CAPÍTULO PRIMERO
Pierre
Duval, Jefe del Departamento de Investigaciones Científicas de la Tierra,
sentado tras su amplia mesa de despacho, jugueteaba nerviosamente con un
rectángulo blanco de cartulina. Era una tarjeta de visita. Por centésima vez
leyó el nombre que, con grandes caracteres negros, se destacaba: J. H. Wolf.
Bruscamente, dejó de jugar con la cartulina. La dejó sobre la mesa. Después,
sus ojos levantáronse sobre un hombre de mediana edad y estatura, pelo y ojos
negros y nariz aguileña, que le había estado observando con una sonrisa casi
imperceptible en sus labios finos y delgados.
J.
H. Wolf hizo más amplia la sonrisa de sus finos labios.
—No
me conoce. Es la primera vez que nos vemos frente a frente.
El
Profesor arrellanóse en su sillón, asintiendo con la cabeza.
—Ya
me parecía a mí... Tengo buena memoria para los nombres y, además, soy un
estupendo fisonomista. Pero, vamos, no tiene la menor importancia. Usted dirá a
qué debo el honor de su visita.
—He
venido a matarle —dijo sencillamente, con la misma entonación de voz que
hubiese podido decir: «He venido a invitarle a cenar».
El
Profesor Duval parpadeó nerviosamente.
—
¿Cómo ha dicho?
—Lo
ha entendido usted perfectamente —repuso mirándole fijamente aunque con marcada
indiferencia—. He venido a matarle.
El
Jefe del Departamento de Investigaciones Científicas, se pellizcó una oreja.
Era su gesto habitual, cuando se hallaba frente a un hecho que no lograba
comprender. Evidentemente, aquel hombre debía estar loco.
—
¿Y se puede saber por qué desea matarme?
El
recién llegado negó con la cabeza.
—Yo
mismo no lo sé.
—
¿Qué no lo sabe?... —exclamó, cada vez más extrañado, el Profesor.
—No.
Me dijeron en Marte que si le borraba del mundo de los vivos, me darían un buen
puñado de billetes. Y no dudé. Para mí, son mucho más importantes los billetes
esos que su vida. Por eso he hecho este largo camino.
El
Profesor Duval era un hombre que poseía una gran dosis de sangre fría. Pero
aquella situación le estaba poniendo nervioso. Había sido un necio al decirle a
su secretaria, cuando entró con la tarjeta de aquel individuo, que podía
retirarse a su casa. Era ya muy tarde. Y ahora se encontraba solo, frente a
aquel asesino. Si al menos pudiera ganar un poco de tiempo...
—
¿Y me puede decir quién le ha encargado mi muerte?
—No
lo sé tampoco, ni me importa. Cuando realizo «mis trabajos», no hago preguntas.
Son peligrosas. Solo me interesa saber el dinero que debo cobrar por suprimirla
y dónde vive la víctima.
—
¿Así es que no sabe nada?
—No.
Ni siquiera conozco su nombre. Solo sé que es usted el Jefe del Departamento de
Investigaciones Científicas.
—Pero...
Eso es una monstruosidad, ¿no se da cuenta? Ha venido a matarme así, a sangre
fría, sin ningún motivo.
—Se
equivoca. Sí que hay un motivo, al menos para mí: el dinero.
—Yo
le puedo ofrecer mucho más.
—No.
Por favor, no se canse usted. Soy muy serio en mis tratos. Aunque usted me diese
todo el oro del mundo, no podría admitirlo. He dado mi palabra y me he
comprometido. Y cada uno tiene su orgullo profesional.
El
Profesor Duval pensaba rápidamente. Tenía que deshacerse de aquel hombre y
cuanto antes, si no quería dejarse matar. Si al menos, pudiese abrir el cajón
central de la mesa... Allí guardaba siempre una pistola.
—Está
bien. Creo que soy un condenado a muerte, ¿no es eso?
—Efectivamente.
—A
todos los condenados a muerte se les permite llevar a término su última
voluntad. ¿Podré hacerla yo también?
—Según
de qué voluntad se trate.
—Deseo
escribirle a mi hija.
J.
H. Wolf pensó durante medio minuto. Después asintió.
—Puede
escribirle, Profesor. Pero le ruego que no intente ninguna treta. No le servirá
de nada. He venido desde Marte a matarle, y cumpliré mi cometido. Va en ello mi
prestigio y una buena suma de dinero.
Pierre
Duval sonrió. Tenía la oportunidad que había buscado. Decididamente, aquel
hombre no demostraba ser demasiado inteligente. Con aparente tranquilidad,
abrió el cajón central, sacando de él un buen puñado de papel timbrado.
Después, su mano buscó nerviosamente la pistola. Sus dedos tocaron la frialdad
de la culata. Ya la tenía casi. Volvió a sonreír, simulando una indiferencia
que estaba muy lejos de sentir y temiendo que el brillo de sus ojos le
delatase. Hizo un esfuerzo más y los dedos pudieron aprisionar la culata de la
pistola. ¡Ya la tenía! Ahora lo difícil estaba en montarla. Con una sola mano,
era muy peligroso hacerlo. Y con las dos...
—No
trate de sacar la pistola que tiene escondida en el cajón, Profesor —la voz de
J. H. Wolf llegó como lejana, casi irreal.
Pierre
Duval estaba irremisiblemente perdido. Así lo pensó él. De un rápido
movimiento, sacó el arma, al tiempo que se echaba bajo de la mesa. Intentó montar
la pistola de rayos masivos, pero no consiguió sus propósitos. J. H. Wolf, con
rapidez, había sacado de su bolsillo una pequeña pistola e hizo fuego dos
veces. El Profesor recibió las dos descargas de rayos eléctricos y se quedó en
el suelo, como una masa negra, carbonizado, electrocutado.
—Lo
siento, amigo —dijo tranquilamente el asesino—. Lo siento. Pero no podía hacer
otra cosa. La vida es así. Siempre el maldito dinero. Y, ahora, adiós.
Salió
lentamente al balcón del despacho. La noche cubría de sombras la ciudad. Se
puso sobre la espalda el pequeño motor con las alas acopladles y, minutos
después, surcaba el espacio a gran velocidad...
*
* *
En
todos los rotativos de la Tierra, se destacaba en primera página y con grandes
caracteres la terrible noticia.
El
Profesor Pierre Duval, había sido una de las luminarias del siglo. A su
capacidad creadora, se debían una serie de descubrimientos científicos que
habían abierto nuevos campos a la Física y a la Química. Su carácter bondadoso
y su innata simpatía y sencillez, le habían granjeado la amistad de cuantos le
conocieron y trataron. Su muerte, en aquellas circunstancias misteriosas, fue
un golpe terrible para todos.
En
el Departamento del Jefe de la Policía Federal de la Tierra, estaban reunidas
altas jerarquías del Departamento. El Jefe del mismo, un hombre alto, enjuto,
de ojos penetrantes y frente ancha, tenía la palabra.
—Aquí
tengo el informe de las primeras investigaciones llevadas a término, respecto
al brutal asesinato del Profesor Duval. Muy poco he podido sacar de ellas. Solo
tenemos el testimonio de su secretaria. Escuchen —cogió un papel que tenía
sobre la mesa y leyó en voz alta—: «Me llamo Esther Lindeman y estoy al
servicio del Profesor Duval durante cuatro años. Anoche, ya eran casi las nueve,
llegó un individuo delgado, nariz aguileña, ojos y pelo negro, con la
pretensión de ver al Jefe. Me dio una tarjeta de visita. En ella se leía: J. H.
Wolf. Se la llevé al Profesor y este mandó que le dijese al visitante que podía
pasar a su despacho. También me ordenó que podía retirarme. Así lo hice. Puse
mis papeles en orden y me marché. El individuo delgado y el Profesor
continuaban hablando amigablemente. Cuando me marché, nada de particular había
pasado». Eso es todo cuanto la secretaria nos ha dicho. Interrogados los
vigilantes del Departamento y los porteros, no han traído nuevas luces al caso.
Nadie vio a ese individuo. Estamos, pues, frente a un caso de difícil solución.
Pero no tenemos más remedio que poner toda la carne en el asador. La importancia
del Profesor Duval, así como sus descubrimientos, hacen temer que se trate del
robo de algún importante secreto. Me gustaría conocer la opinión de ustedes,
caballeros.
Calló
y quedóse mirando a los cuatro hombres que tenía frente a él. Ellos se miraron
entre sí. Todas las miradas recayeron en un hombre joven, de rostro simpático e
inteligente. Era alto, de poderosas espaldas y recia constitución. Se trataba
de Pat Kilton, Inspector-Jefe de la Policía Federal de la Tierra, destinado
actualmente al Departamento de América del Norte. En todo el ámbito policial,
se le tenía en gran estima, por su gran inteligencia, su dinamismo y pericia.
Al notar todas las miradas sobre su persona, Pat sonrió para decir:
—Caballeros.
Creo que lo mejor que podemos hacer en este caso, es interrogar a la hija del
Profesor Pierre Duval. Después, estudiar profundamente los descubrimientos e
investigaciones que estaba llevando a término el Profesor, en estos últimos
tiempos. Quizá de ellos se desprenda la pista que nos lleve a su asesinato,
caso de que este no sea producto de un loco homicida que mata solo por el
placer de hacerlo, cosa que no creo en absoluto.
El
Jefe del Departamento sonrió.
—Me
alegro, Pat, que haya expresado en voz alta mis propios pensamientos. Y creo que,
lo más acertado es que se encargue usted de las investigaciones. ¿No les
parece, caballeros?
Todos
asintieron en silencio. Fue Pat el que protestó débilmente.
—Señor,
yo... yo me encargaría gustoso de este caso. Pero en mi jurisdicción hay mucho
trabajo, como usted sabe.
—No
tema, Pat. Enviaremos a Hardeni a sustituirle. A usted le necesito ahora aquí.
Pat
Kilton sonrió.
—Como
quiera. Estoy a sus órdenes.
—Así
me agrada oírle.
—
¿Cuándo podré comenzar el trabajo?
—Ahora
mismo. ¡Ah! —exclamó con un vago ademán—. Y no repare en gastos, ni en hombres.
Tiene carta blanca para obrar como guste. Lo único que quiero, son resultados
positivos. ¿Entendido?
—Entendido,
señor.
Pat
Kilton, íntimamente, estaba satisfecho. Le gustaba aquel caso que comenzaba
lleno de dificultades, erizado de inconvenientes. Temperamento inquieto por excelencia,
solo estaba satisfecho cuando se encontraba de lleno en plena lucha.
*
* *
Pat
Kilton paseaba tranquilamente por las amplias avenidas. Quería entrevistarse
aquel mismo día con la hija del Profesor Duval y pensaba en la mejor forma en
que podría encauzar el interrogatorio. De lo que esta dijese, dependía mucho el
camino a seguir en las próximas investigaciones. Un error de principio, les
llevaría irremisiblemente a una meta desafortunada. No. Era imposible seguir un
camino falso. Tendría que estudiar con detenimiento cuantos senderos se le
presentasen y desmenuzarlos concienzudamente.
Miró
su reloj de pulsera. Eran las cinco de la tarde. Buena hora para entrevistarse
con la hija del Profesor.
Decidido,
caminó a grandes zancadas por la avenida. Un río humano deambulaba por las
aceras. Pat no hacía caso de los transeúntes. Caminaba hundido en sus propios pensamientos.
Llegó a la casa. Era un hermoso edificio de más de un centenar de pisos. Subió
en uno de los ascensores y pulsó el botón. Segundos después, se encontraba
frente a una puerta de tono claro. Pulsó el timbre y esperó. Pero no tuvo que
esperar mucho. Unos pasos se escucharon cada vez más cerca de la puerta. Se
abrió esta y apareció en el marco una muchacha de unos veinticuatro años, de
excepcional hermosura. Su pelo negro rizado, le caía como una cascada de
azabache sobre el cuello nacarino.
—
¿Qué desea? —preguntó con voz dulce.
—Querría
entrevistarme con la señorita Duval, Mary Duval. ¿Está en casa, por favor?
—Sí.
Soy yo —dijo con sencillez.
Pat
se apresuró a entregar su tarjeta. La muchacha la leyó y una incipiente sonrisa
amarga apareció en sus labios, mientras levantaba los ojos hacia él.
—Pase.
Pat
entró en el departamento. Era este sencillo, pero elegante. La joven le
introdujo en una pequeña habitación bastante coquetona. Sentóse en un amplio
diván, al tiempo que le ofrecía asiento a Pat con un gesto de la mano.
—Siéntese,
por favor.
Pat
miró detenidamente a la muchacha. La tristeza que se reflejaba en su rostro,
era un claro indicio del intenso dolor que le había causado la muerte de su
padre. Y, en aquel momento, sintió rabia de su profesión. Tenía que hurgar en
el corazón herido de la joven. No tenía más remedio. Iba a iniciar la
conversación, cuando la joven le dijo:
—Supongo
que habrá venido usted a hablarme de mi padre. ¿No es así, Inspector Kilton?
—Así
es —repuso, dejando escapar un suspiro de alivio.
—Pregunte
cuanto quiera.
—Ante
todo, mi más sentido pésame, señorita. Su padre era querido por todos los que
habíamos tenido el honor de conocerle.
—Por
todos, no. Uno le asesinó alevosamente —dijo con infinita tristeza.
—Sí.
Uno le asesinó alevosamente —repitió Pat—. Y obligación nuestra es llegar hasta
el asesino. ¿No sospecha usted de nadie? Nos interesaría saber si su padre le
insinuó alguna vez la posibilidad de algún enemigo suyo. Seguramente, alguien
sentía cierta envidia respecto a los descubrimientos hechos por su padre.
La
muchacha le miró largamente. Después dijo:
—Papá
y yo hacía algún tiempo que vivíamos bastante distanciados —hizo una pausa,
para añadir sonriendo amargamente—: Vivíamos. Todavía no me hago a la idea de
que ya no existe.
Pat
sintió un nudo en la garganta, al ver aparecer unas lágrimas en los ojos azules
y profundos de Mary Duval.
—
¿Me puede decir las causas de ese distanciamiento?
—Sí.
Papá era un hombre bondadoso en extremo, pero algo raro. No comulgaba con ciertas
ideas mías. Deseaba que yo me dedicase por entero al hogar. Y, la verdad, el
estudio me atrae con demasiada fuerza. Cuando conseguí la cátedra de Geología y
Espeleología, papá se enfadó bastante. Fue, entonces, cuando decidimos vivir en
departamentos diferentes. ¡Ojalá nunca lo hubiera hecho! —terminó, con un roto
sollozo en la garganta.
—Comprendo
—asintió Pat, por decir algo.
—Me
temo que pueda ayudarle muy poco, Inspector —dolióse la muchacha.
—No
lo crea. Haga un esfuerzo de memoria. Sé que este interrogatorio le está
resultando doloroso, pero...
—No
se disculpe, por favor. Le comprendo perfectamente.
Pat
dijo que sí con la cabeza. Durante medio minuto observó a la hija del Profesor
Duval con una comprensiva seriedad.
—
¿Sabe cuáles eran los estudios que, últimamente, estaba realizando el Profesor?
Los
ojos de la muchacha se iluminaron.
—Sí.
Precisamente, hace apenas diez días, me llamo por teléfono. Deseaba que fuese a
verle. Fui. Había hecho un viaje a Marte para descubrir la sima «Golat». Según
sus deducciones, esta sima conducía directamente a un lago subterráneo donde,
tanto por el orden geológico de su formación, como por el geofísico, podría muy
bien desarrollarse el «novus vitae» —ante el gesto de extrañeza de Pat Kilton
quiso aclararle—: El «nuvos vitae» es una especie de pez, que tiene la
propiedad de guardar entre sus glándulas una sustancia que, tratada con ciertos
productos, da como resultante una especie de agüilla, de propiedades terapéuticas
verdaderamente sorprendentes —hizo una pausa, para añadir enseguida, sonriendo—:
En realidad, este «novus vitae» hace infinidad de siglos que el hombre trata de
encontrarlo. Desde el principio de la Creación, el hombre se ha preocupado
siempre por hallar un elixir maravilloso, que le haga vivir eternamente joven.
Esto, en verdad, hasta la fecha no ha sido más que una utopía. Yo no hago caso
de estas cosas. Pero mi padre me aseguró que había dado con la clave y la
solución del problema. Si en vez de ser mi padre quien me lo decía, hubiese
sido otra persona, me hubiese reído escéptica. Pero mi padre era un hombre
extraordinariamente serio y tenía unos vastísimos conocimientos respecto a todo
esto.
Pat
había dejado hablar a la muchacha. Casi no había entendido nada. Por ello
volvió a preguntar:
—
¿Y qué es lo que deseaba su padre?
Mary
Duval sonrió. Después arrellanóse en el diván para contestar:
—Ya
le he dicho que soy Profesora en Geología y Espeleología. Pues bien; mi padre
deseaba enseñarme unas cuantas piedras que había hallado en lo más profundo de la
sima «Golat» —hizo una pausa larga y espectacular—. Esos minerales me revelaron
cosas muy curiosas. La existencia de ese lago interior, del que mi padre me
había hablado, era un hecho cierto. Así como también me demostraron la
presencia de un rico yacimiento de «Klivotarinapirita».
—Y
eso, ¿qué es?—preguntó extrañado Pat.
—Pues
es un mineral de extrañas propiedades. Lo descubrieron, sobre el papel, los
profesores Klivo y Tarín, conjuntamente; de ahí su nombre. Según estos
Profesores, dicho mineral desprende, sometido a un tratamiento de altas
presiones y elevada temperatura, un gas de excepcionales aplicaciones.
—
¿Cuáles?
La
muchacha sonrió.
—Las de generar, por sí solo, vida.
—Señorita,
si no me lo explica de otra manera, no entiendo ni una palabra. ¿Qué es eso de
«generar vida»?
—Sencillamente,
Inspector, que ese gas puesto en contacto con gérmenes primarios de vida los
desarrolla.
—
¿Y eso es muy importante?
—Muchísimo.
Tenga en cuenta que se podrían fabricar hombres y mujeres, sin la colaboración
especial de ambos.
Pat
se quedó un segundo pensativo. ¿Qué beneficio podría reportar a la humanidad
aquello? No lo comprendía.
—Perdone
mi torpeza, pero no le veo la importancia...
La
Profesora sonrió indulgente.
—Pues
tiene mucha. Supongamos por un instante que deseamos poblar las frías regiones
de Saturno. Ya sabe usted que, pese a haber llegado el hombre de la Tierra a
sus lejanas latitudes, no se ha podido afincar allí por no conseguir una plena
aclimatación. Pues bien, con la «Klivotarinapirita» ese problema estaría completamente
resuelto. Bastaría construir en Saturno una cámara acorazada, llenarla de gas,
con gérmenes primarios de vida humana. Lo demás lo haría el gas. Al término de
dos o tres meses, de eso todavía no estamos muy seguros, comenzarían a salir de
la cámara hombres y mujeres. Estos seres, nacidos en Saturno, se aclimatarían
perfectamente al planeta. Y sometiéndolos después al tratamiento de desarrollo,
en pocos meses tendríamos una verdadera colonia de saturninos. ¿Me comprende
ahora?
—Sí,
lo comprendo perfectamente. Pero eso es verdaderamente monstruoso. Suponga, por
un momento, que ese gas está en manos de un loco homicida y en vez de
utilizarlo para fines de repoblación, lo utiliza para fabricar una serie de
hombres que le sirvan solo y exclusivamente para sus fines. En un palabra, que
construya robots de carne y hueso. ¿No sería posible lo que apunto?
—Lo
sería. Sabido es que, si en el período germinal de un individuo se le hace
cierta operación en el cerebro este nace como un autómata, sin más voluntad que
la de aquel que le hace sentir su influencia psíquica. Por tanto, los seres
fabricados por medio de la «Klivotarinapirita», si se sometieran a esa
operación cerebral, serían hombres como lo somos nosotros, con inteligencia,
con fuerza, con capacidad de asimilación, pero sometidos a la voluntad de un
tercero: El que los fabricó y les hizo esta operación.
Pat
rascóse la cabeza. Aquello parecía cosa de locos o de brujos. Pasóse una mano
por la cara, como para apartar aquellos pensamientos y dijo:
—Bueno,
puntualicemos. ¿Todo cuanto me ha dicho es cierto o solo son hipótesis?
—Las
dos cosas, inspector. Desde luego, hasta la fecha no ha habido nadie que haya
utilizado el gas de la «Klivotarinapirita», ya que solo era un mineral
descubierto en el papel. Pero, después de que mi padre descubrió esos ricos
yacimientos, bien puede llevarse a la práctica.
—
¿Cree usted que esos yacimientos fueran la causa de su muerte?
—No,
no lo creo. Solamente lo sabíamos mi padre y yo. Es más, mi padre no supo la
existencia de ese mineral hasta que yo se lo dije.
—En
esa expedición, ¿sabe quién acompañó a su padre?
—Sí.
Su colaborador y ayudante.
—
¿Cuál es su nombre?
—Raúl
Yate.
—
¿De confianza?
La
muchacha enrojeció.
—Es
mi prometido.
Pat
asintió.
—No
lo sabía —dijo un tanto desconcertado, aunque sin perder del todo el aplomo—.
¿Y estaba su prometido enterado de ese descubrimiento?
—Tanto
mi padre como yo, no teníamos ningún secreto para Raúl.
—Comprendo.
—Hizo una pausa para añadir—. ¿No le reveló su padre ninguna cosa más de las
que estaba haciendo?
—No.
En aquel momento estaba obsesionado con el lago subterráneo de Marte y con el
«novus vitae».
—Cuando
le dijo usted lo de la existencia de... bueno, de esa pirita o como se llame,
¿se entusiasmó?
—No
demasiado. Por cierto, que Raúl dijo que debían volver inmediatamente a Marte y
tratar de hallar ese rico yacimiento, para hacer las pruebas de la reproducción
de seres vivos, por el tratamiento que antes le he indicado.
—
¿Qué dijo su padre?
—No
le agradó mucho la proposición. Dijo que la generación de la vida, era una cosa
solo de Dios y que misión nuestra era mejorarla, alargándola incluso, pero
nunca crearla.
—
¿Es usted también de esa misma opinión?
—En
parte, sí.
—Explíquese.
—Raúl
y yo pensamos que, un descubrimiento científico así, no se puede dejar en el
rincón del olvido Se debe llegar al final del mismo y ponerlo a disposición del
Departamento de Defensa de la Tierra por si, en alguna ocasión, hiciese falta.
—
¿Su padre no pensaba lo mismo?
—No.
Mi padre era un hombre que no deseaba nunca descubrir armas de doble filo. Nos
dijo que, ese descubrimiento, podría muy bien beneficiar a la sociedad, pero
que, en manos de gentes sin escrúpulos, podría ser un arma terrible contra la
propia humanidad. Se podrían fabricar hombres esclavos y una serie de cosas
más, de gran monstruosidad. Por ello desistió.
Pat
comenzaba a tener una idea de todo aquel embrollo.
—
¿No cree que, además de su prometido, podría saberlo alguien más?
—Le
aseguro que no.
—Y,
¿dónde está su prometido en estos momentos?
—Hace
seis días que salió para Marte.
—
¡Ah! Está en Marte, ¿eh?
—Sí
—la muchacha se dio cuenta de las sospechas de Pat y sus ojos se endurecieron—.
Pero no es cierto lo que está pensando usted —dijo con firmeza—. Raúl es incapaz
de cometer ninguna mala acción y, sobre todo, jamás traicionaría a mi padre.
Estoy segura de que, cuando se entere de su muerte, lo sentirá mucho, tanto
como yo o más.
Pat
asintió con la cabeza.
—Señorita,
perdone mi franqueza. Yo soy un policía y mi misión es desconfiar y sospechar
de todo el mundo. Lentamente voy haciendo un proceso de eliminación entre los
sospechosos, hasta que llego al verdadero culpable. Pero, en estos momentos,
sospecho de usted, de su prometido y hasta del propio Presidente de las
Naciones Unidas —se había levantado, ya que sabía que el interrogatorio no
daría más de sí—. He tenido mucho placer en conocerla y le agradezco sus
revelaciones. Han sido de un gran interés.
La
muchacha también se levantó, mirándole desafiadoramente.
—Ni
mi prometido, ni yo, tenemos nada que ver con el alevoso asesinato de mi padre.
—Lo
supongo, sin ninguna duda. Buenas tardes.
Dejó
a la muchacha y salió del enorme edificio. Todo cuanto la hija del Profesor
Duval le había dicho, era en verdad fantástico. ¿Tendría visos de realidad? ¿No
sería todo una burda patraña, para alejarle del verdadero motivo? No. Eso era
tanto como asegurar que ella estuviera complicada en el asesinato de su padre y
no lo creía en absoluto. La muchacha se veía que había sido sincera al
hablarle. Tan sincera, que no se dio cuenta de que ponía a su prometido en una
situación un tanto peligrosa. Por ahí, es por dónde debía comenzar a hacer las
investigaciones. Iría al Departamento y extendería su red. Por lo pronto, tenía
un punto de partida. Ya era algo.
*
* *
La
noche se cernía sobre la gran ciudad. Los parpadeantes anuncios luminosos,
brillaban intermitentemente en las enormes avenidas. Pat caminaba tranquilo,
bajo el cielo tachonado de estrellas y sintiendo sobre su rostro un vientecillo
refrescante. El día había sido caluroso y agitado. Tenía ganas de descansar.
Llegó
al estrecho callejón donde tenía su alojamiento. Al dar la vuelta a la esquina,
creyó oír los pasos precipitados de alguien a sus espaldas. Volvióse
rápidamente. Gracias a su movimiento, pudo librarse de un terrible golpe en la
nuca. Su instinto de luchador nato, le hizo dar un salto hacia la derecha, al
tiempo que su puño buscaba con saña el cuerpo del desconocido atacante.
—
¡Maldito! —rugió este con una voz sorda—. Tengo que matarte.
Pat
no despegó los labios. Tenía que librarse de aquel enemigo cuanto antes. No
quería matarle, sino dejarlo sin conocimiento, para después someterlo a un
severo interrogatorio. Quería saber por qué le atacaba.
La
lucha se hizo feroz. Los dos hombres, en el silencio de la noche, se acometían
como dos toros enfurecidos. Pat trataba, por todos los medios, de librarse de
los golpes de maza que enarbolaba su atacante, al tiempo que sus puños buscaban
su cuerpo. Tuvo suerte. Un derechazo terrible tropezó con el mentón del
noctámbulo atacante. Este lanzó un grito feroz y se precipitó con más ímpetu y
fuerza sobre Pat, que esperaba aquella embestida. Sus puños, con precisión casi
matemática, dieron en ambos flancos. El desconocido lanzó un alarido de dolor y
pareció desinflarse, como un globo cuando se le pincha.
Pat
le vio derrumbarse en el suelo. En la oscuridad sonrió. Había vencido
limpiamente. Agachóse para verle el rostro. Una exclamación terrorífica de
asombro escapóse de su garganta. No. No podía ser. El desconocido no tenía el
rostro de persona humana. Su cara era exactamente igual que una roca, una
piedra. Sin pensarlo, sacó el silbato y comenzó a soplar desesperadamente.
Minutos más tarde, tres agentes del servicio nocturno, corrían junto a él. Al
reconocerle, le saludaron.
—Buenas
noches, Inspector.
—Buenas
noches, muchachos. He sido atacado por ese hombre que yace en el suelo. Hay que
llevarlo inmediatamente a la Comisaría. Vamos. No hay tiempo que perder.
Los
tres agentes tomaron al caído. Este estaba duro, excesivamente duro para ser un
hombre y, además pesaba extraordinariamente. Se miraron extrañados y cargaron
con él a duras penas. Cuando llegaron a la Comisaría más cercana, lo dejaron
sobre uno de los banquillos. Lo miraron y todos quedáronse mudos por el asombro
y el terror. Aquello no era un hombre. Eran solamente unos trozos de piedra
terrosa y negruzca, con la deformada contextura de un monstruoso cuerpo humano.
Pat
precipitóse sobre él. Le rasgó las vestiduras. Solo la misma piedra surgía.
—Pero...
Pero si esto es imposible. Yo...
No
pudo continuar. Dejóse caer en una silla, cubriéndose el rostro con las manos. ¡Era
horrible!
El
Comisario había salido y contemplaba aquellos trozos de roca, vestidos con
ropas humanas. En una de las extremidades de aquellas rocas que hacían de
manos, casi con forma humana, había una cachiporra de arena, al igual que las
que utiliza la policía para deshacer tumultos.
—Inspector.
Esto —dijo el Comisario al reconocer a Pat— es incomprensible.
Pat,
ya más repuesto, se levantó.
—Lo
es. No comprendo nada. Cuando iba a la pensión, fui atacado bárbaramente por un
hombre que enarbolaba una cachiporra. Peleamos. Tuve la suerte de propinarle
dos puñetazos en ambos flancos y cayó como fulminado. Creí que había perdido el
sentido. Cuando me acerqué para reconocerlo, me di cuenta de que su rostro era
una piedra, con una forma casi humana. Enloquecido por el horrible
descubrimiento, toqué mi silbato y aparecieron estos agentes, que me han
ayudado a traer «eso» —terminó señalando al extraño hombre de piedra que había
sobre el banquillo—. Es, en verdad, para volverse loco.
El
Comisario miró a Pat con ojos comprensivos y después miró a los agentes, en la
mirada de todos estaba el mismo brillo extraño y el mismo extraño pensamiento
cruzaba por sus cerebros. Aquello era una alucinación, que no podía admitirse
seriamente. ¡Pat Kilton, el Inspector Jefe de la Policía Federal de la Tierra,
se había vuelto loco!
No
se podía pensar otra cosa. Lo contrario, hubiera sido algo fuera de toda
lógica. Y pensando en ello, el Comisario observó aquella cosa vestida con ropas
humanas y, sin poderlo evitar, un estremecimiento involuntario recorrió su
cuerpo, a pesar del escepticismo que le dominaba.
*
* *
Pat
salió de la Comisaría como ebrio. Dos agentes le acompañaron. Por más vueltas
que daba a aquel problema, no le encontraba ninguna solución adecuada. Él
estaba seguro de haber luchado con un hombre de carne y hueso. Le oyó gritar y
sus puños se habían clavado en sus carnes repetidas veces. ¿Cómo era posible
que ya no fuese un hombre y se hubiese convertido en aquellas negruzcas
piedras?
No.
Allí ocurría algo que no lograba entender. Era un misterio demasiado profundo
para él, y menos todavía para poderlo descifrar en una sola noche. Sin embargo,
tenía que llegar al fondo de aquella cuestión, ahora por amor propio. Porque el
asunto hallábase erizado de un misterio alado de palpitante interés.
Los
dos agentes le llevaron a su casa, ayudándole allí a desvestirse.
Cuando
se encontró solo en la cama, en la oscuridad de su habitación, sintió una
extraña sensación indefinible. Tenía los nervios de punta. Su cerebro
funcionaba con una inusitada rapidez, martilleándole en las sienes sin
descanso. Un sudor frío manaba de su frente No se encontraba bien. Seguramente
se hallaba bajo los efectos todavía de aquella impresión demoníaca.
Infinidad
de veces revivió aquella escena alucinante, recordando todos sus detalles. No
pudo dormir, tal era la inquietud que sentía. Una violenta agitación se le
apoderaba por momentos, sumiéndole casi en el terror. Pensaba y pensaba sin
descanso. Y así se pasó la noche. Ya era bien avanzada la madrugada, cuando el
sueño le venció por completo...
A
la mañana siguiente, con un terrible dolor de cabeza, Pat se levantó,
apresurándose a ir a la Comisaría. Quería que analizasen cuanto antes a aquel
hombre extraño o lo que fuese. Estaba más que seguro de que había sido un
hombre de carne. Cuando llegó, el Comisario recibióle con un gesto de
desesperación en el rostro. Pat le preguntó alarmado:
—
¿Qué ha sucedido?
—Pues...
no lo sé.
—Diga
pronto lo que ha pasado.
—Pues,
no me lo explico, la verdad, no me lo explico. Dejamos anoche ahí en el
banquillo a... bueno, a esas piedras vestidas con pantalón y chaqueta, que
trajeron los agentes y usted y...
—
¿Qué?... —apremió Pat.
—Ha
desaparecido.
—
¿Cómo, desaparecido?—exclamó, sin poderse contener el joven Inspector.
—Así
es. Ha desaparecido delante de las narices mismas del agente que montaba
guardia. Y no solamente eso. En su lugar, hemos hallado esto —y le señaló las
ropas que vestía el desconocido atacante nocturno.
Pat
Kilton registró todo el traje, con un nerviosismo inusitado. En uno de los
bolsillos, encontró una tarjeta negra, en la que habían escrito con unas letras
luminosas fosforescentes: «Mi saludo a la Policía Federal. Pegan ustedes muy
fuerte. Pero, para la piedra, sus puñetazos son una caricia».
Acuello
era más desconcertante cada vez. Pat creyó que las sienes le estallarían un
momento a otro. Era imposible lo que estaba sucediendo. Hombres que se
transforman en piedras y después vuelven a ser hombres. ¡De verdadera locura!
El Comisario miraba el rostro del Inspector. Esperaba que este le gritase por
su negligencia. Pero Pat no tenía fuerzas para reñir a nadie. La cabeza le daba
vueltas y más vueltas, en un mareo insoportable. Sentía pesadez en el estómago
y una angustia que le molestaba lo indecible.
—
¿Será miedo esto que estoy sintiendo?... —se preguntó en voz alta.
El
Comisario le miró, sin saber qué responderle. Después, como si despertase de un
sueño, gritó Pat:
— ¡Vamos, Comisario! Tenemos que ir al Departamento de Defensa. Hay que hacer un detallado informe de cuanto pasó aquí anoche. El ataque de que fui objeto. Los tres agentes que me ayudaron a transportar «aquello» que vengan también. Es necesario ponemos a trabajar enseguida.
Con
las manos cruzadas sobre la espalda, seguía sus paseos, mientras que su cerebro
funcionaba a toda presión. Se acercó a la ventana y por unos instantes, pegó su
nariz a los fríos cristales. Después volvióse rápidamente, acercándose a la
mesa, donde pulsó el botón del dictáfono y dijo imperativamente:
—Si
todavía está el Inspector Pat Kilton, que pase inmediatamente. Necesito
hablarle. Si se ha marchado, que le busquen.
—Está
bien, señor —se escuchó que decía, a través del hilo, la voz de la secretaria.
Segundos
después, nudilleaban en la puerta.
—Adelante
—concedió el Jefe Superior.
Pat
Kilton hizo su aparición, Keit Man «el viejo», como cariñosamente se le llamaba
en el Departamento, le sonrió levemente.
—Pasa,
pasa y siéntate.
Pat
hizo lo que se le indicaba. El «viejo» continuó hablando:
—He
leído detenidamente el informe que me has mandado y te prometo que vamos a
poner toda la carne en el asador —dijo con aquella frase suya tan
característica—. Claro que, si te he mandado llamar, no ha sido precisamente
para eso, sino para que hablemos amigablemente.
Pat
miró extrañado a su Jefe. Le veía demasiado amable y cariñoso. Se encogió de
hombros para decir:
—Pues
hablemos. Le escucho a usted.
—Mira,
Pat. Te conozco desde que naciste. Ya sabes que tu padre y yo fuimos grandes
amigos. Los dos ingresamos en el Cuerpo en la misma promoción y... bueno, si no
le hubiera sucedido aquella desgracia, seguramente sería él el que ocuparía mi
puesto en el Departamento. Pues bien, en nombre de aquella amistad y con la
autoridad que tengo sobre ti, no como superior, sino como amigo, te digo que
debes tomarte unos meses de descanso. Has trabajado mucho últimamente y no es
bueno fatigarse en exceso. El Departamento necesita hombres como tú y, la
verdad, no me gustaría perderte.
Pat
frunció el ceño. No comprendía ni una sola palabra de las que le estaba
diciendo el «viejo». ¿Dónde quería ir a parar?
—Mire,
Jefe, hable con claridad. Ya sabe que nunca me han gustado las medias tintas.
Hace tan solo cuarenta y ocho horas, me encargaba el caso del Profesor Pierre
Duval y ahora, con muy bonitas palabras, me está dando el puntapié en el talle.
¿Por qué?
—Ya
te lo he dicho. Necesitas descansar. Has trabajado mucho y...
Pat
le cortó secamente.
—No.
No es eso. Es, sencillamente, por el informe que le he mandado. Usted cree que
me he vuelto loco, ¿no es cierto? Usted no comprende ni yo tampoco, esa es la
verdad, que haya luchado con un hombre que, de momento se transforma en roca y
después escribe una nota y se volatiliza en el aire. Es eso, ¿verdad?
Keit
Man paseó por la estancia, antes de contestar. Después paróse delante del
muchacho.
—Pues,
sí. Es por eso. Comprenderás que se necesitan muchas tragaderas para poder
digerir ese informe. Creo que el demasiado trabajo te ha deshecho los nervios.
Pat
levantóse bruscamente.
—Pues
se equivoca. Tengo los nervios muy bien templados. Lo que he escrito en ese
informe, es lo que sucedió realmente. Yo tampoco lo comprendo. Pero así pasó y
así lo escribí. Ahora bien, usted me manda que deje el caso y yo... yo no lo
dejo, ahora que se está poniendo verdaderamente interesante. Necesito dos
colaboradores, dos científicos del Departamento. Un geólogo y un químico. Si me
da a esos dos elementos, le aseguro que pondré las cosas en claro y le
demostraré que lo que pasó anoche es cierto y no fruto de mi imaginación o de
mis nervios destrozados.
Keit
Man era hombre que conocía bien a sus colaboradores. Para él, Pat Kilton era
uno de los buenos del Departamento. No tenía derecho a quitarle de en medio de
un manotazo. Debía darle una oportunidad. Por eso murmuró:
—Está
bien. Ahora mismo mandaré llamar a esos dos técnicos. Vas a discutir aquí,
delante de mí, el asunto, a ver lo que se saca en limpio de esa aparente locura
—acercóse al dictáfono, pulsó el botón y habló imperativamente—: Que vengan
cuanto antes a mi despacho los Jefes del Departamento Químico y del Laboratorio
Geológico. Los espero.
—Está
bien, señor.
El
«viejo» cerró el dictáfono y encaróse con Pat.
—Vas
a contarme detalladamente todo cuanto sucedió.
—Ya
lo sabe usted. Lo he escrito en mi informe.
—Sí.
Lo he leído. Pero deseo escucharlo de tus labios, además.
—Está
bien —dijo pacientemente Pat. Y con toda suerte de detalles le explicó la
entrevista que había tenido con Mary Duval, la hija del Profesor asesinado.
Después el ataque de que fue objeto. La lucha sostenida con aquel hombre
misterioso y la transformación del mismo en un montón de piedras o rocas unidas
entre sí. Finalmente, la ayuda que le prestaron los agentes y lo que había
sucedido en la Comisaría.
El
Jefe no despegó los labios, mientras su cerebro trabajaba febrilmente. Un
nudilleo en la puerta del despacho, rompió el hilo de sus meditaciones.
—Adelante.
En
el despacho entraron un hombre de unos cuarenta y cinco años, de rostro
inteligente y simpático y una muchacha de extraordinaria belleza. Pat tuvo que
reprimir un silbido de admiración. Tenía el pelo como el oro, los ojos grandes
y verdes, de un verde como el de la uva madura; su tez clara, semejante a los
rayos lechosos de la Luna. Pero lo que más le llamó la atención a Pat, fueron
sus labios. Tenía unos labios rojos, sangrantes, de pulpa tentadora.
Keit
Man estaba hablando. Su voz llegaba a los oídos de Pat, confusa y lejana. La
joven se había dado cuenta de la mirada insistente y fija del muchacho y un
ligero carmín cubrió sus tersas mejillas.
—Les
presento a Pat Kilton —decía el «viejo»—. Inspector Jefe de nuestro Departamento.
Pat, esta señorita es Dorothy Lotan, la Jefe del Departamento Geológico y este
caballero Víctor Mahykas, nuestro químico más eminente.
Se
estrecharon las manos. El «viejo» continuó hablando.
—Tomen
asiento, por favor. El Inspector Pat tiene algo muy importante que decirles.
Los
dos se sentaron en los mullidos sillones y Pat continuó de nuevo con su
fantástica narración. Cuando hubo terminado, una sonrisa un tanto irónica
plegaba los labios de la geóloga. El «viejo» indagó:
—Ya
han escuchado ustedes al Inspector. ¿Qué tienen que decir respecto a esa
historia?
Víctor
Mahykas alzóse de hombros.
—No
puedo aportar ninguna luz a este caso. Un poco raro me parece todo ello. Pero,
en fin, cuando el Inspector lo afirma...
El
«viejo» sonrió triunfante. Sus ojos buscaron los de Dorothy Lotan. Esta dijo, y
al hablar su voz resonaba dulce, pero con ciertos matices burlones:
—Todo
cuanto ha dicho, Inspector, tiene visos de fantasía. Pero yo puedo asegurarle
que también cabe la posibilidad de que sea cierto.
Pat
la miró fríamente.
—Yo
no acostumbro a mentir, ni a inventar.
—Lo
supongo, Inspector, lo supongo. No he querido ofenderle. Pero para que me
entiendan, tendrán que escucharme. Tengo que hacer un poco de historia.
—Pues
hágala —dijo de mal talante Keit Man.
La
muchacha arrellanóse en el sillón y comenzó diciendo:
—En
primer lugar, quiero decirles que Mary Duval, la hija del eminente Profesor
Pierre Duval, asesinado, tiene las facultades mentales un poco, ¿cómo diría
yo?, un poco trastornadas. Todo cuanto le refirió a usted, Inspector, no es más
que el producto de una obsesión hace años incubada. La conozco desde que
estudiábamos y, por aquel entonces, ocurrieron hechos importantes, que
trastornaron la mente de Mary. Tanto el «novus vitae», come la
«Klivotarinapirita» son dos cosas que están hace tiempo descubiertas y
demostradas. Ella nunca lo ha sabido. Pero es así. De ahí que nuestra
investigación, creo tiene que marchar por otros derroteros.
Pat
la miró interrogante.
—Entonces,
¿todo cuanto ella me dijo, es solamente fruto de su imaginación?
—No
tanto, Inspector. Ya le he dicho que, ambas cosas, hace tiempo que se
descubrieron. El Profesor Pierre Duval fue uno de los que más trabajó en el
asunto. Para Mary, el tiempo no ha pasado y cree que su padre todavía está investigando,
lo que hace ya bastantes años dejó de interesar al mundo científico.
—Luego,
aquella consulta, lo de su prometido, lo del viaje a Marte... ¿todo es una
patraña?
—Eso
no. Sabemos que el Profesor Duval hizo ese viaje a Marte y también sabemos que
Raúl Richer está, en estos momentos, en el planeta «rojo». Ahora bien, ambos
fueron a investigar cosas mucho más importantes y sorprendentes.
—
¿Cómo lo sabe usted?
—Sencillamente,
porque en mi despacho tengo todos los libros y apuntes que el Profesor Duval
tenía el día que fue asesinado. Los he estudiado todos detenidamente y he
llegado a la conclusión de que el Profesor estaba obsesionado por algo que
había encontrado en la sima «Golat» y que se refería al lago subterráneo.
—Entonces,
esa sima y ese lago existen, ¿no es eso?
—La
sima sí, desde luego. El lago, no se sabe a ciencia cierta. Todos los indicios
geológicos y geofísicos nos dicen que es cierta su existencia, pero, hasta la
fecha, nadie lo ha visto.
—Y
el Profesor Duval quería descubrirlo, ¿no es así?
—Pues,
no del todo. El Profesor no era partidario de la búsqueda de ese lago, sino de
ciertos indicios que se veían en las profundidades de esa sima.
Keit
Man intervino bruscamente.
—
¿Qué indicios eran esos?
La
Profesora Dorothy Lotan hizo un gracioso mohín imposible de descifrar.
—Hay
una leyenda, bastante antigua en Marte, que dice que en el mismo corazón de la
sima «Golat», hay unos hombres malvados, hombres que han sido condenados por el
Supremo Iban, y ya saben que Iban es el dios justiciero de Marte, a llevar una
vida de sufrimientos, hasta que se hayan redimido de sus pasadas culpas. Estos
hombres-demonios, como aquí les llamaríamos, pueden transformarse, en el
momento en que lo creen oportuno, en objetos diversos. Unos pueden volverse
animales; otros plantas; otros en rocas graníticas...
Pat
lanzó una exclamación.
—
¡Eso, eso es lo que ocurrió!... Aquel individuo quedó transformado en roca
granítica.
Keit
Man interrumpióle.
—
¡Pat!... Lo que la Profesora nos está contando, no es nada más que una leyenda.
—Sí.
Sin embargo, muchas veces las leyendas suelen ser verdad.
Dorothy
Lotan intervino.
—Yo
no niego ni afirmo nada. Me limito a referirles lo que la ciencia sabe de estas
cosas. Desde luego, anatómicamente hablando, eso de que un hombre pueda transformarse
en un trozo de granito, a su voluntad, no es ni más ni menos que una locura.
Ahora bien, las regiones ignotas del cosmos, nos presentan, muchas veces,
ciertas sorpresas, donde la ciencia y la lógica fracasan. Lo que sí puedo
afirmarles es que, para encontrar los motivos por los cuales el Profesor Fierre
Duval encontró la muerte, hay que ir a la sima «Golat». Allí, estoy convencida
de que se encuentra la clave de este misterio.
Keit
Man y Pat miraron detenidamente a la Profesora. Fue este el primero en decir:
—
¿Está usted completamente segura de lo que dice, Profesora?
—Lo
estoy. Es más. Si el Departamento tiene que hacer este viaje de inspección
pido, desde este momento, pertenecer al equipo investigador. Los ojos de un
policía ven mucho. Pero, en este caso, creo que los de un geólogo pueden ver
más.
Keit
Man volvióse hacia Pat. Le miró sonriente para decirle:
—Tú
eres el que llevas este caso. Decide.
—Ya
está decidido, Jefe. Nos marcharemos a Marte tan pronto pueda ser. La Profesora
vendrá, desde luego Y, además de ella, necesito varios especialistas en armas,
en espeleología, en química...
Keit
Man habló:
—De
acuerdo. No hay nada más que decir. Todo el equipo estará dispuesto para pasado
mañana. ¿Conformes?
—
¿Para pasado mañana?
—Eso
he dicho.
—Bien.
Conformes.
*
* *
Pat
Kilton, cuando salió del despacho del Jefe Superior, iba contento y satisfecho.
La perspectiva de un viaje a Marte, junto a la hermosa Dorothy, le ponía de
excelente humor.
—
¡Bravo! Nos vamos a divertir de lo lindo. Es hermosa la Profesora, ya lo creo
que lo es.
Y
siguió caminando a grandes zancadas por las amplísimas avenidas. Miró el reloj
y lanzó un penetrante silbido. Era muy tarde y debía preparar ciertas cosas
antes de alejarse de la Tierra. Colocóse en la espalda las alas plegables y
después de conectar el mikromotor, elevóse por el aire, iba por las avenidas,
sin remontarse más allá de la altura inverosímil de los rascacielos.
Cuando
llegó a su departamento, vio que una de las ventanas estaba abierta y penetró
por ella. Se quitó las alas plegables y las introdujo en la funda. Al echar una
mirada rápida a su alrededor, percibió algo raro, extraño. Allí habían estado
registrando. Sin detenerse m un segundo, sacó su pistola de rayos masivos y la
preparó. Sigilosamente fue avanzando por la habitación. Al llegar a la puerta
que comunicaba con el cuarto de baño, pegó su oído a la misma, por si descubría
algún sonido. Así estuvo durante más de medio minuto. Al no notar nada, abrió
despaciosamente. En el cuarto de baño no había nadie. Entró. Nada más hacerlo,
dos brazos de hierro le sujetaron fuertemente. Intentó revolverse, pero fue en
vano. Aquellos brazos le atenazaban con furia. Una voz ronca se dejó oír.
—Te
estás metiendo en donde no te llaman amigo y morirás. No me agradan los
fisgones.
Pat
se daba cuenta de que su situación era bastante comprometida. No podía hacer
uso de la pistola. Aquel hombre le atenazaba fuerte, apretándole cada vez más.
Sentía un dolor agudo en la columna vertebral. Un nuevo apretón y esta se
resquebrajaría, causándole la muerte. Tenía que hacer algo. Rápidamente aspiró
muy hondo, como para acumular fuerzas. Tensó los músculos y, con brusquedad,
dio un terrible tirón. El hombre que le sujetaba perdió el equilibrio. Eso era
lo que buscaba Pat. Sin dejar que se recobrara, dio otro fuerte empellón, hasta
que notó que la presión de los brazos que le oprimían, se hizo más débil.
Revolvióse rápidamente y logró zafarse por completo de aquellas tenazas. El
esfuerzo hecho le despistaron de la pistola, que ahora dormía tranquilamente en
un rincón del cuarto de baño. Pero Pat no se preocupó demasiado del arma. Se
volvió como una fiera, para luchar a brazo partido con aquel maldito que
intentaba asesinarle. Su puño salió disparado con fuerza aterradora. Un grito
de dolor escapóse de la garganta de Pat. El puño había dado sobre la pared.
Allí en el cuarto no había nadie.
—Pero...
—dijo vacilante—. No es posible que se haya evaporado —buscó con la mirada por
todas partes. Nada. El cuarto de baño en donde se encontraba, estaba
completamente vacío. Salió de allí, pasando a la otra habitación contigua.
También estaba vacía. Pero, ¿cómo era posible? ¿Se estaría volviendo loco?
Revolvióse
inquieto. De nuevo entró en el cuarto de baño y recogió la pistola. Con ella en
la mano, miró por todas partes. Ni rastro del agresor.
—No
puede ser. Esto no son hombres; son diablos —fue a dejarse caer en una silla,
cuando escuchó una terrible carcajada a sus espaldas. Se volvió como un rayo,
al tiempo que veía como la puerta de su departamento se cerraba
estrepitosamente.
Levantóse
de un salto y salió a la escalera. Se escuchaban pasos precipitados. Miró. No
vio a nadie. Siguió bajando, con el ansia de tropezar con el maldito agresor.
Pero llegó hasta la calle, sin haber encontrado a nadie. Desalentado, volvió a
subir las escaleras. Ni se percató de que el ascensor estaba vacío. Su mente
hallábase repleta de raros pensamientos. ¿Quién podía ser aquel hombre? ¿Sería
el mismo que le atacó en la calle?
Era
para volverse loco. Hasta aquel instante, Pat había luchado con hombres
tangibles, con seres de carne y hueso. Pero, ahora, parecía que estaba luchando
contra una banda de espíritus.
—Tengo
que llegar al final de este misterio. Tengo que hacerlo. Si no lo consigo, creo
que jamás podré vivir tranquilo.
Había
entrado de nuevo en su departamento. Se sentó en un sillón y reclinó la cabeza
sobre el respaldo con indolencia.
— ¡Malditos sean mil veces!... —exclamó, preso de una terrible excitación. Jadeaba en su impotencia, sin saber qué hacer, ni qué partido tomar. Y, en este estado de ánimo, el menos propicio para la preparación de la empresa que le tenían encomendada, preguntóse con angustia—: ¿Qué son, hombres o piedras?...
Al
segundo día de navegación, ocurrió algo espeluznante.
Pat,
como Jefe de la expedición, se preocupaba, como es lógico, de que todas las
cosas funcionaran con la debida normalidad, comprobando personalmente la
situación en que se encontraban, velocidad de la nave, altura, etc. Preguntaba
a sus acompañantes si se hallaban en condiciones sin acusar excesivamente el
cansancio del largo viaje y, en fin, solía dar una vuelta por toda la nave
estratosférica, como haciendo una especie de revisión diaria, que le
tranquilizaba en extremo.
Aquella
mañana, se hallaba en popa del gran artefacto espacial, ocupado en estos
menesteres. Los expedicionarios dormían todavía en sus cómodos asientos, a
excepción de Dorothy Lotan, que también deambulaba por la nave. La joven
Profesora, después de curiosear por todas partes, dirigióse por fin a la cabina
de mandos. Janos y Steve, piloto y copiloto, de espaldas a ella, enfundados en
sus pellizas de cuero y sus cascos de cuero también, dirigían cogidos a los
mandos en el mayor de los silencios.
—Buenos
días, muchachos —les saludó—. Voy a prepararles enseguida el café, si les
apetece —se detuvo un momento, mirando ávidamente los complicados mecanismos de
la cabina—. ¿Qué velocidad llevamos, si no es un secreto de estado? —preguntó
en un tono delicioso y agradable. Pero no obtuvo contestación. Janos y Steve ni
siquiera se movieron.
Los
grandes ojos verdes de la muchacha buscaron entonces el indicador de
velocidades. La nave volaba a una velocidad aterradora. Pero los ojos de
Dorothy Lotan, sin proponérselo, tropezaron con el altímetro automático. Y
quedó verdaderamente sorprendida. Parpadeó unos segundos, como no dando crédito
a lo que había visto, y miró de nuevo. La aguja magnética del altímetro iba
señalando cada vez cantidades menos importantes. El corazón le dio un vuelco,
No podía ser.
—
¡Eh, muchachos! ¡Creo que estamos descendiendo!—dijo como asustada. Volvióse a
mirarlos, casi frente a ellos, y un grito aterrador escapóse de su garganta—
¡Aaaah!...
—
¡Dorothy! ¿Qué ocurre?—preguntó alarmado Pat Kilton, corriendo hacia ella.
—
¡Socorro!...
—
¡Dorothy!
Los
gritos de la muchacha despertaron a todos. El primero en reaccionar fue el
gigantesco Nicolás Ustinoff, que corrió hacia ella como un demonio, detrás de
Pat.
—
¿Qué pasa?
—
¿Qué le ocurre, Dorothy?
—¡¡Miren!!...
—exclamó la muchacha en el colmo del paroxismo, señalando al piloto y copiloto,
con los ojos desmesuradamente abiertos y el más grande pavor reflejado en su
hermoso rostro.
Pat
y Nicolás Ustinoff miraron. Un estremecimiento recorrió sus cuerpos,
haciéndoles vacilar. El piloto y el copiloto habíanse transformado en dos
monstruos de piedra. Sus caras y sus manos, que era lo único visible que
tenían, veíanse ahora convertidos en unas piedras negruzcas y arenosas, que
repugnaba observar.
—
¡Dios mío!
—Pero...
—Esto
es algo alucinante.
—
¡Hombres de piedra! —exclamó Samuel Rute que, como todos, había corrido a la
cabina de mandos, tan pronto como pudo reaccionar. En su mano empuñaba una
pistola de rayos masivos, lo mismo que Pat y el gigantesco Ustinoff.
Víctor
Mahykas acercóse a verlos, tembloroso y asustado.
—Estos
hombres, o lo que sean, están muertos.
—
¿Muertos?
—Yo
no estoy tan seguro —repuso nerviosísimo Pat Kilton.
Mirella
Brich, en tanto, se había llevado a Dorothy, pues la pobre sufría una aguda
crisis de nervios.
—Acabemos
con ellos, Pat —dijo sordamente Nicolás Ustinoff, irguiendo su gigantesca mole.
—Pero,
¿cómo podremos acabar con unos hombres de piedra? —preguntó Samuel Rute la mar
de inquieto.
—De
ninguna forma —terció Víctor Mahykas en tono firme—. No podremos acabar con
ellos de ninguna forma, porque insisto en que estos hombres están muertos.
—Y
yo insisto en que no estoy tan seguro como lo está usted. Les he visto
evaporarse en el aire, como fantasmas.
—Dudo
que estos hombres puedan evaporarse, como usted dice. Su inmovilidad es
aterradora.
Dorothy
gritó entonces desde fuera de la cabina de mandos:
—
¡Cuidado, Pat, estamos descendiendo!
—
¿Cómo?
—
¿Descendiendo?
El
Inspector Nicolás Ustinoff corrió a los mandos
—
¡Es cierto! —rugió—. ¡Maldito sea el diablo!...
—Ahora
me explico muchas cosas.
Ustinoff
pudo estabilizar la aeronave, maniobrando en ella, sin vacilaciones. Se veía
enseguida que era un experto piloto. Debía conocer bien su manejo, porque el
artefacto espacial, poco después, dirigía su afilada proa otra vez hacia Marte,
a una increíble velocidad.
Víctor
Mahykas habló:
—Me
reafirmo más en mis suposiciones, Pat.
—
¿Si?
—Sin
ninguna duda —repuso rápidamente el eminente químico—. Estos hombres, o lo que
sean, trataban de impedir nuestro viaje. Para ello, descendieron lo más aprisa
posible, hasta incendiar todos los tubos termonucleares.
—
¿Entonces?
—Pero
tuvieron un gran fallo, imprevisible seguramente.
—
¿Cuál?
—El
de no prever si sus cuerpos aguantarían la terrible presión del descenso. Esto
acabó con ellos. Fue entonces, seguramente —siguió diciendo Víctor Mahykas con
reconcentrada seriedad—, cuando se volvieron de piedra.
Pat
Kilton dijo:
—Creo
en su hipótesis. Los que me atacaron a mí, en la Tierra, al ser vencidos era
cuando se transformaban en esos pedruscos repulsivos.
—
¿Qué hacemos entonces, Pat? —preguntó Ustinoff, sin dejar los mandos de la
aeronave espacial.
—No
lo sé.
Instintivamente,
miró de nuevo a los hombres de piedra. Vestidos con los trajes de Janos y
Steve, sus aspectos eran algo de pesadilla. Una pincelada macabra, propia de
una desequilibrada imaginación. Sus oíos se endurecieron al mirarlos.
—A
pesar de todo —dijo Pat—, muertos o no, acabaremos ahora enseguida con ellos.
—
¿Cómo?
—Echándoles
de la aeronave... Les colocaremos en la tercera puerta de la salida, para casos
de emergencia, de popa y, a presión, les lanzaremos al espacio.
—De
acuerdo.
—Vamos,
entonces.
Con
el trabajo que es de suponer, porque pesaban como piedras que eran los
condenados, les llevaron a popa. Rápidamente les pusieron en la salida aquella
y cerraron la puerta con todas las manivelas. Luego, automáticamente, fueron
pasándolos a la segunda salida, después a la primera y, finalmente, les
arrojaron al espacio, con gran satisfacción por parte de todos.
Pat
fue, enseguida, a ver cómo se encontraba Dorothy. La muchacha había reaccionado
y lloraba en los brazos de Mirella desconsoladamente.
—
¿Le pasó el susto?
—Sí,
sí, gracias.
—Todos
nos hemos puesto un poco nerviosos, con esos fantoches a bordo.
—Ha
sido algo horrible.
—Espantoso,
diría yo. Pero ya ha pasado —Pat envolvió a la muchacha en una mirada cariñosa,
antes de decir—: Confío mucho en usted, Dorothy, para el éxito de nuestra
empresa. Tiene que sobreponerse, porque la necesito.
La
joven asintió con la cabeza, en silencio. Pat se fue. Reunióse con los hombres
y les habló crudamente;
—Ahora
hay que registrar la aeronave de arriba a abajo, hasta encontrar al piloto Janos
y al copiloto Steve. ¡No pueden haberse evaporado!
Todos
cooperaron en aquella labor. Pero por más que buscaron, no lograron dar con estos
a bordo. En la nave no estaban. Ninguno de sus rincones fue dejado de mirar.
Nadie pudo hallar ni el menor vestigio de ellos. Por lo que, al cabo de un
rato, tuvieron que rendirse ante la evidencia. Con mucho pesar, llegaron a la
conclusión de que aquellos desalmados hombres de piedra les habrían arrojado al
espacio, como el mejor medio de deshacerse de ellos.
El
gigantesco Inspector Nicolás Ustinoff y Víctor Mahykas, que conocían
perfectamente el manejo de estos artefactos, se sentaron en la cabina de
mandos, decididos a reemplazar a los desaparecidos pilotos.
Y
sin más novedad transcurrió el viaje hacia Marte...
*
* *
Unos
días después, llegaban al planeta rojo, en donde se posaron con una pericia
inigualable. Tras un breve descanso, marcharon hacia la sima «Golat», para
comenzar las investigaciones.
La
sima «Golat» estaba situada en un llano de grandes proporciones. Se abría esta como
una herida de la llanura. Para entrar en ella, debieron bajar casi
verticalmente, unas cincuenta o sesenta yardas. Después, el suelo, duro y
rocoso, cerraba el profundo pozo. Un corredor, de regulares proporciones, se
abría en uno de sus muros. Los expedicionarios, a cuyo frente iba el gigantesco
Ustinoff, seguido de cerca por Pat y Dorothy, se internaron por el corredor.
Este, tras una longitud de más de una milla marina, terminaba en una especie de
plazoleta redonda. De ella partían dos corredores o galerías. Una de ellas
amplia y despejada, la otra angosta, casi incapaz de dejar pasar a los
terrícolas.
—
¿Por dónde nos metemos? —preguntó con su grueso y potente vozarrón el Inspector
Ustinoff.
Dorothy,
ayudada por las antorchas eléctricas, estudió las paredes de las galerías.
Al
mismo tiempo, Mirella estudiaba también las paredes, con las posibilidades de
uno y otro corredor.
—Yo
creo que debemos ir por la más ancha de las galerías —dijo Mirella—. Caminaremos
con mayor holgura.
—Desde
luego —afirmó Dorothy—. Pero creo que, lo que andamos buscando no está por ese
amplio corredor. Yo me internaría por este otro, a pesar de ser más difícil de
pasar.
Pat
se hallaba en un dilema. No sabía qué camino escoger. Por fin, volvióse a
Víctor Mahykas.
—
¿Cuál es su opinión, Profesor?
—Perdone
que no quiera opinar. Yo solo sé Física y Química. Son las Profesoras Lotan y
Brich las que nos deben guiar. Una es especialista en Geología y la otra en
Espeleología.
—Así
es —afirmó Samuel Rute—. Nosotros todavía no debemos dar nuestra opinión.
Pat
se volvió a las dos muchachas.
—Pónganse
de acuerdo. Esperamos la decisión de ustedes.
Mirella
sonrió deliciosamente.
—Como
camino, mejor es el ancho. Ahora bien, si geológicamente hablando el otro es
más interesante...
—Lo
es —afirmó Dorothy.
—Pues
vamos por el estrecho —se avino Mirella, al fin.
El
gigantón se introdujo por la estrecha grieta a duras penas. Le siguieron los
demás. El corredor, a medida que avanzaban, se hacía un poco más ancho, pero
disminuyendo, a la vez, de altura. Los expedicionarios tuvieron que caminar
encorvados y llegó un momento en que tuvieron que deslizarse como serpientes.
El gigante blasfemaba de vez en vez, cuando alguna roca le golpeaba en la
cabeza.
—
¡Maldito sea este camino!... Parecemos gusanos.
Pat
también maldecía. Sus manos estaban despellejándose, a consecuencia del roce
con las duras rocas, pero se mordía los labios y seguía avanzando. Si para él
era duro el camino, más lo debía ser para las dos muchachas y estas no abrían
la boca para lanzar el menor quejido.
De
pronto el corredor, de una manera brusca, se hizo amplio y despejado. Es más,
una claridad insospechada llegaba a él, iluminándolo.
—Esto
es verdaderamente maravilloso —exclamó Ustinoff, poniéndose en pie y estirando
los entumecidos músculos—. Ya podemos andar como las personas —y rio a grandes
carcajadas, que retumbaron de una manera siniestra por el corredor subterráneo.
Pat
volvióse hacia Dorothy Lotan.
—
¿Qué hacemos?
—Seguir
adelante.
—Eso
ya lo suponía. Pero, esa claridad, ¿no es sospechosa?
—Sí
que lo es, en cierto modo.
—
¿No sabe a qué puede deberse?
Mirella
intervino:
—Quizá
haya un pozo que de a la superficie y por allí se filtre la luz solar.
—No
—negó Dorothy categóricamente—. Creo que no es eso. Estamos en presencia de un
terreno rico en fósforo. Esa claridad creo que no es nada más que la
fosforescencia de la tierra. Sigamos andando.
Pat
se adelantó. El gigantón abrió la marcha. A medida que avanzaban, la claridad
se hacía más viva e intensa. Tanto, que tuvieron que apagar las antorchas
eléctricas. Las suposiciones de Dorothy eran ciertas. Las rocas brillaban a
consecuencia de la cantidad de fósforo que tenían.
El
corredor ya no se estrechaba. Es más, cada vez se hacía más ancho y alto.
Caminaron, pues, con relativa facilidad, sin demasiadas fatigas. De pronto,
Ustinoff se quedó parado y con el oído alerta. Todos le imitaron. El policía
dijo:
—Oigo
un ruido extraño. Pero no puedo identificarlo.
—Es
el ruido de un río o de un lago subterráneo —quiso aclarar Mirella, sonriente.
—Sí,
de un río o de un lago —afirmó Dorothy.
—Entonces
—intervino Pat, con los ojos brillantes—, vamos bien, ¿no?
—Sí.
Eso creo.
—Adelante,
pues.
Los
expedicionarios siguieron caminando. El corredor, con la misma brusquedad que
antes se hizo amplio, ahora se estrechó de tal manera que solo era una grieta
alta y estrecha en la roca. Solo de lado podían entrar los terrícolas. El
avanzar en estas condiciones era penoso y agobiante.
—Ya
no puedo más, no puedo más.
—Yo
estoy deshecho.
—No
hay que desanimarse. ¡Adelante! —gritaba Pat. Y sus voces repercutían, de una
manera misteriosa, por entre las entrañas del planeta rojo.
Dorothy
Lotan, pese a la incomodidad del avance, se sentía satisfecha. Aquellas rocas
presentaban huellas inequívocas de que, el lago o mar subterráneo, no debía
encontrarse demasiado lejos. El ruido de sus aguas, llegaba claro y preciso. La
grieta estrecha fue ensanchándose de manera paulatina. El resplandor
fosforescente avivóse considerablemente y un hondo precipicio abrióse ante los
ojos de los terrícolas. Y en el mismo fondo del precipicio vieron la imagen
bellísima de un espejo azul. Era el lago subterráneo, no cabía duda. El lago.
Poseía
este una gran extensión. Una luz vivísima, como la de un sol interior,
iluminaba sus aguas, mostrándolas de un color maravilloso, como los mares de la
Tierra. Hasta el olor marino inconfundible llegaba hasta ellos, empujado por
una suave brisa acariciadora.
Pat
no pudo contenerse y exclamó:
—
¡Es maravilloso!
Dorothy
no cesaba de contemplarlo, extasiada, como si no diera crédito a lo que sus
oíos miraban.
—Parece
una gigantesca turquesa.
En
efecto, eso parecía bajo la vivísima luz desconocida.
—
¿Cómo bajaremos hasta sus orillas?—preguntó Samuel Rute.
—Hay
que preparar las cuerdas —dijo Mirella.
Los
terrícolas fueron deshaciendo los lazos que llevaban sujetos al hombro. Una vez
tuvieron las cuerdas preparadas, Mirella, con gran pericia, ató la suya a un
peñasco, clavó una de las garras y dejóse caer en el vacío. Los demás la vieron
descender con agilidad y maestría. Cada movimiento suyo revelaba un
conocimiento perfecto de lo que estaba haciendo y una gran práctica. Cuando, al
fin, sus pies tocaron la playa, clavó otra garra, atando la cuerda.
—
¡Ya pueden descender! Pero háganlo por la misma cuerda que lo he hecho yo. Así
evitarán tener que atar nada.
El
primero en deslizarse fue Ustinoff. Lo hizo sonriendo.
—Yo
lo haré primero. Si resiste mi peso, ya pueden bajar ustedes tranquilos.
Dorothy
fue la tercera en descender. Y así, lentamente, lo hicieron los demás. Cuando
todos estuvieron en la playa, Mirella habló:
—La
cuerda la dejaremos como está. Así, cuando regresemos, no tendremos que
utilizar los ganchos.
Se
acercaron al mar. Dorothy tocó sus aguas. Estaban frías, terriblemente frías.
Era raro que no fueran todo un bloque de hielo.
—Es
hermoso este panorama —dijo Pat.
—Sí;
encantador.
—Pero,
hasta ahora, no hemos adelantado nada con respecto a lo que nos ha traído a
Marte.
Dorothy
le miró interrogativamente.
—No
sabemos si al Profesor le mataron por haber llegado a contemplar este lago.
—No
lo creo.
—Pues
no hay que...
Dorothy
no pudo terminar la frase. Un grito terrible de Mirella se lo impidió.
—
¡Miren! ¡Miren!...
La
joven, con los ojos desorbitados, señalaba al mismo centro del lago. Los
terrícolas miraron en la dirección indicada y se quedaron suspensos y
atemorizados. De entre las aguas, había surgido como una especie de serpiente
mitológica. Su cuerpo cilíndrico, de un diámetro superior a las dos yardas,
terminaba con una cabeza repulsiva, que mostraba dientes punzantes y una lengua
larga y afilada.
Dorothy
se abrazó fuertemente a Pat. Este sostuvo el cuerpo de la muchacha, sin que sus
ojos pudieran apartarse de aquella horrible visión. La serpiente marina, al ver
a los terrícolas, lanzó una especie de gruñido y, sacando su lengua lanceolada,
dio un tremendo coletazo sobre las aguas, que se rizaron por la fuerza del
golpe.
—Viene
hacia aquí.
—
¡Va a atacarnos!—gritó Víctor Mahykas.
Nicolás
Ustinoff, que tenía entre sus brazos a Mirella, gritó con su voz tonante:
—
¡Hay que volver a subir! Ese monstruo nos hará papilla.
Samuel
Rute sonrió siniestramente. Sacó con parsimonia una pistola y aplicóle un largo
tubo. Después hizo una serie de presiones, hasta conseguir formar una especie
de fusil. Enseguida, apuntó con él detenidamente y cuando el reptil parecía que
iba a precipitarse sobre los terrícolas, apretó el gatillo. La descarga de
rayos termonucleares salió del pequeño tubo, alcanzando de lleno en la
gigantesca y repulsiva boca del reptil. Este lanzó un grito infrahumano que
hizo vacilar con su vibración aquellas bóvedas subterráneas. Después agitóse,
dando saltos y coletazos, sobre las aguas, para acabar hundiéndose en las
profundidades de aquel mar lleno de misterios,
—De
buena hemos salido —dijo Ustinoff, reteniendo todavía entre sus brazos el
escultórico cuerpo de Mirella. La joven, al darse cuenta de su posición, se
ruborizó intensamente.
Dorothy,
sin embargo, no se separaba de los brazos fuertes de Pat.
—Este
animal parece muy semejante a los que vivieron en la Tierra durante la Era
Secundaria—dijo precipitadamente, por decir algo. Dorothy sentía sobre sus
carnes la dulce presión de los brazos de Pat, y sus ojos todavía llevaban impresa
la imagen del muchacho.
—Ha
sido terrible.
—Un
momento espantoso.
—Afortunadamente,
Samuel Rute ha demostrado poseer más sangre fría que todos nosotros —dijo Pat.
El
aludido sonrió modestamente.
—Es
mi misión.
El
nerviosismo cundía en todos los terrícolas. La presencia de aquella serpiente
marina les había anonadado.
—
¿Qué hacemos? —preguntó Dorothy.
Pat
respondió imperativamente:
—Hay
que seguir. Todavía no sabemos nada referente a la muerte del Profesor Duval,
ni de esos hombres de piedra que hemos visto y de que habla la leyenda.
Los
terrícolas, más repuestos, caminaron por las orillas del lago. Estas se
estrechaban, formando un paso angosto y difícil. A una parte estaban las frías
aguas, pobladas Dios sabe por qué extraños reptiles, y a la otra se alzaba el
muro rocoso del precipicio al que habían descendido.
Tuvieron
que ponerse en fila india. Ustinoff, como siempre, abría la marcha, cerrándola
Víctor Mahykas.
No
muy lejos de ellos, las orillas se ensanchaban, formando una deliciosa
ensenada. Un bosque de árboles rarísimos apareció ante sus ojos.
—Hay
que llegar cuanto antes a aquellos árboles. Allí podremos descansar unos
momentos.
—Sí
—repuso Ustinoff—. Ya tengo ganas de sentarme.
Iban
caminando con mucho cuidado. La estrecha senda, se hacía resbaladiza Ustinoff,
sin embargo, había conseguido llegar a la orilla ancha y volvióse de cara a los
que le seguían. Entonces, un terrible grito salió de la garganta de Víctor Mahykas.
Pat se volvió como un rayo, pero no vio a nadie. Pero, en cambio, Ustinoff, que
miraba hacia allí, no perdió detallé de lo ocurrido.
—
¡Las rocas se han abierto, tragándose al Profesor!...
Pat
corrió, como pudo, por la resbaladiza senda, intentando llegar al lugar donde
Víctor Mahykas había sido visto por última vez. Sus ojos buscaron anhelantes el
más leve indicio que le orientara. Pero no encontró nada en absoluto. Las rocas
parecían todas iguales y era algo increíble que nadie hubiera podido
desaparecer por ellas, con semejante limpieza y rapidez. A pesar de ello,
buscó, tocando las rocosas paredes con una febril indecisión. Pero el resultado
fue nulo.
Tras
un gran esfuerzo, consiguieron llegar todos a la playa. Estaban confusos,
sorprendidos.
—
¿Cómo puede haber desaparecido así? —preguntó Pat.
—No
lo sé.
—Es
inexplicable.
Ustinoff
tartamudeó:
—Yo...
yo estaba mirando entonces, cuando la roca se abrió y... y el profesor
desapareció tras el boquete. Después la grieta aquella se cerró.
—
¡Pero eso es verdaderamente imposible! —gritó Pat.
Dorothy
le cogió una mano.
—Hay
que rendirse ante la evidencia. Creo —dijo la joven seriamente— que el misterio
se está aclarando.
—
¿Aclarando?
—Sí.
—Pues
yo no veo la claridad por ninguna parte.
La
joven sonrió subrepticiamente.
—
¿Usted no fue atacado por un hombre, que después se transformó en rocas?
—Sí.
—Pues...
Los
ojos de Pat se iluminaron con una luz viva, volvióse hacia Samuel Rute para
decirle:
—Dispare,
enseguida, una carga de su fusil contra ese muro.
Dorothy
se opuso.
—No.
No lo haga. Estaríamos perdidos. El muro se desintegraría y el camino no
podríamos ya utilizarlo. Nos quedaríamos aquí para siempre, enterrados.
Pat
comprendió las palabras de Dorothy y murmuró enloquecido:
—Ya
no sé ni lo que me hago, ni lo que me digo. Pero es que... ¡Oh, esto es para
perder la razón!
Ustinoff
propuso:
—Debíamos
buscar por todo este lugar. Aquí la playa se ensancha. Quizá podamos llegar por
detrás de esas rocas. Si el Profesor ha desaparecido, es que hay algún corredor
en las rocas y tenemos que descubrirlo.
—Sí,
lo descubriremos —repitió como una autómata Mirella, que parecía hipnotizada.
—Creo
—intervino Dorothy— que lo mejor que podíamos hacer ahora es descansar. Estamos
muy exaltados y con los nervios en tensión. Es preciso que descansemos. Cuando
lo hagamos —dijo— veremos las cosas con más claridad.
Pat,
incapaz de oponerse, hizo lo que Dorothy había ordenado. Se sentó junto a uno
de los robustos árboles y apoyó su espalda en la rugosa corteza de su tronco.
Los demás le imitaron. Y así estuvieron descansando durante unos minutos.
De
pronto, Pat levantóse de un salto. Había sentido en la espalda una especie de
escalofrío, un algo extraño, inexplicable. Volvióse y pudo comprobar que su
espalda estaba grabada en aquel tronco. Lo tocó con la mano y no pudo reprimir
un grito ahogado. Su dedo se hundía en el árbol. Parecía que estuviera hecho de
gelatina.
—
¡Venid!... ¡Venid!...
—
¿Qué...?
—
¿Qué pasa?
—
¿Qué le ocurre, Pat?
—
¡Miren eso!
Todos
habían corrido junto a él, con el temor reflejado en sus rostros.
Dorothy
también puso el dedo en el tronco y sintió la misma sensación blanda y
gelatinosa.
—Esto
no es madera.
—
¿Que no?
—No.
—
¿Entonces?
—
¡Esto es carne! —afirmó la muchacha, con los ojos desmesuradamente abiertos.
Al mismo tiempo que decía esto, vieron todos como las ramas del grueso tronco se desprendían del mismo, aprisionando a Dorothy, que gritó, presa de un ataque de histerismo. Pat abalanzóse sobre el árbol, pero este lo derribó por el suelo violentamente. El gigantesco Ustinoff siguió a Pat, al querer también defender a la joven que, entre las ramas, se debatía alocadamente. Y entonces el árbol, como animándose con una vida rara, increíble, sin soltar a Dorothy, echóse sobre los terrícolas, blandiendo su tronco...
Samuel
Rute echóse a un lado, saltando con una agilidad sorprendente, al tiempo que
disparaba tres veces seguidas su pistola de rayos masivos sobre aquel tronco.
Se escuchó, entonces, un grito horrísono y el animado árbol estremecióse con
una inusitada violencia, dejando, libre a Dorothy, que cayó desmayada al suelo.
Las
tres descargas termonucleares dejaron irreconocible al árbol gelatinoso.
Enseguida, auxiliaron a Dorothy, que no tardó en volver en sí. Y cuando los
ánimos de los terrícolas se calmaron un tanto, Pat ordenó imperativamente:
—Tenemos
que reconocer a esos árboles. No quiero dar un paso más sin saber a qué
atenerme.
Los
dos hombres, Ustinoff y Samuel, asintieron en silencio. Pat volvióse hacia las
muchachas.
—Ustedes
pueden descansar aquí. Saquen las pistolas y disparen al menor movimiento
sospechoso. ¿Entendido?
Dorothy
y Mirella dijeron que sí con la cabeza. Estaban pálidas y temblorosas.
Pat
se unió a los dos hombres. Los tres, con sendas hachas pequeñas, que llevaban
en el equipo, se dedicaron a dar golpes y más golpes en los árboles. Ninguno de
ellos era gelatinoso. Todos mostraban ser de una madera correosa, llena de
fibras largas, semejantes a las piteras terrestres.
Después
de la costosa operación de reconocimiento, sudorosos y cansados, se acercaron a
las jóvenes.
—Nada.
Ni rastro de árboles blandos. ¡Esto es incomprensible!
Las
muchachas ya habían recobrado su aplomo. Fue Dorothy la que habló:
—Debemos
seguir el rastro del Profesor Mahykas. Quizá si damos con él el misterio se
aclare.
—
¿Usted cree?
—Tengo
esa corazonada.
—Vamos,
entonces.
De
nuevo emprendieron la marcha. Buscaron por la playa un recoveco que les llevase
tras el muro pétreo del precipicio. Después de una búsqueda minuciosa, Ustinoff
dio con una especie de corredor o galería.
—
¡Por aquí! Vengan.
Los
terrícolas se precipitaron. Dorothy púsose a estudiar con atención los
minerales de la boca subterránea.
—Parecen
semejantes a los del muro granítico —dijo—. Entremos.
Tomando
muchas precauciones, se deslizaron por aquella abertura. Poco a poco, el
resplandor que iluminaba milagrosamente las aguas frías del lago, se fue
apagando, hasta que la más completa oscuridad les invadió.
—Encendamos
las antorchas eléctricas —ordenó Pat.
Los
terrícolas sacaron de las mochilas las antorchas y las conectaron. Con gran
sorpresa por su parte, vieron que estas no funcionaban.
—No
se encienden —dijo Samuel Rute.
—No.
La mía tampoco.
—Ni
la mía —dijo el grueso y potente vozarrón de Ustinoff.
—Las
pilas se han descargado, sin duda. Tal vez es a causa de la humedad... —dijo
Pat. Iba a seguir hablando, pero no pudo hacerlo. Algo viscoso había rozado su
rostro. Contuvo la respiración cuanto pudo, empuñando fuertemente la pistola—.
¡Que nadie se mueva! —gritó—. Algo muy raro acaba de rozarme la cara.
Ustinoff
gritó:
—
¡Salgamos de aquí! Esta maldita oscuridad me está descuidando.
—Sí.
Salgamos —dijo Samuel Rute.
Pat
hizo un esfuerzo para romper con su mirada las persistentes tinieblas. Pero no
lo consiguió.
—
¡Dorothy! ¡Dorothy! ¿Está usted, ahí?
—Sí.
Estoy aquí, junto al muro. No me atrevo a hacer ningún movimiento.
—Eso
iba a pedirle, que no se moviera. Y Mirella, ¿está también cerca?
El
silencio más terrible siguió a la pregunta de Pat. Este volvió a preguntar:
—
¡Mirella! ¿No me oye? ¡Hable, por favor! Indíquenos dónde se encuentra.
Nadie
respondió. Una terrible sospecha pasó por la mente de los terrícolas. Aquello que
había rozado el rostro de Pat... ¡Por todos los diablos del infierno!...
Desesperadamente,
Pat quiso hacer funcionar su antorcha. Esta no se encendía. Por fin, sacó del
bolsillo su encendedor y prendió la llama. Era un débil y trémulo pábulo, pero
lo suficiente para romper aquellas terribles tinieblas. Allí, apretados contra
el muro, estaban Samuel, Ustinoff y Dorothy. Los tres empuñaban fuertemente sus
pistolas, como apuntando a un enemigo desconocido. Pero de Mirella no había ni
rastro. Había desaparecido tan misteriosamente como el Profesor Mahykas.
La
llama del encendedor de Pat se fue extinguiendo débilmente. Pero todavía tuvo
tiempo de ver una especie de huellas de pisadas, en la blandura del corredor,
que se internaban solo Dios sabía hacia qué recónditos lugares.
—Retrocedamos
—dijo Pat—. Salgamos de aquí.
Lentamente
hicieron el camino de regreso. El resplandor del lago les hirió en las pupilas.
Ya de nuevo en la playa, se miraron asustados.
—Estamos
luchando contra seres desconocidos. No sabemos qué terrible secreto se esconde
tras todo esto. Pero grande debe ser, cuando le costó la vida al Profesor
Pierre Duval y nos está volviendo locos a nosotros. Estoy más que convencido de
que ese corredor nos tiene que llevar a la solución del misterio. Pero para
aventurarnos a entrar en él debemos antes procurarnos luz.
—Eso
es lo que yo había pensado también —dijo Ustinoff.
—Pero,
¿cómo podremos arreglar nuestras antorchas?
—No
pretendo arreglarlas —repuso Pat—. No tenemos pilas de recambio y esto...
—Tenemos
pilas —dijo Dorothy.
Los
tres hombres la miraron interrogantes.
—
¿Tenemos?
—Sí.
—
¿Dónde están?
—Recuerdo
que, cuando descendimos del precipicio, Mirella se dejó allí uno de los sacos
de viaje. Me comunicó que en él, además de una serie de instrumentos especiales
para comprobar temperaturas y descensos, llevaba unas pilas de repuesto, por si
las que estaban en las antorchas se agotaban.
—Pues
estamos salvados —dijo Pat—. Vamos. Uno de nosotros tiene que trepar por la
cuerda. ¿Quién lo hace?
—
¡Yo! —ofrecióse voluntariamente Ustinoff—. Me gusta ese ejercicio.
—Pues
en marcha.
El
gigantón quitóse la mochila, donde llevaba los pertrechos de espeleólogo, para
dar más libertad a sus brazos y se cogió fuertemente a la cuerda. Lentamente
fue ascendiendo. Lo hacía con seguridad y aplomo. Bajo su traje espacial, se le
podía adivinar la fuerte musculatura de su gigantesco cuerpo, Por fin, llegó a
la cumbre del cortado y sus pies lograron ponerse firmemente sobre las rocas.
Cuando lo hizo, miró a sus compañeros, haciéndoles una seña con la mano de sin
novedad.
—Ya
estoy en la cumbre, amigos. Ahora buscaré el saco de Mirella.
Volvióse
para buscarlo, no tardando en dar con él. Ya iba a inclinarse a recogerlo,
cuando sintió una presión brutal en el hombro. Rápidamente se puso derecho, en
un brusco movimiento, y vio ante sí a un hombre de aspecto rarísimo. Su rostro,
de un color terroso, tenía las facciones monstruosas. Una boca ancha, dejaba al
descubierto unos dientes semejantes a agudos colmillos. Pero Ustinoff no se
detuvo demasiado en contemplaciones inútiles. Sus puños salieron disparados
hacia el esófago del hombre. Este dio un salto ágil y se zafó del brutal
mazazo, al tiempo que sus puños buscaban con ansia el cuerpo del terrícola.
Pero Ustinoff, antes de haber ingresado en el cuerpo de la Policía Federal,
había sido luchador de oficio. Era un hombre excesivamente fuerte y conocía
todas las tretas de la pelea cuerpo a cuerpo. Se zafó de los puños del monstruo
y dando un salto inverosímil, propinóle una brutal patada en la barbilla al
aparecido. Este lanzó un grito sordo.
Desde
la playa, los terrícolas esperaban ver aparecer a Ustinoff, con las pilas. Al
tardar este, comenzaron a temer que algo le estuviera pasando. Fue Pat el que
gritó:
—
¡Ustinoff! ¿Cómo te encuentras?...
El
policía daba, en aquel momento, un tremendo gancho, alzando el mentón de su
contrario, que dio un traspiés.
—
¡Estoy estupendamente, Pat! Bajo enseguida. Esperadme. Porque... porque estoy
de fiesta.
Los
terrícolas se miraron sin comprender nada. ¿Se habría vuelto loco Ustinoff?
Y
fue en aquel momento, cuando hasta ellos llegó un grito de dolor largo y
prolongado. Se debía a que Ustinoff, sin dejar que su enemigo se rehiciese,
comenzó a propinarle tremendos puñetazos en el rostro y en el cuerpo. El
monstruo trataba de cubrirse de aquella lluvia de golpes, pero le fue imposible,
Por fin, dio un grito raro, de angustia, desplomándose en el suelo. Ustinoff,
al verle vencido, asomóse al borde del precipicio.
—
¡Ya voy, amigos! Me ha entretenido una visita más tiempo del que yo hubiera
querido. ¡Ahora os la mando!
Rápidamente
ató el cuerpo de su enemigo con la cuerda que llevaba arrollada a la espalda y
fue dejándolo caer por el precipicio. Los terrícolas, al ver aquel fardo
humano, se estremecieron.
—
¿Qué os ha parecido la pesca? —preguntó Ustinoff sonriendo—. Ya tengo las pilas.
Esperadme.
Y
poco después se dejaba deslizar por la cuerda. Ya en la playa, acercóse a Pat.
—Este
tipo me sorprendió mientras buscaba las pilas. Luché con él y... bueno, ahí
está.
Dorothy
se había acercado al caído. Sus manos palparon aquella cabeza. Estaba blanda.
Apretó un poco y la cabeza se deshizo en mil partículas graníticas.
—Mirad.
Pat
se volvió. No intentó acercarse siquiera.
—Ese
hombre se está convirtiendo en un trozo de roca —su voz sonó rara en aquellas
profundidades. Ustinoff y Samuel le miraron, al tiempo que se precipitaban
sobre el caído. Y así era, en efecto. De aquel hombre que, segundos antes se
había batido con Ustinoff, no quedaba nada. Solo un montón de rocas graníticas,
sin forma, ni figura regular alguna.
Los
terrícolas se sentaron en derredor de aquel informe montón de granito. Dorothy
preguntó:
—
¿Qué es lo que esperamos? Tenemos en nuestras manos las pilas. Ya las he
colocado en las antorchas y estas funcionan. No creo que debamos perder ni un
segundo más. Mirella y el Profesor Mahykas están en peligro.
—No
lo sé —dijo Pat, pensando en voz alta—. Yo espero que «esto» —y al decirlo dio
un puntapié al montón de rocas en que se había convertido aquel monstruo— se
transforme de nuevo en hombre. Recuerdo lo que me sucedió en la Comisaría.
—Por
favor, Pat —atrevióse a decir Dorothy—, «eso», como tú lo llamas, nunca volverá
a moverse ya.
—
¿Y si no fuera así?
—De
todas formas, nunca lograríamos saber nada.
—Pero
es que...
—Oye,
Pat —la muchacha se había puesto en pie y le miraba desafiadoramente—. Tú eres
el responsable de estas investigaciones, lo sé. Eres aquí el jefe y todos
debemos obedecer tus órdenes. Pero lo que intentas hacer es una solemne
tontería. Nuestros dos compañeros están en verdadero peligro. Quizá ya estén
muertos. Y nosotros no podemos ni debemos, de ninguna manera, perder el tiempo
en necias experiencias.
Pat
se dijo interiormente que Dorothy tenía razón. Miró a sus dos compañeros.
Samuel Rute desvió la mirada. Ustinoff la sostuvo. Pat leyó en aquellos ojos
como un mudo reproche.
—Está
bien. Nos marcharemos. Pero yo declino toda responsabilidad si... —hizo una
pausa, cortándose bruscamente, para después añadir—: Ya me entendéis. ¡En
marcha!
Se
levantó. Dorothy dióle una de las antorchas. Pat comprobó su funcionamiento.
Después de asegurarse de que llevaba la pistola en el cinto, comenzó a
deslizarse por la estrecha galería. Los demás le imitaron. Sin apresuramientos
llegaron al lugar donde había desaparecido Mirella. Pat, alumbrándose con la
antorcha, vio las huellas de las pisadas de la joven, junto a otras más
profundas.
—Por
aquí —dijo. Y siguió caminando, siempre guiado por las huellas.
La
galería se hacía más ancha. Seguía una dirección descendente. Su pendiente era
considerable. Los terrícolas tenían que cogerse fuertemente a los muros de las
paredes, para no caer rodando por ella.
—Estamos
descendiendo extraordinariamente.
—
¿En estas profundidades, habrá oxígeno suficiente?
Dorothy
respondió:
—No
lo sé. Pero nada nos cuesta ponernos los cascos.
Los
terrícolas asintieron. Hicieron un alto en el descenso. De las mochilas sacaron
cascos plegables. Pusieron en funcionamiento el pequeño compresor de oxígeno y
conectaron la emisora portátil, para comunicarse.
—Yo
estoy perfectamente. ¿Vosotros cómo os encontráis?
—Yo
bien, Pat.
—Yo
también.
—Pues
continuemos descendiendo.
Otra
vez fueron bajando. El camino se hacía más difícil a medida que avanzaban. La
pendiente se acentuaba más y más y la oscuridad iba también en aumento. Gracias
a las antorchas podían caminar con relativa seguridad...
Un
ruido persistente y monótono llegó hasta ellos.
—Creo
que estamos caminando bajo el mismo lago. Sobre nuestras cabezas, dentro de
unos instantes, tendremos toda la superficie líquida.
Pat,
sin poderlo remediar, sintió un escalofrío en la columna vertebral. Pensó en la
gigantesca serpiente que habían visto y tembló.
Continuaron
descendiendo. Aquello parecía que no iba a tener fin. Por último, Pat iluminó
una especie de plazoleta. Allí se terminaba la pendiente y la galería
continuaba recta, llana, pero variaba bruscamente en distintas direcciones.
—Nos
vamos internando por debajo del mismo lago —fue la aclaración de Dorothy—.
Ahora estoy segura.
Ustinoff
y Samuel, que caminaban muy juntos, no hablaron nada. Con una mano sostenían la
antorcha y con la otra sujetaban fuertemente la pistola. Estaban prevenidos,
por si eran víctimas de un ataque por sorpresa.
La
galería se ensanchaba ahora extraordinariamente. Semejaba una amplia avenida.
Sus rocosos muros también se habían ensanchado y eran cada vez más altos. Pat
miró al suelo y ya no vio las huellas de Mirella. Solamente veíanse unas
imperfectas pisadas, que continuaban el camino.
—Creo
que por aquí debió perder el conocimiento Mirella. Solo veo unas huellas.
Dorothy
también lo había observado y asintió:
—Seguimos
una buena pista.
—Eso
creo.
Ustinoff
escuchó un ruido a sus espaldas. Giró sobre sus talones rápidamente y quedóse expectante.
Unas pequeñas rocas se desprendieron de los muros. Temblaron las rocas y
después se escuchó una fuerte detonación, que paralizó a los terrícolas.
—
¿Qué sucede? —preguntó Pat.
Ninguno
de todos contestó. Se habían parapetado contra el muro de la galería. Dorothy
estaba amarilla como la cera. Ustinoff, con la pistola montada, esperaba ver
aparecer a varios enemigos. Pero nadie llegaba. El eco de la detonación,
después de recorrer aquellos infernales recovecos, se diluyó en el silencio más
acusado, envolviéndoles con su mutismo.
—
¿Qué habrá sido eso? —volvió a preguntar Pat.
—No
sé —dijo Samuel Rute—. Quizá la detonación no ha sido más que una roca que se
ha desprendido. Hay que tener en cuenta que llevamos abierta la emisora y esta,
como aquí hay atmósfera, recoge perfectamente los sonidos externos y los aumenta.
—Sí.
Eso debe ser —asintió Ustinoff, no demasiado convencido.
—No.
No es eso —intervino Dorothy—. Un desprendimiento de rocas no hubiera llevado
consigo un temblor como el que hemos notado. Eso es que alguien ha puesto una
carga de explosivos en la boca de la galería, cerrándola para siempre.
Los
terrícolas se miraron asustados.
—
¿Que han cerrado la galería?
—Sí.
—Entonces
nos encontramos enterrados vivos, ¿no? —preguntó Samuel Rute la mar de
asustado.
Dorothy
asintió en el mayor de los silencios. Pat se impuso, como siempre, levantando
los ánimos.
—No
debemos desesperar —dijo—. Esta galería conducirá, seguramente, a alguna parte.
—Desde
luego que sí. A la muerte —dijo Ustinoff.
—Hay
bromas que son de mal gusto y que no estoy dispuesto a tolerar, Inspector.
—Perdona,
Pat —excusóse el gigantón.
—Perdonado.
Pero te ruego que no vuelvas a pensar en voz alta. Cada cual ya tiene lo suyo,
para que venga un tercero a aumentar su zozobra.
Apenas había acabado de decir estas palabras, escucháronse unas extrañas carcajadas, que repercutieron en la galería atronadoramente, al rebotar el eco en ella, que las fue repitiendo de una forma alucinante.
Ustinoff
pegóse al muro granítico, mientras empuñaba fuertemente la pistola. Esperaba de
un momento a otro ver aparecer a una legión de enemigos. Dorothy Lotan, en la
impenetrable oscuridad, buscó la presencia de Pat que, desesperado, trataba de
romper con sus pupilas la negra cortina...
Samuel
Rute, junto a Ustinoff, sentía cómo todos sus músculos se relajaban, mientras
que un peso grande y desconocido se adueñaba de su estómago. Era la presencia
del miedo o de algo que se le parecía mucho.
Pat
reaccionó. Su responsabilidad le hizo sobreponerse.
—Amigos
—dijo con firmeza—. No desesperemos. Hemos de salir de esta ratonera. Si nos
dejamos amilanar estamos perdidos. Pensemos.
Dorothy,
junto a él, quiso cogerle una mano.
—No
saldremos nunca Pat, nunca. Aquí moriremos todos.
—
¡Calla!... —fue su grito desesperado, el grito de un hombre joven que no se
resigna a morir—. Os aseguro que saldremos de aquí, como sea, pero saldremos.
Ustinoff
trataba de hacer funcionar rápidamente su cerebro. Debía encontrar una
solución. Pero no la encontraba. Sus esfuerzos eran inútiles. Fue Pat el que
expuso esta idea:
—Estamos
precisamente bajo el lago, ¿no es eso?
—Sí
—respondió Dorothy.
—Pues
creo que la solución está en hacer un agujero en el muro, hasta que las aguas
invadan esta galería. Saldremos por él al exterior. ¿Lleváis todos el termoequipo?
Todos
lo llevaban.
—Pues
vamos a ponérnoslo enseguida.
El
termoequipo era un traje de un material llamado kultiriciciar, que era
protector e impermeable. Servía para aislar completamente al cuerpo de la
temperatura del medio ambiente. Además, no dejaba penetrar el agua. Se
utilizaba generalmente para las exploraciones submarinas y para las regiones
frías de Saturno o Plutón.
Los
terrícolas, a tientas, buscaron afanosos en las mochilas el termoequipo.
Después procedieron a ponérselo. Una vez dentro de esta aislante protección, lo
cerraron herméticamente con las hebillas-cremalleras.
Una
sensación tibia y suave, de bienestar, se adueñó de sus cuerpos.
—
¿Ya estáis todos vestidos? —preguntó Pat.
—Ya
estamos listos —dijeron Ustinoff y Samuel, casi al unísono.
—Pues
ahora hay que sacar una cuerda. Nos ataremos todos juntos, para evitar que la
corriente se nos lleve, separándonos.
Ustinoff
desenrolló su lazo y después de atárselo fuertemente a la cintura, dio el otro
cabo a Pat.
—Toma.
Yo ya me he atado. Lo he hecho el primero, porque quiero abrir la marcha.
—Está
bien. Dorothy, ¿dónde estás?
—Aquí.
—Ven.
Vamos a atarte fuertemente.
La
Profesora, guiada por la voz, se acercó poco a poco. Una vez tomó la cuerda,
pasósela por el grueso y fuerte cinturón del termoequipo.
—Ya
estoy preparada.
—Ahora
me ataré yo —dijo Pat—. Tú, Samuel, debes destrozar ese muro con varias,
descargas de tu fusil termonuclear. Cuando veas que el agua penetra en la
galería, corre hacia nosotros y cógete de la cuerda. Pero debes hacerlo
rápidamente, si no quieres ser arrastrado por la impetuosidad de la corriente.
Samuel
Rute comprendió lo que Pat quería decirle.
—De
acuerdo. Así lo haré.
—Pero
antes de comenzar a disparar, debes tener preparado el fusil submarino. Ya
sabes que el lago está habitado por unos reptiles muy poco tranquilizadores.
—Bien.
Prepararé el fusil submarino y te lo daré a ti. Así yo podré tener más libertad
de movimientos.
—De
acuerdo.
Samuel
sacó de la mochila varios instrumentos y los fue montando en las tinieblas.
Cuando terminó la costosa operación, dijo:
—
¿Dónde te encuentras, Pat?
—Aquí,
junto al muro.
—Ya
sé dónde estás. Voy a darte el fusil.
Y
a tientas se buscaron. Pat recogió de manos de Samuel el arma submarina.
Después fue retrocediendo unos pasos para decir:
—Estad
preparados —Samuel hablaba con firmeza—. Voy a comenzar a disparar sobre el
muro.
Ustinoff
había atado la cuerda a un saliente rocoso, para evitar que fueran arrastrados
por la corriente.
—Ya
estamos esperándote, Samuel. ¡Adelante!
El
aludido dio unos pasos en la oscuridad. Orientóse, tocando con las manos y
cuando creyó encontrar un lugar bueno para hacer los disparos, llevóse el fusil
a la cara, accionando el gatillo. La descarga de rayos hizo su aparición,
rompiendo el silencio y las tinieblas. El muro rocoso fue tomando una
coloración carmesí. Samuel continuó lanzando rayos termonucleares. Las rocas
graníticas iban tomando cada vez un color más rojo, hasta que llegaron al rojo
blanco de fusión. Unos goterones de roca se desprendieron. Samuel,
imperturbable, siguió haciendo accionar el gatillo y por el ojo oscuro del
fusil continuaron saliendo los mortíferos rayos. Y, de pronto, un ruido ensordecedor
quebró el silencio de la galería. El muro fue resquebrajándose y un chorro de
agua, burbujeante, entró en el corredor. Samuel dio un salto y, guiado por el
resplandor rojizo del granito que se estaba fundiendo, llegó hasta donde
estaban sus compañeros y se cogió fuertemente a la cuerda, para después
atársela al cinturón. Casi no tuvo tiempo de hacerlo. La impetuosidad de la
corriente de agua le arrastró. Pat tuvo que cogerle de la mano con todas sus
fuerzas.
—Ya
estoy bien atado, Pat—dijo Samuel.
El
agua penetraba a raudales. Su fuerza era de una impetuosidad arrolladora, sin
límites. Un ruido ensordecedor lo llenaba todo. Parecía talmente una cascada.
Ustinoff se agarraba con fuerza al saliente del muro, para no ser arrastrado
por la corriente.
En
breves minutos, el agua llenó materialmente toda la galería. Los terrícolas,
con sus termoequipos, no notaban el frío y con sus cascos oxigenantes podían
respirar bien.
—Parece
ser que el agua ya no entra con fuerza. Se ha llenado el corredor y se han nivelado
las fuerzas de presión. Es el momento de buscar la salida —dijo Pat.
Ustinoff,
con mucha precisión, desató el cabo de la cuerda del saliente rocoso y dijo:
—Amigos.
Hay que nadar hacia el boquete. Yo le haré primero y vosotros seguidme.
Y
nadó desesperadamente. Los demás trataron de seguirle. Por fin consiguió el
policía su propósito.
—Ya
estoy en el agujero. Ahora hay que llenar nuestro equipo de oxígeno, para poder
flotar mejor.
Pat
asintió.
—Es
cierto. Abramos la espita de oxígeno y que nuestro equipo se llene. Tendremos
más volumen y flotaremos con más facilidad.
Dorothy
y Samuel obedecieron. Pocos segundos después, los terrícolas parecían unos
globos de goma. Ustinoff, ya en el agujero, dio un fuerte impulso hacia la
superficie. Los cuatro terrícolas, atados unos junto a otros, salieron de la
galería para adentrarse en las tranquilas aguas del lago.
—Ya
estamos fuera —dijo Ustinoff—. Ahora hay que abrir mucho los ojos. Los reptiles
que viven en este lago pueden hacer su aparición.
Samuel
tomó de manos de Pat el fusil submarino y lo preparó, dispuesto a enfrentarse
con aquellos reptiles demoníacos. Pero tuvieron suerte. El impulso de Ustinoff,
así como la fácil flotación de sus equipos, les llevaron, en pocos segundos, a
la superficie. Una vez allí, miraron detenidamente y no vieron a ninguno de
aquellos extraños animales.
—Hemos
salido muy cerca de la orilla —dijo Dorothy— y precisamente a la otra parte de
donde nosotros descendimos. Hay que llegar a la playa.
Ustinoff
nadó con fuerza, arrastrando tras sí a sus amigos. Segundos después, el
gigantón ponía los pies sobre las arenas subterráneas y un suspiro se le
escapaba de los labios. Los demás terrícolas también saltaron a tierra. El
resplandor incomprensible del lago les iluminaba ampliamente.
—Quitémonos
el termoequipo—dijo Pat.
Rápidamente,
los terrícolas se despojaron del equipo y del casco oxigenante.
—Estamos
estupendamente, gracias a tu idea, Pat. Nunca creí que saliéramos de aquella
maldita ratonera.
El
muchacho sonrió a las palabras de Ustinoff.
—Hemos
tenido suerte, eso es todo. Pero ahora tenemos que dedicarnos, con más afán que
antes, a encontrar a ese loco que nos ha regalado con sus carcajadas. Él es el
que tiene en sus manos a Mirella y al Profesor Mahykas.
—
¿Pero cómo lo encontraremos? —preguntó Samuel—. Él conoce perfectamente estas
profundidades. Nosotros vamos a tientas.
—Ya
lo sé. Pero el ánimo es lo último que debemos perder.
Dorothy
envolvió con su admiración a aquel hombre que, en momentos tan terribles como
el que habían pasado, siempre tenía una esperanza y una idea para salvarles de
las situaciones más comprometidas. Y, sin saber cómo, su corazón latió de una
forma desconocida, como jamás había latido por nadie.
*
* *
Los
terrícolas, después de las emociones sufridas, se hallaban completamente
extenuados. Sus músculos se negaban a resistir por más tiempo. Fue Dorothy la
que, sin poderse contener, murmuró:
—Creo
que deberíamos descansar durante un buen rato. Estamos agotados.
Ustinoff
rio a grandes carcajadas.
—Lo
que a mí me pasa, es que tengo un hambre canina.
—Pues
nos tendremos que contentar con las vitaminas que llevamos en nuestras
mochilas. No hay otra cosa.
Las
carcajadas se murieron en la boca del gigante.
—No
me hacen gracia las pastillas. Ahora me comería una buena pierna de cordero,
rociada con varios litros de cerveza. ¡Qué delicia!... —terminó, suspirando y
poniendo los ojos en blanco.
—Sí
—afirmó Samuel—, sería una delicia. No como esto —dijo, mirando
despreciativamente a las pastillas vitamínicas—. Es de mucho alimento, desde
luego, pero se termina tan pronto que apenas se entera el paladar de uno. ¡Qué
asco!
Dorothy
admiró a aquellos hombres que, pese a las situaciones vividas, todavía tenían
ganas de bromear. El único que no tomaba parte era Pat que, sentado junto a uno
de los árboles fibrosos, meditaba en silencio.
Dorothy
se le acercó.
—
¿En qué piensas?
—En
nosotros y en Mirella y el Profesor.
—
¿Crees que todavía los encontraremos con vida?
—No
lo sé. Y eso es lo que me preocupa.
La
muchacha no dijo nada. Los dos se miraron en silencio.
—
¿Quién puede ser el hombre que se reía de aquella forma, cuando estábamos en la
galería?
—Ese
es otro de los problemas que me preocupan —dijo Pat. Y después de una corta
pausa prosiguió—: Sobre nosotros se cierne un terrible misterio. No puedo
adivinar qué es, pero presiento que tiene verdadera importancia. Esos seres
que, tan pronto parecen hombres, como rocas; ese árbol gelatinoso con vida
propia; esa risa alocada, en las mismas entrañas de Marte, me hacen pensar que
aquí, muy cerca de nosotros, hay una fuente de vida, desconocida hasta la fecha
por el hombre de la Tierra, pero de un poder extraordinario. ¿No es esa también
tu opinión?
Dorothy
no contestó al pronto. Después repuso despaciosamente:
—Sí.
Creo que estamos ante un caso mucho más importante de lo que creíamos en la
Tierra —hizo una pausa, para añadir—: Quiero ser sincera contigo, Pat. Cuando
en el despacho del Jefe, nos contaste al Profesor Mahykas y a mí lo que te
había sucedido con aquellos hombres de piedra, no creí ni una sola de tus
palabras. —Pat abrió mucho los ojos. Trató de interrumpir a la muchacha, pero
esta siguió—: Por favor, déjame continuar. Creí que tú conocías perfectamente
la leyenda de esta región y que la aplicabas con una autosugestión, no del todo
culpable. Por eso te di la razón. Yo tenía mucho interés, interés científico se
entiende, en venir a la sima «Golat». Era en mí una obsesión. La oportunidad de
venir aquí, me la prestaban tus declaraciones y me aferré a ellas, como a un
clavo ardiendo. Pero, ya te digo, sin creerte ni una palabra.
Pat
habló rápidamente:
—Pero
eso no estuvo bien. Tú debías saber que yo investigaba un asesinato y que, por
culpa de tu interés científico, podía perder la pista de...
—Sí,
ya lo sé. Cuando subimos a la nave espacial, ya estaba arrepentida de mi
acción. Quise decírtelo, pero no me atreví. Estabas tan entusiasmado, que me
supo mal.
Pat
no respondió. Limitóse a mirar a la muchacha.
—Sé
que no estuvo bien, pero...
—No
pienses más en eso. Afortunadamente, mi idea no era equivocada y seguimos una
pista cierta. Así ha salido todo bien. Tú has podido ver la sima «Golat» y yo
he podido demostrar que mi versión sobre los hombres de piedra no era una mera
invención.
—Sé
que estás resentido conmigo, Pat. Pero te aseguro que ahora quisiera
demostrarte mi confianza.
—No
pienses más en ello, Dorothy. Déjalo. Sé que...
—No,
Pat, no quiero dejarlo. Para mí es muy importante que tú me creas.
—Yo
creo en ti.
—No,
tú estás resentido.
—De
veras que no lo estoy.
—
¿En serio?
—Sí.
—Gracias,
Pat. Me quitas un gran peso de encima.
—
¿Tan importante es para ti mi opinión?
La
muchacha le miró a los ojos.
—Mucho.
Más de lo que tú te puedas imaginar —y al decirlo, sus hermosos ojos verdes
desviaron la mirada del joven y una ligera capa de rubor cubrió sus mejillas.
Pat
notó la emoción de la joven y sintió que su corazón latía desesperadamente.
Desde que la viera por vez primera en el despacho del «viejo» había quedado
prendado de su extraordinaria belleza. Los días que había estado junto a ella,
le habían demostrado que, además de poseer hermosura física, tenía una gran
inteligencia y un alma noble y sincera. ¿Estaría enamorándose? ¿Y por qué no?
Dorothy era una de las mujeres más hermosas que él había conocido. No era
extraño que el amor hubiese hecho presa en su corazón. Sí; estaba seguro.
Ahora, mirando las cosas fríamente, dejando atrás las grandes preocupaciones,
se daba cuenta de que sentía hacia Dorothy algo que jamás había sentido por
ninguna mujer. Pensó en la terrible angustia que había pasado en la galería,
cuando se apagaron las antorchas y no sabía dónde estaba la muchacha. Recordó
el instante en que ella, temblorosa, llena de pánico, se le había abrazado al
cuello. El tibio contacto de su cuerpo, le había hecho estremecer. Sí. No había
duda. Los síntomas eran claros y precisos. Estaba enamorado de la joven.
La
miró detenidamente. Los ojos de uva de la muchacha le hablaron más
elocuentemente que todas las palabras. Le cogió una mano y se la apretó
dulcemente.
—Dorothy,
yo no sé lo que me pasa, pero creo que, cuando termine todo esto, te pediré una
cosa.
—
¿Qué me pedirás, Pat?
—Pues...
Pues tendré que pedirte que te cases conmigo.
Los
ojos de Dorothy se iluminaron con un brillo de felicidad. Acercóse a él. Pat la
abrazó fuertemente. Sus labios se buscaron anhelantes. Y en el maravilloso
silencio que se había hecho, se besaron, en una entrega de amor puro y sincero.
Ustinoff
hizo un guiño picaresco a Samuel Rute. Este miró donde estaban besándose
Dorothy y Pat y sonrió graciosamente.
—Para
el amor no hay latitudes —dijo—. Cualquier sitio es bueno, ¿no te parece,
Ustinoff?
El
policía asintió.
—Desde
luego. Lo malo es que para mí, todos los lugares son igual de malos —volvió el
rostro para no mirarles y sus ojos se desorbitaron—. Por todos los demonios.
¡Pronto! ¡A las armas!... —gritó desesperadamente Ustinoff, dando un salto, al
tiempo que montaba su pistola y hacía fuego...
Pat volvióse, como electrizado. Dorothy se le colgó al cuello, lanzando un grito de horror. Y no era para menos. Más de cincuenta árboles se acercaban a ellos, como bailando una danza macabra. Sus ramas se doblegaban, adquiriendo formas irregulares, que semejaban, las más de las veces, tentáculos gigantescos de pulpo...
—
¿Pero es que estamos en el infierno?
Pat
sintió como una tenaza en el corazón. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Qué era todo
aquello que les circundaba?
—Vamos
—dijo resueltamente—. Ya hemos descansado bastante —su voz sonaba imperativa,
sin que en ella se reflejasen las emociones o los temores que anidaban en su
pecho—. Hay que terminar de una vez con todo este misterio.
Los
terrícolas asintieron. Y ya se disponían a marcharse, cuando oyeron las mismas
carcajadas que en la galería, al tiempo que una voz recia y potente, decía en
un tono siniestro:
—
¡Malditos!... Habéis querido salir indemnes de mis garras. No lo lograréis.
Sois inteligentes y tenéis muchos recursos, pero de todas formas tenéis que
morir. Estáis en posesión de mi secreto y ya no alcanzaréis más la superficie.
¡Yo lo ordeno, yo, que seré el Rey del Cosmos!
Pat
quedóse parado. La voz parecía surgir de las mismas entrañas de Marte. Pero
sobreponiéndose exclamó:
—
¡Eres un loco asesino! ¡No te saldrás con la tuya! Podrás destruirnos a
nosotros, pero vendrán más hombres y acabarán contigo. No seas loco y
entrégate. Es el único medio que tienes de salvar tu pellejo.
Las
palabras de Pat fueron contestadas por una carcajada larga e histérica.
—
¡Insensato! ¿Te atreves a desafiarme? Tú eres el loco, Pat Kilton, loco y soñador.
Pero de poco te van a servir tus tretas. Morirás. Pero no quiero matarte ahora.
Morirás entre los más dolorosos tormentos.
Dorothy
experimentó un involuntario estremecimiento. Aquella voz, aunque completamente
desfigurada, le era familiar. La había escuchado muchas veces. ¿A quién podría
pertenecer? Y como si el desconocido hubiera leído en el pensamiento de
Dorothy, siguió diciendo:
—No
te esfuerces, Dorothy Lotan. Me conoces y hemos trabajado los dos juntos. Pero
de poco te va a servir descubrir mi identidad. Tú morirás como todos, Pero necesito
de tu cerebro privilegiado para fabricar una serie de hombres-piedras, como
habéis bautizado a mis secuaces —y una risa demoníaca se dejó oír en el ámbito
de las soledades subterráneas de Marte.
La
luz se había hecho en el cerebro de Dorothy. Sí; conocía perfectamente al hombre
que les había hablado. No le cabía la menor duda ya. Pero no podía ser.
Escapaba a toda lógica su aseveración. Y, sin embargo, estaba segura de ello...
El desconocido individuo habló nuevamente:
—No
comprendes nada, ¿verdad? Ya lo sé. Todo está preparado para vuestra muerte.
Pero, antes, me divertiré con vosotros —y de nuevo la risa demoníaca retumbó
entre aquellos muros graníticos.
Pat
volvióse a Dorothy. Sus ojos llevaban impresos un angustioso interrogante.
—
¿Le conoces?
—Sí.
Su voz me es familiar. Pero, ¡no puede ser, Pat, no puede ser!
—
¿A quién pertenece?
Dorothy
sintió como un nudo en la garganta. Después repuso, asustada:
—Es
el Profesor Pierre Duval.
Pat
miró a Dorothy. Sus ojos estaban repletos de brillos desconcertantes. ¿Estaría
la muchacha perdiendo la razón? ¿Cómo era posible que hubiese dicho...? No. No
debía haber oído bien. Al Profesor Pierre Duval le asesinaron en su despacho. Él
lo había visto.
Dorothy
abrió los ojos y lanzó una risa histérica, nerviosa. Ustinoff y Samuel la
miraron incrédulos. Pat, al verla de aquella forma, acercóse a ella en dos
zancadas y la cogió por los hombros.
—
¡Dorothy! ¡Dorothy! ¿Qué te pasa? Di, ¿qué te pasa?
La
muchacha seguía riendo y llorando al mismo tiempo, víctima de un ataque
nervioso. Ustinoff acercóse también a ella y le pegó con fuerza en las
mejillas. Pat revolvióse amenazador. Pero se dio cuenta enseguida de que era la
mejor medicina. Ustinoff seguía pegando a Dorothy. La muchacha, al recibir los
golpes, pareció volver en sí de aquel ataque, comenzando a llorar desconsoladamente.
Ustinoff le dijo con cariño:
—Lo
siento, Dorothy. Llora, que eso te hará bien.
La
muchacha desahogó su congoja y ya más calmada, sonrió entre lágrimas a
Ustinoff.
—Gracias.
No sé lo que me ha pasado.
—Muchas
emociones juntas. No sé si podremos resistir más —dijo Samuel—. Si salimos con
vida de esta aventura, terminaremos enfermos del corazón.
Ustinoff
rio alegremente. Se veía que los dos hombres hacían esfuerzos, para alejar de
la mente de la muchacha el dolor y la preocupación.
—Mi
corazón es de acero, amigo. Funciona a las mil maravillas. Nada, ni nadie, lograrán
estropearlo.
Pat
agradeció en silencio las palabras de sus amigos. Se daba cuenta de lo que
intentaban. Dorothy se fue calmando paulatinamente. Y cuando Pat la vio más
sosegada, habló con rapidez:
—Dorothy.
Quiero que me contestes a unas preguntas. Pero no te precipites. Ese hombre ha
dicho que tú le conoces y que has trabajado con él. ¿Sabes quién es?
Dorothy
miró a Pat. En sus ojos había como una súplica.
—Ya
te lo dije antes. Esa voz, tengo la seguridad que es la del Profesor Duval.
—Pero,
Dorothy, eso no puede ser, compréndelo, no puede ser. Al Profesor Duval lo
mataron. No puede estar aquí, porque lo mataron —y recalcó la palabra, como
para hacérsela grabar en el cerebro de la muchacha.
—Lo
sé, Pat, lo sé. Es una locura. Pero... —en sus ojos nació una luz de
esperanza—. ¿Tú viste el cadáver del Profesor Duval?
—Sí.
—
¿Y lo reconociste?
—Ni
yo, ni nadie, podría haberlo hecho. Le descargaron un chorro de rayos masivos
en pleno rostro. Estaba completamente carbonizado.
—
¿Entonces, cómo sabes que el cuerpo aquel era el del Profesor?
Pat
meditó unos segundos. La duda iba haciendo presa en su ánimo.
—
¡No!... —gritó—. No trates de convencerme, Dorothy. Era el Profesor. Estaba en
su despacho. Su secretaria dijo que le había visto allí. ¡Era él, no te quepa
la menor duda!
—Y
si era él, ¿de quién es esa voz que hemos oído?
—No
lo sé —dijo Pat—. Tú eres la única que puede saberlo. Tal vez se trate —continuó,
entusiasmado con su nueva idea— de Raúl Richer, el ayudante del Profesor Duval.
—No
—dijo tercamente la muchacha—. No es la de Raúl. Conozco muy bien esa voz y no
es la suya.
—
¿Cómo puedes estar tan sé aura de lo que dices? Recuerda que Mary Duval me dijo
que su prometido, Raúl, estaba aquí en Marte. Él conocía perfectamente todos
los secretos del Profesor y... sí, Dorothy, creo que es él el que...
—
¡No! —gritó la muchacha. Su grito era como un alarido desgarrador.
—Pero,
¿por qué no?
—Porque
Raúl Richer... ¡No me obligues a decírtelo, Pat, no me obligues! —y se echó a
llorar desconsoladamente.
Ustinoff
y Samuel miraron a la muchacha, sin comprender el porqué de su extraña actitud.
Pat acercóse a ella y le habló suavemente.
—Mira,
Dorothy. No es momento, ni instante, para ir con secretos. Yo te quiero, lo
sabes. Deseo hacerte mi esposa. Pero estamos en una situación bastante
comprometida. ¿Por qué no hablas? Te sentirás mucho mejor después de descargar
tu secreto. Hazlo, Dorothy, por ese amor que leo en tus ojos.
La
muchacha dejó de llorar, enfrentándose con Pat.
—Está
bien. Tú lo has querido —dijo resueltamente—. Raúl Richer es mi hermanastro.
—
¿Tu hermanastro?
—Sí.
Mi padre, al quedar viudo, se volvió a casar con una mujer muy buena. Ella
también era viuda y trajo al matrimonio un niño de mi edad, poco más o menos.
Ese niño era Raúl. Creció junto a mí y nos queremos entrañablemente, como si
fuéramos hermanos de verdad. Cuando yo ingresé en la Escuela de Geología, él se
graduó en la Universidad de Física y Química. Allí es donde conoció al Profesor
Duval. Este, al verle un muchacho despejado e inteligente, ofrecióle el cargo
de ayudante. Raúl aceptó encantado. Después conoció a Mary y se prometió a
ella. Fue en la época en que Mary todavía no había desembocado en su manía.
Después, al ocurrirle aquella desgracia, Raúl sintió lástima de ella y siguió
sus relaciones. Pero Raúl ya no estaba enamorado. Mary perdió la razón por
completo. Su padre, el Profesor Duval, comprendió los sentimientos de Raúl y
hasta los justificó en un principio, pero eso solo fue en apariencia. Trató por
todos los medios de perjudicarle... Le envió a ciertas empresas peligrosas, con
el único afán de verle desaparecer. Todo esto me lo contó Raúl, poco antes de
venirse a Marte. Si lo hizo, fue por encargo mío, para que huyera de las iras
del Profesor.
Pat
estaba hecho un verdadero lío. Había tenido la esperanza de que aquel loco
asesino, que se escondía entre las entrañas de Marte, fuese Raúl Richer. Pero
ahora todo era distinto. ¿Quién sería? Desde luego, no podía comprender, ni
admitir, que fuese el Profesor Duval. Este estaba muerto. Pero... ¿Y si tenía
razón Dorothy? ¿Y si el cuerpo allí encontrado no era el del Profesor? Pero,
¿de quién, entonces? No podía haber mentido también la secretaria. No. Eso
estaba descartado.
Pat
sacudió la cabeza, para apartar de su mente aquellos pensamientos.
—Sea
quien fuere, Dorothy, no nos interesa saberlo, de momento. Ya lo sabremos
cuando llegue la ocasión...
—De
morir, ¿no? —dijo la muchacha seriamente.
Pat
rio divertido.
—Ni
mucho menos, cariño. Pienso casarme contigo y tener, por lo menos, media docena
de chiquillos.
La
muchacha, pese al estado de ánimo en que se encontraba, sonrió alegremente.
*
* *
Mientras
Pat y sus compañeros estaban en las entrañas de Marte, tratando de conseguir
descifrar aquel misterio, en la Tierra sucedían cosas bastante extrañas. Dos
torres de lanzamiento, habían volado por los aires, víctimas de un criminal
sabotaje. Varios puentes habían seguido la misma suerte que las torres y hasta
tres cuarteles, donde se guardaban los robots teledirigidos, verdaderas
fortalezas de acero, habían sido destruidos.
Estos
hechos habían movilizado tanto a la Policía Federal como al Departamento de
Defensa de la Tierra y todos sus miembros se movían con rapidez y premura para
poner al descubierto la criminal banda que se dedicaba a hacer aquellos sabotajes.
La
Policía conjunta había conseguido apoderarse de detalles que inducían a pensar
que los sabotajes estaban preparados y llevados a término, por unos seres
demoníacos, mitad hombres y mitad piedra.
Cuando
Keit Man, el Jefe Superior de la Policía Federal de la Tierra, leyó los
informes, creyó volverse loco de contento.
—Estos
informes coinciden exactamente con el que, en cierta ocasión, me mandó Pat
Kilton y yo lo tomé por loco —decía en aquel momento, en una reunión de altas
jerarquías.
—Sí;
ya recuerdo que me lo dijo —asintió Tuemer Hyl, el Jefe Superior del
Departamento de Defensa, un hombre delgado y extremadamente alto—. Si no me es
infiel la memoria, ese Pat Kilton, con un equipo de científicos, se marchó a
Marte, a descubrir ese misterio, ¿no es así?
—Efectivamente.
—
¿Y qué se sabe de él?
—Todavía
nada. Solo recibí un mensaje, el día que llegaron a la sima «Golat» y se
introdujeron en ella.
—
¿Y no le parece raro ese silencio?
El
«viejo» rio complacido.
—Pues
no. Conociendo como conozco a Pat Kilton, no me parece raro. Es hombre que no
gusta demasiado de mensajes. Solo los lanza cuando son absolutamente
necesarios.
—
¿Cree usted que estará sobre una pista segura?
—Sí.
En caso contrario, ya hubiese mandado una llamada, diciendo que allí no había
nada interesante.
—
¿Y si ha muerto?
El
«viejo» repuso rápidamente:
—No.
Pat tiene siete vidas, como los gatos. Su piel es muy dura. Vive; estoy seguro
y además se hallará pisándole los talones al jefe o jefes de esta criminal
organización.
—Muy
seguro está usted, Man.
—Conozco
perfectamente a mis hombres.
—
¿Y no sería conveniente que enviásemos a algunos más de refuerzo?
—No
me atrevería a hacerlo, sin habérselo pedido antes a Pat. Cuando él no ha dicho
nada, es porque nada necesita.
—
¿Y qué hacemos nosotros?
Keit
Man quedóse pensativo durante medio minuto.
—Mi
opinión es que se vigile estrechamente todos los puntos interesantes, para que
no se vuelvan a repetir estos sabotajes. De lo demás, dejemos a Pat Kilton. Él
sabe bien lo que hace.
—Está
bien. Usted comenzó este asunto y a usted le corresponde llevar la iniciativa
del mismo. Pero yo...
—No
tema. Todo saldrá bien —afirmó con aire de suficiencia el Jefe de la Policía
Federal de la Tierra.
*
* *
Keit
Man no hubiera estado tan seguro de lo que afirmaba, si hubiera sabido la
situación en que se encontraban Pat y sus amigos. Este, no había enviado ningún
mensaje a la Tierra porque la batería que hacía accionar la emisora estaba
descargada e inutilizada, por tanto. En caso contrario, ya hubiese comunicado
con el Departamento, para que le enviasen nuevos refuerzos. Pero así, no tenía
más remedio que seguir adelante, con las únicas fuerzas de que contaba.
Ustinoff,
el eterno optimista, era el único que, pese a la situación tan enrarecida que
respiraban, se encontraba perfectamente tranquilo.
—Ya
es hora —estaba diciendo— de que nos pongamos en marcha. Tengo ganas de verle
la cara a ese tipo. Les juro que, cuando le vea, tengo que ponerle en la tripa
toda la carga de mi pistola de rayos.
—Para
eso, antes tenemos que saber dónde se esconde —dijo Samuel.
—Lo
sabremos.
Pat
había reflexionado mucho sobre el asunto.
—Mira,
Dorothy, creo que lo mejor que puedes hacer es quedarte aquí, mientras nosotros
tres nos lanzamos a la búsqueda de ese loco.
La
muchacha le miró asustada.
—No,
Pat, no me dejes. Iré con vosotros.
—Pero
es que podemos correr muchos peligros.
—Me
da lo mismo. Aquí sola, me volvería loca.
—Está
bien. Vamos a someterlo a votación. Ustinoff, ¿usted qué cree?
—Que
debe seguir a nuestro lado. Aquí, sola, perdería la razón Dorothy, lo mismo que
cualquiera de nosotros. El silencio, la soledad y los misterios que estas
entrañas albergan, son capaces de destrozar el sistema nervioso más
equilibrado.
—Soy
de la misma opinión de Ustinoff —dijo Samuel Rute.
—De
acuerdo, pues, no se hable más. Ya estamos todos de acuerdo —afirmó Pat—.
Adelante, muchachos. Vamos a enfrentarnos con ese loco y sus monstruos. Que
cada cual lleve las armas preparadas, porque a partir de aquí, creo que vamos a
tener que emplearlas más de lo que quisiéramos. ¡En marcha!...
Los terrícolas se levantaron. En el ánimo de todos estaba defender sus vidas al precio que fuere y llegar al fondo de aquel misterio, que bien podría poner en peligro la paz de la Tierra...
Los cuatro terrícolas siguieron avanzando por entre escarpados peligrosos. Abría la marcha, como siempre, el gigantesco Ustinoff. Iban callados, con los ojos bien abiertos y apretando fuertemente sus pistolas, como intuyendo la cercana presencia de unos enemigos invisibles.
—
¡Ahí hay otra galería, Pat!
—Entremos
en ella.
Con
una admirable decisión, los terrícolas desaparecieron por aquella galería.
Nuevamente tuvieron que utilizar las antorchas eléctricas, dada la oscuridad
que allí reinaba. Durante un largo tiempo, de horas, caminaron por entre
aquellas paredes de rocas blancas y angulosas. Extremaron la vigilancia. A
pesar de que la galería era bastante ancha, iban unos detrás de otros, en una
perfecta fila india. Tenían los músculos tensos y los ojos más abiertos cada
vez.
—Esto
no parece tener fin.
—A
algún sitio saldremos.
—Miren
allá. La galería hace un recodo.
Se
detuvieron. Efectivamente, la galería, hasta entonces recta completamente, daba
ahora un recodo violento y extraño. Con las antorchas eléctricas iluminaron,
hasta donde les fue posible, aquella alteración. Y, al hacerlo, se quedaron
sorprendidos. Del suelo, cerca de la vuelta que daba la galería, vieron
levantarse una sombra enorme, de aspecto humano.
—
¡Fuego!...
Se
oyeron tres sordas detonaciones, que conmovieron el pasadizo. Pat y Ustinoff
habían disparado como una exhalación. La sombra desapareció rápidamente de su
vista. Los terrícolas corrieron hacia ella con todas sus fuerzas. Pero no
vieron a nadie. Doblaron el recodo que hacía la galería. Nada, No había nadie
en absoluto. Solo un silencio hostil, que parecía arrastrarse por entre las
rocosas paredes, con una elasticidad de alados reptiles.
—
¡Por todos los demonios del infierno! Hemos fallado, Pat.
—Así
es.
—
¿Quién podría ser?
—Un
amigo, seguro que no.
—Era
un hombre de piedra, por su forma de moverse.
—No
me extrañaría nada —Pat se detuvo unos momentos, antes de proseguir—. Debemos
extremar las precauciones. Estos repulsivos seres pueden darnos un disgusto, si
no estamos preparados para repeler cualquier agresión.
Todos
asintieron en silencio. Poco después, seguían adelante por la galería. Esta
moría a media milla escasa del recodo, desembocando en una especie de plazoleta
rocosa y abrupta. A la vista de ella, los terrícolas experimentaron una extraña
sensación. La completa aridez de aquel paraje y su pelada brusquedad, les
deprimía. No se sentían a gusto. Sin embargo, estaban tan cansados, que
decidieron hacer un alto para reponer las fuerzas.
Se
sentaron. De las mochilas fueron sacando los comprimidos vitamínicos, único
alimento de que disponían. Ustinoff gruñía por semejante comida. Aunque
conseguía hartarse con las pastillas, no experimentaba placer alguno y esto le
sacaba de quicio. Los demás se distrajeron con su enfado. Cuando acabaron
aquella operación, más científica que comestible, se tumbaron por el suelo.
Dorothy levantóse, decidida a examinar el lugar en que se encontraban.
Distintamente a lo que habían visto hasta entonces, la plazoleta aquella en que
estaban carecía del menor indicio de vida. Allí era todo seco, muerto, con una yermez
que se ahogaba en la enrarecida atmósfera. De pronto, Dorothy lanzó un grito
terrorífico.
—
¡Aaaah! ¡Mirad!...
Los
tres terrícolas se levantaron, como si estuvieran electrizados.
—
¿Qué ocurre, Dorothy?
—
¡Las rocas!
El
espectáculo que contemplaron fue algo capaz de cortar la respiración. Las rocas
comenzaban a animarse en derredor suyo, saliendo de entre ellas más de casi una
veintena de hombres de piedra. Pat, Ustinoff y Samuel Rute no se anduvieron con
contemplaciones, comenzando a disparar. Cayeron muchos de estos monstruos de
pesadilla, pero surgían de todas partes y pronto fue imposible, utilizar las
armas. Entonces, tuvieron que defenderse con los puños. La lucha fue a muerte y
sin cuartel. Pero esta vez, las cosas no se presentaron para los terrícolas ni
tan claras ni tan fáciles como hasta ahora. Aquellos monstruos sabían luchar y
eran duros, como la misma roca de que estaban formados sus cuerpos.
Ustinoff
rodó por el suelo con dos hombres de piedra encima. Samuel se hallaba en una
apurada situación y un par de ellos habían cogido a Dorothy, que gritaba con
todas sus fuerzas, dispuestos a llevársela. Pat corrió en defensa de la
muchacha. Pero, apenas pudo dar unos pasos. Un hombre de piedra lo derribó de
un fulminante puñetazo en la mandíbula. Aquello fue la fortuna de los
terrícolas: Pat fue a caer cerca del fusil termonuclear de Samuel Rute. Lo
cogió tembloroso. Con unos saltos felinos, de verdadero luchador, zafóse de la
embestida de dos monstruos que se le venían encima impetuosamente. Enseguida
echóse el fusil a la cara y disparó sobre los que se llevaban a Dorothy. Estos
cayeron muertos al suelo. Pat no concedió importancia ninguna a su buena
puntería y siguió disparando. Los que tenían casi vencido a Ustinoff, también
fueron abatidos por la espalda, entre alaridos bestiales. El gigantesco
Ustinoff, que había recibido lo suyo y estaba por ello de mi genio endiablado,
encargóse de acabar con el que estaba teniendo a raya a Samuel Rute. Tres o
cuatro más de aquellos monstruosos seres, corrieron a camuflarse entre las
rocas, al ver el juego malparado. Pero Pat y Ustinoff, que eran los que primero
se habían repuesto, dispararon sobre ellos, no dejándoles llegar siquiera a las
rocas.
—Listos,
Pat.
—Se
acabó, la fiesta, por ahora.
—Sin
embargo —repuso Pat, que había corrido hasta Dorothy, que estaba la pobre con
los nervios deshechos—, estos malditos monstruos parecían más fuertes que los
que nos atacaron hasta ahora.
—Dímelo
a mí —dijo Ustinoff—. Pegaban duro los condenados.
—Por
un milagro podemos contarlo.
Pat
sonrió. Entre sus brazos estaba Dorothy, acurrucada, sin decir nada, todavía
bajo la impresión de aquel ataque inesperado. Pat besó sus largos cabellos
rubios, atrayéndola hacia sí, con amorosa suavidad.
*
* *
Nuevamente
se pusieron en marcha. Samuel Rute había sacado de su voluminosa mochila varios
tubos y con ellos había montado dos fusiles termonucleares más, para Pat y Ustinoff.
Estas armas eran de más precisión y largo alcance. Y en vista del cariz que
estaban tomando las cosas, toda prevención era poca. Montaron, pues, los
fusiles, cargándolos con rayos múltiples y siguieron adelante, sin
vacilaciones.
Sin
casi darse cuenta, se adentraron por un valle también rocoso, pero cuya vista
cambiaba un tanto la decoración, quitándoles el mal efecto causado por aquella
plazoleta del demonio. Allí había vida. Efectivamente, se veían árboles,
fibrosos y sin hojas, pero árboles al fin, que ponían una nota nueva al
paisaje. También vieron unas plantas parecidas a nuestras chumberas y otras de
hojas anchísimas y redondas, de color ceniza, que parecían arrastrarse por el
suelo.
Los
terrícolas avanzaron. Cuando ya estaban a más de la mitad del valle,
descubrieron a lo lejos que este quedaba cerrado por unas imponentes montañas
graníticas, casi cortadas a pico.
—Esto
tiene los visos de una encerrona, Pat.
—Sí
—repuso este—, no se ve salida alguna.
—
¿Habremos equivocado el camino?
—No
lo sé.
Dorothy
intervino, entonces.
—
¿Qué es aquel resplandor rojizo que se ve a nuestra derecha?
—A
ver.
—No
sé qué pueda ser.
—Vamos
allá.
Con
rapidez se encaminaron hacia aquel lugar. Pero, entonces, el suelo comenzó a
retumbar sordamente. Todo el valle agitóse, bajo el estruendo de un pavoroso
ruido. Al mismo tiempo, oyéronse como unos gemidos bestiales, de sirenas
humanas, de una potencia extraordinaria. Por momentos se acercaba más y más
aquel ruido y aquellos gemidos. Los terrícolas estaban asustados. Se habían
encogido sobre sí mismos y, en pleno valle en donde se encontraban, habíanse
quedado quietos, mudos, sin saber qué determinación adoptar, ante el peligro
que se les venía encima.
—
¡Allá, Pat! ¡Mira!...
—
¡Por todos los diablos!
—
¡Es espantoso!
El
que producía aquellos ruidos y daba gemidos bestiales, era un animal monstruoso
y alucinante. Mediría más de treinta yardas y era de un color verdoso sucio, de
lo más repulsivo. Tenía el cuerpo enorme y grueso, cubierto por un caparazón
que sostenían cuatro pares de patas cortas y también gruesas, con pezuñas, que
eran garras al mismo tiempo. Su espina dorsal estaba rematada por unas aletas
duras y erizadas, que ascendían por su cuello larguísimo, hasta su cabeza. Esta
era ancha y de forma achatada, luciendo un enorme cuerno blanco en la frente.
Los ojos eran saltones y muy grandes. La boca horrible de descomunal y armada
por dos hileras de colmillos retorcidos, que dejaban ver una lengua pastosa y
larga, que se movía ondulante. Y su nariz era negra y abierta, por donde
escapaba el vaho de su cuerpo, en columnas de humo blanquecino, que despedía a
cortos intervalos.
—
¡Vaya palomita! —exclamó Ustinoff, con una voz que le sonó extraña a él mismo.
—Pues
viene hacia nosotros.
—Sí.
¡Va a atacarnos!
—
¿Qué hacemos? —preguntó Samuel Rute la mar de nervioso.
—
¡Separémonos, aprisa! ¡No hay tiempo que perder!...
Los
terrícolas obedecieron. Se separaron, corriendo con todas sus fuerzas. La idea
era buena. El monstruo, que se acercaba enfurecido por la presencia de aquellos
intrusos, no podría atacarles en grupo. Los gemidos que lanzaba eran espeluznantes
y desgarradores. Ustinoff había marchado a la izquierda y Samuel a la derecha,
quedando Pat y Dorothy para hacerle frente. Seguía retumbando el suelo del
valle, bajo las ocho patas del terrible animal, que se acercaba amenazadoramente.
—
¡Fuego!... —gritó Pat, con los músculos en una tensión nerviosa indescriptible.
Sonaron
las descargas de rayos masivos de los fusiles termonucleares. Pero los impactos
rebotaron, de una forma alarmante, sobre el caparazón que cubría el cuerpo del monstruo,
sin hacerle el menor daño. Volvieron a disparar, pero los efectos fueron los
mismos. Y la monstruosa bestia se acercaba cada vez más.
—Estamos
perdidos, Pat —sollozó Dorothy.
—Échate
al suelo. Voy a hacerle frente.
—
¡No! ¡No, Pat, no!...
Pero
el animal habíase dirigido hacia Ustinoff, a quien derribó de un trompazo.
Girando enseguida sobre sus cortas patas, volvióse hacia Pat.
—
¡A los ojos, Samuel! ¡¡Dispara a los ojos!! —gritó enloquecido Pat, al tiempo
que sacaba su largo cuchillo, dispuesto a vender cara su vida.
Mas
no fue necesaria su intervención. Samuel Rute, el experto en armas, había
apuntado con mucho detenimiento a los ojos del animal, disparando
simultáneamente cuatro descargas de rayos. El monstruo, apenas a unas yardas de
Pat, lanzó un alarido agónico de bestial dolor y cayó al suelo, con los ojos
destrozados, retorciéndose entre estertores mortales. Después, muy poco a poco,
fue desintegrándose, hasta quedar reducido a un enorme montón de polvo
blancuzco, que despedía un hedor insoportable.
Atendieron
a Ustinoff. El gigante no tenía más que el magullamiento propio del porrazo
sufrido. Estaba bien, aunque maldecía y juraba por todos los demonios, que no
volvería a ocurrirle semejante cosa. Samuel Rute apenas hablaba. Era el más
afectado de todos, a pesar de haber sido el artífice directo de la victoria.
Pat todavía estaba dominado por un nerviosismo fuera de serie y empuñaba su
largo cuchillo, apretando los dientes con rabia.
—No
ganamos para sustos, ¿eh?
—Ha
sido una visita muy inoportuna.
—Hemos
estado a punto de caer bajo las garras de ese monstruoso animal.
—Sí
—dijo Pat, que se había repuesto y se estaba guardando el cuchillo en su
funda—. Ha sido algo horrible. Pero ya ha pasado. Sigamos adelante.
Otra
vez se encaminaron hacia el resplandor rojizo. Se trataba de la entrada de una
galería. Aquella, al parecer, era la única salida del valle. El resplandor era
semejante al producido por millares de rubíes, a quienes iluminara la luz de un
sol vivísimo. Sin embargo, allí no había sol, sino tan solo una luz mortecina
que se filtraba por las grietas del rocoso techo y mucho menos había rubíes, ni
nada que se les pareciera.
—
¿A qué se deberá ese color rojo sangre, Dorothy?
—No
lo sé exactamente. Tal vez —repuso la muchacha— sea por causa de la
fosforescencia de sus rocas, de una materia desconocida para nosotros, que al
descomponerse en irisaciones rosáceas, le da ese color rojo fuerte. El
resplandor es limpio y de una brillantez enorme, por lo que me inclino a creer
en esta extraña fosforescencia rojiza.
Los
terrícolas se metieron para dentro de aquella galería. Su aspecto era de una
espectacularidad sin límites. Sus rostros adquirían la coloración rojiza que
emanaba sus rocas, envolviéndoles en un cierto aire de alada fantasía o de
fantasmagórica ilusión. La galería era de regulares proporciones, aunque algo
baja de techo. Y no era muy larga. Apenas tuvieron que caminar por ella durante
unos minutos escasos. Al final de los cuales, llegaron a un lugar que les dejó
completamente atónitos.
—
¡Es maravilloso!
—
¡Por todos los diablos! ¿Veis vosotros lo que yo veo o estoy soñando?
—No
estás soñando, Ustinoff.
—
¡Parece increíble!
—
¡Un paraíso!
Estas
fueron las exclamaciones que lanzaron los terrícolas, apenas salieron de la
galería roja. Y no era para menos. Ante su vista se extendía una tierra
paradisíaca, abierta a la exuberancia y a la ilusión. Campos enormes, de tierra
fértil, se veían entremezclados con árboles, muchos árboles cargados de frutos,
que crecían en una completa libertad. Lo mismo que hierbas verdes y jugosas y
plantas de vistosa rareza y flores, flores rotas que abarcaban toda la gama de
colores que pueda imaginarse, en una exposición que subyugaba en evolutivo e
inefable éxtasis. No hacía calor, ni frío. El tiempo era templado, de una
tibieza primaveral, que encajaba perfectamente en aquel marco de formidable
vegetación. Un río de limpias aguas discurría mansamente en uno de los costados
de aquella tierra incomparable. El ambiente era suave, estático, casi acariciante.
Una luz fuerte, de una blancura sin igual, parecida a la de un sol de mediodía,
entraba por la destrozada bóveda, dejando ver un cielo de nítida y azulada
coloración... Aquello era un regalo, un paraíso desconcertante, que suspendía
el ánimo, enclavado en las mismas entrañas de Marte que, como un refugio, se
ofrecía invitándoles al descanso y a la felicidad.
Los
terrícolas, con Pat y Dorothy al frente, se adentraron por aquellas tierras,
paradisíacas, admirando la incomparable belleza que se desparramaba en un derroche
por todas partes.
—No
sé si estaré volviéndome loco —dijo Ustinoff— pero esto es soberbio.
—Aquí
se respira —fue la contestación de Samuel Rute, con una complacencia que se le
escapaba por los ojos.
—Yo
no tengo palabras para expresar lo que siento —dijo Dorothy.
Pat
sonrió a la muchacha.
—Aquí
me quedaría a vivir contigo, Dorothy, para toda la vida.
—Sí,
Pat. Es precioso todo esto. Parece —siguió diciendo la joven admirativamente— como
si fuera un trocito de cielo que hubiera bajado para compensamos de tantos
sobresaltos y amarguras.
—Sí
que es verdad.
Con
una ansiedad indescriptible, se despojaron de las mochilas, mantas, cuerdas,
etc., que llevaban. Enseguida fueron a coger frutas de los árboles copudos y
bajos, que abundaban por todas partes. Las frutas que cogieron eran iguales que
las de la tierra, pero de tamaño bastante superior. En las orillas frescas de
aquel río, se sentaron a comer con un envidiable apetito. Ustinoff vengóse del
tiempo que había tenido que soportar las pastillas vitamínicas. Y cuando todos
se hubieron hartado, decidieron bañarse en el río. Las aguas eran tibias y
agradables y suponían una provocación, a la que era difícil sustraerse. Se
despojaron, pues, de sus ropas y, tan solo envueltos en los exiguos bañadores,
se metieron en el río que por cierto era de muy poca profundidad.
Durante
un buen rato gozaron de las delicias de aquel baño. Y les hizo mucho bien. Fue
un sedante para sus nervios. Todos descansaron agradablemente. Una sensación
alegre y optimista se apoderó de ellos después de la inicial laxitud que
experimentaron sus cuerpos al contacto con las aguas. Por un momento se
olvidaron de la expedición, del motivo que la había provocado e incluso del
peligro que habían corrido y que aún estaban corriendo. Solo la agradable
frescura de aquel esparcimiento llenaba su mente. Se sentían felices. Las aguas
de aquel río eran limpias y de una transparencia tal, que podía verse su fondo
sin esforzarse gran cosa. Bucearon a placer, nadando por toda su anchura, en un
alarde de los conocimientos y destrezas de cada cual. Hasta que, al fin,
decidieron salir. Pero al volverse para regresar a la orilla, donde habían
dejado sus ropas y demás pertrechos, los terrícolas se quedaron mudos de
asombro y de terror.
En los mismos márgenes del río, centenares de hombres de piedra les observaban fijamente, en el mayor de los silencios, con una actitud que se suspendía en escalofríos alucinantes...
— ¡Los hombres de piedra, Pat! —gritó Dorothy.
Hubo
un silencio expectante, que hizo fruncir el ceño a los terrícolas.
—
¿Qué hacemos?
Ustinoff
repuso, enloquecido por la impotencia:
—Lucharemos
hasta la muerte, si es preciso.
—
¡Un momento, Ustinoff! —replicó Pat, imponiéndose seriamente—. Soy yo el que
manda aquí y el que ha de tomar las decisiones.
—Pero
Pat...
—
¡Silencio, por favor!... No empeoremos nuestra situación, dejándonos llevar por
los nervios —el cerebro de Pat funcionaba con una vertiginosa rapidez. Estaba
inquieto. Un desasosiego extremado martilleaba sus sienes—. No podemos luchar —dijo
al cabo—. Sería un suicidio estúpido. Hay centenares de esos malditos monstruos
y estamos desarmados por completo.
—
¿Y vamos a rendirnos?
Pat
estuvo pensando medio minuto, antes de responder:
—Creo
que lo único razonable es eso, rendirnos. Hacerles frente, en estas
condiciones, pasaría de temeridad y no quiero que corramos ese riesgo. Nos
entregaremos de momento y ellos mismos nos llevarán hasta donde queremos ir.
—Eso
es tanto como condenarnos —intervino, con los nervios deshechos Samuel Rute—. Solo
nos esperará la muerte, si hacemos eso.
—Y
si no lo hacemos —fue la réplica violenta de Pat— tendremos la muerte
enseguida, sin tener que esperarla siquiera. Creo que la elección no es dudosa.
Ustinoff
habló entonces.
—Sí.
Tiene razón Pat.
—Yo
estoy horrorizada —dijo Dorothy.
—Tienes
que sobreponerte. No pasará nada, si me obedecéis.
—Tengo
miedo.
—Por
favor. Demos de armarnos de valor y de serenidad, porque nos va a hacer mucha
falta.
—
¡Oh, Pat!...
—Seguidme
todos.
Silenciosamente,
los cuatro terrícolas se acercaron a la orilla. Los hombres de piedra no se
movieron en absoluto. Había tantos, que era imposible contarlos. Su aspecto no
podía ser más repulsivo. Llevaban la cabeza rapada e iban envueltos con unas
túnicas blancas, amarillas o azules. Su estatura era mediana, pero se les veía
de fuerte constitución física, aunque sin exageración. Tenían la piel de un
color tierra ennegrecida, facciones angulosas y achatadas y largos colmillos,
en vez de dientes, que sobresalían, cruzándose por encima de los labios. La
nariz era abierta y aplastada y los ojos diminutos, casi imperceptibles, pero
vivos y de un mirar duro y cruel.
Cuando
Pat y sus amigos llegaron a tierra, sin dejarles tiempo a nada, unos cuantos de
estos monstruos les arrojaron varios puñados de una especie de arena verdosa
que, al contacto con el aire, trocóse en un humo negro, pestilente y nauseabundo,
que les envolvió como en una mordaza impalpable. Al desaparecer, momentos
después, este humo negro, Pat, Dorothy, Ustinoff y Samuel Rute yacían por el
suelo desmayados...
*
* *
Al
volver en sí, Dorothy, encontróse en una habitación lujosamente amueblada, toda
de mármol blanco. No supo al pronto qué es lo que le había ocurrido. Después,
fue recordando el baño en el río, la trágica salida, bajo la expectación de los
hombres de piedra y aquel humo asfixiante que les privó del sentido. Un
estremecimiento involuntario recorrió su maravilloso cuerpo, al darse cuenta de
que estaba en poder de aquellos seres demoníacos. Miró en torno suyo. Junto a
ella estaba la joven Mirella Brich.
—
¡Mirella!
—
¡Dorothy!
Las
dos muchachas se abrazaron emocionadas y llorosas. Cuando se serenaron, la
espeleóloga puso al corriente a Dorothy de su captura por aquellos monstruos y
de su forzada reclusión en el apartamento en que se encontraban. Nadie le había
hecho daño alguno, pero estaba allí aterrorizada y con los nervios destrozados,
por aquella soledad que la circundaba. Excepto a un par de aquellos hombres de
piedra, que le traían comida diariamente, no había visto a nadie desde que la
cogieron. Pero el temor que sentía, la estaba volviendo loca.
—
¿Y Pat y los demás? —preguntó ansiosamente.
—No
sé qué pueda haberles ocurrido —repuso inquieta Dorothy—. Estarán, sin duda,
también prisioneros, como nosotras. Lo único que recuerdo es que salíamos
juntos de las aguas de aquel río, cuando...
Mirella
envolvióla en una mirada llena de angustia.
—Yo
estoy muy asustada.
—Lo
comprendo. Tampoco yo estoy tranquila.
—He
estado tan sola durante este tiempo que... —la joven espeleóloga se detuvo, con
el espanto reflejado en su bello rostro—. ¿Qué nos espera aquí, Dorothy?
—No
lo sé.
—Tengo
los nervios a punto de estallar. ¡Dios mío!...
—Mirella,
por favor.
Pero
la joven habíase anegado en llanto. El terror que sentía, se había apoderado de
ella y, sobresaltada y llorosa, echóse de nuevo en los brazos de Dorothy que,
inútilmente trataba de calmarla. Y en esta actitud, se abrieron las puertas del
apartamento y varios hombres de piedra entraron, obligándolas a seguirles. Las
muchachas, temblorosas y más asustadas que nunca, obedecieron. Los monstruos
las llevaron hasta una gran sala, al parecer desierta. De detrás de unas
cortinas, alguien les habló, con una voz extraña para ellas.
—Buenos
días, señoritas. La aventura ha llegado a su final, como veis. Os tengo a todos
en mis manos y nada, ni nadie, os podrá salvar de una muerte cierta —la voz
calló durante unos segundos tensos, que les parecieron siglos—. He dicho que
nada, ni nadie, os podrá salvar de la muerte y creo que me he excedido. Hay una
cosa que os puede salvar, y depende de ti exclusivamente, Mirella Brich —la voz
se detuvo nuevamente, para agregar—: Voy a hacerte una proposición. Quiero
casarme contigo. He cometido la estupidez de enamorarme de ti. Debilidades
humanas. Si accedes de buen grado, tú y tus amigos viviréis aquí, en este
paraíso, sin sufrir daño alguno. Si no accedes, os entregaré a mis monstruos,
estos hombres de piedra que estoy domesticando, y vuestra muerte será
espantosamente horrible. Sí; porque mis hombres practican el canibalismo, son
antropófagos, incluso entre ellos mismos. Vuestra carne blanca será un bocado exquisito
para ellos —otra vez calló la voz—. Mirella Brich, tienes todo el día de hoy
para decidirte. Si te unes a mí, te haré feliz y serás la reina del Cosmos, la
reina del Universo entero. ¿Qué respondes?
Pero
Mirella no pudo responderle... La muchacha había sufrido demasiado. La
proposición acabó con sus fuerzas e incapaz de aguantar más tiempo aquella
situación terrorífica, desmayóse en los brazos de Dorothy, que no estaba menos
aterrada que ella.
Una
estruendosa carcajada, rota, histérica, propia de un loco, oyóse entonces
resonar en la espaciosa estancia de una forma sobrecogedora.
*
* *
Mientras
tanto, los terrícolas hombres, Pat, Ustinoff y Samuel Rute, se encontraron, al
recobrar el sentido, en una habitación también de mármol pero vacía
completamente y con aspecto de mazmorra. Junto a ellos, estaba el Profesor
Mahykas. También se abrazaron, emocionados de verse todos juntos, sin haber
sufrido daño alguno. El Profesor les puso al corriente de su rapto por los
hombres de piedra y su forzada reclusión. No había visto a nadie tampoco,
durante su encierro, como Mirella, más que a aquellos monstruos. Y no había
sufrido daño alguno, ni nadie parecía haberse preocupado de él. Los terrícolas
le felicitaron por ello, a pesar de encontrarse todos prisioneros de aquellos
diabólicos seres. Sin embargo... Los tres recién llegados estaban en unas
lamentables condiciones. Una debilidad espantosa les aquejaba y apenas tenían
fuerzas para sostenerse en pie.
—Ya
sé lo que os ha ocurrido, amigos —dijo el Profesor Víctor Mahykas.
—Estoy
más débil que...
—Yo
apenas puedo levantar los brazos —dolióse el gigantesco Ustinoff,
—A
mí me pasa lo mismo —terció Pat—. No tengo fuerzas para nada. Es como si me
hubieran desangrado.
—No
—les aclaró Víctor Mahykas—. Lo que os han hecho es inyectaros «Trachakitta»,
una droga que actúa directamente sobre los músculos, casi paralizándolos. Se
queda uno sin fuerzas y prácticamente no sirve para nada. A mí me hicieron lo
mismo y también estoy deshecho, sin fuerzas ni para hablar casi.
—
¿Y por qué nos han inyectado esto? —preguntó Samuel Rute.
—Es
bien fácil de contestar esa pregunta.
—Naturalmente.
—Al
inyectarnos la «Trachakitta», no suponemos ya ningún peligro para nuestros
aprehensores. Somos unos seres inofensivos. Y esto es, precisamente, lo que
ellos quieren, que no podamos hacerles frente.
—Sí
—asintió Pat, con suavidad—. Así, no servimos para nada. Me he fijado bien, que
las puertas están abiertas.
—Siempre
lo están —repuso Víctor Mahykas—. Todo el tiempo que he permanecido prisionero
de estos monstruos, he tenido las puertas abiertas para poder salir y entrar
cuando me placiera. Mis fuerzas no me permitían alejarme demasiado y eso lo
sabían ellos.
—Lo
cual quiere decir que estamos condenados a morir aquí, ¿no?
—Bueno,
yo no sería tan crudo en mis expresiones, amigo Samuel. Mientras hay vida, hay
esperanza. Alguna cosa haremos. Desde luego, resignarnos con nuestra suerte,
no. Procuraremos escapar a la menor ocasión —dijo seriamente Pat.
El
Profesor Víctor Mahykas negó con la cabeza.
—No
nos hagamos ilusiones. Salir de aquí es imposible y más aún en las condiciones
en que nos hallamos —fue su réplica violenta, que convenció a todos,
sumiéndoles en un profundo silencio. Víctor Mahykas dio un significativo
chasquido con su lengua, al tiempo que agregaba—: A mi entender, de lo primero
que debemos preocuparnos es de recobrar nuestras fuerzas. Solo entonces
podremos pensar en salir de aquí como sea.
Los
terrícolas asintieron, aplastados por la gran desilusión que entrañaban las lógicas
palabras del Profesor Víctor Mahykas. No había forma de rebatir su argumento.
Esperarían. Sin embargo, en el cerebro de Pat había germinado una idea, que
decidió poner en práctica cuanto antes. Durante todo el día estuvo paseando por
aquel palacio de mármol en el que estaban presos. Detenidamente fue estudiando
la disposición del mismo, la forma en que estaban distribuidas sus
habitaciones, el lugar en que estaba enclavado el palacio y, sobre todo, las
posibilidades que existían de poder escapar con un relativo éxito. Observó sin
descanso todos estos detalles, dejando que trabajara su imaginación a ritmo
forzado. Pero, para moverse como lo hizo, tuvo que sacar fuerzas de flaqueza y,
al anochecer, estaba completamente agotado, sin ánimos casi ni para respirar.
Sin embargo, no durmió en absoluto. Su inquietud le tuvo en vilo durante toda
la noche. Y al amanecer, cuando las primeras luces del día comenzaban a
apuntar, a través de la destrozada bóveda del rocoso techo, despertó a sus
compañeros.
—
¡Eeeeh! ¡Arriba!
—
¿Qué pasa?
—
¿Ocurre algo?
—Nos
vamos —repuso Pat resueltamente.
—
¿Que nos vamos?
—Sí.
Lo tengo decidido y ni la muerte me haría volver atrás.
—Pero...
—Es
una locura —protestó Víctor Mahykas.
—
¡Levantaos!
—Eso
es llevarnos de cabeza al suicidio. Sabes que apenas podemos valernos. Esos
monstruos acabarán pronto con...
—
¡No he pedido el parecer de nadie, Profesor Mahykas! —le cortó Pat con una
brusquedad enorme—. Nos vamos ahora mismo, bajo mi responsabilidad. ¡Y daos
prisa, que no hay mucho tiempo!
Como
pudieron, porque la debilidad les vencía, se levantaron. Pat abrió la marcha.
Casi arrastrándose, salieron pegados a las paredes de aquel palacio de mármol.
Las sombras de la noche se rasgaban entonces bajo los rayos de luz del nuevo
día. Una quietud suave, que envolvía el misterio, parecía palparse en el
silencio del campo. Todo estaba dormido. La oscuridad, que iba aclarándose por
momentos, tenía unos cambios extraños que sobresaltaban a los terrícolas en su
audaz fuga.
Con
un esfuerzo sobrehumano, los cuatro terrícolas siguieron huyendo, sin
detenerse. No podían más. El cansancio les vencía. Samuel Rute acabó cayendo al
suelo y tuvo el gigantesco Ustinoff que cargar con él a duras penas. Pero
continuaron. La caminata a través del campo fue costosa, casi imposible. Pero
los terrícolas no desmayaron. Horas más tarde, llegaban junto a las márgenes de
aquel río en donde fueron capturados por los hombres de piedra. Siguieron
adelante. A la vista de la galería que resplandecía con fulgores rojos, tuvieron
que detenerse, incapaces de poder dar un paso más.
—Detengámonos,
Pat. Yo estoy completamente rendido —quejóse el Profesor Mahykas.
—Yo
tampoco puedo más, Pat —le apoyó Ustinoff.
—Pues
tendréis que poder. Yo estoy tan destrozado como vosotros y aguanto —dijo con
una resolución admirable Pat, en tanto resollaba vencido por la extremada
debilidad—. Hay que continuar un poco más.
—Yo
no puedo.
—Pero
Pat...
—
¡En marcha!...
Volvieron
a caminar. Cada vez estaban más vencidos, más sin fuerzas para seguir. Pero el
espíritu de Pat se imponía, animándoles sin descanso. Entraron en la galería roja
y la atravesaron, cogiéndose a las rocosas paredes. Esta vez, por el estado en
que se encontraban, les pareció más larga que cuando la pasaron al principio.
Después de muchos esfuerzos, consiguieron pasar toda la galería, saliendo al
valle, en donde antes tuvieron que luchar con aquel monstruoso animal.
Siguieron andando. Pero era ya mucho esfuerzo. El límite de su aguante, con ser
mucho, se había sobrepasado y ya incapaces de tenerse en pie siquiera, cayeron
al suelo, respirando dificultosamente, con una opresión que parecía iba a
partirles el pecho en dos.
—Es
imposible, Pat, reconócelo —dijo Ustinoff jadeante.
—Ha
sido una huida imbécil —dolióse el Profesor Víctor Mahykas.
Pat
no contestó enseguida. Después de unos momentos dijo:
—Todavía
no nos han cogido. Descansaremos un poco e inmediatamente volveremos a seguir
adelante —casi no podía hablar, tal era la agitación que le vencía. Pero su
admirable tesón le dominaba, no dejándole desfallecer—. Hemos de llegar —dijo— hasta
el lago, aunque sea lo último que hagamos en esta vida.
—No
cuentes conmigo.
—Ni
conmigo.
—Y
el pobre Samuel ha perdido el conocimiento, de modo que tampoco puedes contar
con él.
—Iré
solo, pues. Pero llegaré. Hay que traer refuerzos como sea.
Como
movido por un resorte, se levantó tambaleándose Le zumbaban los oídos en un
embobamiento que casi le tenía inconsciente. La vista se le nublaba. Estaba
mareado. La cabeza le dolía terriblemente. Sus músculos estaban relajados,
caídos sobre el cuerpo, sin la elasticidad nerviosa natural para el juego de
ellos. Iba a despedirse de sus compañeros, cuando instintivamente miró hacia la
galería roía. El corazón le dio un vuelco. Más de una docena de hombres de
piedra, salían de ella en aquel momento, corriendo desesperadamente hacia donde
él estaba.
—Ahí
tenemos a los monstruos —dijo, sin ninguna fuerza en sus palabras. Después
murmuró para sí mismo—: Esto se acabó.
Ni
Ustinoff, ni el Profesor Mahykas se movieron de donde estaban. Pat comprendió
que acuello era el fin y con una rabia que destrozaba su extremada debilidad
quiso hacerles frente, aguardándoles a pie firme. Los monstruos se acercaban
por momentos; aullando como bestias enfurecidas. Ya casi los tenía encima. Se
hallaban a unas veinte yardas, poco más o menos, cuando...
Entonces
se oyeron unas atronadoras y sucesivas descargas de rayos termonucleares. El
valle retumbó de arriba a abajo con el estruendo. Los hombres de piedra fueron
cayendo como moscas, bajo las mortíferas descargas. Y, en un momento, del
tropel de monstruos no quedó nadie para poder contarlo.
Pat,
que aún se mantenía en pie, volvióse como un autómata, concentrando todas sus
fuerzas en la acuciante curiosidad que le embargaba. De entre la espesura del
valle, un hombre venía hacia él, cargado con un par de mochilas descomunales y
con un rifle automático termonuclear entre las manos, todavía humeante. Era
alto y esbelto, bastante delgado, pero de fuerte constitución y tenía unos
ademanes distinguidos que valoraban su persona. Apenas contaría unos treinta
años; su pelo era negro y su piel morena hasta la exageración, contrariamente a
sus ojos, que eran de un color pardo claro.
—Creo
que he llegado a tiempo, ¿eh?
Pat
asintió con la cabeza.
—Unos
segundos de retraso y no lo hubiera contado usted, amigo.
—Así
es.
—Afortunadamente
he sido muy oportuno.
—Providencial,
diría yo —rectificó Pat, dejando escapar un hondo suspiro de alivio.
El
recién llegado sonrió.
—Me
llamo Raúl Richer —dijo, mientras le tendía la mano.
—
¿El ayudante del Profesor Pierre Duval?
—El
mismo.
—Mucho
gusto. Yo soy Pat Kilton.
—Le
conozco de oídas —dijo con una viveza elegante, en tanto estrechaba su mano con
efusión—. Usted es el Inspector Jefe de la Policía Federal.
—Sí
—Pat presentó a sus compañeros que, por cierto, ya comenzaban a reponerse—. El
Inspector Nicolás Ustinoff, Samuel Rute, experto en Balística y Armas y el
Profesor Víctor Mahykas. —Y volviéndose a sus amigos dijo—: Les presento al
Profesor Raúl Richer.
—A
usted le conozco también de vista, Profesor Mahykas.
—No
es difícil.
—Creo
que ustedes forman parte de la expedición en que van las Profesoras Dorothy
Lotan y Mirella Brich, ¿no es cierto?
—Sí—repuso
Pat—. Yo soy el jefe de la misma.
—Pues
yo he venido, por propia iniciativa, con el fin de ayudarles si me necesitaban.
—No
ha podido ser usted más oportuno —intervino Samuel Rute, que ya había vuelto en
sí.
—Ya
lo creo—apoyó el gigantesco Ustinoff.
Pat
habló entonces.
—Nuestra
situación, Profesor Richer, no puede ser más apurada.
En
cuatro palabras, le puso al corriente de todo lo que les había sucedido con los
hombres de piedra, desde que bajaron a la sima «Golat». Su persecución y las luchas
continuas que habían mantenido con ellos, hasta caer prisioneros. Después, su
huida, bajo los efectos de aquella droga maldita que les tenía sin fuerzas.
—
¿De modo que Dorothy y Mirella están prisioneras de esos monstruos?
—Sí.
Y lo que es peor, Profesor, no sabemos cómo sacarlas de allí, porque hay
centenares de esos malditos seres, a los que es imposible vencer.
Raúl
Richer asintió en silencio.
—Además
—continuó Pat— estamos agotados completamente, sin fuerzas para nada.
—Lo
comprendo. Ustedes se hallan bajo los efectos de una droga llamada
«Trachakitta». Pero no se preocupen en absoluto. En mi botiquín llevo
«Krinana», una droga que actúa fulminantemente de contra indicador de la
«Trachakitta». Con unas pastillas solamente de ella, bastará para que ustedes
vuelvan a su estado normal, en una brusca reacción, destruyendo los efectos que
están padeciendo.
Los
terrícolas respiraron tranquilos. Raúl Richer manipuló en su botiquín,
volviendo con un tubo parecido al de los antibióticos en comprimidos.
—Cada
uno de ustedes —dijo seriamente— debe tomarse un par de estas pastillas, de una
vez. Tienen un sabor del todo agradable. Ya verán que los efectos son inmediatos,
rapidísimos. Yo, en tanto —agregó— les montaré todas las armas que llevo de
rayos y eléctricas, para que podamos hacer frente, todos juntos, a esos hombres
de piedra.
Distribuyó
las pastillas. Seguidamente comenzó con su labor de montaje, sacando los
diferente tubos y aparatos de las mochilas.
Mientras tanto, los terrícolas fueron tomándose aquellas drogadas pastillas, con una esperanzadora ilusión. Pat también lo hizo. Y al llevárselas a la boca, casi sin darse cuenta, sus ojos tropezaron con el Profesor Víctor Mahykas. Pat vio, sorprendido y confuso, cómo el Profesor cogía sus dos pastillas y se las guardaba, en vez de tomárselas, en un misterioso y rápido movimiento, como temiendo ser descubierto.
Raúl
Richer había montado todas las armas que llevaba y Pat y sus amigos las cogieron,
sin pensarlo un momento. Después estudiaron con detenimiento el plan de ataque
a seguir, acordando que este se llevara a efecto con la mayor rapidez y
sorpresa posible, puesto que, abiertamente, no podrían vencer nunca a los
hombres de piedra.
Con
el sigilo, pues, que es de suponer, volvieron otra vez a desandar el camino
recorrido. Atravesaron el valle primero, luego la galería roja y fueron
adentrándose por aquella tierra maravillosa en que se encontraba el palacio de
mármol blanco, en donde habían estado prisioneros. Su principal objetivo, de
momento, era rescatar a las dos muchachas, Dorothy y Mirella. Pero el empeño no
era fácil y ellos lo sabían. Por esta razón, fueron escondiéndose entre la
maleza y las altas hierbas, hasta llegar a un bosquecito de pequeños árboles,
parecidos a nuestros pinos.
—Descansaremos
aquí —ordenó Pat.
—Me
parece una buena idea.
—Yo
también estoy cansado.
Tras
unos matorrales se sentaron. Raúl Richer les ofreció la comida que llevaba en
sus mochilas. Comieron con envidiable apetito. Después trataron de descansar un
rato. Pero no lo consiguieron. Apenas se habían tumbado, cuando unos quince de
aquellos árboles se fueron transformando en hombres de piedra.
—
¡Cuidado, Pat! ¡Los árboles!
El
grito de Samuel Rute les hizo volverse como endemoniados. Aquellos extraños
seres, abalanzáronse sobre ellos y comenzó entonces una lucha feroz, a puñetazo
limpio. Cuatro o cinco hombres de piedra derribaron a Pat. Pero este se rehízo
como un rayo, dejando fuera de combate a dos de ellos y teniendo a raya a los
demás. Ustinoff hizo un destrozo en los monstruos. Los poderosos puños del
gigantesco inspector, parecían mazazos fulminantes. Tampoco Samuel Rute y Raúl
Richer se dormían, luchando ambos con un valor admirable. Pat vio que solo el Profesor
Mahykas se mantenía a la expectativa, al parecer dominado por los nervios,
apuntando con su fusil termonuclear a los hombres de piedra.
—
¡No dispare, Profesor Mahykas! —gritó Pat.
La
lucha estaba en plena efervescencia, aunque los terrícolas iban paulatinamente
acabando con sus enemigos. De pronto Pat dio un salto prodigioso y derribó a
Ustinoff incomprensiblemente. Y esto le salvó la vida al gigante. Dos descargas
de rayos atronaron el bosquecillo y pasaron zumbándoles los oídos. El Profesor
Mahykas había disparado. Siguió la lucha, Raúl Richer acababa en aquel momento
con su contrincante de turno. Pero Ustinoff, Pat y Samuel Rute todavía luchaban
sin descanso. Sin embargo, minutos después estaba todo claro. Los hombres de
piedra habían sido vencidos.
—Listos,
Pat.
—Esto
se acabó.
—Aún
no —repuso este de malos modos.
Resueltamente
dirigióse hacia donde estaba el Profesor Víctor Mahykas. Sin mediar palabra
alguna, propinóle un fuerte puñetazo en la mandíbula que le derribó por el
suelo.
—Te
dije que no dispararas.
—Estaba
nervioso.
—Ya
me di perfecta cuenta de ello. Poco faltó para que liquidaras a Ustinoff. Tu
puntería deja bastante que desear —después agregó con manifiesta brusquedad—:
Dame el rifle. Es peligroso que lleves armas; peligroso para nosotros, se
entiende —volvióse hacia los demás, en tanto arrancaba el fusil termonuclear de
las manos del Profesor Víctor Mahykas—. El disparo del Profesor será un aviso
para todos estos monstruos. Hemos de estar preparados, porque de un momento a
otro los vamos a tener encima.
Nuevamente
se pusieron en marcha. Pat iba más intranquilo que nunca. Sus dudas tomaron
cuerpo, alzándose amenazadoramente en su imaginación. No quería reconocerlo.
Era alucinante que fuera verdad. Alucinante y misterioso. Sin embargo, tenía
que rendirse ante la evidencia. Y siguió observándole, sin perderle un momento
de vista, como temiendo algo, no sabía qué, que pudiera ocurrirles.
Los
terrícolas se internaron sigilosamente por aquellas tierras paradisíacas.
Aunque se sabían descubiertos, iban tomando toda clase de precauciones.
Escondidos entre los matorrales, por detrás de los árboles o agazapados por los
declives del terreno, avanzaron con los ojos muy abiertos y apretando fuertemente
las armas.
Pronto
divisaron, a lo lejos, el palacio de mármol blanco. Pero no se alegraron en
absoluto. Había demasiada calma para ello. Flotaba un silencio extraño, pesado,
que no les dejaba sosegar. Sabían que aquella paz era ficticia y que prologaba
un futuro poco esperanzados Caminaron, pues, más reconcentrados cada vez. Sus
músculos se tensaban hasta lo indecible. Nadie hablaba. Su actitud era
encogida, de movimientos felinos, dispuestos a atacar al menor movimiento
sospechoso. Y este no se hizo esperar. Al ir a descender de un diminuto
montículo, un alarido infernal les detuvo. De todas partes comenzaron a salir
hombres de piedra, en bandadas terroríficas, de centenares.
—
¡Fuego!...
Las
descargas de rayos masivos y termonucleares atronaron pavorosamente, rebotando
contra la destrozada bóveda de aquellas tierras incomparables. Pat y sus amigos
dispararon sin descanso, abatiendo a un número considerable de aquellos
monstruos. Pero surgían más aprisa que iban cayendo. Eran como unas manadas
alucinantes, imposibles de detener. Aullaban como bestias. Un enfurecimiento
espantoso les dominaba, como si estuvieran bajo la acción de un cerebro
demente. Y a pesar de que veían caer a sus compañeros, destrozados por los
rayos, no se amilanaban en absoluto y seguían atacando con el mismo ardor o más
aún.
—
¡Fuego sin descanso!... —gritó Pat, soltando hasta el último soplo de aire de
sus pulmones.
Pero
unos minutos después, ya no servían para nada las armas. Los monstruos habían
llegado ya a un cuerpo a cuerpo, en el que su superioridad les hacía presumir
una victoria completa. Desbordada la defensa de los terrícolas, estos se vieron
invadidos por bandadas de hombres de piedra. Lucharon con un valor sin límites.
Pero aquella compacta masa de hombres de piedra, por momentos les impedía hasta
moverse con libertad en la pelea. Por todas partes les atacaban.
Pat
comprendió que aquello era el fin Y
mientras luchaba sin descanso, derribando monstruos con sus poderosos puños,
concibió una idea desesperada. Samuel Rute estaba ya vencido por los hombres de
piedra y la misma suerte estaba corriendo Raúl Richer. Ustinoff todavía luchaba
como un animal acorralado, pero no tardaría también en caer al suelo derribado.
Aquello era el fin.
Entonces,
Pat, de un par de zancadas, plantóse junto al Profesor Víctor Mahykas, que
parecía apartado de la pelea. Con una vertiginosa rapidez, le clavó
nerviosamente su pistola de rayos masivos en el vientre del Profesor, mientras
como mordiendo las palabras le gritó:
—
¡Ordena que se detenga la pelea o te mato como a un perro!
Víctor
Mahykas palideció. En los ojos de Pat había un brillo terrorífico que le hizo
estremecer, comprendiendo que el joven era muy capaz de matarlo. La frente se
le bañó de un sudor frío.
—
¡Ordena a esos monstruos que nos dejen o te mato ahora mismo!
El
Profesor Víctor Mahykas asintió, en silencio, lleno de terror. Enseguida
levantó los brazos cuanto pudo, al tiempo que exclamaba con fuerte voz:
—
¡Atakaninca
chanis ET kau! ¡Atakaninka chanis ei kau!...
Aquellas
palabras tuvieron un mágico poder. La lucha se paralizó. Los monstruos se
quedaron quietos, rígidos, como momias vivientes. Todos ellos miraban,
desconcertados, al Profesor Mahykas, en un silencio hosco, que pesaba
angustiosamente. Los terrícolas Samuel Rute, Ustinoff y el Profesor Raúl Richer
se acercaron, más desconcertados que los monstruos, hasta donde estaban Pat y
el Profesor Mahykas.
—
¿Qué ocurre, Pat?
—
¡Por todos los diablos! ¿De modo que este es el jefe de esos angelitos?
—Así
es.
—
¡El Profesor Víctor Mahykas! —exclamó, sin poderse contener, Raúl Richer—.
Nunca lo hubiera imaginado.
—Maldito
sea.
—Ya
no cabe la menor duda, amigos —repuso Pat, sin dejar de apuntarle con su
pistola de rayos—. El Profesor acaba de hacernos una demostración práctica.
Creo que su cerebro está enfermo, aunque no tanto como para dejar de tener
apego a la vida.
El
Profesor Mahykas sonrió subrepticiamente.
—Eres
muy inteligente, Pat Kilton. Pero tu inteligencia no te permitirá salir con vida
de la sima «Golat». Mis monstruos acabarán con todos vosotros.
—No
lo dudo —replicó Pat violentamente—. Pero tú no vivirás ni un segundo para
verlo, porque antes te mandaré al infierno, con el cuerpo destrozado por mis
rayos masivos.
—Acabemos
con él ahora mismo, Pat —gruñó el gigantesco Ustinoff.
—
¡Matémosle!
—Es
un monstruo más, que no tiene derecho a vivir.
—
¡Matémosle!
—
¡Silencio!... —atronó con su voz Pat—. Nosotros no somos asesinos. Le
llevaremos a la Tierra y ya se encargarán de juzgarle allí.
El
Profesor Mahykas habló:
—Tú
sabes que no saldréis con vida de aquí.
—
¡Vamos a verlo enseguida! —Pat levantó su cabeza para mirarle
desafiadoramente—. Ordena ahora mismo que traigan aquí a las dos muchachas.
¡Rápido!
El
Profesor Víctor Mahykas vaciló un segundo. Pero solo fue un segundo. Después
gritó:
—
¡Et kau chai som trayer!
Unos
cuantos hombres de piedra se marcharon, corriendo a toda velocidad. Momentos
más tarde volvían, trayendo a Dorothy y a Mirella. Las jóvenes se abrazaron a
los terrícolas, llorando de alegría. Raúl Richer trataba de consolar
inútilmente a Mirella y Ustinoff a Dorothy. Las muchachas estaban asustadas,
ahora más que nunca, al verse rodeadas de tantos monstruos que, inmóviles, les
observaban silenciosamente. Les pusieron al corriente de todo lo ocurrido y su
asombro no fue menor que el de estos, cuando vieron por primera vez a Pat
encañonar al Profesor Mahykas.
Pat
habló:
—Y
ahora, Profesor, vamos a salir de la sima «Golat».
—Eso
es imposible.
Esta
vez fue Pat el que sonrió subrepticiamente.
—Depende
de lo que quiera seguir viviendo.
—No
lograréis salir.
—Tu
vida nos lo garantizará —y dirigiéndose a todos, gritó—: ¡En marcha!
Los
terrícolas se pusieron en movimiento. Iba a la cabeza Pat, apuntando al
Profesor Víctor Mahykas. Después Dorothy, Ustinoff, Mirella con Raúl Richer y
finalmente Samuel Rute. Sin apresuramientos, dirigiéronse directamente hacia la
galería roja, después de atravesar toda aquella tierra maravillosa. Cuando iban
a entrar en la galería roja, comprobaron intranquilos que los hombres de
piedra, a centenares, les seguían, mudos, en un acompañamiento de pesadilla, a
menos de sesenta yardas de ellos.
Pat
volvió a amenazar al Profesor Mahykas.
—
¡Manda a esos monstruos que nos dejen en paz!
—No
me obedecerán. Ellos me seguirán, donde quiera que yo vaya.
—
¡Manda que se marchen enseguida!
—Es
inútil.
—
¡Mándalo!... —gritó fuera de sí Pat.
El
Profesor Mahykas volvió a hablar a los monstruos, en aquella rara lengua. Pero
no causó ningún efecto. Los monstruos les siguieron, como si nada hubiesen
oído. Y así continuaron durante todo el tortuoso trayecto por las entrañas de
Marte. Siempre guardando aquella relativa distancia, mudos, apretándose como un
rebaño guiado por una sola voluntad.
Los
terrícolas atravesaron la galería roja, saliendo al espacioso valle, donde Raúl
Richer les había encontrado. Seguidos por aquel tropel de hombres de piedra, lo
atravesaron también, entrando por la galería rocosa que hacía un recodo. Por
ella, llegaron hasta la plazoleta yerma, sin vida, donde habían tenido el
primer encuentro serio con los monstruos. Volvieron a meterse por la única
galería rocosa por la que podía salirse, hasta llegar a la otra plazoleta, la
de los árboles fibrosos y de allí continuaron, galería adelante, la más larga
de todas las que habían atravesado. Detrás de ellos, los monstruos les seguían,
en un silencio tirante, que parecía romperse por momentos, en un horroroso
alarido de terror.
—
¡Ustinoff!
—
¿Qué hay, Pat?
—Encárgate
tú de vigilar al Profesor Mahykas. Y dispara a matar al menor movimiento
sospechoso que haga.
—Descuida,
Pat, que no se moverá.
El
gigantesco inspector, apuntó al Profesor con su pistola. Pat unióse a Dorothy
que, como todos, estaba la mar de intranquila.
—
¡Oh, Pat, qué miedo tengo!
—Confía
en mí. No pasará nada.
—Esos
monstruos nos siguen.
—Mientras
el Profesor Mahykas viva, estamos seguros —Pat volvióse hacia Samuel Rute, que
era el que cerraba la expedición—. ¡Abre bien los ojos, Samuel! ¡Si esos
repelentes seres hacen algo, nos llevaremos por delante al Profesor Mahykas!
—
¡Descuida, Pat —gritó este—, que vigilo bien, por la cuenta que me tiene!
—
¿Cómo van esos ánimos, Mirella?
—Regular,
Pat.
—Hay
que levantarlos.
—Sí,
claro.
La
joven espeleóloga apoyóse en el brazo de Raúl Richer, con un ansia de
protección inefable.
—Por
favor, Mirella, ten valor.
—A
tu lado no tengo miedo, Raúl.
—Eso
me gusta oírte decir. Saldremos de aquí, como sea.
—Sí,
Raúl.
—Yo
confío en Pat. Es extraordinario.
—Un
hombre muy valiente.
—Nos
sacará de este infierno.
—Sí.
Pero esos monstruos...
Al
adentrarse por aquella galería, los terrícolas tuvieron que encender antorchas
eléctricas. La oscuridad era impenetrable. Esto todavía tensó más los nervios
de todos. El peligro se agudizaba hasta lo indecible, envuelto por las sombras
misteriosas en que se hallaba la galería. El silencio era absoluto. Podía
percibirse la respiración agitada de. Pat y sus compañeros y hasta, casi, los
tumultuosos pensamientos eme se apretujaban en sus cerebros. Y los monstruos
seguían detrás de ellos, en aquella marcha alucinante e inacabable, que no parecía
tener fin.
Cuando
salieron de la galería y llegaron al lago, un hondo suspiro se escaño de sus
pechos. El peligro no había pasado. Estaban en la misma situación que antes o
tal vez peor, pero la luz que plateaba las quietas aguas del lago, les dio una
relativa tranquilidad. Con mucho cuidado lo bordearon. La expedición adquirió a
aquella luz blanca y potente, un aspecto fantasmagórico. Los terrícolas
marchaban casi en fila india, con las armas preparadas. Y siempre a una
relativa distancia, los hombres de piedra seguían detrás a centenares y
centenares, con las cabezas rapadas por completo y envueltos en aquellas
túnicas de colores azules, amarillos o blancos, como una masa informe y
amenazadora que se contenía inexplicablemente...
Los
terrícolas llegaron hasta el acantilado cortado a pico, por donde habían
descendido y en el que todavía se veían las cuerdas fijas por las que bajaron.
Pat
habló imperativamente:
—Que
suban primero las mujeres.
Mirella
no se hizo repetir la orden y ascendió con aquella ligereza suya tan peculiar,
seguida por Dorothy. Luego lo hizo Pat. Después obligaron a hacerlo al Profesor
Víctor Mahykas junto con el gigantesco Ustinoff.
Los
hombres de piedra observaban silenciosos, con los diminutos ojos fijos en
aquella operación, esperando, siempre esperando una orden de su amo y señor,
que no llegaba. Pero mientras iniciaban el ascenso Raúl Richer y Samuel...
—
¡Aaaah!...
—
¡Cuidado, Ustinoff!
—
¡Por todos los diablos!
El
Profesor Víctor Mahykas, aprovechando un descuido, abalanzóse sobre el
gigantesco Ustinoff, a quien derribó de un fuerte puñetazo en el estómago.
Inmediatamente revolvióse, haciendo frente a Pat y entre los dos hombres, y
ante la mirada aterrada de las muchachas y mientras ascendían Raúl y Samuel,
comenzó una lucha a muerte, al mismo borde del precipicio. Lo inesperado de la
agresión, les había pillado de improviso. Ustinoff reaccionó enseguida, pero no
pudo intervenir. El Profesor y Pat estaban rodando por el suelo, tan cerca del
precipicio, que era peligrosísimo meterse por en medio. La lucha era violenta,
terriblemente violenta. El Profesor, viéndose perdido, lanzó un grito inhumano
de auxilio. Los hombres de piedra se movieron, como electrizados por aquel
grito, casi al mismo tiempo que Raúl Richer y Samuel Rute llegaban arriba. Los
monstruos corrieron hacia ellos y comenzaron también a ascender por las
cuerdas. Los terrícolas dispararon, sin contemplaciones, sobre ellos. Las
atronadoras explosiones hicieron retumbar toda la sima, resquebrajándola
pavorosamente.
Pat
y el Profesor se habían levantado y se agredían a puñetazo limpio. Alcanzado de
lleno Pat, cayó a tierra. El Profesor Mahykas aprovechó aquella situación
favorable para lanzarse en tromba, furioso, sobre él. Pat ladeóse cuanto pudo.
El Profesor rodó hasta el vacío.
Pero
aún pudo cogerse del mismo borde del acantilado. Mas el peso de su cuerpo le
arrastraba inexorablemente. Sus manos iban, poco a poco, resbalando entre las
rocas. El Profesor miró a Pat angustiosamente, con los ojos desmesuradamente
abiertos.
—Sálvame.
Por favor...
Pat
corrió a cogerle una de sus manos. Pero, en aquel momento, vencido por el peso
de su cuerpo, el Profesor Víctor Mahykas cayó al vacío envuelto en un
terrorífico grito.
—¡¡Aaaah!!...
Pat
le vio caer, sin poder hacer nada. Rápidamente reaccionó.
—
¡Aprisa! ¡Salgamos de aquí! ¡Esto va a hundirse!
Los
terrícolas corrieron como locos, sin preocuparse de que algunos monstruos
habían llegado ya arriba. Guiados por Pat, se metieron por entre las galerías que
les llevaban al exterior. Detrás de ellos, se oía cada vez más fuerte, más
atronador, un ruido que iba en aumento, como el tumoroso desbordamiento de un
embravecido mar, azotado por el viento. Todavía tuvieron que disparar a dos o
tres hombres de piedra que les seguían. Después, cuando ya alcanzaban la salida
de la sima «Golat», esta conmovióse de arriba a abajo y, ante sus aterrados
ojos, vieron cómo se hundía, cerrándose para siempre.
—
¡Mirad!
—
¡Dios mío!—exclamó Mirella.
—
¡Qué horrible!
—Este
es el fin de ese mundo alucinante.
Los
terrícolas asistieron todavía al total desmoronamiento de la sima «Golat» en el
planeta rojo de Marte. Al estruendo infernal, sucedió una columna de humo
sucio, que ascendía con la fuerza de mil tubos a reacción, hacia el cielo,
hasta una altura de una milla larga.
Mirella
lloraba, escondiéndose, abrazada en el pecho de Raúl Richer.
—Ha
sido pavoroso.
—Sí.
Una pesadilla, que no olvidaremos fácilmente.
Pat
preguntó intrigado:
—Pero,
en realidad, ¿qué clase de seres eran esos monstruos, Profesor Richer?
—No
lo sé —repuso este, negando con la cabeza—. Y creo que nunca sabremos la verdad
sobre ellos. El Profesor Duval murió precisamente por saber demasiado y haber
llegado a conocer, sin duda, la identidad del hombre que trataba de civilizar a
estos seres demoníacos. Es decir, al Profesor Mahykas. Y recuerdo perfectamente
que el Profesor Pierre Duval solía decir que estos monstruos tenían la
capacidad de mimetismo, que así como en la Tierra, algunas plantas o animales,
son capaces de tomar el color y la forma de aquello que les rodea, como por
ejemplo el camaleón es verde, si la rama donde está posado es verde o rojo si
es roja la rama, estos seres, además de tomar la forma y el color, eran capaces
de cambiar, por este mismo mimetismo, de materia. De ahí, que eran árboles,
rocas, piedras u hombres —se detuvo unos momentos, antes de proseguir—. Pero en
realidad qué eran, ¿hombres o piedras?
Y
la pregunta quedó en el aire, sin que nadie se atreviera a contestarla, porque
no tenía contestación posible.
Los
terrícolas se marcharon de la sima «Golat». El gigantesco Ustinoff quedóse
rezagado, rumiando para sus adentros con una visible inquietud:
—
¿Hombres o piedras?... No lo sé. Ahora, sea lo que fuere, de lo que no me cabe
la menor duda es que pegaban duro los condenados, ya lo creo.
Subióse
de hombros, con una manifiesta indiferencia y, a grandes zancadas, siguió a sus
compañeros de expedición, con la actitud de quien todo lo ha resuelto.
F I N
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