viernes, 7 de julio de 2023

YO, SUPERHOMBRE (JOHNNY GARLAND)

 

Johnny Garland, Juan Gallardo Muñoz, hizo su primera incursión en la ciencia ficción en la colección Espacio hacia mediados de los años cincuenta, concretamente en el número 71 de la misma. La novela lleva por título Invasores de la Tierra y, tal como era preceptivo, apareció firmada no con su nombre, sino con el seudónimo pretendidamente anglosajón de Johnny Garland. Gallardo reconocía que para escribirla se inspiró en la conocida película La invasión de los ladrones de cuerpos, rodada en 1956 pero todavía no estrenada en España en el momento de la publicación del bolsilibro; nuestro autor conoció el argumento gracias a una revista inglesa. Pese a lo relativamente tardío de su debut en el género, Gallardo no perdió el tiempo ya que, de los casi 550 números de la colección, un total de 64 son suyos, todos ellos firmados con el citado seudónimo excepto Espía cósmico, nº 469 y última de sus colaboraciones, en que lo hizo como Addison Starr -seudónimo que había utilizado anteriormente para la editorial Rollán-, siendo superado en número de novelas publicadas tan sólo por Luis García Lecha (Clark Carrados y Louis G. Milk) y Enrique Sánchez Pascual (Law Space y H.S. Thels), al tiempo que quedaba aproximadamente a la par con Pedro Guirao (Peter Kapra y Walt G. Dovan) y ya a mucha distancia del resto de los autores de la colección, ninguno de los cuales se acercó ni de lejos a estas cifras.

PRÓLOGO

Nunca debí hacerlo. Nunca debí seguir aquella senda.

Pero la tentación era demasiado fuerte. Cometí el gran error. El tremendo error que ahora me va a costar tan caro. A mí... y a otros hombres.

Quise ser más que los demás. Bueno, tal vez no lo quise realmente. Pero tuve la oportunidad de serlo, de elevarme por encima de todos mis semejantes. Y no la desaproveché. Ese fue el error.

Si las cosas hubieran seguido su cauce normal, es cierto que yo ahora estaría muerto. Irremisiblemente muerto. Y que quizás una corrupción odiosa se enseñorearía de este lugar que tanto amo.

He vencido muchas cosas que parecían invencibles. Ha llegado muy alto, ya lo dije antes. Pero ahora viene el momento de pagar su precio.

Esto me recuerda algo. No sé si la tragedia de «Fausto», que quiso obtener la eterna juventud a cambio de su alma, sin advertir lo que significaría pagar un precio tan terrible. O tal vez sea nuestro americano drama de «El diablo y Daniel Webster».

¿Lo recuerdan? Una vez creo que se exhibió en las pantallas. Daniel Webster fue más listo que Satanás. Exigió un juicio de ultratumba. En él, todos los grandes asesinos, traidores y viles de nuestra historia dieron la razón a Webster, el abogado de New Hampshire, y Satanás se fue con el rabo entre las piernas.

Pero yo...

Yo no tengo un Daniel Webster a mano. Ni siquiera puedo solicitar un juicio de ultratumba. El diablo esta vez me tiene bien cogido. A mí, el «Superhombre».

¡El «Superhombre»! Casi siento deseos de reír. De reírme de mí mismo, del papanatismo del mundo que me admiró. ¿Qué soy ahora? ¿Un auténtico «Superhombre»?

Claro que no. No soy nada. Es más, tengo miedo. Mucho miedo... Y no por mí. Pienso en otros. Otros que ni siquiera tuvieron participación en esto, que no pidieron que yo me convirtiera en una especie de paladín o su servicio. Ellos se resignaban. Se conformaban con muchas cosas inicuas, quizás cobardemente, o quizá tan sólo apática, escépticamente, con esa tolerancia resignada de quien sabe que es demasiado débil para oponer un muro de cañas a un torrente desatado.

Dios mío, ¿por qué tuve que ser yo el elegido? ¿Por qué recayó en mí la decisión del Destino, de Satanás o de quien fuese? No he sido digno de la confianza que tantos llegaron a poner en mí. Los he defraudado. He sido un torpe, un loco en no advertir que mi aventura tenía que terminar así. Era la aventura de un imposible, hecha realidad por un necio: yo.

Yo, el «Superhombre»...

Estoy grabando en cinta magnetofónica estas palabras. Las recito fría, lúgubremente, en mi alojamiento. Ante mí, el magnetófono va deslizando su banda sensible, en la que se quedan mis pensamientos, mis expresiones, por la magia de la electrónica. Alguien las leerá alguna vez. Es posible que esto, al menos, se salve. Y cuando oigan mi voz, cuando escuchen mis palabras, comprenderán que todos los errores se pagan. Que es mala cosa dejarse dominar por la soberbia y la sensación de superioridad.

Tengo poco tiempo. Muy poco, antes de ser aniquilado por mis propios errores. Si he de morir ahora mismo, dentro de horas o quizá de minutos, quiero que, al menos, otras gentes lleguen a saber lo que sucedió.

Que ellos, en algún lugar en el tiempo, conozcan la triste historia de un hombre. La aventura imposible de un ser humano que se creyó mejor y más poderoso que ningún otro sobre la Tierra.

Sí, que ellos sepan mi aventura. Que me conozcan.

Y que conozcan mi destino. Quiero que sea así. Lo quiero yo. Yo... «Superhombre»...

 

CAPÍTULO PRIMERO

LOS ASESINOS

 

No era para menos. Todos los rostros, todos los ojos, estaban fijos en la pantalla pancromática de televisión. La imagen en color y relieve, del hombre que hablaba allí parecía subyugar a toda la ciudad, a todos los hombres y mujeres.

Bares, establecimiento de comidas, «drugstores», puesto de bocadillos calientes, locales para la venta de periódicos y cigarrillos, sala de billar y juegos electrónicos, oficinas y despachos, casas particulares...

En cada casa, en cada edificio, en cada calle, en cada barrio, dos, cien, doscientos ojos, se fijaban en el rectángulo mágico de la TV.

Y en ese rectángulo, un hombre íntegro, honesto, duro y batallador, exponía las lacras, aireaba las acusaciones virulentas contra un maligno estado de cosas, contra una lepra social, contra un cáncer ciudadano, que corroía la bella población californiana y la destruía sorda, sigilosamente, bajo su epidermis de cemento, asfalto y hierro.

—¡Terminemos con esa publicación gigantesca, mastodóntica, que pudre nuestro ambiente, que coacciona y presiona a nuestros artistas de radio, teatro y televisión, que les obliga a pagar enormes cantidades! —el hombre hablaba con enérgica dureza—. ¡Acabemos con los repugnantes chantajistas de la prensa local y con su turbio negocio de escándalos!

La gente sabía eso. Se hablaba de ello en voz baja. Del «Whispering», de su repulsiva campaña de infamias y de escándalos. Y de otros muchos que no salían en sus páginas... porque los protagonistas pagaron a tiempo para que destruyeran una foto comprometedora o una noticia que hundiría su prestigio. Y de otros aún, que intentaron luchar, combatir legalmente la plaga y cayeron sin vida, acribillados a balazos en cualquier lugar.

Ahora un hombre se atrevía a ello ante las cámaras de la televisión. Un hombre que gritaba enérgica y duramente, continuando su implacable ataque al «Whispering».

—Todas esas viles acusaciones, reales o no, que hemos visto desfilar por ese periódico deben terminar. Cosas que avergüenzan, que sólo podían realmente importar a los afortunados protagonistas de los mismos y a los reporteros de esa infecta publicación que sirvieron las noticias a un público numeroso, sin duda, voraz, como buitres que desean comer carroña... Esto es todo, señores. Ante las cámaras de televisión no puedo citar nombres ni concretar detalles que, por otro lado, todos ustedes conocen. Pero yo les prometo algo: esta charla ante las cámaras no es una simple bravata más, ni un alarde dialéctico sin objeto. Yo, comentarista de espectáculos en esta emisora, familiar para todos ustedes, los que presencian el programa habitual ante las pantallas de sus televisores, acuso a los responsables de tal corrupción. Y anuncio, para muy pronto, el final de tanta infamia. ¡Yo hundiré a ese periódico repugnante y a sus malditos cuervos! Tengo las armas en mi mano... ¡y las utilizaré sin piedad!

Agitaba su mano derecha, enérgica y nervuda, con un gesto agresivo, lleno de fuerza y decisión. La cámara encuadró aquella mano, como un símbolo de la humana resolución, y fundió la imagen sobre el título:

Les hemos ofrecido a ustedes la charla de actualidad

«En el mundo del espectáculo» por nuestro

comentarista habitual, Earl McCabe.

*     *     *

—Aquél es.

—¿Disparo ya?

—No. Seguidlo. Despacio y sin llamar la atención. Nada más.

El chófer puso en marcha el turbomóvil, negro y vulgar. Despegaron del bordillo y siguieron al hombre que cruzaba, la calzada hacia el aparcamiento cercano, aproximándose a un modelo deportivo triangular descapotable, de color azul pálido.

Earl McCabe, comentarista de radio y televisión, crítico de espectáculos y cronista de todo lo que sucediera en un plató, en un «set» de TV o en un escenario teatral, subió a su turbomóvil descapotable y lo puso en marcha. Las mismas manos enérgicas que sabían accionar tan expresivamente ante la cámara televisora, sabían manejar con gran pericia el volante de un turbomóvil.

Avanzó por Pacific Bulevar, hacia The Embarkment, en la parte sur de la ciudad. Quedó atrás el edificio de la California Broadcasting Organization, con las hileras luminosas de sus ventanas, a través de las veintidós plantas de que constaba, y las siglas C.B.O. en gigantesco tamaño, que derramaban su luz sobre el telón de fondo de la noche estrellada.

Detrás, el turbomóvil negro mantenía su marcha, suave y rápida, sin despegarse del descapotable azul. El conductor era también diestro. No aumentaba ni reducía la distancia. A su lado, un hombre, el que preguntara antes, preparaba su ametralladora «Kelly», de balas eléctricas, modelo 1970.

En la parte trasera, la voz del tercer ocupante del coche, fundido en las sombras interiores del vehículo, sonó previsora:

—Cuidado. Aún no. Esperad mi señal. Aquí hay mucho tráfico todavía...

Esperaron. No mucho. Al doblar a la altura de The Embarkment, el turbomóvil deportivo enfiló la amplia, larga y desierta cinta de asfalto de Coast Road, entre palmeras, residencias y edificios, que se prolongaban paralelos a la franja arenosa de la playa.

—Ya —dijo simplemente el hombre del asiento posterior—. Dispara, Hannah.

El llamado Hannah asintió. El turbomóvil negro aceleró en pos del descapotable. Se situó a su nivel, corrió paralelo durante unos segundos. Los suficientes para que sucediera lo inevitable.

Earl McCabe, comentarista de la televisión, giró la cabeza al sentir cerca de él la presencia de otro vehículo. Vio la ventanilla, en la que iba descendiendo lentamente el cristal, ante un rostro pétreo y rugoso, desde el que le contemplaron unos duros ojos oscuros.

McCabe receló algo. Pisó desesperadamente el acelerador. También lo hizo su pareja. Por el hueco de la ventanilla asomó el cañón de un arma. Una ametralladora «Kelly» eléctrica enfilada hacia él.

Frenó; viró luego, tratando de eludir la muerte que se le venía encima. Pero era inútil. El arma comenzó a escupir fuego y proyectiles sobre él. Fue un alud crepitante, mortífero, que acribilló la carrocería estilizada y deportiva, despedazó los cristales, despanzurró el tapizado del coche y, con todo ello, impulsó, como si fuera un pelele, el cuerpo de un hombre inclinado sobre el cuadro de mandos. Lo zarandeó, martilleándole las balas cien veces, en cien puntos diferentes.

Con la cabeza triturada y el cuerpo convertido en una criba, Earl McCabe se aplastó contra el volante y de su figura encogida goteó sangre en abundancia. Luego, una nueva ráfaga, totalmente innecesaria, le dobló de costado, derrumbándole sobre el asiento, convertido en una sangrienta marioneta.

El turbomóvil negro aceleró, rugió su potente motor, alejándose del lugar donde el coche azul, perdida la dirección, humeando su motor, perforado por las balas, y dando tumbos sobre las ruedas sin control, iba a estrellarse contra los edificios de madera de la playa.

Se empotró en una caseta de tablas, con estruendo de astillas y vidrios pulverizados. Allí quedó tumbado, con sus ruedas girando todavía, y el afilado morro abollado, convertido en informe chatarra, asomando hacia las arenas desiertas de la playa, igual que un extraño pez muerto.

Earl McCabe no volvería a comentar ante las pantallas de la televisión. Ni sus manos expresivas amenazarían a los que él consideraba enemigos de la verdad y de la decencia.

*     *     *

El funeral terminó. Solemne, gravemente. En medio del respetuoso silencio de todos, tal y como había empezado.

Earl McCabe siempre había sido querido por cuantos le conocieron. Incluso los artistas de radio, televisión o teatro, que lógicamente podían haber sentido resentimiento hacia el famoso comentarista, acudieron a sus honras fúnebres. Y todos, absolutamente todos, desfilaron ante Ellen, su hermana, para dedicarle tristes frases de condolencia.

Posiblemente no todos fueron sinceros, como ocurre siempre en la vida, especialmente en tales circunstancias. Pero sí hubo frases que Ellen McCabe no olvidaría jamás. Como la de Wally Renno, el cómico de la televisión, tantas veces criticado por McCabe:

—Ellen, lo siento de veras. Muchos creerán que no, pero sus críticas me hacían sentirme mejor que los elogios de los imbéciles o de los serviles. Mataría gustoso a los que cometieron esa vileza.

Y Ellen supo que Wally era sincero. No podía estar ya tan segura de otros, como por ejemplo de Dean Orwell, director del «Whispering», la publicación escandalosa, tan atacada por McCabe en sus crónicas. Siempre señorial, siempre elegante y rígido, Orwell estrechó su mano cortésmente y manifestó su condolencia con fría expresión. Ellen tuvo la sensación de que una cobra le había rozado viscosamente.

Sí, estuvieron todos. Ellen estaba segura de que, entre ellos, se hallaba el culpable de su muerte. Y al pensar en esto, los ojos oscuros y graves de la joven se dirigían inevitablemente hacia Dean Orwell, el hombre que hacía del periodismo local un nido de «gangsters», chantajistas y especuladores de la vida privada de ciertas «estrellas» del mundo dorado del espectáculo.

También asistió Rod Barnes. Rod nunca faltaba a ningún acontecimiento inundado del ambiente artístico. Era lógico en un hombre que vivía de su pluma, de los guiones que el cine, la televisión o la radio presentaban habitualmente en programas de mucho éxito.

Por este motivo Rod Barnes había dejado su anterior profesión de jefe de publicidad de una importante firma comercial, ocupación que a su vez supliera a su carrera de boxeador, para la que reunía facultades físicas sobradas y un cerebro equilibrado, para permitir que sus días terminasen en un ring «sonado» o fracasado. Rod Barnes era inteligente. Por eso era alguien en un mundo despiadado, donde todo el mundo empuja al que le precede, y pone la zancadilla al que le sigue para quedarse lo máximo solo posible y sin competencia peligrosa.

Rod no era capaz de poner zancadillas ni empujar. Luchaba lealmente, como en un ring. Por eso le apreciaban todos. O casi todos. Pero Ellen era una de las personas que le apreciaban, como le había apreciado Earl en vida. Si tipos como Orwell no eran sus amigos, a Rod Barnes parecía tenerle la cosa perfectamente sin cuidado. Y hacía bien en pensar así, después de todo.

—Lo siento, Ellen. De veras lo siento...

Esto era todo lo que Rod había dicho, al desfilar ante ella. Pero siempre que hablaba Rod era sincero. Terriblemente sincero. Y Ellen McCabe lo sabía. Por eso le agradeció aquellas palabras más que si hubiera echado un discurso.

Ellen hubiera querido detener a Rod Barnes, hablar con él más ampliamente. En realidad, lo estaba deseando. Sólo que consideró que aquél era el momento menos oportuno para ello. Y prefirió esperar.

Esperar a que todo terminara. A quedarse sola. Sola con su dolor, con el recuerdo del bueno de Earl, muerto vilmente, acribillado en su coche, tras demostrar a la gente que el valor de un hombre podía irritar y enfurecer a los caciques y a los rufianes. Pero también que ese valor personal, individualmente, nada significaba a la hora de la lucha si los demás no tenían la hombría de apoyarlo con su propia valentía. Algo que, desgraciadamente, no había en aquella ciudad.

Al regreso del funeral, el coche negro a turbina en que Hamilton Davis, director de la C.B.O., la conducía a su casa, pasó frente al gran edificio de la emisora de televisión. Quedó atrás, para desfilar ahora la severa fachada del Museo Arqueológico local, quizás el más importante de toda la costa del Pacífico, y habitual lugar de asueto y de recreo para Earl, hombre aficionado al estudio y, por tanto, al conocimiento del pasado de la Humanidad:

Todo quedó atrás. Ellen McCabe llegó a su casa, en Cedros Boulevard, y al reiterarle Hamilton Davis sus deseos de atenderla, en cuanto deseara, ella solicitó lo único que realmente ambicionaba en ese momento:

—Quiero estar sola. Por favor...

Se quedó sola, sola, porque ahora Earl no estaba allí, con su fuerte magnetismo y su recia personalidad, con su característica nobleza, para acompañarla y hacerla reír. Ahora, Ellen se sentía terriblemente abandonada en el mundo, sin nadie a su lado, para apoyarla y darle fuerzas en tan tremendo trance.

Lloró primero. Era inevitable. Luego, perdió una hora, quizá dos, en mirar fijamente a la ciudad a través de la ventana. La embriagadora visión nocturna, con su vorágine de luces y de colores, no hizo sino acentuar su tristeza. En algún lugar, no muy lejos, una ventana abierta dejaba escapar las notas de una radio, emitiendo música moderna, de ritmo negroide.

Bajó el cristal de golpe. El silencio se hizo casi absoluto. Ellen McCabe se encaminó al teléfono. Descolgó el auricular y marcó un número. El timbre resonó al otro extremo del hilo una y otra vez.

Cuando ya iba a colgar, alguien lo tomó. Tras un chasquido, una voz habló:

—¿Quién llama?

—Ellen. Ellen McCabe. ¿Es Rod?

—Sí, yo soy, Ellen. ¿Te sucede algo? Acabo de entrar en casa y...

—Gracias a Dios que te encuentro, Rod. Quisiera verte.

—¿Ahora?

—Sí. Lo antes posible. Es por algo urgente. Y muy importante.

—¿Es que ha ocurrido algo que...?

—No, no. No me ocurre nada. Ni puedo hablar por teléfono. No sería prudente. Ven, por favor. Es mejor que hablemos aquí.

—Iré enseguida, Ellen. Espérame ahí. Dentro de veinte minutos me tendrás en tu casa.

—Gracias, Rod. Te espero.

Colgó con un suspiro de alivio. Esperaba mucho de Rod. Earl también había confiado siempre en él. Y la prueba estaba en lo que una vez dijera el propio Earl antes de salir hacia la emisora de TV, al tomar a su joven hermana por la barbilla cariñosamente:

—Ellen querida, si alguna vez me sucede algo... recurre a Rod Barnes. Es la única persona en quien debes confiar. El único amigo de verdad que tenemos en esta cochina ciudad.

Ahora iba a poner a prueba esa amistad. Y de un modo muy duro.  

CAPÍTULO II

LAS PRUEBAS OCULTAS

 

A luz íntima de la salita hacía aparecer más alto, más atlético, a pesar de que la estatura de Rod —seis pies largos— y su formidable talla muscular resultaban de un considerable valor en cualquier parte donde se le viese.

Su cabello, de un castaño claro, con mechones del color del oro viejo, aparecía revuelto, como siempre, por encima de la ancha frente, y los ojos risueños, de un tono jaspeado, que podían volverse terriblemente duros si su propietario así lo quería.

La chaqueta clara, la camisa marrón, de cuello abierto, y su aire totalmente deportivo, iban muy a tono con su aspecto juvenil, arrogante y firme, Sí, Rod Barnes respiraba seguridad y energía. Y una muchacha sola, deprimida, como Ellen McCabe, tenía que sentir esa impresión reconfortante al recibirle en su residencia.

—Aquí me tienes, Ellen —había dicho Rod al entrar, con una lealtad sincera y absoluta—. Imagino lo que sientes en esta soledad. Quisiera acompañarte durante días enteros, pero sabes que no me es posible. El trabajo nos esclaviza a todos, por desgracia. Y los programas no entienden de sensibilidades ni afectos.

—No te he llamado para que me acompañes en esta soledad —suspiró Ellen, serena—. Por esa sola razón nunca te hubiera molestado, Rod.

—Mal hecho, Ellen. No sería una molestia, sino una alegría, un placer. Pensaba sugerírtelo en el templo, pero pensé que no era el momento oportuno, ni tampoco te parecería muy natural que un hombre...

—Por Dios, Rod. Yo nunca pensaría nada indigno de ti. Por el contrario, sé que Earl te consideraba como un hermano.

—Bueno, él era un hombre —sonrió Rod—. No quiero tampoco que pienses eso de mí. Soy un amigo tuyo, sincero y leal. Pero tú eres mujer. Y yo hombre. Tú eres joven, bonita... Mentiría si te dijese que puedo pensar en ti como en una hermana. Y no me gusta mentir.

—Gracias otra vez, Rod —musitó ella, enrojeciendo levemente y desviando su mirada azul, límpida y serena. Su seno juvenil, agresivo, palpitó en forma tenue—. Me gusta tu sinceridad. Y por eso mismo te he llamado. No te hubiera molestado si no se tratara de algo realmente importante.

—Perder un hermano como Earl es importante, Ellen.

—Lo sé. Pero perderlo asesinado es más importante aún.

—Sí... —aceptó Rod gravemente. La estudió, pensativo—. ¿Adónde vas a parar?

—A esto: a Earl le mataron para que no acusara a los rufianes del periodismo corrompido.

—¿Estás segura?

—Sí. Él iba a llevarles ante los tribunales, a demostrar que son una pandilla de ruines criminales, de chantajistas y gente dedicada a la coacción más vil.

—Ellen, él hablaba de todo eso. Acusaba ante las cámaras de televisión. Pero otra cosa muy distinta es tener pruebas y...

—Yo tengo esas pruebas, Rod.

Barnes parpadeó. Clavó su sorprendida mirada en la muchacha. Ella, enérgica, se mantuvo erguida, adelantada su barbilla ante él.

—¿Tú? —indagó, perplejo.

—Sí, Rod. Earl me dejó sus pruebas. Esos criminales nunca lograron quitárselas, ni siquiera al precio de su vida. Yo sé dónde están ahora. ¡Yo puedo aplastar a esos canallas!

Rod Barnes miró a su alrededor. Comprobó cautelosamente que la puerta del piso estaba cerrada, que las ventanas se hallaban encajadas, que no había nadie en torno suyo. Luego, preguntó lentamente:

—¿Hablas en serio, Ellen?

—Totalmente en serio. Son pruebas rotundas, categóricas.

—Eso es muy grave. ¿Te das cuenta?

—Sí.

—Si ellos sospecharan siquiera por un momento...

—Sé lo que sucedería. No les temo. No me importa morir. Pero no quisiera que Earl hubiese muerto en vano. ¡Esas pruebas deben llegar a manos de la ley!

—De acuerdo. ¿Qué clase de pruebas son?

—Cartas de Steve Bruster, antes de su suicidio frente al escándalo. Fotocopias de amenazas y de falsos «contratos» de publicidad en el «Whispering». Una fotografía con la entrevista entre Karl Konrad, el primer reportero y primer sinvergüenza de ese sucio periódico, con Sarah Haynes, la «estrella» del cine, mientras ella le pagaba lo convenido en la coacción, junto con una cinta magnetofónica de dicha entrevista. Todo ello la víspera de morir Sarah Hayes aplastada por un turbocamión, cuando iba a denunciar lo sucedido a la justicia. Al cadáver le robaron el bolso donde llevaba una reproducción de esa foto y de la cinta magnetofónica. ¿No es suficiente, Rod?

—Es mucho más de lo necesario —sonrió Rod Barnes duramente, entornando sus belicosos ojos jaspeados—. Si todo eso existe...

—Existe, Rod. Yo lo sé.

—¿Lo tienes tú?

—No, no. Earl no se hubiera atrevido a depositarlo aquí.

—¿Dónde, entonces?

—Tú... tú sabes cuáles eran sus aficiones. Ya puedes imaginar dónde lo ocultó al salir de la emisora el día que le fueron proporcionadas por alguien que murió horas después, aunque sin que sus asesinos pudieran hallarle las pruebas encima.

Rod reflexionó. Una luz especial brilló en el fondo de sus pupilas.

—Sí —asintió—. Sé dónde pudo guardarlas.

—Entonces, Rod... ve a la policía. O recógelas, por favor. Yo... yo no podría hacerlo sin despertar sospechas. Claro que puedes negarte, Rod. Hay peligro y...

—Tonterías. Iré a por ello ahora mismo —aseguró Rod firmemente—. Pero... ¿dónde pueden estar exactamente? Aquello es muy amplio y...

—Sólo puedo darte un dato; el que mi hermano me dio a mí.

—¿Cuál es?

—Dijo que «las pruebas estaban allí donde el Poder y el Universo se mezclan». ¿Tiene eso sentido, Rod?

Barnes reflexionó unos segundos en silencio. Su físico poderoso y atlético estaba respaldado por un cerebro rápido y eficaz. Terminó por asentir despacio.

—Sí —confesó—. Creo que sé lo que significa eso, Ellen.

El hombre alzó la cabeza. Escribía rápidamente sobre un papel, con signos taquigráficos, a medida que le llegaba la voz por el pequeño altavoz a medio tono, y la cinta magnetofónica iba girando, registrando la conversación.

—Se ha ido —dijo roncamente al hombre que estaba con él, atento a la charla—. Eso ha sido lo último que dijo: «Las pruebas están allí donde el Poder y el Universo se mezclan». Parece una idiotez, pero él dijo que sabía lo que significaba. Y se largó Jebb.

El llamado Jebb pegó un respingo y dejó de mascar goma. Se lanzó a por un aparato telefónico, mientras el otro detenía el magnetófono en el angosto cubículo de los sótanos del edificio.

Debía de tener línea especial, a base de una conexión exterior, porque no necesitó pedir número a la centralilla del edificio. Marcó el número y enseguida le descolgaron.

—¿Diga? —preguntaron al otro lado del hilo.

—¡Aquí Jebb, señor Konrad! Urgente.

—Habla, Jebb —pidió duramente la voz de Karl Konrad, el redactor-jefe de «Whispering».

—Ese tipo, Rod Barnes, el amigo de los McCabe, ha estado en la casa. Le diré lo que han hablado.

Pasaron la cinta magnetofónica cerca del teléfono. Konrad soltó una imprecación.

—¡El Museo! —farfulló.

—¿Eh? —preguntó, sorprendido, Jebb.

—¡El Museo Arqueológico! ¡Era la afición de Earl McCabe! ¡Id allí, pronto! ¡Yo avisaré a los muchachos! ¡Cazad a Rod Barnes, matadle si es preciso!... ¡Y evitad que se acerque a la cámara de Amón-Ra, en el pabellón del Antiguo Egipto!

—Pero... ¿por qué, patrón? ¿Qué significa...?

—¡Imbécil, no hagas preguntas! ¡Amón-Ra es la divinidad egipcia que simboliza el Poder Supremo del Universo, la idea misma de Dios, Uno y Verdadero! ¡Allí están las pruebas, no hay duda!

Jebb colgó rápidamente. Él y su compinche abandonaron el sótano desde el que habían captado la entrevista de Ellen McCabe y Rod Barnes a través de un complicado y sutil sistema de micrófonos.

En la calle tenían un vehículo, que pusieron en marcha rápidamente, se lanzaron con celeridad hacia el museo. La orden era de recuperar las pruebas decisivas. Y, en caso de resistencia por parte de Rod Barnes, la orden era escueta. Y ellos la obedecían siempre que era necesario. Esa orden era: ¡matar!

*     *     *

Rod Barnes se detuvo a la puerta del pabellón de Arte del Antiguo Egipto, en el interior del Museo Arqueológico de la ciudad.

La luz, con tonos rojos y verdes, espectrales y misteriosos, daba un aspecto singular al recinto, que, como todos los destinados al Antiguo Egipto, abundaba, especialmente, en temas funerarios y figuras simbólicas de la otra vida, a través del concepto religioso de los egipcios de miles de años antes de Jesucristo.

No era un experto en cuestiones de egiptología, pero sí lo bastante entendido en su historia y religión, como para saber que Amón-Ra era la divinidad mencionada por Earl McCabe en su jeroglífica clave.

Existían allí otras divinidades egipcias: Osiris, dios de la muerte; Horus, dios del espíritu solar, e hijo de Isis, portador de la luz y vengador de su padre, Osiris, en la deidad de Set, símbolo del mal; Anubis, el dios de cuerpo humano de cabeza de perro, guardián de las almas a entregar a Osiris. Y tantas y tantas figuras de la religión egipcia, realzadas de forma impresionante por las luces indirectas, estudiadas para darle a todo, en la penumbra de las salas del Museo, un aire irreal, fantástico, a veces espeluznante.

Rod avanzó. Sus pasos sonaban huecamente sobre el embaldosado negro del museo. A veces producía la rara impresión de que caminaba sobre una de las tumbas milenarias, allá en el Valle de los Reyes, donde el enigma de los tiempos había tendido su capa de noche impenetrable para ocultar la histeria de la remota civilización de los faraones.

Dejó atrás dos enormes columnas, con las reproducciones agrietadas y blancas de los famosos colosos de Memnón. A su derecha quedó el facsímil en escayola de la fachada ciclópea de Abu-Simbel, el gran templo excavado en la roca viva por el genio creador de Ramsés II en su glorioso reinado.

Avanzó por entre divinidades, figuras de grandes faraones, como Amenhotep III. Seti I. Amenophis II, efigies de Nefertiti, de Tut-Ank-Amón y toda clase de miniaturas en basalto, oro macizo o lapislázuli, procedentes de las tumbas egipcias, unas, y reproducciones perfectas, otras, de los originales conservados en el Museo de El Cairo o en las tumbas que, en el Valle de los Reyes, se conservan como Museo natural de las maravillas egipcias, inmortales como almas que hubieran viajado hacia la eternidad y el futuro de los tiempos, a bordo de la barca de Anubis.

Se detuvo de súbito. Se hallaba ante la efigie dorada y negra de Amón-Ra. En una mano aparecía el símbolo del poder. En la otra, el de la vida: la cruz Ansata. Esa cruz señalaba hacia sus pies, a la representación esférica, dorada, del Universo.

Una piedra rojiza centelleaba en el centro de la cruz Ansata con brillo intenso. Pareció reflejarse como el fulgor de un incendio en el fondo de las pupilas fijas de Rod Barnes.

Era raro. Rod Barnes había visitado otras veces el Museo. Nunca había advertido antes la presencia de aquella piedra roja en la cruz Ansata de Amón-Ra. Ni tampoco la inscripción que aparecía sobre la esfera dorada en escritura jeroglífica.

Rod Barnes conocía algo del lenguaje jeroglífico de los egipcios, relativamente simple una vez aprendido. Pudo leer sin dificultad la inscripción: «Amon-Ra, dios del poder universal, ofrécete, criatura, la vida y el poder que derramó sobre los mundos. Con esa vida y poder serás superior e inmortal. Serás el «Superhombre» ambicionado».

Rod sonrió. No había ido allí a convertirse en el «Superhombre», sino a encontrar unas pruebas materiales, el cargo decisivo contra un puñado de asesinos. No había tiempo que perder. Las inscripciones y jeroglíficos egipcios quedaban para mejor ocasión. Ahora necesitaba buscar. Buscar en Amón-Ra hasta dar con el lugar donde Earl McCabe ocultó las preciosas pruebas que podían significar el principio de la limpieza de la ciudad... o la muerte de un escritor de guiones de televisión llamado Rod Barnes.

No lejos de allí, dos turbomóviles, providen-cialmente detenidos por un accidente que había provocado el choque de dos camiones de transporte y el bloqueo consiguiente de todo el tráfico, avanzaban apresuradamente hacia el Museo de Arqueología.

Y los hombres sombríos, armados de pistola o ametralladora que iban en su interior, distaban mucho de ser gente interesada por la arqueología y sus misterios.

  

CAPÍTULO III

LA PIEDRA EN LA CRUZ ANSATA

 

LAS manos de Rod rozaron la esfera dorada, cubierta de jeroglíficos con la curiosa leyenda del pasado.

Como si sus dedos tuvieran una extraña y misteriosa magia, algo sucedió en la esfera dorada. Al tocar el polo superior, empezó a girar lenta y silenciosamente sobre su eje.

Y mostró su interior, hueco, no muy amplio, aunque sí lo suficiente para guardar un envoltorio de tela plástica, de color caramelo oscuro.

¡Las pruebas de Earl McCabe! Un sudor frío inundó la frente de Rod Barnes cuando, con un suspiro de profundo alivio, se inclinaba para tomar el envoltorio.

Y en aquel instante sucedió.

Entonces oyó el chirrido tenue de la puerta de acceso a las cámaras egipcias del Museo Arqueológico. Se escucharon unos pasos rápidos que resonaron sobre el negro pavimento.

Giró la cabeza. Tensó los músculos de su cuerpo, mientras sus dedos aferraban el envoltorio oculto. Clavó los ojos en los dos hombres que se quedaban guardando la salida. Empuñaban ametralladoras eléctricas «Kelly», de disparo automático. Otros cuatro hombres se movían hacia él. Todos iban enmascarados con pañuelos oscuros sobre el rostro. El que parecía ser el jefe se cubría con una careta de goma flexible, adherida a su rostro, y empuñaba una pistola térmica, de efectos terroríficos.

—Será mejor que suelte eso, Barnes —avisó fríamente el que capitaneaba el grupo, con voz ahogada, extraña tras la careta de goma—. ¿O prefiere morir aquí mismo?

Conocían su nombre; sabían quién era él y lo que había venido a buscar. Rod reflexionó con rapidez. Eviden-temente, Ellen era vigilada más de cerca de lo que pensaran ambos. O aquello no hubiera sucedido. Había sido un error no haber hablado por señas o mediante la escritura. Pero quizá los criminales tuvieran un sistema de telefoto o cosa parecida para espiar lo que sucedía dentro del piso.

No había soltado el objeto. El arma le apuntaba ahora con mucha mayor fijeza que antes. La voz deforme le avisó:

—¡Cuidado! Le he advertido. Si insiste en retener eso, lo despedazaré, amigo. ¿O cree que voy a tener escrúpulos?

—Supongo que no. Como no los tuvieron en acabar con Earl McCabe —dijo fríamente Barnes, mientras pensaba entretanto febrilmente en un medio para salir de aquel tremendo apuro. Sabía que, aunque entregara las pruebas, sería asesinado para eliminar a un testigo peligroso.

—Justamente —rio el otro. Y su máscara se movió extrañamente—. Y si sale afuera verá otro muerto. Esta vez es el guardián del museo. Se puso algo pesado al intentar impedirnos la entrada...

Rod se estremeció. Aquellos monstruos no se detenían ante nada. Su vida, por tanto, no valía ahora un solo centavo. ¿Cómo salir de aquel trance? ¿Cómo...?

Su mente se esforzaba furiosamente, luchando por encontrar una solución milagrosa. Pero no había nada que hacer, no había senda posible a seguir. Se encontraba en un callejón sin salida. Con la muerte por un lado, y un muro insalvable por el otro. Era, en suma, su propio y definitivo desastre, sin posible solución salvadora.

Sus dedos apretaban las pruebas. Aquellas pruebas tan valiosas, tan importantes. Más para la justicia, para la ley, que para él mismo o para Ellen, ya que no podían devolver la vida a los muertos. Pero sí servirían para castigar a los culpables, a aquella plaga pestilente de granujas y vividores del dorado mundo del espectáculo en la California de 1975.

—Voy a disparar, Barnes —avisó el de la máscara de goma—. Contaré hasta tres. Si al final no ha soltado ese envoltorio y ha confesado quién más conoce este asunto aparte de usted y de Ellen McCabe, le carbonizaré.

—Sí, eso ya lo sé, fantasmón —dijo Rod despectivamente.

—Uno, Barnes... —el otro empezó la fatídica cuenta. Mucho más fatídica que las que Rod Barnes oyera durante su vida pugilística sobre los rings.

Red pensaba, pensaba... Algo parecía llegar a su mente, cómo una rara oleada, como una idea estúpida, absurda, repetida una y mil veces en el escaso y brevísimo margen de unos segundos...

Amón-Ra, dios del poder universal, ofrécete, criatura, la vida y el poder que derramó sobre los mundos. Con esa vida y poder serás superior e inmortal. Serás el «Superhombre» ambicionado.

El «Superhombre!... ¡Qué absurdo!

—Dos... —siguió contando el otro, imperturbable.

Rod Barnes volvió a sentir la idea, lacerante casi, dentro de su cerebro. Era como si alguien se la repitiera, dentro de la mente, haciéndola resonar con ecos ensordecedores bajo la bóveda craneana:

Serás superior e inmortal. Serás el «Superhombre» ambicionado...

El «Superhombre» ambicionado...

¿Por qué pensaba aquellos disparates? ¿Por qué, por qué...?

No lo sabía, pero mientras la voz del asesino contaba, él repetía la idea grotesca, irrealizable... Y esta vez, unida a la idea, usa nueva sugerencia pareció formar palabras en su mente. Una pasmosa y absurda sugerencia que parecía llegar de la nada, de un mundo sin formas ni dimensiones...

«La piedra roja, Barnes... La piedra roja en la cruz, ansata... ¡Recuerda, ahora! La piedra roja... tómala, es tuya...!».

Miró de soslayo. La piedra roja... sobre la Cruz Ansata... ¡Qué extraño y sorprendente brillo tenía! Parecía fulgurante, fascinadora como nunca, igual que un foco de luz carmesí dirigido sobre su rostro...

L-a p-i-e-d-r-a r-o-j-a... ¡La piedra roja! ¡T-ó-m-al-a!

No supo por qué lo hacía. Sólo supo que el hombre de la máscara estiró su mano armada y masculló, rabiosamente:

—¡Tres...!

... Para entonces, él había alargado su mano y aferrado la piedra roja de la Cruz Ansata, aunque su mente, su consciencia, su sentido común, le decían que aquello era una locura, un disparate, que estaba actuando influenciado simplemente por una sugestión creada por el extraño ambiente del museo, por las gigantescas figuras egipcias, por el propio peligro de muerte y por la desesperada situación en que se encontraba...

El enmascarado disparó contra él una carga térmica de alta tensión.

Rod Barnes sabía que esto significaba la muerte. No podía haber piedra alguna en el mundo capaz de impedirlo.

Y, sin embargo...

Sin embargo, lo imposible estaba sucediendo. Rod Barnes lo captó tan diáfanamente como si, en vez de ser protagonista del suceso, fuera un testigo desapasionado, ante cuyos ojos tuviera lugar el prodigio.

El asesino enmascarado hizo fuego. No había vacilado en ello, tal y como advirtiera. Era un hombre habituado a matar. No se detenía ante una muerte más o menos...

Rod Barnes, al cerrar sus dedos sobre la piedra roja, la alzó instintivamente, como si pudiera salir de la Cruz Ansata donde se hallaba incrustada. Y en efecto, así sucedió.

La piedra salió de su hueco, entre los dedos de Rod Barnes. Allí mismo comenzó el prodigio, el asombro e inconcebible acontecimiento...

El disparo del asesino había sido hecho contra el cuerpo de Rod Barnes. El proyectil térmico alcanzó su objetivo. Tenía que ser un impacto mortal, destructor. Rod lo sabía, había esperado morir, indefenso como se hallaba...

Al proyectil térmico le sucedió algo. Se disolvió al tocar su cuerpo, a una pulgada de distancia de él. Cayó derretido, disuelto. Él no sintió nada, continuó erguido, sereno e impasible, frente a su adversario.

Atónito, desconcertado, el enmascarado disparó de nuevo, pues creyó que había fallado inexplicablemente el fácil blanco. Pero la segunda bala siguió el camino de la anterior. Ahora, Rod Barnes estuvo seguro, todo lo seguro que uno podía sentirse de algo tan terriblemente absurdo, de que la bala le había tocado realmente... disolviéndose como simple cera al contacto con su cuerpo.

—No puede... ser... —tartamudeó el enmascarado, palideciendo—. ¡Debe de llevar chaleco protector! ¡Disparadle a la cabeza, muchachos! ¡Tú, Clark, usa el fusil explosivo!

Rod Barnes permanecía como en sueños, sin saber siquiera qué voluntad o qué fría e inexplicable serenidad le mantenía erguido frente a los criminales, como indiferente a cuanto pudiera suceder y que, en buena lógica, solamente podía ser su final. De las balas explosivas —diminutas cápsulas heladas, de carga de nitroglicerina, que al contacto con el calor del cuerpo, en la más leve herida, hacía explosión dentro de los tejidos humanos, destrozando interiormente al herido— nada ni nadie podía librarle. Aquello, lo que quiera que hubiese sucedido, tuvo que ser casual. Pero nada más. Ahí terminaría su concebible fortuna...

El llamado Clark disparó contra él por dos veces. El doble latigazo de los disparos del rifle vibró extrañamente en los mil rincones sombríos del museo. Pareció que hacían temblar a los seres de piedra o mármol, petrificados en una vida eternamente inmóvil, por la mano de su escultor.

Por encima de Rod Barnes, los ojos inquietantes de Amón-Ra, la divinidad egipcia, parecían centellear, fijos en los asesinos. Y entre los dedos de la mano alzada de Rod, un destello cegador, de color escarlata, vivo y deslumbrante, formaba como un fuego cristalino, fantasmal y helado, que lo dominaba todo, y siluetaba en aquel rojo alucinante las formas y las figuras humanas o pétreas, bajo la bóveda alta del Museo...

Rod cerró los ojos. Las cargas de nitroglicerina le alcanzaron en pleno rostro. Sintió un raro cosquilleo.

Y nada más. Las balas rebotaron. El hombre de la máscara chilló al ver las agudas cápsulas de metal dorado, que rebotaban sobre la piel del rostro de Barnes... y volaban de vuelta hacia él. Igual que si hubieran tocado un muro de piedra o de acero...

Barnes, al abrir los ojos, vio derrumbarse a su enemigo, con la máscara disuelta por la explosión seca, estremecedora, de uno de los proyectiles. Del orificio rugoso abierto en la careta surgió sangre negruzca, fragmentos de hueso y encéfalo.

Los otros asesinos recularon, mortalmente pálidos. Rod Barnes estaba tan sorprendido como ellos, pero mientras él controlaba sus nervios, los tres compinches del enmascarado habían perdido por completo la serenidad y el dominio de sí mismos ante la inaudita escena.

Los dos situados en la puerta de acceso al museo, no podían ver lo que sucedía. Sin embargo, los tres más cercanos revelaban en su gesto el horror de lo que habían presenciado. Como de mutuo acuerdo, a pesar de que su propio terror les hacía perder toda coordinación, los tres abrieron fuego nuevamente contra Rod Barnes.

Sus chillidos de terror fueron esta vez estremecedores, cuando vieron saltar las balas, como simples bolitas de papel o de goma, sobre la cara, cabeza y cuerpo de Rod, sin causarle el más leve daño.

Echaron a correr hacia la salida, completamente sobrecogidos. Chillaban más y más, y tiraron sus armas, alucinados, para poder huir con más facilidad de aquel asombroso personaje que se resistía a ser no sólo muerto, sino ni tan siquiera herido levemente, por las temibles municiones de sus modernas armas.

Rod Barnes, confuso aún, pero dándose cuenta de que algo anormal, imposible casi, estaba sucediendo, quiso probar fortuna y corrió detrás de los fugitivos. Sabía que era inútil, porque el terror daba alas a aquellos hombres, y ya se habían alejado bastante. A pesar de ello, lo intentó.

Él mismo se estremeció cuando, con sólo dos zancadas increíbles, terroríficas, sus elásticas piernas parecieron muelles de acero en el aire, y le trasladaron de forma pasmosa... ¡hasta caer encima de los fugitivos!

Éstos, en el paroxismo del terror, chillaron angustiados al verle llegar como si realmente fuera un ser alado. Dos de ellos rodaron por el suelo negro y brillante del museo, patinando cómicamente. El tercero, más sereno, pero llevado también por su miedo irreflexivo, se mantuvo en pie, y extrajo un arma tan temible como las anteriores, aunque de alcance mucho más limitado: un afilado cuchillo, que lanzó como una flecha contra Rod Barnes.

Rod vio venir el arma contra él. Su relampagueo apenas duró medio segundo. Luego, se hincó en su garganta. O debiera de haberse hincado...

Pero en vez de eso, el arma rebotó de forma increíble en su nuez sin hacerle el menor daño, igual que si fuera de goma o plástico. No obstante, al caer sobre el pavimento, resonó metálicamente, con un golpe seco.

Aquello colmó el terror de sus enemigos. Uno, en su afán alocado por huir, trató de golpearle con sus puños, de apartarlo de sí, lleno de pánico. Rod se limitó a propinarle un directo al mentón.

Sucedió algo escalofriante.

El que fuera alcanzado por su puño, a pesar de la suavidad de su movimiento, algo forzado, chilló dolorosamente. Su boca se abrió chorreando sangre, a la vez que escupía sus dientes pulverizados. La mandíbula le colgó, rota en varios sitios, como si la hubiera triturado un peñasco de cien libras de peso, disparado con fuerza contra él...

Rod Barnes sabía que sus puños de exboxeador eran fuertes, pero jamás habían poseído ni en la mejor época de sus éxitos pugilísticos, una centésima parte de aquella demoledora fuerza de cañón o catapulta... Parpadeó, incrédulo; mientras, los dos pistoleros que guardaban la salida, advirtiendo algo anómalo, habían acudido y abrían fuego contra él con sus rifles de cargas eléctricas.

Las mismas balas que acribillaron y destrozaron a Earl McCabe, fueron inútiles contra Rod. Era como acribillarle con armas de juguete. Quizás menos aún. Su cuerpo parecía rechazar, repeler todo objeto agresivo.

Barnes miró a un lado, a una de las grandes reproducciones en piedra del coloso de Memnón. Aquella estatua podría pesar sus cuatrocientas libras, poco más o menos. Nadie sería capaz de levantarla, ni siquiera en un alarde de fuerza, propio de un atleta de feria, ya que a su peso unía su mole alta, grande, inabarcable.

Barnes estaba tan confuso que necesitaba una prueba más. Una última y definitiva prueba de que algo era diferente en él, de que no era ya el mismo Rod Barnes que había entrado en el museo poco antes...

Aferró la base del Coloso, inclinándose para ello ligeramente. Se incorporó...

Un repetido aullido de terror brotó de las chico gargantas, al ver lo que Sucedía...

¡El coloso de Memnon, entre los brazos de Rod, era como una estatuilla hueca y ligera, fácilmente manejable, que se alzaba del suelo, por encima de su cabeza!

Rod la arrojó sobre los asesinos sin vacilar, tras un parpadeo de estupefacción propia ante aquel nuevo e inaudito prodigio.

La mole de la reproducción de Memnón se abatió ruidosamente sobre los aterrorizados pistoleros. Dos de ellos sufrieron el impacto y cayeron bajo la mole, retorciéndose con chillidos terribles, al sentir sus piernas trituradas. Rod Barnes no sintió compasión de ellos. Había muchas víctimas inocentes sobre la conciencia negra de aquellos monstruos humanos, asesinatos inicuos, como el de Earl McCabe, como el de la infortunada Sarah Hayes, la actriz eliminada. Eran ratas a las que convenía aplastar. Y ahora que parecía tener facultades sobrehumanas para ello, tanto mejor.

El de la mandíbula destrozada y los otros dos supervivientes, aunque aturdidos, salieron al exterior del museo, dejando tras de sí, en la penumbra del local; a sus dos compañeros aplastados por el coloso egipcio, al cabecilla muerto con sus propias armas, a aquel Rod Barnes convertido en un titán increíble... y a un infortunado guardián del museo, previamente asesinado por ellos, para poder penetrar allí.

El joven ya no hizo nada por detener a aquellos tres. Estaba demasiado estupefacto, tan sumamente desconcertado, que no podía coordinar sus ideas. Su impenetrabilidad contra las balas más poderosas, su velocidad pasmosa, la elasticidad sobrehumana de sus músculos... sus fuerzas ciclópeas... Todo era inconcebible, constituía un prodigio excesivamente aterrador para ser real.

Y, sin embargo, había sucedido. Él había vencido a los asesinos de «Whispering», el periódico de los criminales locales, con la sola fuerza de sus manos, de una piel blindada, que hasta entonces desconociera poseer...

Contempló su mano. En ella aparecía todavía la piedra roja, lanzando destellos. La extraña y singular piedra roja, que jamás viera antes de aquel día, sobre la Cruz Ansata de Amón-Ra, la divinidad egipcia que simbolizaba el Poder del Universo.

¡El Poder del Universo! Rod se pasó una mano por su rostro sudoroso, muy pálido... Aquella voz que creyera oír, incitándole a tomar la piedra... El extraño poder parecía haberse comunicado a su cuerpo cuando él tomó aquella rara gema egipcia. Y no pudo por menos de recordar la asombrosa inscripción al pie de Amón-Ra:

 

«...Amón-Ra, dios del Poder Universal, ofrécete, criatura, la Vida y el Poder que derramó sobre los Mundos. Con esa Vida y Poder serás superior e inmortal. Serás el «Superhombre» ambicionado...».

 

—El «Superhombre»... —musitó, confuso—. El «Superhombre»! ¡Cielos, no es posible...!

La Cruz Ansata, símbolo de la Vida. Amón-Ra, símbolo del Poder... La piedra roja, con la Vida y el Poder sobre sí... trasplantado a quién la tomó consigo. A él, Rod Barnes...

—Sencillamente imposible... —jadeó, apoyándose en el muro—. Esto... ¡Esto no puede suceder...!

Pero había ocurrido. Allí estaban los asesinos triturados, vencidos, allá los otros que huían, como almas despavoridas ante la presencia de Satán, uno de ellos con la cara destrozada por un simple directo, no demasiado fuerte...

—A pesar de todo... —murmuró, con boca temblorosa, y faz estremecida—. A pesar de todo... no puede ser... ¡no puede ser...! 

CAPÍTULO IV

¿SUPERHOMBRE? 

¡PANDILLA de imbéciles! ¿Es que se han vuelto todos locos de repente? ¡Vamos, fuera de aquí, o los mataré yo mismo! ¡Y os demostraré que no existe nadie en el mundo, ¿entendéis? ¡Nadie! que pueda continuar tan fresco después de ser acribillado a balazos! ¡Vamos, horda de estúpidos, cobardes y borrachos! ¡Quiero la vida de ese hombre! ¡Y las pruebas!

—Pero, Konrad, nosotros... —balbuceó uno de ellos, con la cara blanca como el papel—. Nosotros le vimos aplastar a Jim y a Bugsie, con sólo levantar una estatua de cientos de libras en una de sus manos, y tirarla contra ellos, como si fuera una botella o una silla...

—¡Magnífico! —el sarcasmo asomó a la voz de Karl Konrad, el jefecillo de la redacción de «Whispering», lo mismo que a su boca torcida y al brillo malévolo y peligroso de sus porcinos ojillos—. ¡Qué hermoso prodigio presenciasteis! ¡El retorno de Sansón a la Tierra! ¿O acaso era «Superman», escapado de una publicación infantil?

—Konrad, te aseguro que... —intervino otro, medroso.

—¡Callad todos! ¡Cerrad el pico, hatajo de cuervos cobardes! —aulló Konrad, furioso—. ¡Ya me he hartado de oír sandeces! ¡Jamás nadie apeló a un truco tan estúpido para justificar el fracaso!

—Konrad, mira la mandíbula de Sip. Eso no ofrece dudas...

—¡Claro que no, imbécil! Con un fragmento de roca de ese maldito museo, bastaría para hacerlo, dándole bien! Simplemente os pareció que le daba con el puño!

—¿Y las balas desviadas? ¿Y el cuchillo? ¿Y la estatua gigantesca que aplastó a Jim y a Bugsie? —gimió el que hablara primero.

—¡Sandeces todo! ¡La estatua se caería en la pelea! ¡Y las balas o no atinaron, o ese maldito Barnes llevaba un peto a prueba de disparos!

—También le disparamos a la cara. Le rebotaron las balas como...

—¡Al infierno todos! ¡Largo de aquí ahora mismo! —sacó una pistola de la gaveta de su mesa y apuntó a los tres, que dieron un respingo y retrocedieron apresuradamente—. ¡Fuera, o les vuelo los sesos, malditas comadrejas! ¡Yo resolveré esto a mi modo! ¡Pero ese Barnes no se saldrá con la suya! ¡Tiene las pruebas, pero no llegarán a la policía! ¡Palabra de Karl Konrad, por todos los diablos!

La puerta se cerró detrás del grupo de atemorizados pistoleros. Konrad, una vez a solas, resopló, irritado, tiró el arma de nuevo a la gaveta, y se dejó caer en su asiento. Estiró la mano lentamente y pulsó el botón de llamada de su teléfono. Al levantar el receptor, pidió a la centralilla del periódico:

—Ponedme con Wallys Hannah, enseguida...

Luego, silbando nerviosamente una canción, el redactor-jefe del «Whispering» esperó a que el jefe de los pistoleros, el asesino de Earl McCabe entre otros, se pusiera al aparato.

Decididamente, la publicación regida por el hampa del periodismo californiano estaba resuelta a eliminar a Rod Barnes, por muy poderoso que el grupo de pistoleros imaginara que era aquél.

*     *     *

—¡Tienes que creerlo, Ellen! ¡Es la pura verdad!

Ellen McCabe parpadeó, sin quitar sus ojos del joven Barnes, erguido ante ella, que extendía sus manos, en una patética expresión persuasiva.

—Pero, Rod, yo... yo no sé... si eso puede admitirse... —musitó, aturdida.

—¡Claro que no puede creerse! —gimió Rod—. ¡Pero es la realidad!

—Dios mío, Rod, algo funciona mal en tu mente o en la mía —suspiró Ellen, avanzando con paso lento hacia un sofá, donde se dejó caer, pensativa—. Tú... tú dices que, de repente, has advertido que tienes la fuerza de un gigante, el poder de una mole, de un coloso...

—Sí, Ellen.

—Y que tu piel posee la dureza del granito o del acero, que en ella rebotan los proyectiles sin causarte el menor daño...

—¡Sí, Ellen!

—Pero, Rod, es... ¡es que no puede ser! —objetó ella, confusa—. ¡Habrá algo más lógico, más comprensible, algo que lo explique todo naturalmente! Cartuchos de fogueo, balas defectuosas... Tu propia fuerza, aumentada por la tensión, por los nervios...

—Ellen, las mismas balas que a mí nada me hicieron, que sentí rebotar en mi rostro... despedazaron la cara de uno de mis enemigos.

El argumento parecía inapelable. Ellen McCabe dejó caer los brazos realmente aturdida. Se encogió de hombros, tras un silencio.

—Rod, a pesar de todo... no puedo creerlo. Una vez, con Earl, vi esos colosos de Memnón en el museo. No son del tamaño de los auténticos, pero sí muy grandes. Y de piedra maciza, cemento o algo así. Pesan una enormidad. ¿Cómo puede levantarse uno de ellos... como si fuese una pluma?

—La piedra, Ellen... La piedra roja... El Poder del Universo... en manos de su poseedor.

—¡Fantasías, Rod! Tú eres un muchacho inteligente, sensato. No puedes dejarte convencer por supersticiones de ignorantes, de desconocimiento y atraso...

—¡Ellen, yo me dejo convencer por aquello que veo!

—Yo también, Rod —sostuvo ella, muy, firme, alzando la cabeza—. Y te voy a decir algo que quizás te sorprenda. Yo nunca vi esa piedra roja que citas en la Cruz Ansata de la estatua de Amón-Ra. Y ni siquiera la inscripción jeroglífica de su base...

—Yo tampoco —confesó perplejo—. Nunca lo vi... hasta hoy.

Reinó el silencio. Parecía difícil convencer a Ellen.

Y Rod comprendía muy bien la resistencia de la joven a admitir su versión de lo sucedido. Era todo un puro disparate, un absurdo mayúsculo. Había sido el primero en calificarlo así. Pero él había vivido directamente el disparate, el absurdo. No podía negar que fue real, que existió.

—Ser un «Superhombre»... suena a algo infantil, estúpido y ridículo —musitó Ellen—. Es como una historieta ilustrada, de esas de diez centavos. O un film barato para la televisión...

—Sé todo lo que es y lo que parece, Ellen. No me descubres nada nuevo. Pero yo estoy vivo. Y dos hombres están agonizando, aplastados por un coloso que yo tiré sobre ellos. Otro tiene la mandíbula hecha pedazos, y un cuarto cayó con la cara destrozada por las mismas balas que rebotaron en mí. ¿Puedes explicarme eso?

—Yo, no. Pero en algún lugar existe una razón, una explicación fríamente lógica. Uno puede admitir prodigios en esta época. Vivimos en una era de progresos técnicos y científicos. Creería a pies juntillas, con muchas menos pruebas de las que tú aduces, una invasión de marcianos, pongamos por caso. Porque Marte existe. Y porque en él, o en otro planeta, puede haber seres como nosotros. O superiores a nosotros. Incluso creería en un «Superhombre» llegado de otro mundo. Después de todo, nada hay imposible. Pero no puedo aceptar que tú... ¡Tú!... ni otro ser normal se transforme de repente en algo distinto, sólo porque tocó una piedra milenaria, con una supersticiosa leyenda. Es tonto y falto de sentido, falto de base científica o humana. Muchas cosas son posibles hoy día, Rod. Pero, desde luego, no los cuentos de hadas.

Rod Barnes no contestó. Se encaminó a la galería del fondo de la estancia. Miró al exterior, a los rascacielos que se elevaban hacia el ciclo. Con el ceño fruncido, reflexionaba. Ellen McCabe era una muchacha serena, dueña de sus nervios. Evidentemente, tenía razón en cuanto dijera. Pero él podía seguir discutiendo. Y jamás se pondrían de acuerdo.

—Podría intentar demostrártelo —dijo Barnes de repente.

—¿Cómo?

—Mira allá —señaló a la cúspide de un rascacielos. Les separaban de él dos o tres manzanas. Una antena de televisión elevaba en él su armazón al cielo—. Sé que soy capaz de llegar allí. Y de doblar esa antena, como si fuera de goma...

—¡Rod! —Ellen abrió enormemente los ojos—. Por favor, no digas tonterías. Y olvídate de esas cosas. Lo que importa es que has traído las pruebas. Las tienes contigo ahora. Lo demás lo discutiremos más tarde. ¿Qué vas a hacer con esas pruebas?

—Entregarlas a la policía, Ellen. Inmediatamente.

—No me fío de la policía local, Rod.

—Yo tampoco —él sonrió duramente—. Al decir eso, me refería al fiscal Canyon. Es un hombre íntegro y honrado, por encima de corrupciones...

—Es cierto, Rod. Elegiste bien —Ellen sonrió—. Sabía que harías las cosas mejor que nadie.

—Hay algo más, Ellen. Debieron de escuchar nuestra conversación. Creo que Konrad y su gentuza tienen espías que controlan esta casa, y que hay micrófonos ocultos. Serán diminutos, imposibles de hallar. Pero ahora mismo estarán oyendo lo que decimos.

—¡Dios mío! —Ellen palideció y miró a su alrededor—. Entonces, ¿por qué hablas...?

—No les temo —Rod sonrió suavemente—. Recuerda: ahora no soy el Rod Barnes de antes. Soy... un «Superhombre».

—¡Rod! ¿Otra vez? —gimió Ellen, abatida.

—Si realmente soy tan superior a los demás, en músculos y en físico, debo serlo en mente —rio Barnes—. O no sería «Superhombre», y mentiría la inscripción egipcia. Voy a dejarme guiar por mis poderes, Ellen. En cuyo caso, si éstos existen... me señalan que hay dos micrófonos allí...

Señaló, ante la sorpresa de Ellen, un inocente objeto de tocador, un gracioso cerdito de esmalte, para contener perfume, situado ante un espejo oval. Luego, Barnes giró en redondo. Señaló al gabinete contiguo y añadió:

—Y otro micrófono de gran potencia... ¡allí!

Su índice señalaba, sin vacilaciones, a otro objeto de inofensivo aspecto: un reloj de pared, pequeño y estilizado.

Ellen McCabe parpadeó. Siguió haciéndolo, realmente estupefacta, cuando Rod Barnes alcanzó el cerdito y lo estrelló contra el suelo. La piedra se quebró, derramando el perfume... y dos pequeños objetos esféricos, que rodaron por el suelo. Barnes tomó uno, y pisoteó el otro, hasta reducirlo a polvo. Tiró de un lado de la esfera. Se abrió en dos. Había un micrófono de alta sensibilidad en su interior. Y una batería potente, microscópica, de radiotransmisión sin hilos. Barnes sonrió, mostrando su hallazgo a Ellen, a la vez que sus dedos trituraban la batería.

Pasó rápidamente a la estancia inmediata y tiró del reloj. Acto seguido habló ante el micrófono que surgió de uno de sus péndulos, antes de estrujarlo para hacerlo pedazos.

—¡Lo siento, amigos! ¡Se terminó la emisión especial!

Abajo, en el sótano, los «escuchas» de Konrad pegaron un brinco hasta el techo. Luego, sus sistemas de recepción quedaron totalmente mudos.

—¡Que me ahorquen si ese tipo no es realmente un «Superhombre»! —gimió Jebb.

En aquel momento apareció en la entrada al sótano un hombre alto, sombrío, enjuto, vestido enteramente de plastofib negra. Empuñaba un maletín pequeño, negro también. Jebb y los demás compinches sabían lo que aquella valija contenía: cargas explosivas de alta concentración, proyectiles ultrapotentes, una ametralladora «Kelly», de alta frecuencia magnética, y toda clase de elementos destructores al servicio del crimen. Hannah, el asesino especializado de la agrupación de periodistas-estafadores del «Whispering», había llegado al teatro de su nueva acción.

—¡Hannah, ese tipo es sin duda un auténtico superdotado! —gimió Jebb, al verle—. Acaba de localizar los micrófonos y los ha destrozado.

—Pudo hacerlo con un simple detector magnético —dijo Hannah despectivamente—. De cualquier modo, «Superhombre» o no... va a morir. Y con él, esa chica. Son las órdenes.

Entró en el sótano. Cuando apareció la persona que le seguía, los asesinos comprendieron que ahora la cosa iba en serio. El que acompañaba a Hannah era Karl Konrad en persona. Y cuando Konrad se ocupaba de un asunto era porque realmente se trataba de algo de vida o muerte. El redactor-jefe del «Whispering» no abandonaba por cualquier nimiedad su asiento en la redacción del periódico criminal.

—No perdáis tiempo entonces —murmuró Jebb—. Ha dicho que va a entregar las pruebas al fiscal Canyon.

Hannah soltó una dura risita.

—Nunca las entregará a nadie. Dentro de unos minutos él y la chica habrán muerto...

*     *     *

—Ha sido una auténtica exhibición, ciertamente. Instinto, agudeza, quizá sexto sentido... —Ellen McCabe sonrió—. Pero nada sobrehumano, Rod. No me convences como «Superhombre». Ni quiero que me convenzas tampoco. Prefiero a mi amigo Rod Barnes, no al «Superhombre Barnes». Sería horrible tener un camarada capaz de aplastarla a una de un papirotazo. ¿Qué sucedería el día que te casaras y abrazases a tu esposa, Rod? Seguramente la harías polvo:

—No había pensado en eso —Rod enarcó las cejas, preocupado—. Ciertamente, lo que es bueno para defender la vida en peligro sería mala cosa para acariciar tiernamente a la chica que uno amase.

Estaba mirando fijamente a Ellen en aquel momento. Ella lo descubrió y enrojeció vivamente; después desvió la vista, sin saber la razón de aquel repentino embarazo ante la mirada de Barnes.

—Bien, Rod, ¿vamos a ver al fiscal? Quisiera acompañarte en esa visita. Voy a ser muy feliz al entregarle las pruebas suficientes para que pueda apretar bien el nudo del lazo que habrá de aplicar a las gargantas de Konrad y Orwell.

—Ya era hora de hacer justicia —Barnes sonrió duramente—. Vamos, Ellen. Creo que será arriesgarte un poco, pero merece la pena. Además, Konrad debe de estar desconcertado después de lo del museo, y quizá no tarde en reaccionar. Aunque no creas que me fío mucho.

—Haces mal —rio Ellen, algo burlona—. Debes de vivir muy confiado... ahora que eres «Superhombre». Y yo debo de ir a tu lado como la mujer más segura y protegida del mundo.

—Sigue burlándote —gruñó Rod—. Tal vez muy pronto tomes las cosas más en serio, Ellen.

—Perdona, Red. Quizá me estoy excediendo un poco. La verdad es que nunca pensé en ser irónica, especialmente cuando hace tan poco tiempo que el pobre Earl...

—Oh, no, Ellen. Prefiero que te burles de mí en vez de hablar de eso ahora. Es una de las cosas que ya no tienen remedio. De modo que mira al futuro, querida Ellen, y olvídate del pasado. Sufriendo, no harás que las cosas sean diferentes. ¿En marcha? El fiscal nos recibirá enseguida, Ellen.

—Sí, Rod, vamos allá... —de pronto se detuvo, recordando algo, al parecer—. ¡Oh, espera, Rod! Olvidé dártelo antes, y casi vuelvo a olvidarme de ello ahora.

—¿Darme qué? —se extrañó Barnes.

—Algo que pertenecía a Earl. Creo que con ello obtuvo algunas de sus pruebas. Quizás a ti te vaya bien —se encaminó a un mueble, abrió una gaveta y extrajo un curioso reloj de pulsera, de caja de acero inoxidable, rectangular y algo grueso para la moda extraplana del momento. Se lo tendió a Rod, añadiendo—: Toma. No es bonito, pero es práctico.

—Un reloj sólo sirve para señalar la hora. ¿Dónde está su valor práctico? Porque indudablemente tiene alguno, aparte el puramente práctico.

—Aciertas. Dentro posee un sensibilísimo sistema de grabación magnética de gran fidelidad y un diminuto microamplificador, para dar el sonido grabado en toda su pureza e intensidad. Forzándolo, puedes incluso elevar su sonido hasta una buena potencia. Es un magnetófono microscópico, que funciona automáticamente cuando se le pulsa la corona con fuerza. ¿Crees que puede serte útil, Rod?

—Eso nunca se sabe —Barnes sonrió y empezó a quitarse el reloj—. Por tanto, acepto tu obsequio... y lo aplico ya a mi muñeca. Es probable que pueda serme más útil que un reloj vulgar.

Dejó su reloj sobre un mueble, sonrió otra vez y se colocó el nuevo en su muñeca. Luego tomó a Ellen por un brazo y se encaminaron hacia la salida.

Abrieron la puerta para salir al amplio corredor. Un hombre, cerca de la salida, parecía aguardar el ascensor, mientras se ataba el cordón de un zapato. Algo perfectamente normal.

Pero la mente de Barnes, con una agudeza extraña, supersensitiva, le avisó:

¡Cuidado, Rod Barnes!

No hubo voz alguna que dijera eso. Pero Barnes creyó oírla, retumbando en su bóveda craneana. Miró al hombre y cubrió a Ellen instintivamente, que le miró sorprendida.

En aquel momento el tipo se incorporó. Al mismo tiempo giró sobre sus talones y se encaró a Rod y a la joven. Algo huyó de su mano, un huevo gris, que trazó una parábola en el aire.

Simultáneamente, a espaldas de Rod y de la joven, surgió otro hombre por el hueco de las escaleras automáticas del edificio. Y aquel hombre, por lo que la aterrorizada Ellen McCabe captó por el rabillo del ojo, disparó también otro de los misteriosos y grisáceos huevos en dirección a ellos.

—¡Es Hannah, uno de los asesinos del «Whispering»! —chilló Ellen, horrorizada.

Y entonces tuvo Rod Barnes la ocasión suprema de demostrar si era en realidad un ser normal, obsesionado por una serie de circunstancias asombrosas, o un auténtico «Superhombre». 

CAPÍTULO V

ALUCINANTE REVELACIÓN 

Una mente, sin saber por qué, analizó en el acto la naturaleza de los dos objetos que volaban hacia ellos. Esto sucedió en una escasa décima de segundo. No duró mucho más el intervalo entre el lanzamiento de los grises ojivas, sobre el pavimento.

¡Explosivos! ¡Potentes explosivos nucleares de gran poder destructor!

Hannah y su compinche, los dos lanzadores de proyectiles atómicos, ya tenían calculados sus movimientos tras el criminal ataque. Cuando brotaron de sus manos los explosivos, ellos desaparecieron inmediatamente. Hannah, dentro del ascensor, que se abría en ese momento, revelando en su interior a Jebb, otro de la pandilla. La puerta se cerró cuando estalló el huevo gris. Y para entonces, ya el segundo atacante había vuelto a desaparecer por el hueco de las escaleras automáticas descendentes, que le lanzaron a vertiginosa velocidad hacia abajo.

Ellen chilló, angustiada, al ver la muerte ante sí. Eran dos sendas mortíferas las de ambos explosivos. Dos proyectiles que les destruirían inevitablemente.

Rod Barnes hizo tres cosas simplemente. Tres increíbles e inauditas cosas.

La primera, girar vertiginosamente, saltar en el aire, aferrando una de las cargas explosivas con mano tan rápida como podría serlo una descarga eléctrica o un chispazo viajando por el espacio.

Aquel huevo gris no estalló. El segundo, sí.

Reventó ante los pies de Rod Barnes, cuya alta y maciza figura cubría totalmente a la encogida de Ellen. Era la muerte para cualquiera.

La vivísima llamarada, el impresionante estallido de luz y de sonido, en un fragor ensordecedor y terrible, envolvieron materialmente a Rod Barnes y a Ellen. Rod se sintió sacudido, agitado por un alud de fuego radiactivo, de fuerza explosiva y de metralla cortante.

Rod, sin embargo, permaneció indemne, sereno, dueño de sí. Ni un aturdimiento, ni una convulsión, ni un dolor o una herida. El polvo cristalino rebotó en él como en un muro metálico de gran espesor. La materia nuclear, cargada de radiactividad, le envolvió, saturó su ser, sin parecer afectarle en nada, ni provocar reacción alguna. Fue como si su cuerpo absorbiera la fuerza desintegrante de la energía atómica, anulándola.

Tras él, protegida por su cuerpo, Ellen chilló. Al volverse, Rod juró entre dientes, furioso. No había podido protegerla por completo, como fuera su deseo. Unos fragmentos de vidrio habían herido a la joven en el muslo y sangraba abundantemente, encogida contra la pared del corredor.

—¡Rod, Dios mío!... —jadeó ella, lívida, clavando en él sus ojos dilatados, olvidándose incluso de su herida—. ¡Has rechazado la fuerza explosiva como si fueras de metal!

Barnes asintió. Su mirada colérica fue a fijarse en el exterior. En aquella antena de televisión situada frente a él. En la calle rugía ya un turbomotor superveloz. El ascensor ultrarrápido había depositado a Hannah en dos segundos en la planta baja y ahora huía lejos de allí.

—¡Ese perro se fue! —rugió, rabioso—. ¡Lo intentará otra vez y entonces es posible que te eliminen a ti, Ellen!

—Por Dios, Rod, déjalo. Ya has hecho demasiado. Empiezo a creer que tienes razón. Lo que has hecho...

—¡No hice nada! —aulló Barnes—. ¡Pero voy a hacerlo! ¡Esos asesinos no escaparán esta vez, malditos sean! ¡Si yo soy realmente un «Superhombre» les alcanzaré ahora mismo!

—¡Nooo!... ¡No, Rod! ¡Cielos! ¿Qué haces? —gimió Ellen, sujetándose la pierna herida, pugnando por impedir la hemorragia.

No logró nada. Ante su horrorizada mirada, Rod Barnes se precipitó como un demente sobre la vidriera del ventanal. Se estrelló contra los fuertes vidrios de plástico. Los despedazó, cruzó como un proyectil por las vidrieras perforadas y saltó al vacío de forma suicida.

Ellen cerró los ojos, convulsa. El aire silbó allá fuera. Cuando volvió a abrirlos, Ellen McCabe esperaba no ver en absoluto a Red, mortalmente zambullido en el vacío.

Su estupor no tuvo límites. ¡Rod no había caído!

¡Estaba llegando a la cúspide del rascacielos de enfrente... en un vuelo pasmoso, en un salto de más de setenta metros!

—¡Rod! ¡Rod, Dios mío...! —gritó, intentando levantarse, sin lograrlo a causa de su herida.

Oyó voces, carreras. La gente acudía en su ayuda desde diversas partes del edificio. La rodeaban ya, solícitamente, iban a avisar a las ambulancias, a la policía...

Pero Ellen sólo tenía vista y sentidos para Rod Barnes, para el increíble hombre-mosca y hombre-titán, que había alcanzado la cúpula del rascacielos y, pendulando sobre los cables de la gran antena de televisión, se arrojaba de nuevo, ahora como una flecha, hacia el fondo de la calle, situada allá lejos, a muchos pisos bajo su cuerpo.

—¡Ese hombre! —aulló alguien, señalándole—. ¡Miren! ¡Parece que vuela!

Rod Barnes, ciertamente, hendía el aire con los brazos estirados, como un nadador en la más fabulosa e increíble de las zambullidas. Sin agua abajo. Sólo con la ciudad, con sus calles y pistas de tránsito rodado, con sus niveles aéreos... Y con un par de asesinos que huían en un vehículo lanzado vertiginosamente por una pista para turbomóviles.

Rod Barnes descubrió cómo Clark era cazado por un grupo de policías y curiosos al intentar salir del edificio. Su vuelo fantástico sobre la ciudad era como una atalaya soberbia que su mirada, increíblemente aguda y penetrante, captaba con todo detalle.

Dejó, pues, a Clark para ocuparse de Hannah y de su compinche Jebb, los dos asesinos a sueldo del «Whispering».

Su fulgurante y aterradora zambullida iba a terminar sobre el coche fugitivo. Miles de personas inmóviles, atónitas, sorprendidas, contemplaban aquel alarde sobrehumano, que convertía a Rod Barnes en una supercriatura de la especie humana.

El automóvil pareció descubrir algo. Rod vio a su conductor asomar el rostro y mirar hacia lo alto. Captó su repentina lividez y rio salvajemente al comprender que no eran dos, sino tres los ocupantes del vehículo... ¡y el tercero el propio Karl Konrad, redactor-jefe del «Whispering» y, por tanto, cabecilla del grupo, que por vez primera se arriesgaba a dar la cara!

El terror, la incredulidad, hizo presa en Konrad, en Hannah, en Jebb... El coche empezó a correr dando vueltas y virando confusamente. Luego asomó Hannah en el asiento posterior. Apuntó a lo alto, a la vertiginosa figura que, cual un halcón sin alas o una saeta viviente, se precipitaba hacia el turbomóvil, cortando el aire como una flecha voladora.

Hannah disparó rabiosa, ferozmente. Ráfagas de balas explosivas reventaron en torno a Rod o sobre sus ropas, sin causarle el más leve daño. Hannah, con el rostro del color del yeso, torcida su boca y desorbitados los ojos, tiró el arma furioso y pretendió saltar del vehículo.

Rod Barnes, ante los testigos de excepción de aquella ciudad, que presenciaban con estupor la más increíble y terrorífica de las exhibiciones, cayó sobre el turbomóvil en aquel momento.

Saltó a tierra desde la capota, pero nada más tocar el suelo estiró sus manos y agarró el coche por las ruedas delanteras, sin importarle que Hannah hubiera huido al parecer.

Jebb y Konrad chillaron, aterrorizados, confusos, rebulléndose dentro del vehículo. Las manos sobrehumanas de Rod alzaron el automóvil en el aire, lo voltearon como si fuera un juguete sin peso alguno, en medio de los alucinados chillidos de sus ocupantes.

Luego arrojó el vehículo contra Hannah.

El turbomóvil voló con facilidad hacia Hannah. Le alcanzó cuando el asesino creía estar ya a salvo de su terrorífico enemigo. Se volvió, aulló, enloquecido por el terror. La mole de metal se estrelló sobre él, le aplastó, lo trituró, triturándose ella misma, hasta convertirse, con una llamarada de su incendiado depósito de combustible, en un informe montón de chatarra cargado de cadáveres.

Allí terminaba definitivamente la banda del «Whispering» y con ella la corrupción ciudadana. Vencida por el enemigo a quién consideraran fácil de derrotar. Vencida por un auténtico hércules, por un titán de los tiempos modernos. Por un hombre que, pocas horas antes, era un ser normal, vulgar, igual a otros tantos.

Y que ahora, definitivamente, ante la ciudad entera, había demostrado de forma estremecedora e indiscutible, su condición de auténtico «Superhombre»...

*     *     *

Las cámaras de la televisión, los operadores de noticiarios filmados, los reporteros, fotógrafos y toda clase de curiosos, formaban un bloque compacto, rumoroso, estremecido de febril excitación, tenso y fascinado por el gran acontecimiento.

Los esfuerzos titánicos de los cordones de policía local apenas si bastaban para contener el alud femenino formado frente a la alta estructura del General Medical Center de la ciudad.

Dentro de aquel edificio, en aquellos momentos, sólo veinticuatro horas después de la fabulosa victoria de un solo hombre frente a los asesinos del periodismo podrido de la costa del Pacífico, Rod Barnes estaba siendo examinado por los médicos para investigar su estado físico, su pasmoso e increíble físico y su posible radiactividad después de estar sometido a la tremenda explosión nuclear de la granada atómica.

También allí dentro se encontraba Ellen, reponiéndose de sus heridas tras haberle sido hechas varias transfusiones de sangre para compensar la hemorragia del día anterior.

En torno al edificio la multitud era como un enjambre incontenible, ávido. Las cámaras de los fotógrafos, «cameramen» y realizadores de los noticiarios televisados luchaban a brazo partido por captar algo de importancia. Aunque sólo fueran la silueta de algún médico o las palabras emocionadas de alguna enfermera, todavía bajo la impresión de haber visto sonreír al «Superhombre» o de haberle estrechado la mano, por simple contacto profesional, en las salas.

Ni siquiera cuando Dean Orwell, el capitoste de toda granujería periodística, fue encarcelado aquella mañana, por orden del fiscal Canyon, basándose en las pruebas presentadas por Rod Barnes y por la declaración postrera de su compinche Konrad, antes de morir en un puesto de socorro, se provocó tanto alboroto en la ciudad. Todo lo arrollaba la atracción del hombre superdotado, del increíble y terrorífico Rod Barnes. Un hombre a quién mucha gente conocía. Pero a quién nadie había supuesto jamás capaz de tales prodigios ultraterrenos.

—¡Señoras y señores televidentes, nos hallamos todavía frente al establecimiento en espera de poderles ofrecer, aunque sólo sea un instante, y salvando las naturales dificultades, una imagen del hombre superdotado, del ser fantástico que se llama Rod Barnes, nuestro colaborador habitual, y ahora convertido en la primera celebridad de la nación! Celebridad que muy pronto sabemos que llegará a ser mundial, dada la magnitud de su increíble hazaña.

El presentador de la TV, con el micrófono en sus manos y la estereotipada sonrisa de siempre en sus labios, cara a los objetivos móviles de las cámaras, iba presentando el programa a los que, sentados ante sus receptores en color y visión estereoscópica, aguardaban a ver la figura y el rostro del «Superhombre», del ser humano capaz de volar, de cruzar el espacio fácilmente, y de alzar en vilo un turbomóvil y lanzarlo sobre un asesino en fuga. Capaz, a sí mismo, de soportar una explosión nuclear sin ser afectado por ella, de recibir y repeler disparos y cargas explosivas.

En la historia de la humanidad jamás nadie había llegado a prodigio semejante —y jamás la gente, formando turbas ensordecedoras y violentas, había luchado tanto por ver a un personaje. Un personaje que, más que de este mundo, parecía pertenecer a otro planeta, a una especie desconocida y prodigiosa, muy distinta de la humana.

—¡Y sin embargo, señores...! —continuaba hablando el locutor—. ¡Sin embargo, ese ser asombroso, de facultades fuera de todo lo imaginable y físicamente posible, es un compañero nuestro, un guionista, un escritor como otros tantos, con el que todos estamos familiarizados! ¡Rod Barnes, un amigo... se nos ha convertido, por arte de una magia increíble, en un auténtico, en un fantástico «Superhombre», incluso por encima de los héroes más imaginarios de la ciencia-ficción!

Todas estas afirmaciones del presentador eran coreadas por los rumores entusiastas del gentío que las cámaras iban captando. Las cámaras subieron hacia el alto edificio clínico con la esperanza de captar el simple perfil de la silueta borrosa del gran Barnes.

Con las cámaras, miles de cabezas se alzaron para ver al ser superior. Pero solamente una de aquellas cabezas, la del más distraído e indiferente de los curiosos, captó algo de repente tras las nubes que cubrían el cielo de aquella mañana... o creyó captarlo...

—¡Eh, miren! —gritó en el repentino y expectante silencio que se hizo en la calle—. ¡Allá arriba, en las nubes! ¡Un «platillo volante»!

Miles de cabezas, como arrastradas por un imán, se levantaron hacia el cielo para localizar al extraño artefacto. Naturalmente, no vieron nada. Sólo nubes, nubes grises, que amenazaban lluvia, igual que el aire tenue, húmedo y sulfuroso, que soplaba sobre las avenidas amplias y modernas.

Un cuchicheo de reproche sonó por doquier. Algunas voces irritadas se alzaron acá y allá contra el inoportuno bromista:

—¡Estúpido, mamarracho!

—¡Vete a casa, borracho, y déjanos en paz!

—¡Hemos venido a ver a Rod Barnes, no «platillos volantes», idiota!

—¡Dadle una buena a ese tipo si vuelve a bromear! ¡Cretino!

Llovían improperios. El hombrecillo que hablara tragó saliva y procuró pasar inadvertido, escabullándose de sus iracundos vecinos.

Mientras lo hacía, cabizbajo y corrido, musitaba para sí, confusamente:

—A pesar de todo... A pesar de todo, estoy seguro de que lo vi... Era un «platillo volante». ¡Y yo lo vi!

Pero el incidente se olvidó pronto. La broma del hombrecillo, que no parecía demasiado interesado por la personalidad fabulosa de Rod Barnes, cayó en la serie de menudas incidencias desprovistas de interés, en medio de la apasionada fiebre de flamantes «fanes» de Barnes, el «Superhombre».

Y entretanto, allá dentro, tras las cristaleras amplias que en vano escudriñaban los objetivos de las cámaras...

*     *     *

—Doctor Greaves, ¿cómo está ella?

—No se preocupe, Rod —Greaves sonrió, empujándole suavemente, para que se tendiera en el lecho—. Ellen McCabe se encuentra bien, aunque algo débil. Perdió mucha sangre, pero la ha ido recuperando con las transfusiones.

—Me gustaría que si le hace falta alguna más utilizasen la mía, doctor.

—Bien, es posible que precise una transfusión más. En todo caso, como están analizando ahora su sangre, de acuerdo con los métodos de laboratorio para averiguar si sufrió alguna radiactividad, cuando conozca su grupo sanguíneo, si es compatible con el de Ellen, le avisaré y haremos esa transfusión.

—Gracias, doctor Greaves. Sé que lo hará, si ello es factible.

—Ahora hablemos de usted, Rod, y olvídese por un momento de Ellen. Es su persona la que nos preocupa a todos sinceramente, amigo mío.

—Lo comprendo —Barnes rio. Hasta sus oídos llegaba, procedente de la calle, el rumor intenso de la multitud agolpada en torno al establecimiento sanitario—. Creo que no sólo les preocupo a ustedes, sino a una gran cantidad de gente.

—Oh, sí. Nos hemos convertido en una especie de atracción de feria. Pero son cosas diferentes, Rod. Ellos sólo buscan el fenómeno, el acontecimiento asombroso, la novedad de algo que jamás había ocurrido antes.

—¿Y ustedes?

—Buscamos la razón, Barnes —mantuvo Greaves gravemente.

—¿La razón?

—Sí. En alguna parte está la explicación a todo esto. Existe un fundamento lógico, fríamente científico, para todas las cosas del mundo. En su caso, aunque inconcebible, ese factor científico, biológico, sea cual sea, existe.

—Parece muy seguro de lo que dice, doctor. ¿Cómo puede asegurar que esto... esto que me sucede a mí es... es lógico?

—No he dicho que el hecho en sí lo sea. Usted, prácticamente, es un ser inhumano ahora. Está fuera, por encima de la especie normal, de todos sus semejantes. Es una especie de fenómeno, de monstruo, con apariencia normal.

—Bueno, dicho así, no resulta muy agradable, doctor —sonrió Rod.

—No pretendo que lo sea. Para mí, Barnes, a pesar de admitir que ha hecho algo grande en favor de Ellen McCabe, de la ley y de la justicia, de que ha librado a la ciudad y de paso al Estado de California de una repugnante lacra social, sigo considerando que lo que le sucede a usted no es agradable. No es natural, no puede tener buenas consecuencias.

—Doctor, ya le referí lo sucedido. Iba a morir cuando creí oír una voz, quizás un pensamiento que me llegaba telepáticamente. Tomé una piedra y me convertí en... en algo raro, en un ser sobrehumano, o lo que sea. Creí que solamente con la piedra en mis manos sería un superdotado. No fue así. La piedra roja de la cruz Ansata está en mi casa. Y, sin embargo, yo... yo sigo siendo un «Superhombre».

—Sí, ya me ha contado todo eso —Graves respiró hondo, sentándose en el borde del lecho. La luz cruda del día penetraba con fuerza en la estancia, bañando de claridad el rostro sereno de Barnes. El médico le miró fijamente, estudiando sus menores gestos—. Escuche, Rod. Yo he estudiado libros y libros del antiguo Egipto, de su religión, política, costumbres, supersticiones y leyendas. ¿Y sabe una cosa? En ninguna parte leí la menor alusión a una piedra roja, a un poder supremo ni a una cruz Ansata relacionada o no con Amón-Ra que tuviera otro poder que el puramente simbólico de representar la vida eterna y el concepto mismo de Dios... igual que la Cruz del Cristianismo después.

—Entonces... ¿cómo explicar lo que me sucede? —replicó Rod—. ¿Qué razón, qué explicación razonable y lógica hay para mi fenómeno?

—No lo sé. Sus tejidos parecen normales ahora, su estado físico también. Su temperatura, presión, metabolismo, etc., son normales, igual que sus reacciones mentales, cardíacas, nerviosas, etc. El fenómeno sigue en el misterio. Veremos, Rod... Usted siga el período de descanso y de espera. Pronto saldremos de dudas con usted, estoy seguro.

Barnes se mantuvo ceñudo, en silencio, mientras el doctor se incorporaba de nuevo y se encaminaba hacia la salida. Al abrir la puerta, un enfermero se encontró frente a él. Venía apresurado con algo en su mano. Greaves le miró, sorprendido. El enfermero, muy alterado, le tendió lo que llevaba. Era una cartulina, con un texto breve, escrito rápida, nerviosamente, en un apartado del impreso.

—¿Qué sucede, Hansen? —indagó el médico.

—Es muy urgente, doctor Greaves —musitó el otro—. Lea, por favor... Lea eso.

Rod Barnes se puso rígido en su lecho. Miró preocupado a ambos hombres. Greaves, rápido, le echó una ojeada de soslayo antes de mirar a la cartulina, con gesto preocupado.

En silencio, Greaves leyó. Una palidez mortal, una expresión sobrecogida, invadió su rostro, repentinamente tenso.

—Doctor Greaves, quiero saber lo que sucede —pidió Rod—. ¿Se refiere a mí? ¿Es el resultado del análisis sanguíneo?

La cabeza de Greaves asintió, lenta y solemne. Rod volvió a la carga:

—¿Qué me ocurre? ¿Estoy contaminado de radiactividad? ¿Soy un peligro? ¿Quizá no puedo donar mi sangre a Ellen? ¡Vamos, doctor, hable! ¡Soy un hombre entero, podré resistir lo que me diga!

Greaves se volvió. Le contempló fijamente.

—¿De veras cree que lo soportará, Barnes? —preguntó roncamente—. ¿Por horrible que sea?

—Sí, doctor. Por horrible que sea. ¿He de morir? ¿Es por eso por lo que no se atreve a decirme nada?

—No, Barnes. Al parecer, su salud es perfecta. Su estado físico, también. Pero, desde luego, no podrá prestar su sangre a Ellen. Ni a ninguna otra persona.

—¿Por qué, doctor Greaves?

—Porque, según el análisis, Rod... según el análisis... su sangre no es humana 

CAPÍTULO VI

AL MARGEN DEL MUNDO 

AHORA fue el rostro de Rod Barnes el que se distendió, rígido por el horror, la incredulidad, la angustia de la espantosa y espeluznante noticia que le había sido comunicada por el confuso doctor Greaves.

—Repita eso, doctor —pidió, tras un silencio largo, aplastante, mientras su rostro se cubría de sudor y la luz del nublado día hacía brillar su piel, enrojecida súbitamente—. Repítalo, por favor...

—Trate de entenderlo, Barnes. El análisis es concluyente. Se ha comprobado a través de diversos tests. Su grupo de sangre no pertenece a la especie humana. Por sus venas circula sangre no humana. Pero lo cierto es que tampoco corresponde a animal conocido alguno.

Red soltó una carcajada. Brusca, agria, inquietante. Greaves temió que enloqueciera. Pero Barnes movió su cabeza firmemente de un lado a otro.

—No, doctor, descuide. No me estoy volviendo loco, aunque hay para más, para mucho más.

—Yo le he sido sincero. Crudamente sincero, Rod. Su fenómeno puede explicarse ahora. Ya sabemos algo sobre usted, sobre su rara transformación actual.

—Ya saben algo... —dijo Rod con sarcasmo—. Sí. Saben que soy una criatura rara, que no tiene sangre humana. ¿Eso les explica algo? ¿Les da alguna idea para volverme a la normalidad?

—Desgraciadamente, no —convino Greaves—. Pero no debe moverse, no debe salir de aquí bajo ningún pretexto, Rod. Nosotros somos los únicos que podemos curarle. Intentaremos hallar la clave de este enigma y le ayudaremos para tratar de que vuelva a ser el mismo Red Barnes que antes de tomar aquella maldita piedra del museo. Ha dicho que tiene esa piedra en casa. Iremos a por ella, la examinaremos. Y si no tiene nada de particular, nos entregaremos por entero a estudiarle a usted, a buscar en su propia naturaleza la razón de todo. Y tenga por seguro de que lo hallaremos. La ciencia hallará el motivo de su extraña transformación y procurará devolverle a la normalidad.

—No creo que lo logren jamás, doctor Greaves —negó Rod enérgicamente, incorporándose totalmente—. Voy a salir de aquí. Me marcho ahora mismo. Y será inútil cuanto hagan por detenerme. Me iré de todas maneras, usted lo sabe.

—Puedo prohibir la salida a Rod Barnes. Pero no a un «Superhombre» —sonrió fríamente Greaves—. Sin embargo, piense que en la ciencia tiene su última esperanza de volver a ser el de antes. En esa sangre, convertida por algún fenómeno increíble en una materia que jamás poseyó el ser humano, está la razón de todo, estoy seguro.

—También yo. Pero voy a buscarla por mi cuenta. No puedo quedarme aquí sabiendo eso. No tengo fe en ustedes, doctor Greaves. Yo solo me metí en este lío y solo saldré de él. O moriré.

—Comete un error, Barnes. ¿De veras insiste en salir?

—Sí.

—¿No puedo hacer nada para disuadirle de esa equivocación?

—No, nada.

—Muy bien —se apartó—. Adelante, entonces. Salga, Barnes. Pero cuando abandone este hospital su situación va a ser peor que nunca. ¿Quién podrá atenderle, impedir que se convierta, tal vez, en un auténtico monstruo, que su naturaleza, afectada por algo que aún no podemos explicarnos ni localizar, no sufra una mutación total, y lo que ahora es sólo sanguíneo, unido a sus raras facultades, impropias de un humano, no termine en una pavorosa y horrible metamorfosis total, que altere incluso su aspecto externo y le convierta en una criatura atroz?

—Correré el riesgo, doctor.

—¿Y se lo hará correr a todo el mundo, Barnes? —acusó Greaves, tajante.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Usted posee ahora unas facultades terribles. Las puso al servicio de la ley, de la justicia y del bien porque todavía es Rod Barnes, el que era. Pero suponga que la metamorfosis continúa y deja de ser el que es. ¿Qué hará entonces, Barnes? ¿No destruirá, no matará, no hará uso de sus fuerzas de titán para aniquilar a aquellos a quienes ahora ha servido?

—¡Está loco, Greaves, si supone una barbaridad así!

—No sé si estoy loco o demasiado cuerdo. Le dejaré salir para que no cometa una atrocidad aquí. Pero sepa esto: en cuanto salga, avisaré a la policía, al Departamento de Estado, a las Naciones Unidas... Y seguramente, Barnes, ¡intentarán cazarle por todos los medios, destruirle sea como sea, igual que si se tratara de una alimaña peligrosa!

Rod se encogió de hombros. Ahora estaba muy pálido e impresionado. Pero mantuvo su dominio sobre sí mismo. Pasó junto al doctor, erguido e imperturbable.

—No me importa, doctor. Haga lo que crea conveniente. No sé cuál va a ser mi futuro, pero ahora todavía soy Rod Barnes. ¡Y voy a intentar seguir siéndolo, para lo cual lucharé contra lo que sea preciso!

El doctor Greaves cumplió en aquel punto su palabra. Rod Barnes pasó junto a él y se alejó camino de los ascensores. Descendió, dirigiéndose a una de las salidas posteriores del edificio para rehuir a la masa de curiosos del exterior.

Pero Greaves también iba a cumplir la segunda parte de su promesa. Cuando el ascensor bajó exhaló un suspiro, miró fijamente al demudado enfermero que se estremecía junto a él y le indicó serenamente:

—Póngame en comunicación urgente con la capital del Estado y con Washington. Asunto de suma urgencia...

*     *     *

El grupo de gente se le vino encima como un súbito alud.

Rod Barnes tuvo el tiempo justo para cerrar con violencia la puerta, asegurarla con un pestillo y correr alocadamente a través de los grandes almacenes, entre el estupor y admiración de los empleados que le habían reconocido, lo mismo que los del exterior, y ya corrían hacia él para impedirle la fuga.

Barnes tomó al vuelo un sombrero, una gabardina oscura y unas gafas de sol, de tres secciones distintas. Tiró unos billetes a su paso en pago de aquellos objetos. Luego, saltó a una calle angosta, poco frecuentada, en la parte posterior del almacén, y también cerró la puerta de golpe, echando el cierre metálico ante las narices de los estupefactos empleados. Allá lejos, en la otra entrada, un estallido de vidrios rotos, señaló la entrada violenta de sus admiradores en el local.

Jadeando, Rod corrió calle abajo, sin querer forzar la marcha, sin desear en absoluto utilizar sus fantásticas y temidas dotes. Había empezado a sentir horror a su poder extraño, miedo a seguir siendo el «Superhombre». Y, sin embargo, sabía que lo era. Le bastaría forzar un poco los músculos, estirar un poco las piernas... y volaría sobre distancias enormes, increíbles para un ser humano.

No, no quería alardear más de sus fabulosas facultades. Ya ni siquiera creía que aquello pudiera ser obra de una mágica acción de aquella piedra egipcia. Las palabras del doctor Greaves le martilleaban en el cerebro hasta que llegó a dolerle violentamente.

Su sangre no es humana... Su sangre no es humana... Su sangre no es humana...

La espantosa verdad se abría paso en su mente con horrible fuerza. Le ardían las sienes, se contemplaba las manos con sus surcos azules, diciéndose que allí, en aquellas venas y arterias, las mismas que siempre tuviera, ya no corría la sangre que Dios le diera, sino una extraña, infrahumana, espeluznante... Una sangre sin clasificación concreta. Pero tan alejada de la humana especie, como todas las cosas que ahora le era factible realizar sin apenas esfuerzo.

—¡Dios mío... Dios mío...! —susurró, escondiéndose en un rincón.

Enseguida se puso rápidamente el sombrero, el abrigo y las gafas, en un esfuerzo supremo por eludir la curiosidad ajena, por pasar inadvertido.

Pero era difícil. Su rostro, propalado por periódicos, por imágenes en la TV, había pasado de la noche a la mañana a ser el más popular del país. Lo sería, quizá, en el mundo entero por el milagro técnico de la Mundial-Visión, realizada a base de cadenas de satélites repetidores, desde varios años antes, y también gracias a las telefotos informativas y todo eso.

—No podré ir a parte alguna... —jadeó—. Seré como un condenado, como un fenómeno de feria, perseguido y examinado curiosamente. Luego, la gente pensará como Greaves. Se conocerá el resultado de los análisis sanguíneos. Se me buscará como si fuera un monstruo peligroso... y me destruirán de un modo u otro...

Se pasó una mano por el rostro bañado en sudor. Se contempló, de pasada, en un escaparate, angustiándose al captar el tono rojizo de su piel. Parecía como si sufriera una congestión, una apoplejía. Quizá la sangre, su extraña sangre, se le agolpaba por la tensión y angustia del momento. O acaso, pensó con renovado horror, era una consecuencia lógica de su terrible naturaleza.

Se alejó, huyó como un espectro, como un fantasma o una fiera herida, que se sabe acosada. A la altura de los céntricos bulevares, se detuvo de nuevo. Había empezado a llover, y las calzadas brillaban, con su limpio pavimento charolado por el agua. De su sombrero chorreó la lluvia, cuando inclinó la cabeza, al paso de un grupo de curiosos que, excitadamente, iban hablando de Rod Barnes, el «Superhombre»...

Luego, poco más allá, se detuvo de nuevo. Esta vez alzó su cabeza. Fue para contemplar la pantalla gigantesca, abombada, de la televisión pública entre dos edificios.

En la pantalla fluorescente un rostro hablaba precipitadamente. Era el de Ian Fraser, un célebre comentarista de noticias. Su tono era tenso, preocupado:

—... y ya lo saben ahora, amigos. Los médicos y la policía, de mutuo acuerdo, han iniciado la búsqueda del peligroso personaje al que admirábamos hace pocas horas. Según la ciencia, Rod Barnes es una víctima de alguna rara enfermedad, de un fenómeno extraterreno, o de una nueva y terrible dolencia. Prácticamente, no es un ser humano. Su sangre puede corresponder más a una alimaña que a un hombre, y se teme que, en libertad y sin atenciones médicas, pueda terminar siendo una especie de monstruo cruel y poderoso, cuya acción no se puede calcular llegado el caso. Por tanto, se ordena su búsqueda y captura, de ser posible. Si no, lamentándolo mucho, la Oficina Federal ordena a todo ciudadano americano: ¡Maten a Rod Barnes! ¡Mátenlo como sea, si no existe otro medio de reducirle!

Barnes se retiró, angustiado, convulso. Le castañeteaban los dientes, sentía frío y la humedad del agua parecía calar hasta sus huesos. Un turbocar de la patrulla urbana pasó aullando cerca de él. Rod tuvo el tiempo justo para meterse en un cinematógrafo estereoscópico, de pantalla hemisférica, del que salió tan sólo cinco minutos después, para subir a un turbocar de alquiler y dirigirse sin pérdida de tiempo a un punto cercano a su vivienda.

Allí se detuvo y consultó el reloj-magnetófono que le regalara Ellen. Lo contempló con amargura, con dolor casi. Quizá nunca más vería a Ellen. Ahora era Un fugitivo de su propio mundo, un desheredado de la Humanidad, un ser al margen de la vida humana. Un espantoso inadaptado...

Se acercó con cautela hasta su casa. Temía que pudiera estar vigilada. Pero, al parecer, la policía no había pensado, con muy buen sentido, que el último lugar a donde se dirigiría Rod Barnes sería a su vivienda. Y así era, en efecto. Momentos antes, ni siquiera pensaba en tal cosa.

Pero recordó la piedra. ¡La piedra roja de Amón-Ra! ¡Tenía que recuperarla, comprobar si realmente poseía poderes mágicos o, por el contrario, era el conductor de una dolencia extraña, de una metamorfosis, propia de un cuento infernal y no de la vida real, en pleno 1975, una era sin fantasmas ni leyendas, una época de progreso científico, técnico, de puro materialismo!

Rod se sentía en su época como un personaje de «Las Mil y Una Noches» que se hubiera encontrado, por un fantástico error, metido en un libro de electrónica o física nuclear.

Sin hallar a nadie, sin ser molestado ni siquiera visto, alcanzó el ascensor que utilizaba habitualmente el servicio, en la parte posterior del edificio. Ascendió rápidamente a su piso.

Una vez arriba, comprobó que el corredor estaba solitario. Apretó el botón-resorte de la cerradura magnética. Ésta cedió a su presión habitual. Entró en el piso. Encendió la luz indirecta, tenue, no la brillante, que podía ser vista desde la calle. Cerró la puerta cuidadosamente, avanzó hacia el gabinete, en cuya chimenea decorativa dejara la roja piedra extraída de la Cruz Ansata de Amón-Ra.

Entonces les vio.

Salieron de detrás de la cortina roja que cubría la galería. Le contemplaron fijamente, y fue Ellen McCabe quien habló, suave y persuasiva:

—Rod, por el amor de Dios, por nuestra amistad misma... ¿verdad que te vas a venir con nosotros sin resistencia? Es por tu bien, compréndelo...

Con Ellen McCabe estaba también el doctor Greaves. Nadie más.

Rod Barnes pensó primero en resistir, en enfrentarse violentamente a ellos y luchar. Pero eran los ojos serenos, firmes, suplicantes a la vez, de Ellen McCabe los que le miraban fijamente, sin perderle un momento de vista.

Reflexionó. Inclinó la cabeza, abatido, y, finalmente, se dio por vencido.

—Está bien —aceptó con voz ronca—. Vamos, doctor. Creo que es una tontería luchar contra lo imposible. Deberé confiar en usted, en la Ciencia... y en Dios.

—Bien hecho, Rod —sonrió el doctor, aliviado—. Vamos. Tengo un coche abajo. Ellen y yo vinimos aquí. Ella sabía que usted vendría.

—Sí, Rod. Sabía que vendrías... aunque sólo fuera a por la piedra.

—Por cierto, ¿dónde está esa piedra, Rod, amigo? —preguntó suavemente Greaves.

—¿Y me lo pregunta? Naturalmente, está ahí, en ese cofre que...

Señalaba hacia la repisa del hogar. Pero lanzó una imprecación. ¡Estaba vacío! Ni cofre, ni piedra...

—No, Rod. Tampoco estaba cuando llegamos nosotros —dijo suavemente Greaves—. Ni la policía lo vio al registrar esto cuando usted huyó del hospital...

—¡Pero es imposible! ¡Tiene que estar! ¡Yo la puse ahí, doctor! —gritó Rod.

—Sin embargo, no está.

—Y hay algo más, Rod —dijo Ellen con voz grave—. Estuvimos en el museo. Amón-Ra no tiene inscripción jeroglífica alguna en su base. Y, además, su Cruz Ansata carece de huecos o soportes donde montar piedra alguna. También hay una fotografía de esa estatua en el museo... Y en la fotografía no existe el menor indicio de una piedra roja en la cruz... 

CAPÍTULO VII

EL HORROR ESCARLATA 

ROD, desalentado, regresó después de buscar por todas partes en la estancia. Ni aparecía la piedra, ni había señales de la forma en que pudo desaparecer. Se detuvo en medio de la sala, oprimiéndose las sienes con fuerza.

—No... no puedo entenderlo. Yo les dije la verdad, doctor. Yo tomé esa piedra, la arranqué de la Cruz Ansata... Yo leí la inscripción... y su texto se cumplió en mí... ¡No les mentí, no estoy loco!

—Claro que no, Barnes —aceptó el doctor Greaves—. Tampoco nosotros hemos dicho eso. Usted ha sido víctima de «algo» o de «alguien». Y ese «algo» dispuso las cosas tal como usted las ha vivido y sentido. Realmente, pusieron la piedra roja en el museo. Realmente, inscribieron el jeroglífico legendario, para sugestionarle, para alejar de su mente toda otra idea, toda posible sospecha de que las cosas fuesen diferentes. En suma, Rod, mi teoría es que hicieron de usted un «superhombre», un ser de facultades sobrehumanas... porque realmente pretendían que lo fuese, porque fue elegido para ello. Pero en modo alguno pudo tener eso relación con los antiguos egipcios.

—¿Con quién, entonces? ¿De dónde me llegó ese poder sobrenatural, con el que logré aplastar a los asesinos y chantajistas de la ciudad?

—No lo sé, Barnes —denegó Greaves—. No lo sé, ni puedo siquiera imaginarlo. Y eso, amigo mío, es lo que más me asusta.

—¿Asustarle? —Rod se humedeció los labios, con la punta de la lengua—. ¿Tiene usted miedo, doctor?

—Sí, Barnes. Siempre debemos temer a lo desconocido, a lo oscuro, a lo oculto...

—Es gracioso que suceda esto, doctor. Especialmente porque yo, el «superhombre», el ser dotado de poderes excepcionales... también tengo miedo. Miedo, doctor. ¿Es lógico eso?

—Sí, Rod. Quizá porque se debe temer a Dios cuando hacemos un mal —musitó Ellen, estremeciéndose—. Y al diablo cuando nos hacen el mal a nosotros...

—Sí, pero ¿dónde está el diablo? ¿Qué faz tiene este diablo con que yo me enfrento? Quisiera saberlo, Ellen. Quisiera estar seguro, conocer qué poder es el que me eligió a mí para esto...

—¿Quién no quiere saber una cosa así, Barnes? —Greaves le tomó por un brazo—. Vamos, amigo mío. Volvamos a la clínica. Y esta vez vamos a enfocar las cosas de un modo muy distinto. El mal, cualquiera que sea, está ya dentro de usted. No pararemos hasta extirparlo y destruirlo.

—Doctor, suponga que no puede extirparlo. ¿Qué sucederá entonces?

—Usted lo sabe, Barnes —dijo el doctor lentamente.

—Me... me aniquilarán, ¿verdad?

—Inevitablemente... sí —sostuvo Greaves, con un gran valor, intensamente pálido.

—Está bien, doctor —sonrió Barnes, sereno—. Me gusta su lealtad. Vamos ya.

—¿Se somete, Rod? ¿Acepta esto de buen grado?

—Sí, doctor Greaves. Acepto todo lo que sea mejor... para mí y para los demás.

—Magnífico, Rod. Eso le honra. Haremos todo lo humanamente posible por usted, esté seguro. Ellen lo sabe también.

—Sí, Rod. Confía en el doctor Greaves. Están realizando nuevos análisis con tus pruebas sanguíneas... —Ellen estaba muy pálida, se apoyaba con fuerza en el doctor. Sin duda, un poderoso esfuerzo, o alguna droga estimulante, habían permitido a la joven salir del hospital para tratar de convencer a Rod Barnes con mayor facilidad, ayudándole con su valiosa y persuasiva presencia—. Quizás encuentren la forma, el antídoto capaz de... de...

—De devolverme mi naturaleza humana —Barnes rio agriamente—. Dilo sin miedo, Ellen. Empiezo a habituarme a ser... a ser como un ejemplar de museo, como un raro insecto al que se contempla curiosamente en una vitrina. Una de esas mariposas de vivo colorido, o una rara hormiga gigante, encontrada en alguna expedición a tierras desconocidas.

—Es curioso que mencione la hormiga, Barnes —dijo de repente Greaves.

—¿Eh? —Rod se volvió, enarcando las cejas. Miró al médico intrigado—. ¿Por qué dice eso?

—Estaba pensando... en los curiosos puntos de contacto que usted posee ahora con una hormiga.

—¿Habla en serio? —Rod parpadeó, estupefacto.

—Sí. Esa fuerza titánica... es más o menos la que posee una hormiga, al alzar pesos que, en comparación, centuplican su propio peso y masa. También la dureza de su piel se podría comparar a la de una hormiga, a la que tanto cuesta aplastar, con una presión que sería de un millón de veces superior a la que requiere la estructura de su ser, si pudiéramos medirlo exactamente.

—Oh, doctor, no puede decirme que...

—Déjeme terminar, Rod. Usted... usted posee una curiosa característica en su sangre actual, esa sangre no humana que hemos analizado es: sangre fría. ¿Se da cuenta? Una sangre que solamente poseen las arañas, las orugas, hormigas, algunos insectos y parásitos...

—¡Dios mío! —Rod palideció intensamente. Pero Ellen y Greaves observaron que, a pesar de ello, su piel continuaba teniendo una rara coloración roja, como se tratara de un maquillaje o la acción ardiente de los rayos solares sobre la epidermis sometida largo tiempo a su acción—. Yo... una hormiga.

—Sí, Rod. Con una mezcla extraña. Una hormiga saltadora, una fusión de hormiga y de saltamontes, por ejemplo... nos daría, en escala humana, lo que usted es ahora, y hemos dado en denominar «superhombre», sólo porque supera las acciones normales de los humanos. Aterrador tal vez. Pero cierto. Sin embargo, debe existir un medio de comprobarlo... y de curarlo.

—Si es una enfermedad, doctor —argumentó débilmente Rod.

—Sí, amigo mío. Si es una enfermedad. Y si no... —Greaves se encogió de hombros, como rechazando cualquier otra posibilidad, aún más monstruosa, a su juicio, que la ya expuesta de un simple caso clínico—. En fin, hemos de aventurarnos. ¿Vamos, Rod?

—Sí, vamos...

Se encaminaron a la salita, apagando la luz tras de sí. Avanzaron casi a oscuras camino de la salida. Ya en la salita, los tres se detuvieron. Un común escalofrío les sobrecogió.

—¡Rod! —jadeó Ellen—. ¿Has oído eso?

Barnes asintió. Lo había oído, sí. Una ojeada de soslayo al doctor Greaves le demostró que también él lo había oído. En la penumbra, casi oscuridad total, salvo el leve resplandor de las luces exteriores, que se filtraban por las rendijas de las cortinas de una ventana, los ojos del médico brillaban, inquietos, fijos en la total negrura del recibidor.

—Es... es un ruido... —susurró Ellen.

—Un ruido horrible —asintió Rod—. Algo roza con el suelo... se mueve...

—Se mueve hacia nosotros —musitó Greaves con un timbre de voz estremecido—. Y lo que sea... está en el vestíbulo, Barnes...

—No había nada cuando yo entré...

De nuevo el silencio. Y de nuevo el ruido. El mismo ruido que les detuvo un momento antes, que crispó sus músculos y nervios, repentinamente galvanizados.

—Dios mío, ¿qué será eso? —gimió Ellen, convulsa.

Un roce largo, chirriante, extraño, agrio... Un roce espeluznante, sordo, sigiloso...

—Sea lo que sea, hay que afrontarlo —declaró Rod duramente—. ¡Y vamos a saberlo ahora mismo!

Rápido, estiró la mano hacia la pared. Presionó un resorte. La luz de la sala lo inundó todo. Cayó a raudales sobre la forma que se movía en el vestíbulo...

Un grito de horror, de incredulidad, de angustia infinita, se repitió por triplicado al brotar de sus gargantas crispadas, como reflejo de su estupor, de su pánico e impresión atroz...

*     *     *

Después de ver aquella forma de pesadilla que reptaba con un roce chirriante por el recibidor, sucedió algo que todavía hizo más angustiosa y desoladora la situación de Rod Barnes.

El doctor Greaves trató de decir algo. No pudo hacer sino balbucear cosas incoherentes, antes de derrumbarse, con un gemido ronco. Su cuerpo chocó contra la blanda alfombra de espuma, mientras Ellen también retrocedía, tambaleante, con la mirada dilatada, fija en «aquello»... y como contagiada por Greaves, se le doblaron las rodillas y cayó de bruces finalmente, no lejos del médico.

Rod Barnes se encontró solo. Solo frente a... aquello.

—¡Dios mío...! —susurró el joven, lívido y sudoroso, sintiendo flaquear sus piernas, pero plenamente consciente, dueño de sí, muy lejos de un desvanecimiento o cosa parecida—. ¡Dios mío! ¿qué es esto? ¿Qué está sucediendo aquí? ¿Es que Greaves... tenía razón...?

De momento, no le llegó respuesta. Él tampoco la esperaba, después de todo. Aquella forma roja, movible, viva, que se deslizaba por el vestíbulo no podía hablar. Hubiera sido absurdo que, por mucho que fuera su volumen, las dimensiones gigantescas, aterradoras, de aquella especie roja, brillante, con epidermis vidriosa, que se movía ante él, pudiese estar dotada de voz, de sonidos inteligibles para un ser humano...

Porque aquella forma, del tamaño de una tortuga gigante de los trópicos, o de un animal selvático, aquel cuerpo formado por dos trozos ovoides rojos, repugnantes, cristalinos y translúcidos, que parecían emitir una rara luminiscencia como la que produce el fósforo de los peces en la noche... Aquella especie monstruosa, apoyada en flexibles, altas y elásticas patas, que parecían capaces de brincar extraordinariamente, como las de un saltamontes, era realmente una hormiga.

Una gigantesca, terrible y alucinante hormiga, de tamaño fabuloso, cuyas antenas vibraban, enfiladas hacia él, como unos fantásticos «ojos» sin pupilas, que podían «ver» perfectamente cuanto sucedía ante ellas...

*     *     *

—Después de todo... había una hormiga detrás de todo esto. Una hormiga horrorosa... —jadeó Rod Barnes, convulso, sintiendo un extraño frío en todo su ser.

Se pasó la mano por la cara. La retiró llena de sudor. Quizá tuviera la sangre fría de ciertos insectos, como dijera Greaves. Pero aún podía sudar, como cualquier hombre corriente. Todavía conservaba algo de humano. Se contempló la piel de su mano a la cruda luz de la salita. No, no todo era ya humano en él. Su epidermis... era tersa, endurecida, rojiza...

Se estremeció. Recordaba demasiado a la propia piel vidriosa que veía en aquellos dos óvalos vivos del cuerpo monstruoso de la gran hormiga, fantásticamente llegada a su casa...

De repente, se irguió, sacudido por una tremenda impresión. Alucinado, escuchó la voz. Una voz que llegaba hasta él, clara y audible, pese a que sonaba en un tono bajo, chirriante, como cuando habla un hombre afónico:

—Sí, hombre. Vas cambiando ya. Tu metamorfosis se va realizando. Dentro de poco serás como yo, como todos nosotros.

Apoyó la nuca en el muro de la estancia. No le importó que la crudeza de la luz central le provocara escozor en los ojos. Clavó su mirada convulsa, alucinada, en aquella especie monstruosa de insecto. Un insecto que hablaba... ¡Que le estaba hablando a él!

—Tú... tú no puedes hablar... —expulsó las palabras entre jadeos roncos—. Esto, todo esto es... es imposible... ¡Un hombre no puede cambiar de repente para convertirse en algo tan horrible!

—Elegiste tu destino el día que tomaste la piedra roja —la voz chirriante, ronca, que brotaba de la hormiga por medios insospechados, inconcebibles, ya que carecía de boca, hirió de nuevo los oídos y la mente de Barnes—. Porque aunque lo ignoras, hombre... ¡Yo era esa piedra roja!

Rod tragó saliva. Luchó contra la demencia que pugnaba por apoderarse de su mente, de todo su ser. Resultaba demoníaco, atroz, ilógico. Una piedra... se convertía en una hormiga gigantesca, que pensaba y hablaba.

—No... ¡no puede ser...! —susurró roncamente Rod.

—Lo es. Y lo que es, nadie puede cambiarlo, porque así lo desee. Yo fui depositada allí, en aquel museo, por orden de nuestro Supremo Rector. La orden estaba dada, y la tarea consistía en cazar a un ser humano y poderlo adaptar a nuestra materia, hacerlo mutable. Un contacto basta para inyectar el virus, para inculcar nuestras bacterias vivas en un cuerpo humano. La piedra roja te hizo poderoso, superior a todos... porque nosotros somos superiores y poderosos. Aun con tu envoltura humana todavía... eras ya uno de nosotros, un ser ganado para Kluve.

—¿Kluve? ¿Qué significa... eso?

—Kluve es nuestro mundo. Un planeta del que jamás oíste hablar. Un mundo distante y poderoso. Sólo que sus habitantes inteligentes somos así. Físicamente, tenemos el aspecto de hormigas de vuestro planeta. Pero hormigas gigantes, rojas, luminiscentes... dotados de una inteligencia y poder físico y mental muy superior al vuestro. Yo soy uno de los kluvianos exploradores enviados para disponer el terreno. Ahora sabemos ya que nuestro contacto bastará, en breve plazo, para mutar a todos los humanos en nuestra propia especie. Y así, cuando la invasión se produzca, todo será sencillo.

—Invasión... ¿Una invasión del espacio?

—Sí. Una invasión diferente a lo que siempre imaginasteis. Silenciosa, sorda, inapreciable. Nadie se dará cuenta... y todos poseeréis ya nuestra fría materia sanguínea, nuestra piel tersa, cristalina, roja y brillante, resistente a cosas que la piel humana es incapaz de soportar. Luego, viene la mutación final. A ti te ocurrirá pronto, hombre. Y serás como yo...

—¡Nooo!

—Sí, hombre. Nada ni nadie puede evitarlo ya. El virus se desarrolló en ti, creció y se hizo fuerte. Ahora eres prácticamente un Kluviano. Pero todavía conservas algo humano en tu persona. Por eso tienes que venirte con nosotros.

—¿Adónde? —jadeó Rod—. ¿A vuestro mundo acaso?

—No. No tan lejos —el sonido del insecto colosal fue burlón—. Tardarías quizá demasiado en llegar. Son otros soles, otros sistemas planetarios muy distintos a éste, hombre. Sólo que la Tierra tiene las condiciones climatológicas que nos convienen... y nuestro planeta está en período de descomposición, de aniquilamiento final. Necesitamos la Tierra para seguir viviendo. Aquí edificaremos nuestra nueva vivienda por siglos y siglos. Kluve ha de trasladarse. Éste es el principio de vuestro fin, hombre.

Entonces la hormiga se movió. Avanzó ante el alucinado Rod, que era incapaz de moverse. Contempló horrorizado cómo agarraba con sus patas los cuerpos de Ellen y el doctor Greaves. Se precipitó sobre el monstruo vidrioso con un aullido.

—¡No! ¡Ellos no! ¡Llévame a mí, puesto que soy casi uno de los vuestros, pero no a ellos! ¡Ellos no pueden ser arrancados de su mundo, de su planeta! ¡Morirían!

—Todo lo que vive, muere —sentenció la hormiga haciendo frente a Rod. Y éste descubrió entonces de dónde procedía su «voz». No eran sonidos, sino simples emisiones magnéticas que brotaban en ondas de sus antenas. Sonidos en una frecuencia tal que, sin duda, no producían realmente «sonido» alguno... salvo al llegar, como emisiones mentales o telepáticas, a su propia mente, que ejercía el papel de receptor.

—¡No puedes llevarte a ellos! ¿Para qué los querréis vosotros? ¡No están contaminados, no son de tu especie... ni de la mía!

—Pero son seres humanos. Nuestros sabios podrán estudiar su estructura, su especie, sus funciones biológicas... Eso nos será muy útil para el inmediato día de la invasión decisiva, hombre. Ahora, vamos.

—¡No iré! ¡No iré si insistes en llevar a mis amigos!

—Vendrás, quieras o no. Ellos viven aún. Sólo que nosotros emitimos unas ondas que aturden y adormecen a los humanos. Tú no puedes sentirlas apenas porque vas dejando de ser humano. Pero ellos las captaron en el acto y cayeron. Van a venir con nosotros a nuestra base terrestre.

—¿Una base terrestre?

—Sí. Allá arriba, sobre las nubes... Nuestra nave-cuartel. Desde allí preparamos el terreno para el ataque final de Kluve. La nave, el esfuerzo total de este ataque ha llevado siglos enteros. Más de cinco mil años vuestros. La primera vez que exploramos la Tierra existían esos seres que ahora contempláis petrificados en los museos. Por eso elegimos los egipcios para depositar la piedra. En cinco mil años el mundo ha cambiado mucho. Pero los humanos, no. Seguís siendo fáciles de vencer. Muy fáciles.

—A pesar de esa facilidad no me vas a derrotar. Seré pronto uno como vosotros, un repugnante y asqueroso monstruo, pero aún tengo algo de humano. ¡Y no iré, maldito bicho!

Retrocedió, asqueado, y cargó luego contra la hormiga para arrancar de sus extrañas patas a los cautivos Greaves y Ellen.

No logró nada. En vez de eso, Rod Barnes vio a la hormiga roja cruzar de nuevo sus antenas. Pero esta vez cruzando también con ellas sus dos patas delanteras.

Algo parecido a un chispazo eléctrico, a una descarga tormentosa de vivísimo tono cárdeno-rojizo, se produjo ante él. Una sacudida formidable, violenta y fría, le sacudió. No hubo sonido. Todo fue silencioso, rápido.

Pero Rod Barnes cayó de rodillas, luego de bruces sobre la alfombra, ante su monstruoso enemigo. Como abatido por aquel extraño y siniestro rayo. Como fulminado por una fuerza siniestra y desconocida, que ni siquiera un «Superhombre» podía combatir... 

CAPÍTULO VIII

EN LA BASE ESPACIAL 

LA negrura había invadido a Rod Barnes cuando cayó ante la monstruosa hormiga roja.

Cuando la negrura desapareció habían cambiado muchas cosas.

Rod Barnes no podía imaginarse cómo la hormiga roja pudo salir con él al exterior, quizá con Greaves y Ellen también... y alcanzar así su base en el aire, la que había citado como próxima a la Tierra. Pero ciertamente no tuvo la menor duda de que era en esa fantástica base donde ahora se hallaba.

Miró a su alrededor nada más volver en sí.

Aquellas paredes no eran las suyas, ni siquiera las de un lugar habitual o vulgar de su planeta. Era una pared rojiza, vidriosa, tersa, fría. Una pared curvada, sin auténticos muros y techo, formando todo ello como un caparazón hemisférico sobre su cabeza. Sin puertas, aberturas, ni muebles. Sin nada común a los humanos, con un suelo terso, oscuro, brillante, sobre el que yacía su cuerpo, de piel intensamente enrojecida, como recubierta por una costra o caparazón duro, vidrioso, flexible pero de una dureza blindada.

Se miró las manos, estremecido. Las últimas brumas de aturdimiento huyeron como por ensalmo. Sus dedos tenían su forma y estructura normales, eso sí. Pero nada más. Aquel color, aquella materia epidérmica, en nada se parecía a la suya. Imaginaba el monstruoso y horrible aspecto que debía ofrecer ahora. Daría auténtico terror verle. Si su rostro mantenía aquel color y rigidez, cosas que comprobó con sólo tocarse las mejillas con los dedos, resultaría tan repugnante como la propia hormiga monstruosa, llegada de los espacios exteriores de la Tierra.

—¡Estúpido de mí! —masculló, furioso consigo mismo, dando unos pasos torpes por la rara y fría estancia—. ¡Yo que creí ser un auténtico «Superhombre» superior a todos, dotado de poderes sobrenaturales, concedidos por una Providencia que hizo de mí el vehículo capaz de aniquilar a los «gangsters» y granujas de la ciudad. ¡Y lo que hice fue aniquilar un mal menor, una lacra humana que la justicia misma hubiera acabado por aniquilar con sus propios medios, y permití que, con mi ciega complicidad, germinase una amenaza más terrible y demoníaca! ¡Una invasión de otros mundos, un aniquilamiento horrible para la especie humana, bajo el poder satánico de esas alimañas de otro planeta!

Se golpeó el rostro, frenético, trató de gritar, enfurecido, insultándose rabiosamente. Sorprendido, notó que apenas surgían gritos o sonidos agudos de su boca. Algo en el ambiente, en el aire de aquel recinto, ahogaba la voz, la reducía a nulos sonidos, apenas perceptibles. O quizás era que en su naturaleza empezaba a actuar la tremenda metamorfosis y que, poco a poco, iba perdiendo sus atributos humanos, uno de los cuales era la voz. Angustiado, pensó en que pronto vería deformarse su cuerpo para convertirse en los dos ovoides de una hormiga roja, gigante, de los que surgirían antenas con las cuales emitiría ideas sin necesidad de utilizar la voz, sin posibilidad siquiera de aquel gran desahogo del hombre.

Era un destino atroz, odioso. Deseó mil veces la muerte antes de que prosiguiera aquella mutación alucinante. Pero sabía que ni siquiera era fácil morir siendo una de aquellas cosas o entes himenópteros, de gigantesco volumen y aterrador poder físico y mental, contra el que nada podría hacer la débil especie humana.

Rod Barnes paseó por la cámara de curvados muros, reflexionando de forma apremiante, preguntándose qué sería de Ellen y del doctor Greaves, raptados, como él, por el emisario o explorador de aquel poder maléfico llegado de los cielos.

Barnes no veía salida, no encontraba posibilidad alguna de luchar contra aquella fuerza terrorífica. O quizá su mente, atrofiada ya por la influencia del invasor, no era capaz de hallarla. Pero si ni siquiera las armas atómicas lograban aniquilarlos, como quedó demostrado cuando estalló a sus pies una carga nuclear, ¿de qué otro modo se les podría combatir?

La monstruosa hormiga tuvo razón. Eran muy débiles los humanos para enfrentarse a aquella amenaza llegada de lejanos sistemas solares, de planetas remotos, quizá nunca sospechados ni siquiera por los astrónomos. En la ilimitada extensión, en el infinito del Universo, ¿quién podía saber dónde se hallaba un mundo en trance de extinción al que sus habitantes, insectos inteligentes y poderosos, llamaban Kluve?

¿Dónde, a qué increíbles y fabulosas distancias podía encontrarse el lugar de origen de aquella nave espacial en la que, a no dudar, se hallaba prisionero ahora, junto con Ellen y el doctor Greaves, esperando su fatídico, espeluznante destino?

Todo eran preguntas sin respuesta. Quizá los insectos dotados de antenas fuesen mucho más inteligentes y claros de visión que los humanos. Pero, ciertamente, ninguna facultad mental extraordinaria habían logrado inculcarle junto con el virus de su transmutación aterradora.

El horror había caído sobre ellos tres con fuerza demoledora. Pero aquello sólo era el principio. Luego, aquel mismo horror caería sobre el resto de la especie humana. Y él, condenado ya fatalmente al desastre, abocado a convertirse en breve plazo en una bestia delirante y cruel, no podía hacer nada... No ya por él, que no tenía remedio, que era como un leproso al borde de su horrenda muerte, sino al menos por Ellen, por Greaves, por los demás seres humanos que padecerían aquel tremendo azote sin la menor posibilidad de defensa, de lucha, de salvación...

Consultó la hora en su reloj. Era algo que no le habían quitado los kluvianos. Algo que evidentemente carecía de valor para ellos. Sus ropas de ser humano, su reloj, su calzado... Sin embargo, le habían desprovisto de todo lo demás. Su pluma, sus papeles, su arma, que ni siquiera había llegado a utilizar, puesto que sus facultades de ser sobrehumano la hicieron inútil. Una de las pistolas electrónicas arrancadas a los rufianes del «Whispering».

De todas formas, tampoco hubiera esperado obtener nada con ella ni con cosa alguna de las que los kluvianos le quitaron. Acaso con los objetos podían estudiar mejor a los hombres y sus costumbres. Eran como repelentes cazadores, examinando previamente unos ejemplares cautivos de los animales a los que iban a cazar luego despiadadamente.

El reloj marcaba las once. No sabía si del día o de la noche, si del mismo día de su rapto o de cien días después. Sólo sabía que eran las once y que su reloj estaba en marcha. Eso era todo.

No sentía apetito ni sed. Nada en absoluto. Esto debía formar parte del cambio físico. Nada de debilidades humanas. Nada de sensaciones normales.

—Dios mío, si me fuera posible volver a ser el que era... Aquel Rod Barnes de antes, el que siempre fui —susurró, convulso.

Se dejó caer, desalentado, sobre el suelo vidrioso, terso. Allí permaneció, confuso y estremecido, sin saber qué hacer, qué pensar.

El muro se movió de repente. Un segmento en él se abrió con lentitud, deslizándose dentro del propio muro, y una de aquellas dantescas hormigas rojas, ciclópeas, se movió hacia él, como un maligno cuerpo vidrioso, fosforescente, color carmesí, moviendo sus antenas para emitir sonidos o simples ideas telepáticamente transmitidas, que a Rod le daban la exacta impresión física de sonidos.

—Hola, hombre —dijo la hormiga, con su chirriante y fea «voz»—. ¿Por fin vuelves a tu consciencia?

—Eso parece —Rod no se movió del suelo, sino que continuó reclinado perezosamente—. Pero ¿por qué no dejas de llamarme «hombre»? Ni siquiera lo soy ya...

—Todavía existen en ti moléculas, átomos humanos, en cantidad suficiente para que prospere tu especie sobre la nuestra. Pero eso durará poco, ciertamente. La acción del virus inyectado es lenta pero segura. Va nutriéndose de tus propios microbios, célula y tejidos. Finalmente, como en el período de una larva de vuestro mundo, surgirá de tu pobre físico de hombre, triunfante y poderoso, otro kluviano. Y la gran experiencia habrá tenido completo éxito.

—¿Dónde están Ellen McCabe y el doctor Greaves? —pidió Rod roncamente.

—En esta misma nave, ya te lo dije. Sometidos a pruebas científicas por nuestros investigadores biológicos. Están examinando sus reacciones mentales y físicas, su naturaleza toda. Eso nos permitirá conocer a los humanos.

—Pero... pero ¿han sufrido daño? ¿Qué les habéis hecho, malditos insectos?

—Nada malo... todavía —era como una risa lo que bailoteaba en los chirridos—. No tardarán, sin embargo, en pasar a las cámaras de vivisección. Allí, forzosamente, le serán extraídos los cerebros y separadas sus vísceras para el análisis en secciones diferentes.

—¡Canallas, asesinos! —aulló Rod, incorporándose furiosamente.

—Recuerda, hombre, que aquí no eres ningún ser supremo. Nosotros somos infinitamente superiores a ti Y podemos destruirte en un momento.

—¡No me importa! Prefiero correr la suerte de ellos a sobrevivir. ¡Y menos aún convertido en un asqueroso y repugnante bicho de vuestro sucio mundo!

—No tenemos en cuenta tus insultos. Carecemos de sensibilidad, de modo que pierdes el tiempo.

—Lo imaginaba —se apoyó jadeante en el muro vidrioso. Inclinó la cabeza, sintiéndose total, irremediablemente vencido—. ¿Qué lugar es éste realmente?

—Te lo dijimos, hombre. Nuestra nave espacial. Es un cuartel general o base sobre la Tierra. Flotamos muy altos en el espacio, sobre las nubes. No nos puede detectar vuestro radar ni vuestros sistemas de detección porque somos antimagnéticos. De modo, hombre, que estamos seguros.

—¿Cómo pudisteis traernos hasta aquí? —preguntó Rod.

—El Explorador Uno lo hizo. El Supremo Rector da las órdenes, y nosotros, sus exploradores, obedecemos.

—¿Cómo pudo hacerlo?

—Volando —explicó la hormiga roja—. Somos capaces de volar debido a nuestras enormes facultades. Tú lo hiciste, ¿recuerdas? El vuelo de nuestro Explorador Uno, con vosotros entre sus patas, le llevó sobre las nubes. Lo hizo al anochecer, cuando nadie podía verle. Allí lo recogimos con nuestra nave. Eso es todo. Pero a bordo disponemos de una nave más pequeña, en la que podemos trasladar a cualquiera de nuestros exploradores, en un caso de urgencia, hasta cualquier punto de la Tierra. Es autónoma y posiblemente la conocerás tú también... cuando seas uno de nosotros y actúes como explorador en la conquista de ese mundo.

—¡Dios mío, sois repugnantes, malditos bichos! —masculló Rod—. Nada se os escapa, parecéis criaturas del infierno.

—Empleamos nuestra inteligencia, hombre. En cosas concretas, eficaces, prácticas. Y somos más poderosos que nadie. Eso es todo.

—¿Dónde tenéis a vuestro Supremo Rector? ¿En Kluve?

—Sí. Desde aquí le enviamos nuestros informes. Nuestro poder telepático es muy grande. Y el suyo de recepción, mayor aún. Nuestro Supremo Rector, desde el planeta Kluve, dirige la invasión.

—¿Y si algo os sucediera, si os hubiera sucedido un desastre... qué haría ese Supremo Rector de vuestra asquerosa especie?

—Eso no sucederá nunca. Nosotros venceremos.

—¡Ya lo sé! Pero imaginad por un momento... que ello sucediera.

—Imaginar cosas improbables o imposibles desgasta la inteligencia. Nosotros no perdemos energías estúpidamente. De ahí nuestra superioridad. Son cinco mil años preparando este gran asalto de nuestra raza a un nuevo planeta que va a ser nuestro. No habrá fracaso. Pero si lo hubiera habido el Supremo Rector es lo bastante inteligente y poderoso para comprenderlo y renunciar. O para disponer de nuevo el asalto a través de otros cinco mil años.

—¿No os importa el tiempo? ¿Sois realmente inmortales?

—Si entiendes por inmortal vivir lo que vosotros consideráis como diez o veinte mil años... sí. Pero llega un día que nuestra especie se va agotando, envejece. Los miembros envejecidos no llegan a morir.

—¿Qué sucede con ellos?

—Los devoramos —dijo fríamente la hormiga del espacio—. Y nuestra inteligencia se acrecienta con la que absorbemos de ellos.

Rod Barnes se estremeció. Aquello resultaba cada vez más horrible. Dudaba de que el más febril de los enfermos hubiera podido tener jamás una alucinación, una pesadilla semejante. Era peor que el más dantesco «delirium tremens». Era un horror sin límites.

Monstruos que duraban miles de años, que se devoraban entre sí. Que pensaban, vivían y no sentían. Que destruían y dominaban fría, sistemática, inexorablemente...

—¡Dios mío, si realmente merecemos esta suerte! —oró Rod Barnes, con voz afónica, sorda, sin timbre ni potencia—. Pero si no somos merecedores de tanto horror... Señor, danos la posibilidad de luchar, de vencer de algún modo. Sólo Tú puedes cambiar el destino de tus criaturas humanas...

La hormiga roja que le visitara parecía burlarse de su plegaria fervorosa. Retrocedía, produciendo con sus antenas un sonido áspero, como de papel de lija estrujado. Quizá reía, a su modo, de aquella fe que aún brillaba, muy débil, en el fondo de un ser humano en trance de perder su condición, para convertirse en un insecto monstruoso y terrible.

—Volveré más tarde, hombre —dijo—. Nuestros científicos tienen que examinarte en la Cámara de Estudios Orgánicos. Allí verán cómo funciona tu metamorfosis, y la forma en que los humanos se convierten en kluvianos. Si todo va bien y se sienten satisfechos, es posible que el primer paso de la invasión sea ese: ir convirtiendo a un número amplio de terrestres en kluvianos en potencia. Ellos serán nuestros mejores agentes y soldados. Y marcarán el principio del fin para los de tu especie, hombre.

Se alejó definitivamente. Se cerró el segmento vidrioso del muro. Rod Barnes lo golpeó con fuerza, lanzándose sobre él. Nada logró. Parecía descargar golpes sobre caucho o un muro acolchado. No sonaban siquiera sus impactos con los nudillos. Solamente un ahogado «ploc, ploc», que le dio aún mayor impresión de impotencia, de inutilidad total.

Retrocedió desalentado. Alguna vez en la Tierra había sido un «Superhombre». Había sido más fuerte, más poderoso y superdotado que nadie. Pero allí, en la base del espacio, no era absolutamente nada. Peor que un niño indefenso, rodeado de titanes. Sus fuerzas eran nulas, su poder el de un pobre insecto en la Tierra.

Ya ni siquiera se encontraba con ánimos para resistir, Estaba vencido. Total, absolutamente vencido, como la Tierra lo estaría pronto. Y lo sabía.

*     *     *

Una nueva mirada al reloj. Continuaba funcionando normalmente. Como si estuviera en la Tierra. Ahora eran las dos. Las dos ¿de qué?

No lo sabía. No tenía sueño, por lo que cabía suponer que era la tarde y no la madrugada, pero eso nada significaba. Su naturaleza toda estaba imitándose. Le causaba horror mirarse ya la piel, del color de un crustáceo cocido, tersa y como si fuera plástico rígido. ¿Por qué no podían evolucionar también sus hábitos, sus normas? Quizá las hormigas de Kluve dormían a otras horas. Quizá ni siquiera dormían. O lo hacían, como sus homónimas de la Tierra, durante invernadas enteras.

La mutación de su piel, de su color, de todo su ser, era evidente, clara. Iba advirtiéndolo por horas.

Y con ello muchas otras cosas cambiaban en él. Lo notaba cuando se examinaba a sí mismo, fría y serenamente. Al golpearse, al intentar causarse daño deliberadamente, no conseguía otra cosa que hacer vibrar su piel como si ésta fuera cristal. Y sus pensamientos iban cambiando. Pensaba en Ellen o en Greaves, víctimas condenadas a un final horrible, a bordo de aquella nave, con total indiferencia, sin preocuparse ya demasiado por ellos. No miraba con asco y aversión a las hormigas rojas, gigantescas. Es más, empezaba a sentir cierta simpatía, cierta tolerancia hacia los insectos de Kluve. Eso era un mal indicio.

—Sin duda estoy entrando en el último período de la transmutación fisicomental —se dijo para sí, dando unos pasos lentos, perezosos, por la extraña celda en que se hallaba—. ¿Cuánto durará? ¿Cuánto tardaré en dejar de sentir, en ser uno de «ellos», en no torturarme más con la idea de la suerte horrenda que espera a los demás? ¿Cuándo, Dios mío, penetraré en esa dulce, consoladora ignorancia, indiferencia o lo que sea?

Había perdido un poco también la noción del tiempo. Ya ni siquiera sabía si hacía un día, dos o tres, desde que despertó a bordo de la siniestra nave espacial, o si era solamente cuestión de horas. Después de todo, aquello también le daba igual. Todo empezaba a ser lo mismo, a carecer de un exacto, justo valor...

Aquél era su infierno. El infierno en que Rod Barnes, cautivo de los kluvianos, y en período crítico de mutación, para convertirse en otra hormiga roja y gigantesca, de vidriosa epidermis, vivía durante aquellas últimas horas de su vida como ser humano.

Y solamente una idea le perforaba la mente, quizá en las últimas intentonas por seguir siendo una persona normal, un ente sensible a las emociones de su especie. Una idea obsesiva, fija, agobiante:

¿Cuánto iba a durar su suplicio aún? ¿Cuánto tiempo todavía...?

A eso, desgraciadamente, no había respuesta. Como a tantas otras cosas angustiosas que rodeaban a Rod Barnes con un cerco frenético y delirante! nadie iba a contestarle.

Sólo quedaba esperar. Esperar y esperar... 

CAPÍTULO IX

LA CRISIS FINAL 

LEVANTÓ la cabeza. Perplejo; sorprendido.

Estaba seguro de ello. Había sonado en su celda vítrea, roja, luminiscente. Por vez primera desde su encarcelamiento en la nave espacial, lo había percibido claramente.

Una voz. Palabras. ¡Palabras humanas... que él no había, pronunciado!

Escuchó, entre confuso y aturdido. Las palabras, muy tenues, muy suaves, como algo lejano, llegaron a él:

—... «Forzándolo, puedes incluso elevar su sonido hasta una buena potencia. Es un magnetófono microscópico, que funciona automáticamente cuando se le pulsa la corona fuertemente. ¿Crees que puede serte útil, Rod?».

Era una voz familiar... Una voz que hizo estremecer al hombre enrojecido, endurecido, extraño, que se transformaba lentamente, en aquella celda aérea.

¡Ellen McCabe! ¡Era su voz la que llegaba de... de alguna parte!

Miró a su reloj de nuevo. Y esta vez no era para ver la hora. Había recordado de súbito. La idea se confirmó al escuchar su propia voz, hablando desde aquel reloj de apariencia vulgar:

»—Eso nunca se sabe —estaba diciendo—. Por tanto, acepto tu obsequio y...».

Oprimió la corona. Terminó su voz. Sonrió. O lo intentó. Pero la piel de su rostro no respondía. No cedía a su esfuerzo por sonreír. Se endurecía. Como su corazón, como todo él. Evidentemente, las hormigas intelectuales de Kluve no sonreían.

La cinta magnética de alta fidelidad había grabado la conversación que sostuvieron Ellen y él cuando ella le regaló el reloj. Quizás ella presionó la corona involuntariamente y lo puso en funcionamiento. O lo hizo él. Ahora el microscópico mecanismo funcionaba quizá por una nueva presión involuntaria en la corona y repitió lo grabado entonces. Rod sabía que, dando vueltas a la corona aumentaría el volumen de las voces. Pero no hacía falta. Su solo sonido era como un alivio, como un recuerdo. Como una llamada sobrenatural, advirtiéndole sin palabras: ¡Rod, todavía eres un ser humano!

Ocultó el rostro entre ambas manos. Reflexionó, aturdido. ¿Qué podía hacer él? ¿Qué podía intentar allí encerrado, en un lugar que desconocía, para salvar a Ellen, a Greaves... cuando quizás ya ni siquiera existían ambos, salvo dispersos en fragmentos y vísceras, en diferentes centros experimentales e investigadores de la siniestra base espacial?

Era un callejón sin salida. Todo era inútil. No debía haber escuchado aquella última llamada de su espíritu, de su ánimo de hombre, de criatura de Dios. No, era mejor ser sordo, cerrar los oídos a todo. El sonido le dolía, le causaba daño. Se cubrió los oídos, furiosamente. No quería oír. No oiría nada más. Ni siquiera su propia voz...

—Vamos, hombre. Es la hora de comprobar científicamente tu progresión mutante. Los científicos te van a examinar. En marcha hacia el gran laboratorio.

Aquella voz era diferente. Sonaba agradablemente, a pesar de que antes le pareciera insoportable su chirrido. No necesitó abrir los ojos de nuevo para descubrir que una de las hormigas rojas gigantescas estaba ante él y le invitaba a seguirle.

La voz mental, telepática, no molestaba, no hería, no torturaba su mente ni sus oídos. Evidentemente, mucho había cambiado Rod Barnes últimamente.

—Sí —dijo con voz suave, apenas un murmullo audible—. Ya voy.

Y dócilmente, como si ya fuera íntegramente uno de «ellos», emprendió la marcha detrás del insecto gigantesco.

*     *     *

La lenta y cansada marcha terminó.

Desde la celda, una especie de túnel cilíndrico o tubo le había guiado hasta la entrada aquella. La entrada, cristalina y luminiscente también, se elevó deslizándose hacia arriba sin ruido. Tampoco sus pasos habían sonado en el túnel. Ni los de él, ni los de las seis patas de la monstruosa hormiga roja.

Al otro lado de la puerta circular se hallaba el gran laboratorio.

Rod Barnes pisó el suelo negro, vítreo, donde sus pasos eran sólo ahogados roces. Ni un ruido, ni un murmullo, ni el zumbido de un mecanismo, a pesar de que había cuadros electrónicos y magnéticos de complicado funcionamiento. Ante ellos, como abominables seres dotados de increíble agudeza, otras hormigas rojas de gran volumen aplicaban sus patas con celeridad pasmosa sobre los botones y resortes de los tableros magnéticos.

—Ahí, hombre —le indicó escuetamente la hormiga-guía, friccionando sus antenas—. Tiéndete ahí.

Se trataba de una mesa circular, con una campana de vidrio encendida. Cuando él se echara, la campana descendería y le encerraría dentro. Una serie de complicados electrodos y células marcarían sus reacciones, controladas perfectamente en los tableros de los insectos inteligentes, que así irían comprobando todo su metabolismo y reacciones psíquicas y corporales.

Los kluvianos eran lo que dijeran ellos: una raza fría, inteligentísima, carente de sentimientos, de espíritu, de toda reacción anímica. Pero terriblemente avanzados y desarrollados. La Tierra no podría nada contra ellos cuando su ataque final comenzara.

Rod Barnes se movió con su docilidad de los últimos momentos hacia la mesa circular. Todo era lo mismo ya. Se dejaría analizar como lo que era ahora: un extraño ejemplar no humano, un insecto-hombre o un hombre-insecto, que iba a dejar pronto de ser una de ambas cosas para convertirse únicamente en insecto... en cruel y repugnante insecto.

Se tendió sobre la mesa circular. La campana de vidrio transparente comenzó a descender sin ruido, sin producir ni siquiera un leve zumbido.

Entonces los ojos de Rod Barnes vieron lo que sucedía en una cámara inmediata, situada más allá de los aparatos electrónicos de los seres de Kluve, y visible a través de grandes paneles cristalinos de color rojizo, totalmente transparentes y límpidos.

—¡Dios mío, no! —chilló.

O pretendió chillar en vano. Su voz no se elevó más que como un levísimo susurro, inaudible a dos pasos. No tenía voz. Y, a pesar de ello, su propio sonido le molestó, irritó todo su ser, sin que comprendiera la razón.

Luego se incorporó de un salto, pugnando por correr hacia donde veía aquella nueva y espantosa escena.

¡Detrás del muro de vidrio rojizo Ellen McCabe y el doctor Greaves ocupaban también sendas meses circulares!

Aparecían tendidos, rígidos, con finos electrodos fijados a sus sienes, muñecas y torso. Encima de ellos, a través de una gran lente de aumento, el rostro espeluznante, centuplicado, de una hormiga, roja estudiaba al parecer, a través de la visión mental de sus antenas, los movimientos y reacciones de ambos pacientes.

Y lo que era peor... ¡Un par de gigantescos bisturíes automáticos se movían hacia ellos para seccionar sus miembros y hacer la distribución de células y vísceras para el estudio exhaustivo de la raza humana, llevado a cabo por los seres de Kluve!

—¡No pueden hacer eso! —aulló Rod, con voz apagada, inaudible—. ¡No lo harán! ¡Yo he de impedirlo! ¡Oh, Dios mío, debe de haber un medio de evitar ese horror y yo lo encontraré!

Pero, evidentemente, no existía ese medio anhelado.

Porque ni siquiera logró llegar muy lejos en su afán. Los electrodos de la mesa, como algo vivo, se aferraron a sus muñecas, enroscándose igual que serpientes feroces. La campana de cristal cayó de golpe, sin ruido, cerrándole toda salida, dentro de su recinto, un poco más amplio que el círculo de la mesa donde debía tenderse.

Aporreó en vano los muros de la campana, hizo todo cuanto pudo, mientras unos indicadores luminosos señalaban sus furiosas reacciones en los tableros de control, y los cerebros de los kluvianos tomaban rápida nota de aquellas reacciones humanas con vistas a su mejor dominio y control sobre la especie a la que iban a destruir en breve.

Todo inútil. La campana resistía. La campana parecía cristal, pero poseía la dureza de todo lo que le rodeaba, empezando por las propias hormigas. Allí todo daba la impresión de ser vidrioso, cristalino, quebradizo y sin embargo poseía la dureza de granito o del acero.

Exhausto, cayó sobre la mesa circular. Los bisturíes, más allá de donde él era capaz de llegar, se aproximaban ya a Ellen y al doctor Greaves, que, inconscientes, inertes, como cadáveres en su extraña e inquietante rigidez, iban a sufrir la mutilación fría, despiadada, la vivisección más horrorosa que jamás pudiera imaginar ser viviente alguno.

—¡Dios mío, acoge nuestras almas, ya que todo afán de lucha es imposible! —susurró Rod Barnes, con una última sensación de lucidez humana, mientras, en su interior, su organismo todo luchaba consigo mismo, con el microbio triunfante sobre su naturaleza, sobre aquel fenómeno terrible de la metamorfosis de un hombre en insecto gigantesco e inteligente—. Y perdón por mi soberbia al pensar que un «Superhombre» puede hacer algo por el bien de los humanos. Creo que en ser hombres humildes, sencillos y con fe está la salvación de la pobre humanidad condenada... Una vez más, Señor, perdón por todo.

Y se dispuso a terminar como ser humano. Y a ver terminar también a Ellen McCabe, al doctor Greaves...

Ellen y él hubieran sido felices tal vez. Sí, ahora comprendía que su afecto, su simpatía por ella, era algo más que eso. Existía una mayor afinidad espiritual. Quizás era amor.

Amor... Una palabra hueca ahora, sin sentido. Un concepto vacío en aquel lugar de pesadilla, en aquel alucinante mundo, que limitaba con todo lo conocido y mostraba los umbrales siniestros y oscuros de lo ignorado.

Rod Barnes vio los gigantes bisturíes que se movían ya sobre el cráneo de Ellen, sobre el de Greaves. Pronto cortarían, henderían, mostrando su cerebro, iniciando la horrible vivisección...

—Nada se puede hacer —musitó—. Nada sino callar, cerrar los ojos y oídos. Vivir en un mundo ciego y sordo, sin luz ni sonidos.

Evocó la última vez que viera a Ellen. Cuando ella se sacrificó incluso a salir del hospital, todavía delicada, para persuadirle de que regresara con Greaves y se sometiera a un tratamiento desesperado para devolverle la normalidad.

Entonces también había sido la última vez que la oyera. No, eso no... La había oído poco antes, reproducida su voz en aquella cinta magnetofónica de su microscópico magnetófono.

Su voz, como algo lejano, perdido para siempre. Como un sonido más, que se quedaba atrás, en el mundo de los sonidos y de la luz donde él viviera, al que él perteneciera. Ahora sabía que se sumergía en un mundo de insectos, de seres sin voz, sin oídos, mudos y sordos, que utilizaban sus antenas para comunicarse, que evidentemente odiaban los sonidos y toda voz, toda vibración sonora. Odiaban a los monstruosos entes del mundo sordo. A aquellos apocalípticos insectos, con los que él se mezclaría en breve.

Sí, odiaba todo aquello, pero él mismo se iba a sumergir en aquella vida repugnante, sin que le fuera posible intentar cosa alguna por impedirlo.

La idea danzaba en su mente en aquellos momentos supremos, cruciales, en aquel trance álgido, crítico y terrible, fluctuando entre dos existencias, entre dos mundos y dos destinos diferentes.

Seres sordos... sonidos ahogados... La voz de Ellen, la suya... El magnetófono... Las palabras de Ellen otra vez... Los sordos insectos... ¿Por qué tenía que molestarles el sonido? ¿Por qué? ¿Por qué?

Su mundo cristalino, duro como la piedra. Ellos también cristalinos, duros, blindados...

Cristalinos... Sordos... Odiaban el sonido... La voz de Ellen... La cinta, magnética... Su voz... Sordos Cristal... ¡Sordos... cristal... sonido...!

Era una locura. Jamás resolvería nada. Pero la idea continuaba. Fija, obsesiva cómo si fuese algo más fuerte que él mismo que su metamorfosis monstruosa... Y la idea tomaba forma...

Rod Barnes miró su reloj. Presionó la corona. Luego, clavó los ojos en Ellen y en el doctor Greaves... El bisturí rozaba ya su cabello. Iba a empezar a cortar...

Las hormigas gigantes estaban ante sus cuadros de control. Les vigilaban, les estudiaban como si los insectos fueran ellos...

Y Rod esperaba el milagro. Lo imposible. No para él, sino para los demás. Para Ellen, para Greaves... para el mundo.

Él ya no esperaba nada para sí. Sólo morir. Porque morir era mejor que arrastrarse con su nueva y hedionda forma... 

CAPÍTULO X

¡VIBRACIÓN! 

ES un magnetófono microscópico, que funciona automáticamente...».

La voz de Ellen terminó. También la de Rod Barnes, reproducida por el magnetófono, muy bajo:

—«... es probable que pueda serme más útil que un reloj vulgar...».

Luego, un silencio. De nuevo, una voz, la de Ellen:

—¡Es Hannah, uno de los asesinos del «Whispering».

Fue entonces cuando les atacaron Hannah y su gentuza. Cuando les arrojaron los huevos grises, las granadas nucleares...

Aumentó al máximo el giro de la corona del supuesto reloj. Las hormigas inteligentes de Kluve parecieron captar algo raro en sus controles, porque sus cuerpos se movieron. Unas luces parpadeaban, señalando sin duda la frecuencia de un sonido, de una onda sonora que brotaba de la campana de cristal.

Y, de repente, la cinta magnetofónica de su diminuto grabador llegó al momento de la explosión nuclear. El sistema diminuto, de alta fidelidad y potencia, actuó, sin dar tiempo a las hormigas de controlar su amortiguamiento antimagnético.

«¡BOOOOOOOMMM!».

Rod Barnes captó enseguida la anormalidad que producía el estruendo ensordecedor, que provocó punzadas dolorosas en su cabeza, vibraciones angustiosas en todo su ser. Algo sucedía, al retumbar el estallido de la bomba, recogido por la cinta y reproducido ahora fielmente por el diminuto sistema magnético.

Rápido, Rod situó de nuevo el pulsador un poco atrás. Retrocedió la cinta automáticamente, y se repitió el estruendo.

La segunda reproducción del sonido de la bomba agrietó violentamente la campana de vidrio, la mesa circular, el suelo mismo. Rod no necesitó tocar de nuevo la corona del reloj. Por sí sola, automáticamente, iba repitiendo ahora la explosión ensordecedora, sin duda establecido un retroceso y avance repetidos de la cinta grabada dentro de la microscópica máquina...

Y a cada nuevo estallido, nuevas cosas sucedían en aquel lugar alucinante... La campana, al tercer estruendo, se desmoronó, pulverizada. También los bisturíes que amenazaban las cabezas de ambos prisioneros, habían desaparecido en menudos fragmentos, como un azucarillo disuelto por el agua.

Todo, el sucio y los muros, vibraban ahora, sacudidos por algo parecido a un movimiento sísmica en la Tierra. Las hormigas rojas abandonaban los controles, que como enloquecidos, se movían, vibrando en espasmos constantes.

—¡La vibración! —rugió Rod—. ¡La vibración sonora lo desintegra todo!

Era cierto. Muros, vidrios, aparatos, mecanismos de alta precisión, mesas y tableros, todo se agrietaba o se pulverizaba, convertido en diminutos fragmentos, en polvo de cristal... Aquellas durezas ciclópeas, pétreas, no eran nada más que fibra cristalina, durísima pero atacable por el punto en que puede serlo el más duro cuerpo: la vibración.

Aquella materia extraterrestre, procedentes de mundos sin sonidos, no estaba preparada para resistir el ataque de las vibraciones sonoras... y todo se diluía, se quebraba, sin fuerza para soportar, la frecuencia vibratoria a que era sometido ahora, con la repetición enloquecida, constante, de aquel estallido grabado en un simple magnetófono, un objeto inocente e inofensivo en la Tierra...

—¡Lo logré! —aulló Rod Barnes, aunque él mismo sentía unos escalofríos y dolores lacerantes, como si el sonido también hiciera presa en su alterada —naturaleza—. ¡Lo he logrado, Dios mío...!

Su reloj proseguía con rabiosa virulencia, insistente como el martilleo sobre un tambor gigantesco y demoledor. Las hormigas gigantes, que intentaron en principio aproximarse a Rod Barnes, se apresuraron a huir, perdiéndose por un túnel, cuyos muros temblaban violentamente, y cuyas puertas se despedazaban y diluían en fragmentos diminutos, heridas por las ondas sonoras, vibrátiles...

El prodigio de aquella gran hecatombe, provocada por lo que la mente de Rod Barnes había descubierto como arma y enemigo número uno de los invasores del espacio —el sonido—, parecía asombrar al propio Rod que, en medio de las oscilantes y convulsas sacudidas de los muros y techo curvo del lugar, gritaba y gesticulaba, enfebrecido, feliz, radiante por aquel caos...

Los muros cristalinos que le separaban de Ellen y de Greaves, se desmoronaban también, fragilísimos a pesar de su terrible dureza, y ambos prisioneros parecían volver en sí, como personajes de una fantástica leyenda de hadas y embrujamientos, rescatados por la victoria de un príncipe de finales del Siglo XX, contra el dragón terrible llegado de los cielos siderales...

Rod Barnes pensó que aquello tenía también su lógica explicación. Los controladores magnéticos que actuaban sobre ellos, inmovilizándoles, habían empezado a desintegrarse, atacados por la vibración, y el final de su acción paralizante sobre Ellen y Greaves, implicaba la reacción de estos, su vuelta a la consciencia.

—¡Rod, Rod...! —gritó Ellen, desesperada, al verle—. ¡Eres tú, Rod...!

—¡Ellen, por ahí! —Rod señaló el túnel que vibraba, agrietándose cada vez más—. ¡Seguidme, enseguida! ¡Hay que salir de aquí, encontrar la nave autónoma que ellos usan para ir a la Tierra! ¡Seguramente es de material resistente al sonido, y podrán huir en ella! ¡Nosotros debemos llegar antes, Ellen! ¡Por vosotros solamente!

—¡Red, y por ti! —gritó Ellen, corriendo hacia él, sin importarle su horrible, deformado aspecto, su piel roja y tirante—. ¡Ven con nosotros!

—¡No, Ellen, yo debo quedarme, perecer con esos monstruos! ¡Lo importante es salvaros vosotros! ¡Yo seré pronto uno de «ellos», y no haría otra cosa que provocar nuevos males y desastres en nuestro mundo! ¡Vamos, no discutáis! ¡Antes de que todo esto se derrumbe!

Ellen trató de discutir más, pero Greaves la tomó con energía, arrastrándola consigo, en pos de Rod Barnes, que corría ya al interior del túnel, sin que su reloj-magnetófono dejara de reproducir el espantoso sonido de la bomba, reproducido por mil ecos crujientes, en el lugar que se desmoronaba, que se derrumbaba como un castillo de naipes, sacudido por las ondas vibratorias del sonido improvisto, no sospechado por los monstruos de Kluve...

Rod Barnes patinaba sobre el suelo terso. Salvó una ancha grieta, chillando:

—¡Cuidado, Ellen, Greaves! ¡Salten!

Ellos lo hicieron. Detrás, parecía formar parte todo ello de un frágil decorado cinematográfico, destruido por un terremoto espectacular y tremendo. Muros, techo, aparatos y paneles, se derrumbaban, formando nubes de polvo cristalino, reducido todo a la nada en el espantoso caos provocado.

El túnel terminaba en otra sala de forma oblonga... Y allí vieron la nave autónoma, un vehículo con capacidad no superior a cuatro personas...

Las hormigas gigantes pugnaban furiosamente, como insectos vulgares, enloquecidos por un enemigo mortal, por penetrar dentro de la nave. Eran docenas de ellas, que acudían de todos los lugares de la nave espacial, en busca de la que sabían era su única salvación: la nave autónoma, de ligero metal, refractaria a la vibración.

Pero eran demasiadas para una sola nave, y su propia furia por salvarse, por huir del vehículo espacial que se les desintegraba, causaba el terrorífico caos.

Rod Barnes las contempló, asqueado y odiándolas profundamente. Docenas de cabezas repugnantes, agitando rabiosamente las antenas, al sentir la repetición del sonido, se volvieron hacia los tres humanos.

—¡Ya basta, ya basta! —chillaba la «voz» telepática emitida por las antenas de las hormigas rojas de Kluve—. ¡No, no más ruido...!

Pero Rod era ahora tan implacable como ellas lo habían sido antes. No detuvo su magnetófono diminuto. No cesó el estampido repetido una y mil veces...

¡Y, de repente... Las hormigas mismas empezaron a reventar, a romperse como globos infantiles, con seco estruendo!

Sus pieles rojizas, tersas, blindadas e invencibles hasta entonces, estallaban, vomitando un humo acuoso, vítreo, repugnante, que formaba charcos en los que se convulsionaban aquellos repugnantes seres, sacudidos por la vibración constante.

Rod Barnes rio, jubiloso. Aquellos monstruos superdotados, los que se creyeron raza suprema del Universo... perecían al ser sometidos, simplemente, a una onda sonora de especial frecuencia, a una vibración constante y repetida, sobre sus organismos habituados al silencio eterno de su Sistema Solar remoto...

Era más, mucho más de lo que él imaginara. Como neumáticos, como globos, todo reventaba allí, se diluía en repulsivo líquido vidrioso, en informes masas deshinchadas.

Rod Barnes, aunque casi enloquecido por el sonido repetido, sintiendo su propia piel tirante, dolorida, quizás a punto de reventar también, como las de los demás monstruos del espacio, siguió adelante, saltó por entre las hormigas muertas, alcanzó la pequeña nave autónoma, y abrió su portezuela con violencia.

—¡Vamos! —gritó a Ellen y al doctor—. ¡Es ya hora, vengan enseguida! ¡Esto se está acabando...!

Era cierto. Ellen y Greaves se miraron, angustiados. Todo se agrietaba, todo se iba desmoronando y pulverizando en torno suyo. Pronto sería demasiado tarde para ellos también, si no aprovechaban la oportunidad. La última oportunidad...

—Creo que él tiene razón —susurró roncamente el doctor Greaves—. Vamos, Ellen...

Avanzaron, entre fragmentos de cristal derrumbado, de cuerpos rojos, repugnantes, retorciéndose en el apocalipsis de la nave llegada de mundos lejanos. Llegaron junto a Rod. Se miraron los tres. Sin perder tiempo, Barnes les empujó.

—¡Adelante! —gritó, furioso—. ¡Salvaos vosotros! ¡Doctor, ponga en marcha esa nave! ¡Debe ser simple! ¡Y mucha suerte!

—¡Rod, querido...! —Ellen corrió a él—. Tú... ¡tú tienes que venir!

—¡No! —Rod cerró el paso a la joven, erguido en la portezuela de la nave metálica—. ¡Yo no puedo ir ya! ¡Mírame, Ellen! ¡Soy ya un medio monstruo! ¡Causaría horror a todos, quizás tendrían que destruirme...! ¡Y tú misma sentirías horror de verme!

—Rod, sólo puedo sentir admiración, cariño... ciego amor por ti... —susurró ella, mirando su rostro rojo, tirante, deforme—. Ven, por Dios... ¡Tienes que hacerlo, Rod!

—¡No! —sostuvo Barnes, enérgico—. ¡Vamos, doctor, actúe! ¡Márchense! ¡Esto se acaba ya!

Estaba mirando a Ellen mientras hablaba. El doctor Greaves se acercó a ellos; tomó a la joven por el brazo y le aconsejó:

—Sí, Ellen, es lo mejor. Vamos ya, muchacha, y deje que Rod elija lo que...

Fue inesperado, y Barnes no pudo preverlo. El doctor Greaves cargó contra él violentamente; enseguida tiró de los dos jóvenes y los metió en la nave. Luego, cerró la portezuela.

—¡No! —chilló Rod—. ¡Déjeme salir, doctor! ¡Tengo que salir inmediatamente!

Era tarde. Greaves, rápidamente, se lanzó sobre un mando rojo de la nave, lo oprimió y la nave salió disparada, con un estruendo formidable de reactores a toda presión...

Abrió un hueco tremendo en el muro de vidrio agrietado y la pequeña nave hendió el espacio, alejándose de un gigantesco plato cristalino, bruñido, que a sus espaldas, flotando en el vacío, se desmoronaba y desintegraba, dispersándose sus fragmentos en la nada...

Era el fin de la nave invasora que espiaba a la Tierra desde el espacio exterior.

Y el principio, una vez más, para los seres humanos que, en un milagroso y heroico esfuerzo, volvían a la vieja Tierra, azul, brumosa, familiar y querida.

Rod Barnes, tendido en el acolchado suelo de la nave de los Kluve, gemía angustiadamente:

—No debió hacer esto, doctor... No debió hacerlo... Yo prefería... terminar allí...

—No diga locuras, Barnes —cortó Greaves—. Usted se lo jugó todo para salvarnos. Ahora, nos toca a los humanos hacerlo todo por salvarle a usted... ¡Y creo que lo lograremos!

—¿Por qué cree semejante cosa, doctor? Sabe usted que eso es imposible...

—Lo creo... porque tengo fe en la Ciencia. Y en Dios, Barnes.

—Sí, yo también. Sin mi fe en Dios, jamás hubiera sobrevivido lo bastante para llegar a hacer lo que hice... Pero nada ni nadie me devolverá mi condición humana...

—Ten fe, querido —susurró Ellen, besando su rostro deforme, pese al esfuerzo de Rod por evitarlo—. Ten fe...

—Fe... —Rod cerró los ojos. Sintió el beso de Ellen, y un estremecimiento recorrió todo su ser—. Creo que es lo único que me queda ya en el mundo, Ellen... 

CONCLUSIÓN 

El doctor Greaves apareció ante sus ojos.

Era como una imagen borrosa, que se esforzaba en volverse nítida. Por fin, lo fue.

La primera imagen que veía, realmente, tras un largo período de sombras. Rod Barnes miró fijamente al doctor. Esperaba su respuesta. Y la temía.

—Terminó mi labor, Barnes. No puedo hacer más por usted —dijo el médico. Y no sonreía. Su rostro nada expresaba.

—Sí, lo sé...

—Le dije cuando descendíamos hacia la Tierra que tuviera fe. Se lo repetí al llegar aquí. Le pedí que no sufriera cuando los médicos, periodistas, policías y toda clase de gente le contempló, al entrar de nuevo en este hospital, tras la gran aventura y el regreso del espacio, acompañado por Ellen y por mí Le dije que todo terminaría.

—Y dijo más: había dos caminos para terminarlo, y no me los quiso negar. La definitiva curación, mi reingreso en la humana comunidad... o la muerte.

—Sí, Barnes. Un monstruo, si no puede ser aniquilado por la Ciencia... ha de serlo de cualquier otro modo. O se convierte en un peligro para todos.

—Yo lo sabía. Sabía que esto llegaría, doctor. Vamos, haga lo que crea conveniente. Aún puedo razonar, aún me siento humano. Actúe. Un disparo, una inyección, lo que sea... Espero morir, por el bien de los demás. Me siento feliz por ese sacrificio...

El doctor Greaves le miró fijamente. Se acercó más a él. Alzó una mano. Y sonrió.

Sonrió de repente. Su mano le tendía un espejo. Se miró con horror, venciendo rudamente su deseo de cerrar los ojos, de no contemplarse...

—Mire, Rod. Vuelve a ser el que era. No hay que matarle. El monstruo que crearon en usted ha muerto ya. La Ciencia, y su propia naturaleza, lo aniquilaron.

—¡Doctor! ¡Vuelvo a ser yo... yo mismo! —jadeó Barnes, estremecido, incrédulo.

—Sí, amigo mío. Vuelve a serlo. Después de todo, no eran tan fuertes como creían. La naturaleza del hombre ayudada por la Ciencia, podía vencerles. Usted les venció allí, en su ambiente... y dentro de sí mismo. Vuelve a ser su sangre, su cuerpo, sus tejidos... En fin, Rod. Vuelve a ser Rod Barnes...

—Dios mío... ¡El milagro se operó! ¡Hemos vencido, doctor Greaves!

—Sí, Rod. Le dije que tuviera fe. Dios no abandona nunca a sus criaturas. Todo se salvó. Ahora puede decir de verdad que hemos vencido...

Rod Barnes no le respondió. Acababa de ver que otra figura aparecía en su campo visual, junto al lecho de la clínica.

—Ellen... —susurró, con voz ronca, tembloroso y feliz a la vez.

—Hola, Rod. Has vencido. Venciste sobre los delincuentes normales de cualquier ciudad. Y venciste sobre los seres de otro mundo... Has sido un héroe, Rod. El mayor héroe del mundo. Todos lo saben. Y quieren agradecérselo a Rod Barnes, el hombre. Mejor podríamos decir ahora... el «Superhombre». Porque se puede ser un superhombre, siendo simplemente un hombre, Rod. Todo depende del corazón, la fe, el espíritu... y el amor a los demás.

—Ellen, ¿quieres creer que me siento el más dichoso de los hombres?

—Y yo la más dichosa de las mujeres, Rod. Porque te he recuperado. Y ahora, no pienso perderte. Nunca más, querido...

Se inclinó y lo besó. Greaves había abandonado la estancia. Rod Barnes devolvió ahora el beso a Ellen. Podía hacerlo, porque volvía a ser él. Había muerto el monstruo, vencido por la naturaleza del ser humano.

Y Ellen, la mujer que no dudó en besarle con amor auténtico, cuando inspiraba horror, le reiteraba ahora su lealtad, su cariño...

¿Qué más podía pedir un hombre que volvía de las tinieblas de la muerte y del terror, más allá de este mundo y más allá de todo lo conocido?

Sí, Rod Barnes tenía motivos para ser el hombre más feliz del mundo. En eso, nadie podría discutirle que era también un auténtico «Superhombre»...

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