domingo, 25 de junio de 2023

EL PLANETA DE NADIE (HENRY KEYSTONE)

 

Tras el seudónimo de Henry Keystone se encontraba Enrique Montoro Sagristá, un autor nacido en Barcelona el 6 de abril de 1926, pero residente durante gran parte de su vida en Valencia, ciudad en la que falleció el 7 de julio de 1985, razón por la cual se le puede considerar miembro a todos los efectos de esa escuela valenciana de la que se nutrió mayoritariamente la colección Luchadores del Espacio. 

Su biografía, a grandes rasgos, presenta bastantes similitudes con las de otros compañeros suyos de profesión: Militante falangista desde muy joven, participó como voluntario en la División Azul cuando apenas debía de contar con unos diecisiete o dieciocho años de edad. De su primera etapa como escritor, hacia finales de los años cincuenta y principios de los sesenta, datan las cuatro novelas que publicó en Luchadores del Espacio y otras tres en Western, la colección del oeste de Editorial Valenciana. Con posterioridad a la desaparición de Luchadores del Espacio Enrique Montoro habría de convertirse en uno de los más prolíficos escritores españoles de novelas de a duro, utilizando profusamente tanto su antiguo seudónimo como otros nuevos, tales como Cass Donovan o Henry Burney. 

Una gran flota de astronaves esperaba el momento de   despegar. Posadas sobre las alargadas pistas del campo King, base secreta situada al Sur de los Estados Unidos, las bri­llantes naves ofrecían un fantástico aspecto.

Seis de ellas parecían grandes navíos del es­pacio. De alargadas y finas líneas terminaban en una afilada proa. Eran grandes aparatos de combate de gran radio de acción interplaneta­rio. Medían 250 pies (1) de extremo a extremo y su tripulación la componían veinticinco hom­bres.

Un poco separadas de las naves de combate aparecían tres extraños aparatos de forma circular. Eran los transportes y su dotación la com­ponían cincuenta hombres perfectamente adiestrados. Cinco muchachas pertenecientes al Ser­vicio Auxiliar Femenino, tenían a su cargo el control de los instrumentos más delicados.

La flota estaba esperando a su jefe que estaba recibiendo las últimas órdenes.

Clay Steele era un hombre de gran persona­lidad, dotes de mando y de organización. De cabeza firme, siempre sabía lo que había que hacer y pensar. Ingeniero electrónico y coman­dante de astronaves, había estado sometido a un duro entrenamiento, igual que los trescientos hombres y las cinco muchachas, para poder en­frentarse con la dura prueba que representaba aquella expedición en gran escala.

La misión era peligrosa y de gran responsa­bilidad. La existencia del planeta Tierra depen­día del éxito que ellos tuviesen. Clay Steele lo sabía, como también sabía que las existencias de minerales se estaban agotando a pasos agigan­tados y que dentro del plazo de cinco años la Tierra no tendría ni un solo gramo de cualquier mineral. El ritmo de la vida moderna, las gran­des necesidades de la industria pesada y las exigencias bélicas estaban agotando todas las minas del planeta. Cinco años de plazo para hallar una solución... y la solución estaba en aque­llas naves y aquellos hombres que le estaban esperando en las pistas de despegue.

Iban a conquistar, explorar el planeta Sarto del sistema de la estrella Casiopea. Sarto estaba completamente deshabitado pero todo él era una enorme mina de los más preciados minerales. El rico planeta se iba a convertir en la salvación de la Tierra, y él, Clay Steele, de 32 años, era el encargado de ello.

Interrumpió sus pensamientos cuando una puerta se abrió y fue invitado a entrar en un amplio despacho. Un general del Mando Con­junto Terrestre le estaba esperando.

—¿Cómo están estos ánimos?—preguntó el general tendiendo una mano al comandante de la expedición.

—Perfectamente, señor. Solamente esperando el momento de despegar.

—Lo hará en seguida, pero primeramente quiero recordarle unas cuantas cosas. Sé que no sería necesario pero su misión tiene vital im­portancia para todos nosotros.

—Lo sé, señor.

—El petróleo hace ya años que ha desapare­cido del subsuelo. Uranio solamente queda el que está en los almacenes. Estatoflúor, tungsteno, litio, berilo, titanio, etc., minerales de gran valor, para la construcción de armas, astronaves, apa­ratos de precisión y para las mil necesidades modernas, están llegando rápidamente a su agotamiento. Sin estos minerales no podemos sub­sistir. Todo nuestro aparato de defensa y de ataque quedaría anulado. Nos urge renovar y crear nuevas reservas... y éstas están, en canti­dades enormes que nunca llegaremos a consu­mir, en el planeta Sarto. Ya sabe usted cuál es nuestra situación y también lo que el Mando Conjunto espera de usted y sus hombres. Lleva las mejores astronaves, el mejor material y el personal más especializado que tenemos. Usted es un experimentado jefe; la expedición no puede fracasar. ¡No debe fracasar!

Clay había estado escuchando silenciosamente las palabras del general, sin que ni siquiera un músculo de su curtida cara se moviese. Cuando el alto jefe calló, se limitó a preguntar:

—Le he comprendido. ¿Algo más, señor?

—Nada más, Clay, puede emprender el vuelo dentro de cinco minutos... y buena suerte.

—Gracias, señor, la necesitaremos.

Después de salir del despacho, Clay se enca­minó rápidamente hacia las pistas de despegue. Todas las tripulaciones estaban ya en sus sitios y solamente aguardaban la orden de despegar.

Clay subió rápidamente a la astronave-coman­dante y ocupando su lugar ante los mandos y el aparato, levantando la proa empezó a deslizar­se y emprendió el vuelo.

Una tras otra las cinco restantes fueron ele­vándose en pos de la nave comandante. Cuando el grupo de las astronaves de combate se halla­ba ya en pleno vuelo, las tres de transporte se elevaron velozmente en despegue vertical y se unieron a la formación.

Clay, empuñando los mandos, lanzó a toda la flota a través de los desolados campos del espa­cio. La gran prueba había dado comienzo y se­rían necesarias todas sus fuerzas para llevarla a feliz término, pero él era un hombre que se superaba ante las dificultades. Mentalmente, mientras la formación se iba alejando rauda­mente de la Tierra, que vista desde aquellas al­turas ofrecía un color verde azulado, pensaba en las fuerzas que tenía a su mando.

Las seis astronaves de combate, armadas con cañones electrónicos disparaban pesados proyec­tiles desintegradores capaces de reducir a la nada una ciudad en breves momentos. Pesadas ametralladoras de cuatro tubos podían apoyar el fuego de los cañones. Además, cada una de las naves llevaba en su interior a tres «bellotas». Así eran llamados unos aparatos individuales que se desplazaban a grandes velocidades y que reunían una gran potencia de fuego. Las «bello­tas» tenían la particularidad que podían despegar desde el mismo interior de las astronaves. Las tres naves de transporte con una capacidad de 150 toneladas cada una iban repletas de ma­terial. Grúas, aparatos perforadores, sondas acústicas, tractores-oruga, almacenes prefabri­cados, refugios, en fin, todo cuanto era necesa­rio para montar una cabeza de puente en Sarto y emprender las exploraciones en busca de los minerales. La expedición había sido tan concien­zudamente preparada que nada faltaba. Ni las antiguas exploraciones de la Antártida fueron tan completas. Clay y sus hombres disponían de toda clase de material y de armamento, in­cluso contaban con un laboratorio de grandes dimensiones.

Los trescientos hombres habían sido cuida­dosamente elegidos. Ninguno llegaba a los trein­ta años, solamente él los rebasaba, bueno, tam­bién estaba Crosbow que tenía 40, pero había que tener en consideración que había sido el primer hombre que había salido del campo de atracción de la Tierra y había puesto pie en la Luna. Crosbow era el jefe de cocina pero además era el pionero del espacio y sus opiniones siem­pre eran tenidas en cuenta, incluso en el Mando Conjunto Terrestre.

Los mandos habían sido cuidadosamente se­leccionados, la prueba de ello era que su lugar­teniente y segundo jefe de la expedición era el famoso Alfred Deisch, un hombre que iba a cumplir los treinta años y ya había derribado cincuenta y tres astronaves enemigas en la úl­tima guerra sostenida contra los rebeldes de Urano, Había trabajado como trapecista en un circo y desde allí salió para ingresar en las Fuer-zas Atmosféricas de la Tierra. Era un hombre de estatura mediana pero poseía una fuerza so­brehumana. En su cuerpo no existía ni un solo gramo de grasa, todo eran músculos y nervio. Ni él mismo hubiese elegido tan acertadamente un ayudante.

También formaba parte de la expedición un conocido técnico en mineralogía, Dimitri Osenkoff. Aún no había cumplido los treinta años; era de origen ruso y como tal amante de la mú­sica, incluso en el interior de la astronave con­tinuaba tocando su acordeón.

Philip Sunders, Dennis Axelson, este último, jefe de tropas de asalto interplanetarias; Donald Traver, Linsay Headley y Willie Bramleys. Finalmente estaba Michel Smart, jefe de las naves de transporte. Este era el estado mayor de Clay, un brillante conjunto de terrestres a la conquista de otro mundo.

Entre las muchachas había una médico y otra enfermera diplomada. Habían sido incorporadas a la expedición por su capacidad para el estu­dio de los complicados instrumentos de vuelo electrónico, trazado de las cartas atmosféricas y levantamiento de planos del planeta. Era per­sonal especialmente adiestrado en estos delica­dos trabajos.

Clay inclinó la cabeza hacia Deisch que, sen­tado a su lado también parecía sumido en sus pensamientos y dijo:

—Llama a Traver, quiero hablar con él.

Alfred Deisch se levantó y se encaminó hacia la parte de popa en busca del llamado. Podía haberlo hecho por el teléfono interior pero prefi­rió estirar las piernas y de paso ver a Saturnia Chaves, una bella mejicana encargada de las pantallas de radar de larga distancia.

Cruzó distintos departamentos ocupados por grupos de hombres dedicados a sus trabajos hasta que finalmente llegó donde estaba la her­mosa mejicana.

—¡Hola, Saturnia!—saludó con la mejor son­risa—. ¿Has visto a Traver por algún lado?

Los almendrados ojos de la muchacha se le­vantaron mirando curiosamente al rubio Deisch y haciendo un mohín de sorpresa contestó:

—No, no lo he visto pero a lo mejor si miras detrás de ti lo encontrarás rápidamente.

Deisch sintió que los colores acudían a su cara al sentir la gran carcajada que dejó esca­par Donald Traver a sus espaldas. Se volvió y rápidamente, para escapar del apuro y de la sardónica sonrisa que empezaba a aparecer en los rojos labios de la mejicana dijo:

—Vamos, Traver, el jefe quiere hablarte.

—Bien, vamos a ver qué quiere Clay—contestó Traver levantándose.

Los dos hombres se dirigieron hacia la cabina de mandos pero antes de llegar a ella, Traver se detuvo y mirando al segundo jefe de la ex­pedición dijo:

—Saturnia es tan bella como el planeta que lleva su nombre ¿verdad, amigo? y tú, como es natural sientes unos locos deseos de hacer un vuelo de reconocimiento a su alrededor ¿me equivoco?

—No, no te equivocas, pero esta muchacha me hace perder el rumbo más a menudo de !o que yo quisiera. Créeme si te digo que a su lado me siento un chiquillo.

—¡Hum! mala señal es esto. No me extraña­ría que el jefe tuviese que celebrar una boda en pleno vuelo... o dos, pues a mí me tiene preocu­pado su amiga Sonya. Ya sabes que es médico y cada vez que la veo me entran unas ganas lo­cas de ponerme enfermo.

Deisch sonrió al ver la cara de tonto que po­nía su amigo cuando hablaba de la maravillosa Sonya, pero su sonrisa se borró cuando pensó que también él debería poner una cara parecida al hablar de Saturnia y murmuró mientras en­traban en la cabina de mando:

—¿A quién se le ocurrió la brillante idea de incluir mujeres en esta expedición? Seguramente a un hombre casado para complicamos la vida a todos.

Donald Traver se acercó a Clay y respetuosa­mente preguntó.

—¿Quería verme, jefe?

—Sí, siéntate que deseo hacerte unas pre­guntas.

Traver obedeció y esperó a que Clay conec­tase el piloto automático. El vuelo no ofrecía ninguna dificultad y era tan sencillo como lo era antiguamente dar un paseo en un armatoste llamado bicicleta. El rumbo interplanetario era trazado con anterioridad a emprender el vuelo. La trayectoria quedaba registrada en una cinta y después, un pequeño cerebro electro-magné­tico controlaba el piloto automático y la astro­nave así dirigida, volaba hacia su destino sin el menor error. Si algunas veces el hombre co­gía los mandos lo hacía más que nada para romper el aburrimiento que siempre los domina­ba en los largos vuelos interplanetarios.

—Traver—empezó diciendo Clay—tú fuiste el primero que voló sobre el planeta hacia el cual nos dirigimos y a pesar de que he visto todas las fotografías y películas que tomaste me gusta­ría tener una versión más directa de las cosas y tú eres el único que puede dármela.

—Con mucho gusto lo haré, pero poco puedo contarle ya que casi no vi nada. Todo el trabajo lo hicieron los aparatos de a bordo. Verá, Sarto es un cuerpo celeste cuatro veces mayor que la Tierra. Está bastante alejado de su sol, que en este caso es la estrella Casiopea. A simple vista me pareció un planeta muerto, sin atmósfera, sin agua y de una horrible soledad. Los conta­dores Geiger y las sondas electrónicas señala­ron una gran riqueza de minerales y la presen­cia de una fuerte radioactividad y no me extra­ñaría nada que encontrásemos «radium» y «cadmiun» en estado puro.

—¿Observaste si había presencia de vida, de cualquier clase de ella, por rudimentaria que fuese?

—Si se refiere usted a vida animal o vege­tal, no. Ni el menor rastro. Visto desde el aire, Sarto parece una gigantesca esfera de hielo dando vueltas lentamente.

—¿En el viaje de exploración viste alguna nave de algún otro planeta?

—No. No tuve el menor encuentro en el es­pacio.

—De momento nada más, Traver, y gracias por la información.

La flota, en vuelo abierto continuaba su ruta. No tardarían mucho en llegar a su destino. Los vuelos interplanetarios hacía años que habían dejado de ser un problema. La ciencia había avanzado velozmente en el campo atmosférico y cada día que transcurría se iba perfeccionan­do más y más. Los grandes problemas que primeramente se habían presentado se habían re­suelto, con dificultades, pero habían sido solu­cionados. La aceleración de despegue, la gravi­tación, la fricción del aire sobre las naves, el combustible para largas distancias, etc., todo fue solucionado. Desde luego algunas vidas y fracasos costó adquirir esta experiencia, pero siempre es necesario el sacrificio de unos pocos en beneficio de los más.

Las naves se estaban ya acercando a su punto de destino. Sarto empezaba a brillar con luz blanca entre las oscuras sombras de la noche sideral.

Clay ordenó que todas las naves comprobasen el funcionamiento de sus rayos cósmicos, cañones electrónicos y ametralladoras desintegradoras. Su larga experiencia le decía que nunca se deben descuidar las armas cuando se va a un mundo desconocido. Una vez seguro de que el armamen­to de toda la flota se hallaba en condiciones de entrar en combate si éste era necesario, inclinó la proa de su astronave hacia el planeta que se ofrecía a sus pies.

La verdosa luz de Casiopea lo alumbraba pá­lidamente cubriendo la superficie de fantasmagóricas sombras de color oscuro entre las infor­mes masas de mineral.

Volando a baja altura buscando un lugar apro­piado para el aterrizaje, Clay observó que el planeta parecía un enorme mar que hubiese quedado petrificado en medio de una horrorosa tempestad. Grandes masas de materia, pareci­das a ingentes olas convertidas en piedra, apa­recían por doquier. Iba a ser difícil encontrar un lugar llano para tomar tierra. Finalmente Clay observó un pequeño claro entre unas ele­vadas montañas. Dio la orden a todas las astro­naves y disparando los cohetes retropulsores se lanzó sobre la superficie.

La primera en aterrizar fue la pilotada por Clay y detrás de ella fueron tomando contacto con la superficie del planeta el resto de las naves de combate. Los pesados transportes, en des­censo vertical fueron a ocupar su lugar junto a las que primeramente habían aterrizado.

Los terrestres terminaban de tomar posesión del planeta Sarto, del sistema Casiopea.

*    *    *

Un extraño campamento había brotado sobre la superficie del planeta. Multitud de hombres cubiertos con escafandras y vistiendo trajes azules de superficie, con los tres depósitos de aire a la espalda y calzando pesadas botas, se movían de un lado para otro. Grandes tractores de arrastre y pesadas grúas, así como ligeros vehículos-orugas, iban saliendo de las abiertas compuertas de las naves-transportes.

Clay, antes que nada quería dejar montado el campamento central y así disponer de un refu­gio seguro en donde poder habitar libremente y una vez montado el sistema de aire acondicio­nado desprenderse de las vestiduras de superfi­cie.

Mientras Osenkoff procedía a organizar el laboratorio y las grandes grúas ensanchaban el claro, Clay llamó a Dennis Axelson y le ordenó:

—Dennis, elige a tres hombres de tu confian­za y mándalos a hacer un amplio reconocimiento del terreno. Quiero saber lo que tenemos enfren­te, bajo nuestros pies y también sobre nuestras cabezas.

—De acuerdo. No te preocupes que no tarda­remos en saberlo.

En aquel momento llegó Osenkoff completa­mente dominado por la emoción, casi tartamu­deando dijo.

—¡Clay! ¡Clay! ¡esto es un paraíso! Escar­bando un poco para fijar las paredes del labora­torio me he encontrado con un yacimiento de cadmio. Si esto ha ocurrido sin buscarlo ya me dirás qué ocurrirá cuando empecemos la bús­queda organizada y con aparatos detectores. Si te parece bien voy a comenzar a profundizar en este filón.

—Bien—respondió Clay sin demostrar emo­ción alguna—puedes empezar cuando quieras. Tienes todos los aparatos necesarios y el perso­nal. Ya sabes que la cuestión de los minerales es cosa tuya.

—Gracias, voy a abrir un pozo y unas gale­rías laterales.

El técnico en mineralogía se alejó dando sal­tos de contento.

—Voy a mandar a estos tres hombres a que hagan este reconocimiento del terreno—dijo Axelson.

—Sí, ha2lo rápidamente, pues tengo gran in­terés en ello.

Cuando el oficial de las tropas de asalto in­terplanetario se hubo alejado, Clay continuó or­denando la formación del campamento. Poco a poco fue tomando forma y horas después del aterrizaje todo estaba completamente organi­zado.

Las pantallas de radar se elevaban sobre los edificios prefabricados y una enorme cúpula de plástico ocupaba el centro de aquella base.

Clay se encontró con Yolanda Darnhill, jefe de las cinco muchachas. Yolanda era una esplén­dida morena, de 25 años, no muy alta pero per­fectamente formada. Ni el pesado traje de superficie lograba borrar lo agradable de su si­lueta. Era además enfermera diplomada y su gran belleza resaltaba dentro del cristal ele la escafandra de seguridad.

—Yolanda, supongo que ya tendréis monta­dos todos los aparatos y que tus muchachas es­tarán debidamente alojadas. Yo no os he podido atender en medio de tanto trajín.

—Sí, Clay, todo está en orden y ahora venía a decirte que si te interesa te podemos hacer un claro inventario de todo lo que tenemos.

—No estaría de más. Mañana mismo vamos a emprender las exploraciones para tener una cla­ra idea de las distintas clases de mineral que existen en este planeta y nos será necesario.

—Mañana a primera hora lo tendrás en tu poder—respondió la muchacha mientras se ale­jaba.

Clay la siguió con la vista mientras se decía a sí mismo:

—«Siempre tengo que encontrarme con ella cuando más trabajo tengo. Me gustaría estar un rato en su compañía pero se ve que esto no lo lograré nunca.»

Estaba todavía sumido en sus agradables pen­samientos cuando llegó Dennis Axelson para de­cirle entre alarmado y preocupado:

—Clay, los tres hombres que mandé a explo­rar la superficie del planeta aún no han regre­sado y esto empieza a alarmarme.

—¿Hace mucho que salieron?

—Sí, han tenido tiempo sobrado de volver. Francamente, no lo entiendo. En este planeta no pueden haberles ocurrido muchas cosas. Lo máximo una caída o rotura del traje de super­ficie, pero sería una fatalidad que a los tres les hubiese ocurrido lo mismo.

Clay se quedó unos momentos pensativo, orde­nando sus ideas. Finalmente dijo:

—No sabemos qué es lo que hay en este mundo totalmente desconocido para nosotros y por lo tanto no podemos vivir confiados, así es que forma una patrulla, toma el mando de ella y ve en busca de estos tres hombres. Id fuertemente armados y no os confiéis mucho. Recuerda que siempre aprendemos algo nuevo en cada mundo que hemos visitado.

—No lo olvidaré y voy a partir inmediata­mente.

También a Clay le había preocupado, por no decir alarmado, la noticia que le había dado Axelson. No era normal que tres experimenta­dos hombres, acostumbrados a la vida interpla­netaria se hubiesen perdido en la superficie de Sarto, además, llevaban aparatos de orientación que no estaban sujetos a ningún error. No, a aquellos hombres tenía que haberles ocurrido algo ¿qué? El tiempo se encargaría de aclararlo y lo único que podía hacer era esperar que no hubiese sido lo peor.

Osenkoff había empezado sus perforaciones y profundizaba rápidamente. Había establecido cuatro turnos y desde el mismo momento que había desembarcado no había cesado de traba­jar. Las grúas y los tractores de cuatro orugas funcionaban sin descanso y el ruso había ya abierto una enorme boca de mina.

Clay vio como la patrulla mandada por Axel­son se iba alejando siguiendo las huellas deja­das por los primeros hombres que habían par­tido y no apartaba su vista del grupo cuando a su lado sonó la voz de Deisch:

—¿Ocurre algo de particular?

—Sí, ya se ha presentado la primera preocu­pación. Tres hombres que mandé a explorar el terreno no han regresado.

—¿Va Axelson en su busca?

—Sí, no podemos descuidar nada hasta que no tengamos; la seguridad de saber cuál es el terreno que pisamos.

—Tengo la impresión de que este planeta nos va a dar muchas sorpresas... desagradables. Mira, Clay, estas grandes masas de piedra pela­da, sin vestigios de vegetación, las profundas hendiduras y lo accidentado del terreno. Esta árida desolación se extiende hasta donde llegan nuestras miradas. No, nada bueno puede salir de aquí. Esta luz verdosa que manda Casiopea ayuda aún más a dar un aire tétrico a este mundo mineral.

—No seas pesimista, aún es pronto. A los tres hombres pueden haberles ocurrido muchas cosas sin necesidad de que sean las peores. Vamos al interior y esperaremos las noticias de Axelson que estará en contacto con nosotros por radio.

Los dos hombres penetraron en el interior de la gran cúpula de plástico y después de despren­derse de la escafandra se sentaron ante los apa­ratos emisores-receptores y aguardaron la pri­mera llamada del jefe de las tropas de asalto,

Yolanda y Saturnia que atendían las pantallas de radar y las sondas electrónicas y acústicas que desde el exterior manejaba Osenkoff, mi­raron sorprendidas a los dos jefes de la expe­dición. No era normal en ellos tener cara de po­cos amigos.

—¿Qué ocurrirá ?—preguntó la bella mejicana.

—No sé, desde luego algo importante será cuando traen estas caras—respondió Yolanda.

—¿Por qué no se lo preguntas a Clay? Tú tie­nes una buena amistad con él ¿verdad?

—Mira, Saturnia, la experiencia me ha ense­ñado que nunca se debe preguntar nada a un hombre cuando éste está con cara de enfado. Generalmente sueles pagar los platos rotos. No te preocupes que ya lo sabremos, ellos mis­mos nos lo dirán.

Clay empezó a manipular en los aparatos y una vez establecidas todas las conexiones llamó al jefe de la patrulla.

—Axelson, Axelson, si me oyes contesta. ¿Me oyes?

Después de irnos momentos de silencio, de un penoso silencio que parecía pesar en el interior de la cúpula, Axelson contestó.

—Te oigo perfectamente, jefe. Voy siguiendo las huellas de nuestros tres hombres pero aún no he logrado dar con ellos. Los pasos van en dirección noreste de la brújula electrónica. El paisaje es el mismo que tenemos alrededor de las naves. El termómetro exterior señala 49 grados bajo cero y continúa bajando a medida que avanzamos. El terreno es de los más infame que he conocido en mi vida. Hay que ir con mucho cuidado y tantear continuamente, pues ya nos hemos hundido dos veces hasta la cin­tura en una especie de pozos que quedan cu­biertos por una fina capa de hielo cristalizado. Esto me parece raro, pues aún no he visto ni la más ligera señal de que exista agua.

—Continúa buscando a nuestros exploradores pero no descuides ninguna precaución.

—No te preocupes. Sería conveniente que man­dases a una de las pequeñas naves-bellotas para hacer una exploración desde el aire. El aparato podría volar a baja altura y nos sería de gran ayuda.

—Ya lo he pensado, pero nos encontramos con la dificultad de que no podríamos escrutar los desfiladeros estrechos ni el interior de las grandes grietas. De todas formas cuando regre­séis yo mismo pilotaré una de estas navecillas. No pierdas el contacto con nosotros que estamos a la escucha.

—No lo perderé.

Clay y Deisch se miraron como queriendo de­cir «esto no va tan mal como nosotros creíamos».

Esperaban la próxima llamada de Axelson cuando desde el interior de la mina que había abierto Osenkoff llegó la llamada de éste. Su voz sonaba ronca y no a causa del micrófono, sino de la emoción que dominaba al ruso.

—¡Clay! ya lo tengo... ¡he encontrado uranio puro! pero esto no es todo. ¿Estás sentado? bien, mejor, así no te caerás. Ahora escucha con atención. ¡Estoy trabajando sin escafandra! ¡he hallado una atmósfera interior! sí, perfec­tamente respirable, quizá sea más rica en oxi­geno que la normal en la Tierra, pero apenas se nota la diferencia. Ahora te dejo, pues el tra­bajo es abrumador. No pienso volver a la super­ficie hasta que tengamos que emprender el re­greso.

Clay cerró la conexión con la mina y continuó manteniendo abierta la de Axelson.

—Desde luego, creo que ya empiezan las sor­presas. Tú te imaginas una atmósfera interior perfectamente respirable en un lugar como éste.

—No, no me lo puedo imaginar, pero Osen­koff no bromea. Tendremos que ir a ver esta mina que por cierto tiene que estar ya muy profunda, pues ha usado todos los aparatos que trajimos.

—Sí, cuando quede aclarado lo de los tres hombres descenderemos al pozo.

La luz roja que señalaba el contacto con Axel­son se encendió dando el aviso de que éste iba a hablar.

—Clay, aún no he encontrado a los explora­dores, pero continúo siguiendo sus huellas. El aire exterior tiene que ser casi nulo o de una composición totalmente desconocida porque las partículas de polvo que levantamos al andar permanecen en el aire durante largo tiempo.

—Ya había observado esto y vamos a proce­der a analizar este extraño aire.

—Escucha, Clay, uno de mis hombres me dice que parece ser que ya han descubierto a los tres exploradores. Un momento...

La comunicación quedó momentáneamente interrumpida, seguramente mientras Axelson comprobaba los informes recibidos, después vol­vió a reanudarse pero de una extraña forma.

Los receptores de la cúpula registraron una serie de ruidos y finalmente la voz del jefe de las tropas de asalto volvió a sonar. Solamente dijo:

—¡Es horroroso! Clay: ya los hemos hallado; están muertos pero...

Aquí quedó interrumpida nuevamente la co­municación y a pesar de los esfuerzos de Clay y de Deisch no pudo ser reanudada. Axelson ya no contestaba a las insistentes llamadas.

—¡Vamos, algo gordo ha ocurrido!—dijo Clay levantándose rápidamente al ver que sus esfuer­zos resultaban inútiles y seguido de Deisch aban­donó la cúpula sin despedirse de las muchachas que, completamente sorprendidas no compren­dían nada de lo que estaba ocurriendo.

Los dos hombres se dirigieron corriendo hacia uno de los pequeños aparatos bellota y mientras Clay se sentaba ante el cuadro de mandos y ponía en marcha los motores-cohete dijo:

—Toma el mando, Deisch, y que nadie se aleje de la base. Primeramente tenemos que aclarar todo esto que está ocurriendo.

—Nadie saldrá de aquí hasta que tú regreses —contestó Deisch mientras la pequeña nave em­prendía el vuelo.

Clay llevó a su aparato, en vuelo rasante, hacia la dirección que había seguido Axelson y su patrulla. Los rayos infrarrojos le señalaban claramente las huellas que aparecían sobre la superficie.

Lanzó a la nave por estrechos desfiladeros que apenas dejaban espacio para que pudiese pasar. Por dos veces rozó las paredes de piedra con riesgo de estrellarse contra ellas. Otra vez tuvo que ladear el aparato para pasar entre dos grandes elevaciones petrificadas.

Tanto Axelson como Deisch tenían razón. La superficie de Sarto era de una aridez desoladora.

Después de unos minutos de vuelo llegó a un pequeño valle encajonado entre moles de piedra de elevadas alturas. En el fondo algo !e llamó la atención. Descendió en vuelo vertical y se posó suavemente sobre la piedra que formaba el suelo. Corrió la carlinga de plástico y después de asir su ametralladora electrónica, saltó sobre la su­perficie. Un fantástico cuadro se ofreció ante sus ojos asombrados. Un cuadro de destrucción y muerte.

Los diez hombres que componían la patrulla de Axelson estaban allí... y también estaba el propio Axelson, o al menos lo que en vida había sido una patrulla y su jefe.

Los once cuerpos estaban diseminados en el pequeño claro entre las montañas. Clay los fue recorriendo uno a uno y finalmente volvió junto al cadáver da su amigo. Un negro agujero apare­cía en el centro de su escafandra y otro entre sus ojos, que mantenía abiertos. Ni la misma muerte podía ¡jorrar el asombro que en ellos se había reflejado. ¿Qué podía haber visto an­tes de morir?

Clay se inclinó hacia su amigo para recogerlo y llevarlo a la base. Sus manos se posaron sobre el cuerpo muerto... ¡y solamente asieron cenizas!

El jefe de la expedición terrestre se enderezó completamente sorprendido. A simple vista pa­recía que Axelson había muerto a causa de un disparo que había roto la escafandra y atra­vesado su cabeza, pero ahora empezaba a com­prender que el jefe de las tropas de asalto in­terplanetarias había muerto de una forma más complicada. Fue recorriendo los demás cuerpos de los hombres que habían formado la patrulla y todos se deshicieron cuando los tocaba. Algu­nos tenían también un agujero en la cabeza, otros a la altura del pecho y algunos incluso en el vientre. Toda la patrulla terrestre estaba con­vertida en cenizas grises... ¡Habían muerto electrocutados...! y la descarga eléctrica de alta po­tencia había llegado a ellos en forma de proyec­til... ¡Balas eléctricas! Sí, esto era lo que había causado su muerte.

Clay vio que tendrían que enfrentarse con un poderoso enemigo y que la lucha iba a ser a muerte. Una lucha sin cuartel sobre la árida superficie de Sarto.

Clay iba a subir nuevamente a la pequeña nave cuando recordó que Axelson, antes de morir, le había dicho que uno de sus hombres había en­contrado a los desaparecidos exploradores. Por ­lo tanto no podían estar muy lejanos del sitio en que se encontraba.

Apretando fuertemente la peligrosa ametra­lladora entre sus manos inició la búsqueda con toda clase de precauciones. No quería ser cazado por sorpresa como lo habían sido todos sus hom­bres.

No tuvo que buscar mucho. Los tres explo­radores terrestres estaban muy cercanos... y también muy lejanos.

Los encontró junto a un enorme murallón de piedra de afiladas aristas, pero no estaban en el suelo, sino pegados materialmente a la roca. Mentalmente se dijo «pegados como si hubiesen sido proyectados por una explosión».

Observó detenidamente los tres cadáveres y se llevó una nueva sorpresa. Lo que parecía una simple frase era cierto. ¡Estaban pegados a la pared de piedra! ¡y lo que les mantenía fijos en ella era una capa de hielo que hacía las veces de soldadura!

Intentó romper aquella capa de hielo pero fue inútil. Era duro como el tungsteno.

Regresó a la nave-bellota y mientras la ponía en marcha un pensamiento martilleaba su mente. Once hombres habían muerto a causa de proyec­tiles eléctricos de gran potencia que los habían reducido a cenizas, en cambio, otros tres habían sucumbido a causa de descargas de hielo que se habían solidificado sobre sus cuerpos producién­doles la muerte. Dos formas de morir comple­tamente distintas. ¿Con qué clase de enemigo tendría que enfrentarse? Desde luego seria pe­ligrosísimo pero si quería llevar su misión a efecto tendría que luchar... y vencer.

Apretó fuertemente las mandíbulas cuando su pequeño aparato sobrevoló el lugar en donde habían sido exterminados sus hombres y Clay, mirando hacia el pequeño claro que se abría entre las altas montañas murmuró:

--«Nuestro primer cementerio sin tumbas en el suelo de este fantástico planeta.»

Dio una rápida vuelta y emprendió el regreso hacia la base y desde el interior de su acristalada carlinga fue observando el desolador paisaje que se extendía a sus pies.

Allí, en alguno de aquellos desfiladeros de piedra dura o en las estribaciones de las peladas montañas, estaba el enemigo acechando el mo­mento oportuno de desencadenar su ataque.

*    *    *

...y el ataque llegó. Se abatió sobre el campamento-base como un huracán devastador. A pesar de las medidas tomadas por Clay, el ene­migo penetró impunemente en el interior del campamento. La sorpresa fue completa.

Clay se hallaba reunido con los componentes de su estado mayor cuando uno de los oficiales de las fuerzas que montaban la guardia exterior penetró en la cúpula en donde estaban reunidos. La cara del hombre reflejaba un gran terror. Sin pedir permiso ni saludar a nadie empezó a hablar.

—Nos están atacando y han rebasado ya las defensas. No podemos detenerlos. Hemos hecho fuego contra ellos con proyectiles desintegra­dores, con rayos paralizantes, incluso hemos empleado pequeñas cargas cósmicas, pero todo es inútil ¡no podemos detenerlos!

Clay se puso violentamente en pie y exclamó:

—¿Qué dice usted? ¿se ha vuelto loco?

—No, señor, unos extraños enemigos nos están atacando y han exterminado a toda la guarni­ción que teníamos en la primera línea de defen­sas.

Todo el estado mayor como un solo hom­bre recogió sus armas y rápidamente fueron a ocupar los sitios que tenían señalados.

Clay, ajustándose la escafandra, se lanzó velozmente hacia las defensas exteriores. Mien­tras corría hacia ellas sentía como la ametralla­dora desintegrante golpeaba su pecho. Cuando terminó de ajustarse el cristal a su traje de superficie, la empuñó con manos firmes y apo­yó su índice sobre el disparador.

La pálida luz verdosa de Casiopea continuaba alumbrando la superficie del planeta y a su luz pudo contemplar cómo un centenar de robots se extendían por el campamento después de haber vencido a los hombres encargados de la defensa.

Los extraños enemigos avanzaban lentamen­te, sin prisas, pero nada parecía que podía de­tener su marcha destructora. Ante el punto de mira del arma de Clay quedó encuadrado uno de aquellos artificios mecánicos. El jefe de la expedición pudo contemplarlo tran­quilamente. Eran altos, seguramente su tamaño andaría cerca de los dos metros. De cuerpo ma­cizo y potentes extremidades acabadas en manos y pies en forma de pinzas, parecían construidos de un material totalmente desconocido a los te­rrestres. Clay hubiese dicho que la materia era una especie de gelatina consistente. La cabeza era totalmente cuadrada v en su centro aparecía una pequeña célula parecida a las foto-eléctri­cas que se usaban en la Tierra. Parpadeaba continuamente y cuando quedaba fija en un sitio o persona ésta era rápidamente abatida. Tan eficaz era su impacto que el ser atacado caía fulminado sobre el suelo, carbonizado totalmente y bien que conservase su apariencia humana hasta que alguien lo tocase, entonces se conver­tía en grises cenizas.

—«Vosotros atacasteis a Axelson y a sus hom­bres»—murmuró Clay mientras centraba su arma  en el pecho del robot. Junto al jefe terres­tre uno de sus hombres renovaba la carga de su arma.

Clay apretó el disparador y una andanada de proyectiles desintegrantes partió del cañón de la mortífera ametralladora... pero el robot no interrumpió su lenta marcha a pesar de que todos los proyectiles le habían acertado de lleno. El comandante de la expedición vio cómo sus disparos... ¡atravesaban a su enemigo sin llegar a estallar!, en cambio, una de las potentes grúas de superficie que estaba detrás del robot se transformó en un montón de líquido acero al recibir todos los disparos que lo habían atrave­sado.

—No ofrecen resistencia a los disparos, por esto éstos no estallan ni el radar los ha locali­zado. Son máquinas tan perfeccionadas que no pueden ser detenidas con las armas conocidas.

Esto se decía a sí mismo Clay mientras vol­vía a disparar contra su enemigo.

La parpadeante célula de su cabeza se inmo­vilizó y quedó fija en el hombre que estaba junto a Clay y éste no pudo evitar que brotase un destello azulado y... el terrestre se abatió como si hubiese sido apuntillado. Un negro ori­ficio había aparecido en su escafandra y otro en su cabeza. Otro terrestre terminaba de ser elec­trocutado a distancia por uno de aquellos infer­nales robots.

Clay se lanzó rápidamente al suelo al ver que la parpadeante célula buscaba su cuerpo. Tum­bado, volvió a disparar, esta vez contra la mis­ma célula. Vio cómo dos de sus proyectiles se estrellaban directamente contra ella... pero esto fue todo.

El robot continuó su camino destruyendo to­do cuanto se ofrecía a su paso.

Clay lo fue siguiendo con la vista mientras trataba de hallar una rápida solución para de­tener aquel devastador ataque.

De pronto el robot se dobló sobre sí mismo y cayó al suelo convertido en una masa informe. De momento Clay no pudo comprender lo ocu­rrido, nadie había disparado ni el robot había tropezado con nada. Nada justificaba aquella rápida destrucción.

Saltando entre los escombros y los cadáveres que cubrían el suelo se acercó al destruido ene­migo... y entonces comprendió.

El robot había pasado junto a una de las má­quinas que expulsaba vapor de agua hirviendo. El calor había fundido la materia.

El jefe terrestre tenía la solución en sus ma­nos y no perdió el tiempo. Rápidamente reunió un pequeño grupo de hombres y les dio instruc­ciones. Del almacén central fueron sacadas unas finas bolsas de papel impermeable y llenadas con vapor de agua.

Sosteniendo varia» de ellas entre las manos, Clay se lanzó a la caza de los robots. Estos es­taban diseminados por todo el campamento. So­lamente había quedado libre la boca de la mina y seguramente Osenkoff aún estaría trabajando sin enterarse de nada. Además, el ruso tenía la idea de que los problemas de la superficie no le atañían a él.

Clay lanzó la primera de las bolsas contra uno de los robots. El papel estalló en su cabeza y en cuestión de segundos el mecanismo enemigo se había convertido en una masa que se estaba diluyendo en el suelo.

Moviéndose con rapidez entre las ruinas que había creado el enemigo, Clay continuó la bús­queda de los lentos robots. Tenía que ir con cui­dado, ya que si una de las células parpadeantes quedaba fija en su cuerpo sería convertido en cenizas grises en un instante.

Agotó las bolsas e iba a renovar su provisión cuando una mano femenina puso otro montón entre sus brazos.

Clay se volvió para mirar a tan oportuno ayu­dante y vio que era Yolanda que durante todo el combate había permanecido a su lado.

—Gracias, Yolanda, como siempre has sido muy oportuna.

—Algo tenía que hacer, no podía quedarme cruzada de brazos mientras estos artificios me­cánicos o lo que sean, destruían la vida de mis amigos y amigas.

—Ahora vamos a devolverles lo que nos han dado.

—Sí, pero ellos no son seres humanos. Ni piensan, ni sienten y ni tan solo existen. Son máquinas de destruir.

—Primero destruiremos las máquinas y des­pués a sus constructores.

Más de la mitad de los robots que habían pe­netrado en la base estaban destruidos. Pero a pesar de ello continuaban su avance. Segura­mente no se pararían hasta que no quedase ni uno o un cerebro superior les ordenase la re­tirada.

A pesar de las bolsas, los terrestres continua­ban sufriendo bajas, no en la cantidad de antes pero siempre eran una sensible pérdida.

Cuando Clay agotó nuevamente su provisión de bolsas llegó a su lado Deisch que llevaba dos extintores de incendios a presión.

—Toma, Clay, lo he cargado con vapor de aguay creo que van a dar un resultado estupendo.

Clay asió el que le tendía su amigo y se diri­gió hacia una concentración de robots que se encaminaba hacia las astronaves con la inten­ción de destruirlas.

Clay y Deisch se interpusieron entre las des­tructoras máquinas y sus naves interplanetarias. Dejaron que los robots se fuesen acercando y cuándo los tuvieron a escasa distancia hicieron entrar en acción los extintores.

El resultado de la nueva arma no se hizo es­perar. En dos pasadas fue destruida toda la concentración.

—Has tenido una excelente idea. Vamos a ver si terminamos de una vez con esta pesadilla.

Los dos amigos se lanzaron contra otra nueva formación de máquinas enemigas. Los extinto­res lanzaban chorros de vapor incandescente con gran rapidez y los robots se licuaban al recibir el ardiente vapor. .Solamente diez quedaban mo­viéndose entre el campamento y fueron des­truidos cuando iniciaban la retirada.

Cuando el último de ellos fue aniquilado, Clay sintió que un enorme peso desaparecía de su pecho. Los primeros fomentos habían sido real­mente angustiosos. Se encontraban indefensos ante aquellas diabólicas máquinas que no podían ser destruidas empleando las armas usuales. Habían salido victoriosos gracias a una casua­lidad.

Dejó correr su mirada por todo el campamen­to-base. La destrucción había sido importante y el número de bajas también. No había heridos, ni los habría en aquella lucha. Las armas em­pleadas por el enemigo eran eficaces en grado sumo.

¿Cómo desencadenaría el próximo ataque?

—Alfred, reorganiza el campamento y dime exactamente el número de bajas y material des­truido. No podemos perder tiempo, es fácil que el enemigo no nos dé tiempo a organizar una buena defensa y ataque de nuevo.

—Voy a hacerlo lo más rápidamente posible.

Cuando Alfred Deisch se alejó para cumpli­mentar la orden de Clay, éste se encaminó hacia la cúpula de plástico que se alzaba en el centro del campamento.

Todo el camino estaba sembrado de cadáveres de terrestres y de montones de aquella descono­cida materia de que habían estado formados los robots.

Al entrar en la amplia cúpula se encontró con Yolanda que estaba consolando a Saturnia. La bella mejicana lloraba desconsoladamente y es­taba casi al borde del ataque de nervios.

—¿Qué le ocurre a Saturnia?—preguntó el jefe.

—Que estaba junto a Donald Traver cuando éste recibió una de aquellas extrañas heridas. Al verlo caer ella quiso ayudarle y se quedó con las cenizas grises que habían sido el cuerpo de su amigo entre las manos. La impresión fue superior a sus fuerzas y aunque durante todo el ataque pudo resistir y ayudar en lo que pudo ahora ha llegado al límite de su capacidad ner­viosa. Además, se hallaba en el exterior, con las demás muchachas cuando todo el grupo fue destruido. Solamente ella pudo escapar con vida.

—Sí, son demasiadas emociones para un solo día. ¿Cuántas bajas has tenido en tu grupo, Yo­landa? Cuando venía hacia aquí me ha parecido ver el cadáver de una de tus muchachas.

Yolanda Darnhill reprimió la emoción que empezaba a apoderarse de ella y contestó:

—Saturnia y yo somos las únicas que queda­mos del grupo. Eva Kohener, Key Crosfield y Sonya Sturm han muerto, pero no creas que murieron sin defenderse. Antes de caer fulmina­das por las células parpadeantes destruyeron varios robots —y al decir esto, los ojos de Yo­landa brillaron de orgullo por la gesta de sus amigas.

—Eran unas valientes muchachas—contestó Clay—. Generalmente las mujeres sois unas víc­timas más de la guerra, pero...

Clay no quiso continuar. Existen cosas sobre las cuales es mejor no hablar ya que no tienen ninguna razón de ser... y la muerte de las mu­jeres en la guerra era una de ellas.

Saturnia continuaba llorando en un rincón cuando Clay, para dar un cambio a la conver­sación preguntó:

—¿Dónde vives en la Tierra?

—En un pequeño departamento que tengo en la ciudad de New York. Es de reducidas dimen­siones pero para mí sola es suficiente. Lo tengo amueblado a mi gusto y tengo también una pe­queña terraza que da sobre el río Hudson. Es un hogar acogedor y en él me siento feliz.

Los ojos de Yolanda se nublaron por la nos­talgia que sentía de su querida tierra.

—Yo—dijo Clay—vivo en un edificio enorme, lleno de militares. Aunque estoy cómodo en él me gustaría vivir como vives tú. Las paredes de un edificio grande siempre son frías.

—Te comprendo perfectamente, Clay y si al­gún día regresamos a la Tierra te agradeceré que vengas a tomar una taza de café a mi casa. Verás como te gusta.

Clay iba a contestar cuando entró Deisch con cara seria.

—El balance es aterrador—dijo a guisa de saludo—las pérdidas materiales no tienen im­portancia. Todas las astronaves están intactas, así como el material pesado, solamente una grúa ha sido destruida.

—La desintegré yo al disparar contra uno de los robots. Los proyectiles lo atravesaron limpiamente y fueron a estrellarse contra la grúa que' estaba detrás—-aclaró Clay.

—...pero las pérdidas humanas son enormes —continuó Deisch. En la actualidad nos quedan noventa hombres, de ellos cincuenta trabajando en el interior de la mina. Por cierto que he bajado hasta el fondo y hablado con Osenkoff. Ha abierto un pozo que ya alcanza las tres millas, además ha perforado galerías estrechas y bajas y está sacando una cantidad enorme de mineral de ura­nio. De lo ocurrido aquí arriba no se ha enterado y cuando se lo he contado ha tomado sus medi­das para trabajar tranquilo. Ahora mismo, un grupo de sus hombres están soldando una plan­cha de acero que tapará herméticamente la en­trada de la mina.

Clay cogió un lápiz de encima de una mesa y maquinalmente empezó a trazar garabatos mien­tras decía.

—Noventa hombres, de los cuales solamente podemos contar con cuarenta, ya que el trabajo en la mina es de vital importancia. Cuando ten­gamos la carga completa para las tres naves-transportes las mandaremos a la Tierra con una escolta de astronaves de combate y que regre­sen con refuerzos. Ahora vamos a prepararnos para rechazar el próximo ataque que no creo que tarde mucho en caer sobre nosotros. ¿Cuán­tos oficiales tenemos; aún?

—Tú y yo —fue la respuesta. —No son muchos, pero vamos a salir del paso aunque tengamos que centuplicarnos. Saca a Crosbow de la cocina. Tiene la suficiente expe­riencia interplanetaria para asumir un cargo de responsabilidad. Que te ayude a colocar a todas las naves alrededor del campamento, formando un cinturón. Traza un campo magnético de de­fensa con las armas de las astronaves de com­bate. Procura que los cañones electrónicos y las ametralladoras pesadas queden enfocadas hacia el exterior. Saca también a todos los aparatos- bellotas y tenlos en disposición de despegue. Los espacios entre nave y nave tápalos con las grúas y los tractores-orugas. Ahora no los necesita Osenkoff y a nosotros nos harán un buen ser­vicio. Monta una guardia permanente y que todo el mundo tenga los ojos bien abiertos. No sabe­mos con qué clase de armas nos atacarán y no quiero que se nos metan dentro sin haberlos visto. Los robots no pudieron ser detectados por el radar y por esto causaron tanto destrozo. ¿Comprendido?

—Perfectamente, jefe. Dentro de media hora terrestre estará todo en condiciones de recibir al enemigo.

Antes de salir el lugarteniente de Clay lanzó una mirada cariñosa a la bella mejicana que ya había cesado en su llanto.

Cuando Deisch hubo partido a organizar la defensa, Clay se dirigió a las dos muchachas y les dijo:

—Prestadme atención. Ya habéis oído que an­damos muy escasos de personal por lo tanto también vosotras vais a tener que trabajar du­ramente. Necesito que estéis pendientes de las pantallas de radar, de los detectores acústicos, de los registradores de ondas eléctricas y de los visores telemétricos de rayos infrarrojos. Es completamente necesario localizar al enemigo antes de que penetre en el interior de nuestras defensas. Vais a tener que turnaros continua­mente pues yo no puedo desprenderme de ningún hombre. Cuando el ataque caiga sobre nosotros aún seremos pocos para rechazarlo y hasta que no sepamos contra qué clase de enemigo vamos a tener que enfrentarnos no nos queda más so­lución que defendemos como un gato tripa arriba.

—Puedes contar con nosotras—contestó sen­cillamente Yolanda.

—Sí, puedes marchar tranquilo que nada se escapará a nuestra vigilancia—añadió Satur­nia—. Tengo deseos de ver destruidos a nuestros enemigos.

Clay salió al exterior pensando aún que la última frase de Saturnia no podía ocultar su origen mejicano. Dominado su dolor solo desea­ba vengar a sus amigos muertos.

Se encontró con Crosbow, el ex cocinero que había querido ser incluido en la expedición aun­que fuese ocupando aquel cargo.

—Hola, Clay, parece que volvemos a los buenos tiempos y que va a haber un hermoso lío del que nadie va a quedar derecho para contarlo.

—Sí, viejo sanguinario, vamos a tener lo que tú llamas un «hermoso lío». ¿Has hablado con Deisch?

—Sí, y todo lo que ordenaste está ya en mar­cha. Ahora iba a recoger uno de los tractores- orugas.

Efectivamente, un círculo de astronaves de­fendía el campamento-base. Dieciocho aparatos-bellota, los pequeños «scooters» del espacio es­taban dispuestos a entrar en combate cuando fuese necesario. Su cañón de proa y los cuatro tubos de las ametralladoras se dirigían amena­zadores hacia el espacio verdoso que se abría ante ellos.

Clay levantó los ojos hacia la pálida estrella Casiopea. Por caprichosos fenómenos atmosfé­ricos y leyes astronómicas, la bella estrella que vista desde la Tierra tenía un brillo rutilante y blanco, desde allí, mucho más cerca, ofrecía aquella luz verdosa. Pensó si en realidad todas las cosas son así. Bellas desde lejos y desagra­dables desde cerca.

*    *    *

Estaba Clay junto a las astronaves cuando su receptor interior empezó a zumbar y a con­tinuación la voz de Yolanda llegó hasta él.

—Clay, la pantalla de radar se ha llenado de puntos movibles que avanzan hacia nosotros. Al mismo tiempo los detectores acústicos señalan los mismos movimientos. Parece ser que una formación de algo pesado viene contra nuestras líneas.

—¿En qué dirección?

—Por la misma que vinieron los robots.

—Está bien, Yolanda, no descuides las pan­tallas.

El jefe terrestre estableció contacto con De­isch y con Crosbow participándoles lo que había dicho la muchacha.

—Deisch, toma el mando a la derecha. Cros­bow, tú el de la izquierda y yo me quedaré en el centro.

—Se van acercando rápidamente—anunció Yolanda.

—De acuerdo—contestó Clay—ahora establece comunicación con Osenkoff y explícale lo que ocurre y que esté preparado con sus hombres por si hace falta.

—Ahora mismo—replicó la joven Yolanda.

Todos los hombres estaban pendientes del ruido que ya percibían a través de los amplifica­dores situados en sus yelmos de superficie. Pa­recía un ruido de orugas como si se acercase una apretada formación de tanques terrestres...

...y los tanques aparecieron, pero no iguales a los de la Tierra. Eran cincuenta caparazones de acero moviéndose pesadamente entre las grie­tas y las hendiduras que cubrían el terreno. Me­tían los afilados morros en todas las resquebra­duras que encontraban a su paso. Hociqueaban todos los pozos, pequeñas grietas y hoyos, como perros hambrientos.

A medida que se iban acercando se entendían formando un semicírculo en cuyo centro que­daba encerrado el campamento terrestre.

Clay observó que de la pequeña elevación que cada uno de aquellos móviles caparazones tenía en la parte superior empezaba a asomar un ca­ñón de forma extraña. Cincuenta de aquellas raras armas apuntaron delante de las naves.

Hicieron fuego todas a la vez y ante los te­rrestres se extendió un mar de fuego. Las pe­ladas rocas eran convertidas en hogueras que se extendían al ser fundida la materia.

Clay ordenó responder al ataque y los cañones electrónicos entraron en funciones. Tres de aque­llos tanques fueron acertados de lleno y los pro­yectiles desintegradores cumplieron su misión. La masa metálica fue convertida en líquido in­candescente y sus ocupantes, si es que existían, habrían pasado a mejor vida sin enterarse de ello.

Los pesados tanques continuaban avanzando entre las masas de fuego que se extendían por el suelo. Parecían salamandras arrastrándose sobre sus vientres.

Una andanada cogió a los atacantes por el flanco derecho y cinco de los tanques fueron re­ducidos a fuego líquido. Deisch había sabido pulsar los disparos electrónicos.

Una de las astronaves saltó por los aires con­vertida en partículas de materia. Por el hueco que había dejado intentaron entrar tres de los armatostes de guerra, pero Crosbow cubrió el boquete con sus disparos. El ex cocinero no usó proyectiles desintegrantes, sino que disparó con balas perforadoras. Tan acertados fueron sus impactos que los tres tanques quedaron cerran­do la brecha abierta.

Clay cedió el mando de! sector central al hom­bre que le seguía y a toda velocidad se dirigió a pilotar una de las pequeñas naves. Despegó casi en vuelo vertical, tomó altura y desde allí con­templó el campo de batalla.

El círculo de astronaves parecía rodeado de fuego y entre él se movían los tanques atacantes. Desde arriba pudo contemplar cómo otra de sus astronaves volaba despedazada por el aire y cómo inmediatamente cuatro de aquellos mons­truos de acero se lanzaban hacia el claro.

Inclinó la proa de su aparato y apoyando los pulgares en los pulsores electrónicos de sus ar­mas, se lanzó vertiginosamente sobre el grupo enemigo que quería penetrar en el interior del recinto.

A escasa altura, el cañón de proa disparó. Uno de los tanques se ladeó peligrosamente y se lanzó contra el que tenía al lado. Una serie de disparos desintegrantes aniquilaron a los otros dos carros de combate. Clay volvió sus armas hacia los otros dos restantes pero llegó tarde.

Sus hombres desde las proas de las astronaves los habían inutilizado. Ganando rápidamente al­tura estudió el campo de batalla. Los tanques atacantes estaban llevando la peor parte, aunque tres de sus astronaves habían sido total­mente destruidas.

Los atacantes emprendían la retirada. De los cincuenta apenas quedaban quince. A medida que las máquinas de guerra se iban replegando el fuego líquido que ardía sobre la tierra iba disminuyendo.

Clay decidió seguir a los atacantes hasta loca­lizar su base. A gran altura para no ser controla­do fue siguiendo a las panzudas máquinas. Pudo seguirlos durante unos minutos pero después los perdió de vista. Descendió hasta casi rozar las cumbres de las peladas montañas pero fue inútil. Los tanques habían desaparecido de la superficie del planeta.

Calculó que se habrían introducido en la base de alguna de aquellas masas de piedra y que a causa de la altura no había podido localizarla exactamente.

Dio media vuelta y regresó a la base central terrestre. Cuando tomó tierra fue recibido por Deisch.

—¿Has podido descubrir su escondite?—fue lo primero que preguntó.

—No, los he perdido.

—Nosotros Hemos abierto los tanques que habíamos inutilizado.

—¿Y qué habéis encontrado dentro?—pre­guntó interesado Clay.

—La muerte.

—¿Qué quieres decir con esto?

—Que al abrir la portezuela el tanque estalló destruyendo a todos los hombres que estaban a su lado, entre ellos a Crosbow. El hecho se re­pitió en todos, pero ya no tuvimos más bajas, ya que tomamos las debidas precauciones. Fue una pena pues habría dado mi mano derecha por saber lo que había dentro.

—…y yo—replicó Clay.

—Siento comunicarte que quedamos siete hom­bres útiles en la superficie. Será necesario sacar a gente de la mina.

—Siete hombres ¿y las muchachas?

—Perfectamente.

—Tienes razón, será conveniente sacar unos cuantos hombres de la mina. Además, si no lo­gramos rechazar estos ataques continuos, el tra­bajo de Osenkoff será inútil. No tendría razón de ser que continuase extrayendo cadmio y ura­nio si después no podía trasladarlo a la Tierra.

Los dos hombres se encaminaron a la cúpula de plástico mientras los supervivientes apre­taban las astronaves, reduciendo el círculo de­fensivo.

Clay iba hablando animadamente con Deisch.

—Hay que vigilar los caminos por donde pueda venir el enemigo durante veinticuatro horas de las veinticuatro que tienen nuestros días terrestres. Quiero decirte con esto que no podemos descuidarnos lo más mínimo. Va en ello nuestra vida... y el destino de la Tierra y seguramente el de todo el Sistema Solar. Tene­mos enfrente un enemigo peligrosísimo que nos puede vencer al menor descuido.

—Tengo la impresión de que estamos enfren­tados con un enemigo que pertenece a una raza muy superior a la nuestra. Tiene que ser inteli­gente y avanzada, seguramente perteneciente a una civilización millones de años más perfec­cionada que la nuestra.

—Sí, tiene que ser así, por esto no podemos dormirnos.

Cuando entraron en la cúpula vieron a las dos muchachas inclinadas solare los delicados apa­ratos detectores.

—¿Algo nuevo, Yolanda?

—Nada, Clay, todo está en orden... por ahora.

—Hola, Saturnia—saludó Deisch.

—¿Cómo estás, Alfred?

—Todo lo bien que se puede estar en este sim­pático y pacífico planeta.

—Sí, tienes razón, pero me alegra verte des­pués de tanta carnicería.

—... y a mí me encanta verte también. Es agradable encontrar una cara bonita después de tanto combate.

Clay había establecido comunicación con Osen­koff mientras Deisch hablaba con la bella me­jicana.

—Mándame los hombres que no necesites ahí abajo. No tengo personal ni para rechazar un ataque de enanos del Congo Belga.

—Bien, voy a mandarte diez hombres, pero cuando se desate el próximo ataque subiremos todos a ver si terminamos de una vez con estos monos que no me dejan trabajar en paz. Créeme, Clay, tenemos la salvación de la Tierra en nues­tras manos. Este planeta es el sueño del minero más exigente. Hay reservas de minerales para millones de años. Todo aparece puro, además tengo la seguridad de encontrar grandes bolsas de petróleo.

—Bien, mándame a estos...

Clay se vio interrumpido por una sucesión de grandes explosiones que estallaron en el ex­terior de la cúpula. No fue necesario que Deisch se asomase para saber lo que estaba ocurriendo.

El nuevo ataque de sus enemigos había dado comienzo.

—¡Osenkoff, sube inmediatamente con todos tus hombres!

—Dentro de unos segundos estoy contigo, Clay—contestó el ruso.

—¡Jefe, venga corriendo!—llamó Deisch que estaba contemplando lo que ocurría.

El comandante de la expedición se asomó y lo que vio le hizo pensar que los terrestres habían llegado al final de su resistencia sobre la super­ficie de Sarto.

Todas las naves, excepto una, estaban destrui­das y sus restos diseminados por el pequeño claro. Los siete hombres que habían quedado aparecían mezclados entre los destrozados res­tos de las astronaves interplanetarias. Sus ro­tos cuerpos sangraban sobre la árida roca.

Los proyectiles continuaban cayendo sobre el campamento. Las pequeñas «bellotas» saltaban por el aire como si fuesen hojas arrancadas de los árboles por un fuerte viento invernal.

—Esto es un cañoneo en regla—dijo Deisch.

—Sí, pero observa que los proyectiles pasan a través de la dura roca, la perforan y penetran en su interior. Seguramente estallarán a gran profundidad y el explosivo tiene tanta fuerza que levanta grandes cantidades de terreno. ¡Mira! ahora ha penetrado uno junto al almacén central ¿lo ves?

—Sí—respondió Deisch que no apartaba los ojos del proyectil.

Este, al chocar contra la piedra pareció que se detenía, pero después, como si fuese una gi­gantesca barrena se fue introduciendo en la piedra y se perdió de vista. Unos segundos des­pués tuvo lugar la explosión. Una gran cantidad de terreno fue lanzada hacia lo alto y e1 gran almacén central, con un peso de varias toneladas, fue arrancado de su emplazamiento y volcado como si fuese una ligera paja.

—¡Proyectiles perforadores de gran potencia! —dijo Yolanda que en compañía de Saturnia había contemplado la espectacular destrucción del almacén central.

Clay y sus amigos, desde la cúpula de plástico vieron cómo Osenkoff y sus hombres iban apa­reciendo en la superficie. Quisieron avisarles del peligro que corrían pero fue imposible. El aire exterior estaba lleno de explosiones conti­nuas y el ruido era atronador. Una andanada de seis proyectiles cayó sobre los hombres que sa­lían al exterior y los aniquiló rápidamente.

Esta vez los destructores disparos no profun­dizaron. Estallaron a ras de tierra y un venda­val de metralla barrió materialmente todo el pequeño claro. Los hombres de Osenkoff, tron­chados, despedazados y con enormes heridas en sus cuerpos por donde se escapaba rápidamente la sangre y la vida, cayeron formando un com­pacto grupo de cadáveres. Un nuevo impacto en el centro de aquella masa de hombres muertos los dispersó como si hubiesen sido barridos por una gigantesca escoba. Uno de los cuerpos fue lanzado con tanta violencia que fue a estrellarse contra la gran cúpula de plástico. Una gran mancha de roja sangre apareció junto al sitio que ocupaban las muchachas y entre ella que­daron trozos de desgarrado cuerpo.

Las muchachas chillaron histéricamente pero sus gritos fueron ahogados por las órdenes que salieron de los labios de Clay.

—Poneos las escafandras corriendo y al ex­terior. Vamos a aprovechar la última oportuni­dad de escapar que nos queda. Vamos a intentar subir a la astronave y regresar a la Tierra. He­mos perdido la primera batalla en este planeta, pero regresaremos con una flota mucho mayor y les daremos la réplica que se merecen.

Las muchachas obedecieron rápidamente y formando un apretado grupo salieron al exterior.

El aire tenía un extraño olor a explosivos que ni el filtro colocado en la escafandra lograba aislar. Grandes nubes de espeso humo se exten­dían sobre lo que había sido campamento te­rrestre.

Corriendo desesperadamente el grupo de te­rrestres se dirigió hacia la única astronave que había escapado de la total destrucción, pero an­tes de llegar a ella fueron lanzados violenta­mente contra el suelo. Una enorme explosión atronó el espacio y la gran cúpula de plástico, el edificio que la sostenía y el laboratorio, fueron completamente arrancados de cuajo y lanzados a gran distancia. La onda expansiva había arras­trado a los cuatro únicos supervivientes contra el duro suelo de roca.

Se levantaron y emprendieron el camino pero esta vez no fueron muy lejos. A sus mismos pies estalló uno de aquellos poderosos proyec­tiles. Clay sintió que algo golpeaba su pecho. El impacto fue tan brutal que perdió el conocimien­to. Lo último que vio antes de sumirse en la inconsciencia fue el cuerpo de Yolanda trágica­mente caído sobre el de su amiga Saturnia, des­pués, una nube de espeso humo cubrió los cuer­pos de las dos muchachas, se extendió sobre los ojos de Clay... y la noche llegó.

Los terrestres habían abandonado el planeta Sarto. Lo habían abandonado aunque sus cuerpos permanecían en él.

Allá, en la lejanía de la noche sideral, la es­trella Casiopea, continuaba emitiendo su luz ver­dosa y sus reflejos alumbraban un cuadro de destrucción y muerte.

*    *    *

Cuando Clay recobró el conocimiento sintió un desagradable sabor en la boca.

«Sangre seca» pensó mientras intentaba le­vantarse. De momento no lo logró. Todos sus miembros le pesaban horriblemente y cualquier movimiento le producía grandes dolores. Poco a poco se fue despejando y recordó lo ocurrido.

Miró a su alrededor y a sus pies, caída una sobre la otra vio a las dos muchachas. Con la mirada buscó a Deisch, pero no lo encontró.

—El pobre muchacho debió ser destrozado por la explosión—murmuró a media voz.

Dirigió su vista hacia el lugar que había ocu­pado la astronave hacia la cual se dirigían cuan­do ocurrió el impacto que casi termina con él, pero tampoco existía ya. Un enorme cráter, pro­ducido por uno de aquellos proyectiles, ocupaba su lugar.

«Camino de regreso cortado, ahora solamente me queda que destruir al mayor número posi­ble de mis enemigos antes de que ellos termi­nen conmigo»—pensó mientras lograba ponerse en pie.

Con pasos vacilantes se acercó a las dos mu­chachas y vio que ambas vivían aún, aunque no habían recobrado el conocimiento. Arrastró los dos cuerpos hacia un saliente de la roca y los depositó allí, después avanzando cautelosamente, pues no sabía si el enemigo había hecho acto de presencia en el destruido campamento terrestre, se encaminó hacia el lugar que había ocupado el gran almacén central y al mismo tiempo iba reconociendo los cuerpos de los hombres que en­contraba en su camino. Podía existir la posibili­dad de que alguno no hubiese muerto, pero era una posibilidad muy remota. Todos los cuerpos que fue examinando estaban brutalmente des­trozados.

Uno de sus pies tropezó con una cosa blanda que dejó escapar un gemido. Clay se inclinó cre­yendo que por fin había hallado a alguien más con un resto de vida, pero sus enguantadas ma­nos recogieron el acordeón que siempre llevaba consigo el desgraciado Osenkoff. El aire retenido en el fuelle era lo que había producido el leve gemido.

Clay lo miró tristemente pensando que el acor­deón había tenido más suerte que su dueño. Cui­dadosamente lo dejó en el suelo y continuó su camino.

Cuando llegó junto al destruido almacén vio que por el suelo de roca estaban esparcidos mul­titud de objetos y armas. Cogió tres pesadas pis­tolas-ametralladoras de proyectiles desintegra­dores, hizo un gran fardo con municiones y re­gresó junto a las muchachas.

Estas aún continuaban inconscientes, por lo tanto dejó su botín junto a ellas y volvió a reco­ger más objetos que les serían necesarios.

Mantas, comida, luces, una brújula electró­nica de bolsillo, tres pistolas de proyectiles ex­plosivos, etc., fue recogido y envuelto en una de las mantas. Iba ya a alejarse cuando sus ma­nos tropezaron con un largo cuchillo de asalto. Clay lo cogió y lo introdujo en la caña de una de sus altas botas, pensando que se podía dar el caso de que tuviese que eliminar a algún enemi­go sin producir ruido, y aunque un cuchillo era un arma bastante ridícula en aquel siglo de pro­yectiles desintegrantes, no por esto dejaba de ser eficaz.

Con todo su cargamento regresó nuevamente al lado de las muchachas. Esta vez una de ellas estaba moviéndose. Era la bella mejicana que lentamente recobraba el conocimiento.

—¿Cómo te encuentras, Saturnia?—pregun­tó suavemente Clay inclinándose sobre la mu­chacha.

—No lo sé, me duele todo el cuerpo horrible­mente y...

La muchacha se interrumpió bruscamente. Al moverse para intentar levantarse descubrió el cuerpo de Yolanda a su lado y abriendo sus be­llos ojos dominados por el terror, preguntó con un hilo de voz:

—¿Está... está muerta?

—No—la tranquilizó Clay—solamente aturdi­da a causa de la fuerte explosión. Así estabas tú hace un momento.

Un suspiro de alivio se escapó del escultural pecho de Saturnia y preguntó de nuevo.

—¿Y Deisch?

—Nosotros tres somos los únicos supervivien­tes de aquella expedición de trescientos terres­tres... y de las cinco muchachas—respondió Clay aun sabiendo que el fuerte Deisch no le era indiferente a la morena Saturnia.

—Clay, no sé qué me ocurre que ya no tengo ánimos ni fuerzas para llorar. Siento una gran tristeza por la muerte de Alfred... pero ya no puedo llorar.

El comandante de la aniquilada expedición iba a contestar cuando Yolanda empezó a dar también señales de vida. Entre él y la muchacha la ayudaron a sentarse.

Yolanda miró interrogadoramente a los dos amigos que tan cuidadosamente la atendían y como mujer práctica que era primeramente pre­guntó:

—¿La astronave ha sido destruida?

Clay asintió con la cabeza sin ánimos para hablar. Le dolía tener que confesar a las dos mujeres que estaban condenados a morir sobre las rocas desnudas del planeta.

—Entonces—continuó Yolanda ya completa­mente recuperada del fuerte golpe recibido—no podemos regresar a la Tierra. Lo siento por us­ted comandante—quiso bromear, mas los sollo­zos se lo impidieron, y valientemente los con­tuvo y continuó—: ¿recuerdas que te había pro­metido una taza de café en mi departamento? bueno, cancelo la invitación.

—No la canceles aún, Yolanda, a pesar de todo continuamos con vida... y mientras hay vida... hay también posibilidades de tomar café. Ahora no es conveniente que' nos dejemos do­minar por el desaliento. Aquí tengo armas para los tres—dijo entregando una pistola-ametra­lladora a cada una de las muchachas y poniendo en el cinto la de los proyectiles explosivos con­tinuó—y esta otra también nos servirá de ayuda. Tenemos mantas, comida y todo cuanto podemos necesitar. Ahora recogeremos reservas de tubos de aire y como no tenemos cámara aislante para comer sin la escafandra he pensado que lo mejor que podemos hacer es descender al fondo de la mina abierta por Osenkoff. Recordad que nos dijo que allí trabajan sin el yelmo de seguridad porque existía una atmósfera interior. Vamos, muchachas, supongo que después de descansar un poco y detrás de una buena comida nos senti­remos más optimistas.

Los tres supervivientes emprendieron el ca­mino hacia la boca de la mina pero antes reco­gieron varios de los ligeros tubos de aire.

Cargados pesadamente fueron descendiendo lentamente por el largo pozo abierto en la tierra, finalmente llegaron al fondo. Ocho estrechas ga­lerías se extendían alrededor de la pequeña plaza que era el final del pozo vertical.

Clay eligió una y seguido de las dos mucha­chas penetró en ella. Hacia la mitad encontró una cavidad que seguramente había abierto Osenkoff para guardar material o herramientas. En aquella especie de cueva cabían perfecta­mente los tres terrestres... y allí, igual que sus antepasados los hombres de las cavernas, em­plazaron su campamento.

Se desprendieron de sus escafandras y respi­raron a pleno pulmón aquel aire que si en la superficie era completamente nocivo, en las profundidades del suelo resultaba completamente respirable.

Comieron con verdadero apetito y después, envueltos en las mantas se dispusieron a des­cansar.

Mientras esperaba que el sueño llegase, Clay pensaba que aún no había sido vencido total­mente y que solo reconocería su derrota cuando sintiese que la vida se escapaba de su cuerpo, mientras tanto pensaba continuar la lucha.

Finalmente se durmió y su sueño estuvo pla­gado de pesadillas. Descansó mal y varias veces despertó sobresaltado. La última, cuando in­tentaba conciliar nuevamente el sueño, creyó oír un pequeño ruido. Prestó atención y efecti­vamente, oía un ruido como de pequeñas piedras deslizándose por el suelo de roca.

Sin despertar a las dos muchachas que dor­mían profundamente, apartó la manta y sigilosamente se levantó. Una vez fuera de la cueva que les servía de refugio desenfundó la pesada pistola de proyectiles explosivos y empuñán­dola firmemente se encaminó hacia la salida de la galería.

La oscuridad era total. En algún sitio tenían que estar los conmutadores del grupo electró­geno que Osenkoff había instalado para el alum­brado interior pero Clay no había querido bus­carlos ya que en la situación en que se hallaban los tres supervivientes era conveniente que el enemigo no los localizase. Era mejor dejarle con la idea de que toda la expedición terrestre había sucumbido.

El mido continuaba oyéndose cada vez más fuerte. Clay estuvo tentado de encender su lám­para eléctrica de mano pero pensó que si el ruido era producido por un enemigo no haría otra cosa que darle facilidades para que lo eli­minase con mayor rapidez.

Cuando llegó a la reducida plaza donde des­embocaban las ocho galerías abiertas por su amigo, una piedra cayó a su lado. ¡Alguien es­taba descendiendo por el pozo central!

Otra piedra golpeó su cabeza desprovista de escafandra causándole una ligera herida que rápidamente empezó a sangrar. Clay, se arrimó a la pared de piedra y esperó.

Los desprendimientos de piedras continuaban y éste era el ruido que había llamado su aten­ción. Escuchando atentamente oyó cómo unos pies se movían con sumo cuidado. Solamente un enemigo bajaba, seguramente un explorador. Amigo no podía ser, él mismo había examinado uno a uno todos los cuernos y en ninguno había la menor existencia de vida. Era un enemigo que iba a explorar aquel mundo silencioso.

Clay enfundó nuevamente la pistola y su mano empuñó el fuerte cuchillo. Si iba a haber lucha ésta sería sin ninguna clase de ruidos. Arriba, en la boca del pozo, podían estar otros enemigos que se alarmarían ál oír el ruido del disparo. No, lo mejor era proceder silenciosamente.

Una luz amarilla brilló en el interior del túnel y volvió a apagarse inmediatamente. Clay son­rió en la oscuridad. Su enemigo también to­maba toda clase de preocupaciones.

El cauteloso ser que descendía por el túnel estaba llegando al final de éste. Una vez más encendió la luz amarilla y la apagó rápidamente, pero ya el terrestre tenía un punto de orienta­ción y cuando los pies del enemigo se posaron en la roca del fondo no sabía que ya había lle­gado al término de su viaje... y al de su vida también.

Clay, sin producir el menor ruido se despegó de la pared en la cual había estado apoyado y fue en busca de su enemigo. Llegó junto a él sin que notase su presencia. Todos los músculos y nervios de su fuerte cuerpo estaban en tensión. Tenía la oportunidad de cobrarse algo del daño que aquellos desconocidos, sin causa justificada, habían causado. Ahora le tocaba a él sembrar la muerte entre sus filas.

Su brazo se cerró alrededor del cuello del ser que había descendido desde la superficie para hallar la muerte en medio de la oscuridad sub­terránea.

Apretó fuertemente y un leve gorjeó llegó hasta él, el cuerpo que retenía fuertemente entre sus brazos se estremeció violentamente. Clay sabía que su enemigo se estaba ahogando y le­vantó su mano armada del cuchillo para termi­nar lo más rápidamente posible. No estaba dispuesto a darle una oportunidad a su enemigo; a él no le habían dado ninguna y si conservaba la vida era debido a una enorme suerte que siempre le había acompañado.

Iba a asestar el golpe mortal cuando una idea cruzó como un relámpago por su cerebro.

Bajó la mano sin haber descargado el golpe y el brazo que rodeaba el cuello de su enemigo se cerró con mayor fuerza. Clay continuó apre­tando hasta que oyó cómo las vértebras cervi­cales de aquel cuerpo crujían, después Un golpe seco, violento, acabó con la vida de aquel ser al cual aún no había visto la cara. Clay terminaba de desnucarlo.

El cuerpo del enemigo cedió y el terrestre lo sostuvo para evitar el ruido de la caída.

Durante largo tiempo estuvo escuchando por si bajaba algún nuevo enemigo pero el silencio era completo. Solamente el muerto había des­cendido.

Clay lo arrastró hacia la galena que le servía de refugio. El cuerpo pesaba y el terrestre pensó que también el enemigo tenía que haber sido un hombre fuerte.

Cuando llegó junto a la cueva abierta en la pared llamó a las muchachas y les ordenó en­cender una luz. Cuando ésta brilló, Clay pudo contemplar el cuerpo muerto que sostenía entre sus brazos.

Era un hombre. Un hombre como los de la Tierra excepto en pequeñas diferencias... y éstas estaban todas en la cabeza. Carecía totalmente de cabello, de cejas y pestañas. Esta era la única diferencia con un terrestre. Esta carencia de pelo le daba un extraño aspecto, resultaba casi repulsivo.

Vestía un ajustado traje de superficie de color gris oscuro y no llevaba botas. El traje era de una sola pieza y los extremos inferiores de él hacían de botas. Un yelmo, de una materia blanda, colgaba de su cintura y en las espaldas un diminuto depósito hacía las veces de los tres tubos terrestres de oxígeno. Una fina conexión unía yelmo y depósito.

Clay pensó, que si su enemigo se había despro­visto de la escafandra en el interior es que tenía unos pulmones parecidos a los suyos ya que también el aire de la superficie resultaba irres­pirable para él.

Una gran pistola, de extrañas líneas, pendía de una funda en su cintura y el terrestre pensó si sería aquélla el arma que electrocutaba a distancia o si sería la que había matado a sus tres primeros exploradores disparando hielo.

Una vez hubo contemplado tranquilamente el cadáver, Clay decidió poner en práctica el plan que se le había ocurrido. Con manos firmes empezó a desnudarlo.

Las muchachas le miraban asombradas y fi­nalmente Saturnia preguntó.

—¿Qué piensas hacer, Clay?

—Ver la ropa interior de este individuo—res­pondió muy seriamente el comandante de la ani­quilada expedición terrestre.

—No bromees, Clay—dijo Yolanda intervi­niendo en la conversación.

—Ya va siendo hora de que también nosotros bromeemos un poco. Tanta seriedad nos va a sentar mal. Yo tuve un médico en mi unidad que decía que es conveniente reír, al menos tres veces al día. Yo he reído una hoy cuando he tro­pezado con este visitante, ahora voy a ver si logro reírme las dos que me faltan.

—¿Qué idea tienes en la cabeza?—preguntó nuevamente Saturnia al ver que Clay, después de haber desnudado el cadáver miraba si su traje de superficie le iba bien a él.

—De primera, parece hecho para mí—dijo sin contestar a la pregunta de la mejicana—. Ahora si os dais la vuelta voy a cambiarme de ropa.

Las dos muchachas obedecieron, pero vueltas de espaldas continuaron haciendo preguntas.

—¿Vas a ir a la superficie?

—Sí, Yolanda, voy a ir allá arriba a ver cómo están las cosas. Es fácil que desde la Tierra manden una astronave de exploración al ver que nosotros no damos señales de vida y no quiero que estos individuos los reciban a proyectiles o lancen contra ellos sus robots. Es necesario ir y el taraje de este muerto me servirá de camuflaje. Mirad ¿parezco otro, verdad?

Las muchachas se volvieron y vieron a un desconocido Clay, y si no hubiese sido por el cabello, las cejas y las pestañas, hubiese podido pasar tranquilamente por uno de sus enemigos.

—Esperemos que los demás tengan cabello —dijo Clay ajustándose el yelmo.

Una vez colocado éste comprobó el sistema de respiración interior y vio que iba perfectamente. Oía, veía y podía moverse con mayor libertad que empleando la escafandra terrestre.

—Ahora muchachas voy a llevarme este regalito a otro lado—dijo señalando el cadáver—. Cuando regrese penetraréis en la cueva y yo disimularé la entrada. No quiero que recibáis visitas mientras yo estoy en el exterior.

—¿No puedes explicarnos tu plan, Clay?—pre­guntó Yolanda.

—No tengo plan fijo. Mi intención es descu­brir qué clase de enemigos tenemos y ver si puedo complicarles la vida hasta que llegue alguien de la Tierra. Para poder combatir a un enemigo primeramente hace falta conocerlo. Ya visteis lo que nos ocurrió a nosotros por tener que luchar a ciegas.

—Pero tú eres un hombre solo enfrentado contra un enemigo muy superior—dijo muy acer­tadamente Saturnia.

—Sí, pero... ¡caramba, a veces las mujeres tenéis hasta lógica!

Clay, para terminar aquella conversación que no le convenía, se inclinó y fue a recoger el cadá­ver pero Yolanda, inclinándose al mismo tiempo dijo:

—Cógelo por la cabeza que yo lo cogeré por los pies. Así será más fácil de transportar.

Llevando el pesado cadáver entre los dos fue­ron a esconderlo en otra de las galerías. Allí, Clay lo cubrió de piedras para ocultarlo por si alguno de sus semejantes bajaba a buscarlo.

Antes de llegar a la cueva en donde había quedado Saturnia, Yolanda retuvo a Clay por un brazo y tranquilamente dijo:

—Ve confiado Clay, nosotras nos quedare­mos aquí y todo irá perfectamente. Pero quiero hacerte una pregunta.

—Hazla.

—¿Por qué haces esto? Podrías esperar unos días terrestres, y seguramente, como tú has di­cho, alguien vendrá de la Tierra a saber de nos­otros. Entonces sería el momento oportuno para salir sin correr peligro.

—Si lo hiciese corno tú dices, cuando llegase gente de la Tierra les ocurriría lo mismo que a nosotros, y, seguramente con mayor rapidez. Tengo que estudiar a! enemigo y causarle el mayor número posible de bajas. Tengo la im­presión de que esta gente ha venido de otro pla­neta. Que no son habitantes de Sarto, pues si así fuese no llevarían yelmos para respirar. Pue­de darse el caso de que hayan venido a explorar, igual que nosotros y si es así, cuanto más mermemos sus reservas, más fácil es que logremos regresar vivos a la Tierra... y tengo mucho in­terés en regresar para tomarme aquella taza de café que me prometiste.

—¿Tanta importancia tiene para ti?

—Más de la que tú misma puedas creer. Nunca he sabido lo que es tener un hogar y estoy seguro que no me creerías si te dijese que es­ta taza de café que me ofreces significa el hogar para mí.

—Te creo. Clay ¿por qué no te has casado si tanta necesidad de hogar sientes?

—Porque solamente me he enamorado una vez y aún no he tenido tiempo de decírselo a ella.

Yolanda enmudeció momentáneamente y si hubiese habido luz habría visto cómo Clay son­reía felizmente.

—¡Ah!—dijo solamente emprendiendo el ca­mino.

Saturnia les estaba esperando. La bella me­jicana entregó la pesada ametralladora desinte­grante a Clay diciendo:

—Si tienes que ir a la superficie supongo que vas a necesitar esto. He estado pensando que nuestros enemigos son de carne y huesos y que por lo tanto, no pueden ser invulnerables a estos proyectiles.

—Tienes razón—contestó Clay asiendo la pe­sada arma—de todas formas me llevo también la pistola del muerto. No sé cómo funciona pero la estudiaré. Además me llevo el cuchillo. Ahora penetrad en la cueva que yo la taparé desde el exterior. Intentad no hacer mucho ruido, pues es fácil que alguien descienda a buscar al «visi­tante».

Las muchachas, después de despedirse de Clay penetraron en la cueva. El jefe terrestre fue amontonando piedras y mineral hasta dejar com­pletamente disimulada la entrada. A simple vista era difícil adivinar que allí existía un agujero.

Clay emprendió el camino hacia la superfi­cie. Fue ascendiendo por el túnel central con toda clase de precauciones. Su paso era tan cauteloso que ni una sola piedra rodó bajo sus pies. Recordaba que fueron las piedras precisamente lo que le puso sobre aviso cuando su enemigo descendía... y también fueron las mismas pie­dras las que le habían costado la vida.

Faltaba poco para llegar a la boca de la mina cuando Clay se detuvo. Escuchó atentamente y al no sentir ninguna clase de ruidos, empren­dió el camino nuevamente.

La boca del túnel se iba agrandando lentamen­te. Las manos del terrestre se apoyaron en el borde y su cabeza fue asomándose poco a poco.

El pequeño claro que había ocupado su cam­pamento estaba totalmente desierto y todo esta­ba como había quedado después del furioso ca­ñoneo a que había estado sometida toda la base.

Nadie se movía entre los cuerpos muertos de sus hombres. La pálida luz verdosa de Casiopea continuaba proyectando fantasmagóricas som­bras sobre la superficie del planeta.

Clay, en pie en el centro del claro, pensó que ya era hora de aplicar al enemigo la ley del Talión; ojo por ojo y diente por diente.

*    *    *

Clay Steele, comandante jefe de una expedi­ción terrestre, aniquilada sobre la superficie de Sarto, acababa de descubrir el emplazamiento de la base enemiga.

Una multitud de hombres grises, cubiertos con los prácticos yelmos de superficie, bullía sobre el terreno. Continuamente entraban y salían de una gran oquedad que aparecía en la base de una de aquellas enormes montañas parecidas a olas petrificadas.

Clay comprendió el porqué había perdido el rastro de los tanques cuando los seguía desde el aire y porqué, a pesar de todas las medidas to­madas no habían logrado localizar la situación del enemigo. La montaña seguramente estaría completamente vacía y la usarían como cuartel general. La entrada sería tapada por una gran roca que se veía junto a ella.

Los hombres vestidos de gris empezaron a sa­car pesados aparatos parecidos a grúas y a ex­cavadoras. Taladros electrónicos fueron empla­zados y muy pronto un sordo rumor llegó hasta Clay.

Este comprendió que sus enemigos habían sido más listos que ellos. Primeramente habían limpiado el planeta de gente molesta, en este caso los terrestres, y después de eliminarlos limpiamente, iban a empezar sus trabajos.

Las máquinas trabajaban ruidosamente y la boca de la mina se iba ensanchando. Lo que no tenía explicación es que iniciasen una nueva mina cuando la que ellos habían abierto esta­ba a su disposición, claro, que se podía dar el caso que a los hombres grises no les interesase la misma clase de mineral y esto explicaría el abandono de la base y mina terrestres.

Clay vió que la teoría que había formulado a las muchachas era acertada. Aquellos hombres habían venido desde otro planeta con el mismo objeto que ellos. La búsqueda de nuevas fuentes minerales.

Clay se retiró de la elevación desde donde había estado contemplando el campo enemigo. Aquella tenue luz verde que alumbraba pálidamente al planeta le iba a servir perfectamente para el desarrollo de sus planes.

«Primeramente necesito un prisionero para hacerle hablar y averiguar el número, proceden­cia y planes del enemigo.»

—«Me parece que estás pensando tonterías» se dijo a sí mismo mientras continuaba descen­diendo—«aunque cojas un prisionero no lo harás hablar, al menos en ninguna de las lenguas que tú conoces. Sería mucha casualidad que hablase inglés o francés» y sonrió alegremente ante esta posibilidad. Sería cómico que uno de aquellos pelados individuos hubiese leído a los poetas clásicos ingleses.

—«De todas formas—continuó pensando Clay —si cazo a alguno de ellos tendrá que hablar aunque sea en sánscrito o griego. Hay muchas formas de entenderse cuando existe buena vo­luntad...» y él la tenía, podía darse el caso de que su prisionero no la tuviese, pero esto no te­nía mucha importancia. Clay se encargaría de inculcársela... por las buenas o por las malas.

Buscó una pequeña grieta en la falda de una de aquellas elevaciones de cortantes aristas y allí estableció su base de operaciones. Lo peor sería cada vez que tuviese que comer ya que se vería obligado a ir al interior de la mina para poderse quitar el yelmo que cubría su cabeza.

Llevando la pesada pistola-ametralladora en disposición de disparar rápidamente emprendió la búsqueda de su hombre.

Anduvo merodeando por los alrededores de la base enemiga hasta que vio como uno de aque­llos hombres cubiertos de gris se alejaba lle­vando unos extraños instrumentos entre las manos.

Clay le fue siguiendo desde lejos sin dejarse ver, aunque seguramente si era descubierto no ocurriría nada. A causa de la distancia y de! traje del hombre que había muerto a sus ma­nos podía ser fácilmente confundido con uno de ellos. Desde cerca las cosas serían distintas, por esto no se acercaba mucho.

El hombre se había ido alejando bastante del campamento. Varías veces se detuvo para exa­minar unos minerales, pero continuó su camino. Finalmente se detuvo largamente junto a una rara aglomeración de piedras parecidas a un enorme bloque de hielo. Con los instrumentos que llevaba entre las manos empezó a manipu­lar como si estuviese arrancando muestras.

«Este es mi hombre... y futura víctima» se dijo Clay mientras se iba acercando.

Cuando apenas le separaban tres yardas le encañonó con su arma y afianzando los pies sobre la roca dijo:

—Le aconsejo que no haga ningún movimien­to brusco. Puede morir antes de lo que se imagina.

El hombre pareció que entendía perfectamente la orden que había resonado en sus oídos. Lentamente, con movimientos pausados, dio la vuelta hasta dar con el rostro a Clay.

Este vio una cara parecida a la del hombre de la mina. Ni un solo cabello ni pelo cubría aquel rostro. Unos pequeños ojos le miraban atenta­mente y en ellos vio reflejado cierto temor... y sorpresa.

—¿Quién eres?—preguntó el hombre gris. Clay tuvo que agarrar fuertemente su arma para que no se le escapase de las manos.

¡El pelado individuo hablaba inglés!

Dominado aún por la sorpresa contestó a la pregunta del enemigo:

—Soy Clay Steele, comandante-jefe terrestre.

—Yo soy Duson, segundo jefe de una expedi­ción salida del planeta Verde, de Sino.

—Está bien, Sr. Duson—dijo sardónicamente Clay—ahora eres mi prisionero. Aparta las ma­nos de tu cintura y empieza a caminar en direc­ción contraria a la de tu campamento. Necesita­mos un lugar tranquilo en donde podamos hablar tranquilamente tú y yo.

—No te lo aconsejo. Tú estás solo y aun no comprendo cómo pudiste escapar de nuestros destructores ataques. Déjame suelto inmediata­mente.

—Amigo Duson, eres un inconsciente. El que da órdenes soy yo. ¡En marcha he dicho!

Duson parecía que no tema muchas ganas de obedecer... pero empezó a andar rápidamente cuando el cañón del arma de Clay se hundió vio­lentamente en el lugar en donde los terrestres tenían el estómago... y por el efecto obtenido, Clay pensó que también los habitantes del pla­neta Verde lo tenían allí.

Casi a empujones llevó a su prisionero hasta un punto lo suficiente alejado para que no pu­diesen ser localizados desde el campamento ene­migo. Al llegar a una profunda hendidura. Clay ordenó:

—Detente. Este es un buen sitio para que me aclares varios puntos.

El prisionero obedeció y sin que se lo ordena­sen dio media vuelta para quedar mirando al terrestre cara a cara. Duson no aparecía asus­tado, sabia que todos los triunfos estaban en sus manos y en las de sus compatriotas. El haber caído en poder de Clay no le afectaba mucho. ¿Qué podía hacer un miserable terrestre ante la fuerza e inteligencia de un morador del planeta Verde?

Clay se acercó a Duson y le despojó de las armas que pendían de su cintura y las lanzó violentamente hacia un lado.

—Ahora, sin dientes te encontrarás mucho mejor.

Clay sabía que siempre era peligroso estar cerca de un enemigo prisionero, así es que des­pués de desarmarlo se retiró unos pasos.

Duson, al ver las precauciones tomadas por su enemigo sonrió y dijo:

—¿Miedo?

—¡Oh, no! simplemente es una medida de se­guridad. En la Tierra tenemos una especie de serpiente que si estás cerca de ella, muerde.

—En Verde también tenemos otra parecida.

—Lo creo sin necesidad de hacer ningún es­fuerzo.

El «super-hombre» Duson no captó el doble sentido de la frase. Clay se dio cuenta de ello y pensó:

—Eres más burro de lo que pareces a simple vista, vamos a ver qué es lo que me cuentas—y ya en voz alta preguntó:

—Me tiene intrigado que hables con tanta perfección nuestra lengua ¿acaso en Verde la empleáis también?

—No—respondió orgullosamente Duson—te­nemos la nuestra. Lo que ocurre es que mi pla­neta es el más adelantado de toda la Vía Láctea. Durante muchas generaciones hemos estado es­tudiando vuestro planeta Tierra desde nuestras perfeccionadas astronaves de exploración. Con­tinuamente hemos estado mandando robots-de­tectores. robots-emisores y máquinas que han fotografiado e incluso filmado todas las mani­festaciones de la vida terrestre. Conocemos a la perfección vuestras lenguas, vuestros problemas y casi—aquí Duson volvió a sonreír con aire petulante—podría decirte que conocemos vues­tros pensamientos.

—Sois unos chicos muy listos en vuestro pla­neta, lástima que no tengáis sentimientos.  Es una gran lástima.

—No se pueden tener cuando estamos predes­tinados a regir todos los planetas habitados del Universo. Por esto nos preparamos y hemos estudiado vuestras lenguas. También conocemos las que se hablan en los demás planetas de vues­tro sistema. Hemos conquistado a muchos de ellos y nuestro próximo objetivo es: la Tierra.

—Puede ser que sea éste vuestro objetivo, pero vais a necesitar mucha gente. Si para destruir a trescientos terrestres habéis necesitado una cantidad de habitantes de Verde cuatro veces superior, ya me dirás cuántos tenéis que ser para destruir a cinco mil millones que actual­mente tiene la Tierra.

Duson cayó fácilmente en la trampa que le había tendido Clay, su gran petulancia le hizo exclamar.

—¡Cuatro veces superiores en número! ¡Si solamente somos cincuenta hombres!

—Bien, puede ser que tengas razón, pero tú no cuentas los robots y éstos, a efectos bélicos, cuentan como hombres.

—En el primer ataque fueron destruidos to­dos los que habíamos traído. La victoria la lo­gramos nosotros, no las máquinas.

—Vaya, vaya—continuó hablando Clay que estaba disfrutando de lo lindo con la tontería de Duson que le estaba dando todos los datos que necesitaba. El terrestre estaba dispuesto a em­plear el tercer grado e incluso el cuarto y el quinto para hacer hablar a su enemigo y estaba resultando que éste hablaba solo.

—Me gustaría saber qué estáis haciendo unos muchachos tan listos y además predestinados a gobernar el Universo en este podre y pelado planeta.

—Buscando un mineral llamado «libonita». Una vez lo hayamos hallado desencadenaremos el ataque sobre la Tierra.

—¿Por qué no antes?

—La «libonita» es el mineral del cual saca­mos el combustible para nuestras rápidas astro­naves de asalto interplanetario.

—Muy bien, Duson. Supongo que en tu per­feccionado y maravilloso planeta no sabréis lo que es un Consejo de Guerra ¿verdad?

—No, no lo sabemos.

—Esto te libra de morir ejecutado por haber facilitado información bélica al enemigo.

—Qué quieres decir con esto?

—Nada, absolutamente nada.

—Entonces suéltame y regresaré a mi base. Soy un hombre importante y mi presencia es necesaria allí.

La pedantería es una enfermedad universal, tanto, que incluso los habitantes de Verde la pa­decían en grandes dosis. Clay ya no la pudo soportar más y exclamó:

—Tú no regresarás a tu campamento, al me­nos mientras yo no lo ordene. Eres mi prisio­nero y si no obedeces por las buenas vas a hacer­lo a golpes. Sois una raza crimina!, sanguinaria, que disfrutáis queriendo esclavizar a todos los planetas del Universo. Habéis asesinado a todos mis hombres por puro capricho, solamente para demostrar vuestra estúpida fuerza y preponde­rancia. ¡Da media vuelta y empieza a andar, estúpido hombrecillo pelado!

—Es muy fácil insultar cuando se tiene un arma en la mano, terrestre—dijo Duson fría­mente.

Clay estuvo a punto de soltar la carcajada. Duson había empleado un tono altanero para decir aquella frase. El comandante terrestre recordó a un estirado lord inglés que había em­pleado el mismo tono para decir a su jardinero que el césped estaba mal cortado.

—Escucha, pedantuelo. Más fácil es aniquilar a trescientos hombres que no os habían hecho absolutamente nada y en cambio lo hicisteis.

—Nosotros somos una raza superior a las demás que pueblan el Universo. Somos nosotros quienes dictamos las leyes y decimos lo que está bien o mal hecho.

—Tú no vas a dictar nada más en toda tu vida —dijo Clay dejando el arma sobre la roca—si tienes costillas pienso rompértelas todas, a ver si logro sacarte la tontería de este cuerpo.

Duson comprendió las intenciones de su ene­migo y se aprestó para el combate. Sus dedos se engarfiaron mientras sus brazos quedaban encogidos a la altura de su cintura.

Clay acortó la distancia de dos ágiles saltos. Estudió la guardia de su enemigo y con una rapidez que los ojos de Duson no pudieron se­guir, lanzó dos potentes puñetazos que fueron a estrellarse violentamente contra el pecho de su enemigo. Este se encogió sobre si mismo, para huir de los demoledores golpes que el te­rrestre le lanzaba. Clay lo enderezó rápidamente por un procedimiento eficaz. Un rodillazo en pleno mentón. El yelmo, ante el brutal golpe, se moldeó a la cara de Duson sin llegar a romperse. El habitante del planeta Verde salió despedido hacia atrás para ir a caer unas yardas más lejos.

Clay esperó que se levantase. El terrestre pe­gaba con furia cuando pensaba en sus trescien­tos hombres muertos.

Duson se levantó tambaleante. Clay le dejó que se recuperase un poco. Un hilillo de sangre se escapaba de los partidos labios del pelado hombre.

—Has tenido suerte que tu yelmo es resisten­te a los golpes—dijo Clay mientras su enemigo volvía a acercarse—de no ser así ya no tendrías ocasión de regir el Universo... lo cual sería una pena.

Duson no se atrevía a iniciar el ataque, sabía por experiencia que los golpes de su contrincante eran demasiado efectivos.

—Vaya, parece que ahora tomas tus precau­ciones—dijo alegremente Clay volviendo a gol­pear el pecho y el vientre de su enemigo.

Los golpes fueron fulminantes. Duson cayó pesadamente contra el duro suelo. Permaneció unos momentos de bruces en él, respirando an­gustiosamente. Lentamente fue recuperando fuerzas y finalmente se puso de rodillas.

Clay permanecía en pie a su lado esperando que se levantase para fulminarlo nuevamente a golpes.

Una de las manos del hombre de Verde se apoderó de una puntiaguda piedra, mientras la otra se enroscaba alrededor de las piernas del terrestre haciéndole caer al suelo.

Duson, ya completamente recuperado y esgrimiendo la peligrosa piedra se lanzó sobre Clay con la intención de rasgar su yelmo con una de las puntiagudas aristas.

El terrestre frenó el ataque del enemigo ate­nazando la mano armada, luego sus rodillas se apoyaron en el pecho de Duson y lentamente lo fue rechazando. Un fuerte y violento empujón lanzó el cuerpo del pelado hombre contra una de las paredes de la hendidura.

Clay se levantó nuevamente y al ver que el enemigo volvía al ataque esgrimiendo aquella peligrosa piedra, dijo:

—Tú te lo has buscado, amigo Duson. Créeme que no voy a sentir ningún remordimiento al quitarte de en medio.

Al terminar de hablar ya estaba Duson muy cerca. Clay desenfundó el cuchillo y con él a la altura del muslo esperó el ataque.

Fue el mismo Duson quien se clavó el arma blanca hasta la empuñadura, en su vientre. Abrió desmesuradamente los ojos, un nuevo hilo de sangre apareció entre sus labios y después de dar unos tambaleantes pasos cayó violentamen­te de bruces. El cuchillo continuaba clavado en el cuerpo de aquel habitante de un mundo lejano.

Clay miró fríamente aquel cadáver y dándole la vuelta con el pie lo dejó boca arriba. Se inclinó sobre él y con un movimiento brusco arrancó el cuchillo de la profunda herida. Lo limpió en las mismas ropas del muerto y tranquilamente vol­vió a enfundarlo. Recogió su pistola ametralla­dora, acopló el silenciador de sonidos y fijando el punto de mira en el centro del cadáver dijo:

—Amigo Duson, voy a hacer algo que no me gusta. Disparar contra un muerto, pero las cir­cunstancias mandan. No puedo dejarte aquí para que los restantes «conquistadores del Universo» te encuentren y sepan que alguien escapó a su bien organizada matanza, así es, que no tienes más remedio que disculparme.

Clay apretó el gatillo y un solo proyectil salió sin producir nada más que un ligero «chop».

Duson, el segundo jefe cíe los hombres del planeta Verde se había convertido en una tenue nubecilla verde-azulada que flotaba en el espacio. Lentamente aquella nube se fue disolviendo y se mezcló entre las verdes tonalidades pálidas que Casiopea mandaba a Sarto para su luz.

—...y van dos, si Duson dijo la verdad sola­mente me quedan cuarenta y ocho.

Al terminar de decir esta frase, Clay dio me­dia vuelta y emprendió el regreso hacia el cam­pamento enemigo. Ahora ya sabía lo que necesi­taba saber.

*    *    *

Tumbado boca arriba en su refugio de roca, Clay estaba perfeccionando su plan de operacio­nes. Una frase bailaba continuamente en su mente. El general que le había dado las últimas órdenes antes de partir de la Tierra la había pronunciado:

«La expedición no puede fracasar, ¡No debe fracasar!»

El general tenía razón, la expedición no fra­casaría aunque solamente quedasen tres com­ponentes de ella.

Clay decidió ir en busca de las muchachas. Las necesitaba urgentemente si quería llevar a la práctica lo que estaba germinando en su ca­beza.

Saltó ágilmente al suelo y rápidamente em­prendió el camino hacia la mina. No tuvo nin­gún tropiezo y llegó al emplazamiento de su antiguo campamento sin novedad. Antes de des­cender a la mina penetró en el interior de una de las destrozadas astronaves y permaneció en su interior durante unos momentos. Cuando salió iba murmurando:

—No podría volar ni una yarda, pero lo que me interesa está en buenas condiciones.

Cuando llegó a la galería empezó a quitar las rocas que había colocado anteriormente para tapar la entrada a la cueva, pero antes de dejarla completamente al descubierto llamó:

—¡Yolanda, Saturnia! No os asustéis, soy yo, Clay.

Era conveniente avisar a las muchachas, no fuese que se ahumasen y le volasen la cabeza de un certero disparo.

—Estamos bien, puedes descubrir la entrada, Clay—contestó la agradable voz de Yolanda.

El resto de las piedras fue quitado y dos ale­gres mujeres recibieron al comandante.

—Creíamos que ya no volverías y estábamos dispuestas a ir en tu busca—dijo la bellísima mejicana.

—Ya ves que no ha ocurrido nada. Ahora lo que quiero es comer un poco—dijo Clay despo­jándose del yelmo del hombre muerto.

—¿Has podido averiguar algo?—preguntó Yo­landa fijando sus bellos ojos en el rostro de su amigo.

Clay sintió que se estremecía de felicidad bajo aquella cálida mirada y rápidamente repuso:

—Sí, estuve hablando con uno de nuestros enemigos.

—¿Hablando? ¿Cómo?

—Pues... hablando, como hablan las personas. Era un chico muy simpático, lástima que ya murió.

Clay sació la curiosidad natural de las dos muchachas y les explicó todo lo ocurrido en la superficie, aunque suprimió algunos detalles de la lucha sostenida con Duson. Una vez termi­nado el relato expuso su plan de operaciones y terminó diciendo:

—Yo solo no puedo ponerlo en práctica. Me hace falta vuestra ayuda. Ya sé que pido mucho más de lo que estáis obligadas a hacer, pero es necesario que me ayudéis.

—Por mi parte cuenta conmigo—respondió rápidamente Saturnia.

—...y por la mía no es necesario que te diga nada. Manda y yo obedeceré—dijo a su vez Yo­landa—. Tenemos plena confianza en ti.

—Gracias, muchachas. Sabía que podía contar con vosotras. Ahora quiero deciros una cosa. No sintáis ninguna dase de escrúpulos si tenéis que hacer fuego contra el enemigo. Luchamos por nuestra vida, por la de la Tierra y si mucho me apuráis os diré que también por la de todo el Universo. Nuestros enemigos están locos, do­minados por la locura del poder y la dominación universal. Terminar con ellos es una obligación que tenemos, ¿de acuerdo?

—De acuerdo—respondieron a dúo las dos muchachas.

—Pues ahora a comer, pensad que a lo me­jor nos pasamos muchas horas sin probar bocado y andando de un lado a otro.

Los tres terrestres comieron abundantemente y después emprendieron el camino hacia la super­ficie. Clay abría camino, le seguía Yolanda y la mejicana cerraba el reducido pelotón.

Al llegar a la corteza del planeta, Clay con­sultó su cronómetro eléctrico y dijo:

—Ahora son exactamente las cinco. En la Tierra serían las cinco de la madrugada, pero aquí son simplemente las cinco. A las diez lo podemos tener todo listo. Al trabajo, muchachas.

Los tres terrestres se introdujeron en la mis­ma destrozada astronave que Clay había visi­tado anteriormente y se perdieron en su interior.

Si el planeta Sarto hubiese tenido un satélite como lo tenía la Tierra, hubiese podido contem­plar un extraño espectáculo. El satélite primera­mente habría visto cómo tres terrestres empe­zaban a extraer extrañas piezas del interior de una astronave destrozada en más de su mitad. Habría visto cómo las iban apelotonando sobre la corteza rocosa del planeta y cómo, cargados como acémilas de la Tierra, las iban transpor­tando hacia un punto desconocido; desconocido para el satélite, pues los tres habitantes terres­tres sabían perfectamente hacia donde llevaban sus pesadas cargas.

Cuando el cronómetro de Clay marcaba las diez, todo el trabajo estaba concluido.

Una pesada ametralladora de cuatro cañones había quedado emplazada entre el hueco de dos grandes peñascos. A su lado había un enorme montón de proyectiles desintegrantes de materia.

Unas yardas más allá, un cañón electrónico de tiro rápido había quedado fijado en la dura roca y junto a él, una ligera ametralladora tenía su negro cañón fijo en la entrada de la cueva enemiga.

Grandes montones de municiones estaban ocul­tos entre las grietas y hendiduras que cubrían la elevación.

Clay había sabido elegir su posición. Sus ar­mas batían perfectamente todo el campo ene­migo y cuando empezasen a disparar, los domi­nantes habitantes del planeta Verde, se encon­trarían bajo un furioso fuego cruzado.

Los tres terrestres habían trabajado dura­mente durante las cinco horas últimas. Habían desmontado las armas de la destrozada astrona­ve. Las habían acarreado hasta allí a piezas. Las habían montado y fijado y finalmente habían hecho varios viajes cargados con las municiones y demás impedimenta. El trabajo había sido duro y particularmente las muchachas estaban lle­gando al límite dé sus fuerzas.

Clay las obligó a descansar e inyectó en sus escafandras oxígeno puro. En aquellos parajes era el mejor estimulante.

Mientras las muchachas se reponían del duro esfuerzo realizado, él, con unos potentes pris­máticos de rayos infrarrojos estudiaba el campo enemigo.

No se veía ningún movimiento en él. Todas las máquinas estaban paralizadas y ninguno de los extraños hombres se veía en la superficie. La entrada a la montaña aparecía abierta y Clay pensó acertadamente que también los moradores de aquel otro mundo de la estrella Sirio tenían la necesidad de descansar.

Eran las doce en su reloj cuando el campo ene­migo empezó a dar señales de vida. Empezaron a salir hombres con los trajes grises de super­ficie. Toda la expedición enemiga estaba en el exterior. Clay contó perfectamente cuarenta y ocho de aquellos hombres.

Cuatro grupos compuestos por cinco hombres cada uno escuchaban las explicaciones del que, seguramente, era el primer jefe de todos ellos. Los restantes empezaron a hacer funcionar las máquinas y se enfrascaron en las perforaciones.

Los cuatro grupos emprendieron la marcha en distintas direcciones. El primero de ellos se dirigía rectamente hacia, el lugar que ocupaban los terrestres.

Clay despertó a las muchachas y les dijo:

—El baile va a empezar. Cinco enemigos vie­nen hacia aquí y otros tres grupos con la misma cantidad de hombres se dirigen a otras direccio­nes. Supongo que son patrullas que van en busca de los dos desaparecidos. Esto modifica algo nuestro plan, pero yo me encargaré de estos «excursionistas». Vosotras ateneos al plan trazado. ¿Comprendido?

—Comprendido, jefe—respondió sonriendo Yolanda poniéndose en pie.

La muchacha cogió otro de los prismáticos de rayos infrarrojos y se fue a estudiar el campa­mento enemigo.

Saturnia, sin decir nada, se sentó al pie de la pesada ametralladora y enfocó los cuatro caño­nes sobre los hombres que se movían a sus pies.

Clay, una vez más cogió su pistola-ametra­lladora, la cargó con los pesados proyectiles des­integrantes, comprobó su perfecto funciona­miento y nuevamente acopló el silenciador de sonidos.

La patrulla enemiga ascendía siguiendo una profunda resquebradura del terreno.

Clay fue a colocarse a uno de los lados y com­pletamente oculto dejó que los cinco hombres pasasen junto a él. Una vez hubieron pasado, se levantó y alzando el cañón de su pesada arma disparó su primer proyectil desintegrante contra la cabeza del último de los hombres que ascen­dían.

El ligero «chop» apenas fue percibido a causa del ruido producido por las piedras que despren­dían sus enemigos al andar.

Una ligera nubecilla verde-azulada se alzó en el lugar que antes ocupaba el explorador. Los cuatro hombres que !e precedían no llegaron a enterarse de lo ocurrido a su compañero... ni tampoco cuando la muerte llegó hasta ellos.

Clay los fue cazando uno a uno. Disparando siempre contra el último de la fila.

—Igual que patos salvajes—dijo Clay a media voz cuando en el aire apareció la quinta nubecilla que señalaba el lugar en donde décimas de se­gundo antes había existido un hombre.

Efectivamente, Clay había empleado un pro­cedimiento que los cazadores de patos usaban en su tierra natal. Primeramente disparaban contra el último pato de la fila. Los demás no se enteraban y continuaban su vuelo y así, dispa­rando siempre contra el último llegaban a aba­tir el primero. Si lo hubiesen hecho al revés sola­mente habrían logrado cazar a uno, pues los restantes habrían huido al verlo caer.

—Cinco y dos son siete. Vamos aumentando la cuenta.

El comandante terrestre se detuvo cuando se dio cuenta de que estaba hablando solo. Sonrió y regresó al lado de las muchachas. Estas permanecían en sus sitios. Se acercó a Yolanda y apoyando su mano en el hombro de ella dijo:

—Por este lado ya tenemos el camino despe­jado. ¿Ves algo interesante allí abajo?

—Nada—respondió la morena Yolanda que se estremeció al sentir el contacto del hombre sobre su cuerpo—. Todos trabajan en la perfora­ción.

—¿Y tú, Saturnia, has visto algo interesante?

—Nada, Clay, solamente estoy esperando que me des la orden de disparar. Tengo varias cuen­tas pendientes con aquellos monos que se mue­ven entre las máquinas.

—Todo llegará, muchacha. Primeramente voy a ver si puedo exterminar a todas estas patrullas que andan buscando entre las rocas. Son grupos tan pequeños que no ofrecen ningún peligro. Hay que aprovechar aquella antigua divisa que corre por la Tierra. «Divide y vencerás...» y éstos se han dividido ellos mismos.

—¡Por allí va otra de las patrullas!—anunció Yolanda señalando un punto.

Clay enfocó sus prismáticos y efectivamente, hacia el punto señalado por Yolanda se veían a cinco siluetas moviéndose lentamente entre las rocas. Estudió el terreno y vio que podía lle­gar hasta ellos sin ningún peligro. Rápidamente fue en busca de su segunda patrulla.

La alcanzó cuando estaba llegando a lo que había sido su base. Otra vez se encontró hablando solo.

—«No sé quién fue el que dijo que el asesino siempre vuelve al lugar donde cometió el cri­men... esto va a resultaros fatal.»

Los cinco hombres del planeta que ellos llama­ban «Verdea estaban en el centro del claro, junto a la entrada de la mina y por los gestos parecía que estaban cambiando impresiones.

Cuando Clay apareció ante ellos quedaron sor­prendidos pero rápidamente empuñaron aquellas extrañas pistolas que pendían de sus cintos. El movimiento fue rápido... pero llegó tarde.

El terrestre había dado un paso atrás y del cañón de su arma salió una ráfaga de proyecti­les. El siniestro «chop», «chop», «chop», resonó una vez más y cinco pelados hombres empren­dieron el regreso a su mundo... empleando el camino más corto.

Tan rápidos habían sido los disparos de Clay que ni uno solo de ellos llegó a enterarse de que moría.

Otra vez la pálida atmósfera de Sarto se vio adornada con aquellas nubecillas verde-azuladas,

—«Siete y cinco, doce. Ya tengo una docena» —elijo en voz alta Clay y al darse cuenta de que continuaba hablando en alta voz se dijo:

—Como continúes así terminarás muy mal, amigo Clay, claro que esta costumbre que has adquirido tiene una ventaja, y es que nadie te lleva la contraria.

Regresaba ya cuando al salir de una de las grietas se encontró con las dos patrullas restan­tes.

Esta vez el que fue cogido de sorpresa fue él. No esperaba encontrarse con el enemigo tan pronto.

Diez de aquellos hombres eran demasiados para sus fuerzas, con la particularidad de que todos tenían empuñadas sus mortíferas y des­conocidas armas.

Clay se lanzó desesperadamente al suelo mien­tras su índice apretaba angustiosamente el dis­parador de su pistola ametralladora. Menos mal que la había recargado completamente después de acabar con la patrulla anterior.

El continuo «chop», «chop», resonó mientras el cuerpo de Clay aún no había tocado el suelo.

Tres de sus enemigos se volatizaron en el aire con una rapidez pasmosa, pero los siete restantes dispararon cubriendo el terreno que ocupaba el terrestre.

Fue un milagro que no le acertasen de lleno. Un penetrante silbido llenó sus oídos mientras los proyectiles enemigos se estrellaban contra la roca que tenía a su espalda.

La materia empezó a licuarse y a convertirse en hielo. ¡Estaban disparando con proyectiles de gas impalpable que convertían en bloques de hielo todo cuanto tocaban!

Clay comprendió entonces la clase de muerte que habían teñirlo sus tres primeros explorado­res. Ninguna herida en su cuerpo. Habían dis­parado contra las piedras que había a su alrede­dor y al convertirse en hielo los había aprisio­nado. La fuerte presión ejercida por aquella masa helada los había reventado interiormente.

Clay volvió a disparar cuando vio que dos de sus enemigos cambiaban de posición para poder batir mejor el terreno.

Vio cómo dos nubecillas se levantaban y que­daban flotando sobre el lugar que habían ocu­pado.

A pesar de todo había tenido cierta suerte. Había ido a caer en un lugar seguro y donde era difícil que los criminales disparos de sus enemi­gos lograsen alcanzarle.

Pero éstos empezaron a disparar indirecta­mente. Los diminutos chorros de gas impalpable fueron lanzados contra las piedras que le prote­gían y algunos de ellos, por alguna razón que él desconocía aún, empezaron a rebotar y a caer a su lado. Si por casualidad era acertado por alguno de ellos no tardaría en convertirse en un bloque de hielo con un cadáver en su inte­rior... el suyo.

Fueron los mismos enemigos quienes le dieron la solución. Si ellos disparaban indirectamente, también él podía hacer lo mismo. Con toda clase de precauciones asomó la cabeza y localizó el emplazamiento de los cinco hombres restantes.

Una ráfaga de proyectiles desintegrantes fue a chocar contra la piedra que les servía de defen­sa. Sus trajes grises de superficie les defendieron del enorme calor causado por la fusión, pero… ¡la piedra había desaparecido y ellos esta­ban al descubierto!

La segunda ráfaga salida del arma de Clay les cogió de lleno... y empuñando sus peligrosas pistolas pasaron a ser parte integrante de la atmósfera del planeta Sarto.

Clay se enderezó dejando escapar un suspiro de alivio. Una vez más había vencido a sus ene­migos. Ahora solamente quedaban los que con­tinuaban en el campamento base y éstos no tardarían en seguir el camino que primeramente habían emprendido las cuatro patrullas, el se­gundo jefe Duson y el explorador solitario de la mina. El camino de regreso a la nada. Todos, excepto el primer cadáver, habían sido conver­tidos en materia desintegrada que se había diluido en el espacio que querían conquistar.

Clay, para evitar nuevas sorpresas, volvió a recargar su arma y emprendió el regreso hacia su escondido campamento entre las rocas.

Desde hacía unas horas terrestres, los habi­tantes del planeta Tierra estaban llevando la ofensiva... y no pensaban dejarla perder hasta que todos los moradores de aquel mundo lla­mado Verde, hubiesen sido aniquilados.

«¡Esta, vez no pienso hablar en voz alta!» —dijo Clay... en voz alta.

*    *    *

Yolanda apartó los prismáticos infrarrojos cuando vio regresar a Clay de su expedición.

La alegría, brilló en los ojos de la elle mu­chacha cuando tuvo al comandante a su lado y preguntó:

—¿Todo ha ido bien?

—Perfectamente, en la actualidad no tenemos más enemigos que los que están allí—contestó señalando el campamento.

—¿Cuándo vamos a pasar a la ofensiva, Clay? —preguntó Saturnia que continuaba sentada al pie de la pesada ametralladora, cuyos cuatro cañones no se apartaban del campo enemigo.

—Hace ya unas horas que llevamos la voz cantante, Saturnia, pero si te refieres a cuándo vamos a terminar con ellos, puedo decirte que dentro de breves momentos.

—Quizá te parezca muy poco femenino mi deseo—continuó diciendo la mejicana—pero las mujeres de mi raza no perdonamos fácilmente y menos cuando nos han hecho daño a traición y matado a nuestros amigos a mansalva, de una forma que tiene todas las características de un asesinato en masa. No, no es femenino, lo sé, pero no puedo olvidar a mis amigas carbonizadas por aquellos robots.

—No hace falta que busques justificaciones, querida amiga—replicó Clay—. Me considero un ser humano y también siento los mismos impul­sos que tú.

—La gente que estaba en el interior de la mina está toda en 1a superficie—anunció Yo­landa que continuaba explorando el campo de los habitantes del planeta Verde.

—Entonces llegó la hora. No podemos dejar que se alarmen por la desaparición de todas sus patrullas. Vamos a pasar al ataque. Tú. Satur­nia, vas a disparar contra la entrada de la mon­taña. Centrarás tu fuego sobre la parte superior. Quiero que tapones el agujero para que nadie penetre en su interior y escape a nuestros dis­paros. Además, cuando lleguen los refuerzos de la Tierra podremos abrir nuevamente el agu­jero y ver qué es lo que hay dentro. Seguramente encontraremos algo interesante. ¿Comprendido, muchacha?

—Comprendido, Clay. Tengo que inutilizar la entrada sin destruir nada de lo que pueda haber dentro. Esto es lo que deseas ¿verdad?

—Solamente esto—respondió Clay al ver que la muchacha había interpretado correctamente sus órdenes.

—No te preocupes que lo haré así—dijo Sa­turnia cambiando el ángulo de tiro y los cuatro cañones quedaron apuntando las piedras que aparecían sobre la entrada a la cueva.

—Tú, Yolanda, con el cañón electrónico, irás destruyendo toda la maquinaria que aparece en la superficie. No quiero que les sirva de parapeto. Una vez destruida ésta, disparas contra la boca de la mina con el objeto de cegarla. Así, si Duson me tomó el pelo y existen fuerzas mayores que las que me dijo, las anularemos igualmente en­cerrándolas en una ratonera. ¿De acuerdo, Yo­landa?

—De acuerdo.

—Yo me encargaré del trabajo más desagra­dable. Con la ametralladora restante me dedicaré a cazar a estos ratones grises.

Ocupando sus sitios respectivos los tres te­rrestres se miraron mutuamente. Clay levantó su mano derecha y rápidamente la ametralladora manejada por Saturnia entró en acción. Una cortina de proyectiles desintegrantes se abatió sobre las piedras que había encima de la negra entrada de la cueva.

Una cascada de materia en fusión empezó a deslizarse hacia el suelo taponando la entrada. El frío reinante en la superficie del planeta no tardó en enfriar aquella cortina de fuego líquido y una pared de piedra apareció en donde an­tes existía el agujero.

Los disparos de Saturnia restallaron en el campamento como un látigo entre una manada de asustadas ovejas.

Los hombres vestidos de gris, completamente cogidos de improviso no pudieron reaccionar rápidamente y totalmente desorientados trata­ron de localizar a aquel enemigo que se abatía sobre ellos desde un ignorado emplazamiento.

Resonaba aún en el aire el último disparo de la ametralladora de la mejicana cuando el seco restallido de los disparos del cañón electrónico llenaron el claro enemigo.

Clay había cargado el arma de tiro rápido con proyectiles desintegrantes y explosivos al­ternados.

El primer disparo convirtió en una masa de fuego líquido a una gran excavadora. El siguiente estalló en el suelo, entre los tractores de arras­tre. El campo enemigo se convirtió en un her­videro de grandes máquinas convertidas en fue­go, en profundos hoyos abiertos por los proyec­tiles explosivos y en un completo tabletear de armas de fuego y desintegrantes.

La ametralladora manejada por Saturnia apo­yó el fuego de Yolanda y cuando Clay vio que todos sus enemigos vagaban desesperadamente por el claro, en busca de un refugio lo suficiente eficaz para huir de! huracán de fuego que se había volcado sobre ellos, empezó la caza.

El visor telemétrico de su arma iba buscando uno a uno los cuerpos de los atemorizados hom­bres de gris y cuando quedaban encuadrados en el centro de la tela de araña que fijaba la pun­tería, apretaba furiosamente el disparador y una nubecilla verde-azulada iba a mezclarse entre el humo de las explosiones, de los incendios y de las emanaciones de las materias en fusión.

Un grupo de cuatro hombres se lanzó des­esperadamente hacia un emplazamiento en donde tenían un cañón de extraña construcción.

—«Proyectiles de hielo líquido»—pensó Clay mientras dirigía el cañón de su arma hacia ellos, pero llegó tarde. También Yolanda y Saturnia habían visto la maniobra del enemigo y habían entrado en acción.

Un disparo del cañón de Yolanda acertó de lleno en las defensas del emplazamiento y lo convirtió en una masa de materia incandescente. Otro disparo hizo saltar el arma enemiga, de­jándola volcada sobre un costado y los cuatro hombres emprendieron una rápida fuga ¿hacia dónde? Nunca lo supieron. Los disparos de la mejicana los alcanzaron en plena retirada y esta vez nada quedó de ellos. Ni las fatídicas nubecillas verde-azuladas.

Un grupo de supervivientes se dirigía hacia la entrada de la mina en un desesperado esfuerzo para huir de la destrucción que había caído so­bre ellos, pero llegaron tarde.

Una andanada de cinco disparos salidos del arma de Yolanda taponó la boca de la mina y los disparos de Clay acabaron con todo el grupo.

Todos los cuerpos cayeron junto a la misma entrada y la fusión de ellos se mezcló con la de las materias que ardían en la superficie.

Clay giró rápidamente su arma y ésta quedó enfocando el ultimo grupo de resistencia ene­miga, aunque el terrestre pensaba que la expre­sión de «resistencia» no era la apropiada. Mien­tras sus dedos pulsaban el disparador dijo en voz alta:

—No es resistencia, es el último grupo de ¿resistencia enemiga».

—¿Decías? algo, Clay?—preguntó Yolanda.

—No, hablaba conmigo mismo, cosa a la que me estoy acostumbrando últimamente.

La ráfaga de Clay puso fin al combate. Des­pués de ella el silencio, el mismo silencio que durante millares, millones de años había reinado en el planeta Sarto, volvió a reinar.

Allá abajo, en el claro que había sido del ene­migo, solamente quedaban tenues columnas de humo que no tardaron en disiparse en la fría e irrespirable atmósfera.

El terreno aparecía removido, como si una gigantesca excavadora se hubiese entretenido en dar paseos en círculo.

Los terrestres habían pasado a la ofensiva y el resultado logrado había sido total.

Clay miró a las dos muchachas mientras aban­donaba el sitio que había ocupado durante el combate.

Los rostros de ellas aparecían congestionados debajo de las escafandras que los cubrían. El ardor de la lucha se había apoderado de ellas y la emoción de la lucha se veía aún en sus ojos, particularmente en los negros de la mejicana.

El comandante terrestre sentía que algunas gotas de sudor se deslizaban por su frente cuan­do lanzó una mirada hacia lo que había sido campo enemigo. Sacudió la cabeza violentamente para desprenderlas y volvió a sacudirla cuando una de ellas quedó retenida en su nariz produ­ciéndole cierto malestar.

Instintivamente elevó su mano para apartar­la, pero sus dedos tropezaron con el yelmo del fallecido hombre gris que había terminado sus días en el fondo de la mina.

El yelmo, totalmente dúctil y blando entre sus dedos le permitió aplastar la molesta gota de sudor y esto le hizo decir:

—Tendremos que estudiar el material de que está construida esta especie de escafandra. Es mucho mejor que las nuestras y además más seguro. A Duson le di un formidable golpe en ella y no se rompió. Si llega a llevar una escafandra terrestre seguramente no me habría dado tanto trabajo. Esto se estira como si fuese goma.

—A veces creo que los hombres de las Fuer­zas Atmosféricas no tenéis nervios—dijo Yo­landa abandonando el cañón de tiro rápido—. Acabamos de sostener una lucha y a ti no se te ocurre otra cosa que decir que «esto se estira como si fuese goma».

—Ahora es lo único que me interesa y además la gota de sudor me molestaba.

—¿Qué vamos a hacer ahora ?—preguntó Sa­turnia juntándose a sus dos amigos.

—Pues ir a tomar posesión de las posiciones enemigas y husmear lo que pueda haber por allí... y esperar que desde la Tierra alguien se acuerde de que se mandó una expedición a este planeta. No creo que tardemos mucho en saber de ellos. Les tiene que intrigar nuestro silencio. Hace ya tiempo .que teníamos que haber enviado las astronaves-transportes con las diversas clases de mineral.

—El Mando Atmosférico así como el Alto Mando Conjunto Terrestre, habrán tomado ya sus medidas y seguramente pensarán que algo nos ha ocurrido—respondió Saturnia.

—Esperemos que no tarden mucho—añadió Clay—. Ahora coged vuestras armas ligeras y vamos a ver lo de allí abajo.

Los tres terrestres, empuñando las pistolas-ametralladoras fueron descendiendo. Primera­mente iba Clay y detrás las dos muchachas.

Cuando llegaron al llano ya no quedaba en él ningún rastro de vida. Solamente la muerte y la destrucción se entendían sobre él. La matanza había sido total y los terrestres eran dueños del planeta Sarto.

—Ahora—dijo Clay a las muchachas—todo es cuestión de un poco de suerte. Es de suponer que igual que en la Tierra les alarmará nuestro largo silencio y la falta absoluta de noticias, en el planeta que esta gente llaman «Verde» tam­bién encontrarán extraño que su expedición no dé señales de vida. Por lo tanto es lógico esperar que manden otra para averiguar lo ocurrido y ahí es donde la suerte nos tiene que ayudar. Si nuestros compatriotas terrestres llegan primero, todo irá bien pero si los que llegan en primer lugar son nuestros enemigos, entonces...

—...Entonces todo irá mal—terminó Saturnia haciendo un expresivo gesto con la mano.

—Efectivamente—continuó Clay—esta vez hemos vencido porque ellos tenían la seguridad de haber terminado con todos nosotros y descui­daron la vigilancia; un error que les ha costado la vida, pero no ocurrirá lo mismo con los que vengan detrás. Ellos sabrán que algo anormal ha ocurrido y tomarán sus medidas.

—Tú crees que no podremos luchar contra los que vengan, ¿verdad?—preguntó Yolanda, dejando que su vista recorriese la destrucción que les rodeaba.

—Tengo la seguridad de ello. Es un enemigo superior a nosotros en todos los terrenos y si hemos vencido ha sido por una serie de casuali­dades que no se repetirán. Es conveniente que lleguen refuerzos de nuestro planeta y así, cuan­do llegue la expedición enemiga la podremos recibir como se merece.

—¿Vamos a echar un vistazo por ahí?—pre­guntó Saturnia empezando a andar hacia las destruidas máquinas.

—Sí, pero no apartes el dedo del disparador de tu arma. Te encuentras en las mismas condi­ciones que un cazador andando por la selva virgen.

Los tres terrestres supervivientes se dedica­ron a buscar entre los montones de hierros retorcidos de frías masas de material desintegrado por los disparos y de cadáveres aislados que, en el mayor desorden cubrían la reducida superficie del claro entre las altas montañas.

Nada encontraron digno de interés. Allí sola­mente había ruinas y más ruinas.

Clay se detuvo ante la cortina de piedra fun­dida y vuelta a solidificar a causa del frío, que cubría la entrada a 1a cueva.

—Fue una pena que tuviésemos que emplear un método tan radical para taparles la retirada —dijo mirando pensativamente la taponada en­trada a la cueva de sus enemigos—. Tengo la seguridad de que dentro hay verdaderas golo­sinas para las mentes de nuestros científicos, me gustaría entrar.

—De la misma forma que la hemos tapado podemos descubrirla—dijo Saturnia que estaba junto al comandante y había oído su comentario.

—Ya se me había ocurrido, pero no es posi­ble. La ametralladora de cuatro tubos no es su­ficiente para atravesar ni fundir esta pared. Piensa que a la gran cantidad de material que desintegraste con tus disparos hay que añadir oír; cantidad igual o superior, que el calor de fusión nuclear fundió de las paredes laterales e interiores. Si empleamos el cañón de tiro rá­pido lo lograríamos rápidamente pero nos ex­pondríamos a que un proyectil, uno solo, entrase en el interior de la cueva y lo volase todo, con la particularidad de que a lo mejor, dentro hay materias explosivas que desconocemos y estalla todo el planeta. No, esperaremos a que lleguen los refuerzos y entonces, con calma y empleando taladros y perforadoras a presión haremos un hermoso boquete.

—...todo esto suponiendo que alguien llegue desde la Tierra, pero... ¿y si no llega nadie?—pre­guntó Saturnia que siempre Quería apurar las cosas hasta el último extremo.

—Entonces, señorita pesimista, trabajare­mos otras cinco o seis horas y lo solucionaremos todo con un mínimo de riesgo.

—¿Cómo lo haríamos?—preguntó esta vez Yolanda.

Clay lanzó un suspiro como diciendo. —«No hay nada peor que dos mujeres pre­guntonas» y ya en voz alta contestó:

—Muy sencillamente. Desde las alturas don­de estábamos bajaríamos la ametralladora que manejó Saturnia. La emplazaríamos de costado y junto a ella el cañón de tiro rápido. Tú dispa­rarías de lado, contra las partes más fuertes y Saturnia, la preguntona de tumo, lo haría contra las débiles. Entre las dos licuaríais toda esta masa de materiales fundidos y como el fuego se haría de costado y no directamente, aunque algún proyectil penetrase en el interior iría a estrellarse contra una de las paredes late­rales y no contra el fondo, como ocurriría si hiciésemos fuego desde el emplazamiento que actualmente tienen bis armas ¿enteradas?, pues si es así, media vuelta y de regreso a nuestra base, que aunque esté destrozada siempre es mejor que ésta y además, para que no hagáis nuevas preguntas os diré, que mientras no ten­gamos un lugar adecuado, con cámara de des­compresión y aire acondicionado, solamente podemos despojarnos de nuestras escafandras en el fondo de la mina que abrió Osenkoff.

Las dos muchachas sonrieron al ver que su jefe empezaba a perder la paciencia ante sus preguntas, pero Clay tenía fama de ser hombre de muy mal genio cuando se enfadaba y no qui­sieron hacer la prueba.

Emprendieron el camino de regreso a su des­trozado campamento y cuando llegaron a él, Clay, acompañado de Yolanda fue inspeccionando el interior de las destrozadas astronaves que aún conservaban algo de su estructura.

Mientras, Saturnia fue a rebuscar entre los restos de lo que había sido almacén.

La idea de Clay era ver si entre el material de las astronaves y algo que se pudiese recoger del destruido almacén central, se podía montar un emisor-receptor para llamar a las naves que seguramente ya habían partido de la Tierra en dirección a Sarto.

Después de varias horas de desmontar apa­ratos de las destrozadas astronaves, de rebuscar entre los restos del almacén y de haberse metido en el interior de la desgarrada cúpula de plástico abandonaron el proyecto. Nada de cuanto habían hallado se podía aprovechar.

—No podemos hacer ni un triste aparato de galena—fue el comentario que hizo Clay.

—¿Qué es esto?—preguntaron las mucha­chas casi al mismo tiempo.

—El primer aparato de radio que funcionó en la Tierra en una época en que aún las mujeres no hacían preguntas y además, se dedicaban a coser y planchar la ropa de sus maridos en lugar de andar sueltas por el espacio acribillan­do a preguntas a un comandante... que ya tiene bastantes preocupaciones sin necesidad de vér­selas aumentadas por dos muchachas.

Y dando media vuelta huyó de los comentarios de Yolanda y de Saturnia que empezaban a en­contrarle gusto al juego.

Después del fracaso del aparato ele radio de­cidieron establecer un turno en la superficie para poder señalar su presencia a las astronaves te­rrestres cuando éstas llegasen. Uno de ellos permanecería siempre en la corteza del planeta, mientras los otros dos continuarían en el fondo de la mina en donde podían ir sin escafandra y descansar más libremente que si se quedaban en la superficie.

Una pistola de señales, con bengalas lumino­sas serviría de punto de referencia para las as­tronaves.

Tampoco se descuidó la vigilancia del espacio para el caso de que apareciesen primeramente las naves del planeta «Verde». En este caso los tres terrestres regresarían a las profundida­des de la mina hasta el momento que ya no se pudiese resistir más.

La guardia quedó montada con los métodos más rudimentarios; unos prismáticos de rayos infrarrojos y una pistola de señales. Los super-civilizados terrestres habían vuelto a los tiempos remotos. Vigilancia elemental y refugio en una cueva subterránea y como aparato de alarma, el vigilante de superficie tenía una lata de conservas vacía, con cuatro pedruscos dentro. En el momento que descubriese cualquier clase de astronaves en el verde espacio, 1a sacudiría vio­lentamente para avisar a los dos que estuviesen en la mina.

Clay y las muchachas se sonreían ante tan «perfeccionados aparatos de observación y alar­ma», pero reconocían que en su triste situación eran de lo más eficaces, tanto como el radar electrónico, las ondas acústicas del espacio y los sensibles robots-detectores.

*    *    *

—Voy a hacerte un poco de café—dijo Yolan­da—. Hace días...

Se interrumpió para dejar escapar una alegre carcajada y después continuó:

—Me hace gracia decir «días», «noches», «me­ses», ¿cuándo es de día y cuándo es de noche? ¿qué medida de tiempo hay aquí? ¿cómo se las arreglarán los que tengan que vivir aquí durante mucho tiempo trabajando en la explotación de las minas ? Siempre tendrán la misma luz verdosa que manda Casiopea v su vida transcurrirá bajo ella.

—Se las arreglarán perfectamente. Para ellos siempre habrá días, noches, horas, semanas, etcétera. Se guiarán por las medidas de tiempo que rigen en la tierra. Esto ya nos ha ocurrido en otros planetas en donde hemos estado. En algunos los días duraban setenta y dos horas, en otros solo ocho, incluso conocimos uno que duraba seis meses, igual que en las zonas polares. Pero nosotros siempre seguimos contando con arreglo a como se cuenta en la Tierra; es la fuerza de costumbre. Ahora quiero recordarte que habías dicho algo sobre una taza de café ¿lo has olvidado?

—¡Oh, no!—respondió la muchacha encen­diendo un pequeño hornillo de rayos infrarrojos salvado de entre las ruinas del almacén. El agua, el enorme problema del agua lo habían resuelto con grandes trozos de hielo recogido en la su­perficie. Lo fundían y ya tenían líquido para sus necesidades. Sarto, a causa del enorme frío reinante no tenía agua líquida, cosa que había observado Axelson momentos antes de su des­trucción y muerte.

Los dos terrestres estaban en el fondo de la mina y habían ampliado su refugio subterráneo. Ahora ocupaban la galería y la primitiva cueva que les había servido de dormitorio había que­dado relegada a las funciones de simple armario.

Saturnia estaba de guardia en la superficie y dentro de dos horas terrestres sería relevada por el mismo Clay. Llevaban varios días en esta situación. El comandante casi había perdido la cuenta de ellos, aunque seguramente rondaban ya los siete desde la destrucción del enemigo.

Ninguna nave había aparecido en el espacio. Ni amiga ni enemiga y la larga espera empezaba a atacar los nervios de los tres terrestres.

La tensión era enorme ya que su propia vida, la supervivencia de la Tierra y la seguridad del sistema solar, dependía solamente de saber quién llegaría antes. Si las astronaves de la Tierra o las del planeta «Verde-». Quien llegase primero tendría muchas más probabilidades de vencer.

Si los hombres cubiertos de gris llegaban a apoderarse de los yacimientos de «libonita» que existían en el planeta, ya jamás les faltaría combustible para sus aparatos y podrían desen­cadenar su guerra de conquista interplanetaria, pero si primeramente llegaban los terrestres, sus fuentes de «libonita» quedarían bloqueadas y sus astronaves sin combustible, y por lo tanto paralizada su guerra de conquista para tener que emprender una defensiva y de supervivencia.

Todo dependía de quien llegase primero. Una carrera en el espacio en donde el premio era: Sarto, meta de llegada.

Yolanda dejó ante Clay una taza de humeante café concentrado y el comandante ante la agra­dable y aromática infusión dejó que sus pensa­mientos pasasen a segundo lugar.

Después de servir a Clay, Yolanda se sentó a su lado y mientras contemplaba cómo su amigo iba bebiendo pequeños sorbos dijo:

—Espero que la próxima que pueda ofrecerte sea ya en la Tierra y en mi departamento sobre el río Hudson y en lugar de estos duros asientos puedas estar cómodamente sentado en un sillón que tengo junto al ventanal.

—Yo también lo espero así—contestó Clay jugando con la vacía taza, mejor dicho, con el bote que hacía sus veces—. Ahora me siento como las primeras cabras que lo tomaron ¿sa­bes que fueron estos simpáticos animalitos los que descubrieron las virtudes del café?

—No, cuéntame cómo fue.

—En realidad no es ninguna verdad histórica, es una leyenda que durante años y más años co­rrió por toda la Tierra, cuando aún no se sabía nada de viajes interplanetarios, de ciencia físico- nuclear, ni de proyectiles desintegrantes. Verás, el contarte esto me hace el mismo efecto que si fuese a relatarte algo muy íntimo y es que las leyendas siempre he creído que debían ser contadas en la intimidad del hogar, en una noche muy fría y rodeado de comodidades. Pero al contártelo precisamente a ti, me hace sentirme rodeado de todas estas cosas.

—Gracias, comandante. No sabía que en las Fuerzas Atmosféricas hubiese hombres que de­seasen tener un hogar.

—¡Pero, si hay muchos que se han casado! —protestó Clay.

—Vaya, si al final va a resultar que los duros pilotos del espacio también tienen su corazoncito—bromeó Yolanda.

—La leyenda dice que—cortó Clay que empe­zaba a temer los sarcasmos de la muchacha que siempre se ponía a la defensiva cuando a él le da­ba por sentirse «tierno»—en Arabia había un pastor que...

Un ruidoso estrépito resonaba por el túnel central de la mina e interrumpió a Clay.

—¡La señal de alarma!—exclamó poniéndose rápidamente en pie.

—Saturnia ha descubierto alguna astronave —replicó Yolanda imitando a su amigo.

—¡Rápido, las escafandras y arriba!—ordenó Clay ajustando la suya con veloces movimien­tos—. Ahora vamos a salir de dudas y sabremos lo que nos espera. Si la vida o la muerte.

—Prefiero una seguridad a la incertidumbre a que hemos estado sometidos durante estos úl­timos días—contestó Yolanda empleando ya el aparato emisor-receptor interior, ya que tenía acoplada la escafandra.

El comandante tardó algo más, ya que aún llevaba el traje de superficie que había quitado al hombre que había matado en el interior de la mina y el maleable yelmo de los hombres del planeta «Verde» era más complicado de ajustar, aunque también más seguro y resistente, quizá por esto Clay lo había adoptado.

Mientras recogían su armamento, la señal de alarma volvió a sonar estrepitosamente llenan­do de desagradables ruidos el interior del túnel y de las galerías.

—Vamos corriendo hacia arriba o esta mucha­cha va a destrozamos los tímpanos—dijo Clay emprendiendo una rápida carrera hacia la su­perficie seguido inmediatamente por Yolanda.

Antes de llegar a la boca de la mina, Saturnia volvió a hacer sonar la rudimentaria alarma.

—¡Astronaves a la vista!—exclamó la explo­siva mejicana cuando vio que las cabezas de sus amigos asomaban al exterior.

—¿Terrestres?—preguntó Clay apoderándose de los prismáticos que sostenía Saturnia.

—No lo sé. No se pueden distinguir bien en medio de esta luz verdosa que los envuelve. Mira, allí están.

Clay fijó los prismáticos en la dirección que la muchacha le indicaba y miró largo tiempo.

Una flota de veinte grandes astronaves de alargadas formas se iba acercando rápidamente. Delante del grupo central se destacaba clara­mente una que navegaba solitaria, y detrás de todas ellas, formando la retaguardia, otro grupo de seis, éstas de forma redonda y de gran tamaño, empezaba a dibujarse en el verdoso espacio.

La primera, la que navegaba destacada del grupo empezó a describir un movimiento de vaivén pronunciado.

Al descubrirlo Clay apartó los prismáticos de sus ojos y los entregó a Yolanda y dirigiéndose a Saturnia exclamó:

—Sé que voy a darte dos alegrías. Las naves son terrestres. Veintiuna de combate y seis de transporte, pero la primera que aterrizará será la de tu amigo Alfred Deisch.

Clay vio como la hermosa cara de la mejicana empalidecía bajo la escafandra y sus labios mur­muraron algo que los amplificadores del aparato emisor no dejaron oír claramente. El coman­dante creyó entender «Alfred, vivo» y Yolanda entendió «no es posible».

—¿No te equivocas, Clay?—pudo preguntar finalmente Saturnia.

—No, no me equivoco. Este movimiento de vaivén es la contraseña que siempre hemos em­pleado él y yo para identificamos mutuamente al regreso de un vuelo. Yolanda, pasa los pris­máticos a Saturnia para que pueda examinar tranquilamente lo que le ha dicho y dame la pistola de señales, aunque Alfred nos ha tenido que ver con el telescopio telemétrico de proa, no estará de más que les señalemos la posición.

Mientras Saturnia no apartaba los prismá­ticos de la primera astronave, Clay apretó el disparador de la pistola de señales y una roja bengala trazó un arco en el cielo.

Toda la formación terrestre se dirigió rápida­mente hacia aquella dirección y muy pronto la astronave de Alfred trazó el primer círculo alre­dedor del claro ocupado por los tres terrestres supervivientes de la anterior expedición.

Saturnia dejó caer los prismáticos al suelo y sin decir palabra se abrazó a Yolanda que la retuvo entre sus brazos.

—Vamos, muchacha—dijo Clay—no llores ahora cuando has sabido soportar toda la angus­tia de estos últimos tiempos,

—Cállate ahora, Clay—rogó Yolanda—las mujeres sabemos resistir mejor a la desgracia que a la felicidad y ahora, en estos momentos Saturnia, es totalmente feliz.

—De acuerdo, quien os entienda será el hom­bre más sabio del mundo.

Los tres terrestres tuvieron que apartarse del claro para que las astronaves fuesen tomando tierra.

De la primera saltó Alfred Deisch y al verlo Saturnia abandonó los brazos de su amiga para cambiarlos por los del lugarteniente de Clay.

Alfred no rehuyó la caricia y durante unos momentos se olvidó por completo de todo lo demás. Solamente sabía que tenía entre sus brazos a la mujer que amaba y que tan malos ratos le había hecho pasar con sus tomaduras de pelo... pero ahora todo estaba olvidado. Sa­turnia estaba viva, la estrechaba contra su cuer­po y por lo visto había sufrido con la idea de que él había muerto.

Finalmente volvió a la realidad y llevando a la bella mejicana enlazada por el talle se acercó a Clay y Yolanda que miraban la escena con una sonrisa de felicidad entre los labios.

—Hola, jefe, hola Yolanda, no sabéis lo que me alegro de encontraros con vida—dijo emocio­nado mientras tendía la mano que le quedaba libre a sus dos amigos.

Estos la estrecharon fuertemente y Clay dijo:

—Y nosotros a ti. Te dábamos por muerto y destrozado cuando no encontramos tu cuerpo.

—Cuando hayamos organizado todo lo que traigo y despejado esto os explicaré mis aven­turas. Te advierto que tenemos que trabajar rápidamente. Dentro de seis horas llegarán treinta aparatos de combate y diez de transporte y dentro de doce llegará la tercera expedición con otros tantos aparatos de combate y veinte de transporte pesado.

—¿Cómo te las has arreglado?

—Después os lo contaré todo, ahora es impo­sible ya que el grueso de la flota está empezando a tomar tierra.

Así era. Los grandes aparatos estaban dando vueltas alrededor del claro esperando que les señalasen los sitios de aterrizaje. Clay y Alfred empezaron a señalar los puntos y poco a poco las astronaves estaban posadas en el claro. Des­pués, los transportes, en descenso vertical fue­ron ocupando los pocos lugares vacíos. El claro quedó completamente lleno de astronaves te­rrestres que empezaron a descargar hombres y material.

Clay y Alfred organizaron el trabajo y pocos minutos después tres gigantescas explanadoras habían ampliado de tal forma el claro que pare­cía ya un enorme campo de despegue. Sobre el terreno allanado se extendieron grandes planchas de acero y así, en poco tiempo pudieron disponer de un espacioso campo de aviación capaz de acoger a todas las astronaves que se esperaban desde la Tierra.

Todos los hombres que habían llegado en el interior de las astronaves trabajaban a marchas forzadas y pronto quedó establecido un campa­mento mucho más perfecto que el destruido.

Una nueva cúpula de plástico se levantaba en el mismo sitio que la anterior y las muchachas habían vuelto a ocupar sus sitios ante las pan­tallas de radar de largo alcance, de las ondas acústicas y electrónicas del espacio, de los com­plicados aparatos detectores y de los emisores-receptores de radio y televisión.

Seis horas después de haber tomado tierra Alfred y su flota, aterrizaba la segunda oleada de astronaves terrestres, después de haber sido detectadas en las pantallas y guiadas por radio hasta el mismo campo de aterrizaje.

En las naves-transportes de esta expedición iban pesados cañones anti-aéreos de cargas ató­micas magnéticas. El proyectil de reducido ta­maño, era disparado contra el enemigo y éste ya podía hacer lo que quisiera que no lograba des­pegarse de él. Le seguía tenazmente a través del espacio hasta que destruía la astronave con­tra la cual había sido lanzado. Ocho baterías de estas peligrosas y eficaces armas quedaron em­plazadas alrededor del campamento.

Después de haber tomado tierra la segunda flota e instalados los cañones, Clay y Alfred tu­vieron un cambio de impresiones.

—Tenemos seis horas de tiempo—dijo el co­mandante—y las vamos a aprovechar. Cargare­mos dos de las explanadoras en una nave-trans­porte y nos dirigiremos a lo que fue base ene­miga. El lugar es más estrecho que el que ocu­pábamos nosotros pero como los transportes pueden despegar y descender en vuelo vertical no vamos a tener problema. Instalaremos allí una segunda base y al mismo tiempo quiero dejar al descubierto la entrada a la cueva. Quiero ver lo que hay dentro.

—Me parece bien y voy a dar las órdenes para que las máquinas sean cargadas en el aparato que nos llevará allí.

—¿Has descargado todas las navecillas «be­llotas» ?

—Todas están sobre la pista. En total ciento cincuenta aparatos.

—De acuerdo. Ahora voy contigo y despegare­mos rápidamente, quisiera que la tercera flota que llegue de la Tierra pueda aterrizar en la otra base.

Los dos amigos se dirigieron rápidamente hacia el destrozado campamento enemigo y des­cendieron sin ninguna clase de dificultades. To­do estaba como lo habían dejado Clay y las muchachas.

Alfred contempló admirado la gran cantidad de ruinas y destrozos que habían causado los tres terrestres y dijo:

—No comprendo cómo un hombre y dos mu­jeres pudisteis terminar con ellos.

—Muy fácilmente, amigo. Haciendo horas ex­traordinarias—y mientras eran descargadas las dos explanadoras y los taladros y perforadoras fue explicando a su amigo todo lo ocurrido, in­cluso su lucha en el interior de la mina con el enemigo que se había metido en ella. Al ter­minar dijo:

—Y esto es todo, ahora espero que me cuentes lo que te ocurrió a ti.

—-Si no te molesta lo explicaré cuando estén las muchachas delante. Así me ahorraré un re­lato... aunque me imagino que después de ca­sarme con Saturnia tendré que contárselo más de una vez.

—¡Dímelo a mí! entre las dos me han vuelto loco a preguntas.

—Sería conveniente que te despojases de este traje gris que pediste «prestado». Toda nuestra gente sabe que el enemigo usa este color y es fácil que algún novato te convierta en una nube de azulado humo.

—Tienes razón, pero me he acostumbrado a él. La escafandra o yelmo, como quieras llamar­lo, es de lo más maravilloso que he visto. No pesa, no se rompe y casi es tan manejable como una prenda de lana. A Duson, durante la pelea, le asesté un violento rodillazo en el mentón a través de esta escafandra... y no se rompió, en cambio tengo la impresión que a él le arranqué cinco o seis dientes. Tendrán que estudiar este material los sabelotodo de la Tierra.

—De acuerdo, será todo lo maravilloso que quieras pero yo te prefiero vivo. Tendría gra­cia que hayas logrado escapar a toda la matanza y ahora te liquidase un terrestre despistado. Anda, métete en el interior de la astronave y allí encontrarás varios equipos de repuesto. Ponte uno y sal.

Clay comprendió que su amigo tenía toda la razón y obedeció. Poco después salió equipado con el traje azul de superficie y la escafandra terrestre.

Encontró a Alfred dirigiendo el trabajo de perforación de la entrada a la cueva.

—Esto va muy adelantado. Dentro de poco sabremos qué es lo que hay dentro—dijo Alfred cuando lo vio llegar.

—Siento una gran curiosidad.

—La mía no es menor.

Los hombres continuaban trabajando siguien­do las indicaciones de Clay.

Finalmente las perforadoras abrieron un an­cho boquete en la masa de materiales fundidos. No era muy grande, pero sí lo suficiente para dar paso a un hombre.

Clay miró el negro agujero y después a Alfred.

—¿Vamos a ver qué es lo que encontramos dentro?

Alfred no se lo hizo repetir dos veces, dio unos pasos hacia adelante y apoyando una mano en la espalda de su jefe y amigo, dijo:

—Tú primero. Tienes derecho de prioridad.

—Gracias, pero no olvides de llevar tu arma en la mano. Desde que he tenido que tratar con estos acometedores habitantes de «Verde» y fu­turos regidores del Universo, me he vuelto muy desconfiado. Recuerda el episodio de los tanques que costó la vida al pobre Crosbow,

—No te preocupes—contestó Alfred empu­ñando su pistola desintegrante.

Clay, manteniendo una potente lámpara eléc­trica en una mano y su pistola en la otra, entró en la cueva a través del boquete abierto.

—Cuidado, Alfred. No tropiece tu escafandra contra una de las afiladas aristas que han que­dado. Pasa ya.

También el lugarteniente penetró en el inte­rior de la cueva sosteniendo otra lámpara. Una vez dentro los dos hombres dejaron que los rayos de luz recorriesen todo el interior. Mientras iban avanzando hacia el fondo, los hombres del ex­terior continuaban agrandando el agujero para dar paso a mayores fuerzas y aparatos si éstos eran necesarios.

La cueva era de fantásticas dimensiones. Los rayos de las lámparas no llegaban a iluminar el techo. Las paredes laterales estaban separadas por una gran distancia.

—Aquí dentro puede entrar tranquilamente una de nuestras pesadas astronaves de trans­porte—dijo Clay.

—Y aquí encontrarás seguramente las de ellos, ya que no las hemos encontrado en ningún lado y no creo que hubiesen regresado a su pla­neta después de haber desembarcado a las fuer­zas que nos atacaron, además, yo me enfrenté con una astronave cuando despegué.

—¡Mira, allí están!—exclamó Clay dirigiendo la luz de su lámpara hacia una gran cavidad la­teral que se abría en el interior de la cueva. Era una segunda caverna, mucho mayor que la anterior.

—...y allí están los tanques que sobrevolaron a nuestra defensa cuando nos atacaron.

—Cierto. Vamos a ver qué es lo que hay. Los dos hombres se acercaron a las astrona­ves. Eran seis pero su tamaño era enorme, alcanzaban casi la altura de un edificio de tres pisos y su forma era parecida a una gran elipse. Carecían de ventanas y sobre su morro se distin­guían tres antenas que daban la impresión de tener vida propia, como si fuesen largos brazos que tanteasen el espacio por el cual se movían aquellas naves de otro mundo.

La que me atacó era igual que estas que te­nemos delante—dijo Alfred mientras sus ojos buscaban una escotilla de entrada—pero en el espacio no me pareció tan enorme.

—Allí hay una portezuela abierta—contestó Clay encaminándose hacia ella.

Alfred le siguió y en el mismo momento que penetraban en el interior del aparato enemigo, la totalidad de las materias que obstruían la en­trada fueron quitadas y los potentes focos del transporte terrestre iluminaron completamente el interior de las dos cavernas. Varios hombres de Clay penetraron en el interior y empezaron a explorar mientras sus dos jefes se perdían en el aparato enemigo.

Durante los primeros pasos tanto Clay como Alfred tuvieron la sensación de que estaban an­dando por las paredes de acero de un barco de guerra terrestre. Grandes planchas y grandes remaches de cabeza redonda aparecían a dere­cha e izquierda formando un estrecho pasillo. Finalmente llegaron a una amplia cabina que parecía ser la de mando de la astronave.

Tres asientos estaban colocados uno junto al otro en la proa y delante de ellos unos compli­cados cuadros de marido. En una de las paredes laterales aparecía un gran planetario y en la opuesta aparecían grandes pantallas parecidas a las de televisión. Una mesa de material metá­lico estaba fija en el centro de la cabina.

Clay se acercó al cuadro de mandos y después de estudiarlo durante unos minutos, pulsó uno de los botones y el interior de la astronave quedó iluminado por una potente luz azulada. Pulsó otro y el planetario se iluminó.

Alfred se acercó a él y apoyando un dedo encima de la brillante carta celeste dijo:

—Aquí está la Tierra y aquí Sarto.

Clay se acercó a su amigo y mirando fijamente el iluminado planetario dijo:

—Creo que ya tengo la situación del planeta llamado «Verde» por sus habitantes. ¿Ves este planeta del sistema de Sirio, y del cual arrancan varias líneas trazadas por puntos?

—Sí, lo veo perfectamente.

—Pero nosotros lo conocemos con el nombre de «Dardo».

—Es natural, no todos llamamos a las cosas por el mismo nombre.

—¿ Crees que es complicado el manejo de esta astronave?

—No. no lo es. Ahora vamos a ver lo que hay detrás de estas puertas de seguridad.

Los dos amigos abrieron la primera que en­contraron a su derecha y se llevaron la segunda sorpresa del día. La primera había sido el ta­maño de los aparatos y la segunda la tenían de­lante.

¡En el suelo y debidamente maniatados había cinco hombres!

Clay se inclinó sobre ellos y vio que aunque estaban desvanecidos el conducto del aire que sobresalía de sus escafandras hacia los depó­sitos situados en las espaldas, se contraía dé­bilmente, lo que le indicó que aún vivían.

—Alfred, llama a unos cuantos hombres y vamos a transportar a estos desgraciados a nuestra astronave. Allí los meteremos en la cámara de aire acondicionado y veremos si pode­mos despojarlos de las escafandras de seguridad y alimentarlos, pues no tienen otra cosa que hambre. Si están aquí desde que taponé la en­trada tienen motivos sobrados para estar des­fallecidos.

Alfred corrió a cumplimentar la orden de Clay y no tardó en regresar con un grupo de te­rrestres que con la mayor celeridad recogieron los inanimados cuerpos y los trasladaron a la astronave terrestre.

Clay y Alfred los siguieron. Tenían la espe­ranza que aquellos hombres les aclarasen algo sobre los habitantes de «Verde» o de «Dardo».

Una vez en la cámara de aire acondicionado, Alfred se fijó detenidamente en los cinco desva­necidos hombres y dirigiéndose a Clay dijo:

—Puedes quitarles la escafandra con toda tranquilidad. Respirarán perfectamente. Son habitantes de Urano. Los conozco bien.

—¿Conoces su idioma?

—Tan bien como el nuestro. No olvides que tomé parte en la guerra contra los rebeldes de aquel planeta y una de las cosas que primera­mente tuve que aprender fue la lengua de ellos.

—¡Fuera escafandras!—ordenó Clay a sus hombres.

Estos obedecieron rápidamente y los cinco habitantes de Urano fueron despojados de ellas. Respiraron profundamente el aire de la cámara y uno de ellos se removió ligeramente. Abrió los ojos pero volvió a cerrarlos rápidamente La luz potente le dañaba.

—Disminuyan la luz y traigan algún licor fuerte—volvió a ordenar Clay.

Sus órdenes fueron cumplidas en el acto. Uno de los hombres puso en manos de Alfred un frasco y éste se inclinó sobre el hombre que había abierto los ojos y vertió un sorbo de licor entre sus labios. Después de tragarlo el habitante de Urano abrió nuevamente los ojos y al ver que la luz era soportable para sus resentidas retinas, los mantuvo abiertos y cuando Alfred se dirigió a él empleando su idioma, contestó débilmente.

—¿Qué dice?—preguntó Clay.

—Si han muerto todos los hombres que se apoderaron de ellos.

—Pregúntale si se encuentra con suficientes fuerzas para hablar.

Alfred estuvo hablando largamente con el habitante de Urano y finalmente se dirigió a Clay diciéndole:

—Ya está todo claro. Estos hombres navega­ban por el espacio en una astronave de pequeña potencia cuando tropezaron con la formación de los aparatos de «Verde». Sin previo aviso su nave fue atacada, destruida y ellos capturados. No existe guerra entre Urano y Verde. El ata­que fue imprevisto y no pudieron ni defenderse ni comunicar a su planeta lo que estaba ocu­rriendo. Este hombre cree que el motivo fue que a sus enemigos no les interesaba que se supiese que una flota de astronaves cruzaba el espacio en busca de algo, de algo que querían que fuese ignorado por todo el Universo.

Alfred hizo una pequeña pausa mientras mi­raba cómo el médico, recién llegado al trans­porte empezaba a atender a los desfallecidos prisioneros, después continuó hablando.

—Creo que también éste fue el motivo de los fulminantes ataques que lanzaron contra nos­otros. Nuestros enemigos se hallan en una si­tuación parecida a la nuestra. Han agotado sus reservas de minerales y particularmente la «libonita» les urge, ya que sin ella sus aparatos de vuelo espacial se hallan totalmente fuera de servicio. Este combustible es de vital importan­cia para ellos y si llegase el caso de que sus in­numerables victimas se enterasen de que las astronaves que se han apoderado de sus mun­dos están indefensas, paralizadas por falta de combustible en las pistas de despegue, segura­mente se levantaría una rebelión en masa y el planeta «Verde» se vería sometido a lo mismo que él había hecho con los demás. Es como si un boxeador hubiese perdido sus fuerzas; sabe que cuando sus contrincantes se enteren le van a devolver todos los golpes que él les había dado cuando se hallaba en la plenitud de sus facul­tades. Esta es mi opinión.

Cuando Alfred terminó de hablar, Clay se volvió hacia el médico y preguntó:

—¿Están fuera de peligro estos hombres?

—Sí, ahora necesitan una alimentación ade­cuada y dentro de unos días estarán perfecta­mente.

—Bien, entonces hágase cargo de ellos e in­fórmeme de su estado a menudo.

Y dirigiéndose nuevamente a Alfred, continuó:

—También yo soy de la misma opinión y creo que cerrando el acceso a este planeta a los habi­tantes de Verde anularemos sus fuentes de su­ministro y por lo tanto, sin la «libonita» ten­drán que paralizar sus ataques de conquista y pasar a una guerra defensiva que no podrán mantener mucho tiempo. Tenemos que inutilizar a estos bélicos moradores del espacio. Son un peligro para todos los mundos habitados y para el normal desarrollo de la civilización interpla­netaria.

—¿Qué piensas hacer?

—Informar al Mando Conjunto Terrestre, in­dicándoles la necesidad de llevar la guerra hasta el mismo planeta «Verde» y reducirlo a un estado totalmente inofensivo... y ahora es el momento indicado. Sus astronaves, carentes de combustible no serán un arma eficaz, en cam­bio, si esperamos que 5o hallen en algún otro mundo, nos van a dar mucho trabajo y dis­gustos. Es un mundo mucho más adelantado que el nuestro, con armas más potentes y efica­ces y lanzados sobre la Tierra en plan de con­quistarla, nos vencerían rápidamente. Ahora es el momento de atacar nosotros; el león tiene los dientes enfermos y las zarpas sin uñas.

—Como tú ordenes, Clay—respondió Alfred comprendiendo perfectamente las razones de su comandante.

—Vamos a regresar al otro campamento. De­jaremos aquí un equipo de técnicos para que vayan examinando detenidamente las astrona­ves y todo el material que hay en ellas. Cuando llegue la otra flota terrestre la haremos aterri­zar aquí y estableceremos otra base.

Uno de los hombres que había estado exami­nando todo el interior de las dos amplias cuevas llegó para informar que habían sido encontrados irnos pequeños cañones de extrañas formas.

Clay y Alfred dejaron a los técnicos exami­nando loa aparatos y naves enemigas y regre­saron a su tese central. Fueron a pie, ya que la astronave de transporte se quedó en lo que había sido base enemiga para que sirviese de ayuda a los hombres que en ella quedaban para estu­diar el material capturado. En el interior de la nave podían trabajar libremente, sin escafan­dras y con luz. Los cinco hombres de Urano que­daron también en el interior del aparato.

Cuando llegaron al campamento central, Clay procedió rápidamente a redactar el informe para el Alto Mando Conjunto Terrestre, mientras Alfred, para evitar nuevas sorpresas establecía un servicio de patrullas aéreas para poder locali­zar la flota de astronaves del planeta Verde que, en un momento dado, podían aparecer en el verdoso espacio.

Seis pesados aparatos de combate despegaron y empezaron a escrutar el espacio desde el aire mientras los delicados aparatos detectores insta­lados en el planeta trazaron una espesa red de ondas en busca del enemigo.

Poco después despegó otra de las astronaves terrestres y emprendió el regreso hacia la Tierra. En el interior iba el informe de Clay y con toda seguridad la contestación del Mando Terrestre sería: Destruyan a «Verde».

Una vez ultimados estos detalles y mientras esperaban el anuncio de la llegada de la última flota que tenía que llegar a Sarto. Clay, Alfred y las dos muchachas se reunieron en un pequeño salón en el interior de la cúpula de plástico para tomar unas tazas de café y descansar- un poco ya que el día había sido movido.

—Ahora que tenemos un poco de tranquilidad —dijo Saturnia—espero que nos expliques cómo lograste escapar vivo de aquella horrorosa ex­plosión que tuvo lugar casi en nuestros mismos pies.

Alfred dejó la vacía taza de café encima de una pequeña mesa y respondió:

—No tengo ningún inconveniente y menos ahora que Clay me ha explicado detalladamente todo lo que vosotros habéis hecho aquí.

—Empieza de una vez y no nos tengas sobre ascuas, Alfred—suplicó Yolanda—. Todos nos­otros te dábamos por muerto e incluso hubo una personita que derramó amargas lágrimas de dolor.

—«La explosión que a vosotros os lanzó hacia atrás a mí me desplazó hacia la única astronave que se salvó del cañoneo. La onda explosiva me arrastró por el suelo violentamente pero no lle­gué a perder el conocimiento. Cuando me levanté os busqué pero no os encontré. Desde luego no era fácil, todo el claro hervía a causa de los proyectiles que estallaban en él. Decidí despegar antes de que los enemigos destruyesen el aparato. Pensé que si estabais vivos os podría ayudar mejor si lograba llegar a la Tierra y regresar con refuerzos. No podía entretenerme mucho ya que los proyectiles empezaban a caer alrede­dor de la astronave, parecía que el enemigo te­nía mucho interés en destruirla y la buscaba rabiosamente.

»Logré ponerla en marcha y elevarme. Ya era tiempo. Nada más despegar, una andanada de cuatro proyectiles cayeron en el mismo lugar que ocupaba momentos antes. Si me llego a retrasar unos segundos, la nave hubiese seguido el mismo camino que las anteriores y nos habría­mos encontrado abandonados sobre la superficie del planeta, en manos de los destructivos hom­bres de «Verde».

»Puse rumbo hacia la Tierra pero me encontré con una astronave que me cerraba el paso. Intenté rehuir el combate pero la nave enemiga se pegó a mí y sus disparos empezaron a bus­carme. Hundí la proa hacia abajo y mientras el enemigo aún conservaba la horizontal tracé un medio arco y me coloqué debajo de ella. Desde allí hice fuego con todas mis armas y la desintegré sin ninguna dificultad. Las astrona­ves enemigas son rápidas y muy peligrosas. Tienen una gran movilidad y si logré acabar con ella fue a causa de mi rápida maniobra que los cogió de sorpresa y pude pasar al ataque antes de que reaccionasen.

»Mi regreso a la Tierra no ofreció más difi­cultades. Creí que otras astronaves me perseguirían pero no fue así.

»Cuando llegué a nuestro planeta me entrevis­té rápidamente con el comandante en jefe de las Fuerzas Atmosféricas y le conté todo lo que había pasado. Me escuchó atentamente y cuando terminé mi relato se limitó a ordenar que se preparase una gran flota de astronaves dividida en tres oleadas. Me dio el mando de la primera y me dijo que si tú habías muerto que continua­se con él pero que si vivías, que te lo cediese y que continuases la operación según tu criterio... y esto es todo.»

—Perfectamente, ahora solo tenemos que es­perar que llegue la tercera flota y después es­peraremos al enemigo y le vamos a pagar con la misma moneda.

*    *    *

La tercera oleada de aparatos terrestres llegó a la hora fijada y fue concentrada en el inte­rior de la cueva.

La vigilancia se mantenía con todo rigor y continuamente era escrutado el espacio en busca del enemigo.

Clay, de acuerdo con Alfred había trazado un plan de operaciones. Dejarían que tomase tierra sin molestarlo para nada, pero una vez hubiesen aterrizado todas las astronaves enemigas serían rápidamente destruidas desde el aire, sin darle oportunidad para que pudiese replicar al ataque.

La base que anteriormente habían ocupado los habitantes del planeta «Verde» había sido cuidadosamente disimulada y las naves terres­tres ocultas en el interior de las dos enormes cuevas, ya que se podía dar el caso de que los hombres vestidos ele gris estuviesen enterados de su emplazamiento y se dirigiesen hacia allí.

Clay se hallaba en el exterior cuando le avi­saron de que en las pantallas de radar habían aparecido las astronaves enemigas. Eran veinte y se dirigían en formación cerrada hacia el pla­neta. Inmediatamente despegó una flota terres­tre compuesta por veinticinco aparatos de com­bate y rápidamente ganó altura, hasta colocarse por encima del enemigo.

Este apareció en el verdoso espacio que en­volvía a Sarto. Uno de los aparatos se destacó del grueso de la formación y a baja altura fue bus­cando un lugar para aterrizar. Finalmente lo halló en un claro entre las montañas, a unas cinco millas de su antigua base.

El pesado aparato describió unos círculos en el aire, señalando el punto a la formación y des­pués inclinó la proa hacia la superficie del pla­neta y empezó a descender.

Las astronaves le siguieron y una a una, len­tamente y tomando toda clase de precauciones, fueron tomando tierra.

Solamente quedaba un aparato en el espacio cuando apareció la flota terrestre, Las veinti­cinco naves se abatieron sobre el enemigo dis­parando todas sus armas.

La primera nave derribada fue la que aún no había tomado tierra. Los proyectiles desintegran­tes la alcanzaron de lleno y en décimas de segun­do fue convertida en una masa de materia lí­quida que se disgregó en el aire irrespirable del planeta.

Las diecinueve restantes no tuvieron ni la oportunidad de emprender nuevamente el vuelo. El fuego terrestre fue tan eficaz y rápido que las destruyó en breves momentos.

El claro quedó convertido en un horno incan­descente de materia fundida. El fuerte frío no tardaría en enfriar aquel mar de fuego líquido.

Las astronaves terrestres sobrevolaron el claro y después emprendieron el regreso hacia su base.

El espacio y la superficie del planeta Sarto estaban completamente libres de enemigos y en poder de los habitantes de la Tierra.

Cuando Clay descendió de la astronave desde la cual había dirigido el rápido y destructor ataque ya le estaba esperando Alfred que se había quedado en tierra.

—¿Todo listo?—preguntó el segundo jefe de la expedición.

—Todo—respondió secamente Clay—ahora estamos casi en paz. Ellos empezaron primero y han recibido el mismo pago.

—Entonces vamos a mandar las astronaves enemigas a la Tierra, así como la primera re­mesa de mineral. Nosotros ya hemos cumplido la misión que se nos encomendó.

—No lo creas. Nuestra misión no quedará ter­minada hasta que logremos anular completamente al enemigo. El hecho de que hayamos destrui­do esta formación no quiere decir que el peligro esté alejado. Nunca podremos trabajar tran­quilamente los terrestres en este planeta mien­tras exista la amenaza do los habitantes de «Verde» o de «Dardo», como quieras llamarlo. Estamos expuestos a tener que soportar un furioso ataque en masa y si esto ocurre, bien, si esto ocurre supongo que quedaría muy poca gente para contarlo... si es que quedaba alguna. No, Alfred—continuó diciendo Clay mientras se dirigía hacia los edificios—es completamente necesario llegar hasta el mismo mundo de nues­tros enemigos y allí destruir sus armas y naves. Solamente así tendremos la seguridad de no ser víctimas de un ataque como el que sufrimos primeramente.

—No creo que la respuesta del Mando Con­junto Terrestre se haga esperar mucho.

—Esto creo yo, pero mientras la esperamos vamos a hacer la primera remesa de mineral a la Tierra. Les mandaremos también las astro­naves, los tanques y los cañones capturados y allí supongo que nuestros científicos tendrán verdaderos quebraderos de cabeza.

Desde el despacho de Clay en el interior de la cúpula se dieron todas las órdenes necesarias para que la primera expedición de los ricos y necesitados minerales fuese remitida a la Tierra.

Tripulaciones especiales se hicieron cargo de las naves enemigas y horas después, completa­mente abarrotadas de minerales, las astronaves-transportes emprendían el regreso a la Tierra. Les seguían los aparatos enemigos y cerraba la formación una patrulla de naves de combate que los escoltaría hasta llegar a su destino.

Clay y Alfred, una vez completamente organizado el trabajo de extracción de minerales, la defensa del planeta y los futuros envíos, se limi­taron a esperar la llegada del mensajero que traería la respuesta del Mando Conjunto Terres­tre.

Los dos hombres escrutaban el espacio y te­nían atormentadas a las muchachas con sus con­tinuas visitas a las pantallas de radar y a los detectores espaciales.

Una de las veces, Yolanda se detuvo ante Clay y preguntó:

—¿Tanto interés tenéis en que llegue la con­testación ?

—Sí—respondió el comandante—. Tenemos tanto interés para salir de dudas de una vez.

—A los hombres se os nota al momento cuan­do decís una mentira.

—¿Por qué crees que miento ahora?

—Muy sencillo. Tú y Alfred no estáis en nin­guna duda en lo que respecta a la contestación del Mando Terrestre. Ambos sabéis tan bien como la misma persona que os la tiene que dar cuál será la respuesta. Lo que os tiene intranquilos es el deseo de la lucha. Solamente pensáis en ella y en nada más.

—Puede ser que tengas razón pero...—inten­tó justificarse Clay acosado ante la claridad de su amiga.

—...pero ¿qué?—insistió Yolanda.

—Pues, verás, es que tanto Alfred como yo creemos que para la seguridad de este planeta y la futura explotación de las minas tenemos que tener despejado el espacio y quitar toda clase de peligros que pueden presentarse y por ahora, nuestro único enemigo son los habitantes de «Verde» y...

—No te esfuerces, querido amigo. Di que tan­to Alfred como tú sois dos soldadotes que tenéis unos deseos locos de destruir.

—No creo que éste sea nuestro sentimiento, pero ya que lo planteas con tanta dureza quizá pueda responderte que, sí, que tenemos deseos de acabar con el enemigo. ¿Acaso no los tienes tú?

—No, yo no los tengo. Aunque te parezca raro las mujeres, tenemos otra forma de juzgar a las cosas y las personas.

—Las mujeres, igual que los hombres, juzgáis con arreglo al daño que se os hace. Lo que ocu­rre es que tenéis más facilidad para olvidar... lo que os conviene.

Clay, cuando terminó de decir esto dio media vuelta y se dirigió hacia la salida y ya desde la puerta dijo:

—No te olvides de avisarme rápidamente cuando veas la astronave en la pantalla de radar.

—No me olvidaré... por que no me conviene —respondió Yolanda con sorna.

Al salir Clay se tropezó con Alfred que tam­bién se encaminaba hacia la cúpula para exami­nar las pantallas y ver si la astronave con la res­puesta llegaba.

—Yo de ti no entraría—dijo Clay retenién­dolo por un brazo.

—¿Por qué?—preguntó extrañado Alfred—. ¿Ocurre algo?

—Sí—contestó Clay arrastrando a su amigo hacia el exterior. Antes de salir se ajustaron las escafandras y una vez en la superficie del pla­neta. Clay continuó diciendo:

—Ocurre que nuestras simpáticas amigas es­tán algo agresivas últimamente y habrá que re­mitirlas a la Tierra mezcladas entre el mine­ral de la próxima remesa.

—¿Agresivas? no lo creo yo así, al menos Saturnia está muy cariñosa conmigo.

—Mejor que sea así, lo que quiere decir que la ofensiva solamente va contra mí. Yolanda me ha llamado soldadote con deseos de destruir y si no llego a marcharme me llama algo peor, aunque no pierdo la esperanza de que aún me lo diga la primera vez que me vea.

Alfred dejó escapar una ruidosa carcajada y después, cuando se calmó algo dijo a su amigo:

—Clay, voy a darte un consejo. Por lo que veo Yolanda te desconcierta bastante ¿verdad?

—Efectivamente, me desconcierta totalmente. Créeme que a veces no la comprendo.

—Allá va el consejo, tú puedes hacer lo que quieras, precisamente los consejos son para esto, para hacer después lo que a uno le da la real gana. Si quieres comprender a una mujer cásate con ella. Si tienes suerte es fácil que cuando tengas ya siete nietos, empieces a entenderla. Cásate.

—El consejo es bueno, pero ¿por qué no lo sigues tú?

—Yo me casaré con Saturnia el mismo día que los dos regresemos a la Tierra, pero que conste que yo no quiero comprenderla, me basta con quererla... y que ella me quiera. La mujer es una cosa muy complicada y seguramente si le dijeses unas palabritas cariñosas al oído, Yo­landa dejaría de atacarte.

—Me voy a ver los trabajos de la mina. A ver si allí se me aclaran un poco las ideas—respondió Clay encaminándose hacia la boca de la mina.

—Como quieras. Yo me quedo aquí, no creo que la respuesta tarde mucho.

—...pero no te acerques a la cúpula. Podría darse el caso de que tus teorías no fuesen acertadas y te llevases un buen porrazo en las narices. Créeme, no vayas.

Una carcajada de Alfred acompañó a Clay hasta la misma boca de la mina.

Los trabajos de extracción seguían un ritmo acelerado y dentro de poco tiempo el planeta Sarto se habría convertido en una gigantesca mina que abastecería sobradamente a la Tierra de toda clase de minerales.

El sitio de Osenkoff lo desempeñaba ahora otro eslavo, técnico en mineralogía también y hombre muy competente. Clay lo saludó y se entretuvo hablando con él sobre la producción y posibilidades minerajes del subsuelo.

Llevaba un par de horas en el interior de la mina cuando fue llamado al emisor-receptor con conexión con la cúpula de mando.

Era Yolanda quien llamaba y cuando Clay es­tableció contacto con ella dijo:

—Un punto ha aparecido en la pantalla de radar, Sería conveniente que subieses para estu­diarlo.

—Llama a Alfred y dile que esté en la cúpula dentro de un memento, yo subo inmediatamente.

—Alfred ya está aquí y dice que seguramente es la astronave que mandasteis a la Tierra con el informe.

—De acuerdo, dile que voy ahora mismo.

Clay se despidió del eslavo y con paso rápido se encaminó hacia la superficie. Cuando llegó a la cúpula el punto que había aparecido en la pantalla estaba ya bastante cercano.

—Llama a la astronave y que dé su número de identificación—ordenó Clay a Yolanda.

—¿Crees que es el aparato que trae la res­puesta?—preguntó Alfred que no apartaba la mirada del brillante punto.

—Creo que sí. Si fuese una astronave enemiga no creo que viniese sola y menos después de haberse perdido la flota que mandaron. No, no es otra cosa que la respuesta que llega.

Yolanda había logrado establecer comunica­ción con el aparato y después de unas cifras cambiadas entre la nave y la torre, la muchacha dijo:

—Es la astronave que esperabais. Trae la respuesta.

—¿Cuál es?—preguntaron los dos hombres casi al mismo tiempo.

—También yo lo he preguntado—sonrió Yo­landa—y el muchacho no la sabe. Trae un pliego cerrado para ti. Clay.

En la cara de los dos amigos apareció una muestra de su impaciencia. Yolanda se dio cuen­ta de ello y levantando la voz llamó:

—Saturnia, vete al botiquín y trae un par de calmantes para nuestros dos altos jefes. Segura­mente no podrán resistir vivos hasta que llegue la respuesta. Date prisa.

La bella mejicana se levantó de ante el con­trol de sondas electrónicas y se dirigió hacia la puerta. Al ver que la risa bailaba en los ojos de su amiga, dijo:

—¿Tienen que ser de tamaño normal o los pido especiales?

—Especiales.

—Vámonos de aquí no mande formar un con­sejo de guerra y ejecute a estas dos tiernas damas—dijo Clay.

—Vamos, sí, esperaremos a la astronave en la pista de aterrizaje. Así ahorraremos el ca­mino al mensajero—replicó Alfred que también empezaba a temer las bromas de las dos mu­chachas.

Antes de salir se ajustaron las escafandras de superficie que siempre se quitaban cuando entraban en la cúpula con aire acondicionado.

—Tengo deseos de regresar a la Tierra para estar una temporada sin andar con este chisme en la cabeza. Es lo que más me molesta de los viajes interplanetarios. El día menos pensado te descuidas un poco y... ¡pum!—dijo Alfred mientras salían al exterior.

—Es molesta pero necesaria. Le pasa igual que a Yolanda. La temo... pero también la nece­sito.

—Cásate—sentenció Alfred mientras sus ojos se dirigían hacia el espacio en busca de la astro­nave.

Poco después apareció ésta en el verdoso hori­zonte. Rápidamente se fue acercando y final­mente dio un par de vueltas por el campo y con gran maestría tomó tierra.

Aún rodaban por la pista cuando ya los dos amigos estaban junto a ella y cuando el piloto descendió por la abierta escotilla ambos hom­bres le estaban esperando.

—¿El comandante Clay Steele?—preguntó el piloto.

—Soy yo, ¿cómo es que no ha regresado el mismo hombre que yo mandé?—preguntó mien­tras recogía el pliego que el piloto le tendía.

—Verá, señor, el liando consideró que la respuesta urgía y me mandó a mí mientras el otro piloto iba a descansar.

Ya Clay no había oído la respuesta. Estaba pendiente solamente de lo que decía el papel, Maquinalmente lo guardó en un bolsillo y dijo:

—Está bien, ahora vaya a descansar.

El piloto recién llegado saludó y se marchó hacía los edificios.

—¿Qué dicen?—preguntó Alfred que ya no podía retener más su curiosidad.

—Que ataquemos a «Verde» con todas nues­tras fuerzas. Que destruyamos sus astronaves y anulemos todas sus armas pesadas. En fin, que nos apoderemos del planeta de nuestros enemi­gos, pero que si podemos evitemos la completa destrucción. Resumiendo: que les quitemos las uñas y los dientes para que no puedan hacer daño.

—¿Tendremos suficientes fuerzas para em­prender el ataque?

—Aquí no. Pero nos mandan doscientas as­tronaves de combate, cincuenta de transporte de tropas y todas las secciones de asalto atmos­férico que tenían disponibles. Nosotros despe­garemos de aquí con cincuenta astronaves más y nos reuniremos con la flota que viene de la Tierra en el punto R-2 del planisferio.

—¿Cuándo despegamos?

—Dentro de cuatro horas. Cuídate de que todo esté en orden y las tripulaciones completas y debidamente equipadas.

—¿Quién asumirá el mando aquí?

A Clay le entraron deseos de gastarle una broma a su amigo y hacerle pagar las ruidosas carcajadas de antes.

—Aquí asumirá el mando el segundo jefe de la expedición, o sea, tú.

—A mí no puedes hacerme esto—contestó Al­fred—. Siempre hemos sido buenos amigos y ahora sabes que tengo verdadero interés en ir en esta expedición bélica. No, tú no puedes hacerme una cosa así.

—¿Que no puedo? Ya verás como sí—conti­nuó seriamente Clay.

—Clay—suplicó casi Alfred—puedes dejar el mando a Jones, es un buen jefe v tiene expe­riencia en el mando.

—No me hace ninguna falta Jones, el mando lo tendrás tú. Eres el indicado.

—Como quieras pero...

Clay no quiso llevar la broma más lejos, pues su amigo sentía verdaderamente no poder acom­pañarle.

—Bien, tú ganas, dile a Jones que coja el mando.

Alfred lanzó un ruidoso grito que tuvo que dejarlo sordo al retumbar en el interior de la escafandra, y salió corriendo en busca de Jones para entregarle el mando y al mismo tiempo ordenar el próximo despegue.

Rápidamente fueron hechos todos los prepara­tivos y cuando faltaban diez minutos para em­prender el vuelo Clay y Alfred subieron a des­pedirse de las muchachas.

Mientras Alfred lo hacía cariñosamente de su prometida Saturnia, Clay se acercó a Yolanda y le dijo:

—Ahora tendrás unos días de tranquilidad pero quiero que sepas una cosa, que yo no la tendré mientras esté alejado de ti. Pensaré en el regreso solamente para verte a ti.

—Gracias, comandante por la amistad que sientes por mí, pero me extrañan estos deseos de regresar cuando aún no hace veinticuatro horas estabas rabiando por marchar. Que tengas un buen viaje y mucha suerte.

—Gracias por tus buenos deseos. Vamos, Al­fred—ordenó Clay.

Estaba ya en la puerta cuando Yolanda se acercó a él y dejando reposar una mano en su brazo le dijo:

—Yo también te estaré esperando, Clay y cuídate mucho.

Loa dos hombres abandonaron la cúpula y sa­liendo al exterior penetraron en la astronave comandante. Poco después las cincuenta naves emprendían el vuelo hacia el punto R-2 del pla­netario para reunirse con la flota que había partido de la Tierra.

*    *    *

Las astronaves de Clay se habían encontrado con las doscientas de combate y las cincuenta de transporte en el punto indicado y a la hora señalada. Clay tomó el mando de la gigantesca formación y pusieron rumbo hacia el planeta «Verde».

Ahora lo tenían ya ante las proas de sus as­tronaves. Era un planeta sistema Sirio y de características parecidas a la Tierra, tamaño, atmósfera, inclinación del eje sobre el que daba vueltas sobre sí mismo. La diferencia más sen­sible a simple vista era el fuerte color verde de toda su superficie.

—Por esto le llaman ellos «Verde»—dijo Al­fred que estaba sentado junto a Clay ante el cuadro de control de mandos.

—Es un nombre apropiado—respondió éste—. Además, observa que también tiene día y noche, y tienen que ser muy parecidos o casi iguales en duración que los terrestres,

—El radar señala la presencia de astronaves enemigas en dirección sur—advirtió uno de los tripulantes.

—¿Cuántas?—preguntó Clay manteniendo el rumbo.

—Treinta—fue la respuesta.

—Alfred, toma contacto con el ala izquierda y que ataquen a estas astronaves. No esperare­mos a nada más. Enemigo que se ponga delante será atacado sin previo aviso, exactamente como hicieron ellos con nosotros.

Alfred obedeció y todo el ala izquierda se separó de la formación para ir a cortar el camino a las astronaves enemigas.

Clay sobrevoló el planeta a gran velocidad. Los turbo-reactores de las astronaves desarro­llaban el máximo de su potencia. Grandes ciuda­des, distribuidas por toda la superficie iban apa­reciendo, mares, ríos, montañas, etc., toda la complicada estructura de la corteza del planeta aparecía a los pies de los terrestres como una larga película que se proyectase sobre un enor­me telón. Poca diferencia había entre «Verde» y la Tierra y allí la vida tenía que ser fácil, ya que el profundo color señalaba una abundante vegetación.

Alfred señaló un punto y dijo: —Lo que no comprendo es cómo no nos ata­can. Allí tienen trescientas astronaves o quizá más, en cambio no despegan para rechazarnos, solamente lo han hecho aquellas treinta,

—Es fácil de comprender. Alfred. No habrá combate, al menos después de haber destruido a estas treinta que has citado. Serán las únicas que nos van a presentar batalla. Las demás nun­ca despegarán. No tienen ninguna clase de com­bustible. ¿Comprendes ahora por qué están in­movilizadas?

—Claro y tenía que habérmelo figurado. —Les falta la «libonita» y careciendo de ella no es un enemigo peligroso.

La radio de a bordo comunicó que toda la for­mación enemiga había sido destruida y que sola­mente habían sido destruidas cinco astronaves terrestres.

—De acuerdo—dijo Alfred cerrando la comu­nicación y diciendo a Clay:

—El ala izquierda ha tenido cinco bajas y ha pasado a ocupar su sitio. El enemigo está total­mente destruido.

—Entonces ahora es el momento de establecer comunicación con tierra. Establécela y pásame el micrófono.

Alfred empezó a llamar a los mandos del pla­neta y después de unos momentos de espera, re­cibió contestación. Pasó el micrófono a Clay, el cual empezó a hablar.

—Aquí, Clay Steele, comandante en jefe de O las astronaves terrestres.

—A la escucha Loser, jefe del planeta. ¿A qué viene este ataque injustificado ?—la voz del jefe de «Verde» resonaba llena de cólera.

—Este ataque que usted llama injustificado es la réplica a otro que hemos sufrido nosotros, sin previo aviso, por parte de las fuerzas de su planeta destacadas en Sarto para buscar «libo­nita».

—¿Qué sabe usted de todo esto?—continuó preguntando el jefe.

—Todo cuanto hay que saber. Primeramente yo mandaba las fuerzas que fueron atacadas a traición. Segunda, soy yo quien destruyó a estas mismas fuerzas y tercera y última: Conocemos perfectamente sus planes de conquista y su próximo objetivo: la Tierra. Así es que no he­mos empezado nosotros, el primer golpe partió de ustedes y ahora nos toca, a nosotros.

—Esto que dice no es cierto.

—Tan cierto como que se hallan ustedes sin combustible y por esto no pueden pasar al ataque. Sus días están contados y voy a hacerles una proposición. Ríndanse sin condiciones, en caso contrario voy a destruir todas las ciudades del planeta en cuestión de horas.

—Tengo que consultar con el Consejo. Por mi cuenta no puedo tomar una resolución de tanto peso.

—Como quiera, pero tiene tres horas de tiem­po, transcurrido este plazo destruiré todo cuanto se halle sobre la superficie de este planeta. Corto.

Alfred no cerró la comunicación con tierra. Se acercó a su amigo y preguntó:

—¿Qué crees que harán?

—Lo único que pueden hacer, rendirse. No tienen ninguna clase de defensa. Puede ser que en tierra posean armas potentes, como los ro­bots y los tanques que ya conocemos, pero al faltarles la «libonita» han perdido el dominio del espacio y ya sabes tú que las, guerras se ganan desde aquí arriba. Verás cómo se rinden y piden clemencia.

Continuaron sobrevolando el planeta tomando datos, haciendo fotografías y filmando películas. Cuando transcurrió el último minuto de las tres horas de plazo, Alfred estableció nuevamente comunicación con el planeta.

—Llama Clay Steele, de la Tierra.

—Hable, soy Loser.

—¿Qué han acordado ustedes?

—No tenemos otra solución que rendirnos. Usted tenía razón al decir que no teníamos com­bustible, El último que teníamos lo hemos em­pleado en estas treinta naves que tan rápida­mente han destruido.

—Señálenos campo para aterrizar. Vamos a tomar tierra.

El jefe supremo de «Verde» les señaló un amplio campo de aterrizaje y la mitad de la flota tomó tierra.

Clay lo hizo así para tener las espaldas guar­dadas. Si algo ocurría en la superficie siempre quedaba la mitad de la flota para tomar repre­salias y la orden era: Si había traición todo el planeta sería destruido.

No ocurrió nada de todo esto. Las negociacio­nes siguieron un curso normal. Los habitantes de «Verde» no tuvieron más remedio que acatar todas las órdenes que les dieron los terrestres.

Primeramente volvieron la libertad a todos los planetas que tenían ocupados. Todas las as­tronaves fueron entregadas a Clay y éste, con verdadero cálculo, mandó a tres de sus transpor­tes a Sarto para que recogiesen «libonita» para que todas las naves de «Verde» tuviesen el sufi­ciente combustible para llegar hasta la Tierra. Así se hizo. Además, todo el armamento pesado fue asimismo remitido al planeta de Clay.

Nuevas expediciones de ocupación llegaron desde la Tierra y se establecieron en «Verde», hasta que éste dejase de ser una amenaza para la paz universal.

Todas estas negociaciones y medidas de seguridad llevaron varias semanas. Finalmente, al quedar ultimados todos los datos, llegó la orden de relevo para Clay y Alfred y así, una mañana, en la astronave comandante, emprendieron el regreso hacia la Tierra.

No pasaron por Sarto, ya que este planeta es­taba en manos de las instituciones científicas y allí, ellos no tenían nada que hacer. La conquista había terminado y ahora, después de unos días de descanso en la Tierra, pasarían a prestar el servicio corriente de patrullas interplaneta­rias. La aventura de Sarto había terminado.

Camino de regreso, Clay preguntó a Alfred:

—¿Qué vas a hacer cuando lleguemos?

—Casarme. Las muchachas hace ya días que fueron relevadas y a mí me está esperando Sa­turnia para que la lleve al altar.

—Ya—contestó lacónicamente Clay.

Después de unas horas de vuelo descubrieron a la Tierra dando vueltas sobre sí misma en el espacio. Poco después aterrizaban en las pistas del campo King.

Recibieron las felicitaciones de rigor y un permiso de quince días.

En las puertas del campo Alfred se despidió de Clay diciéndole:

—La próxima vez que nos veamos ya estaré casado.

—Que tengas suerte.

—Oye ¿dónde vas a pasar este permiso?

—No sé. Seguramente me quedaré en el cuar­tel. Tengo verdaderos deseos de dormir.

—¡Hasta el regreso!—se despidió alegremente Alfred.

—Adiós.

Clay se encaminó hacia el cuartel y penetrando en su habitación se dejó caer en la cama.

—«Bien»—se dijo a sí mismo—tienes quince días de vacaciones y no se te ocurre otra cosa que tumbarte en la cama. Te falta imaginación.

Un ordenanza llamó a la puerta y después de tener el permiso entró y entregó una nota a Clay.

—Es un aviso de conferencia, señor. Dijeron que cuando llegase usted llamase a este número en Nueva York.

—Gracias, pero seguramente será un error.

No conozco a nadie en aquella ciudad.

—Yo no puedo aclararle nada. Esto es cosa del telefonista.

—Tienes razón, muchacho. Ahora mismo voy a hablar con él.

Clay se levantó y cogiendo la gorra descendió hasta las cabinas telefónicas. Penetró en una y habló con la centralilla interior:

—Oye, muchacho, soy el comandante Steele. Creo que tengo que llamar a un número de Nueva York. Esto debe ser un error.

—No lo es, señor. Dijeron que cuando usted regresase llamase. ¿Le pongo la comunicación?

—Si no es ningún error, pónmela y así saldré de dudas.

—Al momento, señor.

Cuando la comunicación con Nueva York que­dó establecida, hasta Clay llegó una dulce voz de mujer que decía:

—Hable.

—Soy Clay Steele y supongo que habrá algún error...

—No es ningún error, Clay.

—¡Yolanda!

—Sí, Yolanda que quiere verte para ofrecerte la taza de café que te prometió. Ven.

—Querida, tengo quince días de permiso ¿ten­drás suficiente café para darme una taza diaria?

—Sí, Clay, tengo el suficiente... y un poco más.

—...un poco más, Yolanda ¿tienes el sufi­ciente para darme una taza cada día de nuestra vida?

La muchacha no contestó inmediatamente pero cuando lo hizo la respuesta obligó a dar un salto de alegría a Clay.

—Sí, Clay, creo que cada mañana te daré una taza. Puedes venir cuando quieras. Te estoy es­perando.

—Cariño, voy volando. Ahora mismo despego.

—Date prisa que voy a poner a calentar el agua.

Clay corrió como un loco hacia el despacho del general, pidió y obtuvo un rápido avión a reac­ción y cinco minutos después cruzaba el cielo de los Estados Unidos en dirección a Nueva York en busca de una taza de humeante café... y de los labios de Yolanda. 

 F I N 

     (1) Unos 87 metros.

No hay comentarios:

Publicar un comentario