domingo, 6 de agosto de 2023

RUMBO A LO DESCONOCIDO (GEORGE H.WHITE)


Pascual Enguídanos firmó sus novelas de ciencia ficción con el seudónimo George H. White (probablemente inspirado en el nombre de H.G. Wells) en la primera mitad de la colección Luchadores del Espacio, hasta que un contrato con la editorial Bruguera le obligó a renunciar a él en las colecciones de Valenciana. A partir de entonces, utilizaría el de Van S. Smith.

PERSONAJES

Dan Castles - Joven ingeniero aeronáutico, constructor del supercohete sideral Tomahawk.

Burton Englert - Ingeniero electricista, ayudante de Dan Castles.

Profesor Laurence Eversole - Del Observatorio Astronómico de Lowell.

Coronel Allen Croy - Oficial del Ejército de los Estados Unidos, que forma en la expedición en calidad de observador.

Bernard Jones - Joven astrónomo que acompaña a la expedición.

Príncipe Uzen - General de la División Blindada de Damar.

Moaya - Primer Ministro del Reino de Nubisar.

Princesa Darina - Bellísima heredera del trono de Nubisar.

William Boddick - Extraño personaje, superviviente del pretérito.

 

CAPÍTULO PRIMERO

COHETE INTERESTELAR

DESDE el ventanal de la oficina, Dan Castles acarició con la mirada las líneas aerodinámicas del supercohete Tomahawk.

Él, Dan Castles, había concebido este aparato en largas noches de insomnio. Entre los apretados guarismos de complicadas operaciones algebraicas que su pluma derramaba sobre las cuartillas, Dan le había visto abandonar la Tierra y lanzarse como una ráfaga de fuego en los inmensos espacios siderales. Él, Dan Castles, dibujó cada línea con exquisito amor y arrebatador afán, como el escultor que aboceta sobre el papel la obra maestra que ha de colocarle de golpe en el pináculo de la gloria. Luego, Dan Castles se había trasladado con sus bocetos, su ejército de operarios, su estado mayor de técnicos y sus doradas ilusiones al rincón más apartado de White Sands (Nuevo México) para plasmar en maravillosa realidad sus sueños alucinados de largas noches de desvelo, sus infatigables cálculos, sus bocetos y sus más caras esperanzas.

Bajo un tinglado metálico de 5.000 metros cuadrados, bajo las lonas moteadas de verde que le preservaban de los ardorosos rayos del sol y de las miradas de los aviones que constantemente patrullaban sobre la gran estación experimental de proyectiles cohete, el Tomahawk fue creciendo y tomando forma en pleno desierto.

Muy pocos hombres lo habían visto. Las diferentes piezas de su colosal mole de 80 metros de largo habían sido construidas en distintas factorías metalúrgicas de los Estados Unidos, alejadas entre sí en ocasiones hasta 3.000 kilómetros, y traídas bajo una fuerte escolta a Nuevo México. Los hombres que lo vieron, montadores y especialistas, no sabían para qué iba a servir este monstruo. Entre la reducida colonia de montadores, incomunicados con el resto del mundo y prácticamente prisioneros en una zona de desierto que abarcaba 150 kilómetros cuadrados, estaba terminantemente prohibido hacer comentarios sobre el Tomahawk. En las mentes de aquellos deportados voluntariamente, podía hacer preguntas la curiosidad y bullir la idea de que el monstruo de acero estaba llamado a ser un satélite artificial de la Tierra; algunos iban más lejos atribuyéndole la misión de llevar a un puñado de locos aventureros hasta la Luna, pero la inmensa mayoría, aunque se cuidaba muy bien de exteriorizar sus sentimientos, pensaba que aquel huso de 80 metros de largo jamás llegaría a despegar de White Sands.

Dan Castles conocía más o menos las ideas escépticas de más del 90 por 100 de la población total del mundo sobre un posible viaje a la Luna. Pero hacía mucho tiempo que dejó de preocuparle el escepticismo, la ignorancia, e incluso la oposición de la gente hacia los proyectos de este calibre.

Con machacona insistencia solía tacharse de fantasía y «utopía» esta cuestión. Sobre todo en el Antiguo Continente -donde miles de sueños yacían bajo las ruinas- el pensamiento de altos vuelos se veía encadenado, la actividad frenada.

En cambio, en el desierto de Nuevo México, famosos técnicos y hombres de ciencia trabajaban en la soledad y el silencio dando lugar a que cada día acontecieran grandes cosas. Prácticamente, hacía varios años que los ingenieros de White Sands estaban capacitados para emprender la construcción de cohetes que pudieran transportar viajeros a través del espacio y llegar a la Luna.

Los escritores de historietas ilustradas en periódicos venían haciendo esto desde años con el inofensivo fin de que la juventud americana pasara algo más animadas las mañanas domingueras aburridas. En lo que se refería al prototipo de cohete que había de franquear la atmósfera terrestre, era ya demasiado tarde para que los críticos no científicos y apegados a lo terreno se mofaran. La ciencia había emitido tiempo ha su aprobación y, gustara o no a los escépticos, las historietas infantiles de los semanarios, desprovistas de sus truculencias inocentes, se convertían en profecía.

Existían ya proyectos de cohetes llamados a internarse en el éter y aterrizar en la Luna. Los periodistas describían cohetes con largo radio de acción, todos ellos provistos de motor atómico. Pero este motor atómico para la propulsión de cohetes estaba todavía por crear, y los sabios no veían la posibilidad de construirlo, sino en un porvenir lejano.

Un propulsor de hidrógeno sería una solución muy aceptable, pero no se sabía aún cómo establecer y regular la reacción de forma que no se volatilizara el motor.

En realidad, y Dan Castles era uno de los expertos en esta cuestión que lo sabía muy bien, la energía atómica no era indispensable para accionar los cohetes en su desplazamiento en la superficie de la Tierra o tratando de dejarla. Eran suficientes las reacciones químicas ordinarias y ensayadas. La del oxígeno líquido y del flúor era lo bastante enérgica para asegurar la propulsión, pero ellas no podían resolver el problema, sino a condición de consagrar del 60 al 90 por 100 del peso total del cohete a las reservas de combustible.

El vehículo interplanetario capaz de ir a la Luna y volver era, pues, una idea factible. Pero su excesivo costo -unos 400 millones de dólares- lo convertía en impracticable. El único país capaz de apadrinar un proyecto tan ambicioso, los Estados Unidos, se había interesado repetidas veces en el asunto, pero siempre acabó por abandonarlo por costoso. La utilidad de un viaje a la Luna, aun sin contar con un posible fracaso, no compensaba un gasto tan enorme. Los motivos con que los constructores del cohete atómico de la película «Salida para la Luna» querían justificar la necesidad de su empresa, «quien controla a la Luna domina a la Tierra», sería de peso en el futuro, pero no ahora.

Aunque el proyecto dormía mucho tiempo en los archivos del Centro de Ensayos de Caltech, los científicos no abandonaban esta idea, que el Gobierno rechazaba una y otra vez por falta de utilidad práctica. También a Dan Castles le tentaba la aventura al margen de toda posibilidad económica o estratégica, simplemente como necesidad espiritual.

Dan Castles era un joven de veintiocho años. Trabajando mano a mano con sabios tales como Werner von Braun, Kenneth Gatland, Goddard, Hsue Sheu Tsien y Ernest Esclagon, había colaborado, asiduamente para poner en manos de los Estados Unidos una serie de «vehículos satélites de la Tierra» cuyo coste, entre gastos de experimentación y de fabricación, sobrepasaban varias veces la cifra de dólares que serían necesarios para enviar un cohete a la Luna.

Sabiendo que la principal dificultad en enviar un proyectil a la Luna radicaba en el exorbitante precio de la hazaña, Dan caviló incansablemente para encontrar una solución que redujera gastos. Creyó tener resuelto el problema y mandó su proyecto al Gobierno por el mismo conducto que habían seguido otros muchos planes, todos ellos rechazados. Naturalmente, no esperaba que se aprobara su plan. Esperó con impaciencia, luego con pesimismo y, finalmente, dejó de esperar encogiéndose de hombros. Y de pronto, después de pasados varios meses y cuando menos lo esperaba ¡zas! ¡El Gobierno norteamericano daba el consentimiento y se le ordenaba comparecer ante el Secretario de Defensa!

Ahora, contemplando al Tomahawk desde la ventana, Dan Castles sentía lo que un padre hacia el hijo en vísperas de un examen. ¿Correspondería el Tomahawk a las esperanzas en él depositadas?

Lo malo de esta aventura era que no podía someterse a pruebas. Sería demasiado costoso. No habría pruebas. El día del lanzamiento, el Tomahawk saldría proyectado hacia el cielo o no tendría otra nueva oportunidad de intentarlo.

El timbre del teléfono repiqueteó, arrancando a Dan de sus meditaciones. Apartando los ojos del árido panorama deslumbrante de sol se volvió hacia el interior del despacho. Su compañero de trabajo y preocupaciones, Burton Englert, había descolgado el teléfono y lo aplicaba a su oído.

Burton Englert era un hombre de mediana edad, alto y flaco. Su escaso cabello negro, peinado de forma que ocultara en lo posible una incipiente calvicie, y las gafas de gruesos cristales tras los que brillaban sus ojos de miope, le hacían parecer mucho más viejo que lo que era en realidad. Burton escuchó, profirió algunos gruñidos, que remató con un malhumorado: «Bueno; está bien», y colgó.

—Era del puesto de guardia de la carretera —dijo a Dan—. El general Canby acaba de entrar en la zona acotada y viene hacia aquí.

Dan se sobresaltó porque el general Canby era el representante oficial del Gobierno en este asunto del viaje a la Luna y nada bueno podía inferirse de su repentina y personal visita. Por lo regular, la órbita del general giraba en torno a las dependencias del Gobierno en Washington.

—¿Sospechas qué puede buscar el general por aquí? —preguntó Dan a Burton.

—No. Tú no lo esperabas, ¿verdad?

Dan movió la cabeza en sentido negativo.

—¡Con tal que no venga a echarnos un jarro de agua fría por encima...! —murmuró Dan. Y fue a vigilar desde el ventanal la llegada del visitante.

No tuvo que esperar mucho. A poco vio en la lejanía una nube de polvo que crecía con rapidez.

—A juzgar por lo que veo debe traer una prisa endiablada —refunfuñó Dan—. Vamos abajo a esperarle.

Burton abandonó el trasportador, la escuadra y el lápiz sobre su tablero de trabajo y siguió a Dan escaleras abajo.

Esperaron a la escasa sombra que el edificio de madera proyectaba sobre la candente arena del desierto. Aparte del bloque de talleres situado a la desecha y el enorme cobertizo de hierro y techo de lonas que guarecía al Tomahawk, la más completa desolación les rodeaba. La llanura de arena se prolongaba hasta el infinito sin más accidentes que las erectas siluetas de los cactos sobre el espacio inflamado de sol. Aquí, en esta soledad polvorienta, llevaba Dan viviendo varios meses con el pensamiento concentrado en un solo objetivo: el Tomahawk. Ahora, mientras esperaba con los ojos fijos en la carretera que pasaba entre el aparato y los talleres, Dan Castles sentía miedo.

Desde que comenzó a construir el aparato le desazonaba el temor de recibir una orden anulando todas las anteriores y suspendiendo todos los trabajos. Por esto le sobresaltaba cada llamada del teléfono y sentía angustia al rasgar un sobre donde venía estampado el membrete del Departamento de Defensa. ¿Y ahora? ¿Vendría el general a ordenarle la paralización de los trabajos?

Unos minutos más tarde aparecía el automóvil entre una nube de polvo, pasaba raudo entre los talleres y el tinglado y frenaba bruscamente ante el pabellón de las oficinas técnicas. El general Canby y su ayudante saltaron del coche seguidos de un hombre de mediana edad y movimientos nerviosos.

—¡Hola, Castles! —saludó el general estrechando la mano del ingeniero—. ¡Hola, Englert!

Dan saludó al ayudante, comandante Homer Sanders, y se quedó mirando al hombre desconocido.

—Les presento al profesor Laurence Eversole, del Observatorio Astronómico de Lowell —dijo el general. Y señalando a los dos ingenieros añadió—: Profesor, estos son los señores Dan Castles y Burton Englert, de quienes le venía hablando. Bueno, subamos a su despacho, Castles. Llevo prisa y tenemos mucho que hablar.

Dan no tuvo siquiera tiempo de saludar al profesor Eversole. Le dirigió un movimiento de cabeza y se precipitó escaleras arriba en seguimiento del general.

Éste entró en la oficina y, como persona que conoce bien el lugar, arrojó su gorra sobre una percha, puso el ventilador en marcha y se acomodó en el sillón de Dan tomando un cigarrillo del paquete tirado sobre la mesa. El resto del grupo acabó de entrar. Dan quedó de pie junto a la ventana, mirando al militar con el ceño fruncido.

—¿Ocurre algo, general? —preguntó.

—Sí, Dan —repuso Canby arrojando un doble chorro de humo por la nariz—. Algo ocurre y nadie sería capaz de predecir su gravedad. Por lo pronto le diré a usted que he volado desde Washington al Observatorio de Monte Palomar, de Palomar a Las Vegas y de Las Vegas aquí en automóvil, para decirle que no habrá viaje a la Luna.

Dan Castles palideció.

—Hace tiempo que esperaba una cosa así —aseguró frunciendo la boca nerviosamente—. La noticia no me pilla de sorpresa.

—No sea usted tonto, Castles —refunfuñó el general—. No tiene ni idea de lo que ha pasado.

—No es difícil imaginarlo. Nuestro viaje a la Luna no interesa por ahora al Gobierno. Por lo tanto se suspende todo lo relacionado con la expedición.

—Nuestro Gobierno nunca estuvo demasiado apasionado con el viaje a la Luna —confirmó Canby echándose hacia atrás—. Pero no he venido a ordenarle la suspensión de la tarea, sino todo lo contrario.

Dan miró al militar estupefacto.

—¿Para qué, si no hay viaje? —preguntó.

—¿Quién ha dicho tal cosa? Habrá viaje, desde luego, pero no a la Luna, sino a Marte.

El estupor impidió a Dan pronunciar palabra. Fue Burton Englert quien exclamó: «¡A Marte!» Pero el general, como si la cosa le pareciera la cosa más natural del mundo, continuó diciendo:

—El asunto empezó tiempo atrás, cuando con el nuevo telescopio de 508 centímetros de diámetro, recién instalado en Monte Palomar, se tomó la primera fotografía de Marte. Ese día se puso término a la tan debatida cuestión de los canales. Con el nuevo telescopio, capaz de acortar las distancias ocho mil veces, nuestros astrónomos pudieron ver con bastante claridad los endiablados canales. Aquí, el profesor Eversole, les dirá el resto. Como sabrán ustedes, el Observatorio de Lowell está especializado en cuestiones marcianas.

—Sí —dijo el astrónomo tomando la palabra—. Nuestro Observatorio tiene recopilada la mayor documentación del mundo acerca de Marte. Teníamos la esperanza de que el nuevo telescopio gigante de Palomar nos revelara grandes secretos, pero no fue así hasta que se le aplicó un invento reciente. Se trata de un aparato electrónico con un convertidor de imágenes, por el que se pueden transformar en telescopios gigantes los de pequeñas dimensiones. Este invento, aplicado al telescopio de 508 centímetros de abertura, multiplicó por diez su poder de penetración, por lo cual acercamos la imagen de Marte a sólo... ¡750 kilómetros! A una distancia de 750 kilómetros se puede ver prácticamente todo.

—En resumen —añadió el general impacientado—. Ayer se me mandó rápidamente a Monte Palomar para que confirmara con mis propios ojos lo que estos señores aseguraban haber visto. ¡Marte está habitado! 

CAPÍTULO II

VIAJE SIN RETORNO

DAN Castles sintió un estremecimiento de frío recorrerle la espina dorsal. Un profundo terror se apoderó momentáneamente de él y sus ojos se volvieron hacia el limpio cielo de Nuevo México. El cielo inflamado de sol, en el que no se veía una ligera nubecilla ni el parpadeo de una estrella, y el zumbido de dos aviones a chorro que en este momento pasaban a poca altura sobre White Sands, le tranquilizaron. Casi sintió ganas de echarse a reír. ¡Habitantes en Marte!

Se volvió hacia el interior. La palidez del rostro de Burton Englert y la gravedad en las caras del general Canby y el profesor Eversole tornaron a impresionarle.

—¿Quieren hacernos creer que en Marte viven seres como nosotros? —preguntó roncamente.

—No los pudimos ver —dijo el profesor—. Pero hemos visto con claridad sus canales de más de veinticinco kilómetros de anchura y sus grandes urbes. Sin embargo, la prueba más concluyente de la existencia de vida inteligente en aquel planeta es la fotografía de una explosión atómica en su superficie. Usted mismo puede verla.

El astrónomo extrajo de su cartera una cartulina que Dan tomó con nerviosos dedos. La foto era borrosa y estaba cruzada por líneas oscuras. En el margen se veía con toda claridad una mancha blanca, sin duda al fogonazo de una explosión que impresionó la película, rodeada de una nube densa.

—Se necesita alguna práctica para interpretar debidamente las fotografías tomadas desde sesenta millones de kilómetros —dijo el profesor mientras Burton iba a echar una mirada a la foto por encima del hombro de Dan—. Para nosotros, la interpretación es sencilla. Las líneas oscuras son canales de unos treinta kilómetros de anchura, y la mancha blanca la llamarada de una explosión.

—A juzgar por su tamaño, casi con toda seguridad una explosión atómica —añadió el general con voz opaca.

—Esto puede ser muy serio, ¿verdad? —preguntó Dan.

—Es el descubrimiento más grande de cuantos lleva hechos la Astronomía —aseguró Canby—. La existencia de seres dotados de inteligencia superior en Marte, si se hiciera pública, sumiría a nuestro mundo en el terror.

—¿Quiere decir que este descubrimiento se mantiene en el secreto?

—Sí. En el mayor de los secretos. Y continuará así, por lo menos, hasta que el Tomahawk aterrice en la superficie de Marte y sepamos quiénes son sus habitantes, cómo son y cómo viven, su grado de inteligencia, el desarrollo de su civilización y si guardan intenciones que amenacen la seguridad o la civilización de la Tierra, la forma de combatirles.

—¡Pero mi Tomahawk fue concebido para ir a la Luna!

—No nos interesa en lo más mínimo la Luna. En cambio, es de primordial interés ir a Marte. Por fortuna, el cohete no está terminado y todavía pueden hacerse en él las modificaciones más imprescindibles.

—¿En serio pretenden que el Tomahawk viaje hasta Marte? —preguntó Dan arrugando el entrecejo.

—¿Cuándo me oyó usted hablar en broma, Castles? —gruñó Canby irritado—. Le estoy repitiendo las órdenes que me dio a mí, personalmente, el Presidente de los Estados Unidos. El Tomahawk irá a Marte. ¿Acaso es imposible?

—El Tomahawk puede alcanzar Marte, pero no regresará.

—Lo sé. El cohete no regresará nunca a la Tierra. Tendremos que sacrificar a la tripulación. Espero encontrar hombres dispuestos al sacrificio, capaces de emprender la aventura con coraje, transmitirnos por radio sus observaciones por Marte y morir luego satisfechos de su aportación a la causa de nuestro Mundo. No se preocupe por eso, Castles. Lo primordial, ahora, es que se apresuren las obras en el Tomahawk.

—Tendremos que elaborar nuevos cálculos.

—Hemos pensado en ello, por eso he traído conmigo al profesor Eversole. El profesor se quedará aquí con ustedes y les ayudará. Él aportará todos los datos que necesiten para trazar la nueva órbita del cohete y yo regresaré inmediatamente a Washington para dar cuenta de mis actividades al Gobierno. Pero volveré enseguida y no me separaré de ustedes hasta que el Tomahawk zarpe rumbo a Marte.

Cinco minutos más tarde, el general se despedía de Dan Castles, de Burton Englert y del profesor Eversole, trepaba a su automóvil con su ayudante y se perdían de vista entre una nube de polvo.

Era mediodía y la actividad había cesado en los talleres y los astilleros. Los obreros comían y las máquinas descansaban. Un silencio de muerte se cernía sobre el árido desierto, y a Dan Castles y Burton Englert les hubiera parecido que acababan de sufrir una pesadilla a no ser por la presencia junto a ellos del profesor Laurence Eversole.

* * *

Cuando el general Canby estuvo de vuelta en White Sands, cuatro días más tarde, pudo apreciar que la actividad en el astillero y los talleres era muy grande y el Tomahawk iba muy adelantado en su construcción.

Dan Castles llevaba varias noches sin pegar un ojo. La expedición a Marte, que en un principio le pareció cosa falta de razón e inmerecedora de ser considerada con seriedad, ocupaba al cabo de unas horas todos sus pensamientos. Él, más ocupado hasta hoy en lanzar proyectiles al espacio que en estudiar temas astronómicos fuera de la pura mecánica universal, se asombró al caer en la cuenta de lo poco que sabía acerca de los planetas vecinos.

Había estudiado con asiduidad la Luna porque del satélite soñaba hacer un blanco para sus proyectiles, pero de Marte no sabía prácticamente nada.

El profesor Eversole, en cambio, era un técnico en cuestiones marcianas. Sabía más cosas acerca del rojo y alucinante planeta que del propio mundo donde moraba, y todo cuanto conocía lo fue enseñando a Dan a lo largo de frecuentes conversaciones sobre el tema.

Marte era como una segunda Tierra. Su globo también giraba alrededor de su eje, dando lugar a que el día y la noche se sucedieran en espacios de tiempo casi iguales a los de la Tierra. El día marciano era de 24 horas, 37 minutos y 23 segundos. En cambio, el año era de 687 días terrestres.

También se sucedían las estaciones, pero con duración bastante desigual: con 199 días de primavera, 183 de verano, 147 de otoño y 153 de invierno. Al igual que la Tierra estaba rodeado de una atmósfera de aire conteniendo el vivificante oxígeno, pero no en la medida que tenían necesidad los terrestres. El aire de Marte era tan sutil, que los barómetros que normalmente señalaban 760 milímetros de presión, sólo indicarían allí 70 milímetros.

En aquel aire también existían nubes, pero como donde había nubes tenía que haber agua, Marte poseía también aire y agua. Los rayos del lejano Sol, más débiles que los que acariciaban a la Tierra, atravesaban también la atmósfera de Marte. Por lo tanto, también había calor, si bien en cantidades más modestas que en la Tierra. De todas formas, la cantidad de calor que el Sol enviaba a Marte bastaba para iluminar su cielo diurno y para poner en movimiento las máquinas vitales de las plantas marcianas.

El aire y el agua, el calor y la luz; estos cuatro elementos fundamentales de la vida, de cuya acción alternada obtenían los hijos de la Tierra energía y alimentos, operaban también sobre el rojo Marte.

—Es un mundo afín al nuestro —decía el profesor—, pero de constitución muy diferente. Un hombre que en la Tierra pesara 70 kilogramos, pesaría allí solamente 26. Ciertamente, los elefantes terrestres podrían saltar en Marte como gacelas.

Aparte de las narraciones descriptivas del astrónomo, Dan recibió su valiosa colaboración para confeccionar el plan del viaje. El Tomahawk, proyectado en un principio para ir a la Luna y volver a la Tierra, fue preparado ahora para garantizar el éxito de un viaje a Marte sin retorno.

No bastaba, para averiguar el tiempo que duraría la travesía del espacio, dividir cualquier distancia Tierra-Marte por cualquier velocidad máxima alcanzada durante el viaje. Ni tampoco la colosal mole de 80 metros de largo por 20 de diámetro iba a llegar entera a Marte.

En realidad se trataba no de uno, sino de tres cohetes superpuestos, de los que solamente el último, dotado de alas escamoteables y muy pequeño en relación con los dos restantes, llegaría al planeta vecino trazando una elipse en torno del Sol. En el punto más alejado de dicha elipse, situado en lo alto de la órbita marciana, la astronave sería apresada por el campo gravitatorio de Marte y, mediante maniobra de frenado, conducida hasta la superficie del planeta, donde amararía en el agua de uno de aquellos grandes canales.

Dan Castles y el profesor Eversole, que habían calculado punto por punto lo que ocurriría a los tripulantes del Tomahawk desde el momento que dejaran la superficie de la Tierra hasta alcanzar la de Marte, no eran capaces en cambio de predecir lo que ocurriría luego que el cohete quedara flotando sobre las aguas de los canales marcianos. La ciencia admitía la posibilidad de moverse en aquel mundo, e incluso se dotó al Tomahawk de un «jeep» anfibio del Ejército de los Estados Unidos («pato») que podía utilizarse para ganar tierra marciana y explorar luego, corriendo por las estepas, las singularidades del alucinante planeta rojo.

Puesto que la atmósfera de Marte contenía oxígeno, el problema de alimentar con aire el motor del jeep quedaba solucionado -al menos teóricamente- dotándole de un turbocompresor como el que venían utilizando los aviones para sus vuelos por alturas donde el aire estaba tan rarificado o más que en la atmósfera marciana.

Los expedicionarios, en cambio, tendrían que ir encerrados en trajes acorazados construidos con titanio, caucho y cristal, en cuyo interior se habría inyectado aire a una presión aproximadamente igual a la que estaban acostumbrados a soportar en la Tierra. Estos trajes, en previsión a que la atmósfera marciana no fuera apropiada para la transmisión de sonidos, irían provistos de pequeños aparatos de radio, cuyas antenas sobresaldrían sobre los depósitos de oxígeno sujetos a la espalda, y mediante los cuales estarían constantemente en comunicación entre sí. No obstante, las escafandras de vidrio llevaban también pequeños micrófonos para captar los ruidos que se produjeran en el exterior, y una válvula especial para que pudieran respirar el oxígeno marciano sin perder la presión interior, en caso de que el aire de Marte fuera respirable, lo que el profesor Eversole no esperaba.

A medida que transcurrían los días, el joven ingeniero se apasionaba más y más en la aventura, hasta que llegó a dominarle como una tremenda obsesión. Cuando el general Canby estuvo de regreso en White Sands, Dan Castles estaba ya firmemente decidido. Iría a Marte. Él, personalmente, pilotaría su aparato. No consentiría que nadie le arrebatara el puesto.

El general Canby, como profano en la materia, desdeñó algunas de las medidas de precaución que el profesor consideraba como indispensables.

—¡Bah! ¡Cálculos hechos desde más de sesenta millones de kilómetros! Apuesto a que hay en Marte bastante aire para respirar y que los aparatos individuales de radio son innecesarios. Con un aparato de radio en el jeep bastaría, y todo ese peso adicional podría emplearse en llevar armas.

—¿Para qué armas? —preguntó el astrónomo.

—¡Toma, pues para defenderse de los marcianos si agreden a nuestros hombres!

—Tal vez los marcianos son invulnerables a las armas terrestres —apuntó el profesor.

—No diga tonterías, míster Eversole. Hasta ahora, ustedes, los sabios, han insistido que los únicos posibles habitantes de Marte serían una especie de caracoles. ¿Cree usted a los caracoles capaces de abrir esos colosales canales y producir explosiones atómicas?

—Desde luego que no.

—Entonces, ¿cómo cree usted que son los marcianos?

—El marciano es un hijo de Marte, una criatura única en el reino del Sol, que no conoce un segundo planeta Marte. De la misma forma que la Tierra, más grande, joven y cercana al Sol, se diferencia de Marte, lejano del Sol, más pequeño y millones de años más viejo, así el aspecto corporal del habitante de Marte se diferencia de los pobladores de la Tierra. El hombre terrestre pertenece a una especie aparecida no hace más de un millón de años; es el último de entre los seres vivos llegados a su planeta. El marciano cuenta millones de siglos de antigüedad. Adaptado a un mundo en lucha con la muerte, tiene que estar constituido de forma diferente al hombre.

—¿Cómo? —preguntó Canby desafiante—. ¿Puede darnos un retrato de él?

—Si no precisamente un retrato, puedo darles en cambio un esbozo basado en lo que de Marte conocemos. Por lo pronto le diré que los terrestres que pisen Marte y tengan la oportunidad de ver a un habitante de aquel mundo, se encontrarán ante un gigante. La fuerza de atracción de la pesada Tierra no permite al hombre superar los dos metros de estatura. Pero no ocurre lo mismo en Marte. Dada la fuerza de atracción de aquel planeta, tres veces inferior a la de la Tierra, la estatura del ser mejor adaptado debe de alcanzar una altura casi triple de la nuestra; es decir, unos cinco metros.

—¿De veras? —preguntó el general con ironía—. ¿Y cómo serán? ¿Tendrán cabeza? ¿Tal vez el aspecto de osos?

—Tal vez —repuso imperturbable el astrónomo—. El marciano debe de ser velludo. Su cuerpo tiene que estar cubierto de una piel espesa porque en su frío astro su organismo tiene necesidad de esta protección, que el hombre, bajo el cielo más tibio de su mundo, no necesita.

—¡Ah! —exclamó el general con una sonrisa—. ¿Y en qué idioma cree usted que podremos entendernos con ellos?

—No espere que lleguemos a entendernos jamás con los marcianos. Tal vez ellos tengan una boca privada de lengua. El aire de su planeta no es apto para la producción de ondas sonoras y, por lo tanto, no puede haber un idioma fonético en Marte.

—En tal caso tampoco tendrán oídos.

—Es muy probable.

—¡Bah, profesor! —exclamó el general haciendo un ademán de hastío—. Todo eso es demasiado complicado. ¿Por qué había de embrollar la Creación las cosas hasta ese extremo?

—Hay una imperiosa necesidad de que sea como lo digo —aseguró el astrónomo—. Esa necesidad se llama necesidad de adaptación. Debido a la temperatura de su mundo, la piel del marciano ha de ser más recia que la nuestra. Su garganta no tendrá cuerdas vocales porque su atmósfera no es apropiada para conducir sonidos. Su boca, si la tiene, estará desprovista de labios, porque también los labios son privilegio de las criaturas que hablan. No tendrán oídos. Su corazón, si lo poseen, debe de estar constituido de forma distinta al nuestro, porque en su mundo, más ligero, el corazón no precisa de tanta potencia para impulsar la sangre. Éste es el boceto que la ciencia ha hecho del marciano. Si usa para comunicarse con sus semejantes antenas como las hormigas; si tendrá uno, dos o tres ojos; si sus medios de locomoción serán tentáculos como los de los pulpos, o si se arrastra por el suelo como los reptiles, eso no podremos saberlo en tanto no les veamos. La ciencia no se atreve a ir más allá de estas línea generales. Ahora nos consta que Marte está habitado. No falta mucho para resolver la incógnita; pero si hemos de preparar nuestra expedición para que a su llegada a Marte no tropiece con una montaña de dificultades, será conveniente que nos basemos en los datos que la ciencia ha recopilado a lo largo de penosos y fructuosos estudios.

El general se acarició la barbilla con aire reflexivo.

—Desde luego —murmuró—. En eso estamos de acuerdo. Si la ciencia considera que nuestros expedicionarios van a tropezarse allá con gigantes de cinco metros de alzada, será mejor que preparemos a nuestros hombres para que no se sorprendan en el momento del encuentro. ¡Cuánto me gustaría presenciarlo! ¿No será una experiencia emocionante? Por cierto que tendré que empezar a ocuparme de los miembros de la expedición. Puesto que van a ser hombres condenados al sacrificio, reduciremos su número al mínimo. ¿Cuántos cree usted que serán indispensables, Castles?

Dan miró al suelo pensativamente durante unos segundos.

—Creo que tres serán suficientes —dijo al fin—. Un operador de radio, un perito en astronáutica y un meteorólogo, antropólogo u otro científico cualquiera, según se trate de estudiar las condiciones atmosféricas de Marte o la naturaleza de los seres que lo habitan.

—El gobierno considera que no puede faltar un militar en la expedición. Será indispensable para hacer un informe de la potencialidad bélica de Marte, que es, hoy por hoy, lo que más nos preocupa. El operador de radar puede ser al mismo tiempo el meteorólogo, pero ha olvidado usted al miembro más importante de la expedición; quiero decir al piloto.

—No le he olvidado —aseguró Dan—. Lo he omitido adrede porque de ése no tiene usted que molestarse en buscarlo. He decidido conducir personalmente mi Tomahawk hasta Marte, y puesto que yo soy su constructor, no creo que nadie posea más derechos para disputarme el puesto.

El general, dejando caer sobre Dan una mirada de satisfacción, sonrió.

—Jamás me hubiera atrevido a proponerle una expedición de esta naturaleza, Castles —dijo con gravedad—. Pero puesto que decide voluntariamente tomar parte en ella, se lo agradezco como usted no puede ni imaginar. Me quita un gran peso de encima. Al mismo tiempo, y como le aprecio a usted, siento que una vez zarpe de este desierto no nos volvamos a ver jamás.

—Gracias, general —sonrió Dan nerviosamente—. También yo sentiré partir de este pícaro mundo para no regresar nunca. Pero, ¿qué se le va a hacer? Entiendo que debo ser yo quien pilote al Tomahawk.

—Y yo entiendo que no puedo consentir que ningún otro operador de radar ocupe mi puesto en la expedición —añadió Burton—. Si nadie tiene nada que oponer, reclamo para mí esa misión. Sé también bastante de meteorología.

El general Canby estrechó con fuerza la mano del ingeniero.

—¡Gracias, Englert! —murmuró emocionado—. ¡Gracias! Me siento orgulloso de poderme llamar su amigo.

Dan y Burton cruzaron una mirada. Espiritualmente se sentían hermanos en un mismo y trágico destino. 

CAPÍTULO III

RUMBO A LO DESCONOCIDO

POR la inmensidad del espacio, el planeta Tierra avanzaba en su eterno viaje alrededor del Sol ganando terreno a Marte. En el campo de experimentación de White Sands (Nuevo México) se apresuraban los preparativos para lanzar el supercohete Tomahawk.

Deslizándose sobre unas vías de acero, el Tomahawk había sido remolcado por los tractores hasta una distancia de tres kilómetros de los astilleros. Ahora estaba posado sobre una plataforma de cemento, junto a dos sólidas torres metálicas. Quinientos metros más allá podía verse un macizo «bunquer» de acero y cemento desde el que había de ser disparado el cohete.

El día anterior al señalado como fecha de partida, Dan Castles, tras una semana de ausencia, regresó a White Sands. Había estado arreglando sus asuntos y tomando las últimas disposiciones antes de lanzarse al espacio a bordo de la aventura.

Como un hombre que da por cierta su próxima muerte, repartió los objetos de su pertenencia entre los amigos más queridos; regaló su piso de Austin y algunas parcelas de terreno a sus hermanos y parientes y cedió la totalidad de su cuenta corriente en el Banco a varias instituciones benéficas.

Cuando después de despedirse de sus hermanos, familia y amigos regresó a White Sands, no poseía en el mundo más fortuna que un par de dólares en el bolsillo ni más bienes que la ropa puesta y algunos útiles de aseo en una pequeña maleta de su alojamiento en el campo de experimentación.

Camino de vuelta a White Sands, Dan hizo un recuento de las satisfacciones que la vida le proporcionó. No podía quejarse. Huérfano de padre, su madre había sacado adelante la familia conservando cuanto tenía. Dan, con sus hermanos, estudió en la Universidad de Texas hasta que el ataque de los japoneses a Pearl Harbour le llamó a las filas del Ejército.

Peleó con juvenil inconsciencia en Guadalcanal y, saltando de isla en isla, persiguió a los japoneses hasta que la victoria de los aliados le devolvió a sus lares. Durante su ausencia perdió a la madre. De regreso a la patria, Dan terminó sus estudios y consiguió un empleo en la General Motors, donde pronto se distinguió. Su carrera fue breve y brillante. Pasó al Centro de Ensayos de Caltech, consagrado a la investigación sobre las propulsiones a reacción y tuvo el alto honor de compartir con eminentes hombres de ciencia uno de los grandes secretos de los Estados Unidos: «los vehículos satélites de la Tierra».

Sin embargo, al hacer un recuento de las satisfacciones logradas en estos años, Dan se sentía melancólico. Jamás supo lo que fue el amor. No tuvo tiempo para dedicarlo a amar a una muchacha. Su vida fue su carrera, y ahora, por un trágico destino, su carrera iba a concluir con su vida en el más alto pináculo de la gloria. La Historia le encasillaría en sus páginas, y las generaciones futuras le conocerían como el primer hombre terrestre que puso su planta sobre el planeta Marte.

Continuaba teniendo suerte. Incluso a la hora de desaparecer del escenario de la vida iba a tener el privilegio de arrebatar a las multitudes, encaramándose a la más alta cumbre ansiada por el hombre: la inmortalidad. ¿Pero valía la inmortalidad la pena de sacrificar los mejores años de su vida? De las honras fúnebres dedicadas a su memoria, ¿qué parte de felicidad le alcanzaría a él?

¡Ninguna! Él no estaría presente cuando dentro de unos años le descubrieran una lápida o un monumento a semejanza de un nuevo Colón. Sus ojos no se cuajarían de lágrimas presenciando el emocionante acto. Sus oídos no escucharían el rugido de los aplausos. Sus oídos y sus ojos habrían quedado en un desolado campo de hielo marciano.

Si alguna satisfacción premiaba su sacrificio, ésta había de ser puramente espiritual. Dan lo sabía, aun sin considerarse a sí mismo como un filósofo. La gloria que pudiera corresponderle en esta aventura sólo empezaría cuando él cayera sin vida en un mundo extraño. Por lo tanto, sólo podía gozarse de ella por anticipado.

—Puesto que las cosas han de ocurrir así fatalmente, y sólo puedo disfrutar de una satisfacción íntima y anticipada —se dijo Dan—, no debo permitir que ninguna preocupación estúpida me la arrebate.

Siguiendo esta norma, Dan, a su regreso a White Sands, se entregó con serenidad y entusiasmo a los últimos preparativos de marcha. Con la tranquila parsimonia de quien se dispone a emprender una excursión de fin de semana, se ocupó personalmente de que no se olvidara ningún detalle por pequeño que fuera.

Burton Englert también estaba de regreso en White Sands el día antes de la partida. Burton era viudo y tenía una hija en un internado de señoritas. La despedida parecía haberle afectado mucho y se mostraba triste, serio y pensativo.

—Burton —le dijo Dan—, no seas tonto, y si esta aventura no te entusiasma dilo francamente de una vez. No descenderás por ello en mi aprecio, ni en el del general ni en el de nadie. Tienes una hija. Tal vez no debieras venir conmigo.

—¡Oh, no! —protestó el ingeniero—. Iré en la expedición.

Hasta la noche del día siguiente, cuando los camiones cisternas especiales se dedicaban a llenar los tanques de combustible del Tomahawk bajo la dirección de media docena de técnicos, no conoció Dan a los dos miembros restantes de la expedición. El general Canby había insistido en que todos los astronautas fueran jóvenes y sanos en lo posible. Los dos recién llegados llenaban a ojos vista estos dos requisitos.

Uno de ellos, el coronel Allen Croy, era un hombre de unos treinta años, alto, fuerte y de silueta deportiva. Sus facciones eran tan correctas como las del propio Dan Castles, pero en las del coronel había la helada impenetrabilidad del granito. Sus ojos, de un gris acerado, se posaban sobre las personas y los objetos con dura fijeza, como si quisiera traspasarles de parte a parte.

Era rubio, de piel dorada como la de un dios del Olimpo, y su forma seca de hablar era también la que un dios de la mitología griega hubiera empleado para dirigirse a dos despreciables mortales. A Dan le resultó antipático desde el primer momento, pese a su buena voluntad de confraternizar con todos los compañeros de aventura.

El otro recién llegado, en cambio, parecía el reverso de la medalla olímpica. Se llamaba Bernard Jones, contaría aproximadamente la misma edad que Dan y pertenecía al personal del Observatorio Astronómico de Lowell, Flagstaff, Arizona. Era más pronto de estatura pequeña, rechoncho y carilleno. Sus ojos, oscuros y vivaces, poseían la ternura y curiosidad de un niño bueno, inteligente y obediente. Bajo una apariencia tan beatífica bullía el espíritu inquieto e incansable de un astrónomo de talla. El destino, pensó Dan, escogía para el holocausto a un hombre que con el tiempo hubiera llegado a ser un hombre de fama.

Ya estaban reunidos los cuatro astronautas designados por la Gloria para perderlos y encumbrarlos. Al amanecer del día en que saldrían de la Tierra para no retornar jamás, el supercohete Tomahawk quedó listo para el lanzamiento entre las recias torres de acero, bajo un enorme toldo de lona pintarrajeada que cumplía su misión de mantener oculto hasta el último instante a la nave del espacio.

Contra lo que Dan esperaba, las últimas horas transcurrieron con rapidez extraordinaria. El Tomahawk zarparía a las 11 horas y quince minutos de la noche. La mañana fue empleada por los expedicionarios en repasar las instrucciones elaboradas por un nutrido grupo de científicos, expertos en biología, en sanidad, en balística, en radar, en astronomía, en geología, en antropología, en sociología, etcétera. El último en dirigirles la palabra fue el general Canby y lo hizo de manera breve.

—Varias veces me han preguntado acerca del individuo sobre quien recaería la jefatura de esta expedición. Les dije que lo comunicaría en los últimos momentos y así lo hago. No habrá capitán ni marinero entre ustedes. Toda la disciplina que yo pudiera encarecerles es superflua, puesto que están embarcados en una misión sin retorno y a nadie tienen que dar cuentas de sus actos, excepto a Dios. Dado que la justicia de los hombres ya no les alcanzará a partir del momento en que el cohete salga lanzado hacia el cielo, sería innecesario y estúpido someter a tres de ustedes a la ciega obediencia de un cuarto impuesto por nosotros. No habrá jefatura suprema en la expedición. Cuando haya que tomarse una decisión pueden hacerlo por voto de opiniones. También podrían hacerlo luchando entre ustedes a cuchilladas, pero este proceder entre hombres que se prestan voluntariamente al sacrificio de sus vidas por servir de avanzada a la ciencia no sería digno ni concebible. Resuelvan ustedes allá sus propios problemas porque nadie podrá ayudarles a resolverlos desde aquí y tengan siempre presente que nadie podrá juzgar su conducta ni reprocharla, excepto la posteridad.

A Dan Castles le agradó esta medida del general porque había estado temiendo que designaran al coronel Croy para asumir la jefatura. Allen Croy, por su parte, si se sintió defraudado o satisfecho, no lo expresó. Su cara y sus ojos eran impenetrables.

Aquella tarde la dedicaron a escribir algunas cartas de póstuma despedida. Comieron a las ocho en compañía del selecto grupo de personajes que participaban del secreto, pero ni una sola palabra alusiva a la expedición fue pronunciada; estaba prohibido.

La sobremesa se prolongó hasta las diez. A esta hora, sin brindis ni discursos, la reunión en peso se trasladó a la vecina capilla para escuchar una misa. El capellán dedicó a los fieles una sencilla plática que confortó sus espíritus, y a las 10’40 salieron de la iglesia.

Bajo la noche estrellada, iluminado por los potentes reflectores, el Tomahawk, en mitad de un ancho cercado por alambradas, esperaba indiferente el momento de ser disparado.

A las 11 en punto, Dan Castles, Burton Englert, Allen Croy y Bernard Jones, después de estrechar las manos de sus acompañantes, pasaron al otro lado de las alambradas y se acercaron al aparato cruzando el espacio libre y brillantemente iluminado por la luz de los focos.

Varias cámaras fotográficas les siguieron mientras trepaban por la escalerilla y saludaban con la mano antes de desaparecer en el interior del Tomahawk. Los silenciosos hombres que asistían al acto vieron cómo se cerraba la sólida puerta tras los cuatro exploradores.

Inmediatamente, un altavoz ordenó a la gente que se retirara porque iban a hacerse los últimos preparativos. En efecto, mientras los automóviles emprendían la fuga a la desbandada, un manojo de cables de acero, desde la torre situada ante la proa del Tomahawk, engancharon al cohete por delante y lo levantaron del suelo. Entonces, otros cables, desde la torre situada a popa, continuaron la labor de los primeros tirando de la proa del cohete hasta dejarlo en posición vertical. Ahora, el Tomahawk era tan alto como un rascacielos. Mucho más que las dos torres que colaboraron para dejarlo en posición de lanzamiento.

Los cables soltaron la proa del aparato. Inmediatamente, los ingenieros y operarios abandonaron las torres, saltaron a los jeeps que les aguardaban y emprendieron la huida a toda marcha. El Tomahawk quedó solo. Visto desde el bunquer de acero y cemento parecía un huso de proporciones colosales, brillante bajo la luz de los focos eléctricos que le hacían emerger de la oscuridad del desierto como un sueño quimérico de una mente exaltada.

Como el despegue iba a ser demasiado rápido para que los tripulantes hicieran con la debida rapidez las correcciones indispensables, el Tomahawk sería guiado por radar hasta que rebasara la zona de atracción terrestre. Por lo tanto, Dan Castles y sus compañeros no tenían nada que hacer. Su trabajo, ahora, se limitaba a permanecer tendidos en sus sillones especiales esperando el momento con los ojos fijos en la esfera de un reloj.

En la casamata de cemento situada a quinientos metros del cohete, otros ojos seguían la carrera de una saeta sobre la esfera de otro enorme reloj. Una mano, con las uñas cortadas a ras de la carne, descansaba muy cerca de un botón eléctrico colorado. Una voz monótona llevaba cuenta de los segundos a la inversa.

—Catorce... trece... doce... once... diez... nueve...

La mano blanca, de intelectual, se puso en movimiento hacia el pequeño botón colorado y quedó suspendida sobre el disparador. La voz seguía contando.

—Seis... cinco... cuatro... tres... dos... ¡Fuego!

El dedo de uñas recortadas cayó como un rayo sobre el botón.

Allá afuera, en pleno desierto, surgió una llamarada acompañada de un silbido que se convirtió en rugido atronador.

El Tomahawk despegó verticalmente, del modo lento y majestuoso con que despegaban todos los cohetes que Dan Castles llevaba probados en varios años, y luego fue tomando velocidad. Desde White Sands se le vio subir como una ráfaga de fuego hacia el cielo estrellado, achicándose y ahogándose el tronar de su motor con velocidad impresionante. En pocos segundos se le perdió de vista, pero el Tomahawk, ya a considerable altura, continuaba desarrollando toda la complicada serie de maniobras con las que se proponía vencer la fuerza de atracción de la Tierra.

Al cabo de 65 segundos, habiendo consumido 1.860 toneladas de combustible, el primer cohete se desprendió del Tomahawk, y el segundo se puso automáticamente en marcha. En este momento había alcanzado una altura de 38.000 metros y su velocidad era de 1.700 metros por segundo. El primer cohete, aunque ya no tenía combustible, siguió subiendo porque había alcanzado una velocidad considerable y llegó a una altura de 185.500 metros antes de empezar a caer hacia tierra.

Pero el segundo cohete del Tomahawk, que había unido a su velocidad de 1.900 metros por segundo la de 1.700 metros por segundo que le había proporcionado el primer cohete, siguió subiendo hasta agotar sus 1.000 toneladas de combustible y alcanzar una altura de 150 kilómetros. Entonces se desprendió y se puso en marcha el motor del Tomahawk, que sumando su velocidad a la de 6’3 kilómetros que le habían proporcionado, alcanzó la cifra máxima de 9’2 kilómetros por segundo y rebasó triunfalmente la zona de atracción de la Tierra adentrándose en el espantoso y misterioso vacío cósmico.

* * *

La vida a bordo del Tomahawk era monótona, pero confortable. La anulación de pesos les creó toda aquella serie de problemas y curiosos incidentes que constituían el ABC de los viajes interplanetarios desde que Julio Verne los describió en su famosa novela «De la Tierra a la Luna».

No obstante, había tanta diferencia entre el astronauta de Julio Verne y los tripulantes del Tomahawk como entre la marinería de las tres carabelas españolas que descubrieron América y los comandantes de los modernos transatlánticos del año 1950. Cómodamente tumbados en sus sillones extensibles, los exploradores norteamericanos podían escuchar los programas de radio de las emisoras más potentes del mundo. Londres, París, Roma o San Francisco estaban a su alcance solamente con alargar la mano y dar vuelta a un botón.

Dos veces cada día se ponían en contacto con la emisora de Nueva York y mantenían una corta conversación con hombres que iban quedando en la remota lejanía. Esto contribuía a hacerles sentir menos desamparados y alejar de sí el pensamiento de que eran náufragos eternos de la Tierra. También les ayudaba a olvidar que, en cualquier instante, su loca carrera podía quedar interrumpida por el choque contra cualquiera de los millones de aerolitos, vagabundos del cosmos que, impulsados por fuerzas ciegas, viajaban por el espacio a velocidades espantosas.

En el transcurso de estos largos meses, Dan Castles pudo apreciar la acción benéfica que la presencia de Bernard Jones irradiaba sobre los tripulantes del Tomahawk.

Bernard tenía sus ideas propias acerca de Marte. Estas ideas, por fortuna, diferían bastante de las expuestas por el profesor Laurence Eversole cuando, antes de partir la expedición, documentaba a Dan y a Burton sobre lo que podían esperar al aterrizar en Marte.

—Es absurdo creer que en Marte ya no quedan seres vivientes y que, si los hay, difieran tan notablemente de nosotros —decía.

—¿No cree usted, como el profesor Eversole, que los marcianos sean unos gigantes de cinco metros de alzada? —preguntó el coronel.

—Puede que, respecto a ese punto, tenga razón Eversole, pero también podría equivocarse. Mire usted a su alrededor, coronel Croy. ¿No le aterra la inmensidad del espacio vacío en el cual se hallan los cuerpos celestes a gigantescas distancias los unos de los otros? Pues la proporción de espacio vacío entre las partículas de materia que forman nuestros cuerpos es muchísimo mayor que la existente entre los mundos del Universo. Un muro de cemento no es una masa sólida sin huecos entre sus partículas, sino que, en realidad, está completamente lleno de espacios vacíos, ¿comprende?

Allen miró imperturbable al astrónomo.

—Le pondré un ejemplo más sencillo —prosiguió diciendo Bernard—. ¿Cuánto pesa usted?

—Ochenta y tres kilos —respondió Allen rápidamente.

—Muy bien. Ahora, si su cuerpo pudiera comprimirse de forma que quedara completamente compacto, haciendo desaparecer todos los espacios vacíos que tiene en el cuerpo y en la cabeza... ¡esto último no es sátira! —añadió Bernard con rapidez—, ¿a qué tamaño cree usted quedaría reducido?

—No creo que haya grandes vacíos en mi cuerpo —refunfuñó Allen.

—Pues prepárese a recibir una sorpresa. Quedaría usted reducido al tamaño de una mota de polvo, demasiado pequeña para poderse ver sin la ayuda de un microscopio. Y puesto que solamente se habrían eliminado en usted los espacios vacíos, pero se conservarían todas las partículas de materia, esa pequeñísima mota, ¡pesaría ochenta y tres kilos!

Los ojos grises y fríos de Allen Croy no demostraron sorpresa. Ni siquiera pestañeó.

—Por lo tanto —continuó diciendo el astrónomo—, los habitantes de Marte no necesitarían tener cinco metros de estatura para que su peso se adaptara a la menor fuerza de gravedad de su mundo. Podrían ser del tamaño de caracoles y pesar cien kilos o más. Si llegamos a verlos, yo espero comprobar que su estatura no sobrepasará los tres metros.

—¿Y no tendrán oídos ni hablarán? —preguntó Burton Englert.

—Hablarán, y también tendrán órganos auditivos. Eversole se basaba para formar sus teorías en el hecho de que la atmósfera de Marte es muy sutil.

—¿Usted no lo cree así? —preguntó Dan.

—Caben muy pocas dudas acerca de la exactitud de nuestras medidas en la atmósfera marciana. Estoy de acuerdo en que el oxígeno contenido en la atmósfera de Marte es unas diez veces menor que el de nuestro mundo, pero no basta para afirmar que, no siendo el aire a propósito para transmitir ondas sonoras, nuestros marcianos estarán privados del habla y del oído.

—Eso es muy interesante —aseguró Dan—. ¿En qué apoya usted su teoría?

—En el hecho de que Marte es un planeta hermano del nuestro, con la sola diferencia que Marte es millones de años más viejo que la Tierra. El planeta Marte ha perdido ya sus mares, sus montañas y casi toda su atmósfera. Los océanos de Marte fueron absorbidos en el interior de la corteza del planeta y se han evaporado en el espacio cósmico. También en nuestro mundo la erosión aplana las montañas y nuestros mares se retiran con lentitud, pero en la Tierra, más grande y más joven que Marte, habrán de transcurrir millones de años antes de que se aplanen las montañas, desaparezcan los mares; con los mares la vivificante humedad; con la humedad los bosques y con los bosques nuestra atmósfera. Pero las generaciones futuras que vean acercarse el final de su mundo moribundo, aquellos descendientes nuestros cuya civilización habrá evolucionado hasta alturas inconmensurables, ¿dejarán de hablar y de oír? ¡No! Tomarán sus medidas con tiempo, como hicieron los marcianos canalizando la poca agua que les queda; construirán sus ciudades rodeadas de gigantescas campanas de cristal en cuyo interior se mantendrá, a presión, el oxígeno y la temperatura para sus organismos. La Tierra será un campo de hielo como lo es ahora Marte, pero dentro de sus ciudades acorazadas, tal vez hundidas a miles de metros de profundidad bajo tierra, nuestros descendientes continuarán viviendo, reproduciéndose y muriendo.

—Pero los seres vivos tienden a evolucionar adaptándose al ambiente en que viven —apuntó Dan—. En esto se basaba el profesor Eversole para sus teorías.

—De acuerdo —concedió Bernard—. El hombre, las bestias y las plantas tienden a evolucionar hacia la adaptación, pero solamente cuando no pueden adaptarse artificialmente. En nuestro mundo, a medida que el frío descienda hacia el Ecuador, nuestros semejantes no adquirirán una piel más recia ni velluda. Se limitarán a emigrar hacia las zonas más templadas.

—¿Y cuando el frío llegue también al Ecuador?

—Entonces harán lo que los marcianos refugiándose en sus confortables ciudades. El ambiente de la madre Tierra ya no será apto para sus hijos, pero la humanidad continuará habitando su mundo, sin haberse adaptado a las duras condiciones de vida que reinen más allá de las paredes de sus ciudades colmenas.

—¿Y qué comerán si los ahora fecundos campos son yermos de hielo? ¿Qué aire respirarán si la Tierra ha perdido su atmósfera? —interrogó el coronel Croy.

Bernard Jones sonrió y abrió los brazos exclamando:

—Eso no representará ningún problema para las generaciones que pueblen la Tierra dentro de tres millones de años, coronel. Mucho antes de que nuestros campos sean incultos, habrán sido abandonados por la agricultura. Los hombres se alimentarán con productos fabricados artificialmente. Estamos todavía en los balbuceos de la era del átomo. Nuestros descendientes se reirán de nosotros cuatro, pobres hombres ignorantes que nos lanzamos al espacio encerrados en un cohete primitivo para no regresar más. Comparados a los futuros astronautas, nosotros seremos más rudos e ignorantes que Colón y los hombres que tripulaban aquellas toscas carabelas. De los minerales extraerán nuestros descendientes alimentos, calor, luz, oxígeno, hidrógeno... ¡todo, coronel! Ellos no serán esclavos como nosotros de los caprichos de la naturaleza. Ellos encauzarán las colosales fuerzas de la creación y serán los amos de la lluvia, del viento, del frío y del calor. Puede que incluso cuando ese sol que ahora nos alumbra y calienta quede oscuro y frío, viva todavía en el seno del planeta una generación de hombres como nosotros en ciudades donde brille un sol artificial irradiando la misma luz y vivificante calor del astro extinto un millón de años antes.

—Bien —dijo Croy—. Esa concepción futurista de la Tierra es muy bella, señor Jones. Pero en lo que se refiere a Marte creo que va a llevarse usted una gran desilusión.

—¿En qué sentido?

—Marte no puede estar habitado.

—¿Por qué no?

—Porque si los marcianos fueran una raza afín a la nuestra y muy superiores a nosotros en inteligencia y recursos, habrán tenido sobradas ocasiones de hacernos una visita en nuestro propio mundo. Incluso, siendo nuestro planeta mucho más joven que el suyo, lógicamente debieran haber emigrado a la Tierra hace siglos. Y, a menos que nosotros seamos descendientes de los marcianos sin saberlo, nadie tiene noticias de esa emigración.

—Estoy casi seguro que, de desearlo los marcianos, podrían aterrizar en nuestro mundo en el momento que quisieran. Si no lo hicieron hasta ahora se debe a una razón muy sencilla. La visita sería fatal para nuestros parientes los marcianos.

—No lo comprendo, ¿no dice que son en todo iguales a nosotros?

—No en todo, coronel —sonrió Jones—. Los marcianos tendrán los mismos órganos que nosotros porque su mundo es afín al nuestro, pero hay algo que en Marte fue siempre más débil que en la Tierra: su fuerza de gravedad. En Marte, usted sólo pesará algo más de treinta kilos y brincará sobre aquel planeta con la agilidad de una pulga, porque sus músculos están acostumbrados a mover su cuerpo de ochenta y tres kilos de peso. A la inversa, un marciano que en su mundo pesara ochenta y tres kilos, en el nuestro pesaría unos 224 kilos. Sus brazos y sus piernas, acostumbrados a mover un peso mucho menor, les parecerían de plomo. Si la fatiga de esta súbita elevación de peso no bastara para matarles, les mataría su corazón. El corazón de los marcianos no necesita ser tan recio como el nuestro porque allí el esfuerzo de hacer circular la sangre es mucho menor. El corazón de nuestros visitantes empezaría a palpitar como un loco y acabaría haciéndose pedazos. Por último, la presión de la atmósfera marciana es muy pequeña. En la Tierra, nuestros cuerpos soportan una presión constante equivalente a 1’33 kilogramos por centímetro cuadrado que nos oprime en todos sentidos. Nosotros, en Marte, tendremos que mantener nuestros cuerpos encerrados en los trajes de presión para que la sangre no brote por nuestros poros y oídos. Un marciano llevado a la Tierra, en cambio, no podría soportar la formidable presión de más de un kilo sobre cada centímetro cuadrado de su piel. Ésta puede ser la razón por la que los marcianos, sabedores de lo que les espera en nuestro mundo, se abstengan de hacernos visitas y, mucho menos, de buscar en él una segunda patria.

Al dejar de hablar Bernard Jones, todos los ojos se volvieron hacia los cristales de la cabina. Ante la afilada proa del cohete aparecía Marte, con un diámetro aproximadamente igual al del satélite de la Tierra, la Luna, pero brillando en la negrura del espacio con un fulgor rojizo.

—¡Ojalá tenga usted razón y podamos regresar un día a la Tierra en una de las aeronaves marcianas! —exclamó Dan.

Burton, sin duda, estaba pensando lo mismo. Sus ojos no se apartaban del astrónomo.

—¿A qué puede deberse ese fulgor rojo de Marte, Jones? —preguntó.

—Es uno de los más grandes misterios de nuestro vecino. Algunos lo atribuyen al color de la arena de los desiertos marcianos. Otros piensan que se debe a la coloración de las plantas de Marte. Personalmente no creo que se deba a ninguna de estas dos razones. Pero ya falta poco para comprobarlo por nuestros propios ojos. 

CAPÍTULO IV

MARTE

EL Tomahawk, con los dos motores delanteros a toda marcha, se precipitó sobre la superficie de Marte a una velocidad todavía considerable. Éste era el momento que con tanta ansiedad estuvieron aguardando durante 260 días.

Dan Castles, aferrado a los mandos, podía ver a través de los cristales de la cabina cómo el suelo de Marte subía rápidamente a su encuentro y se ensanchaba enormemente el canal que había elegido para amarar. Este canal se prolongaba unos 3.000 kilómetros en línea recta y sus aguas brillaban al sol con reflejos de hierro líquido al rojo vivo.

Mientras Burton Englert medía con el radar la altura a que volaban, Bernard Jones no apartaba sus ojos de aquella especie de velo rojizo que envolvía al misterioso planeta. Al parecer, era la atmósfera lo que daba a Marte aquella fantástica coloración. La envoltura de gases coloreados se hallaba todavía muy por debajo de ellos. En el suelo, siguiendo las riberas del canal, podía ver grandes extensiones de vegetación oscura.

Dan y Bernard eran los únicos que, por la posición de sus sillones extensibles ante los cristales, podían seguir con la vista su vertiginoso descenso sobre Marte. Burton y Allen, sujetos fuertemente a sus sillones por correas, estaban detrás.

Todos iban ya enfundados en sus trajes especiales de presión, lo que les daba el aspecto de criaturas de otra especie. Estos trajes estaban construidos de titanio y caucho y eran confortables, aislantes contra el frío, el calor y la baja presión atmosférica. El peto, las espalderas y otras muchas partes eran de titanio. Las articulaciones eran una especie de fuelles de caucho, y los brazos semejaban sendas tráqueas soldadas a las hombreras de metal y rematadas por guantes de goma. Una esfera de cristal les cubría la cabeza.

Esta escafandra de vidrio, a prueba de bala, tenía adosados uno a cada lado dos pequeños tornavoces que reproducían en el interior de la esfera, junto a los oídos, los sonidos del exterior. También iban provistos de un micrófono para comunicar por radio y un tornavoz para la recepción de mensajes radiados.

El Tomahawk sólo alcanzó la atmósfera de Marte a los tres mil metros de altitud sobre la superficie del planeta. Entonces vibró violentamente y planeó canal arriba hasta dejarse caer sobre el vientre en el agua.

Saltó como una de esas piedras que los muchachos lanzan de refilón para que vayan brincando sobre el agua, se arrastró un gran trecho por el canal y finalmente se detuvo cabeceando.

Al ser parados los motores les envolvió un silencio de muerte. Uno a uno fueron desembarazándose de los cinturones de seguridad y saltando en pie. Los ojos de Bernard Jones y de Dan Castles se encontraron a través de los cristales de sus respectivas escafandras.

—Bien —dijo Dan—. Parece que lo hemos conseguido. Estamos en Marte.

—Le felicito, Castles —dijo el astrónomo estrechando la enguantada mano del ingeniero—. El largo sueño de la humanidad se cumple gracias a usted. El hombre pone su planta sobre otro mundo.

Habiendo pasado el peligro de un choque se desprendieron de las escafandras. Bernard y Burton fueron a consultar sus instrumentos, Allen Croy, que también se había quitado su escafandra de cristal, oteaba la lejana ribera del canal con unos poderosos prismáticos de campaña.

El astrónomo regresó junto a Dan.

—El barómetro indica una presión de 98 milímetros y el termómetro 14 grados.

—Es más de lo que esperaba usted, ¿verdad?

—Un poco más, sí. Ahora tendremos que salir afuera para tomar una muestra de aire y analizarlo.

—Me parece que estamos derivando —anunció Allen bajando los prismáticos—. ¿No convendría acercarnos a la costa y lanzar una amarra? Veo allá una masa verde que parecen árboles.

Dan se volvió hacia el astrónomo.

—¿Se ha dado cuenta de que la vegetación es verde y la tierra tiene el mismo color que en nuestro mundo?

—Sí, lo he observado. Es la atmósfera marciana lo que tiene coloración roja y ésa es la causa de su brillo extraño frente a los telescopios terrestres.

—¿A qué se deberá?

—Todavía no lo sé, pero espero averiguarlo pronto. Voy a asomarme por la escotilla y tomar una muestra de aire.

—¿Hay algún peligro si yo me asomo con usted afuera y abro la válvula de mi escafandra para comprobar si la atmósfera marciana es respirable? —interrogó Dan.

—No lo creo. Lo más que puede pasarle es que se maree y vuelva a tener que abrir la llave del oxígeno.

—Veamos entonces.

Abrieron la sólida puerta del compartimiento estanco y treparon por una escalerilla hasta una angosta cabina situada junto al techo. Dan dejó caer la trampa de acero con rebordes de caucho y oprimió un botón eléctrico.

Se escuchó el apagado de una bomba de émbolo que extraía el aire de la cabina. En una de las paredes podía verse un manómetro cuya aguja giraba a pequeños saltos.

Se colocaron las escafandras de vidrio y esperaron mirando el manómetro.

—Noventa y ocho —dijo Bernard—. Basta.

Dan oprimió el botón y paró la bomba. Bernard alzó las manos y dio vueltas a la manivela que cerraba la escotilla. Luego la empujó hacia afuera. Un rayo de sol entró por el agujero. Bernard trepó por la escalerilla y salió. Dan le tendió desde abajo los instrumentos de laboratorio y subió detrás.

Al salir tuvo la impresión de que recobraba la libertad tras largos años de prisión. Alzó los brazos y se desperezó parpadeando bajo el tibio sol que le bañaba el rostro. Notó una extraordinaria ligereza en todos sus músculos. Saltó sobre la puntilla de los pies y se elevó medio metro para caer nuevamente sobre sus pies.

—¡Estupendo! —exclamó riendo—. ¡Me siento tan ágil como un chiquillo!

—¿Cómo dice?

—¡Que me siento tan ligero como un chiquillo! —repitió Dan, y al mirar a la rubicunda faz de Bernard la vio iluminada con una sonrisa entre asombrada y feliz.

—¡Magnífico! —rio el astrónomo—. Contra todas las predicciones de nuestros sabios existe en las bajas capas de la atmósfera de Marte un aire lo suficiente denso para transmitir los sonidos. Ahora, Dan, cierre la llave del oxígeno y abra su válvula de admisión de aire atmosférico. Respondo de que puede respirar sin ninguna dificultad.

Dan miró asombrado al astrónomo. Luego cerró la llave de paso del oxígeno que venía desde los depósitos situados a sus espaldas y abrió la válvula de admisión de aire atmosférico. Respiró a pleno pulmón un airecillo fresco y húmedo que entraba con un suave silbido por la válvula situada frente a su boca.

—¡Respiro! —gritó con júbilo—. Este aire es bueno para vivir. ¡Qué maravilla, Bernard! ¡Esto quiere decir que no vamos a morir por asfixia cuando consumamos nuestra provisión de oxígeno!

Bernard asintió satisfecho. A continuación abrió una especie de bote cuyas dos tapas podían quitarse, lo agitó en el aire varias veces y volvió a taparlo herméticamente.

Entraron en el Tomahawk cerrando tras ellos la escotilla. Dan abrió una espita por la que entró silbando el aire comprimido. Cuando la presión en el interior de la cámara quedó igualada a la de la cabina del cohete, abrieron la segunda trapa y regresaron donde estaban Allen y Burton. Dan les refirió su reciente experiencia.

—¡Hombre! —exclamó Burton—. ¡Eso es estupendo! Por lo menos no moriremos asfixiados como ratas.

El coronel no hizo ningún comentario.

—¿Usted no se alegra, Allen? —le preguntó Dan con la curiosidad que sentía siempre al dirigirse al enigmático coronel.

—No veo qué ventaja puede reportarnos que la atmósfera de Marte contenga el oxígeno necesario para vivir —contestó encogiéndose de hombros—. No podemos hacernos viejos en este planeta encerrados eternamente en nuestras corazas como los caracoles, ¿verdad? Lo único que conseguiremos será prolongar nuestra agonía.

—Aunque le parezca fantástico —dijo Bernard— podemos vivir perfectamente cincuenta años más sin abandonar nuestros trajes acorazados. Aquí en Marte, no sentiremos su ligero peso, y en tanto tengamos una bomba para inyectar aire a presión en nuestras armaduras viviremos.

—Hay necesidades imperiosas que nos obligan a desprendernos de estos trajes. ¿Cómo podremos llevarnos la comida a la boca si no es posible quitarnos la escafandra?

—Tenemos este cohete, que de ahora en adelante debemos cuidar con mayor cariño, porque solamente aquí podremos descansar libres de estas armaduras.

—¿Y cuando se agoten los acumuladores y no puedan funcionar las bombas?

—Las haremos funcionar a mano, coronel. No se preocupe. Lo vital es que haya oxígeno respirable.

—No me preocupo en absoluto —gruñó Allen dejando desconcertados a sus compañeros.

—Bueno —suspiró Dan mirando los indicadores—. Todavía nos queda un poco de combustible en los depósitos. ¿Nos acercamos a la costa o no?

De común acuerdo decidieron que esto era lo mejor. Dan puso el motor de popa en marcha. El Tomahawk se deslizó sobre el agua a más de 80 nudos hacia la costa y cuando la masa verde oscuro de la vegetación estuvo cerca, el joven ingeniero paró el motor.

—Llevaremos una amarra con ayuda del «pato» hasta aquellos árboles —dijo Dan. Y volviéndose hacia Bernard preguntó—: Bueno, ¿qué me dice usted de los tan discutidos habitantes de Marte? ¿No cree que ya debieran haber salido a recibirnos? Si existen ya deben estar enterados de nuestra llegada.

Bernard miraba hacia el sol.

—Debe de ser mediodía —dijo—. ¿Qué les parece si mientras Burton radia a Nueva York la noticia de nuestra feliz arribada botamos el «pato» y exploramos los alrededores de paso que echamos amarras?

A todos les pareció de maravilla. En realidad ansiaban echar pie a tierra y pisar por primera vez el suelo de Marte. Empezaron a hacer alegremente los preparativos.

—No sé si no debiéramos llevar con nosotros una bandera de los Estados Unidos y tomar posesión de Marte en nombre de nuestra patria —murmuró el coronel.

—¿Cómo vamos a tomar posesión de un planeta que está habitado? —refunfuñó Bernard.

—¿Y qué? También estaba habitada América cuando los españoles llegaron a ella por primera vez y tomaron posesión del nuevo continente en nombre de los Reyes Católicos sin pedir parecer a los indígenas.

Dan y Burton cruzaron una mirada de perplejidad.

—Haga lo que quiera, Allen —acabó diciendo Burton—. A mí, personalmente, me parece una ridiculez esa toma de posesión de un mundo que quizá no conquistemos nunca.

—Eso ya lo veremos —contestó el coronel—. Llevaré conmigo la bandera.

Entraron en el compartimiento más espacioso del Tomahawk, donde estaba el jeep anfibio y la mayor parte de las armas y los víveres de reserva, todo cuidadosamente estibado y sujeto con flejes de acero.

El jeep estaba junto a una gran compuerta que caía hacia afuera. Después de colocarse las escafandras y extraer el aire que contenía abrieron la puerta, que quedó formando una especie de pequeña plataforma a cosa de un metro sobre el nivel de las aguas del canal. Bajaron un poco más la plataforma alargando las cadenas que la sostenían y la puerta formó una rampa por la que empujaron al jeep lanzándolo al agua. Dan saltó a bordo del anfibio, tomó asiento ante el volante y puso el motor en marcha. Viendo que el motor funcionaba a las mil maravillas, Dan soltó un suspiro de satisfacción y ayudó a sus compañeros a tomar a bordo el armamento.

En sus largas conversaciones habían decidido no mostrar una actitud hostil frente a los marcianos que Bernard no dudaba de encontrar. Sin embargo, por lo que pudiera pasar, se armaron hasta los dientes no fiando demasiado en la reacción de los presuntos habitantes de Marte. El general Canby, al organizar la expedición, había contado con la posibilidad de que los audaces exploradores fueran agredidos por seres belicosos a su llegada a Marte. Fue por esto por lo que se ocupó personalmente de que todos los miembros de la expedición supieran manejar diestramente las armas que les entregaría.

Dado el carácter científico y la forzada limitación de pesos del cohete, el armamento de la expedición era todo ligero. El arma más pesada era una ametralladora de 12 mm que se podía montar sobre un soporte sujeto al respaldo del asiento delantero del jeep, de forma que pudiera disparar, si llegaba el caso, por encima de la cabeza del conductor y del parabrisas.

El resto del armamento consistía en media docena de fusiles ametralladores, media docena de revólveres de ordenanza, dos rifles antitanques y dos cajas de bombas de mano.

Para primera visita a Marte, el coronel entregó un revólver y un fusil a cada uno de sus compañeros. Él tomó otro revólver, ató la amarra a la trasera del jeep y montó la ametralladora de 12 mm en el soporte.

—Coronel —recomendó Bernard disgustado—, si hay que disparar ese artefacto espere a que nos pongamos de acuerdo los tres sobre si hay necesidad o no de hacerlo.

—¿Cree que no sé cuándo hay que apretar el gatillo, profesor? —refunfuñó el militar.

—Lo que yo quiero hacerle comprender es que de nuestros actos en el momento que tropecemos con los marcianos depende nuestra propia vida.

—Usted tiene en gran estima su vida, ¿verdad?

—Yo sí. Y si usted no siente apego por su propio pellejo le compadezco. Su vida, seguramente, no ha sido muy feliz.

Dan pudo ver cómo las facciones del coronel se crispaban en una mueca de ira.

—No discutamos —dijo alzando la voz sobre el ruido del motor—. Estamos quemando inútilmente nuestra preciosa gasolina.

Y sin esperar a más embragó la hélice y apretó el acelerador. El motor rugió levantando un remolino de espuma y el anfibio empezó a navegar.

El jeep puso proa hacia una ribera pendiente, donde el barro seco y agrietado había formado una costra negra y dura. Dan desembragó la hélice y embragó la doble tracción del anfibio. Con el último ímpetu de la marcha, el jeep llegó hasta la orilla, sus ruedas delanteras entraron en contacto con la ribera y trepó gruñendo la pendiente saliendo del agua.

Seis metros más allá, Dan detuvo el automóvil bajo las retorcidas ramas de un árbol. Bernard Jones echó pie a tierra y contempló pensativo el extraño árbol.

—Me gustaría saber a qué especie pertenece —murmuró—. La verdad es que la botánica no constituye mi fuerte.

—Eso no importa —dijo Dan saltando a su vez del coche y desatando la amarra de la trasera—. Nuestra expedición no ha venido a Marte para estudiar sus plantas, sino para conocer a sus hombres. No han de pasar muchos años sin que tomen tierra en Marte otras expediciones científicas. Ellas completarán nuestra obra arrancando sus más ocultos secretos a este planeta.

Mientras Dan y Bernard pasaban la cuerda alrededor del tronco del árbol, el coronel Croy cortaba con su machete el alto vástago central de un extraño arbusto rematado por una grande y fantástica flor morada y, sacando una bandera de seda de los Estados Unidos, la ató con las cintas a la vara. Luego caminó unos pasos trepando hasta una elevación del terreno, y con la bandera en la diestra y machete en la siniestra, de espaldas al canal, gritó abriendo los brazos:

—¡Tomo posesión de este mundo en nombre de los Estados Unidos de Norteamérica!

Hincó el asta en el suelo con vigoroso golpe. Dan y Bernard contemplaban la toma de posesión de Marte con un vago sentimiento de orgullo y un vago temor al ridículo. Una racha de viento desplegó el trapo de las barras y las estrellas.

En este momento brilló una chispa azul por la base del asta. Se oyó un pequeño chasquido. Y la orgullosa enseña de los Estados Unidos mordió el polvo. 

CAPÍTULO V

¡HOMBRES!

ALLEN Croy quedó como clavado en el suelo. Sus ojos grises otearon desde la pequeña elevación del terreno en que se hallaba, una estepa amarillenta salpicada de matorrales y achaparrados arbustos. El viento mecía las flores moradas de aquellas plantas de esbelto vástago y arremolinaba el polvo en nubes que, a través de la atmósfera rojiza, tomaban una coloración rosada.

Dan Castles dio un salto hacia Allen. Olvidado de que la pequeña fuerza de gravedad de Marte cuadruplicaba sus energías terrestres, el salto le llevó por los aires a cinco metros de distancia y tres de altura. Otro impulso, más fuerte, le hizo dar un brinco de siete metros, que le puso junto al coronel.

—¿Quién ha disparado? —preguntó ansioso—. ¿Ve usted a alguien?

—No se ve un bicho viviente —gruñó Allen—. ¿Cree usted que eso fue un disparo?

—¿Qué otra cosa podía ser?

Bernard Jones llegó junto a sus compañeros en dos saltos. Los tres quedaron formando un grupo recortado sobre el cielo rojo, mirando a su alrededor con el corazón golpeándolos en el pecho rápidamente.

—Si fueron criaturas humanas, ¿por qué no se muestran a nuestros ojos? —murmuró Dan.

—¿Lo haría usted allá en la Tierra ante un ser extraño que acaba de apearse de un platillo volante? —preguntó Bernard—. ¿Correría a darle los buenos días sin conocer sus intenciones?

—Si alguien oculto entre esos matorrales disparase contra nosotros estamos ofreciéndole un magnífico blanco —dijo Allen—. Retirémonos de esta altura.

—¿Para qué? —preguntó Bernard—. No tenemos la menor idea acerca del alcance y el poder de las armas marcianas. Ocultándonos sólo conseguiríamos hacernos sospechosos. Lo que debemos hacer es buscar a ese tirador sin demostrar miedo ni malos propósitos.

—En tal caso volvamos al jeep y continuemos nuestra excursión —dijo Dan.

Allen recogió la bandera del suelo, la desató del palo y volvió a plegarla y guardarla en su bolsillo. Subieron en el jeep, Dan empuñó el volante y salieron de debajo del árbol. El cochecillo trepó la cuesta y descendió por el lado opuesto echando a correr por entre los polvorientos matorrales.

Con el aparato de radio del automóvil Bernard se puso en contacto con el Tomahawk y contó brevemente a Burton lo ocurrido. Burton se mostró alarmado.

—Oiga, profesor —contestó—. ¿Y si esos tipos vienen aquí y asaltan el cohete, qué hago?

—Nada. Si le visitan comunique con nosotros por radio y déjeles entrar. Muéstrese amable con ellos.

—¡Pues vaya un encarguito el que me dan! —refunfuñó Burton—. ¿He de convidarles a un whisky con soda?

—¿Ha comunicado con Nueva York?

—Ahora me disponía a hacerlo.

—Muy bien. Le llamaremos dentro de una hora. Corto.

—Suerte —murmuró Burton.

Bernard desconectó el enchufe de los auriculares de su escafandra y miró a través del cristal parabrisas. El jeep iba dando tumbos sobre el suelo desigual de la estepa dejando tras sí una nube de polvo. El coronel, de pie y manteniendo el equilibrio sujetándose al soporte de la ametralladora, oteaba la llanura.

—Tuerza a la derecha, Dan —advirtió—. Veo por allá una cinta blanca como una carretera.

Dan llevó el jeep hacia donde señalaba el coronel. El cochecillo ascendió un pequeño terraplén y se hallaron ante la cinta de un camino polvoriento.

—¡Alto! —gritó Bernard.

Dan echó los frenos y el astrónomo saltó a la carretera inclinándose sobre las huellas de unos neumáticos.

—¡Hola! —exclamó—. Por aquí pasó no hace mucho un vehículo.

Aún sin apearse, Dan podía ver perfectamente las huellas a que aludía Bernard. En realidad era la huella de un solo neumático.

—¿Concibe usted un vehículo de una sola rueda? —preguntó.

No es la señal de un sólo neumático, sino el de dos superpuestos. El vehículo que pasó por aquí sólo tenía dos ruedas, corría en línea endiabladamente recta y esto hace parecer una sola las dos huellas.

—Sería una moto —apuntó Allen.

Bernard golpeó el suelo con la culata de su fusil. Se produjo un sonido macizo. El astrónomo barrió con un pie el suelo, se inclinó y arañó con la punta del machete. Dan y Allen seguían todos sus movimientos con suma curiosidad. Bernard se enderezó volviendo el cuchillo a su funda.

—Una pista metálica —anunció—, tal vez de acero.

En mitad del silencio asombrado de sus compañeros, Bernard volvió a ocupar su asiento junto a Dan.

—¿Qué hacemos? —preguntó el ingeniero—. ¿Hacia dónde vamos?

—Tanto da. Sigamos esta carretera. Debe conducir a alguna parte.

El jeep volvió a ponerse en marcha. La carretera era tan recta, tan llana y tan ancha que pudieron correr por ella como por la pista de Indianápolis. A una velocidad desenfrenada recorrieron unos diez kilómetros sin tropezar con un alma. Pero el paisaje iba cambiando según avanzaba. A la estepa amarilla y polvorienta sucedió un monte bajo del que surgían bosquecillos de verdes árboles. Cada vez con mayor frecuencia se encontraban con pequeños canales, secos la mayor parte de ellos.

—Canales abiertos por la mano del hombre —murmuró Bernard pensativo—. Toda esta llanura debió de ser en siglos pasados una extensa zona cultivada. Las acequias deben ser ramificaciones de los grandes canales.

—¿Por qué estarán incultas ahora estas tierras? —interrogó Dan.

—Sólo puede haber una razón. Los marcianos ya no necesitan de los productos directamente extraídos de los cultivos para alimentarse. Otro tanto ocurrirá en nuestro mundo. La agricultura alcanzará un desarrollo extraordinario en los siglos inmediatos. Las grandes llanuras esteparias de África, Australia y Asia, el mismo Sahara tal vez, llegarán a ser las zonas más ricas de la Tierra cuando nuestros descendientes construyan gigantescos canales y sepan producir en cualquier punto la lluvia artificial. Luego vendrá la época de los alimentos sintéticos y los cultivos serán abandonados de nuevo a manos de la naturaleza.

Dan escuchaba atentamente a Bernard mientras conducía sin apartar los ojos de la blanca cinta del camino. También Allen atendía a las palabras del profesor sin dejar de observar el horizonte. De pronto vio algo que aceleró los latidos de su corazón y le arrancó una exclamación de los labios.

—¡Una ciudad!

Dan frenó y el jeep se detuvo en mitad de la carretera. Bernard saltó en pie y miró hacia donde señalaba el coronel. Dan les imitó. Lo que vio fue como un lejano bosque de esbeltos rascacielos saliendo del velo rojizo que la atmósfera marciana tendía ante la vista. Estaban bastante cerca, y si no los vieron antes fue precisamente por la coloración del aire, que limitaba la visibilidad de los ojos terrestres a una quincena de kilómetros. El sol centelleaba sobre la cúpula de los edificios. Este destello fue el que llamó la atención de Allen hacia la fantástica ciudad.

—¡Vamos, Dan! —apresuró Bernard asiéndose con fuerza al parabrisas—. ¡En marcha!

—¡Espere! —exclamó Allen sujetando a Dan—. ¿No sería más prudente aguardar hasta que fuera de noche?

—¿Para qué? —preguntó Bernard—. No se haga ilusiones, coronel. Los marcianos saben ya de nuestra presencia y seguramente siguen nuestros pasos. Lo mismo da que entremos de día como de noche en su ciudad. En el momento que quieran nos echarán la mano encima. No podemos evitarlo.

—Tal vez podamos evitarlo, señor Jones. Y quiero recordarle que no hemos venido a Marte para entregarnos a manos de los primeros seres que veamos, sino para espiar sus movimientos y radiar nuestros informes a Nueva York antes de que nos hagan prisioneros y nos lo impidan.

Bernard Jones pareció meditar profundamente.

—¿Usted qué opina, Dan? —preguntó.

—Creo que el coronel tiene parte de razón. Estoy de acuerdo con usted en que no podremos resistir mucho tiempo a los marcianos, pero debemos retrasar el momento de la rendición todo lo posible. Si nos entregamos a ellos y nos matan o nos impiden radiar nuestros informes a la Tierra, ¿de qué habrá servido nuestra expedición?

—Tal vez, en definitiva, podamos rechazar el ataque de los marcianos —añadió el coronel—. Por lo menos, ellos desconocen todavía el poder de nuestras armas. Esperemos que nos tengan respeto.

—Bien —contestó Bernard—. Puesto que son dos opiniones contra la mía hagamos lo que dicen. Y ahora, ¿qué hacemos?

—Vamos a salir de la carretera y a ocultarnos en aquel bosquecillo —indicó Allen—. Nos pondremos en contacto con Burton y aguardaremos la noche para acercarnos a la ciudad andando.

Dan afirmó, puso el coche en marcha y lo llevó terraplén abajo para introducirse bajo las ramas de los árboles. En lo más espeso del bosquecillo, Dan echó los frenos y paró el motor. Bernard conectó sus auriculares con la radio y llamó a Burton. La voz del radiotelegrafista contestó enseguida.

—¡Hombre! —gritó Burton—. ¡Ya era hora de que dieran señales de vida! ¡Llevo más de media hora lanzando la contraseña!

—Teníamos la radio cerrada para economizar batería. ¿Cómo va eso? ¿Entró en contacto con Nueva York?

—¡No!

—¿Por qué?

—¡Toma, pues porque no he podido! Están ocurriendo la mar de cosas raras. Puedo escuchar a la estación de Nueva York, pero ellos no me oyen a mí. Nuestro aparato funciona bien, lo he comprobado. Es que alguien está interfiriendo mis mensajes con una interferencia muy extraña. Se diría que está absorbiendo las descargas de mi emisora impidiéndoles llegar a la Tierra.

—¿Está seguro de que el aparato funciona bien?

—Completamente. Y, además, otra cosa. ¿No sujetaron ustedes la amarra del cohete en la orilla?

—Sí.

—Pues alguien está remolcándome canal abajo.

—¿Quiere decir que va a la deriva?

—Digo que me remolcan y a bastante velocidad. Debe tratarse de un submarino.

—¿No ha visto a nadie?

—Ni un alma ha venido por aquí.

—Vamos a ir corriendo. Atajaremos buscando el canal diez o doce millas más abajo de donde le dejamos.

—Bueno —se escuchó refunfuñar a Burton—. No tarden.

Bernard cerró la comunicación y miró a sus compañeros con el ceño fruncido.

—No podemos perder de vista al Tomahawk —dijo—. Sin él somos hombres al agua.

Dan, sin pronunciar palabra, volvió a poner el coche en marcha. Salieron del bosquecillo y, dando la vuelta, rodaron dando tumbos entre los matorrales para ganar de nuevo la carretera. El motor gruñó cuando el valiente jeep trepaba el terraplén. Al llegar a la pista, Dan torció hacia la izquierda. Entonces lanzó una exclamación de sorpresa y pisó los frenos de golpe.

El automóvil se detuvo con un chirrido de frenos. A unos cien metros de distancia, bloqueando la carretera, se veían dos colosales esferas de un color rojo desvaído. No estaban allí cinco minutos antes, y su inmovilidad tenía algo de siniestro.

—¡Rayos! —exclamó Allen—. ¿Qué significa esto?

Dan miró hacia atrás y sintió el escalofrío de todo humano ante los acontecimientos que no le parecen naturales. Otra bola de 6 metros de diámetro venía rodando hacia ellos por la carretera. Su velocidad no sería menor de 200 kilómetros a la hora. La imaginación veloz y disparatada le hizo pensar que los gigantes marcianos, proporcionados a aquellas esferas como un jugador de bolos terrestre a sus bolos, habían lanzado aquellas enormes masas por la carretera para que aplastaran al jeep como a un insecto.

—¡Cuidado! —gritó dando un salto que le hizo brincar a dos metros de altura y cuatro de distancia fuera del coche.

Bernard y Allen le imitaron al ver venir sobre ellos a la enorme esfera, que por cierto hacía retemblar la carretera como si sobre ella pasara un tren expreso.

El instinto de conservación les empujó hacia el terraplén de la derecha, pero allí frenaron su veloz impulso al ver venir otra esfera rodando sobre sí misma, brincando sobre los desniveles del terreno y abatiendo a su paso, como una ciclópea apisonadora, árboles y plantas.

Dan había sentido miedo muchas veces durante la guerra, pero nunca el pánico de ahora, que le dejó clavado en el suelo. Bernard, y también Allen, se detuvieron al mismo tiempo.

De pronto, la bola se inmovilizó. Los tres terrestres miraron hacia la derecha. La formidable mole que rodaba sobre la pista se paró también a unos 50 metros de distancia. No eran, pues, masas ciegas rodando bajo el impulso de la mano que las lanzó. Podían dirigirse y frenarse a sí mismas o alguien las conducía y frenaba a distancia. La comprensión de que obedecían a una inteligencia superior tranquilizó en parte a los terrestres.

Se miraron los unos a los otros, perplejos.

—Hemos caído en una emboscada —dijo Allen con voz ligeramente ronca—. Y si esas bolas son de acero podemos estar seguros de que ni las balas de veinte milímetros de la ametralladora les harán mella.

—Esperemos —murmuró Bernard—. Si, como espero, viene alguien dentro de esas esferas, no tardará en dar señales de vida.

Quedaron en pie, al filo de la carretera, esperando sin apartar los ojos de las extrañas esferas; pero por mucho que miraron no pudieron hallar en ellas la menor señal de vida. Parecían aerolitos caídos allí desde el cielo, masas de acero o granito que llevaran en el mismo sitio siglos enteros. Al cabo de unos minutos empezaron a impacientarse.

—¡Bueno! —rezongó Allen—. ¿A qué esperar? ¿Por qué no sale nadie?

—Tal vez no haya nadie dentro —murmuró Bernard.

—Entonces estamos haciendo el idiota. Si no hay nadie dentro podemos irnos.

—Querrá decir que podemos probar a irnos, pero estoy seguro de que no nos lo permitirán —dijo Bernard—. Volvamos al jeep.

Regresaron al «pato» tan vergonzosamente abandonado. Dan empuñó el volante, hizo dar la vuelta al coche y lo encaró contra la esfera solitaria de la carretera. La enorme bola no se movió, pero cuando Dan intentó pasar junto a ella se puso en movimiento con una agilidad extraordinaria para su masa e interceptó el camino del jeep. Dan se apresuró a echar los frenos. El jeep quedó parado a medio metro de distancia de la bola.

—¿Qué tal? —gruñó Bernard—. ¿No lo dije yo?

—Entonces hay alguien dentro —dijo Allen.

—O sin haber nadie, alguien sigue nuestros movimientos, tal vez por televisión —añadió Dan.

Entonces observaron que la esfera tenía una sección circular llena de muescas. Esta sección vertical era al parecer la que giraba durante la marcha, permaneciendo los dos hemisferios laterales inmóviles. Pero aparte de las dos ranuras que indicaban la separación de las tres partes de la bola no se veía ninguna otra abertura.

—Bueno —dijo Allen reclinándose sobre el asiento y cruzando los brazos—. Esperemos, ¿qué remedio nos queda?

La espera se prolongó durante diez minutos más. Las cuatro esferas continuaron sin moverse. Finalmente, vieron una nube de polvo por el lado de la ciudad.

—Alguien viene por la carretera —dije Dan—. Tal vez los personajes que esperamos.

La velocidad del automóvil marciano era realmente extraordinaria. Como la autopista era escrupulosamente recta no tardaron en distinguir un pequeño punto oscuro que se acercaba rápidamente entre la nube de polvo. Un minuto después podían distinguir con más claridad la forma del «automóvil».

Visto de frente parecía un torpedo de gran tamaño, sobre el que hubiera pasado una apisonadora dándole una forma aplastada. Se sostenía sobre dos únicas ruedas, una delantera y otra posterior.

Al acercarse a los terrestres, el bólido azul disminuyó su meteórica marcha. Entonces pudieron ver cómo el sol centelleaba sobre el cristal de su cabina. El coche se detuvo a unos diez metros de distancia.

—Miren —señaló Bernard—. Alguien se apea.

Esperaron con el aliento contenido. ¿Qué extraña criatura iba a presentarse ante sus ojos? ¿Sería como los habitantes del planeta Tierra? ¿Sería totalmente distinto?

Un miembro, una pierna humana, salió por la portezuela. Luego otra pierna, larga, robusta, ceñida por unas botas altas rojas y brillantes y por un pantalón azul. Los terrestres dejaron escapar un suspiro de alivio. El marciano era un hombre en todo igual a ellos mismos. Pero el individuo que se puso en pie en la carretera y avanzó hacia ellos era de piel roja y su estatura no menor de dos metros y medio.

Los ojos del marciano no se apartaban de los terrestres según avanzaba. Los astronautas echaron pie a tierra y siguieron todos sus movimientos con más curiosidad que temor. El marciano, que vestía una especie de malla azul y se tocaba con un casco rematado por un airón de ondulantes plumas amarillas, se detuvo a tres metros de distancia y alzó una mano.

—Salud, hombres de la Tierra —dijo con voz sonora y en un extraño inglés. 

CAPÍTULO VI

DARINA, PRINCESA DE NUBISAR

JAMÁS recordaba Dan Castles haber recibido una sacudida igual de sorpresa. En sus compañeros el asombro debió alcanzar magnitudes tan aplastantes como en él. Nadie pronunció palabra ni se movió hasta que el gigante rojo volvió a hablar.

—No tengáis miedo. Venimos en son de paz. Dejad vuestras armas y venid conmigo.

—¿A... dónde? —preguntó Bernard tragando saliva.

El gigante señaló con el brazo hacia la ciudad.

—Moaya os espera —dijo—. Siente gran curiosidad por conoceros.

—¿Se llama Moaya vuestra ciudad? —preguntó Bernard.

—Moaya es nuestro «yaud». La ciudad se llama Damar.

Bernard se volvió hacia sus compañeros. Dan asintió con la cabeza. Allen se encogió de hombros.

—Iremos contigo —dijo Bernard—. Pero lo haremos en nuestro propio automóvil y sin entregaros nuestras armas. En nuestro mundo, a los amigos se les permite tener sus armas. En señal de confianza y de que no se les considera como prisioneros.

El gigante de piel cobriza pareció vacilar un instante.

—Está bien —dijo—. Conservad vuestras armas. Nuestras máquinas escoltarán vuestro carro hasta Damar.

—Te ofrecemos un puesto en nuestro carro —dijo Dan—. No puedes privarnos de ese honor.

El oficial marciano miró hacia el anfibio y sonrió.

—Acepto —dijo. Y volviéndose hacia la esfera gritó unas órdenes en un idioma gutural, desconocido para los terrestres.

La esfera se apartó inmediatamente a un lado. La que estaba al pie del terraplén se puso en movimiento, trepando ágilmente el talud para detenerse al filo del camino.

—Vamos —dijo el marciano señalando al jeep—. Podemos partir.

Los terrestres regresaron a su vehículo. Mientras se acomodaban en los asientos, el marciano les preguntó cómo se llamaban.

—Dan Castles, Allen Croy y Bernard Jones —repitió—. Lo recordaré. Mi nombre es Uzen, «coppe» de la División Blindada de Damar.

Uzen tomó asiento en la delantera, junto a Dan, no sin encontrar algunas dificultades para acomodar sus largas piernas en el reducido espacio disponible. Bernard y Allen ocuparon los dos asientos posteriores y el coche se puso en marcha siguiendo al bólido azul de dos únicos neumáticos, que arrancó a una velocidad terrible. Dan tuvo que pisar el acelerador a fondo para no quedarse atrás.

—Uzen —preguntó Dan—. ¿Qué quiere decir «coppe»? ¿Es tal vez un grado militar equivalente al de nuestros capitanes?

—Creo que al de vuestros generales —repuso Uzen.

—Estáis muy al corriente de las cosas terrestres, ¿eh?

—Sí —repuso lacónicamente el guerrero rojo.

—¿Dónde aprendiste a hablar nuestro idioma?

—En la Universidad de Actea.

—Temí que hubieras estado en la Universidad de Princeton. ¿De modo que en Marte cultiváis nuestro idioma?

—No hagas preguntas, Dan —repuso Uzen muy serio—. Tendrás tiempo de sobra para saciar tu curiosidad.

—Comprendido, muchacho —gruñó Dan—. Tus superiores te han prohibido dar información. ¿Ha sido tal vez el «yaud»? ¿Qué significa «yaud»?

—El «yaud» es el jefe del Consejo.

Comprendiendo Dan que el joven general marciano no deseaba contestar las múltiples preguntas que podían hacerle le dejó en paz. El pequeño jeep corría a gran velocidad por la impecablemente plana y recta carretera, a cuyo término crecían por momentos en tamaño y altura los rascacielos de la ciudad. Las cuatro enormes esferas les seguían sin quedarse atrás.

Entre los instrumentos añadidos al salpicadero del jeep había un termómetro para registrar la temperatura del ambiente. Dan observó que según se acercaban a la ciudad subía la columna de mercurio. Al mismo tiempo el paisaje cambiaba, sucediendo a la estepa un bosque que espesaba y tomaba mayor exuberancia a medida que avanzaban.

Los terrestres estaban respirando el oxígeno marciano por la válvula que aseguraba la presión conveniente en el interior de las escafandras. La elevación de la temperatura se hizo tan patente que todos pudieron notarlo en el aire que respiraban. Además, podían percibir perfectamente el perfume balsámico del bosque, que les llenaba los pulmones, produciéndoles una agradable sensación de bienestar físico.

Pronto los rascacielos estuvieron lo bastante cerca para que los norteamericanos pudieran medir con la vista su extraordinaria altura. Aunque todos ellos habían estado en Nueva York y estaban preparados para la sorpresa, la prodigiosa ciudad marciana les sorprendió de todos modos y fue arrancándoles a uno tras otro, sinceras exclamaciones de sorpresa.

Comparados con los de Damar, los rascacielos neoyorquinos eran unos pigmeos, y la fabulosa Nueva York un miserable amontonamiento de chozas. Los edificios marcianos eran más del doble de altos que los norteamericanos y no constituían una excepción como en Nueva York, donde estos colosos de la arquitectura podían contarse en un momento. Los de Damar formaban todo un bosque de esbeltas y audaces moles y no estaban distribuidos a capricho, sino formando parte de un plan preconcebido para todo.

Formaban disciplinadas hileras matemáticamente separadas entre sí, y detrás de la primera podían verse otras hasta perderse de vista.

Estaban unidos entre sí por una especie de plataformas de aspecto frágil y atrevido, calles aéreas en realidad sobre las que se movían puntos de una pequeñez asombrosa. Una elegante trama de ascensores en forma de toboganes, que parecían flotar en el aire y por los que se deslizaban fantásticos vehículos, ponía en comunicación el suelo con las azoteas y unos edificios con otros. La prodigiosa ciudad estaba escrupulosamente limpia de neblinas y humos. Las nubes rosadas que flotaban sobre ella y en las que iban a enredarse los afilados remates de los rascacielos, eran vapores de agua, nubes naturales y no, como las de las grandes ciudades de la Tierra, producto de miles de chimeneas y hornos.

Vista desde lejos, la ciudad parecía hecha de pedrería por los chisporroteos que el Sol arrancaba de todas sus partes. Pero quizá lo más extraordinario de todo fuera el silencio impresionante de aquella fantástica urbe surgiendo donde, según los sabios terrestres, sólo debieran existir campos de hielo sin otros habitantes que unos cuantos caracoles.

Desde que la estepa fue sucedida por los bosques, la ancha y recta autopista dejó de mostrar polvo alguno. En las cercanías de la ciudad tenía una limpieza escrupulosa y un color gris acero. Los colosales edificios fueron creciendo inmensamente mientras los impresionados terrestres se aproximaban a Damar. Finalmente, el jeep encaró una amplísima avenida bordeada de rascacielos ocupada casi enteramente por un frondoso bosque. A cada lado quedaban las aceras, tan anchas como calles, por las que se movían grandes muchedumbres.

Pero el jeep no llegó a pisar el suelo de aquella avenida. La carretera se hundía en el suelo formando una pendiente. El fantástico coche azul se lanzó rampa abajo y entró en un grandioso túnel. Dan le siguió con el jeep viendo cómo las cuatro esferas se detenían, dando por concluida su escolta.

Se encontraron corriendo a toda velocidad por un túnel de dirección única que se deslizaba por debajo de la avenida. El techo del túnel era a la vez el piso de la avenida, y como era de una materia tan transparente como el mejor cristal, la luz del día llegaba hasta aquellas profundidades.

El bólido azul que les precedía iba haciendo sonar una especie de sirena. Los centenares de automóviles marcianos que corrían en dirección única por el amplio túnel se apartaban a la izquierda cediendo el paso al jeep y su escolta. Dan observó que los ocupantes de los coches que iban dejando atrás no eran rojos como Uzen, sino de color negro.

Después de correr alocadamente por varios túneles, el bólido azul, siempre seguido por el jeep norteamericano, se introdujo en un tubo iluminado por luz fluorescente. Después de correr por aquel tubo, en el que no encontraron ningún otro vehículo, el bólido azul se detuvo ante lo que parecía ser un cuerpo de guardia.

Unos marcianos de piel roja, botas altas escarlata, profusión de cordones y con la funda de una pistola en bandolera y un extraño y corto fusil entre las manos, se acercaron a Uzen. Éste habló con el que parecía oficial de la guardia. El oficial le saludó con una ligera y orgullosa inclinación de cabeza y Uzen tocó a Dan en el brazo diciéndole:

—Vamos, adelante.

El jeep siguió al bólido azul, ahora a velocidad más moderada. Volvieron a detenerse ante un muro que les cerraba el paso. Era una puerta de guillotina en la que campeaba un monstruoso dragón rojo sobre fondo amarillo. La hoja subió, los coches pasaron por otro tubo y, de pronto, se encontraron en una gran plaza subterránea sobre la que caía una grandiosa y fantástica escalera de vidrio o material plástico que subía en elegante espiral.

Por indicación de Uzen, Dan frenó el coche ante la escalera.

—Apearos —dijo Uzen—. Estamos en el palacio real.

Los terrestres echaron pie a tierra sintiéndose como pobres diablos trasplantados en una alfombra mágica a un palacio de hadas. Pero todo era aquí inmensamente más fantástico que un palacio de cuento oriental.

—Dejad en el coche los fusiles y conservad las pistolas si queréis —les dijo Uzen—. Seguidme.

Los terrestres dejaron sus fusiles en el jeep y siguieron al marciano escaleras arriba. Al final de la escalera había un grandioso salón columnario donde montaban guardia varios soldados, vestidos como para representar una opereta. Allí les salió al encuentro un oficial de alto morrión y gran aparato de cordones que no apartó sus curiosos ojos de los terrestres mientras Uzen entraba en una pequeña cabina.

Poco después volvió a aparecer Uzen, habló unas palabras con el oficial y, haciendo seña a los terrestres para que le siguieran, los llevó hasta un ascensor, que era una caja chapada de bello mármol verde con aguas moradas.

La ascensión o fue corta o muy rápida. Unos segundos después salían a un corredor cuyo suelo reflejaba los adornos del techo. Al fondo había una puerta con un centinela a cada lado. Ninguno de los soldados se movió. La puerta, donde se veía un espantoso dragón rojo, subió como la hoja de una guillotina y los terrestres y Uzen pasaron al otro lado, encontrándose en un enorme salón de forma circular rodeado de columnas.

Una fantástica luz verdosa caía sobre el mármol blanco y el piso de cristal desde una gran cúpula central. Echando la cabeza atrás cuanto podían vieron con maravilla que la cúpula era transparente. Al otro lado de las superficies cóncavas se veían las aguas verdes de un lago. Extraños peces de todas formas y tamaños, muchos de ellos portadores de luz propia, pasaban y repasaban rozando la cúpula. Este salón era como una pecera invertida, donde los hombres estaban dentro y el agua y los peces fuera.

En el centro de la rotonda se veía una mesa de cristal sobre la que trabajaba un hombre de tez roja y cabellos de un negro azuloso. Vestía una cota de malla color limón y de los hombros le caía un deslumbrante manto escarlata con rebordes dorados. Sobre la superficie de la mesa volvía a verse el dragón rojo, que se repetía en los cortinajes y en todas las puertas de aquel salón.

Rodeando la mesa, a unos pasos de distancia, había de pie hasta unos quince marcianos, todos rojos y fastuosamente vestidos con deslumbrantes mallas y ricos mantos bordados en oro.

El hombre de la mesa se puso en pie cuando los terrestres, encerrados en sus sólidas corazas de titanio y cristal, avanzaron hacia él descendiendo unos escalones para llegar al fondo de la rotonda, siempre guiados por Uzen.

El general marciano se detuvo a cinco metros de distancia de la mesa y habló en voz alta, que se oyó muy clara en toda la sala. Al fondo, por detrás del gran ministro, Dan Castles vio un rincón donde se amontonaban cojines entre cortinajes y gasas, a través de las cuales se alcanzaba a ver confusamente las siluetas de unas cuantas mujeres.

Mientras hablaban Uzen y el ministro mencionaron los nombres de los terrestres.

—Bienvenidos seáis a Nubisar, hombres de la Tierra —dijo Moaya en correcto inglés—. Este día había de llegar fatalmente. Durante siglos os hemos estado observando en mitad del cielo, siguiendo todos vuestros movimientos y rogando al Creador que nunca la curiosidad os empujara hasta Sulak, que vosotros llamáis Marte. Bien, al fin habéis surcado el espacio y posado vuestras plantas en Marte. Puesto que todo cuanto ocurre está escrito en el libro de Dios y lo inevitable ha sucedido, sed bienvenidos. Moaya, «yaud» de Nubisar, os saluda en nombre de la princesa Darina.

Los personajes que rodeaban la mesa dejaron oír un murmullo de protesta. Bastaba mirarles a la cara para comprender que el amable recibimiento dispensado por Moaya a los terrestres no era de su gusto.

—Gracias por tu afable recibimiento, Moaya —dijo Dan—. En nombre de los hombres de la Tierra, en el de mis amigos y en el mío te saludo. Éste es un gran día para los terrestres. Durante siglos hemos estado levantando la mirada al cielo preguntándonos si habitarían en las estrellas semejantes nuestros. La Tierra se estremecerá de emoción al saber que el hombre tiene hermanos en otro mundo.

Los que parecían ser ministros o consejeros rompieron a hablar entre sí haciendo aspavientos de protesta. Dan, intranquilo, miró a los ojos de Moaya esperando hallar en ellos un chispazo de aliento. Pero los ojos oscuros de Moaya le miraron con dura frialdad.

—La Tierra —dijo— no sabrá por vosotros que existen hombres en Marte. Nunca saldréis de aquí y jamás podréis utilizar un aparato de radio para comunicar con vuestros semejantes.

Los terrestres sintieron un estremecimiento de angustia. Al mismo tiempo, los ministros rompieron a hablar en su idioma alzando mucho la voz. Sus protestas iban, al parecer, dirigidas contra Moaya, pero algunos de ellos lanzaron miradas con el rabillo del ojo hacia el rincón semioculto por los cortinajes de gasa.

También Dan miró hacia allá y vio cómo alguien saltaba ágilmente de una pila de almohadones y apartaba las gasas con violencia dando una seca orden en aquel idioma gutural.

El silencio fue inmediato. Todos se volvieron.

Una mujer, tan alta como Dan, esbelta y de armoniosa silueta, descendió los escalones de mármol y se acercó a la mesa. Su rostro, de un bello bronceado, era de una hermosura extraordinaria. Vestía una especie de túnica morada que dejaba desnudo uno de sus mórbidos hombros y el torneado y bello brazo correspondiente y, por un corte de la túnica, parte de una pierna que, por sus proporciones y esbeltez, parecía la de una estatua griega fundida en bronce.

Su larga cabellera rubia le caía por la espalda como una cascada de oro. Una fina diadema de brillantes ceñía sus sienes, y el ancho cinturón que sujetaba su flotante túnica era de un metal verde cuajado de fantástica pedrería, dotada al parecer de luz propia.

Los grandes ojos azules de la joven se posaron en los rostros de los terrenos con curiosidad y fueron a clavarse coléricos en los ministros. Sus labios rojos lanzaron un torrente de palabras sobre los inmóviles marcianos. Algunos de éstos contestaron ceñudos con breves frases y la joven volvía a hablar con rapidez. Finalmente señaló con el brazo desnudo, en el que fulguraba una gruesa pulsera, a la puerta.

Dio una orden imperiosa. Los ministros saludaron con una inclinación de cabeza y abandonaron rápidamente la rotonda desapareciendo por una enorme puerta.

Quedaron solos los terrestres, la joven, Moaya y Uzen. El «yaud» pareció molesto, y Uzen permaneció tan inmóvil como una estatua. La joven habló con Moaya, el marciano respondió con amabilidad forzada y dijo a los terrestres:

—Saludad. Estáis en presencia de Darina, princesa de Nubisar.

Los terrestres saludaron con una inclinación de cabeza a la joven y bella princesa. Ésta tomó la palabra para decir:

—Mis ministros insisten en que debéis ser ejecutados inmediatamente. Ahora bien, si me prometéis no intentar escapar ni comunicar con la Tierra, yo os garantizo que protegeré vuestras vidas con todo el peso de mi autoridad. ¿Qué respondéis a eso?

Dan miró interrogante a sus compañeros.

—Carina —dijo Bernard—. ¿Qué ventaja esperáis sacar de matarnos o impedir que comuniquemos con la Tierra? En nuestro mundo se tiene la certeza de que existen seres inteligentes en Marte. Aunque jamás sepan de nosotros, dentro de dos o tres años, con toda seguridad muy pronto, otra expedición mejor equipada y numerosa que la nuestra llegará a Marte en seguimiento de nuestros pasos y descubrirá lo que vanamente queréis ocultar. ¿Por qué no dar comienzo ahora mismo a unas relaciones de buena amistad entre la Tierra y Marte? Nosotros no hemos venido a estudiar vuestro planeta con vistas a una futura invasión. No podríamos hacerlo, porque Marte no es habitable para los hijos de la Tierra, y aunque lo fuera está inmensamente lejos.

—Vuestra ciencia ha dado ya el primer paso hacia el imperio del átomo —repuso Darina—. Todavía os falta recorrer un largo camino para llegar a penetrar profundamente los misterios de la energía cósmica, pero inevitablemente llegaréis al punto donde llegó el hombre de Marte hace un millón de años. Si vuestros sabios tuvieran acceso a nuestros descubrimientos, la Tierra salvaría en un momento esta distancia de siglos y entraría de golpe en posesión de la más alta Ciencia. ¿Quién podría contener entonces vuestra ambición y afán de dominio? Los hombres de la Tierra alcanzarán un día la alta Ciencia marciana, pero tiene que ser escalonando sus descubrimientos lentamente, de forma que vaya percatándose de las tremendas fuerzas que el Sumo Hacedor ha puesto en sus manos. Por evolución racional y progresiva escalaréis con la inteligencia y el espíritu las más altas cimas del poder, pero daros ahora ese poder sería tan desastroso como si alguien hubiera puesto en manos de los bárbaros que invadieron Europa la bomba de hidrógeno. ¿Comprendéis la razón por la que no podemos dejaros confirmar a la Tierra la sospecha de que existe vida racional en Marte?

Los tres hombres de la Tierra, tremendamente impresionados, cruzaron una mirada de angustia entre ellos.

—Dadme vuestra palabra y serán respetadas vuestras vidas —prometió Darina.

—¿Pero cómo vamos a vivir en este mundo no apto para nuestro organismo? —preguntó el coronel Croy.

—Viviréis encerrados en vuestras escafandras de presión, que podréis abandonar en el interior de unas habitaciones donde reinará el mismo clima y la misma presión atmosférica que en la Tierra. Podréis salir cuando queráis con esos trajes u otros más cómodos que os facilitaremos, ir de un lado a otro del planeta, aprender nuestro idioma, estudiar con nuestros sabios...

Bernard Jones se volvió hacia sus amigos.

—Creo que no podemos hacer otra cosa que aceptar —dijo.

—Aceptemos —suspiró Dan.

—Sí, aceptemos —añadió Allen—. No cabe otra alternativa.

—Pero tenemos otro compañero en el aparato que nos trajo —dijo Bernard a Darina—. ¿Dónde está?

—Ya viene hacia aquí con el aparato. Uno de nuestros submarinos le remolca por el canal 22. Seréis mis huéspedes —dijo la princesa. Y señalando a Uzen añadió—: El príncipe Uzen os acompañará a vuestros aposentos y atenderá a vuestra comodidad. Id con él.

Los terrestres saludaron con una inclinación de cabeza a Darina y Moaya y salieron de la rotonda en pos de Uzen.

Éste les condujo por una serie de corredores hasta un ascensor cuyas puertas cerró apretando un botón. El ascensor se puso inmediatamente en marcha, y tras un corto recorrido se detuvo abriendo sus puertas. Los terrestres se encontraron en un quiosco de mármol situado en mitad de un frondoso jardín.

A la izquierda, entre los árboles, se veían los esbeltos torreones de un palacio, y a la derecha, al final de una alameda, un pabellón de estilo moderno y atrevido. Hacia este pabellón condujo Uzen a los huéspedes de Darina diciendo:

—Ahí dentro podréis desembarazaros de las escafandras sin peligro para vuestras vidas. En las habitaciones de este pabellón reina el mismo clima que en vuestro mundo.

—Muy amables —murmuró Dan—. ¿Lo teníais todo previsto para recibir a los primeros terrestres que aterrizaran en Marte?

—No sois los primeros terrestres llegados a Marte —dijo Uzen—. Y en cuanto a este pabellón, lleva construido varios siglos.

Entraron en una especie de zaguán. Uzen apretó un botón situado junto a una pequeña puerta y ésta se abrió.

—Pasad —les dijo Uzen—. En cuanto estéis en la cámara bastará apretar ese botón para que se cierre la puerta y empiecen a funcionar las bombas que os darán la presión necesaria. Cuando ocurra esto se abrirá la segunda puerta y estaréis en vuestra casa.

Los terrestres se miraron recelosos. Allen Croy se encogió de hombros y entró en la cabina seguido por sus compañeros. La puerta se cerró y se encendió una luz. Todo funcionaba automáticamente. Silbó el aire comprimido y de pronto se abrió una segunda puerta dejándoles paso franco a una habitación bastante espaciosa, iluminada por la luz del día que entraba por unos enormes ventanales.

Dan Castles, Bernard Jones y el coronel Allen Croy abrieron los ojos de par en par. Ante ellos había un estrafalario personaje de calzón corto, medias blancas, zapatos con hebillas de plata, casaca muy larga, bordada con profusión, y blanca, ondulada y empolvada peluca. Aquel hombre, que parecía arrancado de una lámina de la Historia del siglo XVIII terrestre, miraba espantado a los tres expedicionarios. Su labio inferior caído temblaba, y también temblaban sus rodillas. ¿De miedo? ¡No! Aquel hombre temblaba de emoción.

Avanzó un paso y exclamó con lágrimas en los ojos:

—¡Por fin... por fin...! ¡Hombres...! ¡Hombres de la Tierra! —No pudo decir más. Se desmayó, cayendo redondo al suelo. 

CAPÍTULO VII

LOS HOMBRES ROJOS DE MARTE

LOS aposentos donde fueron conducidos los terrestres eran un conjunto de confortables habitaciones donde no faltaba la menor comodidad. Formaban un pabellón aislado a alguna distancia del palacio real, que elevaba sus esbeltos torreones sobre un bosque de frondosos árboles.

El palacio estaba enclavado en una pequeña isla situada en el centro de un gran lago o mar interior donde iban a verter sus aguas cuatro canales grandes y otros muchos pequeños. Otra isla, más grande, se divisaba a unas tres millas de distancia. Damar, la fabulosa capital del reino de Nubisar, con sus treinta millones de habitantes, levantaba su bosque de rascacielos en el vaporoso horizonte en todo cuanto alcanzaba la vista en torno del pequeño mar.

Las primeras horas de estancia en aquel pabellón fueron muy agitadas y llenas de sorpresas para los terrestres. Lo primero que hicieron fue recoger al hombre de la peluca empolvada y trasladarlo hasta un confortable diván. Acto seguido se desembarazaron de sus escafandras de cristal y los trajes de titanio y procedieron a reanimar al desmayado.

Tras no pocos trabajos el hombre suspiró y abrió los ojos. Tenía los ojos de un color verde muy claro, vivos e inteligentes. A juzgar por sus facciones debía andar rondando los sesenta años de edad. Su cara, fuertemente sonrosada y de trazos nobles, dejaba traslucir a la vez una vida sana y descansada, pero llena de torturas morales.

—Bueno, amigo —dijo Dan viéndole abrir los ojos—. ¡Menudo susto nos dio usted! ¿Cómo se encuentra?

El hombre asió las blancas manos de Dan y se las estrechó con fuerza. Luego le palpó los brazos y los hombros acabando por acariciarle la cara. Dan arrugó el ceño.

—Discúlpeme, muchacho —balbuceó el hombre—. Necesito tocarle para cerciorarme de que no deliro. ¡Doscientos catorce años sin ver a un hombre de la Tierra! Yo creí que moriría antes de poder estrechar la mano de un inglés...

Los tres norteamericanos abrieron unos ojos como platos. Allen Croy se llevó el índice a la sien como si atornillara un tornillo suelto. Bernard Jones, en cambio, ayudó solícito al estrafalario personaje del siglo XVIII a incorporarse del diván y le tendió la empolvada peluca que le habían quitado.

—Gracias, caballeros —murmuró el hombre tomándola—. La princesa Darina me dijo por televisor que iban a venir tres hombres de la Tierra y quise recibirles dignamente... Mi forma de vestir les hace sonreír, ya lo veo... Pero vengan por aquí. Mientras les esperaba me entretuve preparando un pequeño banquete. Espero que sea de su gusto. En Nubisar, por desgracia, no quedan faisanes, excepto en los museos, disecados y presentados por bichos curiosos de una época remota. Pero los sustitutivos marcianos son bastante aceptables.

Siguiendo al viejo, los tres astronautas entraron en una sala comedor, uno de cuyos lados iba a caer en grandes ventanales sobre el mar. Allí había una mesa de cristal preparada como para una recepción de gala. La mesa no tenía mantel, pero bajo cada cubierto había una especie de tapetitos hilados en oro. También los cubiertos eran de este precioso metal y su efecto sobre la luna era magnífico. Los platos, las fuentes, los vasos y las artísticas botellas conteniendo líquidos ambarinos, se duplicaban invertidos sobre el cristal. En el centro se veía un gran jarro rebosante de las más hermosas y extrañas flores. Flores verdes, moradas, anaranjadas, de todos los colores del arco iris.

—Permítanme que me presente —dijo el viejo de la bordada casaca—. Mi nombre es William Boddick, de nacionalidad inglesa.

Los astronautas se presentaron a su vez y sin más ceremonias tomaron asiento ante la mesa. William Boddick charló por los codos, haciendo innumerables preguntas y contando su extraordinaria historia, que hubiera bastado por sí sola para llenar un grueso volumen.

Resumiendo; resultó que míster William Boddick nació en 1688 en Londres (Inglaterra), hijo de un comerciante. Boddick creció y se educó en Londres, donde también se casó y tuvo hijos. En el año 1736, cuando contaba cuarenta y ocho años, emprendió un viaje a Islandia para traer un cargamento de bacalao. Una noche, durante la travesía, los sencillos y supersticiosos marineros del bajel se echaron a temblar viendo una ráfaga de luz que abría una brecha en la negrura del cielo. Una extraña nave, mucho más grande que el barco donde iba William, «bajó del cielo y se posó en el mar». No es para descrito el terror que se apoderó de aquellos ignorantes marinos viendo la diabólica nave «rodeada de un halo de luz azul» acercarse al barco. Dos o tres marineros murieron en el acto ante cosa tan sobrenatural.

—El capitán intentó huir a todo trapo —aseguró William—. Pero aquella diabólica nave nos dio alcance en un momento y nos abordó. Una poderosa luz cayó sobre cubierta cegándonos y una veintena o más de monstruos saltaron al abordaje. Temblando de terror tratamos de defendernos, pero ni siquiera llegamos a tocar nuestras armas. Un humo acre invadió el barco y perdimos el sentido..

Al volver en sí, William Boddick y sus compañeros estaban camino de Marte en una astronave tripulada por aquellos marcianos rojos de gran estatura.

—Naturalmente —añadió Boddick— fue mucho más tarde cuando supe que, al volver de nuestro desmayo, íbamos camino de este mundo.

Una vez en Marte, William Boddick vivió las más alucinantes aventuras. Aquel mundo súper civilizado, con sus sorprendentes maravillas, acabó con la vida de más de la mitad de los terrestres. Los otros se los llevaron los sabios marcianos para someterlos a Dios sabía que satánicos experimentos. Boddick y el capitán del barco, los más instruidos, vinieron a ocupar este pabellón donde ahora se encontraban los norteamericanos.

—Aquí podíamos vivir libres de los trajes especiales, iguales a los de ustedes. Los marcianos siempre nos trataron muy bien. Unas horas cada día venían a visitarnos unos sabios marcianos que, poco a poco, auxiliándose de fotografías y dibujos, nos enseñaron a hablar su idioma. Cuando lo aprendimos nos pidieron que les enseñáramos a hablar el inglés. Así lo hicimos y, al mismo tiempo, íbamos «reeducándonos» y aprendiendo el porqué de todas aquellas cosas que nos habían parecido maravillosas o dotadas del espíritu de Satanás.

—Muchas cosas habrá aprendido usted en doscientos catorce años —insinuó Bernard.

—¡Oh, sí! ¡Muchísimas! —suspiró el inglés. Y volviéndose hacia Allen Croy, que escuchaba haciendo muecas, añadió—: Usted me toma por loco, ¿verdad?

—¡Oh, no! —protestó Allen con desgana—. Únicamente que es un poco duro de creer eso de que lleva viviendo aquí dos siglos y pico.

—Pues todavía espero vivir unos cien años más. El período normal de vida para los marcianos rojos es de unos trescientos cincuenta años terrestres. Los negros viven menos, pero los rojos se someten a un tratamiento especial que regenera los tejidos. Solamente por ingerir usted sus alimentos puede vivir unos cincuenta años más que en la Tierra.

Bernard preguntó a Boddick si era él quien enseñaba inglés a los marcianos. Boddick les hizo levantar y seguirle hasta un estudio contiguo, donde les enseñó una máquina maravillosa. Esta máquina leía y traducía de viva voz o bien por escrito. A la inversa, podía traducir también al inglés los textos o las conversaciones desarrolladas en el idioma marciano.

—Yo me limité a «enseñarle» a esta máquina —dijo Boddick acariciándola—. Ella, es decir, otras muchas como ésta, enseñan el inglés a los estudiantes marcianos de todo el planeta.

Volviendo al comedor, William Boddick les refirió sus largos años de soledad.

—En un principio, mientras el capitán Swain estaba conmigo, la vida era tolerable. Juntos salíamos a pasear por la ciudad, discutíamos sobre cualquier tontería y pasábamos mucho tiempo empeñados en interminables partidas de ajedrez, juego que nosotros introdujimos en Marte y es ahora popularísimo. Nada nos faltaba en esta casa. Jamás sentimos frío ni calor. No supimos lo que era el hambre y la sed... Pero Swain no pudo soportar esta vida lejos de su mundo. Un día, mientras paseábamos, se suicidó arrojándose al mar.

—Igual acabaremos nosotros —suspiró Dan.

—Nos cabe la esperanza de que dentro de unos cuantos años llegue a Marte una numerosa expedición terrestre. Igual que nosotros, otros muchos llegarán a Marte siguiendo nuestros pasos.

—Y serán atrapados también por los marcianos y puestos a buen recaudo en hoteles parecidos a éste —refunfuñó Allen—. No, amigos míos. Nosotros no acabaremos suicidándonos, por el simple hecho de que nos matarán mucho antes que podamos sentir melancolía. ¿Han olvidado ya la misión que nos ha traído aquí? Tenemos que lanzar un radio a la Tierra dando cuenta de la existencia de vida en este planeta. Supongo que si lo hacemos nos matarán los marcianos, pero ¿y qué? ¿No aceptamos voluntariamente este final?

—Desde luego —contestó Bernard—. Vinimos a Marte para echar una ojeada a sus habitantes y radiar nuestros informes a la Tierra. ¿Pero cómo hacerlo?

En esto sonó un zumbador eléctrico. El inglés dio vuelta a un interruptor y apareció en una pantalla la imagen del «coppe» Uzen.

—El amigo de los extranjeros, un tal Burton Englert, se dispone a entrar en el pabellón.

—Gracias, príncipe —contestó Boddick—. Hágale pasar.

Pocos minutos más tarde, el ingeniero entraba en el pabellón y abrazaba lleno de júbilo a sus amigos.

—Temí que jamás volviéramos a vernos —dijo Burton—. Como me advirtieron que no hiciera nada me crucé de brazos y me dejé remolcar canal adelante. Cuando vi aparecer la ciudad en el horizonte comprendí que me llevaban a ella. Entonces me puse mi escafandra y salí del Tomahawk tomando asiento sobre un ala. Cuando el canal desembocó en este mar, junto a la ciudad, asomó a flor de agua el remolcador. Era un submarino grande, que destacó un bote con dos tíos altos y colorados. Me rogaron muy amablemente que me embarcara con ellos sin ofrecer resistencia, lo hice así y, en un rato, me desembarcaron en este islote.

—¿Y el Tomahawk? —preguntó Allen rápidamente.

—Ignoro dónde lo han llevado.

—¿Consiguió comunicar por radio con Nueva York?

—No, y eso que seguí intentándolo mientras venía hacia acá.

Allen Croy volvió hacia William Boddick su rostro.

—Usted es un hombre de la Tierra y debe prestarnos ayuda —dijo.

—Estoy pronto a colaborar con ustedes —contestó el inglés—. Pueden incluso disponer de mi vida si la necesitan.

—Entonces conteste a mis preguntas. ¿Están escuchando los marcianos cuanto hablamos?

—No lo creo. En los años que llevo aquí nunca me espiaron. Pero, desde luego, habrá centinelas en el jardín y aquella lancha que se ve patrullando en el mar es un barco de vigilancia. Hay otros dando constantes vueltas al palacio.

—¿Dónde cree usted que habrán llevado nuestro aparato?

—Supongo que al Arsenal. El Arsenal está en aquella isla grande que se ve desde aquí.

—Necesitamos llegar hasta el aparato. En él tenemos la emisora de radio. ¿No hay ningún medio de llegar hasta el Arsenal?

—Hay un túnel que pone esta isla en comunicación con aquélla. Es una salida de escape para casos de apuro, porque en el Arsenal hay enclavada una División de la Flota Aérea de Nubisar. Está siempre allí por si la familia real se ve obligada a escapar de palacio. Pero ese túnel está muy vigilado de esta parte.

—¿Y del lado del Arsenal?

—No creo que haya una guardia muy considerable.

—Entonces, para ganar el túnel y el Arsenal hay que forzar primero la guardia de palacio —dijo Allen.

—Desde luego, pero no crea que es cosa fácil.

—¿Usted podría dibujar un plano de esta isla con todas sus dependencias submarinas, subterráneas y de superficie?

—Podría recorrer todo el palacio con los ojos cerrados.

—Pues cuanto antes nos haga el plano tanto mejor. Y si conoce un medio de evadirnos, dígalo.

—Si lo que quieren es lanzar un radio a la Tierra, no pueden hacerlo de otra forma que recuperando su aparato. Las emisoras de radio marcianas funcionan con unas ondas desconocidas en la Tierra. Existe, no obstante, una estación experimental que funciona con las frecuencias de onda terrestres. Con ella escuchan los marcianos las emisiones de la Tierra. Pero esa estación está en Undina, capital de Inous, a más de mil leguas de Damar.

—Si sabe usted algo sobre radio —dijo Burton—, tal vez pueda explicarme a qué se debe el que mi emisora no sea oída desde la Tierra.

—La emisora central de Undina absorbería las descargas de la suya. Es muy fácil de hacer y se lo explicaré cuando quiera.

—Dejen ahora eso —les interrumpió el coronel Croy— y ocupémonos de elaborar ese plan de fuga.

* * *

Dan Castles durmió aquella noche con un sueño agitado y ligero, que derivó en una espantosa pesadilla. Se despertó sobresaltado al soñar que el cohete se estrellaba contra un asteroide vagabundo y saltó de la mullida cama.

Salió al corredor, entreabrió las puertas de las habitaciones de sus compañeros de infortunio y escuchó sus acompasadas respiraciones. Poco después, enfundado en su traje acorazado, Dan salía por la cámara neumática al jardín y presenciaba la ascensión del Sol sobre el bosque de rascacielos de la ciudad-colmena marciana.

Una profunda melancolía invadía al terrestre, haciéndole sentirse extrañamente solo y desgraciado. ¿Cuál iba a ser su vida, eternamente envuelto en una atmósfera artificial y en un mundo extraño?

Echó a andar por una avenida del jardín. Sentía la invisible presencia de unos ojos siguiendo todos sus movimientos. Naturalmente estarían vigilados. Tal vez Darina, dando muestras de una exquisita galantería, hubiera ordenado a los centinelas que no se dejaran ver para dar mayor sensación de libertad a sus huéspedes, pero Dan estaba seguro que al menor intento de fuga caerían sobre él desde la espesura del bosque una turba de aquellos gigantescos diablos rojos.

Distraído en sus íntimas y amargas reflexiones llegó sin darse cuenta a una terraza de mármol que caía sobre el mar. Al levantar la cabeza vio la esbelta silueta de la princesa Darina apoyada de codos en el balaustre. Dan inició un movimiento de retroceso, pero ella le llamó en inglés:

—Buenos días, Dan. Venga aquí.

Dan salvó la corta distancia que le separaba y se acercó con cierto embarazo a la princesa.

—Buenos días, princesa —saludó tratando de parecer educado y optimista.

—No esperaba verle tan temprano. ¿Es incómodo su alojamiento? ¿Durmió mal?

—Mi lecho era muy cómodo. Tal vez por serlo tanto lo extrañé y dormí un sueño intranquilo. Además, ¡me han ocurrido tantas cosas extrañas en menos de veinticuatro horas!

Darina sonrió mostrando su dentadura blanca y fuerte. Si bajo la difusa luz verde de la cúpula submarina le pareció a Dan bellísima la tarde anterior, ahora, a plena luz del Sol, al terrestre le pareció hallarse ante una Venus de bronce. Darina vestía esta mañana una túnica verde esmeralda con un cinturón rojo cuajado de pedrería. Dan se sentía ante ella embarazado y nervioso.

—Se acostumbrará, al fin, a este mundo. En realidad no le queda más remedio que resignarse, y si usted se convence de ello y afronta lo inevitable con serenidad, no tardará en sentirse a gusto. La vida en Nubisar es un tanto aburrida, pero amable.

—Al referirse a Nubisar, ¿incluye a todo el planeta?

—¡Oh, no! Nubisar es solamente uno de los trece estados de Marte, pero en realidad la vida apenas difiere de un Estado a otro. Cada Estado marciano tiene sus propias leyes y costumbres, pero todos hablamos el mismo idioma, somos de la misma raza y juntos formamos una gran nación; lo que ustedes llamarían «los Estados Unidos de Marte».

—¿Quiénes son «todos»? —preguntó Dan—. Anoche supe que en Marte hay dos razas: la negra y la roja.

—Bueno, sí —rio Darina—. En Marte existen dos razas diferentes. La negra, que es la más numerosa, y la roja. La roja constituye la nobleza de Marte. Aunque muy pocos en número, en proporción a los negros, somos más fuertes que ellos. La ciencia, el ejército, el poder, está por completo en manos de la aristocracia roja. La raza negra constituye el pueblo, la masa oscura con escasos problemas y ninguna ambición.

—¿Ni siquiera la de ser libres?

—¿Libres? —repitió Darina—. ¿Qué entiende usted por libres?

—Pues libres de gobernarse por ellos mismos, de redactar sus propias leyes, de administrarse la justicia y el derecho de protestar contra lo que no les guste y de elegir a sus propios gobernantes.

Darina volvió a reír.

—Mi querido amigo —exclamó—. Usted no conoce a los hombres negros. Ciertamente, nuestro mandato les pesa algunas veces, pero siempre acaban por reconocer que, si jamás hubieran introducido en Marte la raza roja, haría ya miles de años que este planeta sería un mundo muerto.

—¿He oído mal? —preguntó Dan—. ¿Dijo usted que los negros introdujeron la raza roja en Marte?

—En sus orígenes, nuestra raza no era roja, sino blanca. Aunque le parezca fantástico, Dan, usted y yo procedemos de los mismos padres. Hace un millón de años, cuando en la Tierra empezaban a extenderse los hijos de Adán y Eva, los hombres negros de Marte hicieron una expedición a la Tierra. Aquel planeta no era habitable para ellos y regresaron a Marte... llevándose como «muestra» cierto número de hombres y mujeres terrestres. De aquellos terrestres desciendo yo por rama directa.

—¿Será posible? —exclamó Dan estupefacto.

—Muy pocos de aquellos terrestres trasplantados a Marte sobrevivieron, pese a que por aquel entonces este planeta todavía conservaba gran parte de su atmósfera, pero algunos vivieron tras una dolorosa y dura aclimatación. Se reprodujeron con rapidez. Por su extraordinario vigor y agilidad, todavía mayor que la que usted lleva en sus músculos terrestres, aquella raza pronto se distinguió como la más apta para la guerra. Los marcianos negros, los más belicosos del Universo entero, fomentaron la rápida reproducción de aquellos titanes blancos. En realidad llegaron a ser tan numerosos los blancos que los negros empezaron a temerles. Entonces trataron de debilitarlos, pero ya era tarde. La raza blanca barrió a la negra y quedó dueña del mundo en que entrara como cautiva. Escaló las más altas esferas de la sabiduría y el poder y se preocupó del futuro de Marte. Marte estaba perdiendo sus océanos y su atmósfera. Los marcianos, continuamente ocupados en la guerra y la destrucción, no tuvieron tiempo de preocuparse de la agonía de su mundo.

—Perdone que le interrumpa —dijo Dan alzando una mano—. Está hablando usted de una raza «blanca». ¿Eran realmente blancos sus ascendientes?

—Tan blancos como usted, pero más tarde pasaron a ser rojos. Los caudillos blancos se unieron para construir estas gigantescas obras de ingeniería que son los canales y buscaron el modo de vigorizar la agonizante atmósfera marciana. Para este efecto erigieron varias fábricas de oxígeno con el que suplir la continua pérdida de la atmósfera marciana. Con máquinas que lanzan al cielo átomos de oxígeno y nitrógeno en la fórmula indispensable para engendrar vida, mis antepasados salvaron a Marte de una muerte segura. Esa atmósfera roja que usted ve ha salido de nuestras fábricas. Respirando este aire cambió hasta el rojo la coloración de nuestra piel. Usted mismo, dentro de algunos años de estancia en Marte, perderá su palidez y empezará a convertirse en un hombre «rojo».

—¡Cielo santo! —exclamó Dan—. ¡Qué cosas tan maravillosas para ser narradas a mis coterráneos!

—Sus coterráneos tardarán todavía algún tiempo en saber estas cosas —repuso Darina prontamente.

—Bien —gruñó Dan—, es una verdadera desgracia, pero continúe narrando. ¿Qué sucedió después?

—Poca cosa. La raza blanca -roja ya- se corrompió con el exceso de poder. Un día nos descuidamos y ese día cobraron los negros su vieja deuda. Hubo una magna matanza de hombres rojos... pero los hombres rojos tenían las llaves de Marte. Tenían las terribles armas capaces de hacer pedazos el planeta, eran dueños de las fuentes de energía que impulsaban el agua por los canales, eran los amos de las fábricas que suministraban el vital oxígeno...

—Y no pudieron echarlos —concluyó Dan.

—No pudieron echarnos —confirmó la princesa—. Desde entonces la raza roja constituye una minoría selecta. Suyos son los más altos cargos en la industria, la economía, el ejército y el poder. Y aunque parezca mentira, los marcianos negros han sabido respetarnos. Sin el pestillo rojo que contiene la tremenda fuerza expansiva de este pueblo de naturaleza guerrera, sin las riendas que le contienen, en ocasiones contra su pesar, los feroces hombres negros reanudarían sus inacabables guerras y acabarían por destrozar el propio mundo que les sustenta. 

CAPÍTULO VIII

EL SECRETO DE MARTE

DARINA posó la fulgurante mirada de sus pupilas azules en la prodigiosa ciudad que se alzaba en la lejanía. Durante unos minutos contempló con orgullo la urbe colmena levantada por sus antepasados. Luego prosiguió:

—Éste es el reino de mis abuelos. Pronto me corresponderá a mí la tarea de gobernarlo, y esta perspectiva me infunde miedo. En mi reinado, seguramente los hombres blancos de la Tierra pondrán su planta en Marte. Algo me anuncia que yo seré la última reina de Nubisar.

—¿Reinan las mujeres en Marte?

—A medias con los hombres.

—No sabía que fuera usted casada —murmuró Dan sin ocultar su desilusión.

—Todavía no estoy casada, pero lo seré pronto. Entonces dejaré de ser princesa para convertirme en reina. Mi Gobierno ha convocado ya las justas para buscarme marido y rey.

—¿Justas? —repitió Dan como un eco.

—Es costumbre en Marte que los príncipes que aspiran a la mano de una princesa heredera de un trono se eliminen entre ellos en un torneo público. Una costumbre bárbara que ha venido contribuyendo no poco a la extinción de nuestra raza. Como ante la ley marciana todos los príncipes tienen el mismo derecho a casarse con la heredera de un trono, los aspirantes se disputan el privilegio con las armas en la mano. El vencedor se casa con la princesa y automáticamente pasan ambos a ser reyes.

—Entonces... —murmuró Dan—. ¿Usted ha de casarse con el vencedor del torneo aunque no le ame?

—Sí —suspiró Darina mirando a la lejanía.

—En la Tierra, y a medida que pasan los años, la mujer se emancipa de su tradicional esclavitud y tiende a la igualdad de derechos con el hombre. Creí que en Marte la mujer era libre de casarse con quien quisiera.

—Y lo es.

—¿Por qué la obligan entonces a casarse con el bruto que quede vencedor en el torneo?

—Porque soy la heredera del trono de Nubisar. Y aun así y todo se concede a las princesas como yo una oportunidad de contraer matrimonio con el hombre que ama. Al elegido por el corazón de la princesa se le otorga permiso para tomar parte en el torneo, aunque no sea noble. De esta forma, el hombre amado por la princesa cuenta con las mismas probabilidades de casarse con su princesa y llegar a rey, que todos los demás participantes en el torneo.

—¿Y usted tiene ya al elegido de su corazón dispuesto a disputársela a los demás hombres que ansían triunfar?

—Eso es lo triste en mi caso —murmuró Darina—. Mi corazón no se ha inclinado hasta ahora por ningún hombre y no tengo campeón para el torneo.

En esto oyeron a sus espaldas una voz que decía en inglés:

—En otras palabras, señor Dan, usted puede tomar parte en la justa y romper una lanza por la princesa Darina.

Darina y Dan se volvieron con rapidez encontrándose frente al príncipe Uzen, alto e imponente con su coraza deslumbrante y su elegante airón de plumas amarillas.

—¿Qué significa esto, Uzen? —inquirió Darina palideciendo de cólera—. ¿Qué broma es ésta y qué vienes a buscar aquí? ¿Continúas espiándome?

—Mi misión, como comandante de tu guardia personal, es velar por tu seguridad.

—Mi seguridad no corre peligro por ahora. Nadie te dio permiso para intervenir en mis conversaciones.

—Perdona, prima. Oí cómo te quejabas por falta de campeón y pensé que agradecerías mi ayuda.

Darina estaba amarilla de rabia.

—¡Insolente! —rugió—. ¿Qué estás insinuando?

—El extranjero te gusta, ¿no? —preguntó Uzen con desfachatez—. No tienes campeón, y como de todos modos tiene que morir, ¿por qué no invitar a Dan al torneo?

—¿Quién ha de morir? —preguntó Dan—. ¿El campeón de la princesa o yo?

—Los dos —aseguró Uzen con rapidez—. El campeón en el circo y tú y tus amigos cuando yo sea el esposo de mi prima y rey de Nubisar.

—¡Antes moriría cien veces que ser tu esposa! —rugió Darina—. Rey puede que llegues a serlo, pero mi esposo, ¡jamás! ¡Y ahora vete de aquí! ¡Vete!

Uzen saludó con una inclinación de su plumero amarillo y una sonrisa burlona, giró sobre sus talones y se fue. Darina, con el alto busto jadeante de rabia, siguió con sus ojos azules y relampagueantes al «coppe» hasta que desapareció por la alameda. Darina, entonces, se volvió hacia Dan.

—Le suplico que olvide este incidente, Dan. Cuando lamentaba no tener un hombre amado que rompiera una lanza por mí no estaba invitándole a usted al torneo.

—Lo sé, princesa —sonrió Dan—. Usted no puede invitarme al torneo porque no me ama. Lo siento por mí.

Ella no respondió. Obstinadamente, todavía agitada por la cólera, miraba las menudas olas que acariciaban la escollera y se mordió los jugosos labios.

—Princesa —dijo Dan al cabo de un rato—. ¿Qué quería decir Uzen al prometerme la muerte?

—No quiero ocultarle la verdad, Dan. Mi Gobierno insiste en que deben ser ejecutados ustedes sin pérdida de tiempo. Si todavía están vivos se debe a que están bajo mi protección.

—¿Entonces...?

—Lo que mi primo quería decir es que, una vez el trono de Nubisar tenga rey, la reina no podrá continuar protegiéndoles a ustedes a menos que el rey esté igualmente conforme en acogerles bajo su amparo. Mi primo Uzen está seguro de salir vencedor del torneo. Si ocurriera así, Uzen sería rey de Nubisar aunque yo no aceptara el resultado de la justa, y si él llega a empuñar el cetro... ya lo saben. Usted y sus amigos serán ejecutados por reos de invasión.

—¡Ah, vamos! —exclamó Dan con amargura—. Por lo visto sólo nos queda de vida hasta que se celebren las justas y salga de ellas el nuevo rey.

—Sí, eso es —suspiró Darina.

Dan permaneció unos momentos pensativo. Al cabo preguntó:

—¿Y usted, Darina? ¿Cuál será su suerte después del sorteo?

—Si triunfa Uzen tomaré un veneno y le dejaré el campo libre.

—Pero... ¿por qué ha de suicidarse usted? —protestó Dan.

—Es lo clásico, lo que hacen muchas princesas cuando su campeón cae en el torneo y prefieren seguirle en la muerte a ser reinas. Si no me enveneno tendré que casarme con Uzen y si no me caso perderé mis derechos al trono y seré invitada por un Consejo de Nobleza a tomar el veneno. Aquí, en Marte, no se suscitan nunca pleitos sobre los derechos a un trono.

—¿Y cuando la reina queda viuda? —preguntó Dan—. ¿Se celebran nuevas justas para buscarle nuevo marido?

—No. Entonces, ella puede contraer matrimonio con el hombre que quiera... lo que da origen a que muchos reyes mueran envenenados por orden de sus esposas.

—Entonces está claro, Darina. Nómbreme usted su campeón y permítame tomar parte en el torneo.

—¡Usted! ¿Está loco?

—No, pero estoy en una situación desesperada, que viene a ser lo mismo. Mi vida depende de que viva usted. Puesto que de todas formas he de morir, déjeme tomar parte en el torneo. Si me matan en la lucha nada pierdo, pero si gano... Bien, si gano usted se casa conmigo. Como yo moriré de todas formas muy pronto, usted quedaría viuda y libre de casarse nuevamente cuando encuentre al elegido de su corazón. ¿Qué le parece?

—¿Está usted loco? —repitió Darina—. ¿Cree que puedo aceptar su proposición?

—¿Por qué no? Usted misma ha dicho que se suicidará después del torneo. Yo no tengo otra probabilidad de conservar la vida que ganando... y usted tampoco, a menos que prefiera casarse con Uzen o cualquier otro príncipe rojo.

Darina miró asombrada al fondo de los ojos de Dan.

—¿Usted... haría eso por mí...?

—Por usted y por mí. El destino nos obliga a ser aliados. ¿Qué contesta?

—Lo pensaré, Dan —contestó Darina emocionada—. Lo pensaré...

* * *

Cada tarde de los cinco días siguientes, Dan y sus compañeros, guiados por William Boddick y rodeados de una fuerte escolta, realizaron excursiones por Damar teniendo ocasión de admirarse ante los prodigios de una ciencia que llevaba más de un millón de años de delantera a la terrestre.

La omnipotente energía eléctrica, domada por los marcianos, era producida en grandiosas proporciones por dos centrales generadoras impulsadas por la fuerza atómica y conducida sin hilos allí donde hacía falta. El sueño de los sabios terrestres era una antiquísima realidad en Marte. Las colosales fuerzas encerradas en la materia, puestas al servicio del hombre, generaban energía eléctrica, impulsaba navíos y aparatos capaces de surcar el espacio de estrella a estrella, realizaba en segundos la misteriosa transformación de dos elementos existentes en la tierra y la atmósfera en alimentos para el hombre y producía aquella roja atmósfera vital para el planeta.

Sobre los remates de los rascacielos, que por luchar contra una fuerza de gravedad mucho más débil que la terrestre podían alcanzar alturas muy superiores, podían verse grandes reflectores que, aunque parecían formar parte de una instalación de alumbrado, permanecían apagados día y noche. En estos focos residía el misterio de las brisas primaverales que pasaban por las amplias avenidas de Damar, encajonadas entre gigantescos rascacielos. Aquellos reflectores emitían los invisibles rayos infrarrojos, los misteriosos rayos caloríficos que también emanaba el Sol y el ojo humano era incapaz de percibir.

Bernard Jones, cuya curiosidad científica era incansable, pudo al fin resolver la incógnita que tanto le intrigaba. Los sabios terrestres, aunque exentos de imaginación, no se habían equivocado. Marte debiera ser un mundo frío. Si no lo era se debía al esfuerzo de los hombres, en el que no se pensaba en la Tierra por empeñarse en negar la existencia de habitantes en un planeta que había sido una primera Tierra.

La ingeniosidad marciana había hecho del más próximo de sus satélites, Phobos, un segundo, pequeño pero eficiente Sol. Phobos era un pequeño globo de unos 10 kilómetros de diámetro que giraba en torno de Marte a la corta distancia de 5.800 kilómetros. En su veloz carrera por el cielo, Phobos cruzaba el meridiano de Damar cada 11 horas y 7 minutos terrestres. Por su corta distancia y porque su plano de evolución coincidía aproximadamente con el ecuador, Phobos no resultaba visible para todas las regiones de Marte, sino tan sólo para una vasta zona central. Más allá de los 68 grados de latitud quedaba oculto por la curvatura del planeta.

En Phobos habían instalado los marcianos potentísimos proyectores de rayos infrarrojos apuntados contra la superficie de Marte. Allí donde los rayos caloríficos caían verticalmente reinaba un clima primaveral, apto para el desarrollo de las plantas y la vida de los animales y los hombres.

Naturalmente, más allá de la zona ecuatorial, los rayos infrarrojos procedentes de Phobos caían sobre Marte oblicuamente y el calor iba debilitándose según uno se alejaba del ecuador hacia los polos. Fuera de la faja de terreno calentada por Phobos el frío se hacía progresivo y cesaba casi por completo la vegetación. Vastas estepas se sucedían hasta la región de los hielos polares, pero incluso estos yermos se reanimaban durante el verano, cuando los rayos del auténtico y lejano sol los calentaba con mayor vigor.

La vida era pues, perfectamente posible en la zona central de Marte. La población, huyendo de los casquetes fríos, se había concentrado en el ecuador formando las colosales ciudades-colmena vigorizadas por los proyectores de rayos infrarrojos instalados en las cúpulas de los rascacielos. Como Damar había otras doce populosas urbes alineadas a lo largo del ecuador. El resto del planeta estaba deshabitado. Solamente algunas tribus nómadas, huidos de la justicia y la opresión de la raza dominante, vagabundeaban por las dilatadas y frías estepas y por los alfombrados fondos de los mares muertos, donde sólo raramente llegaban las patrullas de limpieza y el más duro primitivismo imperaba en lucha constante con una naturaleza muerta.

De regreso de aquellas excursiones por la ciudad, Bernard Jones llenaba cuartillas y más cuartillas con la consignación de sus directas y asombrosas observaciones. También Burton Englert recopilaba datos sobre la climatología de Marte y los sistemas marcianos para producir calor, viento y lluvia.

El coronel Allen Croy, por su parte, llevaba buena cuenta del número, disposición y turnos de la guardia con la eficaz y valiosa cooperación de William Boddick.

Dan Castles, en cambio, no tenía nada que hacer porque lo único que los marcianos no les permitieron ver y podía interesar al ingeniero era el arsenal enclavado en la isla cercana y las aeronaves surtas en él. Dan Castles tenía tiempo de sobra para pensar, y todos sus pensamientos estaban fijos en la princesa Darina.

Aunque acudía fielmente todas las mañanas a la terraza del jardín con la esperanza de encontrarla allí y obtener una respuesta definitiva sobre el torneo, Darina no se dejó ver. El malhumor y la ansiedad del ingeniero aeronáutico fueron creciendo a lo largo de aquellos días y llegaron a hacerse insoportables. Una fiebre extraña, jamás sentida, le impulsaba frecuentemente al jardín. Allí daba saltos, brincos y corvetas blandiendo una espada imaginaria y tirando furiosas cuchilladas contra un invisible y odiado enemigo que sólo existía en su imaginación.

Dan hacía ejercicio con vistas a tomar parte en aquel apasionante torneo, y lo hacía ocultándose a las miradas de sus amigos por el temor a que éstos, no estando en antecedentes de lo ocurrido entre la princesa y él, le tomaran por loco. 

CAPÍTULO IX

CAMPEÓN DE LA REINA

EN la mañana del octavo día, cuando sus compañeros todavía dormían, Dan Castles se enfundó en su traje acorazado y en la escafandra de cristal y salió al jardín. Rápido se encaminó hacia la terraza donde sostuviera su primera charla con la princesa Darina. En contra de lo que Dan temía, ella estaba allí y se volvió con rapidez al escuchar el rumor de los pasos del terrestre. Sus hermosas pupilas azules se clavaron en las de Dan Castles como dos dardos.

—Dan —murmuró—, he estado pensando en su proposición. No puede tomar parte en el torneo.

—¿Por qué? —preguntó Dan deteniéndose tan cerca de la joven que la tenía al alcance de sus brazos—. ¿Lo prohíben las leyes marcianas?

—No. Cuando se promulgaron las leyes de Marte nadie pensó que un día pudiera venir un hombre de la Tierra a disputar a los príncipes marcianos una princesa de Nubisar. No hay antecedentes de un caso igual y seguramente no podrán impedirle que tome parte en la justa... pero no debe hacerlo usted.

—¿Por qué? —volvió a preguntar Dan mirándola con curiosidad a los ojos.

—¿No comprende que es un disparate? No conoce usted a los hombres con quienes se quiere enfrentar. Son duros, fieros y crueles.

—Los texanos gozamos de la misma fama —repuso Dan.

—¿Cuándo tomó usted parte en un torneo? ¿Qué sabe de manejar las armas primitivas? Y hay otra cosa, la peor. Los príncipes marcianos tomarán como cuestión de amor propio vencerle a usted porque es extranjero y osa medir sus fuerzas con la nobleza roja. ¿Qué ocurriría si venciera usted? El prestigio de mi raza caería por los suelos. Perdería de golpe toda la religiosa admiración que les profesan los negros y las consecuencias podrían ser fatales para la raza que rige los destinos de millones de almas.

—No me importa lo que pueda ocurrir con el prestigio de los príncipes rojos —aseguró Dan—. Lo único que me importa es usted, Darina. Usted aborrece a su primo Uzen. ¿Ama a algún otro príncipe de los que van a disputársela con las armas en la mano?

—¡Oh, no, Dan, no es eso! —protestó la joven—. Si yo tuviera la seguridad de que iba a vencer usted le suplicaría de rodillas que tomara parte en el torneo. Pero morirá en el combate... ellos se pondrán de acuerdo para eliminarle.

—¡Un momento, princesa! —exclamó Dan interrumpiéndola—. ¿Por qué si tuviera la seguridad de mi victoria me rogaría que la ganara a usted sobre las arenas ensangrentadas del circo?

—Porque no soportaría el verle a usted destrozado por una maza o ensartado en la lanza de mi primo o cualquier otro de mis feroces pretendientes. La odiosa etiqueta marciana me obliga a presenciar el encuentro.

—¿Tanto le importa mi vida, Darina?

—¿Cómo no quiere que me preocupe? ¡Su sangre pesaría eternamente sobre mi conciencia!

—¿Cuántos hombres calcula usted que morirán en el circo el día del torneo? —preguntó Dan.

—Muchos... unos doscientos tal vez.

—Y todos encontrarán la muerte por usted —sonrió Dan—. ¿No se ahogará su conciencia en ese lago de sangre, Darina?

—Ésos acuden a la muerte por llegar a ser reyes, por su propio egoísmo y, a veces, simplemente por puro afán de emociones. No pelean por Darina de Nubisar como mujer con corazón, sino solamente y por Darina como heredera del trono de Nubisar, aunque no tuviera corazón.

—Yo saldré dispuesto a matarme por usted, Darina. La disputaría a un millón de sus feroces guerreros rojos aunque fuera usted una humilde pastora en vez de una altiva princesa.

—Hace un millón de años que no quedan pastoras ni ganados que guardar en Marte, Dan —sonrió Darina dulcemente.

—Bien, da lo mismo. Usted me comprende.

—No sé si le comprendo en realidad, Dan. Usted, ¿por qué quiere luchar? ¿Por librarme de Uzen en un sentimiento de la más rancia caballerosidad? ¿Por ser rey de Nubisar? ¿Por Darina?

—Por Darina —confesó Dan alargando los brazos y asiéndola por los hombros—. La amo a usted, Darina. No lo he sabido hasta este momento, pero la amo desde el momento que la vi.

—¡Oh, Dan...! —sollozó Darina arrojándose entre sus brazos—. ¡Amado mío!

Dan la apretó contra su pecho cubierto de titanio y se inclinó sobre el hermoso rostro para besar aquellos rojos y jugosos labios. La escafandra de cristal que encerraba la cabeza del terrestre golpeó con fuerza sobre la frente roja de la princesa.

Dan Castles retrocedió con un grito ronco en los labios. Acababa de recordar que una envoltura de caucho, cristal y titanio le separaba del mundo marciano. Aquella envoltura sólo tenía unos milímetros de espesor, pero era la insalvable barrera entre dos mundos distintos. Como un rayo entró en su mente el pensamiento de que la mujer amada podría llegar a ser su esposa, pero nunca sería en realidad suya. Sus caricias, sus besos, se estrellarían eternamente contra aquel delgado y, sin embargo, sólido muro. Nunca podría sentir el corazón de ella latir sobre el suyo, nunca sus dedos se estremecerían al contacto de la sedeña piel roja, jamás sus labios tocarían los de la mujer amada. Aunque sus almas estaban juntas, sus cuerpos estaban muy lejos.

—¿Lo ve usted? —sollozó Darina cubriéndose el rostro con las manos—. ¿Lo ve usted? ¡Es imposible... es imposible...!

—¡Dios mío... Dios mío...! —murmuró Dan sintiendo que las lágrimas rodaban por sus mejillas.

Y pálido, tambaleante como un ebrio, se alejó con torpes pasos desapareciendo en la susurrante fronda de los jardines.

* * *

Aquella tarde, después de un día de espantoso sufrir, Dan Castles recibió una nota de la princesa Darina que trajo personalmente William Boddick. En aquella nota, Darina nombraba a Dan Castles «príncipe de los Estados Unidos» (Tierra), su campeón para el torneo que iba a celebrarse dentro de cinco días en Damar, capital de Nubisar (Marte).

Dan mostró a sus amigos la nota y les puso en antecedentes del caso.

—Señor Boddick —preguntó Allen volviéndose hacia el inglés—. ¿Tiene nuestro amigo Dan alguna probabilidad de llegar a ser rey de Nubisar?

—Muchas —contestó Boddick—. No hay en todo este planeta hombre rojo o negro que pueda igualar en fuerza a un terrestre.

—Y si se le nombra rey, ¿tendría bastante autoridad para lanzar un mensaje a la Tierra?

—No, pero dentro de palacio tendrá autoridad para retirar la guardia del túnel que comunica con el arsenal. Y, desde luego, él y todos nosotros continuaremos viviendo.

—Sí —murmuró Allen—. Eso es lo único importante: vivir. Y mientras hay vida hay esperanzas. Yo le adiestraré a usted, Dan. Le prepararemos para que sea el mejor guerrero de cuantos salten a la arena del circo el día de ese torneo.

* * *

Durante los días siguientes, el coronel Croy sometió a Dan a un duro e intensivo entrenamiento. Prácticamente no hicieron otra cosa que bregar sobre las arenas del polígono de entrenamiento de la Guardia Real, comer y dormir.

La noche de vísperas, con todos los preparativos hechos, Dan la durmió de un tirón. No había vuelto a hablar a solas con la princesa, aunque la vio varias veces. La pasión del ingeniero, en contra de lo que él hubiera querido, no menguó en estos días ni aún con las frecuentes llamadas que hizo a su sentido común, sino que aumentó más y más. La misma imposibilidad de este amor entre dos seres de distinta naturaleza y la certeza de que nunca ni aquí en Marte ni allá en la Tierra podrían ser uno del otro, le enfurecía haciendo más avasalladora su pasión.

La mañana del acontecimiento, Dan despertó a la salida del sol. Inmediatamente vistió su traje acorazado y, como impulsado por una fuerza desconocida, salió al jardín sin hacer caso de las protestas de Allen Croy.

Tal y como le anunciaba su corazón, Darina estaba en la marmórea terraza apoyada de codos en la barandilla y con la azul mirada de sus ojos soñadores perdida en el mar. Se volvió al escuchar el rumor de los pasos de Dan y quedaron mirándose frente a frente.

—Bien —dijo ella—. Hoy es el gran día. Hasta ayer estuve esperando que comprendiera su locura y volviera atrás. Supongo que no habrá cambiado de parecer.

—No —suspiró Dan—. Ahora ya no lucho solamente por nuestro amor. Lucho también por salvar mi vida y la de mis compañeros. Por una causa u otra, por la suya o la de mis amigos, lucharía con todas mis fuerzas. Uniéndose en una sola dos causas importantes lucharé con redoblado esfuerzo. No tema, Darina, ganaré.

—Pero, ¿y luego? ¿Podrá soportar toda una vida separados por esa odiosa coraza que le envuelve?

—Si usted puede soportarlo también podré yo. No espero vivir mucho tiempo aun contando con que gane hoy, pero el tiempo que vivamos juntos como esposos, aunque nunca pueda besar sus labios ni sentir la caricia de sus manos, seré feliz solamente pudiéndola ver, teniéndola constantemente a mi lado y escuchando su voz. Nuestro amor será forzosamente inmaculado, y por eso mismo será más grande, más bello y más eterno. Yo no soportaré mucho tiempo estas condiciones de vida extrañas para mi organismo, pero incluso en la muerte hallaré placer porque muerto, sin esta envoltura odiosa, usted podrá besar mis labios yertos.

—Dan... ¡Oh, qué horrible es todo esto! —sollozó Darina.

—No hay cosa fea que no tenga su belleza, Darina. Incluso las cosas más horribles pueden resultar hermosas por su perfecta fealdad. Nuestro amor sólo puede ser como es. ¿Por qué torturarnos pensando en cómo pudo haber sido? Aceptémoslo así y seamos felices con lo que Dios nos da.

Darina apartó sus temblorosas manos y sonrió al amado a través de sus lágrimas.

—Sí, Dan —murmuró—. Más horrible que estar separados por una coraza de acero es estar separados por la muerte. Puesto que va a tomar parte en una batalla, pelee, Dan. No dé cuartel a quien no se lo concede. ¡Luche con todas sus fuerzas!

—Con todas mis fuerzas lucharé, Darina. Sabiendo que está usted al final de la jornada, ¿qué otra cosa podría hacer? Nuestra será la victoria. ¡Lo sé!

La voz del coronel Croy le llamó desde el jardín.

—¡Dan! ¿Dónde está usted, condenado? ¿No sabe que el tiempo vuela y se nos hace tarde?

Dan apretó las largas y rosadas manos de la princesa Darina entre las suyas enguantadas con un tejido de caucho y acero.

—Adiós, princesa —murmuró.

—¡No! Adiós no, príncipe. ¡Hasta luego!

Dan Castles sonrió y, de un salto formidable, desapareció en la espesura del jardín. 

CAPÍTULO X

GOLPE DE ESTADO

CON puntualidad cronométrica, a la hora anunciada, la princesa Darina de Nubisar, acompañada de su Gobierno y sus cortesanos y rodeada de su guardia, hizo aparición en el palco real contestando con repetidas inclinaciones de cabeza a los atronadores gritos de sus súbditos.

Darina tomó asiento en su trono, miró a su alrededor e hizo una seña al coronel Allen Croy, que estaba a cierta distancia, dentro del palco real, con míster William Boddick, Burton Englert y Bernard Jones.

Allen Croy se apresuró en acudir a la seña de Darina.

—Quédese junto a mí, coronel —le dijo la princesa en voz baja—. ¿Y su amigo Dan? ¿Está ya preparado?

—Le dejé hace un momento caballero en su unicornio, con el escudo embrazado y la contera de su lanza apoyada en el estribo, muy animado y dispuesto a comerse crudos a todos los guerreros rojos que le salgan por delante.

—Me place verle de buen humor, coronel —sonrió Darina—. Pero estoy muy asustada. Usted que ha entrenado a Dan, ¿qué opina? ¿Le cree capaz de salir victorioso?

—Eso sólo Dios podría asegurarlo, princesa. No he visto luchar a los guerreros rojos, pero me he leído todos los relatos sobre torneos como éste y creo haber adiestrado a Dan con regular eficacia. Dan es joven, fuerte y valiente. Sus músculos terrestres adquieren en este planeta el vigor de un titán. No se preocupe.

Darina sonrió melancólicamente. El juez de la justa se acercó a ella y le hizo una pregunta en lengua marciana. La hermosa joven contestó en el mismo idioma y el juez hizo una seña en dirección a la tribuna presidencial.

Los altavoces difundieron por todo el ámbito del circo el toque alto de un clarín; se hizo el silencio. Un hombre leyó ante los micrófonos las reglas del torneo. Las participantes, como hombres de honor, no se unirían para atacar en grupos a un solo guerrero. Lucharían siempre hombre contra hombre y, aquél que despachara a su enemigo no acometería por la espalda a quien estuviera ocupado en lucha con otro. Esperarían hasta encontrar a un caballero con quien entablar combate. También se prohibía atacar a los caballos, retirarse del combate para regresar después de un descanso y rematar a los heridos. Dentro de la palestra, cada cual era libre de luchar según costumbre, inspiración o provecho, pero sin más armas que lanza, espada, hacha, cadena, maza o cuchillo.

Después de la lectura del reglamento, el juez empezó a leer la lista de los 188 participantes. Según iban siendo nombrados, los guerreros salían a la palestra al galope de sus caballos entre los aplausos de la multitud, corrían hasta el centro del redondel y, deteniéndose, abatían la lanza en dirección al palco real.

El caballo marciano se parecía sólo remotamente al terrestre. Su cuerpo estaba acorazado con fuertes placas óseas como los rinocerontes de la Tierra y sobre la frente, también acorazada, surgía un robusto y afilado cuerno. Los caballos o unicornios marcianos, más ágiles e inteligentes que los terrestres, también combatían. Estaban adiestrados para clavar su cuerno en las junturas de las corazas de sus semejantes, y también para arrancar con un mordisco de su boca, armada con triple hilera de afilados dientes, el brazo e incluso la cabeza del primer hombre que tuviera a su alcance.

Uno tras otro, con rápido ritmo, los guerreros fueron apareciendo y formando en dos hileras, una a la derecha y otra a la izquierda del palco real y separados por 200 metros de distancia. Cada nueva aparición era saludada con gritos de entusiasmo de diversas procedencias, según dónde estuvieran acomodados los paisanos de los campeones, venidos a Damar en rápidos trenes subterráneos y por carretera, para animar a sus favoritos.

La mayor ovación fue dedicada al príncipe Uzen por ser éste el campeón local de más prestigio. Pero Allen observó que solamente los marcianos rojos aplaudían. La multitud negra, la más numerosa, permaneció encerrada en un silencio hosco.

—El pueblo negro de Damar aborrece a mi primo —explicó Darina—. La nobleza roja, en cambio, le tiene por favorito y le considera seguro vencedor.

—¿Y Dan? —preguntó Allen—. ¿Cuándo va a salir?

—El último —contestó la princesa.

—¿Por qué el último precisamente?

—Porque hasta ahora no he hecho pública la identidad de mi campeón. ¿Observa la nerviosa impaciencia del público negro y la desilusión del rojo? Todos creían que Uzen sería mi campeón. ¿Y no ve la agitación de mis ministros y de los reyes de los otros doce estados de Marte? ¿Ve cómo se mueven hacia aquí y gesticulan coléricos? Acaban de enterarse de que mi campeón es el extranjero. Si lo hubiera hecho público días atrás, los reyes y los gobiernos mancomunados de Marte hubieran votado apresuradamente una ley prohibiendo la participación de extranjeros en este torneo.

—¡Arrea! —exclamó Allen sin poderse contener—. ¿Y qué va a ocurrir ahora?

—Nada —aseguró Darina empuñando con fuerza su cetro cuajado de pedrería—. Según la ley, la justa no puede suspenderse ni se puede retirar a nadie una vez empezada. Si mis ministros tuvieran tiempo suspenderían el torneo con cualquier excusa y compondrían a toda prisa una ley prohibiendo a Dan ser mi campeón.

—¡Pero todavía no ha empezado! —exclamó Allen excitado.

—Empezará enseguida —aseguró Darina—. ¡Mire!

Los altavoces acababan de dar el nombre de Dan Castles, campeón de la princesa de Nubisar. Un silencio de estupor cayó sobre el gigantesco circo como un manto espeso que ahogara todo murmullo. Y en mitad de este silencio impresionante salió Dan Castles montado en un enorme unicornio, cuyas recamadas gualdrapas y arneses centelleaban al sol, galopando raudamente por entre las dos filas de engalanados caballeros hacia el centro del circo.

Llegado a mitad de la palestra, el brioso caballo se detuvo en seco plantado sobre sus patas y Dan hizo una reverencia con su empavesada lanza.

Darina se puso en pie como impulsada por un muelle, y cual si un millón y medio de marcianos negros estuvieran unidos a ella por una invisible conexión eléctrica, más de la mitad de la muchedumbre saltó en pie como un solo hombre y dejó escapar un rugido de entusiasmo que pareció desgarrar los oídos. Acto seguido brincó de sus asientos medio millón de marcianos rojos que hicieron estremecer el aire con un aterrador aullido de rabia y protesta.

Dan Castles y su caballo permanecieron como clavados en la roja arena de la palestra, mientras una gritería enorme, brutal, ensordecedora, le aplaudía o insultaba. Las profundas paredes del embudo que formaba el circo, con su frenético agitar de dos millones de almas, debió parecerle al ingeniero texano que se venían hacia él en apocalíptico alud.

En los palcos reservados a los reyes y gobernantes de los doce Estados de Marte restantes parecía reinar una confusión tremenda.

Darina, irguiendo su magnífico cuerpo, llamó con imperio al juez. El juez hizo una seña a los pífanos y se oyó el clamor de las notas metálicas entre la barahúnda de la multitud.

Dan Castles se colocó con su caballo en el centro de la fila de la derecha. El coro de protestas se hizo desgarrador. Los gritos de conformidad, más numerosos, ahogaron el rugido de los marcianos rojos. Allen Croy miraba pálido y nervioso hacia los ministros de Damar, que dialogaban entre sí con grandes aspavientos. De pronto, Moaya se destacó y empezó a subir los escalones que llevaban al trono de Darina.

—¡Cielos! —murmuró Allen—. ¡Moaya viene a suspender el torneo!

—¡Es tarde! —rugió Darina. Y levantando el brazo lanzó su cetro cuajado de joyas a la arena. Era la señal.

Los altavoces lanzaron el viril y precipitado toque de carga. Las dos filas de caballeros arrancaron al galope tendido y avanzaron una contra otra como dos ondulantes olas, en cuyas crestas flameaban los airones de plumas de vistosos colores y en su centro el relampagueo de las armas. El circo entero retembló bajo el fiero golpear de la caballería. Un clamor ensordecedor, arrancado de dos millones de gargantas, vibró en el aire.

Las olas de carne y acero se encontraron en mitad de las arenas con un choque espantoso. El ruido de las armas sonó como un formidable crujido, y las dos líneas, fundiéndose en una sola, quedaron desbaratadas en un segundo. Hombres, armas y caballos rodaron envueltos en una nube de polvo entre relinchos de dolor y gritos de agonía y de cólera.

* * *

Después de la primera carga, cuando se disipó en parte la nube de polvo, los asombrados marcianos pudieron ver al guerrero terrestre, semejante a un fabuloso titán, galopando con su feroz unicornio de un lado a otro. Su lanza se rompió al atravesar de parte a parte a un marciano, pero el terrestre empuñó entonces su formidable maza, con la que se abrió paso hendiendo cráneos entre media docena de guerreros rojos que, faltando a las reglas de la justa, le atacaron al mismo tiempo.

Un príncipe rojo, en flagrante delito, clavó su lanza en un ojo del caballo de Dan. Desmontado el terrestre todavía fue más difícil de alcanzar. Sus saltos prodigiosos a gran altura y distancia le llevaban por encima de las cabezas de sus enemigos. Estaba en todas partes a la vez, empuñando en una mano la maza y en la otra su larga espada. Maza y espada, como remos de una embarcación entre alborotado mar, abatían enemigos a diestra y siniestra.

Aunque en otras partes y formando parejas los combatientes rojos se mataban con furia diabólica, la atención general seguía todos los movimientos del terrestre, que era el núcleo de la batalla.

Los marcianos no le dejaban parar un instante. Apenas caía un noble rojo, otro se ponía frente al terrestre para sucumbir rápidamente y ser sustituido por otro.

El número de combatientes disminuía con rapidez. Por momentos eran menos los grupos de dos que se perseguían entre cadáveres de hombres y caballos, heridos que se arrastraban penosamente, unicornios desbocados y armaduras, escudos y armas esparcidos por todo el ruedo del circo. Tres favoritos empezaron a destacarse con nitidez: el terrestre, Doad, príncipe del Estado de Kelah, y Uzen, príncipe de Nubisar.

Uzen había rehuido un encuentro directo con Dan. Doad, príncipe de Kelah, era un gigantesco marciano rojo que luchaba con furia y nobleza. Hasta que el número de combatientes quedó reducido a cinco parejas, Doad y Dan no se encontraron frente a frente.

Doad se lanzó contra el terrestre y se trabó entre ellos la más larga y apasionante batalla de la jornada. Finalmente, la punta de la espada de Dan -que ya había perdido su maza- le atravesó la cintura. Doad quedó fuera de combate.

Dan Castles y el príncipe se encontraron solos frente a frente. Se acometieron con furia, chocando sus escudos. Vistos desde cierta distancia, saltando y girando entre los cadáveres de hombres y caballos que cubrían el campo, parecían dos cíclopes poseídos de furia destructora.

Los golpes de sus armas contra los escudos se oían perfectamente en todo el circo. El hacha del príncipe marciano buscaba siempre la esfera de vidrio que cubría la cabeza del terrestre.

Hasta ahora el cristal resistió valientemente todos los golpes recibidos, que no eran pocos. Pero Dan no confiaba demasiado en su escafandra. Empezó a considerar a su enemigo como muy peligroso. Dan estaba cansado y nervioso y decidió acabar cuanto antes.

Dando saltos retrocedió hasta la barrera del circo, justamente bajo el palco real. Cuando sus espaldas tocaron en el muro de piedra, Uzen debió considerarle arrinconado y muerto de fatiga y arremetió con vigor redoblado.

Esto era lo que deseaba Dan. Dando impulso a sus músculos terrestres saltó a cinco metros de altura por encima de Uzen, yendo a caer en flexión detrás. El príncipe chocó violentamente contra el tapiz que caía del palco real y se revolvió sorprendido para encontrarse con la espada de Dan, que le atravesó de parte a parte la garganta.

Un grito ronco de la multitud estremeció el aire. Dan levantó la cabeza y pudo ver a Darina, pálida y temblorosa, apretando con fuerza los brazos de su sillón. El coronel Allen Croy trataba de sonreírle y sólo conseguía hacer ridículas muecas. William le hacía señas para que recogiera el cetro de la princesa.

En mitad de un estrépito infernal, Dan recogió el cetro de la arena y, con él en una mano y la victoriosa espada en la otra, ascendió por la escalera alfombrada hasta el trono de Darina.

A derecha e izquierda se amontonaban los marcianos rojos gritándole cosas que no entendía. Rostros desencajados de rabia saltaban ante el suyo para lanzarle un insulto a la cara. La guardia personal de la princesa arremetía contra la multitud roja descargando golpes a diestra y siniestra con el plano de las hojas de sus espadas. Allen Croy, Burton Englert y Bernard Jones habían formado un círculo protector en torno a Darina con sus revólveres de factura norteamericana en la mano.

El público rojo, que ocupaba los bancos más inmediatos a la palestra, invadió el ruedo y avanzó aullando hacia el palco real. Más arriba, millón y medio de marcianos negros trataban de abrirse paso hacia el público rojo. Ni las sólidas barreras que separaban las dos clases ni la policía pudo contenerlos. Un alud de carne negra bajó rodando desde las alturas como si se desmoronaran las paredes de un embudo abierto en la arena.

Dan llegó junto a Darina y la tomó de una mano.

—¡Salgamos de aquí antes de que llegue la ola! —gritó.

En la espantosa gritería no pudo hacerse oír, pero los cortesanos y los ministros vieron venir el peligro de morir aplastados y se daban a la fuga apelotonándose en los túneles de salida.

Los cinco terrestres, llevando en medio a la princesa y rodeados de un grupo de hercúleos guardias reales, salieron presionados por la multitud. Al llegar al subterráneo donde estaban los coches de la comitiva real, el primer ministro Moaya saltó ante la princesa y gritó:

—¡No creas que te saldrás con la tuya, Darina! ¡Tu amante no será nunca soberano en Nubisar!

—¡Ha vencido en la justa! —gritó furiosa Darina.

—¡No importa! ¡Tus manejos lo han dispuesto así, pero la nación roja no aceptará jamás en su trono a un invasor extranjero!

—¡Apártese, Moaya! —gritó Dan dando un formidable empujón al primer ministro—. ¡Al coche, Darina!

Darina y los terrestres entraron en el coche. Apenas estaban dentro cuando el automóvil arrancó bruscamente y corrió haciendo sonar su sirena hacia la salida del túnel. Unos minutos más tarde volaba como una centella sobre la recta y ancha carretera de Damar seguido de los bólidos azules de la escolta.

* * *

De regreso en palacio, Dan y sus amigos volvieron a su alojamiento. Dan estaba muy cansado. Se desembarazó de su traje y se echó sobre un cómodo diván, donde pronto quedó dormido como un tronco.

Le pareció que acababa de cerrar los ojos cuando fue despertado por alguien que le zarandeaba bruscamente. Era Allen Croy.

—Vamos, levántese, Dan.

El ingeniero se incorporó sobresaltado viendo que las luces estaban encendidas y el satélite Phobos lucía pálido en el cielo.

—¿Tanto he dormido? —preguntó—. ¿Qué ocurre?

—No han dejado de ocurrir cosas mientras usted roncaba. Pero vamos a comer. Tal vez no tengamos ocasión de volver hacerlo nunca más.

Tomaron asiento en rededor de la mesa. Mientras comían, Dan supo que los disturbios en Damar, comenzados en el mismo circo después del torneo, habían proseguido con mayor violencia a todo lo largo de la tarde. El Gobierno había echado el ejército a las calles para obligar a los negros a recluirse en sus casas. Pero los negros taponaron las carreteras subterráneas y lanzaban una lluvia de muebles y demás objetos desde las alturas de los rascacielos a las amplias avenidas por donde avanzaban las tropas rojas.

Los reyes de los Estados de Marte, acudidos de todos los puntos del planeta para presenciar el torneo y asistir a las grandes fiestas de la coronación que solían seguirles, se reunieron apresuradamente y lanzaron un manifiesto repudiando al rey extranjero. La principal razón que alegaban era que, con un rey terrestre en Nubisar, los invasores hombres de la Tierra tendrían un camino abierto por donde entrar en Marte.

La población negra de Damar acogió el manifiesto con violentas protestas. El Gobierno declaró el estado de guerra, y los gobiernos de los restantes Estados hicieron saber que, si Dan Castles era nombrado rey, invadirían el territorio federal de Nubisar y lo fraccionarían en varios cantones que serían añadidos a los Estados vecinos.

—Lo peor de todo —acabó diciendo Allen—, es que con los ánimos soliviantados nos quedan pocas probabilidades de escapar. Si no lo intentamos esta noche misma, tal vez no podamos hacerlo mañana.

Dan no respondió. Pensaba en Darina. Si ellos iniciaban la fuga, ¿qué sería de la princesa?

En este momento hubo un apagón general de luces. Solamente la débil claridad de Phobos alumbró el comedor por los ventanales. Las luces de Damar también se apagaron. En todo cuanto alcanzaba la vista sobre el mar no se veía una sola luz.

—Alguien ha cortado la corriente desde la central generadora —dijo William Boddick—. Todo ha quedado paralizado en Damar.

Al cabo de un minuto se restableció la luz. Pero sólo en palacio. La ciudad-colmena, que normalmente irradiaba sobre el cielo rojo de Marte el resplandor de sus miles de focos, continuaba invisible tras el velo de la noche.

—Han puesto en marcha la centralilla generadora de palacio —explicó William Boddick.

Sonó el zumbador del televisor. En la pantalla apareció la imagen de la princesa Darina, quien anunció:

—Amigos míos, Moaya acaba de lanzar un golpe de estado proclamándose rey de Nubisar. La nobleza, y con ella el ejército, le apoyan. No tardarán en asaltar el palacio y debemos huir sin pérdida de tiempo. Reúnanse conmigo en el sótano, frente a la escalinata.

Los terrestres brincaron de sus sillas y se pusieron en febril actividad embutiéndose en sus corazas. Bernard Jones recogió apresuradamente sus apuntes y salieron del pabellón.

Dos minutos más tarde, los cinco terrestres estaban en el sótano. Frente a la escalinata estaba el jeep anfibio tal y como lo vieran por última vez. Había por allí unos cuantos soldados de la guardia que miraban con el ceño fruncido a los terrestres. Darina, vestida con una cota de malla verde que ceñía su esbelto cuerpo, botas altas y pistola al cinto, descendió la escalinata acompañada de Karin, el nuevo comandante de su guardia.

—¿Adónde vamos? —preguntó Dan a la princesa.

—¿Eso qué importa? Las tropas de Moaya no tardarán en ocupar el Arsenal. La guarnición me es leal en parte y está rechazando a los rebeldes. Si llegamos antes de que caiga podremos tomar una aeronave y huir. ¡Vamos!

Darina saltó dentro del jeep.

—¿Pero vamos a ir en nuestro coche? —preguntó Burton.

—Sí. Los rebeldes se han apoderado de la central de energía y nuestros carros eléctricos no pueden funcionar sin corriente.

Dan saltó al volante mientras Burton, Bernard, William y Karin lo hacían en los asientos posteriores. Allen quedó en pie agarrado a la ametralladora de 12 mm. El jeep se puso en marcha, y bajo la mirada siniestra de los soldados abandonó la plaza subterránea lanzándose por un túnel oscuro.

Dan encendió los faros y pisó el acelerador a fondo. El túnel era recto. Poco después, Dan echaba los frenos frente a un sólido muro de acero que les cerraba el paso. Un grupo de soldados provistos de linternas se acercó al jeep para inquirir la identidad de sus ocupantes. Karin habló con el oficial, quien enfocó el haz de su linterna sobre Darina. Luego dio una orden. Los soldados perdieron unos preciosos minutos izando a mano la sólida puerta.

Apenas quedó una abertura lo bastante grande para que pudieran pasar, Dan reanudó la marcha. El túnel ascendió en brusca pendiente y, casi sin darse cuenta, se vieron bajo el cielo de Marte, rodeados del estruendo de la batalla.

—Apague los focos —recomendó Karin—. Estamos en terreno batido por los proyectiles de los rebeldes.

Dan apagó los faros. Bajo la rojiza luz de Phobos pudieron ver a la derecha unos grandes y sólidos edificios y, a la izquierda, un largo muelle donde había amarradas de popa varias naves de negro y estilizado perfil.

—Sigamos adelante —dijo Darina—. Nuestra aeronave está un poco más allá.

El jeep rodó a poca velocidad por el muelle. Por momentos se hacía más intenso el rumor de la lucha sostenida por las fuerzas que guarnecían el arsenal contra los rebeldes. De vez en cuando, un fulgor amarillo subía por detrás de los edificios acompañado del fragor de una explosión. Los proyectiles cohetes pasaban aullando sobre sus cabezas dejando un rastro de fuego. Fueron a caer sobre las naves amarradas a los muelles con gran estrépito.

—¡Aprisa, Dan! ¡Aprisa! —gritaba Darina sobre el rugido de las explosiones.

Siguieron bordeando los muelles por unos minutos. De pronto, Allen Croy dejó escapar un grito:

—¡Alto, Dan! ¡Mire nuestro Tomahawk!

El ingeniero miró y vio en un malecón su cohete. Sin decir palabra dirigió el coche hacia él.

—¡Dan! —gritó Darina—. ¡No! ¡Eso no!

—Será cuestión de un instante —dijo Allen Croy—. Sólo unos minutos y luego iremos donde usted quiera.

Dan frenó violentamente junto al Tomahawk.

—¡Rápido, Burton! —gritó Allen—. ¡A la radio!

Todavía chirriaban los neumáticos cuando ya estaba Burton dando un salto formidable que le llevó junto al cohete. Bernard le siguió a toda velocidad. Darina gritó una orden en idioma marciano al tiempo que echaba mano a su pistolera. Dan se abalanzó sobre ella y la sujetó con fuerza.

Cuando Darina caía debatiéndose sobre el asiento sonó el bronco disparo de una pistola. Dan se volvió y vio a Karin caer de espaldas al suelo. Allen Croy con el humeante revólver de ordenanza en la mano, miró a Dan.

—Se lanzó sobre mí —dijo—. No tuve más remedio que matarle.

Darina dejó de ofrecer resistencia.

—Lo siento —dijo—. Debía impedir a toda costa que hablarais con la Tierra.

—Lo único que has conseguido es que muriera ese pobre «coppe» —contestó Dan—. Espera sin moverte de aquí.

Dan y Allen entraron en el Tomahawk. Lo primero que oyó fue la voz de Burton diciendo con ansiedad:

—¡Aquí cohete interplanetario Tomahawk hablando desde Marte! ¡Atención Nueva York! ¡Marte está habitado por hombres inteligentes...!

Mientras Burton hablaba precipitadamente continuaba escuchándose fuera el estruendo de las explosiones y el restallar de los fusiles eléctricos marcianos. Dan comprobó que nada había sido alterado en el Tomahawk. Faltaban algunas armas y se apreciaba el paso de los expertos marcianos examinando el cohete, pero sus instrumentos funcionaban y en el tanque quedaba combustible.

La princesa Darina irrumpió en la cabina.

—Es tarde para huir —aseguró excitada—. El bombardeo ha destruido las aeronaves, y las tropas de Moaya invaden la isla. Acaba de comunicármelo un oficial que se retiraba con sus soldados.

Allen Croy y Dan cruzaron una mirada.

—Queda combustible en los depósitos del Tomahawk —dijo Dan respondiendo a la muda pregunta del coronel—. Todavía podremos navegar algunos centenares de kilómetros.

—¡Pues manos a la obra! Metamos el jeep a bordo y salgamos de aquí antes de que sea tarde.

Mientras Dan se precipitaba hacia los mandos, Allen volvió al muelle, puso el jeep en marcha y lo llevó hacia el Tomahawk. La gran compuerta, abierta hacia afuera y apoyada en la riba, formaba una plataforma por la que entró rodando el automóvil. William cortó las amarras que unían al Tomahawk con el muelle y saltó a bordo.

—¡Listos, señor Castles! —gritó—. ¡Adelante!

Un chorro de llamas surgió por la popa del Tomahawk acompañadas de estridente silbido. El cohete interplanetario, como un gran pájaro con las alas rotas, empezó a deslizarse por el mar, cobrando velocidad y desapareciendo en la noche.

Las tropas de Moaya llegaron al muelle demasiado tarde para detenerlo. Los puestos de vigilancia de las riberas de los canales le vieron pasar a distancia con ayuda de sus aparatos detectores. Moaya tenía gran interés en capturar a la reina legítima de Nubisar y organizó a toda prisa la persecución.

Las aeronaves marcianas que salieron en busca del cohete terrestre no lo encontraron por ninguna parte; que el Tomahawk se esfumara sin dejar rastro era imposible según los técnicos marcianos que lo habían estudiado. Con el escaso combustible que quedaba en sus depósitos, el Tomahawk no pudo alejarse mucho. Su dictamen fue que habría explotado y estaría en el fondo de algún canal con todos sus tripulantes dentro.

Las aeronaves prosiguieron la búsqueda durante tres días. Finalmente, Moaya dio por seguro que Darina y sus compañeros habían perecido.

¿Pero habían muerto en realidad la princesa y sus aliados terrestres? ¡No!

Sabiendo que el Tomahawk no podía llevarles muy lejos, rellenaron de gasolina los depósitos del jeep, poniendo las latas sobrantes en los lugares más inverosímiles, metieron en el coche algunas provisiones y las armas y se prepararon para abandonar el cohete.

Cuando el Tomahawk consumió la última gota de «hidrazina» botaron el jeep al agua y navegaron hacia la costa. Una carga de dinamita envió al fondo del canal al Tomahawk. El jeep ganó la playa y se adentró en la árida estepa marciana. ¿Adónde iban? No lo sabían apenas. Ante ellos se abría la llanura como un inmenso interrogante. Confusas leyendas de criaturas extrañas que habitaban los campos de hielo, ciudades fantasmas abandonadas miles de años, misteriosas extensiones de Marte que antaño ocuparan los mares muertos del moribundo planeta se ofrecían ante ellos. La soledad, el abandono, la selvatiquez y la anarquía les abrían sus mortales brazos para absorberles y hundirles en la remota lejanía del silencio y el olvido.

Dando tumbos sobre el desigual suelo de la estepa, dejando tras sí una nubecilla de polvo rojo, el jeep construido en los Estados Unidos de América se adentraba en los vastos campos de hielo de Marte.

F I N

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