miércoles, 31 de mayo de 2023

LOS AMOS DEL SELLO (A.THORKENT)

 


A.Thorkent es Angel Torres Quesada (Cádiz, 1940), que al igual que Domingo Santos, sus comienzos se produjeron en los quioscos, dentro de la colección Luchadores del Espacio de Editorial Valenciana, con la novela “Un mundo llamado Badoom” (1963), penúltimo título de la colección, aunque el grueso de su carrera dentro de la literatura de ciencia ficción popular o de bolsilibros se produjo dentro de la barcelonesa Editorial Bruguera, donde desarrolló la Saga del Orden Estelar, la segunda serie de novelas de ciencia ficción más importante publicada en España por detrás de la Saga de los Aznar, de Pascual Enguídanos (George H. White). Previamente a sus inicios en Bruguera, y tras el cierre de Luchadores del Espacio, el autor intentó en varias ocasiones publicar su obra en la editorial Toray, donde sus novelas fueron rechazadas una y otra vez. Grave error.

 

1

 

Para conmemorar el primer aniversario, Samuel Lachman pensó inicialmente en una emisión tan llamativa y espectacular como todas las que él solía realizar y le mantenían desde hacía mucho tiempo en uno de los primeros puestos del panel de acepta­ción del público.

No podía pensar entonces que acabaría querien­do emitir un auténtico bombazo.

Al principio, ayudado por su equipo de colabo­radores, empezó reuniendo datos y filmaciones de manera rutinaria, convencido de que su programa semanal de una hora sería tan bueno como siem­pre, sin más consecuencias. No obstante, a medida que su idea original se enriquecía con nuevos infor­mes y revelaciones sorprendentes de testigos, co­menzó a acariciar la posibilidad de convertir la emisión, prolongándola incluso en treinta minu­tos, en algo que sus telespectadores no olvidarían fácilmente y levantaría ampollas en mucha gente.

Los cabos sueltos fueron convirtiéndose en su mesa de trabajo en un sólido informe. Las pruebas que le llevaban eran concluyentes y durante un mes se olvidó de casi todo y se dedicó de lleno a la preparación del programa, por lo que sus emisio­nes semanales se resintieron mientras tanto y su director le advirtió de que su popularidad descendía alarmantemente.

Lachman, confiado, le respondía sonriente y le aseguraba que volvería a encaramarse en la cúspi­de después del programa conmemorativo.

Su jefe, Hebert Melnick, soltaba un gruñido y replicaba que ojala fuera así por su propio bien, puesto que los patrocinadores empezaban a poner­se nerviosos.

—De todas formas, quiero echar un vistazo a ese guión, Sam.

—Lo tendrás en tu despacho tres días antes, como siempre —le contestó Lachman con una son­risa de complicidad.

Sam cumplió lo prometido y remitió a Melnick una copia del guión. Al día siguiente invitó a Carol Smith, su secretaria, a cenar y se marchó de la emi­sora, acompañado de aquella belleza, totalmente despreocupado.

Esa noche debió empezar a preocuparse, a rece­lar de algo, pero había bebido bastante champán y apenas dio importancia al comentario de Carol cuando le dijo que el jefe había pedido los vídeos de prueba.

Lachman, aunque era estimado de excesivo im­provisador, en realidad era un perfeccionista que no gustaba dejar cabos sueltos. Exigía, por supues­to, que sus programas fueran en directo, pero no toleraba ningún fallo en nadie y mucho menos en su actuación. Tenía por costumbre grabar previa­mente sus comentarios y visionarios una y otra vez con sus más íntimos colaboradores.

El hecho de que Melnick hubiera solicitado los vídeos de sus ensayos se le antojó como un capri­cho del viejo, nada más. ¿Es que no le bastaba con el guión?

La cena con Carol fue estupenda y olvidó pronto la noticia que le había dado la chica. La llevó a bailar a un local acogedor, poco ruidoso y escasamen­te alumbrado, y mientras la tenía entre sus brazos pensaba que aquella velada tenía que acabar bien, según sus deseos. Reconocía que llevaba bastante tiempo detrás de ella, como si fuera un jefe de co­media picante que se hubiera enamorado perdida­mente de su secretaria.

Sentía por Carol mucho más que un simple de­seo y sabía que para él no sería suficiente llevársela a la cama una noche o varias. Presentía que la ne­cesitaba a su lado, por mucho tiempo, incluso para toda la vida.

Tras sus dos fracasos matrimoniales se había he­cho la promesa de no volver a pedir a ninguna chica que fuese su esposa, pero mientras bailaban y la sentía tan cerca, acariciándola y percibiendo su perfume, echó en el olvido sus propósitos y se dijo que con ella todo resultaría maravilloso y diferen­te.

Carol permitió que la acompañara hasta su apar­tamento, pero cuando él sugirió que le apetecía to­mar la última copa, ella le contestó que se sentía muy cansada, y ante su expresión de desencanto le sonrió, volvió a besarle y dijo suavemente:

—Recuerda que mañana por la tarde es el gran día, cariño. Ambos debemos estar en plena forma.

—Apenas son las tres —dijo él, quemando lo que pensaba era su último cartucho—. Estás tan bonita esta noche...

—Y mañana estaré horrible si no duermo seis ho­ras. Oh, cielos, no podré estar antes de las diez en la emisora.

Exagerando su gesto de fastidio, Sam asintió con la cabeza, exigió el último beso y contempló cómo la puerta se cerraba ante sus narices, suave pero firmemente.

Bajó hasta el aparcamiento subterráneo. El vigi­lante le salió al encuentro y Sam le entregó su res­guardo.

—Pase, señor —el vigilante llevaba colgada una metralleta al hombro y su rostro era duro. Quizás había sido boxeador en su juventud—. Le aconsejo que evite los sectores ocho y nueve.

—¿Por qué? —preguntó echando a caminar, se­guido del hombre.

—Tumultos, señor. Sé que vive al otro lado. Sam se preguntó si aquel tipo no era un entrome­tido. Había acompañado varias noches a Carol. ¿Qué pensaría que había entre ellos? Le entregó un billete de cinco dólares y no esperó a ver su cara agradecida. Empezó a abrir la puerta de su coche.

—La Policía ha llamado al Ejército —explicó el vi­gilante, sin duda creyéndose obligado a ampliar la noticia a cambio de la propina.

—Esto parece grave —admitió Sam.

—Y lo es, señor. En esos barrios viven muchos chicanos.

»Esta noche comenzó la evacuación, llegaron cientos de camiones y la cosa no resultó tan fácil como se imaginó el fiscal general de California. Esos sureños se hicieron fuerte y respondieron a ti­ros cuando los policías lanzaron gases.

—Gracias. Daré un rodeo —dijo Sam. Encendió el motor, el otro se apartó y arrancó el coche. Lo con­dujo por la rampa de ascenso. Junto a la salida vio a otro hombre armado también con un arma de fuego que vigilaba el exterior.

Mientras conducía por las calles casi desiertas y escasamente alumbradas conectó la radio y locali­zó la emisora de su propia compañía. Daban músi­ca y buscó otra sintonía. Alcanzó a escuchar un in­formativo, pero ya se habían referido a los sucesos que aludió el vigilante en el Sur de la ciudad o los muy lerdos todavía no se habían dado por entera­dos.

Apagó la radio y se ocupó de conducir cuidado­samente por la avenida que había elegido para dar un rodeo amplio. La zona era elevada y durante un momento creyó ver el resplandor de un incendio en el Sur. Aminoró la marcha al descubrir a lo lejos las luces rojas y azules de la Policía. Era un control.

Varios coches blindados cerraban la calzada y al­gunos hombres armados, con casco y chalecos blin­dados, le hicieron gestos para que se detuviera.

Sam frenó cuidadosamente y bajó el cristal de la ventanilla. Un oficial se le acercó despacio. Detrás de él le siguieron dos policías que no dejaban de vi­gilar al ocupante del coche.

—Su carné, señor —le pidió el oficial sin ningún rastro de amabilidad. Sólo el lujo del coche, pensó Sarr, le impedía ser grosero.

—Soy Samuel Lachman —explicó Sam entregán­dole el documento.

El oficial empezó a sonreír.

—Ah, señor Lachman. Me alegro de conocerle.

Siempre que puedo veo su programa —le devolvió enseguida el carné.

—Entonces le aconsejo que no se pierda el de ma­ñana.

—Vaya, lo intentaré. ¿Puedo saber por qué anda usted tan tarde por esta zona?

—Claro que sí. Acabo de dejar bien segura en su casa a una chica.

El oficial sonrió pícaramente.

—De todas formas haría bien no arriesgándose, señor Lachman. Es mejor que dé media vuelta. No trate de adentrarse en los sectores ocho y nueve.

—Eso intentaba. Vivo en el otro lado, y algunas noches lo cruzo para ganar tiempo.

—Eso es muy peligroso, sobre todo esta noche. ¿Por qué no se busca un hotel en el centro y lo olvi­da?

—Caramba, alguien me lo advirtió, pero no po­día imaginarme que las cosas estuvieran tan mal. ¿Los sureños?

—Sí —admitió el oficial de mala gana. Es la ma­yor redada que estamos llevando a cabo, señor. Lo siento, pero no puedo ser más explícito. —Bajó la cabeza y le susurró—: Ha habido muchos muertos y cientos de chicanos se han esparcido por los ba­rrios decentes, señor. Los están cazando a tiros —Sonrió—. Pero esto no lo diga mañana.

Sam se estremeció. Conocía la ley recientemen­te promulgada que condenaba a los emigrantes a ser devueltos a sus países respectivos, pero no ha­bía pensado que ésta se cumpliera tan pronto y me­diante sistema tan expeditivo.

—No, por supuesto que no lo mencionaré.

—Por cierto, ¿de qué tratará su programa? —el oficial añadió como lamentándolo—: Los dos o tres que he visto últimamente eran... Bueno, un poco corrientes.

—Mañana hará un año, oficial.

—Por el diablo que se me había olvidado —exclamó el hombre soltando una carcajada—. Es verdad. Le prometo que lo veré, señor Lachman. Será muy interesante. Con la llegada de esos estupendos se­res, las cosas se arreglarán, ¿no es así?

Sam asintió con un gesto. Pensó que, mientras tanto, las cosas no se arreglaban para miles de per­sonas que habían llegado a Los Ángeles creyendo que escapaban de la miseria y el hambre. Por el contrario, iban a volver, los que no murieran aque­lla noche, al otro lado de las alambradas que eran las fronteras actuales de la Unión Americana, a va­rios cientos de kilómetros al Sur de Río Grande.

Dio marcha atrás al coche y regresó por donde había venido. Desechó la idea de alquilar una ha­bitación en algún hotel.

Pronto amanecería y quería estar en su despa­cho a las nueve en punto. Por lo tanto se dirigió a la oficina de la emisora. Los centinelas armados le dejaron pasar apenas le reconocieron.

Una vez en su cuarto, Sam se despojó de la cha­queta, se preparó un poco de café, un asqueroso sucedáneo, y se tumbó en un butacón. A pesar de sus propósitos se quedó dormido al cabo de unos minutos.

Apenas tuvo un destello de lucidez para aplastar el cigarrillo en el atiborrado cenicero.

Despertó cuando escuchó que alguien subía las persianas. Sus ojos percibieron, aún cerrados, el destello del sol.

—¿Qué demonios...? —empezó a decir mientras se incorporaba.

—Hola, jefe —le dijo sonriente un muchacho de baja estatura, pelo ensortijado y sonrisa contagiosa.

—¿Qué hora es?

—Las nueve y veinte. ¿Ha pasado aquí la noche?

—No, maldita sea; acabo de llegar. ¿Por qué no dejas de preguntar tonterías y me preparas un buen café, muy cargado? Eh, no recalientes ése. Ya lo hice anoche y me supo a diablos. ¿Es que no puedes conseguir uno de buena calidad?

—El auténtico va escaso y bastante caro —le con­testó el muchacho dirigiéndose al pequeño cuarto, una vieja cocina que a veces seguía usándose como tal durante los días en que no salían del edificio a causa del trabajo.

Sam se pasó la mano por la cara y comprendió que necesitaba un afeitado. En el cuarto de baño se lavó y rasuró con la maquinilla eléctrica de Peter Losada, aquel chico que ahora le estaba preparan­do lo que llamaría, muy optimista, café.

Peter regresó llevando una taza humeante. A Sam no le pareció muy malo. Lo probó y consideró que era pasable, quizá porque estaba muy azucara­do.

—¿Y Carol, y los demás?

—Ella está en el despacho de Melnick, y el resto en el estudio preparándolo todo —Peter sonrió ampliamente—. Me han dicho que esta noche usted dará el bombazo, jefe.

—¿Quién te lo ha dicho? —preguntó Sam. Arrugó el ceño. No le gustaba que estuvieran diciendo por ahí cuál iba a ser el contenido de su programa. Los llevaba muy en secreto, pero con el de hoy había extremado las precauciones.

—Oh, rumores. Creo que alguien leyó la lista de invitados y se asombró un poco. ¡Qué personajes! —Ninguno de ellos es conocido por el gran públi­co.

—Precisamente por eso, jefe. Eso quiere decir que usted prepara algo gordo.

—Ya veremos. Oye, ¿por qué no llamas a Rela­ciones Públicas y les preguntas si esa gente ya ha llegado a Los Ángeles y está debidamente alojada en buenos hoteles? Quiero que estén aquí dos ho­ras antes de empezar.

—Ahora mismo, señor —asintió Peter. Salió co­rriendo del despacho, y como siempre cerró la puerta violentamente.

Lachman seguía preguntándose para qué estaba Carol en el despacho de Hebert Melnick. Se puso una camisa limpia y regresó a su despacho. Pensa­ba en su secretaria, en lo bien que pasaron la noche y en que no terminó como a él le hubiera gustado. Había confiado en que Carol no le echase de su apartamento. Encendió un cigarrillo, intentando recordar lo que ella le había dicho mientras cenaba que le turbo un poco, pero que olvidó enseguida con la ayuda de varias copas de champán.

Carol interrumpió sus meditaciones. Rápida­mente, antes de que él consiguiera levantarse, se puso delante de su mesa y le miró.

Sam se asuntó. La cara de Carol estaba muy se­ria. Demasiado, se dijo.

—¿Qué pasa?

—El señor Melnick desea verte. Ahora mismo.

—Está bien, iré enseguida; pero tú podrías decir­me a qué se debe tu actitud. Si no hubiéramos esta­do anoche bailando pensaría que estuviste en un funeral.

—Quizá haya hoy algún funeral.

—Carol...

Ella le cortó:

—Si te das prisa puedes llegar a tiempo de ver jun­to a Melnick el segundo pase que está haciendo de tu prueba. ¿O es la tercera?, Dios, ese hombre está obsesionado.

Sam le preguntó:

—¿Para qué te ha llamado? Carolle volvió la espalda.

—Me ha ordenado que ciertos invitados tuyos al programa de esta noche sean devueltos a sus ciuda­des de origen.

El exclamó:

—¿Estás bromeando?

—No. ¿Has olvidado que Melnick exigió ayer el vídeo de prueba?

Sam parpadeó. ¿Por qué no le dio la importancia debida la noche anterior al asunto del vídeo? Mal­dito champán, masculló. No se entretuvo a pre­guntar más a Carol. Salió corriendo de su despacho y llegó al de Melnick, entrando en él violentamen­te.

Melnick, parapetado tras su larga mesa, le pidió apenas le vio:

—Siéntate. Esto está acabando.

Sam descubrió que su jefe estaba visionando el vídeo en cuestión.

Miró con perplejidad su propio y sonriente ros­tro en la pantalla. 

2 

En el rostro de Sam Lachman de la pantalla fue diluyéndose su sonrisa. Miraba directamente a la cámara y estaba diciendo a sus seguidores:

—...Hoy hace exactamente un año que la huma­nidad tuvo su encuentro con las criaturas de Kherle. Ocurrió en la Luna y, según la versión oficial, todo transcurrió placenteramente.

Desapareció su imagen y surgió la fotografía im­perfecta de un ser extraño. Sólo era apreciada su cabeza medio oculta por una capucha de color ma­rrón: Las facciones del kherle eran, pese a ser co­nocidas mundialmente, repulsivas al principio. Un par de ojos grandes rodeados de arrugas, una nariz enorme y perruna y una boca algo pequeña que es­bozaba el comienzo de una mueca indefinible, en­tre una risa fracasada o una exclamación de sorpre­sa.

La voz de Sam grabada en la cinta volvió a escu­charse, definiendo la fotografía del kherle:

—Ésta es una de las escasas imágenes que conta­mos de los kherles. Las autoridades han asegurado siempre que ellos no son partidarios de dejarse fotografiar. Se dice que accedieron de mala gana cuando se les comunicó que era preciso para que la gente les conociera, para acabar de convencer a los incrédulos de que su llegada era real y no un bulo, una maquinación planeada por los Estados de la Unión Americana y la URSS.

Reapareció el rostro del Lachman. Vestía en mangas de camisa y su gesto serio contrastaba con lo despeinado de su cabello.

Pero aquello era un ensayo, pensó Sam viéndose a sí mismo una vez más. Miró de soslayo a Melnick y decidió no interrumpirle. Parecía estar muy inte­resado en escucharle. Encendió un cigarrillo y optó por esperar pacientemente. Ya vendrían sus preguntas, a su debido tiempo. La espera le servi­ría para calmarse.

—Según los gobiernos de Moscú y Washington, el contacto discurrió por las sendas de amabilidad y el entendimiento. Los kherles vinieron para pro­ponemos una solución a los problemas que acucian a la Tierra desde hace décadas. Entre otras cosas han prometido colaborar en la construcción de gi­gantescas y velocísimas naves capaces de llevar co­lonos a distantes mundos, situados a varios años luz, en cuestión de semanas o meses. También se ofrecieron a entregamos unos aparatos llamados Generadores K para suministrar energía incalcula­ble a nuestras fábricas y ciudades. Todo esto desin­teresadamente, como todos ustedes ya saben des­de los primeros momentos.

«Actualmente, en la vieja Estación Lunar en ór­bita, se están ampliando las instalaciones, constru­yéndose nuevas gradas, para la fabricación de esas naves fabulosas, que sin duda harán pequeña y len­ta a la infortunada "Vorágine", el navío que inten­tó hace años llegar a Próxima Centauro, el único intento terrestre de alcanzar las estrellas y que, al parecer, constituyó un fracaso. Transcurrido mu­cho más del tiempo prudencial estipulado, es obvio que el "Vorágine" jamás alcanzó su destino. A aquel grupo de astronautas siempre lo tendremos en nuestro corazón.

Lachman decidió borrar aquellas últimas pala­bras. Cuando revisó la prueba se le antojaron cur­sis. Sin embargo ahora no le parecían tan fuera de lugar. Parpadeó y siguió escuchándose.

— ...Viven en su nave, de la que apenas salen. Se trata de una esfera gobernada por un cerebro elec­trónico fabuloso capaz de hablar y comunicarse con nosotros. En realidad es el portavoz de los kherles, ya que éstos jamás han hablado y parece ser que nunca lo harán, aunque seguimos sin cono­cer los motivos de su deficiente habilidad para aprender lenguajes, cualquier idioma de la Tierra. Quizá por los muchos que tenemos hayan adopta­do la decisión de damos sus instrucciones por me­dio de su computador, en inglés, ruso, alemán, es­pañol y francés, de forma indistinta.

«En el programa de hoy tenemos reservadas al­gunas sorpresas para ustedes. Sé que me están viendo y oyendo en toda la costa Oeste y en bastan­tes ciudades al Este de las Rocosas. Espero que otro día nuestros amigos del Atlántico puedan escucharme. Este espacio, sin duda, levantará ampollas.

«Les he dicho, sucintamente, lo que conocen, lo único que las autoridades mundiales, en una ver­sión sin duda trazada por el Comité Económico, el conocido CEM, les ha impuesto. El CEM, en nom­bre de la Humanidad, se ha alzado como entidad a cuyo cuidado está el destino de la Tierra.

«Y esto, amigos míos, no me parece decente porque el CEM nos ha ocultado toda la verdad. Sólo nos ha transmitido, Dios sabrá por qué moti­vo, una parte de los hechos.

«El encuentro con los kherles no fue todo lo amable que ustedes creen. Sabemos, tenemos las pruebas, que hubo un instante en que la esfera de nuestros visitantes recibió el impacto de un misil, afortunadamente de escasa potencia, ya que no recibió ningún daño, o quizá debido a que su coraza externa es mucho más poderosa de lo que imagina­mos.

«Se ha ocultado, también, que los kherles han exigido que sus generadores, que pueden suplir to­das las centrales nucleares, térmicas e hidráulicas, han de ser instaladas en el planeta de manera justa, y no según el capricho del CEM. Tengo informes de que en ciertos países africanos, asiáticos y de América del Sur, en zonas no controladas por la Unión, se está demorando su llegada, mientras que en cambio en el Norte, en Rusia y en algunos lugares de Europa llevan meses funcionando. ¿Sa­ben todo esto los kherles?

Sam escuchó gruñir a Melnick. Estuvo tentado de interrumpir el visionado de la cinta e increparle para que le dijera de una vez qué demonios estaba pasando.

Decidió seguir viendo la cinta.

—¿Qué está ocurriendo? —preguntó la imagen de Sam suavemente—. Como diría un actor, algo hue­le a podrido en la Tierra. Hay demasiada mierda en este asunto, amigos míos —Viéndose, Sam se sonrió satisfecho. Era el momento en que él solía ponerse duro, grosero incluso, y hostigar a los te­leespectadores—. Ya había mucha podredumbre en este pobre mundo nuestro cuando llegaron esos seres llamados kherles, pero todos nos pusimos muy contentos cuando nos enteramos de su presencia altruista; el sueño de muchos idealistas se había hecho realidad. Del espacio profundo no aparecían monstruos perversos para aniquilamos. Por el contrario, querían ayudamos, como unos mesías inesperados. Incluso Wells se hubiera ale­grado por ello, por haberse equivocado. Aunque no procedentes de Marte, sino de un mundo toda­vía ignorado por nosotros, unas criaturas aparentemente monstruosas pero de corazón magnánimo, rondan este viejo mundo para intentar que no se muera por los errores de sus habitantes.

»Y sigo preguntándome: ¿Qué se propone el CEM, las autoridades de las grandes potencias que son parte del CEM?

»Hace poco más de veinte años, un niño de nues­tro país marchó a las estrellas a bordo de una nave hueca, pero que él gobernó con su mente de para­normal, y la condujo hasta el planeta Kherle, y vol­vió con algunos de sus habitantes y les mostró la Tierra y les dijo que nosotros necesitábamos de ellos. Luego se marchó, cuando se superó la crisis de violencia provocada por gentes inexpertas que estuvieron a punto de destruir a los kherles o de convencerles de cómo somos: violentos y descon­fiados.

»Entre las pocas condiciones que exigieron los kherles está su derecho a elegir las tripulaciones y los colonos que han de viajar a los mundos que ellos nos indicarán —Hizo una pausa, entornó los ojos y susurró—: ¿Pero eso se está cumpliendo? Tras un año yo no lo veo claro. Mientras las prime­ras naves se están construyendo en la Estación sigo sin ver una selección de personas decentes. ¡El CEM ha marginado a los habitantes de muchas na­ciones! De ellos sólo extrae recursos y dinero. Son falsas las noticias de que del Tercer Mundo, de los pobres de este planeta, se estén nutriendo los futu­ros grupos de colonos.

»¡Es falso!

»Yo he hablado con personas que estuvieron en el primer contacto con los seres. He interrogado a estas personas. Tengo las pruebas y esta noche us­tedes les oirán a ellos. Han sido invitados a este programa. Casi ninguno ha rehusado estar aquí. Son valientes, no temen a las represalias. Ellos de­sean, al igual que yo, que se haga justicia y se cum­plan los deseos de los kherles: Reparto equitativo de los generadores K y justa selección de los colo­nos... »

—Es suficiente —gruñó Melnick. Apagó el televi­sor y permaneció un instante mirando la pantalla.

—Todavía queda algo muy importante —dijo Sam poniéndose a la defensiva.

—Lo sé. Lo he visto más de una vez. Hubiera sido un gran programa.

—¿Hubiera? Es un gran programa y lo será. Melnick agitó la cabeza. Encendió un cigarrillo y rehuyó la mirada de Sam.

—Lo siento, lo siento —dijo.

—¿Qué sientes? ¿Por qué has ordenado que mis invitados regresen a sus lugares de origen?

—Por Dios, Sam, ¿es que no lo has entendido?

Tu programa, tal como lo has concebido, no saldrá al aire esta noche.

—Es lo que me temía, pero me resistía a admitir­lo. ¿Por qué, Hebert? Es lo mejor que he hecho.

—Estoy de acuerdo, pero anoche recibí instruc­ciones concretas de los propietarios de la cadena.

—¿De ellos? —Sam miró a su jefe con furia—. Estás confesando que el Consejo de Administración ha sido debidamente informado, ¿por ti?

—No tenía más remedio. Sam, desde hace meses tenía instrucciones de contarles los temas de tus programas.

—¿Cómo iba a imaginarme que me concedieran tanta importancia? —se rió

—Oh, Sam, tú pareces vivir en otra época.

—Sé que vivo en un país libre.

—Ahora este país se llama la Unión Americana y los tiempos no son como los de tu padre, cuando se convirtió en el mejor periodista televisivo del con­tinente. Mira, Sam, nunca he querido decírtelo, pero el Consejo me ha estado presionando desde antes que llegaran los kherles. Tus programas no eran del agrado de Washington —Melnick  empezó a contar con los dedos—. Criticaste duramente la in­vasión, como tú lo llamaste, y la corrección hacia el Sur de la frontera; el robo de millones de kilómetros cuadrados de otros países en nombre de la fu­tura creación de la Unión, también como tú lo defi­niste; el navío de medicinas en malas condiciones a África; la aniquilación de los aborígenes de mu­chas islas del Pacífico mediante el bombardeo bac­teriológico, que apenas pudiste probar y por lo que te procesaron...

—Salí libre —Sam se encogió de hombros—. De eso hace cinco años, Hebert.

—Escúchame. Durante las últimas semanas el Consejo debió imaginar que habías vuelto a la cor­dura porque tus programas eran más sensatos, mí­nimamente críticos.

—Fueron malos programas, Hebert, unas emisio­nes de compromiso porque todos mis esfuerzos y el de mis colaboradores se centraron en el de esta no­che.

—¿Quién te metió esa idea en la cabeza? Al prin­cipio sólo pensabas hacer algo poco peligroso. ¿No querías referirte a la angustia que sufría la gente que deseaba viajar a las estrellas, a sus problemas?

—Así es, pero un día me dijeron dónde podía en­trevistarme con varios testigos del maldito contacto ocurrido en la Luna con los kherles. Ellos me dije­ron cosas muy importantes, como por ejemplo que esas criaturas exigieron aquel día actuaciones que no se cumplen por parte de la Tierra.

—Olvídalo de todas formas, Sam. Corrige el guión y sal a las ondas esta noche con algo menos trascendente.

—¿Estás loco? La emisora perderá la oportuni­dad de colocarse a la cabeza de todas.

—Los dueños de la emisora no quieren que el Go­bierno se ponga furioso y la cierre.

—No lo haría. ¿Y la opinión pública?

—Eres un soñador, Sam. Vivimos de la publici­dad, hijo. Si el CEM decide cortamos los millones de dólares que ingresamos de sus compañías nos hundiríamos en dos meses, la cadena de televisión, la de radio y los periódicos. Así de fácil está todo.

Sam se obstinó:

—Me niego a cambiar nada.

—Tengo instrucciones de suprimir el programa si te niegas a suavizarlo.

—¿Qué tendría que suavizar?

—Eliminar toda referencia al incidente en el encuentro con los alienígenas y que son ellos quienes quieren una selección justa de los colonos... Ah, Y el reparto de los generadores K.

Sam soltó una risa amarga.

—Si quito todo eso mi programa no vale un pito.

—¿Entonces?

—¡Ordena que pongan una vieja película y anuncia que me he muerto!

—Si no te doblegas habrás muerto profesional­mente, Sam.

Lachman crispó los puños. Hebert no era un mal tipo, pero demasiado conservador. No quiso censurarle. Ya era mayor y debía estar pensando en el retiro, en la paga que le quedaría. Los tiempos no eran los más indicados para que un viejo anduviera por ahí buscando un nuevo empleo. Melnick, si sa­lía despedido de la emisora, no encontraría trabajo en ninguna otra de toda la Unión.

—Sólo me dejas un camino, Herbert.

—Si no accedes a los cambios, sí. Me temo que sí.

—Está bien. Te enviaré más tarde mi dimisión.

—Sam...

Éste le interrumpió:

—No, no digas nada más. Vaciaré mi escritorio enseguida.

Melnick quiso tenderle la mano y Sam fingió no verla.

Cuando estuvo cerca de la puerta se volvió y dijo con una sonrisa burlona.

—Por favor, que la película que se ponga en lugar de mi programa sea buena. ¿Qué te parece una de John Ford? 

3 

Sam se emborrachó aquella noche. A punto de caer vencido por el alcohol, encendió su aparato de televisión y soltó un juramento cuando comprobó que ocupando su espacio estaban proyectando una horrible película. Era un viejo filme de Doris Day.

Durmió la borrachera sin haberse enterado de la excusa que la cadena NATV dio a su público por la supresión del programa.

Y Sam se despertó, como era de prever, con un dolor de cabeza enorme, que procuró aplacar con varias aspirinas.

Durante el día sonó varias veces el teléfono. No contestó, volvió a beber y dejó de hacerlo cuando se le agotó la ginebra y el whisky. Como estaba de­masiado cansado para ir a buscar más, se tumbó y durmió otra vez.

Al siguiente día se dijo que así no podía conti­nuar y se duchó con agua fría, se afeitó y tomó un traje limpio. Mientras se ponía la camisa oyó que sonaba el timbre de la puerta.

La abrió después de dejar transcurrir un rato, y al hacerlo se dijo que quizá debió haberse hecho el sordo.

—Hola, Carol—dijo muy serio y apartándose para dejar entrar a la chica.

—Ayer te llamé varias veces —le censuró ella pa­sando a la salita. Allí vio el desaliño y arrugó el ceño.

—Lo siento.  

—Y yo comprendo que tú estabas demasiado ocupado intentando ahogar tus amarguras. Cristo, esto huele muy mal.

Corrió a descorrer las ventanas y un aire frío y cargado de olor a mar entró en el piso. Sam ocupa­ba un pequeño apartamento en una zona poco con­taminada gracias a su proximidad al océano.

La observó mientras recogía las botellas y las ti­raba al cubo de la basura.

—Quemaste tus barcos un poco precipitadamen­te —dijo Carol entrando en la salita. Se sacudió las manos y se sentó en una butaca.

—Era absurdo seguir allí. No lo hubiera soporta­do.

—Has incrementado el número de parados del país.

—Siempre encontraré algo —trató de sonreír con confianza—. Para un profesional como yo siempre hay trabajo.      

—Oh, no te confíes demasiado. Por ahí corre tu nombre, debidamente incluido en la lista negra. Ninguna emisora de importancia te confiará un programa.

Sam se dejó caer en un sillón situado frente a ella.

—¿Tan mal están las cosas? Eso que me has di­cho no lo creo en Hebert Melnick.

—No se trata de él, sino del Consejo de Adminis­tración. Algunos de sus miembros se enfurecieron cuando supieron que tú habías dimitido.

—¿Por qué? Era libre de hacerlo.

—Están acostumbrados a manejar a los hombres.

Es posible que se hubieran quedado más satisfe­chos siendo ellos los que te hubiesen despedido. Has herido su ego.

—Que se vayan al infierno. ¿Quieres café, una copa?

—Café solamente. Dudo que quede una gota de licor aquí.

—Eres encantadora. Sígueme a la cocina y cuén­tame para qué has venido.

—Para asegurarme de que no te habías suicidado.

—Te quiero, cariño —se rió él—. Sobre todo por tu amabilidad.

—De veras, Sam, yo estaba preocupada.

—¿Qué pasó con mis invitados?

—Se marcharon todos. El departamento de Relaciones Públicas les entregó el billete de vuelta y un poco de dinero para los gastos.

Sam retiró el café recién hecho y llenó dos tazas.

Miró de reojo a la chica y le preguntó: —¿Y él?

—Ni siquiera se presentó en el aeropuerto. No llegó a retirar la reserva que le habíamos dispuesto en Tampa. Se quedó escondido, sin duda.

Sam sonrió.

—Hizo bien. Yo tenía mis dudas de que se pre­sentara; era muy arriesgado para su seguridad. Si el programa se hubiera emitido, su ausencia habría significado para mí un duro golpe.

—Esa mujer blanca que vive con él debió conven­cerlo.

—John Skawa hará bien permaneciendo escondi­do. En Florida le será fácil seguir en el anonimato, incluso en compañía de esa rusa... ¿Cómo se lla­ma, Carol?

—Carla Rossi, pero es ciudadana americana na­cionalizada rusa hace veinte años o así.

—Una mujer muy inteligente —sonrió Sam, recor­dándola cuando la conoció y sostuvo con ella y su compañero Skawa una larga conversación en Tam­pa—. Bueno, suéltalo ya, encanto.

Ella sorbió un poco de café y le miró por encima de la taza, sonriéndole con los ojos.

—Yo también me he despedido de la emisora ­dijo.

—¿Estás borracha?

—No te pongas así. Está hecho y ya no hay remedio.

Sam agitó la cabeza.

Con enfado, la reprendió:

—No están los tiempos para jugarse así la comida diaria.

—Lo he hecho esta mañana, después de hablar con Winston Colbert.

—¿Quién es?

—El dueño de una pequeña estación privada en Des Moines. Le hablé de ti..., y de mí. Me contes­tó enseguida diciéndome que tenía trabajo para los dos.

—¿De qué le conoces?

Ella se echó a reír al observar el gesto desconfiado que puso Sam.

—Tiene sesenta años.

—Oye, que no estaba celoso...

—Oh, no. Winston es un tipo estupendo, de la vieja escuela. Añora los tiempos de libertad de ex­presión y a veces ha puesto su negocio en aprietos con las autoridades porque le gusta irse de la len­gua. Lamentablemente su audiencia no es muy grande y no lo consideran peligroso. Hace dos años se lanzó a tumba abierta para denunciar la corrup­ción local. ¿Recuerdas el caso Mason?

—Ah, sí. Era el alcalde y se rumoreó que estaba involucrado en el tráfico de drogas.

—Exacto. Winston lo denunció repetidas veces, aportando pruebas y entrevistando a gente que no temió decirlo ante las cámaras. Mason intentó eliminarlo, pero la cosa llegó demasiado lejos y la Oficina Federal lo apartó de la política.

—Fue un triunfo para Winston Colbert, ¿no?

—Por supuesto, y una estancia de dos meses en un hospital, el tiempo que necesitó para que le cu­raran las dos piernas que le rompieron los matones de Mason.

—Un tipo duro de roer, ¿eh?

—Te gustará.

—Seguro. Es una lástima que él no sea el dueño de la NATV.

Carol se inclinó sobre la mesa, cruzó los brazos y le sonrió pícaramente.

—Es posible que te lleves una sorpresa cuando es­temos en Des Moines y hables con él.

—Si tú lo dices...

—Magnífico. Empieza a preparar las maletas. Yo te ayudaré.

Él le indicó:

—¿No sería mejor que fueras a tu casa y organiza­ras tu marcha?

—Mis cosas están dentro del coche que tengo a buen recaudo en el aparcamiento vigilado.

—Estabas muy segura de que aceptaría...

—Algo, sí. Vamos, date prisa. Tardaremos en llegar al aeropuerto. Toda la ciudad está conmo­cionada.

—¿Qué pasa?

—¿Es que no te has enterado? —asintió al recordar la borrachera de Sam y añadió—: Ni siquiera te has estremecido ante los disparos que han sonado ayer por todas partes. Sam, en esta cochina ciudad han matado a más de dos mil ilegales.

—Vaya noticia...

—No te deprimas, pero nuestra ex emisora no ha dicho una sola palabra de lo sucedido.

—No me lo creo...

—Así es. Sin embargo, Winston dio la noticia desde su modesta pero valiente emisora ayer por la noche.

—¿Cómo logró enterarse? —preguntó Sam desde su dormitorio.

—¿No te lo imaginas?

—¿Me insinúas que tú eres su corresponsal en la costa Oeste?

—Ajá. Y Winston hubiera emitido tu programa apenas le hubiera enviado yo una copia, seguro. Sam, ese viejo te admira.

Sam se ruborizó. Sin dejar de echar ropas en una gran maleta, contestó:

—Gracias.

Durante el viaje en taxi al aeropuerto vieron dos cosas que llamaron su atención.

Una de ellas era la salida de la ciudad de una lar­ga caravana de camiones del Ejército totalmente cerrados.

—Están llenos de gente —le susurró Carol, te­miendo ser oída por el taxista—. Irán al sur y arroja­rán su carga humana, dolorida y hambrienta, al otro lado de la verja electrificada —hizo una mueca de repugnancia—. Tiene gracia. La electricidad de esa verja es suministrada por un Generador K. ¿Qué dirían los kherles si lo supieran?

—¿Supones que son dioses que están enterados de nuestros pasos?

Antes de entrar en la autopista el conductor tuvo que aminorar la marcha. En las calles había una multitud y la Policía tenía acordonada la zona.

—¿Más ilegales? —preguntó Sam asomando la ca­beza por la ventanilla.

Esta vez le oyó el taxista y le explicó de malhu­mor:

—No, amigo. Son esos fanáticos.

La Policía controlaba la situación y trataba de conducir la masa de manifestantes fuera de la en­trada a la autopista. Sam vio muchas pancartas y a sus oídos llegaron los cánticos.

—Es la congregación religiosa de Macombe —dijo Sam con desprecio—. Hace años estuvo a punto de ir a parar a la cárcel acusado de corrupción de me­nores, pero no se le pudo probar nada. Desde que aparecieron los kherles cambió los dogmas de su iglesia y convenció a sus seguidores para lIamarla Hijos de las Estrellas o algo parecido. Está loco, pero se forra con el dinero de los estúpidos que creen en él.

El coche arrancó a las indicaciones de los nervio­sos policías y logró entrar en la autopista.

—Creo que el gobierno no sabe qué hace con Ma­combe y su gente —dijo Carol—. Sobre todo desde que empezó a proclamar por ahí que él es el único representante válido para entenderse con los kher­les. Figúrate que asegura tener poder para elegir a las personas que embarcarán en las naves.

—Sí, lo sé. Por eso tiene cada vez un mayor nú­mero de adictos. Cientos de idiotas le dan su dine­ro con la esperanza de obtener un pasaje. ¡Dios, si se tuvieran que construir las naves suficientes para los que desean dejar este mundo no acabaríamos en mil años!

—Has puesto el dedo en la llaga y has apretado, Sam. Éste será el mayor problema que tendrá que hacer frente el CEM, y en el cual podríamos traba­jar en estrecha colaboración con Winston Colbert.

Sam la miró y se rascó una oreja, pensativo. De no haber sido por la presencia del taxista malenca­rado hubiera preguntado a Carol qué se traía entre manos.

Pero la interrogó a bordo del avión y ella se negó a contestarle.

—Ten paciencia. Winston ya sabe que volamos a Des Moines y nos estará esperando en el aeropuer­to. Cuando estemos seguros en su apartamento tendremos una conversación larga y esclarecedo­ra.

Sam soltó un quejido de protesta y fingió intere­sarse en el contenido de una insulsa revista gráfica. 

4 

Winston Colbert aparentaba tener los sesenta años bien cumplidos, pero cuando hablaba de su trabajo rejuvenecía varios. Era pequeño y delga­do, magro y nervioso. Su escaso y ralo pelo canoso lo llevaba peinado hacia atrás. Lo más cuidado de su persona era la barba y el bigote.

La primera impresión que Sam tuvo de él al serle presentado por Carol en el aeropuerto era de que se parecía a un duque italiano arruinado. Sin em­bargo sus ojos chispeaban continuamente, reve­lando una poderosa voluntad de lucha.

Una vez en el apartamento de Colbert, con va­sos de whisky de aceptable calidad en las manos, los tres empezaron a hablar de temas triviales y se tardó muy poco en acabar profundizando en el asunto que les interesaba.

Después de escuchar a Sam una síntesis de su programa suspendido, Winston se echó hacia atrás, ladeó la cabeza y dibujó una sonrisa irónica.

—¿Es qué no le hubiera gustado? —preguntó La­chman.

—Claro que sí, Sam —admitió el viejo—. Era un programa estupendo; tocaba usted casi todo lo in­teresante, pero...

—¿Qué?

De soslayo miraba a Carol. La chica sorbía len­tamente su whisky con hielo y no dejaba de son­reír.

—Sam, hace una semana estuve en Tampa y ha­blé con Skawa —dijo Winston.

—¿Cómo llegó a saber de él?

— Yo conocía a Skawa. De eso hace más de veinte años. Quise que él me contara sus aventuras cen­troamericanas, pero desistió. Entonces trabajaba para un tal Van Moern y, eventualmente hacía trabajos para el Pentágono o el Departamento de Estado. A las pocas semanas desapareció. Le qui­taron su ciudadanía, creo.

—Lo sé. Conozco muchas cosas de John Skawa. ¿Para qué voló a Florida a verle? ¿Cómo se ente­ró? Skawa tiene otro nombre y se esconde de to­dos.

—Tiene motivos, sin duda. Pero fue Skawa quien me llamó.

Sam abrió los ojos.

—Me explicó —siguió Winston— que había habla­do contigo, hijo, y todo lo demás. Yo le aconsejé que no viajara a Los Ángeles, que siguiera escondi­do y tranquilo.

—Debería enfadarme con usted, Colbert —dijo Sam agriamente—. ¿Intentó sabotear mi emisión?

—De ninguna manera. Yo intuía que no iban a dejarte seguir adelante, que el programa sería sus­pendido o retocado. Cuando Carol me llamó y me informó de lo sucedido pensé que eres un hombre íntegro, el que yo necesito.

—¿Qué está pensando?

El viejo dejó de sonreír, se inclinó hacia Sam y le dijo:

—Tu programa hubiera sido magnífico, sensacional, pero incompleto. Te faltaba algo muy impor­tante, un detalle que yo he conseguido averiguar y que se complementa con los informes adicionales que me reveló Skawa y que tú, joven precipitado, echaste en saco roto.

—No entiendo...

—¿Sabes cómo son conocidos también los kherles?            

—Desde luego: Los Amos del Sello.

—Eso es.

—Lo hubiera dicho. Es un calificativo muy sugerente.

—Pero desconoces lo que significa.

—No, nada de eso. Lo sé, Winston. Skawa me lo refirió. Ellos son portadores de una gema verde que lucen en uno de sus dedos, como un distintivo de una especie de rango.

—Es mucho más, muchacho. Parte del gran po­der de Kherle radica en el Sello. Apenas sabemos de ellos, pero yo creo que en ciertos aspectos son seres muy débiles.

—¿Físicamente?

—Además de eso, resulta curioso que no puedan expresarse oralmente y se tengan que valer del or­denador de su nave, de la misteriosa esfera que po­cas personas han visto.

—¿Qué se propone, Winston?

El viejo se rascó sus escasos cabellos.

—Ha sido mejor que tu programa no haya salido a las ondas. De haber ocurrido así tú hubieras acaba­do apartado de la circulación, muerto o, en el me­jor de los casos, en un manicomio. El gobierno tie­ne medios para convertir en un loco al más cuerdo de sus ciudadanos.

—¿Está pensando que daría mejor resultado usando su emisora? —se mofó Sam.

—No hables así, por favor —le dijo Carol.

—Oh, no, preciosa—dijo Winston—. Sam tiene razón al menospreciar mi modesta emisora. Yo era un joven cuando la televisión, la radio y la prensa eran empresas libres. Recuerdo el caso Watergate y el escándalo financiero del segundo mandato de Reagan. Con éste último, coincidiendo con el comienzo de la fundación de la Unión Americana, las libertades fueron recortándose lenta e inexorable­mente, en la práctica aunque no en las leyes.

»Por todo el continente Norte subsisten cientos de emisoras como la mía, a pesar de que sus due­ños somos conscientes de que dentro de pocos años no quedará ninguna verdaderamente indepen­diente. Pero todavía podemos luchar, y lo haremos. Sam, si estás dispuesto a colaborar conmigo al principio con humildad, engañando a Washing­ton de que has rectificado y te has convertido en un anodino locutor, te prometo que antes de tres me­ses vamos a soltar una verdadera bomba, que salta­rá de aquí a Europa y Asia. Quizá no sirva para nada, pero lograremos que la gente diga que las co­sas no pueden continuar deteriorándose y no que­remos acabar dominados por dictaduras atroces bajo las banderas encubiertas del fascismo, el capi­talismo y el comunismo inhumanos.

—Demonios, ¿qué quedaría después de eliminar a esos ismos.

—No lo sé. No soy político, sino periodista. Si consentimos que la ayuda de los kherles sea con­trolada y monopolizada por los mismos de siem­pre, venderemos la última oportunidad de dejar de ser el tipo de gente que ha estado a punto de des­truir su propio mundo. Que busquen algo nuevo y más eficaz, porque lo conocido ha demostrado que no sirve.

Sam Lachman pensó que se había dejado arras­trar demasiado fácilmente por las palabras de Ca­rol. ¿Sólo por sus palabras? Bueno, para ser since­ro tenía que incluir en el lote el trasero y todo lo demás de la chica. Después de la depresión sufrida consideró que tal vez en sus brazos, sobre los pe­chos de ella, besándola toda, podría recuperarse del trauma sufrido. La realidad era que había al­bergado muy poca confianza en poder reiniciar su carrera trabajando en una oscura emisora de redu­cido ámbito local, pero después de haber escucha­do al viejo se decía que quizá no había perdido el tiempo.

Ahogó lo mejor que pudo sus deseos de decir a Carol que debían regresar a Los Ángeles. ¿Por qué no esperar unos días y convencerse o no de que Winston era sólo un trasnochado idealista, un de­mente que aspiraba a derrocar él solo el sistema es­tablecido y alzarse como defensor y máximo pala­dín de las libertades que se iban esfumando?

Sintió que las manos de Carol apretaban las su­yas y fue incapaz de soltar un exabrupto, limitán­dose a decir:

—Creo que lo que usted piensa es estupendo, Winston. Está bien. Durante un tiempo trabajaré para su emisora. ¿Dos semanas?

El viejo le miró evidentemente molesto.

—No es mucho el plazo que estás dispuesto a con­cederme.

—Oh, no se trata de nada definitivo —sonrió Sam—. Siempre puede prorrogarse mi estancia, ¿no?

—Conforme. Si os parece, iremos a comer a un restaurante y luego visitaremos la emisora. ¿Os gusta la cocina italiana?

La comida, de italiana sólo tenía el nombre, y un degustador debía resultar magnánimo si la califica­ba de mediocre. Pero el local estaba limpio y los alimentos, si no bien condimentados, eran frescos y mínimamente adulterados.

La emisora de TV, en una primera impresión, defraudó a Sam más que el almuerzo. Estaba en­clavada en un viejo edificio de tres plantas situado tan a las afueras de Des Moines que en realidad era un pueblecito recientemente absorbido por la ciudad.

El material le pareció viejo, y los empleados eran los mínimos para mantenerla en funciona­miento durante catorce horas al día.

El viejo Winston mostró todo a sus visitantes.

De vez en cuando sonreía enigmáticamente, al tiempo que parecía no darse cuenta de los gestos de decepción de Sam.

Bajaron a un sótano y allí dijo, mientras abría una puerta de acero con una llave que sacó de un bolsillo:

—El tesoro de la lAT, como se llama nuestro ca­nal, está aquí.

Entraron en un cuarto grande y se encendieron las luces.

Sam se encontró en medio de docenas de estan­terías metálicas repletas de cintas de películas de celuloide y de cajas de vídeos. De las primeras ha­bía mayor número.

—Material propio que arranca de hace cincuenta años —dijo Winston mostrándolo todo con orgullo—. También tenemos cintas compradas, viejos docu­mentales, anteriores a la llegada de la televisión comercial —señaló un estante—. En este lugar, toda­vía casi vacío, está todo lo referente que dispone­mos acerca de los kherles.

Sam se acercó y vio que allí había una docena de vídeos y veinte cajas de metal redondas. Silbó ad­mirativamente.

—Es demasiado —reconoció.

—Así es. Te juro que todo está relacionado con los kherles. Hay imágenes inéditas, que he com­prado de contrabando. El gobierno no las quiso ceder nunca; pero yo tengo mis contactos y pago bien por cualquier información. Esto nos ayudará en nuestros programas futuros, joven.

—Me gustaría visionar esto —dijo Sam, repentina­mente lleno de desconfianza. No podía creer que en aquella emisora hubiera tanto material. En la NAT apenas disponían de la mitad.

—Cuando quieras. Todo está a tu disposición. Sam decidió:

—Empezaré esta noche.

—Bien, bien. A propósito, ¿conoces a Soames Hill?

—Nunca oí hablar de él.

—Sí, claro —sonrió Winston—. Salgamos. Hill trabaja para el CEM. Tengo una cita con él esta noche en mi apartamento. Quiero que vosotros estéis presentes.

—¿Qué hace ese Hill en el CEM? —preguntó Sam receloso.

—Tiene un puesto muy importante.

Una vez fuera del sótano, después de haber ase­gurado con llave la puerta, el viejo añadió: —Pertenece al equipo que instala los Generado­res K.

Conocer a una persona que estaba relacionada con los misteriosos ingenios kherles que el CEM iba instalado cicateramente por la Tierra era un motivo suficiente para despertar en Sam la curiosi­dad.

Winston Colbert ofreció su casa a la pareja. El apartamento era antiguo y grande, situado a poca distancia de la emisora, y disponía de varias habi­taciones libres.

—Los hoteles son caros —añadió como explica­ción necesaria—. Además, así os podré pagar me­nos —Se echó a reír irónicamente—. ¿Una habita­ción o dos?

—Una —dijo Sam.

—Dos, por supuesto —dijo Carol enrojeciendo ligeramente.           

—Como queráis —suspiró Winston—. No sabía hasta qué punto había llegado vuestra amistad. Querida Carol, en tus cartas me hablabas tan mal de tu jefe que yo pensé que eras su amante.

—Le amo un poquito y por eso no me he acostado todavía con él.

—Qué difíciles sois las mujeres. ¿Una copa? Colbert disponía de una buena y antigua bo­dega.

Sacó una botella de Oporto y bebieron un par de copas.

Al cabo de un rato sonó el teléfono y Winston es­tuvo hablando durante un rato con voz queda. Al colgarlo estaba evidentemente consternado.

—Era Soames Hill —explicó—. No podrá venir hoy.

La desilusión de Sam fue manifiesta.

—¿Por qué?

—Me ha dicho que tiene que volar urgentemente a Nevada. No ha especificado el sitio; seguro que lo ignora. El CEM suele actuar así, trasladando a sus técnicos de un lado para otro sin dar ninguna explicación.

—Debe ocurrir algo grave —opinó Carol.

—Es posible. De todas maneras me ha asegurado que vendrá tan pronto como le sea posible.

—Me hubiera gustado hablar con él. ¿Qué tal tipo es?

—Mi hijo es estupendo.

—¿Su hijo? —preguntó Sam, asombrado—. ¿No se llama Hill?

Winston abrió los brazos.

—Lo quiero como si fuera mi propio hijo. Hace dieciocho años me dio la manía de casarme con una mujer mucho más joven que yo, pero con un hijo de diez años. Ella murió al poco tiempo y yo cuidé de Soames. Afortunadamente, a Soames no le relacionan en el CEM conmigo.

—¿Eso le perjudicaría?

—Si se supiera, se encontraría en un grave aprieto. Soames me pasa mucha información, amigo mío.

Tras conocer esto, Sam lamentó todavía más que aquella noche no viniera el hijastro de Wins­ton.

Aunque su intención era volver a la estación y ver algunas filmaciones y vídeos, de pronto notó que su cansancio era mucho y decidió acostarse, declinando la invitación del viejo de sentarse fren­te al televisor para ir conociendo cómo era su nue­vo centro de trabajo.

A solas con Winston, Carolle explicó:

—Comprendo que esté agotado. Se emborrachó como un cosaco después de presentar su dimisión.

—Es un buen chico, Carol.

—Eso creo, y quiere casarse conmigo, no llevarme a la cama solamente.

—Sois dos atávicos —se rió Winston.

—Mira, Winston, yo estuve casada una vez y él ha tenido dos esposas. De mi matrimonio Sam no sabe nada.

—¿Crees que eso le importaría?

—Oh, no. Pero quiero se lo piense bien antes, que descubra si realmente me desea o confía en que los dos acertaríamos casándonos.

—¿Y si él entrara una noche en tu cuarto?

Carol acarició el cristal de su copa medio llena de Oporto y respondió tras apretar con decisión los labios:

—Deberíamos conocemos íntimamente antes, pero yo quiero que él no piense que después de eso está obligado a nada, y si llegamos a casarnos que no me pida que tenga un hijo.

—¿Supones que él lo desearía?

—Sí, lo sé. Sus matrimonios fracasaron porque sus esposas no lo deseaban.

—¿Y tú?

—Por Cristo, Winston, ¿cómo quieres que yo lo desee? En este cochino mundo el mejor regalo que se le puede hacer a una criatura es no obligarla a nacer.

—Exageras...

—¿De veras?

El viejo abatió la cabeza.

—Lo peor es que tienes bastante razón. 

5 

Lachman necesitó de un día entero para conocer todo el material de Winston Colbert concerniente a los kherles.

El ochenta por ciento era inédito. Si no hubiera sabido que el espía era alguien que trabajaba en el CEM no se hubiese explicado cómo había ido a pa­rar a la IAT. Soames Hill se había jugado el tipo, pensó cuando guardó la última cinta de vídeo.

En el sótano, en la estantería especial, había material más que suficiente para confeccionar va­rios programas. Se preguntó hasta qué punto era prudente usarlo sin poner en peligro la seguridad de Hill.

Había escenas estupendas, en las que se podía contemplar a los kherles conversando con los re­presentantes de la Tierra, la entrega de éstos de las primeras unidades de Generadores K y los planos de las naves que se estaban construyendo en la Es­tación Lunar, una vez terminada de acondicionar para ensamblar en sus gradas vehículos cuatro ve­ces más grandes que la vieja «Vorágine».

Sam se había sentido impresionado viendo la es­fera, el fabuloso vehículo estelar de los kherles, del que se hablaba en rumores sin fundamentos. La es­cena era corta, pero en ella se podía apreciar su perfección geométrica, su azul vivo salpicado de corpúsculos de oro y plata.

No cabía duda de que Soames se había jugado el tipo para robar aquellas imágenes y llevárselas a su padrastro. ¿Por qué lo hacía? Tener un trabajo en el CEM era algo que pocos podían conseguir. Estaba por medio una paga excelente y un porvenir asegu­rado, mientras el planeta no saltara en pedazos.

Ocupó los siguientes días en conocer a sus nue­vos compañeros y familiarizarse con los medios. Rectificó enseguida su opinión. La emisora tenía unas instalaciones antiguas, pero en buen uso. Más tarde se enteró de que por medio de un centenar de canales independientes se podía emitir a todo el continente, incluso a Canadá y parte de México, ocupado por la Unión o independiente por el mo­mento, al menos.

Esto era la seguridad del viejo, uno de sus pe­queños secretos.

Sam empezó con una emisión diaria de quince minutos en que se ocupaba de analizar la situación mundial, ahora estrechamente ligada a los kherles y a su influencia.

No cometió la torpeza de revelar nada interesan­te de lo que tenían guardado en imágenes o en pá­ginas mecanografiadas. Ya llegaría el momento de hacer uso.

Por ahora le interesaba demostrar a quienes le vigilaban, en el supuesto de que él estuviera vigila­do, que tras su abandono de la poderosa NAT se había vuelto más prudente y se aferraba a su nuevo empleo, como hacían miles de personas.

La emisora lAT disponía de un número de anunciantes justos que les permitía sobrevivir, compuesto en su mayoría por empresas medianas que nada tenían que ver con el CEM; pero el con­table confió una mañana a Sam que las cosas irían peor en breve, si la crisis económica volvía a reapa­recer en la Unión, contagiada por la grave enfer­medad que asolaba al mundo en el aspecto finan­ciero.

—Algún día esto estallará —se lamentó el hom­bre, quitándose sus gruesos lentes y mirándole con ojos enrojecidos—. Sí, créame. El problema radica en que ya no podemos seguir estrujando el limón: se ha quedado sin jugo. Durante muchos años he­mos controlado el mundo del dinero, subiendo la cotización de nuestra moneda, bajando el precio del oro, comprando empresas extranjeras con divi­sas de otros países que habíamos acaparado a bajo precio. Era así de fácil. Luego dejábamos que el dólar bajase y lo recuperábamos mediante los bi­lletes foráneos que teníamos en abundancia. Así una y otra vez, acaparando oro a cuatrocientos dó­lares la onza para venderlo a seiscientos, esperan­do a que de nuevo bajara en su cotización y ... etcé­tera, etcétera. ¿Qué ocurrió? Pues que la capaci­dad de endeudamiento extranjera quedó rebasada hace tiempo y nos limitamos a prestarles un poco de dinero, que nos debían devolver enseguida en concepto de intereses vencidos. Decenas de nacio­nes trabajan para nosotros, para Rusia y para dos o tres aliados nuestros que supieron unirse a nuestro juego.

—¿Era posible otra solución?

—No lo sé —suspiró el hombre, se puso los lentes y bajó la cabeza sobre los libros de contabilidad—. La cuestión era seguir siendo fuerte, Sam, lo que equivale a decir que había que ser rico para ser res­petado, además de contar con el apoyo de las armas, y esto se consigue teniendo más dinero que los demás, y si este camino no es posible la solución es empobrecer al resto, para que nosotros sigamos teniendo más que nadie.

—Entiendo —dijo Sam sonriendo tristemente—. Si quieres ganar una carrera y eres cojo no te queda otra alternativa que romperle las dos piernas a tu contrincante, ¿no?

—Lo has resumido estupendamente.

Una mañana llamaron a Sam al despacho de Winston. Allí le esperaba el viejo acompañado de Carol y de alguien que no reconoció al entrar. Al dar la vuelta a la mesa vio que era Peter.

—¡Losada! ¿Qué haces aquí? —preguntó después de estrecharle la mano. Se preocupó ante las gran­des ojeras del chico.

—Ha tenido que huir de California, Sam —dijo Carol.

—¿Qué has hecho para que te anden buscando?

—Su única culpa es no haber nacido en este país —siguió Carol. Peter tragaba saliva y parecía no te­ner ganas de hablar—. Sus padres eran emigrantes mexicanos y no se preocuparon de poner en regla sus papeles cuando les hubiera sido fácil—. ¿Re­cuerdas la redada que hubo la noche antes de que tú dimitieras? Pues se extendió por toda la ciudad al cabo de unos días, registraron casa por casa y cazaron a miles de ilegales fuera de los distritos ocho y nueve.

Peter Losada agitó la cabeza y dijo con voz rota:

—No sé qué ha sido de mis padres, señor Lach­man. Hui con ellos pero tuvimos que separarnos. Yo no sabía qué hacer y recordé que Carol me habló una vez de Des Moines y... Bueno, no sé si he hecho bien viniendo aquí y ponerles a todos uste­des en un aprieto.

—Demonios, chico, tú has hecho lo correcto. Por esta parte las cosas no están tan duras. De momen­to te buscaré un alojamiento y trabajarás aquí.

Winston lo había dicho con firmeza. En sus ges­tos se adivinaba que cuanto pasaba le avergonzaba como americano.

—Esa ley que al principio nos pareció absurda y que no sería llevada a la práctica, en manos de unos locos racistas va a empequeñecer los desma­nes de Hitler —dijo Carol—. ¿Qué harán después? ¿Contra qué otras gentes se lanzarán como hienas?

—Lo peor es que los grupos que la apoyan, aun­que no muy numerosos, son los que más gritan para ensalzarla —dijo Sam—. La mayoría estamos en su contra, pero por miedo nos callamos.

—No será siempre así, no será siempre así —ase­veró el viejo.

Y Sam Lachman se preguntó si llegaría alguna vez el día en que él tuviese la ocasión de denunciar alguna atrocidad como la perpetrada con Peter Lo­sada y sus padres.

Sam Lachman amplió su programa en otros quince minutos, lo convirtió en semanal y después de un mes recibió la noticia de que su audiencia au­mentaba. Su independencia a la hora de enjuiciar la política social y económica del país empezaba a hacerle famoso de nuevo.

Sus momentos de intimidad con Carol no pasa­ron de los besos y las caricias, y él volvió a propo­nerle que se casaran. La respuesta de ella seguía siendo la misma: Debían esperar. Sam acabó con­vencido de que jamás conseguiría entenderla, y esta idea se hizo más firme cuando una noche Ca­rol no opuso la menor resistencia a que él entrase en su dormitorio. Ella se dejó amar y respondió con tanto ardor que acabó aturdiéndole más, su­mergiéndole en un mar de confusiones. Se pregun­taba constantemente por qué no quería llegar al matrimonio si ambos se compenetraban hasta un grado que no se había imaginado antes de tenerla en sus brazos.

No fueron muchas las noches que durmió en su compañía. A veces ella alegaba que estaba cansa­da después de un duro día de trabajo en la emisora, o bien se quedaban hasta muy tarde charlando con Winston, incluso hasta que amanecía.

Sam ya había comentado en sus emisiones diver­sos temas de actualidad. Se refirió al hambre pro­gresiva que asolaba África; al continuo avance del desierto en todas direcciones, a la sequía que dura­ba décadas y a la huida desesperada de multitudes famélicas hasta estrellarse en los muros de conten­ción levantados por la República Surafricana en el Sur y los bastiones marítimos de las potencias eu­ropeas en el Norte.

En el Pacífico seguían siendo Australia y Japón quienes controlaban la situación, bajo el proteccio­nismo de la poderosa Rusia al otro lado de la deso­lada China. El subcontinente indio era una zona cercada y puesta bajo cuarentena perenne.

En el territorio de la Unión, en algunos Estados determinados, varias grandes ciudades sufrían presiones que nacían en los suburbios, donde se hacinaban miles de familias que comían pésima­mente gracias a la ayuda social del gobierno.

A veces los suministros de gasolina fallaban y los vehículos particulares formaban larguísimas colas ante los surtidores de emergencia. La producción de vehículos eléctricos o dotados con ayuda solar suplementaria era insuficiente. La industria pesada estaba volcada, en la Unión y en otros países in­dustrializados, en el esfuerzo común para la Tie­rra, que devoraba insaciablemente la producción en la Estación Lunar.

El CEM había entregado a las emisoras de tele­visión una noticia, escueta, como todas las que daba, refiriéndose a la inminente terminación de la primera de las naves estelares. La parte de trabajo en ella que correspondía a la Tierra estaba a punto de concluir. Ahora les tocaba el turno a los kher­les. Ellos debían instalar en el ánima del vástago su secreto, el Impulsor K.

Sam terminó aquella noche su programa. No es­taba satisfecho con el contenido, le parecía dema­siado vulgar.

Al salir de la emisora se cruzó con el contable y éste le dijo que andaba buscándole.

—El jefe supremo te espera en su casa. Ve co­rriendo.

Sam pensó en el tráfico, en los lentos transportes públicos. Como si le hubiera adivinado sus pensa­mientos, el otro le arrojó una llave y le dijo:

—Usa mi coche. Tiene bastante gasolina, pero ten cuidado donde lo aparcas. Me desagradaría que me lo devolvieras sin las ruedas.

—¿No sería mejor que me llevaras tú?

—Tengo que quedar me aquí toda la noche. Mañana debo atender a los inspectores estatales del Fisco.

—¿No me contaste que revisaron las cuentas hace dos meses?

—Sí, es poco corriente. Dile a Winston que esté alerta; me temo que están empezando a ponernos las cosas difíciles. Mañana, el Fisco, y otro día el departamento de Seguridad Laboral, seguro.

El contable se alejó meneando la cabeza. Antes de entrar en su despacho, sin volverse, dijo a Sam: —Que el jefe se dé prisa si quiere lanzar la bomba, o cualquier día se encontrará con su negocio cerrado.

Sam condujo rápido por las calles casi desiertas.

El tráfico era mínimo. Llevaban seis días con esca­sez de gasolina. Pasó delante de una gasolinera y vio un tumulto. Los conductores habían perdido la paciencia y se peleaban.      

Aparcó el coche en el sótano y puso todos los se­guros con que el contable lo tenía dotado.

Carol le abrió la puerta. Tenía una sonrisa en los labios que no borró al besarle.

—Pasa —le invitó, echándose a un lado.

Sam entró, y en el pequeño salón descubrió que había, aparte de Winston, dos personas. A una de ellas la reconoció enseguida.

—Hola, Lachman —le saludó un hombre de color.

Era alto y todavía fuerte a pesar de que mostraba sobradamente que rondaba los cincuenta años.

Sam estrechó la mano áspera de su viejo conoci­do John Skawa.

—Me he atrevido a venir porque me aseguraron que ya me habías perdonado por no haber acudido a la cita —rió Skawa.

—Hiciste bien siguiendo el consejo de Winston. Miró al otro hombre. Era joven, no muy alto y delgado. Colbert se levantó y se lo presentó:

—Es Soames Hill.   .

—Vaya, esto ha sido una buena sorpresa —sonrió Sam—. Tengo que decirle algo, Winston; es una advertencia de su especialista en defraudar im­puestos.

—¿Qué quiere ese viejo carcamal?

—Sospecha que están apretándonos el cerco.

—Bah, me lo imaginaba —Winston se encogió de hombros. Vamos, sentaos todos. Carol, por favor, saca de mi cueva una botella de coñac francés. Esto hay que celebrarlo bien. Soames tiene que contar­nos cosas muy importantes.

El joven sonrió, un poco cohibido. Aceptó la copa que le entregó Carol y bebió un sorbo, chas­queó la lengua y dijo:

—Desde aquella noche que llamé a Winston para advertirle que yo no llegaría, han pasado cosas muy importantes, como él bien ha dicho. Me hicie­ron volar hasta Nevada sin darme la menor expli­cación, y luego me llevaron, junto con otros compañeros, hasta una base experimental del CEM que ni yo conocía, El lugar se llama Dry Lake, y sólo averigüé que está a unas doscientas millas de Las Vegas. Allí, en un profundo subterráneo, y bajo el mando de un grupo de científicos, empeza­mos a trabajar en un Generador kherle.

Hizo una pausa, dando tiempo a que todos asi­milaran lo que había dicho.

—Yo pensaba que los grandes cerebros ya se ha­bían dado por vencidos, Soames —dijo Winston.

—Nada de eso —replicó el muchacho—. Ese Gene­rador estaba destinado a Zambia, pero lo sacaron de allí después de fingir que no funcionaba. Lo lle­varon a Nevada y reunieron un equipo de investi­gadores. Su propósito era eliminar la Cobertura y desmenuzarlo.

—¿La Cobertura? —preguntó Sam.

—Es el campo de fuerza que protege su secreto, el milagro de su enorme producción de energía eléctrica.

—Jamás había oído hablar de nada parecido —se lamentó Sam.

Winston Colbert sonrió pícaramente.

—La primera noche que hablamos te dije que tu programa era incompleto, Sam. Aún tenías mucho que conocer de los kherles. ¿Recuerdas que te mencioné ese apodo tan exótico por el que son también conocidos?

—Los Amos del Sello... ¿Qué tiene que ver su distintivo?

Soames bebió otro poco de coñac y dijo:

—Yo estuve presente cuando nos hicieron entre­ga de los primeros Generadores K. Los kherles los sacaban de su esfera y antes de darnos tan fabuloso regalo hicieron algo que parecía corresponder a una ceremonia religiosa. Uno de ellos pasaba su mano por el aparato, de unos dos metros de base por uno y medio de altura, y dejaba detrás una finísima película transparente, que acababa envol­viéndolo todo, excepto por una pequeña zona des­tinada a las conexiones que debían hacerse en la Tierra para conectado a la red de alta tensión.

«A través de su cerebro electrónico nos advirtie­ron que no debíamos intentar quitar la Cobertura protectora, capaz de resistir fuertes golpes, pero dispuesta a defender el secreto si se empleaban medio más violentos. No hubo más explicación. Su Sello, amigos, es una fuente generadora de campo de fuerza. Así lo creímos todos. Después traslada­mos los Generadores a una de las bases de superfi­cie y de allí los embarcamos hacia la Tierra».

—Es obvio suponer que los jefazos del CEM echaron en el olvido el consejo, ¿no? —preguntó Skawa—. Yo conocía el poder del Sello antes que usted, señor Hill.

—Es evidente —sonrió Soames—. Y tiene razón, Skawa. Apenas pusieron sus zarpas en un Genera­dor, el CEM pretendió borrar esa capa cálida que cubre toda la estructura metálica. Se puede tocar con las manos, es inofensiva, incluso propinarle al­gunos martillazos, pero cuando se le aplicó un finí­simo y poderoso rayo láser...

Soames meneó la cabeza.

—Yo no estuve presente en el primer fracaso, pero en Dry Lake sucedió lo mismo, según me con­fesaron los jefes del equipo de investigación, muy pálidos todos. Asistí a la explosión que ocurrió apenas el trazo de láser tocó la Cobertura. Algunos resultaron heridos, los más próximos. No que­dó nada del Generador K, absolutamente nada ­Suspiró—. Hemos dejado a esa pobre nación africa­na sin su esperanza de supervivencia por una ter­quedad del CEM. Después de su primer fracaso, creyeron haber descubierto el modo de burlarse de los kherles.

—¿Cómo?

—En el último punto donde pasa el Sello queda una ligera señal, del tamaño de un botón. Pensa­ron que allí estaba la llave y decidieron poner en práctica su idea, por lo que montaron la farsa para robar a Zambia el Generador que les correspon­día.

—Espero que ahora estén convencidos de que es imposible perforar o hacer desaparecer una Co­bertura —dijo Skawa.

—Nada de eso —dijo Soames—. Los investigadores tenían otros proyectos que no pusieron en práctica al quedarse sin el Generador K. Están buscando más.

—¿Se atreverán a poner sus manos en los de la Unión?

—No lo harán porque el gobierno les ha parado los pies; desconfía de la eficacia de la gente del CEM, pero éste sigue presionando para conseguir uno al menos, de algún otro país.

Soames se disculpó y marchó a la habitación que Winston siempre le tenía reservada para que la ocupara en sus estancias en la ciudad, momento que el viejo aprovechó para explicar a todos:

—Vamos a pasar a la acción. No creas que me he dormido, Sam. Antes de un mes estaremos en con­diciones de denunciar los hechos a escala mundial. Si nada falla emitiremos a todo el planeta y tú serás la estrella, si es que no has cambiado de opinión.

—¿Lo duda? —dijo Sam—. Estoy deseando que lle­gue ese momento.

—Vuestro intento es digno de admiración —dijo Skawa—; pero soy algo pesimista en cuanto al resul­tado. Actualmente la opinión pública carece de peso. En la Unión no se celebran elecciones demo­cráticas desde hace dos legislaturas. La enmienda de Abril del cero dos suspendió temporalmente nuestros derechos, y me temo que la prolongarán por mucho tiempo. Tendremos Presidente para largo si sigue siendo reelegido por la Cámara y ésta no se renueva.

—¿No te ha acompañado Carla, John? —preguntó Sam.

Skawa le explicó:

—Decidimos que yo viajaría solo. Ella está bien.

Somos cautos y pensamos que bajo nuestra situa­ción, y a pesar de nuestras identidades falsas, no debemos suscribir un contrato matrimonial. Carla añora a sus hijos. Será difícil que los vuelva a ver en mucho tiempo. Viajar a Rusia no es fácil. Aparte de todo esto vivimos tranquilos en Tampa. El CEM, después de dejarnos marchar, cosa que du­dábamos, parece ignorar nuestro paradero. Tal vez ya no le importemos o sus sabuesos han fraca­sado.

Sam asintió:

—Por todo eso yo le dije que no debía asomar su fea cara por las pantallas —se rió el viejo—. John se merece un descanso. Ya fue afortunado una vez aprovechándose de la inesperada generosidad del CEM y no debe volver a tentar la suerte.

—Pero ayudaré en lo que pueda desde la sombra —aseguró Jack—. He acudido porque Winston me necesita para colaborar en el plan que él y Soames han ideado. 

6 

Soames HilI volvió llevando una carpeta bajo el brazo. La abrió despacio y sacó unos documentos.

—Dentro de un mes los kherles, según asegura­ron, instalarán en la primera nave el Impulsor K, ­dijo. Agitó dos sobres cerrados que llevaban el membrete del Comité Económico Mundial—. Mis jefes, después de dudarlo mucho, decidieron acce­der a la petición de ciertos gobiernos de que los medios de comunicación debían asistir al acto —as­piró hondo y añadió—: Me he valido de mil triqui­ñuelas para conseguiros dos invitaciones. Extraofi­cialmente, la lAT podrá estar presente en la Esta­ción Lunar.

Winston Colbert cogió los dos sobres como si te­miera que con su contacto se quebraran. Miró lle­no de admiración a HilI.

—Dios, muchacho, ¿hasta dónde te has arriesga­do?

—Un poco, pero no lo bastante —sonrió Soames—. Asistirán muchos periodistas de la radio, televisión y prensa, alrededor de cien. En realidad una pe­queña cantidad si el evento se anunciara oficial­mente y nos llegaran las solicitudes. Nos lloverían miles de todo el mundo. El CEM correrá con todos los gastos del traslado, desde cualquier parte del planeta a la base de la Unión en Australia donde estará una lanzadera para conducirles a la Luna. Allí se concentrarán incluso los corresponsales so­viéticos. Últimamente, ignoro qué estará pasando en su política interna, la URSS se muestra muy condescendiente.

El viejo miró a los demás.

—¿Comprendéis ahora por qué os había dicho que vamos a pasar a la acción? Apenas regresen mis dos reporteros prepararemos un programa es­pecial que será retransmitido a todo el mundo. To­das las emisoras americanas quedarán unidas, y aprovecharemos el alquiler de un satélite espacial para saltar a Europa, África, Asia y el Pacífico. Dispondremos de treinta minutos hasta que el CEM se percate de lo que hacemos y nos interfiera —Miró fijamente a Sam—: ¿Tendrás bastante con media hora?

—Creo que sí —sonrió Lachman—. Entiendo que yo seré uno, pero hay dos invitaciones. ¿Quién me acompaña?

—No contéis conmigo —bromeó Skawa.

—No cabe ninguna discusión —exclamó Carol—. Iré yo, por supuesto.

—¿Qué debemos hacer una vez allí arriba, Soa­mes? —preguntó Sam, después de acariciar una mano a la chica.

Aquél dijo:

—Mirarlo todo con ojos muy abiertos y...

—¿Sacar fotos, filmar? —inquirió Carol.

Soames movió negativamente la cabeza. —Olvidad eso. A ninguno le será permitido llevar nada. Si os localizaran una cámara, aunque sea es­condida entre los dientes, os veríais en un aprieto y seríais devueltos inmediatamente a la Tierra.

Sam y Carol se cruzaron una mirada de incom­prensión.

—¿Qué demonios podemos hacer aparte de saciar nuestra curiosidad y contemplar a los kherles instalar el Impulsor K?      .

Winston se rascó la nuca. Se veía claramente que estaba en un apuro al tener que explicar:

—Inevitablemente se producirá cierta desorgani­zación a bordo de la Estación. De los almacenes pasaréis a la nave y caminaréis a lo largo del vásta­go central hasta el lugar que los kherles llaman el Núcleo, una estancia que será protegida por la Cobertura y que recibirá el Impulsor, al que se inser­tarán las conexiones vitales. Sigue tú, Soames.

HiII carraspeó y dijo:

—Ya sabéis que a veces transcurren semanas sin que los kherles den señales de vida. Es un misterio cómo aparecen en determinados momentos en la Estación para supervisar los trabajos, aunque sue­len advertirlo antes, y un día de cada diez las obras se interrumpen y ellos recorren todo, dan su visto bueno y vuelven a esfumarse. En otros momentos aparecen dentro de la base americana o la rusa, dan sus instrucciones y ya está. En esta ocasión lo hicieron en la soviética, lo cual irritó un poco a los americanos.

—Había pensado que los kherles impusieron la presencia de los periodistas a bordo... —Insinuó Ca­rol.

—Nada de eso —Soames sonrió amargamente—. Ellos parecen ignorar lo que está ocurriendo en la Tierra o les importa bien poco el uso que está ha­ciendo el CEM de los Generadores K.

Sam se volvió hacia Winston.

—Estabas diciendo que allí habría cierta confusión, ¿no?

—Ah, sí. No podemos saber cómo transcurrirán los actos, pero Soames y yo hemos pensado que tú o Carol, o los dos, podéis advertir a los kherles de que sus órdenes no son cumplidas en lo que respec­ta a los Generadores y que en la Tierra hay muchas personas que temen que la selección de los colonos no se realice imparcialmente.

Sam emitió un silbido.

—¿Delante de todo el mundo, en presencia de los representantes del CEM y los militares? —pregun­tó.

—De ninguna manera —sonrió Soames—. No pre­tendemos que después de eso te lancen al espacio sin traje de vacío. Mirad esto —sacó papeles do­blados y los fue extendiendo sobre la mesa—. Son los planos básicos de la nave. Es fácil ver que pri­mero se construyó un vástago hueco y en su centro el Núcleo. Alrededor de esta estructura básica se conformó la nave, con sus cabinas, pasillos, alma­cenes, campos hidropónicos, etcétera. Vosotros tendréis la ventaja sobre los demás de conocerla al dedillo. Minutos antes de que comience la ceremo­nia podéis deslizaros por un conducto secreto hasta el Núcleo. Allí estarán los kherles, llegados según su misteriosa forma de hacerlo. Dispondréis de un tiempo para exponer las quejas. Si regresáis ense­guida nadie se dará cuenta de vuestra ausencia.

—Sería mejor que no vinieras, Carol —dijo Sam, muy serio mientras intentaba comprender los pla­nos de un vistazo.

—¡Samuel Lachman, estás loco si crees que voy a dejar perder esta ocasión! No seré siempre tu se­cretaria —protestó la chica—. Algún día también tendré mi programa, en esta emisora o en otra.

Se rieron todos y Winston comentó:

—Tendrás que hacer lo que ella quiere, Sam. No nos interesa que se nos vaya a la competencia en estos momentos.

Sam se encogió de hombros. No apartaba la vis­ta de los planos.

Dijo:

—Soames, la nave número uno ha sido terminada mucho antes de lo previsto, ¿no? ¿Cuándo se cal­cula que partirá?

Hill cruzó los brazos y suspiró.

—Como si fueran dioses, los kherles son impre­decibles en sus reacciones. Al principio pidieron que antes de dos años debía estar lista la primera. Apenas ha pasado uno desde entonces. El esfuerzo de la Tierra, y en esto hemos de reconocer la efica­cia del CEM, ha sido sorprendente. A costa de au­mentar las privaciones en muchas zonas, pese a los Generadores K, se ha llevado a cabo un esfuerzo sobrehumano, de acopio de técnicos y material para trasladarlos hasta la Luna. Los planos que nos entregaron los kherles, todos computarizados, son excelentes, pero la técnica que hemos desarrollado ha resultado muy alta, y ellos, si alguna vez expre­saran sus emociones, deberían felicitamos, al me­nos en el aspecto industrial, porque en cuanto al humano...

—De eso nos encargaremos nosotros, Soames ­dijo Carol muy entusiasmada—. Conseguiremos que ellos llamen al orden al CEM, a los gobiernos y a quienes haga falta.

Sam, repentinamente pesimista, miró a Carol con pena.

—Y ahora es cuando yo entro —dijo Skawa a la pa­reja—. Os instruiré de cuanto conozco de los kher­les y su nave.

—Yo suponía que me lo referiste todo —protestó Sam.

—Siempre hay que guardar un triunfo —sonrió Jack. 

*  *  * 

El contable soportó la inspección lo mejor que pudo y archivó una citación para dentro de dos me­ses. Cuando lo comunicó a Winston, muy preocupado, éste le respondió que en esta ocasión el Fisco había sido generoso con ellos y no les había apreta­do demasiado. Antes de dos meses podían suceder muchas cosas y después del plazo al viejo parecía importarle muy poco lo que pasara.

Los días fueron transcurriendo, las noticias iban llegando a la emisora y los informativos, entre pelí­cula y película, hablaban de los kherles, del futuro esperanzador que se abría a la Tierra y los muchos problemas que surgían para la Humanidad cada mañana.

Carol empezó a mostrar su atractivo rostro en las pantallas. Ayudaba a Sam y resumía diversas noticias con una sonrisa constante en sus hermosos labios. Dichos por ella, los boletines parecían me­nos pesimistas, pero en realidad no podían ser más deprimentes.

En la nueva frontera situada a varios cientos de kilómetros al Sur de Río Grande, la llegada masiva de miles de ilegales expulsados había ocasionado un aumento del hambre y la delincuencia. El poco numeroso Ejército mexicano apenas podía controlar la situación, y el orgulloso pero impotente gobierno de México renunció a solicitar la inter­vención de las Legiones Internacionales, temiendo un nuevo recorte territorial de la nación. En la zona petrolífera bajo la administración de la Unión hubo un intento de reconquista llevada a cabo por un líder patriótico que rememoró el grito revolu­cionario de Pancho Villa y se lanzó a un ataque sui­cida contra la guarnición yanqui y canadiense. La matanza fue terrible y a punto estuvieron los nue­vos guerrilleros de expulsar a los invasores, hasta que un desembarco de fuerzas procedentes de las posiciones unionistas de Maracaibo abortó la em­presa y expulsó a los mal armados soldados irregu­lares mexicanos.

África seguía explotando lentamente y la flota europea, de parte de Europa, impedía la salida de fugitivos del Norte. Y el desierto crecía y el ham­bre ganaba kilómetros diarios.

Sin embargo, llegó el día en que se recibió en la emisora un boletín gubernamental que la obligaba a emitir un comunicado que se suponía debía ele­var la moral de los ciudadanos: La primera nave es­taba dispuesta y los kherles iban a dar su consentimiento definitivo para que el primer grupo de colo­nos fuera elegido y adiestrado. La partida hacia la primera estrella sería anunciada previamente.

Después de leer el boletín sin modificar una sola coma, Sam comentó tras terminar su programa:

—Aumenta el fervor de las comunidades religio­sas que consideran dioses a los kherles. —Sonrió—. Y se hacen más ricas a costa de las donaciones. Mu­cha gente daría su fortuna a cambio de un pasaje. Carol, ¿te gustaría viajar a las estrellas?

Ella dejó de consultar papeles, alzó la cabeza y preguntó:

—¿Qué posibilidades tendríamos entre siete mil millones de personas? —Hizo una mueca de abati­miento—. Si yo fuera elegida no me embarcaría de­jándote aquí.

La expresión burlesca de Sam desapareció y la tomó por los hombros dulcemente.

—¿Estás aceptándome? ¿Qué esperamos para ir al juzgado? Me gustaría subir a la Luna siendo tu esposo..., legalmente.

Empezó a besarla y ella lo apartó con pesar. —Sam... —meneó la cabeza, sin saber qué decir—. Sigamos así hasta que tú quieras, pero no me pidas más.

—No te estoy pidiendo mucho más .¿Qué estás pensando?

Carol se incorporó y caminó de espaldas hacia la salida, con un montón de papeles aferrados entre sus manos temblorosas.

—No tendría un hijo en este mundo, Sam. Jamás.

La dejó marchar, atónito, sorprendido por aquella reacción que tardó en comprender. A Sam le gustaba entender a la gente. Empezaba a cono­cer cuáles eran los fantasmas que rondaban a Ca­rol. Lo que había dicho bromeando ya no le pare­cía ningún disparate. Carol sólo aceptaría formar una verdadera familia fuera de la Tierra, así de sencillo; pero ella pensaba que era una quimera so­ñar con llegar a uno de los mundos que los kherles habían prometido a la Humanidad..., a una peque­ña parte de ésta.

Sam se había sentido intrigado por la actitud de Soames Hill, por su manera de arriesgar su futuro ayudando a un viejo periodista intrigante como era su padrastro, y no paró hasta saber de labios de Winston que su esposa, la madre de Soames, había sido víctima de los desmanes económicos del CEM en una pequeña nación asiática, a la que ella acu­dió desinteresadamente para atajar una extraña enfermedad que la asolaba. La mujer descubrió que se trataba de una plaga artificial provocada por la agencia del Comité para facilitar la explotación de una multinacional. Murió misteriosamente an­tes de regresar a la Unión donde le esperaban Winston y su hijo Soames a punto de ingresar en la Universidad gracias a una beca otorgada, irónica­mente, por el CEM como premio a sus altas califi­caciones en los estudios.

Aquella muerte no se aclaró.

La postura de Soames era, a criterio de Sam, ló­gica hasta cierto punto. Fingió y no exteriorizó su odio hacia el CEM. Ante todo el mundo aceptó la muerte de su madre y la consideró como un acci­dente. Los dirigentes del CEM acogieron a un bri­llante joven cargado de títulos y primeros puestos, sin saber que introducían en su guarida a un lobo hambriento de venganza, e ignorantes de que el se­gundo marido de su madre era un incordiante propietario de una emisora independiente de televisión.

Para Sam la lógica era una de sus obsesiones.

Por lo tanto la posición de Soames Hill era simple y admisible. Sin embargo, por mucho que lo intenta­ba, no comprendía a Carol, a pesar de que su razo­namiento de no tener un hijo en un mundo tan duro como era la Tierra en la actualidad le parecía llevar las cosas demasiado lejos. Se dijo que debía haber en la vida de la chica algún secreto que toda­vía no se atrevía a compartir con él.

Después de un rato de haber quedado solo, mur­muró:

—Sí, es posible que nuestra única solución sea embarcar en esa nave que vamos a visitar. No me importa cuál sea su destino. Ojalá pudiéramos via­jar en ella.

Y esta idea no le abandonó durante los siguien­tes días. No la compartió con nadie, ni siquiera con Carol.

Llegó el momento, cuando se lo anunció Soa­mes, de prepararse para viajar a Australia, en don­de una lanzadera esperaba a casi un centenar de privilegiados periodistas.

Skawa, antes de volver a Tampa, le dio sus últi­mas recomendaciones, precisamente el día ante­rior a su presentación en una oficina del CEM don­de debía recoger la documentación de él y de Ca­rol.

—Estar en presencia de los kherles es una expe­riencia que exige mucha sangre fría, muchacho, y hablar con ellos no es fácil. Yo lo sé porque he pa­sado por ello. No te asustes ante nada, aunque te­mas en algún momento que corres peligro. Esos se­res nunca te causarán el menor daño. Existe algo dentro de su fabulosa nave que protege cualquier forma de vida, lo sé. Mientras estés bajo su domi­nio no te ocurrirá ningún mal, recuérdalo.

En la mente de Sam Lachman bullían muchos consejos y los planos de la nave recién terminada. Esperaba que Carol tuviera tan buena memoria como él. Ambos debían caminar juntos y actuar con precisión cronométrica. Los dos sabían lo que decir a los kherles, exponer la cruda realidad de la Tierra. Pero Sam se atormentaba pensando en el momento que debía solicitar a los alienígenas algo muy especial. Sabía que no era frecuente pedir un favor particular a alguien que no había nacido en la Tierra y que poseía una mentalidad desconocida.

Soames se había marchado hacía dos días y vol­vieron a verle cuando llegaron a Australia. Natu­ralmente, allí el joven fingió no conocerles y ape­nas les dirigió la palabra.

El grupo de periodistas reunidos sufrió un exa­men concienzudo, médico y sicológico. Sus cuer­pos fueron escrutados hasta el último rincón y sus ropas fueron requisadas, les entregaron otras y un maletín pequeño de aseo.

Durante un día padecieron varias sesiones presi­didas por personal del CEM que impartió instruc­ciones concretas sobre su comportamiento. Al re­greso a la Tierra cada uno recibiría un dossier com­pleto, con fotografías y vídeos que serían tomados por cámaras del Comité, y un abanico de posibili­dades sobre el que escribir o radiar sus impresio­nes, del cual no podrían salirse. Todos los periodis­tas firmaron un montón de documentos aceptando y comprometiéndose a no vulnerar las reglas.

Una madrugada fría les hicieron subir a la lanza­dera y partieron hacia la Luna. 

7 

Algunos se sorprendieron un poco cuando la lanzadera arribó a la Estación, porque se imagina­ron que antes permanecerían algunas horas en la base rusa o americana.

Era sorprendente ver lo cambiada que estaba la antigua instalación. En pocos meses se había am­pliado tres veces su capacidad. Ya se estaba termi­nando la tercera grada, cuando en la número dos flotaba la primera nave y en la grada tres el vástago estaba casi cubierto en un ochenta por ciento por el resto de la estructura. El trabajo en quince meses resultaba increíble. Docenas de pequeñas naves, vehículos de carga y remolcadores se movían alre­dedor de la Estación. Cuando la lanzadera se apro­ximó más pudieron ver desde las escotillas las pe­queñas figuras humanas embutidas en trajes blan­cos de presión que hormigueaban por todas partes.

Sobre las gradas de los astilleros estelares había una serie de ruedas y bloques de acero que eran las residencias y las bodegas. Hacia una de estas uni­dades se dirigió la lanzadera, conectó con ella her­méticamente a través de un tubo extensible y los periodistas fueron invitados a pasar. Quedaron alojados por grupos de diez en habitaciones pequeñas, en las que difícilmente se podían mover a gus­to.

—El recibimiento no ha sido muy caluroso —bro­meó un corresponsal español mientras saltaba a su litera y se tumbaba después de sujetarse con los cinturones. Se llamaba Sebastián Gálvez y durante el viaje llamó bastante la atención por su buen hu­mor.

—¿Qué esperabas? —se rió Carol. Ella y Sam se habían hecho amigos de Sebastián y se alegraban de que estuviera con ellos en la misma cabina.

—Oh, tal vez una banda de música y el director de todo esto largándonos un discurso —contestó Gál­vez.

—Muchos de nosotros no nos hemos dado cuenta de que hemos salido al espacio —dijo Sam mirando por un pequeño ojo de buey, oteando lo que podía de las instalaciones y preguntándose dónde esta­rían los kherles en aquellos momentos.

—Es un paso pequeñísimo en comparación con el salto que deberá dar dentro de poco esa gigantesca nave. Por cierto, ¿cómo se llamará? Dicen que K-1, nada más. Me gustaría que fuera bautizada con un nombre bonito, esperanzador. Esa obsesión por la letra K me suena fatal. De tanto repetirla acabaremos oliendo mal.

—A ver cuando hablas en serio —le reprendió Ca­rol—. Siempre estás de broma; allá abajo deben irte muy bien las cosas.

El español abandonó su sonrisa y su faz se tornó triste.

—Nada de eso. ¿Habéis estado en mi país o en lo que queda de él? —ante las negativas de sus interlo­cutores, añadió—: Os deprimiría bastante. Des­pués de la destrucción parcial del Norte nos obliga­ron, según dijo ese condenado CEM, a desmante­lar varias industrias básicas. Era antes de que apa­recieran los kherles, por supuesto, cuando empezó la furia por la producción de energía a base de biogás. Miles de hectáreas destinadas a producir ali­mentos fueron acondicionadas para que crecieran esas malditas plantas de las que se obtiene un car­burante horrible; pero lo peor es que no nos deja­ron construir las industrias para su procesamiento, sino que las exportamos en bruto a los centros del Danubio y luego recibimos una parte convertida en combustible. No, allí las cosas no van bien. Y para colmo tenemos el peligro de invasión de los fugitivos africanos.

—Tengo entendido que habéis conseguido un Generador K.

—Ah, sí. Pero no sabemos qué demonios pasa.

Se instaló hace dos meses, de milagro creo, y todavía no se ha abaratado el precio de la energía eléc­trica. Dicen que hay dificultades para conectarlo a las redes porque éstas son deficientes. Yo no me lo creo. La verdad es que a las grandes compañías les interesa mantener altos los precios y que el consu­mo sea bajo. Pero dejemos esto y hablemos de co­sas más alegres. ¿Cuándo pensáis que veremos a esos bichos? ¿Sabéis que no me dan buena espina?

—¿Los kherles? ¿Por qué?

—Demonios, por su manía de vestir esa especie de hábito. Parecen frailucos de alguna congrega­ción sórdida. Es posible que me deje llevar por mi anticlericalismo, no sé.

—Su manera de vestir es un misterio, sí —admitió Sam—. Sus ropajes vulgares es la nota discordante, lo que derribó el mito del alienígena totalmente desnudo o embutido en un traje plateado. Quizá lo averigüemos algún día.

Sebastián ahogó un bostezo y entornó los ojos. —Es posible. Disculpadme, amigos. Estoy rendi­do. La baja gravedad me da sueño.

Sam y Carol se sonrieron y también decidieron descansar un rato. Sus demás compañeros de cabina eran alemanes, rusos y un irlandés, y ninguno parecía tener ganas de comentar nada.

Apenas consiguieron conciliar un rato el sueño.

Cuando Sam se estaba quedando dormido y empe­zaba a tener una agitada pesadilla en la que se veía rodeado de irritados y gigantescos kherles, un hombre uniformado abrió la puerta de la cabina y les gritó:

—Vamos, levantaos. Estad dispuestos a pasar a la nave K-1. Os quiero ver a todos listos antes de cin­co minutos.

Sam saltó de su litera y preguntó:

—¿Es qué va a ser inmediatamente? Creí que iba a tardar más.

El empleado del CEM lo miró despectivamente. —No hay un horario establecido. Los kherles ya están a bordo.

—¿De la nave K-1? ¿Cuándo llegaron y cómo lo saben ustedes?

Antes de marcharse a alertar a otro grupo de co­rresponsales, el hombre se encogió de hombros y dijo:

—Las preguntas más tarde, amigo. Por el mo­mento limítense a obedecer, a oír y a mantener la boca cerrada. Recuerden las órdenes.

Gálvez se unió a ellos y acabó de ponerse el traje reglamentario. Volvía a ser el tipo alegre de siem­pre y dijo:

—¿Sabéis que podrían cortarnos a rebanadas y luego echar nuestros trozos al espacio si quisieran, sin responsabilidad alguna por su parte? Firmamos tantos papeles que ya no somos dueños de nuestros cuerpos.

—Exageras —se rió Carol.

Sam no replicó. Sebastián bromeaba, pero él sa­bía que el CEM tenía a todos los reporteros bien atrapados hasta que los desembarcara en Austra­lia. Ni el equipo más avispado de abogados conseguiría sacar un céntimo a la compañía para indemnizar a los familiares de una posible víctima cuya muerte o desaparición fuera difícil de justificar. Para eso estaban los documentos que debían exo­nerar al CEM.

Fueron reunidos todos los visitantes y conduci­dos por personal huraño y desconfiado a un túnel estrecho y poco alumbrado.

—Jesús, nos están llevando a la nave kherle —susu­rró alguien próximo a Sam. Debía de tener alguna experiencia del espacio y se había dado cuenta de que cruzaban el vacío dentro de un conducto apa­rentemente poco sólido.

Supieron que estaban dentro del K-1 cuando olieron todo a nuevo, a aceite y a soldaduras recién hechas. Allí les esperaba un pequeño grupo de personas mayores. Aunque todas vestían como ellos era fácil de adivinar que eran políticos y mili­tares de alto rango. Se mantuvieron distanciados de ellos y los miraban con expresión resignada, como si no tuvieran otro remedio que soportar a la gente de los medios de información.

Sam sintió que Carol se agarraba de su brazo y él notó un nudo en la garganta. No podía remediar una creciente emoción. Aunque allí había letreros en inglés y alemán, el saber que se encontraba en un vehículo diseñado por alienígenas era excitan­te. No resultaba suficiente conocer que cada plan­cha de acero y cada remache había sido hecho por manos humanas, las cabinas, los pasillos y el siste­ma de aireación, los niveles de producción hidro­pónica, todo. La idea era extraña, procedente de un mundo muy lejano y cuya situación era desco­nocida para los terrestres.

Escuchó que Gálvez decía a sus espaldas:

—Sí, todo muy espectacular, pero básicamente es la idea del «Vorágine», aunque muy ampliado. Demonios, si el vehículo de los kherles es tan sofisticado, ¿por qué no han querido que construyamos algo parecido?

—Tal vez ocurre lo mismo que si nosotros quisié­ramos introducir tecnología en una aldea de indios perdida en el Amazonas, por ejemplo si quisiéra­mos enseñarles a arar. ¿Les daríamos un arado de los tiempos de nuestros bisabuelos o pretendería­mos que fabricaran un tractor?

—Tienes razón, compañero —sonrió el español—. Los kherles han debido de rebuscar en su pasado hasta encontrar los planos de naves estelares que nosotros podamos construir.

—¡Silencio! —gritó un hombre—. Vamos a entrar en el vástago. El camino será largo hasta llegar al núcleo donde nos esperan los kherles. Ya sabéis que la nave se construye alrededor de un gran eje hueco que más adelante servirá de transporte rápi­do para la tripulación. Todavía no hemos instalado el tren eléctrico y tendremos que caminar sobre las vías. Está terminantemente prohibido alejarse, bajo ningún concepto.

Echaron a caminar en dirección a una puerta cir­cular. Sam entornó los ojos y pretendió recordar los planos. Apretó la mano de Carol. Era la señal indicada para quedarse los últimos. Al volver la ca­beza se sorprendió al ver que Sebastián, como ellos dos, no parecía tener muchos deseos de ser de los primeros, cosa que todos los presentes intentaban, tanto los reporteros como los representantes del CEM y de varios gobiernos.

Tras cruzar la puerta se encontraron en el am­plio y tubular vástago. Caminaban dificultosamen­te sobre las vías. Había trozos donde fallaba la ilu­minación o ésta no había sido instalada, predomi­naban las sombras y Sam intentó varias veces loca­lizar en ellas las troneras de salida para casos de emergencia. La gente caminaba lentamente, se en­torpecía mutuamente. Aquél era el camino más corto para alcanzar el vástago, pero si él salía de allí sería capaz de llegar al lugar donde los kherles estaban si corría por los túneles exteriores. Era parte del plan que habían trazado.

Pero Sebastián Gálvez seguía estando muy cerca de ellos, su sonrisa ya no florecía en sus labios y por momentos parecía más huraño. Les miraba a veces de reojo y Sam creía haberle escuchado rezongar palabras en un español que no entendía.

Después de dejar atrás un sector fuertemente iluminado llegaron a otro donde las luces fallaban y todo se hizo muy oscuro. Al salir de nuevo a la claridad, Carol exclamó a Sam:

—No está.

Sam sabía que ella se refería a Sebastián. Lo buscó y no lo encontró. Tampoco estaba mezclado con los demás, como si repentinamente le hubiera entrado prisa.

Empezó a sudar aunque allí dentro más bien se podía protestar del frío que de otra cosa. Se inclinó sobre Carol y le dijo:

—Ha desaparecido.

—No puede ser.

—¿Qué otra cosa? Es imposible que se haya adelantado y ande mezclado con los que van en cabe­za.

La parte del vástago por la que caminaban era ahora la adecuada, pensó Sam. No había demasia­da luz, pero era la suficiente para ver que a dos me­tros a su derecha tenían una de las salidas de emer­gencia.

Saltó sobre las vías y sacó del bolsillo un pañue­lo, y de éste un alambre finísimo que introdujo en el agujero de la puerta circular. Lo había hecho muchas veces, entrenándose bajo la mirada de Soames Hill, y había conseguido vencer la resistencia de la cerradura en menos de tres segundos. Esta vez necesitó el doble, pero la condenada puerta cedió ante la presión de sus manos, que em­pezaban a llenarse de sudor.

Empujó a Carol, la siguió y cerró a sus espaldas la compuerta. Dentro del túnel se encendió una pequeña luz, apenas una luciérnaga. Anduvieron deprisa y salieron a un pasillo tras correr a un lado otro disco de acero.

—Ahora reza si te acuerdas, cariño —gruñó Sam. Ante ellos se abría un largo corredor. A un lado discurrían enormes tuberías, mientras que la parte que era la exterior del vástago era una porción de cilindro brillante y sólo salpicado cada veinte me­tros por una compuerta similar a la que habían usa­do.

Corrieron frenéticamente y sus pisadas resona­ban tan fuertes que Sam pensó que debían de oír­les la gente que avanzaba por el interior del vásta­go.

El pasillo se curvaba ligeramente y salvaron unos metros donde las tuberías apenas les permi­tieron ir uno detrás del otro. Al reanudarse la recta se vieron sorprendidos por una sombra que surgió de un recodo. 

8 

—Sabía que no me equivocaba respecto a voso­tros —sonrió Sebastián Gálvez. Agitó la cabeza y añadió—: Me temo que esto lo complica todo, ¿no?

Carol había conseguido ahogar un grito de sor­presa ante la aparición inesperada del español. Respiró profundamente y exclamó:

—Esto justifica tu desaparición, Gálvez.

—Sí —dijo Sam—. Si has tomado una esclusa anterior a la que hemos usado significa que debes de te­ner planes parecidos a los nuestros o eres un agente secreto del CEM.

—¿Yo? —Gálvez soltó una carcajada—. Quizá ob­tengáis una gran noticia para vuestra cadena de prensa o de televisión, lo que representéis, pero os advierto que no toleraré que me estropeéis nada. Si me dejáis hacer a mí regresaréis con una gran noticia.

—¿Qué pretendes? —inquirió Sam, temiendo que allí había algo que le estaba pareciendo tan sor­prendente que no se atrevía a creer que fuera ver­dad.

—Estamos perdiendo unos segundos preciosos ­dijo Gálvez echando a andar—. Seguidme y os lo contaré, pero caminad deprisa.

Sam le preguntó:

—¿Cómo conocías este camino? Gálvez se encogió de hombros.

—Eso no importa; más o menos como vosotros lo conocéis. Quiero ver a los kherles a solas y gritarles a la cara lo que está sucediendo en mi país. Si esos tipos han venido a la Tierra para ayudarnos deben saber que muchos millones de personas están can­sadas de no recibir la ayuda prometida, y que te­memos también que el maldito Regente de Zona que nos gobierna no pare a sus amiguetes en el asunto de la venta de pasajes a las estrellas.

Sam le miró:

—¿Eso están haciendo? Gálvez afirmó:

—Ni más ni menos. El cupo que se ha adjudicado a España, increíblemente corto, lo están usando en su provecho, vendiéndolo a alto precio o a cam­bio de favores económicos. ¿Y vosotros? ¿Tenéis la intención de conseguir una exclusiva?

—Vamos, hombre; sigue corriendo. Nosotros es­tamos aquí por unos motivos parecidos a los tuyos —se rió Sam, empujando a Gálvez.

Cuando se detuvieron cerca de donde el vástago mostraba un gran abultamiento, como si un polie­dro hubiera sido incrustado en él, Gálvez dijo:

—Según mis datos la entrada no está lejos —había demostrado que poseía unos conocimientos tan profundos de la nave como los de la pareja. Sin em­bargo, Sam lo vio titubeante ahora—. Creo que está al otro lado.

—Exactamente detrás de ese muro que asciende hasta el techo —dijo Lachman.

—Si está abierta quiere decir que los kherles es­tán dentro. La comitiva tardará unos minutos en llegar, alrededor de quince. Hemos ido deprisa, ¿eh?

Sam asintió. Sabía ahora que Gálvez no lo cono­cía todo. Encontraron la puerta cerrada y de nue­vo, gracias a la ganzúa, Lachman allanó el camino, pero tal como ya sospechaba, nada demostraba que dentro del Núcleo, por el hecho de estar cerra­da la puerta, no hubiera nadie.

La puerta sólo podía ser abierta desde el exte­rior, pensó lleno de intranquilidad mientras descu­bría que en la sala se movían tres figuras muy altas alrededor de un mazo de metal.

A su derecha había otra salida, una puerta circu­lar. Era la que conectaba con una especie de atrio que se alzaba al final de las vías que recorrían el in­terior del vástago. Estaba cerrada por el momento. Y también sólo era posible su apertura desde el otro lado.

Sin embargo, en el Núcleo había seres, tres kherles.

Sam contuvo la respiración mientras entraban Sebastián y Carol. Con un gesto les indicó que se mantuvieran de espaldas a la pared. A unos cator­ce o quince metros de ellos, los kherles continua­ban moviéndose alrededor del bloque de metal, aparentemente sin haberse dado cuenta de la llega­da de los humanos.

Los alienígenas vestían sus clásicas túnicas y te­nían cubierta la cabeza con una capucha muy gran­de. De las anchas mangas surgían unas manos que parecían acariciar el metal que atraía su atención.

Uno de los seres se apartó un poco y los demás retrocedieron un par de metros. El primero ade­lantó su mano, brilló la gema verde que llevaba en un dedo y de ésta brotó un trasparente halo que al caer sobre la masa de metal se convirtió en un velo que se extendía rápidamente sobre toda la superficie.

El kherle caminó despacio alrededor del bloque irregular de metal que, ahora se daban cuenta los humanos, flotaba a pocos centímetros del suelo. Al volver al lugar de partida hizo un gesto decidido y apartó la mano.

—¿Qué está haciendo? —gimió Gálvez. Sam no dudó en responder:

—Acabamos de ver el prodigio kherle de cubrir el Impulsor K con la Cobertura.

—No entiendo...

—Entonces conoces muy poco de ellos —sonrió Sam—. Después de lo que acaban de hacer, nada ni nadie será capaz de desmontar el Impulsor. Si lo hiciera vería cómo desaparecía ante sus narices.

—Por Cristo, Sam, ¿por qué no se han dado cuen­ta de que estamos aquí? —musitó Carol.

—¿Tú crees que no lo saben?

Y a continuación avanzó resueltamente hacia el centro. Aunque interiormente le temblaba todo su ser, se esforzó por no exteriorizar lo que sentía, el miedo a lo desconocido que le embargaba. Se de­tuvo apenas a dos pasos de uno de los seres. El kherle que se había estado moviendo pareció mi­rarle un instante, pero se desvió un poco para no tropezar con él y acabó de ejecutar su extraño rito.

Viendo que la intromisión de Sam no parecía al­terar la serenidad de los kherles, Carol y Gálvez se decidieron a reunirse con su compañero, y los tres formaron un grupo que aguardó, sin saber ninguno de ellos lo que esperaba cada cual.

Sam alzó la cabeza y descubrió entonces que so­bre él y muy cerca de los cables de plata que ya es­taban unidos a la parte superior del Impulsor y se hundían en el techo, flotaba un globo azul que des­pedía destellos de oro y plata.

Una esfera...

Deglutió y sintió su saliva ácida y áspera. Giró la mirada a un lado y otro, nervioso y consciente de pronto de que no disponía de mucho tiempo. Fue­ra del núcleo había gente, más de cien personas, que quizá estuvieran impacientándose. En cual­quier momento el más decidido, funcionario del CEM, ante la ausencia de un kherle que les invita­ra a pasar, podía abrir la puerta. Si eran descubier­tos dentro... Mejor era no pensar lo que podrían hacer con ellos una vez de regreso a la Tierra, pen­só Sam.

Tal vez Sebastián ignoraba lo que era la esfera.

Carol, por su gesto, parecía haber olvidado cuanto les habían contado Soames y Skawa al respecto. Pero Sam sabía lo que significaba y que podía con­tar con ella para hablar a los kherles.

Ahora estaban los tres seres muy juntos y uno de ellos parecía mirarles desde la profundidad oscura con que la capucha envolvía su rostro. Apenas de­jaba ver parte de su prominente boca, un trozo de piel azulada, arrugada y oscura.

—Queremos hablar con vosotros —dijo Sam, y su voz sonó tonante en la estancia. Le pareció que era devuelta cien veces por ecos suaves.

Hubo un revuelo de túnicas, de capuchas que se enfrentaron. El kherle del centro volvió a mirarle.

—Habla —tronó una voz que no surgió del ser. Ca­recía de tono y era como el producto computariza­do de un cerebro electrónico.

Pero Sam observaba la esfera; era de allí de don­de había surgido la palabra.

Inesperadamente, Sebastián se adelantó y dijo nerviosamente:

—Vosotros debéis saber de dónde vengo. En mi país no se están cumpliendo vuestros requisitos:

La energía producida por vuestro Generador se es­catima, no llega a todos los rincones, es explotada por los propietarios de las compañías eléctricas y continúan cobrándola como si la produjeran a cos­ta de caro petróleo o a través de centrales nuclea­res.

Sam miró al español. Agitó la cabeza. Sebastián debía de estar muy nervioso. ¿Por qué creía que los kherles sabían de antemano que él representa­ba a determinado país?

La esfera tardó unos instantes en responder:

—Tus palabras nos resultan confusas, humano. ¿Quieres decir que no hablas en nombre de tus go­bernantes? ¿Cómo has llegado hasta aquí en unión de esos otros dos?

—¡Estoy vulnerando leyes de la Tierra para deci­ros que nuestro Regente de Zona no está dispuesto a que la elección de colonos sea justa! Estoy arries­gándome mucho para que vosotros sepáis lo que ocurre... ¡Es preciso que pongáis orden allá abajo!

—Nosotros no somos tus gobernantes, humano. Sebastián apretó los puños, sacudió la cabeza y gimió. Sam lo apartó con suavidad y dijo, mirando alternativamente a los kherles y a la esfera:

—La mujer y yo somos de otro país, una nación grande y poderosa, que ha recibido varios Genera­dores K y dispondrá de un cupo mucho mayor para enviar colonos a las estrellas; pero muchos ciuda­danos también estamos descontentos por el comportamiento de los líderes terrestres y la organiza­ción llamada CEM, que utilizan vuestros regalos en su provecho. En la Unión Americana tememos que tampoco los colonos sean elegidos imparcial­mente. Vosotros dictasteis unos requisitos...

—Un momento, humano —dijo la esfera, al tiem­po que el kherle alzaba una mano—. Nosotros pusi­mos como única condición que supervisaríamos los colonos. Habíamos averiguado que muchos de vuestros hermanos de raza no podrían viajar a las estrellas a causa de su precaria salud, bien por defi­ciencia congénita o bien porque han abusado de lo que llamáis drogas alucinógenas, bebidas impro­pias y venenosas a largo plazo...

—¡Será la élite que quieran los gobernantes la que embarcará en las naves si no lo impedís! —gritó Sebastián.

—Es cierto —añadió Sam—. De alguna manera venderán los pasajes, y así será en toda la Tierra, en todos los países, si vosotros no advertís que no será de vuestro agrado.

—Nuestro deber es penoso, humanos —dijo la es­fera. Ahora se movió un poco y Sam creyó que ha­bía aumentado de tamaño—. Y molesto. Tenemos la misión de programar cientos de naves, una labor lenta que se dilatará más tiempo del que nos gusta­ría permanecer aquí. Nos interesa que los huma­nos que huyan de la Tierra estén sanos físicamen­te. Del asunto de la mente...

No siguió. La esfera había enmudecido súbita­mente. Los kherles se movieron, aparentemente inquietos. A través de la gruesa puerta de acero les llegaron golpes metálicos.

—Dios, están abriéndola —musitó Carol.

—Siento vuestra inquietud, humanos —dijo la esfe­ra. Los kherles dejaron de mirar la esclusa y devol­vieron su atención a los terrestres—. ¿Qué os ocurre?

—Nos encontraríamos en serios problemas si nos vieran dentro —explicó Sam. Se mordió los labios, rabioso por haber perdido demasiado tiempo. No tenían otra alternativa que salir de allí, meterse co­rriendo por el pasillo e intentar volver al interior del vástago, sin dejar de rezar para que su ausencia no hubiera sido notada, lo cual creía ya muy difícil a causa del nerviosismo que debió de haberse pro­ducido en el grupo de corresponsables, militares y ejecutivos del CEM.

—Creemos comprender vuestra situación —dijo la esfera.

A continuación empezó a dilatarse. De manera instintiva, los tres humanos retrocedieron, pero la es­fera pareció explotar de súbito, una oscuridad total inundó el interior del Núcleo y durante unos largos se­gundos se imaginaron los tres que morirían asfixiados.

Sam protegió a Carol entre sus brazos, y cuando abrió los ojos soltó una exclamación de sorpresa.

No se encontraban en la estancia, el misterioso mecanismo protegido por la Cobertura no era un elemento que ocupaba el centro y no estaban ro­deados de paredes de metal. Permanecían los tres kherles próximos a ellos y todos en medio de una lejana neblina grisácea. .

Sam escuchó que Sebastián gemía a su espalda.

Comprendió que tenía motivos para estar asusta­do; él también lo estaría si no hubiera sido advertido por Skawa de lo que podía ocurrirle si tenía que vérselas con la fabulosa nave estelar que usaban los kherles y conocida simplemente por el nombre de esfera, más que capaz de dejar atónito al hombre menos impresionable.

—Cálmate, Gálvez —susurró—. Ahora es cuando estamos seguros.

Gálvez inquirió:

—Pero, ¿dónde estamos?

—Dentro de la esfera, y no me preguntes ahora cómo —Sam miró a los kherles y les dijo intentando mostrarse irónico—: Me temo que serán ustedes du­ramente criticados. Esa gente pensará que han sido descorteses cuando no les vea en la ceremonia.

La esfera preguntó a Sam qué quería decir y éste explicó que se suponía que la instalación del Im­pulsor sería hecha ante una curiosa audiencia, no había sido así y más de cien humanos debían sen­tirse defraudados.

—Ha debido ser una mala interpretación, huma­no —dijo la esfera en nombre de los kherles—. Noso­tros advertimos que hoy dispondríamos el Impul­sor y esta nave estaría dispuesta para viajar. No pensamos que vendrían aquí tantos para presenciar algo que nosotros no teníamos el menor inte­rés en convertir en un espectáculo.

—Se sentirán muy intrigados al ver que sólo hay un globo suspendido al lado del Impulsor —dijo Gálvez.

—Ya no estamos en el Núcleo —contestó la esfera, y a continuación una sección del fondo neblinoso se convirtió en un mirador ovalado. Al otro lado brillaban las estrellas y se veía una parte de los asti­lleros espaciales, como si estuvieran a unos cientos de metros.

—¿Cómo hemos salido de la nave? —estalló Se­bastián.

—Convertidos en un corpúsculo —contestó la es­fera—. Utilizamos un hueco atómico y...

Gálvez soltó un grito. 

9 

Ninguno se atrevió a burlarse de Sebastián Gál­vez. Trataron de explicarle lo que era capaz de ha­cer la esfera, aunque en realidad Sam y Carol tam­poco sabían comprenderlo y admitían dificultosa­mente sus prodigios. Había que aceptarlo, así de sencillo.

—¿Seguro que volveremos a tener el mismo ta­maño cuando salgamos de aquí, suponiendo que saldremos? —insistió Gálvez.

A Sam le hubiera gustado que respondiera la es­fera, pero la voz de ésta resultaba parca a la hora de referirse a sus cualidades técnicas, físicas..., o mágicas.

—En la Tierra apenas se sabe acerca de ustedes­ —dijo Sam—. La prueba está en la ignorancia de este humano llamado Gálvez. La existencia de vuestro medio de traslación estelar es desconocida. Todos suponen que vivís en una nave convencional, más o menos como las que construimos con vuestra ayuda.

—No entendemos los motivos de vuestros líderes al ocultaros estos conocimientos —dijo la esfera.

—No podéis entender muchas cosas, seguro; pero debéis saber que no se están cumpliendo los requisitos que impusisteis.

—Sam —dijo Carol—. ¿Crees que eso les importa a los kherles?

—¿Eh? ¿Qué quieres decir?

—Lo que has oído —se volvió hacia los alienígenas—. Decidme sinceramente, o dime tú, voz de ul­tratumba mecánica, ¿qué os proponéis en reali­dad, qué queréis hacer con nuestro mundo y noso­tros?

Como había estado ocurriendo hasta entonces, la respuesta no llegó enseguida. Los kherles se mi­raron entre sí. Si hablaron entre ellos los terrestres no podían saberlo; no oyeron nada. Se expresaban demasiado bajo o lo hacían mentalmente. Al cabo de un instante se enfrentaron a sus huéspedes ines­perados y la esfera volvió a hablar en su nombre:

—Nuestra misión es colocar unos miles de colo­nos en mundos adecuados para vosotros, preferen­temente a gente sana.

—¿Preferentemente? —inquirió Sam—. Eso, aun­que suene cruel, debería ser primordial. ¿Cuántas naves y hasta cuándo estaréis aquí?

—Eso no podemos decirlo. Será hasta que nues­tro cometido haya terminado.

—Oh, eso es eludir la respuesta llamándonos es­túpidos —bramó Gálvez—. Vosotros, demonios azu­les, estáis actuando incomprensiblemente. Habéis entregado unos cacharros capaces de producir can­tidades enormes de energía, pero los habíais pro­tegido previamente con vuestra cubierta, con la in­tención de que nosotros no los podamos reprodu­cir. Está bien, las naves se largarán todas algún día, y no podrá haber más porque vosotros diréis basta y os habréis marchado, llevándoos vuestros condenados impulsores. ¿Qué pasará en la Tierra después?

—Aunque el futuro de vuestro mundo no es pro­metedor, existen muchas posibilidades de que so­brevivan los que se queden aquí.

—Pero los Generadores se agotarán algún día, ¿no?

—Sí.

—¿Cuánto tiempo durarán?

—Es impredecible. Su duración está relacionada con su uso.

—Eso quiere decir que unos años o unas décadas después de que haya concluido vuestra misión, aquí todo se irá al carajo. Por Cristo, ¿a cuántos miles pensáis salvar? ¿Un millón, cien millones, mil millones?

—No hay respuesta. Cada nave podrá transportar diez mil colonos hibernados.

—Esto es un galimatías —dijo Sam. Meneó la ca­beza—. Pero las naves podrán regresar a por más gente, ¿verdad?

La voz respondió:

—Sólo están programadas para el viaje de ida. Su destino será fijado por nosotros antes de la partida y su rumbo no podrá ser modificado.

—¿Estoy en mi derecho de sospechar de voso­tros? —dijo lentamente Gálvez—. ¿Quién nos garan­tiza que no tenéis pensado un destino fatal para esos colonos?

—Tus recelos son estúpidos, humano —dijo la es­fera, y a todos les pareció que, por primera vez, ha­bía empleado un tono peculiar en sus palabras, un tono de ironía y de burla.

—¿Diréis cuál será el destino de todas las naves, la posición exacta del planeta al que irán? —pregun­tó Sam.

Y a Lachman le pareció que la respuesta tardó más de lo habitual.

—Sí —fue, al final, la afirmación lacónica de la es­fera.

—¿Qué pensáis hacer en cuanto a la actitud de la Tierra, de sus gobernantes concretamente? —dijo Sam—. Allá abajo ni siquiera conocen vuestra esfera, todo resulta confuso, hasta vuestras relaciones con el pequeño número de personas a las que veis para entregar instrucciones. Por ejemplo, está lo que sucede ahora. Habéis dado con la puerta en las narices a un montón de curiosos.

—Humanos, nosotros desearíamos terminar pronto y regresar a nuestro mundo para descansar —dijo la esfera, y las cabezas de los kherles asintie­ron para corroborar tales palabras—. Al parecer, tienes algo de razón en tus quejas, ya que vuestros líderes fueron requeridos por nosotros para que confeccionaran un censo a escala planetaria, en el que fueran incluidos todos los humanos que pose­yeran determinadas condiciones y que quisieran viajar a distantes mundos. Se nos dijo que así se es­taba haciendo, pero ahora dudamos, ante vuestras afirmaciones, de que sea cierto.

—No hay nada de ese censo mundial —aseguró Sam.

La voz afirmó:

—Obligaremos a que se haga, y rápido, ya que es nuestro deseo que esa nave recién terminada parta antes de tres meses, una vez acabada de acondicio­nar, con equipos de supervivencia, registros cientí­ficos y material, además de alimentos, semillas y ciertos animales domésticos idóneos para propor­cionar sustancia proteínica a los colonos.

—¿Podemos estar seguros de que obligaréis a las autoridades a hacer público todo esto, a que se rea­lizará el censo y la elección de los colonos será im­parcial? —preguntó Carol arrastrando las palabras. Estaba pensando en algo que era totalmente opuesto al papel de paladines que representaban. Sencillamente había calculado las posibilidades de aprovecharse de aquella entrevista directa con los kherles para solicitarles un par de pasajes seguros. Se sintió avergonzada y se mordió los labios.

—Así será —la esfera aumentó la potencia de su voz y dijo—: Ahora será mejor que os devuelva con los vuestros.

Sam preguntó:

—¿Podríais hacerlo de manera que ellos no des­cubran que nos hemos ausentado?

—Sería algo complicado porque desconocemos vuestros motivos. Todo en vosotros es complica­do. Habrá que ejecutar una cabriola temporal y...

Sam se estaba preguntando qué quería decir la esfera respeto a esa cabriola cuando todo se oscu­reció a su alrededor, sintió un mareo, un vértigo que casi le hizo devolver la última comida, y necesitó hacer un gran esfuerzo para volver a abrir los ojos.

Lo que vio, por supuesto lo mismo que sus com­pañeros, le heló la sangre. Lo pensó todo en un se­gundo, tal vez en menos. Se imaginó que de alguna manera, a través de la esfera, habían retrocedido en el tiempo y regresado al interior del Núcleo en el momento en que desde fuera abrían la puerta y numerosas cabezas se asomaban ansiosas.

—¡Aquí no, condenación! —gritó Sam. Casi no terminó de decir la frase enfurecida den­tro del Núcleo. La mitad de ella la pronunció allí, pero el resto retumbó en el vástago, exactamente detrás de los últimos corresponsales, vueltos de es­paldas a ellos, que intentaban alzar las cabezas para ver lo que ocurría sobre el atrio.

Un reflejo azul cruzó delante de sus ojos, se de­tuvo un instante y escuchó una voz queda que le decía:

—Siento mi error —la esfera habló en forma que parecía reírse—. He rectificado. Confío en que no os hayan reconocido.

Sam apretó las manos de Carol, miró a Sebas­tián, pálido como un muerto, y susurró:

—Yo también.

Delante de ellos las exclamaciones y órdenes se sucedían confusamente. Escucharon que alguien gritaba que había traidores, y alguno se atrevió a mentar a ciertos fantasmas que se esfumaban.

La comisión encargada de esclarecer los hechos no se ponía de acuerdo a la hora de emitir un jui­cio. Transcurrió una semana entera antes de que, tras su informe al CEM, se permitiera el regreso de los corresponsales a la Tierra.

Sam y Carol respiraron aliviados, pensando que sus inquietudes habían terminado, pero cuando dos días después estuvieron en el campo espacial de Australia comprendieron que todavía no esta­ban a salvo.

Todos los periodistas fueron alojados en barra­cas, que afortunadamente contaban con aire acon­dicionado y habitaciones limpias y amplias. Pero la vista de guardias armados en el exterior disipaba la creencia de que eran invitados, para obligarles a pensar que continuaban siendo prisioneros.

La comisión, reunida apresuradamente en la Luna, había delegado la investigación en un equi­po más amplio, concienzudo y tenaz, en la Tierra, que había volado rápidamente desde Nueva York a Australia, con instrucciones terminantes del CEM y de varios gobiernos de esclarecer los he­chos.

—Parece ser que en la nave K-1 había tipos im­portantes, americanos y rusos, que han vuelto echando chispas; se sienten muy ofendidos, y el de­saire involuntario de los kherles lo achacan a los tres tipos que vieron fugazmente dentro del Nú­cleo —dijo Sam en voz baja a Carol.

Estaba con ella en el dormitorio que compar­tían, habían pasado cuatro días y todavía seguía creyendo que eran vigilados por medio de visores y micrófonos tan ocultos que no habían logrado des­cubrirlos a pesar de haberlos buscado hasta hartar­se.

—Siguen tan confundidos como el primer día ­sonrió Carol—. No se ponen de acuerdo, ya que al­gunos testigos juran que los tres individuos con ro­pas de corresponsales se escaparon por la puerta lateral que daba al corredor, mientras que el resto afirma que desaparecieron como si fueran espíri­tus.

—No podrán tenemos aquí siempre—gruñó Sam.

Pensaba en el trabajo que les aguardaba. En Des Moines debía de estar Colbert mordiéndose las uñas, preguntándose cuándo regresarían para emi­tir sin pérdida de tiempo el programa escándalo.

Ellos, como todos, sufrieron interrogatorios.

Los investigadores eran expertos pero jamás se mostraron descorteses. Sam intuyó que aquella gente trabajaba sin ninguna fe en los posibles resul­tados que esclarecieran los hechos. Todo era de­masiado confuso e increíble.

Un día hablaron con Sebastián Gálvez. El espa­ñol les dijo que creía haber pasado la prueba satis­factoriamente, añadiendo que había escuchado por ahí que pronto serían devueltos a sus lugares de origen, sobre todo después de que la comisión había ordenado que siete corresponsales fueran apartados, acusados de sospechosos.

—¡Sospechosos de qué? —preguntó Sam a Gál­vez.

—De ser quienes estaban en el Núcleo cuando los primeros miraron, para ver sólo a tres figuras du­rante un segundo. La verdad es que se fundan en que su documentación no está en regla y que esos siete proceden de países demasiado hostiles al CEM.

Un día más tarde se permitió que los primeros corresponsales abandonaran el recinto, pero entre éstos no estaban Sam y Carol. Sin embargo, Gálvez obtuvo el permiso de marcha y acudió a despedirse de ellos.

—Si yo me voy es un buen síntoma para vosotros —dijo estrechándoles las manos—. No sospechan nada de esta pareja tan encantadora.

Gálvez se marchó y Sam empezó a ponerse ner­vioso, sobre todo cuando se enteró de que las sali­das habían sido suspendidas y nada se resolvía res­pecto a los siete sospechosos. No era que quisiera que fueran culpados, ya que eran inocentes como él bien sabía, sino que significaban una garantía para ellos, para lograr salir del continente austra­liano y volar a América del Norte.

Una mañana paseaban por el patio. Los guar­dias se preocupaban menos de ellos y todo parecía indicar que los miembros de la comisión no tarda­rían mucho en devolverles sus pasaportes.

Soames Hill se acercó a ellos. Caminaban son­riente y al avanzar se movía su tarjeta de plástico prendida en la solapa de su chaqueta. Besó a Carol en una mejilla y estrechó la mano a Sam.

—Os traigo buenas noticias —los condujo lo más lejos posible del guardián más próximo—. Pasado mañana podréis salir.         

—¿Qué está pasando? —preguntó Carol.

—Hay un gran revuelo —ofreció cigarrillos—. Se ha hecho pública la decisión del CEM y de los gobier­nos mundiales de convocar a la población para que se inscriba en un censo, que será larguísimo, para elegir a los futuros colonos.

Sam y Carol no brincaron de alegría porque se sabían observados. Él se limitó a besarla y la apre­tó por la cintura.

—Winston emitirá esta noche el programa —dijo de pronto Soames.

Lachman dejó de sonreír.

—¿Estás bromeando? —preguntó.

—No —parecía estar muy interesado en una par­te del suelo. También eludió la mirada sorpren­dida de Carol—. Sé que esta noticia no es tan buena, pero Winston me rogó que os pidiera un informe verbal de lo acontecido en la nave. Tiene que ser así porque es muy comprometido escribir una sola línea en un papel.

—¿El viejo pretende quedarse con la gloria que me corresponde? Bueno, también pertenece a Ca­rol; ella se ha arriesgado tanto como yo y..., Soa­mes, no nos merecemos esto. ¿Es que Winston no puede esperar un par de días? Tú has dicho que nos dejarán salir mañana.

—No comprendéis nada, demonios —el rostro de Soames estaba demacrado. Sam y Carol lo vieron por primera vez cansado y ojeroso—. Hace apenas cuarenta horas yo intentaba convencerle de que desistiera, pero no lo conseguí.

—Tú nos comprendes, ¿verdad? —dijo Sam—. Sa­bes que tu padrastro va a actuar de forma indecen­te.

Soames fulminó a Sam con la mirada.

—Si no supiera que ignoras lo que pasa, te rompe­ría la nariz —rezongó—. Mientras estabais en la Luna, en la Tierra han ocurrido muchas cosas, so­bre todo después de que los kherles obligaron al CEM y a varios gobiernos a anunciar lo relativo al censo de colonos. Se acabaron los chanchullos, amigos, o al menos a gran escala. Y esto ha enfure­cido a muchos granujas. Siempre hemos sospecha­do que la emisora lAT era vigilada, pero ahora es­tamos seguros. Sabemos, gracias a unos amigos, que en Washington se va a firmar una orden para cerrarla. Por eso Winston quiere emitir mañana, contando con vuestros datos. Si me los dais yo se los haré llegar esta misma noche.

—¿Es la verdad, Soames? —preguntó Carol un tanto tímidamente.

—Falta deciros que Winston quiere libraros de acabar en la cárcel. Estando vosotros aquí nadie os culpará.

—Pero él revelará cosas que han pasado en la nave kherle.

—Cuando esa gente mueva sus gordos culos voso­tros estaréis en Florida. Además, no podrá sospe­char de que me habéis pasado la información por­que les será imposible averiguar de qué manera ha salido de aquí —sonrió tristemente—. Soy un ejecu­tivo importante del CEM, no lo olvidéis.

—¿Se emitirá a nivel mundial? —preguntó Carol. El rostro de Soames se ensombreció todavía más.

—Han fallado muchas emisoras amigas, ciertos enlaces han fallado; pero todavía contamos con el satélite..., al menos hasta que salí de América. De todas formas se cubrirán muchos países.

—Veremos ese programa, Soames.

—Estupendo. Mientras damos un paseo por aquí quiero que me contéis lo que ha pasado, todas vuestras impresiones. Tengo una buena memoria y esta noche se lo pasaré todo a Winston.

Empezaron a andar, muy cerca de la verja metá­lica. Antes de que Sam iniciara su relato, Soames dijo mirando el cielo:

—Winston quiso mucho a mi madre, y el mismo día que supo oficialmente su muerte, pero cono­ciendo lo que le hicieron, juró vengarse del CEM. Creo que él ha ido mucho más allá de lo que yo pro­metí hacer —sonrió—. Confío en que me queden más oportunidades.

—Soames, hablas como si no pudieras volver a ver al viejo...

—Winston se ha encerrado en la emisora, o lo hará cuando empiece la emisión, lo hará automáti­camente, sin nadie a su lado. Echará a todos, no quiere a nadie a su lado. Bueno, no perdamos más tiempo y empezad a hablar. 

10 

Después de que Hill se hubiera marchado reci­bieron la autorización para irse. Lo harían al día si­guiente, ya que el avión que debería llevarles a América no despegaba hasta el atardecer.

Por lo tanto, aquella noche se quedaron en el re­cinto como si fuera un hotel. A Sam no le hizo mu­cha gracia; hubiera preferido ir a la ciudad y buscar alojamiento, pero esto les habría impedido sentar­se delante de un televisor.

En su habitación encendieron el aparato unos minutos antes de que diera comienzo la emisión. Tras localizar el canal adecuado para la zona aus­traliana, aguardaron impacientes.

La modesta e independiente emisora local, si­tuada a unas cien millas de donde se encontraban, emitía con fuerza y recibieron las imágenes con ni­tidez. De pronto, un locutor dijo con voz nerviosa que iban a conectar con América, añadiendo que el programa que verían seguidamente era especial. Hizo una señal y entró una sintonía.

La sintonía se alargó durante muchos minutos. Ellos aguardaron en silencio.

Se borró la escena y volvió a surgir el rostro del locutor. Aparentaba más nerviosismo que antes y dijo, algo rojo de vergüenza o ira, que el anunciado programa había sido suspendido y verían a conti­nuación el espacio acostumbrado.

Sam y Carol se miraron a los ojos. Ninguno se atrevió a decir nada. Hasta muy tarde, avanzada la noche, no se decidieron a exteriorizar sus temores. Apenas durmieron y el alba les sorprendió despier­tos.

Bastante atemorizados hicieron las maletas y se dirigieron a la salida. La guardia de la puerta exa­minó sus documentos con lentitud exasperante. Sam se mordía los labios, esperando, temiendo que algo hubiera sucedido y sus permisos hubiesen sido cancelados.

Pero el hombre armado les devolvió los papeles e hizo una indicación al centinela para que subiera el portalón.

Afuera les esperaba un taxi, previamente avisa­do por ellos el día antes.

—Soames debe saber lo que ha pasado, Carol ­susurró Sam.

—¿Dónde podríamos encontrarle?

—Sería un temeridad preguntar por él; podríamos ponerle en un compromiso.

El coche necesitó dos horas para llegar hasta el aeropuerto. Cuando se dirigían al interior, Sam y Carol sintieron que la sangre se les helaba súbita­mente. Un tipo, con aspecto de ejecutivo del CEM, se dirigió a su encuentro.

Tras identificarse como un inspector de la agen­cia del Comité, les pidió que le acompañaran hasta un cuarto situado cerca del control de aduana.

Allí les exigió los pasaportes y los billetes del avión.

—Su destino es San Francisco —dijo agitando los documentos—. ¿Qué harán después?

Sam respondió inmediatamente:

—Iremos a Des Moines. Trabajamos en esa ciu­dad.

—Lo sé. Usted, señor Lachman, es un popular comentarista de televisión —sonrió—. Bueno, lo era en la costa Oeste. Me temo que deberá buscar un nuevo empleo.

—¿Qué quiere decir?

—Su avión sale dentro de media hora. El que tenían para esta tarde ha sufrido un lamentable re­traso en Madagascar. Supongo que he hecho bien cambiando sus billetes, ¿no?

—Perfectamente —asintió Carol con rapidez. Ha­bía estado viendo el gesto irritado de Sam y temía que éste cometiera una estupidez enfrentándose al inspector del CEM.

Apenas les fueron devueltos los papeles casi lo sacó a rastras del cuarto. Al volverse descubrió en el hombre una sonrisa irónica:

—Debiste dejarme que... Bueno, yo le hubiera obligado a explicarme qué quiso decir con eso del empleo —protestó Sam.

—Ha pretendido provocarte, Sam. Olvídalo. De lo que ha sucedido nos enteraremos en Des Moi­nes.

Fue un viaje angustioso. Sam acabó con dolor de cabeza a fuerza de imaginarse, de intentar encon­trar, una explicación a la suspensión del programa.

Cuarenta y ocho horas más tarde aterrizaban en el aeropuerto, alquilaron un coche y se dirigieron a toda prisa a Des Moines.

Habían tenido suerte en San Francisco y apenas tuvieron que aguardar mucho para enlazar con el vuelo previsto.

Sam condujo como loco y se saltó varios semáforos. Cuando frenó a un par de manzanas de donde estaba la emisora IAT, sus manos estaban agarro­tadas sobre el volante y llenas de sudor.

Estaba anocheciendo y en los alrededores no se veía un alma. Desde el coche podían ver, al final de la calle, el edificio de la estación. En aquel momento se encendieron las luces y Carol ahogó una exclamación.

Una sombra se acercó al coche. Sam bajó su mano hasta la barra metálica que servía para ase­gurar el volante contra ladrones de vehículos. Aquel barrio no era nada seguro a partir de cierta hora de la tarde.

—¡Es Peter Losada! —exclamó Carol.

El muchacho llegó hasta ellos. Temblaba y Sam pensó que no era a causa del frío. Carol le abrió la puerta y le dejó sitio.

—Peter, ¿qué ha pasado...? —empezó Sam a pre­guntar.

—Salgamos de aquí, señor Lachman, por favor —­dijo Peter. Miró a todas partes, con el miedo más patético reflejado en sus ojos cansados de presen­ciar violencias.

—Actividades antiunionistas —dijo Peter—. De eso le acusaron, de actividades antiunionistas. Va­rios coches de la Policía y otros cargados con gente que debía de ser del CEM, llegaron a la emisora minutos antes de que empezara el programa. El se­ñor Colbert se había encerrado por dentro y no les dejó entrar.

El muchacho jadeó otra vez. Parecía que le cos­taba un gran esfuerzo contar lo que él había visto de lejos, escondido tras una esquina.  

Estaban sentados alrededor de una mesa en la que había varios vasos y unos emparedados que se­guían intactos.

En un rincón del triste restaurante, Sam y Carol escucharon a Peter.

—Es seguro que sospechaban de nosotros, que tenían espías en la emisora o la agencia del CEM disponía de micrófonos ocultos. El caso es que se movieron justo minutos antes de que el señor Col­bert diera comienzo a su programa.

—¿Qué pasó?

—La Policía se puso nerviosa y yo escuché ordenar a un tipo del CEM de que abrieran fuego.

—¿Por qué no se limitaron a cortar el suministro eléctrico o a derribar la antena? —exclamó Sam—. ¿No fue excesivo emplear bombas incendiarias contra un pobre viejo solo?

—Sam, recuerda el equipo electrógeno —dijo Ca­rol—. Sólo pudieron pararle con la violencia.

Sam se pasó una mano por la cara. Quería apar­tar de sus ojos las imágenes que permanecían gra­badas de la casa ennegrecida, en donde dos días antes había muerto el viejo.

—Winston debió de presentir lo que podía ocu­rrirle —dijo—. Por eso echó a todo el mundo fuera, para que nadie corriera peligro. Hizo caso omiso a las demandas de la Policía cuando le acusaron de esa estupidez de actividades subversivas. Quizá murió soñando, imaginándose un mundo mejor, allí sentado frente a las cámaras automáticas que no llegaron a emitir su imagen. Dios, esto es horri­ble.

—¿Qué podemos hacer ahora, Sam? —preguntó Carol.

—Es de noche —miró por la ventana, a la lobre­guez de la calle oscura que discurría hasta acabar en una avenida triste y desolada—. Intentaremos buscar un sitio donde dormir.

Carol sacó unas llaves de su bolso y dijo: —Podemos usar la casa de Winston.

—¿Crees que sería prudente?

—No lo sé. De todas formas yo quiero ir allí.

Sam, se ha perdido todo el archivo especial que disponíamos de los kherles.

—Eso ha sido bueno para Soames Hill. El incen­dio ha borrado las pruebas que le hubieran podido involucrar como espía de Winston en el CEM.

—En la casa de Winston podríamos encontrar algo interesante, como datos escritos, sus impre­siones personales.

—Está bien —dijo Sam. Se levantó y dejó caer unos billetes—. Vamos. Echemos un vistazo a la casa, pero nos largaremos si vemos que está vigila­da.

La casa de Winston Colbert no estaba vigilada, pero encontraron la puerta entornada y dentro vie­ron que todo había sido revuelto. La Policía había estado allí.

—Esos cerdos... —masculló Sam.

Durante el camino había pensado en su fracaso.

Quizá la reacción violenta del CEM había sido provocada por la acritud de los kherles con los diri­gentes mundiales. Tal vez, pensó Sam, los aliení­genas ya habían ordenado tajantemente que se procediera a la elaboración del censo a nivel planetario. Si a todo esto se unía el incidente en el Nú­cleo, la sospecha de que tres personas desconoci­das habían hablado con los kherles, ignorando de qué hablaron, había colmado el vaso de agua y su rabia estalló violentamente. El molesto dueño de una pequeña emisora de TV sita en Des Moines era el chivo expiatorio y contra él arrojaron su ra­bia.

—Sam, Carol... —les dijo una voz ronca. Lachman reconoció a su dueño antes de girarse para verla.

Exclamó, sorprendido:

—Melnick, ¿qué haces aquí?

Su jefe directo en la cadena NAT había salido del corredor. Llevaba una gabardina y sostenía su sombrero con manos nerviosas.

—He llegado a la ciudad hace apenas unas horas.

Tomé un avión después de que un confidente me dijera que un viejo chiflado en Des Moines iba a lanzar una bomba periodística. Al no escuchar el programa anunciado, oír que se suspendía, me de­cidí.

Sam se acercó a su viejo jefe.

—¿A qué te decidiste?

Melmck soltó su sombrero y se tumbó en una si­lla. Miró a Peter, que apartado en un rincón parecía querer mantenerse fuera de la vista de todos. Luego observó a Carol, le sonrió y dijo:

—Después de vuestra marcha las cosas se me pu­sieron mal en la empresa. Los abogados encontra­ron un resquicio para rescindir mi contrato sin ne­cesidad de indemnizarme. Hablando claro, me pu­sieron de patitas en la calle. Quizá mi despido ha tenido su gestación con motivo de tu dimisión, Sam.

—¿Conmigo? No digas tonterías.

—Es la verdad, maldita sea. Yo me peleé con tres tipos del Consejo de Administración el día después de tu marcha. Desde entonces me convertí en una molestia que querían eliminar.

Sam esbozo una sonrisa. Agradeció a Melnick aquella actitud y le preguntó por qué lo había he­cho.

Éste les explicó:

—Comprendí que habían cometido una canalla­da contigo. Durante varias semanas estuve dando tumbos, buscando otro trabajo, pero... Estoy en la lista negra, Sam, borrado para siempre. Un amigo me dijo que a Winston lo habían quitado de la circulación por indicación del CEM. Sabía que tú y Carol regresabais hoy y me anticipé. Vi esta maña­na lo que queda de la emisora y vine hasta aquí cuando un antiguo empleado del lAT me dio esta dirección, quizá con la esperanza de que vosotros acabaríais haciendo lo mismo.

—¿Y este registro?

—Ya lo habían hecho cuando llegué.

—¿Qué quieres, Melnick, qué bulle en tu cabeza?

—Sam, esos tipos no podrán acabar con la libre expresión. Todavía podemos luchar.

—Bah, las estaciones libres de televisión acaban de morir.

Melnick sonrió a todos.

—Quedan los periódicos. Tengo unos ahorros y sé de un diario que podríamos comprar por poco dinero. Además, de algo tenemos que vivir, ¿no?

Carol y Sam se miraron. Peter se acercó unos pasos.          

—Creo que Winston se merece que hagamos algo por él dijo Carol—. Cuenta con nosotros, Hebert.

—Está bien. Carol, cariño, ¿hasta cuándo haría­mos eso que parece una empresa quijotesca?

Ella le miró profundamente a los ojos.

—Hasta que estemos seguros de que quienes se inscriban en el censo cuenten con una elección jus­ta.

Sam entornó los ojos.

—Tú estás maquinando algo... Carol asintió con la cabeza.

—Por supuesto. Sam, graba esto muy bien en tu mente: yo quiero salir de este mundo, ir a un plane­ta y ver el sol que lo alumbre. 

FIN