Tras el seudónimo de Henry Keystone se encontraba Enrique Montoro Sagristá, un autor nacido en Barcelona el 6 de abril de 1926, pero residente durante gran parte de su vida en Valencia, ciudad en la que falleció el 7 de julio de 1985, razón por la cual se le puede considerar miembro a todos los efectos de esa escuela valenciana de la que se nutrió mayoritariamente la colección Luchadores del Espacio.
Su biografía, a grandes rasgos, presenta bastantes similitudes con las de otros compañeros suyos de profesión: Militante falangista desde muy joven, participó como voluntario en la División Azul cuando apenas debía de contar con unos diecisiete o dieciocho años de edad. De su primera etapa como escritor, hacia finales de los años cincuenta y principios de los sesenta, datan las cuatro novelas que publicó en Luchadores del Espacio y otras tres en Western, la colección del oeste de Editorial Valenciana. Con posterioridad a la desaparición de Luchadores del Espacio Enrique Montoro habría de convertirse en uno de los más prolíficos escritores españoles de novelas de a duro, utilizando profusamente tanto su antiguo seudónimo como otros nuevos, tales como Cass Donovan o Henry Burney.
Una gran flota de astronaves esperaba el momento de despegar. Posadas sobre las alargadas pistas
del campo King, base secreta situada al Sur de los Estados Unidos, las brillantes
naves ofrecían un fantástico aspecto.
Seis de ellas parecían grandes navíos del espacio.
De alargadas y finas líneas terminaban en una afilada proa. Eran grandes
aparatos de combate de gran radio de acción interplanetario. Medían 250 pies (1) de extremo
a extremo y su tripulación la componían veinticinco hombres.
Un poco separadas de las naves de combate aparecían
tres extraños aparatos de forma circular. Eran los transportes y su dotación la
componían cincuenta hombres perfectamente adiestrados. Cinco muchachas
pertenecientes al Servicio Auxiliar Femenino, tenían a su cargo el control de
los instrumentos más delicados.
La flota estaba esperando a su jefe que estaba
recibiendo las últimas órdenes.
Clay Steele era un hombre de gran personalidad,
dotes de mando y de organización. De cabeza firme, siempre sabía lo que había
que hacer y pensar. Ingeniero electrónico y comandante de astronaves, había
estado sometido a un duro entrenamiento, igual que los trescientos hombres y
las cinco muchachas, para poder enfrentarse con la dura prueba que
representaba aquella expedición en gran escala.
La misión era peligrosa y de gran responsabilidad.
La existencia del planeta Tierra dependía del éxito que ellos tuviesen. Clay
Steele lo sabía, como también sabía que las existencias de minerales se estaban
agotando a pasos agigantados y que dentro del plazo de cinco años la Tierra no
tendría ni un solo gramo de cualquier mineral. El ritmo de la vida moderna, las
grandes necesidades de la industria pesada y las exigencias bélicas estaban
agotando todas las minas del planeta. Cinco años de plazo para hallar una
solución... y la solución estaba en aquellas naves y aquellos hombres que le
estaban esperando en las pistas de despegue.
Iban a conquistar, explorar el planeta Sarto del
sistema de la estrella Casiopea. Sarto estaba completamente deshabitado pero
todo él era una enorme mina de los más preciados minerales. El rico planeta se
iba a convertir en la salvación de la Tierra, y él, Clay Steele, de 32 años,
era el encargado de ello.
Interrumpió sus pensamientos cuando una puerta se
abrió y fue invitado a entrar en un amplio despacho. Un general del Mando Conjunto
Terrestre le estaba esperando.
—¿Cómo están estos ánimos?—preguntó el general
tendiendo una mano al comandante de la expedición.
—Perfectamente, señor. Solamente esperando el
momento de despegar.
—Lo hará en seguida, pero primeramente quiero
recordarle unas cuantas cosas. Sé que no sería necesario pero su misión tiene
vital importancia para todos nosotros.
—Lo sé, señor.
—El petróleo hace ya años que ha desaparecido del
subsuelo. Uranio solamente queda el que está en los almacenes. Estatoflúor,
tungsteno, litio, berilo, titanio, etc., minerales de gran valor, para la
construcción de armas, astronaves, aparatos de precisión y para las mil
necesidades modernas, están llegando rápidamente a su agotamiento. Sin estos
minerales no podemos subsistir. Todo nuestro aparato de defensa y de ataque
quedaría anulado. Nos urge renovar y crear nuevas reservas... y éstas están, en
cantidades enormes que nunca llegaremos a consumir, en el planeta Sarto. Ya
sabe usted cuál es nuestra situación y también lo que el Mando Conjunto espera
de usted y sus hombres. Lleva las mejores astronaves, el mejor material y el
personal más especializado que tenemos. Usted es un experimentado jefe; la
expedición no puede fracasar. ¡No debe fracasar!
Clay había estado escuchando silenciosamente las
palabras del general, sin que ni siquiera un músculo de su curtida cara se
moviese. Cuando el alto jefe calló, se limitó a preguntar:
—Le he comprendido. ¿Algo más, señor?
—Nada más, Clay, puede emprender el vuelo dentro de
cinco minutos... y buena suerte.
—Gracias, señor, la necesitaremos.
Después de salir del despacho, Clay se encaminó
rápidamente hacia las pistas de despegue. Todas las tripulaciones estaban ya en
sus sitios y solamente aguardaban la orden de despegar.
Clay subió rápidamente a la astronave-comandante y
ocupando su lugar ante los mandos y el aparato, levantando la proa empezó a
deslizarse y emprendió el vuelo.
Una tras otra las cinco restantes fueron elevándose
en pos de la nave comandante. Cuando el grupo de las astronaves de combate se
hallaba ya en pleno vuelo, las tres de transporte se elevaron velozmente en
despegue vertical y se unieron a la formación.
Clay, empuñando los mandos, lanzó a toda la flota a
través de los desolados campos del espacio. La gran prueba había dado comienzo
y serían necesarias todas sus fuerzas para llevarla a feliz término, pero él
era un hombre que se superaba ante las dificultades. Mentalmente, mientras la
formación se iba alejando raudamente de la Tierra, que vista desde aquellas alturas
ofrecía un color verde azulado, pensaba en las fuerzas que tenía a su mando.
Las seis astronaves de combate, armadas con cañones
electrónicos disparaban pesados proyectiles desintegradores capaces de reducir
a la nada una ciudad en breves momentos. Pesadas ametralladoras de cuatro tubos
podían apoyar el fuego de los cañones. Además, cada una de las naves llevaba en
su interior a tres «bellotas». Así eran llamados unos aparatos individuales que
se desplazaban a grandes velocidades y que reunían una gran potencia de fuego.
Las «bellotas» tenían la particularidad que podían despegar desde el mismo
interior de las astronaves. Las tres naves de transporte con una capacidad de
150 toneladas cada una iban repletas de material. Grúas, aparatos
perforadores, sondas acústicas, tractores-oruga, almacenes prefabricados,
refugios, en fin, todo cuanto era necesario para montar una cabeza de puente
en Sarto y emprender las exploraciones en busca de los minerales. La expedición
había sido tan concienzudamente preparada que nada faltaba. Ni las antiguas
exploraciones de la Antártida fueron tan completas. Clay y sus hombres
disponían de toda clase de material y de armamento, incluso contaban con un
laboratorio de grandes dimensiones.
Los trescientos hombres habían sido cuidadosamente
elegidos. Ninguno llegaba a los treinta años, solamente él los rebasaba,
bueno, también estaba Crosbow que tenía 40, pero había que tener en
consideración que había sido el primer hombre que había salido del campo de
atracción de la Tierra y había puesto pie en la Luna. Crosbow era el jefe de
cocina pero además era el pionero del espacio y sus opiniones siempre eran
tenidas en cuenta, incluso en el Mando Conjunto Terrestre.
Los mandos habían sido cuidadosamente seleccionados,
la prueba de ello era que su lugarteniente y segundo jefe de la expedición era
el famoso Alfred Deisch, un hombre que iba a cumplir los treinta años y ya
había derribado cincuenta y tres astronaves enemigas en la última guerra
sostenida contra los rebeldes de Urano, Había trabajado como trapecista en un
circo y desde allí salió para ingresar en las Fuer-zas Atmosféricas de la
Tierra. Era un hombre de estatura mediana pero poseía una fuerza sobrehumana.
En su cuerpo no existía ni un solo gramo de grasa, todo eran músculos y nervio.
Ni él mismo hubiese elegido tan acertadamente un ayudante.
También formaba parte de la expedición un conocido
técnico en mineralogía, Dimitri Osenkoff. Aún no había cumplido los treinta
años; era de origen ruso y como tal amante de la música, incluso en el
interior de la astronave continuaba tocando su acordeón.
Philip Sunders, Dennis Axelson, este último, jefe de
tropas de asalto interplanetarias; Donald Traver, Linsay Headley y Willie
Bramleys. Finalmente estaba Michel Smart, jefe de las naves de transporte. Este
era el estado mayor de Clay, un brillante conjunto de terrestres a la conquista
de otro mundo.
Entre las muchachas había una médico y otra
enfermera diplomada. Habían sido incorporadas a la expedición por su capacidad
para el estudio de los complicados instrumentos de vuelo electrónico, trazado
de las cartas atmosféricas y levantamiento de planos del planeta. Era personal
especialmente adiestrado en estos delicados trabajos.
Clay inclinó la cabeza hacia Deisch que, sentado a
su lado también parecía sumido en sus pensamientos y dijo:
—Llama a Traver, quiero hablar con él.
Alfred Deisch se levantó y se encaminó hacia la
parte de popa en busca del llamado. Podía haberlo hecho por el teléfono
interior pero prefirió estirar las piernas y de paso ver a Saturnia Chaves,
una bella mejicana encargada de las pantallas de radar de larga distancia.
Cruzó distintos departamentos ocupados por grupos de
hombres dedicados a sus trabajos hasta que finalmente llegó donde estaba la hermosa
mejicana.
—¡Hola, Saturnia!—saludó con la mejor sonrisa—.
¿Has visto a Traver por algún lado?
Los almendrados ojos de la muchacha se levantaron
mirando curiosamente al rubio Deisch y haciendo un mohín de sorpresa contestó:
—No, no lo he visto pero a lo mejor si miras detrás
de ti lo encontrarás rápidamente.
Deisch sintió que los colores acudían a su cara al
sentir la gran carcajada que dejó escapar Donald Traver a sus espaldas. Se
volvió y rápidamente, para escapar del apuro y de la sardónica sonrisa que
empezaba a aparecer en los rojos labios de la mejicana dijo:
—Vamos, Traver, el jefe quiere hablarte.
—Bien, vamos a ver qué quiere Clay—contestó Traver
levantándose.
Los dos hombres se dirigieron hacia la cabina de
mandos pero antes de llegar a ella, Traver se detuvo y mirando al segundo jefe
de la expedición dijo:
—Saturnia es tan bella como el planeta que lleva su nombre ¿verdad, amigo? y tú, como es natural sientes unos locos deseos de hacer un vuelo de reconocimiento a su alrededor ¿me equivoco?
—No, no te equivocas, pero esta muchacha me hace
perder el rumbo más a menudo de !o que yo quisiera. Créeme si te digo que a su
lado me siento un chiquillo.
—¡Hum! mala señal es esto. No me extrañaría que el
jefe tuviese que celebrar una boda en pleno vuelo... o dos, pues a mí me tiene
preocupado su amiga Sonya. Ya sabes que es médico y cada vez que la veo me
entran unas ganas locas de ponerme enfermo.
Deisch sonrió al ver la cara de tonto que ponía su
amigo cuando hablaba de la maravillosa Sonya, pero su sonrisa se borró cuando
pensó que también él debería poner una cara parecida al hablar de Saturnia y
murmuró mientras entraban en la cabina de mando:
—¿A quién se le ocurrió la brillante idea de incluir
mujeres en esta expedición? Seguramente a un hombre casado para complicamos la
vida a todos.
Donald Traver se acercó a Clay y respetuosamente
preguntó.
—¿Quería verme, jefe?
—Sí, siéntate que deseo hacerte unas preguntas.
Traver obedeció y esperó a que Clay conectase el
piloto automático. El vuelo no ofrecía ninguna dificultad y era tan sencillo
como lo era antiguamente dar un paseo en un armatoste llamado bicicleta. El
rumbo interplanetario era trazado con anterioridad a emprender el vuelo. La
trayectoria quedaba registrada en una cinta y después, un pequeño cerebro
electro-magnético controlaba el piloto automático y la astronave así
dirigida, volaba hacia su destino sin el menor error. Si algunas veces el
hombre cogía los mandos lo hacía más que nada para romper el aburrimiento que
siempre los dominaba en los largos vuelos interplanetarios.
—Traver—empezó diciendo Clay—tú fuiste el primero
que voló sobre el planeta hacia el cual nos dirigimos y a pesar de que he visto
todas las fotografías y películas que tomaste me gustaría tener una versión
más directa de las cosas y tú eres el único que puede dármela.
—Con mucho gusto lo haré, pero poco puedo contarle
ya que casi no vi nada. Todo el trabajo lo hicieron los aparatos de a bordo.
Verá, Sarto es un cuerpo celeste cuatro veces mayor que la Tierra. Está
bastante alejado de su sol, que en este caso es la estrella Casiopea. A simple
vista me pareció un planeta muerto, sin atmósfera, sin agua y de una horrible
soledad. Los contadores Geiger y las sondas electrónicas señalaron una gran
riqueza de minerales y la presencia de una fuerte radioactividad y no me extrañaría
nada que encontrásemos «radium» y «cadmiun» en estado puro.
—¿Observaste si había presencia de vida, de
cualquier clase de ella, por rudimentaria que fuese?
—Si se refiere usted a vida animal o vegetal, no.
Ni el menor rastro. Visto desde el aire, Sarto parece una gigantesca esfera de
hielo dando vueltas lentamente.
—¿En el viaje de exploración viste alguna nave de
algún otro planeta?
—No. No tuve el menor encuentro en el espacio.
—De momento nada más, Traver, y gracias por la
información.
La flota, en vuelo abierto continuaba su ruta. No
tardarían mucho en llegar a su destino. Los vuelos interplanetarios hacía años
que habían dejado de ser un problema. La ciencia había avanzado velozmente en
el campo atmosférico y cada día que transcurría se iba perfeccionando más y
más. Los grandes problemas que primeramente se habían presentado se habían resuelto,
con dificultades, pero habían sido solucionados. La aceleración de despegue,
la gravitación, la fricción del aire sobre las naves, el combustible para
largas distancias, etc., todo fue solucionado. Desde luego algunas vidas y
fracasos costó adquirir esta experiencia, pero siempre es necesario el
sacrificio de unos pocos en beneficio de los más.
Las naves se estaban ya acercando a su punto de
destino. Sarto empezaba a brillar con luz blanca entre las oscuras sombras de
la noche sideral.
Clay ordenó que todas las naves comprobasen el
funcionamiento de sus rayos cósmicos, cañones electrónicos y ametralladoras
desintegradoras. Su larga experiencia le decía que nunca se deben descuidar las
armas cuando se va a un mundo desconocido. Una vez seguro de que el armamento
de toda la flota se hallaba en condiciones de entrar en combate si éste era
necesario, inclinó la proa de su astronave hacia el planeta que se ofrecía a
sus pies.
La verdosa luz de Casiopea lo alumbraba pálidamente
cubriendo la superficie de fantasmagóricas sombras de color oscuro entre las
informes masas de mineral.
Volando a baja altura buscando un lugar apropiado
para el aterrizaje, Clay observó que el planeta parecía un enorme mar que
hubiese quedado petrificado en medio de una horrorosa tempestad. Grandes masas
de materia, parecidas a ingentes olas convertidas en piedra, aparecían por
doquier. Iba a ser difícil encontrar un lugar llano para tomar tierra.
Finalmente Clay observó un pequeño claro entre unas elevadas montañas. Dio la
orden a todas las astronaves y disparando los cohetes retropulsores se lanzó
sobre la superficie.
La primera en aterrizar fue la pilotada por Clay y
detrás de ella fueron tomando contacto con la superficie del planeta el resto
de las naves de combate. Los pesados transportes, en descenso vertical fueron
a ocupar su lugar junto a las que primeramente habían aterrizado.
Los terrestres terminaban de tomar posesión del
planeta Sarto, del sistema Casiopea.
* * *
Un extraño campamento había brotado sobre la
superficie del planeta. Multitud de hombres cubiertos con escafandras y
vistiendo trajes azules de superficie, con los tres depósitos de aire a la
espalda y calzando pesadas botas, se movían de un lado para otro. Grandes
tractores de arrastre y pesadas grúas, así como ligeros vehículos-orugas, iban
saliendo de las abiertas compuertas de las naves-transportes.
Clay, antes que nada quería dejar montado el
campamento central y así disponer de un refugio seguro en donde poder habitar
libremente y una vez montado el sistema de aire acondicionado desprenderse de
las vestiduras de superficie.
Mientras Osenkoff procedía a organizar el laboratorio
y las grandes grúas ensanchaban el claro, Clay llamó a Dennis Axelson y le
ordenó:
—Dennis, elige a tres hombres de tu confianza y
mándalos a hacer un amplio reconocimiento del terreno. Quiero saber lo que
tenemos enfrente, bajo nuestros pies y también sobre nuestras cabezas.
—De acuerdo. No te preocupes que no tardaremos en
saberlo.
En aquel momento llegó Osenkoff completamente
dominado por la emoción, casi tartamudeando dijo.
—¡Clay! ¡Clay! ¡esto es un paraíso! Escarbando un
poco para fijar las paredes del laboratorio me he encontrado con un yacimiento
de cadmio. Si esto ha ocurrido sin buscarlo ya me dirás qué ocurrirá cuando
empecemos la búsqueda organizada y con aparatos detectores. Si te parece bien
voy a comenzar a profundizar en este filón.
—Bien—respondió Clay sin demostrar emoción
alguna—puedes empezar cuando quieras. Tienes todos los aparatos necesarios y el
personal. Ya sabes que la cuestión de los minerales es cosa tuya.
—Gracias, voy a abrir un pozo y unas galerías
laterales.
El técnico en mineralogía se alejó dando saltos de
contento.
—Voy a mandar a estos tres hombres a que hagan este
reconocimiento del terreno—dijo Axelson.
—Sí, ha2lo rápidamente, pues tengo gran interés en
ello.
Cuando el oficial de las tropas de asalto interplanetario
se hubo alejado, Clay continuó ordenando la formación del campamento. Poco a
poco fue tomando forma y horas después del aterrizaje todo estaba completamente
organizado.
Las pantallas de radar se elevaban sobre los
edificios prefabricados y una enorme cúpula de plástico ocupaba el centro de
aquella base.
Clay se encontró con Yolanda Darnhill, jefe de las
cinco muchachas. Yolanda era una espléndida morena, de 25 años, no muy alta
pero perfectamente formada. Ni el pesado traje de superficie lograba borrar lo
agradable de su silueta. Era además enfermera diplomada y su gran belleza
resaltaba dentro del cristal ele la escafandra de seguridad.
—Yolanda, supongo que ya tendréis montados todos
los aparatos y que tus muchachas estarán debidamente alojadas. Yo no os he
podido atender en medio de tanto trajín.
—Sí, Clay, todo está en orden y ahora venía a
decirte que si te interesa te podemos hacer un claro inventario de todo lo que
tenemos.
—No estaría de más. Mañana mismo vamos a emprender
las exploraciones para tener una clara idea de las distintas clases de mineral
que existen en este planeta y nos será necesario.
—Mañana a primera hora lo tendrás en tu
poder—respondió la muchacha mientras se alejaba.
Clay la siguió con la vista mientras se decía a sí
mismo:
—«Siempre tengo que encontrarme con ella cuando más
trabajo tengo. Me gustaría estar un rato en su compañía pero se ve que esto no
lo lograré nunca.»
Estaba todavía sumido en sus agradables pensamientos
cuando llegó Dennis Axelson para decirle entre alarmado y preocupado:
—Clay, los tres hombres que mandé a explorar la
superficie del planeta aún no han regresado y esto empieza a alarmarme.
—¿Hace mucho que salieron?
—Sí, han tenido tiempo sobrado de volver.
Francamente, no lo entiendo. En este planeta no pueden haberles ocurrido muchas
cosas. Lo máximo una caída o rotura del traje de superficie, pero sería una
fatalidad que a los tres les hubiese ocurrido lo mismo.
Clay se quedó unos momentos pensativo, ordenando
sus ideas. Finalmente dijo:
—No sabemos qué es lo que hay en este mundo
totalmente desconocido para nosotros y por lo tanto no podemos vivir confiados,
así es que forma una patrulla, toma el mando de ella y ve en busca de estos
tres hombres. Id fuertemente armados y no os confiéis mucho. Recuerda que
siempre aprendemos algo nuevo en cada mundo que hemos visitado.
—No lo olvidaré y voy a partir inmediatamente.
También a Clay le había preocupado, por no decir
alarmado, la noticia que le había dado Axelson. No era normal que tres experimentados
hombres, acostumbrados a la vida interplanetaria se hubiesen perdido en la
superficie de Sarto, además, llevaban aparatos de orientación que no estaban
sujetos a ningún error. No, a aquellos hombres tenía que haberles ocurrido algo
¿qué? El tiempo se encargaría de aclararlo y lo único que podía hacer era
esperar que no hubiese sido lo peor.
Osenkoff había empezado sus perforaciones y
profundizaba rápidamente. Había establecido cuatro turnos y desde el mismo
momento que había desembarcado no había cesado de trabajar. Las grúas y los
tractores de cuatro orugas funcionaban sin descanso y el ruso había ya abierto
una enorme boca de mina.
Clay vio como la patrulla mandada por Axelson se
iba alejando siguiendo las huellas dejadas por los primeros hombres que habían
partido y no apartaba su vista del grupo cuando a su lado sonó la voz de
Deisch:
—¿Ocurre algo de particular?
—Sí, ya se ha presentado la primera preocupación.
Tres hombres que mandé a explorar el terreno no han regresado.
—¿Va Axelson en su busca?
—Sí, no podemos descuidar nada hasta que no
tengamos; la seguridad de saber cuál es el terreno que pisamos.
—Tengo la impresión de que este planeta nos va a dar
muchas sorpresas... desagradables. Mira, Clay, estas grandes masas de piedra
pelada, sin vestigios de vegetación, las profundas hendiduras y lo accidentado
del terreno. Esta árida desolación se extiende hasta donde llegan nuestras
miradas. No, nada bueno puede salir de aquí. Esta luz verdosa que manda
Casiopea ayuda aún más a dar un aire tétrico a este mundo mineral.
—No seas pesimista, aún es pronto. A los tres
hombres pueden haberles ocurrido muchas cosas sin necesidad de que sean las
peores. Vamos al interior y esperaremos las noticias de Axelson que estará en
contacto con nosotros por radio.
Los dos hombres penetraron en el interior de la gran
cúpula de plástico y después de desprenderse de la escafandra se sentaron ante
los aparatos emisores-receptores y aguardaron la primera llamada del jefe de
las tropas de asalto,
Yolanda y Saturnia que atendían las pantallas de
radar y las sondas electrónicas y acústicas que desde el exterior manejaba
Osenkoff, miraron sorprendidas a los dos jefes de la expedición. No era
normal en ellos tener cara de pocos amigos.
—¿Qué ocurrirá ?—preguntó la bella mejicana.
—No sé, desde luego algo importante será cuando
traen estas caras—respondió Yolanda.
—¿Por qué no se lo preguntas a Clay? Tú tienes una
buena amistad con él ¿verdad?
—Mira, Saturnia, la experiencia me ha enseñado que
nunca se debe preguntar nada a un hombre cuando éste está con cara de enfado.
Generalmente sueles pagar los platos rotos. No te preocupes que ya lo sabremos,
ellos mismos nos lo dirán.
Clay empezó a manipular en los aparatos y una vez
establecidas todas las conexiones llamó al jefe de la patrulla.
—Axelson, Axelson, si me oyes contesta. ¿Me oyes?
Después de irnos momentos de silencio, de un penoso
silencio que parecía pesar en el interior de la cúpula, Axelson contestó.
—Te oigo perfectamente, jefe. Voy siguiendo las huellas
de nuestros tres hombres pero aún no he logrado dar con ellos. Los pasos van en
dirección noreste de la brújula electrónica. El paisaje es el mismo que tenemos
alrededor de las naves. El termómetro exterior señala 49 grados bajo cero y
continúa bajando a medida que avanzamos. El terreno es de los más infame que he
conocido en mi vida. Hay que ir con mucho cuidado y tantear continuamente, pues
ya nos hemos hundido dos veces hasta la cintura en una especie de pozos que
quedan cubiertos por una fina capa de hielo cristalizado. Esto me parece raro,
pues aún no he visto ni la más ligera señal de que exista agua.
—Continúa buscando a nuestros exploradores pero no
descuides ninguna precaución.
—No te preocupes. Sería conveniente que mandases a
una de las pequeñas naves-bellotas para hacer una exploración desde el aire. El
aparato podría volar a baja altura y nos sería de gran ayuda.
—Ya lo he pensado, pero nos encontramos con la
dificultad de que no podríamos escrutar los desfiladeros estrechos ni el
interior de las grandes grietas. De todas formas cuando regreséis yo mismo
pilotaré una de estas navecillas. No pierdas el contacto con nosotros que
estamos a la escucha.
—No lo perderé.
Clay y Deisch se miraron como queriendo decir «esto
no va tan mal como nosotros creíamos».
Esperaban la próxima llamada de Axelson cuando desde
el interior de la mina que había abierto Osenkoff llegó la llamada de éste. Su
voz sonaba ronca y no a causa del micrófono, sino de la emoción que dominaba al
ruso.
—¡Clay! ya lo tengo... ¡he encontrado uranio puro!
pero esto no es todo. ¿Estás sentado? bien, mejor, así no te caerás. Ahora
escucha con atención. ¡Estoy trabajando sin escafandra! ¡he hallado una
atmósfera interior! sí, perfectamente respirable, quizá sea más rica en oxigeno
que la normal en la Tierra, pero apenas se nota la diferencia. Ahora te dejo,
pues el trabajo es abrumador. No pienso volver a la superficie hasta que
tengamos que emprender el regreso.
Clay cerró la conexión con la mina y continuó
manteniendo abierta la de Axelson.
—Desde luego, creo que ya empiezan las sorpresas.
Tú te imaginas una atmósfera interior perfectamente respirable en un lugar como
éste.
—No, no me lo puedo imaginar, pero Osenkoff no
bromea. Tendremos que ir a ver esta mina que por cierto tiene que estar ya muy
profunda, pues ha usado todos los aparatos que trajimos.
—Sí, cuando quede aclarado lo de los tres hombres
descenderemos al pozo.
La luz roja que señalaba el contacto con Axelson se
encendió dando el aviso de que éste iba a hablar.
—Clay, aún no he encontrado a los exploradores,
pero continúo siguiendo sus huellas. El aire exterior tiene que ser casi nulo o
de una composición totalmente desconocida porque las partículas de polvo que
levantamos al andar permanecen en el aire durante largo tiempo.
—Ya había observado esto y vamos a proceder a
analizar este extraño aire.
—Escucha, Clay, uno de mis hombres me dice que
parece ser que ya han descubierto a los tres exploradores. Un momento...
La comunicación quedó momentáneamente interrumpida,
seguramente mientras Axelson comprobaba los informes recibidos, después volvió
a reanudarse pero de una extraña forma.
Los receptores de la cúpula registraron una serie de
ruidos y finalmente la voz del jefe de las tropas de asalto volvió a sonar. Solamente
dijo:
—¡Es horroroso! Clay: ya los hemos hallado; están
muertos pero...
Aquí quedó interrumpida nuevamente la comunicación
y a pesar de los esfuerzos de Clay y de Deisch no pudo ser reanudada. Axelson
ya no contestaba a las insistentes llamadas.
—¡Vamos, algo gordo ha ocurrido!—dijo Clay
levantándose rápidamente al ver que sus esfuerzos resultaban inútiles y
seguido de Deisch abandonó la cúpula sin despedirse de las muchachas que,
completamente sorprendidas no comprendían nada de lo que estaba ocurriendo.
Los dos hombres se dirigieron corriendo hacia uno de
los pequeños aparatos bellota y mientras Clay se sentaba ante el cuadro de
mandos y ponía en marcha los motores-cohete dijo:
—Toma el mando, Deisch, y que nadie se aleje de la
base. Primeramente tenemos que aclarar todo esto que está ocurriendo.
—Nadie saldrá de aquí hasta que tú regreses
—contestó Deisch mientras la pequeña nave emprendía el vuelo.
Clay llevó a su aparato, en vuelo rasante, hacia la
dirección que había seguido Axelson y su patrulla. Los rayos infrarrojos le
señalaban claramente las huellas que aparecían sobre la superficie.
Lanzó a la nave por estrechos desfiladeros que
apenas dejaban espacio para que pudiese pasar. Por dos veces rozó las paredes
de piedra con riesgo de estrellarse contra ellas. Otra vez tuvo que ladear el
aparato para pasar entre dos grandes elevaciones petrificadas.
Tanto Axelson como Deisch tenían razón. La
superficie de Sarto era de una aridez desoladora.
Después de unos minutos de vuelo llegó a un pequeño
valle encajonado entre moles de piedra de elevadas alturas. En el fondo algo !e
llamó la atención. Descendió en vuelo vertical y se posó suavemente sobre la
piedra que formaba el suelo. Corrió la carlinga de plástico y después de asir
su ametralladora electrónica, saltó sobre la superficie. Un fantástico cuadro
se ofreció ante sus ojos asombrados. Un cuadro de destrucción y muerte.
Los diez hombres que componían la patrulla de
Axelson estaban allí... y también estaba el propio Axelson, o al menos lo que en
vida había sido una patrulla y su jefe.
Los once cuerpos estaban diseminados en el pequeño
claro entre las montañas. Clay los fue recorriendo uno a uno y finalmente
volvió junto al cadáver da su amigo. Un negro agujero aparecía en el centro de
su escafandra y otro entre sus ojos, que mantenía abiertos. Ni la misma muerte
podía ¡jorrar el asombro que en ellos se había reflejado. ¿Qué podía haber
visto antes de morir?
Clay se inclinó hacia su amigo para recogerlo y
llevarlo a la base. Sus manos se posaron sobre el cuerpo muerto... ¡y solamente
asieron cenizas!
El jefe de la expedición terrestre se enderezó
completamente sorprendido. A simple vista parecía que Axelson había muerto a
causa de un disparo que había roto la escafandra y atravesado su cabeza, pero
ahora empezaba a comprender que el jefe de las tropas de asalto interplanetarias
había muerto de una forma más complicada. Fue recorriendo los demás cuerpos de
los hombres que habían formado la patrulla y todos se deshicieron cuando los
tocaba. Algunos tenían también un agujero en la cabeza, otros a la altura del
pecho y algunos incluso en el vientre. Toda la patrulla terrestre estaba convertida
en cenizas grises... ¡Habían muerto electrocutados...! y la descarga eléctrica
de alta potencia había llegado a ellos en forma de proyectil... ¡Balas
eléctricas! Sí, esto era lo que había causado su muerte.
Clay vio que tendrían que enfrentarse con un
poderoso enemigo y que la lucha iba a ser a muerte. Una lucha sin cuartel sobre
la árida superficie de Sarto.
Clay iba a subir nuevamente a la pequeña nave cuando
recordó que Axelson, antes de morir, le había dicho que uno de sus hombres
había encontrado a los desaparecidos exploradores. Por lo tanto no podían
estar muy lejanos del sitio en que se encontraba.
Apretando fuertemente la peligrosa ametralladora
entre sus manos inició la búsqueda con toda clase de precauciones. No quería
ser cazado por sorpresa como lo habían sido todos sus hombres.
No tuvo que buscar mucho. Los tres exploradores
terrestres estaban muy cercanos... y también muy lejanos.
Los encontró junto a un enorme murallón de piedra de
afiladas aristas, pero no estaban en el suelo, sino pegados materialmente a la
roca. Mentalmente se dijo «pegados como si hubiesen sido proyectados por una explosión».
Observó detenidamente los tres cadáveres y se llevó
una nueva sorpresa. Lo que parecía una simple frase era cierto. ¡Estaban
pegados a la pared de piedra! ¡y lo que les mantenía fijos en ella era una capa
de hielo que hacía las veces de soldadura!
Intentó romper aquella capa de hielo pero fue
inútil. Era duro como el tungsteno.
Regresó a la nave-bellota y mientras la ponía en
marcha un pensamiento martilleaba su mente. Once hombres habían muerto a causa
de proyectiles eléctricos de gran potencia que los habían reducido a cenizas,
en cambio, otros tres habían sucumbido a causa de descargas de hielo que se
habían solidificado sobre sus cuerpos produciéndoles la muerte. Dos formas de
morir completamente distintas. ¿Con qué clase de enemigo tendría que
enfrentarse? Desde luego seria peligrosísimo pero si quería llevar su misión a
efecto tendría que luchar... y vencer.
Apretó fuertemente las mandíbulas cuando su pequeño
aparato sobrevoló el lugar en donde habían sido exterminados sus hombres y
Clay, mirando hacia el pequeño claro que se abría entre las altas montañas
murmuró:
--«Nuestro primer cementerio sin tumbas en el suelo
de este fantástico planeta.»
Dio una rápida vuelta y emprendió el regreso hacia
la base y desde el interior de su acristalada carlinga fue observando el
desolador paisaje que se extendía a sus pies.
Allí, en alguno de aquellos desfiladeros de piedra
dura o en las estribaciones de las peladas montañas, estaba el enemigo
acechando el momento oportuno de desencadenar su ataque.
* * *
...y el ataque llegó. Se abatió sobre el
campamento-base como un huracán devastador. A pesar de las medidas tomadas por
Clay, el enemigo penetró impunemente en el interior del campamento. La
sorpresa fue completa.
Clay se hallaba reunido con los componentes de su
estado mayor cuando uno de los oficiales de las fuerzas que montaban la guardia
exterior penetró en la cúpula en donde estaban reunidos. La cara del hombre
reflejaba un gran terror. Sin pedir permiso ni saludar a nadie empezó a hablar.
—Nos están atacando y han rebasado ya las defensas.
No podemos detenerlos. Hemos hecho fuego contra ellos con proyectiles
desintegradores, con rayos paralizantes, incluso hemos empleado pequeñas
cargas cósmicas, pero todo es inútil ¡no podemos detenerlos!
Clay se puso violentamente en pie y exclamó:
—¿Qué dice usted? ¿se ha vuelto loco?
—No, señor, unos extraños enemigos nos están
atacando y han exterminado a toda la guarnición que teníamos en la primera
línea de defensas.
Todo el estado mayor como un solo hombre recogió
sus armas y rápidamente fueron a ocupar los sitios que tenían señalados.
Clay, ajustándose la escafandra, se lanzó velozmente
hacia las defensas exteriores. Mientras corría hacia ellas sentía como la
ametralladora desintegrante golpeaba su pecho. Cuando terminó de ajustarse el
cristal a su traje de superficie, la empuñó con manos firmes y apoyó su índice
sobre el disparador.
La pálida luz verdosa de Casiopea continuaba
alumbrando la superficie del planeta y a su luz pudo contemplar cómo un
centenar de robots se extendían por el campamento después de haber vencido a
los hombres encargados de la defensa.
Los extraños enemigos avanzaban lentamente, sin
prisas, pero nada parecía que podía detener su marcha destructora. Ante el
punto de mira del arma de Clay quedó encuadrado uno de aquellos artificios
mecánicos. El jefe de la expedición pudo contemplarlo tranquilamente. Eran
altos, seguramente su tamaño andaría cerca de los dos metros. De cuerpo macizo
y potentes extremidades acabadas en manos y pies en forma de pinzas, parecían
construidos de un material totalmente desconocido a los terrestres. Clay
hubiese dicho que la materia era una especie de gelatina consistente. La cabeza
era totalmente cuadrada v en su centro aparecía una pequeña célula parecida a
las foto-eléctricas que se usaban en la Tierra. Parpadeaba continuamente y
cuando quedaba fija en un sitio o persona ésta era rápidamente abatida. Tan
eficaz era su impacto que el ser atacado caía fulminado sobre el suelo,
carbonizado totalmente y bien que conservase su apariencia humana hasta que
alguien lo tocase, entonces se convertía en grises cenizas.
—«Vosotros atacasteis a Axelson y a sus hombres»—murmuró
Clay mientras centraba su arma en el
pecho del robot. Junto al jefe terrestre uno de sus hombres renovaba la carga
de su arma.
Clay apretó el disparador y una andanada de
proyectiles desintegrantes partió del cañón de la mortífera ametralladora...
pero el robot no interrumpió su lenta marcha a pesar de que todos los
proyectiles le habían acertado de lleno. El comandante de la expedición vio
cómo sus disparos... ¡atravesaban a su enemigo sin llegar a estallar!, en
cambio, una de las potentes grúas de superficie que estaba detrás del robot se
transformó en un montón de líquido acero al recibir todos los disparos que lo
habían atravesado.
—No ofrecen resistencia a los disparos, por esto
éstos no estallan ni el radar los ha localizado. Son máquinas tan
perfeccionadas que no pueden ser detenidas con las armas conocidas.
Esto se decía a sí mismo Clay mientras volvía a
disparar contra su enemigo.
La parpadeante célula de su cabeza se inmovilizó y
quedó fija en el hombre que estaba junto a Clay y éste no pudo evitar que
brotase un destello azulado y... el terrestre se abatió como si hubiese sido
apuntillado. Un negro orificio había aparecido en su escafandra y otro en su
cabeza. Otro terrestre terminaba de ser electrocutado a distancia por uno de
aquellos infernales robots.
Clay se lanzó rápidamente al suelo al ver que la
parpadeante célula buscaba su cuerpo. Tumbado, volvió a disparar, esta vez
contra la misma célula. Vio cómo dos de sus proyectiles se estrellaban
directamente contra ella... pero esto fue todo.
El robot continuó su camino destruyendo todo cuanto
se ofrecía a su paso.
Clay lo fue siguiendo con la vista mientras trataba
de hallar una rápida solución para detener aquel devastador ataque.
De pronto el robot se dobló sobre sí mismo y cayó al
suelo convertido en una masa informe. De momento Clay no pudo comprender lo ocurrido,
nadie había disparado ni el robot había tropezado con nada. Nada justificaba
aquella rápida destrucción.
Saltando entre los escombros y los cadáveres que
cubrían el suelo se acercó al destruido enemigo... y entonces comprendió.
El robot había pasado junto a una de las máquinas
que expulsaba vapor de agua hirviendo. El calor había fundido la materia.
El jefe terrestre tenía la solución en sus manos y
no perdió el tiempo. Rápidamente reunió un pequeño grupo de hombres y les dio
instrucciones. Del almacén central fueron sacadas unas finas bolsas de papel
impermeable y llenadas con vapor de agua.
Sosteniendo varia» de ellas entre las manos, Clay se
lanzó a la caza de los robots. Estos estaban diseminados por todo el
campamento. Solamente había quedado libre la boca de la mina y seguramente
Osenkoff aún estaría trabajando sin enterarse de nada. Además, el ruso tenía la
idea de que los problemas de la superficie no le atañían a él.
Clay lanzó la primera de las bolsas contra uno de
los robots. El papel estalló en su cabeza y en cuestión de segundos el
mecanismo enemigo se había convertido en una masa que se estaba diluyendo en el
suelo.
Moviéndose con rapidez entre las ruinas que había
creado el enemigo, Clay continuó la búsqueda de los lentos robots. Tenía que
ir con cuidado, ya que si una de las células parpadeantes quedaba fija en su
cuerpo sería convertido en cenizas grises en un instante.
Agotó las bolsas e iba a renovar su provisión cuando
una mano femenina puso otro montón entre sus brazos.
Clay se volvió para mirar a tan oportuno ayudante y
vio que era Yolanda que durante todo el combate había permanecido a su lado.
—Gracias, Yolanda, como siempre has sido muy
oportuna.
—Algo tenía que hacer, no podía quedarme cruzada de
brazos mientras estos artificios mecánicos o lo que sean, destruían la vida de
mis amigos y amigas.
—Ahora vamos a devolverles lo que nos han dado.
—Sí, pero ellos no son seres humanos. Ni piensan, ni
sienten y ni tan solo existen. Son máquinas de destruir.
—Primero destruiremos las máquinas y después a sus
constructores.
Más de la mitad de los robots que habían penetrado
en la base estaban destruidos. Pero a pesar de ello continuaban su avance.
Seguramente no se pararían hasta que no quedase ni uno o un cerebro superior
les ordenase la retirada.
A pesar de las bolsas, los terrestres continuaban
sufriendo bajas, no en la cantidad de antes pero siempre eran una sensible
pérdida.
Cuando Clay agotó nuevamente su provisión de bolsas
llegó a su lado Deisch que llevaba dos extintores de incendios a presión.
—Toma, Clay, lo he cargado con vapor de aguay creo
que van a dar un resultado estupendo.
Clay asió el que le tendía su amigo y se dirigió
hacia una concentración de robots que se encaminaba hacia las astronaves con la
intención de destruirlas.
Clay y Deisch se interpusieron entre las destructoras
máquinas y sus naves interplanetarias. Dejaron que los robots se fuesen
acercando y cuándo los tuvieron a escasa distancia hicieron entrar en acción
los extintores.
El resultado de la nueva arma no se hizo esperar.
En dos pasadas fue destruida toda la concentración.
—Has tenido una excelente idea. Vamos a ver si
terminamos de una vez con esta pesadilla.
Los dos amigos se lanzaron contra otra nueva
formación de máquinas enemigas. Los extintores lanzaban chorros de vapor
incandescente con gran rapidez y los robots se licuaban al recibir el ardiente
vapor. .Solamente diez quedaban moviéndose entre el campamento y fueron destruidos
cuando iniciaban la retirada.
Cuando el último de ellos fue aniquilado, Clay
sintió que un enorme peso desaparecía de su pecho. Los primeros fomentos habían
sido realmente angustiosos. Se encontraban indefensos ante aquellas diabólicas
máquinas que no podían ser destruidas empleando las armas usuales. Habían
salido victoriosos gracias a una casualidad.
Dejó correr su mirada por todo el campamento-base.
La destrucción había sido importante y el número de bajas también. No había
heridos, ni los habría en aquella lucha. Las armas empleadas por el enemigo
eran eficaces en grado sumo.
¿Cómo desencadenaría el próximo ataque?
—Alfred, reorganiza el campamento y dime exactamente
el número de bajas y material destruido. No podemos perder tiempo, es fácil
que el enemigo no nos dé tiempo a organizar una buena defensa y ataque de
nuevo.
—Voy a hacerlo lo más rápidamente posible.
Cuando Alfred Deisch se alejó para cumplimentar la
orden de Clay, éste se encaminó hacia la cúpula de plástico que se alzaba en el
centro del campamento.
Todo el camino estaba sembrado de cadáveres de
terrestres y de montones de aquella desconocida materia de que habían estado
formados los robots.
Al entrar en la amplia cúpula se encontró con
Yolanda que estaba consolando a Saturnia. La bella mejicana lloraba
desconsoladamente y estaba casi al borde del ataque de nervios.
—¿Qué le ocurre a Saturnia?—preguntó el jefe.
—Que estaba junto a Donald Traver cuando éste
recibió una de aquellas extrañas heridas. Al verlo caer ella quiso ayudarle y
se quedó con las cenizas grises que habían sido el cuerpo de su amigo entre las
manos. La impresión fue superior a sus fuerzas y aunque durante todo el ataque
pudo resistir y ayudar en lo que pudo ahora ha llegado al límite de su
capacidad nerviosa. Además, se hallaba en el exterior, con las demás muchachas
cuando todo el grupo fue destruido. Solamente ella pudo escapar con vida.
—Sí, son demasiadas emociones para un solo día.
¿Cuántas bajas has tenido en tu grupo, Yolanda? Cuando venía hacia aquí me ha
parecido ver el cadáver de una de tus muchachas.
Yolanda Darnhill reprimió la emoción que empezaba a
apoderarse de ella y contestó:
—Saturnia y yo somos las únicas que quedamos del
grupo. Eva Kohener, Key Crosfield y Sonya Sturm han muerto, pero no creas que
murieron sin defenderse. Antes de caer fulminadas por las células parpadeantes
destruyeron varios robots —y al decir esto, los ojos de Yolanda brillaron de
orgullo por la gesta de sus amigas.
—Eran unas valientes muchachas—contestó Clay—.
Generalmente las mujeres sois unas víctimas más de la guerra, pero...
Clay no quiso continuar. Existen cosas sobre las cuales
es mejor no hablar ya que no tienen ninguna razón de ser... y la muerte de las
mujeres en la guerra era una de ellas.
Saturnia continuaba llorando en un rincón cuando
Clay, para dar un cambio a la conversación preguntó:
—¿Dónde vives en la Tierra?
—En un pequeño departamento que tengo en la ciudad
de New York. Es de reducidas dimensiones pero para mí sola es suficiente. Lo
tengo amueblado a mi gusto y tengo también una pequeña terraza que da sobre el
río Hudson. Es un hogar acogedor y en él me siento feliz.
Los ojos de Yolanda se nublaron por la nostalgia
que sentía de su querida tierra.
—Yo—dijo Clay—vivo en un edificio enorme, lleno de
militares. Aunque estoy cómodo en él me gustaría vivir como vives tú. Las
paredes de un edificio grande siempre son frías.
—Te comprendo perfectamente, Clay y si algún día
regresamos a la Tierra te agradeceré que vengas a tomar una taza de café a mi
casa. Verás como te gusta.
Clay iba a contestar cuando entró Deisch con cara
seria.
—El balance es aterrador—dijo a guisa de saludo—las
pérdidas materiales no tienen importancia. Todas las astronaves están
intactas, así como el material pesado, solamente una grúa ha sido destruida.
—La desintegré yo al disparar contra uno de los
robots. Los proyectiles lo atravesaron limpiamente y fueron a estrellarse
contra la grúa que' estaba detrás—-aclaró Clay.
—...pero las pérdidas humanas son enormes —continuó
Deisch. En la actualidad nos quedan noventa hombres, de ellos cincuenta
trabajando en el interior de la mina. Por cierto que he bajado hasta el fondo y
hablado con Osenkoff. Ha abierto un pozo que ya alcanza las tres millas, además
ha perforado galerías estrechas y bajas y está sacando una cantidad enorme de
mineral de uranio. De lo ocurrido aquí arriba no se ha enterado y cuando se lo
he contado ha tomado sus medidas para trabajar tranquilo. Ahora mismo, un
grupo de sus hombres están soldando una plancha de acero que tapará
herméticamente la entrada de la mina.
Clay cogió un lápiz de encima de una mesa y
maquinalmente empezó a trazar garabatos mientras decía.
—Noventa hombres, de los cuales solamente podemos
contar con cuarenta, ya que el trabajo en la mina es de vital importancia.
Cuando tengamos la carga completa para las tres naves-transportes las
mandaremos a la Tierra con una escolta de astronaves de combate y que regresen
con refuerzos. Ahora vamos a prepararnos para rechazar el próximo ataque que no
creo que tarde mucho en caer sobre nosotros. ¿Cuántos oficiales tenemos; aún?
—Tú y yo —fue la respuesta. —No son muchos, pero
vamos a salir del paso aunque tengamos que centuplicarnos. Saca a Crosbow de la
cocina. Tiene la suficiente experiencia interplanetaria para asumir un cargo
de responsabilidad. Que te ayude a colocar a todas las naves alrededor del
campamento, formando un cinturón. Traza un campo magnético de defensa con las
armas de las astronaves de combate. Procura que los cañones electrónicos y las
ametralladoras pesadas queden enfocadas hacia el exterior. Saca también a todos
los aparatos- bellotas y tenlos en disposición de despegue. Los espacios entre
nave y nave tápalos con las grúas y los tractores-orugas. Ahora no los necesita
Osenkoff y a nosotros nos harán un buen servicio. Monta una guardia permanente
y que todo el mundo tenga los ojos bien abiertos. No sabemos con qué clase de
armas nos atacarán y no quiero que se nos metan dentro sin haberlos visto. Los
robots no pudieron ser detectados por el radar y por esto causaron tanto
destrozo. ¿Comprendido?
—Perfectamente, jefe. Dentro de media hora terrestre
estará todo en condiciones de recibir al enemigo.
Antes de salir el lugarteniente de Clay lanzó una
mirada cariñosa a la bella mejicana que ya había cesado en su llanto.
Cuando Deisch hubo partido a organizar la defensa,
Clay se dirigió a las dos muchachas y les dijo:
—Prestadme atención. Ya habéis oído que andamos muy
escasos de personal por lo tanto también vosotras vais a tener que trabajar duramente.
Necesito que estéis pendientes de las pantallas de radar, de los detectores
acústicos, de los registradores de ondas eléctricas y de los visores
telemétricos de rayos infrarrojos. Es completamente necesario localizar al
enemigo antes de que penetre en el interior de nuestras defensas. Vais a tener
que turnaros continuamente pues yo no puedo desprenderme de ningún hombre.
Cuando el ataque caiga sobre nosotros aún seremos pocos para rechazarlo y hasta
que no sepamos contra qué clase de enemigo vamos a tener que enfrentarnos no
nos queda más solución que defendemos como un gato tripa arriba.
—Puedes contar con nosotras—contestó sencillamente
Yolanda.
—Sí, puedes marchar tranquilo que nada se escapará a
nuestra vigilancia—añadió Saturnia—. Tengo deseos de ver destruidos a nuestros
enemigos.
Clay salió al exterior pensando aún que la última
frase de Saturnia no podía ocultar su origen mejicano. Dominado su dolor solo
deseaba vengar a sus amigos muertos.
Se encontró con Crosbow, el ex cocinero que había
querido ser incluido en la expedición aunque fuese ocupando aquel cargo.
—Hola, Clay, parece que volvemos a los buenos
tiempos y que va a haber un hermoso lío del que nadie va a quedar derecho para
contarlo.
—Sí, viejo sanguinario, vamos a tener lo que tú
llamas un «hermoso lío». ¿Has hablado con Deisch?
—Sí, y todo lo que ordenaste está ya en marcha.
Ahora iba a recoger uno de los tractores- orugas.
Efectivamente, un círculo de astronaves defendía el
campamento-base. Dieciocho aparatos-bellota, los pequeños «scooters» del
espacio estaban dispuestos a entrar en combate cuando fuese necesario. Su
cañón de proa y los cuatro tubos de las ametralladoras se dirigían amenazadores
hacia el espacio verdoso que se abría ante ellos.
Clay levantó los ojos hacia la pálida estrella
Casiopea. Por caprichosos fenómenos atmosféricos y leyes astronómicas, la
bella estrella que vista desde la Tierra tenía un brillo rutilante y blanco,
desde allí, mucho más cerca, ofrecía aquella luz verdosa. Pensó si en realidad
todas las cosas son así. Bellas desde lejos y desagradables desde cerca.
* * *
Estaba Clay junto a las astronaves cuando su
receptor interior empezó a zumbar y a continuación la voz de Yolanda llegó
hasta él.
—Clay, la pantalla de radar se ha llenado de puntos
movibles que avanzan hacia nosotros. Al mismo tiempo los detectores acústicos
señalan los mismos movimientos. Parece ser que una formación de algo pesado
viene contra nuestras líneas.
—¿En qué dirección?
—Por la misma que vinieron los robots.
—Está bien, Yolanda, no descuides las pantallas.
El jefe terrestre estableció contacto con Deisch y
con Crosbow participándoles lo que había dicho la muchacha.
—Deisch, toma el mando a la derecha. Crosbow, tú el
de la izquierda y yo me quedaré en el centro.
—Se van acercando rápidamente—anunció Yolanda.
—De acuerdo—contestó Clay—ahora establece
comunicación con Osenkoff y explícale lo que ocurre y que esté preparado con
sus hombres por si hace falta.
—Ahora mismo—replicó la joven Yolanda.
Todos los hombres estaban pendientes del ruido que
ya percibían a través de los amplificadores situados en sus yelmos de
superficie. Parecía un ruido de orugas como si se acercase una apretada
formación de tanques terrestres...
...y los tanques aparecieron, pero no iguales a los
de la Tierra. Eran cincuenta caparazones de acero moviéndose pesadamente entre
las grietas y las hendiduras que cubrían el terreno. Metían los afilados
morros en todas las resquebraduras que encontraban a su paso. Hociqueaban
todos los pozos, pequeñas grietas y hoyos, como perros hambrientos.
A medida que se iban acercando se entendían formando
un semicírculo en cuyo centro quedaba encerrado el campamento terrestre.
Clay observó que de la pequeña elevación que cada uno
de aquellos móviles caparazones tenía en la parte superior empezaba a asomar un
cañón de forma extraña. Cincuenta de aquellas raras armas apuntaron delante de
las naves.
Hicieron fuego todas a la vez y ante los terrestres
se extendió un mar de fuego. Las peladas rocas eran convertidas en hogueras
que se extendían al ser fundida la materia.
Clay ordenó responder al ataque y los cañones
electrónicos entraron en funciones. Tres de aquellos tanques fueron acertados
de lleno y los proyectiles desintegradores cumplieron su misión. La masa
metálica fue convertida en líquido incandescente y sus ocupantes, si es que
existían, habrían pasado a mejor vida sin enterarse de ello.
Los pesados tanques continuaban avanzando entre las
masas de fuego que se extendían por el suelo. Parecían salamandras
arrastrándose sobre sus vientres.
Una andanada cogió a los atacantes por el flanco
derecho y cinco de los tanques fueron reducidos a fuego líquido. Deisch había
sabido pulsar los disparos electrónicos.
Una de las astronaves saltó por los aires convertida
en partículas de materia. Por el hueco que había dejado intentaron entrar tres
de los armatostes de guerra, pero Crosbow cubrió el boquete con sus disparos.
El ex cocinero no usó proyectiles desintegrantes, sino que disparó con balas
perforadoras. Tan acertados fueron sus impactos que los tres tanques quedaron
cerrando la brecha abierta.
Clay cedió el mando de! sector central al hombre
que le seguía y a toda velocidad se dirigió a pilotar una de las pequeñas
naves. Despegó casi en vuelo vertical, tomó altura y desde allí contempló el
campo de batalla.
El círculo de astronaves parecía rodeado de fuego y
entre él se movían los tanques atacantes. Desde arriba pudo contemplar cómo
otra de sus astronaves volaba despedazada por el aire y cómo inmediatamente cuatro
de aquellos monstruos de acero se lanzaban hacia el claro.
Inclinó la proa de su aparato y apoyando los
pulgares en los pulsores electrónicos de sus armas, se lanzó vertiginosamente
sobre el grupo enemigo que quería penetrar en el interior del recinto.
A escasa altura, el cañón de proa disparó. Uno de
los tanques se ladeó peligrosamente y se lanzó contra el que tenía al lado. Una
serie de disparos desintegrantes aniquilaron a los otros dos carros de combate.
Clay volvió sus armas hacia los otros dos restantes pero llegó tarde.
Sus hombres desde las proas de las astronaves los
habían inutilizado. Ganando rápidamente altura estudió el campo de batalla.
Los tanques atacantes estaban llevando la peor parte, aunque tres de sus
astronaves habían sido totalmente destruidas.
Los atacantes emprendían la retirada. De los
cincuenta apenas quedaban quince. A medida que las máquinas de guerra se iban
replegando el fuego líquido que ardía sobre la tierra iba disminuyendo.
Clay decidió seguir a los atacantes hasta localizar
su base. A gran altura para no ser controlado fue siguiendo a las panzudas
máquinas. Pudo seguirlos durante unos minutos pero después los perdió de vista.
Descendió hasta casi rozar las cumbres de las peladas montañas pero fue inútil.
Los tanques habían desaparecido de la superficie del planeta.
Calculó que se habrían introducido en la base de
alguna de aquellas masas de piedra y que a causa de la altura no había podido
localizarla exactamente.
Dio media vuelta y regresó a la base central
terrestre. Cuando tomó tierra fue recibido por Deisch.
—¿Has podido descubrir su escondite?—fue lo primero
que preguntó.
—No, los he perdido.
—Nosotros Hemos abierto los tanques que habíamos
inutilizado.
—¿Y qué habéis encontrado dentro?—preguntó
interesado Clay.
—La muerte.
—¿Qué quieres decir con esto?
—Que al abrir la portezuela el tanque estalló
destruyendo a todos los hombres que estaban a su lado, entre ellos a Crosbow.
El hecho se repitió en todos, pero ya no tuvimos más bajas, ya que tomamos las
debidas precauciones. Fue una pena pues habría dado mi mano derecha por saber
lo que había dentro.
—…y yo—replicó Clay.
—Siento comunicarte que quedamos siete hombres
útiles en la superficie. Será necesario sacar a gente de la mina.
—Siete hombres ¿y las muchachas?
—Perfectamente.
—Tienes razón, será conveniente sacar unos cuantos
hombres de la mina. Además, si no logramos rechazar estos ataques continuos,
el trabajo de Osenkoff será inútil. No tendría razón de ser que continuase
extrayendo cadmio y uranio si después no podía trasladarlo a la Tierra.
Los dos hombres se encaminaron a la cúpula de
plástico mientras los supervivientes apretaban las astronaves, reduciendo el
círculo defensivo.
Clay iba hablando animadamente con Deisch.
—Hay que vigilar los caminos por donde pueda venir
el enemigo durante veinticuatro horas de las veinticuatro que tienen nuestros
días terrestres. Quiero decirte con esto que no podemos descuidarnos lo más
mínimo. Va en ello nuestra vida... y el destino de la Tierra y seguramente el
de todo el Sistema Solar. Tenemos enfrente un enemigo peligrosísimo que nos
puede vencer al menor descuido.
—Tengo la impresión de que estamos enfrentados con
un enemigo que pertenece a una raza muy superior a la nuestra. Tiene que ser
inteligente y avanzada, seguramente perteneciente a una civilización millones
de años más perfeccionada que la nuestra.
—Sí, tiene que ser así, por esto no podemos
dormirnos.
Cuando entraron en la cúpula vieron a las dos
muchachas inclinadas solare los delicados aparatos detectores.
—¿Algo nuevo, Yolanda?
—Nada, Clay, todo está en orden... por ahora.
—Hola, Saturnia—saludó Deisch.
—¿Cómo estás, Alfred?
—Todo lo bien que se puede estar en este simpático
y pacífico planeta.
—Sí, tienes razón, pero me alegra verte después de
tanta carnicería.
—... y a mí me encanta verte también. Es agradable
encontrar una cara bonita después de tanto combate.
Clay había establecido comunicación con Osenkoff
mientras Deisch hablaba con la bella mejicana.
—Mándame los hombres que no necesites ahí abajo. No
tengo personal ni para rechazar un ataque de enanos del Congo Belga.
—Bien, voy a mandarte diez hombres, pero cuando se
desate el próximo ataque subiremos todos a ver si terminamos de una vez con
estos monos que no me dejan trabajar en paz. Créeme, Clay, tenemos la salvación
de la Tierra en nuestras manos. Este planeta es el sueño del minero más
exigente. Hay reservas de minerales para millones de años. Todo aparece puro,
además tengo la seguridad de encontrar grandes bolsas de petróleo.
—Bien, mándame a estos...
Clay se vio interrumpido por una sucesión de grandes
explosiones que estallaron en el exterior de la cúpula. No fue necesario que
Deisch se asomase para saber lo que estaba ocurriendo.
El nuevo ataque de sus enemigos había dado comienzo.
—¡Osenkoff, sube inmediatamente con todos tus
hombres!
—Dentro de unos segundos estoy contigo,
Clay—contestó el ruso.
—¡Jefe, venga corriendo!—llamó Deisch que estaba
contemplando lo que ocurría.
El comandante de la expedición se asomó y lo que vio
le hizo pensar que los terrestres habían llegado al final de su resistencia
sobre la superficie de Sarto.
Todas las naves, excepto una, estaban destruidas y
sus restos diseminados por el pequeño claro. Los siete hombres que habían
quedado aparecían mezclados entre los destrozados restos de las astronaves
interplanetarias. Sus rotos cuerpos sangraban sobre la árida roca.
Los proyectiles continuaban cayendo sobre el
campamento. Las pequeñas «bellotas» saltaban por el aire como si fuesen hojas
arrancadas de los árboles por un fuerte viento invernal.
—Esto es un cañoneo en regla—dijo Deisch.
—Sí, pero observa que los proyectiles pasan a través
de la dura roca, la perforan y penetran en su interior. Seguramente estallarán
a gran profundidad y el explosivo tiene tanta fuerza que levanta grandes
cantidades de terreno. ¡Mira! ahora ha penetrado uno junto al almacén central
¿lo ves?
—Sí—respondió Deisch que no apartaba los ojos del
proyectil.
Este, al chocar contra la piedra pareció que se
detenía, pero después, como si fuese una gigantesca barrena se fue
introduciendo en la piedra y se perdió de vista. Unos segundos después tuvo
lugar la explosión. Una gran cantidad de terreno fue lanzada hacia lo alto y e1
gran almacén central, con un peso de varias toneladas, fue arrancado de su
emplazamiento y volcado como si fuese una ligera paja.
—¡Proyectiles perforadores de gran potencia! —dijo
Yolanda que en compañía de Saturnia había contemplado la espectacular
destrucción del almacén central.
Clay y sus amigos, desde la cúpula de plástico
vieron cómo Osenkoff y sus hombres iban apareciendo en la superficie.
Quisieron avisarles del peligro que corrían pero fue imposible. El aire
exterior estaba lleno de explosiones continuas y el ruido era atronador. Una
andanada de seis proyectiles cayó sobre los hombres que salían al exterior y
los aniquiló rápidamente.
Esta vez los destructores disparos no profundizaron.
Estallaron a ras de tierra y un vendaval de metralla barrió materialmente todo
el pequeño claro. Los hombres de Osenkoff, tronchados, despedazados y con enormes
heridas en sus cuerpos por donde se escapaba rápidamente la sangre y la vida,
cayeron formando un compacto grupo de cadáveres. Un nuevo impacto en el centro
de aquella masa de hombres muertos los dispersó como si hubiesen sido barridos
por una gigantesca escoba. Uno de los cuerpos fue lanzado con tanta violencia
que fue a estrellarse contra la gran cúpula de plástico. Una gran mancha de
roja sangre apareció junto al sitio que ocupaban las muchachas y entre ella quedaron
trozos de desgarrado cuerpo.
Las muchachas chillaron histéricamente pero sus
gritos fueron ahogados por las órdenes que salieron de los labios de Clay.
—Poneos las escafandras corriendo y al exterior.
Vamos a aprovechar la última oportunidad de escapar que nos queda. Vamos a
intentar subir a la astronave y regresar a la Tierra. Hemos perdido la primera
batalla en este planeta, pero regresaremos con una flota mucho mayor y les
daremos la réplica que se merecen.
Las muchachas obedecieron rápidamente y formando un
apretado grupo salieron al exterior.
El aire tenía un extraño olor a explosivos que ni el
filtro colocado en la escafandra lograba aislar. Grandes nubes de espeso humo
se extendían sobre lo que había sido campamento terrestre.
Corriendo desesperadamente el grupo de terrestres
se dirigió hacia la única astronave que había escapado de la total destrucción,
pero antes de llegar a ella fueron lanzados violentamente contra el suelo.
Una enorme explosión atronó el espacio y la gran cúpula de plástico, el
edificio que la sostenía y el laboratorio, fueron completamente arrancados de
cuajo y lanzados a gran distancia. La onda expansiva había arrastrado a los
cuatro únicos supervivientes contra el duro suelo de roca.
Se levantaron y emprendieron el camino pero esta vez
no fueron muy lejos. A sus mismos pies estalló uno de aquellos poderosos proyectiles.
Clay sintió que algo golpeaba su pecho. El impacto fue tan brutal que perdió el
conocimiento. Lo último que vio antes de sumirse en la inconsciencia fue el
cuerpo de Yolanda trágicamente caído sobre el de su amiga Saturnia, después,
una nube de espeso humo cubrió los cuerpos de las dos muchachas, se extendió
sobre los ojos de Clay... y la noche llegó.
Los terrestres habían abandonado el planeta Sarto.
Lo habían abandonado aunque sus cuerpos permanecían en él.
Allá, en la lejanía de la noche sideral, la estrella
Casiopea, continuaba emitiendo su luz verdosa y sus reflejos alumbraban un
cuadro de destrucción y muerte.
* * *
Cuando Clay recobró el conocimiento sintió un desagradable
sabor en la boca.
«Sangre seca» pensó mientras intentaba levantarse.
De momento no lo logró. Todos sus miembros le pesaban horriblemente y cualquier
movimiento le producía grandes dolores. Poco a poco se fue despejando y recordó
lo ocurrido.
Miró a su alrededor y a sus pies, caída una sobre la
otra vio a las dos muchachas. Con la mirada buscó a Deisch, pero no lo
encontró.
—El pobre muchacho debió ser destrozado por la
explosión—murmuró a media voz.
Dirigió su vista hacia el lugar que había ocupado
la astronave hacia la cual se dirigían cuando ocurrió el impacto que casi
termina con él, pero tampoco existía ya. Un enorme cráter, producido por uno
de aquellos proyectiles, ocupaba su lugar.
«Camino de regreso cortado, ahora solamente me queda
que destruir al mayor número posible de mis enemigos antes de que ellos terminen
conmigo»—pensó mientras lograba ponerse en pie.
Con pasos vacilantes se acercó a las dos muchachas
y vio que ambas vivían aún, aunque no habían recobrado el conocimiento. Arrastró
los dos cuerpos hacia un saliente de la roca y los depositó allí, después
avanzando cautelosamente, pues no sabía si el enemigo había hecho acto de
presencia en el destruido campamento terrestre, se encaminó hacia el lugar que
había ocupado el gran almacén central y al mismo tiempo iba reconociendo los
cuerpos de los hombres que encontraba en su camino. Podía existir la posibilidad
de que alguno no hubiese muerto, pero era una posibilidad muy remota. Todos los
cuerpos que fue examinando estaban brutalmente destrozados.
Uno de sus pies tropezó con una cosa blanda que dejó
escapar un gemido. Clay se inclinó creyendo que por fin había hallado a
alguien más con un resto de vida, pero sus enguantadas manos recogieron el
acordeón que siempre llevaba consigo el desgraciado Osenkoff. El aire retenido
en el fuelle era lo que había producido el leve gemido.
Clay lo miró tristemente pensando que el acordeón
había tenido más suerte que su dueño. Cuidadosamente lo dejó en el suelo y
continuó su camino.
Cuando llegó junto al destruido almacén vio que por
el suelo de roca estaban esparcidos multitud de objetos y armas. Cogió tres
pesadas pistolas-ametralladoras de proyectiles desintegradores, hizo un gran
fardo con municiones y regresó junto a las muchachas.
Estas aún continuaban inconscientes, por lo tanto
dejó su botín junto a ellas y volvió a recoger más objetos que les serían
necesarios.
Mantas, comida, luces, una brújula electrónica de
bolsillo, tres pistolas de proyectiles explosivos, etc., fue recogido y
envuelto en una de las mantas. Iba ya a alejarse cuando sus manos tropezaron
con un largo cuchillo de asalto. Clay lo cogió y lo introdujo en la caña de una
de sus altas botas, pensando que se podía dar el caso de que tuviese que
eliminar a algún enemigo sin producir ruido, y aunque un cuchillo era un arma
bastante ridícula en aquel siglo de proyectiles desintegrantes, no por esto
dejaba de ser eficaz.
Con todo su cargamento regresó nuevamente al lado de
las muchachas. Esta vez una de ellas estaba moviéndose. Era la bella mejicana
que lentamente recobraba el conocimiento.
—¿Cómo te encuentras, Saturnia?—preguntó suavemente
Clay inclinándose sobre la muchacha.
—No lo sé, me duele todo el cuerpo horriblemente
y...
La muchacha se interrumpió bruscamente. Al moverse
para intentar levantarse descubrió el cuerpo de Yolanda a su lado y abriendo
sus bellos ojos dominados por el terror, preguntó con un hilo de voz:
—¿Está... está muerta?
—No—la tranquilizó Clay—solamente aturdida a causa
de la fuerte explosión. Así estabas tú hace un momento.
Un suspiro de alivio se escapó del escultural pecho
de Saturnia y preguntó de nuevo.
—¿Y Deisch?
—Nosotros tres somos los únicos supervivientes de
aquella expedición de trescientos terrestres... y de las cinco muchachas—respondió
Clay aun sabiendo que el fuerte Deisch no le era indiferente a la morena
Saturnia.
—Clay, no sé qué me ocurre que ya no tengo ánimos ni
fuerzas para llorar. Siento una gran tristeza por la muerte de Alfred... pero
ya no puedo llorar.
El comandante de la aniquilada expedición iba a
contestar cuando Yolanda empezó a dar también señales de vida. Entre él y la
muchacha la ayudaron a sentarse.
Yolanda miró interrogadoramente a los dos amigos que
tan cuidadosamente la atendían y como mujer práctica que era primeramente preguntó:
—¿La astronave ha sido destruida?
Clay asintió con la cabeza sin ánimos para hablar.
Le dolía tener que confesar a las dos mujeres que estaban condenados a morir
sobre las rocas desnudas del planeta.
—Entonces—continuó Yolanda ya completamente
recuperada del fuerte golpe recibido—no podemos regresar a la Tierra. Lo siento
por usted comandante—quiso bromear, mas los sollozos se lo impidieron, y
valientemente los contuvo y continuó—: ¿recuerdas que te había prometido una
taza de café en mi departamento? bueno, cancelo la invitación.
—No la canceles aún, Yolanda, a pesar de todo
continuamos con vida... y mientras hay vida... hay también posibilidades de
tomar café. Ahora no es conveniente que' nos dejemos dominar por el desaliento.
Aquí tengo armas para los tres—dijo entregando una pistola-ametralladora a
cada una de las muchachas y poniendo en el cinto la de los proyectiles
explosivos continuó—y esta otra también nos servirá de ayuda. Tenemos mantas,
comida y todo cuanto podemos necesitar. Ahora recogeremos reservas de tubos de
aire y como no tenemos cámara aislante para comer sin la escafandra he pensado
que lo mejor que podemos hacer es descender al fondo de la mina abierta por
Osenkoff. Recordad que nos dijo que allí trabajan sin el yelmo de seguridad
porque existía una atmósfera interior. Vamos, muchachas, supongo que después de
descansar un poco y detrás de una buena comida nos sentiremos más optimistas.
Los tres supervivientes emprendieron el camino
hacia la boca de la mina pero antes recogieron varios de los ligeros tubos de
aire.
Cargados pesadamente fueron descendiendo lentamente
por el largo pozo abierto en la tierra, finalmente llegaron al fondo. Ocho
estrechas galerías se extendían alrededor de la pequeña plaza que era el final
del pozo vertical.
Clay eligió una y seguido de las dos muchachas
penetró en ella. Hacia la mitad encontró una cavidad que seguramente había
abierto Osenkoff para guardar material o herramientas. En aquella especie de
cueva cabían perfectamente los tres terrestres... y allí, igual que sus
antepasados los hombres de las cavernas, emplazaron su campamento.
Se desprendieron de sus escafandras y respiraron a
pleno pulmón aquel aire que si en la superficie era completamente nocivo, en
las profundidades del suelo resultaba completamente respirable.
Comieron con verdadero apetito y después, envueltos
en las mantas se dispusieron a descansar.
Mientras esperaba que el sueño llegase, Clay pensaba
que aún no había sido vencido totalmente y que solo reconocería su derrota
cuando sintiese que la vida se escapaba de su cuerpo, mientras tanto pensaba
continuar la lucha.
Finalmente se durmió y su sueño estuvo plagado de
pesadillas. Descansó mal y varias veces despertó sobresaltado. La última,
cuando intentaba conciliar nuevamente el sueño, creyó oír un pequeño ruido.
Prestó atención y efectivamente, oía un ruido como de pequeñas piedras
deslizándose por el suelo de roca.
Sin despertar a las dos muchachas que dormían
profundamente, apartó la manta y sigilosamente se levantó. Una vez fuera de la
cueva que les servía de refugio desenfundó la pesada pistola de proyectiles
explosivos y empuñándola firmemente se encaminó hacia la salida de la galería.
La oscuridad era total. En algún sitio tenían que estar
los conmutadores del grupo electrógeno que Osenkoff había instalado para el
alumbrado interior pero Clay no había querido buscarlos ya que en la
situación en que se hallaban los tres supervivientes era conveniente que el
enemigo no los localizase. Era mejor dejarle con la idea de que toda la
expedición terrestre había sucumbido.
El mido continuaba oyéndose cada vez más fuerte.
Clay estuvo tentado de encender su lámpara eléctrica de mano pero pensó que si
el ruido era producido por un enemigo no haría otra cosa que darle facilidades
para que lo eliminase con mayor rapidez.
Cuando llegó a la reducida plaza donde desembocaban
las ocho galerías abiertas por su amigo, una piedra cayó a su lado. ¡Alguien estaba
descendiendo por el pozo central!
Otra piedra golpeó su cabeza desprovista de
escafandra causándole una ligera herida que rápidamente empezó a sangrar. Clay,
se arrimó a la pared de piedra y esperó.
Los desprendimientos de piedras continuaban y éste
era el ruido que había llamado su atención. Escuchando atentamente oyó cómo
unos pies se movían con sumo cuidado. Solamente un enemigo bajaba, seguramente
un explorador. Amigo no podía ser, él mismo había examinado uno a uno todos los
cuernos y en ninguno había la menor existencia de vida. Era un enemigo que iba
a explorar aquel mundo silencioso.
Clay enfundó nuevamente la pistola y su mano empuñó
el fuerte cuchillo. Si iba a haber lucha ésta sería sin ninguna clase de
ruidos. Arriba, en la boca del pozo, podían estar otros enemigos que se
alarmarían ál oír el ruido del disparo. No, lo mejor era proceder
silenciosamente.
Una luz amarilla brilló en el interior del túnel y
volvió a apagarse inmediatamente. Clay sonrió en la oscuridad. Su enemigo
también tomaba toda clase de preocupaciones.
El cauteloso ser que descendía por el túnel estaba
llegando al final de éste. Una vez más encendió la luz amarilla y la apagó
rápidamente, pero ya el terrestre tenía un punto de orientación y cuando los
pies del enemigo se posaron en la roca del fondo no sabía que ya había llegado
al término de su viaje... y al de su vida también.
Clay, sin producir el menor ruido se despegó de la
pared en la cual había estado apoyado y fue en busca de su enemigo. Llegó junto
a él sin que notase su presencia. Todos los músculos y nervios de su fuerte
cuerpo estaban en tensión. Tenía la oportunidad de cobrarse algo del daño que
aquellos desconocidos, sin causa justificada, habían causado. Ahora le tocaba a
él sembrar la muerte entre sus filas.
Su brazo se cerró alrededor del cuello del ser que
había descendido desde la superficie para hallar la muerte en medio de la
oscuridad subterránea.
Apretó fuertemente y un leve gorjeó llegó hasta él,
el cuerpo que retenía fuertemente entre sus brazos se estremeció violentamente.
Clay sabía que su enemigo se estaba ahogando y levantó su mano armada del
cuchillo para terminar lo más rápidamente posible. No estaba dispuesto a darle
una oportunidad a su enemigo; a él no le habían dado ninguna y si conservaba la
vida era debido a una enorme suerte que siempre le había acompañado.
Iba a asestar el golpe mortal cuando una idea cruzó
como un relámpago por su cerebro.
Bajó la mano sin haber descargado el golpe y el
brazo que rodeaba el cuello de su enemigo se cerró con mayor fuerza. Clay
continuó apretando hasta que oyó cómo las vértebras cervicales de aquel
cuerpo crujían, después Un golpe seco, violento, acabó con la vida de aquel ser
al cual aún no había visto la cara. Clay terminaba de desnucarlo.
El cuerpo del enemigo cedió y el terrestre lo
sostuvo para evitar el ruido de la caída.
Durante largo tiempo estuvo escuchando por si bajaba
algún nuevo enemigo pero el silencio era completo. Solamente el muerto había
descendido.
Clay lo arrastró hacia la galena que le servía de
refugio. El cuerpo pesaba y el terrestre pensó que también el enemigo tenía que
haber sido un hombre fuerte.
Cuando llegó junto a la cueva abierta en la pared
llamó a las muchachas y les ordenó encender una luz. Cuando ésta brilló, Clay
pudo contemplar el cuerpo muerto que sostenía entre sus brazos.
Era un hombre. Un hombre como los de la Tierra
excepto en pequeñas diferencias... y éstas estaban todas en la cabeza. Carecía
totalmente de cabello, de cejas y pestañas. Esta era la única diferencia con un
terrestre. Esta carencia de pelo le daba un extraño aspecto, resultaba casi
repulsivo.
Vestía un ajustado traje de superficie de color gris
oscuro y no llevaba botas. El traje era de una sola pieza y los extremos
inferiores de él hacían de botas. Un yelmo, de una materia blanda, colgaba de
su cintura y en las espaldas un diminuto depósito hacía las veces de los tres
tubos terrestres de oxígeno. Una fina conexión unía yelmo y depósito.
Clay pensó, que si su enemigo se había desprovisto
de la escafandra en el interior es que tenía unos pulmones parecidos a los
suyos ya que también el aire de la superficie resultaba irrespirable para él.
Una gran pistola, de extrañas líneas, pendía de una
funda en su cintura y el terrestre pensó si sería aquélla el arma que
electrocutaba a distancia o si sería la que había matado a sus tres primeros
exploradores disparando hielo.
Una vez hubo contemplado tranquilamente el cadáver,
Clay decidió poner en práctica el plan que se le había ocurrido. Con manos
firmes empezó a desnudarlo.
Las muchachas le miraban asombradas y finalmente
Saturnia preguntó.
—¿Qué piensas hacer, Clay?
—Ver la ropa interior de este individuo—respondió
muy seriamente el comandante de la aniquilada expedición terrestre.
—No bromees, Clay—dijo Yolanda interviniendo en la
conversación.
—Ya va siendo hora de que también nosotros bromeemos
un poco. Tanta seriedad nos va a sentar mal. Yo tuve un médico en mi unidad que
decía que es conveniente reír, al menos tres veces al día. Yo he reído una hoy
cuando he tropezado con este visitante, ahora voy a ver si logro reírme las
dos que me faltan.
—¿Qué idea tienes en la cabeza?—preguntó nuevamente
Saturnia al ver que Clay, después de haber desnudado el cadáver miraba si su
traje de superficie le iba bien a él.
—De primera, parece hecho para mí—dijo sin contestar
a la pregunta de la mejicana—. Ahora si os dais la vuelta voy a cambiarme de
ropa.
Las dos muchachas obedecieron, pero vueltas de
espaldas continuaron haciendo preguntas.
—¿Vas a ir a la superficie?
—Sí, Yolanda, voy a ir allá arriba a ver cómo están
las cosas. Es fácil que desde la Tierra manden una astronave de exploración al
ver que nosotros no damos señales de vida y no quiero que estos individuos los
reciban a proyectiles o lancen contra ellos sus robots. Es necesario ir y el
taraje de este muerto me servirá de camuflaje. Mirad ¿parezco otro, verdad?
Las muchachas se volvieron y vieron a un desconocido
Clay, y si no hubiese sido por el cabello, las cejas y las pestañas, hubiese
podido pasar tranquilamente por uno de sus enemigos.
—Esperemos que los demás tengan cabello —dijo Clay
ajustándose el yelmo.
Una vez colocado éste comprobó el sistema de
respiración interior y vio que iba perfectamente. Oía, veía y podía moverse con
mayor libertad que empleando la escafandra terrestre.
—Ahora muchachas voy a llevarme este regalito a
otro lado—dijo señalando el cadáver—. Cuando regrese penetraréis en la cueva y
yo disimularé la entrada. No quiero que recibáis visitas mientras yo estoy en
el exterior.
—¿No puedes explicarnos tu plan, Clay?—preguntó Yolanda.
—No tengo plan fijo. Mi intención es descubrir qué
clase de enemigos tenemos y ver si puedo complicarles la vida hasta que llegue
alguien de la Tierra. Para poder combatir a un enemigo primeramente hace falta
conocerlo. Ya visteis lo que nos ocurrió a nosotros por tener que luchar a
ciegas.
—Pero tú eres un hombre solo enfrentado contra un
enemigo muy superior—dijo muy acertadamente Saturnia.
—Sí, pero... ¡caramba, a veces las mujeres tenéis
hasta lógica!
Clay, para terminar aquella conversación que no le
convenía, se inclinó y fue a recoger el cadáver pero Yolanda, inclinándose al
mismo tiempo dijo:
—Cógelo por la cabeza que yo lo cogeré por los pies.
Así será más fácil de transportar.
Llevando el pesado cadáver entre los dos fueron a
esconderlo en otra de las galerías. Allí, Clay lo cubrió de piedras para
ocultarlo por si alguno de sus semejantes bajaba a buscarlo.
Antes de llegar a la cueva en donde había quedado
Saturnia, Yolanda retuvo a Clay por un brazo y tranquilamente dijo:
—Ve confiado Clay, nosotras nos quedaremos aquí y
todo irá perfectamente. Pero quiero hacerte una pregunta.
—Hazla.
—¿Por qué haces esto? Podrías esperar unos días
terrestres, y seguramente, como tú has dicho, alguien vendrá de la Tierra a
saber de nosotros. Entonces sería el momento oportuno para salir sin correr
peligro.
—Si lo hiciese corno tú dices, cuando llegase gente
de la Tierra les ocurriría lo mismo que a nosotros, y, seguramente con mayor
rapidez. Tengo que estudiar a! enemigo y causarle el mayor número posible de
bajas. Tengo la impresión de que esta gente ha venido de otro planeta. Que no
son habitantes de Sarto, pues si así fuese no llevarían yelmos para respirar.
Puede darse el caso de que hayan venido a explorar, igual que nosotros y si es
así, cuanto más mermemos sus reservas, más fácil es que logremos regresar vivos
a la Tierra... y tengo mucho interés en regresar para tomarme aquella taza de
café que me prometiste.
—¿Tanta importancia tiene para ti?
—Más de la que tú misma puedas creer. Nunca he sabido
lo que es tener un hogar y estoy seguro que no me creerías si te dijese que esta
taza de café que me ofreces significa el hogar para mí.
—Te creo. Clay ¿por qué no te has casado si tanta
necesidad de hogar sientes?
—Porque solamente me he enamorado una vez y aún no
he tenido tiempo de decírselo a ella.
Yolanda enmudeció momentáneamente y si hubiese
habido luz habría visto cómo Clay sonreía felizmente.
—¡Ah!—dijo solamente emprendiendo el camino.
Saturnia les estaba esperando. La bella mejicana entregó
la pesada ametralladora desintegrante a Clay diciendo:
—Si tienes que ir a la superficie supongo que vas a
necesitar esto. He estado pensando que nuestros enemigos son de carne y huesos
y que por lo tanto, no pueden ser invulnerables a estos proyectiles.
—Tienes razón—contestó Clay asiendo la pesada
arma—de todas formas me llevo también la pistola del muerto. No sé cómo
funciona pero la estudiaré. Además me llevo el cuchillo. Ahora penetrad en la
cueva que yo la taparé desde el exterior. Intentad no hacer mucho ruido, pues
es fácil que alguien descienda a buscar al «visitante».
Las muchachas, después de despedirse de Clay
penetraron en la cueva. El jefe terrestre fue amontonando piedras y mineral
hasta dejar completamente disimulada la entrada. A simple vista era difícil
adivinar que allí existía un agujero.
Clay emprendió el camino hacia la superficie. Fue
ascendiendo por el túnel central con toda clase de precauciones. Su paso era
tan cauteloso que ni una sola piedra rodó bajo sus pies. Recordaba que fueron
las piedras precisamente lo que le puso sobre aviso cuando su enemigo
descendía... y también fueron las mismas piedras las que le habían costado la
vida.
Faltaba poco para llegar a la boca de la mina cuando
Clay se detuvo. Escuchó atentamente y al no sentir ninguna clase de ruidos,
emprendió el camino nuevamente.
La boca del túnel se iba agrandando lentamente. Las
manos del terrestre se apoyaron en el borde y su cabeza fue asomándose poco a
poco.
El pequeño claro que había ocupado su campamento
estaba totalmente desierto y todo estaba como había quedado después del
furioso cañoneo a que había estado sometida toda la base.
Nadie se movía entre los cuerpos muertos de sus
hombres. La pálida luz verdosa de Casiopea continuaba proyectando fantasmagóricas
sombras sobre la superficie del planeta.
Clay, en pie en el centro del claro, pensó que ya
era hora de aplicar al enemigo la ley del Talión; ojo por ojo y diente por
diente.
* * *
Clay Steele, comandante jefe de una expedición
terrestre, aniquilada sobre la superficie de Sarto, acababa de descubrir el
emplazamiento de la base enemiga.
Una multitud de hombres grises, cubiertos con los
prácticos yelmos de superficie, bullía sobre el terreno. Continuamente entraban
y salían de una gran oquedad que aparecía en la base de una de aquellas enormes
montañas parecidas a olas petrificadas.
Clay comprendió el porqué había perdido el rastro de
los tanques cuando los seguía desde el aire y porqué, a pesar de todas las
medidas tomadas no habían logrado localizar la situación del enemigo. La
montaña seguramente estaría completamente vacía y la usarían como cuartel
general. La entrada sería tapada por una gran roca que se veía junto a ella.
Los hombres vestidos de gris empezaron a sacar
pesados aparatos parecidos a grúas y a excavadoras. Taladros electrónicos
fueron emplazados y muy pronto un sordo rumor llegó hasta Clay.
Este comprendió que sus enemigos habían sido más
listos que ellos. Primeramente habían limpiado el planeta de gente molesta, en
este caso los terrestres, y después de eliminarlos limpiamente, iban a empezar
sus trabajos.
Las máquinas trabajaban ruidosamente y la boca de la
mina se iba ensanchando. Lo que no tenía explicación es que iniciasen una nueva
mina cuando la que ellos habían abierto estaba a su disposición, claro, que se
podía dar el caso que a los hombres grises no les interesase la misma clase de
mineral y esto explicaría el abandono de la base y mina terrestres.
Clay vió que la teoría que había formulado a las
muchachas era acertada. Aquellos hombres habían venido desde otro planeta con
el mismo objeto que ellos. La búsqueda de nuevas fuentes minerales.
Clay se retiró de la elevación desde donde había
estado contemplando el campo enemigo. Aquella tenue luz verde que alumbraba pálidamente
al planeta le iba a servir perfectamente para el desarrollo de sus planes.
«Primeramente necesito un prisionero para hacerle
hablar y averiguar el número, procedencia y planes del enemigo.»
—«Me parece que estás pensando tonterías» se dijo a
sí mismo mientras continuaba descendiendo—«aunque cojas un prisionero no lo
harás hablar, al menos en ninguna de las lenguas que tú conoces. Sería mucha
casualidad que hablase inglés o francés» y sonrió alegremente ante esta
posibilidad. Sería cómico que uno de aquellos pelados individuos hubiese leído
a los poetas clásicos ingleses.
—«De todas formas—continuó pensando Clay —si cazo a
alguno de ellos tendrá que hablar aunque sea en sánscrito o griego. Hay muchas
formas de entenderse cuando existe buena voluntad...» y él la tenía, podía
darse el caso de que su prisionero no la tuviese, pero esto no tenía mucha
importancia. Clay se encargaría de inculcársela... por las buenas o por las
malas.
Buscó una pequeña grieta en la falda de una de
aquellas elevaciones de cortantes aristas y allí estableció su base de
operaciones. Lo peor sería cada vez que tuviese que comer ya que se vería
obligado a ir al interior de la mina para poderse quitar el yelmo que cubría su
cabeza.
Llevando la pesada pistola-ametralladora en
disposición de disparar rápidamente emprendió la búsqueda de su hombre.
Anduvo merodeando por los alrededores de la base
enemiga hasta que vio como uno de aquellos hombres cubiertos de gris se
alejaba llevando unos extraños instrumentos entre las manos.
Clay le fue siguiendo desde lejos sin dejarse ver,
aunque seguramente si era descubierto no ocurriría nada. A causa de la
distancia y de! traje del hombre que había muerto a sus manos podía ser
fácilmente confundido con uno de ellos. Desde cerca las cosas serían distintas,
por esto no se acercaba mucho.
El hombre se había ido alejando bastante del
campamento. Varías veces se detuvo para examinar unos minerales, pero continuó
su camino. Finalmente se detuvo largamente junto a una rara aglomeración de
piedras parecidas a un enorme bloque de hielo. Con los instrumentos que llevaba
entre las manos empezó a manipular como si estuviese arrancando muestras.
«Este es mi hombre... y futura víctima» se dijo Clay
mientras se iba acercando.
Cuando apenas le separaban tres yardas le encañonó
con su arma y afianzando los pies sobre la roca dijo:
—Le aconsejo que no haga ningún movimiento brusco.
Puede morir antes de lo que se imagina.
El hombre pareció que entendía perfectamente la
orden que había resonado en sus oídos. Lentamente, con movimientos pausados,
dio la vuelta hasta dar con el rostro a Clay.
Este vio una cara parecida a la del hombre de la
mina. Ni un solo cabello ni pelo cubría aquel rostro. Unos pequeños ojos le
miraban atentamente y en ellos vio reflejado cierto temor... y sorpresa.
—¿Quién eres?—preguntó el hombre gris. Clay tuvo que
agarrar fuertemente su arma para que no se le escapase de las manos.
¡El pelado individuo hablaba inglés!
Dominado aún por la sorpresa contestó a la pregunta
del enemigo:
—Soy Clay Steele, comandante-jefe terrestre.
—Yo soy Duson, segundo jefe de una expedición
salida del planeta Verde, de Sino.
—Está bien, Sr. Duson—dijo sardónicamente Clay—ahora
eres mi prisionero. Aparta las manos de tu cintura y empieza a caminar en dirección
contraria a la de tu campamento. Necesitamos un lugar tranquilo en donde
podamos hablar tranquilamente tú y yo.
—No te lo aconsejo. Tú estás solo y aun no comprendo
cómo pudiste escapar de nuestros destructores ataques. Déjame suelto inmediatamente.
—Amigo Duson, eres un inconsciente. El que da
órdenes soy yo. ¡En marcha he dicho!
Duson parecía que no tema muchas ganas de
obedecer... pero empezó a andar rápidamente cuando el cañón del arma de Clay se
hundió violentamente en el lugar en donde los terrestres tenían el estómago...
y por el efecto obtenido, Clay pensó que también los habitantes del planeta
Verde lo tenían allí.
Casi a empujones llevó a su prisionero hasta un
punto lo suficiente alejado para que no pudiesen ser localizados desde el campamento
enemigo. Al llegar a una profunda hendidura. Clay ordenó:
—Detente. Este es un buen sitio para que me aclares
varios puntos.
El prisionero obedeció y sin que se lo ordenasen
dio media vuelta para quedar mirando al terrestre cara a cara. Duson no
aparecía asustado, sabia que todos los triunfos estaban en sus manos y en las
de sus compatriotas. El haber caído en poder de Clay no le afectaba mucho. ¿Qué
podía hacer un miserable terrestre ante la fuerza e inteligencia de un morador
del planeta Verde?
Clay se acercó a Duson y le despojó de las armas que
pendían de su cintura y las lanzó violentamente hacia un lado.
—Ahora, sin dientes te encontrarás mucho mejor.
Clay sabía que siempre era peligroso estar cerca de
un enemigo prisionero, así es que después de desarmarlo se retiró unos pasos.
Duson, al ver las precauciones tomadas por su
enemigo sonrió y dijo:
—¿Miedo?
—¡Oh, no! simplemente es una medida de seguridad.
En la Tierra tenemos una especie de serpiente que si estás cerca de ella,
muerde.
—En Verde también tenemos otra parecida.
—Lo creo sin necesidad de hacer ningún esfuerzo.
El «super-hombre» Duson no captó el doble sentido de
la frase. Clay se dio cuenta de ello y pensó:
—Eres más burro de lo que pareces a simple vista,
vamos a ver qué es lo que me cuentas—y ya en voz alta preguntó:
—Me tiene intrigado que hables con tanta perfección
nuestra lengua ¿acaso en Verde la empleáis también?
—No—respondió orgullosamente Duson—tenemos la
nuestra. Lo que ocurre es que mi planeta es el más adelantado de toda la Vía
Láctea. Durante muchas generaciones hemos estado estudiando vuestro planeta
Tierra desde nuestras perfeccionadas astronaves de exploración. Continuamente
hemos estado mandando robots-detectores. robots-emisores y máquinas que han
fotografiado e incluso filmado todas las manifestaciones de la vida terrestre.
Conocemos a la perfección vuestras lenguas, vuestros problemas y casi—aquí
Duson volvió a sonreír con aire petulante—podría decirte que conocemos vuestros
pensamientos.
—Sois unos chicos muy listos en vuestro planeta,
lástima que no tengáis sentimientos. Es una gran lástima.
—No se pueden tener cuando estamos predestinados a
regir todos los planetas habitados del Universo. Por esto nos preparamos y
hemos estudiado vuestras lenguas. También conocemos las que se hablan en los
demás planetas de vuestro sistema. Hemos conquistado a muchos de ellos y
nuestro próximo objetivo es: la Tierra.
—Puede ser que sea éste vuestro objetivo, pero vais
a necesitar mucha gente. Si para destruir a trescientos terrestres habéis
necesitado una cantidad de habitantes de Verde cuatro veces superior, ya me
dirás cuántos tenéis que ser para destruir a cinco mil millones que actualmente
tiene la Tierra.
Duson cayó fácilmente en la trampa que le había tendido
Clay, su gran petulancia le hizo exclamar.
—¡Cuatro veces superiores en número! ¡Si solamente
somos cincuenta hombres!
—Bien, puede ser que tengas razón, pero tú no
cuentas los robots y éstos, a efectos bélicos, cuentan como hombres.
—En el primer ataque fueron destruidos todos los
que habíamos traído. La victoria la logramos nosotros, no las máquinas.
—Vaya, vaya—continuó hablando Clay que estaba
disfrutando de lo lindo con la tontería de Duson que le estaba dando todos los
datos que necesitaba. El terrestre estaba dispuesto a emplear el tercer grado
e incluso el cuarto y el quinto para hacer hablar a su enemigo y estaba
resultando que éste hablaba solo.
—Me gustaría saber qué estáis haciendo unos
muchachos tan listos y además predestinados a gobernar el Universo en este
podre y pelado planeta.
—Buscando un mineral llamado «libonita». Una vez lo
hayamos hallado desencadenaremos el ataque sobre la Tierra.
—¿Por qué no antes?
—La «libonita» es el mineral del cual sacamos el
combustible para nuestras rápidas astronaves de asalto interplanetario.
—Muy bien, Duson. Supongo que en tu perfeccionado y
maravilloso planeta no sabréis lo que es un Consejo de Guerra ¿verdad?
—No, no lo sabemos.
—Esto te libra de morir ejecutado por haber
facilitado información bélica al enemigo.
—Qué quieres decir con esto?
—Nada, absolutamente nada.
—Entonces suéltame y regresaré a mi base. Soy un
hombre importante y mi presencia es necesaria allí.
La pedantería es una enfermedad universal, tanto,
que incluso los habitantes de Verde la padecían en grandes dosis. Clay ya no
la pudo soportar más y exclamó:
—Tú no regresarás a tu campamento, al menos
mientras yo no lo ordene. Eres mi prisionero y si no obedeces por las buenas
vas a hacerlo a golpes. Sois una raza crimina!, sanguinaria, que disfrutáis
queriendo esclavizar a todos los planetas del Universo. Habéis asesinado a
todos mis hombres por puro capricho, solamente para demostrar vuestra estúpida
fuerza y preponderancia. ¡Da media vuelta y empieza a andar, estúpido hombrecillo
pelado!
—Es muy fácil insultar cuando se tiene un arma en la
mano, terrestre—dijo Duson fríamente.
Clay estuvo a punto de soltar la carcajada. Duson
había empleado un tono altanero para decir aquella frase. El comandante
terrestre recordó a un estirado lord inglés que había empleado el mismo tono
para decir a su jardinero que el césped estaba mal cortado.
—Escucha, pedantuelo. Más fácil es aniquilar a
trescientos hombres que no os habían hecho absolutamente nada y en cambio lo
hicisteis.
—Nosotros somos una raza superior a las demás que
pueblan el Universo. Somos nosotros quienes dictamos las leyes y decimos lo que
está bien o mal hecho.
—Tú no vas a dictar nada más en toda tu vida —dijo
Clay dejando el arma sobre la roca—si tienes costillas pienso rompértelas
todas, a ver si logro sacarte la tontería de este cuerpo.
Duson comprendió las intenciones de su enemigo y se
aprestó para el combate. Sus dedos se engarfiaron mientras sus brazos quedaban
encogidos a la altura de su cintura.
Clay acortó la distancia de dos ágiles saltos.
Estudió la guardia de su enemigo y con una rapidez que los ojos de Duson no
pudieron seguir, lanzó dos potentes puñetazos que fueron a estrellarse
violentamente contra el pecho de su enemigo. Este se encogió sobre si mismo, para
huir de los demoledores golpes que el terrestre le lanzaba. Clay lo enderezó
rápidamente por un procedimiento eficaz. Un rodillazo en pleno mentón. El
yelmo, ante el brutal golpe, se moldeó a la cara de Duson sin llegar a
romperse. El habitante del planeta Verde salió despedido hacia atrás para ir a
caer unas yardas más lejos.
Clay esperó que se levantase. El terrestre pegaba
con furia cuando pensaba en sus trescientos hombres muertos.
Duson se levantó tambaleante. Clay le dejó que se
recuperase un poco. Un hilillo de sangre se escapaba de los partidos labios del
pelado hombre.
—Has tenido suerte que tu yelmo es resistente a los
golpes—dijo Clay mientras su enemigo volvía a acercarse—de no ser así ya no
tendrías ocasión de regir el Universo... lo cual sería una pena.
Duson no se atrevía a iniciar el ataque, sabía por
experiencia que los golpes de su contrincante eran demasiado efectivos.
—Vaya, parece que ahora tomas tus precauciones—dijo
alegremente Clay volviendo a golpear el pecho y el vientre de su enemigo.
Los golpes fueron fulminantes. Duson cayó
pesadamente contra el duro suelo. Permaneció unos momentos de bruces en él,
respirando angustiosamente. Lentamente fue recuperando fuerzas y finalmente se
puso de rodillas.
Clay permanecía en pie a su lado esperando que se
levantase para fulminarlo nuevamente a golpes.
Una de las manos del hombre de Verde se apoderó de
una puntiaguda piedra, mientras la otra se enroscaba alrededor de las piernas
del terrestre haciéndole caer al suelo.
Duson, ya completamente recuperado y esgrimiendo la
peligrosa piedra se lanzó sobre Clay con la intención de rasgar su yelmo con
una de las puntiagudas aristas.
El terrestre frenó el ataque del enemigo atenazando
la mano armada, luego sus rodillas se apoyaron en el pecho de Duson y
lentamente lo fue rechazando. Un fuerte y violento empujón lanzó el cuerpo del
pelado hombre contra una de las paredes de la hendidura.
Clay se levantó nuevamente y al ver que el enemigo
volvía al ataque esgrimiendo aquella peligrosa piedra, dijo:
—Tú te lo has buscado, amigo Duson. Créeme que no
voy a sentir ningún remordimiento al quitarte de en medio.
Al terminar de hablar ya estaba Duson muy cerca.
Clay desenfundó el cuchillo y con él a la altura del muslo esperó el ataque.
Fue el mismo Duson quien se clavó el arma blanca
hasta la empuñadura, en su vientre. Abrió desmesuradamente los ojos, un nuevo
hilo de sangre apareció entre sus labios y después de dar unos tambaleantes
pasos cayó violentamente de bruces. El cuchillo continuaba clavado en el
cuerpo de aquel habitante de un mundo lejano.
Clay miró fríamente aquel cadáver y dándole la
vuelta con el pie lo dejó boca arriba. Se inclinó sobre él y con un movimiento
brusco arrancó el cuchillo de la profunda herida. Lo limpió en las mismas ropas
del muerto y tranquilamente volvió a enfundarlo. Recogió su pistola ametralladora,
acopló el silenciador de sonidos y fijando el punto de mira en el centro del
cadáver dijo:
—Amigo Duson, voy a hacer algo que no me gusta.
Disparar contra un muerto, pero las circunstancias mandan. No puedo dejarte
aquí para que los restantes «conquistadores del Universo» te encuentren y sepan
que alguien escapó a su bien organizada matanza, así es, que no tienes más
remedio que disculparme.
Clay apretó el gatillo y un solo proyectil salió sin
producir nada más que un ligero «chop».
Duson, el segundo jefe cíe los hombres del planeta
Verde se había convertido en una tenue nubecilla verde-azulada que flotaba en
el espacio. Lentamente aquella nube se fue disolviendo y se mezcló entre las
verdes tonalidades pálidas que Casiopea mandaba a Sarto para su luz.
—...y van dos, si Duson dijo la verdad solamente me
quedan cuarenta y ocho.
Al terminar de decir esta frase, Clay dio media
vuelta y emprendió el regreso hacia el campamento enemigo. Ahora ya sabía lo
que necesitaba saber.
* * *
Tumbado boca arriba en su refugio de roca, Clay
estaba perfeccionando su plan de operaciones. Una frase bailaba continuamente
en su mente. El general que le había dado las últimas órdenes antes de partir
de la Tierra la había pronunciado:
«La expedición no puede fracasar, ¡No debe
fracasar!»
El general tenía razón, la expedición no fracasaría
aunque solamente quedasen tres componentes de ella.
Clay decidió ir en busca de las muchachas. Las necesitaba
urgentemente si quería llevar a la práctica lo que estaba germinando en su cabeza.
Saltó ágilmente al suelo y rápidamente emprendió el
camino hacia la mina. No tuvo ningún tropiezo y llegó al emplazamiento de su
antiguo campamento sin novedad. Antes de descender a la mina penetró en el
interior de una de las destrozadas astronaves y permaneció en su interior
durante unos momentos. Cuando salió iba murmurando:
—No podría volar ni una yarda, pero lo que me
interesa está en buenas condiciones.
Cuando llegó a la galería empezó a quitar las rocas
que había colocado anteriormente para tapar la entrada a la cueva, pero antes
de dejarla completamente al descubierto llamó:
—¡Yolanda, Saturnia! No os asustéis, soy yo, Clay.
Era conveniente avisar a las muchachas, no fuese que
se ahumasen y le volasen la cabeza de un certero disparo.
—Estamos bien, puedes descubrir la entrada,
Clay—contestó la agradable voz de Yolanda.
El resto de las piedras fue quitado y dos alegres
mujeres recibieron al comandante.
—Creíamos que ya no volverías y estábamos dispuestas
a ir en tu busca—dijo la bellísima mejicana.
—Ya ves que no ha ocurrido nada. Ahora lo que quiero
es comer un poco—dijo Clay despojándose del yelmo del hombre muerto.
—¿Has podido averiguar algo?—preguntó Yolanda
fijando sus bellos ojos en el rostro de su amigo.
Clay sintió que se estremecía de felicidad bajo
aquella cálida mirada y rápidamente repuso:
—Sí, estuve hablando con uno de nuestros enemigos.
—¿Hablando? ¿Cómo?
—Pues... hablando, como hablan las personas. Era un
chico muy simpático, lástima que ya murió.
Clay sació la curiosidad natural de las dos
muchachas y les explicó todo lo ocurrido en la superficie, aunque suprimió algunos
detalles de la lucha sostenida con Duson. Una vez terminado el relato expuso
su plan de operaciones y terminó diciendo:
—Yo solo no puedo ponerlo en práctica. Me hace falta
vuestra ayuda. Ya sé que pido mucho más de lo que estáis obligadas a hacer,
pero es necesario que me ayudéis.
—Por mi parte cuenta conmigo—respondió rápidamente
Saturnia.
—...y por la mía no es necesario que te diga nada.
Manda y yo obedeceré—dijo a su vez Yolanda—. Tenemos plena confianza en ti.
—Gracias, muchachas. Sabía que podía contar con
vosotras. Ahora quiero deciros una cosa. No sintáis ninguna dase de escrúpulos
si tenéis que hacer fuego contra el enemigo. Luchamos por nuestra vida, por la
de la Tierra y si mucho me apuráis os diré que también por la de todo el
Universo. Nuestros enemigos están locos, dominados por la locura del poder y
la dominación universal. Terminar con ellos es una obligación que tenemos, ¿de
acuerdo?
—De acuerdo—respondieron a dúo las dos muchachas.
—Pues ahora a comer, pensad que a lo mejor nos
pasamos muchas horas sin probar bocado y andando de un lado a otro.
Los tres terrestres comieron abundantemente y
después emprendieron el camino hacia la superficie. Clay abría camino, le
seguía Yolanda y la mejicana cerraba el reducido pelotón.
Al llegar a la corteza del planeta, Clay consultó
su cronómetro eléctrico y dijo:
—Ahora son exactamente las cinco. En la Tierra
serían las cinco de la madrugada, pero aquí son simplemente las cinco. A las
diez lo podemos tener todo listo. Al trabajo, muchachas.
Los tres terrestres se introdujeron en la misma
destrozada astronave que Clay había visitado anteriormente y se perdieron en
su interior.
Si el planeta Sarto hubiese tenido un satélite como
lo tenía la Tierra, hubiese podido contemplar un extraño espectáculo. El
satélite primeramente habría visto cómo tres terrestres empezaban a extraer
extrañas piezas del interior de una astronave destrozada en más de su mitad.
Habría visto cómo las iban apelotonando sobre la corteza rocosa del planeta y
cómo, cargados como acémilas de la Tierra, las iban transportando hacia un
punto desconocido; desconocido para el satélite, pues los tres habitantes
terrestres sabían perfectamente hacia donde llevaban sus pesadas cargas.
Cuando el cronómetro de Clay marcaba las diez, todo
el trabajo estaba concluido.
Una pesada ametralladora de cuatro cañones había
quedado emplazada entre el hueco de dos grandes peñascos. A su lado había un
enorme montón de proyectiles desintegrantes de materia.
Unas yardas más allá, un cañón electrónico de tiro
rápido había quedado fijado en la dura roca y junto a él, una ligera
ametralladora tenía su negro cañón fijo en la entrada de la cueva enemiga.
Grandes montones de municiones estaban ocultos
entre las grietas y hendiduras que cubrían la elevación.
Clay había sabido elegir su posición. Sus armas
batían perfectamente todo el campo enemigo y cuando empezasen a disparar, los
dominantes habitantes del planeta Verde, se encontrarían bajo un furioso
fuego cruzado.
Los tres terrestres habían trabajado duramente
durante las cinco horas últimas. Habían desmontado las armas de la destrozada
astronave. Las habían acarreado hasta allí a piezas. Las habían montado y
fijado y finalmente habían hecho varios viajes cargados con las municiones y
demás impedimenta. El trabajo había sido duro y particularmente las muchachas
estaban llegando al límite dé sus fuerzas.
Clay las obligó a descansar e inyectó en sus
escafandras oxígeno puro. En aquellos parajes era el mejor estimulante.
Mientras las muchachas se reponían del duro esfuerzo
realizado, él, con unos potentes prismáticos de rayos infrarrojos estudiaba el
campo enemigo.
No se veía ningún movimiento en él. Todas las
máquinas estaban paralizadas y ninguno de los extraños hombres se veía en la
superficie. La entrada a la montaña aparecía abierta y Clay pensó acertadamente
que también los moradores de aquel otro mundo de la estrella Sirio tenían la
necesidad de descansar.
Eran las doce en su reloj cuando el campo enemigo
empezó a dar señales de vida. Empezaron a salir hombres con los trajes grises
de superficie. Toda la expedición enemiga estaba en el exterior. Clay contó
perfectamente cuarenta y ocho de aquellos hombres.
Cuatro grupos compuestos por cinco hombres cada uno
escuchaban las explicaciones del que, seguramente, era el primer jefe de todos
ellos. Los restantes empezaron a hacer funcionar las máquinas y se enfrascaron
en las perforaciones.
Los cuatro grupos emprendieron la marcha en
distintas direcciones. El primero de ellos se dirigía rectamente hacia, el
lugar que ocupaban los terrestres.
Clay despertó a las muchachas y les dijo:
—El baile va a empezar. Cinco enemigos vienen hacia
aquí y otros tres grupos con la misma cantidad de hombres se dirigen a otras
direcciones. Supongo que son patrullas que van en busca de los dos
desaparecidos. Esto modifica algo nuestro plan, pero yo me encargaré de estos
«excursionistas». Vosotras ateneos al plan trazado. ¿Comprendido?
—Comprendido, jefe—respondió sonriendo Yolanda
poniéndose en pie.
La muchacha cogió otro de los prismáticos de rayos
infrarrojos y se fue a estudiar el campamento enemigo.
Saturnia, sin decir nada, se sentó al pie de la
pesada ametralladora y enfocó los cuatro cañones sobre los hombres que se
movían a sus pies.
Clay, una vez más cogió su pistola-ametralladora,
la cargó con los pesados proyectiles desintegrantes, comprobó su perfecto
funcionamiento y nuevamente acopló el silenciador de sonidos.
La patrulla enemiga ascendía siguiendo una profunda
resquebradura del terreno.
Clay fue a colocarse a uno de los lados y completamente
oculto dejó que los cinco hombres pasasen junto a él. Una vez hubieron pasado,
se levantó y alzando el cañón de su pesada arma disparó su primer proyectil
desintegrante contra la cabeza del último de los hombres que ascendían.
El ligero «chop» apenas fue percibido a causa del
ruido producido por las piedras que desprendían sus enemigos al andar.
Una ligera nubecilla verde-azulada se alzó en el
lugar que antes ocupaba el explorador. Los cuatro hombres que !e precedían no
llegaron a enterarse de lo ocurrido a su compañero... ni tampoco cuando la
muerte llegó hasta ellos.
Clay los fue cazando uno a uno. Disparando siempre
contra el último de la fila.
—Igual que patos salvajes—dijo Clay a media voz
cuando en el aire apareció la quinta nubecilla que señalaba el lugar en donde
décimas de segundo antes había existido un hombre.
Efectivamente, Clay había empleado un procedimiento
que los cazadores de patos usaban en su tierra natal. Primeramente disparaban
contra el último pato de la fila. Los demás no se enteraban y continuaban su
vuelo y así, disparando siempre contra el último llegaban a abatir el
primero. Si lo hubiesen hecho al revés solamente habrían logrado cazar a uno,
pues los restantes habrían huido al verlo caer.
—Cinco y dos son siete. Vamos aumentando la cuenta.
El comandante terrestre se detuvo cuando se dio
cuenta de que estaba hablando solo. Sonrió y regresó al lado de las muchachas.
Estas permanecían en sus sitios. Se acercó a Yolanda y apoyando su mano en el
hombro de ella dijo:
—Por este lado ya tenemos el camino despejado. ¿Ves
algo interesante allí abajo?
—Nada—respondió la morena Yolanda que se estremeció
al sentir el contacto del hombre sobre su cuerpo—. Todos trabajan en la perforación.
—¿Y tú, Saturnia, has visto algo interesante?
—Nada, Clay, solamente estoy esperando que me des la
orden de disparar. Tengo varias cuentas pendientes con aquellos monos que se
mueven entre las máquinas.
—Todo llegará, muchacha. Primeramente voy a ver si
puedo exterminar a todas estas patrullas que andan buscando entre las rocas.
Son grupos tan pequeños que no ofrecen ningún peligro. Hay que aprovechar
aquella antigua divisa que corre por la Tierra. «Divide y vencerás...» y éstos
se han dividido ellos mismos.
—¡Por allí va otra de las patrullas!—anunció Yolanda
señalando un punto.
Clay enfocó sus prismáticos y efectivamente, hacia
el punto señalado por Yolanda se veían a cinco siluetas moviéndose lentamente
entre las rocas. Estudió el terreno y vio que podía llegar hasta ellos sin
ningún peligro. Rápidamente fue en busca de su segunda patrulla.
La alcanzó cuando estaba llegando a lo que había
sido su base. Otra vez se encontró hablando solo.
—«No sé quién fue el que dijo que el asesino siempre
vuelve al lugar donde cometió el crimen... esto va a resultaros fatal.»
Los cinco hombres del planeta que ellos llamaban
«Verdea estaban en el centro del claro, junto a la entrada de la mina y por los
gestos parecía que estaban cambiando impresiones.
Cuando Clay apareció ante ellos quedaron sorprendidos
pero rápidamente empuñaron aquellas extrañas pistolas que pendían de sus
cintos. El movimiento fue rápido... pero llegó tarde.
El terrestre había dado un paso atrás y del cañón de
su arma salió una ráfaga de proyectiles. El siniestro «chop», «chop», «chop»,
resonó una vez más y cinco pelados hombres emprendieron el regreso a su
mundo... empleando el camino más corto.
Tan rápidos habían sido los disparos de Clay que ni
uno solo de ellos llegó a enterarse de que moría.
Otra vez la pálida atmósfera de Sarto se vio
adornada con aquellas nubecillas verde-azuladas,
—«Siete y cinco, doce. Ya tengo una docena» —elijo
en voz alta Clay y al darse cuenta de que continuaba hablando en alta voz se
dijo:
—Como continúes así terminarás muy mal, amigo Clay,
claro que esta costumbre que has adquirido tiene una ventaja, y es que nadie te
lleva la contraria.
Regresaba ya cuando al salir de una de las grietas
se encontró con las dos patrullas restantes.
Esta vez el que fue cogido de sorpresa fue él. No
esperaba encontrarse con el enemigo tan pronto.
Diez de aquellos hombres eran demasiados para sus
fuerzas, con la particularidad de que todos tenían empuñadas sus mortíferas y
desconocidas armas.
Clay se lanzó desesperadamente al suelo mientras su
índice apretaba angustiosamente el disparador de su pistola ametralladora.
Menos mal que la había recargado completamente después de acabar con la
patrulla anterior.
El continuo «chop», «chop», resonó mientras el
cuerpo de Clay aún no había tocado el suelo.
Tres de sus enemigos se volatizaron en el aire con
una rapidez pasmosa, pero los siete restantes dispararon cubriendo el terreno
que ocupaba el terrestre.
Fue un milagro que no le acertasen de lleno. Un
penetrante silbido llenó sus oídos mientras los proyectiles enemigos se
estrellaban contra la roca que tenía a su espalda.
La materia empezó a licuarse y a convertirse en
hielo. ¡Estaban disparando con proyectiles de gas impalpable que convertían en
bloques de hielo todo cuanto tocaban!
Clay comprendió entonces la clase de muerte que
habían teñirlo sus tres primeros exploradores. Ninguna herida en su cuerpo.
Habían disparado contra las piedras que había a su alrededor y al convertirse
en hielo los había aprisionado. La fuerte presión ejercida por aquella masa
helada los había reventado interiormente.
Clay volvió a disparar cuando vio que dos de sus
enemigos cambiaban de posición para poder batir mejor el terreno.
Vio cómo dos nubecillas se levantaban y quedaban
flotando sobre el lugar que habían ocupado.
A pesar de todo había tenido cierta suerte. Había
ido a caer en un lugar seguro y donde era difícil que los criminales disparos
de sus enemigos lograsen alcanzarle.
Pero éstos empezaron a disparar indirectamente. Los
diminutos chorros de gas impalpable fueron lanzados contra las piedras que le
protegían y algunos de ellos, por alguna razón que él desconocía aún, empezaron
a rebotar y a caer a su lado. Si por casualidad era acertado por alguno de
ellos no tardaría en convertirse en un bloque de hielo con un cadáver en su
interior... el suyo.
Fueron los mismos enemigos quienes le dieron la
solución. Si ellos disparaban indirectamente, también él podía hacer lo mismo.
Con toda clase de precauciones asomó la cabeza y localizó el emplazamiento de los
cinco hombres restantes.
Una ráfaga de proyectiles desintegrantes fue a
chocar contra la piedra que les servía de defensa. Sus trajes grises de
superficie les defendieron del enorme calor causado por la fusión, pero… ¡la
piedra había desaparecido y ellos estaban al descubierto!
La segunda ráfaga salida del arma de Clay les cogió
de lleno... y empuñando sus peligrosas pistolas pasaron a ser parte integrante
de la atmósfera del planeta Sarto.
Clay se enderezó dejando escapar un suspiro de
alivio. Una vez más había vencido a sus enemigos. Ahora solamente quedaban los
que continuaban en el campamento base y éstos no tardarían en seguir el camino
que primeramente habían emprendido las cuatro patrullas, el segundo jefe Duson
y el explorador solitario de la mina. El camino de regreso a la nada. Todos,
excepto el primer cadáver, habían sido convertidos en materia desintegrada que
se había diluido en el espacio que querían conquistar.
Clay, para evitar nuevas sorpresas, volvió a
recargar su arma y emprendió el regreso hacia su escondido campamento entre las
rocas.
Desde hacía unas horas terrestres, los habitantes
del planeta Tierra estaban llevando la ofensiva... y no pensaban dejarla perder
hasta que todos los moradores de aquel mundo llamado Verde, hubiesen sido
aniquilados.
«¡Esta, vez no pienso hablar en voz alta!» —dijo
Clay... en voz alta.
* * *
Yolanda apartó los prismáticos infrarrojos cuando
vio regresar a Clay de su expedición.
La alegría, brilló en los ojos de la elle muchacha
cuando tuvo al comandante a su lado y preguntó:
—¿Todo ha ido bien?
—Perfectamente, en la actualidad no tenemos más
enemigos que los que están allí—contestó señalando el campamento.
—¿Cuándo vamos a pasar a la ofensiva, Clay?
—preguntó Saturnia que continuaba sentada al pie de la pesada ametralladora,
cuyos cuatro cañones no se apartaban del campo enemigo.
—Hace ya unas horas que llevamos la voz cantante,
Saturnia, pero si te refieres a cuándo vamos a terminar con ellos, puedo
decirte que dentro de breves momentos.
—Quizá te parezca muy poco femenino mi
deseo—continuó diciendo la mejicana—pero las mujeres de mi raza no perdonamos
fácilmente y menos cuando nos han hecho daño a traición y matado a nuestros
amigos a mansalva, de una forma que tiene todas las características de un
asesinato en masa. No, no es femenino, lo sé, pero no puedo olvidar a mis amigas
carbonizadas por aquellos robots.
—No hace falta que busques justificaciones, querida
amiga—replicó Clay—. Me considero un ser humano y también siento los mismos
impulsos que tú.
—La gente que estaba en el interior de la mina está
toda en 1a superficie—anunció Yolanda que continuaba explorando el campo de
los habitantes del planeta Verde.
—Entonces llegó la hora. No podemos dejar que se
alarmen por la desaparición de todas sus patrullas. Vamos a pasar al ataque.
Tú. Saturnia, vas a disparar contra la entrada de la montaña. Centrarás tu
fuego sobre la parte superior. Quiero que tapones el agujero para que nadie
penetre en su interior y escape a nuestros disparos. Además, cuando lleguen
los refuerzos de la Tierra podremos abrir nuevamente el agujero y ver qué es
lo que hay dentro. Seguramente encontraremos algo interesante. ¿Comprendido,
muchacha?
—Comprendido, Clay. Tengo que inutilizar la entrada
sin destruir nada de lo que pueda haber dentro. Esto es lo que deseas ¿verdad?
—Solamente esto—respondió Clay al ver que la
muchacha había interpretado correctamente sus órdenes.
—No te preocupes que lo haré así—dijo Saturnia
cambiando el ángulo de tiro y los cuatro cañones quedaron apuntando las piedras
que aparecían sobre la entrada a la cueva.
—Tú, Yolanda, con el cañón electrónico, irás
destruyendo toda la maquinaria que aparece en la superficie. No quiero que les
sirva de parapeto. Una vez destruida ésta, disparas contra la boca de la mina
con el objeto de cegarla. Así, si Duson me tomó el pelo y existen fuerzas
mayores que las que me dijo, las anularemos igualmente encerrándolas en una
ratonera. ¿De acuerdo, Yolanda?
—De acuerdo.
—Yo me encargaré del trabajo más desagradable. Con
la ametralladora restante me dedicaré a cazar a estos ratones grises.
Ocupando sus sitios respectivos los tres terrestres
se miraron mutuamente. Clay levantó su mano derecha y rápidamente la
ametralladora manejada por Saturnia entró en acción. Una cortina de proyectiles
desintegrantes se abatió sobre las piedras que había encima de la negra entrada
de la cueva.
Una cascada de materia en fusión empezó a deslizarse
hacia el suelo taponando la entrada. El frío reinante en la superficie del
planeta no tardó en enfriar aquella cortina de fuego líquido y una pared de
piedra apareció en donde antes existía el agujero.
Los disparos de Saturnia restallaron en el
campamento como un látigo entre una manada de asustadas ovejas.
Los hombres vestidos de gris, completamente cogidos
de improviso no pudieron reaccionar rápidamente y totalmente desorientados
trataron de localizar a aquel enemigo que se abatía sobre ellos desde un
ignorado emplazamiento.
Resonaba aún en el aire el último disparo de la
ametralladora de la mejicana cuando el seco restallido de los disparos del
cañón electrónico llenaron el claro enemigo.
Clay había cargado el arma de tiro rápido con
proyectiles desintegrantes y explosivos alternados.
El primer disparo convirtió en una masa de fuego
líquido a una gran excavadora. El siguiente estalló en el suelo, entre los
tractores de arrastre. El campo enemigo se convirtió en un hervidero de
grandes máquinas convertidas en fuego, en profundos hoyos abiertos por los
proyectiles explosivos y en un completo tabletear de armas de fuego y
desintegrantes.
La ametralladora manejada por Saturnia apoyó el
fuego de Yolanda y cuando Clay vio que todos sus enemigos vagaban
desesperadamente por el claro, en busca de un refugio lo suficiente eficaz para
huir de! huracán de fuego que se había volcado sobre ellos, empezó la caza.
El visor telemétrico de su arma iba buscando uno a
uno los cuerpos de los atemorizados hombres de gris y cuando quedaban
encuadrados en el centro de la tela de araña que fijaba la puntería, apretaba
furiosamente el disparador y una nubecilla verde-azulada iba a mezclarse entre el
humo de las explosiones, de los incendios y de las emanaciones de las materias
en fusión.
Un grupo de cuatro hombres se lanzó desesperadamente
hacia un emplazamiento en donde tenían un cañón de extraña construcción.
—«Proyectiles de hielo líquido»—pensó Clay mientras
dirigía el cañón de su arma hacia ellos, pero llegó tarde. También Yolanda y
Saturnia habían visto la maniobra del enemigo y habían entrado en acción.
Un disparo del cañón de Yolanda acertó de lleno en
las defensas del emplazamiento y lo convirtió en una masa de materia
incandescente. Otro disparo hizo saltar el arma enemiga, dejándola volcada
sobre un costado y los cuatro hombres emprendieron una rápida fuga ¿hacia
dónde? Nunca lo supieron. Los disparos de la mejicana los alcanzaron en plena
retirada y esta vez nada quedó de ellos. Ni las fatídicas nubecillas
verde-azuladas.
Un grupo de supervivientes se dirigía hacia la
entrada de la mina en un desesperado esfuerzo para huir de la destrucción que
había caído sobre ellos, pero llegaron tarde.
Una andanada de cinco disparos salidos del arma de
Yolanda taponó la boca de la mina y los disparos de Clay acabaron con todo el
grupo.
Todos los cuerpos cayeron junto a la misma entrada y
la fusión de ellos se mezcló con la de las materias que ardían en la
superficie.
Clay giró rápidamente su arma y ésta quedó enfocando
el ultimo grupo de resistencia enemiga, aunque el terrestre pensaba que la
expresión de «resistencia» no era la apropiada. Mientras sus dedos pulsaban
el disparador dijo en voz alta:
—No es resistencia, es el último grupo de ¿resistencia
enemiga».
—¿Decías? algo, Clay?—preguntó Yolanda.
—No, hablaba conmigo mismo, cosa a la que me estoy
acostumbrando últimamente.
La ráfaga de Clay puso fin al combate. Después de ella
el silencio, el mismo silencio que durante millares, millones de años había
reinado en el planeta Sarto, volvió a reinar.
Allá abajo, en el claro que había sido del enemigo,
solamente quedaban tenues columnas de humo que no tardaron en disiparse en la
fría e irrespirable atmósfera.
El terreno aparecía removido, como si una gigantesca
excavadora se hubiese entretenido en dar paseos en círculo.
Los terrestres habían pasado a la ofensiva y el
resultado logrado había sido total.
Clay miró a las dos muchachas mientras abandonaba
el sitio que había ocupado durante el combate.
Los rostros de ellas aparecían congestionados debajo
de las escafandras que los cubrían. El ardor de la lucha se había apoderado de
ellas y la emoción de la lucha se veía aún en sus ojos, particularmente en los
negros de la mejicana.
El comandante terrestre sentía que algunas gotas de
sudor se deslizaban por su frente cuando lanzó una mirada hacia lo que había
sido campo enemigo. Sacudió la cabeza violentamente para desprenderlas y volvió
a sacudirla cuando una de ellas quedó retenida en su nariz produciéndole
cierto malestar.
Instintivamente elevó su mano para apartarla, pero
sus dedos tropezaron con el yelmo del fallecido hombre gris que había terminado
sus días en el fondo de la mina.
El yelmo, totalmente dúctil y blando entre sus dedos
le permitió aplastar la molesta gota de sudor y esto le hizo decir:
—Tendremos que estudiar el material de que está
construida esta especie de escafandra. Es mucho mejor que las nuestras y además
más seguro. A Duson le di un formidable golpe en ella y no se rompió. Si llega
a llevar una escafandra terrestre seguramente no me habría dado tanto trabajo.
Esto se estira como si fuese goma.
—A veces creo que los hombres de las Fuerzas
Atmosféricas no tenéis nervios—dijo Yolanda abandonando el cañón de tiro
rápido—. Acabamos de sostener una lucha y a ti no se te ocurre otra cosa que
decir que «esto se estira como si fuese goma».
—Ahora es lo único que me interesa y además la gota
de sudor me molestaba.
—¿Qué vamos a hacer ahora ?—preguntó Saturnia
juntándose a sus dos amigos.
—Pues ir a tomar posesión de las posiciones enemigas
y husmear lo que pueda haber por allí... y esperar que desde la Tierra alguien
se acuerde de que se mandó una expedición a este planeta. No creo que tardemos
mucho en saber de ellos. Les tiene que intrigar nuestro silencio. Hace ya
tiempo .que teníamos que haber enviado las astronaves-transportes con las
diversas clases de mineral.
—El Mando Atmosférico así como el Alto Mando
Conjunto Terrestre, habrán tomado ya sus medidas y seguramente pensarán que
algo nos ha ocurrido—respondió Saturnia.
—Esperemos que no tarden mucho—añadió Clay—. Ahora
coged vuestras armas ligeras y vamos a ver lo de allí abajo.
Los tres terrestres, empuñando las pistolas-ametralladoras
fueron descendiendo. Primeramente iba Clay y detrás las dos muchachas.
Cuando llegaron al llano ya no quedaba en él ningún
rastro de vida. Solamente la muerte y la destrucción se entendían sobre él. La
matanza había sido total y los terrestres eran dueños del planeta Sarto.
—Ahora—dijo Clay a las muchachas—todo es cuestión de
un poco de suerte. Es de suponer que igual que en la Tierra les alarmará
nuestro largo silencio y la falta absoluta de noticias, en el planeta que esta
gente llaman «Verde» también encontrarán extraño que su expedición no dé
señales de vida. Por lo tanto es lógico esperar que manden otra para averiguar
lo ocurrido y ahí es donde la suerte nos tiene que ayudar. Si nuestros
compatriotas terrestres llegan primero, todo irá bien pero si los que llegan en
primer lugar son nuestros enemigos, entonces...
—...Entonces todo irá mal—terminó Saturnia haciendo
un expresivo gesto con la mano.
—Efectivamente—continuó Clay—esta vez hemos vencido
porque ellos tenían la seguridad de haber terminado con todos nosotros y descuidaron
la vigilancia; un error que les ha costado la vida, pero no ocurrirá lo mismo
con los que vengan detrás. Ellos sabrán que algo anormal ha ocurrido y tomarán
sus medidas.
—Tú crees que no podremos luchar contra los que
vengan, ¿verdad?—preguntó Yolanda, dejando que su vista recorriese la
destrucción que les rodeaba.
—Tengo la seguridad de ello. Es un enemigo superior
a nosotros en todos los terrenos y si hemos vencido ha sido por una serie de
casualidades que no se repetirán. Es conveniente que lleguen refuerzos de
nuestro planeta y así, cuando llegue la expedición enemiga la podremos recibir
como se merece.
—¿Vamos a echar un vistazo por ahí?—preguntó
Saturnia empezando a andar hacia las destruidas máquinas.
—Sí, pero no apartes el dedo del disparador de tu
arma. Te encuentras en las mismas condiciones que un cazador andando por la
selva virgen.
Los tres terrestres supervivientes se dedicaron a
buscar entre los montones de hierros retorcidos de frías masas de material
desintegrado por los disparos y de cadáveres aislados que, en el mayor desorden
cubrían la reducida superficie del claro entre las altas montañas.
Nada encontraron digno de interés. Allí solamente
había ruinas y más ruinas.
Clay se detuvo ante la cortina de piedra fundida y
vuelta a solidificar a causa del frío, que cubría la entrada a 1a cueva.
—Fue una pena que tuviésemos que emplear un método
tan radical para taparles la retirada —dijo mirando pensativamente la taponada
entrada a la cueva de sus enemigos—. Tengo la seguridad de que dentro hay
verdaderas golosinas para las mentes de nuestros científicos, me gustaría
entrar.
—De la misma forma que la hemos tapado podemos
descubrirla—dijo Saturnia que estaba junto al comandante y había oído su
comentario.
—Ya se me había ocurrido, pero no es posible. La
ametralladora de cuatro tubos no es suficiente para atravesar ni fundir esta
pared. Piensa que a la gran cantidad de material que desintegraste con tus
disparos hay que añadir oír; cantidad igual o superior, que el calor de fusión
nuclear fundió de las paredes laterales e interiores. Si empleamos el cañón de
tiro rápido lo lograríamos rápidamente pero nos expondríamos a que un
proyectil, uno solo, entrase en el interior de la cueva y lo volase todo, con
la particularidad de que a lo mejor, dentro hay materias explosivas que
desconocemos y estalla todo el planeta. No, esperaremos a que lleguen los
refuerzos y entonces, con calma y empleando taladros y perforadoras a presión
haremos un hermoso boquete.
—...todo esto suponiendo que alguien llegue desde la
Tierra, pero... ¿y si no llega nadie?—preguntó Saturnia que siempre Quería
apurar las cosas hasta el último extremo.
—Entonces, señorita pesimista, trabajaremos otras
cinco o seis horas y lo solucionaremos todo con un mínimo de riesgo.
—¿Cómo lo haríamos?—preguntó esta vez Yolanda.
Clay lanzó un suspiro como diciendo. —«No hay nada
peor que dos mujeres preguntonas» y ya en voz alta contestó:
—Muy sencillamente. Desde las alturas donde estábamos
bajaríamos la ametralladora que manejó Saturnia. La emplazaríamos de costado y
junto a ella el cañón de tiro rápido. Tú dispararías de lado, contra las partes
más fuertes y Saturnia, la preguntona de tumo, lo haría contra las débiles.
Entre las dos licuaríais toda esta masa de materiales fundidos y como el fuego
se haría de costado y no directamente, aunque algún proyectil penetrase en el
interior iría a estrellarse contra una de las paredes laterales y no contra el
fondo, como ocurriría si hiciésemos fuego desde el emplazamiento que
actualmente tienen bis armas ¿enteradas?, pues si es así, media vuelta y de
regreso a nuestra base, que aunque esté destrozada siempre es mejor que ésta y
además, para que no hagáis nuevas preguntas os diré, que mientras no tengamos
un lugar adecuado, con cámara de descompresión y aire acondicionado, solamente
podemos despojarnos de nuestras escafandras en el fondo de la mina que abrió
Osenkoff.
Las dos muchachas sonrieron al ver que su jefe
empezaba a perder la paciencia ante sus preguntas, pero Clay tenía fama de ser
hombre de muy mal genio cuando se enfadaba y no quisieron hacer la prueba.
Emprendieron el camino de regreso a su destrozado
campamento y cuando llegaron a él, Clay, acompañado de Yolanda fue
inspeccionando el interior de las destrozadas astronaves que aún conservaban
algo de su estructura.
Mientras, Saturnia fue a rebuscar entre los restos
de lo que había sido almacén.
La idea de Clay era ver si entre el material de las
astronaves y algo que se pudiese recoger del destruido almacén central, se
podía montar un emisor-receptor para llamar a las naves que seguramente ya
habían partido de la Tierra en dirección a Sarto.
Después de varias horas de desmontar aparatos de
las destrozadas astronaves, de rebuscar entre los restos del almacén y de
haberse metido en el interior de la desgarrada cúpula de plástico abandonaron
el proyecto. Nada de cuanto habían hallado se podía aprovechar.
—No podemos hacer ni un triste aparato de galena—fue
el comentario que hizo Clay.
—¿Qué es esto?—preguntaron las muchachas casi al
mismo tiempo.
—El primer aparato de radio que funcionó en la
Tierra en una época en que aún las mujeres no hacían preguntas y además, se
dedicaban a coser y planchar la ropa de sus maridos en lugar de andar sueltas
por el espacio acribillando a preguntas a un comandante... que ya tiene
bastantes preocupaciones sin necesidad de vérselas aumentadas por dos
muchachas.
Y dando media vuelta huyó de los comentarios de
Yolanda y de Saturnia que empezaban a encontrarle gusto al juego.
Después del fracaso del aparato ele radio decidieron
establecer un turno en la superficie para poder señalar su presencia a las
astronaves terrestres cuando éstas llegasen. Uno de ellos permanecería siempre
en la corteza del planeta, mientras los otros dos continuarían en el fondo de
la mina en donde podían ir sin escafandra y descansar más libremente que si se
quedaban en la superficie.
Una pistola de señales, con bengalas luminosas
serviría de punto de referencia para las astronaves.
Tampoco se descuidó la vigilancia del espacio para el
caso de que apareciesen primeramente las naves del planeta «Verde». En este
caso los tres terrestres regresarían a las profundidades de la mina hasta el
momento que ya no se pudiese resistir más.
La guardia quedó montada con los métodos más
rudimentarios; unos prismáticos de rayos infrarrojos y una pistola de señales.
Los super-civilizados terrestres habían vuelto a los tiempos remotos.
Vigilancia elemental y refugio en una cueva subterránea y como aparato de
alarma, el vigilante de superficie tenía una lata de conservas vacía, con
cuatro pedruscos dentro. En el momento que descubriese cualquier clase de
astronaves en el verde espacio, 1a sacudiría violentamente para avisar a los
dos que estuviesen en la mina.
Clay y las muchachas se sonreían ante tan
«perfeccionados aparatos de observación y alarma», pero reconocían que en su
triste situación eran de lo más eficaces, tanto como el radar electrónico, las
ondas acústicas del espacio y los sensibles robots-detectores.
* * *
—Voy a hacerte un poco de café—dijo Yolanda—. Hace
días...
Se interrumpió para dejar escapar una alegre
carcajada y después continuó:
—Me hace gracia decir «días», «noches», «meses»,
¿cuándo es de día y cuándo es de noche? ¿qué medida de tiempo hay aquí? ¿cómo
se las arreglarán los que tengan que vivir aquí durante mucho tiempo trabajando
en la explotación de las minas ? Siempre tendrán la misma luz verdosa que manda
Casiopea v su vida transcurrirá bajo ella.
—Se las arreglarán perfectamente. Para ellos siempre
habrá días, noches, horas, semanas, etcétera. Se guiarán por las medidas de
tiempo que rigen en la tierra. Esto ya nos ha ocurrido en otros planetas en
donde hemos estado. En algunos los días duraban setenta y dos horas, en otros
solo ocho, incluso conocimos uno que duraba seis meses, igual que en las zonas
polares. Pero nosotros siempre seguimos contando con arreglo a como se cuenta
en la Tierra; es la fuerza de costumbre. Ahora quiero recordarte que habías
dicho algo sobre una taza de café ¿lo has olvidado?
—¡Oh, no!—respondió la muchacha encendiendo un
pequeño hornillo de rayos infrarrojos salvado de entre las ruinas del almacén.
El agua, el enorme problema del agua lo habían resuelto con grandes trozos de
hielo recogido en la superficie. Lo fundían y ya tenían líquido para sus
necesidades. Sarto, a causa del enorme frío reinante no tenía agua líquida,
cosa que había observado Axelson momentos antes de su destrucción y muerte.
Los dos terrestres estaban en el fondo de la mina y
habían ampliado su refugio subterráneo. Ahora ocupaban la galería y la
primitiva cueva que les había servido de dormitorio había quedado relegada a
las funciones de simple armario.
Saturnia estaba de guardia en la superficie y dentro
de dos horas terrestres sería relevada por el mismo Clay. Llevaban varios días
en esta situación. El comandante casi había perdido la cuenta de ellos, aunque
seguramente rondaban ya los siete desde la destrucción del enemigo.
Ninguna nave había aparecido en el espacio. Ni amiga
ni enemiga y la larga espera empezaba a atacar los nervios de los tres
terrestres.
La tensión era enorme ya que su propia vida, la
supervivencia de la Tierra y la seguridad del sistema solar, dependía solamente
de saber quién llegaría antes. Si las astronaves de la Tierra o las del planeta
«Verde-». Quien llegase primero tendría muchas más probabilidades de vencer.
Si los hombres cubiertos de gris llegaban a
apoderarse de los yacimientos de «libonita» que existían en el planeta, ya
jamás les faltaría combustible para sus aparatos y podrían desencadenar su
guerra de conquista interplanetaria, pero si primeramente llegaban los
terrestres, sus fuentes de «libonita» quedarían bloqueadas y sus astronaves sin
combustible, y por lo tanto paralizada su guerra de conquista para tener que
emprender una defensiva y de supervivencia.
Todo dependía de quien llegase primero. Una carrera
en el espacio en donde el premio era: Sarto, meta de llegada.
Yolanda dejó ante Clay una taza de humeante café
concentrado y el comandante ante la agradable y aromática infusión dejó que
sus pensamientos pasasen a segundo lugar.
Después de servir a Clay, Yolanda se sentó a su lado
y mientras contemplaba cómo su amigo iba bebiendo pequeños sorbos dijo:
—Espero que la próxima que pueda ofrecerte sea ya en
la Tierra y en mi departamento sobre el río Hudson y en lugar de estos duros
asientos puedas estar cómodamente sentado en un sillón que tengo junto al
ventanal.
—Yo también lo espero así—contestó Clay jugando con
la vacía taza, mejor dicho, con el bote que hacía sus veces—. Ahora me siento
como las primeras cabras que lo tomaron ¿sabes que fueron estos simpáticos
animalitos los que descubrieron las virtudes del café?
—No, cuéntame cómo fue.
—En realidad no es ninguna verdad histórica, es una
leyenda que durante años y más años corrió por toda la Tierra, cuando aún no
se sabía nada de viajes interplanetarios, de ciencia físico- nuclear, ni de
proyectiles desintegrantes. Verás, el contarte esto me hace el mismo efecto que
si fuese a relatarte algo muy íntimo y es que las leyendas siempre he creído que
debían ser contadas en la intimidad del hogar, en una noche muy fría y rodeado
de comodidades. Pero al contártelo precisamente a ti, me hace sentirme rodeado
de todas estas cosas.
—Gracias, comandante. No sabía que en las Fuerzas
Atmosféricas hubiese hombres que deseasen tener un hogar.
—¡Pero, si hay muchos que se han casado! —protestó
Clay.
—Vaya, si al final va a resultar que los duros
pilotos del espacio también tienen su corazoncito—bromeó Yolanda.
—La leyenda dice que—cortó Clay que empezaba a
temer los sarcasmos de la muchacha que siempre se ponía a la defensiva cuando a
él le daba por sentirse «tierno»—en Arabia había un pastor que...
Un ruidoso estrépito resonaba por el túnel central
de la mina e interrumpió a Clay.
—¡La señal de alarma!—exclamó poniéndose rápidamente
en pie.
—Saturnia ha descubierto alguna astronave —replicó
Yolanda imitando a su amigo.
—¡Rápido, las escafandras y arriba!—ordenó Clay ajustando
la suya con veloces movimientos—. Ahora vamos a salir de dudas y sabremos lo
que nos espera. Si la vida o la muerte.
—Prefiero una seguridad a la incertidumbre a que
hemos estado sometidos durante estos últimos días—contestó Yolanda empleando
ya el aparato emisor-receptor interior, ya que tenía acoplada la escafandra.
El comandante tardó algo más, ya que aún llevaba el
traje de superficie que había quitado al hombre que había matado en el interior
de la mina y el maleable yelmo de los hombres del planeta «Verde» era más
complicado de ajustar, aunque también más seguro y resistente, quizá por esto
Clay lo había adoptado.
Mientras recogían su armamento, la señal de alarma
volvió a sonar estrepitosamente llenando de desagradables ruidos el interior
del túnel y de las galerías.
—Vamos corriendo hacia arriba o esta muchacha va a
destrozamos los tímpanos—dijo Clay emprendiendo una rápida carrera hacia la superficie
seguido inmediatamente por Yolanda.
Antes de llegar a la boca de la mina, Saturnia
volvió a hacer sonar la rudimentaria alarma.
—¡Astronaves a la vista!—exclamó la explosiva
mejicana cuando vio que las cabezas de sus amigos asomaban al exterior.
—¿Terrestres?—preguntó Clay apoderándose de los
prismáticos que sostenía Saturnia.
—No lo sé. No se pueden distinguir bien en medio de
esta luz verdosa que los envuelve. Mira, allí están.
Clay fijó los prismáticos en la dirección que la
muchacha le indicaba y miró largo tiempo.
Una flota de veinte grandes astronaves de alargadas
formas se iba acercando rápidamente. Delante del grupo central se destacaba
claramente una que navegaba solitaria, y detrás de todas ellas, formando la
retaguardia, otro grupo de seis, éstas de forma redonda y de gran tamaño,
empezaba a dibujarse en el verdoso espacio.
La primera, la que navegaba destacada del grupo
empezó a describir un movimiento de vaivén pronunciado.
Al descubrirlo Clay apartó los prismáticos de sus
ojos y los entregó a Yolanda y dirigiéndose a Saturnia exclamó:
—Sé que voy a darte dos alegrías. Las naves son
terrestres. Veintiuna de combate y seis de transporte, pero la primera que
aterrizará será la de tu amigo Alfred Deisch.
Clay vio como la hermosa cara de la mejicana
empalidecía bajo la escafandra y sus labios murmuraron algo que los
amplificadores del aparato emisor no dejaron oír claramente. El comandante
creyó entender «Alfred, vivo» y Yolanda entendió «no es posible».
—¿No te equivocas, Clay?—pudo preguntar finalmente
Saturnia.
—No, no me equivoco. Este movimiento de vaivén es la
contraseña que siempre hemos empleado él y yo para identificamos mutuamente al
regreso de un vuelo. Yolanda, pasa los prismáticos a Saturnia para que pueda
examinar tranquilamente lo que le ha dicho y dame la pistola de señales, aunque
Alfred nos ha tenido que ver con el telescopio telemétrico de proa, no estará
de más que les señalemos la posición.
Mientras Saturnia no apartaba los prismáticos de la
primera astronave, Clay apretó el disparador de la pistola de señales y una
roja bengala trazó un arco en el cielo.
Toda la formación terrestre se dirigió rápidamente
hacia aquella dirección y muy pronto la astronave de Alfred trazó el primer
círculo alrededor del claro ocupado por los tres terrestres supervivientes de
la anterior expedición.
Saturnia dejó caer los prismáticos al suelo y sin decir
palabra se abrazó a Yolanda que la retuvo entre sus brazos.
—Vamos, muchacha—dijo Clay—no llores ahora cuando
has sabido soportar toda la angustia de estos últimos tiempos,
—Cállate ahora, Clay—rogó Yolanda—las mujeres
sabemos resistir mejor a la desgracia que a la felicidad y ahora, en estos
momentos Saturnia, es totalmente feliz.
—De acuerdo, quien os entienda será el hombre más
sabio del mundo.
Los tres terrestres tuvieron que apartarse del claro
para que las astronaves fuesen tomando tierra.
De la primera saltó Alfred Deisch y al verlo
Saturnia abandonó los brazos de su amiga para cambiarlos por los del
lugarteniente de Clay.
Alfred no rehuyó la caricia y durante unos momentos
se olvidó por completo de todo lo demás. Solamente sabía que tenía entre sus
brazos a la mujer que amaba y que tan malos ratos le había hecho pasar con sus
tomaduras de pelo... pero ahora todo estaba olvidado. Saturnia estaba viva, la
estrechaba contra su cuerpo y por lo visto había sufrido con la idea de que él
había muerto.
Finalmente volvió a la realidad y llevando a la
bella mejicana enlazada por el talle se acercó a Clay y Yolanda que miraban la
escena con una sonrisa de felicidad entre los labios.
—Hola, jefe, hola Yolanda, no sabéis lo que me
alegro de encontraros con vida—dijo emocionado mientras tendía la mano que le
quedaba libre a sus dos amigos.
Estos la estrecharon fuertemente y Clay dijo:
—Y nosotros a ti. Te dábamos por muerto y destrozado
cuando no encontramos tu cuerpo.
—Cuando hayamos organizado todo lo que traigo y
despejado esto os explicaré mis aventuras. Te advierto que tenemos que
trabajar rápidamente. Dentro de seis horas llegarán treinta aparatos de combate
y diez de transporte y dentro de doce llegará la tercera expedición con otros
tantos aparatos de combate y veinte de transporte pesado.
—¿Cómo te las has arreglado?
—Después os lo contaré todo, ahora es imposible ya
que el grueso de la flota está empezando a tomar tierra.
Así era. Los grandes aparatos estaban dando vueltas
alrededor del claro esperando que les señalasen los sitios de aterrizaje. Clay
y Alfred empezaron a señalar los puntos y poco a poco las astronaves estaban
posadas en el claro. Después, los transportes, en descenso vertical fueron
ocupando los pocos lugares vacíos. El claro quedó completamente lleno de
astronaves terrestres que empezaron a descargar hombres y material.
Clay y Alfred organizaron el trabajo y pocos minutos
después tres gigantescas explanadoras habían ampliado de tal forma el claro que
parecía ya un enorme campo de despegue. Sobre el terreno allanado se
extendieron grandes planchas de acero y así, en poco tiempo pudieron disponer
de un espacioso campo de aviación capaz de acoger a todas las astronaves que se
esperaban desde la Tierra.
Todos los hombres que habían llegado en el interior
de las astronaves trabajaban a marchas forzadas y pronto quedó establecido un
campamento mucho más perfecto que el destruido.
Una nueva cúpula de plástico se levantaba en el
mismo sitio que la anterior y las muchachas habían vuelto a ocupar sus sitios
ante las pantallas de radar de largo alcance, de las ondas acústicas y
electrónicas del espacio, de los complicados aparatos detectores y de los
emisores-receptores de radio y televisión.
Seis horas después de haber tomado tierra Alfred y
su flota, aterrizaba la segunda oleada de astronaves terrestres, después de
haber sido detectadas en las pantallas y guiadas por radio hasta el mismo campo
de aterrizaje.
En las naves-transportes de esta expedición iban
pesados cañones anti-aéreos de cargas atómicas magnéticas. El proyectil de
reducido tamaño, era disparado contra el enemigo y éste ya podía hacer lo que
quisiera que no lograba despegarse de él. Le seguía tenazmente a través del
espacio hasta que destruía la astronave contra la cual había sido lanzado.
Ocho baterías de estas peligrosas y eficaces armas quedaron emplazadas
alrededor del campamento.
Después de haber tomado tierra la segunda flota e
instalados los cañones, Clay y Alfred tuvieron un cambio de impresiones.
—Tenemos seis horas de tiempo—dijo el comandante—y
las vamos a aprovechar. Cargaremos dos de las explanadoras en una nave-transporte
y nos dirigiremos a lo que fue base enemiga. El lugar es más estrecho que el
que ocupábamos nosotros pero como los transportes pueden despegar y descender
en vuelo vertical no vamos a tener problema. Instalaremos allí una segunda base
y al mismo tiempo quiero dejar al descubierto la entrada a la cueva. Quiero ver
lo que hay dentro.
—Me parece bien y voy a dar las órdenes para que las
máquinas sean cargadas en el aparato que nos llevará allí.
—¿Has descargado todas las navecillas «bellotas» ?
—Todas están sobre la pista. En total ciento
cincuenta aparatos.
—De acuerdo. Ahora voy contigo y despegaremos
rápidamente, quisiera que la tercera flota que llegue de la Tierra pueda
aterrizar en la otra base.
Los dos amigos se dirigieron rápidamente hacia el
destrozado campamento enemigo y descendieron sin ninguna clase de
dificultades. Todo estaba como lo habían dejado Clay y las muchachas.
Alfred contempló admirado la gran cantidad de ruinas
y destrozos que habían causado los tres terrestres y dijo:
—No comprendo cómo un hombre y dos mujeres
pudisteis terminar con ellos.
—Muy fácilmente, amigo. Haciendo horas extraordinarias—y
mientras eran descargadas las dos explanadoras y los taladros y perforadoras
fue explicando a su amigo todo lo ocurrido, incluso su lucha en el interior de
la mina con el enemigo que se había metido en ella. Al terminar dijo:
—Y esto es todo, ahora espero que me cuentes lo que
te ocurrió a ti.
—-Si no te molesta lo explicaré cuando estén las
muchachas delante. Así me ahorraré un relato... aunque me imagino que después
de casarme con Saturnia tendré que contárselo más de una vez.
—¡Dímelo a mí! entre las dos me han vuelto loco a
preguntas.
—Sería conveniente que te despojases de este traje
gris que pediste «prestado». Toda nuestra gente sabe que el enemigo usa este
color y es fácil que algún novato te convierta en una nube de azulado humo.
—Tienes razón, pero me he acostumbrado a él. La
escafandra o yelmo, como quieras llamarlo, es de lo más maravilloso que he
visto. No pesa, no se rompe y casi es tan manejable como una prenda de lana. A
Duson, durante la pelea, le asesté un violento rodillazo en el mentón a través
de esta escafandra... y no se rompió, en cambio tengo la impresión que a él le
arranqué cinco o seis dientes. Tendrán que estudiar este material los
sabelotodo de la Tierra.
—De acuerdo, será todo lo maravilloso que quieras
pero yo te prefiero vivo. Tendría gracia que hayas logrado escapar a toda la
matanza y ahora te liquidase un terrestre despistado. Anda, métete en el
interior de la astronave y allí encontrarás varios equipos de repuesto. Ponte
uno y sal.
Clay comprendió que su amigo tenía toda la razón y
obedeció. Poco después salió equipado con el traje azul de superficie y la
escafandra terrestre.
Encontró a Alfred dirigiendo el trabajo de
perforación de la entrada a la cueva.
—Esto va muy adelantado. Dentro de poco sabremos qué
es lo que hay dentro—dijo Alfred cuando lo vio llegar.
—Siento una gran curiosidad.
—La mía no es menor.
Los hombres continuaban trabajando siguiendo las
indicaciones de Clay.
Finalmente las perforadoras abrieron un ancho
boquete en la masa de materiales fundidos. No era muy grande, pero sí lo
suficiente para dar paso a un hombre.
Clay miró el negro agujero y después a Alfred.
—¿Vamos a ver qué es lo que encontramos dentro?
Alfred no se lo hizo repetir dos veces, dio unos
pasos hacia adelante y apoyando una mano en la espalda de su jefe y amigo,
dijo:
—Tú primero. Tienes derecho de prioridad.
—Gracias, pero no olvides de llevar tu arma en la
mano. Desde que he tenido que tratar con estos acometedores habitantes de
«Verde» y futuros regidores del Universo, me he vuelto muy desconfiado.
Recuerda el episodio de los tanques que costó la vida al pobre Crosbow,
—No te preocupes—contestó Alfred empuñando su
pistola desintegrante.
Clay, manteniendo una potente lámpara eléctrica en
una mano y su pistola en la otra, entró en la cueva a través del boquete
abierto.
—Cuidado, Alfred. No tropiece tu escafandra contra
una de las afiladas aristas que han quedado. Pasa ya.
También el lugarteniente penetró en el interior de
la cueva sosteniendo otra lámpara. Una vez dentro los dos hombres dejaron que
los rayos de luz recorriesen todo el interior. Mientras iban avanzando hacia el
fondo, los hombres del exterior continuaban agrandando el agujero para dar
paso a mayores fuerzas y aparatos si éstos eran necesarios.
La cueva era de fantásticas dimensiones. Los rayos
de las lámparas no llegaban a iluminar el techo. Las paredes laterales estaban
separadas por una gran distancia.
—Aquí dentro puede entrar tranquilamente una de
nuestras pesadas astronaves de transporte—dijo Clay.
—Y aquí encontrarás seguramente las de ellos, ya que
no las hemos encontrado en ningún lado y no creo que hubiesen regresado a su
planeta después de haber desembarcado a las fuerzas que nos atacaron, además,
yo me enfrenté con una astronave cuando despegué.
—¡Mira, allí están!—exclamó Clay dirigiendo la luz
de su lámpara hacia una gran cavidad lateral que se abría en el interior de la
cueva. Era una segunda caverna, mucho mayor que la anterior.
—...y allí están los tanques que sobrevolaron a
nuestra defensa cuando nos atacaron.
—Cierto. Vamos a ver qué es lo que hay. Los dos
hombres se acercaron a las astronaves. Eran seis pero su tamaño era enorme,
alcanzaban casi la altura de un edificio de tres pisos y su forma era parecida
a una gran elipse. Carecían de ventanas y sobre su morro se distinguían tres
antenas que daban la impresión de tener vida propia, como si fuesen largos
brazos que tanteasen el espacio por el cual se movían aquellas naves de otro
mundo.
La que me atacó era igual que estas que tenemos
delante—dijo Alfred mientras sus ojos buscaban una escotilla de entrada—pero en
el espacio no me pareció tan enorme.
—Allí hay una portezuela abierta—contestó Clay
encaminándose hacia ella.
Alfred le siguió y en el mismo momento que
penetraban en el interior del aparato enemigo, la totalidad de las materias que
obstruían la entrada fueron quitadas y los potentes focos del transporte
terrestre iluminaron completamente el interior de las dos cavernas. Varios
hombres de Clay penetraron en el interior y empezaron a explorar mientras sus
dos jefes se perdían en el aparato enemigo.
Durante los primeros pasos tanto Clay como Alfred
tuvieron la sensación de que estaban andando por las paredes de acero de un
barco de guerra terrestre. Grandes planchas y grandes remaches de cabeza redonda
aparecían a derecha e izquierda formando un estrecho pasillo. Finalmente
llegaron a una amplia cabina que parecía ser la de mando de la astronave.
Tres asientos estaban colocados uno junto al otro en
la proa y delante de ellos unos complicados cuadros de marido. En una de las
paredes laterales aparecía un gran planetario y en la opuesta aparecían grandes
pantallas parecidas a las de televisión. Una mesa de material metálico estaba
fija en el centro de la cabina.
Clay se acercó al cuadro de mandos y después de
estudiarlo durante unos minutos, pulsó uno de los botones y el interior de la
astronave quedó iluminado por una potente luz azulada. Pulsó otro y el
planetario se iluminó.
Alfred se acercó a él y apoyando un dedo encima de
la brillante carta celeste dijo:
—Aquí está la Tierra y aquí Sarto.
Clay se acercó a su amigo y mirando fijamente el
iluminado planetario dijo:
—Creo que ya tengo la situación del planeta llamado
«Verde» por sus habitantes. ¿Ves este planeta del sistema de Sirio, y del cual
arrancan varias líneas trazadas por puntos?
—Sí, lo veo perfectamente.
—Pero nosotros lo conocemos con el nombre de
«Dardo».
—Es natural, no todos llamamos a las cosas por el
mismo nombre.
—¿ Crees que es complicado el manejo de esta
astronave?
—No. no lo es. Ahora vamos a ver lo que hay detrás
de estas puertas de seguridad.
Los dos amigos abrieron la primera que encontraron
a su derecha y se llevaron la segunda sorpresa del día. La primera había sido
el tamaño de los aparatos y la segunda la tenían delante.
¡En el suelo y debidamente maniatados había cinco
hombres!
Clay se inclinó sobre ellos y vio que aunque estaban
desvanecidos el conducto del aire que sobresalía de sus escafandras hacia los
depósitos situados en las espaldas, se contraía débilmente, lo que le indicó
que aún vivían.
—Alfred, llama a unos cuantos hombres y vamos a
transportar a estos desgraciados a nuestra astronave. Allí los meteremos en la
cámara de aire acondicionado y veremos si podemos despojarlos de las
escafandras de seguridad y alimentarlos, pues no tienen otra cosa que hambre.
Si están aquí desde que taponé la entrada tienen motivos sobrados para estar
desfallecidos.
Alfred corrió a cumplimentar la orden de Clay y no
tardó en regresar con un grupo de terrestres que con la mayor celeridad
recogieron los inanimados cuerpos y los trasladaron a la astronave terrestre.
Clay y Alfred los siguieron. Tenían la esperanza
que aquellos hombres les aclarasen algo sobre los habitantes de «Verde» o de
«Dardo».
Una vez en la cámara de aire acondicionado, Alfred
se fijó detenidamente en los cinco desvanecidos hombres y dirigiéndose a Clay
dijo:
—Puedes quitarles la escafandra con toda
tranquilidad. Respirarán perfectamente. Son habitantes de Urano. Los conozco
bien.
—¿Conoces su idioma?
—Tan bien como el nuestro. No olvides que tomé parte
en la guerra contra los rebeldes de aquel planeta y una de las cosas que
primeramente tuve que aprender fue la lengua de ellos.
—¡Fuera escafandras!—ordenó Clay a sus hombres.
Estos obedecieron rápidamente y los cinco habitantes
de Urano fueron despojados de ellas. Respiraron profundamente el aire de la
cámara y uno de ellos se removió ligeramente. Abrió los ojos pero volvió a
cerrarlos rápidamente La luz potente le dañaba.
—Disminuyan la luz y traigan algún licor
fuerte—volvió a ordenar Clay.
Sus órdenes fueron cumplidas en el acto. Uno de los
hombres puso en manos de Alfred un frasco y éste se inclinó sobre el hombre que
había abierto los ojos y vertió un sorbo de licor entre sus labios. Después de
tragarlo el habitante de Urano abrió nuevamente los ojos y al ver que la luz
era soportable para sus resentidas retinas, los mantuvo abiertos y cuando
Alfred se dirigió a él empleando su idioma, contestó débilmente.
—¿Qué dice?—preguntó Clay.
—Si han muerto todos los hombres que se apoderaron
de ellos.
—Pregúntale si se encuentra con suficientes fuerzas
para hablar.
Alfred estuvo hablando largamente con el habitante
de Urano y finalmente se dirigió a Clay diciéndole:
—Ya está todo claro. Estos hombres navegaban por el
espacio en una astronave de pequeña potencia cuando tropezaron con la formación
de los aparatos de «Verde». Sin previo aviso su nave fue atacada, destruida y
ellos capturados. No existe guerra entre Urano y Verde. El ataque fue
imprevisto y no pudieron ni defenderse ni comunicar a su planeta lo que estaba
ocurriendo. Este hombre cree que el motivo fue que a sus enemigos no les
interesaba que se supiese que una flota de astronaves cruzaba el espacio en
busca de algo, de algo que querían que fuese ignorado por todo el Universo.
Alfred hizo una pequeña pausa mientras miraba cómo
el médico, recién llegado al transporte empezaba a atender a los desfallecidos
prisioneros, después continuó hablando.
—Creo que también éste fue el motivo de los
fulminantes ataques que lanzaron contra nosotros. Nuestros enemigos se hallan
en una situación parecida a la nuestra. Han agotado sus reservas de minerales
y particularmente la «libonita» les urge, ya que sin ella sus aparatos de vuelo
espacial se hallan totalmente fuera de servicio. Este combustible es de vital
importancia para ellos y si llegase el caso de que sus innumerables victimas
se enterasen de que las astronaves que se han apoderado de sus mundos están
indefensas, paralizadas por falta de combustible en las pistas de despegue,
seguramente se levantaría una rebelión en masa y el planeta «Verde» se vería
sometido a lo mismo que él había hecho con los demás. Es como si un boxeador
hubiese perdido sus fuerzas; sabe que cuando sus contrincantes se enteren le van
a devolver todos los golpes que él les había dado cuando se hallaba en la
plenitud de sus facultades. Esta es mi opinión.
Cuando Alfred terminó de hablar, Clay se volvió
hacia el médico y preguntó:
—¿Están fuera de peligro estos hombres?
—Sí, ahora necesitan una alimentación adecuada y
dentro de unos días estarán perfectamente.
—Bien, entonces hágase cargo de ellos e infórmeme
de su estado a menudo.
Y dirigiéndose nuevamente a Alfred, continuó:
—También yo soy de la misma opinión y creo que
cerrando el acceso a este planeta a los habitantes de Verde anularemos sus
fuentes de suministro y por lo tanto, sin la «libonita» tendrán que paralizar
sus ataques de conquista y pasar a una guerra defensiva que no podrán mantener
mucho tiempo. Tenemos que inutilizar a estos bélicos moradores del espacio. Son
un peligro para todos los mundos habitados y para el normal desarrollo de la
civilización interplanetaria.
—¿Qué piensas hacer?
—Informar al Mando Conjunto Terrestre, indicándoles
la necesidad de llevar la guerra hasta el mismo planeta «Verde» y reducirlo a
un estado totalmente inofensivo... y ahora es el momento indicado. Sus
astronaves, carentes de combustible no serán un arma eficaz, en cambio, si
esperamos que 5o hallen en algún otro mundo, nos van a dar mucho trabajo y disgustos.
Es un mundo mucho más adelantado que el nuestro, con armas más potentes y eficaces
y lanzados sobre la Tierra en plan de conquistarla, nos vencerían rápidamente.
Ahora es el momento de atacar nosotros; el león tiene los dientes enfermos y
las zarpas sin uñas.
—Como tú ordenes, Clay—respondió Alfred
comprendiendo perfectamente las razones de su comandante.
—Vamos a regresar al otro campamento. Dejaremos
aquí un equipo de técnicos para que vayan examinando detenidamente las astronaves
y todo el material que hay en ellas. Cuando llegue la otra flota terrestre la
haremos aterrizar aquí y estableceremos otra base.
Uno de los hombres que había estado examinando todo
el interior de las dos amplias cuevas llegó para informar que habían sido
encontrados irnos pequeños cañones de extrañas formas.
Clay y Alfred dejaron a los técnicos examinando loa
aparatos y naves enemigas y regresaron a su tese central. Fueron a pie, ya que
la astronave de transporte se quedó en lo que había sido base enemiga para que
sirviese de ayuda a los hombres que en ella quedaban para estudiar el material
capturado. En el interior de la nave podían trabajar libremente, sin escafandras
y con luz. Los cinco hombres de Urano quedaron también en el interior del
aparato.
Cuando llegaron al campamento central, Clay procedió
rápidamente a redactar el informe para el Alto Mando Conjunto Terrestre,
mientras Alfred, para evitar nuevas sorpresas establecía un servicio de
patrullas aéreas para poder localizar la flota de astronaves del planeta Verde
que, en un momento dado, podían aparecer en el verdoso espacio.
Seis pesados aparatos de combate despegaron y
empezaron a escrutar el espacio desde el aire mientras los delicados aparatos
detectores instalados en el planeta trazaron una espesa red de ondas en busca
del enemigo.
Poco después despegó otra de las astronaves
terrestres y emprendió el regreso hacia la Tierra. En el interior iba el
informe de Clay y con toda seguridad la contestación del Mando Terrestre sería:
Destruyan a «Verde».
Una vez ultimados estos detalles y mientras
esperaban el anuncio de la llegada de la última flota que tenía que llegar a
Sarto. Clay, Alfred y las dos muchachas se reunieron en un pequeño salón en el
interior de la cúpula de plástico para tomar unas tazas de café y descansar- un
poco ya que el día había sido movido.
—Ahora que tenemos un poco de tranquilidad —dijo
Saturnia—espero que nos expliques cómo lograste escapar vivo de aquella
horrorosa explosión que tuvo lugar casi en nuestros mismos pies.
Alfred dejó la vacía taza de café encima de una
pequeña mesa y respondió:
—No tengo ningún inconveniente y menos ahora que
Clay me ha explicado detalladamente todo lo que vosotros habéis hecho aquí.
—Empieza de una vez y no nos tengas sobre ascuas,
Alfred—suplicó Yolanda—. Todos nosotros te dábamos por muerto e incluso hubo
una personita que derramó amargas lágrimas de dolor.
—«La explosión que a vosotros os lanzó hacia atrás a
mí me desplazó hacia la única astronave que se salvó del cañoneo. La onda
explosiva me arrastró por el suelo violentamente pero no llegué a perder el
conocimiento. Cuando me levanté os busqué pero no os encontré. Desde luego no
era fácil, todo el claro hervía a causa de los proyectiles que estallaban en
él. Decidí despegar antes de que los enemigos destruyesen el aparato. Pensé que
si estabais vivos os podría ayudar mejor si lograba llegar a la Tierra y
regresar con refuerzos. No podía entretenerme mucho ya que los proyectiles
empezaban a caer alrededor de la astronave, parecía que el enemigo tenía
mucho interés en destruirla y la buscaba rabiosamente.
»Logré ponerla en marcha y elevarme. Ya era tiempo.
Nada más despegar, una andanada de cuatro proyectiles cayeron en el mismo lugar
que ocupaba momentos antes. Si me llego a retrasar unos segundos, la nave
hubiese seguido el mismo camino que las anteriores y nos habríamos encontrado
abandonados sobre la superficie del planeta, en manos de los destructivos hombres
de «Verde».
»Puse rumbo hacia la Tierra pero me encontré con una
astronave que me cerraba el paso. Intenté rehuir el combate pero la nave
enemiga se pegó a mí y sus disparos empezaron a buscarme. Hundí la proa hacia
abajo y mientras el enemigo aún conservaba la horizontal tracé un medio arco y
me coloqué debajo de ella. Desde allí hice fuego con todas mis armas y la
desintegré sin ninguna dificultad. Las astronaves enemigas son rápidas y muy
peligrosas. Tienen una gran movilidad y si logré acabar con ella fue a causa de
mi rápida maniobra que los cogió de sorpresa y pude pasar al ataque antes de
que reaccionasen.
»Mi regreso a la Tierra no ofreció más dificultades.
Creí que otras astronaves me perseguirían pero no fue así.
»Cuando llegué a nuestro planeta me entrevisté
rápidamente con el comandante en jefe de las Fuerzas Atmosféricas y le conté
todo lo que había pasado. Me escuchó atentamente y cuando terminé mi relato se
limitó a ordenar que se preparase una gran flota de astronaves dividida en tres
oleadas. Me dio el mando de la primera y me dijo que si tú habías muerto que
continuase con él pero que si vivías, que te lo cediese y que continuases la
operación según tu criterio... y esto es todo.»
—Perfectamente, ahora solo tenemos que esperar que
llegue la tercera flota y después esperaremos al enemigo y le vamos a pagar
con la misma moneda.
* * *
La tercera oleada de aparatos terrestres llegó a la
hora fijada y fue concentrada en el interior de la cueva.
La vigilancia se mantenía con todo rigor y
continuamente era escrutado el espacio en busca del enemigo.
Clay, de acuerdo con Alfred había trazado un plan de
operaciones. Dejarían que tomase tierra sin molestarlo para nada, pero una vez
hubiesen aterrizado todas las astronaves enemigas serían rápidamente destruidas
desde el aire, sin darle oportunidad para que pudiese replicar al ataque.
La base que anteriormente habían ocupado los
habitantes del planeta «Verde» había sido cuidadosamente disimulada y las naves
terrestres ocultas en el interior de las dos enormes cuevas, ya que se podía
dar el caso de que los hombres vestidos ele gris estuviesen enterados de su
emplazamiento y se dirigiesen hacia allí.
Clay se hallaba en el exterior cuando le avisaron
de que en las pantallas de radar habían aparecido las astronaves enemigas. Eran
veinte y se dirigían en formación cerrada hacia el planeta. Inmediatamente
despegó una flota terrestre compuesta por veinticinco aparatos de combate y
rápidamente ganó altura, hasta colocarse por encima del enemigo.
Este apareció en el verdoso espacio que envolvía a
Sarto. Uno de los aparatos se destacó del grueso de la formación y a baja
altura fue buscando un lugar para aterrizar. Finalmente lo halló en un claro
entre las montañas, a unas cinco millas de su antigua base.
El pesado aparato describió unos círculos en el aire,
señalando el punto a la formación y después inclinó la proa hacia la
superficie del planeta y empezó a descender.
Las astronaves le siguieron y una a una, lentamente
y tomando toda clase de precauciones, fueron tomando tierra.
Solamente quedaba un aparato en el espacio cuando
apareció la flota terrestre, Las veinticinco naves se abatieron sobre el
enemigo disparando todas sus armas.
La primera nave derribada fue la que aún no había
tomado tierra. Los proyectiles desintegrantes la alcanzaron de lleno y en
décimas de segundo fue convertida en una masa de materia líquida que se
disgregó en el aire irrespirable del planeta.
Las diecinueve restantes no tuvieron ni la
oportunidad de emprender nuevamente el vuelo. El fuego terrestre fue tan eficaz
y rápido que las destruyó en breves momentos.
El claro quedó convertido en un horno incandescente
de materia fundida. El fuerte frío no tardaría en enfriar aquel mar de fuego
líquido.
Las astronaves terrestres sobrevolaron el claro y
después emprendieron el regreso hacia su base.
El espacio y la superficie del planeta Sarto estaban
completamente libres de enemigos y en poder de los habitantes de la Tierra.
Cuando Clay descendió de la astronave desde la cual
había dirigido el rápido y destructor ataque ya le estaba esperando Alfred que
se había quedado en tierra.
—¿Todo listo?—preguntó el segundo jefe de la
expedición.
—Todo—respondió secamente Clay—ahora estamos casi en
paz. Ellos empezaron primero y han recibido el mismo pago.
—Entonces vamos a mandar las astronaves enemigas a
la Tierra, así como la primera remesa de mineral. Nosotros ya hemos cumplido
la misión que se nos encomendó.
—No lo creas. Nuestra misión no quedará terminada
hasta que logremos anular completamente al enemigo. El hecho de que hayamos destruido
esta formación no quiere decir que el peligro esté alejado. Nunca podremos
trabajar tranquilamente los terrestres en este planeta mientras exista la
amenaza do los habitantes de «Verde» o de «Dardo», como quieras llamarlo.
Estamos expuestos a tener que soportar un furioso ataque en masa y si esto
ocurre, bien, si esto ocurre supongo que quedaría muy poca gente para
contarlo... si es que quedaba alguna. No, Alfred—continuó diciendo Clay
mientras se dirigía hacia los edificios—es completamente necesario llegar hasta
el mismo mundo de nuestros enemigos y allí destruir sus armas y naves.
Solamente así tendremos la seguridad de no ser víctimas de un ataque como el que
sufrimos primeramente.
—No creo que la respuesta del Mando Conjunto
Terrestre se haga esperar mucho.
—Esto creo yo, pero mientras la esperamos vamos a
hacer la primera remesa de mineral a la Tierra. Les mandaremos también las
astronaves, los tanques y los cañones capturados y allí supongo que nuestros
científicos tendrán verdaderos quebraderos de cabeza.
Desde el despacho de Clay en el interior de la
cúpula se dieron todas las órdenes necesarias para que la primera expedición de
los ricos y necesitados minerales fuese remitida a la Tierra.
Tripulaciones especiales se hicieron cargo de las
naves enemigas y horas después, completamente abarrotadas de minerales, las
astronaves-transportes emprendían el regreso a la Tierra. Les seguían los
aparatos enemigos y cerraba la formación una patrulla de naves de combate que
los escoltaría hasta llegar a su destino.
Clay y Alfred, una vez completamente organizado el
trabajo de extracción de minerales, la defensa del planeta y los futuros envíos,
se limitaron a esperar la llegada del mensajero que traería la respuesta del
Mando Conjunto Terrestre.
Los dos hombres escrutaban el espacio y tenían
atormentadas a las muchachas con sus continuas visitas a las pantallas de
radar y a los detectores espaciales.
Una de las veces, Yolanda se detuvo ante Clay y
preguntó:
—¿Tanto interés tenéis en que llegue la contestación
?
—Sí—respondió el comandante—. Tenemos tanto interés
para salir de dudas de una vez.
—A los hombres se os nota al momento cuando decís
una mentira.
—¿Por qué crees que miento ahora?
—Muy sencillo. Tú y Alfred no estáis en ninguna
duda en lo que respecta a la contestación del Mando Terrestre. Ambos sabéis tan
bien como la misma persona que os la tiene que dar cuál será la respuesta. Lo
que os tiene intranquilos es el deseo de la lucha. Solamente pensáis en ella y
en nada más.
—Puede ser que tengas razón pero...—intentó
justificarse Clay acosado ante la claridad de su amiga.
—...pero ¿qué?—insistió Yolanda.
—Pues, verás, es que tanto Alfred como yo creemos
que para la seguridad de este planeta y la futura explotación de las minas
tenemos que tener despejado el espacio y quitar toda clase de peligros que
pueden presentarse y por ahora, nuestro único enemigo son los habitantes de
«Verde» y...
—No te esfuerces, querido amigo. Di que tanto
Alfred como tú sois dos soldadotes que tenéis unos deseos locos de destruir.
—No creo que éste sea nuestro sentimiento, pero ya
que lo planteas con tanta dureza quizá pueda responderte que, sí, que tenemos
deseos de acabar con el enemigo. ¿Acaso no los tienes tú?
—No, yo no los tengo. Aunque te parezca raro las mujeres,
tenemos otra forma de juzgar a las cosas y las personas.
—Las mujeres, igual que los hombres, juzgáis con
arreglo al daño que se os hace. Lo que ocurre es que tenéis más facilidad para
olvidar... lo que os conviene.
Clay, cuando terminó de decir esto dio media vuelta
y se dirigió hacia la salida y ya desde la puerta dijo:
—No te olvides de avisarme rápidamente cuando veas
la astronave en la pantalla de radar.
—No me olvidaré... por que no me conviene —respondió
Yolanda con sorna.
Al salir Clay se tropezó con Alfred que también se
encaminaba hacia la cúpula para examinar las pantallas y ver si la astronave
con la respuesta llegaba.
—Yo de ti no entraría—dijo Clay reteniéndolo por un
brazo.
—¿Por qué?—preguntó extrañado Alfred—. ¿Ocurre algo?
—Sí—contestó Clay arrastrando a su amigo hacia el
exterior. Antes de salir se ajustaron las escafandras y una vez en la
superficie del planeta. Clay continuó diciendo:
—Ocurre que nuestras simpáticas amigas están algo
agresivas últimamente y habrá que remitirlas a la Tierra mezcladas entre el
mineral de la próxima remesa.
—¿Agresivas? no lo creo yo así, al menos Saturnia
está muy cariñosa conmigo.
—Mejor que sea así, lo que quiere decir que la
ofensiva solamente va contra mí. Yolanda me ha llamado soldadote con deseos de
destruir y si no llego a marcharme me llama algo peor, aunque no pierdo la
esperanza de que aún me lo diga la primera vez que me vea.
Alfred dejó escapar una ruidosa carcajada y después,
cuando se calmó algo dijo a su amigo:
—Clay, voy a darte un consejo. Por lo que veo
Yolanda te desconcierta bastante ¿verdad?
—Efectivamente, me desconcierta totalmente. Créeme
que a veces no la comprendo.
—Allá va el consejo, tú puedes hacer lo que quieras,
precisamente los consejos son para esto, para hacer después lo que a uno le da
la real gana. Si quieres comprender a una mujer cásate con ella. Si tienes
suerte es fácil que cuando tengas ya siete nietos, empieces a entenderla.
Cásate.
—El consejo es bueno, pero ¿por qué no lo sigues tú?
—Yo me casaré con Saturnia el mismo día que los dos
regresemos a la Tierra, pero que conste que yo no quiero comprenderla, me basta
con quererla... y que ella me quiera. La mujer es una cosa muy complicada y
seguramente si le dijeses unas palabritas cariñosas al oído, Yolanda dejaría
de atacarte.
—Me voy a ver los trabajos de la mina. A ver si allí
se me aclaran un poco las ideas—respondió Clay encaminándose hacia la boca de
la mina.
—Como quieras. Yo me quedo aquí, no creo que la
respuesta tarde mucho.
—...pero no te acerques a la cúpula. Podría darse el
caso de que tus teorías no fuesen acertadas y te llevases un buen porrazo en
las narices. Créeme, no vayas.
Una carcajada de Alfred acompañó a Clay hasta la
misma boca de la mina.
Los trabajos de extracción seguían un ritmo
acelerado y dentro de poco tiempo el planeta Sarto se habría convertido en una
gigantesca mina que abastecería sobradamente a la Tierra de toda clase de
minerales.
El sitio de Osenkoff lo desempeñaba ahora otro
eslavo, técnico en mineralogía también y hombre muy competente. Clay lo saludó
y se entretuvo hablando con él sobre la producción y posibilidades minerajes
del subsuelo.
Llevaba un par de horas en el interior de la mina
cuando fue llamado al emisor-receptor con conexión con la cúpula de mando.
Era Yolanda quien llamaba y cuando Clay estableció
contacto con ella dijo:
—Un punto ha aparecido en la pantalla de radar,
Sería conveniente que subieses para estudiarlo.
—Llama a Alfred y dile que esté en la cúpula dentro
de un memento, yo subo inmediatamente.
—Alfred ya está aquí y dice que seguramente es la
astronave que mandasteis a la Tierra con el informe.
—De acuerdo, dile que voy ahora mismo.
Clay se despidió del eslavo y con paso rápido se
encaminó hacia la superficie. Cuando llegó a la cúpula el punto que había
aparecido en la pantalla estaba ya bastante cercano.
—Llama a la astronave y que dé su número de
identificación—ordenó Clay a Yolanda.
—¿Crees que es el aparato que trae la respuesta?—preguntó
Alfred que no apartaba la mirada del brillante punto.
—Creo que sí. Si fuese una astronave enemiga no creo
que viniese sola y menos después de haberse perdido la flota que mandaron. No,
no es otra cosa que la respuesta que llega.
Yolanda había logrado establecer comunicación con
el aparato y después de unas cifras cambiadas entre la nave y la torre, la
muchacha dijo:
—Es la astronave que esperabais. Trae la respuesta.
—¿Cuál es?—preguntaron los dos hombres casi al mismo
tiempo.
—También yo lo he preguntado—sonrió Yolanda—y el
muchacho no la sabe. Trae un pliego cerrado para ti. Clay.
En la cara de los dos amigos apareció una muestra de
su impaciencia. Yolanda se dio cuenta de ello y levantando la voz llamó:
—Saturnia, vete al botiquín y trae un par de
calmantes para nuestros dos altos jefes. Seguramente no podrán resistir vivos
hasta que llegue la respuesta. Date prisa.
La bella mejicana se levantó de ante el control de
sondas electrónicas y se dirigió hacia la puerta. Al ver que la risa bailaba en
los ojos de su amiga, dijo:
—¿Tienen que ser de tamaño normal o los pido
especiales?
—Especiales.
—Vámonos de aquí no mande formar un consejo de
guerra y ejecute a estas dos tiernas damas—dijo Clay.
—Vamos, sí, esperaremos a la astronave en la pista
de aterrizaje. Así ahorraremos el camino al mensajero—replicó Alfred que
también empezaba a temer las bromas de las dos muchachas.
Antes de salir se ajustaron las escafandras de
superficie que siempre se quitaban cuando entraban en la cúpula con aire
acondicionado.
—Tengo deseos de regresar a la Tierra para estar una
temporada sin andar con este chisme en la cabeza. Es lo que más me molesta de
los viajes interplanetarios. El día menos pensado te descuidas un poco y...
¡pum!—dijo Alfred mientras salían al exterior.
—Es molesta pero necesaria. Le pasa igual que a Yolanda.
La temo... pero también la necesito.
—Cásate—sentenció Alfred mientras sus ojos se
dirigían hacia el espacio en busca de la astronave.
Poco después apareció ésta en el verdoso horizonte.
Rápidamente se fue acercando y finalmente dio un par de vueltas por el campo y
con gran maestría tomó tierra.
Aún rodaban por la pista cuando ya los dos amigos
estaban junto a ella y cuando el piloto descendió por la abierta escotilla
ambos hombres le estaban esperando.
—¿El comandante Clay Steele?—preguntó el piloto.
—Soy yo, ¿cómo es que no ha regresado el mismo
hombre que yo mandé?—preguntó mientras recogía el pliego que el piloto le
tendía.
—Verá, señor, el liando consideró que la respuesta
urgía y me mandó a mí mientras el otro piloto iba a descansar.
Ya Clay no había oído la respuesta. Estaba pendiente
solamente de lo que decía el papel, Maquinalmente lo guardó en un bolsillo y
dijo:
—Está bien, ahora vaya a descansar.
El piloto recién llegado saludó y se marchó hacía
los edificios.
—¿Qué dicen?—preguntó Alfred que ya no podía retener
más su curiosidad.
—Que ataquemos a «Verde» con todas nuestras
fuerzas. Que destruyamos sus astronaves y anulemos todas sus armas pesadas. En
fin, que nos apoderemos del planeta de nuestros enemigos, pero que si podemos
evitemos la completa destrucción. Resumiendo: que les quitemos las uñas y los
dientes para que no puedan hacer daño.
—¿Tendremos suficientes fuerzas para emprender el
ataque?
—Aquí no. Pero nos mandan doscientas astronaves de
combate, cincuenta de transporte de tropas y todas las secciones de asalto
atmosférico que tenían disponibles. Nosotros despegaremos de aquí con
cincuenta astronaves más y nos reuniremos con la flota que viene de la Tierra
en el punto R-2 del planisferio.
—¿Cuándo despegamos?
—Dentro de cuatro horas. Cuídate de que todo esté en
orden y las tripulaciones completas y debidamente equipadas.
—¿Quién asumirá el mando aquí?
A Clay le entraron deseos de gastarle una broma a su
amigo y hacerle pagar las ruidosas carcajadas de antes.
—Aquí asumirá el mando el segundo jefe de la
expedición, o sea, tú.
—A mí no puedes hacerme esto—contestó Alfred—.
Siempre hemos sido buenos amigos y ahora sabes que tengo verdadero interés en
ir en esta expedición bélica. No, tú no puedes hacerme una cosa así.
—¿Que no puedo? Ya verás como sí—continuó
seriamente Clay.
—Clay—suplicó casi Alfred—puedes dejar el mando a
Jones, es un buen jefe v tiene experiencia en el mando.
—No me hace ninguna falta Jones, el mando lo tendrás
tú. Eres el indicado.
—Como quieras pero...
Clay no quiso llevar la broma más lejos, pues su
amigo sentía verdaderamente no poder acompañarle.
—Bien, tú ganas, dile a Jones que coja el mando.
Alfred lanzó un ruidoso grito que tuvo que dejarlo
sordo al retumbar en el interior de la escafandra, y salió corriendo en busca
de Jones para entregarle el mando y al mismo tiempo ordenar el próximo
despegue.
Rápidamente fueron hechos todos los preparativos y
cuando faltaban diez minutos para emprender el vuelo Clay y Alfred subieron a
despedirse de las muchachas.
Mientras Alfred lo hacía cariñosamente de su
prometida Saturnia, Clay se acercó a Yolanda y le dijo:
—Ahora tendrás unos días de tranquilidad pero quiero
que sepas una cosa, que yo no la tendré mientras esté alejado de ti. Pensaré en
el regreso solamente para verte a ti.
—Gracias, comandante por la amistad que sientes por
mí, pero me extrañan estos deseos de regresar cuando aún no hace veinticuatro
horas estabas rabiando por marchar. Que tengas un buen viaje y mucha suerte.
—Gracias por tus buenos deseos. Vamos, Alfred—ordenó
Clay.
Estaba ya en la puerta cuando Yolanda se acercó a él
y dejando reposar una mano en su brazo le dijo:
—Yo también te estaré esperando, Clay y cuídate
mucho.
Loa dos hombres abandonaron la cúpula y saliendo al
exterior penetraron en la astronave comandante. Poco después las cincuenta
naves emprendían el vuelo hacia el punto R-2 del planetario para reunirse con
la flota que había partido de la Tierra.
* * *
Las astronaves de Clay se habían encontrado con las
doscientas de combate y las cincuenta de transporte en el punto indicado y a la
hora señalada. Clay tomó el mando de la gigantesca formación y pusieron rumbo
hacia el planeta «Verde».
Ahora lo tenían ya ante las proas de sus astronaves.
Era un planeta sistema Sirio y de características parecidas a la Tierra,
tamaño, atmósfera, inclinación del eje sobre el que daba vueltas sobre sí
mismo. La diferencia más sensible a simple vista era el fuerte color verde de
toda su superficie.
—Por esto le llaman ellos «Verde»—dijo Alfred que
estaba sentado junto a Clay ante el cuadro de control de mandos.
—Es un nombre apropiado—respondió éste—. Además,
observa que también tiene día y noche, y tienen que ser muy parecidos o casi
iguales en duración que los terrestres,
—El radar señala la presencia de astronaves enemigas
en dirección sur—advirtió uno de los tripulantes.
—¿Cuántas?—preguntó Clay manteniendo el rumbo.
—Treinta—fue la respuesta.
—Alfred, toma contacto con el ala izquierda y que
ataquen a estas astronaves. No esperaremos a nada más. Enemigo que se ponga
delante será atacado sin previo aviso, exactamente como hicieron ellos con
nosotros.
Alfred obedeció y todo el ala izquierda se separó de
la formación para ir a cortar el camino a las astronaves enemigas.
Clay sobrevoló el planeta a gran velocidad. Los
turbo-reactores de las astronaves desarrollaban el máximo de su potencia.
Grandes ciudades, distribuidas por toda la superficie iban apareciendo,
mares, ríos, montañas, etc., toda la complicada estructura de la corteza del
planeta aparecía a los pies de los terrestres como una larga película que se
proyectase sobre un enorme telón. Poca diferencia había entre «Verde» y la
Tierra y allí la vida tenía que ser fácil, ya que el profundo color señalaba
una abundante vegetación.
Alfred señaló un punto y dijo: —Lo que no comprendo
es cómo no nos atacan. Allí tienen trescientas astronaves o quizá más, en
cambio no despegan para rechazarnos, solamente lo han hecho aquellas treinta,
—Es fácil de comprender. Alfred. No habrá combate,
al menos después de haber destruido a estas treinta que has citado. Serán las
únicas que nos van a presentar batalla. Las demás nunca despegarán. No tienen
ninguna clase de combustible. ¿Comprendes ahora por qué están inmovilizadas?
—Claro y tenía que habérmelo figurado. —Les falta la
«libonita» y careciendo de ella no es un enemigo peligroso.
La radio de a bordo comunicó que toda la formación
enemiga había sido destruida y que solamente habían sido destruidas cinco
astronaves terrestres.
—De acuerdo—dijo Alfred cerrando la comunicación y
diciendo a Clay:
—El ala izquierda ha tenido cinco bajas y ha pasado
a ocupar su sitio. El enemigo está totalmente destruido.
—Entonces ahora es el momento de establecer
comunicación con tierra. Establécela y pásame el micrófono.
Alfred empezó a llamar a los mandos del planeta y
después de unos momentos de espera, recibió contestación. Pasó el micrófono a
Clay, el cual empezó a hablar.
—Aquí, Clay Steele, comandante en jefe de O las
astronaves terrestres.
—A la escucha Loser, jefe del planeta. ¿A qué viene
este ataque injustificado ?—la voz del jefe de «Verde» resonaba llena de
cólera.
—Este ataque que usted llama injustificado es la
réplica a otro que hemos sufrido nosotros, sin previo aviso, por parte de las
fuerzas de su planeta destacadas en Sarto para buscar «libonita».
—¿Qué sabe usted de todo esto?—continuó preguntando
el jefe.
—Todo cuanto hay que saber. Primeramente yo mandaba
las fuerzas que fueron atacadas a traición. Segunda, soy yo quien destruyó a
estas mismas fuerzas y tercera y última: Conocemos perfectamente sus planes de
conquista y su próximo objetivo: la Tierra. Así es que no hemos empezado
nosotros, el primer golpe partió de ustedes y ahora nos toca, a nosotros.
—Esto que dice no es cierto.
—Tan cierto como que se hallan ustedes sin
combustible y por esto no pueden pasar al ataque. Sus días están contados y voy
a hacerles una proposición. Ríndanse sin condiciones, en caso contrario voy a
destruir todas las ciudades del planeta en cuestión de horas.
—Tengo que consultar con el Consejo. Por mi cuenta
no puedo tomar una resolución de tanto peso.
—Como quiera, pero tiene tres horas de tiempo,
transcurrido este plazo destruiré todo cuanto se halle sobre la superficie de
este planeta. Corto.
Alfred no cerró la comunicación con tierra. Se
acercó a su amigo y preguntó:
—¿Qué crees que harán?
—Lo único que pueden hacer, rendirse. No tienen
ninguna clase de defensa. Puede ser que en tierra posean armas potentes, como
los robots y los tanques que ya conocemos, pero al faltarles la «libonita» han
perdido el dominio del espacio y ya sabes tú que las, guerras se ganan desde
aquí arriba. Verás cómo se rinden y piden clemencia.
Continuaron sobrevolando el planeta tomando datos,
haciendo fotografías y filmando películas. Cuando transcurrió el último minuto
de las tres horas de plazo, Alfred estableció nuevamente comunicación con el
planeta.
—Llama Clay Steele, de la Tierra.
—Hable, soy Loser.
—¿Qué han acordado ustedes?
—No tenemos otra solución que rendirnos. Usted tenía
razón al decir que no teníamos combustible, El último que teníamos lo hemos empleado
en estas treinta naves que tan rápidamente han destruido.
—Señálenos campo para aterrizar. Vamos a tomar
tierra.
El jefe supremo de «Verde» les señaló un amplio
campo de aterrizaje y la mitad de la flota tomó tierra.
Clay lo hizo así para tener las espaldas guardadas.
Si algo ocurría en la superficie siempre quedaba la mitad de la flota para
tomar represalias y la orden era: Si había traición todo el planeta sería
destruido.
No ocurrió nada de todo esto. Las negociaciones
siguieron un curso normal. Los habitantes de «Verde» no tuvieron más remedio
que acatar todas las órdenes que les dieron los terrestres.
Primeramente volvieron la libertad a todos los planetas
que tenían ocupados. Todas las astronaves fueron entregadas a Clay y éste, con
verdadero cálculo, mandó a tres de sus transportes a Sarto para que recogiesen
«libonita» para que todas las naves de «Verde» tuviesen el suficiente
combustible para llegar hasta la Tierra. Así se hizo. Además, todo el armamento
pesado fue asimismo remitido al planeta de Clay.
Nuevas expediciones de ocupación llegaron desde la
Tierra y se establecieron en «Verde», hasta que éste dejase de ser una amenaza
para la paz universal.
Todas estas negociaciones y medidas de seguridad
llevaron varias semanas. Finalmente, al quedar ultimados todos los datos, llegó
la orden de relevo para Clay y Alfred y así, una mañana, en la astronave
comandante, emprendieron el regreso hacia la Tierra.
No pasaron por Sarto, ya que este planeta estaba en
manos de las instituciones científicas y allí, ellos no tenían nada que hacer.
La conquista había terminado y ahora, después de unos días de descanso en la
Tierra, pasarían a prestar el servicio corriente de patrullas interplanetarias.
La aventura de Sarto había terminado.
Camino de regreso, Clay preguntó a Alfred:
—¿Qué vas a hacer cuando lleguemos?
—Casarme. Las muchachas hace ya días que fueron
relevadas y a mí me está esperando Saturnia para que la lleve al altar.
—Ya—contestó lacónicamente Clay.
Después de unas horas de vuelo descubrieron a la
Tierra dando vueltas sobre sí misma en el espacio. Poco después aterrizaban en
las pistas del campo King.
Recibieron las felicitaciones de rigor y un permiso
de quince días.
En las puertas del campo Alfred se despidió de Clay
diciéndole:
—La próxima vez que nos veamos ya estaré casado.
—Que tengas suerte.
—Oye ¿dónde vas a pasar este permiso?
—No sé. Seguramente me quedaré en el cuartel. Tengo
verdaderos deseos de dormir.
—¡Hasta el regreso!—se despidió alegremente Alfred.
—Adiós.
Clay se encaminó hacia el cuartel y penetrando en su
habitación se dejó caer en la cama.
—«Bien»—se dijo a sí mismo—tienes quince días de
vacaciones y no se te ocurre otra cosa que tumbarte en la cama. Te falta
imaginación.
Un ordenanza llamó a la puerta y después de tener el
permiso entró y entregó una nota a Clay.
—Es un aviso de conferencia, señor. Dijeron que
cuando llegase usted llamase a este número en Nueva York.
—Gracias, pero seguramente será un error.
No conozco a nadie en aquella ciudad.
—Yo no puedo aclararle nada. Esto es cosa del
telefonista.
—Tienes razón, muchacho. Ahora mismo voy a hablar
con él.
Clay se levantó y cogiendo la gorra descendió hasta
las cabinas telefónicas. Penetró en una y habló con la centralilla interior:
—Oye, muchacho, soy el comandante Steele. Creo que
tengo que llamar a un número de Nueva York. Esto debe ser un error.
—No lo es, señor. Dijeron que cuando usted regresase
llamase. ¿Le pongo la comunicación?
—Si no es ningún error, pónmela y así saldré de
dudas.
—Al momento, señor.
Cuando la comunicación con Nueva York quedó
establecida, hasta Clay llegó una dulce voz de mujer que decía:
—Hable.
—Soy Clay Steele y supongo que habrá algún error...
—No es ningún error, Clay.
—¡Yolanda!
—Sí, Yolanda que quiere verte para ofrecerte la taza
de café que te prometió. Ven.
—Querida, tengo quince días de permiso ¿tendrás
suficiente café para darme una taza diaria?
—Sí, Clay, tengo el suficiente... y un poco más.
—...un poco más, Yolanda ¿tienes el suficiente para
darme una taza cada día de nuestra vida?
La muchacha no contestó inmediatamente pero cuando
lo hizo la respuesta obligó a dar un salto de alegría a Clay.
—Sí, Clay, creo que cada mañana te daré una taza.
Puedes venir cuando quieras. Te estoy esperando.
—Cariño, voy volando. Ahora mismo despego.
—Date prisa que voy a poner a calentar el agua.
Clay corrió como un loco hacia el despacho del general, pidió y obtuvo un rápido avión a reacción y cinco minutos después cruzaba el cielo de los Estados Unidos en dirección a Nueva York en busca de una taza de humeante café... y de los labios de Yolanda.
F I N
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