miércoles, 17 de mayo de 2023

PASAPORTE A LA NADA (LARRY HUTTON)

 

Larry Hutton es Eugenio Sotillos Torrent, que escribió con este seudónimo para sus novelas de ciencia ficción, y como Donald Meyer para otros géneros. Sus mejores obras son, aparte de "Pasaporte a la nada",  "Un tipo duro" "La caravana de odio y "Un cierto olor a carroña" (Oeste), y "La mariposa negra" (Policíaco)


Caía una fina llovizna, pero la temperatura era bas­tante agradable.


 El autobús hacia Palm Springs salía a las nueve de la noche, hora del Pacífico, desde la terminal de Los Ángeles.

Los escasos pasajeros que iban a tomar el autobús se habían refugiado en la confortable sala de espera, aguardando el aviso de salida.

Edward Jemmison y su esposa ocupaban un lugar preferente frente al aparato de televisión, que en aquel momento estaba dando un boletín de aburridas noticias.

Jemmison era un hombre algo obeso, de corta esta­tura y de unos cincuenta años de edad; su esposa, alta y delgada, de un carácter adusto y autoritario, según podía apreciarse a simple vista, tenía una edad pare­cida, aunque ella alardeaba de ser mucho más joven que su marido.

Habían estado ahorrando varios años para permi­tirse el lujo de unas cortas vacaciones invernales en Palm Springs, el famoso centro de turismo en el de­sierto.

—Voy al bar a tomar un café —dijo Jemmison con expresión sumisa, haciendo ademán de levantarse.

— ¡Siéntate! —le ordenó ella—. No te convienen las bebidas estimulantes. Ya sabes lo que te recomendó el doctor Fenton.

—Yo sé lo que me conviene —refunfuñó el gordin­flón.

—No; no lo sabes.

—Pero...

—Eres como un niño al que hay que estar siempre vigilando para que no cometa ninguna imprudencia o travesura.

—Un café no puede hacerme daño. Todavía falta más de media hora para la salida y...

— ¡Siéntate! —volvió a ordenar la señora Jemmison en tono imperativo.

—Sí, querida —agachó él la cabeza, sacando maqui­nalmente un puro del bolsillo.

— ¡Guarda eso! Tampoco te conviene fumar.

— ¡Vaya! —Obedeció él de mala gana—. ¿Es que debo renunciar a todo?

—A todo lo que te perjudica, por supuesto.

—Ya estoy bien.

— ¡Eso es lo que tú te figuras!

—Lo mío no tuvo ninguna importancia.

—No es ésa la opinión del doctor Fenton.

— ¿Qué sabe ese «matasanos»?

Edward Jemmison había sufrido un ataque al cora­zón hacía un par de meses, y su digna consorte, al pa­recer, estaba dispuesta a evitar que el caso se repitie­ra.

El doctor Fenton había sido tajante: nada de fu­mar, nada de beber; vida tranquila, dieta sin grasas y ejercicio moderado.

Edward Jemmison, aburrido, se ajustó los lentes para prestar atención a la insípida cháchara de la lo­cutora que en aquel momento aparecía en la pantalla del televisor.

La muchacha, una rubia vestida con un detonante traje rojo, se estaba refiriendo al acto de investidura del presidente Ronald Reagan que había tenido lugar hacía unos días en Washington, bajo una glacial tem­peratura de veinte grados bajo cero.

El comentarista que ocupó el lugar de la sofisticada locutora se refirió seguidamente a la visita del Papa a Venezuela y al regreso a la Tierra del «Discovery», una vez cumplida su misión de poner en órbita un sa­télite espía de dos toneladas de peso.

Los tres jóvenes con atuendo deportivo, que unos momentos antes habían estado tomando unos zumos en la barra del bar, regresaron tumultuosamente a la sala de espera.

Uno de ellos, un muchacho de raza negra que roza­ba los dos metros de altura, se sentó en uno de los si­llones, estirando sus largas piernas.

— ¡Se acabó la buena vida! —exclamó, mientras los otros dos ocupaban unos asientos contiguos, junto a sus bolsas de lona en las que figuraba el anagrama de una conocida marca de palomitas de maíz.

—No te quejes, Niro —dijo Clint Tuggle, el más co­medido y reposado de los tres, tal vez porque era el de mayor edad, aunque no pasaba de los veintidós años—. Mientras duró ese torneo de atletismo para el que fuimos seleccionados, la cosa resultó estupenda.

—Por eso lamento que se haya terminado —dijo el negro, encogiendo las piernas antes de que la señora Jemmison le taladrara con sus constantes miradas de reconvención.

—Bueno —intervino el tercero, rubio, de tez delica­da, pero de músculos bien desarrollados—, en el Pep­perdine College tampoco lo pasamos mal.

—No, claro— hizo una mueca Clint—. Pero es una lata que se les ocurriera edificar esa escuela de cursos técnicos y profesionales casi en medio del desierto.

— ¡No exageres! —dijo Dan Burton, el rubio—. Está muy cerca de la ciudad.

— ¿Ciudad? —resopló despectivamente Clint—. Pep­perdine sólo es un pueblo de mala muerte. Hace unos años, ni siquiera figuraba en los mapas. El autobús que estamos esperando, que se detiene en todas las localidades antes de llegar a Palm Springs, sólo tiene allí una parada discrecional.

Niro Wilder, el muchacho negro, volvió a estirar las piernas.

— ¡Cómo se van a burlar de nosotros cuando sepan que no hemos ganado ni una sola medalla! —exclamó.

—Yo mejoré mi marca anterior —dijo Clint.

— ¡Valiente proeza! —Se mofó el negro—. Tu marca anterior hubiera avergonzado a una tortuga.

—También tú quedaste de los últimos a pesar de esas piernas tan largas.

—No estaba en forma.

—La verdad es que hemos quedado como tres mier­dosos —suspiró Dan Burton.

— ¡Seguro! —Exclamó Niro—. El año que viene man­darán a otros.

—Me tiene sin cuidado —dijo Clint—, porque yo ya no estaré en Pepperdine. Mi «viejo» quiere que me ocupe de la tienda.

— ¡Ja, ja, ja, ja! —se echó a reír Dan—. ¿Vas a conver­tirte en tendero?

— ¡Ni hablar! —Aclaró Clint—. Es una tienda de re­cambios de automóviles.

—Yo tampoco estaré —dijo Niro—. Me han propues­to entrar a formar parte de un grupo de «rock». Voy a ganar mucha pasta.

—Os envidio —murmuró Dan—. Yo tendré que se­guir con mis estudios de Electrónica.

—Eso también tiene mucho porvenir, muchacho — aseguró con gran convencimiento Clint.

—Sí —reconoció Dan—, pero es menos divertido que tocar la batería en un conjunto de «rock».

—Bueno —dijo Clint—, tampoco vender recambios de coches es algo que tumbe de espaldas.

Edward Jemmison volvió a sacar el puro que guar­daba en el bolsillo. Bastó una mirada de su vigilante esposa para que volviera a guardarlo.

— ¿Cómo se te ocurrió hacer el viaje en este maldito autobús, Mirna? —Gruñó, en pleno síndrome de absti­nencia de nicotina—. Hubiera sido mejor utilizar nues­tro coche.

—No puedes conducir, Edward. ¿No lo recuerdas?

—Sí, maldita sea: fue otra de las cosas que me prohi­bió ese estúpido «matasanos».

—En efecto.

— ¡Y en viaje nocturno!

—Es más barato. Además, sólo tardamos un par de horas en llegar a Palm Springs.

—Pero esta prolongada espera...

Si Edward Jemmison hubiera sabido lo que iba a ocurrir una hora más tarde, seguro que hubiera de­seado que la espera en la terminal de Los Ángeles se hubiera prolongado eternamente.

Pero Edward Jemmison no tenía el don de la pre­monición. 

 El autobús se detuvo delante de la marquesina don­de esperaban los viajeros, que unos momentos antes habían sido advertidos por el gangoso aviso de un al­tavoz.

La lluvia seguía cayendo.

La primera en subir fue la señora Jemmison; des­pués lo hicieron su marido y los tres atléticos estu­diantes.

Todos llevaban equipajes muy ligeros y no fue ne­cesario utilizar el compartimento de carga situado en la trasera del vehículo.

En el último momento, cuando el conductor estaba a punto de cerrar las puertas, llegó corriendo una jo­ven vestida con un impermeable rojo, con un bolso de piel colgado en bandolera.

— ¡Hum! —Exclamó una vez dentro del vehículo—. Por poco se me escapa.

El conductor la observó con ojos curiosos.

— ¡Hola, Fanny! —dijo—. Sólo estamos a martes. ¿Es que has adelantado el fin de semana?

—No, Bill —respondió ella, mientras se echaba hacia atrás la mojada capucha del impermeable—. Pero mi madre se ha puesto enferma y he pedido unos días de permiso en la oficina.

— ¡Vaya! —Sonrió el conductor, un hombre de unos cuarenta años, de aspecto bonachón—. Por lo visto, tu jefe es un tipo muy considerado.

—Sí; hay pocos como él en estos tiempos.

La muchacha se sentó en el asiento inmediatamen­te posterior al del conductor, lejos del resto de los viajeros, acomodados más al fondo.

— ¡Hum! —Murmuró el chófer, poniendo en marcha el autobús—. Si el número de viajeros fuera tan escaso en todos los viajes, la empresa tendría que cerrar por falta de beneficios.

El vehículo abandonó la explanada de la terminal y, después de recorrer un cierto número de calles, sa­lió a la carretera del interior, dejando a su derecha la iluminada autopista de la costa.

A pesar de que el limpia—parabrisas funcionaba con rítmica insistencia, la cortina líquida que se estrellaba contra el cristal dificultaba mucho la visibilidad.

La luz de los faros apenas conseguía taladrar las ti­nieblas de la noche.

Pero Bill, el conductor, había hecho muchas veces aquel camino y conocía todas las curvas, desniveles y cambios de rasante.

Cuando dejaran atrás Pasadena y se internaran en el desierto, el vehículo podría avanzar a más veloci­dad por las prolongadas rectas de la ruta.

No tendría que detenerse hasta Pepperdine, donde descendería el grupo de mozalbetes que alborotaban en los asientos traseros; luego no habría otra parada hasta llegar a Palm Springs, final de trayecto.

Edward Jemmison se había quedado dormido, arrullado por la interminable cháchara de su consor­te, salpicada de reproches, consejos y advertencias.

— ¡Despierta, Edward! —le dijo ella dándole con el codo.

— ¿Eh? —Se sobresaltó el dormido—. ¿Ya hemos lle­gado?

—Todavía no, querido.

—Entonces, ¿por qué me has despertado?

—Tengo frío. Uno de esos jovenzuelos acaba de abrir el cristal de la ventanilla y hay una terrible co­rriente de aire.

— ¡Oh! ¿Y qué puedo hace yo?

—Decirles que la cierren.

La intervención de Edward Jemmison no fue nece­saria, pues fue el mismo Dan Burton quien la, cerró al darse cuenta de que la lluvia se colaba por la abertu­ra.

El conductor había puesto la radio y las estridentes notas de una melodía moderna se esparcieron por el interior del vehículo.

Niro Wilder, el negro, empezó a contorsionarse, llevando el compás con los pies.

— ¡Qué falta de consideración! —se quejó la señora Jemmison.

— ¿También te molesta la música? —le preguntó su marido.

— ¿A eso le llamas tú música? —refunfuñó ella.

Las vibraciones sonoras se extinguieron súbitamen­te y Bill maniobró en el dial para sintonizar otra emi­sora.

No pudo conseguirlo.

El conductor dejó de ocuparse en dicha tarea para pisar con fuerza el freno.

— ¡Diablos! —exclamó.

A causa de la brusca frenada, los viajeros fueron proyectados hacia adelante con inesperada violencia.

— ¿Qué ocurre? —casi chilló la señora Jemmison.

—Nada, señora —la tranquilizó el conductor—. Hay una señal de desvío.

Una luz roja brillaba delante del vehículo de forma intermitente. Estaba colocada sobre una valla de ma­dera, iluminando una flecha que señalaba hacia la de­recha.

— ¡Vaya! —Suspiró Bill——. No sabía que estuvieran ha­ciendo obras en este lugar.

El conductor giró hacia la derecha, saliendo de la carretera para tomar una especie de camino sin asfal­tar, que serpenteaba entre las colinas.

—Esto nos va a retrasar, ¿no? —dijo Fanny.

—Un poco, muchacha —se volvió hacia ella Bill, fas­tidiado—. No podremos volver a la carretera hasta ha­ber pasado el poblado minero abandonado. Por suer­te, ha dejado de llover.

El terreno embarrado hizo dificultosa la marcha, y transcurrió más de media hora hasta que fueron visi­bles las destartaladas instalaciones de la vieja mina.

La luna, en cuarto creciente, brillaba en un cielo ta­chonado de estrellas.

De pronto, se apagaron las luces del vehículo y éste se detuvo, como si una gigantesca mano invisible lo retuviera.

— ¡Por todos los diablos! —Gruñó Bill—. ¡Es lo que nos faltaba!

— ¿Una avería? —preguntó Fanny.

—Eso me temo, muchacha.

— ¿Qué ocurre? —preguntó a su vez la señora Jemmi­son con voz chillona.

—Cálmate, querida —la agarró del brazo su esposo para que no se levantara del asiento.

Los tres estudiantes, amparándose en la penum­bra, empezaron a berrear y a emitir, entre risas y si­mulados chillidos de espanto, los más variados co­mentarios.

— ¡Todos al suelo!

— ¡Nos atacan los indios!

— ¡No hay que apurarse! ¡El Séptimo de Caballería aparecerá en el momento oportuno!

Clint Tuggle, que había sido el autor del jocoso co­mentario, hizo a continuación una ruidosa imitación de una corneta emitiendo un toque de carga.

— ¡Silencio, por favor! —se volvió hacia ellos el con­ductor.

Y  añadió, con voz más tranquila, cuando se hubo restablecido la calma:

— ¿Alguno de ustedes tiene una linterna?

—Yo —respondió Niro, mientras buscaba a tientas en el interior de su bolsa de lona.

— ¿Qué pasa? —Se impacientó Dan Burton al cabo de unos instantes—. ¿Es que no encuentras ese maldito chisme?

—Sí —respondió el negro—, pero no funciona.

— ¿Seguro que tiene pilas?

— ¡Claro que sí! —Se ofendió el negro—. ¿Te imaginas que soy tonto?

Fanny Swann, que tenía el rostro pegado a los cris­tales de la ventanilla, fue la primera en advertir la presencia de aquellas tres ominosas sombras que, si­lenciosamente, avanzaban hacia el autocar.

— ¡Hay alguien ahí fuera, Bill! —tocó la espalda del conductor.

— ¿De veras?

—Sí, mira —señaló la muchacha—. Ahora se han de­tenido, pero uno de ellos señala hacia nosotros.

— ¡Diablos! —Exclamó el conductor, empujando ha­cia afuera la puerta—. Tal vez puedan ayudarnos.

Pero antes de que Bill pudiera descender del vehí­culo, un haz luminoso surgió de un extraño artefacto que sostenía uno de los desconocidos y dejó deslum­brados a los sorprendidos viajeros del autobús.

— ¿Qué diablos...? —empezó a decir el conductor.

Pero ya no pudo pronunciar ninguna palabra más, pues se desplomó sin sentido sobre el asiento, como una marioneta desarticulada.

Lo mismo les ocurrió a los otros.

Los tres desconocidos, después de una corta pausa, avanzaron lentamente hacia el silencioso autobús.

Al cabo de un rato, la enorme masa metálica que estaba escondida detrás de los barracones de la mina abandonada, se elevó a gran velocidad en el espacio, camino de las estrellas.

Un animal nocturno, antes de refugiarse en su cu­bil, lanzó un prolongado y lastimero aullido.

El primero en recobrar el conocimiento fue Dan

Burton.

La penumbra que le rodeaba le hizo suponer — ¿por qué había de creer lo contrario?— que todavía estaba en el interior del autobús que le conducía a Pepperdine.

Muy pronto se convenció de su error.

En primer lugar, no estaba sentado en uno de los asientos del vehículo, sino tendido en una especie de camilla acolchada.

Dan intentó levantar una mano para mesarse los rubios cabellos —gesto que utilizaba en los momentos de confusión o de nerviosismo—, pero no pudo.

— ¡Diablos!—exclamó al notar aquella presión dura y metálica alrededor de sus muñecas.

Era indudable que estaba sujeto a la camilla por unas abrazaderas que le impedían todo movimiento.

Sobre su cabeza se extendía un techo reluciente de color gris azulado, formando una suave cúpula. Las paredes de la estancia eran circulares, del mismo co­lor que el techo, sin que en ellas se advirtiera ventana ni puerta alguna.

Al girar la cabeza pudo advertir que no estaba solo.

Tendidos en otras camillas, inconscientes al pare­cer, estaban Niro Wilder y Clint Tuggle y también la muchacha que había subido al autobús en el último momento.

— ¡Clint! —llamó Dan a su compañero, sin que obtu­viera ninguna respuesta.

La luz lechosa, algo mortecina, que alumbraba aquella singular habitación fue perdiendo intensidad.

La camilla, que al parecer flotaba en el aire, sin so­porte alguno, se inclinó hacia el suelo por su parte in­ferior, perdiendo su horizontalidad para situarse en un plano casi vertical.

En la lisa pared que Dan tenía frente a sí apareció un cuadro luminoso, parecido al de la pantalla de un enorme televisor.

— ¡Rayos! —se dijo Dan—. Sin duda el autobús sufrió un accidente y nos encontramos en la sala de cuida­dos intensivos de un hospital.

Pero al punto desechó la idea, ya que en aquel lu­gar no había ninguno de los sofisticados chismes utili­zados para tal fin en los hospitales.

— ¡Clint! ¡Clint! —volvió a llamar a su compañero. En el cuadrado luminoso de la pared apareció el rostro de un hombre anciano, de largos cabellos blan­cos.

—No te esfuerces en llamar a tus amigos —dijo el an­ciano, cuyos juveniles ojos de un verde intenso con­trastaban con las profundas arrugas que surcaban su cara.

— ¿Están muertos? —preguntó Dan.

—No —respondió el anciano—; sólo dormidos. Cualquiera, en su caso, hubiera formulado la mis­ma pregunta y Dan no fue una excepción.

— ¿Dónde estamos? —inquirió.

—No debes preocuparte por eso —fue la respuesta. — ¿Se trata de un secuestro?

—En cierto modo, sí.

— ¡Maldita sea! —se enfureció Dan, pugnando por soltarse de las abrazaderas que le mantenían sujeto a la camilla—. ¿Qué clase de broma es ésta? ¿Qué espe­ráis sacar de unos tipos como nosotros? ¡Nadie pa­gará ni un par de centavos por nuestro rescate!

— ¿Rescate?

El anciano pareció quedarse un poco asombrado, como si no acabara de entender el significado de esta palabra.

— ¡Sí! —le desafió Dan—. ¿No es eso lo que preten­déis?

El anciano no contestó.

—Os aconsejo que nos dejéis en libertad, pues os habéis equivocado de víctimas. Y no estaría de más que tú y tu banda os dedicarais a otra cosa. Con noso­tros habéis dado en hueso.

—No te enfades, Dan.

— ¿Eh? ¿Cómo sabes mi nombre?

—A decir verdad, sé mucho de ti y de los otros tres terrícolas que viajan a tu lado.

Una lucecita de alarma se encendió súbitamente en el cerebro de Dan Burton.

— ¿Has dicho que «viajamos»?

—Sí.

—No me lo parece —dijo con marcado escepticismo el muchacho—. Tengo la impresión de que estamos encerrados en el interior de una especie de sótano que...

—Te equivocas —sonrió el anciano, entornando los ojos—. Insisto en que estáis viajando.

— ¿Y tú, viejo?

— ¡Oh! —Volvió a sonreír el anciano—. Yo estoy muy lejos de aquí, en el lugar al que pronto llegaréis los cuatro, terrícola.

Esa palabra, precisamente, era la que había provo­cado verdaderamente la alarma en la mente de Dan.

— ¿Terrícola? —inquirió.

—Sí, Dan —brillaron los verdes ojos del anciano—. ¿Acaso no llamáis Tierra a vuestro planeta?

— ¡Diablos! —exclamó Dan, entre confuso e irritado—. Sólo te falta añadir que estamos a bordo de un plati­llo volante, viajando hacia Marte con todos los gastos pagados para pasar allí el fin de semana.

— ¡Eh! —Se escuchó de pronto la voz de Niro Wilder—. ¿Quién diablos me ha atado a la cama? ¡Suéltenme en seguida!

La imagen del rostro del anciano desapareció, y se apagó también el rectángulo luminoso.

La luz de la estancia se hizo más potente, al mismo tiempo que se descorría un panel en la pared y apare­cían, envueltos en una claridad rojiza que proyectó sus sombras sobre la superficie opuesta, dos extraños seres que tenían toda la apariencia de esos robots que intervienen en las películas de ciencia—ficción. — ¡Diablos! —exclamó Dan.

No fue el único en expresar su sorpresa y sobresal­to, pues Niro, Clint y la muchacha habían despertado también de su profundo sueño.

¿Despertado en realidad?

— ¿Que me pasa? —gimió Fanny, la chica que había subido al autobús.

Por lo que respecta a Clint Tuggle, estaba plena­mente convencido de estar viviendo una pesadilla in­comprensible.

Niro, en cambio, dejándose llevar por los oscuros atavismos heredados de sus antepasados africanos, imaginó que era la víctima propiciatoria de un acto de brujería.

— ¡No! —gritó.

Los dos robots, que parecían estar revestidos del mismo metal gris azulado de las paredes y el techo de la estancia, avanzaron hacia los prisioneros, al mismo tiempo que el panel se deslizaba silenciosamente para cerrar la abertura por la que habían penetrado.

— ¿Qué significa esto, Dan? —Chilló Clint, intentan— do librarse de las abrazaderas que le mantenían suje­to a la flotante litera—. ¡Van a matarnos! ¡Tenemos que huir de aquí!

Fanny Swann lanzó un grito de terror.

Uno de los robots la observó unos momentos con sus ojos redondos, que no eran más que unos orificios cubiertos con un cristal rojo, y levantó hacia ella su brazo articulado.

— ¡No! —volvió a gritar ella.

 El robot pasó su mano metálica por encima del re­sorte que cerraba las abrazaderas que sujetaban a la muchacha.

Se escuchó una especie de zumbido sordo y, súbita­mente, las ligaduras metálicas se soltaron.

— ¡Oh! —exclamó Fanny, encogida y temerosa, sin atreverse a saltar al suelo desde la litera flotante.

Los dos robots hicieron la misma operación con el resto de los prisioneros, los cuales, al verse libres, reaccionaron de manera muy distinta que la mucha­cha.

— ¡A por ellos! —exclamó Clint Tuggle, señalando hacia los dos muñecos mecánicos.

— ¡Adelante! —se puso en acción Niro, moviendo sus largas piernas en dirección a los robots.

Pero lo mismo él que sus amigos sólo pudieron dar un par de pasos.

Uno de sus guardianes alzó la mano e hizo surgir de uno de sus dedos, extendidos hacia los tres jóvenes, un haz luminoso que los dejó paralizados.

Los tres cuerpos se desplomaron al suelo, sin que Clint, Dan o Niro hubieran tenido tiempo de lanzar una exclamación de sorpresa o dolor.

Fanny, asustada, retrocedió hasta quedar con la es­palda pegada a la pared.

— ¿Están..., están muertos? —preguntó.

Los robots no contestaron.

Quien lo hizo fue el anciano que antes había con­versado con Dan, cuyo rostro volvió a proyectarse en el mismo lugar.

—No —dijo—; sólo han perdido el sentido.

— ¿Quién es usted? —Preguntó Fanny— ¿Qué lugar es éste y qué quieren de nosotros?

—Lo sabrás a su debido tiempo —respondió el ancia­no—. Antes nos ocuparemos de tus impetuosos com­pañeros.

A continuación emitió una seca orden en un idioma desconocido, ininteligible para la muchacha, pero que fue debidamente interpretada por uno de los ro­bots, a quien sin duda iba dirigida.

El robot, sin moverse del sitio, extendió su brazo derecho en dirección a los tres cuerpos que permane­cían inertes sobre el pulido suelo y los inundó con un chorro luminoso de distinto color del que había em­pleado para dejarlos fuera de combate.

Niro, el negro, fue el primero en recobrarse y en ponerse en pie.

— ¡Mierda! —gruñó.

El joven atleta de color estaba tan aturdido como sus otros dos compañeros, que habían recobrado el sentido unos segundos después.

Clint, pasando de la confusión a la ira, soltó tam­bién una palabra mal sonante y se encaró con Dan para preguntarle:

— ¡Maldita sea! ¿Quieres explicarme qué diablos sig­nifica todo esto?

Dan señaló hacia el rostro del anciano que, impasi­ble, les observaba desde el rectángulo iluminado de la pared.

—Sólo él tiene la respuesta, Clint —dijo.

Clint lanzó una furibunda mirada al anciano.

— ¿Quién es este tipo? —inquirió.

—No lo sé —respondió Dan.

— ¿No lo sabes?

— ¡No!

—Bueno—contuvo su irritación Clint—, en realidad, la identidad de ese fantoche me importa un rábano Lo único que quiero es largarme de aquí.

— ¡Lo mismo digo! —exclamó Niro.

—Me temo que, por el momento, eso no va a ser po­sible, muchachos.

— ¿Qué quieres decir?

—Que estamos atrapados.

— ¿Atrapados?

—Sí.

— ¿Por quién? —preguntó con expresión desconcer­tada Clint.

Dan alzó la mirada hacia el rostro del anciano, in­móvil en la pantalla, como si la imagen se hubiera congelado.

—Ya te he dicho que...

— ¿Por qué no podemos largarnos? —insistió Clint. Dan eludió la respuesta, preguntando a su vez a su desconcertado compañero:

— ¿Dónde te figuras que estamos?

— ¿Cómo quieres que lo sepa? —Estalló Clint, miran— do a su alrededor—. Tal vez en una de esas bases se­cretas de la NASA que...

—No —movió la cabeza Dan.

— ¿No? —tragó saliva Clint, al que no se le ocurría otra explicación mejor.

—No.

— ¿Dónde estamos entonces?

—A bordo de una nave, viajando por el espacio, Fanny lanzó una exclamación de asombro.

— ¿Eh? —Se quedó petrificado Clint—. ¿Qué chorra­das estas diciendo?

—Estoy hablando en serio —aseguró Dan, volviendo a señalar hacia el anciano—. Por lo menos, eso es lo que él asegura.

— ¡Tú estás loco!

—No —habló por fin el anciano—. Tu amigo no está loco, Clint: estáis a bordo de una nave.

— ¿Viajando por el espacio?

—En efecto.

— ¡No es posible!

De repente, las paredes metálicas de la estancia se volvieron transparentes como el cristal, dejando ver con toda claridad lo que había en el exterior.

— ¡Diablos! —exclamó con voz chillona Clint, dilata­dos sus ojos por el asombro y girando la cabeza en to­das direcciones.

Dan corrió a sostener a Fanny que, pálida como una muerta, estaba a punto de desmayarse.

Niro se arrodilló sobre el transparente suelo y, ex­tendiendo los brazos empezó a rezar a los ancestrales y olvidados dioses de sus antepasados.

 El espectáculo que se ofreció a los asombrados ojos de los forzados viajeros era verdaderamente inusita­do.

— ¡Diablos! —volvió a repetir Clint, pero esta vez sin apenas mover los labios, como si el asombro hubiera acabado con todas sus fuerzas.

Fuera, alrededor de la esfera transparente en que se había convertido lo que, sin duda alguna, era una nave espacial, se extendía una negra inmensidad en la que brillaban millares de estrellas de distintos colo­res, formando caprichosas concentraciones en una mareante diversidad de planos.

— ¡Dios mío! —Exclamó Fanny—. ¿Qué clase de pesadilla es esta? ¡No es posible que estemos surcando el espacio, camino de un mundo desconocido!

—Desconocido y tal vez hostil —susurró a su oído Dan Burton, sosteniendo a la casi desmayada mucha­cha por el talle.

Niro apoyó las palmas de las manos contra el suelo y agacho la cabeza, mientras un gemido se escapaba de sus temblorosos labios.

Alrededor de la pantalla luminosa en la que se pro­yectaba la imagen del anciano, la pared había conser­vado su opacidad; era indudable que al otro lado se prolongaba la astronave, de la que la esfera donde estaban encerrados los prisioneros terrestres era sólo una parte.

La voz del anciano, tranquila y sin inflexiones, les sacó de su momentáneo ensimismamiento.

—Supongo —dijo— que esto habrá disipado por com­pleto vuestra incredulidad.

— ¿No será un truco? —se atrevió a inquirir Clint.

— ¿Un truco?

—Un engaño, quiero decir —respondió Clint—. Se pueden lograr efectos semejantes mediante proyec­ciones cinematográficas.

—O mediante alguna droga que altere nuestra capa­cidad visual —añadió Dan.

El anciano sonrió levemente.

—Compruebo —dijo—, que los informes de nuestros antropólogos eran ciertos: sois una raza de seres des­confiados, Dan. Os cuesta admitir la realidad cuando ésta escapa a vuestros limitados conocimientos. No me extraña que algunos de vosotros dudéis todavía de que el pueblo al que pertenecéis haya llegado a ese satélite muerto de vuestro sistema solar, al que voso­tros llamáis Luna.

—Ninguno de los que estamos aquí tiene ninguna duda respecto a la hazaña que llevaron a cabo nues­tros astronautas del Apolo, en 1969.

—Para nosotros, los habitantes del planeta «Oki­ris», eso no ha sucedido todavía.

— ¿Qué quieres decir?— parpadeó Dan.

—Que en «Okiris» estamos en el año 1945, según el cómputo de vuestra era terrestre.

— ¿Eh? —Patentizó con mayor énfasis su sorpresa el joven atleta—. ¿Qué quieres decir?

—Que esta nave partió de «Okiris» en el año 10452 de nuestra era, equivalente al año 1945 de la vuestra, y ha viajado a través del tiempo para llegar a la Tierra en 1985.

— ¿Para qué? —preguntó Dan.

—Para llevar a cabo la segunda fase de la «Opera­ción León Marino», de la que cualquiera de vosotros puede ser un factor decisivo.

— ¿Nosotros?

—Sí.

—Nosotros no somos científicos.

—Ya lo sé —respondió el anciano—. En «Okiris» no necesitamos para nada vuestra rudimentaria ciencia.

“Entonces, ¿para qué nos necesitáis?

“Lo sabrás a su debido tiempo, Dan “evadió una respuesta directa el anciano.

— ¡Un momento! —intervino entonces Clint, que ha­bía seguido con evidente estupor el anterior diálogo entre aquel misterioso ser y su compañero—. De creer lo que estás diciendo, amigo, tendríamos que admitir que este cacharro volador salió de vuestro planeta mucho antes de que ninguno de nosotros hubiera na­cido.

—En efecto.

— ¡Eso es absurdo!

— ¿Por qué, Clint? —sonrió el anciano.

— ¡Jamás se conseguirá viajar a través del tiempo!

—Te equivocas. Incluso vosotros, los terrestres, lo­graréis remontaros al pasado o al futuro dentro de unas décadas. No es tan difícil como aseguran los científicos de la Tierra. Un hombre de vuestro plane­ta ya intuyó, al descubrir la teoría de la relatividad, que tal hecho era posible.

—Pero...

—El Tiempo no es absoluto ni inexorable. Puede decirse que no hay pasado ni futuro. Situado en un lu­gar conveniente del espacio, a muchos años luz de vuestro planeta, cualquiera de vosotros podría con­templar los hechos ocurridos con anterioridad.

— ¡Bah! —Exclamó Clint—. Eso es pura fantasía.

—La lista de fantasías que se han convertido en rea­lidad es interminable.

—Pero el tiempo... —empezó a decir Dan.

—Dejemos esa cuestión, mi joven amigo —interrum­pió el anciano—. Como tú mismo has admitido, no sois científicos.

—Sin embargo —insistió el joven atleta—, hay algo que me gustaría aclarar.

—Dime.

— ¿Dónde está vuestro mundo, el planeta «Okiris»?

—En la que vosotros denomináis galaxia NGC-6822, Dan.

— ¡Hum! Me figuro que ese lugar no está precisa­mente a la vuelta de la esquina.

—No comprendo —levantó una de sus cejas el ancia­no—. Algunas de las peculiaridades de vuestro lengua­je se me escapan.

—Quiero decir que esa galaxia está muy lejos de la Tierra —aclaró Dan.

—En efecto: exactamente a 1.500.000 años luz. Sin embargo, no tardaremos en llegar.

— ¿Cómo es posible? —mostró su incredulidad Dan.

—Porque hemos viajado a través de la cuarta dimen­sión —respondió el anciano—. Algo que vuestros hom­bres de ciencia han intuido, pero que para nosotros no tiene ningún secreto.

— ¡Por todos los diablos! —Se encrespó Clint—. ¡Todo esto me está provocando una verdadera empanada mental! Hasta a mi padre, que tan aficionado es a los relatos de ciencia—ficción, este absurdo galimatías le produciría un dolor de cabeza de todos los diablos.

—Tu padre, Clint —dijo suavemente Akor—, está «ahora» luchando en el Pacífico, tomando parte en lo que en vuestros libros de Historia denomináis la Se­gunda Guerra Mundial.

— ¿Eh? Entonces...

—Tu padre tiene ahora veinte años y tú, mi joven amigo, no has nacido todavía.

— ¡Maldita sea! —Se enojó Clint—. ¿Cómo voy a creerme semejante estupidez? ¿Acaso no estoy aquí?

—Sí, en efecto —replicó el anciano—. Estás aquí, Clint, porque yo ordené a un grupo de androides-alfa que fueran a buscarte al futuro, lo mismo que a tus amigos.

— ¿Por qué sólo a nosotros? —inquirió Dan—. ¿Por qué no, también, a los otros viajeros que iban en el autobús?

—Eran demasiado viejos.

— ¡Diablos! —exclamó Dan, en un vano intento de tomar la cosa a broma—. ¿Es que pretendes que tome­mos parte en alguna prueba de atletismo? Si es así, debo advertirte que tus androides-alfa no han sabido escoger. Nuestras marcas distan mucho de ser algo excepcional. Ninguno de los tres ha subido nunca al pódium ni ha ganado ninguna medalla.

—Pero sois jóvenes, y vuestro estado de salud es perfecto.

—No por lo que a mí respecta —respondió Clint—. Tengo los pies algo planos y me resfrío muy a menu­do.

Los ojos del anciano brillaron con expresión risue­ña.

—En «Okiris» —dijo con benevolencia—, aunque nos movemos por sentimientos y parámetros mentales muy distintos a los vuestros, también sabemos apre­ciar la ironía y los rasgos de humor, a pesar de que, como en las actuales circunstancias, resulten un tanto fuera de lugar.

— ¿Y la chica? —preguntó Dan, que seguía adoptan­do con respecto a Fanny una actitud protectora—. ¿Por qué la habéis secuestrado también a ella?

—Lo siento —dijo el anciano—, pero tampoco por lo que se refiere a ella puedo darte unas explicaciones que te satisfagan ni puedo adelantarte nada. No me está permitido todavía informaros sobre ese particu­lar.

— ¿Quién te lo impide? —preguntó Dan—. ¿Acaso no eres tú quien ostenta el mando supremo en «Okiris»?

—No, Dan.

— ¿Quién, entonces?

—Un Consejo de Ancianos del que yo, Akor, sólo soy un miembro más, elegido por los otros para llevar a cabo esta operación.

—Sin embargo, debes permitirme que insista. Como puedes imaginar, Akor, deseamos saber los motivos que os han inducido a capturarnos, forzándonos a emprender un viaje a través del tiempo y del espacio, violentamente y en contra de nuestra voluntad.

—Amigo mío...

—Si esa palabra significa lo mismo en «Okiris» que en la Tierra, no creo que tengas derecho a emplearla al dirigirte a ninguno de nosotros.

—No obstante, puedes creer que me considero vues­tro amigo.

—Si eso fuera cierto —replicó Dan—, ordenarías in­mediatamente a los tripulantes de esta nave que nos devolvieran a la Tierra.

—Eso, Dan, no puedo hacerlo.

— ¿Por qué?

—Digamos que por intereses superiores a cualquier otro sentimiento personal. No puedo desobedecer las decisiones del Consejo de Ancianos, Dan.

— ¿Aunque sean injustas?

—No hay decisiones injustas cuando se toman para procurar el bien y la prosperidad del pueblo al que uno pertenece. ¿No empleáis vosotros todos los me­dios, incluso la violencia si lo consideráis preciso, para defender vuestra patria?

—Nosotros no hemos atacado a tu pueblo; hasta hace unos momentos, ni siquiera sabíamos que exis­tiera.

—No lo habéis atacado, pero podéis salvarlo.

— ¿Nosotros?

—Sí, Dan.

— ¿Cómo podemos salvarlo?

—No tardarás en saberlo —respondió el anciano—. La nave que os conduce está a punto de llegar a su desti­no.

De repente, en el mismo instante en que el rostro proyectado en la pared desaparecía súbitamente, una fuerte sacudida conmovió toda la nave, mientras el espacio exterior se iluminaba con una violenta explo­sión.

Un estridente y prolongado silbido hirió los tímpa­nos de los cuatro jóvenes.

Los robots, que hasta entonces habían permaneci­do inmóviles, como si hubieran recibido una repenti­na e imperiosa orden, desaparecieron a través de la abertura que se abrió en la pared y que volvió a ce­rrarse sin dejar en ella ninguna huella visible.

El vehículo espacial de «Okiris» varió bruscamente su rumbo, y luego inició una loca aceleración en sen­tido vertical, proyectando a los cuatro viajeros contra el suelo.

— ¡Por todos los diablos! —exclamó Clint, apartando a Dan, que le había caído encima—. ¿Qué ocurre?

—Ojalá me equivocara, Clint —respondió Dan con voz un tanto alterada—, pero creo que nos están ata­cando.

Y  alzando la mano, señaló hacia un grupo de na­ves, alargadas y siniestras, que avanzaban en forma­ción de combate.

Niro, aterrado, convencido sin duda de que su in­vocación a las deidades de sus antepasados había sido inútil, lanzó un ahogado gemido y se cubrió el rostro con las manos.

— ¡Oh! —empezó a sollozar Fanny, sin ánimos para levantarse.

Dan, arrastrándose, se acercó a ella con el propósi­to de calmarla.

Fuera, la nave atacante que iba en cabeza de la for­mación se disgregó en mil pedazos, envuelta en una compacta llamarada.

— ¡Vaya! —Exclamó Clint—. Por lo visto, a bordo de este maldito cacharro disponen de medios para de­fenderse.

Ya no pudieron ver nada más, pues las paredes re­cobraron su opacidad anterior.

La oscuridad más completa les envolvió, mientras una insoportable sensación de angustia les oprimía el corazón.

Dan, a tientas, buscó la mano de Fanny que, al bor­de del histerismo, seguía sollozando.

 En el cielo brillaban dos lunas de color rojizo y mi­llares de estrellas.

La nave se posó suavemente en uno de los ángulos de la explanada, cuya superficie, completamente lisa, se extendía hasta el límite de unas colinas desprovis­tas de toda vegetación.

Se abrió una compuerta y una rampa se extendió hasta posarse en el suelo.

Primero descendió uno de los robots y luego los cuatro jóvenes viajeros, escoltados por otros dos ro­bots.

Nadie salió a recibirlos.

El robot que iba delante señaló hacia una especie de hangar rematado por varias cúpulas redondas, so­bre cuya pulida estructura se reflejaban los rosados rayos de las dos lunas.

Clint vaciló.

— ¿Qué hacemos? —preguntó a los otros.

—Seguir las indicaciones de este montón de chata­rra, Clint—. No creo que podamos hacer otra cosa.

— ¿Dónde estamos? —inquirió Fanny.

—En «Okiris», por supuesto.

—Entonces, ¿es cierto que hemos abandonado la Tierra?

—De eso no hay duda, Fanny.

Dan señaló hacia las dos lunas y a la inmensidad de desconocidas constelaciones que brillaban en lo alto.

— ¡No es posible! ¡No es posible! —se abrazó la mu­chacha a Dan—. No puedo admitir que todo esto sea real.

—Pues lo es, pequeña —acarició Dan el rostro de la chica, que todavía llevaba puesto su impermeable rojo.

El robot volvió a señalar hacia el hangar, de cuya puerta, abierta de par en par, surgía una claridad amarillenta y neblinosa.

El aire estaba quieto, sin que soplara la menor bri­sa, y la temperatura era muy agradable.

— ¡Vaya! —Exclamó Clint—. Por lo menos, aquí no hay tanta contaminación como en Los Ángeles.

El comentario no mereció ninguna respuesta del resto de sus asombrados y confusos compañeros.

A pesar de que la oscuridad de la noche limitaba su campo de observación, era evidente que el paisaje no se parecía en nada al de su planeta de origen.

El dilatado horizonte se rompía en parte por la pre­sencia de las colinas, pero no se advertía en los inme­diatos alrededores la presencia de ningún edificio.

Sólo el hangar, solitario, era la excepción.

Antes de decidirse a seguir a su metálico guía, Dan se volvió para echar una ojeada a la nave que les ha­bía conducido hasta la superficie de aquel mundo le­jano y misterioso.

El vehículo tenía la forma alargada, y el comparti­mento en que habían sido encerrados parecía pegado a su cola. Todo el conjunto formaba una masa de co­lor oscuro, casi negro, sin fisura alguna, y sin que se viera tampoco ninguna abertura, pues incluso la puerta por la que habían salido era ahora invisible.

— ¡Diablos! —exclamó Clint, que también se había vuelto hacia la nave, arrastrado por la misma curiosi­dad que su compañero.

— ¡Es fantástico! —reconoció Dan.

A pesar de las explicaciones del anciano, corrobo­radas por una tangible evidencia, todavía se negaban a admitir la realidad. Se creían víctimas de un mal sueño, de una pesadilla angustiosa, que esperaban se desvaneciera de un momento a otro.

El robot volvió a señalar hacia el hangar, y su gesto se hizo más imperativo.

— ¡Vamos, amigo! —se resignó Dan.

Los cuatro, custodiados por los androides, avanza­ron hacia la iluminada puerta del hangar y penetraron en su interior.

Dentro de la amplia nave no había nada.

La claridad amarillenta no tenía su origen en nin­gún foco de luz concreto, sino que emanaba de las pa­redes de una manera uniforme.

Los robots, empujando suavemente a los cuatro te­rrestres, les invitaron a colocarse encima de una pla­taforma que estaba al mismo nivel del pavimento.

Una vez instalados sobre ella, la plataforma empe­zó a descender silenciosamente.

— ¡No! —gritó Niro, alzando los brazos para agarrar­se al borde de la abertura.

Pero uno de los robots se lo impidió.

El negro, furioso, descargó un soberbio puñetazo en el rostro metálico del androide, que se limitó a agarrar con sus acerados dedos la muñeca de su ata­cante.

— ¡Suéltame! —se retorció Niro, intentando en vano desprenderse de la garra del robot.

—Quieto, Niro —le recomendó Dan—. Por el mo­mento, no podemos hacer nada. Es mejor conservar la calma.

La plataforma se detuvo a los pocos instantes y lue­go avanzó horizontalmente sobre unos raíles que se extendían a lo largo de un angosto túnel, iluminado por la misma claridad amarillenta y espesa que brota­ba de las paredes del hangar.

La marcha era muy lenta, sin sacudidas.

Daba la impresión de que no se movían del sitio y de que eran las paredes del túnel las que se deslizaban hacia ellos.

Niro había vuelto a caer en un estado de enfermizo sopor, fija su mirada al frente, con las aletas de la na­riz dilatadas y la boca entreabierta. Su piel negra es­taba humedecida de sudor y su respiración era entre­cortada y febril, como si le faltara el aire en los pul­mones.

Fanny también permanecía silenciosa, abrazada a Dan, en la actitud de una gacela que se ha perdido entre las frondosidades de un bosque desconocido, lleno de fieras salvajes y de peligrosos cazadores al acecho.

Se imaginaba lo que estaría sufriendo su madre al darse cuenta de su retraso.

—Espero que la señora Mason cuide de ella... —mur­muró.

— ¿Cómo? —susurró a su oído Dan.

—Pensaba en mi madre.

— ¡Oh!

—Está enferma, ¿sabes? Yo vivo con una amiga en Los Ángeles y sólo regreso al pueblo los fines de se­mana. Pero una vecina me llamó para decirme que mi madre se encontraba mal y decidí pedir un permiso a mi jefe para...

Fanny se interrumpió, estallando en sollozos.

—Vamos, vamos, muchacha —la atrajo Dan hacia sí—. Todo irá bien, no te preocupes.

Y  añadió, procurando que sus palabras tuvieran un tono del todo convincente:

—No tardaremos en regresar.

— ¿A la Tierra, quieres decir?

—Sí, claro.

— ¿Estás seguro?

—Del todo; ya ha ocurrido otras veces.

— ¿Qué es lo que ha ocurrido otras veces?

—Estos secuestros llevados a cabo por seres venidos de otros mundos. La semana pasada, sin ir más lejos, un tipo aseguraba en un programa de televisión que había sido obligado a meterse en el interior de un OVNI que aterrizó cerca de su granja. Le trataron muy bien y no le hicieron nada, a pesar de que sus tri­pulantes tenían un aspecto bastante repulsivo.

—Yo nunca he creído en eso...

— ¿En qué?

—En los platillos volantes y otras clases de objetos voladores que vienen de otros mundos habitados. A menudo me reía de mis amigas cuando se mostraban más crédulas que yo en tal sentido. Y ahora...

De nuevo se puso a llorar.

—Por favor, Fanny —intentó calmarla Dan—, ya te he dicho que no va a ocurrir nada.

— ¿No te parece que ya ha ocurrido bastante? —pre­guntó ella con aplastante lógica.

—Si los terrestres que fueron secuestrados por los OVNIS regresaron a la Tierra sanos y salvos e incluso satisfechos de haber vivido tan extraordinaria aventu­ra, ¿por qué no va a ocurrir lo mismo con nosotros?

— ¡Eh! —Dijo en aquel momento Clint— Al parecer ya hemos llegado.

La plataforma, en efecto, se había detenido en la entrada de una inmensa nave subterránea. Sus di­mensiones eran tan grandes que, por uno de sus la­dos, la vista no lograba alcanzar sus límites.

Sobre ellos, en el techo, unos discos colocados si­métricamente irradiaba una luz sonrosada y tenue que sólo iluminaba la parte central del subterráneo, dejando el resto en la penumbra.

Frente a ellos se levantaba un edificio de dos pisos, a cuyo alrededor había otros más bajos.

Ninguno de ellos estaba provisto de ventanas, pero sí de puertas. El poblado, si podía llamársele así, es­taba situado sobre una ligera elevación del terreno, una colina alargada, en la que abundaban unos mato­rrales bajos, de hojas azules, repletos de unas flores blancas, parecidas a los tulipanes de la Tierra, pero de mayor tamaño.

Los edificios también eran de color blanco, excepto en la cúpula que remataba el tejado del principal. Esa cúpula era dorada y tenía la forma de un globo aeros­tático, que de un momento a otro fuera a despegar.

Una escalinata de peldaños muy bajos, que más bien parecía una rampa, conducía hasta la entrada del edificio central.

El robot que les servía de guía avanzó por la escali­nata, lento pero seguro, y los demás le siguieron.

— ¡Diablos! —Exclamó Clint—. ¿Qué vamos a encon­trar ahí?

—Pronto lo sabremos, muchacho —respondió Dan, tomando de la mano a Fanny.

El robot que iba delante extendió el brazo y las puertas del edificio se abrieron de par en par.

— ¡Oh! —exclamó Fanny, deteniéndose, con el temor reflejado en su pálido rostro.

Dan, que todavía retenía su mano, la obligó con suavidad a seguir avanzando.

Cuando estuvieron en el interior se encontraron en una especie de espacioso vestíbulo circular, de pare­des decoradas con extrañas pinturas, pero sin mueble alguno.

Una de las puertas del fondo se abrió lentamente, también sin que nadie la empujara.

A una indicación muda del robot, los cuatro jóve­nes penetraron en la estancia que había al otro lado de la puerta. Era de forma alargada, estrechándose algo al fondo, y todas las paredes y el techo estaban revestidos de unas placas en forma de concha; el sue­lo, en suave pendiente, estaba alfombrado en su tota­lidad.

— ¡Vaya! —Murmuró Clint—. Si hubiera butacas, esto parecería un cine.

El comentario resultó bastante acertado, pues, en el fondo de la sala, rompiendo la monotonía del con­junto aparecía una gran pantalla blanca.

A un lado de la pantalla, sobre un estrado, se halla­ba una mesa de metal dorado, cubierta por delante con unas extrañas figuras en relieve que se enlazaban unas con otras caprichosamente.

Detrás de la mesa, sentados, había tres seres vesti­dos con unas túnicas blancas.

— ¡Él, él! —exclamó Dan al reconocer al anciano que había conversado con ellos en el interior de la astro­nave.

Akor estaba en el centro e hizo un ademán amisto­so, como de bienvenida. Los otros dos, tan ancianos como él, permanecieron impasibles.

«No hay duda —pensó Dan— de que estamos en pre­sencia del Consejo de Ancianos que rige los destinos de «Okiris».

En la estancia no había más muebles que los que estaban colocados sobre el estrado y Dan y los otros tuvieron que permanecer de pie.

—Acercaos —dijo Akor.

Los cuatro obedecieron, adoptando una actitud ex­pectante.

¡Por fin iba a aclararse el misterio!

— ¿Te das cuenta? —susurró Clint al oído de Dan—. Los robots no han entrado con nosotros. Podríamos lanzarnos sobre ese trío de carcamales y ajustarles las cuentas. Yo me encargo del de la derecha.

—Refrena tus ímpetus, Clint —dijo Akor.

— ¿Eh? —Se desconcertó el joven atleta—. ¿Cómo diablos ha podido oírme?

—Telepatía, muchacho —apuntó Dan.

—En efecto —sonrió el anciano—. Aunque los habi­tantes de «Okiris» somos parecidos a vosotros, os su­peramos en bastantes cosas.

—Es posible —respondió con imprudente descaro Clint—, pero, al parecer, no habéis conseguido la eter­na juventud.

— ¿Qué quieres decir?

—Que hasta una momia egipcia tiene más atractivo que vosotros, respetables vejestorios. Mi tío, Donald, que se jubiló hace doce años, parece un recién nacido a vuestro lado.

Akor volvió a sonreír.

—Puedo asegurarte, muchacho, que nosotros somos mucho más viejos que tu anciano pariente —dijo.

—No lo dudo.

Akor señaló al anciano que tenía a su derecha.

—Taik —dijo—, que es el más joven de los miembros del Consejo, ha cumplido ya trescientos años. Años terrestres, por supuesto.

— ¡Diablos! —Exclamó Clint—. En tal caso...

Akor alzó la mano.

—Pero no estamos aquí para discutir tales minucias, mi joven amigo —manifestó, mientras los otros dos asentían en silencio.

—Por lo que a mí respecta —dijo Clint, adelantándo­se un par de pasos y encarándose con el trío—, sólo es­toy dispuesto a tratar de una sola y única cuestión.

— ¿Cuál? —preguntó el anciano, sin molestarse en usar sus poderes telepáticos para explorar la mente de Clint.

—La que se refiere a nuestro inmediato regreso a la Tierra, si es que en realidad hemos salido de ella.

— ¿Lo dudas?

—Sí —respondió Clint—. Podemos estar en algún lu­gar apartado de la civilización, donde un grupo de lo­cos con dinero se dedican a buscar emociones, jugan­do a los extraterrestres.

— ¡Oh! —Chispearon con cierta malicia los vivaces ojos del anciano Akor—. Veo que, realmente, estás pensando lo que dices. Sin embargo, hay ciertas du­das en tu mente; no estás seguro del todo, ¿eh?

—Bueno —vaciló Clint—. Para ser un truco, resulta demasiado perfecto. Además, se necesitarían muchos millones de dólares para montar, de una forma con­vincente, toda esta aparatosa escenografía. No obs­tante...

Dan puso su mano sobre el hombro de su amigo.

—No, Clint —le dijo—, por absurda y fantástica que parezca, hay que admitir la realidad. Ningún escenó­grafo, ningún experto en efectos especiales puede co­locar en el firmamento todas esas desconocidas cons­telaciones y esas dos lunas rojas.

—Pero...

—No estamos en la Tierra, Clint.

—Tal vez —replicó con obstinación el aludido—. Pero me niego a admitir todo ese cuento de que hemos re­corrido millones de años luz en el espacio de unas ho­ras, viajando a través de eso que llaman la cuarta di­mensión.

—Habéis viajado en el Espacio y en el Tiempo, mi joven amigo —dijo Akor—. Y si bien en el espacio ha­béis recorrido una corta distancia...

— ¿Corta?

—Sí, Clint: cuando los cuerpos se mueven en la cuarta dimensión, todos los caminos son cortos. Pero es que, además, a bordo de esa nave, habéis dado un salto hacia atrás en el tiempo.

—Sí, ya recuerdo —replicó Clint—: dijiste que íbamos a regresar al año 1945.

—En efecto —asintió Akor.

— ¡Eso sí que no puedo admitirlo! —se rebeló Clint.

—Tu padre luchó en la Segunda Guerra Mundial, ¿no?

—Sí —respondió Clint—: en el Pacífico, en una unidad de infantería de Marina que desembarcó en Guadal— canal y en otras islas ocupadas por los japoneses.

— ¿Has visto alguna fotografía de las que tu padre se hizo en aquel tiempo?

—Sí, claro; mi madre las guarda todas en un álbum.

— ¿Recuerdas la que le hicieron a bordo de un bu­que hospital, cuando se estaba reponiendo de la heri­da que recibió en las selvas de Raigul?

—Sí —respondió Clint—. Es la preferida de mi padre, pues está en compañía de una enfermera muy guapa.

—Entonces —dijo con suavidad Akor—, tú sabes perfectamente cómo era tu padre cuando tenía veinte años.

—En efecto.

— ¡Mira! —señaló el anciano hacia la gran pantalla que estaba a su izquierda, en el fondo de la estancia.

La oscuridad les rodeó y en la pantalla apareció una espiral luminosa que, paulatinamente dejó de gi­rar y se transformó en una imagen en movimiento.

— ¡Diablos! —exclamó Dan.

Lo que se movía delante de ellos no era una pro­yección cinematográfica, sino una escena real, como si las personas y el paisaje estuvieran allí realmente y todo fuera contemplado a través de un gran ventanal.

— ¡Dios mío! —se emocionó Clint.

En aquella vivida escena, un sargento de «marines» avanzaba por un sendero al frente de un pequeño grupo de hombres uniformados.

Sus recelosas miradas se dirigían a uno y a otro lado del camino, como queriendo descubrir entre la frondosa vegetación que les rodeaba a un invisible enemigo que estaba dispuesto a saltar sobre ellos en cualquier momento.

— ¡No es posible! ¡No es posible! —casi gimió Clint.

El sudor empapaba las ropas que vestían los miem­bros de la patrulla; sus manos se aferraban a las ar­mas, prestas a ser utilizadas ante cualquier agresión.

— ¡Es mi padre! —gritó Clint, agarrando el brazo de Dan—. ¡Tal como aparece en las fotografías que guar­da mi madre; tal como era hace cuarenta años!

De pronto, una explosión lanzó por los aires al pa­dre de Clint y a los dos marines que estaban junto a él.

— ¡No! —exclamó Clint, haciendo un repentino ade­mán de lanzarse hacia la pantalla.

— ¡Quieto! —le agarró Dan por el brazo.

— ¡Es mi padre! —Forcejeó con él Clint—. ¡Debo ayu­darle!

— ¡No seas loco! —siguió sujetándole Dan.

— ¡Suéltame!

—No, Clint —replicó su amigo—. No te dejes impre­sionar, muchacho. Esto no está ocurriendo ahora, aunque Akor pretenda hacernos creer lo contrario.

— ¡Déjame! —gritó Clint.

Dan le golpeó el rostro, cortando de raíz el ataque de histeria.

— ¡Basta! —le dijo—. Tú no puedes hacer nada. Ade­más, no debes inquietarte por la suerte de tu padre, pues todo se resolvió favorablemente. De no haber sido así, tú no existirías, Clint.

—Pero...

—Por otra parte, ya es tarde para...

La escena se había borrado súbitamente y la panta­lla había vuelto a recobrar su color mate blanquecino.

— ¡Es absurdo! —se encaró Dan con el trío de ancia­nos, soltando el brazo de Clint, que ya estaba más calmado—. Eso que acabamos de ver no puede estar ocurriendo ahora.

— ¿Por qué no? —replicó Akor.

— ¡Sucedió en el pasado!

—Será «pasado» en el momento en que volváis a la Tierra y os mováis de nuevo en vuestro tiempo —dijo Akor—. No disponemos de los medios necesarios para haceros comprender lo que para vosotros resulta un fenómeno inexplicable, pero que debéis aceptar irre­mediablemente.

La luz, que había vuelto a iluminar la estancia, vol­vió a apagarse.

Instintivamente, los tres jóvenes y la muchacha di­rigiendo sus miradas hacia la pantalla.

Una escena totalmente distinta se reflejaba en ella.

En medio de una ciudad en llamas, que casi conver­tían la noche en día, se destacaba un edificio en cuyo frontispicio se veían unos emblemas nazis.

El edificio, medio destrozado, estaba recibiendo los demoledores impactos de una granizada de obu­ses.

—Es la Cancillería del Tercer Reich, en Berlín —ex­plicó la voz de Akor en la oscuridad.

— ¿Berlín? —dijo Dan.

—Sí —respondió el anciano—. Las tropas soviéticas están a punto de entrar en la ciudad, y en los sótanos de este edificio tienen lugar las últimas escenas de un drama que conmovió al mundo entero. A vuestro mundo, naturalmente.

La escena cambió bruscamente y apareció la ima­gen de un sótano apenas iluminado por un par de bombillas protegidas por una rejilla metálica.

Era una estancia rectangular en la que convergían varias puertas, todas ellas cerradas.

Frente a una de ellas, dos soldados alemanes, con el uniforme de las Waffen SS, montaban guardia, con expresión aburrida, sosteniendo en sus manos unas siniestras metralletas.

En un extremo, desde el teléfono colgado de la pa­red, un capitán alto y delgado, sin la gorra y con la guerrera desabrochada, hablaba en tono autoritario y cortando a un invisible interlocutor.

Los tres americanos y la muchacha percibían clara­mente sus palabras, que sólo Dan, gracias a sus cono­cimientos de la lengua alemana, estaba en situación de comprender.

«—Donnerwetter! —gritaba el oficial que hablaba por teléfono con el rostro empapado de sudor y gesticu­lando como un energúmeno—. ¡Te digo que necesito inmediatamente doscientos litros de gasolina!

«— ¿Estás bromeando, Günsche? —Sonó la metálica voz del hombre que estaba al otro lado de la línea—. ¿De dónde quieres que saque ahora doscientos litros de gasolina?

El oficial insistió:

«—No lo sé, pero los necesito.

«— ¿Para qué necesitas tanta gasolina?

«—No puedo decírtelo por teléfono, Erich.

«—Donnerwetter!

«—Quiero que esa gasolina esté dentro de media hora en la entrada de las habitaciones del Führer.

«—Lo lamento, Günsche, pero sólo dispongo de unos cuarenta litros, y están enterrados en Tiergar­ten.

«—Ordena que sean transportados hasta el bunker Erich.

«— ¡Imposible! Ese lugar está bajo el fuego de la ar­tillería, y acercarse allí equivale a una muerte segu­ra. Espera hasta la madrugada, en que cesan los dis­paros.

«— ¡No puedo!

«— ¿Ni siquiera un par de horas?

«—No, Erich. Si tus hombres no pueden llegar hasta el Tiergarten, mira si puedes extraerla de los depósi­tos de los vehículos averiados.

Dan, Clint, Niro y la muchacha observaban la esce­na con expresión de asombro.

Como la vez anterior, lo que estaba ocurriendo en la pantalla era completamente real.

De pronto, la escena cambió.

 En un saloncito sin ventanas, tendida sobre un di­ván, se veía a una mujer todavía joven, en cuyo ros­tro se reflejaba la palidez de la muerte.

El hombre que permanecía de pie junto al diván es­taba de espaldas, contemplando el retrato, pintado al óleo, de Federico el Grande.

En su mano derecha, que temblaba ligeramente, empuñaba una pistola Walther.

El hombre se volvió, y Dan lo reconoció inmedia­tamente.

¡Era Adolf Hitler!

El Führer se quedó mirando a la mujer tendida en el diván y murmuró:

«—Yo no puedo emplear el veneno, Eva. Aunque sólo soy una sombra de aquél que nos dejó hace tiem­po, tengo que asumir mi papel hasta el último instan­te. Es mi último mutis; el definitivo.

Hitler se sentó ante una mesa, se introdujo el ca­ñón de la pistola en la boca y apretó el gatillo. Su cuerpo se desplomó hacia delante, empujando un ja­rrón que rodó sobre la mesa, cayendo sobre el cuerpo de Eva Braun y empapando de agua su vestido.

Volvió a cambiar la escena.

En un jardín, sin duda el de la Cancillería, en me­dio de las granadas y obuses que estallaban por todas partes, unos hombres depositaron los cuerpos del Führer y de Eva Braun, muy cerca de la entrada del bunker.

Los cadáveres fueron colocados junto a una mez­cladora de hormigón.

Como la intensidad del bombardeo de la artillería rusa se hiciera mayor, el grupo que había sacado los cuerpos al exterior buscó refugio en la entrada del bunker.

Unos minutos después, el oficial que había hablado por teléfono tomó una lata de gasolina y corrió con ella hacia los dos cadáveres.

Otros dos, tomando sendas latas, colocadas en la entrada, imitaron la acción de su compañero.

Cuando los cuerpos estuvieron empapados de ga­solina, alguien encendió una cerilla y la arrojó sobre los empapados restos.

Todos los presentes, demudados por la emoción, contemplaron como las llamas envolvían los cadáve­res.

— ¡Diablos! —exclamó Dan.

La pantalla volvió a recobrar su apariencia normal y la estancia se iluminó.

Dan parpadeó, como si le molestara la repentina claridad y luego se encaró con Akor, diciendo:

¿Qué pretendes con esto, Akor? ¿Vas a decirme que lo que acabamos de presenciar está ocurriendo en este momento?

—Así es, Dan.

—Admito que ha sido un espectáculo muy intere­sante, pero...

— ¿Sabes quién es ese hombre que acaba de ser ro­ciado con gasolina y quemado?

“Sí, por supuesto: Adolf Hitler.

— ¿Estás seguro?

— ¡Naturalmente! Incluso para los que hemos naci­do muchos años después de que eso sucediera, resulta un personaje inolvidable y fácilmente reconocible

—Sin duda —intervino Clint,

—No obstante —dijo Alcor—, ese hombre que en es­tos momentos se consume devorado por el fuego jun­to a Eva Braun no es el verdadero Führer.

— ¿No? —preguntó Dan—. ¿Quién es, entonces?

—Un actor.

— ¿Eh? ¿Qué quieres dar a entender?

—Que el cadáver que van a encontrar los rusos en el jardín de la Cancillería no es el verdadero Hitler, sino el de un doble, que asumió su papel cuando el Führer fue herido gravemente en el atentado que sufrió en su cuartel general, el 20 de julio de 1944.

— ¡Diablos! —exclamó Dan—. ¿Es que el Führer mu­rió bajo los efectos de aquella bomba?

—No —respondió el anciano.

Dan se llevó la mano a la oreja, desconcertado, acariciándose el lóbulo de la misma.

—No murió —prosiguió diciendo Akor—, pero resul­tó herido de gravedad, hasta el punto de quedar por completo incapacitado para seguir asumiendo las res­ponsabilidades de su alto cargo. Su cabeza no sufrió el menor daño, pero varios pedazos de metralla se le incrustaron en el abdomen y en sus extremidades in­feriores.

—Sin embargo, según he leído en los libros, Hitler no tardó en aparecer en público y en hablar por la ra­dio.

—No era él, sino su doble.

— ¡No es posible!

— ¿Por qué no? En la historia de vuestro mundo existen varios precedentes que hacen creíble una si­tuación semejante.

— ¿Quién fue el hombre que suplantó al Führer?

—Un actor que, desde hacía varios años, estaba in­ternado en un campo de concentración.

— ¿Por qué?

—Precisamente, por su gran parecido con Adolf Hi­tler.

— ¡Diablos! Y por el mismo motivo...

—Sí; fue puesto en libertad. Pero a cambio de asu­mir una responsabilidad que, en cualquier caso, ten­dría que conducirle fatalmente a un triste destino.

—Supongo que no le dieron otra opción.

— ¡Por supuesto! No se la dieron, Dan.

— ¡Es fantástico!

—Pero cierto —respondió Akor—. Si en aquellos mo­mentos tan cruciales para la existencia del Tercer Reich se hubiera hecho pública la noticia de su inca­pacidad, Alemania se hubiera derrumbado. Incluso los nazis más convencidos hubieran tenido que admi­tir que todos sus sueños de implantar en el mundo un nuevo orden eran del todo irrealizables.

«Los pocos jerarcas del partido que estaban en el secreto de aquel atrevido fraude confiaban en que, transcurrido algún tiempo, el verdadero Führer po­dría volver a dirigir los destinos del pueblo alemán.

— ¿Y no fue así?

—No —respondió el anciano—. Las pocas esperanzas en un cambio favorable de la situación se vieron trun­cadas de la forma más insospechada y repentina.

«Hitler, que había sido conducido a un lugar secre­to para que recibiera la atención médica que necesita­ban sus graves heridas, desapareció un día misteriosa­mente.

— ¿Desapareció?

—Sí.

— ¿Por su propia voluntad?

—No, por supuesto, ya que estaba recién interveni­do y no podía valerse por sí mismo.

—Entonces...

—Nadie se explicaba lo ocurrido. Los médicos, el personal sanitario e incluso los guardianes que custo­diaban el edificio, enclavado en un agreste paraje casi inaccesible, fueron ejecutados, después de ser some­tidos a un exhaustivo interrogatorio, que resultó del todo inútil.

—»¿Fue secuestrado por los conspiradores, es decir, por los mismos generales que habían planeado el atentado?

—No —respondió Akor—; los jefes y oficiales de la Wehrmacht que tomaron parte en el complot no in­tervinieron para nada en el asunto, pues siempre cre­yeron que Hitler había salido ileso del atentado. Ade­más, la mayoría de ellos fueron ejecutados a los po­cos días.

—En tal caso, ¿quién sacó a Hitler de aquel lugar?

—Nosotros, Dan.

— ¡Por todos los diablos! —Exclamó el joven—. ¡Debí imaginármelo!

— ¡Yo no me lo creo! —intervino Clint que, al igual que los otros había estado escuchando con la mayor atención.

— ¿Por qué no? —Sonrió Akor—. Sabes muy bien, por propia experiencia, que una acción de tal clase es re­lativamente fácil para nosotros.

— ¡Ya! —Torció el gesto Clint—. Bastaba con enviar a un grupito de androides-alfa a bordo de una de vues­tras naves y...

—Eso fue lo que hicimos, en efecto.

—Entonces —intervino Dan—, Adolf Hitler...

—Está aquí, en «Okiris» —respondió Akor.

— ¿Vivo?

— ¡Indudablemente! Y aunque no está todavía re­puesto de sus heridas, nuestro equipo de científicos confía en poder restablecer en su totalidad la capaci­dad funcional de los miembros afectados por la me­tralla.

— ¡Diablos! —se rascó el cogote Dan.

— ¡Hum! —Intervino Clint, alzando un dedo para lla­mar la atención de Akor—. Hay algo en todo esto que me resulta verdaderamente incomprensible.

— ¿Qué?

—Pues...

— ¡Habla!

—Es lo siguiente —se decidió Clint—: ¿por qué os ha­béis tomado la molestia de transportar de la Tierra a vuestro lejano mundo a semejante individuo?

Los tres ancianos se consultaron con la mirada.

Como siempre, fue Akor quien tomó la palabra.

—Para que conduzca a nuestros soldados a la victo­ria —dijo con solemnidad, mientras los otros dos an­cianos hacían gestos de aprobación.

— ¿A la victoria? —preguntó Dan.

—Sí —respondió Akor.

— ¿Contra quién lucháis?

Akor, cuyo rostro aparecía un tanto crispado por la fatiga, cruzó las manos encima de la mesa, adelantan­do el busto hacia los cuatro jóvenes.

—Como pudisteis advertir a vuestra llegada, cuando fue atacada la nave que os transportaba, estamos en guerra contra un poderoso enemigo.

— ¿De otro planeta?

—No hay otros mundos habitados en nuestro siste­ma.

—En tal caso...

—Procede del mismo «Okiris».

— ¡Vaya! —Exclamó Clint—. Ya veo que aquí dirimís vuestras cuestiones del mismo modo que en la Tierra. Evidentemente, como dijo el clásico, no hay nada nuevo bajo el sol.

—Nosotros, los habitantes de las tierras templadas, somos pacíficos y contrarios a toda violencia. Pero esos rebeldes, en su ciega obstinación, no aceptan ser regidos por nuestras leyes, a pesar de que son unos seres inferiores, incapaces de gobernarse por sí mis­mos.

—Tal vez ellos opinen de otra manera...

— ¡Son un peligro para nuestra civilización! —Se exal­tó el anciano, elevando su mirada hacia lo alto—. Se han refugiado en los agrestes parajes de las tierras frías del otro lado del mar, y nos han declarado la guerra.

Y  añadió, bajando la cabeza, casi en un susurro:

—Nosotros, naturalmente, nos limitamos a defen­dernos, llevando a cabo todas las acciones preventi­vas necesarias.

— ¡Je! —soltó una corta risita Clint, que en modo al­guno tenía nada de alegre—. ¿Dónde he oído yo eso antes de ahora?

Akor, que al parecer no estaba usando de sus po­deres telepáticos, no advirtió la ironía.

—Si queremos vivir en paz —prosiguió—, debemos exterminarlos. No tenemos otra alternativa.

— ¡Hum! —exclamó Dan—. Me parece que habéis he­cho un mal negocio.

— ¿Un mal negocio?

—Sí —respondió Dan—: os han vendido un jabón que no lava.

— ¿Qué quieres dar a entender? —Arqueó las cejas Akor—. He estudiado a fondo vuestro complicado idioma, pero como ya os advertí, algunas de sus pecu­liaridades y giros me resultan un tanto confusos.

—Lo que mi amigo pretende decirte —intervino Clint— es que ese Hitler, a pesar de su fama, no era precisamente un brillante estratega.

— ¡Por supuesto que no! —exclamó Dan—. Según he oído contar a mi padre, sus propios generales, cuando se referían a él, le llamaban «el cabo de Bohemia».

—Lo sé —replicó Akor—. Pero eso que dices no prue­ba nada.

—Prueba —le contradijo Dan— que, en contra de la opinión que tenía de sí mismo, el Führer del Tercer Reich no era ningún genio de la guerra.

— ¡No importa! —Replicó con cierta impaciencia Akor—. Y no hables en pasado cuando te refieras a él. No estamos en ese futuro del cual procedéis, sino en un presente que, en la Tierra, está haciendo vivir a sus habitantes el último episodio de una cruenta tra­gedia.

Y  añadió, concentrando su réplica en el comenta­rio que Dan y Clint habían formulado con respecto a las dotes militares de Adolf Hitler:

—No necesitamos sus cualidades de estratega, pues es el Consejo quien toma todas las decisiones logísti­cas y tácticas en esta enconada lucha.

— ¿Para qué le necesitáis entonces? —preguntó Dan.

—Pretendemos aprovechar sus innatas cualidades de conductor de masas para aumentar el espíritu combativo de nuestro abúlicos y desapasionados súb­ditos.

— ¡Ya! —Dijo Clint con malicia—. Al parecer, vuestros súbditos son algo pasotas.

— ¿Qué quieres decir?

—Que prefieren hacer el amor a la guerra.

—En cierto modo, así es.

— ¿Y supones que Hitler los va a convertir en hé­roes?

—Nos basta con que ponga en sus mentes las moti­vaciones necesarias para que se conviertan en solda­dos.

—Cualquier sargento de cualquier ejército de la Tie­rra podría lograr eso.

—Te equivocas, mi joven amigo —respondió Akor—. Lo que nuestros súbditos necesitan es un estimulante moral; un ideal que les enardezca y les devuelva el or­gullo de pertenecer a una raza de señores, de domina­dores capaces de imponer a todos los mundos habita­dos de esta galaxia, una superioridad que ahora per­manece aletargada o dormida.

«Hitler es un ser excepcional; un hombre capaz de sugestionar con su palabra, con sus gestos y con el magnetismo de su mirada, a las masas menos recepti­vas y escépticas.

—Sí, lo admito —respondió Dan—. Pero el pueblo alemán no salió muy bien librado de la experiencia. No le faltaron motivos para arrepentirse amargamen­te de haber escuchado los falaces cantos de sirena de ese fanático.

—En la Tierra —dijo Akor—, Hitler ha sido traiciona­do. Aquí no ocurrirá lo mismo.

— ¡Hum! —Dijo Clint—. Admito que ese hombre ten­ga los poderes que vosotros le atribuís. Pero ahora es un ser enfermo...

Akor le interrumpió:

—Nuestros científicos casi han logrado que se recu­pere.

— ¿Casi? —preguntó Dan.

—Sí —replicó Akor—. Lo único que necesita para al­canzar la plenitud en sus funciones orgánicas es el trasplante de varios de sus órganos afectados por la metralla en aquel atentado y dañados también por los medicamentos que erróneamente le administraron sus médicos.

— ¡Vaya! —Dijo Clint—. Ya veo que algunos de vues­tros abúlicos súbditos tendrán que convertirse en ge­nerosos donantes de órganos.

—Te equivocas —respondió Akor. Su mirada tenía un extraño brillo.

Una luz de alarma parpadeó con insistencia en el cerebro de Dan Burton.

—Los habitantes de este planeta —prosiguió dicien­do el anciano— estamos formados de forma muy dis­tinta a los terrestres.

Y  le miró con fijeza.

La luz de alarma en el cerebro de Dan se convirtió en un verdadero estallido.

— ¡Santo Cielo! —Exclamó, mientras un escalofrío co­rría por su espalda—. ¡Ahora comprendo la razón de nuestro secuestro!

—En efecto —sonrió aviesamente el anciano, que ha­bía conectado telepáticamente con Dan—. Esta vez no te equivocas: vosotros seréis esos generosos donantes de órganos.

— ¡No! —gritó el joven atleta californiano, dispuesto a lanzarse como una fiera contra el trío de ancianos.

Pero no pudo conseguir sus propósitos.

Antes de que consiguieran reaccionar, los cuatro prisioneros se vieron envueltos en un frío y oscuro torbellino que les dejó paralizados, sumergiéndolos en un profundo pozo.

En un pozo que, ineludiblemente, conducía a la nada. 

 Las cuatro esferas estaban suspendidas en el aire, sujetas al suelo por unos cables, semejantes a globos cautivos.

Flotaban casi juntas, y en cada una de ellas estaba encerrado uno de los prisioneros.

Las esferas eran transparentes, construidas de un material parecido al plástico, pero, según pudo com­probar Dan, mucho más resistente.

Dan, que había recobrado el sentido en el interior de aquella singular cárcel colgante, vio como sus compañeros, desde el interior de sus respectivas esfe­ras, le hacían desesperadas señas.

Niro era la única excepción.

El negro permanecía sentado, ajeno a todo lo que ocurría a su alrededor, con la cabeza hundida entre las piernas, como si hubiera renunciado a cualquier reacción de rebeldía.

La esfera en que permanecía encerrada Fanny esta­ba muy cercana a la de Dan, y el joven pudo compro­bar que la muchacha se mostraba serena.

Por lo menos en apariencia.

Sobre sus cabezas, un astro de color anaranjado, brillante como un sol, enviaba sus rayos a la explana­da que, a modo de amplia avenida, se prolongaba hasta las primeras casas de una gran ciudad.

A un lado de la avenida se levantaba una soberbia tribuna engalanada con ricos tapices, en cuya cubier­ta ondeaban varias banderas iguales.

Todas las banderas eran de color rojo y ostentaban en su centro, dentro de un círculo blanco, la cruz ga­mada de los nazis.

En el palco principal de la tribuna estaban sentados los tres ancianos, ataviados con sus túnicas blancas. Detrás de ellos, y también en las localidades latera­les, se veía a numerosos oficiales cargados de meda­llas y condecoraciones.

Lo único que les diferenciaba eran las insignias de sus grados, pues eran complemente iguales, como si hubieran sido fabricados en serie.

— ¡Diablos! —se dijo Dan—. Parecen hermanos geme­los.

Frente al palco, en una plataforma rodeada de una barandilla metálica, estaba un hombre de pie, ergui­do y en actitud marcial.

Dan y sus compañeros lo reconocieron al instante.

¡Era Adolf Hitler!

El Führer vestía con una guerrera de color pardo, sin condecoraciones, y unos pantalones oscuros. So­bre su cabeza, sombreando su pálido rostro, llevaba una gorra con la parte frontal muy elevada, en la que campeaba un águila dorada con las alas extendidas.

Al pie de la tribuna, una hilera de soldados con cas­co y uniformes verdosos, formaban una guardia de honor.

Todos eran iguales, de rostros completamente idénticos y de la misma edad.

Sonaron las aguas notas de un cornetín de órdenes y, al son de una marcha militar transmitida por los al­tavoces, se inició el desfile.

Un vehículo que se deslizaba a un palmo del suelo, sin ruedas ni cadenas de transmisión, parecidos a los GEM o «máquinas de efecto campo terrestre», que guardaba cierta semejanza con los que ya se utiliza­ban en el Ejército de los Estados Unidos, rompió la marcha.

En el GEM, además del conductor, iba, de pie, el jefe de la unidad que tomaba parte en la parada.

Cuando el vehículo pasó por delante de la tribuna, el militar, sin duda un general, saludó brazo en alto, al estilo nazi, a Adolf Hitler.

El Führer le devolvió el saludo, poniéndose rígido y alzando la mano.

Detrás de una compacta formación de vehículos se­mejantes, todos armados de unos tubos lanzacohetes, desfilaron los soldados de infantería al paso de la oca y portando cada uno de ellos una bandera.

La ceremonia duró escasamente una hora.

Al final del desfile, las tropas formaron en la expla­nada y Hitler descendió de la tribuna para revistarlas.

A una señal del jefe de la unidad, los soldados lan­zaron al aire un estentóreo grito, que fue secundado por todos los ocupantes de las gradas de la tribuna, puestos en pie y saludando brazo en alto.

— ¡Adolf Hitler! ¡Heil! ¡Heil! ¡Heil!

De pronto, unas naves aparecieron en el cielo, de­jando tras de sí una rugiente estela.

¡Eran las naves enemigas!

Akor señaló hacia ellas, mientras una oleada de te­mor se extendía sobre los soldados en formación.

Cuando se produjeron las primeras explosiones, los soldados, soltando las banderas, empezaron a co­rrer en busca de un lugar para refugiarse.

— ¡Diablos! —exclamó Dan—. Me parece que la fiesta va a tener un final que sus organizadores no espera­ban.

Hitler, plantado en medio de la explanada, ni si­quiera levantó la cabeza.

Las explosiones de los cohetes lanzados por las na­ves no se producían en el suelo, sino en lo alto, como si una invisible barrera interceptara los disparos.

Dan llegó a la conclusión de que todo el espacio que comprendía la avenida y sus alrededores, sin ex­cluir el de la cercana ciudad, estaba protegido por una especie de campana protectora que convertía en algo inofensivo el ataque de las naves enemigas.

Por añadidura, otras naves, éstas pertenecientes a los habitantes de las tierras templadas de «Okiris», entraron en combate con las atacantes.

Y  se mostraron verdaderamente eficaces.

Varias naves enemigas fueron destruidas, estallan­do en pedazos, y el resto, vista la inutilidad de sus es­fuerzos, se dieron a la fuga.

— ¡Heil, Hitler! —gritó Akor desde la tribuna.

Los soldados volvieron a la formación, todavía con el temor reflejado en sus rostros, y la parada prosi­guió como si nada hubiera sucedido.

Otra marcha militar resonó, mientras el Führer, es­coltado por varios oficiales, regresaba a la tribuna.

Cuando cesó la música, Hitler arengó a los presen­tes con un interminable y contundente discurso, di­fundido por los altavoces.

De pronto, en medio de su perorata, Hitler dejó de bracear y se agarró al micrófono, como si buscara de­sesperadamente un punto de apoyo.

En medio del silencio general, el cuerpo del orador se inclinó hacia adelante y cayó de bruces sobre la ba­randilla metálica que rodeaba la plataforma.

Varios oficiales de los que ocupaban asientos en la tribuna se apresuraron a socorrerle.

Dan y sus compañeros ya no pudieron ver nada más, pues las transparentes esferas se volvieron opa­cas, sumiendo en la oscuridad a los prisioneros.

Cuando Dan recobró el sentido se encontró tendi­do en una litera mágica, en una sala de paredes blan­cas, desde la que se podía ver el exterior a través de unos grandes ventanales.

Clint y Fanny ocupaban unas literas semejantes. — ¡Eh! —exclamó Dan, saltando de la litera para acercarse a sus compañeros—. ¿Dónde está Niro?

—No lo sé —respondió Clint, abandonando también la litera.

— ¿Qué habrán hecho con él? —se asustó Fanny.

— ¡Maldito si lo sé! —respondió Dan.

Los tres jóvenes se asomaron a uno de los ventana­les.

Al parecer ocupaban la planta superior de un edifi­cio del centro de la ciudad.

Las construcciones eran bajas, la mayoría de un solo piso. Las calles eran rectas, como trazadas a cor­del, y aparecían solitarias.

Al pie del edificio que ellos ocupaban había una es­pecie de plazoleta con un surtidor en el centro, rodea­do de una extraña vegetación.

Unos pájaros negros, parecidos a los cuervos, revo­loteaban en torno al surtidor y de vez en cuando se posaban al borde de la taza inferior del mismo para tomar un buche de agua.

— ¿De qué se alimentarán estos bichos? —se le ocu­rrió preguntar a Clint.

—No lo sé —respondió Dan—, pero esto me hace re­cordar que no hemos probado bocado desde hace mucho tiempo.

—Yo no tengo hambre —dijo Fanny.

— ¡Pues yo sí! —se apartó Dan del ventanal.

Como si alguien hubiera escuchado sus palabras, se abrió la única puerta de la estancia y asomaron por ella un par de robots. Uno de ellos empuñaba un arma, cuyo punto de mira dirigió hacia los prisione­ros.

El otro, cuya apariencia era algo distinta al prime­ro, empujaba uno de esos carritos que usan en los ho­teles para servir la comida en las habitaciones.

Sobre el carrito había una bandeja con comida: fru­tas de una sugestiva fragancia y color y unas galletas cuadradas que parecían recién tostadas.

— ¡Vaya! —Exclamó Clint—. Tendremos que confor­mamos con el menú del día, pues ya veo que no hay servicio a la carta.

El androide—alfa esperó a que su compañero, sin duda un robot doméstico, abandonara la habitación.

—Comed —dijo con voz metálica, que surgió de una abertura que tenía en el pecho.

— ¡Habla! —se asombró Dan.

Clint se acercó al robot con la mano abierta en sig­no de paz, pero la reacción de androide—alfa fue del todo hostil.

El cañón de su arma apuntó directamente a la cabe­za del joven, forzándole a detenerse.

—Calma, calma, amigo —dijo Clint—. Sólo quería ha­certe un par de preguntas.

El robot siguió apuntando al muchacho.

— ¿Sabes dónde está nuestro compañero? —inquirió Clint.

—Silencio total —gruñó Dan al observar que la pre­gunta de su amigo no obtenía respuesta.

— ¿No podemos salir de aquí? —preguntó esta vez Clint.

—Comed —dijo el robot.

— ¡Maldita sea! —Se enfureció el joven—. Dile a ese carcamal de Akor que queremos verle.

—Comed —repitió el robot con aquella voz sin infle­xiones que parecía salir de una caja de resonancia.

— ¡Maldita sea! —Se acrecentó el enojo de Clint—. Este montón de chatarra parece un disco rayado.

—Sí —admitió Dan—. Pero soy de la opinión de que debemos hacerle caso. El contenido de esta bandeja no está del todo mal. Yo hubiera preferido un par de hamburguesas; pero no creo que el señor McDonald haya abierto ninguno de sus establecimientos en este apartado rincón del espacio.

El robot, sin dejar de apuntarles, empezó a cami­nar hacia atrás, desapareciendo por la puerta, hacia la estancia contigua, completamente sumida en la os­curidad.

La puerta se cerró en las narices de Clint, que, te­merariamente, había corrido hacia ella.

— ¡Quieto, Clint! —le recomendó Dan—. No pode­mos arriesgarnos.

— ¡Bah! —Se volvió hacia él Clint—. Estoy seguro de que ese monigote mecánico no hubiera disparado.

— ¿Por qué crees eso?

—Nos necesitan vivos, Dan. Por lo menos, hasta que nos tiendan sobre una mesa de operaciones para sacarnos los órganos que necesitan para recomponer el gastado organismo de ese bastardo.

— ¡Oh! —se estremeció Fanny.

Dan enlazó a la muchacha por el talle, mientras lanzaba una mirada de reconvención a su compañero.

— ¡No seas bruto! Has asustado a Fanny.

—Lo siento —murmuró Clint.

—No se puede— bromear con ciertas cosas —dijo Dan.

— ¡Por supuesto que no! —Admitió Clint—. En reali­dad, yo estoy tan asustado como ella. Me pregunto

— ¿Qué?

—No, nada —se arrepintió Clint—. Iba a soltar otra inconveniencia.

—Lo que te preguntas, Clint —dijo Fanny, esforzán­dose por mantener su entereza—, es si tú vas a ser el primero en...

—Lo adivinaste, muchacha —intentó bromear Clint—. Me preguntaba, además, si será mi hígado, mi cora­zón o mis riñones los que tendrán el honor de seguir funcionando en otro cuerpo que no sea el mío.

— ¡Cállate! —le conminó Dan.

— ¿No te preguntas tú lo mismo?

—No —replicó Dan, acariciando los cabellos de Fan­ny—. Yo no tengo curiosidades malsanas.

—De acuerdo, de acuerdo —hizo un gesto con la mano Clint—. Apartaré de mi mente cualquier pensa­miento deprimente y me limitaré a imaginar que esta­mos alojados en un hotel de Los Ángeles.

— ¿Por qué precisamente de Los Ángeles?

—Porque nunca estuve en ningún hotel de otra ciu­dad. Pero, de cualquier manera, me veo en la necesi­dad de hacer constar que, por lo que se refiere a este lugar, el servicio deja bastante que desear.

— ¿Qué quieres decir?

—Que no hay cuarto de baño.

Al instante, se descorrió un panel de la pared y apareció una amplia habitación discretamente ilumi­nada.

— ¡Diablos! —exclamó Dan.

Galantemente, Dan y Clint dejaron que Fanny fue­ra la primera en utilizar el suntuoso cuarto de baño, mucho más funcional y cómodo, dicho sea de paso, que los que suelen utilizarse en la Tierra.

Cuando le tocó el turno a Dan, éste se desnudó para meterse debajo de la ducha.

El agua, tibia y perfumada, descendió sobre su cuerpo, produciéndole una profunda sensación de bienestar.

Una vez vestido, mientras se estaba contemplando en uno de los espejos, escuchó la voz de Clint que le gritaba desde la otra habitación.

— ¡Eh, Dan! ¿Es que te has dormido?

— ¡Ya voy! —respondió Dan.

Cuando apareció en la estancia, vio que Fanny y sus amigos se habían sentado sobre una de las literas con el carrito delante de ellos a modo de mesa.

— ¡Vamos! —Volvió a apremiarle Clint—. ¡Tenemos hambre!

Dan se sentó junto a la muchacha, y los tres, olvi­dando por un momento sus preocupaciones, se pusie­ron a comer.

— ¡Eh! —saboreó Clint una de las galletas—. Esto no es lo que parece; tiene el mismo sabor que un filete a la parrilla.

— ¡Hum! —dijo Dan—. La mía sabe a salmón ahuma­do.

Fanny sólo probó un poco de fruta, pues, por más que lo intentaba, se veía incapaz de comportarse con la misma despreocupación que sus compañeros de aventura.

—Bueno —dijo Dan—. ¿Qué tienes que decir ahora del servicio de este hotel?

—Que no le encuentro el menor fallo.

—Nos tratan bien...

— ¡A cuerpo de rey!

— ¡Ajá! Hasta nos ofrecieron una excelente locali­dad para presenciar cómodamente aquel impresio­nante desfile.

—Sí, pero, con franqueza, el espectáculo no me aca­bó de convencer.

— ¿Por qué?

—En el circo he visto actuaciones mucho más bri­llantes.

—El Gran Payaso no lo hizo mal del todo.

— ¡Bah! No comprendo cómo semejante tipo es ca­paz de enardecer a las multitudes.

—Ya viste que sí.

—Pero dudo que sea capaz de convertir en soldados aguerridos a los habitantes de este singular planeta. En cuanto se escucharon las primeras explosiones, to­dos se comportaron como féminas asustadas.

—A propósito de féminas, ¿no te has dado cuenta de una cosa?

—Pues...

— ¿No has advertido que todavía no hemos visto ninguna mujer?

—Cierto; ni tampoco ningún niño.

— ¿Dónde estarán las mujeres?

—Tal vez sean exageradamente machistas y las man­tengan encerradas en casa.

— ¡Hum! Se diría que éste es sólo un mundo de hom­bres.

—Tampoco hay viejos, si exceptuamos a los tres an­cianos que constituyen el Consejo.

Clint, como si su apetito no estuviera todavía sacia­do del todo, se llevó a la boca una de las galletas que quedaban sobre la bandeja.

— ¡Ah! —exclamó—. Tiene gusto a pavo trufado.

 Fanny permanecía silenciosa, pero intentando son­reír, consciente del esfuerzo que hacían sus dos com­pañeros para animarla con sus forzadas bromas.

En realidad, sólo un loco o un inconsciente hubiera tenido ganas de bromear en tan extraordinarias y an­gustiosas circunstancias.

— ¡Dios mío, Dan! —pareció derrumbarse Clint, de­jando sobre la bandeja la galleta a medio consumir—. ¿Qué va a ser de nosotros?

—No lo sé, pero...

— ¡Maldita sea! —Se levantó Clint, dando un fuerte empujón al carrito—. ¡Qué lejos estábamos de imagi­nar al comprar los boletos para viajar en aquel auto­bús que adquiríamos los cuatro un pasaporte para la nada!

—Es cierto.

Clint exclamó:

— ¡Pero yo no me resigno, Dan!

— ¿Qué piensas hacer?

— ¡Luchar!

— ¿Cómo? Esto no es una competición deportiva, muchacho.

Clint dio algunos pasos por la estancia hasta dete­nerse frente a uno de los ventanales.

— ¡Maldita sea! —Se volvió de repente hacia sus com­pañeros—. No hago más que pensar en Niro. ¿Dónde estará?

—Es posible que...

Dan acabó la frase.

— ¿Que le hayan abierto en canal para extraerle al­guna víscera para ser trasplantada al cuerpo de ese hombre?

—No —respondió Dan—. Hay algo que me impide su­poner tal cosa, Clint.

— ¿Qué?

—Niro es negro.

— ¿Y qué? Eso no le impide ser poseedor de un hí­gado o unos riñones en perfecto estado.

—Por supuesto. Pero el Gran Payaso nunca tolera­ría aceptar como donante a un hombre de color. An­tes preferiría morir que admitir en su organismo un miembro perteneciente a un ser de raza inferior.

— ¿Raza inferior? Si Niro tomara por su cuenta a ese tipo del bigotillo, le haría pedazos en menos que can­ta un gallo.

—Ya lo sé, pero...

— ¿Habrá conseguido escapar?

— ¿Quién va a ser tan loco como para intentarlo si­quiera?

— ¡Niro! Tú y yo somos un par de obstinados cabe­zotas, pero él todavía lo es más.

—En circunstancias normales, sí. ¿Pero no te fijaste que el pobre chico estaba muerto de miedo?

—Tal vez se haya muerto de verdad, y esos bastar­dos lo hayan enterrado.

Ante tal suposición, Clint, fuera de sí, agarró el ca­rrito que el robot había introducido antes en la habi­tación, lo levantó y lo arrojó contra los cristales del ventanal.

— ¡Mierda! —gritó.

El carrito rebotó contra la cristalera, sin ocasionar el menor daño y cayendo al suelo.

— ¡Vaya! —Se serenó de inmediato Clint—. Son cristales irrompibles. Los cristaleros harán muy poco nego­cio en este lugar.

De pronto, un sordo chasquido les hizo volver la cabeza en dirección hacia una de las paredes de la es­tancia.

Se había descorrido otro panel, pero esta vez para dejar al descubierto una gran pantalla que, al ilumi­narse, dejó ver el rostro de Akor.

— ¡Maldita sea! —Se encaró con la aparición Clint—. ¡Ya era hora de que te dignaras hacer acto de presen­cia!

—Comprendo vuestra impaciencia —respondió el an­ciano sin inmutarse—. Pero he tenido que atender a cosas más urgentes.

—Lo supongo —le espetó Clint—. Has debido ocupar­te en aplicar un frasco de sales debajo de la nariz de vuestro Führer. El pobre tipo se desmayó como una damisela.

—No fue un simple desmayo —dijo Akor— sino un paro cardíaco del que por fortuna ya se ha recupera­do.

Y  añadió, antes de que Dan o Clint pudieran for­mularle nuevas preguntas:

—Tú has sido el escogido, Dan.

—Escogido, ¿para qué?

—Para donar tu joven corazón a nuestro Führer.

— ¡Declino tan inmerecido honor! ¿Acaso pueden estar seguros vuestros científicos de que mi corazón ofrezca todas las garantías necesarias para...?

—Están seguros, Dan.

— ¿Acaso son adivinos?

—No.

— ¡Ni siquiera me han examinado!

—Te equivocas. Os hemos examinado a todos du­rante vuestro estado de inconsciencia. Todos estáis perfectamente sanos. En realidad, eso no ha hecho más que corroborar lo que ya sabíamos.

—Si yo he sido el elegido —dijo Dan—, mis amigos ya no os hacen falta. No tiene sentido que permanezcan en este apestoso planeta por más tiempo. Devuélve­los a la Tierra.

—No, Dan.

— ¿Por qué?

—A su debido tiempo, Clint tendrá que ceder otro órgano vital a nuestro Führer.

— ¡Diablos! —Hizo un esfuerzo Clint para tomar la cosa a broma—. ¿Puedo preguntar cuál?

—Tu hígado, mi joven amigo.

— ¡Mierda! —Se rebeló el joven—. ¡Antes tendréis que arrancarme el pellejo a tiras!

—No será necesario —respondió el anciano.

— ¿Y ella? —señaló Dan a Fanny— Es una mujer. ¿Puede ese bastardo acceder a que figure en su cuer­po cualquier víscera que haya palpitado anteriormen­te en el organismo de una mujer?

—Sí, cuando se trata de unos ojos tan hermosos.

— ¡Dios mío! —exclamó Dan—. ¿Es que acaso vuestro Führer está también ciego?

—No, pero sus órganos de la visión se vieron afecta­dos por aquella explosión y...

— ¡Por todos los diablos! —Se adelantó Clint hacia la imagen de la pantalla—. ¡Pues sí que está hecho un pimpollo vuestro flamante Führer!

— ¡Cierto! —intervino Dan—. Y con tantos remien­dos, va a tener en su cuerpo más vísceras ajenas que propias.

— ¡Es como coser una chaqueta a un botón! —excla­mó Clint.

—Eso no os incumbe —dijo Akor.

— ¿Cómo que no nos incumbe? —protestó Dan—. ¿Acaso no vamos a contribuir a remediar todos los alifafes de ese individuo, facilitándole las piezas de recambio necesarias para suplir las que él tiene ave­riadas?

A pesar de los comentarios irónicos de los dos te­rrestres, Akor no se dejó engañar.

—Puedo leer en vuestras mentes —dijo— y sé que to­das vuestras bromas no son más que una máscara para disimular vuestro miedo.

—Bueno —admitió Dan—: no somos tan miedosos como los habitantes de «Okiris», pero tampoco so­mos unos héroes.

—A decir verdad —intervino con lúgubre acento Clint—, estamos bastante preocupados por nuestro in­mediato futuro.

— ¿Cuándo va a tener lugar el primer trasplante? — preguntó Dan.

—Mañana —respondió Akor.

— ¡Vaya! —casi se atragantó el joven.

—Pero, si te sirve de consuelo, te diré que todavía quedan algunas horas de margen para que te puedas ir preparando, pues aquí, en «Okiris», los días son mucho más largos que en el planeta Tierra.

— ¡Vaya un consuelo! —exclamó Dan.

—Y luego me tocará a mí, ¿no? —preguntó Clint.

—En efecto.

Clint se palpó el lado derecho del abdomen, mien­tras murmuraba:

—Mi hígado, ¿no es cierto?

—Sí.

— ¿Estás seguro de que vuestros científicos, al exa­minarlo, lo han encontrado en perfectas condiciones?

— ¡Completamente seguro!

— ¡Hum! —Volvió a palparse Clint—. Pues noto que lo tengo un poco inflamado. Y hasta diría que me duele.

—No hay error posible, Clint —manifestó el ancia­no—. Tu hígado está perfectamente.

— ¡Pues es una lástima! —Exclamó con evidente amargura el joven atleta—. Ahora me arrepiento de haber hecho caso a mi entrenador, que me aconseja­ba que no probara el alcohol y sólo bebiera agua y zu­mos de frutas.

Pese a su preocupación personal, los dos jóvenes no se olvidaron de su amigo.

— ¿Dónde está Miro? —preguntó Dan al anciano.

—Es preferible que os olvidéis de él.

— ¿Por qué no está con nosotros? —Preguntó a su vez Clint—. ¿Lo habéis matado?

—No.

—Queremos verle.

—No es posible —movió la cabeza Akor.

— ¿Por qué? —insistió Dan—. ¿No dices que está vivo?

—No; yo no he dicho eso. Sólo os informé de que nosotros no le habíamos quitado la vida. Sin embar­go, lo más probable es que haya perecido.

— ¡Maldita sea! —Explotó Clint—. ¿Por qué no hablas claro de una vez? ¿Qué le ha ocurrido a nuestro ami­go?

En el rostro de Akor apareció una expresión adus­ta.

—En cierto modo, puedo deciros que el terrestre de piel oscura está fuera de nuestro control,

— ¡Vamos, carcamal! —Conminó Clint al anciano—. ¡Habla claro y déjate de monsergas!

—Vuestro amigo se escapó.

— ¿Eh? —se asombró Dan—. ¿Dices que se escapó?

—Si —admitió Akor de mala gana—. La burbuja en la que estaba encerrado, al igual que vosotros, se soltó del cable de retención y fue arrastrada por el viento hacia el mar que separa las tierras templadas de las tierras frías.

— ¡Diablos! —Exclamó Clint—. ¿Cómo pudo traspasar la burbuja la barrera invisible de protección?

—Desconectamos esa barrera invisible, como tú la llamas, cuando ha terminado el periodo de alarma.

—Entonces —dijo Dan—, nuestro amigo puede estar a salvo.

—No lo creo —replicó Akor—. En el interior de la burbuja sólo había aire respirable para un par de ho­ras.

— ¡Maldita sea! —Amenazó Clint con el puño hacia la pantalla que reflejaba el rostro del anciano—. ¿Y te atreves a decir que no le habéis matado vosotros, su­cios bastardos?

La imagen de Akor se borró y el panel de la pared funcionó otra vez, ocultando la pantalla.

— ¡Dios mío! —Sollozó Fanny—. ¡No es posible! ¡No es posible que todo esto sea cierto!

Dan la atrajo hacia sí, enlazándola por el talle. Y no encontrando palabras para consolarla, la besó en los labios.

 Niro, cuando la transparente esfera se convirtió en opaca, sumiéndole en la oscuridad, salió de su pro­longado ensimismamiento y empezó a golpear con los puños las blandas paredes de su aérea prisión.

— ¡Sacadme de aquí! ¡Sacadme de aquí! —gritó.

De pronto notó una fuerte sacudida y tuvo la sensa­ción de que la esfera, después de un inicial movimien­to de ascensión, avanzaba horizontalmente.

La impenetrabilidad de la esfera era tan completa, que no podía ver nada de lo que ocurría en el exte­rior.

No pudo darse cuenta de que a sus pies rugían las olas de un proceloso océano y que la esfera penetraba en un compacto conglomerado de espesas nubes car­gadas de electricidad.

— ¡Sacadme de aquí! ¡Sacadme de aquí! —volvió a gritar.

Al cabo de un rato notó que el aire entraba con di­ficultad en sus pulmones y que la cabeza empezaba a darle vueltas.

Medio inconsciente, se dejó caer y se encogió en el fondo de su mazmorra flotante como un animal heri­do que espera la muerte.

Más que nunca estaba convencido de que era vícti­ma de un acto de brujería.

Niro siempre se había burlado de los amuletos que su abuela llevaba colgados del cuello, pero ahora hu­biera dado cualquier cosa por disponer de uno de ellos.

Estaba convencido de que, por sí mismo, jamás lo­graría vencer al poderoso brujo que le estaba ator­mentando con sus poderes mágicos.

En eso no se equivocaba.

Aunque su desesperada situación no era conse­cuencia de las malas artes de un hechicero, sino de algo más inquietante y fantástico todavía, era eviden­te que nada podía hacer para librarse de aquella pesa­dilla.

Cada vez respiraba con mayor dificultad y su esta­do de postración era tal, que aunque las paredes de la esfera hubieran recobrado su transparencia, no hu­bieran podido advertir lo que sucedía fuera.

Cuando la esfera, después de rozar las olas por unos instantes, empezó a rebotar contra el suelo, Niro se limitó a emitir un ahogado gemido.

Ni siquiera tuvo fuerzas para abrir los ojos cuando un objeto cortante rasgó la envoltura que amenazaba con convertirse en su tumba.

Tampoco se percató de que dos rostros femeninos se inclinaban sobre él, al tiempo que lanzaban una ex­clamación de asombro.

Creyó percibir las risas de unos niños y la voz de una mujer que los reprendía.

Luego ya no oyó nada; ni siquiera el rumor de las olas que chocaban contra los rompientes ni el grazni­do de aquellas aves que, en lo alto, surcando un cielo amarillento y algo brumoso, revoloteaban sobre su cabeza.

Cuando despertó de su profundo letargo, creyó que había pasado del infierno al paraíso.

Desde el camastro en el que estaba tendido, pudo ver, a través del amplio ventanal que estaba frente a él, un paisaje verdaderamente maravilloso.

Unas cúpulas doradas, rematando la mayoría de los edificios de una gran ciudad, refulgían bajo los ra­yos del sol. A lo lejos, unas altas montañas con las cumbres cubiertas de nieve, delimitaban un curvo ho­rizonte.

La estancia en que estaba recluido tenía forma ova­lada y sus paredes estaban decoradas con alegres pin­turas. No había muebles, pero sí unos enormes jarro­nes con flores y ramas de vistoso colorido.

La luz entraba a través del ventanal y de una clara­boya redonda que había en el techo.

Niro se levantó.

Notó todavía alguna debilidad en las piernas y cier­ta pesadez en la cabeza, pero se repuso en cuánto hubo dado algunos pasos por la estancia.

Al asomarse al ventanal vio un florido jardín, con un estanque en el centro, en el que nadaban unos ex­traños cisnes de largo cuello de color rojo, que con­trastaba con el blanco deslumbrante de su plumaje.

Un grupo de niños y niñas, enlazados de la mano, bailaban alegremente, formando una anilla, alrede­dor de un árbol.

En la terraza de un edificio cercano, dos hermosas mujeres, ataviadas con blancas túnicas, contempla­ban el juego de los niños.

No es extraño que Niro se imaginara estar en el pa­raíso.

No obstante, cuando, de pronto, aquella mons­truosa nave empezó a volar sobre la ciudad, Niro pre­sintió que se había equivocado.

 A pesar de la angustia que sentían, Fanny, Dan y Clint disfrutaron de un profundo y tranquilo sueño.

Cuando las dos lunas rojizas aparecieron en el cie­lo, los tres se sintieron invadidos por un extraño so­por.

Las luces de la estancia se apagaron y los dos jóve­nes y la muchacha, de forma instintiva, se tendieron en sus respectivas literas.

Un olor dulzón les envolvió, mientras llegaba a sus oídos el eco de una lejana melodía, dulce y acaricia­dora.

Antes de dormirse, Dan murmuró con voz apenas audible:

—Nos... Nos están drogando.

Se refería, por supuesto al perfume, enervante y pesado que se introducía en la habitación a través de un conducto invisible.

Cuando despertaron, los rayos del sol entraban a raudales por el ventanal.

Poco después, lo mismo que el día anterior, dos ro­bots entraron en la estancia; uno de ellos empujaba el consabido carrito con una bandeja bien provista de frutas y galletas, mientras el otro ejercía las funciones de vigilante.

—Comed —ordenó el androide-alfa.

Los tres se acercaron al carrito.

—Tú no —extendió su brazo metálico el robot, dete­niendo a Dan.

Clint fue el primero en mostrar su extrañeza.

— ¿Por qué no puede comer? —Preguntó al androide—-alfa—. ¿Puedes aclararme por qué mi amigo debe mantenerse en ayunas, chirriante montón de chata­rra?

—Ya te lo diré, Clint —intervino Dan con lúgubre acento—: ha llegado el momento de que esos matari­fes se ensañen conmigo como con una res destinada al matadero.

— ¡Maldita sea! Una res no puede defenderse, Dan, pero nosotros...

—Nosotros tampoco, Clint.

— ¡Eso ya lo veremos!

La reacción de Clint resultó verdaderamente ines­perada para todos.

El joven atleta, que había apoyado ambas manos en el extremo del carrito, lo empujó con todas sus fuerzas hacia el robot que les vigilaba arma en mano.

— ¡Al diablo contigo! —gritó.

El armatoste chocó violentamente contra las pier­nas metálicas del androide—alfa, derrumbándole apa­ratosamente contra el suelo.

Un haz de chisporroteantes rayos brotó del extre­mo del arma que sostenía el robot, pero resultó ino­fensivo al no encontrar en su camino a ninguno de los tres prisioneros.

Clint volvió a agarrar el carrito y lo empleó para golpear con él el cuerpo de su metalizado enemigo.

— ¡Toma, maldito! —exclamó.

Dan, a su vez, intentó arrancar el arma que el robot sostenía en sus articuladas manos.

Pero no lo consiguió.

El robot doméstico, que indudablemente no estaba programado para intervenir en tales cometidos, no se sumó a la lucha, permaneciendo en actitud pasiva, como si la cosa no fuera con él.

Fanny, en cambio, reaccionó de una manera que, dada su timidez innata, resultó del todo sorprenden­te.

Corrió hacia el cuarto de baño contiguo y, llenando de agua un jarrón que adornaba uno de los rincones, regresó junto a sus compañeros, vertiendo el líquido que contenía el recipiente por la abertura que el ro­bot tenía en el pecho.

Con gran sorpresa de Dan y de Clint, la acción de la muchacha resultó de lo más efectiva.

— ¡Diablos! —exclamó Clint.

Unos chispazos surgieron de la abertura, como fru­to del cortocircuito que se había producido en el me­canismo eléctrico escondido en las entrañas del ro­bot.

El androide—alfa experimentó una serie de sacudi­das y luego se quedó completamente rígido, como una marioneta a la que se le hubieran cortado los hi­los para manejarla.

— ¡Diablos! —Repitió su exclamación Clint—. ¡Está muerto!

Por supuesto, sólo era una manera personal de ex­presarse.

Pero era indudable que el robot, gracias a la opor­tuna intervención de Fanny, había quedado fuera de combate.

Dan, en esta ocasión, pudo arrancarle de las manos el arma que antes empuñaba.

— ¡Bravo! —dijo—. Hemos dado el primer paso hacia la libertad.

—Habremos dado el segundo —dijo Clint—, una vez que hayamos cruzado esta puerta.

— ¡Vamos! —exclamó Dan.

Pero no consiguieron su objetivo.

De los cuatro rincones de la estancia surgieron unos rayos paralizantes que envolvieron a los tres jó­venes, derribándolos un segundo después al suelo, sobre la masa metálica del desarticulado androide— alfa.

Cuando Clint y Fanny recobraron el sentido, se en­contraron sentados en sendos sillones de acero en el interior de una estrecha cabina.

Frente a ellos había una amplia mirilla de cristal, que permitía ver, sin perder detalle, todo lo que ocu­rría en la estancia contigua.

Lo que vieron les heló la sangre en las venas.

Dan, desnudo y en apariencia ya anestesiado, esta­ba tendido sobre una mesa de operaciones.

En el quirófano había otra camilla en la que des­cansaba el cuerpo inanimado de Adolf Hitler.

Los cuatro cirujanos que iban a realizar el trasplan­te, sólo se ocupaban en aquel momento del «ilustre» paciente.

Uno de ellos cubrió la cabeza de Hitler con una es­fera transparente conectada a un tubo, cuyo otro ex­tremo estaba adosado a un aparato suministrador de oxígeno.

Otros tubos, tres en total, partían de otro armatos­te en el que destacaba una pantalla y unos indicado­res esféricos y terminaban en unas ventosas aplicados en diversas partes del cuerpo de Hitler.

En los rostros de los cirujanos, a pesar de ir cubier­tos con las mascarillas, se evidenciaba cierta preocu­pación.

En el otro extremo del quirófano, dos robots do­mésticos empujaron un carro metálico sobre el que, en unas bandejas, se había colocado el instrumental necesario para practicar la difícil extracción de la víscera cardíaca del infortunado y obligado donante.

Mientras uno de los «carniceros» se quedaba vigi­lando al paciente, los otros tres rodearon la camilla en que estaba tendido Dan.

Clint y Fanny lanzaron un grito de espanto.

No podían hacer nada más, pues sus brazos y pier­nas estaban sujetos a los sillones metálicos.

Cuando el cirujano jefe tomó el bisturí de manos del que actuaba como ayudante, Fanny desvió la ca­beza y estalló en sollozos.

La reacción de Clint fue distinta.

— ¡Malditos! ¡Malditos! —gritó, fijos sus ojos en el ci­rujano que, con la mayor indiferencia, se disponía a hacer la profunda incisión que iba a dejar al descu­bierto la caja torácica del infortunado Dan.

— ¡Dios mío! —gimió Fanny.

— ¡Bastardos! —rugió Clint, pugnando por librarse de las argollas metálicas que le mantenía sujeto a su asiento.

Fue entonces, precisamente en aquel momento, cuando se apagaron los focos que iluminaban el qui­rófano, quedando todo sumido en la más completa oscuridad, al mismo tiempo que se escuchaba el sor­do estampido de una lejana explosión.

La gran nave negra, parecida a una enorme rueda de más de una milla de diámetro, había cruzado el mar casi lamiendo las olas, y luego avanzando a ras de tierra, ya en la otra orilla, silenciosa y amenazado­ra.

—De este modo, hermanas —dijo la hermosa y joven mujer que iba en la cabina de mandos, en compañía de otras dos—, podremos burlar la barrera invisible que protege el espacio aéreo de nuestros enemigos.

— ¿Cuál será nuestro primer objetivo? —preguntó una de las féminas a la que actuaba como comandan­te de la nave.

—El generador de energía, por supuesto —respondió la interrogada—. Destruido ese primer objetivo, todo lo demás será sumamente fácil, pues todo su disposi­tivo de ataque y defensa quedará inutilizado.

—Los ancianos lanzarán a esos desdichados sobre nosotras en el momento en que salgamos de nuestra fortaleza volante, Irka.

—Sin duda —respondió Irka—. Pero confío en que sus órdenes no sean obedecidas. Al verse sin apoyo, nuestros «compañeros» renunciarán a combatir. No hay que olvidar, que la mayoría de ellos son nuestros esposos y hermanos, a los que sólo el odio y la ambi­ción de los ancianos, aferrados al pasado, puso en contra nuestra cuando intentamos hacer valer nues­tros derechos.

El gran edificio, en cuyo interior rugían los genera­dores que proporcionaban la energía a la ciudad y a las instalaciones militares, se levantaba al pie de una colina rodeada de altas torres de protección.

Pero fue un objetivo fácil para los tubos lanzacohe­tes de la majestuosa e impresionante nave.

El edificio saltó por los aires, en medio de grandes y sucesivas explosiones.

Cumplida esta primordial misión, la fortaleza vo­lante se remontó para sobrevolar la hilera de colinas y poco después descendió sobre la gran explanada si­tuada frente a la ciudad.

En el edificio principal de la urbe, donde los ancia­nos y sus colaboradores tenían establecido su cuartel general, no tardó en cundir la alarma.

Las computadoras, ordenadores, cámaras espías y todos los artilugios que necesitaban de la energía eléctrica para funcionar, dejaron bruscamente de prestar servicio.

Los dispositivos de lanzamiento de las naves de combate no pudieron ser activados.

Los oficiales que estaban al mando de las unidades de choque actuaron por su propia cuenta, siguiendo el plan que se había previsto para los casos de emer­gencia.

— ¡A formar! —gritaron, irrumpiendo en las naves donde estaban recluidos los soldados sujetos a sus ór­denes.

Las tropas, provenientes de los distintos acuartelamientos de la ciudad, se congregaron en la salida de la gran avenida, empuñando sus armas.

Frente a los soldados, en la gran explanada, la nave invasora abrió sus compuertas.

De las rampas, como salen las hormigas de un hor­miguero, surgieron una legión de mujeres uniforma­das, empuñando también sus ominosas armas.

— ¡Al ataque! —gritaron los oficiales que mandaban a los combatientes de las tierras templadas.

Los soldados se desplegaron.

Pero antes de que hubieran completado la manio­bra, un potente chorro de luz surgió de la nave que había tomado tierra en la explanada.

Los rayos paralizantes derribaron a los que iban en vanguardia sembrando el pánico entre el resto.

— ¡Resistid! ¡Resistid! —vociferaron los oficiales.

— ¡No! —se rebelaron algunos—. ¡No queremos lu­char contra nuestras propias mujeres!

— ¡Olvidaos de eso! —Gritó el general que estaba al mando de la operación defensiva—. ¡Se rebelaron con­tra las leyes del Consejo de Ancianos y merecen ser exterminadas!

Después de unos momentos de indecisión, los com­batientes de las tierras templadas corrieron hacia el ejército femenino que estaba frente a ellos.

Pero lo hicieron con las manos en alto y arrojando las armas.

— ¡Cobardes! ¡Cobardes! —gritaron los oficiales, dis­parando contra aquella masa que se dispersaba frente a ellos.

Pero todo fue inútil.

Poco después, ambas facciones se mezclaron en una confusa algarabía, no para luchar, sino para fun­dirse en un fraternal y general abrazo.

Desde la terraza del edificio donde tenía su sede el Consejo, una nave se elevó majestuosamente.

En su interior, presos de ira y desesperación, viaja­ban los miembros del Consejo y sus colaboradores.

— ¡Intentan escapar! —Dijo Irka, que había permane­cido en el interior de la fortaleza volante—. ¡Fuego contra ellos!

Un cohete partió de la nave llegada del otro lado del mar y alcanzó la nave fugitiva de lleno, desinte­grándola en mil pedazos.

Mientras los hombres y las mujeres de «Okiris» confraternizaban en la gran explanada, alguien corría por las calles de la ciudad en dirección al edificio prin­cipal.

¡Era Niro!

El joven atleta de color penetró en el abandonado edificio y recorrió todas sus estancias en busca de sus amigos.

Llevaba un fusil desintegrador en la mano y lo em­pleó con eficacia, convirtiendo en humeante chatarra a varios androides-alfa que le salieron al paso.

En el último piso, al que llegó después de recorrer en vano los inferiores, encontró a sus amigos.

Clint y Fanny fueron liberados de las argollas que les sujetaban a los sillones.

— ¡Deja de ocuparte de nosotros, Niro! —gritó Clint, señalando hacia el cristal que les separaba del aban­donado quirófano.

El negro disparó su fusil desintegrador contra el cristal y éste saltó en mil pedazos.

Clint y Fanny saltaron al otro lado a través de la abertura astillada y se apresuraron a acudir en ayuda de Dan.

El joven, que se estaba recobrando de los efectos de la anestesia, abrió asombrado los ojos.

— ¡Diablos! —exclamó—. ¿Qué ha ocurrido?

—Ya hablaremos de eso más tarde, muchacho —le respondió Clint, ayudándole a poner los pies en el suelo—. ¡Ahora hay que largarse de aquí!

Antes de abandonar aquel siniestro lugar, Dan se acercó a la mesa de operaciones donde reposaba el cuerpo de Hitler.

El joven le tomó el pulso y luego le levantó los par­pados.

— ¡Está muerto! —exclamó.

—No seré yo quien lo lamente —dijo Clint.

Fanny, llorando de alegría esta vez, se abrazó emo­cionada a Dan.

— ¡Ha sido terrible! —exclamó.

—Sí, pequeña —la acarició con ternura el joven—. Pero ya ha concluido todo. Por lo menos, así lo espe­ro.

 La misma nave que los arrebató de la Tierra, esta­ba ahora viajando por el espacio a través de la cuarta dimensión.

Dan, Fanny, Clint y Niro, acomodados en el pues­to de mando, dialogaban con Irka.

—Viviremos en paz —dijo—, libres de la ambición de los ancianos que quisieron convertir a los de nuestra raza en instrumentos de su afán dominador.

»Pretendían dominar a todos los planetas habita­dos de nuestro sistema para, en última instancia, pro­ceder a la invasión de la Tierra.

—Me alegro de que la paz haya vuelto a vuestro mundo —dijo Dan—, y me satisface también que poda­mos regresar a la Tierra sanos y salvos, sin que ningu­na de nuestras pobres vísceras esté ahora funcionan­do en el cuerpo del nuevo Führer de «Okiris».

—Ese hombre funesto —dijo Irka—, se está ahora convirtiendo en polvo, lo mismo que todos sus locos sueños.

— ¡Así sea! —exclamó Clint.

Cuando el viaje estaba tocando a su fin, los cuatro viajeros volvieron a sufrir los efectos de aquel torbe­llino que les dejó sin sentido al salir de la Tierra.

Irka, mientras posaba sobre ellos una mirada en la que brillaba la compasión y la ternura, comentó con dos de sus compañeros.

—Volverán a su tiempo y despertarán en el interior de ese vehículo detenido en medio del desierto, sin recordar nada de lo ocurrido.

 Cuando Dan abrió los ojos a la realidad, lo primero que vio fue a Fanny sentada detrás del conductor.

— ¡Vaya! —escuchó decir a éste—. Esto ya funciona.

Clint y Niro, un tanto aturdidos, bostezaron de ma­nera ostentosa.

— ¿Te das cuenta? —Dijo el señor Jemmison a su es­posa—. La avería se ha arreglado por sí sola. Sólo nos hemos retrasado unos pocos minutos.

—Puede volver a estropearse —gruñó ella.

— ¡Bah! —Exclamó Edward Jemmison, sacando un cigarro del bolsillo—. Dentro de una hora estaremos en ese confortable hotel de Palm Springs, sentados frente a una suculenta cena.

— ¡Guarda eso! —le ordenó su esposa, refiriéndose al pequeño puro que su sufrido consorte se disponía a encender.

Poco después, el autobús dejaba el camino vecinal y volvía a la carretera.

En aquel momento, una nave emprendía su viaje de regreso al planeta «Okiris», perdido en la inmensi­dad de una lejana y desconocida galaxia.

Dan se levantó de su asiento y avanzó hacia el que ocupaba Fanny.

— ¿Puedo sentarme a tu lado? —preguntó.

—Sí —le sonrió ella.

— ¿Sabes? —dijo Dan al cabo de un rato—. Tengo la impresión de haberte visto antes de ahora.

— ¡Oh! —Volvió a sonreírle la muchacha—. A mí me ocurre lo mismo.

Y  ambos, mientras el autobús avanzaba velozmen­te por el desierto, se miraron a los ojos.

Los ojos de ella se llenaron de luz y brillaron como dos estrellas.

 

FIN

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