El asteroide misterioso | 75 | Ciencia ficción (2ª) | Toray | Carlo di Pietro |
El hombre amarillo | 501 | Espacio | Toray | Carlo di Pietro |
El hombre de Cirok | 449 | Espacio | Toray | Carlo di Pietro |
Exterminio total | 474 | Espacio | Toray | Carlo di Pietro |
Hombres del silencio | 454 | Espacio | Toray | Carlo di Pietro |
Un hombre miserablemente
vestido con un traje remendado en extremo, calzado con zapatos sumamente
desgastados por el uso, de unos sesenta y cinco años de edad y mirada miope, a
tenor de los gruesos cristales de sus gafas, está paseando visiblemente
nervioso por frente al recinto de la Universidad de Düsseldorf, atisbando a
cuantos entran o salen sin haberse percatado, siquiera, de la vigilancia de que
es objeto por parte de un uniformado policía a quien su deplorable aspecto ha
llamado la atención. De pronto, al ver salir a un joven alto, de no más de
treinta años, rubio cabello, estrecha cintura y anchos hombros, con flexible
andar de atleta y una negra cartera en la mano, se iluminan sus ojos; no
tendría que aguardar más, la persona a quien hacía tanto rato estaba esperando
pronto estaría a su lado.
—¡Karl! —llama cuando el
joven objeto de su expectativa pasaba distraído sin apercibirse de su
presencia.
—¡Tío Heinrich, qué alegría
verte!
—He de hablar contigo,
muchacho.
—¿Qué te ocurre? —y al
observar la ajada vestimenta de su tío, añadió—: Pareces un mendigo.
—¿Te avergüenzas de mí?
—No digas, tonterías, bien
sabes cuánto te quiero.
—Karl, necesito dinero —le espetó
súbitamente, pronunciando las palabras obsesionantes que de tantas maneras
diferentes había pensado decir.
—Bien, tío, primero iremos a
comer, después ya me contarás todas tus cuitas. Los problemas se resuelven
mejor con el estómago lleno.
Al penetrar aquellos dos
hombres en uno de los restaurantes próximos a la Universidad, ocupado en casi
su totalidad por estudiantes de ambos sexos, fueron varios los que, motivado
por el marcado contraste que ambos ofrecían, los observaran calladamente. Sin
advertir la atención que despertaron, tomaron asiento frente a una mesa en
espera de que les fuera servido el económico menú. A no dudar, por la
desaprobadora mirada del camarero, si el joven elegante no hubiera sido
conocido como habitual cliente y como uno de los profesores de la Facultad de
Filología, hubieran sido invitados cortésmente a que abandonaran el local
debido a la presencia paupérrima del otro comensal.
Finalizada la comida, el
joven sobrino, tras encender un cigarrillo, lanzó al aire unas volutas de humo
e inició la conversación.
—Dime, tío Heinrich, ¿en qué
puedo serte útil?
—Ya te lo dije, necesito
dinero.
—Pero si tú eres muy rico…
Tanto que en la Universidad, y no te ofendas, ya me calculan la fortuna que
heredaré de ti.
—No, hijo, no podrás heredar
nada. Soy más pobre que una rata.
—Pero ¿y las propiedades,
las cuantiosas obras de arte…?
—Vendidas en su totalidad
—interrumpió el anciano.
—¿Y lo que sacaste por
ellas? —continuó interrogando intrigado el sobrino.
—Gastado hasta el último
céntimo. Incluso vendí la parte de tu madre y que por derecho te pertenecía a
ti.
—Todo el mundo puede tener
contratiempos de fortuna y tú no ibas a ser una excepción. A partir de ahora yo
me haré cargo de ti, ya está decidido; te vendrás a vivir conmigo.
—Gracias. Después ya
hablaremos de este asunto. Primero dime, ¿no sientes enfado hacia mí por
haberte desposeído de lo legítimamente tuyo?
—Me conoces sobradamente y
sabes que no. Ahora deja de preocuparte, que yo cuidaré de ti.
—Agradezco tus buenos
sentimientos, Karl, pero no me es posible acceder a tus deseos. Tengo imperiosa
necesidad de retornar a nuestra ciudad, y si he venido a ti ha sido en busca de
dinero, de mucho dinero.
—¿Puedes decirme para qué?
—Has de tenerme confianza y
dejar que momentáneamente guarde el secreto. ¿De qué cantidad dispones?
—De poca cosa. La carrera de
profesor de latín no es la más adecuada para proporcionar pingües beneficios y
menos en la actualidad que casi nadie estudia filología. Es razonable, ¿para
qué estudiar años y más años unas lenguas muertas? La juventud de hoy es más
práctica.
—Sí, sí, pero ¿de qué
cantidad dispones? —continuó preguntando ansiosamente el anciano.
—De unos miles de marcos.
—Los necesito, Karl, los
necesito.
—Me tienes perplejo. ¿Acaso
te has metido en un lío?
—No, hijo. Puedes estar
tranquilo con respecto a esta cuestión. Algún día te lo explicaré y verás que
tu tío Heinrich ha conseguido lograr un sueño irrealizable en el cual han
trabajado muchos reputados científicos sin el mínimo resultado positivo. Confía
en mí, Karl, te lo suplico.
—Bueno, tío, allá tú.
CAPÍTULO PRIMERO
El curso académico 1972-1973
ha finalizado. El profesorado y los alumnos de la Universidad de Düsseldorf han
abandonado las aulas con el natural regocijo ante la perspectiva de unas
prolongadas vacaciones veraniegas.
Pero, extrañamente, no todos
comparten los mismos sentimientos. El profesor Karl Golder era una excepción.
Los días, sin el aliciente del desempeño de su profesión por la que sentía
verdadera vocación, se le hacían interminables y a fin de distraer el tedio
ocasionado por la inactividad, dedicaba más horas de las que tenía establecidas
en su ordenada vida, a la práctica de su deporte favorito, el judo, dentro del
cual estaba considerado como uno de los mejores judokas del país, afición que
contrastaba con su carácter pacífico en extremo.
El calor sofocante, ya en
las primeras horas de la mañana, era presagio de otro bochornoso día. Fue
después de una prolongada y confortable ducha fría, cuando el joven tomó la
súbita decisión. Siguiendo el curso de su repentina resolución se vistió
rápidamente, y tras echar una ojeada al reloj de pulsera, preparó un maletín
con la ropa más indispensable para poder pasar unos días en el campo, y se
dirigió con premura a la estación del ferrocarril.
Mientras el tren se
deslizaba a gran velocidad, mirando una vez más el tan conocido paisaje, el
viajero no cesaba de meditar sobre el mismo tema.
«No creo que mi visita
moleste al tío Heinrich. En la última ocasión que nos vimos parecía estar en
apuros y no he sabido, desde entonces, nada más concreto de él. ¿Qué puede
haberle ocurrido para arruinarse hasta el punto de vestir como un mendigo?
¿Alguna mujer? A sus años es improbable, pero ¿y si fuera así?»
El tren, perdiendo paulatina
velocidad, se detuvo en la estación de Wesel. Karl descendió y, al igual como
venía haciendo en todas las esporádicas visitas que efectuaba a su ciudad
natal, comprobó que nada había cambiado. Incluso, para observar la próxima
salida, el antiguo jefe Albert, con sus enormes bigotes encanecidos por los
años, permanecía en su lugar habitual.
Karl fue el más rezagado de
los viajeros y al salir de la estación miró con nostalgia la amplia avenida por
la que tantas veces había correteado en compañía de sus amigos de la niñez.
Embebido en sus pensamientos, va andando lentamente hasta que es sacado de su
abstracción por uno de los transeúntes que atravesando la calle se acerca a él
para preguntarle con cierta ironía:
—¿Qué se le ha perdido al
profesor Golder en la ciudad de Wesel?
Karl miró a su interlocutor,
y con muestras de patente satisfacción cogióle la mano, se la estrechó
fuertemente y con voz en la que se notaba sincera alegría exclamó:
—¡Hans, mi viejo y querido
amigo Hans!
El aludido sin compartir el
júbilo del amigo, preguntó seguidamente:
—¿Qué, vienes en busca de
más dinero?
Karl, sin observar todavía
el sarcasmo de su antiguo amigo de la infancia, respondió:
—¿Dinero? No. ¿Para qué lo
necesito? Todas mis costumbres son negativas, no me he casado, no tengo novia,
amigas, vicios, ambiciones… No, Hans, no he venido en busca de dinero; mi viaje
tiene por objeto visitar a mi tío Heinrich, pues, con sinceridad, me tiene
preocupado.
—Sube, Karl, hemos de hablar
—dijo Hans mostrándole el Volkswagen aparcado frente a la estación del
ferrocarril.
Puesto en marcha el
automóvil y mientras se deslizaba por la bien pavimentada calzada, Karl dijo al
conductor:
—Hans, tú fuiste mi mejor
amigo hasta mi partida a Düsseldorf y en nombre de nuestra antigua amistad,
quisiera que me explicaras cuanto sepas acerca de mi tío. Hace tres meses vino
a verme y me contó que estaba completamente arruinado, vestía como un mendigo y
me pidió todos mis ahorros, diez mil marcos en total. Después, ya no he sabido
nada más de él. ¿Qué le ha pasado durante estos últimos años para llegar a tal
estado de miseria?
Hans frenó el coche
bruscamente. Miró extrañado al profesor y por toda respuesta, asimismo,
preguntó:
—¿Acaso el importe de cuanto
ha vendido tu tío Heinrich no era para mandártelo a ti?
—No, jamás me ha mandado ni
un marco. Al contrario, ya te he dicho que todo cuanto he podido ahorrar con mi
sueldo de profesor, las traducciones de inglés y los derechos de los libros de
gramática y literatura que he publicado, se lo entregué a mi tío.
—Pues en Wesel estábamos
convencidos de que eras tú quien despilfarraba la fortuna de tus abuelos.
—Dime, Hans, ¿no habrá
alguna mujer que pueda haber dilapidado las riquezas de mi tío? Ya sabes,
alguna buscona —preguntó Karl volviendo a bullirle en la mente la idea que
desde hacía días le obsesionaba.
—No, aquí todavía nos
conocemos casi todos y una cosa así pronto se habría sabido. No obstante, si
existe una mujer en la vida de tu tío, pero en realidad es su hada buena. No sé
si la conocerás, puesto que sólo hará cosa de unos cinco años que ha llegado a
Wesel y tú no creo que hayas venido durante este tiempo; se llama Helga.
—¿Helga? No, no la recuerdo.
¿Puede ser ella quien haya .arruinado a tío Heinrich?
—No, Karl, por ahí te
equivocarías. Helga es una buena chica, su hada benefactora, ya te lo he dicho
antes. Has de saber que si ella no cuidara de sustentar a tu tío tal vez habría
muerto de inanición.
—¡No es posible! Tú conoces
a la mayor parte de los habitantes de la ciudad, conoces a tío Heinrich; ¿cómo
te explicas, pues, que haya podido gastar la cuantiosa fortuna en que están
valoradas las propiedades de nuestra familia?
—¿Me prometes que no has
sido tú?
—¡Hans, me ofendes!
—Perdona, chico, pero tenía
necesidad de asegurarme.
—No dudes cuanto te he
dicho, no sé nada de este endiablado asunto.
—Entonces, temo lo peor…
Creo que tu tío se ha vuelto loco.
—¿Loco? ¿En qué te fundas?
—Voy a conducirte a tu casa,
al último vestigio de nuestro patrimonio; allí podrás observar la chifladura de
tu tío que se ha convertido, ¿cómo diría yo?, en escultor abstracto.
El coche fue recorriendo la
ciudad hasta llegar frente a una solitaria mansión, cuya magnificencia
proclamaba el esplendor conocido en años anteriores, donde se detuvo
suavemente. Poco antes de pararse, Karl había visto salir de la casa a una
mujer, vestida con pantalones blancos y ajustada blusa encarnada, que ahora se
alejaba con paso rápido. A través del parabrisas, sólo la veía de espaldas y no
se fijó detenidamente en ella hasta que Hans informó:
—Aquélla es Helga.
—Me hubiera gustado verla de
cara.
—No te preocupes, ya tendrás
ocasión de verla.
—¿Qué significa este
maremágnum de la azotea, Hans?
—Te lo he dicho antes, tu
tío parece haberse vuelto loco.
Tras apearse, Karl contempló
mudo de asombro el inaudito espectáculo que se ofrecía a sus ojos. De la azotea
emergían multitud de postes metálicos de distintos diámetros, sin que guardaran
aparente relación entre ellos. Unos estaban derechos, otros torcidos,
entrecruzados, incluso los había con cierto parecido a pantallas de radar
aunque sumamente deformadas. Lo único en común en aquel insólito caos de
varillas de metal esparcidas por doquier era un grueso cable blindado que las
unía. El terrado de su antigua casa semejaba un bosque de hierros, el cual
parecía haberse construido, exprofeso, sin ninguna proporción ni armonía.
—Gracias, Hans, te quedo
agradecido por tu información. Voy a ver a mi tío.
—Que te vaya bien, Karl,
confío en verte por aquí.
—Eso espero.
Tan pronto el coche arrancó,
Karl, con paso lento y vivamente impresionado, se acercó a la antigua casa
patriarcal. Apretó el pulsador del timbre y seguidamente escuchó el alegre
repiqueteo que sonaba en el interior de la mansión. Poco después, Heinrich
Grüber abría la puerta.
—¡Karl, hijo mío, qué
alegría verte! ¿A qué vienes por aquí?
—Verás, tío, hace mucho
tiempo que no estaba en Wesel y he pensado tomarme unas vacaciones junto a ti.
—Sé bienvenido, pasa, pasa.
Karl, asiendo nuevamente el
maletín, entró en la casa y al contemplar lo que antaño fue el hogar de sus
abuelos se estremeció. Los cuadros de prestigiosas firmas de pintores europeos
que siempre había visto adosados a las amplias paredes, el suntuoso mobiliario,
las grandes arañas de cristal…, todo había desaparecido. En mitad de aquel gran
salón que en tiempos pretéritos fue una de las maravillas de Wesel, sólo había
una rústica mesa de madera, seis sillas no menos toscas y una desnuda bombilla
colgando del techo.
—Tío Heinrich, ¿qué te ha
pasado? ¿Cómo puedes vivir tan miserablemente? Te lo ruego, abandona este lugar
y vente a Düsseldorf.
—Gracias, Karl, pero no
puedo, créeme, no puedo… Y menos ahora que estoy a punto de conseguir mi
ambición.
Karl observó atentamente a
su tío y de inmediato recordó las palabras de Hans: «Creo que tu tío se ha
vuelto loco». Efectivamente, al hablar, las facciones del anciano se habían
transformado, pues en la expresión de su rostro podía verse una incomprensible
exaltación; además, la mirada era propia de un poseso.
Karl, preocupado, guardó
silencio unos minutos mientras su tío iba calmándose poco a poco. De pronto,
volvió a ser el hombre jovial, el tío que siempre le había colmado de
atenciones, de cariño, el tío que lo había querido como si fuera su hijo.
—Vamos a comer, Karl, has
llegado en el momento preciso.
Luego, comieron sin hacer
comentarios al igual que en la última ocasión que lo hicieran juntos. Después,
Karl no soportó más la incertidumbre y sin preámbulos dijo:
—Tío, ¿qué te ha ocurrido?
Sé que vives de caridad.
—No, hijo, tanto como de
caridad, no.
—Esta comida, por ejemplo,
no la has pagado, es limosna.
—Según cuál sea tu punto de
vista, sí. Me la dan…, no sé cómo explicártelo.
—Tío, por favor, sincérate
conmigo. ¿Acaso, la mujer que cuida de sustentarte…?
—No, no, Karl —interrumpió
horrorizado—, no es lo que imaginas. Helga es buena, comparte mis pensamientos,
sabe de mis secretos…
—¿Tienes secretos? —esta vez
fue el joven sobrino quien lo interrumpió.
—Sí, Karl.
—¿Y los puedes confiar a una
extraña y no a mí que soy de tu misma sangre?
—No, tú eres a quien más
quiero y vas a conocerlos al instante.
Y, seguidamente, el anciano
se acercó al interruptor de la luz, dio el contacto y la solitaria bombilla de
la sala, convertida en comedor, se encendió. Después, sin dejar el interruptor,
diole dos vueltas sucesivas, una de noventa grados hacia la izquierda y otra de
ciento ochenta hacia la derecha y Karl, asombrado, vio cómo una parte del piso
se deslizaba sin el menor ruido. Mudo de estupefacción, dirigió una
interrogadora mirada a su tío, quien, señalándole con el dedo hacia la abierta
trampa, indicó:
—Baja, vas a conocer mi
secreto.
Karl, no sin cierta
aprensión, siguió la indicación y, seguido de su tío, descendió por las
escaleras que conducían al sótano. Al llegar a la planta, el anciano oprimió un
pulsador e inmediatamente el techo se cerró tan silenciosamente como se había
abierto.
El inmenso subterráneo,
antaño destinado a bodega, no tenía ningún parecido con la disposición
anterior. Carecía de tabiques y estaba convertido en una sola planta, una
planta única desde el principio al final, totalmente repleta de extraños
aparatos distribuidos en largos paneles: conmutadores, computadoras, cerebros
electrónicos, emisoras-receptoras, compulsadoras, graficadoras, contadores,
lámparas de todos los tamaños y una interminable colección de aparatos
electrónicos que Karl jamás había visto ni siquiera en imagen. Al fondo, una
gran caja de blanco metal y una gran pantalla semejante a las de televisión,
completaban el intrincado laboratorio.
—Tío, ¿qué son todos estos
instrumentos?
—El importe de nuestra
fortuna.
—¿Y para qué sirven?
—preguntó presa, ahora, de gran curiosidad.
—Vas a saberlo, Karl, vas a
saberlo. Hace muchos años, cuando cumplía el servicio militar en la marina, en
una de las visitas que efectuó nuestra escuadra a un puerto extranjero,
concretamente a una ciudad española, Barcelona, me fue proporcionada, hablando
de precursores de la ciencia, una fórmula rara, una fórmula, al parecer sin
sentido, de un insigne médico, el doctor Letamendi, que dice: Vida es igual a
energía Individual multiplicada por el Cosmos. ¿Qué significaba? ¿Nada? ¿Mucho?
Empecé a estudiarla, a darle vueltas y llegué a la conclusión, hoy compartida
por los estudiosos de la cibernética, de que el cuerpo del hombre es materia y
que toda materia, bien lo sabes tú, es capaz de producir energía; luego, el
hombre dimana energía. Me pregunté, y de aquí partieron mis subsiguientes
estudios: ¿la energía Individual, elemento de la multiplicación en la igualdad
de la fórmula, puede perderse en el espacio y en el tiempo? No. Decididamente
no. ¿Por qué?, continué preguntándome, porque entonces no podría ser el factor
multiplicado por Cosmos; por tanto, si esta energía Individual, o radiaciones
emitidas por la materia viva, se mantenía durante siglos y quedaba su señal en
el Cosmos podríamos llegar a recogerla, a captarla. Más de cuarenta años de
estudio, de experimentos, de incontables noches en vela, me han dado la razón.
Hoy no sólo me es posible contemplar hechos precedentes, sino que, asómbrate, Karl,
puedo reproducirlos, es decir, hacer revivir cuanto haya ocurrido diez, cien,
mil, diez mil años atrás.
—Tío, cálmate, por favor,
tus teorías son imposibles de realizar.
—Sí, Karl, sí es posible. Al
lograr captar esta energía, la cual como te he dicho no se ha perdido sino que
continúa existente en el Cosmos, se logra reproducir cuanto ocurrió, pero con
la particularidad de que está pasando en aquellos mismos momentos.
—Tío, eso sólo son
fantasías.
—No lo son, es la realidad.
—No, tío, ¿cómo puede hacer
revivir un pasado, a unas gentes, a unos pueblos, a unos hechos que, según tú,
han desaparecido de la faz de la Tierra hace cientos o miles de años?
—Merced a mi máquina.
¡Es imposible! —continuó
negando tercamente Karl.
—Mejor que con palabras voy
a convencerte con hechos. Ven, mira —y acercándose al panel adosado a lo que
parecía una gran pantalla de televisión, conectó varios circuitos y de
inmediato se escuchó un sordo ruido como producido por unos motores. En varias
graficadoras las señales luminosas aparecían y desaparecían a velocidad
vertiginosa, saltaban pequeños rayos de unas esferas metálicas a otras y
multitud de lámparas se encendían y apagaban intermitentemente. El laboratorio,
a los ojos de Karl, se había convertido en un infierno, en un infierno
fantasmagórico creado por una mente desequilibrada.
De pronto, la pantalla se
iluminó y en ella se reflejó una escena terrible, una escena morbosa. Dos
cuerpos de ejército, con uniformes diferentes, se atacaban ensañadamente.
Disparaban sus armas, se atacaban a bayoneta y los hombres caían ensangrentados
por doquier.
—¡Cierra, te lo suplico!
Heinrich Grüber desconectó
los conmutadores y a los pocos segundos en el sótano se hizo el más absoluto
silencio.
—¿Has visto, Karl? Este
combate ha tenido vida real —dijo excitadísimo su tío.
—Puede ser una grabación en
video —continuó negando éste sin dar crédito a cuanto acababa de presenciar.
—No, sobrino, no es ninguna
grabación. Los hombres que has visto en la pantalla atacarse con ferocidad lo
estaban haciendo como si fuera la primera vez. Hemos captado uno de los hechos
de la primera guerra mundial.
—Pero, tío, ¿cómo puedes
creer que esto ocurra? —preguntó Karl exasperado.
—Tú lo has visto.
—No puedo creerlo.
—Pues, hazlo. El combate se
desarrollaba en el preciso momento en que lo estábamos viendo —explicó el
anciano con gran seguridad.
—Si de verdad este invento
tuyo es capaz de reproducir el pasado será el mejor documento, el mejor libro
que de la historia haya podido hacerse.
—Así es, pero mis ambiciones
llegan más lejos.
—Continúo sin comprenderte.
—Verás, todavía no he dado
por terminados mis experimentos. Mis proyectos son más ambiciosos, pretendo que
una persona, un ser viviente, hombre o mujer, de nuestra época conviva con
seres y hechos acaecidos en tiempos pretéritos.
—Tío, por lo que más
quieras, no tientes a la Providencia.
—No es tal mi intención. Si
consigo mi propósito es porque ya desde la Creación se estableció que el hombre
algún día lejano tendría la facultad de poder hacerlo.
Karl estaba asustado. Miró a
su tío y, aunque sólo vio a un exaltado hombre de ciencia, tuvo la certeza de
que estaba en compañía de un ser con la mente perturbada. Indudablemente, el
anciano Heinrich Grüber había perdido la razón.
Hizo un poderoso esfuerzo
para dominar el excitado sistema nervioso, e intentando dar a su voz un tono de
suma calma, cariñosamente insistió:
—Tus teorías no pueden ser
factibles. ¿Cómo puedes hacer vivir a un hombre de nuestro tiempo, por ejemplo,
en la escena que acabamos de presenciar, ocurrida, según tus deducciones, entre
los años 1914 a 1918 si todavía no había nacido?
—Consiguiendo mezclar su
energía Individual con la de todos aquellos seres que pueda llegar a captar.
—Perdona. ¿Cómo explicas que
puedan darse dos épocas diferentes de la historia en el mismo lugar y tiempo?
Vamos a suponer que este combate, el cual según tú se producía en aquellos
momentos y no en un pasado, se desarrollaba en un lugar determinado, si en la
actualidad está habitado, pregunto: ¿se han visto mezclados en él las personas
que lo pueblan hoy? ¿Acaso, tu máquina ha podido hacer desaparecer todo cuanto
existe para dar paso a lo que existió tantos años atrás?
—No, no ha desaparecido nada
de cuanto existe. Asómbrate, Karl, indistintamente sucedían hechos de una época
y de otra sin interferirse entre ellos, los que hemos visto y los actuales que
desconocemos.
—No lo creo. Aunque soy un
ignorante sé que dos objetos no pueden ocupar el mismo lugar en el espacio.
—Tienes razón y para tu
mejor comprensión me haré eco de tu aseveración. ¿Cuántas son las dimensiones
de los objetos?
—Tres —contestó Karl,
añadiendo rápidamente— y no me hables, por favor, de la tan hipotética cuarta
dimensión.
—En geometría plana tu
contestación es correcta. Pero, en cuanto a la física moderna, he de decirte
que se trabaja constantemente en cuatro y más dimensiones partiendo de las tres
iniciales de longitud, masa y tiempo. ¿Conoces las teorías de Einstein?
—No soy un hombre de
ciencia, recuérdalo, sólo un vulgar profesor de latín.
—Pues bien, sobrino, para
que me comprendas te diré que los hechos del pasado que hemos revivido se
desarrollaban en otra dimensión.
—Para ser verdad es
demasiado fantástico, más bien diría que es una…
—Puedes terminar la frase,
es una locura.
—Sí, tío.
—En tu ignorancia puedes llamarlo como mejor te plazca, yo únicamente lo considero uno de tantos experimentos científicos.
CAPÍTULO II
Para Karl aquella noche
parecía no tener fin. Permaneció muchas horas en vela con la mente obsesionada
por las explicaciones del anciano científico, y al conciliar el sueño estuvo
revolviéndose continuamente por la cama presa de angustiosas pesadillas. Cuando
amanecía, se despertó sobresaltado y, al hallarse el cuerpo bañado de gélido
sudor, se levantó sumamente excitado. Después de lavarse profusamente el rostro
con agua fría, se vistió rápidamente y, tras dejar una nota a su tío, abandonó
la casa con la intención de templar sus desquiciados nervios dando un largo
paseo por las afueras de Wesel.
¿Cuántas horas llevaría
andando? Ni siquiera se percató de ello, pero al observar la situación del sol
dedujo que debían de haber sido muchas. Cansado y sudoroso por tan larga
caminata, y sin haber podido borrar de su mente la larga y extraña conversación
sostenida la tarde anterior, decidió regresar al antigua hogar familiar.
Hasta después de haber
llamado repetidas veces y aguardar por espacio de diez minutos, no le fue
franqueada la entrada.
Tan pronto como abrió la
puerta, el anciano científico, sin pronunciar palabra y presa de singular
frenesí, corrió por el piso y descendió con premura al sótano, mientras su
sobrino, intentando serenarse, tomó asiento en una de las toscas sillas del
comedor.
Pasados unos minutos se
escuchó una voz angustiada que gritaba:
—¡Karl, Karl, baja pronto!
El llamado se levantó
presuroso y bajó, tan aprisa como fue capaz, las escaleras que conducían al
extraño laboratorio.
La máquina estaba
funcionando y el sabio no dejaba de moverse de aquí para allá manipulando
continuamente los mandos y controles de la complicada instalación, sin cesar de
mirar la iluminada pantalla que en esta ocasión no reflejaba ninguna imagen.
Abatido, y con lágrimas de
desesperación resbalándole por las mejillas, el tío Heinrich se acercó al
expectante sobrino y únicamente exclamó con ronca voz:
—¡Helga!
Karl se estremeció
horrorizado al imaginar la trágica suerte corrida por aquella muchacha
demasiado crédula en los experimentos de su tío.
—La has…
—Sí, Karl, ella misma me lo
pidió.
—¡Pero no podías hacerlo,
tío Heinrich! —gritó Karl sujetándolo por la camisa y zarandeándolo
violentamente.
Después, pasado el
momentáneo arranque de ira, lo soltó y se encaminó apesadumbrado hacia la
escalera.
—¿Adónde vas, Karl?
—Hemos de avisar a la
policía.
—Espera, primero déjame
intentar recobrarla.
—Pero ¿no acabas de decirme
que a Helga la has…?
—Sí, la he transferido y la
máquina no obedece. Ha sucedido lo que me temía: al juntarse las radiaciones
emanadas del cuerpo vivo de Helga con las existentes en el Cosmos he perdido el
control del retrocesor del tiempo.
—¡Estás loco!
—De no haber sido por tu
venida a Wesel, no hubiera intentado el experimento hasta estar completamente
seguro del éxito.
—¿Pretendes, acaso, hacerme
responsable de tus insensateces? —contestó Karl cerrando los puños y
esforzándose en contener los impulsos de golpearlo.
—No, sé sobradamente que el
único responsable soy yo —replicó sollozando ya abiertamente—; pero al explicar
a Helga tu incredulidad me he dejado convencer para que efectuara con ella el
primer intento de transferir a un ser viviente de nuestros días a una época del
pasado.
Entretanto el anciano, sin
dejar de llorar, pasaba a manipular nuevamente los complicados controles, Karl
intentó hallar una solución a la trágica situación en que se encontraba su
anciano familiar.
—¿Qué podemos hacer, tío?
—preguntó después de larga meditación.
—Vas a transferirme a mí. Te
explicaré cuanto debes hacer.
—¿Conoce alguien más el
funcionamiento de todos estos aparatos?
—No, al iniciar mis estudios
sobre la fórmula Letamendi y ante el temor de ser objeto de burla pensé que
sería más conveniente guardar el secreto, únicamente Helga y tú estáis al
corriente.
—En tal caso debes de ser tú
quien continúe el experimento.
—¿No comprendes que no puedo
dejar a Helga sin protección ante quién sabe cuáles peligros?
—¡Maldición! ¿Y por qué no
lo pensaste antes?
Entonces, sucedió lo
imprevisible. El infatigable científico se arrodilló a los pies de su sobrino e
imploró angustiadamente:
—¡Karl, por favor, ayúdame!
Éste retrocedió unos pasos
aterrorizado ante el súbito pensamiento que vino a su mente y contestó con
firmeza:
—No, tío, me niego
rotundamente. No voy a servirte también de conejillo de indias.
Pero la realidad fue muy
distinta. Karl, sumamente impresionado por la desesperación de su tío y después
de larga conversación, como si estuviera hipnotizado, se desvistió y penetró en
el interior de la gran caja de blanco metal. Después, sintió como si le
arrancaran la carne a zarpazos y, cuando el dolor se hizo insoportable…, nada
más.
* * *
Al recobrar el conocimiento,
Karl dirigió la mirada en derredor de la habitación que ocupaba, tenuemente
iluminada por los rayos del sol que penetraban a través de una estrecha
ventanuca. El aposento no tendría más de seis metros cuadrados, el piso era de
tierra apisonada y las paredes de adobe diéronle a entender que se trataba de
una choza. Todo el mobiliario del aposento lo constituía el duro jergón de paja
sobre el que estaba echado. Al intentar moverse sintió como si en todo el
cuerpo se le clavaran multitud de finas agujas y, pese al dolor que experimentó
al mover el brazo, al notarse la nariz taponada se la tocó viendo con asombro
como los dedos aparecían llenos de sangre coagulada. Indudablemente, había
sufrido una hemorragia. Entonces, rememoró los acontecimientos que le
acaecieron durante los días anteriores, y a medida que iban desfilando por su
memoria se estremecía cada vez más.
Estuvo contemplando mucho
tiempo el techo de la choza completamente quieto para evitar aquellos agudos
pinchazos insoportables, pero al escuchar un ligero rumor en la puerta del
aposento, giró la cabeza y se percató de que las sensaciones dolorosas habían
perdido intensidad.
La pequeña sombra, que le
pareció haber observado en la habitación donde reposaba, desapareció de pronto,
y maravillado escuchó una voz infantil que decía en perfecto latín:
—Madre, aquel hombre ya
tiene los ojos abiertos.
A los pocos momentos, una
mujer vestida con amplia túnica entró en el aposento, lo miró con simpatía y
empleando el mismo idioma preguntó:
¿Te sientes mejor,
forastero?
Karl, todavía sin la
posesión completa de sus facultades mentales, contestó en el idioma sólo
conocido por escasos estudiosos y del que era profesor universitario:
—Un poco. Creo haber estado
privado del sentido. ¿Puedes explicarme en qué lugar me encuentro?
—A dos horas de camino de
Pompeya. Mi marido te encontró tirado en las tierras de labranza completamente
desnudo, y, si bien al principio te creyó muerto, al observar que aún
respirabas te trajo a nuestra casa. Supuso que te asaltaron para robarte.
De ser cierta la afirmación
de la mujer y no ser una escena montada previamente por su tío, el experimento
había tenido éxito. Por la vestimenta de la mujer, el idioma empleado y la
ciudad mentada, supo que había sido transferido a la época antiquísima del
Imperio romano.
«Menos mal que tío Heinrich
no me hizo «aterrizar» en medio de uno de aquellos combates —monologó en
alemán— o en un país enemigo en una de las guerras contra Alemania…»
Tres días después, Karl,
totalmente restablecido, abandonó la casa y al contemplar la inmensa mole
humeante del Vesubio y, a lo lejos, el perfil de las edificaciones de lo que
debía de ser Pompeya, empezó a creer en la máquina inventada por su familiar.
Vestido con un sencillo
colobo ceñido a la cintura y unas desgastadas sandalias proporcionadas por el
hombre que lo había recogido entró en la ciudad. Cualquiera que lo hubiese
seguido, por sus actos, lo hubiera tomado por un demente, puesto que muchas
veces se acercaba a diversas construcciones y después de observarlas con
atención, golpeaba las columnas y paredes con los nudillos.
«Piedra, piedra auténtica;
nada de yeso o cartón plastificado.»
Proseguía después su camino
y, asombrado, se acercaba a cuantos grupos veía para escuchar con disimulo sus
conversaciones, principalmente las sostenidas por los niños en sus juegos
infantiles.
«Latín, todos hablan latín.
Es imposible que mi tío haya podido construir una ciudad verdadera y poblarla
con tantos eruditos… Además, hay demasiados niños que conocen a la perfección
una lengua prácticamente desaparecida.»
Súbitamente, las gentes que
transitaban por la calle quedaron silenciosas con muestras de reverente
respeto. Por el centro de la amplia vía andaban lentamente tres hermosas
jóvenes ataviadas con túnicas de inmaculada blancura. La del centro, de largo
pelo rubio atado con una trenza, ojos azules, blanca tez y rojos labios, era, a
no dudar, la que atraía más la atención.
Karl, que procuraba no
perder detalle de cuanto sucedía a su alrededor, las observó detenidamente
intrigado por la respetuosa admiración de que eran objeto. De pronto, sintió
apoyarse en su hombro una manaza a la par que una gruesa voz le conminaba:
—Inclínate ante la enviada
de la diosa Vesta.
—Déjate de sandeces, es una
mujer como otra cualquiera.
Al contestar, Karl volvió la
cabeza y se encontró frente a un hombre de gran estatura y poderoso cuerpo.
Indudablemente, aquel individuo debía poseer una fuerza descomunal.
Cuando el hombre de
proporciones gigantescas alzó uno de sus poderosos brazos con la intención de
hacerle inclinar en señal de respeto hacia las vestales, el grupo de personas
cercano a ellos, presenciaron lo inaudito: el forastero, sin aparente esfuerzo,
asió el brazo de su enemigo y lo volteó por encima de la cabeza derribándolo
estrepitosamente al suelo.
Las gentes, intuyendo los
próximos acontecimientos, se apartaron rápidamente del lugar dejando un amplio
espacio a los dos contendientes.
Entretanto, el romano se
levantó y embistió furiosamente al rubio forastero, quien, con las rodillas
ligeramente flexionadas y las manos por delante, parecía estar esperándolo sin
mostrar temor. Entonces, sucedió lo increíble, el forzudo no chocó contra su
adversario sino que, como impulsado por una catapulta, aumentó la velocidad de su
carrera y se estrelló violentamente contra la pared de una de las casas. Con la
frente ensangrentada, a consecuencia del fortísimo golpe, cayó desplomado al
suelo privado de conocimiento. A Karl, en su defensa, le había bastado emplear
sus conocimientos de consumado judoka.
Inmediatamente, sin saber
cómo ni de dónde, habían aparecido cuatro soldados que desenvainaron las
relucientes espadas y lo rodearon en un santiamén. Karl, por la expresión que
leyó en sus ojos, tuvo la certeza de que, a la menor resistencia, estaban
dispuestos a matarlo. Levantó acto seguido las manos y con el intento de
contenerles dijo sumiso:
—Me entrego —y después,
haciendo una profunda reverencia a las paradas vestales, añadió—: Me inclino
ante tu belleza, hermosa hija de la diosa.
Por un momento los
legionarios romanos permanecieron quietos mientras la hermosa rubia hablaba con
una de sus acompañantes, quien, haciendo una inclinación de entendimiento con
la cabeza, dijo seguidamente :
—La enviada de la diosa lo
perdona, dejadlo marchar.
Karl no se hizo repetir la
indicación, se inclinó nuevamente y mirando fijamente a la mujer, causa de su
reciente altercado, dijo:
—La bondad de tu corazón es
tan grande como la hermosura de tu rostro.
Y sin aguardar más, se alejó
precipitadamente.
—¡Cáspita! Por poco me
ensartan como a una anchoa —murmuró pasándose el dorso de la mano por la
sudorosa frente.
Al escuchar unos pasos
presurosos a su espalda, giró precavidamente la cabeza ante la posible
eventualidad de un nuevo peligro. Un individuo, aproximadamente de su misma
edad, andaba en pos de él dando la impresión de que deseaba darle alcance. Lo
aguardó, y tan pronto el presunto perseguidor estuvo a su lado le preguntó:
—¿Qué quieres?
—Por tu bien, si has de
permanecer en Pompeya guárdate de Calingo —le contestó amigablemente aquel
individuo.
—Acaso, es el tipo…
—Sí, es uno de los mejores
gladiadores del Imperio. Aún estoy asombrado de tu facilidad en vencerlo; fue
extraordinario.
—Gracias por tu consejo,
buen hombre, procuraré hacerlo así —contestó Karl, sin deseos de continuar
aquella conversación.
Iba a proseguir su camino,
pero el hombre ansiaba satisfacer su curiosidad y conocer más pormenores de
aquel joven rubio que, sin trazas de ser un luchador profesional, había
realizado una proeza inconcebible.
—Por un momento temí que
también presentaras resistencia a los soldados —continuó comentando el
desconocido.
—Hubiera cometido una
equivocación imperdonable al dejar mi energía Individual esparcida por el
Cosmos en una dimensión que no es la suya.
—Hablas de una forma tan
rara que no logro entenderte. ¿Qué quieres decir?
—Simplemente, que hubiera
sido un necio en dejarme matar.
—Eres un buen luchador y
además prudente. Dos estupendas cualidades para triunfar.
—Te engañas, no soy
luchador, soy un preceptor.
—¿Vas a quedarte en Pompeya?
—Nada tengo decidido sobre
el particular. ¿Por qué?
—Si de verdad eres preceptor
y no tienes ocupación, yo puedo proporcionarte trabajo. Tengo dos hijos
pequeños; si los instruyes e inicias en tu manera de luchar, te daré un sitio
en mi mesa, un aposento en mi casa y una cantidad suficiente de sestercios para
tus diversiones.
Karl no necesitó mucho
tiempo para meditar el ofrecimiento. ¿Qué podía hacer en la excepcional
situación en que se hallaba?
—Acepto.
Y fortuitamente, merced al incidente con aquel coloso llamado Calingo, Karl solucionó la dificultad segura de su subsistencia mientras buscaba a Helga o bien el anciano sabio lo retornaba a su presente.
CAPÍTULO III
Transcurridas tres semanas,
Karl, que había adoptado el nombre de Prudens al recordar que su bienhechor lo
había considerado prudente, se había identificado con las costumbres únicamente
conocidas por él através de los libros estudiados.
Durante todo el tiempo que
le restaba libre, una vez acabado el cometido de dar las lecciones a que se
había comprometido, Karl se dedicaba diariamente a vagar por las calles y
plazas de la ciudad, con una intención definida: encontrar a Helda. Mientras
andaba sin rumbo fijo, y siguiendo su inveterada costumbre de expresar de viva
voz sus pensamientos, monologaba:
«¿Cómo voy a encontrar a esa chica si ni siquiera llegue
a verle el rostro? Estoy buscando a ciegas. Si tuviera la fortuna de que ella
hubiera sido transferida aquí y tío Heinrich le hubiera mostrado en alguna
fotografía mía tal vez ella podría reconocerme. ¡En buen lío me he dejado meter
por estúpido! Si logro salir de esta, ¿quién creerá tan fantástica aventura?
Fue interrumpido en su
meditación por una escena análoga a la que ya contempló la primera vez que entró
en Pompeya. Las gentes, con idénticas muestras de respeto, se apartaban al paso
de tres arrogantes vestales.
Karl, en esta ocasión,
también les cedió el paso y retrocediendo hasta topar con la fachada de una de
las casas miró fijamente a la atrayente joven.
Ella, como impulsada por un
sexto sentido intuyendo la pertinaz observación de que era objeto, volvió el
rostro hacia Karl y al cruzarse las miradas, el joven, sorprendido, vio cómo la
blanca tez de la mujer se ruborizaba intensamente.
Mientras las sacerdotisas de
Vesta proseguían su lento paseo, el joven alemán, intrigado, marchó con premura
a la mansión donde pernoctaba y al hallarse en presencia del rico patricio le
preguntó sin preámbulos :
—Dime, Tito, ¿por qué las
gentes hacen tanto acatamiento a la vestal de pelo rubio?
—Es una enviada de la diosa.
—¿Y en qué os fundáis para
creerla tal?
—Lo recuerdo tan
perfectamente como si hubiera ocurrido hoy, pues en Pompeya no se habló de otra
cosa durante muchos días. Cuentan que una tarde, ella apareció de improviso en
el centro del templo… Pero no con el ritual propio de todas las doncellas que
desean dedicarse al servicio de Vesta, sino que cayó suavemente desde lo alto,
como si hubiera sido llovida del cielo, en medio de una gran concurrencia de mujeres.
Donde no había nada, y sin que ninguna de cuantas presenciaran la aparición
haya podido explicárselo, apareció ella. Por esta razón, se la tiene por
enviada de la diosa.
Karl, al escuchar la escueta
narración, se estremeció involuntariamente. La hermosa Vestal, por la manera
insólita de aparecer, no podía ser otra que Helga, transferida al mismo lugar y
época que él.
—¿Cuándo ocurrió el hecho?
—preguntó vivamente impresionado, emoción que Tito, lógicamente ignorante de la
posible realidad de la causa de la presencia de Helga, confundió.
—Pues, hará cosa de unos
cuatro años.
—¿Estás seguro del tiempo?
—Sin la menor duda. A los
dos días del acontecimiento nacía mi hijo menor.
Karl, meditabundo, guardó
silencio. El factor tiempo no concordaba, pues él fue transferido escasamente
una hora después…, a no ser que hubiera estado inconsciente por aquellas
dimensiones desconocidas durante tan largo período.
—Cuatro años —murmuró
desconcertado.
—Sí, Prudens.
El semblante de Karl se
ensombreció. De ser cierta la suposición de que la rubia vestal no era otra que
Helga, ¿de qué diabólico poder estaba dotado el invento de su tío Heinrich para
poder haberlo mantenido vivo durante tan largo tiempo? Por otra parte, ¿qué le
habría ocurrido a su tío en aquellos cuatro años? Si la máquina no lograba
transferirlos al futuro, en el caso de ellos su presente, tendrían que acabar
sus días en tal inusitada situación. Y al asaltarle este pensamiento cayó
anonadado en una de las sillas curvas del aposento.
Tito confundió de nuevo la
manifiesta turbación de Karl, porque sonriente preguntó:
—Te has impresionado,
¿verdad?
—Más de cuanto puedas
imaginar. —Y ansiosamente añadió—. Deseo hablar con la enviada de la diosa
cuanto antes. ¿Cómo podré hacerlo?
—No hagas tal; los hombres
no podemos entrar en el templo, además, en Pompeya se venera a Enviada.
Acuérdate de lo sucedido con Calingo como prueba de cuanto te digo, y si osaras
hacerlo de seguro sería tu muerte.
Karl no contestó y quedó
largo rato pensativo. Pero, pese a los consejos de Tito, se hizo el propósito
firme de conversar con la vestal tan pronto como le fuera posible, pues tuvo el
repentino presentimiento de que al fin había hallado en aquella misteriosa
mujer a Helga.
* * *
Desde que en su mente había
tomado cuerpo la idea de haber encontrado a Helga ocupando un puesto asaz
incomprensible, Karl merodeó diariamente por los alrededores del templo erigido
a la diosa Vesta, animado con la esperanza de poder hablarle y revelarle su
identidad. Pero la fortuna no fue precisamente su aliada, los días fueron
transcurriendo sin que hubiera podido lograr su empeño.
Aquella tarde, en su
continuada observación, Karl había permanecido más tiempo del acostumbrado y al
retirarse, decepcionado por su poca suerte, empezaba a caer la noche.
La humedad del mar Tirreno,
acostumbrado al clima seco de su patria, hacía que sintiera el frío invernal
con mayor intensidad, y al objeto de hacer entrar en calor a su aterido cuerpo,
se puso a andar apresuradamente.
La inclemencia de la
estación era la causa de que los habitantes de la ciudad se encerrasen en sus
lares ya al iniciarse el crepúsculo vespertino y las calles estuvieran
desiertas con unas pocas teas encendidas, desprendiendo más humo que luz,
disipando las tinieblas sólo a muy corta distancia.
El fino oído de Karl captó
los pasos que iban en pos de él y de no haber visto la silueta confusa de un
hombre aguardando en el otro extremo de la calle, no hubiera tomado
precauciones. Se volvió hacia el individuo que andaba detrás y al encontrarlo
prácticamente a su lado se apartó con rapidez para cederle el paso. El gesto
instintivo le salvó la vida, pues en el mismo instante el sujeto vestido
andrajosamente bajó el brazo con fuerza para asestarle una cuchillada en la
espalda.
Karl no le dio tiempo a repetir
la hazaña, se lanzó sobre él y prontamente se entabló una corta lucha cuerpo a
cuerpo. Pero el asaltante, con un puntiagudo puñal en la mano, no daba ocasión
a su antagonista para que pudiera emplear su clásico método defensivo. Casi en
la oscuridad más completa, Karl aguardaba la oportunidad para acabar con su
contrincante con una de sus llaves de experimentado judoka.
Para evitar que pudiera dar
la voz de alarma, fallido el primer intento, el malhechor agredió nuevamente a
Karl, quien al propio tiempo que lo fintaba le propinó dos potentes puñetazos
en el rostro que no parecieron hacer mella en el fornido rufián. Al fin, el
hombre, ansioso de terminar cuanto antes con su presa, cometió una torpeza.
Atacó de frente con el brazo que sostenía la pequeña y anticuada, pero
mortífera, arma levantada. Al asestar el golpe dio en el vacío por haberse
apartado rápidamente Karl, el cual aprovechando la coyuntura esperada le asió
fuertemente la muñeca haciéndosela girar completamente en sentido contrario a
la par que la empujaba con toda la fuerza de que fue capaz. El efecto fue
instantáneo, el agudo cuchillo penetró hasta la empuñadura en las entrañas del
malhechor, quien emitiendo un quejido doloroso quedó momentáneamente paralizado
para después, doblando las rodillas, caer exánime al suelo.
Mientras, el hombre que
parecía esperarlo al final de la calle se había aproximado y Karl, intuyendo un
nuevo peligro, con gesto veloz, arrancó el cuchillo del vientre del moribundo y
lo empuñó con fiereza dispuesto a continuar luchando para defender su
supervivencia.
El segundo adversario no se
amilanó al ver tendido a su compañero de fechorías y se lanzó de inmediato
sobre Karl intentando asestarle una cuchillada. El rapidísimo quiebro le salvó
del golpe mortal e inmediatamente también entró en acción. Cuando el nuevo
atacante perdió ligeramente el equilibrio a consecuencia de la puñalada dada al
aire, el joven rubio, procedente de otra época, aprovechó la circunstancia y su
mano armada golpeó vertiginosamente dos veces consecutivas el pecho del
adversario. Los golpes debían de haber sido certeros, pues sin proferir gemido
cayó derribado en mitad de la solitaria calle.
Aguardó unos instantes en
espera de si alguno de los atacantes se levantaba a fin de continuar
defendiéndose. Mas, al no hacerlo, precavidamente se les acercó y horrorizado
comprobó que el primero de los hombres abatidos estaba agonizando y que el
segundo había dejado de existir. Tiró el fatídico puñal y al empezar a formarse
un charco de sangre junto al cuerpo de los caídos, asustado, echó a correr con
toda rapidez. Pero el instinto humanitario, fruto de su avanzada civilización,
le hizo retroceder hasta el lugar de la cruenta pelea para prestar su ayuda al
herido a pesar de que poco antes hubiera intentado, en su primitivismo social,
asesinarlo tan sólo para robarlo. Su intento fue vano, aquel desdichado acababa
de expirar.
Cuando llegó a su mansión,
respiraba fatigosamente, tenía el rostro lívido, el cuerpo trémulo y la frente
bañada de gruesas gotas de frío sudor.
—¿Qué te ha pasado, Prudens?
Tienes las vestiduras y la mano ensangrentadas.
—Tito, acabo de matar a dos
hombres —confesó Karl con voz imperceptible y manifiesto pánico.
Y, seguidamente, pasó a
narrar al patricio que tan generosamente lo tenía albergado cuanto acababa de
sucederle.
—Serían dos ladrones de los
que tanto pululan durante las noches por Pompeya. ¿De verdad, Prudens, no eres
luchador profesional?
—No, ya te lo dije cuando
nos conocimos; soy preceptor, si bien aprendí a defenderme.
—Ya tuve ocasión de
presenciarlo.
—¿Qué debo hacer ahora,
Tito, entregarme?
—¡De ninguna manera! Ve a
lavarte, cámbiate de ropa y baja a cenar. Cuando encuentren los cadáveres de
aquellos tipos ya los retirarán de la calle.
—Pero…
—Tranquilízate; creerán que
ha sido una reyerta entre ladrones. Además, has hecho un favor a la comunidad
al librarnos de ellos.
A medida que pasaban los
días, y motivado por vivir en una época remota ya desaparecida desde hacía
muchos cientos de años en la cual no comprendía, pese a hacerlo, como podía
estar presente en la misma, la conciencia de Karl fue acallándose.
Una semana después, y
siguiendo el curso de su idea, continuó frecuentando las cercanías del templo
siempre con resultado negativo. Definitivamente, la suerte no le era propicia,
pues aun cuando permaneció largas horas deambulando por las calles en que viera
a las vestales, no volvió a encontrarlas.
Y para colmo de la
fatalidad, aquel día Tito, con cara apesadumbrada, le dio la noticia.
—Extrema la cautela,
Prudens, Calingo ha regresado de Roma con una nueva aureola de gladiador
invencible. Los que le vieron luchar en la arena del Coliseo no cesan de narrar
sus hazañas e incluso cuentan que Vespasiano en persona lo recompensó
largamente.
—¿Vespasiano, el Emperador?
—Sí.
Karl recordó inmediatamente
uno de los episodios más trágicos del Imperio y murmuró:
—Vespasiano… El Coliseo…
Pompeya… El Vesubio… La hecatombe no tardará en producirse, a lo sumo unos
años.
—¿De qué hablas, Prudens?
—Ya te lo haré saber, y aunque te parecerá una locura cuanto te diré, por tu bien, el de tu esposa y el de tus hijos habrás de obedecerme ciegamente. Y ahora, por favor, no me preguntes más, cuando sea el momento oportuno ya te lo explicaré.
CAPÍTULO IV
Karl quedó complacido del
trabajo efectuado por el herrero. En las manos tenía dos pares de ganchos de
grueso hierro con doble tenaza, forjado de acuerdo con los dibujos que
previamente entregara.
Ya en su aposento, pasó por
las dos anillas de las cuales pendían la pareja de ganchos una resistente cuerda
y usando la ventana para las probaturas, practicó horas y más horas él
lanzamiento hasta llegar a adquirir la práctica suficiente para que, a la
tercera o cuarta vez, uno de los ganchos quedara fijado en el alféizar.
Aquella misma noche,
aprovechando que la luna, en cuarto menguante, apenas iluminaba la ciudad,
salió de la casa y se dirigió con grandes precauciones hacia el templo de la
diosa Vesta. Dio un rodeo y, al llegar a la puerta posterior, lanzó el juego de
ganchos sobre la tapia que circundaba el jardín anexo a la residencia de las
vestales.
A la segunda tentativa, al
tirar de la cuerda hacia sí, comprobó con satisfacción que no cedía. Aguardó
unos instantes para calmar sus excitados nervios y, tras mirar en todas
direcciones para cerciorarse de que no era absurdo, apoyando los pies en la
pared, empezó la ascensión a pulso a la alta tapia. Sudoroso, más por el temor
de ser sorprendido que por el ejercicio físico, culminó la tentativa. Había
conseguido su primer objetivo. Seguidamente, recuperó la cuerda pendiente y,
tras fijar los ganchos convenientemente, descendió al cuidado jardín,
observando los detalles más relevantes que pudieran orientarlo acerca del lugar
donde dejaba la cuerda para poder escalar nuevamente la tapia en sentido
inverso.
Arrimándose cuanto pudo a la
pared caminó lentamente, tanteando con el pie para evitar cualquier tropezón
que pudiera delatar su presencia, hasta llegar a la morada destinada a las
servidoras del templo.
Esta vez la veleidosa suerte
estaba a su favor, pues la primera puerta que halló a su paso no estaba
cerrada. La empujó suavemente y, al abrirse, se estremeció por el ligero
chirrido de las bisagras, permaneciendo expectante con todos los sentidos
alerta.
Después, al no escuchar
ningún síntoma de alarma, penetró en el interior y fue palpando las paredes de
los amplios corredores sumidos en la más completa oscuridad. Por fin, tras su
sigiloso caminar, divisó una tenue claridad. Por debajo de las rendijas de
algunas puertas se filtraba una exigua luminosidad. Con grandes precauciones
entreabrió la primera y luego de atisbar el interior, con el mismo cuidado la
cerró. Repitió la operación cuatro veces, y a la quinta halló el objetivo de su
temeraria excursión nocturna: en un lecho del suntuoso aposento la rubia vestal
dormía plácidamente.
Entró con gran cautela e
inmediatamente cerró suavemente la puerta a sus espaldas. A la luz de una
perfumada tea, contempló el hermoso rostro de la sacerdotisa enmarcado en una
exuberante cabellera en la cual se reflejaba, cual si hubieran sido, finos
hilos de oro, la escasa iluminación.
Anduvo de puntillas hasta
llegar junto a la durmiente y la estuvo observando largamente. En aquel supremo
instante vaciló, porque si se había equivocado en su conjetura…
La mujer, como si presintiera
la presencia del intruso en su dormitorio, en aquel preciso momento abrió los
ojos y, al encontrar a un hombre junto a ella, atemorizada, iba a lanzar un
grito, pero Karl, con gran rapidez de reflejos, antes de que pudiera emitirlo,
le tapó la boca con la mano.
—Helga, soy el sobrino de
Heinrich Grüber —susurró apresuradamente en alemán—; si me has comprendido
parpadea tres veces seguidas.
Los cortos instantes en que
ella, sorprendida en extremo, tardó en cumplir la indicación de Karl le
parecieron siglos.
No se había engañado en su
presentimiento: la hermosa vestalía era Helga, la joven transferida por su tío
a aquella desconocida dimensión.
Karl, sin dejar de apoyar la
mano en los labios de la joven, continuó:
—He venido en tu busca para
protegerte, ¿comprendes?
Tres parpadeos más
proporcionaron a Karl la seguridad absoluta de que realmente había alcanzado la
meta de su búsqueda.
Tan pronto retiró la mano
que aprisionaba la boca de Helga, ésta rodeó con sus marmóreos brazos el cuello
de Karl y, juntando su mejilla a la del hombre, lloró calladamente.
Al desasirse, Karl le miró a
los ojos y vio que continuaba llorando. ¿Lágrimas de emoción, de alegría, de
sufrimiento? No fue capaz de poderlas definir.
—No llores más, Helga, te he
encontrado y ya no estarás sola en este mundo desconocido. Además confiemos en
que tío Heinrich pueda recuperarnos pronto ahora que estaremos juntos.
—Pero ¿cuándo? Han
transcurrido casi cinco años de continua espera y ya he perdido toda esperanza.
¡Dios mío, qué trágica vida me aguarda!
—Pues has de continuar
confiando. Mi tío debe de estar haciendo lo imposible para acabar con nuestra
insólita situación y ya verás cómo conseguirá retornarnos a nuestra época, a
Wesel —y con la intención de infundirle ánimos, añadió—: Está muy preocupado
por ti; la prueba la tienes en mi presencia.
—Sí, pero después de más de
cuatro interminables años de continuada angustia —recriminó Helga sollozando de
nuevo.
—Te equivocas, querida
amiga; yo fui, digamos, lanzado una hora, a lo más tardar, después de ti.
Llegué a Pompeya el mismo día en que me perdonaste, ¿te acuerdas?
—Sí.
Y como si la presencia del
joven compatriota, del hombre de su misma era y situación extraordinaria exacta
a la suya fuera un sedante, dejó de llorar para preguntar interesada:
—¿Y me ha buscado durante
tanto tiempo?
—No, yo recobré el uso de
mis facultades sólo tres días antes de nuestro encuentro casual. ¿Qué ha sido
de mí durante estos cuatro años? Únicamente mi tío podrá aclaramos este
misterio.
Los ligeros pasos que
escucharon procedentes del corredor hicieron enmudecer a la joven pareja y a la
par palidecer a Karl. De hallarlo alguien en el aposento de Helga, su visita
nocturna sería erróneamente interpretada y por la historia sabía que a ambos
les aguardaba una muerte despiadada. Él sería azotado públicamente en el Foro
hasta privarle de la vida y en cuanto a ella sería enterrada viva. Era el
castigo preceptivo a las sacerdotisas que no guardaban el voto de castidad.
Rápidamente y procurando no
delatar su presencia al andar, Karl se colocó al lado de la puerta con la
intención de que la misma al abrirse lo ocultara, mientras aguardaba impaciente
los próximos acontecimientos.
Casi de inmediato sonaron
unos leves golpes y una voz femenina inquirió solícita:
—Soy Lucia, vengo del templo
de avivar el fuego sagrado y al pasar me ha parecido oír como si hablaras. ¿Te
ocurre algo, señora?
—Gracias, amiga mía, no me
pasa nada; estoy en oración —contestó apresuradamente Helga, añadiendo tras una
corta pausa—. Puedes estar tranquila.
Callaron durante largo rato
y cuando el silencio era absoluto, Karl susurró al oído de Helga:
Voy a marcharme. Observa si
el corredor está libre.
Después de que Helga le
hiciera una seña, Karl le apretó afectuosamente la mano para darle valor
diciéndole quedamente:
—Hemos de hablar nuevamente.
¿Podrías aguardarme en el jardín? Sería menos expuesto.
—Así lo haré cada noche…
—Karl, me llamo Karl Golder
—contestó el joven adivinando el deseo de ella de conocer su nombre—; pero en
la ciudad me conocen por Prudens.
—Váyase ya; entretanto,
rogaré a Dios para que lo proteja.
* * *
Durante las noches
sucesivas, Karl emprendió la arriesgada aventura de trepar, por medio de la
eficaz ayuda de la cuerda preparada a tal efecto, la tapia que circundaba la
amplia morada de las vestales, para acudir al encuentro de Helga, quien, por
creerla enviada de la diosa, gozaba de privilegios especiales cual era el poder
entrar y salir en todo momento de las habitaciones reservadas.
Pese a la negrura de la
noche, que de no haber sido por la escasa luminosidad del estrellado firmamento
hubiera sido total, cuando el sobrino del sabio inventor estuvo a su lado, la
joven observó la inquietud que reflejaba su rostro.
—¿Qué te ha ocurrido, Karl?
Estás preocupado.
La afirmación de la joven no
carecía de fundamento, pues Karl, desde hacía varios días, estaba muy
desasosegado. El tiempo iba transcurriendo sin que su tío acabara de dominar el
control de la máquina y diera fin a aquella insostenible situación. Además por
las averiguaciones efectuadas acerca del año en que vivían sabía que cada vez
estaba más próximo el momento de la gran hecatombe que había de producirse en
Pompeya. En muchas ocasiones pensó huir con Helga de la ciudad, pero, motivado
por la ignorancia de si el cambiar de lugar al que fueron transferidos podría
ser la causa de un posible fracaso en el proceso del cese de su traslación al
pasado, le hacía permanecer en la población a sabiendas del peligro mortal que
se avecinaba.
Para no aumentar más la
zozobra de aquella confiada víctima de los experimentos de su tío, Karl,
ocultando sus verdaderos pensamientos, respondió:
—Estoy mohíno, pues habremos
de interrumpir nuestras entrevistas porque la luna ha entrado hoy en cuarto
creciente y cada día irá en aumento el resplandor. Correríamos demasiado
peligro si llegaran a sorprendernos.
—Perdóname, Karl, soy una
egoísta.
—¿Por qué? —preguntó
desconcertado.
—Por permitir que te
expongas cada noche, pero ¡tu presencia me hace sentirme tan feliz! —murmuró
Helga muy cerca de él.
Entonces Karl no pudo
reprimir el deseo tantas veces reprimido. Atrajo hacia sí a Helga e inclinando
la cabeza le besó apasionadamente los rojos labios una y otra vez, sin que ella
opusiera resistencia.
—Helga, te ruego me
disculpes, no he pretendido aprovecharme de la situación en que te hallas. De
haber intimado contigo en Wesel hubiera procedido de idéntica manera porque
estoy enamorado de ti. ¿Te he ofendido?
—No, Karl. A mí me ha
ocurrido igual.
Y un nuevo beso amoroso
rubricó la mutua confesión de sus sentimientos.
Al separarse, Karl había
olvidado sus preocupaciones y el júbilo que experimentaba de saber
correspondidos sus amores fue la causa de que no actuara con la prudencia
habitual. Cuando estuvo a horcajadas sobre el muro permaneció largo rato
mirando hacia el jardín con el vano intento de ver una vez más a su amada.
Después cambió los ganchos de posición, y, sin precauciones, se deslizó
suavemente por la cuerda. Al poner el pie en el suelo advirtió cuán imprevisor
había sido, pues tres soldados le cerraban el paso con las agudas puntas de las
lanzas tocándole casi al cuerpo.
—¿Qué hacías en los jardines
de las sacerdotisas de la diosa Vesta? —preguntó uno de ellos sin apartar la
antigua pero mortífera arma.
—No he cometido tamaña
estupidez. Sólo estaba probando este invento para poder escalar silenciosamente
los muros.
Y a consecuencia de la
práctica adquirida, dio una ligera sacudida a la cuerda, ésta serpenteó y los
ganchos cayeron con estrépito al suelo. Los recogió y los mostró a sus captores
mientras explicaba:
—¿Veis? Con esto nuestros
ejércitos podrán subir a las murallas enemigas y sorprender a los centinelas.
Los legionarios romanos
estaban perplejos. Aquel joven parecía hablar con sinceridad y la rica
vestimenta denotaba que no era uno de los facinerosos que cometían toda clase
de tropelías amparados en la nocturnidad.
—Llevémoslo al decurión y
que sea él quien decida —sugirió uno de los soldados.
—Acompáñanos —ordenó el que
parecía llevar la iniciativa, empezando a caminar.
Los otros dos legionarios se
colocaron uno a cada lado de Karl e iniciaron la marcha. Eran jóvenes y, al ir
armados con 1a típica lanza corta, el prisionero comprendió que pretender
escapar emprendiendo veloz carrera sería un suicidio, pues, por medianos
lanzadores que fueran, no habría podido recorrer mucha distancia sin caer
atravesado por una de las puntiagudas lanzas.
Karl, en la estrecha sala
donde fue llevado por sus aprensores, aguardaba impaciente la llegada del
decurión que había de juzgarlo. Cuando entró el romano, sin clámide ni casco,
mostrando en el rostro la irritación por haber sido interrumpido del sueño en
que estaba sumido, la inquietud del prisionero aumentó, aunque no dejó
entreverlo.
Los soldados, tan pronto
como su jefe hubo tomado asiento detrás de una tosca mesa sobre la cual había
un cubilete y una pequeña ánfora, contáronle los motivos de la detención de
aquel elegante joven que lo estaba mirando fijamente sin dar muestras de temor.
—Conquistador de mujeres; tú
y la sacerdotisa habéis tenido mala suerte al ser atrapados por mis soldados.
Dime, ¿quién es ella? —preguntó el decurión cuando sus subordinados concluyeron
la explicación.
—Cometes el mismo error de
tus hombres, decurión —contestó serenamente el detenido—; ellos ya te han
narrado mi versión. Únicamente pretendía probar un invento mío para uso de los
ejércitos del Imperio.
—Yo no voy a tragarme este
cuento. A ti ya te tengo; ahora, pronto, el nombre de la vestalía infiel.
—Y yo te repito que estás
equivocado en tu suposición —continuó negando Karl con la misma entereza.
El decurión asió la ánfora,
llenó el cubilete hasta los bordes de rosado vino, lo bebió de una sola vez, y,
tras enjugarse los labios con el dorso de la mano, continuó el interrogatorio:
—Eres un estúpido. En
Pompeya hay mujeres más que suficientes para satisfacer tus caprichos y a ti se
te ocurre nada menos que ir a buscarlas al templo de la diosa Vesta, lugar
prohibido a todo hombre. No tengo intención de pasarme toda la noche
preguntándote lo mismo; por tanto, contesta de una vez: ¿quién es ella?
—¿Cómo he de decirte que mi
intención ha sido probar si mi idea podría ser efectiva para poder escalar los
muros sin que el adversario lo advierta?
—¿Y, precisamente, lo
hiciste en aquella tapia? —replicó con otra pregunta el decurión.
—Fue la que me pareció más
idónea.
—Conducidlo a la sala de
confidencias, allí haremos que se le desate la lengua.
Karl comprendió de inmediato
cuál era la intención del malhumorado decurión. Darle tormento hasta hacer que
denunciara a Helga. Meditó unos instantes la crítica situación en que se
hallaba; cuatro hombres armados contra uno, las posibilidades de atacarlos por
sorpresa y huir eran mínimas y por ello, antes de lanzarse a un ataque sin
ninguna posibilidad de éxito, con aparente calma dijo:
—Bien está que cumplas con
tu obligación de soldado, pero creo que a Vespasiano no le va a gustar saber
que se maltrata a uno de sus amigos siendo inocente de los hechos de que le
acusas. Ya estás advertido, ahora puedes hacer conmigo cuanto te plazca.
El decurión miró dubitativo
al prisionero. Las elegantes vestiduras, el modo cuidado de hablar, el porte
noble, las finas facciones y la altivez con que contestaba denotaban a un
miembro de la rica sociedad. Y si aquel joven tenía razón, ¿cuál serían las
posteriores represalias del emperador?
Bebióse otro vaso de vino y,
ante la duda, tomó la misma determinación de sus subordinados, traspasar el
caso a su superior.
—Encerradlo; cuando regrese
de Roma el centurión Licinio ya decidirá cuanto deba hacerse con él.
Momentáneamente, los
embustes de Karl le habían librado de un cruento tormento; pero ¿qué ocurriría
al regreso del tal Licinio? ¿Sería tan crédulo cómo aquellos indecisos
soldados?
La reflexión del apresado
fue interrumpida por la voz imperiosa, si bien en la misma se advertía un
ligero tono de respeto, de uno de los soldados:
—Sígueme.
—Que los dioses acaben de
proporcionarte un sueño feliz. —Y queriendo reforzar las dudas sembradas en la
mente del decurión, añadió—: Has obrado sabiamente.
Tras descender por unas
estrechas y desgastadas escaleras de piedra, el carcelero que precedía al grupo
abrió uno de los calabozos y se hizo a un lado para que entrara el prisionero.
Tan pronto como Karl penetró
en el interior del calabozo, la pesada puerta se cerró a sus espaldas, quedando
en la más completa oscuridad. La primera sensación que percibieron sus sentidos
fue un nauseabundo hedor a excrementos humanos que le produjeron continuadas
arqueadas y que logró dominar haciendo un poderoso esfuerzo.
Después los variados
ronquidos que escuchó fueron el indicio de que no estaba solo; el calabozo
estaba ocupado al menos por otros tres cautivos.
—Si tuviera una miserable
cerilla —murmuró, mientras andaba tanteando con el pie a fin de no pisar a los
durmientes.
Cuando encontró resistencia
alargó el brazo y al tocar una húmeda pared, se sentó en el suelo en espera de
los próximos acontecimientos.
El resto de la noche, sin
dormir ni un momento, le pareció interminable y la pasó maldiciendo la locura
del privilegiado cerebro de su tío por haber creado aquella máquina infernal y
recriminando la insensatez de Helga y la suya propia por haber penetrado en la
mil veces maldita caja de blanco metal.
Paulatinamente iba
amaneciendo, pues la tenue claridad del día empezaba a penetrar en el interior a
través de dos altas ventanas enrejadas situadas junto al abovedado techo fuera
del alcance de los presos.
A medida que aumentaba la
luz diurna, Karl fue observando en derredor de la celda. En un rincón, tendidos
sobre el empedrado piso, habían un hombre de mediana edad en medio de dos
jóvenes. Al mirarlos con más atención sintió innata conmiseración hacia ellos,
puesto que se asemejaban más a tres esqueletos vivientes que a seres humanos.
En otra esquina de la mazmorra, y reposando sobre una buena cantidad de paja,
cuatro hombres dormían emitiendo sonoros ronquidos.
—Ésos —monologó— no deben
llevar mucho tiempo de cautiverio, pues no ofrecen un aspecto tan depauperado.
Cuando uno de los
integrantes del segundo grupo se despertó, dio un codazo al hombre tendido a su
lado, quien, cesando de roncar, abrió los ojos a la par que se incorporaba
velozmente.
—Mira, Rufus, tenemos
compañía —dijo el hombre que primero advirtió la presencia de un desconocido.
El aludido se levantó, y
después de desperezarse, se acercó al sentado Karl preguntándole irónicamente
con fuerte vozarrón al mismo tiempo que ejecutaba una burlesca reverencia:
—¿No te habrás equivocado de
domicilio, elegante señor?
La risotada del otro hombre
resonó en la mazmorra haciéndola aumentar tanto de intensidad que despertó al
resto de los cautivos.
Karl permaneció silencioso
fija la mirada en la tortuosa cicatriz que su interlocutor tenía a lo largo de
la mejilla derecha. Por el aspecto, no le cupo duda que tenía frente a sí a un
malhechor.
—Debes de haber hecho algo
muy sonado para que te hayan encerrado. ¿A quién has matado?
—Déjame en paz —respondió
fríamente Karl.
Después se levantó y se
frotó violentamente los brazos para desentumecerse a la par que flexionaba
repetidas veces las rodillas, actos que provocaron nuevas estruendosas
carcajadas por parte de Rufus y sus compinches.
Karl las ignoró y al acabar
el sencillo ejercicio se acercó al anciano que era el único que aún permanecía
tumbado sobre el duro suelo.
—¿Estás enfermo? —preguntó
solícito, sin poder disimular el profundo sentimiento de lástima que le
inspiraba.
—Estoy enfermo de cuerpo, pero afortunadamente sano de
alma.
—¿Puedo hacer algo por ti?
—Gracias, nadie puede
ayudarme excepto Dios.
Por las palabras reverentes
del anciano, Karl adivinó inmediatamente las causas de su arresto.
—Eres cristiano, ¿verdad?
—Sí, y mis dos hijos también
—confesó llanamente.
Karl quedó silencioso sin
encontrar las palabras adecuadas para consolar a aquellas pobres gentes cuyo
único delito era profesar la nueva fe. Hubiera podido explicarle que las
persecuciones de que eran objeto en el transcurso de los siglos cesarían y que
el cristianismo se esparciría por toda la Tierra alcanzando gran esplendor,
pero ¿cómo podría hacerles, comprender en sus casi primitivos conocimientos de
que sabía tan largo futuro por haber nacido veinte siglos después?
En aquellos momentos, Karl
vio cómo Rufus, seguido de su pequeña tropa, se acercaba a la puerta al oír
chirriar el pasador. Al entreabrirse, el carcelero retiró una alcuza vacía
dejando otra llena en su lugar y como a continuación depositaba un pan en el
suelo, cerrando seguidamente.
Rufus recogió el pan y con
sus fuertes manos hizo cuatro trozos desiguales. Tras quedarse la porción
mayor, repartió las restantes entre sus compañeros y, moverse del sitio, más
que comer, devoraron la parca comida. Luego bebieron sendos tragos de agua y se
tumbaron nuevamente en la paja.
Al retirarse, uno de los
hijos del paciente anciano fue a recoger las migajas esparcidas por el suelo y
junto con el resto del agua de la vasija lo trajo a su padre.
—Comed vosotros, hijos míos;
a mí, afortunadamente, ya no me restan muchos días de vida.
—¿Acaso no traerán comida
para vosotros? —preguntó Karl sumamente extrañado.
—No, ahora hasta la tarde ya
no traerán otro pan y más agua.
—¿Y todo vuestro alimento
son los restos que desperdician esos desalmados? —continuó interrogando Karl
con manifiesta indignación.
—Así es.
Karl se acercó al lugar
donde estaban tendidos Rufus y sus compinches y con patente despreció los
apostrofó:
—Sois peores que las hienas,
cerdos repugnantes.
Rufus, sin dejar de hurgarse
los dientes con una corta paja, lo miró despectivamente y preguntó:
—¿Qué tripa se te ha roto?
—Eres un malvado, Rufus, y
ahora escucha con atención cuanto voy a decirte: cuando traigan otros
alimentos, ellos —y señaló a los tres cristianos— serán quienes coman porque
está escrito que los últimos serán los primeros.
Al escuchar las palabras del
nuevo cautivo, el anciano levantó la cabeza, se le iluminaron los ojos y
murmuró:
—Los últimos serán los
primeros, alegraos, hijos míos, porque ese hombre también es cristiano.
Rufus se levantó y tan
pronto estuvo de pie lanzó, inesperadamente, un fuerte puñetazo al rostro de
Karl, que trastabilló y cayó al suelo.
—¡Mequetrefe, aquí el único
que da órdenes soy yo! ¡De acuerdo!
Después se acercó al caído
Karl y levantó la pierna con la intención de pegarle una patada en las
costillas.
Pero Karl fue más rápido,
dio dos vueltas en el suelo, giró el cuerpo en dirección a Rufus y, cuando la
patada dio en el vacío, juntó los pies por detrás de la pierna de su atacante y
de un fuerte tirón le hizo perder el equilibrio.
Si bien Rufus era más
corpulento, al ser más ágil Karl, se levantó primero y acercándose veloz a su
antagonista, en el momento que se levantaba, le propinó un terrible y
devastador golpe de karate en la base del cuello. El efecto fue instantáneo;
Rufus cayó derribado como un pelele.
La lucha duró contados
segundos y ninguno de los presentes daba crédito a cuanto veían.
Incomprensiblemente, de un solo golpe con la mano abierta, aquel joven rubio de
configuración delicada acababa de abatir sin ningún esfuerzo al más duro de
ellos.
Pasada la momentánea
estupefacción, los tres compañeros de Rufus se lanzaron al ataque.
Karl, preveyendo cuál sería
la actuación de los otros, los aguardó serenamente y, al estar cercanos a él,
dio un prodigioso salto al aire, inclinó el cuerpo en diagonal, encogió la
pierna derecha y la distendió con la velocidad del rayo. Uno de los rufianes
también cayó sobre el piso, varios metros atrás, cuando recibió en el pecho el
duro y potente impacto de la planta del pie de Karl.
El segundo de los
asaltantes, tan pronto Karl puso los pies en el suelo, se le abrazó con toda la
vigorosidad de sus nervudos brazos forcejeando con el propósito de derribarlo.
Karl, sumamente diestro en
aquella clase de lucha y de rápidos reflejos, comprendió que debía evitarlo a
toda costa y nuevamente puso en práctica las lecciones aprendidas en el
desarrollo de su deporte favorito. Con las palmas de las manos golpeó
violentamente los oídos de su rival y el hombre se desasió de él, agarrándose
la cabeza mientras emitía dolorosos quejidos, para ir a revolcarse por la paja
intentando mitigar el dolor de la cabeza que parecía haberle estallado.
El ligero movimiento
efectuado durante la lucha hizo que el puñetazo dirigido a su cráneo diera en
el hombro de Karl. Pese al dolor, con increíble rapidez agarró el brazo de su
atacante que acababa de golpearlo situado a su espalda y lo volteó cual si
fuera un cuerpo sin peso estrellándolo estrepitosamente contra el empedrado
piso donde permaneció privado de conocimiento.
El rufián que recibiera la
patada de Karl en el pecho era el único en condiciones visibles para poder
proseguir la pelea, pero el temor por cuanto había contemplado, le hacía
permanecer arrinconado junto a la pared sin osar moverse.
—Y tú ¿qué esperas, ya te
das por vencido?
—Perdóname, señor, no me
pegues más.
—No lo haré si me obedeces,
de lo contrario…
—Te obedeceré, te obedeceré
—se apresuró a contestar, aterrorizado.
—Recoge paja y prepárale un
lecho al anciano —ordenó Karl secamente.
Y al instante, sin prestar
atención a sus caídos compañeros, se apresuró a cumplir las indicaciones de
aquel terrible luchador.
Una vez el agotado preso
estuvo acomodado sobre un buen montón de paja, Karl se le acercó, y, sin perder
de vista a los hombres que acababa de vapulear, interesó:
—¿Te sientes mejor así?
—Sí, muchas gracias. ¿Eres
cristiano? —preguntó de súbito.
—¡Claro!
—Pues no debías haber
empleado la violencia porque ellos, aunque sean malvados, son hermanos
nuestros.
—Te equivocas, buen hombre,
confundes la justicia con la violencia. Además me han atacado y me es lícito
defenderme, puedes estar tranquilo.
A medida que transcurría el
tiempo, Rufus y sus aliados fueron recobrándose y se agruparon en su rincón,
donde permanecieron cuchicheando mirando de vez en cuando a Karl. Todavía no
comprendían como aquel joven de apariencia endeble había podido vencerles tan
rápida y sencillamente.
Fue Rufus el primero en
hablar, pero su tono había perdido la anterior altanería y al dirigirse a Karl
lo hizo con manifiesto respeto.
—¿Puedo hacerte una
pregunta, señor?
—Sí —contestó
Karl con naturalidad.
—¿Fuiste tú quien venció a
Calingo en plena callé?
—Sí —afirmó Karl, sin poder
evitar un ligero estremecimiento al recordar al gigantesco gladiador.
—Lástima no haberlo sabido
antes, no hubiera iniciado esta pelea —murmuró para sus compañeros, pero que
Karl escuchó perfectamente.
—Tú la has buscado.
CAPÍTULO V
En la mazmorra se habían
constituido dos bandos bien definidos, integrado por Rufus y sus compinches
uno, y Karl y los cristianos el otro.
Cada grupo conversaba entre
sí, mientras el tiempo transcurría con la lentitud extenuante para quienes
están encarcelados en tan pésimas condiciones.
Al sonar el chirriar del
oxidado pasador de la puerta, Rufus, de manera instintiva, avanzó, mas al verse
observado por Karl se detuvo y volvió a ocupar su sitio. Cuando el pan fue
depositado en el suelo, fue el joven rubio quien lo recogió para entregárselo
seguidamente al enfermo.
—Toma, Dionisio, esta vez os
toca a vosotros.
—No sería justo, Prudens,
hemos de repartirlo entre todos.
—Rufus —llamó Karl—, ven.
El aludido se acercó sumiso
y con el pánico reflejado en los ojos, ante el temor de las represalias que
pudiera tomar aquel invencible luchador por haber dejado a los tres pacientes
cristianos sin su correspondiente parte durante el cautiverio que sufrieron en
la misma celda.
—Haz ocho porciones iguales;
después las repartirás entre todos nosotros.
Rufus asió el pan y con sus
manazas lo partió. Después eligió la parte mayor y la entregó al enfermo, pero
no por misericordia hacia aquel pobre desvalido, sino por el pánico que le
infundía Karl.
Los cristianos, por primera
vez, comían un trozo de pan desde hacía cinco días.
Karl sabía que aquella noche
y las siguientes no podría dormir, pues, posiblemente, Rufus trataría de
desquitarse aprovechando la ocasión de cogerlo desprevenido. Tal pensamiento
fue el inspirador de la idea de convertirlo de enemigo en un probable aliado.
—Rufus, quiero hablar
contigo.
Karl se alejó del grupo y
Rufus, imitando la acción, pronto estuvo a su lado.
—Rufus, voy a sincerarme
contigo, pero antes déjame advertirte que, si me traicionas, no volverás a
hacerlo jamás con nadie.
—No lo haré, señor, te lo
juro.
Pienso fugarme de esta
maldita ratonera. ¿Cuáles son tus intenciones al respecto?
—Ansío la libertad tanto
como tú. Imagina, poder comer hasta hartarme, beber hasta emborracharme…
—Luego ¿estás conmigo?
—interrumpió Karl.
—Sí, haré todo cuanto me
mandes…, si me dejas tomar parte en la evasión.
—Hemos de huir todos,
incluidos los cristianos. Tú debes de conocer las costumbres de estos sitios
porque eres un pillo redomado. El carcelero que cuida de traer el pan ¿viene
solo?
—Normalmente, sí. De
intentar alguien fugarse al llegar arriba se encontraría con soldados armados y
saben perfectamente que cualquiera prefiere estar encerrado antes que muerto.
—¿Cuántos hombres
acostumbran a tener de vigilancia?
—A lo sumo tres o cuatro.
—¿Tus compinches te
secundarán? —continuó interrogando.
—Tenlo por seguro, pues, si
se negaban…
—Mañana en la comida de la
tarde lo intentaremos.
—Reducir al carcelero no
costará; pero ¿y los soldados?
—No te preocupes, yo iré
delante. Puede que alguno de nosotros perezca en el intento, no quiero
engañarte; por tanto, piénsalo y ya me harás saber tu decisión. No obstante,
sea cual fuere, yo lo intentaré.
—Yo con la sola ayuda de mis
hombres no me arriesgaría, pero si tú nos conduces ya es otro cantar; morderán
el polvo antes de que puedan darse cuenta —y tras lanzar una sonora carcajada,
añadió—: Ya nos hiciste una demostración de lo que eres capaz.
Si las horas en el reducido
calabozo pasaban con lentitud desesperante, desde que Karl concibió la idea de
fugarse se hicieron interminables. Por fin llegó la noche y los presos
empezaron a dormir.
Pese a la alianza hecha con
Rufus, Karl no se fió de la lealtad de aquél y después de permanecer despierto
buena parte de la noche, cuando los ronquidos llegaban al máximo volumen,
lentamente cambió de lugar, se sentó con las piernas extendidas y, apoyando la
cabeza y la espalda en la pared, concilio el sueño hasta el amanecer.
Al levantarse, repitió, al
igual que el día anterior, las flexiones e hizo unos variados ejercicios
gimnásticos, pero sin que esta vez fueran acompañados de las burlas de Rufus y
sus compañeros que, con manifiesta curiosidad, no dejaron de observarlo ni un
instante.
Una vez concluidos se acercó
al postrado Dionisio, siempre rodeado de sus dos hijos, y solícito le preguntó:
—¿Podrías andar?
—Apoyándome, en mis
muchachos creo que sí. ¿Por qué lo preguntas?
—Hoy intentaremos reducir a
los soldados para huir.
—No lo hagas, Prudens,
habrás de emplear la violencia.
—¿Qué delito habéis
cometido?
—¿Nosotros? —preguntó
estupefacto, para luego responder firmemente—: ¡Ninguno! Nos encerraron porque
somos cristianos.
—Y ¿cuánto tiempo os tendrán
en esta situación?
—Hasta el regreso del
centurión Licinio. En realidad es él quien gobierna Pompeya y decidirá nuestra
suerte.
—¿Quieres que te la diga yo?
—No es necesario, la sabemos
sobradamente.
—Pues bien, Dionisio, yo sé
mucho con relación al cristianismo y, si te digo que me es lícito liberarme del
cautiverio, lo es.
—¿Incluso empleando la
fuerza?
¿Qué pensaría de Karl el
comedido Dionisio si le contara, por ejemplo, alguno de los episodios de las guerras
de los cruzados cuya lectura tanto lo entusiasmó en sus años de mocedad?
—Tranquiliza tu conciencia,
no voy a emplear la fuerza, como dices tú, para cometer ningún acto delictivo;
únicamente quiero evitar ser juzgado por unos hechos que no son ciertos y que
ponen en peligro la vida de otra persona inocente, una cristiana como nosotros,
que lleva más de cuatro años padeciendo una lenta tortura moral.
—Tengo mis dudas, Prudens.
—¡Pues, disípalas, hombre de
Dios! —reconvino Karl sin poder disimular su enojo.
—Padre, él parece saber más
que nosotros, hagámosle caso —intervino en la conversación uno de los hijos.
—¿Qué opinas tú, Eleuterio?
—preguntó el anciano a su otro hijo.
—Sus sentimientos son
buenos, padre; ayer me convencí de ello cuando abogó por nosotros.
—¿Me das tu palabra de que
no cometeremos…?
—Dionisio, por favor
—interrumpió Karl—, vosotros no intervendréis en nada. Únicamente se os abrirán
las puertas; salid y marchaos lo más lejos posible de Pompeya porque…
Afortunadamente se contuvo a
tiempo, pues iba a indicarles el trágico fin a que estaba condenada la ciudad.
¿Cuáles habrían sido en tal caso los sentimientos de aquellas, gentes? ¿Tomarlo
por un profeta? Indudablemente, no. Más bien creerían que estaban en presencia
de un demente.
La conversación con el
escrupuloso anciano quedó interrumpida por la traída del primer suministro del
día: el duro pan y la consabida alcuza de agua.
Rufus cuidó de recogerlo y
miró en muda interrogación a Karl. Cuando éste le hizo un gesto afirmativo con
la cabeza lo dividió en ocho partes y entregó, nuevamente, la mayor a Dionisio.
Luego cada hombre comió su porción con manifiesto apetito.
—Será después, ¿verdad?
—preguntó Rufus.
—Sí, en la próxima.
Por la posición de los rayos
del sol que penetraban a través de las enrejadas ventanas la hora estaba
cercana. Ante la muda expectación de los cristianos, Rufus se colocó detrás de
la puerta y Karl frente a la misma, permaneciendo en estática posición hasta
que escucharon como era deslizado el pasador.
En el momento que la puerta
se abría Rufus la empujó con fuerza y Karl sujetó el brazo que introducía la
parca cena, tirando fuertemente hacia sí. El carcelero penetró violentamente en
el calabozo y, antes de que pudiera lanzar un grito de aviso, estaba tumbado en
el suelo sin conocimiento. El duro golpe que Karl le propinó en la nuca con el
dorso de la mano había sido fulminante.
Karl subió después las
pétreas escaleras de dos en dos con tal agilidad que pasmó de asombro a Rufus,
que lo seguía.
Cuando los dos legionarios,
sentados frente a frente con los codos apoyados en la mesa jugándose unos
sestercios en una partida de taba y con sendos cubiletes de vino al alcance de
la mano, se percataron de la presencia de aquel joven rubio y quisieron
reaccionar, se sintieron sujetos por el cuello y sus cabezas chocaron con gran
violencia. Aturdidos por el mutuo golpe, a Karl le fue fácil acabar de dejarlos
inconscientes con sendos golpes de karate.
Al penetrar Rufus en la
reducida sala de guardia, su admiración no tuvo límites. Dos soldados yacían en
el suelo privados de conocimiento y de pie en medio de ellos Karl parecía estar
aguardándole.
—A fe mía que deberías
llamarte Terribilis y no Prudens, pues realmente eres el hombre más terrible
que he conocido.
—Haz que los lleven abajo;
amordazadlos y que dos de tus compinches se vistan con sus uniformes. Después
subiréis a los cristianos cuidando de cerrar la celda.
—¿Los cristianos también?
—Rufus, quedamos en que me
obedecerías en todo —replicó secamente el hombre del siglo veinte.
—Sólo preguntaba, Prudens.
—Entonces no preguntes más y
date prisa.
Contados minutos después
aparecían los restantes cautivos.
—Vosotros —ordenó Karl a los
falsos legionarios— aparentaréis dar escolta a los cristianos llevándolos como
si realmente fueran presos hasta el lugar donde os indiquen. Después ya os
reuniréis con Rufus. ¿Me habéis comprendido bien?
—Sí.
—Andando, pues. —Y
dirigiéndose al anciano Dionisio apoyado en sus hijos, le dijo—: Recuerda,
marchad de Pompeya, porque, seguramente, dentro de unos pocos años tendréis la
prueba de lo acertado de mi consejo.
Y gracias al deporte que Karl practicaba por mera afición en uno de los gimnasios de Düsseldorf, pudo consumarse la fuga.
CAPÍTULO VI
El día amaneció radiante.
Por las sendas del bien cuidado jardín pasea una encantadora mujer, sin prestar
atención a la belleza natural que la rodea, embebida en sus pensamientos. Luego
toma asiento al borde de un diminuto y artístico lago artificial y hunde la
mano en el agua en las proximidades de los multicolores nenúfares. Tan absorta
está que ni siquiera se percata de la llegada de otra mujer tan joven como
ella, y prototipo de la raza mediterránea.
Te encuentro triste, Enviada
—comentó súbitamente la joven recién llegada
La interpelada la miró
sobresaltada y guardando silencio no pudo, evitar que por su mente pasara otro
pensamiento. Enviada, no habría podido aplicársele otro nombre con mayor
acierto… Enviada, pero no por una falsa divinidad, como era la creencia general
del pueblo, muy lógica en sus circunstancias, sino por el ingenio creado por un
genio de la cibernética que había logrado, todavía incomprensible para ella,
hacerla vivir con otros seres que habían desaparecido de la faz de la Tierra
desde hacía casi dos mil años.
—Estás mohína, señora, ¿qué
te ocurre? —insistió al no obtener contestación.
—Nada, únicamente estaba
recordando.
—Qué maravillosos deben de
ser tus recuerdos. ¿Por qué no me los cuentas?
—No los comprenderías por
mucho que te los explicara, Lucia.
—Entiendo, señora.
No, no podía comprender de
ninguna manera la narración que Helga pudiera hacerle. ¿Cómo le sería posible
llegar a entender su inusitada presencia entre ellas si aún habían de
transcurrir muchos cientos de años hasta la fecha de su nacimiento?
La vestalía morena no podía
permanecer mucho tiempo callada. Así, al ver de nuevo ensimismada a su
compañera, preguntó:
—¿Sientes, acaso, temor de
que aquel hombre vuelva a intentar penetrar en nuestra morada?
Helga cobró instantánea
vivacidad. Se levantó rápida y sin cuidar de secar la chorreante mano inquirió
con angustiosa sospecha:
—No sé de qué me hablas,
Lucia. Explícate, por favor.
Aprehendieron a un hombre
subido a la tapia de nuestro jardín.
—¡Karl!
—No te comprendo, señora.
—Sigue, sigue —demandó
apremiante sin hacer caso de la observación.
—Hace cuatro noches unos
soldados detuvieron a un hombre encaramado sobre el muro con la intención de
saltar a nuestro jardín. Lo llevaron preso, pero, desgraciadamente, a los dos
días consiguió fugarse.
—¿Saben quién era?
—Nadie lo conocía;
únicamente se sabe que era un hombre joven y de condición patricia.
El rostro de Helga, blanco
por sí, al conocer la noticia adquirió mayor palidez.
—No debes inquietarte; cada
noche hay soldados montando guardia por todas las cercanías del templo por si
es un maniático e intenta repetir la hazaña. —Y queriendo disipar una duda,
preguntó bajando la voz—: ¿Habrá entre nosotras alguna sacerdotisa infiel?
—Puedo asegurarte que no.
La fatalidad parecía
perseguir a Helga. Después de cuatro años de continua farsa, se había reunido
con un hombre de su época, transferido por la máquina inventada por Heinrich
Grüber, cuya única finalidad era la de protegerla y ayudarla en su insólita
permanencia en una dimensión desconocida, y posiblemente acababa de perderlo
después de haberse enamorado de él.
Cuando Lucia vio las
lágrimas que se desprendían de los ojos de la sacerdotisa que tanto admiraba,
interpretó erróneamente la manifiesta congoja y trató de consolarla.
—No temas, Enviada, estamos
custodiadas.
* * *
Los evadidos salieron a la
calle sin ninguna dificultad, y siguiendo las instrucciones de Karl marcharon
en dos grupos diferentes sin llamar, afortunadamente, la atención de los pocos
transeúntes.
Rufus, junto a su compañero,
andaba con tanta despreocupación que llegó a sorprender a Karl, quien,
siguiéndolo a corta distancia, no dejaba de atisbar a todos lados sumamente
nervioso.
Al poco tiempo, penetraron
en un verdadero laberinto de estrechas callejuelas hasta detenerse frente a una
puerta abierta de cuyo recinto interior salían rumores de varias
conversaciones. Tan pronto Karl estuvo junto a ellos, Rufus, sin haber perdido
la admiración que sentía hacia él, dijo:
—Todavía tardarán unas horas
en venir en nuestra búsqueda; si te parece, podríamos aprovecharlas para meter
en nuestros estómagos algo más que el maldito pan duro que nos daban aquellos
hijos de perra. ¿Quieres honrarme con tu presencia?
Karl también se sentía
desfallecido; unos cachos de pan y unos sorbos de agua no eran alimentación
suficiente para nutrir a ninguna persona normal. Como sintiera reparos en
volver al hogar de su protector, contestó:
—Sea, Rufus; yo también
tengo apetito.
Y sin vacilación traspasaron
el umbral de la abierta puerta, para penetrar en una de las hediondas tabernas que
tanto abundaban en la parte plebeya de las ciudades del legendario Imperio
romano.
Seis o siete hombres
ocupaban parte de la larga mesa situada en el centro y al ver a Rufus, cual si
se tratara de un amigo al que hace muchos años que no se ve, se levantaron con
prontitud para rodearlo.
¿Ya te han soltado?
—Bienvenido a casa, Rufus.
—Ven a beber con nosotros.
Y, de manera similar, cada
hombre, cuyo sólo aspecto hubiera infundido temor a cualquier ciudadano
honrado, saludaba al recién llegado.
Karl había penetrado por
primera vez en uno de los antros morada casi perenne de aquella hez.
—¡Hola, amigos, ya estoy de
vuelta! —Y después de un largo énfasis, dándose importancia, añadió—: Pero no
me han soltado…, nos hemos fugado.
—Ya sabía yo que no estarías
demasiado tiempo enjaulado; eres demasiado listo. Cuéntanos, cuéntanos, Rufus.
—Ya os lo explicaré otro
día, ahora dejadme comer; tengo más hambre que los lobos de las montañas.
Y, abriéndose paso, fue a
situarse junto a una de las pequeñas mesas más apartadas seguido de su fiel
compinche y Karl.
Una vez tomaron asiento, el
joven rubio susurró:
—Ni una palabra a nadie
acerca de mi intervención. ¿Comprendido, Rufus?
—¿Me dejarás que lo cuente
como si hubiera sido yo? —preguntó estupefacto Rufus sin concebir que Prudens
no quisiera para él la aureola que le proporcionaría en aquel ambiente haber
sido el artífice de la fuga.
—Exactamente.
—Ya has oído —dijo Rufus a
su compañero de fechorías—. He sido yo, y como se te escape media palabra, ten
por seguro que te cortaré la lengua.
—Nada diré —contestó el
hombre dócilmente.
Inmediatamente, Rufus gritó:
—¡Eudesia, vieja bruja,
tráenos abundante carne y mucho vino!
La mujer llamada, en cuyo
rostro podían leerse los estragos ocasionados por el vicio, se retiró a una habitación
posterior y poco después les servía sendos platos de humeante carne asada.
—Me alegra verte, Rufus
—saludó.
—Si dijeras lo contrario te
costaría un buen guantazo; ahora trae vino en buena cantidad y procura que sea
del mejor.
En el momento que la
denominada Eudesia depositaba una gran ánfora llena del líquido demandado y
sendos cubiletes sobre la mesa, se hizo un silencio impresionante. En la
taberna acababan de hacer aparición dos soldados empuñando las espadas.
—¡Quietos todos! ¿Dónde está
Rufus?
—Dejaos de majaderías y
venid a comer, pues dentro de poco vendrán los auténticos en nuestra busca
—replicó aquél de mal talante.
Al prestar atención en los
rostros de los amenazadores legionarios la carcajada fue general. Habían
reconocido al resto del grupo integrante de la pandilla de Rufus.
Tras engullir una buena
porción de la, incomprensible en aquel antro, bien condimentada carne y beber
un poco de vino, Karl sintió sobre el hombro una mano y su olfato percibió el
pestilente aliento alcohólico del hombre cuando preguntó:
—¿Dónde hallaste esta
mosquita muerta, Rufus?
—Déjalo en paz, no sea que
la mosca se convierta en abeja y te clave el aguijón.
—¿A mí? —desafió el
provocador con la insolencia propia de los ebrios.
—¡Lárgate! —le gritó Rufus
con la mirada tan colérica que el borracho, asustado y dando traspiés volvió a
ocupar su asiento.
—¿Hubieras preferido
sacudirlo, Prudens? —preguntó después a Karl.
—No, has obrado sabiamente.
Al acabar las viandas,
Rufus, visiblemente esponjado por el elogio del invencible luchador, tras
ingerir su quinto vaso de vino y haciendo caso omiso de sus compañeros de
pandilla, se dirigió a Karl.
—A estas horas ya deben de
estar buscándonos. Sería conveniente que en los próximos días nos refugiáramos
en una de las cuevas de la montaña hasta tanto haya pasado el alboroto
producido por nuestra fuga.
—Tú mandas, Rufus.
—¿Yo, señor? —preguntó
incrédulo.
—De momento, sí.
La cueva en que pernoctaron
no debía de ser la primera vez en ser usada como escondite, pues en la parte más
profunda se habían procurado un buen aprovisionamiento de paja a fin de poder
pasar las noches con relativa comodidad.
Mientras Rufus y su
pandilla, acostumbrados a aquellas circunstancias, dormían profundamente, Karl,
sirviéndose de las manos como de almohada y sin poder conciliar el sueño, no
cesaba de meditar:
«Vaya situación la mía,
pelea tras pelea, fugitivo de una anacrónica justicia en compañía de unos
malhechores, viviendo quien sabe en qué desconocida dimensión y sin esperanzas
de que esta terrible pesadilla se acabe. Pronto se cumplirá un año desde que me
metí en la máquina y todavía…, ¿qué habrá podido sucederle a tío Heinrich
durante estos cinco años últimos para que no haya logrado hacer que cese el
experimento? ¿Habrá muerto?»
Y, al asaltarle tan nefasto
pensamiento, no pudo evitar un estremecimiento de pánico.
—¡Dios mío, ayúdame! —rogó
fervorosamente presa de auténtico terror.
A la mañana siguiente,
después de un almuerzo a base de abundante fruta muy de su agrado, Karl paseó
por los alrededores sin dejar de mirar extasiado al impresionante y aún dormido
Vesubio. De pronto, algo debió de llamarle la atención porque se agachó y
recogió del suelo un pedazo de mineral observándolo atentamente.
—Azufre —murmuró.
Continuó caminando por los estrechos
senderos de la montaña marcados por el continuo pisar de las gentes, hasta que
el calor del radiante sol se le hizo insoportable. Inició el regreso hacia la
guarida de Rufus y, muy próximo a llegar, al apartar con el pie una chamuscada
rama que debió de apagarse de alguna fogata, tuvo la idea.
—Azufre, carbón —monologó—;
sólo faltaría un ingrediente.
Al llegar, sudoroso y
cansado por tan larga caminata, haciendo cuenco con las manos, refrescóse el
rostro con el agua del odre que precavidamente trajeran de Pompeya.
Rufus parecía aguardar a que
Karl acabara con sus abluciones, pues, tan pronto se hubo secado con el faldón
de la ahora arrugada y sucia túnica, ordenó:
—A comer.
Sentados formando círculo en
el interior de la cueva al objeto de resguardarse de los rayos del astro rey,
no tardaron en hacer desaparecer en sus estómagos la pierna de cordero asada,
acompañada de abundantes libaciones de exquisito vino. No cabía duda de que
Rufus era un buen gastrónomo.
—Escurridizo —dijo Rufus a
uno de sus secuaces—, cuando anochezca irás a la ciudad en busca de más
provisiones.
—¿Me visto de soldado?
—preguntó entusiasmado ante la idea de enfundarse de nuevo el uniforme de
legionario con el propósito de darse importancia en los tugurios de Pompeya.
—Siempre serás un imbécil.
¿No comprendes, pedazo de alcornoque, que has de pasar inadvertido?
—Bueno, yo lo decía…
—¡Cállate ya!
—Yo preciso que me traigas
salitre y pergamino —terció Karl interviniendo por primera vez en la
conversación.
—¿Salitre y pergamino? ¿Dónde
encontraré esas cosas, Rufus? —replicó extrañado Escurridizo.
—Díselo a Eudesia; ella
cuidará de proporcionártelas y procura no regresar sin cumplir tal encargo. —E
intrigado por tas insólita demanda, preguntó seguidamente a Karl—: ¿Para qué
quieres tales cosas, Prudens?
—Para entretenerme en un
juego. Si me sale bien, te prometo que te maravillará.
A medida tarde del mismo
día, Karl repitió el recorrido de la mañana. Al regresar lo hizo con una buena
cantidad de azufre y leños quemados que depositó en un rincón de la provisional
guarida.
Recién amanecía el nuevo día
cuando el llamado Escurridizo, cargado con abundantes provisiones y dos odres
llenos de vino y agua respectivamente, entró en la cueva gritando alborozado:
—¡Despertad, ya estoy de
vuelta!
A sus gritos, los durmientes
se despertaron y pronto estuvieron de pie rodeándolo. Sin hacer ningún
comentario, Rufus se escanció un cubilete de vino llenándolo hasta los bordes,
y luego de bebérselo de un solo trago y enjugarse repetidas veces los labios con
el dorso de la mano, preguntó:
—¿Qué noticias traes?
—Buena la hemos armado en
Pompeya, andan como locos. —Y tras emitir una prolongada carcajada, continuó—:
El Viejo Fantoche está que echa chispas por los ojos. Imagina, de sus garras se
han escapado tres cristianos, Rufus y su compañía de ladrones y un importante
patricio de quien ni siquiera conoce su identidad.
—Dentro de unos días no se
acordarán —comentó despectivamente Rufus.
—Te engañas; esta vez se ha
armado mayor revuelo; el Viejo Fantoche está furioso, más que por todos
nosotros, por la fuga de Prudens.
—¿Por qué? —preguntó
interesado su capitán.
—Dicen que se hizo construir
no sé qué clase de cuerda y lo pescaron en el preciso momento que intentaba
penetrar en las habitaciones de las sacerdotisas de Vesta.
—¡Qué tipo tan grande eres,
Prudens! ¡Nada menos que la casa de las vestalías! —exclamó cada vez más
admirado Rufus, interpretando equivocadamente las intenciones de Karl.
—¿Quién es ese a quien
llamáis Viejo Fantoche? —preguntó Karl con la intención de desviar el cauce de
la conversación.
—Un viejo centurión. Buena
se le espera si no te pesca antes de que regrese Licinio —replicó rápidamente
Escurridizo.
—No temas, Prudens; Licinio
es de los que saben olvidar si se le recompensa debidamente. ¿Eres rico?
Karl guardó silencio
pensando en la cuantiosa fortuna empleada por su tío en la construcción de
aquel ingenio causa de todos sus males, y después, soplando al aire, replicó:
—Todo nuestro patrimonio
familiar voló.
—¡Por Júpiter! Tú sí eres un
tipo grande totalmente distinto a todos esos mequetrefes medio afeminados.
Indudablemente, Rufus le
creía uno de tantos jóvenes patricios de Pompeya cuya única ocupación era el
libertinaje e interpretaba que la fortuna familiar de Karl había sido dilapidada
en continuas orgías.
Rufus volvió a llenarse un
vaso de vino, de nuevo se lo bebió de una sola vez, y de súbito expresó la idea
que acababa de ocurrírsele.
—Prudens, ¿por qué no te
unes a nosotros? Te ofrezco el mando, tú serás nuestro capitán.
—Pero… —quiso intervenir el
apodado Escurridizo.
¡Cállate, si no estás
conforme con mis decisiones, puedes largarte ahora mismo!
—Tú sabrás…
Más, al ver los ojos
enrojecidos de Rufus, a causa medio del vino y medio por la ira, optó por
callar.
—Mi clase de vida es otra
—replicó Karl.
—Ya lo imagino —respondió
Rufus haciéndole un guiño picaresco—, pero para llevarla tendrás necesidad de
muchos sestercios y nosotros podemos proporcionarte el medio de obtenerlos
fácilmente.
—¿Robando?
—¡Claro! —contestó Rufus con
desfachatez—. ¡Tú eres inteligente, valiente, invencible en la lucha y con
nuestra ayuda en pocos días podrás conseguir suficientes riquezas para pasarte
una temporada de tu buena vida!
Karl comprendió que en su
situación actual no hubiera sido atinado desairar al hombre que le ofrecía el
mando de la pequeña banda de granujas, y por ello decidió contestar sin afirmar
ni negar:
—De momento dejemos las
cosas como están. Cuando hayan transcurrido unos días lo meditaré y ya te haré
saber mi decisión.
—Conforme. Veamos qué clase de comida nos ha traído ese animal.
CAPÍTULO VII
Durante mucho rato, Rufus
estuvo observando atentamente las manipulaciones de Karl, quien, después de un
rápido desayuno, con la ayuda de un cuchillo no cesaba de operar con unos ingredientes
para aplicar luego a la pequeña mezcla obtenida el extremo de una cuerda
encendida que tenía preparada cerca de sí. Pese a que estaba intrigado, Rufus
acabó por cansarse en su muda contemplación y salió de la cueva para reunirse
con sus compañeros ocupados en vigilar la cercana carretera por si atisbaban a
alguna presa propicia.
Hacia el mediodía, la
pandilla de ladrones penetró en la guarida y Rufus, al ver en el rostro de
aquel joven objeto de su admiración una marcada satisfacción, preguntó:
—Te veo contento, Prudens.
¿Acaso aceptas la proposición que te hice esta mañana?
—No. A propósito, yo también
quiero hacerte una a ti; aunque lo dudes y pese a que eres un rufián, te
aprecio…
—No tienes pelos en la
lengua —musitó Rufus.
—Estaba pensando —continuó
Karl sin prestarle atención— si no te sería conveniente cambiar de vida…
—¿Cambiar de vida?
—interrumpió nuevamente Rufus, extraordinariamente sorprendido y mirando a Karl
con ojos desmesuradamente abiertos.
—Y ¿por qué no? Tengo la
impresión de que Eudesia te quiere; tómala por esposa y márchate a otro lugar
donde nadie te conozca, a Roma por ejemplo. Allí podrás montar otra taberna y
con lo bien que ella guisa pronto acudirá la gente, ganarás dinero y podrás
vivir como cualquier ciudadano honrado sin necesidad de huir continuamente de
la justicia.
—Te aseguro que, si no
fueras tú quien me dice estas palabras, ya le habría…
Y como dejara la frase sin
terminar, la concluyó Karl:
—¿Matado?
—Puede que tú tampoco me
creas a mí, pero sólo he matado a un hombre, al tipo que me hizo esto.
—Y con un ademán señalóse la
tortuosa cicatriz de la mejilla—. He robado mucho, es mi oficio, pero matar, no
lo hice, te lo juro.
—Pues no seas testarudo y
hazme caso.
—No, gracias, prefiero
continuar así; ahora soy libre como un pájaro.
—A los pájaros también se
les enjaula algún día, recuerda donde nos conocimos.
Poco después, los cinco
fugitivos se sentaron en el suelo a fin de iniciar la segunda comida del día.
La misma transcurría en medio de general conversación cuando, de pronto, uno de
los hombres de Rufus quedó momentáneamente inmóvil para decir visiblemente
alarmado:
—¡Callad!
—¿Qué te pasa, Búho?
—inquirió su capitán.
—Escuchad; diría que se oyen
caballos.
Efectivamente, al guardar
silencio y permanecer atentos pudieron oír el rumor lejano, que cada vez se
aproximaba más, de los cascos de varias cabalgaduras al abatir el suelo.
Con pasmosa agilidad, el
apodado Búho se levantó y acercándose precavidamente a la entrada de la cueva
observó el exterior. Por la carretera se acercaban al galope un nutrido grupo
de jinetes.
—Caballería, Rufus, y vienen
hacia aquí.
—¡Maldición! Con toda
seguridad habrán atormentado a alguien que nos conoce y le habrán hecho cantar
donde tenemos nuestro refugio. Hemos de huir antes de que se nos echen encima,
pero procurad no ir por los senderos, sino por donde no puedan perseguiros a
caballo, pues de lo contrario nos cazarán como conejos.
Karl también se acercó y
pudo ver a los veinte soldados que lentamente y en fila de a uno empezaban a subir
por el estrecho camino que los conduciría a la guarida.
—¡Esperad! Es demasiado
tarde para escapar. Algunos van provistos de arcos y antes de que haya
transcurrido mucho tiempo nos habrán dado alcance. Dejadme probar a mí.
—Prudens, te lo suplico, no
pretendas luchar contra ellos, cometerías una locura fatal.
—Voy a intentar contenerlos;
si no lo consigo huid como podáis.
—¡Prudens, no lo intentes,
van a matarte! —gritó Rufus ante el temor de que Karl les hiciera frente—.
¡Marchémonos cuanto antes!
—¿Me crees tan necio como
para luchar contra veinte hombres armados y a caballo?
A la par que hacía tal
pregunta, Karl asió cuatro trozos de caña del rincón donde estuvo manipulando
toda la mañana y, después de cortar rápidamente los ya por sí cortos cordelitos
que salían de los mismos, les prendió fuego con el trozo de cuerda que aún se
mantenía encendida. Observó cómo ardían y, satisfecho de la combustión, los
arrojó en dirección a los perseguidores. Seguidamente, enrolló una hoja de
pergamino dándole forma de embudo, improvisando así una bocina, y poniéndosela
en los labios gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
—¡Deteneos, soldados, y no
oséis interrumpir mi sueño! ¡Os habla la voz de la montaña!
Las palabras resonaron
fuertemente y los legionarios que iban en cabeza, momentáneamente indecisos,
pararon sus cabalgaduras.
Fue cuando iniciaron de
nuevo la persecución cuando muy cerca de ellos una sorprendente llamarada se
alzó del suelo seguida de un potentísimo trueno. Casi inmediatamente, tres
nuevos relámpagos y tres terribles truenos siguieron al primero retumbando con
fortísimo estruendo.
La mayor parte de los
caballos, asustados por las fortísimas explosiones, se encabritaron derribando
a los no menos atemorizados jinetes, quienes se levantaron presurosos para huir
despavoridos con toda la rapidez que les permitían sus piernas. Mientras los
soldados que habían logrado permanecer montados, tras girar grupas,
emprendieron alocado galope hacia Pompeya. A los pocos instantes las dos
decurias de caballería habían emprendido una desorganizada retirada.
Karl, divirtiéndose cual
criatura que ha sido obsequiada con un juguete nuevo, estuvo observando la
huida de los perseguidores, convertidos en perseguidos por su creación de la
voz de la montaña, hasta perderlos de vista. Al percatarse de que estaba solo,
miró hacia el interior de la cueva; en el rincón más alejado y apretujados
contra la roca Rufus y sus tres inseparables secuaces también daban muestras de
estar amedrentados.
—Ya podéis salir. Los
soldados han tenido mucha prisa en regresar a Pompeya —comentó jocoso.
El primero en acercarse fue
Rufus, quien con voz temblorosa preguntó con manifiesto temor supersticioso :
—Señor, ¿qué poder te han
dado los dioses para poder hacer que se produzcan truenos si en el cielo no hay
nubes?
—Nada de poderes conferidos
por los dioses, Rufus. Todas las divinidades que adora el pueblo y a los que se
erige tan fastuosos templos son una pura patraña.
—Pero nosotros hemos oído
los truenos, señor.
—No han sido truenos, sino
el estallido de unos simples petardos.
—¿Petardos? Y ¿qué son?
—Unos pedazos de caña
previamente rellenados con pólvora.
Otra palabra nueva que
ninguno de aquellos hombres había oído pronunciar jamás.
—¿Pólvora?
Por primera vez desde que se
inició en él la transferencia a época y lugar distintos a los de su realidad
temporal, Karl se estaba divirtiendo a costa de la natural ignorancia de
aquellos hombres que lógicamente desconocían un descubrimiento que aún tardaría
más de mil años en producirse.
—Sí, pólvora —afirmó
sonriente.
—Y yo, si me enseñaras,
¿también podría hacer esto? —preguntó Rufus interesado ante la perspectiva de
poseer tamaño poder.
—No puedo enseñártelo porque
todavía no se ha inventado.
—Tu manera de hablar me
desconcierta, señor.
—Puedes continuar llamándome
Prudens.
—Digo que tu manera de
hablar me desconcierta, Prudens.
—Para ti es preferible que
no pretendas saber más de cuanto sabes, pues, si te explicara parte de lo poco
que sé, te aseguro que te volverías loco. ¿Qué pensarías si te dijera que los
hombres han inventado unas máquinas voladoras capaces de ir más raudos que las
aves, merced a las cuales han llegado y establecido poblados en la Luna… y que,
además, sus barcos navegan días y más días por debajo de las aguas de todos los
mares?
—Que el loco eres tú.
—Tal vez tengas razón
—replicó Karl, pensando que forzosamente debía de haber estado demente en el
momento que accedió a las súplicas de su desesperado tío.
Como quedara momentáneamente
callado, Rufus le preguntó compungido:
—¿Te he ofendido?
—No, porque acabas de
pronunciar una gran verdad —contestó gravemente Karl.
—¿Qué haremos ahora?
—Casi me olvido de los
soldados. Salid fuera y estad atentos vigilando el camino porque indudablemente
volverán.
Si se han asustado tanto
como nosotros, te aseguro que ésos no vuelven por aquí en toda su vida.
—Te equivocas. Cuando
lleguen a Pompeya y cuenten al Viejo Fantoche cuanto les ha ocurrido no serán
creídos por lo inverosímil de su narración. Con toda seguridad se organizará
otra expedición con él al frente, pues querrá cerciorarse personalmente de las
causas que produjeron tal pánico a la fuerza que mandó a prendernos.
—Les va a llevar tiempo.
¿Qué te parece si lo aprovechamos para largarnos a otro lugar?
—¿Y privarles de la única
ocasión que tendrán en sus vidas de presenciar un espectáculo tan sorprendente?
No, Rufus, yo me quedo.
—Nosotros también.
—Pues andando, salid a
vigilar y cuando veáis que se aproximan me avisáis de inmediato. Entretanto,
les prepararé unos truenos artificiales.
Sin comprender las palabras
del joven rubio, la pandilla de ladronzuelos se apresuró a cumplir ciegamente
sus órdenes y tras colocarse en distintos lugares, permanecieron al acecho sin
importarles las molestias de los ardorosos rayos del sol que caían sobre ellos.
Los hechos sucesivos
parecieron obedecer a un orden previamente sincronizado, pues tan pronto Karl
terminó de confeccionar el cuarto petardo, entró en la cueva el apodado Búho.
—Prudens, tenías razón. Ya
vuelven y, si la vista no me ha engañado, esta vez vienen bajo el mando del
propio Licinio.
—Llama a los demás.
Inmediatamente, Búho emitió
un silbido y a los pocos instantes penetraban en la cueva el resto de los
fugitivos.
—Pronto los tendremos aquí
—corroboró Escurridizo mirando fijamente a Karl cual niño atemorizado que busca
la protección de la persona mayor a la que por instinto adivina poderosa.
—Confiemos en que todo salga
bien.
—Ya empiezan a subir por el
camino —informó Búho, que permanecía en la boca de la cueva sin dejar de espiar
todos los movimientos de la tropa legionaria.
Karl prendió fuego a las
mechas, y, al igual que hiciera la primera vez, lanzó los petardos hacia el
camino de ascenso a la guarida. Al tirar el último murmuró:
—Y éste mayor como final
apoteósico de la fiesta.
Los segundos transcurrían
con creciente lentitud y, paulatinamente, el ruido que producían los cascos de
los caballos sobre la dura roca de la montaña era más audible, circunstancia
que hacía que el nerviosismo de los perseguidos fuera en aumento.
—¿Cuándo se oirán los
truenos? —siseó Rufus.
Karl, preocupado también por
la tardanza en producirse las explosiones, no contestó.
—Sólo faltaría que con las
prisas me hubieran salido defectuosos —monologó en alemán.
En su espera, la tensión de
los hombres del interior de la cueva iba en aumento, llegando al límite cuando
escucharon claramente una voz autoritaria ordenando:
—¡Adelante, no os detengáis!
¡Adelante!
Y como si hubiera sido la
señal convenida, por fin, estalló el primer petardo.
La explosión se produjo a
menos de quince metros del caballo montado por el arrogante centurión Licinio,
quien, después de conseguir dominar la encabritada montura, quedó
momentáneamente paralizado por el miedo.
A continuación se escucharon
dos atronadoras explosiones más y cuando retumbó la última con mayor intensidad
se produjo el caos. Hombres y animales, en confusa masa, pugnaban
atropelladamente para huir de aquellos misteriosos rayos y truenos que no caían
del cielo sino que nacían en el seno de la montaña.
En esta ocasión, Karl no estuvo
solo contemplando a la fugitiva tropa; junto a él permanecía Rufus frotándose
las manos con manifiesta satisfacción y amplia sonrisa.
—¿Crees que volverán?
—No, Rufus, puedo asegurarte
que tardarán mucho tiempo en volver por estos alrededores el pánico que han
experimentado por nuestro recibimiento ha sido superior al de su aguante.
* * *
Amparado en la nocturnidad,
Karl, acompañado de Escurridizo de quien intentaba imitar su sigiloso y rápido
caminar, aquella misma noche regresó a Pompeya decidido a afrontar los próximos
acontecimientos.
Escurridizo, ufano en la
misión encomendada de servir de guía al singular luchador que además poseía la
facultad de producir truenos a voluntad, tomó más precauciones de las usuales
mientras lo conducía camino de la ciudad.
—Puedes marcharte,
Escurridizo, esta parte ya me es conocida.
—¿No quieres que te acompañe
hasta tu casa?
—No es necesario, gracias.
—¿No volveremos a vernos,
señor?
—¿Quién sabe?
—Dices bien. Que los dioses
continúen protegiéndote, Prudens.
—Que Júpiter te guarde.
Al desaparecer Escurridizo
como tragado por las tinieblas de la noche, Karl se dirigió con premura hacia
su hogar en aquella desconocida dimensión y época tan pretérita.
El esclavo que permanecía
junto al pórtico no dio muestras de sorprenderse cuando el joven huésped de su
dueño penetró en 1a mansión. Se limitó a mirarlo e informar escuetamente:
—Encontrarás al amo en el
peristilo.
Karl, siguiendo la
indicación, se encaminó al segundo patio, y allí, junto a un diminuto estanque
circundado por floridos parterres, encontró a Tito cómodamente reclinado en un
diván situado en las proximidades de una de las marmóreas columnas. Al entrar
Karl, su protector, levantándose prontamente, dirigió la sorprendida mirada
hacia él y al observar las ajadas vestiduras del joven preceptor, preguntó con
inquietud:
—¡Prudens! ¿Qué te ha
ocurrido?
—¿Estás enterado de que unos
presos se fugaron de los calabozos de la curia del centurión Licinio?
—Sí, ¿acaso tú?
—Estás en lo cierto —afirmó
Karl—; yo fui el cabecilla.
Y seguidamente, Karl explicó a su bienhechor cuanto le había ocurrido, ocultándole, empero, las entrevistas que sostenía con Helga en los jardines de las vestalías y la causa verdadera de los relámpagos y truenos que atemorizaban a los aguerridos legionarios del disciplinado y poderoso ejército romano.
CAPÍTULO VIII
Durante los días siguientes,
Karl permaneció en la casa sin osar salir a las calles de Pompeya a fin de
evitar cualquier eventualidad. Fue durante una de las clases cuando casualmente
se enteró de la noticia que le hizo palidecer.
—Prudens, ¿vendrás con
nosotros a los festejos? —preguntó su pequeño alumno hijo de Tito.
—No sabía que los hubiera.
¿En honor de quién son?
—Del nuevo Emperador.
—¿De Tito Flavio Sabino?
—preguntó aún a sabiendas de que la contestación sería afirmativa debido al
conocimiento exhaustivo que de la historia del Imperio romano poseía.
—Sí, se llama como nuestro
padre.
La terrorífica catástrofe no
tardaría en producirse. Conocedor del trágico fin a que estaba destinada la
ciudad sintió compasión hacia aquellos dos pequeños y, preocupado por la suerte
de ellos más que por la suya propia, dio por terminada la clase marchando
apresuradamente en busca del buen patricio a quien tantos favores debía.
—He de hablar contigo, Tito.
—¿Estás enfermo? Te
encuentro agitado.
—Escúchame con atención
—contestó precipitadamente—, si amas a tu familia tendrás que sacarlos de
Pompeya. El tiempo está llegando a su límite y si no quieres que perezcan
habrás de marcharte cuanto antes.
—¿Y por qué han de perecer?
—Hazme caso, Pompeya está
condenada a ser destruida por temblores de tierra y a quedar sepultada por una
erupción del volcán…, y no creo que tal cataclismo tarde ni siquiera un año en
tener lugar.
Tito guardó silencio
recordando las palabras enigmáticas que Prudens le dijera en otra ocasión. Pero
la simple aseveración de aquel joven que un día encontrara fortuitamente en la
calle no eran causa suficiente para que abandonara su hogar. Su patrimonio.
—¿Conoces, por ventura, el
futuro?
Tú lo has dicho.
—No puedo creerte.
Únicamente los dioses pueden saber cuánto ha de ocurrir y tú no eres un dios.
—Dices verdad, no soy un
dios. Pero te equivocas al dudar cuanto te anuncio, porque conozco el porvenir.
Yo vengo de un futuro muy lejano.
—¿Cómo?
—Provengo del más allá en el
tiempo y en el espacio.
Y antes de que su
interlocutor pudiera replicar, Karl tuvo una súbita idea. Le serviría para
hacer llegar indirectamente un mensaje a Helga y al propio tiempo para
convencer a Tito de que pusiera a salvo a su familia, principalmente a sus dos
hijos a los cuales en el transcurso de sus cotidianas clases había cogido gran
afecto. Así, pues, continuó:
—Responde con sinceridad,
Tito. Si cuanto te anuncio yo, lo hiciera la enviada, ¿también dudarías?
—No, si fuera ella quien me
lo dijera sería muy diferente.
—¿Y si ella confirmara que
yo conozco el futuro, todavía no creerías en mis palabras?
—Entonces, sí. En Pompeya se
la venera como a una enviada de la diosa Vesta y, por tanto, no puede mentir.
Si ella afirmara de que tú conoces los hechos venideros te creería y haría
cuanto me indicaras. ¡Te lo juro!
* * *
La mujer hacía varias horas
que permanecía expectante en el templo. Por fin su espera se vio recompensada
por la presencia de una de las sacerdotisas que tenían al cuidado mantener
encendido el fuego sagrado.
Tan pronto acabó de cumplir
la misión, la mujer que aguardaba pacientemente se aproximó a la joven vestalía
y con voz queda solicitó:
—Quisiera hablar con
Enviada.
—Te conozco; tú eres Julia,
esposa de Tito Constancio.
—Así es.
—Lo lamento muchísimo, pero,
comprende, Enviada no puede recibir a todas las mujeres que acuden al templo en
solicitud de hablarle.
—Te lo ruego, dile tan sólo
que una mujer que ha visto las orillas del río azul desea hablarle. Yo estaré
aguardando su decisión.
La sacerdotisa se apresuró a
cumplir el encargo de la esposa de Tito, y tan pronto comunicó las enigmáticas
palabras a la enviada de la diosa, no sin sorpresa, escuchó unas palabras
ininteligibles.
«El río azul…, el río azul…
¿Qué significado puede tener esta misiva? Las orillas del río azul —continuó
murmurando Helga en alemán, para exclamar de súbito—: ¡El Danubio Azul! ¡A
orillas del hermoso Danubio Azul, el título del inmortal vals creado por el
compositor austríaco Juan Strauss! ¿Quién será esa mujer? ¿Otra transferida por
Heinrich Grüber? ¿Tal vez una mensajera de Karl?»
Y con visible agitación alzó
la voz para decir:
—Condúcela inmediatamente a
mi presencia.
Cuando la mujer estuvo
frente a Enviada, hizo una profunda reverencia a la joven considerada por su
extraña aparición en el templo como a un ser casi divino.
—Agradezco tu benevolencia
para conmigo, Enviada.
—¿Quién eres? —demandó con
manifiesto interés Helga.
—Soy la esposa de Tito
Constancio, patricio de Pompeya.
—¿Qué pretendías al hacer
que me indicaran que habías visto las orillas del río azul?
—Prudens, el preceptor de
mis hijos, dijo que te hiciera saber esta frase y que así me recibirías
inmediatamente.
La astuta e inocente frase
de Karl estaba dando el fruto apetecido. Sin misiva comprometedora, Helga había
comprendido.
A punto estuvo Helga de
cometer el error de interesarse por Karl, pues no le era desconocido el castigo
terrible de ser enterradas con vida que pesaba sobre las vestalías que tenían
amores con un hombre. Así, procurando dar a su voz un tono indiferente,
interrogó:
—¿Y qué se te ofrece, buena
mujer?
—¿Conoces a Prudens, señora?
—Desde hace casi dos mil
años —contestó Helga divagando, al recordar su presencia irreal en aquella
época.
Si grande era la admiración
que la rubia vestal despertaba en el pueblo, todavía fue mayor la que sintió
hacia ella la esposa de Tito cuando escuchó las palabras de la excelsa
sacerdotisa.
—Luego, Prudens también…
—Efectivamente, ha sido
enviado, como yo, desde una era muy lejana si bien tú no puedes llegar a
entenderlo.
—¡Entonces, es verdad,
conoce el futuro! —exclamó maravillada Julia, sin poder dar crédito a sus
propias palabras sumamente impresionada por albergar en su hogar a un joven tan
extraordinario y, a no dudar, con más de dos mil años de vida.
—Así es, puedes creer cuanto
te diga.
Y viendo la credulidad de
aquella mujer, Helga se aventuró a formular la pregunta ansiada segura de que
sus palabras no serían interpretadas en el verdadero sentido.
—¿Lo has visto últimamente?
—Sí, Enviada, nuevamente
tenemos la inmensa dicha de tenerlo en nuestra casa. Voy a retirarme, no quiero
molestarte más. ¿Quieres… quieres que le explique nuestra conversación?
—Puedes hacerlo; además, te
agradeceré le comuniques mi deseo de que se guarde mucho, pues ansío volverlo a
encontrar cuando regresemos a nuestro mundo. Pero antes de que te marches he de
hacerte una grave advertencia: deberás guardar el secreto de mi revelación.
Tan pronto Julia,
alborozada, narró a su esposo la conversación sostenida con la seudoenviada de
la diosa Vesta, el comportamiento de la familia hacia Karl fue totalmente
distinto. Ahora, sentían en relación a él un respeto supersticioso.
Y por medio de farsa tan inocente, Prudens consiguió que Tito Constancio y su familia, un mes después, se ausentaran de Pompeya.
CAPÍTULO IX
La suntuosa mansión de Tito
en Pompeya, después de la partida de aquella familia que tanto afecto había
mostrado al joven extranjero, únicamente había quedado al cuidado de tres
esclavos, los cuales, además, tenían la misión de servir al amigo de su señor.
Era todavía muy de madrugada
cuando Karl, siguiendo las sobrias costumbres de aquel antiquísimo pueblo, ya
se había levantado. Mientras comía un parco desayuno, uno de los servidores se
le acercó para anunciarle:
—Señor, perdona —rectificó
inmediatamente—. Prudens, un hombre y una mujer preguntan por ti y solicitan
permiso para hablarte.
—¿Quiénes son?
—No lo sé, pero por su
aspecto no son de mucho fiar, parecen dos miserables.
Hazlos pasar.
Momentos después fueron
introducidos en su presencia un individuo desaliñado acompañado de una mujer
cuyo rostro le resultó vagamente conocido.
—¡Escurridizo! ¿Qué te trae
por aquí? —preguntó Karl, sorprendido por la matinal visita.
—No sé si la recordáis,
señor, es Eudesia y quiere hablarte.
—Sí, ahora te recuerdo y a
tus excelentes guisos también. ¿Qué se te ofrece?
—Traigo un mensaje para ti.
—Explícate.
—Ayer noche los soldados
detuvieron a Rufus. Estaba, al igual que cada noche, en mi taberna, cuando
entraron varios soldados y un decurión. Antes de que pudieran hablar, Rufus,
intuyendo que iban a por él, antes de entregarse se me aproximó y me dijo: «Halla
a Prudens y dile que huya, esos malditos a quien realmente buscan es a él; yo
soy una pieza demasiado insignificante para que se tomen tantas molestias.»
—¿Qué opinas tú,
Escurridizo? —preguntó Karl luego de haber escuchado a Eudesia.
—Que debes huir cuanto
antes, Rufus tiene razón. A Licinio le interesa capturarte a ti por lo de las
vestalías, ya me comprendes, y al no conocer tu identidad lo atormentará hasta
sacarle cuanto quiera saber; pues por muy fuerte que sea, llegará un momento
que no podrá resistir más.
Karl se maravilló de la
lealtad de aquellos facinerosos que habían acudido a él no en demanda de ayuda
en favor del compañero nuevamente apresado, sino para advertirle del peligro
que consideraban corría. Como viera que la mujer lloraba silenciosamente, tomó
la determinación:
—No te preocupes, Eudesia,
me entregaré a Licinio y ya verás cómo lo ponen inmediatamente en libertad.
No lo hagas, señor. Rufus
está dispuesto a perder su vida para que tú te salves. ¡No sabes cuánto te
admira, únicamente sabe hablar de ti con grandes elogios!
Karl se conmovió por las
palabras de aquella mujer y no se avino, aun a riesgo de su propia vida, a
permitir el sacrificio de Rufus ni del amor de Eudesia hacia el extravagante
ladrón para salvarse de una crítica situación que sólo a él concernía.
—Mi decisión está tomada.
Esta mañana me presentaré a Licinio.
—Déjame acompañarte, Prudens
—suplicó Escurridizo.
—¿Para que también te
apresen?
—No me importa; tú no te
entregarás tan fácilmente y, si tiene que haber lucha, aunque me consta que de
poco te serviré con mi ayuda, quiero permanecer a tu lado —replicó.
—Conforme. Pero haremos las
cosas a mi manera.
A media mañana, pocos de los
amigos de Escurridizo hubieran reconocido en él al aseado sirviente, vestido
con limpísimo colobo y sandalias nuevas, que andaba junto a su elegante señor.
Siguiendo las indicaciones
del ladronzuelo, Karl, con tal serenidad que aumentó el asombro de su
compañero, se encaminó a la curia, lugar donde probablemente encontraría al
temido centurión.
Al exponer sus deseos,
fueron introducidos, poco después, en una amplia sala en la entrada de la cual
dos aguerridos legionarios, en estatuaria postura, montaban guardia.
—¿Deseabas verme, forastero?
—preguntó el centurión sentado en una cómoda poltrona colocada en un estrado a
manera de rudimentario trono.
—Sí, he venido a rogarte que
ordenes poner en libertad a Rufus.
—¿Rufus?
Sí, el ladrón que tus
soldados capturaron ayer noche.
—¿Puedes explicarme el
interés que te mueve para hacerme tan insólita petición?
—No es el hombre a quien
buscas, bien lo sabes.
—¿Acaso, lo conoces tú?
—Sí.
—¿Y vas a denunciarlo?
—Por tal razón estoy aquí.
—Dime, ¿quién es?
—Yo —contestó serenamente
Karl, ante el temor creciente de Escurridizo que permanecía materialmente
pegado al hombre que por sus gestas había convertido en su ídolo.
—¡Guardia! —gritó Licinio
tan pronto Karl hizo la revelación—. ¡Prended a ese hombre!
—Aguarda, Licinio…
Y Karl no pudo continuar
porque los dos legionarios de la puerta entrando precipitadamente lo agarraron
fuertemente uno por cada brazo.
Lo que ocurrió no causó el
menor asombro a Escurridizo. Tan pronto como los soldados sujetaron a Karl,
éste se revolvió con celeridad y los guardias, tomados de improviso, rodaron
por los mosaicos del suelo impulsados por unas fáciles llaves del consumado
judoka.
—Te he, dicho que
aguardaras, Licinio. Haz salir a esos hombres pues no creo conveniente para ti
que escuchen cuanto he de decirte —manifestó Karl con pasmosa tranquilidad.
La manifiesta serenidad del
forastero hizo mella en el ánimo de Licinio, pues, en el momento que los
soldados se levantaban prestos para consumar el arresto, les ordenó:
—¡Salid, pero estad atentos
a la menor indicación que os haga y procurad no dejaros sorprender de nuevo,
estúpidos!
—La fama de que gozas de ser
hombre inteligente, demuestras tenerla bien merecida.
—No preciso de tu adulación;
habla —conminó el centurión.
—¿Conoces, por ventura, al
prefecto de los pretorianos?
—¿A Tertuliano?
—Exactamente, a Tertuliano.
—Personalmente, no.
—¡Pues es una lástima porque
sabrías que yo soy uno de sus familiares más allegados, concretamente, su único
sobrino.
—¿Y qué? —replicó con
marcada indiferencia.
Y Karl, siguiendo el curso
de su idea, contestó sin inmutarse con mayor indiferencia aún que la de
Licinio:
—Pues, sencillamente, que si
dentro de dos horas no he regresado a mi hogar partirán hacia Roma, sin que tú
puedas impedirlo, unos emisarios con la misión de contarle algunas cosas acerca
de ti, cuales son por ejemplo, entre otras, que no es el prefecto, como le
corresponde por su rango, quien gobierna a la ciudad sino tú. Además, atiende
bien, le narrarán un triste episodio de tu vida en la milicia, cuando huiste al
frente de dos decurias de caballería al escuchar simples truenos.
—¡Mientes!
—Licino, por favor,
sosiégate. Yo fui testigo de tu pánico.
—No eran truenos, fue la voz
de la montaña.
Karl tuvo que esforzarse,
pese a la peligrosa situación, para no irrumpir con una sonora carcajada al
recordar quién fue «la voz de la montaña». Aparentando desconocer lo acaecido
realmente, continuó:
—¿Crees, sinceramente, que
tu versión será convincente? Yo puedo asegurarte que no.
Y como Licinio guardara
silencio, Karl continuó apabullándole sin darle tiempo a meditar.
—¿Quieres que te diga el tiempo
que tardarás en ser depuesto de tu rango de centurión cuando Tertuliano dé a
leer al Emperador las misivas que le he escrito?
Licinio era ambicioso e
inteligente. Comprendió que, si era verdad cuanto decía el joven patricio de
informar a Roma, su carrera estaba arruinada.
—Te complaceré, pero no por
lo que hayas podido escribir acerca de mí, sino porque eres sobrino de
Tertuliano —contestó con fingida altanería.
—Ambos te agradeceremos tu
bondad, tenlo por seguro.
Y ya desde la puerta al
abandonar la sala, Karl se volvió hacia el pasmado Licinio para añadir:
—¡Ah! Y en relación con la
historia de mi asalto al jardín de las vestalías no es cierto. Por último,
déjame advertirte que, si me ocurriera cualquier incidente que me dañara, ten
por seguro que mi tío tomaría justas represalias. Que los dioses te guarden,
Licinio.
Ya en la calle, Escurridizo
comentó:
—No sabía que el jefe de los
pretorianos fuera tío tuyo.
—Ni yo tampoco.
—¿No sabías que Tertuliano
era tu tío? —preguntó extrañado sin haber comprendido el verdadero sentido de
las palabras de Karl.
—Ni siquiera sabía su
nombre. ¿No comprendes que tal parentesco acabo de inventarlo?
Por fin se hizo luz en el
cerebro de Escurridizo y, al discernir que el sagaz centurión había sido
burlado tan fácilmente, no pudo evitar una carcajada de satisfacción.
Entretanto, Licinio paseaba
a grandes pasos por la amplia sala sin dejar de meditar las palabras que le
dijera el visitante. Por el porte, la riqueza que hacía gala en sus vestiduras,
la naturalidad de sus palabras y la confianza que mostró en todo momento en sí
mismo, el forastero debía pertenecer a la clase privilegiada y no dudó de sus
palabras. Si aquel hombre cumplía con su velada amenaza podía arruinar su
porvenir. Debía evitarlo a toda costa y para ello sólo había un medio:
eliminarlo. Pero ¿cómo? Tendría que hacerlo de manera que él quedara al margen
de toda ulterior sospecha.
De pronto, al recordar la
facilidad y rapidez con que se deshizo de los dos guardias, le vino a la
memoria una narración que llegó a sus oídos a través de las versiones de
algunos de sus soldados. Tal vez allí radicaba la clave de la solución a su
problema.
Una hora después, en la
misma sala.
—¡Salve, Licinio! —saludó
desde la puerta el hombre de configuración gigantesca.
—Pasa, Calingo.
—Uno de tus soldados me ha
dicho que deseabas hablarme.
—Así es. ¿Recuerdas que un
hombre forastero de pelo rubio te dejó sin sentido en plena calle?
—No me lo recuerdes
—contestó con el rostro enrojecido por la ira el fornido gladiador.
—Te hablaré claro. Ese
hombre, de ser el mismo, se ha convertido en mi enemigo.
—Líbrate de él.
—No puedo hacerlo, es
demasiado influyente.
Calingo comprendió los
motivos de la cita del centurión, porque preguntó de inmediato:
—¿Quieres que lo haga yo?
—Si lo haces, deberá parecer
una cosa personal tuya y de modo que su muerte no infunda sospechas; a poder
ser, sería conveniente que ocurriera en presencia de muchos testigos. Por tal
favor te recompensaré largamente.
—No quiero recompensa
alguna. Me daré por satisfecho al saber que no existe ya el hombre que puede
vanagloriarse de haber vencido a Calingo.
—Habrás de obrar con mucho
tiento, pues nuestro enemigo es sobrino de Tertuliano, prefecto del Pretorio de
Roma.
—Ya me las arreglaré para
que nadie pueda culparme de su muerte.
—En tal caso me acusarán a
mí.
—Puedes estar tranquilo,
morirá y nadie podrá culparnos; confía en mí.
Karl, una vez puesto en
libertad Rufus y seguro de haber amedrentado al poderoso centurión, se descuidó
y no observó la constante vigilancia de que era objeto su morada.
Una mañana, al salir con la
intención de merodear por los lugares que sabía transitaban las vestales en sus
paseos por si la fortuna le deparaba poder ver a Helga, se encontró, de súbito,
frente a un hombre cuya presencia le dejó momentáneamente paralizado.
Cerrándole el paso se hallaba el corpulento Calingo. Durante su larga estancia
en Pompeya era la primera vez que se encontraban de nuevo. Por un momento tuvo
la intención de escapar, pero el amor propio de que la muchedumbre que
transitaba por la calle viera su cobardía, le hizo permanecer quieto con todos
los músculos en tensión para defenderse del ataque que, a no dudar, pronto
sería objeto.
Calingo se acercó más, y sin
mostrar agresividad alzó la voz con la intención de ser escuchado por todos,
para decirle:
—Me venciste en una ocasión,
Prudens. ¿No crees que deberías concederme el desquite?
—No tengo por qué luchar de
nuevo contigo. En aquella eventualidad me obligaste a defenderme.
—Pero me venciste y lo justo
es que me concedas la oportunidad de mostrar al pueblo quién de los dos es
mejor.
Pronto los transeúntes se
pararon a corta distancia para no perderse la conversación entre el
extraordinario gladiador y el joven patricio que residía en Pompeya desde hacía
más de un año.
—Reconozco públicamente de
que tú eres mejor —manifestó Karl con la intención de evitar la pelea con el
coloso.
—Te creí un hombre, pero me
he equivocado; no eres más que una rata cobarde.
Las palabras insultantes de
Calingo hicieron caer en la trampa al prudente Karl.
—Sea como quieres, puedes
empezar —replicó Karl flexionando suavemente las rodillas y arqueando
ligeramente los brazos aprestándose para la lucha que se avecinaba.
—No, no la haremos aquí. Es
necesario que lo vean todos los habitantes de la ciudad; te reto a que luches
contra mí en el anfiteatro.
—No soy gladiador —contestó
despectivamente Karl—, para luchar en un espectáculo público en diversión del
pueblo.
—Pero sí un cobarde al no
aceptar.
El temor que experimentó en
el primer momento del encuentro con el gigante fue transformándose por las
continuas ofensas en una furia mal contenida y sin darse perfecta cuenta de sus
actos contestó:
—Acepto tu desafío, lucharé
contra ti donde y cuando quieras.
—Pues será en el anfiteatro
durante los próximos festejos.
Y sin más palabras, Calingo,
dándole la espalda, se marchó.
* * *
Desde muchas horas antes de
abrirse las puertas, la muchedumbre se había desplazado al lejano anfiteatro
separado casi un kilómetro de los demás edificios de la urbe, formando apiñados
grupos a fin de poder entrar lo más pronto posible para posesionarse de las
gradas más cercanas a la arena.
El espectáculo prometía ser
interesante, pues se contaba con el concurso de los más afamados gladiadores
del Imperio. Pero lo que más atrajo a las multitudes, fue el anuncio
profusamente esparcido del combate que celebraría el ídolo de Pompeya, Calingo,
contra otro invencible luchador.
Y así, en busca del morboso
aliciente, las treinta y cinco gradas del anfiteatro, a los pocos minutos de haber
abierto las puertas, se llenaron por completo de una heterogénea muchedumbre en
la que no cabía distinción de sexos ni edades, pues lo mismo había hombres,
mujeres que niños.
La diversión tocaba a su
fin. Después de retirar los despojos humanos, cadáveres mutilados y
horrorosamente destrozados de los que no habían tenido la fortuna de quedar
triunfantes en las cruentas luchas, primero con fieras hambrientas y después de
hombre contra hombre, se hizo un silencio impresionante. El combate a muerte
entre Calingo y el desconocido luchador sería el próximo número.
Cuando apareció en la arena
el gigantesco luchador, vestido con un taparrabos de flexible cuero y anchas
correas cruzadas sobre el descomunal pecho, la multitud enardecida no cesó ni
un momento de jalearlo.
Calingo, después de haberse
situado en el centro de la ovalada palestra alzó los brazos y los agitó en
señal de saludo al populacho que lo estaba aclamando ruidosamente.
Y mientras correspondía a
las muestras de admiración de sus conciudadanos, apareció el otro luchador con
el torso completamente desnudo y con un atuendo jamás visto. Vestía un blanco y
corto pantalón de fino lino por encima de las rodillas, en vez de la consabida
y usual pampapilla.
El contraste entre ambos
luchadores era manifiesto. Calingo, alto, fornido y con recia musculatura
ofrecía el aspecto de un gigante. Su contrincante, de fino talle y anchos
hombros más bien parecía el modelo de una estatua en la que se plasmara la
belleza varonil.
Inmediatamente, después de
un prolongado toque de trompetas, se armó de escudo y espada a los dos
contendientes y dio comienzo el singular combate.
Calingo inició acto seguido
el ataque. Arremetió contra su adversario lanzándole poderosos golpes con la
espada que daban en el aire por esquivarlos continuamente su rival.
La muchedumbre estaba
decepcionada. El joven gladiador no presentaba combate y únicamente se
preocupaba de andar de espaldas saltando ágilmente de un lado a otro cada vez
que Calingo lo atacaba con denuedo.
Entonces sucedió lo nunca
presenciado en tal clase de lucha, el oponente de Calingo arrojó lejos de sí el
escudo y la reluciente espada y se enfrentó desarmado al terrible gladiador.
—Rufus —dijo agitado uno de
los espectadores a otro que estaba situado a su lado—, Prudens ha tirado la
espada; está perdido.
—No sabe manejarla, salta a
la vista; su destreza radica únicamente en luchar con las manos. ¿Cómo podría
ayudarlo? —contestó con claro desespero.
—¡Pobre Prudens! Calingo lo
partirá en dos de un solo golpe.
—¡Cállate, Escurridizo, no
me atormentes más! Debo ayudarlo…, debo ayudarlo… —repetía Rufus angustiado.
Y mientras en la arena Karl
fintaba una y otra vez las mortales estocadas que le propinaba Calingo, en casi
todo el silencioso ámbito del anfiteatro se escuchó una voz que gritaba
desaforadamente:
—¡Calingo! ¡Cobarde! Tira la
espada y lucha en igualdad de condiciones.
Rufus de pie y haciendo
bocina con las manos había lanzado el primer grito. Seguidamente, todo el hampa
de Pompeya le hizo eco y unieron sus protestas a las de Rufus y su pandilla.
—¡Calingo, cobarde!
¡Calingo, cobarde!
Muy pronto gran sector de
los espectadores se dejó arrastrar por los incipientes vituperios y los gritos
resonaron estruendosamente en el graderío.
Cuando a las imprecaciones
se unieron muchos silbidos de protesta, Calingo también arrojó el escudo y la
espada y continuó el combate seguro del triunfo de sus poderosas fuerzas.
Los dos contendientes,
copiosamente sudados y situados frente a frente, no dejaban de observarse
mutuamente buscando el momentáneo descuido de su rival para pasar al ataque.
Poco a poco se restableció
la calma entre los miles de asistentes, fija la atención en el desarrollo de la
lucha mortal que tenía lugar en la palestra.
El desconocido gladiador
estaba sangrando copiosamente por la nariz a consecuencia del potentísimo golpe
de Calingo que no pudo esquivar. El ligero desvanecimiento que le provocó el
duro castigo y el traspiés que dio al recibir el demoledor impacto, fue
aprovechado por aquél, quien sujetó con ambas manazas la garganta del a todas
luces inexperto luchador y apretó con toda la fuerza de sus poderosos músculos.
Karl sintió como el aire
empezaba a faltar a sus pulmones y ante el temor a la muerte segura, reaccionó
rápidamente. Con las manos abiertas golpeó los oídos de Calingo y seguidamente
con la velocidad del rayo con el dorso de la mano le golpeó violentamente el
hígado.
Al notar que la presión
ejercida sobre su garganta disminuía, Karl repitió el primer golpe y de nuevo
Calingo tuvo la sensación de que le estallaba la cabeza.
Luego, sucedió todo tan
rápidamente que los millares de espectadores casi no pudieron percatarse de
cuanto ocurrió. Los combatientes asidos en fuerte abrazo cayeron al suelo y
después de un corto y violento forcejeo el joven gladiador rubio se levantó. A
sus pies se hallaba Calingo sin hacer ningún movimiento. Estaba muerto. Karl
había conseguido aplicarle la terrible y mortal llave del estrangulamiento.
Nada tan voluble como la
muchedumbre. Allí, en la arena, quedaba muerto el que durante tantos años fue
el ídolo de Pompeya y ya nadie se acordaba de sus gestas en los múltiples
anfiteatros del Imperio; tenían a otro más poderoso a quien admirar y aclamar.
Pero no todo eran gritos de
alabanza al vencedor. Entre la multitud, y en asientos reservados a su
condición de vestalías, dos hermosas jóvenes habían asistido al inhumano
espectáculo. Una de ellas, rubia y con la tez tan blanca como la nieve, en
aquellos momentos decía a su compañera:
—Vámonos, Lucía, estoy
mareada.
—No debías haber venido, Enviada, has estado sufriendo todo el rato.
CAPÍTULO X
El día de agosto era
caluroso en extremo. Karl, ante la consiguiente extrañeza de los pescadores, no
cesaba de zambullirse en las tranquilas aguas del mar Tirreno, gozando del
inefable placer que producía a su cuerpo la natación. Después, fatigado, salió
del mar y se tendió en la arena de la playa para que los rayos del sol secaran
su piel. Fue entonces, cuando, de súbito, la tierra tembló por espacio de
varios segundos y las aguas del mar hicieron un continuo movimiento de resaca.
Se puso rápidamente la amplia túnica y siguiendo a los atemorizados pescadores
corrió junto a ellos en dirección a la ciudad.
Acababa de producirse el
primer temblor de tierra, preludio de la gran catástrofe.
Mientras corría, Karl no
apartó la mirada del Vesubio y la visión le tranquilizó en parte. Hasta el
momento, sólo desprendía una negra humareda.
Al entrar en Pompeya un
tropel de gentes, con la angustia y el temor reflejados en sus actos, corría
atropelladamente por todas partes presa de terror, pues varias de las
edificaciones más endebles se habían derrumbado.
A medida que pasaron las
horas fue restableciéndose la calma en la ciudad y sólo los más asustadizos
empezaban a abandonarla. Al no producirse ningún movimiento sísmico más durante
los tres días siguientes, de nuevo reinó la tranquilidad entre los habitantes
de Pompeya, excepto en el ánimo de Karl que sabía que el trágico destino de la
ciudad había llegado a su fin.
Durante aquella aparente
apacibilidad de los elementos, Karl se debatió continuamente en la duda de si
acudir al templo de Vesta y rescatar a Helga para huir lejos del inminente
desastre, o quedarse confiando que si su tío presenciaba en la gran pantalla
instalada en su laboratorio el peligro de muerte que corrían haría cesar el
proceso de su traslación en la dimensión desconocida.
Serían hacia la hora prima,
las siete de la mañana, y Karl ya deambulaba por las calles cuando un violento
terremoto conmovió todo el área. Ya no podía esperar más; corrió velozmente en
dirección al templo empujando a cuantos, huyendo alocados en todas direcciones
para librarse de los derrumbamientos, entorpecían su paso.
Penetró resueltamente en el
recinto prohibido a todo hombre y sin prestar atención a las jóvenes aterradas
corrió hacia las habitaciones de las vestales y empujó con fuerza la puerta que
sabía correspondía a la de Helga.
—¡Helga, vayámonos
inmediatamente de Pompeya!
La asió de la mano y ambos
corrieron hasta llegar a la calle.
—¡Karl, el Vesubio!
El joven miró hacia el
volcán y se estremeció de pánico. Una horrorosa nube negra tapaba casi por
completo la incipiente claridad diurna, y las explosiones de las materias
inflamables se sucedían continuamente arrojando por el cráter gran cantidad de
ceniza y lava.
Había llegado el momento
histórico tan temido.
Para la ciudad de Pompeya ya
no habría un nuevo día.
El pánico era general y las
gentes escapaban por doquier. De pronto, el militar que corría delante de ellos
volvió la cabeza y al ver a Karl, retrocedió, empuñó la espada y se abalanzó
hacia él gritando como un demente:
—Tú eres la causa, tú eres
la causa.
Karl comprendió que en
aquellos dramáticos momentos las palabras no podrían hacer entrar en razón al
enloquecido centurión a la par que una pérdida de tiempo podría resultarle
fatal. Esquivó sin dificultad la agresión y agarrando el brazo armado tiró
fuertemente hacia sí a la par que zancadilleaba a su atacante. Tan pronto como
cayó al suelo, Karl se arrojó sobre él y, sin compasión, le rodeó el cuello con
el brazo ejerciendo gran presión hasta cerciorarse de que el cuerpo de Licinio
quedaba fláccido. El pacífico Karl, en circunstancias normales, en la lucha por
la supervivencia acababa de matar a otro hombre.
Sin mirar al cuerpo sin
vida, cogió de nuevo la mano de Helga para emprender la interrumpida carrera,
cuando, súbitamente, no sintió nada más.
Al recobrar nuevamente el
conocimiento, Karl y Helga, asidos todavía de la mano, se hallaron en el
interior de la gran caja de blanco metal del laboratorio de Heinrich Grüber.
* * *
Lo insólito, lo fantástico,
lo tan misterioso que ni siquiera el inventor de la máquina reproductora del
tiempo pasado merced a la consecución efectiva de la teórica fórmula Vida es
igual a energía Individual multiplicada por Cosmos hubiera podido explicar y ni
tan sólo llegar a comprender, fue que al transcurrir el año 79 de nuestra Era y
las narraciones espeluznantes del desastre ocurrido a la sin par hermosa ciudad
de Pompeya fueron llegando a los distintos lugares del Imperio transmitidas por
aquellos, afortunadamente miles de ciudadanos, que pudieron escapar de la
catástrofe…
Cumas.
El hombre de cabello
plateado no parecía al decrépito Dionisio que llegara a la ciudad hacía poco
más de un año en compañía de una familia depauperada huyendo de la persecución
de que eran objeto en su localidad natal debido a sus creencias religiosas.
Justo acababa de levantarse
del triclinio después de una reparadora y nutritiva comida cuando penetró en la
estancia uno de sus hijos.
—Padre —dijo excitadísimo—,
¿te has enterado de lo ocurrido a Pompeya?
—No, Eleuterio, hace días
que no salgo de la casa.
—El Vesubio ha entrado en
erupción y la ha arrasado.
—¡No es posible!
—Sí, padre, casualmente he
encontrado a Servio Lúculo y todavía tiembla de pánico al narrar lo acaecido.
—Entonces, aquel joven que
nos liberó, Prudens… —musitó Dionisio sin acabar la frase, recordando la
pertinaz insistencia en que se ausentaron de Pompeya.
—Te comprendo, padre, es
inconcebible pero cierto. No podemos entender cómo, pero él sabía cuánto había
de suceder.
Capua.
El hombre, cómodamente
sentado sobre el verde césped del bien cuidado jardín, no dejaba de observar
satisfecho el incesante y alegre corretear de sus dos hijos en sus continuados
juegos infantiles. Cuando aparece la mujer, al observarle el rostro
apesadumbrado, se levanta inmediatamente y acude presuroso a su lado.
—¿Qué te ocurre? —pregunta
angustiado.
—Esposo mío, Pompeya ha sido
sepultada por las cenizas del volcán.
—¿Estás segura?
—Son las noticias que llegan
de los supervivientes de nuestra ciudad.
—Luego, Prudens estaba en lo
cierto cuando nos advirtió.
Roma.
La taberna estaba llena de
asiduos clientes a quienes gustaba paladear los ricos guisos que se servían a
módicos precios, preparados por la mujer del fornido propietario.
El hombre, con una tortuosa
cicatriz en la mejilla derecha, no deja de acudir de aquí para allá y escanciar
vino a cuantos lo demandan.
Súbitamente, un cliente
entra corriendo y agarrando por el brazo al de la cicatriz, con profundo
nerviosismo, dice:
—Rufus, Pompeya ha sido
destruida.
—¿Qué dices, Escurridizo?
—Que Pompeya ha quedado
arrasada por el volcán.
—¡Prudens…!
—Se habrá salvado, no lo
dudes, es demasiado extraordinario para haberse dejado sorprender.
—¿Por qué tendría tanto
interés en hacemos marchar?
—Tal vez supiera lo que iba a pasar, recuerda, los relámpagos y los truenos de la tierra no tenían secretos para él.
CAPÍTULO XI
Con excitación, cuando el
indicador violáceo emitió destellos intermitentes, el inventor presionó un
pulsador y la puerta de la gran caja se descorrió silenciosamente hacia un
lado. En el interior, extrañamente ataviados, se hallaban Helga y su sobrino
cogidos de la mano.
—¡Gracias, Dios mío!
—exclamó al verlos.
Ambos jóvenes salieron como
un par de autómatas del metálico paralepípedo rectangular con la mirada
mortecina fija en el anciano, como si, al parecer, no lo reconocieran.
Tardaron varios minutos en
ir recobrando paulatinamente las facultades mentales, y tan pronto como lo
hicieron, las primeras palabras que pronunció Karl fueron para reconvenir al
sabio.
—Tío, ¿por qué tardaste
tanto tiempo en retornarnos a nuestro presente? ¿Por qué permitiste que pasara
por tantos peligros?
—Todos mis esfuerzos han
resultado infructuosos. Es más, no he sido yo quien…, ha sido la máquina por sí
sola. Yo ni siquiera conseguí veros en ninguna ocasión puesto que la pantalla
no reflejó jamás una imagen y, cuando lo hizo por primera vez, simultáneamente
recibí la señal de vuestra presencia. Seguramente —añadió dando curso a su
pensamiento— hubo un fuerte desequilibrio en las energías…
—¡Señor Grüber! —interrumpió
la voz asustada de Helga—, ¡nos estamos desintegrando!
Efectivamente, las
anacrónicas vestiduras de los jóvenes se iban convirtiendo lentamente en polvo,
a la par que caían al suelo en pequeñas porciones.
—Únicamente son vuestras
ropas debido a quién sabe cuántos cientos de años hace que fueron
confeccionadas —replicó el anciano después de una escrutadora mirada, añadiendo
con picaresca sonrisa—; en el mismo lugar donde las dejasteis encontraréis las
vuestras. Si no queréis quedaros desnudos, vestíos rápidamente.
Karl y Helga no se hicieron
repetir la indicación y se apresuraron a ponerse las ropas que se desvistieron
cuando ella se prestó para el experimento y él para ir en su problemática
búsqueda.
Entretanto, Heinrich Grüber,
fascinado, no apartaba la mirada de la gran pantalla. En ella había la imagen
de un imponente volcán en erupción. Al contemplar la forma de las negras nubes,
rasgadas por centelleantes y altas llamaradas, que emergían del cráter, en su
mente se formó una atrevida hipótesis hasta el momento impensada.
Comprobó uno de los
contadores del complicado panel de instrumentos y el resultado le confirmó la
sospecha.
—Ligera radiactividad, la
está produciendo pequeñas explosiones nucleares. ¡Y en un volcán! —monologó el
sabio estupefacto.
Le sacó de su absorta
contemplación la voz alarmada de su sobrino quien al advertir los cegadores
destellos de una intensidad sobrecogedora de gran parte de la complicada
instalación, gritó exaltado:
—¡Tío, cierra de inmediato
tu maldita máquina! ¿No ves que el laboratorio está a punto de estallar?
—Espera, espera…
Fue interrumpido por una
fuerte explosión. Una de las múltiples lámparas electrónicas acababa de
romperse en minúsculos pedazos.
Había sido el inicio.
Inmediatamente el laboratorio de Heinrich Grüber se transformó en una visión
dantesca. Numerosas válvulas reventaban por doquier con fuertes detonaciones y
llamaradas rojo-azuladas. Muchos de los aparatos también saltaban por el aire
hechos añicos y los indicadores luminosos de algunas graficadoras no obedecían
ya a ninguna coordinación. A los pocos segundos, grandes lenguas de fuego
invadían la antigua bodega.
—Son las radiaciones
cósmicas —murmuraba el anciano como un estúpido, sin reaccionar ante la
destrucción de su invento, fruto del trabajo constante de una larga vida de
dedicación al desarrollo de una fórmula de un genio precursor y a costa de una
cuantiosa fortuna.
—¡Tío, corre, alejémonos de
aquí!
—Las radiaciones del volcán
—continuó repitiendo el aludido en un estado de completa imbecilidad.
Habían sido suficientes unos
escasos minutos para que la mente siempre serena y privilegiada de Heinrich
Grüber hubiera perdido la razón. Obsesionado, no apartaba la mirada de las
crecientes llamaradas sin percatarse, siquiera, del peligro que todos corrían.
Cuando Karl, al darse cuenta
del estado mental de su tío, quiso actuar, llegó demasiado tarde. Otra fuerte
explosión hizo saltar las grandes planchas metálicas de la caja de traslación
al pasado, y una de ellas golpeó el cuerpo del anciano derribándolo al suelo
debajo de la misma.
—¡Helga, ven, ayúdame!
—gritó Karl para hacerse oír de la atemorizada joven que permanecía junto a las
escaleras de acceso al sótano.
Después, agarró uno de los
bordes de la pesada pieza metálica y haciendo un sobrehumano esfuerzo consiguió
levantarla cerca de medio metro mientras gritaba de nuevo a Helga:
¡Arrastra a tío Heinrich!
Cuando la joven, tras penosa
pugna, consiguió apartar al anciano, Karl dejó caer la pesada cara de la caja
fatídica, levantó en vilo a su tío y corriendo en dirección a las escaleras
ordenó a Helga:
—¡Sal aprisa o pereceremos!
Al llegar a la calle,
jadeantes, sudorosos y con las ropas chamuscadas, ya empezaba a congregarse una
multitud de curiosos ante la progresiva humareda que salía de la señorial
mansión de la antigua familia Grüber.
Karl, tambaleándose, se
alejó un buen trecho y dejó cuidadosamente en la acera el cuerpo del inventor.
Al ver la palidez extrema en el vetusto rostro y la sangre que le salía por la
comisura de los labios, pidió al corro que inmediatamente se formó a su
alrededor:
—Pidan una ambulancia, por
favor.
Cinco minutos después, las
señales acústicas especiales de los camiones del parque de bomberos de Wesel y
de dos ambulancias abrían paso como por ensalmo. Cuando los bomberos, con
magistral destreza, iniciaron los trabajos para extinguir el incendio, toda la
casa era pasto de las llamas. Pero Karl, preocupado únicamente por el gravísimo
estado de su tío, ya no lo advirtió.
El joven estaba sumamente
inquieto. Sentado en un confortable sillón de una de las salas de espera de la
planta tercera del hospital de Wesel aguardaba impaciente el dictamen de los
médicos. De súbito se levantó y paseó por la habitación hasta que,
inconscientemente, volvió a dejarse caer en el asiento. Después de esperar unos
pocos minutos, que a él le parecieron horas, salió al amplio pasillo y andó
lentamente hasta pararse frente a la puerta del quirófano donde un equipo de
expertos cirujanos intentaban salvar la vida a un accidentado.
Hasta que una mano se posó
suavemente en su
hombro, Karl no se dio
cuenta de la presencia de otra persona junto a él.
—¡Hola, Hans! —murmuró Karl
en tono ausente.
—Acabo de enterarme de lo
ocurrido a tu tío. ¿Puedo serte útil?
—Gracias, pero nosotros no
podemos hacer nada.
—¿Cómo está?
—Creo que mal. Ahora lo
tienen en la sala de operaciones.
Guardaron silencio durante
diez minutos.
—¿Tienes un cigarrillo?
Hans sacó un paquete y se lo
tendió. Karl extrajo uno, lo encendió y al devolver la cajetilla a Hans, éste
la rehusó.
—Quédatela, ya compraré.
No habría dado más de tres
chupadas al cigarrillo, cuando una enfermera salió de una de las habitaciones y
al ver al fumador, con amplia sonrisa rogó:
—¿Tiene la bondad de fumar
en una de las salas de espera?
—Perdone.
Karl, seguido de Hans,
regresó a la salita y se dejó caer nuevamente abatido en el sillón.
—¿Quieres que te haga
compañía?
—No te ofendas, Hans, pero
prefiero estar solo, compréndelo.
—Si precisas de mí llámame
por audiovideo.
—Así lo haré.
—Dentro de unas horas
preguntaré por ti en recepción para que me digas cómo sigue tu tío —indicó el
amigo al marchar.
—Creo que hoy ha sido el
peor día de mi vida —monologó Karl al quedar solo recordando los hechos que le
ocurrieron en el transcurso de pocas horas, inadmisibles para todo el mundo
excepto por una sola persona que los había compartido— a veces me inclino a
pensar que todo ha sido una pesadilla o que he perdido la razón y han sido
figuraciones mías.
No llevaría consumido más de
medio cigarro cuando tuvo que aplastarlo en uno de los ceniceros. Después de
tanto tiempo sin fumar, aquel primer pitillo lo estaba mareando.
A fin de restablecerse del
vértigo incipiente, volvió a salir al corredor y entonces la enfermera
recepcionista de la planta al verle tan desalentado, se le acercó y con
manifiesta conmiseración le dijo:
—Señor, mientras está
aguardando, ¿quiere leer el diario vespertino? Un poco de distracción le hará
bien.
—Sí, gracias —replicó Karl
con el único propósito de no desairar la buena intención de la muchacha.
La enfermera entregó,
seguidamente, un periódico doblado por la mitad a Karl. Éste, de manera
maquinal, fijó la mirada en el titular y su rostro se puso lívido. Lo primero
que, por casualidad, leyó fue la fecha: 7 de julio de 1973. Tal data, por
muchos años que viviera, jamás podría olvidarla. Era el aciago día en que,
junto con Helga, fue transferido a la ciudad de Pompeya por el genio
constructor del hombre que en aquellos momentos se debatía entre la vida y la
muerte. Sin dar crédito a lo que acababa de leer, fijó frenético la atención en
la fecha del periódico; no se había engañado, las letras de molde indicaban con
toda claridad 7 de julio de 1973.
Presa de extraño trastorno
dejó caer el periódico, se abalanzó inmediatamente sobre la atónita enfermera y
agarrándola fuertemente por los brazos con voz sumamente agitada le preguntó:
—¿Quién es usted? ¿Por qué
me ha dado precisamente este periódico?
—¡Suélteme, me hace año!
Karl, sin prestar atención a
la súplica de la sorprendida joven, la zarandeó violentamente a la par que
gritaba exaltado :
Responde, ¿quién eres? ¿Qué
sabes de mí? ¡Contesta! ¿Qué sabes acerca del invento de mi tío?
El asombro de la joven se
convirtió en alarma al ver los ojos desorbitados y enrojecidos de aquel poco
antes pacífico hombre que, sin dejar de sujetarla, no cesaba; de zarandearla.
—¡Suélteme o gritaré!
—Grita cuanto quieras, pero
antes vas a responderme. ¿Quién eres tú? ¿Qué sabes en relación a mí?
Los gritos de Karl, en el
silencio casi absoluto del hospital, pronto llamaron la atención, pues, de
inmediato, por el amplio corredor apareció un hombre joven, ataviado con
chaqueta y pantalones blancos, y se acercó a ellos. No fue el único en hacer
acto de presencia puesto que, consecutivamente, de algunas de las puertas de
las habitaciones asomaron algunas cabezas para indagar las causas de aquel
desusual alboroto.
—¡Déjela! ¿No ve que la está
maltratando?
Karl miró al recién llegado
y, con mayor excitación si cabe, rechinando los dientes de rabia y con los ojos
inyectados de sangre murmuró, pero no tan bajo para no ser oído, en su propia lengua:
—Aunque te hayas disfrazado
con esa barba te he reconocido, Licinio. Motivado por la premura del tiempo
cometí la equivocación de creer que te había matado, y si bien no me explico
como tú también puedes estar aquí presente te aseguro que tu poderío ha llegado
a su fin, pues no voy a cometer dos veces seguidas el mismo error.
Y con furia incontenible se
abalanzó sobre el atónito médico derribándolo al suelo. Acto seguido, se le
lanzó encima asiéndole la garganta con el claro propósito de estrangularlo.
Los gritos de la
aterrorizada enfermera al comprender el peligro mortal que corría el médico a
manos de aquel demente, hicieron cundir la alarma.
La desesperada resistencia
que opuso el derribado y la afortunada y rápida intervención de los mudos y
sorprendidos espectadores de aquella inconcebible escena, permitieron salvar la
vida de aquel inocente médico a manos del obsesionado Karl.
Pronto, a los reiterados
gritos de auxilio, acudió más personal del hospital para intervenir en la lucha
que se estaba desarrollando y con la intención de reducir al hombre que,
indudablemente, estaba loco.
Karl no luchaba ya con la
serenidad propia del consumado judoka. Atacaba furiosamente, con la
extraordinaria fuerza ocasional de los dementes, a cuantos se ponían a su alcance,
con la intención de agredir al infortunado médico a quien, en su delirio, veía
al centurión Licinio al cual había dado muerte pocas horas antes, en la
dimensión desconocida.
Dos hombres estaban ya sin
sentido derribados al suelo a consecuencia de los certeros y duros puñetazos
del enloquecido luchador. De súbito, Karl quedó momentáneamente estático.
Después, nublóse su visión y tuvo la sensación de caer pesadamente al suelo. Ni
siquiera, en el ardor de la pelea, sintió el leve pinchazo de la aguja tan sólo
impregnada de clorhidrato 7 benzolpepioracina, el anestésico más poderoso de
efectos fulminantes que la ciencia médica había logrado descubrir.
* * *
Por fin, el joven tendido en
la limpia cama pareció ir recobrándose. Abrió los ojos, parpadeó y volvió a
cerrarlos de nuevo como si la difusa luz le dañara las pupilas.
Karl, a medida que pasaban
los efectos de la somnolencia producida por el sedante que se le inyectara,
permaneció más tiempo con los ojos abiertos y la visión poco a poco fue esclareciéndosele.
Su mirada fue recorriendo la habitación, en la cual todo el mobiliario estaba
brillantemente esmaltado de color blanco, hasta posarse en dos personas que no
dejaban de observarlo atentamente.
—Helga —pronunció tenuemente
Karl al reconocer a una de ellas.
La aludida, con evidentes
muestras de haber estado llorando, se aproximó y asió cariñosamente la mano del
paciente.
—¿Cómo te encuentras, Karl?
—Estoy algo atontado.
—¿Recuerdas cuanto te
ocurrió ayer?
—¿Ayer, dices?
—Sí, has estado durmiendo toda
la noche a causa de la inyección que te pusieron para tranquilizarte.
Karl rememoró vagamente lo
acaecido cuando leyó la fecha del periódico mientras aguardaba el resultado de
la intervención quirúrgica que se estaba efectuando, y su primer pensamiento fue…
—¿Y mi tío?
Helga no contestó. Se limitó
a hacer una seña negativa con la cabeza a la par que sus ojos se empañaban de
lágrimas.
—¿Muerto?
—Sí, la plancha que le cayó
encima le aplastó las costillas dañándole seriamente los pulmones y corazón.
Aunque lo intentaron, los médicos no pudieron hacer nada para salvarle la vida.
Karl, que no abrigaba muchas
esperanzas desde que pudo sacarlo del laboratorio convertido en un infierno,
recibió la noticia del fin del sabio con extraordinaria serenidad.
—Consiguió ver realizado el
sueño de su vida, pero el precio fue demasiado caro —murmuró Karl, mientras
apartaba el cubrecama con la intención de levantarse.
—No se mueva, señor
—intervino la otra persona que permanecía en la habitación al adivinar la
intención del paciente—; tuvo una crisis nerviosa y antes ha de verlo el
doctor.
Y, seguidamente, la
enfermera se aproximó al audiovideo de circuito interior y presionó dos
números.
—Doctor Ficher, el enfermo
de la habitación ocho ha despertado. Su estado parece satisfactorio.
—Bien, ahora voy.
Poco después, entraba un
hombre de unos cincuenta años, vestido con un elegante traje veraniego, de
mirada sumamente vivaz.
—Buenos días —saludó al
entrar—, ¿cómo se siente?
—Creo que estoy bien,
doctor.
El médico se sentó en la cama
de Karl y asiéndole la muñeca le tomó el pulso. Después, repitiendo casi las
mismas palabras que Helga, con fingida indiferencia preguntó:
—¿Podría explicarme lo que
le sucedió ayer? ¿Lo recuerda?
—Con imprecisión y creo que
mi comportamiento no fue del todo deseable; pero estaba muy excitado, me
ocurrieron demasiados percances en pocas horas.
—Comprendo, muchacho,
comprendo, puede que usted sólo haya sufrido un ataque pasajero de enajenación
mental, por ello sería conveniente hacerle un buen reconocimiento para mayor
tranquilidad suya y mía.
—Haré cuanto usted diga;
pero le agradecería, a ser posible, que lo dejara para otra ocasión, ya sabe,
mi tío ha fallecido.
—Sí, fue un desgraciado
accidente. Yo conocía a Grüber y lo apreciaba. Si se encuentra con ánimos
suficientes vaya al sepelio y mañana, no lo descuide, acuda a mi consultorio.
Tan pronto el médico y la
enfermera abandonaron la habitación, Karl se levantó de la cama, se acercó a
Helga y como si tuviera temor a ser escuchado susurró:
—Ya sé que en estas trágicas
circunstancias no debería hablarte de ello, pero estoy muy preocupado.
—No lo estés, ni siquiera tu
tío pudo prevenirlo.
—Ya lo sé, pero quería
hablarte de otro asunto, Helga.
Y como guardara silencio
ella alentó:
—Te escucho, cuéntame tus
preocupaciones, tal vez pueda ayudarte.
—Del experimento que efectuó
mi tío en nosotros, hay otras personas que están enteradas.
—No puede ser. El señor
Grüber guardaba celosamente el secreto.
—Te repito que sí. Estás al
corriente de la pelea de ayer, ¿verdad?
—Sí.
—¿Conoces los motivos que
provocaron en mí la crisis?
—Sé la versión del personal
del hospital.
—Pues voy a darte la mía.
Una enfermera me entregó un periódico para que me distrajera; ¿sabes de qué
fecha?
—Me la supongo, del día
siete de julio.
—Pero del año 1973. ¿Te das
cuenta? Siete de julio de 1973 —replicó Karl, extrañado de que ella todavía no
comprendiera.
—Tranquilízate y escucha con
atención, pues yo pasé por una situación exacta a la tuya. Cuando llegué a mi
casa, después de más de cinco años de ausencia, a nadie extrañó mi regreso;
únicamente se preocuparon de saber si había salido ilesa del incendio de
vuestra casa. ¿No era sorprendente que mis padres no mostraran interés por mi
desaparición durante tanto tiempo? Como puedes comprender, su conducta me dejó
perpleja, pero todavía lo quedé más cuando me fijé en el calendario: la hoja
correspondía al mes de julio del mismo año en que para ellos yo debía haber
desaparecido. Al conseguir dominar mi emoción, fui al despacho de mi padre, en el
calendario de sobremesa había el día siete. ¿A qué se debía que en mi casa
conservaran tan fielmente la fecha de mi desaparición?, me preguntaba una y
otra vez. Estaba totalmente desconcertada. Me cambié de ropa y marché con la
intención de acudir a vuestro lado, pero al encontrar un quiosco en mi camino,
me acerqué y ojeé todos los periódicos que había: en todos constaba la
incomprensible fecha. Sí, Karl, hoy estamos a ocho de julio, o sea el día
siguiente al que fuimos transferidos a la época romana y a la ciudad de
Pompeya.
—Contéstame con franqueza,
te lo ruego por lo que más quieras, ¿dónde me conociste?
—Has de sobreponerte o
perderás la razón.
—Te lo suplico, responde a
mi pregunta.
—Lo sabes bien, te conocí en
Pompeya. La primera vez que te vi acababas de pelear con Calingo.
—Entonces, es verdad; no es
que esté loco.
—No, no lo estás y yo puedo
asegurarlo mejor que nadie.
—Pero yo pasé días y más
días, días de veinticuatro horas. Tengo la más absoluta seguridad.
—Y yo también. Más, ahora
que hablas de nuestro primer encuentro, tú dijiste que habías sido transferido
escasamente una hora después de mí, y, no obstante, por mi tiempo habían
transcurrido cuatro años. El tiempo real y el de la reconstrucción del pasado
en otra dimensión, sin lugar a dudas, no guardan la misma relación. En el
espacio los tiempos son distintos.
—Luego, según tú, cada año
que pasaste en Pompeya equivaldría a quince minutos, aproximadamente, de
nuestro tiempo.
—Tal parece ser.
—Sólo había un hombre capaz
de poder explicarlo, pero, por desgracia, ya no existe.
—Es verdad, únicamente tu tío podría encontrar la explicación lógica a esta gran incógnita.
CAPÍTULO XII
Para Karl, contrariamente a
cuanto se había figurado, la pesadilla de aquellas horas o de casi dos años,
según cual fuere la medición del tiempo, no había concluido.
Nuevamente en Düsseldorf,
queriendo sacar partido de su extravagante aventura y movido por su afición a
la literatura, escribía una obra sobre Pompeya sacada de los detalles vividos
durante su permanencia en aquella ciudad y que, lógicamente, sería más real que
las escritas con anterioridad basadas solamente en los mudos vestigios de sus
ruinas, única base de investigación para los historiadores.
Era el tercer folio que
escribía en su pequeña máquina eléctrica, cuando el zumbido de una llamada en
la puerta de la habitación del hotel en que se hospedaba le sacó de su
meditación.
Al abrir se halló frente a
dos individuos desconocidos.
—¿Profesor Karl Golder?
—preguntó uno de ellos.
—Sí.
—Soy el inspector Simpkin de
la brigada de homicidios —se presentó a sí mismo el hombre mostrándole al
propio tiempo su credencial—. ¿Podemos entrar?
—Pasen —contestó Karl
haciéndose a un lado de la puerta.
Los dos hombres, tan pronto
estuvieron en el interior, de una rápida mirada abarcaron todos los detalles de
la habitación.
—¿En qué puedo servirlos?
—se ofreció Karl.
El inspector de policía sacó
del bolsillo de la chaqueta un doblado periódico y se lo ofreció a Karl.
—¿Le recuerda algo este
diario?
Karl, después de mirar los titulares,
comprendió que de su pasada experimentación aún quedaban algunas
reminiscencias, puesto que el periódico que tenía en las manos era un ejemplar
de la edición que le entregara la enfermera en el hospital de Wesel.
Sí, es del día en que sufrí,
¿cómo diría yo?, un ataque de locura.
—Durante el cual, usted
atentó contra la vida de un médico.
—Así es, y supongo que su
visita tiene por objeto acusarme de homicidio frustrado. Francamente, creí que
todo había quedado aclarado vistas las anormales circunstancias de mi estado.
—Profesor Golder, nuestra
visita, como dice usted, si bien guarda relación con su inesperado ataque a un
médico del hospital de Wesel, tiene por únicas finalidad saber quién es el
hombre que mató y después, posiblemente por su parecido, confundió con la
persona del doctor Steeduk.
—Le ruego que se tome la
molestia de hablar con el doctor Ficher o con el mismo Steeduk, ellos le
confirmarán la ofuscación que padecí debido a mi alterado estado mental.
—Conozco sobradamente la
versión de los médicos, pero en mi opinión usted, en realidad, pese a su estado
dijo la verdad; confundió al doctor Steeduk con otra persona a la que había
dado muerte.
—Es libre de pensar cuanto
le plazca.
—Y de investigar, sépalo
usted.
—Por mí, puede hacerlo.
—Ya lo hice, profesor, ya lo
hice.
—¿Y…?
—¿Tiene interés en saberlo?
—Si la investigación me
atañe a mí, ¿por qué no?
—Usted de lo primero que
habló fue de un invento de su difunto tío. Dijo verdad. Él, en apariencia,
inocente señor Heinrich Grüber posiblemente había realizado algún
descubrimiento acerca del cual nada sabemos, pues entre los escombros de su
casa de Wesel se encontraron multitud de restos de piezas electrónicas, las
cuales, según nuestras averiguaciones, cuidó de adquirir en distintos comercios,
sin mencionar las que sabemos se hacía construir exprofeso para sus
experimentos. De usted hemos llegado al conocimiento que es un hombre de
intachable reputación, pacífico, pero que —y aquí recalcó las palabras— es uno
de los más expertos judokas del país.
Como quedara unos momentos
silencioso, Karl comentó :
—¿Constituye, acaso, un
delito?
—El asesinato sí.
—Inspector, le ruego que se
marche. Cuando tenga un motivo fundamentado, entonces, venga y arrésteme,
entretanto, déjeme en paz.
—El motivo ya lo tengo.
—¿Debo entender que estoy
detenido?
—Todavía no, pero lo estará,
no le quepa la menor duda. Averiguaré quién era el hombre asesinado por usted
aunque ello me lleve el resto de mis días, se lo aseguro. Sargento, podemos
irnos.
—Inspector, siempre he
tenido en gran estima la capacidad de nuestra policía. No obstante, permítame
decirle que usted no logrará su propósito.
—No esté tan seguro —replicó
el inspector con claras muestras de irritación.
—Lo estoy. Es más, le diré
que si llega a descubrir a quien maté será el mejor detective de todos los
tiempos y de todo el mundo —contestó Karl con una enigmática y desconcertante
sonrisa.
—Luego, lo confiesa.
—Me he limitado a decirle:
«si llega usted a descubrir a quien maté», no que lo hubiere hecho.
—Pero lo hizo —contestó
tercamente el policía, seguro de que sus sospechas eran fundadas.
—Averígüelo,
—Escuche, profesor —replicó
el inspector dando a su voz un tono amistoso—, le aconsejo que confiese; en
ciertas circunstancias el crimen puede tener atenuantes…
—¿Tales como la legítima
defensa? —interrumpió Karl.
—Exactamente —contestó
Simpkin con la esperanza de conseguir la tan ansiada confesión.
—Perdone, inspector, pero no
deseo continuar hablando sobre este tema, si no le importa continuaré con mi
trabajo.
El fuerte portazo fue la
indicación de que el inspector Simpkin de la brigada de homicidios había
marchado despechado.
Transcurridos justos catorce
días, se repitió la llamada en el departamento de Karl.
Abrió la puerta y nuevamente
se encontró frente a dos hombres de cuyo aspecto dedujo eran miembros de la
policía.
—¿El señor Karl Golder?
—¿Qué quieren ahora,
interrogarme otra vez?
—Venimos a rogarle que nos
acompañe a la comisaría.
—¿Tienen la correspondiente
orden de detención?
—No venimos a prenderlo; únicamente
a rogarle que nos acompañe. El inspector desea charlar con usted.
—¿Y por qué no ha venido él?
—contestó destempladamente Karl.
—Nos limitamos a cumplir
órdenes, nada podemos decirle al respecto.
Un cuarto de hora después,
Karl era introducido en un despacho de la central de policía de Düsseldorf.
—Tome asiento, profesor
—indicó el inspector, señalando la butaca situada al otro lado de la mesa que
ocupaba.
—¿Qué quiere ahora?
—Saber si ha meditado acerca
de la proposición que le hice.
Karl, que durante aquellos
días había sido seguido continuamente sin el menor disimulo por algún policía,
comprendió que el inspector no dejaría de acosarle en todo momento y decidió
jugarle la partida usando la misma baraja.
—Está bien, inspector,
confesaré.
El súbito conformismo de
Karl hizo recelar al veterano policía, porque contestó inmediatamente:
—La ley no autoriza a
emplear un detector de mentiras contra la voluntad de la persona a quien vamos
a interrogar. ¿Permite que lo usemos con usted?
—Puede hacerlo, incluso a
continuar con la grabación de la conversación que sostenemos.
Poco después, entró un
agente con el aparato y, cuidadosamente, fue colocando a Karl un ajustado
casco, el registrador de la presión sanguínea y el neumógrafo que registrarían
respectivamente, el gráfico de sus contestaciones, las alteraciones de la
presión y de la respiración.
—Cuando quiera, inspector
—indicó el agente una vez concluidos los preparativos y colocándose frente a
los controles del detector.
—Profesor Golder, ¿mató a un
hombre llamado Linio o Litio? —comenzó interrogando con voz pausada el
inspector.
—Se llamaba Licinio
—corrigió Karl.
—¿Lo hizo?
—Sí, fue en legítima
defensa.
—¿Tiene testigos?
—Uno.
—¿Dónde ocurrió el hecho?
—En Pompeya, una ciudad
cuyas ruinas están situadas en las inmediaciones de la actual Nápoles, en
Italia.
—¿Cuándo? —continuó metódico
el inspector.
—El 24 de agosto del año 79.
—¿Cómo?
—El 24 de agosto del año 79,
ya se lo he dicho.
—¡Confieso que su aparente
sinceridad logró engañarme, señor Golder! —exclamó irritado el policía.
—Consulte el detector y verá
como estoy diciendo la verdad —replicó serenamente Karl.
—¿Hunter?
—Las gráficas no muestran
ninguna alteración, inspector.
—Cambie el aparato. ¿No
comprende que debe de estar averiado? —y seguidamente murmuró—: El año 79 y
sólo estamos en el 73.
—He dicho 79, pero sin el
mil novecientos delante —intervino Karl antes de que le fueran desconectados
los conductores electrónicos.
—¿Qué me dice ahora, Hunter?
—preguntó Simpkin al agente con tono en el que se advertía el triunfo.
—Es inconcebible, inspector,
pero no se ha registrado anormalidad.
—¡Cambie el aparato! ¿No me
entendió?
—Sí, señor.
Poco después, cumplida la
orden del inspector, Karl estaba en disposición de proseguir con el
interrogatorio de que era objeto.
—¿Querrá repetirme la
historia, Golder?
—Tantas veces como quiera,
Simpkin —contestó Karl dándole igual tratamiento—, pero puesto a confesar,
permítame decirle que antes ya había matado a otras tres personas.
—Continúe, continúe.
—Las dos primeras debieron
de ser, a tenor del frío que hacía, en enero del 78. Yo regresaba a mi hogar
cuando al mamparo de la nocturnidad me asaltaron dos malhechores con la
intención de asesinarme tan sólo para robarme. Luchamos y, afortunadamente para
mí, pude salir bien librado de la contienda, en cambio ellos…
A medida que Karl narraba
escuetamente las aventuras pasadas, el rostro del inspector iba enrojeciendo
progresivamente, hasta el extremo que parecía que de un momento a otro iba a
sufrir un ataque de apoplejía.
—En cuanto al tercero, y de
éste hubo de doce a quince mil testigos —prosiguió Karl con la misma
impasibilidad —fue el peor. Era un hombre gigantesco y gladiador profesional.
De no haber sido por la intervención de un ladrón que… Será mejor que se lo
cuente desde el principio. Sucedió en el anfiteatro de…
—¡Es suficiente! —gritó
iracundo el inspector interrumpiéndolo—. ¡Y ahora, lárguese!
El estupefacto Hunter se
apresuró a quitar los contactos de Karl y tan pronto como éste abandonó el
despacho, comentó con su superior:
—Es desconcertante, señor,
pero según las gráficas del detector ese hombre ha estado contando la verdad.
* * *
—Doctor, ha escuchado la
grabación, ha visto las gráficas y leído todos los informes que poseemos del
caso Golder. ¿Cree, usted, que existe la posibilidad de que el detector de
mentiras haya sido ineficaz en él, dejándose someter a la prueba por saber de
antemano que no lo afectaría?
—Simpkin, temo que voy a
decepcionarlo en su entusiasmo para resolver esta encrucijada. No creo que
Golder, ni ninguna otra persona, tenga un autodominio tan fuera de serie para
engañar a los perfectísimos detectores. Él contestó lo que en su imaginación
cree que es verdad. Por las averiguaciones que de su persona se han realizado
resulta ser un joven afable, pacífico, y a quien todas sus amistades aprecian;
además, en sus investigaciones no ha podido encontrar jamás que haya tenido una
pendencia con nadie. Un carácter así, es impropio de una persona que comete
cuatro asesinatos. En mi opinión el profesor Golder, y lo sabemos a través de
los microfilms que los agentes sacaban en su ausencia de todo cuanto
encontraban escrito, esté realizando un estudio fuera de lo común sobre la
vida, costumbres y situación de los edificios más descollantes en la tan, en
este enredo, cacareada Pompeya, y en sus investigaciones ha encontrado algún
héroe popular, que muy bien podría ser el individuo que realmente venciera al
gladiador de marras, se ha identificado totalmente con su persona y cree,
repito, que las hazañas que haya podido descubrir del tal personaje fueron
realizadas por él. Resumiendo: mi diagnóstico como médico criminólogo es que el
profesor Golder es un incansable investigador y el trabajo y el agotamiento
intelectual lo han llevado a este estado de perturbación mental.
—En este caso debería ser
internado en un sanatorio.
—No es preciso llegar a tal
extremo. Con descanso y medicación apropiada se restablecerá, pues los
resultados encefalográficos del doctor Ficher indican que el cerebro de Golder
es normal, únicamente está afectado por una dolencia muy corriente en nuestro
tiempo, neurosis de angustia con agitación. Cuando se recupere, se reirá de sus
fantasías, por ello, a mi entender, la grabación del interrogatorio debería ser
borrada. Siga mi consejo y déjelo a las manos expertas de su psiquíatra y verá
como la muerte del misterioso Licinio, que tanto le ha preocupado, se
desvanecerá como lo que es, una voluta de humo. Por otra parte, tal enfermedad
parece ser común a la familia, recuerde, el tío de Golder estaba chiflado
jugando a ser inventor y, no obstante, era manso como un cordero.
El inspector guardó silencio
unos momentos y después, mientras rompía a menudos pedazos la abultada
documentación que figuraba en el expediente abierto a nombre de Karl Golder,
contestó:
—Caso concluido.
EPÍLOGO
La pareja de recién casados,
en su viaje de novios, visitaban las ruinas notabilísimas de monumentos que
pregonaban el esplendor de aquella bella y señorial ciudad sepultada bajo las
cenizas eruptivas del Vesubio. Pompeya.
Amorosamente asidos del
brazo, el hombre, de unos treinta años de edad, rubio y de ojos azules, alto y
enjuto, mira arrobado a su esposa, cinco años más joven, asimismo rubia y con
ojos del color de su marido. Sus tipos denotan la procedencia de un país del
norte de Europa.
Siguiendo al grupo de
visitantes, van escuchando las explicaciones del guía que narra en su misión,
como una lección aprendida de memoria, las peculiaridades más descollantes de
lo que fue en su tiempo el anfiteatro de la ciudad, mostrando las bien
conservadas ruinas de aquellas 35 gradas con capacidad para veinte mil
personas.
—Mira, Helga, allí —dijo el
joven señalando con el índice un extremo de la arena donde cerca de dos
milenios atrás tuvieron lugar los cruentos combates entre gladiadores, tan a
gusto del pueblo romano— es donde vencí a Calingo.
—No me lo recuerdes, creí
morir de dolor. Todavía me siento desvanecida cuando vi cómo te atacaba con la
espada, y parece que aún resuenan en mis oídos los alaridos de júbilo de la
multitud enardecida cuando después de derribar a aquel bruto, te levantabas
victorioso. Te convertiste en el nuevo ídolo de los pompeyanos.
Uno de los componentes del
grupo de visitantes escuchó el diálogo entre ambos jóvenes y con amplia sonrisa
se dirigió a ellos.
—¡Qué bonito es señor!,
¿verdad? ¿Me equivoco al suponerlos recién casados?
Acertó, amigo, estamos en
plena luna de miel.
Al quedar rezagados de los
demás turistas, ella preguntó:
—¿Qué habría pensado de
nosotros si le hubiéramos dicho que no estamos soñando sino recordando un
episodio real de nuestras vidas?
—Lo de todos, que estamos
locos.
—¿Y no hubiera tenido razón?
—Sí, porque yo estoy loco por ti.
F I N
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