CAPÍTULO PRIMERO
Nada especial. Rutina. Pruebas diversas.
Todo en calma, todo funcionaba a la perfección,
la tranquilidad en todos los sentidos reinaba a bordo de la poderosa nave.
En sus puestos de control, los técnicos atendían
aburridamente los indicadores de los diversos aparatos de altísima precisión.
Todo estaba controlado, todo previsto. No podía suceder nada, absolutamente
nada, que llegara a sorprender al comandante Galitzin.
Mas de pronto sucedió.
En el sonar se recibió un tremendo crujido que
sobresaltó a todos los presentes en la sala de mandos. La pantalla del radar
emitió un pitido fortísimo, y por un instante pareció llenarse de miles de
puntos luminosos, que inmediatamente se juntaron, formando uno solo. El comandante
Galitzin se precipitó hacia allí.
—¿Qué ocurre? —exclamó—. ¿Qué ha sido eso?
El radarista y el sonarista lo miraron
desconcertados. Ni siquiera se molestaron en decir que no lo sabían, pues era
evidente que habían sido pillados tan de sorpresa como todos.
Ahora, en el sonar no se oía nada. Pero en el
radar se veía la mancha de lo que fuese.
Por fin, el radarista dijo:
—Algo ha caído al mar, comandante.
—¿Qué quiere decir que «ha caído»?
—Sea lo que sea no estaba ahí hace unos segundos.
—Bien, pero... ¿qué es?
—Lo ignoro, comandante. Se está hundiendo.
Galitzin miró al sonarista.
—¿Qué? —insistió—. ¿Qué señales emite?
—Ninguna señal, mi comandante. Es un cuerpo silencioso.
—Su longitud es de casi milla y media —dijo el
radarista.
Galitzin miró con cierta irritación al radarista.
—¿Quiere decir que su «tamaño» es de milla y media?
—Sí, mi comandante. Es algo de esa longitud, y
de un grosor de poco menos de un décimo de milla.
Galitzin se imaginó algo de aquel tamaño. La forma,
de acuerdo a sus proporciones, podía ser la de un navío, fuese sumergible o no.
Pero el tamaño era inaceptable. Tan inaceptable como el hecho de que hubiera
«caído» al mar, por encima de ellos y a cierta distancia. ¿De dónde había «caído»?
—Vamos a cambiar el rumbo para...
—Continúa hundiéndose, mi comandante —dijo el radarista..
—¿Sin emitir sonido alguno?
—Ninguno, mi comandante —dijo el sonarista.
—Sigue hundiéndose... —insistió el radarista—.
Se hunde muy rápidamente. Pronto escapará a nuestros controles.
—Es decir, que se va al fondo, simplemente —dijo
Galitzin.
—Así es, mi comandante. Lo estamos perdiendo.
Galitzin se quedó mirando la pantalla del radar.
La mancha se iba difuminando. Desapareció. Todo quedó de nuevo en calma, en
silencio.
—Debe haber sido un meteorito —sugirió el sonarista.
—Vamos a dar la vuelta —susurró Galitzin—.
Patrullaremos esa zona durante todo el tiempo que llevamos de adelanto sobre el
horario previsto.
Eran las tres de la madrugada y siete minutos. A las siete menos cuarto el comandante Galitzin ordenaría poner de nuevo rumbo al estrecho de Bering sin haber encontrado absolutamente nada.
CAPÍTULO II
A unas ochenta millas al este de Australia, ya
dejada atrás la gran barrera de arrecifes, el pequeño yate navegaba rumbo a la
isla de Norfolk. Un hombre pilotaba la embarcación, fumando y mirando las
estrellas, protegido en la cabina elevada.
Era una noche nítida, preciosa. No había luna,
de modo que se veían las estrellas con todo su brillo. Era como si estuvieran
allí, al alcance de la mano. Una noche romántica.
En el interior del yate, en uno de los
camarotes, el hombre y la mujer estaban haciendo el amor. Hasta el camarote
llegaba el apagado rumor de los motores, pero ellos no lo oían. La mujer era
rubia, delgada, de menudos pechos, tensos como si fuesen de caucho. El hombre
debía tener unos cincuenta años, es decir, casi treinta más que la mujer. La
había «alquilado» para aquel viaje de placer, y ciertamente estaba disfrutando
de su inversión. La muchacha era hermosa y complaciente, hasta el extremo de
que parecía que ella también estaba disfrutando de la situación.
Arriba, en la cabina de mandos, el hombre que
pilotaba el yate estaba de malhumor. Si no hubiera sido por aquella maldita
avería habrían llegado ya a la isla de Norfolk, habrían anclado el yate en
cualquier playa, y él también estaría disfrutando de su «adquisición», una
morena regordeta y con apenas dieciocho años que en aquel momento dormía sola
en otro camarote. En fin, mala suerte y a esperar llegar a Norfolk. Todo se arreglaría.
De pronto, el piloto del yate tuvo la sensación
de que del cielo se desprendía una de las más grandes estrellas. Fue una visión
repentina, que lo dejó atónito. La estrella descendió, pasó a una distancia del
yate que no pudo determinar, y como si hubiese rebotado en el mar regresó hacia
el cielo a una velocidad sencillamente increíble. Era como si nunca hubiese
estado allí, al alcance de la vista. Como si hubiera sido un sueño.
Sin embargo, no debía haber sido un sueño,
porque una cosa grande, enorme, muy larga, se había desprendido de la estrella,
y ahora caía hacia el mar, reflejando todas las estrellas del cielo. Llegó al
agua, y su impacto fue tan fuerte que el piloto del yate lo oyó. Luego,
aterrado, vio la espuma de la gigantesca ola que se formó en el punto donde
había caído aquella cosa enorme, y que se extendía ahora a su alrededor,
acercándose al yate como una gran montaña rutilante y rugiente.
El piloto sacudió la cabeza, lanzó una
exclamación, y viró inmediatamente, con tal brusquedad que, debajo de él, el
hombre y la muchacha que estaban haciendo el amor estuvieron a punto de salir
disparados del lecho. Ni se acordaba el piloto en aquel momento de esos
detalles. Simplemente, veía acercarse la enorme ola que había nacido como formando
el cono de un volcán, y estaba dando toda la velocidad a los motores del yate,
para alejarse de aquella monstruosidad de agua que se le venía encima.
No lo consiguió del todo, pero cuando la ola
alcanzó al yate ya su fuerza iba disminuyendo, así como su tamaño, la elevación
de su cresta. El yate fue alzado y colocado en la cresta como si fuese una
nuez, cayó en el seno de la ola, pareció que iba a hundirse, y luego quedó
bandeando fuertemente, con el piloto agarrado a la rueda del timón, sin
aliento, desorbitados los ojos.
Dentro del yate, el hombre y la mujer habían
sido finalmente arrancados del lecho, así como la morena regordeta que dormía
sola en otro camarote, a la espera del momento de prestar sus servicios;
Guando los tres, prácticamente desnudos, salieron a cubierta pálidos de espanto, las aguas se estaban calmando, la ola se alejaba, y el piloto, ya un poco más sereno, estaba pensando en navegar hacia el punto donde había caído aquella cosa gigantesca que se había desprendido de una estrella...
CAPÍTULO III
En la terraza de su apartamento en una avenida
de la ciudad brasileña de Santos, el astrónomo aficionado estaba mirando las
estrellas cuando vio caer una de ellas. De momento pensó que era una de tantas
estrellas que cruzan el firmamento y se desvanecen de pronto. Estrellas que ya
murieron quién sabe cuántos años antes, y de la, que ahora le llegaba la última
luz de su agonía.
Pero no, no era una de esas estrellas, pues caía
hacia el Atlántico y no perdía su brillo. El astrónomo aficionado no podía creer
lo que estaba viendo. No podía creer lo qué vio: una estrella que había descendido
casi hasta el mar, y que luego pareció rebotar en éste, y, en menos de un segundo,
se perdió de nuevo en la oscuridad del firmamento.
Tan estupefacto se hallaba el brasileño que no tuvo tiempo de reaccionar intentando seguir la trayectoria de aquella estrella.
MAYO, 1932
CAPÍTULO PRIMERO
La señora Marsh estaba embarazada de ocho meses,
y su médico, el joven y simpático doctor Carson, le había hecho comprender la
conveniencia de tomarse con calma el último mes de gestación. Nada de ayudar a
su marido en la granja, ni de realizar ninguna tarea pesada.
Edgar Marsh, su marido, era hombre rudo e
infatigable, así que no comprendía muy bien a las personas que no trabajaban.
Sin embargo, amaba mucho a su esposa, de modo que no tuvo inconveniente alguno
en prescindir de su ayuda durante una temporada. A fin de cuentas, por rudo que
fuese el señor Marsh, estaba más que convencido de que su esposa valía más que
cualquier otra cosa de su vida. Rudo, sí, pero consecuente y razonable.
Además, realmente, Evelyn era tan bonita que
muchas veces, viéndola trabajar con él en la granja sin una sola queja, Edgar
había sentido remordimientos. ¡Y tan joven...! Él tenía treinta y cinco años, y
ella sería madre antes de cumplir los veinte. Cada noche, antes de dormirse abrazada
a su joven y bella esposa, Edgar Marsh tenía un último pensamiento: era un
hombre de suerte. Y puestas así las cosas, lo demás no tenía demasiada importancia.
Una de las cosas que sí podía hacer Evelyn Marsh
era Cuidar el pequeño jardín que ella misma había creado a un lado de la casa.
Bien estaba obtener frutos prácticos de la tierra, pero también era muy
agradable disponer de aquel pequeño jardín que era el orgullo de Evelyn, y que
no requería esfuerzos para su cuidado. Hacía poco que había florecido todo él,
y su simple visión era una alegría. Además, es bien sabido que no sólo de pan
vive el hombre...
Aquella tarde, ya cerca del anochecer, Evelyn
estaba paseando por su pequeño jardín, a la espera de Edgar, que como siempre
llegaría hambriento. La tranquilidad era absoluta. Nunca pasaba nada allí, en
aquel pueblecito llamado Edén del estado norteamericano de Minnesota. Cerca de
la casa discurría un arroyo, ahora mansurrón y transparente. Pero tan sólo
pocas semanas antes Evelyn lo había oído deslizarse rumoroso en el silencio de
las noches, cuando llevaba más agua. Todo el conjunto que rodeaba la vida de
Evelyn Marsh era dulce y apacible, y se consideraba una mujer feliz en todos
los aspectos.
Y pronto, un hijo.
¿Qué más podía pedir?
Así pues, aquella tarde, mientras paseaba entre
sus flores, Evelyn canturreaba, con una dulce sonrisa en los labios. Estaba
sola, pero no temía nada. Nunca pasaba nada en Edén ni alrededores. Nunca.
Pero nada dura eternamente.
Tarde o temprano, ocurre algo, la monotonía se
rompe, para bien o para mal.
La monotonía de la vida de Evelyn Marsh se
rompió aquel anochecer. Llevaba unos veinte minutos paseando por su jardincito,
ya un poco preocupada por la tardanza de Edgar, cuando, de pronto, supo que no
estaba sola. Se quedó quieta, sorprendida y al principio un poco asustada.
No había visto ni oído llegar a nadie, y, sin embargo,
de pronto, había sentido que no estaba sola.
Cuando se volvió hacia el camino estaba convencida
de que todo eran imaginaciones suyas, una de esas cosas que ocurren de cuando
en cuando, simples impresiones que luego resultan ser falsas:
Pero en esta ocasión su sensación de no estar
sola estaba justificada. Allí, en el camino, había dos hombres que la estaban
mirando. Por un brevísimo instante, Evelyn tuvo miedo, pero éste desapareció
pronto para dejar paso a la sorpresa, a la admiración.
Los dos hombres eran muy altos, esbeltos,
hermosos. Y lo más extraño de todo: sus cabellos eran blancos. No blancos de
vejez, pues ambos se veían muy jóvenes, sino de color blanco. No canosos, sino
blancos. Vestían con descuido unas viejas ropas que, indudablemente, no eran de
su talla, y habrían parecido vagabundos de no ser por su apostura, su rostro de
facciones hermosas e inteligentes.
Desde donde estaba, entre las flores, Evelyn vio
el resplandor de sus ojos muy claros fijos en ella. ¡Vaya si eran altos...!
Debían medir no menos de metro noventa. Sus hombros eran muy anchos, y sus
caderas esbeltas. Resultaban tan sumamente agradables que el sobresalto de
Evelyn duró apenas un segundo.
Inmediatamente, sonrió. Y unos veinte pasos más
allá, los dos hombres sonrieron a la vez, y se acercaron, caminando de un modo
elegante y firme, seguro. No era el modo de caminar de los granjeros de la
región, ni por asomo. ¡Qué extraordinarios cabellos blancos tenían...!
Los dos hombres se detuvieron a media docena de
pasos de Evelyn, en el límite del jardincillo, miraron las flores, y luego de
nuevo a Evelyn, que sonrió y saludó:
—Buenas tardes... ¿Buscan a alguien?
Una sonrisa amable, indulgente, apareció en el
rostro de uno y otro desconocido. Eso fue todo. Los dos volvieron a mirar las
flores, y otra vez a Evelyn.
—Soy la señora Marsh... —dijo ella—. ¿Buscan a
mi marido, tal vez?
La sonrisa indulgente persistía en los rostros
de los dos hombres. Uno de ellos se acercó más, y se quedó mirando las flores
del arbusto más cercano. Luego se inclinó, y las olió. El otro se acercó
también, y a su vez olió las flores.
Evelyn volvió a sonreír.
—Es mi pequeño jardín particular. Algunos
piensan que es una tontería dedicar tiempo a las flores en una granja, pero me
gustan tanto... Ustedes no son de por aquí, ¿verdad?
Los dos hombres la miraron, siempre con aquella
expresión indulgente, casi cariñosa. Evelyn Marsh no sentía en aquel momento
ningún temor. Por supuesto que sabía que los dos hombres eran forasteros, pero
sabía que no debía esperar nada malo de ellos. Lo sabía.
Sonrió de nuevo cuando uno de los desconocidos
pasó delicadamente un dedo por los pétalos de una flor. Parecía sorprendido. A
Evelyn le hizo gracia la idea de que aquellos hombres jamás habían visto antes
una flor. Claro que era imposible, pero así lo pensó. El otro hombre puso una
mano bajo otra flor, y pareció acunarla, recogerla, acariciarla. Los dos tenían
las manos grandes y hermosas, blancas, finas. Evelyn se estaba dando perfecta
cuenta de que no eran hombres corrientes.
—¿Quieren una rosa cada uno? —ofreció.
De nuevo la miraron los dos. Evelyn mostró sus
tijeras de jardín, y las acercó al rosal. Pero ni siquiera llegó a iniciar el
gesto de cortar una rosa, porque uno de los nombres, rápidamente, la sujetó por
una muñeca, y apartó la mano. Evelyn lo miró un poco sobresaltada, y en seguida
desconcertada.
—Sólo quería obsequiarles unas flores —musitó.
El hombre movió negativamente la cabeza, sin soltarle
la mano. Estaba un poco pálido, y lo mismo el otro. La miraban ahora como
desconcertados, como si ella acabase de defraudarles, en cierto modo.
Ella miró la hermosa mano que sujetaba su
muñeca, parpadeó, miró de nuevo al hombre, y éste la soltó. ¡Qué extraños eran!
¿Y de dónde habían salido, tan de pronto? Evelyn tenía buen oído, y debía
haberlos oído llegar. Sin embargo, los había presentido de pronto, sin más, sin
haber oído nada antes... ¡Qué extraño era todo! ¿Por qué no hablaban, por qué
no decían algo? Tal vez eran extranjeros... Ciertamente, lo parecían. Evelyn
nunca había visto hombres como aquéllos, con los cabellos blancos y aquellos
ojos tan claros, entre gris y azul.
—¿Quizá se han perdido ustedes? —murmuró—. Están
cerca de Edén... El pueblo está a media milla escasa. Si se hallan en
dificultades mi marido puede llevarles allá con la camioneta. No tardará en
llegar.
Los dos hombres la miraban con suma atención
cada vez que hablaba. De nuevo recuperaron su sonrisa indulgente. Uno de ellos
se arrodilló en el suelo, y con dos dedos escarbó suavemente la tierra alrededor
del rosal. Luego cogió un puñado de tierra, se incorporó, y la mostró a su
compañero. ¿Quizá eran mudos los dos?
—La abono yo personalmente —dijo Evelyn—. Cuido
mucho mi jardín, sobre todo desde que no puedo hacer otra cosa. Es por mi
embarazo.
Una vez más la miraron los dos. El que no había
cogido tierra puso una mano sobre el abultado vientre de Evelyn, que enrojeció,
y dio un paso más atrás. El hombre la miró sorprendido. El otro se guardó el puñado
de tierra en un bolsillo de la vieja chaqueta que le venía pequeña.
De pronto, los dos miraron a la vez hacia el
camino. Evelyn no había oído nada, pero en seguida vio a lo lejos la polvareda.
Muchas veces, aquélla era la señal de que Edgar regresaba a casa con la
camioneta. Se dijo que ellos no podían haberla visto, puesto que estaban de
espaldas. Y le pareció sencillamente imposible que la hubieran oído.
—Es mi marido —dijo—. Ya les dije que no
tardaría. Si quieren puede llevarlos al pueblo con la camioneta.
Los dos hombres se volvieron a mirar
abiertamente hacia el camino. La camioneta apareció pronto, dejando tras ella
una nube de polvo que parecía oscuro en el crepúsculo.
Poco después, la camioneta se detenía a unos
veinte metros de ellos. Sentado ante el volante, Edgar Marsh apagó el motor, y
se quedó mirando atentamente a los dos extraños hombres que estaban con su
esposa. La expresión de Evelyn era tranquila, no parecía que temiera nada, pero
Edgar deslizó la mano derecha hacia el asiento contiguo, donde llevaba por
costumbre la escopeta de caza.
—¡Edgar! —llamó Evelyn.
No, no parecía asustada en absoluto. Sin
embargo, cuando se apeó de la camioneta, Edgar Marsh lo hizo sosteniendo la
escopeta con la mano derecha. Se acercó lentamente al pequeño grupo, mientras
Evelyn acudía a su encuentro. Ella quiso besarle, pero Edgar la apartó suavemente.
—Entra en la casa —susurró.
—Oh, no seas tonto, no debemos temer nada... Son
buena gente.
—¿Quiénes son?
—No lo sé, pero no tienen malas intenciones.
Creo que se han perdido. Les he dicho que podrías llevarlos a Edén con la camioneta.
—Ya veremos. Entra en la casa, por favor.
—Como quieras —Evelyn se volvió hacia los desconocidos—:
Adiós. Mi marido les ayudará en lo que pueda.
Ninguno de los dos contestó. Evelyn se dirigió
hacia la casa. Edgar la estuvo mirando de reojo. Se tranquilizó cuando la vio
entrar y la puerta se cerró tras ella. Miró a los extraños sujetos.
—¿Tienen algún problema? —preguntó—. ¿Puedo ayudarles
en algo?
Los dos hombres estuvieron inmóviles unos segundos,
observándole. De pronto, echaron a andar, pasaron cerca de Edgar Marsh, y
continuaron camino adelante, alejándose. No poco sorprendido, Edgar Marsh se
volvió a mirarlos. Caminaban sin prisa, tranquilos. Se estaban comportando como
si él, simplemente, no estuviera allí..., y armado con una escopeta. Estuvo
casi dos minutos inmóvil, mirándoles alejarse. Luego, fue a la casa.
Cuando entró en ésta, Evelyn estaba ante una de
las ventanas, mirando a los dos hombres que se alejaban.
—¿Qué querían? —preguntó Edgar.
—No lo sé. No han dicho ni una palabra. ¿Te han
dicho algo a ti?
—No... —Edgar colgó la escopeta, y se acercó a
su esposa; la abrazó sonriente—. ¿Cómo te encuentras? ¿Todo va bien?
—Claro que sí. Qué hombres tan extraños, ¿verdad?
Edgar encogió los hombros.
—Extraños o no, han visto mi escopeta, y quizá
no les ha gustado.
—No creo que tuviesen malas intenciones.
—Pues tanto mejor para todos. ¡Tengo un hambre
de lobo!
—¡Ya lo suponía! —rió Evelyn.
Se acostaron un poco más tarde que de costumbre
aquella noche, pues Evelyn alargó la velada hablando de los dos extraños desconocidos.
Incluso eran más de las diez cuando finalmente se fueron a la cama. Edgar
Marsh, pese al cansancio del día, pensó que de buena gana habría hecho el amor
con su esposa, pero aquel maldito jovenzuelo recién llegado a Edén lo había
dicho bien claro una semana antes: nada de relaciones sexuales hasta que
hubiera nacido el bebé. Luego ya le diría él cuándo podían reanudarlas.
Edgar Marsh fue el primero en dormirse. Y le
pareció que apenas había cerrado los ojos cuando oyó la voz de Evelyn:
—Edgar... Edgar.
Abrió los ojos. A su derecha, Evelyn estaba
incorporada en la cama sobre el codo izquierdo. Edgar vio el brillo de sus ojos
al resplandor de la luz estelar que había en la ventana. Sentía en la cabeza el
zumbido del sueño profundo interrumpido, pero se despejó rápidamente.
—¿Qué pasa? —se alarmó—. ¿Te encuentras mal?
—Han vuelto... —susurró Evelyn—. Creo que han
vuelto. He oído algo afuera.
Edgar Marsh tardó todavía tres segundos en
comprender. Se sentó de un salto.
—¿Los dos hombres? ¿Los has visto?
—No, sólo he oído algo... Pero sé que son ellos.
Han vuelto.
Edgar salió de la cama rápidamente, ordenando:
—No te muevas de aquí. ¡Pase lo que pase, no
salgas de la casa!
Salió a toda prisa del dormitorio. En el
vestíbulo, que era a la vez comedor y cocina, descolgó la escopeta, y se acercó
a una ventana. Desde allí, miró al exterior. En seguida vio las dos sombras en
el jardín de Evelyn. Estaban inclinadas. La luz de las estrellas se reflejaba
de un modo extraordinario en sus cabellos blancos.
¿Qué demonios estaban haciendo aquellos tipos en
el jardín de Evelyn?
—Malditos sean —masculló.
Estaba seguro de que no llevaban armas. Así que,
armado con la suya, Edgar salió de la casa, y dio un par de pasos en el porche.
Ahora podía ver mejor a los dos sujetos, que, de pronto, se irguieron y se
volvieron hacia él, en silencio. Eran estremecedoramente silenciosos.
—¡Eh! —Gritó Edgar—. ¿Qué demonios están haciendo?
Los dos hombres seguían silenciosos, y ahora
inmóviles. Edgar Marsh frunció el ceño, bajó del porche, y comenzó a caminar
hacia ellos, preparada la escopeta para disparar en cualquier momento.
—¿Qué hacen aquí? —gruñó, deteniéndose a unos
quince pasos de los silenciosos desconocidos—. ¡He podido dispararles! Y lo voy
a hacer si no me dan pronto una explicación... ¿Qué tienen en las manos?
Silencio absoluto.
Edgar se acercó unos cuantos pasos más. Por
supuesto que la iluminación era precaria, pero veía muy bien a los dos sujetos.
Y hasta pudo ver lo que tenían en las manos. Uno de ellos tenía una bolsa llena
de tierra, y el otro un rosal... Un rosal. ¡Habían arrancado un rosal de
Evelyn!. Edgar se sentía furioso y desconcertado. ¿Habían venido de noche para
robar un rosal?
—Maldita sea su estampa —gruñó—. ¿Qué están tramando?
¡Vuelvan a colocar ese rosal en su sitio o van a saber cómo las gasto! Y luego
vamos a ir a Edén para...
Uno de los hombres, el que sostenía la bolsa
llena de tierra, se movió. Edgar Marsh respingó, se echó la escopeta al hombro,
y disparó. El disparo retumbó fuertemente en el silencio de la noche, y
apareció la humareda de la combustión de la pólvora.
A través de esa humareda, Edgar Marsh vio algo
que lo dejó paralizado de asombro, de incredulidad pura y simple: mientras el
hombre contra el que había disparado soltaba la bolsa de tierra y comenzaba a
caer hacia delante, el otro desapareció.
Simplemente, desapareció.
Se esfumó.
El otro cayó al suelo con blando sonido. En la
casa se oyó el grito de Evelyn.
Y este grito hizo reaccionar a Edgar Marsh:
—¡No salgas! —gritó—. ¡Evelyn, quédate ahí dentro!
Todavía con ojos desorbitados, miraba alrededor,
en busca del otro sujeto, el que había desaparecido. Pero no había ni rastro de
él. Es decir, sí había rastro: quedaba en el suelo el rosal arrancado. Y eso
era todo.
—Pero... ¡no puede ser! —jadeó Edgar—. ¡Estaba
aquí!
Se sentía despavorido. Aquel sujeto podía aparecer
en cualquier momento Dios sabe de qué extraño escondrijo, y atacarle... Pero
nada de eso sucedió. Por más que miraba a su alrededor, tenso el dedo sobre el
otro gatillo de la escopeta, Edgar no veía al otro hombre. Había huido. Como
fuese, había huido, eso era todo.
Todavía alerta, desconfiado, Edgar se acercó al
que había abatido con tan certero disparo. Yacía de bruces, inmóvil, con las
palmas de las manos tocando la tierra, a la altura de la cabeza blanca y
hermosa. Con la esperanza de que no estuviese muerto, Edgar Marsh se inclinó, y
le dio cuidadosamente la vuelta, dejándolo boca arriba, mientras comprendía que
no había nada que hacer. El hombre estaba, muerto.
Edgar se irguió, pasándose una mano por la boca.
—Dios... —gimió—. ¡Dios, lo he matado!
De pronto, sucedió algo que lo dejó paralizado
de espanto: del cadáver que yacía ante sus pies se desprendió una mancha
luminosa, de la forma y tamaño aproximado de un balón de rugby, de un bello
color entre rosa y violeta, y quedó flotando sobre el cuerpo del desconocido. A
su alrededor se expandía su luz rosaviolácea, con suave tonalidad, pero
intensa. Edgar Marsh no podía moverse. Sí, era como un balón de rugby de bella
fosforescencia, algo increíble.
Estuvo unos segundos flotando sobre el cadáver,
y luego, despacio, se dirigió, siempre flotando suavemente, hacia la casa. Un
escalofrío estremeció de pies a cabeza a Edgar Marsh, haciéndole reaccionar. Se
echó de nuevo la escopeta al hombro, apuntó a aquella mancha luminosa, y
disparó.
Estaba seguro de haber apuntado bien. Era un excelente
tirador. Pero todo lo que sucedió fue que en la casa crujieron algunos
cristales, mientras la mancha luminosa seguía desplazándose hacia ella,
flotando con una suavidad jamás imaginada. Nunca en su vida había visto Edgar
Marsh nada igual.
La mancha luminosa llegó a la casa, y,
simplemente, atravesó la pared. Edgar lanzó una exclamación de espanto, y echó
a correr hacia la casa. Cuando entró en ésta, todavía pudo ver el resplandor
cerca del dormitorio matrimonial.
—¡Evelyn! —aulló—. ¡Evelyn, ten cuidado...!
Corrió hacia el dormitorio, mientras empuñaba la
escopeta por los calientes cañones, sin hacer caso a la leve quemadura. Si los
tiros no habían sido suficientes estaba dispuesto a utilizar la escopeta como
maza... ¡Como fuese, pero aquella cosa no podría lastimar a Evelyn!
Entró en el dormitorio cómo una tromba, con la
escopeta en alto, dispuesto a golpear cualquier cosa que brillase o se moviese.
Pero no vio nada. Ni siquiera aquel resplandor rosavioláceo. Nada, excepto a
Evelyn, sentada en la cama, mirándole.
—¿Lo has visto? —exclamó Edgar—. ¿Has visto esa
cosa?
—¿A qué te refieres? —preguntó Evelyn, muy tranquila.
—¡A esa cosa de luz que ha entrado aquí!
—Yo no he visto nada, Edgar.
—¡Ha entrado aquí, has tenido que verla!
—No he visto nada.
Edgar Marsh dejó la escopeta sobre el viejo
sillón, y encendió el quinqué. Pudo ver entonces mejor a Evelyn, todavía
sentada en la cama. Ella le miraba cariñosamente, muy tranquila. Tan tranquila
que Edgar no podía comprenderlo. Respiró hondo.
—¿Estás bien? —preguntó.
—Claro que sí, querido. ¡No debes preocuparte
tanto por mí!
—¿No has visto nada entrando aquí?
—Oh, Edgar, ya te he dicho que no.
Edgar se sentó en el borde de la cama, y se
quedó mirando a su joven esposa. ¡Qué hermosa era! El camisón se había abierto,
y veía casi completamente sus pechos, hinchados por el embarazo, pero magníficos.
Incluso veía uno de los pezones, grande y rotundo, de un color rosado oscuro.
En cierto modo, el pezón tenía un color parecido al de los rojos cabellos de
Evelyn. Y casi como el de las graciosas pecas que adornaban su rostro. ¡Dios,
qué hermosa era...!
Y ahora la iba a perder. La iba a perder, porque
tendría que decir que había matado a un hombre. Seguramente, el otro, el que
había huido, le denunciaría. Algo haría. Y como fuese, él había matado a un hombre.
Claro que había sido para defender su casa, y que aquellos sujetos estaban robando...
¿Qué le estaban robando?, le preguntarían a Edgar. Un rosal, tendría que decir.
¿Y por un rosal mató usted a un hombre?
Miró de pronto a Evelyn, que le contemplaba
cariñosamente.
—Evelyn, he matado a un hombre —gimió—. ¡Y sólo
estaba robando un rosal! Me meterán en la cárcel, me separarán de ti...
—No harán semejante cosa —dijo ella.
—¿No lo entiendes? ¡Lo he matado! Y esa... esa
cosa... ¡Una luz de color rosa salió de su cuerpo y entró en la casa! ¡Has
tenido que verla! ¡Entró en este dormitorio!
—Edgar, ¿qué es lo quieres? ¿Asustarme?
—Dios mío... ¡no! ¡Claro que no! Pero he mat...
La luz de las estrellas pareció intensificarse
de pronto en la ventana. Tanto, que incluso prevaleció sobre la luz del
quinqué. Edgar y Evelyn miraron vivamente hacia la ventana, donde parecía que
se hubiera encendido una luz grisazulada. Edgar lanzó una exclamación, y corrió
hacia allí. Al mirar al exterior todavía le pareció ver como una raya de luz
que se dirigía hacia el cielo, y que desapareció en seguida.
Parpadeó. Debía tratarse de alguna estrella o de
cualquier fenómeno desconocido para él. En el cielo pasaban cosas muy raras...
Se volvió de pronto hacia Evelyn, que también
estaba mirando hacia la ventana.
—¿Has visto ese resplandor? —preguntó Edgar.
—Claro. ¡Ve a saber lo que ha sido! Edgar, tengo
sueño.
Él se quedó mirándola incrédulamente. Luego se
acercó al lecho, tendió a Evelyn, y la tapó.
—Duerme —murmuró—. Yo vuelvo en seguida.
Salió de la casa segundos después. La iba a perder.
¡Iba a perder a Evelyn! ¡Oh, Dios, seguramente ni siquiera vería nacer a su
hijo, estaría en la cárcel cuando naciera! Pensó en enterrar el cadáver y olvidarse
de él. Quizá el otro sujeto no dijera nada. ¡Los dos eran tan faros...! Sí, podía
enterrar el cadáver y esperar los acontecimientos. Siempre estaría a tiempo de
ir a la cárcel. Si venían a buscarlo, pues mala suerte..., pero si no, ¿por qué
perder su felicidad por un desconocido?
Todo esto lo pensó Edgar Marsh, pero sabiendo
perfectamente que él no haría semejante cosa. Era demasiado honrado para eso.
Sabía lo que haría: colocaría el cadáver en un lugar protegido del posible
merodeo de alimañas, y lo primero que haría al día siguiente sería ir a. Edén a
explicar lo ocurrido.
Sí, sabía que haría eso.
Sólo que, cuando llegó al lugar donde había
caído el desconocido, no vio su cadáver. ¿Tal vez sólo lo había herido y...?
No. No tenía por qué engañarse a sí mismo. Sabía que aquel hombre estaba muerto,
de modo que su cadáver tenía que estar allí.
Pero no estaba.
Invirtió casi diez minutos en convencerse de
esto. Y en esos diez minutos se fue dando, a sí mismo una explicación que le
convenció: el otro no se había ido muy lejos, y cuando él entró en la casa
volvió a recoger el cadáver de su compañero. Tal vez fuesen un par de
fugitivos, y el que había salido con vida no quisiera que su compañero fuese
encontrado, pues sería tanto como tomarle la pista él, si sabían que iban
juntos... Y si eran dos fugitivos, el que había escapado no diría nada. Nada.
Todavía, antes de entrar en la casa, Edgar Marsh
estuvo mirando el lugar exacto donde había caído muerto el desconocido. Se puso
de rodillas en el suelo, y le pareció ver como un contorno de figura humana en
la tierra, como una señal un poco más oscura en la tierra. Tocó ésta con un
dedo, y le pareció que estaba caliente. Por un instante, pensó que acababa de
tocar cenizas recientes, pero le pareció absurdo.
Cuando, finalmente, regresó a la casa, y entró
en el dormitorio, la dulce Evelyn dormía apaciblemente, con una deliciosa
sonrisa en los labios.
Bueno, al menos ella estaba bien, no le había
ocurrido nada.
Y eso valía por todo.
Edgar Marsh se inclinó hacia su esposa, y besó
los entreabiertos labios. Ya no tendría que separarse de ella. No había
cadáver, no había caso. De modo que no diría nada a nadie.
Poco después, tras apagar la luz, se metía en la
cama y abrazaba suavemente a Evelyn, que suspiró.
Sí, gracias a Dios a Evelyn no le había ocurrido nada...
* * *
A más de tres millones de millas de allí, en la
oscuridad del firmamento, la gigantesca nave espacial se desplazaba silenciosamente.
Podía parecer que no se movía en la inmensidad del espacio, pero su velocidad
era cercana a la de la luz.
Su ruta la llevaba directa hacia las más lejanas
estrellas, por entre las cuales pasaría siempre en dirección a la galaxia de
Axalia, en la cual se hallaba el gran planeta Makono. El viaje duraría un tak,
es decir, 22,019 años terrestres. Casi un cuarto de siglo. Pero en el
gigantesco planeta Makono de la galaxia Axalia el tiempo tenía otras
dimensiones que en la Tierra.
O mejor dicho: la Vida tenía otras dimensiones.
* * *
«Tu hermano Vitanio está a punto de llegar»,
informó telepáticamente Okelio, el Gran Servidor de Makono, a su hija Akolia.
Esta se volvió hacia Okelio, y sonrió dulcemente.
«En ese caso, también regresa Andio, padre. Y
ahora sí, ambos tenemos edad para unirnos.»
Okelio titubeó mentalmente, y su hija lo captó.
Captó que Okelio había cerrado su mente a un pensamiento, y eso le hizo
comprender que las cosas no discurrían por los cauces deseados. El titubeo de
Okelio estaba justificado: Akolia era demasiado joven para sufrir; solamente
tenía seis tak, todavía se la podía considerar en la adolescencia. Sin embargo,
Okelio tuvo que admitir que todo su cuerpo y sus sentimientos estaban ya
suficientemente desarrollados para el amor y la verdad.
De modo que, finalmente, Okelio abrió la barrera
mental que impedía a su hija conocer la mala noticia:
«Andio no regresa, Akolia. Se quedó en un lugar
llamado Tierra.»
En el rostro de la bellísima Akolia apareció una
expresión de profunda tristeza.
«¿Significa eso que no lo veré nunca más, padre?»
«Temo que así será, hija mía. Pero no nos
precipitemos. Las comunicaciones de Vitanio indican que la Tierra es un planeta
muy especial que merece una definitiva atención por nuestra parte. De ser así, y
si las circunstancias lo permiten, tal vez puedas volver a ver a Andio.
«Pero él se quedó allí, en ese lugar.»
«Así es. Vitanio nos lo explicará todo cuando llegue.
De momento, sólo ha informado de que Andio tuvo que quedarse para protegerse.
Parece ser que las circunstancias le impedían regresar con Vitanio a la nave.»
«¿Por qué se quedó allí?»
«No se quedó él, sino su esencia.»
«Entonces es que murió.»
«Lo mataron. Mataron su cuerpo.»
Ahora fue el rostro de Okelio el que se ensombreció.
Sí, Akolia ya había dejado de ser una niña, había cosas que tenía que empezar a
aprender. Cosas que, finalmente, escaparían de su mente para que la de su hija
las captara.
«Matar significa quitar la vida.»
«¡Quitar la vida!», se horrorizó Akolia.
«Es algo que ocurre en muchos planetas de muchas
galaxias. Hay seres que les quitan la vida a otros.»
«¡Pero eso no puede ser, padre!»
«Sucede así. Salgamos a la terraza. La nave
pequeña de Vitanio estará aquí de un momento a otro. Se ha adelantado a la nave
madre cinco mok. Tu madre nos está esperando. Hace más de tres tak que no ve a
su hijo. Los padres de Andio ya saben que él no regresa, y han preferido recogerse
en su dolor. Los visitaremos más adelante.»
«Padre, si no amo a Andio no podré amar a nadie»
«Te equivocas, Akolia. La fuente del amor no se
seca nunca. Pero no adelantemos acontecimientos. Recibamos a tu hermano
Vitanio.»
Salieron de la construcción donde el Gran
Servidor de Makono tenía su residencia familiar. Era de día. Una luz azul
procedente de los dos soles se esparcía suavemente por la superficie esponjosa
de Makono, lisa e interminable, sin un solo accidente geográfico de ninguna
clase. Makono era como una enorme bola de caucho, y todo allí era igual. Ajeno
a Makono sólo había en este planeta los materiales diversos que eran traídos en
gigantescas naves desde otros planetas más fríos, deshabitados y como hundidos
en lo más profundo de Axalia. La terraza era del material de uno de los
planetas llamados duros, no comestibles, con los que también se fabricaban las
naves en las enormes factorías subterráneas.
En la superficie de Makono sólo estaba la vida.
Bajo la superficie, la ciencia y la creación. La ciencia permitía saber,
estudiar, estudiar siempre. La creación permitía la obtención de naves y todos
los demás elementos que formaban artificialmente parte de la vida en el
planeta. Alrededor de Makono no había nubes, ni gases, ni calor ni frío. Sólo
un transparente aire que después de muchísimo tiempo había acondicionado los
sistemas vitales de los makonianos para que se adaptaran automáticamente a cualquier
presión diferente a la de Makono. En los larguísimos y numerosísimos viajes de
exploración del universo que, desde tiempo inmemorial, efectuaban los makonianos,
jamás habían tenido dificultades de adaptación a cualquier atmósfera. Todo lo
más, algunos de ellos, los más evolucionados, habían sufrido extrañas
metamorfosis de adaptación que los convertían en seres excepcionales.
Nikia, la madre de Akolia y Vitanio, estaba en
efecto en la terraza, disfrutando de la azul luz del día la hermosa y dulce
Nikia, que tenía ya doce tak, pero que parecía una doncella, envuelta en su
blanca túnica. Tan blanca como sus hermosos cabellos largos casi hasta los
pies. Nikia se volvió para mirar a su hija, y expresó:
«Siento lo de Andio, hija mía.»
«Nunca lo olvidaré», aseguró Akolia.
Nikia y Okelio se miraron, cambiando una
sonrisa. No expresaron nada en contraposición a la afirmación telepática de su
hija. Ellos sabían más que ella de la vida, y sabían que el tiempo permite si
no olvidar, sí atenuar las penas.
«Vitanio está ya muy cerca —informó Okelio—: Ya
recibo su saludo»
«Madre —sintió en sí Nikia la expresión de su
todavía no visible hijo—, estoy llegando a casa.»
«Te estamos esperando, Vitanio, hijo.»
«Siento mucho tu tristeza, Akolia —sintió ésta
en sí la expresión de su hermano—, pero quizá pronto podamos volver a ver la
esencia de Andio. Estoy deseando verte: te siento muy hermosa. Ya eres una
mujer.»
«Estoy triste, Vitanio.»
«Yo también. He dejado a mi amigo amado en ese
lugar llamado Tierra, y eso me entristece, Pero tengo intenciones de volver a
por él.»
«¡Vitanio, me llevarás contigo entonces!»
«Escuchemos antes a Vitanio en todo su informe
—intervino la mente de Okelio—, porque si la Tierra es un lugar donde matan no
me parece prudente enviar más naves allí.»
«¡Pero si no volvemos, Andio tendrá que quedarse
allí para siempre!», se lamentó Akolia.
«No sufras más-se expresó Vitanio—: Estoy seguro
de que padre querrá enviar más naves a ese lugar cuando sepa todo cuanto nuestros
censores han recogido. Estoy llegando. ¿Han llegado las demás naves de la
última exploración, padre?»
«Tú eres el último, Vitanio.»
«Y portador de una triste noticia, lo siento»,
se lamentó Vitanio.
«Han llegado noticias más tristes que ésa. Has
de saber que ese lugar llamado Tierra no parece ser el peor de los que hemos
conocido en esta exploración.»
«Vitanio..., ¿cómo es la Tierra?», preguntó Akolia.
La respuesta telepática de Vitanio tardó
bastante en llegar a las mentes de sus padres y hermana. Y fue lacónica:
«Es un planeta hermoso.»
Nikia, que percibía sin intervenir, señaló de
pronto hacia el espació, donde apareció el pequeño objeto rutilante, que en
cuestión de segundos estuvo ante la gran explanada frente a la terraza. La nave
privada de Vitanio, hijo del Gran Servidor de Makono, se posó silenciosamente,
y al poco apareció Vitanio en lo alto de la rampa, recién abierta. Su
impaciencia por abrazar a su madre era tan grande que Vitanio no quiso caminar;
se inmaterializó en lo alto de la rampa, y un instante después se materializó
ante su madre, a la que abrazó fuertemente, haciendo luego lo mismo con su
padre y su hermana.
«Vitanio —expresó Nikia—, tus cabellos se han
oscurecido. Debes tener alguna enfermedad.»
«No, madre —sonrió Vitanio—. Es por el sol de la
Tierra. Todavía me duran sus efectos. Allí, el sol aclara los cabellos de los
terrestres, pero oscurecen los nuestros.»
«Es un cabello feo», —expresó Akolia.
«pues tendrías que ver los cabellos de los seres
de la Tierra. Los hay incluso de color negro y rojo.»
«¡Eso no puede ser, Vitanio!», rechazó Akolia.
Vitanio sonrió de nuevo, acariciando los
blanquísimos cabellos de su hermana.
«Te expresaré cosas mucho más extraordinarias
que ésa, Akolia. Estás muy hermosa.»
«De nada va a servirme, puesto que Andio no ha
regresado.»
«Iremos a buscarlo. Pero no sé qué aspecto
tendrá cuando lo encontremos, y además, habrá pasado mucho tiempo terrestre. Escucha
una cosa curiosa, hermana: allí tienen dividido el tiempo en segundos, minutos,
horas, días, semanas, meses, años, siglos y milenios. Pues bien, lo que ellos
llaman un año es lo que nosotros llamamos un kuk, la décima parte de un tak,
pero cada año tiene menos tiempo que la mitad de un kuk. Y los terrestres no
suelen vivir más de ochenta o cien kuk..., años de ellos.»
Akolia tardó un poco en comprender, no porque
fuese lenta, sino porque no podía entender lo que decía su hermano.
«¡Pero entonces ni siquiera viven cinco tak!
¡Eso no puede ser, porque yo tengo ya seis tak, y hasta hace poco he sido
considerada una niña! ¡No puede ser, no se puede vivir tan poco!»
«Te aseguro que es cierto. Bien, padre, estoy
deseando mostrarte las cosas que he traído de la Tierra. En cuanto llegue mi
nave iremos a su sala de exposiciones, y verás las cosas más extraordinarias
que puedas imaginarte.»
«¿Dónde está exactamente ese lugar?», quiso
saber Nikia, abrazada a su hijo.
«A diez kuk, madre. Es un pequeño rincón del universo,
un punto casi invisible en el espacio, metido en una galaxia que llaman Vía
Láctea, y que tiene un solo sol... de fuego de color dorado.»
«¡Vitanio, eso es imposible, hijo mío!»
»¡Qué cosa tan extraordinaria!», se expresó
Okelio.
«Y tienen agua», dijo Vitanio.
«¿Qué es agua?», se interesó Akolia.
«Dejadme descansar —suplicó Vitanio—, y cuando
llegue mi nave iremos a su sala y podréis verlo y saberlo todo.» Y abrazado a
su madre, Vitanio entró en la residencia de materiales duros, seguidos ambos
por Okelio y Akolia. Como fuese, Vitanio había regresado, y Akolia cerró su
mente para que su familia no captara sus pensamientos, que expresaban el deseo
de que Vitanio convenciera a Okelio para que le permitiera regresar a la
Tierra, y que la llevase con él, para volver a ver a Andio... Aunque, ¿cómo
sería Andio entonces? Porque según donde hubiera refugiado su esencia quizá
resultase monstruoso, o imposible de identificar...
En determinado momento, poco después, mientras Vitanio descansaba, Akolia recibió una imagen procedente de la mente de su hermano, y quedó impresionadísima. La imagen mostraba una mujer que, en efecto, tenía los cabellos rojos... Akolia quiso saber más, pero Vitanio debió darse cuenta, porque en el acto cerró su mente, y Akolia comprendió que su hermano no quería dejar salir ninguna información hasta que su nave llegara, para entonces sorprenderlos grandemente con las cosas extrañas y extraordinarias que había visto en aquel lugar llamado Tierra.
* * *
A medida que las proyecciones se habían ido
sucediendo en la gran pantalla de intervisión, Vitanio había ido captando los
sucesivos asombros no sólo de su familia, sino de la de Andio, que había sido
invitada, y, por supuesto, también estaban presentes los Servidores que formaban
el Consejo que presidía Okelio como Gran Servidor. Que por cierto, en la Tierra
no lo llamaban así, sino rey, o presidente, o primer ministro, y tenían muchas
atribuciones y a veces poder para tomar decisiones que muchísimas veces no eran
del gusto de los pueblos..., pese a lo cual, se hacía lo que decían los Grandes
Servidores, le gustase o no al pueblo. Esto era tan inaudito que muchas mentes
quedaron en blanco.
En realidad, a medida que en la gran sala de
exposiciones de la gigantesca nave iban apareciendo las informaciones recogidas
por los censores, el desconcierto iba siendo mayor. No sólo por la diferencia
que allá había entre un rey y un Gran Servidor de Makono, sino por la existencia
de tantas y tantas cosas diferentes, empezando por las diferentes razas de
seres humanos y terminando por los llamados océanos, que eran...
«...Enormes extensiones de agua en las que viven
miles de criaturas diferentes, que los terráqueos capturan para comérselas,
igual que hacen con otras especies que viven fuera de los océanos. Sobre esas
aguas utilizan objetos llamados barcos, que van de un lado a otro. También
viajan por el aire, con aviones, algunos de ellos a reacción, como constan en
nuestros más antiguos documentos de las fuentes de energía. Las especies se
comunican entre sí generalmente por medio de sonidos, que son diferentes según
las especies y aun entre seres de la misma especie. Hay seres de todos los
colores de piel, de ojos y de cabellos, y todos parecen disponer de armas,
todas ellas increíblemente rudimentarias, con una de las cuales el hombre de la
Tierra liberó la esencia de Andio. A esos sonidos les llaman palabras y hablar.
Vamos a escuchar algunos de ellos.»
En la pantalla aparecieron hombres de raza
negra, en un poblado africano, hablando. Luego, más terrestres de otras razas,
en el campo, en calles de ciudades, en estadios, en todas partes, todos ellos
emitiendo aquellos sonidos que se explicaba que los llamaban idioma inglés, francés,
chino, bantú, esquimal, polinesio...
«...De todos los cuales nuestros censores
recogieron cantidad suficiente para que sean estudiados por nuestra ciencia, y
quizá algún día podamos hablar como los seres de la Tierra. Allí se diferencian
los llamados hombres de los llamados animales, que son los que vemos ahora, y
que tienen una inteligencia inferior, aunque no en todos los casos, pues en
muchos de éstos la inteligencia de los hombres está a unos niveles incomprensibles
para nosotros. Sus razonamientos no son claros ni lógicos...»
Durante cinco kik o días makonianos Vitanio
estuvo exponiendo todo el material recogido, e informando de ello. Los
presentes se sentían más y más aturdidos, y comían en silencio las pastillas de
alimento denso compuestas por los minerales de los planetas lejanos de Axalia
mientras veían leones devorando gacelas y hombres devorando langostas, o fruta,
o bebiendo lo que llamaban agua, y que no era la misma en los mares u océanos
que en las corrientes llamadas ríos...
Durante cinco kik de setenta y dos mok, es
decir, durante cinco días de setenta y dos horas makonianas, la información fue
pasando ante todos quienes quisieron visualizarla y oírla. Las mentes estaban
muy cansadas, porque todos se resistían a dormir, ya que no querían perderse la
primera explicación y tener que esperar luego a que fuese analizada y
distribuida para ser incorporada a los conocimientos de la ciencia.
Y cuando ya parecía que no se podía decir nada
más, y habían incluso visto recipientes conteniendo agua, y habían escuchado
palabras en varios idiomas, y habían visto matar y morir, todos estaban
llegando a la inevitable conclusión de que la Tierra, simplemente, era un caos
malvado y repugnante, todavía Vitanio los sorprendió al expresar:
«Sin embargo, en la Tierra tienen unas cosas
hermosísimas como no he visto ni olido jamás en parte alguna. Forman parte del
llamado reino vegetal, tienen las más diversas formas, colores y olores, y, al
contrario que los demás Seres vivientes de ese planeta, no se comunican entre
sí ni con otros seres por medio de sonidos, sino de sentimientos. Esas cosas se
llaman flores, y he querido reservarlas para el final. Esto que vais a ver
ahora son flores.»
En la pantalla comenzaron a desfilar imágenes de
toda clase de flores, con sus más bellos y vivos colores. Había flores de toda
clase, de todos los climas, de todos los colores, tamaños, formas y aromas...
La belleza de las flores era tal que todos los alimentos quedaron en suspenso,
todas las mentes ofuscadas y confusas, porque no tenían sentido que en un lugar
como la Tierra hubiera cosas tan hermosas...
«...Una de las personas que conocimos Andio y yo
en la última salida de la nave fue una mujer que quiso cortar dos flores,
llamadas rosas, para nosotros. Pero cuando ella estaba a punto de cortarlas,
las flores, no sólo dos de ellas, sino todas, expresaron una tristeza y un
dolor infinitos. Sin embargo, la mujer no percibió estas emociones, no entendía
a las flores, no sabía comunicarse con ellas, ni con ningún otro ser del
llamado reino vegetal, que es tanto o más rico que el animal, y que también es
devorado por los terrestres que controlan el planeta. Estos se comen a los
otros, sean los llamados animales o los llamados plantas. Pero no se comen las
flores, salvo alguna que otra especie y sólo cuando son semillas. Las matan, y
ponen sus cadáveres en jarros, pero no se las comen. Fue precisamente una noche
en que Andio y yo estábamos cogiendo flores cuando el hombre mató a Andio.
Habíamos arrancado ya varios rosales, y los teníamos con tierra en unas bolsas,
pero queríamos más. Entonces el hombre salió de su casa con el arma, y mató a
Andio, que no tuvo tiempo de desmaterializarse. Yo conseguí escapar, y cuando
el hombre entró en la casa persiguiendo la esencia de Andio, volví a materializarme,
recogí los rosales que habíamos arrancado, y las bolsas con tierra, y regresé a
la nave...»
«¿No esperaste la esencia de Andio?»
«Lo hice, pero él no vino.»
«¿Por qué no?»
«Lo ignoro, Ekiono. Él no se comunicó conmigo
cuando estuvo en esencia. Simplemente, no vino, y yo tuve que comprender que o
no podía o no quería. Y como había visto que su esencia se había puesto a
salvo, decidí regresar con las flores y todo el material que los censores
habían estado almacenando. He llegado a pensar que tal vez Andio prefirió
quedarse en el planeta de las flores.»
«Son hermosas... y terribles —expresó Ekiono—,
pero no creo que nadie desease quedarse en ese lugar aun habiendo flores, Vitanio.»
«Tú sólo las has visto en imágenes, Ekiono. Tal
vez pensarías de otro modo si las vieses en su cuerpo real y pudieras olerías.
Y precisamente por eso yo he traído flores a Makono. No, no os agitéis, ellas
no nos harán daño alguno... Las tengo en el nivel inferior, con tierra, calor,
y agua que conseguí en el espacio recogiendo sus componentes con nuestro brazo
de laboratorio... Venid abajo, y veréis y oleréis las flores, y ya no tendré
nada más que deciros del planeta llamado Tierra.»
Poco después, los más importantes Servidores de
Makono, con el Gran Servidor Okelio a la cabeza, llegaban a una de las salas
del nivel inferior de la nave, cuya puerta se abrió, ante la sola presencia de
los makonianos.
Entonces éstos vieron las flores al natural,
cultivadas en aquel invernadero por Vitanio y sus compañeros de viaje. Un
raudal de luz de bellísimos colores, una múltiple emanación de deliciosos
aromas, y una amplísima gama de los más dulces sentimientos brotaron a la vez
del invernadero ubicado en la enorme nave espacial Todo se llenó de luz, aromas
y dulces y nobles sentimientos. Tan dulces y nobles que los makonianos no
podían creerlo, pues no correspondían en modo alguno a los que hasta entonces
habían conocido de los seres vivientes del planeta Tierra.
Tan grande fue la sorpresa y el gozo de los
makonianos que en todo el ámbito se produjo un vacío mental. Hasta que Vitanio
expresó:
«Sabía que os sorprenderían las flores. Son, sin
duda, los más hermosos seres del planeta Tierra. Pero todavía voy a sorprenderos
más, aunque sólo sea con mis imágenes mentales. Por favor, recibidlas.»
Todos se aprestaron a ello. Vitanio proyectó
entonces mentalmente las imágenes de los fondos marinos, y de su flora
multicolor, y acto seguido las de los grandes bosques. Y el estupor creció
entre los makonianos. Estaban tan maravillados que muchos de ellos retuvieron
en sus mentes las proyecciones de la de Vitanio, recreándose en la contemplación
de toda la flora del planeta Tierra.
Por fin, el anciano Ekiono expresó:
«No quisiera morir sin haber visto eso con mis
propios ojos.»
«Te comprendo, Ekiono —expresó Vitanio—, pero es
peligroso ir a la Tierra. Siempre se están matando unos a otros. Y también
matan cuando ven cosas que sus mentes embotadas no comprenden. En eso son muy
parecidos a los seres de los planetas Valka y Kixono.»
El horror cundió entre los makonianos. ¡Seres
como los de Kixono y. Valka! ¿Era eso posible? Los seres de estos dos planetas
eran tan malvados que se mataban entre sí continuamente, y sin duda habrían
exterminado la galaxia de Axalia y especialmente el gran planeta Makono, si
éste no hubiera contado con su barrera protónica que no sólo impedía el paso de
las naves de Kixono y Valka, sino que ocultaba a la vista y a los censores su
propia existencia y presencia en el espacio. Si algún día la barrera protónica
dejara de funcionar, los makonianos sabían que serían atacados por los seres de
Valka y Kixono, y entonces no tendrían más remedio que defenderse, iniciando
así una guerra que los llenaba de horror. La simple fabricación de armas protónicas
en Makono estaba considerado como algo horrible y vergonzoso, pero hacía ya
muchísimo tiempo que se había decretado su fabricación, exclusivamente con
fines defensivos, por si en alguna ocasión fallaba la barrera protónica de
aislamiento, que sólo las naves de Makono podían cruzar sin riesgo de desintegración.
«Corno sea —insistió por fin Ekiono— me gustaría
que mis ojos vieran eso al natural, Vitanio.»
«He pensado —expresó Vitanio-efectuar otro viaje
a la Tierra. Quizá para cuando estemos preparados todavía estés en condiciones
de invertir no menos de tres tak en ese viaje, Ekiono.»
«Soy muy anciano —expresó su reflexión Ekiono—,
pero quieran las estrellas que mi esencia permanezca en este cuerpo mío el
tiempo suficiente para realizar ese viaje.»
«¿Cómo viven las flores, Vitanio?», se interesó
Nikia.
«Viven de tierra y agua, madre. El agua está
compuesta por dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno. Creo que nuestros
científicos podrían fabricarla en considerable cantidad. Lo que nunca podrían
fabricar es la propia tierra, el material del planeta de las flores. Esa
composición planetaria sólo se da precisamente allí, en la Tierra. Y sin tierra
no podríamos tener flores.»
«Pero podríamos tener las flores de agua.»
«Tal vez. Pero eso ya es más complicado, porque
las flores de agua viven en los mares, cuyas aguas no son solamente de
hidrógeno y oxígeno, sino que tienen otros componentes, algunos de los cuales
tampoco los tenemos aquí. Sin embargo, sí existen flores de aguas de hidrógeno
y oxígeno, también muy bellas. Pero nada hay comparable a las flores de la
tierra. Y aquí, en Makono, jamás podremos tener tierra.»
«Tenemos la que tú has traído», expresó Okelio.
«Es muy poca, padre. Además, la tierra se cansa
de producir, y entonces hay que abonarla, o se muere, y en ese caso no produce
flores ni ninguna otra cosa. Esta poca tierra que veis aquí hemos tenido que
cuidarla mucho, utilizando abonos paralelos que hemos ido improvisando con
materias espaciales. Pero morirá no tardando mucho, lo sé. Quizá todavía viva
cinco o diez tak más, pero acabará muriendo. Entonces, de nada nos servirán las
semillas.»
«¿Qué son las semillas?»
«Son óvulos de vida que producen las flores.
Esos óvulos se introducen en la tierra, se desarrollan, y acaban siendo flores
idénticas a las que produjeron los óvulos.»
«¡Entonces son como nosotros!», expresó Akolia
su asombro.
«En cierto modo. No tienen sexo, Akolia. No, al
menos, como entendemos nosotros el sexo. Bien; percibo claramente que a todos
os agrada el aroma de las flores.»
«Nunca había experimentado nada igual...
—expresó Okelio—. Sería hermoso poder tener flores en Makono, Vitanio.»
«Sí, lo sería. En la tierra tienen lo que llaman
jardines, y están llenos de flores. En los jardines sólo viven flores, que
cuidan mucho. Pero también hay flores fuera de los jardines, en todas partes,
que viven y crecen libremente, sin cuidado, alguno por parte de los seres de la
Tierra: les basta el sol y el agua.»
«¿El sol de fuego?»
«Sí. Y nosotros tampoco tenemos un sol como ése.
Pero creo que podríamos fabricar una luz calorífica idéntica combustionando los
gases que contiene el sol terrestre.»
«Vitanio —preguntó Ekiono—, ¿tienen semillas las
flores que estamos viendo?»
«Naturalmente. Estas flores son descendientes de
las que cogí en la Tierra. Se han reproducido ya cientos de veces, y seguirán
haciéndolo hasta que la tierra que les da la vida se muera. Entonces nada
servirá de nada.»
«Eso significa que si tenemos semillas, y
podemos fabricar agua y sol, tendríamos flores si tuviéramos tierra siempre
viva.»
«Exactamente, Ekiono. Pero la tierra, sólo se
mantiene siempre viva en la propia Tierra.»
«Así pues, hijo mío —expresó Nikia—, eso
significa que nunca podremos tener un jardín que dure mucho tiempo.»
«Exactamente, madre. A menos que estuviésemos haciendo
continuos viajes a la Tierra para ir reponiendo la tierra que se fuese muriendo
aquí.»
«¿Es la tierra un material muy pesado?»,
inquirió Okelio.
«No demasiado. Pero para disponer de un jardín
del que pudieran disfrutar todos los makonianos tendríamos que estar yendo continuamente
a la Tierra en busca de tierra. Y por muchos viajes que hiciéramos, sólo
conseguiríamos un jardín muy pequeño. Tan pequeño, que para visitarlo los
Makonianos tendríamos que establecer turnos, y éstos serían tan dilatados que
muchos morirían sin haber llegado a tiempo de contemplar el jardín.»
«¡Y pensar que en la tierra matan las flores!»,
se condolió Akolia.
«Quizá lo hagan porque saben que nunca se les
terminarán. Pero es posible que llegue ese día no tardando mucho, pues los
terrestres están deteriorando de modo terrible las condiciones de su ambiente,
y podría llegar el momento en que todo signo de vida desaparecerá de ese planeta.»
«¿Incluso las flores?», se horrorizó Akolia.
«Temo que incluso las flores, hermana. Podría
llegar a morir todo: las especies individuales, las aguas, y hasta la propia
Tierra.»
Hubo unos segundos de incomunicación, hasta que
Okelio preguntó:
«¿Qué sería necesario, Vitanio, para que la
Tierra no muriese de ese modo?»
«No lo sé, padre. Tal vez, que la mentalidad de
los seres de ese planeta cambiase. Pero eso no parece factible, por el
momento.»
«Entonces..., ¿inevitablemente morirá la Tierra?»
«Ese parece su destino, en efecto. Tal vez
tarden millones de tak, pero acabarán matándola.»
«¿Y no podríamos hacer nosotros algo para evitarlo?»
«Sin inmiscuirnos en la vida de otro planeta,
no. Y nosotros nunca hemos hecho eso.»
«Tal vez se podría encontrar una fórmula»,
intervino Ekiono.
«Es posible que a ti se te ocurra, Ekiono, pero
yo soy demasiado joven para eso. He estado pensando en esa posibilidad todo el
viaje de vuelta, pero no he encontrado ninguna solución.»
«Pues debe haber alguna...— insistió
Ekiono—.Quizá en lugar de aprovisionarnos de flores en la Tierra pudiéramos
hacerlo en otro planeta de esa galaxia.»
«No. En toda la Vía Láctea solamente la Tierra
está habitada. En el resto de los planetas, y hasta en algunas estrellas, hay
rudimentos de vida, pero nada que pudiera interesarnos en ningún sentido.»
«Es decir, que si queremos tener nuestro jardín
sólo podremos conseguirlo en la Tierra.»
«Exactamente. Si mi padre lo autoriza, me
gustaría volver allá, y quizá entonces se me ocurra alguna solución. Pero esta
vez, si voy, será hablando sus idiomas, pues no quiero que suceda como en esta
ocasión, en que no podíamos comunicarnos con los terrestres. Nosotros captamos
sus pensamientos, pero ellos no captaban los nuestros, de modo que no podían
entendernos. Así pues, aprenderé a hablar.»
«Pero si haces eso, hijo mío, ¡harás ruido!», se
disgustó Nikia.
«Todo hace ruido en la Tierra —sonrió Vitanio—.
Eso es lo normal allá. Y si vuelvo quiero parecer normal, como ellos, para que
ni mis compañeros de expedición ni yo tengamos más dificultades.»
«¡No sé si podré soportar oírte hacer ruidos,
Vitanio!»
«¡Yo también quiero aprender!», expresó con
vehemencia Akolia.
«Y yo», dijo Ekiono.
«Pensaremos en todo ello —intervino en las
comunicaciones Okelio—. Por ahora creó que todos estamos muy cansados y
ofuscados, y se impone una temporada de descanso y reflexión.»
«Así pues, Okelio —intervino uno de los servidores—,
¿nunca tendremos un hermoso jardín en Makono?»
«Reflexionemos, Kanio. Descansemos y reflexionemos.»
«Padre —expresó Vitanio—, con tu permiso voy a
quedarme en mi nave, para cuidar las flores y aprender los idiomas de la
Tierra. Así, las flores vivirán todavía largo tiempo..., y mi madre no tendrá
que soportar mis ruidos bucales.»
«Está bien, Vitanio.»
«Pero, hijo mío —expresó Nikia—, visítanos con
frecuencia. Has estado mucho tiempo fuera, y quisiera disfrutar del placer de
tu presencia antes de que, tal vez, vuelvas a la Tierra.»
«Así lo haré, madre.»
«Yo quisiera quedarme con Vitanio», expresó
Akolia.
«Te avisaré cuando esté dispuesto para empezar a
estudiar los idiomas, Akolia —aseguró Vitanio—. Pero ello no será antes de diez
kik, que dedicaré íntegramente al descanso. Luego, tú, Ekiono, yo, y todos
cuantos lo deseen, podrán venir a la nave para aprender los idiomas de la
Tierra.»
Poco después, la nave era desalojada tanto por
los visitantes como por los tripulantes, que llevaban mucho tiempo sin ver a
los suyos, y que, ya cumplimentando el último informe del viaje, se apresuraron
a visitar. En la nave espacial de las flores quedó solamente Vitanio.
Este fue a su cámara de descanso, se tendió en el lecho de material blando, y, lentamente, se durmió. En su mente, todavía hubo una última imagen: la de unos extraños pero sorprendentemente hermosos cabellos color rojo. Por fin su mente quedó en blanco, y se sumió en el reposo absoluto.
* * *
Ciento cincuenta kik más tarde Ekiono se
materializó de pronto ante Vitanio, que lo miró apaciblemente, y dijo, en
perfecto inglés:
—Mucha prisa tienes hoy, Ekiono, para llegar así
ante mí. ¿No eres ya demasiado viejo para gastar innecesariamente tus energías
de desmaterialización?
—¡Vitanio! —exclamó también en inglés Ekiono—.
¡He encontrado una solución para la Tierra!
—Me complace oír eso... —sonrió Vitanio—. Creí
que estabas demasiado ocupado con el jardín para pensar en otra cosa. Y debo
advertirte una cosa: si llegas a venir conmigo a la Tierra deberás tener mucho
cuidado con tus desmaterializaciones. Ellos no las comprenden. Bien..., ¿qué se
te ha ocurrido?
—Todos sabemos que la Tierra morirá tarde o temprano,
¿no es así? Quiero decir, que la matarán sus habitantes. Y cuando la Tierra
muera, todos los seres vivientes que hay en ella morirán a su vez. ¿Cierto?
—Desconsoladoramente cierto, Ekiono.
—¿Qué pasaría si la Tierra no estuviese donde
está, si fuese... trasladada de lugar?
—¿Trasladada de lugar en el espacio, en el universo?
—Sí.
—Morirán todos sus habitantes.
—Pero... ¿morirá la propia Tierra?
—No lo sé. Tal vez sí, tal vez no. Quizá sobreviviera,
de un modo u otro.
—En cuyo caso, si la Tierra fuese trasladada de
lugar, tal vez su energía se regenerase más adelante, y volviese a engendrar
flores. ¿Posible?
—Factible, quizá.
—Entonces, Vitanio, si todos los seres que hay
ahora en la Tierra tienen que morir tarde o temprano, ¿qué más da tarde que
temprano? Ni siquiera parecen tener gusto de la vida, ya que ellos mismos la
están deteriorando, camino de su extinción total. Entonces, dejemos que ellos
mueran ahora y salvemos el planeta de las flores.
—¿De qué modo?
—Traigámoslo aquí, a Axalia. Traigámosla aquí, y
coloquémosla en órbita alrededor de Makono, quedémonos para siempre con ella, y
será nuestro jardín. Un gigantesco jardín que todos los makonianos podrán
visitar siempre que lo deseen, siempre estará a nuestro alcance. Nosotros la
cuidaremos, y nunca morirá. ¡Vitanio, podemos salvar el planeta de las flores,
y disfrutar siempre de él, ya que sus habitantes no saben hacerlo!
Vitanio, que por un instante había quedado con
la mente en blanco, miraba ahora fijamente, como aturdido, al anciano Ekiono.
En su mente apareció la imagen: la Tierra girando lentamente alrededor de
Makono, iluminada por los dos soles azules, ofreciendo su belleza a simple vista...
¡El más hermoso planeta que había visto en sus viajes por el universo,
convertido en perpetuo jardín de Makono!
—No sé, Ekiono... —murmuró por fin—. Quizá la
Tierra muera definitivamente si la alejamos del sol. De su sol.
—¡Pero sabemos que va a morir de todos modos, si
la dejamos allí! ¡Y debemos intentar algo para salvarla! Su tamaño es cuarenta
veces menor que Makono. Si la orbitamos en lugar adecuado siempre la tendremos,
viva y hermosa. La he estado estudiando, Vitanio, y cuanto mejor la conozco más
me gusta, más la amo... ¡Tenemos que salvarla!
—Está a mucha distancia, y forma parte de un
sistema planetario compensado. Todo podría destruirse si retiramos la Tierra de
su órbita.
—¡No hay nada allá aparte de la Tierra! Hay
otros planetas, pero no hay vida en ellos, ni producen nada que sea útil para
la vida del universo. Se trata solamente de una pequeña galaxia que no
significa nada en el universo... ¡Es un punto cósmico, Vitanio, no es nada!
Pero la Tierra... La Tierra no debe morir jamás, Vitanio, jamás!
—Me parece que te estás excitando —sonrió Vitanio.
—¡Quiero traer la Tierra aquí, salvarla!
—Nunca hemos alterado el equilibrio orbital de
ninguna galaxia. Ni siquiera sabemos si podríamos hacerlo.
—¡Se puede hacer! Escucha, la Tierra tiene tres
movimientos. Uno de ellos, de rotación sobre sí misma, da lugar a los días y
las noches, al presentar continuamente una aparte de su superficie a la luz de
su sol. El otro movimiento es el de balanceo, que determina las llamadas estaciones,
o cambio de temperaturas; se balancea hacia delante y atrás, y cuando la parte
que queda más expuesta a los rayos perpendiculares del sol recibe la luz de
éste, allá es verano, y cuando los recibe más oblicuamente, es invierno. El tercer
movimiento es el que nos interesa. Este se llama de traslación, y consiste en
una elíptica alrededor del sol que recorre en un año terrestre, repitiendo una
y otra vez el ciclo. Nosotros podemos aprovechar ese movimiento de traslación.
—¿De qué modo?
—Aprovechando su impulso cuando la Tierra esté
en la curva de su elíptica más alejada del Sol. La Tierra viaja por el espacio
describiendo esa elíptica a la velocidad de 0'864 ken...,en términos terrestres
significa que viaja por el espacio a ciento ocho mil kilómetros por hora. Un
kilómetro es...
—Sé lo que es un kilómetro, Ekiono. Y una milla.
Y otras muchas cosas de la Tierra. De acuerdo, viaja a ciento ocho mil
kilómetros por hora, o para entendernos mejor, a 0'864 kenes. ¿Y bien?
—Es una velocidad considerable para un planeta.
—Indudablemente es la justa para mantenerse en
su órbita gravitatoria alrededor de su sol.
—Pero esa velocidad podría ser alterada, Vitanio.
Y con ello, cuando la Tierra llegase al extremo de la elíptica podría ser desplazada
de ésta, y lanzada al espacio. Sería como... desprenderla por medio de la
fuerza centrífuga del cuerpo espacial al que pertenece. Se la arrancaríamos al
Sol, a la Vía Láctea. Con esa velocidad propia de. 0'864, ken y la que nosotros
le imprimiríamos, podríamos arrancarla de ese lugar.
—¿Has hablado... expresado esto con alguien más?
—No. Tú eres el primero. ¡He tenido la mente
bien cerrada mientras hacía mis cálculos!
—Ekiono, todo eso que dices tal vez podría
hacerse, pero no ahora. Requeriría un tiempo de preparación, material...
—¡Puede estar todo listo dentro de dos o tres
kuk! Más o menos, seis años terrestres. ¿Cree que algo habrá cambiado en ese
tiempo en el planeta de las flores?
—No, no lo creo. Pero tú serás algo más viejo,
Ekiono.
—¡Viviré el tiempo suficiente para ver la Tierra girando alrededor de Makono! —exclamó Ekiono—. ¡Te aseguro que viviré para ver eso...!
JUNIO, 1982
CAPÍTULO PRIMERO
—En definitiva, profesor —sonrió Camelia
Hobson—: que se nos han terminado las vacaciones.
Byron Marsh, profesor de Ciencias Espaciales de
la Cátedra Interuniversitaria de Estados Unidos de América, se quedó mirando
con su característica socarronería amable a su bellísima secretaria.
—¿De modo que para usted esto han sido unas
vacaciones, Camelia?
—¡Cielos...! ¿Qué otra cosa podrían ser?
—Yo diría que hemos estado trabajando, ¿no?
Camelia Hobson alzó las cejas en un gesto de
simpática perplejidad no exenta de divertida malicia.
—Tal vez haya estado trabajando usted, profesor,
pero no yo. Todo lo que he hecho yo ha sido tomar el sol, nadar, bucear, leer,
escuchar música... En definitiva, como decíamos cuando yo era joven, ¡pasarlo
bomba!
Byron Marsh se echó a reír de buena gana. Había
sabido elegir muy bien a su secretaria principal. Muy bien. Camelia Hobson «que
ya no era joven» según podía desprenderse de sus propias palabras, había
cumplido los veinticuatro años hacía dos meses y pico. Era alta, pelirroja,
tenía un cuerpo espléndido hasta lo increíble, y unos ojos violáceos y una boca
que dejaban fuera de combate a los sesudos investigadores espaciales que se
relacionaban con el profesor Marsh. En cuanto a sus conocimientos de la materia
en la que ayudaba a Byron Marsh, y por supuesto su natural inteligencia de
altísimo coeficiente, se daban por descontado. El simple hecho de que Byron
Marsh la retuviera a su servicio lo decía todo. Si un genio de las Ciencias
Espaciales retiene a alguien a su lado es por algo.
—Bien, pues me alegro mucho de que lo haya
pasado bomba, Camelia.
—Pues yo no —protestó Camelia, dándose un
tironcito al sujetador del bikini que contenía dificultosamente sus magníficos
pechos pecosos—. Y estoy segura de que usted me entiende.
—Me parece que no —murmuró Byron.
—¡Ya lo creo que sí! Vinimos aquí para
investigar ese asunto de la estrella que vieron aquellas personas del yate.„
—Lo vio una sola persona —puntualizó Byron.
—Bueno, pues entonces, dos. Porque si usted
quiere puntualizar que solamente el hombre que pilotaba el yate aquella noche
rumbo a Norfolk vio la «estrella» de la que se desprendió aquella cosa enorme
que ocasionó el pequeño maremoto, yo voy a puntualizar que también una persona
en Santos, Brasil, vio una estrella que descendió hasta el mar y rebotó, perdiéndose
de nuevo en el espacio. Ambas noticias aparecieron en los periódicos, ¿no es
así?
—De acuerdo —se resignó Byron—: dos personas.
—Pues dos personas. Y nosotros, de esas dos,
elegimos a la que dijo haber visto caer al mar aquella cosa enorme que provocó
tal ola que casi los hizo naufragar. De modo que vinimos aquí hace tres
semanas, casi un mes para ser más exactos, y usted empezó a trabajar. Al menos,
eso pensamos todos.
—¿Qué quiere decir?
—¡Caramba...! En todo este tiempo, todo lo que
ha hecho usted ha sido mirar el mar y pensar. Y ni siquiera ha recurrido a mí
para cambiar impresiones o dictarme notas. Nada de nada. Así que yo me he
dedicado a tomar el sol y todo eso... ¡Fíjese qué morena estoy!
—Sí, ya lo veo... —sonrió Byron Marsh—. Le favorece
el bronceado. Está preciosa, Camelia.
—¡No desvíe la conversación!
—Nada de eso. Está preciosa de verdad.
—Dios mío... ¿Se me está insinuando, profesor?
—Claro que no. A mi edad, esas cosas ya no
interesan demasiado.
Camelia Hobson quedó estupefacta.
—¿A su edad? —exclamó, acto seguido—. ¡Sólo
tiene usted cincuenta años, y parece que tenga treinta!
—Vamos, no exagere —rió Byron Marsh.
Camelia frunció el ceño. Desde luego que no
estaba exagerando. Byron Marsh tenía, en efecto, cincuenta años exactos, pero
su aspecto físico ni mucho menos correspondía a esa edad, salvo por el cabello,
completamente blanco. De una extraña, increíble y hermosa blancura como Camelia
no había visto otra en su vida. Por lo demás, el aspecto y el vigor físico de
Byron era el de un atleta de treinta años como máximo, y eso había quedado más
qué demostrado en muchas ocasiones, tanto en el trabajo intelectual como en las
inmersiones y otras proezas físicas realizadas por Byron. Jugaba al tenis,
nadaba, corría, comía, hacía gimnasia y se movía en general como un atleta de
treinta años, ni uno más. Y por supuesto, no era solamente Camelia Hobson quien
se había dado cuenta de una cosa tan patente. En realidad, todos cuantos
conocían a Byron Marsh rechazaban la información de que había cumplido cincuenta
años en mayo último.
—No estoy exagerando, y usted lo sabe —refunfuñó
Camelia—. Pero, en fin, sé que no se estaba insinuando. Lo que sí había hecho
era desviar la conversación. Pero yo deseo seguir con ella, así que tendrá que
soportarme.
—Si la conversación va a durar mucho —la
interrumpió amablemente Byron—, quizá sería conveniente que se quitara el
sujetador, aprovechando para tomar bien el sol en el pecho. Ya sé que es muy
discreta, y que sólo lo hace así cuando no hay nadie más en el barco, a fin de
no alborotarlos a todos..., pero sucede que estamos solos. Los demás están en
la isla.
—Seamos sinceros: ¿lo que usted quiere es verme
los pechos?
—No era ésa mi intención, pero tampoco va a molestarme
vérselos.
Camelia volvió a fruncir el ceño, y se quitó el
sujetador, quedando sólo con la diminuta braguita. La maravilla de sus pechos
quedó a la vista del profesor Marsh, que sonrió e hizo un gesto de aprobación.
Altos, henchidos, turgentes, rematados por grandes y oscuros pezones, los senos
de Camelia eran un auténtico deleite para la vista.
—Le advierto a usted —le apuntó Camelia con un dedo—
que ni siquiera me distraerá de mi objetivo dialogante, aunque pretenda violarme.
—¿Qué haría usted si yo intentara tal cosa?
—Pillaría tal pasmo que me desmayaría. Vamos,
profesor... Hace apenas un año que trabajo con usted, pero le conozco bien. Ya
basta de desvíos y divagaciones. Puesto que estamos solos, ¿por qué no me dice
a mí la verdad?
—¿Qué verdad?
—Estamos aquí, en este hermoso barco casi
palaciego subvencionados por Estados Unidos, se supone que investigamos
científicamente en busca de la «cosa» que se desprendió de aquella estrella.
Pero no hemos hecho nada... Yo, desde luego, no. Y usted prácticamente,
tampoco. Míreme... Estoy casi desnuda, tomando el sol y bebiendo un delicioso
refresco de piña bien repantigada en esta extensible último modelo. Usted, más
modosito, está simplemente sentado. Alrededor, el cielo y el mar... A cuatro
brazadas, la isla de Norfolk, donde están ahora sus colegas, tripulantes y
demás servidores del barco. Van a divertirse a la isla porque se están
aburriendo. Lógico. Y esto no tiene sentido, y menos en usted.
—Ya estuvimos donde al parecer cayó la «cosa», y
no rastreamos nada.
—¡Pero cómo habíamos de rastrear nada, si apenas
llegar usted dijo que las aguas eran demasiado profundas, y que no había nada
que hacer!
—¿Acaso no es cierto? ¿No son aguas muy profundas?
—Tenemos en este barco aparatos adecuados para alcanzar
esas profundidades en sus rastreos.
—Y los utilizamos... ¿O no?
—¡Pero usted se dio por vencido en seguida! Y
eso no es lógico en su sistema de investigación... Y tampoco es lógico que
luego nos hayamos dedicado a la dolce vita. Así que me gustaría saber la
verdad: ¿qué es lo que realmente ha estado haciendo usted sin consultarme ni dictarme
notas? ¿Qué es lo que realmente ha estado haciendo cuando parecía que no hacía
nada?
—No sea fantástica, Camelia.
—Ya comprendo que no quiere decírmelo —suspiró
la bella pelirroja—. Está bien, a fin de cuentas es usted el jefe. De acuerdo.
Pero no me exija que no me sorprenda cuando después de casi un mes de no hacer
riada usted dice que hemos terminado el «trabajó» y que volvemos a Estados
Unidos.
—¿No tiene ganas de volver a casa?
—Ni pizca. Aquí lo estoy pasando bomba, ¿sabe?
—Bueno, en ese caso puede quedarse unos cuantos
días más.
—O sea, que va a seguir prescindiendo de mí.
—En realidad no voy a necesitarla durante algún
tiempo. Si vuelvo a Estados Unidos es para ir a ver a mi madre... Creo que
pasaré unos cuantos días con ella. Espero que esto no le parezca un extraño
comportamiento por mi parte.
—Pues si he de serle sincera, un poco. ¿Por qué,
de repente, decide ir a visitar a su madre?
—Más que como secretaria —sonrió Byron Marsh— se
está portando como una esposa preguntona.
—Tocada. Balazo recibido. Ya me callo.
—No se enfade —rió Byron—. Somos buenos amigos,
y seguiremos siéndolo. Pero, simplemente, he decidido ir a ver a mi madre, y si
usted quiere quedarse por aquí, terminando de tostar sus pechos, no hay
inconveniente.
—¿Sabe lo que más intrigada me tiene de usted,
profesor?
—¿Qué?
—Que nunca ha intentado acostarse conmigo. ¿Por
qué? Y no me venga con el cuento de las serias relaciones profesionales,
etcétera, etcétera. ¿Por qué? Sé que no es porque yo sea fea, o estúpida, o...
sucia, ¡qué sé yo! No puedo imaginarme ninguna razón.
—¿Se habría acostado usted conmigo?
—Tal vez.
—Vaya... ¡En ese caso me he perdido algo
maravilloso!
—Quizá no. Se puede tener muy buen aspecto, como
yo, y ser un trasto en la cama.
—¿Cree que yo soy un trasto y que por eso no lo
he intentado?
Camelia Hobson estuvo no menos de quince segundos
mirando con intensa fijeza a Byron Marsh, sin sospechar remotamente que el
profesor poco menos que estaba «viendo» sus pensamientos, del mismo modo que
había sabido desde el primer momento qué era lo que había allá abajo, a más de
dos mil metros de profundidad. Es decir, Byron Marsh sabía cómo era aquel
objeto, no qué era exactamente. Le sucedía en ocasiones que recibía la información
a medias, como si estuviera escuchando la radio y la emisión quedase deteriorada
por parásitos.
Esto le había ocurrido toda la vida, pero sólo
cuando llegó a la pubertad se dio cuenta de que, aunque confusamente, él sabía
cosas que los demás no sabían y ni siquiera intuían. A medida que transcurría
el tiempo de su vida, Byron Marsh iba captando más y mejor esas emisiones con
parásitos, hasta el punto de que hacía más de diez años que había empezado a
recibir incluso los pensamientos de las personas que le rodeaban, y últimamente
incluso los de personas alejadas de él considerable distancia. Todavía siempre
con aquellas intermitencias, aquellos vacíos que deterioraban la información
completa.
Pero en el caso de Camelia Hobson, sentada ahora
frente a él y mirándole fijamente, la presencia de parásitos era prácticamente
nula. Sabía muy bien lo que ella estaba pensando:
«Este hombre es extraordinario en todos los sentidos,
y me pregunto si él se ha dado cuenta y está fingiendo o soy yo la que está
equivocada y en el fondo es un pobre tonto. ¡Por supuesto que en la cama debe
ser formidable! O por lo menos, normal. Es un hombre... extraño.»
—Me parece —mintió descaradamente Camelia— que
lo que ocurre es que yo no le gusto, profesor.
—No diga tonterías, Camelia. No creo que haya
hombre alguno en la Tierra al que usted no le guste. En fin, espero que no sea
usted la que se me esté insinuando a mí.
—La verdad es que no. Lo único que he estado
intentando en todo momento ha sido saber la verdad. Pero ya comprendo que no me
la va a decir. Así que podríamos cambiar de tema.
—¿De qué le gustaría hablar?
—Bueno, hablemos del sol, por ejemplo —se estiró
complacida la pelirroja, tensando aún más sus pechos—. ¿Qué le parece el sol?
La respuesta de Byron Marsh la dejó atónita.
Había mencionado el sol simplemente para demostrar que estaba dispuesta a
cambiar de tema, a tocar uno menos importante para ambos. ¿Qué se podía decir
del sol que ellos no supieran ya? Sin embargo, sí, quedó atónita al escuchar la
respuesta de Byron:
—No es azul.
Tras el aturdimiento, Camelia exclamó:
—¿Qué?
—Que no es azul.
—¡Cielos, qué idea...! ¿Por qué habría de ser
azul?
—Podría serlo.
—¿Un sol azul?
—¿Por qué no? Contiene todos los colores, ¿no es
así? Y se me ha ocurrido que tal vez en otras condiciones atmosféricas lo veríamos
azul.
Camelia alzó la mirada hacia el sol, guiñó los
ojos, y luego suspiró simpáticamente.
—Tengo la impresión de que no desea usted
conversar en estos momentos, profesor. Como si estuviera pensando en otras
cosas. Si es así, dígamelo francamente, y no le molestaré más en sus
reflexiones.
—En realidad, estaba pensando en preparar mis
cosas para volver a casa. No se enfade, Camelia.
—Tal vez no se haya dado cuenta —sonrió Camelia—,
pero no es fácil enfadarse con usted. En fin, sea tan amable de presentar mis
saludos a su madre.
—Así lo haré, gracias. Hasta luego.
Dejando a la pelirroja tomando plácidamente el
sol, Byron Marsh entró en el yate, dirigiéndose directamente a su camarote, en
cuya litera se tendió. Cerró los ojos.
Y en el acto supo que algo estaba sucediendo en el espacio, y que se acercaban grandes cambios.
* * *
A tres mil millones de kilómetros de la Tierra,
inmóvil en el espacio, la enorme plataforma espacial tecnicocientífica apareció
por fin en los visores de la nave comandante. Ante éstos, Vitanio se quedó contemplándola
satisfecho. La plataforma había precedido al escuadrón de veinte naves que
ahora se acercaban a ella para posarse en sus pistas y esperar el momento
definitivo, junto con las otras diez naves adelantadas que ya debían haber
cumplido su misión y ahora aguardaban el gran momento. Treinta naves en total.
El momento llegaría pronto. Vitanio había esperado cincuenta años terrestres
para volver a ver la Tierra.
Y ahora, pronto la vería. Pronto estaría de nuevo
allí.
La plataforma tecnicocientífica iba aumentando
de tamaño en la pantalla del visor. Era tan grande que podían posarse en ella
no treinta, sino cien naves de Makono. En sus grandes talleres, ahora vacíos,
habían sido terminados de construir los ingenios propulsores durante el largo
viaje desde Axalia a la Vía Láctea. Todo estaba en orden...
«Vitanio», recibió éste la llamada de Kanio.
Se acercó a éste, que se hallaba al cargo de los
visores de vigilancia. En éstos, finalmente, aparecían las señales temidas. No
habían conseguido despistar en el largo viaje; a las naves perseguidoras.
«Son de Valka —expresó Kanio—. A las de Kixono
sí parece que conseguimos dejarlas atrás.»
«Yo no confiaría demasiado en ello», replicó Vitanio.
«Tal vez puedan rastrearnos más adelante, pero
por ahora sólo tenemos cerca a las de Valka. Y ello porque hemos tenido que
reducir la velocidad al acercarnos a la plataforma. Tienen que haber
comprendido que nos estamos acercando a nuestro destino.
«Sí. Y eso es lo que han estado esperando
durante todo un tak de persecución. Posiblemente, la culpa es mía. Debieron
rastrearme la vez anterior durante mi regreso, y al verme partir otra vez con
la misma ruta quieren saber adónde voy, qué es lo que hemos encontrado en el espacio
que merece la atención de un segundo viaje.»
«No se atreverán a atacarnos.»
«Temo que te equivocas, Kanio. Sus censores
detectarán muy pronto la Tierra, y en cuanto comiencen a analizarla sabrán que
hay allí una vida insólita, y que es eso lo que nosotros hemos venido a buscar.
Entonces, como es costumbre en ellos, querrán apoderarse de lo que nosotros
tenemos o deseamos. Y no es eso lo peor... Me pregunto qué harían los de Valka
y los de Kixono con la Tierra.»
«Quizá también ellos quieran un jardín.»
La mente de Vitanio permaneció en reposo. Sí,
quizá los valkianos quisieran también un jardín. Y los kixonianos. Un inmenso
jardín hasta entonces inimaginado en el rincón del universo del cual
procedían...
«Debimos ocultar la Tierra con una barrera
protónica», expresó Kanio.
«No podíamos hacer eso. Ellos tienen instrumentos
de visión y exploración espacial, Kanio, y los están utilizando continuamente.
Si no hubiéramos colocado la barrera protónica entre la plataforma y la Tierra,
los seres de ésta ya la habrían detectado. Con la barrera protónica ni se les
ocurre que nos tienen tan cerca, no pueden detectarnos en modo alguno. Pero si
en lugar de simplemente ocultar nuestra plataforma hubiéramos rodeado la Tierra
con una barrera protónica, los terrestres se habrían alarmado al no ver nada
alrededor de ellos durante sus exploraciones. Habría sido como dejarlos ciegos
en cuanto al espacio, ni siquiera verían su sol... Y esto habría ocasionado una
alarma total..., o una catástrofe de alcance imprevisible. No, no podíamos
rodear la Tierra con una barrera protónica.»
«Pues los valídanos la van a detectar pronto...,
si no lo han hecho ya. De modo que tendremos que guerrear con ellos... o cederles
la Tierra.»
«No les cederemos el jardín de Makono —expresó
firmemente Vitanio—. De ninguna manera permitiremos que los valkianos se
apoderen del planeta de las flores. Sigue vigilándolos.»
Vitanio se desmaterializó en la sala de
controles, y se materializó en la de estudios, donde Akolia y el anciano Ekiono
lo miraron sonrientes.
—Vitanio —se expresó Akolia en inglés, idioma
que utilizaban con frecuencia para practicarlo lo máximo cuando estaban solos
los tres—, estamos llegando a la plataforma, ¿no es cierto?
—Sí, pero llevamos detrás todavía a los de Valka,
con no menos de veinte naves. Temo que nos atacarán. Y estoy pensando en el
modo de solucionar eso.
—Hay una solución muy simple —dijo Ekiono—: anticiparnos
a su ataque.
Vitanio lo miró sorprendido.
—¿Quieres decir que seamos nosotros, los makonianos,
quienes llevemos a cabo una agresión? ¿Quiénes iniciemos un combate o una
guerra? ¡Eso no ha sucedido nunca, Tikiono!
—Todo sucede por primera vez —dijo Ekiono—. Y tenemos
un hecho cierto: los valkianos nos atacarán tarde o temprano, ¿no es así?
—Realmente, así será —admitió Vitanio.
—En ese caso, el combate es inevitable. ¿Por qué
tenemos que esperar, entonces, que ellos tomen la iniciativa y por tanto todas
las ventajas?
—Llevamos probetas suficientes para que eso no
nos preocupe.
—Ya sé eso. Pero yo no estoy pensando en
nuestras esencias, sino en nuestras naves. A nosotros no pueden destruirnos
definitivamente, pero sí a nuestras naves. Si destruyen nuestras naves no
podremos llegar a la Tierra para hacer el trabajo, y además, si todas nuestras
naves quedasen desintegradas desintegrarían también todas nuestras probetas.
¿Dónde se refugiarían entonces nuestras esencias?
—Siempre quedará una nave con las suficientes
probetas para todos nosotros, Ekiono.
—Seguramente. Pero supongamos que liberan tu esencia,
que te hacen volver a tu esencia. Tardarías mucho tiempo en volver a ser el
Vitanio de ahora, y entonces..., ¿qué haríamos los demás? ¿Qué haríamos sin ti
en este viaje, Vitanio?
—Creo que Ekiono tiene razón, hermano —dijo Akolia.
—Llevamos suficientes comandantes para que cualquiera
de ellos tome el mando acertadamente —replicó Vitanio—. Y nosotros no somos los
únicos que hablamos los idiomas de la Tierra. Todo podría llevarse a cabo sin
nosotros... Y cuando volviéramos a nacer nos encontraríamos ya con la Tierra
convertida en el jardín de Makono. Así pues, no tenemos por qué preocuparnos.
—Tienes tu parte de razón —admitió Ekiono—; pero
todos deseamos que seas tú quien nos dirija en la Tierra. De modo que cuida tu
cuerpo, Vitanio, no permitas ahora que torne a su esencia..
—Insisto en que Ekiono tiene razón —dijo Akolia.
—Me repugna iniciar la guerra.
—Te repugne o no, si los valkianos están cerca
es inevitable —dijo Ekiono—. Y cuanto antes solucionemos eso menos naves
perderemos... Ya sé que unas naves no tienen importancia, pero sí en estas
circunstancias. Tendríamos que esperar un tak para que nos enviasen repuestos
desde Makono.
—Ekiono —sonrió Vitanio—, ahora me doy cuenta de
que hasta tú empiezas a admitir que eres anciano. Temes que si sufrimos un
retraso ya no puedas ver la Tierra tan pronto como deseas, ¿no es cierto?
—Sí, es cierto —admitió Ekiono—. Me gustaría
verla con los ojos de Ekiono, no de cualquier otro cuerpo.
—Está bien. Iniciaremos el combate.
Vitanio se desmaterializó, y se materializó en
la sala de controles, junto a Kanio, que lo miró con expresión preocupada.
«Vitanio, estoy seguro de que van a atacarnos de
un momento a otro.»
«Les vamos a dar una sorpresa, Kanio: voy a
salir con seis naves de combate. Todo preparado.»
Vitanio se desmaterializó, materializándose al
instante en la rampa de salida, donde ya la tripulación de seis naves de
combate se dirigía hacia éstas. La comunicación mental entre Vitanio y los
combatientes fue perfecta, y en cuestión de segundos todos estaban en sus puestos.
La orden mental de Vitanio llegó a Kanio. La compuerta se abrió en la popa de
la oblonga nave makoniana, y las seis naves salieron en un instante, en
silenció total, a la negrura del espacio.
Detrás de la formación de naves makonianas, a
unos quinientos mil kilómetros, se veían los destellos de las naves de Valka.
«Dispersadlas y desviadlas», ordenó Vitanio.
«Orden recibida», contestaron veintitrés mentes.
Las pequeñas naves de combate dejaron pasar las
gigantescas que seguían a la comandante, recién abandonada por Vitanio. Luego,
directas como rayos de luz, se dirigieron al encuentro de las naves de Valka, a
un décimo de ken. En cuarenta segundos estarían en el mismo espacio que las
naves adversarias.
«Vitanio —llegó la advertencia de Kanio—, sus naves
de combate también han salido. Acuden a vuestro encuentro.»
«Preparad las probetas, Kanio.»
«Orden recibida.»
«Formación de agresión —ordenó seguidamente Vitanio—.
Destrucción en diez centésimas de mok.»
Las seis naves makonianas se colocaron en forma
de delta, con la de Vitanio en cabeza y en posición inferior, de modo que cada
una de las naves bélicas de Makono podría disparar sin riesgo alguno de
alcanzar una de sus compañeras.
Apenas habían transcurrido quince segundos desde
la orden de destrucción cuando frente a ellos comenzaron a distinguirse
perfectamente las naves de combate de Valka, precediendo a las naves grandes,
abriéndoles camino. Y evidentemente, estaban dispuestos a conseguirlo como
fuese.
El primer disparo apareció en una de las naves
de cabeza de la formación valkiana, y pasó como un destello lumínico por encima
de la formación makoniana..
«Rectifico orden —expresó Vitanio—: destrucción
inmediata.»
«Vitanio —se comunicó de nuevo telepáticamente
Kanio—, ellos han sacado veinte naves.»
«Orden de combate total —expresó Vitanio—. Kanio,
saca todas nuestras naves. Formaciones escalonadas sucesivas. Orden vigente:
destrucción ya.»
Desde las naves valkianas seguían llegando los
rayos lumínicos de los disparos en el momento en que los makonianos comenzaron
a su vez a disparar. A diez mil kilómetros, dos naves de Valka desaparecieron
silenciosamente en la negrura del espacio. Por encima y detrás de la nave de
Vitanio, una de sus naves también desapareció..., pero dejando en el espacio
cuatro formas luminosas que se elevaron rápidamente por encima de la zona de
combate.
«Kanio —ordenó Vitanio—, la nave de recogida.»
«Está saliendo.»
Dos rayos lumínicos se cruzaron por encima de la
nave de Vitanio, a menos de un kilómetro. Detrás, otra nave makoniana
desapareció, y otras cuatro formas luminosas quedaron un instante flotando,
para elevarse a toda prisa en pos de las anteriores. De la nave de cola de la
formación makoniana de viaje se desprendió una pequeña nave circular que se
desplazó inmediatamente en dirección a las ocho formas luminosas que flotaban
ahora muy por encima del área de combate.
Vitanio disparó hacia la formación valkiana, y
otra nave de ésta desapareció, siempre en silencio, desintegrada, dejando
apenas un destello de luz verdosa. En cuestión de segundos las restantes naves
de combate salidas de las naves de viaje makonianas se unieron a la formación
inicial de seis, y el espacio se llenó de rayos de luz que fueron incidiendo en
las naves enemigas, que iban desapareciendo una tras otra como si sólo hubieran
sido sombras. Todo seguía inalterable en la oscuridad espacial, para el
universo nada estaba sucediendo que pudiese alterarlo en modo alguno.
Con tres bajas más en la formación total, las
naves de. Makono se cruzaron con las de Valka, directas hacías las naves de
viaje de éste, una de las cuales desapareció inmediatamente tan silenciosamente
como las de combate. Los tripulantes de éstas comprendieron que el objetivo de
los makonianos era destruir las naves de viaje, y viraron rápidamente,
regresando, desdeñando el ataque a las naves de viaje de Makono para atender la
defensa de sus propias naves grandes. Otras dos de éstas habían desaparecido, y
en seguida lo hizo otra más. Se veían sus luces de navegación, que desaparecían
de pronto, y eso era todo:
Atacadas ahora por detrás, las naves makonianas
se dividieron en dos formaciones, una de las cuales se enfrentó a las que
regresaban en su busca, mientras las restantes proseguían su ataque contra las
naves de viaje valkianas, desintegrando tres más rápidamente.
Las pérdidas sufridas por los valkianos les obligaron
a tomar la decisión de huir, y se dispersaron elevándose y retrocediendo a toda
velocidad.
«Se van —expresó Vitanio—. Enfrentad a las de
combate.»
Como diminutos puntos luminosos que trazaban
rayas de luz en la negra inmensidad, las naves de combate de Valka y Makono
cruzaban el espacio en todas direcciones, desapareciendo algunas de ellas por
ambos bandos. Era como un entramado de luces fantasmagórico, destellos que
nacían palidecer aún más el resplandor lejano de las estrellas.
En cuestión de quince segundos más, la batalla
espacial quedó decidida: las naves de combate de Valka partieron a toda
velocidad en pos de sus naves de viaje, huyendo, mientras las de Makono
iniciaban el regreso en pos de sus propias naves. Por encima de ellos, los
puntos luminosos desaparecían en cuanto la nave circular se les aproximaba,
absorbiéndolos.
Dos minutos más tarde, Vitanio abandonaba su
nave de combate, se desmaterializaba, y se materializaba al instante en la sala
de Esencias, donde se esperaba la llegada de las probetas enviadas fuera en la
nave circular, que tardó todavía otro minuto en regresar a la nave comandante.
Y a los pocos segundos, las pequeñas probetas fueron traídas a la sala, donde
los genéticos se hicieron cargo de ellas para colocarlas en sus vitrinas
uterinas. Dentro de cada probeta había todavía un resplandor rosavioláceo, que
se iba difuminando, absorbido por el óvulo de mujer makoniana, que quedaba así
fecundado. Trescientos días terrestres más tarde, de cada óvulo nacería un
makoniano cuyo cuerpo anterior había sido desintegrado en el espacio en su combate
contra los valkianos.
Sólo había un inconveniente en esto: los
makonianos así recuperados para una nueva vida nunca tendrían madre. Los óvulos
habían sido donados por mujeres de Makono especialmente elegidas para ello por
su gran calidad genética. Nacerían, pues, hermosos e inteligentes makonianos,
para orgullo de las mujeres donantes de óvulos. Pero era un orgullo colectivo,
y nunca, ninguna de ellas sabría distinguir a su hijo de otros makonianos con
los que conviviría. Y esto, tanto a los así nacidos como a sus desconocidas madres,
les privaría de una de las facetas más maravillosas de la vida: el mutuo amor
entre madre e hijo o hija. Sin embargo, había en Makono suficiente amor para
poder prescindir de ese amor en una de las existencias de los makonianos, cuyas
esencias habían pasado en una u otra ocasión por esa experiencia. Pero la vida
seguía en ellos, y cuando volvieran a ser esencia sí podrían elegir un vientre
natural de madre y no una probeta y una vitrina uterina...
Vitanio contó treinta y dos vitrinas uterinas
ocupadas. Había sido una pérdida momentánea grande, pero todavía quedaban en
las naves, y sobre todo en la plataforma adelantada, makonianos suficientes
para cumplir el proyecto sobre el planeta de las flores.
«Vitanio —le llegó a éste la expresión de
Kanio—, por el momento hemos dejado atrás a los de Valka, pero no estoy
tranquilo. Nos han seguido hasta demasiado cerca de la plataforma y de la
Tierra, y si deciden rastrearnos nos encontrarán de nuevo.»
«Si así lo hacen volveremos a rechazarlos,
Kanio. Ahora, comunica con la plataforma y pide que abran la barrera protónica
para nuestra nave: nosotros vamos directos a la Tierra.»
«Todo está preparado allí. En la plataforma sólo
tendrán que esperar tus instrucciones finales para proceder.»
«Bien. ¿A qué distancia estamos de la Tierra?»
«Veinticinco mil kenes Estamos viajando a un
cuarto de ken.»
«No. Al límite, Kanio; pon la nave a velocidad
de ken. Quiero llegar allá cuanto antes.»
«Velocidad de ken total.»
Vitanio se desmaterializó, se materializó en su cámara de reposo, y se tendió a descansar. Como le venía sucediendo hacía tiempo, en su mente apareció, como un hermoso destello, aquella imagen de unos abundantes, brillantes, hermosísimos cabellos rojos.
* * *
Camelia Hobson agitó su roja cabellera, y
suspiró. Ciertamente, se estaba maravillosamente al sol, pero comprendió que se
estaba excediendo. Se tocó los desnudos pechos, que ardían, se pasó luego las manos
por el vientre, asimismo ardiente, y volvió a los pechos. Se quedó mirando los
grandes pezones con expresión consternada, mientras sentía en ellos y su máxima
intimidad el deseo.
«Debe ser el sol, que hace hervir mi sangre»,
pensó, queriendo bromear consigo misma.
Como fuese, sentía aquella profunda y poco menos
que insoportable apetencia sexual. Pero no era esto lo que la tenía inquieta de
tal modo, sino aquella sensación de penetración insatisfecha, y, sobre todo,
las imágenes que continuamente se formaban en su mente: un hombre hermoso, sin
rostro, pero de blancos cabellos y cuerpo musculoso, blanco y duro, se tendía sobre
ella, la besaba en la boca con aire como de fuego, y la penetraba tan vigorosamente
que le hacía recordar sus sensaciones de virgen, pero mucho mejores, pues en
aquella ocasión, cuando perdió la virginidad, todo había sido bastante decepcionante.
En realidad, Camelia Hobson se arrepentía de
haber realizado el acto sexual. Lo había hecho pocas veces, y sólo con dos
hombres a los que, sucesivamente, había creído amar. El primero de ellos,
cuando ella tenía solamente diecisiete años, y, tras la desfloración, que
prometía ser algo maravillosos, sólo hubieron unos pocos encuentros más, que,
aunque no tanto como el primero, también resultaron bastante decepcionantes. Su
segundo y último hombre lo tuvo a los veinte años, casi veintiuno, y fue, ¡oh,
vulgaridad de vulgaridades!, uno de sus profesores de la universidad.
Con éste las cosas fueron bastante mejor, llegó
a experimentar el placer esperado y ansiado, y todavía tenía buen recuerdo de
ello, aunque en ocasiones se decía a sí misma que no había sido completo, que
algo había faltado. Pero sobre todo, llegó la decepción a nivel relación
normal. Fue cuando Camelia Hobson comprendió que en adelante iba a tener muchas
dificultades para hacer el amor, y todavía más para enamorarse, porque los
hombres, simple y llanamente, le parecían bastante tontos y en general absurdos.
No pensaba esto con desprecio, ni superioridad, ni nada parecido. Era que, en
verdad, todos los que la buscaban (y que no eran pocos) y decían estar
enamorados de ella evidenciaban bien pronto dos cosas. Una, que, en efecto,
parecía estar muy enamorados realmente de ella. Dos, que carecían de la
imaginación y la personalidad suficiente para que ella pudiera tomarlos en
consideración de un modo definitivo. Así que su alternativa consistía en aceptarlos
como eran en aquel momento, gozar del amor y el sexo que le ofrecían, y no
complicarse la vida.
Pero sabía que si hacía eso iba a pasarse la
vida de hombre en hombre, buscando siempre algo que ninguno parecía tener, y
convirtiéndose, en definitiva, en una chica de cama hermosa y agradable, pero
finalmente reconocida como chica de cama y nada más.
Y no, eso no le hacía demasiada gracia.
En cuanto al hombre de los cabellos blancos...,
¿quién otro podía ser sino el profesor Marsh? Nunca había conocido a otro
hombre de sus características físicas, de modo que sólo podía ser él el hombre
con el cual se veía haciendo el amor en aquellas imágenes que cada vez con más
frecuencia e intensidad acudían a su mente.
Así pues..., ¿estaba enamorada de Byron Marsh?
A ella le parecía que no, pero estaba convencida
de que aquellas imágenes debían significar algo.
Se sobresaltó al darse cuenta de que se había
quedado completamente abstraída contemplando sus pechos, y miró rápidamente
hacia la playa, por si regresaba alguien del barco y podía estar viéndola. No
era así. Y hacía allí ahora demasiado calor.
Se puso en pie, recogió el sujetador del bikini,
y entró en el barco. Podía hacer dos cosas: o tomar una ducha aceptablemente
fría, o ir al camarote del profesor y pedirle que, por favor, hiciese el amor
con ella de aquel modo, con el beso de aire caliente y aquella penetración tan
vigorosa que le hacía recordar sus lejanas sensaciones de virgen.
«Me pregunto qué haría el profesor si me
presentase en su camarote pidiéndole que me penetrase.»
Se quedó en la sala, dubitativa. Y así estaba
cuando apareció Byron Marsh, portando un par de maletas y con gestos apresurados.
Se quedaron mirándose un instante, y en seguida Camelia miró las maletas.
—Pero... ¿realmente se va usted ahora mismo?
—exclamó.
—Sí.
—Bien... Bueno, no sé qué decir.
—Usted puede quedarse si lo desea, Camelia, ya
sé lo dije. La avisaré cuando la necesite.
—Lo que significa bien claramente que ahora no
me necesita para nada.
—También le dije que voy a ver a mi madre, no a
trabajar. Pasaré con ella unos días. Me parece que olvidé decirle que dentro de
tres días es su cumpleaños.
—Ah... Es cierto, no me lo dijo. ¿Cuántos cumple?
—Setenta.
—Eso ya empieza a ser años —sonrió Camelia—. Espero
que se encuentre bien.
—Oh, sí, sí, ella está perfectamente, desde luego.
—¿Y cómo lo sabe usted? Hace varias semanas que
no tiene noticias de su madre, que yo sepa.
—Bueno... Lo supongo. Es una mujer muy sana.
—¿Le regalará un pastel con setenta velitas?
—rió Camelia.
—Es una buena idea —sonrió Byron—. Lo haré.
—Tal vez se acuerde de guardarme un pedazo.
—Digamos que, por lo menos, me lo comeré a su
salud. Y también me beberé a su salud ama copa de champaña: Supongo que no
tiene usted intenciones de bajar a tierra esta mañana.
—No, no las tengo. ¿Por qué?
—Porque voy a llevarme la lancha pequeña, y no
queda ninguna otra junto al barco. Se quedará aquí, aislada y sola hasta que regresen
los demás.
—Le aseguro que no es eso lo que me preocupa.
—¿La preocupa algo?
Camelia miró los blancos cabellos de Byron
Marsh. Y de pronto, se dio cuenta de qué la expresión de él cambiaba de un modo
extraño. Tuvo la súbita sensación de que el profesor, simplemente, estaba
leyendo sus pensamientos, y se sonrojó.
—No, no me preocupa nada. Espero que tenga buen
viaje.
—Gracias. Y... hasta la vista.
CAPÍTULO II
Su vista ya no era buena, pero nada más ver al
hombre que apareció en el camino, Evelyn Marsh sintió que el corazón le daba un
vuelco. Habían pasado cincuenta años desde aquella noche, pero sabía que no
podía equivocarse.
Lo vio aparecer caminando lentamente, como
recreándose en un paseo. Alto y atlético, con aquel caminar aplomado que en
modo alguno correspondía a la gente que ella conocía y había conocido durante
toda su vida... El sol hacía brillar sus blancos cabellos de un modo increíble,
como si fuesen de nata.
Sentada en una mecedora colocada en el porche,
Evelyn permaneció inmóvil, fija su mirada en el hombre que se acercaba. Sabía
que él también la había visto, pero ninguno de los dos hizo gesto de saludo
alguno, no demostraron de ninguna manera que conocían la presencia del otro.
El hombre se dirigió directo hacia el jardín situado
a un lado de la casa, y se detuvo ante los nuevos rosales. Una de sus grandes y
blancas manos acarició una de las rosas, ya muy abierta, ofreciendo todo el
intenso color de sus pétalos y la levedad de los restos de su perfume. Evelyn
sentía los fuertes latidos de su corazón. Miraba al Hombre, y sabía que era el
mismo, que era uno de ellos. No importaban aquellos cincuenta años, él había
regresado por fin, eso era todo. Y ella había sabido en todo momento que aquel
hombre regresaría.
El mismo hombre.
Era uno de los dos, naturalmente el que había
escapado a los disparos de Edgar. El mismo. No más viejo, sirio igual, exacto a
como ella lo recordaba. Como si no hubieran pasado cincuenta años. ¡Dios mío,
cincuenta años, ella era ahora una anciana, y aquel hombre seguía igual! Él no
había cambiado, pero ella sí. No sólo sus cabellos ahora grises, sino toda
ella, lógicamente, había cambiado. Ya ni se acordaba de cuando era jovencita y
tenía un cuerpo hermoso y apretado. Ni se acordaba.
El hombre la miró de pronto, y luego se acercó a
ella, despacio, mirando a todos lados. Tal vez temía que apareciese Edgar con
la escopeta. Este pensamiento hizo sonreír a Evelyn. ¡Pobre Edgar, ya
descansaba en paz hacía casi diez años...!
El hombre se detuvo ante ella, sonriente.
—Buenas tardes, señora-saludó.
¡De modo que esta vez aceptaba hablar! Vaya,
esto sí que resultaba cómodo y práctico.
—Buenas tardes —respondió Evelyn—. Me alegra mucho
volverle a ver.
—Gracias —sonrió Vitanio—. Observo que sigue teniendo
usted un bonito jardín.
—No tengo otra cosa que hacer. Hace tiempo esto
era una granja, pero ya no lo es. Ha sido convertida en una quinta de recreo,
uno de esos lugares donde no hay que hacer más que pasarlo agradablemente. Mi
hijo Byron lo decidió así después de que murió mi maridó..., el hombre de la
escopeta.
—Lo recuerdo.
—Por supuesto. ¿Cómo le ha ido en la vida?
—Muy bien —rió Vitanio—. Espero que a usted le
haya resultado agradable, señora.
—No puedo quejarme. Tuve un buen marido, una existencia
tranquila, y un hijo inteligente y cariñoso que ahora me mantiene como si fuese
una reina. Ahora está en Australia. Bueno, por ahí.
—No —negó Vitanio—. No está en Australia. Está
muy cerca de aquí. Lo verá usted pronto.
—Eso me alegra mucho. Hace un mes que no le veo
ni tengo noticias de él... ¿Está bien mi hijo, señor?
—Así es.
—Ya le he dicho que él se llama Byron... ¿Cómo
se llama usted?
—Vitanio.
—Me gusta. ¿Dónde ha estado usted todo este tiempo?
—En Makono, planeta de la galaxia Axalia.
Evelyn Marsh no se inmutó en absoluto. Lo había
sabido durante cincuenta años. Durante cincuenta años había sabido que había
ocurrido algo extraordinario allí, en la granja de los Marsh. Comenzó a
intuirlo cuando vio aparecer de aquella manera tan súbita a los dos desconocidos
de blancos cabellos que no dijeron luego una sola palabra. Y estuvo segura de
ello cuando, sentada en la cama asustada por los disparos que hacía Edgar fuera
de la casa, vio aparecer de pronto en el dormitorio aquella bola luminosa de
precioso colorido, que flotó hacia ella y se introdujo en su vientre
simplemente atravesado su carne e instalándose allí dentro.
En aquel mismo instante, mientras sentía aquel
bienestar y ni el más pequeño asomo de susto o temor, supo que, por lo que
fuese, a ella, a la joven Evelyn, le había ocurrido algo increíble que nunca
debía decir a nadie, so pena de que la tachasen de loca. A nadie. Ni siquiera a
Edgar, su marido. Absolutamente a nadie.
¿Y qué había hecho Edgar Marsh cuando vio los
blancos cabellos de su recién nacido hijo? Pues, estuvo más de un minuto
mirándolos, y luego la miró a ella fijamente y dijo:
«-¿Entró en ti aquella cosa resplandeciente?
»-Sí, Edgar. Pero éste es tu hijo.
»-Lo sé. Carnalmente, es mi hijo. Espero que su
espíritu me perdone que lo matase antes de nacer.»
¿Dios mío, pobre, pobre Edgar...! De un modo u
otro, como ella, había comprendido la verdad de lo sucedido, y estuvo sufriendo
atrozmente hasta el día en que el pequeño
Byron, que tenía cuatro años entonces, se quedó
mirándolo fijamente una noche y dijo:
«-Papá, no tienes que preocuparte: te quiero.»
El sobresalto de Edgar fue mayúsculo, pero en
seguida, tras reponerse, todo él cambió, desapareció de su rostro la expresión
entre triste y temerosa, y a partir de aquel mismo momento todavía fue más bueno
y comprensivo, trabajó duramente pata darle a su hijo lo máximo que pudiese
conseguir, le ayudó en todo, le alentó, lo admiró a medida que el joven Byron
Marsh fue demostrando su prodigiosa inteligencia, y, sobre todo, su afecto por
sus padres físicos...
—En realidad .—sobresaltó a Evelyn la voz de
Vitanio, arrancándola de sus pensamientos—, su hijo tuvo suerte, señora: tuvo
madre. De no haberla elegido a usted, todavía estaría por aquí esperando nacer
en una probeta.
—Sé que él ha estado feliz con nosotros...
—murmuró Evelyn—. ¿Sabía usted lo que yo estaba pensando?
—Mejor que si me lo hubiese explicado con palabras.
—Entiendo... Supongo que su planeta está muy
lejos.
—Ya ve que he necesitado cincuenta años para ir
y volver. Ustedes, con sus medios de propulsión, tardarían miles de años.
—No entiendo nada de todas esas cosas —se echó a
reír Evelyn—. Pero Byron sí entiende muchísimo. Es profesor de Ciencias
Espaciales.
—Claro.
—Nunca he sabido cómo se llamaba antes, y creo
que él tampoco lo ha sabido. ¿Cómo se llamaba cuando vinieron ustedes entonces?
—Andio. La recuerdo a usted con los cabellos
rojos.
—¡Pues ya los ve ahora! —volvió a reír Evelyn—.
¿No quiere usted sentarse?
—He venido con mi hermana y un amigo, señora,
—Bueno, pues que venga a sentarse.
Akolia y Ekiono se materializaron en el acto
delante mismo de Evelyn, que soltó un respingo y se llevó las manos al pecho,
mientras sus ojos se abrían mucho.
«¡Ekiono, te dije que tuvieras cuidado con
eso!», reprendió Vitanio.
«Lo siento, Vitanio.»
«Vitanio —preguntó Akolia—, ¿ella es la madre de
Andio?»
—Sí.»
—¡Dios mío, qué susto me han dado! —pudo
exclamar Evelyn—. Espero que no hagan muchas cosas como ésta.
—Tendremos cuidado en lo sucesivo —dijo Ekiono—.
Ha sido culpa mía.
—También mía —admitió Akolia—. Estaba impaciente
por conocer a la madre de Andio.
—Mi hermana Akolia —presentó Vitanio—. Nuestro
amigo es Ekiono, uno de nuestros ancianos más sabios. No ha querido morir sin
ver la Tierra con sus propios ojos.
—Oh. Bu.. bueno, espero..., espero que les guste...
«¡Cuidado con lo que dices, Ekiono!», advirtió
Vitanio.
—Sí —dijo Ekiono—, nos gusta mucho. Es el
planeta más hermoso de cuantos conocemos.
—¿De verdad? —abrió de nuevo los ojos Evelyn—. ¿Han visto muchos? ¿Cómo son los otros planetas, qué hay en ellos, están habitados...? ¡Oh, qué tontería, claro que están habitados, si ustedes están aquí...!
* * *
—Pare aquí —dijo Byron Marsh.
El conductor del taxi que había alquilado en
Owatonna miró sorprendido a su pasajero utilizando el espejo retrovisor.
—¡Qué? ¡Aquí? ¡Pero aquí sólo hay campo...!
—No importa. Haré el resto del camino a pie.
Quiero darle una sorpresa a mi familia.
—Me parece que ha olvidado usted que lleva maletas.
—No lo he olvidado. Pare.
—Bueno, usted paga, así que usted manda.
El taxista detuvo el vehículo a un lado de la
carretera, se apeó, sacó del maletero el equipaje de su pasajero, cobró el
importe del servicio, y emprendió el regreso a Owatorina. Allá cada cual con
sus cosas.
Byron Marsh tomó una maleta con cada mano, y
reanudó lentamente el camino hacia la granja convertida ahora en quinta de
recreo para su mente. Estaba todavía a media milla de distancia de la casa,
pero sabía que ellos habían llegado. Simplemente, ellos. No sabía con certeza
quiénes eran, ni cuántos, pero sabía que estaban allí, en su casa, con su
madre. Y sabía que eran ellos quienes, en el mes de abril, habían arrojado
aquellos enormes tubos que ahora yacían en los fondos marinos, esperando ser
utilizados.
Para Byron Marsh la situación se presentaba más
bien caótica. Sabía que no debía temer nada, pero al mismo tiempo intuía que
podía suceder muy pronto algo que a él no habría de gustarle. Algo relacionado
con la tierra, con su planeta...
«Andio, bien hallado —percibió de pronto en su
mente—. Soy Vitanio.»
Byron se detuvo en seco. Dentro de su cabeza comenzó
a sentir una presión fortísima, como si algo se estuviera prensando allá
dentro. No... No, no, no. Era al revés. Era como si su cerebro quisiera expandirse
y al quedar aprisionado en la celda craneana le doliera horriblemente. Unas
gruesas gotas de sudor brotaron de pronto en la frente de Byron Marsh, y acto
seguido en todo el cuerpo. En cuestión de segundos quedó empapado en sudor.
Entro de su cabeza, el cerebro seguía intentando la expansión imposible.
—No... —gimió Byron Marsh—. ¡No, no, no! ¡No puedo!
La sensación desapareció en el acto. Regresó la
calma, desapareció el insoportable dolor, el sudor remitió.
De repente, Vitanio se materializó frente a
Byron Marsh en la solitaria carretera.
—Hablaremos en inglés entonces, Andio —dijo Vitanio.
Byron Marsh se quedó mirando la aparición. Lo
había sabido siempre, siempre, siempre. Él no era como los demás hombres de la
Tierra... ¡Lo había sabido siempre, siempre!
—¿No me recuerdas? —preguntó Vitanio.
—No... No.
—Es natural, no te preocupes. Estamos con tu
madre. Ekiono y Akolia han venido conmigo. ¿Los recuerdas?
—No...
—Tu madre te está esperando.
—Ella no sabe que llego.
—Yo se lo dije. Déjame ayudarte.
Vitanio tomó una de las maletas, y se quedó
mirando a Byron Marsh con amable curiosidad. Este se llevó una mano a la
frente.
—Ha sido un dolor espantoso —murmuró.
—Lo siento.
—Nunca me había ocurrido nada igual al percibir
los pensamientos de otras personas.
—Es natural. Su potencia mental es muy inferior
a la mía, así que no podían afectarte. Iré con más cuidado hasta que te
desarrolles lo suficiente.
Byron asintió, y comenzó a caminar. Se sentía
como flotando en un ambiente diferente al conocido hasta entonces, pese a que
se hallaba precisamente en la parte que mejor conocía del mundo, aquella donde
había transcurrido su infancia con sus juegos. Pero le parecía ahora un lugar
diferente, más silencioso y como si el sol abrasara más. Sentía bajo sus pies
la tierra de otro modo, como si fuese más blanda.
Aspiró hondo, y preguntó:
—¿Yo me llamé Andio?
—Así es.
—¿Llegué contigo de alguna parte?
—De Makono, en la galaxia de Axalia.
—El nombre de esa galaxia no consta en los registros
de la Tierra.
—Ya lo sé. ¿Qué es lo que recuerdas, Andio?
—Sólo... No sé... Los disparos, y mi muerte, y
luego el cobijo que busqué. Sé que me mató mi padre antes de nacer del vientre
de su esposa, pero nunca, nunca le guardé rencor.
Creo que era un hombre bueno. Luego me han sucedido
muchas cosas extrañas; he sabido cosas que nadie sabía y que nunca habían sospechado...
Tengo visiones a veces..., pero incompletas. Sufro como desconexiones. ¿Me
entiendes?
—Sí. Todo eso lo arreglaremos, Andio.
—¿De qué modo?
—Yo te desarrollaré, queda tranquilo. En cuanto
a los propulsores has hecho bien en no decirle nada a nadie sobre ellos.
—¿Los propulsores? ¿Los tubos que están hundidos
en el mar? ¿Cuántos hay en total?
—Sesenta, pero estamos fabricando algunos más en
la plataforma de aproximación, mientras nuestros compañeros se están preparando
para trabajar en los mares.
—¿Preparando? ¿En qué sentido?
—Hemos traído a los más idóneos para la metamorfosis
exigible a fin de trabajar en los mares en la instalación definitiva de los
propulsores.
Byron Marsh tuvo de pronto la sensación de que
quedaba conectado al conocimiento definitivo. Y la revelación lo detuvo en
seco. Se quedó mirando a Vitanio.
—¿Habéis venido para llevaros la Tierra?
—Así es, Andio. Lo hemos estado pensando muy
bien, y finalmente hemos decidido llevárnosla a Axalia. Será el jardín de
Makono.
Byron asintió, y reanudó la marcha, en silencio.
Muy pronto divisaron la casa, que no había cambiado mucho en cincuenta años en
cuanto a su aspecto general, salvo que estaba siempre debidamente cuidada y pintada.
Era un lugar tranquilo, poco menos qué privilegiado, rodeado de campos con
pequeños bosquecillos dispersos. Campos ahora improductivos, pero que Byron
Marsh recordaba como alfombrados de mies y amapolas.
—La Tierra está triste —dijo de pronto.
—No te comprendo —se desconcertó sorprendentemente
Vitanio.
—Estaba más contenta hace años, cuando mi padre
la sembraba. Ahora se siente como una mujer estéril tras haber sido fecunda..!,
como una hembra a la que le hubieran arrancado las entrañas creadoras de vida
hermosa. Está agonizando de tristeza, y por eso produce vida inferior: maleza
que no sirve para nada.
—Cuando la Tierra esté orbitando Makono la sembraremos
toda de flores, Andio.
Byron miró de nuevo a Vitanio tras haber paseado
la mirada en torno, y sonrió lentamente.
—Sí —dijo alegremente—; la sembraremos toda de flores. Sigamos; tengo deseos de ver a mi madre.
CAPÍTULO III
Desde el porche, Evelyn estaba viendo llegar a
su hijo en compañía de Vitanio. Los veía ahora en el camino, y pese a la
similitud de ambos, sabía perfectamente cuál era Byron Marsh, y no sólo por las
ropas, sino por la manera de caminar, que aun siendo gallarda, era diferente a
la de Vitanio.
Junto a ella, Ekiono y Akolia miraban también a
los dos hombres que se iban acercando lentamente.
«Ekiono —expresó Akolia—, Andio no es como era.»
«Es lógico. No olvides que tuvo que refugiarse
en el vientre de una hembra de la Tierra, pues no tenía ninguna probeta. Si no
lo hubiera hecho así habría estado todo este tiempo vagando a la espera de
nuestro regreso en su busca, y nacería ahora, es decir, dentro del tiempo vital
preciso. Cuando naciese, nunca podría ser tu compañero. En cambio, ahora sí
podrá serlo.»
«Es cierto... —expresó alegremente Akolia—. ¡Es
cierto, Ekiono! Pero él no me recuerda, y quizá ahora no sienta amor por mí.»
«Es imposible no sentir amor por ti —aseguró
Ekiono—. Eres dulce y hermosa, Akolia. Aunque Andio no sea exactamente como
antes, te amará en cuanto te vea.»
Akolia dejó la mente en blanco. Andio y Vitanio
estaban ya muy cerca, y de pronto, ambos, ella y Andio, pudieron mirarse a los
ojos. Akolia no pudo penetrar la barrera mental de Andio, pero vio en sus ojos
un destello que la tranquilizó y la llenó de dicha. Evelyn se había puesto en
pie, y acudió al borde del porche a recibir a su hijo, que la abrazó y la besó
cariñosamente.
—Byron —dijo Evelyn—, ahora ya lo sé todo sobre
ti. Tu amigo Vitanio me ha estado explicando muchas cosas mientras te
esperábamos. Creo... que sólo he sido una probeta para ti.
—No exactamente, madre —rió Byron Marsh—, porque
a las probetas no se las ama, y a ti sí te amo yo. Y no se te ocurra decirle a
nadie que soy un niño probeta como esos que están de moda ahora en la Tierra:
se reirían de nosotros.
—No se lo diré a nadie-rió Evelyn.
—Bien hallado, Andio —saludó Ekiono en inglés.
Byron lo miró, y le sonrió. Luego, miró por fin,
de cerca y atentamente, a Akolia, se acercó a ella, y le puso las manos en los
hombros. Akolia, como Ekiono y Vitanio, vestían ropas de la Tierra, y parecía
una hermosa muchacha muy joven de extraños cabellos blancos bien recortados.
Para cualquiera que la viese aquella muchacha habría tenido el extraño capricho
de teñirse de blanco los cabellos. Para Byron Marsh, que los tenía
prácticamente como ella, todo era normal.
—Akolia —murmuró Byron—, siento no recordarte,
pero ya siento por ti algo muy hermoso.
—Cuando eras Andio nos amábamos —susurró ella.
—En ese caso, debo ser todavía Andio en la mayor
parte de mi ser. Pero no puedo comunicarme contigo más que con palabras, hasta
que Vitanio me haya desarrollado.
—Llevo mucho tiempo utilizando las palabras de
la Tierra —sonrió dulcemente Akolia—, y ahora me alegro de haberlo aprendido.
Andio, he estado esperando esto mucho tiempo..., y ahora ya soy una mujer.
—Byron —dijo de pronto Evelyn—, he invitado a
tus amigos a cenar, pero me han dicho que ellos llevan siempre sus propios
alimentos, y que no pueden consumir otros. Pero yo tengo ya apetito.
Byron la miró sonriente, y, de pronto, se echó a reír. Abrazó a Akolia por la cintura, a su madre por los hombros, y entraron en la casa.
* * *
El cuerpo de Akolia era maravillosamente blanco,
y ahora Byron lo contemplaba completamente desnudo. El mismo había ayudado a
Akolia a desnudarse, pues la muchacha no era todavía hábil con el manejo de las
ropas de las mujeres de la Tierra.
Pero su cuerpo era tan bello o más que el más
bello cuerpo terráqueo. Sus pechos eran más menudos que los de Camelia Hobson,
por ejemplo, y sus pezones eran diminutos, pero altamente sensibles; cuando
Byron apenas los rozó con los labios en un lento beso deslizante, los sintió
henchirse. También él se había desnudado, y permanecían ambos de pie, uno
frente al otro, acariciándose.
Así pues, pensó Byron Marsh, ¿él no era tan
diferente físicamente a como siempre había creído? ¡Qué extraño era el universo...!
Makono y la Tierra estaban separados por una distancia insalvable para los
terrestres... Y, sin embargo, unos y otros eran prácticamente idénticos. ¡Qué
había ocurrido hacía mil siglos, o mil millones de siglos? ¿Procedían los
makonianos y los terrestres de una misma fuente de vida, de un mismo patrón
genético? ¿Alguna vez, quizá, la Tierra y Makono habían sido planetas vecinos,
y algún cataclismo cósmico los había separado, enviándolos en direcciones
opuestas? Mas si era así..., ¿por qué no había más manifestaciones de vida
genéticamente igual en planetas más próximos a la Tierra? ¿Qué había sucedido
alguna vez?
—Andio-suspiró Akolia.
El la abrazó y la besó como se hacía en la Tierra,
seguro de que no estaba haciendo nada que pudiera sorprender a Akolia. Y en
efecto, así fue, ella no se sorprendió, sino que se abrazó a su cintura y
correspondió cálidamente al beso. Byron Marsh se sentía envuelto en dulzura y
silencio. Ekiono y Vitanio se habían marchado a su nave de desembarco oculta no
muy lejos de allí, y su madre debía estar durmiendo, o quizá leyendo mientras
le iba entrando sueño.
Para Byron Marsh todo era como estar en un plano
de existencia hasta entonces desconocido.
Se estuvieron besando largo rato, de pie,
mientras Byron sentía que todo su ser reaccionaba al estímulo del contacto del
cuerpo de Akolia. Hacía mucho tiempo que su cuerpo estaba deseando experimentar
lo que iba a experimentar por fin con Akolia. Byron Marsh era tan virgen como
Akolia, porque nunca había querido relacionarse sexualmente con ninguna mujer
de la Tierra, por temor a unas consecuencias que no podía determinar. Se sabía
diferente, y siempre había sentido que esa diferencia podía dar lugar a
extrañas manifestaciones de vida en el ser que pudiera engendrar.
Pero con Akolia todo era diferente. Es decir,
con Akolia todo sería natural, no podría pasar nada.
Y así, por fin, a sus cincuenta años de vida
terrestre, el makoniano Andio podría satisfacer sus ansias de amar sexualmente.
Su vida de hombre iba a comenzar aquella noche.
Cuando Akolia apartó su boca y suspiró, Byron comprendió
que tampoco ella quería esperar más. Se apartó de ella, apagó la luz del
dormitorio, y durante unos instantes pareció que la oscuridad fuese absoluta y
definitiva. Pero pronto, el resplandor de las estrellas fue inundando la
habitación como si a cada segundo adquiriese más intensidad. El cuerpo de
Akolia, tan blanco, destacaba bellamente matizado de azul. Byron Marsh regresó
ante ella, la llevó hacia el lecho y la tendió. Por la entreabierta ventana llegaba
el perfume de las flores del jardín de Evelyn Marsh.
Byron se tendió lentamente sobre el tibio cuerpo
de Akolia, que lo acogió entre sus muslos. Ella se abrazó a él, y buscó su
boca. Mientras duraba el beso, Byron Marsh buscaba el camino de su llegada a la
vida del hombre. Y cuando lo encontró, separó su boca de la de Akolia, y susurró:
—Te amo...
Akolia emitió un leve gemido cuando recibió de
lleno al hombre. Acto seguido, el placer comenzó a aparecer, con tal
intensidad, que la mente de Akolia quedó en blanco, y sólo su cuerpo estremecido
se mantuvo con toda su plenitud de sensaciones.
Había encontrado a Andio después de tanto tiempo, y ahora que lo tenía sabía que había valido la pena esperar.
CAPÍTULO IV
Simplemente, Camelia Hobson no había podido esperar
más. Ni siquiera había esperado un día para partir en pos de Byron Marsh,
tomando en Australia un avión hacia Estados Unidos. Motivos: la ausencia súbita
de Byron Marsh la había dejado anonadada. Hasta entonces, y desde que entrara a
trabajar para él como secretaria, todo habían sido vagos anhelos, que se habían
agravado con la aparición de aquellas imágenes en las que el hombre sin rostro
de blancos cabellos la penetraba de aquel modo tan vigoroso y total, haciéndola
sentirse como traspuesta. Era algo incluso alucinante. Incluso, durante la
aparición de aquellas imágenes había llegado algunas veces al borde del clímax,
y «despertaba» como aterrada.
Con el tiempo de relación con Byron Marsh, las
imágenes habían ido concretándose, siendo cada vez más nítidas. Pero siempre se
había dicho a sí misma que no estaba enamorada de Byron Marsh, pese a las
imágenes. Sin embargo, en cuanto él se alejó de su lado, por primera vez desde
que la contrató, la pelirroja tuvo la sensación de que nada tenía importancia.
No se lo pensó mucho: simplemente, recogió sus cosas del camarote a la mañana
siguiente, pidió que la llevasen a tierra, tomó allí una avioneta que la llevó
a Australia, de aquí a Estados Unidos...
Y ahora, en un coche alquilado en St. Paul,
adonde había llegado en avión, circulaba hacia el sur, en dirección a Owatonna
por la Nacional 65. Había estado dos veces antes en la casa de Byron en Edén, y
conocía perfectamente el camino. En Owatonna tendría que desviarse por la Nacional
14, y seguir por ésta hasta el cruce con la Estatal 56, donde se desviaría:
Cinco millas más arriba, después de cruzar el riachuelo cuyo nombre desconocía,
estaba la casa de Byron Marsh.
En aquel momento, mientras pensaba en esto y las
imágenes del nombre de cabellos blancos se sucedían en su mente lanzando
mensajes de turbación a su cuerpo, Camelia Hobson estaba cruzando el
puentecillo sobre Rice Creek, el arroyo que nacía en Rice Lake, más hacia el Oeste.
Hasta la casa de Byron no había desde allí ni siquiera una milla.
Estaba llegando.
Y a medida que se iba aproximando a la casa las
sensaciones parecían aumentar en intensidad en el cuerpo de Camelia Hobson.
Había momentos en que hasta le parecía «ver» al hombre de los cabellos blancos
que la poseía de aquel modo tan deliciosamente arrollador... Pues bien, ya
basta de tonterías. ¿Por qué engañarse más a sí misma? Si estaba enamorada de
Byron Marsh, simplemente se lo iba a decir, y le pediría lo que deseaba cada
vez con más intensidad.
Hasta tal punto estaba exacerbado el deseo en
Camelia Hobson que sentía el rostro ardiendo, las manos frías, y le parecía que
su corazón perdía continuamente el ritmo. Sí, ya basta. Nunca había pensado que
estas cosas pudieran ocurrir con tal intensidad, pero puesto que así era, lo asumiría,
y punto final. Amor o sexo, o ambas cosas simultáneamente, si ella estaba
deseando hacer el amor con Byron Marsh lo haría.
Sí, lo haría.
Ni ella ni Byron tenían que dar cuenta de sus
actos a nadie. Ella era tan libre como él, y ciertamente, ninguno de los dos
era un niño. Sobre todo, Byron, con sus cincuenta años.
Pero que parecían treinta. Y tal vez fuesen
treinta. Tal vez en el organismo de Byron Marsh hubiera sucedido algo...
insólito, que había dado lugar al nacimiento de aquellos extraños cabellos, y a
su sorprendente aspecto juvenil. Estaba segurísima de que todo en él correspondía
a la edad de treinta arios. Por lo que fuese y como fuese Byron Marsh había...
Camelia lo vio de pronto.
Acababa de cruzar el arroyo, y circulaba por un
solitario y tranquilo camino que la acercaba a la casa de Byron, cuando vio a
éste de pronto, en la linde de un diminuto bosquecillo de pinos. Por detrás de
él, el sol se filtraba por entre las ramas, y hacía brillar sorprendentemente
su blanca cabellera. Él estaba apoyado con un hombro en uno de los pinos, con
los brazos cruzados sobre el pecho, y la estaba mirando.
Camelia detuvo el coche, sintiendo que toda su
sangre hervía y se deslizaba con la impetuosidad de la lava del más furibundo
volcán.
—¡Profesor! —llamó.
Él no se movió, Camelia parpadeó, sorprendida.
¿Tal vez ella creía que la estaba mirando, pero no era así, y él estaba ensimismado
hasta el punto de que ni siquiera la había oído? Se apeó del coche, y volvió a
llamar.
—¡Profesor Marsh!
Pero él no aceptó la llamada, no se movió.
Aparentemente, seguía mirándola, y eso era todo. Camelia arrugó el ceño, y se
encaminó hacia allí. A medida que se acercaba, y el rostro del hombre se
perfilaba mejor entre destellos de sol poniente, el desconcierto primero y el
más grande asombro acto seguido iban haciendo presa en Camelia Hobson.
Simplemente, aquel hombre no era el profesor
Marsh.
Parecía él por su elevada estatura, sus blancos
cabellos, su apostura..., pero no era Byron Marsh.
Cuando, tras recorrer muy lentamente los últimos
pasos, Camelia se detuvo a cinco o seis metros del desconocido, estaba atónita.
—Perdone... —murmuró—. Le había confundido con
otra persona...
—¿Con Byron? —sonrió el desconocido.
—Sí... Sí, en efecto. Bueno, lo siento. Yo...
¡Dios mío, parece usted hermano gemelo del profesor!
—No lo somos. Él es más joven que yo.
Camelia se desconcertó de nuevo. Luego, se echó
a reír.
—¡Pues me alegro por Byron! —exclamó—. Es una
broma divertida la suya. ¿Pretende hacerme creer que usted tiene más de cincuenta
años?
—Tengo más de cien —dijo el desconocido—, pero
ya ve lo que puede conseguirse con una vida sana.
Camelia volvió a reír. Pero algo estaba
sucediendo en ella. Estaba sabiendo que aquel hombre se parecía a Byron Marsh
más que los demás hombres. Tal vez era un poco más alto, pero sus cabellos y
sus ojos eran muy parecidos, casi iguales. Parecido que Camelia no había
observado jamás entre Byron y los otros hombres.
También se daba cuenta de que aquel hombre conocía
a Byron, y no sólo eso, sino que ella lo había confundido con él.
Pero más que todo esto, Camelia Hobson estaba sintiendo
unas sensaciones que no eran nuevas, pero sí más intensas que hasta entonces...
Mucho más intensas. Estaba sintiendo que deseaba amar con todas sus fuerzas, y
que ya era imposible contenerse más tiempo. Le ardía el rostro y todo el
cuerpo, y su anhelo se estaba convirtiendo en desesperación...
De pronto, el desconocido tendió una mano hacia
ella, y Camelia sintió como un estallido dentro de sí. Aspiró hondo, terminó de
acercarse al desconocido, y se tomó de su mano. Él le sonrió, y tiró de ella
hacia el interior del bosquecillo. Las imágenes exteriores que hasta entonces habían
rodeado a Camelia desaparecieron, y en su mente se formaron otras nuevas.
Aparecieron dos soles azules, y una gran llanura completamente lisa, sin
vegetación alguna, como aplastado todo bajo un gran silencio.
Era todo tranquilo y sedante. Sobre todo, los
dos soles azules, que esparcían una luz parecida a la de las estrellas. Soles
azules... En algún rincón de su mente vibraron unas palabras respecto al sol:
no es azul.
Junto con aquellas imágenes que estaba
recibiendo, sonó en su mente una sola palabra: Vitanio. Sin más, la atribuyó al
desconocido, junto al cual caminaba como flotando. Había destellos de sol entre
las copas de los pinos, un sol rojo de ocaso, que parecía arder todo el
entorno, y, especialmente, los blancos cabellos de Vitanio, que ahora parecían
rojos, casi como los de ella.
Se detuvieron en una de aquellas manchas de sol,
y el desconocido (no, el desconocido, no: Vitanio) le puso las manos en los
hombros, la atrajo, y la besó en la boca. Camelia se abrazó a su cintura, y
correspondió profundamente al beso.
El silencio era como irreal. Camelia lo sentía
crujir en sus oídos. Sentía dentro de ella intensas vibraciones de amor. Captó
en su vientre, apretado contra el de Vitanio, la reacción masculina de él, el
contacto ardiente, y se estremeció de placer anticipado.
Cuando el beso terminó, y él comenzó a quitarle
la blusa, Camelia no inició la menor protesta. Ni se le ocurrió. Las manos de
él parecían un poco torpes, pero terminaron de quitarle la blusa, y luego hicieron
lo mismo con el liviano sujetador. En el momento en que Camelia deseaba más
ardientemente que Vitanio besara sus pechos, él se inclinó y lo hizo, despacio.
Desde los pezones, grandes y ahora endurecidos, oleadas de placer se
extendieron impetuosamente por todo el cuerpo de Camelia.
Un minuto más tarde estaba completamente
desnuda. Sus ropas yacían en el suelo, cerca de ella, y Camelia se tendió sobre
ellas, tirando de una mano de Vitanio. Él se tendió sobre ella, y volvió a
besarla en la boca, como un estallido de aire caliente.
Camelia se estremeció. No podía ver el rostro de
Vitanio.
Allá estaba el sueño.
Las imágenes.
Gritó cuando él la penetró.
Luego, se sintió como en lo alto de una gigantesca ola de tiernas aguas rosadas que la iban elevando, elevando, elevando...
* * *
Estaba tan dulcemente fatigada que le parecía
que no tendría fuerzas ni para respirar. Ni para suspirar siquiera. Pero consiguió
suspirar, y acto seguido, preguntar:
—Sé que eres Vitanio, pero... ¿quién eres?
Las manos de él, que estaban acariciando sus
senos satisfechos, se inmovilizaron. Ahora estaban tendidos uno junto al otro
en la oscuridad de la noche. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Una hora, dos,
varios días y noches...? Camelia sentía sus carnes frías. Esto le hizo tomar
plena consciencia de su desnudez, pero no le importó.
Se aportó un poco de él, para mirarlo bien a los
ojos, y repitió:
—¿Quién eres?
Simplemente, desapareció, como si nunca hubiera
estado allí.
Por un instante, Camelia quedó incapaz de
reaccionar debido al tremendo asombro. Luego, emitió un grito entrecortado, y
se sentó sobre sus arrugadas ropas, mirando a todos lados, sintiendo la
oscilación de sus turgentes pechos.
—¡Vitanio! —llamó.
Parecía que estuviese dentro de una bola hecha
de silencio, su voz fue absorbida por el bosquecillo como si éste fuese una
esponja. Camelia se movió de nuevo, girando el torso, buscando en la oscuridad
la mancha blanca del cuerpo del hombre, el brillo de sus ojos a la luz de las
estrellas.
Pero no había nadie allí. Estaba sola, El
pensamiento cruzó por su mente: ¿se había entregado a un fantasma? ¿O había
sido todo un extraordinario sueño de ella, como aquellas imágenes del hombre
sin rostro que la penetraba tan vigorosamente? Sí, quizá había sido todo un
sueño casi palpable producido por sus ansias de reunirse con Byron Marsh, al
que por fin había visto con rostro, pero un rostro diferente. Parecido, pero
diferente... Todo debía ser un sueño, una ofuscación mental.
Se puso lentamente en pie, sintiendo en su
cuerpo que no, que no había sido sueño. Estremecimientos de placer recorrían su
cuerpo recordándole lo que había sucedido realmente, físicamente, ¡Vaya si
había sucedido...! Y no una vez, sino cinco. ¡Cinco veces había...!
—¿Vitanio? —llamó quedamente.
Silencio absoluto.
Durante más de un minuto, Camelia Hobson estuvo esperando una respuesta, una señal, algo, un ruido tal vez..., cualquier cosa. Pero nada sucedió. Entonces recogió sus ropas, y, desnuda, se dirigió hacia donde había dejado el coche.
* * *
Cuando se apeó del coche frente a la casa vio la
figura masculina en el porche, su blanca mata de cabellos, y su corazón se
alteró terriblemente, disparándose como enloquecido.
Entonces le llegó la sorprendida voz de él:
—¿Camelia? ¿Es usted? ¡La hacía en Australia!
Camelia se acercó al porche, y se quedó mirando
al aparentemente sorprendido Byron Marsh. Bueno, p ella estaba loca, o él era
un hipócrita. Y esto lo pensó Camelia porque ahora estaba segura de que había
sido Byron Marsh quien la había estado poseyendo y haciéndola gozar en el bosquecillo.
Como le sucedía hacía tiempo, Camelia había visto diferente su rostro, pero
sabía que había sido él. Algo extraño había sucedido, pero sólo Byron Marsh
podía ser el hombre que la había amado tan extraordinariamente en el bosquecillo.
Y sólo podía ser él porque no podía haber otro hombre igual, o parecido.
Byron Marsh frunció el ceño, desconcertado por
el silencio de ella.
—He oído la llegada del coche, y he salido a ver
quién era... ¡Jamás se me haría ocurrido imaginar que fuese usted, Camelia!
—Pues ya ve —sonrió ella por fin—: soy yo.
—Pero... ¿qué hace aquí?
—Decidí que sería simpático y atento por mi
parte venir a felicitar a su madre su setenta cumpleaños.
—Ah. Bueno, realmente es un detalle muy amable
por su parte.
—Estoy que me muero de hambre.
Byron se echó a reír.
—Nosotros nos disponíamos ya a acostarnos, pues
creo que es bastante tarde, pero naturalmente tendrá usted una buena cena. En
verdad son unas horas un tanto intempestivas para llegar, ¿No le parece?
—Me entretuve en un bosquecillo muy cerca de
aquí.
—¿Se entretuvo? —Byron bajó del porche, y la
tomó amablemente de un brazo—. ¿Con qué se entretuvo?
—¿Usted no lo sabe, profesor?
—Claro que no. ¡Vaya ocurrencia! —subieron los
dos al porche, y Byron la empujó suavemente hacia el interior de la casa—. Ni
siquiera se me ocurrió en ningún momento que usted estuviera cerca de aquí.
¿Qué había de interesante en el bosquecillo?
Camelia le dirigió una mirada entre maliciosa e
irritada. Pero, en el mismo momento en que se disponía a contestar, vio a
Akolia. Estaba sentada en el sofá de la sala-recibidor, junto a Evelyn Marsh,
pero Camelia sólo vio a Akolia, como si a su alrededor todo lo demás se difuminase.
Se quedó mirando aturdida a la hermosísima muchacha de blancos cabellos que a
su vez la contemplaba inexpresivamente. No podía creer lo que estaba viendo.
Tenía el cabello y los ojos igual que Byron Marsh.
—Camelia, querida —se había puesto en pie
Evelyn—, ¡qué agradable sorpresa!
Se acercó a ella, y la besó en ambas mejillas.
Camelia reaccionó, y miró sonriente a Evelyn.
—Esa era mi intención, señora Marsh: darles una
sorpresa a usted y al profesor. Espero que mi visita no resulte una molestia.
—¡Pero claro que no...! —protestó Evelyn—. ¡Al
contrario, me agrada mucho que haya venido! Oh, ella es Akolia —miró Evelyn
hacia la makoniana—. También está de visita.
Akolia, te presento a la señorita Hobson, la
secretaria de Byron.
—Encantada —sonrió Akolia.
—Lo mismo digo-murmuró Camelia.
Se quedaron sin saber qué decir. Byron salvó
rápidamente la situación:
—Camelia no ha cenado, mamá.
—Eso se arregla en seguida —aseguró Evelyn—. Acompáñeme
a la cocina, querida, y allí... ¿O prefiere cenar aquí?
—Creo que ocasionaré menos molestias cenando en
la cocina —murmuró Camelia.
Evelyn se deshizo en protestas, pero Camelia
insistió, y ambas fueron a la pequeña cocina contraída hacía algunos años cerca
del recibidor-salita. Mientras cenaba y conversaba con Evelyn, Camelia
intentaba escuchar algo de la conversación entre Byron y la extraña muchacha llamada
Akolia, pero no oyó ni siquiera una voz. ¡Akolia! ¡Vaya un nombre extraño!
También era extraño el nombre de Vitanio, desde luego... Pero no había sido
nadie llamado Vitanio quien la había tenido en el bosquecillo, sino el propio Byron
Marsh. ¿O no? ¿Qué estaba ocurriendo allí?
—Está usted muy desconcertada, ¿verdad?
Miró a Evelyn no poco sobresaltada, y sonrió al
ver la divertida expresión de la anciana...
—Bastante... —admitió—. Esa muchacha tiene los
cabellos igual que el profesor. Se me ha ocurrido... Bueno, creo que usted sólo
lo tuvo a él, a Byron, ¿no es así?
—Así es —rió Evelyn—. Sin embargo, ya sé que Akolia
parece hermana suya.
—Sí... Lo parece. La verdad, estaba convencida
de que nunca conocería a nadie como su hijo, señora Marsh.
—Me gustaría explicarle algunas cosas —murmuró
Evelyn—, pero estoy segura de que Byron se las explicará mejor por la mañana.
Es decir, espero que lo haga. A fin de cuentas, usted es su secretaria, su
persona de máxima confianza en el terreno científico. Sí, estoy segura de que
Byron se lo explicará todo muy bien. Lo único que puedo decirle yo ahora es que
acepte las cosas como son.
—¿A qué se refiere?
Evelyn movió la cabeza, y comenzó a retirar el
servicio de la cena.
Cuando Camelia regresó a la sala no había nadie
allí. Realmente, era muy tarde, y Evelyn se reunió con ella diciendo que la
llevaría a uno de los dormitorios y se retiraría a descansar. Tres minutos más
tarde, Camelia estaba en el dormitorio asignado. Cerró la puerta, se desnudó completamente,
y se metió en la cama.
Apagó la luz y cerró los ojos. Durante unos
segundos, nada sucedió. Luego, comenzó a oír muy suaves, amortiguados, los
gemidos de placer, en alguna parte que no pudo determinar. La revelación le fue
llegando muy lentamente: el profesor y la muchacha llamada Akolia estaban
haciendo el amor.
Camelia sintió un intenso frío en todo el
cuerpo. ¿Eso hacía él, después de lo que había sucedido entré ambos en el
bosquecillo? ¿Sabía que ella estaba ahora en la casa, en su propia casa, y se
acostaba con otra mujer? Era horrible. Era cruel.
Volvió la cabeza hacia la ventana, en la que
había resplandor de estrellas... Afuera, la noche era fría ahora. Solamente
estaban en junio...
Lo que estaba haciendo Byron era horrible, horrible.
Él tenía que saber que ella podía oírlos. No era propio de Byron Marsh hacer
una cosa así. ¡Y cómo se había marchado del bosquecillo, con qué rapidez...!
Aunque, realmente, no se había marchado. Había desaparecido, simplemente. Se
había esfumado, como una nube.
El gemido de definitivo placer llegó nítidamente
a oídos de Camelia Hobson, que se tensó, y se mordió los labios. De nuevo se
sentía arder en deseo, de nuevo ansiaba amar y ser amada vigorosamente,
profundamente, deliciosamente...
—Vitanio...—susurró—. Oh, Vitanio...
Entre la cama y la ventana, Vitanio apareció,
súbitamente. Camelia se llevó las manos a la boca, y se quedó mirando la
atlética figura masculina, muy abiertos los ojos. Él se acercó, se inclinó, y
la besó en la boca. Luego, entró en la cama, y la abrazó. Camelia se sentía
como flotando en un sueño hipnótico, pero todavía razonaba. ¿Era Vitanio o era
el profesor? Correspondió ansiosamente al abrazo de él, dispuesta a entregarse
de nuevo completamente.
Pero todavía, antes de emprender de nuevo aquel
extraordinario viaje sobre la cresta de una tierna ola rosada, Camelia Hobson
tuvo la astucia de arañar ligeramente el dorso de la mano derecha del hombre
que la estaba penetrando.
Por la mañana, estaba segura, vería la señal en la mano del profesor Byron Marsh.
CAPÍTULO V
Pero no había señal alguna en la mano de Byron
Marsh a la mañana siguiente. Lo que sí había, en sus ojos, era una extraña
expresión que a Camelia se le antojó de irritación, casi de hostilidad. El
profesor estaba molesto con ella por algo, pero no podía comprender por qué.
¿No había sido él quien había estado haciendo el amor con ella hasta que el
exceso de placer y de cansancio la durmieron sin darse cuenta?
Todavía insistió en buscar la señal en la mano
de Byron, pero era inútil. De pronto, recordó el día que era, y lanzó una
exclamación:
—¡Dios mío, pero si es hoy el cumpleaños de la
señora Marsh!
—En efecto —dijo Byron—. Nosotros ya le hemos
felicitado. Está en la cocina, preparando el desayuno.
Camelia corrió a 4a cocina, donde Evelyn acogió
con simpática actitud sus expresiones de larga y feliz vida.
—Pero... —terminó Camelia, consternada—. ¡Olvidé
traerle un regalo!
—Vamos, vamos, querida, eso es innecesario...
Además, posiblemente se distrajo usted. ¿Le ha explicado Byron algo de todo
esto?
—No. Y hasta parece como si estuviera molesto
conmigo... ¿Qué es todo esto? Empiezo a pensar que es algo que precisamente él
no deseaba que yo supiera. Por eso le irrita mi presencia.
—No diga tonterías... —rió Evelyn—. ¿Quiere
hacer algo por mí que será como un regalo? Salga a cortar unas cuantas flores
para ponerlas en un jarrón. Pero no ahora, ciertamente. Desayunemos todos, y
luego podrá ocuparse de las flores.
El desayuno transcurrió en un extraño silencio
que comenzó a incomodar seriamente a Camelia, hasta el punto de que sopesó la
conveniencia de marcharse de allí alegando cualquier cosa que no sería creída,
desde luego, pero sí aceptada inmediatamente por Byron...
—No se olvide de las flores, Camelia —dijo
Evelyn.
—Las cortaré después de ayudarla en la cocina...
—Claro que no. Encontrará las tijeras en el porche.
Evelyn se fue a la cocina, y Camelia, tras una
furtiva mirada a Byron y Akolia, salió al porche. Era un día hermoso, soleado.
El aire era transparente. Camelia cogió las tijeras del jardín, y se dirigió
hacia éste, mirando hacia el camino, en cuyo extremo más lejano vio dos hombres
que se acercaban a la casa.
De momento no los vio bien, y pensó que debían
ser dos amigos de Evelyn Marsh, dos vecinos que acudían a felicitarla. Llegó
ante las flores, se dispuso a utilizar las tijeras..., y Vitanio se materializó
en el acto junto a ella y le agarró la muñeca.
—No, por favor —dijo.
El sobresalto de Camelia fue tremendo y aumentó
cuando, como en un sueño, vio que ahora por el camino sólo se acercaba un
hombre..., de cabellos tan blancos como los de Vitanio, que estaba ante ella,
¿Cómo era posible...? Sí, él había estado acercándose caminando junto al otro
hombre, pero éste seguía en el camino, y Vitanio estaba a su lado...
—Dios mío —gimió.
—No debes hacer esto nunca más, Camelia —dijo
Vitanio—; no debes matar más flores.
Las tijeras escaparon de la mano de Camelia, que
tartamudeó:
—Estás aquí... ¡Es cierto que existes!
Vitanio sonrió, y le puso las manos en los hombros.
—El amigo que se está acercando es Ekiono. No te
asustes por nada de lo que veas, oigas o sientas.
La besó en la boca. ¿Era Vitanio o era Byron
Marsh? Camelia perdió la noción de todo bajo la dulzura del beso. Cuando éste
terminó, suspiró, y fue a decir algo. Entonces vio al anciano Ekiono junto a
ellos, mirándoles sonriente.
—Es muy hermosa, Vitanio —dijo Ekiono—. Las imágenes
que me proyectaste eran exactas. Pero tiene los cabellos irremediablemente rojos.
Camelia miraba incrédulamente aquel hermoso rostro
surcado de arrugas, los claros ojos chispeantes de inteligencia, los blancos
cabellos idénticos a los de Vitanio, a los de Akolia, a los de Byron Marsh...
Este apareció de pronto en el porche, junto con Akolia, haciendo un gesto de
saludo. Camelia lo miró, miró a Vitanio, de nuevo a Byron Marsh y otra vez a
Vitanio... Este sonrió, y dijo:
—Él es él y yo soy yo, Camelia. Te explicaremos...
«¡Vitanio, los kixonianos!», expresó Ekiono.
Jamás en su vida podía haber pensado Camelia Hobson
tener una experiencia como aquélla.
De pronto, Vitanio, Ekiono y Akolia desaparecieron,
se desmaterializaron. Camelia lanzó un gritó, no sólo por esto, sino porque al
mismo tiempo veía aparecer en el horizonte cuatro pequeños puntos brillantes
que se acercaban rápidamente...
—¡Camelia! —llamó Byron—. ¡Camelia, venga aquí,
corra! ¡CORRA!
Pero Camelia Hobson no podía moverse, tal era su
estupor. Byron lanzó una exclamación, y se metió dentro de la casa.
En un instante, los cuatro puntos brillantes
estuvieron allí, frente a la casa de los Marsh, y entonces Camelia los vio en
su exacta dimensión e identidad. No eran cuatro puntos brillantes, sino cuatro
esferas como de cristal, que se mantenían suspendidas en el aire silenciosamente.
Dentro de cada esfera había... dos extraños seres que llenaron de espanto a la
muchacha. Son formas corporales eran vagamente humanas, pero estaban cubiertas
de largos e hirsutos pelos amarillentos de los pies a la cabeza. En cuanto a
ésta, ni en los más disparatados sueños podía haber visto; Camelia nada igual
ni tan siquiera parecido...
Le parecieron cabezas de mono, pero
distorsionadas, retorcidas de un modo horroroso. La boca era pequeña y
saliente, roja. Encima mismo de ella, tres ojos juntos, es decir, tres globos
oculares dentro de la misma cuenca, se movían cada uno en una dirección
diferente, lanzando destellos rojos, como si ¡fuesen intermitentes de
automóvil. Encima de los ojos una grotesca nariz, y luego la frente, amplia y
abombada, pero distorsionada, como abollada. Sí, como si toda su cabeza fuese
una esfera abollada...
Dos de los seres de una de las esferas la
estaban mirando a ella directamente, sus ojos convergían en la misma dirección,
mientras las otras tres esferas transparente se acercaban más a la casa. No volaban:
flotaban. Eran... como hermosas pompas de jabón, dentro de las cuales hubieran
sido colocados horrendos seres monstruosos.
Uno de los seres que estaba mirando a Camelia accionó
un mando del pequeño panel que tenía ante el asiento, y un haz de luz azul
brotó de la esfera hacia Camelia, alcanzándola dentro del pecho. Camelia no
tuvo tiempo ni de asustarse. El impacto no le causó dolor alguno; es más, ni siquiera
lo sintió. Lo que sí sintió, de pronto, fue un frío tan intenso como no podía
haber en la Tierra. Un frío que penetró en su cuerpo en un instante, y se extendió
en una gélida oleada. Camelia Hobson quedó congelada.
Pero no muerta. Simplemente, congelada, incapaz
de moverse, y sintiéndose tan fría como si ella fuese de hielo. No podía
moverse, ni respirar, ni hacer nada, ni oír... Lo único que podía hacer era
ver.
Y hubiese preferido no ver nada.
Pero lo vio.
Vio a Byron Marsh regresar al porche, lívido,
portando en las manos una vieja escopeta de caza, con la que inmediatamente
apuntó hacia una de las esferas y disparó.
No sucedió absolutamente nada! Ni siquiera pudo
captar cómo los perdigones se fundían al impactar en la cubierta cristalina. De
la esfera contra la que había disparado Byron saltó uno de los seres,
atravesando aquella cubierta transparente, simplemente. En el mismo instante,
Byron volvía a disparar, ahora contra el kinoxiano, que desapareció dejando en
el aire como una estrella de rojo fuego que inmediatamente regresó a su esfera,
atravesándola de nuevo.
De esta esfera brotó otro haz de luz azul, que
acertó de lleno a Byron Marsh. En el acto, éste quedó congelado, con una mueca
de rabia en su rostro. Se quedó con la escopeta en las manos, furiosa la
expresión, todavía un poco inclinado hacia adelante...
Horrorizada, Camelia vio salir de la casa a
Evelyn, corriendo hacia su hijo, gritando, una expresión de angustia en el
rostro... Ni siquiera había llegado junto a Byron cuando la alcanzó otro haz de
luz azul, y la anciana quedó como su hijo, en pleno gesto de movimiento,
convertida súbitamente en estatua de hielo.
Camelia Hobson tenía la espantosa sensación de
que todo había muerto. No ella, o quizá no sólo ella, sino todo. En ocasiones,
al estar en algún lugar donde imperaba un gran silencio, había sentido los
propios ruidos de su cuerpo: el corazón, la sangre, algún leve crujido de una
vértebra, o de una articulación. Ahora no oía nada. Era como si, sumida en un
silencio definitivo, todo se hubiera convertido en una fotografía.
Los ocupantes de dos esferas saltaron de éstas,
con movimientos poderosos, sueltos, ágiles. Como gorilas. Se acercaron a ella,
mientras sus ojos se movían en todas direcciones dentro de su única órbita.
Cuando se detuvieron ante Camelia ésta pudo comprobar lo enorme de su estatura,
cercana a los dos metros y medio. Iban completamente desnudos, y sus órganos
genitales eran aterradoramente enormes y negros. La visión de aquellos
horrendos seres ante ella la habría matado del susto unos segundos antes.
Ahora, simplemente, los miraba.
Se quedó uno de ellos, mientras los otros tres
se dirigían al porche, para mirar de cerca a Byron Marsh y a su madre. Uno de
ellos puso una mano enorme sobre la blanca cabeza de Byron, mientras otro señalaba
hacia Evelyn y luego hacia Camelia. No parecía que hablasen, no era así como se
comunicaban...
El que estaba frente a Camelia observándola con
relativo interés, se volvió de pronto, y uno de sus brazos se movió, señalando
hacia el cielo. Camelia no podía mirar, no podía mover los ojos. Pero si podía
ver al kixoniano, que echó a correr hacia su esfera, mientras los otros tres
hacían lo mismo, perdiendo todo interés por Evelyn y Byron Marsh.
En el momento en que el primero en echar a
correr llegaba a su esfera y penetraba en ella, llegó a ésta un rayo de luz, y
la esfera desapareció, dejando en el aire aquella estrella roja, que se
desplazó rápidamente hacia otra de las esferas...
La nave de combate makoniana apareció de pronto
dentro del campo visual de Camelia Hobson. Le pareció un precioso juguete de
níquel, de forma alargada, esbelta.
Desde las otras tres esferas partían haces de
luz azul hacia la nave de combate makoniana, que se desplazaba silenciosamente
en todas direcciones, como una hoja al viento. De su proa partió otro rayo de
luz, y otra esfera makoniana desapareció. Los tres kixonianos que habían
abandonado sus esferas corrieron hacia éstas, se metieron dentro, y se elevaron
rápidamente... En el aire, otra esfera se desintegró absolutamente, y dos
estrellas rojas se alejaron velozmente del área de combate donde los kixonianos
estaban llevando la peor parte.
La única esfera que quedaba salió disparada
hacia el cielo a velocidad increíble. Camelia dejó de verla en una millonésima
de segundo..., pero desde la nave makoniana brotó otro disparo, y, a más de
cien kilómetros por encima del planeta Tierra, la última esfera fue desintegrada.
En un instante, los kixonianos habían desaparecido.
No quedaba de ellos ni rastro, pues sus rojas esencias habían emprendido una
veloz fuga hacia el cielo azul, donde desaparecieron.
La nave makoniana descendió, se posó suavemente
frente a la casa, y en el acto se abrió la compuerta en la que apareció
Vitanio, y acto seguido Ekiono corrió hacia Camelia, la tocó con un dedo, y la
muchacha se tendió y quedó flotando a un metro del suelo. El cielo estaba ahora
ante sus ojos. Solamente la inmensidad del cielo. Supo que era desplazada, y en
seguida vio el interior de la pequeña nave. La luz solar desapareció, quedó
como sumergida en otro tono de luz relajante, de un tono grisazulado.
Sobre ella descendió una plancha de cristal.
No sentía nada, no oía nada, sólo veía aquella,
lámina de cristal.
Pero muy pronto comenzó a sentir calor, y, a los
pocos segundos, oyó el latido de su propio corazón. Pudo mover los ojos a
derecha e izquierda. Había más láminas de cristal junto a ella. Estaba como dentro
de una caja... El calor iba regresando a su cuerpo. De pronto, suspiró, y pudo
mover los brazos y la cabeza. El corazón resonaba fuertemente en su pecho,
volvió a oír sus sonidos interiores, como si el deslizarse de la sangre por sus
venas fuese más audible que nunca.
Las láminas de cristal desaparecieron.
Vitanio apareció a su lado, y le tendió la mano.
—No te preocupes —dijo—, estás bien. No querían
mataros, sólo capturaros.
—Dios mío —gimió Camelia.
Se puso en pie, junto al lecho de cristal donde
había recuperado el calor de su cuerpo. Cerca de ella vio a Byron Marsh
ayudando a Evelyn a salir de otro lecho de cristal.
—Profesor Marsh... —tartamudeó Camelia—,
¿qué..., qué es todo esto?
—No lo sé —gruñó Byron.
Akolia apareció de pronto junto a él, y le
abrazó. Evelyn Marsh tenía los ojos desorbitados.
—¿Dónde estamos? —tembló su voz.
—Por el momento será mejor que no regresen a su
casa-dijo Vitanio—. Los de Kixono saben que estoy vinculado a ustedes de un
modo u otro, y volverán allí. Vengan arriba.
Una plataforma que también parecía de níquel, pequeña
y circular, subió al nivel superior de la pequeña nave a Evelyn, Byron y
Camelia, mientras Akolia y Vitanio, simplemente, se desmaterializaban allí para
materializarse arriba, esperándolos. En la sala de control estaba el anciano
Ekiono, que volvió la cabeza, y sonrió.
—No tienen que estar asustados —dijo—. Todo está
bien. En todas nuestras naves llevamos cabinas térmicas para estas luchas
contra los kixonianos. Aunque no siempre recurren a esa arma, han teñido
suerte.
—Ekiono —dijo Vitanio—, los kixonianos quieren
saber qué estamos haciendo en la Tierra, y no se irán de aquí hasta conseguirlo.
—Bueno, ya esperábamos que ellos y los de Valka
intervendrían. Esto va a complicar mucho las cosas, Vitanio, a menos que
procedamos inmediatamente a realizar nuestro cometido.
—Tendremos que hacerlo —asintió Vitanio.
—Pero quizá esta precipitación nos haga
fracasar. Todo está programado para, la realización un día antes del solsticio.
Y faltan diez días terrestres para eso.
—Cambiaremos la programación. Ahora, vamos a la
plataforma. Avisa desde aquí mismo para que abran la barrera protónica a
nuestro paso.
Camelia, que miraba estupefacta de uno a otro
makoniano, miró por fin a Byron Marsh.
—¿De qué están hablando, profesor? ¡Por el amor
de Dios!, ¿qué es esto, dónde estamos?
—Ven —le dijo Vitanio, sonriente.
La tomó de una mano, y la llevó ante un panel,
que se descorrió. Al primer momento, Camelia creyó que estaba viendo una
fotografía, o una película en bellos colores. Una película en la que aparecía
el planeta Tierra, allá lejos, rodeado de una bruma azul y de densos nubarrones
en algunos puntos...
—No es una película —dijo Vitanio amablemente—;
ésa es la Tierra de verdad, tal como se ve desde el espacio. Pronto dejaremos,
de verla, pues vamos a aumentar la velocidad de salida.
—La nave comandante nos está esperando, Vitanio
—dijo Ekiono,
Camelia se volvió. No acertaba a decir nada.
Evelyn Marsh no acertaba ni siquiera a moverse. Se había tomado de una mano de
su hijo, y parecía el ser más indefenso que pudiera imaginarse. Akolia le dijo
algo amable, pero la mujer seguía sumida en el más grande estupor de su vida.
Mientras tanto, mirando a Ekiono, Camelia vio cómo desaparecía otro panel en la
pequeña nave de combate, y aparecía el espacio.
Frente a ellos, una nave que debía ser mucho más
grande parecía dirigirse hacia una negrura definitiva. La estaban alcanzando
rápidamente. La velocidad aumentaba en la nave de combate, mientras la nave
comandante la reducía, esperándolos. Camelia se volvió a mirar hacia la Tierra,
pero ya no la vio. Ya, sólo vio la negra inmensidad por todas partes.
Como una autómata, Camelia se acercó al asiento
de control de Ekiono, y se quedó mirando en dirección a la marcha. Vagamente,
estaba comprendiendo que se hallaba en un «platillo volante» que se dirigía
hacia otro que le precedía, mucho más grande. La sensación de irrealidad iba
desapareciendo lentamente. No tenía más remedio que admitir que todo aquello
era cierto.
—Vitanio —llamó Ekiono.
Vitanio, que estaba junto a Camelia, miró el
panel de detección que señalaba el anciano. Allí, no menos de treinta, manchas
rojas destacaban vivamente, con dos formas diferentes.
—Se están acercando —dijo Ekiono—. Nos alcanzarán
antes de que crucemos la barrera protónica. Es decir, saldrán a nuestro paso,
pues están convergiendo en nuestra ruta.
Vitanio, que miraba preocupado las dos formas de
las manchas, dijo:
—Mucho me temo que Valka y Kixono se han aliado,
Ekiono. Y ahora, los kixonianos ya les habrán dicho a los valkianos lo que han
visto: ya saben que la tierra existe, y dónde está. Lo que significa que ellos
también querrán llevársela, aunque sólo sea para quitarnos lo nuestro, como
siempre que les es posible...
—¿Llevarse la Tierra? —exclamó Camelia.
Vitanio la miró sonriendo dulcemente.
—Nos la vamos a llevar a Axalia, para convertirla
en el más hermoso jardín que hayan podido sonar los makonianos. Pero no temas,
Camelia: tú, Evelyn y Andio estaréis con nosotros, de modo que nada os ocurrirá
cuando saquemos a la Tierra de su órbita alrededor del Sol.
Camelia no salía de su nuevo pasmo.
—¿Me estás diciendo.. qué vais a... a secuestrar
la Tierra? —jadeó.
—Déjame que sea yo quien se lo explique, Vitanio...
—dijo Byron Marsh, acercándose sonriente y mirando con cierta sorna a Camelia—.
Ocuparos vosotros del viaje, y yo le explicaré a mi madre ya Camelia de qué se
trata.
—En cuanto hayamos entrado en mi nave viajaremos
a velocidad ken —dijo Vitanio—, de modo que dispones de seis horas terrestres
para explicarlo todo antes de llegar a la plataforma...
«Vitanio —advirtió Ekiono—, aparecen más naves
de Valka y Kixono. Vienen hacia nosotros desde la barrera protónica... Mucho me
temo que la nave comandante no podrá escapar.»
«Kanio también debe haber registrado su presencia
—expresó Vitanio—, y tomará las medidas oportunas si nosotros todavía no hemos
regresado a mi nave.»
«Sería mejor que no regresáramos, Vitanio, que
viajáramos por separado. La nave de combate es más veloz y más pequeña, y con
ella podremos escapar... Pero si regresamos a la nave comandante, nos regresarán
a nuestra esencia a todos.»
«Alguna vez tenía que ocurrir. Pero tus ojos de Ekiono ya han visto la Tierra, ¿no es así? De modo que, Ekiono, ya no debe preocuparte perder este cuerpo. Cuando adquieras otro, aunque sea de probeta, la Tierra ya será el jardín de Makono.»
CAPÍTULO VI
—Pero Dios mío, ¡eso no puede ser! —gimió Camelia—.
¡No puede hacerse!
—Sí se puede hacer —sonrió Byron Marsh—. Nosotros
sí podemos.
—¿Nosotros? ¿Quiénes?
—Los makonianos.
Camelia miraba a Byron Marsh casi tan aterrada
como su madre. Estaban los tres solos en la cámara de recuperación térmica,
adonde Byron había preferido llevarlas para explicarles lo que estaban
preparando los makonianos.
—Profesor... Profesor, ¿quiere decir... que está
de parte de ellos, que va a permitir que secuestren la Tierra, que... que se la
lleven a... a...?
—Conforme a lo que me explicaba Akolia, es lo
menos malo que puede sucederle a la Tierra.
—¡Pero la Tierra es nuestra! —gritó Camelia—.
¡La Tierra, es mía!
—La Tierra es del universo —rió Byron Marsh—. No
tiene por qué estar dónde está, puede estar en cualquier otro lugar del
universo con pleno derecho.
—Pero... pe... pero... ¡si la sacan de su órbita
morirán todas las personas que la habitan, todos los animales, todos los seres
y plantas...!
—Transitoriamente. Pero no se perderá gran cosa.
Dentro de poco, la Tierra volverá a florecer.
—¡No habrá ningún terrestre en ella!
—Tal como se están comportando los terrestres,
querida Camelia, es lo que merecen.
—¡Usted es un terrestre!
—Claro que no. Soy makoniano. Mi madre lo sabe
perfectamente..., y esperaba que usted lo hubiera comprendido ya todo perfectamente;
Camelia.
—¡No! ¡No lo comprendo! Señora Marsh, ¿está
usted oyendo lo que dice su hijo? .
Los dos miraron a Evelyn Marsh, que se limitó a
bajar la cabeza, como queriendo ocultar las lágrimas que se deslizaban por sus
mejillas;
—Me parece que he perdido a mi hijo, Camelia,—
susurró.
—Por supuesto que no... —aseguró Byron Marsh—. Estarás
conmigo en Makono, madre. Y usted también, Camelia.
—¡Yo no quiero estar en Makono! —gritó Camelia—.
¡Yo quiero estar en la Tierra, en mi planeta!
—Es absurdo que se lo tome así. Absurdo e inútil,
pues todo está ya decidido. Bueno, espero que Vitanio tenga más poder de
persuasión que yo. ¿Tampoco le importa a usted Vitanio? Vamos, Camelia, acepte
las cosas como son... Dentro de pocos días regresaremos a la Tierra con
material y hombres para colocar los propulsores en sus lugares definitivos de
asentamiento en la Tierra. Serán fijados a ésta, unos bajo los mares, otros en
la superficie. Y cuando estemos llegando al solsticio, los propulsores serán accionados.
Su potencia es tal que, sumada a la de la velocidad de la Tierra en su
traslación, la arrancarán de su órbita, la llevarán al espacio, y allí, durante
veinte años y pico, la estarán dirigiendo hacia Axalia. Eso es definitivo. De
modo que vaya haciéndose a la idea de sobrevivir en Makono y tener hijos con
Vitanio. Usted es todavía lo bastante joven para disfrutar de una nueva,
hermosa y pacífica Tierra convertida en el más maravilloso jardín del universo...
—¡Ya lo es ahora!
—¿Sí? Pues los terrestres la están tratando como
si fuese un basurero con el que no tuvieran nada que ver. De modo que ya que
ellos no la quieren, nosotros, los makonianos, nos la quedaremos.
Byron Marsh abandonó la cámara, dejando solas a
las dos mujeres, que cambiaron una mirada de espanto y desconsuelo.
—No puede ser... —gimió Camelia—. ¡Y él lo sabe,
tiene que saberlo! ¡La Tierra no puede... viajar por el espacio como si
fuese... un barquito remolcado en el mar! Dios mío, en cuanto deje de estar en
su ámbito todo cambiará espantosamente, todo morirá, sus aguas..., sus aguas se
desprenderán y quedarán en el espacio tal vez convertidas para siempre en
hidrógeno y oxígeno, o en una nube de minerales, de sales... ¡Es imposible! Y
luego, lo que quede... lo que quede morirá, la Tierra se convertirá... en un
fósil. ¡Van a secuestrar algo que llegará cadáver a su maldita galaxia! ¡Un cadáver
irrecuperable! Y... y habrán muerto seis mil y pico de millones de personas
para nada... ¡Van a matar la Tierra!
—No es ésa su intención —suspiró Evelyn,
retirando unas lágrimas de su rostro—. Los makonianos no son así de malvados,
Camelia. Lo que están tratando de conseguir es precisamente salvar la Tierra.
Ellos son buenos...
—¡Que se metan en sus malditos asuntos!
—vociferó Camelia—. ¡En cuanto a Vitanio...!
Vitanio apareció de pronto en la cámara, y se
quedó, mirando sonriente a Camelia, que enrojeció. Le tendió la mano, y dijo:
—Ven.
Camelia se tomó de su mano, y salió de la
cámara. Entraron en otra, donde había unos lechos anatómicos de material
blando. Vitanio abrazó a Camelia, y la besó largamente en la boca.
Durante el beso, las imágenes aparecieron una
vez más en la mente de Camelia Hobson, y en esta ocasión acompañadas del
recuerdo de los placeres experimentados entre los brazos de Vitanio. Muy pronto
toda su tensión inicial se desvaneció, y se fue relajando. La imagen era tan
clara ahora que tenía la sensación de estar viviendo aquel momento por partida
doble; como si ella fuese dos personas, y ambas estuvieran comenzando a sentir
la lenta, y cada vez más intensa oleada de placer.
Pero el rostro del hombre de las imágenes seguía
sin aparecer, sin definirse.
De todos modos, no importaba, porque Camelia
sabía de quién era ese rostro, y no tenía objeto resistirse. Así que se fue abandonando
en los brazos de Vitanio, mientras el beso de éste, como una oleada impetuosa y
caliente, iba penetrando en su cuerpo, haciéndolo arder.
Cuando, poco después, Vitanio comenzó a descubrir
su cuerpo, Camelia Hobson ya estaba deseando que lo hiciera. Había una atmósfera
limpia y quieta allí, como si aquel lugar fuese el más extraordinario que se
pudiera imaginar, y donde sólo pudiera vivirse el amor.
Así que, cuando Vitanio la requirió, ella estaba
de nuevo dispuesta a dárselo todo.
Y, como envuelta en aquel fuego que la abrasaba, se lo dio.
* * *
—Tienes que comprenderlo —dijo suavemente Vitanio—:
el destino de la Tierra es inevitable, Camelia.
—Pero no ahora —replicó ella, besándole en un
lado de la boca—. No va a morir ahora.
—No. Queda mucho tiempo, es cierto, pero es
inevitable. Tarde o temprano, la Tierra moriría. Primero morirían sus
habitantes, todos ellos, y luego moriría la propia Tierra, deteriorada al
límite por los últimos seres vivos. Si nosotros la dejáramos donde está ahora,
seria ya para siempre un planeta muerto. En cambio, si nos la llevamos ahora
todo lo que hacemos es precipitar la desaparición de la vida actual en ella,
pero será recuperable en Axalia. Dentro de un tiempo, ya no sería recuperable,
y, de todos modos, la vida habría desaparecido de ella.
Tras decir esto, Vitanio besó los desnudos senos
de Camelia, que suspiró y dijo:
—Vitanio, vosotros no podéis estar seguros de
que la Tierra va a morir. En cambio, sí es seguro que morirá si os la lleváis
de su emplazamiento. Sus aguas se desprenderán, y...
—No —sonrió él—. Sus aguas no se desprenderán.
Tú crees que éste es el lugar que la Tierra debe ocupar en el universo, pero no
es así. No es que la Tierra esté donde debe estar, es decir, en el sitio más adecuado
para ella, sino que es ella la que crea su propio ambiente vital. Es la Tierra
la que crea su propia atmósfera y su propia vida, y eso hará esté donde esté.
Pero no con sus actuales habitantes.
—¡La Tierra morirán sin el Sol! —gimió Camelia.
—No. Quedará simplemente aletargada durante el
viaje hasta Axalia, pero una vez allí recuperará su vitalidad total bajo el
calor de nuestros dos soles azules. No morirá, sino que generará nueva vida.
Seguramente será diferente a la actual, pero vida. Y esa vida serán las flores
que nosotros sembraremos en todo el planeta, pues nos llevaremos semillas
suficientes para la primera fase, y luego las flores así nacidas irán
proporcionando semillas sin fin.
—Las flores no serán iguales en Axalia.
—Tal vez no. Tal vez sean incluso más hermosas,
Camelia. Abandona tus temores: nosotros estamos dispuestos a salvar la Tierra,
no para o por los terrestres, sino por la misma Tierra, que merece vivir. Un
lugar tan hermoso no merece morir, convertirse en un meteorito más del espacio,
sin vida inteligente y ni tan siquiera hermosa.
—¡No puedes estar seguro de esto! En cambio, sí
es seguro que todos los terrestres morirán. Nosotros no tenemos esas
posibilidades vuestras de volver a la vida de las que me has hablado, no
tenemos esencia..., así que todo moriría definitivamente.
—Camelia, ya te digo que una nueva vida...
—¡Quizá fuese una vida horrorosa! Quizá la
Tierra diese nuevos frutos de vida, pero monstruosos. ¿No se te ha ocurrido
pensar esto?
—¿Qué clase de monstruosidades? —sonrió Vitanio.
—No lo sé... Manifestaciones de vida peores que
las de ahora, más malvadas... Seres que podrían incluso agredir algún día
vuestro planeta.
—Estás diciendo todo esto para intentar convencerme
de que deje la Tierra donde está, ¿no es cierto?
—Vitanio: ¿crecería tu brazo en mi cuerpo? No,
¿verdad? Pues del mismo modo tal vez la Tierra no pueda vivir como satélite de
Makono, bajo dos soles azules.
—Vivirá —aseguró Vitanio.
Camelia estaba comprendiendo que sus argumentaciones
se estrellaban contra una determinación firme, tanto más difícil de alterar
cuanto que Vitanio estaba honestamente convencido de que iba a salvar el
planeta Tierra de una hecatombe ambiental que habría de llegar pronto o tarde.
Permaneció unos segundos en silencio antes de
preguntar:
—¿Es posible que el profesor supiera que
vuestros soles son azules antes de que vosotros hablaseis con él? Lo pregunto
porque hace unos días le pregunté qué le parecía el sol, y me replicó: no es
azul.
Vitanio se quedó mirándola fijamente.
—¿Eso dijo Andio?
—Sí. ¿Podía él saberlo por sí mismo?
—Lo habría sabido si hubiera nacido como un makoniano
corriente, ya fuese de madre o de probeta. Por lejos que estuviera, lo habría
sabido, como habría sabido otras muchas cosas y habría tenido unas facultades
mentales y físicas que vosotros no conocéis. Pero el cuerpo de Andio es de mujer
terrestre e incluso esa mujer, Evelyn, estaba ya en muy avanzado estado de
gestación cuando la esencia de Andio penetró en ella, así que, al parecer, sus
facultades tanto físicas como mentales de makoniano están muy disminuidas. Pero
sí, es posible que pudiera tener ese conocimiento en lo más hondo de su mente.
Y entonces, es extraño que su mente tenga dificultades para otras cosas...
—¿A qué te refieres?
—A su incomunicación mental con nosotros. Tropezamos
con una barrera mental que nos impide comunicarnos con él sin usar la voz, no
percibimos sus proyecciones mentales.
—Entonces es que no las tiene.
—Así parece. Sin embargo, si sabía que nuestros
soles son azules, creo que conserva determinadas facultades, que pueden estar
en mayor o menor grado de desarrollo. Bien, no importa... En muy poco tiempo yo
conseguiré desarrollar la mente de Andio a un nivel muy aceptable de makoniano.
—¿Puedes hacer eso? ¿De qué modo?
—Sólo es necesario penetrar en su barrera
mental. Nosotros podemos colocar esa barrera cuando no queremos que los demás
sepan qué hay en nuestra mente, y entonces esa barrera se asemeja a uno de vuestros
espejos: puede reflejarlo todo, pero no deja ver nada de lo que hay tras el espejo.
—Eso significa que si el profesor no quiere que
sepáis lo que está pensando puede conseguirlo.
—Sí, pero él está deseando que lo desarrolle,
así que pronto abrirá su mente para mí, para que yo la enriquezca, y en breve
podrá adquirir sus facultades de makoniano.
—¿Y sabrá lo que yo pienso?
—Lo sabrá todo —rió Vitanio—, del mismo modo que
lo sé yo... Aunque no eres fácil de recibir, Camelia. Tu mente de terrestre es
increíblemente poderosa y sólida, y hay ocasiones en que ni yo mismo puedo
lograrlo. Precisamente me estaba preguntando si tienes las suficientes facultades
mentales para colocar tu propia barrera, a tu modo, diferente a la nuestra. Y
me pregunto por qué lo haces.
—¡Oh, Vitanio! —rió la hermosa pelirroja—. ¿Qué
tonterías estás diciendo! ¿Te he colocado yo alguna clase de barrera en algo?
Se abrazó a él y lo atrajo sobre sí, con un gesto que, cuando menos en esta ocasión, hacían innecesarias más explicaciones. Vitanio la abrazó fuertemente, y se dispuso una vez más a gozar de aquel amor que había encontrado en la Tierra, y que ya había estado presintiendo, e incluso viendo, en forma de una hermosa mata de rojos cabellos.
* * *
La expresión de Ekiono llegaba poco después a la
mente de Vitanio.
«Nos están cortando el paso, Vitanio.»
«¡De modo que no hemos conseguido escapar!»
«No. Ellos deben saber incluso dónde está
nuestra plataforma, aunque no la ven debido a la barrera protónica, pero nos
están cortando el paso hacia ella. Van a atacarnos de un momento a otro.
Deberías venir.»
«En seguida, Ekiono.»
Vitanio miró a Camelia, que le contemplaba
atentamente. Ella preguntó, sonriente:
—¿Con quién estabas hablando?
—Con Ekiono. Tengo que marcharme ahora. Las
naves de Valka y Kixono van a atacarnos de un momento a otro.
—¿Qué puedo hacer yo?
Vitanio rió, la besó en un pecho, y se desmaterializó.
Se materializó junto a Ekiono, que señaló el
visor frontal y de la pequeña nave de combate. Frente a ellos, ahora navegando
a la misma velocidad, iba la nave comandante. Más allá, acercándose, la gran
formación conjunta de los ahora aliados valkianos y kixonianos.
«Comunícate con Kanio, Ekiono, y dile que no
abandonen este lugar si son destruidos, que volveremos a por ellos. Pero vamos
a intentar salvar mi nave rehuyendo el combate.»
«Kanio y yo ya hemos puntualizado eso, y se quedarán
en esta área esperándonos. Pero es imposible para tu nave rehuir, el combate.
Tal vez nosotros podamos pasar, pero no la nave grande.»
«Entonces dile a Kanio que destruya todas
cuantas naves valkianas y kixonianas pueda antes de convertirse en esencia. Si
ellos, como nosotros, están aquí con determinado número de naves, vencerá aquel
que consiga destruir más naves del adversario. El que antes se quede sin naves
estará perdido.»
«También eso lo hemos puntualizado Kanio y yo.
Él tiene incluso preparada la gran matriz de emergencia conteniendo todas las
esencias de los que fueron desintegrados anteriormente. La sacará de la nave de
un momento a otro, y si son destruidos se quedarán ahí, con la gran matriz.»
«Entonces todo está decidido. De todos modos, vamos
a intentar escapar.»
No fue posible.
Al menos, para Kanio, que había quedado al mando
de la nave comandante de Vitanio. Mientras éste, que se puso a los mandos de la
pequeña nave de combate, conseguía filtrarse entre las grandes naves de Kixono
y Valka y hasta causarles dos bajas, la nave comandante se desintegró en el
negro espacio bajo los disparos lumínicos de los enemigos.
Simplemente, desapareció, tras dejar en el
espacio un leve fulgor, que por un instante pareció el estallido de mil soles.
Acto seguido fue como si la nave comandante de Vitanio jamás hubiera existido.
En la negra extensión aparecieron pronto gran
cantidad de puntos luminosos que se desplazaban hacia el recipiente de material
transparente que contenía todas las probetas acumuladas en la recién destruida
nave. Quedó todo como formando una estrella rosaviolácea, cuyo bello colorido
destacaba en la pantalla de la nave de combate que recogía las imágenes de
popa.
«¿Has fijado la posición de Kanio?»
«Sí. Podremos encontrarlos fácilmente... Nos
están persiguiendo, Vitanio. Y si continúan detrás de nosotros verán el camino
abierto en la barrera protónica.»
«Comunica con la plataforma que no vamos a entrar todavía. Primero vamos a engañar a los valkianos y a los kixonianos, llevándolos lejos de aquí. Volveremos cuando los hayamos desorientado, y entonces nos posaremos en la plataforma.»
* * *
—Andio, ¿estás contento? —susurró Akolia.
El la miró, tomo su rostro entre las manos, y lo
atrajo, para besar los pálidos y tiernos labios de la muchacha.
—Mucho... —asintió—. Toda mi vida he estado
preguntándome qué era yo, por qué era diferente a los demás, y ahora lo sé.
—Pero yo no me refería a eso... —dijo Akolia—.
Me refería a nosotros, quería saber si estás contento de que hayamos vuelto a
reunimos.
—De eso también —sonrió Byron Marsh.
—Entonces, ¿por qué no te abres a mí? No puedo
saber lo que piensas ni lo que sientes.
—Lo estoy intentando, Akolia, pero no lo
consigo. Evidentemente, mi mente de humano terrestre está muy por debajo de los
niveles makonianos, carece de la sensibilidad suficiente para recibir y emitir.
Lo siento..., y espero que Vitanio me desarrolle pronto.
—Yo también puedo hacerlo!
—Entonces, hazlo —pidió Byron Marsh.
—Sólo tienes que desear recibirme, y yo me
esforzaré en que lo consigas.
Akolia se abrazó a Byron Marsh, ambos cerrados
los ojos, ambos desnudos, todavía como sumergidos sus cuerpos en la dulzura del
amor que habían estado intercambiando.
Akolia se esforzó al máximo, lanzando hacia la
mente de Byron Marsh las más hermosas imágenes que pudo lograr. Cualquier makoniano
las habría «visto» dentro de su mente, como si ésta fuese una pantalla en la
que se proyectase una película del más bello colorido.
Pero la mente de Andio rechazó las imágenes, las reflejó cómo si, en efecto, fuese el más duro y bruñido espejo.
CAPÍTULO VII
Ekiono se materializó en la cabina donde
esperaba Evelyn Marsh, y ésta no pudo contener un grito de sobresalto. Luego,
se quedó mirando con expresión asustada al anciano makoniano, cuyas nobles y
hermosas facciones expresaban gran consternación.
—Lo siento —dijo—. Olvidé que no debía hacer
esto con usted, Evelyn. Pero no debería asustarse; yo nunca le haría ningún
mal.
—Ya..., ya lo sé, pero no puedo evitarlo... ¡Soy
una tonta!
—Claro que no —sonrió Ekiono, acercando un asiento
y ocupándolo frente a Evelyn—. Es sólo que no está acostumbrada. Pero se
acostumbrará pronto. Cuando regresemos a Makono usted ya habrá comprendido muchas
cosas.
—¿Cuando regresemos a Makono? Dígame: ¿cuánto
tiempo tardaremos en llegar allá?
—¿Nosotros o la Tierra?
—Dígame primero cuánto tardará la Tierra.
—La Tierra tardará mucho tiempo, porque no podrá
viajar a nuestra velocidad. Hemos instalado en ella nuestros más grandes
propulsores, cuya potencia no podría usted imaginar jamás...
—O sea, que soy tonta, ¿lo ve?
—No, no.
—Entonces, intente hacérmelo comprender.
—De acuerdo, voy a intentarlo. En primer lugar,
imagínese la potencia impulsora de los motores de los más grandes aviones
terrestres, y más o menos su tamaño. Supongamos que cada motor del más grande y
poderoso reactor tiene el tamaño de tres automóviles corrientes. ¿De acuerdo?
—SÍ... Sí, sí.
—Ahora, imagínese cuántos de esos motores
cabrían en uno de nuestros contenedores de propulsión, considerando que el
tamaño de cada tubo es aproximadamente de dos kilómetros y medio, y su diámetro
alcanza cerca de los doscientos metros. ¿Se lo imagina?
—Me... me temo que no, francamente.
—Miles de motores —sonrió de nuevo Ekiono—.
Ahora, tengamos en cuenta que, a mismo tamaño de material propulsor, nuestra
potencia es cinco mil veces superior a la de ustedes, ya que no utilizamos
combustible, sino energía pura concentrada. Y ahora, recuerde que tenemos
sesenta de esos propulsores distribuidos en la Tierra. ¿Puede imaginárselo?
—No... ¡No!
—Lo siento, pero no sé explicárselo de otro
modo. Sin embargo, le aseguro que la Tierra podrá viajar por el espacio a la
velocidad de un quinto de ken, y, ciertamente, la energía de nuestros
propulsores no se agotará jamás, ya que se va renovando continua y espontáneamente.
Es por eso que nunca podemos tener problemas en nuestros largos viajes
espaciales. ¿Cuánto tardará la Tierra en llegar a Makono? Bien, pongamos,
aproximadamente, unos sesenta años terrestres. Pero nosotros solamente doce de
esos años, un poco menos, en realidad.
—Dios mío... ¿Y usted cree que yo estaré viva
dentro de doce años?
—¿No?
—Me sorprendería mucho. Bueno, es posible, pues
sólo tengo setenta años, así que vivir hasta los ochenta y dos no sería
imposible, pero... Bueno, lo cierto es que ya nunca podré volver a ver la
Tierra. Y si usted la precede y la espera en Makono, seguramente tampoco lo
conseguirá, Ekiono. ¿Cuántos años tiene usted?
Ekiono, que estaba mirando fijamente, con
extraña expresión, a Evelyn, parpadeó, muy despacio.
—Dos mil ciento catorce años terrestres
—susurró.
—¡Oh, cielo santo, no es posible!
—En realidad —susurró el anciano—, dos mil años terrestres
ya es una edad muy avanzada para los makonianos. Y tiene usted razón, es más
que posible que si yo precedo a la Tierra hacia Makono, ya no esté allí como
Ekiono cuando llegue. La vería, eso sí, con los ojos de un nuevo makoniano al
cual habría trasladado mi esencia. Sería un joven con mucha vida por
delante..., pero Ekiono ya nunca más habría vuelto a ver la Tierra. ¡Y es tan
hermosa.!.!
—No lo será cuando llegue a Makono, estoy
segura. O sea, que usted, con los ojos de su nuevo cuerpo, no podrá gozar de
ella. En cuanto esos propulsores de ustedes comiencen a funcionar, todo saltará
en pedazos.
—Eso no —movió la cabeza Ekiono—. Usted está acostumbrada
a esos ruidosos motores que expelen escoria de energía quemada, y que dejan
tras ellos cenizas y residuos de toda clase. No son así nuestros propulsores:
simplemente, impulsan la nave o lo que sea en la dirección deseada. Cuando
pongamos en marcha desde la nueva nave comandante, se alterará la superficie de
los mares. No pasará nada, sólo que la Tierra se moverá más de prisa a cada
segundo, y finalmente saldrá de su órbita rumbo a Axalia, dejando atrás su
sistema solar, y en seguida toda la galaxia donde ha estado ubicada hasta
ahora. No habrá destrucción por eso, Evelyn.
—De todos modos, quedará destruida, lo sé.
Ekiono aspiró hondo, y estuvo casi un par de
minutos con la mirada baja, pensativo. Por fin, miró de nuevo a Evelyn, sonrió
otra vez, y pidió:
—Dígame muchas cosas sobre la Tierra. Y sobre todo, hábleme del jardín de usted. ¿Cómo lo ha hecho, cómo lo cuida...?
* * *
Cuando, tras despistar en la inmensidad del
espacio a los perseguidores de Valka y Kixono, la pequeña nave de combate se
aproximaba a la barrera protónica, todos estaban en la sala de mandos, detrás
de Vitanio, que pilotaba la nave. Ante ellos, visible en el visor de proa
directo del espacio, aparecía la negrura insondable de éste, salpicado de
lejanas estrellas.
Sin embargo, Vitanio dijo:
—Vamos a entrar inmediatamente.
—¿Dónde? —preguntó Camelia.
Vitanio pulsó un mando del panel, y éste se
iluminó con luz rosada. Inmediatamente, junto a este botón se encendió otro del
mismo color. Y al instante, ante ellos el panorama cambió. Es decir, todo el
fondo espacial seguía igual, negro y salpicado de estrellas, pero donde entes
no había nada más apareció la gigantesca estación espacial, profundamente
iluminada. Camelia no pudo contener un grito de asombro, y sus ojos se abrieron
mucho; Byron Marsh la miró con expresión hosca, y murmuró:
—Y nosotros nos creíamos que sabíamos muchas
cosas del espacio... ¿Qué se le ocurre decir ahora, Camelia?
—No sé... Nada. ¡Nada absolutamente!
Byron Marsh asintió, y miró ahora a su madre,
que también se había sobresaltado. Ekiono le había tomado una mano, con gesto
tranquilizador, y no se la soltaba. Y Ekiono no miraba hacia la plataforma,
sino el rostro de Evelyn Marsh, de un modo que desconcertó a Byron Marsh. Fue
tan grande su desconcierto que todo su control mental se desvaneció un
instante. Y en el acto, Vitanio y Akolia lo miraron vivamente. Pero fue sólo un
brevísimo instante, y el espejo volvió a cerrar la mente de Byron Marsh.
«Andio —expresó Akolia—, ¿qué te ha ocurrido?»
«Vitanio —expresó Akolia—, ¿lo has percibido tú
también?»
«Sí.»
«¿Qué es lo que ocurre?», intervino Ekiono en la
comunicación.
«La mente de Andio se ha abierto un instante...
—explicó Akolia—. ¿No te has dado cuenta?»
«No. Tenía la mente ocupada, Akolia. ¿Qué ha
expresado la mente de Andio?»
«No sé, pero ha sido algo... desagradable. ¿Lo
has captado tú mejor que yo, Vitanio?»
«No. He recibido la misma sensación, pero no
sabría valorarla. Creo que Andio está entre asustado y confuso. Tendré más
trabajo del que pensaba para desarrollarlo... ¡Vamos a entrar!»
La pequeña nave cruzó determinado plano del espacio,
se oyó un levísimo crujido, y eso fue todo. Acababan de cruzar la apertura tan
brevemente ofrecida en la esférica barrera protónica que protegía la plataforma
de cualquier observador situado en cualquier punto del espacio.
En cuestión de segundos, la nave se posó sobre
la superficie que parecía de níquel. Bajo ella se abrió una compuerta, y la
nave pareció descolgarse suspendida por hilos invisibles, desapareciendo en el
interior de la plataforma. Afuera, por encima de ellos, quedó la gran extensión
metálica ocupada por todas las naves de que disponían los makonianos en aquel
lugar del espacio, y, en cuanto la compuerta se hubo cerrado, toda la intensa
iluminación desapareció. La plataforma gigante quedó como un diminuto objeto
dentro de la esfera protónica. Por mucho que mirasen o rastreasen desde la
Tierra con cualquier medio, jamás la detectarían en modo alguno.
«Anteo —expresó Vitanio—, ya estamos aquí.»
«Bien regresado, Vitanio. ¿Lanzamos ya la nave
de recogida?»
«Sí. Nos reuniremos contigo en la sala central.»
En el mismo instante que comenzaban a salir del
interior de la nave de combate, por encima de ellos la barrera protónica volvía
a abrirse un brevísimo instante, y la pequeña nave circular de recogida de
esencias vitales de Makono era lanzada al espacio. Veloz, circular, reducida,
opaca, podría ir y volver rápidamente al área espacial donde habían quedado
Kanio y sus compañeros de la nave comandante, junte con la gran matriz de ésta,
que ya contenía esencias.
Byron Marsh, Camelia Hobson y Evelyn se
encontrara sobre una superficie metálica finísima, en la que su calzado
terrestre resbalaba bastante. Era como estar dentro de una caja metálica
completamente cerrada.
—La atmósfera es buena para nosotros... —murmuró
Byron—. ¿A qué distancia estamos de la Tierra, Vitanio?
—Tres mil millones de kilómetros. En menos de
siete horas, viajando a velocidad ken, podemos estar allá nuevamente. Pero
antes, quiero dejarlo todo programado de nuevo con Anteo, director de la plataforma.
—¿Qué es lo que has de programar de nuevo?
—preguntó Camelia.
—No podremos esperar al solsticio para llevarnos
a la Tierra, así que deberemos programar de nuevo los propulsores. Pero eso se
puede hacer desde aquí mismo. Lo que no se puede hacer desde aquí es fijar los
propulsores en sus puntos; de empuje.
—Entonces..., ¿cómo lo haréis?
—Eso ya estaba previsto: enviaremos makonianos especiales
a la Tierra, en varias naves, para que realicen esa labor
—¿Makonianos especiales? ¿A qué te refieres?
—Seres metamórficos. Si lo deseas, Akolia puede
acompañarte a sus habitáculos de adaptación, mientras yo adapto el nuevo
programa. Me reuniré con vosotros en cuanto haya terminado con Anteo. Ekiono,
acompáñame.
—Prefería ir con Evelyn..., con todos, a ver a
los metamórficos, si no te importa, Vitanio.
—Claro que no. No vamos a necesitarte. Es más,
instálate definitivamente en la plataforma, porque no vendrás en el próximo
viaje a la Tierra.
—No... ¡No, Vitanio! ¡No me pidas eso!
«¿Qué te ocurre?», expreso mentalmente su
sorpresa Vitanio.
«Quiero ver de nuevo la Tierra. ¡Vitanio, quiero
volver allá!»
«Vitanio —intervino Akolia—, Andio también
quiere volver. Dice que desea venir con nosotros para ayudarnos si fuese necesario.»
«Entonces tendremos que volver todos, porque
también Camelia lo desea. Está bien, Ekiono, no hay inconveniente alguno en que
todos volvamos allá. Salvo el de los ataques de Valka y Kixono. Nosotros sobreviviremos
en cualquier circunstancia, pero si alguno de los terrestres muere será para
siempre. Házselo entender así a todos, y que estarían a salvo quedándose aquí.
Pero si insisten en volver, volveremos.»
Vitanio se desmaterializó. Akolia tomó una mano
de Byron, y sonrió.
—Venid, iremos todos a ver los seres metamórficos.
¿Tampoco te acuerdas de ellos, Andio?
—No... Tampoco.
—Pronto los veréis.
Recorrieron el pasillo hasta el fondo, y luego
descendieron en una plataforma. Recorrieron otro amplio pasillo que parecía
igualmente una caja metálica cerrada, pero que, como el de arriba, mostró una
abertura en cuanto estuvieron delante. Descendieron todavía otro nivel por
medio de otra plataforma. El silencio era increíble, y las pisadas de Evelyn y
Camelia especialmente resonaban como martillazos.
La compuerta que se alzó esta vez dejó al
descubierto una enorme sala de la que, sorprendentemente, brotaban toda clase
de ruidos, y en la que había un gran movimiento en todas partes. El rumor era
atronador allí.
Camelia y Evelyn quedaron boquiabiertas ante los
primeros seres en los que se fijaron, sin más remedio, pues se movían por
encima de ellas, en el aire, volando sin alas. Parecían hombres terrestres normales
y corrientes, pero se mantenían suspendidos en el aire, al parecer haciendo
extrañas maniobras.
Dos hombres de cabellos castaños y ojos oscuros,
vestidos correctamente a la europea, aparecieron de pronto ante el grupo, y uno
de ellos se inclinó levemente ante Evelyn Marsh, sonriendo.
—Bien venida, señora Marsh. Soy Stanley
Ferguson. Permítame presentarle a mi amigo, el coronel Andrew Culver... Espero
que hayan tenido buen viaje,
Evelyn Marsh volvió su atónita mirada a Ekiono,
que sonrió y explicó:
—Son los metamórficos normales. Hay más como
ellos, hablando diversos idiomas de la Tierra, y su misión consistirá en
atender los asuntos que puedan presentarse en actividades normales, es decir,
cuando no queramos alarmar a nadie con sus actividades.
—Parecen... terrestres normales...
—Lo son ahora. Pero vengan. Verán seres
extraordinarios, cada uno de los cuales tiene unas facultades adecuadas al
ambiente terrestre en que deberá desenvolverse. Por ejemplo, esos que vuelan
han adquirido facultades en ese sentido para realizar labores de fijación de
los propulsores en varias altas montañas donde la atmósfera es muy densa.
Debido a lo accidentado del lugar se han adaptado al vuelo para trabajar en la
fijación de esos propulsores que quedaron allí...
Evelyn Marsh no conseguía cerrar la boca,
mirando a los hombres aparentemente terrestres que volaban de un lado a otro.
Camelia tampoco salía de su asombro. Byron Marsh los miraba con expresión
inescrutable, era imposible saber si estaba sorprendido o no.
Ekiono tomó de un brazo a Evelyn, que reaccionó
entonces y sonrió como disculpándose.
—No se preocupe —dijo Ekiono—, comprendo perfectamente
el asombro de todos ustedes. Están acostumbrados a unos patrones de vida con
limitaciones, y forzosamente todo esto debe parecerles extraordinario...,
incluso increíble... Sería conveniente que se mentalizasen para admitir sin
impresionarse demasiado el resto de lo que irán viendo.
No fue posible mentalizarse en este sentido,
porque lo que Ekiono y Akolia fueron mostrándoles por fuerza tenía que
causarles estupor. Había seres metamórficos que se estaban adaptando a diversas
condiciones de vida en el planeta Tierra, desde los que volaban a los que
parecían vulgares terrestres, desde los que parecían gorilas evolucionados, con
grandes miembros poderosos y velludos, y rostros pasmosamente inteligentes, a
los hombres-peces que se movían dentro de grandes urnas de material transparente
que contenía unos agua dulce y otros agua marina conseguida artificialmente en
grandes cantidades en los laboratorios de la plataforma. Había hombres-calamar,
y hombres-raya, destinados a bajar a las profundidades donde esperaban no menos
de veinte de los propulsores que en abril habían sido dejados caer desde las
naves con base en la plataforma que hacían rápidos viajes a la Tierra con su
carga.
Había hombres-serpiente, pero que, como los hombres-peces,
tenían brazos con manos de doce dedos. Sus sistemas respiratorios eran
branquiales, sus escamas eran poderosas en unos, y en otros sus cuerpos eran
aparentemente blancos y blandos, y sus ojos parecían de cristal. Había hombres
diminutos y nombres gigantescos, algunos de éstos más velludos que los hombres-gorila
destinados a las selvas, pues deberían operar en lugares nevados. Había hombres
aplastados como lenguados y hombres esféricos: Había seres de toda clase,
sometidos a las más extraordinarias e increíbles transformaciones, pero todos
ellos disponían como mínimo de dos brazos y manos con doce dedos. Algunos
tenían cuatro brazos, y otros seis, y había algunos que disponían de varias
piernas, y varios que tenían ojos alrededor de toda la cabeza, para poder ver
en todas direcciones.
Y aunque la comunicación mental era perfecta en
todos ellos y estaban coordinándola para que no representase problema alguno
utilizarla en toda la superficie de la Tierra o en la profundidad de los mares,
todos ellos emitían sonidos que tenían reminiscencias de los animales o seres cuyas
facultades habían adquirido en la más completa metamorfosis que pudiera imaginarse.
Finalmente, los tres terráqueos cedieron en su
asombro, y fueron admitiendo ya sin aspavientos todos los seres que iban
viendo, y que mostraban una determinación invencible en sus respectivos
cometidos.
Ante todo aquello, no había más remedio que comprender que nada podría impedir que la Tierra, muy pronto, fuese secuestrada, y lanzada al espacio en dirección a su nueva ubicación en éste. Una ubicación cerca de dos soles azules, y donde dejaría de ser un planeta rey para convertirse en satélite, en jardín de otro planeta mucho más grande y poblado por seres sobre cuya superioridad en todos los órdenes era ya imposible dudar.
* * *
—Cuénteme más cosas sobre la Tierra y las
flores-pidió Ekiono.
Evelyn Marsh hizo un gesto de impotencia.
—Pero, Ekiono, le he dicho todo lo que sé, pobre
de mí. ¡Sabe usted mucho más que yo de la Tierra, ya sabía más cuando llegó
allá! En realidad, usted está perdiendo el tiempo conmigo.
—Oh, todavía me queda un poco de tiempo de
Ekiono —aseguró éste.
—Bueno, no..., no he querido decir que se vaya a
morir...
—Sí, sí que moriré, naturalmente, pero todavía
puedo vivir quizá todo un tak.
—¡Eso son veintidós años! —rió Evelyn.
—Sí.
—Bueno, creo que es tiempo, más que suficiente
para regresar a Makono y terminar allá tranquilamente su vida de Ekiono,
¿verdad?
—Hábleme de sus flores... de las de su jardín.
De sus rosas. Pero antes, vuelva a explicarme cómo se ve el agua en ellas al
amanecer, eso que llaman el rocío...
—Bueno, el rocío es agua en suspensión, que
luego se condensa sobre los pétalos de las flores, formando gotas. Son unas
gotas de una transparencia y belleza como sin duda nada más encontrará en la
Tierra. Parece que formen parte de las propias flores, tal es su delicada
belleza. Se llama rocío porque parece, en efecto, que las flores hubiesen sido
rociadas con las aguas más puras que...
—Andio, creo que tienes que saberlo —dijo
Akolia—; vamos a tener un hijo.
Byron Marsh se quedó mirando fijamente a la bellísima
muchacha, y, de pronto, sonrió y frunció el ceño al mismo tiempo.
—Akolia, sólo hace tres días que estamos aquí, y
apenas cinco en total que hicimos el amor por primera vez... ¡No puedes saber
eso todavía!
—Sí que lo sé... —sonrió ella, abrazándose a
él—. Lo que no sé es lo que piensas. ¡Ni siquiera Vitanio ha conseguido hasta
el momento desarrollarte!
—Lamentablemente, creo que tendremos que resignarnos
a admitir de una vez por todas que mi mente es terrestre, y que no podrá nunca
adquirir las facultades que me corresponderían como makoniano.
—Seguiremos insistiendo.... —dijo dulcemente Akolia—.
Andio, estoy muy contenta: cuando lleguemos a Makono ya tendremos un hijo. Es
decir, espero que más de uno. Le diré a Vitanio que envíe un mensaje cuanto
antes a Makono para informar a mis padres... ¡Pero tú no pareces estar muy
contento con la noticia!
—Me estaba preguntando cómo sería nuestro hijo.
No olvides que mi ser físico es terrestre, Akolia.
—Pero prevalecerán las facultades makonianas en
nuestro hijo. ¡Y lo mismo les pasará a Camelia y a Vitanio! ¿Crees que Camelia
está esperando también un hijo?
Byron Marsh desvió la mirada de los claros ojos de Akolia, dejándola fija en el metálico suelo. Fija y como vacía. Por un instante, Akolia creyó que iba a captar el proceso mental de Byron Marsh, pero de nuevo, una vez más, su intento de comunicación mental rebotó en el duro espejo que cerraba la obtusa mente del terrestre llamado Byron Marsh.
* * *
—Acabo de saber —dijo Vitanio, sonriente— que Akolia
está embarazada. Tal vez tú también lo estés.
—Yo no —dijo rápidamente Camelia, palideciendo.
Inmediatamente, Vitanio percibió la dureza del
espejo mental en la hermosa muchacha. Se sorprendió, más que nada por el hecho
de que ella pudiera colocar aquella barrera.
—Tal vez sí lo estés.
—Lo sabría seguro si estuviésemos en la Tierra y
tuviese unos preparados que permiten saberlo muy pronto. Pero no creo estarlo.
—Akolia podría decírtelo si tan sólo le dejases
ver tus pezones.
—Pues no pienso dejárselos ver. ¡Y no estoy
embarazada!
—Lo que si estás enfadada... —rió Vitanio,
deslizando una mano por sus pechos hermosísimos—. Quisiera saber por qué, pero
no lo consigo, porque sigues colocando tu barrera mental entre nosotros. Me sorprende
que puedas conseguirlo..., y quisiera saber, al menos, por qué lo haces.
—A ninguna mujer le gusta que los hombres lean
sus pensamientos.
—¿Por qué no?
—¡Pues porque no!
—Eso no sucede en Makono. Es decir, sucede en
determinadas ocasiones, pero no siempre. Y cuando sucede es porque tenemos
determinados pensamientos de índole estrictamente privada.
—¿Y no te parece privada la vida sexual o emocional?
—No es una cuestión que nos preocupe demasiado.
Hay cosas que merecen mucho más nuestra reserva. Bien, si no estás embarazada
creo que deberíamos hacer algo para que sí lo estuvieras.
—¿Otra vez? —exclamó Camelia.
Vitanio la miró perplejo. Sabía que a Akolia le
estaba sucediendo algo parecido con Andio.
—No tienes que hacerlo si no lo deseas —murmuró.
—¡Oh, qué tonto eres! —se echó a reír la
muchacha, abrazándolo.
Minutos más tarde, Camelia Hobson emprendía una vez más aquel extraordinario viaje sobre la hermosa ola, mientras en su mente formaban las imágenes del hombre alto, fuerte y de blancos cabellos que la penetraba de modo tan vigoroso y placentero. Un hombre que todavía no tenía rostro...
* * *
—No es que me considere mal alimentada —explicó
Evelyn al fascinado Ekiono, que la miraba como si fuese algo absolutamente
insólito—, pero sigo teniendo esa sensación de hambre. Supongo que es porque
esas pastillas vuestras me alimentan, pero no me llenan mi estómago.
—Debes tener un estómago enorme —dijo Ekiono.
Evelyn se sorprendió. Luego, de pronto, se echó
a reír.
Ekiono dijo:
—La risa es hermosa. Pero en la Tierra no reís mucho.
¿Por qué?
—¡Vaya una pregunta! —volvió a reír Evelyn—. ¡No
lo sé, supongo que será porque hay pocas cosas que nos hagan gracia!
—Pues todo es hermoso allá, así que debería
haceros gracia todo.
—Ekiono, tienes unas ocurrencias...
El panel metálico de la cámara se descorrió, y
entró Camelia. Se detuvo en seco al verlos sentados uno frente a otro, ambos
inclinados, mirándose a los ojos. Alzó las cejas, y luego les ofreció una
sonrisita forzada.
—Lo siento. Creí que no había nadie aquí.
—Oh, no seas tonta, pasa, querida... —dijo
Evelyn—. ¿Dónde está Vitanio?
—Tuvo que ir con Anteo. Me pareció que está
ocurriendo algo... inesperado.
—¿Inesperado? Bueno, Ekiono debe saberlo... ¿De
qué se trata, Ekiono?
—No sé —murmuró éste.
—Eso es imposible... ¡Todo lo que sabe Vitanio
lo sabes tú!
—No, no todo.
—¡Claro que sí! Si está ocurriendo algo, tienes
que saberlo.
—No... No,
Evelyn se quedó mirando desconcertada al anciano.
No tuvo tiempo de insistir, porque Byron Marsh apareció en la cabina, miró a
uno y a otras, y fue a sentarse. Camelia le dirigió una mirada de incontenible
e inocultable irritación.
—Vaya, a quién tenemos aquí... ¡El profesor
Marsh, el genio!
Byron le dirigió una colérica mirada.
—¿A qué viene esa guasa? —gruñó.
—¡Cómo...! ¿Guasa? ¿He dicho algo que tan
siquiera lo parezca? ¿No es usted un genio? ¡Es tan genial que incluso ha
embarazado a Akolia!
—Métase en sus cosas, ¿quiere? —replicó
fríamente Byron—. Yo también sé que se ha negado a que Akolia vea sus pezones
para saber si está o no está embarazada de Vitanio. Y me pregunto por qué se
niega a tan sencillo examen.
—¿Por qué estáis tan molestos el uno con el
otro? —se sorprendió Evelyn—. Byron, ¿es cierto que Akolia está embarazada?
—Eso dice ella. ¿Por qué siempre te encuentro
con Ekiono, madre?
—¿Qué...? Oh, pues... Pues no lo sé... Bueno,
Byron, con alguien tengo que hablar, y Ekiono es el único que me hace caso en
este lugar. Tanto Camelia como tú estáis siempre ocupados.
—Haciendo el amor... —rió Camelia—. ¡Sobre todo
el insigne profesor! ¡Dios mío, pero si se está consumiendo de tanto...!
Byron Marsh se plantó delante de Camelia de un
salto, y la agarró furiosamente por la ropa del pecho.
—¡Escuche usted, jovencita, yo hago...!
La ropa de Camelia se había rasgado debido al
rudo tirón de Byron Marsh. La blanca carne de los pechos apareció, tensa,
satinada. Seda pura. El grueso pezón del seno izquierdo quedó a la vista. Byron
lo miró, su gesto se nubló, y miró a los ojos a Camelia, que había palidecido y
lo miraba como asustada.
—Es usted un bruto-susurró Camelia.
Byron Marsh volvió a mirar el pezón, miró luego
la boca de Camelia, y finalmente, los ojos de ésta. Soltó lentamente la ropa de
la muchacha, deslizando la mano hacia abajo de tal modo que rozó el pezón.
Camelia Hobson se estremeció violentamente.
—Lo siento... —dijo con voz sorda Byron—. Lo
siento de veras.
—No vuelva a tocarme nunca jamás —jadeó la muchacha.
—Le he dicho que lo siento, ¿no? Por un momento
he perdido...
Ekiono se puso vivamente en pie, desviando, la
atención de Byron, que se quedó mirándolo fijamente,
«Ekiono —había llegado la llamada mental de
Vitanio—, ven inmediatamente a la sala de mandos. Necesito tu consejo.»
Simplemente, Ekiono se desmaterializó.
CAPÍTULO VIII
Ekiono se materializó en la sala de mandos junto
a Vitanio y detrás de Neko, segundo comandante de la nueva nave jefe de la
expedición, sentado ante las consolas de exploración.
Vitanio señaló las pantallas.
«Hasta no hace mucho las naves de Valka y Kixono
estaban relativamente cerca de aquí. No han podido vernos, pero saben que
estamos por esta área. Y de pronto, han desaparecido todas.»
«Es decir, que se han marchado.»
«Sí. Han abandonado el área. Han ido tan lejos
que han escapado de nuestros controles de exploración. Y eso es lo que no
entiendo. Han pasado un tiempo merodeando por aquí, buscándonos, sin duda para
atacarnos, pues deben saber que incluso tenemos una estación intermedia. Es
como si hubieran desistido de pronto de localizarnos.»
«No creo eso —rechazó Ekiono—. No es propio de
ellos. Están tramando algo, Vitanio. ¿No han dejado ni una sola nave?»
«Ni una sola. Nunca lo habían hecho. Es como si
se hubieran desentendido completamente de nosotros.»
«Claro que no. Los kixonianos estuvieron en la
Tierra, saben dónde está, y que tenemos interés por ella. Posiblemente, habrán
hecho también sus propios análisis sobre el planeta de las flores..., y en ese
caso habrán llegado a la conclusión de que vale la pena apoderarse de él. De
modo que... posiblemente lo que han hecho ha sido alejarse en busca de ayuda.
En estos momentos deben estar buscando naves de ellos que estén en esta parte
del universo. Se agruparán, seguramente, y entonces serán tantas que no
tendremos la menor oportunidad de vencerles.!. ¡Nos dejarán sin naves, Vitanio!»
«Bien... Sí, tal vez sea eso. Me alegro de haber
requerido tu consejo. Y acabo de tomar una decisión: no esperaremos más para
llevarnos la Tierra. ¡No vamos a darles tiempo de agruparse y venir a atacarnos
y estropear todos nuestros proyectos!»
«Eso significa que partimos inmediatamente hacia
la Tierra.»
«Así es. ¿No estás recibiendo, Anteo?»
La expresión del jefe de la plataforma espacial
llegó en el acto:
«En efecto, Vitanio.»
«Saldremos para la Tierra inmediatamente que tengas
preparados todos los seres metamórficos. Llevaremos todas las naves, todas las
probetas y matrices, y la nave de recogida de esencias. Te vas a quedar solo en
la plataforma, Anteo. Si la desintegran, espéranos por aquí, y de regreso a
Axalia serás recogido.»
«Recibido. Lo dispongo todo en el acto.»
Ekiono y Vitanio se desmaterializaron, y se
materializaron inmediatamente en la cabina donde estaban Byron, Camelia y
Evelyn. Akolia se materializó allí casi simultáneamente con Ekiono y Vitanio.
—Vamos a ir todos a la Tierra —dijo Vitanio—, y
nos lo llevamos todo. Señora Marsh, vamos a necesitar allí una base segura, y
he pensado en su casa. ¿Tiene usted inconveniente?
—No... Claro que no. Pero no entiendo... eso de
la base.
—Dejaremos allí las probetas de gestación y las
matrices, de modo que no iremos con ellas por la Tierra. Cada makoniano sabrá
que, en caso de abandonar su cuerpo, debe presentarse en su casa, donde será
colocado en su correspondiente probeta, y éstas en las matrices. Las naves de
recogida sólo funcionarán en caso de emergencia.
—¿Quiere decir que sus esencias pueden
trasladarse, por ejemplo, desde Asia a Estados Unidos por sí solas?
—Señora Marsh —sonrió Vitanio—, eso no es
distancia para nosotros. Lo imposible es viajar en esencia desde la Tierra a
Axalia, por ejemplo, pero las distancias entre distintos puntos de la Tierra no
representan esfuerzo alguno para ser cubiertas por una esencia vital de makoniano.
Bien, no quisiera que se considerasen presionados en modo alguno, de modo que
si alguno de ustedes prefiere quedarse en la plataforma en lugar de venir a la
Tierra...
—¡Claro que no! —exclamó Evelyn.
Vitanio miró a Camelia y a Byron, y ciertamente
no necesitó leer sus mentes para saber cuál era su postura al respecto; le
bastó ver sus expresiones.
—Preparados para partir a la mayor brevedad
—dijo—. De todos modos, nos tomaremos un poco más de tiempo, pues antes de
abrir la barrera protónica quiero enviar una pequeña nave de exploración. Al
parecer, nuestros enemigos han abandonado este ámbito espacial, pero quiero
estar seguro de ello.
Muy poco después, una pequeña nave de
exploración cruzaba la barrera protónica, y salía al espacio libre, a la
inmensa oscuridad sin fin. Durante casi dos horas terrestres sus censores
especiales y sus detectores de todo tipo auscultaron y escrutaron el espacio en
todas direcciones, en busca de alguna señal que indicara la presencia camuflada
de naves enemigas. Pero no había naves enemigas en parte alguna de aquel
sector, ni en muchísima distancia alrededor.
Finalmente, las veintiséis enormes naves de
Makono abandonaron la plataforma en pos de la nueva nave comandante, en la que
se habían instalado los controles de los sesenta enormes propulsores que
esperaban en la Tierra el momento de ser accionados. Y nada sería más fácil
para Vitanio, una vez sujetos los propulsores a sus posiciones, que ir oprimiendo
los sesenta botones, uno a uno o por grupos.
El viaje, a velocidad ken, habría de durar poco más de seis horas terrestres. Y, de acuerdo a las últimas disposiciones de Vitanio, las naves irían llegando escalonadamente, de modo que cada una de ellas llegase de noche a la zona que le fue asignada. Llegarían, por supuesto, en completo silencio, y sin una sola luz, señal o vibración alguna que los instrumentos de rastreo espacial del planeta Tierra pudieran detectar.
* * *
Como una sombra, la nave comandante se posó en
el campo cerca de la casa de los Marsh. Posteriormente, Vitanio se iría con
ella para circunvalar la Tierra a una altura adecuada, siempre vigilando por
sectores el buen funcionamiento de la operación más delicada: el desembarco de
los seres metamórficos, que en número de tres mil serían también desembarcados
donde esperaban los propulsores. Algunos de ellos tendrían que operar en las
altas montañas nevadas, otros en selvas vírgenes, otros en grandes desiertos,
otros en el fondo de los mares... Pero todo había sido estudiado a fondo,
previsto en todos y cada uno de sus detalles. Los metamórficos a los que
Camelia había dado el nombre de «yetis» soportarían impávidos el intenso frío y
la presión de las más altas montañas; los que deberían bajar al fondo del mar
podían hacerlo primero en naves auxiliares y luego por sus propios medios
físicos adaptados, hasta profundidades de tres mil metros si era necesario. Y
no lo sería, pues el propulsor que más hondo se hallaba, en el océano Pacífico,
esperaba a sólo dos mil seiscientos metros. Los cinco más altos, distribuidos
entre el Himalaya, los Andes y las Montañas Rocosas, no estaban, ni siquiera el
que más, a, una altura superior a los siete mil metros.
La operación no podía fallar.
Pero debería pasar un poco de tiempo para que se
pusiera en marcha. Por el momento, de la nave comandante salieron los Marsh, Camelia
y Akolia, que había preferido quedarse con Byron, ya que, a fin de cuentas,
ella no tenía ningún cometido técnico que cumplir.
Rápidamente, fueron descargadas las matrices y
las probetas contenedoras de esencias vitales, tanto las vacías como las que ya
estaban ocupadas por las bajas sufridas anteriormente. Todo fue instalado en la
casa de los Marsh, Vitanio y los demás makonianos regresaron a la nave comandante,
y ésta, en un instante, desapareció hacia las estrellas.
Desde el porche, Byron Marsh asistió al
velocísimo despegue, que apenas si pudo ver. Akolia estaba a su lado, y se tomó
de su mano. Cerca de ellos, Camelia y Evelyn miraban como absortas el cielo
estrellado. Todo era como un sueño... O como una pesadilla.
—Me habría gustado que Ekiono se quedara con nosotros
—murmuró de pronto Evelyn.
—Vitanio desea que esté a su lado —explicó amablemente
Akolia—. Mi hermano está suficientemente capacitado para mandar cualquier clase
de expedición, pero un anciano como Ekiono puede resolver, con su experiencia,
muchos imprevistos.
—Sí... Lo comprendo. ¿Ama usted a Ekiono?
No fue solamente Evelyn la que quedó pasmada. También
Camelia y Byron miraron estupefactos a Akolia, y acto seguido a Evelyn, que
bajó la cabeza. Ella no tenía la facilidad de colocar una barrera mental, y
Akolia había llegado al fondo de su mente.
—Supongo —susurró por fin Evelyn— que les parece
a todos un absurdo. ¡Dios mío, tengo setenta años! ¡Setenta años!
—No me parece mucha edad comparada con la de
Ekiono —rió Akolia—. Ni creo que deba sentir vergüenza por sentir todavía
emociones y sentimientos a su edad, Evelyn.
—Será mejor que entremos en la casa —gruñó Byron.
—¡Oh, sí! —exclamó Evelyn—. ¡Tengo ganas de comer
algo como Dios manda! Qui... quiero decir algo de lo que estoy acostumbrada...
Akolia volvió a reír, y los cuatro entraron en
la casa. Poco después, Camelia y Byron coincidieron en la cocina, donde Camelia
estaba ordenando el servicio utilizado para la tardía e insospechadamente sabrosa
comida terrestre, y a la que Byron fue en busca de una cerveza al refrigerador.
Abrió éste, sacó un bote, y le arrancó la lengüeta. Camelia se volvió a
mirarlo.
—Supongo que está disgustado por lo de su madre
hacia Ekiono, profesor —dijo la bella pelirroja.
—¿Y a usted qué demonios le importa?
—Lo que suceda entre ellos, nada —replicó
tranquilamente Camelia—. Lo que sí me gustaría saber es qué le parece a usted
ese idilio.
—Deje de decir tonterías, ¿quiere?
Camelia se volvió completamente hacia él,
secándose las manos.
—He observado que está usted terriblemente
furioso conmigo. ¿Puedo saber por qué? Desde el primer momento simpatizamos
mucho, y aunque evidentemente no era ni debo ser ahora su tipo de mujer, nos
llevábamos muy bien. Tan bien, tan amistosamente, que usted ni siquiera me
consideró mujer cuando me vio prácticamente desnuda en el barco. ¿Sería tan
amable de decirme qué es lo que ha cambiado?
—Déjeme en paz.
—Si yo fuese una maleducada, y considerando que
ya no voy a necesitar el empleo de secretaria, le diría que se fuese al
infierno —sonrió Camelia—. En fin, espero que no tengamos que relacionarnos mucho
en Makono, profesor Marsh.
El ceño de Byron Marsh se frunció hoscamente.
Más hoscamente que nunca. Abrió la boca, evidentemente dispuesto a decir algo,
pero desistió de ello, y simplemente bebió un trago de cerveza. Acto seguido,
sin más conversación, salió de la cocina.
Akolia, que estaba sentada en un sillón, esperándole,
le miró con quieta fijeza. Pero era inútil. Más que un espejo, Byron Marsh
parecía estar protegiendo su mente con una barrera protónica.
—Estaba pensando —murmuró la dulce makoniana—
que deberíamos retirarnos a descansar, Andio.
—En cuanto acabe la cerveza —masculló Byron.
—Bien... Te estaré esperando.
Akolia se dirigió al dormitorio que habían
compartido noches atrás, seguida por la absorta mirada de Evelyn, que terminó
sonriendo, se puso en pie y se acercó a su hijo.
—Byron —susurró—; se la van a llevar.
—¿A quién?
—A la Tierra. Y morirán todos.
—No... —rechazó Byron Marsh—. Sé que Camelia
insiste en eso, pero sin duda lo hace para intentar disuadir a Vitanio. Nadie
morirá, madre. La Tierra seguirá siendo la Tierra esté donde esté, con su atmósfera,
sus aguas y sus seres vivientes. Ella crea su propio ambiente, y puesto que
todo el universo que nos rodea es igual, lo mismo dará un lugar que otro en él.
—Pero no tendremos nuestro sol.
—Es cierto —susurró Byron—. Y es lo único que
podría alterarlo todo. En realidad, es el gran peligro. La Tierra y sus aguas
son la madre, y el Sol es el padre: juntos son fecundos, es decir, la Tierra
queda fecunda continuamente.
—Entonces... ¿qué pasará cuando los separen?
—Nada que deba preocuparte.
Evelyn asintió, confiada en los conocimientos de
su hijo, y se fue a su dormitorio. Pero cuando quedó sólo Byron Marsh mostró
una mueca más hosca que nunca, más hostil que nunca. Había mentido a su madre,
para no preocuparla. Pero él sabía perfectamente que, aunque la Tierra conservase
sobre sí todo cuanto contenía se convertiría en un pedrusco helado en cuanto la
alejasen del sol. No sería más que una bola de materia congelada, que iría aumentando
de tamaño por las sucesivas capas de hielo que se irían formando en el frío
universo. Tal vez, cuando llegase a Axalia y fuera puesta en órbita alrededor
de Makono, y recibiese la luz y el relativo calor de los dos soles azules, se
iría descongelando lentamente. Incluso podía tardar siglos. Pero... ¿qué sería
entonces la Tierra? Pues, seguramente, un inmenso mar esférico en cuyas aguas
no habría el menor rastro de vida...
—Buenas noches.
Se volvió, casi respingando, al oír la voz de
Camelia, que le contemplaba desde la puerta de la pequeña cocina.
—Buenas noches, Camelia.
* * *
Le despertó algo, no supo qué.
Se sentó en la cama, vivamente, y al instante
oyó removerse a Akolia, que estuvo un momento inmóvil y luego se sentó de un
salto. A la luz de las estrellas que iluminaban la ventana, Byron Marsh vio el
brinco de los blanquísimos pechos de la muchacha.
—Andio —tembló la voz de ella—, ¡están aquí!
—¿Qué?
—¡Están aquí! —gimió Akolia—. ¡Tengo que irme,
tengo que marcharme ahora mismo, por nuestro hijo! ¡No quiero que lo conviertan
en esencia tan prematuramente, sin haber llegado a vislumbrar la vida como hijo
tuyo y mío!
—Pero ¿de qué estás...?
Akolia se desmaterializó. Byron Marsh frunció el
ceño. Y así estaba cuando de pronto, él también lo supo: estaban allí. Saltó de
la cama rápidamente, salió del dormitorio, y empujó la puerta del de Camelia...
En aquel momento, la muchacha salía precipitadamente del lecho, ataviada con
uno de sus diminutos y graciosos pijamas.
—¡No haga ruido! —recomendó Byron—. Y vamos a
buscar a mi madre; ¡tenemos que marcharnos de aquí inmediatamente!
Salieron del dormitorio, y entraron juntos en el
de Evelyn, que dormía profundamente, con un sosiego infantil. Byron la sacudió
suavemente, y la anciana abrió los ojos. Byron le puso una mano en la boca.
—Soy yo, madre —susurró—. No hagas ruido. Tenemos
que marcharnos inmediatamente de la casa. ¡No hay tiempo para nada!
Evelyn salió de la cama. En la semioscuridad se
veían sus ojos muy abiertos. Todo lo que hizo fue coger un jersey del armario,
que se puso sobre el camisón. Mientras tanto, Byron había alzado la ventana.
Fue el primero en saltar al exterior, sacó en brazos a su madre, y ayudó luego
a Camelia. Había en torno a ellos un silencio que Byron sabía que no era
normal.
Llevando de la mano a su madre y a Camelia, comenzó
a alejarse de la casa: Sentía en las plantas de sus pies el contacto de la
tierra, fresca por la noche. Un poco más allá, vio el jardín de su madre...
¡Malditos fuesen todos!
Ni siquiera estaban a cincuenta metros de la
casa cuando comenzaron a ver las esferas. Aparecieron de pronto, como formando
parte de aquel silencio irreal, quedando suspendidas a un par de metros del
suelo, dos de ellas por encima de las flores del jardín de Evelyn Marsh. Había
no menos de veinte esferas rodeándolos. Y dentro de cada esfera se veían las
siluetas de dos de aquellos enormes seres velludos de tres ojos en la misma
órbita, recortadas en la luz estelar.
—Dios nos ampare —sollozó Evelyn.
De cada esfera saltó un kixoniano, dejando al
otro al cuidado de los mandos, y se dirigieron hacia la casa. Mientras tanto,
los tres terráqueos oyeron un leve rumor a su alrededor, y miraron en busca de
la causa. Cuando la vieron, a los tres se les pusieron los pelos de punta: una
veintena de seres se acercaban a ellos silenciosa y lentamente; seres que, por
un momento, les parecieron murciélagos, pese a su tamaño mucho mayor. Su estatura
no rebasaba el metro, y sus piernas eran cortísimas y delgadas como las de un
ave. En lugar de brazos tenían alas desde los hombros a unos imaginarios tobillos,
y de cada ala sobresalían tres brazos con manos de dedos larguísimos. A la luz
de las estrellas sus ojos parecían fosforescentes. Su cabeza parecía de
ratón..., o de murciélago, simplemente.
Byron Marsh supo quiénes eran aquellos seres:
los valkianos, que habían acudido en compañía de sus recientes aliados, los
kixonianos. Y sólo cuando algunos de ellos estuvieron más cerca vio la básica
diferencia entre los valkianos y los murciélagos, aparte del tamaño: la capacidad
craneana de los valkianos era enorme, sus frentes aparecían abombadas, como proyectándose,
tal como si tuvieran un enorme chichón. Una capacidad craneana que podía
albergar cerebros de tamaño y calidad incluso superior a los de la Tierra.
El movimiento de los valídanos hizo comprender a
los terrestres lo que se esperaba de ellos. Byron tiró de las manos de Evelyn y
Camelia, y las llevó en la dirección en la que eran empujados impalpablemente.
—Nos llevan a una nave —dijo Camelia.
—¿Cómo lo sabe?
—Estoy recibiendo sus pensamientos. ¿Se sorprende?
—No. Tienen la suficiente potencia como para que
podamos recibirlos sin gran dificultad. Y además, me imagino que en estos días
Vitanio la ha desarrollado.
—Un poco. Aunque realmente yo ya tenía esta facultad.
No con seres de la Tierra, ni siquiera con usted, cuya potencia de proyección
mental es inferior a la de estos seres y la de Vitanio, pero sí me di cuenta en
seguida de que podía recibir las proyecciones de los makonianos. E incluso puedo
comunicarme con ellos, pues pese a mi escaso poder de proyección ellos me
recibirían... si yo quisiera, más por sus dotes que por las mías, se entiende.
—Sí... Tanto en emisión como en recepción
estamos por debajo de sus niveles. Y si conseguimos la comunicación será más
mérito de ellos que nuestro.
—De modo que usted también puede... emitir y recibir.
—Así es.
—Pero ha estado negándolo. ¿Por qué?
—Al parecer, los dos hemos hecho lo mismo:
cerrar nuestras mentes a las intromisiones de los makonianos. Eso sí podemos
hacerlo, por fortuna.
—¿Por fortuna? No le comprendo... ¿Por qué lo ha
estado haciendo?
—Está claro que usted es de ellos, no tenía nada
que temer de sus pensamientos. Yo sí, porque he tratado de retener en mi mente
todos los pensamientos en busca de una solución para la Tierra, para que no se
la llevasen... Pero usted, ¿qué tenía que ocultarle a Vitanio y los demás?
—Ya que es usted tan lista, ¿por qué no lo adivina?
Habían estado hablando en susurros, ambos
prestando atención adonde ponían los pies. Ahora, Camelia alzó y volvió el rostro
hacia Byron Marsh, que a su vez la miró.
—No puedo adivinar nada de usted, pues no emite
tan fuerte como estos seres —replicó Camelia—. Podemos comunicarnos con ellos,
pero no entre nosotros, por medio de la mente.
—¿Está segura? —sonrió de pronto y no poco
sorpresivamente Byron.
—¿Qué quiere decir?
—Tal vez yo sí la haya estado recibiendo a
usted, aunque con insignificantes interferencias.
—¡Eso no es verdad!
—Bueno, pues no es verdad. ¿Qué le parecería si
le dijera que incluso he estado recibiendo sus proyecciones de imágenes?
—¡No! ¡Oh, por Dios, No!
—Es usted una criatura absurda —gruñó Byron—. ¿Todavía
no ha comprendido...?
La orden de que permanecieran en silencio llegó
con tal intensidad y energía que Byron decidió obedecerla en el acto, sin
buscarse más complicaciones de las que ya tenían. No sabía de dónde llegaba
exactamente la orden, pero allá estaba, llegando enérgicamente. Camelia también
debió captarla, porque no pidió más explicaciones al profesor sobre su
inacabada frase.
La aplastada nave apareció de pronto ante ellos,
como formando parte del suelo. La primera imagen que acudía a la mente al verla
era un ataúd, aunque sus proporciones de anchura no estaban en relación con la
de longitud; pero recordaba un ataúd, si bien su tamaño lo superaba con mucho,
pues debía medir no menos de cuarenta metros de largo.
Una rampa negra ascendía desde el suelo al nivel
inferior de la nave, donde estaba la abertura de la entrada. Al fondo de ésta
se veía un difuso resplandor de una luz anaranjada. Supieron que debían
ascender por la rampa, y obedecieron dócilmente. Evelyn se agarraba a la mano
de su hijo como si fuese una niña atemorizada. En lo alto de la rampa, Byron
Marsh se volvió, y vio las siluetas de los gigantescos kixonianos acercándose
por detrás de la comitiva de valídanos, cargando con las matrices y probetas
que contenían las esencias de los makonianos muertos, así como las vacías.
Una dura sonrisa pasó por los labios de Byron.
Aquello no le iba a gustar nada a Vitanio, desde luego.
Sin esperar a los kixonianos que llegaban cargados,
les hicieron adentrarse en la nave, y subir a un nivel superior por medio de
una plataforma de elevación parecida a la de las naves de Makono. También los
pasillos eran parecidos. La procedencia de la luz no se podía concretar. En
definitiva, dejando aparte las formas, la concepción de la nave era muy
parecida a las de Makono, por lo que Byron tuvo que convencerse de una vez por
todas de que la inteligencia de kixonianos y los valkianos no debía tener mucho
que envidiar a la de los makonianos. Eran diferentes físicamente, pero nada
más.
En pocos segundos llegaron a una amplia sala cuya forma interior era idéntica a la exterior de la nave. Allí había la misma luz anaranjada, suave, sedante a pesar del color, que en la Tierra estaba considerado como estimulante.
CAPÍTULO IX
Ocupando asientos metálicos en un extremo de la
sala había media docena de alienígenas, tres de Valka, tres de Kixono. Camelia
no hubiera sabido decir cuál de ambos prototipos le parecía más horrible, si
los pequeños seres parecidos a murciélagos a los gigantescos kixonianos de tres
ojos y pelambre amarillenta. Recibieron nítidamente la orden de que se
detuvieran, y así lo hicieron, quedando frente a los seis seres, que les
contemplaban inexpresivamente.
La expresión del más viejo de los valkianos,
según lo definió Byron por su aspecto, llegó a éste con toda nitidez:
«Tú eres makoniano —dijo—. ¿Por qué no te has desmaterializado,
por qué te has dejado prender?»
«No soy makoniano —replicó Byron—, soy terrestre.»
«Tu mentira es ridícula. Es como si nosotros
pretendiéramos negar que somos valkianos y kixonianos. ¿Nos creerías?»
«Si me permites que te lo explique lo entenderás
pronto. Puedo empezar diciéndote que esta mujer terrestre de más edad que ves a
mi lado es mi madre, si bien mi esencia de makoniano penetró en ella cuando...»
En pocos segundos, Byron Marsh expresó su origen
makoniano y su condición física de terrestre. Los alienígenas que tenía ante él
atendían sus expresiones con suma atención. Cuando éstas terminaron el más
anciano de los valkianos expresó:
«No tengo más remedio que creerte, ya que no has
podido escapar pese a que mis amigos de Kixono no han utilizado contigo los
paralizantes. Si fueses makoniano te habrías desmaterializado. Nada te habría
sido tan fácil, como hizo Akolia, la hija de gran Okelio de Makono.»
«Te he dicho la verdad. La mujer de más edad es
mi madre, y la joven de los cabellos rojos trabaja conmigo en actividades
científicas. Soy profesor de Ciencias Espaciales en la Tierra. Soy terrestre.»
«Pues yo soy Ogof, de Valka, director de las
expediciones exploradoras de Valka. Y este que ves aquí es Groram, el Gran
Guerrero kixoniano de todos los espacios aéreos. Hace tiempo que los dos, por
separado, estábamos vigilando las actividades viajeras de Makono, que envía sus
naves a todos los puntos del universo. Nada ha ocurrido en mucho tiempo que
valga realmente la pena, pero supimos que algo nuevo estaba ocurriendo cuando vimos
regresar a Axalia la nave de Vitanio, hijo del gran Okelio, que se adelantó a
su propia nave comandante. Esta impaciencia nos convenció de la importancia del
hallazgo de Vitanio, y decidimos esperar su nueva salida de la barrera protónica.
Nosotros hemos peleado con Vitanio, y los de Kixono también..., y así, hemos
aprendido que a ambos nos conviene Una alianza para arrebatarle a Vitanio el
tesoro que ha venido a buscar a este lado del universo, sea cual sea su
naturaleza... ¿Qué clase de riquezas ha encontrado Vitanio en la Tierra? ¿Dónde
están? Te lo preguntamos a ti, que eres aliado suyo, aunque no comprendemos por
qué. ¿Qué riqueza especial ha encontrado Vitanio en la Tierra?»
«La Tierra misma.»
Por un instante, pareció que los kixonianos y
los valkianos no habían recibido la expresión de Byron Marsh, pero en seguida,
el gigantesco Groram expresó su pregunta:
«¿Y qué quiere hacer Vitanio con la Tierra?»
«Llevársela a Axalia, para convertirla en un
satélite de Makono.»
«¿Con qué objeto?»
«Quiere convertirla en el jardín de Makono.
Cuando la Tierra despierte de su letargo tras el largo viaje, la sembrará toda
de flores. ¿Sabéis lo que son flores?»
«No.»
«Vedlas entonces, si es que consigo proyectar
las imágenes que deseo. Por favor, prestad toda vuestra atención, pues mi
potencia es escasa.»
Byron Marsh cerró los ojos, y envió como mejor
supo y pudo las imágenes de todas cuantas flores pudo recordar: hibiscos,
rosas, petunias, claveles, nenúfares, gardenias, orquídeas... Le interrumpió
muy pronto la expresión de Groram:
«Ya sabemos a qué clase de seres terrestres te
refieres: no sirven para nada.»
«Vitanio desea que la Tierra entera sea un
jardín, porque dice que las flores son hermosas. No espera obtener de ellas
ninguna utilidad. Un jardín es un lugar, generalmente de reducidas dimensiones,
donde suele haber muchas flores de diferentes especies.»
«No sirven para nada», insistió Groram.
«Sólo son belleza», accedió Byron.
«¿Y eso es todo lo que Vitanio espera de la
Tierra?», intervino Ogof.
«Sí.»
«Naturalmente, debe tener planeado llevársela
con sus propulsores gigantes, posiblemente formatos mucho mayores de los que
utilizaron para aproximar a Makono hace mucho tiempo los planetas de los cuales
se alimentan ahora, a fin de tenerlos dentro de la barrera protónica. Lo que no
comprendemos es que tú, si eres terrestre, le estés ayudando.»
«No le estoy ayudando. Simplemente, no tengo
medios para oponerme a él, y he estado fingiendo estar de su parte a la espera
de una oportunidad que me permitiera hacer fracasar sus planes.»
«Es decir, que tú deseas que la Tierra permanezca
donde está.»
«Ese es mi mayor deseo.»
«En ese caso, también tú vas a aliarte conmigo.
Groram y yo deseamos que la Tierra permanezca en este lugar del espacio.»
«¿Por qué?»
«Porque es un planeta hermoso y con muchas y
fascinantes manifestaciones de vida. De modo que Groram y yo hemos decidido
establecer aquí una colonia kixovalkiana de recreo y de experimentación para
nuestros dos planetas. Llevamos aquí varios días vuestros esperando la llegada
de Vitanio, para sorprenderle y derrotarle de una vez por todas. Luego,
nosotros nos asentaremos en la Tierra, y haremos venir a nuestros compañeros de
Kixono y Valka, para que la vean, disfruten de su exotismo planetario, y, al
mismo tiempo, se sometan a nuestros experimentos.»
«¿Qué experimentos?»
«Hemos pensado crear una nueva raza, que sería
la kixovalkiana, y que surgiría de la fusión entre nosotros. Esperamos obtener
así un nuevo ser dotado de las mejores características de cada uno de nosotros.
Ese nuevo ser al que ya llamamos kixovalkiano sería sin duda alguna definitivamente
superior a los makonianos, y de este modo, dentro de un tiempo, podrían acabar
con ellos, y así eliminaríamos la competencia de Makono y nos quedaríamos con
todas sus riquezas alimentarias. Seríamos los únicos en este lado del universo,
gracias a la Tierra.»
«¿Cuántos vendrían de cada una de vuestra especie?»
«Muchos, muchísimos... Tenemos previsto que los
dos continentes llamados América fuesen la cuna de los nuevos kixovalkianos,
así que esos dos continentes serían utilizados en exclusiva para nuestros
experimentos y ulteriores desarrollos, mientras que el resto de superficies
emergidas serían utilizadas como lugar de recreo para los visitantes en general
de Valka y Kixono.»
«¿Y qué pasaría con los seres de la Tierra?»
Byron Marsh colocó de pronto la barrera mental.
No quería que los kixonianos y los valkianos pudieran percibir lo que pensaba
de ellos, porque se hubieran sorprendido de que se acordara de sus madres. ¡Los
muy... querían convertir la Tierra en un zoológico para visitarlo en plan de
recreo y diversión! Esto, por un lado, mientras por otro, evidentemente, habían
ya decidido eliminar todo signo de vida en el continente americano para
establecer allí su colonia de mestizaje kixovalkiano. La perspectiva era terrible.
La Tierra convertida en un zoológico espacial si permanecía en su ubicación
actual en el universo..., o en un insospechado jardín bajo dos soles azules si
se la llevaban.
Pero todavía quedaba otra alternativa:
simplemente, que se fueran todos de la Tierra y la dejasen donde estaba tal y
como era.
Lentamente, Byron Marsh abrió los ojos, y, todavía
más despacio, su mente, qué pronto recibió la expresión del gigantesco Groram:
«¿Por qué te has incomunicado, terrestre?»
«No estoy acostumbrado a expresarme con la mente,
y me dolía la cabeza... Quiero decir que mi cerebro está sufriendo serias
lesiones debido al esfuerzo. Necesito descansar.»
«Descansarás cuando nos hayas explicado con exactitud
los planes de Vitanio y señalado los emplazamientos de sus propulsores.»
«No sé dónde están todos los propulsores, y en
cuanto a sus planes, ya os los he explicado: quiere secuestrar la Tierra, eso
es todo.»
«¿Con cuántas naves cuenta?»
«Creo que son veintiséis.»
«¿Solamente había en total veintiséis naves en
la plataforma escondida tras la barrera protónica? ¡Eso no es cierto!
«Lo es. Eran treinta, pero perdieron cuatro al
enfrentarse con vosotros.»
«Entonces... ¡podremos derrotarle fácilmente!
Nosotros hicimos una llamada general por este lado del universo, y acudieron
naves de Valka y de Kixono de lugares muy alejados. Sabíamos que Vitanio
volvería aquí, y todas las naves que hemos reunido están esperando, escondidas
en diversos puntos de la Tierra, el momento del ataque.»
«¿Cuántas naves tenéis vosotros en total?»
«Ciento catorce.»
«En ese caso, es indudable que Vitanio y los
makonianos están perdidos. Yo no puedo deciros más. Vosotros mismos, dentro de
poco, podréis detectar el paso de sus naves circunvalando la Tierra, y comprobaréis
que son veintiséis. Van llegando por grupos que irán desembarcando en sus
lugares de operación a los seres metamórficos.»
«¡Los seres metamórficos! —se expresó claramente
el temor en la mente del viejo valkiano Ogof—. ¿Cuántos son?»
«Tres mil. Cincuenta para cada uno de los
sesenta propulsores.»
«Nos estás ayudando mucho con tus informes, terrestre
—intervino de nuevo Groram—. Pero eso precisamente, y tu barrera mental, me
hacen sospechar que pretendes tendernos alguna trampa.»
«No es así. Te diré que no me gusta que vosotros
vengáis a la Tierra, pero todavía me gusta menos que Vitanio pretenda
llevársela. De modo que si he de estar de parte de alguien estaré de parte
vuestra.»
«Lo que expresa el terrestre revela buen juicio
—expresó Ogof—. Está eligiendo el menor de los males para su planeta. Nosotros
haríamos lo mismo, Groram, en sus mismas circunstancias. Él sabe perfectamente
que tanto los makonianos como nosotros podemos vencer a los terrestres con toda
facilidad, incluso exterminarlos rápidamente a todos si lo deseamos. Así pues,
es comprensible que pretenda mostrarse, amistoso con nosotros. ¿Es eso lo que
pretendes, terrestre?»
«Mi nombre es Byron Marsh —expresó éste—, y eso
es exactamente lo que pretendo: aliarme a vosotros para rogaros que le hagáis a
la Tierra el menor darlo posible.»
«Tú eres makoniano», insistió tenazmente Groram.
«Sólo mi cabello, y algunas facultades que nunca
quise dar a conocer en la Tierra son Makonianas —rechazó Byron—. Por lo demás,
fui engendrado por un terrestre y desarrollado y nacido del vientre de una
terrestre, esta que veis aquí. Soy terrestre. Os suplico que no me obliguéis a
comunicarme más con vosotros, o me estallará la cabeza.»
«Te permitiremos descansar —accedió Ogof—. Y mientras
tú descansas, nosotros atacaremos las naves de Vitanio y aniquilaremos a sus metamórficos.
Los propulsores se quedarán dónde están..., por si algún día somos nosotros
quienes decidimos llevar la Tierra a un lugar más cercano de nuestras
galaxias... Sí, seguramente eso haremos. Exige demasiado tiempo el viaje hasta
aquí. Tú y tu madre descansaréis ahora. ¿Y la mujer de los cabellos rojos?»
«Ella está de mi parte. Por lo tanto, de la
vuestra. Necesito descansar.»
«Dinos una sola razón —intervino Groram— por la
que no debamos exterminarte inmediatamente. Ya nos lo has dicho todo, no te
necesitamos para nada. ¿Por qué conservarte con vida?»
«Porque de entre todos los hombres de la Tierra
soy el que mejor puede serviros como intermediario a fin de evitaros las
complicaciones de una guerra con las gentes de mi planeta. Nadie salvo yo puede
hacerles comprender vuestras intenciones y vuestro poder. Y si no reciben esa
explicación, y les convenzo de que deben aceptar vuestra presencia como mal
menor, creerán que nos estáis invadiendo con el propósito de destruirnos
completamente, y entonces tendréis complicaciones..., y hasta podríais quedaros
sin la Tierra.»
«¿Crees que podríais vencernos?»
«No. Estoy convencido de que eso no. Pero
tenemos armas que quizá a vosotros os parecerán rudimentarias, pero de gran
eficacia, y con ellas podemos derribar varias de vuestras naves, y, sobre todo,
si lo deseamos, destruir la Tierra para siempre.»
«¿Qué armas son ésas?»
«Armas atómicas. Sabemos cómo efectuar
agresiones con la energía del átomo liberada. Y de ahí, parten otras
sofisticaciones de gran poder destructivo.»
Hubo varios segundos de incomunicación, si bien
Byron Marsh creyó ver en los rostros de Groram y Ogof algo que podía ser una
sonrisa burlona. Por fin, Ogof expresó:
«Reflexionaremos sobre tu oferta. Por el
momento, descansa.»
No hubo más contactos mentales. Los tres
terrestres fueron sacados de la sala, y llevados por el anaranjado pasillo a
una cabina hermética donde quedaron solos y presos del más profundo silencio;
Cuando Camelia habló pareció que sus palabras se
convirtieron en algo tangible:
—Me gustaría saber qué es lo que usted está tramando,
genio-dijo mirando a Byron.
—¿Acaso no ha captado la comunicación que he efectuado
con esos seres? —gruñó Byron.
—No. He comprendido algo por su actitud, pero no
he podido recibir nada de un modo concreto.
—Según parece —la miró aviesamente Byron—, usted
sólo recibe de un modo concreto lo que le conviene o le gusta.
—¿Qué quiere decir? ¿A qué se refiere?
—Escuche, Camelia, no me complique la vida, ¿quiere?
—¿Yo se la estoy complicando? ¡Esta sí que es buena!
Me parece que no he sido yo precisamente quien se la ha complicado. ¡Han sido
sus makonianos, de los que ahora he creído, entender que reniega!
—¡Entender! —bufó Byron—. ¡Usted no entiende
nada de nada!
—¿De modo que ahora soy una tonta? Bueno, en ese
caso también lo es usted, puesto que eligió como secretaria principal a una
tonta.
Evelyn, que miraba estupefacta a uno y otra, deslizó:
—La que no entiende nada de lo que está pasando
soy yo. Y menos que nada esas continuas disputas entre vosotros. No tienen
sentido. Pero en fin... Byron, ¿qué es lo qué está pasando, qué hacemos
aquí..., y qué va a ser de nosotros?
—No lo sé-murmuró Byron.
—Una cosa es segura —dijo irritada Camelia—, su
amada Akolia se apresuró a esfumarse dejándonos en la estacada. No es
precisamente una leona apoyando a su macho, ¿verdad?
—¡Escuche usted...! —empezó airadamente Byron.
—Oh, Dios mío, ¡ya basta! —pidió Evelyn—. Byron,
estoy asustada, no sé cómo no me he muerto de miedo viendo esos... esos seres,
seguramente van a matarnos... ¡y vosotros no hacéis más que discutir!
Byron miró a su madre, pareció calmarse, y miró
de nuevo a Camelia, señalándola con un dedo.
—Deje de meterse conmigo, o le va a pesar. ¿Está
claro?
—Estúpido —dijo Camelia.
El rostro de Byron Marsh se nubló, presagiando
una mala reacción por su parte ante el insulto.
Y en aquel mismo instante, Akolia se materializó ante ellos.
CAPÍTULO X
Como siempre, Evelyn lanzó una exclamación al
ver a la bella makoniana. Camelia se limitó a fruncir el ceño, mientras Byron
tomaba de una mano a Akolia, preguntando rápidamente:
—¿Has visto a Vitanio? ¿Le has dicho lo que
ocurre, Akolia?
—Me he comunicado con él —asintió Akolia—, pero
me ha informado de que está muy ocupado con los preparativos para la ignición
de los propulsores.
—¿Significa eso que nos va a dejar aquí, en
poder de esta gente? —se mostró incrédula Camelia.
—Sabemos que de momento no piensan hacerles daño
alguno —replicó Akolia.
—Ah... De momento, ¿eh? ¿Y qué haría el gran Vitanio
si nos lo hicieran de pronto? Porque pueden hacérnoslo en cualquier momento,
¿sabe? Nosotros no tenemos sus facultades escapatorias.
—No me escapé por mí —palideció Akolia—, sino
por mi hijo.
—¡Su hijo! En primer lugar me gustaría saber si
eso es cierto. Y en segundo lugar lo que usted llama hijo sólo puede ser una
cosita así de pequeña, todavía sin vida propia que...
—¡Camelia! —se horrorizó Evelyn.
—Déjala, madre —sonrió Byron—. Me parece que Camelia,
simplemente, está celosa, y está perdiendo sus buenos modales y sobre todo el
control de sí misma;
Camelia enrojeció, y pareció indignarse tanto
que no acertó a pronunciar una sola palabra. Byron dejó de mirarla, y se encaró
con Akolia.
—Escucha —murmuró—, he tenido que mostrarme
partidario de los seres de Valka y Kixonia, y decirles que...
—Sé todo lo que os habéis dicho... —sonrió
Akolia—. Pero los estabas engañando, ¿no es cierto, Andio?
—Sí.
—Del mismo modo que nos has estado engañando a
nosotros simulando que no podías comunicarte mentalmente.
—Akolia: no hay tiempo para explicaciones sobre ese asunto ahora. Ve a reunirte con Vitanio, explícale todo lo que sabes, y sobre todo dile que debe escapar al espacio exterior, porque si permanece en el espacio cercano a la Tierra sus naves serán destruidas...
* * *
Akolia se materializó en la gran sala de mandos
de la nave comandante de Makono, donde Vitanio, Ekiono y Neko atendía todas las
comunicaciones que iban llegando desde distintos puntos de la Tierra y
procedentes de las mentes de los cincuenta jefes de grupo encargados de la
fijación de los propulsores. Fuera de la nave, en el centro del gran desierto
australiano, el calor era intenso; dentro la temperatura era la de sus propios
cuerpos.
«¡Vitanio! —exclamó Ekiono—. ¡Aquí está Akolia!»
«Tengo ojos, Ekiono. ¿Estás bien, hermana mía?» «Sí, yo estoy, bien —se expresó
Akolia—, pero Andio y ellas siguen en poder de los valkianos y los kixonianos.
He estado comunicándome con Andio, y tengo que expresarte sus mensajes.»
«¿Camelia está bien?», se interesó Vitanio. «¿Y
Evelyn?», inquirió rápidamente Ekiono.
«Los tres están bien, por el momento. Andio
asegura que tienen probabilidades de continuar con sus cuerpos actuales si
nosotros nos vamos de la Tierra. Asegura...»
«¿Marcharnos? —interfirió Vitanio su expresión—.
¡No nos vamos a ir de la Tierra! ¡Nos vamos a ir con la Tierra! Dentro de poco
todo estará preparado para la ignición de la totalidad de los propulsores.
Nuestros metamórficos están terminando sus cometidos en todas partes...
¡Podremos marcharnos de aquí con la Tierra, Akolia!»
«Si nos vamos con la Tierra nos llevaremos
también ciento catorce naves enemigas, Vitanio. Están aquí..., nos han estado
esperando, y nos van a atacar en cualquier momento. Se están preparando para
ello. Quizá en estos momentos estén ya buscándonos con sus sistemas de rastreo.
Nos encontrarán.»
«Está bien. Lucharemos con ellos.»
«¡Son ciento catorce naves! Y seguramente pronto
vendrán más, pues han pedido ayuda, y seguirán llegando. Se han aliado, y...»
«Akolia, estoy muy ocupado.»
«Vitanio —intervino Ekiono—, si nos atacan
simultáneamente con ciento catorce naves en este reducido espacio aéreo no
podremos huir. Y temo que nos destruirán completamente. A todos.»
«Tenemos las matrices y las probetas qué...»
«Las tienen ellos —expresó Akolia—. Y mientras
las tengan, nunca podremos regresar a Makono, ni esperar aquí a que nuestro
padre envíe naves a recoger nuestras esencias. Naceríamos en probetas, en todo
caso, e inmediatamente seríamos congelados para toda la eternidad por los
kixonianos. ¡Nunca más volveríamos a nacer, Vitanio!»
«¡No voy a huir!»
«Permíteme que te exprese todo lo que Andio me expresó
a mí, y luego podrás tomar tu decisión definitiva.»
«Debemos escucharla, Vitanio», expresó Ekiono.
«Está bien. Ocuparé mi mente con tus
expresiones, Akolia, pero sé breve. Neko, atiéndelo todo mientras Ekiono y yo
atendemos las expresiones de Akolia.»
«Sí, Vitanio», acató Neko.
Akolia expresó todo cuanto aclaraba completamente
la situación, atendida por su hermano y Ekiono. Cuando terminó, esperó la
respuesta de Vitanio, que tras profunda reflexión, expresó:
«No voy a marcharme, no voy a huir, como
pretende Andio. Si ellos nos atacan presentaremos batalla. Esta es mi decisión
definitiva, hermana. Y ahora te ruego que me permitas continuar con mi labor.»
Dicho esto, Vitanio se colocó ante los controles
junto a Neko, mientras la muchacha miraba desesperada a Ekiono, suplicando:
«¡Ekiono, tienes que convencerlo!»
«Él es el comandante, Akolia —se lamentó el anciano—.
Es hijo de Okelio, y por tanto, director de todas las expediciones espaciales.
Fue preparado para ello en todos los sentidos. La expresión de mi cordura no
variará su decisión, lo sé. No podemos hacer nada.»
«Entonces... ¡todos seremos exterminados, y
nuestras esencias, aun en el supuesto de que fuesen recogidas en las probetas y
matrices, estarían en poder de los valkianos y los kixonianos..., y nunca más
volveremos a nacer! !No nacerá mi hijo, el hijo de Andio!»
«Será mejor que vuelvas con él. Aquí no vas a
conseguir nada, y quizá puedas ayudar a Andio. Exprésales a todos mi afecto,
especialmente a Evelyn. Dile que mientras viva no olvidaré sus descripciones de
flores y de vida general de la Tierra. Adiós, Akolia.»
También Ekiono se dedicó a los controles, ayudando a Vitanio y Neko. Akolia estuvo unos segundos mirándolos. Luego, súbitamente, se desmaterializó.
* * *
—Viene Akolia, madre —dijo Byron—. No te asustes.
Akolia se materializó, sin sobresaltar esta vez
a Evelyn.
Camelia, que estaba sentada en el suelo, miró
con cierta irritación a la makoniana. Byron se apresuró a tomarla por los
brazos.
—¿Qué ha dicho Vitanio? —exclamó—. ¿Se van a marchar?
—No. Va a presentar batalla, Ando.
—¿Está loco? ¡Veintiséis naves contra ciento
catorce! ¡Por muchas que Vitanio derribe acabarán aniquilándolo!
—Su decisión está tomada.
—Sabia decisión —dijo irónicamente Camelia.
—¡Cállese! —ordenó Byron—. ¡No me haga perder la
paciencia, Camelia! ¡Maldita sea mi estampa, Vitanio está loco como una cabra...!
—Indiscutiblemente, se expresa usted como un
terrestre, profesor —rió Camelia.
Byron Marsh reflexionó unos segundos sobre la
posibilidad de estrangular a Camelia, pero optó por desentenderse completamente
de ella.
—Tengo que pensar... —susurró—. ¡Tengo que pensar
para encontrar una solución!
—Apuesto a que lo consigue, para eso es usted un
genio. Un genio del que quizá dependa la suerte del planeta Tierra. ¡Dios mío,
me pregunto qué clase de honores le rendirían si lo consiguiera usted,
profesor! Aunque no sé. Quizá nuestros congéneres terráqueos ni siquiera se
estén enterando de que hay ciento cuarenta naves extraterrestres en nuestro
planeta. Oh, bueno, y los metamórficos... ¡Cielos, qué acontecimiento tan
extraordinario, y los terrestres sin enterarse!
—Pues se van a enterar si esas ciento cuarenta
naves entran en combate —dijo apaciblemente Byron.
—Bah, bah... Usted resolverá el problema, estoy
segura.
—Andio, ¿puedo yo ayudarte en algo? —se ofreció
Akolia.
—Se llama Byron Marsh —dijo Camelia.
Byron la miró con expresión asesina, y masculló:
—Si esos bichos no nos matan, yo la estrangularé
a usted, Camelia. Akolia —miró de nuevo a ésta—, tal vez puedas ayudarme. He
visto que los kixonianos portan armas de mano. O parecen armas, al menos. Me
refiero a esos tubos de metal que algunos llevan colgando de su vello. ¿Sabes a
qué me refiero?
—Sí. Son lanzadoras miniatura de sus rayos
congelantes.
—¿Podrías conseguir algunas?
—Deben tener muchas en alguna parte de la nave,
y yo podría materializarme allí y apoderarme de algunas, sí —asintió Akolia—.
Pero no podría entregártelas mientras estés aquí dentro, pues esas armas no se
desmaterializan, no podría cruzar las materias con ellas.
—Pero quizá podrías dejarlas en algún sitio
donde yo pudiera recogerlas si salgo de esta maldita caja, ¿no?
—Sí... Eso sí.
—Entonces, hazlo, y ya me dirás dónde las dejas.
Pero no te arriesgues. Si te ven cuando te materializas, desmaterialízate en el
acto. ¿Cuánto tiempo calculas que tardará Vitanio en poner en marcha los
propulsores?
—No lo sé, no me lo dijo. Pero estoy segura de que los valkianos y los kixonianos no le darán tiempo, ¡le atacarán en cualquier momento! Quizá incluso estemos ya navegando sobre la Tierra en esta nave valkiana en busca de las nuestras...
* * *
En aquel momento, el estupor primero y el pánico
acto seguido cundían en treinta y ocho lugares diferentes del planeta Tierra.
Los habitantes de esos lugares vieron, de pronto, aparecer tres enormes naves
que se desplazaban silenciosamente entre el sol y la Tierra. La primera emisora
que radió la noticia, recibió a su vez muy pronto la información de que también
en otros sitios habían sido divisados grupos de tres naves extraterrestres, y
pronto se supo que eran de dos tipos diferentes.
De tres en tres, en cuestión de minutos, las
ciento catorce naves kixovalkianas fueron avistadas, y seguidas por todos los
sistemas existentes de rastreo, pero pronto se convirtió todo en un caos,
porque los grupos de tres naves se cruzaban entre sí, como formando una enloquecida
telaraña que cubría toda la superficie de la Tierra.
Volaban muy bajo, siempre silenciosamente y despacio,
muy despacio. La incredulidad sobre los llamados OVNI saltó hecha añicos. Un
locutor de la televisión japonesa, que más tarde sería famoso por su frase,
afirmó que «todo parece como una deliciosa película de ciencia ficción de dibujos
animados y a todo color». Un científico canadiense al que hasta entonces no se
le había hecho mucho caso, dijo: «Muy bien, ya los tenéis aquí. ¿Y ahora, qué?
¿Estoy chiflado?»
Pero aparte de las anécdotas que luego serían
divulgadas por todos los medios de comunicación social, el pánico fue enorme en
todo el planeta, pese a que la actitud general de aquellas naves no podía
parecer más pacífica, más en plan exploratorio..., hasta que, de pronto, aparecieron
en el cielo dos naves de un tipo diferente a las anteriores.
Inmediatamente que esas naves parecieron despegarse de tierra y lanzarse al espacio como catapultadas, tres grupos de las primeras acudieron a la zona, partieron en pos de ellas ahora a una velocidad increíble, y comenzaron a aparecer los primeros destellos de los rayos lumínicos en el cielo. En un instante, desapareció una de las naves perseguidoras, y acto seguido las dos perseguidas se esfumaron en el espacio sin dejar rastro..., salvo una extraña formación de fulgores que descendieron de nuevo velozmente hacia la superficie de la Tierra y desaparecieron escondiéndose en alguna parte...
* * *
En la nave comandante de Valka, los prisioneros
terrestres fueron llevados a la sala de mandos, también con aquella forma parecida
a la de un ataúd, y en la cual, además de los navegantes y diversos técnicos,
había lo que debían ser soldados, y, por supuesto, los jefes de ambos grupos,
Ogof y Groram.
Estos volvieron la cabeza hacia los terrestres,
y Ogof expresó:
«Los estamos localizando. Parece como si ya
supieran que estamos aquí, y se esconden, pero salen huyendo en cuanto comprenden
que los estamos localizando. Es muy fácil aquí: no pueden huir más que en una
dirección, es decir, hacia el espacio. Ellos mismos se han metido en la trampa.»
«Espero que los aniquilen a todos», expresó Byron.
«Lo haremos —aseguró malignamente Groram—. Les
hemos hecho venir por si desean presenciar la batalla, y cómo acto seguido nos
apoderaremos de todo el planeta Tierra. Queremos que Byron Marsh se convenza
definitivamente de nuestro poder, a fin de que lo explique con toda claridad
cuando posteriormente le enviemos como embajador nuestro a negociar con los
mandos de la Tierra... ¿Está usted conforme con esto, Byron Marsh?»
«Sí. Ya les dije que podría serles útil.»
«Vengan a ver esto.»
El gran panel de visión directa se descorrió, apareció
el cielo, y en seguida, abajo, vieron la Tierra. Camelia y Byron se apresuraron
a acercarse al visor directo. Calcularon que debían estar a menos de diez
kilómetros sobre la superficie, de la que, ahora, sólo se veía una enorme
extensión de verdor.
«Estamos sobre el continente que ustedes llaman
América del Sur —expresó Ogof—. Es un lugar hermoso, y pronto será destinado a
los kixovalkianos. Es de esperar que el cruce de nuestros organismos dará otro
ser todavía más perfecto que cada uno de nosotros por separado.»
En una pantalla aparecieron cinco puntos rojos
que destellaron intensamente. Groram los señaló:
—Acabamos de destruir otras cinco naves makonianas —expresó—, con las que sumamos ya siete. Dentro de poco no quedará ni una sola de ellas...
* * *
«¡Las estrellas se apiaden de nosotros, Vitanio!
—se lamentó Ekiono—. ¡Acabamos de perder cinco naves más! !Siete que han
intentado llevar la lucha al espacio exterior de la Tierra ni siquiera han
podido llegar allí!»
«Esa táctica está fallando —replicó Vitanio—, de
modo que vamos a presentar la batalla en toda regla. Ordenaré la formación de
combate masivo al resto de nuestras naves... Pero nosotros no saldremos a
combatir, nosotros nos quedaremos aquí, porque dentro de muy poco los
propulsores podrán ser puestos en marcha. ¡Ekiono, dentro de muy poco la Tierra
iniciará su largo viaje hacia Axalia!»
«Quizá los valídanos y los kixonianos la detengan.»
«¡No podrán! Solamente yo puedo enviarla allá, y
solamente yo podré detenerla una vez haya sido acelerada... Neko, ordena al
resto de nuestras naves la formación masiva de combate, pero al otro lado de la
Tierra, para que nada pueda molestarnos a nosotros.
«Orden emitida», informó Neko.
«¡Ekiono! —se expresó jubilosamente Vitanio—.
!Ya podemos realizar la ignición, ahora mismo!»
«Pero nuestras naves van a combatir ahora...»
«¡Olvida nuestras naves! ¡Piensa sólo en esto: dentro de veinticinco milésimas de mok, la Tierra emprenderá su ruta hacia Axalia!»
CAPÍTULO XI
«¡Llamada general! —ordenó Groram—. ¡Las naves
de Makono se han agrupado para presentar la batalla final! ¡Concentración en
esta área! ¡Eliminadas todas las pantallas de detección!»
Los tres terrestres, pálidos, permanecían inmóviles
frente a los mandos. Alrededor de ellos se encendieron simultáneamente no menos
de veinte pantallas, en las que aparecieron las naves de Makono en perfecta
formación de combate. En varias pantallas, la imagen cambió, mostrando grupos
de las naves de Valka y Kixono acudiendo para ir formando un grupo cada vez
mayor. Ahora no viajaban lentamente, sino a una velocidad que en la Tierra era
inimaginable. Con la velocidad del pensamiento prácticamente, todas las naves
extraterrestres que habían estado escondidas en la Tierra, o sobrevolando ésta
en su busca, acudían al espacio aéreo donde se iba a librar la batalla
definitiva.
Batalla que, en buena lógica, sólo podía tener
un bando vencedor: el de los kixovalkianos.
En cuestión de segundos en las diversas pantallas
aparecieron veloces, fulgurantes combates espaciales. Aparecían naves lanzando
destellos, y al instante siguiente desaparecían, algunas emitiendo aquel
intenso fulgor brevísimo que indicaba que sus depósitos de energía habían sido
afectados directamente.
Una de las grandes pantallas comenzó a funcionar
recogiendo la información de las bajas por ambas partes... En la pantalla que
indicaba las que sufrían los kixovalkianos había ya doce rombos verdes. En la
que indicaba las bajas makonianas, once círculos rosados.
Aparecieron dos círculos rosados más; y a los
pocos segundos, tres rombos verdes indicaron la desaparición de otras tantas
naves kixonianas y valkianas.
Un cegador destello de luz pasó tan cerca de la
nave comandante kixovalkiana que por un instante todos los que miraban al
exterior por el gran visor directo quedaron cegados por su resplandor. Camelia
miró con expresión desorbitada a Byron, que frunció el ceño y se mordió los
labios como mordiendo una sonrisa.
—En efecto —dijo—; hemos estado a punto de ser desintegrados,
chica inteligente.
—Dios mío...
Por delante de ellos aparecieron de pronto, como
materializándose allí mismo, dos naves makonianas, a menos de un kilómetro, y
quedaron fijas en el aire, tan inmóviles como si formasen parte de un cuadro.
Desde la nave comandante kixovalkiana partieron sendos haces de luz destructora,
desintegradora debido a su potencia. Una de las naves makonianas se esfumó. La
otra disparó, y el haz de luz pareció una lanza rosada que pasó justo por
encima de la nave, quemando todas las partículas de aire en quinientos metros a
la redonda. La nave kixovalkiana disparaba en aquel momento, pero su haz de
energía, que habría alcanzado a la nave makoniana, se perdió hacia lo alto del
espacio, mientras la potencia de la combustión del aire quemado tan cerca
provocaba una onda de expansión que desplazó violentamente la nave kixovalkiana
más de dos kilómetros como si fuese una diminuta pluma al viento.
Sin embargo, la estabilidad dentro de las naves
era total, así que el impacto aéreo apenas fue acusado dentro de la nave,
inmune a todo lo que no fuesen los rayos de energía pura.
Dos naves kixovalkianas aparecieron en el acto
en ayuda de su comandante, y atraparon de lleno con sus haces de luz a la nave
makoniana, que emitió su breve e intenso fulgor de desintegración.
Byron miró hacia las pantallas indicadoras. Por
el momento, habían sido destruidas quince naves makonianas, pero este número
estaba ya superado por las pérdidas kixovalkianas, que habían perdido veintidós
naves. La superioridad combativa de los makonianos se ponía una vez más en
evidencia, y ciertamente, de haber estado igualadas las fuerzas habrían
terminado por vencer muy rápidamente.
Pero no era así, y todavía, por el visor directo,
Byron, su madre y Camelia fueron viendo los fugaces combates, los rayos de luz,
al poco de ver aparecer naves de uno u otro bando. Era todo alucinante,
increíble, el combate se estaba desarrollando a una velocidad y con una fiereza
terrible. Los ataques eran implacables. Aparecieron cuatro naves kixovalkianas
en un instante, rodeando una nave makoniana que pretendía escapar hacia el
espacio exterior, alejándose de la Tierra. Desapareció como si fuese una simple
pompa de jabón, y en el acto las cuatro naves kixovalkianas desaparecieron de
allí en busca de otras presas.
Presas que ya no formaban parte de un grupo
homogéneo de combate, sino que se habían dispersado huyendo de los disparos y
cercos que se formaban a su alrededor.
En el momento en que Byron Marsh contaba veintidós
pérdidas por parte de los makonianos, captó la expresión de uno de los
controladores valkianos:
«¡La Tierra está aumentando su velocidad de
desplazamiento orbital!»
Byron Marsh lanzó una exclamación, como si
acabase de recibir una feroz herida, y Camelia lo miró aterrada.
—Byron, ¿qué ocurre? —gritó.
—¡Vitanio lo ha hecho, lo ha conseguido! ¡Está
propulsando la Tierra, por fin! ¡Maldita sea su estampa, le quedan solamente
cuatro naves, pero él lo ha hecho!
Evelyn pareció a punto de desmayarse, y Camelia
se apresuró a sujetarla por la cintura, aunque ella misma no estaba en mucho
mejores condiciones que la anciana. Byron se encaró con Ogof:
«¿No tienen medio alguno para impedir eso?»
«No. No lo conseguiremos nunca mientras no
alcancemos la nave de Vitanio. Él tiene los controles. Si no destruimos la
nave, la Tierra aumentará poco a poco su velocidad de desplazamiento orbital,
hasta llegar al seno de su curva, y entonces saldrá de su órbita.»
«¡Pues destruyan esa maldita nave!»
«Lo haremos en cuanto sea localizada, pero es evidente
que Vitanio está muy bien escondido. No está tomando parte en el combate, se
está ocupando exclusivamente de los controles de los propulsores.»
«¡Tienen que encontrarla!»
«Nosotros lo deseamos tanto como usted, Byron
Marsh.»
«¡Pues háganlo! ¿Qué ocurrirá cuando la
destruyan, cuando queden destruidos los controles de los propulsores?»
«Los propulsores dejarán de funcionar, simplemente.»
«¿Y qué pasará con la Tierra? ¿Volverá a su
velocidad normal de desplazamiento orbital?»
«Lo ignoro. Por el momento va aumentando muy lentamente
la velocidad, pero lógicamente ese aumento será mayor a cada instante. Creemos
que faltaban seis días de recorrido orbital para que la Tierra llegase al seno
de su elíptica, pero si sigue aumentando la velocidad llegará allá en menos de
un día y medio de ustedes. Días que, por cierto, han dejado de existir tal como
ustedes los conocen: ahora sólo es de día en parte de la Tierra, y así será hasta
que salga de su órbita.»
Byron Marsh retrocedió un paso, y Ogof se desentendió
de él, para atender la fase final de la batalla espacial e interesarse por el
paradero de la nave de Vitanio, sobre la cual seguía sin tener noticia alguna.
En la pantalla de pérdidas makonianas el número de circuitos era ahora de
veintitrés, en la de los kixovalkianos cincuenta y un rombos verdes indicaban
la ferocidad con que habían ido cayendo los malcómanos..., cuyas esencias
habían sido avistadas brevemente como apenas visibles fulgores que descendían a
toda velocidad hacia el planeta Tierra.
—Byron..., ¿qué pasa ahora? —inquirió Camelia.
—La Tierra ha perdido su movimiento de rotación —jadeó Byron—. Pero eso era de prever. Vítame lo ha anulado con algunos de los propulsores, la ha inmovilizado en ese sentido, y ahora los demás propulsores la están... empujando, como si fuesen un... pedrusco sin vida hacia el extremo de su órbita. ¡Dios mío, ahí abajo debe estar produciéndose la más grande hecatombe del planeta Tierra en toda su existencia!
* * *
Bajo las naves kixovalkianas que ahora surcan
libremente el espacio en todas direcciones, tras derribar por último las dos naves
makonianas que habían significado el final de la batalla, el planeta Tierra iba
aumentando lentamente su velocidad orbital. Era, en efecto, como un guijarro
lanzado al espacio y rodeado por los mosquitos que significaban las naves
kixovalkianas.
Efectivamente, seis propulsores de energía pura
habían detenido el movimiento de rotación de la Tierra empujando en dirección
contraria, y acto seguido el resto de propulsores comenzaron a efectuar su
impulso.
La inmovilidad rotativa no causó, por el
momento, mayores perjuicios: simplemente, en la mitad del planeta el día que
fijó, parecía que fuese el sol el que hubiera quedado inmóvil en el cielo. En
los siguientes veinte minutos todos los sistemas horarios saltaron en pedazos,
y sobre la parte del» planeta situado de frente a la marcha orbital de éste
comenzó a soplar un vientecillo uniforme y suave, y las nubes se agitaron. Las
aguas comenzaron a rizarse en los mares, y algunos ríos comenzaron a desbordarse
por una de sus orillas. Toda la vegetación comenzó a doblegarse suavemente bajo
aquel vientecillo insólito, desconocido, que parecía contener perfume de flora
terrestre y un inquietante e incipiente frío que muy pronto condensó las nubes
qué ahora parecían ocultar completamente toda aquella cara del planeta.
Comenzó a llover, pero la lluvia no caía del modo habitual, ligeramente esquinado, o vertical, sino que comenzó a adquirir una inclinación mucho mayor. Cerca de los polos, aquella lluvia pronto comenzó a convertirse en enormes copos de nieve, grandes como jamás habían sido vistos por el Hombre. En los mares, el oleaje, ahora uniforme, prescindiendo de las habituales mareas y vientos, se iba alzando impetuosamente. Las tierras más bajas comenzaron a ser anegadas por el agua salada, que era absorbida rápidamente, dejando relucientes depósitos de sal y miles de peces de todas las especies. En tierra firme, la fauna comenzó a mugir, ladrar y rugir. En las selvas, las aves parecían sólo un montón de plumas arrastradas por aquel vientecillo que nunca antes habían experimentado. En el centro de la parte de la marcha, en la parte más convexa, los árboles comenzaban a crujir, y los más débiles a troncharse. Bajo la superficie, en este mismo lugar, comenzaron a sentirse los temblores que anunciaban la inminencia de los terremotos. En algunas ciudades de las costas, los altos edificios comenzaron a temblar y a crujir...
* * *
«¡Ogof!», llamó desesperadamente Byron.
«¿Qué desea?»
«¡Estoy seguro de que Vitanio ha escapado! Sea
como sea ha conseguido escapar de la vigilancia de las naves de ustedes.»
«Eso no es posible. Todavía está ahí abajo, en
la Tierra.»
«¡No! ¡Ha escapado! ¡En estos momentos debe
estar en ruta hacia la plataforma espacial! Se instalará allí, a salvo de lo
que podría ocurrirle en la Tierra y fuera del alcance de ustedes, y, desde la
plataforma, seguirá controlando los propulsores... ¡Le digo que está navegando
hacia la plataforma!»
«En ese caso, si se nos ha adelantado, ya jamás
podremos alcanzarle antes de que llegue a ella. Lo que significa que Vitanio,
aunque ha perdido todas sus naves, ha vencido en el objetivo final: se llevará
la Tierra a su galaxia.»
«Todavía se puede intentar algo... ¡Yo sé dónde
está la plataforma, sé dónde está situada la barrera protónica! Vamos hacia
allí, engañaré a Anteo para que nos abra la barrera, y podremos entrar y
destruirla, así como la nave de Vitanio.»
«Eso es imposible —rechazó Groram, que se interesaba
por las propuestas de Byron—. Nunca conseguiríamos engañar al director de una
plataforma makoniana: nos detectan sin la menor duda, saben quiénes somos, qué
naves son las que se acercan a sus barreras protónicas.»
«¡Yo pensaré en el modo de engañarle, sé que
puedo conseguirlo! ¿Qué otra cosa podemos hacer? ¡Les digo que Vitanio ha escapado,
y que ya no tenemos nada que hacer aquí! ¡Ustedes y yo habremos perdido la
Tierra!»
Durante unos segundos, las mentes de Groram y
Ogof permanecieron en blanco para Byron Marsh. Luego, Ogof expresó:
«Vamos a intentarlo. Pero avísenos cuando
estemos cerca de la barrera protónica. Comuníquese con Igaf para darle
instrucciones respecto a la ruta. ¿Está seguro de que sabrá hacerlo, Byron
Marsh?»
«Señáleme a Igaf.»
Ogof señaló al jefe de navegantes de la nave valkiana, y Byron se acercó a él, mirando los paneles de control. La comunicación entre los dos seres, tan diferentes físicamente, comenzó, e Igaf fue accionando los controles conforme a las indicaciones del terráqueo. Mientras tanto, Ogof ordenaba la reagrupación de todas las naves valkianas, y, Groram hacía lo mismo con las kixonianas. En cuestión de segundos, las sesenta y tres naves vencedoras del combate espacial adoptaban dos formaciones de vuelo de crucero, en dos formaciones paralelas, abarcando una gran zona espacial, sus sensores siempre funcionando por su cualquier fallo o indecisión de Vitanio les permitían localizarlo en su vuelo de regreso a la plataforma.
* * *
Pero Vitanio no estaba en ruta hacia la enorme
plataforma makoniana, sino todavía en la Tierra, contemplando por el visor
directo la grandiosa nube de polvo que barría furiosamente la desértica zona
central de Australia. La nube tenía más de dos kilómetros de altura, y parecía
que nunca fuese a terminar de pasar. La visibilidad era por completo nula,
salvo, ciertamente, la propia nube de polvo. El vientecillo iba barriendo la
superficie del suelo australiano, arañándolo, erosionándolo continua e
implacablemente. Las grandes nubes de polvo estaban llegando al mar, y se
dirigían hacia la zona nocturna de la Tierra. Pero no era esto lo único que
estaba ocurriendo en la Tierra.
Había algo más. Algo que tenía estremecido a
Vitanio: un interminable gemido de angustia, de pena, de tristeza, de muerte,
que parecía brotar de todo el planeta, y que penetraba en la nave. Ningún otro
sonido lo hacía, ningún otro sonido exterior podía penetrar la cubierta metálica
de la nave de Makono, pero sí lo estaba haciendo aquél, con una intensidad cada
vez mayor. Era como si la cubierta metálica de la nave fuese de esponja con respecto
a aquel sonido doliente, agónico.
El planeta Tierra estaba llorando.
«Ekiono..., ¿qué es eso?»
«No lo sé, Vitanio.»
«Pero... ¿lo estás oyendo? ¿Lo estás oyendo tú
también, Neko?»
«Lo estamos oyendo todos en esta nave, Vitanio»,
expresó Ekiono.
La expresión de todos los ocupantes de la nave
comandante llegó, afirmativa, a la mente de Vitanio. El gemido terrestre era
cada vez más intenso, más triste, más estremecedor. Era algo que jamás había
sido escudado por los makonianos, algo que ni siquiera habían sospechado que
pudiera existir. Expresaba una tristeza tan honda que, de pronto, y para
sorpresa general, uno de los navegantes rompió en llanto, cosa qué era
desconocida en Makono, en toda la galaxia de Axalia.
«¡Dinkio! —requirió Vitanio—. ¿Qué estás haciendo?»
«No lo sé. Vitanio... ¡No lo sé! Es algo que no
puedo controlar...»
«Eso se llama llorar —expresó Ekiono—. Y siento
algo... No sé qué siento...»
De repente, también Ekiono comenzó a llorar,
impetuosamente, torrencialmente, mientras sentía dentro de sí la expresión
desconocida de una tristeza como jamás había conocido ningún makoniano. Neko
rompió a llorar también de pronto.
Afuera, el desierto australiano era una enorme nube de polvo rojo.
CAPÍTULO XII
Afuera, todo era oscuridad. La eterna y fría
oscuridad del espacio exterior, siempre con las estrellas como fondo. La
velocidad de las naves de Valka y Kixono era la máxima.
Habían pasado más de seis horas desde que Byron
Marsh indicó la ruta, y durante ese tiempo, el terrestre había aprendido rápidamente
el manejo de los controles de la nave, auxiliando en todo momento a Igaf.
Camelia Hobson y Evelyn Marsh se habían retirado
a una cámara, donde la anciana había terminado por dormirse, agotada. Camelia
estaba no menos agotada, pero no podía dormirse. En su mente se formaban imágenes
de la Tierra tal como la había visto por última vez. Ahora, todo debía haber
empeorado muchísimo, por supuesto. Y dentro de treinta horas como máximo el
planeta sería arrancado de su órbita y lanzado al espacio. Pero para entonces
haría ya mucho que toda la vida habría cesado en él. Los bosques y los
rascacielos habrían sido arrancados, los mares lo habrían invadido todo, más de
seis mil millones de seres humanos habrían muerto. Ni el menor rastro de vida
de cualquier clase quedaría en la Tierra cuando finalmente saliera de su órbita
habitual que recorría desde hacía cuatro mil quinientos millones de años. O
más: Quizá mucho más. Porque..., ¿qué sabía nadie de verdad sobre la Tierra,
qué sabía nadie de verdad sobre el universo?
Sencillamente, todo había terminado. Incluso,
había terminado para las vidas de los tres únicos terrestres que se habían
salvado. Al menos, había terminado para Camelia Hobson, que sabía ya que no
amaba ni había amado nunca a Vitanio, que todo había sido... una confusión. Sí,
había sido una tremenda confusión originada por aquellas malditas imágenes del
hombre de los cabellos blancos que la abrazaba, la besaba con aire de fuego y
la penetraba vigorosamente. Bien, esto sí lo había hecho Vitanio, desde luego,
pero... no era eso. No, no era eso, no. Sabía que se había equivocado. Dejando
aparte el natural placer físico, Camelia Hobson sabía perfectamente que se
había equivocado.
Pero la culpa la tenían aquellas imágenes. ¿De
dónde las había sacado ella, de dónde las había... recogido su mente? Porque no
se trataba de que ella hubiera «pensado» en aquella escena. No. Se trataba de
que aquella escena había sido «metida» allí, en su mente...
—Dios mío... —gimió la muchacha—. ¡La Tierra ha
muerto, y yo sólo tengo la idea de pensar en esas cosas! Y además, estamos en
poder de los seres horripilantes esos... Nos matarán. Cuando hayan conseguido
lo que quieren, nos matarán a los tres: De nada habrá servido que Byron traicionase
finalmente de verdad a Vitanio: nos matarán...
En la sala de mandos, Ogof y Groram comenzaban a
impacientarse. Igaf había expresado que se hallaban en la zona donde antes
habían estado buscando la plataforma, es decir, cerca del espacio ya explorado.
«¿Nos está engañando, Byron Marsh?», inquirió
hostilmente Groram.
«No. Estamos acercándonos. Pronto efectuaré el
contacto con Anteo, y le pediré que abra la barrera protónica. Pero no podrán
pasar todas las naves, no dará tiempo a tanto.»
«Si en la plataforma sólo está ahora la nave de
Vitanio no hace falta que entremos con todas las naves. Un grupo pequeño
bastará para asegurarnos la victoria sobre Vitanio. Pero tenga cuidado; si
chocamos con esa barrera protónica nos desintegraremos todos.»
«Lo sé perfectamente, y tengo cuidado. Nos
estamos acercando... Voy a comenzar mis intentos de engañar a Anteo, o a
Vitanio, si como pienso ya ha llegado.»
Byron Marsh aspiró hondo, y, de pronto, hizo
algo que los seres extraterrestres desconocían por completo: utilizó sus
recursos físicos de un modo directo para la agresión. Su puño derecho impactó
con tremenda fuerza en el rostro de Igaf, arrancándolo de su asiento ante los
controles centrales del mando de la nave, y, antes de que nadie hubiera podido
reaccionar se sentó en su lugar, pulsó los mandos, y la nave comandante, que
iba en cabeza de la formación en delta del grupo valkiano, cambió la dirección
de su marcha elevándose de pronto casi en completa vertical, sin la menor
dificultad ni contratiempo técnico de ninguna clase.
Sucedió todo en una fracción de segundo.
Mientras la nave ahora bajo el mando manual de
Byron Marsh pasaba por encima de la barrera protónica que rodeaba la plataforma
makoniana técnicocientífica, el resto de las naves de Valka y las de Kixono se
estrellaron contra ella en esa fracción de segundo. Su velocidad era tal que
apenas tuvieron tiempo de percatarse del cambio de ruta insospechado de la nave
comandante y ya estaban chocando contra la barrera protónica.
Hubo en el espacio oscuro, a tres mil millones
de kilómetros del planeta Tierra, como la explosión de sesenta y dos veces mil
soles. El fulgor fue inmenso, pero para el universo fue, simplemente, como si
en uno de sus rincones se encendiera y se apagara en un instante una diminuta
luz por completo insignificante.
No significó nada para el universo.
Absolutamente nada.
Pero para el terrestre Byron Marsh significó la
posibilidad de continuar la lucha por el planeta Tierra, al que deseaba
rescatar fuese como fuese y en las condiciones que fuese. Y esa posibilidad,
esa oportunidad, tenía que aprovecharla sin perder un instante, sin dejar
escapar aquel instante de sorpresa de los valkianos y los kixonianos: saltó del
asiento de mandos, y salió disparando de la sala, dejando inmóviles a aquellos
seres.
—¡Akolia! —gritó—. ¡Akolia, las ar...!
Cambió de sistema en el acto, comprendiendo que
podía estar cometiendo un error:
«¡Akolia, necesito las armas, las necesito ahora!»
En el mismo instante en que Akolia se
materializaba junto a él, aparecían dos valídanos corriendo por el pasillo.
Casi chocaron con Byron Marsh, cuyos métodos terrestres continuaron dando
frutos: de un puñetazo en la frente abombada simplemente mató a un valkiano, y
acto seguido fulminó al otro con un puntapié donde se le ocurrió que debía
tener el vientre y cualquier manifestación de aparato genital. El valkiano
saltó y cayó al suelo como un guiñapo, y eso fue todo.
«¡Ven! —le tendió una mano Akolia—. ¡Andio,
ven!»
Echaron a correr tomados de la mano, y en menos
de cinco segundos estuvieron en una pequeña sala donde había diversos aparatos
que no merecieron ni por un instante la atención de Byron Marsh. Toda su
atención estaba fija en Akolia, que corrió detrás de parte de aquel tinglado
electrónico y sacó dos tubos, que tendió a Byron, indicándole rápidamente cómo
funcionaban.
«Pero no son kixonianos, Andio —advirtió
Akolia—. Los kinoxianos están aquí de visita, y llevan encima todas sus armas
de mano. Estas armas son valkianas, y no paralizan: matan.»
«¡No te muevas de aquí!»
Byron Marsh salió de la pequeña sala, empuñando
el arma, que le producía una sensación extraña. No tenía sensación de poder,
con ella. Temía que no funcionase, que fuese algo absurdo e inútil...
Se convenció de lo contrario apenas cinco
segundos más tarde, cuando ante él aparecieron tres kixonianos y dos valkianos.
No les concedió la menor tregua. Les apuntó, disparó sin dejar de oprimir el
botón, y dibujó un veloz ocho con el rayo lumínico. Los cinco extraterrestres
desaparecieron, sin haber tenido la menor oportunidad de atacar al terrestre.
«La sala de mandos... —se dijo Byron—. ¡Tengo
que llegar allá como sea y cuanto antes, tengo que apoderarme de la nave y
volver a la Tierra...!»
Recordó de pronto a su madre y a Camelia, y emitió
un gemido. ¡Tenía que asegurarse de que ambas estaban a salvo!
—¡Camelia! —gritó—. ¡Camelia, ¿dónde están?
Doblaba en aquel momento una esquina de pasillo.
En seguida vio a los tres valídanos que acababan de colocarse de cara a la pared
de aquel pasillo, que se abrió mostrando el hueco. Byron Marsh disparó sin pensárselo,
como si toda la vida hubiera estado haciendo aquello, y los tres valídanos desaparecieron.
De un par de saltos, Byron se colocó ante el hueco recién abierto en el
pasillo. Dentro de la pequeña cabina, Camelia, todavía sentada en el suelo
junto a la dormida Evelyn, le miró con ojos casi fuera de las órbitas.
—¡Tienes que ayudarme! —gritó Byron—. ¡Ven aquí,
toma una de estas armas y ayúdame a abrirme paso hacia la sala de mandos!
¡Maldita sea, Camelia, reacciona!
La bella pelirroja se puso en pie de un salto.
Evelyn abrió los ojos y se quedó mirando aterrada a su hijo.
—Byron-exclamó—, ¿qué p...?
—¡Ven con nosotros, madre! ¡De prisa!
Camelia ayudó a Evelyn a ponerse en pie, se hizo
cargo del arma que le tendía Byron, y salieron los tres de la cabina, mientras
Byron explicaba a Camelia en un instante el simplísimo uso del arma.
—No pienses en nada —jadeó—, simplemente, cuando
veas a alguno de estos bicharracos dispárale. ¡Camelia, no te distraigas, no
vaciles, hazlo!
—Sí... Sí, lo haré, ¡lo haré!
Media docena de segundos más tarde tuvo ocasión
de demostrar su eficacia, cuando apareció el grupo de valídanos, corriendo
agitando sus brazos alados, más parecidos que nunca a gigantescos murciélagos.
Byron fue el primero en comenzar a disparar, pero Camelia no se retrasó ni medio
segundo, gritando al sentir por encima suyo el intenso calor de uno solo de los
rayos que consiguió disparar uno de los valkianos.
—Esta nave no es muy grande —dijo Byron—, de
modo que no pueden haber muchos más. Tenemos que llegar a la sala de mandos, y
allá nos haremos fuertes. Yo emprenderé la ruta a la Tierra, y tú irás
eliminando a todo el que intente entrar. ¡Madre, no te detengas!
—Byron, hijo, no... no puedo...
—¡Por Dios, corre!
Le tomó la mano derecha con su izquierda, y tiró
de ella. Subieron a un nivel superior, descendieron de nuevo, volvieron a
subir. Oían leves rumores cerca de ellos, y en dos ocasiones aparecieron sendos
grupos de enemigos, uno de valídanos y otro de gigantescos kixonianos, que
fueron abatidos rápidamente. La rapidez de acción de los terrestres con las
armas de mano, y su determinación de matar, era muy superior a la de los
extraterrestres, quizá por la desesperación, quizá por una tendencia innata.
En el último choque antes de llegar a la sala de
mandos, dos de los kixonianos tuvieron tiempo de disparar, y al mismo tiempo
que desaparecían desintegrados por Byron y Camelia, ésta gritó:
—¡Byron, tu madre...!
El profesor se volvió a mirar vivamente a
Evelyn, y la vio inmóvil, congelada, en pleno gesto apresurado para seguirlos.
—Dios mío... —gimió Byron.
Se acercó a su madre, titubeó, y finalmente la
agarró por la cintura con un brazo y continuó llevándola abrazada a él en
dirección a la sala de mandos.
Nada más aparecer en ésta, apareció ante ellos
la mole de Groram, cuyos tres ojos expresaban un enloquecimiento espantoso.
Byron disparó la luz de su arma contra aquellos ojos, y Groram desapareció.
«¡Que no se mueva nadie! —Ordenó Byron—. ¡Podemos
mataros si lo hacéis! ¡Quietos todos!»
Dos valkianos y un kixoniano desobedecieron la
orden-consejo de Byron Marsh, y un instante más tarde no quedaba de ellos el
menor rastro. Los demás, impresionados por la rapidez de acciones agresivas del
terrestre, permanecieron inmóviles. Ellos sabían matar, pero nunca en aquellas
condiciones de enfrentamiento directo, físico, en las que se requería unos
reflejos musculares y una determinación diferente a sus facultades. No era lo
mismo apretar botones que correr, saltar y moverse a velocidad terrestre.
«Agruparos todos allí... —ordenó Byron,
señalando el lugar—. ¡Ogof, obedéceme o vais a morir!»
Ogof ni siquiera impartió la orden de obediencia
al terrestre, ya que su simple actitud fue suficiente: se dirigió hacia el
lugar indicado. Los demás, los pocos kixonianos y valídanos que quedaban en la
nave, le imitaron en el acto. Byron Marsh ordenó que se agruparan bien; que se
colocaron unos junto a otros, tocándose..., y entonces, para espanto de
Camelia, disparó prolongadamente, desintegrándolos a todos.
—¡Byron! —exclamó Camelia.
—¡Déjame de, monsergas! ¡Y vigila! ¡Mata a todo
aquel que entre en esta sala! Ellos tienen esencia, y en estos momentos han
salido al espacio... ¡No están muertos realmente, pero lo seguro es que no
podrán molestarnos! ¡Y espero que hayan aprendido que no deben meterse con los
terrestres!
Byron Marsh depositó a su madre en el suelo,
como si fuera una delicada estatua de cristal. Vio los ojos de su madre fijos
en él, y sintió un estremecimiento de angustia.
Luego, se colocó ante los mandos.
El silencio dentro de la nave era de nuevo
completo. Dos horas más tarde, Camelia decidió por su cuenta efectuar una
exploración por la nave, convencida de que no quedaban más enemigos vivos en
ella.
Y tuvo razón..., en todos los sentidos. En una
pequeña cabina divisó dos fulgores rosavioláceos, y se quedó mirándolos
sorprendida. Creía que todas las esencias vitales de los kixonianos y
valkianos, temiendo todavía mayores males del violento terrestre llamado Byron
Marsh, habían escapado de la nave, saliendo al espacio. Pero quedaban aquellos
dos. Es decir, uno y... una pequeña porción de otro. Uno era normal tal como
los recordaba Camelia, es decir, del tamaño aproximado de un balón de rugby. El
otro, diminuto, era apenas del tamaño de una cabeza de alfiler.
Y de pronto, Camelia Hobson comprendió.
—Oh, Dios mío... —gimió—. ¡Akolia!
El fulgor grande se movió suavemente, y el más
pequeño le siguió, muy despacio. Tan deliberadamente despacio ambos que Camelia
pudo seguirlos en su desplazamiento hasta la sala de mandos. Byron Marsh oyó la
llegada de Camelia, y volvió la cabeza, dispuesto a preguntar por Akolia, por
la cual estaba hondamente preocupado. Vio los dos fulgores, el grande y el
diminuto, y comprendió en seguida. Palideció, y desvió la mirada hacia Camelia,
que tartamudeó:
—Byron, son... son Akolia... y.:, y su hijo...
¡Tu hijo! ¡Mataron a Akolia, los mataron a los dos, era verdad que ella estaba
embarazada.,.!
—No te pongas histérica —murmuró Byron—. Si encontramos
a Vitanio, Akolia será devuelta a Makono con su hijo. Hace cincuenta años,
Makono perdió a uno de sus habitantes: yo, Andio. Ahora, les devolveré otro
pequeño Andio..., y estaremos en paz.
—Pero..., pe... pero has... has perdido a
Akolia, ¡y tú la amabas!
—No era así. Y ella lo sabe ahora, pero se siente feliz de poder regresar a Makono con un hijo mío. Es decir, regresará si conseguimos encontrar a Vitanio con su nave intacta. Porque, por muy poderosa que sea su nave, si se quedó a nivel de tierra en la Tierra, y allá ha sucedido ya lo que me temo, ahora estará aplastado bajo montañas de tierra y hielo...
* * *
Cuatro horas más tarde divisaron la Tierra, en
uno de los visores directos. Un simple guijarro en el espacio, girando
lentamente... ¡Girando! ¡La Tierra estaba girando de nuevo, estaba rotando
sobre sí misma bajo la luz del sol! Y alrededor de ella se esparcía un
bellísimo halo azulado...
—¡Camelia! —gritó Byron—. ¡Ven a ver esto!
La muchacha, que estaba inclinada sobre la
congelada
Evelyn, se apresuró a acercarse al visor, vio la
Tierra, y quedó unos segundos atónita.
—Pero... ¡Dios mío, debo estar soñando! ¡No ha pasado
nada!
—Sí ha pasado algo... —murmuró Byron Marsh, señalando
una de las pantallas que acercaban la imagen del planeta—. Fíjate bien: en
varios puntos la forma de los continentes no es cómo antes. ¡Ya lo creo que
algo ha pasado! Pero todavía está en su órbita, y trasladándose a su velocidad
normal. Mira el censor que indica su velocidad de traslación: 0'864 de ken. Es
decir, ciento ocho mil kilómetros por hora. Ha vuelto a la normalidad en cuanto
a su orbitaje. Ahí la tienes... ¡Dios mío, está en su sitio, está en su órbita!
Camelia iba a decir algo cuando vio aparecer la
nave, directa hacia ellos. La señaló con un gesto brusco, excitada. Byron la
vio a través del visor directo, y aspiró profundamente.
«Vitanio, ¿eres tú?»
«Soy yo, Andio. Vamos a tu casa. Y puesto que
puedes comunicarte conmigo, infórmame de lo que ha ocurrido.»
Cuando, minutos más tarde, las dos naves se
posaban en tierra frente a la casa de los Marsh, Vitanio ya estaba al corriente
de todo. Ambas naves abrieron sus compuertas, y mientras de la nave valkiana salían
solamente Byron y Camelia, de la nave makoniana salieron todos sus ocupantes,
la mayoría de los cuales se apresuraron a entrar en la nave enemiga, para
recuperar sus probetas y matrices y trasladarlas a su propia nave. De la casa
de los Marsh comenzaron a salir las esencias vitales de todos los makonianos
muertos en el feroz combate especial, y flotaron todas hacia su única nave
sobreviviente, donde serían colocados en las probetas y matrices.
Andio y Vitanio quedaron frente a frente,
mirándose. Ya sobraba cualquier explicación entre ellos.
«Nos iremos inmediatamente, Andio, y jamás
volveremos», expresó Vitanio.
«¿No te llevas a Camelia?»
«Sabes perfectamente que ella prefiere quedarse
aquí, tras comprender su error. Andio, quiero que expliques a los gobernantes
de la Tierra lo que ha sucedido, y que pidas perdón en nombre de Makono, de
toda la galaxia de Axalia. Os hemos causado muchas pérdidas en tierras y
construcciones de toda clase, y hasta en muchas vidas humanas. Algo ha cambiado
en la Tierra, Andio, pero quizá esto sirva para que de ahora en adelante sepáis
apreciar mejor lo que tenéis, y a vosotros mismos entre vosotros mismos.»
«Intentaré que lo comprendan.»
«Sé que lo conseguirás. Mentalmente, eres makoniano.
Conseguirás todo aquello que te propongas. Nos vamos a llevar la nave valkiana,
no quedará ni rastro de nuestra presencia física en la Tierra. Adiós, Andio...,
amigo.»
«Adiós, Vitanio.»
Las matrices y las probetas fueron cargadas
rápidamente en la nave makoniana, mientras Ekiono, que se había hecho cargo
inmediatamente de Evelyn, la descongelaba en la urna de la nave, y acto seguido
salía de ésta con ella. Evelyn lanzó un grito al ver la tierra, y, en ella, su
destrozado jardín, su casi derruida casa, y, de pronto, se echó a llorar, y
cayó de rodillas. Camelia estaba pálida.
Las esencias vitales de Akolia y su hijo
flotaron hasta delante de Byron Marsh, y estuvieron allá unos segundos, hasta
que Byron expresó:
«Akolia, te amé sinceramente cuando fui Andio,
pero ahora no soy completamente Andio, y no te amo. Pero os devuelvo el ser que
habría faltado de Makono al quedarme yo para siempre aquí. Y cuando nazca mi
hijo, aunque sea en una probeta, sabrá que yo fui su padre, y la niña que
jugará con él, su madre. Akolia, adiós... para siempre.»
El fulgor se alejó, siempre llevando a su lado
el otro diminuto fulgor, el hijo de Andio de Makono, que se quedaría en la
Tierra como Byron Marsh, profesor de Ciencias Espaciales, y que sería el hombre
más conocido del planeta después de sus entrevistas con todos los gobernantes
de la Tierra en una gigantesca asamblea de la ONU, donde se hablaría de
reconstrucción y de relaciones sinceramente pacíficas entre todos los seres que
poblaban el más hermoso planeta que flotaba en el universo...
Ekiono se acercó a Byron, llevando del brazo a
Evelyn.
—Andio —dijo—, yo me quedo contigo, con
Evelyn..., si me aceptas.
—¿Vas a quedarte para siempre en la Tierra,
Ekiono? ¿Sabes lo que estás haciendo?
—Amo a tu madre —sonrió Ekiono—, y me quedaré
con ella para ayudarla a crear su nuevo jardín. Andio, tengo que hacerlo, ya no
podría vivir en otro lugar que no fuese la Tierra. ¡No me pidas que me marche!
—No pienso pedirte nada, Ekiono... —sonrió Byron—.
Excepto una cosa que Vitanio no ha querido expresarme. No ha querido decirme
por qué desistió de llevarse la Tierra cuando ya la tenían... en camino. Y ni
siquiera sé dónde están los seres metamórficos.
—Vitanio los recogerá. En cuanto al porqué del
cambio de planes de Vitanio, yo puedo explicártelo. Estábamos... viendo el
polvo de la muerte, rojo y caliente, y entonces comenzamos a oír los gemidos.
Andio, era algo tan triste que todos los makonianos lloramos, como hacen los hombres
de la Tierra. No había oído jamás un lamento tan triste y profundo, jamás había
percibido una congoja tan grande. Era una pena tan honda que no se podía
soportar. Llegaba desde todos los puntos de la Tierra, y nosotros, por fin, la
percibimos.
—Pero... ¿de dónde llegaba esa pena, de dónde
procedía, quién la emitía?
—Las flores de este planeta. Sabían que las estábamos matando a todas, que las íbamos a alejar del sol que era su vida, y que nunca volverían a ser flores, ni nunca verían el planeta como lo ven ahora, ni lo sentirían como lo sienten ahora, siempre moviéndose en sus entrañas, siempre enviando el calor fecundo de sus fuegos interiores, la riqueza de sus aguas, el amor de la tierra. Andio, todas las flores del planeta lloraron por él, nosotros también lloramos, y entonces... Entonces, Vitanio comprendió, cuando él también estaba llorando, y detuvo los propulsores, porque no pudo soportar la tristeza de las flores.
ESTE ES EL FINAL
Todavía recordando el estupor que cundió en la
asamblea extraordinaria de gobernantes del mundo que se había celebrado en la
sede de la ONU, trasladada a las afueras de la parcialmente derruida Nueva
York, Byron Marsh regresó finalmente a su casa, en simple viaje de automóvil.
El mes de julio era hermoso, y en la tierra por todos puntos reventada y
alterada crecían espontáneamente mieses removidas y bellas flores silvestres.
Ligeramente alterado el ciclo de las estaciones por el desfase breve sufrido
por la Tierra al ser aumentado su ciclo de traslación, parecía setiembre ahora,
pero nacían flores y mieses, había pájaros en el cielo, y allá arriba, como
siempre, estaba quien debía estar: el sol de la Tierra, aquella pequeña
estrella ardiente de la Vía Láctea.
Habría mucho trabajo en toda la Tierra en
adelante, pero Byron Marsh tenía que descansar. Y organizar su vida, porque no
deseaba en modo alguno proseguir solo su labor científica.
Así pues, cuando estuvo cerca de su casa, detuvo
el coche, se apeó, y fue a sentarse a la sombra de uno de los torcidos
bosquecillos de pinos, y, como habían estado haciendo desde bastante tiempo
atrás, envió sus imágenes de amor, ya que nunca se había atrevido a expresarlo
con palabras. En esas imágenes de amor, él, Byron Marsh, el semiterrestre y
semimakoniano, con sus blancos cabellos y su cuerpo fuerte y blanco, abrazaba a
Camelia Hobson como habría deseado hacerlo en la realidad de su vida física. La
abrazaba, la besaba en la boca con un beso de aire caliente, y la hacía suya
vigorosamente, penetrándola en una total entrega.
Y así estaba, lanzando sus imágenes de amor,
cuando la vio aparecer a ella, corriendo, acercándose desde la casa. Segundos
más tarde, Camelia, sofocada, agitado el pecho, al sol su reluciente cabellera
roja, se detenía cerca de él, y se quedaba mirándolo.
—Entonces, eras tú... —jadeó Camelia—. ¡Dios
mío, eras tú, y yo no supe comprenderlo! Te estaba esperando en tu casa, con
Ekiono y Evelyn, cuando tuve esas imágenes que hacía tiempo no tenía, y que añoraba...
¡Eres tú el hombre al que amaba, y...! ¿Y yo me entregué a Vitanio!
—La culpa fue mía, por no expresarme como debí hacerlo,
por mis temores de makoniano. Debí, simplemente, decírtelo, Camelia.
—Pero ahora... ahora que Vitanio y yo...
—No seas absurda... —gruñó Byron Marsh, muy
terrícolamente irritado—. ¡Olvida a Vitanio, olvida a Akolia, y dime simplemente
si me amas como yo te amo a ti!
—Claro que no te amo como tú a mí... —rió de
pronto Camelia Hobson—. ¡Te amo mucho más que tú a mí, Byron!
Y corrió hacia él, echándose en sus brazos. Y luego,
en el interior de aquel bosquecillo del planeta de las flores...
FIN
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