miércoles, 12 de julio de 2023

DIMENSION X (CARLO DI PIETRO)

 


 

Carlo di Pietro es Carlos Petio, escritor con escasa abundancia de novelas de ciencia ficción. Pueden destacarse 

El asteroide misterioso75Ciencia ficción (2ª)TorayCarlo di Pietro
El hombre amarillo501EspacioTorayCarlo di Pietro
El hombre de Cirok449EspacioTorayCarlo di Pietro
Exterminio total474EspacioTorayCarlo di Pietro
Hombres del silencio454EspacioTorayCarlo di Pietro


Un hombre miserablemente vestido con un traje remendado en extremo, calzado con zapatos sumamente desgastados por el uso, de unos sesenta y cinco años de edad y mirada miope, a tenor de los gruesos cristales de sus gafas, está paseando visiblemente nervioso por frente al recinto de la Universidad de Düsseldorf, atisbando a cuantos entran o salen sin haberse percatado, siquiera, de la vigilancia de que es objeto por parte de un uniformado policía a quien su deplorable aspecto ha llamado la atención. De pronto, al ver salir a un joven alto, de no más de treinta años, rubio cabello, estrecha cintura y anchos hombros, con flexible andar de atleta y una negra cartera en la mano, se iluminan sus ojos; no tendría que aguardar más, la persona a quien hacía tanto rato estaba esperando pronto estaría a su lado.

—¡Karl! —llama cuando el joven objeto de su expectativa pasaba distraído sin apercibirse de su presencia.

—¡Tío Heinrich, qué alegría verte!

—He de hablar contigo, muchacho.

—¿Qué te ocurre? —y al observar la ajada vestimenta de su tío, añadió—: Pareces un mendigo.

—¿Te avergüenzas de mí?

—No digas, tonterías, bien sabes cuánto te quiero.

—Karl, necesito dinero —le espetó súbitamente, pronunciando las palabras obsesionantes que de tantas maneras diferentes había pensado decir.

—Bien, tío, primero iremos a comer, después ya me contarás todas tus cuitas. Los problemas se resuelven mejor con el estómago lleno.

Al penetrar aquellos dos hombres en uno de los restaurantes próximos a la Universidad, ocupado en casi su totalidad por estudiantes de ambos sexos, fueron varios los que, motivado por el marcado contraste que ambos ofrecían, los observaran calladamente. Sin advertir la atención que despertaron, tomaron asiento frente a una mesa en espera de que les fuera servido el económico menú. A no dudar, por la desaprobadora mirada del camarero, si el joven elegante no hubiera sido conocido como habitual cliente y como uno de los profesores de la Facultad de Filología, hubieran sido invitados cortésmente a que abandonaran el local debido a la presencia paupérrima del otro comensal.

Finalizada la comida, el joven sobrino, tras encender un cigarrillo, lanzó al aire unas volutas de humo e inició la conversación.

—Dime, tío Heinrich, ¿en qué puedo serte útil?

—Ya te lo dije, necesito dinero.

—Pero si tú eres muy rico… Tanto que en la Universidad, y no te ofendas, ya me calculan la fortuna que heredaré de ti.

—No, hijo, no podrás heredar nada. Soy más pobre que una rata.

—Pero ¿y las propiedades, las cuantiosas obras de arte…?

—Vendidas en su totalidad —interrumpió el anciano.

—¿Y lo que sacaste por ellas? —continuó interrogando intrigado el sobrino.

—Gastado hasta el último céntimo. Incluso vendí la parte de tu madre y que por derecho te pertenecía a ti.

—Todo el mundo puede tener contratiempos de fortuna y tú no ibas a ser una excepción. A partir de ahora yo me haré cargo de ti, ya está decidido; te vendrás a vivir conmigo.

—Gracias. Después ya hablaremos de este asunto. Primero dime, ¿no sientes enfado hacia mí por haberte desposeído de lo legítimamente tuyo?

—Me conoces sobradamente y sabes que no. Ahora deja de preocuparte, que yo cuidaré de ti.

—Agradezco tus buenos sentimientos, Karl, pero no me es posible acceder a tus deseos. Tengo imperiosa necesidad de retornar a nuestra ciudad, y si he venido a ti ha sido en busca de dinero, de mucho dinero.

—¿Puedes decirme para qué?

—Has de tenerme confianza y dejar que momentáneamente guarde el secreto. ¿De qué cantidad dispones?

—De poca cosa. La carrera de profesor de latín no es la más adecuada para proporcionar pingües beneficios y menos en la actualidad que casi nadie estudia filología. Es razonable, ¿para qué estudiar años y más años unas lenguas muertas? La juventud de hoy es más práctica.

—Sí, sí, pero ¿de qué cantidad dispones? —continuó preguntando ansiosamente el anciano.

—De unos miles de marcos.

—Los necesito, Karl, los necesito.

—Me tienes perplejo. ¿Acaso te has metido en un lío?

—No, hijo. Puedes estar tranquilo con respecto a esta cuestión. Algún día te lo explicaré y verás que tu tío Heinrich ha conseguido lograr un sueño irrealizable en el cual han trabajado muchos reputados científicos sin el mínimo resultado positivo. Confía en mí, Karl, te lo suplico.

—Bueno, tío, allá tú. 

CAPÍTULO PRIMERO 

El curso académico 1972-1973 ha finalizado. El profesorado y los alumnos de la Universidad de Düsseldorf han abandonado las aulas con el natural regocijo ante la perspectiva de unas prolongadas vacaciones veraniegas.

Pero, extrañamente, no todos comparten los mismos sentimientos. El profesor Karl Golder era una excepción. Los días, sin el aliciente del desempeño de su profesión por la que sentía verdadera vocación, se le hacían interminables y a fin de distraer el tedio ocasionado por la inactividad, dedicaba más horas de las que tenía establecidas en su ordenada vida, a la práctica de su deporte favorito, el judo, dentro del cual estaba considerado como uno de los mejores judokas del país, afición que contrastaba con su carácter pacífico en extremo.

El calor sofocante, ya en las primeras horas de la mañana, era presagio de otro bochornoso día. Fue después de una prolongada y confortable ducha fría, cuando el joven tomó la súbita decisión. Siguiendo el curso de su repentina resolución se vistió rápidamente, y tras echar una ojeada al reloj de pulsera, preparó un maletín con la ropa más indispensable para poder pasar unos días en el campo, y se dirigió con premura a la estación del ferrocarril.

Mientras el tren se deslizaba a gran velocidad, mirando una vez más el tan conocido paisaje, el viajero no cesaba de meditar sobre el mismo tema.

«No creo que mi visita moleste al tío Heinrich. En la última ocasión que nos vimos parecía estar en apuros y no he sabido, desde entonces, nada más concreto de él. ¿Qué puede haberle ocurrido para arruinarse hasta el punto de vestir como un mendigo? ¿Alguna mujer? A sus años es improbable, pero ¿y si fuera así?»

El tren, perdiendo paulatina velocidad, se detuvo en la estación de Wesel. Karl descendió y, al igual como venía haciendo en todas las esporádicas visitas que efectuaba a su ciudad natal, comprobó que nada había cambiado. Incluso, para observar la próxima salida, el antiguo jefe Albert, con sus enormes bigotes encanecidos por los años, permanecía en su lugar habitual.

Karl fue el más rezagado de los viajeros y al salir de la estación miró con nostalgia la amplia avenida por la que tantas veces había correteado en compañía de sus amigos de la niñez. Embebido en sus pensamientos, va andando lentamente hasta que es sacado de su abstracción por uno de los transeúntes que atravesando la calle se acerca a él para preguntarle con cierta ironía:

—¿Qué se le ha perdido al profesor Golder en la ciudad de Wesel?

Karl miró a su interlocutor, y con muestras de patente satisfacción cogióle la mano, se la estrechó fuertemente y con voz en la que se notaba sincera alegría exclamó:

—¡Hans, mi viejo y querido amigo Hans!

El aludido sin compartir el júbilo del amigo, preguntó seguidamente:

—¿Qué, vienes en busca de más dinero?

Karl, sin observar todavía el sarcasmo de su antiguo amigo de la infancia, respondió:

—¿Dinero? No. ¿Para qué lo necesito? Todas mis costumbres son negativas, no me he casado, no tengo novia, amigas, vicios, ambiciones… No, Hans, no he venido en busca de dinero; mi viaje tiene por objeto visitar a mi tío Heinrich, pues, con sinceridad, me tiene preocupado.

—Sube, Karl, hemos de hablar —dijo Hans mostrándole el Volkswagen aparcado frente a la estación del ferrocarril.

Puesto en marcha el automóvil y mientras se deslizaba por la bien pavimentada calzada, Karl dijo al conductor:

—Hans, tú fuiste mi mejor amigo hasta mi partida a Düsseldorf y en nombre de nuestra antigua amistad, quisiera que me explicaras cuanto sepas acerca de mi tío. Hace tres meses vino a verme y me contó que estaba completamente arruinado, vestía como un mendigo y me pidió todos mis ahorros, diez mil marcos en total. Después, ya no he sabido nada más de él. ¿Qué le ha pasado durante estos últimos años para llegar a tal estado de miseria?

Hans frenó el coche bruscamente. Miró extrañado al profesor y por toda respuesta, asimismo, preguntó:

—¿Acaso el importe de cuanto ha vendido tu tío Heinrich no era para mandártelo a ti?

—No, jamás me ha mandado ni un marco. Al contrario, ya te he dicho que todo cuanto he podido ahorrar con mi sueldo de profesor, las traducciones de inglés y los derechos de los libros de gramática y literatura que he publicado, se lo entregué a mi tío.

—Pues en Wesel estábamos convencidos de que eras tú quien despilfarraba la fortuna de tus abuelos.

—Dime, Hans, ¿no habrá alguna mujer que pueda haber dilapidado las riquezas de mi tío? Ya sabes, alguna buscona —preguntó Karl volviendo a bullirle en la mente la idea que desde hacía días le obsesionaba.

—No, aquí todavía nos conocemos casi todos y una cosa así pronto se habría sabido. No obstante, si existe una mujer en la vida de tu tío, pero en realidad es su hada buena. No sé si la conocerás, puesto que sólo hará cosa de unos cinco años que ha llegado a Wesel y tú no creo que hayas venido durante este tiempo; se llama Helga.

—¿Helga? No, no la recuerdo. ¿Puede ser ella quien haya .arruinado a tío Heinrich?

—No, Karl, por ahí te equivocarías. Helga es una buena chica, su hada benefactora, ya te lo he dicho antes. Has de saber que si ella no cuidara de sustentar a tu tío tal vez habría muerto de inanición.

—¡No es posible! Tú conoces a la mayor parte de los habitantes de la ciudad, conoces a tío Heinrich; ¿cómo te explicas, pues, que haya podido gastar la cuantiosa fortuna en que están valoradas las propiedades de nuestra familia?

—¿Me prometes que no has sido tú?

—¡Hans, me ofendes!

—Perdona, chico, pero tenía necesidad de asegurarme.

—No dudes cuanto te he dicho, no sé nada de este endiablado asunto.

—Entonces, temo lo peor… Creo que tu tío se ha vuelto loco.

—¿Loco? ¿En qué te fundas?

—Voy a conducirte a tu casa, al último vestigio de nuestro patrimonio; allí podrás observar la chifladura de tu tío que se ha convertido, ¿cómo diría yo?, en escultor abstracto.

El coche fue recorriendo la ciudad hasta llegar frente a una solitaria mansión, cuya magnificencia proclamaba el esplendor conocido en años anteriores, donde se detuvo suavemente. Poco antes de pararse, Karl había visto salir de la casa a una mujer, vestida con pantalones blancos y ajustada blusa encarnada, que ahora se alejaba con paso rápido. A través del parabrisas, sólo la veía de espaldas y no se fijó detenidamente en ella hasta que Hans informó:

—Aquélla es Helga.

—Me hubiera gustado verla de cara.

—No te preocupes, ya tendrás ocasión de verla.

—¿Qué significa este maremágnum de la azotea, Hans?

—Te lo he dicho antes, tu tío parece haberse vuelto loco.

Tras apearse, Karl contempló mudo de asombro el inaudito espectáculo que se ofrecía a sus ojos. De la azotea emergían multitud de postes metálicos de distintos diámetros, sin que guardaran aparente relación entre ellos. Unos estaban derechos, otros torcidos, entrecruzados, incluso los había con cierto parecido a pantallas de radar aunque sumamente deformadas. Lo único en común en aquel insólito caos de varillas de metal esparcidas por doquier era un grueso cable blindado que las unía. El terrado de su antigua casa semejaba un bosque de hierros, el cual parecía haberse construido, exprofeso, sin ninguna proporción ni armonía.

—Gracias, Hans, te quedo agradecido por tu información. Voy a ver a mi tío.

—Que te vaya bien, Karl, confío en verte por aquí.

—Eso espero.

Tan pronto el coche arrancó, Karl, con paso lento y vivamente impresionado, se acercó a la antigua casa patriarcal. Apretó el pulsador del timbre y seguidamente escuchó el alegre repiqueteo que sonaba en el interior de la mansión. Poco después, Heinrich Grüber abría la puerta.

—¡Karl, hijo mío, qué alegría verte! ¿A qué vienes por aquí?

—Verás, tío, hace mucho tiempo que no estaba en Wesel y he pensado tomarme unas vacaciones junto a ti.

—Sé bienvenido, pasa, pasa.

Karl, asiendo nuevamente el maletín, entró en la casa y al contemplar lo que antaño fue el hogar de sus abuelos se estremeció. Los cuadros de prestigiosas firmas de pintores europeos que siempre había visto adosados a las amplias paredes, el suntuoso mobiliario, las grandes arañas de cristal…, todo había desaparecido. En mitad de aquel gran salón que en tiempos pretéritos fue una de las maravillas de Wesel, sólo había una rústica mesa de madera, seis sillas no menos toscas y una desnuda bombilla colgando del techo.

—Tío Heinrich, ¿qué te ha pasado? ¿Cómo puedes vivir tan miserablemente? Te lo ruego, abandona este lugar y vente a Düsseldorf.

—Gracias, Karl, pero no puedo, créeme, no puedo… Y menos ahora que estoy a punto de conseguir mi ambición.

Karl observó atentamente a su tío y de inmediato recordó las palabras de Hans: «Creo que tu tío se ha vuelto loco». Efectivamente, al hablar, las facciones del anciano se habían transformado, pues en la expresión de su rostro podía verse una incomprensible exaltación; además, la mirada era propia de un poseso.

Karl, preocupado, guardó silencio unos minutos mientras su tío iba calmándose poco a poco. De pronto, volvió a ser el hombre jovial, el tío que siempre le había colmado de atenciones, de cariño, el tío que lo había querido como si fuera su hijo.

—Vamos a comer, Karl, has llegado en el momento preciso.

Luego, comieron sin hacer comentarios al igual que en la última ocasión que lo hicieran juntos. Después, Karl no soportó más la incertidumbre y sin preámbulos dijo:

—Tío, ¿qué te ha ocurrido? Sé que vives de caridad.

—No, hijo, tanto como de caridad, no.

—Esta comida, por ejemplo, no la has pagado, es limosna.

—Según cuál sea tu punto de vista, sí. Me la dan…, no sé cómo explicártelo.

—Tío, por favor, sincérate conmigo. ¿Acaso, la mujer que cuida de sustentarte…?

—No, no, Karl —interrumpió horrorizado—, no es lo que imaginas. Helga es buena, comparte mis pensamientos, sabe de mis secretos…

—¿Tienes secretos? —esta vez fue el joven sobrino quien lo interrumpió.

—Sí, Karl.

—¿Y los puedes confiar a una extraña y no a mí que soy de tu misma sangre?

—No, tú eres a quien más quiero y vas a conocerlos al instante.

Y, seguidamente, el anciano se acercó al interruptor de la luz, dio el contacto y la solitaria bombilla de la sala, convertida en comedor, se encendió. Después, sin dejar el interruptor, diole dos vueltas sucesivas, una de noventa grados hacia la izquierda y otra de ciento ochenta hacia la derecha y Karl, asombrado, vio cómo una parte del piso se deslizaba sin el menor ruido. Mudo de estupefacción, dirigió una interrogadora mirada a su tío, quien, señalándole con el dedo hacia la abierta trampa, indicó:

—Baja, vas a conocer mi secreto.

Karl, no sin cierta aprensión, siguió la indicación y, seguido de su tío, descendió por las escaleras que conducían al sótano. Al llegar a la planta, el anciano oprimió un pulsador e inmediatamente el techo se cerró tan silenciosamente como se había abierto.

El inmenso subterráneo, antaño destinado a bodega, no tenía ningún parecido con la disposición anterior. Carecía de tabiques y estaba convertido en una sola planta, una planta única desde el principio al final, totalmente repleta de extraños aparatos distribuidos en largos paneles: conmutadores, computadoras, cerebros electrónicos, emisoras-receptoras, compulsadoras, graficadoras, contadores, lámparas de todos los tamaños y una interminable colección de aparatos electrónicos que Karl jamás había visto ni siquiera en imagen. Al fondo, una gran caja de blanco metal y una gran pantalla semejante a las de televisión, completaban el intrincado laboratorio.

—Tío, ¿qué son todos estos instrumentos?

—El importe de nuestra fortuna.

—¿Y para qué sirven? —preguntó presa, ahora, de gran curiosidad.

—Vas a saberlo, Karl, vas a saberlo. Hace muchos años, cuando cumplía el servicio militar en la marina, en una de las visitas que efectuó nuestra escuadra a un puerto extranjero, concretamente a una ciudad española, Barcelona, me fue proporcionada, hablando de precursores de la ciencia, una fórmula rara, una fórmula, al parecer sin sentido, de un insigne médico, el doctor Letamendi, que dice: Vida es igual a energía Individual multiplicada por el Cosmos. ¿Qué significaba? ¿Nada? ¿Mucho? Empecé a estudiarla, a darle vueltas y llegué a la conclusión, hoy compartida por los estudiosos de la cibernética, de que el cuerpo del hombre es materia y que toda materia, bien lo sabes tú, es capaz de producir energía; luego, el hombre dimana energía. Me pregunté, y de aquí partieron mis subsiguientes estudios: ¿la energía Individual, elemento de la multiplicación en la igualdad de la fórmula, puede perderse en el espacio y en el tiempo? No. Decididamente no. ¿Por qué?, continué preguntándome, porque entonces no podría ser el factor multiplicado por Cosmos; por tanto, si esta energía Individual, o radiaciones emitidas por la materia viva, se mantenía durante siglos y quedaba su señal en el Cosmos podríamos llegar a recogerla, a captarla. Más de cuarenta años de estudio, de experimentos, de incontables noches en vela, me han dado la razón. Hoy no sólo me es posible contemplar hechos precedentes, sino que, asómbrate, Karl, puedo reproducirlos, es decir, hacer revivir cuanto haya ocurrido diez, cien, mil, diez mil años atrás.

—Tío, cálmate, por favor, tus teorías son imposibles de realizar.

—Sí, Karl, sí es posible. Al lograr captar esta energía, la cual como te he dicho no se ha perdido sino que continúa existente en el Cosmos, se logra reproducir cuanto ocurrió, pero con la particularidad de que está pasando en aquellos mismos momentos.

—Tío, eso sólo son fantasías.

—No lo son, es la realidad.

—No, tío, ¿cómo puede hacer revivir un pasado, a unas gentes, a unos pueblos, a unos hechos que, según tú, han desaparecido de la faz de la Tierra hace cientos o miles de años?

—Merced a mi máquina.

¡Es imposible! —continuó negando tercamente Karl.

—Mejor que con palabras voy a convencerte con hechos. Ven, mira —y acercándose al panel adosado a lo que parecía una gran pantalla de televisión, conectó varios circuitos y de inmediato se escuchó un sordo ruido como producido por unos motores. En varias graficadoras las señales luminosas aparecían y desaparecían a velocidad vertiginosa, saltaban pequeños rayos de unas esferas metálicas a otras y multitud de lámparas se encendían y apagaban intermitentemente. El laboratorio, a los ojos de Karl, se había convertido en un infierno, en un infierno fantasmagórico creado por una mente desequilibrada.

De pronto, la pantalla se iluminó y en ella se reflejó una escena terrible, una escena morbosa. Dos cuerpos de ejército, con uniformes diferentes, se atacaban ensañadamente. Disparaban sus armas, se atacaban a bayoneta y los hombres caían ensangrentados por doquier.

—¡Cierra, te lo suplico!

Heinrich Grüber desconectó los conmutadores y a los pocos segundos en el sótano se hizo el más absoluto silencio.

—¿Has visto, Karl? Este combate ha tenido vida real —dijo excitadísimo su tío.

—Puede ser una grabación en video —continuó negando éste sin dar crédito a cuanto acababa de presenciar.

—No, sobrino, no es ninguna grabación. Los hombres que has visto en la pantalla atacarse con ferocidad lo estaban haciendo como si fuera la primera vez. Hemos captado uno de los hechos de la primera guerra mundial.

—Pero, tío, ¿cómo puedes creer que esto ocurra? —preguntó Karl exasperado.

—Tú lo has visto.

—No puedo creerlo.

—Pues, hazlo. El combate se desarrollaba en el preciso momento en que lo estábamos viendo —explicó el anciano con gran seguridad.

—Si de verdad este invento tuyo es capaz de reproducir el pasado será el mejor documento, el mejor libro que de la historia haya podido hacerse.

—Así es, pero mis ambiciones llegan más lejos.

—Continúo sin comprenderte.

—Verás, todavía no he dado por terminados mis experimentos. Mis proyectos son más ambiciosos, pretendo que una persona, un ser viviente, hombre o mujer, de nuestra época conviva con seres y hechos acaecidos en tiempos pretéritos.

—Tío, por lo que más quieras, no tientes a la Providencia.

—No es tal mi intención. Si consigo mi propósito es porque ya desde la Creación se estableció que el hombre algún día lejano tendría la facultad de poder hacerlo.

Karl estaba asustado. Miró a su tío y, aunque sólo vio a un exaltado hombre de ciencia, tuvo la certeza de que estaba en compañía de un ser con la mente perturbada. Indudablemente, el anciano Heinrich Grüber había perdido la razón.

Hizo un poderoso esfuerzo para dominar el excitado sistema nervioso, e intentando dar a su voz un tono de suma calma, cariñosamente insistió:

—Tus teorías no pueden ser factibles. ¿Cómo puedes hacer vivir a un hombre de nuestro tiempo, por ejemplo, en la escena que acabamos de presenciar, ocurrida, según tus deducciones, entre los años 1914 a 1918 si todavía no había nacido?

—Consiguiendo mezclar su energía Individual con la de todos aquellos seres que pueda llegar a captar.

—Perdona. ¿Cómo explicas que puedan darse dos épocas diferentes de la historia en el mismo lugar y tiempo? Vamos a suponer que este combate, el cual según tú se producía en aquellos momentos y no en un pasado, se desarrollaba en un lugar determinado, si en la actualidad está habitado, pregunto: ¿se han visto mezclados en él las personas que lo pueblan hoy? ¿Acaso, tu máquina ha podido hacer desaparecer todo cuanto existe para dar paso a lo que existió tantos años atrás?

—No, no ha desaparecido nada de cuanto existe. Asómbrate, Karl, indistintamente sucedían hechos de una época y de otra sin interferirse entre ellos, los que hemos visto y los actuales que desconocemos.

—No lo creo. Aunque soy un ignorante sé que dos objetos no pueden ocupar el mismo lugar en el espacio.

—Tienes razón y para tu mejor comprensión me haré eco de tu aseveración. ¿Cuántas son las dimensiones de los objetos?

—Tres —contestó Karl, añadiendo rápidamente— y no me hables, por favor, de la tan hipotética cuarta dimensión.

—En geometría plana tu contestación es correcta. Pero, en cuanto a la física moderna, he de decirte que se trabaja constantemente en cuatro y más dimensiones partiendo de las tres iniciales de longitud, masa y tiempo. ¿Conoces las teorías de Einstein?

—No soy un hombre de ciencia, recuérdalo, sólo un vulgar profesor de latín.

—Pues bien, sobrino, para que me comprendas te diré que los hechos del pasado que hemos revivido se desarrollaban en otra dimensión.

—Para ser verdad es demasiado fantástico, más bien diría que es una…

—Puedes terminar la frase, es una locura.

—Sí, tío.

—En tu ignorancia puedes llamarlo como mejor te plazca, yo únicamente lo considero uno de tantos experimentos científicos. 

CAPÍTULO II

Para Karl aquella noche parecía no tener fin. Permaneció muchas horas en vela con la mente obsesionada por las explicaciones del anciano científico, y al conciliar el sueño estuvo revolviéndose continuamente por la cama presa de angustiosas pesadillas. Cuando amanecía, se despertó sobresaltado y, al hallarse el cuerpo bañado de gélido sudor, se levantó sumamente excitado. Después de lavarse profusamente el rostro con agua fría, se vistió rápidamente y, tras dejar una nota a su tío, abandonó la casa con la intención de templar sus desquiciados nervios dando un largo paseo por las afueras de Wesel.

¿Cuántas horas llevaría andando? Ni siquiera se percató de ello, pero al observar la situación del sol dedujo que debían de haber sido muchas. Cansado y sudoroso por tan larga caminata, y sin haber podido borrar de su mente la larga y extraña conversación sostenida la tarde anterior, decidió regresar al antigua hogar familiar.

Hasta después de haber llamado repetidas veces y aguardar por espacio de diez minutos, no le fue franqueada la entrada.

Tan pronto como abrió la puerta, el anciano científico, sin pronunciar palabra y presa de singular frenesí, corrió por el piso y descendió con premura al sótano, mientras su sobrino, intentando serenarse, tomó asiento en una de las toscas sillas del comedor.

Pasados unos minutos se escuchó una voz angustiada que gritaba:

—¡Karl, Karl, baja pronto!

El llamado se levantó presuroso y bajó, tan aprisa como fue capaz, las escaleras que conducían al extraño laboratorio.

La máquina estaba funcionando y el sabio no dejaba de moverse de aquí para allá manipulando continuamente los mandos y controles de la complicada instalación, sin cesar de mirar la iluminada pantalla que en esta ocasión no reflejaba ninguna imagen.

Abatido, y con lágrimas de desesperación resbalándole por las mejillas, el tío Heinrich se acercó al expectante sobrino y únicamente exclamó con ronca voz:

—¡Helga!

Karl se estremeció horrorizado al imaginar la trágica suerte corrida por aquella muchacha demasiado crédula en los experimentos de su tío.

—La has…

—Sí, Karl, ella misma me lo pidió.

—¡Pero no podías hacerlo, tío Heinrich! —gritó Karl sujetándolo por la camisa y zarandeándolo violentamente.

Después, pasado el momentáneo arranque de ira, lo soltó y se encaminó apesadumbrado hacia la escalera.

—¿Adónde vas, Karl?

—Hemos de avisar a la policía.

—Espera, primero déjame intentar recobrarla.

—Pero ¿no acabas de decirme que a Helga la has…?

—Sí, la he transferido y la máquina no obedece. Ha sucedido lo que me temía: al juntarse las radiaciones emanadas del cuerpo vivo de Helga con las existentes en el Cosmos he perdido el control del retrocesor del tiempo.

—¡Estás loco!

—De no haber sido por tu venida a Wesel, no hubiera intentado el experimento hasta estar completamente seguro del éxito.

—¿Pretendes, acaso, hacerme responsable de tus insensateces? —contestó Karl cerrando los puños y esforzándose en contener los impulsos de golpearlo.

—No, sé sobradamente que el único responsable soy yo —replicó sollozando ya abiertamente—; pero al explicar a Helga tu incredulidad me he dejado convencer para que efectuara con ella el primer intento de transferir a un ser viviente de nuestros días a una época del pasado.

Entretanto el anciano, sin dejar de llorar, pasaba a manipular nuevamente los complicados controles, Karl intentó hallar una solución a la trágica situación en que se encontraba su anciano familiar.

—¿Qué podemos hacer, tío? —preguntó después de larga meditación.

—Vas a transferirme a mí. Te explicaré cuanto debes hacer.

—¿Conoce alguien más el funcionamiento de todos estos aparatos?

—No, al iniciar mis estudios sobre la fórmula Letamendi y ante el temor de ser objeto de burla pensé que sería más conveniente guardar el secreto, únicamente Helga y tú estáis al corriente.

—En tal caso debes de ser tú quien continúe el experimento.

—¿No comprendes que no puedo dejar a Helga sin protección ante quién sabe cuáles peligros?

—¡Maldición! ¿Y por qué no lo pensaste antes?

Entonces, sucedió lo imprevisible. El infatigable científico se arrodilló a los pies de su sobrino e imploró angustiadamente:

—¡Karl, por favor, ayúdame!

Éste retrocedió unos pasos aterrorizado ante el súbito pensamiento que vino a su mente y contestó con firmeza:

—No, tío, me niego rotundamente. No voy a servirte también de conejillo de indias.

Pero la realidad fue muy distinta. Karl, sumamente impresionado por la desesperación de su tío y después de larga conversación, como si estuviera hipnotizado, se desvistió y penetró en el interior de la gran caja de blanco metal. Después, sintió como si le arrancaran la carne a zarpazos y, cuando el dolor se hizo insoportable…, nada más.

*  *  *

Al recobrar el conocimiento, Karl dirigió la mirada en derredor de la habitación que ocupaba, tenuemente iluminada por los rayos del sol que penetraban a través de una estrecha ventanuca. El aposento no tendría más de seis metros cuadrados, el piso era de tierra apisonada y las paredes de adobe diéronle a entender que se trataba de una choza. Todo el mobiliario del aposento lo constituía el duro jergón de paja sobre el que estaba echado. Al intentar moverse sintió como si en todo el cuerpo se le clavaran multitud de finas agujas y, pese al dolor que experimentó al mover el brazo, al notarse la nariz taponada se la tocó viendo con asombro como los dedos aparecían llenos de sangre coagulada. Indudablemente, había sufrido una hemorragia. Entonces, rememoró los acontecimientos que le acaecieron durante los días anteriores, y a medida que iban desfilando por su memoria se estremecía cada vez más.

Estuvo contemplando mucho tiempo el techo de la choza completamente quieto para evitar aquellos agudos pinchazos insoportables, pero al escuchar un ligero rumor en la puerta del aposento, giró la cabeza y se percató de que las sensaciones dolorosas habían perdido intensidad.

La pequeña sombra, que le pareció haber observado en la habitación donde reposaba, desapareció de pronto, y maravillado escuchó una voz infantil que decía en perfecto latín:

—Madre, aquel hombre ya tiene los ojos abiertos.

A los pocos momentos, una mujer vestida con amplia túnica entró en el aposento, lo miró con simpatía y empleando el mismo idioma preguntó:

¿Te sientes mejor, forastero?

Karl, todavía sin la posesión completa de sus facultades mentales, contestó en el idioma sólo conocido por escasos estudiosos y del que era profesor universitario:

—Un poco. Creo haber estado privado del sentido. ¿Puedes explicarme en qué lugar me encuentro?

—A dos horas de camino de Pompeya. Mi marido te encontró tirado en las tierras de labranza completamente desnudo, y, si bien al principio te creyó muerto, al observar que aún respirabas te trajo a nuestra casa. Supuso que te asaltaron para robarte.

De ser cierta la afirmación de la mujer y no ser una escena montada previamente por su tío, el experimento había tenido éxito. Por la vestimenta de la mujer, el idioma empleado y la ciudad mentada, supo que había sido transferido a la época antiquísima del Imperio romano.

«Menos mal que tío Heinrich no me hizo «aterrizar» en medio de uno de aquellos combates —monologó en alemán— o en un país enemigo en una de las guerras contra Alemania…»

Tres días después, Karl, totalmente restablecido, abandonó la casa y al contemplar la inmensa mole humeante del Vesubio y, a lo lejos, el perfil de las edificaciones de lo que debía de ser Pompeya, empezó a creer en la máquina inventada por su familiar.

Vestido con un sencillo colobo ceñido a la cintura y unas desgastadas sandalias proporcionadas por el hombre que lo había recogido entró en la ciudad. Cualquiera que lo hubiese seguido, por sus actos, lo hubiera tomado por un demente, puesto que muchas veces se acercaba a diversas construcciones y después de observarlas con atención, golpeaba las columnas y paredes con los nudillos.

«Piedra, piedra auténtica; nada de yeso o cartón plastificado.»

Proseguía después su camino y, asombrado, se acercaba a cuantos grupos veía para escuchar con disimulo sus conversaciones, principalmente las sostenidas por los niños en sus juegos infantiles.

«Latín, todos hablan latín. Es imposible que mi tío haya podido construir una ciudad verdadera y poblarla con tantos eruditos… Además, hay demasiados niños que conocen a la perfección una lengua prácticamente desaparecida.»

Súbitamente, las gentes que transitaban por la calle quedaron silenciosas con muestras de reverente respeto. Por el centro de la amplia vía andaban lentamente tres hermosas jóvenes ataviadas con túnicas de inmaculada blancura. La del centro, de largo pelo rubio atado con una trenza, ojos azules, blanca tez y rojos labios, era, a no dudar, la que atraía más la atención.

Karl, que procuraba no perder detalle de cuanto sucedía a su alrededor, las observó detenidamente intrigado por la respetuosa admiración de que eran objeto. De pronto, sintió apoyarse en su hombro una manaza a la par que una gruesa voz le conminaba:

—Inclínate ante la enviada de la diosa Vesta.

—Déjate de sandeces, es una mujer como otra cualquiera.

Al contestar, Karl volvió la cabeza y se encontró frente a un hombre de gran estatura y poderoso cuerpo. Indudablemente, aquel individuo debía poseer una fuerza descomunal.

Cuando el hombre de proporciones gigantescas alzó uno de sus poderosos brazos con la intención de hacerle inclinar en señal de respeto hacia las vestales, el grupo de personas cercano a ellos, presenciaron lo inaudito: el forastero, sin aparente esfuerzo, asió el brazo de su enemigo y lo volteó por encima de la cabeza derribándolo estrepitosamente al suelo.

Las gentes, intuyendo los próximos acontecimientos, se apartaron rápidamente del lugar dejando un amplio espacio a los dos contendientes.

Entretanto, el romano se levantó y embistió furiosamente al rubio forastero, quien, con las rodillas ligeramente flexionadas y las manos por delante, parecía estar esperándolo sin mostrar temor. Entonces, sucedió lo increíble, el forzudo no chocó contra su adversario sino que, como impulsado por una catapulta, aumentó la velocidad de su carrera y se estrelló violentamente contra la pared de una de las casas. Con la frente ensangrentada, a consecuencia del fortísimo golpe, cayó desplomado al suelo privado de conocimiento. A Karl, en su defensa, le había bastado emplear sus conocimientos de consumado judoka.

Inmediatamente, sin saber cómo ni de dónde, habían aparecido cuatro soldados que desenvainaron las relucientes espadas y lo rodearon en un santiamén. Karl, por la expresión que leyó en sus ojos, tuvo la certeza de que, a la menor resistencia, estaban dispuestos a matarlo. Levantó acto seguido las manos y con el intento de contenerles dijo sumiso:

—Me entrego —y después, haciendo una profunda reverencia a las paradas vestales, añadió—: Me inclino ante tu belleza, hermosa hija de la diosa.

Por un momento los legionarios romanos permanecieron quietos mientras la hermosa rubia hablaba con una de sus acompañantes, quien, haciendo una inclinación de entendimiento con la cabeza, dijo seguidamente :

—La enviada de la diosa lo perdona, dejadlo marchar.

Karl no se hizo repetir la indicación, se inclinó nuevamente y mirando fijamente a la mujer, causa de su reciente altercado, dijo:

—La bondad de tu corazón es tan grande como la hermosura de tu rostro.

Y sin aguardar más, se alejó precipitadamente.

—¡Cáspita! Por poco me ensartan como a una anchoa —murmuró pasándose el dorso de la mano por la sudorosa frente.

Al escuchar unos pasos presurosos a su espalda, giró precavidamente la cabeza ante la posible eventualidad de un nuevo peligro. Un individuo, aproximadamente de su misma edad, andaba en pos de él dando la impresión de que deseaba darle alcance. Lo aguardó, y tan pronto el presunto perseguidor estuvo a su lado le preguntó:

—¿Qué quieres?

—Por tu bien, si has de permanecer en Pompeya guárdate de Calingo —le contestó amigablemente aquel individuo.

—Acaso, es el tipo…

—Sí, es uno de los mejores gladiadores del Imperio. Aún estoy asombrado de tu facilidad en vencerlo; fue extraordinario.

—Gracias por tu consejo, buen hombre, procuraré hacerlo así —contestó Karl, sin deseos de continuar aquella conversación.

Iba a proseguir su camino, pero el hombre ansiaba satisfacer su curiosidad y conocer más pormenores de aquel joven rubio que, sin trazas de ser un luchador profesional, había realizado una proeza inconcebible.

—Por un momento temí que también presentaras resistencia a los soldados —continuó comentando el desconocido.

—Hubiera cometido una equivocación imperdonable al dejar mi energía Individual esparcida por el Cosmos en una dimensión que no es la suya.

—Hablas de una forma tan rara que no logro entenderte. ¿Qué quieres decir?

—Simplemente, que hubiera sido un necio en dejarme matar.

—Eres un buen luchador y además prudente. Dos estupendas cualidades para triunfar.

—Te engañas, no soy luchador, soy un preceptor.

—¿Vas a quedarte en Pompeya?

—Nada tengo decidido sobre el particular. ¿Por qué?

—Si de verdad eres preceptor y no tienes ocupación, yo puedo proporcionarte trabajo. Tengo dos hijos pequeños; si los instruyes e inicias en tu manera de luchar, te daré un sitio en mi mesa, un aposento en mi casa y una cantidad suficiente de sestercios para tus diversiones.

Karl no necesitó mucho tiempo para meditar el ofrecimiento. ¿Qué podía hacer en la excepcional situación en que se hallaba?

—Acepto.

Y fortuitamente, merced al incidente con aquel coloso llamado Calingo, Karl solucionó la dificultad segura de su subsistencia mientras buscaba a Helga o bien el anciano sabio lo retornaba a su presente. 

CAPÍTULO III

Transcurridas tres semanas, Karl, que había adoptado el nombre de Prudens al recordar que su bienhechor lo había considerado prudente, se había identificado con las costumbres únicamente conocidas por él através de los libros estudiados.

Durante todo el tiempo que le restaba libre, una vez acabado el cometido de dar las lecciones a que se había comprometido, Karl se dedicaba diariamente a vagar por las calles y plazas de la ciudad, con una intención definida: encontrar a Helda. Mientras andaba sin rumbo fijo, y siguiendo su inveterada costumbre de expresar de viva voz sus pensamientos, monologaba:

«¿Cómo voy a encontrar a esa chica si ni siquiera llegue a verle el rostro? Estoy buscando a ciegas. Si tuviera la fortuna de que ella hubiera sido transferida aquí y tío Heinrich le hubiera mostrado en alguna fotografía mía tal vez ella podría reconocerme. ¡En buen lío me he dejado meter por estúpido! Si logro salir de esta, ¿quién creerá tan fantástica aventura?

Fue interrumpido en su meditación por una escena análoga a la que ya contempló la primera vez que entró en Pompeya. Las gentes, con idénticas muestras de respeto, se apartaban al paso de tres arrogantes vestales.

Karl, en esta ocasión, también les cedió el paso y retrocediendo hasta topar con la fachada de una de las casas miró fijamente a la atrayente joven.

Ella, como impulsada por un sexto sentido intuyendo la pertinaz observación de que era objeto, volvió el rostro hacia Karl y al cruzarse las miradas, el joven, sorprendido, vio cómo la blanca tez de la mujer se ruborizaba intensamente.

Mientras las sacerdotisas de Vesta proseguían su lento paseo, el joven alemán, intrigado, marchó con premura a la mansión donde pernoctaba y al hallarse en presencia del rico patricio le preguntó sin preámbulos :

—Dime, Tito, ¿por qué las gentes hacen tanto acatamiento a la vestal de pelo rubio?

—Es una enviada de la diosa.

—¿Y en qué os fundáis para creerla tal?

—Lo recuerdo tan perfectamente como si hubiera ocurrido hoy, pues en Pompeya no se habló de otra cosa durante muchos días. Cuentan que una tarde, ella apareció de improviso en el centro del templo… Pero no con el ritual propio de todas las doncellas que desean dedicarse al servicio de Vesta, sino que cayó suavemente desde lo alto, como si hubiera sido llovida del cielo, en medio de una gran concurrencia de mujeres. Donde no había nada, y sin que ninguna de cuantas presenciaran la aparición haya podido explicárselo, apareció ella. Por esta razón, se la tiene por enviada de la diosa.

Karl, al escuchar la escueta narración, se estremeció involuntariamente. La hermosa Vestal, por la manera insólita de aparecer, no podía ser otra que Helga, transferida al mismo lugar y época que él.

—¿Cuándo ocurrió el hecho? —preguntó vivamente impresionado, emoción que Tito, lógicamente ignorante de la posible realidad de la causa de la presencia de Helga, confundió.

—Pues, hará cosa de unos cuatro años.

—¿Estás seguro del tiempo?

—Sin la menor duda. A los dos días del acontecimiento nacía mi hijo menor.

Karl, meditabundo, guardó silencio. El factor tiempo no concordaba, pues él fue transferido escasamente una hora después…, a no ser que hubiera estado inconsciente por aquellas dimensiones desconocidas durante tan largo período.

—Cuatro años —murmuró desconcertado.

—Sí, Prudens.

El semblante de Karl se ensombreció. De ser cierta la suposición de que la rubia vestal no era otra que Helga, ¿de qué diabólico poder estaba dotado el invento de su tío Heinrich para poder haberlo mantenido vivo durante tan largo tiempo? Por otra parte, ¿qué le habría ocurrido a su tío en aquellos cuatro años? Si la máquina no lograba transferirlos al futuro, en el caso de ellos su presente, tendrían que acabar sus días en tal inusitada situación. Y al asaltarle este pensamiento cayó anonadado en una de las sillas curvas del aposento.

Tito confundió de nuevo la manifiesta turbación de Karl, porque sonriente preguntó:

—Te has impresionado, ¿verdad?

—Más de cuanto puedas imaginar. —Y ansiosamente añadió—. Deseo hablar con la enviada de la diosa cuanto antes. ¿Cómo podré hacerlo?

—No hagas tal; los hombres no podemos entrar en el templo, además, en Pompeya se venera a Enviada. Acuérdate de lo sucedido con Calingo como prueba de cuanto te digo, y si osaras hacerlo de seguro sería tu muerte.

Karl no contestó y quedó largo rato pensativo. Pero, pese a los consejos de Tito, se hizo el propósito firme de conversar con la vestal tan pronto como le fuera posible, pues tuvo el repentino presentimiento de que al fin había hallado en aquella misteriosa mujer a Helga.

*  *  *

Desde que en su mente había tomado cuerpo la idea de haber encontrado a Helga ocupando un puesto asaz incomprensible, Karl merodeó diariamente por los alrededores del templo erigido a la diosa Vesta, animado con la esperanza de poder hablarle y revelarle su identidad. Pero la fortuna no fue precisamente su aliada, los días fueron transcurriendo sin que hubiera podido lograr su empeño.

Aquella tarde, en su continuada observación, Karl había permanecido más tiempo del acostumbrado y al retirarse, decepcionado por su poca suerte, empezaba a caer la noche.

La humedad del mar Tirreno, acostumbrado al clima seco de su patria, hacía que sintiera el frío invernal con mayor intensidad, y al objeto de hacer entrar en calor a su aterido cuerpo, se puso a andar apresuradamente.

La inclemencia de la estación era la causa de que los habitantes de la ciudad se encerrasen en sus lares ya al iniciarse el crepúsculo vespertino y las calles estuvieran desiertas con unas pocas teas encendidas, desprendiendo más humo que luz, disipando las tinieblas sólo a muy corta distancia.

El fino oído de Karl captó los pasos que iban en pos de él y de no haber visto la silueta confusa de un hombre aguardando en el otro extremo de la calle, no hubiera tomado precauciones. Se volvió hacia el individuo que andaba detrás y al encontrarlo prácticamente a su lado se apartó con rapidez para cederle el paso. El gesto instintivo le salvó la vida, pues en el mismo instante el sujeto vestido andrajosamente bajó el brazo con fuerza para asestarle una cuchillada en la espalda.

Karl no le dio tiempo a repetir la hazaña, se lanzó sobre él y prontamente se entabló una corta lucha cuerpo a cuerpo. Pero el asaltante, con un puntiagudo puñal en la mano, no daba ocasión a su antagonista para que pudiera emplear su clásico método defensivo. Casi en la oscuridad más completa, Karl aguardaba la oportunidad para acabar con su contrincante con una de sus llaves de experimentado judoka.

Para evitar que pudiera dar la voz de alarma, fallido el primer intento, el malhechor agredió nuevamente a Karl, quien al propio tiempo que lo fintaba le propinó dos potentes puñetazos en el rostro que no parecieron hacer mella en el fornido rufián. Al fin, el hombre, ansioso de terminar cuanto antes con su presa, cometió una torpeza. Atacó de frente con el brazo que sostenía la pequeña y anticuada, pero mortífera, arma levantada. Al asestar el golpe dio en el vacío por haberse apartado rápidamente Karl, el cual aprovechando la coyuntura esperada le asió fuertemente la muñeca haciéndosela girar completamente en sentido contrario a la par que la empujaba con toda la fuerza de que fue capaz. El efecto fue instantáneo, el agudo cuchillo penetró hasta la empuñadura en las entrañas del malhechor, quien emitiendo un quejido doloroso quedó momentáneamente paralizado para después, doblando las rodillas, caer exánime al suelo.

Mientras, el hombre que parecía esperarlo al final de la calle se había aproximado y Karl, intuyendo un nuevo peligro, con gesto veloz, arrancó el cuchillo del vientre del moribundo y lo empuñó con fiereza dispuesto a continuar luchando para defender su supervivencia.

El segundo adversario no se amilanó al ver tendido a su compañero de fechorías y se lanzó de inmediato sobre Karl intentando asestarle una cuchillada. El rapidísimo quiebro le salvó del golpe mortal e inmediatamente también entró en acción. Cuando el nuevo atacante perdió ligeramente el equilibrio a consecuencia de la puñalada dada al aire, el joven rubio, procedente de otra época, aprovechó la circunstancia y su mano armada golpeó vertiginosamente dos veces consecutivas el pecho del adversario. Los golpes debían de haber sido certeros, pues sin proferir gemido cayó derribado en mitad de la solitaria calle.

Aguardó unos instantes en espera de si alguno de los atacantes se levantaba a fin de continuar defendiéndose. Mas, al no hacerlo, precavidamente se les acercó y horrorizado comprobó que el primero de los hombres abatidos estaba agonizando y que el segundo había dejado de existir. Tiró el fatídico puñal y al empezar a formarse un charco de sangre junto al cuerpo de los caídos, asustado, echó a correr con toda rapidez. Pero el instinto humanitario, fruto de su avanzada civilización, le hizo retroceder hasta el lugar de la cruenta pelea para prestar su ayuda al herido a pesar de que poco antes hubiera intentado, en su primitivismo social, asesinarlo tan sólo para robarlo. Su intento fue vano, aquel desdichado acababa de expirar.

Cuando llegó a su mansión, respiraba fatigosamente, tenía el rostro lívido, el cuerpo trémulo y la frente bañada de gruesas gotas de frío sudor.

—¿Qué te ha pasado, Prudens? Tienes las vestiduras y la mano ensangrentadas.

—Tito, acabo de matar a dos hombres —confesó Karl con voz imperceptible y manifiesto pánico.

Y, seguidamente, pasó a narrar al patricio que tan generosamente lo tenía albergado cuanto acababa de sucederle.

—Serían dos ladrones de los que tanto pululan durante las noches por Pompeya. ¿De verdad, Prudens, no eres luchador profesional?

—No, ya te lo dije cuando nos conocimos; soy preceptor, si bien aprendí a defenderme.

—Ya tuve ocasión de presenciarlo.

—¿Qué debo hacer ahora, Tito, entregarme?

—¡De ninguna manera! Ve a lavarte, cámbiate de ropa y baja a cenar. Cuando encuentren los cadáveres de aquellos tipos ya los retirarán de la calle.

—Pero…

—Tranquilízate; creerán que ha sido una reyerta entre ladrones. Además, has hecho un favor a la comunidad al librarnos de ellos.

A medida que pasaban los días, y motivado por vivir en una época remota ya desaparecida desde hacía muchos cientos de años en la cual no comprendía, pese a hacerlo, como podía estar presente en la misma, la conciencia de Karl fue acallándose.

Una semana después, y siguiendo el curso de su idea, continuó frecuentando las cercanías del templo siempre con resultado negativo. Definitivamente, la suerte no le era propicia, pues aun cuando permaneció largas horas deambulando por las calles en que viera a las vestales, no volvió a encontrarlas.

Y para colmo de la fatalidad, aquel día Tito, con cara apesadumbrada, le dio la noticia.

—Extrema la cautela, Prudens, Calingo ha regresado de Roma con una nueva aureola de gladiador invencible. Los que le vieron luchar en la arena del Coliseo no cesan de narrar sus hazañas e incluso cuentan que Vespasiano en persona lo recompensó largamente.

—¿Vespasiano, el Emperador?

—Sí.

Karl recordó inmediatamente uno de los episodios más trágicos del Imperio y murmuró:

—Vespasiano… El Coliseo… Pompeya… El Vesubio… La hecatombe no tardará en producirse, a lo sumo unos años.

—¿De qué hablas, Prudens?

—Ya te lo haré saber, y aunque te parecerá una locura cuanto te diré, por tu bien, el de tu esposa y el de tus hijos habrás de obedecerme ciegamente. Y ahora, por favor, no me preguntes más, cuando sea el momento oportuno ya te lo explicaré. 

CAPÍTULO IV

Karl quedó complacido del trabajo efectuado por el herrero. En las manos tenía dos pares de ganchos de grueso hierro con doble tenaza, forjado de acuerdo con los dibujos que previamente entregara.

Ya en su aposento, pasó por las dos anillas de las cuales pendían la pareja de ganchos una resistente cuerda y usando la ventana para las probaturas, practicó horas y más horas él lanzamiento hasta llegar a adquirir la práctica suficiente para que, a la tercera o cuarta vez, uno de los ganchos quedara fijado en el alféizar.

Aquella misma noche, aprovechando que la luna, en cuarto menguante, apenas iluminaba la ciudad, salió de la casa y se dirigió con grandes precauciones hacia el templo de la diosa Vesta. Dio un rodeo y, al llegar a la puerta posterior, lanzó el juego de ganchos sobre la tapia que circundaba el jardín anexo a la residencia de las vestales.

A la segunda tentativa, al tirar de la cuerda hacia sí, comprobó con satisfacción que no cedía. Aguardó unos instantes para calmar sus excitados nervios y, tras mirar en todas direcciones para cerciorarse de que no era absurdo, apoyando los pies en la pared, empezó la ascensión a pulso a la alta tapia. Sudoroso, más por el temor de ser sorprendido que por el ejercicio físico, culminó la tentativa. Había conseguido su primer objetivo. Seguidamente, recuperó la cuerda pendiente y, tras fijar los ganchos convenientemente, descendió al cuidado jardín, observando los detalles más relevantes que pudieran orientarlo acerca del lugar donde dejaba la cuerda para poder escalar nuevamente la tapia en sentido inverso.

Arrimándose cuanto pudo a la pared caminó lentamente, tanteando con el pie para evitar cualquier tropezón que pudiera delatar su presencia, hasta llegar a la morada destinada a las servidoras del templo.

Esta vez la veleidosa suerte estaba a su favor, pues la primera puerta que halló a su paso no estaba cerrada. La empujó suavemente y, al abrirse, se estremeció por el ligero chirrido de las bisagras, permaneciendo expectante con todos los sentidos alerta.

Después, al no escuchar ningún síntoma de alarma, penetró en el interior y fue palpando las paredes de los amplios corredores sumidos en la más completa oscuridad. Por fin, tras su sigiloso caminar, divisó una tenue claridad. Por debajo de las rendijas de algunas puertas se filtraba una exigua luminosidad. Con grandes precauciones entreabrió la primera y luego de atisbar el interior, con el mismo cuidado la cerró. Repitió la operación cuatro veces, y a la quinta halló el objetivo de su temeraria excursión nocturna: en un lecho del suntuoso aposento la rubia vestal dormía plácidamente.

Entró con gran cautela e inmediatamente cerró suavemente la puerta a sus espaldas. A la luz de una perfumada tea, contempló el hermoso rostro de la sacerdotisa enmarcado en una exuberante cabellera en la cual se reflejaba, cual si hubieran sido, finos hilos de oro, la escasa iluminación.

Anduvo de puntillas hasta llegar junto a la durmiente y la estuvo observando largamente. En aquel supremo instante vaciló, porque si se había equivocado en su conjetura…

La mujer, como si presintiera la presencia del intruso en su dormitorio, en aquel preciso momento abrió los ojos y, al encontrar a un hombre junto a ella, atemorizada, iba a lanzar un grito, pero Karl, con gran rapidez de reflejos, antes de que pudiera emitirlo, le tapó la boca con la mano.

—Helga, soy el sobrino de Heinrich Grüber —susurró apresuradamente en alemán—; si me has comprendido parpadea tres veces seguidas.

Los cortos instantes en que ella, sorprendida en extremo, tardó en cumplir la indicación de Karl le parecieron siglos.

No se había engañado en su presentimiento: la hermosa vestalía era Helga, la joven transferida por su tío a aquella desconocida dimensión.

Karl, sin dejar de apoyar la mano en los labios de la joven, continuó:

—He venido en tu busca para protegerte, ¿comprendes?

Tres parpadeos más proporcionaron a Karl la seguridad absoluta de que realmente había alcanzado la meta de su búsqueda.

Tan pronto retiró la mano que aprisionaba la boca de Helga, ésta rodeó con sus marmóreos brazos el cuello de Karl y, juntando su mejilla a la del hombre, lloró calladamente.

Al desasirse, Karl le miró a los ojos y vio que continuaba llorando. ¿Lágrimas de emoción, de alegría, de sufrimiento? No fue capaz de poderlas definir.

—No llores más, Helga, te he encontrado y ya no estarás sola en este mundo desconocido. Además confiemos en que tío Heinrich pueda recuperarnos pronto ahora que estaremos juntos.

—Pero ¿cuándo? Han transcurrido casi cinco años de continua espera y ya he perdido toda esperanza. ¡Dios mío, qué trágica vida me aguarda!

—Pues has de continuar confiando. Mi tío debe de estar haciendo lo imposible para acabar con nuestra insólita situación y ya verás cómo conseguirá retornarnos a nuestra época, a Wesel —y con la intención de infundirle ánimos, añadió—: Está muy preocupado por ti; la prueba la tienes en mi presencia.

—Sí, pero después de más de cuatro interminables años de continuada angustia —recriminó Helga sollozando de nuevo.

—Te equivocas, querida amiga; yo fui, digamos, lanzado una hora, a lo más tardar, después de ti. Llegué a Pompeya el mismo día en que me perdonaste, ¿te acuerdas?

—Sí.

Y como si la presencia del joven compatriota, del hombre de su misma era y situación extraordinaria exacta a la suya fuera un sedante, dejó de llorar para preguntar interesada:

—¿Y me ha buscado durante tanto tiempo?

—No, yo recobré el uso de mis facultades sólo tres días antes de nuestro encuentro casual. ¿Qué ha sido de mí durante estos cuatro años? Únicamente mi tío podrá aclaramos este misterio.

Los ligeros pasos que escucharon procedentes del corredor hicieron enmudecer a la joven pareja y a la par palidecer a Karl. De hallarlo alguien en el aposento de Helga, su visita nocturna sería erróneamente interpretada y por la historia sabía que a ambos les aguardaba una muerte despiadada. Él sería azotado públicamente en el Foro hasta privarle de la vida y en cuanto a ella sería enterrada viva. Era el castigo preceptivo a las sacerdotisas que no guardaban el voto de castidad.

Rápidamente y procurando no delatar su presencia al andar, Karl se colocó al lado de la puerta con la intención de que la misma al abrirse lo ocultara, mientras aguardaba impaciente los próximos acontecimientos.

Casi de inmediato sonaron unos leves golpes y una voz femenina inquirió solícita:

—Soy Lucia, vengo del templo de avivar el fuego sagrado y al pasar me ha parecido oír como si hablaras. ¿Te ocurre algo, señora?

—Gracias, amiga mía, no me pasa nada; estoy en oración —contestó apresuradamente Helga, añadiendo tras una corta pausa—. Puedes estar tranquila.

Callaron durante largo rato y cuando el silencio era absoluto, Karl susurró al oído de Helga:

Voy a marcharme. Observa si el corredor está libre.

Después de que Helga le hiciera una seña, Karl le apretó afectuosamente la mano para darle valor diciéndole quedamente:

—Hemos de hablar nuevamente. ¿Podrías aguardarme en el jardín? Sería menos expuesto.

—Así lo haré cada noche…

—Karl, me llamo Karl Golder —contestó el joven adivinando el deseo de ella de conocer su nombre—; pero en la ciudad me conocen por Prudens.

—Váyase ya; entretanto, rogaré a Dios para que lo proteja.

*  *  *

Durante las noches sucesivas, Karl emprendió la arriesgada aventura de trepar, por medio de la eficaz ayuda de la cuerda preparada a tal efecto, la tapia que circundaba la amplia morada de las vestales, para acudir al encuentro de Helga, quien, por creerla enviada de la diosa, gozaba de privilegios especiales cual era el poder entrar y salir en todo momento de las habitaciones reservadas.

Pese a la negrura de la noche, que de no haber sido por la escasa luminosidad del estrellado firmamento hubiera sido total, cuando el sobrino del sabio inventor estuvo a su lado, la joven observó la inquietud que reflejaba su rostro.

—¿Qué te ha ocurrido, Karl? Estás preocupado.

La afirmación de la joven no carecía de fundamento, pues Karl, desde hacía varios días, estaba muy desasosegado. El tiempo iba transcurriendo sin que su tío acabara de dominar el control de la máquina y diera fin a aquella insostenible situación. Además por las averiguaciones efectuadas acerca del año en que vivían sabía que cada vez estaba más próximo el momento de la gran hecatombe que había de producirse en Pompeya. En muchas ocasiones pensó huir con Helga de la ciudad, pero, motivado por la ignorancia de si el cambiar de lugar al que fueron transferidos podría ser la causa de un posible fracaso en el proceso del cese de su traslación al pasado, le hacía permanecer en la población a sabiendas del peligro mortal que se avecinaba.

Para no aumentar más la zozobra de aquella confiada víctima de los experimentos de su tío, Karl, ocultando sus verdaderos pensamientos, respondió:

—Estoy mohíno, pues habremos de interrumpir nuestras entrevistas porque la luna ha entrado hoy en cuarto creciente y cada día irá en aumento el resplandor. Correríamos demasiado peligro si llegaran a sorprendernos.

—Perdóname, Karl, soy una egoísta.

—¿Por qué? —preguntó desconcertado.

—Por permitir que te expongas cada noche, pero ¡tu presencia me hace sentirme tan feliz! —murmuró Helga muy cerca de él.

Entonces Karl no pudo reprimir el deseo tantas veces reprimido. Atrajo hacia sí a Helga e inclinando la cabeza le besó apasionadamente los rojos labios una y otra vez, sin que ella opusiera resistencia.

—Helga, te ruego me disculpes, no he pretendido aprovecharme de la situación en que te hallas. De haber intimado contigo en Wesel hubiera procedido de idéntica manera porque estoy enamorado de ti. ¿Te he ofendido?

—No, Karl. A mí me ha ocurrido igual.

Y un nuevo beso amoroso rubricó la mutua confesión de sus sentimientos.

Al separarse, Karl había olvidado sus preocupaciones y el júbilo que experimentaba de saber correspondidos sus amores fue la causa de que no actuara con la prudencia habitual. Cuando estuvo a horcajadas sobre el muro permaneció largo rato mirando hacia el jardín con el vano intento de ver una vez más a su amada. Después cambió los ganchos de posición, y, sin precauciones, se deslizó suavemente por la cuerda. Al poner el pie en el suelo advirtió cuán imprevisor había sido, pues tres soldados le cerraban el paso con las agudas puntas de las lanzas tocándole casi al cuerpo.

—¿Qué hacías en los jardines de las sacerdotisas de la diosa Vesta? —preguntó uno de ellos sin apartar la antigua pero mortífera arma.

—No he cometido tamaña estupidez. Sólo estaba probando este invento para poder escalar silenciosamente los muros.

Y a consecuencia de la práctica adquirida, dio una ligera sacudida a la cuerda, ésta serpenteó y los ganchos cayeron con estrépito al suelo. Los recogió y los mostró a sus captores mientras explicaba:

—¿Veis? Con esto nuestros ejércitos podrán subir a las murallas enemigas y sorprender a los centinelas.

Los legionarios romanos estaban perplejos. Aquel joven parecía hablar con sinceridad y la rica vestimenta denotaba que no era uno de los facinerosos que cometían toda clase de tropelías amparados en la nocturnidad.

—Llevémoslo al decurión y que sea él quien decida —sugirió uno de los soldados.

—Acompáñanos —ordenó el que parecía llevar la iniciativa, empezando a caminar.

Los otros dos legionarios se colocaron uno a cada lado de Karl e iniciaron la marcha. Eran jóvenes y, al ir armados con 1a típica lanza corta, el prisionero comprendió que pretender escapar emprendiendo veloz carrera sería un suicidio, pues, por medianos lanzadores que fueran, no habría podido recorrer mucha distancia sin caer atravesado por una de las puntiagudas lanzas.

Karl, en la estrecha sala donde fue llevado por sus aprensores, aguardaba impaciente la llegada del decurión que había de juzgarlo. Cuando entró el romano, sin clámide ni casco, mostrando en el rostro la irritación por haber sido interrumpido del sueño en que estaba sumido, la inquietud del prisionero aumentó, aunque no dejó entreverlo.

Los soldados, tan pronto como su jefe hubo tomado asiento detrás de una tosca mesa sobre la cual había un cubilete y una pequeña ánfora, contáronle los motivos de la detención de aquel elegante joven que lo estaba mirando fijamente sin dar muestras de temor.

—Conquistador de mujeres; tú y la sacerdotisa habéis tenido mala suerte al ser atrapados por mis soldados. Dime, ¿quién es ella? —preguntó el decurión cuando sus subordinados concluyeron la explicación.

—Cometes el mismo error de tus hombres, decurión —contestó serenamente el detenido—; ellos ya te han narrado mi versión. Únicamente pretendía probar un invento mío para uso de los ejércitos del Imperio.

—Yo no voy a tragarme este cuento. A ti ya te tengo; ahora, pronto, el nombre de la vestalía infiel.

—Y yo te repito que estás equivocado en tu suposición —continuó negando Karl con la misma entereza.

El decurión asió la ánfora, llenó el cubilete hasta los bordes de rosado vino, lo bebió de una sola vez, y, tras enjugarse los labios con el dorso de la mano, continuó el interrogatorio:

—Eres un estúpido. En Pompeya hay mujeres más que suficientes para satisfacer tus caprichos y a ti se te ocurre nada menos que ir a buscarlas al templo de la diosa Vesta, lugar prohibido a todo hombre. No tengo intención de pasarme toda la noche preguntándote lo mismo; por tanto, contesta de una vez: ¿quién es ella?

—¿Cómo he de decirte que mi intención ha sido probar si mi idea podría ser efectiva para poder escalar los muros sin que el adversario lo advierta?

—¿Y, precisamente, lo hiciste en aquella tapia? —replicó con otra pregunta el decurión.

—Fue la que me pareció más idónea.

—Conducidlo a la sala de confidencias, allí haremos que se le desate la lengua.

Karl comprendió de inmediato cuál era la intención del malhumorado decurión. Darle tormento hasta hacer que denunciara a Helga. Meditó unos instantes la crítica situación en que se hallaba; cuatro hombres armados contra uno, las posibilidades de atacarlos por sorpresa y huir eran mínimas y por ello, antes de lanzarse a un ataque sin ninguna posibilidad de éxito, con aparente calma dijo:

—Bien está que cumplas con tu obligación de soldado, pero creo que a Vespasiano no le va a gustar saber que se maltrata a uno de sus amigos siendo inocente de los hechos de que le acusas. Ya estás advertido, ahora puedes hacer conmigo cuanto te plazca.

El decurión miró dubitativo al prisionero. Las elegantes vestiduras, el modo cuidado de hablar, el porte noble, las finas facciones y la altivez con que contestaba denotaban a un miembro de la rica sociedad. Y si aquel joven tenía razón, ¿cuál serían las posteriores represalias del emperador?

Bebióse otro vaso de vino y, ante la duda, tomó la misma determinación de sus subordinados, traspasar el caso a su superior.

—Encerradlo; cuando regrese de Roma el centurión Licinio ya decidirá cuanto deba hacerse con él.

Momentáneamente, los embustes de Karl le habían librado de un cruento tormento; pero ¿qué ocurriría al regreso del tal Licinio? ¿Sería tan crédulo cómo aquellos indecisos soldados?

La reflexión del apresado fue interrumpida por la voz imperiosa, si bien en la misma se advertía un ligero tono de respeto, de uno de los soldados:

—Sígueme.

—Que los dioses acaben de proporcionarte un sueño feliz. —Y queriendo reforzar las dudas sembradas en la mente del decurión, añadió—: Has obrado sabiamente.

Tras descender por unas estrechas y desgastadas escaleras de piedra, el carcelero que precedía al grupo abrió uno de los calabozos y se hizo a un lado para que entrara el prisionero.

Tan pronto como Karl penetró en el interior del calabozo, la pesada puerta se cerró a sus espaldas, quedando en la más completa oscuridad. La primera sensación que percibieron sus sentidos fue un nauseabundo hedor a excrementos humanos que le produjeron continuadas arqueadas y que logró dominar haciendo un poderoso esfuerzo.

Después los variados ronquidos que escuchó fueron el indicio de que no estaba solo; el calabozo estaba ocupado al menos por otros tres cautivos.

—Si tuviera una miserable cerilla —murmuró, mientras andaba tanteando con el pie a fin de no pisar a los durmientes.

Cuando encontró resistencia alargó el brazo y al tocar una húmeda pared, se sentó en el suelo en espera de los próximos acontecimientos.

El resto de la noche, sin dormir ni un momento, le pareció interminable y la pasó maldiciendo la locura del privilegiado cerebro de su tío por haber creado aquella máquina infernal y recriminando la insensatez de Helga y la suya propia por haber penetrado en la mil veces maldita caja de blanco metal.

Paulatinamente iba amaneciendo, pues la tenue claridad del día empezaba a penetrar en el interior a través de dos altas ventanas enrejadas situadas junto al abovedado techo fuera del alcance de los presos.

A medida que aumentaba la luz diurna, Karl fue observando en derredor de la celda. En un rincón, tendidos sobre el empedrado piso, habían un hombre de mediana edad en medio de dos jóvenes. Al mirarlos con más atención sintió innata conmiseración hacia ellos, puesto que se asemejaban más a tres esqueletos vivientes que a seres humanos. En otra esquina de la mazmorra, y reposando sobre una buena cantidad de paja, cuatro hombres dormían emitiendo sonoros ronquidos.

—Ésos —monologó— no deben llevar mucho tiempo de cautiverio, pues no ofrecen un aspecto tan depauperado.

Cuando uno de los integrantes del segundo grupo se despertó, dio un codazo al hombre tendido a su lado, quien, cesando de roncar, abrió los ojos a la par que se incorporaba velozmente.

—Mira, Rufus, tenemos compañía —dijo el hombre que primero advirtió la presencia de un desconocido.

El aludido se levantó, y después de desperezarse, se acercó al sentado Karl preguntándole irónicamente con fuerte vozarrón al mismo tiempo que ejecutaba una burlesca reverencia:

—¿No te habrás equivocado de domicilio, elegante señor?

La risotada del otro hombre resonó en la mazmorra haciéndola aumentar tanto de intensidad que despertó al resto de los cautivos.

Karl permaneció silencioso fija la mirada en la tortuosa cicatriz que su interlocutor tenía a lo largo de la mejilla derecha. Por el aspecto, no le cupo duda que tenía frente a sí a un malhechor.

—Debes de haber hecho algo muy sonado para que te hayan encerrado. ¿A quién has matado?

—Déjame en paz —respondió fríamente Karl.

Después se levantó y se frotó violentamente los brazos para desentumecerse a la par que flexionaba repetidas veces las rodillas, actos que provocaron nuevas estruendosas carcajadas por parte de Rufus y sus compinches.

Karl las ignoró y al acabar el sencillo ejercicio se acercó al anciano que era el único que aún permanecía tumbado sobre el duro suelo.

—¿Estás enfermo? —preguntó solícito, sin poder disimular el profundo sentimiento de lástima que le inspiraba.

—Estoy enfermo de cuerpo, pero afortunadamente sano de alma.

—¿Puedo hacer algo por ti?

—Gracias, nadie puede ayudarme excepto Dios.

Por las palabras reverentes del anciano, Karl adivinó inmediatamente las causas de su arresto.

—Eres cristiano, ¿verdad?

—Sí, y mis dos hijos también —confesó llanamente.

Karl quedó silencioso sin encontrar las palabras adecuadas para consolar a aquellas pobres gentes cuyo único delito era profesar la nueva fe. Hubiera podido explicarle que las persecuciones de que eran objeto en el transcurso de los siglos cesarían y que el cristianismo se esparciría por toda la Tierra alcanzando gran esplendor, pero ¿cómo podría hacerles, comprender en sus casi primitivos conocimientos de que sabía tan largo futuro por haber nacido veinte siglos después?

En aquellos momentos, Karl vio cómo Rufus, seguido de su pequeña tropa, se acercaba a la puerta al oír chirriar el pasador. Al entreabrirse, el carcelero retiró una alcuza vacía dejando otra llena en su lugar y como a continuación depositaba un pan en el suelo, cerrando seguidamente.

Rufus recogió el pan y con sus fuertes manos hizo cuatro trozos desiguales. Tras quedarse la porción mayor, repartió las restantes entre sus compañeros y, moverse del sitio, más que comer, devoraron la parca comida. Luego bebieron sendos tragos de agua y se tumbaron nuevamente en la paja.

Al retirarse, uno de los hijos del paciente anciano fue a recoger las migajas esparcidas por el suelo y junto con el resto del agua de la vasija lo trajo a su padre.

—Comed vosotros, hijos míos; a mí, afortunadamente, ya no me restan muchos días de vida.

—¿Acaso no traerán comida para vosotros? —preguntó Karl sumamente extrañado.

—No, ahora hasta la tarde ya no traerán otro pan y más agua.

—¿Y todo vuestro alimento son los restos que desperdician esos desalmados? —continuó interrogando Karl con manifiesta indignación.

—Así es.

Karl se acercó al lugar donde estaban tendidos Rufus y sus compinches y con patente despreció los apostrofó:

—Sois peores que las hienas, cerdos repugnantes.

Rufus, sin dejar de hurgarse los dientes con una corta paja, lo miró despectivamente y preguntó:

—¿Qué tripa se te ha roto?

—Eres un malvado, Rufus, y ahora escucha con atención cuanto voy a decirte: cuando traigan otros alimentos, ellos —y señaló a los tres cristianos— serán quienes coman porque está escrito que los últimos serán los primeros.

Al escuchar las palabras del nuevo cautivo, el anciano levantó la cabeza, se le iluminaron los ojos y murmuró:

—Los últimos serán los primeros, alegraos, hijos míos, porque ese hombre también es cristiano.

Rufus se levantó y tan pronto estuvo de pie lanzó, inesperadamente, un fuerte puñetazo al rostro de Karl, que trastabilló y cayó al suelo.

—¡Mequetrefe, aquí el único que da órdenes soy yo! ¡De acuerdo!

Después se acercó al caído Karl y levantó la pierna con la intención de pegarle una patada en las costillas.

Pero Karl fue más rápido, dio dos vueltas en el suelo, giró el cuerpo en dirección a Rufus y, cuando la patada dio en el vacío, juntó los pies por detrás de la pierna de su atacante y de un fuerte tirón le hizo perder el equilibrio.

Si bien Rufus era más corpulento, al ser más ágil Karl, se levantó primero y acercándose veloz a su antagonista, en el momento que se levantaba, le propinó un terrible y devastador golpe de karate en la base del cuello. El efecto fue instantáneo; Rufus cayó derribado como un pelele.

La lucha duró contados segundos y ninguno de los presentes daba crédito a cuanto veían. Incomprensiblemente, de un solo golpe con la mano abierta, aquel joven rubio de configuración delicada acababa de abatir sin ningún esfuerzo al más duro de ellos.

Pasada la momentánea estupefacción, los tres compañeros de Rufus se lanzaron al ataque.

Karl, preveyendo cuál sería la actuación de los otros, los aguardó serenamente y, al estar cercanos a él, dio un prodigioso salto al aire, inclinó el cuerpo en diagonal, encogió la pierna derecha y la distendió con la velocidad del rayo. Uno de los rufianes también cayó sobre el piso, varios metros atrás, cuando recibió en el pecho el duro y potente impacto de la planta del pie de Karl.

El segundo de los asaltantes, tan pronto Karl puso los pies en el suelo, se le abrazó con toda la vigorosidad de sus nervudos brazos forcejeando con el propósito de derribarlo.

Karl, sumamente diestro en aquella clase de lucha y de rápidos reflejos, comprendió que debía evitarlo a toda costa y nuevamente puso en práctica las lecciones aprendidas en el desarrollo de su deporte favorito. Con las palmas de las manos golpeó violentamente los oídos de su rival y el hombre se desasió de él, agarrándose la cabeza mientras emitía dolorosos quejidos, para ir a revolcarse por la paja intentando mitigar el dolor de la cabeza que parecía haberle estallado.

El ligero movimiento efectuado durante la lucha hizo que el puñetazo dirigido a su cráneo diera en el hombro de Karl. Pese al dolor, con increíble rapidez agarró el brazo de su atacante que acababa de golpearlo situado a su espalda y lo volteó cual si fuera un cuerpo sin peso estrellándolo estrepitosamente contra el empedrado piso donde permaneció privado de conocimiento.

El rufián que recibiera la patada de Karl en el pecho era el único en condiciones visibles para poder proseguir la pelea, pero el temor por cuanto había contemplado, le hacía permanecer arrinconado junto a la pared sin osar moverse.

—Y tú ¿qué esperas, ya te das por vencido?

—Perdóname, señor, no me pegues más.

—No lo haré si me obedeces, de lo contrario…

—Te obedeceré, te obedeceré —se apresuró a contestar, aterrorizado.

—Recoge paja y prepárale un lecho al anciano —ordenó Karl secamente.

Y al instante, sin prestar atención a sus caídos compañeros, se apresuró a cumplir las indicaciones de aquel terrible luchador.

Una vez el agotado preso estuvo acomodado sobre un buen montón de paja, Karl se le acercó, y, sin perder de vista a los hombres que acababa de vapulear, interesó:

—¿Te sientes mejor así?

—Sí, muchas gracias. ¿Eres cristiano? —preguntó de súbito.

—¡Claro!

—Pues no debías haber empleado la violencia porque ellos, aunque sean malvados, son hermanos nuestros.

—Te equivocas, buen hombre, confundes la justicia con la violencia. Además me han atacado y me es lícito defenderme, puedes estar tranquilo.

A medida que transcurría el tiempo, Rufus y sus aliados fueron recobrándose y se agruparon en su rincón, donde permanecieron cuchicheando mirando de vez en cuando a Karl. Todavía no comprendían como aquel joven de apariencia endeble había podido vencerles tan rápida y sencillamente.

Fue Rufus el primero en hablar, pero su tono había perdido la anterior altanería y al dirigirse a Karl lo hizo con manifiesto respeto.

—¿Puedo hacerte una pregunta, señor?

—Sí —contestó Karl con naturalidad.

—¿Fuiste tú quien venció a Calingo en plena callé?

—Sí —afirmó Karl, sin poder evitar un ligero estremecimiento al recordar al gigantesco gladiador.

—Lástima no haberlo sabido antes, no hubiera iniciado esta pelea —murmuró para sus compañeros, pero que Karl escuchó perfectamente.

—Tú la has buscado. 

CAPÍTULO V

En la mazmorra se habían constituido dos bandos bien definidos, integrado por Rufus y sus compinches uno, y Karl y los cristianos el otro.

Cada grupo conversaba entre sí, mientras el tiempo transcurría con la lentitud extenuante para quienes están encarcelados en tan pésimas condiciones.

Al sonar el chirriar del oxidado pasador de la puerta, Rufus, de manera instintiva, avanzó, mas al verse observado por Karl se detuvo y volvió a ocupar su sitio. Cuando el pan fue depositado en el suelo, fue el joven rubio quien lo recogió para entregárselo seguidamente al enfermo.

—Toma, Dionisio, esta vez os toca a vosotros.

—No sería justo, Prudens, hemos de repartirlo entre todos.

—Rufus —llamó Karl—, ven.

El aludido se acercó sumiso y con el pánico reflejado en los ojos, ante el temor de las represalias que pudiera tomar aquel invencible luchador por haber dejado a los tres pacientes cristianos sin su correspondiente parte durante el cautiverio que sufrieron en la misma celda.

—Haz ocho porciones iguales; después las repartirás entre todos nosotros.

Rufus asió el pan y con sus manazas lo partió. Después eligió la parte mayor y la entregó al enfermo, pero no por misericordia hacia aquel pobre desvalido, sino por el pánico que le infundía Karl.

Los cristianos, por primera vez, comían un trozo de pan desde hacía cinco días.

Karl sabía que aquella noche y las siguientes no podría dormir, pues, posiblemente, Rufus trataría de desquitarse aprovechando la ocasión de cogerlo desprevenido. Tal pensamiento fue el inspirador de la idea de convertirlo de enemigo en un probable aliado.

—Rufus, quiero hablar contigo.

Karl se alejó del grupo y Rufus, imitando la acción, pronto estuvo a su lado.

—Rufus, voy a sincerarme contigo, pero antes déjame advertirte que, si me traicionas, no volverás a hacerlo jamás con nadie.

—No lo haré, señor, te lo juro.

Pienso fugarme de esta maldita ratonera. ¿Cuáles son tus intenciones al respecto?

—Ansío la libertad tanto como tú. Imagina, poder comer hasta hartarme, beber hasta emborracharme…

—Luego ¿estás conmigo? —interrumpió Karl.

—Sí, haré todo cuanto me mandes…, si me dejas tomar parte en la evasión.

—Hemos de huir todos, incluidos los cristianos. Tú debes de conocer las costumbres de estos sitios porque eres un pillo redomado. El carcelero que cuida de traer el pan ¿viene solo?

—Normalmente, sí. De intentar alguien fugarse al llegar arriba se encontraría con soldados armados y saben perfectamente que cualquiera prefiere estar encerrado antes que muerto.

—¿Cuántos hombres acostumbran a tener de vigilancia?

—A lo sumo tres o cuatro.

—¿Tus compinches te secundarán? —continuó interrogando.

—Tenlo por seguro, pues, si se negaban…

—Mañana en la comida de la tarde lo intentaremos.

—Reducir al carcelero no costará; pero ¿y los soldados?

—No te preocupes, yo iré delante. Puede que alguno de nosotros perezca en el intento, no quiero engañarte; por tanto, piénsalo y ya me harás saber tu decisión. No obstante, sea cual fuere, yo lo intentaré.

—Yo con la sola ayuda de mis hombres no me arriesgaría, pero si tú nos conduces ya es otro cantar; morderán el polvo antes de que puedan darse cuenta —y tras lanzar una sonora carcajada, añadió—: Ya nos hiciste una demostración de lo que eres capaz.

Si las horas en el reducido calabozo pasaban con lentitud desesperante, desde que Karl concibió la idea de fugarse se hicieron interminables. Por fin llegó la noche y los presos empezaron a dormir.

Pese a la alianza hecha con Rufus, Karl no se fió de la lealtad de aquél y después de permanecer despierto buena parte de la noche, cuando los ronquidos llegaban al máximo volumen, lentamente cambió de lugar, se sentó con las piernas extendidas y, apoyando la cabeza y la espalda en la pared, concilio el sueño hasta el amanecer.

Al levantarse, repitió, al igual que el día anterior, las flexiones e hizo unos variados ejercicios gimnásticos, pero sin que esta vez fueran acompañados de las burlas de Rufus y sus compañeros que, con manifiesta curiosidad, no dejaron de observarlo ni un instante.

Una vez concluidos se acercó al postrado Dionisio, siempre rodeado de sus dos hijos, y solícito le preguntó:

—¿Podrías andar?

—Apoyándome, en mis muchachos creo que sí. ¿Por qué lo preguntas?

—Hoy intentaremos reducir a los soldados para huir.

—No lo hagas, Prudens, habrás de emplear la violencia.

—¿Qué delito habéis cometido?

—¿Nosotros? —preguntó estupefacto, para luego responder firmemente—: ¡Ninguno! Nos encerraron porque somos cristianos.

—Y ¿cuánto tiempo os tendrán en esta situación?

—Hasta el regreso del centurión Licinio. En realidad es él quien gobierna Pompeya y decidirá nuestra suerte.

—¿Quieres que te la diga yo?

—No es necesario, la sabemos sobradamente.

—Pues bien, Dionisio, yo sé mucho con relación al cristianismo y, si te digo que me es lícito liberarme del cautiverio, lo es.

—¿Incluso empleando la fuerza?

¿Qué pensaría de Karl el comedido Dionisio si le contara, por ejemplo, alguno de los episodios de las guerras de los cruzados cuya lectura tanto lo entusiasmó en sus años de mocedad?

—Tranquiliza tu conciencia, no voy a emplear la fuerza, como dices tú, para cometer ningún acto delictivo; únicamente quiero evitar ser juzgado por unos hechos que no son ciertos y que ponen en peligro la vida de otra persona inocente, una cristiana como nosotros, que lleva más de cuatro años padeciendo una lenta tortura moral.

—Tengo mis dudas, Prudens.

—¡Pues, disípalas, hombre de Dios! —reconvino Karl sin poder disimular su enojo.

—Padre, él parece saber más que nosotros, hagámosle caso —intervino en la conversación uno de los hijos.

—¿Qué opinas tú, Eleuterio? —preguntó el anciano a su otro hijo.

—Sus sentimientos son buenos, padre; ayer me convencí de ello cuando abogó por nosotros.

—¿Me das tu palabra de que no cometeremos…?

—Dionisio, por favor —interrumpió Karl—, vosotros no intervendréis en nada. Únicamente se os abrirán las puertas; salid y marchaos lo más lejos posible de Pompeya porque…

Afortunadamente se contuvo a tiempo, pues iba a indicarles el trágico fin a que estaba condenada la ciudad. ¿Cuáles habrían sido en tal caso los sentimientos de aquellas, gentes? ¿Tomarlo por un profeta? Indudablemente, no. Más bien creerían que estaban en presencia de un demente.

La conversación con el escrupuloso anciano quedó interrumpida por la traída del primer suministro del día: el duro pan y la consabida alcuza de agua.

Rufus cuidó de recogerlo y miró en muda interrogación a Karl. Cuando éste le hizo un gesto afirmativo con la cabeza lo dividió en ocho partes y entregó, nuevamente, la mayor a Dionisio. Luego cada hombre comió su porción con manifiesto apetito.

—Será después, ¿verdad? —preguntó Rufus.

—Sí, en la próxima.

Por la posición de los rayos del sol que penetraban a través de las enrejadas ventanas la hora estaba cercana. Ante la muda expectación de los cristianos, Rufus se colocó detrás de la puerta y Karl frente a la misma, permaneciendo en estática posición hasta que escucharon como era deslizado el pasador.

En el momento que la puerta se abría Rufus la empujó con fuerza y Karl sujetó el brazo que introducía la parca cena, tirando fuertemente hacia sí. El carcelero penetró violentamente en el calabozo y, antes de que pudiera lanzar un grito de aviso, estaba tumbado en el suelo sin conocimiento. El duro golpe que Karl le propinó en la nuca con el dorso de la mano había sido fulminante.

Karl subió después las pétreas escaleras de dos en dos con tal agilidad que pasmó de asombro a Rufus, que lo seguía.

Cuando los dos legionarios, sentados frente a frente con los codos apoyados en la mesa jugándose unos sestercios en una partida de taba y con sendos cubiletes de vino al alcance de la mano, se percataron de la presencia de aquel joven rubio y quisieron reaccionar, se sintieron sujetos por el cuello y sus cabezas chocaron con gran violencia. Aturdidos por el mutuo golpe, a Karl le fue fácil acabar de dejarlos inconscientes con sendos golpes de karate.

Al penetrar Rufus en la reducida sala de guardia, su admiración no tuvo límites. Dos soldados yacían en el suelo privados de conocimiento y de pie en medio de ellos Karl parecía estar aguardándole.

—A fe mía que deberías llamarte Terribilis y no Prudens, pues realmente eres el hombre más terrible que he conocido.

—Haz que los lleven abajo; amordazadlos y que dos de tus compinches se vistan con sus uniformes. Después subiréis a los cristianos cuidando de cerrar la celda.

—¿Los cristianos también?

—Rufus, quedamos en que me obedecerías en todo —replicó secamente el hombre del siglo veinte.

—Sólo preguntaba, Prudens.

—Entonces no preguntes más y date prisa.

Contados minutos después aparecían los restantes cautivos.

—Vosotros —ordenó Karl a los falsos legionarios— aparentaréis dar escolta a los cristianos llevándolos como si realmente fueran presos hasta el lugar donde os indiquen. Después ya os reuniréis con Rufus. ¿Me habéis comprendido bien?

—Sí.

—Andando, pues. —Y dirigiéndose al anciano Dionisio apoyado en sus hijos, le dijo—: Recuerda, marchad de Pompeya, porque, seguramente, dentro de unos pocos años tendréis la prueba de lo acertado de mi consejo.

Y gracias al deporte que Karl practicaba por mera afición en uno de los gimnasios de Düsseldorf, pudo consumarse la fuga. 

CAPÍTULO VI

El día amaneció radiante. Por las sendas del bien cuidado jardín pasea una encantadora mujer, sin prestar atención a la belleza natural que la rodea, embebida en sus pensamientos. Luego toma asiento al borde de un diminuto y artístico lago artificial y hunde la mano en el agua en las proximidades de los multicolores nenúfares. Tan absorta está que ni siquiera se percata de la llegada de otra mujer tan joven como ella, y prototipo de la raza mediterránea.

Te encuentro triste, Enviada —comentó súbitamente la joven recién llegada

La interpelada la miró sobresaltada y guardando silencio no pudo, evitar que por su mente pasara otro pensamiento. Enviada, no habría podido aplicársele otro nombre con mayor acierto… Enviada, pero no por una falsa divinidad, como era la creencia general del pueblo, muy lógica en sus circunstancias, sino por el ingenio creado por un genio de la cibernética que había logrado, todavía incomprensible para ella, hacerla vivir con otros seres que habían desaparecido de la faz de la Tierra desde hacía casi dos mil años.

—Estás mohína, señora, ¿qué te ocurre? —insistió al no obtener contestación.

—Nada, únicamente estaba recordando.

—Qué maravillosos deben de ser tus recuerdos. ¿Por qué no me los cuentas?

—No los comprenderías por mucho que te los explicara, Lucia.

—Entiendo, señora.

No, no podía comprender de ninguna manera la narración que Helga pudiera hacerle. ¿Cómo le sería posible llegar a entender su inusitada presencia entre ellas si aún habían de transcurrir muchos cientos de años hasta la fecha de su nacimiento?

La vestalía morena no podía permanecer mucho tiempo callada. Así, al ver de nuevo ensimismada a su compañera, preguntó:

—¿Sientes, acaso, temor de que aquel hombre vuelva a intentar penetrar en nuestra morada?

Helga cobró instantánea vivacidad. Se levantó rápida y sin cuidar de secar la chorreante mano inquirió con angustiosa sospecha:

—No sé de qué me hablas, Lucia. Explícate, por favor.

Aprehendieron a un hombre subido a la tapia de nuestro jardín.

—¡Karl!

—No te comprendo, señora.

—Sigue, sigue —demandó apremiante sin hacer caso de la observación.

—Hace cuatro noches unos soldados detuvieron a un hombre encaramado sobre el muro con la intención de saltar a nuestro jardín. Lo llevaron preso, pero, desgraciadamente, a los dos días consiguió fugarse.

—¿Saben quién era?

—Nadie lo conocía; únicamente se sabe que era un hombre joven y de condición patricia.

El rostro de Helga, blanco por sí, al conocer la noticia adquirió mayor palidez.

—No debes inquietarte; cada noche hay soldados montando guardia por todas las cercanías del templo por si es un maniático e intenta repetir la hazaña. —Y queriendo disipar una duda, preguntó bajando la voz—: ¿Habrá entre nosotras alguna sacerdotisa infiel?

—Puedo asegurarte que no.

La fatalidad parecía perseguir a Helga. Después de cuatro años de continua farsa, se había reunido con un hombre de su época, transferido por la máquina inventada por Heinrich Grüber, cuya única finalidad era la de protegerla y ayudarla en su insólita permanencia en una dimensión desconocida, y posiblemente acababa de perderlo después de haberse enamorado de él.

Cuando Lucia vio las lágrimas que se desprendían de los ojos de la sacerdotisa que tanto admiraba, interpretó erróneamente la manifiesta congoja y trató de consolarla.

—No temas, Enviada, estamos custodiadas.

*  *  *

Los evadidos salieron a la calle sin ninguna dificultad, y siguiendo las instrucciones de Karl marcharon en dos grupos diferentes sin llamar, afortunadamente, la atención de los pocos transeúntes.

Rufus, junto a su compañero, andaba con tanta despreocupación que llegó a sorprender a Karl, quien, siguiéndolo a corta distancia, no dejaba de atisbar a todos lados sumamente nervioso.

Al poco tiempo, penetraron en un verdadero laberinto de estrechas callejuelas hasta detenerse frente a una puerta abierta de cuyo recinto interior salían rumores de varias conversaciones. Tan pronto Karl estuvo junto a ellos, Rufus, sin haber perdido la admiración que sentía hacia él, dijo:

—Todavía tardarán unas horas en venir en nuestra búsqueda; si te parece, podríamos aprovecharlas para meter en nuestros estómagos algo más que el maldito pan duro que nos daban aquellos hijos de perra. ¿Quieres honrarme con tu presencia?

Karl también se sentía desfallecido; unos cachos de pan y unos sorbos de agua no eran alimentación suficiente para nutrir a ninguna persona normal. Como sintiera reparos en volver al hogar de su protector, contestó:

—Sea, Rufus; yo también tengo apetito.

Y sin vacilación traspasaron el umbral de la abierta puerta, para penetrar en una de las hediondas tabernas que tanto abundaban en la parte plebeya de las ciudades del legendario Imperio romano.

Seis o siete hombres ocupaban parte de la larga mesa situada en el centro y al ver a Rufus, cual si se tratara de un amigo al que hace muchos años que no se ve, se levantaron con prontitud para rodearlo.

¿Ya te han soltado?

—Bienvenido a casa, Rufus.

—Ven a beber con nosotros.

Y, de manera similar, cada hombre, cuyo sólo aspecto hubiera infundido temor a cualquier ciudadano honrado, saludaba al recién llegado.

Karl había penetrado por primera vez en uno de los antros morada casi perenne de aquella hez.

—¡Hola, amigos, ya estoy de vuelta! —Y después de un largo énfasis, dándose importancia, añadió—: Pero no me han soltado…, nos hemos fugado.

—Ya sabía yo que no estarías demasiado tiempo enjaulado; eres demasiado listo. Cuéntanos, cuéntanos, Rufus.

—Ya os lo explicaré otro día, ahora dejadme comer; tengo más hambre que los lobos de las montañas.

Y, abriéndose paso, fue a situarse junto a una de las pequeñas mesas más apartadas seguido de su fiel compinche y Karl.

Una vez tomaron asiento, el joven rubio susurró:

—Ni una palabra a nadie acerca de mi intervención. ¿Comprendido, Rufus?

—¿Me dejarás que lo cuente como si hubiera sido yo? —preguntó estupefacto Rufus sin concebir que Prudens no quisiera para él la aureola que le proporcionaría en aquel ambiente haber sido el artífice de la fuga.

—Exactamente.

—Ya has oído —dijo Rufus a su compañero de fechorías—. He sido yo, y como se te escape media palabra, ten por seguro que te cortaré la lengua.

—Nada diré —contestó el hombre dócilmente.

Inmediatamente, Rufus gritó:

—¡Eudesia, vieja bruja, tráenos abundante carne y mucho vino!

La mujer llamada, en cuyo rostro podían leerse los estragos ocasionados por el vicio, se retiró a una habitación posterior y poco después les servía sendos platos de humeante carne asada.

—Me alegra verte, Rufus —saludó.

—Si dijeras lo contrario te costaría un buen guantazo; ahora trae vino en buena cantidad y procura que sea del mejor.

En el momento que la denominada Eudesia depositaba una gran ánfora llena del líquido demandado y sendos cubiletes sobre la mesa, se hizo un silencio impresionante. En la taberna acababan de hacer aparición dos soldados empuñando las espadas.

—¡Quietos todos! ¿Dónde está Rufus?

—Dejaos de majaderías y venid a comer, pues dentro de poco vendrán los auténticos en nuestra busca —replicó aquél de mal talante.

Al prestar atención en los rostros de los amenazadores legionarios la carcajada fue general. Habían reconocido al resto del grupo integrante de la pandilla de Rufus.

Tras engullir una buena porción de la, incomprensible en aquel antro, bien condimentada carne y beber un poco de vino, Karl sintió sobre el hombro una mano y su olfato percibió el pestilente aliento alcohólico del hombre cuando preguntó:

—¿Dónde hallaste esta mosquita muerta, Rufus?

—Déjalo en paz, no sea que la mosca se convierta en abeja y te clave el aguijón.

—¿A mí? —desafió el provocador con la insolencia propia de los ebrios.

—¡Lárgate! —le gritó Rufus con la mirada tan colérica que el borracho, asustado y dando traspiés volvió a ocupar su asiento.

—¿Hubieras preferido sacudirlo, Prudens? —preguntó después a Karl.

—No, has obrado sabiamente.

Al acabar las viandas, Rufus, visiblemente esponjado por el elogio del invencible luchador, tras ingerir su quinto vaso de vino y haciendo caso omiso de sus compañeros de pandilla, se dirigió a Karl.

—A estas horas ya deben de estar buscándonos. Sería conveniente que en los próximos días nos refugiáramos en una de las cuevas de la montaña hasta tanto haya pasado el alboroto producido por nuestra fuga.

—Tú mandas, Rufus.

—¿Yo, señor? —preguntó incrédulo.

—De momento, sí.

La cueva en que pernoctaron no debía de ser la primera vez en ser usada como escondite, pues en la parte más profunda se habían procurado un buen aprovisionamiento de paja a fin de poder pasar las noches con relativa comodidad.

Mientras Rufus y su pandilla, acostumbrados a aquellas circunstancias, dormían profundamente, Karl, sirviéndose de las manos como de almohada y sin poder conciliar el sueño, no cesaba de meditar:

«Vaya situación la mía, pelea tras pelea, fugitivo de una anacrónica justicia en compañía de unos malhechores, viviendo quien sabe en qué desconocida dimensión y sin esperanzas de que esta terrible pesadilla se acabe. Pronto se cumplirá un año desde que me metí en la máquina y todavía…, ¿qué habrá podido sucederle a tío Heinrich durante estos cinco años últimos para que no haya logrado hacer que cese el experimento? ¿Habrá muerto?»

Y, al asaltarle tan nefasto pensamiento, no pudo evitar un estremecimiento de pánico.

—¡Dios mío, ayúdame! —rogó fervorosamente presa de auténtico terror.

A la mañana siguiente, después de un almuerzo a base de abundante fruta muy de su agrado, Karl paseó por los alrededores sin dejar de mirar extasiado al impresionante y aún dormido Vesubio. De pronto, algo debió de llamarle la atención porque se agachó y recogió del suelo un pedazo de mineral observándolo atentamente.

—Azufre —murmuró.

Continuó caminando por los estrechos senderos de la montaña marcados por el continuo pisar de las gentes, hasta que el calor del radiante sol se le hizo insoportable. Inició el regreso hacia la guarida de Rufus y, muy próximo a llegar, al apartar con el pie una chamuscada rama que debió de apagarse de alguna fogata, tuvo la idea.

—Azufre, carbón —monologó—; sólo faltaría un ingrediente.

Al llegar, sudoroso y cansado por tan larga caminata, haciendo cuenco con las manos, refrescóse el rostro con el agua del odre que precavidamente trajeran de Pompeya.

Rufus parecía aguardar a que Karl acabara con sus abluciones, pues, tan pronto se hubo secado con el faldón de la ahora arrugada y sucia túnica, ordenó:

—A comer.

Sentados formando círculo en el interior de la cueva al objeto de resguardarse de los rayos del astro rey, no tardaron en hacer desaparecer en sus estómagos la pierna de cordero asada, acompañada de abundantes libaciones de exquisito vino. No cabía duda de que Rufus era un buen gastrónomo.

—Escurridizo —dijo Rufus a uno de sus secuaces—, cuando anochezca irás a la ciudad en busca de más provisiones.

—¿Me visto de soldado? —preguntó entusiasmado ante la idea de enfundarse de nuevo el uniforme de legionario con el propósito de darse importancia en los tugurios de Pompeya.

—Siempre serás un imbécil. ¿No comprendes, pedazo de alcornoque, que has de pasar inadvertido?

—Bueno, yo lo decía…

—¡Cállate ya!

—Yo preciso que me traigas salitre y pergamino —terció Karl interviniendo por primera vez en la conversación.

—¿Salitre y pergamino? ¿Dónde encontraré esas cosas, Rufus? —replicó extrañado Escurridizo.

—Díselo a Eudesia; ella cuidará de proporcionártelas y procura no regresar sin cumplir tal encargo. —E intrigado por tas insólita demanda, preguntó seguidamente a Karl—: ¿Para qué quieres tales cosas, Prudens?

—Para entretenerme en un juego. Si me sale bien, te prometo que te maravillará.

A medida tarde del mismo día, Karl repitió el recorrido de la mañana. Al regresar lo hizo con una buena cantidad de azufre y leños quemados que depositó en un rincón de la provisional guarida.

Recién amanecía el nuevo día cuando el llamado Escurridizo, cargado con abundantes provisiones y dos odres llenos de vino y agua respectivamente, entró en la cueva gritando alborozado:

—¡Despertad, ya estoy de vuelta!

A sus gritos, los durmientes se despertaron y pronto estuvieron de pie rodeándolo. Sin hacer ningún comentario, Rufus se escanció un cubilete de vino llenándolo hasta los bordes, y luego de bebérselo de un solo trago y enjugarse repetidas veces los labios con el dorso de la mano, preguntó:

—¿Qué noticias traes?

—Buena la hemos armado en Pompeya, andan como locos. —Y tras emitir una prolongada carcajada, continuó—: El Viejo Fantoche está que echa chispas por los ojos. Imagina, de sus garras se han escapado tres cristianos, Rufus y su compañía de ladrones y un importante patricio de quien ni siquiera conoce su identidad.

—Dentro de unos días no se acordarán —comentó despectivamente Rufus.

—Te engañas; esta vez se ha armado mayor revuelo; el Viejo Fantoche está furioso, más que por todos nosotros, por la fuga de Prudens.

—¿Por qué? —preguntó interesado su capitán.

—Dicen que se hizo construir no sé qué clase de cuerda y lo pescaron en el preciso momento que intentaba penetrar en las habitaciones de las sacerdotisas de Vesta.

—¡Qué tipo tan grande eres, Prudens! ¡Nada menos que la casa de las vestalías! —exclamó cada vez más admirado Rufus, interpretando equivocadamente las intenciones de Karl.

—¿Quién es ese a quien llamáis Viejo Fantoche? —preguntó Karl con la intención de desviar el cauce de la conversación.

—Un viejo centurión. Buena se le espera si no te pesca antes de que regrese Licinio —replicó rápidamente Escurridizo.

—No temas, Prudens; Licinio es de los que saben olvidar si se le recompensa debidamente. ¿Eres rico?

Karl guardó silencio pensando en la cuantiosa fortuna empleada por su tío en la construcción de aquel ingenio causa de todos sus males, y después, soplando al aire, replicó:

—Todo nuestro patrimonio familiar voló.

—¡Por Júpiter! Tú sí eres un tipo grande totalmente distinto a todos esos mequetrefes medio afeminados.

Indudablemente, Rufus le creía uno de tantos jóvenes patricios de Pompeya cuya única ocupación era el libertinaje e interpretaba que la fortuna familiar de Karl había sido dilapidada en continuas orgías.

Rufus volvió a llenarse un vaso de vino, de nuevo se lo bebió de una sola vez, y de súbito expresó la idea que acababa de ocurrírsele.

—Prudens, ¿por qué no te unes a nosotros? Te ofrezco el mando, tú serás nuestro capitán.

—Pero… —quiso intervenir el apodado Escurridizo.

¡Cállate, si no estás conforme con mis decisiones, puedes largarte ahora mismo!

—Tú sabrás…

Más, al ver los ojos enrojecidos de Rufus, a causa medio del vino y medio por la ira, optó por callar.

—Mi clase de vida es otra —replicó Karl.

—Ya lo imagino —respondió Rufus haciéndole un guiño picaresco—, pero para llevarla tendrás necesidad de muchos sestercios y nosotros podemos proporcionarte el medio de obtenerlos fácilmente.

—¿Robando?

—¡Claro! —contestó Rufus con desfachatez—. ¡Tú eres inteligente, valiente, invencible en la lucha y con nuestra ayuda en pocos días podrás conseguir suficientes riquezas para pasarte una temporada de tu buena vida!

Karl comprendió que en su situación actual no hubiera sido atinado desairar al hombre que le ofrecía el mando de la pequeña banda de granujas, y por ello decidió contestar sin afirmar ni negar:

—De momento dejemos las cosas como están. Cuando hayan transcurrido unos días lo meditaré y ya te haré saber mi decisión.

—Conforme. Veamos qué clase de comida nos ha traído ese animal.

CAPÍTULO VII

Durante mucho rato, Rufus estuvo observando atentamente las manipulaciones de Karl, quien, después de un rápido desayuno, con la ayuda de un cuchillo no cesaba de operar con unos ingredientes para aplicar luego a la pequeña mezcla obtenida el extremo de una cuerda encendida que tenía preparada cerca de sí. Pese a que estaba intrigado, Rufus acabó por cansarse en su muda contemplación y salió de la cueva para reunirse con sus compañeros ocupados en vigilar la cercana carretera por si atisbaban a alguna presa propicia.

Hacia el mediodía, la pandilla de ladrones penetró en la guarida y Rufus, al ver en el rostro de aquel joven objeto de su admiración una marcada satisfacción, preguntó:

—Te veo contento, Prudens. ¿Acaso aceptas la proposición que te hice esta mañana?

—No. A propósito, yo también quiero hacerte una a ti; aunque lo dudes y pese a que eres un rufián, te aprecio…

—No tienes pelos en la lengua —musitó Rufus.

—Estaba pensando —continuó Karl sin prestarle atención— si no te sería conveniente cambiar de vida…

—¿Cambiar de vida? —interrumpió nuevamente Rufus, extraordinariamente sorprendido y mirando a Karl con ojos desmesuradamente abiertos.

—Y ¿por qué no? Tengo la impresión de que Eudesia te quiere; tómala por esposa y márchate a otro lugar donde nadie te conozca, a Roma por ejemplo. Allí podrás montar otra taberna y con lo bien que ella guisa pronto acudirá la gente, ganarás dinero y podrás vivir como cualquier ciudadano honrado sin necesidad de huir continuamente de la justicia.

—Te aseguro que, si no fueras tú quien me dice estas palabras, ya le habría…

Y como dejara la frase sin terminar, la concluyó Karl:

—¿Matado?

—Puede que tú tampoco me creas a mí, pero sólo he matado a un hombre, al tipo que me hizo esto.

—Y con un ademán señalóse la tortuosa cicatriz de la mejilla—. He robado mucho, es mi oficio, pero matar, no lo hice, te lo juro.

—Pues no seas testarudo y hazme caso.

—No, gracias, prefiero continuar así; ahora soy libre como un pájaro.

—A los pájaros también se les enjaula algún día, recuerda donde nos conocimos.

Poco después, los cinco fugitivos se sentaron en el suelo a fin de iniciar la segunda comida del día. La misma transcurría en medio de general conversación cuando, de pronto, uno de los hombres de Rufus quedó momentáneamente inmóvil para decir visiblemente alarmado:

—¡Callad!

—¿Qué te pasa, Búho? —inquirió su capitán.

—Escuchad; diría que se oyen caballos.

Efectivamente, al guardar silencio y permanecer atentos pudieron oír el rumor lejano, que cada vez se aproximaba más, de los cascos de varias cabalgaduras al abatir el suelo.

Con pasmosa agilidad, el apodado Búho se levantó y acercándose precavidamente a la entrada de la cueva observó el exterior. Por la carretera se acercaban al galope un nutrido grupo de jinetes.

—Caballería, Rufus, y vienen hacia aquí.

—¡Maldición! Con toda seguridad habrán atormentado a alguien que nos conoce y le habrán hecho cantar donde tenemos nuestro refugio. Hemos de huir antes de que se nos echen encima, pero procurad no ir por los senderos, sino por donde no puedan perseguiros a caballo, pues de lo contrario nos cazarán como conejos.

Karl también se acercó y pudo ver a los veinte soldados que lentamente y en fila de a uno empezaban a subir por el estrecho camino que los conduciría a la guarida.

—¡Esperad! Es demasiado tarde para escapar. Algunos van provistos de arcos y antes de que haya transcurrido mucho tiempo nos habrán dado alcance. Dejadme probar a mí.

—Prudens, te lo suplico, no pretendas luchar contra ellos, cometerías una locura fatal.

—Voy a intentar contenerlos; si no lo consigo huid como podáis.

—¡Prudens, no lo intentes, van a matarte! —gritó Rufus ante el temor de que Karl les hiciera frente—. ¡Marchémonos cuanto antes!

—¿Me crees tan necio como para luchar contra veinte hombres armados y a caballo?

A la par que hacía tal pregunta, Karl asió cuatro trozos de caña del rincón donde estuvo manipulando toda la mañana y, después de cortar rápidamente los ya por sí cortos cordelitos que salían de los mismos, les prendió fuego con el trozo de cuerda que aún se mantenía encendida. Observó cómo ardían y, satisfecho de la combustión, los arrojó en dirección a los perseguidores. Seguidamente, enrolló una hoja de pergamino dándole forma de embudo, improvisando así una bocina, y poniéndosela en los labios gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Deteneos, soldados, y no oséis interrumpir mi sueño! ¡Os habla la voz de la montaña!

Las palabras resonaron fuertemente y los legionarios que iban en cabeza, momentáneamente indecisos, pararon sus cabalgaduras.

Fue cuando iniciaron de nuevo la persecución cuando muy cerca de ellos una sorprendente llamarada se alzó del suelo seguida de un potentísimo trueno. Casi inmediatamente, tres nuevos relámpagos y tres terribles truenos siguieron al primero retumbando con fortísimo estruendo.

La mayor parte de los caballos, asustados por las fortísimas explosiones, se encabritaron derribando a los no menos atemorizados jinetes, quienes se levantaron presurosos para huir despavoridos con toda la rapidez que les permitían sus piernas. Mientras los soldados que habían logrado permanecer montados, tras girar grupas, emprendieron alocado galope hacia Pompeya. A los pocos instantes las dos decurias de caballería habían emprendido una desorganizada retirada.

Karl, divirtiéndose cual criatura que ha sido obsequiada con un juguete nuevo, estuvo observando la huida de los perseguidores, convertidos en perseguidos por su creación de la voz de la montaña, hasta perderlos de vista. Al percatarse de que estaba solo, miró hacia el interior de la cueva; en el rincón más alejado y apretujados contra la roca Rufus y sus tres inseparables secuaces también daban muestras de estar amedrentados.

—Ya podéis salir. Los soldados han tenido mucha prisa en regresar a Pompeya —comentó jocoso.

El primero en acercarse fue Rufus, quien con voz temblorosa preguntó con manifiesto temor supersticioso :

—Señor, ¿qué poder te han dado los dioses para poder hacer que se produzcan truenos si en el cielo no hay nubes?

—Nada de poderes conferidos por los dioses, Rufus. Todas las divinidades que adora el pueblo y a los que se erige tan fastuosos templos son una pura patraña.

—Pero nosotros hemos oído los truenos, señor.

—No han sido truenos, sino el estallido de unos simples petardos.

—¿Petardos? Y ¿qué son?

—Unos pedazos de caña previamente rellenados con pólvora.

Otra palabra nueva que ninguno de aquellos hombres había oído pronunciar jamás.

—¿Pólvora?

Por primera vez desde que se inició en él la transferencia a época y lugar distintos a los de su realidad temporal, Karl se estaba divirtiendo a costa de la natural ignorancia de aquellos hombres que lógicamente desconocían un descubrimiento que aún tardaría más de mil años en producirse.

—Sí, pólvora —afirmó sonriente.

—Y yo, si me enseñaras, ¿también podría hacer esto? —preguntó Rufus interesado ante la perspectiva de poseer tamaño poder.

—No puedo enseñártelo porque todavía no se ha inventado.

—Tu manera de hablar me desconcierta, señor.

—Puedes continuar llamándome Prudens.

—Digo que tu manera de hablar me desconcierta, Prudens.

—Para ti es preferible que no pretendas saber más de cuanto sabes, pues, si te explicara parte de lo poco que sé, te aseguro que te volverías loco. ¿Qué pensarías si te dijera que los hombres han inventado unas máquinas voladoras capaces de ir más raudos que las aves, merced a las cuales han llegado y establecido poblados en la Luna… y que, además, sus barcos navegan días y más días por debajo de las aguas de todos los mares?

—Que el loco eres tú.

—Tal vez tengas razón —replicó Karl, pensando que forzosamente debía de haber estado demente en el momento que accedió a las súplicas de su desesperado tío.

Como quedara momentáneamente callado, Rufus le preguntó compungido:

—¿Te he ofendido?

—No, porque acabas de pronunciar una gran verdad —contestó gravemente Karl.

—¿Qué haremos ahora?

—Casi me olvido de los soldados. Salid fuera y estad atentos vigilando el camino porque indudablemente volverán.

Si se han asustado tanto como nosotros, te aseguro que ésos no vuelven por aquí en toda su vida.

—Te equivocas. Cuando lleguen a Pompeya y cuenten al Viejo Fantoche cuanto les ha ocurrido no serán creídos por lo inverosímil de su narración. Con toda seguridad se organizará otra expedición con él al frente, pues querrá cerciorarse personalmente de las causas que produjeron tal pánico a la fuerza que mandó a prendernos.

—Les va a llevar tiempo. ¿Qué te parece si lo aprovechamos para largarnos a otro lugar?

—¿Y privarles de la única ocasión que tendrán en sus vidas de presenciar un espectáculo tan sorprendente? No, Rufus, yo me quedo.

—Nosotros también.

—Pues andando, salid a vigilar y cuando veáis que se aproximan me avisáis de inmediato. Entretanto, les prepararé unos truenos artificiales.

Sin comprender las palabras del joven rubio, la pandilla de ladronzuelos se apresuró a cumplir ciegamente sus órdenes y tras colocarse en distintos lugares, permanecieron al acecho sin importarles las molestias de los ardorosos rayos del sol que caían sobre ellos.

Los hechos sucesivos parecieron obedecer a un orden previamente sincronizado, pues tan pronto Karl terminó de confeccionar el cuarto petardo, entró en la cueva el apodado Búho.

—Prudens, tenías razón. Ya vuelven y, si la vista no me ha engañado, esta vez vienen bajo el mando del propio Licinio.

—Llama a los demás.

Inmediatamente, Búho emitió un silbido y a los pocos instantes penetraban en la cueva el resto de los fugitivos.

—Pronto los tendremos aquí —corroboró Escurridizo mirando fijamente a Karl cual niño atemorizado que busca la protección de la persona mayor a la que por instinto adivina poderosa.

—Confiemos en que todo salga bien.

—Ya empiezan a subir por el camino —informó Búho, que permanecía en la boca de la cueva sin dejar de espiar todos los movimientos de la tropa legionaria.

Karl prendió fuego a las mechas, y, al igual que hiciera la primera vez, lanzó los petardos hacia el camino de ascenso a la guarida. Al tirar el último murmuró:

—Y éste mayor como final apoteósico de la fiesta.

Los segundos transcurrían con creciente lentitud y, paulatinamente, el ruido que producían los cascos de los caballos sobre la dura roca de la montaña era más audible, circunstancia que hacía que el nerviosismo de los perseguidos fuera en aumento.

—¿Cuándo se oirán los truenos? —siseó Rufus.

Karl, preocupado también por la tardanza en producirse las explosiones, no contestó.

—Sólo faltaría que con las prisas me hubieran salido defectuosos —monologó en alemán.

En su espera, la tensión de los hombres del interior de la cueva iba en aumento, llegando al límite cuando escucharon claramente una voz autoritaria ordenando:

—¡Adelante, no os detengáis! ¡Adelante!

Y como si hubiera sido la señal convenida, por fin, estalló el primer petardo.

La explosión se produjo a menos de quince metros del caballo montado por el arrogante centurión Licinio, quien, después de conseguir dominar la encabritada montura, quedó momentáneamente paralizado por el miedo.

A continuación se escucharon dos atronadoras explosiones más y cuando retumbó la última con mayor intensidad se produjo el caos. Hombres y animales, en confusa masa, pugnaban atropelladamente para huir de aquellos misteriosos rayos y truenos que no caían del cielo sino que nacían en el seno de la montaña.

En esta ocasión, Karl no estuvo solo contemplando a la fugitiva tropa; junto a él permanecía Rufus frotándose las manos con manifiesta satisfacción y amplia sonrisa.

—¿Crees que volverán?

—No, Rufus, puedo asegurarte que tardarán mucho tiempo en volver por estos alrededores el pánico que han experimentado por nuestro recibimiento ha sido superior al de su aguante.

*  *  *

Amparado en la nocturnidad, Karl, acompañado de Escurridizo de quien intentaba imitar su sigiloso y rápido caminar, aquella misma noche regresó a Pompeya decidido a afrontar los próximos acontecimientos.

Escurridizo, ufano en la misión encomendada de servir de guía al singular luchador que además poseía la facultad de producir truenos a voluntad, tomó más precauciones de las usuales mientras lo conducía camino de la ciudad.

—Puedes marcharte, Escurridizo, esta parte ya me es conocida.

—¿No quieres que te acompañe hasta tu casa?

—No es necesario, gracias.

—¿No volveremos a vernos, señor?

—¿Quién sabe?

—Dices bien. Que los dioses continúen protegiéndote, Prudens.

—Que Júpiter te guarde.

Al desaparecer Escurridizo como tragado por las tinieblas de la noche, Karl se dirigió con premura hacia su hogar en aquella desconocida dimensión y época tan pretérita.

El esclavo que permanecía junto al pórtico no dio muestras de sorprenderse cuando el joven huésped de su dueño penetró en 1a mansión. Se limitó a mirarlo e informar escuetamente:

—Encontrarás al amo en el peristilo.

Karl, siguiendo la indicación, se encaminó al segundo patio, y allí, junto a un diminuto estanque circundado por floridos parterres, encontró a Tito cómodamente reclinado en un diván situado en las proximidades de una de las marmóreas columnas. Al entrar Karl, su protector, levantándose prontamente, dirigió la sorprendida mirada hacia él y al observar las ajadas vestiduras del joven preceptor, preguntó con inquietud:

—¡Prudens! ¿Qué te ha ocurrido?

—¿Estás enterado de que unos presos se fugaron de los calabozos de la curia del centurión Licinio?

—Sí, ¿acaso tú?

—Estás en lo cierto —afirmó Karl—; yo fui el cabecilla.

Y seguidamente, Karl explicó a su bienhechor cuanto le había ocurrido, ocultándole, empero, las entrevistas que sostenía con Helga en los jardines de las vestalías y la causa verdadera de los relámpagos y truenos que atemorizaban a los aguerridos legionarios del disciplinado y poderoso ejército romano. 

CAPÍTULO VIII

Durante los días siguientes, Karl permaneció en la casa sin osar salir a las calles de Pompeya a fin de evitar cualquier eventualidad. Fue durante una de las clases cuando casualmente se enteró de la noticia que le hizo palidecer.

—Prudens, ¿vendrás con nosotros a los festejos? —preguntó su pequeño alumno hijo de Tito.

—No sabía que los hubiera. ¿En honor de quién son?

—Del nuevo Emperador.

—¿De Tito Flavio Sabino? —preguntó aún a sabiendas de que la contestación sería afirmativa debido al conocimiento exhaustivo que de la historia del Imperio romano poseía.

—Sí, se llama como nuestro padre.

La terrorífica catástrofe no tardaría en producirse. Conocedor del trágico fin a que estaba destinada la ciudad sintió compasión hacia aquellos dos pequeños y, preocupado por la suerte de ellos más que por la suya propia, dio por terminada la clase marchando apresuradamente en busca del buen patricio a quien tantos favores debía.

—He de hablar contigo, Tito.

—¿Estás enfermo? Te encuentro agitado.

—Escúchame con atención —contestó precipitadamente—, si amas a tu familia tendrás que sacarlos de Pompeya. El tiempo está llegando a su límite y si no quieres que perezcan habrás de marcharte cuanto antes.

—¿Y por qué han de perecer?

—Hazme caso, Pompeya está condenada a ser destruida por temblores de tierra y a quedar sepultada por una erupción del volcán…, y no creo que tal cataclismo tarde ni siquiera un año en tener lugar.

Tito guardó silencio recordando las palabras enigmáticas que Prudens le dijera en otra ocasión. Pero la simple aseveración de aquel joven que un día encontrara fortuitamente en la calle no eran causa suficiente para que abandonara su hogar. Su patrimonio.

—¿Conoces, por ventura, el futuro?

Tú lo has dicho.

—No puedo creerte. Únicamente los dioses pueden saber cuánto ha de ocurrir y tú no eres un dios.

—Dices verdad, no soy un dios. Pero te equivocas al dudar cuanto te anuncio, porque conozco el porvenir. Yo vengo de un futuro muy lejano.

—¿Cómo?

—Provengo del más allá en el tiempo y en el espacio.

Y antes de que su interlocutor pudiera replicar, Karl tuvo una súbita idea. Le serviría para hacer llegar indirectamente un mensaje a Helga y al propio tiempo para convencer a Tito de que pusiera a salvo a su familia, principalmente a sus dos hijos a los cuales en el transcurso de sus cotidianas clases había cogido gran afecto. Así, pues, continuó:

—Responde con sinceridad, Tito. Si cuanto te anuncio yo, lo hiciera la enviada, ¿también dudarías?

—No, si fuera ella quien me lo dijera sería muy diferente.

—¿Y si ella confirmara que yo conozco el futuro, todavía no creerías en mis palabras?

—Entonces, sí. En Pompeya se la venera como a una enviada de la diosa Vesta y, por tanto, no puede mentir. Si ella afirmara de que tú conoces los hechos venideros te creería y haría cuanto me indicaras. ¡Te lo juro!

*  *  *

La mujer hacía varias horas que permanecía expectante en el templo. Por fin su espera se vio recompensada por la presencia de una de las sacerdotisas que tenían al cuidado mantener encendido el fuego sagrado.

Tan pronto acabó de cumplir la misión, la mujer que aguardaba pacientemente se aproximó a la joven vestalía y con voz queda solicitó:

—Quisiera hablar con Enviada.

—Te conozco; tú eres Julia, esposa de Tito Constancio.

—Así es.

—Lo lamento muchísimo, pero, comprende, Enviada no puede recibir a todas las mujeres que acuden al templo en solicitud de hablarle.

—Te lo ruego, dile tan sólo que una mujer que ha visto las orillas del río azul desea hablarle. Yo estaré aguardando su decisión.

La sacerdotisa se apresuró a cumplir el encargo de la esposa de Tito, y tan pronto comunicó las enigmáticas palabras a la enviada de la diosa, no sin sorpresa, escuchó unas palabras ininteligibles.

«El río azul…, el río azul… ¿Qué significado puede tener esta misiva? Las orillas del río azul —continuó murmurando Helga en alemán, para exclamar de súbito—: ¡El Danubio Azul! ¡A orillas del hermoso Danubio Azul, el título del inmortal vals creado por el compositor austríaco Juan Strauss! ¿Quién será esa mujer? ¿Otra transferida por Heinrich Grüber? ¿Tal vez una mensajera de Karl?»

Y con visible agitación alzó la voz para decir:

—Condúcela inmediatamente a mi presencia.

Cuando la mujer estuvo frente a Enviada, hizo una profunda reverencia a la joven considerada por su extraña aparición en el templo como a un ser casi divino.

—Agradezco tu benevolencia para conmigo, Enviada.

—¿Quién eres? —demandó con manifiesto interés Helga.

—Soy la esposa de Tito Constancio, patricio de Pompeya.

—¿Qué pretendías al hacer que me indicaran que habías visto las orillas del río azul?

—Prudens, el preceptor de mis hijos, dijo que te hiciera saber esta frase y que así me recibirías inmediatamente.

La astuta e inocente frase de Karl estaba dando el fruto apetecido. Sin misiva comprometedora, Helga había comprendido.

A punto estuvo Helga de cometer el error de interesarse por Karl, pues no le era desconocido el castigo terrible de ser enterradas con vida que pesaba sobre las vestalías que tenían amores con un hombre. Así, procurando dar a su voz un tono indiferente, interrogó:

—¿Y qué se te ofrece, buena mujer?

—¿Conoces a Prudens, señora?

—Desde hace casi dos mil años —contestó Helga divagando, al recordar su presencia irreal en aquella época.

Si grande era la admiración que la rubia vestal despertaba en el pueblo, todavía fue mayor la que sintió hacia ella la esposa de Tito cuando escuchó las palabras de la excelsa sacerdotisa.

—Luego, Prudens también…

—Efectivamente, ha sido enviado, como yo, desde una era muy lejana si bien tú no puedes llegar a entenderlo.

—¡Entonces, es verdad, conoce el futuro! —exclamó maravillada Julia, sin poder dar crédito a sus propias palabras sumamente impresionada por albergar en su hogar a un joven tan extraordinario y, a no dudar, con más de dos mil años de vida.

—Así es, puedes creer cuanto te diga.

Y viendo la credulidad de aquella mujer, Helga se aventuró a formular la pregunta ansiada segura de que sus palabras no serían interpretadas en el verdadero sentido.

—¿Lo has visto últimamente?

—Sí, Enviada, nuevamente tenemos la inmensa dicha de tenerlo en nuestra casa. Voy a retirarme, no quiero molestarte más. ¿Quieres… quieres que le explique nuestra conversación?

—Puedes hacerlo; además, te agradeceré le comuniques mi deseo de que se guarde mucho, pues ansío volverlo a encontrar cuando regresemos a nuestro mundo. Pero antes de que te marches he de hacerte una grave advertencia: deberás guardar el secreto de mi revelación.

Tan pronto Julia, alborozada, narró a su esposo la conversación sostenida con la seudoenviada de la diosa Vesta, el comportamiento de la familia hacia Karl fue totalmente distinto. Ahora, sentían en relación a él un respeto supersticioso.

Y por medio de farsa tan inocente, Prudens consiguió que Tito Constancio y su familia, un mes después, se ausentaran de Pompeya. 

CAPÍTULO IX

La suntuosa mansión de Tito en Pompeya, después de la partida de aquella familia que tanto afecto había mostrado al joven extranjero, únicamente había quedado al cuidado de tres esclavos, los cuales, además, tenían la misión de servir al amigo de su señor.

Era todavía muy de madrugada cuando Karl, siguiendo las sobrias costumbres de aquel antiquísimo pueblo, ya se había levantado. Mientras comía un parco desayuno, uno de los servidores se le acercó para anunciarle:

—Señor, perdona —rectificó inmediatamente—. Prudens, un hombre y una mujer preguntan por ti y solicitan permiso para hablarte.

—¿Quiénes son?

—No lo sé, pero por su aspecto no son de mucho fiar, parecen dos miserables.

Hazlos pasar.

Momentos después fueron introducidos en su presencia un individuo desaliñado acompañado de una mujer cuyo rostro le resultó vagamente conocido.

—¡Escurridizo! ¿Qué te trae por aquí? —preguntó Karl, sorprendido por la matinal visita.

—No sé si la recordáis, señor, es Eudesia y quiere hablarte.

—Sí, ahora te recuerdo y a tus excelentes guisos también. ¿Qué se te ofrece?

—Traigo un mensaje para ti.

—Explícate.

—Ayer noche los soldados detuvieron a Rufus. Estaba, al igual que cada noche, en mi taberna, cuando entraron varios soldados y un decurión. Antes de que pudieran hablar, Rufus, intuyendo que iban a por él, antes de entregarse se me aproximó y me dijo: «Halla a Prudens y dile que huya, esos malditos a quien realmente buscan es a él; yo soy una pieza demasiado insignificante para que se tomen tantas molestias.»

—¿Qué opinas tú, Escurridizo? —preguntó Karl luego de haber escuchado a Eudesia.

—Que debes huir cuanto antes, Rufus tiene razón. A Licinio le interesa capturarte a ti por lo de las vestalías, ya me comprendes, y al no conocer tu identidad lo atormentará hasta sacarle cuanto quiera saber; pues por muy fuerte que sea, llegará un momento que no podrá resistir más.

Karl se maravilló de la lealtad de aquellos facinerosos que habían acudido a él no en demanda de ayuda en favor del compañero nuevamente apresado, sino para advertirle del peligro que consideraban corría. Como viera que la mujer lloraba silenciosamente, tomó la determinación:

—No te preocupes, Eudesia, me entregaré a Licinio y ya verás cómo lo ponen inmediatamente en libertad.

No lo hagas, señor. Rufus está dispuesto a perder su vida para que tú te salves. ¡No sabes cuánto te admira, únicamente sabe hablar de ti con grandes elogios!

Karl se conmovió por las palabras de aquella mujer y no se avino, aun a riesgo de su propia vida, a permitir el sacrificio de Rufus ni del amor de Eudesia hacia el extravagante ladrón para salvarse de una crítica situación que sólo a él concernía.

—Mi decisión está tomada. Esta mañana me presentaré a Licinio.

—Déjame acompañarte, Prudens —suplicó Escurridizo.

—¿Para que también te apresen?

—No me importa; tú no te entregarás tan fácilmente y, si tiene que haber lucha, aunque me consta que de poco te serviré con mi ayuda, quiero permanecer a tu lado —replicó.

—Conforme. Pero haremos las cosas a mi manera.

A media mañana, pocos de los amigos de Escurridizo hubieran reconocido en él al aseado sirviente, vestido con limpísimo colobo y sandalias nuevas, que andaba junto a su elegante señor.

Siguiendo las indicaciones del ladronzuelo, Karl, con tal serenidad que aumentó el asombro de su compañero, se encaminó a la curia, lugar donde probablemente encontraría al temido centurión.

Al exponer sus deseos, fueron introducidos, poco después, en una amplia sala en la entrada de la cual dos aguerridos legionarios, en estatuaria postura, montaban guardia.

—¿Deseabas verme, forastero? —preguntó el centurión sentado en una cómoda poltrona colocada en un estrado a manera de rudimentario trono.

—Sí, he venido a rogarte que ordenes poner en libertad a Rufus.

—¿Rufus?

Sí, el ladrón que tus soldados capturaron ayer noche.

—¿Puedes explicarme el interés que te mueve para hacerme tan insólita petición?

—No es el hombre a quien buscas, bien lo sabes.

—¿Acaso, lo conoces tú?

—Sí.

—¿Y vas a denunciarlo?

—Por tal razón estoy aquí.

—Dime, ¿quién es?

—Yo —contestó serenamente Karl, ante el temor creciente de Escurridizo que permanecía materialmente pegado al hombre que por sus gestas había convertido en su ídolo.

—¡Guardia! —gritó Licinio tan pronto Karl hizo la revelación—. ¡Prended a ese hombre!

—Aguarda, Licinio…

Y Karl no pudo continuar porque los dos legionarios de la puerta entrando precipitadamente lo agarraron fuertemente uno por cada brazo.

Lo que ocurrió no causó el menor asombro a Escurridizo. Tan pronto como los soldados sujetaron a Karl, éste se revolvió con celeridad y los guardias, tomados de improviso, rodaron por los mosaicos del suelo impulsados por unas fáciles llaves del consumado judoka.

—Te he, dicho que aguardaras, Licinio. Haz salir a esos hombres pues no creo conveniente para ti que escuchen cuanto he de decirte —manifestó Karl con pasmosa tranquilidad.

La manifiesta serenidad del forastero hizo mella en el ánimo de Licinio, pues, en el momento que los soldados se levantaban prestos para consumar el arresto, les ordenó:

—¡Salid, pero estad atentos a la menor indicación que os haga y procurad no dejaros sorprender de nuevo, estúpidos!

—La fama de que gozas de ser hombre inteligente, demuestras tenerla bien merecida.

—No preciso de tu adulación; habla —conminó el centurión.

—¿Conoces, por ventura, al prefecto de los pretorianos?

—¿A Tertuliano?

—Exactamente, a Tertuliano.

—Personalmente, no.

—¡Pues es una lástima porque sabrías que yo soy uno de sus familiares más allegados, concretamente, su único sobrino.

—¿Y qué? —replicó con marcada indiferencia.

Y Karl, siguiendo el curso de su idea, contestó sin inmutarse con mayor indiferencia aún que la de Licinio:

—Pues, sencillamente, que si dentro de dos horas no he regresado a mi hogar partirán hacia Roma, sin que tú puedas impedirlo, unos emisarios con la misión de contarle algunas cosas acerca de ti, cuales son por ejemplo, entre otras, que no es el prefecto, como le corresponde por su rango, quien gobierna a la ciudad sino tú. Además, atiende bien, le narrarán un triste episodio de tu vida en la milicia, cuando huiste al frente de dos decurias de caballería al escuchar simples truenos.

—¡Mientes!

—Licino, por favor, sosiégate. Yo fui testigo de tu pánico.

—No eran truenos, fue la voz de la montaña.

Karl tuvo que esforzarse, pese a la peligrosa situación, para no irrumpir con una sonora carcajada al recordar quién fue «la voz de la montaña». Aparentando desconocer lo acaecido realmente, continuó:

—¿Crees, sinceramente, que tu versión será convincente? Yo puedo asegurarte que no.

Y como Licinio guardara silencio, Karl continuó apabullándole sin darle tiempo a meditar.

—¿Quieres que te diga el tiempo que tardarás en ser depuesto de tu rango de centurión cuando Tertuliano dé a leer al Emperador las misivas que le he escrito?

Licinio era ambicioso e inteligente. Comprendió que, si era verdad cuanto decía el joven patricio de informar a Roma, su carrera estaba arruinada.

—Te complaceré, pero no por lo que hayas podido escribir acerca de mí, sino porque eres sobrino de Tertuliano —contestó con fingida altanería.

—Ambos te agradeceremos tu bondad, tenlo por seguro.

Y ya desde la puerta al abandonar la sala, Karl se volvió hacia el pasmado Licinio para añadir:

—¡Ah! Y en relación con la historia de mi asalto al jardín de las vestalías no es cierto. Por último, déjame advertirte que, si me ocurriera cualquier incidente que me dañara, ten por seguro que mi tío tomaría justas represalias. Que los dioses te guarden, Licinio.

Ya en la calle, Escurridizo comentó:

—No sabía que el jefe de los pretorianos fuera tío tuyo.

—Ni yo tampoco.

—¿No sabías que Tertuliano era tu tío? —preguntó extrañado sin haber comprendido el verdadero sentido de las palabras de Karl.

—Ni siquiera sabía su nombre. ¿No comprendes que tal parentesco acabo de inventarlo?

Por fin se hizo luz en el cerebro de Escurridizo y, al discernir que el sagaz centurión había sido burlado tan fácilmente, no pudo evitar una carcajada de satisfacción.

Entretanto, Licinio paseaba a grandes pasos por la amplia sala sin dejar de meditar las palabras que le dijera el visitante. Por el porte, la riqueza que hacía gala en sus vestiduras, la naturalidad de sus palabras y la confianza que mostró en todo momento en sí mismo, el forastero debía pertenecer a la clase privilegiada y no dudó de sus palabras. Si aquel hombre cumplía con su velada amenaza podía arruinar su porvenir. Debía evitarlo a toda costa y para ello sólo había un medio: eliminarlo. Pero ¿cómo? Tendría que hacerlo de manera que él quedara al margen de toda ulterior sospecha.

De pronto, al recordar la facilidad y rapidez con que se deshizo de los dos guardias, le vino a la memoria una narración que llegó a sus oídos a través de las versiones de algunos de sus soldados. Tal vez allí radicaba la clave de la solución a su problema.

Una hora después, en la misma sala.

—¡Salve, Licinio! —saludó desde la puerta el hombre de configuración gigantesca.

—Pasa, Calingo.

—Uno de tus soldados me ha dicho que deseabas hablarme.

—Así es. ¿Recuerdas que un hombre forastero de pelo rubio te dejó sin sentido en plena calle?

—No me lo recuerdes —contestó con el rostro enrojecido por la ira el fornido gladiador.

—Te hablaré claro. Ese hombre, de ser el mismo, se ha convertido en mi enemigo.

—Líbrate de él.

—No puedo hacerlo, es demasiado influyente.

Calingo comprendió los motivos de la cita del centurión, porque preguntó de inmediato:

—¿Quieres que lo haga yo?

—Si lo haces, deberá parecer una cosa personal tuya y de modo que su muerte no infunda sospechas; a poder ser, sería conveniente que ocurriera en presencia de muchos testigos. Por tal favor te recompensaré largamente.

—No quiero recompensa alguna. Me daré por satisfecho al saber que no existe ya el hombre que puede vanagloriarse de haber vencido a Calingo.

—Habrás de obrar con mucho tiento, pues nuestro enemigo es sobrino de Tertuliano, prefecto del Pretorio de Roma.

—Ya me las arreglaré para que nadie pueda culparme de su muerte.

—En tal caso me acusarán a mí.

—Puedes estar tranquilo, morirá y nadie podrá culparnos; confía en mí.

Karl, una vez puesto en libertad Rufus y seguro de haber amedrentado al poderoso centurión, se descuidó y no observó la constante vigilancia de que era objeto su morada.

Una mañana, al salir con la intención de merodear por los lugares que sabía transitaban las vestales en sus paseos por si la fortuna le deparaba poder ver a Helga, se encontró, de súbito, frente a un hombre cuya presencia le dejó momentáneamente paralizado. Cerrándole el paso se hallaba el corpulento Calingo. Durante su larga estancia en Pompeya era la primera vez que se encontraban de nuevo. Por un momento tuvo la intención de escapar, pero el amor propio de que la muchedumbre que transitaba por la calle viera su cobardía, le hizo permanecer quieto con todos los músculos en tensión para defenderse del ataque que, a no dudar, pronto sería objeto.

Calingo se acercó más, y sin mostrar agresividad alzó la voz con la intención de ser escuchado por todos, para decirle:

—Me venciste en una ocasión, Prudens. ¿No crees que deberías concederme el desquite?

—No tengo por qué luchar de nuevo contigo. En aquella eventualidad me obligaste a defenderme.

—Pero me venciste y lo justo es que me concedas la oportunidad de mostrar al pueblo quién de los dos es mejor.

Pronto los transeúntes se pararon a corta distancia para no perderse la conversación entre el extraordinario gladiador y el joven patricio que residía en Pompeya desde hacía más de un año.

—Reconozco públicamente de que tú eres mejor —manifestó Karl con la intención de evitar la pelea con el coloso.

—Te creí un hombre, pero me he equivocado; no eres más que una rata cobarde.

Las palabras insultantes de Calingo hicieron caer en la trampa al prudente Karl.

—Sea como quieres, puedes empezar —replicó Karl flexionando suavemente las rodillas y arqueando ligeramente los brazos aprestándose para la lucha que se avecinaba.

—No, no la haremos aquí. Es necesario que lo vean todos los habitantes de la ciudad; te reto a que luches contra mí en el anfiteatro.

—No soy gladiador —contestó despectivamente Karl—, para luchar en un espectáculo público en diversión del pueblo.

—Pero sí un cobarde al no aceptar.

El temor que experimentó en el primer momento del encuentro con el gigante fue transformándose por las continuas ofensas en una furia mal contenida y sin darse perfecta cuenta de sus actos contestó:

—Acepto tu desafío, lucharé contra ti donde y cuando quieras.

—Pues será en el anfiteatro durante los próximos festejos.

Y sin más palabras, Calingo, dándole la espalda, se marchó.

*  *  *

Desde muchas horas antes de abrirse las puertas, la muchedumbre se había desplazado al lejano anfiteatro separado casi un kilómetro de los demás edificios de la urbe, formando apiñados grupos a fin de poder entrar lo más pronto posible para posesionarse de las gradas más cercanas a la arena.

El espectáculo prometía ser interesante, pues se contaba con el concurso de los más afamados gladiadores del Imperio. Pero lo que más atrajo a las multitudes, fue el anuncio profusamente esparcido del combate que celebraría el ídolo de Pompeya, Calingo, contra otro invencible luchador.

Y así, en busca del morboso aliciente, las treinta y cinco gradas del anfiteatro, a los pocos minutos de haber abierto las puertas, se llenaron por completo de una heterogénea muchedumbre en la que no cabía distinción de sexos ni edades, pues lo mismo había hombres, mujeres que niños.

La diversión tocaba a su fin. Después de retirar los despojos humanos, cadáveres mutilados y horrorosamente destrozados de los que no habían tenido la fortuna de quedar triunfantes en las cruentas luchas, primero con fieras hambrientas y después de hombre contra hombre, se hizo un silencio impresionante. El combate a muerte entre Calingo y el desconocido luchador sería el próximo número.

Cuando apareció en la arena el gigantesco luchador, vestido con un taparrabos de flexible cuero y anchas correas cruzadas sobre el descomunal pecho, la multitud enardecida no cesó ni un momento de jalearlo.

Calingo, después de haberse situado en el centro de la ovalada palestra alzó los brazos y los agitó en señal de saludo al populacho que lo estaba aclamando ruidosamente.

Y mientras correspondía a las muestras de admiración de sus conciudadanos, apareció el otro luchador con el torso completamente desnudo y con un atuendo jamás visto. Vestía un blanco y corto pantalón de fino lino por encima de las rodillas, en vez de la consabida y usual pampapilla.

El contraste entre ambos luchadores era manifiesto. Calingo, alto, fornido y con recia musculatura ofrecía el aspecto de un gigante. Su contrincante, de fino talle y anchos hombros más bien parecía el modelo de una estatua en la que se plasmara la belleza varonil.

Inmediatamente, después de un prolongado toque de trompetas, se armó de escudo y espada a los dos contendientes y dio comienzo el singular combate.

Calingo inició acto seguido el ataque. Arremetió contra su adversario lanzándole poderosos golpes con la espada que daban en el aire por esquivarlos continuamente su rival.

La muchedumbre estaba decepcionada. El joven gladiador no presentaba combate y únicamente se preocupaba de andar de espaldas saltando ágilmente de un lado a otro cada vez que Calingo lo atacaba con denuedo.

Entonces sucedió lo nunca presenciado en tal clase de lucha, el oponente de Calingo arrojó lejos de sí el escudo y la reluciente espada y se enfrentó desarmado al terrible gladiador.

—Rufus —dijo agitado uno de los espectadores a otro que estaba situado a su lado—, Prudens ha tirado la espada; está perdido.

—No sabe manejarla, salta a la vista; su destreza radica únicamente en luchar con las manos. ¿Cómo podría ayudarlo? —contestó con claro desespero.

—¡Pobre Prudens! Calingo lo partirá en dos de un solo golpe.

—¡Cállate, Escurridizo, no me atormentes más! Debo ayudarlo…, debo ayudarlo… —repetía Rufus angustiado.

Y mientras en la arena Karl fintaba una y otra vez las mortales estocadas que le propinaba Calingo, en casi todo el silencioso ámbito del anfiteatro se escuchó una voz que gritaba desaforadamente:

—¡Calingo! ¡Cobarde! Tira la espada y lucha en igualdad de condiciones.

Rufus de pie y haciendo bocina con las manos había lanzado el primer grito. Seguidamente, todo el hampa de Pompeya le hizo eco y unieron sus protestas a las de Rufus y su pandilla.

—¡Calingo, cobarde! ¡Calingo, cobarde!

Muy pronto gran sector de los espectadores se dejó arrastrar por los incipientes vituperios y los gritos resonaron estruendosamente en el graderío.

Cuando a las imprecaciones se unieron muchos silbidos de protesta, Calingo también arrojó el escudo y la espada y continuó el combate seguro del triunfo de sus poderosas fuerzas.

Los dos contendientes, copiosamente sudados y situados frente a frente, no dejaban de observarse mutuamente buscando el momentáneo descuido de su rival para pasar al ataque.

Poco a poco se restableció la calma entre los miles de asistentes, fija la atención en el desarrollo de la lucha mortal que tenía lugar en la palestra.

El desconocido gladiador estaba sangrando copiosamente por la nariz a consecuencia del potentísimo golpe de Calingo que no pudo esquivar. El ligero desvanecimiento que le provocó el duro castigo y el traspiés que dio al recibir el demoledor impacto, fue aprovechado por aquél, quien sujetó con ambas manazas la garganta del a todas luces inexperto luchador y apretó con toda la fuerza de sus poderosos músculos.

Karl sintió como el aire empezaba a faltar a sus pulmones y ante el temor a la muerte segura, reaccionó rápidamente. Con las manos abiertas golpeó los oídos de Calingo y seguidamente con la velocidad del rayo con el dorso de la mano le golpeó violentamente el hígado.

Al notar que la presión ejercida sobre su garganta disminuía, Karl repitió el primer golpe y de nuevo Calingo tuvo la sensación de que le estallaba la cabeza.

Luego, sucedió todo tan rápidamente que los millares de espectadores casi no pudieron percatarse de cuanto ocurrió. Los combatientes asidos en fuerte abrazo cayeron al suelo y después de un corto y violento forcejeo el joven gladiador rubio se levantó. A sus pies se hallaba Calingo sin hacer ningún movimiento. Estaba muerto. Karl había conseguido aplicarle la terrible y mortal llave del estrangulamiento.

Nada tan voluble como la muchedumbre. Allí, en la arena, quedaba muerto el que durante tantos años fue el ídolo de Pompeya y ya nadie se acordaba de sus gestas en los múltiples anfiteatros del Imperio; tenían a otro más poderoso a quien admirar y aclamar.

Pero no todo eran gritos de alabanza al vencedor. Entre la multitud, y en asientos reservados a su condición de vestalías, dos hermosas jóvenes habían asistido al inhumano espectáculo. Una de ellas, rubia y con la tez tan blanca como la nieve, en aquellos momentos decía a su compañera:

—Vámonos, Lucía, estoy mareada.

—No debías haber venido, Enviada, has estado sufriendo todo el rato. 

CAPÍTULO X

El día de agosto era caluroso en extremo. Karl, ante la consiguiente extrañeza de los pescadores, no cesaba de zambullirse en las tranquilas aguas del mar Tirreno, gozando del inefable placer que producía a su cuerpo la natación. Después, fatigado, salió del mar y se tendió en la arena de la playa para que los rayos del sol secaran su piel. Fue entonces, cuando, de súbito, la tierra tembló por espacio de varios segundos y las aguas del mar hicieron un continuo movimiento de resaca. Se puso rápidamente la amplia túnica y siguiendo a los atemorizados pescadores corrió junto a ellos en dirección a la ciudad.

Acababa de producirse el primer temblor de tierra, preludio de la gran catástrofe.

Mientras corría, Karl no apartó la mirada del Vesubio y la visión le tranquilizó en parte. Hasta el momento, sólo desprendía una negra humareda.

Al entrar en Pompeya un tropel de gentes, con la angustia y el temor reflejados en sus actos, corría atropelladamente por todas partes presa de terror, pues varias de las edificaciones más endebles se habían derrumbado.

A medida que pasaron las horas fue restableciéndose la calma en la ciudad y sólo los más asustadizos empezaban a abandonarla. Al no producirse ningún movimiento sísmico más durante los tres días siguientes, de nuevo reinó la tranquilidad entre los habitantes de Pompeya, excepto en el ánimo de Karl que sabía que el trágico destino de la ciudad había llegado a su fin.

Durante aquella aparente apacibilidad de los elementos, Karl se debatió continuamente en la duda de si acudir al templo de Vesta y rescatar a Helga para huir lejos del inminente desastre, o quedarse confiando que si su tío presenciaba en la gran pantalla instalada en su laboratorio el peligro de muerte que corrían haría cesar el proceso de su traslación en la dimensión desconocida.

Serían hacia la hora prima, las siete de la mañana, y Karl ya deambulaba por las calles cuando un violento terremoto conmovió todo el área. Ya no podía esperar más; corrió velozmente en dirección al templo empujando a cuantos, huyendo alocados en todas direcciones para librarse de los derrumbamientos, entorpecían su paso.

Penetró resueltamente en el recinto prohibido a todo hombre y sin prestar atención a las jóvenes aterradas corrió hacia las habitaciones de las vestales y empujó con fuerza la puerta que sabía correspondía a la de Helga.

—¡Helga, vayámonos inmediatamente de Pompeya!

La asió de la mano y ambos corrieron hasta llegar a la calle.

—¡Karl, el Vesubio!

El joven miró hacia el volcán y se estremeció de pánico. Una horrorosa nube negra tapaba casi por completo la incipiente claridad diurna, y las explosiones de las materias inflamables se sucedían continuamente arrojando por el cráter gran cantidad de ceniza y lava.

Había llegado el momento histórico tan temido.

Para la ciudad de Pompeya ya no habría un nuevo día.

El pánico era general y las gentes escapaban por doquier. De pronto, el militar que corría delante de ellos volvió la cabeza y al ver a Karl, retrocedió, empuñó la espada y se abalanzó hacia él gritando como un demente:

—Tú eres la causa, tú eres la causa.

Karl comprendió que en aquellos dramáticos momentos las palabras no podrían hacer entrar en razón al enloquecido centurión a la par que una pérdida de tiempo podría resultarle fatal. Esquivó sin dificultad la agresión y agarrando el brazo armado tiró fuertemente hacia sí a la par que zancadilleaba a su atacante. Tan pronto como cayó al suelo, Karl se arrojó sobre él y, sin compasión, le rodeó el cuello con el brazo ejerciendo gran presión hasta cerciorarse de que el cuerpo de Licinio quedaba fláccido. El pacífico Karl, en circunstancias normales, en la lucha por la supervivencia acababa de matar a otro hombre.

Sin mirar al cuerpo sin vida, cogió de nuevo la mano de Helga para emprender la interrumpida carrera, cuando, súbitamente, no sintió nada más.

Al recobrar nuevamente el conocimiento, Karl y Helga, asidos todavía de la mano, se hallaron en el interior de la gran caja de blanco metal del laboratorio de Heinrich Grüber.

*  *  *

Lo insólito, lo fantástico, lo tan misterioso que ni siquiera el inventor de la máquina reproductora del tiempo pasado merced a la consecución efectiva de la teórica fórmula Vida es igual a energía Individual multiplicada por Cosmos hubiera podido explicar y ni tan sólo llegar a comprender, fue que al transcurrir el año 79 de nuestra Era y las narraciones espeluznantes del desastre ocurrido a la sin par hermosa ciudad de Pompeya fueron llegando a los distintos lugares del Imperio transmitidas por aquellos, afortunadamente miles de ciudadanos, que pudieron escapar de la catástrofe…

Cumas.

El hombre de cabello plateado no parecía al decrépito Dionisio que llegara a la ciudad hacía poco más de un año en compañía de una familia depauperada huyendo de la persecución de que eran objeto en su localidad natal debido a sus creencias religiosas.

Justo acababa de levantarse del triclinio después de una reparadora y nutritiva comida cuando penetró en la estancia uno de sus hijos.

—Padre —dijo excitadísimo—, ¿te has enterado de lo ocurrido a Pompeya?

—No, Eleuterio, hace días que no salgo de la casa.

—El Vesubio ha entrado en erupción y la ha arrasado.

—¡No es posible!

—Sí, padre, casualmente he encontrado a Servio Lúculo y todavía tiembla de pánico al narrar lo acaecido.

—Entonces, aquel joven que nos liberó, Prudens… —musitó Dionisio sin acabar la frase, recordando la pertinaz insistencia en que se ausentaron de Pompeya.

—Te comprendo, padre, es inconcebible pero cierto. No podemos entender cómo, pero él sabía cuánto había de suceder.

Capua.

El hombre, cómodamente sentado sobre el verde césped del bien cuidado jardín, no dejaba de observar satisfecho el incesante y alegre corretear de sus dos hijos en sus continuados juegos infantiles. Cuando aparece la mujer, al observarle el rostro apesadumbrado, se levanta inmediatamente y acude presuroso a su lado.

—¿Qué te ocurre? —pregunta angustiado.

—Esposo mío, Pompeya ha sido sepultada por las cenizas del volcán.

—¿Estás segura?

—Son las noticias que llegan de los supervivientes de nuestra ciudad.

—Luego, Prudens estaba en lo cierto cuando nos advirtió.

Roma.

La taberna estaba llena de asiduos clientes a quienes gustaba paladear los ricos guisos que se servían a módicos precios, preparados por la mujer del fornido propietario.

El hombre, con una tortuosa cicatriz en la mejilla derecha, no deja de acudir de aquí para allá y escanciar vino a cuantos lo demandan.

Súbitamente, un cliente entra corriendo y agarrando por el brazo al de la cicatriz, con profundo nerviosismo, dice:

—Rufus, Pompeya ha sido destruida.

—¿Qué dices, Escurridizo?

—Que Pompeya ha quedado arrasada por el volcán.

—¡Prudens…!

—Se habrá salvado, no lo dudes, es demasiado extraordinario para haberse dejado sorprender.

—¿Por qué tendría tanto interés en hacemos marchar?

—Tal vez supiera lo que iba a pasar, recuerda, los relámpagos y los truenos de la tierra no tenían secretos para él. 

CAPÍTULO XI

Con excitación, cuando el indicador violáceo emitió destellos intermitentes, el inventor presionó un pulsador y la puerta de la gran caja se descorrió silenciosamente hacia un lado. En el interior, extrañamente ataviados, se hallaban Helga y su sobrino cogidos de la mano.

—¡Gracias, Dios mío! —exclamó al verlos.

Ambos jóvenes salieron como un par de autómatas del metálico paralepípedo rectangular con la mirada mortecina fija en el anciano, como si, al parecer, no lo reconocieran.

Tardaron varios minutos en ir recobrando paulatinamente las facultades mentales, y tan pronto como lo hicieron, las primeras palabras que pronunció Karl fueron para reconvenir al sabio.

—Tío, ¿por qué tardaste tanto tiempo en retornarnos a nuestro presente? ¿Por qué permitiste que pasara por tantos peligros?

—Todos mis esfuerzos han resultado infructuosos. Es más, no he sido yo quien…, ha sido la máquina por sí sola. Yo ni siquiera conseguí veros en ninguna ocasión puesto que la pantalla no reflejó jamás una imagen y, cuando lo hizo por primera vez, simultáneamente recibí la señal de vuestra presencia. Seguramente —añadió dando curso a su pensamiento— hubo un fuerte desequilibrio en las energías…

—¡Señor Grüber! —interrumpió la voz asustada de Helga—, ¡nos estamos desintegrando!

Efectivamente, las anacrónicas vestiduras de los jóvenes se iban convirtiendo lentamente en polvo, a la par que caían al suelo en pequeñas porciones.

—Únicamente son vuestras ropas debido a quién sabe cuántos cientos de años hace que fueron confeccionadas —replicó el anciano después de una escrutadora mirada, añadiendo con picaresca sonrisa—; en el mismo lugar donde las dejasteis encontraréis las vuestras. Si no queréis quedaros desnudos, vestíos rápidamente.

Karl y Helga no se hicieron repetir la indicación y se apresuraron a ponerse las ropas que se desvistieron cuando ella se prestó para el experimento y él para ir en su problemática búsqueda.

Entretanto, Heinrich Grüber, fascinado, no apartaba la mirada de la gran pantalla. En ella había la imagen de un imponente volcán en erupción. Al contemplar la forma de las negras nubes, rasgadas por centelleantes y altas llamaradas, que emergían del cráter, en su mente se formó una atrevida hipótesis hasta el momento impensada.

Comprobó uno de los contadores del complicado panel de instrumentos y el resultado le confirmó la sospecha.

—Ligera radiactividad, la está produciendo pequeñas explosiones nucleares. ¡Y en un volcán! —monologó el sabio estupefacto.

Le sacó de su absorta contemplación la voz alarmada de su sobrino quien al advertir los cegadores destellos de una intensidad sobrecogedora de gran parte de la complicada instalación, gritó exaltado:

—¡Tío, cierra de inmediato tu maldita máquina! ¿No ves que el laboratorio está a punto de estallar?

—Espera, espera…

Fue interrumpido por una fuerte explosión. Una de las múltiples lámparas electrónicas acababa de romperse en minúsculos pedazos.

Había sido el inicio. Inmediatamente el laboratorio de Heinrich Grüber se transformó en una visión dantesca. Numerosas válvulas reventaban por doquier con fuertes detonaciones y llamaradas rojo-azuladas. Muchos de los aparatos también saltaban por el aire hechos añicos y los indicadores luminosos de algunas graficadoras no obedecían ya a ninguna coordinación. A los pocos segundos, grandes lenguas de fuego invadían la antigua bodega.

—Son las radiaciones cósmicas —murmuraba el anciano como un estúpido, sin reaccionar ante la destrucción de su invento, fruto del trabajo constante de una larga vida de dedicación al desarrollo de una fórmula de un genio precursor y a costa de una cuantiosa fortuna.

—¡Tío, corre, alejémonos de aquí!

—Las radiaciones del volcán —continuó repitiendo el aludido en un estado de completa imbecilidad.

Habían sido suficientes unos escasos minutos para que la mente siempre serena y privilegiada de Heinrich Grüber hubiera perdido la razón. Obsesionado, no apartaba la mirada de las crecientes llamaradas sin percatarse, siquiera, del peligro que todos corrían.

Cuando Karl, al darse cuenta del estado mental de su tío, quiso actuar, llegó demasiado tarde. Otra fuerte explosión hizo saltar las grandes planchas metálicas de la caja de traslación al pasado, y una de ellas golpeó el cuerpo del anciano derribándolo al suelo debajo de la misma.

—¡Helga, ven, ayúdame! —gritó Karl para hacerse oír de la atemorizada joven que permanecía junto a las escaleras de acceso al sótano.

Después, agarró uno de los bordes de la pesada pieza metálica y haciendo un sobrehumano esfuerzo consiguió levantarla cerca de medio metro mientras gritaba de nuevo a Helga:

¡Arrastra a tío Heinrich!

Cuando la joven, tras penosa pugna, consiguió apartar al anciano, Karl dejó caer la pesada cara de la caja fatídica, levantó en vilo a su tío y corriendo en dirección a las escaleras ordenó a Helga:

—¡Sal aprisa o pereceremos!

Al llegar a la calle, jadeantes, sudorosos y con las ropas chamuscadas, ya empezaba a congregarse una multitud de curiosos ante la progresiva humareda que salía de la señorial mansión de la antigua familia Grüber.

Karl, tambaleándose, se alejó un buen trecho y dejó cuidadosamente en la acera el cuerpo del inventor. Al ver la palidez extrema en el vetusto rostro y la sangre que le salía por la comisura de los labios, pidió al corro que inmediatamente se formó a su alrededor:

—Pidan una ambulancia, por favor.

Cinco minutos después, las señales acústicas especiales de los camiones del parque de bomberos de Wesel y de dos ambulancias abrían paso como por ensalmo. Cuando los bomberos, con magistral destreza, iniciaron los trabajos para extinguir el incendio, toda la casa era pasto de las llamas. Pero Karl, preocupado únicamente por el gravísimo estado de su tío, ya no lo advirtió.

El joven estaba sumamente inquieto. Sentado en un confortable sillón de una de las salas de espera de la planta tercera del hospital de Wesel aguardaba impaciente el dictamen de los médicos. De súbito se levantó y paseó por la habitación hasta que, inconscientemente, volvió a dejarse caer en el asiento. Después de esperar unos pocos minutos, que a él le parecieron horas, salió al amplio pasillo y andó lentamente hasta pararse frente a la puerta del quirófano donde un equipo de expertos cirujanos intentaban salvar la vida a un accidentado.

Hasta que una mano se posó suavemente en su

hombro, Karl no se dio cuenta de la presencia de otra persona junto a él.

—¡Hola, Hans! —murmuró Karl en tono ausente.

—Acabo de enterarme de lo ocurrido a tu tío. ¿Puedo serte útil?

—Gracias, pero nosotros no podemos hacer nada.

—¿Cómo está?

—Creo que mal. Ahora lo tienen en la sala de operaciones.

Guardaron silencio durante diez minutos.

—¿Tienes un cigarrillo?

Hans sacó un paquete y se lo tendió. Karl extrajo uno, lo encendió y al devolver la cajetilla a Hans, éste la rehusó.

—Quédatela, ya compraré.

No habría dado más de tres chupadas al cigarrillo, cuando una enfermera salió de una de las habitaciones y al ver al fumador, con amplia sonrisa rogó:

—¿Tiene la bondad de fumar en una de las salas de espera?

—Perdone.

Karl, seguido de Hans, regresó a la salita y se dejó caer nuevamente abatido en el sillón.

—¿Quieres que te haga compañía?

—No te ofendas, Hans, pero prefiero estar solo, compréndelo.

—Si precisas de mí llámame por audiovideo.

—Así lo haré.

—Dentro de unas horas preguntaré por ti en recepción para que me digas cómo sigue tu tío —indicó el amigo al marchar.

—Creo que hoy ha sido el peor día de mi vida —monologó Karl al quedar solo recordando los hechos que le ocurrieron en el transcurso de pocas horas, inadmisibles para todo el mundo excepto por una sola persona que los había compartido— a veces me inclino a pensar que todo ha sido una pesadilla o que he perdido la razón y han sido figuraciones mías.

No llevaría consumido más de medio cigarro cuando tuvo que aplastarlo en uno de los ceniceros. Después de tanto tiempo sin fumar, aquel primer pitillo lo estaba mareando.

A fin de restablecerse del vértigo incipiente, volvió a salir al corredor y entonces la enfermera recepcionista de la planta al verle tan desalentado, se le acercó y con manifiesta conmiseración le dijo:

—Señor, mientras está aguardando, ¿quiere leer el diario vespertino? Un poco de distracción le hará bien.

—Sí, gracias —replicó Karl con el único propósito de no desairar la buena intención de la muchacha.

La enfermera entregó, seguidamente, un periódico doblado por la mitad a Karl. Éste, de manera maquinal, fijó la mirada en el titular y su rostro se puso lívido. Lo primero que, por casualidad, leyó fue la fecha: 7 de julio de 1973. Tal data, por muchos años que viviera, jamás podría olvidarla. Era el aciago día en que, junto con Helga, fue transferido a la ciudad de Pompeya por el genio constructor del hombre que en aquellos momentos se debatía entre la vida y la muerte. Sin dar crédito a lo que acababa de leer, fijó frenético la atención en la fecha del periódico; no se había engañado, las letras de molde indicaban con toda claridad 7 de julio de 1973.

Presa de extraño trastorno dejó caer el periódico, se abalanzó inmediatamente sobre la atónita enfermera y agarrándola fuertemente por los brazos con voz sumamente agitada le preguntó:

—¿Quién es usted? ¿Por qué me ha dado precisamente este periódico?

—¡Suélteme, me hace año!

Karl, sin prestar atención a la súplica de la sorprendida joven, la zarandeó violentamente a la par que gritaba exaltado :

Responde, ¿quién eres? ¿Qué sabes de mí? ¡Contesta! ¿Qué sabes acerca del invento de mi tío?

El asombro de la joven se convirtió en alarma al ver los ojos desorbitados y enrojecidos de aquel poco antes pacífico hombre que, sin dejar de sujetarla, no cesaba; de zarandearla.

—¡Suélteme o gritaré!

—Grita cuanto quieras, pero antes vas a responderme. ¿Quién eres tú? ¿Qué sabes en relación a mí?

Los gritos de Karl, en el silencio casi absoluto del hospital, pronto llamaron la atención, pues, de inmediato, por el amplio corredor apareció un hombre joven, ataviado con chaqueta y pantalones blancos, y se acercó a ellos. No fue el único en hacer acto de presencia puesto que, consecutivamente, de algunas de las puertas de las habitaciones asomaron algunas cabezas para indagar las causas de aquel desusual alboroto.

—¡Déjela! ¿No ve que la está maltratando?

Karl miró al recién llegado y, con mayor excitación si cabe, rechinando los dientes de rabia y con los ojos inyectados de sangre murmuró, pero no tan bajo para no ser oído, en su propia lengua:

—Aunque te hayas disfrazado con esa barba te he reconocido, Licinio. Motivado por la premura del tiempo cometí la equivocación de creer que te había matado, y si bien no me explico como tú también puedes estar aquí presente te aseguro que tu poderío ha llegado a su fin, pues no voy a cometer dos veces seguidas el mismo error.

Y con furia incontenible se abalanzó sobre el atónito médico derribándolo al suelo. Acto seguido, se le lanzó encima asiéndole la garganta con el claro propósito de estrangularlo.

Los gritos de la aterrorizada enfermera al comprender el peligro mortal que corría el médico a manos de aquel demente, hicieron cundir la alarma.

La desesperada resistencia que opuso el derribado y la afortunada y rápida intervención de los mudos y sorprendidos espectadores de aquella inconcebible escena, permitieron salvar la vida de aquel inocente médico a manos del obsesionado Karl.

Pronto, a los reiterados gritos de auxilio, acudió más personal del hospital para intervenir en la lucha que se estaba desarrollando y con la intención de reducir al hombre que, indudablemente, estaba loco.

Karl no luchaba ya con la serenidad propia del consumado judoka. Atacaba furiosamente, con la extraordinaria fuerza ocasional de los dementes, a cuantos se ponían a su alcance, con la intención de agredir al infortunado médico a quien, en su delirio, veía al centurión Licinio al cual había dado muerte pocas horas antes, en la dimensión desconocida.

Dos hombres estaban ya sin sentido derribados al suelo a consecuencia de los certeros y duros puñetazos del enloquecido luchador. De súbito, Karl quedó momentáneamente estático. Después, nublóse su visión y tuvo la sensación de caer pesadamente al suelo. Ni siquiera, en el ardor de la pelea, sintió el leve pinchazo de la aguja tan sólo impregnada de clorhidrato 7 benzolpepioracina, el anestésico más poderoso de efectos fulminantes que la ciencia médica había logrado descubrir.

*  *  *

Por fin, el joven tendido en la limpia cama pareció ir recobrándose. Abrió los ojos, parpadeó y volvió a cerrarlos de nuevo como si la difusa luz le dañara las pupilas.

Karl, a medida que pasaban los efectos de la somnolencia producida por el sedante que se le inyectara, permaneció más tiempo con los ojos abiertos y la visión poco a poco fue esclareciéndosele. Su mirada fue recorriendo la habitación, en la cual todo el mobiliario estaba brillantemente esmaltado de color blanco, hasta posarse en dos personas que no dejaban de observarlo atentamente.

—Helga —pronunció tenuemente Karl al reconocer a una de ellas.

La aludida, con evidentes muestras de haber estado llorando, se aproximó y asió cariñosamente la mano del paciente.

—¿Cómo te encuentras, Karl?

—Estoy algo atontado.

—¿Recuerdas cuanto te ocurrió ayer?

—¿Ayer, dices?

—Sí, has estado durmiendo toda la noche a causa de la inyección que te pusieron para tranquilizarte.

Karl rememoró vagamente lo acaecido cuando leyó la fecha del periódico mientras aguardaba el resultado de la intervención quirúrgica que se estaba efectuando, y su primer pensamiento fue…

—¿Y mi tío?

Helga no contestó. Se limitó a hacer una seña negativa con la cabeza a la par que sus ojos se empañaban de lágrimas.

—¿Muerto?

—Sí, la plancha que le cayó encima le aplastó las costillas dañándole seriamente los pulmones y corazón. Aunque lo intentaron, los médicos no pudieron hacer nada para salvarle la vida.

Karl, que no abrigaba muchas esperanzas desde que pudo sacarlo del laboratorio convertido en un infierno, recibió la noticia del fin del sabio con extraordinaria serenidad.

—Consiguió ver realizado el sueño de su vida, pero el precio fue demasiado caro —murmuró Karl, mientras apartaba el cubrecama con la intención de levantarse.

—No se mueva, señor —intervino la otra persona que permanecía en la habitación al adivinar la intención del paciente—; tuvo una crisis nerviosa y antes ha de verlo el doctor.

Y, seguidamente, la enfermera se aproximó al audiovideo de circuito interior y presionó dos números.

—Doctor Ficher, el enfermo de la habitación ocho ha despertado. Su estado parece satisfactorio.

—Bien, ahora voy.

Poco después, entraba un hombre de unos cincuenta años, vestido con un elegante traje veraniego, de mirada sumamente vivaz.

—Buenos días —saludó al entrar—, ¿cómo se siente?

—Creo que estoy bien, doctor.

El médico se sentó en la cama de Karl y asiéndole la muñeca le tomó el pulso. Después, repitiendo casi las mismas palabras que Helga, con fingida indiferencia preguntó:

—¿Podría explicarme lo que le sucedió ayer? ¿Lo recuerda?

—Con imprecisión y creo que mi comportamiento no fue del todo deseable; pero estaba muy excitado, me ocurrieron demasiados percances en pocas horas.

—Comprendo, muchacho, comprendo, puede que usted sólo haya sufrido un ataque pasajero de enajenación mental, por ello sería conveniente hacerle un buen reconocimiento para mayor tranquilidad suya y mía.

—Haré cuanto usted diga; pero le agradecería, a ser posible, que lo dejara para otra ocasión, ya sabe, mi tío ha fallecido.

—Sí, fue un desgraciado accidente. Yo conocía a Grüber y lo apreciaba. Si se encuentra con ánimos suficientes vaya al sepelio y mañana, no lo descuide, acuda a mi consultorio.

Tan pronto el médico y la enfermera abandonaron la habitación, Karl se levantó de la cama, se acercó a Helga y como si tuviera temor a ser escuchado susurró:

—Ya sé que en estas trágicas circunstancias no debería hablarte de ello, pero estoy muy preocupado.

—No lo estés, ni siquiera tu tío pudo prevenirlo.

—Ya lo sé, pero quería hablarte de otro asunto, Helga.

Y como guardara silencio ella alentó:

—Te escucho, cuéntame tus preocupaciones, tal vez pueda ayudarte.

—Del experimento que efectuó mi tío en nosotros, hay otras personas que están enteradas.

—No puede ser. El señor Grüber guardaba celosamente el secreto.

—Te repito que sí. Estás al corriente de la pelea de ayer, ¿verdad?

—Sí.

—¿Conoces los motivos que provocaron en mí la crisis?

—Sé la versión del personal del hospital.

—Pues voy a darte la mía. Una enfermera me entregó un periódico para que me distrajera; ¿sabes de qué fecha?

—Me la supongo, del día siete de julio.

—Pero del año 1973. ¿Te das cuenta? Siete de julio de 1973 —replicó Karl, extrañado de que ella todavía no comprendiera.

—Tranquilízate y escucha con atención, pues yo pasé por una situación exacta a la tuya. Cuando llegué a mi casa, después de más de cinco años de ausencia, a nadie extrañó mi regreso; únicamente se preocuparon de saber si había salido ilesa del incendio de vuestra casa. ¿No era sorprendente que mis padres no mostraran interés por mi desaparición durante tanto tiempo? Como puedes comprender, su conducta me dejó perpleja, pero todavía lo quedé más cuando me fijé en el calendario: la hoja correspondía al mes de julio del mismo año en que para ellos yo debía haber desaparecido. Al conseguir dominar mi emoción, fui al despacho de mi padre, en el calendario de sobremesa había el día siete. ¿A qué se debía que en mi casa conservaran tan fielmente la fecha de mi desaparición?, me preguntaba una y otra vez. Estaba totalmente desconcertada. Me cambié de ropa y marché con la intención de acudir a vuestro lado, pero al encontrar un quiosco en mi camino, me acerqué y ojeé todos los periódicos que había: en todos constaba la incomprensible fecha. Sí, Karl, hoy estamos a ocho de julio, o sea el día siguiente al que fuimos transferidos a la época romana y a la ciudad de Pompeya.

—Contéstame con franqueza, te lo ruego por lo que más quieras, ¿dónde me conociste?

—Has de sobreponerte o perderás la razón.

—Te lo suplico, responde a mi pregunta.

—Lo sabes bien, te conocí en Pompeya. La primera vez que te vi acababas de pelear con Calingo.

—Entonces, es verdad; no es que esté loco.

—No, no lo estás y yo puedo asegurarlo mejor que nadie.

—Pero yo pasé días y más días, días de veinticuatro horas. Tengo la más absoluta seguridad.

—Y yo también. Más, ahora que hablas de nuestro primer encuentro, tú dijiste que habías sido transferido escasamente una hora después de mí, y, no obstante, por mi tiempo habían transcurrido cuatro años. El tiempo real y el de la reconstrucción del pasado en otra dimensión, sin lugar a dudas, no guardan la misma relación. En el espacio los tiempos son distintos.

—Luego, según tú, cada año que pasaste en Pompeya equivaldría a quince minutos, aproximadamente, de nuestro tiempo.

—Tal parece ser.

—Sólo había un hombre capaz de poder explicarlo, pero, por desgracia, ya no existe.

—Es verdad, únicamente tu tío podría encontrar la explicación lógica a esta gran incógnita. 

CAPÍTULO XII

Para Karl, contrariamente a cuanto se había figurado, la pesadilla de aquellas horas o de casi dos años, según cual fuere la medición del tiempo, no había concluido.

Nuevamente en Düsseldorf, queriendo sacar partido de su extravagante aventura y movido por su afición a la literatura, escribía una obra sobre Pompeya sacada de los detalles vividos durante su permanencia en aquella ciudad y que, lógicamente, sería más real que las escritas con anterioridad basadas solamente en los mudos vestigios de sus ruinas, única base de investigación para los historiadores.

Era el tercer folio que escribía en su pequeña máquina eléctrica, cuando el zumbido de una llamada en la puerta de la habitación del hotel en que se hospedaba le sacó de su meditación.

Al abrir se halló frente a dos individuos desconocidos.

—¿Profesor Karl Golder? —preguntó uno de ellos.

—Sí.

—Soy el inspector Simpkin de la brigada de homicidios —se presentó a sí mismo el hombre mostrándole al propio tiempo su credencial—. ¿Podemos entrar?

—Pasen —contestó Karl haciéndose a un lado de la puerta.

Los dos hombres, tan pronto estuvieron en el interior, de una rápida mirada abarcaron todos los detalles de la habitación.

—¿En qué puedo servirlos? —se ofreció Karl.

El inspector de policía sacó del bolsillo de la chaqueta un doblado periódico y se lo ofreció a Karl.

—¿Le recuerda algo este diario?

Karl, después de mirar los titulares, comprendió que de su pasada experimentación aún quedaban algunas reminiscencias, puesto que el periódico que tenía en las manos era un ejemplar de la edición que le entregara la enfermera en el hospital de Wesel.

Sí, es del día en que sufrí, ¿cómo diría yo?, un ataque de locura.

—Durante el cual, usted atentó contra la vida de un médico.

—Así es, y supongo que su visita tiene por objeto acusarme de homicidio frustrado. Francamente, creí que todo había quedado aclarado vistas las anormales circunstancias de mi estado.

—Profesor Golder, nuestra visita, como dice usted, si bien guarda relación con su inesperado ataque a un médico del hospital de Wesel, tiene por únicas finalidad saber quién es el hombre que mató y después, posiblemente por su parecido, confundió con la persona del doctor Steeduk.

—Le ruego que se tome la molestia de hablar con el doctor Ficher o con el mismo Steeduk, ellos le confirmarán la ofuscación que padecí debido a mi alterado estado mental.

—Conozco sobradamente la versión de los médicos, pero en mi opinión usted, en realidad, pese a su estado dijo la verdad; confundió al doctor Steeduk con otra persona a la que había dado muerte.

—Es libre de pensar cuanto le plazca.

—Y de investigar, sépalo usted.

—Por mí, puede hacerlo.

—Ya lo hice, profesor, ya lo hice.

—¿Y…?

—¿Tiene interés en saberlo?

—Si la investigación me atañe a mí, ¿por qué no?

—Usted de lo primero que habló fue de un invento de su difunto tío. Dijo verdad. Él, en apariencia, inocente señor Heinrich Grüber posiblemente había realizado algún descubrimiento acerca del cual nada sabemos, pues entre los escombros de su casa de Wesel se encontraron multitud de restos de piezas electrónicas, las cuales, según nuestras averiguaciones, cuidó de adquirir en distintos comercios, sin mencionar las que sabemos se hacía construir exprofeso para sus experimentos. De usted hemos llegado al conocimiento que es un hombre de intachable reputación, pacífico, pero que —y aquí recalcó las palabras— es uno de los más expertos judokas del país.

Como quedara unos momentos silencioso, Karl comentó :

—¿Constituye, acaso, un delito?

—El asesinato sí.

—Inspector, le ruego que se marche. Cuando tenga un motivo fundamentado, entonces, venga y arrésteme, entretanto, déjeme en paz.

—El motivo ya lo tengo.

—¿Debo entender que estoy detenido?

—Todavía no, pero lo estará, no le quepa la menor duda. Averiguaré quién era el hombre asesinado por usted aunque ello me lleve el resto de mis días, se lo aseguro. Sargento, podemos irnos.

—Inspector, siempre he tenido en gran estima la capacidad de nuestra policía. No obstante, permítame decirle que usted no logrará su propósito.

—No esté tan seguro —replicó el inspector con claras muestras de irritación.

—Lo estoy. Es más, le diré que si llega a descubrir a quien maté será el mejor detective de todos los tiempos y de todo el mundo —contestó Karl con una enigmática y desconcertante sonrisa.

—Luego, lo confiesa.

—Me he limitado a decirle: «si llega usted a descubrir a quien maté», no que lo hubiere hecho.

—Pero lo hizo —contestó tercamente el policía, seguro de que sus sospechas eran fundadas.

—Averígüelo,

—Escuche, profesor —replicó el inspector dando a su voz un tono amistoso—, le aconsejo que confiese; en ciertas circunstancias el crimen puede tener atenuantes…

—¿Tales como la legítima defensa? —interrumpió Karl.

—Exactamente —contestó Simpkin con la esperanza de conseguir la tan ansiada confesión.

—Perdone, inspector, pero no deseo continuar hablando sobre este tema, si no le importa continuaré con mi trabajo.

El fuerte portazo fue la indicación de que el inspector Simpkin de la brigada de homicidios había marchado despechado.

Transcurridos justos catorce días, se repitió la llamada en el departamento de Karl.

Abrió la puerta y nuevamente se encontró frente a dos hombres de cuyo aspecto dedujo eran miembros de la policía.

—¿El señor Karl Golder?

—¿Qué quieren ahora, interrogarme otra vez?

—Venimos a rogarle que nos acompañe a la comisaría.

—¿Tienen la correspondiente orden de detención?

—No venimos a prenderlo; únicamente a rogarle que nos acompañe. El inspector desea charlar con usted.

—¿Y por qué no ha venido él? —contestó destempladamente Karl.

—Nos limitamos a cumplir órdenes, nada podemos decirle al respecto.

Un cuarto de hora después, Karl era introducido en un despacho de la central de policía de Düsseldorf.

—Tome asiento, profesor —indicó el inspector, señalando la butaca situada al otro lado de la mesa que ocupaba.

—¿Qué quiere ahora?

—Saber si ha meditado acerca de la proposición que le hice.

Karl, que durante aquellos días había sido seguido continuamente sin el menor disimulo por algún policía, comprendió que el inspector no dejaría de acosarle en todo momento y decidió jugarle la partida usando la misma baraja.

—Está bien, inspector, confesaré.

El súbito conformismo de Karl hizo recelar al veterano policía, porque contestó inmediatamente:

—La ley no autoriza a emplear un detector de mentiras contra la voluntad de la persona a quien vamos a interrogar. ¿Permite que lo usemos con usted?

—Puede hacerlo, incluso a continuar con la grabación de la conversación que sostenemos.

Poco después, entró un agente con el aparato y, cuidadosamente, fue colocando a Karl un ajustado casco, el registrador de la presión sanguínea y el neumógrafo que registrarían respectivamente, el gráfico de sus contestaciones, las alteraciones de la presión y de la respiración.

—Cuando quiera, inspector —indicó el agente una vez concluidos los preparativos y colocándose frente a los controles del detector.

—Profesor Golder, ¿mató a un hombre llamado Linio o Litio? —comenzó interrogando con voz pausada el inspector.

—Se llamaba Licinio —corrigió Karl.

—¿Lo hizo?

—Sí, fue en legítima defensa.

—¿Tiene testigos?

—Uno.

—¿Dónde ocurrió el hecho?

—En Pompeya, una ciudad cuyas ruinas están situadas en las inmediaciones de la actual Nápoles, en Italia.

—¿Cuándo? —continuó metódico el inspector.

—El 24 de agosto del año 79.

—¿Cómo?

—El 24 de agosto del año 79, ya se lo he dicho.

—¡Confieso que su aparente sinceridad logró engañarme, señor Golder! —exclamó irritado el policía.

—Consulte el detector y verá como estoy diciendo la verdad —replicó serenamente Karl.

—¿Hunter?

—Las gráficas no muestran ninguna alteración, inspector.

—Cambie el aparato. ¿No comprende que debe de estar averiado? —y seguidamente murmuró—: El año 79 y sólo estamos en el 73.

—He dicho 79, pero sin el mil novecientos delante —intervino Karl antes de que le fueran desconectados los conductores electrónicos.

—¿Qué me dice ahora, Hunter? —preguntó Simpkin al agente con tono en el que se advertía el triunfo.

—Es inconcebible, inspector, pero no se ha registrado anormalidad.

—¡Cambie el aparato! ¿No me entendió?

—Sí, señor.

Poco después, cumplida la orden del inspector, Karl estaba en disposición de proseguir con el interrogatorio de que era objeto.

—¿Querrá repetirme la historia, Golder?

—Tantas veces como quiera, Simpkin —contestó Karl dándole igual tratamiento—, pero puesto a confesar, permítame decirle que antes ya había matado a otras tres personas.

—Continúe, continúe.

—Las dos primeras debieron de ser, a tenor del frío que hacía, en enero del 78. Yo regresaba a mi hogar cuando al mamparo de la nocturnidad me asaltaron dos malhechores con la intención de asesinarme tan sólo para robarme. Luchamos y, afortunadamente para mí, pude salir bien librado de la contienda, en cambio ellos…

A medida que Karl narraba escuetamente las aventuras pasadas, el rostro del inspector iba enrojeciendo progresivamente, hasta el extremo que parecía que de un momento a otro iba a sufrir un ataque de apoplejía.

—En cuanto al tercero, y de éste hubo de doce a quince mil testigos —prosiguió Karl con la misma impasibilidad —fue el peor. Era un hombre gigantesco y gladiador profesional. De no haber sido por la intervención de un ladrón que… Será mejor que se lo cuente desde el principio. Sucedió en el anfiteatro de…

—¡Es suficiente! —gritó iracundo el inspector interrumpiéndolo—. ¡Y ahora, lárguese!

El estupefacto Hunter se apresuró a quitar los contactos de Karl y tan pronto como éste abandonó el despacho, comentó con su superior:

—Es desconcertante, señor, pero según las gráficas del detector ese hombre ha estado contando la verdad.

*  *  *

—Doctor, ha escuchado la grabación, ha visto las gráficas y leído todos los informes que poseemos del caso Golder. ¿Cree, usted, que existe la posibilidad de que el detector de mentiras haya sido ineficaz en él, dejándose someter a la prueba por saber de antemano que no lo afectaría?

—Simpkin, temo que voy a decepcionarlo en su entusiasmo para resolver esta encrucijada. No creo que Golder, ni ninguna otra persona, tenga un autodominio tan fuera de serie para engañar a los perfectísimos detectores. Él contestó lo que en su imaginación cree que es verdad. Por las averiguaciones que de su persona se han realizado resulta ser un joven afable, pacífico, y a quien todas sus amistades aprecian; además, en sus investigaciones no ha podido encontrar jamás que haya tenido una pendencia con nadie. Un carácter así, es impropio de una persona que comete cuatro asesinatos. En mi opinión el profesor Golder, y lo sabemos a través de los microfilms que los agentes sacaban en su ausencia de todo cuanto encontraban escrito, esté realizando un estudio fuera de lo común sobre la vida, costumbres y situación de los edificios más descollantes en la tan, en este enredo, cacareada Pompeya, y en sus investigaciones ha encontrado algún héroe popular, que muy bien podría ser el individuo que realmente venciera al gladiador de marras, se ha identificado totalmente con su persona y cree, repito, que las hazañas que haya podido descubrir del tal personaje fueron realizadas por él. Resumiendo: mi diagnóstico como médico criminólogo es que el profesor Golder es un incansable investigador y el trabajo y el agotamiento intelectual lo han llevado a este estado de perturbación mental.

—En este caso debería ser internado en un sanatorio.

—No es preciso llegar a tal extremo. Con descanso y medicación apropiada se restablecerá, pues los resultados encefalográficos del doctor Ficher indican que el cerebro de Golder es normal, únicamente está afectado por una dolencia muy corriente en nuestro tiempo, neurosis de angustia con agitación. Cuando se recupere, se reirá de sus fantasías, por ello, a mi entender, la grabación del interrogatorio debería ser borrada. Siga mi consejo y déjelo a las manos expertas de su psiquíatra y verá como la muerte del misterioso Licinio, que tanto le ha preocupado, se desvanecerá como lo que es, una voluta de humo. Por otra parte, tal enfermedad parece ser común a la familia, recuerde, el tío de Golder estaba chiflado jugando a ser inventor y, no obstante, era manso como un cordero.

El inspector guardó silencio unos momentos y después, mientras rompía a menudos pedazos la abultada documentación que figuraba en el expediente abierto a nombre de Karl Golder, contestó:

—Caso concluido. 

EPÍLOGO

La pareja de recién casados, en su viaje de novios, visitaban las ruinas notabilísimas de monumentos que pregonaban el esplendor de aquella bella y señorial ciudad sepultada bajo las cenizas eruptivas del Vesubio. Pompeya.

Amorosamente asidos del brazo, el hombre, de unos treinta años de edad, rubio y de ojos azules, alto y enjuto, mira arrobado a su esposa, cinco años más joven, asimismo rubia y con ojos del color de su marido. Sus tipos denotan la procedencia de un país del norte de Europa.

Siguiendo al grupo de visitantes, van escuchando las explicaciones del guía que narra en su misión, como una lección aprendida de memoria, las peculiaridades más descollantes de lo que fue en su tiempo el anfiteatro de la ciudad, mostrando las bien conservadas ruinas de aquellas 35 gradas con capacidad para veinte mil personas.

—Mira, Helga, allí —dijo el joven señalando con el índice un extremo de la arena donde cerca de dos milenios atrás tuvieron lugar los cruentos combates entre gladiadores, tan a gusto del pueblo romano— es donde vencí a Calingo.

—No me lo recuerdes, creí morir de dolor. Todavía me siento desvanecida cuando vi cómo te atacaba con la espada, y parece que aún resuenan en mis oídos los alaridos de júbilo de la multitud enardecida cuando después de derribar a aquel bruto, te levantabas victorioso. Te convertiste en el nuevo ídolo de los pompeyanos.

Uno de los componentes del grupo de visitantes escuchó el diálogo entre ambos jóvenes y con amplia sonrisa se dirigió a ellos.

—¡Qué bonito es señor!, ¿verdad? ¿Me equivoco al suponerlos recién casados?

Acertó, amigo, estamos en plena luna de miel.

Al quedar rezagados de los demás turistas, ella preguntó:

—¿Qué habría pensado de nosotros si le hubiéramos dicho que no estamos soñando sino recordando un episodio real de nuestras vidas?

—Lo de todos, que estamos locos.

—¿Y no hubiera tenido razón?

—Sí, porque yo estoy loco por ti.

F I N 


No hay comentarios:

Publicar un comentario