el homenajeado, general de mis ejércitos, el que nos invite.

Todos jalearon la solución y hallado un sitio adecuado convertimos la estancia en digna réplica de los banquetes de Gargantúa. Uliax se excedió al encargar el “menú” y pensé que tendría que estar sirviéndole gratis el resto de mis días.

La fiesta transcurrió en la mayor armonía, pese a que algunos de los hombres que confraternizaban eran enemigos.

Después que se agotaron los manjares y todos los temas de conversación, mis amigos se despidieron de mí. Caminé con el jefe de mi séquito hasta mis aposentos de palacio, pues había de ser durante tres días huésped de honor de la reina.

Despedí a Yunán, que así se llamaba mi lugarteniente, me bañé y vestí. Antes de retirarme a mi aposento quise pasear un rato por los jardines. Recorrí los cuidados parterres y las silenciosas glorietas. Y cuando iba a abandonarlos camino del lecho, algo me hizo elevar la vista hacia una alta ventana. Tras de sus cristales, apoyada en el alféizar, vi recortarse la silueta de una mujer.

Las fatigas físicas y mentales, las alternativas de depresión y triunfo, y el recuerdo de Elia, trastornaron mi sueño. Soñé que veía nuevamente a Tula — la repugnante bruja de cuerpo sarmentoso—, que con su rostro inclinado sobre el mío murmuraba:

—Te he colocado en la cúspide del triunfo, librándote de todas las asechanzas. Eres el vencedor, fuerte y respetado. Aprovecha la situación y cumple tu promesa. No intentes rebelarte a mi poder pues te aniquilaré si intentas traicionarme.

Esta horrible visión se desvaneció y en su lugar se alzó ante mis ojos un fantástico palacio de cristal, que albergaba al más extraño ser. Un descomunal cerebro dotado de millares de ojos. Rodeado de pulpos que montaban guardia vigilante, me transmitió con deliberada lentitud su mensaje:

—Soy tan antiguo como el planeta y nada escapa a mi vista aunque estoy encerrado en las entrañas de la tierra. Hoy has aniquilado a uno de mis auxiliares, pero no te guardo rencor: venció el mejor y ello encaja en el orden inmutable de la lógica; ¡ven! Déjate llevar por la intuición y hallarás un refugio.

Al destruir uno de mis seres han fallado por primera vez mis cálculos: eso me turba y quiero estudiarte, teniéndote cerca de mí. ¡No me hagas esperar!

Esta segunda pesadilla se disipó al fin. Me desperté envuelto en sudor frío. Sobre una mesita, al alcance de mi mano, había una vasija con agua. Bebí ansiosamente y derramé el resto sobre mi cabeza, que ardía... Después no sentí más. Caí en un sueño tranquilo, que proporcionó descanso al cuerpo y al espíritu. ¡Bien lo necesitaba para mis sucesivas aventuras!

Despertado por un redoble de tambores me vestí aprisa. Acompañado de Uliax, salimos los dos hacía las afueras de la ciudad y desde un cerro divisamos vistosas compañías que se alejaban unas de otras; los visitantes regresaban a sus lejanos países. Unos en lujosos carruajes mecánicos, otros en aviones o enormes trenes orugas. La reina no había concedido audiencias, y cada uno de los príncipes se marchaba con el sentimiento de haberla visto breves instantes al descubierto, cuando me otorgó el premio y los honores. Uliax, a mi lado, me ilustraba sobre cada comitiva.

—Ese avión — me dijo, señalando — marcha a las ignotas regiones de Mitonia, donde tardará en llegar doce jornadas. En cambio, los que emprenden el camino en aquel vistoso vehículo quedan cerca de nosotros, a solo un día de camino; son los más próximos vecinos de Hulana. La bulliciosa tropa que acampa fuera del recinto de la ciudad está compuesta por hombres-leones, que han de embarcar en una carroza que anda por el mar, rumbo a la isla a que pertenecen. Y los otros que se divisan lejos, levantando una nube de polvo con sus pezuñas, son los hombres-tortuga, a tres de los cuales venciste en tu primera y memorable batalla. No utilizan vehículos porque no saben construirlos; su obtuso cerebro se halla retrasado varias centurias. Habitan en cavernas y se prolifican de modo asombroso. ¡Algún día tendremos que exterminarlos!

Hizo un esfuerzo por alejar un pensamiento doloroso, y continuó:

—Muchas otras tribus se han retirado ya, a hora más temprana y por distintos caminos. Es espantosa la variedad de seres y razas de este planeta. Si no unificamos nuestro esfuerzo, las potencias malignas se levantarán un día para destruirnos.

— ¿Cuándo partimos? — le pregunté.

—Tú te quedarás hasta ser recibido por la reina — me dijo—: ¡feliz mortal que podrás contemplarla a solas! Nosotros, según el protocolo, hemos de salir de aquí esta misma mañana. Mi nave me espera para marchar. Al regreso a Yaga ejecutaremos a Vultán, a quien conducimos encadenado. Gracias a ti, amigo, nuestra bandera puede ondear entre las otras sin desdoro. A propósito — siguió—: ¿qué extraña facultad te permite dar esos saltos, que parecen inmovilizarte en el aire? He estado reflexionando y no me lo explico. ¿Puedes aclararme de una vez tantos misterios?

—Todavía no es tiempo, Uliax, de revelar mis secretos— le dije—. Antes debo hablar con la reina. Pero te prometo que pronto serás informado. En cambio, deseo que me expliques quién es el rey de los cerebros.

El rostro de Uliax se ensombreció. Permaneció meditando unos instantes y al fin habló:

—Ese es uno de los puntos que ensombrece nuestro planeta. Sabemos que existe un misterioso poder, oculto en sitio inaccesible. De vez en cuando, guerreros y sabios emprenden una peregrinación sin retorno. Se los ha seguido hasta cierto paraje donde una espesa niebla los absorbe. Otras veces ha despistado y detenido a sus seguidores un frío intensísimo, extrañas alucinaciones... ¡Siempre un obstáculo se interpone, aislando a los voluntarios peregrinos! Algunos consideran a ese ser como un semidiós; otros, como el prototipo de los malvados. Es una inteligencia sin apasionamiento — calculadora y egoísta—, que atrae por no sabemos qué influjo. Un ogro insatisfecho, una hoguera fría que hunde en su ser lo que destaca en el planeta...

Le interrumpí, plácidamente:

—Yo he sido llamado por él, esta noche — dije.

Mi amigo retrocedió unos pasos, mirándome con horror infinito. Después se acercó a mí. Cogiéndome de un brazo me zarandeó, mientras gritaba:

—Pero no irás, ¿verdad? ¡Dime que no irás!

—Aún no lo sé —« contesté con ácida sonrisa —. Es tan posible que resista a su poder como que no pueda contrarrestar su influjo. De todas formas no iré, te lo prometo, antes de ser recibido por la reina.

—Si decides partir—me contestó Uliax, ceñudo —, estás perdido. ¡Resiste cuanto puedas el hechizo! Ordena, que te amarren a sólidas cadenas, que te encierren en una mazmorra. Ven a mi ciudad y yo cuidaré de que no puedas evadirte, a pesar de tu fuerza asombrosa.

—No temas por eso. Si voy, lo haré voluntariamente.

—Estás equivocado, como todos los atraídos por ese misterioso ser — denegó Uliax —. Creen que acuden por su gusto, pero lo cierto es que obedecen. ¿Comprendes? Para el formidable intelecto del rey de los cerebros, nuestra voluntad es un juguete: nada vale contra él. Uno de sus súbditos os ha tenido a todos en jaque, y a pesar de las severas leyes de los Juegos recibió la orden de detenerse y no hizo caso. Tú, mejor que nadie, has podido comprender su enorme poderío. ¡No vayas, mientras puedas evitarlo! — terminó Uliax.

—Te prometo — añadí, influido por el afecto que palpitaba en sus palabras— que no iré mientras no sea estrictamente indispensable. Creo, de todas formas, hallarme en posesión de algo que neutralizaría el poder de aquella inteligencia.

Uliax me tomó de un brazo. Sus dedos se clavaron en mi carne.

—Tú eres extraordinario — me dijo —, pero humano al fin. El rey de los cerebros es algo fuera de las reglas de la materia, de toda influencia protectora.

En aquel momento recordé la advertencia de Tula. Volví a ver, en el plano, aquella región misteriosa. ¿Acaso su poder fallaba allí, únicamente? “¡Merecía la pena comprobarlo!"

Había pronunciado mi última frase en voz alta y Uliax, que adivinó mi pensamiento, me dijo con firme energía:

—Consorte, eres un general de mis ejércitos; obediente, por lo tanto, a mis órdenes. Si piensas ir allá, contrariando mis deseos, te consideraré desde este momento como un desertor y lucharé a muerte contigo. Prométeme firmemente que no acudirás al encuentro del rey de los cerebros... ¡o desenvaina tu espada! Aquí mismo, sin testigos y como dos malhechores, lucharemos hasta perder nuestra última gota de sangre.

Al decir esto ya se me enfrentaba espada en mano. Aguardando la acción que, sin dudarlo, le condenarla irremisiblemente. Admiré su energía; la amistad que, sólo por salvarme, le hacía arriesgar la suerte de su reino.

—Enfunda tu espada, noble Uliax — le contesté — y marcha tranquilo a tu país. Tienes mi palabra de que, voluntariamente, consciente de mis actos, no partiré en busca de ese misterioso ser... ¡A menos que la suerte de Elia dependa de mi acto!

Uliax envainó su arma y vino a mí, más tranquilo.

Cuando habló, su voz se había tornado nuevamente amistosa:

—Por fortuna — resumió — ese maldito no se interesó sino por la fuerza y la inteligencia: su poder analítico rehúsa la belleza. De lo contrario, hace tiempo que nuestra reina hubiera emprendido la trágica peregrinación, el viaje sin retorno. Claro está — añadió, dando una patada en tierra — que entonces todo el planeta se hubiera puesto en marcha y no hubieran valido fosos, nieblas ni alucinaciones. Todos, ¿me oyes?, ¡absolutamente todos la hubiéramos seguido para defenderla o morir con ella!

Poco hablamos después. Me despedí de mi amigo y jefe y le vi encaminarse hacia su nave. A algunos pasos se volvió y me dijo:

—Dentro de tres días mi avión regresará para conducirte a Yaga, si la reina no dispone otra cosa. De todas formas, quedas exento de obligaciones conmigo. Aunque siempre habrá para ti un puesto en mi reino y — añadió ya a voces, tal era la distancia — en mi corazón.

Le perdí de vista entre la multitud que rodeaba la explanada. Vi cómo la nave era cerrada, oí distintamente el bramido de sus motores y, a poco, el avión despegó suavemente, rumbo a la ciudad subterránea. Regresé a palacio y después de comer, pedí que me facilitaran el acceso a los laboratorios. En ellos estuve manipulando toda la tarde. Ya muy entrada la noche — cuando casi todo el mundo dormía— volví a pasear por los jardines.

Astarté era como un enorme bólido que vigilara mis pasos. Cualquiera se hubiera figurado hallarse en la Tierra, en una luna cincuenta veces mayor envuelta en niebla. La luz reflejada por el astro era así más difusa y daba a los árboles y a las cosas poesía.

Una inefable ternura se apoderó de mi alma, joven y vibrante a pesar de mí reseca envoltura. Del corazón a los labios me subió una canción de amor. Entonada a media voz, sin más pretensión que desahogar mi alma de la melancolía, fue escuchada por un oído atento. Mi voz encontró eco apasionado en otro pecho.

Por fin me retiré a descansar, y aquella noche no tuve insomnio ni pesadillas. A la mañana siguiente, fresco y despreocupado, había reencontrado el sabor de vivir. El agridulce aspecto de las cosas de aquel planeta, cuyos impulsos esenciales eran ciencia y milicia. Después del desayuno, Yunán se presentó a mí. Me comunicó que la reina deseaba verme y fui conducido a las habitaciones privadas de Elia. En la puerta campeaba un rótulo en extraños caracteres y su significado me fue traducido por el jefe de protocolo con vos solemne:

“Al traspasar estos umbrales avanza con bondad y espíritu sereno. De lo contrario, detén tus pasos y tu malvada intención.”

La puerta se abrió silenciosamente y una vez la hube traspuesto se cerró tras de mí. Me hallaba a solas con la reina, diosa y mujer. ¡Con Elia! Estaba sentada en un amplio ventanal, velada, la luz del exterior por gasas de colores que la descomponían en una catarata armónica. Avancé hacia la reina y me arrodillé frente a ella, esperando órdenes. Su voz, dulce y enérgica a la vez, acarició mis oídos:

—Levántate del suelo —dijo—: ¡tú no eres un esclavo! Siéntate frente a mí y contesta a mis preguntas.

Así lo hice y, durante unos segundos, la miré cara a cara. No como un súbdito obediente, sino como un enamorado debe contemplar a su amada. Si Elia vio en mis ojos algo extraño no dio muestras de ello. Su voz, cadenciosa y firme, volvió a sonar para regalo mío:

— ¿De dónde eres, señor?

—De Londres, una gran ciudad rodeada de niebla — contesté.

—Nunca oí ese nombre y conozco toda la geografía de Júpiter. ¿Cómo puedes explicarte? — me preguntó.

—Soy de otro planeta, reina mía.

Al oír mis palabras una turbación intensísima agitó a Elia. Pero su voz, al hablarme, apenas lo traslucía.

—Cuéntame tu historia — dijo, simplemente.

A grandes rasgos la hablé. De mi ansiedad en la Tierra para remontarme hacia las estrellas y del sistema por el que mi alma se desprendió del cuerpo y voló. Mi encarnación en un zolo y el reinado entre las bestias; la salida en un nuevo cuerpo rumbo a Zoa, mi evasión del cráter. El aterrizaje entre la horda de ratas, la entrada en la caverna de Tula y la toma del cuerpo de su difunto esposo. Mí partida hacia Hulana y el despiste ante la niebla roja; la lucha contra los forajidos y mi captura por Uliax. Más tarde, la amistad de éste y mi llegada, por fin, a la capital que ahora me alberga.

—Tus últimas andanzas las conozco—me comunicó E.lia—. Pero hay algo que no me has contado y que necesito saber. ¿Por qué te facilitó Tula el cuerpo de su esposo, y te ayudó en tus empresas?

Admirando su fina percepción, me dispuse a decir toda la verdad.

—Reina mía — dije —; desde que te vi en el transfigurado cuerpo de Tula sólo he tenido la idea de amarte y servirte. Perdonad mis palabras o castígame por ellas: ¡nada me importa! Amo por primera vez en mi vida, con tal fuerza y apasionamiento que por obtener tu amor no dudaría en descender al mismo infierno. Acepté el encargo de Tula y obedecí sus órdenes como recurso para llegar a ti.

Para declararte ardientemente mí cariño, admirarte de cerca y, después morir si ese es tu deseo...

—Te pregunté una cosa secreta y me hablas innecesariamente de amor y de muerte — atajó Elia —. ¿Qué objeto tenía Tula para enviarte hasta mí?

Sacudí mi cabeza tratando de liberar mis ideas y poniéndome en pie, dije:

—Ella me ha mandado venir para llegar a tu presencia e intentar...

No pude decir más; el brazalete que ceñía mi brazo, el talismán que me había concedido fuerza y astucia, se apretó contra mí implacable. Como si una tenaza, o el engranaje de una máquina, me hubiera aprisionado entre sus dientes. Quise continuar hablando, expresar con los ojos mi pensamiento, y no pude. Me tambaleé como si estuviera ebrio y caí de bruces contra el suelo. Una fortísima agonía me invadió y, a punto de desvanecerme, así el vestido de mi diosa, que se había levantado horrorizada. Lo llevé a mis labios, esperando la fulminación definitiva, y oí la voz de Elia que llamaba a su guardia.

Se abrió la puerta con estrépito. Al instante me sentí cogido por docenas de brazos corajudos. Arrastrado, inerme, más débil que nunca en el cuerpo claudicante de un anciano, sentí una voz masculina, enérgica, que preguntaba:

—Dime, reina: ¿qué hacemos con este traidor?

—Lleváoslo de aquí mientras medita...—Luego añadió, con voz vacilante—: ¡Y no le llaméis traidor ni le tratéis como tal! Es, solamente, un desgraciado.

No oí más porque perdí el conocimiento. El brazalete, como un muelle de acero o los anillos de una serpiente, seguía apretándome. 

CAPÍTULO VII 

Cuando abrí los ojos y recobré la consciencia de mi estado me hallé en mi lecho. Un médico y su ayudante brujuleaban entre el olor dulzón que llenaba la estancia. Junto a mí se hallaba Yimán, el jefe de mi escolta, que aguardaba mi despertar, me dijo:

—Por orden de la reina sigo a vuestro servicio. Aunque era innecesario. Ella ha dispuesto que le sirva y te defienda con mi vida. Ha manifestado que, en cuanto te encuentres repuesto, sea avisada para venir.

— ¿Aquí? ¿A mi aposento? — pregunté con gran asombro. .

— ¿Por qué no? Su voluntad es ley, y se acata sin vacilar aunque parezca absurdo.

—Pues avísala. ¡Ahora mismo! —ordené.

Yunán salió de la estancia y me incorporé en el lecho. Pensando en Elia, mi antiguo vigor y serenidad me dominaron de nuevo. Aunque me aguardasen mil pruebas estaba dispuesto a sufrirlas con entereza. No transcurrió mucho tiempo cuando apareció mi servidor, el cual me anunció la inmediata entrada de la reina.

Ésta se presentó hermosa y resplandeciente. Pude observar en sus ojos, ligeramente enrojecidos, una sombra, de pesar; pero su mirada manifestaba resolución y energía cuando ordenó a todos retirarse. Quedó de nuevo ante mí, sola y bella como nunca.

—Consorte — empezó—: no es posible demorar entre nosotros una explicación; de ahí mi prisa. ¿Te encuentras bien dispuesto a escuchar?

—Aunque estuviera a punto de lanzar mi último suspiro, ¡oh, reina!—exclamé—. Mis ojos y mis oídos están pendientes de ti. Háblame, y dispón de mí como gustes.

—Bien: ¡sentémonos entonces! —dijo, sin afectarse. Y con la sencillez y naturalidad que sólo puede tener una reina, se acomodó al borde de mi lecho.

—Hace diecisiete años — dijo — que murió mi madre, dejándome al cuidado de sus vasallos. Poco antes me confió el secreto que la llevó al sepulcro prematuramente. Según una profecía, yo había de permanecer soltera hasta que viniera a mi encuentro un ser extraño, joven, fuerte y valiente. Él solo podría rescatarme al maleficio. Y había de ser en este mismo año, al cumplir yo veinticinco, en la oportunidad de los Juegos.

Hizo una pausa y dio un suspiro. Siguió:

— ¡Figúrate mi sorpresa al verte triunfar, con todas las condiciones previstas, excepto la juventud! Ahora comprendo, por tu relato de ayer, que tú eres joven como yo; pero tu aspecto se halla en oposición con el oráculo. Y debo acatar todos y cada uno de sus puntos; de lo contrario sobrevendrán a mi país grandes calamidades. ¿Comprendes ahora con qué intenso pesar he clausurado los Juegos, la única oportunidad de recibir a mi dueño y señor? Yo puedo estimarte, venerarte incluso; pero darte mi amor...

Antes de que pronunciara la palabra fatídica me erguí y sellé con mi mano sus labios. Me miró sorprendida y enojada, pero continuó:

—Nunca uno de mis súbditos se hubiera atrevido a tocarme, a detener las palabras de mi boca. Pero tú puedes hablar: ¡te escucho!

—Perdón, mi reina — exclamé—, pero quise evitar que pronunciases un veredicto desdichado. Según dijo un pensador de mi mundo, somos dueños de nuestras palabras antes de pronunciarlas; después, sólo sus esclavos.

—Tu boca está llena de sabiduría como de fuerza y agilidad tu brazo — contestó Elia—. Pero no te comprendo.

—Es muy fácil y... ¡muy difícil!

—No es esta la ocasión de hablar en enigmas — censuró.

—Voy a explicarme, si puedo—añadí, tocando con triste sonrisa mi brazalete—. Cuando me otorgaste el premio y me pediste que me alzara en tu presencia, dijiste que yo no era ningún esclavo. Sin embargo, lo soy: has tenido una prueba del poder de mi dueña. El trozo de metal que rodea mi brazo puede impedirme hablar, si ella lo desea. Por consiguiente voy a decirte — mientras me obedezcan los labios — que tengo un cuerpo joven y fuerte. Con más potencia física de la que me confiere este hechizo. Y estoy dispuesto a investírmelo. Con él volveré a ofrecerme a ti, y por las pruebas me conocerás.

Me levanté. En mis ojos brillaba una decisión inquebrantable. Volvería al imperio de Tula, le suplicaría que me dispensase de mí misión y me entregase aquel cuerpo fuerte y armonioso. Si se negaba, estaba dispuesto a tomarlo por la fuerza. Arrancándoselo, si era preciso, al mismo tiempo que su pérfido corazón. Lucharía sin la protección de poderes extraños; sólo con mi amor triunfaría de sus maleficios.

Elia me tendió su manita. Me precipité a besarla con todo el fuego de mi pasión y le dije:

— ¡Espérame, mi reina! ¡No tardaré en volver!

— ¿Y si murieses en la empresa?

— ¡No puedo fallar! ¡No tendría razón de ser la profecía! Cuando vuelva me recordarás por...—vacilé, sin saber qué prueba darle.

—Canta como anoche en el jardín — me dijo—. Ninguno de mi país sabe cantar y esto lo dice también el oráculo: “Un ser de voz con curiosas modulaciones.” Y ahora, que hablo de nuevo de la profecía, voy a decirte lo más terrible — añadió, con desaliento —. Mi destino me ordena ir, cuando cumpla veinticinco años, en busca del rey de los cerebros. Ese mítico ser, cuya existencia sólo se conjetura por extrañas y frecuentes desapariciones, envió hace tres días una prueba tangible de su presencia: el horrible pulpo con quien luchaste. Aunque no fuera más que por ello, la profecía merece respetarse: he de salir a su encuentro... ¡inmediatamente!

Me quedé petrificado. Recordé mi extraño sopor y el aviso recibido. Conté a Elia aquellas novedades y la prohibición de Tula de visitar el misterioso territorio.

—No pensaba ir hacia el rey de los cerebros — le dije—. Así se lo había prometido a Uliax, ayer mismo. Pero si es necesario, ¡iré en lugar tuyo!

—Agradezco, amigo, tu generoso ofrecimiento. Pero debo ir en persona...

—Pues bien: los hechos parecen encadenarse — insistí—. Si me lo permites, reina mía, yo te acompañaré en ese viaje. Iremos los dos con el séquito que consideres necesario.

—“A pie y sin comitiva — habló enfáticamente Elia, como si recitase una lección bien aprendida —. Con la sola compañía de un viejo escudero...”

— ¡Tómame a mí como tal! Anuncia nuestra marcha o partamos en silencio. Y...—pregunté, intrigado— ¿dice algo la profecía del resultado o duración del viaje?

—Indica también eso, hasta cierto punto. Dice que puede durar días o... ¡toda la eternidad!

—Esperemos que sea poco — alenté —. Hasta ahora, los engranajes del destino se ajustan a maravilla. ¡Creo en un feliz desenlace!

— ¡Partamos ahora mismo!—añadió Elia, presa de febril resolución—. Si retrasamos la marcha, y me dejo vencer por el terror, enloquecería. ¡Sólo de pensar en aquel monstruoso pulpo me pongo enferma!

—Mi reina — dije—: otra vez voy a desacatar tus órdenes. Mañana, al ser de día, partiremos. He de arreglar antes algo...

Sin aguardar su salida — otro desacato al protocolo— me encaminé al laboratorio. Trabajé en él muchas horas, ejercitando mis dotes de astucia. La química, maga de nuestro planeta, se afanó aquella noche para facilitarme armas de combate. No quise dormir — aunque bien lo necesitaba —, temiendo que en la somnolencia del descanso alguno de mis formidables antagonistas pudiera develar mis secretos.

Preparé un pequeño y útil equipaje, más necesario para la reina que para mí. Al amanecer ya estaba dispuesto para la marcha junto a Zolo, que se agitaba bulliciosamente ante la perspectiva de la vida al aire libre. No tardó en aparecer la reina, con un sencillo vestido de camino. Me encontró equipado con algunas mantas, provisiones y un pequeño botiquín.

Nadie salió a despedirnos, por orden de la bella. Como era muy temprano aún dormía la ciudad. Nuestra marcha, que parecía una fuga, pasó desapercibida. Llevábamos buen camino andando cuando Elia, que no había despegado los labios desde la partida, se volvió. La ciudad empezaba a cobrar actividad al ser bañada por los primeros rayos del sol. Tendió los brazos a ella, como si un fluido magnético la atrajese. Así permaneció hasta que yo, fiel a mi papel de escudero, la indiqué;

—Debemos marchar, mi reina. ¡El camino es largo!

—Sí, caminemos—dijo, haciendo un esfuerzo por arrancarse a la contemplación de su pueblo—. Sigamos pero... ¡no vuelvas a darme título! Somos ahora como dos camaradas, y ya no tengo reino.

Me dieron ganas de gritarla, según la tenía entre mis brazos de anciano: “Para mí serás siempre reina, puesto que mandas e imperas en mi corazón.” Pero no era ocasión propicia; atusé mis barbas canosas y, por espabilar mis sentimientos y aventarlos di una patada a una piedra que estorbaba el camino. Hice un gesto de dolor y Elia, que me observaba sonriendo, preguntó:

— ¿Dónde tienes el brazalete de Tula?

— ¡En el equipaje! —contesté, de mal talante.

—Dijiste que era imposible desprenderlo de tu brazo.

—Así me lo aseguró la repugnante bruja. Pero yo no estaba dispuesto a que volviera a dificultar mis palabras ni mis acciones y me lo arranqué.

— ¿Pero cómo, si era mágico?

— ¡Muy fácil!—respondí, riendo—. Ya que no disponía del sortilegio para abrirlo, lo desprendí con ácidos. Tenemos en la Tierra brujerías que aún no conocen vuestros hechiceros.

Con la conversación distraje a Ella. Llevábamos más de cuatro horas de camino cuando ella empezó a dar muestras de fatiga y le propuse montar a lomos de “Zolo” que correteaba delante de nosotros.

Al cruzar una espesa alameda, “Zolo” se detuvo de improviso, mientras soltaba un gruñido de alarma. Los árboles se agitaban en perceptible susurro, con una especie de gemido de advertencia. Traté de observar y localizar el peligro, si es que lo había; pero no pude vislumbrar nada insólito. Sin embargo, una especie de sexto sentido me avisaba también. Miré hacia lo alto y entonces vi una masa negruzca, un diabólico pulpo suspendido en unas ramas.

Pero no abrigaba intenciones hostiles por el momento. Uno de sus largos tentáculos seguía en dirección distinta al camino que llevábamos, apuntando hacia un vericueto entre rocas: ¡era un poste orientador vivo! Salvo su aspecto repugnante, no tenía agresividad.

Seguimos el nuevo rumbo, no sin que Elia sufriese un escalofrío. Poco después llegamos a un río y acampamos. Yo llevaba un curioso artefacto para encender fuego, consistente en dos recipientes con líquidos distintos, provistos de cuentagotas. Al juntarse ambos brotaba una llamarada que duraba algún tiempo. Hice acopio de leña, que “Zolo” se encargó de partir con sus pinzas en menudos fragmentos. Mientras nos disponíamos a cenar y pasar la noche, el animal se encaminó al bosque en procura de alguna presa. Al cabo de mucho rato volvió a nosotros, arrastrando todavía fragmentos del pulpo que tan gráficamente nos habría indicado el camino.

Elia se había dormido, recostada su cabeza en un montón de hojas secas; sus manecitas dejaban transparentar, a través de la carne rosada, la fina estructura de sus venas. Contemplé su piel pálida y sedosa, los verdes cabellos, el cuerpo esbelto y proporcionado, el pie brevísimo. Aspiré el perfume que se desprendía de ella y admiré su candor; el sosegado sueño, su abandono... Tan reina y tan mujer a la vez.

Me acerqué a ella mientras Zolo, incansable tragón, devoraba en silencio los restos de su caza. Confiando en su vigilancia y su instinto, dormí sin preocupaciones. La luz del siguiente día me despertó, al fin. Miré a mi lado y me vi solo, pero la actitud tranquila de mi amigo, a unos pasos, me hizo sonreír. De haber sucedido algo imprevisto el animal me hubiese despertado.

Al poco rato llegó Elia, que había estado aseándose en el río cuya corriente señalaba nuestro destino. Una guirnalda de flores entretejía sus cabellos, que aún conservaba húmedos. En las manos traía unas frutas silvestres y observé cuán rápidamente se adaptaba a su nueva vida; podía remediarse sin la ayuda de camareras ni azafatas.

Me saludó jovialmente, con clara sonrisa:

— Amigo: la mañana está hermosa y el día se presenta magnífico. Espero que hoy no nos suceda nada desagradable.

—Así lo deseo yo, también. Vamos a preparar el desayuno y, en seguida, levantaremos el campamento.

Ayudado por ella, con la alegría jubilosa de una niña que juega, preparamos nuestras viandas. Tomamos el jugo de las frutas silvestres, fresco y delicioso.

—“Zolo”... ¿no come?—preguntó Elia.

—Cenó anoche muy bien, demasiado...—contesté—. Y es posible que, de ahora en adelante, no le falte alimento. A propósito: te ruego que tomes un sorbo del licor que he traído. Es para prevenirnos —le explicó — del ataque de unos seres diminutos que se llaman microbios.

Mientras hablaba saqué un frasco con un líquido verdoso y le di a Elia una pequeña cantidad. Lo observó con curiosidad, lo olió e hizo otros cómicos aspavientos. Después me preguntó, sonriendo:

—No ser... ¿un filtro de amor?

—No — contesté, muy serio—. Es un preparado según fórmula terrestre, que nos inmuniza contra,...

— ¡Bien! —atajó—: no necesito tanta explicación...

De un trago apuró su bebida; permaneció un rato paladeándola, y al final se echó a reír:

— ¡Parece jarabe! Nunca he tomado una medicina; pero si todas son así me agradaría de vez en cuando ponerme enferma.

—Pues ahora hazme un segundo favor—dije, muy solemne—: ¡ponte este pequeño amuleto!

Y coloqué sobre su pecho, pendiente de una cadenita, el tosco crucifijo que me entretuve en confeccionar el día antes, a poco de encontrarme libre del brazalete de Tula. Era un símbolo del Redentor, que entronicé por primera vez en aquel planeta sobre el virginal pecho de una reina.

Cogimos frutas silvestres y., después de reunir nuestras cosas, reanudamos la marcha. Durante la mañana nada nuevo ocurrió; seguimos el curso del río y contemplamos a Zolo zambullirse en él con frecuencia. Durante nuestra comida llegó a bucear en el agua y le vimos coger con sus pinzas gran cantidad de peces. Zolo no podía transportar a Elia, debido al terreno quebrado por el que caminábamos y aproveché las últimas horas de la tarde para construir una balsa.

Nos acomodamos Elia y yo, Zolo se negó a embarcar, prefiriendo nadar a nuestro lado. A veces agarraba con sus pinzas la balsa y se dejaba llevar a la deriva. Navegamos también durante la noche, haciendo así más breve nuestro camino. Nos dejábamos arrastrar por las aguas con cierto confiado fatalismo. ¡En lugar de temer el encuentro inmediato ansiábamos adelantarlo!

Alguien ha dicho que lo peor es la incertidumbre. Era posible, después de todo, que los temibles guardianes del Cerebro no fuesen tan fieros como su representante en la lucha. La prueba la tuve en la victoria de Zolo sobre el pulpo que nos había mostrado el camino. A no dudar, fue rápida víctima de mi corpulento amigo.

Pero el peligro acechaba bajo formas diversas, y bien pronto tuve pruebas de ello. Íbamos en la balsa, tranquilamente dormidos, mientras nos deslizábamos por el centro del río; Zolo empleaba sus patas como gigantescos remos, cuando su feroz gruñido nos despertó, poniéndonos sobre aviso de que algo grave ocurría.

Fue providencial que mi fiel amigo no durmiese nunca, pues nos acercábamos a un remolino aterrador hacia el que se dirigía la balsa, rectamente. Me arrojé al agua, ante el espanto de Elia, que ignoraba en absoluto la natación. Gracias a mis fuerzas, centuplicada ante el peligro, y la enorme capacidad de Zolo como remolque, pudimos salvar el remolino, que en poco estuvo que nos absorbiera a todos. La balsa se inclinó peligrosamente, aunque hicimos esfuerzos por salvarla. Al ver que no podíamos sustraerla a la ventosa gigante, tomé un pequeño paquete y, cogiendo con mi brazo izquierdo a la reina, abandoné la balsa al remolino. A costa de grandes trabajos gané la orilla. Llevaba en el paquete los líquidos combustibles y pude encender una hoguera, a cuyo amparo secamos nuestras ropas. El resto de la noche lo pasamos mal, y acogimos la salida del sol con verdadera satisfacción.

—Consorte — me gritó Elia, de improviso—: ¿no ves lo que yo veo?

Al mismo tiempo que hablaba, sus manos me atenazaron implorantes. Miré en dirección al río, pero no observé nada anormal. Las aguas seguían su curso mansamente.

— ¿Qué es ello, Elia? ¡No veo nada!—contesté.

— ¡Es precisamente “eso”!—insistió—. Hemos venido a tierra frente al remolino... ¿recuerdas?

— ¡Dios mío! Es cierto—murmuré.

¡El gigantesco embudo de agua, situado en mitad, de la corriente, había desaparecido!

Zolo estaba bañándose junto a nosotros, ajeno a mutaciones y temores. Intentaba sacar algo del agua, gruñendo sordamente. Poco a poco, lo que fuera le arrastró hacia el centro del río. Me levanté dispuesto a socorrerle: de un momento a otro la sima podría empezar a tragar agua nuevamente, y Zolo desaparecería Dios sabe en qué tenebrosas profundidades. Miré angustiado a Elia: ¡no podía abandonarla tampoco! Sin embargo, mi fiel servidor me necesitaba, no daba señales de aparecer, vivo o muerto. Elia vio el dilema en que me debatía. Sobreponiéndose a su miedo, extendió la mano y dijo:

— ¡Ve!

En el acto me arrojé al agua. En pocas brazadas llegué a donde Zolo se había hundido. Buceé y lo encontré aferrándose desesperadamente a las patas de un pulpo. Debajo de ellos y de mí una gran placa cristalina ocupaba una enorme extensión en el lecho del río. Tras de ella, muy abajo...

Sentí una angustia enorme y me remonté a la superficie. ¡Era tiempo! Elia, asustada por mi larga inmersión, se disponía a arrojarse al agua para buscarme, ¡sin saber nadar! La contuve con un gesto. Me disponía a lanzarme nuevamente para buscar a Zolo, cuando le vi emerger algo más allá, sobre la superficie. Nadaba vigorosamente a mi encuentro, y llevaba sobre su coraza el palpitante despojo de su pelea. Me dirigí a la orilla, y casi caí exhausto en brazos de mi adorada. A poco surgía Zolo que, indiferente, se puso a devorar su presa.

— ¡Por fin! —gritó Elia, acariciando mis mojados cabellos—. ¡Qué susto he pasado! Vámonos pronto de este horrible lugar.

— ¡Es inútil!—repliqué—. A no ser que prefieras volver a tu reino sin cumplir la misión. ¡Hemos llegado a dónde íbamos! — Y le expliqué el hallazgo—. Bajo el agua del río, protegido por una muralla de vidrio, prácticamente ignorado y a pocas yardas de nosotros, se halla el rey de los cerebros. ¡El más poderoso talento del planeta!

Elia se levantó, enérgica y voluntariosa. Hacía unos momentos no era más que “la” mujer, una pobre mujer asustada. Ahora volvía a ser la reina, que ordenaba:

— ¡Vayamos a su encuentro! ¡El oráculo ha de cumplirse!

— ¡Pero, Elia!—exclamé—. El camino del agua es imposible para nosotros. ¡Moriríamos!

—Entonces, esperemos... “Él”, que nos ha indicado la ruta y su morada, dispondrá.

Nos dedicamos a aguardar mientras mis vestidos se iban secando. Declinó el día y al atardecer, cuando las luces del crepúsculo cambiaban su guardia con la blanca e irreal de Astarté, vimos unas sombras que emergían del agua. En fila se dirigían hacia nosotros; eran los servidores del Cerebro, que acudían a mostrarnos el camino. ¡Pulpos!

Como un cortejo fantasmal sobre las aguas avanzaban en una dirección bien definida. Iban hacia una enorme roca de la orilla y, ya en tierra, caminaron reptando sobre sus patas. Cuando estuvieron al lado de la roca aunaron sus esfuerzos; sus ventosas se ciñeron a la piedra como cables vivos y el obstáculo se desplazó a un lado. Zolo, a quien comuniqué en silencio mis instrucciones, daba señales de impaciencia.

“Tú quieto aquí, sin moverte, sin que te vean hasta que yo te avise — le transmití, telepáticamente—. Entonces, como puedas y mientras te dure la vida... ¡ataca!”

Tomé del brazo a Elia. Y pausadamente, como dos predestinados, avanzamos hacia la oscura grieta. Unos rústicos peldaños avanzaban bajo tierra, hacia una oscura galería. No hablamos dado veinte pasos por ella cuando sentimos un fuerte golpe y quedamos a oscuras. ¡Estábamos encerrados por una roca colosal y la muralla líquida del agua! Tierra y agua en contra nuestra. Tierra y agua. ¡Tierra y agua!

¿Qué era aquello?

Sentía una especie de palpitación del aire, una sensible y acompasada vibración. Un golpeteo regular, metódico, constante. Y también una tenue claridad que alumbraba el último recodo. ¿De dónde venía aquella luz? ¿Fosforescencia? ¡No! Debía ser la luz que se filtraba por la claraboya, bajo la diáfana frialdad del agua.

¡Con qué nitidez pensaba y sacaba conclusiones! Veía a través de las paredes de roca, a través de los pensamientos. Aquella débil luz, que cruzaba la doble muralla de agua y de cristal, significaba que al volver el recodo nos encontraríamos ante el Cerebro. ¡Junto al ser poderoso que había vislumbrado en sueño!... Dos latidos regulares y metódicos que sentíamos a nuestro alrededor, eran el alentar del monstruo. La clara percepción de las cosas, la notable agilidad mental para discernir, denotaba que nos hallábamos en sus dominios. Recibíamos ya el aura de su inmenso saber. Cinco pasos más — recordé los gladiadores inmolados en el circo—, cuatro, tres, dos, pasos contados... ¡Y le veríamos! 

CAPÍTULO VIII 

Haciendo un desesperado esfuerzo tomé el velo de Elia; formé con él una venda y cubrí los ojos de mi adorada una fracción de segundo antes de volver el recodo de la galería.

—Tienes una gran fortaleza mental, anciano — me insinuó el monstruo en cuanto mis ojos le divisaron—. Has tardado en entrar a mi cámara más que cualquiera de los guerreros que me visitaron antes. Destruiste al mejor de mis guardianes con armas que no pude prever. ¿Qué es lo que te ampara?

—Entonces fue un brazalete. Tula me lo dio, haciéndome invulnerable — le contesté en voz alta.

— ¡Eso son patrañas! Un Trozo de metal no tiene virtudes mágicas. Es tu poder de autosugestión lo que te hizo vencer, ¡pero nada vale contra mí! Aquí no hay sol con el que puedas fulminar mis múltiples ojos. Ya ves si estoy seguro de mí poder que todos mis guardianes quedaron fuera, guardando la roca.

—Tú no tienes armas con qué defenderte; ¡estás inmóvil! —dije por tranquilizar a Elia, que temblaba a mi lado aún sin contemplar el aterrador espectáculo.

También tú lo estarás, si yo quiero — me contestó “él”, intuitivamente—. Pero ahora has de avanzar, para que yo pueda nutrirme con tu cerebro. ¡Tengo hambre! No el apetito físico que os atenaza a los mortales: hambre de ciencia y experiencia, hambre de poder y de fuerza, hambre de pasión y de belleza... ¡Avanzad!

— ¡Espera!—le grité—. Permite que, antes de saciar tu voracidad, aumente mi caudal de conocimientos. Sé cómo cebar a tu víctima, Cerebro.

—Eso es justo y es lógico. ¿Qué deseas saber? — preguntó sin palabras.

—Varias cosas. ¿Me permites concentrarme un poco?

— ¡Hazlo!

Me puse a meditar furiosamente. Mil pensamientos me agitaron, pues deseaba distraer con su variedad la atención del monstruo. Al mismo tiempo rogaba a Dios que del maremágnum de ideas brotase con claridad la orden que transmitía a Zolo. Aislarla de las que se agitaban en loca zaranda para que mi amigo, fiel guardián, la recogiese: “Ataca, ataca, ¡ataca...!” ¿Podría percibirla, o estaría el Cerebro neutralizándola? Oré precipitadamente.

— ¿Tantas y tales son las preguntas?—. “Oí” con sobresalto. — ¡Mi paciencia se agota!

—Estás con algunas de ellas: ¿Por qué estás encerrado en ese fanal? ¿Por qué haces entrar hasta ti agua del río? ¿Qué fue de los sabios y guerreros desaparecidos? ¿.Cómo nos devorarás si no tienes estómago, y cómo nos alcanzarás si no tienes manos?

— ¡Basta, impertinente! Tu ignorancia me ofende y duro y de haber escogido bien mí presa... De todas formas he de devorarte, y voy a rellenar lo que ahora considero un espacio vacío en tus células grises; una falta nutritiva. Contestaré a tus preguntas. ¡Oye!

La enorme sesada pareció agitarse y aumentar de volumen dentro del fanal. La vibración de su latir malsano se hizo casi tangible en la penumbra. Los millares de ojos revueltos en la masa brillaron con malicia y sentí las respuestas surgir una por una, estereotipándose en mi frente:

—No necesito manos para alcanzar vuestro cerebro. A una orden mía, vosotros os estrellaréis en la coraza vítrea que me protege. Con tal fuerza, que vuestros sesos saldrán de entre los huesos del cráneo, y resbalando vendrán a mí. No necesito estómago: vuestras células no tienen desperdicio y sé buscar bien mis bocados. Cuando necesito células fuertes hago venir a un guerrero; cuando las preciso sabias, a un hombre docto y experimentado. Así puedo absorber fuerza e inteligencia: vosotros tenéis de ambas y por eso habéis sido llamados.

—Pero... ¿la profecía? — inquirí.

— ¡Soy casi tan antiguo como el planeta y me preguntas sobre algo ocurrido hace unos años! Yo dispongo las catástrofes, fomento los odios y la envidia. ¿Y te atreves a hablarme de la profecía? ¡Yo soy la Profecía! Los hombres hacen y escriben lo que les ordeno: cuando se entregan al reposo, cuando creen ejecutar su voluntad, obedecen la mía. A mi gusto se rigen los pueblos del planeta; fomento los deportes y la guerra. Desde aquí he creado centros culturales y laboratorios; entresaco los mejores cerebros y ellos mismos se traen su provisión de ciencia y de potencia.

—Si eres el creador de todo... ¿quieres decir que naciste increado? ¿Pretendes que brotaste de ese fanal espontáneamente?

—No soy tan antiguo como el planeta — siguió el cerebro —: en realidad tengo apenas dos mil años. Fui un hombre como tú, y desde mi niñez me dediqué al estudio con ahínco; adolescente, llamaban la atención mis portentosos conocimientos. Adulto, fui un sabio renombrado y devoré cuántos libros caían en mis manos; como ahora los cerebros, que son libros palpitantes. Ante la inmensidad de conocimientos que me faltaba asimilar, temblé ante la idea de la muerte, y perfilé la Gran Evasión. Necesitaba conocer el hipnotismo, la geología y otras ciencias necesarias a mi plan. Encontré esta enorme gruta y mandé desviar el curso del río, haciendo el fanal y la claraboya movediza. Después, vueltas las aguas a su cauce, mi cerebro fue trepanado y colocado sobre un líquido vital del que, con los años, he prescindido. Poco a poco crecí, aumenté sin cesar. Mis ojos, injertados en los nervios ópticos, se desarrollaron luego espontáneamente. ¡Es asombrosa la facultad de adaptación que posee la naturaleza!

¿Qué fue de los auxiliares que té trajeron aquí? — pregunté.

—Todos se estrellaron “voluntariamente" contra su propia obra, y tuve alimento para meses. Pero observo que, a medida que transcurre el tiempo, el enorme fanal se me hace pequeño. Llegará un momento en que se convierta, por su solidez, en mi sepulcro.

— ¿Por qué no lo destruyes, entonces?

—Porque me es necesario, imprescindible. A veces, los problemas que suscita mi saber, los millones de incógnitas que me brinda la ciencia, son de tal magnitud que el trabajo mental me produce un calor extraordinario. Entonces ordeno abrir la compuerta a mis servidores, los pulpos; y el agua baña el fanal y aquieta mi fiebre.

— ¿Qué harás cuando tu cárcel te resulte estrecha?

—Ya lo tengo decidido. Seré transportado a Hulana. Regiré desde allí, en un palacio inmenso, todo el planeta. A medida que aumento de volumen, aumenta mi apetito. Al principio un cerebro bastaba para mi sostenimiento durante varias semanas. Ahora devoro docenas en igual tiempo. Es por esto que necesito un gigantesco edificio, que llamaré el Templo del Saber. Continuamente, cada hora, un hombre será devorado. Luego serán docenas y aun centenares. Y, como es posible que mi provisión se agote, necesito devorarte a ti, para saber los recursos de tu planeta y la forma de hacer llegar mi voluntad a otros mundos.

Comprendí que estaba loco. ¿Quién puede advertir el estrecho lindero entre el genio y la demencia? Tomé una resolución, temeroso de que el monstruo la adivinase. ¿Qué haría mi fiel Zolo allí arriba? Hasta entonces mi encuesta no había tenido otro objeto que ganar tiempo, pero el nerviosismo y la impaciencia me abrumaban. Decidí continuar mi táctica, mientras me fuera posible.

—Aún no has contestado, Cerebro, a mi pregunta relacionada con el brazalete — dije—. Apenas has dicho unas vaguedades que ya conocía, y eso no está a la altura de tu intelecto.

—Tienes tanto poder como Tula — fue la respuesta—; pero hasta ahora has creído ser inferior a ella. La única cosa en que debiste pensar fue en destruir sus innumerables manadas de ratas. Sin ellas — sin la sensación de seguridad que confieren a Tula esos voraces animales — no es más que una infeliz y torpe sugestionadora... Ahora — siguió—, que todas tus preguntas han sido contestadas y tu recalcitrante curiosidad satisfecha, avanzad con las manos a la espalda y la cabeza hacia adelante... ¡Esperad! ¿Qué busca ahí arriba ese repugnante bicho?

Alcé los ojos hacia la inmensa bóveda, hacia la abertura cubierta por el transparente telón. Y vi a Zolo que trataba de separar, con sus pinzas, la enorme compuerta.

— ¡Atrás, inmunda bestia! —sentí—. ¿Qué hacen mis criados que no acuden? ¡Pronto, venid!

Hice ademán de avanzar, pero fui contenido.

— ¡Quieto tú!—me ordenó—. No podrás nada contra mí: ¡ni diez hombres juntos moverían el fanal...! Pero yo necesito mis pulpos; sólo ellos saben y pueden mover la enorme claraboya... ¿Dónde están? ¿Por qué no vienen? — inquirió, angustiado.

—No lo sé... — contesté, en voz alta—. Pero me figuro que ese “repugnante bicho” que dices ha dado cuenta de ellos.

— ¿A qué raza pertenece? ¿Cómo no han podido magnetizarlo?

¿No dices que conoces todos los secretos del planeta? Zolo tiene millares de ojos, agrupados en todas direcciones. Aunque lo tuvieran quieto, amarrado, jamás podrían sugestionarlo... Además — añadí con orgullo — la única sugestión que obedece es la mía. ¡Se llama cariño y fidelidad!

Hice una larga pausa mientras el Cerebro se agitaba visiblemente intranquilo. Serené mi espíritu y fui posesionándome de mi voluntad. Durante el tiempo que permanecí en la gruta, estuvo como acorchada ante la potencia de mi adversario. Y hablé:

—Ahora, “maestro” — dije, con sangrienta ironía—, voy a darte una pequeña muestra de mi poder, de mis conocimientos...

Y sacando dos tubos de ensayo, cargados de “cultivos de microbios”, se los mostré a la espantosa masa, que bullía inquieta.

— ¿Qué es eso? — preguntó el monstruo.

—Lo infinitamente pequeño, que va a luchar y vencer a lo más grande y poderoso. Algo que tu cerebro no puede alcanzar, porque hace muy pocos años que fue descubierto en la Tierra. Algo que existe en todos los planetas donde alienta un ser vivo, que en Hulana se desconocía hasta ayer mismo. Algo que sólo puede verse ampliando su tamaño millones de veces, con maravillosos cristales de aumento...

— ¡Explícamelo! — gritó el Cerebro, avanzando en su enorme y malsana curiosidad y olvidándose momentáneamente de su desamparo.

—Son bacilos, microbios; bacterias de la familia de las algas. La mayor parte incoloros, pero los hay de tonos pálidos e incluso fosforescentes. Pueden desarrollarse, rapidísimamente en un medio favorable y a temperatura propicia; se reproducen y nutren a expensas de un ser vivo, y no pueden destruirse sino por medio de contravenenos.

Hice una pequeña pausa y avancé en dirección al fanal, con los dos tubos de ensayo en cada mano.

—Míralos — dije —: ¡sacia tu curiosidad maldita!

Vertí el contenido de los dos tubos en el borde del cristal, en dirección al recipiente que había de recibir nuestros sesos. El monstruo alcanzó a comprender su irreparable daño cuando ya no tenía remedio.

—Ahora veo el terrible enemigo que me has enviado— clamó—. Veo también que existe un antídoto, un antivirus contra estos seres imponderables; pero no lo has traído ni podría surtir erecto a tiempo. ¡Infame! ¿Pretender aniquilar, para salvarte, al más poderoso cerebro que ha existido? Amas a Elia, lo sé, lo leo en tu pensamiento. La amas tanto que, intuyendo su existencia, has arriesgado tu vida en la Tierra y atravesado las regiones siderales. Pues bien, mi venganza será digna de tu acción: ahora mismo la verás estrellarse contra mi fanal. Recogerás su bellísima cabeza despedazada y golpearás con tus puños, en ansia de exterminio, mi defensa cristalina. Y después, loco de angustia, estrellarás también tu cabeza contra las vidriosas paredes. Yo os contemplaré agonizar a los dos, y sorberé vuestros cerebros. Os juntaréis por fin, pero no como tú deseas; sino a través de mi naturaleza, Sufriréis conmigo las torturas de esos microbios que me has arrojado. ¡Moriremos juntos, padeciendo las mismas sensaciones!

Hizo un descanso y, concentrándose con toda su potencia, ordenó;

—Rápido, Elia: ¡avanza! ¡Yo, el rey de los Cerebros, te lo mando!

Vi a mi reina estremecerse y avanzar, pero estaba prevenido y grité:

— ¡Quieta, mi amor! El monstruo se ha descubierto al revelar que la fuerza de Tula radica en sus ratas, y no en el poder de sugestión. Nada vale el hipnotismo contra nuestra voluntad. ¡Te amo y te salvaré!

Mientras el monstruo redoblaba sus órdenes siniestras en aquella cueva recóndita, aislada por la tierra y el agua, empecé a entonar mi más briosa canción de guerra.

—Calla... ¡Te lo ordeno!—exclamó el Cerebro[2].

Mi vibrante canción adquiría resonancia, repetida y agrandada por los ecos de la cueva. Elia vacilaba, avanzaba y retrocedía... Al fin se volvió de espaldas al monstruo y acudió a mis brazos, guiada por la senda de mi voz. La encaminé a la galería y le pedí que esperase en ella.

—En seguida te seguiré — la dije—. Voy a dar la última “lección”.

Volví a la caverna del Cerebro. Este me miraba pretendiendo fulminarme, reducirme a su voluntad. Me incliné muy cerca de él, y le dije:

—Aún puedes redimirte si me facilitas la salida de esta cueva. ¿Quieres ayudarme...?

— ¡Jamás, maldito!—contestó—. Agua y tierra te impiden el paso. Aunque tu miserable bestia pudiese abrir la claraboya, jamás podríais alcanzar el exterior a través de la tromba de agua. Mírale como se afana... ¡Lucha, condenado animal, que agua y tierra encadenan a tu amo! Aquí le verás languidecer junto a su adorada. Cuando debilite su cuerpo la fatiga, cuando cierre sus ojos el sueño, vendrá a mí. A estrellarse contra el poder que ha osado destruir. Aún viviré, enfermo y todo, para verlo. Un día, dos, tres a lo sumo sin comer y sin dormir, y ellos me proporcionarán mi último aliento. ¡Con qué afán devoraré sus células malditas!

—Te equivocas también, Cerebro — le contesté—. Has dicho que estamos presos por agua y tierra... Efectivamente son dos elementos poderosos. ¿Cuál es el otro que compone la trilogía?

—El fuego — me contestó, con la presteza del profesor que ilustra a un alumno—. ¿Pretendes arrancarlo del agua o sacarlo llegando a las entrañas del planeta?

—No; ¡es mucho más fácil! — exclamé —. Lo tengo aquí, encerrado. —Le mostré los dos frascos que servían para encender—. No necesito del agua ni de la tierra para destruirte y escapar— añadí—. ¡Observa bien! Esta será tu última experiencia, algo que también desconoces. De la química, de esa ciencia tan antigua, saqué dos productos modernos.

Mezclé dos gotitas de ambos líquidos y en el acto brotó del lugar una ardiente llamarada. El monstruo no habló; parecía petrificado.

—Ya has visto el poder de estos dos líquidos — dije—. Ahora verteré, por el orificio por donde esperabas recibir nuestros despojos, el contenido de estos frascos. ¡Dentro de unos segundos vas a morir abrasado!

—No has de lograr salvarte por eso. ¡Moriréis de hambre junto a mí! ¡Junto al mayor cerebro del Universo!

—Un poco de atención — seguí—. Este tubo que ves me abrirá el camino exterior; y aniquilaré con él a los servidores que guardan la salida. Es simplemente dinamita, y tú el más ignorante y malvado de los cerebros que he conocido. Mereces la muerte y voy a dártela: ¡“Sólo ahora” vas a morir!

Ordené a Elia que se apartase al más lejano extremo de la galería. Y a Zolo que se reuniese conmigo en la roca de la entrada. Luego, vertí el contenido completo de los frascos a regular distancia, para que se juntaran por ambos lados del Cerebro y me diesen tiempo de retirarme de la caverna.

Cuando el monstruo notó la humedad y corrosión de los ácidos, hizo un movimiento convulsivo. Antes de que se uniesen ambos líquidos yo estaba al lado de Elia. Corrimos, tropezando con las paredes. Un vivísimo resplandor, seguido del chasquido del fanal, alumbró la galería como si fuese día claro. Avanzamos tambaleantes. Subimos las escaleras talladas veinte siglos antes, y que se hallaban desgastadas por el paso de tantas víctimas.

Al otro lado de la colosal piedra giratoria sentí el feroz gruñido de Zolo. Un olor acre y repugnante avanzaba por la galería, amenazando asfixiarnos. Si empleábamos la dinamita tendríamos que retirarnos de la roca. Era posible que enormes pedruscos, o las aguas del río, obstruyeran nuestro paso. Grité:

— ¡Zolo! Clava tus pinzas en las junturas de la roca; destrózatelas sí es necesario, ¡pero aprieta! Yo te ayudo...

Apoyé mis hombros y mi espalda en las rugosidades de la roca y, haciendo flexión con mis piernas contra la pared realicé un esfuerzo inaudito. La piedra cedió. ¿No había de ceder si junto a mí apoyaba sus débiles manitas aportando su ayuda, la mujer más buena y más hermosa del planeta?

Al salir al exterior observamos a nuestro alrededor, asombrados, los restos de los pulpos que constituían la servidumbre del monstruo. ¡Zolo se había entretenido haciendo de las suyas!

—Vamos de aquí, pronto — exclamó Elia, horrorizada.

—Partid vosotros — la dije, izándola como una pluma sobre el ensangrentado caparazón de mi amigo. Yo aún debo realizar algo.

Se alejaron un tanto de la orilla del río... Y cuando me pareció que había entre ellos y yo suficiente distancia, me volví hacia la galería. Coloqué lo más adentro que pude la dinamita con un trozo de mecha, al que prendí fuego. Después corrí cuanto me permitieron mis fuerzas; hasta llegar adonde me aguardaban. Esperamos con ansiedad la explosión que agitó la caverna. Una fantástica tromba de agua se elevó desde el centro del río, y otra vez el gigantesco remolino onduló la superficie del agua. Borrando el vestigio del mayor asesino científico de todos los tiempos.

Elia dio un suspiro, y apoyó su cabeza en mi pecho.

—Ha sido fantástico y horrible — murmuró.

Un mal sueño que se disipa — le contesté.

Abandonamos aquel lugar y caminamos largo rato en silencio. De pronto, siguiendo el curso de sus pensamientos, Elia me habló, mirándome frente a frente:

—He seguido — dijo—, merced a la potencia intuitiva transmitida por el monstruo, toda vuestra conversación. Pero dime... ¿cómo conseguiste aislar y cultivar en unas horas los microbios que le arrojaste?

—Verás, Elia...—contesté reflexivo—. Temía esta pregunta, pero voy a decirte la verdad. En tu planeta no se miente... ¡pero en el mío sí! Y utilicé la mentira como un arma secreta.

—Pero el monstruo “vio” aquellos seres, tan dañinos como diminutos... ¡Lo sé porque los contemplé yo misma!

—En efecto: los visteis, porque yo también los veía. Aquellos tubos no contenían más que... ¡agua!

Elia me miró con ojos atónitos, pero no dijo nada. Seguimos caminando... Después se detuvo otra vez y, pregunté de nuevo:

—Entonces, cuando el Cerebro intuyó que me amabas, ¿estabas acaso equivocándole también?

No le contesté, pero la contemplé con ternura. Elia, mi reina, mi diosa, enlazó con sus brazos mi cuello y me dio su primer beso de amor. Mientras permanecíamos enlazados, Zolo gruñía a nuestro lado. Afortunadamente, no se decidió a intervenir en mi defensa. 

CAPÍTULO IX 

El camino de regreso fue sencillo y rápido. Elia se adaptó a las penalidades con la alegría del sentenciado que recibe su indulto. Montó sobre el esférico caparazón de Zolo y éste emprendió la marcha con su bellísima carga, sorteando los peores senderos.

A pesar de su incómodo asiento, mi amada sonreía feliz y triunfante. Ansiaba llegar a su país para difundir la buena nueva, esparcir a los últimos rincones del planeta la noticia de que el Cerebro y su sanguinario tributo no existían. Alguna otra cosa bullía en su imaginación, pero yo no podía adivinarla, por más que me esforzaba en ello.

Pasando el instante fugaz y dulcísimo de la víspera, había recobrado otra vez el empaque y la autoridad de una reina. Lo que era una vez se vio libre del destino, ante un porvenir diáfano y risueño. Yo, henchido de confianza, caminaba a su lado. Y así, cortando por atajos y vericuetos, llegamos a Hulana. A pesar de ser pleno día, y que las gentes hormigueaban en sus actividades, parecía como si un manto invisible hubiera debilitado su anterior zumbido de colmena. Continuaba su vida, pero una losa de plomo oprimía el ambiente.

Cuando fuimos advertidos un clamor unánime brotó de la ciudad postergada. Miles de personas abandonaron sus tareas para lanzarse a nuestro encuentro. En medio de una frenética alegría, Hulana despertó del marasmo y llegamos a las puertas del palacio entre un gentío que danzaba y gesticulaba. Toda la guardia palatina formaba en apretada fila frente a nosotros. El regente, viejo mentor de Elia, se arrodilló a nuestra llegada, besando el suelo con gratitud. La reina le levantó y le abrazó. Atravesando rápida las estancias, asomóse al enorme terrado del edificio, desde donde invitó a escucharla. Yo estaba a su lado, astroso y polvoriento como el peor de los mendigos. Zoo, en cuanto se sintió libre de su carga, se encaminó a las cocinas del palacio.

Un silencio casi religioso se hizo en la burbujeante asamblea, pendiente de las palabras y aun del más insignificante ademán de su ídolo.

—Pueblo mío, sabios y soldados — exclamó la bella—: agradezco tanto vuestra alegría como vuestro dolor; ellos muestran un afecto al que correspondo. Y voy a deciros tres cosas: una agradable para todos; la segunda, un poco dolorosa, y la última, inmensamente feliz para los que me amen.

Un murmullo acogió la breve pausa de Elia, cuando hizo alto en sus palabras. Al adelantarse a la balaustrada el silencio más absoluto se adueñó de la masa.

—La primera noticia es que el rey de los cerebros, ese tenebroso y horrible poder, ha sido aniquilado para siempre. Nos liberó de su fatal amenaza este hombre sencillo, fuerte y bueno, que veis a mi lado. Espero que sepáis manifestarle vuestra gratitud.

Calló mientras me señalaba con su mano. Una marejada de vítores y aplausos surgió de la multitud. Muchos hombres gritaban y agitaban sus brazos como posesos. Cuando el estruendoso aplauso decreció, Elia se dirigió de nuevo a la multitud:

—La segunda noticia — dijo—es que, en cuanto reposemos de este agotador viaje y se celebren las fiestas que proyecto, partiré de nuevo para otra empresa. Casi tan terrible como ésta y de éxito incierto.

Al oír el pueblo que su reina había de encontrarse otra vez en peligro se hizo un silencio sepulcral. Después diversos murmullos surgieron. Al cabo un hombre—ni sabio ni general de los ejércitos, sino un modesto menestral — se adelantó a las primeras filas de los reunidos. Todos notaron su movimiento y aguardaron su intervención; seguros de que portaba el pensamiento unánime.

Aquel hombrecillo tosco y mal vestido hizo un ademán desesperado con los brazos, y gritó las siguientes palabras:

—Perdóname, ¡oh reina!, que desde mi humildad me dirija a ti; pero soy el portavoz de mis hermanos que me escuchan, y aun de todos los hombres del planeta. ¿Por qué has de exponernos de nuevo a la angustia de la incertidumbre? No discuto tu decisión: cuando la has tomado será justa y razonable. Sin embargo permite que todos nosotros luchemos en la empresa que vas a acometer. Déjanos acompañarte, y vencer o morir a tu lado.

Elia se conmovió ante las palabras del rústico, inclinándose sobre la balaustrada, contestó a aquel hombre y a su pueblo:

—Amigo mío (con tan sencillas palabras el improvisado orador sería feliz para el resto de su vida): tu mensaje procede del corazón y no de la cabeza. Yo voy a contestarlo con la cabeza y con el corazón. Reinar sobre un pueblo tiene derechos y obligaciones, y yo he gobernado durante años como reina olvidando que era mujer, y obedeciendo a una profecía. Ahora sé que la profecía era falsa, influida por el genio del mal que este hombre ha destruido. Como reina le debo gratitud eterna y, como mujer, le he entregado mi cariño.

Aun cuando el silencio era completo, pareció acentuarse más aún. Estaba justificado. Desde la enorme plaza fronteriza el pueblo divisaba claramente a su reina, radiante de juventud y belleza. Y a su lado creían ver, como en una pesadilla, a un hombre viejo, tembloroso y emocionado. Un gran luchador y un héroe, pero un anciano al fin.

Una horrible sospecha se apoderó de la multitud. ¿Sería yo un poderoso brujo que había hechizado y pretendía arrebatarles su tesoro? Cuantos habían presenciado mis actuaciones no podían menos de advertir en mí una fuerza sobrenatural y misteriosa. Elia debió intuir también la sospecha; adelantándose nuevamente a los suyos, les dijo:

—Que a uno solo de vosotros se le ocurre dudar del bien que habéis recibido de este hombre, que se permita pensar que hablo sugestionada por él, y desde este momento dejo de ser vuestra reina. Mi resolución está meditada y mi palabra es ley. Que se alce una voz en señal de protesta y descenderé de este edificio para no volver a penetrar en él. Pasaré por vuestro lado como uno más de vosotros, y tomaré esposo como puede hacerlo el más humilde de los parias.

Ni un átomo de aire se movió entre la inmensa multitud; ¡sólo había ojos y oídos! Si alguien hubiera osado alterar aquel silencio con un suspiro, la multitud se habría arrojado sobre el desdichado, despedazándolo. Elia aún prolongó la pausa angustiosa unos momentos. Después volvió a tomar la palabra;

—Vuestro silencio parece indicar una aquiescencia forzada. ¡Hablad!

Nadie se movió. Sobre el inmenso enjambre parecía haber descendido un rayo paralizador. El hombrecillo que había hablado antes fue el primero en despertar de aquel letargo. Se agitó, y dirigió una ansiosa mirada por sobre las cabezas de los suyos.

—Reina — habló de nuevo—; ayer, hace un momento, yo no era nadie. Dentro de poco me fundiré de nuevo entre los míos, y volveré al anónimo glorioso de servirte. ¡Pero ahora represento algo! Soy la voz de un pueblo que puede mandarte de pie, y sólo de rodillas te suplica. — Luego, dirigiéndose a la multitud, ordenó—: ¡Arrodillaos todos, hermanos!

Con onduloso movimiento nos demostró que la orden fervorosa había sido acatada. Ni los soldados de la guardia, dentro de sus brillantes armaduras, fueron excepción: ante nosotros estaba una ciudad de hinojos. Yo intenté arrodillarme también, pero Elia me lo impidió, mientras decía:

— ¡Escucha, amado mío, el veredicto de mi querido pueblo!

La voz del hombrecillo se volvió a elevar. De rodillas, habló, dirigiendo miliares de ojos y de corazones hacia su reina:

—Ya no dudamos de tu elegido, Elia. Admiramos sus proezas, su heroísmo, y sus indudables méritos para enamorarte. Has dicho muy bien: eres libre para elegir tu dueño. Nosotros le miraremos desde ahora como el mejor entre nuestros caudillos. Pero que el amor no te exima, reina idolatrada, del penoso yugo de la tarea de regimos...

Un clamor capaz de apagar el sonido conjunto de cien truenos coreó las últimas palabras. Parecía inacabable y fue necesario un ademán de Elia para que el inmenso vocerío se agotase. Aproximándose a mí, la reina pasó su brazo izquierdo por mis hombros. Después habló, aunque un torrente de lágrimas y sollozos pugnaba por acallar su voz:

— ¡Gracias por vuestra decisión! Os diré que mi proyecto de emprender el nuevo viaje es irrevocable, y no porque mi elegido cambie de aspecto: le adoro en su actual envoltura carnal. Voy a dar órdenes para que la historia de mi futuro esposo y rey, el impresionante relato de sus avatares por este planeta, sea impresa y divulgada. Por mi parte puedo deciros que libremente, sin violencia ni engaños, he sentido al fin palpitar mi corazón. Esperad sin temor ni presentimientos cobardes mi regreso. ¿Cómo ha de haber llegado este hombre a nuestro encuentro desde un lejano planeta, y ascendido una larga serie de escalones victoriosos para fracasar cerca de la cumbre? Iros en la seguridad de que se aproxima el día más feliz para vuestra reina. Y tú — añadió, dirigiéndose al hombrecillo que habla interpretado tan magistralmente el pensamiento de todos—, antes de retirarte pídeme una merced.

Ante el gesto amistoso de cuantos le rodeaban el rústico se agitó, visiblemente confuso. Había perdido la onda emocional y no encontraba palabras para contestar a Elia. Haciendo un esfuerzo volvió a dirigirse, por última vez, a su reina. Y la dijo, aún de rodillas:

—Voy a pedirte, efectivamente, algo. Y es que me permitas conservar puro el recuerdo de estos momentos en que salí del anónimo. No quiero honores ni responsabilidades: soy de la esencia misma de la humildad y a ella ansío volver. Por favor, reina: no intentes recompensarme más que dejándome ir, sin inquirir mi nombre ni mi ocupación Quiero continuar por el feliz camino que siempre he seguido y seguiré: ¡el de tu servicio!

Se deslizó entre los suyos que, respetando su deseo, ni le abrieron calle ni le tributaron homenaje. Volvió a sumergirse en la masa de la que, incidentalmente, había brotado. Ella se volvió a mí, mientras el pueblo se disgregaba haciendo sus comentarios, y me dijo:

— ¡Éste es mi pueblo! ¿Qué te ha parecido?

—Maravilloso, Elia... ¡Incomparable! — contesté.

La diosa empezó a caminar hacia sus habitaciones, para vestirse con arreglo a su rango. Antes de separarse se volvió a mí, y había una luz maliciosa en sus ojos cuando añadió:

—Y sin trucos, querido.

Me dispuse a vestirme dignamente. Aun cuando rehusaba los trajes ostentosos me acicalé con esmero. En cuantas fiestas se celebraron aquellos días, lucí al lado de mi reina mis cabellos y barba, cuidadosamente peinados, y que me daban la prestancia de lo que había sido mi cuerpo anteriormente: un rey querido y respetado por su fuerza, bondad y sabiduría.

Pero al lado de Elia no parecía su futuro esposo, sino su respetable padre. Comprendiendo la aparente distancia que nos separaba me mostré lo indispensable, y me concentré en el trabajo mientras llegaba el día de nuestra partida.

Reuní una pléyade de adictos a quienes transmití órdenes secretas, y aprovechamos bien el tiempo. Al estilo de Mark Twain, que situó a su héroe en los arcaicos dominios del rey Arthur, intenté adaptar mis conocimientos a las posibilidades de aquel planeta, realizando una labor misteriosa.

Donde me consagré sin reservas fue a los laboratorios de medicina, que se ejercía allí de forma harto sumaria. La bacteriología y la química fueron aunándose y permanecí hasta altas horas haciendo experimentos, secundado por mi legión de entusiastas. Una semana antes de la marcha hacia los dominios de Tula, un cargamento fue embarcado a bordo del mayor da nuestros aviones. La aeronave partió con rumbo e instrucciones sólo conocidas del piloto, que, a la vez, era uno de los sabios a mis órdenes.

En los días que transcurrieron como puente entre nuestra excursión primera y la que proyectábamos, docenas de enfermos y cientos de madres me manifestaron ostensiblemente su gratitud. Poco a poco la atmósfera iba siéndome más y más favorable; y oí alusiones sobre la utilidad que le reportaría a Hulana mi gestión futura.

Mientras tanto pasaban los días. Y terminadas las fiestas, vuelto al ritmo normal el reino y mejoradas sus condiciones de vida, me encontraba más lejos que nunca de Elia. Por mi propia determinación, que no por su deseo.

Una noche estaba enfrascado en mi trabajo y la reina, sin previo aviso, llegó hasta donde yo manipulaba entre alambiques y retortas, hornillos y crisoles. Avanzó en silencio y puso sus manos sobre mis ojos. Cuando un viejo y agotado investigador volvió la cabeza, se encontró frente al más hermoso ángel que en forma de mujer le visitase.

La voz musical, ligeramente velada con tonos de reproche, acarició mis oídos. Y su sonrisa bastó para disipar mi agotamiento.

— ¿Es posible, señor y dueño mío — me dijo—, que sea necesario bajar a este infierno para buscarte? La noche, con su dulce y acogedor silencio, ¿no te invita a pasear por los jardines? ¿He de venir a suplicarte, como una esclava, lo que no me atrevo a ordenarte como reina?

Me puse en pie con tal energía y decisión, que mi actitud contestó sobradamente a sus preguntas. Había en mis ojos un fulgor que hizo retroceder a Elia unos pasos, pudibunda.

—Querida — retruqué—: ¿es necesario decirte que pienso en ti cuando me encierro en este laboratorio? ¿Crees que basta el cuerpo vetusto para enfriar mi ansia de amor?

A medida que hablaba en voz baja, pero intensa, avancé. Elia retrocedía, pero no pudo seguir hacia atrás: se hallaba en un rincón de la estancia. Tampoco intentó, verdaderamente, contenerme. Mis brazos ciñeron su cuerpo y mi boca sació su sed en un beso interminable. Haciendo un esfuerzo, mi amada se apartó de mí, y con agilidad rehuyó un nuevo encuentro. Escapó escaleras arriba, hacia sus habitaciones privadas, mientras me decía, riendo:

—Perdón, señor, por haber dudado de ti. ¡Hacía tanto tiempo que no nos veíamos! Ahora, en cambio, creo conveniente recordarte que aún no estamos casados.

Volví tambaleándome a mi habitación, como agitado por un revulsivo. Pensé escalar desde el jardín, con uno de mis saltos prodigiosos, su altísima ventana. Romper a puñadas la sólida armadura y los cristales para penetrar en su aposento y volver a tenerla en mis brazos. Pero la reflexión y la cordura aquietaron mi espíritu. Me desplomé en el lecho, con el decidido propósito de no preterir un día más la marcha. Al día siguiente, aunque mis preparativos no estuvieron completos, saldríamos en busca de Tula. Dios completaría con su maravillosa bondad cualquier fallo en mis cálculos.

CAPÍTULO X 

El avión surcaba con regularidad el aire. Lo absorbía por una gran rejilla delantera de forma cóncava, a lo largo de sus tres planos. Y lo arrojaba después a las máquinas, que separaban automáticamente sus componentes y quemaban los gases combustibles transformándolos en calor y fuerza.

A mi lado, Elia me indicaba los países que atravesábamos. Advertí en tierra saludos y banderas flameantes al paso de nuestra nave. Nadie mostró señales de curiosidad ni intentó ponerse en contacto con nosotros. Los países próximos conocían el viaje de Elia aunque ignoraban su destino. Pero casi todos sabían ya, por mensajeros especiales la destrucción del rey de los cerebros y la liberación de su servidumbre.

Antes de partir habíamos recibido mensajes en los que grandes monarcas agradecían y estimaban mi acto, ofreciéndome importantes cargos, reales u honoríficos. Por primera vez en la historia un desconocido, sin nacionalidad ni antecedentes, ostentaba tal cúmulo de prerrogativas que podía ir sin previo aviso a la mayor parte de los pueblos civilizados, donde le recibirían con los brazos abiertos.

Ahora bien: existían muchas naciones y hordas salvajes, seres oscuros que habitaban las entrañas del planeta y el fondo de los mares. Uno de ellos era aquel hacia el que caminábamos; adonde había enviado una semana antes un avión. Voló sobre el territorio de Tul y, sin acercarse a la montaña imantada, arrojó centenares de artefactos sobre la inmensa marea de ratas que pululaban por sus inmediaciones.

Tardamos dos días en llegar. Durante ellos observamos atentamente el suelo que se extendía ante nosotros, y vimos los roedores y algunas osamentas gigantes.

Las ratas se atacaban ya con furia, pero comprendí que serían necesarias semanas enteras para que la horda se exterminase a sí misma. El medio de que me había servido para minar por su base la más formidable defensa de Tula, consistía en un virus que atacaba a aquellos animales, y les producía una enfermedad que degeneraba en furia.

Podría utilizarse el rayo desintegrador, del que traía abundantes provisiones a bordo, pero no podía soñar con aniquilar a la horrible multitud: era como si quisiera apagar un voraz incendio con dedales de agua.

Otro temor sutil me amenazaba. Hasta entonces mis pasos se ajustaban a los designios de Tula. En las cercanías de su territorio, y aún supuesto que las ratas estuviesen aniquiladas, ¿cuántas armas y poderosos auxiliares esgrimiría contra nosotros? No podía olvidar aquellos seres grandes como montañas.

Con la intención de regresar hasta que los roedores dieran señales de extinción. Intenté volver el rumbo de la nave. Pero ya era tarde: el atractivo fatal de la montaña se dejaba sentir sobre la parte metálica del avión. El aparato seguía su marcha a la oquedad, cerrada por el fantástico telón.

—Aprisa, Elia — ordené—; ponte esta mochila, hagamos provisión de rayos desintegrantes y... ¡abajo!

—Me da miedo saltar — contestó, pero sus actos desmentían sus palabras, pues trabajaba afanosamente por ajustar los cinturones salvavidas.

—Mejor será que te coja en brazos—dije—. Si falla uno de los aparatos utilizaremos el otro.

No estaba muy seguro de los paracaídas y temía un fracaso en el último instante. Por fin nos lanzamos, y en el aire los dos paracaídas se abrieron casi simultáneamente. Descendimos tambaleándonos unos cientos de yardas y vimos cómo las ratas se lanzaban a nuestro encuentro. Antes de caer barrí la superficie con el mortífero rayo. Hice funcionar un dispositivo y los paracaídas se desprendieron automáticamente, evitándonos el embrollo que suponía desenredarnos de sus cuerdas. Con Elia en brazos ataqué a la inmensa tropa. Me coloqué de espaldas a mi amada, mientras ambos empezábamos la repugnante tarea de exterminio. El olor a carne quemada se hacía insoportable. Sin embargo, continuamos la tarea hasta que Elia, semidesvanecida, se recostó a mi lado. Hacía rato que el avión había desaparecido, atraído por misteriosa fuerza.

Durante horas enteras seguí la agobiadora matanza. Solo contra un encrespado mar vivo que sé removía sin cesar. De vez en cuando, Elia se incorporaba para ayudarme, pero llegó un momento en que nuestras fuerzas no podían ya contra el agotamiento. Según íbamos barriendo fieras nos acercábamos a una alta y pesada roca. El avance era lento y penoso, pero acortamos la distancia. Llegados a ella me icé, con uno de mis saltos prodigiosos, consiguiendo así un relativo descanso.

No obstante, no era el lugar tan bueno como yo había creído. Aunque allí no nos alcanzaban los furiosos mordiscos, flotaba en el aire una nube fétida e inaguantable. Y algunos de los repugnantes animales daban tales saltos para alcanzarnos que tuvimos que permanecer en pie por estar más lejos de su voracidad. Se hizo de noche. A la lívida luz de Astarté divisamos en su desolador aspecto nuestra situación. Millones de ojos fosforescentes de color verde pálido, nos asaetaban desde docenas y cientos de yardas a la redonda. ¡Aquello era incalificable!

Una agitación imperceptible, que recorrió aquel océano vivo, me hizo comprender que algo había sido presentido por su instinto. De momento no vi nada. Después, un fulgor rojizo se acercó a nosotros a toda velocidad, y por la inmediata llanura. Unos minutos después lancé un grito de alegría. Abrazando efusivamente a mi adorada, le mostré con la mano extendida a los intrusos.

—Son zolos, querida — grité—. ¡Viene hacia nosotros mi pueblo!

Afectivamente; ¡ellos eran! Capitaneados y dirigidos por mi fiel amigo, acudían en tropel contra nuestros sitiadores. Sus ágiles patas les daban la velocidad de un caballo lanzado al sprint. Inmediatamente llegaron hasta nosotros formando un amplio círculo alrededor de la roca donde estábamos subidos. Mientras tanto, la vanguardia atacaba y perseguía sin cesar a las ratas.

Toda la noche estuvieron luchando y causando una interminable carnicería, más atentos a matar que a devorar. Después del alba se replegaron en semicírculo, por delante de nuestras defensas, y éstas emprendieron el ataque. De momento no hacia peligro alguno para nosotros, pero el hambre y la fatiga nos iban dominando: aparte del terror y repugnancia que ella sentía ante la matanza.

Pasó buena parte del día siguiente en el mismo estado. De pronto, como por arte de magia, surgió de un flanco de la montaña vecina uno de aquellos monstruos en forma de medusa. Un rugido de lucha salió de mi ejército y, antes de que se previnieran las mismas ratas — bastante diezmadas — varias docenas de zolos avanzaron hacia el nuevo enemigo en formación de combate. Y vimos una cosa inaudita.

Al llegar el primero de mis animales al encuentro de la inmensa bestia, ésta se apartó ostensiblemente de su lado. Atacando con fiereza, en cambio, a la legión de roedores. Por qué di aquella orden telepática a los míos es cosa que aún no he podido explicarme. Fue una corazonada mandar a los zolos que volvieran grupas, aunando sus esfuerzos con aquel imprevisto aliado. Desde entonces — codo con codo si así puede decirse —, los míos y el monstruo pelearon sin descanso contra el mismo objetivo.

Un grito de Elia me hizo volver el rostro. Advertí que de la sima de donde salió el primer coloso surgía ahora una fila de ellos. Pude contar hasta veinte. El último quedó sobre el cráter en actitud de vigía o defensor.

Ante el alud formidable, secundados entusiásticamente por los zolos, la nube de ratas empezó a dar señales de flaqueza. No era para menos: fueron exterminadas parcialmente por el virus que las obligaba a combatir entre ellas, diezmadas durante horas con el rayo desintegrador, combatidas a muerte por el ejército de zolos y acorraladas por el esfuerzo conjunto de aquellos potentísimos auxiliares. Su número fue reduciéndose considerablemente. Dispersas, y por primera vez aturdidas, abandonaron todo instinto de lucha y huyeron a la desbandada. ¡No tardarían en ser aniquiladas totalmente por el veneno latente en sus entrañas!

Aún quedaba ante mí un dilema. Con ser extraordinario el número de mis zolos, nada podrían contra las moles. Pensé acerca de ello, esperando con angustia su reacción una vez exterminado el común enemigo.

Los zolos, agotados por la interminable carnicería, se habían replegado a mí alrededor y permanecían quietos. De no ser por la existencia de aquellos gigantes mi situación hubiera sido magnífica, pues había cambiado totalmente el panorama. Ya no estaba Tula rodeada por sus ratas sino por mis vasallos, insensibles al poder hipnótico. No quedaban entre mí y la bruja sino aquellos colosos de ojos fosforescentes, refugiados en sus contadas gazamperas.

Pero... ¿qué hacer contra la caterva que se había ido agrupando y parecía obstruir mi camino? Por otra parte... ¿cómo mover el gigantesco telón que cerraba el paso de la montaña? Si no temía por mí, ni por los zolos, temblaba por Elia. La bruja podía utilizar algún elemento de combate desconocido o destruir en la furia de la derrota el cuerpo que yo ansiaba y aniquilar a mi adorada.

Tomé una determinación. Confiando a Elia a los míos, me decidí a, avanzar, con Zolo y algunos de sus compañeros, hacia el telón. Iba al encuentro de los monstruos, dispuesto a luchar con ellos si se oponían a mi paso. Lo que sucediera después... ¡no lo sabía!

Como ignorando la ingente presencia de los colosos, pasé por el lado del primer animal sin que éste abandonase su actitud vigilante. Adelantamos a varios de ellos inmóviles, y habíamos pasado a casi todos cuando el único que obstruía el camino se dirigió ostensiblemente hacia el telón. Al llegar a él, alzó una de sus patas y, con deliberado gesto, la cruzó como una gigantesca barra en el camino de la montaña.

Me disponía a asestarle el rayo desintegrador cuando observé algo increíble: ¡aquel ser debía conocer el poder de mi arma! Cruzó dos de sus patas sobre su cuerpo en un movimiento elocuente. No trataba de obstruirme el paso, sino comunicar conmigo en el lenguaje universal de la mímica,

Me coloqué frente a él dispuesto a captar su mensaje y transmitirle mis intenciones. Si es posible a un hombre entenderse con un gigante de brazos tan grandes como árboles centenarios. Un pequeño papirotazo suyo hubiera bastado para incrustarme en el suelo.

Al observar mi atención, el animalote hizo otro movimiento circular con su pata, que indicaba cada uno de sus compañeros. Por último a mí, para señalar después el cráter por donde había surgido. Comprendí que deseaban conducirme allí con no sé qué misteriosos designios.

Apliqué todas mis facultades a la solución del problema. A la puerta del dominio de Tula me encontraba con un enemigo bastante cauto que trataba de arrastrarme a una emboscada, o con un ser inteligente que me proponía una entrevista con algo o alguien. De ser un auxiliar de la bruja, no tenía por qué impedirme el acceso a la gruta; pues Tula ansiaba apoderarse de Elia y de mí para realizar sus torpes designios.

Por consiguiente, volví sobre mis pasos y me dirigí al cráter. Elia, entre los zolos que dejé a su cuidado, dormía rendida. Llegado al borde de la sima mi gigantesco acompañante se elevó sobre las rocas y a poco desapareció en su interior, seguido por sus demás compañeros hasta quedar sólo el vigía. ¿Interpreté mal sus señas y habían regresado los monstruos al antro sin preocuparse más de nosotros?

Iba a abandonar el lugar, disponiéndome a regresar a la montaña, cuando el vigía me hizo una seña que podía traducirse por “espera”. Como la sed y el hambre eran agotadoras —ya que todas las provisiones estaban en el avión—, aquel nuevo aplazamiento llegó a hacérseme intolerable; y decidí penetrar en el cráter confiando a Elia al cuidado de Zolo. Encargué a mi amigo que buscase alimentos para la reina, y que la guardase en mi ausencia. Si yo no volvía, debían emprender el regreso a Hulana y, en la primera ciudad que encontrasen, depositarla.

Después de dar mis instrucciones me volví al vigía del cráter, indicándole por señas que deseaba penetrar dentro del mismo. Como si el disforme animal aguardase mi gesto, un tentáculo se aproximó a mí. Sólo su descomunal tamaño me impedía compararlo con la dócil trompa de un elefante, obediente a la seña de su kor-nac. 

EPÍLOGO 

La ondulosa masa de carne se dobló, plegando su extremidad como un rústico asiento. Me encaramé sobre él de un salto y perdiendo de vista a mis amigos me sentí arrastrado a la sima.

Después fui posado en tierra, en plena oscuridad. Sentí que una inmensidad viva me rodeaba y que estaban fijos en mí docenas de ojos invisibles. Avancé en la oscuridad. Por todas partes toqué carnes que se agitaban a mi contacto, acusando una perfecta sensibilidad. Eran seres inteligentes, de eso no había duda: su ayuda primero, su invitación después, su quietud ahora...

¿Qué pretendían? ¿Cómo poder comunicarme con ellos sin palabras ni gestos en la negrura? Que esperaban algo era indudable; sin embargo, no parecían tener prisa. Y yo estaba hambriento y extenuado. Me recosté contra una de aquellas moles blandas y templadas y mi fatiga, la inmovilidad y el silencio me hicieron quedar dormido. No sé si aquellos seres conocían el sueño o si esperaban simplemente un fenómeno favorable a la comunicación. Lo cierto es que soñé.

Soñé que, como uno de aquellos seres, me hallaba en las profundidades del mar. Arrancábamos grandes ejemplares de la flora submarina para deglutirlos reposadamente. Poco a poco el agua fue decreciendo y hubimos de adaptarnos al nuevo medio, habituándonos al aire y al sol. Huyendo en lo posible de este último, nos dedicamos a buscar cuevas y gratas húmedas; encontramos unos espaciosos túneles, suficientes para albergar a nuestro pueblo, muy numeroso.

Un día, alguien nos interceptó el paso con una muralla transparente e infranqueable. Al otro lado de una galena transversal, guardada celosamente por unas sierpes descomunales, veíamos a nuestros hermanos que trataban inútilmente, con rocas y árboles corpulentos, de abatir el obstáculo. Cuando pretendíamos salir al exterior, por la angosta boca de un pequeño cráter, una plaga de roedores nos atacaban. Aunque nos servían de alimento, muchos de nuestros compañeros perecían devorados por los numerosos enemigos. Sólo las paredes del cráter, cortadas a pico, impedían su paso. Atalayábamos angustiosos una escapatoria.

Un día vimos un ser que, en un extraño aparato, destruía grandes contingentes de roedores. Uno de los nuestros trató de ponerse en contacto con él pero fue destruido antes de cumplir su propósito. Otro día dimos una inmensa batida en unión de unos seres semejantes a otros que ocupaban las profundidades marinas. Le ayudamos e impedimos su entrada por la montaña. Le acompañamos al cráter para imbuirle nuestro problema. Le reconocíamos dotes superiores, supuesto que mandaba a aquellos seres de patas articuladas y poseía el rayo exterminador.

Al llegar a este punto desperté. No dudé del significado de mi sueño ni de la forma sutil en que se me había plasmado. Es sabido que si una o varias personas no pueden transmitir su pensamiento a otra determinada, reuniéndose todas Ellas consiguen el efecto; sobre todo si el sujeto se presta de buena voluntad al ensayo. Yo “sabía” lo que tenía que hacer. Di un paso a donde comprendía que numerosas miradas nictálopes me observaban, y señalé con un gesto. No la salida del cráter, sino hacia su interior. En el acto me sentí nuevamente transportado.

Avanzaba a oscuras con ligeras oscilaciones y me figuraba a mi conductor sorteando las curvas y sinuosidades de la cueva. Un poco de claridad se hizo al fin, la suficiente para poder observar un hacinamiento de seres que tendían hacia mí sus tentáculos en muda súplica. Llegado a la pared transparente bajé de mi cabalgadura, tome mi reflector de rayos y lo asesté contra las rocas, que empezaron a agrietarse y caer en recios peñascos. Pero mi provisión se acabó antes de terminar la obra. Hice una seña al más próximo de los gigantes y de inmediato apoyó su gruesa mole sobre el cristal, que cedió con seco chasquido.

Penetré al interior, tropezando con una enorme serpiente. Mal lo hubiera pasado si mi ayudante no se hubiera precipitado al encuentro de su enemigo. Una lucha fantástica se desarrolló ante mis ojos. Era tal la fuerza y la corpulencia de ambos contendientes, que me sentí zarandeado contra las paredes. Los movimientos de aquellos colosos dentro del cubil formaban espantosas corrientes de aire; me atraían y rechazaban cuando sus cuerpos succionaban o expulsaban el aire. La serpiente quedó vencida, tronchada su espina dorsal tras azarosa lucha, y su cuerpo taponó el camino. Al otro lado del reducto, tras de la segunda pared transparente, los hermanos de raza de mis amigos se entregaban con éstos a una pantomima expresiva. Vi pasar ante mí, arrastrado hacia atrás, el cuerpo de la inmensa serpiente agitado por los espasmos finales.

Entonces corrí hacia la salida, la caverna donde vi a Tula transfigurada por primera vez. Seguido por mis auxiliares, avancé al espacio abierto que adivinaba sin obstáculo, Gracias a mi previsión, mi nave aérea alumbraba el recinto; estaba impregnada de fósforo. Al amparo de su luz repté hasta el avión y di gracias a Dios cuando, dentro de él, mis manos tocaron las reservas de rayos desintegrantes.

Enfebrecido, viéndome cerca del final favorable o adverso, ejecuté mis sucesivos movimientos con tal rapidez que apenas los recuerdo. Derruí la segunda pared cristalina y docenas de aquellos seres brotaron de la cueva taponada. En masa avanzaron hasta ocupar la caverna central. Mientras ellos trataban de descorrer inútilmente el telón que abría el paso exterior, me encaminé al encuentro de los restantes monstruos guardianes. Sólo dos pude ver y fueron aniquilados en segundos.

Entonces acudí en busca de Tula. Una arpía a su servicio intentó cerrarme el paso con una barra candente. La pulvericé en sus manos mientras ella caía por el suelo, chillando y retorciéndose. Le ordené que me encaminase hacia Tula, y una cerrada puerta quedó deshecha por el rayo y desapareció con olor de madera carbonizada. ¡Estaba ante la cámara de la bruja!

Entré en la estancia como una tromba y la busqué por todas partes, fulminando cuanto encontraba a mi paso. Al fin la divisé; pero ya no era la todopoderosa que ordenaba ejecutar monstruosidades, sino una simple mujer aterrorizada. Permanecía junto al armario de mi nuevo cuerpo, amenazando destruirlo con la corriente eléctrica que lo protegía. Le dije:

— ¡No me interesa ese cuerpo! Elia me ama como soy y millares de guerreros se quitarán la vida por ofrecerme el suyo. ¡Es tu malvada piel la que vengo a buscar!

—Tómalo a cambió de mi vida: ¡es tuyo! —gritó Tula, consternada.

Pero no quise caer en la trampa. Ordené que lo sacaran al exterior y le condujeran a mi avión: tiempo tendría de “vestírmelo”. Exigí a Tula que encabezara el cortejo, y no hiciese un solo movimiento ambiguo. Cuando vio su caverna alumbrada llena de monstruos megalíticos en lugar de sus servidores se estremeció. Le ordené guiarme al depósito de energía eléctrica y cruzamos varias puertas. Entonces observé una enorme sala, unas cien yardas por debajo de nosotros.

Un gigantesco generador zumbaba en el centro. Me disponía a asestar mi rayo sobre él cuando un anciano avanzó por una galena que corría a nuestro nivel. Me hizo señas desesperadas, y crispé mi dedo sobre el pulsador, mientras observaba a Tula. La expresión de odio en su semblante fue la mejor recomendación para el hombre que venía a mi encuentro.

—Señor, ¡detente! — gritó —. Me he enterado por una de las servidoras de esta infame — y señalaba a la bruja con aversión — del enorme poder del rayo que detentas y de cómo has destruido a las sierpes que nos impedían el paso a la gruta. Nuestro pueblo habita allí abajo — dijo, mostrando otras salas que se vislumbraban en la lejanía—; hay laboratorios, fábricas y escuelas... Si fulminas el rotor destruirás nuestras posibilidades de vida y nos encontraremos ante una ímproba tarea. Pasarán lustros hasta reparar el daño, y viviremos como esos terribles ofidios que has aniquilado. Señor ¡hemos sufrido mucho!—terminó suplicante—. Esta malvada mujer nos ha hecho asistir a terribles sacrificios en la cueva y las mejores criaturas han sido arrojadas a sus monstruos. ¡Mátala o llévatela lejos de nosotros! Elegiremos un regente mientras dure tu ausencia, trabajaremos y prosperaremos. ¡Sólo ambicionamos un poco de paz y tranquilidad!

Yo le miraba dubitativo. Después, señalando a la terrible mujer que escuchaba las palabras condenatorias le dije:

—No la puedo matar a sangre fría; pero os prometo que no volverá a haceros más daño. ¡Acompañadme al exterior! —añadí.

Mi interlocutor se volvió a un invisible auditorio y gritó:

—Hermanos míos: ¡somos libres! He aquí nuestro salvador. ¡Saludad al nuevo jefe!

Un murmullo, apagado por el estruendo del generador, llegó a nosotros. Centenares de brazos se alzaron: manos abiertas, palmas de paz. Me volví al anciano y le dije:

—El tiempo apremia. Que cese la fuerza atractiva del imán, y que se abran las puertas de la montaña.

—Pero, señor; las ratas — me contestó, temblando—. La diabólica defensa de Tula entrará y nos devorará a todos: el telón es lo único que las detiene. De vez en cuando, ella les permite el paso para alimentar a las serpientes. Y es una de las amenazas que esgrime para impedirnos la huida...

—Las ratas — le aseguré — ya no existen... ¡Parad el generador!

La bruja, al oír mi categórica afirmación, palideció de tal modo que creí que iba a morir en el acto. Según comprendí después, era la baza secreta que jugaría al verse pérdida. Con las ratas y la forzada obediencia de un pueblo sojuzgado, aún estaba en situación de imponernos condiciones. Así, estaba perdida y nada podía esperar. Pronunciando una formidable maldición trató de huir y cayó desde el balconcillo al piso de la sala de máquinas: el generador destruyó insensible tanta maldad. No había puesto en duda mis palabras: en aquel planeta puede existir el más refinado sadismo, la crueldad más inaudita; pero la mentira es desconocida.

Un indescriptible aullido de alegría, arrojado por millares de gargantas, acogió la caída y fulminación de la bruja. Pero aquel entusiasmo se convirtió en un prolongado clamor de júbilo cuando mi acompañante anunció que las ratas habían sido exterminadas. Si varias catástrofes pueden aniquilar a un pueblo, las magníficas nuevas parecieron enloquecerlo.

El generador dejó de funcionar y me dirigí afuera con aquel hombre y un consejo de ancianos que acudía a despedirme. Presenciaron maravillados mi paso de un cuerpo a otro y me rogaron les permitiera conservar el del anciano venerable que acababa de abandonar. Accedí a ello y les prometí enviarles una comisión de sabios para que intercambiaran sus conocimientos.

Aquellos hombres me vieron dirigirme a los monstruos y por simples señas ordenarles retirarse a sus profundidades. Al comprobar que obedecían, replegándose ordenadamente, su asombro y su respeto me aseguraron su fidelidad futura. Las masas cuyo aspecto infundía pavor, desfilaron como un rebaño de corderos.

Monté en el avión con mi acompañante. Hice a los demás un gesto amistoso y manipulé los mandos. Emprendimos el vuelo sin dificultad. Afuera, lucía el sol. Di una vuelta en el cielo para orientarme y al instante me posé en un espacio abierto. Varios zolos avanzaron a la carrera hacia el avión, dispuestos a pelear contra el gigante alado que creían un enemigo. Pero abrí la puerta y bajé sin temor. En mis oídos resonaban las palabras de Elia: “¿Habría ascendido una serie de escalones victoriosos para fracasar, ya cerca de la cumbre...?”

No obstante, mostré ostensiblemente el anillo signo de mi jerarquía. Al mismo tiempo que mis órdenes telepáticas, de sobra conocidas, llegaban a ellos. Mi confianza no quedó defraudada. Mi acompañante observó con emoción la inmensidad de ratas cuyos despojos no abarcaba la vista. Ante la fidelidad de aquel nuevo ejército de extraños seres, obedientes a un gesto, se afirmó en la creencia que tenía ante él a un ser sobrenatural.

Me dirigí a los zolos señalando a mi amigo que, en primera fila, destacaba entre todos por su corpulencia y su tostado caparazón.

—Vuestro camarada, aquí presente — les dije—, me ha acompañado en varias aventuras. Ha demostrado un indecible amor al agua, un líquido del que procedéis. El que de vosotros quiera volver al foso puede hacerlo. El que desee conocer su nuevo elemento, que acompañe a este hombre: él os indicará el camino. Encontraréis agua y a los seres que os ayudaron a destruir las ratas. Hay comida abundante para todos y los que se alejan hacia el mar aseguran un mejor sustento a los que quieran volver al foso, ¡Decidíos, pues!

Una multitud de zolos se alejó de nosotros y emprendió la marcha hacia donde habían venido: eran los más viejos, apegados a las costumbres. Pero otra parte quedó a nuestro alrededor. Me volví al anciano y le comuniqué mi deseo de que montase en uno de aquellos animales y les mostrase el camino. Luego le dije:

—No salgáis al exterior en varios días, para evitar la epidemia que os produciría la putrefacción de las ratas. Yo os enviaré antisépticos y desinfectantes que ayuden a sanear este inmenso cementerio. Ahora, ¡adiós! Repite a tus amigos cuanto has visto.

No era necesaria la advertencia. Aunque con evidente temor, el hombre se izó sobre uno de los zolos ante el deseo de llegar cuanto antes junto a los suyos y comunicarles las asombrosas noticias. Yo, por mi parte, estaba impaciente por acudir al encuentro de Elia, que permanecía esperándome no lejos de allí, a la entrada del cráter. Era evidente que había visto el avión, pero... ¿cómo iba a imaginar que yo saldría tan lejos de la sima por donde me había sumido?

Cuando me vio aparecer, transfigurado mi rostro por un amor infinito, se lanzó a mi encuentro. Bastó que mis labios entonaran su nombre en un cantar improvisado para que se arrojara en mis brazos con ansia incontenible:

— ¡Vida de mi vida! —exclamó—. ¡Qué miedo he pasado y qué desesperada me sentí en tu ausencia! Déjame — añadió, con vehemencia disculpable —, que te vea una vez más tu “traje” nuevo...

Los demás zolos que escoltaban a Elia se dispusieron a seguir a sus congéneres en ambas direcciones. Invité a Zolo a acompañarlos y él se separó de mí, contento al parecer. ¿Añoraba la compañía de los suyos y las profundidades marinas? Le vi partir con un nudo de emoción en la garganta.

Elia y yo emprendimos, enlazados, el camino del avión. En pleno vuelo hacia la felicidad, me volví y la pregunté:

—Aún no me has dicho qué te he parecido.

Elia arrugó el ceño al responder. Después sonrió.

—Temo que nuevas empresas nublen nuestra vida futura — dijo—. No es posible que este ritmo aventurero quede cortado aquí y que te estanques en la apacible vida cotidiana. Pero mientras me ames, sea el que fuera tu cuerpo — aquél lo adoraba, éste me entusiasma — me tendrás a tu lado, mi amor. ¡Dispuesta a dedicar mi vida a hacerte feliz!

Se arrojó en mis brazos apasionadamente. Durante unos momentos la nave, abandonado el timón, cabeceó sin recuperar el equilibrio.

El camino de regreso transcurrió sin incidentes.

Sobrevolando la ciudad de Uliax arrojamos sobre su cúpula un paracaídas con un mensaje cariñoso, invitándole a presenciar en Hulana “un feliz y próximo acontecimiento”. Cuando llegamos al término de nuestro viaje desmontamos en la enorme terraza de palacio. El pueblo se congregó rápidamente.

Elia me tomó de la mano y avanzó hacia la balaustrada. Vestido con los arreos marciales que a prevención llevaba, mi aspecto deslumbró a cuantos me veían. Mirándose en mis ojos, con un nuevo fulgor que no me disgustaba, la reina exclamó con voz en la que vibraba el orgullo:

— ¡Pueblo mío! Como os aseguré, he regresado sana y salva con mi prometido. Se ha bañado en la fuente de la vida y ved él resultado. Le amo y quiero casarme con él. ¡No demoréis los preparativos!

Un estruendoso aplauso acogió sin reservas las palabras de la reina, y más aún cuando Elia, acercándose a mí, posó sus labios en los míos y me encadenó con el yugo divino de sus brazos. Sin gazmoñerías ni alardes, con sencillez. Y el pueblo, que no conocía la mentira ni la hipocresía, patentizó bien claro su entusiasmo.

Aquella misma tarde se celebró en la sala mayor del palacio nuestro enlace. Pero antes de que terminase la ceremonia, hice una seña a Yunán, que salió disparado. Ya marido y mujer, íbamos a presentarnos al pueblo con los atributos de mi nueva jerarquía, cuando un ruido inesperado hizo estremecer a Elia, que se lanzó temerosa entre mis brazos. El sonido crecía y menguaba, invadiendo la estancia. Grandioso y sublime, el oído se adaptaba a él, dominado por su hechizo.

— ¿Qué es eso, esposo mío? — preguntó mi adorada—. ¿Por qué sonríes en lugar de estar, como yo, temeroso?

—Salgamos al exterior, querida...—da dije.

En el rellano que dominaba la inmensa plaza vio la explicación. El público escuchaba con evidente agrado, casi con unción, el sonido que surgía de un conjunto de músicos. Uniformados con ropaje multicolor, desafinaban briosamente una marcha nupcial. Aquél era uno de mis “secretos”; una de tantas cosas que había de mostrar de ahora en adelante a mi pueblo. Y en especial a mi reina.

Avancé con ella al exterior. Cuando terminó la música y los vítores se fueron apaciguando, coloqué en su dedo el anillo “que hacía de mí, pobre vagabundo de otro planeta, señor de varios reinos de Júpiter. Con aquel sencillo acto delegué todo mi poder en la divina mujer. Y la hice, también, la dueña absoluta de mi alma errante.

FIN



[1] Todas las medidas comparativas son imaginarias. (N. del A.)

 [2]  Entiéndanse las “palabras” del monstruo como órdenes mentales. (N. del A.)