Pascual Enguídanos firmó sus novelas de ciencia ficción con el seudónimo George H. White (probablemente inspirado en el nombre de H.G. Wells) en la primera mitad de la colección Luchadores del Espacio, hasta que un contrato con la editorial Bruguera le obligó a renunciar a él en las colecciones de Valenciana. A partir de entonces, utilizaría el de Van S. Smith.
Dan
Castles - Joven
ingeniero aeronáutico, constructor del supercohete sideral Tomahawk.
Burton
Englert -
Ingeniero electricista, ayudante de Dan Castles.
Profesor
Laurence Eversole
- Del Observatorio Astronómico de Lowell.
Coronel
Allen Croy -
Oficial del Ejército de los Estados Unidos, que forma en la expedición en
calidad de observador.
Bernard
Jones - Joven
astrónomo que acompaña a la expedición.
Príncipe
Uzen - General
de la División Blindada de Damar.
Moaya - Primer Ministro del Reino de Nubisar.
Princesa
Darina -
Bellísima heredera del trono de Nubisar.
William
Boddick -
Extraño personaje, superviviente del pretérito.
CAPÍTULO
PRIMERO
COHETE INTERESTELAR
DESDE
el ventanal de la oficina, Dan Castles acarició con la mirada las líneas aerodinámicas
del supercohete Tomahawk.
Él, Dan
Castles, había concebido este aparato en largas noches de insomnio. Entre los
apretados guarismos de complicadas operaciones algebraicas que su pluma
derramaba sobre las cuartillas, Dan le había visto abandonar la Tierra y
lanzarse como una ráfaga de fuego en los inmensos espacios siderales. Él, Dan
Castles, dibujó cada línea con exquisito amor y arrebatador afán, como el
escultor que aboceta sobre el papel la obra maestra que ha de colocarle de
golpe en el pináculo de la gloria. Luego, Dan Castles se había trasladado con
sus bocetos, su ejército de operarios, su estado mayor de técnicos y sus
doradas ilusiones al rincón más apartado de White Sands (Nuevo México) para
plasmar en maravillosa realidad sus sueños alucinados de largas noches de
desvelo, sus infatigables cálculos, sus bocetos y sus más caras esperanzas.
Bajo un
tinglado metálico de 5.000 metros cuadrados, bajo las lonas moteadas de verde
que le preservaban de los ardorosos rayos del sol y de las miradas de los
aviones que constantemente patrullaban sobre la gran estación experimental de
proyectiles cohete, el Tomahawk fue creciendo y tomando forma en pleno
desierto.
Muy
pocos hombres lo habían visto. Las diferentes piezas de su colosal mole de 80
metros de largo habían sido construidas en distintas factorías metalúrgicas de
los Estados Unidos, alejadas entre sí en ocasiones hasta 3.000 kilómetros, y
traídas bajo una fuerte escolta a Nuevo México. Los hombres que lo vieron,
montadores y especialistas, no sabían para qué iba a servir este monstruo.
Entre la reducida colonia de montadores, incomunicados con el resto del mundo y
prácticamente prisioneros en una zona de desierto que abarcaba 150 kilómetros
cuadrados, estaba terminantemente prohibido hacer comentarios sobre el Tomahawk.
En las mentes de aquellos deportados voluntariamente, podía hacer preguntas la
curiosidad y bullir la idea de que el monstruo de acero estaba llamado a ser un
satélite artificial de la Tierra; algunos iban más lejos atribuyéndole la
misión de llevar a un puñado de locos aventureros hasta la Luna, pero la
inmensa mayoría, aunque se cuidaba muy bien de exteriorizar sus sentimientos,
pensaba que aquel huso de 80 metros de largo jamás llegaría a despegar de White
Sands.
Dan
Castles conocía más o menos las ideas escépticas de más del 90 por 100 de la
población total del mundo sobre un posible viaje a la Luna. Pero hacía mucho
tiempo que dejó de preocuparle el escepticismo, la ignorancia, e incluso la
oposición de la gente hacia los proyectos de este calibre.
Con
machacona insistencia solía tacharse de fantasía y «utopía» esta cuestión.
Sobre todo en el Antiguo Continente -donde miles de sueños yacían bajo las
ruinas- el pensamiento de altos vuelos se veía encadenado, la actividad
frenada.
En
cambio, en el desierto de Nuevo México, famosos técnicos y hombres de ciencia
trabajaban en la soledad y el silencio dando lugar a que cada día acontecieran
grandes cosas. Prácticamente, hacía varios años que los ingenieros de White
Sands estaban capacitados para emprender la construcción de cohetes que
pudieran transportar viajeros a través del espacio y llegar a la Luna.
Los
escritores de historietas ilustradas en periódicos venían haciendo esto desde
años con el inofensivo fin de que la juventud americana pasara algo más
animadas las mañanas domingueras aburridas. En lo que se refería al prototipo
de cohete que había de franquear la atmósfera terrestre, era ya demasiado tarde
para que los críticos no científicos y apegados a lo terreno se mofaran. La ciencia
había emitido tiempo ha su aprobación y, gustara o no a los escépticos, las
historietas infantiles de los semanarios, desprovistas de sus truculencias
inocentes, se convertían en profecía.
Existían
ya proyectos de cohetes llamados a internarse en el éter y aterrizar en la
Luna. Los periodistas describían cohetes con largo radio de acción, todos ellos
provistos de motor atómico. Pero este motor atómico para la propulsión de
cohetes estaba todavía por crear, y los sabios no veían la posibilidad de construirlo,
sino en un porvenir lejano.
Un
propulsor de hidrógeno sería una solución muy aceptable, pero no se sabía aún
cómo establecer y regular la reacción de forma que no se volatilizara el motor.
En
realidad, y Dan Castles era uno de los expertos en esta cuestión que lo sabía
muy bien, la energía atómica no era indispensable para accionar los cohetes en
su desplazamiento en la superficie de la Tierra o tratando de dejarla. Eran
suficientes las reacciones químicas ordinarias y ensayadas. La del oxígeno líquido
y del flúor era lo bastante enérgica para asegurar la propulsión, pero ellas no
podían resolver el problema, sino a condición de consagrar del 60 al 90 por 100
del peso total del cohete a las reservas de combustible.
El
vehículo interplanetario capaz de ir a la Luna y volver era, pues, una idea
factible. Pero su excesivo costo -unos 400 millones de dólares- lo convertía en
impracticable. El único país capaz de apadrinar un proyecto tan ambicioso, los
Estados Unidos, se había interesado repetidas veces en el asunto, pero siempre
acabó por abandonarlo por costoso. La utilidad de un viaje a la Luna, aun sin
contar con un posible fracaso, no compensaba un gasto tan enorme. Los motivos
con que los constructores del cohete atómico de la película «Salida para la
Luna» querían justificar la necesidad de su empresa, «quien controla a la Luna
domina a la Tierra», sería de peso en el futuro, pero no ahora.
Aunque
el proyecto dormía mucho tiempo en los archivos del Centro de Ensayos de
Caltech, los científicos no abandonaban esta idea, que el Gobierno rechazaba
una y otra vez por falta de utilidad práctica. También a Dan Castles le tentaba
la aventura al margen de toda posibilidad económica o estratégica, simplemente
como necesidad espiritual.
Dan
Castles era un joven de veintiocho años. Trabajando mano a mano con sabios
tales como Werner von Braun, Kenneth Gatland, Goddard, Hsue Sheu Tsien y Ernest
Esclagon, había colaborado, asiduamente para poner en manos de los Estados
Unidos una serie de «vehículos satélites de la Tierra» cuyo coste, entre gastos
de experimentación y de fabricación, sobrepasaban varias veces la cifra de
dólares que serían necesarios para enviar un cohete a la Luna.
Sabiendo
que la principal dificultad en enviar un proyectil a la Luna radicaba en el
exorbitante precio de la hazaña, Dan caviló incansablemente para encontrar una
solución que redujera gastos. Creyó tener resuelto el problema y mandó su
proyecto al Gobierno por el mismo conducto que habían seguido otros muchos
planes, todos ellos rechazados. Naturalmente, no esperaba que se aprobara su
plan. Esperó con impaciencia, luego con pesimismo y, finalmente, dejó de
esperar encogiéndose de hombros. Y de pronto, después de pasados varios meses y
cuando menos lo esperaba ¡zas! ¡El Gobierno norteamericano daba el
consentimiento y se le ordenaba comparecer ante el Secretario de Defensa!
Ahora,
contemplando al Tomahawk desde la ventana, Dan Castles sentía lo que un
padre hacia el hijo en vísperas de un examen. ¿Correspondería el Tomahawk
a las esperanzas en él depositadas?
Lo malo
de esta aventura era que no podía someterse a pruebas. Sería demasiado costoso.
No habría pruebas. El día del lanzamiento, el Tomahawk saldría
proyectado hacia el cielo o no tendría otra nueva oportunidad de intentarlo.
El timbre
del teléfono repiqueteó, arrancando a Dan de sus meditaciones. Apartando los
ojos del árido panorama deslumbrante de sol se volvió hacia el interior del
despacho. Su compañero de trabajo y preocupaciones, Burton Englert, había
descolgado el teléfono y lo aplicaba a su oído.
Burton
Englert era un hombre de mediana edad, alto y flaco. Su escaso cabello negro,
peinado de forma que ocultara en lo posible una incipiente calvicie, y las
gafas de gruesos cristales tras los que brillaban sus ojos de miope, le hacían
parecer mucho más viejo que lo que era en realidad. Burton escuchó, profirió
algunos gruñidos, que remató con un malhumorado: «Bueno; está bien», y colgó.
—Era
del puesto de guardia de la carretera —dijo a Dan—. El general Canby acaba de
entrar en la zona acotada y viene hacia aquí.
Dan se
sobresaltó porque el general Canby era el representante oficial del Gobierno en
este asunto del viaje a la Luna y nada bueno podía inferirse de su repentina y
personal visita. Por lo regular, la órbita del general giraba en torno a las
dependencias del Gobierno en Washington.
—¿Sospechas
qué puede buscar el general por aquí? —preguntó Dan a Burton.
—No. Tú
no lo esperabas, ¿verdad?
Dan
movió la cabeza en sentido negativo.
—¡Con
tal que no venga a echarnos un jarro de agua fría por encima...! —murmuró Dan.
Y fue a vigilar desde el ventanal la llegada del visitante.
No tuvo
que esperar mucho. A poco vio en la lejanía una nube de polvo que crecía con
rapidez.
—A
juzgar por lo que veo debe traer una prisa endiablada —refunfuñó Dan—. Vamos
abajo a esperarle.
Burton
abandonó el trasportador, la escuadra y el lápiz sobre su tablero de trabajo y
siguió a Dan escaleras abajo.
Esperaron
a la escasa sombra que el edificio de madera proyectaba sobre la candente arena
del desierto. Aparte del bloque de talleres situado a la desecha y el enorme
cobertizo de hierro y techo de lonas que guarecía al Tomahawk, la más
completa desolación les rodeaba. La llanura de arena se prolongaba hasta el
infinito sin más accidentes que las erectas siluetas de los cactos sobre el
espacio inflamado de sol. Aquí, en esta soledad polvorienta, llevaba Dan
viviendo varios meses con el pensamiento concentrado en un solo objetivo: el Tomahawk.
Ahora, mientras esperaba con los ojos fijos en la carretera que pasaba entre el
aparato y los talleres, Dan Castles sentía miedo.
Desde
que comenzó a construir el aparato le desazonaba el temor de recibir una orden
anulando todas las anteriores y suspendiendo todos los trabajos. Por esto le
sobresaltaba cada llamada del teléfono y sentía angustia al rasgar un sobre
donde venía estampado el membrete del Departamento de Defensa. ¿Y ahora?
¿Vendría el general a ordenarle la paralización de los trabajos?
Unos
minutos más tarde aparecía el automóvil entre una nube de polvo, pasaba raudo
entre los talleres y el tinglado y frenaba bruscamente ante el pabellón de las
oficinas técnicas. El general Canby y su ayudante saltaron del coche seguidos
de un hombre de mediana edad y movimientos nerviosos.
—¡Hola,
Castles! —saludó el general estrechando la mano del ingeniero—. ¡Hola, Englert!
Dan
saludó al ayudante, comandante Homer Sanders, y se quedó mirando al hombre
desconocido.
—Les
presento al profesor Laurence Eversole, del Observatorio Astronómico de Lowell
—dijo el general. Y señalando a los dos ingenieros añadió—: Profesor, estos son
los señores Dan Castles y Burton Englert, de quienes le venía hablando. Bueno,
subamos a su despacho, Castles. Llevo prisa y tenemos mucho que hablar.
Dan no
tuvo siquiera tiempo de saludar al profesor Eversole. Le dirigió un movimiento
de cabeza y se precipitó escaleras arriba en seguimiento del general.
Éste
entró en la oficina y, como persona que conoce bien el lugar, arrojó su gorra
sobre una percha, puso el ventilador en marcha y se acomodó en el sillón de Dan
tomando un cigarrillo del paquete tirado sobre la mesa. El resto del grupo
acabó de entrar. Dan quedó de pie junto a la ventana, mirando al militar con el
ceño fruncido.
—¿Ocurre
algo, general? —preguntó.
—Sí,
Dan —repuso Canby arrojando un doble chorro de humo por la nariz—. Algo ocurre
y nadie sería capaz de predecir su gravedad. Por lo pronto le diré a usted que
he volado desde Washington al Observatorio de Monte Palomar, de Palomar a Las
Vegas y de Las Vegas aquí en automóvil, para decirle que no habrá viaje a la
Luna.
Dan
Castles palideció.
—Hace
tiempo que esperaba una cosa así —aseguró frunciendo la boca nerviosamente—. La
noticia no me pilla de sorpresa.
—No sea
usted tonto, Castles —refunfuñó el general—. No tiene ni idea de lo que ha pasado.
—No es
difícil imaginarlo. Nuestro viaje a la Luna no interesa por ahora al Gobierno.
Por lo tanto se suspende todo lo relacionado con la expedición.
—Nuestro
Gobierno nunca estuvo demasiado apasionado con el viaje a la Luna —confirmó
Canby echándose hacia atrás—. Pero no he venido a ordenarle la suspensión de la
tarea, sino todo lo contrario.
Dan
miró al militar estupefacto.
—¿Para
qué, si no hay viaje? —preguntó.
—¿Quién
ha dicho tal cosa? Habrá viaje, desde luego, pero no a la Luna, sino a Marte.
El
estupor impidió a Dan pronunciar palabra. Fue Burton Englert quien exclamó: «¡A
Marte!» Pero el general, como si la cosa le pareciera la cosa más natural del
mundo, continuó diciendo:
—El
asunto empezó tiempo atrás, cuando con el nuevo telescopio de 508 centímetros
de diámetro, recién instalado en Monte Palomar, se tomó la primera fotografía
de Marte. Ese día se puso término a la tan debatida cuestión de los canales.
Con el nuevo telescopio, capaz de acortar las distancias ocho mil veces,
nuestros astrónomos pudieron ver con bastante claridad los endiablados canales.
Aquí, el profesor Eversole, les dirá el resto. Como sabrán ustedes, el
Observatorio de Lowell está especializado en cuestiones marcianas.
—Sí
—dijo el astrónomo tomando la palabra—. Nuestro Observatorio tiene recopilada
la mayor documentación del mundo acerca de Marte. Teníamos la esperanza de que
el nuevo telescopio gigante de Palomar nos revelara grandes secretos, pero no
fue así hasta que se le aplicó un invento reciente. Se trata de un aparato
electrónico con un convertidor de imágenes, por el que se pueden transformar en
telescopios gigantes los de pequeñas dimensiones. Este invento, aplicado al
telescopio de 508 centímetros de abertura, multiplicó por diez su poder de
penetración, por lo cual acercamos la imagen de Marte a sólo... ¡750
kilómetros! A una distancia de 750 kilómetros se puede ver prácticamente todo.
—En resumen —añadió el general impacientado—. Ayer se me mandó rápidamente a Monte Palomar para que confirmara con mis propios ojos lo que estos señores aseguraban haber visto. ¡Marte está habitado!
CAPÍTULO II
VIAJE SIN RETORNO
DAN
Castles sintió un estremecimiento de frío recorrerle la espina dorsal. Un
profundo terror se apoderó momentáneamente de él y sus ojos se volvieron hacia
el limpio cielo de Nuevo México. El cielo inflamado de sol, en el que no se
veía una ligera nubecilla ni el parpadeo de una estrella, y el zumbido de dos
aviones a chorro que en este momento pasaban a poca altura sobre White Sands,
le tranquilizaron. Casi sintió ganas de echarse a reír. ¡Habitantes en Marte!
Se
volvió hacia el interior. La palidez del rostro de Burton Englert y la gravedad
en las caras del general Canby y el profesor Eversole tornaron a impresionarle.
—¿Quieren
hacernos creer que en Marte viven seres como nosotros? —preguntó roncamente.
—No los
pudimos ver —dijo el profesor—. Pero hemos visto con claridad sus canales de
más de veinticinco kilómetros de anchura y sus grandes urbes. Sin embargo, la
prueba más concluyente de la existencia de vida inteligente en aquel planeta es
la fotografía de una explosión atómica en su superficie. Usted mismo puede
verla.
El
astrónomo extrajo de su cartera una cartulina que Dan tomó con nerviosos dedos.
La foto era borrosa y estaba cruzada por líneas oscuras. En el margen se veía
con toda claridad una mancha blanca, sin duda al fogonazo de una explosión que
impresionó la película, rodeada de una nube densa.
—Se
necesita alguna práctica para interpretar debidamente las fotografías tomadas
desde sesenta millones de kilómetros —dijo el profesor mientras Burton iba a
echar una mirada a la foto por encima del hombro de Dan—. Para nosotros, la
interpretación es sencilla. Las líneas oscuras son canales de unos treinta
kilómetros de anchura, y la mancha blanca la llamarada de una explosión.
—A
juzgar por su tamaño, casi con toda seguridad una explosión atómica —añadió el
general con voz opaca.
—Esto
puede ser muy serio, ¿verdad? —preguntó Dan.
—Es el
descubrimiento más grande de cuantos lleva hechos la Astronomía —aseguró
Canby—. La existencia de seres dotados de inteligencia superior en Marte, si se
hiciera pública, sumiría a nuestro mundo en el terror.
—¿Quiere
decir que este descubrimiento se mantiene en el secreto?
—Sí. En
el mayor de los secretos. Y continuará así, por lo menos, hasta que el Tomahawk
aterrice en la superficie de Marte y sepamos quiénes son sus habitantes, cómo
son y cómo viven, su grado de inteligencia, el desarrollo de su civilización y
si guardan intenciones que amenacen la seguridad o la civilización de la
Tierra, la forma de combatirles.
—¡Pero
mi Tomahawk fue concebido para ir a la Luna!
—No nos
interesa en lo más mínimo la Luna. En cambio, es de primordial interés ir a
Marte. Por fortuna, el cohete no está terminado y todavía pueden hacerse en él
las modificaciones más imprescindibles.
—¿En
serio pretenden que el Tomahawk viaje hasta Marte? —preguntó Dan
arrugando el entrecejo.
—¿Cuándo
me oyó usted hablar en broma, Castles? —gruñó Canby irritado—. Le estoy
repitiendo las órdenes que me dio a mí, personalmente, el Presidente de los
Estados Unidos. El Tomahawk irá a Marte. ¿Acaso es imposible?
—El Tomahawk
puede alcanzar Marte, pero no regresará.
—Lo sé.
El cohete no regresará nunca a la Tierra. Tendremos que sacrificar a la
tripulación. Espero encontrar hombres dispuestos al sacrificio, capaces de
emprender la aventura con coraje, transmitirnos por radio sus observaciones por
Marte y morir luego satisfechos de su aportación a la causa de nuestro Mundo.
No se preocupe por eso, Castles. Lo primordial, ahora, es que se apresuren las
obras en el Tomahawk.
—Tendremos
que elaborar nuevos cálculos.
—Hemos
pensado en ello, por eso he traído conmigo al profesor Eversole. El profesor se
quedará aquí con ustedes y les ayudará. Él aportará todos los datos que
necesiten para trazar la nueva órbita del cohete y yo regresaré inmediatamente
a Washington para dar cuenta de mis actividades al Gobierno. Pero volveré
enseguida y no me separaré de ustedes hasta que el Tomahawk zarpe rumbo
a Marte.
Cinco
minutos más tarde, el general se despedía de Dan Castles, de Burton Englert y
del profesor Eversole, trepaba a su automóvil con su ayudante y se perdían de
vista entre una nube de polvo.
Era
mediodía y la actividad había cesado en los talleres y los astilleros. Los
obreros comían y las máquinas descansaban. Un silencio de muerte se cernía
sobre el árido desierto, y a Dan Castles y Burton Englert les hubiera parecido
que acababan de sufrir una pesadilla a no ser por la presencia junto a ellos
del profesor Laurence Eversole.
* * *
Cuando
el general Canby estuvo de vuelta en White Sands, cuatro días más tarde, pudo
apreciar que la actividad en el astillero y los talleres era muy grande y el Tomahawk
iba muy adelantado en su construcción.
Dan
Castles llevaba varias noches sin pegar un ojo. La expedición a Marte, que en
un principio le pareció cosa falta de razón e inmerecedora de ser considerada
con seriedad, ocupaba al cabo de unas horas todos sus pensamientos. Él, más
ocupado hasta hoy en lanzar proyectiles al espacio que en estudiar temas
astronómicos fuera de la pura mecánica universal, se asombró al caer en la
cuenta de lo poco que sabía acerca de los planetas vecinos.
Había
estudiado con asiduidad la Luna porque del satélite soñaba hacer un blanco para
sus proyectiles, pero de Marte no sabía prácticamente nada.
El
profesor Eversole, en cambio, era un técnico en cuestiones marcianas. Sabía más
cosas acerca del rojo y alucinante planeta que del propio mundo donde moraba, y
todo cuanto conocía lo fue enseñando a Dan a lo largo de frecuentes
conversaciones sobre el tema.
Marte
era como una segunda Tierra. Su globo también giraba alrededor de su eje, dando
lugar a que el día y la noche se sucedieran en espacios de tiempo casi iguales
a los de la Tierra. El día marciano era de 24 horas, 37 minutos y 23 segundos.
En cambio, el año era de 687 días terrestres.
También
se sucedían las estaciones, pero con duración bastante desigual: con 199 días
de primavera, 183 de verano, 147 de otoño y 153 de invierno. Al igual que la
Tierra estaba rodeado de una atmósfera de aire conteniendo el vivificante
oxígeno, pero no en la medida que tenían necesidad los terrestres. El aire de
Marte era tan sutil, que los barómetros que normalmente señalaban 760
milímetros de presión, sólo indicarían allí 70 milímetros.
En
aquel aire también existían nubes, pero como donde había nubes tenía que haber
agua, Marte poseía también aire y agua. Los rayos del lejano Sol, más débiles
que los que acariciaban a la Tierra, atravesaban también la atmósfera de Marte.
Por lo tanto, también había calor, si bien en cantidades más modestas que en la
Tierra. De todas formas, la cantidad de calor que el Sol enviaba a Marte
bastaba para iluminar su cielo diurno y para poner en movimiento las máquinas
vitales de las plantas marcianas.
El aire
y el agua, el calor y la luz; estos cuatro elementos fundamentales de la vida,
de cuya acción alternada obtenían los hijos de la Tierra energía y alimentos,
operaban también sobre el rojo Marte.
—Es un
mundo afín al nuestro —decía el profesor—, pero de constitución muy diferente.
Un hombre que en la Tierra pesara 70 kilogramos, pesaría allí solamente 26.
Ciertamente, los elefantes terrestres podrían saltar en Marte como gacelas.
Aparte
de las narraciones descriptivas del astrónomo, Dan recibió su valiosa
colaboración para confeccionar el plan del viaje. El Tomahawk,
proyectado en un principio para ir a la Luna y volver a la Tierra, fue
preparado ahora para garantizar el éxito de un viaje a Marte sin retorno.
No
bastaba, para averiguar el tiempo que duraría la travesía del espacio, dividir
cualquier distancia Tierra-Marte por cualquier velocidad máxima alcanzada
durante el viaje. Ni tampoco la colosal mole de 80 metros de largo por 20 de
diámetro iba a llegar entera a Marte.
En
realidad se trataba no de uno, sino de tres cohetes superpuestos, de los que
solamente el último, dotado de alas escamoteables y muy pequeño en relación con
los dos restantes, llegaría al planeta vecino trazando una elipse en torno del
Sol. En el punto más alejado de dicha elipse, situado en lo alto de la órbita
marciana, la astronave sería apresada por el campo gravitatorio de Marte y,
mediante maniobra de frenado, conducida hasta la superficie del planeta, donde
amararía en el agua de uno de aquellos grandes canales.
Dan Castles
y el profesor Eversole, que habían calculado punto por punto lo que ocurriría a
los tripulantes del Tomahawk desde el momento que dejaran la superficie
de la Tierra hasta alcanzar la de Marte, no eran capaces en cambio de predecir
lo que ocurriría luego que el cohete quedara flotando sobre las aguas de los
canales marcianos. La ciencia admitía la posibilidad de moverse en aquel mundo,
e incluso se dotó al Tomahawk de un «jeep» anfibio del Ejército de los
Estados Unidos («pato») que podía utilizarse para ganar tierra marciana y
explorar luego, corriendo por las estepas, las singularidades del alucinante
planeta rojo.
Puesto
que la atmósfera de Marte contenía oxígeno, el problema de alimentar con aire
el motor del jeep quedaba solucionado -al menos teóricamente- dotándole de un
turbocompresor como el que venían utilizando los aviones para sus vuelos por
alturas donde el aire estaba tan rarificado o más que en la atmósfera marciana.
Los
expedicionarios, en cambio, tendrían que ir encerrados en trajes acorazados
construidos con titanio, caucho y cristal, en cuyo interior se habría inyectado
aire a una presión aproximadamente igual a la que estaban acostumbrados a
soportar en la Tierra. Estos trajes, en previsión a que la atmósfera marciana
no fuera apropiada para la transmisión de sonidos, irían provistos de pequeños
aparatos de radio, cuyas antenas sobresaldrían sobre los depósitos de oxígeno
sujetos a la espalda, y mediante los cuales estarían constantemente en
comunicación entre sí. No obstante, las escafandras de vidrio llevaban también
pequeños micrófonos para captar los ruidos que se produjeran en el exterior, y
una válvula especial para que pudieran respirar el oxígeno marciano sin perder
la presión interior, en caso de que el aire de Marte fuera respirable, lo que
el profesor Eversole no esperaba.
A
medida que transcurrían los días, el joven ingeniero se apasionaba más y más en
la aventura, hasta que llegó a dominarle como una tremenda obsesión. Cuando el
general Canby estuvo de regreso en White Sands, Dan Castles estaba ya
firmemente decidido. Iría a Marte. Él, personalmente, pilotaría su aparato. No
consentiría que nadie le arrebatara el puesto.
El
general Canby, como profano en la materia, desdeñó algunas de las medidas de
precaución que el profesor consideraba como indispensables.
—¡Bah!
¡Cálculos hechos desde más de sesenta millones de kilómetros! Apuesto a que hay
en Marte bastante aire para respirar y que los aparatos individuales de radio
son innecesarios. Con un aparato de radio en el jeep bastaría, y todo ese peso
adicional podría emplearse en llevar armas.
—¿Para
qué armas? —preguntó el astrónomo.
—¡Toma,
pues para defenderse de los marcianos si agreden a nuestros hombres!
—Tal
vez los marcianos son invulnerables a las armas terrestres —apuntó el profesor.
—No
diga tonterías, míster Eversole. Hasta ahora, ustedes, los sabios, han
insistido que los únicos posibles habitantes de Marte serían una especie de
caracoles. ¿Cree usted a los caracoles capaces de abrir esos colosales canales
y producir explosiones atómicas?
—Desde
luego que no.
—Entonces,
¿cómo cree usted que son los marcianos?
—El
marciano es un hijo de Marte, una criatura única en el reino del Sol, que no
conoce un segundo planeta Marte. De la misma forma que la Tierra, más grande,
joven y cercana al Sol, se diferencia de Marte, lejano del Sol, más pequeño y
millones de años más viejo, así el aspecto corporal del habitante de Marte se
diferencia de los pobladores de la Tierra. El hombre terrestre pertenece a una
especie aparecida no hace más de un millón de años; es el último de entre los
seres vivos llegados a su planeta. El marciano cuenta millones de siglos de
antigüedad. Adaptado a un mundo en lucha con la muerte, tiene que estar
constituido de forma diferente al hombre.
—¿Cómo?
—preguntó Canby desafiante—. ¿Puede darnos un retrato de él?
—Si no
precisamente un retrato, puedo darles en cambio un esbozo basado en lo que de
Marte conocemos. Por lo pronto le diré que los terrestres que pisen Marte y
tengan la oportunidad de ver a un habitante de aquel mundo, se encontrarán ante
un gigante. La fuerza de atracción de la pesada Tierra no permite al hombre
superar los dos metros de estatura. Pero no ocurre lo mismo en Marte. Dada la
fuerza de atracción de aquel planeta, tres veces inferior a la de la Tierra, la
estatura del ser mejor adaptado debe de alcanzar una altura casi triple de la
nuestra; es decir, unos cinco metros.
—¿De
veras? —preguntó el general con ironía—. ¿Y cómo serán? ¿Tendrán cabeza? ¿Tal
vez el aspecto de osos?
—Tal
vez —repuso imperturbable el astrónomo—. El marciano debe de ser velludo. Su
cuerpo tiene que estar cubierto de una piel espesa porque en su frío astro su
organismo tiene necesidad de esta protección, que el hombre, bajo el cielo más
tibio de su mundo, no necesita.
—¡Ah!
—exclamó el general con una sonrisa—. ¿Y en qué idioma cree usted que podremos
entendernos con ellos?
—No
espere que lleguemos a entendernos jamás con los marcianos. Tal vez ellos
tengan una boca privada de lengua. El aire de su planeta no es apto para la
producción de ondas sonoras y, por lo tanto, no puede haber un idioma fonético
en Marte.
—En tal
caso tampoco tendrán oídos.
—Es muy
probable.
—¡Bah,
profesor! —exclamó el general haciendo un ademán de hastío—. Todo eso es
demasiado complicado. ¿Por qué había de embrollar la Creación las cosas hasta
ese extremo?
—Hay
una imperiosa necesidad de que sea como lo digo —aseguró el astrónomo—. Esa
necesidad se llama necesidad de adaptación. Debido a la temperatura de su
mundo, la piel del marciano ha de ser más recia que la nuestra. Su garganta no
tendrá cuerdas vocales porque su atmósfera no es apropiada para conducir
sonidos. Su boca, si la tiene, estará desprovista de labios, porque también los
labios son privilegio de las criaturas que hablan. No tendrán oídos. Su
corazón, si lo poseen, debe de estar constituido de forma distinta al nuestro,
porque en su mundo, más ligero, el corazón no precisa de tanta potencia para
impulsar la sangre. Éste es el boceto que la ciencia ha hecho del marciano. Si
usa para comunicarse con sus semejantes antenas como las hormigas; si tendrá
uno, dos o tres ojos; si sus medios de locomoción serán tentáculos como los de
los pulpos, o si se arrastra por el suelo como los reptiles, eso no podremos
saberlo en tanto no les veamos. La ciencia no se atreve a ir más allá de estas
línea generales. Ahora nos consta que Marte está habitado. No falta mucho para
resolver la incógnita; pero si hemos de preparar nuestra expedición para que a
su llegada a Marte no tropiece con una montaña de dificultades, será
conveniente que nos basemos en los datos que la ciencia ha recopilado a lo
largo de penosos y fructuosos estudios.
El
general se acarició la barbilla con aire reflexivo.
—Desde
luego —murmuró—. En eso estamos de acuerdo. Si la ciencia considera que
nuestros expedicionarios van a tropezarse allá con gigantes de cinco metros de alzada, será mejor que
preparemos a nuestros hombres para que no se sorprendan en el momento del
encuentro. ¡Cuánto me gustaría presenciarlo! ¿No será una experiencia emocionante?
Por cierto que tendré que empezar a ocuparme de los miembros de la expedición.
Puesto que van a ser hombres condenados al sacrificio, reduciremos su número al
mínimo. ¿Cuántos cree usted que serán indispensables, Castles?
Dan
miró al suelo pensativamente durante unos segundos.
—Creo
que tres serán suficientes —dijo al fin—. Un operador de radio, un perito en
astronáutica y un meteorólogo, antropólogo u otro científico cualquiera, según
se trate de estudiar las condiciones atmosféricas de Marte o la naturaleza de
los seres que lo habitan.
—El
gobierno considera que no puede faltar un militar en la expedición. Será
indispensable para hacer un informe de la potencialidad bélica de Marte, que
es, hoy por hoy, lo que más nos preocupa. El operador de radar puede ser al
mismo tiempo el meteorólogo, pero ha olvidado usted al miembro más importante
de la expedición; quiero decir al piloto.
—No le
he olvidado —aseguró Dan—. Lo he omitido adrede porque de ése no tiene usted
que molestarse en buscarlo. He decidido conducir personalmente mi Tomahawk
hasta Marte, y puesto que yo soy su constructor, no creo que nadie posea más
derechos para disputarme el puesto.
El
general, dejando caer sobre Dan una mirada de satisfacción, sonrió.
—Jamás
me hubiera atrevido a proponerle una expedición de esta naturaleza, Castles
—dijo con gravedad—. Pero puesto que decide voluntariamente tomar parte en
ella, se lo agradezco como usted no puede ni imaginar. Me quita un gran peso de
encima. Al mismo tiempo, y como le aprecio a usted, siento que una vez zarpe de
este desierto no nos volvamos a ver jamás.
—Gracias,
general —sonrió Dan nerviosamente—. También yo sentiré partir de este pícaro
mundo para no regresar nunca. Pero, ¿qué se le va a hacer? Entiendo que debo
ser yo quien pilote al Tomahawk.
—Y yo
entiendo que no puedo consentir que ningún otro operador de radar ocupe mi
puesto en la expedición —añadió Burton—. Si nadie tiene nada que oponer,
reclamo para mí esa misión. Sé también bastante de meteorología.
El
general Canby estrechó con fuerza la mano del ingeniero.
—¡Gracias,
Englert! —murmuró emocionado—. ¡Gracias! Me siento orgulloso de poderme llamar
su amigo.
Dan y Burton cruzaron una mirada. Espiritualmente se sentían hermanos en un mismo y trágico destino.
CAPÍTULO III
RUMBO A LO DESCONOCIDO
POR la
inmensidad del espacio, el planeta Tierra avanzaba en su eterno viaje alrededor
del Sol ganando terreno a Marte. En el campo de experimentación de White Sands
(Nuevo México) se apresuraban los preparativos para lanzar el supercohete Tomahawk.
Deslizándose
sobre unas vías de acero, el Tomahawk había sido remolcado por los
tractores hasta una distancia de tres kilómetros de los astilleros. Ahora
estaba posado sobre una plataforma de cemento, junto a dos sólidas torres
metálicas. Quinientos metros más allá podía verse un macizo «bunquer» de acero
y cemento desde el que había de ser disparado el cohete.
El día
anterior al señalado como fecha de partida, Dan Castles, tras una semana de
ausencia, regresó a White Sands. Había estado arreglando sus asuntos y tomando
las últimas disposiciones antes de lanzarse al espacio a bordo de la aventura.
Como un
hombre que da por cierta su próxima muerte, repartió los objetos de su
pertenencia entre los amigos más queridos; regaló su piso de Austin y algunas
parcelas de terreno a sus hermanos y parientes y cedió la totalidad de su
cuenta corriente en el Banco a varias instituciones benéficas.
Cuando
después de despedirse de sus hermanos, familia y amigos regresó a White Sands,
no poseía en el mundo más fortuna que un par de dólares en el bolsillo ni más
bienes que la ropa puesta y algunos útiles de aseo en una pequeña maleta de su
alojamiento en el campo de experimentación.
Camino
de vuelta a White Sands, Dan hizo un recuento de las satisfacciones que la vida
le proporcionó. No podía quejarse. Huérfano de padre, su madre había sacado
adelante la familia conservando cuanto tenía. Dan, con sus hermanos, estudió en
la Universidad de Texas hasta que el ataque de los japoneses a Pearl Harbour le
llamó a las filas del Ejército.
Peleó
con juvenil inconsciencia en Guadalcanal y, saltando de isla en isla, persiguió
a los japoneses hasta que la victoria de los aliados le devolvió a sus lares.
Durante su ausencia perdió a la madre. De regreso a la patria, Dan terminó sus
estudios y consiguió un empleo en la General Motors, donde pronto se
distinguió. Su carrera fue breve y brillante. Pasó al Centro de Ensayos de
Caltech, consagrado a la investigación sobre las propulsiones a reacción y tuvo
el alto honor de compartir con eminentes hombres de ciencia uno de los grandes
secretos de los Estados Unidos: «los vehículos satélites de la Tierra».
Sin
embargo, al hacer un recuento de las satisfacciones logradas en estos años, Dan
se sentía melancólico. Jamás supo lo que fue el amor. No tuvo tiempo para
dedicarlo a amar a una muchacha. Su vida fue su carrera, y ahora, por un
trágico destino, su carrera iba a concluir con su vida en el más alto pináculo
de la gloria. La Historia le encasillaría en sus páginas, y las generaciones futuras
le conocerían como el primer hombre terrestre que puso su planta sobre el
planeta Marte.
Continuaba
teniendo suerte. Incluso a la hora de desaparecer del escenario de la vida iba
a tener el privilegio de arrebatar a las multitudes, encaramándose a la más
alta cumbre ansiada por el hombre: la inmortalidad. ¿Pero valía la inmortalidad
la pena de sacrificar los mejores años de su vida? De las honras fúnebres
dedicadas a su memoria, ¿qué parte de felicidad le alcanzaría a él?
¡Ninguna!
Él no estaría presente cuando dentro de unos años le descubrieran una lápida o
un monumento a semejanza de un nuevo Colón. Sus ojos no se cuajarían de
lágrimas presenciando el emocionante acto. Sus oídos no escucharían el rugido
de los aplausos. Sus oídos y sus ojos habrían quedado en un desolado campo de
hielo marciano.
Si
alguna satisfacción premiaba su sacrificio, ésta había de ser puramente
espiritual. Dan lo sabía, aun sin considerarse a sí mismo como un filósofo. La
gloria que pudiera corresponderle en esta aventura sólo empezaría cuando él
cayera sin vida en un mundo extraño. Por lo tanto, sólo podía gozarse de ella
por anticipado.
—Puesto
que las cosas han de ocurrir así fatalmente, y sólo puedo disfrutar de una
satisfacción íntima y anticipada —se dijo Dan—, no debo permitir que ninguna
preocupación estúpida me la arrebate.
Siguiendo
esta norma, Dan, a su regreso a White Sands, se entregó con serenidad y
entusiasmo a los últimos preparativos de marcha. Con la tranquila parsimonia de
quien se dispone a emprender una excursión de fin de semana, se ocupó
personalmente de que no se olvidara ningún detalle por pequeño que fuera.
Burton
Englert también estaba de regreso en White Sands el día antes de la partida.
Burton era viudo y tenía una hija en un internado de señoritas. La despedida
parecía haberle afectado mucho y se mostraba triste, serio y pensativo.
—Burton
—le dijo Dan—, no seas tonto, y si esta aventura no te entusiasma dilo
francamente de una vez. No descenderás por ello en mi aprecio, ni en el del
general ni en el de nadie. Tienes una hija. Tal vez no debieras venir conmigo.
—¡Oh,
no! —protestó el ingeniero—. Iré en la expedición.
Hasta
la noche del día siguiente, cuando los camiones cisternas especiales se
dedicaban a llenar los tanques de combustible del Tomahawk bajo la
dirección de media docena de técnicos, no conoció Dan a los dos miembros
restantes de la expedición. El general Canby había insistido en que todos los
astronautas fueran jóvenes y sanos en lo posible. Los dos recién llegados
llenaban a ojos vista estos dos requisitos.
Uno de
ellos, el coronel Allen Croy, era un hombre de unos treinta años, alto, fuerte
y de silueta deportiva. Sus facciones eran tan correctas como las del propio
Dan Castles, pero en las del coronel había la helada impenetrabilidad del
granito. Sus ojos, de un gris acerado, se posaban sobre las personas y los
objetos con dura fijeza, como si quisiera traspasarles de parte a parte.
Era
rubio, de piel dorada como la de un dios del Olimpo, y su forma seca de hablar
era también la que un dios de la mitología griega hubiera empleado para
dirigirse a dos despreciables mortales. A Dan le resultó antipático desde el
primer momento, pese a su buena voluntad de confraternizar con todos los
compañeros de aventura.
El otro
recién llegado, en cambio, parecía el reverso de la medalla olímpica. Se
llamaba Bernard Jones, contaría aproximadamente la misma edad que Dan y
pertenecía al personal del Observatorio Astronómico de Lowell, Flagstaff,
Arizona. Era más pronto de estatura pequeña, rechoncho y carilleno. Sus ojos,
oscuros y vivaces, poseían la ternura y curiosidad de un niño bueno,
inteligente y obediente. Bajo una apariencia tan beatífica bullía el espíritu
inquieto e incansable de un astrónomo de talla. El destino, pensó Dan, escogía
para el holocausto a un hombre que con el tiempo hubiera llegado a ser un
hombre de fama.
Ya
estaban reunidos los cuatro astronautas designados por la Gloria para perderlos
y encumbrarlos. Al amanecer del día en que saldrían de la Tierra para no
retornar jamás, el supercohete Tomahawk quedó listo para el lanzamiento
entre las recias torres de acero, bajo un enorme toldo de lona pintarrajeada
que cumplía su misión de mantener oculto hasta el último instante a la nave del
espacio.
Contra
lo que Dan esperaba, las últimas horas transcurrieron con rapidez
extraordinaria. El Tomahawk zarparía a las 11 horas y quince minutos de
la noche. La mañana fue empleada por los expedicionarios en repasar las
instrucciones elaboradas por un nutrido grupo de científicos, expertos en biología,
en sanidad, en balística, en radar, en astronomía, en geología, en
antropología, en sociología, etcétera. El último en dirigirles la palabra fue
el general Canby y lo hizo de manera breve.
—Varias
veces me han preguntado acerca del individuo sobre quien recaería la jefatura
de esta expedición. Les dije que lo comunicaría en los últimos momentos y así
lo hago. No habrá capitán ni marinero entre ustedes. Toda la disciplina que yo
pudiera encarecerles es superflua, puesto que están embarcados en una misión sin
retorno y a nadie tienen que dar cuentas de sus actos, excepto a Dios. Dado que
la justicia de los hombres ya no les alcanzará a partir del momento en que el
cohete salga lanzado hacia el cielo, sería innecesario y estúpido someter a
tres de ustedes a la ciega obediencia de un cuarto impuesto por nosotros. No
habrá jefatura suprema en la expedición. Cuando haya que tomarse una decisión
pueden hacerlo por voto de opiniones. También podrían hacerlo luchando entre
ustedes a cuchilladas, pero este proceder entre hombres que se prestan
voluntariamente al sacrificio de sus vidas por servir de avanzada a la ciencia
no sería digno ni concebible. Resuelvan ustedes allá sus propios problemas
porque nadie podrá ayudarles a resolverlos desde aquí y tengan siempre presente
que nadie podrá juzgar su conducta ni reprocharla, excepto la posteridad.
A Dan
Castles le agradó esta medida del general porque había estado temiendo que
designaran al coronel Croy para asumir la jefatura. Allen Croy, por su parte,
si se sintió defraudado o satisfecho, no lo expresó. Su cara y sus ojos eran
impenetrables.
Aquella
tarde la dedicaron a escribir algunas cartas de póstuma despedida. Comieron a las ocho
en compañía del selecto grupo de personajes que participaban del secreto, pero
ni una sola palabra alusiva a la expedición fue pronunciada; estaba prohibido.
La
sobremesa se prolongó hasta las diez. A esta hora, sin brindis ni discursos, la
reunión en peso se trasladó a la vecina capilla para escuchar una misa. El
capellán dedicó a los fieles una sencilla plática que confortó sus espíritus, y
a las 10’40 salieron de la iglesia.
Bajo la
noche estrellada, iluminado por los potentes reflectores, el Tomahawk,
en mitad de un ancho cercado por alambradas, esperaba indiferente el momento de
ser disparado.
A las
11 en punto, Dan Castles, Burton Englert, Allen Croy y Bernard Jones, después
de estrechar las manos de sus acompañantes, pasaron al otro lado de las
alambradas y se acercaron al aparato cruzando el espacio libre y brillantemente
iluminado por la luz de los focos.
Varias
cámaras fotográficas les siguieron mientras trepaban por la escalerilla y
saludaban con la mano antes de desaparecer en el interior del Tomahawk.
Los silenciosos hombres que asistían al acto vieron cómo se cerraba la sólida
puerta tras los cuatro exploradores.
Inmediatamente,
un altavoz ordenó a la gente que se retirara porque iban a hacerse los últimos
preparativos. En efecto, mientras los automóviles emprendían la fuga a la
desbandada, un manojo de cables de acero, desde la torre situada ante la proa
del Tomahawk, engancharon al cohete por delante y lo levantaron del
suelo. Entonces, otros cables, desde la torre situada a popa, continuaron la
labor de los primeros tirando de la proa del cohete hasta dejarlo en posición
vertical. Ahora, el Tomahawk era tan alto como un rascacielos. Mucho más
que las dos torres que colaboraron para dejarlo en posición de lanzamiento.
Los
cables soltaron la proa del aparato. Inmediatamente, los ingenieros y operarios
abandonaron las torres, saltaron a los jeeps que les aguardaban y emprendieron
la huida a toda marcha. El Tomahawk quedó solo. Visto desde el bunquer
de acero y cemento parecía un huso de proporciones colosales, brillante bajo la
luz de los focos eléctricos que le hacían emerger de la oscuridad del desierto
como un sueño quimérico de una mente exaltada.
Como el
despegue iba a ser demasiado rápido para que los tripulantes hicieran con la
debida rapidez las correcciones indispensables, el Tomahawk sería guiado
por radar hasta que rebasara la zona de atracción terrestre. Por lo tanto, Dan
Castles y sus compañeros no tenían nada que hacer. Su trabajo, ahora, se
limitaba a permanecer tendidos en sus sillones especiales esperando el momento
con los ojos fijos en la esfera de un reloj.
En la
casamata de cemento situada a quinientos metros del cohete, otros ojos seguían
la carrera de una saeta sobre la esfera de otro enorme reloj. Una mano, con las
uñas cortadas a ras de la carne, descansaba muy cerca de un botón eléctrico
colorado. Una voz monótona llevaba cuenta de los segundos a la inversa.
—Catorce...
trece... doce... once... diez... nueve...
La mano
blanca, de intelectual, se puso en movimiento hacia el pequeño botón colorado y
quedó suspendida sobre el disparador. La voz seguía contando.
—Seis...
cinco... cuatro... tres... dos... ¡Fuego!
El dedo
de uñas recortadas cayó como un rayo sobre el botón.
Allá
afuera, en pleno desierto, surgió una llamarada acompañada de un silbido que se
convirtió en rugido atronador.
El Tomahawk
despegó verticalmente, del modo lento y majestuoso con que despegaban todos los
cohetes que Dan Castles llevaba probados en varios años, y luego fue tomando
velocidad. Desde White Sands se le vio subir como una ráfaga de fuego hacia el
cielo estrellado, achicándose y ahogándose el tronar de su motor con velocidad
impresionante. En pocos segundos se le perdió de vista, pero el Tomahawk,
ya a considerable altura, continuaba desarrollando toda la complicada serie de
maniobras con las que se proponía vencer la fuerza de atracción de la Tierra.
Al cabo
de 65 segundos, habiendo consumido 1.860 toneladas de combustible, el primer
cohete se desprendió del Tomahawk, y el segundo se puso automáticamente
en marcha. En este momento había alcanzado una altura de 38.000 metros y su
velocidad era de 1.700 metros por segundo. El primer cohete, aunque ya no tenía
combustible, siguió subiendo porque había alcanzado una velocidad considerable
y llegó a una altura de 185.500 metros antes de empezar a caer hacia tierra.
Pero el
segundo cohete del Tomahawk, que había unido a su velocidad de 1.900
metros por segundo la de 1.700 metros por segundo que le había proporcionado el
primer cohete, siguió subiendo hasta agotar sus 1.000 toneladas de combustible
y alcanzar una altura de 150 kilómetros. Entonces se desprendió y se puso en
marcha el motor del Tomahawk, que sumando su velocidad a la de 6’3
kilómetros que le habían proporcionado, alcanzó la cifra máxima de 9’2
kilómetros por segundo y rebasó triunfalmente la zona de atracción de la Tierra
adentrándose en el espantoso y misterioso vacío cósmico.
* * *
La vida
a bordo del Tomahawk era monótona, pero confortable. La anulación de
pesos les creó toda aquella serie de problemas y curiosos incidentes que
constituían el ABC de los viajes interplanetarios desde que Julio Verne los
describió en su famosa novela «De la Tierra a la Luna».
No
obstante, había tanta diferencia entre el astronauta de Julio Verne y los
tripulantes del Tomahawk como entre la marinería de las tres carabelas
españolas que descubrieron América y los comandantes de los modernos
transatlánticos del año 1950. Cómodamente tumbados en sus sillones extensibles,
los exploradores norteamericanos podían escuchar los programas de radio de las
emisoras más potentes del mundo. Londres, París, Roma o San Francisco estaban a
su alcance solamente con alargar la mano y dar vuelta a un botón.
Dos
veces cada día se ponían en contacto con la emisora de Nueva York y mantenían
una corta conversación con hombres que iban quedando en la remota lejanía. Esto
contribuía a hacerles sentir menos desamparados y alejar de sí el pensamiento
de que eran náufragos eternos de la Tierra. También les ayudaba a olvidar que,
en cualquier instante, su loca carrera podía quedar interrumpida por el choque
contra cualquiera de los millones de aerolitos, vagabundos del cosmos que,
impulsados por fuerzas ciegas, viajaban por el espacio a velocidades
espantosas.
En el
transcurso de estos largos meses, Dan Castles pudo apreciar la acción benéfica
que la presencia de Bernard Jones irradiaba sobre los tripulantes del Tomahawk.
Bernard
tenía sus ideas propias acerca de Marte. Estas ideas, por fortuna, diferían
bastante de las expuestas por el profesor Laurence Eversole cuando, antes de
partir la expedición, documentaba a Dan y a Burton sobre lo que podían esperar
al aterrizar en Marte.
—Es
absurdo creer que en Marte ya no quedan seres vivientes y que, si los hay,
difieran tan notablemente de nosotros —decía.
—¿No
cree usted, como el profesor Eversole, que los marcianos sean unos gigantes de
cinco metros de alzada? —preguntó el coronel.
—Puede
que, respecto a ese punto, tenga razón Eversole, pero también podría
equivocarse. Mire usted a su alrededor, coronel Croy. ¿No le aterra la
inmensidad del espacio vacío en el cual se hallan los cuerpos celestes a
gigantescas distancias los unos de los otros? Pues la proporción de espacio
vacío entre las partículas de materia que forman nuestros cuerpos es muchísimo
mayor que la existente entre los mundos del Universo. Un muro de cemento no es
una masa sólida sin huecos entre sus partículas, sino que, en realidad, está
completamente lleno de espacios vacíos, ¿comprende?
Allen
miró imperturbable al astrónomo.
—Le
pondré un ejemplo más sencillo —prosiguió diciendo Bernard—. ¿Cuánto pesa
usted?
—Ochenta
y tres kilos —respondió Allen rápidamente.
—Muy
bien. Ahora, si su cuerpo pudiera comprimirse de forma que quedara
completamente compacto, haciendo desaparecer todos los espacios vacíos que
tiene en el cuerpo y en la cabeza... ¡esto último no es sátira! —añadió Bernard
con rapidez—, ¿a qué tamaño cree usted quedaría reducido?
—No
creo que haya grandes vacíos en mi cuerpo —refunfuñó Allen.
—Pues
prepárese a recibir una sorpresa. Quedaría usted reducido al tamaño de una mota
de polvo, demasiado pequeña para poderse ver sin la ayuda de un microscopio. Y
puesto que solamente se habrían eliminado en usted los espacios vacíos, pero se
conservarían todas las partículas de materia, esa pequeñísima mota, ¡pesaría
ochenta y tres kilos!
Los
ojos grises y fríos de Allen Croy no demostraron sorpresa. Ni siquiera
pestañeó.
—Por lo
tanto —continuó diciendo el astrónomo—, los habitantes de Marte no necesitarían
tener cinco metros de estatura para que su peso se adaptara a la menor fuerza
de gravedad de su mundo. Podrían ser del tamaño de caracoles y pesar cien kilos
o más. Si llegamos a verlos, yo espero comprobar que su estatura no sobrepasará
los tres metros.
—¿Y no
tendrán oídos ni hablarán? —preguntó Burton Englert.
—Hablarán,
y también tendrán órganos auditivos. Eversole se basaba para formar sus teorías
en el hecho de que la atmósfera de Marte es muy sutil.
—¿Usted
no lo cree así? —preguntó Dan.
—Caben
muy pocas dudas acerca de la exactitud de nuestras medidas en la atmósfera
marciana. Estoy de acuerdo en que el oxígeno contenido en la atmósfera de Marte
es unas diez veces menor que el de nuestro mundo, pero no basta para afirmar
que, no siendo el aire a propósito para transmitir ondas sonoras, nuestros
marcianos estarán privados del habla y del oído.
—Eso es
muy interesante —aseguró Dan—. ¿En qué apoya usted su teoría?
—En el
hecho de que Marte es un planeta hermano del nuestro, con la sola diferencia
que Marte es millones de años más viejo que la Tierra. El planeta Marte ha
perdido ya sus mares, sus montañas y casi toda su atmósfera. Los océanos de
Marte fueron absorbidos en el interior de la corteza del planeta y se han
evaporado en el espacio cósmico. También en nuestro mundo la erosión aplana las
montañas y nuestros mares se retiran con lentitud, pero en la Tierra, más grande
y más joven que Marte, habrán de transcurrir millones de años antes de que se
aplanen las montañas, desaparezcan los mares; con los mares la vivificante
humedad; con la humedad los bosques y con los bosques nuestra atmósfera. Pero
las generaciones futuras que vean acercarse el final de su mundo moribundo,
aquellos descendientes nuestros cuya civilización habrá evolucionado hasta
alturas inconmensurables, ¿dejarán de hablar y de oír? ¡No! Tomarán sus medidas
con tiempo, como hicieron los marcianos canalizando la poca agua que les queda;
construirán sus ciudades rodeadas de gigantescas campanas de cristal en cuyo
interior se mantendrá, a presión, el oxígeno y la temperatura para sus
organismos. La Tierra será un campo de hielo como lo es ahora Marte, pero
dentro de sus ciudades acorazadas, tal vez hundidas a miles de metros de
profundidad bajo tierra, nuestros descendientes continuarán viviendo,
reproduciéndose y muriendo.
—Pero
los seres vivos tienden a evolucionar adaptándose al ambiente en que viven —apuntó
Dan—. En esto se basaba el profesor Eversole para sus teorías.
—De
acuerdo —concedió Bernard—. El hombre, las bestias y las plantas tienden a
evolucionar hacia la adaptación, pero solamente cuando no pueden adaptarse
artificialmente. En nuestro mundo, a medida que el frío descienda hacia el
Ecuador, nuestros semejantes no adquirirán una piel más recia ni velluda. Se
limitarán a emigrar hacia las zonas más templadas.
—¿Y
cuando el frío llegue también al Ecuador?
—Entonces
harán lo que los marcianos refugiándose en sus confortables ciudades. El
ambiente de la madre Tierra ya no será apto para sus hijos, pero la humanidad
continuará habitando su mundo, sin haberse adaptado a las duras condiciones de
vida que reinen más allá de las paredes de sus ciudades colmenas.
—¿Y qué
comerán si los ahora fecundos campos son yermos de hielo? ¿Qué aire respirarán
si la Tierra ha perdido su atmósfera? —interrogó el coronel Croy.
Bernard
Jones sonrió y abrió los brazos exclamando:
—Eso no
representará ningún problema para las generaciones que pueblen la Tierra dentro
de tres millones de años, coronel. Mucho antes de que nuestros campos sean
incultos, habrán sido abandonados por la agricultura. Los hombres se
alimentarán con productos fabricados artificialmente. Estamos todavía en los
balbuceos de la era del átomo. Nuestros descendientes se reirán de nosotros
cuatro, pobres hombres ignorantes que nos lanzamos al espacio encerrados en un
cohete primitivo para no regresar más. Comparados a los futuros astronautas,
nosotros seremos más rudos e ignorantes que Colón y los hombres que tripulaban
aquellas toscas carabelas. De los minerales extraerán nuestros descendientes
alimentos, calor, luz, oxígeno, hidrógeno... ¡todo, coronel! Ellos no serán
esclavos como nosotros de los caprichos de la naturaleza. Ellos encauzarán las
colosales fuerzas de la creación y serán los amos de la lluvia, del viento, del
frío y del calor. Puede que incluso cuando ese sol que ahora nos alumbra y
calienta quede oscuro y frío, viva todavía en el seno del planeta una
generación de hombres como nosotros en ciudades donde brille un sol artificial
irradiando la misma luz y vivificante calor del astro extinto un millón de años
antes.
—Bien
—dijo Croy—. Esa concepción futurista de la Tierra es muy bella, señor Jones.
Pero en lo que se refiere a Marte creo que va a llevarse usted una gran
desilusión.
—¿En
qué sentido?
—Marte
no puede estar habitado.
—¿Por
qué no?
—Porque
si los marcianos fueran una raza afín a la nuestra y muy superiores a nosotros
en inteligencia y recursos, habrán tenido sobradas ocasiones de hacernos una
visita en nuestro propio mundo. Incluso, siendo nuestro planeta mucho más joven
que el suyo, lógicamente debieran haber emigrado a la Tierra hace siglos. Y, a
menos que nosotros seamos descendientes de los marcianos sin saberlo, nadie
tiene noticias de esa emigración.
—Estoy
casi seguro que, de desearlo los marcianos, podrían aterrizar en nuestro mundo
en el momento que quisieran. Si no lo hicieron hasta ahora se debe a una razón
muy sencilla. La visita sería fatal para nuestros parientes los marcianos.
—No lo
comprendo, ¿no dice que son en todo iguales a nosotros?
—No en
todo, coronel —sonrió Jones—. Los marcianos tendrán los mismos órganos que
nosotros porque su mundo es afín al nuestro, pero hay algo que en Marte fue
siempre más débil que en la Tierra: su fuerza de gravedad. En Marte, usted sólo
pesará algo más de treinta kilos y brincará sobre aquel planeta con la agilidad
de una pulga, porque sus músculos están acostumbrados a mover su cuerpo de
ochenta y tres kilos de peso. A la inversa, un marciano que en su mundo pesara
ochenta y tres kilos, en el nuestro pesaría unos 224 kilos. Sus brazos y sus
piernas, acostumbrados a mover un peso mucho menor, les parecerían de plomo. Si
la fatiga de esta súbita elevación de peso no bastara para matarles, les
mataría su corazón. El corazón de los marcianos no necesita ser tan recio como
el nuestro porque allí el esfuerzo de hacer circular la sangre es mucho menor.
El corazón de nuestros visitantes empezaría a palpitar como un loco y acabaría
haciéndose pedazos. Por último, la presión de la atmósfera marciana es muy
pequeña. En la Tierra, nuestros cuerpos soportan una presión constante
equivalente a 1’33 kilogramos por centímetro cuadrado que nos oprime en todos
sentidos. Nosotros, en Marte, tendremos que mantener nuestros cuerpos
encerrados en los trajes de presión para que la sangre no brote por nuestros
poros y oídos. Un marciano llevado a la Tierra, en cambio, no podría soportar
la formidable presión de más de un kilo sobre cada centímetro cuadrado de su
piel. Ésta puede ser la razón por la que los marcianos, sabedores de lo que les
espera en nuestro mundo, se abstengan de hacernos visitas y, mucho menos, de
buscar en él una segunda patria.
Al
dejar de hablar Bernard Jones, todos los ojos se volvieron hacia los cristales
de la cabina. Ante la afilada proa del cohete aparecía Marte, con un diámetro
aproximadamente igual al del satélite de la Tierra, la Luna, pero brillando en
la negrura del espacio con un fulgor rojizo.
—¡Ojalá
tenga usted razón y podamos regresar un día a la Tierra en una de las aeronaves
marcianas! —exclamó Dan.
Burton,
sin duda, estaba pensando lo mismo. Sus ojos no se apartaban del astrónomo.
—¿A qué
puede deberse ese fulgor rojo de Marte, Jones? —preguntó.
—Es uno de los más grandes misterios de nuestro vecino. Algunos lo atribuyen al color de la arena de los desiertos marcianos. Otros piensan que se debe a la coloración de las plantas de Marte. Personalmente no creo que se deba a ninguna de estas dos razones. Pero ya falta poco para comprobarlo por nuestros propios ojos.
CAPÍTULO IV
MARTE
EL Tomahawk,
con los dos motores delanteros a toda marcha, se precipitó sobre la superficie
de Marte a una velocidad todavía considerable. Éste era el momento que con
tanta ansiedad estuvieron aguardando durante 260 días.
Dan
Castles, aferrado a los mandos, podía ver a través de los cristales de la
cabina cómo el suelo de Marte subía rápidamente a su encuentro y se ensanchaba
enormemente el canal que había elegido para amarar. Este canal se prolongaba
unos 3.000 kilómetros en línea recta y sus aguas brillaban al sol con reflejos
de hierro líquido al rojo vivo.
Mientras
Burton Englert medía con el radar la altura a que volaban, Bernard Jones no
apartaba sus ojos de aquella especie de velo rojizo que envolvía al misterioso
planeta. Al parecer, era la atmósfera lo que daba a Marte aquella fantástica
coloración. La envoltura de gases coloreados se hallaba todavía muy por debajo
de ellos. En el suelo, siguiendo las riberas del canal, podía ver grandes
extensiones de vegetación oscura.
Dan y
Bernard eran los únicos que, por la posición de sus sillones extensibles ante
los cristales, podían seguir con la vista su vertiginoso descenso sobre Marte.
Burton y Allen, sujetos fuertemente a sus sillones por correas, estaban detrás.
Todos
iban ya enfundados en sus trajes especiales de presión, lo que les daba el
aspecto de criaturas de otra especie. Estos trajes estaban construidos de
titanio y caucho y eran confortables, aislantes contra el frío, el calor y la
baja presión atmosférica. El peto, las espalderas y otras muchas partes eran de
titanio. Las articulaciones eran una especie de fuelles de caucho, y los brazos
semejaban sendas tráqueas soldadas a las hombreras de metal y rematadas por
guantes de goma. Una esfera de cristal les cubría la cabeza.
Esta
escafandra de vidrio, a prueba de bala, tenía adosados uno a cada lado dos
pequeños tornavoces que reproducían en el interior de la esfera, junto a los
oídos, los sonidos del exterior. También iban provistos de un micrófono para
comunicar por radio y un tornavoz para la recepción de mensajes radiados.
El Tomahawk
sólo alcanzó la atmósfera de Marte a los tres mil metros de altitud sobre la
superficie del planeta. Entonces vibró violentamente y planeó canal arriba
hasta dejarse caer sobre el vientre en el agua.
Saltó
como una de esas piedras que los muchachos lanzan de refilón para que vayan
brincando sobre el agua, se arrastró un gran trecho por el canal y finalmente
se detuvo cabeceando.
Al ser
parados los motores les envolvió un silencio de muerte. Uno a uno fueron
desembarazándose de los cinturones de seguridad y saltando en pie. Los ojos de
Bernard Jones y de Dan Castles se encontraron a través de los cristales de sus
respectivas escafandras.
—Bien
—dijo Dan—. Parece que lo hemos conseguido. Estamos en Marte.
—Le
felicito, Castles —dijo el astrónomo estrechando la enguantada mano del
ingeniero—. El largo sueño de la humanidad se cumple gracias a usted. El hombre
pone su planta sobre otro mundo.
Habiendo
pasado el peligro de un choque se desprendieron de las escafandras. Bernard y
Burton fueron a consultar sus instrumentos, Allen Croy, que también se había
quitado su escafandra de cristal, oteaba la lejana ribera del canal con unos
poderosos prismáticos de campaña.
El
astrónomo regresó junto a Dan.
—El
barómetro indica una presión de 98 milímetros y el termómetro 14 grados.
—Es más
de lo que esperaba usted, ¿verdad?
—Un
poco más, sí. Ahora tendremos que salir afuera para tomar una muestra de aire y
analizarlo.
—Me
parece que estamos derivando —anunció Allen bajando los prismáticos—. ¿No
convendría acercarnos a la costa y lanzar una amarra? Veo allá una masa verde
que parecen árboles.
Dan se
volvió hacia el astrónomo.
—¿Se ha
dado cuenta de que la vegetación es verde y la tierra tiene el mismo color que
en nuestro mundo?
—Sí, lo
he observado. Es la atmósfera marciana lo que tiene coloración roja y ésa es la
causa de su brillo extraño frente a los telescopios terrestres.
—¿A qué
se deberá?
—Todavía
no lo sé, pero espero averiguarlo pronto. Voy a asomarme por la escotilla y
tomar una muestra de aire.
—¿Hay
algún peligro si yo me asomo con usted afuera y abro la válvula de mi
escafandra para comprobar si la atmósfera marciana es respirable? —interrogó
Dan.
—No lo
creo. Lo más que puede pasarle es que se maree y vuelva a tener que abrir la
llave del oxígeno.
—Veamos
entonces.
Abrieron
la sólida puerta del compartimiento estanco y treparon por una escalerilla
hasta una angosta cabina situada junto al techo. Dan dejó caer la trampa de
acero con rebordes de caucho y oprimió un botón eléctrico.
Se
escuchó el apagado de una bomba de émbolo que extraía el aire de la cabina. En
una de las paredes podía verse un manómetro cuya aguja giraba a pequeños
saltos.
Se
colocaron las escafandras de vidrio y esperaron mirando el manómetro.
—Noventa
y ocho —dijo Bernard—. Basta.
Dan
oprimió el botón y paró la bomba. Bernard alzó las manos y dio vueltas a la
manivela que cerraba la escotilla. Luego la empujó hacia afuera. Un rayo de sol
entró por el agujero. Bernard trepó por la escalerilla y salió. Dan le tendió
desde abajo los instrumentos de laboratorio y subió detrás.
Al
salir tuvo la impresión de que recobraba la libertad tras largos años de
prisión. Alzó los brazos y se desperezó parpadeando bajo el tibio sol que le
bañaba el rostro. Notó una extraordinaria ligereza en todos sus músculos. Saltó
sobre la puntilla de los pies y se elevó medio metro para caer nuevamente sobre
sus pies.
—¡Estupendo!
—exclamó riendo—. ¡Me siento tan ágil como un chiquillo!
—¿Cómo
dice?
—¡Que
me siento tan ligero como un chiquillo! —repitió Dan, y al mirar a la rubicunda
faz de Bernard la vio iluminada con una sonrisa entre asombrada y feliz.
—¡Magnífico!
—rio el astrónomo—. Contra todas las predicciones de nuestros sabios existe en
las bajas capas de la atmósfera de Marte un aire lo suficiente denso para
transmitir los sonidos. Ahora, Dan, cierre la llave del oxígeno y abra su
válvula de admisión de aire atmosférico. Respondo de que puede respirar sin
ninguna dificultad.
Dan
miró asombrado al astrónomo. Luego cerró la llave de paso del oxígeno que venía
desde los depósitos situados a sus espaldas y abrió la válvula de admisión de
aire atmosférico. Respiró a pleno pulmón un airecillo fresco y húmedo que
entraba con un suave silbido por la válvula situada frente a su boca.
—¡Respiro!
—gritó con júbilo—. Este aire es bueno para vivir. ¡Qué maravilla, Bernard!
¡Esto quiere decir que no vamos a morir por asfixia cuando consumamos nuestra
provisión de oxígeno!
Bernard
asintió satisfecho. A continuación abrió una especie de bote cuyas dos tapas
podían quitarse, lo agitó en el aire varias veces y volvió a taparlo
herméticamente.
Entraron
en el Tomahawk cerrando tras ellos la escotilla. Dan abrió una espita
por la que entró silbando el aire comprimido. Cuando la presión en el interior
de la cámara quedó igualada a la de la cabina del cohete, abrieron la segunda
trapa y regresaron donde estaban Allen y Burton. Dan les refirió su reciente
experiencia.
—¡Hombre!
—exclamó Burton—. ¡Eso es estupendo! Por lo menos no moriremos asfixiados como
ratas.
El
coronel no hizo ningún comentario.
—¿Usted
no se alegra, Allen? —le preguntó Dan con la curiosidad que sentía siempre al
dirigirse al enigmático coronel.
—No veo
qué ventaja puede reportarnos que la atmósfera de Marte contenga el oxígeno
necesario para vivir —contestó encogiéndose de hombros—. No podemos hacernos
viejos en este planeta encerrados eternamente en nuestras corazas como los
caracoles, ¿verdad? Lo único que conseguiremos será prolongar nuestra agonía.
—Aunque
le parezca fantástico —dijo Bernard— podemos vivir perfectamente cincuenta años
más sin abandonar nuestros trajes acorazados. Aquí en Marte, no sentiremos su
ligero peso, y en tanto tengamos una bomba para inyectar aire a presión en
nuestras armaduras viviremos.
—Hay
necesidades imperiosas que nos obligan a desprendernos de estos trajes. ¿Cómo
podremos llevarnos la comida a la boca si no es posible quitarnos la
escafandra?
—Tenemos
este cohete, que de ahora en adelante debemos cuidar con mayor cariño, porque
solamente aquí podremos descansar libres de estas armaduras.
—¿Y
cuando se agoten los acumuladores y no puedan funcionar las bombas?
—Las
haremos funcionar a mano, coronel. No se preocupe. Lo vital es que haya oxígeno
respirable.
—No me
preocupo en absoluto —gruñó Allen dejando desconcertados a sus compañeros.
—Bueno
—suspiró Dan mirando los indicadores—. Todavía nos queda un poco de combustible
en los depósitos. ¿Nos acercamos a la costa o no?
De
común acuerdo decidieron que esto era lo mejor. Dan puso el motor de popa en
marcha. El Tomahawk se deslizó sobre el agua a más de 80 nudos hacia la
costa y cuando la masa verde oscuro de la vegetación estuvo cerca, el joven
ingeniero paró el motor.
—Llevaremos
una amarra con ayuda del «pato» hasta aquellos árboles —dijo Dan. Y volviéndose
hacia Bernard preguntó—: Bueno, ¿qué me dice usted de los tan discutidos
habitantes de Marte? ¿No cree que ya debieran haber salido a recibirnos? Si existen
ya deben estar enterados de nuestra llegada.
Bernard
miraba hacia el sol.
—Debe
de ser mediodía —dijo—. ¿Qué les parece si mientras Burton radia a Nueva York
la noticia de nuestra feliz arribada botamos el «pato» y exploramos los
alrededores de paso que echamos amarras?
A todos
les pareció de maravilla. En realidad ansiaban echar pie a tierra y pisar por
primera vez el suelo de Marte. Empezaron a hacer alegremente los preparativos.
—No sé
si no debiéramos llevar con nosotros una bandera de los Estados Unidos y tomar
posesión de Marte en nombre de nuestra patria —murmuró el coronel.
—¿Cómo
vamos a tomar posesión de un planeta que está habitado? —refunfuñó Bernard.
—¿Y
qué? También estaba habitada América cuando los españoles llegaron a ella por
primera vez y tomaron posesión del nuevo continente en nombre de los Reyes
Católicos sin pedir parecer a los indígenas.
Dan y
Burton cruzaron una mirada de perplejidad.
—Haga
lo que quiera, Allen —acabó diciendo Burton—. A mí, personalmente, me parece
una ridiculez esa toma de posesión de un mundo que quizá no conquistemos nunca.
—Eso ya
lo veremos —contestó el coronel—. Llevaré conmigo la bandera.
Entraron
en el compartimiento más espacioso del Tomahawk, donde estaba el jeep
anfibio y la mayor parte de las armas y los víveres de reserva, todo
cuidadosamente estibado y sujeto con flejes de acero.
El jeep
estaba junto a una gran compuerta que caía hacia afuera. Después de colocarse
las escafandras y extraer el aire que contenía abrieron la puerta, que quedó
formando una especie de pequeña plataforma a cosa de un metro sobre el nivel de
las aguas del canal. Bajaron un poco más la plataforma alargando las cadenas
que la sostenían y la puerta formó una rampa por la que empujaron al jeep
lanzándolo al agua. Dan saltó a bordo del anfibio, tomó asiento ante el volante
y puso el motor en marcha. Viendo que el motor funcionaba a las mil maravillas,
Dan soltó un suspiro de satisfacción y ayudó a sus compañeros a tomar a bordo
el armamento.
En sus
largas conversaciones habían decidido no mostrar una actitud hostil frente a
los marcianos que Bernard no dudaba de encontrar. Sin embargo, por lo que
pudiera pasar, se armaron hasta los dientes no fiando demasiado en la reacción
de los presuntos habitantes de Marte. El general Canby, al organizar la
expedición, había contado con la posibilidad de que los audaces exploradores
fueran agredidos por seres belicosos a su llegada a Marte. Fue por esto por lo
que se ocupó personalmente de que todos los miembros de la expedición supieran
manejar diestramente las armas que les entregaría.
Dado el
carácter científico y la forzada limitación de pesos del cohete, el armamento
de la expedición era todo ligero. El arma más pesada era una ametralladora de
12 mm que se podía montar sobre un soporte sujeto al respaldo del asiento
delantero del jeep, de forma que pudiera disparar, si llegaba el caso, por
encima de la cabeza del conductor y del parabrisas.
El
resto del armamento consistía en media docena de fusiles ametralladores, media
docena de revólveres de ordenanza, dos rifles antitanques y dos cajas de bombas
de mano.
Para
primera visita a Marte, el coronel entregó un revólver y un fusil a cada uno de
sus compañeros. Él tomó otro revólver, ató la amarra a la trasera del jeep y
montó la ametralladora de 12 mm en el soporte.
—Coronel
—recomendó Bernard disgustado—, si hay que disparar ese artefacto espere a que
nos pongamos de acuerdo los tres sobre si hay necesidad o no de hacerlo.
—¿Cree
que no sé cuándo hay que apretar el gatillo, profesor? —refunfuñó el militar.
—Lo que
yo quiero hacerle comprender es que de nuestros actos en el momento que
tropecemos con los marcianos depende nuestra propia vida.
—Usted
tiene en gran estima su vida, ¿verdad?
—Yo sí.
Y si usted no siente apego por su propio pellejo le compadezco. Su vida,
seguramente, no ha sido muy feliz.
Dan
pudo ver cómo las facciones del coronel se crispaban en una mueca de ira.
—No
discutamos —dijo alzando la voz sobre el ruido del motor—. Estamos quemando
inútilmente nuestra preciosa gasolina.
Y sin
esperar a más embragó la hélice y apretó el acelerador. El motor rugió
levantando un remolino de espuma y el anfibio empezó a navegar.
El jeep
puso proa hacia una ribera pendiente, donde el barro seco y agrietado había
formado una costra negra y dura. Dan desembragó la hélice y embragó la doble
tracción del anfibio. Con el último ímpetu de la marcha, el jeep llegó hasta la
orilla, sus ruedas delanteras entraron en contacto con la ribera y trepó
gruñendo la pendiente saliendo del agua.
Seis
metros más allá, Dan detuvo el automóvil bajo las retorcidas ramas de un árbol.
Bernard Jones echó pie a tierra y contempló pensativo el extraño árbol.
—Me
gustaría saber a qué especie pertenece —murmuró—. La verdad es que la botánica
no constituye mi fuerte.
—Eso no
importa —dijo Dan saltando a su vez del coche y desatando la amarra de la
trasera—. Nuestra expedición no ha venido a Marte para estudiar sus plantas,
sino para conocer a sus hombres. No han de pasar muchos años sin que tomen
tierra en Marte otras expediciones científicas. Ellas completarán nuestra obra
arrancando sus más ocultos secretos a este planeta.
Mientras
Dan y Bernard pasaban la cuerda alrededor del tronco del árbol, el coronel Croy
cortaba con su machete el alto vástago central de un extraño arbusto rematado
por una grande y fantástica flor morada y, sacando una bandera de seda de los
Estados Unidos, la ató con las cintas a la vara. Luego caminó unos pasos
trepando hasta una elevación del terreno, y con la bandera en la diestra y
machete en la siniestra, de espaldas al canal, gritó abriendo los brazos:
—¡Tomo
posesión de este mundo en nombre de los Estados Unidos de Norteamérica!
Hincó
el asta en el suelo con vigoroso golpe. Dan y Bernard contemplaban la toma de
posesión de Marte con un vago sentimiento de orgullo y un vago temor al
ridículo. Una racha de viento desplegó el trapo de las barras y las estrellas.
En este momento brilló una chispa azul por la base del asta. Se oyó un pequeño chasquido. Y la orgullosa enseña de los Estados Unidos mordió el polvo.
CAPÍTULO V
¡HOMBRES!
ALLEN
Croy quedó como clavado en el suelo. Sus ojos grises otearon desde la pequeña
elevación del terreno en que se hallaba, una estepa amarillenta salpicada de
matorrales y achaparrados arbustos. El viento mecía las flores moradas de
aquellas plantas de esbelto vástago y arremolinaba el polvo en nubes que, a
través de la atmósfera rojiza, tomaban una coloración rosada.
Dan
Castles dio un salto hacia Allen. Olvidado de que la pequeña fuerza de gravedad
de Marte cuadruplicaba sus energías terrestres, el salto le llevó por los aires
a cinco metros de distancia y tres de altura. Otro impulso, más fuerte, le hizo
dar un brinco de siete metros, que le puso junto al coronel.
—¿Quién
ha disparado? —preguntó ansioso—. ¿Ve usted a alguien?
—No se
ve un bicho viviente —gruñó Allen—. ¿Cree usted que eso fue un disparo?
—¿Qué
otra cosa podía ser?
Bernard
Jones llegó junto a sus compañeros en dos saltos. Los tres quedaron formando un
grupo recortado sobre el cielo rojo, mirando a su alrededor con el corazón
golpeándolos en el pecho rápidamente.
—Si
fueron criaturas humanas, ¿por qué no se muestran a nuestros ojos? —murmuró
Dan.
—¿Lo
haría usted allá en la Tierra ante un ser extraño que acaba de apearse de un
platillo volante? —preguntó Bernard—. ¿Correría a darle los buenos días sin
conocer sus intenciones?
—Si
alguien oculto entre esos matorrales disparase contra nosotros estamos
ofreciéndole un magnífico blanco —dijo Allen—. Retirémonos de esta altura.
—¿Para
qué? —preguntó Bernard—. No tenemos la menor idea acerca del alcance y el poder
de las armas marcianas. Ocultándonos sólo conseguiríamos hacernos sospechosos.
Lo que debemos hacer es buscar a ese tirador sin demostrar miedo ni malos
propósitos.
—En tal
caso volvamos al jeep y continuemos nuestra excursión —dijo Dan.
Allen
recogió la bandera del suelo, la desató del palo y volvió a plegarla y
guardarla en su bolsillo. Subieron en el jeep, Dan empuñó el volante y salieron
de debajo del árbol. El cochecillo trepó la cuesta y descendió por el lado
opuesto echando a correr por entre los polvorientos matorrales.
Con el
aparato de radio del automóvil Bernard se puso en contacto con el Tomahawk
y contó brevemente a Burton lo ocurrido. Burton se mostró alarmado.
—Oiga,
profesor —contestó—. ¿Y si esos tipos vienen aquí y asaltan el cohete, qué
hago?
—Nada.
Si le visitan comunique con nosotros por radio y déjeles entrar. Muéstrese
amable con ellos.
—¡Pues
vaya un encarguito el que me dan! —refunfuñó Burton—. ¿He de convidarles a un
whisky con soda?
—¿Ha
comunicado con Nueva York?
—Ahora
me disponía a hacerlo.
—Muy
bien. Le llamaremos dentro de una hora. Corto.
—Suerte
—murmuró Burton.
Bernard
desconectó el enchufe de los auriculares de su escafandra y miró a través del
cristal parabrisas. El jeep iba dando tumbos sobre el suelo desigual de la
estepa dejando tras sí una nube de polvo. El coronel, de pie y manteniendo el
equilibrio sujetándose al soporte de la ametralladora, oteaba la llanura.
—Tuerza
a la derecha, Dan —advirtió—. Veo por allá una cinta blanca como una carretera.
Dan
llevó el jeep hacia donde señalaba el coronel. El cochecillo ascendió un
pequeño terraplén y se hallaron ante la cinta de un camino polvoriento.
—¡Alto!
—gritó Bernard.
Dan
echó los frenos y el astrónomo saltó a la carretera inclinándose sobre las
huellas de unos neumáticos.
—¡Hola!
—exclamó—. Por aquí pasó no hace mucho un vehículo.
Aún sin
apearse, Dan podía ver perfectamente las huellas a que aludía Bernard. En
realidad era la huella de un solo neumático.
—¿Concibe
usted un vehículo de una sola rueda? —preguntó.
—No es la señal de un sólo neumático,
sino el de dos superpuestos. El vehículo que pasó por aquí sólo tenía dos
ruedas, corría en línea endiabladamente recta y esto hace parecer una sola las
dos huellas.
—Sería
una moto —apuntó Allen.
Bernard golpeó el suelo con la culata de su fusil. Se produjo un sonido
macizo. El astrónomo barrió con un pie el suelo, se inclinó y arañó con la
punta del machete. Dan y Allen seguían todos sus movimientos con suma
curiosidad. Bernard se enderezó volviendo el cuchillo a su funda.
—Una
pista metálica —anunció—, tal vez de acero.
En
mitad del silencio asombrado de sus compañeros, Bernard volvió a ocupar su asiento junto
a Dan.
—¿Qué
hacemos? —preguntó el ingeniero—. ¿Hacia dónde vamos?
—Tanto
da. Sigamos esta carretera. Debe conducir a alguna parte.
El jeep
volvió a ponerse en marcha. La carretera era tan recta, tan llana y tan ancha
que pudieron correr por ella como por la pista de Indianápolis. A una velocidad
desenfrenada recorrieron unos diez kilómetros sin tropezar con un alma. Pero el
paisaje iba cambiando según avanzaba. A la estepa amarilla y polvorienta
sucedió un monte bajo del que surgían bosquecillos de verdes árboles. Cada vez
con mayor frecuencia se encontraban con pequeños canales, secos la mayor parte
de ellos.
—Canales
abiertos por la mano del hombre —murmuró Bernard pensativo—. Toda esta llanura
debió de ser en siglos pasados una extensa zona cultivada. Las acequias deben
ser ramificaciones de los grandes canales.
—¿Por
qué estarán incultas ahora estas tierras? —interrogó Dan.
—Sólo
puede haber una razón. Los marcianos ya no necesitan de los productos
directamente extraídos de los cultivos para alimentarse. Otro tanto ocurrirá en
nuestro mundo. La agricultura alcanzará un desarrollo extraordinario en los
siglos inmediatos. Las grandes llanuras esteparias de África, Australia y Asia,
el mismo Sahara tal vez, llegarán a ser las zonas más ricas de la Tierra cuando
nuestros descendientes construyan gigantescos canales y sepan producir en
cualquier punto la lluvia artificial. Luego vendrá la época de los alimentos
sintéticos y los cultivos serán abandonados de nuevo a manos de la naturaleza.
Dan
escuchaba atentamente a Bernard mientras conducía sin apartar los ojos de la
blanca cinta del camino. También Allen atendía a las palabras del profesor sin
dejar de observar el horizonte. De pronto vio algo que aceleró los latidos de
su corazón y le arrancó una exclamación de los labios.
—¡Una
ciudad!
Dan
frenó y el jeep se detuvo en mitad de la carretera. Bernard saltó en pie y miró
hacia donde señalaba el coronel. Dan les imitó. Lo que vio fue como un lejano
bosque de esbeltos rascacielos saliendo del velo rojizo que la atmósfera
marciana tendía ante la vista. Estaban bastante cerca, y si no los vieron antes
fue precisamente por la coloración del aire, que limitaba la visibilidad de los
ojos terrestres a una quincena de kilómetros. El sol centelleaba sobre la
cúpula de los edificios. Este destello fue el que llamó la atención de Allen
hacia la fantástica ciudad.
—¡Vamos,
Dan! —apresuró Bernard asiéndose con fuerza al parabrisas—. ¡En marcha!
—¡Espere!
—exclamó Allen sujetando a Dan—. ¿No sería más prudente aguardar hasta que
fuera de noche?
—¿Para
qué? —preguntó Bernard—. No se haga ilusiones, coronel. Los marcianos saben ya
de nuestra presencia y seguramente siguen nuestros pasos. Lo mismo da que
entremos de día como de noche en su ciudad. En el momento que quieran nos
echarán la mano encima. No podemos evitarlo.
—Tal
vez podamos evitarlo, señor Jones. Y quiero recordarle que no hemos venido a
Marte para entregarnos a manos de los primeros seres que veamos, sino para
espiar sus movimientos y radiar nuestros informes a Nueva York antes de que nos
hagan prisioneros y nos lo impidan.
Bernard
Jones pareció meditar profundamente.
—¿Usted
qué opina, Dan? —preguntó.
—Creo
que el coronel tiene parte de razón. Estoy de acuerdo con usted en que no
podremos resistir mucho tiempo a los marcianos, pero debemos retrasar el
momento de la rendición todo lo posible. Si nos entregamos a ellos y nos matan
o nos impiden radiar nuestros informes a la Tierra, ¿de qué habrá servido
nuestra expedición?
—Tal
vez, en definitiva, podamos rechazar el ataque de los marcianos —añadió el
coronel—. Por lo menos, ellos desconocen todavía el poder de nuestras armas.
Esperemos que nos tengan respeto.
—Bien
—contestó Bernard—. Puesto que son dos opiniones contra la mía hagamos lo que
dicen. Y ahora, ¿qué hacemos?
—Vamos
a salir de la carretera y a ocultarnos en aquel bosquecillo —indicó Allen—. Nos
pondremos en contacto con Burton y aguardaremos la noche para acercarnos a la
ciudad andando.
Dan
afirmó, puso el coche en marcha y lo llevó terraplén abajo para introducirse
bajo las ramas de los árboles. En lo más espeso del bosquecillo, Dan echó los
frenos y paró el motor. Bernard conectó sus auriculares con la radio y llamó a
Burton. La voz del radiotelegrafista contestó enseguida.
—¡Hombre!
—gritó Burton—. ¡Ya era hora de que dieran señales de vida! ¡Llevo más de media
hora lanzando la contraseña!
—Teníamos
la radio cerrada para economizar batería. ¿Cómo va eso? ¿Entró en contacto con
Nueva York?
—¡No!
—¿Por
qué?
—¡Toma,
pues porque no he podido! Están ocurriendo la mar de cosas raras. Puedo
escuchar a la estación de Nueva York, pero ellos no me oyen a mí. Nuestro
aparato funciona bien, lo he comprobado. Es que alguien está interfiriendo mis
mensajes con una interferencia muy extraña. Se diría que está absorbiendo las
descargas de mi emisora impidiéndoles llegar a la Tierra.
—¿Está
seguro de que el aparato funciona bien?
—Completamente.
Y, además, otra cosa. ¿No sujetaron ustedes la amarra del cohete en la orilla?
—Sí.
—Pues
alguien está remolcándome canal abajo.
—¿Quiere
decir que va a la deriva?
—Digo
que me remolcan y a bastante velocidad. Debe tratarse de un submarino.
—¿No ha
visto a nadie?
—Ni un
alma ha venido por aquí.
—Vamos
a ir corriendo. Atajaremos buscando el canal diez o doce millas más abajo de
donde le dejamos.
—Bueno
—se escuchó refunfuñar a Burton—. No tarden.
Bernard
cerró la comunicación y miró a sus compañeros con el ceño fruncido.
—No
podemos perder de vista al Tomahawk —dijo—. Sin él somos hombres al
agua.
Dan,
sin pronunciar palabra, volvió a poner el coche en marcha. Salieron del
bosquecillo y, dando la vuelta, rodaron dando tumbos entre los matorrales para
ganar de nuevo la carretera. El motor gruñó cuando el valiente jeep trepaba el
terraplén. Al llegar a la pista, Dan torció hacia la izquierda. Entonces lanzó
una exclamación de sorpresa y pisó los frenos de golpe.
El
automóvil se detuvo con un chirrido de frenos. A unos cien metros de distancia,
bloqueando la carretera, se veían dos colosales esferas de un color rojo
desvaído. No estaban allí cinco minutos antes, y su inmovilidad tenía algo de
siniestro.
—¡Rayos!
—exclamó Allen—. ¿Qué significa esto?
Dan
miró hacia atrás y sintió el escalofrío de todo humano ante los acontecimientos
que no le parecen naturales. Otra bola de 6 metros de diámetro venía rodando
hacia ellos por la carretera. Su velocidad no sería menor de 200 kilómetros a
la hora. La imaginación veloz y disparatada le hizo pensar que los gigantes
marcianos, proporcionados a aquellas esferas como un jugador de bolos terrestre
a sus bolos, habían lanzado aquellas enormes masas por la carretera para que aplastaran
al jeep como a un insecto.
—¡Cuidado!
—gritó dando un salto que le hizo brincar a dos metros de altura y cuatro de
distancia fuera del coche.
Bernard
y Allen le imitaron al ver venir sobre ellos a la enorme esfera, que por cierto
hacía retemblar la carretera como si sobre ella pasara un tren expreso.
El
instinto de conservación les empujó hacia el terraplén de la derecha, pero allí
frenaron su veloz impulso al ver venir otra esfera rodando sobre sí misma,
brincando sobre los desniveles del terreno y abatiendo a su paso, como una
ciclópea apisonadora, árboles y plantas.
Dan
había sentido miedo muchas veces durante la guerra, pero nunca el pánico de
ahora, que le dejó clavado en el suelo. Bernard, y también Allen, se detuvieron
al mismo tiempo.
De
pronto, la bola se inmovilizó. Los tres terrestres miraron hacia la derecha. La
formidable mole que rodaba sobre la pista se paró también a unos 50 metros de
distancia. No eran, pues, masas ciegas rodando bajo el impulso de la mano que
las lanzó. Podían dirigirse y frenarse a sí mismas o alguien las conducía y
frenaba a distancia. La comprensión de que obedecían a una inteligencia
superior tranquilizó en parte a los terrestres.
Se
miraron los unos a los otros, perplejos.
—Hemos
caído en una emboscada —dijo Allen con voz ligeramente ronca—. Y si esas bolas
son de acero podemos estar seguros de que ni las balas de veinte milímetros de
la ametralladora les harán mella.
—Esperemos
—murmuró Bernard—. Si, como espero, viene alguien dentro de esas esferas, no
tardará en dar señales de vida.
Quedaron
en pie, al filo de la carretera, esperando sin apartar los ojos de las extrañas
esferas; pero por mucho que miraron no pudieron hallar en ellas la menor señal
de vida. Parecían aerolitos caídos allí desde el cielo, masas de acero o
granito que llevaran en el mismo sitio siglos enteros. Al cabo de unos minutos
empezaron a impacientarse.
—¡Bueno!
—rezongó Allen—. ¿A qué esperar? ¿Por qué no sale nadie?
—Tal
vez no haya nadie dentro —murmuró Bernard.
—Entonces
estamos haciendo el idiota. Si no hay nadie dentro podemos irnos.
—Querrá
decir que podemos probar a irnos, pero estoy seguro de que no nos lo permitirán
—dijo Bernard—. Volvamos al jeep.
Regresaron
al «pato» tan vergonzosamente abandonado. Dan empuñó el volante, hizo dar la
vuelta al coche y lo encaró contra la esfera solitaria de la carretera. La
enorme bola no se movió, pero cuando Dan intentó pasar junto a ella se puso en
movimiento con una agilidad extraordinaria para su masa e interceptó el camino
del jeep. Dan se apresuró a echar los frenos. El jeep quedó parado a medio
metro de distancia de la bola.
—¿Qué
tal? —gruñó Bernard—. ¿No lo dije yo?
—Entonces
hay alguien dentro —dijo Allen.
—O sin
haber nadie, alguien sigue nuestros movimientos, tal vez por televisión —añadió
Dan.
Entonces
observaron que la esfera tenía una sección circular llena de muescas. Esta
sección vertical era al parecer la que giraba durante la marcha, permaneciendo
los dos hemisferios laterales inmóviles. Pero aparte de las dos ranuras que
indicaban la separación de las tres partes de la bola no se veía ninguna otra
abertura.
—Bueno
—dijo Allen reclinándose sobre el asiento y cruzando los brazos—. Esperemos,
¿qué remedio nos queda?
La
espera se prolongó durante diez minutos más. Las cuatro esferas continuaron sin
moverse. Finalmente, vieron una nube de polvo por el lado de la ciudad.
—Alguien
viene por la carretera —dije Dan—. Tal vez los personajes que esperamos.
La
velocidad del automóvil marciano era realmente extraordinaria. Como la
autopista era escrupulosamente recta no tardaron en distinguir un pequeño punto
oscuro que se acercaba rápidamente entre la nube de polvo. Un minuto después
podían distinguir con más claridad la forma del «automóvil».
Visto
de frente parecía un torpedo de gran tamaño, sobre el que hubiera pasado una
apisonadora dándole una forma aplastada. Se sostenía sobre dos únicas ruedas,
una delantera y otra posterior.
Al
acercarse a los terrestres, el bólido azul disminuyó su meteórica marcha. Entonces pudieron ver
cómo el sol centelleaba sobre el cristal de su cabina. El coche se detuvo a
unos diez metros de distancia.
—Miren
—señaló Bernard—.
Alguien se apea.
Esperaron
con el aliento contenido. ¿Qué extraña criatura iba a presentarse ante sus
ojos? ¿Sería como los habitantes del planeta Tierra? ¿Sería totalmente
distinto?
Un
miembro, una pierna humana, salió por la portezuela. Luego otra pierna, larga,
robusta, ceñida por unas botas altas rojas y brillantes y por un pantalón azul.
Los terrestres dejaron escapar un suspiro de alivio. El marciano era un hombre
en todo igual a ellos mismos. Pero el individuo que se puso en pie en la
carretera y avanzó hacia ellos era de piel roja y su estatura no menor de dos
metros y medio.
Los
ojos del marciano no se apartaban de los terrestres según avanzaba. Los
astronautas echaron pie a tierra y siguieron todos sus movimientos con más
curiosidad que temor. El marciano, que vestía una especie de malla azul y se
tocaba con un casco rematado por un airón de ondulantes plumas amarillas, se
detuvo a tres metros de distancia y alzó una mano.
—Salud, hombres de la Tierra —dijo con voz sonora y en un extraño inglés.
CAPÍTULO VI
DARINA, PRINCESA DE NUBISAR
JAMÁS
recordaba Dan Castles haber recibido una sacudida igual de sorpresa. En sus
compañeros el
asombro debió alcanzar magnitudes tan aplastantes como en él. Nadie pronunció
palabra ni se movió hasta que el gigante rojo volvió a hablar.
—No
tengáis miedo. Venimos en son de paz. Dejad vuestras armas y venid conmigo.
—¿A...
dónde? —preguntó Bernard tragando saliva.
El
gigante señaló con el brazo hacia la ciudad.
—Moaya
os espera —dijo—. Siente gran curiosidad por conoceros.
—¿Se
llama Moaya vuestra ciudad? —preguntó Bernard.
—Moaya
es nuestro «yaud». La ciudad se llama Damar.
Bernard se volvió hacia sus compañeros. Dan asintió con la cabeza. Allen se
encogió de hombros.
—Iremos
contigo —dijo Bernard—. Pero lo haremos en nuestro propio automóvil y sin entregaros
nuestras armas. En nuestro mundo, a los amigos se les permite tener sus armas.
En señal de confianza y de que no se les considera como prisioneros.
El
gigante de piel cobriza pareció vacilar un instante.
—Está
bien —dijo—. Conservad vuestras armas. Nuestras máquinas escoltarán vuestro
carro hasta Damar.
—Te
ofrecemos un puesto en nuestro carro —dijo Dan—. No puedes privarnos de ese
honor.
El
oficial marciano miró hacia el anfibio y sonrió.
—Acepto
—dijo. Y volviéndose hacia la esfera gritó unas órdenes en un idioma gutural,
desconocido para los terrestres.
La
esfera se apartó inmediatamente a un lado. La que estaba al pie del terraplén
se puso en movimiento, trepando ágilmente el talud para detenerse al filo del
camino.
—Vamos
—dijo el marciano señalando al jeep—. Podemos partir.
Los
terrestres regresaron a su vehículo. Mientras se acomodaban en los asientos, el
marciano les preguntó cómo se llamaban.
—Dan
Castles, Allen Croy y Bernard Jones —repitió—. Lo recordaré. Mi nombre es Uzen,
«coppe» de la División Blindada de Damar.
Uzen
tomó asiento en la delantera, junto a Dan, no sin encontrar algunas dificultades
para acomodar sus largas piernas en el reducido espacio disponible. Bernard y
Allen ocuparon los dos asientos posteriores y el coche se puso en marcha
siguiendo al bólido azul de dos únicos neumáticos, que arrancó a una velocidad
terrible. Dan tuvo que pisar el acelerador a fondo para no quedarse atrás.
—Uzen
—preguntó Dan—. ¿Qué quiere decir «coppe»? ¿Es tal vez un grado militar
equivalente al de nuestros capitanes?
—Creo
que al de vuestros generales —repuso Uzen.
—Estáis
muy al corriente de las cosas terrestres, ¿eh?
—Sí
—repuso lacónicamente el guerrero rojo.
—¿Dónde
aprendiste a hablar nuestro idioma?
—En la
Universidad de Actea.
—Temí
que hubieras estado en la Universidad de Princeton. ¿De modo que en Marte
cultiváis nuestro idioma?
—No
hagas preguntas, Dan —repuso Uzen muy serio—. Tendrás tiempo de sobra para
saciar tu curiosidad.
—Comprendido,
muchacho —gruñó Dan—. Tus superiores te han prohibido dar información. ¿Ha sido
tal vez el «yaud»? ¿Qué significa «yaud»?
—El
«yaud» es el jefe del Consejo.
Comprendiendo
Dan que el joven general marciano no deseaba contestar las múltiples preguntas
que podían hacerle le dejó en paz. El pequeño jeep corría a gran velocidad por
la impecablemente plana y recta carretera, a cuyo término crecían por momentos
en tamaño y altura los rascacielos de la ciudad. Las cuatro enormes esferas les
seguían sin quedarse atrás.
Entre
los instrumentos añadidos al salpicadero del jeep había un termómetro para
registrar la temperatura del ambiente. Dan observó que según se acercaban a la
ciudad subía la columna de mercurio. Al mismo tiempo el paisaje cambiaba,
sucediendo a la estepa un bosque que espesaba y tomaba mayor exuberancia a
medida que avanzaban.
Los
terrestres estaban respirando el oxígeno marciano por la válvula que aseguraba
la presión conveniente en el interior de las escafandras. La elevación de la
temperatura se hizo tan patente que todos pudieron notarlo en el aire que
respiraban. Además, podían percibir perfectamente el perfume balsámico del
bosque, que les llenaba los pulmones, produciéndoles una agradable sensación de
bienestar físico.
Pronto
los rascacielos estuvieron lo bastante cerca para que los norteamericanos
pudieran medir con la vista su extraordinaria altura. Aunque todos ellos habían
estado en Nueva York y estaban preparados para la sorpresa, la prodigiosa
ciudad marciana les sorprendió de todos modos y fue arrancándoles a uno tras
otro, sinceras exclamaciones de sorpresa.
Comparados
con los de Damar, los rascacielos neoyorquinos eran unos pigmeos, y la fabulosa
Nueva York un miserable amontonamiento de chozas. Los edificios marcianos eran
más del doble de altos que los norteamericanos y no constituían una excepción
como en Nueva York, donde estos colosos de la arquitectura podían contarse en
un momento. Los de Damar formaban todo un bosque de esbeltas y audaces moles y
no estaban distribuidos a capricho, sino formando parte de un plan preconcebido
para todo.
Formaban
disciplinadas hileras matemáticamente separadas entre sí, y detrás de la
primera podían verse otras hasta perderse de vista.
Estaban
unidos entre sí por una especie de plataformas de aspecto frágil y atrevido,
calles aéreas en realidad sobre las que se movían puntos de una pequeñez
asombrosa. Una elegante trama de ascensores en forma de toboganes, que parecían
flotar en el aire y por los que se deslizaban fantásticos vehículos, ponía en
comunicación el suelo con las azoteas y unos edificios con otros. La prodigiosa
ciudad estaba escrupulosamente limpia de neblinas y humos. Las nubes rosadas
que flotaban sobre ella y en las que iban a enredarse los afilados remates de
los rascacielos, eran vapores de agua, nubes naturales y no, como las de las
grandes ciudades de la Tierra, producto de miles de chimeneas y hornos.
Vista
desde lejos, la ciudad parecía hecha de pedrería por los chisporroteos que el
Sol arrancaba de todas sus partes. Pero quizá lo más extraordinario de todo
fuera el silencio impresionante de aquella fantástica urbe surgiendo donde,
según los sabios terrestres, sólo debieran existir campos de hielo sin otros
habitantes que unos cuantos caracoles.
Desde
que la estepa fue sucedida por los bosques, la ancha y recta autopista dejó de
mostrar polvo alguno. En las cercanías de la ciudad tenía una limpieza
escrupulosa y un color gris acero. Los colosales edificios fueron creciendo
inmensamente mientras los impresionados terrestres se aproximaban a Damar.
Finalmente, el jeep encaró una amplísima avenida bordeada de rascacielos
ocupada casi enteramente por un frondoso bosque. A cada lado quedaban las
aceras, tan anchas como calles, por las que se movían grandes muchedumbres.
Pero el
jeep no llegó a pisar el suelo de aquella avenida. La carretera se hundía en el
suelo formando una pendiente. El fantástico coche azul se lanzó rampa abajo y
entró en un grandioso túnel. Dan le siguió con el jeep viendo cómo las cuatro
esferas se detenían, dando por concluida su escolta.
Se
encontraron corriendo a toda velocidad por un túnel de dirección única que se
deslizaba por debajo de la avenida. El techo del túnel era a la vez el piso de
la avenida, y como era de una materia tan transparente como el mejor cristal,
la luz del día llegaba hasta aquellas profundidades.
El
bólido azul que les precedía iba haciendo sonar una especie de sirena. Los
centenares de automóviles marcianos que corrían en dirección única por el
amplio túnel se apartaban a la izquierda cediendo el paso al jeep y su escolta.
Dan observó que los ocupantes de los coches que iban dejando atrás no eran
rojos como Uzen, sino de color negro.
Después
de correr alocadamente por varios túneles, el bólido azul, siempre seguido por
el jeep norteamericano, se introdujo en un tubo iluminado por luz fluorescente.
Después de correr por aquel tubo, en el que no encontraron ningún otro
vehículo, el bólido azul se detuvo ante lo que parecía ser un cuerpo de
guardia.
Unos
marcianos de piel roja, botas altas escarlata, profusión de cordones y con la
funda de una pistola en bandolera y un extraño y corto fusil entre las manos,
se acercaron a Uzen. Éste habló con el que parecía oficial de la guardia. El
oficial le saludó con una ligera y orgullosa inclinación de cabeza y Uzen tocó
a Dan en el brazo diciéndole:
—Vamos,
adelante.
El jeep
siguió al bólido azul, ahora a velocidad más moderada. Volvieron a detenerse
ante un muro que les cerraba el paso. Era una puerta de guillotina en la que
campeaba un monstruoso dragón rojo sobre fondo amarillo. La hoja subió, los
coches pasaron por otro tubo y, de pronto, se encontraron en una gran plaza
subterránea sobre la que caía una grandiosa y fantástica escalera de vidrio o
material plástico que subía en elegante espiral.
Por
indicación de Uzen, Dan frenó el coche ante la escalera.
—Apearos
—dijo Uzen—. Estamos en el palacio real.
Los
terrestres echaron pie a tierra sintiéndose como pobres diablos trasplantados
en una alfombra mágica a un palacio de hadas. Pero todo era aquí inmensamente
más fantástico que un palacio de cuento oriental.
—Dejad
en el coche los fusiles y conservad las pistolas si queréis —les dijo Uzen—.
Seguidme.
Los
terrestres dejaron sus fusiles en el jeep y siguieron al marciano escaleras
arriba. Al final de la escalera había un grandioso salón columnario donde
montaban guardia varios soldados, vestidos como para representar una opereta.
Allí les salió al encuentro un oficial de alto morrión y gran aparato de
cordones que no apartó sus curiosos ojos de los terrestres mientras Uzen
entraba en una pequeña cabina.
Poco
después volvió a aparecer Uzen, habló unas palabras con el oficial y, haciendo
seña a los terrestres para que le siguieran, los llevó hasta un ascensor, que
era una caja chapada de bello mármol verde con aguas moradas.
La
ascensión o fue corta o muy rápida. Unos segundos después salían a un corredor
cuyo suelo reflejaba los adornos del techo. Al fondo había una puerta con un
centinela a cada lado. Ninguno de los soldados se movió. La puerta, donde se
veía un espantoso dragón rojo, subió como la hoja de una guillotina y los
terrestres y Uzen pasaron al otro lado, encontrándose en un enorme salón de
forma circular rodeado de columnas.
Una
fantástica luz verdosa caía sobre el mármol blanco y el piso de cristal desde
una gran cúpula central. Echando la cabeza atrás cuanto podían vieron con
maravilla que la cúpula era transparente. Al otro lado de las superficies cóncavas
se veían las aguas verdes de un lago. Extraños peces de todas formas y tamaños,
muchos de ellos portadores de luz propia, pasaban y repasaban rozando la
cúpula. Este salón era como una pecera invertida, donde los hombres estaban
dentro y el agua y los peces fuera.
En el
centro de la rotonda se veía una mesa de cristal sobre la que trabajaba un
hombre de tez roja y cabellos de un negro azuloso. Vestía una cota de malla
color limón y de los hombros le caía un deslumbrante manto escarlata con
rebordes dorados. Sobre la superficie de la mesa volvía a verse el dragón rojo,
que se repetía en los cortinajes y en todas las puertas de aquel salón.
Rodeando
la mesa, a unos pasos de distancia, había de pie hasta unos quince marcianos,
todos rojos y fastuosamente vestidos con deslumbrantes mallas y ricos mantos
bordados en oro.
El
hombre de la mesa se puso en pie cuando los terrestres, encerrados en sus
sólidas corazas de titanio y cristal, avanzaron hacia él descendiendo unos
escalones para llegar al fondo de la rotonda, siempre guiados por Uzen.
El
general marciano se detuvo a cinco metros de distancia de la mesa y habló en
voz alta, que se oyó muy clara en toda la sala. Al fondo, por detrás del gran
ministro, Dan Castles vio un rincón donde se amontonaban cojines entre
cortinajes y gasas, a través de las cuales se alcanzaba a ver confusamente las
siluetas de unas cuantas mujeres.
Mientras
hablaban Uzen y el ministro mencionaron los nombres de los terrestres.
—Bienvenidos
seáis a Nubisar, hombres de la Tierra —dijo Moaya en correcto inglés—. Este día
había de llegar fatalmente. Durante siglos os hemos estado observando en mitad
del cielo, siguiendo todos vuestros movimientos y rogando al Creador que nunca
la curiosidad os empujara hasta Sulak, que vosotros llamáis Marte. Bien, al fin
habéis surcado el espacio y posado vuestras plantas en Marte. Puesto que todo
cuanto ocurre está escrito en el libro de Dios y lo inevitable ha sucedido, sed
bienvenidos. Moaya, «yaud» de Nubisar, os saluda en nombre de la princesa Darina.
Los
personajes que rodeaban la mesa dejaron oír un murmullo de protesta. Bastaba
mirarles a la cara para comprender que el amable recibimiento dispensado por
Moaya a los terrestres no era de su gusto.
—Gracias
por tu afable recibimiento, Moaya —dijo Dan—. En nombre de los hombres de la
Tierra, en el de mis amigos y en el mío te saludo. Éste es un gran día para los
terrestres. Durante siglos hemos estado levantando la mirada al cielo
preguntándonos si habitarían en las estrellas semejantes nuestros. La Tierra se
estremecerá de emoción al saber que el hombre tiene hermanos en otro mundo.
Los que
parecían ser ministros o consejeros rompieron a hablar entre sí haciendo
aspavientos de protesta. Dan, intranquilo, miró a los ojos de Moaya esperando
hallar en ellos un chispazo de aliento. Pero los ojos oscuros de Moaya le
miraron con dura frialdad.
—La
Tierra —dijo— no sabrá por vosotros que existen hombres en Marte. Nunca
saldréis de aquí y jamás podréis utilizar un aparato de radio para comunicar
con vuestros semejantes.
Los
terrestres sintieron un estremecimiento de angustia. Al mismo tiempo, los
ministros rompieron a hablar en su idioma alzando mucho la voz. Sus protestas
iban, al parecer, dirigidas contra Moaya, pero algunos de ellos lanzaron
miradas con el rabillo del ojo hacia el rincón semioculto por los cortinajes de
gasa.
También
Dan miró hacia allá y vio cómo alguien saltaba ágilmente de una pila de
almohadones y apartaba las gasas con violencia dando una seca orden en aquel
idioma gutural.
El
silencio fue inmediato. Todos se volvieron.
Una
mujer, tan alta como Dan, esbelta y de armoniosa silueta, descendió los
escalones de mármol y se acercó a la mesa. Su rostro, de un bello bronceado,
era de una hermosura extraordinaria. Vestía una especie de túnica morada que
dejaba desnudo uno de sus mórbidos hombros y el torneado y bello brazo
correspondiente y, por un corte de la túnica, parte de una pierna que, por sus
proporciones y esbeltez, parecía la de una estatua griega fundida en bronce.
Su
larga cabellera rubia le caía por la espalda como una cascada de oro. Una fina
diadema de brillantes ceñía sus sienes, y el ancho cinturón que sujetaba su
flotante túnica era de un metal verde cuajado de fantástica pedrería, dotada al
parecer de luz propia.
Los
grandes ojos azules de la joven se posaron en los rostros de los terrenos con
curiosidad y fueron a clavarse coléricos en los ministros. Sus labios rojos
lanzaron un torrente de palabras sobre los inmóviles marcianos. Algunos de
éstos contestaron ceñudos con breves frases y la joven volvía a hablar con
rapidez. Finalmente señaló con el brazo desnudo, en el que fulguraba una gruesa
pulsera, a la puerta.
Dio una
orden imperiosa. Los ministros saludaron con una inclinación de cabeza y
abandonaron rápidamente la rotonda desapareciendo por una enorme puerta.
Quedaron
solos los terrestres, la joven, Moaya y Uzen. El «yaud» pareció molesto, y Uzen
permaneció tan inmóvil como una estatua. La joven habló con Moaya, el marciano
respondió con amabilidad forzada y dijo a los terrestres:
—Saludad.
Estáis en presencia de Darina, princesa de Nubisar.
Los
terrestres saludaron con una inclinación de cabeza a la joven y bella princesa.
Ésta tomó la palabra para decir:
—Mis
ministros insisten en que debéis ser ejecutados inmediatamente. Ahora bien, si
me prometéis no intentar escapar ni comunicar con la Tierra, yo os garantizo
que protegeré vuestras vidas con todo el peso de mi autoridad. ¿Qué respondéis
a eso?
Dan
miró interrogante a sus compañeros.
—Carina
—dijo Bernard—. ¿Qué ventaja esperáis sacar de matarnos o impedir que
comuniquemos con la Tierra? En nuestro mundo se tiene la certeza de que existen
seres inteligentes en Marte. Aunque jamás sepan de nosotros, dentro de dos o
tres años, con toda seguridad muy pronto, otra expedición mejor equipada y
numerosa que la nuestra llegará a Marte en seguimiento de nuestros pasos y
descubrirá lo que vanamente queréis ocultar. ¿Por qué no dar comienzo ahora
mismo a unas relaciones de buena amistad entre la Tierra y Marte? Nosotros no
hemos venido a estudiar vuestro planeta con vistas a una futura invasión. No
podríamos hacerlo, porque Marte no es habitable para los hijos de la Tierra, y
aunque lo fuera está inmensamente lejos.
—Vuestra
ciencia ha dado ya el primer paso hacia el imperio del átomo —repuso Darina—.
Todavía os falta recorrer un largo camino para llegar a penetrar profundamente
los misterios de la energía cósmica, pero inevitablemente llegaréis al punto
donde llegó el hombre de Marte hace un millón de años. Si vuestros sabios
tuvieran acceso a nuestros descubrimientos, la Tierra salvaría en un momento
esta distancia de siglos y entraría de golpe en posesión de la más alta
Ciencia. ¿Quién podría contener entonces vuestra ambición y afán de dominio?
Los hombres de la Tierra alcanzarán un día la alta Ciencia marciana, pero tiene
que ser escalonando sus descubrimientos lentamente, de forma que vaya
percatándose de las tremendas fuerzas que el Sumo Hacedor ha puesto en sus
manos. Por evolución racional y progresiva escalaréis con la inteligencia y el
espíritu las más altas cimas del poder, pero daros ahora ese poder sería tan
desastroso como si alguien hubiera puesto en manos de los bárbaros que
invadieron Europa la bomba de hidrógeno. ¿Comprendéis la razón por la que no
podemos dejaros confirmar a la Tierra la sospecha de que existe vida racional
en Marte?
Los
tres hombres de la Tierra, tremendamente impresionados, cruzaron una mirada de
angustia entre ellos.
—Dadme
vuestra palabra y serán respetadas vuestras vidas —prometió Darina.
—¿Pero
cómo vamos a vivir en este mundo no apto para nuestro organismo? —preguntó el
coronel Croy.
—Viviréis
encerrados en vuestras escafandras de presión, que podréis abandonar en el
interior de unas habitaciones donde reinará el mismo clima y la misma presión
atmosférica que en la Tierra. Podréis salir cuando queráis con esos trajes u
otros más cómodos que os facilitaremos, ir de un lado a otro del planeta,
aprender nuestro idioma, estudiar con nuestros sabios...
Bernard
Jones se volvió hacia sus amigos.
—Creo
que no podemos hacer otra cosa que aceptar —dijo.
—Aceptemos
—suspiró Dan.
—Sí,
aceptemos —añadió Allen—. No cabe otra alternativa.
—Pero
tenemos otro compañero en el aparato que nos trajo —dijo Bernard a Darina—.
¿Dónde está?
—Ya
viene hacia aquí con el aparato. Uno de nuestros submarinos le remolca por el
canal 22. Seréis mis huéspedes —dijo la princesa. Y señalando a Uzen añadió—:
El príncipe Uzen os acompañará a vuestros aposentos y atenderá a vuestra
comodidad. Id con él.
Los
terrestres saludaron con una inclinación de cabeza a Darina y Moaya y salieron
de la rotonda en pos de Uzen.
Éste
les condujo por una serie de corredores hasta un ascensor cuyas puertas cerró
apretando un botón. El ascensor se puso inmediatamente en marcha, y tras un
corto recorrido se detuvo abriendo sus puertas. Los terrestres se encontraron
en un quiosco de mármol situado en mitad de un frondoso jardín.
A la
izquierda, entre los árboles, se veían los esbeltos torreones de un palacio, y
a la derecha, al final de una alameda, un pabellón de estilo moderno y
atrevido. Hacia este pabellón condujo Uzen a los huéspedes de Darina diciendo:
—Ahí
dentro podréis desembarazaros de las escafandras sin peligro para vuestras
vidas. En las habitaciones de este pabellón reina el mismo clima que en vuestro
mundo.
—Muy
amables —murmuró Dan—. ¿Lo teníais todo previsto para recibir a los primeros
terrestres que aterrizaran en Marte?
—No
sois los primeros terrestres llegados a Marte —dijo Uzen—. Y en cuanto a este
pabellón, lleva construido varios siglos.
Entraron
en una especie de zaguán. Uzen apretó un botón situado junto a una pequeña
puerta y ésta se abrió.
—Pasad
—les dijo Uzen—. En cuanto estéis en la cámara bastará apretar ese botón para
que se cierre la puerta y empiecen a funcionar las bombas que os darán la
presión necesaria. Cuando ocurra esto se abrirá la segunda puerta y estaréis en
vuestra casa.
Los
terrestres se miraron recelosos. Allen Croy se encogió de hombros y entró en la
cabina seguido por sus compañeros. La puerta se cerró y se encendió una luz.
Todo funcionaba automáticamente. Silbó el aire comprimido y de pronto se abrió
una segunda puerta dejándoles paso franco a una habitación bastante espaciosa,
iluminada por la luz del día que entraba por unos enormes ventanales.
Dan
Castles, Bernard Jones y el coronel Allen Croy abrieron los ojos de par en par.
Ante ellos había un estrafalario personaje de calzón corto, medias blancas,
zapatos con hebillas de plata, casaca muy larga, bordada con profusión, y
blanca, ondulada y empolvada peluca. Aquel hombre, que parecía arrancado de una
lámina de la Historia del siglo XVIII terrestre, miraba espantado a los tres
expedicionarios. Su labio inferior caído temblaba, y también temblaban sus
rodillas. ¿De miedo? ¡No! Aquel hombre temblaba de emoción.
Avanzó
un paso y exclamó con lágrimas en los ojos:
—¡Por fin... por fin...! ¡Hombres...! ¡Hombres de la Tierra! —No pudo decir más. Se desmayó, cayendo redondo al suelo.
CAPÍTULO VII
LOS HOMBRES ROJOS DE MARTE
LOS
aposentos donde fueron conducidos los terrestres eran un conjunto de
confortables habitaciones donde no faltaba la menor comodidad. Formaban un
pabellón aislado a alguna distancia del palacio real, que elevaba sus esbeltos
torreones sobre un bosque de frondosos árboles.
El
palacio estaba enclavado en una pequeña isla situada en el centro de un gran
lago o mar interior donde iban a verter sus aguas cuatro canales grandes y
otros muchos pequeños. Otra isla, más grande, se divisaba a unas tres millas de
distancia. Damar, la fabulosa capital del reino de Nubisar, con sus treinta
millones de habitantes, levantaba su bosque de rascacielos en el vaporoso
horizonte en todo cuanto alcanzaba la vista en torno del pequeño mar.
Las
primeras horas de estancia en aquel pabellón fueron muy agitadas y llenas de
sorpresas para los terrestres. Lo primero que hicieron fue recoger al hombre de
la peluca empolvada y trasladarlo hasta un confortable diván. Acto seguido se
desembarazaron de sus escafandras de cristal y los trajes de titanio y
procedieron a reanimar al desmayado.
Tras no
pocos trabajos el hombre suspiró y abrió los ojos. Tenía los ojos de un color
verde muy claro, vivos e inteligentes. A juzgar por sus facciones debía andar
rondando los sesenta años de edad. Su cara, fuertemente sonrosada y de trazos
nobles, dejaba traslucir a la vez una vida sana y descansada, pero llena de
torturas morales.
—Bueno,
amigo —dijo Dan viéndole abrir los ojos—. ¡Menudo susto nos dio usted! ¿Cómo se
encuentra?
El
hombre asió las blancas manos de Dan y se las estrechó con fuerza. Luego le
palpó los brazos y los hombros acabando por acariciarle la cara. Dan arrugó el
ceño.
—Discúlpeme,
muchacho —balbuceó el hombre—. Necesito tocarle para cerciorarme de que no
deliro. ¡Doscientos catorce años sin ver a un hombre de la Tierra! Yo creí que
moriría antes de poder estrechar la mano de un inglés...
Los
tres norteamericanos abrieron unos ojos como platos. Allen Croy se llevó el
índice a la sien como si atornillara un tornillo suelto. Bernard Jones, en
cambio, ayudó solícito al estrafalario personaje del siglo XVIII a incorporarse
del diván y le tendió la empolvada peluca que le habían quitado.
—Gracias,
caballeros —murmuró el hombre tomándola—. La princesa Darina me dijo por
televisor que iban a venir tres hombres de la Tierra y quise recibirles dignamente...
Mi forma de vestir les hace sonreír, ya lo veo... Pero vengan por aquí.
Mientras les esperaba me entretuve preparando un pequeño banquete. Espero que
sea de su gusto. En Nubisar, por desgracia, no quedan faisanes, excepto en los
museos, disecados y presentados por bichos curiosos de una época remota. Pero
los sustitutivos marcianos son bastante aceptables.
Siguiendo
al viejo, los tres astronautas entraron en una sala comedor, uno de cuyos lados
iba a caer en grandes ventanales sobre el mar. Allí había una mesa de cristal
preparada como para una recepción de gala. La mesa no tenía mantel, pero bajo
cada cubierto había una especie de tapetitos hilados en oro. También los
cubiertos eran de este precioso metal y su efecto sobre la luna era magnífico.
Los platos, las fuentes, los vasos y las artísticas botellas conteniendo
líquidos ambarinos, se duplicaban invertidos sobre el cristal. En el centro se
veía un gran jarro rebosante de las más hermosas y extrañas flores. Flores
verdes, moradas, anaranjadas, de todos los colores del arco iris.
—Permítanme
que me presente —dijo el viejo de la bordada casaca—. Mi nombre es William
Boddick, de nacionalidad inglesa.
Los
astronautas se presentaron a su vez y sin más ceremonias tomaron asiento ante
la mesa. William Boddick charló por los codos, haciendo innumerables preguntas
y contando su extraordinaria historia, que hubiera bastado por sí sola para
llenar un grueso volumen.
Resumiendo;
resultó que míster William Boddick nació en 1688 en Londres (Inglaterra), hijo
de un comerciante. Boddick creció y se educó en Londres, donde también se casó
y tuvo hijos. En el año 1736, cuando contaba cuarenta y ocho años, emprendió un
viaje a Islandia para traer un cargamento de bacalao. Una noche, durante la
travesía, los sencillos y supersticiosos marineros del bajel se echaron a
temblar viendo una ráfaga de luz que abría una brecha en la negrura del cielo.
Una extraña nave, mucho más grande que el barco donde iba William, «bajó del
cielo y se posó en el mar». No es para descrito el terror que se apoderó de
aquellos ignorantes marinos viendo la diabólica nave «rodeada de un halo de luz
azul» acercarse al barco. Dos o tres marineros murieron en el acto ante cosa
tan sobrenatural.
—El
capitán intentó huir a todo trapo —aseguró William—. Pero aquella diabólica
nave nos dio alcance en un momento y nos abordó. Una poderosa luz cayó sobre
cubierta cegándonos y una veintena o más de monstruos saltaron al abordaje.
Temblando de terror tratamos de defendernos, pero ni siquiera llegamos a tocar
nuestras armas. Un humo acre invadió el barco y perdimos el sentido..
Al
volver en sí, William Boddick y sus compañeros estaban camino de Marte en una
astronave tripulada por aquellos marcianos rojos de gran estatura.
—Naturalmente
—añadió Boddick— fue mucho más tarde cuando supe que, al volver de nuestro
desmayo, íbamos camino de este mundo.
Una vez
en Marte, William Boddick vivió las más alucinantes aventuras. Aquel mundo
súper civilizado, con sus sorprendentes maravillas, acabó con la vida de más de
la mitad de los terrestres. Los otros se los llevaron los sabios marcianos para
someterlos a Dios sabía que satánicos experimentos. Boddick y el capitán del
barco, los más instruidos, vinieron a ocupar este pabellón donde ahora se
encontraban los norteamericanos.
—Aquí
podíamos vivir libres de los trajes especiales, iguales a los de ustedes. Los
marcianos siempre nos trataron muy bien. Unas horas cada día venían a
visitarnos unos sabios marcianos que, poco a poco, auxiliándose de fotografías
y dibujos, nos enseñaron a hablar su idioma. Cuando lo aprendimos nos pidieron
que les enseñáramos a hablar el inglés. Así lo hicimos y, al mismo tiempo,
íbamos «reeducándonos» y aprendiendo el porqué de todas aquellas cosas que nos
habían parecido maravillosas o dotadas del espíritu de Satanás.
—Muchas
cosas habrá aprendido usted en doscientos catorce años —insinuó Bernard.
—¡Oh,
sí! ¡Muchísimas! —suspiró el inglés. Y volviéndose hacia Allen Croy, que
escuchaba haciendo muecas, añadió—: Usted me toma por loco, ¿verdad?
—¡Oh,
no! —protestó Allen con desgana—. Únicamente que es un poco duro de creer eso
de que lleva viviendo aquí dos siglos y pico.
—Pues
todavía espero vivir unos cien años más. El período normal de vida para los
marcianos rojos es de unos trescientos cincuenta años terrestres. Los negros
viven menos, pero los rojos se someten a un tratamiento especial que regenera
los tejidos. Solamente por ingerir usted sus alimentos puede vivir unos
cincuenta años más que en la Tierra.
Bernard
preguntó a Boddick si era él quien enseñaba inglés a los marcianos. Boddick les
hizo levantar y seguirle hasta un estudio contiguo, donde les enseñó una
máquina maravillosa. Esta máquina leía y traducía de viva voz o bien por
escrito. A la inversa, podía traducir también al inglés los textos o las
conversaciones desarrolladas en el idioma marciano.
—Yo me
limité a «enseñarle» a esta máquina —dijo Boddick acariciándola—. Ella, es
decir, otras muchas como ésta, enseñan el inglés a los estudiantes marcianos de
todo el planeta.
Volviendo
al comedor, William Boddick les refirió sus largos años de soledad.
—En un
principio, mientras el capitán Swain estaba conmigo, la vida era tolerable.
Juntos salíamos a pasear por la ciudad, discutíamos sobre cualquier tontería y
pasábamos mucho tiempo empeñados en interminables partidas de ajedrez, juego
que nosotros introdujimos en Marte y es ahora popularísimo. Nada nos faltaba en
esta casa. Jamás sentimos frío ni calor. No supimos lo que era el hambre y la
sed... Pero Swain no pudo soportar esta vida lejos de su mundo. Un día,
mientras paseábamos, se suicidó arrojándose al mar.
—Igual
acabaremos nosotros —suspiró Dan.
—Nos
cabe la esperanza de que dentro de unos cuantos años llegue a Marte una
numerosa expedición terrestre. Igual que nosotros, otros muchos llegarán a
Marte siguiendo nuestros pasos.
—Y
serán atrapados también por los marcianos y puestos a buen recaudo en hoteles
parecidos a éste —refunfuñó Allen—. No, amigos míos. Nosotros no acabaremos
suicidándonos, por el simple hecho de que nos matarán mucho antes que podamos
sentir melancolía. ¿Han olvidado ya la misión que nos ha traído aquí? Tenemos
que lanzar un radio a la Tierra dando cuenta de la existencia de vida en este
planeta. Supongo que si lo hacemos nos matarán los marcianos, pero ¿y qué? ¿No
aceptamos voluntariamente este final?
—Desde
luego —contestó Bernard—. Vinimos a Marte para echar una ojeada a sus
habitantes y radiar nuestros informes a la Tierra. ¿Pero cómo hacerlo?
En esto
sonó un zumbador eléctrico. El inglés dio vuelta a un interruptor y apareció en
una pantalla la imagen del «coppe» Uzen.
—El
amigo de los extranjeros, un tal Burton Englert, se dispone a entrar en el
pabellón.
—Gracias,
príncipe —contestó Boddick—. Hágale pasar.
Pocos
minutos más tarde, el ingeniero entraba en el pabellón y abrazaba lleno de
júbilo a sus amigos.
—Temí
que jamás volviéramos a vernos —dijo Burton—. Como me advirtieron que no
hiciera nada me crucé de brazos y me dejé remolcar canal adelante. Cuando vi
aparecer la ciudad en el horizonte comprendí que me llevaban a ella. Entonces
me puse mi escafandra y salí del Tomahawk tomando asiento sobre un ala.
Cuando el canal desembocó en este mar, junto a la ciudad, asomó a flor de agua
el remolcador. Era un submarino grande, que destacó un bote con dos tíos altos
y colorados. Me rogaron muy amablemente que me embarcara con ellos sin ofrecer
resistencia, lo hice así y, en un rato, me desembarcaron en este islote.
—¿Y el Tomahawk?
—preguntó Allen rápidamente.
—Ignoro
dónde lo han llevado.
—¿Consiguió
comunicar por radio con Nueva York?
—No, y
eso que seguí intentándolo mientras venía hacia acá.
Allen
Croy volvió hacia William Boddick su rostro.
—Usted
es un hombre de la Tierra y debe prestarnos ayuda —dijo.
—Estoy
pronto a colaborar con ustedes —contestó el inglés—. Pueden incluso disponer de
mi vida si la necesitan.
—Entonces
conteste a mis preguntas. ¿Están escuchando los marcianos cuanto hablamos?
—No lo
creo. En los años que llevo aquí nunca me espiaron. Pero, desde luego, habrá
centinelas en el jardín y aquella lancha que se ve patrullando en el mar es un
barco de vigilancia. Hay otros dando constantes vueltas al palacio.
—¿Dónde
cree usted que habrán llevado nuestro aparato?
—Supongo
que al Arsenal. El Arsenal está en aquella isla grande que se ve desde aquí.
—Necesitamos
llegar hasta el aparato. En él tenemos la emisora de radio. ¿No hay ningún
medio de llegar hasta el Arsenal?
—Hay un
túnel que pone esta isla en comunicación con aquélla. Es una salida de escape
para casos de apuro, porque en el Arsenal hay enclavada una División de la
Flota Aérea de Nubisar. Está siempre allí por si la familia real se ve obligada
a escapar de palacio. Pero ese túnel está muy vigilado de esta parte.
—¿Y del
lado del Arsenal?
—No
creo que haya una guardia muy considerable.
—Entonces,
para ganar el túnel y el Arsenal hay que forzar primero la guardia de palacio
—dijo Allen.
—Desde
luego, pero no crea que es cosa fácil.
—¿Usted
podría dibujar un plano de esta isla con todas sus dependencias submarinas,
subterráneas y de superficie?
—Podría
recorrer todo el palacio con los ojos cerrados.
—Pues
cuanto antes nos haga el plano tanto mejor. Y si conoce un medio de evadirnos,
dígalo.
—Si lo
que quieren es lanzar un radio a la Tierra, no pueden hacerlo de otra forma que
recuperando su aparato. Las emisoras de radio marcianas funcionan con unas
ondas desconocidas en la Tierra. Existe, no obstante, una estación experimental
que funciona con las frecuencias de onda terrestres. Con ella escuchan los
marcianos las emisiones de la Tierra. Pero esa estación está en Undina, capital
de Inous, a más de mil leguas de Damar.
—Si
sabe usted algo sobre radio —dijo Burton—, tal vez pueda explicarme a qué se
debe el que mi emisora no sea oída desde la Tierra.
—La
emisora central de Undina absorbería las descargas de la suya. Es muy fácil de
hacer y se lo explicaré cuando quiera.
—Dejen
ahora eso —les interrumpió el coronel Croy— y ocupémonos de elaborar ese plan
de fuga.
* * *
Dan
Castles durmió aquella noche con un sueño agitado y ligero, que derivó en una espantosa
pesadilla. Se despertó sobresaltado al soñar que el cohete se estrellaba contra
un asteroide vagabundo y saltó de la mullida cama.
Salió
al corredor, entreabrió las puertas de las habitaciones de sus compañeros de
infortunio y escuchó sus acompasadas respiraciones. Poco después, enfundado en
su traje acorazado, Dan salía por la cámara neumática al jardín y presenciaba
la ascensión del Sol sobre el bosque de rascacielos de la ciudad-colmena
marciana.
Una
profunda melancolía invadía al terrestre, haciéndole sentirse extrañamente solo
y desgraciado. ¿Cuál iba a ser su vida, eternamente envuelto en una atmósfera
artificial y en un mundo extraño?
Echó a
andar por una avenida del jardín. Sentía la invisible presencia de unos ojos
siguiendo todos sus movimientos. Naturalmente estarían vigilados. Tal vez
Darina, dando muestras de una exquisita galantería, hubiera ordenado a los
centinelas que no se dejaran ver para dar mayor sensación de libertad a sus
huéspedes, pero Dan estaba seguro que al menor intento de fuga caerían sobre él
desde la espesura del bosque una turba de aquellos gigantescos diablos rojos.
Distraído
en sus íntimas y amargas reflexiones llegó sin darse cuenta a una terraza de
mármol que caía sobre el mar. Al levantar la cabeza vio la esbelta silueta de
la princesa Darina apoyada de codos en el balaustre. Dan inició un movimiento
de retroceso, pero ella le llamó en inglés:
—Buenos
días, Dan. Venga aquí.
Dan
salvó la corta distancia que le separaba y se acercó con cierto embarazo a la
princesa.
—Buenos
días, princesa —saludó tratando de parecer educado y optimista.
—No
esperaba verle tan temprano. ¿Es incómodo su alojamiento? ¿Durmió mal?
—Mi
lecho era muy cómodo. Tal vez por serlo tanto lo extrañé y dormí un sueño
intranquilo. Además, ¡me han ocurrido tantas cosas extrañas en menos de
veinticuatro horas!
Darina
sonrió mostrando su dentadura blanca y fuerte. Si bajo la difusa luz verde de
la cúpula submarina le pareció a Dan bellísima la tarde anterior, ahora, a
plena luz del Sol, al terrestre le pareció hallarse ante una Venus de bronce.
Darina vestía esta mañana una túnica verde esmeralda con un cinturón rojo
cuajado de pedrería. Dan se sentía ante ella embarazado y nervioso.
—Se
acostumbrará, al fin, a este mundo. En realidad no le queda más remedio que
resignarse, y si usted se convence de ello y afronta lo inevitable con
serenidad, no tardará en sentirse a gusto. La vida en Nubisar es un tanto
aburrida, pero amable.
—Al
referirse a Nubisar, ¿incluye a todo el planeta?
—¡Oh,
no! Nubisar es solamente uno de los trece estados de Marte, pero en realidad la
vida apenas difiere de un Estado a otro. Cada Estado marciano tiene sus propias
leyes y costumbres, pero todos hablamos el mismo idioma, somos de la misma raza
y juntos formamos una gran nación; lo que ustedes llamarían «los Estados Unidos
de Marte».
—¿Quiénes
son «todos»? —preguntó Dan—. Anoche supe que en Marte hay dos razas: la negra y
la roja.
—Bueno,
sí —rio Darina—. En Marte existen dos razas diferentes. La negra, que es la más
numerosa, y la roja. La roja constituye la nobleza de Marte. Aunque muy pocos
en número, en proporción a los negros, somos más fuertes que ellos. La ciencia,
el ejército, el poder, está por completo en manos de la aristocracia roja. La
raza negra constituye el pueblo, la masa oscura con escasos problemas y ninguna
ambición.
—¿Ni
siquiera la de ser libres?
—¿Libres?
—repitió Darina—. ¿Qué entiende usted por libres?
—Pues
libres de gobernarse por ellos mismos, de redactar sus propias leyes, de
administrarse la justicia y el derecho de protestar contra lo que no les guste
y de elegir a sus propios gobernantes.
Darina
volvió a reír.
—Mi
querido amigo —exclamó—. Usted no conoce a los hombres negros. Ciertamente,
nuestro mandato les pesa algunas veces, pero siempre acaban por reconocer que,
si jamás hubieran introducido en Marte la raza roja, haría ya miles de años que
este planeta sería un mundo muerto.
—¿He
oído mal? —preguntó Dan—. ¿Dijo usted que los negros introdujeron la raza roja
en Marte?
—En sus
orígenes, nuestra raza no era roja, sino blanca. Aunque le parezca fantástico,
Dan, usted y yo procedemos de los mismos padres. Hace un millón de años, cuando
en la Tierra empezaban a extenderse los hijos de Adán y Eva, los hombres negros
de Marte hicieron una expedición a la Tierra. Aquel planeta no era habitable
para ellos y regresaron a Marte... llevándose como «muestra» cierto número de
hombres y mujeres terrestres. De aquellos terrestres desciendo yo por rama
directa.
—¿Será
posible? —exclamó Dan estupefacto.
—Muy
pocos de aquellos terrestres trasplantados a Marte sobrevivieron, pese a que
por aquel entonces este planeta todavía conservaba gran parte de su atmósfera,
pero algunos vivieron tras una dolorosa y dura aclimatación. Se reprodujeron
con rapidez. Por su extraordinario vigor y agilidad, todavía mayor que la que
usted lleva en sus músculos terrestres, aquella raza pronto se distinguió como
la más apta para la guerra. Los marcianos negros, los más belicosos del
Universo entero, fomentaron la rápida reproducción de aquellos titanes blancos.
En realidad llegaron a ser tan numerosos los blancos que los negros empezaron a
temerles. Entonces trataron de debilitarlos, pero ya era tarde. La raza blanca
barrió a la negra y quedó dueña del mundo en que entrara como cautiva. Escaló
las más altas esferas de la sabiduría y el poder y se preocupó del futuro de
Marte. Marte estaba perdiendo sus océanos y su atmósfera. Los marcianos,
continuamente ocupados en la guerra y la destrucción, no tuvieron tiempo de
preocuparse de la agonía de su mundo.
—Perdone
que le interrumpa —dijo Dan alzando una mano—. Está hablando usted de una raza
«blanca». ¿Eran realmente blancos sus ascendientes?
—Tan
blancos como usted, pero más tarde pasaron a ser rojos. Los caudillos blancos
se unieron para construir estas gigantescas obras de ingeniería que son los
canales y buscaron el modo de vigorizar la agonizante atmósfera marciana. Para
este efecto erigieron varias fábricas de oxígeno con el que suplir la continua
pérdida de la atmósfera marciana. Con máquinas que lanzan al cielo átomos de
oxígeno y nitrógeno en la fórmula indispensable para engendrar vida, mis
antepasados salvaron a Marte de una muerte segura. Esa atmósfera roja que usted
ve ha salido de nuestras fábricas. Respirando este aire cambió hasta el rojo la
coloración de nuestra piel. Usted mismo, dentro de algunos años de estancia en
Marte, perderá su palidez y empezará a convertirse en un hombre «rojo».
—¡Cielo
santo! —exclamó Dan—. ¡Qué cosas tan maravillosas para ser narradas a mis
coterráneos!
—Sus
coterráneos tardarán todavía algún tiempo en saber estas cosas —repuso Darina
prontamente.
—Bien
—gruñó Dan—, es una verdadera desgracia, pero continúe narrando. ¿Qué sucedió
después?
—Poca
cosa. La raza blanca -roja ya- se corrompió con el exceso de poder. Un día nos
descuidamos y ese día cobraron los negros su vieja deuda. Hubo una magna
matanza de hombres rojos... pero los hombres rojos tenían las llaves de Marte.
Tenían las terribles armas capaces de hacer pedazos el planeta, eran dueños de
las fuentes de energía que impulsaban el agua por los canales, eran los amos de
las fábricas que suministraban el vital oxígeno...
—Y no
pudieron echarlos —concluyó Dan.
—No pudieron echarnos —confirmó la princesa—. Desde entonces la raza roja constituye una minoría selecta. Suyos son los más altos cargos en la industria, la economía, el ejército y el poder. Y aunque parezca mentira, los marcianos negros han sabido respetarnos. Sin el pestillo rojo que contiene la tremenda fuerza expansiva de este pueblo de naturaleza guerrera, sin las riendas que le contienen, en ocasiones contra su pesar, los feroces hombres negros reanudarían sus inacabables guerras y acabarían por destrozar el propio mundo que les sustenta.
CAPÍTULO VIII
EL SECRETO DE MARTE
DARINA
posó la fulgurante mirada de sus pupilas azules en la prodigiosa ciudad que se
alzaba en la lejanía. Durante unos minutos contempló con orgullo la urbe
colmena levantada por sus antepasados. Luego prosiguió:
—Éste
es el reino de mis abuelos. Pronto me corresponderá a mí la tarea de
gobernarlo, y esta perspectiva me infunde miedo. En mi reinado, seguramente los
hombres blancos de la Tierra pondrán su planta en Marte. Algo me anuncia que yo
seré la última reina de Nubisar.
—¿Reinan
las mujeres en Marte?
—A
medias con los hombres.
—No
sabía que fuera usted casada —murmuró Dan sin ocultar su desilusión.
—Todavía
no estoy casada, pero lo seré pronto. Entonces dejaré de ser princesa para
convertirme en reina. Mi Gobierno ha convocado ya las justas para buscarme
marido y rey.
—¿Justas?
—repitió Dan como un eco.
—Es
costumbre en Marte que los príncipes que aspiran a la mano de una princesa
heredera de un trono se eliminen entre ellos en un torneo público. Una
costumbre bárbara que ha venido contribuyendo no poco a la extinción de nuestra
raza. Como ante la ley marciana todos los príncipes tienen el mismo derecho a
casarse con la heredera de un trono, los aspirantes se disputan el privilegio
con las armas en la mano. El vencedor se casa con la princesa y automáticamente
pasan ambos a ser reyes.
—Entonces...
—murmuró Dan—. ¿Usted ha de casarse con el vencedor del torneo aunque no le
ame?
—Sí
—suspiró Darina mirando a la lejanía.
—En la
Tierra, y a medida que pasan los años, la mujer se emancipa de su tradicional
esclavitud y tiende a la igualdad de derechos con el hombre. Creí que en Marte
la mujer era libre de casarse con quien quisiera.
—Y lo
es.
—¿Por
qué la obligan entonces a casarse con el bruto que quede vencedor en el torneo?
—Porque
soy la heredera del trono de Nubisar. Y aun así y todo se concede a las
princesas como yo una oportunidad de contraer matrimonio con el hombre que ama.
Al elegido por el corazón de la princesa se le otorga permiso para tomar parte
en el torneo, aunque no sea noble. De esta forma, el hombre amado por la
princesa cuenta con las mismas probabilidades de casarse con su princesa y
llegar a rey, que todos los demás participantes en el torneo.
—¿Y
usted tiene ya al elegido de su corazón dispuesto a disputársela a los demás
hombres que ansían triunfar?
—Eso es
lo triste en mi caso —murmuró Darina—. Mi corazón no se ha inclinado hasta
ahora por ningún hombre y no tengo campeón para el torneo.
En esto
oyeron a sus espaldas una voz que decía en inglés:
—En
otras palabras, señor Dan, usted puede tomar parte en la justa y romper una
lanza por la princesa Darina.
Darina
y Dan se volvieron con rapidez encontrándose frente al príncipe Uzen, alto e
imponente con su coraza deslumbrante y su elegante airón de plumas amarillas.
—¿Qué
significa esto, Uzen? —inquirió Darina palideciendo de cólera—. ¿Qué broma es
ésta y qué vienes a buscar aquí? ¿Continúas espiándome?
—Mi
misión, como comandante de tu guardia personal, es velar por tu seguridad.
—Mi
seguridad no corre peligro por ahora. Nadie te dio permiso para intervenir en
mis conversaciones.
—Perdona,
prima. Oí cómo te quejabas por falta de campeón y pensé que agradecerías mi
ayuda.
Darina
estaba amarilla de rabia.
—¡Insolente!
—rugió—. ¿Qué estás insinuando?
—El
extranjero te gusta, ¿no? —preguntó Uzen con desfachatez—. No tienes campeón, y
como de todos modos tiene que morir, ¿por qué no invitar a Dan al torneo?
—¿Quién
ha de morir? —preguntó Dan—. ¿El campeón de la princesa o yo?
—Los
dos —aseguró Uzen con rapidez—. El campeón en el circo y tú y tus amigos cuando
yo sea el esposo de mi prima y rey de Nubisar.
—¡Antes
moriría cien veces que ser tu esposa! —rugió Darina—. Rey puede que llegues a
serlo, pero mi esposo, ¡jamás! ¡Y ahora vete de aquí! ¡Vete!
Uzen
saludó con una inclinación de su plumero amarillo y una sonrisa burlona, giró
sobre sus talones y se fue. Darina, con el alto busto jadeante de rabia, siguió
con sus ojos azules y relampagueantes al «coppe» hasta que desapareció por la
alameda. Darina, entonces, se volvió hacia Dan.
—Le
suplico que olvide este incidente, Dan. Cuando lamentaba no tener un hombre
amado que rompiera una lanza por mí no estaba invitándole a usted al torneo.
—Lo sé,
princesa —sonrió Dan—. Usted no puede invitarme al torneo porque no me ama. Lo
siento por mí.
Ella no
respondió. Obstinadamente, todavía agitada por la cólera, miraba las menudas
olas que acariciaban la escollera y se mordió los jugosos labios.
—Princesa
—dijo Dan al cabo de un rato—. ¿Qué quería decir Uzen al prometerme la muerte?
—No
quiero ocultarle la verdad, Dan. Mi Gobierno insiste en que deben ser
ejecutados ustedes sin pérdida de tiempo. Si todavía están vivos se debe a que
están bajo mi protección.
—¿Entonces...?
—Lo que
mi primo quería decir es que, una vez el trono de Nubisar tenga rey, la reina
no podrá continuar protegiéndoles a ustedes a menos que el rey esté igualmente
conforme en acogerles bajo su amparo. Mi primo Uzen está seguro de salir
vencedor del torneo. Si ocurriera así, Uzen sería rey de Nubisar aunque yo no
aceptara el resultado de la justa, y si él llega a empuñar el cetro... ya lo
saben. Usted y sus amigos serán ejecutados por reos de invasión.
—¡Ah,
vamos! —exclamó Dan con amargura—. Por lo visto sólo nos queda de vida hasta
que se celebren las justas y salga de ellas el nuevo rey.
—Sí,
eso es —suspiró Darina.
Dan
permaneció unos momentos pensativo. Al cabo preguntó:
—¿Y
usted, Darina? ¿Cuál será su suerte después del sorteo?
—Si
triunfa Uzen tomaré un veneno y le dejaré el campo libre.
—Pero...
¿por qué ha de suicidarse usted? —protestó Dan.
—Es lo
clásico, lo que hacen muchas princesas cuando su campeón cae en el torneo y
prefieren seguirle en la muerte a ser reinas. Si no me enveneno tendré que
casarme con Uzen y si no me caso perderé mis derechos al trono y seré invitada
por un Consejo de Nobleza a tomar el veneno. Aquí, en Marte, no se suscitan
nunca pleitos sobre los derechos a un trono.
—¿Y
cuando la reina queda viuda? —preguntó Dan—. ¿Se celebran nuevas justas para
buscarle nuevo marido?
—No.
Entonces, ella puede contraer matrimonio con el hombre que quiera... lo que da
origen a que muchos reyes mueran envenenados por orden de sus esposas.
—Entonces
está claro, Darina. Nómbreme usted su campeón y permítame tomar parte en el
torneo.
—¡Usted!
¿Está loco?
—No,
pero estoy en una situación desesperada, que viene a ser lo mismo. Mi vida
depende de que viva usted. Puesto que de todas formas he de morir, déjeme tomar
parte en el torneo. Si me matan en la lucha nada pierdo, pero si gano... Bien,
si gano usted se casa conmigo. Como yo moriré de todas formas muy pronto, usted
quedaría viuda y libre de casarse nuevamente cuando encuentre al elegido de su
corazón. ¿Qué le parece?
—¿Está
usted loco? —repitió Darina—. ¿Cree que puedo aceptar su proposición?
—¿Por
qué no? Usted misma ha dicho que se suicidará después del torneo. Yo no tengo
otra probabilidad de conservar la vida que ganando... y usted tampoco, a menos
que prefiera casarse con Uzen o cualquier otro príncipe rojo.
Darina
miró asombrada al fondo de los ojos de Dan.
—¿Usted...
haría eso por mí...?
—Por
usted y por mí. El destino nos obliga a ser aliados. ¿Qué contesta?
—Lo
pensaré, Dan —contestó Darina emocionada—. Lo pensaré...
* * *
Cada
tarde de los cinco días siguientes, Dan y sus compañeros, guiados por William
Boddick y rodeados de una fuerte escolta, realizaron excursiones por Damar
teniendo ocasión de admirarse ante los prodigios de una ciencia que llevaba más
de un millón de años de delantera a la terrestre.
La
omnipotente energía eléctrica, domada por los marcianos, era producida en
grandiosas proporciones por dos centrales generadoras impulsadas por la fuerza
atómica y conducida sin hilos allí donde hacía falta. El sueño de los sabios
terrestres era una antiquísima realidad en Marte. Las colosales fuerzas
encerradas en la materia, puestas al servicio del hombre, generaban energía
eléctrica, impulsaba navíos y aparatos capaces de surcar el espacio de estrella
a estrella, realizaba en segundos la misteriosa transformación de dos elementos
existentes en la tierra y la atmósfera en alimentos para el hombre y producía
aquella roja atmósfera vital para el planeta.
Sobre
los remates de los rascacielos, que por luchar contra una fuerza de gravedad
mucho más débil que la terrestre podían alcanzar alturas muy superiores, podían
verse grandes reflectores que, aunque parecían formar parte de una instalación
de alumbrado, permanecían apagados día y noche. En estos focos residía el
misterio de las brisas primaverales que pasaban por las amplias avenidas de
Damar, encajonadas entre gigantescos rascacielos. Aquellos reflectores emitían
los invisibles rayos infrarrojos, los misteriosos rayos caloríficos que también
emanaba el Sol y el ojo humano era incapaz de percibir.
Bernard
Jones, cuya curiosidad científica era incansable, pudo al fin resolver la
incógnita que tanto le intrigaba. Los sabios terrestres, aunque exentos de
imaginación, no se habían equivocado. Marte debiera ser un mundo frío. Si no lo
era se debía al esfuerzo de los hombres, en el que no se pensaba en la Tierra
por empeñarse en negar la existencia de habitantes en un planeta que había sido
una primera Tierra.
La
ingeniosidad marciana había hecho del más próximo de sus satélites, Phobos, un
segundo, pequeño pero eficiente Sol. Phobos era un pequeño globo de unos 10
kilómetros de diámetro que giraba en torno de Marte a la corta distancia de
5.800 kilómetros. En su veloz carrera por el cielo, Phobos cruzaba el meridiano
de Damar cada 11 horas y 7 minutos terrestres. Por su corta distancia y porque
su plano de evolución coincidía aproximadamente con el ecuador, Phobos no
resultaba visible para todas las regiones de Marte, sino tan sólo para una
vasta zona central. Más allá de los 68 grados de latitud quedaba oculto por la
curvatura del planeta.
En
Phobos habían instalado los marcianos potentísimos proyectores de rayos
infrarrojos apuntados contra la superficie de Marte. Allí donde los rayos
caloríficos caían verticalmente reinaba un clima primaveral, apto para el
desarrollo de las plantas y la vida de los animales y los hombres.
Naturalmente,
más allá de la zona ecuatorial, los rayos infrarrojos procedentes de Phobos
caían sobre Marte oblicuamente y el calor iba debilitándose según uno se
alejaba del ecuador hacia los polos. Fuera de la faja de terreno calentada por
Phobos el frío se hacía progresivo y cesaba casi por completo la vegetación.
Vastas estepas se sucedían hasta la región de los hielos polares, pero incluso
estos yermos se reanimaban durante el verano, cuando los rayos del auténtico y
lejano sol los calentaba con mayor vigor.
La vida
era pues, perfectamente posible en la zona central de Marte. La población,
huyendo de los casquetes fríos, se había concentrado en el ecuador formando las
colosales ciudades-colmena vigorizadas por los proyectores de rayos infrarrojos
instalados en las cúpulas de los rascacielos. Como Damar había otras doce
populosas urbes alineadas a lo largo del ecuador. El resto del planeta estaba
deshabitado. Solamente algunas tribus nómadas, huidos de la justicia y la
opresión de la raza dominante, vagabundeaban por las dilatadas y frías estepas
y por los alfombrados fondos de los mares muertos, donde sólo raramente
llegaban las patrullas de limpieza y el más duro primitivismo imperaba en lucha
constante con una naturaleza muerta.
De
regreso de aquellas excursiones por la ciudad, Bernard Jones llenaba cuartillas
y más cuartillas con la consignación de sus directas y asombrosas
observaciones. También Burton Englert recopilaba datos sobre la climatología de
Marte y los sistemas marcianos para producir calor, viento y lluvia.
El
coronel Allen Croy, por su parte, llevaba buena cuenta del número, disposición
y turnos de la guardia con la eficaz y valiosa cooperación de William Boddick.
Dan
Castles, en cambio, no tenía nada que hacer porque lo único que los marcianos
no les permitieron ver y podía interesar al ingeniero era el arsenal enclavado
en la isla cercana y las aeronaves surtas en él. Dan Castles tenía tiempo de
sobra para pensar, y todos sus pensamientos estaban fijos en la princesa
Darina.
Aunque
acudía fielmente todas las mañanas a la terraza del jardín con la esperanza de
encontrarla allí y obtener una respuesta definitiva sobre el torneo, Darina no
se dejó ver. El malhumor y la ansiedad del ingeniero aeronáutico fueron
creciendo a lo largo de aquellos días y llegaron a hacerse insoportables. Una
fiebre extraña, jamás sentida, le impulsaba frecuentemente al jardín. Allí daba
saltos, brincos y corvetas blandiendo una espada imaginaria y tirando furiosas
cuchilladas contra un invisible y odiado enemigo que sólo existía en su
imaginación.
Dan hacía ejercicio con vistas a tomar parte en aquel apasionante torneo, y lo hacía ocultándose a las miradas de sus amigos por el temor a que éstos, no estando en antecedentes de lo ocurrido entre la princesa y él, le tomaran por loco.
CAPÍTULO IX
CAMPEÓN DE LA REINA
EN la
mañana del octavo día, cuando sus compañeros todavía dormían, Dan Castles se
enfundó en su traje acorazado y en la escafandra de cristal y salió al jardín.
Rápido se encaminó hacia la terraza donde sostuviera su primera charla con la
princesa Darina. En contra de lo que Dan temía, ella estaba allí y se volvió
con rapidez al escuchar el rumor de los pasos del terrestre. Sus hermosas
pupilas azules se clavaron en las de Dan Castles como dos dardos.
—Dan
—murmuró—, he estado pensando en su proposición. No puede tomar parte en el
torneo.
—¿Por
qué? —preguntó Dan deteniéndose tan cerca de la joven que la tenía al alcance
de sus brazos—. ¿Lo prohíben las leyes marcianas?
—No.
Cuando se promulgaron las leyes de Marte nadie pensó que un día pudiera venir
un hombre de la Tierra a disputar a los príncipes marcianos una princesa de
Nubisar. No hay antecedentes de un caso igual y seguramente no podrán impedirle
que tome parte en la justa... pero no debe hacerlo usted.
—¿Por
qué? —volvió a preguntar Dan mirándola con curiosidad a los ojos.
—¿No
comprende que es un disparate? No conoce usted a los hombres con quienes se
quiere enfrentar. Son duros, fieros y crueles.
—Los
texanos gozamos de la misma fama —repuso Dan.
—¿Cuándo
tomó usted parte en un torneo? ¿Qué sabe de manejar las armas primitivas? Y hay
otra cosa, la peor. Los príncipes marcianos tomarán como cuestión de amor
propio vencerle a usted porque es extranjero y osa medir sus fuerzas con la
nobleza roja. ¿Qué ocurriría si venciera usted? El prestigio de mi raza caería
por los suelos. Perdería de golpe toda la religiosa admiración que les profesan
los negros y las consecuencias podrían ser fatales para la raza que rige los
destinos de millones de almas.
—No me
importa lo que pueda ocurrir con el prestigio de los príncipes rojos —aseguró
Dan—. Lo único que me importa es usted, Darina. Usted aborrece a su primo Uzen.
¿Ama a algún otro príncipe de los que van a disputársela con las armas en la
mano?
—¡Oh,
no, Dan, no es eso! —protestó la joven—. Si yo tuviera la seguridad de que iba
a vencer usted le suplicaría de rodillas que tomara parte en el torneo. Pero
morirá en el combate... ellos se pondrán de acuerdo para eliminarle.
—¡Un
momento, princesa! —exclamó Dan interrumpiéndola—. ¿Por qué si tuviera la
seguridad de mi victoria me rogaría que la ganara a usted sobre las arenas
ensangrentadas del circo?
—Porque
no soportaría el verle a usted destrozado por una maza o ensartado en la lanza
de mi primo o cualquier otro de mis feroces pretendientes. La odiosa etiqueta
marciana me obliga a presenciar el encuentro.
—¿Tanto
le importa mi vida, Darina?
—¿Cómo
no quiere que me preocupe? ¡Su sangre pesaría eternamente sobre mi conciencia!
—¿Cuántos
hombres calcula usted que morirán en el circo el día del torneo? —preguntó Dan.
—Muchos...
unos doscientos tal vez.
—Y
todos encontrarán la muerte por usted —sonrió Dan—. ¿No se ahogará su
conciencia en ese lago de sangre, Darina?
—Ésos
acuden a la muerte por llegar a ser reyes, por su propio egoísmo y, a veces,
simplemente por puro afán de emociones. No pelean por Darina de Nubisar como
mujer con corazón, sino solamente y por Darina como heredera del trono de
Nubisar, aunque no tuviera corazón.
—Yo
saldré dispuesto a matarme por usted, Darina. La disputaría a un millón de sus
feroces guerreros rojos aunque fuera usted una humilde pastora en vez de una
altiva princesa.
—Hace
un millón de años que no quedan pastoras ni ganados que guardar en Marte, Dan
—sonrió Darina dulcemente.
—Bien,
da lo mismo. Usted me comprende.
—No sé
si le comprendo en realidad, Dan. Usted, ¿por qué quiere luchar? ¿Por librarme
de Uzen en un sentimiento de la más rancia caballerosidad? ¿Por ser rey de
Nubisar? ¿Por Darina?
—Por
Darina —confesó Dan alargando los brazos y asiéndola por los hombros—. La amo a
usted, Darina. No lo he sabido hasta este momento, pero la amo desde el momento
que la vi.
—¡Oh,
Dan...! —sollozó Darina arrojándose entre sus brazos—. ¡Amado mío!
Dan la
apretó contra su pecho cubierto de titanio y se inclinó sobre el hermoso rostro
para besar aquellos rojos y jugosos labios. La escafandra de cristal que
encerraba la cabeza del terrestre golpeó con fuerza sobre la frente roja de la
princesa.
Dan
Castles retrocedió con un grito ronco en los labios. Acababa de recordar que
una envoltura de caucho, cristal y titanio le separaba del mundo marciano.
Aquella envoltura sólo tenía unos milímetros de espesor, pero era la insalvable
barrera entre dos mundos distintos. Como un rayo entró en su mente el
pensamiento de que la mujer amada podría llegar a ser su esposa, pero nunca
sería en realidad suya. Sus caricias, sus besos, se estrellarían eternamente
contra aquel delgado y, sin embargo, sólido muro. Nunca podría sentir el
corazón de ella latir sobre el suyo, nunca sus dedos se estremecerían al
contacto de la sedeña piel roja, jamás sus labios tocarían los de la mujer
amada. Aunque sus almas estaban juntas, sus cuerpos estaban muy lejos.
—¿Lo ve
usted? —sollozó Darina cubriéndose el rostro con las manos—. ¿Lo ve usted? ¡Es
imposible... es imposible...!
—¡Dios
mío... Dios mío...! —murmuró Dan sintiendo que las lágrimas rodaban por sus
mejillas.
Y
pálido, tambaleante como un ebrio, se alejó con torpes pasos desapareciendo en
la susurrante fronda de los jardines.
* * *
Aquella
tarde, después de un día de espantoso sufrir, Dan Castles recibió una nota de
la princesa Darina que trajo personalmente William Boddick. En aquella nota,
Darina nombraba a Dan Castles «príncipe de los Estados Unidos» (Tierra), su
campeón para el torneo que iba a celebrarse dentro de cinco días en Damar,
capital de Nubisar (Marte).
Dan
mostró a sus amigos la nota y les puso en antecedentes del caso.
—Señor
Boddick —preguntó Allen volviéndose hacia el inglés—. ¿Tiene nuestro amigo Dan
alguna probabilidad de llegar a ser rey de Nubisar?
—Muchas
—contestó Boddick—. No hay en todo este planeta hombre rojo o negro que pueda
igualar en fuerza a un terrestre.
—Y si
se le nombra rey, ¿tendría bastante autoridad para lanzar un mensaje a la
Tierra?
—No,
pero dentro de palacio tendrá autoridad para retirar la guardia del túnel que
comunica con el arsenal. Y, desde luego, él y todos nosotros continuaremos
viviendo.
—Sí
—murmuró Allen—. Eso es lo único importante: vivir. Y mientras hay vida hay
esperanzas. Yo le adiestraré a usted, Dan. Le prepararemos para que sea el
mejor guerrero de cuantos salten a la arena del circo el día de ese torneo.
* * *
Durante
los días siguientes, el coronel Croy sometió a Dan a un duro e intensivo
entrenamiento. Prácticamente no hicieron otra cosa que bregar sobre las arenas
del polígono de entrenamiento de la Guardia Real, comer y dormir.
La
noche de vísperas, con todos los preparativos hechos, Dan la durmió de un
tirón. No había vuelto a hablar a solas con la princesa, aunque la vio varias
veces. La pasión del ingeniero, en contra de lo que él hubiera querido, no
menguó en estos días ni aún con las frecuentes llamadas que hizo a su sentido
común, sino que aumentó más y más. La misma imposibilidad de este amor entre
dos seres de distinta naturaleza y la certeza de que nunca ni aquí en Marte ni
allá en la Tierra podrían ser uno del otro, le enfurecía haciendo más
avasalladora su pasión.
La
mañana del acontecimiento, Dan despertó a la salida del sol. Inmediatamente
vistió su traje acorazado y, como impulsado por una fuerza desconocida, salió
al jardín sin hacer caso de las protestas de Allen Croy.
Tal y
como le anunciaba su corazón, Darina estaba en la marmórea terraza apoyada de
codos en la barandilla y con la azul mirada de sus ojos soñadores perdida en el
mar. Se volvió al escuchar el rumor de los pasos de Dan y quedaron mirándose
frente a frente.
—Bien
—dijo ella—. Hoy es el gran día. Hasta ayer estuve esperando que comprendiera
su locura y volviera atrás. Supongo que no habrá cambiado de parecer.
—No
—suspiró Dan—. Ahora ya no lucho solamente por nuestro amor. Lucho también por
salvar mi vida y la de mis compañeros. Por una causa u otra, por la suya o la
de mis amigos, lucharía con todas mis fuerzas. Uniéndose en una sola dos causas
importantes lucharé con redoblado esfuerzo. No tema, Darina, ganaré.
—Pero,
¿y luego? ¿Podrá soportar toda una vida separados por esa odiosa coraza que le
envuelve?
—Si
usted puede soportarlo también podré yo. No espero vivir mucho tiempo aun
contando con que gane hoy, pero el tiempo que vivamos juntos como esposos,
aunque nunca pueda besar sus labios ni sentir la caricia de sus manos, seré
feliz solamente pudiéndola ver, teniéndola constantemente a mi lado y
escuchando su voz. Nuestro amor será forzosamente inmaculado, y por eso mismo será
más grande, más bello y más eterno. Yo no soportaré mucho tiempo estas
condiciones de vida extrañas para mi organismo, pero incluso en la muerte
hallaré placer porque muerto, sin esta envoltura odiosa, usted podrá besar mis
labios yertos.
—Dan...
¡Oh, qué horrible es todo esto! —sollozó Darina.
—No hay
cosa fea que no tenga su belleza, Darina. Incluso las cosas más horribles
pueden resultar hermosas por su perfecta fealdad. Nuestro amor sólo puede ser
como es. ¿Por qué torturarnos pensando en cómo pudo haber sido? Aceptémoslo así
y seamos felices con lo que Dios nos da.
Darina
apartó sus temblorosas manos y sonrió al amado a través de sus lágrimas.
—Sí,
Dan —murmuró—. Más horrible que estar separados por una coraza de acero es
estar separados por la muerte. Puesto que va a tomar parte en una batalla,
pelee, Dan. No dé cuartel a quien no se lo concede. ¡Luche con todas sus
fuerzas!
—Con
todas mis fuerzas lucharé, Darina. Sabiendo que está usted al final de la
jornada, ¿qué otra cosa podría hacer? Nuestra será la victoria. ¡Lo sé!
La voz
del coronel Croy le llamó desde el jardín.
—¡Dan!
¿Dónde está usted, condenado? ¿No sabe que el tiempo vuela y se nos hace tarde?
Dan
apretó las largas y rosadas manos de la princesa Darina entre las suyas
enguantadas con un tejido de caucho y acero.
—Adiós,
princesa —murmuró.
—¡No!
Adiós no, príncipe. ¡Hasta luego!
Dan Castles sonrió y, de un salto formidable, desapareció en la espesura del jardín.
CAPÍTULO X
GOLPE DE ESTADO
CON
puntualidad cronométrica, a la hora anunciada, la princesa Darina de Nubisar,
acompañada de su Gobierno y sus cortesanos y rodeada de su guardia, hizo
aparición en el palco real contestando con repetidas inclinaciones de cabeza a
los atronadores gritos de sus súbditos.
Darina
tomó asiento en su trono, miró a su alrededor e hizo una seña al coronel Allen
Croy, que estaba a cierta distancia, dentro del palco real, con míster William
Boddick, Burton Englert y Bernard Jones.
Allen
Croy se apresuró en acudir a la seña de Darina.
—Quédese
junto a mí, coronel —le dijo la princesa en voz baja—. ¿Y su amigo Dan? ¿Está
ya preparado?
—Le
dejé hace un momento caballero en su unicornio, con el escudo embrazado y la
contera de su lanza apoyada en el estribo, muy animado y dispuesto a comerse
crudos a todos los guerreros rojos que le salgan por delante.
—Me
place verle de buen humor, coronel —sonrió Darina—. Pero estoy muy asustada.
Usted que ha entrenado a Dan, ¿qué opina? ¿Le cree capaz de salir victorioso?
—Eso
sólo Dios podría asegurarlo, princesa. No he visto luchar a los guerreros
rojos, pero me he leído todos los relatos sobre torneos como éste y creo haber
adiestrado a Dan con regular eficacia. Dan es joven, fuerte y valiente. Sus
músculos terrestres adquieren en este planeta el vigor de un titán. No se preocupe.
Darina
sonrió melancólicamente. El juez de la justa se acercó a ella y le hizo una
pregunta en lengua marciana. La hermosa joven contestó en el mismo idioma y el
juez hizo una seña en dirección a la tribuna presidencial.
Los
altavoces difundieron por todo el ámbito del circo el toque alto de un clarín;
se hizo el silencio. Un hombre leyó ante los micrófonos las reglas del torneo.
Las participantes, como hombres de honor, no se unirían para atacar en grupos a
un solo guerrero. Lucharían siempre hombre contra hombre y, aquél que
despachara a su enemigo no acometería por la espalda a quien estuviera ocupado
en lucha con otro. Esperarían hasta encontrar a un caballero con quien entablar
combate. También se prohibía atacar a los caballos, retirarse del combate para
regresar después de un descanso y rematar a los heridos. Dentro de la palestra,
cada cual era libre de luchar según costumbre, inspiración o provecho, pero sin
más armas que lanza, espada, hacha, cadena, maza o cuchillo.
Después
de la lectura del reglamento, el juez empezó a leer la lista de los 188
participantes. Según iban siendo nombrados, los guerreros salían a la palestra
al galope de sus caballos entre los aplausos de la multitud, corrían hasta el
centro del redondel y, deteniéndose, abatían la lanza en dirección al palco
real.
El
caballo marciano se parecía sólo remotamente al terrestre. Su cuerpo estaba
acorazado con fuertes placas óseas como los rinocerontes de la Tierra y sobre
la frente, también acorazada, surgía un robusto y afilado cuerno. Los caballos
o unicornios marcianos, más ágiles e inteligentes que los terrestres, también
combatían. Estaban adiestrados para clavar su cuerno en las junturas de las
corazas de sus semejantes, y también para arrancar con un mordisco de su boca,
armada con triple hilera de afilados dientes, el brazo e incluso la cabeza del
primer hombre que tuviera a su alcance.
Uno
tras otro, con rápido ritmo, los guerreros fueron apareciendo y formando en dos
hileras, una a la derecha y otra a la izquierda del palco real y separados por
200 metros de distancia. Cada nueva aparición era saludada con gritos de
entusiasmo de diversas procedencias, según dónde estuvieran acomodados los
paisanos de los campeones, venidos a Damar en rápidos trenes subterráneos y por
carretera, para animar a sus favoritos.
La
mayor ovación fue dedicada al príncipe Uzen por ser éste el campeón local de
más prestigio. Pero Allen observó que solamente los marcianos rojos aplaudían.
La multitud negra, la más numerosa, permaneció encerrada en un silencio hosco.
—El
pueblo negro de Damar aborrece a mi primo —explicó Darina—. La nobleza roja, en
cambio, le tiene por favorito y le considera seguro vencedor.
—¿Y
Dan? —preguntó Allen—. ¿Cuándo va a salir?
—El
último —contestó la princesa.
—¿Por
qué el último precisamente?
—Porque
hasta ahora no he hecho pública la identidad de mi campeón. ¿Observa la
nerviosa impaciencia del público negro y la desilusión del rojo? Todos creían
que Uzen sería mi campeón. ¿Y no ve la agitación de mis ministros y de los
reyes de los otros doce estados de Marte? ¿Ve cómo se mueven hacia aquí y
gesticulan coléricos? Acaban de enterarse de que mi campeón es el extranjero.
Si lo hubiera hecho público días atrás, los reyes y los gobiernos mancomunados
de Marte hubieran votado apresuradamente una ley prohibiendo la participación
de extranjeros en este torneo.
—¡Arrea!
—exclamó Allen sin poderse contener—. ¿Y qué va a ocurrir ahora?
—Nada
—aseguró Darina empuñando con fuerza su cetro cuajado de pedrería—. Según la
ley, la justa no puede suspenderse ni se puede retirar a nadie una vez
empezada. Si mis ministros tuvieran tiempo suspenderían el torneo con cualquier
excusa y compondrían a toda prisa una ley prohibiendo a Dan ser mi campeón.
—¡Pero
todavía no ha empezado! —exclamó Allen excitado.
—Empezará
enseguida —aseguró Darina—. ¡Mire!
Los
altavoces acababan de dar el nombre de Dan Castles, campeón de la princesa de
Nubisar. Un silencio de estupor cayó sobre el gigantesco circo como un manto
espeso que ahogara todo murmullo. Y en mitad de este silencio impresionante
salió Dan Castles montado en un enorme unicornio, cuyas recamadas gualdrapas y
arneses centelleaban al sol, galopando raudamente por entre las dos filas de
engalanados caballeros hacia el centro del circo.
Llegado
a mitad de la palestra, el brioso caballo se detuvo en seco plantado sobre sus
patas y Dan hizo una reverencia con su empavesada lanza.
Darina
se puso en pie como impulsada por un muelle, y cual si un millón y medio de
marcianos negros estuvieran unidos a ella por una invisible conexión eléctrica,
más de la mitad de la muchedumbre saltó en pie como un solo hombre y dejó
escapar un rugido de entusiasmo que pareció desgarrar los oídos. Acto seguido
brincó de sus asientos medio millón de marcianos rojos que hicieron estremecer
el aire con un aterrador aullido de rabia y protesta.
Dan
Castles y su caballo permanecieron como clavados en la roja arena de la
palestra, mientras una gritería enorme, brutal, ensordecedora, le aplaudía o
insultaba. Las profundas paredes del embudo que formaba el circo, con su
frenético agitar de dos millones de almas, debió parecerle al ingeniero texano
que se venían hacia él en apocalíptico alud.
En los
palcos reservados a los reyes y gobernantes de los doce Estados de Marte
restantes parecía reinar una confusión tremenda.
Darina,
irguiendo su magnífico cuerpo, llamó con imperio al juez. El juez hizo una seña
a los pífanos y se oyó el clamor de las notas metálicas entre la barahúnda de
la multitud.
Dan
Castles se colocó con su caballo en el centro de la fila de la derecha. El coro
de protestas se hizo desgarrador. Los gritos de conformidad, más numerosos,
ahogaron el rugido de los marcianos rojos. Allen Croy miraba pálido y nervioso
hacia los ministros de Damar, que dialogaban entre sí con grandes aspavientos.
De pronto, Moaya se destacó y empezó a subir los escalones que llevaban al
trono de Darina.
—¡Cielos!
—murmuró Allen—. ¡Moaya viene a suspender el torneo!
—¡Es
tarde! —rugió Darina. Y levantando el brazo lanzó su cetro cuajado de joyas a
la arena. Era la señal.
Los
altavoces lanzaron el viril y precipitado toque de carga. Las dos filas de
caballeros arrancaron al galope tendido y avanzaron una contra otra como dos
ondulantes olas, en cuyas crestas flameaban los airones de plumas de vistosos
colores y en su centro el relampagueo de las armas. El circo entero retembló
bajo el fiero golpear de la caballería. Un clamor ensordecedor, arrancado de
dos millones de gargantas, vibró en el aire.
Las
olas de carne y acero se encontraron en mitad de las arenas con un choque
espantoso. El ruido de las armas sonó como un formidable crujido, y las dos
líneas, fundiéndose en una sola, quedaron desbaratadas en un segundo. Hombres,
armas y caballos rodaron envueltos en una nube de polvo entre relinchos de
dolor y gritos de agonía y de cólera.
* * *
Después
de la primera carga, cuando se disipó en parte la nube de polvo, los asombrados
marcianos pudieron ver al guerrero terrestre, semejante a un fabuloso titán,
galopando con su feroz unicornio de un lado a otro. Su lanza se rompió al
atravesar de parte a parte a un marciano, pero el terrestre empuñó entonces su
formidable maza, con la que se abrió paso hendiendo cráneos entre media docena
de guerreros rojos que, faltando a las reglas de la justa, le atacaron al mismo
tiempo.
Un
príncipe rojo, en flagrante delito, clavó su lanza en un ojo del caballo de
Dan. Desmontado el terrestre todavía fue más difícil de alcanzar. Sus saltos
prodigiosos a gran altura y distancia le llevaban por encima de las cabezas de
sus enemigos. Estaba en todas partes a la vez, empuñando en una mano la maza y
en la otra su larga
espada. Maza y espada, como remos de una embarcación entre alborotado mar,
abatían enemigos a diestra y siniestra.
Aunque
en otras partes y formando parejas los combatientes rojos se mataban con furia
diabólica, la atención general seguía todos los movimientos del terrestre, que
era el núcleo de la batalla.
Los
marcianos no le dejaban parar un instante. Apenas caía un noble rojo, otro se
ponía frente al terrestre para sucumbir rápidamente y ser sustituido por otro.
El
número de combatientes disminuía con rapidez. Por momentos eran menos los
grupos de dos que se perseguían entre cadáveres de hombres y caballos, heridos
que se arrastraban penosamente, unicornios desbocados y armaduras, escudos y
armas esparcidos por todo el ruedo del circo. Tres favoritos empezaron a
destacarse con nitidez: el terrestre, Doad, príncipe del Estado de Kelah, y
Uzen, príncipe de Nubisar.
Uzen
había rehuido un encuentro directo con Dan. Doad, príncipe de Kelah, era un
gigantesco marciano rojo que luchaba con furia y nobleza. Hasta que el número
de combatientes quedó reducido a cinco parejas, Doad y Dan no se encontraron
frente a frente.
Doad se
lanzó contra el terrestre y se trabó entre ellos la más larga y apasionante
batalla de la jornada. Finalmente, la punta de la espada de Dan -que ya había
perdido su maza- le atravesó la cintura. Doad quedó fuera de combate.
Dan
Castles y el príncipe se encontraron solos frente a frente. Se acometieron con
furia, chocando sus escudos. Vistos desde cierta distancia, saltando y girando
entre los cadáveres de hombres y caballos que cubrían el campo, parecían dos
cíclopes poseídos de furia destructora.
Los
golpes de sus armas contra los escudos se oían perfectamente en todo el circo.
El hacha del príncipe marciano buscaba siempre la esfera de vidrio que cubría
la cabeza del terrestre.
Hasta
ahora el cristal resistió valientemente todos los golpes recibidos, que no eran
pocos. Pero Dan no confiaba demasiado en su escafandra. Empezó a considerar a
su enemigo como muy peligroso. Dan estaba cansado y nervioso y decidió acabar
cuanto antes.
Dando
saltos retrocedió hasta la barrera del circo, justamente bajo el palco real.
Cuando sus espaldas tocaron en el muro de piedra, Uzen debió considerarle
arrinconado y muerto de fatiga y arremetió con vigor redoblado.
Esto
era lo que deseaba Dan. Dando impulso a sus músculos terrestres saltó a cinco
metros de altura por encima de Uzen, yendo a caer en flexión detrás. El
príncipe chocó violentamente contra el tapiz que caía del palco real y se
revolvió sorprendido para encontrarse con la espada de Dan, que le atravesó de
parte a parte la garganta.
Un
grito ronco de la multitud estremeció el aire. Dan levantó la cabeza y pudo ver
a Darina, pálida y temblorosa, apretando con fuerza los brazos de su sillón. El
coronel Allen Croy trataba de sonreírle y sólo conseguía hacer ridículas
muecas. William le hacía señas para que recogiera el cetro de la princesa.
En
mitad de un estrépito infernal, Dan recogió el cetro de la arena y, con él en
una mano y la victoriosa espada en la otra, ascendió por la escalera alfombrada
hasta el trono de Darina.
A
derecha e izquierda se amontonaban los marcianos rojos gritándole cosas que no
entendía. Rostros desencajados de rabia saltaban ante el suyo para lanzarle un
insulto a la cara. La guardia personal de la princesa arremetía contra la
multitud roja descargando golpes a diestra y siniestra con el plano de las
hojas de sus espadas. Allen Croy, Burton Englert y Bernard Jones habían formado
un círculo protector en torno a Darina con sus revólveres de factura
norteamericana en la mano.
El
público rojo, que ocupaba los bancos más inmediatos a la palestra, invadió el
ruedo y avanzó aullando hacia el palco real. Más arriba, millón y medio de
marcianos negros trataban de abrirse paso hacia el público rojo. Ni las sólidas
barreras que separaban las dos clases ni la policía pudo contenerlos. Un alud
de carne negra bajó rodando desde las alturas como si se desmoronaran las
paredes de un embudo abierto en la arena.
Dan
llegó junto a Darina y la tomó de una mano.
—¡Salgamos
de aquí antes de que llegue la ola! —gritó.
En la
espantosa gritería no pudo hacerse oír, pero los cortesanos y los ministros
vieron venir el peligro de morir aplastados y se daban a la fuga apelotonándose
en los túneles de salida.
Los
cinco terrestres, llevando en medio a la princesa y rodeados de un grupo de
hercúleos guardias reales, salieron presionados por la multitud. Al llegar al
subterráneo donde estaban los coches de la comitiva real, el primer ministro
Moaya saltó ante la princesa y gritó:
—¡No
creas que te saldrás con la tuya, Darina! ¡Tu amante no será nunca soberano en
Nubisar!
—¡Ha
vencido en la justa! —gritó furiosa Darina.
—¡No
importa! ¡Tus manejos lo han dispuesto así, pero la nación roja no aceptará
jamás en su trono a un invasor extranjero!
—¡Apártese,
Moaya! —gritó Dan dando un formidable empujón al primer ministro—. ¡Al coche,
Darina!
Darina
y los terrestres entraron en el coche. Apenas estaban dentro cuando el
automóvil arrancó bruscamente y corrió haciendo sonar su sirena hacia la salida
del túnel. Unos minutos más tarde volaba como una centella sobre la recta y
ancha carretera de Damar seguido de los bólidos azules de la escolta.
* * *
De
regreso en palacio, Dan y sus amigos volvieron a su alojamiento. Dan estaba muy
cansado. Se desembarazó de su traje y se echó sobre un cómodo diván, donde
pronto quedó dormido como un tronco.
Le
pareció que acababa de cerrar los ojos cuando fue despertado por alguien que le
zarandeaba bruscamente. Era Allen Croy.
—Vamos,
levántese, Dan.
El
ingeniero se incorporó sobresaltado viendo que las luces estaban encendidas y
el satélite Phobos lucía pálido en el cielo.
—¿Tanto
he dormido? —preguntó—. ¿Qué ocurre?
—No han
dejado de ocurrir cosas mientras usted roncaba. Pero vamos a comer. Tal vez no
tengamos ocasión de volver hacerlo nunca más.
Tomaron
asiento en rededor de la mesa. Mientras comían, Dan supo que los disturbios en
Damar, comenzados en el mismo circo después del torneo, habían proseguido con
mayor violencia a todo lo largo de la tarde. El Gobierno había echado el
ejército a las calles para obligar a los negros a recluirse en sus casas. Pero
los negros taponaron las carreteras subterráneas y lanzaban una lluvia de
muebles y demás objetos desde las alturas de los rascacielos a las amplias
avenidas por donde avanzaban las tropas rojas.
Los
reyes de los Estados de Marte, acudidos de todos los puntos del planeta para
presenciar el torneo y asistir a las grandes fiestas de la coronación que
solían seguirles, se reunieron apresuradamente y lanzaron un manifiesto
repudiando al rey extranjero. La principal razón que alegaban era que, con un
rey terrestre en Nubisar, los invasores hombres de la Tierra tendrían un camino
abierto por donde entrar en Marte.
La
población negra de Damar acogió el manifiesto con violentas protestas. El
Gobierno declaró el estado de guerra, y los gobiernos de los restantes Estados
hicieron saber que, si Dan Castles era nombrado rey, invadirían el territorio
federal de Nubisar y lo fraccionarían en varios cantones que serían añadidos a
los Estados vecinos.
—Lo
peor de todo —acabó diciendo Allen—, es que con los ánimos soliviantados nos
quedan pocas probabilidades de escapar. Si no lo intentamos esta noche misma,
tal vez no podamos hacerlo mañana.
Dan no
respondió. Pensaba en Darina. Si ellos iniciaban la fuga, ¿qué sería de la
princesa?
En este
momento hubo un apagón general de luces. Solamente la débil claridad de Phobos
alumbró el comedor por los ventanales. Las luces de Damar también se apagaron.
En todo cuanto alcanzaba la vista sobre el mar no se veía una sola luz.
—Alguien
ha cortado la corriente desde la central generadora —dijo William Boddick—.
Todo ha quedado paralizado en Damar.
Al cabo
de un minuto se restableció la luz. Pero sólo en palacio. La ciudad-colmena,
que normalmente irradiaba sobre el cielo rojo de Marte el resplandor de sus
miles de focos, continuaba invisible tras el velo de la noche.
—Han
puesto en marcha la centralilla generadora de palacio —explicó William Boddick.
Sonó el
zumbador del televisor. En la pantalla apareció la imagen de la princesa
Darina, quien anunció:
—Amigos
míos, Moaya acaba de lanzar un golpe de estado proclamándose rey de Nubisar. La
nobleza, y con ella el ejército, le apoyan. No tardarán en asaltar el palacio y
debemos huir sin pérdida de tiempo. Reúnanse conmigo en el sótano, frente a la
escalinata.
Los
terrestres brincaron de sus sillas y se pusieron en febril actividad
embutiéndose en sus corazas. Bernard Jones recogió apresuradamente sus apuntes
y salieron del pabellón.
Dos
minutos más tarde, los cinco terrestres estaban en el sótano. Frente a la
escalinata estaba el jeep anfibio tal y como lo vieran por última vez. Había
por allí unos cuantos soldados de la guardia que miraban con el ceño fruncido a
los terrestres. Darina, vestida con una cota de malla verde que ceñía su
esbelto cuerpo, botas altas y pistola al cinto, descendió la escalinata
acompañada de Karin, el nuevo comandante de su guardia.
—¿Adónde
vamos? —preguntó Dan a la princesa.
—¿Eso
qué importa? Las tropas de Moaya no tardarán en ocupar el Arsenal. La
guarnición me es leal en parte y está rechazando a los rebeldes. Si llegamos
antes de que caiga podremos tomar una aeronave y huir. ¡Vamos!
Darina
saltó dentro del jeep.
—¿Pero
vamos a ir en nuestro coche? —preguntó Burton.
—Sí.
Los rebeldes se han apoderado de la central de energía y nuestros carros
eléctricos no pueden funcionar sin corriente.
Dan
saltó al volante mientras Burton, Bernard, William y Karin lo hacían en los
asientos posteriores. Allen quedó en pie agarrado a la ametralladora de 12 mm.
El jeep se puso en marcha, y bajo la mirada siniestra de los soldados abandonó
la plaza subterránea lanzándose por un túnel oscuro.
Dan
encendió los faros y pisó el acelerador a fondo. El túnel era recto. Poco
después, Dan echaba los frenos frente a un sólido muro de acero que les cerraba
el paso. Un grupo de soldados provistos de linternas se acercó al jeep para
inquirir la identidad de sus ocupantes. Karin habló con el oficial, quien
enfocó el haz de su linterna sobre Darina. Luego dio una orden. Los soldados
perdieron unos preciosos minutos izando a mano la sólida puerta.
Apenas
quedó una abertura lo bastante grande para que pudieran pasar, Dan reanudó la
marcha. El túnel ascendió en brusca pendiente y, casi sin darse cuenta, se
vieron bajo el cielo de Marte, rodeados del estruendo de la batalla.
—Apague
los focos —recomendó Karin—. Estamos en terreno batido por los proyectiles de
los rebeldes.
Dan
apagó los faros. Bajo la rojiza luz de Phobos pudieron ver a la derecha unos
grandes y sólidos edificios y, a la izquierda, un largo muelle donde había
amarradas de popa varias naves de negro y estilizado perfil.
—Sigamos
adelante —dijo Darina—. Nuestra aeronave está un poco más allá.
El jeep
rodó a poca velocidad por el muelle. Por momentos se hacía más intenso el rumor
de la lucha sostenida por las fuerzas que guarnecían el arsenal contra los
rebeldes. De vez en cuando, un fulgor amarillo subía por detrás de los
edificios acompañado del fragor de una explosión. Los proyectiles cohetes
pasaban aullando sobre sus cabezas dejando un rastro de fuego. Fueron a caer
sobre las naves amarradas a los muelles con gran estrépito.
—¡Aprisa,
Dan! ¡Aprisa! —gritaba Darina sobre el rugido de las explosiones.
Siguieron
bordeando los muelles por unos minutos. De pronto, Allen Croy dejó escapar un
grito:
—¡Alto,
Dan! ¡Mire nuestro Tomahawk!
El
ingeniero miró y vio en un malecón su cohete. Sin decir palabra dirigió el
coche hacia él.
—¡Dan!
—gritó Darina—. ¡No! ¡Eso no!
—Será
cuestión de un instante —dijo Allen Croy—. Sólo unos minutos y luego iremos
donde usted quiera.
Dan
frenó violentamente junto al Tomahawk.
—¡Rápido,
Burton! —gritó Allen—. ¡A la radio!
Todavía
chirriaban los neumáticos cuando ya estaba Burton dando un salto formidable que
le llevó junto al cohete. Bernard le siguió a toda velocidad. Darina gritó una
orden en idioma marciano al tiempo que echaba mano a su pistolera. Dan se
abalanzó sobre ella y la sujetó con fuerza.
Cuando
Darina caía debatiéndose sobre el asiento sonó el bronco disparo de una
pistola. Dan se volvió y vio a Karin caer de espaldas al suelo. Allen Croy con
el humeante revólver de ordenanza en la mano, miró a Dan.
—Se
lanzó sobre mí —dijo—. No tuve más remedio que matarle.
Darina
dejó de ofrecer resistencia.
—Lo
siento —dijo—. Debía impedir a toda costa que hablarais con la Tierra.
—Lo
único que has conseguido es que muriera ese pobre «coppe» —contestó Dan—.
Espera sin moverte de aquí.
Dan y
Allen entraron en el Tomahawk. Lo primero que oyó fue la voz de Burton
diciendo con ansiedad:
—¡Aquí
cohete interplanetario Tomahawk hablando desde Marte! ¡Atención Nueva
York! ¡Marte está habitado por hombres inteligentes...!
Mientras
Burton hablaba precipitadamente continuaba escuchándose fuera el estruendo de
las explosiones y el restallar de los fusiles eléctricos marcianos. Dan
comprobó que nada había sido alterado en el Tomahawk. Faltaban algunas
armas y se apreciaba el paso de los expertos marcianos examinando el cohete,
pero sus instrumentos funcionaban y en el tanque quedaba combustible.
La
princesa Darina irrumpió en la cabina.
—Es
tarde para huir —aseguró excitada—. El bombardeo ha destruido las aeronaves, y
las tropas de Moaya invaden la isla. Acaba de comunicármelo un oficial que se
retiraba con sus soldados.
Allen
Croy y Dan cruzaron una mirada.
—Queda
combustible en los depósitos del Tomahawk —dijo Dan respondiendo a la
muda pregunta del coronel—. Todavía podremos navegar algunos centenares de
kilómetros.
—¡Pues
manos a la obra! Metamos el jeep a bordo y salgamos de aquí antes de que sea
tarde.
Mientras
Dan se precipitaba hacia los mandos, Allen volvió al muelle, puso el jeep en
marcha y lo llevó hacia el Tomahawk. La gran compuerta, abierta hacia
afuera y apoyada en la riba, formaba una plataforma por la que entró rodando el
automóvil. William cortó las amarras que unían al Tomahawk con el muelle
y saltó a bordo.
—¡Listos,
señor Castles! —gritó—. ¡Adelante!
Un
chorro de llamas surgió por la popa del Tomahawk acompañadas de
estridente silbido. El cohete interplanetario, como un gran pájaro con las alas
rotas, empezó a deslizarse por el mar, cobrando velocidad y desapareciendo en
la noche.
Las
tropas de Moaya llegaron al muelle demasiado tarde para detenerlo. Los puestos
de vigilancia de las riberas de los canales le vieron pasar a distancia con
ayuda de sus aparatos detectores. Moaya tenía gran interés en capturar a la
reina legítima de Nubisar y organizó a toda prisa la persecución.
Las
aeronaves marcianas que salieron en busca del cohete terrestre no lo
encontraron por ninguna parte; que el Tomahawk se esfumara sin dejar
rastro era imposible según los técnicos marcianos que lo habían estudiado. Con
el escaso combustible que quedaba en sus depósitos, el Tomahawk no pudo
alejarse mucho. Su dictamen fue que habría explotado y estaría en el fondo de
algún canal con todos sus tripulantes dentro.
Las
aeronaves prosiguieron la búsqueda durante tres días. Finalmente, Moaya dio por
seguro que Darina y sus compañeros habían perecido.
¿Pero
habían muerto en realidad la princesa y sus aliados terrestres? ¡No!
Sabiendo
que el Tomahawk no podía llevarles muy lejos, rellenaron de gasolina los
depósitos del jeep, poniendo las latas sobrantes en los lugares más
inverosímiles, metieron en el coche algunas provisiones y las armas y se
prepararon para abandonar el cohete.
Cuando
el Tomahawk consumió la última gota de «hidrazina» botaron el jeep al
agua y navegaron hacia la costa. Una carga de dinamita envió al fondo del canal
al Tomahawk. El jeep ganó la playa y se adentró en la árida estepa
marciana. ¿Adónde iban? No lo sabían apenas. Ante ellos se abría la llanura
como un inmenso interrogante. Confusas leyendas de criaturas extrañas que
habitaban los campos de hielo, ciudades fantasmas abandonadas miles de años,
misteriosas extensiones de Marte que antaño ocuparan los mares muertos del
moribundo planeta se ofrecían ante ellos. La soledad, el abandono, la
selvatiquez y la anarquía les abrían sus mortales brazos para absorberles y
hundirles en la remota lejanía del silencio y el olvido.
Dando
tumbos sobre el desigual suelo de la estepa, dejando tras sí una nubecilla de
polvo rojo, el jeep construido en los Estados Unidos de América se adentraba en
los vastos campos de hielo de Marte.
F I N
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