martes, 9 de mayo de 2023

HOMBRES O PIEDRAS (ARCHIE LOWAN)

 

"Archie Lowan" es Luis Bayarri Lluch, y puede considerarse un autor menor, tanto en cantidad como en calidad de sus obras

CAPÍTULO PRIMERO


Pierre Duval, Jefe del Departamento de Investigaciones Científicas de la Tierra, sentado tras su amplia mesa de despacho, jugueteaba nerviosamente con un rectángulo blanco de cartulina. Era una tarjeta de visita. Por centésima vez leyó el nombre que, con grandes caracteres negros, se destacaba: J. H. Wolf. Bruscamente, dejó de jugar con la cartulina. La dejó sobre la mesa. Después, sus ojos levantáronse sobre un hombre de mediana edad y estatura, pelo y ojos negros y nariz aguileña, que le había estado observando con una sonrisa casi imperceptible en sus labios finos y delgados.


—Por más que trato de recordar, no logro darme una idea de cuándo he oído su nombre—dijo Pierre Duval—. Pero, por favor, siéntese —y con un ademán cortés, señaló uno de los mullidos y cómodos sillones, repujados en cuero.

J. H. Wolf hizo más amplia la sonrisa de sus finos labios.

—No me conoce. Es la primera vez que nos vemos frente a frente.

El Profesor arrellanóse en su sillón, asintiendo con la cabeza.

—Ya me parecía a mí... Tengo buena memoria para los nombres y, además, soy un estupendo fisonomista. Pero, vamos, no tiene la menor importancia. Usted dirá a qué debo el honor de su visita.

—He venido a matarle —dijo sencillamente, con la misma entonación de voz que hubiese podido decir: «He venido a invitarle a cenar».

El Profesor Duval parpadeó nerviosamente.

— ¿Cómo ha dicho?

—Lo ha entendido usted perfectamente —repuso mirándole fijamente aunque con marcada indiferencia—. He venido a matarle.

El Jefe del Departamento de Investigaciones Científicas, se pellizcó una oreja. Era su gesto habitual, cuando se hallaba frente a un hecho que no lograba comprender. Evidentemente, aquel hombre debía estar loco.

— ¿Y se puede saber por qué desea matarme?

El recién llegado negó con la cabeza.

—Yo mismo no lo sé.

— ¿Qué no lo sabe?... —exclamó, cada vez más extrañado, el Profesor.

—No. Me dijeron en Marte que si le borraba del mundo de los vivos, me darían un buen puñado de billetes. Y no dudé. Para mí, son mucho más importantes los billetes esos que su vida. Por eso he hecho este largo camino.

El Profesor Duval era un hombre que poseía una gran dosis de sangre fría. Pero aquella situación le estaba poniendo nervioso. Había sido un necio al decirle a su secretaria, cuando entró con la tarjeta de aquel individuo, que podía retirarse a su casa. Era ya muy tarde. Y ahora se encontraba solo, frente a aquel asesino. Si al menos pudiera ganar un poco de tiempo...

— ¿Y me puede decir quién le ha encargado mi muerte?

—No lo sé tampoco, ni me importa. Cuando realizo «mis trabajos», no hago preguntas. Son peligrosas. Solo me interesa saber el dinero que debo cobrar por suprimirla y dónde vive la víctima.

— ¿Así es que no sabe nada?

—No. Ni siquiera conozco su nombre. Solo sé que es usted el Jefe del Departamento de Investigaciones Científicas.

—Pero... Eso es una monstruosidad, ¿no se da cuenta? Ha venido a matarme así, a sangre fría, sin ningún motivo.

—Se equivoca. Sí que hay un motivo, al menos para mí: el dinero.

—Yo le puedo ofrecer mucho más.

—No. Por favor, no se canse usted. Soy muy serio en mis tratos. Aunque usted me diese todo el oro del mundo, no podría admitirlo. He dado mi palabra y me he comprometido. Y cada uno tiene su orgullo profesional.

El Profesor Duval pensaba rápidamente. Tenía que deshacerse de aquel hombre y cuanto antes, si no quería dejarse matar. Si al menos, pudiese abrir el cajón central de la mesa... Allí guardaba siempre una pistola.

—Está bien. Creo que soy un condenado a muerte, ¿no es eso?

—Efectivamente.

—A todos los condenados a muerte se les permite llevar a término su última voluntad. ¿Podré hacerla yo también?

—Según de qué voluntad se trate.

—Deseo escribirle a mi hija.

J. H. Wolf pensó durante medio minuto. Después asintió.

—Puede escribirle, Profesor. Pero le ruego que no intente ninguna treta. No le servirá de nada. He venido desde Marte a matarle, y cumpliré mi cometido. Va en ello mi prestigio y una buena suma de dinero.

Pierre Duval sonrió. Tenía la oportunidad que había buscado. Decididamente, aquel hombre no demostraba ser demasiado inteligente. Con aparente tranquilidad, abrió el cajón central, sacando de él un buen puñado de papel timbrado. Después, su mano buscó nerviosamente la pistola. Sus dedos tocaron la frialdad de la culata. Ya la tenía casi. Volvió a sonreír, simulando una indiferencia que estaba muy lejos de sentir y temiendo que el brillo de sus ojos le delatase. Hizo un esfuerzo más y los dedos pudieron aprisionar la culata de la pistola. ¡Ya la tenía! Ahora lo difícil estaba en montarla. Con una sola mano, era muy peligroso hacerlo. Y con las dos...

—No trate de sacar la pistola que tiene escondida en el cajón, Profesor —la voz de J. H. Wolf llegó como lejana, casi irreal.

Pierre Duval estaba irremisiblemente perdido. Así lo pensó él. De un rápido movimiento, sacó el arma, al tiempo que se echaba bajo de la mesa. Intentó montar la pistola de rayos masivos, pero no consiguió sus propósitos. J. H. Wolf, con rapidez, había sacado de su bolsillo una pequeña pistola e hizo fuego dos veces. El Profesor recibió las dos descargas de rayos eléctricos y se quedó en el suelo, como una masa negra, carbonizado, electrocutado.

—Lo siento, amigo —dijo tranquilamente el asesino—. Lo siento. Pero no podía hacer otra cosa. La vida es así. Siempre el maldito dinero. Y, ahora, adiós.

Salió lentamente al balcón del despacho. La noche cubría de sombras la ciudad. Se puso sobre la espalda el pequeño motor con las alas acopladles y, minutos después, surcaba el espacio a gran velocidad...

* * *

En todos los rotativos de la Tierra, se destacaba en primera página y con grandes caracteres la terrible noticia.

El Profesor Pierre Duval, había sido una de las luminarias del siglo. A su capacidad creadora, se debían una serie de descubrimientos científicos que habían abierto nuevos campos a la Física y a la Química. Su carácter bondadoso y su innata simpatía y sencillez, le habían granjeado la amistad de cuantos le conocieron y trataron. Su muerte, en aquellas circunstancias misteriosas, fue un golpe terrible para todos.

En el Departamento del Jefe de la Policía Federal de la Tierra, estaban reunidas altas jerarquías del Departamento. El Jefe del mismo, un hombre alto, enjuto, de ojos penetrantes y frente ancha, tenía la palabra.

—Aquí tengo el informe de las primeras investigaciones llevadas a término, respecto al brutal asesinato del Profesor Duval. Muy poco he podido sacar de ellas. Solo tenemos el testimonio de su secretaria. Escuchen —cogió un papel que tenía sobre la mesa y leyó en voz alta—: «Me llamo Esther Lindeman y estoy al servicio del Profesor Duval durante cuatro años. Anoche, ya eran casi las nueve, llegó un individuo delgado, nariz aguileña, ojos y pelo negro, con la pretensión de ver al Jefe. Me dio una tarjeta de visita. En ella se leía: J. H. Wolf. Se la llevé al Profesor y este mandó que le dijese al visitante que podía pasar a su despacho. También me ordenó que podía retirarme. Así lo hice. Puse mis papeles en orden y me marché. El individuo delgado y el Profesor continuaban hablando amigablemente. Cuando me marché, nada de particular había pasado». Eso es todo cuanto la secretaria nos ha dicho. Interrogados los vigilantes del Departamento y los porteros, no han traído nuevas luces al caso. Nadie vio a ese individuo. Estamos, pues, frente a un caso de difícil solución. Pero no tenemos más remedio que poner toda la carne en el asador. La importancia del Profesor Duval, así como sus descubrimientos, hacen temer que se trate del robo de algún importante secreto. Me gustaría conocer la opinión de ustedes, caballeros.

Calló y quedóse mirando a los cuatro hombres que tenía frente a él. Ellos se miraron entre sí. Todas las miradas recayeron en un hombre joven, de rostro simpático e inteligente. Era alto, de poderosas espaldas y recia constitución. Se trataba de Pat Kilton, Inspector-Jefe de la Policía Federal de la Tierra, destinado actualmente al Departamento de América del Norte. En todo el ámbito policial, se le tenía en gran estima, por su gran inteligencia, su dinamismo y pericia. Al notar todas las miradas sobre su persona, Pat sonrió para decir:

—Caballeros. Creo que lo mejor que podemos hacer en este caso, es interrogar a la hija del Profesor Pierre Duval. Después, estudiar profundamente los descubrimientos e investigaciones que estaba llevando a término el Profesor, en estos últimos tiempos. Quizá de ellos se desprenda la pista que nos lleve a su asesinato, caso de que este no sea producto de un loco homicida que mata solo por el placer de hacerlo, cosa que no creo en absoluto.

El Jefe del Departamento sonrió.

—Me alegro, Pat, que haya expresado en voz alta mis propios pensamientos. Y creo que, lo más acertado es que se encargue usted de las investigaciones. ¿No les parece, caballeros?

Todos asintieron en silencio. Fue Pat el que protestó débilmente.

—Señor, yo... yo me encargaría gustoso de este caso. Pero en mi jurisdicción hay mucho trabajo, como usted sabe.

—No tema, Pat. Enviaremos a Hardeni a sustituirle. A usted le necesito ahora aquí.

Pat Kilton sonrió.

—Como quiera. Estoy a sus órdenes.

—Así me agrada oírle.

— ¿Cuándo podré comenzar el trabajo?

—Ahora mismo. ¡Ah! —exclamó con un vago ademán—. Y no repare en gastos, ni en hombres. Tiene carta blanca para obrar como guste. Lo único que quiero, son resultados positivos. ¿Entendido?

—Entendido, señor.

Pat Kilton, íntimamente, estaba satisfecho. Le gustaba aquel caso que comenzaba lleno de dificultades, erizado de inconvenientes. Temperamento inquieto por excelencia, solo estaba satisfecho cuando se encontraba de lleno en plena lucha.

* * *

Pat Kilton paseaba tranquilamente por las amplias avenidas. Quería entrevistarse aquel mismo día con la hija del Profesor Duval y pensaba en la mejor forma en que podría encauzar el interrogatorio. De lo que esta dijese, dependía mucho el camino a seguir en las próximas investigaciones. Un error de principio, les llevaría irremisiblemente a una meta desafortunada. No. Era imposible seguir un camino falso. Tendría que estudiar con detenimiento cuantos senderos se le presentasen y desmenuzarlos concienzudamente.

Miró su reloj de pulsera. Eran las cinco de la tarde. Buena hora para entrevistarse con la hija del Profesor.

Decidido, caminó a grandes zancadas por la avenida. Un río humano deambulaba por las aceras. Pat no hacía caso de los transeúntes. Caminaba hundido en sus propios pensamientos. Llegó a la casa. Era un hermoso edificio de más de un centenar de pisos. Subió en uno de los ascensores y pulsó el botón. Segundos después, se encontraba frente a una puerta de tono claro. Pulsó el timbre y esperó. Pero no tuvo que esperar mucho. Unos pasos se escucharon cada vez más cerca de la puerta. Se abrió esta y apareció en el marco una muchacha de unos veinticuatro años, de excepcional hermosura. Su pelo negro rizado, le caía como una cascada de azabache sobre el cuello nacarino.

— ¿Qué desea? —preguntó con voz dulce.

—Querría entrevistarme con la señorita Duval, Mary Duval. ¿Está en casa, por favor?

—Sí. Soy yo —dijo con sencillez.

Pat se apresuró a entregar su tarjeta. La muchacha la leyó y una incipiente sonrisa amarga apareció en sus labios, mientras levantaba los ojos hacia él.

—Pase.

Pat entró en el departamento. Era este sencillo, pero elegante. La joven le introdujo en una pequeña habitación bastante coquetona. Sentóse en un amplio diván, al tiempo que le ofrecía asiento a Pat con un gesto de la mano.

—Siéntese, por favor.

Pat miró detenidamente a la muchacha. La tristeza que se reflejaba en su rostro, era un claro indicio del intenso dolor que le había causado la muerte de su padre. Y, en aquel momento, sintió rabia de su profesión. Tenía que hurgar en el corazón herido de la joven. No tenía más remedio. Iba a iniciar la conversación, cuando la joven le dijo:

—Supongo que habrá venido usted a hablarme de mi padre. ¿No es así, Inspector Kilton?

—Así es —repuso, dejando escapar un suspiro de alivio.

—Pregunte cuanto quiera.

—Ante todo, mi más sentido pésame, señorita. Su padre era querido por todos los que habíamos tenido el honor de conocerle.

—Por todos, no. Uno le asesinó alevosamente —dijo con infinita tristeza.

—Sí. Uno le asesinó alevosamente —repitió Pat—. Y obligación nuestra es llegar hasta el asesino. ¿No sospecha usted de nadie? Nos interesaría saber si su padre le insinuó alguna vez la posibilidad de algún enemigo suyo. Seguramente, alguien sentía cierta envidia respecto a los descubrimientos hechos por su padre.

La muchacha le miró largamente. Después dijo:

—Papá y yo hacía algún tiempo que vivíamos bastante distanciados —hizo una pausa, para añadir sonriendo amargamente—: Vivíamos. Todavía no me hago a la idea de que ya no existe.

Pat sintió un nudo en la garganta, al ver aparecer unas lágrimas en los ojos azules y profundos de Mary Duval.

— ¿Me puede decir las causas de ese distanciamiento?

—Sí. Papá era un hombre bondadoso en extremo, pero algo raro. No comulgaba con ciertas ideas mías. Deseaba que yo me dedicase por entero al hogar. Y, la verdad, el estudio me atrae con demasiada fuerza. Cuando conseguí la cátedra de Geología y Espeleología, papá se enfadó bastante. Fue, entonces, cuando decidimos vivir en departamentos diferentes. ¡Ojalá nunca lo hubiera hecho! —terminó, con un roto sollozo en la garganta.

—Comprendo —asintió Pat, por decir algo.

—Me temo que pueda ayudarle muy poco, Inspector —dolióse la muchacha.

—No lo crea. Haga un esfuerzo de memoria. Sé que este interrogatorio le está resultando doloroso, pero...

—No se disculpe, por favor. Le comprendo perfectamente.

Pat dijo que sí con la cabeza. Durante medio minuto observó a la hija del Profesor Duval con una comprensiva seriedad.

— ¿Sabe cuáles eran los estudios que, últimamente, estaba realizando el Profesor?

Los ojos de la muchacha se iluminaron.

—Sí. Precisamente, hace apenas diez días, me llamo por teléfono. Deseaba que fuese a verle. Fui. Había hecho un viaje a Marte para descubrir la sima «Golat». Según sus deducciones, esta sima conducía directamente a un lago subterráneo donde, tanto por el orden geológico de su formación, como por el geofísico, podría muy bien desarrollarse el «novus vitae» —ante el gesto de extrañeza de Pat Kilton quiso aclararle—: El «nuvos vitae» es una especie de pez, que tiene la propiedad de guardar entre sus glándulas una sustancia que, tratada con ciertos productos, da como resultante una especie de agüilla, de propiedades terapéuticas verdaderamente sorprendentes —hizo una pausa, para añadir enseguida, sonriendo—: En realidad, este «novus vitae» hace infinidad de siglos que el hombre trata de encontrarlo. Desde el principio de la Creación, el hombre se ha preocupado siempre por hallar un elixir maravilloso, que le haga vivir eternamente joven. Esto, en verdad, hasta la fecha no ha sido más que una utopía. Yo no hago caso de estas cosas. Pero mi padre me aseguró que había dado con la clave y la solución del problema. Si en vez de ser mi padre quien me lo decía, hubiese sido otra persona, me hubiese reído escéptica. Pero mi padre era un hombre extraordinariamente serio y tenía unos vastísimos conocimientos respecto a todo esto.

Pat había dejado hablar a la muchacha. Casi no había entendido nada. Por ello volvió a preguntar:

— ¿Y qué es lo que deseaba su padre?

Mary Duval sonrió. Después arrellanóse en el diván para contestar:

—Ya le he dicho que soy Profesora en Geología y Espeleología. Pues bien; mi padre deseaba enseñarme unas cuantas piedras que había hallado en lo más profundo de la sima «Golat» —hizo una pausa larga y espectacular—. Esos minerales me revelaron cosas muy curiosas. La existencia de ese lago interior, del que mi padre me había hablado, era un hecho cierto. Así como también me demostraron la presencia de un rico yacimiento de «Klivotarinapirita».

—Y eso, ¿qué es?—preguntó extrañado Pat.

—Pues es un mineral de extrañas propiedades. Lo descubrieron, sobre el papel, los profesores Klivo y Tarín, conjuntamente; de ahí su nombre. Según estos Profesores, dicho mineral desprende, sometido a un tratamiento de altas presiones y elevada temperatura, un gas de excepcionales aplicaciones.

— ¿Cuáles?

La muchacha sonrió.

—Las de generar, por sí solo, vida. 

 Pat movió la cabeza. No comprendía ni una sola palabra de lo que la hija del Profesor Duval le estaba diciendo. En realidad se daba cuenta, un poco tarde, que no debía haber ido solo a hacerle el interrogatorio. Debió haberle acompañado alguno de los técnicos del Departamento. Aquel, por lo menos, hubiese entendido dichas galimatías científicas. Pero el mal ya estaba hecho. Por eso continuó preguntando, aún a riesgo de aparecer ante la joven como un ignorante.

—Señorita, si no me lo explica de otra manera, no entiendo ni una palabra. ¿Qué es eso de «generar vida»?

—Sencillamente, Inspector, que ese gas puesto en contacto con gérmenes primarios de vida los desarrolla.

— ¿Y eso es muy importante?

—Muchísimo. Tenga en cuenta que se podrían fabricar hombres y mujeres, sin la colaboración especial de ambos.

Pat se quedó un segundo pensativo. ¿Qué beneficio podría reportar a la humanidad aquello? No lo comprendía.

—Perdone mi torpeza, pero no le veo la importancia...

La Profesora sonrió indulgente.

—Pues tiene mucha. Supongamos por un instante que deseamos poblar las frías regiones de Saturno. Ya sabe usted que, pese a haber llegado el hombre de la Tierra a sus lejanas latitudes, no se ha podido afincar allí por no conseguir una plena aclimatación. Pues bien, con la «Klivotarinapirita» ese problema estaría completamente resuelto. Bastaría construir en Saturno una cámara acorazada, llenarla de gas, con gérmenes primarios de vida humana. Lo demás lo haría el gas. Al término de dos o tres meses, de eso todavía no estamos muy seguros, comenzarían a salir de la cámara hombres y mujeres. Estos seres, nacidos en Saturno, se aclimatarían perfectamente al planeta. Y sometiéndolos después al tratamiento de desarrollo, en pocos meses tendríamos una verdadera colonia de saturninos. ¿Me comprende ahora?

—Sí, lo comprendo perfectamente. Pero eso es verdaderamente monstruoso. Suponga, por un momento, que ese gas está en manos de un loco homicida y en vez de utilizarlo para fines de repoblación, lo utiliza para fabricar una serie de hombres que le sirvan solo y exclusivamente para sus fines. En un palabra, que construya robots de carne y hueso. ¿No sería posible lo que apunto?

—Lo sería. Sabido es que, si en el período germinal de un individuo se le hace cierta operación en el cerebro este nace como un autómata, sin más voluntad que la de aquel que le hace sentir su influencia psíquica. Por tanto, los seres fabricados por medio de la «Klivotarinapirita», si se sometieran a esa operación cerebral, serían hombres como lo somos nosotros, con inteligencia, con fuerza, con capacidad de asimilación, pero sometidos a la voluntad de un tercero: El que los fabricó y les hizo esta operación.

Pat rascóse la cabeza. Aquello parecía cosa de locos o de brujos. Pasóse una mano por la cara, como para apartar aquellos pensamientos y dijo:

—Bueno, puntualicemos. ¿Todo cuanto me ha dicho es cierto o solo son hipótesis?

—Las dos cosas, inspector. Desde luego, hasta la fecha no ha habido nadie que haya utilizado el gas de la «Klivotarinapirita», ya que solo era un mineral descubierto en el papel. Pero, después de que mi padre descubrió esos ricos yacimientos, bien puede llevarse a la práctica.

— ¿Cree usted que esos yacimientos fueran la causa de su muerte?

—No, no lo creo. Solamente lo sabíamos mi padre y yo. Es más, mi padre no supo la existencia de ese mineral hasta que yo se lo dije.

—En esa expedición, ¿sabe quién acompañó a su padre?

—Sí. Su colaborador y ayudante.

— ¿Cuál es su nombre?

—Raúl Yate.

— ¿De confianza?

La muchacha enrojeció.

—Es mi prometido.

Pat asintió.

—No lo sabía —dijo un tanto desconcertado, aunque sin perder del todo el aplomo—. ¿Y estaba su prometido enterado de ese descubrimiento?

—Tanto mi padre como yo, no teníamos ningún secreto para Raúl.

—Comprendo. —Hizo una pausa para añadir—. ¿No le reveló su padre ninguna cosa más de las que estaba haciendo?

—No. En aquel momento estaba obsesionado con el lago subterráneo de Marte y con el «novus vitae».

—Cuando le dijo usted lo de la existencia de... bueno, de esa pirita o como se llame, ¿se entusiasmó?

—No demasiado. Por cierto, que Raúl dijo que debían volver inmediatamente a Marte y tratar de hallar ese rico yacimiento, para hacer las pruebas de la reproducción de seres vivos, por el tratamiento que antes le he indicado.

— ¿Qué dijo su padre?

—No le agradó mucho la proposición. Dijo que la generación de la vida, era una cosa solo de Dios y que misión nuestra era mejorarla, alargándola incluso, pero nunca crearla.

— ¿Es usted también de esa misma opinión?

—En parte, sí.

—Explíquese.

—Raúl y yo pensamos que, un descubrimiento científico así, no se puede dejar en el rincón del olvido Se debe llegar al final del mismo y ponerlo a disposición del Departamento de Defensa de la Tierra por si, en alguna ocasión, hiciese falta.

— ¿Su padre no pensaba lo mismo?

—No. Mi padre era un hombre que no deseaba nunca descubrir armas de doble filo. Nos dijo que, ese descubrimiento, podría muy bien beneficiar a la sociedad, pero que, en manos de gentes sin escrúpulos, podría ser un arma terrible contra la propia humanidad. Se podrían fabricar hombres esclavos y una serie de cosas más, de gran monstruosidad. Por ello desistió.

Pat comenzaba a tener una idea de todo aquel embrollo.

— ¿No cree que, además de su prometido, podría saberlo alguien más?

—Le aseguro que no.

—Y, ¿dónde está su prometido en estos momentos?

—Hace seis días que salió para Marte.

— ¡Ah! Está en Marte, ¿eh?

—Sí —la muchacha se dio cuenta de las sospechas de Pat y sus ojos se endurecieron—. Pero no es cierto lo que está pensando usted —dijo con firmeza—. Raúl es incapaz de cometer ninguna mala acción y, sobre todo, jamás traicionaría a mi padre. Estoy segura de que, cuando se entere de su muerte, lo sentirá mucho, tanto como yo o más.

Pat asintió con la cabeza.

—Señorita, perdone mi franqueza. Yo soy un policía y mi misión es desconfiar y sospechar de todo el mundo. Lentamente voy haciendo un proceso de eliminación entre los sospechosos, hasta que llego al verdadero culpable. Pero, en estos momentos, sospecho de usted, de su prometido y hasta del propio Presidente de las Naciones Unidas —se había levantado, ya que sabía que el interrogatorio no daría más de sí—. He tenido mucho placer en conocerla y le agradezco sus revelaciones. Han sido de un gran interés.

La muchacha también se levantó, mirándole desafiadoramente.

—Ni mi prometido, ni yo, tenemos nada que ver con el alevoso asesinato de mi padre.

—Lo supongo, sin ninguna duda. Buenas tardes.

Dejó a la muchacha y salió del enorme edificio. Todo cuanto la hija del Profesor Duval le había dicho, era en verdad fantástico. ¿Tendría visos de realidad? ¿No sería todo una burda patraña, para alejarle del verdadero motivo? No. Eso era tanto como asegurar que ella estuviera complicada en el asesinato de su padre y no lo creía en absoluto. La muchacha se veía que había sido sincera al hablarle. Tan sincera, que no se dio cuenta de que ponía a su prometido en una situación un tanto peligrosa. Por ahí, es por dónde debía comenzar a hacer las investigaciones. Iría al Departamento y extendería su red. Por lo pronto, tenía un punto de partida. Ya era algo.

* * *

La noche se cernía sobre la gran ciudad. Los parpadeantes anuncios luminosos, brillaban intermitentemente en las enormes avenidas. Pat caminaba tranquilo, bajo el cielo tachonado de estrellas y sintiendo sobre su rostro un vientecillo refrescante. El día había sido caluroso y agitado. Tenía ganas de descansar.

Llegó al estrecho callejón donde tenía su alojamiento. Al dar la vuelta a la esquina, creyó oír los pasos precipitados de alguien a sus espaldas. Volvióse rápidamente. Gracias a su movimiento, pudo librarse de un terrible golpe en la nuca. Su instinto de luchador nato, le hizo dar un salto hacia la derecha, al tiempo que su puño buscaba con saña el cuerpo del desconocido atacante.

— ¡Maldito! —rugió este con una voz sorda—. Tengo que matarte.

Pat no despegó los labios. Tenía que librarse de aquel enemigo cuanto antes. No quería matarle, sino dejarlo sin conocimiento, para después someterlo a un severo interrogatorio. Quería saber por qué le atacaba.

La lucha se hizo feroz. Los dos hombres, en el silencio de la noche, se acometían como dos toros enfurecidos. Pat trataba, por todos los medios, de librarse de los golpes de maza que enarbolaba su atacante, al tiempo que sus puños buscaban su cuerpo. Tuvo suerte. Un derechazo terrible tropezó con el mentón del noctámbulo atacante. Este lanzó un grito feroz y se precipitó con más ímpetu y fuerza sobre Pat, que esperaba aquella embestida. Sus puños, con precisión casi matemática, dieron en ambos flancos. El desconocido lanzó un alarido de dolor y pareció desinflarse, como un globo cuando se le pincha.

Pat le vio derrumbarse en el suelo. En la oscuridad sonrió. Había vencido limpiamente. Agachóse para verle el rostro. Una exclamación terrorífica de asombro escapóse de su garganta. No. No podía ser. El desconocido no tenía el rostro de persona humana. Su cara era exactamente igual que una roca, una piedra. Sin pensarlo, sacó el silbato y comenzó a soplar desesperadamente. Minutos más tarde, tres agentes del servicio nocturno, corrían junto a él. Al reconocerle, le saludaron.

—Buenas noches, Inspector.

—Buenas noches, muchachos. He sido atacado por ese hombre que yace en el suelo. Hay que llevarlo inmediatamente a la Comisaría. Vamos. No hay tiempo que perder.

Los tres agentes tomaron al caído. Este estaba duro, excesivamente duro para ser un hombre y, además pesaba extraordinariamente. Se miraron extrañados y cargaron con él a duras penas. Cuando llegaron a la Comisaría más cercana, lo dejaron sobre uno de los banquillos. Lo miraron y todos quedáronse mudos por el asombro y el terror. Aquello no era un hombre. Eran solamente unos trozos de piedra terrosa y negruzca, con la deformada contextura de un monstruoso cuerpo humano.

Pat precipitóse sobre él. Le rasgó las vestiduras. Solo la misma piedra surgía.

—Pero... Pero si esto es imposible. Yo...

No pudo continuar. Dejóse caer en una silla, cubriéndose el rostro con las manos. ¡Era horrible!

El Comisario había salido y contemplaba aquellos trozos de roca, vestidos con ropas humanas. En una de las extremidades de aquellas rocas que hacían de manos, casi con forma humana, había una cachiporra de arena, al igual que las que utiliza la policía para deshacer tumultos.

—Inspector. Esto —dijo el Comisario al reconocer a Pat— es incomprensible.

Pat, ya más repuesto, se levantó.

—Lo es. No comprendo nada. Cuando iba a la pensión, fui atacado bárbaramente por un hombre que enarbolaba una cachiporra. Peleamos. Tuve la suerte de propinarle dos puñetazos en ambos flancos y cayó como fulminado. Creí que había perdido el sentido. Cuando me acerqué para reconocerlo, me di cuenta de que su rostro era una piedra, con una forma casi humana. Enloquecido por el horrible descubrimiento, toqué mi silbato y aparecieron estos agentes, que me han ayudado a traer «eso» —terminó señalando al extraño hombre de piedra que había sobre el banquillo—. Es, en verdad, para volverse loco.

El Comisario miró a Pat con ojos comprensivos y después miró a los agentes, en la mirada de todos estaba el mismo brillo extraño y el mismo extraño pensamiento cruzaba por sus cerebros. Aquello era una alucinación, que no podía admitirse seriamente. ¡Pat Kilton, el Inspector Jefe de la Policía Federal de la Tierra, se había vuelto loco!

No se podía pensar otra cosa. Lo contrario, hubiera sido algo fuera de toda lógica. Y pensando en ello, el Comisario observó aquella cosa vestida con ropas humanas y, sin poderlo evitar, un estremecimiento involuntario recorrió su cuerpo, a pesar del escepticismo que le dominaba.

* * *

Pat salió de la Comisaría como ebrio. Dos agentes le acompañaron. Por más vueltas que daba a aquel problema, no le encontraba ninguna solución adecuada. Él estaba seguro de haber luchado con un hombre de carne y hueso. Le oyó gritar y sus puños se habían clavado en sus carnes repetidas veces. ¿Cómo era posible que ya no fuese un hombre y se hubiese convertido en aquellas negruzcas piedras?

No. Allí ocurría algo que no lograba entender. Era un misterio demasiado profundo para él, y menos todavía para poderlo descifrar en una sola noche. Sin embargo, tenía que llegar al fondo de aquella cuestión, ahora por amor propio. Porque el asunto hallábase erizado de un misterio alado de palpitante interés.

Los dos agentes le llevaron a su casa, ayudándole allí a desvestirse.

Cuando se encontró solo en la cama, en la oscuridad de su habitación, sintió una extraña sensación indefinible. Tenía los nervios de punta. Su cerebro funcionaba con una inusitada rapidez, martilleándole en las sienes sin descanso. Un sudor frío manaba de su frente No se encontraba bien. Seguramente se hallaba bajo los efectos todavía de aquella impresión demoníaca.

Infinidad de veces revivió aquella escena alucinante, recordando todos sus detalles. No pudo dormir, tal era la inquietud que sentía. Una violenta agitación se le apoderaba por momentos, sumiéndole casi en el terror. Pensaba y pensaba sin descanso. Y así se pasó la noche. Ya era bien avanzada la madrugada, cuando el sueño le venció por completo...

A la mañana siguiente, con un terrible dolor de cabeza, Pat se levantó, apresurándose a ir a la Comisaría. Quería que analizasen cuanto antes a aquel hombre extraño o lo que fuese. Estaba más que seguro de que había sido un hombre de carne. Cuando llegó, el Comisario recibióle con un gesto de desesperación en el rostro. Pat le preguntó alarmado:

— ¿Qué ha sucedido?

—Pues... no lo sé.

—Diga pronto lo que ha pasado.

—Pues, no me lo explico, la verdad, no me lo explico. Dejamos anoche ahí en el banquillo a... bueno, a esas piedras vestidas con pantalón y chaqueta, que trajeron los agentes y usted y...

— ¿Qué?... —apremió Pat.

—Ha desaparecido.

— ¿Cómo, desaparecido?—exclamó, sin poderse contener el joven Inspector.

—Así es. Ha desaparecido delante de las narices mismas del agente que montaba guardia. Y no solamente eso. En su lugar, hemos hallado esto —y le señaló las ropas que vestía el desconocido atacante nocturno.

Pat Kilton registró todo el traje, con un nerviosismo inusitado. En uno de los bolsillos, encontró una tarjeta negra, en la que habían escrito con unas letras luminosas fosforescentes: «Mi saludo a la Policía Federal. Pegan ustedes muy fuerte. Pero, para la piedra, sus puñetazos son una caricia».

Acuello era más desconcertante cada vez. Pat creyó que las sienes le estallarían un momento a otro. Era imposible lo que estaba sucediendo. Hombres que se transforman en piedras y después vuelven a ser hombres. ¡De verdadera locura! El Comisario miraba el rostro del Inspector. Esperaba que este le gritase por su negligencia. Pero Pat no tenía fuerzas para reñir a nadie. La cabeza le daba vueltas y más vueltas, en un mareo insoportable. Sentía pesadez en el estómago y una angustia que le molestaba lo indecible.

— ¿Será miedo esto que estoy sintiendo?... —se preguntó en voz alta.

El Comisario le miró, sin saber qué responderle. Después, como si despertase de un sueño, gritó Pat:

— ¡Vamos, Comisario! Tenemos que ir al Departamento de Defensa. Hay que hacer un detallado informe de cuanto pasó aquí anoche. El ataque de que fui objeto. Los tres agentes que me ayudaron a transportar «aquello» que vengan también. Es necesario ponemos a trabajar enseguida. 

 Keit Man, el Jefe Supremo del Departamento de la Policía Federal de la Tierra, se paseaba como un león enjaulado por su amplio despacho. Sus ojos despedían brillos hostiles y su boca se plegaba en un rictus de ira mal contenida.

Con las manos cruzadas sobre la espalda, seguía sus paseos, mientras que su cerebro funcionaba a toda presión. Se acercó a la ventana y por unos instantes, pegó su nariz a los fríos cristales. Después volvióse rápidamente, acercándose a la mesa, donde pulsó el botón del dictáfono y dijo imperativamente:

—Si todavía está el Inspector Pat Kilton, que pase inmediatamente. Necesito hablarle. Si se ha marchado, que le busquen.

—Está bien, señor —se escuchó que decía, a través del hilo, la voz de la secretaria.

Segundos después, nudilleaban en la puerta.

—Adelante —concedió el Jefe Superior.

Pat Kilton hizo su aparición, Keit Man «el viejo», como cariñosamente se le llamaba en el Departamento, le sonrió levemente.

—Pasa, pasa y siéntate.

Pat hizo lo que se le indicaba. El «viejo» continuó hablando:

—He leído detenidamente el informe que me has mandado y te prometo que vamos a poner toda la carne en el asador —dijo con aquella frase suya tan característica—. Claro que, si te he mandado llamar, no ha sido precisamente para eso, sino para que hablemos amigablemente.

Pat miró extrañado a su Jefe. Le veía demasiado amable y cariñoso. Se encogió de hombros para decir:

—Pues hablemos. Le escucho a usted.

—Mira, Pat. Te conozco desde que naciste. Ya sabes que tu padre y yo fuimos grandes amigos. Los dos ingresamos en el Cuerpo en la misma promoción y... bueno, si no le hubiera sucedido aquella desgracia, seguramente sería él el que ocuparía mi puesto en el Departamento. Pues bien, en nombre de aquella amistad y con la autoridad que tengo sobre ti, no como superior, sino como amigo, te digo que debes tomarte unos meses de descanso. Has trabajado mucho últimamente y no es bueno fatigarse en exceso. El Departamento necesita hombres como tú y, la verdad, no me gustaría perderte.

Pat frunció el ceño. No comprendía ni una sola palabra de las que le estaba diciendo el «viejo». ¿Dónde quería ir a parar?

—Mire, Jefe, hable con claridad. Ya sabe que nunca me han gustado las medias tintas. Hace tan solo cuarenta y ocho horas, me encargaba el caso del Profesor Pierre Duval y ahora, con muy bonitas palabras, me está dando el puntapié en el talle. ¿Por qué?

—Ya te lo he dicho. Necesitas descansar. Has trabajado mucho y...

Pat le cortó secamente.

—No. No es eso. Es, sencillamente, por el informe que le he mandado. Usted cree que me he vuelto loco, ¿no es cierto? Usted no comprende ni yo tampoco, esa es la verdad, que haya luchado con un hombre que, de momento se transforma en roca y después escribe una nota y se volatiliza en el aire. Es eso, ¿verdad?

Keit Man paseó por la estancia, antes de contestar. Después paróse delante del muchacho.

—Pues, sí. Es por eso. Comprenderás que se necesitan muchas tragaderas para poder digerir ese informe. Creo que el demasiado trabajo te ha deshecho los nervios.

Pat levantóse bruscamente.

—Pues se equivoca. Tengo los nervios muy bien templados. Lo que he escrito en ese informe, es lo que sucedió realmente. Yo tampoco lo comprendo. Pero así pasó y así lo escribí. Ahora bien, usted me manda que deje el caso y yo... yo no lo dejo, ahora que se está poniendo verdaderamente interesante. Necesito dos colaboradores, dos científicos del Departamento. Un geólogo y un químico. Si me da a esos dos elementos, le aseguro que pondré las cosas en claro y le demostraré que lo que pasó anoche es cierto y no fruto de mi imaginación o de mis nervios destrozados.

Keit Man era hombre que conocía bien a sus colaboradores. Para él, Pat Kilton era uno de los buenos del Departamento. No tenía derecho a quitarle de en medio de un manotazo. Debía darle una oportunidad. Por eso murmuró:

—Está bien. Ahora mismo mandaré llamar a esos dos técnicos. Vas a discutir aquí, delante de mí, el asunto, a ver lo que se saca en limpio de esa aparente locura —acercóse al dictáfono, pulsó el botón y habló imperativamente—: Que vengan cuanto antes a mi despacho los Jefes del Departamento Químico y del Laboratorio Geológico. Los espero.

—Está bien, señor.

El «viejo» cerró el dictáfono y encaróse con Pat.

—Vas a contarme detalladamente todo cuanto sucedió.

—Ya lo sabe usted. Lo he escrito en mi informe.

—Sí. Lo he leído. Pero deseo escucharlo de tus labios, además.

—Está bien —dijo pacientemente Pat. Y con toda suerte de detalles le explicó la entrevista que había tenido con Mary Duval, la hija del Profesor asesinado. Después el ataque de que fue objeto. La lucha sostenida con aquel hombre misterioso y la transformación del mismo en un montón de piedras o rocas unidas entre sí. Finalmente, la ayuda que le prestaron los agentes y lo que había sucedido en la Comisaría.

El Jefe no despegó los labios, mientras su cerebro trabajaba febrilmente. Un nudilleo en la puerta del despacho, rompió el hilo de sus meditaciones.

—Adelante.

En el despacho entraron un hombre de unos cuarenta y cinco años, de rostro inteligente y simpático y una muchacha de extraordinaria belleza. Pat tuvo que reprimir un silbido de admiración. Tenía el pelo como el oro, los ojos grandes y verdes, de un verde como el de la uva madura; su tez clara, semejante a los rayos lechosos de la Luna. Pero lo que más le llamó la atención a Pat, fueron sus labios. Tenía unos labios rojos, sangrantes, de pulpa tentadora.

Keit Man estaba hablando. Su voz llegaba a los oídos de Pat, confusa y lejana. La joven se había dado cuenta de la mirada insistente y fija del muchacho y un ligero carmín cubrió sus tersas mejillas.

—Les presento a Pat Kilton —decía el «viejo»—. Inspector Jefe de nuestro Departamento. Pat, esta señorita es Dorothy Lotan, la Jefe del Departamento Geológico y este caballero Víctor Mahykas, nuestro químico más eminente.

Se estrecharon las manos. El «viejo» continuó hablando.

—Tomen asiento, por favor. El Inspector Pat tiene algo muy importante que decirles.

Los dos se sentaron en los mullidos sillones y Pat continuó de nuevo con su fantástica narración. Cuando hubo terminado, una sonrisa un tanto irónica plegaba los labios de la geóloga. El «viejo» indagó:

—Ya han escuchado ustedes al Inspector. ¿Qué tienen que decir respecto a esa historia?

Víctor Mahykas alzóse de hombros.

—No puedo aportar ninguna luz a este caso. Un poco raro me parece todo ello. Pero, en fin, cuando el Inspector lo afirma...

El «viejo» sonrió triunfante. Sus ojos buscaron los de Dorothy Lotan. Esta dijo, y al hablar su voz resonaba dulce, pero con ciertos matices burlones:

—Todo cuanto ha dicho, Inspector, tiene visos de fantasía. Pero yo puedo asegurarle que también cabe la posibilidad de que sea cierto.

Pat la miró fríamente.

—Yo no acostumbro a mentir, ni a inventar.

—Lo supongo, Inspector, lo supongo. No he querido ofenderle. Pero para que me entiendan, tendrán que escucharme. Tengo que hacer un poco de historia.

—Pues hágala —dijo de mal talante Keit Man.

La muchacha arrellanóse en el sillón y comenzó diciendo:

—En primer lugar, quiero decirles que Mary Duval, la hija del eminente Profesor Pierre Duval, asesinado, tiene las facultades mentales un poco, ¿cómo diría yo?, un poco trastornadas. Todo cuanto le refirió a usted, Inspector, no es más que el producto de una obsesión hace años incubada. La conozco desde que estudiábamos y, por aquel entonces, ocurrieron hechos importantes, que trastornaron la mente de Mary. Tanto el «novus vitae», come la «Klivotarinapirita» son dos cosas que están hace tiempo descubiertas y demostradas. Ella nunca lo ha sabido. Pero es así. De ahí que nuestra investigación, creo tiene que marchar por otros derroteros.

Pat la miró interrogante.

—Entonces, ¿todo cuanto ella me dijo, es solamente fruto de su imaginación?

—No tanto, Inspector. Ya le he dicho que, ambas cosas, hace tiempo que se descubrieron. El Profesor Pierre Duval fue uno de los que más trabajó en el asunto. Para Mary, el tiempo no ha pasado y cree que su padre todavía está investigando, lo que hace ya bastantes años dejó de interesar al mundo científico.

—Luego, aquella consulta, lo de su prometido, lo del viaje a Marte... ¿todo es una patraña?

—Eso no. Sabemos que el Profesor Duval hizo ese viaje a Marte y también sabemos que Raúl Richer está, en estos momentos, en el planeta «rojo». Ahora bien, ambos fueron a investigar cosas mucho más importantes y sorprendentes.

— ¿Cómo lo sabe usted?

—Sencillamente, porque en mi despacho tengo todos los libros y apuntes que el Profesor Duval tenía el día que fue asesinado. Los he estudiado todos detenidamente y he llegado a la conclusión de que el Profesor estaba obsesionado por algo que había encontrado en la sima «Golat» y que se refería al lago subterráneo.

—Entonces, esa sima y ese lago existen, ¿no es eso?

—La sima sí, desde luego. El lago, no se sabe a ciencia cierta. Todos los indicios geológicos y geofísicos nos dicen que es cierta su existencia, pero, hasta la fecha, nadie lo ha visto.

—Y el Profesor Duval quería descubrirlo, ¿no es así?

—Pues, no del todo. El Profesor no era partidario de la búsqueda de ese lago, sino de ciertos indicios que se veían en las profundidades de esa sima.

Keit Man intervino bruscamente.

— ¿Qué indicios eran esos?

La Profesora Dorothy Lotan hizo un gracioso mohín imposible de descifrar.

—Hay una leyenda, bastante antigua en Marte, que dice que en el mismo corazón de la sima «Golat», hay unos hombres malvados, hombres que han sido condenados por el Supremo Iban, y ya saben que Iban es el dios justiciero de Marte, a llevar una vida de sufrimientos, hasta que se hayan redimido de sus pasadas culpas. Estos hombres-demonios, como aquí les llamaríamos, pueden transformarse, en el momento en que lo creen oportuno, en objetos diversos. Unos pueden volverse animales; otros plantas; otros en rocas graníticas...

Pat lanzó una exclamación.

— ¡Eso, eso es lo que ocurrió!... Aquel individuo quedó transformado en roca granítica.

Keit Man interrumpióle.

— ¡Pat!... Lo que la Profesora nos está contando, no es nada más que una leyenda.

—Sí. Sin embargo, muchas veces las leyendas suelen ser verdad.

Dorothy Lotan intervino.

—Yo no niego ni afirmo nada. Me limito a referirles lo que la ciencia sabe de estas cosas. Desde luego, anatómicamente hablando, eso de que un hombre pueda transformarse en un trozo de granito, a su voluntad, no es ni más ni menos que una locura. Ahora bien, las regiones ignotas del cosmos, nos presentan, muchas veces, ciertas sorpresas, donde la ciencia y la lógica fracasan. Lo que sí puedo afirmarles es que, para encontrar los motivos por los cuales el Profesor Fierre Duval encontró la muerte, hay que ir a la sima «Golat». Allí, estoy convencida de que se encuentra la clave de este misterio.

Keit Man y Pat miraron detenidamente a la Profesora. Fue este el primero en decir:

— ¿Está usted completamente segura de lo que dice, Profesora?

—Lo estoy. Es más. Si el Departamento tiene que hacer este viaje de inspección pido, desde este momento, pertenecer al equipo investigador. Los ojos de un policía ven mucho. Pero, en este caso, creo que los de un geólogo pueden ver más.

Keit Man volvióse hacia Pat. Le miró sonriente para decirle:

—Tú eres el que llevas este caso. Decide.

—Ya está decidido, Jefe. Nos marcharemos a Marte tan pronto pueda ser. La Profesora vendrá, desde luego Y, además de ella, necesito varios especialistas en armas, en espeleología, en química...

Keit Man habló:

—De acuerdo. No hay nada más que decir. Todo el equipo estará dispuesto para pasado mañana. ¿Conformes?

— ¿Para pasado mañana?

—Eso he dicho.

—Bien. Conformes.

* * *

Pat Kilton, cuando salió del despacho del Jefe Superior, iba contento y satisfecho. La perspectiva de un viaje a Marte, junto a la hermosa Dorothy, le ponía de excelente humor.

— ¡Bravo! Nos vamos a divertir de lo lindo. Es hermosa la Profesora, ya lo creo que lo es.

Y siguió caminando a grandes zancadas por las amplísimas avenidas. Miró el reloj y lanzó un penetrante silbido. Era muy tarde y debía preparar ciertas cosas antes de alejarse de la Tierra. Colocóse en la espalda las alas plegables y después de conectar el mikromotor, elevóse por el aire, iba por las avenidas, sin remontarse más allá de la altura inverosímil de los rascacielos.

Cuando llegó a su departamento, vio que una de las ventanas estaba abierta y penetró por ella. Se quitó las alas plegables y las introdujo en la funda. Al echar una mirada rápida a su alrededor, percibió algo raro, extraño. Allí habían estado registrando. Sin detenerse m un segundo, sacó su pistola de rayos masivos y la preparó. Sigilosamente fue avanzando por la habitación. Al llegar a la puerta que comunicaba con el cuarto de baño, pegó su oído a la misma, por si descubría algún sonido. Así estuvo durante más de medio minuto. Al no notar nada, abrió despaciosamente. En el cuarto de baño no había nadie. Entró. Nada más hacerlo, dos brazos de hierro le sujetaron fuertemente. Intentó revolverse, pero fue en vano. Aquellos brazos le atenazaban con furia. Una voz ronca se dejó oír.

—Te estás metiendo en donde no te llaman amigo y morirás. No me agradan los fisgones.

Pat se daba cuenta de que su situación era bastante comprometida. No podía hacer uso de la pistola. Aquel hombre le atenazaba fuerte, apretándole cada vez más. Sentía un dolor agudo en la columna vertebral. Un nuevo apretón y esta se resquebrajaría, causándole la muerte. Tenía que hacer algo. Rápidamente aspiró muy hondo, como para acumular fuerzas. Tensó los músculos y, con brusquedad, dio un terrible tirón. El hombre que le sujetaba perdió el equilibrio. Eso era lo que buscaba Pat. Sin dejar que se recobrara, dio otro fuerte empellón, hasta que notó que la presión de los brazos que le oprimían, se hizo más débil. Revolvióse rápidamente y logró zafarse por completo de aquellas tenazas. El esfuerzo hecho le despistaron de la pistola, que ahora dormía tranquilamente en un rincón del cuarto de baño. Pero Pat no se preocupó demasiado del arma. Se volvió como una fiera, para luchar a brazo partido con aquel maldito que intentaba asesinarle. Su puño salió disparado con fuerza aterradora. Un grito de dolor escapóse de la garganta de Pat. El puño había dado sobre la pared. Allí en el cuarto no había nadie.

—Pero... —dijo vacilante—. No es posible que se haya evaporado —buscó con la mirada por todas partes. Nada. El cuarto de baño en donde se encontraba, estaba completamente vacío. Salió de allí, pasando a la otra habitación contigua. También estaba vacía. Pero, ¿cómo era posible? ¿Se estaría volviendo loco?

Revolvióse inquieto. De nuevo entró en el cuarto de baño y recogió la pistola. Con ella en la mano, miró por todas partes. Ni rastro del agresor.

—No puede ser. Esto no son hombres; son diablos —fue a dejarse caer en una silla, cuando escuchó una terrible carcajada a sus espaldas. Se volvió como un rayo, al tiempo que veía como la puerta de su departamento se cerraba estrepitosamente.

Levantóse de un salto y salió a la escalera. Se escuchaban pasos precipitados. Miró. No vio a nadie. Siguió bajando, con el ansia de tropezar con el maldito agresor. Pero llegó hasta la calle, sin haber encontrado a nadie. Desalentado, volvió a subir las escaleras. Ni se percató de que el ascensor estaba vacío. Su mente hallábase repleta de raros pensamientos. ¿Quién podía ser aquel hombre? ¿Sería el mismo que le atacó en la calle?

Era para volverse loco. Hasta aquel instante, Pat había luchado con hombres tangibles, con seres de carne y hueso. Pero, ahora, parecía que estaba luchando contra una banda de espíritus.

—Tengo que llegar al final de este misterio. Tengo que hacerlo. Si no lo consigo, creo que jamás podré vivir tranquilo.

Había entrado de nuevo en su departamento. Se sentó en un sillón y reclinó la cabeza sobre el respaldo con indolencia.

— ¡Malditos sean mil veces!... —exclamó, preso de una terrible excitación. Jadeaba en su impotencia, sin saber qué hacer, ni qué partido tomar. Y, en este estado de ánimo, el menos propicio para la preparación de la empresa que le tenían encomendada, preguntóse con angustia—: ¿Qué son, hombres o piedras?... 

 De la Torre de lanzamientos de la Tierra, salieron hacia el planeta rojo, Pat Kilton, Dorothy Lotan, Samuel Rute, especialista en armas, un hombre de vulgar aspecto, sin más atractivo que unos ojos grandes y saltones, llenos de bondad, Mirella Brich, una muchacha de unos veinticuatro años, morena y atractiva, especialista en espeleología, Víctor Mahykas, eminente químico, el piloto Janos y el copiloto Steve, dos muchachos animosos e inteligentes, verdaderos técnicos en el manejo de estos artefactos estratosféricos. Los siete expedicionarios, a quienes se les sumó Nicolás Ustinoff, un gigantón de más de dos metros de estatura y cien kilos largos de peso, Inspector de la Policía Federal, perteneciente al Departamento de Marte, despegaron de la Torre rumbo a Marte.

Al segundo día de navegación, ocurrió algo espeluznante.

Pat, como Jefe de la expedición, se preocupaba, como es lógico, de que todas las cosas funcionaran con la debida normalidad, comprobando personalmente la situación en que se encontraban, velocidad de la nave, altura, etc. Preguntaba a sus acompañantes si se hallaban en condiciones sin acusar excesivamente el cansancio del largo viaje y, en fin, solía dar una vuelta por toda la nave estratosférica, como haciendo una especie de revisión diaria, que le tranquilizaba en extremo.

Aquella mañana, se hallaba en popa del gran artefacto espacial, ocupado en estos menesteres. Los expedicionarios dormían todavía en sus cómodos asientos, a excepción de Dorothy Lotan, que también deambulaba por la nave. La joven Profesora, después de curiosear por todas partes, dirigióse por fin a la cabina de mandos. Janos y Steve, piloto y copiloto, de espaldas a ella, enfundados en sus pellizas de cuero y sus cascos de cuero también, dirigían cogidos a los mandos en el mayor de los silencios.

—Buenos días, muchachos —les saludó—. Voy a prepararles enseguida el café, si les apetece —se detuvo un momento, mirando ávidamente los complicados mecanismos de la cabina—. ¿Qué velocidad llevamos, si no es un secreto de estado? —preguntó en un tono delicioso y agradable. Pero no obtuvo contestación. Janos y Steve ni siquiera se movieron.

Los grandes ojos verdes de la muchacha buscaron entonces el indicador de velocidades. La nave volaba a una velocidad aterradora. Pero los ojos de Dorothy Lotan, sin proponérselo, tropezaron con el altímetro automático. Y quedó verdaderamente sorprendida. Parpadeó unos segundos, como no dando crédito a lo que había visto, y miró de nuevo. La aguja magnética del altímetro iba señalando cada vez cantidades menos importantes. El corazón le dio un vuelco, No podía ser.

— ¡Eh, muchachos! ¡Creo que estamos descendiendo!—dijo como asustada. Volvióse a mirarlos, casi frente a ellos, y un grito aterrador escapóse de su garganta— ¡Aaaah!...

— ¡Dorothy! ¿Qué ocurre?—preguntó alarmado Pat Kilton, corriendo hacia ella.

— ¡Socorro!...

— ¡Dorothy!

Los gritos de la muchacha despertaron a todos. El primero en reaccionar fue el gigantesco Nicolás Ustinoff, que corrió hacia ella como un demonio, detrás de Pat.

— ¿Qué pasa?

— ¿Qué le ocurre, Dorothy?

—¡¡Miren!!... —exclamó la muchacha en el colmo del paroxismo, señalando al piloto y copiloto, con los ojos desmesuradamente abiertos y el más grande pavor reflejado en su hermoso rostro.

Pat y Nicolás Ustinoff miraron. Un estremecimiento recorrió sus cuerpos, haciéndoles vacilar. El piloto y el copiloto habíanse transformado en dos monstruos de piedra. Sus caras y sus manos, que era lo único visible que tenían, veíanse ahora convertidos en unas piedras negruzcas y arenosas, que repugnaba observar.

— ¡Dios mío!

—Pero...

—Esto es algo alucinante.

— ¡Hombres de piedra! —exclamó Samuel Rute que, como todos, había corrido a la cabina de mandos, tan pronto como pudo reaccionar. En su mano empuñaba una pistola de rayos masivos, lo mismo que Pat y el gigantesco Ustinoff.

Víctor Mahykas acercóse a verlos, tembloroso y asustado.

—Estos hombres, o lo que sean, están muertos.

— ¿Muertos?

—Yo no estoy tan seguro —repuso nerviosísimo Pat Kilton.

Mirella Brich, en tanto, se había llevado a Dorothy, pues la pobre sufría una aguda crisis de nervios.

—Acabemos con ellos, Pat —dijo sordamente Nicolás Ustinoff, irguiendo su gigantesca mole.

—Pero, ¿cómo podremos acabar con unos hombres de piedra? —preguntó Samuel Rute la mar de inquieto.

—De ninguna forma —terció Víctor Mahykas en tono firme—. No podremos acabar con ellos de ninguna forma, porque insisto en que estos hombres están muertos.

—Y yo insisto en que no estoy tan seguro como lo está usted. Les he visto evaporarse en el aire, como fantasmas.

—Dudo que estos hombres puedan evaporarse, como usted dice. Su inmovilidad es aterradora.

Dorothy gritó entonces desde fuera de la cabina de mandos:

— ¡Cuidado, Pat, estamos descendiendo!

— ¿Cómo?

— ¿Descendiendo?

El Inspector Nicolás Ustinoff corrió a los mandos

— ¡Es cierto! —rugió—. ¡Maldito sea el diablo!...

—Ahora me explico muchas cosas.

Ustinoff pudo estabilizar la aeronave, maniobrando en ella, sin vacilaciones. Se veía enseguida que era un experto piloto. Debía conocer bien su manejo, porque el artefacto espacial, poco después, dirigía su afilada proa otra vez hacia Marte, a una increíble velocidad.

Víctor Mahykas habló:

—Me reafirmo más en mis suposiciones, Pat.

— ¿Si?

—Sin ninguna duda —repuso rápidamente el eminente químico—. Estos hombres, o lo que sean, trataban de impedir nuestro viaje. Para ello, descendieron lo más aprisa posible, hasta incendiar todos los tubos termonucleares.

— ¿Entonces?

—Pero tuvieron un gran fallo, imprevisible seguramente.

— ¿Cuál?

—El de no prever si sus cuerpos aguantarían la terrible presión del descenso. Esto acabó con ellos. Fue entonces, seguramente —siguió diciendo Víctor Mahykas con reconcentrada seriedad—, cuando se volvieron de piedra.

Pat Kilton dijo:

—Creo en su hipótesis. Los que me atacaron a mí, en la Tierra, al ser vencidos era cuando se transformaban en esos pedruscos repulsivos.

— ¿Qué hacemos entonces, Pat? —preguntó Ustinoff, sin dejar los mandos de la aeronave espacial.

—No lo sé.

Instintivamente, miró de nuevo a los hombres de piedra. Vestidos con los trajes de Janos y Steve, sus aspectos eran algo de pesadilla. Una pincelada macabra, propia de una desequilibrada imaginación. Sus oíos se endurecieron al mirarlos.

—A pesar de todo —dijo Pat—, muertos o no, acabaremos ahora enseguida con ellos.

— ¿Cómo?

—Echándoles de la aeronave... Les colocaremos en la tercera puerta de la salida, para casos de emergencia, de popa y, a presión, les lanzaremos al espacio.

—De acuerdo.

—Vamos, entonces.

Con el trabajo que es de suponer, porque pesaban como piedras que eran los condenados, les llevaron a popa. Rápidamente les pusieron en la salida aquella y cerraron la puerta con todas las manivelas. Luego, automáticamente, fueron pasándolos a la segunda salida, después a la primera y, finalmente, les arrojaron al espacio, con gran satisfacción por parte de todos.

Pat fue, enseguida, a ver cómo se encontraba Dorothy. La muchacha había reaccionado y lloraba en los brazos de Mirella desconsoladamente.

— ¿Le pasó el susto?

—Sí, sí, gracias.

—Todos nos hemos puesto un poco nerviosos, con esos fantoches a bordo.

—Ha sido algo horrible.

—Espantoso, diría yo. Pero ya ha pasado —Pat envolvió a la muchacha en una mirada cariñosa, antes de decir—: Confío mucho en usted, Dorothy, para el éxito de nuestra empresa. Tiene que sobreponerse, porque la necesito.

La joven asintió con la cabeza, en silencio. Pat se fue. Reunióse con los hombres y les habló crudamente;

—Ahora hay que registrar la aeronave de arriba a abajo, hasta encontrar al piloto Janos y al copiloto Steve. ¡No pueden haberse evaporado!

Todos cooperaron en aquella labor. Pero por más que buscaron, no lograron dar con estos a bordo. En la nave no estaban. Ninguno de sus rincones fue dejado de mirar. Nadie pudo hallar ni el menor vestigio de ellos. Por lo que, al cabo de un rato, tuvieron que rendirse ante la evidencia. Con mucho pesar, llegaron a la conclusión de que aquellos desalmados hombres de piedra les habrían arrojado al espacio, como el mejor medio de deshacerse de ellos.

El gigantesco Inspector Nicolás Ustinoff y Víctor Mahykas, que conocían perfectamente el manejo de estos artefactos, se sentaron en la cabina de mandos, decididos a reemplazar a los desaparecidos pilotos.

Y sin más novedad transcurrió el viaje hacia Marte...

* * *

Unos días después, llegaban al planeta rojo, en donde se posaron con una pericia inigualable. Tras un breve descanso, marcharon hacia la sima «Golat», para comenzar las investigaciones.

La sima «Golat» estaba situada en un llano de grandes proporciones. Se abría esta como una herida de la llanura. Para entrar en ella, debieron bajar casi verticalmente, unas cincuenta o sesenta yardas. Después, el suelo, duro y rocoso, cerraba el profundo pozo. Un corredor, de regulares proporciones, se abría en uno de sus muros. Los expedicionarios, a cuyo frente iba el gigantesco Ustinoff, seguido de cerca por Pat y Dorothy, se internaron por el corredor. Este, tras una longitud de más de una milla marina, terminaba en una especie de plazoleta redonda. De ella partían dos corredores o galerías. Una de ellas amplia y despejada, la otra angosta, casi incapaz de dejar pasar a los terrícolas.

— ¿Por dónde nos metemos? —preguntó con su grueso y potente vozarrón el Inspector Ustinoff.

Dorothy, ayudada por las antorchas eléctricas, estudió las paredes de las galerías.

Al mismo tiempo, Mirella estudiaba también las paredes, con las posibilidades de uno y otro corredor.

—Yo creo que debemos ir por la más ancha de las galerías —dijo Mirella—. Caminaremos con mayor holgura.

—Desde luego —afirmó Dorothy—. Pero creo que, lo que andamos buscando no está por ese amplio corredor. Yo me internaría por este otro, a pesar de ser más difícil de pasar.

Pat se hallaba en un dilema. No sabía qué camino escoger. Por fin, volvióse a Víctor Mahykas.

— ¿Cuál es su opinión, Profesor?

—Perdone que no quiera opinar. Yo solo sé Física y Química. Son las Profesoras Lotan y Brich las que nos deben guiar. Una es especialista en Geología y la otra en Espeleología.

—Así es —afirmó Samuel Rute—. Nosotros todavía no debemos dar nuestra opinión.

Pat se volvió a las dos muchachas.

—Pónganse de acuerdo. Esperamos la decisión de ustedes.

Mirella sonrió deliciosamente.

—Como camino, mejor es el ancho. Ahora bien, si geológicamente hablando el otro es más interesante...

—Lo es —afirmó Dorothy.

—Pues vamos por el estrecho —se avino Mirella, al fin.

El gigantón se introdujo por la estrecha grieta a duras penas. Le siguieron los demás. El corredor, a medida que avanzaban, se hacía un poco más ancho, pero disminuyendo, a la vez, de altura. Los expedicionarios tuvieron que caminar encorvados y llegó un momento en que tuvieron que deslizarse como serpientes. El gigante blasfemaba de vez en vez, cuando alguna roca le golpeaba en la cabeza.

— ¡Maldito sea este camino!... Parecemos gusanos.

Pat también maldecía. Sus manos estaban despellejándose, a consecuencia del roce con las duras rocas, pero se mordía los labios y seguía avanzando. Si para él era duro el camino, más lo debía ser para las dos muchachas y estas no abrían la boca para lanzar el menor quejido.

De pronto el corredor, de una manera brusca, se hizo amplio y despejado. Es más, una claridad insospechada llegaba a él, iluminándolo.

—Esto es verdaderamente maravilloso —exclamó Ustinoff, poniéndose en pie y estirando los entumecidos músculos—. Ya podemos andar como las personas —y rio a grandes carcajadas, que retumbaron de una manera siniestra por el corredor subterráneo.

Pat volvióse hacia Dorothy Lotan.

— ¿Qué hacemos?

—Seguir adelante.

—Eso ya lo suponía. Pero, esa claridad, ¿no es sospechosa?

—Sí que lo es, en cierto modo.

— ¿No sabe a qué puede deberse?

Mirella intervino:

—Quizá haya un pozo que de a la superficie y por allí se filtre la luz solar.

—No —negó Dorothy categóricamente—. Creo que no es eso. Estamos en presencia de un terreno rico en fósforo. Esa claridad creo que no es nada más que la fosforescencia de la tierra. Sigamos andando.

Pat se adelantó. El gigantón abrió la marcha. A medida que avanzaban, la claridad se hacía más viva e intensa. Tanto, que tuvieron que apagar las antorchas eléctricas. Las suposiciones de Dorothy eran ciertas. Las rocas brillaban a consecuencia de la cantidad de fósforo que tenían.

El corredor ya no se estrechaba. Es más, cada vez se hacía más ancho y alto. Caminaron, pues, con relativa facilidad, sin demasiadas fatigas. De pronto, Ustinoff se quedó parado y con el oído alerta. Todos le imitaron. El policía dijo:

—Oigo un ruido extraño. Pero no puedo identificarlo.

—Es el ruido de un río o de un lago subterráneo —quiso aclarar Mirella, sonriente.

—Sí, de un río o de un lago —afirmó Dorothy.

—Entonces —intervino Pat, con los ojos brillantes—, vamos bien, ¿no?

—Sí. Eso creo.

—Adelante, pues.

Los expedicionarios siguieron caminando. El corredor, con la misma brusquedad que antes se hizo amplio, ahora se estrechó de tal manera que solo era una grieta alta y estrecha en la roca. Solo de lado podían entrar los terrícolas. El avanzar en estas condiciones era penoso y agobiante.

—Ya no puedo más, no puedo más.

—Yo estoy deshecho.

—No hay que desanimarse. ¡Adelante! —gritaba Pat. Y sus voces repercutían, de una manera misteriosa, por entre las entrañas del planeta rojo.

Dorothy Lotan, pese a la incomodidad del avance, se sentía satisfecha. Aquellas rocas presentaban huellas inequívocas de que, el lago o mar subterráneo, no debía encontrarse demasiado lejos. El ruido de sus aguas, llegaba claro y preciso. La grieta estrecha fue ensanchándose de manera paulatina. El resplandor fosforescente avivóse considerablemente y un hondo precipicio abrióse ante los ojos de los terrícolas. Y en el mismo fondo del precipicio vieron la imagen bellísima de un espejo azul. Era el lago subterráneo, no cabía duda. El lago.

Poseía este una gran extensión. Una luz vivísima, como la de un sol interior, iluminaba sus aguas, mostrándolas de un color maravilloso, como los mares de la Tierra. Hasta el olor marino inconfundible llegaba hasta ellos, empujado por una suave brisa acariciadora.

Pat no pudo contenerse y exclamó:

— ¡Es maravilloso!

Dorothy no cesaba de contemplarlo, extasiada, como si no diera crédito a lo que sus oíos miraban.

—Parece una gigantesca turquesa.

En efecto, eso parecía bajo la vivísima luz desconocida.

— ¿Cómo bajaremos hasta sus orillas?—preguntó Samuel Rute.

—Hay que preparar las cuerdas —dijo Mirella.

Los terrícolas fueron deshaciendo los lazos que llevaban sujetos al hombro. Una vez tuvieron las cuerdas preparadas, Mirella, con gran pericia, ató la suya a un peñasco, clavó una de las garras y dejóse caer en el vacío. Los demás la vieron descender con agilidad y maestría. Cada movimiento suyo revelaba un conocimiento perfecto de lo que estaba haciendo y una gran práctica. Cuando, al fin, sus pies tocaron la playa, clavó otra garra, atando la cuerda.

— ¡Ya pueden descender! Pero háganlo por la misma cuerda que lo he hecho yo. Así evitarán tener que atar nada.

El primero en deslizarse fue Ustinoff. Lo hizo sonriendo.

—Yo lo haré primero. Si resiste mi peso, ya pueden bajar ustedes tranquilos.

Dorothy fue la tercera en descender. Y así, lentamente, lo hicieron los demás. Cuando todos estuvieron en la playa, Mirella habló:

—La cuerda la dejaremos como está. Así, cuando regresemos, no tendremos que utilizar los ganchos.

Se acercaron al mar. Dorothy tocó sus aguas. Estaban frías, terriblemente frías. Era raro que no fueran todo un bloque de hielo.

—Es hermoso este panorama —dijo Pat.

—Sí; encantador.

—Pero, hasta ahora, no hemos adelantado nada con respecto a lo que nos ha traído a Marte.

Dorothy le miró interrogativamente.

—No sabemos si al Profesor le mataron por haber llegado a contemplar este lago.

—No lo creo.

—Pues no hay que...

Dorothy no pudo terminar la frase. Un grito terrible de Mirella se lo impidió.

— ¡Miren! ¡Miren!...

La joven, con los ojos desorbitados, señalaba al mismo centro del lago. Los terrícolas miraron en la dirección indicada y se quedaron suspensos y atemorizados. De entre las aguas, había surgido como una especie de serpiente mitológica. Su cuerpo cilíndrico, de un diámetro superior a las dos yardas, terminaba con una cabeza repulsiva, que mostraba dientes punzantes y una lengua larga y afilada.

Dorothy se abrazó fuertemente a Pat. Este sostuvo el cuerpo de la muchacha, sin que sus ojos pudieran apartarse de aquella horrible visión. La serpiente marina, al ver a los terrícolas, lanzó una especie de gruñido y, sacando su lengua lanceolada, dio un tremendo coletazo sobre las aguas, que se rizaron por la fuerza del golpe.

—Viene hacia aquí.

— ¡Va a atacarnos!—gritó Víctor Mahykas.

Nicolás Ustinoff, que tenía entre sus brazos a Mirella, gritó con su voz tonante:

— ¡Hay que volver a subir! Ese monstruo nos hará papilla.

Samuel Rute sonrió siniestramente. Sacó con parsimonia una pistola y aplicóle un largo tubo. Después hizo una serie de presiones, hasta conseguir formar una especie de fusil. Enseguida, apuntó con él detenidamente y cuando el reptil parecía que iba a precipitarse sobre los terrícolas, apretó el gatillo. La descarga de rayos termonucleares salió del pequeño tubo, alcanzando de lleno en la gigantesca y repulsiva boca del reptil. Este lanzó un grito infrahumano que hizo vacilar con su vibración aquellas bóvedas subterráneas. Después agitóse, dando saltos y coletazos, sobre las aguas, para acabar hundiéndose en las profundidades de aquel mar lleno de misterios,

—De buena hemos salido —dijo Ustinoff, reteniendo todavía entre sus brazos el escultórico cuerpo de Mirella. La joven, al darse cuenta de su posición, se ruborizó intensamente.

Dorothy, sin embargo, no se separaba de los brazos fuertes de Pat.

—Este animal parece muy semejante a los que vivieron en la Tierra durante la Era Secundaria—dijo precipitadamente, por decir algo. Dorothy sentía sobre sus carnes la dulce presión de los brazos de Pat, y sus ojos todavía llevaban impresa la imagen del muchacho.

—Ha sido terrible.

—Un momento espantoso.

—Afortunadamente, Samuel Rute ha demostrado poseer más sangre fría que todos nosotros —dijo Pat.

El aludido sonrió modestamente.

—Es mi misión.

El nerviosismo cundía en todos los terrícolas. La presencia de aquella serpiente marina les había anonadado.

— ¿Qué hacemos? —preguntó Dorothy.

Pat respondió imperativamente:

—Hay que seguir. Todavía no sabemos nada referente a la muerte del Profesor Duval, ni de esos hombres de piedra que hemos visto y de que habla la leyenda.

Los terrícolas, más repuestos, caminaron por las orillas del lago. Estas se estrechaban, formando un paso angosto y difícil. A una parte estaban las frías aguas, pobladas Dios sabe por qué extraños reptiles, y a la otra se alzaba el muro rocoso del precipicio al que habían descendido.

Tuvieron que ponerse en fila india. Ustinoff, como siempre, abría la marcha, cerrándola Víctor Mahykas.

No muy lejos de ellos, las orillas se ensanchaban, formando una deliciosa ensenada. Un bosque de árboles rarísimos apareció ante sus ojos.

—Hay que llegar cuanto antes a aquellos árboles. Allí podremos descansar unos momentos.

—Sí —repuso Ustinoff—. Ya tengo ganas de sentarme.

Iban caminando con mucho cuidado. La estrecha senda, se hacía resbaladiza Ustinoff, sin embargo, había conseguido llegar a la orilla ancha y volvióse de cara a los que le seguían. Entonces, un terrible grito salió de la garganta de Víctor Mahykas. Pat se volvió como un rayo, pero no vio a nadie. Pero, en cambio, Ustinoff, que miraba hacia allí, no perdió detallé de lo ocurrido.

— ¡Las rocas se han abierto, tragándose al Profesor!...

Pat corrió, como pudo, por la resbaladiza senda, intentando llegar al lugar donde Víctor Mahykas había sido visto por última vez. Sus ojos buscaron anhelantes el más leve indicio que le orientara. Pero no encontró nada en absoluto. Las rocas parecían todas iguales y era algo increíble que nadie hubiera podido desaparecer por ellas, con semejante limpieza y rapidez. A pesar de ello, buscó, tocando las rocosas paredes con una febril indecisión. Pero el resultado fue nulo.

Tras un gran esfuerzo, consiguieron llegar todos a la playa. Estaban confusos, sorprendidos.

— ¿Cómo puede haber desaparecido así? —preguntó Pat.

—No lo sé.

—Es inexplicable.

Ustinoff tartamudeó:

—Yo... yo estaba mirando entonces, cuando la roca se abrió y... y el profesor desapareció tras el boquete. Después la grieta aquella se cerró.

— ¡Pero eso es verdaderamente imposible! —gritó Pat.

Dorothy le cogió una mano.

—Hay que rendirse ante la evidencia. Creo —dijo la joven seriamente— que el misterio se está aclarando.

— ¿Aclarando?

—Sí.

—Pues yo no veo la claridad por ninguna parte.

La joven sonrió subrepticiamente.

— ¿Usted no fue atacado por un hombre, que después se transformó en rocas?

—Sí.

—Pues...

Los ojos de Pat se iluminaron con una luz viva, volvióse hacia Samuel Rute para decirle:

—Dispare, enseguida, una carga de su fusil contra ese muro.

Dorothy se opuso.

—No. No lo haga. Estaríamos perdidos. El muro se desintegraría y el camino no podríamos ya utilizarlo. Nos quedaríamos aquí para siempre, enterrados.

Pat comprendió las palabras de Dorothy y murmuró enloquecido:

—Ya no sé ni lo que me hago, ni lo que me digo. Pero es que... ¡Oh, esto es para perder la razón!

Ustinoff propuso:

—Debíamos buscar por todo este lugar. Aquí la playa se ensancha. Quizá podamos llegar por detrás de esas rocas. Si el Profesor ha desaparecido, es que hay algún corredor en las rocas y tenemos que descubrirlo.

—Sí, lo descubriremos —repitió como una autómata Mirella, que parecía hipnotizada.

—Creo —intervino Dorothy— que lo mejor que podíamos hacer ahora es descansar. Estamos muy exaltados y con los nervios en tensión. Es preciso que descansemos. Cuando lo hagamos —dijo— veremos las cosas con más claridad.

Pat, incapaz de oponerse, hizo lo que Dorothy había ordenado. Se sentó junto a uno de los robustos árboles y apoyó su espalda en la rugosa corteza de su tronco. Los demás le imitaron. Y así estuvieron descansando durante unos minutos.

De pronto, Pat levantóse de un salto. Había sentido en la espalda una especie de escalofrío, un algo extraño, inexplicable. Volvióse y pudo comprobar que su espalda estaba grabada en aquel tronco. Lo tocó con la mano y no pudo reprimir un grito ahogado. Su dedo se hundía en el árbol. Parecía que estuviera hecho de gelatina.

— ¡Venid!... ¡Venid!...

— ¿Qué...?

— ¿Qué pasa?

— ¿Qué le ocurre, Pat?

— ¡Miren eso!

Todos habían corrido junto a él, con el temor reflejado en sus rostros.

Dorothy también puso el dedo en el tronco y sintió la misma sensación blanda y gelatinosa.

—Esto no es madera.

— ¿Que no?

—No.

— ¿Entonces?

— ¡Esto es carne! —afirmó la muchacha, con los ojos desmesuradamente abiertos.

Al mismo tiempo que decía esto, vieron todos como las ramas del grueso tronco se desprendían del mismo, aprisionando a Dorothy, que gritó, presa de un ataque de histerismo. Pat abalanzóse sobre el árbol, pero este lo derribó por el suelo violentamente. El gigantesco Ustinoff siguió a Pat, al querer también defender a la joven que, entre las ramas, se debatía alocadamente. Y entonces el árbol, como animándose con una vida rara, increíble, sin soltar a Dorothy, echóse sobre los terrícolas, blandiendo su tronco... 

 — ¡Cuidado! ¡Va a atacarnos!...

Samuel Rute echóse a un lado, saltando con una agilidad sorprendente, al tiempo que disparaba tres veces seguidas su pistola de rayos masivos sobre aquel tronco. Se escuchó, entonces, un grito horrísono y el animado árbol estremecióse con una inusitada violencia, dejando, libre a Dorothy, que cayó desmayada al suelo.

Las tres descargas termonucleares dejaron irreconocible al árbol gelatinoso. Enseguida, auxiliaron a Dorothy, que no tardó en volver en sí. Y cuando los ánimos de los terrícolas se calmaron un tanto, Pat ordenó imperativamente:

—Tenemos que reconocer a esos árboles. No quiero dar un paso más sin saber a qué atenerme.

Los dos hombres, Ustinoff y Samuel, asintieron en silencio. Pat volvióse hacia las muchachas.

—Ustedes pueden descansar aquí. Saquen las pistolas y disparen al menor movimiento sospechoso. ¿Entendido?

Dorothy y Mirella dijeron que sí con la cabeza. Estaban pálidas y temblorosas.

Pat se unió a los dos hombres. Los tres, con sendas hachas pequeñas, que llevaban en el equipo, se dedicaron a dar golpes y más golpes en los árboles. Ninguno de ellos era gelatinoso. Todos mostraban ser de una madera correosa, llena de fibras largas, semejantes a las piteras terrestres.

Después de la costosa operación de reconocimiento, sudorosos y cansados, se acercaron a las jóvenes.

—Nada. Ni rastro de árboles blandos. ¡Esto es incomprensible!

Las muchachas ya habían recobrado su aplomo. Fue Dorothy la que habló:

—Debemos seguir el rastro del Profesor Mahykas. Quizá si damos con él el misterio se aclare.

— ¿Usted cree?

—Tengo esa corazonada.

—Vamos, entonces.

De nuevo emprendieron la marcha. Buscaron por la playa un recoveco que les llevase tras el muro pétreo del precipicio. Después de una búsqueda minuciosa, Ustinoff dio con una especie de corredor o galería.

— ¡Por aquí! Vengan.

Los terrícolas se precipitaron. Dorothy púsose a estudiar con atención los minerales de la boca subterránea.

—Parecen semejantes a los del muro granítico —dijo—. Entremos.

Tomando muchas precauciones, se deslizaron por aquella abertura. Poco a poco, el resplandor que iluminaba milagrosamente las aguas frías del lago, se fue apagando, hasta que la más completa oscuridad les invadió.

—Encendamos las antorchas eléctricas —ordenó Pat.

Los terrícolas sacaron de las mochilas las antorchas y las conectaron. Con gran sorpresa por su parte, vieron que estas no funcionaban.

—No se encienden —dijo Samuel Rute.

—No. La mía tampoco.

—Ni la mía —dijo el grueso y potente vozarrón de Ustinoff.

—Las pilas se han descargado, sin duda. Tal vez es a causa de la humedad... —dijo Pat. Iba a seguir hablando, pero no pudo hacerlo. Algo viscoso había rozado su rostro. Contuvo la respiración cuanto pudo, empuñando fuertemente la pistola—. ¡Que nadie se mueva! —gritó—. Algo muy raro acaba de rozarme la cara.

Ustinoff gritó:

— ¡Salgamos de aquí! Esta maldita oscuridad me está descuidando.

—Sí. Salgamos —dijo Samuel Rute.

Pat hizo un esfuerzo para romper con su mirada las persistentes tinieblas. Pero no lo consiguió.

— ¡Dorothy! ¡Dorothy! ¿Está usted, ahí?

—Sí. Estoy aquí, junto al muro. No me atrevo a hacer ningún movimiento.

—Eso iba a pedirle, que no se moviera. Y Mirella, ¿está también cerca?

El silencio más terrible siguió a la pregunta de Pat. Este volvió a preguntar:

— ¡Mirella! ¿No me oye? ¡Hable, por favor! Indíquenos dónde se encuentra.

Nadie respondió. Una terrible sospecha pasó por la mente de los terrícolas. Aquello que había rozado el rostro de Pat... ¡Por todos los diablos del infierno!...

Desesperadamente, Pat quiso hacer funcionar su antorcha. Esta no se encendía. Por fin, sacó del bolsillo su encendedor y prendió la llama. Era un débil y trémulo pábulo, pero lo suficiente para romper aquellas terribles tinieblas. Allí, apretados contra el muro, estaban Samuel, Ustinoff y Dorothy. Los tres empuñaban fuertemente sus pistolas, como apuntando a un enemigo desconocido. Pero de Mirella no había ni rastro. Había desaparecido tan misteriosamente como el Profesor Mahykas.

La llama del encendedor de Pat se fue extinguiendo débilmente. Pero todavía tuvo tiempo de ver una especie de huellas de pisadas, en la blandura del corredor, que se internaban solo Dios sabía hacia qué recónditos lugares.

—Retrocedamos —dijo Pat—. Salgamos de aquí.

Lentamente hicieron el camino de regreso. El resplandor del lago les hirió en las pupilas. Ya de nuevo en la playa, se miraron asustados.

—Estamos luchando contra seres desconocidos. No sabemos qué terrible secreto se esconde tras todo esto. Pero grande debe ser, cuando le costó la vida al Profesor Pierre Duval y nos está volviendo locos a nosotros. Estoy más que convencido de que ese corredor nos tiene que llevar a la solución del misterio. Pero para aventurarnos a entrar en él debemos antes procurarnos luz.

—Eso es lo que yo había pensado también —dijo Ustinoff.

—Pero, ¿cómo podremos arreglar nuestras antorchas?

—No pretendo arreglarlas —repuso Pat—. No tenemos pilas de recambio y esto...

—Tenemos pilas —dijo Dorothy.

Los tres hombres la miraron interrogantes.

— ¿Tenemos?

—Sí.

— ¿Dónde están?

—Recuerdo que, cuando descendimos del precipicio, Mirella se dejó allí uno de los sacos de viaje. Me comunicó que en él, además de una serie de instrumentos especiales para comprobar temperaturas y descensos, llevaba unas pilas de repuesto, por si las que estaban en las antorchas se agotaban.

—Pues estamos salvados —dijo Pat—. Vamos. Uno de nosotros tiene que trepar por la cuerda. ¿Quién lo hace?

— ¡Yo! —ofrecióse voluntariamente Ustinoff—. Me gusta ese ejercicio.

—Pues en marcha.

El gigantón quitóse la mochila, donde llevaba los pertrechos de espeleólogo, para dar más libertad a sus brazos y se cogió fuertemente a la cuerda. Lentamente fue ascendiendo. Lo hacía con seguridad y aplomo. Bajo su traje espacial, se le podía adivinar la fuerte musculatura de su gigantesco cuerpo, Por fin, llegó a la cumbre del cortado y sus pies lograron ponerse firmemente sobre las rocas. Cuando lo hizo, miró a sus compañeros, haciéndoles una seña con la mano de sin novedad.

—Ya estoy en la cumbre, amigos. Ahora buscaré el saco de Mirella.

Volvióse para buscarlo, no tardando en dar con él. Ya iba a inclinarse a recogerlo, cuando sintió una presión brutal en el hombro. Rápidamente se puso derecho, en un brusco movimiento, y vio ante sí a un hombre de aspecto rarísimo. Su rostro, de un color terroso, tenía las facciones monstruosas. Una boca ancha, dejaba al descubierto unos dientes semejantes a agudos colmillos. Pero Ustinoff no se detuvo demasiado en contemplaciones inútiles. Sus puños salieron disparados hacia el esófago del hombre. Este dio un salto ágil y se zafó del brutal mazazo, al tiempo que sus puños buscaban con ansia el cuerpo del terrícola. Pero Ustinoff, antes de haber ingresado en el cuerpo de la Policía Federal, había sido luchador de oficio. Era un hombre excesivamente fuerte y conocía todas las tretas de la pelea cuerpo a cuerpo. Se zafó de los puños del monstruo y dando un salto inverosímil, propinóle una brutal patada en la barbilla al aparecido. Este lanzó un grito sordo.

Desde la playa, los terrícolas esperaban ver aparecer a Ustinoff, con las pilas. Al tardar este, comenzaron a temer que algo le estuviera pasando. Fue Pat el que gritó:

— ¡Ustinoff! ¿Cómo te encuentras?...

El policía daba, en aquel momento, un tremendo gancho, alzando el mentón de su contrario, que dio un traspiés.

— ¡Estoy estupendamente, Pat! Bajo enseguida. Esperadme. Porque... porque estoy de fiesta.

Los terrícolas se miraron sin comprender nada. ¿Se habría vuelto loco Ustinoff?

Y fue en aquel momento, cuando hasta ellos llegó un grito de dolor largo y prolongado. Se debía a que Ustinoff, sin dejar que su enemigo se rehiciese, comenzó a propinarle tremendos puñetazos en el rostro y en el cuerpo. El monstruo trataba de cubrirse de aquella lluvia de golpes, pero le fue imposible, Por fin, dio un grito raro, de angustia, desplomándose en el suelo. Ustinoff, al verle vencido, asomóse al borde del precipicio.

— ¡Ya voy, amigos! Me ha entretenido una visita más tiempo del que yo hubiera querido. ¡Ahora os la mando!

Rápidamente ató el cuerpo de su enemigo con la cuerda que llevaba arrollada a la espalda y fue dejándolo caer por el precipicio. Los terrícolas, al ver aquel fardo humano, se estremecieron.

— ¿Qué os ha parecido la pesca? —preguntó Ustinoff sonriendo—. Ya tengo las pilas. Esperadme.

Y poco después se dejaba deslizar por la cuerda. Ya en la playa, acercóse a Pat.

—Este tipo me sorprendió mientras buscaba las pilas. Luché con él y... bueno, ahí está.

Dorothy se había acercado al caído. Sus manos palparon aquella cabeza. Estaba blanda. Apretó un poco y la cabeza se deshizo en mil partículas graníticas.

—Mirad.

Pat se volvió. No intentó acercarse siquiera.

—Ese hombre se está convirtiendo en un trozo de roca —su voz sonó rara en aquellas profundidades. Ustinoff y Samuel le miraron, al tiempo que se precipitaban sobre el caído. Y así era, en efecto. De aquel hombre que, segundos antes se había batido con Ustinoff, no quedaba nada. Solo un montón de rocas graníticas, sin forma, ni figura regular alguna.

Los terrícolas se sentaron en derredor de aquel informe montón de granito. Dorothy preguntó:

— ¿Qué es lo que esperamos? Tenemos en nuestras manos las pilas. Ya las he colocado en las antorchas y estas funcionan. No creo que debamos perder ni un segundo más. Mirella y el Profesor Mahykas están en peligro.

—No lo sé —dijo Pat, pensando en voz alta—. Yo espero que «esto» —y al decirlo dio un puntapié al montón de rocas en que se había convertido aquel monstruo— se transforme de nuevo en hombre. Recuerdo lo que me sucedió en la Comisaría.

—Por favor, Pat —atrevióse a decir Dorothy—, «eso», como tú lo llamas, nunca volverá a moverse ya.

— ¿Y si no fuera así?

—De todas formas, nunca lograríamos saber nada.

—Pero es que...

—Oye, Pat —la muchacha se había puesto en pie y le miraba desafiadoramente—. Tú eres el responsable de estas investigaciones, lo sé. Eres aquí el jefe y todos debemos obedecer tus órdenes. Pero lo que intentas hacer es una solemne tontería. Nuestros dos compañeros están en verdadero peligro. Quizá ya estén muertos. Y nosotros no podemos ni debemos, de ninguna manera, perder el tiempo en necias experiencias.

Pat se dijo interiormente que Dorothy tenía razón. Miró a sus dos compañeros. Samuel Rute desvió la mirada. Ustinoff la sostuvo. Pat leyó en aquellos ojos como un mudo reproche.

—Está bien. Nos marcharemos. Pero yo declino toda responsabilidad si... —hizo una pausa, cortándose bruscamente, para después añadir—: Ya me entendéis. ¡En marcha!

Se levantó. Dorothy dióle una de las antorchas. Pat comprobó su funcionamiento. Después de asegurarse de que llevaba la pistola en el cinto, comenzó a deslizarse por la estrecha galería. Los demás le imitaron. Sin apresuramientos llegaron al lugar donde había desaparecido Mirella. Pat, alumbrándose con la antorcha, vio las huellas de las pisadas de la joven, junto a otras más profundas.

—Por aquí —dijo. Y siguió caminando, siempre guiado por las huellas.

La galería se hacía más ancha. Seguía una dirección descendente. Su pendiente era considerable. Los terrícolas tenían que cogerse fuertemente a los muros de las paredes, para no caer rodando por ella.

—Estamos descendiendo extraordinariamente.

— ¿En estas profundidades, habrá oxígeno suficiente?

Dorothy respondió:

—No lo sé. Pero nada nos cuesta ponernos los cascos.

Los terrícolas asintieron. Hicieron un alto en el descenso. De las mochilas sacaron cascos plegables. Pusieron en funcionamiento el pequeño compresor de oxígeno y conectaron la emisora portátil, para comunicarse.

—Yo estoy perfectamente. ¿Vosotros cómo os encontráis?

—Yo bien, Pat.

—Yo también.

—Pues continuemos descendiendo.

Otra vez fueron bajando. El camino se hacía más difícil a medida que avanzaban. La pendiente se acentuaba más y más y la oscuridad iba también en aumento. Gracias a las antorchas podían caminar con relativa seguridad...

Un ruido persistente y monótono llegó hasta ellos.

—Creo que estamos caminando bajo el mismo lago. Sobre nuestras cabezas, dentro de unos instantes, tendremos toda la superficie líquida.

Pat, sin poderlo remediar, sintió un escalofrío en la columna vertebral. Pensó en la gigantesca serpiente que habían visto y tembló.

Continuaron descendiendo. Aquello parecía que no iba a tener fin. Por último, Pat iluminó una especie de plazoleta. Allí se terminaba la pendiente y la galería continuaba recta, llana, pero variaba bruscamente en distintas direcciones.

—Nos vamos internando por debajo del mismo lago —fue la aclaración de Dorothy—. Ahora estoy segura.

Ustinoff y Samuel, que caminaban muy juntos, no hablaron nada. Con una mano sostenían la antorcha y con la otra sujetaban fuertemente la pistola. Estaban prevenidos, por si eran víctimas de un ataque por sorpresa.

La galería se ensanchaba ahora extraordinariamente. Semejaba una amplia avenida. Sus rocosos muros también se habían ensanchado y eran cada vez más altos. Pat miró al suelo y ya no vio las huellas de Mirella. Solamente veíanse unas imperfectas pisadas, que continuaban el camino.

—Creo que por aquí debió perder el conocimiento Mirella. Solo veo unas huellas.

Dorothy también lo había observado y asintió:

—Seguimos una buena pista.

—Eso creo.

Ustinoff escuchó un ruido a sus espaldas. Giró sobre sus talones rápidamente y quedóse expectante. Unas pequeñas rocas se desprendieron de los muros. Temblaron las rocas y después se escuchó una fuerte detonación, que paralizó a los terrícolas.

— ¿Qué sucede? —preguntó Pat.

Ninguno de todos contestó. Se habían parapetado contra el muro de la galería. Dorothy estaba amarilla como la cera. Ustinoff, con la pistola montada, esperaba ver aparecer a varios enemigos. Pero nadie llegaba. El eco de la detonación, después de recorrer aquellos infernales recovecos, se diluyó en el silencio más acusado, envolviéndoles con su mutismo.

— ¿Qué habrá sido eso? —volvió a preguntar Pat.

—No sé —dijo Samuel Rute—. Quizá la detonación no ha sido más que una roca que se ha desprendido. Hay que tener en cuenta que llevamos abierta la emisora y esta, como aquí hay atmósfera, recoge perfectamente los sonidos externos y los aumenta.

—Sí. Eso debe ser —asintió Ustinoff, no demasiado convencido.

—No. No es eso —intervino Dorothy—. Un desprendimiento de rocas no hubiera llevado consigo un temblor como el que hemos notado. Eso es que alguien ha puesto una carga de explosivos en la boca de la galería, cerrándola para siempre.

Los terrícolas se miraron asustados.

— ¿Que han cerrado la galería?

—Sí.

—Entonces nos encontramos enterrados vivos, ¿no? —preguntó Samuel Rute la mar de asustado.

Dorothy asintió en el mayor de los silencios. Pat se impuso, como siempre, levantando los ánimos.

—No debemos desesperar —dijo—. Esta galería conducirá, seguramente, a alguna parte.

—Desde luego que sí. A la muerte —dijo Ustinoff.

—Hay bromas que son de mal gusto y que no estoy dispuesto a tolerar, Inspector.

—Perdona, Pat —excusóse el gigantón.

—Perdonado. Pero te ruego que no vuelvas a pensar en voz alta. Cada cual ya tiene lo suyo, para que venga un tercero a aumentar su zozobra.

Apenas había acabado de decir estas palabras, escucháronse unas extrañas carcajadas, que repercutieron en la galería atronadoramente, al rebotar el eco en ella, que las fue repitiendo de una forma alucinante. 

 La sangre pareció quedar helada en las venas de los terrícolas. Se miraron asustados. Nadie osaba pronunciar una palabra. En sus ojos se pintaba, elocuentemente, la desesperación y la impotencia. Pat Kilton fue el primero en reaccionar. Se removió inquieto, mirando a ambos lados de la galería. Quiso dar una orden, pero esta murió en su garganta. Las antorchas eléctricas dejaron de brillar. La oscuridad más intensa se hizo en la galería. Y el silencio, roto tan solo por las alocadas palpitaciones de los expedicionarios, quedó allí en las oscuras entrañas de Marte, tranquilo e inmutable, con la fría inmovilidad de la muerte.

Ustinoff pegóse al muro granítico, mientras empuñaba fuertemente la pistola. Esperaba de un momento a otro ver aparecer a una legión de enemigos. Dorothy Lotan, en la impenetrable oscuridad, buscó la presencia de Pat que, desesperado, trataba de romper con sus pupilas la negra cortina...

Samuel Rute, junto a Ustinoff, sentía cómo todos sus músculos se relajaban, mientras que un peso grande y desconocido se adueñaba de su estómago. Era la presencia del miedo o de algo que se le parecía mucho.

Pat reaccionó. Su responsabilidad le hizo sobreponerse.

—Amigos —dijo con firmeza—. No desesperemos. Hemos de salir de esta ratonera. Si nos dejamos amilanar estamos perdidos. Pensemos.

Dorothy, junto a él, quiso cogerle una mano.

—No saldremos nunca Pat, nunca. Aquí moriremos todos.

— ¡Calla!... —fue su grito desesperado, el grito de un hombre joven que no se resigna a morir—. Os aseguro que saldremos de aquí, como sea, pero saldremos.

Ustinoff trataba de hacer funcionar rápidamente su cerebro. Debía encontrar una solución. Pero no la encontraba. Sus esfuerzos eran inútiles. Fue Pat el que expuso esta idea:

—Estamos precisamente bajo el lago, ¿no es eso?

—Sí —respondió Dorothy.

—Pues creo que la solución está en hacer un agujero en el muro, hasta que las aguas invadan esta galería. Saldremos por él al exterior. ¿Lleváis todos el termoequipo?

Todos lo llevaban.

—Pues vamos a ponérnoslo enseguida.

El termoequipo era un traje de un material llamado kultiriciciar, que era protector e impermeable. Servía para aislar completamente al cuerpo de la temperatura del medio ambiente. Además, no dejaba penetrar el agua. Se utilizaba generalmente para las exploraciones submarinas y para las regiones frías de Saturno o Plutón.

Los terrícolas, a tientas, buscaron afanosos en las mochilas el termoequipo. Después procedieron a ponérselo. Una vez dentro de esta aislante protección, lo cerraron herméticamente con las hebillas-cremalleras.

Una sensación tibia y suave, de bienestar, se adueñó de sus cuerpos.

— ¿Ya estáis todos vestidos? —preguntó Pat.

—Ya estamos listos —dijeron Ustinoff y Samuel, casi al unísono.

—Pues ahora hay que sacar una cuerda. Nos ataremos todos juntos, para evitar que la corriente se nos lleve, separándonos.

Ustinoff desenrolló su lazo y después de atárselo fuertemente a la cintura, dio el otro cabo a Pat.

—Toma. Yo ya me he atado. Lo he hecho el primero, porque quiero abrir la marcha.

—Está bien. Dorothy, ¿dónde estás?

—Aquí.

—Ven. Vamos a atarte fuertemente.

La Profesora, guiada por la voz, se acercó poco a poco. Una vez tomó la cuerda, pasósela por el grueso y fuerte cinturón del termoequipo.

—Ya estoy preparada.

—Ahora me ataré yo —dijo Pat—. Tú, Samuel, debes destrozar ese muro con varias, descargas de tu fusil termonuclear. Cuando veas que el agua penetra en la galería, corre hacia nosotros y cógete de la cuerda. Pero debes hacerlo rápidamente, si no quieres ser arrastrado por la impetuosidad de la corriente.

Samuel Rute comprendió lo que Pat quería decirle.

—De acuerdo. Así lo haré.

—Pero antes de comenzar a disparar, debes tener preparado el fusil submarino. Ya sabes que el lago está habitado por unos reptiles muy poco tranquilizadores.

—Bien. Prepararé el fusil submarino y te lo daré a ti. Así yo podré tener más libertad de movimientos.

—De acuerdo.

Samuel sacó de la mochila varios instrumentos y los fue montando en las tinieblas. Cuando terminó la costosa operación, dijo:

— ¿Dónde te encuentras, Pat?

—Aquí, junto al muro.

—Ya sé dónde estás. Voy a darte el fusil.

Y a tientas se buscaron. Pat recogió de manos de Samuel el arma submarina. Después fue retrocediendo unos pasos para decir:

—Estad preparados —Samuel hablaba con firmeza—. Voy a comenzar a disparar sobre el muro.

Ustinoff había atado la cuerda a un saliente rocoso, para evitar que fueran arrastrados por la corriente.

—Ya estamos esperándote, Samuel. ¡Adelante!

El aludido dio unos pasos en la oscuridad. Orientóse, tocando con las manos y cuando creyó encontrar un lugar bueno para hacer los disparos, llevóse el fusil a la cara, accionando el gatillo. La descarga de rayos hizo su aparición, rompiendo el silencio y las tinieblas. El muro rocoso fue tomando una coloración carmesí. Samuel continuó lanzando rayos termonucleares. Las rocas graníticas iban tomando cada vez un color más rojo, hasta que llegaron al rojo blanco de fusión. Unos goterones de roca se desprendieron. Samuel, imperturbable, siguió haciendo accionar el gatillo y por el ojo oscuro del fusil continuaron saliendo los mortíferos rayos. Y, de pronto, un ruido ensordecedor quebró el silencio de la galería. El muro fue resquebrajándose y un chorro de agua, burbujeante, entró en el corredor. Samuel dio un salto y, guiado por el resplandor rojizo del granito que se estaba fundiendo, llegó hasta donde estaban sus compañeros y se cogió fuertemente a la cuerda, para después atársela al cinturón. Casi no tuvo tiempo de hacerlo. La impetuosidad de la corriente de agua le arrastró. Pat tuvo que cogerle de la mano con todas sus fuerzas.

—Ya estoy bien atado, Pat—dijo Samuel.

El agua penetraba a raudales. Su fuerza era de una impetuosidad arrolladora, sin límites. Un ruido ensordecedor lo llenaba todo. Parecía talmente una cascada. Ustinoff se agarraba con fuerza al saliente del muro, para no ser arrastrado por la corriente.

En breves minutos, el agua llenó materialmente toda la galería. Los terrícolas, con sus termoequipos, no notaban el frío y con sus cascos oxigenantes podían respirar bien.

—Parece ser que el agua ya no entra con fuerza. Se ha llenado el corredor y se han nivelado las fuerzas de presión. Es el momento de buscar la salida —dijo Pat.

Ustinoff, con mucha precisión, desató el cabo de la cuerda del saliente rocoso y dijo:

—Amigos. Hay que nadar hacia el boquete. Yo le haré primero y vosotros seguidme.

Y nadó desesperadamente. Los demás trataron de seguirle. Por fin consiguió el policía su propósito.

—Ya estoy en el agujero. Ahora hay que llenar nuestro equipo de oxígeno, para poder flotar mejor.

Pat asintió.

—Es cierto. Abramos la espita de oxígeno y que nuestro equipo se llene. Tendremos más volumen y flotaremos con más facilidad.

Dorothy y Samuel obedecieron. Pocos segundos después, los terrícolas parecían unos globos de goma. Ustinoff, ya en el agujero, dio un fuerte impulso hacia la superficie. Los cuatro terrícolas, atados unos junto a otros, salieron de la galería para adentrarse en las tranquilas aguas del lago.

—Ya estamos fuera —dijo Ustinoff—. Ahora hay que abrir mucho los ojos. Los reptiles que viven en este lago pueden hacer su aparición.

Samuel tomó de manos de Pat el fusil submarino y lo preparó, dispuesto a enfrentarse con aquellos reptiles demoníacos. Pero tuvieron suerte. El impulso de Ustinoff, así como la fácil flotación de sus equipos, les llevaron, en pocos segundos, a la superficie. Una vez allí, miraron detenidamente y no vieron a ninguno de aquellos extraños animales.

—Hemos salido muy cerca de la orilla —dijo Dorothy— y precisamente a la otra parte de donde nosotros descendimos. Hay que llegar a la playa.

Ustinoff nadó con fuerza, arrastrando tras sí a sus amigos. Segundos después, el gigantón ponía los pies sobre las arenas subterráneas y un suspiro se le escapaba de los labios. Los demás terrícolas también saltaron a tierra. El resplandor incomprensible del lago les iluminaba ampliamente.

—Quitémonos el termoequipo—dijo Pat.

Rápidamente, los terrícolas se despojaron del equipo y del casco oxigenante.

—Estamos estupendamente, gracias a tu idea, Pat. Nunca creí que saliéramos de aquella maldita ratonera.

El muchacho sonrió a las palabras de Ustinoff.

—Hemos tenido suerte, eso es todo. Pero ahora tenemos que dedicarnos, con más afán que antes, a encontrar a ese loco que nos ha regalado con sus carcajadas. Él es el que tiene en sus manos a Mirella y al Profesor Mahykas.

— ¿Pero cómo lo encontraremos? —preguntó Samuel—. Él conoce perfectamente estas profundidades. Nosotros vamos a tientas.

—Ya lo sé. Pero el ánimo es lo último que debemos perder.

Dorothy envolvió con su admiración a aquel hombre que, en momentos tan terribles como el que habían pasado, siempre tenía una esperanza y una idea para salvarles de las situaciones más comprometidas. Y, sin saber cómo, su corazón latió de una forma desconocida, como jamás había latido por nadie.

* * *

Los terrícolas, después de las emociones sufridas, se hallaban completamente extenuados. Sus músculos se negaban a resistir por más tiempo. Fue Dorothy la que, sin poderse contener, murmuró:

—Creo que deberíamos descansar durante un buen rato. Estamos agotados.

Ustinoff rio a grandes carcajadas.

—Lo que a mí me pasa, es que tengo un hambre canina.

—Pues nos tendremos que contentar con las vitaminas que llevamos en nuestras mochilas. No hay otra cosa.

Las carcajadas se murieron en la boca del gigante.

—No me hacen gracia las pastillas. Ahora me comería una buena pierna de cordero, rociada con varios litros de cerveza. ¡Qué delicia!... —terminó, suspirando y poniendo los ojos en blanco.

—Sí —afirmó Samuel—, sería una delicia. No como esto —dijo, mirando despreciativamente a las pastillas vitamínicas—. Es de mucho alimento, desde luego, pero se termina tan pronto que apenas se entera el paladar de uno. ¡Qué asco!

Dorothy admiró a aquellos hombres que, pese a las situaciones vividas, todavía tenían ganas de bromear. El único que no tomaba parte era Pat que, sentado junto a uno de los árboles fibrosos, meditaba en silencio.

Dorothy se le acercó.

— ¿En qué piensas?

—En nosotros y en Mirella y el Profesor.

— ¿Crees que todavía los encontraremos con vida?

—No lo sé. Y eso es lo que me preocupa.

La muchacha no dijo nada. Los dos se miraron en silencio.

— ¿Quién puede ser el hombre que se reía de aquella forma, cuando estábamos en la galería?

—Ese es otro de los problemas que me preocupan —dijo Pat. Y después de una corta pausa prosiguió—: Sobre nosotros se cierne un terrible misterio. No puedo adivinar qué es, pero presiento que tiene verdadera importancia. Esos seres que, tan pronto parecen hombres, como rocas; ese árbol gelatinoso con vida propia; esa risa alocada, en las mismas entrañas de Marte, me hacen pensar que aquí, muy cerca de nosotros, hay una fuente de vida, desconocida hasta la fecha por el hombre de la Tierra, pero de un poder extraordinario. ¿No es esa también tu opinión?

Dorothy no contestó al pronto. Después repuso despaciosamente:

—Sí. Creo que estamos ante un caso mucho más importante de lo que creíamos en la Tierra —hizo una pausa, para añadir—: Quiero ser sincera contigo, Pat. Cuando en el despacho del Jefe, nos contaste al Profesor Mahykas y a mí lo que te había sucedido con aquellos hombres de piedra, no creí ni una sola de tus palabras. —Pat abrió mucho los ojos. Trató de interrumpir a la muchacha, pero esta siguió—: Por favor, déjame continuar. Creí que tú conocías perfectamente la leyenda de esta región y que la aplicabas con una autosugestión, no del todo culpable. Por eso te di la razón. Yo tenía mucho interés, interés científico se entiende, en venir a la sima «Golat». Era en mí una obsesión. La oportunidad de venir aquí, me la prestaban tus declaraciones y me aferré a ellas, como a un clavo ardiendo. Pero, ya te digo, sin creerte ni una palabra.

Pat habló rápidamente:

—Pero eso no estuvo bien. Tú debías saber que yo investigaba un asesinato y que, por culpa de tu interés científico, podía perder la pista de...

—Sí, ya lo sé. Cuando subimos a la nave espacial, ya estaba arrepentida de mi acción. Quise decírtelo, pero no me atreví. Estabas tan entusiasmado, que me supo mal.

Pat no respondió. Limitóse a mirar a la muchacha.

—Sé que no estuvo bien, pero...

—No pienses más en eso. Afortunadamente, mi idea no era equivocada y seguimos una pista cierta. Así ha salido todo bien. Tú has podido ver la sima «Golat» y yo he podido demostrar que mi versión sobre los hombres de piedra no era una mera invención.

—Sé que estás resentido conmigo, Pat. Pero te aseguro que ahora quisiera demostrarte mi confianza.

—No pienses más en ello, Dorothy. Déjalo. Sé que...

—No, Pat, no quiero dejarlo. Para mí es muy importante que tú me creas.

—Yo creo en ti.

—No, tú estás resentido.

—De veras que no lo estoy.

— ¿En serio?

—Sí.

—Gracias, Pat. Me quitas un gran peso de encima.

— ¿Tan importante es para ti mi opinión?

La muchacha le miró a los ojos.

—Mucho. Más de lo que tú te puedas imaginar —y al decirlo, sus hermosos ojos verdes desviaron la mirada del joven y una ligera capa de rubor cubrió sus mejillas.

Pat notó la emoción de la joven y sintió que su corazón latía desesperadamente. Desde que la viera por vez primera en el despacho del «viejo» había quedado prendado de su extraordinaria belleza. Los días que había estado junto a ella, le habían demostrado que, además de poseer hermosura física, tenía una gran inteligencia y un alma noble y sincera. ¿Estaría enamorándose? ¿Y por qué no? Dorothy era una de las mujeres más hermosas que él había conocido. No era extraño que el amor hubiese hecho presa en su corazón. Sí; estaba seguro. Ahora, mirando las cosas fríamente, dejando atrás las grandes preocupaciones, se daba cuenta de que sentía hacia Dorothy algo que jamás había sentido por ninguna mujer. Pensó en la terrible angustia que había pasado en la galería, cuando se apagaron las antorchas y no sabía dónde estaba la muchacha. Recordó el instante en que ella, temblorosa, llena de pánico, se le había abrazado al cuello. El tibio contacto de su cuerpo, le había hecho estremecer. Sí. No había duda. Los síntomas eran claros y precisos. Estaba enamorado de la joven.

La miró detenidamente. Los ojos de uva de la muchacha le hablaron más elocuentemente que todas las palabras. Le cogió una mano y se la apretó dulcemente.

—Dorothy, yo no sé lo que me pasa, pero creo que, cuando termine todo esto, te pediré una cosa.

— ¿Qué me pedirás, Pat?

—Pues... Pues tendré que pedirte que te cases conmigo.

Los ojos de Dorothy se iluminaron con un brillo de felicidad. Acercóse a él. Pat la abrazó fuertemente. Sus labios se buscaron anhelantes. Y en el maravilloso silencio que se había hecho, se besaron, en una entrega de amor puro y sincero.

Ustinoff hizo un guiño picaresco a Samuel Rute. Este miró donde estaban besándose Dorothy y Pat y sonrió graciosamente.

—Para el amor no hay latitudes —dijo—. Cualquier sitio es bueno, ¿no te parece, Ustinoff?

El policía asintió.

—Desde luego. Lo malo es que para mí, todos los lugares son igual de malos —volvió el rostro para no mirarles y sus ojos se desorbitaron—. Por todos los demonios. ¡Pronto! ¡A las armas!... —gritó desesperadamente Ustinoff, dando un salto, al tiempo que montaba su pistola y hacía fuego...

Pat volvióse, como electrizado. Dorothy se le colgó al cuello, lanzando un grito de horror. Y no era para menos. Más de cincuenta árboles se acercaban a ellos, como bailando una danza macabra. Sus ramas se doblegaban, adquiriendo formas irregulares, que semejaban, las más de las veces, tentáculos gigantescos de pulpo... 

 Samuel Rute, con el fusil termonuclear, lanzó varias descargas. Algunos árboles se retorcieron horriblemente, alcanzados por los mortíferos disparos. Los demás siguieron avanzando hacia los terrícolas. Estos volvieron a disparar ininterrumpidamente, sin alcanzarles de nuevo. Los árboles siguieron avanzando, acercándose peligrosamente a ellos. Dispararon otra vez y unos cuantos árboles cayeron fulminados por los rayos masivos. Y, entonces, ocurrió algo extraño. De pronto, como obedeciendo a una orden tajante, todos los árboles quedaron quietos, estáticos, con una inmovilidad que hizo pensar a los terrícolas si todo habría sido una alucinación suya.

— ¿Pero es que estamos en el infierno?

Pat sintió como una tenaza en el corazón. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Qué era todo aquello que les circundaba?

—Vamos —dijo resueltamente—. Ya hemos descansado bastante —su voz sonaba imperativa, sin que en ella se reflejasen las emociones o los temores que anidaban en su pecho—. Hay que terminar de una vez con todo este misterio.

Los terrícolas asintieron. Y ya se disponían a marcharse, cuando oyeron las mismas carcajadas que en la galería, al tiempo que una voz recia y potente, decía en un tono siniestro:

— ¡Malditos!... Habéis querido salir indemnes de mis garras. No lo lograréis. Sois inteligentes y tenéis muchos recursos, pero de todas formas tenéis que morir. Estáis en posesión de mi secreto y ya no alcanzaréis más la superficie. ¡Yo lo ordeno, yo, que seré el Rey del Cosmos!

Pat quedóse parado. La voz parecía surgir de las mismas entrañas de Marte. Pero sobreponiéndose exclamó:

— ¡Eres un loco asesino! ¡No te saldrás con la tuya! Podrás destruirnos a nosotros, pero vendrán más hombres y acabarán contigo. No seas loco y entrégate. Es el único medio que tienes de salvar tu pellejo.

Las palabras de Pat fueron contestadas por una carcajada larga e histérica.

— ¡Insensato! ¿Te atreves a desafiarme? Tú eres el loco, Pat Kilton, loco y soñador. Pero de poco te van a servir tus tretas. Morirás. Pero no quiero matarte ahora. Morirás entre los más dolorosos tormentos.

Dorothy experimentó un involuntario estremecimiento. Aquella voz, aunque completamente desfigurada, le era familiar. La había escuchado muchas veces. ¿A quién podría pertenecer? Y como si el desconocido hubiera leído en el pensamiento de Dorothy, siguió diciendo:

—No te esfuerces, Dorothy Lotan. Me conoces y hemos trabajado los dos juntos. Pero de poco te va a servir descubrir mi identidad. Tú morirás como todos, Pero necesito de tu cerebro privilegiado para fabricar una serie de hombres-piedras, como habéis bautizado a mis secuaces —y una risa demoníaca se dejó oír en el ámbito de las soledades subterráneas de Marte.

La luz se había hecho en el cerebro de Dorothy. Sí; conocía perfectamente al hombre que les había hablado. No le cabía la menor duda ya. Pero no podía ser. Escapaba a toda lógica su aseveración. Y, sin embargo, estaba segura de ello... El desconocido individuo habló nuevamente:

—No comprendes nada, ¿verdad? Ya lo sé. Todo está preparado para vuestra muerte. Pero, antes, me divertiré con vosotros —y de nuevo la risa demoníaca retumbó entre aquellos muros graníticos.

Pat volvióse a Dorothy. Sus ojos llevaban impresos un angustioso interrogante.

— ¿Le conoces?

—Sí. Su voz me es familiar. Pero, ¡no puede ser, Pat, no puede ser!

— ¿A quién pertenece?

Dorothy sintió como un nudo en la garganta. Después repuso, asustada:

—Es el Profesor Pierre Duval.

Pat miró a Dorothy. Sus ojos estaban repletos de brillos desconcertantes. ¿Estaría la muchacha perdiendo la razón? ¿Cómo era posible que hubiese dicho...? No. No debía haber oído bien. Al Profesor Pierre Duval le asesinaron en su despacho. Él lo había visto.

Dorothy abrió los ojos y lanzó una risa histérica, nerviosa. Ustinoff y Samuel la miraron incrédulos. Pat, al verla de aquella forma, acercóse a ella en dos zancadas y la cogió por los hombros.

— ¡Dorothy! ¡Dorothy! ¿Qué te pasa? Di, ¿qué te pasa?

La muchacha seguía riendo y llorando al mismo tiempo, víctima de un ataque nervioso. Ustinoff acercóse también a ella y le pegó con fuerza en las mejillas. Pat revolvióse amenazador. Pero se dio cuenta enseguida de que era la mejor medicina. Ustinoff seguía pegando a Dorothy. La muchacha, al recibir los golpes, pareció volver en sí de aquel ataque, comenzando a llorar desconsoladamente. Ustinoff le dijo con cariño:

—Lo siento, Dorothy. Llora, que eso te hará bien.

La muchacha desahogó su congoja y ya más calmada, sonrió entre lágrimas a Ustinoff.

—Gracias. No sé lo que me ha pasado.

—Muchas emociones juntas. No sé si podremos resistir más —dijo Samuel—. Si salimos con vida de esta aventura, terminaremos enfermos del corazón.

Ustinoff rio alegremente. Se veía que los dos hombres hacían esfuerzos, para alejar de la mente de la muchacha el dolor y la preocupación.

—Mi corazón es de acero, amigo. Funciona a las mil maravillas. Nada, ni nadie, lograrán estropearlo.

Pat agradeció en silencio las palabras de sus amigos. Se daba cuenta de lo que intentaban. Dorothy se fue calmando paulatinamente. Y cuando Pat la vio más sosegada, habló con rapidez:

—Dorothy. Quiero que me contestes a unas preguntas. Pero no te precipites. Ese hombre ha dicho que tú le conoces y que has trabajado con él. ¿Sabes quién es?

Dorothy miró a Pat. En sus ojos había como una súplica.

—Ya te lo dije antes. Esa voz, tengo la seguridad que es la del Profesor Duval.

—Pero, Dorothy, eso no puede ser, compréndelo, no puede ser. Al Profesor Duval lo mataron. No puede estar aquí, porque lo mataron —y recalcó la palabra, como para hacérsela grabar en el cerebro de la muchacha.

—Lo sé, Pat, lo sé. Es una locura. Pero... —en sus ojos nació una luz de esperanza—. ¿Tú viste el cadáver del Profesor Duval?

—Sí.

— ¿Y lo reconociste?

—Ni yo, ni nadie, podría haberlo hecho. Le descargaron un chorro de rayos masivos en pleno rostro. Estaba completamente carbonizado.

— ¿Entonces, cómo sabes que el cuerpo aquel era el del Profesor?

Pat meditó unos segundos. La duda iba haciendo presa en su ánimo.

— ¡No!... —gritó—. No trates de convencerme, Dorothy. Era el Profesor. Estaba en su despacho. Su secretaria dijo que le había visto allí. ¡Era él, no te quepa la menor duda!

—Y si era él, ¿de quién es esa voz que hemos oído?

—No lo sé —dijo Pat—. Tú eres la única que puede saberlo. Tal vez se trate —continuó, entusiasmado con su nueva idea— de Raúl Richer, el ayudante del Profesor Duval.

—No —dijo tercamente la muchacha—. No es la de Raúl. Conozco muy bien esa voz y no es la suya.

— ¿Cómo puedes estar tan sé aura de lo que dices? Recuerda que Mary Duval me dijo que su prometido, Raúl, estaba aquí en Marte. Él conocía perfectamente todos los secretos del Profesor y... sí, Dorothy, creo que es él el que...

— ¡No! —gritó la muchacha. Su grito era como un alarido desgarrador.

—Pero, ¿por qué no?

—Porque Raúl Richer... ¡No me obligues a decírtelo, Pat, no me obligues! —y se echó a llorar desconsoladamente.

Ustinoff y Samuel miraron a la muchacha, sin comprender el porqué de su extraña actitud. Pat acercóse a ella y le habló suavemente.

—Mira, Dorothy. No es momento, ni instante, para ir con secretos. Yo te quiero, lo sabes. Deseo hacerte mi esposa. Pero estamos en una situación bastante comprometida. ¿Por qué no hablas? Te sentirás mucho mejor después de descargar tu secreto. Hazlo, Dorothy, por ese amor que leo en tus ojos.

La muchacha dejó de llorar, enfrentándose con Pat.

—Está bien. Tú lo has querido —dijo resueltamente—. Raúl Richer es mi hermanastro.

— ¿Tu hermanastro?

—Sí. Mi padre, al quedar viudo, se volvió a casar con una mujer muy buena. Ella también era viuda y trajo al matrimonio un niño de mi edad, poco más o menos. Ese niño era Raúl. Creció junto a mí y nos queremos entrañablemente, como si fuéramos hermanos de verdad. Cuando yo ingresé en la Escuela de Geología, él se graduó en la Universidad de Física y Química. Allí es donde conoció al Profesor Duval. Este, al verle un muchacho despejado e inteligente, ofrecióle el cargo de ayudante. Raúl aceptó encantado. Después conoció a Mary y se prometió a ella. Fue en la época en que Mary todavía no había desembocado en su manía. Después, al ocurrirle aquella desgracia, Raúl sintió lástima de ella y siguió sus relaciones. Pero Raúl ya no estaba enamorado. Mary perdió la razón por completo. Su padre, el Profesor Duval, comprendió los sentimientos de Raúl y hasta los justificó en un principio, pero eso solo fue en apariencia. Trató por todos los medios de perjudicarle... Le envió a ciertas empresas peligrosas, con el único afán de verle desaparecer. Todo esto me lo contó Raúl, poco antes de venirse a Marte. Si lo hizo, fue por encargo mío, para que huyera de las iras del Profesor.

Pat estaba hecho un verdadero lío. Había tenido la esperanza de que aquel loco asesino, que se escondía entre las entrañas de Marte, fuese Raúl Richer. Pero ahora todo era distinto. ¿Quién sería? Desde luego, no podía comprender, ni admitir, que fuese el Profesor Duval. Este estaba muerto. Pero... ¿Y si tenía razón Dorothy? ¿Y si el cuerpo allí encontrado no era el del Profesor? Pero, ¿de quién, entonces? No podía haber mentido también la secretaria. No. Eso estaba descartado.

Pat sacudió la cabeza, para apartar de su mente aquellos pensamientos.

—Sea quien fuere, Dorothy, no nos interesa saberlo, de momento. Ya lo sabremos cuando llegue la ocasión...

—De morir, ¿no? —dijo la muchacha seriamente.

Pat rio divertido.

—Ni mucho menos, cariño. Pienso casarme contigo y tener, por lo menos, media docena de chiquillos.

La muchacha, pese al estado de ánimo en que se encontraba, sonrió alegremente.

* * *

Mientras Pat y sus compañeros estaban en las entrañas de Marte, tratando de conseguir descifrar aquel misterio, en la Tierra sucedían cosas bastante extrañas. Dos torres de lanzamiento, habían volado por los aires, víctimas de un criminal sabotaje. Varios puentes habían seguido la misma suerte que las torres y hasta tres cuarteles, donde se guardaban los robots teledirigidos, verdaderas fortalezas de acero, habían sido destruidos.

Estos hechos habían movilizado tanto a la Policía Federal como al Departamento de Defensa de la Tierra y todos sus miembros se movían con rapidez y premura para poner al descubierto la criminal banda que se dedicaba a hacer aquellos sabotajes.

La Policía conjunta había conseguido apoderarse de detalles que inducían a pensar que los sabotajes estaban preparados y llevados a término, por unos seres demoníacos, mitad hombres y mitad piedra.

Cuando Keit Man, el Jefe Superior de la Policía Federal de la Tierra, leyó los informes, creyó volverse loco de contento.

—Estos informes coinciden exactamente con el que, en cierta ocasión, me mandó Pat Kilton y yo lo tomé por loco —decía en aquel momento, en una reunión de altas jerarquías.

—Sí; ya recuerdo que me lo dijo —asintió Tuemer Hyl, el Jefe Superior del Departamento de Defensa, un hombre delgado y extremadamente alto—. Si no me es infiel la memoria, ese Pat Kilton, con un equipo de científicos, se marchó a Marte, a descubrir ese misterio, ¿no es así?

—Efectivamente.

— ¿Y qué se sabe de él?

—Todavía nada. Solo recibí un mensaje, el día que llegaron a la sima «Golat» y se introdujeron en ella.

— ¿Y no le parece raro ese silencio?

El «viejo» rio complacido.

—Pues no. Conociendo como conozco a Pat Kilton, no me parece raro. Es hombre que no gusta demasiado de mensajes. Solo los lanza cuando son absolutamente necesarios.

— ¿Cree usted que estará sobre una pista segura?

—Sí. En caso contrario, ya hubiese mandado una llamada, diciendo que allí no había nada interesante.

— ¿Y si ha muerto?

El «viejo» repuso rápidamente:

—No. Pat tiene siete vidas, como los gatos. Su piel es muy dura. Vive; estoy seguro y además se hallará pisándole los talones al jefe o jefes de esta criminal organización.

—Muy seguro está usted, Man.

—Conozco perfectamente a mis hombres.

— ¿Y no sería conveniente que enviásemos a algunos más de refuerzo?

—No me atrevería a hacerlo, sin habérselo pedido antes a Pat. Cuando él no ha dicho nada, es porque nada necesita.

— ¿Y qué hacemos nosotros?

Keit Man quedóse pensativo durante medio minuto.

—Mi opinión es que se vigile estrechamente todos los puntos interesantes, para que no se vuelvan a repetir estos sabotajes. De lo demás, dejemos a Pat Kilton. Él sabe bien lo que hace.

—Está bien. Usted comenzó este asunto y a usted le corresponde llevar la iniciativa del mismo. Pero yo...

—No tema. Todo saldrá bien —afirmó con aire de suficiencia el Jefe de la Policía Federal de la Tierra.

* * *

Keit Man no hubiera estado tan seguro de lo que afirmaba, si hubiera sabido la situación en que se encontraban Pat y sus amigos. Este, no había enviado ningún mensaje a la Tierra porque la batería que hacía accionar la emisora estaba descargada e inutilizada, por tanto. En caso contrario, ya hubiese comunicado con el Departamento, para que le enviasen nuevos refuerzos. Pero así, no tenía más remedio que seguir adelante, con las únicas fuerzas de que contaba.

Ustinoff, el eterno optimista, era el único que, pese a la situación tan enrarecida que respiraban, se encontraba perfectamente tranquilo.

—Ya es hora —estaba diciendo— de que nos pongamos en marcha. Tengo ganas de verle la cara a ese tipo. Les juro que, cuando le vea, tengo que ponerle en la tripa toda la carga de mi pistola de rayos.

—Para eso, antes tenemos que saber dónde se esconde —dijo Samuel.

—Lo sabremos.

Pat había reflexionado mucho sobre el asunto.

—Mira, Dorothy, creo que lo mejor que puedes hacer es quedarte aquí, mientras nosotros tres nos lanzamos a la búsqueda de ese loco.

La muchacha le miró asustada.

—No, Pat, no me dejes. Iré con vosotros.

—Pero es que podemos correr muchos peligros.

—Me da lo mismo. Aquí sola, me volvería loca.

—Está bien. Vamos a someterlo a votación. Ustinoff, ¿usted qué cree?

—Que debe seguir a nuestro lado. Aquí, sola, perdería la razón Dorothy, lo mismo que cualquiera de nosotros. El silencio, la soledad y los misterios que estas entrañas albergan, son capaces de destrozar el sistema nervioso más equilibrado.

—Soy de la misma opinión de Ustinoff —dijo Samuel Rute.

—De acuerdo, pues, no se hable más. Ya estamos todos de acuerdo —afirmó Pat—. Adelante, muchachos. Vamos a enfrentarnos con ese loco y sus monstruos. Que cada cual lleve las armas preparadas, porque a partir de aquí, creo que vamos a tener que emplearlas más de lo que quisiéramos. ¡En marcha!...

Los terrícolas se levantaron. En el ánimo de todos estaba defender sus vidas al precio que fuere y llegar al fondo de aquel misterio, que bien podría poner en peligro la paz de la Tierra... 

Los cuatro terrícolas siguieron avanzando por entre escarpados peligrosos. Abría la marcha, como siempre, el gigantesco Ustinoff. Iban callados, con los ojos bien abiertos y apretando fuertemente sus pistolas, como intuyendo la cercana presencia de unos enemigos invisibles.

— ¡Ahí hay otra galería, Pat!

—Entremos en ella.

Con una admirable decisión, los terrícolas desaparecieron por aquella galería. Nuevamente tuvieron que utilizar las antorchas eléctricas, dada la oscuridad que allí reinaba. Durante un largo tiempo, de horas, caminaron por entre aquellas paredes de rocas blancas y angulosas. Extremaron la vigilancia. A pesar de que la galería era bastante ancha, iban unos detrás de otros, en una perfecta fila india. Tenían los músculos tensos y los ojos más abiertos cada vez.

—Esto no parece tener fin.

—A algún sitio saldremos.

—Miren allá. La galería hace un recodo.

Se detuvieron. Efectivamente, la galería, hasta entonces recta completamente, daba ahora un recodo violento y extraño. Con las antorchas eléctricas iluminaron, hasta donde les fue posible, aquella alteración. Y, al hacerlo, se quedaron sorprendidos. Del suelo, cerca de la vuelta que daba la galería, vieron levantarse una sombra enorme, de aspecto humano.

— ¡Fuego!...

Se oyeron tres sordas detonaciones, que conmovieron el pasadizo. Pat y Ustinoff habían disparado como una exhalación. La sombra desapareció rápidamente de su vista. Los terrícolas corrieron hacia ella con todas sus fuerzas. Pero no vieron a nadie. Doblaron el recodo que hacía la galería. Nada, No había nadie en absoluto. Solo un silencio hostil, que parecía arrastrarse por entre las rocosas paredes, con una elasticidad de alados reptiles.

— ¡Por todos los demonios del infierno! Hemos fallado, Pat.

—Así es.

— ¿Quién podría ser?

—Un amigo, seguro que no.

—Era un hombre de piedra, por su forma de moverse.

—No me extrañaría nada —Pat se detuvo unos momentos, antes de proseguir—. Debemos extremar las precauciones. Estos repulsivos seres pueden darnos un disgusto, si no estamos preparados para repeler cualquier agresión.

Todos asintieron en silencio. Poco después, seguían adelante por la galería. Esta moría a media milla escasa del recodo, desembocando en una especie de plazoleta rocosa y abrupta. A la vista de ella, los terrícolas experimentaron una extraña sensación. La completa aridez de aquel paraje y su pelada brusquedad, les deprimía. No se sentían a gusto. Sin embargo, estaban tan cansados, que decidieron hacer un alto para reponer las fuerzas.

Se sentaron. De las mochilas fueron sacando los comprimidos vitamínicos, único alimento de que disponían. Ustinoff gruñía por semejante comida. Aunque conseguía hartarse con las pastillas, no experimentaba placer alguno y esto le sacaba de quicio. Los demás se distrajeron con su enfado. Cuando acabaron aquella operación, más científica que comestible, se tumbaron por el suelo. Dorothy levantóse, decidida a examinar el lugar en que se encontraban. Distintamente a lo que habían visto hasta entonces, la plazoleta aquella en que estaban carecía del menor indicio de vida. Allí era todo seco, muerto, con una yermez que se ahogaba en la enrarecida atmósfera. De pronto, Dorothy lanzó un grito terrorífico.

— ¡Aaaah! ¡Mirad!...

Los tres terrícolas se levantaron, como si estuvieran electrizados.

— ¿Qué ocurre, Dorothy?

— ¡Las rocas!

El espectáculo que contemplaron fue algo capaz de cortar la respiración. Las rocas comenzaban a animarse en derredor suyo, saliendo de entre ellas más de casi una veintena de hombres de piedra. Pat, Ustinoff y Samuel Rute no se anduvieron con contemplaciones, comenzando a disparar. Cayeron muchos de estos monstruos de pesadilla, pero surgían de todas partes y pronto fue imposible, utilizar las armas. Entonces, tuvieron que defenderse con los puños. La lucha fue a muerte y sin cuartel. Pero esta vez, las cosas no se presentaron para los terrícolas ni tan claras ni tan fáciles como hasta ahora. Aquellos monstruos sabían luchar y eran duros, como la misma roca de que estaban formados sus cuerpos.

Ustinoff rodó por el suelo con dos hombres de piedra encima. Samuel se hallaba en una apurada situación y un par de ellos habían cogido a Dorothy, que gritaba con todas sus fuerzas, dispuestos a llevársela. Pat corrió en defensa de la muchacha. Pero, apenas pudo dar unos pasos. Un hombre de piedra lo derribó de un fulminante puñetazo en la mandíbula. Aquello fue la fortuna de los terrícolas: Pat fue a caer cerca del fusil termonuclear de Samuel Rute. Lo cogió tembloroso. Con unos saltos felinos, de verdadero luchador, zafóse de la embestida de dos monstruos que se le venían encima impetuosamente. Enseguida echóse el fusil a la cara y disparó sobre los que se llevaban a Dorothy. Estos cayeron muertos al suelo. Pat no concedió importancia ninguna a su buena puntería y siguió disparando. Los que tenían casi vencido a Ustinoff, también fueron abatidos por la espalda, entre alaridos bestiales. El gigantesco Ustinoff, que había recibido lo suyo y estaba por ello de mi genio endiablado, encargóse de acabar con el que estaba teniendo a raya a Samuel Rute. Tres o cuatro más de aquellos monstruosos seres, corrieron a camuflarse entre las rocas, al ver el juego malparado. Pero Pat y Ustinoff, que eran los que primero se habían repuesto, dispararon sobre ellos, no dejándoles llegar siquiera a las rocas.

—Listos, Pat.

—Se acabó, la fiesta, por ahora.

—Sin embargo —repuso Pat, que había corrido hasta Dorothy, que estaba la pobre con los nervios deshechos—, estos malditos monstruos parecían más fuertes que los que nos atacaron hasta ahora.

—Dímelo a mí —dijo Ustinoff—. Pegaban duro los condenados.

—Por un milagro podemos contarlo.

Pat sonrió. Entre sus brazos estaba Dorothy, acurrucada, sin decir nada, todavía bajo la impresión de aquel ataque inesperado. Pat besó sus largos cabellos rubios, atrayéndola hacia sí, con amorosa suavidad.

* * *

Nuevamente se pusieron en marcha. Samuel Rute había sacado de su voluminosa mochila varios tubos y con ellos había montado dos fusiles termonucleares más, para Pat y Ustinoff. Estas armas eran de más precisión y largo alcance. Y en vista del cariz que estaban tomando las cosas, toda prevención era poca. Montaron, pues, los fusiles, cargándolos con rayos múltiples y siguieron adelante, sin vacilaciones.

Sin casi darse cuenta, se adentraron por un valle también rocoso, pero cuya vista cambiaba un tanto la decoración, quitándoles el mal efecto causado por aquella plazoleta del demonio. Allí había vida. Efectivamente, se veían árboles, fibrosos y sin hojas, pero árboles al fin, que ponían una nota nueva al paisaje. También vieron unas plantas parecidas a nuestras chumberas y otras de hojas anchísimas y redondas, de color ceniza, que parecían arrastrarse por el suelo.

Los terrícolas avanzaron. Cuando ya estaban a más de la mitad del valle, descubrieron a lo lejos que este quedaba cerrado por unas imponentes montañas graníticas, casi cortadas a pico.

—Esto tiene los visos de una encerrona, Pat.

—Sí —repuso este—, no se ve salida alguna.

— ¿Habremos equivocado el camino?

—No lo sé.

Dorothy intervino, entonces.

— ¿Qué es aquel resplandor rojizo que se ve a nuestra derecha?

—A ver.

—No sé qué pueda ser.

—Vamos allá.

Con rapidez se encaminaron hacia aquel lugar. Pero, entonces, el suelo comenzó a retumbar sordamente. Todo el valle agitóse, bajo el estruendo de un pavoroso ruido. Al mismo tiempo, oyéronse como unos gemidos bestiales, de sirenas humanas, de una potencia extraordinaria. Por momentos se acercaba más y más aquel ruido y aquellos gemidos. Los terrícolas estaban asustados. Se habían encogido sobre sí mismos y, en pleno valle en donde se encontraban, habíanse quedado quietos, mudos, sin saber qué determinación adoptar, ante el peligro que se les venía encima.

— ¡Allá, Pat! ¡Mira!...

— ¡Por todos los diablos!

— ¡Es espantoso!

El que producía aquellos ruidos y daba gemidos bestiales, era un animal monstruoso y alucinante. Mediría más de treinta yardas y era de un color verdoso sucio, de lo más repulsivo. Tenía el cuerpo enorme y grueso, cubierto por un caparazón que sostenían cuatro pares de patas cortas y también gruesas, con pezuñas, que eran garras al mismo tiempo. Su espina dorsal estaba rematada por unas aletas duras y erizadas, que ascendían por su cuello larguísimo, hasta su cabeza. Esta era ancha y de forma achatada, luciendo un enorme cuerno blanco en la frente. Los ojos eran saltones y muy grandes. La boca horrible de descomunal y armada por dos hileras de colmillos retorcidos, que dejaban ver una lengua pastosa y larga, que se movía ondulante. Y su nariz era negra y abierta, por donde escapaba el vaho de su cuerpo, en columnas de humo blanquecino, que despedía a cortos intervalos.

— ¡Vaya palomita! —exclamó Ustinoff, con una voz que le sonó extraña a él mismo.

—Pues viene hacia nosotros.

—Sí. ¡Va a atacarnos!

— ¿Qué hacemos? —preguntó Samuel Rute la mar de nervioso.

— ¡Separémonos, aprisa! ¡No hay tiempo que perder!...

Los terrícolas obedecieron. Se separaron, corriendo con todas sus fuerzas. La idea era buena. El monstruo, que se acercaba enfurecido por la presencia de aquellos intrusos, no podría atacarles en grupo. Los gemidos que lanzaba eran espeluznantes y desgarradores. Ustinoff había marchado a la izquierda y Samuel a la derecha, quedando Pat y Dorothy para hacerle frente. Seguía retumbando el suelo del valle, bajo las ocho patas del terrible animal, que se acercaba amenazadoramente.

— ¡Fuego!... —gritó Pat, con los músculos en una tensión nerviosa indescriptible.

Sonaron las descargas de rayos masivos de los fusiles termonucleares. Pero los impactos rebotaron, de una forma alarmante, sobre el caparazón que cubría el cuerpo del monstruo, sin hacerle el menor daño. Volvieron a disparar, pero los efectos fueron los mismos. Y la monstruosa bestia se acercaba cada vez más.

—Estamos perdidos, Pat —sollozó Dorothy.

—Échate al suelo. Voy a hacerle frente.

— ¡No! ¡No, Pat, no!...

Pero el animal habíase dirigido hacia Ustinoff, a quien derribó de un trompazo. Girando enseguida sobre sus cortas patas, volvióse hacia Pat.

— ¡A los ojos, Samuel! ¡¡Dispara a los ojos!! —gritó enloquecido Pat, al tiempo que sacaba su largo cuchillo, dispuesto a vender cara su vida.

Mas no fue necesaria su intervención. Samuel Rute, el experto en armas, había apuntado con mucho detenimiento a los ojos del animal, disparando simultáneamente cuatro descargas de rayos. El monstruo, apenas a unas yardas de Pat, lanzó un alarido agónico de bestial dolor y cayó al suelo, con los ojos destrozados, retorciéndose entre estertores mortales. Después, muy poco a poco, fue desintegrándose, hasta quedar reducido a un enorme montón de polvo blancuzco, que despedía un hedor insoportable.

Atendieron a Ustinoff. El gigante no tenía más que el magullamiento propio del porrazo sufrido. Estaba bien, aunque maldecía y juraba por todos los demonios, que no volvería a ocurrirle semejante cosa. Samuel Rute apenas hablaba. Era el más afectado de todos, a pesar de haber sido el artífice directo de la victoria. Pat todavía estaba dominado por un nerviosismo fuera de serie y empuñaba su largo cuchillo, apretando los dientes con rabia.

—No ganamos para sustos, ¿eh?

—Ha sido una visita muy inoportuna.

—Hemos estado a punto de caer bajo las garras de ese monstruoso animal.

—Sí —dijo Pat, que se había repuesto y se estaba guardando el cuchillo en su funda—. Ha sido algo horrible. Pero ya ha pasado. Sigamos adelante.

Otra vez se encaminaron hacia el resplandor rojizo. Se trataba de la entrada de una galería. Aquella, al parecer, era la única salida del valle. El resplandor era semejante al producido por millares de rubíes, a quienes iluminara la luz de un sol vivísimo. Sin embargo, allí no había sol, sino tan solo una luz mortecina que se filtraba por las grietas del rocoso techo y mucho menos había rubíes, ni nada que se les pareciera.

— ¿A qué se deberá ese color rojo sangre, Dorothy?

—No lo sé exactamente. Tal vez —repuso la muchacha— sea por causa de la fosforescencia de sus rocas, de una materia desconocida para nosotros, que al descomponerse en irisaciones rosáceas, le da ese color rojo fuerte. El resplandor es limpio y de una brillantez enorme, por lo que me inclino a creer en esta extraña fosforescencia rojiza.

Los terrícolas se metieron para dentro de aquella galería. Su aspecto era de una espectacularidad sin límites. Sus rostros adquirían la coloración rojiza que emanaba sus rocas, envolviéndoles en un cierto aire de alada fantasía o de fantasmagórica ilusión. La galería era de regulares proporciones, aunque algo baja de techo. Y no era muy larga. Apenas tuvieron que caminar por ella durante unos minutos escasos. Al final de los cuales, llegaron a un lugar que les dejó completamente atónitos.

— ¡Es maravilloso!

— ¡Por todos los diablos! ¿Veis vosotros lo que yo veo o estoy soñando?

—No estás soñando, Ustinoff.

— ¡Parece increíble!

— ¡Un paraíso!

Estas fueron las exclamaciones que lanzaron los terrícolas, apenas salieron de la galería roja. Y no era para menos. Ante su vista se extendía una tierra paradisíaca, abierta a la exuberancia y a la ilusión. Campos enormes, de tierra fértil, se veían entremezclados con árboles, muchos árboles cargados de frutos, que crecían en una completa libertad. Lo mismo que hierbas verdes y jugosas y plantas de vistosa rareza y flores, flores rotas que abarcaban toda la gama de colores que pueda imaginarse, en una exposición que subyugaba en evolutivo e inefable éxtasis. No hacía calor, ni frío. El tiempo era templado, de una tibieza primaveral, que encajaba perfectamente en aquel marco de formidable vegetación. Un río de limpias aguas discurría mansamente en uno de los costados de aquella tierra incomparable. El ambiente era suave, estático, casi acariciante. Una luz fuerte, de una blancura sin igual, parecida a la de un sol de mediodía, entraba por la destrozada bóveda, dejando ver un cielo de nítida y azulada coloración... Aquello era un regalo, un paraíso desconcertante, que suspendía el ánimo, enclavado en las mismas entrañas de Marte que, como un refugio, se ofrecía invitándoles al descanso y a la felicidad.

Los terrícolas, con Pat y Dorothy al frente, se adentraron por aquellas tierras, paradisíacas, admirando la incomparable belleza que se desparramaba en un derroche por todas partes.

—No sé si estaré volviéndome loco —dijo Ustinoff— pero esto es soberbio.

—Aquí se respira —fue la contestación de Samuel Rute, con una complacencia que se le escapaba por los ojos.

—Yo no tengo palabras para expresar lo que siento —dijo Dorothy.

Pat sonrió a la muchacha.

—Aquí me quedaría a vivir contigo, Dorothy, para toda la vida.

—Sí, Pat. Es precioso todo esto. Parece —siguió diciendo la joven admirativamente— como si fuera un trocito de cielo que hubiera bajado para compensamos de tantos sobresaltos y amarguras.

—Sí que es verdad.

Con una ansiedad indescriptible, se despojaron de las mochilas, mantas, cuerdas, etc., que llevaban. Enseguida fueron a coger frutas de los árboles copudos y bajos, que abundaban por todas partes. Las frutas que cogieron eran iguales que las de la tierra, pero de tamaño bastante superior. En las orillas frescas de aquel río, se sentaron a comer con un envidiable apetito. Ustinoff vengóse del tiempo que había tenido que soportar las pastillas vitamínicas. Y cuando todos se hubieron hartado, decidieron bañarse en el río. Las aguas eran tibias y agradables y suponían una provocación, a la que era difícil sustraerse. Se despojaron, pues, de sus ropas y, tan solo envueltos en los exiguos bañadores, se metieron en el río que por cierto era de muy poca profundidad.

Durante un buen rato gozaron de las delicias de aquel baño. Y les hizo mucho bien. Fue un sedante para sus nervios. Todos descansaron agradablemente. Una sensación alegre y optimista se apoderó de ellos después de la inicial laxitud que experimentaron sus cuerpos al contacto con las aguas. Por un momento se olvidaron de la expedición, del motivo que la había provocado e incluso del peligro que habían corrido y que aún estaban corriendo. Solo la agradable frescura de aquel esparcimiento llenaba su mente. Se sentían felices. Las aguas de aquel río eran limpias y de una transparencia tal, que podía verse su fondo sin esforzarse gran cosa. Bucearon a placer, nadando por toda su anchura, en un alarde de los conocimientos y destrezas de cada cual. Hasta que, al fin, decidieron salir. Pero al volverse para regresar a la orilla, donde habían dejado sus ropas y demás pertrechos, los terrícolas se quedaron mudos de asombro y de terror.

En los mismos márgenes del río, centenares de hombres de piedra les observaban fijamente, en el mayor de los silencios, con una actitud que se suspendía en escalofríos alucinantes... 

 — ¡Los hombres de piedra, Pat! —gritó Dorothy.

Hubo un silencio expectante, que hizo fruncir el ceño a los terrícolas.

— ¿Qué hacemos?

Ustinoff repuso, enloquecido por la impotencia:

—Lucharemos hasta la muerte, si es preciso.

— ¡Un momento, Ustinoff! —replicó Pat, imponiéndose seriamente—. Soy yo el que manda aquí y el que ha de tomar las decisiones.

—Pero Pat...

— ¡Silencio, por favor!... No empeoremos nuestra situación, dejándonos llevar por los nervios —el cerebro de Pat funcionaba con una vertiginosa rapidez. Estaba inquieto. Un desasosiego extremado martilleaba sus sienes—. No podemos luchar —dijo al cabo—. Sería un suicidio estúpido. Hay centenares de esos malditos monstruos y estamos desarmados por completo.

— ¿Y vamos a rendirnos?

Pat estuvo pensando medio minuto, antes de responder:

—Creo que lo único razonable es eso, rendirnos. Hacerles frente, en estas condiciones, pasaría de temeridad y no quiero que corramos ese riesgo. Nos entregaremos de momento y ellos mismos nos llevarán hasta donde queremos ir.

—Eso es tanto como condenarnos —intervino, con los nervios deshechos Samuel Rute—. Solo nos esperará la muerte, si hacemos eso.

—Y si no lo hacemos —fue la réplica violenta de Pat— tendremos la muerte enseguida, sin tener que esperarla siquiera. Creo que la elección no es dudosa.

Ustinoff habló entonces.

—Sí. Tiene razón Pat.

—Yo estoy horrorizada —dijo Dorothy.

—Tienes que sobreponerte. No pasará nada, si me obedecéis.

—Tengo miedo.

—Por favor. Demos de armarnos de valor y de serenidad, porque nos va a hacer mucha falta.

— ¡Oh, Pat!...

—Seguidme todos.

Silenciosamente, los cuatro terrícolas se acercaron a la orilla. Los hombres de piedra no se movieron en absoluto. Había tantos, que era imposible contarlos. Su aspecto no podía ser más repulsivo. Llevaban la cabeza rapada e iban envueltos con unas túnicas blancas, amarillas o azules. Su estatura era mediana, pero se les veía de fuerte constitución física, aunque sin exageración. Tenían la piel de un color tierra ennegrecida, facciones angulosas y achatadas y largos colmillos, en vez de dientes, que sobresalían, cruzándose por encima de los labios. La nariz era abierta y aplastada y los ojos diminutos, casi imperceptibles, pero vivos y de un mirar duro y cruel.

Cuando Pat y sus amigos llegaron a tierra, sin dejarles tiempo a nada, unos cuantos de estos monstruos les arrojaron varios puñados de una especie de arena verdosa que, al contacto con el aire, trocóse en un humo negro, pestilente y nauseabundo, que les envolvió como en una mordaza impalpable. Al desaparecer, momentos después, este humo negro, Pat, Dorothy, Ustinoff y Samuel Rute yacían por el suelo desmayados...

* * *

Al volver en sí, Dorothy, encontróse en una habitación lujosamente amueblada, toda de mármol blanco. No supo al pronto qué es lo que le había ocurrido. Después, fue recordando el baño en el río, la trágica salida, bajo la expectación de los hombres de piedra y aquel humo asfixiante que les privó del sentido. Un estremecimiento involuntario recorrió su maravilloso cuerpo, al darse cuenta de que estaba en poder de aquellos seres demoníacos. Miró en torno suyo. Junto a ella estaba la joven Mirella Brich.

— ¡Mirella!

— ¡Dorothy!

Las dos muchachas se abrazaron emocionadas y llorosas. Cuando se serenaron, la espeleóloga puso al corriente a Dorothy de su captura por aquellos monstruos y de su forzada reclusión en el apartamento en que se encontraban. Nadie le había hecho daño alguno, pero estaba allí aterrorizada y con los nervios destrozados, por aquella soledad que la circundaba. Excepto a un par de aquellos hombres de piedra, que le traían comida diariamente, no había visto a nadie desde que la cogieron. Pero el temor que sentía, la estaba volviendo loca.

— ¿Y Pat y los demás? —preguntó ansiosamente.

—No sé qué pueda haberles ocurrido —repuso inquieta Dorothy—. Estarán, sin duda, también prisioneros, como nosotras. Lo único que recuerdo es que salíamos juntos de las aguas de aquel río, cuando...

Mirella envolvióla en una mirada llena de angustia.

—Yo estoy muy asustada.

—Lo comprendo. Tampoco yo estoy tranquila.

—He estado tan sola durante este tiempo que... —la joven espeleóloga se detuvo, con el espanto reflejado en su bello rostro—. ¿Qué nos espera aquí, Dorothy?

—No lo sé.

—Tengo los nervios a punto de estallar. ¡Dios mío!...

—Mirella, por favor.

Pero la joven habíase anegado en llanto. El terror que sentía, se había apoderado de ella y, sobresaltada y llorosa, echóse de nuevo en los brazos de Dorothy que, inútilmente trataba de calmarla. Y en esta actitud, se abrieron las puertas del apartamento y varios hombres de piedra entraron, obligándolas a seguirles. Las muchachas, temblorosas y más asustadas que nunca, obedecieron. Los monstruos las llevaron hasta una gran sala, al parecer desierta. De detrás de unas cortinas, alguien les habló, con una voz extraña para ellas.

—Buenos días, señoritas. La aventura ha llegado a su final, como veis. Os tengo a todos en mis manos y nada, ni nadie, os podrá salvar de una muerte cierta —la voz calló durante unos segundos tensos, que les parecieron siglos—. He dicho que nada, ni nadie, os podrá salvar de la muerte y creo que me he excedido. Hay una cosa que os puede salvar, y depende de ti exclusivamente, Mirella Brich —la voz se detuvo nuevamente, para agregar—: Voy a hacerte una proposición. Quiero casarme contigo. He cometido la estupidez de enamorarme de ti. Debilidades humanas. Si accedes de buen grado, tú y tus amigos viviréis aquí, en este paraíso, sin sufrir daño alguno. Si no accedes, os entregaré a mis monstruos, estos hombres de piedra que estoy domesticando, y vuestra muerte será espantosamente horrible. Sí; porque mis hombres practican el canibalismo, son antropófagos, incluso entre ellos mismos. Vuestra carne blanca será un bocado exquisito para ellos —otra vez calló la voz—. Mirella Brich, tienes todo el día de hoy para decidirte. Si te unes a mí, te haré feliz y serás la reina del Cosmos, la reina del Universo entero. ¿Qué respondes?

Pero Mirella no pudo responderle... La muchacha había sufrido demasiado. La proposición acabó con sus fuerzas e incapaz de aguantar más tiempo aquella situación terrorífica, desmayóse en los brazos de Dorothy, que no estaba menos aterrada que ella.

Una estruendosa carcajada, rota, histérica, propia de un loco, oyóse entonces resonar en la espaciosa estancia de una forma sobrecogedora.

* * *

Mientras tanto, los terrícolas hombres, Pat, Ustinoff y Samuel Rute, se encontraron, al recobrar el sentido, en una habitación también de mármol pero vacía completamente y con aspecto de mazmorra. Junto a ellos, estaba el Profesor Mahykas. También se abrazaron, emocionados de verse todos juntos, sin haber sufrido daño alguno. El Profesor les puso al corriente de su rapto por los hombres de piedra y su forzada reclusión. No había visto a nadie tampoco, durante su encierro, como Mirella, más que a aquellos monstruos. Y no había sufrido daño alguno, ni nadie parecía haberse preocupado de él. Los terrícolas le felicitaron por ello, a pesar de encontrarse todos prisioneros de aquellos diabólicos seres. Sin embargo... Los tres recién llegados estaban en unas lamentables condiciones. Una debilidad espantosa les aquejaba y apenas tenían fuerzas para sostenerse en pie.

—Ya sé lo que os ha ocurrido, amigos —dijo el Profesor Víctor Mahykas.

—Estoy más débil que...

—Yo apenas puedo levantar los brazos —dolióse el gigantesco Ustinoff,

—A mí me pasa lo mismo —terció Pat—. No tengo fuerzas para nada. Es como si me hubieran desangrado.

—No —les aclaró Víctor Mahykas—. Lo que os han hecho es inyectaros «Trachakitta», una droga que actúa directamente sobre los músculos, casi paralizándolos. Se queda uno sin fuerzas y prácticamente no sirve para nada. A mí me hicieron lo mismo y también estoy deshecho, sin fuerzas ni para hablar casi.

— ¿Y por qué nos han inyectado esto? —preguntó Samuel Rute.

—Es bien fácil de contestar esa pregunta.

—Naturalmente.

—Al inyectarnos la «Trachakitta», no suponemos ya ningún peligro para nuestros aprehensores. Somos unos seres inofensivos. Y esto es, precisamente, lo que ellos quieren, que no podamos hacerles frente.

—Sí —asintió Pat, con suavidad—. Así, no servimos para nada. Me he fijado bien, que las puertas están abiertas.

—Siempre lo están —repuso Víctor Mahykas—. Todo el tiempo que he permanecido prisionero de estos monstruos, he tenido las puertas abiertas para poder salir y entrar cuando me placiera. Mis fuerzas no me permitían alejarme demasiado y eso lo sabían ellos.

—Lo cual quiere decir que estamos condenados a morir aquí, ¿no?

—Bueno, yo no sería tan crudo en mis expresiones, amigo Samuel. Mientras hay vida, hay esperanza. Alguna cosa haremos. Desde luego, resignarnos con nuestra suerte, no. Procuraremos escapar a la menor ocasión —dijo seriamente Pat.

El Profesor Víctor Mahykas negó con la cabeza.

—No nos hagamos ilusiones. Salir de aquí es imposible y más aún en las condiciones en que nos hallamos —fue su réplica violenta, que convenció a todos, sumiéndoles en un profundo silencio. Víctor Mahykas dio un significativo chasquido con su lengua, al tiempo que agregaba—: A mi entender, de lo primero que debemos preocuparnos es de recobrar nuestras fuerzas. Solo entonces podremos pensar en salir de aquí como sea.

Los terrícolas asintieron, aplastados por la gran desilusión que entrañaban las lógicas palabras del Profesor Víctor Mahykas. No había forma de rebatir su argumento. Esperarían. Sin embargo, en el cerebro de Pat había germinado una idea, que decidió poner en práctica cuanto antes. Durante todo el día estuvo paseando por aquel palacio de mármol en el que estaban presos. Detenidamente fue estudiando la disposición del mismo, la forma en que estaban distribuidas sus habitaciones, el lugar en que estaba enclavado el palacio y, sobre todo, las posibilidades que existían de poder escapar con un relativo éxito. Observó sin descanso todos estos detalles, dejando que trabajara su imaginación a ritmo forzado. Pero, para moverse como lo hizo, tuvo que sacar fuerzas de flaqueza y, al anochecer, estaba completamente agotado, sin ánimos casi ni para respirar. Sin embargo, no durmió en absoluto. Su inquietud le tuvo en vilo durante toda la noche. Y al amanecer, cuando las primeras luces del día comenzaban a apuntar, a través de la destrozada bóveda del rocoso techo, despertó a sus compañeros.

— ¡Eeeeh! ¡Arriba!

— ¿Qué pasa?

— ¿Ocurre algo?

—Nos vamos —repuso Pat resueltamente.

— ¿Que nos vamos?

—Sí. Lo tengo decidido y ni la muerte me haría volver atrás.

—Pero...

—Es una locura —protestó Víctor Mahykas.

— ¡Levantaos!

—Eso es llevarnos de cabeza al suicidio. Sabes que apenas podemos valernos. Esos monstruos acabarán pronto con...

— ¡No he pedido el parecer de nadie, Profesor Mahykas! —le cortó Pat con una brusquedad enorme—. Nos vamos ahora mismo, bajo mi responsabilidad. ¡Y daos prisa, que no hay mucho tiempo!

Como pudieron, porque la debilidad les vencía, se levantaron. Pat abrió la marcha. Casi arrastrándose, salieron pegados a las paredes de aquel palacio de mármol. Las sombras de la noche se rasgaban entonces bajo los rayos de luz del nuevo día. Una quietud suave, que envolvía el misterio, parecía palparse en el silencio del campo. Todo estaba dormido. La oscuridad, que iba aclarándose por momentos, tenía unos cambios extraños que sobresaltaban a los terrícolas en su audaz fuga.

Con un esfuerzo sobrehumano, los cuatro terrícolas siguieron huyendo, sin detenerse. No podían más. El cansancio les vencía. Samuel Rute acabó cayendo al suelo y tuvo el gigantesco Ustinoff que cargar con él a duras penas. Pero continuaron. La caminata a través del campo fue costosa, casi imposible. Pero los terrícolas no desmayaron. Horas más tarde, llegaban junto a las márgenes de aquel río en donde fueron capturados por los hombres de piedra. Siguieron adelante. A la vista de la galería que resplandecía con fulgores rojos, tuvieron que detenerse, incapaces de poder dar un paso más.

—Detengámonos, Pat. Yo estoy completamente rendido —quejóse el Profesor Mahykas.

—Yo tampoco puedo más, Pat —le apoyó Ustinoff.

—Pues tendréis que poder. Yo estoy tan destrozado como vosotros y aguanto —dijo con una resolución admirable Pat, en tanto resollaba vencido por la extremada debilidad—. Hay que continuar un poco más.

—Yo no puedo.

—Pero Pat...

— ¡En marcha!...

Volvieron a caminar. Cada vez estaban más vencidos, más sin fuerzas para seguir. Pero el espíritu de Pat se imponía, animándoles sin descanso. Entraron en la galería roja y la atravesaron, cogiéndose a las rocosas paredes. Esta vez, por el estado en que se encontraban, les pareció más larga que cuando la pasaron al principio. Después de muchos esfuerzos, consiguieron pasar toda la galería, saliendo al valle, en donde antes tuvieron que luchar con aquel monstruoso animal. Siguieron andando. Pero era ya mucho esfuerzo. El límite de su aguante, con ser mucho, se había sobrepasado y ya incapaces de tenerse en pie siquiera, cayeron al suelo, respirando dificultosamente, con una opresión que parecía iba a partirles el pecho en dos.

—Es imposible, Pat, reconócelo —dijo Ustinoff jadeante.

—Ha sido una huida imbécil —dolióse el Profesor Víctor Mahykas.

Pat no contestó enseguida. Después de unos momentos dijo:

—Todavía no nos han cogido. Descansaremos un poco e inmediatamente volveremos a seguir adelante —casi no podía hablar, tal era la agitación que le vencía. Pero su admirable tesón le dominaba, no dejándole desfallecer—. Hemos de llegar —dijo— hasta el lago, aunque sea lo último que hagamos en esta vida.

—No cuentes conmigo.

—Ni conmigo.

—Y el pobre Samuel ha perdido el conocimiento, de modo que tampoco puedes contar con él.

—Iré solo, pues. Pero llegaré. Hay que traer refuerzos como sea.

Como movido por un resorte, se levantó tambaleándose Le zumbaban los oídos en un embobamiento que casi le tenía inconsciente. La vista se le nublaba. Estaba mareado. La cabeza le dolía terriblemente. Sus músculos estaban relajados, caídos sobre el cuerpo, sin la elasticidad nerviosa natural para el juego de ellos. Iba a despedirse de sus compañeros, cuando instintivamente miró hacia la galería roía. El corazón le dio un vuelco. Más de una docena de hombres de piedra, salían de ella en aquel momento, corriendo desesperadamente hacia donde él estaba.

—Ahí tenemos a los monstruos —dijo, sin ninguna fuerza en sus palabras. Después murmuró para sí mismo—: Esto se acabó.

Ni Ustinoff, ni el Profesor Mahykas se movieron de donde estaban. Pat comprendió que acuello era el fin y con una rabia que destrozaba su extremada debilidad quiso hacerles frente, aguardándoles a pie firme. Los monstruos se acercaban por momentos; aullando como bestias enfurecidas. Ya casi los tenía encima. Se hallaban a unas veinte yardas, poco más o menos, cuando...

Entonces se oyeron unas atronadoras y sucesivas descargas de rayos termonucleares. El valle retumbó de arriba a abajo con el estruendo. Los hombres de piedra fueron cayendo como moscas, bajo las mortíferas descargas. Y, en un momento, del tropel de monstruos no quedó nadie para poder contarlo.

Pat, que aún se mantenía en pie, volvióse como un autómata, concentrando todas sus fuerzas en la acuciante curiosidad que le embargaba. De entre la espesura del valle, un hombre venía hacia él, cargado con un par de mochilas descomunales y con un rifle automático termonuclear entre las manos, todavía humeante. Era alto y esbelto, bastante delgado, pero de fuerte constitución y tenía unos ademanes distinguidos que valoraban su persona. Apenas contaría unos treinta años; su pelo era negro y su piel morena hasta la exageración, contrariamente a sus ojos, que eran de un color pardo claro.

—Creo que he llegado a tiempo, ¿eh?

Pat asintió con la cabeza.

—Unos segundos de retraso y no lo hubiera contado usted, amigo.

—Así es.

—Afortunadamente he sido muy oportuno.

—Providencial, diría yo —rectificó Pat, dejando escapar un hondo suspiro de alivio.

El recién llegado sonrió.

—Me llamo Raúl Richer —dijo, mientras le tendía la mano.

— ¿El ayudante del Profesor Pierre Duval?

—El mismo.

—Mucho gusto. Yo soy Pat Kilton.

—Le conozco de oídas —dijo con una viveza elegante, en tanto estrechaba su mano con efusión—. Usted es el Inspector Jefe de la Policía Federal.

—Sí —Pat presentó a sus compañeros que, por cierto, ya comenzaban a reponerse—. El Inspector Nicolás Ustinoff, Samuel Rute, experto en Balística y Armas y el Profesor Víctor Mahykas. —Y volviéndose a sus amigos dijo—: Les presento al Profesor Raúl Richer.

—A usted le conozco también de vista, Profesor Mahykas.

—No es difícil.

—Creo que ustedes forman parte de la expedición en que van las Profesoras Dorothy Lotan y Mirella Brich, ¿no es cierto?

—Sí—repuso Pat—. Yo soy el jefe de la misma.

—Pues yo he venido, por propia iniciativa, con el fin de ayudarles si me necesitaban.

—No ha podido ser usted más oportuno —intervino Samuel Rute, que ya había vuelto en sí.

—Ya lo creo—apoyó el gigantesco Ustinoff.

Pat habló entonces.

—Nuestra situación, Profesor Richer, no puede ser más apurada.

En cuatro palabras, le puso al corriente de todo lo que les había sucedido con los hombres de piedra, desde que bajaron a la sima «Golat». Su persecución y las luchas continuas que habían mantenido con ellos, hasta caer prisioneros. Después, su huida, bajo los efectos de aquella droga maldita que les tenía sin fuerzas.

— ¿De modo que Dorothy y Mirella están prisioneras de esos monstruos?

—Sí. Y lo que es peor, Profesor, no sabemos cómo sacarlas de allí, porque hay centenares de esos malditos seres, a los que es imposible vencer.

Raúl Richer asintió en silencio.

—Además —continuó Pat— estamos agotados completamente, sin fuerzas para nada.

—Lo comprendo. Ustedes se hallan bajo los efectos de una droga llamada «Trachakitta». Pero no se preocupen en absoluto. En mi botiquín llevo «Krinana», una droga que actúa fulminantemente de contra indicador de la «Trachakitta». Con unas pastillas solamente de ella, bastará para que ustedes vuelvan a su estado normal, en una brusca reacción, destruyendo los efectos que están padeciendo.

Los terrícolas respiraron tranquilos. Raúl Richer manipuló en su botiquín, volviendo con un tubo parecido al de los antibióticos en comprimidos.

—Cada uno de ustedes —dijo seriamente— debe tomarse un par de estas pastillas, de una vez. Tienen un sabor del todo agradable. Ya verán que los efectos son inmediatos, rapidísimos. Yo, en tanto —agregó— les montaré todas las armas que llevo de rayos y eléctricas, para que podamos hacer frente, todos juntos, a esos hombres de piedra.

Distribuyó las pastillas. Seguidamente comenzó con su labor de montaje, sacando los diferente tubos y aparatos de las mochilas.

Mientras tanto, los terrícolas fueron tomándose aquellas drogadas pastillas, con una esperanzadora ilusión. Pat también lo hizo. Y al llevárselas a la boca, casi sin darse cuenta, sus ojos tropezaron con el Profesor Víctor Mahykas. Pat vio, sorprendido y confuso, cómo el Profesor cogía sus dos pastillas y se las guardaba, en vez de tomárselas, en un misterioso y rápido movimiento, como temiendo ser descubierto. 

 Apenas los terrícolas tomaron aquellas pastillas, el vigor volvió a sus cuerpos. Todos se encontraron estupendamente, hasta el Profesor Mahykas que no las había probado siquiera. Esto todavía confundió más a Pat, que no acertaba a explicarse nada. Con cuidado fue observándole en silencio, sin decir nada. Una zozobra llena de inquietud comenzó a apoderársele. No sabía qué hacer. Pero era hombre de un temple extraordinario y supo disimular lo que sentía, mientras las dudas se agolpaban impetuosamente en su cerebro, sin dejarle coordinar ninguna.

Raúl Richer había montado todas las armas que llevaba y Pat y sus amigos las cogieron, sin pensarlo un momento. Después estudiaron con detenimiento el plan de ataque a seguir, acordando que este se llevara a efecto con la mayor rapidez y sorpresa posible, puesto que, abiertamente, no podrían vencer nunca a los hombres de piedra.

Con el sigilo, pues, que es de suponer, volvieron otra vez a desandar el camino recorrido. Atravesaron el valle primero, luego la galería roja y fueron adentrándose por aquella tierra maravillosa en que se encontraba el palacio de mármol blanco, en donde habían estado prisioneros. Su principal objetivo, de momento, era rescatar a las dos muchachas, Dorothy y Mirella. Pero el empeño no era fácil y ellos lo sabían. Por esta razón, fueron escondiéndose entre la maleza y las altas hierbas, hasta llegar a un bosquecito de pequeños árboles, parecidos a nuestros pinos.

—Descansaremos aquí —ordenó Pat.

—Me parece una buena idea.

—Yo también estoy cansado.

Tras unos matorrales se sentaron. Raúl Richer les ofreció la comida que llevaba en sus mochilas. Comieron con envidiable apetito. Después trataron de descansar un rato. Pero no lo consiguieron. Apenas se habían tumbado, cuando unos quince de aquellos árboles se fueron transformando en hombres de piedra.

— ¡Cuidado, Pat! ¡Los árboles!

El grito de Samuel Rute les hizo volverse como endemoniados. Aquellos extraños seres, abalanzáronse sobre ellos y comenzó entonces una lucha feroz, a puñetazo limpio. Cuatro o cinco hombres de piedra derribaron a Pat. Pero este se rehízo como un rayo, dejando fuera de combate a dos de ellos y teniendo a raya a los demás. Ustinoff hizo un destrozo en los monstruos. Los poderosos puños del gigantesco inspector, parecían mazazos fulminantes. Tampoco Samuel Rute y Raúl Richer se dormían, luchando ambos con un valor admirable. Pat vio que solo el Profesor Mahykas se mantenía a la expectativa, al parecer dominado por los nervios, apuntando con su fusil termonuclear a los hombres de piedra.

— ¡No dispare, Profesor Mahykas! —gritó Pat.

La lucha estaba en plena efervescencia, aunque los terrícolas iban paulatinamente acabando con sus enemigos. De pronto Pat dio un salto prodigioso y derribó a Ustinoff incomprensiblemente. Y esto le salvó la vida al gigante. Dos descargas de rayos atronaron el bosquecillo y pasaron zumbándoles los oídos. El Profesor Mahykas había disparado. Siguió la lucha, Raúl Richer acababa en aquel momento con su contrincante de turno. Pero Ustinoff, Pat y Samuel Rute todavía luchaban sin descanso. Sin embargo, minutos después estaba todo claro. Los hombres de piedra habían sido vencidos.

—Listos, Pat.

—Esto se acabó.

—Aún no —repuso este de malos modos.

Resueltamente dirigióse hacia donde estaba el Profesor Víctor Mahykas. Sin mediar palabra alguna, propinóle un fuerte puñetazo en la mandíbula que le derribó por el suelo.

—Te dije que no dispararas.

—Estaba nervioso.

—Ya me di perfecta cuenta de ello. Poco faltó para que liquidaras a Ustinoff. Tu puntería deja bastante que desear —después agregó con manifiesta brusquedad—: Dame el rifle. Es peligroso que lleves armas; peligroso para nosotros, se entiende —volvióse hacia los demás, en tanto arrancaba el fusil termonuclear de las manos del Profesor Víctor Mahykas—. El disparo del Profesor será un aviso para todos estos monstruos. Hemos de estar preparados, porque de un momento a otro los vamos a tener encima.

Nuevamente se pusieron en marcha. Pat iba más intranquilo que nunca. Sus dudas tomaron cuerpo, alzándose amenazadoramente en su imaginación. No quería reconocerlo. Era alucinante que fuera verdad. Alucinante y misterioso. Sin embargo, tenía que rendirse ante la evidencia. Y siguió observándole, sin perderle un momento de vista, como temiendo algo, no sabía qué, que pudiera ocurrirles.

Los terrícolas se internaron sigilosamente por aquellas tierras paradisíacas. Aunque se sabían descubiertos, iban tomando toda clase de precauciones. Escondidos entre los matorrales, por detrás de los árboles o agazapados por los declives del terreno, avanzaron con los ojos muy abiertos y apretando fuertemente las armas.

Pronto divisaron, a lo lejos, el palacio de mármol blanco. Pero no se alegraron en absoluto. Había demasiada calma para ello. Flotaba un silencio extraño, pesado, que no les dejaba sosegar. Sabían que aquella paz era ficticia y que prologaba un futuro poco esperanzados Caminaron, pues, más reconcentrados cada vez. Sus músculos se tensaban hasta lo indecible. Nadie hablaba. Su actitud era encogida, de movimientos felinos, dispuestos a atacar al menor movimiento sospechoso. Y este no se hizo esperar. Al ir a descender de un diminuto montículo, un alarido infernal les detuvo. De todas partes comenzaron a salir hombres de piedra, en bandadas terroríficas, de centenares.

— ¡Fuego!...

Las descargas de rayos masivos y termonucleares atronaron pavorosamente, rebotando contra la destrozada bóveda de aquellas tierras incomparables. Pat y sus amigos dispararon sin descanso, abatiendo a un número considerable de aquellos monstruos. Pero surgían más aprisa que iban cayendo. Eran como unas manadas alucinantes, imposibles de detener. Aullaban como bestias. Un enfurecimiento espantoso les dominaba, como si estuvieran bajo la acción de un cerebro demente. Y a pesar de que veían caer a sus compañeros, destrozados por los rayos, no se amilanaban en absoluto y seguían atacando con el mismo ardor o más aún.

— ¡Fuego sin descanso!... —gritó Pat, soltando hasta el último soplo de aire de sus pulmones.

Pero unos minutos después, ya no servían para nada las armas. Los monstruos habían llegado ya a un cuerpo a cuerpo, en el que su superioridad les hacía presumir una victoria completa. Desbordada la defensa de los terrícolas, estos se vieron invadidos por bandadas de hombres de piedra. Lucharon con un valor sin límites. Pero aquella compacta masa de hombres de piedra, por momentos les impedía hasta moverse con libertad en la pelea. Por todas partes les atacaban.

Pat comprendió que aquello era el fin  Y mientras luchaba sin descanso, derribando monstruos con sus poderosos puños, concibió una idea desesperada. Samuel Rute estaba ya vencido por los hombres de piedra y la misma suerte estaba corriendo Raúl Richer. Ustinoff todavía luchaba como un animal acorralado, pero no tardaría también en caer al suelo derribado. Aquello era el fin.

Entonces, Pat, de un par de zancadas, plantóse junto al Profesor Víctor Mahykas, que parecía apartado de la pelea. Con una vertiginosa rapidez, le clavó nerviosamente su pistola de rayos masivos en el vientre del Profesor, mientras como mordiendo las palabras le gritó:

— ¡Ordena que se detenga la pelea o te mato como a un perro!

Víctor Mahykas palideció. En los ojos de Pat había un brillo terrorífico que le hizo estremecer, comprendiendo que el joven era muy capaz de matarlo. La frente se le bañó de un sudor frío.

— ¡Ordena a esos monstruos que nos dejen o te mato ahora mismo!

El Profesor Víctor Mahykas asintió, en silencio, lleno de terror. Enseguida levantó los brazos cuanto pudo, al tiempo que exclamaba con fuerte voz:

    ¡Atakaninca chanis ET kau! ¡Atakaninka chanis ei kau!...

Aquellas palabras tuvieron un mágico poder. La lucha se paralizó. Los monstruos se quedaron quietos, rígidos, como momias vivientes. Todos ellos miraban, desconcertados, al Profesor Mahykas, en un silencio hosco, que pesaba angustiosamente. Los terrícolas Samuel Rute, Ustinoff y el Profesor Raúl Richer se acercaron, más desconcertados que los monstruos, hasta donde estaban Pat y el Profesor Mahykas.

— ¿Qué ocurre, Pat?

— ¡Por todos los diablos! ¿De modo que este es el jefe de esos angelitos?

—Así es.

— ¡El Profesor Víctor Mahykas! —exclamó, sin poderse contener, Raúl Richer—. Nunca lo hubiera imaginado.

—Maldito sea.

—Ya no cabe la menor duda, amigos —repuso Pat, sin dejar de apuntarle con su pistola de rayos—. El Profesor acaba de hacernos una demostración práctica. Creo que su cerebro está enfermo, aunque no tanto como para dejar de tener apego a la vida.

El Profesor Mahykas sonrió subrepticiamente.

—Eres muy inteligente, Pat Kilton. Pero tu inteligencia no te permitirá salir con vida de la sima «Golat». Mis monstruos acabarán con todos vosotros.

—No lo dudo —replicó Pat violentamente—. Pero tú no vivirás ni un segundo para verlo, porque antes te mandaré al infierno, con el cuerpo destrozado por mis rayos masivos.

—Acabemos con él ahora mismo, Pat —gruñó el gigantesco Ustinoff.

— ¡Matémosle!

—Es un monstruo más, que no tiene derecho a vivir.

— ¡Matémosle!

— ¡Silencio!... —atronó con su voz Pat—. Nosotros no somos asesinos. Le llevaremos a la Tierra y ya se encargarán de juzgarle allí.

El Profesor Mahykas habló:

—Tú sabes que no saldréis con vida de aquí.

— ¡Vamos a verlo enseguida! —Pat levantó su cabeza para mirarle desafiadoramente—. Ordena ahora mismo que traigan aquí a las dos muchachas. ¡Rápido!

El Profesor Víctor Mahykas vaciló un segundo. Pero solo fue un segundo. Después gritó:

— ¡Et kau chai som trayer!

Unos cuantos hombres de piedra se marcharon, corriendo a toda velocidad. Momentos más tarde volvían, trayendo a Dorothy y a Mirella. Las jóvenes se abrazaron a los terrícolas, llorando de alegría. Raúl Richer trataba de consolar inútilmente a Mirella y Ustinoff a Dorothy. Las muchachas estaban asustadas, ahora más que nunca, al verse rodeadas de tantos monstruos que, inmóviles, les observaban silenciosamente. Les pusieron al corriente de todo lo ocurrido y su asombro no fue menor que el de estos, cuando vieron por primera vez a Pat encañonar al Profesor Mahykas.

Pat habló:

—Y ahora, Profesor, vamos a salir de la sima «Golat».

—Eso es imposible.

Esta vez fue Pat el que sonrió subrepticiamente.

—Depende de lo que quiera seguir viviendo.

—No lograréis salir.

—Tu vida nos lo garantizará —y dirigiéndose a todos, gritó—: ¡En marcha!

Los terrícolas se pusieron en movimiento. Iba a la cabeza Pat, apuntando al Profesor Víctor Mahykas. Después Dorothy, Ustinoff, Mirella con Raúl Richer y finalmente Samuel Rute. Sin apresuramientos, dirigiéronse directamente hacia la galería roja, después de atravesar toda aquella tierra maravillosa. Cuando iban a entrar en la galería roja, comprobaron intranquilos que los hombres de piedra, a centenares, les seguían, mudos, en un acompañamiento de pesadilla, a menos de sesenta yardas de ellos.

Pat volvió a amenazar al Profesor Mahykas.

— ¡Manda a esos monstruos que nos dejen en paz!

—No me obedecerán. Ellos me seguirán, donde quiera que yo vaya.

— ¡Manda que se marchen enseguida!

—Es inútil.

— ¡Mándalo!... —gritó fuera de sí Pat.

El Profesor Mahykas volvió a hablar a los monstruos, en aquella rara lengua. Pero no causó ningún efecto. Los monstruos les siguieron, como si nada hubiesen oído. Y así continuaron durante todo el tortuoso trayecto por las entrañas de Marte. Siempre guardando aquella relativa distancia, mudos, apretándose como un rebaño guiado por una sola voluntad.

Los terrícolas atravesaron la galería roja, saliendo al espacioso valle, donde Raúl Richer les había encontrado. Seguidos por aquel tropel de hombres de piedra, lo atravesaron también, entrando por la galería rocosa que hacía un recodo. Por ella, llegaron hasta la plazoleta yerma, sin vida, donde habían tenido el primer encuentro serio con los monstruos. Volvieron a meterse por la única galería rocosa por la que podía salirse, hasta llegar a la otra plazoleta, la de los árboles fibrosos y de allí continuaron, galería adelante, la más larga de todas las que habían atravesado. Detrás de ellos, los monstruos les seguían, en un silencio tirante, que parecía romperse por momentos, en un horroroso alarido de terror.

— ¡Ustinoff!

— ¿Qué hay, Pat?

—Encárgate tú de vigilar al Profesor Mahykas. Y dispara a matar al menor movimiento sospechoso que haga.

—Descuida, Pat, que no se moverá.

El gigantesco inspector, apuntó al Profesor con su pistola. Pat unióse a Dorothy que, como todos, estaba la mar de intranquila.

— ¡Oh, Pat, qué miedo tengo!

—Confía en mí. No pasará nada.

—Esos monstruos nos siguen.

—Mientras el Profesor Mahykas viva, estamos seguros —Pat volvióse hacia Samuel Rute, que era el que cerraba la expedición—. ¡Abre bien los ojos, Samuel! ¡Si esos repelentes seres hacen algo, nos llevaremos por delante al Profesor Mahykas!

— ¡Descuida, Pat —gritó este—, que vigilo bien, por la cuenta que me tiene!

— ¿Cómo van esos ánimos, Mirella?

—Regular, Pat.

—Hay que levantarlos.

—Sí, claro.

La joven espeleóloga apoyóse en el brazo de Raúl Richer, con un ansia de protección inefable.

—Por favor, Mirella, ten valor.

—A tu lado no tengo miedo, Raúl.

—Eso me gusta oírte decir. Saldremos de aquí, como sea.

—Sí, Raúl.

—Yo confío en Pat. Es extraordinario.

—Un hombre muy valiente.

—Nos sacará de este infierno.

—Sí. Pero esos monstruos...

Al adentrarse por aquella galería, los terrícolas tuvieron que encender antorchas eléctricas. La oscuridad era impenetrable. Esto todavía tensó más los nervios de todos. El peligro se agudizaba hasta lo indecible, envuelto por las sombras misteriosas en que se hallaba la galería. El silencio era absoluto. Podía percibirse la respiración agitada de. Pat y sus compañeros y hasta, casi, los tumultuosos pensamientos eme se apretujaban en sus cerebros. Y los monstruos seguían detrás de ellos, en aquella marcha alucinante e inacabable, que no parecía tener fin.

Cuando salieron de la galería y llegaron al lago, un hondo suspiro se escaño de sus pechos. El peligro no había pasado. Estaban en la misma situación que antes o tal vez peor, pero la luz que plateaba las quietas aguas del lago, les dio una relativa tranquilidad. Con mucho cuidado lo bordearon. La expedición adquirió a aquella luz blanca y potente, un aspecto fantasmagórico. Los terrícolas marchaban casi en fila india, con las armas preparadas. Y siempre a una relativa distancia, los hombres de piedra seguían detrás a centenares y centenares, con las cabezas rapadas por completo y envueltos en aquellas túnicas de colores azules, amarillos o blancos, como una masa informe y amenazadora que se contenía inexplicablemente...

Los terrícolas llegaron hasta el acantilado cortado a pico, por donde habían descendido y en el que todavía se veían las cuerdas fijas por las que bajaron.

Pat habló imperativamente:

—Que suban primero las mujeres.

Mirella no se hizo repetir la orden y ascendió con aquella ligereza suya tan peculiar, seguida por Dorothy. Luego lo hizo Pat. Después obligaron a hacerlo al Profesor Víctor Mahykas junto con el gigantesco Ustinoff.

Los hombres de piedra observaban silenciosos, con los diminutos ojos fijos en aquella operación, esperando, siempre esperando una orden de su amo y señor, que no llegaba. Pero mientras iniciaban el ascenso Raúl Richer y Samuel...

— ¡Aaaah!...

— ¡Cuidado, Ustinoff!

— ¡Por todos los diablos!

El Profesor Víctor Mahykas, aprovechando un descuido, abalanzóse sobre el gigantesco Ustinoff, a quien derribó de un fuerte puñetazo en el estómago. Inmediatamente revolvióse, haciendo frente a Pat y entre los dos hombres, y ante la mirada aterrada de las muchachas y mientras ascendían Raúl y Samuel, comenzó una lucha a muerte, al mismo borde del precipicio. Lo inesperado de la agresión, les había pillado de improviso. Ustinoff reaccionó enseguida, pero no pudo intervenir. El Profesor y Pat estaban rodando por el suelo, tan cerca del precipicio, que era peligrosísimo meterse por en medio. La lucha era violenta, terriblemente violenta. El Profesor, viéndose perdido, lanzó un grito inhumano de auxilio. Los hombres de piedra se movieron, como electrizados por aquel grito, casi al mismo tiempo que Raúl Richer y Samuel Rute llegaban arriba. Los monstruos corrieron hacia ellos y comenzaron también a ascender por las cuerdas. Los terrícolas dispararon, sin contemplaciones, sobre ellos. Las atronadoras explosiones hicieron retumbar toda la sima, resquebrajándola pavorosamente.

Pat y el Profesor se habían levantado y se agredían a puñetazo limpio. Alcanzado de lleno Pat, cayó a tierra. El Profesor Mahykas aprovechó aquella situación favorable para lanzarse en tromba, furioso, sobre él. Pat ladeóse cuanto pudo. El Profesor rodó hasta el vacío.

Pero aún pudo cogerse del mismo borde del acantilado. Mas el peso de su cuerpo le arrastraba inexorablemente. Sus manos iban, poco a poco, resbalando entre las rocas. El Profesor miró a Pat angustiosamente, con los ojos desmesuradamente abiertos.

—Sálvame. Por favor...

Pat corrió a cogerle una de sus manos. Pero, en aquel momento, vencido por el peso de su cuerpo, el Profesor Víctor Mahykas cayó al vacío envuelto en un terrorífico grito.

—¡¡Aaaah!!...

Pat le vio caer, sin poder hacer nada. Rápidamente reaccionó.

— ¡Aprisa! ¡Salgamos de aquí! ¡Esto va a hundirse!

Los terrícolas corrieron como locos, sin preocuparse de que algunos monstruos habían llegado ya arriba. Guiados por Pat, se metieron por entre las galerías que les llevaban al exterior. Detrás de ellos, se oía cada vez más fuerte, más atronador, un ruido que iba en aumento, como el tumoroso desbordamiento de un embravecido mar, azotado por el viento. Todavía tuvieron que disparar a dos o tres hombres de piedra que les seguían. Después, cuando ya alcanzaban la salida de la sima «Golat», esta conmovióse de arriba a abajo y, ante sus aterrados ojos, vieron cómo se hundía, cerrándose para siempre.

— ¡Mirad!

— ¡Dios mío!—exclamó Mirella.

— ¡Qué horrible!

—Este es el fin de ese mundo alucinante.

Los terrícolas asistieron todavía al total desmoronamiento de la sima «Golat» en el planeta rojo de Marte. Al estruendo infernal, sucedió una columna de humo sucio, que ascendía con la fuerza de mil tubos a reacción, hacia el cielo, hasta una altura de una milla larga.

Mirella lloraba, escondiéndose, abrazada en el pecho de Raúl Richer.

—Ha sido pavoroso.

—Sí. Una pesadilla, que no olvidaremos fácilmente.

Pat preguntó intrigado:

—Pero, en realidad, ¿qué clase de seres eran esos monstruos, Profesor Richer?

—No lo sé —repuso este, negando con la cabeza—. Y creo que nunca sabremos la verdad sobre ellos. El Profesor Duval murió precisamente por saber demasiado y haber llegado a conocer, sin duda, la identidad del hombre que trataba de civilizar a estos seres demoníacos. Es decir, al Profesor Mahykas. Y recuerdo perfectamente que el Profesor Pierre Duval solía decir que estos monstruos tenían la capacidad de mimetismo, que así como en la Tierra, algunas plantas o animales, son capaces de tomar el color y la forma de aquello que les rodea, como por ejemplo el camaleón es verde, si la rama donde está posado es verde o rojo si es roja la rama, estos seres, además de tomar la forma y el color, eran capaces de cambiar, por este mismo mimetismo, de materia. De ahí, que eran árboles, rocas, piedras u hombres —se detuvo unos momentos, antes de proseguir—. Pero en realidad qué eran, ¿hombres o piedras?

Y la pregunta quedó en el aire, sin que nadie se atreviera a contestarla, porque no tenía contestación posible.

Los terrícolas se marcharon de la sima «Golat». El gigantesco Ustinoff quedóse rezagado, rumiando para sus adentros con una visible inquietud:

— ¿Hombres o piedras?... No lo sé. Ahora, sea lo que fuere, de lo que no me cabe la menor duda es que pegaban duro los condenados, ya lo creo.

Subióse de hombros, con una manifiesta indiferencia y, a grandes zancadas, siguió a sus compañeros de expedición, con la actitud de quien todo lo ha resuelto.

 

F I N

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