jueves, 2 de marzo de 2023

DESINTEGRADORES DE CARNE (ALAN COMET)

 


 DESINTEGRADORES DE CARNE

 

La culpa es del que elige. Dios es inocente.

PLATON (República, libro X, Capítulo XV).

       Así será siempre, Las mismas reglas que han servido para el pasado y que rigen el  presente, serán válidas para el futuro. Porque, el corazón humano no esta obligado -y no puede- a evolucionar en la vida como las cosas de que se sirve el hombre. Y, para aquellos que confunden civilización y bondad, progreso mecánico y alma humana, va la advertencia definitiva de que siempre será así.

      En medio de los avances técnicos, del dominio del átomo y de las maravillas que se irán poniendo al servicio de la Humanidad, o en su contra, el espíritu del hombre seguirá sintiendo como en los albores de su aparición sobre el planeta. Ninguna máquina hará que los humanos dejen de ser malos, criaturas mediocres, condenados por la voz del Altísimo a atravesar un valle  de lágrimas que ningún invento ni comodidad alguna, transformará, como sueñan muchos y desean todos, en un nuevo Paraíso que, desdichadamente, perdimos para siempre...

ALAN COMET

      Marzo, 1955.

 PROLOGO

       La oscuridad de la noche impedía ver los gruesos copos de nieve que caían sin interrupción. Así, la blanca superficie de la tierra ofrecía un negro y sucio aspecto a la tintineante luz de las lejanas estrellas que aparecían por entre las densas capas de nubes que cubrían el firmamento casi por completo.

      Un viento inquieto se enredaba, aullando, por  entre los cables de las líneas telefónicas, levantando de los postes los pegotes blancos de nieve que se habían ido acumulando. Entonces, haciéndose más lento por la carga que llevaba, se removía antes de estrellarse, definitivamente, contra las altas tapias del cementerio.

      Un gemido constante se elevaba de los altos y picudos cipreses, blancos de nieve, como raras torres de catedrales níveas que hubiesen ornado un fantástico paisaje nórdico. El silencio, en los raros intervalos en los que el viento se recogía sobre la tierra, reposando de su larga y fatigosa carrera, era tan intenso como algo que anunciase un final macabro, cuyo símbolo estaba sobre las tumbas cubiertas de nieve.

      No lejos del cementerio, la carretera se extendía hacia el doble horizonte de su dirección, en una inmensidad desierta y llana como la palma de la mano.

      El moderno camión que avanzaba dificultosamente por la pista, era el único detalle, con el cementerio y los escasos árboles que bordeaban el camino, que sobresaliese de la llanura que se extendía, por doquier, en una infinitud formidable.

      Pesadamente, el vehículo proseguía su avance y el viento, al tropezar con él, chirriaba dibujando su forma en un vacío opuesto a su dirección en el que la nieve, sin la presencia del aire, caía pesadamente.

      Los seis hombres que iban, envueltos en mantas, en la parte posterior del vehículo, temblaban y no era precisamente de frío. Parecía como si la soledad del paisaje, las tinieblas y, sobre todo, la finalidad de aquel viaje, despertase en sus mentes todos los temores que habían hecho estremecer sus almas cuando eran niños. De los más ignotos rincones de su imaginación brotaban ahora los fantasmas que les habían atemorizado en otros tiempos y que -aunque ellos no lo sabían- fueron los primeros miedos que acuciaron al hombre sobre la Tierra. Porque, cuando el ser humano se encontró, por vez primera, ante el cadáver de un semejante, y que después de moverle e inquirirle para que respondiese o reaccionase, llegó a la terrible conclusión de que “algo” extraño le separaba para siempre del que había oído hablar momentos antes, el pavor a lo desconocido, el terror ante lo inexplicable, ancló definitivamente en su alma, persiguiéndole, sin piedad, en las noches eternas del nacer del mundo.

      Sobrecogido por aquel fenómeno que le era imposible explicarse, el hombre primitivo, sintió la imperiosa necesidad para salvarse del pavor que le atenazaba, de rendir un culto a aquellos que eran ya insensibles a su amor o a su cólera...

      Por ello, en lo íntimo de los hombres que se acurrucaban en el camión, el mismo temblor se producía despertando en ellos la sensación de inseguridad que el hombre ha sentido siempre ante la muerte.

      Sin embargo, aquellos hombres, salidos de las capas más infectas de la sociedad, no podían vanagloriarse de estar sometidos a escrúpulos humanitarios. Todos ellos, escapados de prisión, habían cometido delitos que demostraban la bárbara concepción que de la vida se habían hecho. Eran criminales de la peor ralea, asesinos, en su mayoría, que no dudaban un solo instante para quitar la vida a un semejante por el mas fútil motivo.

      Pero, ahora, cuando se dirigían al alejado y solitario cementerio, con una espeluznante y macabra misión, toda su aparente bravuconería se fundía como la haría la nieve cuando los fuertes rayos del Sol cayesen sobre ella. Y es que en sus primitivas y salvajes almas, había una fundamental diferencia entre atacar a los vivos y mezclarse con los que estaban fuera de su odio y de la potencia de sus armas.

      Por el contrario, el hombre que iba sentado junto al conductor, estaba muy lejos de sentir cosa alguna y sus ideas volaban por espacios del intelecto en los que el terror se veía reducido a la nada, oprimido y deshecho por una locura y una ambición sin límites. El mismo chófer, su ayudante, gozaba un tanto de la inmunidad al pánico que poseía el otro. También él estaba ligado a la ambición de su dueño y la fuerza de las promesas para su próximo futuro, le hacía sentirse tranquilo y confiado ante la misión que se habían propuesto.

      El camión se acercaba rápidamente al lugar solitario en el que estaba enclavado el cementerio. El aire y la nieve, como si adivinasen el motivo de la presencia de aquellos seres humanos, arreciaron en su demoledor trabajo, aullando y cayendo más furiosamente que antes.

      Los potentes faros del vehículo tropezaron, al describir la última curva, con las altas tapias del sagrado recinto.

      - Avanza más lentamente -ordenó el que estaba sentado junto al conductor-. Una vez hayas pasado la tapia, gira a la izquierda. Ya te diré dónde tienes que parar.

      El chófer obedeció y momentos más tarde el pesado vehículo se detuvo junto a una puerta secundaria que el viento hacía chirriar lúgubremente.

      - ¡Vamos!

      Descendieron de la cabina y mientras que el que parecía ser el jefe avanzaba hacia la puerta, con paso decidido, el conductor retrocedía hacia la pared posterior del camión y levantando la lona con una mano: 

      - ¡Eh, vosotros, ya hemos llegado!

      Uno a uno, los seis hombres se dejaron caer pesadamente sobre la gruesa capa de nieve que cubría el suelo. Al caer, todos ellos lanzaban una mirada medrosa hacia el recinto del cementerio, inmovilizándose, a medida que fueron bajando, ya que solamente en grupo se atrevían a avanzar.

      - ¡Adelante!

      Siguieron dócilmente al chófer sin atreverse a decir la menor palabra. Una vez ante la puerta, por la que había penetrado ya el conductor, dudaron antes de atravesarla, permaneciendo unos segundos como estatuas que la nieve iba cubriendo implacablemente. Después, y movidos por el recuerdo del dinero que les habían prometido, alzaron los hombros penetrando en el interior.

      El cementerio no era muy grande. Apenas un par de centenares de tumbas, de entre las cuales una inmensa mayoría estaban abandonadas y ofrecían un lastimoso aspecto. Lápidas rotas, con grandes fisuras que las atravesaban de parte a parte. Restos y adornos, así como estatuas y bustos que el aire había derrumbado por doquier y que el musgo cubrió de una verdosa capa de olvido. Todo ello, a la amarillento luz de las lámparas eléctricas que manejaban aquellos hombres, poseía un aspecto macabro, un anticipo a la violación que perseguían los que acababan de penetrar allí.

      El hombre que parecía dirigir aquella horrible expedición, volvió sobre sus pasos, acercándose al grupo que acompañaba al chófer y que permanecía fuertemente unido en el centro de una pequeña plazoleta que era, precisamente, el centro del recinto.

      - ¡Venga! -ordenó-. ¡Seguidme, es por aquí! -luego, cuando la luz de su linterna recorrió los asustados rostros de los otros y sus manos enfundadas en los bolsillos de sus abrigos-. ¿No habéis traído las herramientas?

      El chófer miró también a los otros. Luego, adivinando el terror que sobrecogía a aquellos hombres:

      - ¡Yo iré a por ellas, profesor! -dijo.

      Díó unos pasos, pero mucho antes de que se hubiese alejado del grupo, una mano se posó en su hombro.

      - ¡Imbécil! ¿Cuántas veces te habré dicho que no me llames “profesor” delante de esa gentuza?.

      - ¡Perdone! -se apresuró a exclamar el chófer.

      - ¡Está bien! ¡Date prisa, ahora! Si seguimos así, no acabamos en toda la noche.

      Cargado de palas, el conductor del camión estuvo en seguida junto a los otros a los que repartió las herramientas. Luego, siguiendo al “profesor”, se encaminó hacia uno de los rincones del cementerio.

      Una serie de tumbas frescas se alineaban en todo lo largo de aquella parte de la tapia.

      - ¡Empezad!

      La tierra empezó a removerse en seguida. Cada pareja de hombres se encargaba de una tumba diferente. Pronto, al cabo de unos minutos, la labor había avanzado lo suficiente para poder vislumbrar, bajo la capa delgada de tierra que quedaba, la funda de los féretros.

      Cuando las cajas estuvieron al descubierto, el llamado “profesor” e acercó a la que tenía más cerca, mientras extraía de uno de los bolsillos de su amplio gabán un instrumento alargado, sus ojos brillaban intensamente. Un rápido movimiento y la cerradura del féretro saltó hecha añicos.

      Levantando la tapa, aquel monstruo lanzó una rápida ojeando al interior. Luego, sin el menor pudor, desenvolvió el lienzo que cubría al cadáver contemplando el tranquilo rostro del muerto.

      - ¡Este vale! -murmuró satisfecho.

      Así continuó, durante cerca de tres horas, rechazando los cadáveres que llevaban enterrados algún tiempo y admitiendo solamente aquellos cuya observación demostraba que eran muertos recientes.

      Diez cadáveres se alinearon fuera de sus tumbas, envueltos en el sudario que la nieve iba haciendo, en lo posible, más blancos aún. Luego, cuando las otras tumbas profanadas, demostraron su relativa antigüedad, el “profesor” se levantó de su último observación y secándose el sudor que cubría su frente:

      - ¡Ya tenemos bastante “material”! ¡Al camión!

      Con su carga macabra, temblando de arriba a abajo, los hombres trabajaron hasta que el último cuerpo estuvo en el vehículo. Después, acompañados del “profesor” y del chófer, regresaron junto al camión.

      - ¡Vamos!

      Los seis hombres se acurrucaron, procurando, apretándose los unos contra los otros, distanciarse lo más posible de la masa blancuzca que formaban, amontonados, los cadáveres.

      Coma atraídos por la propia maldad de la acción que acababan de realizar, sus medrosas miradas no lograban separarse de los muertos  que se movían cuando el vehículo daba alguna curva.

      Uno de ellos, con los ojos desorbitados, lanzó un rugido antes de apretarse junto a los otros, para evitar que uno de aquellos cuerpos le tocase. Era el que estaba encima de todos y un rápido viraje del camión le había hecho rodar junto a los pies del aterrorizado hombre.

      - ¡Maldición! -lanzó al tiempo que saltaba como si se viese amenazado por un peligroso reptil. Luego, con voz apagada-. ¡Ya veréis como esto nos trae mala suerte!

      - ¡Cállate, idiota! -gritó otro-. Ya tenemos bastante miedo para que tú vengas a aumentarlo con tus tonterías...

      Un tercero, un verdadero coloso, volvió su enorme cabeza hacia los que se disputaban. Hacia muy poco que merced a la ayuda del “profesor”, ejercida de una manera indirecta, había salido de Sing-Sing, esperando, en la celda de los condenados a muerte, pagar a la sociedad, con el exiguo precio de su vida, la deuda que la debía de un asalto con cinco asesinatos realizados por propia mano.

      - ¡Sois como mujerzuelas! Es verdad que esta clase de “trabajos” no tienen nada de agradable. Pero, si pensamos que cada uno de estos “fiambres” nos va a valer diez mil “pavos”, creo que vale la pena el haber pasado un poco de pánico. ¿No os parece?

      La cita de la cantidad que iban a percibir les calmó como por ensalmo. Para aquellos desgraciados, el dinero representaba algo tan importante que nada, a su lado, interesaba lo más mínimo.

      Amanecía ya cuando el camión, con su macabra carga, llegó a las afueras de Boston. Antes de llegar a la ciudad, torció a la izquierda, siguiendo una carretera secundaria hasta detenerse ante una magnífica villa cuyas puertas se abrieron para dejar paso al vehículo. Este, tras atravesar un extenso jardín, se adentró por una rampa que le llevaba al interior del edificio.

      Una vez en un extenso sótano-garaje en el que estaban estacionados varios coches modernos, se detuvo con un frenazo seco.

      El gigante escapado de Sing-Sing fué el primero que bajó de un ágil salto. Rápidamente, antes que el chófer y el profesor descendiesen, lanzó una ojeada a un maravilloso “Cadillac” de color azul, aprendiéndose la matrícula de memoria.

      Estaba dispuesto a no dejar pasar aquella magnífica ocasión y deseaba conocer la identidad del extraño "profesor" que había requerido los servicios de lo mas bajo de la hez neoyorquina. Aquella matrícula, del Estado de New York, facilitaría, dentro de poco, un “chantage” que el enorme Kid era capaz de llevar a buen término.

       El “profesor”' había descendido del baquet y acercándose a la parte posterior del vehículo esperó que los seis hombres hubiesen bajado.

      Llevaba un gabán de color grisáceo y un sombrero de alas muy anchas. Pero, además, y cubriéndole el rostro completamente, se había colocado una especie de antifaz negro con dos agujeros a través de los cuales brillaban intensamente unos ojos dementes.

      - ¡Descargad deprisa! -ordenó. Luego, volviéndose al chófer-. Cuando hayan acabado 

vienes a mi despacho para darte el dinero. No olvides de darles algo que beber en el hall de abajo.

      - Bien, señor.

      Kid empezó a trabajar con el mayor entasiasmo del mundo. Estaba íntimamente contento de haber sabido aprovecharse de algunos minutos, ya que el chófer, una vez desapareció el “profesor”, cubrió rápidamente con unas lonas, los cuatro vehículos que estaban en el garaje, mientras los otros empezaban a descargar los cadáveres.

      “Si tu amo -pensó Kid -supiese lo que va a costarle, tu olvido de cubrir los coches, antes de nuestra llegada, te arrancaría los ojos. Muy pronto sabré, por la matrícula, a quién pertenece ese hermoso “Cadillac” de color azul y entonces los billetes de a mil empezaran a venir a mis manos a montones”.

      Una media hora más tarde, los cadáveres habían quedado instalados en una enorme cámara “frigidaire” que ocupaba una dilatada estancia de los sótanos de la villa. Luego, y precedidos siempre por el conductor, los seis bandidos fueron conducidos a una pequeña habitación coqueta, lujosamente amueblada y con una mesa central en la que estaban dispuestas una serie de botellas de las mejores marcas de whisky.

      - ¡Al ataque, amigos -gritó jubilosamente Kid. Y tornándose al chófer-: ¡Date prisa, tú! mis amigos y yo estamos deseando ver el color de los billetes.

      - En seguida los tendréis.

      El chófer salió de la estancia dirigiéndose hacia una escalera estrecha que le condujo a la planta primera de la casa. Allí, siguió un pasillo ricamente alfombrado, hasta detenerse ante una puerta en el que letrero en letras negras anunciaba a qué estaba destinada.

“LABORATORIO”

      Llamó suavemente y momentos mas tarde, la figura aún enmascarada del “profesor” apareció en el umbral.

      - ¿Todo terminado? -inquirió.

      - Sí, señor.

      - ¡Ahora ya puedes llamarme “profesor”, estúpido!

      - Si, profesor.

      - ¿Dónde estén esos hombres?

      - En el hall de abajo, tal y como usted me ordenó, profesor.

      - ¿Has cerrado la puerta?

      - Si, profesor.

      - ¿Hiciste con las ventanas lo que te dije ayer?

      - Sí, profesor.

      - Esta bien. Sígueme.

      El chófer entró en el laboratorio. Este ocupaba una estancia de dimensiones descomunales en la que la enorme cantidad de aparatos, muchos de ellos de tamaño colosal, no parecían ocupar demasiado espacio. Después de atravesarlo a todo lo largo, el profesor y su ayudante se detuvieron junto a una mesa, sobre la que se veía una pantalla plateada.

      E! enmascarado manejó una serie de mandos e instantes más tarde, la pantalla se iluminó, dejando ver la escena que se estaba desarrollando en la lujosa estancia en la que estaban los bandidos. En seguida, la voz potente de Kid llegó hasta el laboratorio.

      - “Os digo que este pájaro debe ser un pez gordo en New York. Si fuerais de mi categoría, os metería en un asunto que pienso hacer en cuanto lleguemos a la ciudad. Necesito una banda bien organizada y vosotros, a pesar de vuestro miedo, no sois unos malos muchachos...”

      Los otros le miraban con atención. El whisky había puesto un brillo peligroso en las pupilas de aquellos asesinos.

      - ¡Suelta lo que quieras y déjate de historias! -protestó uno de ellos.

      - Es muy claro. Ya sabéis el castigo que tienen los profanadores de tumbas. Por muy alta que sea la posición que uno ocupe en la sociedad, si los del I.C. (1) se enteran, la silla eléctrica se prepara en seguida -hizo una pausa durante la cual se bebió de un trago el vaso que uno de los compinches le alargó-. Este enmascarado anda metido en unos asuntos que pueden facilitarnos un buen montón de dólares y... otras cosas.

(1) Investigation Center.

      - Todo eso esta muy bien -intervino el que había protestado antes-. Pero, ¿cuál es tu plan? ¿Cómo saber quién es el enmascarado?... -lanzó una mirada en derredor como buscando apoyo en los otros-. Dentro de unos minutos tendremos la "pasta" y harán lo mismo que cuando vinimos aquí. Nos meterán en el camión, después de vendarnos los ojos y nos irán dejando, en lugares distintos, cada uno con su parte...

      - ¡No seas idiota! -en los ojos de Kid brillaba una luz de triunfo-. ¡El que quiera reírse de Kid Keller esta loco! -luego, bajando la voz-. Recordaréis que yo fuí el primero que bajé del camión al llegar a esta “choza”. En el garaje que hay abajo, donde paramos, vi unos coches imponentes, sobre todo un “Cadillac” pintado en azul. ¡Una verdadera preciosidad, último modelo!... -hizo una pausa para causar un mayor efecto. Luego golpeándose ruidosamente con los dedos en la frente estrecha-. ¡El número de la matrícula de ese “Cadillac” está aquí dentro y os aseguro que la memoria de Kid Keller es buena! El idiota del chófer, se dió prisa para echar una lona por encima de los coches. Pero, Kid ya sabía bastante.

      - ¡Es formidable! -lanzó el protestón, animado por los revelaciones del otro.

      El profesor se volvió al chófer. Este había palidecido como un muerto, como uno de aquellos que reposaban en el frigorífico del sótano.

      - ¡Imbécil! -rugió el enmascarado-. Da el gas.

      Mientras el ayudante obedecía, el profesor, con una sonrisa que no era visible por la máscara, contempló, divertido, la escena que se estaba desarrollando entre los bandidos.

      De repente, uno tras otro, se llevaron las manos a la garganta, como si la respiración les faltase. Los ojos se desorbitaran y, uno a uno, fueron desplomándose en el suelo. El último en caer,  fué Kid Keller.

      El profesar apagó la pantalla. Luego, volviéndose hacia el ayudante.

      - Deja el gas dos minutos más. Después, aireas el hall y llevas los cadáveres de esos canallas junto a los otros... -bostezó-.  YO voy a descansar un poco.

 CAPITULO PRIMERO

       Mister Alvin W. Gorman se desperezó glotonamente antes de decicirse a largar la mano para apoderarse de la bata. El sol, en aquella radiante primavera del 2200, penetraba por el cristal tamizado de sus ventanales, bañando de una luz azulada la amplia alcoba.

Cuando, finalmente, después de gustar de la mañana delicioso que debía hacer en el exterior, como el “gourmet” que degusta, por anticipado los sabrosos platos que se alinean en la “carta”, míster Alvin W. Gorman se apoderó definitivamente de su bata de seda, saltando después ágilmente del lecho con la sana alegría que proporciona un sueño profundo y un reposo prolongado.

      De alta estatura, sus dorados cabellos ofrecían plateadas parcelas en las que el color original parecía irse metamorfoseándose lentamente en lo que finalmente sería el que pusiese sobre su cabeza la aureola de la vejez. De cuerpo elástico, muscular, primordialmente deportivo, Alvin era y representaba el logro perfecto de lo que ya podía llamarse, sin temor o dudas, la “raza estadounidense”.

      Durante muchos siglos y hasta finales del XX, los Estados Unidos de América recibieron, además de la amalgama racial de sus orígenes, la savia de todos los países del mundo. Pero en el comienzo del XXI, y a partir de aquel momento, después de la Tercera Guerra Mundial, los americanos de los “States” se habían modificado profundamente hasta llegar a una fase actual en la que podían diferenciarse, casi a simple vista, de los otras razas que poblaban la Tierra.

      Tras lanzar una rápida ojeada a través de los ventanales, al dilatado jardín que rodeaba totalmente su villa, míster Alvin W. Gorman se dirigió a la sala de baños en la que penetró por la puerta que se abrió, silenciosamente a su llegada.

      Momentos mas tarde, ya desnudo, oprimió un botón y, al tiempo que una luz rojiza iluminaba la estancia, un chorro de rayos ultravioleta surcaba el espacio "duchando", de una manera invisible, el fornido cuerpo del americano.

      Una vez que el tiempo reglamentario hubo pasado, la luz rojiza desapareció y el hombre se levantó para ir a sentarse -antes lo había hecho sobre una alfombra- a un extraño sillón.

      Detrás de aquel extraño asiento, unas manos, cuatro en total, automáticas, se pusieron en movimiento cuando el pie derecho de Alvin oprimió un botón que había en el suelo.

      Un científico e intenso masaje empezó entonces. Las manos, obedientes al método inscrito en su mecanismo electrónico, seguían los movimientos “aprendidos”, de una forma perfecta. Alvin sentía que su circulación sanguínea se aceleraba, al tiempo que una sensación de bienestar lo invadía por todas partes.

      Media hora mas tarde, míster Alvin W. Gorman, correctamente vestido, atravesaba el pasillo que separaba sus habitaciones particulares del resto de la mansión. Otra puerta volvió a abrirse silenciosamente ante él, ofreciéndole el agradable aspecto de un living maravillosamente convertido en comedor.

      La mesa, diminuta, en el centro de la estancia, estaba     siendo servida por su criado japonés Sakuma. Frente al asiento que él ocuparía, dentro de breves instantes, el aparato de televisión ofrecía su aspecto de brillantes líneas aeroodinámicas.

      - Buenos días, señor.

      - Buenos días, Sakuma.

      - ¿Qué le interesa hoy al señor? -el oriental había hecho un gesto vago hacia la T. V.

      - Ponme Caracas. Aunque estaré allí dentro de muy poco, deseo ver cómo van los preparativos -una pausa mientras el criado encendía el aparato. Luego, entre tanto las líneas oblicuas corrían por la pantalla-. ¿Ha tenido alguna carta?

      Sakuma miró a su amo.

      - Se me olvidó, señor. Hay un paquete y recuerdo que el hombre que me lo entregó me dijo que no se me olvidase de dárselo al señor antes de que marchase. ¡Perdóneme, señor!

      - ¡No es nada, Sakuma! Será alguna cosa sin importancia. Haz el favor de dármelo después del desayuno. ¿Has preparado las maletas?

      - Ya están en el helicóptero, señor.

      Olvidando la presencia del criado y hasta otra cosa que no fuese el acto mecánico de llevarse los alimentos a la boca, Alvin W. Gorman siguió, con una curiosidad creciente, las imágenes que iban desfilando en la pantalla de su aparato. Las escenas tomadas representaban el maravilloso edificio en el que habían de reunirse los delegados de los Estados americanos para discutir el Cuarto Plan Agrario del Nuevo Continente.

      Desde el 2165, los Estados americanos habían empezado a poner en marcha un gigantesco plan económico para poder desarrollarse frente a Europa, cuyo desarrollo llegaba entonces al cenit. Habiéndose librado de los efectos directos de la Tercera Guerra Mundial, cuyo peso cayó únicamente sobre los Estados Unidos. América deseaba poder levantar una economía que andaba bastante atrasada.

      Míster Alvin W. Gorman era el delegado de su país en la Conferencia de los Estados americanos y al contemplar el edificio en el que se desarrollarían las conversaciones que habrían de poner en pie la potencia del Nuevo Continente.

      Alvin se consideraba completamente satisfecho. En aquel momento, mientras saboreaba las deliciosas cosas que le había preparado Sakuma, después de la “ducha” vivificante de rayos ultravioleta, del masaje de su máquina, sentíase dispuesto a discutir todo lo discutible, menos algo sobre el magnífico día que se filtraba a través de los cristales tamizadores de su living.

      Cerró el aparato de televisión sin hacer mucho caso a las palabras del locutor que iba narrando las interioridades del edificio americano de Caracas. El desayuno había sido excelente y Alvin se dispuso a tomar su helicóptero para trasladarse al avión que le llevaría a Venezuela

      - El paquete de que le hablé, señor.

      - ¡Lo había olvidado!

      Alvin cogió en su mano el pequeño envoltorio y acercándose o una de las mesitas auxiliares se apoderó de un abridor de marfil, ricamente adornado, cortando el papel pegado de aquella especie de monumental sobre.

      En el interior había, solamente, dos sobre más. Uno pequeño y de color crema, llevaba su dirección como en el exterior, Otro, mucho más grande y abultado, de color blanco, no llevaba palabra alguna escrita.

      Abrió el pequeño, sacando de su interior una cuartilla escrita a máquina. Acercándose a uno de los ventanales, dejóse caer sobre un cómodo sillón para poder leer más a gusto el contenido de aquello misiva.

“Míster A. W. Gorman.

New York.

Alguien, cuya identidad no puedo revelarle, me ha entregado el sobre blanco      adjunto para que sea leído por usted, en el Pleno de la reunión que se    celebrará hoy en el Palacio Americano de Caracas, antes de las conversaciones generales. Su contenido es de tal importancia que le está vedado y prohibido abrirlo antes de encontrarse en Venezuela y estar dispuesto a leerlo ante los asistentes a la Conferencia. Resulta obvio advertirle que, si por una intolerable y absurda locura suya, no cumpliese o faltase algo a lo que se le ordena, su vida acabaría en este mismo día.”

      Nada más. Ni una firma, ni la menor referencia, ni nada, en fin, que constituyese la menor orientación para el cerebro del delegado Gorman que amenazaba lanzarse a una fatal ebullición.

      ¡Se había terminado la tranquilidad primaveral, el estado perfecto y los efectos de la ducha de rayos ultravioletas y el masaje mecánico! Todo, en el horizonte, parecía haberse ennegrecido repentinamente como suele ocurrir en las temidas e inesperadas tormentas tropicales.

      Alvin encendió un cigarrillo, el primero de la mañana y, también por primera vez, olvidó todos los asuntos que cinco minutos antes absorbían totalmente su imaginación.

      Había dejado el sobre blanco sobre una mesita, junto al sillón y ahora, con los ojos muy abiertos, miraba hacia él, con una intensidad que explicaba su deseo de haber podido ver lo que contenía a través del papel. Porque, en forma alguna, Alvin estaba dispuesto a abrir aquel sobre por todo el oro del mundo. Seguiría, una a una, las instrucciones de la carta, ya que, cuando fuese a leerlo en la Conferencia, tiempo tendría para percatarse si se trataba únicamente de una broma pesada.

      - ¡Mi cartera, Sakuma!

      Los ojos oblícuos del japonés parecieron cerrarse aún más, hasta adquirir el tamaño de dos largas fisuras en cuyo fondo las pupilos brillaban extrañamente.

      - Aquí está, señor.

      - Gracias. No dejes entrar en casa a nadie. ¿Me entiendes? A nadie absolutamente. Si alguien pregunta por mí, con deseos de verme, le dices que no cuente hacerlo antes de un par de semanas...

      - Perfectamente, señor.

      Alvin subió a la azotea. Su magnífico helicóptero, de un último modelo, le hizo lanzar el primer suspiro de satisfacción desde que había recibido aquella maldita carta. Luego de suspirar, encogióse de hombros y montando al aparato, despegó verticalmente, perdiéndose muy pronto detrás de los altos edificios vecinos.

      No podía huir de la idea que le perseguía como una alucinante obsesión, y que se introducía en su mente, pese a que él desease pensar en otra cosa cualquiera.

      ¿Qué contendría aquel sobre?

      Si se trataba de una broma, demasiado pesada y estúpida para consentirlo, denunciarla inmediatamente el caso al I.C., y si se trataba de una amenaza de algún grupo político contrario, haría lo mismo. Pero, a pesar de que intentaba restar importancia a todo aquello, los términos autoritarios en que estaba concebida la misiva a él dirigida, le causaba una sensación penible. Como si intuyese que algo extraño y terrible se acababa de cruzar en su vida por mandato o capricho del destino.

      Aceleró al máximo al tiempo que lanzaba una ojeada al cronómetro de a bordo. Faltaba muy poco para que el colosal transporte que se dirigía hacia Sudamérica pasase sobre el terreno de la ciudad.

      En efecto, pocos minutos después, una masa enorme apareció en el cielo. El avión, impelido por ocho turbinas atómicas, que le proporcionaban una velocidad de crucero de diez mil millas por hora, se movía, en aquellos momentos, a una velocidad muy reducida.

      Alvin siguió acelerando. Al mismo tiempo oprimió el botón del televisófono.

      - Aquí, el delegado de los Estados Unidos. Voy a embarcar.

      - Puede hacerlo -fué la lacónica respuesta.

      La masa monumental del avión parecía haberse detenido en el espacio. El helicóptero que manejaba el americano se acercó velozmente a aquella especie de ciudad volante que semejaba estar suspendida en el vacío.

      Media cerca de trescientos metros de larga y sus alas, en delta, le hacían parecer a una nave que acabase de llegar de un lejano planeta. Lo que más podía extrañar era la inmovilidad casi absoluta de aquel coloso de los aires. Pero, en realidad, aquel fantástico transatlántico del cielo, se estaba apoyando, con la fuerza, matemáticamente calculada, de sus ocho turbinas atómicas, sobre el suelo de las afueras de la ciudad.

      La gente del 2.200 estaba acostumbrada a aquel maravilloso espectáculo y, fijándose bien, cualquier espectador hubiese podido ver el polvo que, sobre el suelo, levantaba la acción de los invisibles chorros de energía que brotaban de las turbinas atómicas.

      El helicóptero ascendió a mayor altura que el avión, dejándose caer luego, suavemente, sobre él. En el preciso instante en que parecía ir a tocar el gigantesco fuselaje, dos enormes compuertas se abrieron en la parte superior del aparato, descubriendo una entrada por la que desapareció, en breves segundos, el helicóptero.

      Luego, con un rugido formidable, que no hubiesen podido imitar un millar de los antiguos aviones a reacción del siglo XX, el aparato surco el espacio a la velocidad formidable de que era capaz, perdiéndose, en una ridícula fracción de tiempo, en la inmensidad azul del cielo.

      En el interior del aparato, después de haber abandonado su helicóptero a las manos de los mecánicos que lo llevarían a su hangar correspondiente, Alvin descendió en el ascensor al pabellón de los viajeros ilustres; una especie de clase de superlujo, destinada a los diplomáticos y a las grandes figuras del mundo.

      El pabellón se encontraba totalmente en la proa del aparato y exactamente debajo de la cabina de los pilotos. De cerca de treinta metros de lado, la estancia en la que se introdujo, estaba dotada de todas las comodidades imaginables. Nada faltaba al gusto refinado y a las necesidades de los prohombres que allí viajaban.

      Una pista en el centro, servía para bailar, como entonces lo hacían algunas parejas a los sones de una orquesta que estaba medio oculto dentro de una especie de gigantesca corola de material traslúcido. La melodía, guiada y vertida por un nuevo sistema acústico, parecía desplomarse, como una lluvia invisible, de los adornos cubistas del techo.

      Un uniformado negro, con las insignias de los Servicios Internacionales, que realizaban aquellos gigantescos “Space”, se acercó al estadounidense.

      - ¿Míster Gorman?

      - Soy yo.

      - Míster Prederville desea hablar con usted.

      - ¿Prederville? -inquirió gozosamente- ¿Dónde está?

      - En el bar de la cuarta planta, señor. Acompáñeme.

      El ascensor les dejó, después de ascender y correr a lo largo de un túnel que seguía la dirección del eje del avión, en el sitio a que se había referido el negro.

      Una estancia relativamente pequeña con un bar, servido por otro negro y unos sillones junto al muro transparente, a través del cual se veían correr las nubes, en una especie de mar de una blancura maravillosa.

      - ¡Alvin!

      - ¡Lucien!

      El neoyorkino se lanzó a los brazos que le abría su amigo.

      - ¡Qué sorpresa más agradable! -exclamó Gorman-. No creía que tomases el “Space” de esta mañana. Te aseguro que te creía ya en Caracas. Tienes una fama de puntual exagerado.

      El otro dejó oír una risita breve.

      - ¡N0 exageres, Alvin! -y luego de lanzarle una mirada de arriba a abajo-. ¿Sabes que te mantienes maravillosamente bien? ¡Si cada vez que te veo, me pareces más joven!

      - No seas adulador. Por otra parte, yo te encuentro también estupendamente aunque ya sabes mi secreto. Soltería a todo trance.

      - ¿Quieres tomar algo? -cortó el otro.

      - ¡Encantado!

      Los vasos de whisky fueron rápidamente vaciados. Luego, tras encender sendos cigarrillos.

      - Me alegré mucho al oír tu nombre en los altavoces anunciando tu llegada. A pesar de que el viaje es corto, te aseguro que ya empezaba a aburrirme.

      Alvin notó un gesto de cansancio en el rostro de su amigo.

      - ¿Te ocurre algo, Lucien?

      - Nada concreto. Ya sabes que las preocupaciones no faltan nunca. Deseo que terminemos cuanto antes la Conferencia. Juro que me tomaré unas vacaciones en cualquier parte aislada del mundo...

      - ¡Excelente! Es posible, si no os molesto, que vaya con vosotros. Yo también empiezo a estar cansado de New York. ¡Cuenta conmigo!

      Eran palabras, palabras vanas y vacías como frutos podridos. En realidad, Alvin se había percatado en el aire ausente de su amigo. El, por su parte, se vió repentinamente asaltado por las ideas que se despertaban en su mente cada vez que pensaba en el sobre blanco.

      La llegado a Caracas les dejó un espacio para ocuparse de mil asuntos, y las sonrisas tornaron a aparecer en sus rostros.

      Salieron del “Space” de la misma forma que habían entrado. El coloso se detuvo cerca de la ciudad y los helicópteros salieron de él, alejándose hacia los altos rascacielos que se veían por doquier.

 * * *

       La sala de las Conferencias, en el inmenso Palacio americano de Caracas, estaba repleta.  Fuera del recinto destinado a los delegados, los periodistas y el personal que servía a las cámaras televisoras, además del numeroso público asistente, ocupaba totalmente el desmesurado salón de actos.

      La lengua obligatoria era el castellano. Así había sido establecido, desde el principio, señalando que las Conferencias que se desarrollasen  en América Latina, lo harían en la lengua de Cervantes, mientras que aquellas que se hiciesen en territorio estadounidense, sería en inglés.

      La espectación era extraordinaria. Se esperaban grandes resultados de aquella reunión; resultados que, sobre todo, se iban a traducir por una pronta subida de la moneda generalizada en todo el Nuevo Continente, lo que significaría un mayor poder adquisitivo de las materias europeas y un mayor beneficio general.

      Costó mucho establecer el silencio y cuando el presidente, que naturalmente era el delegado de Venezuela, consiguió reducir y anular el entusiasmo del gentío, levantóse solemnemente.

      - Abro esta IV Conferencia panamericana, en  la que se tratará de poner en marcha el Cuarto Plan Agrario para el Nuevo Continente. ¡Que Dios ilumine a los delegados para que logren una mayor eficacia y una completa unanimidad, en los planes que traen a este magno Congreso!

      Una ovación estruendosa coronó las palabras del presidente. Este, después de agradecer, con un vivo gesto de ambas manos, aquella muestra de pública simpatía, acercó, de nuevo, su boca a los micrófonos. 

      - Queda abierta la fase de preguntas previas. Para aquellos delegados que necesiten datos estadísticos sobre los temas a tratar, hemos preparado una colección de micro-films a su disposición. Igualmente, para aquellos delegados que tengan menester de hacer cálculos sobre algunas de las materias, tenemos, a su disposición, un cerebro electrónico para facilitarles la tarea. Los delegados que deseen plantear alguna cuestión previa, pueden indicarlo.

      Sobre el inmenso mapa de América, que dominaba el lado derecho del salón, con más de treinta metros de alto, una serie de luces se fueron encendiendo en los puntos que señalaban la situación de los capitales de los Estados.

      Wásington... Otawa... Méjico... Buenos Aires...

      El presidente sonrió complacido, seguidamente.

      - La primera petición es la del delegado de Wáshington. Míster Gorman tiene la palabra.

      Alvin, apretando la cartera bajo el brozo y temblando, se dirigió hacia la tribuna, en la que le correspondía hablar. Su nerviosidad fué aumentando a medida que la distancia que le separaba de la tribuna disminuía. Finalmente, cuando apoyó la mano izquierda en el petril almohadillado de la tribuna, hubo de hacerlo con fuerza para evitar que su cuerpo, que le abandonaba definitivamente, se desplomase sin fuerza. 

      Luego, con movimientos pausados, abrió la cartera sacando del interior el voluminoso sobre blanco. Antes de hablar lo desgarró, apoderándose del pliego de grueso papel que había dentro. Sin embargo, no osó lanzar una primera ojeada, como se lo había prometido. Un temor supersticioso se lo impedía.

      - Señores delegados -empezó diciendo con voz trémula-. Momentos antes de salir de mi domicilio, he recibido una misiva amenazadora para que leyese el documento que tengo en lo mano. Pido perdón, antes de iniciar su lectura esperando de todos ustedes que comprendan lo doloroso de mi situación.

      El silencio se hizo completo.

      - “Nosotros hemos llegado a la tierra. No importa ahora explicar de qué lejano mundo venimos ni quiénes somos. Ahora bien, desde nuestra llegada, hemos podido convencernos plenamente de que vuestra civilización humana es inferior a la nuestra. Esta gran verdad, nos obliga moralmente a regiros en lo futuro. Por lo tanto, ordenamos:

      “Primero.- En esta Asamblea y antes de discutir de los temas que la han provocado, se votará, plenamente, la sumisión a nuestros poderes de todos los países de América.

      “Segundo.- Igualmente, se ordenará la inmediata desmovilización de las Fuerzas Armadas de todos los Estados Americanos, que deberá estar acabada dentro de los próximos diez días.

      “Tercero.- En esa fecha, la Asamblea se reunirá de nuevo para recibir nuevas órdenes destinadas a pasar los poderes ejecutivos a las nuevas Autoridades.

      “Cuarto.- Si alguna de estas medidas no se realizasen con la premura con que se ordenan, esta misma Asamblea sufrirá, HOY MISMO, las consecuencias.

      Levantó los ojos y profundamente aterrado lanzó una mirada de súplica a los que acababan de oírle. Luego, con voz pausada y mientras doblaba el documento que acababa de leer.

      - Eso es todo -dijo.

      Un rumor formidable, la suma de todos los comentarios que acudían a los labios de los presentes, fué finalmente dominado por la insistencia del presidente.

      - ¿Qué clase de estúpida broma es ésta? -inquirió el presidente, una vez se vió restablecido el silencio.

      Antes de que Alvin pudiese contestar, los delegados de Canadá, Argentina y Méjico se habían puesto en pie. Los tres blandían sendos sobres blancos idénticos al que había abierto el delegado de los Estados Unidos.

      Pronto se logró aclarar todo aquello. Los delegados que se levantaron, mostrando los sobres, leyeron el contenido, uno tras otro, comprobándose que eran completamente exactos al leído en primer término.

      - Señores -la voz del presidente tronaba con un claro tono de cólera mal contenida-. Hemos perdido demasiado tiempo con esta broma de mal gusto, cuyo responsable será, a su justo tiempo, castigado como merece. Es hora que nos preocupemos de los serios motivos de la Asamblea. Por lo tanto, cedo la palabra al Señor Pulicci, delegado del Estado argentino, para que nos informe de los últimos ensayos de siembra masiva realizados en su país.

      Ernesto Pulicci subió a la tribuna. Después de sacar de su voluminosa cartera la documentación que le iba a servir para exponer su tesis, carraspeó sonoramente, disponiéndose a empezar su disertación.

 En aquel preciso instante ocurrió lo inesperado.

      Una serie de alaridos horribles se levantaron desde muchos puntos de la enorme sala. El escándalo que siguió fué formidable.

      Fuerzas de la policía venezolana se precipitaron hacia los lugares de los que habían brotado los gritos. Los hombres que los habían lanzado, se cubrían el rostro con las manos mientras proseguían lamentándose de una manera espantosa.

      Cuando uno de los policías consiguió separar los manos de unos de ellos, el espectáculo que se ofreció a él era espeluznante.

      ¡Aquel desgraciado tenía el rostro comido por una extraña lepra!

      Trozos de carne, pestilente, le colgaban de la cara. Parecía como si un monstruoso ser invisible le estuviese devorando el rostro. A través de los orificios, los huesos eran visibles y aquello daba a la cara de aquel desdichado el repugnante aspecto de un hombre atacado por la lepra. Además, uno de los ojos se había consumido por completo y la cuenca vacía hizo lanzar un grito de horror al policía.

 

 CAPITULO SEGUNDO

       Los cadáveres estaban dispuestos sobre las frías mesas de mármol, todo a lo largo de

la sala de autopsias del Hospital General de Caracas. Un fuerte cordón de policía vigilaba los alrededores del centro sanitario, así como la mayoría de los edificios oficiales de la capital venezolana.

      El Gobierno había dictado el estado de alarma y los tanques, así como los helicópteros de las Fuerzas Armadas, patrullaban incesantemente por todo el territorio nacional. De la misma manera, en todos los Estados americanos, las precauciones habían sido tomadas de forma semejante ante aquel peligro desconocido que, por precaución elemental, no se había hecho aún público.

      Una comisión de profesores norteamericanos había sido requerida de urgencia y había llegado a Caracas en el día mismo en que se había producido el extraño fenómeno. Todos ellos, acompañados por los miembros más destacados del "Investigation Center" de Washington, se concentraron en la sala de autopsias del Hospital General para realizar una investigación a fondo de lo ocurrido.

      Los muertos se elevaban a ciento cincuenta; es decir, la totalidad de los atacados por aquel extraño mal, ya que ninguno de ellos había sobrevivido a las espantosas lesiones que sufrieron. Todos ellos estaban extendidos sobre las blancas mesas de mármol, esperando que los sabios les estudiasen con la idea de oponer en claro aquel misterioso asunto.

      Nadie de los que habían asistido a la Asamblea en el Palacio Americano, dudaban de la relación que podía existir entre el mensaje amenazador que se había leído y la muerte de aquellos desgraciados. Pero las autoridades habían ordenado que, por el momento, no se hiciese comentario alguno sobre ello, haciendo responsable a todo aquel que se dejase llevar por el miedo y comunicase a alguien lo sucedido.

      Las drásticas medidas tomadas, se justificaron por una cosa inexistente para complacer la curiosidad de las gentes que recibieron el engaño de manera correcta, sin poder adivinar lo que, en realidad, ocurría.

      Todos los observatorios de! Nuevo Continente se lanzaron a investigar el espacio, con la esperanza de descubrir algo que estuviese de acuerdo con la llegada o la tierra de algunos seres del Cosmos. El texto de los mensajes fué analizado a “outrance” por los especialistas que no sacaron, finalmente, nada en limpio, salvo que tanto el papel como la tinta de la máquina y ésta mismo, que habían servido para redactar el documento, parecían pertenecer a las fabricadas en el Planeta.

      Ninguna sustancia química desconocida fué descubierta en aquellos trozos de vulgar papel y hubo que rendirse a la evidencia de los reactivos utilizados en los análisis y que parecían demostrar que si los misteriosos habitantes de otro Planeta habían llegado a la tierra, poseían ya máquinas de escribir y papel humanos.

      Joseph T. Willey, el director del I. C., el organismo policíaco más potente del mundo, seguía mansamente al grupo de sabios que discutían ante los cadáveres de las víctimas de Caracas.

      Mientras, de un oído distraído, iba escuchando los raros y técnicos propósitos de los sabios, Willie intentaba construir algo sólido en su mente acerca de lo que ya sabía había acontecido. La posibilidad que se tratase, en efecto, de un ataque de seres de otros Planetas, no le escapaba. Pero, hombre acostumbrado a luchar contra misterios puramente terrícolas, el jefe del I. C. no quería dejarse llevar por una primera impresión que era, en realidad, la que ganaba los espíritus a una mayor velocidad.

      Robert Hastings, una de las más grandes notabilidades en el campo de la Biología, explicaba en aquellos instantes, sus puntos de vista. La autoridad del sabio estadounidense, hizo que WiIly prestase atención.

      - Lo más curioso de todo -decía el sabio- es que solamente algo más que un centenar de personas, entre los dos millares de asistentes a la Asamblea, haya sido atacado por este mal. A primera vista y pensando en la especial característica de todo esto, podíamos pensar en una nueva enfermedad desconocida hasta ahora y que hubiese sido provocada por esos seres de que nos hablaba el documento. Ahora bien; si esos individuos lanzaron los gérmenes en la Asamblea, por un procedimiento que no nos es, por ahora, conocido, lo que no se explica es que, dada la enorme virulencia de dichos gérmenes, el número de los atacados haya sido tan poco elevado en relación con la cantidad de seres humanos que había en el Palacio americano.

      La cuestión estaba maravillosamente presentada. El agudo profesor había puesto los dedos sobre la llaga. Eso era indudable, al menos para Willey. Además, las palabras del sabio habían tenido el poder de plantear lo que para él era el nudo gordiano del asunto:

      ¿Cómo se habían lanzado los extraños microbios en el interior de la Asamblea?

      Aquella pregunta no se podía contestar más que de dos maneras: O bien, algún cómplice humano lo había hecho, ordenado por los extraños seres. O, de otro modo, los mismos seres lo habían hecho. En tal caso, los pobladores del otro Planeta eran iguales a los de la Tierra o eran invisibles.

      Willey se frotó enérgicamente la barbilla. En toda su larga carrera contra la criminalidad científica de los tiempos modernos, no se había encontrado con algo semejante. Porque, a pesar de las palabras que estaba oyendo, no podía llegar a creer que aquel ataque lo hubiesen realizado otras criaturas que las humanos que, en último caso, bien podían estar aliadas a poderes extraños del Planeta.

      El poder corrosivo y altamente destructor de los “gérmenes” -había que llamarlos de alguna manera- lanzados en el Salón de Actos del Palacio Americano de Caracas, era enorme. Los cadáveres de las víctimas, apenas diez horas después de la ocurrido, ofrecían un aspecto en el que la repugnancia era imposible evitar. Sus cuerpos parecían haber sida devorados por una plaga de la terrible “marabunta”, de las que habían asolado la parte interior del país en siglos pasados.

      El esqueleto, con algunas muestras de tendones que aun no habían sido consumidas, presentaba un desnudo órgano espeluznante.

      Willey prestó oído. El profesar Clark, que había realizado el estudio microscópico de los pocos trozos de carne que logró hallar en los cuerpos de las víctimas, se disponía a informar a sus colegas.

      - No he encontrado nada que pueda demostrar la existencia de un microbio o de cualquier otra sustancia viva de carácter patógeno. Los tejidos destrozados están libres de la presencia de microorganismos y, esto es lo sorprendente. ¡La carne no se ha descompuesto! Ninguna bacteria de las que comúnmente ataca a los cadáveres, contribuyendo poderosamente a su descomposición, ha sido encontrada en los atacados por el misterioso mal que nos preocupa. Parece ser como si algo extraño protegiese esa carne o, quizás sea ésta la verdad, los desconocidos “gérmenes” de esta especie de lepra, destrocen a los otros microorganismos de una manera absoluta.

      Willey se percataba, a través de todos aquellas disquisiciones, de que algo nuevo se había colocado sobre el tapete de juego en el que se desarrollaba comúnmente su trabajo. Unas nuevas cartas -todos ases- con los que jugaba el enemigo, mucho más potente que cualquiera contra los que había luchado en el pasado. Un contrario que “hilaba muy fino”...

      Nada mas podía aprender allí. Así, se dispuso a regresar a Washington y cuanto estuvo, una hora después, sentado en su despacho, un documento, sobre su mesa, le esperaba.

            Top Secret.

            De Departamento de Estado a Jefe Investigation Center.

            Carta blanca trabajos investigación para descubrimiento nueva agresión estados americanos. Urge conocer procedencia ataque y medios para combatirlo. Seguridad Estados Unidos en peligro.

           Firmado: Presidente de los Estados Unidos de América.

       ¡A la lucha! La orden de ataque había sido dada y Willey no era hombre de no recoger el guante lanzado. Que fuesen seres de otro Planeta o alguna poderosa organización criminal, dotada de todos los adelantos de una ciencia que escapaba a los poderes de lo oficial, eran igual. El I. C., como siempre, cumpliría con su deber.

      - ¡Póngame con personal!

      Momentos mas tarde, sobre la pantalla del fonotelevisor, el rostro conocido del jefe de personal aparecía, sonriente como siempre.

      - ¿Qué hay, señor Willey?

      - ¡Hola, Jimmy! ¿Se puede saber dónde está Baker?

      - Un momento, por favor.

      La figura de Jimmy desapareció, durante unos cortos instantes. El jefe del I. C. contempló, con mirada distraída, los ficheros que aparecían en la pantalla.

      - ¡Ya lo tengo, jefe!

      - Está bien. ¿Dónde está?

      - Tiene una suerte loca. En Florida con su ayudante.

      - ¡Ah! ¿Paul esta con él?

      - Siempre están juntos, señor. Son una pareja de pillos inseparables.

      - Envíe un cable urgente a Baker. Necesito que se presente mañana mismo aquí, en mi despacho.

      - ¿Nada para su ayudante, señor?

      - ¿No ha dicho usted que son inseparables? -rió Willey.

 * * *

       - Yo, jefe, con su permiso, me decido por la rubia.

      Owen Baker sonrió. Luego con un movimiento perezoso de su fuerte cuerpo, se dió la vuelta, boca arriba, para que el sol dejase de castigar su espalda que tenía ya un color acaramelado oscuro.

      - Puede que tengas razón, Secy. La rubia no está mal como estructura.

      Paul Secy imitó a su jefe adoptando una postura semejante a la suya. Pero, en realidad, su piel blanca y manchado de rosas marcas, no había sufrido el menor esfuerzo solar. Quizá, sobre sus hombros, las peladas y rojas regiones, que tanto le molestaban, era la única cosa que había logrado en aquella helioteropia intensa.

      - Debe usted decidirse en seguida, jefe protestó no sin cierta vehemencia -. La morena que escogió usted, en principio, tampoco es un fracaso de criatura, se lo aseguro.

      Owen se frotó la barbilla.

      - No sé, no sé. Descubro ahora en su amiga ciertas cosas en las que no había reparado antes. La elección es difícil, Secy.

      La playa estaba rebosante de gente que, como ellos, no tenía otra cosa que hacer más que pasar, lo mejor posible, unas vacaciones que siempre sabían a poco.

      Un sol espléndido coronaba un cielo de un azul purísimo. La arena estaba sembrada de personas que tomaban plácidamente el sol después del baño matinal. Sobre las pieles de los veraneantes, las huellas solares se hacían cada vez mas intensamente oscuras.

      - Ahora van a bañarse -musitó Paul.

      Baker miró en la dirección que seguía la mirada de su ayudante. Las dos muchachas, en efecto, se acercaban a la orilla.

      - ¡Vamos! -gruñó.

      Corrieron velozmente hacia el mar, lanzándose junto las muchachas que ya se disponían a hacerlo, pero que dudaban, con el pie en el agua, de hacerlo.

      Los dos hombres, al lanzarse en plancha hacia el agua, salpicaron violentamente a las jóvenes.

      - ¡Idiotas! -lanzó una de ellas.

      Luego, con una carcajada, se metieron en el mar, recibida la primera impresión desagradable. Ambas, con un estilo formidable, nadaron mar adentro. Muy pronto y sin haberse dado cuenta, los nadadores estaban junto a ellas.

      - ¡Hola! -saludó Baker.

      Ellas reconocieron a los dos hombres. Pero todo infantil rencor había desaparecido ante la deliciosa sensación que proporcionaba el agua templada.

      - ¡Hola! -gritó la de los cabellos negros.

      Nadaron juntos, mar adentro, hasta las proximidades de un yate que estaba anclado o un par de millas de la costa. Una vez que las dos muchachas llegaron junto al barco, escalaron rápidamente la escalera que estaba tendida a babor.

      - ¡Se nos escapan! -lanzó Paul que nadaba junto a su jefe.

      Owen no contestó. Siguió nadando hasta llegar junto a la escalera del yate. Desde cubierta, las dos jóvenes reían alegremente mirándolos.

      - ¡Ah, del barco! -gritó Baker-. ¡Ah, del barco!

      Al ver que la única contestación que recibía era la risa de las dos amigas, el agente del I.C. tornó a colocarse la mano derecho abierta junto a la boca.

      - ¡Mi amigo se ahoga! -gritó con voz estentórea-. ¡Está completamente agotado!

      Las risas cesaron. La rubia, apoyándose en la borda, se asomó hasta descubrir la cabeza de Owen que emergía junto al buque.

      - ¡Suba a su amigo! -llamó con voz asustada.

      Paul llegaba en aquel momento junto a su jefe.

      - ¿Qué ocurre? -inquirió.

      -  ¡Estás agotado! ¿Es que te has olvidado? La rubia nos invita a subir para impedir que te ahogues.

      - ¡Pero si resista mucho más que usted, jefe! -protestó el otro.

      - ¡No seas idiota! ¿No te das cuenta de que es la única posibilidad de subir a bordo?

      - ¡Está bien! ¿Qué he de hacer?

      - Muy poco. Poner cara de cadáver y respirar fuertemente mientras permaneces con los ojos cerrados. ¿Entendido?

      - ¡O. K.!

      Se acercaron a la escalera y después que Owen hubo subido el primer escalón, su ayudante se dejó coger entre los fuertes brazos de su jefe que se lo echó al hombro como una cosa inútil.

      - ¡Disimula bien! -le aconsejó mientras subían.

      Arriba, las dos jóvenes les esperaban con los ojos muy abiertos. Baker, que podía apenas contener la risa, se compuso un rostro de un hombre cansado de la carga que llevaba sobre sí.

      - ¡Uf! -lanzó, mientras dejaba el cuerpo exánime de su ayudante sobre la cubierta.

      Las muchachas se arrodillaron para contemplar el estado de aquel desdichado que había estado a punto de perecer.

      - ¡Voy a buscar un poco de whisky! -dijo una de ellas-. Entre tanto, puede empezar a hacerle la respiración artificial. ¡Ha debido tragar mucha agua el pobre!.

      Baker inició una respiración artificial capaz de hacer resucitar a un muerto. Su ayudante permanecía con los ojos cerrados, mordiéndose los labios para no dejar escapar la carcajada que le cosquilleaba en la garganta.

      Una hora después, ya completamente "repuesto", Paul, sentado junto a la muchacha de cabellos negros, bebía su onceavo whisky, frente a la pareja que formaban su jefe y la rubia.

      - No sabe cuánto les agradecemos todas sus atenciones -decía Baker-. Sin su ayuda, mi pobre amigo lo hubiese pasado bastante mal. Siempre le he dicho que no abuse de sus pocas fuerzas , pero él quiere hacer deporte a toda regla.

      Paul dirigió una mirada asesina a su jefe. En realidad, era un nadador maravilloso y de una resistencia a toda prueba.

      - No nos hemos presentado aún -siguió diciendo Owen-. Este, el “mediocadáver”, es Paul. Un muchacho bueno y valiente. Yo me llamo Owen.

      La rubia sonrió antes de presentarse,

      - Me llamo Patty -dijo con voz melosa-. Mi amiga es Miryam; Miryam Parker -completó.

      - Este yate es de ustedes. ¿No es verdad? -inquirió Baker.

      - Es de Miryam -repuso la rubia.

      Paul sonrió al tiempo que tosía para llamar la atención de su jefe.

      - Así son las cosas, amigo -dijo con tono de burla.

      La dueña del yate se volvió hacia Secy.

      - ¿Qué quiere usted decir?

      - ¡Oh, nada!

      Comieron a bordo y después de saborear los deliciosos postres japoneses que les preparó el cocinero oriental, bailaron alegremente hasta bien entrada la tarde. Luego, mientras se paseaban por cubierta, en parejas, el ruido de una motora llamó la atención de los dos hombres.

      Cuando la lancha se detuvo junto al yate y subió, acompañado de otro hombre, el gerente del hotel, Baker sintió un estremecimiento sin poder explicarse el motivo exacto de aquella inesperada sensación.

      Pero, cuando desgarró el mensaje oficial y urgente que le entregó el hotelero, el escalofrío siguió reproduciéndose al tiempo que una rabia enorme se apoderaba de él.             

      Volviéndose a Paul:

      - ¡Ahora, amigo mío, puedes confesar, sin miedo, que lo de tu “accidente marino” ha sido una farsa,..! ¡Willey nos llama con urgencia...!

      ¡El mismo aguafiestas de siempre!

  CAPITULO TERCERO

       Dos semanas más tarde, en uno de los cinematógrafos de más cabida de New York, con la sala plena y cuando se estaba representando el último film de la figura más popular del cine americano: Elsa Sweteer, una serie de alaridos de dolor hicieron patente la presencia del terrible “germen” que había atacado por primero vez en Caracas.

      Desde aquel momento, el pánico, ante la presencia de lo que empezó a llamarse "desintegradores de carne", sacudió el Continente americano desde las tierras de Alaska hasta el Estrecho de Magallanes. No pasaba semana en la que no se produjese algún ataque de aquella arma misteriosa en los puntos más distantes del Nuevo Mundo.

      Los ojos de los políticos americanos se volvieron, en una ansiosa mirada interrogativa, hacia Europa, con la que las relaciones estaban un tanto tirantes. No fué en una sola reunión en las que se suscitó el tema de una Cuarta Guerra Mundial, de la que los europeos podían haber empezado las hostilidades con aquella especie de lepra que asolaba a América.

      Pero cuando en Europa se percataron de las ideas pesimistas que estaban naciendo al otro lado del Atlántico, el Consejo de Estados Occidentales Europeos se precipitó a tranquilizar, disponiéndose a prestar cuanta ayuda fuese necesaria.

      Al descargarse de aquel horrible temor, los responsables gubernamentales de los Estados de América, volvieron los ojos hacia el Espacio, preguntándose de qué lejano mundo podía venir aquella espeluznante amenaza. Mas de cien mil seres humanos habían pagado, en algo más de dos semanas, con su vida el brutal tributo que partía de la amenazadora nota que se recibió en el Palacio Americano de Caracas.

      Las reuniones se hicieron más frecuentes y mientras las investigaciones no llegaban a punto alguno, varios miembros de los gobiernos federados empezaron a pensar y, lo que era peor, a decir si no seria mucho más lógico ponerse a las órdenes de aquel poder satánico que acabaría, a aquella marcha de muertes, con todos los hombres, mujeres y niños que poblaban las Américas.

      En una de aquellas reuniones, celebrada en Washington, se produjo uno de los más fulminantes ataques de los “desintegradores de carne”. Más de la mitad de los conferenciantes murieron al resultas de las terribles lesiones recibidas. En el grupo de sabios que tomaban parte en la reunión, John Siemon, uno de los más notables físicos del mundo, pereció, y el propio profesor Hastings, acompañado de Clark y Desloge, se salvaron por puro milagro y gracias a la sangre fría del primero que los sacó violentamente del salón en el que se estaba celebrando la conferencia.

      Una voz de potente protesta brotaba de todos los ciudades del continente. Los pueblos reclamaban de sus gobernantes una norma de conducta, fuese la que fuese, que pudiera librarles definitivamente de aquella amenaza que se producía en el momento más inesperado.

      Era como una gigantesca espada de Damocles que estuviese suspendida sobre cada uno de las pobladores de América. Algo tan tremendamente insoportable que, de seguir el mismo camino, acabaría con la seguridad de la sociedad en todos los estados del continente.

      Las investigaciones científicas no habían dado resultado alguno y los sabios, aunque a puerta cerrada, habían confesado sincera y lealmente su incapacidad por hacer más.

      Así andaban las cosas cuando estalló la revuelta en Méjico.

      La capital del Distrito Federal acababa de sufrir uno de los más rudos ataques de aquella misteriosa lepra. Más de veinte mil personas fueron atacadas en una sola noche y aquello hizo desbordar el vaso de la paciencia publica...

      Por la mañana, mientras los camiones cargaban, a toda prisa, con los cadáveres para quemarlos, ya que aunque se desconocía el origen del mal, interpretaba como una peste, todo lo que quedaba como fuerza viva en la capital, se echó a la calle, llevando grandes pancartas dirigidas al nuevo poder y manifestando su deseo de someterse a sus leyes, aun en contra de los poderes ejecutivos de la Nación.

      No había, en realidad, en aquellos valientes mejicanos, otra cosa que la desesperación y el coraje de no poder enfrentarse, cara a cara, con los que habían sembrado de muerte las calles de la bella ciudad. La lucha contra lo invisible y lo desconocido les había llevado a aquel extremo estado en el que ya les importaba muy poco lo que ocurriese, con tal de salvar las pocas vidas que quedaban.

      En Guatemala, Perú y Chile, después de pagar un sangriento tributo a los “desintegradores de carne”, se produjeron movimientos similares. Pero, cuando once Estados del Oeste de los Estados Unidos hicieron lo mismo, la esperanza de Washington, que creía que el carácter anglosajón resistiría mejor aquella prueba, se vino abajo como un castillo de naipes.

      Estaba claro. El hombre era incapaz de resistir una tortura tan demoníaca como aquella. Y ante la imposibilidad de las autoridades y la incompetencia de la élite de sabios, las gentes vieron que nada se podría hacer para librarse de aquella peste que había caído sobre ella. 

      Ante la huída generalizada hacia los puertos aeródromos, en busco de nuevos horizontes, las autoridades internacionales, que desconocían, como todos, las características de aquel tremendo mal, hubieron, con dolor de corazón, de negarse a que un solo individuo procedente del Nuevo Continente, llegase a cualquier punto del mundo.

      El miedo al contagio había apresado a la Humanidad. Todos los ojos se volvían hacia América... ¿Qué estaba pasando allí? ¿Se extendería la terrible lepra por todo el globo? Una vez que América se hubiese convertido en una tierra desierta, ocupada por los habitantes invisibles de aquel Planeta que había amenazado... ¿Se lanzarían sobre el resto del mundo?

      Un escalofrío de pavor recorría las tierras en todas direcciones...

 * * *

       - ¿Qué hay, Baker? 

      - Nada nuevo, por desgracia, señor. 

      - Siéntese.

      Owen obedeció, quedándose mirando fijamente la cansada figura del jefe del I. C. Joseph  T. Willey parecía, en efecto, haber envejecido diez años. Alrededor de sus ojos, dos cercos morados parecían comerse la poca carne que cubría la cara en la que las arrugas habían labrado profundos surcos.

      - ¿Está usted cansado, eh, jefe?

      Willey sonrió tristemente.

      - No estoy cansado, Baker. Si hubiese usted dicho aburrido, hubiera dado en el clavo -hizo una pausa-. Es una prueba que me esta deshaciendo el sistema nervioso. Usted tiene la suerte de estar situado en plena lucha, en espera de encontrar la menor fisura que haya dejado el enemigo para lanzarse por ella hasta acabar con todas las dudas que nos aplastan -se detuvo de nuevo, mientras sus ojos se plisaban en el centro de mil pequeñas arrugas-. ¡Es demasiado para nosotros! Llevamos muchos años luchando contra los hombres, pero nadie nos ha hecho para que nos batamos contra unos diabólicos seres venidos de Dios sabe dónde...

      - ¿Usted cree aún en esas historias de Marcianos o de lo que sean?

      - ¿Qué quiere decir, Baker?

      - Que estoy seguro, señor, que todo esto es la obra de un individuo que conoce los Planetas como nosotros, por haberlos visto en el cine.

      - ¡No sea chiquillo, Owen! Es imposible que una organización criminal, por muy potente que fuese, pudiese mantener una lucha contra un continente entero, riéndose de una ciencia como la nuestra. ¡Es absurdo!

      - ¡Ha puesto el dedo en la llaga, jefe! -exclamó jubilosamente el agente-. ¿Podría decirme el por qué los “desintegradores de carne” no operan mas que en América? ¿Es que esos venusianos o lo que sean se han enamorado de nosotros? ¿Por qué no han atacado a Europa? ¿O a Asia? ¿O a África?

      - Por desgracia, ya llegara ese triste momento...

      - No lo crea, señor. Yo no entiendo mucho de invasiones a nuestro Planeta, se lo aseguro. Pero si yo fuese, por casualidad, uno de los jefes atacantes, pensaría que lo mejor era apoderarme de la zona más fuerte del mundo. En otra época, la elección de América hubiese parecido lógica. Nosotros, los Estados Unidos, éramos el país más fuerte. Pero, hoy por hoy, Europa marcha mucho más adelantada que nosotros...

      - Todo eso son divagaciones -interrumpió Willey-. Lo importante es que de seguir así, tendremos que capitular.

      - ¿Ante quién? No tengo noticias de que haya recibido nuevos mensajes.

      - Desgraciadamente así ha sido. Ayer, cuando visité al presidente, me enseñó una carta que había recibido, en el que se le daba el plazo de tres días para deponer la actitud defensiva y entregar los poderes...

      - ¿Una carta?

      - Si, una carta. Pero no me interrumpa. A la misma hora, aproximadamente, cada presidente de los Estados americanos, recibía una misiva semejante.

      - ¿Por correo?

      - ¿A qué vienen esas estúpidas preguntas, Owen? ¡Si he dicho cartas, comprenderá que solamente por correo pueden llegar!

      - ¿Qué clase de sellos llevaban? ¿Dónde las habían echado?

      - ¡Ahora comprendo...! -exclamó Willey-. Tiene usted razón. Nadie nos fijamos en eso y, sin embargo, era de la mayor importancia... ¡Vamos ahora mismo a la Casa Blanca!

      El coche del jefe de I. C. devoraba el camino a una velocidad suicida. Su sirena maullaba lastimosamente dejándole el paso libre por las grandes calles abarrotadas de circulación. En una de las curvas, el chófer hubo de realizar una peligrosa maniobra para no estrellarse con un maravilloso “Cadillac”, azul, que se había interpuesto ante él.

      A pesar de todo, el coche de Willey derrapó peligrosamente, estrellándose, por fortuna a poca velocidad, pues había frenado, contra un “drugstore” que formaba esquina.

      - ¡Diablos! -lanzó Baker.

      El “Cadillac” se había detenido y cuando los dos hombres, seguidos del chófer se precipitaban hacia el lujoso automóvil, último modelo de motor a reacción, su ocupante, visiblemente apenado, se acercó a ellos.

      Le reconocieron al punto.

      - ¡Profesor Clark! ¡Por poco nos causa un disgusto!

      - ¡Perdónenme! -suplicó el sabio-. Iba a ver al presidente, que me ha requerido de urgencia y he hecho la tontería de no traer a mi chófer... Iba distraído y aunque he oído la sirena, estaba tan ensimismado que no me aparté del centro de la calle, ¡No saben cuánto lo lamento!

      El carácter jovial de Willey tomó rápidamente cartas en el asunto.

      - ¡No se preocupe, profesor! ¡La única pena que le impongo es la de llevarnos a la Casa Blanca! Nosotros también íbamos hacia allá -guiñó un ojo-. Pero será con la condición de que sea mi amigo el que conduzca.

      - ¡Naturalmente!

      Owen se puso al volante del magnífico vehículo. Momentos mas tarde, corría, como una exhalación, por las rectas avenidas de la ciudad, salvando la distancia que les separaba de la Casa Blanca en un tiempo mínimo.

      Tras aparcar el coche junto a la escalinata, Baker se reunió con su jefe que sostenía una animada conversación con el profesor. Los tres juntos, después de pasar el control de documentación de la entrada, penetraron en el edificio siendo dirigidos por un “M. P.” hacia la sala de espera reservada para los individuos de primera importancia.

      No queriendo inmiscuirse en la ya avanzada charla que sostenían su jefe y el sabio, Owen encendió un cigarrillo, dedicándose a pensar sobre el asunto que le preocupaba. Hasta el momento, en que él y su inseparable ayudante habían investigado por todas partes y en todas las capas sociales, su labor se había negado a dar el fruto apetecido.

      Baker estaba más convencido que nunca de que todo aquello había sido montado por una inteligencia demoníaca que deseaba aprovecharse del miedo general para adueñarse de un continente entero. Podía comprender perfectamente la osadía y la ambición de aquel que desease hacerlo, ya que los casos semejantes no habían faltado a lo largo de la Historia del Mundo. Todo lo que cambiaba eran los métodos empleados; pero, en el fondo, seguía habiendo extraños Napoleones de manicomio un tanto repartidos sobre la superficie de la tierra.

      - Señor Willey, por favor.

      El plantón armado les preveía que el Presidente estaba dispuesto a recibirlas. El jefe del I. C. se volvió sonriendo al profesor.

      - No tardaremos mucho -dijo mientras estrechaba la mano del otro-. Le diré al presidente que está usted aquí.

      - Muchas gracias; pero, no tengo prisa alguna. Ha sido muy agradable la conversación con usted, míster Willey.

      Baker estrechó a su vez la mano de Clark, siguiendo después a su jefe hacia el despacho del presidente. Este y el Secretario de Estado, les esperaban.

      - ¿Hay algo nuevo, señor Willey? -inquirió la primera autoridad de los Estados Unidos.

      - Por ahora, nada, señor presidente. Deseábamos comprobar una idea de mi ayudante al que usted ya conoce.

      El presidente hizo una inclinación ligera de cabeza en dirección a Baker. Este se inclinó a su vez.

      - ¿De qué se trata?

      - Le agradeceríamos nos enseñase el sobre en el que llegó el mensaje que me mostró usted ayer.

      - Traiga mi carpeta.

      El Secretario de Estado obedeció. Instantes más tarde, Willey examinaba, junto a Owen, el objeto que había atraído tanto su atención.

      - ¡Sellos mejicanos de correo aéreo y matasellos de Méjico! -exclamó el jefe del I. C.-. Le estamos muy agradecidos, señor presidente...

      - Un momento -interrumpió, Owen. Después, sin hacer caso de la mirada que le dirigía su superior-. ¿Podríamos saber dónde han sido enviados los otros mensajes al resto de los presidentes de los otros países?

      El presidente miró con franca simpatía al joven. Luego, volviéndose al Secretario de Estado:

      - Norman. Haga el favor de ocuparse de esto. Cuando posea todos los datos que nos solicita el I. C., se los comunicará al señor Willey y a su ayudante. Estos señores esperarán en la sala del ala izquierda -luego y a ambos agentes-. Van a perdonarme. El profesor Clark desea hablar conmigo. Este asunto debe ser atacado desde tantos puntos de vista que no paro, en todo el día, de recibir gente por el mismo objeto.

      En la sala a la que fueron llevados, Willey y Owen no rompieron el silencio ni un solo instante. Fumando cigarrillo tras cigarrillo y dirigiendo constantes miradas a sus respectivos relojes, esperaron que los ansiados detalles llegasen a Washington. Era fácil imaginarse que las líneas telegráficas oficiales de toda América estaban, en aquellos momentos, en tren de resolver algo o dejar las cosas como estaban, en la misma impalpable negrura.

      Cuando la puerta se abrió, dejando paso al Secretario de Estado, los dos hombres se levantaron al unísono, como si hubiesen sido proyectados por el mismo resorte.

      - Aquí tienen las notas recibidas, señores -dijo Norman, con una sonrisa-. Pero, si les sirve de algo un anticipo para calmar su impaciencia, puedo decirles que todos las cartas fueron enviadas desde Méjico y, naturalmente, echadas en el mismo buzón.

      - ¿Por qué precisamente en Méjico? -se preguntó Willey en voz alta.

      - No sé si voy a decir una tontería -repuso vivamente Baker-. Pero, es posible que “hayan” utilizado el país vecino, porque desde los disturbios pasados, se ha anulado toda acción contra el misterioso enemigo que perseguimos. Este pudo y puede moverse tranquilamente en tierra mejicana, después de la capitulación popular y gubernamental...

      - No creo que esté usted muy lejos de la verdad, Owen -dijo Norman, con aire complacido.

      - ¡Bravo, muchacho! -exclamó espontáneamente su jefe-. También empiezo yo a creer

que todo eso del ultimátum de otro Planeta, esconde algo mucho mas sencillo.

      - No les entiendo -intervino el Secretario de Estado.

      - Es muy sencillo. Desde el principio de este desgraciado asunto, mi colaborador no ha creído jamás en lo que aparentemente parecía. Está plenamente convencido que se trata de la actividad de una banda de criminales que persiguen algo que todavía desconocemos.

      - ¡No puedo creerlo! -repuso el otro-. Es imposible explicar muchas cosas si nos atenemos a la hipótesis del señor Baker. Hay algo que no se puede destruir así como así. Mi opinión es que estamos siendo atacados por algún poder extraterreno. ¿Cómo podría una banda, por poderosa que fuese, manejar un poder destructor de la categoría de los "desintegradores de carne", sin resultar atacados por el mismo mal? ¿Creen ustedes que seres humanos, como nosotros, podrían lanzar esos “gérmenes” sin exponerse o ser las primeras víctimas? ¡Es fantástico!

      Admito -replicó Owen- que hay muchos puntos oscuros en este asunto. Pero, el enemigo, que está consiguiendo uno victoria plena en Méjico, en otros países y en algunos Estados nuestros, se dispondrá a dar el primer paso positivo. Entonces y solamente entonces, podremos convencernos. Por mi porte, hasta que no vea a esos extraños seres interplanetarios, no creeré en ellos.

      - Espero que muy pronto y por desgracia tendremos ocasión de convencernos todos. Yo, señores, he de volver junto al Presidente -estrechó la mano de ambos agentes-. ¡Les deseo la mayor suerte!

      - Nadie se convence -dijo Owen uno vez que el Secretario de Estado hubo desaparecido-. Parece como si el mundo, al ver fracasados sus procedimientos de defensa, necesitase una explicación compleja y extraña para justificar ese fracaso.

      - ¡Vámonos! - ordenó Willey-. Te aseguro que este problema acabara conmigo. Si no nos damos prisa en aportar una prueba convincente, mucho antes de lo que imaginemos toda América habré capitulado ante ese infernal poder.

      Atravesaron las salas hasta llegar al hall de entrada. Sólo entonces recordaron que su automóvil había sufrido un accidente.

      - Voy a telefonear al Departamento para que nos envíen un coche -sugirió Willey.

      Baker encendió un cigarrillo entreteniéndose en mirar los cuadros que ornaban las paredes de aquella inmensa sala. Todos los presidentes de los Estados Unidos tenían allí su representación en hermosos óleos.

      “Si muchachos -pensó Baker, dirigiéndose mentalmente a aquellas figuras-, todos vuestros esfuerzos por hacer un país grande están en peligro de convertirse en nada... Da, en verdad, mucha pena, pensar que todos vuestros desvelos, los sacrificios que aceptasteis y la terrible responsabilidad de las actos históricos que realizasteis van a convertirse en algo inútil y que, finalmente, no habrá servido para nada -sonrió-. Pero de todos formas, no desesperéis...  ¡Yo, Owen Baker, os prometo llegar a la médula de este feo asunto, aunque sea el único americano que lo haga! Jamás admitiré una autoridad que no sea la vuestra... ¡Y estoy seguro que mi buen amigo, Paul Secy, será de mi misma opinión!

      - ¿No quieren que les lleve a la ciudad? 

      Baker dió un respingo, asustado de aquella voz que había sonado a su espalda. Volviéndose, se encontró ante la amable sonrisa del profesor Clark.

      - Se lo agradezco mucho, profesor. Pero el jefe ha ido en busca de un coche del servicio -luego, fijándose en la curtida piel del rostro del sabio-. Se ha quemado usted bastante en las vacaciones. Seguro que ha estado en Florida.

      - No -repuso el sabio-. Acabo de llegar de Méjico...

 

SEGUNDA PARTE

LUCHA SIN MERCED

 CAPITULO PRIMERO

       La capitulación de Méjico no demostró nada que pudiese procurar una pista al I. C. de Wáshington. Los misteriosos comunicantes hicieron saber a los mejicanos que les dejaban completa libertad, por el momento, para elegir sus propios representantes gubernamentales, siempre que cumpliesen los órdenes que, como de costumbre, acompañaban a aquellos raros manuscritos.

      El ejército debía ser reforzado inmediatamente; los presupuestos para armamento triplicados, y además, las fronteras del país debían ser cerradas sin pérdida de tiempo y expulsadas las delegaciones diplomáticas de todos los países americanos, sin excepción.

      Esta última exigencia despertó en el Departamento del Estado de los Estados Unidos, el viejo resquemor de que todo aquello no fuese más que la preparación de una agresión, por el momento velada, que partiese de Europa. Los embajadores de todos los países del viejo Continente, sondearon, por orden de Wáshington, las intenciones reales de las potencias de Europa. Pe.ro, por mucho que hicieron, hubieron de comunicar que nada hacía temer que las sospechas de los U. S. A. tuviesen una base de verdad.

      La rendición mejicana fué seguida de la de algunas países de Sudamérica y aún dentro de los "States", las divergencias de criterio entre los Estados del Oeste y los de la órbita washigtoniana se hicieron más notorias, haciendo temer a la Casa Blanca en una división del país tal y como aconteció en la vieja guerra de Secesión.

      Entre tanto, Owen Baker y su ayudante Paul Secy continuaban arduamente una labor cada vez más oscura y en la que era dificilísimo encontrar la menor luz en un camino negro como la noche.

      Aquella mañana, pocas después de haber visitado al presidente, en compañía de su jefe, Owen se dispuso o dar el primer paso hacia una dirección en la que, sin saber exactamente por qué, creía con una fe indestructible.

      No deseando viajar en helicóptero oficial, el agente del I. C. y su ayudante, salieron de Wáshington, camino de New York, con la intención de pasar lo más desapercibidos posible.

      Hicieron el recorrido en un tiempo mínimo y durante todo el trayecto permanecieron en silencio sin cambiar entre ellos ni una sola palabra. El tráfago de la ciudad les absorbió inmediatamente al llegar y Owen hubo de enfocar su atención para lograr abrirse paso entre aquella especie de muralla que los coches circulantes formaban por doquier.

      El agente pensó con orgullo, al contemplar aquel movido espectáculo que, a pesar de los temores de la población, ante la misteriosa amenaza que se cernía sobre ella, permanecía fiel al trabajo cotidiano, sin parecer acordarse del peligro.

      “¡Es imposible que una ciudad como ésta se paralice!” -pensó con una sonrisa en los labios.

      Después de bordear Central Park, todo a lo largo de la Quinta Avenida, al llegar a la altura de la Calle 34, tomaron la izquierda, pasando por delante del Empire State, que seguía siendo el edificio más alto de la ciudad, ya que la construcción de rascacielos había cesado desde la Tercera Guerra Mundial, dirigiéndose por la 34 St, torciendo de nuevo a la izquierda hasta detenerse ante el amplia edificio del Bellevue Hospital en el que trabajaba el profesor Clark.

      En el preciso instante que conducía el coche hacia una de los aparcamientos de la Institución Sanitaria, un “Cadillac” azul se interpuso en su camino. Los ojos de ambos hombres se dirigieron velozmente a la placa de matriculación.

      - ¡Frene -gritó Paul-, es el coche del profesorl!

      Baker colocó el coche de manera a impedir el paso del otro. Inmediatamente, ambos hombres descendieron avanzando hacia el “Cadillac” para excusarse y saludar al sabio, al tiempo que le manifestarían sus deseos de charlar ampliamente con él.

      El plan de Baker era poder sonsacar al profesor, con toda la habilidad posible, los motivos que le habían hecho ir a Méjico, lugar que en las circunstancias actuales, no era el más propicio para pasar unas vacaciones.

      El parabrisas del “Cadillac” de visión unilateral, no les permitió ver más que la mancha oscura del conductor. Hubieron pues de acercarse por uno de los lados. Ambas ventanillas anteriores estaban abiertas.

      Owen, que fué el primero en llegar a la altura del lujoso coche, abrió la boca en un gesto de sincera sorpresa. Secy, que le seguía, hizo un gesto completamente idéntico al de su jefe.

      - ¡Miss Miryam!

      La morena del yate estaba sentada al volante del "Cadillac", sonriente al reconocer, ella también, a los jóvenes de la aventura en Florida. Sus ojos se posaron insistentemente en Paul.

      - ¡Mister Secy! -esclamó.

      Paul empujó suavemente a su jete, colocándose ante él, de forma que comprendiese que "aquello" era asunto suyo, ya que la rubia no aparecía por parte alguna.

      Secy se tiró de cabeza a su trabajo.

      - ¿Se puede saber, preciosa, lo que hace en este hermoso coche, que según nuestros pobres informes, pertenece al profesor Clark?

      Ella rió de buena gana, mostrando una doble hilera de blancos dientes.

      - Amigo mío; créame que siento defraudarle respecto a esos maravillosos informes suyos. Este coche, como puede comprobar cuando lo desee, es mío.

      Sin contestar una sola palabra a aquella categórica afirmación, Paul se adelantó hacia la parte delantera del vehículo, volviendo o leer la matrícula.

      ¡No había duda alguna! Aquel coche fué el que les condujo, hacía muy poco, a la Casa Blanca, en compañía del profesor.

      Secy volvió junto a lo muchacha. Era él el que ahora sonreía.

      - Me parece haber encontrado la explicación -dijo sin dejar de sonreír-. Si no me equivoco, usted se llama Miryam Clark y es la hija del profesor.

      El único sorprendido de aquella revelación fué Baker que, adelantándose junto a la joven:

      - ¿Es posible? -inquirió con aparente sorpresa. Luego, con una falsa ingenuidad-. ¡No sabe miss Clark, lo que nos alegramos de este encuentro. Precisamente veníamos a charlar con su padre. ¿Sabe usted dónde le encontraremos?

      - En casa, sin duda alguna. El me ha mandado al Bellevue Hospital, para recoger unos cosas que deseaba examinar al microscopio en casa. Si desean hablar con él, será para mí un placer llevarles hasta casa.

      No se hicieron repetir el amable ofrecimiento. Paul, en su categoría de pareja de la joven, se sentó en la parte delantera junto a ella. Owen tomó asiento en la parte trasera y encendiendo un cigarrillo, filosofó amargamente sobre los resultados sorprendentes a que le conducía su exagerada afición a los cabellos rublos.

      Después de atravesar casi la totalidad de la parte bajo de Manhattan, descendieron hasta Canal Street, dirigiéndose a Express Highway, al borde del Hudson, para atravesarlo por Holland Tunnels, que les hizo desembocar, al otro lado del río, en el siempre elegante barrio residencial de Richmond.

      Minutos mas tarde, el “Cadillac” se adentraba por la puerta de hierro forjado que un portero había abierto al requerimiento sonoro de la joven. Después de atravesar un amplio y tranquilo jardín, surcado en toda su longitud por una expléndida carretera, bordeada de flores exóticas, el vehículo se detuvo suavemente ante la puerta de un edificio blanco, de estilo victoriano que era la residencia del profesor.

      Precedidos por Miryam, los dos hombres atravesaron una serie de salones magníficamente ornados en un estilo sobriamente modernista en el que los níqueles brilantes y los plásticos de mil coloridos distintos reinaban por doquier.

      Finalmente, la muchacha se detuvo ante una puerta en la que llamó quedamente. Esperaron ante aquella entrada un par de minutos. A través de ella, llegaron hasta sus oídos los pasos de alguien que se acercaba a abrir.

      La silueta delgada del profesor apareció en el umbral. Sus ojos manifestaron la sorpresa de encontrarse ante aquella inesperada visita.

      Baker se percató del gesto de desagrado que se pintó en la cara del sabio, pero que desapareció tan rápidamente como se había producido.

      - ¡Hola, pequeña! ¡Pasen ustedes, señores! Sean bienvenidos a mi casa.

      La puerta daba a un enorme despacho, de dimensiones colosales. Al fondo, a través de otra puerta que había quedado entornada, se adivinaba el comienzo de un laboratorio maravilloso.

      - Tomen asiento, por favor. Voy a darles algo de beber.

      Alejándose de los recién llegados, la primera cosa que hizo Clark fué cerrar la puerta que daba a su laboratorio. Luego, con una sonrisa en sus labios que demostraba a los ojos del más lerdo su carácter forzado, se apresuró a abrir un bar oculto del que extrajo todo lo necesario para obsequiar a sus huéspedes.

      - Ha sida una estupenda sorpresa -dijo mientras servía whisky, después de haber recibido el asentimiento mudo de todos-. Francamente que les creía en Wáshington.

      - Nuestro trabajo nos obliga a estar en constante movimiento -dejó caer Owen-, y a molestar a las personas, interrumpiendo su trabajo.

      - Si lo dice por mi, no se preocupe, señor Baker -había fruncido el entrecejo-. ¿Quiere eso decir que han venido expresamente a New York para entrevistarse conmigo?

      Había algo en la voz de aquel hombre que demostraba palpablemente su turbación. Los dos agentes del I. C. se percataron claramente de ello.

      - Así es, profesor -repuso Owen, que había vaciado su vaso.

      Cuando Clark se apoderó del suyo, para llevársela a los labios, su mano temblaba visiblemente.

      - Tendré mucho gusto de contestar a todas sus preguntas -dijo con acento de cansancio en la voz.

      Dispuesto a no lanzarse de inmediato a la lucha, Owen desvió hábilmente la conversación lanzándola por derroteros futiles que fueron del agrado de la joven. Por su parte, el profesor escuchaba, con un gesto ausente, sonriendo de vez en cuando de una manera tan inoportuna que era claro que no escuchaba en absoluto lo que se decía en su derredor.

      Secy, que manifestaba abiertamente una admiración sincera hacia la linda Miryam, se dedicó a charlar con ella, apartando, poco a poco a su jefe de la conversación. En realidad, aquello era lo que deseaba Owen, que se dedicó a vigilar el rostro de Clark, intentando penetrar a través de él en las ocultas ideas del sabio.

      Una sola vez, las miradas de ambos se encontraron y el profesor bajó los ojos velozmente, como si temiese dejar escapar sus ideas ante la inquisitiva mirada del otro.

      - Tengo que hablar con estos señores, Miryam. Acabaré pronto; puedes esperarme en el living...

      Baker aprovechó la ocasión que le proporcionaban. 

      - Si no le molesta, profesor, mi ayudante puede hacer compañía a la señorita mientras conversamos. ¿No le parece?

      - ¡Estupendo! -dejó oír Clark-. Es una magnífica idea.

      Secy lanzó una mirada de profundo agradecimiento a su jefe. Pero éste guardó un gesto imperturbable, sin parecer haberse dado cuenta de nada.

      Una vez que los dos jóvenes hubieron salido del despacho del profesor, éste volvió a llenar los vasos y sentándose cómodamente ante Owen, después de encender el cigarrillo que había ofrecido al joven, antes que el suyo.

      - Podemos empezar cuando quiera, míster Baker.

      Owen dejó escapar una bocanada de humo antes de contestar. Con un gesto displicente y tomándose todo el tiempo necesario, golpeó con el auricular derecho el extremo de la ceniza de su cigarrillo que se derrumbó sobre el blanco fondo del cenicero.

      - Es inútil, profesor -empezó a decir-, que le haga patente la preocupación que tiene toda América respecto al ataque de los “desintegradores de carne”.

      - ¡Por supuesto! -intervino el otro.

      - Pues bien, quiero decirle, antes que nada, que mi opinión está en contra, de una manera absoluta, de los que creen que estamos ante una amenaza de invasión desde otro Planeta.

      - ¿Entonces? -inquirió Clark, con un asomo de sonrisa en los labios.

      - Creo firmemente que nos encontramos ante un hecho delictivo de una nueva naturaleza. El resultado de una ambición desmesurada que puede ponerse en practica debido a los poderosos medios científicos que posee el criminal.

      - ¡Pero -protestó vivamente el sabio-, eso es absurdo, amigo mío! La misma misteriosa esencia del asunto y su extensión, que abarca, no lo olvide usted, la totalidad de un Continente, demuestran que ningún hombre podría realizar esa..., digamos labor maléfica. Por otra parte, ¿quién se atrevería a desafiar a todos los gobiernos de un cúmulo de poderosos países?

      - ¡Un loco! Eso era lo que estaba usted pensando y lo que yo le digo para evitar que usted encontrase otra palabra. ¡Un poseso! ¡Un hombre embriagado por su propia ciencia!

      El profesor guardó silencio. Con el ceño fruncido, parecía meditar profundamente sobre lo que acababa de oír. Pero Owen, desengañado de una mímica que consideraba completamente ficticia, se lanzó prestamente al ataque.

      - ¿Podría usted decirme el motivo de sus recientes viajes a Méjico, profesor Clark?

      Un estremecimiento sacudió el cuerpo del sabio. Aquel gesto involuntario no pasó desapercibido para el ojo atento del agente.

      Durante cerca de diez largos minutos, el silencio fué absoluto. Con la cabeza inclinada sobre el pecho, el profesor parecía haberse dormido a meditar sobre lo que debía dar por respuesta.

      Por último, levantó sus ojos miopes hacia el joven. En aquella mirada se leía la desesperación a del animal acorralado.

      - Voy a contestarle -dijo con un hilo de voz-. Fuí a Méjico para estudiar sobre el terreno el ataque que el misterioso enemigo realizó en la capital. Necesitaba además algunos trozos de tejidos atacados por el mal desintegrador...

      Baker imitó al otro, refugiándose, a su vez, en un silencio que no demostraba, en modo alguno, un reposo mental. Por el contrario, sometía a su cerebro a una labor intensa, intentando forzar la defensa tras de la cual se había refugiado el otro.

      - Me gustaría -dijo al fin- saber cómo van sus estudios al respecto- Una breve pausa-. ¿Es que podría echar una ojeada a su laboratorio?

      Clark se levantó vivamente. A pesar de la premura del gesto que siguió a las palabras de Owen, su cara había palidecido intensamente.

      - Encantado. Puede usted seguirme.

      Precedido por el sabio, Baker se encaminó hacia la puerta que, nada más llegar al despacho, había procurado cerrar el profesor. Este la abrió ahora y haciéndose a un lado, dejó que su invitado entrase primero.

      El laboratorio era sencillamente colosal. Una serie de complejos y extraños aparatos lo ocupaban plenamente, dejando entre ellos un estrecho espacio, en forma de pasillo, por el que era bastante difícil pasar.

      Sin esperar la invitación de Clark, Owen inició su marcha, procurando que ningún detalle se le pasase. A pesar de haber cursado estudios en la Universidad, la mayor parte de aquellos aparatos le eran completamente desconocidos. Vagamente, hubiese podido decir que se trataba de máquinas para la investigación atómica, pero hubiese sido bien incapaz de precisar su campo de utilidad real.

      Al fondo, cuando desembocó del estrecho pasillo que los instrumentos dejaban entre sí, se detuvo un instante antes de seguir. Una sensación desagradable le hizo cerrarlos labios con fuerza.

      Sobre una mesa de disección, una cercenada cabeza humana yacía, con el ya clásico aspecto de aquellos seres que habían sido atacados por los "desintegradores de carne". La totalidad del lado izquierdo de aquella cabeza no era más que una masa negruzca entre la que blanqueaban los huesos.

      Owen avanzó, no sin experimentar un cierto reparo. Luego, al tranquilizarse, volvióse hacia el profesor, que le seguía en silencio.

      - ¿Dónde obtuvo esa cabeza?

      Una sonrisa apareció en los labios del sabio. La palidez que había cubierto, por un solo instante, el rostro del agente, no le había pasado desapercibida.

      - La traje de mi último viaje a Méjico -repuso.

      - Está bien.

      Cerca de los macabros restos, una larga y estrecha mesa aparecía abarrotado de tubos de ensayo que reposaban en sus gredientes de plástico. En su interior, cientos de cultivos diferentes ofrecían sus aspectos fantásticos, a todo color, de los curiosos dibujos que formaban las colonias de seres microscópicos que allí habitaban. Eran mundos distintos, tan lejanos del hombre como cualquier estrella de alguna distante galaxia.

      Baker los observaba con curiosidad, al tiempo que recordaba sus estudios de microbiología esforzándose por reconocer alguno de aquellos mundos pequeños. Pero era inútil...

      De repente, se detuvo ante tres tubos de ensayo que estaban cargados de una sustancia negruzca que brillaba como el carbón de piedra.

      - ¿Qué es esto? -preguntó, volviéndose hacia Clark.

      Notó en seguida lo embarazoso de la pregunta que acababa de formular.

      Los labios del profesor se movían incesantemente sin que ningún sonido brotase de ellos. Como si la respuesta se negase a convertirse en algo audible.

      - Es... -balbuceó-. ¿Cómo se lo explicaría a usted? una colonia de hongos conservado en una solución de un piorato...

      - ¡Ah...! ¡Perdóneme...!, no entiendo ni una sola palabra y me he atrevido a preguntarle una cosa, cuya respuesta me dejaría indiferente.

      Sin embargo, la respuesta del profesor había quedado grabada en el cerebro de Baker como algo que no se borraría jamás. Una frase que no le decía nada, pero que había quedado en reserva de una posible comprobación.

      Iba a volverse de espaldas, para continuar su paseo por el laboratorio, cuando algo impreciso le llamó la atención. Sabiendo que cualquier gesto podría traicionarle, aparentó una completa tranquilidad, sin dejar de fijarse en lo que le interesaba.

      - ¡No sabe cuánto le envidio, profesor! Cuando era niño, soñaba con pasarme la vida en un laboratorio como éste.

      - Todo tiene sus compensaciones... y sus amarguras -repuso Clark.

      Habían sido palabras, vanos sonidos desprovistos de valor que utilizó Owen para poder contemplar a su gusto aquella cabeza recogida en Méjico. Desde el lugar en que se encontraba, podía ver la parte del macabro despojo humano que no había sido aún atacada por el terrible mal.

      ¡Y aquella cara le era tremendamente conocida!

      Dudó unos instantes en manifestarse a si mismo, de una manera abierta, la identidad de aquel rostro que la prensa había reproducido millones de veces. Finalmente, mientras giraba de talones, para no llamar la atención del sabio, llegó a la conclusión de la verdad.

      ¡Aquella cabeza era la de míster Alvin W. Gorman, el delegado para la Conferencia de Caracas, de los Estados Unidos de América!

 * * *

       En las manos de Baker, el coche volaba por la autopista de Wáshington. Dotado de una emisora de rayos sensibles, que impresionaban los aparatos receptores de que, obligatoriamente, estaban dotados todos los automóviles que circulaban en los Estados Unidos, sus radiaciones iban avisando a los vehículos que les precedían que debían colocarse a la derecho para dar paso a alguien que llevaba una importante misión oficial.

      Gracias a aquel procedimiento, que se reflejaba en los paneles especiales colocados en las curvas, para mantener su potencia respecto a la distancia, el coche del I. C. marchaba a cerca de trescientos kilómetros por hora.

      Sentado al lado de su jefe, al que había intentado inútilmente sonsacar alguna cosa, Paul se dejaba llevar por el ensueño que le había producido su estancia junto a Miryam.

      Paul Secy no era un hombre que pierde un precioso tiempo en la preparación de un asalto amoroso. La falta del precioso tiempo y su vida de transhumante, a la que le obligaba su peligrosa profesión, le habían hecho adquirir una táctica especial que aplicaba en cada ocasión, logrando, en la mayoría, un éxito que le demostraba lo infalible de su procedimiento.

      Pero ante Miryam Clark, Paul se había encontrado con un enemigo de su altura que, además, y complicando las cosas, no le era indiferente. Por primera vez en su vida, Secy sintió una amargura extraña al encontrarse solo con una joven que reunía, según sus falsos pronósticos, todo lo que necesitaba un ataque sin demora.

      Ella le había dejado realizar las primeras escaramuzas y cuando él soñaba ya todo como un caballero de la Corte del Rey Arturo, en ver levantarse el puente levadizo, se vió arrollado por una contraofensiva de la que salió tremendamente malparado.

      Tales sus argucias, sus mentiras y sus promesas, no habían logrado que en el rostro de la joven se pintase el menor interés. Una sonrisa, que acabó demostrando un carácter burlón, fué todo lo que logró conseguir con aquello que habló y dijo, obteniendo, como tremendo colofón, aquellas palabras de Miryam que todavía meditaba:

      - “Es usted un narrador extraordinario, míster Secy. De haber nacido en el tiempo de Las Mil y una Noches, no dudo que hubiese obtenido un rotundo éxito”.

      Todavía ahora, mientras veía desfilar, con un ojo distraído, la grisácea masa de cosas que iban dejando atrás, Paul pensaba en el irónico contenido de aquellas palabras que, por mucho que se esforzaba, no llegaba a “asimilar” de una manera convincente para consigo mismo.

      Echó una mirada de reojo al rostro impenetrable de Baker. Estaba empezando a molestarle aquel silencio pertinaz tras el que se hallaba refugiado su jefe. Recordaba perfectamente que Owen no había querido servirse del telefonovisor para comunicar con Wáshington.

      - “Prefiero hablar personalmente con los de la Casa Blanca” -dijo.

      ¿Qué demonios habría averiguado Baker? Por muy importante que fuese, no le parecía a Secy motivo suficiente para correr a aquella loca velocidad hacia Washington.

      Pero, en realidad, lo que no podía soportar era el silencio y su propia curiosidad.

      - Owen -murmuró con voz suplicante.

      Sin volverse, atento a la dirección de aquella especie de bólido que conducía, Baker movió los labios, como si murmurase alguna cosa, antes de decidirse a hablar.

      - ¿Qué quieres?

      - ¡Cuéntame algo, hombre! No sé cómo tienes entrañas para guardarte todo! Imagínate que sufriésemos un accidente y que tú... bueno, en fin, ya me entiendes... Con tu muerte, el asunto quedaría tan oscuro como al principio y ya no podría decir nada al presidente...

      Una leve sonrisa apareció en los labios del otro.

      - Debes considerarte contento de ser el único superviviente posible -y después de una pausa bastante larga-. Dime una cosa, Paul. ¿Quieres a esa muchacha?

      - Si he de hablarte con lealtad -dijo finalmente-,he de confesarte un fracaso profesional.

      - No se ha rendido a tus dotes donjuanescas.

      - ¡No es eso! -protestó vivamente Secy-. Sino todo lo contrario. ¡Me he enamorado por primera vez en mi vida, jefe! 

      Baker frunció el ceño.

      No sabes, -dijo seriamente- cuanto lamento que Clark sea un vulgar asesino.

 CAPITULO SEGUNDO

       Fred Norman, el Secretario de Estado, acabó su frugal cena. Luego, mientras encendía un cigarrillo, dejó que su imaginación volase alrededor de los problemas que acuciaban al país.

      - ¿Desea algo más de mí, señor?

      Norman levantó la cabeza para mirar a Leo, su fiel criado negro que, con su esposa, formaban toda la servidumbre que había heredado de sus mayores.

      - Puedes retirarte a descansar, Leo. Muchas gracias.

      Al quedarse solo, Fred siguió fumando su cigarrillo mientras su mente seguía hundiéndose en los problemas que tenía que resolver al siguiente día. Se encontraba francamente cansado de la labor intensa que, desde que apareció el peligro amenazador que pesaba sobre América, estaba obligado a desarrollar.

      Una apacible soñera se apoderó de él. Evadiéndose de los asuntos que le preocupaban, su subconsciencia le trasladó a lugares alejados de todo peligro y en los que podía permitirse el inconcebible placer de no hacer nada. Una playa inmensa, ante un mar tranquilo, era el paraje donde estaba viviendo entre sueños.

      Las aguas de aquel mar poseían un color verdoso de una pureza que jamás había contemplado en las aguas. Un sol que no llegaba a ver rielaba sus rayos plateando la superficie del océano que parecía ser de jade.

      Mirando a su alrededor, Fred se percató de que estaba completamente solo y que la infinitud del mar por un lado y la playa que se extendía hasta el horizonte por el otro, le mantenían completamente aislado del mundo.

      ¿No era precisamente lo que más ardientemente deseaba?

      Se sintió, en medio del sueño, tan contento, tan íntimamente satisfecho, que recordó que sonreía con una sonrisa en la que el placer obtenido ponía una nota de sinceridad plena. Luego, sin saber exactamente por qué, una rara tristeza le vino de la soledad que, segundos antes, tanto le complacía.

      Era algo impreciso y, no obstante, la “presencia”, completamente invisible de alguien, le sobrecogió, sobresaltándole, como si se hubiera despertado en medio de su sueño.

      Seguía mirando atentamente al mar, como si presintiera que iba a ser precisamente por allí por donde se materializara el ser que presentía estaba cerca de él.

      Volvió a recorrer con la vista la desnuda superficie arenosa de la playa, comprendiendo una vez más que estaba completamente solo. Fué entonces cuando un miedo horrendo se apoderó de él.

      Intentó incorporarse, correr tierra adentro hasta alejarse de aquel mar de donde, estaba seguro, saldría muy pronto el peligro que temía; pero no pudo hacer el menor movimiento. Algo, mucho más fuerte que él, le tenía atado, por invisibles lazos, a la arena.

      Desesperadamente, levantó los ojos, venciendo el pánico que se iba apoderando de él, para mirar al mar. Ya no lucían las aguas, aquel hermoso color verde que tanto le había gustado al principio. El océano se iba tiñendo de un amarillo ocre rugoso e inmóvil, como si las aguas se hubiesen congelado o solidificado de repente.

      Luego, en una transición lenta y desesperante, al tiempo que el cielo tomaba el mismo tono del mar, una mancha rectangular y brillante se destacaba en el horizonte. Al principio, Fred fué incapaz de interpretar lo que estaba viendo. Pero cuando bajo aquella masa brillante vió surgir una serie de negros círculos, comprendió que lo que estaba viendo era su aparato de televisión sobre el fondo ocre de su living.

      “Me estoy despertando” -pensó.

      Pero cuando, la tranquilidad había vuelto a su espíritu, la imagen de la pantalla de su televisión se oscureció con algo que la atravesaba de arriba a abajo, sin llegar a ocultar por completo su anchura.

      Otra vez sintió una extraña presencia que le vigilaba. Desesperadamente, intentó hacer un esfuerzo para escapar a aquella pesadilla que le hacia respirar con dificultad y que parecía paralizar los latidos de su corazón.

      - ¡Míster Norman!

      Alguien le llamaba. Una voz desconocida para él y que sonaba desagradablemente en sus oídos le llamaba con insistencia molesta.

      - ¡Míster Norman!

      Entre aquella voz, el silencio parecía poner un paréntesis de espectativa medrosa que le hacía mucho más daño que la propia sonoridad que le reclamaba.

      - ¡Míster Norman!

      Estaba seguro que del mar, o del muro, de entre las aguas verdes de su océano, o desde la plateada pantalla de su televisor, la misterioso presencia que habla presentido antes, iba a hacerse visible de un momento a otro.

      - ¡Míster Norman!

      Abrió brutalmente los ojos, al tiempo que, apoderándose de sus resortes fisiológicos, se incorporaba en su sillón.

      Un rugido de terror brotó de sus labios y creyéndose aún en pleno sueño, cerró los ojos vigorosamente para volverlos a abrir con la esperanza de que la imagen que le había aterrorizado no fuese más que una visión de su propia pesadilla.

      Pero lo imagen horrenda seguía ante él, mostrando medio destrozado por los “desintegradores de carne”, con un ojo vacío y un lamentable aspecto. Además, cada vez que aquel ser de ultratumba abría la boca para llamarle, Fred sentía el pánico que paralizaba su cuerpo al pensar que en aquel esfuerzo, los trozos colgantes del rostro iban a caer al suelo o serían proyectados contra él.

      - ¡Míster Norman!

      Fred dejó escapar un gemido lastimero.

      - ¡Apártese! -gritó con horror-. ¡Apártese o haré venir a la policía!

      Algo como una sonrisa apareció en el destrozado rostro del otro. La repugnante mueca tenía algo de tan macabro que el Secretario de Estado sintió que sus piernas vacilaban.

      - No tenga miedo, míster Norman -siguió diciendo aquel fantástico espectro-. No me acercaré ni un milímetro más. Sólo deseo entregarle esta carta que me han dado para el presidente.

      Solamente entonces, Norman se percató de que no había mirado los manos de aquel hombre. Hubo de confesarse que aquella carcomida cabeza era lo único que había llamado su atención, manteniéndole como hipnotizado en su contemplación.

      Efectivamente, de la mano derecha de aquel ser, la izquierda la tenía metida en el bolsillo de su abrigo, pendía un sobre grande de color blanco y con una dirección escrita a máquina, cuyo contenido no llegaba a poder leer Fred desde el lugar en el que se encontraba.

      - ¿Cómo ha entrado usted aquí? -inquirió, ya algo más tranquilo.

      - ¡No haga preguntas estúpidas, míster Norman! -repuso vivamente el otro-. Coja esa carta y entréguesela, ahora mismo, al presidente de los Estados Unidos.

      Fred no se dejó intimidar.

      - ¿Quién es usted y quién le manda? -tornó a preguntar.

      El rostro de aquel monstruoso ser se contrajo, dejando ver la base de los dientes por la parte en que su boca había sido comida por aquella repugnante lepra.

      - ¡Le he dicho que no haga preguntas estúpidas! Mi tiempo está contado y nada le importa a usted quién soy. En cuanto a quién me ha entregado esta carta, es alguien a quien no conozco, pero que me ha prometido que si llega a su destino me curará.

      Fred se atrevió a hacer una última pregunta.

      - ¿Y si me negase a cogerla?

      Hubo un silencio tan intensamente dramático que parecía presentir la horrenda respuesta.

      - Me han dicho que este mal es contagioso. Si se niega a lo que le pido, me lanzaré contra usted y frotaré mis llagas contra su limpio rostro. Entonces...

      - ¡Basta! -gritó Norman, horrorizado.

      Un escalofrío constante le recorría el cuerpo. A la sola idea de aquel contacto, sus cabellos se erizaron y empezó, a temblar de todos sus miembros.

      - ¡Déme esa carta y márchese ahora mismo! -balbuceó.

      El hombre le alargó el sobre que Fred se negó a coger, obligando al otro a que lo lanzase sobre la mesa.

      - Puede usted tocarlo sin miedo. Mi mano derecha está, por el momento, tan sana como las suyas...

      Norman se apoderó del sobre, cogiéndolo solamente de una de las puntas, como si hubiese contenido algún espantoso maleficio. El otro le miraba con aquella mueca horripilante que debía ser su desdichado manera de sonreír.

      - Deseo, míster Norman, que me dé su palabra de honor de que ese mensaje le será entregado al presidente, por usted, esta mismo noche. Yo, a pesar de todo y estando cerca de la muerte soy un buen ciudadano.

      - ¿Tan importante es su contenido?

      - El que me lo entregó, me dijo que de la respuesta dependía la suerte de los Estados Unidos.

      - Está bien; le doy mi palabra de honor que esta noche, el presidente habrá leído lo que tiene en su interior este sobre -sentía una cierta compasión por aquel horrible ser, pero el miedo y la repugnancia vencían a cualquier sentimiento humanitario que se les opusiese-. Ahora, por favor, ¡váyase!

      El hombre desapareció como una sombra, Como un sueño, tal y como lo había interpretado Fred. El peso del sobre, que seguía manteniendo entre los dedos de la mano derecha, le demostró que había sido una realidad tan palpable como el papel que sujetaba ahora.

      Una sensación de debilidad se apoderó de él. Incapaz de mantenerse en pie ni un solo segundo más, dejóse caer en el sillón, sin que su cuerpo dejase de temblar tan intensamente como lo hacía antes.

 * * *

       Había tenido lo suerte de saber que el jefe del Investigation Center estaba, en una reunión privada, hablando con el presidente.

      Cuando, gracias al mayordomo que servía a los dos hombres, hicieron saber a Willey su presencia en la Casa Blanca, éste, juzgando la importancia que lógicamente empujaría a sus colaboradores, para presentarse a aquella intempestiva hora en Wáshington, rogó al presidente que los recibiese.

      Luego, después del inevitable preámbulo, Baker tomó definitivamente la palabra.

      - Desde un principio -empezó a decir- pensé siempre que este asunto no contenía ninguna amenaza de seres de otros Planetas. Para mi, el ataque realizado primeramente en Caracas y luego en distintos países americanos no constituían más que un gigantesco complot para apoderarse de las riendas del poder, producto de la mente desequilibrada de algún sabio que había descubierto el horripilante secreto de los “desintegradores de carne”. Al principio, las investigaciones que hice por mi cuenta y riesgo, no dieron resultado alguno. Fué entonces, al repasar los datos de los últimos actos delictivos que habían quedado impunes, cuando me encontré, sin saber bien cómo, con una serie de profanaciones de tumbas, realizadas en varios Estados, en un intervalo que comprende los últimos cuatro años. La extraña naturaleza del delito y el que no se hubiese descubierto nada acerca de quién lo había realizado, me extrañó muchísimo. Entre los datos recogidos, hubo un detalle, de pequeña importancia, y que no había servido de nada a los que estudiaban el asunto, que no me llamó poderosamente la atención, hasta el otro día en que vine, en compañía de mi jefe, a la Casa Blanca. Un pobre vagabundo, que había abandonado Boston en una noche tormentosa y refugiado cerca de un viejo cementerio, pudo ver, con asombro, que un grupo de hombres estaban desenterrando los cadáveres de uno de los lados del sagrado recinto. Dando prueba de un valor indudable, se acercó al lugar, llegando a oír que uno de ellos llamaba, al que parecía el jefe, “profesor”. Al conocer después que las cartas de amenaza habían sido enviadas, en su totalidad, desde Méjico, empecé a repasar las actividades de los que directa o indirectamente, trabajaban en este asunto desde el punto de vista científico. No tuve que trabajar mucho. Un fortuito encuentro con uno de ellos, tostado por un sol que no correspondía al que un sabio puede tomar en New York. Inmediatamente me convencí que empezaba a estar sobre la buena pista. Una visita al profesor, me colocó ante dos cosas de la mayor importancia. Los restos macabros del delegado Alvin W. Gorman y unos tubos de ensayo que contenían, estoy seguro, la materia de los “desintegradores de carne”, ya que los derivados del ácido pícrico poseen, en general, un color amarillo y el contenido de aquellos tubos era completamente negro.

      Siguió un silencio a las palabras que acababa de pronunciar Owen. Sobre la noble figura del presidente, se adivinaba una expresión de agradecimiento al comprobar que el mal, aun habiendo sido espantoso, podía repararse y que el culpable sufriría todo el peso de la ley.

      - Les autorizo -dijo- a que tomen las medidas necesarias, fueran las que fuesen, para acabar, de una vez para siempre, con este terrible mal.

      Owen y su ayudante se levantaron al unísono.

      - ¿Podemos regresar a New York? -preguntó el primero a su jefe.

      - Voy con usted...

      La entrada del Secretario de Estado, cuya palidez de rostro era exagerada, cortó la frase de Willey.

      - ¡Señor presidente...! ¡Señor presidente...!

      - ¿Qué ocurre, Norman?

      Fred explicó, con frases entrecortadas por la emoción, lo que le había ocurrido. Luego, con un gesto de hombre vencido, extendió la mano entregando el sobre a la primera autoridad estadounidense.

      Después de rasgarlo, el presidente empezó la lectura:

      “Este es el último aviso que dirigimos a los Estados Unidos. Si en el término de doce horas, su presidente no ha hecho pública su sumisión a nuestros poderes, el mal desintegrador caerá sobre la Casa Blanca, extendiéndose después por todo el territorio, hasta que ni un solo norteamericano quede con vida. Que el presidente de los Estados Unidos se prepare a sufrir la corrosión del mal desintegrador.”

      - ¡Hay que darse prisa! -lanzó Baker.

      - ¡Un momento! -intervino su jefe-. La Casa Blanca debe ser cercada por fuerzas sin que absolutamente nadie pueda ponerse en contacto con el presidente. Sabiendo, como sabemos ahora, de que es necesario que alguien “infecte” el ambiente, podemos estar tranquilos hasta que hayamos deshecho al malvado demoníaco que se ha lanzado a esta locura...

      Todos estuvieron de acuerdo que con una protección severa de la Casa Blanca, el peligro era nulo. Lo más urgente, en aquellos momentos, era regresar a New York para detener al profesor Clark, antes que éste pudiese tomar la iniciativa.

      Durante el viaje, Paul permaneció en silencio sopesando lo que iba a caer sobre la cabeza de Miryam. Sería muy difícil, por no decir imposible, acercarse a la joven después de haber contribuido a la detención de su padre. No podía imaginarse cómo reaccionaría aquello muchacha mimada por la fortuna, siendo la hija única de una de las primeras notabilidades científicas del país.

      Lo más normal y al tiempo terrible para él, sería que la joven abandonase los Estados Unidos, deseando romper definitivamente con un destino que había ido en su contra. Quizás lejos, en Europa o en el maravilloso Continente africano, que estaba alcanzando un grado de civilización asombroso, encontrase la persona que ella creyese dispuesta a compartir una vida de la que había quedado una gran parte del pasado enterrada en un forzado olvido.

      Era muy difícil para Paul experimentar las mismas sensaciones que embargaban a sus dos acompañantes. Para ellos, aquella veloz carrera hacia New York significaba algo que podía ser decisivo -y así lo esperaban- para librar a la Humanidad del loco más peligroso de todos los tiempos. En sus mentes, las únicas ideas que desfilaban en un constante pasar, eran las de lograr capturar al responsable de la tremenda tragedia que enlutaba al Continente y hacer que pagase, con su vida, algo de lo que no hubiese tenido bastante con cien existencias, para compensar plenamente...

      El coche penetró como un bólido en la ciudad. Recorriendo Manhattan a una velocidad suicida, se precipitaron sobre Richmond, deteniéndose, con un brutal frenazo, ante la mansión del profesor Clark.

      Un silencio absoluto reinaba por doquier. Ni una sola hoja de árbol se movía en el frondoso jardín. Parecía como si la naturaleza se hubiese paralizado al aproximarse un desenlace que debía ser, de todas maneras, tremendamente fuerte.

      Así, al menos, lo pensaba Paul mientras descendía del coche, siguiendo a sus jefes. Era fácil imaginar las escenas dolorosas que se iban a empezar a producir al cabo de unos minutos. Miryam sería arrancada de su sueño, en el que era casi seguro que viviese momentos agradables, para ser violentamente sacada de sus ensueños y lanzada en medio de una horrenda situación de la que hasta aquel terrible momento, no había tenido la menor sospecha.

      La puerta de la verja estaba abierta y los hombres blandieron sus armas para penetrar en el oscuro recinto del jardín. A Paul se le encogió el corazón al pensar que hacía solamente unas horas había disfrutado, en aquella elegante villa, de unos momentos inolvidables.

      - Debe de haberse ido -murmuró Willey.

      Su observación nació al haber encontrado la puerta de la casa, como la del jardín, igualmente abierta.

      - Su hija puede decirnos algo -rcpuso implacablemente Owen.

      La mirada de Paul buscó los ojos de su jefe en la oscuridad. Pero Baker, quizás adrede, miraba hacia otro lado.

      Penetraron en el edificio, empezando por dar la luz en todas las habitaciones que atravesaban. Todo se encontraba en un perfecto orden y si sus ocupantes habían huido, debían haberlo hecho con una premura tremenda.

      Baker, que conocía la estructura parcial de la casa, se dirigió directamente al despacho del profesor. Aquella habitación, al parecer, era la única que permanecía iluminada. Pero, como las demás, estaba completamente desierta.

      - ¡Vamos al laboratorio!

      Nada más abrir la puerta, el horrible espectáculo les golpeó con la fuerza de una terrible pesadilla.

      El profesor Clark yacía en el suelo, con el rostro casi enteramente comido por los “desintegradores de carne”. Lo poco que quedaba indemne de su cara era lo bastante para expresar claramente el horror que había precedido a aquella espeluznante muerte.

      - ¡Se ha suicidado!-—exclamó Willey.

      Baker, pasando por encima del cadáver del sabio, buscó por todos lados la cabeza de Alvin W. Gorman, sin lograr hallarla. En cuanto a los tubos que contenían la sustancia negruzca... ¡habían igualmente desaparecido!

      Paul, por su parte, en el momento que descubrió el cuerpo destrozado del profesor, corrió velozmente hacia las habitaciones de Miryam.

      No logró nada. La joven, como tantas cosas, había desaparecido también.

 CAPITULO TERCERO

       El hombre parecía escurrirse, por las negras fachadas de las casas, como una sombra más de las que caían sobre la ciudad.

      Llevaba el cuello del abrigo completamente levantado y el ala amplia del sombrero bajada sobre el rostro. Pero, además, como si tanta precaución fuese aún poco, habíase levantado de hombros como si intentase hundir la cabeza entre ellos, de forma a hacerla más invisible.

      Hacía muy pocos instantes que abandonó un automóvil en una esquina no muy lejana del lugar en que avanzaba ahora. Y, entre la lluvia y el viento que hermanaban aquella noche desagradable, la silueta del hombre se perfilaba siniestramente al pasar bajo alguno de los blancos focos de la iluminación callejera.

      Finalmente, tras haber recorrido un buen kilómetro entre los “chalets”' que formaban aquella parte extrema de la ciudad, el hombre se detuvo ante uno de ellos que era el mas elegante de aquella "Colonia".

      Hurgando en el bolsillo de su abrigo, el hombre extrajo una llave que hundió en la cerradura silenciosa que se abrió sin ruido alguno. Aquella puerta pequeña, situada junto a la entrada del garaje, debía estar reservada, indudablemente, al uso de la servidumbre.

      Cerrando la puerta tras él, el hombre pareció recobrar la confianza en sí mismo y al desposeerse del gesto de encogimiento que había adoptado durante todo el camino, su alta estatura se hizo patente así como la dimensión amplia de sus espaldas.

      Recorrió un largo pasillo, al extremo del cual una pantalla, de reducido tamaño, se iluminó automáticamente al acercarse él. Una voz áspera dejóse oír a través del altavoz situado en la pared.

      - ¿Quién es?

      - Soy yo, Conrad, profesor.

      Hubo un corto silencio.

      - ¡Descubre tu rostro, idiota! -la voz tenía un claro tono colérico-. ¿Has olvidado las precauciones?

      El hombre obedeció mirando fijamente a la brillante superficie mate de la pantalla. Luego, con unos lentos movimientos, como si lo que hacía le costase un verdadero esfuerzo, bajó el cuello del abrigo, quitándose inmediatamente el sombrero de anchas alas que había servido para ocultar su identidad a las miradas curiosas.

      - ¡Está bien, pasa!

      Se oyó un “clik” y la pantalla, así como el muro que la sustentaba, giraron al tiempo, descubriendo una entrada que el hombre atravesó prestamente. Un nuevo pasillo se abría ante él. Después de recorrerlo en toda su extensión, subió una escalera de caracol que desembocaba en un amplio despacho, que una puerta corrediza separaba de un laboratorio.

      Otro hombre estaba en la penumbra que dejaba fuera el cono luminoso de una lámpara de trabajo que había sobre la mesa de despacho. El que entró no podía ver el rostro del otro, aunque, en realidad, no lo necesitaba, pues le conocía y vivía con él desde hacía cerca de diez años.

      - ¿Has hecho todo?

      - Sí, profesor. Míster Norman llevará, esta misma noche, el mensaje al presidente de los Estados Unidos.

      Una risa sardónica llegó hasta él.

      - Por lo que he visto por la pantalla, no te has quitado aún tu disfraz de hombre atacado por los “desintegradores de carne” -una corta pausa-. ¿Ha pasado miedo el Secretario de Estado?

      - ¡Mucho, profesor! Me lo encontré durmiendo y tardó bastante tiempo en convencerse que mi aparición no pertenecía a la pesadilla que, sin duda alguna, estaba sufriendo.

      - Está bien. Ahora tienes que descansar. Mañana habrá que ir de nuevo a Wáshington, por si se creen más fuerte que yo... Puedes retirarte.

      Pero el hombre permaneció tercamente en el lugar en que estaba. Con el maquillaje que le hacía parecer comido por la extraña lepra de los desintegradores, su rostro no tenía nada de agradable espectáculo.

      - ¡He dicho que te vayas!

      Los puños del hombre se cerraron con fuerza. Respiraba sonoramente y todos sus movimientos expresaban claramente la cólera que se estaba apoderando de él.

      - ¡Vete!

      El rostro del hombre se enrojeció repentinamente. A través de su falso maquillaje, las venas del cuello se hincharon hasta tomar el aspecto de gruesas cuerdas tirantes.

      - ¡No le obedecerá mas, profesor! -rugió-. Llevo muchos años secundándole en sus locuras, bajo la promesa de que ganaríamos muchísimo dinero. Después de desenterrar muertos y de lanzar su asquerosa sustancia por todas partes, matando a la gente por centenares, estamos mucho peor que nunca, sin dinero, casi sin comida y viviendo como miserables...

      - ¡Cállate! No sé cómo me contengo y no te aplasto como un asqueroso reptil que eres... ¡Dinero...! ¡Dinero...! No tienes otra ambición más que la de la maldita riqueza. Sin embargo, ya sabes que no hay más que esperar un poco. Un poco mas y cubriré tu asqueroso cuerpo de oro. Para mí, el dinero no significa nada... ¡Es el poder el que deseo...! ¡Quiero ser el dueño absoluto de este Continente, para luego dominar el mundo entero! ¡Ese es mi deseo! Ordenar el mundo a mi antojo y sentir lo que sienten los que le mandan... ¡El placer inefable del poder!

      - ¿Está usted loco, profesor! Ya le he oído esas monsergas miles de veces. Podría repetirlas sin equivocarme ni en una sola sílaba... ¡Pero ya estoy harto! Si no hay dinero hoy mismo y en cantidad, le dejaré aquí solo para que acabe su locura. Yo no deseo mandar en nadie; no ansío poder alguno. Sólo quiero poseer la riqueza, que es el solo medio de mandar y ser respetado.

      - ¡Vete!

      - ¡Me río de sus órdenes, profesor! Sus amenazas no me conmueven, Y, además, le doy diez minutos para que me entregue todo el dinero que le queda aún... Si no lo hace, le mataré aquí mismo. Es posible que las autoridades me den un premio por haberle borrado de la listo de los vivos.

      Cogido en el cepo del pánico, el profesor, aprovechando un instante de distracción del otro, corrió hacia la puerta del laboratorio, cerrándolo después con cerrojo. La enorme masa de su perseguidor chocó como un bólido contra la puerta.

      - ¡Abra o la derrumbaré! -gritó con voz ronca.

      En el interior del laboratorio, el profesor temblaba de arriba a abajo. A cada golpe, la puerta parecía lamentarse, cada vez más profundamente, del trato a que estaba siendo sometida. Sus dobles hojas parecían prepararse a abrirse al impulso de los formidables golpes que recibían.

      El profesor lanzó a su alrededor una mirada de bestia acorralada. No había otra salida que la puerta que golpeaba el energúmeno. Los ventanales que se extendían por ambos lados de la estancia, habían sido hechos extremadamente estrechos para impedir que nadie pudiese entrar desde el exterior y eran, por tal motivo, impracticables para cualquier proyecto de huída.

      Un trozo de la puerta saltó hecho añicos. Los pedazos de madera volaron por el aire, cayendo sobre las mesas repletas de probetas, matraces y tubos de ensayo.

      - ¡Estoy perdido! -murmuró quedamente el profesor.

      No era la idea de la pérdida de la vida lo que le hacía temblar como una hoja de árbol movida por un fuerte viento. Era la desaparición que, con su muerte, vendía a echar por el suelo sus colosales planes de megalómano. Cerca ya del triunfo, con gran parte del Continente americano bajo su indirecto yugo, la estupidez de aquel bárbaro y ambicioso colaborador amenazaba derrumbar el maravilloso edificio que su ambición había montado.

      La puerta se vino abajo...

      En el último instante, mientras la masa de maderas desgarradas se derrumbaba con un estrépito formidable, el profesor sintió en su mente la llegada de una idea que podía salvarle aún.

      Rápidamente y mientras su enemigo, que había caído por el brutal impulso que dió a la puerta, se incorporaba con los ojos inyectados en sangre, el sabio corrió hacia los tubos de ensayo que contenían una sustancia de color intensamente negro.

      Conrad avanzaba locamente hacia él. En los ojos del hombre se leía la intención homicida que impregnaba cada uno de sus gestos.

      - ¡Vas a morir! -gritó, mientras se abalanzaba contra el sabio.

      El profesor destapó prestamente uno de aquellos tubos. Luego, con un gesto desesperado, lanzó el contenido sobre el enemigo que se le echaba encima.

      Un alarido espantoso brotó de los labios de Conrad.

      - ¡Asesino! -rugió.

      Sus manos se despegaron del rostro llevándose los trozos de carne arrancada por el desintegrador. Aquella cara no era más que una llaga repugnante, llena de trazos sanguinolentos y con las cuencas vacías.

      El cuerpo de Conrad empezó a desplomarse en una caída de la que no se levantaría jamás.

      Mirándole con ojos que parecían hipnotizados, el profesor, con el tubo homicida en la mano, parecía completamente ajeno a todo. De repente, un grito ahogado brotó de su garganta, al tiempo que levantaba la mano derecho sobre la que una mancha negra, del tamaño de un níquel, iba aumentando progresivamente.

      ¡En un descuido, una gota del líquido desintegrador había caído sobre su mano!

      Corrió alocadamente hacia el lado opuesto del laboratorio y tras apoderarse de un frasco que contenía un líquido azulado, lanzó el contenido contra su mano. Un suspiro de satisfacción se escapó de sus labios.

      El líquido anestésico había hecho desaparecer fulminantemente el dolor. Pero el profesor sabía que aquella mancha seguiría creciendo y que ahora, como los miles de seres humanos a los que había condenado a muerte, nadie podría salvarle.

      Tardaría más o menos. Pero aquella implacable lepra le consumiría tan totalmente como lo estaba haciendo, en aquellos momentos, con el desdichado cuerpo de Conrad.

 *

       - Creo que el problema se ha exterminado por sí mismo -murmuró Willey, entre dientes.

      Hubo un silencio corto, antes que Owen manifestase su opinión.

      - No lo creo, jefe. El profesor Clark no es el responsable principal. Ni creo siquiera que tuviese que ver con este asunto.

      - ¡Está usted delirando, Baker!

      - No estoy muy seguro de que así sea, señor. Puede ser que se trate de una absurda intuición; pero le ruego que recapacite y piense que la única persona que corre, en estos momentos, un gran peligro, es el presidente de los Estados Unidos.

      - ¿Se puede saber en qué basa esa curiosa hipótesis?

      - En algunas cosas que, aparentemente, tienen fuerza de convicción. Primero: El hombre que ha desencadenado todo esto, no se suicidaría como parece haberlo hecho el profesor Clark. Jamás renunciaría a su loco proyecto de hacerse el dueño del Continente. Segundo: En  el caso de que hubiese puesto fin a su vida, desesperado por alguna causa -y esto sólo sería posible Si Clark fuese el culpable absoluto- jamás hubiese usado para matarse los “desintegradores de carne”. Es absurdo que alguien se suicide con un procedimiento tan horrible y que debe producir una agonía espantosa...

      - ¿Qué cree usted entonces que ha ocurrido al profesor Clark?

      - Que ha sido asesinado por el otro. Indudablemente, le unían algunas relaciones de culpabilidad con el verdadero criminal. Al verse en peligro, como resultado de nuestra visito y de los descubrimientos que hicimos en este laboratorio, llamó al “otro” que, desesperado, asesinó a su colaborador, haciendo desaparecer, al mismo tiempo, las pruebas del asesinado, del delegado Alvin y los tubos que contenían esa terrible sustancia.

      - ¿No podía haberle ocurrido un accidente? Un tubo que se vuelca, un falso movimiento, un mareo...

      - También es posible, pero no me negara que tal explicación esté un tanto cogida por los pelos... Que el criminal debe estar en un estado de completa desesperación, es seguro. Sabe ya que estamos detrás de él por una pista que no puede fallar. Por ello, temo que intente dar el ultimo golpe en la persona del presidente. Sabe que si lo logra, la noticia caerá en el público como una bomba y que la mayoría de las gentes, instarán al vicepresidente a que se rinda ante el poder que nos amenaza. Eso es lo que espera el criminal...

      Willey se había convencido. Indudablemente, su ayudante tenía razón y lo más urgente era volar hacia Wáshington para salvaguardar la persona del presidente y atrapar al culpable. Sin embargo, optó por formular otra pregunta:

      - ¿Conoce usted al culpable, Owen?

      Baker frunció el entrecejo.

      - No nos quedan mas que dos “candidatos” -repuso-. John Siemon y Robert Hastings. Los dos han colaborado lealmente en los trabajos científicos para desentrañar el misterio de los “desintegradores de carne”. Comprenderá usted que entre ambos, la elección es difícil, pero, indudablemente, uno de ellos es el criminal que perseguimos.

      Willey no le escuchaba más. Se había lanzado al teléfono y pedía sendas conferencias con las casas de los dos profesores. Tardaron muy pocos minutos en dar la primera.

      - Le pongo la casa del profesor Siemon -anunció la telefonista.

      - ¡Hello! ¿Quiere decir al profesor que se ponga?

      - No está -fué la respuesta-. Mi amo ha salido, hace una hora, para Wáshington.

      - Gracias -repuso Willey, colgando mecánicamente.

      Dos minutos más tarde, el teléfono volvía a sonar.

      - Lo siento, señor. Pero en la casa del profesor Hastings no contesta nadie. Debe estar ausente.

      - No hemos aclarado nada -dijo Willey-. ¡Vamos a Wáshington! Quiera Dios que lleguemos a tiempo.

      Ya en el coche, el jefe del I. C. recordó al ayudante de Baker.

      - ¿Dónde demonios se habrá metido Secy? -inquirió.

      Un esbozo de sonrisa, repleto de tristeza ornó los labios de Owen.

      - Dejémosle, señor. Se debate ahora con un problema desdichado...

      La carretera parecía huir hacia atrás a una velocidad fantástica. Sólo el sordo y apagado sonido de los reactores del coche, rompía el pesado silencio que mantenían los dos hombres.

      En la mente de ambos, el problema se fijaba con la terrible fuerza de una idea obsesiva. Se percataban claramente que se estaban jugando la última carta y que todo dependía de aquel tiempo que el vehículo sólo era capaz de reducir al mínimo posible.

      Baker, que llevaba el volante, maldecía internamente el no poder obtener una velocidad mayor. En realidad, el coche volaba más que corría sobre la cinta negra de la autopista.

      - Voy a poner la radio -murmuró Willey, como si desease huir de sus pensamientos.

      El aparato rechinó un poco, luego la voz del locutor se dejó oír.

      - “Las últimos noticias señalan un ataque a la Casa Blanca, cuya guarnición ha sufrido a los horribles “desintegradores de carne” y está siendo atendida por un grupo de doctores. Los profesores Siemon y Hastings cuidan del presidente...”

      - ¡Cierre eso, Willey! suplicó Baker.

 CAPITULO CUARTO

       No queriendo tomar el coche de su jefe, anduvo hasta uno de los garajes nocturnos en los que alquiló un “Panther” de dos plazas de último modelo.

      Exactamente no sabía hacia dónde se dirigiría. Toda su ilusión era poder encontrar a Miryam antes de que la hubiese ocurrido lo imprevisto.

      Dió un par de vueltas por un Manhattan nocturno y casi solitario, mientras esforzaba la mente en busca del menor indicio que le condujese hasta la joven.

      Recordó entonces que el amigo íntimo del difunto profesor Clark era su cadete científico Hastings. Además, fueron desfilando por su memoria una serie de datos, que se remontaban a cerca de seis años antes, cuando tuvo que realizar un servicio de vigilancia en Boston, donde Hastings celebraba una conferencia sobre algunos puntos oscuros de la estructura atómica. En su mente apareció claramente el “lunch” servido en un primoroso “living” de una casa que tenía el profesor en un barrio residencial de Boston.

      No fué más que una intuición. Pero, además, no había otra posibilidad de hacer algo que lanzarse en busca de una probabilidad vaga, pero que era la única.

      Antes de haber madurado la idea, se encontraba en plena carretera del norte, apretando el acelerador al máximo. El ruido del motor y los chasquidos del cambio automático, eran los únicos sonidos que rompían el silencio de la autopista.

      La angustia le atenazaba el pecho. Parecíale muy difícil que la joven hubiese escapado a las garras del monstruo que había asesinado a su  padre. Porque Paul poseía la completa seguridad que Clark había sido eliminado en el último instante, cuando el pánico había empezado a hacer mella en el corazón del principal responsable.

      La cinta de la carretera parecía correr en busca del vehículo a una velocidad fantástica. La aguja del cuentakilómetros hacía rato que había alcanzado el tope del cuadro.

      El ulular de una aguda sirena desgarró el silencio de la noche. Aquel sonido que provenía de detrás, se iba acercando paulatinamente al coche que conducía Secy.

      Se daba perfecta cuenta que se trataba de un policía motorizado que, atraído por aquel vehículo privado que marchaba a una desmesurada velocidad, llevaba la intención de cazarle para multarle fuertemente.

      Paul se sintió fastidiado por aquella interrupción inesperada. Cada segundo podía ser fundamental para salvar la vida de Miryam y al sentir que la motocicleta se le echaba encima, contrajo el rostro con un signo de visible mal humor.

      La moto pasó junto al coche como una flecha plateada, deteniéndose una milla mas allá y ocupando el camino de forma que el coche hubiese de detenerse forzosamente.

      Paul aplicó los frenos y detuvo el vehículo.

      - ¿Está usted loco? -inquirió el policía acercarse a la ventanilla del “Panther”.

      - Perdone, agente. No he podido hacerme, en New York, de un coche oficial. He aquí mi documentación.

      EI policía leyó atentamente las credenciales de Secy. Luego, su rostro expresó fastidio.

      - Le ruego que me excuse, señor. Como el coche era particular, creí que se trataba de un loco como el de antes. No sabe lo que lamento haberle detenido.

      Pero Secy no le escuchaba ya. La frase anterior le había llamado poderosamente la atención.

      - ¿Dice usted que ha habido alguien que corría tanto como yo?

      - Iba más deprisa que usted. Afortunadamente paro él, su coche era una verdadera maravilla. Un “Cadillac” azul, dotado de todos los adelantos. ¡Le ha debido costar un buen puñado de dólares!

      - ¿Un “Cadillac” azul? 

      El agente no pudo contestar. En aquel preciso instante, una especie de bólido azul pasó junto a ellos, dirigiéndose hacia el Sur.

      - ¡Diablos! -exclamó el policía-. ¡Esta noche es la noche de las locuras! Me van a volver loco.

      Pero Paul había visto demasiado. El vehículo que acababa de pasar era un hermoso “Cadillac” azul que, a pesar de la velocidad que llevaba, se dejó distinguir perfectamente a la luz de los faros del vehículo de Secy.

      - ¡Era idéntico a ese! -exclamó el agente.

      Paul habló deprisa.

      - Haga el favor de seguirle y detenerle. Yo haré lo posible para alcanzarle; pero, sin duda alguna, usted lo logrará antes.

      - ¡A sus órdenes, señor!

      Entonces empezó la loca carrera detrás de aquel misterioso “Cadiliac” que se parecía al otro que había visto el policía, como dos gotas de agua entre sí.

      Secy perdió instantáneamente de vista la veloz motocicleta del agente que, dotada de dos ruedas gemelos en la parte delantera, era el último grito en vehículos de su clase.

      Apretando el acelerador al máximo, el joven miraba ansiosamente la cinta oscura de la autopista y solamente cuando distinguió el vehículo detenido, lanzó un suspiro de satisfacción.

      Frenando detrás del poderoso "Cadillac", salto ágilmente a la carretera, acercándose al policía que, al verle, le saludó.

      Aproximándose a la ventanilla, Secy lanzó una exclamación de sorpresa.

      El coche iba conducido por la rubia que había sido elegida por su jefe en Florida, cuando la aventura del yate. Junto a ella, sollozando dulcemente, se hallaba Miryam.

      Sentándose junto a ellas, después de despedirse del agente, Paul conoció la horrible verdad de la terrible amenaza que había caído sobre el Continente. Luego, escuchando las sabias palabras de Patty, lanzó el “Cadillac”‛ hacia Wáshington.

      - ¡Quiera Dios que lleguemos a tiempo! -pidió Patty.

                                                                 * * *

       Las noticias que había oído por la “radio” de a bordo, no podían ser más exactas.

      A su llegada a los alrededores de la Casa Blanca, la inusitada actividad que descubrieron allí, les demostró que, efectivamente, la guardia de la casa del presidente habla sido atacada por los "desintegradores de carne".

      Con sus credenciales en la mano, se abrieron paso entre los nuevos cordones de “M. P.” que rodeaban densamente la mansión presidencial. Se leía el terror en todos los rostros y sólo una disciplina de hierro, lograba mantener a aquellos hombres en unos puestos que, por nada del mundo, hubiesen deseado guardar.

      El interior,del edificio estaba repleto de policías y de jefes de “M. P.”. Hubieron de acelerar para poder llegar, en medio de aquella horrible baraúnda, hasta el despacho del presidente.

      Este, al verlo, esbozó una sonrisa de satisfacción. Junto a él, el Secretario de Estado, míster Norman, estaba más pálido que la misma muerte.

      Sentados en sendos sillones y no lejos de la primera autoridad de los Estados Unidos, los profesores Siemon y Hastings fumaban nerviosamente.

      - Ha sido horrible -murmuró Norman-. Más de doscientos guardas han caído bajo esa lepra horrible que va a acabar por volvemos locos. No sé aún si el enemigo se detendrá ahí. Pero, por el contenido del mensaje que me entregaron, deduzco que nos falta aún lo peor de pasar.

      Estaba muy nervioso y sus manos temblaban de una manera visible.

      Fué el propio presidente el que intentó tranquilizarle.

      - No creo que se atreva a atravesar la guardia establecida ahora, Norman. Además, estos señores nos traen, sin duda alguna, algunas noticias importantes. ¿No es eso, míster Willey?

      El interpelado asintió con la cabeza antes de contestar.

      - En efecto, señor presidente. El profesor Clark ha sido vilmente asesinado en su domicilio, del que han desaparecido ciertas pruebas que nos hubieran sido preciosas. El criminal sabe que estamos detrás de su pista y que sus momentos están contados. En cuanto a lo que ha sugerido míster Norman, me parece lógico. El enemigo se ha atrevido a atravesar la nueva vigilancia, porque, sencillamente... ¡está aquí dentro!

      Una exclamación de sorpresa brotó de todos los labios. Las miradas de todos se concentraron sobre los dos profesores. Indudablemente, uno de ellos era el criminal.

      La tensión llegaba al máximo. El silencio que se estableció después de la dura acusación del jefe del I. C. se hizo intolerable. Fué el mismo Willey quien lo rompió:

      - Desearía conocer la opinión de los dos profesores aquí presentes -dijo con voz segura-. En estos momentos, necesitamos obrar de alguna manera para conjurar el peligro que se cierne sobre nosotros. ¿Qué piensa usted, profesor Siemon?

      Visiblemente nervioso, el sabio fijó sus ojos azules en los del jefe del Investigation Center.

      - Hemos llegado a una situación insostenible -dijo con voz ronca-. Mi opinión es que cedamos ante el extraño poder que nos amenaza. Nunca podremos vencerlo...

      Era una actitud derrotista y que encerraba un misterio que pronto se pondría en claro. Todos los presentes estaban seguros, incluso el criminal, que en los próximos minutos, el misterioso enigma quedaría, al fin, descubierto.

      - Yo creo que la lucha es necesaria hasta el fin. La rendición no se basa más que en una cobardía que no esta de acuerdo con mis principios. Puesto que el autor de los “desintegradores de carne” lucha también, hay que hacerle frente para ponerse a su altura.

      Willey estaba convencido. Pero, además, desde aquel preciso instante, sabía verdaderamente, quién era el criminal.

      El silencio era denso como una noche de niebla.

      - ¿Cuánto falta para la hora precisada por el mensaje que recibió usted, míster Norman?

      La pregunta de Baker produjo cierto revuelo.

      Norman, tremendamente nervioso, consultó su cronógrafo.

      - Diez minutos -repuso con una voz que parecía venir de ultratumba.

      Era, al mismo tiempo, una cantidad enorme de minutos para los que esperaban ansiosamente; para el criminal, era, por el contrario, un tiempo exiguo...

      Owen, con un gesto disciplente, llevó la mano al bolsillo de su chaqueta, acariciando la culata de su pistola. Estaba dispuesto a cortar cualquier intentona del criminal que, estaba seguro, se lanzaría contra el presidente.

      Este, que no desconocía el peligro que se cernía sobre él, parecía el más tranquilo de toda la reunión. No podía, aunque lo parecía, detener a los dos sabios, sin tener pruebas de su culpabilidad. La única manera de descubrir al criminal era la de exponerse al peligro de ser atacado por él. El presidente confiaba en sus hombres; pero, si debía pagar con su vida la tranquilidad de todo un Continente, estaba dispuesto a pagar aquel alto precio para despejar un cielo bajo cuyas pesadas nubes de terror el aire se iba haciendo irrespirable en toda América.

      - ¡Cinco minutos!

      El tiempo iba a decidir todo. Para los que esperaban ansiosamente, el tic-tac del reloj se identificaba con los latidos del corazón. También el criminal, ello era seguro, sentía los latidos de su propia víscera acompasados al batir del segundero.

      - ¡Tres minutos!

      Parecía como si el pálido y medroso secretario de Estado hubiese sido ordenado de recordarles el tiempo que pasaba. Con los ojos desorbitados y fijos en la esfera de su reloj de pulsera, Norman parecía medir el tiempo que le quedase de vivir. Porque, internamente, estaba plenamente convencido que el ataque sería fulminante y que arrastraría con la muerte de todos los presentes... el criminal incluido.

      Se había dado cuenta y adivinaba la clase de ideas que pasarían por la mente del culpable. Aún venciendo a los que estaban allí, le sería completamente imposible salir de la estancia y llegar al exterior sano y salvo.

      - ¡Dos minutos!

      La mano de Baker se cerró fuertemente sobre la culata de su arma. Al mismo tiempo, su dedo índice acarició el gatillo mientras su pulgar, con un movimiento automático, quitaba el seguro de la pistola.

      - ¡Un minuto!

      Aquel era el espacio mínimo. Ya no sabía esperar ni dejarse llevar por un nerviosismo que no conduciría a nada. La fuerza de los hechos iba a tomar definitivamente la palabra.

      - ¡Diez segundos!

      Owen se inclinó hacia un lado, mientras su mano armada salía, despacio, del bolsillo...

      - ¡Cinco segundos...!

      - ¡Tres!

      - ¡Dos!

      - ¡Uno!

      Un alarido infernal...

      El profesor Hastings cayó de rodillas mientras de sus labios entreabiertos, brotaban lamentos horribles.

      Willey se precipitó hacia él, mientras Owen apuntaba fríamente al pecho del profesor Siemon, que se había puesto terriblemente pálido.

      - ¡No se mueva! -amenazó el agente.

      En aquel preciso instante, un alboroto tremendo les llamó la atención hacia la puerta de entrada. Paul, precedido por las dos muchachas, se abrió paso hacia el interior del despacho.

      Antes de que nadie pudiese impedirlo, Patty se lanzó de rodillas ante el presidente.

      - ¡Piedad para mi padre! -exclamó entre un río de lágrimas.

      - Pero... -balbuceó Baker, que seguía con la pistola en la mano.

      Paul se acercó a él con una triste sonrisa en los labios.

      - ¡EI culpable no es ése, sino el profesor Hastings, el padre de Patty!

      Todo el mundo rodeó velozmente el cuerpo del viejo profesor. Willey había quitado el vendaje que cubría la mano y desgarrado la manga de la chaqueta.

      El brazo estaba casi completamente corroído y en muchos lugares, el hueso era visible. En el rostro, perlado de sudor, de Hastings, se leía el horrendo sufrimiento que le consumía.

      - ¡Un médico! -gritó el jefe del I. C., que sostenía la cabeza del sabio.

      Este negó con un gesto decidido.

      - ¡Es inútil -exclamó contrayendo el rostro por el dolor del mol que le corroía tan espantosamente-. No existe ningún antídoto para esta asquerosa lepra... Cuando descubrí este mal demoníaco, creía haber alcanzado el poder sobre el mundo que correspondía a mi ambición desmesurada. ¡He sido un loco...! Durante años, después de dedicarme la mayor parte de mi vida a la investigación atómica, descubrí que ciertas macromoléculas, tratadas con uranio, poseían un terrible poder destructor sobre la materia orgánica... Hice pruebas con cadáveres recientes y así me convertí en violador de tumbas... Quiero consignar esto para que nadie sea culpado por mis faltas. Los resultados de mis experimentos fueron fantásticos, Una mínima cantidad de lo que luego se llamó “desintegradores de carne”  era capaz de corroer el organismo entero de muchas personas... Así nació en mí la loca idea de apoderarme, indirectamente, de las riendas del poder en el Continente americano, para después extenderme hacia el otro lado de los mares y convertirme en el dueño del mundo. Durante mis estudios y trabajos, en los que fuí exclusivamente ayudado por mi ayudante Conrad, conseguí descubrir una grasa que resistía, durante algunas horas, los efectos de los

“desintegradores”. Fué así como personalmente, lancé los primeros en la reunión de Caracas. A partir de aquel momento y cuando empecé a observar los desfallecimientos en la moral de los Estados, mi alegría fué inmensa. Entonces, nadie podía negar que mi camino era seguro y que me conduciría al más rotundo de los triunfos. Un poco más tarde, sólo unos meses después, el profesor Clark, que sospechaba claramente de mí, me sorprendió en mi casa de Boston, realizando sobre animales un experimento con los “desintegradores de carne”. Por el momento, pensé quitarle la vida. Pero me abstuve, limitándome a amenazarle con atacar a su propia hija si no colaboraba conmigo. Logré intimidarle de tal manera, que fué él el que lanzó los “desintegradores de carne” sobre varios países sudamericanos y especialmente sobre Méjico. Ayer me llamó urgentemente, comunicándome que los hombres del I. C. estaban sobre la pista. Inmediatamente, me puse en camino y lo quité de en medio, llevándome algunas cosas que no deseaba, de forma alguna, que cayesen en manos de la policía... Después, ya saben el resto. Vine aquí para atacar a la persona del presidente, tal y como lo había prometido. Pero en una pelea que tuve con mi ayudante Conrad, al que lancé un tubo de “desintegradores de carne”, tuve lo mala suerte de que unas gotas me cayesen sobre la mano. Y, ahora, sólo me resta esperar la muerte, a la que me ha conducido mi ambición. Si no llega a ser por los horribles dolores que he sentido hace poco, hubiese sacado la esfera que llevo en el bolsillo izquierdo de la chaqueta lanzándola sobre el presidente. La dosis que lleva es mínima y sólo él hubiese muerto. Las otras esteras, mucho más potentes, las lancé disimuladamente en el exterior para que pereciese la guardia. Así pensaba poder escapar...

      Un gesto de dolor le contrajo el rostro. La espantosa lepra le subía ya cerca del hombro.

      - ¿Y el delegado Alvin? -inquirió Willey-. Su cabeza cercenada estaba en el laboratorio del profesor Clark...

      - Fué mi primera víctima. Le llevé a mi laboratorio, antes del congreso de Caracas y después de hacerle una demostración, le intimidé para que fuera él el que leyese el mensaje. Luego, temiendo que me denunciase, le maté...

      Un silencio pesado se hizo en la estancia.

      - Me queda algo por decir... -balbuceó el moribundo-. Mi hija no ha intervenido para nada en este asunto. Ruego que su nombre no sea mancillado...

      Sus rasgos adquirieron la blancura del papel. Luego, inclinando la cabeza, dejó de existir.

      - ¡Padre mío!

      Hubo de detenerse a aquella impetuosa joven para evitar que se lanzase sobre el cuerpo corrompido del sabio.

      Fueron los fuertes brazos de Baker los que la sostuvieron. Ella, al percatarse de la presencia del joven, escondió la cabeza en el pecho de él dejando curso al llanto que brotaba de sus ojos.

      Wiiiey colocó una monta sobre el cuerpo de Hastings. Luego, acercándose al presidente y con voz conmovida:

      - El asunto de los “desintegradores de carne” ha terminado, señor. Si no ordena nada más, voy a volver a New York con mis agentes.

      - Puede hacerlo, Señor Willey.

      Momentos más tarde, dos “Cadillacs” azules, de último modelo, conducían dos parejas lejos de aquel escenario de horror. El amanecer ponía una nota de esperanza rosada en el cielo...

FIN