Juan Miguel González Cremona es Eric Sorenssen, que también utilizó otros seudónimos, como Ana Velasco (!), John Stuart, Pablo de Montalván, Ronald Mortimer y Roy Callaghan. Escribió en casi todos los géneros: Romántico, bélico, terror, Oeste y policíaco. Tal vez su mejor novelita es "Cero e infinito", de la colección Luchadores del Espacio. José Manuel González Cremona se marchó de Argentina tras el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976. Establecido en Barcelona, colaboró en el tebeo "El Acordeón". A partir de 1977, trabajó para editorial Bruguera, donde continuó El Corsario de Hierro y se ocupó de las adaptaciones de "Joyas Literarias Juveniles", sustituyendo así a Víctor Mora y José Antonio Vidal Sales, respectivamente. Al mismo tiempo, publicaba novelas eróticas con diversos seudónimos. Tras la debacle de Bruguera, se ha dedicado al ensayo de divulgación histórica.
CAPITULO PRIMERO
El EI-71-98186 caminaba muy lentamente por el desierto sendero. Todos los humanos caminaban como el. No es fácil apresurar el paso cuando la temperatura supera los 36 grados centígrados todo el año...
Por otra parte, nada especial tenía que hacer.
Nunca tenía nada especial que hacer, excepto cultivar sus mangos y
sus mandiocas y sus patatas y echarse sobre la estera para dormir las largas
siestas de las tardes.
Y después, como ahora mismo, vagar sin rumbo por los estrechos
senderos abiertos entre la maleza tropical, que crecía incontenible,
devorándolo todo.
Algunas veces tenía suerte y encontraba una flor que le era
desconocida.
Esto ocurría muy de tarde en tarde, pero eran momentos inolvidables.
Reía y gritaba durante muchos minutos, para expresar su alegría.
Y en su cabaña ponía la flor frente a él mientras cenaba y esa noche
la insípida comida le sabía a gloria.
Después llevaba la flor y la ponía a pocos centímetros de su cara,
sobre la estera, para dormirse con la vista y el olfato llenos de ella.
Pero a la mañana siguiente la flor estaba marchita y eso le causaba un
gran dolor. Un dolor que le duraba varios días.
Claro que no eran, en realidad, alegrías o dolores muy profundos, sólo
a los niveles primarios que a los humanos les estaban permitidos.
Y aunque las Prohibiciones no existieran...
Hacía demasiado calor, había demasiadas pestes y demasiados insectos
como para poder desear sentimientos más profundos.
Sólo sobrevivir.
Sobrevivir sin hacerse notar por los amos, hasta llegar a los treinta
o, cuanto más, a los treinta y cinco años.
Treinta años era la expectativa media de vida de los humanos, según
decían los amos.
Otra de las cosas que tampoco importaban a nadie
De pronto, en un recodo del sendero, EI-71-98186 se vio enfrentado por
dos hombres y una mujer que' casi corrían hacia él, con sus caras chorreando
sudor.
—¡Huye! —le gritó uno de los hombres, sin dejar de correr.
—¿Por qué? —preguntó.
—¡Porque los Galácticos han llegado a nuestro pueblo!
Y los tres abandonaron el sendero y se perdieron entre la espesura.
Sin apresurar demasiado el paso, EI-71-98186 dio media vuelta y se
dirigió a su propio poblado.
Aunque nada tenia que temer, se sentía mal en presencia de los
Galácticos. En su mente llena de brumas como todas las de sus congéneres, los
relacionaba con miedos terribles, con cosas muy malas, mucho peores que la
muerte.
Los Galácticos, en suma, le provocaban sentimientos totalmente
opuestos a los que surgían de sus entrañas al contemplar una desconocida y
fragante flor.
Pero, claro está, él no hubiera podido expresarle esta forma, porque
ni su mente ni su vocabulario eran tan ricos.
Sin embargo, no era exactamente como los demás.
Los otros no sentían lo que él ante las flores ni se asustaban ante la
presencia de los Galácticos, excepto cuando éstos lanzaban sus rayos de fuego o
sus shocks sobre ellos.
Y si los Galácticos retornaban a los dos o tres en volvían a
recibirles sin temor, porque ya no
recordaban.
Pero EI-71-98186, sí.
El había visto a los amos matar y torturar y esas imágenes habían
quedado como grabadas en su cabeza.
Incluso con las mujeres.
Recordaba la primera vez que fue llevado a procrear.
Todos cumplieron con su obligación, pero él, además, pasó sus manos
por la negra cabellera de la muchacha que le asignaron y también pasó sus
labios su cara.
Aunque ya había cumplido, le habló hasta que separaron. Le dijo que
esa unión había sido para él como encontrar una nueva flor, y a la muchacha pareció
gustarle que él le hablara —aunque puede que no comprendiera las palabras—,
porque cuando se la llevaban volvió un par de veces su cabeza para mirarle.
Llegó a su cabaña con las primeras sombras de la noche. Como de
costumbre, tenía mandioca hervida y mangos y piñas en abundancia. Sin mayor
interés, comió de todo un poco. Después se echó sobre la estera y se dispuso a
dormir.
No había flor nueva junto a él esa noche, pero sí el recuerdo de la
larga y negra cabellera de aquella muchacha de la primera procreación.
* * *
Le despertaron los gritos.
No era aún de día, aunque muy poco faltaría para que amaneciera. Los
gritos eran terribles y parecían venir de todas partes. Se incorporó
violentamente, sacudiéndose el sueño pegado a sus párpados, y salió al
exterior.
Era lo de siempre. Un grupo de condenados galácticos apoderándose de
muchachas humanas para su placer. Las que gritaban, claro está, eran las
muchachas.
Los condenados, tal vez burlando la vigilancia de sus guardianes o
puede que con el permiso de éstos; habían llegado a la población en un
giroscop. Eran sólo cuatro y los doscientos humanos que vivían en el pueblo
podrían haberles fácilmente reducido, pero no lo harían.
Vagamente intuían que terribles castigos se abatirían sobre ellos si
osaban luchar contra los intrusos.
Eran condenados, escoria del Imperio, pero aun así infinitamente
superiores a los humanos.
Puede, incluso, que fueran prófugos de algún Concentramiento cercano y
que la muerte fuera el castigo que les esperaba, de ser cogidos. Sin embargo,
los guardias imperiales siempre les darían razón y apoyo a ellos, en contra de
los humanos.
Pero no era sólo el temor al castigo lo que entregaba a esas muchachas
en manos de sus verdugos, era también la insensibilidad.
Reducidos a una vida poco más que vegetativa, los Humanos hacía ya
muchas generaciones que habían perdido en grado cada vez mayor la capacidad de
sentir.
Primero fue la contaminación radiactiva, que mató y deshizo; después, como su directa
consecuencia, la elevación de la temperatura y la desaparición de las
estaciones; después...
Pero EI-71-98186, como ya otras veces lo había hecho, decidió mirar.
Sabía que eso le haría muy mal, que arrojaría pues varias veces el
contenido de su estómago, como si fuera víctima de la peste, y que correrían
lágrimas su cara, pero sentía que tenía que mirar.
Que, por para él ignotas razones, era su deber hacerlo.
Uno de los galácticos, un ser brutal con una altura cercana a los dos
metros, estaba poseyendo a la muchacha rubia que vendía cántaros.
Aunque cada humano tenía su nombre-número obligatorio, entre ellos se
conocían e identificaban por sus labores o por alguna seña física especial. El nombre
número era demasiado complicado para recordarlo —aun el propio—, pese a que
todos llevaban la placa de identificación, sin la cual hubieran sido cazados y
muertos como serpientes venenosas.
La muchacha gritaba e intentaba desesperadamente librarse de la brutal
agresión, pero el galáctico era demasiado fuerte para siquiera molestarse por
tan intentos.
Su clímax fue marcado por mordiscos que abrieron surcos de sangre en
el cuello de la chica, que se contorsionaba como un trágico monigote.
EI-71-98186 sintió la náusea —vieja compañera— emerger de sus
entrañas, pero se obligó a seguir mirando. Imaginaba lo que seguiría.
Y el monstruo no le defraudó.
Salió de su víctima, se incorporó pesadamente y, cuando la muchacha
podía empezar a creer que se había librado de él, se inclinó sobre ella y le propinó
un tremendo golpe con el canto de su manaza.
Por la contracción y posterior inmovilidad, el humano espectador
adivinó que la chica había muerto en forma casi instantánea, lo que no dejaba
de ser una suerte para ella, porque le evitaba mayores torturas.
De las otras tres, dos tuvieron mejor suerte. Tras la posesión, sus
violadores les permitieron escapar sin tormentos.
La cuarta, una de las bordadoras del pueblo, murió tras recibir una
brutal paliza.
Después, con la tranquilidad que da al saberse invulnerables, los cuatro monstruos galácticos
montaron el giroscop y se marcharon.
Pero este final EI-71-98186 no pudo verlo, porque el vómito le cegaba.
* * *
Como siempre lo hacía en esos casos, encendió un pequeño fuego y se
preparó una infusión de hierbas.
Unos momentos después de bebería, se sintió mejor.
Es decir, se calmó la agitación de sus entrañas, pero no la de su
cabeza, que parecía girar a velocidad pero creciente, con peligro de volverlo
al mareo y a la nausea.
Se echó sobre la estera, cerrando los ojos.
La imagen de la inmolación de las muchachas permaneció en su retina,
pero el vértigo cedió.
«¿Por qué seré yo así?», se preguntó por milésima vez.
Le era imposible comprender por qué él tenía sentirse tan mal —por qué
tenía que mirar— cuando los
galácticos cometían una de sus diarias tropelías, en tanto sus congéneres
permanecían impasibles.
«¿Seré un monstruo como los que habitan en lo más profundo de bosques
y ciénagas?», llegó a pensar.
Se resistía a aceptar que fuera un monstruo, Un engendro de las
profundidades, pero sí tenía que convenir en que era distinto.
Decidió hacer una prueba que ya había hecho antes.
Desde el interior de su cabaña sin paredes, podía ver que la vida
había vuelto a su lánguida normalidad en el poblado.
Los cadáveres habían sido retirados y perros y chicos volvían a ser
dueños de la calle.
Se incorporó y marchó hacia la cabaña vecina.
En ella vivían los cazadores, los tres hombres que se encargaban de
cazar animales salvajes para de la comunidad.
Estaban, como casi siempre, reparando sus lanzas y arcos y sus
flechas.
El visitante no se anduvo con rodeos.
—¿Qué opináis de lo que ha ocurrido? —les espetó.
Le miraron boquiabiertos.
—¿O... pi... náis? —farfulló el más joven.
Ahora el sorprendido fue EI-71-98186. ¿Por qué había empleado esa
palabra que nadie —ni siquiera el mismo— había escuchado jamás?
—Me refiero a lo de las muchachas... los condenados galácticos —se
apresuró a aclarar.
Los tres hicieron un gesto de comprensión que venia a significar «¡Ah,
eso!», y se encogieron de hombros.
—Siempre pasa... —resumió el más viejo —41 años—, en tono indiferente.
—Pero esas muchachas muertas y torturadas...
—Siempre pasa...
El visitante se marchó. Sabía que nada más o obtendría de ellos.
«Siempre pasa» era la frase obligada. Si los galácticos mataban y saqueaban, si
venía una de las periódicas epidemias, si la inundación arrasaba vidas y
poblados...
«Siempre pasa».
CAPITULO II
La epidemia llegó tres meses más tarde.
Era del tipo de la que con más frecuencia les visitaba.
Primero fueron varios niños pequeños que comenzaron con los vómitos y
las diarreas.
Los Infusores les prepararon brebajes especiales —aunque ellos mismos
estaban de antemano convencidos de su inutilidad— pero todo fue en vano.
Los primeros niños murieron y a ellos les siguieron otros niños y
también muchos adultos.
EI-71-98186 no fue afectado por la epidemia, pero volvió a sentir lo
que había sentido cuando el sacrificio de las muchachas.
El sabía —todos lo sabían, en realidad— que los galácticos poseían la
Medicina.
Gracias a ella, nunca sufrían epidemias y podían vivir muchísimos
años, siendo todos sanos y fuertes.
«¿Por qué no nos dan la Medicina a nosotros?», se peguntaba.
Cuando la epidemia siguió su camino dejando sesenta y ocho muertos
tras ella, fue a consultar con el más sabio de los Infusores.
—Sí, yo también sé que los galácticos poseen la Medicina —le confirmó
éste.
—¿Y por qué no podemos tenerla también nosotros?
El interpelado le miró, auténticamente sorprendido.
—¿Cómo se te ocurre semejante cosa, agricultor? También los galácticos
poseen la Ciencia y la Tecnología... pero nunca nos las darán a nosotros.
—¿Por qué?
El Infusor se estaba impacientando.
—Porque somos humanos... pobladores de la Tierra... ¿es que pretendes
igualarte a los pobladores del Imperio Galáctico?
—No, claro que no...
* * *
El-71-98186 volvió a su mandioca, a sus mangos y a sus patatas.
No podía dejar de sentir lo que él llamaba «lo bueno», al descubrir
una nueva flor, o «lo malo», ante una nueva tropelía de los galácticos, pero
decidió su obligación era actuar como todos lo hacían.
«Siempre pasa».
Y fue entonces cuando encontró al forastero.
O, mejor dicho, cuando el forastero le encontró
Era uno de los días raros y felices —aunque EI-71-98186 no conociera
la palabra «felicidad»— en que había encontrado una flor nueva.
Era grande, con una corola de varios colores y un perfuma denso y
penetrante.
El humano aspiraba con fruición ese olor y su se distendía en una
sonrisa, cuando intuyó que no estaba solo.
Alzó la vista para descubrir que un hombre vestido con la túnica de
los caminantes, le contemplaba, entre sorprendido y sonriente.
—¿Qué haces con esa flor? —le
preguntó conocido.
Pese a no tener más que veintidós años, EI-71-98186 tenía una
capacidad de conocer a los demás muy superior a los más ancianos cuarentones
del poblado.
De inmediato intuyó que ese hombre no era un espía de los galácticos,
sino un auténtico humano, que se acercaba a él con buenas intenciones.
Decidió hablar con la verdad.
—Esta flor es nueva para mí —respondió, agregando tras una pausa—: Y
encontrar flores nuevas es bueno.
El otro le miró largamente.
—¿Y los galácticos? —aventuró finalmente.
—Eso es malo —contestó el otro, sin reflexionar.
La sonrisa se extendió en la cara del desconocido.
—Lo sabía —dijo, como para sí mismo—. Lo supe desde que te vi con la
flor...
El otro le miraba sin comprender nada.
—Perdóname —rió el forastero—, por un instante olvidé que tú
seguramente no lo sabes...
—¿Qué es lo qué no sé? —preguntó el muchacho.
—Que posees la memoria colectiva... —volvió a reír ante la mirada de
incomprensión del otro—. Es demasiado difícil para explicarlo en breves
palabras —decidió—, pero tú podrás saberlo todo, si te arriesgas.
—¿Qué es lo que sabré y a qué tengo que arriesgarme?
—Sabrás quién eres y encontrarás... un sentido a la vida. Querrás vivir. En cuanto a los riesgos...
nada la menos que desafiar el Decreto de Inmovilidad de los galácticos y
marchar a la Ciudad Luz...
—¿La Ciudad Luz...? ¿Pero de qué extrañas cosas me hablas, forastero?
El recién llegado sonrió una vez más, pero esta vez para sus adentros.
Comprendía que el otro le estaba tomando por loco y no le culpaba por ello.
—Hay muchos humanos como tú... y como yo —comenzó a explicar—. Seres
que nos deleitamos con el perfume de una flor y que odiamos a los galácticos
que nos esclavizan y nos torturan...
El muchacho no entendía todas las palabras, pero algo en su interior
le hacia estar de acuerdo con el sentido de la frase.
—Por algún fallo en los sistemas de esterilización selectiva de
nuestros genes, que practican los galácticos, tú, yo y muchos más hemos conservado,
al menos en parte, la memoria colectiva. O la conciencia colectiva, si
prefieres llamarla así...
Para EI-71-98186 las palabras ya eran un galimatías sin sentido, el
otro lo comprendió y dejó de hablar.
Tras unos momentos de silencio, en que los dos se miraron, uno con
indecisión y casi temor, y el otro con afecto, el recién llegado volvió a
hablar:
—Me he dejado llevar por la alegría del encuentro. No puedes
comprenderme... todavía. Pero sí puedes responder a una pregunta: ¿estás
dispuesto... desearías luchar contra los galácticos?
—¿Luchar contra los galácticos? ¡Pero eso es imposible! Ellos poseen
la Ciencia, las...
El otro le interrumpió con un gesto.
—Deja todo eso de lado y sólo contesta a mi pregunta: ¿desearías luchar contra los galácticos?
A la mente de EI-71-98186 volvieron las imágenes que tantas veces le
persiguieran en sus sueños. Niños con el vientre horriblemente hinchado,
muriendo entre vómitos negros; guardias galácticos matando por placer a hombres
y mujeres; condenados galácticos violando y matando a las muchachas humanas...
—Sí, desearía luchar contra
ellos.
Y el sonido de
su propia voz le sorprendió y hasta le asustó un poco. Pero ya lo había dicho.
Aunque no
supera muy bien por qué.
* * *
Llevaba ya
muchos días caminando. Varias veces había encontrado giroscops y patrullas en
su camino, pero siempre pudo ocultarse a tiempo.
En una noche
muy oscura, dio de manos a boca con un condenado galáctico, seguramente
prófugo. El pensó que su fin había llegado, pero, increíblemente, el otro huyó
a b carrera profiriendo gritos de terror.
La única
explicación que encontró a tan curioso hecho fue que se tratara de uno de los
«locos reproductores» y que le hubiera confundido con un engendro, de los que
poblaban los bosques y las ciénagas.
El sabio
forastero se había despedido de él sin decirle su nombre-número, ni
preguntarle el suyo, pero le había dejado un extraño y pequeño artilugio, que
había llamado «brújula».
«Cuida que la
aguja esté en esta dirección, sigue adelante, y encontrarás la Ciudad Luz... o
serás encontrado por ella», le había dicho.
Eran muy pocas
indicaciones para tan extraño peregrinar, pero E1-71-98186 no había preguntado
más. Intuyó que sería suficiente.
Aunque la
temperatura seguía siendo igual de sofocante, el paisaje había variado algo. En
estas tierras los bosques no eran tan profundos y las ciénagas tan abundantes.
También había
observado que, con mayor frecuencia que en su tierra, se veían las murallas que
los galácticos habían levantado para proteger los Centros donde vivían.
Pero eran
muchos días de marcha, sus pies se habían convertido en llagas y él comenzaba a
pensar que tal vez hubiese sido mejor no aceptar la invitación del desconocido.
Por temor a
los galácticos, caminaba por las noches y descansaba, protegido por la densa
vegetación tropical, durante el día.
Era de noche y
caía una fina llovizna que sólo servía para aumentar el bochorno, cuando
percibió por primera vez los perfumes.
La sensación
de bienestar que siempre le envolvía cuando el perfume de una nueva flor
penetraba en su olfato, se vio ahora multiplicada hasta el infinito.
Porque casi
infinito era el número de nuevos y deliciosos perfumes que estaba aspirando.
Pensó: «Aquí
tendría que estar la Ciudad Luz... mi
Ciudad Luz», y fue entonces cuando una sombra emergió de la noche.
—¿Qué haces
aquí, humano? —preguntó una voz, salida de la sombra.
—Busco la
Ciudad Luz —respondió El-71-98186.
—Ya la has encontrado —dijo la sombra.
CAPITULO III
Aparentemente,
no se diferenciaba de los otros poblados humanos, excepto en el delicioso
perfume de las flores.
Las chozas
eran iguales a la suya propia y los pocos seres que pudo ver, mientras su guía
le conducía por las callejas, vestían como él mismo.
Sin embargo,
notaba algo distinto. Algo esencia mente
distinto.
No tardó mucho
en averiguar de qué se trataba.
Las chozas
eran iguales, las ropas eran las mismas, pero los humanos eran distintos.
Desde luego,
no en su conformación física, sino en sus caras, en sus expresiones y hasta en
su forma de andar.
Estos hombres
y mujeres marchaban con el tronco erguido y no con la simiesca posición con que
todos lo hacían.
Además,
caminaban casi con prisa, como si fueran a alguna parte.
Y —puede que
esto fuera lo más notable— le miraban a él... y le sonreían.
El guía le
dejó en el exterior de una cabaña que en nada se diferenciaba
de todas las demás.
Por otra
parte, la separación entre «exterior» e «interior» era meramente simbólica, ya
que la construcción carecía de paredes.
Dos hombres
jóvenes que estaban sentados en el suelo, sobre esteras, hablando y comiendo,
volvieron la cabeza hacia EI-71-98186 y le invitaron a entrar con amistosas
señas.
—Sé bien
venido, hermano —dijo uno de ellos.
El visitante
no conocía el significado de la palabra «hermano», pero le resultó agradable su
sonido.
Imaginó que
nada malo podría ocurrirle, mientras los hombres le llamaran «hermano».
Compartió con
sus anfitriones la cena, bastante más variada que la que estaba acostumbrado a
comer, aunque también compuesta de legumbres, hortalizas y frutas.
Los otros le
dejaron comer sin hacerle preguntas. Cuando hubo terminado de degustar un
sabroso plátano, habló el que le había dado la bienvenida.
—Yo soy Jean y
éste es Paul, ¿cómo es tu nombre?
—EI-71-98186 —respondió
maquinalmente el interrogado, que no había entendido lo que el otro dijera de
sí mismo y de su compañero.
Pero le llamó
la atención que los dos le miraran con sorpresa.
—Parece que
René ha llegado lejos esta vez —comentó el llamado Paul.
Jean asintió
con la cabeza y se dirigió al invitado.
—Tú no
entiendes de qué estamos hablando, pero lo entenderás de inmediato. René es el
hombre que te ha enviado a la Ciudad Luz...
—¿Cómo sabe
usted que yo he sido enviado?
—Porque no
estarías con nosotros si no lo hubieras sido Robert, el hombre que te ha
guiado, no te habría dejado pasar. Pero, seguramente, tú gozaste con el perfume
de las flores…
Todavía
sorprendido, el recién llegado asintió en silencio
Los dos sonrieron,
también ellos en su muda aquiescencia.
—Hay muchas
cosas que hoy no sabes, pero que te ayudaremos a aprender —continuó Jean—. Pero
no hoy, no esta noche. Tu aprendizaje comenzará mañana...
—Pero tiene
que tener un nombre —terció Paul.
—En efecto
—concedió el otro—. Ese número que tú llevas por nombre es la marca casi
visible de la esclavitud a la que nos han sometido los galácticos. No lo
usarás nunca más. Tendrás un verdadero nombre. Un nombre, no un número. Así
serás más humano.
El oyente iba
de sorpresa en sorpresa. Su interlocutor hablaba de ser más humano. Como si ser humano, fuera algo bueno y hasta
deseable...
—Las letras
que anteceden a tu número —seguía diciendo Jean— señalan el continente y el país
en los que has nacido...
«Continente,
país», eran palabras absolutamente sin sentido para EI-71-98186, pero dejó que
el otro siguiera hablando sin hacer preguntas.
—La «E»
significa «Europa» y la «I», «Iberia». Esto quiere decir que tú has nacido en
el continente que antes se llamaba Europa y en el espacio geográfico de ese
continente antes llamado Península ibérica Es decir que tú eres español o
portugués.
—Es casi imposible
que Robert haya podido llegar hasta Portugal, debemos suponer que este hermano es español… —intervino Paul.
—Creo lo mismo
—asintió Jean—, Y por eso he pensado en
que podremos llamarte Carlos. ¿Te parece bien Carlos? —preguntó al directamente
interesado.
—Carlos… —repitió
el aludido— Carlos… Si, me parece bien.
La palabra
sonaba, en efecto, bien a sus oídos. Pero aunque no hubiera sonado así, era
infinitamente mejor que lo otro.
En ese
instante se juró a sí mismo que nunca, nunca, pasara lo que pasase, Volvería a
ser EI-7I-98186.
—Y ahora, Carlos
—era Paul quien lo sacaba de sus pensamientos—, tienes que descansar de tan
largo viaje. Ven conmigo, te llevaré a tu nuevo hogar.
* * *
A la mañana
siguiente, cuando el flamante «Carlos» estaba enrollando su estera, apareció
Jean.
—Buenos días,
hermano —le saludó—. Desayunaremos juntos.
Así lo
hicieron. Al término del frugal condumio, Jean le anunció, sin más trámite:
—Ahora te
llevaré a la Ciudad Luz.
Carlos se
asombró.
—¿Pero no es
ésta la Ciudad Luz?
El otro
sonrió.
—No, no. No es
ésta —dijo simplemente.
Caminaron
hacia un bosque especialmente espeso y enmarañado. Parecía imposible a primera
vista internarse en él, pero el guía avanzaba sin detenerse por impensables y
casi indivisibles senderos.
La marcha duró
poco menos de una hora. Avanzaban sin hablar, bastante ocupados en ahuyentar
la nube de insectos que se ensañaba con ellos. Bajo un techo de hojas y
lianas, que a duras penas permitía el paso de los rayos del sol, la temperatura
y la humedad eran sofocantes.
Cuando Jean
digo «Hemos llegado», Carlos se dejó caer sobre el suelo cubierto de malezas,
casi inconsciente.
Sentado en cuclillas
frente a él, el otro esperó pacientemente a que
recuperara
Esto ocurrió
unos quince minutos más tarde. Carla abrió los ojos y miró desconcertado a su
alrededor
En un primer
momento no advirtió nada fuera de lo común. Árboles, lianas, tupida vegetación,
apenas disminuida en el pequeño claro en el que se hallaban
Pero pronto
sus ojos repararon en una obertura, junto a la que se hallaba de pie su guía.
—Esta es la entrada a la Ciudad Luz —le dijo, mientras iniciaba el descenso.
CAPITULO IV
Tres meses más
tarde, Carlos había aprendido más cosas que en sus veintidós años de vida
anteriores, muchas más cosas de las que la inmensa mayoría de sus congéneres
sabría nunca y, por supuesto, infinitamente más de las que él nunca soñó saber.
En esa
maravillosa, secreta y subterránea Ciudad Luz, vio por primera vez un libro y los
extraños aparatos que hablaban y mostraban imágenes.
Y, por encima
de todo, conoció la historia de la Tierra. Su propia historia.
Supo que algo
más de cien años atrás al terminar la era histórica que los humanos llamaban
«siglo veinte», una gran guerra nuclear había destruido la mayor parte de las
ciudades del planeta, y matado a más de las tres cuartas partes de sus
habitantes.
Pero eso no
fue lo peor. Lo peor vino después.
Como
consecuencia más o menos mediata de la tremenda contaminación radiactiva que
sufriera la Tierra, a consecuencia de los ingenios nucleares lanzados contra
los enemigos y de las mutuas destrucciones de los inmensos arsenales atómicos
que los contendientes poseían, una densa capa de gases radiactivos rodeó totalmente
el planeta.
Con lo que
podía esperarse, no se produjo el cese de la vida vegetal y animal, sino que la
primer consecuencia importante fue la elevación y «uniformación» de la temperatura
en toda la Tierra, con la única excepción de los polos y una
franja a su alrededor, donde se mantuvo la temperatura anterior.
Pero sin
espacios intermedios donde se pudiera organizar una vida más acorde con la
tradicional.
La vegetación,
por lógica y rápida consecuencia, se adaptó a las nuevas condiciones climáticas
y crecieron por todas partes los árboles, flores y plantas comestibles que
antes eran privativas de las zonas tropicales.
Para los sobrevivientes
de la hecatombe nuclear, la adaptación no fue tan fácil.
Ancianos y
niños murieron por millares o centenares de miles, afectados por enfermedades
como el cólera y la viruela, que se creían definitivamente desterradas.
Por otra
parte, la destrucción de las ciudades en un 85%, la desaparición casi total de
las plantas productoras de energía y, finalmente, el terrible calor, veloz
propagador de infecciones y epidemias, hizo imposible la actuación de los pocos
médicos sobrevivientes, los que, además, carecían de casi todo el instrumental
de que antes dispusieran.
Antes de la
Gran Guerra, se habían iniciado tímidos contactos entre los habitantes de la
Tierra y seres de otras galaxias, los que infinidad de veces habían sobrevolado
el planeta, en viajes de observación y estudio.
Ni que decir
tiene que todos esos contactos —y aun la posibilidad de intentarlos— quedaron
cortados definitivamente tras el desastre.
Pero los
extraterrestres no olvidaron a la Tierra.
Hacia ya
varios siglos que las principales galaxias, cansadas de guerras y
enfrentamientos, se habían unido para formar la Confederación Galáctica, cuyos
postulados de paz y progreso proporcionaron centenares de años de felicidad a sus pueblos.
Pero todo
aquello también pertenecía al pasado. Un movimiento de fanáticos, sedientos de
sangre y de poder, había proliferado en las galaxias hasta hacerse tan
numerosos y fuertes como para dominar a la Confederación.
No sólo los
postulados pacifistas murieron entre gritos de guerra, sino que hasta el nombre
fue cambiado. Lo que había sido Confederación pasó a ser Imperio Galáctico.
Y, como no
podía ser de otra manera, la primera y principal ocupación de los nuevos
gobernantes fue extender los límites de sus dominios.
A esa primera
época pertenecieron los tan numerosos viajes de sus naves a la Tierra que
tanto llamaron la atención de los humanos.
Los galácticos
recorrían incansablemente el universo, en busca de planetas, planetoides o
satélites, donde la vida fuera posible.
Visitaron
millones, para sólo encontrar un puñado que sirviera a sus necesidades.
Colonizaron a
todos, mediante el sencillo procedimiento de exterminar a las poblaciones
nativas o de esclavizarlas, según mejor conviniera a sus propósitos.
La Tierra, por
pertenecer a una de las galaxias más alejadas de Celestia, la capital del
Imperio, fue dejada para la última fase de las campañas de colonización.
Así, cuando
las naves invasoras, tras diez años de viaje, arribaron al planeta, lo
encontraron rodeado por una capa
radioactiva y con la temperatura anormalmente elevada y uniforme en todas sus
estaciones y latitudes.
Habían pensado
en convertir el planeta en un inmenso productor de alimentos, para
aprovisionamiento de sus naves, cuyas tripulaciones se encontraban en
dificultades casi insolubles para conseguir alimentos frescos tan lejos del
Imperio.
Pero la nueva
situación hacía imposible tal proyecto.
Furiosos, los
gobernantes de Celestia decidieron vengarse de la Tierra condenándola a ser el
destino fina de los condenados de las galaxias.
Podrían
haberla llamado «cárcel» pero, por el doble hecho de su elevada temperatura y
de que quienes eran enviados a ella nunca volverían a salir, se la llamó «el Infierno
Galáctico».
Aunque muy
poco numerosos, y con armas ridículamente ineficaces, ante las sofisticadas de
los invasores los humanos opusieron una desesperada resistencia
Esto acabó de
enfurecer al Imperio, que dispuso la exterminación de toda la raza humana,
excepto un reducido número de machos y hembras, que serían utilizados como
reproductores.
Pero no acabó ahí
la venganza.
Para evitar
que los futuros humanos fueran tan amantes de la libertad como lo habían sido
sus antepasados, todos los reproductores fueron sometidos a radiaciones en sus
órganos sexuales.
La primera
generación se perdió —hubo de ser sacrificada— casi por completo, ya que la
inmensa mayoría de las crías presentaba deformidades físicas y psíquicas tan
tremendas, que no podían ser incluidas dentro de la categoría de humanos.
Pero la
continuación de las experiencias, permitió que, ya al tercer intento, un 50% de
los recién nacidos fueran aprovechables.
Para la época
en que Carlos fue concebido, el porcentaje de aprovechamientos era del 93%.
Los sabios
científicos galácticos habían buscado y conseguido crear un tipo de humano a
distancia equidistante, en cuanto a su inteligencia y demás características,
entre sus antepasados y las categorías más evolucionadas de los simios.
No obstante,
de la población permitida de cien millones, se estimaba en un uno por mil la
posibilidad de fallos genéticos.
Estos fallos
consistían, por lo general, en la persistencia en la mente del individuo de
retazos de memoria.
Cuando esto
ocurría, el humano acusaba también un mayor grado de inteligencia y de
agresividad, que el máximo tolerado.
Era, por
supuesto, el caso de Carlos y el de todos los otros habitantes de la Ciudad
Luz.
Allí vivían
casi treinta mil, y los jefes enviaban constantemente emisarios para descubrir
más seres humanos «completos», a todo lo largo y ancho de la Tierra.
Pero nueve de
cada diez emisarios no regresaban a la Ciudad Luz. Unos eran víctimas de
enfermedades o de fieras, y los más caían en manos de los guardias galácticos.
Los jefes
humanos suponían que la existencia de su ciudad secreta no podía ser ignorada
por los invasores, pero el hecho de que no se hubiera intentado acabar con ella
se explicaba por dos posibles causas: o bien no habían podido dar con su
emplazamiento o se reservaban para actuar cuándo
y, especialmente, cómo mejor les
conviniera.
De todos
modos, los humanos no perdían el tiempo.
Según
explicaron a Carlos, esas inmensas galerías situadas a diversos niveles, donde
había viviendas, centros sociales y escuelas, además de centros de investigación
y fábricas donde se producía todo lo necesario para la vida comunitaria, había
sido, antes de la Gran Guerra, el subsuelo de una gran ciudad, llamada París.
Como casi
todas las otras, la ciudad había quedado totalmente destruida, y sobre sus
ruinas la vegetación tropical tejió una maraña impenetrable.
Pero el laberinto
de sus galerías subterráneas había salido indemne de la catástrofe.
Y fue con
ellas donde un grupo de humanos «completos» —como ellos mismos comenzaron a
llamarse— se ocultaron, para escapar de una de las periódicas matanzas que los
guardias galácticos iniciaban con cualquier excusa. O sin ella.
Con el correr
de los años —habían pasado ochenta desde la llegada de aquellos «pioneros»— la
población había aumentado sin cesar, no tanto por los nacimientos que en ella
se producían, como por la constante llegada de humanos que, por el medio que
fuera, se enteraban de su existencia.
Naturalmente,
el sueño de todos sus habitantes en reconquistar la Tierra.
Ya varias
generaciones de pobladores subterráneos hablan muerto sin ver el sueño
convertido en realidad, pero eso no disminuía el entusiasmo de sus descendientes.
Desde los
primeros tiempos, se buscó la lejana victoria por la vía del estudio y el
aprendizaje constante.
Había que
crear —que recrear— un hombre nuevo, partiendo de poco más que cero.
Y ese «poco más
que cero» eran los instrumentos culturales que habían podido salvarse.
Especialmente
en los primeros tiempos, muchos de los que llegaban a la Ciudad Luz traían
elementos que se habían salvado de la hecatombe y habían permanecido ocultos a
los ojos de los invasores, que de todo se apoderaban y todo lo destruían.
Libros era lo
que en mayor cantidad y frecuencia traían los nuevos pobladores. Pero también
aparatos para transmitir y recibir la voz humana, para ver imágenes, además de
oír palabras y, en fin, un sinnúmero de objetos, cuya sola inventariación llevó
años.
Y muchos más
años llevó el poder determinar sus posibles utilidades.
Pero todo se
logró. En el corto lapso de esos ochenta años, los pobladores de la Ciudad Luz
recorrieron diez mil años de historia de la humanidad.
Reencontraron
a Dios, a las Pirámides y a la Acrópolis. Volvieron a Platón para llegar hasta
los últimos filósofos y, desde Hipócrates, llegaron hasta la medicina nuclear.
También
comenzaron por estudiar las hachas y puntas de flechas del paleolítico, para
llegar hasta los ingenios nucleares que habían casi acabado con su planeta
hasta con su raza misma.
Lo que a sus
primeros antepasados había costado diez mil años alcanzar, lo que a ellos
mismos les costara ochenta, pudieron resumírselo a Carlos en el increíble lapso
de tres meses.
Tres meses en
los que la apenas despierta memoria de Carlos fue activada y llevada a niveles
increíbles de eficiencia, gracias a los más modernos métodos psicotécnicos.
Si asombroso
fue para el muchacho aprender todo que le enseñaban, aún más lo fue el
descubrir que muchas de las cosas que se le decían ya estaban en su mente.
También le
explicaron el significado de las palabras «conciencia colectiva», que tanto le
sorprendieron al oírselas a Robert.
Tres meses de
durísimo aprendizaje, sin casi tiempo para el contacto ocioso con los otros
seres humanos.
Tras ellos, Carlos se sentía orgulloso de sus conocimientos y de su dignidad de hombre «completo», pero lamente fatigado, y con deseos de profundizar en lo posible sus relaciones personales con alguna muchacha que más de una vez había visto en las clases…
CAPITULO V
Ocurrió en la
cafetería del Centro de Estudios. Carlos estaba bebiendo un café sintético,
cuando ella se acodó junto a él, en la barra.
—Mi nombre es
Denise —dijo con toda naturalidad.
—El mío es
Carlos —contestó el muchacho, pero con su corazón acelerando notablemente el
ritmo de sus latidos.
«¿Será esto
eso que llaman amor?», se preguntó.
—Te he visto
en muchas clases —siguió ella—, ¿De dónde vienes?
—De la
Península Ibérica... De España.
—Vienes de
lejos. Yo soy de tierras más próximas. De lo que era la región de Bretaña,
aquí, en Francia.
—¿Cuánto
tiempo llevas en la Ciudad Luz?
—Cuatro años.
¿Y tú?
—Sólo tres
meses.
—Pues parece
que los has aprovechado muy bien...
Carlos sonrió.
Esta chica era rubia y más alta y más esbelta, pero de alguna manera la asoció
en su memoria con aquella morena de su primera procreación, a la que había
acariciado —ahora conocía el término— y que volviera su cara hacia él, cuando
les separaron.
¿Habría sido
fértil el apareamiento? ¿Habría nacido de el un niño o una niña «completos»?
—Perdona...
—comprendió que Denise le había hecho una pregunta, pero no la había
escuchado.
—Te estaba
preguntando a qué piensas dedicarte, cuando termines el aprendizaje.
—Presentaré mi
solicitud de ingreso a Operaciones Especiales.
La cara de la
chica se distendió, toda sorpresa y satisfacción.
—Yo estoy en
Operaciones Especiales —dijo, subrayando el «yo».
—¿Tú... en
Operaciones Especiales?
—Sí —rió
ella—. Y no debes sorprenderte, hay decenas de chicas allí.
Pero Carlos
estaba sorprendido.
—¿Cuándo
piensas presentar la solicitud? —siguió Denise.
—Podré hacerlo
a partir de lunes de la próxima semana.
—Te esperaré
en la puerta principal, a las nueve de la mañana.
Y, con una
sonrisa a Carlos, depositó una moneda para pagar su café y se marchó.
* * *
Los seis meses
que pasara realizando el duro entrenamiento a que eran sometidos los
aspirantes a integrar el selecto grupo de «Operaciones Especiales», se contaron
entre los más felices que Carlos había vivido en toda su vida.
Esta felicidad
obedecía a dos causas: la casi constante compañía de Denise, ya que los dos
descubrieron que lo que sentían el uno por el otro era, precisamente, «eso que
llamaban amor», y la satisfacción de integrar el núcleo de vanguardia en la
lucha por la reconquista de la Tierra.
Los Operadores
se entrenaban en las más arriesgadas e insólitas actividades, cuyos peligros
implícitos, se veían grandemente incrementados por el hecho de desarrollarse
en las profundidades de la Tierra.
Por obvias
razones de seguridad, las salidas a la superficie eran limitadas al máximo.
Carlos tuvo
que descender, y después ascender, paredes subterráneas verticales de
trescientos metros de profundidad, con la sola ayuda de cuerdas y en la más
completa oscuridad. Fue abandonado por sus superiores con apenas provisiones,
en cavernas situadas a kilómetros de distancia de la Ciudad Luz y debió arreglárselas
para regresar sin perderse en el dédalo de galerías.
También, por
supuesto se familiarizó con el uso de todas las armas de que se disponía.
Estas eran, en
su gran mayoría, armas que habían pertenecido a los humanos y que fueron
halladas por casualidad, tras la hecatombe.
También había,
aunque en mucha menor cantidad, anuas robadas a los galácticos. Estas eran
infinitamente superiores a las humanas.
En especial,
una especie de metralleta de tamaño pequeño, que disparaba un rayo mortal a
mil metros de distancia, con una precisión de diez centímetros. Y lo más
sorprendente del arma: por mecanismos que los humanos no habían todavía logrado
entender, su «munición» era aparentemente inagotable.
Infortunadamente,
sólo poseían dos de esas maravillas, a las que llamaban «cotorras», por aquello
de que no dejaban de «hablar».
* * *
Una noche
estaban Carlos y Denise en la habitación de la chica, cuando los timbres de
alarma comenzaron a sonar.
Excepto
durante las prácticas, nunca había ocurrido esto antes. Los dos completaron su
vestimenta y equipo en un par de minutos y corrieron por los pasadizos, junto
con el resto de sus compañeros, hacia la Sala de Emergencias.
En la cabeza
de todos bullía la misma pregunta: «¿nos habrán descubierto, por fin, los
galácticos?».
En el estrado
de la Sala se sentaban los tres Altos Gobernantes de la Ciudad Luz, uno de los
cuales era el Jean que había acompañado a Carlos a su llegada.
Olef, el más
anciano de los tres, tomó la palabra, cuando los tres o cuatro centenares de
hombres y mujeres hubieron ocupado sus asientos.
—Pensaréis que
la alarma se debe a que hemos sido descubiertos por los galácticos —comenzó
diciendo—, pero quitaos esa idea de la cabeza, porque se trata de todo lo
contrario…
Hubo audibles
suspiros de alivio e intercambio de miradas de sorpresa, «¿todo lo contrario?».
—Los invasores
—siguió Olef, con voz más grave— parecen decididos a acabar con nuestra raza...
La afirmación
no les tomaba de sorpresa. Numerosos rumores de matanzas indiscriminadas, en
especial de mujeres y niños, habían llegado hasta ellos.
Se hablaba
también de que los galácticos habían contaminado, con gérmenes mortales para
los humanos, las ya de por sí contaminadas aguas de ríos y pantanos.
—Como aumenta
en toda la galaxia la resistencia a los tiranos que rigen el imperio —seguía
Olef—, aumenta también la represión. Se mata a los rebeldes, pero a los
disidentes, a los que se califica oficialmente de «locos», se los confina a la
Tierra. Y además están los auténticos locos y los delincuentes comunes de toda la
galaxia. En suma: los condenados son muchos y los galácticos necesitan para
ellos todo el espacio de la Tierra. Exterminarán a todos los humanos.
Calló, para
que las terribles palabras penetraran profundamente en los cerebros de sus
oyentes.
Después
pronunció una sola frase más.
—Lo único que
se interpone entre ellos y sus siniestros planes, somos nosotros —dijo.
Y no estaba diciendo nada que sus oyentes no supieran.
CAPITULO VI
Mientras
avanzaban en la noche sofocante de la selva, Carlos no podía evitar el reír para
sus adentros.
Ellos, un
puñado de humanos mal armados, iban nada menos que a apoderarse del Centro de
Poder de los galácticos...
Los invasores
tenían Centros de muy diversa importancia diseminados por toda la Tierra, pero
éste era el principal. Una auténtica capital y cuartel general del Imperio
Galáctico en el planeta.
Varios miles
de galácticos, entre gobernantes, funcionarios civiles y guardias, vivían
dentro de su amurallado recinto.
No más de
medio centenar de humanos podían ingresar diariamente en el Centro, para
realizar serviles tareas, aún no automatizadas.
Ellos eran los
que habían informado a Olef y a los suyos de las características interiores de
la ciudad-fortaleza y gracias a sus informes se intentaba ahora su conquista.
Carlos no
sabía si era por casualidad o por táctica que la Ciudad Luz se hubiera
construido a no muchos kilómetros del Centro de Poder... pero sus ya cansados
pies agradecían el que así fuera.
De pronto, los
hombres que iban en la vanguardia distinguieron el lejano resplandor que hacía
horas esperaban ver. Ya el Centro de Poder estaba a la vista.
Media hora más
tarde, los doscientos integrantes del grupo escuchaban las últimas indicaciones
de Jean, su jefe, bien ocultos de la vista de los galácticos por la densa
vegetación.
—Como sabéis
—decía Jean—, nuestros amigos abrirán una de las pequeñas puertas laterales.
Por ella entraremos. El Grupo Nueve se dirigirá a los depósitos de armas, para
apoderarse de ellas y distribuirlas a los demás. El resto de la fuerza atacará
indiscriminadamente a los galácticos, hasta recibir el nuevo armamento e
iniciar el ataque final al enemigo.
La parte más
difícil era atravesar el espacio abierto entre el bosque y las murallas, bajo
la luz de los potentes focos. Sin embargo, varias veces grupos de hombres y
mujeres de Operaciones Especiales lo habían conseguido, en operaciones de
práctica.
Era evidente
que los galácticos no se preocupaban ni siquiera de echar de vez en cuando
alguna ojeada a sus pantallas detectoras…
Con esa
seguridad, que muchas veces le habían repetido sus jefes, de la total falta de
vigilancia en el Centro de Poder, se animaba Carlos a sí mismo, mientras
proseguía su lento avance cuerpo a tierra, con los ojos casi cerrados para
resistir a la cegadora luz de los reflectores.
Pero no estaba
tranquilo. No por temer su propia muerte, desde luego, ya que bien contento
hubiera ofrecido su vida, de ser ella útil para alcanzar la victoria.
No, su
intranquilidad provenía de causas más generales y más «preocupantes».
«¿Será posible
que, tan pocos como somos y con un plan tan simple, podamos triunfar?», era la
frase con la que su cerebro concretaba sus temores.
Pero la vista
de Jean arrastrándose varios metros por delante de él y la presentida —aunque
no vista— presencia de Denise, a su izquierda y por detrás, contribuían a
insuflarle esa sensación de seguridad que tan imprescindible es al soldado en
los momentos previos al ataque.
Cuando se
decidió a abrir del todo los ojos y a mirar al frente pudo ver que Jean
comenzaba a incorporarse para penetrar en el Centro de Poder, por el fácil
camino que una pequeña puerta abierta le brindaba.
La sensación
de seguridad ascendió varios grados en Carlos.
¡El primer y
casi imposible objetivo: entrar en el Centro de Poder, estaba logrado!
Ahora todo
sería más sencillo.
Como jefe del
Grupo de Apoyo —en el que «casualmente» se contaba Denise—, Carlos y sus
treinta subordinados serian los últimos en entrar.
Permanecía
junto a la abierta puerta, observando el despliegue de sus compañeros y esperando
el instante preciso para dar la orden a los suyos de penetrar, cuando las
«cotorras» comenzaron a hablar.
No,
desgraciadamente, las dos que estaban en poder de los humanos, sino las decenas
o centenas de que disponían los galácticos.
Con el corazón
paralizado, Carlos vio morir —desintegrarse— a la mayoría de sus compañeros.
Antes de
desaparecer él también, Jean le dio su última orden: «¡Huid!».
Desde luego,
todo intento de resistencia era insensato. Aun en esos primeros y demenciales
momentos, el muchacho adivinó que habían sido víctimas de una mortal trampa.
—¡Al bosque!
—gritó a sus atónitos subordinados y él mismo se echó a correr.
Ocupados en
acabar con los que habían penetrado en el sagrado recinto del Centro de Poder,
los galácticos no se fijaron en ellos.
Cuando, ya en
el refugio verde, Carlos pasó revista, contó dieciocho hombres y seis mujeres.
Cinco hombres y una mujer de los suyos habían caído.
Denise estaba
entre los vivos.
—Es evidente
que nos estaban esperando —se creyó obligado a decir el ahora jefe de los
pobres restos de la fuerza de ataque.
—Nos deben
haber descubierto hace ya mucho tiempo… Seguramente desde que hacíamos las
prácticas de asalto —acocó Denise.
—¿Qué haremos ahora,
Carlos? —quiso saber John, un alto y rubio muchacho, venido de lo que en un tiempo
fuera la Gran Bretaña.
Y la pregunta
hizo tomar conciencia al interrogado de su nuevo liderazgo.
Lo aceptó sin
vacilaciones.
—Los
galácticos van a perseguirnos —respondió—. Nuestro principal objetivo es doble:
alertar el peligro a los habitantes de Ciudad Luz y evitar que la ciudad misma
sea descubierta por los galácticos.
—Pero si nos
siguen les llevaremos hasta ella... —objetó una muchacha delgada y morena.
—No si les
sacamos suficiente ventaja —cortó Carlos, agregando—: ¡John! Permanece a
retaguardia y avísame cuando veas que nos siguen.
El rubio
comenzó a atisbar entre el follaje hacia la zona de luz.
—En marcha
—dijo Carlos y se colocó a la cabeza de la improvisada columna.
* * *
John observó
cuidadosamente la retaguardia durante el largo y fatigoso trayecto, sin
detectar la presencia de un solo seguidor.
El que los
galácticos no les persiguieran fue motivo de sorpresa para todos, hasta que
pudieron comprender el motivo.
Carlos,
siempre en cabeza, fue el primero en ver el rojizo resplandor y fue también el
primero en descubrir su espantoso significado.
Intentando
dominar la náusea que —después de tanto tiempo— quería volver a él, hizo
detener la columna y dijo, con voz apenas entendible:
—Hemos llegado demasiado tarde. Ciudad Luz ya no existe.
CAPITULO VII
Vagaron sin
rumbo durante todo el resto de la noche. John olvidó su misión de vigilancia,
todos los otros olvidaron que eran o habían sido integrantes de un ejército y
hasta el mismo Carlos olvidó que él era el jefe y que él tenía que decidir por
todos.
Pero, cuando llegó
el día, Denise se encargó de recordárselo.
—¿Qué vamos a
hacer, querido? —la pregunta en voz muy baja mientras tomaba una de sus manos
entre las suyas.
Carlos la miró
unos segundos como si no pudiera reconocerla, después volvió en sí.
—¿Y cómo
quieres que los sepa? ¿Por qué no me dices tú lo que hay que hacer?
—Porque tú
eres el jefe.
—¿EJ jefe de qué?
—El jefe de todos los humanos.
Carlos se
detuvo y la miró fijamente. Su cerebro, ahora ágil y veloz, había captado de
inmediato el sentido de la frase y su implícita verdad. Pero una gran parte de
su ser se resistía a admitirlo.
Que él fuera
el jefe de todos los humanos. Que él
fuera su última esperanza...
—Carlos, hay un poblado humano
al frente.
Salió
abruptamente de sus pensamientos. Hans un muchacho venido de la antigua
Alemania y famoso por su valor, estaba frente a él, esperando órdenes.
«Esperando
órdenes...», se repitió Carlos a si mismo.
—Tenemos que
descansar y procurarnos comida. Tú y Olga haced un reconocimiento. Si no hay
galácticos a la vista penetraremos en el poblado. El resto, poneos a cubierto.
El fue el
primer sorprendido al escuchar sus palabras y hasta la firmeza con que fueron
pronunciadas.
No había
galácticos. Hans, que portaba la única «cotorra» que les quedaba, volvió muy
pronto a decirlo.
El medio
centenar de pobladores de la pequeña aldea huyó aterrorizado al verles.
No era de
extrañar. Carlos y los otros vestían ropas extrañas, estaban cubiertos de fango
y, lo que más podía asustar a los humanos, tenían
armas.
—Nos creen
galácticos —comentó Denise a Carlos.
—En el mejor
de los casos, podríamos llegar a ser esclavos
galácticos —respondió el aludido.
Era la primera
muestra de algo que podía tomarse como humor, desde que comenzaron los
desastres de la horrible noche que poco antes había terminado.
Se sentaron en
círculo en el espacio abierto que hada las veces de lugar de reunión, en el
centro del poblado, y comieron todo lo comestible que pudieron encontrar.
No era mucho
ni muy variado: mangos, mandioca, un par de pifias y algunos plátanos; pero fue
suficiente para calmar el hambre y devolver a esos hombres y mujeres algunas de
las muchas fuerzas que habían perdido.
Algunas de las
fuerzas físicas, claro está, porque del descalabro moral que hablan padecido,
nunca podrían llegar a recuperarse.
Carlos era
consciente de que en cualquier momento podía llegar una patrulla galáctica y
descubrirles, pero también era consciente de la tremenda fatiga, de sus
hombres.
—Vamos al
bosque —dispuso, señalando un monte muy próximo, donde se habían ocultado los
humanos—. Allí descansaremos hasta que llegue la noche.
Tras disponer
las guardias, se echó como los otros sobre el blando césped. Denise se acurrucó
a su lado y de inmediato se quedó dormida, al igual que todos los demás.
Pero Carlos,
no. Carlos no podía dormir porque era el jefe.
Pensaba en qué
harían cuando llegara la noche. Marcharían, desde luego, pero ¿adónde y para
qué?
* * *
Denise fue de
las primeras en despertar. Le satisfizo comprobar que Carlos, apoyada la cabeza
en su hombro, dormía profundamente.
Se movió con
cuidado para cambiar de posición sin despertar a su compañero y fue entonces
cuando descubrió a los dos pequeños que la contemplaban con ojos desorbitados,
desde la linde del bosque.
Y se le
ocurrió una idea.
Depositó
suavemente la cabeza de Carlos sobre la hierba y se incorporó con la lentitud
suficiente como para no asustar demasiado a sus espectadores.
Rebuscó en los
bolsillos de su pantalón de campaña, hasta encontrar un par de caramelos. En
realidad, eran raciones de emergencia, con alto contenido en minerales y
vitaminas. Pero tenían un gusto dulce y, pensó ella, a los chicos no les
vendrían mal las vitaminas.
No fue nada
fácil convencerlos para que aceptaran el regalo. Y mucho más difícil conseguir
que se llevaran los caramelos a la boca. Pero por fin lo hicieron.
Al sentir el
gusto dulce y agradable, los dos distendieron sus sucios rostros en lo que
podía tomarse para una sonrisa.
Denise pensó
que su idea podía llegar a convertirse en realidad.
Acariciando
sus cabellos largos y enmarañados, comenzó a contarles una historia de hadas y
princesas, que a ella misma le habían contado en la Ciudad Luz.
Sabía que sus
oyentes no podían entenderla, pero la suavidad de su tono y la perenne sonrisa
en su bello rostro, borraron los últimos restos de desconfianza en los chicos.
Cuando les
tomó de las manos y les dijo: «Llevadme a vuestro pueblo», los chicos
comprendieron lo suficiente como para encaminarse decididamente hacia el
poblado.
Es más difícil
vencer la desconfianza de adultos que de niños, pero la chica se tenía fe y, lo
que era decisivo, pensaba que su plan —su idea— podía ser la última
posibilidad de supervivencia para ella, Carlos y el resto de los compañeros.
La madre de
uno de los chicos fue la primera en aceptar un caramelo, tras la calurosa
apología que de ellos hizo su propio hijo.
Los caramelos
se acabaron demasiado pronto, pero el temor y la desconfianza habían sido
definitivamente vencidos.
Cuando, media
hora más tarde, Denise despertó a Carlos, llevaba sus brazos cargados de frutos
comestibles, obsequio de sus nuevos amigos.
Antes que los
otros miembros del grupo despertaran, Denise explicó en muy pocas palabras a su
compañero las líneas maestras del plan que tan sobre la marcha elaborara.
* * *
Según se vio
muy pronto, la mayor dificultad consistía en lograr que los humanos
comprendieran conceptos abstractos, tales como «maldad», «justicia» o
«resistencia».
Pero para
superar estas barreras, pronto Hans se reveló como el hombre indicado.
Había
estudiado psicología y dominaba ampliamente las técnicas de comunicación ya
que, antes de decidir su ingreso en Operaciones Especiales, era miembro del
llamado «Equipo de Igualación», formado para enseñar al resto de los humanos a
serlo plenamente, tras lo que se esperaba pronta victoria sobre los galácticos.
Ahora, aunque
en circunstancias trágicamente distintas, Hans podía poner a prueba sus
conocimientos.
—No pretendo
que hagas con ellos lo que en Ciudad
Luz hicieron
con nosotros —le había dicho Carlos—, Sólo que consigas «activarles» lo
suficiente como para que se unan a nosotros en la lucha contra los galácticos.
—Primero
tendré que «activarles» y después tendré que «motivarles» —rió Hans.
La tarea fue ardua,
tremenda. Tuvo que comenzar desde los rudimentos del lenguaje, pasar por
sencillos cantos entonados en común, por juegos infantiles y hasta por enseñar
a esas pobres gentes los rudimentos de la higiene personal.
Y, lo peor de
todo, siempre con el temor a ser descubiertos por los guardias galácticos o
por condenados prófugos.
Cuando sólo
hacia cinco cías que habían llegado al poblado, se presentó de improviso una
patrulla.
Por
precaución, Carlos y los suyos acampaban en el bosque y en el permanecían casi
constantemente. Pero Hans estaba en poblado cuando llegaron los galácticos.
Un chico llegó
a la carrera hasta donde él se encontraba dando «clase».
—¡Vienen...
galácticos! —gritó sofocado.
Hans se incorporó
vivamente, con la intención de escapar al bosque, pero uno de sus alumnos le
detuvo.
—¡No hay
tiempo... venga!
Y le llevó
hasta una cabaña vecina.
En ella, bajo
una pila de mandioca rápidamente deshecha, apareció una tosca puerta trampa.
El dueño de la casa la abrió e hizo nerviosos gestos a Hans para que entrara
por ella.
La patrulla no
encontró nada anormal y, cosa increíble, se retiró sin torturar ni violar a
nadie.
Esa noche, en
el seguro refugio del bosque, Hans contó entusiasmado a Carlos y a Denise los
pormenores de su aventura.
—¡Los chicos
comprendieron por sí solos que debían advertirme de la llegada de los
galácticos! Después está el hombre que instantáneamente calculó que no tendría
tiempo para llegar hasta el bosque.
—Y también
está el asunto del refugio subterráneo... —interrumpió Denise.
—Eso es, tal
vez, lo más sorprendente de todo —concedió Hans—. Me explicaron que lo
utilizaban para ocultar a las doncellas del furor de locos y condenados... y
también para ocultar los mejores comestibles de la voracidad de los galácticos.
—Es decir
—terció Carlos—, que ellos, pese a su infradesarrollo y al maldito calor, ya
habían iniciado su resistencia a los rebeldes.
—Lo que
definitivamente los señala como seres humanos—se emocionó Denise.
Pero eran
otras emociones las que preocupaban a Carlos.
—¿Cuándo crees
que estarán en condiciones de luchar? —preguntó a Hans.
—Después de lo
de hoy —respondió éste—, puedo asegurarte que muy pronto.
—Trata de que
sea aun antes —insistió el jefe, agregando—: Estoy más que dispuesto a
morir... ¡pero no antes de haber puesto en pie de guerra al mayor número
posible de seres humanos!
—Dame al menos
un par de semanas...
—Pensaba
«darte» tres días, pero esperaré una semana.
* * *
Hans cumplió
con lo que se le ordenaba de modo tan taxativo. La noche del séptimo día
después de la conversación, se presentó nuevamente ante Carlos.
—Aunque sea en
forma precaria, creo que los humanos están en condiciones luchar —dijo
sobriamente.
Carlos se
incorporó de un salto y le palmeó.
—¡Bien... muy
bien! ¡Has hecho un trabajo más que estupendo, increíble, Hans!
Todo el grupo
les rodeó, alborozado. La forzosa inactividad, el calor, los insectos y el
temor siempre presente de ser descubiertos y desintegrados sin siquiera poder
luchar, les tenía a todos desquiciados.
Carlos esperó hasta
que exclamaciones de alegría y felicitaciones a Hans declinaran y después dijo
a éste:
—Esa gente...
¿ha comprendido perfectamente que enfrentarse a los galácticos significa la
tortura, la violación, la muerte y vaya a saber si algo todavía peor aún?
—Lo saben
perfectamente.
—¿Y sabiéndolo
perfectamente siguen deseosos de pelear?
—Si.
—De acuerdo.
Entonces sólo queda esperar a que lleguen los galácticos.
* * *
Los galácticos
llegaron cuatro días más tarde, en forma de dos condenados seguramente prófugos.
Como casi
siempre, eran dos gigantes, con caras desfiguradas por la maldad y el vicio y
el crimen.
Venían, como
siempre, en busca de muchachas.
Una mujer fue
su primera caza. La desnudaron, arrancándole sus vestiduras, y de inmediato
comenzaron a golpearla, seguramente porque su cuerpo no les agradaba.
Entonces
apareció Carlos.
Iba solo, pero
en su mano derecha, oculta en el interior del bolsillo de la guerrera,
empuñaba la última «cotorra».
—¡Dejad a esa
mujer, cerdos! —ordenó a los condenados.
Más por
sorpresa que por temor, los dos soltaron violentamente a la pobre mujer, que
cayó al suelo, y se enfrentaron al intruso.
—¡Idos de
aquí! —urgió Carlos.
Y esto ya fue
demasiado.
Gritando como
posesos, los dos se arrojaron sobre él.
Retirar la
mano del bolsillo, apretar el disparador y desintegrarse los dos galácticos fue
todo uno, a los ojos de los hombres de Carlos y de los pobladores de la aldea.
Los del grupo
prorrumpieron en gritos de alegría y los pobladores quisieron echarse a los
pies de quien tal demostración de poder había efectuado.
Momentos más
tarde, mientras los integrantes del grupo y los pobladores comían juntos,
Denise dijo a su compañero:
—Bien,
querido, la guerra ha comenzado...
Pero Carlos no
estuvo de acuerdo.
—No es lo mismo desintegrar a dos condenados sin armas, que enfrentarse a los guardias galácticos. No, la guerra aún no ha comenzado.
CAPITULO VIII
La guerra
comenzó menos de veinticuatro horas más tarde, cuando un giroscop se posó en la
«plaza» central del pueblo y de él descendieron seis guardias galácticos.
Buscaban
condenados prófugos —tal vez los que murieran el día anterior— y no querían
perder su tiempo.
No bien tomar
tierra, apuntaron con un arma alargada y de extraña forma a la cabaña más
próxima.
Al oprimir el
que la empuñaba un botón, un chorro de fuego salió del arma y achicharró la
construcción en menos de un segundo. Felizmente, sus ocupantes la habían
abandonado a tiempo.
Cuando el
galáctico se disponía a acabar con otra cabaña, Carlos y los suyos llegaron al
lugar, alertados por los pobladores en fuga.
El lanzallamas
no llegó a echar otra bocanada de fuego porque la «cotorra» «habló» primero.
Tanto el arma como su propietario simplemente desaparecieron.
Pero aún
quedaban cinco más, aunque tan atónitos por el impensable ataque que demoraron
unos segundos en reaccionar.
Y esos
segundos fueron fatales para ellos, ya que los hombres y mujeres de Carlos,
aunque no poseían armas tan sofisticadas como la de su jefe, supieron también
hacer «hablar» a las suyas.
Las
metralletas humanas fabricadas más de cien años atrás, se revelaron eficaces.
Barridos por las ráfagas, los cinco galácticos iniciaron una danza convulsiva,
que muy pronto se trocó en la inmovilidad de la muerte.
La primera
batalla —o escaramuzada— de la guerra, había terminado. Y con la victoria de
los humanos.
Horas más
tarde, enterrados los cadáveres y bien ocultos el giroscop y las armas en el
bosque, Carlos reunió a sus huestes, ahora incrementadas con el medio centenar
de nuevos «reclutas».
Todos, los
nuevos y los viejos, estaban eufóricos y una vez más tocó al jefe poner las
cosas en sus justos términos.
—De acuerdo,
hemos vencido. Pero tened en cuenta que estos guardias no esperaban ni
remotamente ser atacados. De ahora en adelante, todo será muy distinto… y
mucho más difícil.
Se hizo de de
inmediato un preocupado silencio.
—En primer lugar
—siguió Carlos—, tenemos que irnos de aquí…
—¿Adonde?
—quiso saber un asustado poblador.
Carlos dirigió
una larga mirada a él y a los de su grupo.
—Habéis decidido
libremente uniros a nosotros para luchar contra los galácticos —apuntó—. Eso
significa, desde luego, la posibilidad de morir, pero, además, la de abandonar
las pocas cosas que son vuestras...
—Lo que tú
digas, Carlos, estará bien para nosotros —interrumpió un hombre anciano, a
quien los otros obedecían como a una especie de jefe.
—Gracias
—respondió el aludido, prosiguiendo—: Buscaremos un refugio seguro... Ahora
tenemos el giroscop que nos ayudará a encontrarlo. Cuando estemos en él...
* * *
Cuando estuvieron
en él comenzó realmente la guerra para los humanos.
Buscaron y
encontraron un gran claro dentro de un inmenso y casi inaccesible bosque,
situado bastante al este de lo que había sido la Ciudad Luz.
Dado que el
giroscop —que una muchacha llamada Rita muy pronto aprendió a conducir— tenía
capacidad para transportar doce pasajeros, más el piloto, en menos de una
decena de viajes, realizados todos durante la noche, la totalidad de los
humanos fueron trasladados a su nueva residencia.
En un par de
días, se construyeron chozas suficientes para albergar a toda la comunidad. No
eran palacios, pero tampoco lo habían sido las que los pobladores de la aldea
acababan de abandonar.
Mientras
mujeres y niños trabajaban en esas tareas, los compañeros de Carlos adiestraban
a los hombres en el manejo de las armas que poseían y en mínimos rudimentos de
disciplina y estrategia.
No tuvieron
mucho tiempo para tales actividades.
Al tercer día
de estancia en la nueva residencia, un giroscop sobrevoló varias veces la zona.
En previsión de un inminente ataque, Carlos desparramó a sus huestes por los
bosques vecinos, formando entre todos una línea de defensa.
Todos, incluso
los paisanos, tenían la moral bien alta, pero la falta de armamento era
dramática.
La famosa
«cotorra» de Carlos y algo menos de una veintena de metralletas y cuchillos era
todo lo que podían disponer.
Más las
patéticas lanzas que los nuevos reclutas habían fabricado con sus propias
manos...
—Esas lanzas
no servirán absolutamente para nada —había contestado Carlos.
—Servirán para
darles una sensación de seguridad y para empezar a convertirlos en guerreros
—dijo Hans.
Y su
explicación fue aceptada.
* * *
Todos estaban
construyendo precarios refugios, cuando llegó el ataque.
Primero fue un
ingenio aéreo, que desde un par de miles de metros de altura, barrió en un
segundo, con su «Torrente de Fuego», el poblado que los humanos acababan de
levantar.
Antes de
desaparecer otro «Torrente de Fuego» fue lanzado sobre la zona boscosa más
próxima a la destruida aldea.
Como resultado
de él dieciocho humanos, trece paisanos y cinco hombres de Carlos, murieron
abrasados.
Apenas acabado
el bombardeo aéreo, sin dar un minuto de tregua, hicieron su aparición las
«tropas de asalto».
Tres giroscops
se posaron simultáneamente en lo que había sido plaza central de la aún
humeante aldea.
Por el número
de transportes, Carlos calculó en una treintena la cantidad de atacantes.
Todos armados
con «cotorras» por lo menos...
Hans, John y
Denise estaban junto a él cuando, protegidos por la maleza, contemplaban el
suave descenso de los giroscops.
—Sólo el
ataque puede salvamos —decidió el jefe.
—¿Ahora mismo? —quiso saber Hans.
—En cuanto
abran las puertas. Antes que puedan organizarse.
—¿Atacaremos en masa? —era Denise.
—No, vosotros
tres comandareis tres grupos, cada uno se hará cargo de un giroscop. Yo, con la
«cotorra», trataré de ocuparme de todos.
En un
instante, sin más selección que la proximidad, se formaron los tres grupos,
compuestos exclusivamente por miembros de Operaciones Especiales. Los paisanos
quedaron como fuerza de reserva.
Cada grupo
contaba con cinco metralletas, lo que no estaba demasiado mal, si la sorpresa
podía concretarse.
En difícil
carrera por entre la tupida maleza, tomaron posiciones, mientras las
portezuelas de los transportes aéreos se abrían y los guardias galácticos
descendían a la carrera.
Como se había
convenido, para distraer la atención del enemigo y dar tiempo a los otros
grupos a tomar sus posiciones, fueron Denise y los suyos los que abrieron el
fuego, desde no más de una cincuentena de metros del objetivo.
Cinco guardias
fueron alcanzados de lleno y cayeron de inmediato. El resto de los que ya
estaban en tierra se echó al suelo y buscó protección tras las ruinas y los
mismos giroscops.
Pero ya los
otros grupos estaban en sus posiciones. Los seis o siete guardias se vieron
envueltos por un fuego cruzado que no esperaban y sucumbieron de inmediato,
sin haber llegado a hacer uso de sus armas.
Tampoco Carlos
había disparado su «cotorra», reservándose para cuando los ocupantes de las
otras naves tomaran tierra.
Pero esto no
iba a ocurrir.
Por el
contrario, las puertas se cerraron no bien comenzar el ataque y los que
ocupaban los giroscops se mantuvieron como expectantes durante la breve lucha.
Cuando ésta
finalizó con la muerte de todos los guardias ocurrió algo que los humanos no
habían podido prever.
Unas pequeñas
escotillas se abrieron en la brillante superficie de las naves y por ellas
aparecieron unas finas y cortas bocas, que de inmediato comenzaron a vomitar
fuego liquido hacia el perímetro boscoso que rodeaba el caserío.
Horrorizado,
Carlos vio abrasarse a la mayor parte de la sección que comandaba Hans.
Sabía que era
inútil disparar su «cotorra» contra el inexpugnable blindaje de los giroscops,
por lo que, sin pensar en lo que hacía, avanzó a la carrera y apenas protegiéndose,
hacia las naves.
Ignoraba qué
podría hacer, pero sabía que su obligación de jefe era intentar algo.
Con las bocas
de fuego apuntando al bosque, nadie se fijo en él avanzando entre las ruinas.
Con el corazón
en un puño pensando en si Denise podría salvarse de la hecatombe, llegó —ahora
arrastrándose— hasta la panza de uno de los giroscops. Era cuestión de hallar
un punto vulnerable.
Revisó, con
manos que la excitación febricitaba, la lisa superficie.
Nada había a
la vista que pareciera servir a sus fines.
No,
decididamente, la superficie era compacta e inviolable.
Por un
espantoso momento le dominó el desánimo y hasta llegó a pensar en volver la
«cotorra» contra sí mismo.
Pero de
inmediato surgió una idea.
Si había un
punto vulnerable: las escotillas abiertas para dejar paso a las bocas de fuego.
Las escotillas
eran cuadradas y los cañones, obviamente, circulares. Quedaban unos pocos
centímetros entre ellos y el blindaje.
Los
suficientes para disparar su «cotorra» por ellos.
Claro que esto
significaba exponerse a una muerte casi segura, ya que tenía que ponerse frente
mismo a la boca de fuego, pero todo era preferible para Carlos a contemplar
impotente el aniquilamiento de los suyos.
Muy lentamente
fue incorporándose, al costado de la nave. Sobre su cabeza y medio metro a la
derecha, estaba una de las abiertas escotillas. La eligió como su objetivo.
A partir de
ese instante, los hechos se sucedieron a velocidad de vértigo.
Protegiéndose
lo poco que podía hacerlo, Callos introdujo el cañón de su arma por el
estrecho paso y apretó al disparador.
La boca de
fuego del giroscop siguió disparando por unos segundos y se interrumpió
abruptamente.
De pronto,
cuando aún Carlos seguía apretando el gatillo, lenguas de fuego escaparon por
todas las abiertas escotillas, rozando en su marcha la mejilla del humano.
Sin perder un
instante, éste se echó a tierra y comenzó a girar sobre sí mismo, para
alejarse lo más posible del aparato en llamas, temiendo una inminente explosión.
La explosión
no se produjo, pero en cambio ocurrió algo impensable para los humanos: los otros
dos giroscops, uno con su carga de guardias galácticos intacta y el otro sólo
con el piloto, comenzaron a elevarse lentamente, cesando el primero de
disparar.
Ante los ojos
atónitos de los sobrevivientes, los dos aparatos superaron la altura de los
árboles y desaparecieron en dirección al oeste.
El giroscop
atacado por Carlos seguía ardiendo, sin que en su interior hubiera la menor
señal de vida.
Sin dejar de
apuntar con su «cotorra», el jefe de los humanos se incorporó y comenzó a
avanzar hacia la nave. De inmediato, los hombres y mujeres que habían sobrevivido
al brutal ataque, emergieron de sus escondites, acercándose también al aparato.
Tras varias
ojeadas infructuosas hacia el grupo de sus congéneres, una inenarrable
sensación de alivio se apoderó de Carlos: Denise estaba viva.
Tras
convencerse que no había enemigos vivos dentro del giroscop en llamas, abrazó y
besó casi con furia a la muchacha que le había enseñado a sentir «eso que
llaman amor».
Después se
pasó revista a los sobrevivientes. Muchos eran los muertos. Hans estaba entre
ellos. Solo once miembros de Operaciones Especiales, ocho hombres y tres
mujeres —entre ellas, Denise y Rita— , y dieciocho paisanos habían escapado al
fuego líquido de los galácticos.
Veintinueve
humanos en total. Treinta, incluyendo a Carlos.
Un número ridículamente bajo para luchar contra el Imperio Galáctico...
CAPITULO IX
—Estamos
condenados a luchar, luchar es, paradójicamente, nuestra única posibilidad de
sobrevivir.
El silencio,
un silencio que era asentimiento, siguió a las palabras de Carlos. El, Denise,
Rita y John se habían retirado a deliberar a medio centenar de metros de sus
compañeros, que alternaban el descanso con la búsqueda y preparación de
alimentos.
—¿Tienes algún
plan? —quiso saber Rita.
El jefe no
demoró su respuesta.
—Mi plan sigue
siendo el de Denise...
—Pero ahora
somos muy pocos —interrumpió la aludida.
—Treinta o
trescientos... —desechó Carlos— ¿Qué diferencia significan ante el poderío de
los galácticos?
La pregunta,
era, en realidad, una afirmación. Nadie la rebatió.
—Nos
separaremos —siguió el jefe—. Somos doce sobrevivientes de Operaciones
Especiales, formaremos seis unidades operativas...
—¿De dos integrantes cada una? —casi se burló
John.
—¡No me
interrumpas! —se exaltó Carlos, para calmarse de inmediato—: Perdóname, John,
ver a tantos de los nuestros convertidos en teas humanas me ha alterado…
—Todos estamos
igual. Perdóname tú a mí por haberte interrumpido con una frase fuera de lugar.
—No está fuera
de lugar... Sólo que mis «parejas» no van a pelear. Su misión será infiltrarse
en las poblaciones humanas y prepararlos para la lucha...
—¿Algo así
como una insurrección general? —comentó Denise.
—Si quieres llamarlo
de ese modo. Hoy estoy más convencido que nuca que la reconquista de la Tierra
es una tarea para todos los humanos... o, al menos para el mayor número pasible
de ellos.
—¿Qué haremos con
los dieciocho civiles sobrevivientes? —quiso saber Rita.
—También ellos
se dispersarán por razones de seguridad, pero sin alejarse demasiado de estas
tierras..
—Y del Centro
de Poder... —era Denise.
Carlos se permitió
por primera vez algo que podía confundirse con una sonrisa.
—Veo que has
captado mi idea. Se distribuirán por los poblados más próximos a la capital de
los galácticos. Prepararán a los humanos para el día en que tengan que luchar
y convertirán cada una de esas aldeas en depósitos de víveres y centros de
apoyo para cuando lleguen nuestras tropas.
—¿Nuestras
tropas...? —esta vez no había burla en la pregunta de John, sólo tristeza.
Carlos le
oprimió con fuerza el brazo.
—Tendremos un
ejército —dijo—. Con él entraremos en el Centro de Poder. ¡Y tú estarás con
nosotros'
Un par de
horas más tarde, todos cenaron frugalmente. Después se echaron a dormir.
Al amanecer,
hubo abrazos y algunas lágrimas, antes de la despedida.
De inmediato
los grupos se dispersaron por el bosque, en busca de su destino y del destino
de la humanidad.
Carlos iba con
Denise.
* * *
Marcharon
hacia el este. Iban en busca de los que antes habían sido polacos, finlandeses
y soviéticos, todos pueblos de gran tradición guerrera.
Otros grupos
habían ido hacia las antiguas España Alemania, Italia v más al este y al sur,
hasta Rumania y Grecia.
Pocos
pobladores quedaban en lo que un día fuera la orgullosa Europa, pero Carlos y
sus hombres tenían fe en esos pocos, herederos —aunque ellos no lo supieran—
de quienes habían construido un mundo.
El giroscop,
con Rita y un ayudante en los mandos, había sido enviado por Carlos a realizar
un largo viaje.
Nada menos que
cruzar el gran mar y llegar hasta lo que fuera antes la América del Norte.
También allí
había importantes contingentes de galácticos que debían ser reducidos. Y
núcleos de humanos quienes ganar para la causa de la libertad.
* * *
Muchas veces
durante su interminable marcha tuvieron que ocultarse de patrullas o de
condenados en fuga.
Pero el
aprendizaje que realizaran en Ciudad Luz se revelaba muy eficaz. Podían, no
sólo ocultarse con seguridad, sino hasta prever los malos encuentros.
En realidad,
pronto descubrieron, con la natural euforia que eran más inteligentes que los
galácticos.
—Ellos tienen
decenas de miles de años de cultura, civilización y tecnología tras ellos
—decía Carlos a Denise, en uno de sus descansos diurnos—. Por eso han podido
dominarnos tan fácilmente, cuando nuestros antepasados estaban diezmados por
sus guerras fratricidas...
—¿Guerras fratricidas? —interrumpió Denise.
—¿Y de qué
otra forma pueden llamarse las guerras entre humanos?
—Tienes
razón...
—¡Claro que la
tengo! Primero las guerras eran entre poblaciones vecinas, después entre
feudos, más tarde entre naciones... Finalmente, la última, fue entre los dos
bloques en que estaba dividido el mundo. Pero seguían siendo todos, tanto los
de un bloque como los de otro, seres humanos. La guerra nuclear fue, por lo
tanto, una guerra fratricida...
—La última
guerra entre humanos...
—Tendrá que serlo.
Pero, de momento, conforta comprobar con que facilidad podemos librarnos de las
patrullas galácticas.
—De lo que
deduces...
—Que somos más
inteligentes que ellos. Luego, que les venceremos.
—Estás muy
optimista hoy.
—Porque estás conmigo...
—He leído que los
antiguos españoles eran muy dados a halagar con palabras a las mujeres. Parece
que tú has conservado esas características genéticas...
Carlos sonrió,
mientras mordisqueaba un plátano de los varios que acababan de coger de un árbol
cercano.
—No sé, no
puedo saber, cómo eran mis antepasados. Pero sí se cómo soy yo ahora...
—¿Ahora?
—Quiero decir,
después de haberte conocido. Después de haber conocido el amor...
Denise tomó la
mano libre de Carlos y comenzó a acariciarla. Hubiera querido hacer el amor de
inmediato con la misma espontaneidad y alegría con que lo hacían en los días
felices de Ciudad Luz, pero sabía que ahora eso era imposible.
Apenas podían
permitirse el fugaz contacto de los cuerpos, siempre temerosos de ser
descubiertos por los galácticos.
Para alejar
los acuciantes deseos que no podían ser satisfechos, siguió hablando.
—¿En qué te ha
cambiado el amor?
Carlos volvió
a sonreír.
—Decirte que
me hizo «más humano» —comenzó—, sería una forma de esquivar la respuesta, ¿no
es cierto?
—¡Desde luego!
—Pues entonces
te diré que el amor me dio el motivo para vivir, para gozar de la vida, para
querer seguir viviendo...
—Pero ahora te
expones a morir...
—¡Para que
otros vivan! Para que otros puedan conocer el amor y, amando, quieran ser libres
como nosotros lo queremos...
El sofocante
calor, amplificado por la humedad que destilaba la tupida vegetación, se
mezclaba con el deseo de Denise, hasta llevarla a la agitación y al mareo.
Pero Carlos
seguía hablando.
—Calculo que
en pocos días llegaremos a nuestros primeros puntos de destino. Tendremos que
actuar con gran rapidez porque…
Denise se negó
a seguir luchando contra ese amor hecho deseo que aceleraba su pulso y los
latidos de su corazón.
—¡Bésame!
—exigió.
Carlos la
miró, como si se tratara de una de conocida.
—Pero...
—comenzó a protestar.
—¿Es que has
decidido convertirte en un teórico del amor? —se burló ella.
Carlos la
besó.
Dado ese primer paso, fue fácil para Denise convertir en praxis la teoría.
CAPITULO X
Dos meses después del combate con los giroscops, Denise y Carlos habían puesto «en pie de guerra», cono ellos decían, a casi un millar de seres humanos.
Incluso habían
tenido la suerte de dar con un depósito subterráneo de armas humanas,
seguramente de la guerra nuclear, donde pudieron hacerse con numerosos fusiles
de repetición, metralletas y bazukas.
Habían
recorrido gran parte de los territorios de las antiguas Finlandia y Polonia y
algo de lo que en tiempos fuera la inmensa Unión Soviética. Precisamente allí
se encontraban, cuando Carlos tomó su gran decisión.
—Despierta,
Denise —urgió a su compañera.
Compartían una
cabaña en el poblado. Era de noche y la jornada había sido especialmente
fatigosa para chica, entrenando a los «reclutas» en el uso de las, para ellos,
desconocidas armas.
Pero Carlos no
podía demorar ni un instante al hacerla partícipe de su urgencia.
—El puesto
avanzado de los galácticos —comenzó, cuando ella se hubo despertado.
Denise, aún en
las nieblas del sueño, le miró sin comprender.
—¿El puesto de
los galácticos…? —repitió.
—Lo atacaremos
al amanecer. Iré a preparar a la gente. Tú sigue descansando.
Pero Denise ya
se estaba incorporando impaciente.
* * *
El que Carlos
llamaba «puesto avanzado» era, en realidad, una pequeña réplica del Centro de
Poder, como lo eran todos —variando sólo su tamaño e importancia— a lo largo y
a lo ancho del planeta.
Pese a saber
perfectamente que los humanos estaban reducidos a la condición de animales
domesticados, de quienes nada hay que temer, los galácticos preferían vivir, tanto
los funcionarios civiles como los propio guardias, en lugares amurallados,
donde sólo se permitía la entrada de contados humanos, destinados a realizar
las más sencillas tareas.
Los puestos o «colonias»,
como también se les llamaba, eran unidades defensivas casi perfectas, ya que
sus murallas de acero resistente al láser se cerraban herméticamente, con sólo
presionar un botón.
Por otra
parte, todas cortaban obligatoriamente con reservas de alimentos, agua, armas y
munición, capaces para resistir un sitio de años.
Naturalmente,
todas tenían enlace microorbital con el Centro de Poder, además de una dotación
de giroscops acorde con el número de sus residentes.
Atacar una de
estas cotonías era algo impensable para todos los humanos... excepto para Carlos,
que llevaba dos largos meses pensando en cómo hacerlo.
Y, tras dos
meses de pensamiento, había llegado una conclusión casi absurda por lo obvia:
si las murallas y sus puertas eran inexpugnables, había que entrar en el lugar
cuando las puertas estuvieran abiertas.
Normalmente lo
estaban durante el día, pero ningún humano podía acercarse a menos de veinte
metros de ellas, so pena de ser desintegrado por alguna de las múltiples y
sofisticadas armas que las custodiaban.
Sólo a doce
humanos, nueve hombres y tres mujeres se les permitía la entrada a primera hora
de la mañana y se les obligaba a salir, mediada la tarde.
Suplantar a
esos doce…
Pero, pese a
ser suficientemente conocidos por los guardias, todos los días se les sometía a
una cuidadosa revisación, que incluía la detección de posibles metales ocultos
entre las ropas.
Y todo esto
bajo la vigilante mirada de media docena de guardias, que les apuntaban con sus
«cotorras».
¿Cómo pasar,
entonces?
Imposible de
otra manera. Podía ser muy difícil, pero había que intentarlo.
Y había que
intentarlo de esa manera.
Suplantando a
los doce.
* * *
Convencer a
los auténticos trabajadores fue tarea muy fácil, ya que los doce habían sido
«adoctrinados» por Carlos convenientemente.
Denise, el
mismo, y otros ocho humanas bien seleccionados integrarían la partida. Los dos
restantes, hasta completar el número de doce, serían de los trabajadores
habituales.
Esto
permitiría ganar unos segundos vitales, ya que podrían someterse sin temor a la
prueba de detección de metales.
El resto del
grupo, no, naturalmente.
Todos iban
armados con metralletas, excepto Carlos que portaba su infaltable «cotorra».
Aunque llevarían las armas ocultas bajo las túnicas, el engaño sólo podría
mantenerse con éxito por breves instantes.
Denise y Carlos
rogaban porque esos instantes fueran suficientes.
Salieron de la
aldea a la hora acostumbrada, marchando, como siempre lo hacían de a dos en
fondo. Los auténticos trabajadores encabezaban la columna.
Manteniendo un
ritmo normal, atravesaron el amplio espacio descubierto, que por las noches se
iluminaba «a giorno» bajo la blanca luz de múltiples reflectores.
Sin poder
contener un estremecimiento, Carlos recordó aquel otro espacio abierto y
aquellas otras luces, tras pasar las cuales tantos y tantos de sus compañeros
hablan encontrado la muerte.
Pero no era
tiempo para recuerdos.
Los de cabeza
ya se encontraban ante los dos primeros guardias, que les franquearon el paso,
casi sin mirarlos.
En el segundo
puesto, situado una decena de metros más atrás y ya en las mismas puertas, se
encontraba el control de metales.
Los trabajadores
estaban llegando a él, cuando uno de los guardias del primer puesto dio un
grito de alarma.
Carlos, que
marchaba junto con Denise en segunda fila, no perdió un instante.
Desenfundando
su «cotorra» disparó sobre la segunda fila de guardias, mientras Denise, con
su metralleta, nacía lo propio con la primera.
Los dos
guardias adelantados cayeron de inmediato. También varios de la segunda
posición, pero uno de ellos pudo introducirse en la caseta.
De inmediato,
el sonido de una ronca sirena atronó el espacio.
—¡Maldita sea! —se enfureció Carlos—. Ya no podemos
contar con la sorpresa…
Mediante algún
dispositivo de control remoto, seguramente conectado a la alarma, las puertas
se estaban cerrando.
Los doce
humanos las habían atravesado segundos antes. Todos estaban dentro de la
colonia. Ya era tarde para echarse atrás.
—¡Desplegaos
de acuerdo a lo convenido! —ordenó el jefe—. ¡Nos iremos concentrando ante el
Reducto!
El Reducto —nombre
que le habían dado los humanos— era el núcleo central de todas las colonias y,
por lo que se sabía, también del mismo Centro de Poder.
Allí estaba el
gobierno civil y militar y, naturalmente, la mayor concentración de fuerzas,
reservas de armas y alimentos, de toda la población.
Para Carlos,
el avance fue fácil. Los pocos pobladores civiles, huían aterrados ante la
vista de una «cotorra» en manos de un ser humano.
Dos guardias
que aparecieron a la carrera, fueron de inmediato desintegrados.
Ráfagas de
metralleta sonaban sin cesar en distintos puntos del reducido perímetro urbano.
Carlos se
angustiaba pensando en sus compañeros —¡Denise!— que tenían que enfrentarse a
las «cotorras» y las bocas de fuego galácticas, con sus anticuadas e
imperfectas metralletas.
Comenzó a
correr. Quería llegar al Reducto el primero, para iniciar el ataque.
No había
pérdida posible en su camino, ya que la calle era una espiral, que terminaba en
el centro de la colonia, es decir, en el Reducto.
Sus compañeros
avanzaban por una espiral similar, pero de sentido contrario.
Un chorro de
fuego pasó junto a él. Sintió el brutal golpe de calor en su mejilla izquierda,
mientras se arrojaba al suelo y giraba sobre si mismo en dirección opuesta al
sorpresivo ataque.
Muy pronto pudo
ver de dónde provenía. Una pequeña casamata con una abertura rectangular, por
donde la boca de fuego seguía enviando —«a ciegas», pensó— su letal
contenido.
Le habían
visto llegar, pero ahora no podían verle. Fue fácil hacer la deducción, ya que
seguían disparando hacia el lugar que él acababa de abandonar.
«Será muy
fácil acabar con este obstáculo», decidió Carlos, y comenzó a arrastrarse hacia
la casamata, desde el ángulo opuesto al del fuego.
Tenía que
arrastrarse diez metros sin protección, pero asumió el riesgo, seguro de no
ser descubierto. Acertó.
El resto fue
excesivamente sencillo. Todo consistió en introducir el cañón de la «cotorra»
por el rectángulo y disparar en abanico.
El chorro de
fuego se cortó de inmediato.
Ya no hubo más
retrasos, hasta llegar al Reducto.
Carlos nunca
había visto uno y quedó impresionado.
Era una
construcción metálica indudablemente a prueba de todo, incluidos ingenios
nucleares, en la que no se veían más aberturas que las troneras por las que
aparecían decenas de amenazadoras bocas, ahora silenciosas.
Por la
desembocadura de la opuesta espiral, Carlos vio aparecer a dos de los suyos.
Se disponía a
atraer su atención, cuando una de las bocas escupió breve pero intensamente un
chorro de fuego liquido.
Los dos humanos
ardieron muy escasos segundos. Después solo fueron unos centímetros cuadrados
de huesos achicharrados y una débil y ascendente columna de humo.
Carlos quedó
aterrado ante la precisión de tiro de los defensores y, especialmente, ante la
horrible eventualidad de que otros humanos se ofrecieran tan gratuitamente a
la muerte.
Pero eso no
habría de ocurrir. Tras unos minutos de impaciente espera, el muchacho
comprendió que los otros estaban, como él, bien a cubierto.
«Y esperando
mis órdenes», agregó, con una sensación casi frustrante.
Se confesó a
sí mismo que no tenía la menor idea sobre cómo intentar la penetración a blocao
tan herméticamente cerrado.
Por otra
parte, un espacio abierto —circular como el mismo Reducto— de unos quince
metros de diámetro, le rodeaba totalmente, haciendo imposible el acercamiento
por sorpresa a las troneras.
Tampoco podía
Carlos, unirse a los suyos, ya que no existían posibles coberturas en el
trayecto que tenía que recorrer.
Tomó la única
decisión que le permitiría llegar hasta ellos: desandar lo andado y regresar
hasta la puerta, con el fin de tomar por la opuesta espiral.
Estaba a no
más de un giro de distancia de la caseta de guardia, cuando oyó ruidos que le
alertaron.
Siguió
avanzando con extrema precaución, hasta situarse a la vista de la zona de
entrada, pero bien oculto de miradas enemigas.
Lo que vio le
dejó por un instante atónito.
Seis guardias,
cinco armados con «cotorras» y uno con una boca de fuego portátil, estaban
formados frente a la caseta, mientras otros guardias y un oficial salían de
ella.
La
construcción era pequeña y, aunque los humanos no la hubieran revisado
exhaustivamente al iniciar el ataque. Carlos estaba bien seguro que ningún
guardia había sobrevivido a él.
El que logró
introducirse y dar alarma, fue muerto por una ráfaga de la metralleta de Denise
La explicación
de lo que estaba viendo se hizo para él evidente: había una comunicación
secreta y seguramente subterránea, entre el Reducto y la caseta.
Y esta
convicción, aunque significara hacer frente a un número considerable de
enemigos, alegró a Carlos al extremo de tener que hacer esfuerzos para no reír.
No le gustaba
matar a seres que no estaban disparando contra él, pero el recuerdo de las
atrocidades cometidas por los galácticos y la comprensión de la tremenda
responsabilidad que pesaba sobre sus hombros, le decidieron a superar sus
resquemores.
Esperó hasta
que el grupo de guardias estuvo completo. Era una decena, más el oficial. En
silencio, los once emprendieron la marcha por la espiral opuesta a la que había
seguido Carlos. Era evidente que se dirigían a sorprender y aniquilar a los
humanos congregados frente al Reducto.
Carlos pensó
en Denise y apretó el disparador de su «cotorra».
Fue muy fácil,
desde luego. Los once se desintegraron sin un grito, sin siquiera saber que
estaban muriendo.
Carlos decidió
no perder ni un instante en el ataque. Esto significaba no avisar a sus
compañeros y hacerlo solo.
Era una
locura, pero más lo sería una pérdida de tiempo. Si los del Reducto llegaban a
adivinar lo ocurrido a su fuerza de ataque, se encerrarían tras sus
inexpugnables muros, solicitarían —si ya no lo habían hecho— auxilio a las
colonias más próximas y todo estaría definitivamente
perdido para Carlos y los suyos.
Esta vez no
necesitó pensar en Denise para lanzarse al interior de la caseta.
Muy fácil le
fue encontrar la puerta trampa entrada al pasadizo porque los galácticos, tan
seguros estaban de su triunfo, no se habían molestado en cerrarla.
Descendió las
escaleras y, «cotorra» en mano, avanzó a la carrera por un pasadizo estrecho,
totalmente metálico, y bien iluminado.
Un par de
minutos más tarde, se encontró ante lo que parecía ser una pared lisa, que
cerraba totalmente el túnel.
Maldiciendo
—algo que también había aprendido en Ciudad Luz—, pasó sus manos por la lisa
superficie.
Nada, ni la
más mínima rugosidad que permitiera sospechar la existencia de algún mecanismo.
Destrozado,
casi vencido ante este obstáculo aparentemente insalvable y posiblemente final
para sus esperanzas, se dejó caer sentado sobre el piso.
Pero entonces
una nueva esperanza le hizo incorporarse vivamente. «Es imposible» —pensó—
«que no exista forma de que los guardias, al regresar, no puedan abrir esa
puerta».
Temblando de
excitación, comenzó a estudiar centímetro a centímetro las paredes.
Exactamente en
el lugar donde había apoyado su espalda, encontró lo que buscaba; un casi
microscópico botón, del mismo color metalizado de la pared.
La puerta
corrió obedientemente sobre su carril, al oprimirlo.
Se encontró en
una vasta estancia, evidentemente dedicada a almacén de comestible. Ningún
galáctico estaba a la vista.
Carlos,
avanzando cautelosamente, demoró varios segundos en descubrir el motivo de la
agradable sensación que sentía desde que se encontraba en el almacén.
Por fin lo
comprendió. Era la temperatura. Sabía que los galácticos la controlaban a
voluntad, aun en espacios abiertos, pero nunca había disfrutado de esa frescura
que ahora parecía hacer revivir todo su cuerpo.
Y esa
reanimación le dio todavía más ánimos para luchar y más urgencia por
enfrentarse a sus enemigos.
Abandonando
las precauciones, traspasó casi corriendo una abierta puerta, que le llevó
hasta las cocinas. Tampoco había nadie en ellas. Carlos imaginó que todos los
galácticos —que no serían muchos en esa pequeña colonia— estarían movilizados
ante el inesperado ataque.
Dejó las
cocinas para encontrarse con un amplio corredor, del que partía una escalera
ascendente. De nuevo con grandes precauciones, ascendió por ella.
Al llegar al piso
superior de inmediato comprendió que se hallaba en el núcleo defensivo central.
A su frente, los
galácticos empuñaban sendas bocas de fuego, que apuntaban al exterior por las
troneras.
Decidió
ocuparse de ellos más tarde, prefiriendo «limpiar» antes el espacio que le
separaba de las defensas exteriores.
Una puerta
entreabierta estaba a su derecha. Atisbó por la abertura. Extraños aparatos,
sonidos entrecortados y varios galácticos con micrófonos y mirando pantallas.
«La Sala de
Comunicaciones», se dijo Carlos y penetró en ella.
La «cotorra»
era totalmente silenciosa. Los cinco operadores se desintegraron sin hacer el
menor ruido.
Otra puerta,
ésta cerrada. Pero abierta demostró dar paso a un despacho vacío. Carlos siguió
de largo, sin molestarse en cerrarla.
Aún quedaban
otras dos puertas, ambas cerradas. Abrió la más próxima. Otro despacho, también
vacío. En la última, también paso a un despacho, un oficial contemplaba una
pantalla de totalvisión.
Carlos tuvo
que cuidar el ángulo de disparo, para desintegrarlo a él sin tocar el aparato,
cuya destrucción hubiera hecho mucho ruido.
Ahora les
tocaba el turno a los sirvientes de las bocas de fuego.
Matar a los
dos que le daban la espalda sería muy fácil, pero su «ausencia» muy pronto
sería advertida por los demás.
Por primera
vez desde que decidiera irrumpir en el Reducto, Carlos tuvo conciencia de su
soledad y de los muchos enemigos que aún quedaban por vencer.
Sintió la
tentación de salir al exterior y recabar la ayuda de sus compañeros, pero
temió, que la consiguiente pérdida de tiempo fuera fatal para todos.
Por lo que,
sin pensarlo más, desintegró con dos cortas ráfagas a los dos sirvientes que
desde su llegada al piso le estaban dando la espalda.
Las troneras
estaban unidas por un corredor, circular que rodeaba el edificio. Carlos se
plantó en él.
Y ése fue el
instante en que más cerca estuvo de la muerte, desde su ingreso al Reducto.
Dos guardias
que se alejaban debieron sentir algún ruido sospechoso, porque se volvieron
para descubrir al intruso que, a su vez, les daba la espalda.
Pero la
sorpresa de ver a un humano en el refugio inexpugnable fue tal, que uno de los
guardias dejó escapar un grito, de inmediato sofocado.
Fue suficiente
para alertar a Carlos.
Con los
reflejos de un tigre, giró sobre sí mismo disparando su «cotorra» aún antes de
ver al blanco.
Los dos se
desintegraron en el instante en que sacaban sus armas.
Pero el grito
había inquietado también a los galácticos más próximos. Uno apareció a la
vista de Carlos por el curvo corredor, para ser desintegrado de inmediato.
Ya otros dos
sirvientes de las bocas de fuego exteriores estaban ante su vista y él ante la
vista de ellos, ya que ambos le, miraban con ojos desorbitados por el miedo.
«Tienen
miedo», se alegró de descubrir Carlos. Y los desintegró, sin que los otros
atinaran a defenderse.
Ahora a la
carrera, siguió por el corredor, disparando sobre los sirvientes que aún
sobrevivían. Eran ocho, en total, y ninguno intentó la más mínima resistencia.
Para la
creciente sorpresa de Carlos, parecían paralizados por el terror.
Fue entonces
cuando hizo un muy sencillo y, sin embargo, muy grande descubrimiento.
«Son
cobardes... los galácticos son cobardes», se dijo asombrado.
Ascendió por
la escalera. Todo el piso superior era una inmensa sala, que debía constituir
el centro de reunión y de estancia de los ocupantes del Reducto.
En ella se
encontraban, de pie y como apiñados, una decena de funcionarios civiles, más un
par de oficiales.
Todos estaban
sin armas en sus manos —un pequeño montón de ellas se había formado en el suelo—
y todos se arrodillaron ante Carlos, cuando hizo su aparición.
«Sí, son cobardes... ¡Muy cobardes!», se repitió el recién llegado, casi sin poder contener la risa.
CAPITULO XI
La caída de la
remota colonia en manos humanas significó el aldabonazo final para el despertar
colectivo de toda una raza.
Una semana después
de haber instalado Carlos en la conquistada colonia su cuartel general, un
campesino llegó con la noticia de que otra colonia, a unos trescientos kilómetros
de distancia, había sido tomada por John y su grupo.
Ahora eran
centenares, miles de hombres y mujeres los que venían a ponerse a las órdenes
de Carlos, para contribuir a la más rápida liberación de su planeta.
Unas semanas
más tarde, una figura borrosa apareció en la pantalla del totalvisor que
Denise y Carlos manipulaban, para estar al tanto de los movimientos galácticos.
Pero esta vez
se trataba de algo distinto.
La figura
seguía siendo Borrosa, pero la voz que salió por el micrófono era totalmente
clara: «¡Aquí humanos!», decía, «¡Contestad si me escucháis!».
Abrazándose y
saltando de alegría, Denise y Carlos establecieron la primer comunicación
interhumana que nunca se había realizado a través del sofisticado complejo
total comunicador, instalado por los galácticos.
Ahora los
humanos poseían numerosos giroscops, toneladas de armas galácticas y, lo que no
era tan agradable, centenares de prisioneros que, como los que tanto
sorprendieran a Carlos, se rendían sin luchar.
—¿Que haremos con
ellos? —quiso saber Denise.
Los
prisioneros planteaban infinidad de problemas: alimentación, vigilancia,
posibilidad de sublevaciones.
—No podemos
matarles...
Era la
definitiva opinión de Carlos. «Por ser humanos somos superiores a ellos.. Y
ésta es una buena forma de demostrarlo», había dicho muchas veces.
Finalmente se
resolvió esperar a la completa reconquista de la Tierra. Después se vería.
Otro problema,
y aún más grave que el de los prisioneros, era el de los condenados.
Carlos había
dado orden de que se matara sin vacilación a los prófugos que asolaban los
poblados humanos, pero con los que estaban dentro de las Concentraciones no se
podía, obviamente, hacer lo mismo.
Por otra parte,
entre ellos, aunque pocos, había algunos disidentes políticos, enemigos de los
tiranos del Imperio que, por tal causa, habían sido declarados oficialmente
«locos» y confinados a la Tierra.
—Otro problema
que tendremos que resolver tras la reconquista —decidió Carlos. Y no se habló
más del asunto.
De lo que si
se hablaba, y cada día más y con mayor entusiasmo, era del asalto al Centro de
Poder.
Ya eran pocas
y poco significativas las colonias que aún estaban en manos de los galácticos.
Hasta de la
lejana América del Norte habían llegado grandes noticias: «Los únicos galácticos
que aún quedan vivos, son nuestros prisioneros», había dicho Rita.
Pero mientras
el Centro de Poder estuviera en manos galácticas, ellos serian los que
mantuvieran el control efectivo de la Tierra.
Sus numerosos
giroscops hacían frecuentes incursiones contra las colonias en poder de los humanos,
si bien los blindajes galácticos eran suficientemente buenos como para salir
indemnes del ataque de sus propias armas.
Se
multiplicaban los ataques contra los campos. Con el simple expediente de
«barrer» con un chorro de fuego líquido los sembrados, se condenaba a
centenares de seres humanos al hambre.
Por supuesto,
igual desgraciada suerte corrían las frágiles chozas de los poblados.
Urgía tomar
una decisión y Carlos convocó a todos sus compañeros sobrevivientes del antiguo
grupo de Operaciones Especiales, a una reunión extraordinaria.
Ahora el
cuartel general del jefe se había acercado muchísimo al Centro de Poder,
situándose en una antigua colonia galáctica, a sólo doscientos kilómetros de
él.
Carlos abrió
la tensa reunión, resumiendo lo que estaba en la mente de todos:
—No nos cabe
duda sobre la urgencia de atacar el Centro de Poder, la pregunta es ¿cómo?
—¿Volver a
utilizar la treta de los trabajadores humanos? —aventuró uno de los presentes.
—Imposible
—descartó Carlos—. Han reducido considerablemente el número y, además, el
control de metales se realiza en el exterior del Centro.
—Tenemos
fuerzas suficientes —terció una de las mujeres—, ¿Por qué no intentar un ataque
masivo?
—El blindaje
es inexpugnable, aún para las armas de que disponemos —Carlos desechó la
posibilidad con un amplio gesto de sus manos, además de sus palabras—. No, un
ataque abierto está totalmente descartado —concluyó.
—¿Estás
pensando en algún tipo de golpe de mano? aventuró John, sonriendo
El jefe le
devolvió sonrisa.
—Me
sobreestimas, John —dijo—. !Claro que me gustaría dar un golpe de mano! El
único problema es que no se me ocurre la manera de hacerlo...
Rió y todos le
imitaron, lo que hizo bajar en algunos grados la alta tensión reinante.
Tras un par de
minutos de silencio, fue Rita —que acababa de regresar de su exitosa operación
americana— la que tomó la palabra.
—¿Y si
atacáramos por el aire?
Todos la
miraron, francamente sorprendidos.
—¿Por el
aire...? —hizo eco uno de los circunstantes, agregando—: ¿Con nuestros
modestos giroscops?
—No, es
imposible... —comenzó a decir Carlos, pero de improviso se detuvo—. Un momento
—siguió—, puede que hayas encontrado la solución a mi problema, querida
Rita...
* * *
La noche era oscura,
como lo eran todas, ya que la capa radiactiva suspendida en la atmósfera no
dejaba pasar ningún tipo de luz desde los espacios exteriores.
Denise, John y
Carlos habían contado con esa oscuridad, vital para el éxito del tan
arriesgado plan.
Carlos había
resistido hasta el último instante la presión de Denise para ser una de los
tres que tomarían parte en la primera y más peligrosa fase de la operación,
pero toda su resistencia se había estrellado contra la decisiva frase que, una
y otra vez, habla pronunciado la chica: «Juntos hemos nacido al amor, juntos
moriremos, si es que tenemos que morir».
Tardaron unos
segundos en ver la señal que Rita ante los mandos, les hacía con su mano,
porque la oscuridad en el interior de la nave era tan intensa como en el
exterior.
Pero después
comprendieron: Estaban a la vista del objetivo.
Había llegado
el momento de comprobar si la suposición de Carlos —«no esperan un ataque por
el aire, no habrá vigilancia antiaérea»— era correcta, o si todo se iba al
diablo y había que pensar en otro plan.
Claro que no
podían pretender que la posible vigilancia, fuera humana o electrónica, se
mostrara a sus ojos desde tanta altura y distancia.
No, la única
forma de comprobarlo era dejándose caer sobre la cúpula inmensa del Reducto, el
techo más alto del Centro de Poder.
Claro que si
un guardia disparaba o si un sistema de alarma, activado por el peso de sus
cuerpos, se echaba a sonar, ellos morirían irremisiblemente.
«Pero», había
acotado John, con macabro sentido del humor, «quedará Rita para informar a
nuestros congéneres del fracaso del plan».
En el mismo
absoluto silencio que había caracterizado todo el vuelo, el giroscop,
obediente a las hábiles manos de Rita, se inmovilizó a no más de un metro sobre
la parte central de la cúpula.
Carlos fue el
primero en descender, manteniéndose aferrado con sus manos al piso del
giroscop.
Hizo descansar
todo el peso de su cuerpo sobre la cúpula.
Tanto él como
los otros hasta contenían la respiración, en su desesperado afán de máximo
silencio.
Ningún sistema
de alarma comenzó a sonar.
Claro que
alguna luz roja podría haberse encendido en alguna Sala de Control, pero contra
esa posibilidad los humanos no tenían defensa posible.
Descendió John
y, tras él, Denise.
Ninguna alarma
sonaba, ni se veían movimientos anormales, Rita comenzó a ascender y a alejarse.
Los tres
estaban provistos de ventosas en sus manos y en sus tobillos, por lo que les
resultó muy sencillo descender por la curva superficie.
Pronto se
encontraron de pie sobre un estrecho pasadizo circular situado al pie de la
cúpula y obviamente destinado a vigilancia, aunque ningún guardia se paseaba
por él.
Una puerta cerrada,
pero sin estar echado el cerrojo, les permitió introducirse en el interior del
mayor Reducto de la Tierra.
Se encontraron
en un inmenso salón de reuniones, cuyo techo estaba formado por la cúpula que
acababan de abandonar.
Atravesaron la
estancia hasta salir de ella por un gran arco, abierto a una pequeña
antecámara, a la que cerraba la puerta. Todo estaba desierto y a oscuras.
Tras abrir la
puerta, se encontraron ante varios ascensores y una gran escalera descendente.
Su misión era
muy concreta y, para realizarla con éxito, debían evitar al máximo el ser
descubiertos.
Y como su
misión no consistía en pelear, las únicas armas que los tres portaban eran sus
cuchillos.
Aunque podía
resultar desastroso, eligieron el ascensor como medio de descenso. Así,
pensaron, corrían menos peligro de ser vistos. Aunque si lo eran...
Apretaron d
botón inferior.
Unos segundos
más tarde, las blindadas puertas se abrían ante lo que muy pronto se reveló
como un inmenso garaje subterráneo.
—Estamos de
suerte —susurró Carlos, ante la vista de varios vehículos terrestres.
—Antes tenemos
que ocuparnos de los guardias... —respondió John, en el mismo tono.
Pronto
divisaron la pequeña sala de guardia, donde cuatro galácticos entretenían sus
ocios practicando un juego desconocido para los humanos.
Sin palabras,
se repartieron sus victimas. Carlos mostró sus dedos índice y mayor levantados
y después se señaló su propio pecho. Los otros asintieron.
Fue fácil
apuñalar a los guardias. No esperaban un ataque y estaban absorbidos por las
incidencias del juego.
Carlos tuvo
que darse mucha prisa para quitar el puñal de la espalda del primero y clavarlo
en el corazón del segundo, antes de que éste empuñase un arma o gritase, pero
lo consiguió.
En un minuto,
los tres estuvieron enfundados en los uniformes de los tres guardias a los que
habían desnudado.
—Ahora,
elijamos un vehículo —dijo Carlos.
Hubo un
pequeño problema al intentar salir del garaje, ya que una reja cerraba el
camino, pero todo se solucionó regresando a la sala de guardia y oprimiendo el
botón correspondiente.
Conducía
Carlos un vehículo que no había conducido en su vida, junto a él estaba Denise
y, en el pequeño asiento posterior, John, quien había tenido la precaución de
hacerse con una «cotorra» de los guardias.
Sin incidentes
recorrieron el trayecto que les separaba de las adyacencias de la puerta
principal, un camino que Carlos conocía muy bien sin nunca haberlo visto,
gracias a las detalladas explicaciones de los trabajadores humanos.
Ahora venía la
otra parte altamente peligrosa —y final— de la operación.
Se trataba,
nada menos, que de burlar las guardias primero, y mantenerlas a raya después,
el tiempo suficiente para accionar el mecanismo que abría las puertas,
permitiendo así la irrupción de los miles de humanos que aguardaban ocultos en
la linde del bosque exterior.
No era nada
fácil, pero de eso se trataba.
Descendieron del
vehículo y manteniendo un despreocupado ritmo de marcha se dirigieron hacia el
pequeño edificio de guardia, desde el que se accionaba el mecanismo de las
puertas.
Los dos
centinelas de la entrada les dejaron pasar sin apenas mirarles. En el interior,
la luz casi les cegó, tras la oscuridad de la que venían.
Y ese instante
de confusión acabó con la extraordinaria racha de buena suene que les
acompañara hasta entonces en su aventura.
—¿Quiénes son
ésos? —gritó un oficial, señalándoles.
Sin dar tiempo
a que Carlos interviniera, John desintegró al curioso con su «cotorra».
La conmoción
fue tremenda Varios guardias echaron mano a sus armas, pero John los barrió,
mientras Carlos, seguido por Denise, corría hacia el pequeño cuarto donde sabía
que se hallaban los mandos de las puertas.
Sin dejar de
correr, Denise se apoderó de una «cotorra» caída en el suelo, que seguramente
perteneciera a alguno de los guardias desintegrados por John.
Este, por su
parte, seguía disparando para cubrir la marcha de sus compañeros.
En la sala de
mandos sólo había un encargado, al que la chica desintegró sin que siquiera
supiera lo que estaba ocurriendo. Carlos gritó a John para que se uniera a ellos.
Se había
dispuesto que, una vez los tres adentro se cerraría la puerta blindada de la
estancia y allí permanecerían hasta ser liberados por sus congéneres victoriosos.
Pero John
nunca llegaría a la sala de mandos. Cuando corría hacia ella, un oficial que
salió de improviso de una de las puertas laterales descargó sobre él su «cotorra».
A su vez, fue desintegrado por un disparo certero de Denise.
Ella y su
compañero se apresuraron a cerrar la puerta, que resultó no poseer el blindaje
que a Carlos le informaran que tenía.
Pero no era esto
lo que a ellos preocupaba, sino accionar de inmediato el mecanismo de las
grandes puertas.
Carlos se
sentó ante el tablero, sobre el que varias pantallas de totalvisión mostraban
las puertas cerradas y sectores internos y externos de sus proximidades.
No tenía idea
de cómo hacer, porque ningún humano había estado nunca en ese lugar.
Comenzó a
apretar botones y a lanzar desesperadas miradas a las pantallas.
Entretanto,
los guardias comenzaron los intentos para abrir la puerta de la sala que, aunque
metálica, no estaba en condiciones de resistir una descarga de láser.
Bien alejada
de la presumible trayectoria de los rayos, Denise se había parapetado tras un
gran panel electrónico, y allí esperaba, «cotorra» en mano, el previsible
ataque.
Las pantallas
seguían mostrando las puertas cerradas y Carlos blasfemaba, apretando botones
cuya utilidad nunca llegaría a descubrir.
De pronto se
hizo el silencio tras la puerta. Los torpes intentos habían cesado y Denise
comprendió que el verdadero peligro estaba a punto de comenzar.
—¡Cuidado.
Carlos! —alcanzó a gritar, mientras un silbido conocido la anunciaba que el
láser ya estaba actuando sobre la puerta.
Su compañero
se echó instintivamente a un lado y, al hacerlo, su codo movió un pequeño
interruptor situado fuera del panel, motivo por el cual no reparara antes en
él.
Mientras el
rayo láser desintegraba el metal de la puerta y los galácticos se disponían a
asaltar la sala, Carlos tuvo la sensación de ver en las pantallas el lento,
casi solemne, abrirse de las inmensas puertas.
No pudo
contemplar la irrupción en masa de miles y miles de humanos, porque se había
echado al suelo para escapar de las descargas de los guardias que ya estaban
listos para la carga final.
Pero entonces,
cuando ya dos de ellos penetraban, «cotorra» en mano y disparando, en la no muy
amplia estancia, el arma que Denise empuñaba comenzó a «hablar».
Los dos se
volatilizaron en una fracción de segundo y el hecho llamó a la prudencia a los
que les seguían de cerca.
Se retiraron,
indudablemente a deliberar. Pero los dos humanos sabían muy bien que su suerte
estaba echada.
En efecto, un
par de minutos más tarde, un galáctico protegido con una careta se acercó
sigilosamente a la puerta, llevando una especie de granada en sus manos.
Pero Carlos había previsto algo por el estilo y, dejando a Denise sin arma, se había apostado muy próximo a la semidesintegrada puerta, «cotorra» en mano.
Desintegró al
atacante, sin que la granada o lo que fuera hiciera explosión o se
desintegrara, lo que sorprendió al muchacho.
El ingenie
había quedado en el suelo, a no más de un par de metros de donde él estaba.
Sin medir las
posibles consecuencias de su acto, se arrastro hasta él y llevándolo apretado
contra su pecho, retornó a su refugio.
Justo a
tiempo. No bien ocultarse tras la puerta, vio aparecer por el extremo del
corredor, desde la sala de guardia, a una decena de galácticos que, a cara
descubierta, llegaban sin duda a indagar lo ocurrido a su compañero.
Carlos les
arrojó con gran violencia el ingenio, esperando una explosión.
No hubo
explosión, pero sí la rapidísima expansión de un gas negruzco, que dio por
tierra en fracciones de segundo a los guardias.
Carlos se les
quedó mirando, asombrado. ¿El gas les habría matado o simplemente dormido? La
inmovilidad de los caídos era absoluta y él no podía acercarse a hacer
comprobaciones. Volvió junto a Denise.
Se sorprendió
al verla con los ojos llenos de lágrimas.
—¿Qué te
ocurre? —preguntó, vagamente alarmada por la posibilidad de que algún otro gas
estuviera haciendo su efecto en ella.
Ella no
pronunció palabra, simplemente se limitó señalar las pantallas.
En ellas se veía a millares de humanos que cantaba, y se abrazaban, enloquecidos de alegría, porque acababan de conquistar el Centro de Poder, último baluarte de la tiranía galáctica en la Tierra.
CAPITULO XII
Ese mismo día
se formó un gobierno provisional, presidido por Carlos e integrado por todos
los otros sobrevivientes de Operaciones Especiales, cuyo número se habla
reducido a siete.
Una de las
primeras medidas tomadas por el nuevo gobierno fue la de disponer que todos los
sobrevivientes galácticos —civiles y militares— fueran enviados a Celesta sin
ningún tipo de castigo.
Igual medida
se tomó con los condenados, exceptuando de la misma a los disidentes llamados
«locos», a quienes se invitó a quedar en la Tierra, si así lo deseaban.
La totalidad
—eran cuarenta y nueve— aceptaron la invitación.
El traslado de
los desterrados se realizó en las naves interplanetarias que los galácticos
poseían en el Centro de Poder.
El viaje hasta
Celestia duraría diez años. Si el Imperio decidía intentar la reconquista de
la Tierra, pasarían otros diez hasta que sus tropas llegaran a ella.
Con este
margen de veinte años contaban Carlos y los suyos para liberar a la Tierra de
todos sus males, contaminación radiactiva incluida.
Para esta primera y primordial tarea fue elemento
invalorable uno de los disidentes galácticos, el naturalista y físico nuclear
Kalen, quien había descontaminado —por cuenta del Imperio— varios planetoides
conquistados.
Bajo su
dirección, se fabricaron miles y miles de proyectiles descontaminantes,
similares a los que, siglos atrás, se lanzaron contra las nubes para evitar el
granizo y provocar lluvias.
Durante largos
meses, estos proyectiles fueron incansablemente lanzados contra la capa de contaminación
que rodeaba la Tierra, desde todos los puntos del planeta.
Durante un año
y medio no hubo resultados aparentes, pero al cabo de este tiempo comenzaron a
apreciarse los primeros avances.
En algunos
lugares próximos a los polos —próximos en el sentido de no más de dos mil
kilómetros de distancia— se abrieron grandes huecos, por los que los admirados
humanos pudieron descubrir que el cielo era azul y muy bello.
Consecuentemente,
la temperatura comenzó a descender en esas latitudes.
Aún se necesitó
un año más de bombardeos, estudios y desazones, pero por fin el objetivo se
cumplió totalmente: la Tierra volvió a quedar libre de su capa contaminante.
Las tierras
volvieron paulatinamente a sus temperaturas anteriores y esto trajo como
obligada consecuencia la también paulatina modificación de la fauna y
especialmente la flora de todo el planeta.
Pero las
tareas del gobierno provisional no se redujeron a la descontaminación. Una
vigorosa campaña de instrucción acelerada se puso en marcha a nivel planetario.
Siguiendo las
coordenadas pedagógicas que utilizaran los pioneros de Ciudad Luz, y sin
desdeñar los sabios consejos de los disidentes galácticos, pertenecientes a una
cultura muy superior a la terráquea, pronto se consiguieron resultados asombrosos.
A favor de la
normalización meteorológica y de la instrucción acelerada, a todo lo largo y lo
ancho de la Tierra comenzaron a surgir escuelas, universidades, grandes
fábricas, centros asistenciales y enormes explotaciones agrícolas y ganaderas,
para asegurar la subsistencia de una población en gozoso aumento.
Porque fueron
también los sabios galácticos quienes solucionaron el gravísimo problema
genético que sus congéneres habían creado.
Si bien muchos
casos eran irreversibles, muchos más, sometidos a diversos tratamientos,
modificaron sus taras genéticas, hasta alcanzar los niveles humanos considerados
«normales».
Y, lo que era
de trascendente importancia, los científicos lograron que todos los niños que
se engendraran en el futuro tuvieran un ciento por ciento de probabilidades de
nacer con todos los atributos de los seres humanos, no sólo normales, sino
mejor desarrollados.
Al calor de
tan halagüeñas perspectivas, las parejas humanas —que acababan de conocer el
amor— se habían lanzado con gran entusiasmo a la repoblación del planeta.
Por otra
parte, aunque en un principio los humanos siguieron viviendo en sus antiguos
poblados, excepto los varios miles que, por razones de trabajo, se instalaron
en las antiguas colonias galácticas, muy pronto el sensacional ascenso en las
condiciones de vida les llevó a desear mejores y más confortables viviendas.
Así comenzó la
construcción —o reconstrucción- de
las antiguas ciudades.
Como homenaje
a los héroes que habían hecho posible la liberación, la primera en ser
reconstruida fue Paris, aunque conservando el nombre de Ciudad Luz.
Madrid fue la
segunda elegida, en honor a Carlos. Después Londres, Moscú, Roma, Atenas y
muchas más.
También en las
antiguas Américas y Asia se vivía la fiebre de la reconstrucción.
Cuando los
galácticos expulsados estaban arribando a su destino, la Tierra había casi
vuelto a tener el aspecto que presentara antes de la guerra nuclear que la
destruyera.
Pero esta vez
sin superpoblación y descontaminada.
Paralelamente
a la construcción de ciudades y al incesante aumento del nivel de vida, volvió
a emerger el espíritu de las nacionalidades.
Con la
anuencia y bajo la dirección del Gobierno Provisional, fueron constituyéndose
los antiguos estados.
El primero fue
la Gran Bretaña, inmediatamente seguida por los Estados Unidos y la Unión
Soviética. Después Francia, España. Italia y el resto de la antigua Europa.
Japón y China,
Israel y k» países árabes, los estados sur y centro americanos y el resto de
todos los que integraban la Tierra cuando la guerra nuclear.
Cuando todos
estuvieron constituidos, se formó la Asamblea de Naciones.
La primera
resolución tomada por los países miembros fue la de disponer la disolución del
Gobierno Provisional —por no ser representativo del sentir de los pueblos— y
llamar a elecciones en todo el globo, con el fin de elegir las autoridades
democráticas y definitivas de la Tierra.
A ritmo
acelerado, se formaron partidos políticos en todos los países, siguiendo en
general las huellas de tos que antes existieran.
Una vez
elegidos los gobernantes de todos los países, estos a su vez se reunieron para
elegir el Gobierno Mundial.
Aquí se
plantearon gravísimas divergencias, entre los países «pequeños» y los
«grandes».
Los primeros
sostenían el principio de «un país, un voto», en tanto los segundos opinaban
que el número de votos de cada país debía ser variable, en función de su
población y «peso especifico».
Ante la
decisión de los «pequeños» de poner el asunto a votación, Estados Unidos y la Unión
Soviética amenazaron con reinarse de la Asamblea, amenaza que fue apoyada por
numerosos pises de Centro y Sur América y del este europeo y Asia.
Se cedió a la
presión de los grandes, que se reunieron para determinar el número de votos
que correspondía a cada uno de los seis o siete países participantes.
Al llegar a
este punto, el acuerdo fue imposible, por las irreductibles posiciones de los
tetados Unidos y la Unión Soviética, ambas redamando para si el mayor número de
votos.
Paralelamente
a esta disensión —y al calor de ella— surgieron graves divergencias entre
numerosos países de los llamados «pequeños».
Dos de ellos,
en un extremo del mundo, llegaron a la guerra abierta y ésta fue la primera vez
—pero no la última— que los humanos se enfrentaron y mataron, tras haberse
liberado de la dominación galáctica.
En los países
«grandes» aparecieron bandas armadas que, con distintos pretextos, se dedicaban
al asesinato y al pillaje.
Las ciudades
se hicieron peligrosas para la vida de los que en ellas habitaban, por la
alarmante proliferación de ladrones y asesinos.
Por otra
parte, de la pobreza inicial, en la que todos participaban, se fue pasando
gradualmente a la acumulación de riquezas por unos pocos, lo que obviamente
produjo el empobrecimiento de los demás.
De estas irritantes
diferencias no se salvaba ningún país,
aunque en los «pequeños» eran mas visibles que en los «grandes».
Los años
seguían pasando y el adelanto material e, incluso, el ascenso en el nivel de
vida de los humanos, seguía siendo constante; sin embargo, los habitantes de la
Tierra parecían día a día menos felices.
Se buscaron
diversas explicaciones a esta infelicidad, pero se soslayó premeditadamente el
motivo principal: que los seres humanos ya no se reconocían como tales.
Eran los
ciudadanos de un país o de otro, pero no ciudadanos de la Tierra.
Además, si
habían nacido en el país A, estaban obligados a odiar a los ciudadanos del
país Z y viceversa, porque doscientos años antes ambos estados habían luchado
ferozmente entre sí.
Como, a través de los miles de años de historia de la humanidad, prácticamente todos los países habían luchado contra otros alguna vez, pues todos los ciudadanos del mundo se odiaban entre sí.
CAPITULO XIII
Tras haber sido
violentamente separado de la Presidencia del Gobierno Provisional, Carlos, años
atrás casado con Denise y ya con varios hijos sin problemas genéticos, se
construyó una modesta casa en la población de la que saliera tantos años atrás
en busca de su identidad.
Poco a poco,
se fueron acercando a él los otros sobrevivientes de Operaciones Especiales,
así como varios de los disidentes galácticos, también alejados de la función
pública por las nuevas autoridades, por conceptuárseles como «sospechosos».
Así, con el correr
de tos años, se fue formando alrededor de la casa de Carlos y Denise una
pequeña comunidad, ame científico-intelectual y campesina.
Carlos ya tenía
bastantes canas en su cabeza y Denise era una mujer madura, aunque siempre con
su elegante aspecto y decidido carácter.
Apartados de los
centros de poder, la vida de todos transcurría plácidamente, entre el cultivo
de la tierra, la comercialización de lo producido y los largos momentos de
ocio, generalmente invertidos en largas charlas sobre «los viejos tiempos»,
La totalvisión
les mantenía al tanto de lo que ocurría en el mundo, pero ellos se consideraban
al margen de él.
Ya habían
hecho lo suyo por la humanidad. Ahora ella podía gobernarse sola.
Aunque algunos
de los antiguos disidentes mantenían sus pasiones científicas y habían montado
pequeños laboratorios en los que experimentar, la ilusión de todos era ver
crecer a los hijos y envejecer en paz.
Pero las
noticias de la totalvisión parecían decididas a no permitirles cumplir tan
modesto plan.
Ya se podía
hablar de dos bloques bien definidos, en los que estaba dividido el mundo.
Aunque esto no
significaba que no existieran diferencias entre los miembros de un mismo
bloque.
Así las cosas,
las tropas de uno de los «cabeza de bloque» invadió el territorio de un país
vecino, aduciendo ininteligibles motivos.
La potencia
«cabeza» del otro bloque declaró que esa acción rompía el equilibrio mundial y dio a entender bien claramente que estaba
decidida a ir a la guerra por tal causa.
Ni corta ni
perezosa, la otra potencia le declaró la guerra y comenzó a mover tropas y
aviones.
Para Carlos y
sus amigos —como para todos los ciudadanos conscientes— otra guerra nuclear
seria el fin definitivo de la Tierra como lugar habitable, pero nada podían
hacer para impedirlo, más que rezar, llorar y blasfemar.
Entonces,
cuando ya nada parecía poder evitar la hecatombe entre humanos, ocurrió algo
que sí lo evitó.
Los servicios
de detección y alarma de los dos bloques anunciaron la aproximación a la
Tierra de naves procedentes de otra galaxia.
Los estados
mayores de las potencias ordenaron la detención de los inminentes ataques y
consultaron el calendario.
Hacia ya más
de veinte años que los galácticos habían sido expulsados de la Tierra; por
tanto… ¡eran sus naves las que llegaban para volver a apoderarse del planeta y
esclavizar a sus habitantes!
Los
gobernantes de las dos potencias «cabeza» de bloque, se pusieron en contacto
directo y convinieron es que la situación era de extrema gravedad.
En un
comunicado conjunto redactado en cinco minutos, se informó a todos los humanos
que «las diferencias que nos separaban eran mínimas y ahora es el mundo entero
y unido quien debe hacer frente a esta inicua agresión».
Eran las
mismas palabras que se habían empleado para condenar la invasión que acababa de
realizar la potencia, pero ésta no pareció advertir la identidad, o no le dio
importancia.
En un franco
tren de hermandad planetaria se decidió unificar las fuerzas para hacer frente
al enemigo común.
Pero entonces
volvió a surgir un escollo realmente insalvable: ¿quién comandaría a ese
ejército planetario?
Ambas
potencias ofrecieron, claro está, a sus mejores generales... que eran
sistemáticamente rechazados por la otra. Y viceversa.
Un grupo de
países propuso la elección de un comandante en jefe que perteneciera a algún pequeño país, sin
posibilidades ni aun remotas de hegemonía universal, pero esta posibilidad
transaccional también fue rechazada. Se adujo que un militar así no podía tener
la capacidad necesaria para tal empresa.
Las cosas
estaban en un punto muerto míe amenazaba con ser un símbolo del porvenir que esperaba
a la humanidad —ya que los servicios de detección anunciaban la rápida
aproximación de la flota invasora— cuando a un oscuro oficial de enlace de uno
de los estados mayores, se le ocurrió
mencionar el nombre de Carlos.
Sus jefes
aceptaron entusiasmados la posibilidad de su nombramiento, ya que imaginaron
que podrían atraerle para su bando —«se trata de un buen militar, pero sin la
menor experiencia política»— y, curiosamente, el Estado Mayor de la otra potencia
también lo aceptó y por la misma causa.
Carlos estuvo
a punto de echar con cajas destempladas a la delegación de la Asamblea de
Naciones que fue a proponerle tan honroso nombramiento, pero la insistencia de
Denise y de sus amigos y, por sobre todo, la extrema gravedad de la situación,
le forzó a aceptar.
Para
enfrentarse a los galácticos, Carlos tenía una gran ventaja sobre sus
congéneres, especialmente los de las nuevas generaciones: era el único que
conocía la real y profunda cobardía de sus enemigos.
Por eso no
demoró ni un instante, tras su designación como comandante en jefe.
En primer
lugar, se dirigió al mundo entero por totalvisión, para hacer conocer a todos
los humanos su designación, la gravedad del momento, la peligrosidad del
enemigo y, finalmente, su seguridad absoluta en el triunfo.
Sus palabras y
su presencia dieron una nueva tónica a las tropas, cansadas de luchas
intestinas. «Pelear por la humanidad es algo grande», se decían.
Después,
decidió atacar antes que los invasores pudieran poner su pie en el planeta.
Al frente de
centenares de las más sofisticadas aeronaves de combate de que la Tierra podía
disponer, se dirigió como una flecha hacia el punto por el que los galácticos
se acercaban al planeta.
Los invasores
esperaban encontrar un mundo dividido y con moral de derrota, cuando sus
detectoras anunciaron la presencia de tal cantidad de aeronaves que se
dirigían hacia ellos, el miedo —su viejo fantasma— hizo presa en oficiales y
soldados.
Casi por
inercia, siguieron en lo que ahora era casi un rumbo de colisión y, en efecto,
el encuentro se produjo.
De la primera
andanada terrestre, tres grandes aeronaves de transporte galácticas explotaron
y se desintegraron en el espacio.
Para los demás
fue suficiente. Sin disminuir la gran velocidad que llevaban, giraron en
redondo, poniendo proa a la remota pero segura Celestia.
Tras los
grandes homenajes oficiales y la alegría por el —para los humanos— incruento
triunfo, Carlos se dispuso a volver a su cabaña y a Denise y a sus amigos.
Pero entonces
ocurrió algo extraño. Los soldados, sus soldados, y miles y miles de civiles,
exigieron y lograron que permaneciera al frente del Gobierno Mundial que
nunca había podido constituirse antes.
«Por si vuelven los galácticos...», dijeron.
FIN