miércoles, 5 de julio de 2023

LA GUERRA DE LAS COMPUTADORAS (WALT G.DOVAN)

 

Walt G.Dovan es Pedro Guirao, que también utilizó otros seudónimos, como Eric Börgens, Abel Colbert,  Clem Fosters, P. Guirao,  Susan Joyce, Peter Kapra, Steve Mackenzie, Buck O'Halloran, Jeff Storey y Phil Weaber, siendo Peter Kapra el que más usó. Nació en la localidad murciana de Cehegín el 9 de octubre de 1927 y falleció en Barcelona el 29 de septiembre de 1993. Fue un auténtico todoterreno que, a lo largo de las cuatro décadas durante las cuales estuvo activo, abordó todo tipo de géneros literarios, no sólo los propios de los bolsilibros sino también, a partir sobre todo del declive de los bolsilibros, otros como el realismo fantástico, el erotismo, la divulgación científica o la entonces incipiente informática. 


 CAPÍTULO 1

CONTRA el perfecto engranaje de la sociedad del siglo XXII, cúmulo y compendio de perfección democrática, conseguido después de milenios de luchas fratricidas, se movían ya, sigilosa y secretamente, los tentáculos del inconformismo de una minoría extraña y desconocida, cuyo propósito era derribar el altar elevado a la Ciencia y la Técnica.

El hombre había logrado sus máximas aspiraciones: era libre, dentro de la prosaica y paradójica esclavitud tecnológica.

Libertad para gozar de su ocio cronometrado. Podía elegir su entretenimiento, dentro del esquema previsto por los test psíquicos de cada individuo, porque un oficinista que trabajaba veinte horas semanales y cuyo relax, según los analizadores psicológicos, debía obtenerse matemáticamente con el 25 por ciento dedicado al sueño, el 15 por ciento a lectura, el 20 por ciento a la pesca fluvial, el 20 por ciento dedicado a la pintura, el 5 por ciento a los ejercicios gimnásticos y el resto entre campos de fútbol, teatro y televisión, no podía ¡por ningún concepto, distraer este tiempo para dedicarse a la filatelia o a la esgrima!

Las computadoras del Servicio de Estadística Mundial habían programado todo lo programable. El niño X-234-567—993-R, desde que lanzaba el primer vagido, al nacer, contraía la grave e ineludible responsabilidad de cumplir un deber para el que había sido programado.

Este niño, al que, para simplificar, podemos llamar Joe en el momento de nacer debía pasar un control antropométrico y biológico. Se le analizaba de la cabeza a los pies, se le clasificaba y se legalizaba su situación.

Comía, sin ayuda materna, el alimento programado, crecía de acuerdo con un programa. Y sólo le estaba permitido el llanto, aunque ello no fuera un acto fisiológico, puesto que el no llorar era síntoma que debía ser anotado por la observadora.

Pasado el período de la infancia, era integrado en el período escolar previo. Un año era suficiente para que las máquinas analizadoras de psicoanálisis pronosticaran cuál era la aptitud genética y hereditaria de Joe. Cálculos complicados de electrónica psicológica se desarrollaban en las células fotosintéticas de la ordenadora.

X-234-567-993-R estaba capacitado para las matemáticas. Naturalmente, con tal capacitación indiscutible, el pequeño jamás sería enviado a una escuela de arte dramático, porque sería un actor malo o mediocre. Los números eran su fuerte. Había que enseñárselos. Luego, a los ocho años, Joe sería psicoanalizado de nuevo para conocer, de acuerdo con las fichas de promedios, qué especialidad era más factible para su futuro, puesto que el campo de las Matemáticas era amplísimo. Podía ser un futuro genio, con lo que la humanidad quedaría muy complacida, o podía encargarse de sumar talones en una entidad bancaria.

Así, poco a poco, Joe obtenía conciencia de su ser y del mundo que le rodeaba. Sabía que formaba parte de una sociedad técnica perfecta, en la que no había pedido ingresar, pero a la que debía todo cuanto llevaba puesto, había comido o necesitaba para su aseo.

Niños iguales, hombres iguales. Vivir en ciudades programadas, andar pasos programados, gestos, pensamientos, impresiones, simpatías. Un sitio para cada cosa; cada cosa en su sitio. Ley, orden, integración, democracia, perfeccionamiento.

Joe, a los veinticinco años de su vida, obtenía un puesto de trabajo dentro de su capacitación técnica, al que debía dedicar veinticuatro horas semanales durante los siguientes cuarenta años de su existencia. Y sólo en caso de enfermedad o muerte podía abandonar su tarea.

El resto de su tiempo, su ocio, estaba también programado. Joe podía resolver crucigramas, leer libros de curiosidades numéricas, astronómicas, pasear por parques y jardines —¡destruyendo el 30 por ciento de su ocio en la contemplación de la naturaleza!—, dormir, ver los programas F-5, H-22 y K-9 de la televisión y ¡asombroso! Podía dedicar el 10 por ciento de su ocio a la pesca o inmersión submarina.

Joe no podía elegir su propia esposa. Entre veintiocho y treinta años, los ordenadores sacaban su ficha matrimonial, la computaban electrónicamente y, entre millones de muchachas solteras, elegían la compañera idónea para él. Ambos elegidos, pues, recibían a su debido tiempo una notificación: «Ha sido casado usted con X» y él, sin dilación, acudía a conocer personalmente a su esposa. Se saludaban, sin necesidad de besarse, y continuaban viviendo separados, cada uno en el apartamento-celda que le correspondía. Sin embargo, como sus aficiones eran afines y complementarias, debían amarse. Las obligaciones eran simples. El matrimonio debía aportar exactamente un niño y una niña. La misión de Joe era más sencilla que la de su cónyuge; ésta era asistida en el correspondiente Centro de Tocología, entregaba su vástago a la sociedad y se reintegraba a su tarea.

Sin embargo, había matrimonios que llegaban a tomarse afecto. No era obligatorio. No había razón para ello. La vida no exigía lealtad más que a la Ciencia, que era la Ley Suprema.

Joe ayudaría a crear dos vidas, a las que jamás conocería, y continuaría su trabajo en la oficina técnica donde sus conocimientos matemáticos permitían cálculos auxiliares que otros individuos suministraban a las computadoras, porque, incuestionablemente, las ordenadoras necesitaban suministro de datos.

Así, Joe llegaba a los sesenta y cinco años y su vida apenas había cambiado sensiblemente. Liberado de la obligación de asistir a la oficina, y privado ya de su afición a la inmersión subacuática, disponía de un tanto por ciento de tiempo superior para descifrar crucigramas, leer libros astronómicos o matemáticos y pasear más tiempo por parques y jardines.

Si Joe moría, se le incineraba, se extraía su expediente del Servicio de Estadística Mundial y sólo la memoria imborrable de las cintas magnéticas conservaba el recuerdo de su paso por la ciudad de Anver-5, lugar de su residencia, cesando definitivamente como ser vivo. X-234-567-993-R quedaba como sigla de un historial humano. El humo de su cadáver, filtrado, purificado e inodoro, se mezclaría con la atmósfera; sus cenizas irían a la tierra.

Pero Joe, en el año 2156, aún no había muerto. Tenía veintinueve años, tres meses y cuatro días, cuando, al volver a su apartamento-celda, de la calle 35, número 401, se encontró la notificación matrimonial.

«Ha sido usted casado con X-234-826-126-R».

* * *

Antes de ir a ver a su esposa, Joe —al que seguiremos llamando así por motivos que luego explicaremos—conectó el teléfono al circuito público del televisor y llamó a Información Civil. La información que obtuvo fue suficiente para saber que su esposa, la mujer con la que se había casado, vivía en la calle 40 Transversal, número 371, trabajaba como auxiliar de estudios arqueológicos en el Centro de Estudios Históricos y tenía aficiones similares a las suyas. Sin embargo, su horario de trabajo era distinto.

Aquella tarde, pues, en vez de pasear por el Pulmón Verde 6, Joe se dirigió a la residencia de X-234-826-126-R. Sabía que ella le estaría esperando. No podía, bajo pretexto alguno, negarse a recibirle. Él era su marido que acudía a ver a su esposa por vez primera.

Por la calle, en el trabajo, incluso bajo las aguas del mar, Joe había visto infinidad de representantes del sexo opuesto. Ninguna le pertenecía y, por tanto, las observó cómo lo que eran: gentes comunes y corrientes.

Pero la que iba a visitar, con su notificación en el bolsillo, era distinta.

Joe llegó a pie hasta la calle 40 Transversal. Y llegó ante el edificio-colmena señalado con el número 371. En la entrada, se hallaba el casillero. Vio el número clave de su esposa. Tenía el apartamento 2.367. Por tanto, tuvo que tomar el ascensor hasta el piso veintitrés.

Pulsó el timbre e, instintivamente, se arregló la «vest» inarrugable, por si podía tener alguna imaginaria mota de polvo. Quería causar buena impresión. Con aquella mujer debía crear un niño y una niña.

La puerta se descorrió en silencio.

Ivonne, muy grave, circunspecta, casi una esfinge de piedra, apareció ante él. Vestía algo así como una bata de color malva, corta, sujeta con un cinto.

Sin embargo, ella, era inquietante, dada la belleza de su rostro, la luminosidad de sus ojos negros, igual que su larga cabellera, que como una catarata de ébano caía sobre su hombro derecho y la espalda.

En verdad, jamás había visto Joe una mujer tan hermosa y fascinadora como la que tenía delante.

Joe, algo aturdido, mostró su notificación. Ella asintió tristemente y le indicó que podía pasar, echándose a un lado.

Así, tímidamente, él penetró en la única estancia del apartamento de cuatro metros cuadrados, con una pared frontal de cristales, que permitía pasar la luz natural del exterior a raudales, a través de la cual se podía ver la calle sin ser vista, desde veintitrés pisos de altura, y donde había de todo lo que una persona del sexo femenino podía necesitar para su vida privada.

La puerta se cerró silenciosamente, e Ivonne, señalando un sillón ortoanatómico, el mejor de los dos, dijo con voz de tono apagado:

—Siéntese. Querrás hablar, ¿verdad? ¿O prefieres no perder el tiempo y me tiendo?

—Oh, no; por favor. Preferiría hablar... Hay cierta gracia en la distribución del ornamento. Es bonito esto.

Ivonne fue a sentarse delante de Joe. Intentó ser amable, pero no lo consiguió. La sonrisa sólo llegó a mueca, aunque el hombre que tenía delante, y cuya filiación le había facilitado la Información Civil, era de aspecto agradable y bien conformado.

—Yo también estoy autorizada a pasear en parques y jardines. Pero me sobrecoge la inmersión submarina —dijo ella, dando a entender que se había preocupado de obtener datos de su marido.

—¿Te agrada el silencio? —preguntó Joe.

¡Rara pregunta que ella no comprendió!

—¿Qué quieres decir?

—Los ordenadores no lo expresan todo —aclaró él.

—No, supongo que no —observó Ivonne en tono reticente.

Con esto, pareció haberse agotado la conversación. Y durante unos minutos, se miraron, primero fijamente; luego con disimulo y, por último, sólo con las manos, evitando los ojos.

—Puedes venir a mi casa cuando quieras —dijo él—. No tienes obligación, por supuesto. Conoces mi horario de trabajo, ¿verdad?

—Sí. Pero no iré. No deseo inmiscuirme en tu vida... privada.

—¿Privada? —se sorprendió Joe—. ¿Qué quieres decir? ¿Alguien tiene vida privada?

Aquello era revelador. Ivonne había cometido un desliz, pero ahora se alegraba. Quizá, como había llegado a soñar, el hombre con el que debía crear dos nuevas vidas, no estaba totalmente «robotizado».

—Perdona. No he querido decir nada. Estoy algo... fuera de mí. Lo comprendes, ¿verdad? Una no está habituada a esto. Incluso tenía miedo.

—¿Miedo? No es mi propósito causarte daño alguno.

«¡Es mejor que terminemos de una vez!», pensó desesperadamente Ivonne. «Que me posea ahora mismo y se marche. He de fecundar cuanto antes. Luego, viviré con Carl. ¡Necesito liberarme de todo esto! ¡Debí hacerle caso y huir! ¿Qué nos importa a nosotros el sistema social y el tecnicismo angustioso y amargo?»

—Es mejor que terminemos de una vez —habló Ivonne atropelladamente—. No me interesa perder el tiempo.

Joe interpretó de forma errónea sus palabras.

—Lo siento. Me gustaría vivir en el mundo antiguo, donde cada ser podía elegir libremente la persona con la que compartir el tálamo. No tengo la culpa de vivir en esta época. Lamento haberte causado mala impresión.

Ivonne abrió la boca.

—¡Oh, si no es eso! ¡Me has causado una impresión excelente! ¡Soy yo quien te ruega disculpes mis modales! Hace un momento, no te había visto jamás... ¿Por qué has dicho que te gustaría vivir en el mundo antiguo?

Joe se puso en guardia inmediatamente.

—Bueno, es un decir. Ahora se vive de un modo más racional, más lógico, ordenadamente, sin penurias ni estrecheces. Todo está resuelto, gracias a la técnica.

En su infinita decepción, Ivonne no pudo por menos que exclamar:

—¡Todo eso es odioso!

Sus palabras causaron el efecto de una angustiosa protesta. Joe no supo cómo analizarlo.

—No te comprendo.

Ivonne ya no se reservó más. Había abierto la espita de su rebeldía. Ahora, vertido el torrente de quejas amargas que «Los Naturales» expresaban entre sí, lamentándose de una sociedad técnica que había anulado totalmente los valores espirituales del ser humano, convirtiendo en casi máquinas vísceras y pensamientos, ideas y actos.

—¡Se han destruido los principios elementales de la obra divina! ¡Somos entes informes, alimentados con fórmulas químicas, que hemos destruido lo más esencial y hermoso de la Creación, para adorar el falso ídolo de la Ciencia y a la Técnica!

»Henos aquí, tú y yo, obedeciendo una ley deshumanizada, cruel, despótica y absurda. Yo quiero tener libremente mis hijos, criarlos y educarlos, a mi manera, para que conserven siempre un recuerdo de amor y cariño...

Joe iba sintiendo que la inquietud se apoderaba de él por momentos. Aquella mujer, a pesar de su belleza, debía estar trastornada. ¿Qué fallaba allí? ¿No era su deber avisar al Control Legal?

—Nuestros antepasados, buscando el mundo feliz, la perfección social, nos legaron este increíble sistema de locuras y disparates, donde todos somos libres de hacer aquello que las computadoras han clasificado y ordenado para nosotros. ¡Eso es libertad! ¡Uno tiene derecho a realizar todo lo contrario de lo que ordenan las cintas perforadas! ¡Yo quiero ir a la Luna, excavar entre las ruinas de las ciudades desaparecidas, y no pasarme la jornada de trabajo auxiliando a un hombre que ha estudiado arqueología! ¡Quiero amar a ese hombre y que él me ame, que me abrace y me haga sentir algo que nadie podrá hacerme sentir jamás y que antiguamente se llamaba amor!

—¿Amor? —preguntó Joe, decepcionado.

—Sí, amor. Y tener un nombre que no sea un número clave... ¡Quiero llamarme Ivonne, y llevar el apellido de mi esposo, y que mis hijos se llamen como yo!

Joe se puso en pie. Dijo muy serio:

—Supongo que mi deber es llamar al Control Legal, ¿no es eso?

Ivonne sintió entonces un miedo terrible. Si se presentaba un funcionario y la interrogaba, no podía mentirle, la más mínima contradicción significaba el análisis psicológico. Y la ciencia tenía medios para leer sus pensamientos y conocer su ilegalidad.

—¡Si lo haces, me arrojaré a la calle desde la azotea! ¡Prefiero morir a seguir viviendo como un animal mediatizado! —amenazó ella.

—Pero... ¡Es que no comprendo absolutamente nada! ¿Es que se puede vivir de modo distinto a como lo hacemos nosotros, sin faltar a la ley?

CAPÍTULO 2

DESDE la infancia estamos sometidos a esa abominable ley. Se nos educa de modo que la voluntad queda anulada y sometida a unos principios intolerables.

»Ya no hay aventura, ni inseguridad, ni siquiera anhelo de superación, porque todo lo tenemos resuelto, todo pagado, todo escrito. Nada nuevo puede surgir ahora ni nunca. Siempre es igual, lo mismo, idéntico para hoy y para el siglo próximo. Y nosotros no queremos eso. Anhelamos saber más de lo que nos han enseñado las grabaciones de una historia falseada. Había un mundo que era distinto a éste. ¿Por qué nos lo han ocultado?

—¿Distinto? ¿Quiénes sois vosotros? ¡Oh, no logro entender absolutamente nada! Yo no he venido aquí a inquietarte.

—¿Es que no puedes comprenderme? Según los test, tu sentido analítico es semejante al mío. Pensé que podías, aunque fuese remotamente, comprender mis sentimientos. Soy algo más que carne y hueso, materia, química y fisiología... ¡Soy una mujer, tengo alma!

Joe estaba aprendiendo palabras extrañas y sin sentido aparente. Ivonne era más que una mujer hermosa. ¡Tenía alma! ¿Y qué era el alma? ¿Y el espíritu?

—No deseo causarte daño alguno. Y como no tengo prisa, puedes hablarme de todo esto. Te escucharé atentamente. Sin embargo, debo decirte que no comprendo muchas cosas que me dices.

Ivonne creyó ver el cielo abierto al escuchar aquellas tranquilas y prometedoras palabras. ¿Y si podía, por medio de la persuasión, captar un amigo a su causa secreta?

¿No tenía pruebas de la afinidad selectiva que le unía a su esposo?

—Escúchame. Yo no estoy trastornada, ni enferma, ni padezco dolencia mental de ninguna clase. He abrazado las consignas de una sociedad secreta, que, poco a poco, se está extendiendo por Anver-5, y cuya doctrina es desenterrar aquello de nuestro pasado que más nos enaltece y nos distingue, como es el amor, la amistad, la lealtad, el honor, el sacrificio, el heroísmo...

»No somos muchos, por supuesto. Pero si tenemos suerte, nuestro número crecerá con el tiempo. Y cuando la verdad haya prevalecido en los hombres y mujeres, nos rebelaremos contra la sociedad tecnificada que nos oprime.

»Hemos creado esta secta en el Centro de Estudios Históricos. Allí se conoce bien el pasado. Hay archivos que nos dicen cómo se vivía en New York, por ejemplo, hace doscientos años. Sabemos muy bien lo que era una familia, cosa que ahora se ignora. Sabemos que existía la religión y que se adoraba a Dios. Que había personas adineradas y otras que apenas tenían lo suficiente para alimentarse. Y que, por ello, ahora nos encontramos en el extremo totalmente opuesto, ya que, al rechazar unas injusticias ignominiosas, hemos caído en la aberración o en la negación de la justicia.

»Tenemos historiadores que nos enseñan secretamente lo bueno y lo malo del pasado. Entre todos estudiamos el modo de crear una sociedad que no sea aquélla ni ésta, pero que dignifique al ser humano.

»Queremos tener un nombre, elegido por nosotros mismos. Yo me llamo Ivonne, del mismo modo que tú puedes llamarte Joe, o Daniel, o Peter para que desaparezca ese número maldito y execrable, que nos señala desde el nacimiento a la muerte, ordenándonos de modo frío, y a veces arbitrario, lo que debemos ser.

—El test psicotécnico no es arbitrario —se atrevió a decir Joe, débilmente—. Es el resumen analítico de nuestra capacidad.

—¿Te has detenido a pensar bien en eso? —preguntó Ivonne—. El examen periódico durante el curso de la enseñanza superior está supeditado a las necesidades laborales del Control Industrial. No existe error, porque Carl lo ha comprobado. Se comete fraude técnico contra la persona, asignándole un trabajo para el que está más o menos capacitado, según sean las necesidades que se tengan de hombres y mujeres para determinados trabajos.

»Y como nadie puede rebelarse contra las «sentencias» de una computadora, ahí estás tú, por ejemplo, en una oficina, haciendo cálculos técnicos, cuando posiblemente estás capacitado para resolver problemas de Matemáticas Superiores que las ordenadoras ni siquiera saben que existen.

Joe se quedó confuso.

—En mi despacho hay un jefe de cálculo. Si yo hubiese sabido más que él, estaría a mis órdenes, en vez de que él me mandara a mí.

—¡Mentira! ¡Nadie sabe, y mucho menos una máquina, lo que tú puedes desarrollar a partir de ahora! Pero tu jefe se examinó antes. Ocupó una plaza superior a la tuya. Las máquinas no le quitarán para ponerte a ti. Eso es injusto. Ya no habrá oportunidad para ti.

—¿Y para qué quiero esa oportunidad? Mi jefe no es mi jefe, sino otro individuo que realiza un trabajo.

Ivonne se inclinó hacia Joe y le miró intensamente.

—Las máquinas creen que tú y yo estamos ahora creando una nueva vida, lo cual no es enteramente cierto. La verdad es que, si logro convencerte, te unirás a nosotros para luchar en la sombra contra la tiranía del Control Legal impuesto por ordenadores dirigidos por no sabemos quién, ni desde qué lugar. ¡Y son esos monstruos condenables los que nos gobiernan y nos mantienen en la más atroz y sutil de las esclavitudes!

* * *

Joe aceptó seguir escuchando a Ivonne en días sucesivos. Ningún agente del Control Legal podía inmiscuirse en ello. Estaban casados y podían pasear por parques y jardines y pasar horas en la intimidad del apartamento-celda de ella, hasta que el Control Matecnológico hubiese detectado vida embrionaria en el seno de ella. En aquel momento Joe debía apartarse de Ivonne. Ahora intervendrían los sexólogos y efectuarían análisis.

Como nada de todo esto se había producido aún, Ivonne podía hablar tranquilamente con Joe. Lo vital para ambos era que nadie pudiera escuchar sus palabras.

¡Lo que estaban haciendo era conspirar!

—He hablado con Carl y está ansioso de conocerte. Quiere que te lleve a la reunión secreta que celebraremos la semana próxima, en los sótanos del Centro.

—¿Asistirán todos?

—No es prudente. Habrá dos reuniones. Una de jefes superiores; la otra será para tomar juramento a algunos nuevos adeptos, entre los que estarás tú. Hay unas reglas de estricta seguridad que debemos respetar, mientras permanezcamos en la clandestinidad.

—Comprendo —asintió Joe—, en caso de que fueran arrestados unos cuantos, los demás pueden seguir predicando la doctrina de «Los Naturales», captando adeptos, y poder aspirar al éxito. Lo entiendo todo muy bien. Pero hay algo que me inquieta. Según dijiste, existe alguien que ha creado el sistema de ignorancia técnica en que vivimos.

—No hay pruebas, por supuesto. Pero es probable que así sea. Un régimen, asamblea, gobierno o junta, llámalo como quieras, cuyas consignas obedecen los controles legales del universo.

»Debe tratarse de un grupo que se nutre no sabemos cómo y que se sustituye al morir, como una especie de clan que dirige en la sombra. De otro modo, no se comprende el cierto tipo de progreso que venimos realizando, y que no es, ni mucho menos, el que la evolución natural de los pueblos debía dar de sí.

—¿Evolucionamos poco?

—Estamos en un período de estancamiento continuado. Sabemos que la Humanidad estuvo consiguiendo progresos y también sufriendo retrocesos históricos, hasta principios del siglo XXI. A partir de entonces, con la perfección de los cerebros, psiónicos, empezó a introducirse el sistema actual de plaza pública, ejércitos, religiones, intelectualidad, economía y arte.

»Desapareció una generación paulatinamente y, por exigencias de las máquinas, nos hemos encontrado nosotros en un mundo por completo distinto al anterior. No ha habido transición, protestas ni rebeldías. Se creyó que esto era mejor y se aceptó. Y en ese orden de cosas hemos retrocedido en las conquistas espirituales, mientras que se han poblado mundos nuevos con sistemas inicuos y condenables.

Escuchando esto, mientras paseaban por una alameda solitaria del Pulmón Verde 3, Joe se detuvo y miró a su esposa.

—¿Quieres decir que el Control Legal obedece órdenes secretas de alguien que dirige el mundo en el anónimo?

—Eso opinan Carl y Bertie. Tratamos de averiguar si eso es cierto.

—¡Hum! Todo es muy singular. Por lo visto, Carl y Bertie son los fundadores de la secta que habéis denominado «Los Naturales», y tienen como símbolo el sol, al que consideran origen de la vida.

—Sí —confirmó Ivonne.

—¿Cuántos sois?

—No lo sé. Cada jefe controla uno, dos o tres miembros. Sé de un físico, jefe de laboratorio, que tiene a sus órdenes a doce adeptos. Todos los que colaboran con él. Podemos ser cincuenta o ciento.

—En Anver-5 vivimos más de un millón de personas —señaló Joe, reanudando el paseo y mirando de reojo a su alrededor—, No pasará mucho tiempo sin que la existencia de esta secta llegue a conocimiento del Control Legal. Entonces, intervendrá la fuerza pública.

—¡No podrán detenernos a todos, porque estamos desconectados!

—¿Y si detienen a los jefes?

—Ellos no denunciarán a sus seguidores. Si un jefe desaparece, el número dos del grupo asumirá el mando. Nosotros no tenemos papeles escritos, ni archivamos fichas. Todo lo conservamos en la memoria.

—¿Y la finalidad de todo esto?

—¡Por Dios, Joe! ¿Es que no lo has comprendido aún? Queremos obtener fuerza para volver al antiguo sistema.

—Eso es lo que no me entra en la cabeza. Aquello fue un fracaso, según tú misma. La injusticia y el hambre eran notorias.

—Es que puede existir el amor, la religión, la libertad de opinión y todo lo demás, dentro de un progreso. En otras palabras. ¿Por qué he de aceptar a un hombre al que no amo?

Joe se volvió a detener y miró a Ivonne.

—¿Amas a otro y la ley te impide unirte a él?

—Sí, eso es. Pero también deseo viajar a los lugares donde existieron ciudades y explorar libremente, vivir de un trabajo científico elegido libremente por mí.

Sin saber la razón exacta, Joe percibió algo así como una especie de desencanto. Ivonne amaba a otro hombre. Luchaba contra un sistema, al que llamaba absurdo e injusto, para poder unirse libremente a otro individuo. Quería ser libre, a su manera rebelde, no para mejorar un mundo que creía mal organizado, sino porque había un hombre en su vida lo que en la actualidad era algo ilegal.

Y Joe, dentro de su confusionismo, creía sentir por Ivonne algo más que afinidad selectiva. Además, ella le pertenecía. Era suya, aunque sólo fuese de un modo oficial.

—Te he oído hablar de ese Carl con excesivo entusiasmo. ¿Es el hombre que quieres?

Ivonne abatió la cabeza y no respondió.

—Contéstame. ¿Haces todo esto por él?

—Lo hago por un mundo distinto. Creo que esta existencia no tiene sentido. Nos están mintiendo. Vivimos en un continuo engaño. No veas en mis actos pensamientos o deseos personales.

—¿Quieres decir que renunciarías a él por conseguir esa sociedad mejor para todos?

—Sí, supongo que sí.

—¡Ah, sólo lo supones!

—Tengo muchas dudas, Joe.

—Más tengo yo. Tú llevas algún tiempo pensando en esto, hablando secretamente con los miembros de tu secta. Puede que Carl te haya persuadido, pero que sus fines sean inconfesables. Yo podía acabar con esto, Ivonne. Si llamo a Control Legal y les informo, seréis arrestados. Se os tratará adecuadamente y olvidaréis esas inquietudes demagógicas. Y Carl se olvidará automáticamente de ti.

—¡Tú no harás eso, Joe! ¡Yo he confiado en ti! —exclamó ella, con vehemencia.

—Sí, me dijiste que eras capaz de arrojarte desde la azotea de tu casa, antes de permitir nuestra misión legal. Yo, naturalmente, no avisaré a nadie. Creo que, si hacemos algo mal, lo haremos juntos. Somos marido y mujer.

Quizá fue entonces cuando una corriente magnética se transmitió de uno a otra, incidiendo directamente en la sensación de simpatía. O por atavismo ancestral, ya que la esposa siempre ha sido fiel al esposo, según la epístola de San Pablo, Ivonne captó la esencia de los sentimientos ocultos de Joe.

—Legalmente —musitó Ivonne.

—Sí. Yo podría hacer valer mis derechos.

—Te ruego que no hablemos de esto, Joe. Si hemos de vivir de acuerdo con los principios de «Los Naturales», mi corazón pertenece a otro hombre.

—El corazón es una víscera sin control analítico.

—¡No seas duro, Joe!

—Incluso el nombre me parece extraño, Joe, Daniel o Peter, me dijiste el otro día. ¿Qué importa el nombre? Rechazar el número clave de identificación es una muestra de rebeldía. Del sol procede la vida humana. Tú eres mi esposa... ¡Y quieres a otro hombre!

—Le conozco hace años. Es bueno, cariñoso, amable y... ¡compartimos pensamientos análogos!

—¿Hay algo en lo que no estáis de acuerdo? —preguntó Joe, quizá empleando, por vez primera, un pensamiento malicioso.

—No. Estamos de acuerdo en todo. Ambos soñamos con efectuar excavaciones entre las ruinas de New York. Vivir allí, con un barril de agua, una tienda de campaña y un saco de provisiones. Luego, retirarnos a la soledad del campo y dedicarnos a estudiar todo cuanto hallemos en la excavación.

—¿Y cuándo se acaben las provisiones?

—¿Qué quieres decir?

—Creo que ese trabajo puede ser muy interesante. Pero si el mundo no es como ahora y se vuelve al sistema económico antiguo, necesitaréis dinero para vivir. Antes se disfrutaban sueldos que no llegaban ni para comer.

Ivonne optó por sonreír.

—Si nosotros contribuimos a modificar las estructuras sociales, no pueden abandonarnos.

—¡Ah, ya comprendo! Vosotros viviréis de acuerdo con vuestro deseo, sin producir beneficio alguno, sólo tratando de desenterrar el pasado, mientras que los que construyen el futuro tendrán que manteneros. Y como vosotros, puede haber muchos.

—¡Oh, Joe, habrá distribución de la riqueza!

—Sí, no lo dudo. Conviene estar presente a la hora del reparto. Los que lleguen después, posiblemente no encuentren nada.

—¡Eso no puede ser así!

Joe sonrió y se encogió de hombros, diciendo:

—Tal vez tengas razón. Pero no me hagas caso. Yo estoy contigo... Sólo pienso que te he conocido algo tarde. ¡Después del otro!

Ivonne no contestó. Aquélla era la revelación más patente de que Joe sentía algo por ella que no lo habían tenido en cuenta las ordenadoras electrónicas.

Sólo acertó a decir:

—Lo lamento, Joe. Creo que eres un hombre muy humano.

—Sí. No sé si al final tendré que arrepentirme de lo que estoy haciendo. No te preocupes. Iré a esa reunión. Me agrada estar contigo y, pase lo que pase, deseo ser tu amigo.

Ivonne le tomó la mano y se la apretó con calor.

—¿Cenamos juntos esta noche, Joe?

—Prefiero irme a casa. Tengo que reflexionar. Te veré dentro de unos días. Ahora debemos regresar.

—Sí.

CAPÍTULO 3

JOE penetró en el Centro de Estudios Históricos, vistiendo una especie de jersey plateado. En el pecho llevaba el rombo rojo y la estrella, propio de los que trabajaban en aquel lugar. Se lo había facilitado Ivonne la víspera, para que pudiera asistir a la reunión secreta de los nuevos iniciados de la secta «Los Naturales».

Nadie le preguntó absolutamente nada. Era propio de la época. Su distintivo estaba a la vista. Sin él, no se podía entrar allí.

Y Joe sabía a dónde tenía que dirigirse. Lo hizo, caminando con naturalidad. Penetró en el enorme vestíbulo del centro. Se detuvo ante la entrada del ascensor número dieciséis. Otros dos hombres jóvenes y una muchacha se situaron a su lado.

La puerta del ascensor se abrió y todos entraron.

—Piso Cero —dijo Joe.

Los otros, incluyendo la muchacha, le miraron.

—¿Todos al Piso Cero? —preguntó un joven, de cabellos dorados.

Hubo asentimiento general de los cuatro. Joe sonrió y observó:

—A mí me espera Carl.

—Soy Annie —dijo la chica, sonriendo tímidamente.

—Yo he elegido el nombre de Rolf —habló el rubio.

El otro individuo, con voz insegura, informó:

—Mi nombre es Lou.

Mientras, el ascensor había descendido. Ahora, se detuvo y se abría la puerta. Ante ellos estaban Ivonne y un hombre alto, fornido, de ojos claros, que miró a los cuatro con interés.

Ivonne tendió la mano a Joe y a la chica que dijo llamarse Annie.

—Me alegro de verte, Joe... Hola, Annie, ¿cómo estás?

Las dos mujeres se besaron en las mejillas. Aquello era otro símbolo, desenterrado del pasado. El beso expresaba un sentimiento de profunda amistad.

Pero lo que Joe sintió al ver a Carl fue algo totalmente distinto a la simpatía. Sus ojos claros y la expresión correcta de sus facciones, en vez de agradar, repelían.

Joe, empero, aceptó la mano que el otro le ofreció, mientras Ivonne decía:

—Joe, éste es Carl...

—Gracias por haber venido, hermano —Carl habló con una sonrisa estereotipada y falsa—. Sed todos bienvenidos... Seguidme.

La puerta del ascensor se cerró. Avanzaron por un pasillo hasta una puerta lateral, que se descorrió automáticamente. Carl hizo pasar a sus visitantes a una estancia de reducidas dimensiones, donde había una mesa, un sillón extendido, para varias personas, y dos butacas ortoanatómicas.

—Sentaos, hermanos... Tú ahí, Ivonne. Deseo hablar con todos antes de que asistáis a la reunión de jefes de grupo, donde seréis vistos sin poder ver a nadie. Esto es una medida de seguridad que habremos de modificar, puesto que pronto seremos muchos más de los que caben aquí.

Carl se fijó en Joe, que se había sentado junto a Annie.

—Ivonne me dijo que deseabas hacerme unas preguntas. No tengo mucho tiempo. Aquí se puede hablar con entera libertad. Nada queda registrado. Los hermanos nos amamos. Resolveremos tus dudas.

—Sí, tengo algunas. ¿Qué hay de ese gobierno invisible que dirige el Control Legal? ¿Se ha comprobado su existencia?

—No. Pero tú trabajas en una oficina técnica y tu ayuda puede sernos valiosa para obtener una información directa de las comunicaciones que se intercambian con Control Legal y el exterior.

—¡Oh, mi trabajo es muy rutinario!

—Ya hablaremos de él. Concertaremos una entrevista. ¿Qué más?

—Si triunfa nuestra causa... ¿qué privilegios tendremos nosotros?

—Ninguno. El que nos corresponda por derecho según una ley imparcial.

—¿Puede una mujer pertenecer a dos hombres?

La pregunta de Joe hizo agitarse a Ivonne con inquietud en su asiento. Los demás adeptos se interesaron por el tema. Pero Carl le atajó rápidamente, al contestar:

—No, por supuesto. ¿Qué quiere decir eso, Joe?

—Yo puedo sentir atracción por una mujer al mismo tiempo que otro hombre. Una esposa no puede tener dos maridos. ¿De quién es?

—Eso es absurdo, Joe. En una sociedad normal, los sentimientos se contienen. En el caso que me expones, habrá de ser ella, naturalmente, quien elija al hombre con el que desea vivir.

—¿Sin apelación?

—Siempre fue así.

—No. Creo que hubo una época en que los hombres ricos podían adquirir cuantas mujeres quisieran o pudieran mantener. Mientras que los desheredados, que apenas podían comer, carecían de medios para formar una familia y tener un hogar.

—Todo eso quedará solucionado en su día, Joe. Ahora, el problema no existe. Estamos en la clandestinidad.

—Pero cuando salgamos de ella...

—¡Los responsables de la futura constitución sabrán hacer las cosas bien! ¡No te preocupes ahora de esos problemas! Lo que os vamos a pedir a todos es obediencia absoluta y total, fe y confianza en vuestros jefes, y la máxima discreción.

Carl parecía haber dado por zanjado el asunto de las dudas de Joe, porque se lanzó a una disertación de lo que se esperaba de todos ellos en lo sucesivo.

Pero no conocía a Joe, quien estaba allí por un sentimiento demasiado vinculado a la que legalmente era su mujer, y por la que empezaba a experimentar una dulce zozobra.

—Perdona, Carl —Joe le atajó de pronto—, pero mis dudas no se han disipado aún.

Molesto, el otro inquirió:

—¿Qué más hay?

—¿Cómo será la propiedad?

—¿Qué propiedad?

—Lo que sea mío no podrá ser de nadie más, supongo. Mis cosas, mis libros, mis pensamientos...

—¡Por favor, Joe; no divagues! Estás puntualizando demasiado sobre temas que todavía no se han debatido en la Asamblea Constituyente. Esto será algo laborioso, donde emplearán muchas horas los más capacitados y sabios.

—Te dije que Joe tiene muchas inquietudes. Carl —habló Ivonne.

—Me parece muy interesante lo que expone Joe —intervino Lou.

—Sí, es posible. Pero éste no es el momento ni el lugar —replicó Carl en tono áspero—. Ahora se trata de aceptar vuestro ingreso. Nos interesan adeptos... ¡Pero no podemos aceptar a todo el que llegue!

Joe, empero, tenía explicación para todo. Y dijo seriamente:

—Si yo no estoy convencido de que habrá un mundo mejor y más justo no deseo incorporarme a vuestro movimiento.

Secamente, en tono casi agresivo, Carl repuso:

—Ahí está la puerta, Joe. Aún estás a tiempo. Te recogeremos ese jersey hoy mismo. Pero guárdate de mencionar...

—¡No, Carl; espera! —intervino Ivonne vivamente—. No os precipitéis. Trata de comprender a Joe. Me ha expuesto sus dudas. Está aquí por mí. No quiero que se marche sin darle la oportunidad de comprendernos mejor.

—Si ha de obedecer fielmente, que no haga tantas preguntas.

Joe se puso en pie con dignidad y dijo:

—Tengo derecho a saber por qué causa voy a luchar. Si no es así, «Los Naturales» no persiguen un objetivo digno. Adiós. Ya sabéis dónde encontrarme.

Ivonne trató de impedirle que se fuera. Pero Carl parecía ansioso de verlo alejarse, por eso desde su mesa, presionó el conmutador que abría la puerta.

—Déjale, Ivonne. Creo que no has sabido prepararle bien antes de hacerle venir. No conviene que nadie sepa demasiado.

Desde la puerta, Joe dirigió una intensa mirada al otro. Luego, dio media vuelta y se alejó por el pasillo.

* * *

Aquella noche, mientras dormía en su apartamento-celda, Joe fue despertado por una mano ruda que le sacudió con violencia por el hombro. Abrió los ojos y vio ante él a tres hombres vestidos enteramente de negro, con antifaces sobre el rostro.

—¿Eh, qué hacéis...? ¿Cómo habéis entrado?

—Somos «Los Naturales». Nos han ordenado venir a recoger una prenda de ropa —habló uno, que parecía tener dificultad para hablar.

—Sí. Esperaba a Ivonne. Ella me dio el jersey para entrar en el Centro de Estudios Históricos —dijo Joe, empezando a incorporarse.

—Ella no vendrá. Nosotros nos llevaremos el jersey. Pero vamos a dejarte algo de recuerdo, para que medites un poco antes de llamar al Control Legal.

Diciendo esto, el sujeto se inclinó sobre Joe. Y su puño derecho salió lanzado con inusitada violencia hacia el mentón del medio dormido matemático.

Después, llovieron los golpes con profusión sobre todas las partes de su cuerpo. Pronto, Joe no supo si le pegaban o trataban de matarle. El dolor se hizo lacerante. La angustia le produjo vómitos.

—Ya estás advertido. Se te vigila de cerca. Si tratas de llamar a Control Legal o ir personalmente, morirás. Nunca digas a nadie lo que sabes. Di que te has caído por la escalera o lo que quieras... Pero no nos menciones o será lo último que hagas en esta vida. ¡Ah, y no trates de acercarte a Ivonne, porque ella no te recibirá!

Joe no estaba seguro de haber escuchado esto u otra cosa. Sólo sentía un inmenso dolor, una terrible angustia y una debilidad extrema.

Se movió cuando los tres sujetos hubieron abandonado el apartamento. Abrió la puerta del pequeño lavabo y echó en él una bocanada de sangre. Al frotarse el rostro con agua, se sintió renacer. Luego vio que tenía dos muelas sueltas y sangraba por el pómulo y por la ceja. Además, todo su cuerpo estaba cubierto de hematomas.

Sin embargo, fue recuperándose poco a poco. Tomó el teléfono y conectó el circuito de comunicación videofónica exterior.

Marcó el número de Ivonne. Tuvo que esperar largo rato. Ella parecía no querer responder. Sin embargo, al fin lo hizo, y su imagen apareció en la pantalla. Pero sus ojos se agrandaron al ver el semblante que mostraba su interlocutor.

—Hola... Gracias por haber respondido... Sólo quería que vieras lo que han hecho tus amigos...

Ivonne emitió un grito.

—¡No es posible!

—Han venido a llevarse el suéter que me entregaste.

—¿Por qué te han maltratado?

—Ha sido un aviso. Temen que pueda delatarlos.

—¡Cielo santo, Joe! ¿Qué piensas hacer?

—No lo que ellos suponen. Debí darme cuenta de que Cari no me perdonaría lo que le dije.

—¡Él no ha podido hacer esto!

—Sí piensas eso, es que no le conoces bien.

—Escucha, Joe. Iré a verte ahora mismo. Hablaremos.

—No lo hagas. Me han dicho que controlan mi línea. Ya saben que estoy hablando contigo. Eso no pueden prohibírmelo. Pero deseo que te apartes de ellos... ¡Esos son sus métodos!

Ivonne se estrujaba las manos, llorosa.

—Veré a Carl... Le hablaré... Tendrá que darme una explicación.

—No compliques más las cosas, Ivonne. Déjamelo de mi cuenta. Cuando aprendí inmersión submarina, me adiestraron en la lucha contra cualquier clase de monstruo marino. Yo sé lo que debo hacer. No te preocupes. Sin embargo dile que soy tu esposo legamente. Y dile que te quiero. Emplearé mi derecho como hacían antiguamente. Me defenderé de él. Sé luchar de hombre a hombre. Iré a verte en cuanto pueda. Adiós, Ivonne.

Ella había quedado demasiado aturdida para responder. Sus secretos temores se confirmaban con las palabras de Joe, quien había declarado que la amaba.

Joe cortó la comunicación, quedándose luego tendido en su asiento. Después, fue al lavabo y se enjuagó la boca. Después, volvió a acostarse, pero no le fue posible dormir. Le dolía todo el cuerpo y estaba intensamente concentrado, trazando un plan de acción, en el que Ivonne era la figura principal.

Joe había meditado intensamente durante todo el tiempo que conocía a Ivonne y supo de la existencia de «Los Naturales». Su espíritu analítico estudió conscientemente todas las posibilidades que se le ofrecían y optó por estar al lado de Ivonne.

Estaba seguro de algo. Quería a su mujer, pero no deseaba poseerla de acuerdo con las computadoras, que era el modo más sencillo y natural. Ante esto, ni Carl ni nadie podían objetar nada. Ella también había sido sincera al decirle, en una ocasión: «Tómame y luego olvídate de mí».

En el pecho de Joe se entabló una feroz lucha entre sentimientos encontrados. Creyó comprender que el trato casi diario que Ivonne tenía con Carl la había subyugado. Ahora que le conocía, sabía que era un sujeto autoritario y dictatorial, que encubría sus apetencias personales bajo el disfraz de miras altruistas. Pero Joe estaba seguro de que albergaba la ruindad en su alma y que era un hombre capaz de todo con tal de lograr sus propósitos.

Lo había demostrado cumplidamente. Joe sólo tenía que llamar a Control Legal y exponer cuanto sabía. Así quedaba solucionado el problema. Carl seria tratado en un Centro Psicopático, le inyectarían una dosis de adenamicitina y olvidaría hasta el nombre elegido para crear una nueva raza. Jamás volvería a pensar en Ivonne, ni siquiera en él.

¡Todo demasiado sencillo y fácil!

Joe no quería nada de esto. Quería conocer la verdad, llegar al fondo mismo de los propósitos de «Los Naturales». Tal vez. Carl estuviese utilizando esta ola de rebeldía para sus propios fines. Y también quería saber lo que había entre Cari y su mujer, a la que no quería dañar en absoluto, sino desengañar. O, en caso contrario, unirse fielmente a la causa de ella y dedicar su existencia a la lucha... ¡Pero antes abriendo los ojos de Ivonne!

En definitiva, lo que Joe quería era luchar con armas menos innobles que las de su rival. Pero no rechazaba el deseo de ajustar cuentas con él.

Precisamente, a Joe le estaba ocurriendo un singular fenómeno psíquico. Obligado a enfrentarse con una serie de circunstancias para las que no estaba preparado, descubrió en él un instinto natural que no figuraba en sus fichas psicotécnicas.

Por un lado, Joe había encontrado en su ánimo predisposición al romanticismo. Supo lo que era el amor y su auténtico significado. También sabía lo que era el espíritu de lucha, la rebeldía contra la injusticia y la maldad.

Descubrió en sí mismo un vasto y dilatado mundo interior, de maravillosas perspectivas, que se agigantaba por momentos, haciéndole ver cosas que antes no había sido capaz de imaginar siquiera.

Era como la transformación brusca de un ser robotizado, en la soberanía espiritual de quien se siente poseedor de verdad y valor para defenderla. Era un hombre nuevo que revivía y surgía de la oscuridad, después de haber conocido el sabor amargo de la traición.

Joe no creía que pudieran existir seres distintos a él. Imaginaba ser miembro de una sociedad tecnificada y perfecta, donde la vida transcurría por unos senderos fáciles, inalterables y seguros.

¡La vida adquiría, de pronto un significado distinto!

Casi se alegraba de haber recibido aquella tremenda paliza. Esperaba rehacerse pronto. Era joven y fuerte, hecho para el ejercicio y el movimiento. A pesar de las horas pasadas en la oficina técnica, dedicado a una monótona rutina, ahora anhelaba vivir violentamente. Quería luchar, decir a todos que, por un lado, las computadoras ahogaban al hombre. Pero, por otro, había hombres malvados que podían causar más daño aún que los circuitos psiónicos.

¡Joe no era un antitécnico, sino un hombre, un ser humano!

CAPÍTULO 4

LA llegada de Joe a la oficina técnica donde prestaba sus servicios causó cierta impresión. Interrogado acerca de su aspecto por uno de sus superiores, respondió:

—Ayer estuve en la costa norte, haciendo inmersión. Había fuerte oleaje y fui zarandeado.

—Debes tener cuidado. Algún día puedes sufrir un percance. Lamentaríamos tu ausencia.

Esto fue todo. Joe era allí un número. Su trabajo era necesario, pero no imprescindible. Y los que colaboraban con él pronto se habituaron a sus hematomas y moraduras. Después de todo, no era nada extraordinario.

Casualmente, aquel día, mientras estaba realizando cálculos, con los codos apoyados en su mesa, la ranura de su suministro técnico situó ante él un gráfico que estaba relacionado con un anteproyecto presentado por la Sección Activa del Control Legal para el estudio de armas fotónicas, con destino a los exploradores de un satélite de Júpiter, poblado por animales salvajes, su interés aumentó.

Se trataba de una parte del anteproyecto, impreso en clave. Pero las acotaciones eran significativas. Y el cálculo, muy importante. Joe debía repasar las siglas y los números; después, pasar los datos a Informática, para su cálculo electrónico.

Y había un error de impresión. Un número no estaba claro, pudiendo ser interpretado por otro. La cinta debía estar picada y no grabó correctamente. Aquello era significativo e importante. Y pronto surgió una idea en la mente del desasosegado Joe. Maduró su idea, durante la tarde y la noche, y, al día siguiente, con un plan premeditado, tomó el gráfico y los cálculos que había hecho y se presentó en el despacho del jefe de sección.

—Tengo una información deficiente —dijo.

—¿Qué es? —preguntó el jefe.

Joe explicó lo que ocurría, señalando:

—Es un anteproyecto importante. He pensado que devolverlo causaría alteración y quebranto del programa. Si yo pudiera ir a Control y averiguar qué dato es el que falta...

—Sí, lógico. Te daré una autorización para efectuar la comprobación. Tengo instrucciones para dar prioridad a todo lo relacionado con la Sección Activa. Sé que antes de un año se iniciará la exploración de Ganimedes y los exploradores han de ir provistos de armas fotónicas.

Poco después, con una autorización en regla, Joe salió del edificio donde trabajaba para dirigirse al centro de la ciudad, al edificio más impresionante y alto, donde se hallaba el Control Legal.

Utilizó un tren subterráneo. Observó con atención, por si alguien le vigilaba. Estaba seguro de que no era así. Nadie podía suponer que, durante su horario de trabajo, dejase la tarea para salir. Esto era irregular. Si le vigilaban discretamente, lo harían en sus horas libres.

Por tanto, Joe llegó al Centro Legal sin impedimento alguno. Allí se confundió entre los millares de agentes de seguridad pública, relacionados por el servicio de control y vigilancia que prestaban a la comunidad.

Todos aquellos hombres y mujeres se caracterizaban por el uniforme plateado y los distintivos de sus cargos. Lo que más abundaban eran agentes de vigilancia. Había pocos jefes y técnicos.

Joe mostró su autorización y le indicaron un ascensor y un piso. Subió a la cabina magnética y se encontró en una sala de máquinas electrónicas. Allí, un agente le preguntó por el objeto de su visita, acompañándole luego a un despacho interior, donde había un hombre joven estudiando unas fichas.

Joe expuso lo que deseaba. El supervisor técnico de Control Legal le escuchó y pareció muy contrariado al saber que su departamento había cometido un error, descubierto por la oficina técnica.

—Te agradezco muchísimo esta iniciativa —dijo el supervisor, con su mejor sonrisa—. Esto hubiera podido costarme muy caro.

—Pensé en devolverlo —dijo Joe—. Pero temí la demora. Por eso pedí permiso para venir.

—El asunto quedará solucionado inmediatamente. Pero te estoy muy reconocido... ¿Has tenido un accidente?

—Sí, unos golpes de las olas. Golpes y contusiones contra las rocas de la costa norte.

—¡Caramba! ¿Inmersionista submarino?

—Sí.

El supervisor hizo una llamada por el fonovisor, obtuvo el dato que necesitaba Joe para sus cálculos y se lo facilitó, añadiendo:

—Reitero mi agradecimiento, amigo mío. Ese error habría podido costarme una sanción. Y en mi puesto, no pueden cometerse tales errores.

—Así lo he comprendido. Por eso he preferido venir en persona a solucionar el asunto sin que se produjera reclamación técnica.

—¡Ah, si todos obraran como tú! A mi antecesor lo expedientaron por algo así, trasladándolo al servicio exterior.

—Creo que vivimos en una sociedad irreflexiva —expuso Joe, entrando en la verdadera cuestión por la que había acudido allí—. Estamos demasiado distanciados unos de otros. Somos como partes del engranaje técnico que mueve la Humanidad. Muchas veces, nadando bajo las aguas, en la soledad y el silencio, pienso que los peces están más vinculados entre sí que nosotros. Somos una especie diferente en el reino animal... ¡La más deplorable!

—¿Deplorable? ¿Qué quieres decir?

—Estamos viviendo juntos, pero separados. No hay contactos entre nosotros, sólo distancia insalvables. Carecemos de unión, calor amable, comprensión.

—Es muy raro lo que me dices. Tú eres un técnico en cálculos matemáticos. Yo, un funcionario oficial de supervisión y control de programas. Cada uno cumplimos nuestra misión. Luego, disfrutamos de nuestro ocio...

—No me refiero a eso —dijo Joe cautelosamente—. Yo mismo, por ejemplo, es la primera vez que vengo a Control Legal. Sé cómo es esto porque lo aprendí durante la enseñanza. Pero uno se forma ideas que no coinciden con la realidad. Y es qué no lo sabemos todo.

—No necesitamos saber más que lo estrictamente relacionado con nuestra tarea.

—Sí, es cierto. Pero yo voy por una acera transportadora y veo a las gentes que caminan por las aceras inmóviles. Y me pregunto lo que ocultan sus pensamientos.

El supervisor sonrió.

—Te comprendo muy bien. Yo también me hago esas mismas preguntas. Y como no puedo responderme, sigo mi camino. Yo he de vivir mi vida; los demás, que vivan la suya. Está todo demasiado bien organizado para que existan inquietudes.

—¿Y si, como en el caso que me ha traído aquí, algo en nuestra sociedad no estuviera bien organizado?

—Para eso estamos nosotros. Cada día se reciben aquí miles de informes. Los agentes investigan. En la mayor parte de los casos, son enfermos que deben ser atendidos en los Centros Psicopáticos. Nuestra sociedad adolece de insuficiencias psíquicas. Nosotros lo arreglaremos todo. Esa es nuestra obligación.

—¿Y no puede darse el caso de que ignoren muchas faltas que se cometen?

—¿Ignorar? Bueno, es posible. Pero podemos averiguar si se cometen faltas, sondeando a la gente.

—Ahí quería ir a parar. Os habréis encontrado con personas que se encuentran enfermas de soledad y aislamiento. Yo pienso que de tanto quedarnos con preguntas sin respuesta, se puede producir un desajuste psíquico.

—Es cierto. Ese caso es diferente. Nosotros enmendamos y solucionamos todo aquello que es posible. Los otros casos, los graves e incurables, pasan a los Centros Psicopáticos, donde se les mantiene en completo aislamiento.

—¿Como en una prisión?

—En efecto. Representan un peligro para la sociedad. No son delincuentes, sino enfermos incurables.

—¿Y no sería mejor eliminarlos?

El joven supervisor se encogió de hombros y respondió:

—Nosotros no intervenimos en los Centros Psicopáticos. Como sabes, gozamos de autoridad autóctona. Un Centro Legal por población. Una serie de centros auxiliares colaboran con nosotros. Vuestro Centro Técnico es uno de ellos. El cálculo de todo cuanto se realiza en Anver-5 es importante...

—¿Y quién gobierna por encima del Centro Legal? —esta era la pregunta final, la decisiva e importante. Joe creía haber llegado al punto crucial—. En los centros educativos nos enseñan que el Centro Legal es el conjunto gubernativo de una población. Yo siempre me he preguntado quién da las órdenes a los agentes.

—Son normas establecidas, reglamentos, leyes, máquinas. La vigilancia oficial está establecida desde siempre. Todo cuanto se hace aquí es supervisado por los jefes de servicio. Y nosotros estamos conducidos por el sentido del deber.

—Pero ¿hay alguien por encima de ti?

El supervisor pareció dudar. Luego, como impensadamente, habló:

—Me resultas simpático. Y voy a satisfacer tu natural curiosidad. Pero, como comprenderás, lo que voy a decirte es un secreto profesional que no puedes revelar a nadie. Hay un control superior de supervisión que está dirigido por un hombre y auxiliado por un centro psiónico.

—¡Ah, eso es lo que me imaginaba! ¿Y nadie conoce a ese hombre?

—Yo le conozco. Somos muy pocos, sin embargo, los que le conocemos. Y para pasar inadvertido, viste un uniforme corriente, sin distintivos. Sin embargo, su cargo es de suma responsabilidad.

—¿Está, a su vez, controlado por otro organismo internacional o universal?

Las simpáticas facciones del joven supervisor se crisparon. Joe se dio cuenta de haberse excedido.

—No lo sé. Creo que ya he satisfecho bastante tu curiosidad. Muy poca gente sabe en Anver-5 lo que acabo de decirte.

Después de una pausa deliberada, Joe habló seriamente:

—Yo, a mí vez, puedo revelarte algo importante y que el Control Legal ignora.

—¿Sí? Eso sería muy raro. Pero puedo escucharte.

—Se trata de dos asuntos distintos. Uno. Creo que existe una especie de gobierno extraño, anónimo y desconocido, que, en alguna parte, dirige todos los controles legales de la Asociación Interplanetaria.

El supervisor sonrió.

—Revelación inadecuada. Una creencia no es una seguridad. Si supieras algo de esto, tendríamos que detenerte.

—La segunda —continuó Joe, sin inmutarse—es que sospecho que existe un grupo de personas, de distintas profesiones, que se han unido secretamente para alterar el sistema técnico que nos gobierna.

El supervisor sonrió ampliamente.

—Una sospecha no significa nada. La gente puede pensar lo que quiera. La mente es ingobernable. Nosotros dirigimos los actos. Claro que si supiéramos quiénes pueden ser esos seres que se reúnen secretamente, tendríamos que intervenir. Y tu deber, si conoces alguno, es informarnos.

—Yo puedo conocerlo, pero no estar seguro. Vosotros podéis cercioraros.

—Tal vez. ¿Quieres que lo hagamos?

—No. Prefiero asegurarme yo antes de informar, como es mi deber. Ignoro si alguno de ellos puede estar vinculado al Centro Legal. Y tengo poderosas razones para anhelar, seguir viviendo.

Suspicaz ahora, el supervisor examinó atentamente a Joe.

—Es muy extraño lo que me has dicho. ¿Acaso has venido aquí, con el pretexto de ese error de impresión, para exponerme tales sospechas?

—Sí. Quise hacer un favor al supervisor desconocido que dejó pasar una falta de impresión y, al mismo tiempo, cambiar impresiones sobre esas dos vertientes tan singulares que presentan mis dudas.

—La sinceridad no es una cualidad, sino un deber. De todas formas, admiro la nobleza de tus palabras. ¿Quieres que te devuelva el favor que me has prestado?

—No lo he hecho para obtener premio alguno.

—Si me lo permites, puedo informarte de esos aspectos que me has mencionado. Puedo ir a verte a tu apartamento y sacarte de dudas.

—Serás muy bien recibido.

* * *

Joe no supo nada de Ivonne durante tres días más. Al cuarto, ella se presentó en su casa, llamó al timbre y él le abrió la puerta, quedándose extrañado del cambio que revelaban las facciones de ella.

Nada más entrar, Ivonne le echó los brazos al cuello, gimiendo:

—¡Oh, Joe, soy muy desgraciada!

—Vamos, vamos, querida. ¿Qué te ocurre? ¿Te has disgustado con Cari?

—Sí... Hemos discutido por tu culpa. Tenías razón. Fue él quien te golpeó. Le acompañaban dos adeptos de su célula.

—Reconocí su aspecto, aunque no su voz. Pero no te inquietes. Vamos, siéntate y cuéntamelo todo.

—Ha estado dos días sin ir por el Centro. He preguntado por él y me han dicho que fue con Bertie a Rosmar-2, donde han celebrado una entrevista con «Los Naturales» de allí. Hoy ha vuelto. He hablado con él y hemos discutido. Le he hecho ver lo inicuo de su actitud, pero él ha contestado que no te había matado por hacerme un favor.

—¡Vaya, encima debo estarle agradecido! —replicó Joe, sonriendo.

—Sí, pero... Hay algo peor, Joe... La Asamblea General te ha sentenciado a muerte.

—¿Cómo? ¿Por qué?

—Alguien ha demostrado que has ido a Control Legal y has hablado de nosotros.

—¡Eh! ¡Eso no es así! Yo he ido al Control Legal para un asunto de mi competencia profesional.

—¿Puedes demostrarlo?

—Naturalmente que sí. Me pasaron el gráfico de un anteproyecto con un error. Pertenecía a un estudio de la Sección Activa. Si lo devuelvo por incompleto, el supervisor hubiera sido sancionado. Era más rápido ir allí...

—¡La Asamblea, según Carl, sabe que estuviste hablando de nosotros! ¡Te diré más, un supervisor joven se ha suicidado por algo relacionado con ese asunto!

Joe se puso en guardia.

—¿Se ha suicidado o le han matado?

—Yo no lo sé, Joe. Creo que lo único que puedes hacer es huir... Hay nombrada una sección ejecutiva para eliminarte. Son verdugos al servicio de «Los Naturales»...

—¿Y por qué me has avisado, Ivonne?

—No lo sé, Joe... Yo te metí en esto... Estoy arrepentida... Creo que Carl ha sido injusto contigo. Y me... me ha amenazado también.

En Joe se habían despertado instintos ancestrales y desconocidos que le inducían a mostrarse precavido y cauto. Ahora, instintivamente, tomó a Ivonne por los hombros y le dijo:

—Tranquilízate. Yo no tengo miedo a Carl. Si he de luchar por mi vida, lo haré. Y defenderé también la tuya, de paso. Te dije que te quería. Me causaste profunda impresión el primer día que te vi. Eres mi esposa, sea justa o no la ley. Y el primer deber natural del hombre es defender y proteger a los suyos.

—¡Eres maravilloso, Joe!

—Y tú muy bonita. En cambio, sé que Carl es un traidor y un canalla, que utiliza la secta para sus fines personales.

Aquélla fue la primera vez que el rostro de Joe se acercó al de Ivonne, con una inefable expresión en sus ojos. Luego, sus labios se unieron en un beso largo e intenso.

Ambos estaban ávidos de amor.

En aquel mismo instante, en una singular y extraordinaria oficina del Control Legal, en el centro de la ciudad, el arqueólogo que había adoptado el nombre de Carl era recibido por un hombre de cierta edad, cabello entrecano y rostro grave, a quien el visitante llamó con el nombre de Bertie.

Este enigmático individuo gozaba de una privilegiada posición en el organismo jurídico legal del Anver-5. Era el superior general de todo el Control Legal.

—Hola, Carl, hermano. Siéntate. Puedes estar tranquilo. Nuestro hombre no llegará a mañana.

—He tenido una discusión con Ivonne.

Bertie frunció el ceño.

—Haces mal en mezclar el romanticismo con el deber. Carl. Esto te puede perjudicar mucho.

—No siento por ella más que una atracción sexual, Bertie.

—También debes frenar el instinto. Todavía es pronto para esas cosas. Ya has visto cómo actúan en Rosmar-2. Trabajan más aprisa que aquí, y eso no nos conviene.

—¡Nosotros reclutaremos diez mil individuos en poco tiempo! Hemos estado actuando demasiado en la sombra y creo que debemos rechazar todo temor.

—Espero que así sea, Carl. Por supuesto, Joe no hablará más. Sus horas están contadas. Ahora, quiero hacer proselitismo en todos los centros principales. Son técnicos importantes lo que necesitamos, y no personajes vulgares como Rolf y Lou.

—¿Y Annie?

—Creo que es interesante. El cargo que ocupa en el Centro Psicopático nos conviene. No esperamos encontrar mucha oposición. Pero hemos de actuar con cautela.

CAPÍTULO 5

JOE llevó a Ivonne a una gruta, junto al mar. Allí tenía un pequeño refugio, sólo conocido por él, que descubriera tiempo atrás, por casualidad. Era un escondite ideal.

Había llegado nadando hasta la entrada, durante la marea baja. En la pleamar, la entrada de la gruta quedaba cubierta por las aguas y era imposible entrar por allí.

Sin embargo, Joe encontró algo que parecía tener muchos años y que era obra del hombre del pasado. Consistía en una oquedad o agujero, que se podía cubrir con una piedra gruesa. Dentro había una estancia amueblada rústicamente, armarios con alimentos descompuestos por el tiempo, armas de pólvora, desde rifles a pistolas, cuchillos, arpones y granadas de mano, y un aparato de radio, con más de doscientos cincuenta años de antigüedad, y que, por supuesto, no funcionaba.

Pero encontró dos literas, ropas viejas y ¡un singular hallazgo: una escalera que terminaba en una puerta de hierro, oxidada, y que no sin trabajo pudo abrir, hallándose en un bosque próximo al acantilado!

Joe utilizó aquella entrada para conducir a Ivonne a su refugio. Allí había ido él depositando alimentos sintéticos recientes, así como lámparas y otros objetos, porque le agradaba poseer algo enteramente fuera de serie, para poder guarecerse cuando no realizaba inmersiones submarinas.

Era un refugio excelente, que maravilló a Ivonne.

—¿Qué te parece esto? ¿Crees que me encontrarán aquí?

—¡Por supuesto que no! —exclamó ella, examinando, a la luz de una batería de cadmio, el interior de la espaciosa y sorprendente gruta.

—Claro que esto es provisional. Supongo que esto debió ser una guarida de malhechores. Hay viejos libros, un aparato de música, que no funciona, ropas que no resisten la presión de los dedos. Pero no falta el aire.

Para llegar allí habían utilizado un tren subterráneo del extrarradio y luego caminado más de dos horas. No había vehículos particulares. Sólo el Control Legal disponía de vehículos voladores. Pero en la oscuridad de la noche no era fácil descubrirlos.

Una vez allí, Joe arregló una litera para Ivonne.

—Desde luego, si «Los Naturales» actúan de buena fe, es preciso que sepan quién es Carl y cómo actúa. Nosotros somos ahora tan proscritos como los que pudieran haber vivido antiguamente en esta gruta. No debemos preocuparnos. Tenemos agua cerca. El mar nos suministrará peces y obtendremos otras cosas de la ciudad. Pero no he venido a quedarme cruzado de brazos. He de examinar bien esas armas. Algunas han de funcionar.

—Tengo miedo, Joe. Deberíamos habernos ido muy lejos.

—No. Eso es peor. Nosotros conocemos Anver-5. En otra ciudad estaríamos más indefensos que aquí. Si, como dices, están extendiendo la sedición por todas partes, sus agentes nos descubrirán. Yo sólo deseo estar convencido de que tus sentimientos son buenos. Estoy dispuesto a luchar porque no me dan otra alternativa, y lo haré a mi modo. Yo no soy un guerrillero de la antitecnia. Quiero saber la verdad, esté donde esté, y predicaré la instauración de lo bueno que hay en la doctrina de «Los Naturales», así como lo bueno que hay en el sistema social de la era científica que vivimos.

»La verdad, Ivonne, y no el engaño. Lo que Carl y algunos como él se proponen en esta sedición es beneficiarse ellos, a costa de la fidelidad y la lealtad de los demás. Estoy seguro de que no te quiere, sólo te desea. Cuando se hubiera cansado de ti, te hubiese dejado. En cambio, yo he sentido algo nuevo y maravilloso, por lo que no me importa siquiera cambiar de vida, hacerme un proscrito y pasarme la existencia luchando contra esos maquinadores.

—Gracias, Joe. Tus palabras me confortan —dijo Ivonne, tratando de sonreír—, Pero no puedo ocultar el miedo que siento. Si, como dices, el supervisor con quien consultaste ha sido asesinado y no se ha suicidado, es que tienen fuerza incluso superior a la del Control Legal.

—En eso he estado pensando, amor —replicó Joe—. Yo cambié impresiones con un joven supervisor. No fue una acusación, sino que lo expuse a modo de creencia o sospecha, para que él, por el favor, hiciera una investigación. Lo que averiguó le ha costado la muerte. Al mismo tiempo, la Asamblea General de «Los Naturales» me ha sentenciado a morir. Todo eso indica que Carl tiene cómplices dentro del Control Legal.

—Sí, eso es posible. En una ocasión me dijo que no debíamos temer nada del organismo gubernamental.

—Exacto. Son hábiles y han iniciado la labor en el lugar donde más les conviene. Yo, en su lugar, haría lo mismo. Luego, cuando ocupen los centros vitales de la sociedad, con dictar nuevas leyes y hacerlas cumplir se habrá consumado el cambio. Será entonces cuando saldrán a la luz sus verdaderos propósitos. Ahora, les interesa adquirir prosélitos, número, fuerza. Y eso me confirma en la otra sugerencia tuya.

—¿Cuál?

—La que debe existir un gobierno que controla la Asociación Interplanetaria y del que defienden los Centros de Control Legal.

—¡Por supuesto, Joe! Ese gobierno existe.

—¿Dónde está?

—Nadie lo sabe, ni siquiera los jefes del Control Legal. Esa es la perfecta seguridad. Ellos rigen todo el sistema desde hace tiempo.

—Claro que tampoco podemos contar con su ayuda. Las cosas seguirían igual, y son necesarias bastantes reformas, aunque nos perjudiquen —Joe se quedó pensativo unos instantes, y luego añadió—: Pienso que Carl puede decirnos muchas cosas. Y se me está ocurriendo ir a buscarle. El no esperará un contragolpe de este tipo, por mi parte.

—¡No vayas, Joe; te matarán! ¡Carl está siempre rodeado de amigos!

Joe se puso en pie y fue hasta el armario donde se hallaban las viejas armas. Sacó una automática, que llevaba la marca «Browning», y se la mostró a Ivonne.

—Esta pistola funciona perfectamente. Al menos, los disparos que hice con ella salieron por el cañón. La probé aquí. Quería revisar las otras armas cuando tuviera tiempo. Con esto puedo amedrentar a Carl. Si consigo asustarle y hacerle hablar...

—¡No vayas, Joe!

—No temas, Ivonne —dijo él, sonriendo—. Debo hacer algo. Si permanezco aquí, cruzado de brazos, será peor. Mientras esos verdugos me buscan, yo puedo atacar a Carl... ¡Y eso es lo que haré! ¿Dónde puedo encontrarle?

Después de muchos circunloquios, Ivonne terminó por confesar a Joe algo que no se había atrevido a decir anteriormente, porque eso la molestaba mucho.

—Carl está interesado por Annie. ¿La recuerdas?

—¡Ah, entiendo! ¿Te lo ha dicho él?

—Sí.

* * *

Carl no se encontraba en su apartamento-celda, ni tampoco en el de Annie. Joe efectuó varias llamadas desde la cabina pública de una estación suburbana, pero sin éxito.

Después, obedeciendo a una corazonada, llamó al Centro Psicopático, donde sabía que trabajaba Annie. Y acertó. Una recepcionista le informó que la joven estaba con una importante visita y que no podía ser molestada.

—¿Quieres llamar más tarde? ¡Dame tu clave de identificación y le avisaré cuando esté libre!

—No es necesario. Llamaré más tarde. Gracias.

Inmediatamente, Joe se dirigió hacia las afueras de la ciudad, en donde se encontraba el antiguo hospital ahora convertido en Centro Psicopático. Joe había estado paseando algunas veces por aquella zona maravillosa, rodeada de árboles y jardines.

El viejo y enorme hospital había sido construido antes de la reforma. En su tiempo, a principios del siglo XXI, fue algo maravilloso. Pero ahora había quedado totalmente desfasado, en comparación con centros médicos más modernos.

Joe buscó el modo de entrar allí, sin llamar la atención, y lo consiguió por una pequeña puerta trasera que alguien, descuidadamente, había dejado abierta. Cruzó unos jardines y entró en el edificio. Hombres y mujeres vestidos de blanco iban de un lado a otro, por pasillos y escaleras.

Joe no tuvo necesidad de preguntar a nadie. Además, tampoco podía hacerlo. Ignoraba la cifra clave de Annie y no podía mencionar nombres inexistentes. Lo único que sabía era el cargo que Annie ocupaba en el Centro Psicopático.

Era secretaria de control interno, lo que venía a significar que todo cuanto ocurría en el Centro Psicopático era de su competencia. Annie había demostrado una eficiencia extraordinaria en sus estudios.

Cuando estaba cerca del vestíbulo principal, Joe tuvo un sobresalto, al ver a dos agentes de Control Legal, que esperaban ante un mostrador de recepción. Posiblemente, habían ido allí a conducir a algún detenido. Pero Joe, receloso, no quería llamar la atención. Por eso retrocedió y subió una escalera hasta el piso superior. Allí, una enfermera le detuvo.

—No se puede pasar. ¿Qué haces aquí?

—Me parece que estoy desorientado —confesó Joe, con una sonrisa—. Busco la secretaría de Control Interno.

—Tienes que tomar el ascensor hasta el último piso... Allí.

—Gracias.

Resultó más fácil de lo que pensaba. El ascensor le dejó un piso antes del último. Joe salió allí. Vio oficinas y empleados trabajando. De nuevo, otra mujer le interpeló, comprendiendo la desorientación fingida de Joe.

—¡Aquí no se puede entrar! ¿Qué buscas?

—La secretaria de Control Interno. Me han dicho que está en el último piso.

—Es arriba. Pero no te dejarán pasar, si no estás citado con la secretaria.

—Necesito verla. Es muy importante y privado. Soy del Centro Técnico de cálculo. Se ha cometido un grave error que debemos solucionar antes de rechazar un proyecto... No deseo que se sepa, o esa mujer podría sufrir una grave sanción.

Estas palabras impresionaron a la enfermera.

—Ven conmigo. Yo te conduciré ante ella.

La mujer le llevó por la escalera. Subieron al piso superior y siguieron por un pasillo, hasta que llegaron a una puerta, que la mujer empujó. Dentro, en un despacho rectangular, había cinco muchachas jóvenes charlando ante una mesa. Pero al ver entrar a la enfermera y a Joe corrieron cada una a su puesto, alarmadas.

—¿Qué ocurre aquí? —preguntó la acompañante de Joe—. ¿Está dentro la secretaria?

—Sí, pero está ocupada. Ha dicho que no se le moleste por ningún concepto. Tiene una visita.

—Esperaré —dijo Joe.

—Bien. Siéntate ahí. Cuando termine, habla con ella.

—Gracias por todo. Has sido muy amable.

La enfermera se retiró, y Joe se sentó en una butaca. A los pocos minutos se oyó un zumbido y todas las empleadas dejaron su trabajo y se retiraron por una puerta interior. Una de ellas dijo:

—La secretaria está ahí dentro. No tardará en salir. Entonces podrás hablar con ella.

—Gracias —dijo Joe tranquilamente, sonriendo con naturalidad.

Sin embargo, cuando las empleadas desaparecieron, él se acercó a la puerta señalada, introdujo una lámina de acero finísimo en la ranura y la puerta se descorrió en silencio. Ante él se abría un pasillo con varías puertas. Avanzó rápidamente y escuchó detrás de cada una, hasta encontrar la que buscaba, y que abrió con el mismo sistema. Interceptando el circuito magnético.

Carl se puso en pie de un salto al oír abrirse la puerta. Ante él, tendida en el suelo, yacía Annie, la secretaria de Control Interno del Centro Psicopático. La actitud y aspecto de ambos no podía ser más delatora. Se estaban besando sobre la alfombra. Ella estaba arrebolada y se cubrió rápidamente.

Carl se puso pálido como la cera, ¡porque Joe le estaba apuntando con la «Browning»!

—Levántate, Annie... Y cuidado con lo que hacéis.

—¿Qué... qué haces tú aquí? —preguntó Carl, poniéndose en pie.

—He venido a buscarte. Sé que pensáis matarme. Y como yo también sé matar, quiero anticiparme a ti.

—¿Quién te ha dicho...?

—No divagues, Carl. Lo sabes muy bien. Engañaste a Ivonne, como ahora has engañado a Annie. Es tu especialidad. Tú eres un noble y desinteresado organizador de la rebelión antitécnica, pero tus propósitos son éstos.

Carl abatió la cabeza. Era evidente que pensaba a toda celeridad, presintiendo la muerte. Annie, por su parte, estaba tan avergonzada que no podía reaccionar.

—Tú obligaste a la Asamblea General de «Los Naturales» para que decretasen mi muerte.

—¡No es cierto! ¡Ivonne te ha mentido! ¡Está despechada porque no la amo! ¡Ella te pertenece a ti! Yo... Bueno... Admito que me he precipitado un poco...

—Demasiado, Carl. Sabes muy bien que los test psicotécnicos no reflejan la verdad total de nuestros caracteres. Nadie podía suponer que yo puedo mataros a los dos e irme tranquilamente... Esto es una vieja pistola, cuyas balas atraviesan el cuerpo fácilmente. Tú eres arqueólogo y lo sabes.

—Esas armas hacen mucho ruido... Tengo una escolta abajo, esperando... ¡No te atreverás a disparar!

—¿No? —Joe pareció mofarse—. Te equivocas conmigo,

Carl. Yo no soy lo que aparento. Hay demasiada gente en Anver-5 que no aparenta lo que es. Annie, posiblemente, ignora tus verdaderas intenciones. Ahora cree poseer tu amor. Pero dentro de algún tiempo, cuando encuentres otra mujer, la dejarás. Será otro entretenimiento.

Annie escuchó estas palabras con el rostro desencajado, mirando alternativamente a Joe y a Carl. Pero no despegó los labios.

—Y tus secuaces no llegarán a tiempo de salvarte la vida, Carl. Voy a disparar. A menos que prefieras hacer una confesión de tus delitos, para vivir unos minutos más. Tal vez, si me convences con la verdad, te perdone la vida. Mas no dejaré de estropearte el rostro como tú hiciste conmigo.

—¡Tenía que hacerlo, Joe! ¡Te negaste a unirte a nosotros y sabías demasiadas cosas! ¡Teníamos que impedirte acudir al Control Legal!

—¡Ah, pero como fui allí, para una consulta técnica, os creísteis que os había delatado!

—El supervisor a quien consultaste hizo muchas preguntas. Él nos reveló que había hablado contigo.

—¿Y por eso le matasteis?

—Fue una orden... Yo no intervine. Me lo contaron.

—¿Quién de vosotros está metido en el Control Legal?

—No lo sé. Yo no conozco a los que actúan en otros grupos.

—¡Mientes, Carl! ¡Puedes engañar a Annie, pero no a mí!

—¡Te digo la verdad!

—Sé que has estado en Rosmar-2 con Bertie. ¿Quién es Bertie?

Esto no fue una pregunta directa, sino al azar. Pero dio en el blanco de una manera precisa y certera.

—Bertie es el Jefe Máximo de Anver-5... Ocupa el cargo supremo del Control Legal. No puedes hacer nada contra él.

No era una balandronada de Carl, sino una confesión provocada por el miedo que le infundía el negro cañón del arma que empuñaba Joe y que apuntaba directamente a su pecho.

—¡Vaya, eso ofrece garantías de seguridad, Carl! Tú eres un hombre avispado y no te mezclarías con conspiradores destinados al fracaso. Empiezo a rectificar el concepto que tenía de ti. Si me hubieses dicho todo eso cuando hice mis preguntas, ahora no estaríamos frente a frente, sino unidos.

—¡Todavía estamos a tiempo, Joe! ¡Creo que vales y podemos olvidar lo ocurrido!

—¡Ah, no me fío, Carl!

En aquel instante, la puerta se descorrió a espaldas de Joe, cuando éste se volvía. Dos llevaban armas vibratorias y paralizantes, pero no las emplearon como tales. El cañón de una se abatió sobre la cabeza de Joe, quien retrocedió y disparó la «Browning».

Uno de los atacantes emitió un jadeo y se desplomó. Pero Joe también vaciló, aturdido, a consecuencia del tremendo golpe recibido. Después se desplomó sobre la alfombra roja del pavimento.

—Hemos recibido tu señal, Carl —habló uno, mientras los otros dos se inclinaban sobre su compañero herido.

—¡Max está herido! —exclamó uno.

—¿Os ha visto subir alguien?

—Bueno, sí. En el vestíbulo había gente.

—¡Marchaos todos de aquí! —exclamó Annie, que pareció recuperarse de repente—. Llevaos a ésos.

—Calma —habló Carl—. No pierdas la cabeza.

—¡Vete, no quiero saber nada de ti! ¡He oído bastante!

Las facciones de Carl se contrajeron.

—No quiero escenas, Annie. Soy el que manda, ya lo sabes. Yo arreglaré esto. ¿Tienes un sitio dónde atender a Max?

—¡No quiero saber nada con vosotros! ¡Marchaos y dejadme en paz! ¡No quiero verte más, ni a ti ni a nadie!

Annie corrió hacia la salida, pero fue detenida por Carl.

—¡Quieta! Estás metida en esto y no te dejaré ir. Ahora, harás lo que te diga o lo lamentarás.

CAPÍTULO 6

JOE recobró el sentido cuando estaba siendo sometido a un alucinante y bestial tratamiento científico, que consistía en sujetarle a una mesa metálica por medio de cintas de acero en el pecho, el cuello, los brazos y las piernas.

Le sostenían dos de los secuaces de Carl. Un individuo cubierto con una bata blanca, procedía a sujetarlo.

Joe vio que se encontraban en una estancia reducida, iluminada por tubos de cadmio empotrados en el techo. Y también vio, atónito, el cuerpo insensible de Annie, tendido en otra mesa contigua.

Había una puerta, muy recia, que estaba entreabierta. Junto a ella, observando con gesto concentrado, se hallaba Carl.

—¿Qué estáis haciendo? —preguntó Joe, que sentía un terrible dolor en la zona del cráneo donde había sido golpeado.

—Conservarte para el futuro —habló el hombre de la bata blanca.

Carl se acercó y se inclinó sobre el cautivo, mientras sus dos esbirros retrocedían.

—Tú te lo has buscado. Esto es una especie de congelador. Cuando cerremos la puerta, la temperatura empezará a descender —Carl se mostraba todo lo cruel y sádico que podía—. En pocos minutos quedarás congelado, pero no muerto. La suspensión de la vida por congelación es un procedimiento en desuso. Este viejo hospital cuenta con una instalación para hibernar seres vivos o congelar cadáveres. El doctor Luke es amigo nuestro. Él nos ha dado la idea para librarnos de ti y de Annie.

—Es una buena idea —se burló Joe, convencido ya de no poder hacer nada para escapar a su destino y no deseando dar a Carl una sensación de cobardía—. Siempre podrás aducir que esto no es un asesinato, sino un acto de caridad o una experiencia técnica.

—¡Déjate de bravatas! ¿Dónde está Ivonne?

—¿Es que quieres hacer con ella lo mismo que con nosotros? —preguntó Joe, tratando de enderezar la cabeza para ver mejor a su enemigo.

—Suponemos que la has raptado —dijo Carl.

—Esto está muy bien imaginado, intrigante. ¿Ante quién quieres justificarte?

La mano derecha de Carl golpeó furiosamente el rostro de Joe, a la vez que de su boca surgían estas furiosas palabras:

—¡Yo no necesito justificarme ante nadie! ¿Qué te has creído, estúpido? Tenemos la fuerza y pronto detentaremos el poder absoluto. ¿Crees que me costaría mucho matarte, junto a esa desleal de Annie? ¡Nada! ¡La Asamblea General de «Los Naturales» te ha sentenciado y te hemos estado buscando para ejecutar la sentencia! ¡Nadie se puede oponer a que nuestro movimiento antitécnico progrese, porque la razón está de nuestra parte!

»Pero tú no puedes comprender eso. Sólo has sabido actuar estúpidamente, creyendo que la venganza era el único camino. Y para ello has intentado localizarme. Pensaste que podía estar con Annie en el Centro Psicopático, y llamaste sin querer identificarte. Pero nos comunicaron tu llamada y nos dieron tus señas. Por eso ordené a mis hombres que estuvieran atentos. Teníamos establecida una señal de llamada y la utilicé a su debido tiempo, entreteniéndote unos minutos.

—Muy bien —dijo Joe—, supongo todo eso. Eres muy generoso explicándome tus métodos. ¿Quieres que te cuente los míos? ¿No creerás que he venido aquí atado de pies y manos y con los ojos cerrados? Yo también tomé mis precauciones. Si no regreso a su debido tiempo, Ivonne sabe lo que ha de hacer.

Carl encajó este golpe verbal con un chasquido de mandíbulas.

—¡Ella no hará nada de eso!

—¿Estás seguro, Cari? Sabe que tenéis un cómplice en el Control Legal, y, por tanto, no puede acudir allí.

—¡Mientes!

—¿Por qué no abreviáis y nos dejamos de discusiones? —replicó Joe—. Puedes hacer lo que quieras: congelarme o matarme. Pero no conseguirás que te diga dónde está Ivonne. Ya te enterarás a su debido tiempo.

—¡Está bien, acabemos de una vez! —exclamó Carl—. ¿Está todo listo, doctor Luke?

—Sí, por supuesto. Salgamos.

—Encontraremos a Ivonne. Pero tú estarás congelado.

—¿Y podré revivir después de la hibernación? —preguntó Joe con ironía.

—Con el tratamiento adecuado, se supone que sí —replicó el doctor Luke—. Pero los métodos de hibernación no se practican ahora. Esto es la cámara de congelación de cuerpos. Después, os llevaremos a la cripta, que está cerrada desde hace siglo y medio, donde reposaréis con antiguos hibernados que yacen allí, a la espera de su regreso a la vida... ¡Cosa que no ocurrirá jamás!

—Vámonos —apremió Carl—. No perdamos más tiempo. Actúa con ellos.

Carl y sus dos secuaces salieron. El doctor Luke les siguió y cerró la puerta, quedando la cámara totalmente aislada del exterior.

Pero en aquel mismo instante, Annie, que fingía yacer sin sentido, habló apresuradamente:

—¡Tenemos que librarnos de estas ataduras, Joe!

—¡Annie! —exclamó él, volviendo el rostro.

—Hemos de hacer algo antes de que sea demasiado tarde... Trata de mover la mesa... Tenemos que acercarnos el uno al otro.

—¿Y cómo vamos a salir de aquí?

—Yo sé cómo. Conozco el Centro Psicopático mejor que Luke. Soy la secretaria de Control Interno. Hay algo con lo que ellos no han contado. Creo que Luke, al traernos aquí, ha querido darnos una oportunidad, sin descubrirse. Esta cámara tiene un cuadro de regulación interior que está oculto detrás del panel que hay junto a la entrada.

—Entonces, hay que darse prisa —dijo Joe, empezando a forcejear para tratar de mover la mesa, que estaba provista de ruedas.

Annie tuvo más suerte, porque logró sacar la mano derecha de la abrazadera, que el doctor Luke había dejado deliberadamente floja, con lo que se libró de los pasadores de las restantes ataduras, quedando libre. Enseguida saltó de la mesa.

—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó Joe, sorprendido, temiendo ser víctima de un ardid.

—El frío empezará a penetrar aquí dentro de unos minutos. Ahora, en presencia de ese abominable Carl, el doctor Luke abrirá las espitas del refrigerador. Antes de media hora, estaremos a doscientos grados bajo cero.

Mientras hablaba, Annie liberó a Joe de las abrazaderas, que sólo estaban sujetas con unos pequeños pasadores.

—El frío penetra por esas pequeñas ranuras del techo. Pero aquí está el cuadro de regulación interior.

Efectivamente, Annie se apoyó en el muro, junto a la puerta. Un panel, casi invisible, cedió a modo de puerta basculante, sobre la que tuvieron que presionar con fuerza, porque la sostenían sólidos muelles. Pero los escasos centímetros de nicho u oquedad descubiertos mostraron unos botones rojos. Annie apretó el central y el panel se descorrió totalmente, dejando al descubierto un cuadro electrónico de regulación.

—Este conmutador anula los mandos externos de la cámara... Así. De momento, no corremos riesgo de quedar helados. Supongo que se irán y podremos abrir la puerta desde aquí.

—¿Lo haces porque te has convencido de que Carl es un canalla o todo es un plan astuto para que os conduzca hasta donde está Ivonne?

Annie le miró al rostro.

—Es lógico que dudes, Joe. Te parece que esa fiera ha podido matarte, como tú querías hacer con él, y que este cambio de método es una trampa sin salida, ideada para capturar a Ivonne y evitar el peligro de ser denunciados. ¿No es así?

—Poco más o menos.

—Yo soy tan víctima como tú o como Ivonne. Lo he comprendido demasiado tarde. Carl es ambicioso, infame, vil y embustero. «Los Naturales» le han dado los medios para cometer sus delitos, pero ellos han sido engañados igual que nosotros.

—Confieso que a mí no me ha engañado nunca. Y no quiero presumir de ser más sabio que nadie —repuso Joe—, Comprendí inmediatamente, por las explicaciones que me dio Ivonne, lo que ese hombre se proponía. Por ello, es tan culpable ante el Control Legal como ante «Los Naturales».

—Tienes razón al decir que en el Control Legal tienen un cómplice. Es Bertie, cuyo cargo es el de Jefe Superior de Supervisión.

—¡Ah, ya entiendo!

—He sido una tonta. No creo necesario decirte que el interés de Carl era puramente carnal. Trató de hacer lo mismo con Ivonne, pero no lo consiguió. Ella tuvo miedo de que tú pudieras averiguar la verdad, si le exigías el cumplimiento matrimonial. Por eso se negó siempre a las pretensiones de Carl. Él me lo ha contado confidencialmente. Ivonne se sentía atraída hacia él. Después de haber cumplido contigo, sin riesgo se hubiera entregado a él. Por fortuna, descubrió a tiempo la verdad, al presentarme yo.

»Mi caso no es como el de Ivonne, porque ya he cumplido mi contrato matrimonial y he dado a luz mis dos hijos. Puedo mantener relaciones con otros hombres en secreto.

Estas palabras animaron a Joe. Había llegado a temer que Ivonne se hubiese entregado a Carl. Annie parecía confirmar la sensatez de la mujer que él amaba.

—Te comprendo muy bien, Annie. Y te agradezco todo cuanto has hecho. Ahora, hemos de salir de aquí y avisar oficialmente a Control Legal, de modo que Bertie no pueda interceptar la denuncia. Si es preciso, nos iremos a otra población.

Annie manipuló en el cuadro de regulación, después de haber observado que la temperatura descendía.

—Todavía están ahí fuera —dijo—. No nos conviene salir ahora. Los secuaces de Carl están armados.

—¿Y se darán cuenta de que no penetra el frío? —preguntó Joe.

—Espero que el doctor Luke nos ayude, como creo que ha hecho hasta ahora.

—¿Quién es Luke?

—Yo se lo presenté a Carl. Ha debido darse cuenta de la verdad y ha fingido colaborar con él para ayudarnos.

—¿Y el hombre al que herí?

—Max ha muerto. Era cadáver cuando llegó al quirófano. Se lo oí decir a Luke.

* * *

La puerta de la cámara de hibernación se abrió. Afuera no había nadie. Pero sobre la mesa del cuadro de regulación externa vieron unas letras, escritas sobre el polvo, que decían: «¡Huid por la cripta!»

—¿Qué quiere decir esto? —preguntó Joe.

—Luke también conoce este lugar. Así nos demuestra que está con nosotros —replicó Annie, borrando el aviso y dirigiéndose a una puerta metálica que había a la derecha, cerrada con pestillos.

La joven abrió la puerta. Un frío intenso surgió de la oscuridad.

—¿Qué hay ahí?

—Varias docenas de cuerpos hibernados hace mucho tiempo. Gentes que se desprendieron de grandes sumas de dinero, porque no podían llevárselo a la eternidad, para que sus cadáveres se conservaran en hibernación, confiando en que la ciencia descubriera las causas de su muerte y pudieran volver a la vida.

Entraron en una especie de cripta y Annie encendió una luz. Joe pudo ver unos armarios metálicos, con mirillas de cristal, a través de los que se podían contemplar los cuerpos rígidos y extrañamente vestidos, que debían llevar allí más de ciento cincuenta años.

Annie ajustó la puerta a su espalda, diciendo:

—Hay otra salida al fondo. ¡No te entretengas!

—¿Pueden vivir estos hombres?

—No lo sé. Oficialmente están muertos. Pero el Control Legal ordenó dejarlos como están. Cada uno posee un expediente médico en el archivo. Se nos prohibió tocarlo.

—¿Qué esperan hacer con ellos?

—Nada. Todos se desentienden del asunto.

—¡Esos seres son una reliquia del pasado! —exclamó Joe—. «Los Naturales» perfectos. ¿Crees que si Carl y su secta consiguen hacerse con el poder no intentarán devolverlos a la vida? Lo que cuenten cada uno de ellos acerca de cosas que ignoramos puede ser muy importante para establecer un puente entre el hoy y el ayer.

—¡A nosotros nos interesa más establecer ese puente entre el hoy y el mañana! ¡Nuestras vidas corren peligro! ¡Vámonos pronto de aquí!

Joe obedeció, pensativo. Aquellos armarios metálicos, que contenían cuerpos hibernados, le habían dado una idea. Sin embargo, aquél no era el momento más adecuado para llevarla a la práctica.

Annie abrió una puerta secreta que daba a una escalera de piedra. Subieron por ésta y salieron a una especie de sala de operaciones.

—El viejo quirófano —explicó Annie—. Si hay alguien detrás de esa puerta que vamos a abrir, se llevará una sorpresa. Confiemos en la suerte. Tenemos que correr hacia el jardín y escapar por el túnel para salida de ambulancias. Pero será necesario correr.

La puerta a la que se refería Annie debía estar cerrada hacía mucho tiempo. Sin embargo, se abrió con facilidad, después de emplear una llave metálica. Al otro lado, el pasillo, por suerte, estaba desierto.

Joe vio que era de noche y esto le agradó. La oscuridad les permitiría ocultarse mejor.

Corrieron por el pasillo, se deslizaron hacia un túnel de vehículos y, aunque una voz les gritó que se detuvieran, no hicieron caso. Corrieron y salieron al jardín posterior.

Minutos después, saltaban un muro bajo y abandonaban los terrenos del Centro Psicopático, adentrándose en el campo y después en una especie de bosquecillo de pinos, donde se detuvieron a recobrar el aliento.

—Hemos tenido suerte, a pesar de que nos vio uno de los guardas nocturnos del garaje de recepción. ¿Qué hacemos ahora?

Joe frunció el ceño en la oscuridad.

—Pues ir a la ciudad, informar a Control Legal y ocultarnos. Diré que «Los Naturales» nos buscan para matarnos.

—Será perder el tiempo, Bertie se opondrá y no habrá intervención de la Sección Activa.

—Pues habremos de ir a Holms-3. En Rosmar-2, parecen dominar «Los Naturales».

—¿Y cómo vamos a ir a Holms-3? —preguntó Annie—. Debes comprender que necesitamos autorización para viajar.

Joe quedó pensativo. Se le ocurrieron mil ideas distintas, pero todas las fue rechazando. Al fin, murmuró, como hablando consigo mismo:

—Sólo conozco a una persona en quien puedo confiar.

—¿Quién es?

—Mi superior en la oficina técnica. Sé dónde encontrarle. Y creo que debo llamarle desde alguna cabina pública, antes de que Carl se entere que hemos huido.

—Hay una cabina de videófono cerca del Centro Psicopático. Yo puedo vigilar, mientras tú llamas a tu jefe. Tal vez él pueda ir a Holms-3 sin despertar sospechas.

Retrocedieron, dando un amplio rodeo, hasta llegar a la calzada central que iba desde la ciudad hasta el nosocomio. Allí, efectivamente, había cabinas públicas de comunicaciones videofónicas. Y gracias a lo intempestivo de la hora, no se veía ni un alma por las cercanías.

Joe se introdujo en una cabina y cerró la puerta. Conectó el aparato y marcó un número, teniendo que esperar a que se iluminase la pantalla y apareciera el rostro soñoliento del supervisor de cálculos de la oficina técnica donde trabajaba Joe. La sorpresa de aquel hombre al ver a Joe no fue fingida.

—¿Qué te ha ocurrido? ¿Por qué no has venido hoy a la oficina?

—Escúchame. Es muy importante. Hay gente que desea matarme. Las señales que me hicieron en el cuerpo no fueron por accidente, sino consecuencias de una paliza.

Joe explicó a su superior todo cuanto le había ocurrido, desde que fue a conocer a Ivonne, los contactos y entrevistas que tuvo con «Los Naturales», los planes de éstos y la repulsiva actitud de Carl, sin omitir lo que sabía del presunto suicidio del joven supervisor del Control Legal, para terminar:

—No puedo avisar a la ley. Uno de los jefes del Control Legal es cómplice de ellos. Hay que impedir que se sigan exterminando. Alguien tiene que intervenir y registrar los sótanos del Centro de Estudios Históricos. Lo más conveniente, a mi juicio, es que alguien debe ir a Holms-3 y avisar a las autoridades de allí. Ellas se encargarán de indagar y hacer lo que sea preciso.

—¡Es asombroso lo que me cuentas! ¿Dónde estás ahora?

—En una cabina pública, cerca del Centro Psicopático. No quiero volver a la ciudad, porque descubrirán mi huida y me buscarán con todos sus efectivos. Voy a permanecer oculto unos días. Luego, te llamaré para saber lo que...

—¡Es que yo no puedo ir a Holms-3! Pero no te preocupes. Algo haremos... ¡Yo también tengo un jefe por encima de mí!

—Pues habla con él y que te aconseje. Como comprenderás en estas circunstancias, no me atrevo a entrar en Anver-5. Te llamaré a estas horas, dentro de tres días.

—De acuerdo. Espero poder decirte algo. Adiós y suerte.

Joe cortó la comunicación y salió. Annie estaba muy nerviosa.

—¿Qué te ha dicho?

—Hablará con su superior. Ahora, vamos a ir hacia la costa. Nos reuniremos con Ivonne. ¿Puedo confiar plenamente en ti, Annie?

—Sí. Aborrezco a Carl y quisiera borrar de mí su recuerdo.

—Puede que lo hagamos. Pero, de todas formas, algo hay en «Los Naturales» que me agrada.

Diciendo esto, Joe caminó junto a Annie, en las sombras de la noche.

CAPÍTULO 7

JOE, por precaución, no se fue directamente al refugio donde le esperaba Ivonne. Optó por ocultarse durante el día, tendiéndose en un paraje boscoso, por si habían sido seguidos o se registraban las inmediaciones del Centro Psicopático.

Tuvo ocasión de hablar largamente con Annie, quien le expuso sus ideas e inquietudes. A ella también le agradaba el propósito de «Los Naturales» de establecer un sistema distinto en toda la Asociación Interplanetaria, pero conservando muchos de los métodos modernos, útiles para el progreso y desarrollo de los pueblos y volver a sistemas que no fueran tan estrictos como el actual, de rigidez social básica.

Annie había estudiado Medicina. Ella estaba segura de ser un excelente médico. Sin embargo, en los exámenes finales, las ordenadoras la clasificaron como enfermera superior.

—¡Me burlaron, Joe! —exclamó Annie con desaliento—. Yo pasé correctamente los test profesionales. Pero las plazas estaban ocupadas ya. Tuve que aceptar lo que me dieron. Pero yo podía haber sido jefe de quirófano, como lo es el doctor Luke. Alguna vez lo hemos comentado. Incluso le he hecho preguntas médicas que no ha podido responderme. Él es de una generación anterior a la mía.

»Y la Medicina debía ser una profesión libre, como lo ha sido siempre. Los enfermos, antiguamente, podían acudir a quien se les antojaba. Tenían confianza en su médico, cosa que es primordial. Ahora está todo insensibilizado. Somos máquinas, que no podemos ni sentir piedad por el enfermo. Y si uno muere, nos encogemos de hombros. Puede ser mi propio hijo el paciente. ¿Qué no haría yo por él si le conociera?

—Te comprendo perfectamente, Annie. Incluso es bello tener nombre para distinguirse de los demás. El propósito de «Los Naturales» es bueno, en cierto modo.

—Sí. Conseguirán prosélitos. A mí me encantó la causa... ¡Pero Carl amenaza con destruir lo bello que hay en la antitecnia!

—Carl debe ser desenmascarado, Annie. De eso me ocuparé yo a su debido tiempo. No se puede luchar contra un grupo organizado, cuyos dirigentes temen que les denunciemos. Y yo, la verdad, te digo que la denuncia pública sería el mejor sistema. Eso despertaría la conciencia de masas. La gente está automatizada, pero anhelan cambiar de métodos.

—Ivonne me dijo algo que me hizo pensar mucho —replicó ella—. Hablábamos de la justicia social. ¡Nuestro actual sistema es tan impersonal, frío y deshumanizado que nos comportamos de modo maquina! Se ha dominado totalmente la rebelión en la raza humana.

«Ella, influida por las teorías de Carl, cree que somos una especie de esclavos, dominados por cerebros superiores y privilegiados que actúan en las sombras. Esos seres, auténticos responsables, deben considerar que el sistema actual es la perfección del dominio, sin violencia. Puede que haya sido la evolución natural de los pueblos o la instigación maquinista que inspira los actos de la Asociación Interplanetaria.

—Lo más sorprendente es que la Asociación sólo sea un nombre —comentó Joe—. Sabemos que existe. Hay controles directos desde todas las poblaciones de la Tierra y los veintinueve planetas y satélites. Pero ¿dónde está y qué es esa Asociación? ¿De dónde emanan las órdenes?

—El origen de todo esto pudo estar en la decadencia de las sociedades anónimas, a últimos del siglo XXI, y en la creación de las sociedades secretas. Gente de Dios sabe dónde debieron reunirse y acordar la creación de un mundo como el que tenemos ahora, tan inmensamente transformado, con relación al pasado, del cual sabemos sólo lo que nos han querido contar. Estallaban guerras y rebeliones; se cometían crímenes y robos. Ahora no se adora al cacique, porque se dice que no existe... ¡Pero la prueba de su existencia secreta la tenemos por doquier!

—Yo pienso que «Los Naturales», con su movimiento antitécnico, desean averiguar la verdad de ese gobierno fantasma. Pero, por otra parte, analizando todo lo que he llegado a saber, me hago la siguiente pregunta: ¿no es posible que «Los Naturales» sean una creación de ese mismo gobierno fantasma y que se esté preparando una transformación para caer en algo peor de lo que tenemos ahora?

—Annie no replicó. La idea no carecía de sentido.

* * *

Ivonne le esperaba con impaciencia. Abrazó y besó apasionadamente a Joe, cuando éste entró en el refugio, seguido de la impresionada Annie.

—¡Me has tenido con el alma en vilo! ¿Por qué no has llegado antes?

—Tuve un tropiezo, querida. Annie te lo contará.

Las dos mujeres se miraron. Annie tendió la mano a Ivonne, pero ésta ignoró el gesto. Había resentimiento en su actitud.

—No me guardes rencor, Ivonne. Al fin he sabido quién era Carl.

—¿Por qué la has traído?

—Iban a matarnos, Ivonne. Ella me ayudó. Déjame que te lo cuente todo.

—Esta mujer se interpuso entre Carl y yo.

—¡De acuerdo! Pero te hice un gran servicio —replicó Annie.

Aquella conversación, prevista por Joe, no agradó a éste, que intervino con aspereza.

—Si las dos sabéis quién es Carl, ¿por qué discutir? Hay que desenmascararle. ¿O es que todavía sientes algo por él?

—¡Le odio! —exclamó Ivonne—. Pero Annie es de su misma clase.

—Siento que pienses así de mí, Ivonne. Yo no te deseo ningún mal.

—Preferiría más no verte. ¿Va a quedarse aquí?

—Lo siento, Ivonne. Pero la buscan como a nosotros. No estaremos muchos días escondidos.

—Está bien, Joe. Este es tu refugio y sabes lo que haces. Procuraré no percatarme de su presencia. Hay mucho egoísmo y envidia en su corazón.

—El resentimiento te ciega, Ivonne. Yo no oculto que me dejé seducir por Carl. Nada podía perder. Estoy casada y he cumplido mi contrato con el esposo que me señaló la ley. No tengo que seguir obligada a él, porque yo también tengo mi propia ley personal. Si tú hubieras estado en mi caso, Carl te hubiera seducido.

—¡Mientes! ¡Íbamos a casarnos si triunfaba nuestra causa, pero tú viniste a interponerte y lo estropeaste todo!

Con voz áspera, Joe preguntó:

—¿Significa eso que todavía le quieres, Ivonne?

—No, y tú lo sabes. Le odio... Ha sido inicuo y vil.

Joe no quedó convencido, pero optó por cortar la discusión.

—Necesitamos descansar, Ivonne. Supongo que tú lo has hecho durante mi ausencia. Te ruego que cedas tu litera a Annie y vigiles, por si ocurre algo.

Ivonne se volvió de espaldas, sin responder.

Annie y Joe se tendieron en sus respectivas literas. Estaban fatigados de la marcha y pronto se quedaron dormidos.

Entonces, sin esperar, Ivonne se dirigió hacia la salida y abandonó el refugio. Poco después, corría por entre los árboles, enfurecida y cegada por el despecho, dispuesta a denunciar al hombre que decía amar con tal de vengarse de la mujer que consideraba culpable de sus desdichas.

Ciertamente, Ivonne no amaba a Carl. Únicamente le había admirado. Amor, en el sentido nuevo que ella daba a este sentimiento, sólo creía profesárselo a Joe por dos importantes motivos. Uno era que la ley se lo había señalado como esposo, computando afinidades que nadie podía negar. Y la joven tenía aún arraigadas las costumbres de su mundo.

Además, Joe le gustaba por otros motivos que sólo tenían relación con las impresiones inexpresables. Lo que Carl no lograba despertar en ella, lo despertó Joe.

Su incontrolada furia la producía el hecho de que Joe se hubiera presentado precisamente con Annie en el refugio. Cualquier otra persona no le hubiese causado el efecto que le causó ella.

Sin embargo, Ivonne reflexionó pronto, cuando la carrera la hizo jadear. ¿Adónde iba? ¿A denunciar a Joe? ¿No era esto una estupidez?

Se sentó en un desnivel del terreno y se puso a pensar. La tensión de la espera la había impresionado. Annie le causó enojo. Pero si denunciaba a Joe, también se delataba ella. ¿Y qué ocurriría? ¿No la matarían como querían matar a Joe?

En este terrible dilema, la joven no vio a un guardabosque, representante del Control Legal, que apareció entre los árboles, provisto de un rifle paralizador.

Y cuando Ivonne se percató de la presencia del guarda, ya era demasiado tarde. El individuo le estaba apuntando con su arma.

—¿Qué haces aquí?

Ivonne se puso en pie, trémula.

—Creo que... me he perdido. Estaba dando un paseo y...

—¿Estás autorizada para pasear?

—Sí.

—Identifícate.

Ivonne llevaba una tarjeta metálica impresa. La extrajo y se la entregó al guarda. Y sólo había un error. En aquel momento, Ivonne debía encontrarse en el Centro de Estudios Históricos, donde era auxiliar de arqueología.

—Es muy extraño. Debías estar en tu trabajo.

—Te repito que me he perdido. Estaba pensando en no sé qué y... cuando me di cuenta no encontré el camino de regreso.

—Camina delante de mí. En la ciudad hay suficientes pulmones verdes para que nadie busque la soledad y el silencio de estos parajes costeros. Informaré de ti al Control Legal.

—¡No! —gritó Ivonne, impensadamente. Con esto acentuó la sospecha del guarda.

—Pues lo siento. Tienes que acompañarme. Andando. Y no trates de escapar o te paralizaré con una descarga. Camina en esa dirección. Me quedaré con tu placa de identidad.

* * *

Joe despertó unas horas después. Buscó a Ivonne y no la encontró por parte alguna; Annie, sin embargo, continuaba durmiendo. Inquieto, tomó algún alimento y luego salió al exterior, mirando en todas direcciones. Poco después, en un terreno húmedo, descubrió las huellas de los pies de Ivonne. Un examen atento le permitió descubrir que ella se había ido corriendo.

Al comprender esto y recordar la acogida que Ivonne había dado a Annie, optó por regresar al refugio y despertar a la joven.

—¡Arriba, Annie! ¡Vamos, despierta! ¡Tenemos que irnos de aquí!

—¿Eh, qué ocurre?

—No lo sé. Pero Ivonne ha desaparecido.

—Dijo claramente que no le gustaba mi compañía.

—Temo que haya cometido una tontería. Y si le ocurre algo... Bueno, tal vez, tratando de vengarse de ti, caigamos en poder de Carl. Por eso creo conveniente cambiar de refugio antes de que sea demasiado tarde.

Antes de marchar, Joe tomó otra de las armas cortas, tipo revólver, y una caja de municiones, cuyo examen le pareció satisfactorio. La pólvora era vieja, pero las cápsulas parecían llenarse en perfectas condiciones. Sin embargo, para salir de dudas, Joe efectuó unos disparos en el fondo de la gruta, alarmando a Annie con los estampidos.

—Nos puede ser útil, Annie. «Los Naturales» y el Control Legal han de estar buscándonos ya en Anver-5.

—¿Es que regresamos a la ciudad?

—Vamos a buscar a Ivonne. Luego, llamaremos a mi jefe a ver qué noticias nos da.

Salieron de la gruta y, deliberadamente, Joe caminó en la misma dirección que lo había hecho Ivonne, tratando de seguir sus huellas, lo que les condujo hasta el lugar donde la desaparecida se había detenido a reflexionar. Allí, Joe, que era experto en muchas más cosas de las que una ordenadora electrónica es capaz de saber, descubrió las pisadas del guardabosque. El terreno era blando y húmedo; era fácil, por tanto, comprender lo ocurrido.

—Ivonne se detuvo aquí y estuvo sentada unos minutos —explicó Joe a Annie—. Uno de los guardas debió de encontrarla. Debió de hallar algo anormal en ella y, cumpliendo con su deber, se la llevó hacia el puesto de vigilancia forestal.

—¿Dónde está eso?

—A cinco kilómetros de aquí, cerca de la terminal del ferrocarril subterráneo.

—¿Piensas ir a buscarla?

—En eso pensaba, sí. Pero es temerario. Ivonne está siendo buscada por el Control Legal, que ya sabemos tiene importantes vínculos con «Los Naturales».

—¡Pero hemos de hacer algo por ella! ¡Si cae en manos de Cari, la maltratará y querrá averiguar dónde estamos!

—Sí, lo sé. Me siento acorralado. Yo puedo luchar contra todos a la vez. La única esperanza que tengo está en el jefe de mi oficina.

—¡Pero no tiene sentido quedarse cruzado de brazos, Joe! ¡Hemos de hacer algo!

—Está bien. Iremos al puesto de vigilancia forestal. Llevo una pistola y sé cómo emplearla.

Se pusieron en marcha. Joe dedujo que Ivonne se había ido tres o cuatro horas antes. Posiblemente, ya debía estar en la ciudad. Y tratando de ayudar a la mujer que amaba, podía meterse en la boca del lobo, de donde no le sería fácil salir.

La situación, por otra parte, no permitía vacilaciones ni dudas. Era preciso afrontar los hechos. Más comprometidos de lo que estaban no podían estarlo.

El edificio de la vigilancia forestal se encontraba en lo alto de un monte, al que se subía por una escalera de cemento. Sobre el techo se alzaba una torre metálica, para el vigía y, normalmente, allí había tres agentes de vigilancia. Contaba con la ayuda de un vehículo volador, el cual no se encontraba allí cuando Joe y Annie terminaron de subir la escalera.

Había, empero, un agente de cierta edad, que les observó desde la ventana de la oficina. Pero salió a recibirles sin recelos.

—¿Qué os trae por aquí?

—Busco a una mujer. Es mi esposa. Su clave es X-234-826-126-R.

Era costumbre, para identificar a alguien de una localidad determinada, mencionar únicamente las últimas seis cifras y la letra correspondiente.

—Ah, sí. Una chica del Centro de Estudios Históricos —replicó el agente forestal—. La ha encontrado mi compañero. Estaba perdida en el bosque.

—¿Dónde está?

—La hemos llevado a la ciudad. Mi compañero habló con el Control Legal y recibió órdenes de trasladarla allí.

—¿Ha opuesto resistencia?

—¿Por qué había de oponerse? Quien no conoce los bosques, puede perderse. A ti te he visto algunas veces cerca de la costa.

—Sí —afirmó Joe—, estoy autorizado. Practico la inmersión submarina.

—Si quieren ver a la joven, tendrá que ir a Anver-5.

—Sí, lo haremos. ¡Vámonos!

—Un momento —atajó el agente, mirando a Annie—. ¿Tú quién eres?

Annie, a un gesto de Joe, mostró su placa de identificación. El agente pareció satisfecho. Annie tenía permiso especial para poder moverse libremente por toda la demarcación.

—Está bien. Pueden irse.

Joe y Annie dieron media vuelta y descendieron la escalinata. Luego, por un camino rural, se dirigieron hacia la ciudad.

—Está visto que no podemos hacer nada —dijo Annie.

—Te equivocas. Voy a matar a Carl. Debe estar en el Centro de Estudios Históricos. Cuando lo encuentre, le meteré cinco balas en el cuerpo.

—¡No lo hagas, Joe!

—No puede ocurrirme nada. Seré detenido, me administrarán una de esas drogas que hacen olvidar y regresaré a mi puesto de trabajo. Eso es todo. Hay que reconocer que el orden está asegurado. Carl será un puñado de cenizas y no causará más daño. Yo me olvidaré de todo lo ocurrido. Ignoraré hasta la duda de si Ivonne tuvo alguna relación ilícita con Carl.

Nada podía ser más fácil. Pero Annie tenía sus recelos.

—Lo que dices estaría bien, pero en otras circunstancias.

—¡Es la ley!

—No. Recuerda al supervisor de Control Legal. ¿Por qué en vez de administrarle un fármaco lo arrojaron por una ventana?

—«Los Naturales» practican métodos primitivos y eficientes. Yo hago lo mismo. Y si Bertie es cómplice de Carl, puedo reservar otras tantas balas para él. Creo que es lo mejor. Así, tú puedes volver al Centro Psicopático. Nadie te molestará, puesto que no has infringido la ley. Es preciso que alguien conserve el recuerdo y la memoria de lo que ocurre.

—Demasiado sencillo. Carl y sus hombres están en todas partes. Y van armados. Hemos sido sentenciados a muerte.

—¡La Asamblea General no sabe nada de ti! ¡Carl actúa por su cuenta! De todas formas, antes de entrar en la ciudad, llamaré a mi jefe por videófono. Tal vez tenga alguna noticia que darme. Después... ¡No tengo más remedio que arriesgarme, Annie! Te agradezco todo lo que has hecho por mí.

Sin tu ayuda y la del doctor Luke, ya estaría muerto.

—¡Luke puede ayudarnos todavía más! ¡Yo también le llamaré al Centro! Al menos, nos informará de lo que se propone Carl.

—Si Carl sospecha que él nos ayudó, posiblemente ya esté muerto —dijo Joe, en tono pesimista.

CAPÍTULO 8

EL doctor Luke contestó a la llamada de Annie. Su alegría no fue fingida, al ver el rostro de ella en la pantalla.

—¡Me has tenido con el alma en vilo! No respiré libremente hasta que no vi la cámara de hibernación vacía.

—¿Qué dijo Carl?

—Se quedó más blanco que los hibernados. En su rabia, no pensó que yo te dejé la mano derecha casi libre. Le dije que tú conocías el Centro mejor que nadie. El me acusó de que la idea de la hibernación había sido mía, pero le contesté que él la aprobó. Se fue con sus hombres, furioso, prometiendo volver.

—No tengas miedo, Luke. Te estoy muy agradecida. Hemos de informar a la Asamblea General de la conducta de Carl. Creo que actúa por su cuenta, contra los intereses de la secta.

—Me dijo que la Asamblea había condenado a Joe y que tú eras su cómplice. Yo fingí creerle, porque sus hombres estaban armados y me parecieron dispuestos a todo. Les ayudé a ocultar el cadáver de Max y luego prensé en el truco de la hibernación.

—Escucha, Luke. Tienes que repasar los expedientes de los hibernados. Algunos deberían revivir. Los necesitaremos para establecer un puente entre el pasado y el presente.

—¡Eso es buena idea!

—Nos servirán para llegar hasta la Asamblea General. Joe quiere matar a Carl, pero yo creo que es mejor hacer que los jefes de grupo se enteren de las actividades de ese traidor. Sin Carl, el movimiento puede seguir adelante.

—Me parece una buena idea, Annie. Estoy contigo en todo y por todo.

Al mismo tiempo, en una cabina contigua, en la estación subterránea del ferrocarril, Joe sostenía otra interesante conversación con su jefe del Centro de Cálculos técnicos.

Nada más establecerse el contacto, el jefe de Joe exclamó:

—Estaba impaciente esperando tu llamada: ¡tengo buenas noticias!

—¿De qué se trata? —preguntó Joe, anhelante.

—No puedo explicarte muchas cosas. Sólo tienes que confiar en mí.

—Tengo plena confianza, de lo contrario, no te hubiera llamado. Sin embargo, ha sucedido que mi mujer ha sido detenida y llevada al Control Legal.

—No le harán nada, te lo aseguro. Atiéndeme. Tienes que ir, sin perder un instante, a la dirección que voy a darte. Es un apartamento-celda, donde vive un hombre al que no conozco, ni sé quién es. Hay muchas cosas extrañas que ignoramos. Pero mi superior, el hombre que controla este Centro, está enterado de todo lo que no sabemos. Tienes que ir a la calle 12, número 89. Eso está en el extremo sur, junto al río. Es una casa algo vieja. Muestra tu placa de identidad y él te enseñará la suya... ¡No te asombres si en vez de blanca ves que es azul!

—¿Azul? ¿Quién es ese hombre?

—La única persona en Anver-5 que puede ayudarte. Mi superior jerárquico ha hablado con él. Yo no sé la verdad de todo cuanto ocurre y lo que me dijiste me han ordenado olvidarlo. Y eso haré. Pero tú debes ir a ver a ese hombre inmediatamente.

—De acuerdo. Piensa que estoy desesperado y llevo un arma por lo que pueda ocurrir.

—Ten cuidado. No puedo decirte nada más. Esas son las instrucciones que me han dado. Recuerda: calle 12, número 89.

—¿Qué apartamento tiene?

El semblante del otro no se alteró lo más mínimo al responder de modo tan raro:

—No lo sé. No me lo han dicho. Tú haz lo que te digo.

—¡Pero habrá más de cinco mil apartamentos! —exclamó Joe, sorprendido.

—Sólo me han dicho que ese hombre posee placa azul. ¡Ve a verle cuanto antes!

—Está bien. Si es preciso, llamaré a todas las puertas. Pero esto es muy raro.

—Yo también opino lo mimo que tú.

—Siempre me he preguntado qué máquina ordenadora te clasificó para el cargo que tienes.

—La misma pregunta me hacía yo antes. Luego, aprendí a no extrañarme de nada. ¿Sabes que mi ficha psicotécnica dice que poseo un profundo sentimiento religioso?

Joe sonrió y repuso.

—Búscate un nombre, para poder llamarte en la intimidad. Se van a perder muchos anonimatos dentro de poco, si es que alguien quiere escucharme.

—¿Un nombre? Tengo mi número de clave.

—¡Y yo también! Pero me gusta que se dirijan a mí, llamándome Joe.

—¿Joe? ¿Qué significa?

—¿Te parece poco? Significa yo, que soy alguien. Adiós, jefe. Y gracias.

—Ah, comunícate conmigo cuando esté solucionado todo. Tengo tu puesto libre todavía. Si pido un sustituto, se complicarán mucho más las cosas.

Joe cortó la comunicación. Abandonó la cabina y vio que Annie estaba esperándole. Mucha gente iba y venía en todas direcciones, saliendo y entrando de los trenes subterráneos, único medio de transporte rápido para largas y medianas distancias.

—¿Qué te ha dicho el doctor? —preguntó Joe, situándose al lado de ella.

—Logró burlar a Carl. Cree que debe estar en el Centro de Estudios Arqueológicos. Le he dicho que vaya estudiando los expedientes de los hibernados, cosa que hará. Creo que podemos confiar plenamente en él. ¿Y tú jefe?

—Tengo noticias, Annie. Debo ir a ver a un sujeto extraño, a la calle 12. Tomaremos la línea cuatro. Me esperan, según creo. Pero no vendrás conmigo. Espérame cerca. Observa dónde entro y aguarda una hora. Si no salgo... Bueno, el doctor Luke siente mucho interés por ti.

—Comprendo, Joe —dijo Annie con tristeza—. No es un hombre muy guapo, pero nos ha dado una prueba de sus sentimientos. Creo que le he tratado injustamente.

* * *

Joe contempló el edificio antes de cruzar la calle por el paso inferior. Annie se le quedó mirando desde la esquina. Se trataba de un barrio tranquilo, junto al río, de poco tránsito.

Sin vacilar, Joe se acercó a la entrada. Y no se sorprendió nada al ver allí a una mujer haciendo la limpieza.

Él se acercó y dijo:

—Me han dado estas señas.

—¿Quién es usted? —preguntó la mujer, mirando extrañamente a Joe.

Este sacó su placa de identidad. Entonces, la mujer se volvió y dijo:

—Sígame.

—¿Qué apartamento es?

—No preguntes, hijo. Le llevaré ante la persona que le espera.

Tomaron un ascensor y subieron hasta el noveno piso. Luego, por el transportador interior, llegaron ante la puerta de un apartamento-celda.

—Aquí es —dijo la mujer, dando media vuelta y retrocediendo.

La puerta se abrió. Un hombre de unos sesenta años, ligeramente encorvado, apareció ante Joe, quien le mostró su placa de identidad.

—Pasa, muchacho —dijo el hombre, a la vez que sacaba de sus viejas y oscuras ropas una placa metálica, de color azul, en la que había un número muy bajo, con una sola letra—. No te fijes mucho en esto. No hay en todo Anver-5 quien posea una placa así. Siéntate donde puedas. ¿Te estás preguntando quién soy? ¡Ah, soy un viejo inútil y cargado de aprensiones!

El apartamento estaba confusamente revuelto, pero se hallaba provisto de todo lo necesario para vivir con relativa comodidad. Joe se sentó en una raída butaca, forrada de tela deshilachada. El hombre se dejó caer en otro asiento, ante él. Parecía cansado.

—Además de un nombre, tengo un número... ¡Un nombre y un apellido! ¿Te extraña eso, hijo? Yo conocía a mi madre y a mi padre. ¿Qué edad me calculas?

Sorprendido, Joe repuso:

—Unos sesenta años.

—Nací en 1993. Tengo, pues, ciento sesenta y tres años. ¡Ah, eso se comprende! Tomo un líquido que llaman agua superdensa. No soy el único. Como yo hay más de veinte mil personas en la Asociación Interplanetaria.

»Estoy informado de cuanto te ocurre. No te inquietes. Has hecho algunas cosas mal. Lo mejor, lo más lógico, fue avisar a tu superior jerárquico. La gente suele acudir al Control Legal. Es lo enseñado. Pero si ese organismo se pervierte o adultera, existe el orden jerárquico. Es cuanto a mí, me llamo Frank Stabia. Nací en Sicilia, una hermosa isla del Mediterráneo que ahora se llama Looper-2. Soy abogado. ¿No sabes lo que es eso? Es muy complicado. Esa profesión ya no existe. La liquidamos.

»La Humanidad estaba destinada al exterminio. Era inevitable. Al conquistar los primeros planetas se concibió el principio de la supra-humanidad, la sociedad tecnificada, cuya segunda etapa estamos terminando ahora.

»No te extrañe. Antes, los jefes de estado eran individuos que, de un modo u otro, conquistaron el poder. Se recurría a todos los procedimientos para alcanzar el máximo puesto. Y cuando se conseguía, aquellos hombres descubrían, con desesperación, que estaban atrapados en las mismas mallas que ellos habían tejido. Era desolador. Gobernar significaba un riesgo tremendo. Era imposible dictar leyes a gusto de todos. Ni siquiera los decretos más justos y ecuánimes se acataban con agrado por la mayoría.

»Lo que beneficiaba a unos, perjudicaba a otros. No importa el número. Con un sólo hombre descontento se corría el riesgo de recibir un disparo, sufrir un atentado o morir envenenado. Un jefe de gobierno necesitaba cientos de hombres para que velasen por su seguridad.

»Hubo políticos «blancos» y «negros». Unos gobernaban y otros aparecían en público. La historia ya no los juzgará más. Decidimos librarnos de la historia, en un sentido práctico, aunque se permite estudiar aquellos tiempos, por la enseñanza que puedan darnos.

»Yo nací en medio de un mundo en tensión. La Humanidad, gobernada contra su voluntad, quería vivir en paz. Presiones de toda índole nos llevaban a la guerra. Y la experiencia era terrible. Así fue como se creó un partido secreto, que tomó el nombre de una antigua secta de la edad media. Yo fui uno de los primeros «Rosacruces».

»Teníamos entre nosotros a los mejores hombres de ciencia de la época. Contábamos con el agua superdensa. Podíamos vivir doscientos o trescientos años. Y este tiempo era más que suficiente para modificar las estructuras políticas del mundo.

»Para ello, acordamos infiltrarnos en las altas esferas de los gobiernos orientales y occidentales. A los pocos años, ocupábamos el poder. Nuestros alquimistas, trabajando en galerías secretas, nos facilitaron dinero suficiente para comprar todo lo que fuera necesario, incluyendo la conciencia de las gentes. Y eso hicimos.

»Yo llegué a ser consejero de la Comisión Política Europea, pero mi nombre no apareció en la prensa ni en los servicios informativos de la televisión. Y mis compañeros, en Oriente, América, África y Australia, hicieron lo mismo.

»Desde las sombras, eliminamos todo lo que era necesario eliminar. Acabamos con todos aquellos poderes creados por el dinero y empezamos a fundar los principios de la sociedad actual. Fue desterrada la prensa y la información. La gente debía saber sólo lo concerniente a su trabajo. Se implantaron los métodos electrónicos, biónicos y psiónicos que ahora conocemos.

»Y cuando desapareció la generación puente, apretamos la mano desde nuestros refugios. Heme aquí, un dirigente máximo de la Asociación Interplanetaria, y vivo como cualquier empleado. No necesito más. Gozo de seguridad. Puedo pasearme por las calles y contemplar la obra que hemos realizado. Yo no gozo de más privilegios de los que puedas gozar tú. Y eso es bueno. Tenemos las mismas necesidades, todas cubiertas por el progreso económico, y la ley no puede ser más sencilla.

»Se han simplificado mucho los sistemas. Era preciso mantener un control de nacimientos; crear vidas destinadas al hambre y a la miseria era una equivocación, fruto de la impremeditación. Claro que todo ser humano tiene derecho a vivir como le plazca, siempre y cuando no perjudique a los demás. Y la principal injusticia estaba en la distribución de la riqueza.

»Ahora no existen ricos ni pobres. Todos somos iguales. Nadie tiene más de lo que puede necesitar. Pero esto no es una doctrina que saliera de los regímenes establecidos entonces, cuyas finalidades eran la opresión de la mayoría.

»No. Todo aquello debía ser erradicado. Y se hizo, aunque no de un modo súbito y brusco, sino paulatinamente, dejando que pasaran las generaciones. Así, pudimos abolir incluso el delito. La ciencia nos ha ayudada mucho. Hemos creado un mundo casi perfecto. Observa que digo casi. Y es que el hombre no puede alcanzar la perfección. Ese atributo sólo corresponde a Dios.

—¿Dios? ¿Quién es?

—El Ser Supremo que está por encima de nosotros, que rige y domina el pasado y el futuro, el Sumo Hacedor, a quien adoramos y servimos.

—¿El Espíritu al que adoraban las antiguas religiones?

—Sí. El mismo. Jamás ha sido negado ni suprimido. Nosotros, conscientes de su poder supremo, le rendimos el respeto que merece. Pero decidimos que no se deben hacer las cosas bien por temor al castigo, sino por sí mismas. Dios tenía que aprobar nuestra meditación, no negándolo, porque jamás hemos hecho eso, sino manteniéndolo en el lugar que le corresponde.

»En realidad, fue él quien guió nuestros actos, dándonos su favor por el éxito obtenido. La gente es más feliz así. Obra de acuerdo con la conciencia, la cual es esencia de Dios. Pero no existen dudas ni vacilaciones. El destino que Él nos reserva en el Más Allá, lo ignoramos. No podíamos, por tanto, especular con ello, ni exigir que el hombre creyera en lo que no veía ni podía comprender.

»Nosotros tecnificamos la Humanidad. Si nos hemos equivocado. Dios nos juzgará. Si hemos acertado, nos lo premiará. Es mucho lo que podía explicarte de nuestro sistema. Nos reunimos en cierto lugar, que sólo nosotros sabemos. Hay una comisión permanente que controla todos los organismos legales. Vigilamos, tenemos autoridad, nada se nos escapa de cuanto ocurre... ¡Y Los Naturales, aunque te parezca extraño, son obra nuestra!

—¿Eh? —exclamó Joe, dando un brinco en su asiento.

—Sí. Ese movimiento está dirigido por nosotros y tiene una finalidad determinada. Es, por así decirlo, otra etapa en el desarrollo natural de la vida del hombre. Sin embargo, tenía que formarse en la clandestinidad. Era necesaria esa conciencia que se está creando en todas las poblaciones del universo dominado por nosotros. El pueblo tiene demasiadas horas de ocio. La educación está dirigida de forma que suple las bajas en los puestos de trabajo y crea otros nuevos. Todo eso está regulado por computadoras. Es necesario.

»Pero nosotros no hemos querido crear seres mediatizados, robots de carne y hueso. Necesitábamos, no volver a los antiguos tiempos, sino comprobar el resultado de lo logrado hasta la fecha.

»Hay un plan de grandes proporciones que será dirigido por los hombres de ahora, por ti y por otros. A pesar del agua superdensa, nuestra existencia se está acabando. Algunos de nosotros empiezan a morir.

Y por eso hemos querido saber lo que va a ocurrir cuando se pase a la etapa siguiente. Los «Rosacruces» modernos morirán como murieron los antiguos. Se han de formar nuevas fuerzas secretas. Y en ese movimiento llamado «Los Naturales» ha de surgir la fuerza vital del futuro.

»Tú vas a ser un moderno «Rosacruz», muchacho. No nos importa que te llames Joe o Benjamín. Si se estableció el sistema de cifras, fue por organización electrónica. Lo que no queremos, por ningún concepto, es que hombres como los que dicen llamarse Bertie o Carl, entre otros, lleguen a penetrar en el secreto de los «Rosacruces». ¿Me has comprendido?

—Sí, entiendo, señor —dijo Joe, con respeto.

—Deja el tratamiento. Puedes llamarme Frank. He sido informado de la muerte de un hombre que pertenecía al Control Legal. Sé que un tal Carl ha utilizado la antitecnia y el fanatismo de algunos de sus seguidores para amenazarte, golpearte y hasta tratar de asesinarte.

»A nosotros se nos escapan pocas cosas, gracias a los métodos de detención e información que poseemos. No son esos hombres solos, sino que existen muchos como ellos en otras localidades. Se imaginan que vamos a permitir consecuencias de partidismos e intereses propios.

»No. Esos hombres serán eliminados radicalmente. No queremos ni los vestigios de su casta. Ni siquiera con drogas se puede desterrar el contenido de su herencia genética. Hay que destruirlos, y para ellos hemos creado una Sección Activa de Ejecución que, dentro de poco, empezará su tarea. Las listas se han iniciado ya, pero no están completas.

»Tenemos hombres y mujeres que colaboran con nosotros sin darse cuenta. Tú eres uno de ellos, y lo es Ivonne, que en estos momentos debe estar pasando un trago amargo, en manos de esos intrigantes.

—¿Dónde está?

—En el Control Legal, siendo interrogada por Carl y sus hombres.

CAPÍTULO 9

CARL, vistiendo el uniforme de Control Legal, se hallaba sentado detrás de una mesa metálica, en cuyo tablero superior estaban los mandos de lo que se conocía como Sala de Investigación Psíquica. En realidad, era una extraña cámara de tortura.

Frente a él, en el centro de la sala, sentada en una silla, se encontraba Ivonne, sujeta de pies y manos por abrazaderas metálicas. Diferentes tipos de cátodos estaban unidos a la piel de la joven detenida. La mayor parte habían sido aplicados a la cabeza, pero tenía otros en el pecho, en las articulaciones, palmas de la mano y piernas.

Desde su mesa, Carl controlaba perfectamente todas las reacciones físicas y psíquicas de la muchacha.

—Esto me sirve de ejercicio —habló él, sonriendo—. Bertie quiere que me encargue de los interrogatorios, llamados políticos.

—¡Eres un miserable, un cobarde y un canalla! —exclamó Ivonne, con furia incontenible—, ¡Y jamás te diré dónde está Joe!

—¿De veras? ¿Eso crees? ¿Para qué crees que te hemos traído aquí? No tengo mucha práctica, sin embargo. Sólo me han dado unas lecciones. Y puede ocurrir que tu cerebro reciba una sobrecarga eléctrica y mueras durante el interrogatorio.

—Eso ya no me preocupa. Tus evasivas y negativas me han hecho perder el interés por ti. Confieso que todavía me gustas, y podría obligarte a mis deseos. Pero existen ya demasiadas mujeres bonitas en «Los Naturales». Ayer conocí a una muy joven, recién salida de la escuela, que es una maravilla. Se hace llamar Gacela. Bonito nombre, ¿verdad? La tomé en brazos y se estremeció, como sacudida por una vibración magnética... Así.

Al decir esto. Carl presionó una palanca del tablero. En su silla, Ivonne se estremeció al recibir una fuerte sacudida eléctrica que duró fracciones de segundo. Un copioso sudor cubrió su rostro atormentado. La boca se le torció en una mueca de dolor.

—¡Cobarde!

—No te excites, Ivonne. Es una prueba. Te estaba hablando de Gacela... ¡Ah, es encantadora!

—¡Esto que haces lo pagarás caro, Carl!

—¿Caro? ¡Oh, no! Si algo saliera mal, aceptaré el castigo sumisamente, dejaré que me inyecten y me olvidaré de todas vosotras. Estoy seguro de que siempre encontraré alguien que me guste. Confieso que las mujeres sois mi debilidad.

»Bertie me reprocha esto, aunque reconoce que no es una falta grave. El mundo está mal repartido. Pero dejemos eso y hablemos de tu marido. Nos burló en el Centro Psicopático. Creo que el doctor Luke les ayudó. Ya lo averiguaré y recibirá su merecido. ¿Dónde está Joe?

—¡No te lo diré nunca!

Carl sonrió y presionó en otra palanca. Los efectos del shock mental fueron fulminantes. Ivonne se contrajo, crispando los músculos del cuello, para luego quedar con la cabeza doblada sobre el hombro derecho.

—Habla o recibirás mucho daño, Ivonne. Voy a anular totalmente tu voluntad, y hablarás. ¿Para qué quienes torturarte tú misma?

—¡Mátame, pero no te lo diré!

—¿Está Annie con él?

—No lo sé.

—¿Qué hacías en el bosque, cerca de la costa?

—Me perdí.

—Joe es aficionado a la inmersión submarina. Sé que va con frecuencia por aquellos lugares. ¿Tiene, acaso, algún refugio?

—No.

Carl presionó una nueva palanca. Y ahora, Ivonne tuvo la sensación de que le desgarraban el cerebro. Lanzó un agudo chillido y luego sus palabras fueron balbuceantes:

—Déjame ya... No quiero sufrir más.

—¡Habla!

—No puedo... No puedo...

Cari, furioso, fue a presionar otra palanca, pero a su derecha se abrió una puerta. Bertie, en persona, apareció, seguido de otro hombre, también vestido de agente de Control Legal.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Bertie.

—Nada todavía. Pero no tenemos prisa.

—¡Te equivocas! Sabemos que Joe y Annie están en Anver-5.

—¿Eh, dónde?

—Él se ha comunicado con su jefe. Hemos interceptado la comunicación y sabemos que va a cierta calle, junto al río. Se le está vigilando estrechamente. Creo que vamos a pescar algo grande, por vez primera.

—¿Qué quieres decir, Bertie?

El hombre que acompañaba a Bertie declaró, sonriendo:

—Un miembro de la Asociación Interplanetaria.

—¿Eh? ¿Pero es cierto?

—¡Ya lo creo! ¡Y queremos agarrarlo vivo! ¿Te das cuenta de lo que eso significa?

—De momento, podemos dejar a ésta en una celda. Tenemos que ocuparnos del otro. Necesitamos todos nuestros hombres de confianza. Más que capturar a Joe, queremos al hombre de la placa azul.

—¿Es el que te da órdenes telefónicas?

—Sí. El hombre de la voz gangosa y cansada —dijo Bertie—. Quiero que te quites ese uniforme y vayas con Vaum a la «pesca». No quiero que se alarme nadie. Sigilo y cautela. Alguien debe estar vigilando. Puede ser Annie. Que la traigan aquí. Las señas las conoce Vaum.

—Lástima. Me estaba entreteniendo con Ivonne. ¿Sabéis que esta máquina es muy divertida?

—No seas sádico, Carl. Yo me encargaré de ella.

Carl miró a Ivonne con sonrisa despreciativa. Luego, siguió a Vaum.

Bertie se acercó a Ivonne y le acarició una mejilla.

—Lo siento, Ivonne. No debiste traicionarnos. Con nosotros habrías tenido un brillante porvenir. Fue una lástima conocer a Joe. ¡Qué tipo más correoso!

* * *

El tipo «correoso», como le llamó el sibilino jefe de supervisión del Control Legal, estaba aún escuchando las revelaciones de Frank Stabia, que le habían hecho abrir mucho los ojos, cuando sonó un zumbido en el apartamento.

El viejo abogado se levantó de su asiento, no sin trabajo, y rogó:

—Disculpa. Me llama alguno de mis informadores.

De un armario extrajo un aparato que se llevó al oído:

—Sí, Lastre duro... Escucho... Bien... Perfectamente... ¿Ya están en camino? Correcto. Llama a «Ulvix» e infórmale. Quiero conocer de cerca esos métodos... Sí, les dejaré hacer... No te preocupes por mí. Les intereso vivo... Te confieso que suponía algo de esto. Tengo una visita. Debieron interceptar su llamada, y, por los datos, averiguar mi refugio. No te inquietes. Haz lo que te he dicho.

Frank volvió a dejar el aparato en su sitio y se encaró con Joe.

—El Control Legal viene hacia aquí.

Joe no se inmutó, pero sacó del bolsillo interior el revólver que llevaba.

—¿Conoce usted esto, señor?

—¡Diablos, es un revólver de mis tiempos! Deja eso, muchacho. Oí decir que esas armas las dispara Satanás.

—No. Hay que apretar el gatillo.

—No te gustará saber lo que estoy pensando, hijo mío. ¿Quieres ser el jefe de la Sección Activa de Ejecución, cuando empiecen a funcionar?

—No, gracias. Prefiero más los métodos modernos.

—Se ha decretado la eliminación total de esos seres inicuos. Claro que todos serán juzgados. Pero Carl y Bertie han demostrado muy a las claras sus intenciones.

Frank Stabia se sentó y tomó un vaso de algo parecido a leche, del que bebió lentamente.

—¿Se queda usted aquí esperando a que vengan a buscarle?

—Yo les dejo hacer. Me siento bastante cansado. Ciento sesenta y tres años pesan, aunque sean para un «Rosacruz»... Quiero que me encuentren. Nos llevarán a Control Legal... Allí hablaré.

—¿Y si le golpean durante el trayecto?

—Siempre estamos expuestos a un golpe. No tiene importancia. Temo más por lo que pueden estar haciendo con tu mujer. Me dijeron, no hace mucho, que la habían llevado a la «cámara de tortura».

—¡No! —exclamó Joe, aterrado.

—Se trata de métodos eléctricos, más de efectos psíquicos que físicos. Ivonne es joven y se recuperará. La torturan porque quieren averiguar dónde te encuentras. Pero como ya lo saben...

Frank se acercó a la pared de cristales que daba a la calle y estuvo un rato mirando al exterior. Joe se situó a su lado.

Al poco rato, vieron llegar cinco vehículos voladores. Al verlos, Annie, que estaba en la esquina, corrió hacia el paso subterráneo, pero los agentes del Control Legal le cortaron el paso. La condujeron a uno de los vehículos, pese a los forcejeos de ella.

—Esa mujer del Centro Psicopático, ¿cómo es?

—Muy buena muchacha, impulsiva y vehemente. Se deja llevar demasiado por los sentimientos. Pero es lista.

—Las personas actúan de acuerdo con lo que son. Lo único que necesitan es una situación para reaccionar y sacar lo que llevan dentro.

Estas sabias palabras de Frank Stabia hicieron pensar a Joe, mientras veía a los agentes de Control Legal acercarse al edificio donde estaban ellos. Y, de repente, vio a Carl salir de un vehículo.

La furia le dominó en el acto.

—¿Me permite usted que arregle cuentas con Cari?

—Sí, ¿cómo no? De todas formas, ha de ser ejecutado —Frank se volvió a mirar a Joe, en cuyo rostro se veían las huellas de la paliza recibida días atrás—¿Te dolió?

—Más por dentro que por fuera.

—Eres un hombre fuerte, Joe... Me gusta tu nombre. Toda esa gente podría tener un nombre, y un pasado, y una historia. ¿Crees que ello es posible?

Joe recordó a los hibernados del Centro Psicopático.

—Creo que sí, Frank. Y los seres que yacen en la cripta del Centro Psicopático, sería conveniente que volvieran a la vida.

—¿De qué me estás hablando? —se sorprendió el viejo.

—Seres hibernados, de otra época. Es curioso que yo no sepa algo.

En aquel instante sonó el timbre de la puerta y Frank se volvió, diciendo:

—Cuidado con la pistola, Joe... ¡Sólo a Carl! ¡Mátale del primer disparo!

El viejo, sonriente, avanzó hacia la puerta y presionó el timbre que descorría la entrada. En el dintel aparecieron varios agentes de Control Legal, todos armados.

—¡No os mováis! —gritó uno—. Sujetadles.

Joe, que ocultaba el revólver a la espalda, no se movió. Los agentes entraron impetuosamente y le sujetaron. Pero él se desasió bruscamente y se lanzó hacia la puerta, empujando a diestro y siniestro. En el pasillo estaba Carl.

Todo ocurrió en un instante. Los hombres de Control Legal no pudieron evitar el temerario gesto de Joe, quien, alzando la mano armada, apretó el gatillo y disparó contra Cari, casi a quemarropa.

Un instante después, más de diez manos sujetaban a Joe. Alguien le golpeó salvajemente, pero él ni replicó siquiera, tratando de ver a Carl, al que sostenía Vaum para impedirle caer. Y la expresión del moribundo era impresionante.

—Me muero... Me ha mata... do... ¡Destrúyele, Vaum!

Fue lo último que dijo Carl en este mundo. Se contrajo violentamente, dejando escapar un hilillo de sangre por las comisuras de su boca, y murió en brazos de su compañero y rodeado de los consternados agentes.

—Ha muerto —musitó alguien.

—¡Tú también morirás! —replicó Vaum, mirando a Joe con ojos homicidas—. ¡Te aseguro que no vivirás hasta el anochecer! ¡Lleváoslo de aquí o lo trituro!

Los agentes arrastraron a Joe, mientras que Vaum, después de depositar en el suelo el cadáver de Carl, se levantaba y se situaba delante de Frank Stabia.

—¡Dame tu placa de identidad!

Frank la sacó y la mostró. El color no pareció impresionar al traidor.

—Es azul —dijo.

—Sí —advirtió Frank—. Mucho cuidado conmigo.

—Tenemos que llevarle al Control Legal. Desconozco el significado de esta placa.

—Vamos, pues, hijo. Alguien te lo explicará. Hace tiempo que deseo conocer por dentro aquel edificio. Y te diré más. Ese hombre también es inviolable. Escuchadme bien y que se respeten mis palabras. Sólo los culpables serán castigados.

—¿Qué está usted diciendo? —preguntó Vaum, que no quería dejarse impresionar, pero, a pesar suyo, sintió una suerte de supersticioso respeto por el anciano.

—Hablo porque puedo hablar. Ahora, vayamos donde quieras.

* * *

Joe y Frank fueron conducidos a la Sala de Investigación Psíquica. Ahora, llevaban las manos sujetas con bridas de acero, a modo de manguitos.

No se les autorizó siquiera a sentarse. Muy pocos agentes entraron allí. Vaum y Bertie, al verse, cambiaron impresiones en voz baja.

Luego, el jefe de supervisores, hosco, se encaró con Frank.

—¿Quiere usted hacer un pacto conmigo? —preguntó secamente.

—Habla, hijo. Te escucho —replicó el anciano.

—Voy a ser conciso. Hasta ahora, yo obedecía órdenes de usted. Las cosas han cambiado. El gobierno secreto que dirige la Asociación Interplanetaria va a desaparecer. El nuevo orden de la antitecnia está cobrando auge. Si está dispuesto a colaborar conmigo, gozará de una vejez tranquila. Si se niega, le iremos destruyendo poco a poco.

—¡Eres un estúpido, hijo! Sabes demasiado bien que yo no aceptaré órdenes tuyas.

—¡Nosotros tenemos ahora la fuerza! ¡Su época ha pasado! «Los Naturales» cambiaremos la estructura social del mundo.

—¡Qué más quisieras tú! Se cambiará lo que sea preciso, pero no serás tú quien lo haga. Ya has visto lo que le ha ocurrido a tu compañero Carl.

—¡A éste le haremos morir de un modo ejemplar! —bramó Bertie, mirando a Joe—, Se arrepentirá de haber nacido, de haber hecho lo que ha hecho y de ser quien es.

—Tiembla un poco, Joe. A tu enemigo le agradará —pareció mofarse Frank, a pesar de su edad—. Antes de lo que estos se esperan, van a dar todo lo que tienen, incluso la vida, por hallar un agujero donde guarecerse.

—¡Insensato viejo! ¡Controlo toda la fuerza legal de Anver-5!

—Sí. Ya me lo dirás cuando aparezca «Ulvix».

—¿Qué dices, necio? —rugió Bertie, alzando la mano.

Frank se encogió instintivamente, pero Joe se interpuso, situándose delante de él.

—¡Pégame a mí, asesino!

El puño de Bertie cayó como un ariete sobre el rostro de Joe.

—¡Llevaos a este tipo con la mujer! ¡Quitádmelo de mi vista! ¡Y sentad al viejo en la silla de la verdad!

Los agentes de Control Legal obedecieron prontamente. Bertie era un jefe despótico, al que todos temían, pese a no conocerle todavía muy bien.

CAPÍTULO 10

EN el instante en que Joe era esposado y metido en la misma celda donde estaba Ivonne, que yacía en el suelo, boca abajo, gimiendo, algo empezó a suceder sobre el cielo de Anver-5.

La gente que iba por las calles no se dio cuenta hasta que la sombra de la máquina, proyectada sobre la población, se extendía lentamente. Entonces, los rostros se alzaron al cielo.

Y algo inmenso, jamás visto, aterrador y fantástico, quedó grabado de modo imborrable en las mentes de cuantos lo contemplaron.

Era una grave nave, de fabulosas proporciones, a pesar de la distancia en que se hallaba. Pero el miedo cundió y la gente se lanzó a correr en todas direcciones, presa del pánico.

La inmensa nave metálica, mientras, continuó descendiendo. Cuando se detuvo, a unos mil metros por encima de los altos edificios, se vio que la superficie del gigante aéreo era tan grande como la propia ciudad. Su desplazamiento había sido silencioso, siniestro, como si quisiera aplastar toda la población, cosa que bien pronto se vio que podía hacer.

Pero no fue esto lo que hizo «Ulvix», como después se sabría que se llamaba el Inmenso platillo volante enviado por un ejército secreto que nadie conocía. De su superficie inferior surgieron numerosos seres humanos, ataviados con uniformes verdes y provistos de reactores individuales, sujetos a la espalda.

Eran fuerzas de asalto en número incalculable. La primera oleada dejó a más de veinte mil hombres sobre las calles y los tejados de las casas. Todos aquellos soldados verdes iban provistos de armas que disparaban un rayo azul, fino e intenso. Pero se emplearon en muy contadas ocasiones, y sólo contra seres de Anver-5 que, en su pánico, quisieron atacar a las tropas invasoras, tomándolas por monstruos procedentes de otro planeta.

El ataque principal se dirigió contra el edificio central, donde estaba situado el Control Legal. Más de dos mil soldados cayeron en torno al edificio, sobre los tejados, en la plaza, y hasta quedaron suspendidos en el aire delante de las ventanas, prestas las armas.

Aquellas extrañas fuerzas expedicionarias estaban mandadas por un jefe que penetró en el edificio de Control Legal, seguido de un gran número de hombres, los cuales procedieron a encañonar a todo el mundo, desarmando a los agentes y obligándolos a permanecer inmóviles.

Se dieron muy pocas órdenes. Los soldados de «Ulvix» no hablaban. Sus gestos eran conminatorios e impresionantes.

Al mismo tiempo, de la gigantesca nave surgía otra oleada de soldados. El dominio fue total desde el primer instante.

Y en la Sala de Investigación Psíquica, donde Frank Stabia se hallaba ya amarrado a la silla, se produjo una agitación grande cuando un supervisor entró y gritó excitadamente:

—¡Nos están atacando fuerzas del espacio!

—¿Qué dices, animal? —rugió Bertie, volviéndose.

Vaum llegó también, con el semblante descompuesto. Llevaba un arma en la mano. Pero lo primero que hizo fue situarse al lado de Frank y decirle:

—No se preocupe. Yo le defenderé.

—¡Oh, si no me preocupo! Conozco muy bien a «Ulvix». Yo mismo lo he llamado.

—¡Id todos a defender el edificio! —rugió Bertie.

Los hombres salieron y él se fue detrás. Pero no tardó en regresar, pálido como un muerto. Vaum le apuntó con el arma.

Sin hacer caso a su cómplice, Bertie se acercó al tranquilo Frank.

—¿Qué es eso?

—Una nave espacial que trae a bordo un millón de hombres. Tenemos diez como ella, orbitando en torno al Sol, donde no pueden ser detectadas. En menos de dos minutos se harán cargo de toda la ciudad.

—¡Usted lo sabía! ¡Los ha llamado! —gritó Bertie, descompuesto, engarrando las manos—. ¡Pues no llegarán a tiempo! ¡Le voy a matar con mis propias manos!

Uniendo la acción a la palabra, Bertie agarró al indefenso Frank del cuello, dispuesto a estrangularle. Pero Vaum no se lo permitió, propinándole un terrible golpe con el cañón de su arma paralizante.

Bertie se tambaleó, soltó a Frank y se volvió.

—¡No, traidor; no puedes hacerme...!

Vaum retrocedió y oprimió el disparador del arma.

Y Bertie, alcanzado por los invisibles, rayos vibratorios, se contrajo, alzando las manos, dobló las rodillas y terminó por caer de espaldas aparatosamente.

Pese a lo inocuo del disparo, su cabeza golpeó contra el ángulo de la mesa de control psíquico, y cuando Bertie quedó en el suelo, tenía roto el cuello. De esto no se percató nadie hasta más tarde.

El asustado Vaum dejó el arma y procedió solícitamente a desatar al anciano.

—Yo no quería hacerle a usted ningún daño —declaró.

—Sí, lo sé, hijo. No te preocupes... Ese hombre está loco, ¿verdad?

—Sí. El ansia de poder se le ha subido a la cabeza.

No había hecho Vaum más que desatar a Frank, cuando en la estancia irrumpieron varios soldados de «Ulvix». Sus armas encañonaron a Frank y Vaum. Pero el viejo, sonriendo, fue hacia ellos y dijo:

—Soy Frank Stabia. ¿Dónde se encuentra el coronel James?

Todos aquellos hombres se cuadraron ante el individuo que conocía el nombre de su jefe. Uno habló:

—Le avisaremos, señor. No se mueva.

Uno de ellos salió corriendo. Al poco rato, el jefe de la expedición, coronel James, hizo su entrada en la sala, yendo directamente hacia Frank y sonriendo detrás de la máscara transparente de su casco.

—¡Frank, viejo amigo!

—Habéis llegado antes de lo previsto, James. Arresta a estos hombres. ¿Se está desarmando al Control Legal?

—Sí. Terminaremos dentro de poco. ¿Cuáles son tur órdenes?

—Matad a estos dos traidores... ¡Ahora mismo!

Vaum retrocedió, aterrado. Sus ojos se habían abierto de modo desorbitado.

—¡No, usted no puede...! ¡Yo le he ayuda...!

Los soldados no vacilaron. Sus armas enfilaron a Vaum. Los rayos azules partieron hacia él. Y la mueca del más espantoso dolor surgió en los rasgos de Vaum, quien cayó, abrasado por más de dos mil grados de temperatura.

Bertie fue examinado por un soldado y dijo:

—Este hombre está muerto.

—¡No importa! —replicó Frank—. Achicharradlo también. Vámonos, James... Ah, quiero que saquéis de sus celdas a dos muchachas y un joven. Los carceleros saben quiénes son. Tráetelos contigo. Han adoptado los nombres de Ivonne, Annie y Joe.

—Sí, Frank. ¿A dónde vamos?

—A mi casa. Ya conoces las instrucciones de «lastre duro». La secta está en el Centro de Estudios Históricos. ¿Te han enviado la lista?

—La tienen mis subalternos. Ya se ocupan de ese asunto.

* * *

Joe separó sus labios de los de Ivonne, cuando oyó pasos detrás de él. Vio a un trémulo guardián custodiado por cuatro extraños soldados vestidos de verde.

—Salid —ordenó uno de ellos.

—¿Qué...? —empezó a preguntar Ivonne.

—¿Quiénes sois? —inquirió Joe.

—Tropas del «Ulvix» —respondió el que había hablado.

—¿Habéis encontrado a Frank Stabia?

—Ya está a salvo.

También sacaron a Annie, quien, al ver a Ivonne, se arrojó en sus brazos, llorando y gimiendo:

—Perdóname, Ivonne... No quise...

—Calma, amiga mía. Joe me lo ha contado todo... Vamos, no llores.

Se abrazaron las dos, y Joe sonrió, volviéndose a las tropas.

—¿A dónde vamos?

—Nuestros jefes les están esperando.

Salieron al exterior, utilizando los ascensores. El aspecto de la ciudad, ensombrecida por la inmensa nave que gravitaba sobre ella, era impresionante. Joe no pudo evitar un estremecimiento de terror, al ver la nave.

—¿Cómo puede ser eso?

—¡Ah, cosas de la ciencia! ¡Allí está el coronel James!

Efectivamente, en un vehículo militar Frank Stabia y el coronel James estaban esperando a Joe y a las dos muchachas. La plaza estaba totalmente dominada por las tropas. La población civil había sido obligada a refugiarse en sus casas o puestos de trabajo.

Todas las pantallas de televisión se habían iluminado, como por arte de magia, incluso las de las viviendas en que no había nadie, y el ejército estaba difundiendo un mensaje.

Joe oyó trozos de aquel discurso, de un aparato colocado en el vehículo volador que les esperaba.

—Ivonne, éste es Frank Stabia, nuestro salvador.

Ivonne estuvo a punto de arrojarse a los pies del anciano, para besárselos, pero él la detuvo.

—Tranquilízate, hija mía. Sé lo que has debido sufrir. De todas maneras, estaba seguro de que no te causarían daño.

—¿Usted sabía...?

—Frank es el hombre que más sabe de la Tierra —dijo el coronel James, Indicando a sus nuevos amigos que subieran al aparato.

Este era una pequeña réplica de la gran nave que permanecía Ingrávida en el aire con una forma similar a la versión antigua de los platillos volantes. En su interior había varios oficiales, y todos saludaron a los recién llegados, inclinando la cabeza.

—Vamos a llevar a Frank Stabia a su casa, 6346.

—Sí, señor —contestó el aludido.

* * *

Aquella noche, todavía bajo la tutela de «Ulvix», Joe y su mujer se dirigieron, paseando por las desiertas calles, hacia el edificio-colmena en donde ella vivía.

Era impresionante caminar en la noche, bajo el ahora invisible techo de la inmensa nave, cuyas aberturas inferiores parecían estrellas en el cielo.

Las calles estaban iluminadas, pero no se veían ni siquiera tropas. La guardia estaba arriba, atenta y ojo avizor.

Agarrados del brazo, como novios Joe e Ivonne caminaban despacio. En sus mentes bullían aún las últimas palabras de Frank Stabia:

«—Marchaos, y no os preocupéis de nada más. Cuando pase vuestra luna de miel, ya sabes cuál es tu puesto, Joe. Te habrán preparado el despacho.

«—Gracias, Frank —había contestado él.

Sí, habían hablado mucho y seriamente. El mundo iba a cambiar mucho. Frank Stabia lo sabía y lo dijo. Y Joe sería uno de los hombres en cuyas manos estaría la Comisión Innovadora, auxiliado por Ivonne.

—Estoy aún como alelada, Joe —dijo Ivonne.

—No pienses. Esto es como un sueño maravilloso, del que hemos de despertar. Veinte o treinta días, ha dicho Frank. De no ser por ti, no podría esperar tanto.

—¿Por mí, Joe?

—Te quiero y estoy anhelando llegar a tu casa.

Ella le miró y se apretó contra él.

—¿Y si Carl me hubiese... hecho daño?

—No pienses más en él —musitó Joe, con voz apagada, desviando la vista.

—No temas. No pudo lograr sus propósitos. Pronto vas a saberlo.

—Ya lo sé, Ivonne. Te conozco demasiado.

—¡Tonto!

Él acercó sus labios a los de ella y la besó. Luego, sin dejar de caminar, musitó:

—Toda la ciudad es nuestra... ¿Qué diría la gente cuando sepa lo que vamos a iniciar?

—Puede que alguien no esté conforme, Joe.

—Por supuesto que sí. Todos no pensamos igual. Ese ha sido el error de los «Rosacruces». El hombre siempre será hombre mientras aliente. Pero, sin embargo, no habrá conspiraciones. La tribuna de los pensadores estará abierta. Cada uno podrá decir al mundo, a las estrellas y a sí mismo, todo lo que piense. Si le escuchan o no, eso será cosa suya. Nosotros procuraremos que se nos critique lo menos posible. Habrá liberalidad, pero no armas. Quien me ataque, tendrá que hacerlo cara a cara, con las manos.

—La mayoría te defenderá, Joe. Tú eres justo y el programa es noble y altruista... ¡Adiós a estas colmenas! ¡Ciudades extensas, casas con jardines, carreteras amplias!

—Y el trabajo para las máquinas.

—¡La perfecta sociedad del ocio, amor!

Era una ensoñación maravillosa.

—Y no habrá control de nacimientos. ¿Cuántos hijos te atreves a educar, Ivonne?

—¡Veinte!

—¿No son muchos?

—¡Anhelo ver niños en torno a mí! ¡Sé que serán felices! Reír, cantar, vivir... ¡Oh, Joe, todo esto es increíble!

—Todavía no está hecho.

—¡Pero tú lo harás y yo te ayudaré mientras pueda!

—Estaba pensando en Annie. Ya debe estar con el doctor Luke.

—¡Dichosa ella!

—¿Y nosotros no? —preguntó él, riendo.

Aquella noche, Joe conoció el placer de la felicidad más completa. Sin temor, pletórico de confianza en sí mismo, en Ivonne y en el futuro venturoso, gozó de la dicha, después de los avatares del peligro y la inseguridad.

Siguieron días de sosiego y tranquilidad, mientras en Anver-5 se sucedían los acontecimientos de los que él y su esposa no parecían formar parte.

Frank Stabia poseía poderes de restauración y los impuso. Al principio, la gente quedó desconcertada. Los cambios sociales que se estaban produciendo eran extraordinarios. Sin embargo, Joe tuvo razón, al decir:

—La gente se habitúa a lo bueno.

Y bueno parecía ser la reducción de tiempo y trabajo obligatorio, de veinticuatro a doce horas semanales.

Mejor, empero, pareció la disolución casi total de Control Legal y de la libertad de elección profesional, de acuerdo, no obstante, con unos principios escolares fundamentales.

Aparte de esto, cualquier individuo podía exigir un cambio de profesión y mucha gente pidió participar en la gran tarea renovadora de la ciudad-jardín, en vez de la inmensa colmena donde había permanecido hasta entonces.

A estos «voluntarios» se les asignó una pequeña y confortable morada, rodeada de plantas y árboles, mucho antes que a los recluidos en la ciudad. También es verdad que pronto se empezó a disfrutar de varias habitaciones en vez del apartamento, al sobrar mansiones en la urbe destinada a su desaparición.

El espíritu renovador se apoderó de Joe, cuando, pasado el éxtasis de su luna de miel, se reintegró a la tarea común. Había mucho que hacer. Ivonne le ayudó con energía y ahínco.

La Comisión Innovadora, que presidía Joe, se ocupó de arreglar todo lo que, a juicio de Frank Stabia, era susceptible de mejora.

A su vez, en el Centro Psicopático, se realizó una notable y meritoria labor. Cuatro hibernados más de ciento cincuenta años atrás fueron recuperados. Uno resultó ser un hombre, relativamente joven, muerto a consecuencia de un tumor cerebral que el bisturí de Annie extirpó hábilmente, sometiéndole luego a tratamiento electrovigorizante, por un procedimiento desconocido en la fecha de la hibernación del paciente.

La revitalización fue anunciada y causó un tremendo impacto. El nombre de la doctora Annie se hizo famoso en poco tiempo.

Y el hombre que volvía de la muerte reveló «haber estado inmerso en el vacío de la oscuridad absoluta». Algunos teólogos explicaron el hecho diciendo: «Dios, conocedor de las dimensiones del tiempo, en su misterioso designio, ha conservado el espíritu de Josias Meredith, para que la ciencia actual le devuelva la vida, hasta su fin definitivo».

Era una buena explicación. Los filósofos se enfrascaron en enrevesadas discusiones apologéticas y la luz de la verdad abrió insostenibles caminos.

No sólo el «milagro» de la resurrección de Josias Meredith dio que pensar, sino las otras tres operaciones restantes de recuperación hibérnica.

Estos cuatro personajes fueron presentados a Joe e Ivonne, quienes hablaron largamente con ellos. Procedían todos del antiguo y desaparecido país llamado Estados Unidos. Habían sido personas importantes en su época y querían colaborar con la nueva sociedad.

Los estudios históricos recibieron una gran ayuda con la colaboración de Meredith y sus compañeros. Por otra parte, Annie y el doctor Luke obtuvieron permiso para realizar otras hibernaciones. Precisamente, se estudiaba la posibilidad de un largo viaje a las estrellas, y se precisaba una tripulación «dormida» durante el largo trayecto.

Los trabajos de Annie habrían de llevar a buen término la colosal empresa cósmica.

Por otra parte, a su debido tiempo, Ivonne comunicó a Joe la grata noticia de su próximo alumbramiento. El, lleno de júbilo, la acompañó al Centro de Tocología, donde se podía realizar la determinación del sexo del feto.

El resultado fue que Ivonne estaba esperando un niño.

Inmediatamente, Joe eligió un nombre para su futuro hijo, y le inscribió sin pérdida de tiempo, para que, según las nuevas leyes, nadie pudiera arrebatarle el nombre de Anver-Joe.

Se había dispuesto que cada ser humano podía elegir el nombre que quisiera, a condición de que no existiera otro igual reconocido. De esta comprobación se encargaron las máquinas electrónicas.

Pero al cabo de pocos años, la inmensa mayoría de la población optó por seguir llamándose con el número clave, puesto que era prácticamente imposible elegir un nombre que no hubiera sido registrado ya.

Los seis hijos siguientes de Joe e Ivonne se llamaron: Apkate, Krogomateura, Xemorkanfilogta, Ñixgramkaligmozcamvuiter. Y los dos restantes, hembras, optamos por no mencionarles. Basta decir que uno estaba formando por cincuenta y tres letras y el otro por ciento ochenta y seis.


FIN

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