Johnny Garland, Juan Gallardo Muñoz, hizo su primera incursión en la ciencia ficción en la colección Espacio hacia mediados de los años cincuenta, concretamente en el número 71 de la misma. La novela lleva por título Invasores de la Tierra y, tal como era preceptivo, apareció firmada no con su nombre, sino con el seudónimo pretendidamente anglosajón de Johnny Garland. Gallardo reconocía que para escribirla se inspiró en la conocida película La invasión de los ladrones de cuerpos, rodada en 1956 pero todavía no estrenada en España en el momento de la publicación del bolsilibro; nuestro autor conoció el argumento gracias a una revista inglesa. Pese a lo relativamente tardío de su debut en el género, Gallardo no perdió el tiempo ya que, de los casi 550 números de la colección, un total de 64 son suyos, todos ellos firmados con el citado seudónimo excepto Espía cósmico, nº 469 y última de sus colaboraciones, en que lo hizo como Addison Starr -seudónimo que había utilizado anteriormente para la editorial Rollán-, siendo superado en número de novelas publicadas tan sólo por Luis García Lecha (Clark Carrados y Louis G. Milk) y Enrique Sánchez Pascual (Law Space y H.S. Thels), al tiempo que quedaba aproximadamente a la par con Pedro Guirao (Peter Kapra y Walt G. Dovan) y ya a mucha distancia del resto de los autores de la colección, ninguno de los cuales se acercó ni de lejos a estas cifras.
PRÓLOGO
Nunca debí hacerlo. Nunca
debí seguir aquella senda.
Pero la tentación era
demasiado fuerte. Cometí el gran error. El tremendo error que ahora me va a
costar tan caro. A mí... y a otros hombres.
Quise ser más que los
demás. Bueno, tal vez no lo quise realmente. Pero tuve la oportunidad de serlo,
de elevarme por encima de todos mis semejantes. Y no la desaproveché. Ese fue
el error.
Si las cosas hubieran
seguido su cauce normal, es cierto que yo ahora estaría muerto.
Irremisiblemente muerto. Y que quizás una corrupción odiosa se enseñorearía de
este lugar que tanto amo.
He vencido muchas cosas que
parecían invencibles. Ha llegado muy alto, ya lo dije antes. Pero ahora viene
el momento de pagar su precio.
Esto me recuerda algo. No
sé si la tragedia de «Fausto», que quiso obtener la eterna juventud a cambio de
su alma, sin advertir lo que significaría pagar un precio tan terrible. O tal
vez sea nuestro americano drama de «El diablo y Daniel Webster».
¿Lo recuerdan? Una vez creo
que se exhibió en las pantallas. Daniel Webster fue más listo que Satanás.
Exigió un juicio de ultratumba. En él, todos los grandes asesinos, traidores y
viles de nuestra historia dieron la razón a Webster, el abogado de New
Hampshire, y Satanás se fue con el rabo entre las piernas.
Pero yo...
Yo no tengo un Daniel
Webster a mano. Ni siquiera puedo solicitar un juicio de ultratumba. El diablo
esta vez me tiene bien cogido. A mí, el «Superhombre».
¡El «Superhombre»! Casi
siento deseos de reír. De reírme de mí mismo, del papanatismo del mundo que me
admiró. ¿Qué soy ahora? ¿Un auténtico «Superhombre»?
Claro que no. No soy nada.
Es más, tengo miedo. Mucho miedo... Y no por mí. Pienso en otros. Otros que ni
siquiera tuvieron participación en esto, que no pidieron que yo me convirtiera en
una especie de paladín o su servicio. Ellos se resignaban. Se conformaban con
muchas cosas inicuas, quizás cobardemente, o quizá tan sólo apática,
escépticamente, con esa tolerancia resignada de quien sabe que es demasiado
débil para oponer un muro de cañas a un torrente desatado.
Dios mío, ¿por qué tuve que
ser yo el elegido? ¿Por qué recayó en mí la decisión del Destino, de Satanás o
de quien fuese? No he sido digno de la confianza que tantos llegaron a poner en
mí. Los he defraudado. He sido un torpe, un loco en no advertir que mi aventura
tenía que terminar así. Era la aventura de un imposible, hecha realidad por un
necio: yo.
Yo, el «Superhombre»...
Estoy grabando en cinta
magnetofónica estas palabras. Las recito fría, lúgubremente, en mi alojamiento.
Ante mí, el magnetófono va deslizando su banda sensible, en la que se quedan
mis pensamientos, mis expresiones, por la magia de la electrónica. Alguien las
leerá alguna vez. Es posible que esto, al menos, se salve. Y cuando oigan mi
voz, cuando escuchen mis palabras, comprenderán que todos los errores se pagan.
Que es mala cosa dejarse dominar por la soberbia y la sensación de
superioridad.
Tengo poco tiempo. Muy
poco, antes de ser aniquilado por mis propios errores. Si he de morir ahora
mismo, dentro de horas o quizá de minutos, quiero que, al menos, otras gentes
lleguen a saber lo que sucedió.
Que ellos, en algún lugar
en el tiempo, conozcan la triste historia de un hombre. La aventura imposible
de un ser humano que se creyó mejor y más poderoso que ningún otro sobre la
Tierra.
Sí, que ellos sepan mi
aventura. Que me conozcan.
Y que conozcan mi destino.
Quiero que sea así. Lo quiero yo. Yo... «Superhombre»...
CAPÍTULO PRIMERO
LOS ASESINOS
No era para menos. Todos los rostros, todos
los ojos, estaban fijos en la pantalla pancromática de televisión. La imagen en
color y relieve, del hombre que hablaba allí parecía subyugar a toda la ciudad,
a todos los hombres y mujeres.
Bares,
establecimiento de comidas, «drugstores», puesto de bocadillos calientes, locales
para la venta de periódicos y cigarrillos, sala de billar y juegos
electrónicos, oficinas y despachos, casas particulares...
En cada casa, en
cada edificio, en cada calle, en cada barrio, dos, cien, doscientos ojos, se
fijaban en el rectángulo mágico de la TV.
Y en ese
rectángulo, un hombre íntegro, honesto, duro y batallador, exponía las lacras,
aireaba las acusaciones virulentas contra un maligno estado de cosas, contra
una lepra social, contra un cáncer ciudadano, que corroía la bella población
californiana y la destruía sorda, sigilosamente, bajo su epidermis de cemento,
asfalto y hierro.
—¡Terminemos con
esa publicación gigantesca, mastodóntica, que pudre nuestro ambiente, que
coacciona y presiona a nuestros artistas de radio, teatro y televisión, que les
obliga a pagar enormes cantidades! —el hombre hablaba con enérgica dureza—.
¡Acabemos con los repugnantes chantajistas de la prensa local y con su turbio
negocio de escándalos!
La gente sabía eso.
Se hablaba de ello en voz baja. Del «Whispering», de su repulsiva campaña de
infamias y de escándalos. Y de otros muchos que no salían en sus páginas...
porque los protagonistas pagaron a tiempo para que destruyeran una foto
comprometedora o una noticia que hundiría su prestigio. Y de otros aún, que
intentaron luchar, combatir legalmente la plaga y cayeron sin vida,
acribillados a balazos en cualquier lugar.
Ahora un hombre se
atrevía a ello ante las cámaras de la televisión. Un hombre que gritaba
enérgica y duramente, continuando su implacable ataque al «Whispering».
—Todas esas viles
acusaciones, reales o no, que hemos visto desfilar por ese periódico deben
terminar. Cosas que avergüenzan, que sólo podían realmente importar a los
afortunados protagonistas de los mismos y a los reporteros de esa infecta publicación
que sirvieron las noticias a un público numeroso, sin duda, voraz, como buitres
que desean comer carroña... Esto es todo, señores. Ante las cámaras de
televisión no puedo citar nombres ni concretar detalles que, por otro lado,
todos ustedes conocen. Pero yo les prometo algo: esta charla ante las cámaras
no es una simple bravata más, ni un alarde dialéctico sin objeto. Yo,
comentarista de espectáculos en esta emisora, familiar para todos ustedes, los
que presencian el programa habitual ante las pantallas de sus televisores,
acuso a los responsables de tal corrupción. Y anuncio, para muy pronto, el
final de tanta infamia. ¡Yo hundiré a ese periódico repugnante y a sus malditos
cuervos! Tengo las armas en mi mano... ¡y las utilizaré sin piedad!
Agitaba su mano
derecha, enérgica y nervuda, con un gesto agresivo, lleno de fuerza y decisión.
La cámara encuadró aquella mano, como un símbolo de la humana resolución, y
fundió la imagen sobre el título:
Les hemos ofrecido a ustedes la charla de actualidad
«En el mundo del espectáculo» por nuestro
comentarista habitual, Earl McCabe.
* * *
—Aquél es.
—¿Disparo ya?
—No. Seguidlo.
Despacio y sin llamar la atención. Nada más.
El chófer puso en
marcha el turbomóvil, negro y vulgar. Despegaron del bordillo y siguieron al
hombre que cruzaba, la calzada hacia el aparcamiento cercano, aproximándose a
un modelo deportivo triangular descapotable, de color azul pálido.
Earl McCabe,
comentarista de radio y televisión, crítico de espectáculos y cronista de todo
lo que sucediera en un plató, en un «set» de TV o en un escenario teatral,
subió a su turbomóvil descapotable y lo puso en marcha. Las mismas manos
enérgicas que sabían accionar tan expresivamente ante la cámara televisora,
sabían manejar con gran pericia el volante de un turbomóvil.
Avanzó por Pacific
Bulevar, hacia The Embarkment, en la parte sur de la ciudad. Quedó atrás el
edificio de la California Broadcasting Organization, con las hileras luminosas
de sus ventanas, a través de las veintidós plantas de que constaba, y las
siglas C.B.O. en gigantesco tamaño, que derramaban su luz sobre el telón de
fondo de la noche estrellada.
Detrás, el
turbomóvil negro mantenía su marcha, suave y rápida, sin despegarse del
descapotable azul. El conductor era también diestro. No aumentaba ni reducía la
distancia. A su lado, un hombre, el que preguntara antes, preparaba su
ametralladora «Kelly», de balas eléctricas, modelo 1970.
En la parte
trasera, la voz del tercer ocupante del coche, fundido en las sombras
interiores del vehículo, sonó previsora:
—Cuidado. Aún no.
Esperad mi señal. Aquí hay mucho tráfico todavía...
Esperaron. No
mucho. Al doblar a la altura de The Embarkment, el turbomóvil deportivo enfiló
la amplia, larga y desierta cinta de asfalto de Coast Road, entre palmeras,
residencias y edificios, que se prolongaban paralelos a la franja arenosa de la
playa.
—Ya —dijo
simplemente el hombre del asiento posterior—. Dispara, Hannah.
El llamado Hannah
asintió. El turbomóvil negro aceleró en pos del descapotable. Se situó a su
nivel, corrió paralelo durante unos segundos. Los suficientes para que
sucediera lo inevitable.
Earl McCabe,
comentarista de la televisión, giró la cabeza al sentir cerca de él la
presencia de otro vehículo. Vio la ventanilla, en la que iba descendiendo lentamente
el cristal, ante un rostro pétreo y rugoso, desde el que le contemplaron unos
duros ojos oscuros.
McCabe receló algo.
Pisó desesperadamente el acelerador. También lo hizo su pareja. Por el hueco de
la ventanilla asomó el cañón de un arma. Una ametralladora «Kelly» eléctrica
enfilada hacia él.
Frenó; viró luego,
tratando de eludir la muerte que se le venía encima. Pero era inútil. El arma
comenzó a escupir fuego y proyectiles sobre él. Fue un alud crepitante,
mortífero, que acribilló la carrocería estilizada y deportiva, despedazó los
cristales, despanzurró el tapizado del coche y, con todo ello, impulsó, como si
fuera un pelele, el cuerpo de un hombre inclinado sobre el cuadro de mandos. Lo
zarandeó, martilleándole las balas cien veces, en cien puntos diferentes.
Con la cabeza
triturada y el cuerpo convertido en una criba, Earl McCabe se aplastó contra el
volante y de su figura encogida goteó sangre en abundancia. Luego, una nueva
ráfaga, totalmente innecesaria, le dobló de costado, derrumbándole sobre el
asiento, convertido en una sangrienta marioneta.
El turbomóvil negro
aceleró, rugió su potente motor, alejándose del lugar donde el coche azul,
perdida la dirección, humeando su motor, perforado por las balas, y dando
tumbos sobre las ruedas sin control, iba a estrellarse contra los edificios de
madera de la playa.
Se empotró en una
caseta de tablas, con estruendo de astillas y vidrios pulverizados. Allí quedó
tumbado, con sus ruedas girando todavía, y el afilado morro abollado,
convertido en informe chatarra, asomando hacia las arenas desiertas de la
playa, igual que un extraño pez muerto.
Earl McCabe no
volvería a comentar ante las pantallas de la televisión. Ni sus manos
expresivas amenazarían a los que él consideraba enemigos de la verdad y de la decencia.
* * *
El funeral terminó.
Solemne, gravemente. En medio del respetuoso silencio de todos, tal y como
había empezado.
Earl McCabe siempre
había sido querido por cuantos le conocieron. Incluso los artistas de radio,
televisión o teatro, que lógicamente podían haber sentido resentimiento hacia
el famoso comentarista, acudieron a sus honras fúnebres. Y todos, absolutamente
todos, desfilaron ante Ellen, su hermana, para dedicarle tristes frases de
condolencia.
Posiblemente no
todos fueron sinceros, como ocurre siempre en la vida, especialmente en tales
circunstancias. Pero sí hubo frases que Ellen McCabe no olvidaría jamás. Como
la de Wally Renno, el cómico de la televisión, tantas veces criticado por
McCabe:
—Ellen, lo siento
de veras. Muchos creerán que no, pero sus críticas me hacían sentirme mejor que
los elogios de los imbéciles o de los serviles. Mataría gustoso a los que
cometieron esa vileza.
Y Ellen supo que
Wally era sincero. No podía estar ya tan segura de otros, como por ejemplo de
Dean Orwell, director del «Whispering», la publicación escandalosa, tan atacada
por McCabe en sus crónicas. Siempre señorial, siempre elegante y rígido, Orwell
estrechó su mano cortésmente y manifestó su condolencia con fría expresión.
Ellen tuvo la sensación de que una cobra le había rozado viscosamente.
Sí, estuvieron
todos. Ellen estaba segura de que, entre ellos, se hallaba el culpable de su
muerte. Y al pensar en esto, los ojos oscuros y graves de la joven se dirigían
inevitablemente hacia Dean Orwell, el hombre que hacía del periodismo local un
nido de «gangsters», chantajistas y especuladores de la vida privada de ciertas
«estrellas» del mundo dorado del espectáculo.
También asistió Rod
Barnes. Rod nunca faltaba a ningún acontecimiento inundado del ambiente
artístico. Era lógico en un hombre que vivía de su pluma, de los guiones que el
cine, la televisión o la radio presentaban habitualmente en programas de mucho
éxito.
Por este motivo Rod
Barnes había dejado su anterior profesión de jefe de publicidad de una
importante firma comercial, ocupación que a su vez supliera a su carrera de
boxeador, para la que reunía facultades físicas sobradas y un cerebro
equilibrado, para permitir que sus días terminasen en un ring «sonado» o
fracasado. Rod Barnes era inteligente. Por eso era alguien en un mundo
despiadado, donde todo el mundo empuja al que le precede, y pone la zancadilla
al que le sigue para quedarse lo máximo solo posible y sin competencia
peligrosa.
Rod no era capaz de
poner zancadillas ni empujar. Luchaba lealmente, como en un ring. Por eso le
apreciaban todos. O casi todos. Pero Ellen era una de las personas que le
apreciaban, como le había apreciado Earl en vida. Si tipos como Orwell no eran
sus amigos, a Rod Barnes parecía tenerle la cosa perfectamente sin cuidado. Y
hacía bien en pensar así, después de todo.
—Lo siento, Ellen.
De veras lo siento...
Esto era todo lo
que Rod había dicho, al desfilar ante ella. Pero siempre que hablaba Rod era
sincero. Terriblemente sincero. Y Ellen McCabe lo sabía. Por eso le agradeció
aquellas palabras más que si hubiera echado un discurso.
Ellen hubiera
querido detener a Rod Barnes, hablar con él más ampliamente. En realidad, lo
estaba deseando. Sólo que consideró que aquél era el momento menos oportuno
para ello. Y prefirió esperar.
Esperar a que todo
terminara. A quedarse sola. Sola con su dolor, con el recuerdo del bueno de
Earl, muerto vilmente, acribillado en su coche, tras demostrar a la gente que
el valor de un hombre podía irritar y enfurecer a los caciques y a los
rufianes. Pero también que ese valor personal, individualmente, nada
significaba a la hora de la lucha si los demás no tenían la hombría de apoyarlo
con su propia valentía. Algo que, desgraciadamente, no había en aquella ciudad.
Al regreso del
funeral, el coche negro a turbina en que Hamilton Davis, director de la C.B.O.,
la conducía a su casa, pasó frente al gran edificio de la emisora de
televisión. Quedó atrás, para desfilar ahora la severa fachada del Museo
Arqueológico local, quizás el más importante de toda la costa del Pacífico, y
habitual lugar de asueto y de recreo para Earl, hombre aficionado al estudio y,
por tanto, al conocimiento del pasado de la Humanidad:
Todo quedó atrás.
Ellen McCabe llegó a su casa, en Cedros Boulevard, y al reiterarle Hamilton
Davis sus deseos de atenderla, en cuanto deseara, ella solicitó lo único que
realmente ambicionaba en ese momento:
—Quiero estar sola.
Por favor...
Se quedó sola,
sola, porque ahora Earl no estaba allí, con su fuerte magnetismo y su recia
personalidad, con su característica nobleza, para acompañarla y hacerla reír.
Ahora, Ellen se sentía terriblemente abandonada en el mundo, sin nadie a su
lado, para apoyarla y darle fuerzas en tan tremendo trance.
Lloró primero. Era
inevitable. Luego, perdió una hora, quizá dos, en mirar fijamente a la ciudad a
través de la ventana. La embriagadora visión nocturna, con su vorágine de luces
y de colores, no hizo sino acentuar su tristeza. En algún lugar, no muy lejos,
una ventana abierta dejaba escapar las notas de una radio, emitiendo música
moderna, de ritmo negroide.
Bajó el cristal de
golpe. El silencio se hizo casi absoluto. Ellen McCabe se encaminó al teléfono.
Descolgó el auricular y marcó un número. El timbre resonó al otro extremo del
hilo una y otra vez.
Cuando ya iba a
colgar, alguien lo tomó. Tras un chasquido, una voz habló:
—¿Quién llama?
—Ellen. Ellen
McCabe. ¿Es Rod?
—Sí, yo soy, Ellen.
¿Te sucede algo? Acabo de entrar en casa y...
—Gracias a Dios que
te encuentro, Rod. Quisiera verte.
—¿Ahora?
—Sí. Lo antes
posible. Es por algo urgente. Y muy importante.
—¿Es que ha
ocurrido algo que...?
—No, no. No me
ocurre nada. Ni puedo hablar por teléfono. No sería prudente. Ven, por favor.
Es mejor que hablemos aquí.
—Iré enseguida,
Ellen. Espérame ahí. Dentro de veinte minutos me tendrás en tu casa.
—Gracias, Rod. Te
espero.
Colgó con un
suspiro de alivio. Esperaba mucho de Rod. Earl también había confiado siempre
en él. Y la prueba estaba en lo que una vez dijera el propio Earl antes de
salir hacia la emisora de TV, al tomar a su joven hermana por la barbilla
cariñosamente:
—Ellen querida, si
alguna vez me sucede algo... recurre a Rod Barnes. Es la única persona en quien
debes confiar. El único amigo de verdad que tenemos en esta cochina ciudad.
Ahora iba a poner a prueba esa amistad. Y de un modo muy duro.
CAPÍTULO II
LAS PRUEBAS OCULTAS
A luz íntima de la salita
hacía aparecer más alto, más atlético, a pesar de que la estatura de Rod —seis
pies largos— y su formidable talla muscular resultaban de un considerable valor
en cualquier parte donde se le viese.
Su cabello, de un castaño claro, con mechones del color
del oro viejo, aparecía revuelto, como siempre, por encima de la ancha frente,
y los ojos risueños, de un tono jaspeado, que podían volverse terriblemente
duros si su propietario así lo quería.
La chaqueta clara, la camisa marrón, de cuello abierto, y
su aire totalmente deportivo, iban muy a tono con su aspecto juvenil, arrogante
y firme, Sí, Rod Barnes respiraba seguridad y energía. Y una muchacha sola,
deprimida, como Ellen McCabe, tenía que sentir esa impresión reconfortante al
recibirle en su residencia.
—Aquí me tienes, Ellen —había dicho Rod al entrar, con
una lealtad sincera y absoluta—. Imagino lo que sientes en esta soledad. Quisiera
acompañarte durante días enteros, pero sabes que no me es posible. El trabajo
nos esclaviza a todos, por desgracia. Y los programas no entienden de
sensibilidades ni afectos.
—No te he llamado para que me acompañes en esta soledad
—suspiró Ellen, serena—. Por esa sola razón nunca te hubiera molestado, Rod.
—Mal hecho, Ellen. No sería una molestia, sino una
alegría, un placer. Pensaba sugerírtelo en el templo, pero pensé que no era el
momento oportuno, ni tampoco te parecería muy natural que un hombre...
—Por Dios, Rod. Yo nunca pensaría nada indigno de ti. Por
el contrario, sé que Earl te consideraba como un hermano.
—Bueno, él era un hombre —sonrió Rod—. No quiero tampoco
que pienses eso de mí. Soy un amigo tuyo, sincero y leal. Pero tú eres mujer. Y
yo hombre. Tú eres joven, bonita... Mentiría si te dijese que puedo pensar en
ti como en una hermana. Y no me gusta mentir.
—Gracias otra vez, Rod —musitó ella, enrojeciendo
levemente y desviando su mirada azul, límpida y serena. Su seno juvenil,
agresivo, palpitó en forma tenue—. Me gusta tu sinceridad. Y por eso mismo te
he llamado. No te hubiera molestado si no se tratara de algo realmente
importante.
—Perder un hermano como Earl es importante, Ellen.
—Lo sé. Pero perderlo asesinado es más importante aún.
—Sí... —aceptó Rod gravemente. La estudió, pensativo—.
¿Adónde vas a parar?
—A esto: a Earl le mataron para que no acusara a los
rufianes del periodismo corrompido.
—¿Estás segura?
—Sí. Él iba a llevarles ante los tribunales, a demostrar
que son una pandilla de ruines criminales, de chantajistas y gente dedicada a
la coacción más vil.
—Ellen, él hablaba de todo eso. Acusaba ante las cámaras
de televisión. Pero otra cosa muy distinta es tener pruebas y...
—Yo tengo esas pruebas, Rod.
Barnes parpadeó. Clavó su sorprendida mirada en la
muchacha. Ella, enérgica, se mantuvo erguida, adelantada su barbilla ante él.
—¿Tú? —indagó, perplejo.
—Sí, Rod. Earl me dejó sus pruebas. Esos criminales nunca
lograron quitárselas, ni siquiera al precio de su vida. Yo sé dónde están
ahora. ¡Yo puedo aplastar a esos canallas!
Rod Barnes miró a su alrededor. Comprobó cautelosamente
que la puerta del piso estaba cerrada, que las ventanas se hallaban encajadas,
que no había nadie en torno suyo. Luego, preguntó lentamente:
—¿Hablas en serio, Ellen?
—Totalmente en serio. Son pruebas rotundas, categóricas.
—Eso es muy grave. ¿Te das cuenta?
—Sí.
—Si ellos sospecharan siquiera por un momento...
—Sé lo que sucedería. No les temo. No me importa morir.
Pero no quisiera que Earl hubiese muerto en vano. ¡Esas pruebas deben llegar a
manos de la ley!
—De acuerdo. ¿Qué clase de pruebas son?
—Cartas de Steve Bruster, antes de su suicidio frente al
escándalo. Fotocopias de amenazas y de falsos «contratos» de publicidad en el
«Whispering». Una fotografía con la entrevista entre Karl Konrad, el primer
reportero y primer sinvergüenza de ese sucio periódico, con Sarah Haynes, la
«estrella» del cine, mientras ella le pagaba lo convenido en la coacción, junto
con una cinta magnetofónica de dicha entrevista. Todo ello la víspera de morir
Sarah Hayes aplastada por un turbocamión, cuando iba a denunciar lo sucedido a
la justicia. Al cadáver le robaron el bolso donde llevaba una reproducción de
esa foto y de la cinta magnetofónica. ¿No es suficiente, Rod?
—Es mucho más de lo necesario —sonrió Rod Barnes
duramente, entornando sus belicosos ojos jaspeados—. Si todo eso existe...
—Existe, Rod. Yo lo sé.
—¿Lo tienes tú?
—No, no. Earl no se hubiera atrevido a depositarlo aquí.
—¿Dónde, entonces?
—Tú... tú sabes cuáles eran sus aficiones. Ya puedes
imaginar dónde lo ocultó al salir de la emisora el día que le fueron
proporcionadas por alguien que murió horas después, aunque sin que sus asesinos
pudieran hallarle las pruebas encima.
Rod reflexionó. Una luz especial brilló en el fondo de
sus pupilas.
—Sí —asintió—. Sé dónde pudo guardarlas.
—Entonces, Rod... ve a la policía. O recógelas, por
favor. Yo... yo no podría hacerlo sin despertar sospechas. Claro que puedes
negarte, Rod. Hay peligro y...
—Tonterías. Iré a por ello ahora mismo —aseguró Rod
firmemente—. Pero... ¿dónde pueden estar exactamente? Aquello es muy amplio
y...
—Sólo puedo darte un dato; el que mi hermano me dio a mí.
—¿Cuál es?
—Dijo que «las pruebas estaban allí donde el Poder y el
Universo se mezclan». ¿Tiene eso sentido, Rod?
Barnes reflexionó unos segundos en silencio. Su físico
poderoso y atlético estaba respaldado por un cerebro rápido y eficaz. Terminó
por asentir despacio.
—Sí —confesó—. Creo que sé lo que significa eso, Ellen.
El hombre alzó la cabeza. Escribía rápidamente sobre un
papel, con signos taquigráficos, a medida que le llegaba la voz por el pequeño
altavoz a medio tono, y la cinta magnetofónica iba girando, registrando la
conversación.
—Se ha ido —dijo roncamente al hombre que estaba con él,
atento a la charla—. Eso ha sido lo último que dijo: «Las pruebas están allí
donde el Poder y el Universo se mezclan». Parece una idiotez, pero él dijo que
sabía lo que significaba. Y se largó Jebb.
El llamado Jebb pegó un respingo y dejó de mascar goma.
Se lanzó a por un aparato telefónico, mientras el otro detenía el magnetófono
en el angosto cubículo de los sótanos del edificio.
Debía de tener línea especial, a base de una conexión
exterior, porque no necesitó pedir número a la centralilla del edificio. Marcó
el número y enseguida le descolgaron.
—¿Diga? —preguntaron al otro lado del hilo.
—¡Aquí Jebb, señor Konrad! Urgente.
—Habla, Jebb —pidió duramente la voz de Karl Konrad, el
redactor-jefe de «Whispering».
—Ese tipo, Rod Barnes, el amigo de los McCabe, ha estado
en la casa. Le diré lo que han hablado.
Pasaron la cinta magnetofónica cerca del teléfono. Konrad
soltó una imprecación.
—¡El Museo! —farfulló.
—¿Eh? —preguntó, sorprendido, Jebb.
—¡El Museo Arqueológico! ¡Era la afición de Earl McCabe! ¡Id
allí, pronto! ¡Yo avisaré a los muchachos! ¡Cazad a Rod Barnes, matadle si es
preciso!... ¡Y evitad que se acerque a la cámara de Amón-Ra, en el pabellón del
Antiguo Egipto!
—Pero... ¿por qué, patrón? ¿Qué significa...?
—¡Imbécil, no hagas preguntas! ¡Amón-Ra es la divinidad
egipcia que simboliza el Poder Supremo del Universo, la idea misma de Dios, Uno
y Verdadero! ¡Allí están las pruebas, no hay duda!
Jebb colgó rápidamente. Él y su compinche abandonaron el
sótano desde el que habían captado la entrevista de Ellen McCabe y Rod Barnes a
través de un complicado y sutil sistema de micrófonos.
En la calle tenían un vehículo, que pusieron en marcha
rápidamente, se lanzaron con celeridad hacia el museo. La orden era de
recuperar las pruebas decisivas. Y, en caso de resistencia por parte de Rod
Barnes, la orden era escueta. Y ellos la obedecían siempre que era necesario.
Esa orden era: ¡matar!
* * *
Rod Barnes se detuvo a la puerta del pabellón de Arte del
Antiguo Egipto, en el interior del Museo Arqueológico de la ciudad.
La luz, con tonos rojos y verdes, espectrales y
misteriosos, daba un aspecto singular al recinto, que, como todos los
destinados al Antiguo Egipto, abundaba, especialmente, en temas funerarios y
figuras simbólicas de la otra vida, a través del concepto religioso de los
egipcios de miles de años antes de Jesucristo.
No era un experto en cuestiones de egiptología, pero sí
lo bastante entendido en su historia y religión, como para saber que Amón-Ra
era la divinidad mencionada por Earl McCabe en su jeroglífica clave.
Existían allí otras divinidades egipcias: Osiris, dios de
la muerte; Horus, dios del espíritu solar, e hijo de Isis, portador de la luz y
vengador de su padre, Osiris, en la deidad de Set, símbolo del mal; Anubis, el
dios de cuerpo humano de cabeza de perro, guardián de las almas a entregar a
Osiris. Y tantas y tantas figuras de la religión egipcia, realzadas de forma
impresionante por las luces indirectas, estudiadas para darle a todo, en la
penumbra de las salas del Museo, un aire irreal, fantástico, a veces
espeluznante.
Rod avanzó. Sus pasos sonaban huecamente sobre el
embaldosado negro del museo. A veces producía la rara impresión de que caminaba
sobre una de las tumbas milenarias, allá en el Valle de los Reyes, donde el enigma
de los tiempos había tendido su capa de noche impenetrable para ocultar la
histeria de la remota civilización de los faraones.
Dejó atrás dos enormes columnas, con las reproducciones
agrietadas y blancas de los famosos colosos de Memnón. A su derecha quedó el
facsímil en escayola de la fachada ciclópea de Abu-Simbel, el gran templo
excavado en la roca viva por el genio creador de Ramsés II en su glorioso
reinado.
Avanzó por entre divinidades, figuras de grandes
faraones, como Amenhotep III. Seti I. Amenophis II, efigies de Nefertiti, de
Tut-Ank-Amón y toda clase de miniaturas en basalto, oro macizo o lapislázuli,
procedentes de las tumbas egipcias, unas, y reproducciones perfectas, otras, de
los originales conservados en el Museo de El Cairo o en las tumbas que, en el
Valle de los Reyes, se conservan como Museo natural de las maravillas egipcias,
inmortales como almas que hubieran viajado hacia la eternidad y el futuro de
los tiempos, a bordo de la barca de Anubis.
Se detuvo de súbito. Se hallaba ante la efigie dorada y
negra de Amón-Ra. En una mano aparecía el símbolo del poder. En la otra, el de
la vida: la cruz Ansata. Esa cruz señalaba hacia sus pies, a la representación
esférica, dorada, del Universo.
Una piedra rojiza centelleaba en el centro de la cruz
Ansata con brillo intenso. Pareció reflejarse como el fulgor de un incendio en
el fondo de las pupilas fijas de Rod Barnes.
Era raro. Rod Barnes había visitado otras veces el Museo.
Nunca había advertido antes la presencia de aquella piedra roja en la cruz
Ansata de Amón-Ra. Ni tampoco la inscripción que aparecía sobre la esfera
dorada en escritura jeroglífica.
Rod Barnes conocía algo del lenguaje jeroglífico de los
egipcios, relativamente simple una vez aprendido. Pudo leer sin dificultad la
inscripción: «Amon-Ra, dios del poder universal, ofrécete, criatura, la vida y
el poder que derramó sobre los mundos. Con esa vida y poder serás superior e
inmortal. Serás el «Superhombre» ambicionado».
Rod sonrió. No había ido allí a convertirse en el
«Superhombre», sino a encontrar unas pruebas materiales, el cargo decisivo
contra un puñado de asesinos. No había tiempo que perder. Las inscripciones y
jeroglíficos egipcios quedaban para mejor ocasión. Ahora necesitaba buscar.
Buscar en Amón-Ra hasta dar con el lugar donde Earl McCabe ocultó las preciosas
pruebas que podían significar el principio de la limpieza de la ciudad... o la
muerte de un escritor de guiones de televisión llamado Rod Barnes.
No lejos de allí, dos turbomóviles, providen-cialmente
detenidos por un accidente que había provocado el choque de dos camiones de
transporte y el bloqueo consiguiente de todo el tráfico, avanzaban
apresuradamente hacia el Museo de Arqueología.
Y los hombres sombríos, armados de pistola o
ametralladora que iban en su interior, distaban mucho de ser gente interesada
por la arqueología y sus misterios.
CAPÍTULO III
LA PIEDRA EN LA CRUZ ANSATA
LAS manos de Rod rozaron la esfera
dorada, cubierta de jeroglíficos con la curiosa leyenda del pasado.
Como si sus
dedos tuvieran una extraña y misteriosa magia, algo sucedió en la esfera
dorada. Al tocar el polo superior, empezó a girar lenta y silenciosamente sobre
su eje.
Y mostró su
interior, hueco, no muy amplio, aunque sí lo suficiente para guardar un
envoltorio de tela plástica, de color caramelo oscuro.
¡Las pruebas
de Earl McCabe! Un sudor frío inundó la frente de Rod Barnes cuando, con un
suspiro de profundo alivio, se inclinaba para tomar el envoltorio.
Y en aquel
instante sucedió.
Entonces oyó
el chirrido tenue de la puerta de acceso a las cámaras egipcias del Museo
Arqueológico. Se escucharon unos pasos rápidos que resonaron sobre el negro
pavimento.
Giró la
cabeza. Tensó los músculos de su cuerpo, mientras sus dedos aferraban el
envoltorio oculto. Clavó los ojos en los dos hombres que se quedaban guardando
la salida. Empuñaban ametralladoras eléctricas «Kelly», de disparo automático.
Otros cuatro hombres se movían hacia él. Todos iban enmascarados con pañuelos
oscuros sobre el rostro. El que parecía ser el jefe se cubría con una careta de
goma flexible, adherida a su rostro, y empuñaba una pistola térmica, de efectos
terroríficos.
—Será mejor
que suelte eso, Barnes —avisó fríamente el que capitaneaba el grupo, con voz
ahogada, extraña tras la careta de goma—. ¿O prefiere morir aquí mismo?
Conocían su
nombre; sabían quién era él y lo que había venido a buscar. Rod reflexionó con
rapidez. Eviden-temente, Ellen era vigilada más de cerca de lo que pensaran
ambos. O aquello no hubiera sucedido. Había sido un error no haber hablado por
señas o mediante la escritura. Pero quizá los criminales tuvieran un sistema de
telefoto o cosa parecida para espiar lo que sucedía dentro del piso.
No había
soltado el objeto. El arma le apuntaba ahora con mucha mayor fijeza que antes.
La voz deforme le avisó:
—¡Cuidado!
Le he advertido. Si insiste en retener eso, lo despedazaré, amigo. ¿O cree que
voy a tener escrúpulos?
—Supongo que
no. Como no los tuvieron en acabar con Earl McCabe —dijo fríamente Barnes,
mientras pensaba entretanto febrilmente en un medio para salir de aquel
tremendo apuro. Sabía que, aunque entregara las pruebas, sería asesinado para
eliminar a un testigo peligroso.
—Justamente
—rio el otro. Y su máscara se movió extrañamente—. Y si sale afuera verá otro
muerto. Esta vez es el guardián del museo. Se puso algo pesado al intentar
impedirnos la entrada...
Rod se
estremeció. Aquellos monstruos no se detenían ante nada. Su vida, por tanto, no
valía ahora un solo centavo. ¿Cómo salir de aquel trance? ¿Cómo...?
Su mente se
esforzaba furiosamente, luchando por encontrar una solución milagrosa. Pero no
había nada que hacer, no había senda posible a seguir. Se encontraba en un
callejón sin salida. Con la muerte por un lado, y un muro insalvable por el
otro. Era, en suma, su propio y definitivo desastre, sin posible solución
salvadora.
Sus dedos
apretaban las pruebas. Aquellas pruebas tan valiosas, tan importantes. Más para
la justicia, para la ley, que para él mismo o para Ellen, ya que no podían
devolver la vida a los muertos. Pero sí servirían para castigar a los
culpables, a aquella plaga pestilente de granujas y vividores del dorado mundo
del espectáculo en la California de 1975.
—Voy a
disparar, Barnes —avisó el de la máscara de goma—. Contaré hasta tres. Si al
final no ha soltado ese envoltorio y ha confesado quién más conoce este asunto
aparte de usted y de Ellen McCabe, le carbonizaré.
—Sí, eso ya
lo sé, fantasmón —dijo Rod despectivamente.
—Uno,
Barnes... —el otro empezó la fatídica cuenta. Mucho más fatídica que las que Rod
Barnes oyera durante su vida pugilística sobre los rings.
Red pensaba,
pensaba... Algo parecía llegar a su mente, cómo una rara oleada, como una idea
estúpida, absurda, repetida una y mil veces en el escaso y brevísimo margen de
unos segundos...
Amón-Ra, dios del poder universal, ofrécete, criatura, la
vida y el poder que derramó sobre los mundos. Con esa vida y poder serás
superior e inmortal. Serás el «Superhombre» ambicionado.
El
«Superhombre!... ¡Qué absurdo!
—Dos...
—siguió contando el otro, imperturbable.
Rod Barnes
volvió a sentir la idea, lacerante casi, dentro de su cerebro. Era como si
alguien se la repitiera, dentro de la mente, haciéndola resonar con ecos
ensordecedores bajo la bóveda craneana:
Serás superior e inmortal. Serás el «Superhombre» ambicionado...
El
«Superhombre» ambicionado...
¿Por qué
pensaba aquellos disparates? ¿Por qué, por qué...?
No lo sabía,
pero mientras la voz del asesino contaba, él repetía la idea grotesca,
irrealizable... Y esta vez, unida a la idea, usa nueva sugerencia pareció
formar palabras en su mente. Una pasmosa y absurda sugerencia que parecía
llegar de la nada, de un mundo sin formas ni dimensiones...
«La piedra roja, Barnes... La piedra roja en la cruz,
ansata... ¡Recuerda, ahora! La piedra roja... tómala, es tuya...!».
Miró de
soslayo. La piedra roja... sobre la Cruz Ansata... ¡Qué extraño y sorprendente
brillo tenía! Parecía fulgurante, fascinadora como nunca, igual que un foco de
luz carmesí dirigido sobre su rostro...
L-a p-i-e-d-r-a r-o-j-a... ¡La piedra roja! ¡T-ó-m-al-a!
No supo por
qué lo hacía. Sólo supo que el hombre de la máscara estiró su mano armada y
masculló, rabiosamente:
—¡Tres...!
... Para
entonces, él había alargado su mano y aferrado la piedra roja de la Cruz
Ansata, aunque su mente, su consciencia, su sentido común, le decían que
aquello era una locura, un disparate, que estaba actuando influenciado
simplemente por una sugestión creada por el extraño ambiente del museo, por las
gigantescas figuras egipcias, por el propio peligro de muerte y por la
desesperada situación en que se encontraba...
El
enmascarado disparó contra él una carga térmica de alta tensión.
Rod Barnes
sabía que esto significaba la muerte. No podía haber piedra alguna en el mundo
capaz de impedirlo.
Y, sin
embargo...
Sin embargo,
lo imposible estaba sucediendo. Rod Barnes lo captó tan diáfanamente como si,
en vez de ser protagonista del suceso, fuera un testigo desapasionado, ante
cuyos ojos tuviera lugar el prodigio.
El asesino
enmascarado hizo fuego. No había vacilado en ello, tal y como advirtiera. Era
un hombre habituado a matar. No se detenía ante una muerte más o menos...
Rod Barnes,
al cerrar sus dedos sobre la piedra roja, la alzó instintivamente, como si
pudiera salir de la Cruz Ansata donde se hallaba incrustada. Y en efecto, así
sucedió.
La piedra
salió de su hueco, entre los dedos de Rod Barnes. Allí mismo comenzó el
prodigio, el asombro e inconcebible acontecimiento...
El disparo
del asesino había sido hecho contra el cuerpo de Rod Barnes. El proyectil
térmico alcanzó su objetivo. Tenía que ser un impacto mortal, destructor. Rod
lo sabía, había esperado morir, indefenso como se hallaba...
Al proyectil
térmico le sucedió algo. Se disolvió al tocar su cuerpo, a una pulgada de
distancia de él. Cayó derretido, disuelto. Él no sintió nada, continuó erguido,
sereno e impasible, frente a su adversario.
Atónito,
desconcertado, el enmascarado disparó de nuevo, pues creyó que había fallado
inexplicablemente el fácil blanco. Pero la segunda bala siguió el camino de la
anterior. Ahora, Rod Barnes estuvo seguro, todo lo seguro que uno podía
sentirse de algo tan terriblemente absurdo, de que la bala le había tocado
realmente... disolviéndose como simple cera al contacto con su cuerpo.
—No puede...
ser... —tartamudeó el enmascarado, palideciendo—. ¡Debe de llevar chaleco
protector! ¡Disparadle a la cabeza, muchachos! ¡Tú, Clark, usa el fusil
explosivo!
Rod Barnes
permanecía como en sueños, sin saber siquiera qué voluntad o qué fría e
inexplicable serenidad le mantenía erguido frente a los criminales, como
indiferente a cuanto pudiera suceder y que, en buena lógica, solamente podía
ser su final. De las balas explosivas —diminutas cápsulas heladas, de carga de
nitroglicerina, que al contacto con el calor del cuerpo, en la más leve herida,
hacía explosión dentro de los tejidos humanos, destrozando interiormente al
herido— nada ni nadie podía librarle. Aquello, lo que quiera que hubiese
sucedido, tuvo que ser casual. Pero nada más. Ahí terminaría su concebible
fortuna...
El llamado
Clark disparó contra él por dos veces. El doble latigazo de los disparos del
rifle vibró extrañamente en los mil rincones sombríos del museo. Pareció que
hacían temblar a los seres de piedra o mármol, petrificados en una vida
eternamente inmóvil, por la mano de su escultor.
Por encima
de Rod Barnes, los ojos inquietantes de Amón-Ra, la divinidad egipcia, parecían
centellear, fijos en los asesinos. Y entre los dedos de la mano alzada de Rod,
un destello cegador, de color escarlata, vivo y deslumbrante, formaba como un
fuego cristalino, fantasmal y helado, que lo dominaba todo, y siluetaba en
aquel rojo alucinante las formas y las figuras humanas o pétreas, bajo la
bóveda alta del Museo...
Rod cerró
los ojos. Las cargas de nitroglicerina le alcanzaron en pleno rostro. Sintió un
raro cosquilleo.
Y nada más.
Las balas rebotaron. El hombre de la máscara chilló al ver las agudas cápsulas
de metal dorado, que rebotaban sobre la piel del rostro de Barnes... y volaban
de vuelta hacia él. Igual que si hubieran tocado un muro de piedra o de
acero...
Barnes, al
abrir los ojos, vio derrumbarse a su enemigo, con la máscara disuelta por la
explosión seca, estremecedora, de uno de los proyectiles. Del orificio rugoso
abierto en la careta surgió sangre negruzca, fragmentos de hueso y encéfalo.
Los otros
asesinos recularon, mortalmente pálidos. Rod Barnes estaba tan sorprendido como
ellos, pero mientras él controlaba sus nervios, los tres compinches del
enmascarado habían perdido por completo la serenidad y el dominio de sí mismos
ante la inaudita escena.
Los dos
situados en la puerta de acceso al museo, no podían ver lo que sucedía. Sin
embargo, los tres más cercanos revelaban en su gesto el horror de lo que habían
presenciado. Como de mutuo acuerdo, a pesar de que su propio terror les hacía
perder toda coordinación, los tres abrieron fuego nuevamente contra Rod Barnes.
Sus
chillidos de terror fueron esta vez estremecedores, cuando vieron saltar las
balas, como simples bolitas de papel o de goma, sobre la cara, cabeza y cuerpo
de Rod, sin causarle el más leve daño.
Echaron a
correr hacia la salida, completamente sobrecogidos. Chillaban más y más, y
tiraron sus armas, alucinados, para poder huir con más facilidad de aquel
asombroso personaje que se resistía a ser no sólo muerto, sino ni tan siquiera
herido levemente, por las temibles municiones de sus modernas armas.
Rod Barnes,
confuso aún, pero dándose cuenta de que algo anormal, imposible casi, estaba
sucediendo, quiso probar fortuna y corrió detrás de los fugitivos. Sabía que
era inútil, porque el terror daba alas a aquellos hombres, y ya se habían
alejado bastante. A pesar de ello, lo intentó.
Él mismo se
estremeció cuando, con sólo dos zancadas increíbles, terroríficas, sus
elásticas piernas parecieron muelles de acero en el aire, y le trasladaron de
forma pasmosa... ¡hasta caer encima de los fugitivos!
Éstos, en el
paroxismo del terror, chillaron angustiados al verle llegar como si realmente
fuera un ser alado. Dos de ellos rodaron por el suelo negro y brillante del
museo, patinando cómicamente. El tercero, más sereno, pero llevado también por
su miedo irreflexivo, se mantuvo en pie, y extrajo un arma tan temible como las
anteriores, aunque de alcance mucho más limitado: un afilado cuchillo, que
lanzó como una flecha contra Rod Barnes.
Rod vio
venir el arma contra él. Su relampagueo apenas duró medio segundo. Luego, se
hincó en su garganta. O debiera de haberse hincado...
Pero en vez
de eso, el arma rebotó de forma increíble en su nuez sin hacerle el menor daño,
igual que si fuera de goma o plástico. No obstante, al caer sobre el pavimento,
resonó metálicamente, con un golpe seco.
Aquello
colmó el terror de sus enemigos. Uno, en su afán alocado por huir, trató de
golpearle con sus puños, de apartarlo de sí, lleno de pánico. Rod se limitó a propinarle
un directo al mentón.
Sucedió algo
escalofriante.
El que fuera
alcanzado por su puño, a pesar de la suavidad de su movimiento, algo forzado,
chilló dolorosamente. Su boca se abrió chorreando sangre, a la vez que escupía
sus dientes pulverizados. La mandíbula le colgó, rota en varios sitios, como si
la hubiera triturado un peñasco de cien libras de peso, disparado con fuerza
contra él...
Rod Barnes
sabía que sus puños de exboxeador eran fuertes, pero jamás habían poseído ni en
la mejor época de sus éxitos pugilísticos, una centésima parte de aquella
demoledora fuerza de cañón o catapulta... Parpadeó, incrédulo; mientras, los
dos pistoleros que guardaban la salida, advirtiendo algo anómalo, habían
acudido y abrían fuego contra él con sus rifles de cargas eléctricas.
Las mismas
balas que acribillaron y destrozaron a Earl McCabe, fueron inútiles contra Rod.
Era como acribillarle con armas de juguete. Quizás menos aún. Su cuerpo parecía
rechazar, repeler todo objeto agresivo.
Barnes miró
a un lado, a una de las grandes reproducciones en piedra del coloso de Memnón.
Aquella estatua podría pesar sus cuatrocientas libras, poco más o menos. Nadie
sería capaz de levantarla, ni siquiera en un alarde de fuerza, propio de un
atleta de feria, ya que a su peso unía su mole alta, grande, inabarcable.
Barnes
estaba tan confuso que necesitaba una prueba más. Una última y definitiva
prueba de que algo era diferente en él, de que no era ya el mismo Rod Barnes
que había entrado en el museo poco antes...
Aferró la
base del Coloso, inclinándose para ello ligeramente. Se incorporó...
Un repetido
aullido de terror brotó de las chico gargantas, al ver lo que Sucedía...
¡El coloso de Memnon, entre los brazos de Rod, era como
una estatuilla hueca y ligera, fácilmente manejable, que se alzaba del suelo,
por encima de su cabeza!
Rod la
arrojó sobre los asesinos sin vacilar, tras un parpadeo de estupefacción propia
ante aquel nuevo e inaudito prodigio.
La mole de
la reproducción de Memnón se abatió ruidosamente sobre los aterrorizados
pistoleros. Dos de ellos sufrieron el impacto y cayeron bajo la mole,
retorciéndose con chillidos terribles, al sentir sus piernas trituradas. Rod
Barnes no sintió compasión de ellos. Había muchas víctimas inocentes sobre la
conciencia negra de aquellos monstruos humanos, asesinatos inicuos, como el de
Earl McCabe, como el de la infortunada Sarah Hayes, la actriz eliminada. Eran
ratas a las que convenía aplastar. Y ahora que parecía tener facultades
sobrehumanas para ello, tanto mejor.
El de la
mandíbula destrozada y los otros dos supervivientes, aunque aturdidos, salieron
al exterior del museo, dejando tras de sí, en la penumbra del local; a sus dos
compañeros aplastados por el coloso egipcio, al cabecilla muerto con sus
propias armas, a aquel Rod Barnes convertido en un titán increíble... y a un
infortunado guardián del museo, previamente asesinado por ellos, para poder
penetrar allí.
El joven ya
no hizo nada por detener a aquellos tres. Estaba demasiado estupefacto, tan
sumamente desconcertado, que no podía coordinar sus ideas. Su impenetrabilidad
contra las balas más poderosas, su velocidad pasmosa, la elasticidad
sobrehumana de sus músculos... sus fuerzas ciclópeas... Todo era inconcebible,
constituía un prodigio excesivamente aterrador para ser real.
Y, sin
embargo, había sucedido. Él había vencido a los asesinos de «Whispering», el
periódico de los criminales locales, con la sola fuerza de sus manos, de una
piel blindada, que hasta entonces desconociera poseer...
Contempló su
mano. En ella aparecía todavía la piedra roja, lanzando destellos. La extraña y
singular piedra roja, que jamás viera antes de aquel día, sobre la Cruz Ansata
de Amón-Ra, la divinidad egipcia que simbolizaba el Poder del Universo.
¡El Poder
del Universo! Rod se pasó una mano por su rostro sudoroso, muy pálido...
Aquella voz que creyera oír, incitándole a tomar la piedra... El extraño poder
parecía haberse comunicado a su cuerpo cuando él tomó aquella rara gema
egipcia. Y no pudo por menos de recordar la asombrosa inscripción al pie de
Amón-Ra:
«...Amón-Ra, dios del Poder Universal, ofrécete,
criatura, la Vida y el Poder que derramó sobre los Mundos. Con esa Vida y Poder
serás superior e inmortal. Serás el «Superhombre» ambicionado...».
—El
«Superhombre»... —musitó, confuso—. El «Superhombre»! ¡Cielos, no es
posible...!
La Cruz
Ansata, símbolo de la Vida. Amón-Ra, símbolo del Poder... La piedra roja, con
la Vida y el Poder sobre sí... trasplantado a quién la tomó consigo. A él, Rod
Barnes...
—Sencillamente
imposible... —jadeó, apoyándose en el muro—. Esto... ¡Esto no puede suceder...!
Pero había
ocurrido. Allí estaban los asesinos triturados, vencidos, allá los otros que
huían, como almas despavoridas ante la presencia de Satán, uno de ellos con la
cara destrozada por un simple directo, no demasiado fuerte...
—A pesar de todo... —murmuró, con boca temblorosa, y faz estremecida—. A pesar de todo... no puede ser... ¡no puede ser...!
CAPÍTULO IV
¿SUPERHOMBRE?
¡PANDILLA de imbéciles! ¿Es que se han vuelto todos
locos de repente? ¡Vamos, fuera de aquí, o los mataré yo mismo! ¡Y os
demostraré que no existe nadie en el mundo, ¿entendéis? ¡Nadie! que pueda
continuar tan fresco después de ser acribillado a balazos! ¡Vamos, horda de
estúpidos, cobardes y borrachos! ¡Quiero la vida de ese hombre! ¡Y las pruebas!
—Pero, Konrad, nosotros... —balbuceó uno de ellos, con la
cara blanca como el papel—. Nosotros le vimos aplastar a Jim y a Bugsie, con
sólo levantar una estatua de cientos de libras en una de sus manos, y tirarla
contra ellos, como si fuera una botella o una silla...
—¡Magnífico! —el sarcasmo asomó a la voz de Karl Konrad,
el jefecillo de la redacción de «Whispering», lo mismo que a su boca torcida y
al brillo malévolo y peligroso de sus porcinos ojillos—. ¡Qué hermoso prodigio
presenciasteis! ¡El retorno de Sansón a la Tierra! ¿O acaso era «Superman»,
escapado de una publicación infantil?
—Konrad, te aseguro que... —intervino otro, medroso.
—¡Callad todos! ¡Cerrad el pico, hatajo de cuervos
cobardes! —aulló Konrad, furioso—. ¡Ya me he hartado de oír sandeces! ¡Jamás
nadie apeló a un truco tan estúpido para justificar el fracaso!
—Konrad, mira la mandíbula de Sip. Eso no ofrece dudas...
—¡Claro que no, imbécil! Con un fragmento de roca de ese
maldito museo, bastaría para hacerlo, dándole bien! Simplemente os pareció que
le daba con el puño!
—¿Y las balas desviadas? ¿Y el cuchillo? ¿Y la estatua
gigantesca que aplastó a Jim y a Bugsie? —gimió el que hablara primero.
—¡Sandeces todo! ¡La estatua se caería en la pelea! ¡Y
las balas o no atinaron, o ese maldito Barnes llevaba un peto a prueba de
disparos!
—También le disparamos a la cara. Le rebotaron las balas
como...
—¡Al infierno todos! ¡Largo de aquí ahora mismo! —sacó
una pistola de la gaveta de su mesa y apuntó a los tres, que dieron un respingo
y retrocedieron apresuradamente—. ¡Fuera, o les vuelo los sesos, malditas
comadrejas! ¡Yo resolveré esto a mi modo! ¡Pero ese Barnes no se saldrá con la
suya! ¡Tiene las pruebas, pero no llegarán a la policía! ¡Palabra de Karl Konrad,
por todos los diablos!
La puerta se cerró detrás del grupo de atemorizados
pistoleros. Konrad, una vez a solas, resopló, irritado, tiró el arma de nuevo a
la gaveta, y se dejó caer en su asiento. Estiró la mano lentamente y pulsó el
botón de llamada de su teléfono. Al levantar el receptor, pidió a la
centralilla del periódico:
—Ponedme con Wallys Hannah, enseguida...
Luego, silbando nerviosamente una canción, el
redactor-jefe del «Whispering» esperó a que el jefe de los pistoleros, el
asesino de Earl McCabe entre otros, se pusiera al aparato.
Decididamente, la publicación regida por el hampa del
periodismo californiano estaba resuelta a eliminar a Rod Barnes, por muy
poderoso que el grupo de pistoleros imaginara que era aquél.
* * *
—¡Tienes que creerlo, Ellen! ¡Es la pura verdad!
Ellen McCabe parpadeó, sin quitar sus ojos del joven
Barnes, erguido ante ella, que extendía sus manos, en una patética expresión
persuasiva.
—Pero, Rod, yo... yo no sé... si eso puede admitirse...
—musitó, aturdida.
—¡Claro que no puede creerse! —gimió Rod—. ¡Pero es la
realidad!
—Dios mío, Rod, algo funciona mal en tu mente o en la mía
—suspiró Ellen, avanzando con paso lento hacia un sofá, donde se dejó caer,
pensativa—. Tú... tú dices que, de repente, has advertido que tienes la fuerza
de un gigante, el poder de una mole, de un coloso...
—Sí, Ellen.
—Y que tu piel posee la dureza del granito o del acero,
que en ella rebotan los proyectiles sin causarte el menor daño...
—¡Sí, Ellen!
—Pero, Rod, es... ¡es que no puede ser! —objetó ella,
confusa—. ¡Habrá algo más lógico, más comprensible, algo que lo explique todo
naturalmente! Cartuchos de fogueo, balas defectuosas... Tu propia fuerza,
aumentada por la tensión, por los nervios...
—Ellen, las mismas balas que a mí nada me hicieron, que
sentí rebotar en mi rostro... despedazaron la cara de uno de mis enemigos.
El argumento parecía inapelable. Ellen McCabe dejó caer
los brazos realmente aturdida. Se encogió de hombros, tras un silencio.
—Rod, a pesar de todo... no puedo creerlo. Una vez, con
Earl, vi esos colosos de Memnón en el museo. No son del tamaño de los
auténticos, pero sí muy grandes. Y de piedra maciza, cemento o algo así. Pesan
una enormidad. ¿Cómo puede levantarse uno de ellos... como si fuese una pluma?
—La piedra, Ellen... La piedra roja... El Poder del
Universo... en manos de su poseedor.
—¡Fantasías, Rod! Tú eres un muchacho inteligente,
sensato. No puedes dejarte convencer por supersticiones de ignorantes, de
desconocimiento y atraso...
—¡Ellen, yo me dejo convencer por aquello que veo!
—Yo también, Rod —sostuvo ella, muy, firme, alzando la
cabeza—. Y te voy a decir algo que quizás te sorprenda. Yo nunca vi esa piedra
roja que citas en la Cruz Ansata de la estatua de Amón-Ra. Y ni siquiera la
inscripción jeroglífica de su base...
—Yo tampoco —confesó perplejo—. Nunca lo vi... hasta hoy.
Reinó el silencio. Parecía difícil convencer a Ellen.
Y Rod comprendía muy bien la resistencia de la joven a
admitir su versión de lo sucedido. Era todo un puro disparate, un absurdo
mayúsculo. Había sido el primero en calificarlo así. Pero él había vivido
directamente el disparate, el absurdo. No podía negar que fue real, que
existió.
—Ser un «Superhombre»... suena a algo infantil, estúpido
y ridículo —musitó Ellen—. Es como una historieta ilustrada, de esas de diez
centavos. O un film barato para la televisión...
—Sé todo lo que es y lo que parece, Ellen. No me
descubres nada nuevo. Pero yo estoy vivo. Y dos hombres están agonizando,
aplastados por un coloso que yo tiré sobre ellos. Otro tiene la mandíbula hecha
pedazos, y un cuarto cayó con la cara destrozada por las mismas balas que
rebotaron en mí. ¿Puedes explicarme eso?
—Yo, no. Pero en algún lugar existe una razón, una
explicación fríamente lógica. Uno puede admitir prodigios en esta época.
Vivimos en una era de progresos técnicos y científicos. Creería a pies
juntillas, con muchas menos pruebas de las que tú aduces, una invasión de
marcianos, pongamos por caso. Porque Marte existe. Y porque en él, o en otro
planeta, puede haber seres como nosotros. O superiores a nosotros. Incluso
creería en un «Superhombre» llegado de otro mundo. Después de todo, nada hay
imposible. Pero no puedo aceptar que tú... ¡Tú!... ni otro ser normal se
transforme de repente en algo distinto, sólo porque tocó una piedra milenaria,
con una supersticiosa leyenda. Es tonto y falto de sentido, falto de base
científica o humana. Muchas cosas son posibles hoy día, Rod. Pero, desde luego,
no los cuentos de hadas.
Rod Barnes no contestó. Se encaminó a la galería del
fondo de la estancia. Miró al exterior, a los rascacielos que se elevaban hacia
el ciclo. Con el ceño fruncido, reflexionaba. Ellen McCabe era una muchacha
serena, dueña de sus nervios. Evidentemente, tenía razón en cuanto dijera. Pero
él podía seguir discutiendo. Y jamás se pondrían de acuerdo.
—Podría intentar demostrártelo —dijo Barnes de repente.
—¿Cómo?
—Mira allá —señaló a la cúspide de un rascacielos. Les
separaban de él dos o tres manzanas. Una antena de televisión elevaba en él su
armazón al cielo—. Sé que soy capaz de llegar allí. Y de doblar esa antena,
como si fuera de goma...
—¡Rod! —Ellen abrió enormemente los ojos—. Por favor, no
digas tonterías. Y olvídate de esas cosas. Lo que importa es que has traído las
pruebas. Las tienes contigo ahora. Lo demás lo discutiremos más tarde. ¿Qué vas
a hacer con esas pruebas?
—Entregarlas a la policía, Ellen. Inmediatamente.
—No me fío de la policía local, Rod.
—Yo tampoco —él sonrió duramente—. Al decir eso, me
refería al fiscal Canyon. Es un hombre íntegro y honrado, por encima de
corrupciones...
—Es cierto, Rod. Elegiste bien —Ellen sonrió—. Sabía que
harías las cosas mejor que nadie.
—Hay algo más, Ellen. Debieron de escuchar nuestra
conversación. Creo que Konrad y su gentuza tienen espías que controlan esta
casa, y que hay micrófonos ocultos. Serán diminutos, imposibles de hallar. Pero
ahora mismo estarán oyendo lo que decimos.
—¡Dios mío! —Ellen palideció y miró a su alrededor—.
Entonces, ¿por qué hablas...?
—No les temo —Rod sonrió suavemente—. Recuerda: ahora no
soy el Rod Barnes de antes. Soy... un «Superhombre».
—¡Rod! ¿Otra vez? —gimió Ellen, abatida.
—Si realmente soy tan superior a los demás, en músculos y
en físico, debo serlo en mente —rio Barnes—. O no sería «Superhombre», y
mentiría la inscripción egipcia. Voy a dejarme guiar por mis poderes, Ellen. En
cuyo caso, si éstos existen... me señalan que hay dos micrófonos allí...
Señaló, ante la sorpresa de Ellen, un inocente objeto de
tocador, un gracioso cerdito de esmalte, para contener perfume, situado ante un
espejo oval. Luego, Barnes giró en redondo. Señaló al gabinete contiguo y
añadió:
—Y otro micrófono de gran potencia... ¡allí!
Su índice señalaba, sin vacilaciones, a otro objeto de
inofensivo aspecto: un reloj de pared, pequeño y estilizado.
Ellen McCabe parpadeó. Siguió haciéndolo, realmente
estupefacta, cuando Rod Barnes alcanzó el cerdito y lo estrelló contra el
suelo. La piedra se quebró, derramando el perfume... y dos pequeños objetos
esféricos, que rodaron por el suelo. Barnes tomó uno, y pisoteó el otro, hasta
reducirlo a polvo. Tiró de un lado de la esfera. Se abrió en dos. Había un
micrófono de alta sensibilidad en su interior. Y una batería potente,
microscópica, de radiotransmisión sin hilos. Barnes sonrió, mostrando su
hallazgo a Ellen, a la vez que sus dedos trituraban la batería.
Pasó rápidamente a la estancia inmediata y tiró del
reloj. Acto seguido habló ante el micrófono que surgió de uno de sus péndulos,
antes de estrujarlo para hacerlo pedazos.
—¡Lo siento, amigos! ¡Se terminó la emisión especial!
Abajo, en el sótano, los «escuchas» de Konrad pegaron un
brinco hasta el techo. Luego, sus sistemas de recepción quedaron totalmente
mudos.
—¡Que me ahorquen si ese tipo no es realmente un
«Superhombre»! —gimió Jebb.
En aquel momento apareció en la entrada al sótano un
hombre alto, sombrío, enjuto, vestido enteramente de plastofib negra. Empuñaba
un maletín pequeño, negro también. Jebb y los demás compinches sabían lo que
aquella valija contenía: cargas explosivas de alta concentración, proyectiles
ultrapotentes, una ametralladora «Kelly», de alta frecuencia magnética, y toda
clase de elementos destructores al servicio del crimen. Hannah, el asesino
especializado de la agrupación de periodistas-estafadores del «Whispering»,
había llegado al teatro de su nueva acción.
—¡Hannah, ese tipo es sin duda un auténtico superdotado!
—gimió Jebb, al verle—. Acaba de localizar los micrófonos y los ha destrozado.
—Pudo hacerlo con un simple detector magnético —dijo
Hannah despectivamente—. De cualquier modo, «Superhombre» o no... va a morir. Y
con él, esa chica. Son las órdenes.
Entró en el sótano. Cuando apareció la persona que le
seguía, los asesinos comprendieron que ahora la cosa iba en serio. El que
acompañaba a Hannah era Karl Konrad en persona. Y cuando Konrad se ocupaba de
un asunto era porque realmente se trataba de algo de vida o muerte. El
redactor-jefe del «Whispering» no abandonaba por cualquier nimiedad su asiento
en la redacción del periódico criminal.
—No perdáis tiempo entonces —murmuró Jebb—. Ha dicho que
va a entregar las pruebas al fiscal Canyon.
Hannah soltó una dura risita.
—Nunca las entregará a nadie. Dentro de unos minutos él y
la chica habrán muerto...
* * *
—Ha sido una auténtica exhibición, ciertamente. Instinto,
agudeza, quizá sexto sentido... —Ellen McCabe sonrió—. Pero nada sobrehumano,
Rod. No me convences como «Superhombre». Ni quiero que me convenzas tampoco.
Prefiero a mi amigo Rod Barnes, no al «Superhombre Barnes». Sería horrible
tener un camarada capaz de aplastarla a una de un papirotazo. ¿Qué sucedería el
día que te casaras y abrazases a tu esposa, Rod? Seguramente la harías polvo:
—No había pensado en eso —Rod enarcó las cejas,
preocupado—. Ciertamente, lo que es bueno para defender la vida en peligro sería
mala cosa para acariciar tiernamente a la chica que uno amase.
Estaba mirando fijamente a Ellen en aquel momento. Ella
lo descubrió y enrojeció vivamente; después desvió la vista, sin saber la razón
de aquel repentino embarazo ante la mirada de Barnes.
—Bien, Rod, ¿vamos a ver al fiscal? Quisiera acompañarte
en esa visita. Voy a ser muy feliz al entregarle las pruebas suficientes para
que pueda apretar bien el nudo del lazo que habrá de aplicar a las gargantas de
Konrad y Orwell.
—Ya era hora de hacer justicia —Barnes sonrió duramente—.
Vamos, Ellen. Creo que será arriesgarte un poco, pero merece la pena. Además,
Konrad debe de estar desconcertado después de lo del museo, y quizá no tarde en
reaccionar. Aunque no creas que me fío mucho.
—Haces mal —rio Ellen, algo burlona—. Debes de vivir muy
confiado... ahora que eres «Superhombre». Y yo debo de ir a tu lado como la
mujer más segura y protegida del mundo.
—Sigue burlándote —gruñó Rod—. Tal vez muy pronto tomes
las cosas más en serio, Ellen.
—Perdona, Red. Quizá me estoy excediendo un poco. La
verdad es que nunca pensé en ser irónica, especialmente cuando hace tan poco
tiempo que el pobre Earl...
—Oh, no, Ellen. Prefiero que te burles de mí en vez de
hablar de eso ahora. Es una de las cosas que ya no tienen remedio. De modo que
mira al futuro, querida Ellen, y olvídate del pasado. Sufriendo, no harás que
las cosas sean diferentes. ¿En marcha? El fiscal nos recibirá enseguida, Ellen.
—Sí, Rod, vamos allá... —de pronto se detuvo, recordando
algo, al parecer—. ¡Oh, espera, Rod! Olvidé dártelo antes, y casi vuelvo a
olvidarme de ello ahora.
—¿Darme qué? —se extrañó Barnes.
—Algo que pertenecía a Earl. Creo que con ello obtuvo
algunas de sus pruebas. Quizás a ti te vaya bien —se encaminó a un mueble,
abrió una gaveta y extrajo un curioso reloj de pulsera, de caja de acero
inoxidable, rectangular y algo grueso para la moda extraplana del momento. Se
lo tendió a Rod, añadiendo—: Toma. No es bonito, pero es práctico.
—Un reloj sólo sirve para señalar la hora. ¿Dónde está su
valor práctico? Porque indudablemente tiene alguno, aparte el puramente
práctico.
—Aciertas. Dentro posee un sensibilísimo sistema de
grabación magnética de gran fidelidad y un diminuto microamplificador, para dar
el sonido grabado en toda su pureza e intensidad. Forzándolo, puedes incluso
elevar su sonido hasta una buena potencia. Es un magnetófono microscópico, que
funciona automáticamente cuando se le pulsa la corona con fuerza. ¿Crees que
puede serte útil, Rod?
—Eso nunca se sabe —Barnes sonrió y empezó a quitarse el
reloj—. Por tanto, acepto tu obsequio... y lo aplico ya a mi muñeca. Es
probable que pueda serme más útil que un reloj vulgar.
Dejó su reloj sobre un mueble, sonrió otra vez y se
colocó el nuevo en su muñeca. Luego tomó a Ellen por un brazo y se encaminaron
hacia la salida.
Abrieron la puerta para salir al amplio corredor. Un
hombre, cerca de la salida, parecía aguardar el ascensor, mientras se ataba el
cordón de un zapato. Algo perfectamente normal.
Pero la mente de Barnes, con una agudeza extraña,
supersensitiva, le avisó:
¡Cuidado, Rod
Barnes!
No hubo voz alguna que dijera eso. Pero Barnes creyó
oírla, retumbando en su bóveda craneana. Miró al hombre y cubrió a Ellen
instintivamente, que le miró sorprendida.
En aquel momento el tipo se incorporó. Al mismo tiempo
giró sobre sus talones y se encaró a Rod y a la joven. Algo huyó de su mano, un
huevo gris, que trazó una parábola en el aire.
Simultáneamente, a espaldas de Rod y de la joven, surgió
otro hombre por el hueco de las escaleras automáticas del edificio. Y aquel
hombre, por lo que la aterrorizada Ellen McCabe captó por el rabillo del ojo,
disparó también otro de los misteriosos y grisáceos huevos en dirección a
ellos.
—¡Es Hannah, uno de los asesinos del «Whispering»!
—chilló Ellen, horrorizada.
Y entonces tuvo Rod Barnes la ocasión suprema de demostrar si era en realidad un ser normal, obsesionado por una serie de circunstancias asombrosas, o un auténtico «Superhombre».
CAPÍTULO V
ALUCINANTE REVELACIÓN
Una mente, sin saber por qué,
analizó en el acto la naturaleza de los dos objetos que volaban hacia ellos.
Esto sucedió en una escasa décima de segundo. No duró mucho más el intervalo
entre el lanzamiento de los grises ojivas, sobre el pavimento.
¡Explosivos! ¡Potentes explosivos nucleares de gran poder
destructor!
Hannah y su compinche, los dos lanzadores de proyectiles
atómicos, ya tenían calculados sus movimientos tras el criminal ataque. Cuando
brotaron de sus manos los explosivos, ellos desaparecieron inmediatamente.
Hannah, dentro del ascensor, que se abría en ese momento, revelando en su
interior a Jebb, otro de la pandilla. La puerta se cerró cuando estalló el
huevo gris. Y para entonces, ya el segundo atacante había vuelto a desaparecer
por el hueco de las escaleras automáticas descendentes, que le lanzaron a
vertiginosa velocidad hacia abajo.
Ellen chilló, angustiada, al ver la muerte ante sí. Eran
dos sendas mortíferas las de ambos explosivos. Dos proyectiles que les
destruirían inevitablemente.
Rod Barnes hizo tres cosas simplemente. Tres increíbles e
inauditas cosas.
La primera, girar vertiginosamente, saltar en el aire,
aferrando una de las cargas explosivas con mano tan rápida como podría serlo
una descarga eléctrica o un chispazo viajando por el espacio.
Aquel huevo gris no estalló. El segundo, sí.
Reventó ante los pies de Rod Barnes, cuya alta y maciza
figura cubría totalmente a la encogida de Ellen. Era la muerte para cualquiera.
La vivísima llamarada, el impresionante estallido de luz
y de sonido, en un fragor ensordecedor y terrible, envolvieron materialmente a
Rod Barnes y a Ellen. Rod se sintió sacudido, agitado por un alud de fuego
radiactivo, de fuerza explosiva y de metralla cortante.
Rod, sin embargo, permaneció indemne, sereno, dueño de
sí. Ni un aturdimiento, ni una convulsión, ni un dolor o una herida. El polvo
cristalino rebotó en él como en un muro metálico de gran espesor. La materia
nuclear, cargada de radiactividad, le envolvió, saturó su ser, sin parecer
afectarle en nada, ni provocar reacción alguna. Fue como si su cuerpo
absorbiera la fuerza desintegrante de la energía atómica, anulándola.
Tras él, protegida por su cuerpo, Ellen chilló. Al
volverse, Rod juró entre dientes, furioso. No había podido protegerla por
completo, como fuera su deseo. Unos fragmentos de vidrio habían herido a la
joven en el muslo y sangraba abundantemente, encogida contra la pared del
corredor.
—¡Rod, Dios mío!... —jadeó ella, lívida, clavando en él
sus ojos dilatados, olvidándose incluso de su herida—. ¡Has rechazado la fuerza
explosiva como si fueras de metal!
Barnes asintió. Su mirada colérica fue a fijarse en el
exterior. En aquella antena de televisión situada frente a él. En la calle
rugía ya un turbomotor superveloz. El ascensor ultrarrápido había depositado a
Hannah en dos segundos en la planta baja y ahora huía lejos de allí.
—¡Ese perro se fue! —rugió, rabioso—. ¡Lo intentará otra
vez y entonces es posible que te eliminen a ti, Ellen!
—Por Dios, Rod, déjalo. Ya has hecho demasiado. Empiezo a
creer que tienes razón. Lo que has hecho...
—¡No hice nada! —aulló Barnes—. ¡Pero voy a hacerlo!
¡Esos asesinos no escaparán esta vez, malditos sean! ¡Si yo soy realmente un
«Superhombre» les alcanzaré ahora mismo!
—¡Nooo!... ¡No, Rod! ¡Cielos! ¿Qué haces? —gimió Ellen,
sujetándose la pierna herida, pugnando por impedir la hemorragia.
No logró nada. Ante su horrorizada mirada, Rod Barnes se
precipitó como un demente sobre la vidriera del ventanal. Se estrelló contra
los fuertes vidrios de plástico. Los despedazó, cruzó como un proyectil por las
vidrieras perforadas y saltó al vacío de forma suicida.
Ellen cerró los ojos, convulsa. El aire silbó allá fuera.
Cuando volvió a abrirlos, Ellen McCabe esperaba no ver en absoluto a Red,
mortalmente zambullido en el vacío.
Su estupor no tuvo límites. ¡Rod no había caído!
¡Estaba llegando a
la cúspide del rascacielos de enfrente... en un vuelo pasmoso, en un salto de
más de setenta metros!
—¡Rod! ¡Rod, Dios mío...! —gritó, intentando levantarse,
sin lograrlo a causa de su herida.
Oyó voces, carreras. La gente acudía en su ayuda desde
diversas partes del edificio. La rodeaban ya, solícitamente, iban a avisar a
las ambulancias, a la policía...
Pero Ellen sólo tenía vista y sentidos para Rod Barnes,
para el increíble hombre-mosca y hombre-titán, que había alcanzado la cúpula
del rascacielos y, pendulando sobre los cables de la gran antena de televisión,
se arrojaba de nuevo, ahora como una flecha, hacia el fondo de la calle,
situada allá lejos, a muchos pisos bajo su cuerpo.
—¡Ese hombre! —aulló alguien, señalándole—. ¡Miren!
¡Parece que vuela!
Rod Barnes, ciertamente, hendía el aire con los brazos
estirados, como un nadador en la más fabulosa e increíble de las zambullidas.
Sin agua abajo. Sólo con la ciudad, con sus calles y pistas de tránsito rodado,
con sus niveles aéreos... Y con un par de asesinos que huían en un vehículo
lanzado vertiginosamente por una pista para turbomóviles.
Rod Barnes descubrió cómo Clark era cazado por un grupo
de policías y curiosos al intentar salir del edificio. Su vuelo fantástico
sobre la ciudad era como una atalaya soberbia que su mirada, increíblemente
aguda y penetrante, captaba con todo detalle.
Dejó, pues, a Clark para ocuparse de Hannah y de su
compinche Jebb, los dos asesinos a sueldo del «Whispering».
Su fulgurante y aterradora zambullida iba a terminar
sobre el coche fugitivo. Miles de personas inmóviles, atónitas, sorprendidas,
contemplaban aquel alarde sobrehumano, que convertía a Rod Barnes en una
supercriatura de la especie humana.
El automóvil pareció descubrir algo. Rod vio a su
conductor asomar el rostro y mirar hacia lo alto. Captó su repentina lividez y
rio salvajemente al comprender que no eran dos, sino tres los ocupantes del
vehículo... ¡y el tercero el propio Karl Konrad, redactor-jefe del «Whispering»
y, por tanto, cabecilla del grupo, que por vez primera se arriesgaba a dar la
cara!
El terror, la incredulidad, hizo presa en Konrad, en
Hannah, en Jebb... El coche empezó a correr dando vueltas y virando
confusamente. Luego asomó Hannah en el asiento posterior. Apuntó a lo alto, a
la vertiginosa figura que, cual un halcón sin alas o una saeta viviente, se
precipitaba hacia el turbomóvil, cortando el aire como una flecha voladora.
Hannah disparó rabiosa, ferozmente. Ráfagas de balas
explosivas reventaron en torno a Rod o sobre sus ropas, sin causarle el más
leve daño. Hannah, con el rostro del color del yeso, torcida su boca y
desorbitados los ojos, tiró el arma furioso y pretendió saltar del vehículo.
Rod Barnes, ante los testigos de excepción de aquella
ciudad, que presenciaban con estupor la más increíble y terrorífica de las
exhibiciones, cayó sobre el turbomóvil en aquel momento.
Saltó a tierra desde la capota, pero nada más tocar el
suelo estiró sus manos y agarró el coche por las ruedas delanteras, sin
importarle que Hannah hubiera huido al parecer.
Jebb y Konrad chillaron, aterrorizados, confusos,
rebulléndose dentro del vehículo. Las manos sobrehumanas de Rod alzaron el
automóvil en el aire, lo voltearon como si fuera un juguete sin peso alguno, en
medio de los alucinados chillidos de sus ocupantes.
Luego arrojó el vehículo contra Hannah.
El turbomóvil voló con facilidad hacia Hannah. Le alcanzó
cuando el asesino creía estar ya a salvo de su terrorífico enemigo. Se volvió,
aulló, enloquecido por el terror. La mole de metal se estrelló sobre él, le
aplastó, lo trituró, triturándose ella misma, hasta convertirse, con una
llamarada de su incendiado depósito de combustible, en un informe montón de
chatarra cargado de cadáveres.
Allí terminaba definitivamente la banda del «Whispering»
y con ella la corrupción ciudadana. Vencida por el enemigo a quién consideraran
fácil de derrotar. Vencida por un auténtico hércules, por un titán de los
tiempos modernos. Por un hombre que, pocas horas antes, era un ser normal,
vulgar, igual a otros tantos.
Y que ahora, definitivamente, ante la ciudad entera,
había demostrado de forma estremecedora e indiscutible, su condición de
auténtico «Superhombre»...
* * *
Las cámaras de la televisión, los operadores de noticiarios
filmados, los reporteros, fotógrafos y toda clase de curiosos, formaban un
bloque compacto, rumoroso, estremecido de febril excitación, tenso y fascinado
por el gran acontecimiento.
Los esfuerzos titánicos de los cordones de policía local
apenas si bastaban para contener el alud femenino formado frente a la alta
estructura del General Medical Center de la ciudad.
Dentro de aquel edificio, en aquellos momentos, sólo
veinticuatro horas después de la fabulosa victoria de un solo hombre frente a
los asesinos del periodismo podrido de la costa del Pacífico, Rod Barnes estaba
siendo examinado por los médicos para investigar su estado físico, su pasmoso e
increíble físico y su posible radiactividad después de estar sometido a la
tremenda explosión nuclear de la granada atómica.
También allí dentro se encontraba Ellen, reponiéndose de
sus heridas tras haberle sido hechas varias transfusiones de sangre para
compensar la hemorragia del día anterior.
En torno al edificio la multitud era como un enjambre
incontenible, ávido. Las cámaras de los fotógrafos, «cameramen» y realizadores
de los noticiarios televisados luchaban a brazo partido por captar algo de
importancia. Aunque sólo fueran la silueta de algún médico o las palabras
emocionadas de alguna enfermera, todavía bajo la impresión de haber visto
sonreír al «Superhombre» o de haberle estrechado la mano, por simple contacto
profesional, en las salas.
Ni siquiera cuando Dean Orwell, el capitoste de toda
granujería periodística, fue encarcelado aquella mañana, por orden del fiscal
Canyon, basándose en las pruebas presentadas por Rod Barnes y por la
declaración postrera de su compinche Konrad, antes de morir en un puesto de
socorro, se provocó tanto alboroto en la ciudad. Todo lo arrollaba la atracción
del hombre superdotado, del increíble y terrorífico Rod Barnes. Un hombre a
quién mucha gente conocía. Pero a quién nadie había supuesto jamás capaz de
tales prodigios ultraterrenos.
—¡Señoras y señores televidentes, nos hallamos todavía
frente al establecimiento en espera de poderles ofrecer, aunque sólo sea un
instante, y salvando las naturales dificultades, una imagen del hombre
superdotado, del ser fantástico que se llama Rod Barnes, nuestro colaborador
habitual, y ahora convertido en la primera celebridad de la nación! Celebridad
que muy pronto sabemos que llegará a ser mundial, dada la magnitud de su
increíble hazaña.
El presentador de la TV, con el micrófono en sus manos y
la estereotipada sonrisa de siempre en sus labios, cara a los objetivos móviles
de las cámaras, iba presentando el programa a los que, sentados ante sus
receptores en color y visión estereoscópica, aguardaban a ver la figura y el
rostro del «Superhombre», del ser humano capaz de volar, de cruzar el espacio
fácilmente, y de alzar en vilo un turbomóvil y lanzarlo sobre un asesino en
fuga. Capaz, a sí mismo, de soportar una explosión nuclear sin ser afectado por
ella, de recibir y repeler disparos y cargas explosivas.
En la historia de la humanidad jamás nadie había llegado
a prodigio semejante —y jamás la gente, formando turbas ensordecedoras y
violentas, había luchado tanto por ver a un personaje. Un personaje que, más
que de este mundo, parecía pertenecer a otro planeta, a una especie desconocida
y prodigiosa, muy distinta de la humana.
—¡Y sin embargo, señores...! —continuaba hablando el
locutor—. ¡Sin embargo, ese ser asombroso, de facultades fuera de todo lo
imaginable y físicamente posible, es un compañero nuestro, un guionista, un
escritor como otros tantos, con el que todos estamos familiarizados! ¡Rod
Barnes, un amigo... se nos ha convertido, por arte de una magia increíble, en
un auténtico, en un fantástico «Superhombre», incluso por encima de los héroes
más imaginarios de la ciencia-ficción!
Todas estas afirmaciones del presentador eran coreadas
por los rumores entusiastas del gentío que las cámaras iban captando. Las
cámaras subieron hacia el alto edificio clínico con la esperanza de captar el
simple perfil de la silueta borrosa del gran Barnes.
Con las cámaras, miles de cabezas se alzaron para ver al
ser superior. Pero solamente una de aquellas cabezas, la del más distraído e
indiferente de los curiosos, captó algo de repente tras las nubes que cubrían
el cielo de aquella mañana... o creyó captarlo...
—¡Eh, miren! —gritó en el repentino y expectante silencio
que se hizo en la calle—. ¡Allá arriba, en las nubes! ¡Un «platillo volante»!
Miles de cabezas, como arrastradas por un imán, se
levantaron hacia el cielo para localizar al extraño artefacto. Naturalmente, no
vieron nada. Sólo nubes, nubes grises, que amenazaban lluvia, igual que el aire
tenue, húmedo y sulfuroso, que soplaba sobre las avenidas amplias y modernas.
Un cuchicheo de reproche sonó por doquier. Algunas voces
irritadas se alzaron acá y allá contra el inoportuno bromista:
—¡Estúpido, mamarracho!
—¡Vete a casa, borracho, y déjanos en paz!
—¡Hemos venido a ver a Rod Barnes, no «platillos
volantes», idiota!
—¡Dadle una buena a ese tipo si vuelve a bromear!
¡Cretino!
Llovían improperios. El hombrecillo que hablara tragó
saliva y procuró pasar inadvertido, escabullándose de sus iracundos vecinos.
Mientras lo hacía, cabizbajo y corrido, musitaba para sí,
confusamente:
—A pesar de todo... A pesar de todo, estoy seguro de que
lo vi... Era un «platillo volante». ¡Y yo lo vi!
Pero el incidente se olvidó pronto. La broma del
hombrecillo, que no parecía demasiado interesado por la personalidad fabulosa
de Rod Barnes, cayó en la serie de menudas incidencias desprovistas de interés,
en medio de la apasionada fiebre de flamantes «fanes» de Barnes, el
«Superhombre».
Y entretanto, allá dentro, tras las cristaleras amplias
que en vano escudriñaban los objetivos de las cámaras...
* * *
—Doctor Greaves, ¿cómo está ella?
—No se preocupe, Rod —Greaves sonrió, empujándole
suavemente, para que se tendiera en el lecho—. Ellen McCabe se encuentra bien,
aunque algo débil. Perdió mucha sangre, pero la ha ido recuperando con las
transfusiones.
—Me gustaría que si le hace falta alguna más utilizasen
la mía, doctor.
—Bien, es posible que precise una transfusión más. En
todo caso, como están analizando ahora su sangre, de acuerdo con los métodos de
laboratorio para averiguar si sufrió alguna radiactividad, cuando conozca su
grupo sanguíneo, si es compatible con el de Ellen, le avisaré y haremos esa
transfusión.
—Gracias, doctor Greaves. Sé que lo hará, si ello es
factible.
—Ahora hablemos de usted, Rod, y olvídese por un momento
de Ellen. Es su persona la que nos preocupa a todos sinceramente, amigo mío.
—Lo comprendo —Barnes rio. Hasta sus oídos llegaba,
procedente de la calle, el rumor intenso de la multitud agolpada en torno al
establecimiento sanitario—. Creo que no sólo les preocupo a ustedes, sino a una
gran cantidad de gente.
—Oh, sí. Nos hemos convertido en una especie de atracción
de feria. Pero son cosas diferentes, Rod. Ellos sólo buscan el fenómeno, el
acontecimiento asombroso, la novedad de algo que jamás había ocurrido antes.
—¿Y ustedes?
—Buscamos la razón, Barnes —mantuvo Greaves gravemente.
—¿La razón?
—Sí. En alguna parte está la explicación a todo esto.
Existe un fundamento lógico, fríamente científico, para todas las cosas del
mundo. En su caso, aunque inconcebible, ese factor científico, biológico, sea
cual sea, existe.
—Parece muy seguro de lo que dice, doctor. ¿Cómo puede
asegurar que esto... esto que me sucede a mí es... es lógico?
—No he dicho que el hecho en sí lo sea. Usted,
prácticamente, es un ser inhumano ahora. Está fuera, por encima de la especie
normal, de todos sus semejantes. Es una especie de fenómeno, de monstruo, con
apariencia normal.
—Bueno, dicho así, no resulta muy agradable, doctor
—sonrió Rod.
—No pretendo que lo sea. Para mí, Barnes, a pesar de
admitir que ha hecho algo grande en favor de Ellen McCabe, de la ley y de la
justicia, de que ha librado a la ciudad y de paso al Estado de California de
una repugnante lacra social, sigo considerando que lo que le sucede a usted no
es agradable. No es natural, no puede tener buenas consecuencias.
—Doctor, ya le referí lo sucedido. Iba a morir cuando
creí oír una voz, quizás un pensamiento que me llegaba telepáticamente. Tomé
una piedra y me convertí en... en algo raro, en un ser sobrehumano, o lo que
sea. Creí que solamente con la piedra en mis manos sería un superdotado. No fue
así. La piedra roja de la cruz Ansata está en mi casa. Y, sin embargo, yo... yo
sigo siendo un «Superhombre».
—Sí, ya me ha contado todo eso —Graves respiró hondo,
sentándose en el borde del lecho. La luz cruda del día penetraba con fuerza en
la estancia, bañando de claridad el rostro sereno de Barnes. El médico le miró
fijamente, estudiando sus menores gestos—. Escuche, Rod. Yo he estudiado libros
y libros del antiguo Egipto, de su religión, política, costumbres,
supersticiones y leyendas. ¿Y sabe una cosa? En ninguna parte leí la menor
alusión a una piedra roja, a un poder supremo ni a una cruz Ansata relacionada
o no con Amón-Ra que tuviera otro poder que el puramente simbólico de
representar la vida eterna y el concepto mismo de Dios... igual que la Cruz del
Cristianismo después.
—Entonces... ¿cómo explicar lo que me sucede? —replicó
Rod—. ¿Qué razón, qué explicación razonable y lógica hay para mi fenómeno?
—No lo sé. Sus tejidos parecen normales ahora, su estado
físico también. Su temperatura, presión, metabolismo, etc., son normales, igual
que sus reacciones mentales, cardíacas, nerviosas, etc. El fenómeno sigue en el
misterio. Veremos, Rod... Usted siga el período de descanso y de espera. Pronto
saldremos de dudas con usted, estoy seguro.
Barnes se mantuvo ceñudo, en silencio, mientras el doctor
se incorporaba de nuevo y se encaminaba hacia la salida. Al abrir la puerta, un
enfermero se encontró frente a él. Venía apresurado con algo en su mano.
Greaves le miró, sorprendido. El enfermero, muy alterado, le tendió lo que
llevaba. Era una cartulina, con un texto breve, escrito rápida, nerviosamente,
en un apartado del impreso.
—¿Qué sucede, Hansen? —indagó el médico.
—Es muy urgente, doctor Greaves —musitó el otro—. Lea,
por favor... Lea eso.
Rod Barnes se puso rígido en su lecho. Miró preocupado a
ambos hombres. Greaves, rápido, le echó una ojeada de soslayo antes de mirar a
la cartulina, con gesto preocupado.
En silencio, Greaves leyó. Una palidez mortal, una
expresión sobrecogida, invadió su rostro, repentinamente tenso.
—Doctor Greaves, quiero saber lo que sucede —pidió Rod—.
¿Se refiere a mí? ¿Es el resultado del análisis sanguíneo?
La cabeza de Greaves asintió, lenta y solemne. Rod volvió
a la carga:
—¿Qué me ocurre? ¿Estoy contaminado de radiactividad?
¿Soy un peligro? ¿Quizá no puedo donar mi sangre a Ellen? ¡Vamos, doctor,
hable! ¡Soy un hombre entero, podré resistir lo que me diga!
Greaves se volvió. Le contempló fijamente.
—¿De veras cree que lo soportará, Barnes? —preguntó
roncamente—. ¿Por horrible que sea?
—Sí, doctor. Por horrible que sea. ¿He de morir? ¿Es por
eso por lo que no se atreve a decirme nada?
—No, Barnes. Al parecer, su salud es perfecta. Su estado
físico, también. Pero, desde luego, no podrá prestar su sangre a Ellen. Ni a
ninguna otra persona.
—¿Por qué, doctor Greaves?
—Porque, según el análisis, Rod... según el análisis... su sangre no es humana
CAPÍTULO VI
AL MARGEN DEL MUNDO
AHORA fue el rostro de Rod Barnes el
que se distendió, rígido por el horror, la incredulidad, la angustia de la
espantosa y espeluznante noticia que le había sido comunicada por el confuso
doctor Greaves.
—Repita eso, doctor —pidió, tras un silencio largo,
aplastante, mientras su rostro se cubría de sudor y la luz del nublado día
hacía brillar su piel, enrojecida súbitamente—. Repítalo, por favor...
—Trate de entenderlo, Barnes. El análisis es concluyente.
Se ha comprobado a través de diversos
tests. Su grupo de sangre no pertenece a la especie humana. Por sus venas
circula sangre no humana. Pero lo cierto es que tampoco corresponde a animal
conocido alguno.
Red soltó una carcajada. Brusca, agria, inquietante.
Greaves temió que enloqueciera. Pero Barnes movió su cabeza firmemente de un
lado a otro.
—No, doctor, descuide. No me estoy volviendo loco, aunque
hay para más, para mucho más.
—Yo le he sido sincero. Crudamente sincero, Rod. Su
fenómeno puede explicarse ahora. Ya sabemos algo sobre usted, sobre su rara
transformación actual.
—Ya saben algo... —dijo Rod con sarcasmo—. Sí. Saben que
soy una criatura rara, que no tiene sangre humana. ¿Eso les explica algo? ¿Les
da alguna idea para volverme a la normalidad?
—Desgraciadamente, no —convino Greaves—. Pero no debe
moverse, no debe salir de aquí bajo ningún pretexto, Rod. Nosotros somos los
únicos que podemos curarle. Intentaremos hallar la clave de este enigma y le
ayudaremos para tratar de que vuelva a ser el mismo Red Barnes que antes de
tomar aquella maldita piedra del museo. Ha dicho que tiene esa piedra en casa.
Iremos a por ella, la examinaremos. Y si no tiene nada de particular, nos
entregaremos por entero a estudiarle a usted, a buscar en su propia naturaleza
la razón de todo. Y tenga por seguro de que lo hallaremos. La ciencia hallará
el motivo de su extraña transformación y procurará devolverle a la normalidad.
—No creo que lo logren jamás, doctor Greaves —negó Rod
enérgicamente, incorporándose totalmente—. Voy a salir de aquí. Me marcho ahora
mismo. Y será inútil cuanto hagan por detenerme. Me iré de todas maneras, usted
lo sabe.
—Puedo prohibir la salida a Rod Barnes. Pero no a un
«Superhombre» —sonrió fríamente Greaves—. Sin embargo, piense que en la ciencia
tiene su última esperanza de volver a ser el de antes. En esa sangre,
convertida por algún fenómeno increíble en una materia que jamás poseyó el ser
humano, está la razón de todo, estoy seguro.
—También yo. Pero voy a buscarla por mi cuenta. No puedo
quedarme aquí sabiendo eso. No tengo fe en ustedes, doctor Greaves. Yo solo me
metí en este lío y solo saldré de él. O moriré.
—Comete un error, Barnes. ¿De veras insiste en salir?
—Sí.
—¿No puedo hacer nada para disuadirle de esa
equivocación?
—No, nada.
—Muy bien —se apartó—. Adelante, entonces. Salga, Barnes.
Pero cuando abandone este hospital su situación va a ser peor que nunca. ¿Quién
podrá atenderle, impedir que se convierta, tal vez, en un auténtico monstruo,
que su naturaleza, afectada por algo que aún no podemos explicarnos ni
localizar, no sufra una mutación total, y lo que ahora es sólo sanguíneo, unido
a sus raras facultades, impropias de un humano, no termine en una pavorosa y
horrible metamorfosis total, que altere incluso su aspecto externo y le
convierta en una criatura atroz?
—Correré el riesgo, doctor.
—¿Y se lo hará correr a todo el mundo, Barnes? —acusó
Greaves, tajante.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Usted posee ahora unas facultades terribles. Las puso al
servicio de la ley, de la justicia y del bien porque todavía es Rod Barnes, el
que era. Pero suponga que la metamorfosis continúa y deja de ser el que es.
¿Qué hará entonces, Barnes? ¿No destruirá, no matará, no hará uso de sus
fuerzas de titán para aniquilar a aquellos a quienes ahora ha servido?
—¡Está loco, Greaves, si supone una barbaridad así!
—No sé si estoy loco o demasiado cuerdo. Le dejaré salir
para que no cometa una atrocidad aquí. Pero sepa esto: en cuanto salga, avisaré
a la policía, al Departamento de Estado, a las Naciones Unidas... Y
seguramente, Barnes, ¡intentarán cazarle por todos los medios, destruirle sea
como sea, igual que si se tratara de una alimaña peligrosa!
Rod se encogió de hombros. Ahora estaba muy pálido e impresionado.
Pero mantuvo su dominio sobre sí mismo. Pasó junto al doctor, erguido e
imperturbable.
—No me importa, doctor. Haga lo que crea conveniente. No
sé cuál va a ser mi futuro, pero ahora todavía soy Rod Barnes. ¡Y voy a
intentar seguir siéndolo, para lo cual lucharé contra lo que sea preciso!
El doctor Greaves cumplió en aquel punto su palabra. Rod
Barnes pasó junto a él y se alejó camino de los ascensores. Descendió,
dirigiéndose a una de las salidas posteriores del edificio para rehuir a la
masa de curiosos del exterior.
Pero Greaves también iba a cumplir la segunda parte de su
promesa. Cuando el ascensor bajó exhaló un suspiro, miró fijamente al demudado
enfermero que se estremecía junto a él y le indicó serenamente:
—Póngame en comunicación urgente con la capital del
Estado y con Washington. Asunto de suma urgencia...
* * *
El grupo de gente se le vino encima como un súbito alud.
Rod Barnes tuvo el tiempo justo para cerrar con violencia
la puerta, asegurarla con un pestillo y correr alocadamente a través de los
grandes almacenes, entre el estupor y admiración de los empleados que le habían
reconocido, lo mismo que los del exterior, y ya corrían hacia él para impedirle
la fuga.
Barnes tomó al vuelo un sombrero, una gabardina oscura y
unas gafas de sol, de tres secciones distintas. Tiró unos billetes a su paso en
pago de aquellos objetos. Luego, saltó a una calle angosta, poco frecuentada,
en la parte posterior del almacén, y también cerró la puerta de golpe, echando
el cierre metálico ante las narices de los estupefactos empleados. Allá lejos,
en la otra entrada, un estallido de vidrios rotos, señaló la entrada violenta
de sus admiradores en el local.
Jadeando, Rod corrió calle abajo, sin querer forzar la
marcha, sin desear en absoluto utilizar sus fantásticas y temidas dotes. Había
empezado a sentir horror a su poder extraño, miedo a seguir siendo el
«Superhombre». Y, sin embargo, sabía que lo era. Le bastaría forzar un poco los
músculos, estirar un poco las piernas... y volaría sobre distancias enormes,
increíbles para un ser humano.
No, no quería alardear más de sus fabulosas facultades.
Ya ni siquiera creía que aquello pudiera ser obra de una mágica acción de
aquella piedra egipcia. Las palabras del doctor Greaves le martilleaban en el
cerebro hasta que llegó a dolerle violentamente.
Su sangre no es
humana... Su sangre no es humana... Su sangre no es humana...
La espantosa verdad se abría paso en su mente con
horrible fuerza. Le ardían las sienes, se contemplaba las manos con sus surcos
azules, diciéndose que allí, en aquellas venas y arterias, las mismas que
siempre tuviera, ya no corría la sangre que Dios le diera, sino una extraña,
infrahumana, espeluznante... Una sangre sin clasificación concreta. Pero tan
alejada de la humana especie, como todas las cosas que ahora le era factible
realizar sin apenas esfuerzo.
—¡Dios mío... Dios mío...! —susurró, escondiéndose en un
rincón.
Enseguida se puso rápidamente el sombrero, el abrigo y
las gafas, en un esfuerzo supremo por eludir la curiosidad ajena, por pasar
inadvertido.
Pero era difícil. Su rostro, propalado por periódicos,
por imágenes en la TV, había pasado de la noche a la mañana a ser el más
popular del país. Lo sería, quizá, en el mundo entero por el milagro técnico de
la Mundial-Visión, realizada a base de cadenas de satélites repetidores, desde
varios años antes, y también gracias a las telefotos informativas y todo eso.
—No podré ir a parte alguna... —jadeó—. Seré como un
condenado, como un fenómeno de feria, perseguido y examinado curiosamente.
Luego, la gente pensará como Greaves. Se conocerá el resultado de los análisis
sanguíneos. Se me buscará como si fuera un monstruo peligroso... y me
destruirán de un modo u otro...
Se pasó una mano por el rostro bañado en sudor. Se
contempló, de pasada, en un escaparate, angustiándose al captar el tono rojizo
de su piel. Parecía como si sufriera una congestión, una apoplejía. Quizá la
sangre, su extraña sangre, se le agolpaba por la tensión y angustia del
momento. O acaso, pensó con renovado horror, era una consecuencia lógica de su
terrible naturaleza.
Se alejó, huyó como un espectro, como un fantasma o una
fiera herida, que se sabe acosada. A la altura de los céntricos bulevares, se
detuvo de nuevo. Había empezado a llover, y las calzadas brillaban, con su
limpio pavimento charolado por el agua. De su sombrero chorreó la lluvia,
cuando inclinó la cabeza, al paso de un grupo de curiosos que, excitadamente,
iban hablando de Rod Barnes, el «Superhombre»...
Luego, poco más allá, se detuvo de nuevo. Esta vez alzó
su cabeza. Fue para contemplar la pantalla gigantesca, abombada, de la
televisión pública entre dos edificios.
En la pantalla fluorescente un rostro hablaba
precipitadamente. Era el de Ian Fraser, un célebre comentarista de noticias. Su
tono era tenso, preocupado:
—... y ya lo saben ahora, amigos. Los médicos y la
policía, de mutuo acuerdo, han iniciado la búsqueda del peligroso personaje al
que admirábamos hace pocas horas. Según la ciencia, Rod Barnes es una víctima
de alguna rara enfermedad, de un fenómeno extraterreno, o de una nueva y
terrible dolencia. Prácticamente, no es un ser humano. Su sangre puede
corresponder más a una alimaña que a un hombre, y se teme que, en libertad y
sin atenciones médicas, pueda terminar siendo una especie de monstruo cruel y
poderoso, cuya acción no se puede calcular llegado el caso. Por tanto, se
ordena su búsqueda y captura, de ser posible. Si no, lamentándolo mucho, la
Oficina Federal ordena a todo ciudadano americano: ¡Maten a Rod Barnes! ¡Mátenlo como sea, si no existe otro medio de
reducirle!
Barnes se retiró, angustiado, convulso. Le castañeteaban
los dientes, sentía frío y la humedad del agua parecía calar hasta sus huesos.
Un turbocar de la patrulla urbana pasó aullando cerca de él. Rod tuvo el tiempo
justo para meterse en un cinematógrafo estereoscópico, de pantalla hemisférica,
del que salió tan sólo cinco minutos después, para subir a un turbocar de
alquiler y dirigirse sin pérdida de tiempo a un punto cercano a su vivienda.
Allí se detuvo y consultó el reloj-magnetófono que le
regalara Ellen. Lo contempló con amargura, con dolor casi. Quizá nunca más
vería a Ellen. Ahora era Un fugitivo de su propio mundo, un desheredado de la
Humanidad, un ser al margen de la vida humana. Un espantoso inadaptado...
Se acercó con cautela hasta su casa. Temía que pudiera
estar vigilada. Pero, al parecer, la policía no había pensado, con muy buen
sentido, que el último lugar a donde se dirigiría Rod Barnes sería a su
vivienda. Y así era, en efecto. Momentos antes, ni siquiera pensaba en tal
cosa.
Pero recordó la piedra. ¡La piedra roja de Amón-Ra!
¡Tenía que recuperarla, comprobar si realmente poseía poderes mágicos o, por el
contrario, era el conductor de una dolencia extraña, de una metamorfosis,
propia de un cuento infernal y no de la vida real, en pleno 1975, una era sin
fantasmas ni leyendas, una época de progreso científico, técnico, de puro
materialismo!
Rod se sentía en su época como un personaje de «Las Mil y
Una Noches» que se hubiera encontrado, por un fantástico error, metido en un
libro de electrónica o física nuclear.
Sin hallar a nadie, sin ser molestado ni siquiera visto,
alcanzó el ascensor que utilizaba habitualmente el servicio, en la parte
posterior del edificio. Ascendió rápidamente a su piso.
Una vez arriba, comprobó que el corredor estaba
solitario. Apretó el botón-resorte de la cerradura magnética. Ésta cedió a su
presión habitual. Entró en el piso. Encendió la luz indirecta, tenue, no la
brillante, que podía ser vista desde la calle. Cerró la puerta cuidadosamente,
avanzó hacia el gabinete, en cuya chimenea decorativa dejara la roja piedra
extraída de la Cruz Ansata de Amón-Ra.
Entonces les vio.
Salieron de detrás de la cortina roja que cubría la
galería. Le contemplaron fijamente, y fue Ellen McCabe quien habló, suave y
persuasiva:
—Rod, por el amor de Dios, por nuestra amistad misma...
¿verdad que te vas a venir con nosotros sin resistencia? Es por tu bien,
compréndelo...
Con Ellen McCabe estaba también el doctor Greaves. Nadie
más.
Rod Barnes pensó primero en resistir, en enfrentarse
violentamente a ellos y luchar. Pero eran los ojos serenos, firmes, suplicantes
a la vez, de Ellen McCabe los que le miraban fijamente, sin perderle un momento
de vista.
Reflexionó. Inclinó la cabeza, abatido, y, finalmente, se
dio por vencido.
—Está bien —aceptó con voz ronca—. Vamos, doctor. Creo
que es una tontería luchar contra lo imposible. Deberé confiar en usted, en la
Ciencia... y en Dios.
—Bien hecho, Rod —sonrió el doctor, aliviado—. Vamos.
Tengo un coche abajo. Ellen y yo vinimos aquí. Ella sabía que usted vendría.
—Sí, Rod. Sabía que vendrías... aunque sólo fuera a por
la piedra.
—Por cierto, ¿dónde está esa piedra, Rod, amigo?
—preguntó suavemente Greaves.
—¿Y me lo pregunta? Naturalmente, está ahí, en ese cofre
que...
Señalaba hacia la repisa del hogar. Pero lanzó una
imprecación. ¡Estaba vacío! Ni cofre, ni piedra...
—No, Rod. Tampoco estaba cuando llegamos nosotros —dijo
suavemente Greaves—. Ni la policía lo vio al registrar esto cuando usted huyó
del hospital...
—¡Pero es imposible! ¡Tiene que estar! ¡Yo la puse ahí,
doctor! —gritó Rod.
—Sin embargo, no está.
—Y hay algo más, Rod —dijo Ellen con voz grave—. Estuvimos en el museo. Amón-Ra no tiene inscripción jeroglífica alguna en su base. Y, además, su Cruz Ansata carece de huecos o soportes donde montar piedra alguna. También hay una fotografía de esa estatua en el museo... Y en la fotografía no existe el menor indicio de una piedra roja en la cruz...
CAPÍTULO VII
EL HORROR ESCARLATA
ROD, desalentado, regresó después de
buscar por todas partes en la estancia. Ni aparecía la piedra, ni había señales
de la forma en que pudo desaparecer. Se detuvo en medio de la sala,
oprimiéndose las sienes con fuerza.
—No... no puedo entenderlo. Yo les dije la verdad, doctor.
Yo tomé esa piedra, la arranqué de la Cruz Ansata... Yo leí la inscripción... y
su texto se cumplió en mí... ¡No les mentí, no estoy loco!
—Claro que no, Barnes —aceptó el doctor Greaves—. Tampoco
nosotros hemos dicho eso. Usted ha sido víctima de «algo» o de «alguien». Y ese
«algo» dispuso las cosas tal como usted las ha vivido y sentido. Realmente,
pusieron la piedra roja en el museo. Realmente, inscribieron el jeroglífico
legendario, para sugestionarle, para alejar de su mente toda otra idea, toda posible
sospecha de que las cosas fuesen diferentes. En suma, Rod, mi teoría es que
hicieron de usted un «superhombre», un ser de facultades sobrehumanas... porque
realmente pretendían que lo fuese, porque fue elegido para ello. Pero en modo alguno pudo tener eso relación
con los antiguos egipcios.
—¿Con quién, entonces? ¿De dónde me llegó ese poder
sobrenatural, con el que logré aplastar a los asesinos y chantajistas de la
ciudad?
—No lo sé, Barnes —denegó Greaves—. No lo sé, ni puedo
siquiera imaginarlo. Y eso, amigo mío, es lo que más me asusta.
—¿Asustarle? —Rod se humedeció los labios, con la punta
de la lengua—. ¿Tiene usted miedo, doctor?
—Sí, Barnes. Siempre debemos temer a lo desconocido, a lo
oscuro, a lo oculto...
—Es gracioso que suceda esto, doctor. Especialmente
porque yo, el «superhombre», el ser dotado de poderes excepcionales... también
tengo miedo. Miedo, doctor. ¿Es lógico eso?
—Sí, Rod. Quizá porque se debe temer a Dios cuando
hacemos un mal —musitó Ellen, estremeciéndose—. Y al diablo cuando nos hacen el
mal a nosotros...
—Sí, pero ¿dónde está el diablo? ¿Qué faz tiene este
diablo con que yo me enfrento? Quisiera saberlo, Ellen. Quisiera estar seguro,
conocer qué poder es el que me eligió a mí para esto...
—¿Quién no quiere saber una cosa así, Barnes? —Greaves le
tomó por un brazo—. Vamos, amigo mío. Volvamos a la clínica. Y esta vez vamos a
enfocar las cosas de un modo muy distinto. El mal, cualquiera que sea, está ya
dentro de usted. No pararemos hasta extirparlo y destruirlo.
—Doctor, suponga que no puede extirparlo. ¿Qué sucederá
entonces?
—Usted lo sabe, Barnes —dijo el doctor lentamente.
—Me... me aniquilarán, ¿verdad?
—Inevitablemente... sí —sostuvo Greaves, con un gran
valor, intensamente pálido.
—Está bien, doctor —sonrió Barnes, sereno—. Me gusta su
lealtad. Vamos ya.
—¿Se somete, Rod? ¿Acepta esto de buen grado?
—Sí, doctor Greaves. Acepto todo lo que sea mejor... para
mí y para los demás.
—Magnífico, Rod. Eso le honra. Haremos todo lo
humanamente posible por usted, esté seguro. Ellen lo sabe también.
—Sí, Rod. Confía en el doctor Greaves. Están realizando
nuevos análisis con tus pruebas sanguíneas... —Ellen estaba muy pálida, se
apoyaba con fuerza en el doctor. Sin duda, un poderoso esfuerzo, o alguna droga
estimulante, habían permitido a la joven salir del hospital para tratar de
convencer a Rod Barnes con mayor facilidad, ayudándole con su valiosa y
persuasiva presencia—. Quizás encuentren la forma, el antídoto capaz de...
de...
—De devolverme mi naturaleza humana —Barnes rio agriamente—.
Dilo sin miedo, Ellen. Empiezo a habituarme a ser... a ser como un ejemplar de
museo, como un raro insecto al que se contempla curiosamente en una vitrina.
Una de esas mariposas de vivo colorido, o una rara hormiga gigante, encontrada
en alguna expedición a tierras desconocidas.
—Es curioso que mencione la hormiga, Barnes —dijo de
repente Greaves.
—¿Eh? —Rod se volvió, enarcando las cejas. Miró al médico
intrigado—. ¿Por qué dice eso?
—Estaba pensando... en los curiosos puntos de contacto
que usted posee ahora con una hormiga.
—¿Habla en serio? —Rod parpadeó, estupefacto.
—Sí. Esa fuerza titánica... es más o menos la que posee
una hormiga, al alzar pesos que, en comparación, centuplican su propio peso y
masa. También la dureza de su piel se podría comparar a la de una hormiga, a la
que tanto cuesta aplastar, con una presión que sería de un millón de veces
superior a la que requiere la estructura de su ser, si pudiéramos medirlo
exactamente.
—Oh, doctor, no puede decirme que...
—Déjeme terminar, Rod. Usted... usted posee una curiosa
característica en su sangre actual, esa sangre no humana que hemos analizado
es: sangre fría. ¿Se da cuenta? Una sangre que solamente poseen las arañas, las
orugas, hormigas, algunos insectos y parásitos...
—¡Dios mío! —Rod palideció intensamente. Pero Ellen y
Greaves observaron que, a pesar de ello, su piel continuaba teniendo una rara
coloración roja, como se tratara de un maquillaje o la acción ardiente de los
rayos solares sobre la epidermis sometida largo tiempo a su acción—. Yo... una
hormiga.
—Sí, Rod. Con una mezcla extraña. Una hormiga saltadora,
una fusión de hormiga y de saltamontes, por ejemplo... nos daría, en escala
humana, lo que usted es ahora, y hemos dado en denominar «superhombre», sólo
porque supera las acciones normales de los humanos. Aterrador tal vez. Pero
cierto. Sin embargo, debe existir un medio de comprobarlo... y de curarlo.
—Si es una enfermedad, doctor —argumentó débilmente Rod.
—Sí, amigo mío. Si es una enfermedad. Y si no... —Greaves
se encogió de hombros, como rechazando cualquier otra posibilidad, aún más
monstruosa, a su juicio, que la ya expuesta de un simple caso clínico—. En fin,
hemos de aventurarnos. ¿Vamos, Rod?
—Sí, vamos...
Se encaminaron a la salita, apagando la luz tras de sí.
Avanzaron casi a oscuras camino de la salida. Ya en la salita, los tres se
detuvieron. Un común escalofrío les sobrecogió.
—¡Rod! —jadeó Ellen—. ¿Has oído eso?
Barnes asintió. Lo había oído, sí. Una ojeada de soslayo
al doctor Greaves le demostró que también él lo había oído. En la penumbra,
casi oscuridad total, salvo el leve resplandor de las luces exteriores, que se
filtraban por las rendijas de las cortinas de una ventana, los ojos del médico
brillaban, inquietos, fijos en la total negrura del recibidor.
—Es... es un ruido... —susurró Ellen.
—Un ruido horrible —asintió Rod—. Algo roza con el
suelo... se mueve...
—Se mueve hacia nosotros —musitó Greaves con un timbre de
voz estremecido—. Y lo que sea... está en el vestíbulo, Barnes...
—No había nada cuando yo entré...
De nuevo el silencio. Y de nuevo el ruido. El mismo ruido
que les detuvo un momento antes, que crispó sus músculos y nervios,
repentinamente galvanizados.
—Dios mío, ¿qué será eso? —gimió Ellen, convulsa.
Un roce largo, chirriante, extraño, agrio... Un roce
espeluznante, sordo, sigiloso...
—Sea lo que sea, hay que afrontarlo —declaró Rod
duramente—. ¡Y vamos a saberlo ahora mismo!
Rápido, estiró la mano hacia la pared. Presionó un
resorte. La luz de la sala lo inundó todo. Cayó a raudales sobre la forma que
se movía en el vestíbulo...
Un grito de horror, de incredulidad, de angustia
infinita, se repitió por triplicado al brotar de sus gargantas crispadas, como
reflejo de su estupor, de su pánico e impresión atroz...
* * *
Después de ver aquella forma de pesadilla que reptaba con
un roce chirriante por el recibidor, sucedió algo que todavía hizo más
angustiosa y desoladora la situación de Rod Barnes.
El doctor Greaves trató de decir algo. No pudo hacer sino
balbucear cosas incoherentes, antes de derrumbarse, con un gemido ronco. Su
cuerpo chocó contra la blanda alfombra de espuma, mientras Ellen también
retrocedía, tambaleante, con la mirada dilatada, fija en «aquello»... y como
contagiada por Greaves, se le doblaron las rodillas y cayó de bruces finalmente,
no lejos del médico.
Rod Barnes se encontró solo. Solo frente a... aquello.
—¡Dios mío...! —susurró el joven, lívido y sudoroso,
sintiendo flaquear sus piernas, pero plenamente consciente, dueño de sí, muy
lejos de un desvanecimiento o cosa parecida—. ¡Dios mío! ¿qué es esto? ¿Qué
está sucediendo aquí? ¿Es que Greaves... tenía razón...?
De momento, no le llegó respuesta. Él tampoco la
esperaba, después de todo. Aquella forma roja, movible, viva, que se deslizaba
por el vestíbulo no podía hablar. Hubiera sido absurdo que, por mucho que fuera
su volumen, las dimensiones gigantescas, aterradoras, de aquella especie roja,
brillante, con epidermis vidriosa, que se movía ante él, pudiese estar dotada
de voz, de sonidos inteligibles para un ser humano...
Porque aquella forma, del tamaño de una tortuga gigante
de los trópicos, o de un animal selvático, aquel cuerpo formado por dos trozos
ovoides rojos, repugnantes, cristalinos y translúcidos, que parecían emitir una
rara luminiscencia como la que produce el fósforo de los peces en la noche...
Aquella especie monstruosa, apoyada en flexibles, altas y elásticas patas, que
parecían capaces de brincar extraordinariamente, como las de un saltamontes, era realmente una hormiga.
Una gigantesca, terrible y alucinante hormiga, de tamaño
fabuloso, cuyas antenas vibraban, enfiladas hacia él, como unos fantásticos
«ojos» sin pupilas, que podían «ver» perfectamente cuanto sucedía ante ellas...
* * *
—Después de todo... había una hormiga detrás de todo esto. Una hormiga horrorosa...
—jadeó Rod Barnes, convulso, sintiendo un extraño frío en todo su ser.
Se pasó la mano por la cara. La retiró llena de sudor.
Quizá tuviera la sangre fría de ciertos insectos, como dijera Greaves. Pero aún
podía sudar, como cualquier hombre corriente. Todavía conservaba algo de
humano. Se contempló la piel de su mano a la cruda luz de la salita. No, no
todo era ya humano en él. Su epidermis... era tersa, endurecida, rojiza...
Se estremeció. Recordaba demasiado a la propia piel
vidriosa que veía en aquellos dos óvalos vivos del cuerpo monstruoso de la gran
hormiga, fantásticamente llegada a su casa...
De repente, se irguió, sacudido por una tremenda
impresión. Alucinado, escuchó la voz. Una voz que llegaba hasta él, clara y
audible, pese a que sonaba en un tono bajo, chirriante, como cuando habla un
hombre afónico:
—Sí, hombre. Vas cambiando ya. Tu metamorfosis se va
realizando. Dentro de poco serás como yo,
como todos nosotros.
Apoyó la nuca en el muro de la estancia. No le importó
que la crudeza de la luz central le provocara escozor en los ojos. Clavó su
mirada convulsa, alucinada, en aquella especie monstruosa de insecto. Un insecto que hablaba... ¡Que le estaba
hablando a él!
—Tú... tú no puedes hablar... —expulsó las palabras entre
jadeos roncos—. Esto, todo esto es... es imposible... ¡Un hombre no puede
cambiar de repente para convertirse en algo tan horrible!
—Elegiste tu destino el día que tomaste la piedra roja
—la voz chirriante, ronca, que brotaba de la hormiga por medios insospechados,
inconcebibles, ya que carecía de boca, hirió de nuevo los oídos y la mente de
Barnes—. Porque aunque lo ignoras, hombre... ¡Yo era esa piedra roja!
Rod tragó saliva. Luchó contra la demencia que pugnaba
por apoderarse de su mente, de todo su ser. Resultaba demoníaco, atroz,
ilógico. Una piedra... se convertía en una hormiga gigantesca, que pensaba y
hablaba.
—No... ¡no puede ser...! —susurró roncamente Rod.
—Lo es. Y lo que es, nadie puede cambiarlo, porque así lo
desee. Yo fui depositada allí, en aquel museo, por orden de nuestro Supremo
Rector. La orden estaba dada, y la tarea consistía en cazar a un ser humano y
poderlo adaptar a nuestra materia, hacerlo mutable. Un contacto basta para
inyectar el virus, para inculcar nuestras bacterias vivas en un cuerpo humano.
La piedra roja te hizo poderoso, superior a todos... porque nosotros somos
superiores y poderosos. Aun con tu envoltura humana todavía... eras ya uno de
nosotros, un ser ganado para Kluve.
—¿Kluve? ¿Qué significa... eso?
—Kluve es nuestro mundo. Un planeta del que jamás oíste
hablar. Un mundo distante y poderoso. Sólo que sus habitantes inteligentes
somos así. Físicamente, tenemos el aspecto de hormigas de vuestro planeta. Pero
hormigas gigantes, rojas, luminiscentes... dotados de una inteligencia y poder
físico y mental muy superior al vuestro. Yo soy uno de los kluvianos
exploradores enviados para disponer el terreno. Ahora sabemos ya que nuestro
contacto bastará, en breve plazo, para mutar a todos los humanos en nuestra
propia especie. Y así, cuando la invasión se produzca, todo será sencillo.
—Invasión... ¿Una invasión del espacio?
—Sí. Una invasión diferente a lo que siempre
imaginasteis. Silenciosa, sorda, inapreciable. Nadie se dará cuenta... y todos
poseeréis ya nuestra fría materia sanguínea, nuestra piel tersa, cristalina,
roja y brillante, resistente a cosas que la piel humana es incapaz de soportar.
Luego, viene la mutación final. A ti te ocurrirá pronto, hombre. Y serás como
yo...
—¡Nooo!
—Sí, hombre. Nada ni nadie puede evitarlo ya. El virus se
desarrolló en ti, creció y se hizo fuerte. Ahora eres prácticamente un
Kluviano. Pero todavía conservas algo humano en tu persona. Por eso tienes que
venirte con nosotros.
—¿Adónde? —jadeó Rod—. ¿A vuestro mundo acaso?
—No. No tan lejos —el sonido del insecto colosal fue
burlón—. Tardarías quizá demasiado en llegar. Son otros soles, otros sistemas
planetarios muy distintos a éste, hombre. Sólo que la Tierra tiene las
condiciones climatológicas que nos convienen... y nuestro planeta está en período
de descomposición, de aniquilamiento final. Necesitamos la Tierra para seguir
viviendo. Aquí edificaremos nuestra nueva vivienda por siglos y siglos. Kluve
ha de trasladarse. Éste es el principio de vuestro fin, hombre.
Entonces la hormiga se movió. Avanzó ante el alucinado
Rod, que era incapaz de moverse. Contempló horrorizado cómo agarraba con sus
patas los cuerpos de Ellen y el doctor Greaves. Se precipitó sobre el monstruo
vidrioso con un aullido.
—¡No! ¡Ellos no! ¡Llévame a mí, puesto que soy casi uno
de los vuestros, pero no a ellos! ¡Ellos no pueden ser arrancados de su mundo,
de su planeta! ¡Morirían!
—Todo lo que vive, muere —sentenció la hormiga haciendo
frente a Rod. Y éste descubrió entonces de dónde procedía su «voz». No eran
sonidos, sino simples emisiones magnéticas que brotaban en ondas de sus
antenas. Sonidos en una frecuencia tal que, sin duda, no producían realmente
«sonido» alguno... salvo al llegar, como emisiones mentales o telepáticas, a su
propia mente, que ejercía el papel de receptor.
—¡No puedes llevarte a ellos! ¿Para qué los querréis
vosotros? ¡No están contaminados, no son de tu especie... ni de la mía!
—Pero son seres humanos. Nuestros sabios podrán estudiar
su estructura, su especie, sus funciones biológicas... Eso nos será muy útil
para el inmediato día de la invasión decisiva, hombre. Ahora, vamos.
—¡No iré! ¡No iré si insistes en llevar a mis amigos!
—Vendrás, quieras o no. Ellos viven aún. Sólo que
nosotros emitimos unas ondas que aturden y adormecen a los humanos. Tú no
puedes sentirlas apenas porque vas dejando de ser humano. Pero ellos las
captaron en el acto y cayeron. Van a venir con nosotros a nuestra base
terrestre.
—¿Una base terrestre?
—Sí. Allá arriba, sobre las nubes... Nuestra
nave-cuartel. Desde allí preparamos el terreno para el ataque final de Kluve.
La nave, el esfuerzo total de este ataque ha llevado siglos enteros. Más de
cinco mil años vuestros. La primera vez que exploramos la Tierra existían esos
seres que ahora contempláis petrificados en los museos. Por eso elegimos los
egipcios para depositar la piedra. En cinco mil años el mundo ha cambiado
mucho. Pero los humanos, no. Seguís siendo fáciles de vencer. Muy fáciles.
—A pesar de esa facilidad no me vas a derrotar. Seré
pronto uno como vosotros, un repugnante y asqueroso monstruo, pero aún tengo
algo de humano. ¡Y no iré, maldito bicho!
Retrocedió, asqueado, y cargó luego contra la hormiga
para arrancar de sus extrañas patas a los cautivos Greaves y Ellen.
No logró nada. En vez de eso, Rod Barnes vio a la hormiga
roja cruzar de nuevo sus antenas. Pero esta vez cruzando también con ellas sus
dos patas delanteras.
Algo parecido a un chispazo eléctrico, a una descarga
tormentosa de vivísimo tono cárdeno-rojizo, se produjo ante él. Una sacudida
formidable, violenta y fría, le sacudió. No hubo sonido. Todo fue silencioso,
rápido.
Pero Rod Barnes cayó de rodillas, luego de bruces sobre la alfombra, ante su monstruoso enemigo. Como abatido por aquel extraño y siniestro rayo. Como fulminado por una fuerza siniestra y desconocida, que ni siquiera un «Superhombre» podía combatir...
CAPÍTULO VIII
EN LA BASE ESPACIAL
LA negrura había invadido a Rod
Barnes cuando cayó ante la monstruosa hormiga roja.
Cuando la negrura desapareció habían cambiado muchas
cosas.
Rod Barnes no podía imaginarse cómo la hormiga roja pudo
salir con él al exterior, quizá con Greaves y Ellen también... y alcanzar así
su base en el aire, la que había citado como próxima a la Tierra. Pero
ciertamente no tuvo la menor duda de que era en esa fantástica base donde ahora
se hallaba.
Miró a su alrededor nada más volver en sí.
Aquellas paredes no eran las suyas, ni siquiera las de un
lugar habitual o vulgar de su planeta. Era una pared rojiza, vidriosa, tersa,
fría. Una pared curvada, sin auténticos muros y techo, formando todo ello como
un caparazón hemisférico sobre su cabeza. Sin puertas, aberturas, ni muebles.
Sin nada común a los humanos, con un suelo terso, oscuro, brillante, sobre el
que yacía su cuerpo, de piel intensamente enrojecida, como recubierta por una
costra o caparazón duro, vidrioso, flexible pero de una dureza blindada.
Se miró las manos, estremecido. Las últimas brumas de
aturdimiento huyeron como por ensalmo. Sus dedos tenían su forma y estructura
normales, eso sí. Pero nada más. Aquel color, aquella materia epidérmica, en
nada se parecía a la suya. Imaginaba el monstruoso y horrible aspecto que debía
ofrecer ahora. Daría auténtico terror verle. Si su rostro mantenía aquel color
y rigidez, cosas que comprobó con sólo tocarse las mejillas con los dedos,
resultaría tan repugnante como la propia hormiga monstruosa, llegada de los
espacios exteriores de la Tierra.
—¡Estúpido de mí! —masculló, furioso consigo mismo, dando
unos pasos torpes por la rara y fría estancia—. ¡Yo que creí ser un auténtico
«Superhombre» superior a todos, dotado de poderes sobrenaturales, concedidos
por una Providencia que hizo de mí el vehículo capaz de aniquilar a los
«gangsters» y granujas de la ciudad. ¡Y lo que hice fue aniquilar un mal menor,
una lacra humana que la justicia misma hubiera acabado por aniquilar con sus
propios medios, y permití que, con mi ciega complicidad, germinase una amenaza
más terrible y demoníaca! ¡Una invasión de otros mundos, un aniquilamiento
horrible para la especie humana, bajo el poder satánico de esas alimañas de
otro planeta!
Se golpeó el rostro, frenético, trató de gritar,
enfurecido, insultándose rabiosamente. Sorprendido, notó que apenas surgían
gritos o sonidos agudos de su boca. Algo en el ambiente, en el aire de aquel recinto,
ahogaba la voz, la reducía a nulos sonidos, apenas perceptibles. O quizás era
que en su naturaleza empezaba a actuar la tremenda metamorfosis y que, poco a
poco, iba perdiendo sus atributos humanos, uno de los cuales era la voz.
Angustiado, pensó en que pronto vería deformarse su cuerpo para convertirse en
los dos ovoides de una hormiga roja, gigante, de los que surgirían antenas con
las cuales emitiría ideas sin necesidad de utilizar la voz, sin posibilidad
siquiera de aquel gran desahogo del hombre.
Era un destino atroz, odioso. Deseó mil veces la muerte
antes de que prosiguiera aquella mutación alucinante. Pero sabía que ni
siquiera era fácil morir siendo una de aquellas cosas o entes himenópteros, de
gigantesco volumen y aterrador poder físico y mental, contra el que nada podría
hacer la débil especie humana.
Rod Barnes paseó por la cámara de curvados muros,
reflexionando de forma apremiante, preguntándose qué sería de Ellen y del
doctor Greaves, raptados, como él, por el emisario o explorador de aquel poder
maléfico llegado de los cielos.
Barnes no veía salida, no encontraba posibilidad alguna
de luchar contra aquella fuerza terrorífica. O quizá su mente, atrofiada ya por
la influencia del invasor, no era capaz de hallarla. Pero si ni siquiera las
armas atómicas lograban aniquilarlos, como quedó demostrado cuando estalló a
sus pies una carga nuclear, ¿de qué otro modo se les podría combatir?
La monstruosa hormiga tuvo razón. Eran muy débiles los
humanos para enfrentarse a aquella amenaza llegada de lejanos sistemas solares,
de planetas remotos, quizá nunca sospechados ni siquiera por los astrónomos. En
la ilimitada extensión, en el infinito del Universo, ¿quién podía saber dónde
se hallaba un mundo en trance de extinción al que sus habitantes, insectos
inteligentes y poderosos, llamaban Kluve?
¿Dónde, a qué increíbles y fabulosas distancias podía
encontrarse el lugar de origen de aquella nave espacial en la que, a no dudar,
se hallaba prisionero ahora, junto con Ellen y el doctor Greaves, esperando su
fatídico, espeluznante destino?
Todo eran preguntas sin respuesta. Quizá los insectos
dotados de antenas fuesen mucho más inteligentes y claros de visión que los
humanos. Pero, ciertamente, ninguna facultad mental extraordinaria habían
logrado inculcarle junto con el virus de su transmutación aterradora.
El horror había caído sobre ellos tres con fuerza
demoledora. Pero aquello sólo era el principio. Luego, aquel mismo horror
caería sobre el resto de la especie humana. Y él, condenado ya fatalmente al
desastre, abocado a convertirse en breve plazo en una bestia delirante y cruel,
no podía hacer nada... No ya por él, que no tenía remedio, que era como un
leproso al borde de su horrenda muerte, sino al menos por Ellen, por Greaves,
por los demás seres humanos que padecerían aquel tremendo azote sin la menor
posibilidad de defensa, de lucha, de salvación...
Consultó la hora en su reloj. Era algo que no le habían
quitado los kluvianos. Algo que evidentemente carecía de valor para ellos. Sus
ropas de ser humano, su reloj, su calzado... Sin embargo, le habían desprovisto
de todo lo demás. Su pluma, sus papeles, su arma, que ni siquiera había llegado
a utilizar, puesto que sus facultades de ser sobrehumano la hicieron inútil.
Una de las pistolas electrónicas arrancadas a los rufianes del «Whispering».
De todas formas, tampoco hubiera esperado obtener nada
con ella ni con cosa alguna de las que los kluvianos le quitaron. Acaso con los
objetos podían estudiar mejor a los hombres y sus costumbres. Eran como
repelentes cazadores, examinando previamente unos ejemplares cautivos de los
animales a los que iban a cazar luego despiadadamente.
El reloj marcaba las once. No sabía si del día o de la
noche, si del mismo día de su rapto o de cien días después. Sólo sabía que eran
las once y que su reloj estaba en marcha. Eso era todo.
No sentía apetito ni sed. Nada en absoluto. Esto debía
formar parte del cambio físico. Nada de debilidades humanas. Nada de
sensaciones normales.
—Dios mío, si me fuera posible volver a ser el que era...
Aquel Rod Barnes de antes, el que siempre fui —susurró, convulso.
Se dejó caer, desalentado, sobre el suelo vidrioso,
terso. Allí permaneció, confuso y estremecido, sin saber qué hacer, qué pensar.
El muro se movió de repente. Un segmento en él se abrió
con lentitud, deslizándose dentro del propio muro, y una de aquellas dantescas
hormigas rojas, ciclópeas, se movió hacia él, como un maligno cuerpo vidrioso,
fosforescente, color carmesí, moviendo sus antenas para emitir sonidos o
simples ideas telepáticamente transmitidas, que a Rod le daban la exacta
impresión física de sonidos.
—Hola, hombre —dijo la hormiga, con su chirriante y fea
«voz»—. ¿Por fin vuelves a tu consciencia?
—Eso parece —Rod no se movió del suelo, sino que continuó
reclinado perezosamente—. Pero ¿por qué no dejas de llamarme «hombre»? Ni
siquiera lo soy ya...
—Todavía existen en ti moléculas, átomos humanos, en
cantidad suficiente para que prospere tu especie sobre la nuestra. Pero eso
durará poco, ciertamente. La acción del virus inyectado es lenta pero segura.
Va nutriéndose de tus propios microbios, célula y tejidos. Finalmente, como en
el período de una larva de vuestro mundo, surgirá de tu pobre físico de hombre,
triunfante y poderoso, otro kluviano. Y la gran experiencia habrá tenido
completo éxito.
—¿Dónde están Ellen McCabe y el doctor Greaves? —pidió
Rod roncamente.
—En esta misma nave, ya te lo dije. Sometidos a pruebas
científicas por nuestros investigadores biológicos. Están examinando sus
reacciones mentales y físicas, su naturaleza toda. Eso nos permitirá conocer a
los humanos.
—Pero... pero ¿han sufrido daño? ¿Qué les habéis hecho,
malditos insectos?
—Nada malo... todavía —era como una risa lo que
bailoteaba en los chirridos—. No tardarán, sin embargo, en pasar a las cámaras
de vivisección. Allí, forzosamente, le serán extraídos los cerebros y separadas
sus vísceras para el análisis en secciones diferentes.
—¡Canallas, asesinos! —aulló Rod, incorporándose
furiosamente.
—Recuerda, hombre, que aquí no eres ningún ser supremo. Nosotros
somos infinitamente superiores a ti Y podemos destruirte en un momento.
—¡No me importa! Prefiero correr la suerte de ellos a
sobrevivir. ¡Y menos aún convertido en un asqueroso y repugnante bicho de
vuestro sucio mundo!
—No tenemos en cuenta tus insultos. Carecemos de
sensibilidad, de modo que pierdes el tiempo.
—Lo imaginaba —se apoyó jadeante en el muro vidrioso.
Inclinó la cabeza, sintiéndose total, irremediablemente vencido—. ¿Qué lugar es
éste realmente?
—Te lo dijimos, hombre. Nuestra nave espacial. Es un
cuartel general o base sobre la Tierra. Flotamos muy altos en el espacio, sobre
las nubes. No nos puede detectar vuestro radar ni vuestros sistemas de
detección porque somos antimagnéticos. De modo, hombre, que estamos seguros.
—¿Cómo pudisteis traernos hasta aquí? —preguntó Rod.
—El Explorador Uno lo hizo. El Supremo Rector da las
órdenes, y nosotros, sus exploradores, obedecemos.
—¿Cómo pudo hacerlo?
—Volando —explicó la hormiga roja—. Somos capaces de
volar debido a nuestras enormes facultades. Tú lo hiciste, ¿recuerdas? El vuelo
de nuestro Explorador Uno, con vosotros entre sus patas, le llevó sobre las
nubes. Lo hizo al anochecer, cuando nadie podía verle. Allí lo recogimos con
nuestra nave. Eso es todo. Pero a bordo disponemos de una nave más pequeña, en
la que podemos trasladar a cualquiera de nuestros exploradores, en un caso de
urgencia, hasta cualquier punto de la Tierra. Es autónoma y posiblemente la
conocerás tú también... cuando seas uno de nosotros y actúes como explorador en
la conquista de ese mundo.
—¡Dios mío, sois repugnantes, malditos bichos! —masculló
Rod—. Nada se os escapa, parecéis criaturas del infierno.
—Empleamos nuestra inteligencia, hombre. En cosas
concretas, eficaces, prácticas. Y somos más poderosos que nadie. Eso es todo.
—¿Dónde tenéis a vuestro Supremo Rector? ¿En Kluve?
—Sí. Desde aquí le enviamos nuestros informes. Nuestro
poder telepático es muy grande. Y el suyo de recepción, mayor aún. Nuestro
Supremo Rector, desde el planeta Kluve, dirige la invasión.
—¿Y si algo os sucediera, si os hubiera sucedido un
desastre... qué haría ese Supremo Rector de vuestra asquerosa especie?
—Eso no sucederá nunca. Nosotros venceremos.
—¡Ya lo sé! Pero imaginad por un momento... que ello
sucediera.
—Imaginar cosas improbables o imposibles desgasta la
inteligencia. Nosotros no perdemos energías estúpidamente. De ahí nuestra
superioridad. Son cinco mil años preparando este gran asalto de nuestra raza a
un nuevo planeta que va a ser nuestro. No habrá fracaso. Pero si lo hubiera habido
el Supremo Rector es lo bastante inteligente y poderoso para comprenderlo y
renunciar. O para disponer de nuevo el asalto a través de otros cinco mil años.
—¿No os importa el tiempo? ¿Sois realmente inmortales?
—Si entiendes por inmortal vivir lo que vosotros
consideráis como diez o veinte mil años... sí. Pero llega un día que nuestra
especie se va agotando, envejece. Los miembros envejecidos no llegan a morir.
—¿Qué sucede con ellos?
—Los devoramos —dijo fríamente la hormiga del espacio—. Y
nuestra inteligencia se acrecienta con la que absorbemos de ellos.
Rod Barnes se estremeció. Aquello resultaba cada vez más
horrible. Dudaba de que el más febril de los enfermos hubiera podido tener
jamás una alucinación, una pesadilla semejante. Era peor que el más dantesco
«delirium tremens». Era un horror sin límites.
Monstruos que duraban miles de años, que se devoraban
entre sí. Que pensaban, vivían y no sentían. Que destruían y dominaban fría,
sistemática, inexorablemente...
—¡Dios mío, si realmente merecemos esta suerte! —oró Rod
Barnes, con voz afónica, sorda, sin timbre ni potencia—. Pero si no somos
merecedores de tanto horror... Señor, danos la posibilidad de luchar, de vencer
de algún modo. Sólo Tú puedes cambiar el destino de tus criaturas humanas...
La hormiga roja que le visitara parecía burlarse de su
plegaria fervorosa. Retrocedía, produciendo con sus antenas un sonido áspero,
como de papel de lija estrujado. Quizá reía, a su modo, de aquella fe que aún
brillaba, muy débil, en el fondo de un ser humano en trance de perder su
condición, para convertirse en un insecto monstruoso y terrible.
—Volveré más tarde, hombre —dijo—. Nuestros científicos
tienen que examinarte en la Cámara de Estudios Orgánicos. Allí verán cómo
funciona tu metamorfosis, y la forma en que los humanos se convierten en
kluvianos. Si todo va bien y se sienten satisfechos, es posible que el primer
paso de la invasión sea ese: ir convirtiendo a un número amplio de terrestres
en kluvianos en potencia. Ellos serán nuestros mejores agentes y soldados. Y
marcarán el principio del fin para los de tu especie, hombre.
Se alejó definitivamente. Se cerró el segmento vidrioso
del muro. Rod Barnes lo golpeó con fuerza, lanzándose sobre él. Nada logró.
Parecía descargar golpes sobre caucho o un muro acolchado. No sonaban siquiera
sus impactos con los nudillos. Solamente un ahogado «ploc, ploc», que le dio
aún mayor impresión de impotencia, de inutilidad total.
Retrocedió desalentado. Alguna vez en la Tierra había
sido un «Superhombre». Había sido más fuerte, más poderoso y superdotado que
nadie. Pero allí, en la base del espacio, no era absolutamente nada. Peor que
un niño indefenso, rodeado de titanes. Sus fuerzas eran nulas, su poder el de
un pobre insecto en la Tierra.
Ya ni siquiera se encontraba con ánimos para resistir,
Estaba vencido. Total, absolutamente vencido, como la Tierra lo estaría pronto.
Y lo sabía.
* * *
Una nueva mirada al reloj. Continuaba funcionando
normalmente. Como si estuviera en la Tierra. Ahora eran las dos. Las dos ¿de qué?
No lo sabía. No tenía sueño, por lo que cabía suponer que
era la tarde y no la madrugada, pero eso nada significaba. Su naturaleza toda
estaba imitándose. Le causaba horror mirarse ya la piel, del color de un
crustáceo cocido, tersa y como si fuera plástico rígido. ¿Por qué no podían
evolucionar también sus hábitos, sus normas? Quizá las hormigas de Kluve
dormían a otras horas. Quizá ni siquiera dormían. O lo hacían, como sus
homónimas de la Tierra, durante invernadas enteras.
La mutación de su piel, de su color, de todo su ser, era
evidente, clara. Iba advirtiéndolo por horas.
Y con ello muchas otras cosas cambiaban en él. Lo notaba
cuando se examinaba a sí mismo, fría y serenamente. Al golpearse, al intentar
causarse daño deliberadamente, no conseguía otra cosa que hacer vibrar su piel
como si ésta fuera cristal. Y sus pensamientos iban cambiando. Pensaba en Ellen
o en Greaves, víctimas condenadas a un final horrible, a bordo de aquella nave,
con total indiferencia, sin preocuparse ya demasiado por ellos. No miraba con
asco y aversión a las hormigas rojas, gigantescas. Es más, empezaba a sentir
cierta simpatía, cierta tolerancia hacia los insectos de Kluve. Eso era un mal
indicio.
—Sin duda estoy entrando en el último período de la
transmutación fisicomental —se dijo para sí, dando unos pasos lentos,
perezosos, por la extraña celda en que se hallaba—. ¿Cuánto durará? ¿Cuánto
tardaré en dejar de sentir, en ser uno de «ellos», en no torturarme más con la
idea de la suerte horrenda que espera a los demás? ¿Cuándo, Dios mío, penetraré
en esa dulce, consoladora ignorancia, indiferencia o lo que sea?
Había perdido un poco también la noción del tiempo. Ya ni
siquiera sabía si hacía un día, dos o tres, desde que despertó a bordo de la
siniestra nave espacial, o si era solamente cuestión de horas. Después de todo,
aquello también le daba igual. Todo empezaba a ser lo mismo, a carecer de un
exacto, justo valor...
Aquél era su infierno. El infierno en que Rod Barnes,
cautivo de los kluvianos, y en período crítico de mutación, para convertirse en
otra hormiga roja y gigantesca, de vidriosa epidermis, vivía durante aquellas
últimas horas de su vida como ser humano.
Y solamente una idea le perforaba la mente, quizá en las
últimas intentonas por seguir siendo una persona normal, un ente sensible a las
emociones de su especie. Una idea obsesiva, fija, agobiante:
¿Cuánto iba a durar su suplicio aún? ¿Cuánto tiempo
todavía...?
A eso, desgraciadamente, no había respuesta. Como a
tantas otras cosas angustiosas que rodeaban a Rod Barnes con un cerco frenético
y delirante! nadie iba a contestarle.
Sólo quedaba esperar. Esperar y esperar...
CAPÍTULO IX
LA CRISIS FINAL
LEVANTÓ la cabeza. Perplejo; sorprendido.
Estaba seguro de ello. Había sonado en su celda vítrea,
roja, luminiscente. Por vez primera desde su encarcelamiento en la nave
espacial, lo había percibido claramente.
Una voz. Palabras. ¡Palabras humanas... que él no había, pronunciado!
Escuchó, entre confuso y
aturdido. Las palabras, muy tenues, muy suaves, como algo lejano, llegaron a
él:
—... «Forzándolo, puedes incluso elevar su sonido hasta una buena potencia.
Es un magnetófono microscópico, que funciona automáticamente cuando se le pulsa
la corona fuertemente. ¿Crees que puede serte útil, Rod?».
Era una voz familiar... Una voz
que hizo estremecer al hombre enrojecido, endurecido, extraño, que se
transformaba lentamente, en aquella celda aérea.
¡Ellen McCabe! ¡Era su voz la
que llegaba de... de alguna parte!
Miró a su reloj de nuevo. Y
esta vez no era para ver la hora. Había recordado de súbito. La idea se
confirmó al escuchar su propia voz, hablando desde aquel reloj de apariencia
vulgar:
»—Eso nunca se sabe —estaba diciendo—. Por tanto, acepto tu obsequio
y...».
Oprimió la corona. Terminó su
voz. Sonrió. O lo intentó. Pero la piel de su rostro no respondía. No cedía a
su esfuerzo por sonreír. Se endurecía. Como su corazón, como todo él.
Evidentemente, las hormigas intelectuales de Kluve no sonreían.
La cinta magnética de alta
fidelidad había grabado la conversación que sostuvieron Ellen y él cuando ella
le regaló el reloj. Quizás ella presionó la corona involuntariamente y lo puso
en funcionamiento. O lo hizo él. Ahora el microscópico mecanismo funcionaba
quizá por una nueva presión involuntaria en la corona y repitió lo grabado
entonces. Rod sabía que, dando vueltas a la corona aumentaría el volumen de las
voces. Pero no hacía falta. Su solo sonido era como un alivio, como un
recuerdo. Como una llamada sobrenatural, advirtiéndole sin palabras: ¡Rod, todavía eres un ser humano!
Ocultó el rostro entre ambas
manos. Reflexionó, aturdido. ¿Qué podía hacer él? ¿Qué podía intentar allí
encerrado, en un lugar que desconocía, para salvar a Ellen, a Greaves... cuando
quizás ya ni siquiera existían ambos, salvo dispersos en fragmentos y vísceras,
en diferentes centros experimentales e investigadores de la siniestra base
espacial?
Era un callejón sin salida.
Todo era inútil. No debía haber escuchado aquella última llamada de su
espíritu, de su ánimo de hombre, de criatura de Dios. No, era mejor ser sordo,
cerrar los oídos a todo. El sonido le dolía, le causaba daño. Se cubrió los
oídos, furiosamente. No quería oír. No oiría nada más. Ni siquiera su propia
voz...
—Vamos, hombre. Es la hora de
comprobar científicamente tu progresión mutante. Los científicos te van a
examinar. En marcha hacia el gran laboratorio.
Aquella voz era diferente.
Sonaba agradablemente, a pesar de que antes le pareciera insoportable su
chirrido. No necesitó abrir los ojos de nuevo para descubrir que una de las
hormigas rojas gigantescas estaba ante él y le invitaba a seguirle.
La voz mental, telepática, no
molestaba, no hería, no torturaba su mente ni sus oídos. Evidentemente, mucho
había cambiado Rod Barnes últimamente.
—Sí —dijo con voz suave, apenas
un murmullo audible—. Ya voy.
Y dócilmente, como si ya fuera
íntegramente uno de «ellos», emprendió la marcha detrás del insecto gigantesco.
* * *
La lenta y cansada marcha
terminó.
Desde la celda, una especie de
túnel cilíndrico o tubo le había guiado hasta la entrada aquella. La entrada,
cristalina y luminiscente también, se elevó deslizándose hacia arriba sin
ruido. Tampoco sus pasos habían sonado en el túnel. Ni los de él, ni los de las
seis patas de la monstruosa hormiga roja.
Al otro lado de la puerta
circular se hallaba el gran laboratorio.
Rod Barnes pisó el suelo negro,
vítreo, donde sus pasos eran sólo ahogados roces. Ni un ruido, ni un murmullo,
ni el zumbido de un mecanismo, a pesar de que había cuadros electrónicos y
magnéticos de complicado funcionamiento. Ante ellos, como abominables seres
dotados de increíble agudeza, otras hormigas rojas de gran volumen aplicaban
sus patas con celeridad pasmosa sobre los botones y resortes de los tableros
magnéticos.
—Ahí, hombre —le indicó
escuetamente la hormiga-guía, friccionando sus antenas—. Tiéndete ahí.
Se trataba de una mesa
circular, con una campana de vidrio encendida. Cuando él se echara, la campana
descendería y le encerraría dentro. Una serie de complicados electrodos y
células marcarían sus reacciones, controladas perfectamente en los tableros de
los insectos inteligentes, que así irían comprobando todo su metabolismo y
reacciones psíquicas y corporales.
Los kluvianos eran lo que
dijeran ellos: una raza fría, inteligentísima, carente de sentimientos, de
espíritu, de toda reacción anímica. Pero terriblemente avanzados y
desarrollados. La Tierra no podría nada contra ellos cuando su ataque final
comenzara.
Rod Barnes se movió con su
docilidad de los últimos momentos hacia la mesa circular. Todo era lo mismo ya.
Se dejaría analizar como lo que era ahora: un extraño ejemplar no humano, un
insecto-hombre o un hombre-insecto, que iba a dejar pronto de ser una de ambas
cosas para convertirse únicamente en insecto... en cruel y repugnante insecto.
Se tendió sobre la mesa
circular. La campana de vidrio transparente comenzó a descender sin ruido, sin
producir ni siquiera un leve zumbido.
Entonces los ojos de Rod Barnes
vieron lo que sucedía en una cámara inmediata, situada más allá de los aparatos
electrónicos de los seres de Kluve, y visible a través de grandes paneles
cristalinos de color rojizo, totalmente transparentes y límpidos.
—¡Dios mío, no! —chilló.
O pretendió chillar en vano. Su
voz no se elevó más que como un levísimo susurro, inaudible a dos pasos. No
tenía voz. Y, a pesar de ello, su propio sonido le molestó, irritó todo su ser,
sin que comprendiera la razón.
Luego se incorporó de un salto,
pugnando por correr hacia donde veía aquella nueva y espantosa escena.
¡Detrás del muro de vidrio
rojizo Ellen McCabe y el doctor Greaves ocupaban también sendas meses
circulares!
Aparecían tendidos, rígidos,
con finos electrodos fijados a sus sienes, muñecas y torso. Encima de ellos, a
través de una gran lente de aumento, el rostro espeluznante, centuplicado, de
una hormiga, roja estudiaba al parecer, a través de la visión mental de sus
antenas, los movimientos y reacciones de ambos pacientes.
Y lo que era peor... ¡Un par de gigantescos bisturíes automáticos
se movían hacia ellos para seccionar sus miembros y hacer la distribución de
células y vísceras para el estudio exhaustivo de la raza humana, llevado a cabo
por los seres de Kluve!
—¡No pueden hacer eso! —aulló
Rod, con voz apagada, inaudible—. ¡No lo harán! ¡Yo he de impedirlo! ¡Oh, Dios
mío, debe de haber un medio de evitar ese horror y yo lo encontraré!
Pero, evidentemente, no existía
ese medio anhelado.
Porque ni siquiera logró llegar
muy lejos en su afán. Los electrodos de la mesa, como algo vivo, se aferraron a
sus muñecas, enroscándose igual que serpientes feroces. La campana de cristal
cayó de golpe, sin ruido, cerrándole toda salida, dentro de su recinto, un poco
más amplio que el círculo de la mesa donde debía tenderse.
Aporreó en vano los muros de la
campana, hizo todo cuanto pudo, mientras unos indicadores luminosos señalaban
sus furiosas reacciones en los tableros de control, y los cerebros de los
kluvianos tomaban rápida nota de aquellas reacciones humanas con vistas a su
mejor dominio y control sobre la especie a la que iban a destruir en breve.
Todo inútil. La campana
resistía. La campana parecía cristal, pero poseía la dureza de todo lo que le
rodeaba, empezando por las propias hormigas. Allí todo daba la impresión de ser
vidrioso, cristalino, quebradizo y sin embargo poseía la dureza de granito o
del acero.
Exhausto, cayó sobre la mesa
circular. Los bisturíes, más allá de donde él era capaz de llegar, se
aproximaban ya a Ellen y al doctor Greaves, que, inconscientes, inertes, como
cadáveres en su extraña e inquietante rigidez, iban a sufrir la mutilación
fría, despiadada, la vivisección más horrorosa que jamás pudiera imaginar ser
viviente alguno.
—¡Dios mío, acoge nuestras
almas, ya que todo afán de lucha es imposible! —susurró Rod Barnes, con una
última sensación de lucidez humana, mientras, en su interior, su organismo todo
luchaba consigo mismo, con el microbio triunfante sobre su naturaleza, sobre
aquel fenómeno terrible de la metamorfosis de un hombre en insecto gigantesco e
inteligente—. Y perdón por mi soberbia al pensar que un «Superhombre» puede
hacer algo por el bien de los humanos. Creo que en ser hombres humildes,
sencillos y con fe está la salvación de la pobre humanidad condenada... Una vez
más, Señor, perdón por todo.
Y se dispuso a terminar como
ser humano. Y a ver terminar también a Ellen McCabe, al doctor Greaves...
Ellen y él hubieran sido
felices tal vez. Sí, ahora comprendía que su afecto, su simpatía por ella, era
algo más que eso. Existía una mayor afinidad espiritual. Quizás era amor.
Amor... Una palabra hueca
ahora, sin sentido. Un concepto vacío en aquel lugar de pesadilla, en aquel
alucinante mundo, que limitaba con todo lo conocido y mostraba los umbrales
siniestros y oscuros de lo ignorado.
Rod Barnes vio los gigantes
bisturíes que se movían ya sobre el cráneo de Ellen, sobre el de Greaves.
Pronto cortarían, henderían, mostrando su cerebro, iniciando la horrible
vivisección...
—Nada se puede hacer —musitó—.
Nada sino callar, cerrar los ojos y oídos. Vivir en un mundo ciego y sordo, sin
luz ni sonidos.
Evocó la última vez que viera a
Ellen. Cuando ella se sacrificó incluso a salir del hospital, todavía delicada,
para persuadirle de que regresara con Greaves y se sometiera a un tratamiento
desesperado para devolverle la normalidad.
Entonces también había sido la
última vez que la oyera. No, eso no... La había oído poco antes, reproducida su
voz en aquella cinta magnetofónica de su microscópico magnetófono.
Su voz, como algo lejano,
perdido para siempre. Como un sonido más, que se quedaba atrás, en el mundo de
los sonidos y de la luz donde él viviera, al que él perteneciera. Ahora sabía
que se sumergía en un mundo de insectos, de seres sin voz, sin oídos, mudos y
sordos, que utilizaban sus antenas para comunicarse, que evidentemente odiaban
los sonidos y toda voz, toda vibración sonora. Odiaban a los monstruosos entes
del mundo sordo. A aquellos apocalípticos insectos, con los que él se mezclaría
en breve.
Sí, odiaba todo aquello, pero
él mismo se iba a sumergir en aquella vida repugnante, sin que le fuera posible
intentar cosa alguna por impedirlo.
La idea danzaba en su mente en
aquellos momentos supremos, cruciales, en aquel trance álgido, crítico y
terrible, fluctuando entre dos existencias, entre dos mundos y dos destinos
diferentes.
Seres sordos... sonidos
ahogados... La voz de Ellen, la suya... El magnetófono... Las palabras de Ellen
otra vez... Los sordos insectos... ¿Por qué tenía que molestarles el sonido?
¿Por qué? ¿Por qué?
Su mundo cristalino, duro como
la piedra. Ellos también cristalinos, duros, blindados...
Cristalinos... Sordos... Odiaban el sonido... La voz de Ellen... La cinta,
magnética... Su voz... Sordos Cristal... ¡Sordos... cristal... sonido...!
Era una locura. Jamás
resolvería nada. Pero la idea continuaba. Fija, obsesiva cómo si fuese algo más
fuerte que él mismo que su metamorfosis monstruosa... Y la idea tomaba forma...
Rod Barnes miró su reloj.
Presionó la corona. Luego, clavó los ojos en Ellen y en el doctor Greaves... El
bisturí rozaba ya su cabello. Iba a empezar a cortar...
Las hormigas gigantes estaban
ante sus cuadros de control. Les vigilaban, les estudiaban como si los insectos
fueran ellos...
Y Rod esperaba el milagro. Lo
imposible. No para él, sino para los demás. Para Ellen, para Greaves... para el
mundo.
Él ya no esperaba nada para sí. Sólo morir. Porque morir era mejor que arrastrarse con su nueva y hedionda forma...
CAPÍTULO X
¡VIBRACIÓN!
ES un magnetófono microscópico, que funciona automáticamente...».
La voz de Ellen terminó. También la de Rod Barnes,
reproducida por el magnetófono, muy bajo:
—«... es probable
que pueda serme más útil que un reloj vulgar...».
Luego, un silencio. De nuevo, una voz, la de Ellen:
—¡Es Hannah, uno de
los asesinos del «Whispering».
Fue entonces cuando les atacaron Hannah y su gentuza.
Cuando les arrojaron los huevos grises, las granadas nucleares...
Aumentó al máximo el giro de la corona del supuesto
reloj. Las hormigas inteligentes de Kluve parecieron captar algo raro en sus
controles, porque sus cuerpos se movieron. Unas luces parpadeaban, señalando sin
duda la frecuencia de un sonido, de una onda sonora que brotaba de la campana
de cristal.
Y, de repente, la cinta magnetofónica de su diminuto
grabador llegó al momento de la explosión nuclear. El sistema diminuto, de alta
fidelidad y potencia, actuó, sin dar tiempo a las hormigas de controlar su
amortiguamiento antimagnético.
«¡BOOOOOOOMMM!».
Rod Barnes captó enseguida la anormalidad que producía el
estruendo ensordecedor, que provocó punzadas dolorosas en su cabeza,
vibraciones angustiosas en todo su ser. Algo sucedía, al retumbar el estallido
de la bomba, recogido por la cinta y reproducido ahora fielmente por el
diminuto sistema magnético.
Rápido, Rod situó de nuevo el pulsador un poco atrás.
Retrocedió la cinta automáticamente, y se repitió el estruendo.
La segunda reproducción del sonido de la bomba agrietó
violentamente la campana de vidrio, la mesa circular, el suelo mismo. Rod no
necesitó tocar de nuevo la corona del reloj. Por sí sola, automáticamente, iba
repitiendo ahora la explosión ensordecedora, sin duda establecido un retroceso
y avance repetidos de la cinta grabada dentro de la microscópica máquina...
Y a cada nuevo estallido, nuevas cosas sucedían en aquel
lugar alucinante... La campana, al tercer estruendo, se desmoronó, pulverizada.
También los bisturíes que amenazaban las cabezas de ambos prisioneros, habían
desaparecido en menudos fragmentos, como un azucarillo disuelto por el agua.
Todo, el sucio y los muros, vibraban ahora, sacudidos por
algo parecido a un movimiento sísmica en la Tierra. Las hormigas rojas
abandonaban los controles, que como enloquecidos, se movían, vibrando en
espasmos constantes.
—¡La vibración! —rugió Rod—. ¡La vibración sonora lo
desintegra todo!
Era cierto. Muros, vidrios, aparatos, mecanismos de alta
precisión, mesas y tableros, todo se agrietaba o se pulverizaba, convertido en
diminutos fragmentos, en polvo de cristal... Aquellas durezas ciclópeas,
pétreas, no eran nada más que fibra cristalina, durísima pero atacable por el
punto en que puede serlo el más duro cuerpo: la vibración.
Aquella materia extraterrestre, procedentes de mundos sin
sonidos, no estaba preparada para resistir el ataque de las vibraciones
sonoras... y todo se diluía, se quebraba, sin fuerza para soportar, la
frecuencia vibratoria a que era sometido ahora, con la repetición enloquecida,
constante, de aquel estallido grabado en un simple magnetófono, un objeto
inocente e inofensivo en la Tierra...
—¡Lo logré! —aulló Rod Barnes, aunque él mismo sentía
unos escalofríos y dolores lacerantes, como si el sonido también hiciera presa
en su alterada —naturaleza—. ¡Lo he logrado, Dios mío...!
Su reloj proseguía con rabiosa virulencia, insistente
como el martilleo sobre un tambor gigantesco y demoledor. Las hormigas
gigantes, que intentaron en principio aproximarse a Rod Barnes, se apresuraron
a huir, perdiéndose por un túnel, cuyos muros temblaban violentamente, y cuyas
puertas se despedazaban y diluían en fragmentos diminutos, heridas por las
ondas sonoras, vibrátiles...
El prodigio de aquella gran hecatombe, provocada por lo
que la mente de Rod Barnes había descubierto como arma y enemigo número uno de
los invasores del espacio —el sonido—, parecía asombrar al propio Rod que, en
medio de las oscilantes y convulsas sacudidas de los muros y techo curvo del
lugar, gritaba y gesticulaba, enfebrecido, feliz, radiante por aquel caos...
Los muros cristalinos que le separaban de Ellen y de
Greaves, se desmoronaban también, fragilísimos a pesar de su terrible dureza, y
ambos prisioneros parecían volver en sí, como personajes de una fantástica
leyenda de hadas y embrujamientos, rescatados por la victoria de un príncipe de
finales del Siglo XX, contra el dragón terrible llegado de los cielos
siderales...
Rod Barnes pensó que aquello tenía también su lógica
explicación. Los controladores magnéticos que actuaban sobre ellos,
inmovilizándoles, habían empezado a desintegrarse, atacados por la vibración, y
el final de su acción paralizante sobre Ellen y Greaves, implicaba la reacción
de estos, su vuelta a la consciencia.
—¡Rod, Rod...! —gritó Ellen, desesperada, al verle—.
¡Eres tú, Rod...!
—¡Ellen, por ahí! —Rod señaló el túnel que vibraba,
agrietándose cada vez más—. ¡Seguidme, enseguida! ¡Hay que salir de aquí,
encontrar la nave autónoma que ellos usan para ir a la Tierra! ¡Seguramente es
de material resistente al sonido, y podrán huir en ella! ¡Nosotros debemos
llegar antes, Ellen! ¡Por vosotros solamente!
—¡Red, y por ti! —gritó Ellen, corriendo hacia él, sin
importarle su horrible, deformado aspecto, su piel roja y tirante—. ¡Ven con
nosotros!
—¡No, Ellen, yo debo quedarme, perecer con esos
monstruos! ¡Lo importante es salvaros vosotros! ¡Yo seré pronto uno de «ellos»,
y no haría otra cosa que provocar nuevos males y desastres en nuestro mundo!
¡Vamos, no discutáis! ¡Antes de que todo esto se derrumbe!
Ellen trató de discutir más, pero Greaves la tomó con
energía, arrastrándola consigo, en pos de Rod Barnes, que corría ya al interior
del túnel, sin que su reloj-magnetófono dejara de reproducir el espantoso
sonido de la bomba, reproducido por mil ecos crujientes, en el lugar que se
desmoronaba, que se derrumbaba como un castillo de naipes, sacudido por las
ondas vibratorias del sonido improvisto, no sospechado por los monstruos de
Kluve...
Rod Barnes patinaba sobre el suelo terso. Salvó una ancha
grieta, chillando:
—¡Cuidado, Ellen, Greaves! ¡Salten!
Ellos lo hicieron. Detrás, parecía formar parte todo ello
de un frágil decorado cinematográfico, destruido por un terremoto espectacular
y tremendo. Muros, techo, aparatos y paneles, se derrumbaban, formando nubes de
polvo cristalino, reducido todo a la nada en el espantoso caos provocado.
El túnel terminaba en otra sala de forma oblonga... Y
allí vieron la nave autónoma, un vehículo con capacidad no superior a cuatro
personas...
Las hormigas gigantes pugnaban furiosamente, como
insectos vulgares, enloquecidos por un enemigo mortal, por penetrar dentro de
la nave. Eran docenas de ellas, que acudían de todos los lugares de la nave
espacial, en busca de la que sabían era su única salvación: la nave autónoma,
de ligero metal, refractaria a la vibración.
Pero eran demasiadas para una sola nave, y su propia
furia por salvarse, por huir del vehículo espacial que se les desintegraba,
causaba el terrorífico caos.
Rod Barnes las contempló, asqueado y odiándolas
profundamente. Docenas de cabezas repugnantes, agitando rabiosamente las
antenas, al sentir la repetición del sonido, se volvieron hacia los tres
humanos.
—¡Ya basta, ya basta! —chillaba la «voz» telepática
emitida por las antenas de las hormigas rojas de Kluve—. ¡No, no más ruido...!
Pero Rod era ahora tan implacable como ellas lo habían
sido antes. No detuvo su magnetófono diminuto. No cesó el estampido repetido
una y mil veces...
¡Y, de repente...
Las hormigas mismas empezaron a reventar, a romperse como globos infantiles,
con seco estruendo!
Sus pieles rojizas, tersas, blindadas e invencibles hasta
entonces, estallaban, vomitando un humo acuoso, vítreo, repugnante, que formaba
charcos en los que se convulsionaban aquellos repugnantes seres, sacudidos por
la vibración constante.
Rod Barnes rio, jubiloso. Aquellos monstruos
superdotados, los que se creyeron raza suprema del Universo... perecían al ser
sometidos, simplemente, a una onda sonora de especial frecuencia, a una
vibración constante y repetida, sobre sus organismos habituados al silencio
eterno de su Sistema Solar remoto...
Era más, mucho más de lo que él imaginara. Como
neumáticos, como globos, todo reventaba allí, se diluía en repulsivo líquido
vidrioso, en informes masas deshinchadas.
Rod Barnes, aunque casi enloquecido por el sonido
repetido, sintiendo su propia piel tirante, dolorida, quizás a punto de
reventar también, como las de los demás monstruos del espacio, siguió adelante,
saltó por entre las hormigas muertas, alcanzó la pequeña nave autónoma, y abrió
su portezuela con violencia.
—¡Vamos! —gritó a Ellen y al doctor—. ¡Es ya hora, vengan
enseguida! ¡Esto se está acabando...!
Era cierto. Ellen y Greaves se miraron, angustiados. Todo
se agrietaba, todo se iba desmoronando y pulverizando en torno suyo. Pronto
sería demasiado tarde para ellos también, si no aprovechaban la oportunidad. La
última oportunidad...
—Creo que él tiene razón —susurró roncamente el doctor
Greaves—. Vamos, Ellen...
Avanzaron, entre fragmentos de cristal derrumbado, de
cuerpos rojos, repugnantes, retorciéndose en el apocalipsis de la nave llegada
de mundos lejanos. Llegaron junto a Rod. Se miraron los tres. Sin perder
tiempo, Barnes les empujó.
—¡Adelante! —gritó, furioso—. ¡Salvaos vosotros! ¡Doctor,
ponga en marcha esa nave! ¡Debe ser simple! ¡Y mucha suerte!
—¡Rod, querido...! —Ellen corrió a él—. Tú... ¡tú tienes
que venir!
—¡No! —Rod cerró el paso a la joven, erguido en la
portezuela de la nave metálica—. ¡Yo no puedo ir ya! ¡Mírame, Ellen! ¡Soy ya un
medio monstruo! ¡Causaría horror a todos, quizás tendrían que destruirme...! ¡Y
tú misma sentirías horror de verme!
—Rod, sólo puedo sentir admiración, cariño... ciego amor
por ti... —susurró ella, mirando su rostro rojo, tirante, deforme—. Ven, por
Dios... ¡Tienes que hacerlo, Rod!
—¡No! —sostuvo Barnes, enérgico—. ¡Vamos, doctor, actúe!
¡Márchense! ¡Esto se acaba ya!
Estaba mirando a Ellen mientras hablaba. El doctor
Greaves se acercó a ellos; tomó a la joven por el brazo y le aconsejó:
—Sí, Ellen, es lo mejor. Vamos ya, muchacha, y deje que
Rod elija lo que...
Fue inesperado, y Barnes no pudo preverlo. El doctor
Greaves cargó contra él violentamente; enseguida tiró de los dos jóvenes y los
metió en la nave. Luego, cerró la portezuela.
—¡No! —chilló Rod—. ¡Déjeme salir, doctor! ¡Tengo que
salir inmediatamente!
Era tarde. Greaves, rápidamente, se lanzó sobre un mando
rojo de la nave, lo oprimió y la nave salió disparada, con un estruendo
formidable de reactores a toda presión...
Abrió un hueco tremendo en el muro de vidrio agrietado y
la pequeña nave hendió el espacio, alejándose de un gigantesco plato
cristalino, bruñido, que a sus espaldas, flotando en el vacío, se desmoronaba y
desintegraba, dispersándose sus fragmentos en la nada...
Era el fin de la nave invasora que espiaba a la Tierra
desde el espacio exterior.
Y el principio, una vez más, para los seres humanos que,
en un milagroso y heroico esfuerzo, volvían a la vieja Tierra, azul, brumosa,
familiar y querida.
Rod Barnes, tendido en el acolchado suelo de la nave de
los Kluve, gemía angustiadamente:
—No debió hacer esto, doctor... No debió hacerlo... Yo
prefería... terminar allí...
—No diga locuras, Barnes —cortó Greaves—. Usted se lo
jugó todo para salvarnos. Ahora, nos toca a los humanos hacerlo todo por
salvarle a usted... ¡Y creo que lo lograremos!
—¿Por qué cree semejante cosa, doctor? Sabe usted que eso
es imposible...
—Lo creo... porque tengo fe en la Ciencia. Y en Dios,
Barnes.
—Sí, yo también. Sin mi fe en Dios, jamás hubiera
sobrevivido lo bastante para llegar a hacer lo que hice... Pero nada ni nadie
me devolverá mi condición humana...
—Ten fe, querido —susurró Ellen, besando su rostro
deforme, pese al esfuerzo de Rod por evitarlo—. Ten fe...
—Fe... —Rod cerró los ojos. Sintió el beso de Ellen, y un estremecimiento recorrió todo su ser—. Creo que es lo único que me queda ya en el mundo, Ellen...
CONCLUSIÓN
El doctor
Greaves apareció ante sus ojos.
Era como una imagen borrosa,
que se esforzaba en volverse nítida. Por fin, lo fue.
La primera imagen que veía,
realmente, tras un largo período de sombras. Rod Barnes miró fijamente al
doctor. Esperaba su respuesta. Y la temía.
—Terminó mi labor, Barnes. No
puedo hacer más por usted —dijo el médico. Y no sonreía. Su rostro nada expresaba.
—Sí, lo sé...
—Le dije cuando descendíamos
hacia la Tierra que tuviera fe. Se lo repetí al llegar aquí. Le pedí que no
sufriera cuando los médicos, periodistas, policías y toda clase de gente le
contempló, al entrar de nuevo en este hospital, tras la gran aventura y el
regreso del espacio, acompañado por Ellen y por mí Le dije que todo terminaría.
—Y dijo más: había dos caminos
para terminarlo, y no me los quiso negar. La definitiva curación, mi reingreso
en la humana comunidad... o la muerte.
—Sí, Barnes. Un monstruo, si no
puede ser aniquilado por la Ciencia... ha de serlo de cualquier otro modo. O se
convierte en un peligro para todos.
—Yo lo sabía. Sabía que esto
llegaría, doctor. Vamos, haga lo que crea conveniente. Aún puedo razonar, aún
me siento humano. Actúe. Un disparo, una inyección, lo que sea... Espero morir,
por el bien de los demás. Me siento feliz por ese sacrificio...
El doctor Greaves le miró
fijamente. Se acercó más a él. Alzó una mano. Y sonrió.
Sonrió de repente. Su mano le
tendía un espejo. Se miró con horror, venciendo rudamente su deseo de cerrar
los ojos, de no contemplarse...
—Mire, Rod. Vuelve a ser el que
era. No hay que matarle. El monstruo que crearon en usted ha muerto ya. La
Ciencia, y su propia naturaleza, lo aniquilaron.
—¡Doctor! ¡Vuelvo a ser yo... yo mismo! —jadeó Barnes, estremecido,
incrédulo.
—Sí, amigo mío. Vuelve a serlo.
Después de todo, no eran tan fuertes como creían. La naturaleza del hombre
ayudada por la Ciencia, podía vencerles. Usted les venció allí, en su
ambiente... y dentro de sí mismo. Vuelve a ser su sangre, su cuerpo, sus
tejidos... En fin, Rod. Vuelve a ser Rod Barnes...
—Dios mío... ¡El milagro se
operó! ¡Hemos vencido, doctor Greaves!
—Sí, Rod. Le dije que tuviera
fe. Dios no abandona nunca a sus criaturas. Todo se salvó. Ahora puede decir de
verdad que hemos vencido...
Rod Barnes no le respondió.
Acababa de ver que otra figura aparecía en su campo visual, junto al lecho de
la clínica.
—Ellen... —susurró, con voz
ronca, tembloroso y feliz a la vez.
—Hola, Rod. Has vencido.
Venciste sobre los delincuentes normales de cualquier ciudad. Y venciste sobre
los seres de otro mundo... Has sido un héroe, Rod. El mayor héroe del mundo.
Todos lo saben. Y quieren agradecérselo a Rod Barnes, el hombre. Mejor podríamos
decir ahora... el «Superhombre». Porque se puede ser un superhombre, siendo
simplemente un hombre, Rod. Todo depende del corazón, la fe, el espíritu... y
el amor a los demás.
—Ellen, ¿quieres creer que me
siento el más dichoso de los hombres?
—Y yo la más dichosa de las
mujeres, Rod. Porque te he recuperado. Y ahora, no pienso perderte. Nunca más,
querido...
Se inclinó y lo besó. Greaves
había abandonado la estancia. Rod Barnes devolvió ahora el beso a Ellen. Podía
hacerlo, porque volvía a ser él. Había muerto el monstruo, vencido por la
naturaleza del ser humano.
Y Ellen, la mujer que no dudó
en besarle con amor auténtico, cuando inspiraba horror, le reiteraba ahora su
lealtad, su cariño...
¿Qué más podía pedir un hombre
que volvía de las tinieblas de la muerte y del terror, más allá de este mundo y
más allá de todo lo conocido?
Sí, Rod Barnes tenía motivos para ser el hombre más feliz del mundo. En eso, nadie podría discutirle que era también un auténtico «Superhombre»...
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