jueves, 29 de junio de 2023

INFIERNO GALACTICO (ERIC SORENSSEN)

  

Juan Miguel González Cremona es Eric Sorenssen, que también utilizó otros seudónimos, como  Ana Velasco (!), John Stuart, Pablo de Montalván, Ronald Mortimer y Roy Callaghan. Escribió en casi todos los géneros: Romántico, bélico, terror, Oeste y policíaco. Tal vez su mejor novelita es "Cero e infinito", de la colección Luchadores del Espacio. José Manuel González Cremona se marchó de Argentina tras el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976. Establecido en Barcelona, colaboró en el tebeo "El Acordeón".​ A partir de 1977, trabajó para editorial Bruguera, donde continuó El Corsario de Hierro y se ocupó de las adaptaciones de "Joyas Literarias Juveniles", sustituyendo así a Víctor Mora y José Antonio Vidal Sales, respectivamente.​ Al mismo tiempo, publicaba novelas eróticas con diversos seudónimos. Tras la debacle de Bruguera, se ha dedicado al ensayo de divulgación histórica.


CAPITULO PRIMERO

 El EI-71-98186 caminaba muy lentamente por el de­sierto sendero.  Todos los humanos caminaban como el. No es fácil apresurar el paso cuando la temperatura supera los 36 grados centígrados todo el año...

Por otra parte, nada especial tenía que hacer.

Nunca tenía nada especial que hacer, excepto culti­var sus mangos y sus mandiocas y sus patatas y echar­se sobre la estera para dormir las largas siestas de las tardes.

Y después, como ahora mismo, vagar sin rumbo por los estrechos senderos abiertos entre la maleza tropical, que crecía incontenible, devorándolo todo.

Algunas veces tenía suerte y encontraba una flor que le era desconocida.

Esto ocurría muy de tarde en tarde, pero eran mo­mentos inolvidables. Reía y gritaba durante muchos mi­nutos, para expresar su alegría.

Y en su cabaña ponía la flor frente a él mientras cenaba y esa noche la insípida comida le sabía a gloria.

Después llevaba la flor y la ponía a pocos centíme­tros de su cara, sobre la estera, para dormirse con la vista y el olfato llenos de ella.

Pero a la mañana siguiente la flor estaba marchita y eso le causaba un gran dolor. Un dolor que le duraba varios días.

Claro que no eran, en realidad, alegrías o dolores muy profundos, sólo a los niveles primarios que a los humanos les estaban permitidos.

Y aunque las Prohibiciones no existieran...

Hacía demasiado calor, había demasiadas pestes y demasiados insectos como para poder desear sentimien­tos más profundos.

Sólo sobrevivir.

Sobrevivir sin hacerse notar por los amos, hasta llegar a los treinta o, cuanto más, a los treinta y cinco años.

Treinta años era la expectativa media de vida de los humanos, según decían los amos.

Otra de las cosas que tampoco importaban a nadie

De pronto, en un recodo del sendero, EI-71-98186 se vio enfrentado por dos hombres y una mujer que' casi corrían hacia él, con sus caras chorreando sudor.

—¡Huye! —le gritó uno de los hombres, sin dejar de correr.

—¿Por qué? —preguntó.

—¡Porque los Galácticos han llegado a nuestro pueblo!

Y los tres abandonaron el sendero y se perdieron entre la espesura.

Sin apresurar demasiado el paso, EI-71-98186 dio media vuelta y se dirigió a su propio poblado.

Aunque nada tenia que temer, se sentía mal en pre­sencia de los Galácticos. En su mente llena de brumas como todas las de sus congéneres, los relacionaba con miedos terribles, con cosas muy malas, mucho peores que la muerte.

Los Galácticos, en suma, le provocaban sentimien­tos totalmente opuestos a los que surgían de sus entra­ñas al contemplar una desconocida y fragante flor.

Pero, claro está, él no hubiera podido expresarle esta forma, porque ni su mente ni su vocabulario eran tan ricos.

Sin embargo, no era exactamente como los demás.

Los otros no sentían lo que él ante las flores ni se asustaban ante la presencia de los Galácticos, excepto cuando éstos lanzaban sus rayos de fuego o sus shocks sobre ellos.

Y si los Galácticos retornaban a los dos o tres en volvían a recibirles sin temor, porque ya no recordaban.

Pero EI-71-98186, sí.

El había visto a los amos matar y torturar y esas imágenes habían quedado como grabadas en su cabeza.

Incluso con las mujeres.

Recordaba la primera vez que fue llevado a procrear.

Todos cumplieron con su obligación, pero él, además, pasó sus manos por la negra cabellera de la muchacha que le asignaron y también pasó sus labios su cara.

Aunque ya había cumplido, le habló hasta que separaron. Le dijo que esa unión había sido para él como encontrar una nueva flor, y a la muchacha pareció gustarle que él le hablara —aunque puede que no comprendiera las palabras—, porque cuando se la llevaban volvió un par de veces su cabeza para mirarle.

Llegó a su cabaña con las primeras sombras de la noche. Como de costumbre, tenía mandioca hervida y mangos y piñas en abundancia. Sin mayor interés, comió de todo un poco. Después se echó sobre la estera y se dispuso a dormir.

No había flor nueva junto a él esa noche, pero sí el recuerdo de la larga y negra cabellera de aquella muchacha de la primera procreación.

 

* * *

Le despertaron los gritos.

No era aún de día, aunque muy poco faltaría para que amaneciera. Los gritos eran terribles y parecían ve­nir de todas partes. Se incorporó violentamente, sacu­diéndose el sueño pegado a sus párpados, y salió al exterior.

Era lo de siempre. Un grupo de condenados galácti­cos apoderándose de muchachas humanas para su pla­cer. Las que gritaban, claro está, eran las muchachas.

Los condenados, tal vez burlando la vigilancia de sus guardianes o puede que con el permiso de éstos; habían llegado a la población en un giroscop. Eran só­lo cuatro y los doscientos humanos que vivían en el pueblo podrían haberles fácilmente reducido, pero no lo harían.

Vagamente intuían que terribles castigos se abatirían sobre ellos si osaban luchar contra los intrusos.

Eran condenados, escoria del Imperio, pero aun así infinitamente superiores a los humanos.

Puede, incluso, que fueran prófugos de algún Concentramiento cercano y que la muerte fuera el castigo que les esperaba, de ser cogidos. Sin embargo, los guardias imperiales siempre les darían razón y apoyo a ellos, en contra de los humanos.

Pero no era sólo el temor al castigo lo que entregaba a esas muchachas en manos de sus verdugos, era también la insensibilidad.

Reducidos a una vida poco más que vegetativa, los Humanos hacía ya muchas generaciones que habían per­dido en grado cada vez mayor la capacidad de sentir.

Primero fue la contaminación radiactiva, que mató y deshizo; después, como su directa consecuencia, la elevación de la temperatura y la desaparición de las estaciones; después...

 

Pero EI-71-98186, como ya otras veces lo había hecho, decidió mirar.

Sabía que eso le haría muy mal, que arrojaría pues varias veces el contenido de su estómago, como si fuera víctima de la peste, y que correrían lágrimas su cara, pero sentía que tenía que mirar.

Que, por para él ignotas razones, era su deber hacerlo.

Uno de los galácticos, un ser brutal con una altura cercana a los dos metros, estaba poseyendo a la muchacha rubia que vendía cántaros.

Aunque cada humano tenía su nombre-número obligatorio, entre ellos se conocían e identificaban por sus labores o por alguna seña física especial. El nombre número era demasiado complicado para recordarlo —aun el propio—, pese a que todos llevaban la placa de identificación, sin la cual hubieran sido cazados y muertos como serpientes venenosas.

La muchacha gritaba e intentaba desesperadamente librarse de la brutal agresión, pero el galáctico era demasiado fuerte para siquiera molestarse por tan intentos.

Su clímax fue marcado por mordiscos que abrieron surcos de sangre en el cuello de la chica, que se contorsionaba como un trágico monigote.

EI-71-98186 sintió la náusea —vieja compañera— emerger de sus entrañas, pero se obligó a seguir mirando. Imaginaba lo que seguiría.

Y el monstruo no le defraudó.

Salió de su víctima, se incorporó pesadamente y, cuando la muchacha podía empezar a creer que se había librado de él, se inclinó sobre ella y le propinó un tremendo golpe con el canto de su manaza.

Por la contracción y posterior inmovilidad, el humano espectador adivinó que la chica había muerto en forma casi instantánea, lo que no dejaba de ser una suerte para ella, porque le evitaba mayores torturas.

De las otras tres, dos tuvieron mejor suerte. Tras la posesión, sus violadores les permitieron escapar sin tormentos.

La cuarta, una de las bordadoras del pueblo, murió tras recibir una brutal paliza.

Después, con la tranquilidad que da al saberse  invulnerables, los cuatro monstruos galácticos montaron el giroscop y se marcharon.

Pero este final EI-71-98186 no pudo verlo, porque el vómito le cegaba.

* * *

Como siempre lo hacía en esos casos, encendió un pequeño fuego y se preparó una infusión de hierbas.

Unos momentos después de bebería, se sintió mejor.

Es decir, se calmó la agitación de sus entrañas, pero no la de su cabeza, que parecía girar a velocidad pero creciente, con peligro de volverlo al mareo y a la nausea.

Se echó sobre la estera, cerrando los ojos.

La imagen de la inmolación de las muchachas permaneció en su retina, pero el vértigo cedió.

«¿Por qué seré yo así?», se preguntó por milésima vez.

Le era imposible comprender por qué él tenía sentirse tan mal —por qué tenía que mirar— cuando los galácticos cometían una de sus diarias tropelías, en tanto sus congéneres permanecían impasibles.

«¿Seré un monstruo como los que habitan en lo más profundo de bosques y ciénagas?», llegó a pensar.

Se resistía a aceptar que fuera un monstruo, Un engendro de las profundidades, pero sí tenía que convenir en que era distinto.

Decidió hacer una prueba que ya había hecho antes.

Desde el interior de su cabaña sin paredes, podía ver que la vida había vuelto a su lánguida normalidad en el poblado.

Los cadáveres habían sido retirados y perros y chicos volvían a ser dueños de la calle.

Se incorporó y marchó hacia la cabaña vecina.

En ella vivían los cazadores, los tres hombres que se encargaban de cazar animales salvajes para de la comunidad.

Estaban, como casi siempre, reparando sus lanzas y arcos y sus flechas.

El visitante no se anduvo con rodeos.

—¿Qué opináis de lo que ha ocurrido? —les espetó.

Le miraron boquiabiertos.

—¿O... pi... náis? —farfulló el más joven.

Ahora el sorprendido fue EI-71-98186. ¿Por qué había empleado esa palabra que nadie —ni siquiera el mismo— había escuchado jamás?

—Me refiero a lo de las muchachas... los condenados galácticos —se apresuró a aclarar.

Los tres hicieron un gesto de comprensión que venia a significar «¡Ah, eso!», y se encogieron de hombros.

—Siempre pasa... —resumió el más viejo —41 años—, en tono indiferente.

—Pero esas muchachas muertas y torturadas...

—Siempre pasa...

El visitante se marchó. Sabía que nada más o obtendría de ellos. «Siempre pasa» era la frase obligada. Si los galácticos mataban y saqueaban, si venía una de las periódicas epidemias, si la inundación arrasaba vidas y poblados...

«Siempre pasa». 

CAPITULO II 

La epidemia llegó tres meses más tarde.

Era del tipo de la que con más frecuencia les visitaba.

Primero fueron varios niños pequeños que comenza­ron con los vómitos y las diarreas.

Los Infusores les prepararon brebajes especiales —aunque ellos mismos estaban de antemano convenci­dos de su inutilidad— pero todo fue en vano.

Los primeros niños murieron y a ellos les siguieron otros niños y también muchos adultos.

EI-71-98186 no fue afectado por la epidemia, pero volvió a sentir lo que había sentido cuando el sacrificio de las muchachas.

El sabía —todos lo sabían, en realidad— que los galácticos poseían la Medicina.

Gracias a ella, nunca sufrían epidemias y podían vi­vir muchísimos años, siendo todos sanos y fuertes.

«¿Por qué no nos dan la Medicina a nosotros?», se peguntaba.

Cuando la epidemia siguió su camino dejando sesenta y ocho muertos tras ella, fue a consultar con el más sabio de los Infusores.

—Sí, yo también sé que los galácticos poseen la Medicina —le confirmó éste.

—¿Y por qué no podemos tenerla también nosotros?

El interpelado le miró, auténticamente sorprendido.

—¿Cómo se te ocurre semejante cosa, agricultor? También los galácticos poseen la Ciencia y la Tecnología... pero nunca nos las darán a nosotros.

—¿Por qué?

El Infusor se estaba impacientando.

—Porque somos humanos... pobladores de la Tierra... ¿es que pretendes igualarte a los pobladores del Imperio Galáctico?

—No, claro que no...

* * *

El-71-98186 volvió a su mandioca, a sus mangos y a sus patatas.

No podía dejar de sentir lo que él llamaba «lo bueno», al descubrir una nueva flor, o «lo malo», ante una nueva tropelía de los galácticos, pero decidió su obligación era actuar como todos lo hacían.

«Siempre pasa».

Y fue entonces cuando encontró al forastero.

O, mejor dicho, cuando el forastero le encontró

Era uno de los días raros y felices —aunque EI-71-98186 no conociera la palabra «felicidad»— en que había encontrado una flor nueva.

Era grande, con una corola de varios colores y un perfuma denso y penetrante.

El humano aspiraba con fruición ese olor y su se distendía en una sonrisa, cuando intuyó que no estaba solo.

Alzó la vista para descubrir que un hombre vestido con la túnica de los caminantes, le contemplaba, entre sorprendido y sonriente.

 —¿Qué haces con esa flor? —le preguntó conocido.

Pese a no tener más que veintidós años, EI-71-98186 tenía una capacidad de conocer a los demás muy superior a los más ancianos cuarentones del poblado.

De inmediato intuyó que ese hombre no era un espía de los galácticos, sino un auténtico humano, que se acercaba a él con buenas intenciones.

Decidió hablar con la verdad.

—Esta flor es nueva para mí —respondió, agregando tras una pausa—: Y encontrar flores nuevas es bueno.

El otro le miró largamente.

—¿Y los galácticos? —aventuró finalmente.

—Eso es malo —contestó el otro, sin reflexionar.

La sonrisa se extendió en la cara del desconocido.

—Lo sabía —dijo, como para sí mismo—. Lo supe desde que te vi con la flor...

El otro le miraba sin comprender nada.

—Perdóname —rió el forastero—, por un instante olvidé que tú seguramente no lo sabes...

—¿Qué es lo qué no sé? —preguntó el muchacho.

—Que posees la memoria colectiva... —volvió a reír ante la mirada de incomprensión del otro—. Es demasiado difícil para explicarlo en breves palabras —decidió—, pero tú podrás saberlo todo, si te arriesgas.

—¿Qué es lo que sabré y a qué tengo que arriesgarme?

—Sabrás quién eres y encontrarás... un sentido a la vida. Querrás vivir. En cuanto a los riesgos... nada la menos que desafiar el Decreto de Inmovilidad de los galácticos y marchar a la Ciudad Luz...

—¿La Ciudad Luz...? ¿Pero de qué extrañas cosas me hablas, forastero?

El recién llegado sonrió una vez más, pero esta vez para sus adentros. Comprendía que el otro le estaba tomando por loco y no le culpaba por ello.

—Hay muchos humanos como tú... y como yo —comenzó a explicar—. Seres que nos deleitamos con el perfume de una flor y que odiamos a los galácticos que nos esclavizan y nos torturan...

El muchacho no entendía todas las palabras, pero algo en su interior le hacia estar de acuerdo con el sentido de la frase.

—Por algún fallo en los sistemas de esterilización selectiva de nuestros genes, que practican los galácticos, tú, yo y muchos más hemos conservado, al menos en parte, la memoria colectiva. O la conciencia colectiva, si prefieres llamarla así...

Para EI-71-98186 las palabras ya eran un galimatías sin sentido, el otro lo comprendió y dejó de hablar.

Tras unos momentos de silencio, en que los dos se miraron, uno con indecisión y casi temor, y el otro con afecto, el recién llegado volvió a hablar:

—Me he dejado llevar por la alegría del encuentro. No puedes comprenderme... todavía. Pero sí puedes responder a una pregunta: ¿estás dispuesto... desearías luchar contra los galácticos?

—¿Luchar contra los galácticos? ¡Pero eso es imposible! Ellos poseen la Ciencia, las...

El otro le interrumpió con un gesto.

—Deja todo eso de lado y sólo contesta a mi pregunta: ¿desearías luchar contra los galácticos?

A la mente de EI-71-98186 volvieron las imágenes que tantas veces le persiguieran en sus sueños. Niños con el vientre horriblemente hinchado, muriendo entre vómitos negros; guardias galácticos matando por placer a hombres y mujeres; condenados galácticos violando y matando a las muchachas humanas...

—Sí, desearía luchar contra ellos.

Y el sonido de su propia voz le sorprendió y hasta le asustó un poco. Pero ya lo había dicho.

Aunque no supera muy bien por qué.

* * * 

Llevaba ya muchos días caminando. Varias veces había encontrado giroscops y patrullas en su camino, pe­ro siempre pudo ocultarse a tiempo.

En una noche muy oscura, dio de manos a boca con un condenado galáctico, seguramente prófugo. El pen­só que su fin había llegado, pero, increíblemente, el otro huyó a b carrera profiriendo gritos de terror.

La única explicación que encontró a tan curioso he­cho fue que se tratara de uno de los «locos reproduc­tores» y que le hubiera confundido con un engendro, de los que poblaban los bosques y las ciénagas.

El sabio forastero se había despedido de él sin decir­le su nombre-número, ni preguntarle el suyo, pero le había dejado un extraño y pequeño artilugio, que ha­bía llamado «brújula».

«Cuida que la aguja esté en esta dirección, sigue ade­lante, y encontrarás la Ciudad Luz... o serás encontra­do por ella», le había dicho.

Eran muy pocas indicaciones para tan extraño pere­grinar, pero E1-71-98186 no había preguntado más. In­tuyó que sería suficiente.

Aunque la temperatura seguía siendo igual de sofo­cante, el paisaje había variado algo. En estas tierras los bosques no eran tan profundos y las ciénagas tan abundantes.

También había observado que, con mayor frecuencia que en su tierra, se veían las murallas que los galácticos habían levantado para proteger los Centros donde vivían.

Pero eran muchos días de marcha, sus pies se habían convertido en llagas y él comenzaba a pensar que tal vez hubiese sido mejor no aceptar la invitación del desconocido.

Por temor a los galácticos, caminaba por las noches y descansaba, protegido por la densa vegetación tropi­cal, durante el día.

Era de noche y caía una fina llovizna que sólo ser­vía para aumentar el bochorno, cuando percibió por primera vez los perfumes.

La sensación de bienestar que siempre le envolvía cuando el perfume de una nueva flor penetraba en su olfato, se vio ahora multiplicada hasta el infinito.

Porque casi infinito era el número de nuevos y deli­ciosos perfumes que estaba aspirando.

Pensó: «Aquí tendría que estar la Ciudad Luz... mi Ciudad Luz», y fue entonces cuando una sombra emer­gió de la noche.

—¿Qué haces aquí, humano? —preguntó una voz, salida de la sombra.

—Busco la Ciudad Luz —respondió El-71-98186.

—Ya la has encontrado —dijo la sombra. 

CAPITULO III 

Aparentemente, no se diferenciaba de los otros po­blados humanos, excepto en el delicioso perfume de las flores.

Las chozas eran iguales a la suya propia y los pocos seres que pudo ver, mientras su guía le conducía por las callejas, vestían como él mismo.

Sin embargo, notaba algo distinto. Algo esencia mente distinto.

No tardó mucho en averiguar de qué se trataba.

Las chozas eran iguales, las ropas eran las mismas, pero los humanos eran distintos.

Desde luego, no en su conformación física, sino en sus caras, en sus expresiones y hasta en su forma de andar.

Estos hombres y mujeres marchaban con el tronco erguido y no con la simiesca posición con que todos lo hacían.

Además, caminaban casi con prisa, como si fueran a alguna parte.

Y —puede que esto fuera lo más notable— le mira­ban a él... y le sonreían.

El guía le dejó en el exterior de una cabaña que en nada se diferenciaba de todas las demás.

Por otra parte, la separación entre «exterior» e «interior» era meramente simbólica, ya que la construcción carecía de paredes.

Dos hombres jóvenes que estaban sentados en el sue­lo, sobre esteras, hablando y comiendo, volvieron la cabeza hacia EI-71-98186 y le invitaron a entrar con amistosas señas.

—Sé bien venido, hermano —dijo uno de ellos.

El visitante no conocía el significado de la palabra «hermano», pero le resultó agradable su sonido.

Imaginó que nada malo podría ocurrirle, mientras los hombres le llamaran «hermano».

Compartió con sus anfitriones la cena, bastante más variada que la que estaba acostumbrado a comer, aun­que también compuesta de legumbres, hortalizas y frutas.

Los otros le dejaron comer sin hacerle preguntas. Cuando hubo terminado de degustar un sabroso pláta­no, habló el que le había dado la bienvenida.

—Yo soy Jean y éste es Paul, ¿cómo es tu nombre?

—EI-71-98186 —respondió maquinalmente el interrogado, que no había entendido lo que el otro dijera de sí mismo y de su compañero.

Pero le llamó la atención que los dos le miraran con sorpresa.

—Parece que René ha llegado lejos esta vez —co­mentó el llamado Paul.

Jean asintió con la cabeza y se dirigió al invitado.

—Tú no entiendes de qué estamos hablando, pero lo entenderás de inmediato. René es el hombre que te ha enviado a la Ciudad Luz...

—¿Cómo sabe usted que yo he sido enviado?

—Porque no estarías con nosotros si no lo hubieras sido Robert, el hombre que te ha guiado, no te habría dejado pasar. Pero, seguramente, tú gozaste con el perfume de las flores…

Todavía sorprendido, el recién llegado asintió en silencio

Los dos sonrieron, también ellos en su muda aquiescencia.

—Hay muchas cosas que hoy no sabes, pero que te ayudaremos a aprender —continuó Jean—. Pero no hoy, no esta noche. Tu aprendizaje comenzará ma­ñana...

—Pero tiene que tener un nombre —terció Paul.

—En efecto —concedió el otro—. Ese número que tú llevas por nombre es la marca casi visible de la es­clavitud a la que nos han sometido los galácticos. No lo usarás nunca más. Tendrás un verdadero nombre. Un nombre, no un número. Así serás más humano.

El oyente iba de sorpresa en sorpresa. Su interlocu­tor hablaba de ser más humano. Como si ser humano, fuera algo bueno y hasta deseable...

—Las letras que anteceden a tu número —seguía di­ciendo Jean— señalan el continente y el país en los que has nacido...

«Continente, país», eran palabras absolutamente sin sentido para EI-71-98186, pero dejó que el otro siguiera hablando sin hacer preguntas.

—La «E» significa «Europa» y la «I», «Iberia». Esto quiere decir que tú has nacido en el continente que antes se llamaba Europa y en el espacio geográfico de ese continente antes llamado Península ibérica Es decir que tú eres español o portugués.

—Es casi imposible que Robert haya podido llegar hasta Portugal, debemos suponer que este hermano  es español… —intervino Paul.

—Creo lo mismo  —asintió Jean—, Y por eso he pensado en que podremos llamarte Carlos. ¿Te parece bien Carlos? —preguntó al directamente interesado.

—Carlos… —repitió el aludido— Carlos… Si, me parece bien.

La palabra sonaba, en efecto, bien a sus oídos. Pero aunque no hubiera sonado así, era infinitamente me­jor que lo otro.

En ese instante se juró a sí mismo que nunca, nun­ca, pasara lo que pasase, Volvería a ser EI-7I-98186.

—Y ahora, Carlos —era Paul quien lo sacaba de sus pensamientos—, tienes que descansar de tan largo viaje. Ven conmigo, te llevaré a tu nuevo hogar.

* * *

A la mañana siguiente, cuando el flamante «Carlos» estaba enrollando su estera, apareció Jean.

—Buenos días, hermano —le saludó—. Desayunare­mos juntos.

Así lo hicieron. Al término del frugal condumio, Jean le anunció, sin más trámite:

—Ahora te llevaré a la Ciudad Luz.

Carlos se asombró.

—¿Pero no es ésta la Ciudad Luz?

El otro sonrió.

—No, no. No es ésta —dijo simplemente.

Caminaron hacia un bosque especialmente espeso y enmarañado. Parecía imposible a primera vista inter­narse en él, pero el guía avanzaba sin detenerse por impensables y casi indivisibles senderos.

La marcha duró poco menos de una hora. Avanza­ban sin hablar, bastante ocupados en ahuyentar la nu­be de insectos que se ensañaba con ellos. Bajo un techo de hojas y lianas, que a duras penas permitía el paso de los rayos del sol, la temperatura y la humedad eran sofocantes.

Cuando Jean digo «Hemos llegado», Carlos se dejó caer sobre el suelo cubierto de malezas, casi inconsciente.

Sentado en cuclillas frente a él, el otro esperó pacientemente a que  recuperara

Esto ocurrió unos quince minutos más tarde. Carla abrió los ojos y miró desconcertado a su alrededor

En un primer momento no advirtió nada fuera de lo común. Árboles, lianas, tupida vegetación, apenas disminuida en el pequeño claro en el que se hallaban

Pero pronto sus ojos repararon en una obertura, junto a la que se hallaba de pie su guía.

—Esta es la entrada a la Ciudad Luz —le dijo, mientras iniciaba el descenso. 

CAPITULO IV 

Tres meses más tarde, Carlos había aprendido más cosas que en sus veintidós años de vida anteriores, mu­chas más cosas de las que la inmensa mayoría de sus congéneres sabría nunca y, por supuesto, infinitamente más de las que él nunca soñó saber.

En esa maravillosa, secreta y subterránea Ciudad Luz, vio por primera vez un libro y los extraños apa­ratos que hablaban y mostraban imágenes.

Y, por encima de todo, conoció la historia de la Tierra. Su propia historia.

Supo que algo más de cien años atrás al terminar la era histórica que los humanos llamaban «siglo veinte», una gran guerra nuclear había destruido la mayor par­te de las ciudades del planeta, y matado a más de las tres cuartas partes de sus habitantes.

Pero eso no fue lo peor. Lo peor vino después.

Como consecuencia más o menos mediata de la tre­menda contaminación radiactiva que sufriera la Tierra, a consecuencia de los ingenios nucleares lanzados con­tra los enemigos y de las mutuas destrucciones de los inmensos arsenales atómicos que los contendientes po­seían, una densa capa de gases radiactivos rodeó total­mente el planeta.

Con lo que podía esperarse, no se produjo el cese de la vida vegetal y animal, sino que la primer consecuencia importante fue la elevación y «uniformación» de la temperatura en toda la Tierra, con la única excepción de los polos y una franja a su alrededor, donde se mantuvo la temperatura anterior.

Pero sin espacios intermedios donde se pudiera or­ganizar una vida más acorde con la tradicional.

Por Otra parte, con apenas oscilaciones de dos o tres grados centígrados, la temperatura y la humedad eran idénticas durante todo el año.

La vegetación, por lógica y rápida consecuencia, se adaptó a las nuevas condiciones climáticas y crecieron por todas partes los árboles, flores y plantas comesti­bles que antes eran privativas de las zonas tropicales.

Para los sobrevivientes de la hecatombe nuclear, la adaptación no fue tan fácil.

Ancianos y niños murieron por millares o centena­res de miles, afectados por enfermedades como el cóle­ra y la viruela, que se creían definitivamente des­terradas.

Por otra parte, la destrucción de las ciudades en un 85%, la desaparición casi total de las plantas produc­toras de energía y, finalmente, el terrible calor, veloz propagador de infecciones y epidemias, hizo imposible la actuación de los pocos médicos sobrevivientes, los que, además, carecían de casi todo el instrumental de que antes dispusieran.

Antes de la Gran Guerra, se habían iniciado tímidos contactos entre los habitantes de la Tierra y seres de otras galaxias, los que infinidad de veces habían sobre­volado el planeta, en viajes de observación y estudio.

Ni que decir tiene que todos esos contactos —y aun la posibilidad de intentarlos— quedaron cortados definitivamente tras el desastre.

Pero los extraterrestres no olvidaron a la Tierra.

Hacia ya varios siglos que las principales galaxias, cansadas de guerras y enfrentamientos, se habían uni­do para formar la Confederación Galáctica, cuyos pos­tulados de paz y progreso proporcionaron centenares  de años de felicidad a sus pueblos.

Pero todo aquello también pertenecía al pasado. Un movimiento de fanáticos, sedientos de sangre y de poder, había proliferado en las galaxias hasta hacerse tan numerosos y fuertes como para dominar a la Confederación.

No sólo los postulados pacifistas murieron entre gritos de guerra, sino que hasta el nombre fue cambiado. Lo que había sido Confederación pasó a ser Imperio Galáctico.

Y, como no podía ser de otra manera, la primera y principal ocupación de los nuevos gobernantes fue extender los límites de sus dominios.

A esa primera época pertenecieron los tan numero­sos viajes de sus naves a la Tierra que tanto llamaron la atención de los humanos.

Los galácticos recorrían incansablemente el universo, en busca de planetas, planetoides o satélites, donde la vida fuera posible.

Visitaron millones, para sólo encontrar un puñado que sirviera a sus necesidades.

Colonizaron a todos, mediante el sencillo procedi­miento de exterminar a las poblaciones nativas o de esclavizarlas, según mejor conviniera a sus propósitos.

La Tierra, por pertenecer a una de las galaxias más alejadas de Celestia, la capital del Imperio, fue dejada para la última fase de las campañas de colonización.

Así, cuando las naves invasoras, tras diez años de viaje, arribaron al planeta, lo encontraron rodeado por  una capa radioactiva y con la temperatura anormalmente elevada y uniforme en todas sus estaciones y latitudes.

Habían pensado en convertir el planeta en un inmenso productor de alimentos, para aprovisionamiento de sus naves, cuyas tripulaciones se encontraban en dificultades casi insolubles para conseguir alimentos frescos tan lejos del Imperio.

Pero la nueva situación hacía imposible tal proyecto.

Furiosos, los gobernantes de Celestia decidieron ven­garse de la Tierra condenándola a ser el destino fina de los condenados de las galaxias.

Podrían haberla llamado «cárcel» pero, por el doble hecho de su elevada temperatura y de que quienes eran enviados a ella nunca volverían a salir, se la llamó «el Infierno Galáctico».

Aunque muy poco numerosos, y con armas ridículamente ineficaces, ante las sofisticadas de los invasores los humanos opusieron una desesperada resistencia

Esto acabó de enfurecer al Imperio, que dispuso la exterminación de toda la raza humana, excepto un reducido número de machos y hembras, que serían utili­zados como reproductores.

Pero no acabó ahí la venganza.

Para evitar que los futuros humanos fueran tan amantes de la libertad como lo habían sido sus antepasados, todos los reproductores fueron sometidos a radiaciones en sus órganos sexuales.

La primera generación se perdió —hubo de ser sacrificada— casi por completo, ya que la inmensa mayoría de las crías presentaba deformidades físicas y psíquicas tan tremendas, que no podían ser incluidas dentro de la categoría de humanos.

Pero la continuación de las experiencias, permitió que, ya al tercer intento, un 50% de los recién nacidos fueran aprovechables.

Para la época en que Carlos fue concebido, el porcentaje de aprovechamientos era del 93%.

Los sabios científicos galácticos habían buscado y conseguido crear un tipo de humano a distancia equidistante, en cuanto a su inteligencia y demás característi­cas, entre sus antepasados y las categorías más evolu­cionadas de los simios.

No obstante, de la población permitida de cien millones, se estimaba en un uno por mil la posibilidad de fallos genéticos.

Estos fallos consistían, por lo general, en la persis­tencia en la mente del individuo de retazos de memoria.

Cuando esto ocurría, el humano acusaba también un mayor grado de inteligencia y de agresividad, que el máximo tolerado.

Era, por supuesto, el caso de Carlos y el de todos los otros habitantes de la Ciudad Luz.

Allí vivían casi treinta mil, y los jefes enviaban cons­tantemente emisarios para descubrir más seres humanos «completos», a todo lo largo y ancho de la Tierra.

Pero nueve de cada diez emisarios no regresaban a la Ciudad Luz. Unos eran víctimas de enfermedades o de fieras, y los más caían en manos de los guardias galácticos.

Los jefes humanos suponían que la existencia de su ciudad secreta no podía ser ignorada por los invasores, pero el hecho de que no se hubiera intentado acabar con ella se explicaba por dos posibles causas: o bien no habían podido dar con su emplazamiento o se reserva­ban para actuar cuándo y, especialmente, cómo mejor les conviniera.

De todos modos, los humanos no perdían el tiempo.

Según explicaron a Carlos, esas inmensas galerías si­tuadas a diversos niveles, donde había viviendas, cen­tros sociales y escuelas, además de centros de investiga­ción y fábricas donde se producía todo lo necesario para la vida comunitaria, había sido, antes de la Gran Guerra, el subsuelo de una gran ciudad, llamada París.

Como casi todas las otras, la ciudad había quedado totalmente destruida, y sobre sus ruinas la vegetación tropical tejió una maraña impenetrable.

Pero el laberinto de sus galerías subterráneas había salido indemne de la catástrofe.

Y fue con ellas donde un grupo de humanos «completos» —como ellos mismos comenzaron a llamarse— se ocultaron, para escapar de una de las periódicas matanzas que los guardias galácticos iniciaban con cualquier excusa. O sin ella.

Con el correr de los años —habían pasado ochenta desde la llegada de aquellos «pioneros»— la población había aumentado sin cesar, no tanto por los nacimientos que en ella se producían, como por la constante llegada de humanos que, por el medio que fuera, se enteraban de su existencia.

Naturalmente, el sueño de todos sus habitantes en reconquistar la Tierra.

Ya varias generaciones de pobladores subterráneos hablan muerto sin ver el sueño convertido en realidad, pero eso no disminuía el entusiasmo de sus descendientes.

Desde los primeros tiempos, se buscó la lejana victoria por la vía del estudio y el aprendizaje constante.

Había que crear —que recrear— un hombre nuevo, partiendo de poco más que cero.

Y ese «poco más que cero» eran los instrumentos culturales que habían podido salvarse.

Especialmente en los primeros tiempos, muchos de los que llegaban a la Ciudad Luz traían elementos que se habían salvado de la hecatombe y habían permanecido ocultos a los ojos de los invasores, que de todo se apoderaban y todo lo destruían.

Libros era lo que en mayor cantidad y frecuencia traían los nuevos pobladores. Pero también aparatos para transmitir y recibir la voz humana, para ver imágenes, además de oír palabras y, en fin, un sinnúmero de objetos, cuya sola inventariación llevó años.

Y muchos más años llevó el poder determinar sus posibles utilidades.

Pero todo se logró. En el corto lapso de esos ochenta años, los pobladores de la Ciudad Luz recorrieron diez mil años de historia de la humanidad.

Reencontraron a Dios, a las Pirámides y a la Acrópolis. Volvieron a Platón para llegar hasta los últimos filósofos y, desde Hipócrates, llegaron hasta la medicina nuclear.

También comenzaron por estudiar las hachas y puntas de flechas del paleolítico, para llegar hasta los ingenios nucleares que habían casi acabado con su planeta hasta con su raza misma.

Lo que a sus primeros antepasados había costado diez mil años alcanzar, lo que a ellos mismos les costara ochenta, pudieron resumírselo a Carlos en el increíble lapso de tres meses.

Tres meses en los que la apenas despierta memoria de Carlos fue activada y llevada a niveles increíbles de eficiencia, gracias a los más modernos métodos psicotécnicos.

Si asombroso fue para el muchacho aprender todo que le enseñaban, aún más lo fue el descubrir que muchas de las cosas que se le decían ya estaban en su mente.

También le explicaron el significado de las palabras «conciencia colectiva», que tanto le sorprendieron al oírselas a Robert.

Tres meses de durísimo aprendizaje, sin casi tiempo para el contacto ocioso con los otros seres humanos.

Tras ellos, Carlos se sentía orgulloso de sus conoci­mientos y de su dignidad de hombre «completo», pero lamente fatigado, y con deseos de profundizar en lo posible sus relaciones personales con alguna muchacha que más de una vez había visto en las clases… 

CAPITULO V 

Ocurrió en la cafetería del Centro de Estudios. Carlos estaba bebiendo un café sintético, cuando ella se acodó junto a él, en la barra.

—Mi nombre es Denise —dijo con toda naturalidad.

—El mío es Carlos —contestó el muchacho, pero con su corazón acelerando notablemente el ritmo de sus latidos.

«¿Será esto eso que llaman amor?», se preguntó.

—Te he visto en muchas clases —siguió ella—, ¿De dónde vienes?

—De la Península Ibérica... De España.

—Vienes de lejos. Yo soy de tierras más próximas. De lo que era la región de Bretaña, aquí, en Francia.

—¿Cuánto tiempo llevas en la Ciudad Luz?

—Cuatro años. ¿Y tú?

—Sólo tres meses.

—Pues parece que los has aprovechado muy bien...

Carlos sonrió. Esta chica era rubia y más alta y más esbelta, pero de alguna manera la asoció en su memo­ria con aquella morena de su primera procreación, a la que había acariciado —ahora conocía el término— y que volviera su cara hacia él, cuando les separaron.

¿Habría sido fértil el apareamiento? ¿Habría nacido de el un niño o una niña «completos»?                   

—Perdona... —comprendió que Denise le había he­cho una pregunta, pero no la había escuchado.

—Te estaba preguntando a qué piensas dedicarte, cuando termines el aprendizaje.

—Presentaré mi solicitud de ingreso a Operaciones Especiales.

La cara de la chica se distendió, toda sorpresa y satisfacción.

—Yo estoy en Operaciones Especiales —dijo, subrayando el «yo».

—¿Tú... en Operaciones Especiales?

—Sí —rió ella—. Y no debes sorprenderte, hay de­cenas de chicas allí.

Pero Carlos estaba sorprendido.

—¿Cuándo piensas presentar la solicitud? —siguió Denise.

—Podré hacerlo a partir de lunes de la próxima semana.

—Te esperaré en la puerta principal, a las nueve de la mañana.

Y, con una sonrisa a Carlos, depositó una moneda para pagar su café y se marchó.

* * *

Los seis meses que pasara realizando el duro entre­namiento a que eran sometidos los aspirantes a integrar el selecto grupo de «Operaciones Especiales», se conta­ron entre los más felices que Carlos había vivido en toda su vida.

Esta felicidad obedecía a dos causas: la casi constan­te compañía de Denise, ya que los dos descubrieron que lo que sentían el uno por el otro era, precisamente, «eso que llamaban amor», y la satisfacción de integrar el núcleo de vanguardia en la lucha por la recon­quista de la Tierra.

Los Operadores se entrenaban en las más arriesga­das e insólitas actividades, cuyos peligros implícitos, se veían grandemente incrementados por el hecho de de­sarrollarse en las profundidades de la Tierra.

Por obvias razones de seguridad, las salidas a la su­perficie eran limitadas al máximo.

Carlos tuvo que descender, y después ascender, pa­redes subterráneas verticales de trescientos metros de profundidad, con la sola ayuda de cuerdas y en la más completa oscuridad. Fue abandonado por sus superio­res con apenas provisiones, en cavernas situadas a ki­lómetros de distancia de la Ciudad Luz y debió arre­glárselas para regresar sin perderse en el dédalo de galerías.

También, por supuesto se familiarizó con el uso de todas las armas de que se disponía.

Estas eran, en su gran mayoría, armas que habían pertenecido a los humanos y que fueron halladas por casualidad, tras la hecatombe.

También había, aunque en mucha menor cantidad, anuas robadas a los galácticos. Estas eran infinitamen­te superiores a las humanas.

En especial, una especie de metralleta de tamaño pe­queño, que disparaba un rayo mortal a mil metros de distancia, con una precisión de diez centímetros. Y lo más sorprendente del arma: por mecanismos que los humanos no habían todavía logrado entender, su «mu­nición» era aparentemente inagotable.

Infortunadamente, sólo poseían dos de esas maravi­llas, a las que llamaban «cotorras», por aquello de que no dejaban de «hablar».

* * *

Una noche estaban Carlos y Denise en la habitación de la chica, cuando los timbres de alarma comenzaron a sonar.

Excepto durante las prácticas, nunca había ocurrido esto antes. Los dos completaron su vestimenta y equi­po en un par de minutos y corrieron por los pasadizos, junto con el resto de sus compañeros, hacia la Sala de Emergencias.

En la cabeza de todos bullía la misma pregunta: «¿nos habrán descubierto, por fin, los galácticos?».

En el estrado de la Sala se sentaban los tres Altos Gobernantes de la Ciudad Luz, uno de los cuales era el Jean que había acompañado a Carlos a su llegada.

Olef, el más anciano de los tres, tomó la palabra, cuando los tres o cuatro centenares de hombres y mu­jeres hubieron ocupado sus asientos.

—Pensaréis que la alarma se debe a que hemos sido descubiertos por los galácticos —comenzó diciendo—, pero quitaos esa idea de la cabeza, porque se trata de todo lo contrario…

Hubo audibles suspiros de alivio e intercambio de miradas de sorpresa, «¿todo lo contrario?».

—Los invasores —siguió Olef, con voz más grave— parecen decididos a acabar con nuestra raza...

La afirmación no les tomaba de sorpresa. Numero­sos rumores de matanzas indiscriminadas, en especial de mujeres y niños, habían llegado hasta ellos.

Se hablaba también de que los galácticos habían con­taminado, con gérmenes mortales para los humanos, las ya de por sí contaminadas aguas de ríos y pantanos.

—Como aumenta en toda la galaxia la resistencia a los tiranos que rigen el imperio —seguía Olef—, au­menta también la represión. Se mata a los rebeldes, pero a los disidentes, a los que se califica oficialmente de «locos», se los confina a la Tierra. Y además están los auténticos locos y los delincuentes comunes de toda la galaxia. En suma: los condenados son muchos y los galácticos necesitan para ellos todo el espacio de la Tierra. Exterminarán a todos los humanos.

Calló, para que las terribles palabras penetraran pro­fundamente en los cerebros de sus oyentes.

Después pronunció una sola frase más.

—Lo único que se interpone entre ellos y sus sinies­tros planes, somos nosotros —dijo.

Y no estaba diciendo nada que sus oyentes no supieran. 

CAPITULO VI 

Mientras avanzaban en la noche sofocante de la sel­va, Carlos no podía evitar el reír para sus adentros.

Ellos, un puñado de humanos mal armados, iban nada menos que a apoderarse del Centro de Poder de los galácticos...

Los invasores tenían Centros de muy diversa impor­tancia diseminados por toda la Tierra, pero éste era el principal. Una auténtica capital y cuartel general del Imperio Galáctico en el planeta.

Varios miles de galácticos, entre gobernantes, fun­cionarios civiles y guardias, vivían dentro de su amura­llado recinto.

No más de medio centenar de humanos podían in­gresar diariamente en el Centro, para realizar serviles tareas, aún no automatizadas.

Ellos eran los que habían informado a Olef y a los suyos de las características interiores de la ciudad-fortaleza y gracias a sus informes se intentaba ahora su conquista.

Carlos no sabía si era por casualidad o por táctica que la Ciudad Luz se hubiera construido a no muchos kilómetros del Centro de Poder... pero sus ya cansados pies agradecían el que así fuera.

De pronto, los hombres que iban en la vanguardia distinguieron el lejano resplandor que hacía horas esperaban ver. Ya el Centro de Poder estaba a la vista.

Media hora más tarde, los doscientos integrantes del grupo escuchaban las últimas indicaciones de Jean, su jefe, bien ocultos de la vista de los galácticos por la densa vegetación.

—Como sabéis —decía Jean—, nuestros amigos abrirán una de las pequeñas puertas laterales. Por ella entraremos. El Grupo Nueve se dirigirá a los depósitos de armas, para apoderarse de ellas y distribuirlas a los demás. El resto de la fuerza atacará indiscriminadamen­te a los galácticos, hasta recibir el nuevo armamento e iniciar el ataque final al enemigo.

La parte más difícil era atravesar el espacio abierto entre el bosque y las murallas, bajo la luz de los poten­tes focos. Sin embargo, varias veces grupos de hombres y mujeres de Operaciones Especiales lo habían conse­guido, en operaciones de práctica.

Era evidente que los galácticos no se preocupaban ni siquiera de echar de vez en cuando alguna ojeada a sus pantallas detectoras…

Con esa seguridad, que muchas veces le habían repetido sus jefes, de la total falta de vigilancia en el Centro de Poder, se animaba Carlos a sí mismo, mien­tras proseguía su lento avance cuerpo a tierra, con los ojos casi cerrados para resistir a la cegadora luz de los reflectores.

Pero no estaba tranquilo. No por temer su propia muerte, desde luego, ya que bien contento hubiera ofre­cido su vida, de ser ella útil para alcanzar la victoria.

No, su intranquilidad provenía de causas más gene­rales y más «preocupantes».

«¿Será posible que, tan pocos como somos y con un plan tan simple, podamos triunfar?», era la frase con la que su cerebro concretaba sus temores.

Pero la vista de Jean arrastrándose varios metros por delante de él y la presentida —aunque no vista— presencia de Denise, a su izquierda y por detrás, con­tribuían a insuflarle esa sensación de seguridad que tan imprescindible es al soldado en los momentos previos al ataque.

Cuando se decidió a abrir del todo los ojos y a mi­rar al frente pudo ver que Jean comenzaba a incorpo­rarse para penetrar en el Centro de Poder, por el fácil camino que una pequeña puerta abierta le brindaba.

La sensación de seguridad ascendió varios grados en Carlos.

¡El primer y casi imposible objetivo: entrar en el Centro de Poder, estaba logrado!

Ahora todo sería más sencillo.

Como jefe del Grupo de Apoyo —en el que «casual­mente» se contaba Denise—, Carlos y sus treinta subor­dinados serian los últimos en entrar.

Permanecía junto a la abierta puerta, observando el despliegue de sus compañeros y esperando el instante preciso para dar la orden a los suyos de penetrar, cuan­do las «cotorras» comenzaron a hablar.

No, desgraciadamente, las dos que estaban en poder de los humanos, sino las decenas o centenas de que disponían los galácticos.

Con el corazón paralizado, Carlos vio morir —de­sintegrarse— a la mayoría de sus compañeros.

Antes de desaparecer él también, Jean le dio su úl­tima orden: «¡Huid!».

Desde luego, todo intento de resistencia era insensa­to. Aun en esos primeros y demenciales momentos, el muchacho adivinó que habían sido víctimas de una mortal trampa.

—¡Al bosque! —gritó a sus atónitos subordinados y él mismo se echó a correr.

Ocupados en acabar con los que habían penetrado en el sagrado recinto del Centro de Poder, los galácticos no se fijaron en ellos.

Cuando, ya en el refugio verde, Carlos pasó revista, contó dieciocho hombres y seis mujeres. Cinco hombres y una mujer de los suyos habían caído.

Denise estaba entre los vivos.

—Es evidente que nos estaban esperando —se creyó obligado a decir el ahora jefe de los pobres restos de la fuerza de ataque.

—Nos deben haber descubierto hace ya mucho tiem­po… Seguramente desde que hacíamos las prácticas de asalto —acocó Denise.

—¿Qué haremos ahora, Carlos? —quiso saber John, un alto y rubio muchacho, venido de lo que en un tiempo fuera la Gran Bretaña.

Y la pregunta hizo tomar conciencia al interrogado de su nuevo liderazgo.

Lo aceptó sin vacilaciones.

—Los galácticos van a perseguirnos —respondió—. Nuestro principal objetivo es doble: alertar el peligro a los habitantes de Ciudad Luz y evitar que la ciudad misma sea descubierta por los galácticos.

—Pero si nos siguen les llevaremos hasta ella... —ob­jetó una muchacha delgada y morena.

—No si les sacamos suficiente ventaja —cortó Car­los, agregando—: ¡John! Permanece a retaguardia y avísame cuando veas que nos siguen.

El rubio comenzó a atisbar entre el follaje hacia la zona de luz.

—En marcha —dijo Carlos y se colocó a la cabeza de la improvisada columna.

* * *

John observó cuidadosamente la retaguardia durante el largo y fatigoso trayecto, sin detectar la presencia de un solo seguidor.

El que los galácticos no les persiguieran fue motivo de sorpresa para todos, hasta que pudieron compren­der el motivo.

Carlos, siempre en cabeza, fue el primero en ver el rojizo resplandor y fue también el primero en descubrir su espantoso significado.

Intentando dominar la náusea que —después de tan­to tiempo— quería volver a él, hizo detener la columna y dijo, con voz apenas entendible:

—Hemos llegado demasiado tarde. Ciudad Luz ya no existe. 

CAPITULO VII 

Vagaron sin rumbo durante todo el resto de la no­che. John olvidó su misión de vigilancia, todos los otros olvidaron que eran o habían sido integrantes de un ejér­cito y hasta el mismo Carlos olvidó que él era el jefe y que él tenía que decidir por todos.

Pero, cuando llegó el día, Denise se encargó de recordárselo.

—¿Qué vamos a hacer, querido? —la pregunta en voz muy baja mientras tomaba una de sus manos en­tre las suyas.

Carlos la miró unos segundos como si no pudiera reconocerla, después volvió en sí.

—¿Y cómo quieres que los sepa? ¿Por qué no me dices tú lo que hay que hacer?

—Porque tú eres el jefe.

—¿EJ jefe de qué?

—El jefe de todos los humanos.

Carlos se detuvo y la miró fijamente. Su cerebro, ahora ágil y veloz, había captado de inmediato el sen­tido de la frase y su implícita verdad. Pero una gran parte de su ser se resistía a admitirlo.

Que él fuera el jefe de todos los humanos. Que él fuera su última esperanza...

   —Carlos, hay un poblado humano al frente.

Salió abruptamente de sus pensamientos. Hans un muchacho venido de la antigua Alemania y famoso por su valor, estaba frente a él, esperando órdenes.

«Esperando órdenes...», se repitió Carlos a si mis­mo.

—Tenemos que descansar y procurarnos comida. Tú y Olga haced un reconocimiento. Si no hay galácticos a la vista penetraremos en el poblado. El resto, poneos a cubierto.

El fue el primer sorprendido al escuchar sus palabras y hasta la firmeza con que fueron pronunciadas.

No había galácticos. Hans, que portaba la única «co­torra» que les quedaba, volvió muy pronto a decirlo.

El medio centenar de pobladores de la pequeña al­dea huyó aterrorizado al verles.

No era de extrañar. Carlos y los otros vestían ropas extrañas, estaban cubiertos de fango y, lo que más po­día asustar a los humanos, tenían armas.

—Nos creen galácticos —comentó Denise a Carlos.

—En el mejor de los casos, podríamos llegar a ser esclavos galácticos —respondió el aludido.

Era la primera muestra de algo que podía tomarse como humor, desde que comenzaron los desastres de la horrible noche que poco antes había terminado.

Se sentaron en círculo en el espacio abierto que ha­da las veces de lugar de reunión, en el centro del po­blado, y comieron todo lo comestible que pudieron encontrar.

No era mucho ni muy variado: mangos, mandioca, un par de pifias y algunos plátanos; pero fue suficiente para calmar el hambre y devolver a esos hombres y mujeres algunas de las muchas fuerzas que habían perdido.

Algunas de las fuerzas físicas, claro está, porque del descalabro moral que hablan padecido, nunca podrían llegar a recuperarse.

Carlos era consciente de que en cualquier momento podía llegar una patrulla galáctica y descubrirles, pero también era consciente de la tremenda fatiga, de sus hombres.

—Vamos al bosque —dispuso, señalando un monte muy próximo, donde se habían ocultado los huma­nos—. Allí descansaremos hasta que llegue la noche.

Tras disponer las guardias, se echó como los otros sobre el blando césped. Denise se acurrucó a su lado y de inmediato se quedó dormida, al igual que todos los demás.

Pero Carlos, no. Carlos no podía dormir porque era el jefe.

Pensaba en qué harían cuando llegara la noche. Mar­charían, desde luego, pero ¿adónde y para qué?

* * *

Denise fue de las primeras en despertar. Le satisfizo comprobar que Carlos, apoyada la cabeza en su hom­bro, dormía profundamente.

Se movió con cuidado para cambiar de posición sin despertar a su compañero y fue entonces cuando des­cubrió a los dos pequeños que la contemplaban con ojos desorbitados, desde la linde del bosque.

Y se le ocurrió una idea.

Depositó suavemente la cabeza de Carlos sobre la hierba y se incorporó con la lentitud suficiente como para no asustar demasiado a sus espectadores.

Rebuscó en los bolsillos de su pantalón de campaña, hasta encontrar un par de caramelos. En realidad, eran raciones de emergencia, con alto contenido en minera­les y vitaminas. Pero tenían un gusto dulce y, pensó ella, a los chicos no les vendrían mal las vitaminas.

No fue nada fácil convencerlos para que aceptaran el regalo. Y mucho más difícil conseguir que se llevaran los caramelos a la boca. Pero por fin lo hicieron.

Al sentir el gusto dulce y agradable, los dos disten­dieron sus sucios rostros en lo que podía tomarse para una sonrisa.

Denise pensó que su idea podía llegar a convertirse en realidad.

Acariciando sus cabellos largos y enmarañados, co­menzó a contarles una historia de hadas y princesas, que a ella misma le habían contado en la Ciudad Luz.

Sabía que sus oyentes no podían entenderla, pero la suavidad de su tono y la perenne sonrisa en su bello rostro, borraron los últimos restos de desconfianza en los chicos.

Cuando les tomó de las manos y les dijo: «Llevad­me a vuestro pueblo», los chicos comprendieron lo su­ficiente como para encaminarse decididamente hacia el poblado.

Es más difícil vencer la desconfianza de adultos que de niños, pero la chica se tenía fe y, lo que era decisi­vo, pensaba que su plan —su idea— podía ser la últi­ma posibilidad de supervivencia para ella, Carlos y el resto de los compañeros.

La madre de uno de los chicos fue la primera en aceptar un caramelo, tras la calurosa apología que de ellos hizo su propio hijo.

Los caramelos se acabaron demasiado pronto, pero el temor y la desconfianza habían sido definitivamente vencidos.

Cuando, media hora más tarde, Denise despertó a Carlos, llevaba sus brazos cargados de frutos comesti­bles, obsequio de sus nuevos amigos.

Antes que los otros miembros del grupo despertaran, Denise explicó en muy pocas palabras a su compañero las líneas maestras del plan que tan sobre la marcha elaborara.

* * *

Según se vio muy pronto, la mayor dificultad con­sistía en lograr que los humanos comprendieran concep­tos abstractos, tales como «maldad», «justicia» o «resistencia».

Pero para superar estas barreras, pronto Hans se reveló como el hombre indicado.

Había estudiado psicología y dominaba ampliamen­te las técnicas de comunicación ya que, antes de deci­dir su ingreso en Operaciones Especiales, era miembro del llamado «Equipo de Igualación», formado para en­señar al resto de los humanos a serlo plenamente, tras lo que se esperaba pronta victoria sobre los galácticos.

Ahora, aunque en circunstancias trágicamente distin­tas, Hans podía poner a prueba sus conocimientos.

—No pretendo que hagas con ellos lo que en Ciudad

Luz hicieron con nosotros —le había dicho Carlos—, Sólo que consigas «activarles» lo suficiente como para que se unan a nosotros en la lucha contra los galácticos.

—Primero tendré que «activarles» y después tendré que «motivarles» —rió Hans.

La tarea fue ardua, tremenda. Tuvo que comenzar desde los rudimentos del lenguaje, pasar por sencillos cantos entonados en común, por juegos infantiles y has­ta por enseñar a esas pobres gentes los rudimentos de la higiene personal.

Y, lo peor de todo, siempre con el temor a ser des­cubiertos por los guardias galácticos o por condenados prófugos.

Cuando sólo hacia cinco cías que habían llegado al poblado, se presentó de improviso una patrulla.

Por precaución, Carlos y los suyos acampaban en el bosque y en el permanecían casi constantemente. Pero Hans estaba en poblado cuando llegaron los galácticos.

Un chico llegó a la carrera hasta donde él se encon­traba dando «clase».

—¡Vienen... galácticos! —gritó sofocado.

Hans se incorporó vivamente, con la intención de escapar al bosque, pero uno de sus alumnos le detuvo.

—¡No hay tiempo... venga!

Y le llevó hasta una cabaña vecina.

En ella, bajo una pila de mandioca rápidamente des­hecha, apareció una tosca puerta trampa. El dueño de la casa la abrió e hizo nerviosos gestos a Hans para que entrara por ella.

La patrulla no encontró nada anormal y, cosa increí­ble, se retiró sin torturar ni violar a nadie.

Esa noche, en el seguro refugio del bosque, Hans contó entusiasmado a Carlos y a Denise los pormeno­res de su aventura.

—¡Los chicos comprendieron por sí solos que debían advertirme de la llegada de los galácticos! Después está el hombre que instantáneamente calculó que no tendría tiempo para llegar hasta el bosque.

—Y también está el asunto del refugio subterráneo... —interrumpió Denise.

—Eso es, tal vez, lo más sorprendente de todo —concedió Hans—. Me explicaron que lo utilizaban para ocultar a las doncellas del furor de locos y conde­nados... y también para ocultar los mejores comestibles de la voracidad de los galácticos.

—Es decir —terció Carlos—, que ellos, pese a su infradesarrollo y al maldito calor, ya habían iniciado su resistencia a los rebeldes.

—Lo que definitivamente los señala como seres hu­manos—se emocionó Denise.

Pero eran otras emociones las que preocupaban a Carlos.

—¿Cuándo crees que estarán en condiciones de lu­char? —preguntó a Hans.

—Después de lo de hoy —respondió éste—, puedo asegurarte que muy pronto.

—Trata de que sea aun antes —insistió el jefe, agre­gando—: Estoy más que dispuesto a morir... ¡pero no antes de haber puesto en pie de guerra al mayor núme­ro posible de seres humanos!

—Dame al menos un par de semanas...

—Pensaba «darte» tres días, pero esperaré una semana.

* * *

Hans cumplió con lo que se le ordenaba de modo tan taxativo. La noche del séptimo día después de la conversación, se presentó nuevamente ante Carlos.

—Aunque sea en forma precaria, creo que los huma­nos están en condiciones luchar —dijo sobriamente.

Carlos se incorporó de un salto y le palmeó.

—¡Bien... muy bien! ¡Has hecho un trabajo más que estupendo, increíble, Hans!

Todo el grupo les rodeó, alborozado. La forzosa inactividad, el calor, los insectos y el temor siempre presente de ser descubiertos y desintegrados sin siquie­ra poder luchar, les tenía a todos desquiciados.

Carlos esperó hasta que exclamaciones de alegría y felicitaciones a Hans declinaran y después dijo a éste:

—Esa gente... ¿ha comprendido perfectamente que enfrentarse a los galácticos significa la tortura, la vio­lación, la muerte y vaya a saber si algo todavía peor aún?

—Lo saben perfectamente.

—¿Y sabiéndolo perfectamente siguen deseosos de pelear?

—Si.

—De acuerdo. Entonces sólo queda esperar a que lleguen los galácticos.

* * *

Los galácticos llegaron cuatro días más tarde, en for­ma de dos condenados seguramente prófugos.

Como casi siempre, eran dos gigantes, con caras des­figuradas por la maldad y el vicio y el crimen.

Venían, como siempre, en busca de muchachas.

Una mujer fue su primera caza. La desnudaron, arrancándole sus vestiduras, y de inmediato comenza­ron a golpearla, seguramente porque su cuerpo no les agradaba.

Entonces apareció Carlos.

Iba solo, pero en su mano derecha, oculta en el in­terior del bolsillo de la guerrera, empuñaba la última «cotorra».

—¡Dejad a esa mujer, cerdos! —ordenó a los condenados.

Más por sorpresa que por temor, los dos soltaron violentamente a la pobre mujer, que cayó al suelo, y se enfrentaron al intruso.

—¡Idos de aquí! —urgió Carlos.

Y esto ya fue demasiado.

Gritando como posesos, los dos se arrojaron sobre él.

Retirar la mano del bolsillo, apretar el disparador y desintegrarse los dos galácticos fue todo uno, a los ojos de los hombres de Carlos y de los pobladores de la aldea.

Los del grupo prorrumpieron en gritos de alegría y los pobladores quisieron echarse a los pies de quien tal demostración de poder había efectuado.

Momentos más tarde, mientras los integrantes del grupo y los pobladores comían juntos, Denise dijo a su compañero:

—Bien, querido, la guerra ha comenzado...

Pero Carlos no estuvo de acuerdo.

—No es lo mismo desintegrar a dos condenados sin armas, que enfrentarse a los guardias galácticos. No, la guerra aún no ha comenzado. 

CAPITULO VIII 

La guerra comenzó menos de veinticuatro horas más tarde, cuando un giroscop se posó en la «plaza» cen­tral del pueblo y de él descendieron seis guardias galácticos.

Buscaban condenados prófugos —tal vez los que mu­rieran el día anterior— y no querían perder su tiempo.

No bien tomar tierra, apuntaron con un arma alar­gada y de extraña forma a la cabaña más próxima.

Al oprimir el que la empuñaba un botón, un chorro de fuego salió del arma y achicharró la construcción en menos de un segundo. Felizmente, sus ocupantes la ha­bían abandonado a tiempo.

Cuando el galáctico se disponía a acabar con otra cabaña, Carlos y los suyos llegaron al lugar, alertados por los pobladores en fuga.

El lanzallamas no llegó a echar otra bocanada de fuego porque la «cotorra» «habló» primero. Tanto el arma como su propietario simplemente desaparecieron.

Pero aún quedaban cinco más, aunque tan atónitos por el impensable ataque que demoraron unos segun­dos en reaccionar.

Y esos segundos fueron fatales para ellos, ya que los hombres y mujeres de Carlos, aunque no poseían armas tan sofisticadas como la de su jefe, supieron también hacer «hablar» a las suyas.

Las metralletas humanas fabricadas más de cien años atrás, se revelaron eficaces. Barridos por las ráfagas, los cinco galácticos iniciaron una danza convulsiva, que muy pronto se trocó en la inmovilidad de la muerte.

La primera batalla —o escaramuzada— de la guerra, había terminado. Y con la victoria de los humanos.

Horas más tarde, enterrados los cadáveres y bien ocultos el giroscop y las armas en el bosque, Carlos reunió a sus huestes, ahora incrementadas con el medio centenar de nuevos «reclutas».

Todos, los nuevos y los viejos, estaban eufóricos y una vez más tocó al jefe poner las cosas en sus justos términos.

—De acuerdo, hemos vencido. Pero tened en cuenta que estos guardias no esperaban ni remotamente ser atacados. De ahora en adelante, todo será muy distin­to… y mucho más difícil.

Se hizo de de inmediato un preocupado silencio.

—En primer lugar —siguió Carlos—, tenemos que irnos de aquí…

—¿Adonde? —quiso saber un asustado poblador.

Carlos dirigió una larga mirada a él y a los de su grupo.

—Habéis decidido libremente uniros a nosotros para luchar contra los galácticos —apuntó—. Eso significa, desde luego, la posibilidad de morir, pero, además, la de abandonar las pocas cosas que son vuestras...

—Lo que tú digas, Carlos, estará bien para nosotros —interrumpió un hombre anciano, a quien los otros obedecían como a una especie de jefe.

—Gracias —respondió el aludido, prosiguiendo—: Buscaremos un refugio seguro... Ahora tenemos el gi­roscop que nos ayudará a encontrarlo. Cuando estemos en él...

* * *

Cuando estuvieron en él comenzó realmente la guerra para los humanos.

Buscaron y encontraron un gran claro dentro de un inmenso y casi inaccesible bosque, situado bastante al este de lo que había sido la Ciudad Luz.

Dado que el giroscop —que una muchacha llamada Rita muy pronto aprendió a conducir— tenía capacidad para transportar doce pasajeros, más el piloto, en me­nos de una decena de viajes, realizados todos durante la noche, la totalidad de los humanos fueron traslada­dos a su nueva residencia.

En un par de días, se construyeron chozas suficien­tes para albergar a toda la comunidad. No eran pala­cios, pero tampoco lo habían sido las que los poblado­res de la aldea acababan de abandonar.

Mientras mujeres y niños trabajaban en esas tareas, los compañeros de Carlos adiestraban a los hombres en el manejo de las armas que poseían y en mínimos rudimentos de disciplina y estrategia.

No tuvieron mucho tiempo para tales actividades.

Al tercer día de estancia en la nueva residencia, un giroscop sobrevoló varias veces la zona. En previsión de un inminente ataque, Carlos desparramó a sus huestes por los bosques vecinos, formando entre todos una línea de defensa.

Todos, incluso los paisanos, tenían la moral bien alta, pero la falta de armamento era dramática.

La famosa «cotorra» de Carlos y algo menos de una veintena de metralletas y cuchillos era todo lo que po­dían disponer.

Más las patéticas lanzas que los nuevos reclutas ha­bían fabricado con sus propias manos...

—Esas lanzas no servirán absolutamente para nada —había contestado Carlos.

—Servirán para darles una sensación de seguridad y para empezar a convertirlos en guerreros —dijo Hans.

Y su explicación fue aceptada.

* * *

Todos estaban construyendo precarios refugios, cuando llegó el ataque.

Primero fue un ingenio aéreo, que desde un par de miles de metros de altura, barrió en un segundo, con su «Torrente de Fuego», el poblado que los humanos acababan de levantar.

Antes de desaparecer otro «Torrente de Fuego» fue lanzado sobre la zona boscosa más próxima a la des­truida aldea.

Como resultado de él dieciocho humanos, trece pai­sanos y cinco hombres de Carlos, murieron abrasados.

Apenas acabado el bombardeo aéreo, sin dar un mi­nuto de tregua, hicieron su aparición las «tropas de asalto».

Tres giroscops se posaron simultáneamente en lo que había sido plaza central de la aún humeante aldea.

Por el número de transportes, Carlos calculó en una treintena la cantidad de atacantes.

Todos armados con «cotorras» por lo menos...

Hans, John y Denise estaban junto a él cuando, pro­tegidos por la maleza, contemplaban el suave descenso de los giroscops.

—Sólo el ataque puede salvamos —decidió el jefe.

  —¿Ahora mismo? —quiso saber Hans.

—En cuanto abran las puertas. Antes que puedan organizarse.

  —¿Atacaremos en masa? —era Denise.

—No, vosotros tres comandareis tres grupos, cada uno se hará cargo de un giroscop. Yo, con la «cotorra», trataré de ocuparme de todos.

En un instante, sin más selección que la proximidad, se formaron los tres grupos, compuestos exclusivamen­te por miembros de Operaciones Especiales. Los paisa­nos quedaron como fuerza de reserva.

Cada grupo contaba con cinco metralletas, lo que no estaba demasiado mal, si la sorpresa podía concretarse.

En difícil carrera por entre la tupida maleza, toma­ron posiciones, mientras las portezuelas de los transpor­tes aéreos se abrían y los guardias galácticos descendían a la carrera.

Como se había convenido, para distraer la atención del enemigo y dar tiempo a los otros grupos a tomar sus posiciones, fueron Denise y los suyos los que abrie­ron el fuego, desde no más de una cincuentena de me­tros del objetivo.

Cinco guardias fueron alcanzados de lleno y cayeron de inmediato. El resto de los que ya estaban en tierra se echó al suelo y buscó protección tras las ruinas y los mismos giroscops.

Pero ya los otros grupos estaban en sus posiciones. Los seis o siete guardias se vieron envueltos por un fuego cruzado que no esperaban y sucumbieron de in­mediato, sin haber llegado a hacer uso de sus armas.

Tampoco Carlos había disparado su «cotorra», re­servándose para cuando los ocupantes de las otras na­ves tomaran tierra.

Pero esto no iba a ocurrir.

Por el contrario, las puertas se cerraron no bien co­menzar el ataque y los que ocupaban los giroscops se mantuvieron como expectantes durante la breve lucha.

Cuando ésta finalizó con la muerte de todos los guar­dias ocurrió algo que los humanos no habían podido prever.

Unas pequeñas escotillas se abrieron en la brillante superficie de las naves y por ellas aparecieron unas fi­nas y cortas bocas, que de inmediato comenzaron a vomitar fuego liquido hacia el perímetro boscoso que rodeaba el caserío.

Horrorizado, Carlos vio abrasarse a la mayor parte de la sección que comandaba Hans.

Sabía que era inútil disparar su «cotorra» contra el inexpugnable blindaje de los giroscops, por lo que, sin pensar en lo que hacía, avanzó a la carrera y apenas protegiéndose, hacia las naves.

Ignoraba qué podría hacer, pero sabía que su obli­gación de jefe era intentar algo.

Con las bocas de fuego apuntando al bosque, nadie se fijo en él avanzando entre las ruinas.

Con el corazón en un puño pensando en si Denise podría salvarse de la hecatombe, llegó —ahora arras­trándose— hasta la panza de uno de los giroscops. Era cuestión de hallar un punto vulnerable.

Revisó, con manos que la excitación febricitaba, la lisa superficie.

Nada había a la vista que pareciera servir a sus fines.

No, decididamente, la superficie era compacta e inviolable.

Por un espantoso momento le dominó el desánimo y hasta llegó a pensar en volver la «cotorra» contra sí mismo.

Pero de inmediato surgió una idea.

Si había un punto vulnerable: las escotillas abiertas para dejar paso a las bocas de fuego.

Las escotillas eran cuadradas y los cañones, obvia­mente, circulares. Quedaban unos pocos centímetros entre ellos y el blindaje.

Los suficientes para disparar su «cotorra» por ellos.

Claro que esto significaba exponerse a una muerte casi segura, ya que tenía que ponerse frente mismo a la boca de fuego, pero todo era preferible para Carlos a contemplar impotente el aniquilamiento de los suyos.

Muy lentamente fue incorporándose, al costado de la nave. Sobre su cabeza y medio metro a la derecha, estaba una de las abiertas escotillas. La eligió como su objetivo.

A partir de ese instante, los hechos se sucedieron a velocidad de vértigo.

Protegiéndose lo poco que podía hacerlo, Callos in­trodujo el cañón de su arma por el estrecho paso y apretó al disparador.

La boca de fuego del giroscop siguió disparando por unos segundos y se interrumpió abruptamente.

De pronto, cuando aún Carlos seguía apretando el gatillo, lenguas de fuego escaparon por todas las abier­tas escotillas, rozando en su marcha la mejilla del humano.

Sin perder un instante, éste se echó a tierra y comen­zó a girar sobre sí mismo, para alejarse lo más posible del aparato en llamas, temiendo una inminente explo­sión.

La explosión no se produjo, pero en cambio ocurrió algo impensable para los humanos: los otros dos giros­cops, uno con su carga de guardias galácticos intacta y el otro sólo con el piloto, comenzaron a elevarse lenta­mente, cesando el primero de disparar.

Ante los ojos atónitos de los sobrevivientes, los dos aparatos superaron la altura de los árboles y desapare­cieron en dirección al oeste.

El giroscop atacado por Carlos seguía ardiendo, sin que en su interior hubiera la menor señal de vida.

Sin dejar de apuntar con su «cotorra», el jefe de los humanos se incorporó y comenzó a avanzar hacia la nave. De inmediato, los hombres y mujeres que habían sobrevivido al brutal ataque, emergieron de sus escondites, acercándose también al aparato.

Tras varias ojeadas infructuosas hacia el grupo de sus congéneres, una inenarrable sensación de alivio se apoderó de Carlos: Denise estaba viva.

Tras convencerse que no había enemigos vivos dentro del giroscop en llamas, abrazó y besó casi con furia a la muchacha que le había enseñado a sentir «eso que llaman amor».

Después se pasó revista a los sobrevivientes. Muchos eran los muertos. Hans estaba entre ellos. Solo once miembros de Operaciones Especiales, ocho hombres y tres mujeres —entre ellas, Denise y Rita— , y dieciocho paisanos habían escapado al fuego líquido de los galácticos.

Veintinueve humanos en total. Treinta, incluyendo a Carlos.

Un número ridículamente bajo para luchar contra el Imperio Galáctico... 

CAPITULO IX 

—Estamos condenados a luchar, luchar es, paradójicamente, nuestra única posibilidad de sobrevivir.

El silencio, un silencio que era asentimiento, siguió a las palabras de Carlos. El, Denise, Rita y John se habían retirado a deliberar a medio centenar de metros de sus compañeros, que alternaban el descanso con la búsqueda y preparación de alimentos.

—¿Tienes algún plan? —quiso saber Rita.

El jefe no demoró su respuesta.

—Mi plan sigue siendo el de Denise...

—Pero ahora somos muy pocos —interrumpió la aludida.

—Treinta o trescientos... —desechó Carlos— ¿Qué diferencia significan ante el poderío de los galácticos?

La pregunta, era, en realidad, una afirmación. Na­die la rebatió.

—Nos separaremos —siguió el jefe—. Somos doce sobrevivientes de Operaciones Especiales, formaremos seis unidades operativas...

—¿De dos integrantes cada una? —casi se burló John.

—¡No me interrumpas! —se exaltó Carlos, para cal­marse de inmediato—: Perdóname, John, ver a tantos de los nuestros convertidos en teas humanas me ha alterado…

—Todos estamos igual. Perdóname tú a mí por haberte interrumpido con una frase fuera de lugar.

—No está fuera de lugar... Sólo que mis «parejas» no van a pelear. Su misión será infiltrarse en las poblaciones humanas y prepararlos para la lucha...

—¿Algo así como una insurrección general? —comentó Denise.

—Si quieres llamarlo de ese modo. Hoy estoy más convencido que nuca que la reconquista de la Tierra es una tarea para todos los humanos... o, al menos para el mayor número pasible de ellos.

—¿Qué haremos con los dieciocho civiles sobrevivientes? —quiso saber Rita.

—También ellos se dispersarán por razones de seguridad, pero sin alejarse demasiado de estas tierras..

—Y del Centro de Poder... —era Denise.

Carlos se permitió por primera vez algo que podía confundirse con una sonrisa.

—Veo que has captado mi idea. Se distribuirán por los poblados más próximos a la capital de los galácti­cos. Prepararán a los humanos para el día en que ten­gan que luchar y convertirán cada una de esas aldeas en depósitos de víveres y centros de apoyo para cuando lleguen nuestras tropas.

—¿Nuestras tropas...? —esta vez no había burla en la pregunta de John, sólo tristeza.

Carlos le oprimió con fuerza el brazo.

—Tendremos un ejército —dijo—. Con él entraremos en el Centro de Poder. ¡Y tú estarás con nosotros'

Un par de horas más tarde, todos cenaron frugalmente. Después se echaron a dormir.

Al amanecer, hubo abrazos y algunas lágrimas, antes de la despedida.

De inmediato los grupos se dispersaron por el bosque, en busca de su destino y del destino de la humanidad.

Carlos iba con Denise.

* * *

Marcharon hacia el este. Iban en busca de los que antes habían sido polacos, finlandeses y soviéticos, to­dos pueblos de gran tradición guerrera.

Otros grupos habían ido hacia las antiguas España Alemania, Italia v más al este y al sur, hasta Rumania y Grecia.

Pocos pobladores quedaban en lo que un día fuera la orgullosa Europa, pero Carlos y sus hombres tenían fe en esos pocos, herederos —aunque ellos no lo supie­ran— de quienes habían construido un mundo.

El giroscop, con Rita y un ayudante en los mandos, había sido enviado por Carlos a realizar un largo viaje.

Nada menos que cruzar el gran mar y llegar hasta lo que fuera antes la América del Norte.

También allí había importantes contingentes de galácticos que debían ser reducidos. Y núcleos de humanos quienes ganar para la causa de la libertad.

* * *

Muchas veces durante su interminable marcha tuvieron que ocultarse de patrullas o de condenados en fuga.

Pero el aprendizaje que realizaran en Ciudad Luz se revelaba muy eficaz. Podían, no sólo ocultarse con seguridad, sino hasta prever los malos encuentros.

En realidad, pronto descubrieron, con la natural euforia que eran más inteligentes que los galácticos.

—Ellos tienen decenas de miles de años de cultura, civilización y tecnología tras ellos —decía Carlos a Denise, en uno de sus descansos diurnos—. Por eso han podido dominarnos tan fácilmente, cuando nuestros antepasados estaban diezmados por sus guerras fratricidas...

—¿Guerras fratricidas? —interrumpió Denise.

—¿Y de qué otra forma pueden llamarse las guerras entre humanos?

—Tienes razón...

—¡Claro que la tengo! Primero las guerras eran entre poblaciones vecinas, después entre feudos, más tarde entre naciones... Finalmente, la última, fue entre los dos bloques en que estaba dividido el mundo. Pero seguían siendo todos, tanto los de un bloque como los de otro, seres humanos. La guerra nuclear fue, por lo tanto, una guerra fratricida...

—La última guerra entre humanos...

—Tendrá que serlo. Pero, de momento, conforta comprobar con que facilidad podemos librarnos de las patrullas galácticas.

—De lo que deduces...

—Que somos más inteligentes que ellos. Luego, que les venceremos.

—Estás muy optimista hoy.

—Porque estás conmigo...

—He leído que los antiguos españoles eran muy dados a halagar con palabras a las mujeres. Parece que tú has conservado esas características genéticas...

Carlos sonrió, mientras mordisqueaba un plátano de los varios que acababan de coger de un árbol cercano.

—No sé, no puedo saber, cómo eran mis antepasados. Pero sí se cómo soy yo ahora...

—¿Ahora?

—Quiero decir, después de haberte conocido. Después de haber conocido el amor...

Denise tomó la mano libre de Carlos y comenzó a acariciarla. Hubiera querido hacer el amor de inmedia­to con la misma espontaneidad y alegría con que lo hacían en los días felices de Ciudad Luz, pero sabía que ahora eso era imposible.

Apenas podían permitirse el fugaz contacto de los cuerpos, siempre temerosos de ser descubiertos por los galácticos.

Para alejar los acuciantes deseos que no podían ser satisfechos, siguió hablando.

—¿En qué te ha cambiado el amor?

Carlos volvió a sonreír.

—Decirte que me hizo «más humano» —comenzó—, sería una forma de esquivar la respuesta, ¿no es cierto?

—¡Desde luego!

—Pues entonces te diré que el amor me dio el moti­vo para vivir, para gozar de la vida, para querer seguir viviendo...

—Pero ahora te expones a morir...

—¡Para que otros vivan! Para que otros puedan co­nocer el amor y, amando, quieran ser libres como nosotros lo queremos...

El sofocante calor, amplificado por la humedad que destilaba la tupida vegetación, se mezclaba con el de­seo de Denise, hasta llevarla a la agitación y al mareo.

Pero Carlos seguía hablando.

—Calculo que en pocos días llegaremos a nuestros primeros puntos de destino. Tendremos que actuar con gran rapidez porque…

Denise se negó a seguir luchando contra ese amor hecho deseo que aceleraba su pulso y los latidos de su corazón.

—¡Bésame! —exigió.

Carlos la miró, como si se tratara de una de conocida.

—Pero... —comenzó a protestar.

—¿Es que has decidido convertirte en un teórico del amor? —se burló ella.

Carlos la besó.

Dado ese primer paso, fue fácil para Denise convertir en praxis la teoría. 

CAPITULO X

 Dos meses después del combate con los giroscops, Denise y Carlos habían puesto «en pie de guerra», co­no ellos decían, a casi un millar de seres humanos.

Incluso habían tenido la suerte de dar con un depósito subterráneo de armas humanas, seguramente de la guerra nuclear, donde pudieron hacerse con numerosos fusiles de repetición, metralletas y bazukas.

Habían recorrido gran parte de los territorios de las antiguas Finlandia y Polonia y algo de lo que en tiempos fuera la inmensa Unión Soviética. Precisamente allí se encontraban, cuando Carlos tomó su gran decisión.

—Despierta, Denise —urgió a su compañera.

Compartían una cabaña en el poblado. Era de noche y la jornada había sido especialmente fatigosa para chica, entrenando a los «reclutas» en el uso de las, para ellos, desconocidas armas.

Pero Carlos no podía demorar ni un instante al hacerla partícipe de su urgencia.

—El puesto avanzado de los galácticos —comenzó, cuando ella se hubo despertado.

Denise, aún en las nieblas del sueño, le miró sin comprender.

—¿El puesto de los galácticos…? —repitió.

—Lo atacaremos al amanecer. Iré a preparar a la gente. Tú sigue descansando.

Pero Denise ya se estaba incorporando impaciente.

* * *

El que Carlos llamaba «puesto avanzado» era, en realidad, una pequeña réplica del Centro de Poder, como lo eran todos —variando sólo su tamaño e importancia— a lo largo y a lo ancho del planeta.

Pese a saber perfectamente que los humanos estaban reducidos a la condición de animales domesticados, de quienes nada hay que temer, los galácticos preferían vivir, tanto los funcionarios civiles como los propio guardias, en lugares amurallados, donde sólo se permitía la entrada de contados humanos, destinados a realizar las más sencillas tareas.

Los puestos o «colonias», como también se les llamaba, eran unidades defensivas casi perfectas, ya que sus murallas de acero resistente al láser se cerraban herméticamente, con sólo presionar un botón.

Por otra parte, todas cortaban obligatoriamente con reservas de alimentos, agua, armas y munición, capaces para resistir un sitio de años.

Naturalmente, todas tenían enlace microorbital con el Centro de Poder, además de una dotación de giroscops acorde con el número de sus residentes.

Atacar una de estas cotonías era algo impensable para todos los humanos... excepto para Carlos, que llevaba dos largos meses pensando en cómo hacerlo.

Y, tras dos meses de pensamiento, había llegado una conclusión casi absurda por lo obvia: si las murallas y sus puertas eran inexpugnables, había que entrar en el lugar cuando las puertas estuvieran abiertas.

Normalmente lo estaban durante el día, pero ningún humano podía acercarse a menos de veinte metros de ellas, so pena de ser desintegrado por alguna de las múltiples y sofisticadas armas que las custodiaban.

Sólo a doce humanos, nueve hombres y tres mujeres se les permitía la entrada a primera hora de la mañana y se les obligaba a salir, mediada la tarde.

Suplantar a esos doce…

Pero, pese a ser suficientemente conocidos por los guardias, todos los días se les sometía a una cuidadosa revisación, que incluía la detección de posibles metales ocultos entre las ropas.

Y todo esto bajo la vigilante mirada de media docena de guardias, que les apuntaban con sus «cotorras».

¿Cómo pasar, entonces?

Imposible de otra manera. Podía ser muy difícil, pero había que intentarlo.

Y había que intentarlo de esa manera.

Suplantando a los doce.

* * *

Convencer a los auténticos trabajadores fue tarea muy fácil, ya que los doce habían sido «adoctrinados» por Carlos convenientemente.

Denise, el mismo, y otros ocho humanas bien seleccionados integrarían la partida. Los dos restantes, hasta completar el número de doce, serían de los trabajadores habituales.

Esto permitiría ganar unos segundos vitales, ya que podrían someterse sin temor a la prueba de detección de metales.

El resto del grupo, no, naturalmente.

Todos iban armados con metralletas, excepto Carlos que portaba su infaltable «cotorra». Aunque llevarían las armas ocultas bajo las túnicas, el engaño sólo po­dría mantenerse con éxito por breves instantes.

Denise y Carlos rogaban porque esos instantes fueran suficientes.

Salieron de la aldea a la hora acostumbrada, mar­chando, como siempre lo hacían de a dos en fondo. Los auténticos trabajadores encabezaban la columna.

Manteniendo un ritmo normal, atravesaron el am­plio espacio descubierto, que por las noches se ilumina­ba «a giorno» bajo la blanca luz de múltiples re­flectores.

Sin poder contener un estremecimiento, Carlos recordó aquel otro espacio abierto y aquellas otras luces, tras pasar las cuales tantos y tantos de sus compañeros hablan encontrado la muerte.

Pero no era tiempo para recuerdos.

Los de cabeza ya se encontraban ante los dos primeros guardias, que les franquearon el paso, casi sin mirarlos.

En el segundo puesto, situado una decena de metros más atrás y ya en las mismas puertas, se encontraba el control de metales.

Los trabajadores estaban llegando a él, cuando uno de los guardias del primer puesto dio un grito de alarma.

Carlos, que marchaba junto con Denise en segunda fila, no perdió un instante.

Desenfundando su «cotorra» disparó sobre la segun­da fila de guardias, mientras Denise, con su metralleta, nacía lo propio con la primera.

Los dos guardias adelantados cayeron de inmediato. También varios de la segunda posición, pero uno de ellos pudo introducirse en la caseta.

De inmediato, el sonido de una ronca sirena atronó el espacio.

  —¡Maldita sea! —se enfureció Carlos—. Ya no po­demos contar con la sorpresa…

Mediante algún dispositivo de control remoto, segu­ramente conectado a la alarma, las puertas se estaban cerrando.

Los doce humanos las habían atravesado segundos antes. Todos estaban dentro de la colonia. Ya era tar­de para echarse atrás.

—¡Desplegaos de acuerdo a lo convenido! —ordenó el jefe—. ¡Nos iremos concentrando ante el Reducto!

El Reducto —nombre que le habían dado los huma­nos— era el núcleo central de todas las colonias y, por lo que se sabía, también del mismo Centro de Poder.

Allí estaba el gobierno civil y militar y, naturalmen­te, la mayor concentración de fuerzas, reservas de ar­mas y alimentos, de toda la población.

Para Carlos, el avance fue fácil. Los pocos poblado­res civiles, huían aterrados ante la vista de una «co­torra» en manos de un ser humano.

Dos guardias que aparecieron a la carrera, fueron de inmediato desintegrados.

Ráfagas de metralleta sonaban sin cesar en distintos puntos del reducido perímetro urbano.

Carlos se angustiaba pensando en sus compañeros —¡Denise!— que tenían que enfrentarse a las «co­torras» y las bocas de fuego galácticas, con sus anticua­das e imperfectas metralletas.

Comenzó a correr. Quería llegar al Reducto el pri­mero, para iniciar el ataque.

No había pérdida posible en su camino, ya que la calle era una espiral, que terminaba en el centro de la colonia, es decir, en el Reducto.

Sus compañeros avanzaban por una espiral similar, pero de sentido contrario.

Un chorro de fuego pasó junto a él. Sintió el brutal golpe de calor en su mejilla izquierda, mientras se arrojaba al suelo y giraba sobre si mismo en dirección opuesta al sorpresivo ataque.

Muy pronto pudo ver de dónde provenía. Una pe­queña casamata con una abertura rectangular, por don­de la boca de fuego seguía enviando —«a ciegas», pen­só— su letal contenido.

Le habían visto llegar, pero ahora no podían verle. Fue fácil hacer la deducción, ya que seguían disparan­do hacia el lugar que él acababa de abandonar.

«Será muy fácil acabar con este obstáculo», decidió Carlos, y comenzó a arrastrarse hacia la casamata, des­de el ángulo opuesto al del fuego.

Tenía que arrastrarse diez metros sin protección, pe­ro asumió el riesgo, seguro de no ser descubierto. Acertó.

El resto fue excesivamente sencillo. Todo consistió en introducir el cañón de la «cotorra» por el rectángu­lo y disparar en abanico.

El chorro de fuego se cortó de inmediato.

Ya no hubo más retrasos, hasta llegar al Reducto.

Carlos nunca había visto uno y quedó impresionado.

Era una construcción metálica indudablemente a prueba de todo, incluidos ingenios nucleares, en la que no se veían más aberturas que las troneras por las que aparecían decenas de amenazadoras bocas, ahora silenciosas.

Por la desembocadura de la opuesta espiral, Carlos vio aparecer a dos de los suyos.

Se disponía a atraer su atención, cuando una de las bocas escupió breve pero intensamente un chorro de fuego liquido.

Los dos humanos ardieron muy escasos segundos. Después solo fueron unos centímetros cuadrados de huesos achicharrados y una débil y ascendente columna de humo.

Carlos quedó aterrado ante la precisión de tiro de los defensores y, especialmente, ante la horrible even­tualidad de que otros humanos se ofrecieran tan gratui­tamente a la muerte.

Pero eso no habría de ocurrir. Tras unos minutos de impaciente espera, el muchacho comprendió que los otros estaban, como él, bien a cubierto.

«Y esperando mis órdenes», agregó, con una sensa­ción casi frustrante.

Se confesó a sí mismo que no tenía la menor idea sobre cómo intentar la penetración a blocao tan hermé­ticamente cerrado.

Por otra parte, un espacio abierto —circular como el mismo Reducto— de unos quince metros de diáme­tro, le rodeaba totalmente, haciendo imposible el acer­camiento por sorpresa a las troneras.

Tampoco podía Carlos, unirse a los suyos, ya que no existían posibles coberturas en el trayecto que tenía que recorrer.

Tomó la única decisión que le permitiría llegar hasta ellos: desandar lo andado y regresar hasta la puerta, con el fin de tomar por la opuesta espiral.

Estaba a no más de un giro de distancia de la caseta de guardia, cuando oyó ruidos que le alertaron.

Siguió avanzando con extrema precaución, hasta situarse a la vista de la zona de entrada, pero bien oculto de miradas enemigas.

Lo que vio le dejó por un instante atónito.

Seis guardias, cinco armados con «cotorras» y uno con una boca de fuego portátil, estaban formados fren­te a la caseta, mientras otros guardias y un oficial sa­lían de ella.

La construcción era pequeña y, aunque los humanos no la hubieran revisado exhaustivamente al iniciar el ataque. Carlos estaba bien seguro que ningún guardia había sobrevivido a él.

El que logró introducirse y dar alarma, fue muerto por una ráfaga de la metralleta de Denise

La explicación de lo que estaba viendo se hizo para él evidente: había una comunicación secreta y segura­mente subterránea, entre el Reducto y la caseta.

Y esta convicción, aunque significara hacer frente a un número considerable de enemigos, alegró a Carlos al extremo de tener que hacer esfuerzos para no reír.

No le gustaba matar a seres que no estaban dispa­rando contra él, pero el recuerdo de las atrocidades cometidas por los galácticos y la comprensión de la tremenda responsabilidad que pesaba sobre sus hom­bros, le decidieron a superar sus resquemores.

Esperó hasta que el grupo de guardias estuvo com­pleto. Era una decena, más el oficial. En silencio, los once emprendieron la marcha por la espiral opuesta a la que había seguido Carlos. Era evidente que se diri­gían a sorprender y aniquilar a los humanos congrega­dos frente al Reducto.

Carlos pensó en Denise y apretó el disparador de su «cotorra».

Fue muy fácil, desde luego. Los once se desintegra­ron sin un grito, sin siquiera saber que estaban muriendo.

Carlos decidió no perder ni un instante en el ataque. Esto significaba no avisar a sus compañeros y hacerlo solo.

Era una locura, pero más lo sería una pérdida de tiempo. Si los del Reducto llegaban a adivinar lo ocurri­do a su fuerza de ataque, se encerrarían tras sus inexpugnables muros, solicitarían —si ya no lo habían hecho— auxilio a las colonias más próximas y todo estaría definitivamente perdido para Carlos y los suyos.

Esta vez no necesitó pensar en Denise para lanzarse al interior de la caseta.

Muy fácil le fue encontrar la puerta trampa entrada al pasadizo porque los galácticos, tan seguros estaban de su triunfo, no se habían molestado en cerrarla.

Descendió las escaleras y, «cotorra» en mano, avan­zó a la carrera por un pasadizo estrecho, totalmente metálico, y bien iluminado.

Un par de minutos más tarde, se encontró ante lo que parecía ser una pared lisa, que cerraba totalmente el túnel.

Maldiciendo —algo que también había aprendido en Ciudad Luz—, pasó sus manos por la lisa superficie.

Nada, ni la más mínima rugosidad que permitiera sospechar la existencia de algún mecanismo.

Destrozado, casi vencido ante este obstáculo aparen­temente insalvable y posiblemente final para sus espe­ranzas, se dejó caer sentado sobre el piso.

Pero entonces una nueva esperanza le hizo incorpo­rarse vivamente. «Es imposible» —pensó— «que no exista forma de que los guardias, al regresar, no pue­dan abrir esa puerta».

Temblando de excitación, comenzó a estudiar centí­metro a centímetro las paredes.

Exactamente en el lugar donde había apoyado su espalda, encontró lo que buscaba; un casi microscópi­co botón, del mismo color metalizado de la pared.

La puerta corrió obedientemente sobre su carril, al oprimirlo.

Se encontró en una vasta estancia, evidentemente de­dicada a almacén de comestible. Ningún galáctico estaba a la vista.

Carlos, avanzando cautelosamente, demoró varios segundos en descubrir el motivo de la agradable sensa­ción que sentía desde que se encontraba en el almacén.

Por fin lo comprendió. Era la temperatura. Sabía que los galácticos la controlaban a voluntad, aun en espacios abiertos, pero nunca había disfrutado de esa frescura que ahora parecía hacer revivir todo su cuerpo.

Y esa reanimación le dio todavía más ánimos para luchar y más urgencia por enfrentarse a sus enemigos.

Abandonando las precauciones, traspasó casi corriendo una abierta puerta, que le llevó hasta las cocinas. Tampoco había nadie en ellas. Carlos imaginó que todos los galácticos —que no serían muchos en esa pequeña colonia— estarían movilizados ante el inespe­rado ataque.

Dejó las cocinas para encontrarse con un amplio corredor, del que partía una escalera ascendente. De nuevo con grandes precauciones, ascendió por ella.

Al llegar al piso superior de inmediato comprendió que se hallaba en el núcleo defensivo central.

A su frente, los galácticos empuñaban sendas bocas de fuego, que apuntaban al exterior por las troneras.

Decidió ocuparse de ellos más tarde, prefiriendo «limpiar» antes el espacio que le separaba de las defen­sas exteriores.

Una puerta entreabierta estaba a su derecha. Atisbó por la abertura. Extraños aparatos, sonidos entrecorta­dos y varios galácticos con micrófonos y mirando pantallas.

«La Sala de Comunicaciones», se dijo Carlos y pe­netró en ella.

La «cotorra» era totalmente silenciosa. Los cinco operadores se desintegraron sin hacer el menor ruido.

Otra puerta, ésta cerrada. Pero abierta demostró dar paso a un despacho vacío. Carlos siguió de largo, sin molestarse en cerrarla.

Aún quedaban otras dos puertas, ambas cerradas. Abrió la más próxima. Otro despacho, también vacío. En la última, también paso a un despacho, un oficial contemplaba una pantalla de totalvisión.

Carlos tuvo que cuidar el ángulo de disparo, para desintegrarlo a él sin tocar el aparato, cuya destrucción hubiera hecho mucho ruido.

Ahora les tocaba el turno a los sirvientes de las bo­cas de fuego.

Matar a los dos que le daban la espalda sería muy fácil, pero su «ausencia» muy pronto sería advertida por los demás.

Por primera vez desde que decidiera irrumpir en el Reducto, Carlos tuvo conciencia de su soledad y de los muchos enemigos que aún quedaban por vencer.

Sintió la tentación de salir al exterior y recabar la ayuda de sus compañeros, pero temió, que la consiguien­te pérdida de tiempo fuera fatal para todos.

Por lo que, sin pensarlo más, desintegró con dos cortas ráfagas a los dos sirvientes que desde su llegada al piso le estaban dando la espalda.

Las troneras estaban unidas por un corredor, circu­lar que rodeaba el edificio. Carlos se plantó en él.

Y ése fue el instante en que más cerca estuvo de la muerte, desde su ingreso al Reducto.

Dos guardias que se alejaban debieron sentir algún ruido sospechoso, porque se volvieron para descubrir al intruso que, a su vez, les daba la espalda.

Pero la sorpresa de ver a un humano en el refugio inexpugnable fue tal, que uno de los guardias dejó es­capar un grito, de inmediato sofocado.

Fue suficiente para alertar a Carlos.

Con los reflejos de un tigre, giró sobre sí mismo disparando su «cotorra» aún antes de ver al blanco.

Los dos se desintegraron en el instante en que saca­ban sus armas.

Pero el grito había inquietado también a los galácti­cos más próximos. Uno apareció a la vista de Carlos por el curvo corredor, para ser desintegrado de inmediato.

Ya otros dos sirvientes de las bocas de fuego exteriores estaban ante su vista y él ante la vista de ellos, ya que ambos le, miraban con ojos desorbitados por el miedo.

«Tienen miedo», se alegró de descubrir Carlos. Y los desintegró, sin que los otros atinaran a defenderse.

Ahora a la carrera, siguió por el corredor, disparan­do sobre los sirvientes que aún sobrevivían. Eran ocho, en total, y ninguno intentó la más mínima resistencia.

Para la creciente sorpresa de Carlos, parecían para­lizados por el terror.

Fue entonces cuando hizo un muy sencillo y, sin em­bargo, muy grande descubrimiento.

«Son cobardes... los galácticos son cobardes», se di­jo asombrado.

Ascendió por la escalera. Todo el piso superior era una inmensa sala, que debía constituir el centro de reu­nión y de estancia de los ocupantes del Reducto.

En ella se encontraban, de pie y como apiñados, una decena de funcionarios civiles, más un par de oficiales.

Todos estaban sin armas en sus manos —un peque­ño montón de ellas se había formado en el suelo— y todos se arrodillaron ante Carlos, cuando hizo su aparición.

«Sí, son cobardes... ¡Muy cobardes!», se repitió el recién llegado, casi sin poder contener la risa. 

CAPITULO XI 

La caída de la remota colonia en manos humanas significó el aldabonazo final para el despertar colectivo de toda una raza.

Una semana después de haber instalado Carlos en la conquistada colonia su cuartel general, un campesino llegó con la noticia de que otra colonia, a unos tres­cientos kilómetros de distancia, había sido tomada por John y su grupo.

Ahora eran centenares, miles de hombres y mujeres los que venían a ponerse a las órdenes de Carlos, para contribuir a la más rápida liberación de su planeta.

Unas semanas más tarde, una figura borrosa apare­ció en la pantalla del totalvisor que Denise y Carlos manipulaban, para estar al tanto de los movimientos galácticos.

Pero esta vez se trataba de algo distinto.

La figura seguía siendo Borrosa, pero la voz que salió por el micrófono era totalmente clara: «¡Aquí hu­manos!», decía, «¡Contestad si me escucháis!».

Abrazándose y saltando de alegría, Denise y Carlos establecieron la primer comunicación interhumana que nunca se había realizado a través del sofisticado com­plejo total comunicador, instalado por los galácticos.

Ahora los humanos poseían numerosos giroscops, toneladas de armas galácticas y, lo que no era tan agradable, centenares de prisioneros que, como los que tan­to sorprendieran a Carlos, se rendían sin luchar.

—¿Que haremos con ellos? —quiso saber Denise.

Los prisioneros planteaban infinidad de problemas: alimentación, vigilancia, posibilidad de sublevaciones.

—No podemos matarles...

Era la definitiva opinión de Carlos. «Por ser huma­nos somos superiores a ellos.. Y ésta es una buena for­ma de demostrarlo», había dicho muchas veces.

Finalmente se resolvió esperar a la completa recon­quista de la Tierra. Después se vería.

Otro problema, y aún más grave que el de los pri­sioneros, era el de los condenados.

Carlos había dado orden de que se matara sin vaci­lación a los prófugos que asolaban los poblados huma­nos, pero con los que estaban dentro de las Concentraciones no se podía, obviamente, hacer lo mismo.

Por otra parte, entre ellos, aunque pocos, había algunos disidentes políticos, enemigos de los tiranos del Imperio que, por tal causa, habían sido declarados ofi­cialmente «locos» y confinados a la Tierra.

—Otro problema que tendremos que resolver tras la reconquista —decidió Carlos. Y no se habló más del asunto.

De lo que si se hablaba, y cada día más y con ma­yor entusiasmo, era del asalto al Centro de Poder.

Ya eran pocas y poco significativas las colonias que aún estaban en manos de los galácticos.

Hasta de la lejana América del Norte habían llegado grandes noticias: «Los únicos galácticos que aún que­dan vivos, son nuestros prisioneros», había dicho Rita.

Pero mientras el Centro de Poder estuviera en ma­nos galácticas, ellos serian los que mantuvieran el con­trol efectivo de la Tierra.

Sus numerosos giroscops hacían frecuentes incursiones contra las colonias en poder de los humanos, si bien los blindajes galácticos eran suficientemente bue­nos como para salir indemnes del ataque de sus propias armas.

Se multiplicaban los ataques contra los campos. Con el simple expediente de «barrer» con un chorro de fue­go líquido los sembrados, se condenaba a centenares de seres humanos al hambre.

Por supuesto, igual desgraciada suerte corrían las frágiles chozas de los poblados.

Urgía tomar una decisión y Carlos convocó a todos sus compañeros sobrevivientes del antiguo grupo de Operaciones Especiales, a una reunión extraordinaria.

Ahora el cuartel general del jefe se había acercado muchísimo al Centro de Poder, situándose en una an­tigua colonia galáctica, a sólo doscientos kilómetros de él.

Carlos abrió la tensa reunión, resumiendo lo que es­taba en la mente de todos:

—No nos cabe duda sobre la urgencia de atacar el Centro de Poder, la pregunta es ¿cómo?

—¿Volver a utilizar la treta de los trabajadores hu­manos? —aventuró uno de los presentes.

—Imposible —descartó Carlos—. Han reducido con­siderablemente el número y, además, el control de me­tales se realiza en el exterior del Centro.

—Tenemos fuerzas suficientes —terció una de las mujeres—, ¿Por qué no intentar un ataque masivo?

—El blindaje es inexpugnable, aún para las armas de que disponemos —Carlos desechó la posibilidad con un amplio gesto de sus manos, además de sus pala­bras—. No, un ataque abierto está totalmente descar­tado —concluyó.

—¿Estás pensando en algún tipo de golpe de mano? aventuró John, sonriendo

El jefe le devolvió sonrisa.

—Me sobreestimas, John —dijo—. !Claro que me gustaría dar un golpe de mano! El único problema es que no se me ocurre la manera de hacerlo...

Rió y todos le imitaron, lo que hizo bajar en algu­nos grados la alta tensión reinante.

Tras un par de minutos de silencio, fue Rita —que acababa de regresar de su exitosa operación america­na— la que tomó la palabra.

—¿Y si atacáramos por el aire?

Todos la miraron, francamente sorprendidos.

—¿Por el aire...? —hizo eco uno de los circunstan­tes, agregando—: ¿Con nuestros modestos giroscops?

—No, es imposible... —comenzó a decir Carlos, pe­ro de improviso se detuvo—. Un momento —siguió—, puede que hayas encontrado la solución a mi proble­ma, querida Rita...

* * *

La noche era oscura, como lo eran todas, ya que la capa radiactiva suspendida en la atmósfera no dejaba pasar ningún tipo de luz desde los espacios exteriores.

Denise, John y Carlos habían contado con esa oscu­ridad, vital para el éxito del tan arriesgado plan.

Carlos había resistido hasta el último instante la pre­sión de Denise para ser una de los tres que tomarían parte en la primera y más peligrosa fase de la opera­ción, pero toda su resistencia se había estrellado contra la decisiva frase que, una y otra vez, habla pronuncia­do la chica: «Juntos hemos nacido al amor, juntos mo­riremos, si es que tenemos que morir».

Tardaron unos segundos en ver la señal que Rita ante los mandos, les hacía con su mano, porque la os­curidad en el interior de la nave era tan intensa como en el exterior.

Pero después comprendieron: Estaban a la vista del objetivo.

Había llegado el momento de comprobar si la supo­sición de Carlos —«no esperan un ataque por el aire, no habrá vigilancia antiaérea»— era correcta, o si todo se iba al diablo y había que pensar en otro plan.

Claro que no podían pretender que la posible vigi­lancia, fuera humana o electrónica, se mostrara a sus ojos desde tanta altura y distancia.

No, la única forma de comprobarlo era dejándose caer sobre la cúpula inmensa del Reducto, el techo más alto del Centro de Poder.

Claro que si un guardia disparaba o si un sistema de alarma, activado por el peso de sus cuerpos, se echaba a sonar, ellos morirían irremisiblemente.

«Pero», había acotado John, con macabro sentido del humor, «quedará Rita para informar a nuestros congéneres del fracaso del plan».

En el mismo absoluto silencio que había caracteriza­do todo el vuelo, el giroscop, obediente a las hábiles manos de Rita, se inmovilizó a no más de un metro sobre la parte central de la cúpula.

Carlos fue el primero en descender, manteniéndose aferrado con sus manos al piso del giroscop.

Hizo descansar todo el peso de su cuerpo sobre la cúpula.

Tanto él como los otros hasta contenían la respira­ción, en su desesperado afán de máximo silencio.

Ningún sistema de alarma comenzó a sonar.

Claro que alguna luz roja podría haberse encendido en alguna Sala de Control, pero contra esa posibilidad los humanos no tenían defensa posible.

Descendió John y, tras él, Denise.

Ninguna alarma sonaba, ni se veían movimientos anormales, Rita comenzó a ascender y a alejarse.

Los tres estaban provistos de ventosas en sus manos y en sus tobillos, por lo que les resultó muy sencillo descender por la curva superficie.

Pronto se encontraron de pie sobre un estrecho pa­sadizo circular situado al pie de la cúpula y obviamente destinado a vigilancia, aunque ningún guardia se pa­seaba por él.

Una puerta cerrada, pero sin estar echado el cerro­jo, les permitió introducirse en el interior del mayor Reducto de la Tierra.

Se encontraron en un inmenso salón de reuniones, cuyo techo estaba formado por la cúpula que acababan de abandonar.

Atravesaron la estancia hasta salir de ella por un gran arco, abierto a una pequeña antecámara, a la que cerraba la puerta. Todo estaba desierto y a oscuras.

Tras abrir la puerta, se encontraron ante varios as­censores y una gran escalera descendente.

Su misión era muy concreta y, para realizarla con éxito, debían evitar al máximo el ser descubiertos.

Y como su misión no consistía en pelear, las únicas armas que los tres portaban eran sus cuchillos.

Aunque podía resultar desastroso, eligieron el ascen­sor como medio de descenso. Así, pensaron, corrían menos peligro de ser vistos. Aunque si lo eran...

Apretaron d botón inferior.

Unos segundos más tarde, las blindadas puertas se abrían ante lo que muy pronto se reveló como un in­menso garaje subterráneo.

—Estamos de suerte —susurró Carlos, ante la vista de varios vehículos terrestres.

—Antes tenemos que ocuparnos de los guardias... —respondió John, en el mismo tono.

Pronto divisaron la pequeña sala de guardia, donde cuatro galácticos entretenían sus ocios practicando un juego desconocido para los humanos.

Sin palabras, se repartieron sus victimas. Carlos mostró sus dedos índice y mayor levantados y después se señaló su propio pecho. Los otros asintieron.

Fue fácil apuñalar a los guardias. No esperaban un ataque y estaban absorbidos por las incidencias del juego.

Carlos tuvo que darse mucha prisa para quitar el puñal de la espalda del primero y clavarlo en el cora­zón del segundo, antes de que éste empuñase un arma o gritase, pero lo consiguió.

En un minuto, los tres estuvieron enfundados en los uniformes de los tres guardias a los que habían desnudado.

—Ahora, elijamos un vehículo —dijo Carlos.

Hubo un pequeño problema al intentar salir del ga­raje, ya que una reja cerraba el camino, pero todo se solucionó regresando a la sala de guardia y oprimiendo el botón correspondiente.

Conducía Carlos un vehículo que no había conduci­do en su vida, junto a él estaba Denise y, en el peque­ño asiento posterior, John, quien había tenido la pre­caución de hacerse con una «cotorra» de los guardias.

Sin incidentes recorrieron el trayecto que les separaba de las adyacencias de la puerta principal, un camino que Carlos conocía muy bien sin nunca haberlo visto, gracias a las detalladas explicaciones de los trabajado­res humanos.

Ahora venía la otra parte altamente peligrosa —y final— de la operación.

Se trataba, nada menos, que de burlar las guardias primero, y mantenerlas a raya después, el tiempo sufi­ciente para accionar el mecanismo que abría las puer­tas, permitiendo así la irrupción de los miles de huma­nos que aguardaban ocultos en la linde del bosque exterior.

No era nada fácil, pero de eso se trataba.

Descendieron del vehículo y manteniendo un despreocupado ritmo de marcha se dirigieron hacia el pequeño edificio de guardia, desde el que se accionaba el mecanismo de las puertas.

Los dos centinelas de la entrada les dejaron pasar sin apenas mirarles. En el interior, la luz casi les cegó, tras la oscuridad de la que venían.

Y ese instante de confusión acabó con la extraordi­naria racha de buena suene que les acompañara hasta entonces en su aventura.

—¿Quiénes son ésos? —gritó un oficial, señalán­doles.

Sin dar tiempo a que Carlos interviniera, John de­sintegró al curioso con su «cotorra».

La conmoción fue tremenda Varios guardias echa­ron mano a sus armas, pero John los barrió, mientras Carlos, seguido por Denise, corría hacia el pequeño cuarto donde sabía que se hallaban los mandos de las puertas.

Sin dejar de correr, Denise se apoderó de una «co­torra» caída en el suelo, que seguramente perteneciera a alguno de los guardias desintegrados por John.

Este, por su parte, seguía disparando para cubrir la marcha de sus compañeros.

En la sala de mandos sólo había un encargado, al que la chica desintegró sin que siquiera supiera lo que estaba ocurriendo. Carlos gritó a John para que se unie­ra a ellos.

Se había dispuesto que, una vez los tres adentro se cerraría la puerta blindada de la estancia y allí perma­necerían hasta ser liberados por sus congéneres vic­toriosos.

Pero John nunca llegaría a la sala de mandos. Cuan­do corría hacia ella, un oficial que salió de improviso de una de las puertas laterales descargó sobre él su «co­torra». A su vez, fue desintegrado por un disparo certero de Denise.

Ella y su compañero se apresuraron a cerrar la puer­ta, que resultó no poseer el blindaje que a Carlos le informaran que tenía.

Pero no era esto lo que a ellos preocupaba, sino accionar de inmediato el mecanismo de las grandes puertas.

Carlos se sentó ante el tablero, sobre el que varias pantallas de totalvisión mostraban las puertas cerradas y sectores internos y externos de sus proximidades.

No tenía idea de cómo hacer, porque ningún huma­no había estado nunca en ese lugar.

Comenzó a apretar botones y a lanzar desesperadas miradas a las pantallas.

Entretanto, los guardias comenzaron los intentos pa­ra abrir la puerta de la sala que, aunque metálica, no estaba en condiciones de resistir una descarga de láser.

Bien alejada de la presumible trayectoria de los ra­yos, Denise se había parapetado tras un gran panel elec­trónico, y allí esperaba, «cotorra» en mano, el previsi­ble ataque.

Las pantallas seguían mostrando las puertas cerradas y Carlos blasfemaba, apretando botones cuya utilidad nunca llegaría a descubrir.

De pronto se hizo el silencio tras la puerta. Los tor­pes intentos habían cesado y Denise comprendió que el verdadero peligro estaba a punto de comenzar.

—¡Cuidado. Carlos! —alcanzó a gritar, mientras un silbido conocido la anunciaba que el láser ya estaba actuando sobre la puerta.

Su compañero se echó instintivamente a un lado y, al hacerlo, su codo movió un pequeño interruptor si­tuado fuera del panel, motivo por el cual no reparara antes en él.

Mientras el rayo láser desintegraba el metal de la puerta y los galácticos se disponían a asaltar la sala, Carlos tuvo la sensación de ver en las pantallas el lento, casi solemne, abrirse de las inmensas puertas.

No pudo contemplar la irrupción en masa de miles y miles de humanos, porque se había echado al suelo para escapar de las descargas de los guardias que ya estaban listos para la carga final.

Pero entonces, cuando ya dos de ellos penetraban, «cotorra» en mano y disparando, en la no muy amplia estancia, el arma que Denise empuñaba comenzó a «hablar».

Los dos se volatilizaron en una fracción de segundo y el hecho llamó a la prudencia a los que les seguían de cerca.

Se retiraron, indudablemente a deliberar. Pero los dos humanos sabían muy bien que su suerte estaba echada.

En efecto, un par de minutos más tarde, un galácti­co protegido con una careta se acercó sigilosamente a la puerta, llevando una especie de granada en sus manos.

Pero Carlos había previsto algo por el estilo y, de­jando a Denise sin arma, se había apostado muy próximo a la semidesintegrada puerta, «cotorra» en mano. 

Desintegró al atacante, sin que la granada o lo que fuera hiciera explosión o se desintegrara, lo que sor­prendió al muchacho.

El ingenie había quedado en el suelo, a no más de un par de metros de donde él estaba.

Sin medir las posibles consecuencias de su acto, se arrastro hasta él y llevándolo apretado contra su pecho, retornó a su refugio.

Justo a tiempo. No bien ocultarse tras la puerta, vio aparecer por el extremo del corredor, desde la sala de guardia, a una decena de galácticos que, a cara descubierta, llegaban sin duda a indagar lo ocurrido a su compañero.

Carlos les arrojó con gran violencia el ingenio, esperando una explosión.

No hubo explosión, pero sí la rapidísima expansión de un gas negruzco, que dio por tierra en fracciones de segundo a los guardias.

Carlos se les quedó mirando, asombrado. ¿El gas les habría matado o simplemente dormido? La inmovilidad de los caídos era absoluta y él no podía acercarse a hacer comprobaciones. Volvió junto a Denise.

Se sorprendió al verla con los ojos llenos de lágrimas.

—¿Qué te ocurre? —preguntó, vagamente alarmada por la posibilidad de que algún otro gas estuviera haciendo su efecto en ella.

Ella no pronunció palabra, simplemente se limitó señalar las pantallas.

En ellas se veía a millares de humanos que cantaba, y se abrazaban, enloquecidos de alegría, porque acababan de conquistar el Centro de Poder, último baluarte de la tiranía galáctica en la Tierra. 

CAPITULO XII 

Ese mismo día se formó un gobierno provisional, presidido por Carlos e integrado por todos los otros sobrevivientes de Operaciones Especiales, cuyo número se habla reducido a siete.

Una de las primeras medidas tomadas por el nuevo gobierno fue la de disponer que todos los sobrevivien­tes galácticos —civiles y militares— fueran enviados a Celesta sin ningún tipo de castigo.

Igual medida se tomó con los condenados, excep­tuando de la misma a los disidentes llamados «locos», a quienes se invitó a quedar en la Tierra, si así lo deseaban.

La totalidad —eran cuarenta y nueve— aceptaron la invitación.

El traslado de los desterrados se realizó en las naves interplanetarias que los galácticos poseían en el Centro de Poder.

El viaje hasta Celestia duraría diez años. Si el Impe­rio decidía intentar la reconquista de la Tierra, pasarían otros diez hasta que sus tropas llegaran a ella.

Con este margen de veinte años contaban Carlos y los suyos para liberar a la Tierra de todos sus males, contaminación radiactiva incluida.

Para esta  primera y primordial tarea fue elemento invalorable uno de los disidentes galácticos, el naturalista y físico nuclear Kalen, quien había descontamina­do —por cuenta del Imperio— varios planetoides conquistados.

Bajo su dirección, se fabricaron miles y miles de pro­yectiles descontaminantes, similares a los que, siglos atrás, se lanzaron contra las nubes para evitar el grani­zo y provocar lluvias.

Durante largos meses, estos proyectiles fueron incan­sablemente lanzados contra la capa de contaminación que rodeaba la Tierra, desde todos los puntos del planeta.

Durante un año y medio no hubo resultados aparen­tes, pero al cabo de este tiempo comenzaron a apreciar­se los primeros avances.

En algunos lugares próximos a los polos —próximos en el sentido de no más de dos mil kilómetros de dis­tancia— se abrieron grandes huecos, por los que los admirados humanos pudieron descubrir que el cielo era azul y muy bello.

Consecuentemente, la temperatura comenzó a des­cender en esas latitudes.

Aún se necesitó un año más de bombardeos, estu­dios y desazones, pero por fin el objetivo se cumplió totalmente: la Tierra volvió a quedar libre de su capa contaminante.

Las tierras volvieron paulatinamente a sus tempera­turas anteriores y esto trajo como obligada consecuen­cia la también paulatina modificación de la fauna y especialmente la flora de todo el planeta.

Pero las tareas del gobierno provisional no se redu­jeron a la descontaminación. Una vigorosa campaña de instrucción acelerada se puso en marcha a nivel planetario.

Siguiendo las coordenadas pedagógicas que utilizaran los pioneros de Ciudad Luz, y sin desdeñar los sabios consejos de los disidentes galácticos, pertenecientes a una cultura muy superior a la terráquea, pronto se consiguieron resultados asombrosos.

A favor de la normalización meteorológica y de la instrucción acelerada, a todo lo largo y lo ancho de la Tierra comenzaron a surgir escuelas, universidades, grandes fábricas, centros asistenciales y enormes explo­taciones agrícolas y ganaderas, para asegurar la subsis­tencia de una población en gozoso aumento.

Porque fueron también los sabios galácticos quienes solucionaron el gravísimo problema genético que sus congéneres habían creado.

Si bien muchos casos eran irreversibles, muchos más, sometidos a diversos tratamientos, modificaron sus ta­ras genéticas, hasta alcanzar los niveles humanos con­siderados «normales».

Y, lo que era de trascendente importancia, los cien­tíficos lograron que todos los niños que se engendraran en el futuro tuvieran un ciento por ciento de probabi­lidades de nacer con todos los atributos de los seres humanos, no sólo normales, sino mejor desarrollados.

Al calor de tan halagüeñas perspectivas, las parejas humanas —que acababan de conocer el amor— se ha­bían lanzado con gran entusiasmo a la repoblación del planeta.

Por otra parte, aunque en un principio los humanos siguieron viviendo en sus antiguos poblados, excepto los varios miles que, por razones de trabajo, se instala­ron en las antiguas colonias galácticas, muy pronto el sensacional ascenso en las condiciones de vida les llevó a desear mejores y más confortables viviendas.

Así comenzó la construcción —o reconstrucción- de las antiguas ciudades.

Como homenaje a los héroes que habían hecho po­sible la liberación, la primera en ser reconstruida fue Paris, aunque conservando el nombre de Ciudad Luz.

Madrid fue la segunda elegida, en honor a Carlos. Después Londres, Moscú, Roma, Atenas y muchas más.

También en las antiguas Américas y Asia se vivía la fiebre de la reconstrucción.

Cuando los galácticos expulsados estaban arribando a su destino, la Tierra había casi vuelto a tener el as­pecto que presentara antes de la guerra nuclear que la destruyera.

Pero esta vez sin superpoblación y descontaminada.

Paralelamente a la construcción de ciudades y al in­cesante aumento del nivel de vida, volvió a emerger el espíritu de las nacionalidades.

Con la anuencia y bajo la dirección del Gobierno Provisional, fueron constituyéndose los antiguos es­tados.

El primero fue la Gran Bretaña, inmediatamente se­guida por los Estados Unidos y la Unión Soviética. Des­pués Francia, España. Italia y el resto de la antigua Europa.

Japón y China, Israel y k» países árabes, los esta­dos sur y centro americanos y el resto de todos los que integraban la Tierra cuando la guerra nuclear.

Cuando todos estuvieron constituidos, se formó la Asamblea de Naciones.

La primera resolución tomada por los países miem­bros fue la de disponer la disolución del Gobierno Pro­visional —por no ser representativo del sentir de los pueblos— y llamar a elecciones en todo el globo, con el fin de elegir las autoridades democráticas y definiti­vas de la Tierra.

A ritmo acelerado, se formaron partidos políticos en todos los países, siguiendo en general las huellas de tos que antes existieran.

Una vez elegidos los gobernantes de todos los países, estos a su vez se reunieron para elegir el Gobierno Mundial.

Aquí se plantearon gravísimas divergencias, entre los países «pequeños» y los «grandes».

Los primeros sostenían el principio de «un país, un voto», en tanto los segundos opinaban que el número de votos de cada país debía ser variable, en función de su población y «peso especifico».

Ante la decisión de los «pequeños» de poner el asun­to a votación, Estados Unidos y la Unión Soviética amenazaron con reinarse de la Asamblea, amenaza que fue apoyada por numerosos pises de Centro y Sur América y del este europeo y Asia.

Se cedió a la presión de los grandes, que se reunie­ron para determinar el número de votos que correspon­día a cada uno de los seis o siete países participantes.

Al llegar a este punto, el acuerdo fue imposible, por las irreductibles posiciones de los tetados Unidos y la Unión Soviética, ambas redamando para si el mayor número de votos.

Paralelamente a esta disensión —y al calor de ella— surgieron graves divergencias entre numerosos países de los llamados «pequeños».

Dos de ellos, en un extremo del mundo, llegaron a la guerra abierta y ésta fue la primera vez —pero no la última— que los humanos se enfrentaron y mataron, tras haberse liberado de la dominación galáctica.

En los países «grandes» aparecieron bandas armadas que, con distintos pretextos, se dedicaban al asesinato y al pillaje.

Las ciudades se hicieron peligrosas para la vida de los que en ellas habitaban, por la alarmante prolifera­ción de ladrones y asesinos.

Por otra parte, de la pobreza inicial, en la que to­dos participaban, se fue pasando gradualmente a la acumulación de riquezas por unos pocos, lo que obviamente produjo el empobrecimiento de los demás.

De estas irritantes diferencias no se salvaba ningún  país, aunque en los «pequeños» eran mas visibles que en los «grandes».

Los años seguían pasando y el adelanto material e, incluso, el ascenso en el nivel de vida de los humanos, seguía siendo constante; sin embargo, los habitantes de la Tierra parecían día a día menos felices.

Se buscaron diversas explicaciones a esta infelicidad, pero se soslayó premeditadamente el motivo principal: que los seres humanos ya no se reconocían como tales.

Eran los ciudadanos de un país o de otro, pero no ciudadanos de la Tierra.

Además, si habían nacido en el país A, estaban obli­gados a odiar a los ciudadanos del país Z y viceversa, porque doscientos años antes ambos estados habían lu­chado ferozmente entre sí.

Como, a través de los miles de años de historia de la humanidad, prácticamente todos los países habían luchado contra otros alguna vez, pues todos los ciuda­danos del mundo se odiaban entre sí. 

CAPITULO XIII 

Tras haber sido violentamente separado de la Presidencia del Gobierno Provisional, Carlos, años atrás casado con Denise y ya con varios hijos sin problemas genéticos, se construyó una modesta casa en la población de la que saliera tantos años atrás en busca de su identidad.

Poco a poco, se fueron acercando a él los otros so­brevivientes de Operaciones Especiales, así como varios de los disidentes galácticos, también alejados de la fun­ción pública por las nuevas autoridades, por concep­tuárseles como «sospechosos».

Así, con el correr de tos años, se fue formando al­rededor de la casa de Carlos y Denise una pequeña comunidad, ame científico-intelectual y campesina.

Carlos ya tenía bastantes canas en su cabeza y De­nise era una mujer madura, aunque siempre con su ele­gante aspecto y decidido carácter.

Apartados de los centros de poder, la vida de todos transcurría plácidamente, entre el cultivo de la tierra, la comercialización de lo producido y los largos mo­mentos de ocio, generalmente invertidos en largas char­las sobre «los viejos tiempos»,

La totalvisión les mantenía al tanto de lo que ocurría en el mundo, pero ellos se consideraban al margen de él.

Ya habían hecho lo suyo por la humanidad. Ahora ella podía gobernarse sola.

Aunque algunos de los antiguos disidentes mantenían sus pasiones científicas y habían montado pequeños la­boratorios en los que experimentar, la ilusión de todos era ver crecer a los hijos y envejecer en paz.

Pero las noticias de la totalvisión parecían decididas a no permitirles cumplir tan modesto plan.

Ya se podía hablar de dos bloques bien definidos, en los que estaba dividido el mundo.

Aunque esto no significaba que no existieran dife­rencias entre los miembros de un mismo bloque.

Así las cosas, las tropas de uno de los «cabeza de bloque» invadió el territorio de un país vecino, aducien­do ininteligibles motivos.

La potencia «cabeza» del otro bloque declaró que esa acción rompía el equilibrio mundial y dio a enten­der bien claramente que estaba decidida a ir a la guerra por tal causa.

Ni corta ni perezosa, la otra potencia le declaró la guerra y comenzó a mover tropas y aviones.

Para Carlos y sus amigos —como para todos los ciudadanos conscientes— otra guerra nuclear seria el fin definitivo de la Tierra como lugar habitable, pero nada podían hacer para impedirlo, más que rezar, llo­rar y blasfemar.

Entonces, cuando ya nada parecía poder evitar la hecatombe entre humanos, ocurrió algo que sí lo evitó.

Los servicios de detección y alarma de los dos blo­ques anunciaron la aproximación a la Tierra de naves procedentes de otra galaxia.

Los estados mayores de las potencias ordenaron la detención de los inminentes ataques y consultaron el calendario.

Hacia ya más de veinte años que los galácticos habían sido expulsados de la Tierra; por tanto… ¡eran sus naves las que llegaban para volver a apoderarse del planeta y esclavizar a sus habitantes!

Los gobernantes de las dos potencias «cabeza» de bloque, se pusieron en contacto directo y convinieron es que la situación era de extrema gravedad.

En un comunicado conjunto redactado en cinco minutos, se informó a todos los humanos que «las dife­rencias que nos separaban eran mínimas y ahora es el mundo entero y unido quien debe hacer frente a esta inicua agresión».

Eran las mismas palabras que se habían empleado para condenar la invasión que acababa de realizar la potencia, pero ésta no pareció advertir la identidad, o no le dio importancia.

En un franco tren de hermandad planetaria se deci­dió unificar las fuerzas para hacer frente al enemigo común.

Pero entonces volvió a surgir un escollo realmente insalvable: ¿quién comandaría a ese ejército planetario?

Ambas potencias ofrecieron, claro está, a sus mejo­res generales... que eran sistemáticamente rechazados por la otra. Y viceversa.

Un grupo de países propuso la elección de un comandante en jefe  que perteneciera a algún pequeño país, sin posibilidades ni aun remotas de hegemonía universal, pero esta posibilidad transaccional también fue rechazada. Se adujo que un militar así no podía tener la capacidad necesaria para tal empresa.

Las cosas estaban en un punto muerto míe amenazaba con ser un símbolo del porvenir que esperaba a la humanidad —ya que los servicios de detección anunciaban la rápida aproximación de la flota invasora— cuando a un oscuro oficial de enlace de uno de los estados mayores,    se le ocurrió mencionar el nombre de Carlos.

Sus jefes aceptaron entusiasmados la posibilidad de su nombramiento, ya que imaginaron que podrían atraerle para su bando —«se trata de un buen militar, pero sin la menor experiencia política»— y, curiosa­mente, el Estado Mayor de la otra potencia también lo aceptó y por la misma causa.

Carlos estuvo a punto de echar con cajas destempla­das a la delegación de la Asamblea de Naciones que fue a proponerle tan honroso nombramiento, pero la insistencia de Denise y de sus amigos y, por sobre to­do, la extrema gravedad de la situación, le forzó a aceptar.

Para enfrentarse a los galácticos, Carlos tenía una gran ventaja sobre sus congéneres, especialmente los de las nuevas generaciones: era el único que conocía la real y profunda cobardía de sus enemigos.

Por eso no demoró ni un instante, tras su designa­ción como comandante en jefe.

En primer lugar, se dirigió al mundo entero por totalvisión, para hacer conocer a todos los humanos su designación, la gravedad del momento, la peligrosidad del enemigo y, finalmente, su seguridad absoluta en el triunfo.

Sus palabras y su presencia dieron una nueva tónica a las tropas, cansadas de luchas intestinas. «Pelear por la humanidad es algo grande», se decían.

Después, decidió atacar antes que los invasores pu­dieran poner su pie en el planeta.

Al frente de centenares de las más sofisticadas aero­naves de combate de que la Tierra podía disponer, se dirigió como una flecha hacia el punto por el que los galácticos se acercaban al planeta.

Los invasores esperaban encontrar un mundo dividi­do y con moral de derrota, cuando sus detectoras anun­ciaron la presencia de tal cantidad de aeronaves que se dirigían hacia ellos, el miedo —su viejo fantasma— hi­zo presa en oficiales y soldados.

Casi por inercia, siguieron en lo que ahora era casi un rumbo de colisión y, en efecto, el encuentro se produjo.

De la primera andanada terrestre, tres grandes aero­naves de transporte galácticas explotaron y se desinte­graron en el espacio.

Para los demás fue suficiente. Sin disminuir la gran velocidad que llevaban, giraron en redondo, poniendo proa a la remota pero segura Celestia.

Tras los grandes homenajes oficiales y la alegría por el —para los humanos— incruento triunfo, Carlos se dispuso a volver a su cabaña y a Denise y a sus amigos.

Pero entonces ocurrió algo extraño. Los soldados, sus soldados, y miles y miles de civiles, exigieron y lo­graron que permaneciera al frente del Gobierno Mun­dial que nunca había podido constituirse antes.

«Por si vuelven los galácticos...», dijeron.

 

FIN