martes, 25 de abril de 2023

YO NUNCA MORIRÉ (ADDISON STARR)

 

CAPÍTULO PRIMERO

 CUATERNARIO

Es curioso. Nunca había visto esa luz. Nunca.

Hay muchas luces en el cielo oscuro. Muchas, cuando no las cubren las nubes. Esas oscuras y feas nubes que, cuando estallan sobre uno, revien­tan materialmente en agua, en fulgores y en estruendos. La Tierra, entonces, se conmueve y agi­ta. El fuego todavía hierve con demasiada fuerza en sus entrañas. Los lagos de lava caliente borbo­tean allá, en la brumosa distancia caliente. Son como erupciones a flor de piel, de ese fuego inter­no y terrible que aún no hace mucho invadía la superficie de este maldito cuerpo celeste donde he nacido y donde vivo.

No sé realmente adonde llegaremos como espe­cie. Por lo que he podido averiguar, llevamos po­cos años de existencia en este mundo atormenta­do, repleto de animales monstruosamente grandes, comprados con nuestra dimensión. Cierto que no­sotros somos más inteligentes que ellos, y les com­batimos con el ingenio y la astucia. Pero aparte de eso, poca cosa más. Y no siempre son suficientes la astucia o el ingenio para sobrevivir.

Bien es cierto que debe de hacer muchos millo­nes de lunas que ellos existen. Muchos, sí. Y sus propias especies escasean todavía más. El tiempo, como yo puedo medirlo desde mi simple racioci­nio, cuenta poco para esas cosas. Hay que contar­lo por enormes distancias en soles, lunas e incluso estaciones. Cuando vienen las lluvias, es una esta­ción. Cuando nieva y el cielo brilla en las cumbres montañosas cercanas, y un helado viento azota la superficie de este lugar donde vivo, es otra esta­ción. Luego viene una, en la que los frutos, flores salvajes y arbustos, se vuelven exuberantes de ver­dor, de espléndida belleza y desarrollo. Después, ese verdor sigue, esa lujuriante espesura perma­nece, pero el sol calienta demasiado, la carne de animal se pudre si no se ha puesto en salazón con el agua de esos mares cercanos que, al evaporarse, dejan ese elemento blanco, salobre, que permite desecar las carnes y conservarlas largo tiempo. Yo digo, y todos lo dicen, que es otra estación, la úl­tima del ciclo. Cuatro épocas de similar duración. Aunque el frío siempre parece durar más, y las lluvias lo anegan todo, de modo irritante. Sólo son felices entonces esos enormes y odiosos dinosau­rios y brontosaurios que rugen por ahí, aterrori­zando a mujeres, niños y ancianos; a veces, aplas­tándolos o devorándolos. Otros tienen la misma mala fortuna, cuando una de esas horribles aves, chirriantes, un pterodáctilo de inmensas alas, atra­pa a alguna presa entre sus garras y se la lleva a sus remotos nidos en las cumbres, incluso más allá del propio mar, que sobrevuelan majestuosa­mente, perdiéndose en el horizonte marino.

No, no es ésta una época cómoda ni agradable. Nuestros antecesores, los primates, nos legaron su contextura aproximada, pero nada más. Hemos ganado en cerebro, cierto. He leído grabadas en la piedra viejas historias de primates de hace mi­llones de estaciones, y en ellas se les ve rudos, tor­pes, poco reflexivos en sus reacciones. Nosotros parecemos mejores en ese sentido. Pero la evolu­ción de nuestra curiosa especie, la única inteligen­te y racional que yo conozco, la única de piel ro­sada, ligeramente velluda al lado de otras especies vivientes, y los únicos que nos comunicamos por sonidos o palabras que tienen un cierto sentido, aunque comenzamos recientemente por guturales gruñidos de bestia salvaje, quizás no hace más de mil o dos mil estaciones, repito que esa evolución nos ha desprovisto de poder. Nuestras manos, por fuertes que sean, son mucho más débiles ya. Nues­tros músculos, por entrenados que estén forzo­samente en esta cotidiana y desesperada lucha por la supervivencia propia y de nuestros seres más queridos, los que forman la familia, en la acoge­dora paz de la cueva que es nuestro hogar, ya no son los de nuestros antecesores, y su debilidad es manifiesta, ante un animal poderoso o ante el ne­cesario esfuerzo de subir una cumbre, para huir al ataque de uno de esos feroces y gigantescos an­fibios que nos acosan, haciendo estremecer el sue­lo con sus pisadas colosales.

Pero me olvidaba del hecho que empecé a co­mentar. Fue curioso. Un curioso hecho, la verdad.

La luz.

Yo nunca vi luces así. Solamente cuando la jungla se incendió una vez, apareciendo de entre sus llamas, con bramidos espantosos, miles de criaturas salvajes, cientos de bestias inmensas, hu­yendo despavoridas del infierno ardiente. Era una de esas estaciones calurosas en que el sol cae con la fuerza misma con que la lava cae de esas mon­tañas abiertas en su cumbre, derramando el fuego de las entrañas de nuestro mundo.

Pero esa luz... No se parece en nada a un in­cendio. Aunque en cierto modo recuerda a una bola de fuego cayendo del cielo. He visto caer al­gunas piedras encendidas, meteóricas, desprendi­das de Dios sabe dónde, allá en los cielos lejanos. Esas piedras, sin embargo, ardían con fuego rojo, llameante como el del incendio en la espesura.

Esta luz, sin embargo, es azul.

Muy azul. Muy hermosa. Radiante, deslumbra­dora. Es una estrella que se acerca a mí.

Viene suavemente de los cielos. Se posa majes­tuosa unos momentos sobre el marjal, cubierto de brumas calientes. Luego flota, se aleja, sobre­vuela las arboledas carboníferas, y de repente se detiene en el aire. Parece fascinada por algo. Pero soy yo quien está fascinado por ella. La miro hip­nóticamente. Y ella parece mirarme a mí. Ella, la luz azul. Desciende otra vez. Ahora en dirección fija, decidida.

Desciende otra vez. Ahora en dirección fija, de­cidida.

Viene... hacia mí.

Viene... hacia mí.

Me asusto, claro. Echo a correr, desesperado. Me alejo a grandes zancadas. Cuando me detengo, jadeante, vuelvo los ojos, asustado. Miro hacia atrás. Un sobresalto. La luz azul está ahí todavía. Detrás de mí. Siguiéndome sin dificultades, sin problemas.

Mí terror aumenta. Esa luz... ¿Por qué viene tras de mí, por qué me sigue?

Mis pies desnudos vuelan sobre la tierra, piso­tean las charcas hediondas. Mis piernas musculo­sas, de vello rubio, se salpican de fango fétido. Mis ojos se dilatan, mirando adelante, a la noche oscura, a mi lejana gruta, donde me sentiría seguro, a salvo de la persecución de cualquier peligro, de cualquier cosa, de cualquier luz.

Tropecé y me caí.

Sí, me caí. Con aquella luz azul sobre mi cabe­za, flotando igual que una esfera de rara materia transparente, de extraña luminescencia interior, tras una pared esférica de algo parecido al globo de un ojo animal en la noche, fosforescente como los de los tigres cornúpetas de las selvas del Sur, allá en las regiones más cálidas y peligrosas del planeta...

Me sentía inundado de luz. Sobre mi cuerpo abatido en la caída, manchado de fango y semidesnudo, a no ser aquel trozo de piel velluda que cubría mi cintura y privaba a muchos de nosotros de parecemos más todavía a los monos y gorilas que a veces veíamos deambular perezosamente por las selvas, o saltar de liana en liana, para des­plazarse con más rapidez por la jungla.

La luz azul flotó unos momentos más sobre mi cuerpo. Temí que cayera sobre mí, abrasándome o helándome, porque mi instinto aún no me había aclarado del todo si aquella luz podía quemar o congelar, si era luz caliente o luz fría. Desde lue­go, no sentí ninguna impresión térmica. Y luego, de repente, la luz azul pasó sobre mí, rodó mansa­mente sobre un campo de helechos verdes y espe­sos, que hizo crujir levemente. Al fin, su rodar se detuvo, y contemplé, asombrado, que se quedaba quieta, posada en el suelo, despidiendo destellos intermitentes de luz azul. Yo los contemplaba fija­mente, como fascinado. Y, lo que era peor, sabía que cada uno de aquellos destellos era como un adormecedor para mi mente. Me di cuenta de que empezaba a no pensar claramente. Y que algo se interponía entre mi razonamiento y mi voluntad.

Aquella luz estaba dominándome. No sé cómo, pero lo estaba haciendo.

Traté de no mirar, de no fijar mis ojos en ella, de huir de su influjo, poniendo en ello toda mi vo­luntad.

Fue perfectamente inútil. Fue imposible de su atracción. Continué mirándola y dejando de ser el dueño de mi mente y de mis pensamientos, para convertirme en un ser dormido sin cerrar los ojos, despierta pero incapaz de reaccionar, de pensar o de tener alguna iniciativa. Nada de nada. Solamen­te servidumbre a... aquello.

De repente, sentí que me incorporaba. Me po­nía en pie, aunque yo nada hice por intentarlo si­quiera Avancé paso a paso, lentamente, pero con total seguridad. Paso a paso... hacia la luz azul. Paso a paso hacia aquella esfera luminosa que me atraía, magnética, como si yo fuese arrastrado por una fuerza invisible, como si mi voluntad, que me dictaba a gritos todo lo contrario, allá en los rincones de mi cerebro, estuviese ya total, práctica­mente extinguida.

Y yo sabía por qué. Yo sabía qué cosa tema la culpa. El globo de luz azul. La esfera luminescente caída del cielo, como una estrella desprendida del firmamento.

La luz a la que inexorablemente me dirigía. La luz que tenía ya ante mí, a escasa distancia; envol­viéndome en su luminosidad fantástica.

La luz...

Me envolvió total, absolutamente. Me sentí su­mergido en ella, y no supe lo que hacía, ni hacia dónde me movía, ni qué fronteras traspasaba, más allá de la barrera luminosa que había salvado bruscamente.

Lo único que supe es que sin yo mismo darme cuenta había salvado, la esfera exterior de luz, sus curvos muros brillantes. Y que estaba dentro de la nave, burbuja, globo o lo que aquello pudiera ser, y que mi entendimiento de directo descendien­te del Pitecántropo y del Oreopiteco, no podía comprender en absoluto. Era demasiado para un primate vulgar, para un hombre que estaba aún demasiado cerca de su ancestral antecesor llama­do Mono, fuese Gibón, Primate o como se le qui­siera llamar, en su transición trascendente hacia el Homínido o Humanoide típico de entonces, del momento en que yo veía la luz azul globular, el momento en que yo, Homo Sapiens incipiente, avanzadilla de un futuro superior, individuo de una especie intermedia entre el simio y el ser hu­mano, aunque ya física y anatómicamente hombre, y mentalmente alboreando en la Humanidad au­téntica, ya a la sombra del Adán creado por las manos de Jehová, me encontré ante ellos.

Y ellos me contemplaron curiosamente, en su mundo esférico de luz.

— Bienvenido seas, Hombre — me dijeron.

 *   *   *

 No eran humanos. No eran ni siquiera anima­les o seres vivientes conocidos.

No se asemejaban en nada a un saurio, a un anfibio, a un carnívoro o a una ave. Nada era pa­recido a ellos. Ni siquiera nosotros, los homínidos. Ni siquiera los monos de nuestra especie, inteli­gentes y sensibles, prudentes y justos. Ni los gori­las de especies diversas, sin evolución intelectual ni física, cubiertos de vello y de salvajismo por los cuatro costados.

Eran... diferentes.

Eran ellos. No supe definirlos. Creo que nunca sabré definirlos. Algún día, alguien dirá que fueron ángeles. Otros asegurarán que eran invasores. O alienígenos.

Pero para mí, siempre serán... ellos. Solamen­te eso. No me pregunte nadie más.

Me estaban contemplando. Yo lo sabía, lo pre­sentía, aunque no tenía ojos ni expresión. Supe que hablaban aunque no tenían boca ni emitían sonidos. Llegaba a mí su voz, o lo que fuese, por puras vibraciones que alcanzaban mi confuso ce­rebro con una nitidez y limpieza pasmosas, sin de­jarme resquicio a la duda.

Ellos eran también luz. Masas amorfas de luz azul, moviéndose como luciérnagas en el ámbito esferoide de aquel vehículo extraño, cristalino, opalescente. Eran puras y simples materias lumi­nosas, densas, agitándose en un aquelarre fantásti­co pero no inquietante, sino excitante.

Respondí con un gruñido. Sabía hablar los mo­nosílabos y poco más de mi gente de las cavernas cuaternarias. Era mi lengua, era mi modo de ex­presarme. No podían pedirme más. El Pleistoceno con sus glaciares, con sus dinosaurios ya en decli­ve, con sus invertebrados, sus aves y mamíferos, procedentes del Terciario, que quedaba cien millo­nes de estaciones atrás, según cálculos de los más viejos e inteligentes patriarcas de las tribus de las montañas, donde había gente que parecía saberlo todo.

Pero no sabían esto. No sabían que un hombre de su tiempo, un humanoide en la encrucijada Hombre-Mono, se enfrentaba al Más Allá, a una esfera de luz azul, llegada de los cielos negros y distantes, con gente luminosa e informe dentro, cuyos pensamientos puros llegaban a uno con mil veces más nitidez que cualquier palabra o sonido.

—No temas nada — me dijeron ahora—. No venimos a hacerte daño. Ni a ti ni a nadie, criatu­ra del Planeta Tierra.

Tierra. Tierra era el suelo, tierra era todo. Tie­rra era nuestro mundo. Tal vez no les faltara ra­zón. Planeta. Era un modo como otro cualquiera de llamar a nuestro ámbito vital.

Les contemplé agudamente. Se agitaban, como en una confusa danza de luz sin sonidos. Hubie­ra querido saber si tenían forma real, pero eso importaba poco. Eran inteligentes. Mucho más inteligentes que yo. Me respondían ya:

—No, no tenemos forma real como tú la en­tiendes. No nos parecemos en nada, Hombre. Sólo poseemos algo común. Dos cosas: vida e inteligen­cia. Pero en muy diversa escala. Nuestra vida alcanza millones de años-luz de duración.

—Años-luz... — repetí torpemente—. Lu... Vo­sotros sois luz.

—Eso es.

—Pero... ¿qué son años?

—Una medida del tiempo. Algún día vuestro pueblo la descubrirá. Serán diferentes años a los nuestros. Pero los años-luz son iguales para todas las criaturas del Universo.

—Universo... —repetí como un idiota—. ¿Qué es eso?

—Todo — me mostraron el cielo, el firmamen­to, los astros, con una sacudida de luz erecta y vertical como un monolito. Yo seguí su gesto de luz. Entendí a medias.

—Todo es Universo. Nosotros somos la Tierra. Y los Hombres... Y vosotros ¿qué o quiénes sois vosotros?

La masa de luz se agitó. No sabía si era una tribu, una familia, un pueblo o un solo ser. No sabía nada, ni creí que me importase demasiado. Fuese lo que fuese, era insólito.

—Vinimos de otros lugares de ese Universo sin límites que ves por las noches, ese cielo negro, cubierto de luces estelares y lejanas —explicó la voz mental. — De muy lejos, Hombre. Tan lejos, que nunca vuestra imaginación ni vuestros cono­cimientos, por siglos que pasen, por años-luz que dure el mundo vuestro, llegará hasta allí.

—¿Por qué vinisteis entonces vosotros? — pre­gunté, burdamente.

—Buena pregunta, Hombre — respondió uno—. Eres inteligente. Tienes cerebro y sabes utilizarlo, a pesar de tu tiempo y de tu gente. Eso es ya un mérito. Hablaremos contigo.

—¿No estamos hablando ya? — repliqué—. Preguntaba yo que cómo vinisteis de tan lejos. .

—Nuestro destino es viajar, Hombre — me di­jeron vagamente —. No preguntes las razones. Hay cataclismos de una magnitud que tu mente no en­tendería. No queremos confundirte, pero huimos a través del Tiempo y del Espacio, lejos de noso­tros mismos y de nuestro mundo. Cruzamos el Universo de lado a lado, en un salto de miríadas de años-luz sin posible cálculo ni medida. Pero su­frimos una avería...

—¿Avería? — indagué—. ¿Qué es?

—Imagina que te enfrentas a un dinosaurio con tu lanza. Ésta se quiebra al atacar. Diremos que sufriste entonces una avería en tu lanza. ¿En­tiendes?

—Claro — me rasqué el vello claro de mi cabe­za—. ¿Dónde está vuestra avería? ¿En esa burbu­ja que os lleva?

Hubo una conmoción entre ellos, aunque yo no creí decir nada del otro mundo. Su respuesta no se hizo esperar:

—Perfecta conclusión — admitió la voz interlocutora—. Sí, ahí está la avería.

Sacudí la cabeza, dubitativo. Miré a mi alre­dedor, a paredes curvas de luz, cuya dimensión y volumen no hubiera sabido concretar.

—Malo — comenté—. ¿Quién os arreglará eso entre mi gente? No entendemos de estas cosas.

—Lo supongo — hubo cierta ironía en el tono de los seres superiores llegados de no sé dónde —. No es un problema técnico, Hombre. Nosotros po­dríamos resolver cualquier dificultad de esa clase sin apelar a ninguna especie inferior de ningún planeta. Y no te molestes por esto, pero compren­derás que pertenecemos a un mundo de muy su­perior condición y de diferentes formas inteligentes de vida.

—No me ofendo — dije —. No sé lo que es ofenderse. No sé lo que quieren decir con eso...

—Mejor. Escucha, Hombre. Ésta es una lec­ción de humildad para los más poderosos. Eso nos hace sentirnos siempre menos soberbios y menos arrogantes. El más grande puede precisar del ínfimo ser de la Creación. Te necesitamos. Necesita­mos a ti o a uno cualquiera de tu especie.

—¿En qué sentido? — me sentía aturdido—.

No sé hacer nada de nada, salvo cazar dinosaurios, pelear con hachas de piedra, comer, beber, dormir, correr y saltar los riscos, hacer el amor a mi com­pañera... ¿Sirve algo de todo eso para vuestro caso?

—Me temo que no — dijo uno de ellos, pero no supe cuál, porque ni siquiera sabía si eran dos o un millar—. Sin embargo, algo hay que puede servir...

—¿Qué? — demandé.

—Tu fuerza.

—Mi... ¿qué?

—Tu fuerza física. Carecemos de ella. Somos puro intelecto, cerebro viviente en forma de luz. En fin, sería complejo explicarlo. No podemos ha­cer nada sin un impulso. Tú puedes dárnoslo.

—¿Cómo? — cada vez me sentía más sorpren­dido y desorientado.

—Bastará que lances una gran piedra con el suficiente impulso inicial. Recuerda esto: ha de tener un gran impulso inicial, o no servirá. Nues­tro globo de luz, de otro modo, se quedará aquí, y aquí permanecerá. Por una eternidad. O hasta ex­tinguirse en un cataclismo de vuestro mundo en formación.

—Puedo lanzar un enorme peñasco con mis manos, y su fuerza...

—No bastaría. Usa tu inteligencia, Hombre.

La tienes. Eres una criatura obra del Creador de todo el Universo. Te dotó de facultades determi­nadas. Utilízalas. Piensa, Hombre. Piensa...

—No sé... —refunfuñé—. Si mi fuerza no bas­ta, ¿qué otro medio existirá de lanzaros el peñasco encima?

—Debes encontrarlo tú. No conocemos vues­tros recursos, pero sabemos que un impulso pode­roso inicial, una fuerza de arranque, que nos lan­ce velozmente a distancia, pondrá en marcha otra vez nuestros sistemas de transporte lumínico, y seguiremos adelante por el Cosmos hacia cual­quier lejano destino en otro mundo de luz. Pien­sa... ¡Piensa!...

—Oh, si supiera qué hacer... — moví la cabeza, perplejo—. Pero no sé, no sé...

—Piénsalo. Y antes de hallar alguna solución, di, Hombre. ¿Qué te gustaría tener a cambio, qué desearías que te concediéramos en pago a ese fa­vor?

—Nada, nada — gruñí, hosco—. Si ni siquiera os pude ayudar todavía...

—No importa. Di lo que deseas. Podemos con­cederte muchas cosas. Somos poderosos, aunque por irónica paradoja, no sepamos despegar nues­tro averiado globo luminoso de la superficie de vuestro mundo convulso, en plena Prehistoria.

—He visto morir a muchos camaradas, amigos y parientes — dije, amargo—. No me gusta la Muerte. No me gusta la sangre de los cadáveres triturados, ni el color pálido de los muertos, ni el silencio y la quietud de los que dejaron la vida... Nuestro mundo irá a mejor. Progresará. Un día será algo diferente. Tan diferente. Y yo, un pobre humanoide más, ni siquiera lo veré. Como todas las criaturas, estoy condenado a nacer, vivir, mo­rir. No es justo, cuando se desea más, algo más.

Hubo una conmoción en los luminosos. Ellos parecían interesados. Fascinados, diría yo, por vez primera desde que les conocía. Me pregunté si no sería como un bicho raro bajo un estudio frío y despiadado. Como un objeto viviente, sometido a análisis exhaustivo por los Superiores.

—¿Qué, Hombre? — me preguntaron—. Defi­nitivamente, ¿qué deseas pedir?

—La vida — dije de pronto, irguiéndome.

—La vida... — se sorprendieron—. Ya la tie­nes. El Creador te dotó de ella.

—Me refiero a la Vida. A toda la vida. A no morir nunca. A ser eterno.

—Eterno... — suspiró la voz luminosa—. Sólo el Creador es Eterno. Ni su obra lo es. Todo nace, vive, muere... Es inexorable.

—Vosotros dijisteis otra cosa. Vivís siempre.

—No es exacto. Vivimos mucho. No siempre. Es diferente. Algún día termina.

—¿Cuándo?

—No sé. Nunca se sabe. Dentro de millones de años para vosotros. Millones de lunas, según tu lengua actual, Hombre.

—Nosotros vivimos poco. Estaciones, lunas... A veces cien. A veces cincuenta... No más.

—Nosotros son miles, millones de ellas...

—Deseo vivir igual. Igual que vosotros.

—Igual... Es una eternidad, Hombre. Una eter­nidad para ti.

—Sí. Eso quiero.

—Es una locura. Te cansarás.

—Nunca. Quiero vivir. Conocerlo todo. Vivirlo todo. Ser siempre yo mismo.

—¿E ir dejando todo atrás? ¿Familias, afectos, épocas, momentos...?

—¡Sí, sí!

—¿Estás seguro? Puedes llegar a ser tan viejo que la Humanidad misma haya desaparecido... y tú sigas existiendo, viviendo aún durante mucho, muchísimo tiempo...

—No importa. Quiero seguir así. Pero siem­pre joven, siempre fuerte, como ahora. No me atrae la larga vida con barbas blancas, encorvado, arrastrando las piernas, curvada la cerviz, gasta­da la vista, perdidos los dientes, tembloroso el pulso. No, eso no.

—Joven eternamente... y eternamente vivo.

—Dijisteis que no era eterna la vida.

—Eres muy astuto — parecía que reían, en un aquelarre de luz—. Un hombre tan listo, ha de hallar el medio de sacarnos de este mundo.

—Lo hallaré — prometí, solemne.

—Estás seguro de ti, Hombre.

—Muy seguro — afirmé.

—Bien. Hazlo. En el momento en que nuestra esfera de luz se eleve, se aleje, se aleje definitiva­mente y la veas perderse en el cielo, empezarás a ser inmortal. Virtualmente, vivirás más que tu mundo. Eso no es una Eternidad, pero lo parece­rá para ti. Ahora bien, recuerda esto: si algún día te cansas, si deseas morir, no podrás volverte atrás. Tus tejidos, tu ser, tu organismo, lo sopor­tarán todo: violencia, guerras, muerte, sangre, he­ridas, matanzas, enfermedades, asfixia... ¡Todo! Nunca morirás, Hombre. Nunca. Y piensa que «nunca» es una palabra terrible incluso para vivir­la, para no morir.

—No desearé morir jamás.

—No estés tan convencido de ello.

—Lo estoy. Concedédmelo.

—Está concedido. Haz tú tu parte. El resto, depende de nosotros. Adiós, Hombre... Y suerte para vivir tan larga existencia.

No pude despedirme de ellos ni puntualizar más. Ya estaba otra vez pisando el suelo, entre brumas húmedas y calientes que se enroscaban a mis pies desnudos como sierpes malignas.

La esfera flotaba allí, ante mis ojos, como algo incongruente y absurdo. Froté mis ojos, perplejo. Me' pregunté si habría soñado...

No, ni siquiera había dormido. Seguro que es­tuve dentro de aquella pequeña esfera, acaso re­ducido a un volumen muy inferior al mío real. O por algún otro prodigio.

Me incliné. Tomé un peñasco. Utilicé todas mis fuerzas. Lancé la piedra. Fue un golpe titánico, pero solamente desplazó la esfera cosa de un tre­cho, tras una rara vibración metálica, que yo no conocía. La esfera parpadeó. No se alejó.

Resoplé. No podía fracasar. Si era cierto que podía seguir eternamente con vida, debía de cum­plir mi parte en el compromiso. Y no la había cumplido aún...

Medité, contemplando las lianas, los peñascos grandes, los altos y flexibles troncos de arbustos carboníferos.

De repente, la idea me asaltó. No sé por qué, pero supe cómo hacerlo.

Febrilmente, me precipité sobre dos árboles. Los curvé violentamente, y sujeté a ambos con una fuerte liana, a un enorme peñasco. Se mantu­vieron así, combados, tocando el suelo con sus copas, increíblemente curvado su flexible tronco.

Puse sobre ellos y las lianas que en enrejado les uní, un peñasco relativamente grande. Los árboles temblaban, ávidos de soltarse, de zumbar, reco­brando su vertical...

Sonreí. Me incliné. Con energías, tiré del pe­ñasco mayor. Lo retiré y dejó de sujetar la liana principal.

Con un trallazo formidable, los dos troncos se irguieron, recuperando la verticalidad. Aquella ru­dimentaria catapulta, proyectó el peñasco contra la esfera de luz. Hubo un choque brutal, violento, que provocó ramalazos de luz azul, violenta. Caí de rodillas, temiendo lo peor. Quizá la esfera azul iba a resultar destrozada.

Resoplé, ya en pie, dilatados mis ojos.

La esfera se elevaba. Se perdía en el negro cie­lo. Se alejaba. Fue al final un remoto punto lu­minoso, como una estrella más.

Nada sucedió. Ningún prodigio, ningún hecho sobrenatural.

Pero yo me sentí inundado de una rara, diáfa­na luz interior. Mi cerebro se abrió a auténticos raudales de luz mental. Vi claro el horror prima­rio de mi época y de mi humana condición.

Y supe que, desde aquel mismo momento, mi vida duraría millones de aquellos «años» mencio­nados por los luminosos Superiores.

Supe que empezaba a ser inmortal. 

CAPÍTULO II

FARAÓN 

La sequía se prolongaba aquel año.

Era ya un largo, abrasador y tedioso verano, caliente y seco. El ganado se extinguía, el río no crecía, las lluvias no llegaban. La bendición del Nilo era como un remoto sueño imposible para la miseria del país, expectante frente al cielo azul, terso como una lámina de acero, despejado, sin nubes esperanzadoras, sin un poco de humedad ni un leve soplo de alentadora brisa...

—Pobre Egipto... — dijo alguien cerca de mí.

Me volví. Le miré. Era un hombre enjuto, seco y tostado por el crudo sol egipcio. Su pelado crá­neo brillaba como si fuese modelado en bronce.

Su mirada triste se perdía en la distancia, en las reses esqueléticas, en los pastos secos, en los huer­tos donde se secaban, sedientos, los frutos.

—Sí — dije lentamente—. Pobre Egipto...

—Los sacerdotes lo advirtieron — musitó mi vecino, lastimeramente—. La herejía del Faraón causará la ruina de Egipto. Los dioses nos casti­gan implacables, por haber negado al dios Amón, señor de todos.

No comenté nada. No era la primera vez que oía decir aquello. El pueblo cuchicheaba entre sí. El pueblo siempre cuchichea, cuando no está con­forme con sus gobernantes, pero al mismo tiempo está obligado a obedecer y a aceptar todo lo que venga de arriba, dócilmente. Con esa fingida e hi­pócrita docilidad que siempre provoca luego las grandes revueltas y derriba pedestales e ídolos humanos.

La Reforma no había gustado a Egipto. Sobre todo, a sus sacerdotes. Y éstos eran, para el pue­blo, omnímodos y omnipotentes, brazo ejecutor y voz tonante de los Dioses mismos. La convenien­cia de ellos les hacía sutiles, arteros y sumamente cuidadosos en sus maniobras. Los sacerdotes del templo de Amón, los más poderosos y mimados de todo el Imperio, se alzaban ahora, en sorda lucha, contra el Faraón Amenophis IV, de la decimoctava dinastía.

Su negación rotunda al Dios Amón, para cen­trar la religión egipcia en un monoteísmo, el del único dios a quien el Faraón adoraba, el sol, o Atón, le había ganado el odio de los sacerdotes, que veían huir su hegemonía y, sobre todo, su modo de vida fácil, suntuosa y rica en goces de to­das ciases. Egipto ardía en silenciosa rebelión con­tra su rey. Amenophis parecía ignorarlo.

Su hijo era aún un niño, demasiado joven para reinar. Pero algo se incubaba en el ambiente. El calor, la sequía y el sol atormentador, contribuían a mantener la tensión electrizante, ominosa, allí donde se respirara.

Me aparté de mi vecino. Paseé por la gran pla­za de Karnak, pensativo. Allá, en la distancia, con­tra el azul casi candente del cielo las palmeras y columnas de piedra formaban una rara mezcla de arquitectura artificial y natural, con el fondo in­creíblemente hermoso y monumental de la ave­nida de las Esfinges, que unía los templos de Kar­nak y Luxor, en la bellísima Tebas edificada por Amenhotep III, el antecesor del que derrocara la religión politeísta de Amón, y que ahora reinaba sobre nosotros, en el Egipto de trece siglos antes de Cristo y su Era.

Estaba reflexionando sobre muchas cosas. De­jaba vagar mis pies, calzados con las sandalias de punta elevada, y mi túnica liviana, de claro color, flotaba en torno a mi cuerpo enjuto, joven y vigo­roso, bronceado por el sol africano, en contraste con mi cabello rubio.

Alrededor mío, ancianos y esclavos, soldados y mujeres, deambulaban de un lado a otro, con el tenso nerviosismo de la calma, del silencio, de la expectación ante la lluvia y el temporal que no acababan de llegar, para maldición de Egipto y su Nilo.

Yo, Ankh, ciudadano egipcio, pensaba en mu­chas cosas que nada tenían que ver con Egipto, con el Egipto de la decimoctava dinastía, y sí mu­cho en cambio con Asiría y Babilonia, y con Sumeria y con la India, con Mesopotamia y los arios del Noroeste...

Era el pasado del Mundo. El pasado que co­menzó en un día remoto, entre enormes monstruos de la Prehistoria y hombres que apenas si pare­cían serlo. En tiempos en que la Tierra era fuego, agua o hielo, y el ser viviente se arrastraba por el fango hirviente o por las aguas heladas, en el Gé­nesis de las razas y las especies.

Yo, Ankh, sabía mucho de eso.

Sabía mucho más que todos cuantos me rodea­ban, que todos aquellos que veía por doquier la­mentándose en nombre de Amón y en nombre del Padre Nilo sediento. Las Pirámides y la Esfinge de Gizah, se consideraban muy viejas, con sus trece siglos largos de vida.

Y, sin embargo, yo, un hombre, un aparente mortal vulgar y sencillo, era mil veces más viejo que todo eso. Tan viejo como el mismo mundo, desde el Cuaternario en que vi una luz azul en los cielos turbulentos del principio de los tiempos...

 *   *   *

 —Te amo, Ankh.

—Te adoro, Noret. Jamás sentí nada parecido por nadie.

—Eres muy joven, amor — me acarició los ca­bellos, con aire perezoso y voluptuosa suavidad —. ¿Qué pudiste sentir tú antes? Si acaso, los balbu­ceos de la pasión y del deseo, con mujeres de cas­ta indecorosa, como las que ríen y cantan cancio­nes en el palacete de mármol del gran estanque...

Reí. Sabía a qué mujeres se refería. Eran inde­corosas, pero muy bellas. Sólo que Noret confun­día las cosas, y yo no podía ni quería disuadirla de su error. Para ella, yo era demasiado joven. Re­sultaba casi cómico.

—A veces amé a otras esclavas — dije, soña­dor —. E incluso a hermosas jóvenes de casta su­perior. Es decir, creí amarlas. Me gustaban, me atraían... Yo parecía agradarles a ellas. Y eso fue todo.

La risa de Noret sonó cantarina en el jardín exuberante, donde la sequía no se notaba, a espal­das del templo en desgracia del Dios Amón, aho­ra clausurado, aunque cuidado celosamente por descontentos, herméticos e intrigantes sacerdo­tes. Se tendió en las frescas baldosas que el sol no alcanzaba. Su cuerpo era sinuoso y curvilíneo, jo­ven y hermoso. Su boca roja y sensual, lucía hú­meda en el rostro de bronce, delicado y terso, bajo los cabellos negro-azules.

—¿Y yo? — preguntó, traviesa—. ¿Te gusto simplemente. O es cierto que sientes algo más por mí, Ankh?

—Sé que te amo, Noret. Estoy seguro esta vez.

—Casi me convences, amor. Y es que quiero dejarme convencer. — Su risa escapó con tonos cristalinos, musicales. Me rodeó con sus brazos, en los que tintinearon las pulseras de plata. Besé sus labios y ella los míos.

No sé cuánto duró ese momento. Nunca se sa­ben esas cosas. La contemplé gravemente. Ella me sonrió melosamente. Sus manos eran como seda voluptuosa y sutil entre las mías. Temía perderlas de un momento a otro, o verterlas en cascada de nácares al lago artificial donde los lotos se abrían espléndidos, a flor de agua, entre cañas de papi­ros.

Nos miramos a los ojos. Ella se estremeció de repente. Algo pareció nublarse sobre nuestras ca­bezas. Pensé si, al fin, sería una nube, una de las soñadas y anheladas nubes para un Egipto sin sequía. No, no eran nubes. Sólo pájaros. Una banda­da numerosa se había interpuesto entre el sol y nosotros, por un momento. Graznaban, alejándose hacia el sur, en busca posiblemente de tierras me­nos áridas.

—Pareció que se nublara, Ankh — musitó ella.

—Sí, lo pareció — sonreí —. Eran los pájaros. No hay nubes en el cielo.

—Es mal augurio, Ankh.

—¿Qué es lo que es mal augurio? — indagué, perplejo, mirándola con sorpresa.

—Los pájaros nublando el sol. Traen infortu­nio, Ankh.

—Tonterías. Son supersticiones solamente. No creo en ellas.

—Yo sí, Ankh. Me enseñaron a creer en todas esas cosas. He comprobado muchas veces la ver­dad... de esos temores.

—¿Qué puede significar eso, Noret? — indagué, acariciando sus mejillas tersas y suaves. —¿Qué temes?

—Que algo o alguien nos separe para siempre, Ankh... — Y con un escalofrío, se acurrucó contra mí, como si yo pudiera librarla de esos malefi­cios—. ¡No me dejes, por favor! No me dejes nunca.

—Nunca, Noret — prometí, pasando mis dedos por sus cabellos azules—. Solamente se deja a una mujer como tú cuando llega lo inevitable.

—¿La... la muerte? — musitó ella.

—Sí, la muerte. Entorné los ojos con un sus­piro. Traté de no pensar en ello, de olvidar algo que a ella no podía decirle en modo alguno. No lo logré. Añadí lentamente, con tono fatigado: — La muerte es siempre lo que separa, después de que la vida une a los seres humanos. Es una ley inmu­table como la luz de las estrellas y el curso de los tiempos, Noret.

—Lo sé... No te pido que esto continúe más allá de la muerte, sino que dure toda nuestra vida...

—El verdadero amor, Noret, va más allá de la misma vida y de la muerte — sentencié, profunda­mente preocupado—. Yo lo sé...

Noret seguía acurrucada contra mí, como im­presionada por sus temores ingenuos. Yo no hu­biera podido decirle más. No le hubiese podido revelar en buena ley por qué sabía lo que era un amor, aunque se tratase de una mujer salvaje, vestida con pieles y con su melena larga y descuidada sobre los hermosos hombros y senos desnudos...

El amor por Ura, quedaba atrás en el tiempo. En «mi» tiempo. Era sólo un vago, lejanísimo re­cuerdo ya. Como Anad, de Babilonia, durante el reinado de Hammurabi.

Mujeres en mi vida. Destellos fugaces de amor, de pasión, de cariño o de deseo. Apenas nada. Lu­minarias que se perdían en la noche remota de los tiempos. Y apenas si estaba empezando...

Yo lo sabía. Lo sabía, mientras hijos míos ha­bían perecido hacía siglos, y nietos habían desapa­recido, olvidados para siempre... En todas las oca­siones, yo, Ankh, desaparecía súbitamente, sin de­jar rastro. Pensaban que había muerto, que huía de ellos, que algo me había sucedido... Y con su duda eterna se quedaban, porque Ankh jamás vol­vía. ¿Para qué? ¿Para ver morir a Ura en su ca­verna del cuaternario, agostada su hermosura, blanco y lacio su cabello, triste su mirada? ¿Para asistir al derrumbamiento de la belleza sensual de Anad, y verla enfermar, vieja y cansada de vivir, de amar y de ser amada?

Era mejor huir, huir lejos... Ir a cualquier lu­gar, a seguir viviendo... A ver pasar el tiempo y las gentes, las épocas y los pueblos...

Viajando se olvidaba mejor. Mesopotamia, Ba­bilonia, Asiría, Egipto... Luego, sólo Dios lo sabía.

El mundo era grande. Pero no sabía aún si lo bas­tante para mí y mi deambular eterno.

Viajando se olvidaba mejor.

No quería amar a Noret, pero los sentimientos son algo que brotan aún contra la propia voluntad. Son ajenos a uno mismo y a su raciocinio. Sabía que la quería, aun sin desearlo. Era una hermosa esclava de Tebas. Era fácil amarla.

Y ella no merecía eso. No merecía enamorarse, unir acaso su vida a la mía, para el final inevitable. Cuando surgiesen las primeras huellas del tiempo, las arrugas, la- fatiga de vivir... yo tendría que de­saparecer, para que ella no advirtiese que siempre era el mismo, que me mantenía joven, eternamen­te joven, contra toda ley natural.

De repente, su voz me sobresaltó:

—Ankh, tengo miedo de otras cosas...

—¿Miedo? — la miré, alentador. Sonreí, para animarla—. ¿A qué tienes miedo ahora, pequeña? Nada malo va a suceder...

—Ankh, se trata de mi familia... y de uno de los consejeros del Faraón...

—¿Qué ocurre con ellos?

—Desean hacerme su concubina favorita. Amenofis IV me vio en palacio un día. Los pocos sacer­dotes que hipócritamente le sirven y obedecen me han ordenado que me presente en el Palacio, para pasar al servicio del Faraón. Y yo no lo deseo. ¡No quiero ir allá!

—Ellos no entenderán eso, Noret. Todas las chicas de Tebas saben que el mayor honor y más alto premio para ellas, es pasar a ser concubinas del Faraón, con la aprobación de los servidores de los Dioses.

—Pero tú no pensarás como los demás, Ankh.

—No, yo no — dije enfático—. Ni mucho me­nos, Noret. No dejaré que te lleven a palacio.

—Si viene la guardia y mi familia me lo orde­na, tendré que ir. Correr el riesgo de ser sacrifi­cada en el templo, por los sacerdotes irritados.

—Ni una cosa ni otra — repliqué, furioso—. No van a hacer su voluntad contigo, te lo aseguro. Yo estaré a tu lado para defenderte. Si es preciso, huiremos.

—¿A dónde, Ankh? El Imperio es grande, y el poder del Faraón llega a todas partes.

—El mundo es mayor aún. Te llevaré a otros lugares donde el Faraón de Egipto no es nadie.

—Ankh, ¿tú has viajado fuera de Egipto acaso? ¿Conoces otros lugares donde no manda el Fa­raón? Parece imposible...

—Una vez estuve — mentí a medias —. Hay si­tios hermosos que no son Egipto, Noret. Lugares donde no serás esclava, sino ciudadana libre.

—¿Dónde están esos sitios maravillosos, Ankh querido? Deseo ser libre, no pertenecer a la casta de las esclavas, sólo porque mi madre fue esclava, mi padre lo es, y nadie tiene el dinero para comprar mi libertad.

— Ten fe. Confía en mí. Yo impediré que te hagan cualquier cosa contra tu voluntad, estáte segura de eso. Mientras yo viva, lucharé por ti con todas mis fuerzas. — Y no añadí a eso que tal promesa era tanto como asegurarle que lucharía eternamente por ella, si fuese preciso... y si ella viviera tanto como para ese esfuerzo infinito de un hombre que no podía morir jamás.

Besé a Noret, y sentí el apasionamiento deses­perado de su abrazo, antes de separarnos de nues­tra cita habitual en los apacibles jardines, a es­paldas del gran templo.

Era como si ella se despidiese de mí. Lo intuí, y tuve miedo, pese a todas mis promesas porque yo podía ser un hombre diferente a todos en cier­to aspecto. Pero tenía mis humanas limitaciones, y no podía luchar contra el poder de un Faraón y de sus altivos consejeros y sacerdotes.

Fue cierto.

Noret se había separado de mí.

Al otro día, no acudió al jardín. No la vi por parte alguna.

Y me dirigí a su hogar, en las afueras de Tebas, no lejos del Nilo, entre campos de labranza ahora secos y a punto de estropearse sus cosechas, si antes no llegaba la lluvia providencial y comen­zaba la crecida.

Cuando llegué, supe la triste verdad. Había per­dido a Noret.

 *   *   *

 —¡No! — rugí —. ¡No voy a consentirlo!

Los padres de ella se miraron largamente, en­tre asombrados y compasivos. Eran gente sencilla, humilde, habituada a ser esclavos, a someterse a ser esclavos, a someterse siempre al dictado del más fuerte. Y el más fuerte siempre era el de cas­ta superior.

—¿Qué importa que lo consientas o no, Ankh? —replicó amargamente el padre de Noret, enco­giéndose de hombros —. Ella se fue. Se la llevaron a viva fuerza. No pudimos evitarlo. La orden ve­nía firmada por el Primer Consejero del Faraón.

—Es un gran honor que el Faraón se haya fija­do en ella, además — añadió servilmente su madre, inclinando la canosa cabeza con timidez.

—¡Es una gran infamia permitir cosas así! —aullé —. Cada ciudadano debe ser libre y dispo­ner de sí mismo, por encima de todo. ¿No propugna el Faraón la religión hacia un solo Dios, y derriban los falsos ídolos politeístas? ¿Por qué no derriban también los muros de castas, de esclavi­tudes y de tiranías que oprimen al pueblo egipcio?

—Por Atón, si te escuchan estamos perdidos — susurró el padre de Noret, asustado, mirando a un lado y otro, desde la puerta de su humilde casa—. Vete, antes de que tus locuras nos hagan caer en desgracia a todos y vayamos a las mazmo­rras de por vida.

—No, no os voy a comprometer a vosotros ni a nadie — repliqué, furioso —. Iré al palacio mis­mo del Faraón, a gritarle mi verdad. ¡El propio Amenofis va a escuchar de mis labios la verdad de Egipto y de sus gentes, el grito de protesta contra la injusticia, si tiene la suficiente dignidad de sa­lir a escucharme!

—Ankh, vuelve — jadeó la madre, horroriza­da:—. No hagas locuras... Por ese delito te corta­rán lengua y manos, antes de arrojarte al desierto, a que te coman los buitres...

—Cualquier cosa es mejor que vivir sin dig­nidad ni el derecho a ser libres — repliqué, em­prendiendo la carrera —. Quedaos con vuestro miedo y vuestra cobardía de siglos. ¡Yo gritaré hoy por todos, en el mismo palacio del Faraón!

Me alejé entre los cultivos, hacia la ciudad cu­yas luces ya se veían en el atardecer. Hachones y lámparas de aceite brillaban en las calles, plazas y edificios públicos o de las más altas castas. El Nilo despedía olor de agua estancada, y había ban­dadas de mosquitos entre los cañaverales. De al­guna parte, surgía la música de un instrumento de cuerda, y la melosa voz de una mujer, cantando al nuevo y único Dios de Egipto, Atón, que acababa de desaparecer por Poniente, hundiéndose en el horizonte entre rojos albores.

—Loco... — musitó el padre—. Está loco.

—Sufrirá la peor de las suertes, sólo por le­vantar la voz ante el palacio — añadió ella, medro­sa—. Y además de haber perdido a Noret para siempre, perderá la vida de un modo horrible...

Los dos entraron lentamente en la casa. En­cendieron una lámpara de aceite. Fuera, en las riberas agrícolas del río, la tarde era azul oscura, el calor muy denso y seco, y ni una nube asomaba en el cielo despejado y limpio.

Yo sabía todo eso aun sin verlo ni oírlo ya, ca­mino de la entrada a Tebas, capital del Imperio. No era difícil de imaginar. La fatalidad de las gentes humildes, sometidas al envilecimiento de las castas inferiores, era ya a toda prueba. Sabían que no tenían derecho a nada, y nada reclamaban.

Posiblemente tenían razón, y yo era un rebelde. Pero me gustaba ser rebelde. Algún día la Huma­nidad podría serlo con una causa, y se les escucharía y atendería. Tal vez yo llegase a verlo. Y si no era yo, ¿quién, entonces?

Me detuve, jadeante, en la gran explanada de Tebas, ante el palacio de Luxor. Allí se alojaba Amenofis IV. Soldados de uniforme, arma en ris­tre, montaban guardia. Salían y entraban cortesa­nos de alta casta, sacerdotes y todas las clases so­ciales privilegiadas en el país.

Subió las escalinatas. Me miraron los guardia­nes recelosamente. Un sacerdote me contempló, despectivo e intrigado.

Yo, de repente, me detuve. Arriba, en el centro de la fachada, un gran balcón de piedra, con te­rraza repleta de plantas y flores, asomaba a la plaza central. Estaba abierto, se veía luz radiante en su interior, acaso producida por mil lámparas encendidas.

De súbito, alcé mis brazos al cielo. Grité, esten­tóreo:

—¡Yo grito mi protesta de hombre libre, ante el Faraón de Egipto! ¡Nací en Atón, Dios único de la Naturaleza viva de nuestro mundo, y deseo la libertad para los hombres honrados, sin esclavitud ni sometimientos! ¡Si Amenofis IV, Faraón de Egipto, es la mitad de grande de lo que él y yo creemos, escuchará mi voz y atenderá mi queja! ¡Si no fuese así, yo juro ante todos que Amenofis no es digno de ser nuestro rey, ni de ser amado por el dios Atón! ,

Se hizo un silencio estupefacto en torno. El sacerdote casi se fue escaleras abajo, de puro asombro, al tropezar y descender unos escalones dando trompicones. Los soldados, atónitos, ni si­quiera sabían reaccionar, y me miraban agresivos, torvos e irritados.

Del palacio surgió un grupo de guardia, for­mado por un oficial de armadura deslumbrante, y cuatro soldados. Corrieron hacia mí, en tanto la gente formaba corrillos en la plaza, preguntándose si yo era un loco o un imbécil.

Alcé mis brazos al venir la tropa hacia mí. Ellos creyeron que iba a resistirme, e hicieron ac­ción de emplear la fuerza. Mi voz sonó potente:

—Acato la ley y me entrego a la fuerza del Fa­raón. No soy un rebelde, sino un hombre que cree en la libertad de los que nacen por voluntad de Atón. Sólo espero que también el Faraón tenga la suficiente grandeza de espíritu para acoger mis quejas.

—En marcha — ordenó abruptamente el ofi­cial, empujándome con su espada—. Vas a pagar muy cara tu osadía, plebeyo. Nadie puede insultar impunemente al Hijo Directo de Atón, Faraón de todo el Egipto.

—Mis labios no pronunciaron insultos, sino protestas — repliqué en voz muy alta —. Sigo es­perando a conocer el auténtico valor del Faraón como hombre justo y recto.

—Lo único que conocerás es la ejecución, por deslenguado — rugió el oficial, alzando su mano con ira, para abofetearme.

—¡Quietos! — ordenó una voz potente, nítida, autoritaria y sonora —. ¡Esperad!

El oficial se sobrecogió. Alzó su cabeza a lo alto. No dio crédito a sus ojos, al ver a alguien en la terraza del palacio.

—¡Señor! — susurró, trémulo. Y sé dejó caer de rodillas, lo mismo que todos los demás, inclui­dos los curiosos de la plaza, en presencia de su rey, descendiente de los Dioses de Egipto.

Sólo yo me mantuve en pie, erguido, contem­plando con arrogancia al Faraón. Luego, muy len­tamente, con ademán respetuoso, también hinqué mi rodilla y bajé la cerviz, en señal de sometimien­to y vasallaje.

La voz de Amenofis IV sonó solemne ahora, en el profundo silencio hecho en la plaza de Tebas:

—Traed a ese hombre a mi presencia, sin ha­cerle el menor daño. Inmediatamente.

 *   *   *

 — Puedes alzar la cabeza, hombre. ¿Cuál es tu nombre, di?

—Ankh, señor.

—Ankh... Curioso. Tu nombre significa «vida eterna»... Ankh es «ansata». Y ése es el nombre de la Cruz que simboliza la vida perdurable, la Eter­nidad.

—Es sólo un nombre, señor — sonreí, mirán­dole al fin al rostro.

Amenofis IV, señor de todo el Egipto, Faraón de Tebas. Era él. Ante mí, en aquella cámara real privada, era solamente un hombre lleno de poder, pero nada más. Sin su peluca de color blanco, sin atributos reales, era la de cualquier otro, aunque más lujosa y de mejor tejido. Tenía ojos grandes y agudos, gesto noble y serio, expresión altiva, pero llena de mansedumbre y de inteligencia.

—Dijiste muchas cosas altisonantes allá afue­ra— sonrió de repente el Faraón, cruzando sus brazos.

—Muchas, señor — sostuve valientemente, mi­rándole directo al rostro, pero sin altivez ni gesto insultante.

—¿Por qué lo hiciste? Si yo no te hubiera es­cuchado, mis soldados te hubiesen llevado a las mazmorras. Mis sacerdotes, consejeros u oficiales, te hubieran torturado antes de juzgarte y conde­narte a morir por insultos al Faraón.

—Lo sé, señor. Pero yo jamás insulté a mi Fa­raón. Sólo pedía libertad.

—¿Para ti? — enarcó las cejas Amenofis IV—. Pareces libre. No eres esclavo.

—No, señor. Nunca fui esclavo, aunque sea de casta inferior.

—Pareces extranjero...

—Llegué de niño a Egipto. Me crié aquí, como un egipcio más. Es hermoso el Imperio y lo es esta civilización, que perdurará eternamente tal vez. Pero socialmente no estoy satisfecho, señor.

—Bien, bien — sonrió irónicamente el rey—. Habla. ¿Qué encuentras mal?

—Que exista gente que nace como esclavo, por el simple hecho de ser hijo de esclavos o de haber sido comprado como tal. Es injusto e inhumano.

—Yo no dicté esa ley.

—Pero la conserváis, señor.

—Cierto. Sin embargo, nadie protestó jamás, excepto tú.

—Las cárceles y tumbas están llenas de hom­bres que protestaron a otros Faraones, o a perso­nas que jamás dejaron pasar la protesta al Faraón.

—Tendrás un motivo concreto para esto.

—Lo tengo, mi señor.

—Era de suponer — suspiró—. Sigue. ¿Qué te ocurre?

—Una persona ha sido atraída a la fuerza a este palacio, para la esclavitud.

—¿De veras? ¿Quién es? ¿Un pariente tuyo, un amigo?

—Es... una mujer, señor.

—Una mujer... ¿Esclava?

—Hija de esclavos — rectifiqué con frialdad —. Va a ser vuestra concubina favorita. La eligieron vuestros consejeros y sacerdotes, señor. Posible­mente ni la recordáis.

—Cierto. No la recuerdo — me miró fijamente, con expresión penetrante—. ¿Es familia tuya?

—No, mi señor.

—¿La amas?

—La amo— incliné la cabeza—. Si amar es un delito, castigadme terriblemente.

Hubo un silencio. El Faraón paseó en silencio por la cámara real. Yo contenía el aliento. De este momento dependían tantas cosas...

—Ankh, hay dos cosas que admiro particular­mente en el hombre — dijo finalmente con len­titud.

—¿Y son, señor...?

—La honradez y la sinceridad. Ambas cosas las has demostrado tú en alto grado. No temiste ni siquiera herir mi dignidad o provocar mi ira. Lo arrostraste todo... por la mujer a quien amas.

—Sí, mi señor. Y en nombre de ella y en el mío propio, por todos los que mereciendo y están ­do obligados a ser libres desde que nacieron y los dioses o el dios Atón les dio su albedrío de seres humanos, ahora se ven reducidos a una casta inferior, una clase abyecta o un sometimiento servil y vergonzoso a otros que son ante el Dios Atón iguales entre sí, sin privilegios de ninguna clase.

Amenofis, o Akenatón, como le daban en llamar ahora, desde que abjuró de los dioses y de Amón en particular, me escuchó, y luego vino hacia mí con imprevisto y fuerte impulso. Me tomó en sus brazos. Él, ¡el Faraón!, me estrechó con calor con­tra sí. Como lo que era realmente: un hombre dig­nificado por su realeza y por su propia grandeza de espíritu, no un falso y pretendido descendiente de los dioses, como decían los astutos sacerdotes de Amón, Ra Osiris, Isis, Anubis y demás deidades de un pueblo colosal en ingenio, cultura y civili­zación, y nulo en oportunidades humanas y socia­les para sus súbditos...

—Habló por tu boca la verdad, Ankh — dijo con énfasis. Parecía enternecido—. ¿Por qué supo­nes que lucho contra las deidades múltiples de mi pueblo, contra ídolos falsos, que sólo encubren egoísmos y vanidades? Para que algún día mi pue­blo sea libre, a pesar de los nobles, las castas, los jefes militares, los sacerdotes y los cortesanos. Ellos pesan a veces más que yo mismo y mi poder que suponen omnímodo. Ellos son los que crean el abismo clasista y de castas en Egipto. Es duro luchar contra ellos. Sé que lo es. Hundir a Amón y los demás dioses, me costó mucho. Ahora que lo he logrado, intuyo mi falsa posición real, mi que­rido Ankh. El hombre, por poderoso que se crea, no puede ni siquiera con los que están obligados a servirle, porque éstos sólo le sirven mientras medren a gusto. La conspiración existe ya, Ankh. El complot se teje en la sombra. Temo morir en cualquier momento, a manos de cualquiera, inclu­so del más fiel de mis servidores.

—Señor, eso no es posible — argüí impresiona­do por su tremenda confidencia personal, inconce­bible en un Faraón, hablando cara a cara con un plebeyo de casta pobre—. Nadie puede desearos tanto mal. Ni yo mismo, habiéndome quitado a mi enamorada, atentaría contra mi Rey y Señor...

—Eso demuestra tu nobleza de espíritu y tu rectitud, Ankh — suspiró él —. Bien, amigo. Has venido a ver a tu rey. Has venido a pedir justicia y comprensión. La tengo. Es justo que te escu­che... y te atienda. ¿Cómo se llama esa esclava, tu amada?

—Noret, señor...

El Faraón no comentó nada. Fue a un llamador de plata, que golpeó con fuerza. Apareció un oficial de su guardia. Amenofis, o Akenatón, le or­denó secamente:

—Haz venir a Horeb, el sacerdote. Inmediata­mente, por orden mía.

—Sí, mi señor — respondió el oficial, retirán­dose respetuoso.

Esperamos en silencio. Momentos después, en­traba en la cámara un hombre alto, altísimo más bien, y delgado como un aguja de piedra erguida al cielo. Era el hombre más alto y enjuto que ja­más vi. Llevaba las vestiduras amarillas y negras de los sacerdotes de la casa del Faraón. Se encaró respetuoso con su monarca, tras una fría, sibilina mirada de reojo hacia mí, cuajada de extrañeza y de incomodidad.

—Ordena, mi señor—dijo—. En nombre de Atón, obedeceré tus palabras, que el propio dios de la luz del día dicta por tu boca...

—Pon inmediatamente libre a la esclava Noret — dijo el Faraón, rotundo—. Y quede liberada de su condición de esclava, por orden real.

—¿Cómo, señor? — se asombró el sacerdote, irguiéndose —. Noret es la nueva esclava que ha de ser tu concubina, o en su defecto ir a servir de sacrificio al dios Atón, en el templo. Tú mismo ad­mitiste esta decisión cuando el Consejo te lo sugi­rió y yo la aprobé.

—Horeb, no quiero discusiones. Soy el Faraón de Egipto, y tú sólo mi sacerdote. No repliques. No objetes nada. No opongas argumento alguno. Es una orden real inmediata de ejecución. Sella y firma la orden de libertad y de albedrío propio. Noret deja de ser esclava. Y no será concubina ni tampoco sacrificada a ningún dios, ni siquiera a Atón, que es demasiado justo y demasiado sabio para reclamar víctimas humanas hermosas, jóve­nes y con un futuro ante sí. ¡Libertad inmediata, sin replicar, Horeb! O te expulsaré, como a todos los demás hipócritas sacerdotes de Amón.

—Sí, mi señor — apresurose a decir servilmen­te Horeb, con un centelleo de cólera y odio en sus ojos huidizos, cuya mirada hacia mí, de soslayo, era cruel y dura como pocas—. Se hará lo que diga el hijo divino de Atón.

—Y recuerda, quiero ver cumplida esa orden. Tú, Ankh — se volvió a mí—. Vendrás dentro de cinco días y cinco noches a referirme cómo fueron las cosas. Si así no sucediera, Horeb y mi guardia serían ejecutados en el acto. Ahora, vete, Horeb. Y tú, Ankh. Ve en paz y recuerda que para que la verdadera justicia llegue alguna vez a Egipto, hay que terminar con muchos males milenarios que no tuvieron remedio hasta hoy... Yo soy un Faraón que sabe escuchar a mi pueblo. Ojalá to­dos fuesen como tú, Ankh, amigo...

Me estrechó entre sus brazos de nuevo. Me sen­tí emocionado. El hombre más poderoso de la Tie­rra, al menos en aquellos momentos, me mostra­ba su auténtica dimensión humana. Amenofis IV era un gran rey. Y un gran hombre.

Y quizá por eso, cinco fechas después, tras cinco soles y cinco lunas, ya no pude ver de nue­vo a mi Faraón, al mejor Faraón de la Historia de Egipto...

 *   *   *

 —Es inaudito — jadeó la madre de Noret, con­templándonos orgullosa al regreso de la ceremo­nia—, Casados, libre mi hija del yugo de esclavi­tud... Y todo gracias al Faraón, al que pública­mente requeriste tú, Ankh, a hacer justicia. ¿Có­mo tuviste ese valor? ¿Acaso no temes a la muer­te?

La muerte...

Pensé en la vieja sombra lúgubre del Cuartenario. La muerte. La gran igualadora de todos los humanos...

No. No podía temerla. Yo, no. No la conocía. No la vería nunca. Y cuando llegase, sería tan tar­de en el Tiempo, que posiblemente la acogería como a una buena amiga, que le va a quitar a uno el cansancio y el hastío de vivir, de luchar, de no morir.

Evadí el tema, estrechando entre mis fuertes brazos de hombre joven, de atleta, tal y como era cuando una esfera azul me visitó fantásticamente, en mi mundo primario y madrugador de la Prehistoria, a la hermosa muchacha que había deja­do de ser esclava, que no sería concubina ni obje­to de sacrificio religioso:

—Sólo pedía justicia. Y el Faraón la concedió. Todos los hombres deberían hacer igual y serían escuchados.

—Escuchados, tal vez. Pero no tendrían la misma suerte. — La esclava madre de Noret me miró enternecida. — Ankh, tienes algo diferente a los demás hombres. No sé lo que es, pero al verte sé que nadie puede parecerse a ti. Sin embargo, tengo miedo por mi hija, no por ti.

—¿Por Noret? ¿Por qué? Ella es mi esposa. Yo la defiendo. Yo protejo su vida.

—Lo sé, Ankh. Pero una cosa es desearlo y otra diferente es poder hacerlo. Ankh, no la dejes nunca. Si algo le sucede, sé que no será por culpa tuya. Te admiro. Y te respeto. Todo Tebas te ad­mira hoy. Pero la gente es cobarde. Nadie reaccio­na como tú hiciste.

No dije nada. Noret se apretaba contra mí. Es­taba libre. Era mi mujer. Todo era hermoso ahora.

—Id ya en buena hora — nos deseó ella, besan­do a su hija y oprimiendo mi hombro con ternu­ra. — La barca espera. Bajad el Nilo, vivid unos días hermosos de felicidad... Cuando volváis, será hora de empezar la auténtica lucha por vuestra vida y vuestro futuro. Mi esposo y yo sólo desea­mos ya llegar felices a nuestra tumba propia, ad­quirida con sacrificios, pero de la que nadie nos arrojará jamás, cuando estemos cruzando el Valle de las Sombras, hacia el Reino de los Muertos...

Asentí. Era la fe de Egipto, y yo no podía po­nerla en duda. Nadie sabía menos que yo de la Muerte y de que seguía a ella. Ni lo sabría nunca, hasta un remoto futuro que no acertaba vislum­brar. ¿Qué reservaba aún el destino, mi caminar, infinito casi, por la vida?

—Veré al pasar por Tebas al Faraón — dije —. Se lo prometí. Es la quinta fecha de nuestro ca­lendario desde que hablé con él en palacio. Si no acudiese, Horeb y otros serían ajusticiados.

—Y nada se perdería — se estremeció Noret —. Horeb es un ser perverso, malvado como pocos. Odia al Faraón. Fingió volverse al culto de Atón, pero es falso. Le vi hablar con partidarios de Amón. No me sorprendería que estuviera confabu­lado con ellos.

En aquel momento, entró en la vivienda cerca­na al Nilo el padre dé Noret. Aferró a su hija por los brazos. Me miró a mí, exasperado:

—¡Pronto, huid!—gritó—. ¡Antes de que os den alcance esos perros! Yo os cubriré la retirada si es preciso.

—Pero... ¿qué significa? — protesté—. Noret y yo vamos a iniciar el viaje feliz...

—¡Olvidaos de eso! — aulló roncamente él —. ¡Hacedme caso, o el Sacerdote Horeb os hará pe­dazos!

—Eso no es posible — rechazó Noret, pálida —. El Faraón nos protege...

—Nadie os, protege ya — sentenció su padre, sombrío—. Ha muerto el Faraón.

—¿Qué? — aullé, horrorizado. .

—Corren rumores. Ellos afirman que fue una enfermedad rara. Todos suponen que le asesinaron los Sacerdotes de Amón. Un complot. No hay Fa­raón de momento. Su hijo, que reinará con el nombre de Tut-Ank-Amón, es todavía un niño. Ho­reb y otros sacerdotes rigen el país, en su nombre. Imaginad lo que sucederá. Hay orden de arresto y ejecución contra ti, Ankh. Y de internamiento y castigo contra la esclava Noret. Hija mía, no pudo ser. Era un sueño demasiado hermoso para ser cierto. Todavía no es tiempo de que seamos real­mente libres en nuestro mundo... ¿A qué esperáis? ¡Huid, las tropas vienen, con Horeb a la cabeza!

Recordé su mirada maligna, de soslayo, y me estremecí. Así eran los ojos de las cobras veneno­sas. No tenía miedo por mí. Yo, Ankh, no podía morir. Pero Noret...

— ¡Vamos! — rugí, tomándola por un brazo con energía—. ¡Al río, Noret! Hay que salir de Tebas lo antes posible.

Ella me siguió sin protestar. Sabía lo que esta­ba en juego. Sus padres se quedaron en la casa. Seguramente a morir defendiéndonos, cubriendo nuestra huida... Les deseé mentalmente un feliz tránsito del Valle de las Sombras, y agradecí su rasgo por Noret. Pero yo no podía quedarme allí. Noret no iría sola a ninguna parte. Si Horeb la capturaba, la haría morir en el templo, o ser concubina de él mismo y de otros.

Corrimos a la embarcación que teníamos dis­puesta en la orilla del Nilo. En la distancia oí cla­rines, estruendo de caballería. Egipto era un caos. Y nosotros, dos de sus víctimas predestinadas.

Despegamos de la orilla. Remontamos el curso del Nilo con rapidez, desplegadas las velas. Sopla­ba una brisa húmeda. Vi nubes en la distancia. Precisamente ahora... Lo único bueno de la proxi­midad del temporal era que nos ayudaba a huir. En cualquier punto del desierto, abandonaríamos la embarcación, buscando refugio a campo travie­sa, buscando un rincón lejano donde esperar a que Horeb perdiera sus privilegios.

Nuestro infortunio no lo quiso. Noret tuvo ra­zón tal vez. Una bandada de pájaros ante el sol, repentinamente... Un mal presagio...

Los soldados surgieron en ambas orillas. Nos saetearon con sus armas. Los dardos nos caían en alud. Cubrí a Noret con mi cuerpo. Ella no podía ver que los dardos de metal rebotaban en mi piel, y caían al Nilo, inofensivos. Yo era su mejor de­fensa, su protector más perfecto.

Y, de pronto, lo imprevisible. Un dardo que re­botaba en la borda de la embarcación, Noret que se movió, para tomar mejor posición y ocultarse del ataque. Ya casi dejábamos detrás nuestro, en las orillas, a los soldados del Faraón, mandados ahora por Horeb.

Noret gritó agudamente. La miré, con sobresal­to. Desorbité mis ojos.

—¡Oh, no, no! — grité, demudado.

Pero era así. Había ocurrido. Una de las flechas estaba hincada en su garganta. Justo bajo su bo­nito rostro, clavándose fuertemente en su cuello de alabastro. Una fea hilera roja brotaba de la profunda incisión.

—Noret...—gemí, aferrándola entre mis bra­zos, desesperado.

Quiso hablar, decir algo. Y lo dijo. El caso es que lo dijo, mirándome con sus hermosos ojos muy abiertos, con su rostro crispado por un dolor infinito:

—Ankh... Hasta... nunca, amor. Mala suerte.

Brotaron burbujas sanguinolentas en sus la­bios hermosos y crispados. Y se quedó quieta. Muerta en mis brazos. La miré, la contemplé, ab­sorto, anonadado... La alcé como una pluma al viento que presagiaba lluvia en el Nilo, y la salva­ción de las cosechas. Las cosechas... Pero no ella. Ella ya no. Estaba allí, conmigo. Pero sin vida. No me importaban los arañazos sangrantes de mis he­ridas superficiales. No había por qué. El enjam­bre de flechas caía sobre mí sin herirme apenas. Yo era inexpugnable.

Deposité dulcemente a Noret en el fondo de la canoa. Era un bello loto cortado de su rama, aján­dose en el sueño de la muerte. La miré. La besé.

—Adiós, Noret, mi vida... — susurré—. Ni si­quiera puedo decirte... que nos veremos en donde ahora estás. Ahora, ya lo sabes tú. Ya sabes que yo soy distinto.

Sentí rabia, ira, dolor, exasperación. Me erguí como una fiera. Como el prehistórico humanoide del Cuaternario frente a los dinosaurios. Grité algo, un rugido inmenso y estremecedor. Horeb, en la orilla, capitaneaba un grupo de soldados, daba órdenes...

Querían atraparme vivo, tras haber

Lo supe. Y me reí de ellos. Me reí con una exasperación animal que ellos no conocían.

Repentinamente, aferré una serie de flechas. Las lancé como dardos, utilizando mi fuerte mano. Mi blanco era uno solo: Horeb, el sacerdote. Y él no podía saber que yo le alcanzaría, que tenía e impulso para ello.

Le alcancé. Vi su cuerpo agitarse, estremecido de horror y sorpresa. Aferró de entre sus ropas el dardo que brotaba rígido, atravesando su corazón.

Me miró desde lejos, con odio infinito. Escupí al Nilo. Él se desplomó en su orilla. Los soldados se miraron, indecisos. La canoa se alejaba más y más.

Tomé a Noret conmigo. Nadie mancillaría ja­más su cuerpo. Nadie lo vería así. El viejo Nilo, padre de Egipto, sería su mejor tumba. Me hundí en las aguas con ella. Me sumergí hasta el fondo, cuando comenzaba a llover sobre Egipto, y los soldados olvidaban incluso sus luchas, para ben­decir la lluvia salvadora.

Yo, en el fondo del río, sin aire respirable, me hundía con Noret, para dejarla donde nadie la Reposando su eterno sueño en las aguas azules de sus sueños de niña sin libertad...

Y yo, ni siquiera podía soñar con una muerte dulce, en el fondo del Nilo.

Yo, ni siquiera allí abajo, sin aire respirable, podía morir en modo alguno. Lo sabía. Lo sabía...

Era sólo un trance más. Un suceso en una vida de siglos, de miles de años acaso... O tal vez de millones.

Pero una vez más en el Tiempo, una amarga parte de mi ser quedaba atrás, sumergida en el dolor. Sí, amé a Noret. Ahora lo sabía. Ahora esta­ba cierto de ello. La amé. Y la había perdido para siempre.

Para siempre.

Creo que aquel «siempre», nunca tuvo un signi­ficado tan profundo y aterrador como el que tenía en mi vida. 

CAPÍTULO III

LAS MIL Y UNA NOCHES

 —Es todavía un niño — dijo Filipo, mirándo­me con gesto grave—. ¿Vais a hacerle caso, Ankh-Crux?

—Es una orden real — respondí, seco —. Siem­pre han debido ser acatadas dichas órdenes, que­rido Filipo, aunque su autor sea un niño.

—No conducirán a nada bueno. Constantino no sabe lo que hace.

—Es el Rey — le recordé—. Más aún: el Em­perador. ¿Vais a discutir su autoridad?

—No puedo discutir eso, sino su capacidad de mando.

—Sabéis que su madre, Irene, ha sido depues­ta con muy buen sentido. Es una mujer dura, am­biciosa y cruel. Ni siquiera ama a su hijo. Sólo ama el poder. De entre ambos, con todos sus po­cos años, prefiero a Constantino.

—El Emperador no está muy convencido de que su madre se mantenga alejada del trono — me recordó a su vez Filipo, con gesto sarcástico —. Sé que ya varias veces ha querido traerla de nuevo a Bizancio en estos dos años que lleva fuera del poder ella.

—Sería un error muy grave — suspiré—. Esa mujer puede ser la ruina del Imperio Bizantino, Filipo. Y con ello, los árabes se harán dueños fi­nalmente de toda la Roma Oriental. El último bas­tión del Imperio, como quien dice.

—Ankh, sois un hombre extraño.

—¿Por qué decís eso?

—Defendéis a ultranza a ese niño-emperador, contra el juicio de todos los militares de este Im­perio: Y vos mismo sois militar, aunque a sueldo. Un mercenario extranjero, según los altos jefes de la Casa Imperial.

—Me tiene sin cuidado su criterio — reí, des­pectivo —. Soy extranjero en muchos sitios, y fue el propio Bizancio quien me tomó a sueldo. Acepté y le sirvo con lealtad. Cobro mi soldada y cumplo mi tarea. Ahora, me ofrece el propio Emperador una misión muy diferente. Mucho más ardua y peligrosa. Algo que nunca hace un mercenario.

—Y vos la aceptáis, Ankh.

—Eso es. Yo la acepto — sonreí.

—Caísteis bien al Emperador. ¿Qué hicisteis para ello? ¿Contarle cuentos de hadas?

—No, Filipo— le miré fríamente—. Sólo le fui leal. Y ese niño... sabe ver la lealtad donde la hay. Dios le dé esa buena vista para toda su vida, por larga que sea.

—De modo que estáis dispuesto a ir allá.

—Sí—dije, risueño—. Estoy dispuesto.

—Pueden descubriros. El castigo será la pena capital. El tajo del verdugo. Ese hombre es impla­cable. Sobre todo con los bizantinos.

—Lo sé. He oído noticias de Bagdad. Duro ca­lifa tienen los árabes ahora. El más peligroso ad­versario para Bizancio. Ya ganó dos batallas, ¿no?

—Tres — suspiró Filipo —. Pero, en una de ellas, fingimos retirarnos estratégicamente. Fue una derrota, pero creo que ni siquiera el muy po­deroso e inteligente Harum-Al-Raschid se dio cuenta de ello, gracias a Dios.

—Harum-Al-Raschid... — medité lentamente, sacudiendo la cabeza—. Peligroso enemigo para Bizancio...

—El más peligroso de todos — asintió Filipo —. Y tú vas a ir a meterte en las mismas fau­ces del lobo, Ankh.

—Es mi misión. Y la he aceptado.

—¿Qué esperas conseguir?

—No lo sé. Depende de que tenga suerte y todo salga bien. Si no... — me encogí de hombros, indi­ferente.

—Si no — completó Filipo —, el verdugo de Bagdad terminará contigo. Puedes estar seguro.

No hice comentario alguno. No merecía la pena. Tampoco Filipo hubiera entendido. Lo que para mi amigo de Bizancio era heroísmo y temeridad, para mí era algo mucho menos importante. El peligro no me preocupaba. Y yo no era ningún hé­roe. Quizá pude serlo más entonces cuando yo era todavía como los demás hombres. Ahora, eso ha­bía dejado de tener importancia para mí. Incluso el filo del hacha de un verdugo. Mi cabeza podía caer cercenada, y mi cuerpo ser enviado a los bui­tres como carroña, por el muy noble y poderoso califa abásida de los árabes, Harum-Al-Raschid. Aun así... Ankh Crux, de Bizancio, resucitaría. O, mejor dicho, ni siquiera llegaría a morir real­mente.

Ese era mi privilegio. Ése era mi naipe escon­dido, mi triunfo oculto. No tenía mérito. Ni yo pretendía adjudicármelo tampoco.

Cuando Filipo acudió a despedirme a la costa, donde la pequeña embarcación me llevaría disfra­zado de árabe, hasta una galera anclada en un puerto cercano a tierras bizantinas, me repitió lo mismo de siempre, envuelto en su capa, en la os­curidad de la lóbrega noche:

—Piénsalo bien, Ankh. Ese niño, Constanti­no VI de Bizancio, te envía a un desastre, es muy seguro. ¿Qué puedes conseguir tú en Bagdad, mez­clado con los árabes de los mercados en busca de algún informe secreto que valga la pena de seme­jante riesgo?

—Eso forma parte de la misión y no puedo re­velártelo — sonreí —. Confórmate con saber que voy a Bagdad, y que si todo va bien, pronto seré para todos un súbdito más, leal y sumiso, del muy noble califa Harum-Al- Raschid, señor del Islam.

—Dicen que es una tierra de ensueño, de fan­tasía, y de amor — me recordó Filipo.

—Amor... —sonreí en la oscuridad, con un pie ya en la falúa—. Hermosa palabra, ¿no?

—Cuidado, Ankh. Te va el cuello en el juego... No te fíes de ninguna hermosa morisca. Dicen que el Califa de Bagdad las utiliza para descubrir a los espías bizantinos que se dejan deslumbrar por sus encantos.

—Procuraré recordarlo — asentí, irónico— Pero, si la chica es muy bella, no sé si mi voluntad será lo suficientemente fuerte.

—Allá tú — resopló Filipo, encogiéndose de hombros—. Eres capaz de cualquier locura. Pero también eres capaz de volver vivo a Bizancio.

—¿Vivo? — reí—. Estate seguro de eso. Hasta pronto, Filipo.

—Adiós, Ankh — me deseó, cordial—. Hasta pronto... o hasta nunca.

—¿Es que piensas morirte durante mi ausencia? — dije sarcástico, mientras la falúa ya se ale­jaba mar adentro, y yo agitaba la mano, despi­diéndome de mi buen camarada bizantino, para iniciar la aventura a la que me enviaba la misión secreta de Constantino VI de Bizancio.

Poco después, se perdían las costas en la oscu­ridad, y alrededor mío solamente había agua ne­gra, rumorosa, hostil y enigmática. Pese a ello, nadé con fuerza, utilizando los remos envueltos en trapos, que no producían ruido en el mar... 

*   *   *

 Recordando todos esos hechos de Bizancio, ha­bía permanecido taciturno y abstraído en el figón moruno de los mercados de Bagdad, frente a las blancas casas enjalbegadas, los minaretes y torreones con cúpulas, las terrazas de diverso nivel y las largas escaleras a ellas tendidas, entre enor­mes odres vacíos y sacos de grano.

Envuelto en mis ropas árabes, con mi color oscuro, obtenido de largas fechas a la intemperie para oscurecer mi piel, y con los cabellos teñidos para asemejarme a un ciudadano de Bagdad o de la cercana Basra, ni siquiera Filipo me hubiese re­conocido.

Era la tercera vez que acudía en poco tiempo al mismo figón. El motivo, era siempre el mismo: la danzarina de la madrugada.

No había faltado ninguna noche anterior. En­vuelta en sus velos vaporosos, oculto el rostro por la gasa azulada, al aire su abdomen y caderas, so­bre los pantalones abombados de seda azul y las puntiagudas babuchas de piel, la danzarina apa­recía siempre a una hora similar, cuando ya estaba a punto de llegar la gente de los mercados. Y se retiraba antes de despuntar el día, desapareciendo entre los tenderetes del zoco, donde se vendía desde miel y tortas calientes hasta tapices, alfom­bras y pipas con boquilla de oro.

Me atraía la danzarina. No conocía su identi­dad, pero su figura era sinuosa, muy bella y de cimbreantes curvas, y la porción de rostro visible, por encima del velo, de bellísimos ojos oscuros y tez muy tersa y de suave tono.

Recordé, sonriente, los comentarios y adverten­cias de Filipo:

—«Cuidado con el amor, Ankh. No te fíes de ninguna hermosa morisca.

Y he aquí que, apenas llegado a Bagdad, me fijé en ella, y por ella acudía al figón del mercado. Corrían rumores por las plazas y calles de Bagdad, relativos al Califa, cuya autoridad se dudaba fuese la que regía a sus súbditos. Muchos mencionaban a Jaffar, el Gran Visir, como auténtica materia gris del soberano árabe.

Mi misión no se relacionaba con Jaffar, sino con Harum. Por ello no me dejé impresionar por los comentarios, y seguí acudiendo al figón, en busca de mi misteriosa danzarina.

En realidad, aparte su atractivo físico, ella era mi gran pretexto. Allí, en ese mercado, frente por frente a los rojos muros almenados del palacio real de Harum-Al-Raschid, se podían escuchar mu­chas cosas si uno se hacía familiar a los demás, y nadie sospechaba la real identidad del nuevo cliente.

Mi árabe era bastante bueno. Había tenido años suficientes para aprenderlo. E igual me suce­dería con todos los idiomas y lenguas de la Tierra, si me proponía conocerlos. Tiempo no iba a faltar­me para completar cualquier estudio.

Tiempo...No quería pensar en ello. Porque era como pensar en las personas que se habían ido para siempre. En las que iban quedando en mi pasado, remotas y entrañables; Ura, Anad, Noret... Todo pasaba para mí. Babilonia, Egipto, Grecia, Roma, Persia.

Y yo continuaba. Yo seguía allí. Ankh Crux, en bizantino. «Cruz Ansata», traducido realmente de su significado cierto.

Se hablaba por doquier de los enemigos morta­les de los árabes, el Imperio bizantino. Las lu­chas proseguían. Todos los grandes fracasos de otros tiempos, se tornaban ahora en estratégicas retiradas, o en victorias insospechadas, que hacían tambalear a Bizancio.

El factor victorioso tenía un hombre: Harum- Al-Raschid.

Ahora, los árabes estaban preparando un ata­que a Bizancio. Constantino VI, pese a ser un Em­perador-niño, separado de su ambiciosa madre por razones de seguridad, había visto claro el peligro. Quería saber por dónde sería el ataque, para po­derío preveer e impedir que la gran ofensiva de Bagdad hundiera a Bizancio.

El dato, el informe posible, estaba allí, en Bag­dad. En alguna parte. Pero ¿dónde?

Yo me había comprometido a encontrarlo, a poder emitir el lugar y fecha del ataque islámico contra el Imperio bizantino, pero eso no iba a ser tan fácil como parecía.

Y, si realmente lo fue, se debió a puro azar, a una circunstancia inverosímil. Be otro modo, nun­ca hubiéramos sabido la verdad, a tiempo de evi­tar la invasión, y el ataque por sorpresa.

Aunque después, a la vista de los acontecimien­tos bizantinos, casi hubiera sido preferible dejar que la Historia siguiera su curso inmutable, sin in­tervenir en ella para nada. Tal vez eso, hubiera salvado, al menos, al infortunado niño Constanti­no VI de una terrible suerte que le amenazaba ya monstruosamente, sin él saberlo, ni nadie sospe­charlo, salvo aquellos que hicieron posible el re­greso de la madre del niño-Emperador, Irene.

Pero las cosas sucedieron así. Por puro azar... Y porque yo estaba allí, a causa de un azar mu­cho más-remoto y profundo, el que ligaba, a tra­vés de siglos de existencia, con un tiempo en el que yo no debería haber existido y, como tal, era un perfecto y alucinante extraño...

 *   *   *

 Ella llegó a la hora habitual.

Hoy vestía tules y gasas color rojo, y babuchas rojinegras muy puntiagudas, de punta muy respin­gona. A los acordes de una melosa musiquilla mo­runa, bailó con una cadencia creciente, que agita­ba su estómago y hacía vibrar sus caderas opu­lentas.

La seguí, admirado de su calidad como bailari­na, absorto desde mi asiento. Ella pasó varias ve­ces ante mi mesa, danzando, y tuve la impresión de que sonreía bajo el tul de su velo, al reconocer­me de otras noches.

Cuando terminó su actuación, ya apuntaba una leve claridad por el horizonte, tras los minaretes y torres morunas. Ella, rápidamente, se echó en­cima su amplia capa negra, con caperuza, y corrió al exterior. Me lancé en pos de ella, rápidamente, abandonando el figón. La retuve entre dos tende­retes, uno dedicado a la venta de fruta, y otro de telas y brocados típicamente árabes.

—Espera — dije, reteniéndola, con una férrea presión sobre uno de sus brazos.

Ella se volvió. Me miró inquieta, desde debajo de su capa.

—¿Qué quieres? — preguntó ella, hosca—. Dé­jame marchar. Voy a mi casa.

—¿Dónde está tu casa, preciosa?

Su mirada recorrió el zoco vagamente, con aire perplejo. Luego, se encogió de hombros, abriendo ligeramente sus hermosos ojos negros y rasgados.

—Por ahí — dijo—. No lejos de aquí... ¿por qué quieres saberlo?

—Me hubiera gustado acompañarte — son­reí—. ¿Lo hago?

—No — negó ella, seca.

—¿Por qué no? — indagué.

—No puede ser. Déjame. Es mejor. Si quieres verme, vuelve mañana al figón. Bailaré para ti, eso es todo.

—Quiero acompañarte.

—No es posible, entiéndelo.

—¿Por qué no?

—Soy... casada — suspiró, con cierto malhu­mor—. ¿Entiendes ya? Mi marido me espera. No sabe lo que hago por las noches.

—Entiendo. ¿Sólo bailas?

—Sólo — ella me fulminó con la mirada —. Ahora... ¡qué Alá sea contigo!

Se desasió. Echó a correr. Se mezcló por entre los tenderetes del zoco moruno, y la perdí de vis­ta. Era ágil como una ardilla y lista como lo que era una mujer.

Confesé mi fracaso. Y tuve que esperar al otro día.

Ella aparecía puntualmente en el lugar. Me pregunté cómo podría hacer lo de ir y venir, sin que su marido sospechara cosa alguna. Si es que esa historia realmente cierta...

Actuó como cada noche. Y cumplió su palabra, dedicándome la mayor parte del programa a mí. Se lo agradecí con aplausos. Siempre mantenien­do mi apariencia de auténtico árabe, si bien foras­tero en Bagdad.

Al terminar, no la dejé llegar al zoco, donde tenía fácil escapatoria. Sencillamente, la retuve a la salida. La abordé, resuelto:

—¿También hoy tienes prisa, hermosa?

—También — miró al cielo, aún azul oscuro so­bre los minaretes. —Pero no tanta. Mi esposo duerme aún. Falta un poco para el amanecer. ¿Qué quieres?

—Hablar contigo. Fuera de aquí.

—Ven — le invitó ella, en un susurro —. Te lle­varé a otro sitio...

Era cierto. Me condujo a un lugar recogido y discreto, al otro lado de los muros del zoco. Un corto pasaje con una tienda vacía, con puerta y ventana abierta, a la espera de algún nuevo inqui­lino. Entró en la tienda desolada, y la seguí. Nos miramos.

—Bien — dijo —. Habla ahora. Te escucho, amigo.

—Es poco lo que tengo que hablar, quienquie­ra que tú seas, mujer — dije.

Sus grandes ojos me contemplaron entre bur­lones e insinuantes.

—Aun así, dilo — me invitó.

Sonreí. Extendí mis brazos. Esperaba que hu­yese, que se perdiera de nuevo en la madrugada, huyendo de mí. No fue así. Se dejó tocar. Se dejó rodear en un abrazo. La atraje hacia mí. Era morena, hermosa, palpitante. Tal como yo había es­perado, probé sus labios. Jugosos, dulces, como el mordisco a un fruto maduro y sabroso. Tampoco escapó esta vez. Es más, sentí su propio beso en mi boca.

—¿Quién eres? — la pregunté, al separar nues­tros labios.

—Alina es mi nombre — dijo. Me contemplaba, fascinada y fascinadora—. ¿Y tú, quién eres tú, extranjero?

—¿Qué has dicho? — me eché atrás levemen­te —. No soy extranjero. Soy de tu raza, soy de tu pueblo...

—Mientes—entornó sus ojos. Al pestañear, de seda parecían agitar el aire. Tan largas y espe­sas eran —. No puedes engañarme. A mí, no.

—¿Qué supones? Te digo que soy árabe.

—No eres bizantino, pero tampoco árabe. Bé­same...

Lo hice. Sabía que era un riesgo continuar allí, si no por mi vida, que ni cien Alinas ni mal árabes leales a Harum podían hacer peligrar, por la mi­sión que me encomendara Constantino VI. Yo no era bizantino, bien cierto. Casi no sabía de dónde era, porque en mi tiempo el mundo no tenía paí­ses ni fronteras, y todo era un mismo territorio. Pero debía una lealtad a Bizancio que me pagaba. Además, el niño-Emperador necesitaba ayuda. Para defenderse del Califa de Bagdad y sus ejér­citos, de su ambiciosa y dura madre, y de todo lo que acecha a un Emperador. Con más motivo cuando además de Emperador, era una criatura.

Al terminar el beso, la llamada Alina me pre­guntó dulcemente:

—Tu nombre... ¿Cuál es, amor?

—Ankh — dije.

—Ankh, quienquiera que seas, y vengas de don­de vengas, me gustas... Pero aunque como mujer te ame... como árabe y como esposa debo lealtad a mi pueblo y a mi marido. ¡A mí la guardia!...

Su grito me sobresaltó. La aparté de un violen­to empellón, traté de huir, saltando al pasaje, ágil como un gamo. Empeño inútil. Ella bien sabía adonde me había llevado. Entre celosías herméti­cas, muros blancos y suelo empedrado, tosco y si­nuoso. Una rampa perfecta.

Surgieron hombres de túnica blanca y capa ne­gra, con turbante, por ambos lados de la calle. Em­puñaban gumías y cimitarras, y me rodearon, amenazadores como una legión de diablos despia­dados.

—En nombre del Califa, date preso — sonó una voz vibrante —. No te muevas, o eres hombre muerto.

Eso era imposible en mi caso, pero perdida la primera escaramuza, valía más ceder y dejarse prender. Alcé mis brazos, en señal de rendición. Varias hojas de curvo acero se apoyaron en mí. Me registraron velozmente, despojándome de mi propia arma árabe. Me empujaron sin contempla­ciones hacia la plaza cercana, donde un escuadrón de guardia real a caballo, me esperaba. Fui condu­cido a los calabozos del palacio del Califa, sin mu­chos miramientos. Me encerraron entre ladrones, rufianes y conspiradores.

No volví a ver a Alina, la bailarina nocturna de los figones del mercado de Bagdad. Cuando la vi nuevamente, fue al ser conducido, ligado con grue­sa soga, entre dos nubios de lustrosa piel y temi­bles cimitarras de azulado acero y centelleante filo, a presencia del gran Califa de Bagdad, Harum-Al-Raschid.

—Aquí está el prisionero, oh, señor de todo el Islam, y director de los Creyentes — dijo Jaffar, su Gran Visir, señalando hacia mí—. Es un ex­tranjero llamado Ankh, de posible origen bizanti­no, o mercenario de Bizancio, que se mezclaba con las gentes del mercado, en busca de informa­ción o de grupos conspiradores contra Vuestra Majestad.

El grueso, joven y arrogante Harum-Al-Raschid, con su indumentaria de lujo inaudito, con su gran turbante azul, cuajado de piedras preciosas, sus ropas rojas y blancas, y sus babuchas salpicadas de perlas y rubíes, se irguió entre los cojines de su confortable trono.

Me miró, pensativo y con aire de desprecio. Luego, sonrió a la hermosísima dama que le acom­pañaba, indolente, dejándose abanicar por una es­clava nubia.

—Gracias a tu ingenio y fidelidad, mi amada esposa Scherezade, ese hombre ha sido capturado en mi país — dijo solemne—. ¿Qué castigo crees que merece un hombre así?

Y la princesa Scherezade, esposa del más pode­roso hombre del Islam, la mujer a la que yo cono­cía como Alina en las noches de los mercados de Bagdad, se irguió, mordiendo con lasciva los ju­gosos granos dorados de un gigantesco racimo de uvas, antes de mirarme, despectiva, y susurrar, aunque en voz muy clara y audible:

—Mi esposo y señor; creo que este hombre merece, una vez haya confesado su misión en Ara­bia, ser conducido a presencia del verdugo. Y eje­cutado sin contemplaciones, en la plaza pública, para que todo Bagdad y todo Bizancio, sepan cuál es la justicia del Califa con los espías y los trai­dores.

—Me gusta tu sabiduría, amada Scherezade — bostezó el joven y grueso Señor del Islam—. Con la misma inteligencia y acierto con que me relatas durante mil y una noches esos cuentos ma­ravillosos que nadie como tú podría narrar en mi lecho, has decidido lo que debe hacerse con el ex­tranjero. ¡Tortura para que confiese, y muerte lue­go en la plaza pública, bajo la cimitarra del ver­dugo!

Escuché indiferente la sentencia. Miré a la her­mosa Scherezade, bailarina y reina, mujer fasci­nante, cruel e ingeniosa. Tuvo razón Filipo en Bi­zancio. El amor de las mujeres bellas de Arabia, era peligroso como veneno de sierpe.

—Retirad a ese hombre — suspiró ella con has­tío, mordiendo golosa otro grano de uva, grande como sus propios ojos deslumbrantes—. Me abu­rre y cansa su presencia.

Me arrastraron fuera de la sala de audiencias del Califa. Fui conducido a las mazmorras espe­ciales donde me aguardaba la tortura.

Una morbosa pregunta interior me formulaba yo en esos momentos, mientras verdugos de Harum-Al-Raschid me ataban al potro de tormento para ser interrogado; ¿sería tan inmune al dolor físico de la tortura, como a la acción destructora de la Muerte?

¿O en mi relativa inmortalidad de milenios, el dolor era un trance común a todos los hombres, mortales o no?

La respuesta iba a tenerla en breve. Los verdu­gos venían ya hacia mí.

Y   tuve la respuesta.

Y   sentí el dolor mordiendo mi carne. Una car­ne que no podía morir. Pero que podía desear mil veces esa muerte imposible, al sentirse hundida en el tormento, lacerada y maltratada brutal o refinadamente, según los métodos de turno.

 *   *   *

 —Tienes visita, Ankh.

¿Visita? Levanté la vista. Escudriñé la oscuri­dad de mi celda húmeda y lóbrega, donde aguar­daba en solitario, ciego a toda luz, y sordo a todo ruido, convertido en una piltrafa humana de dolor y de angustia.

—No conozco a nadie — negué, cansado —. No quiero ver a nadie.

—Perro infiel, calla y escucha —me gritó el carcelero—. Tu visita quiere que te levantes y acudas. Y tu visita es persona de alto rango, des­graciado miserable.

Me llevaron a rastras dos guardianes hasta las rejas de acceso a mi celda de castigo. Hachones de luz hirieron mi rostro y me hicieron retroce­der, como a la bestia a quien asusta la llama.

Una figura envuelta en oscuras ropas me con­templaba, erguida al otro lado de las rejas. Una voz musitó:

—Dejadle, Marchaos todos. Me quedo aquí yo—. Y era una voz de mujer.

—¿A solas con él, señora? — preguntó con te­mor y asombro un guardián.

—Sí, a solas. Es una orden. ¡Retiraos todos!

—A las órdenes de la señora — asintió el jefe de guardianes carceleros, sumiso—. Eh, vosotros, hatajo de ganapanes, vamos ya. Obedeced. La se­ñora se queda a solas con el cautivo. Gritad si necesitáis ayuda para libraros de ese perro.

—Sé lo que tengo que hacer si peligro — fue su serena respuesta. Esperó a que se cerrara una puerta de metal en la distancia. Luego, inesperada­mente, se agachó junto a mí. Sentí su aliento, sua­ve y perfumado, rozando mi piel. En vez de una caricia, fue como un nuevo tormento en mi piel lacerada, sangrante, hendida por mil recursos bru­tales de tortura.

La oí musitar entre dientes palabras suaves, como bálsamo para heridas. Pero no para las mías...

—Vos... vos, Ankh, ¿por qué os obstináis en ese silencio? — musitó —. Sois terco y duro de ca­beza. Esperaba que hablaseis, que dijeseis la ver­dad, para pedir clemencia a mi esposo para vos, y concederos el derecho a la vida...

Era ella, claro. Alina. O Scherezade, para ser más exacto. Respondí en un murmullo:

—El derecho a la vida... No lo he solicitado, señora.

—Ankh, no quiero que mueras.

—Pedisteis mi cabeza para la cimitarra del ver­dugo, recordadlo.

—No seas loco, Ankh. Quiero salvarte.

—¿Sois la forma nueva de tortura ideada por el muy generoso y noble Harum-Al-Raschid?

—Es inútil que te encierres en tu mutismo. Sabemos qué sirves a Bizancio. Imaginamos a lo que viniste a Bagdad. Habla y todo será mejor. Terminará esta tortura, este infierno tuyo...

—¿Buscáis un pacto abyecto tal vez? — reí, aunque no sentía deseos de hacerlo—. Señora, decid al Califa que pierde su tiempo... y vuestra colaboración. No hablo.

—Buscáis una fecha, un lugar. El del ataque árabe a Bizancio — insistió ella—. Lo sé.

—Sois muy lista, si es así. Os felicito. Pero yo no dije que tuvierais razón en suponer tal cosa.

—¿Te gusta sufrir?

—Me gustaría morir — respondí—. Es todo.

—Obstinado como nadie — se irritó ella, im­paciente—. ¿Piensas que hice gustosa esto? Mi labor consiste en ayudar a mi esposo y señor. Con mi personalidad de Alina, la bailarina, descubro espías, conspiradores, enemigos del trono de Bag­dad. A veces, es una misión dolorosa. Cuando se encuentra a un hombre como tú, todo es más di­fícil... Me gustas, extranjero. Hay algo en ti que me fascina. No sé qué pueda ser, pero me atrae. No pareces como los demás hombres, pero ignoro la razón o lo que ello pueda ser. Tengo mucha ima­ginación. Mil y un cuentos invento para mi espo­so amado, noche tras noche. Tal vez mi imagina­ción también vea cosas inexistentes en ti.

—Sí, tal vez — musité, sintiendo que el roce de sus dedos, ahora, sobre mis llagas sangrantes y mi cuerpo tullido, me provocaba nuevos dolores, aunque no lo pretendiera. Me encogí en el suelo, en un espasmo, y retiró su mano, impresionada. Yo añadí, sin quejarme: — Marchaos, señora. Os lo ruego. Como Alina, me atraíais de verdad.

—Mientes. Buscabas ayuda, alguien que te ayu­dara a conocer gente, a tratar conspiradores y enemigos del Califa, para indagar los datos que Bizancio te pedía.

—Digo que me atraíais, y es la verdad — repli­que—. Como Scherezade, estáis lejana y fría como una estrella. Y no me apetecería alcanzaros siquiera.

—Está bien, Ankh, extranjero — se irguió, fu­riosa—. Sea como quieres. Que sufras hasta mo­rir si no hablas. No intercederé más por ti.

Se ausentó. Llamó a los celadores. Les dio ór­denes rotundas. Luego, se fue.

Al quedarme solo, fui conducido otra vez al muro húmedo, y sujetas mis cadenas a la recia ar­golla.

—La señora se ha compadecido de ti, extran­jero— oí decir con una risotada a mi guardián—. Vas a ser ajusticiado en público, una vez sanen tus heridas. No habrá más tortura. Ni hará falta. Esta misma noche, Bizancio será atacado por el Islam, sucio espía.

Cerré los ojos con un suspiro. Me había creído mucho mejor de lo que realmente era. No era un buen espía. Ni siquiera un hombre fuerte. Me asustaba el dolor. Sufría al sentirlo. Pedía morir entonces, casi en un clamor indescriptible, pero sordo, contenido.

Y, naturalmente, nadie me oía. Nadie venía a asistirme, a compadecerse de mí.

—No podía quejarme. Yo lo había querido así. No me eximía de culpas el haber pedido esto más de un millón de años atrás. Entonces, ya era hom­bre. El hombre, a fin de cuentas, carga con sus cul­pas desde el mismo albor de la Humanidad. El Hombre acudió al Árbol del Bien y del Mal ape­nas formado por la mano de Dios.

Todo lo demás, venía de ahí. No cuenta el tiem­po ni el momento, ni el hombre mismo. Basta uno solo para perder a todos los que han de venir por los siglos de los siglos.

Yo no era Adán, pero venía de él. Yo era Ankh. Y a las culpas de mi padre Adán, unía ahora las mías. Mi deseo de vida sin fin, me había sido con­cedido. Nunca nadie vendría a despojarme de ese privilegio remoto.

Sentí ungüentos suaves y cicatrizantes en mi piel, y me desvanecí.

 *   *   *

 La plaza estaba repleta. Era un espectáculo.

Bagdad en pleno asistía a la bárbara ceremo­nia. En medio de la gran plaza central, y presidido todo por el Califa y su esposa, se alzaba el patíbu­lo. En él, esperaba el verdugo, con su caperuza de piel y su enorme, impresionante cimitarra.

Subí uno a uno los escalones del cadalso. Me pregunté qué se sentiría al perder la cabeza de un tajo, y seguir vivo, seguir sintiendo, existiendo en suma, a la espera de que todo volviera luego a ser igual. Ningún reo a muerte hubiese subido tan tranquilo, tan indiferente, los escalones de la pla­taforma siniestra. Nadie, jamás, tuvo menos mie­do a morir.

Si no moría, porque la ejecución era inútil. Si estaba dispuesto que ahora no hubiese evasión po­sible, y hubiera llegado a mi momento final, por­que mi propio cansancio me alentaba a desear al fin el sueño, el descanso eterno y confortante, que pusiera fin a tan interminable vida...

Hubo un rumor cuando puse mi cuello en el tajo. El verdugo miró a las almenas de palacio. Harum hizo un gesto. La cimitarra se alzó.

Rostros herméticos, rugosos, oscuros, de hom­bres del Islam, rodeaban mi patíbulo. Unos mal­decían de la tiranía, otros esperaban algo, un ma­ñana menos sangriento. Algunos, ni siquiera pen­saban o deseaban nada.

Yo esperaba el corte decisivo. Entonces sabría si todo iba a seguir igual, o si era el anhelado fin.

Un redoble de tambor. Otro. La cimitarra de­bía de estar en alto, a punto de descender.

—Señor, deseo morir — murmuré fervoroso para mí—. No prolongues más mi existencia. Es el momento. Ten piedad de mí. Me arrepiento de lo que pedí a los seres de otro de Tus mundos, creados por Ti. No pensé que fuera tan terrible un don así...

Cerré los ojos. Era tonto, pero lo hice. Otro redoble. La pesada cimitarra descendía ya, con su primer impulso...

Un redoble más. Se inició, marcando el fin de la ceremonia sangrienta...

—¡Esperad! — gritó la voz —. ¡Clemencia para el reo! ¡Indulto!

Hubo un murmullo profundo e interminable. Luego, un silencio. Y la voz de un hombre, un he­raldo, repitiendo, en la distancia:

—¡Clemencia para el reo! ¡Indulto! ¡Es la princesa Scherezade quien lo concede, conforme a la Ley de Bagdad!

Supe que ella lo había reclamado en el momen­to supremo. Alcé mi rostro hacia el palacio. Hacia ella y su sorprendido esposo, el Califa, que no pa­recía feliz con el desenlace. Capté el gesto arro­gante de Scherezade. Cosa curiosa. No sonreía. Esa sonrisa se había helado en sus labios, al ver mi rostro indiferente, sereno, con su color habitual, como si la proximidad del filo centelleante de la cimitarra del verdugo, no significara nada para mí.

Airada, la hermosa princesa de Bagdad se reti­ró, con su séquito. Lentamente, Harum la siguió al interior de palacio.

—Eres libre — dijo el soldado que me condu­jera al patíbulo —. Un preso indultado por la prin­cesa o por el Califa, en el momento de la ejecu­ción, lo es con todas las prerrogativas del perdón total. Supongo que serás feliz, extranjero, con esa decisión...

—Sí — dije, pensativo, frotando mis manos li­bres, erguido en el cadalso—. Muy feliz...

 *   *   *

 —Son noticias de Bizancio, extranjero. Recién llegadas a Bagdad.

—¿Fidedignas? — dudé, impresionado.

—Por completo. Harum-Al-Raschid ha decidido suspender las hostilidades, a la vista de tan terri­bles acontecimientos. El joven Emperador Cons­tantino VI quería la paz. Se iban a celebrar conversaciones entre el Islam y el Imperio Bizantino. Ahora, todo ha cambiado de repente.

—Entiendo — musité, estremecido—. Pobre Emperador...—Nunca debió llamar a su madre junto a él. La Emperatriz Irene es dura, cruel y malvada. Ni aún a su hijo respetó. Apenas regresó a Bizancio, junto a su hijo infante, logró hacerse con el poder, ayudada por un golpe militar. Y su primera medi­da ha sido cegar los ojos del niño, como si fuese su peor enemigo, y no fruto de sus entrañas. Ciego, Constantino VI permanece en prisión. Ahora, ella es la Emperatriz, la primera del Imperio Bizan­tino.

Demudado, reflexioné sobre esas noticias llega­das a mí en mala hora. En el día mismo en que debía abandonar Bagdad y salir de Arabia, deste­rrado a cualquier otro lugar del mundo, llegaban a mis oídos, a través de marinos árabes, las peo­res nuevas que era dado escuchar. Los marinos procedentes del puerto árabe de Basra, no se equi­vocaban al parecer.

— Ahora, Ankh...—me dije a mí mismo—. ¿Adonde?

No había respuesta. Mi vida nómada y eterna volvía a su círculo inmutable. Mire al cielo azul e inmenso de la Arabia, pero en él no vi a Dios. Ni su clemencia para conmigo. Debía de continuar. Siempre continuar... ¿hasta cuándo?

Con mi hato de ropa como único equipaje, sin dinero apenas, sin poder volver a Bizancio, donde la perversidad sanguinaria de la Emperatriz esta­ría creando días de luto, me pregunté qué haría, adonde dirigiría mis pasos sin convicción.

Me detuve en una cantina. Bebí algo, tomé una torta de maíz con miel, por todo alimento. Eché a andar hacia el río, donde tomaría una embarca­ción hacia cualquier parte, lejos de Bagdad, la ca­pital del Califato de Harum-Al-Raschid.

Era tarde ya. Había caído la noche y escasea­ban los viandantes. Respiré hondo, caminando len­tamente, por el borde del río.

La musiquilla de cuerda moruna, brotó de al­guna parte, no supe de dónde. Inesperadamente, ante mí, surgió una figura vaporosa, bailando con flexiones de junco o de palmera, con vibraciones de llamarada y con culebreo de sierpe desde sus caderas a sus hombros.

— No, no — susurré, intentando seguir adelan­te, dejar atrás a la danzarina callejera. Otra vez, no.

—Espera, extranjero — dijo una voz. Y la bai­larina cayó en mis brazos, respirando entrecorta­damente—. Soy yo. Alina...

—Alina no existe — negué—. Existe una mu­jer cruel y poderosa. Scherezade, princesa de Bag­dad...

—Imagina que ella es la que no existe — sus ojos enormes me contemplaban, ávidos—. Imagi­na que Alina volvió de la noche... sólo para ti.

—No — negué, rotundo.

Quise proseguir. Ella se despojó del velo. Su rostro se me ofreció bellísimo, terso y nacarado, como el de la heroína de uno de los mil y un cuen­tos de sus una y mil noches...

—Ankh, extranjero... — susurró. Sus labios hú­medos, brillantes, rojos, se movían como pulpa de fruto recién hendido—. Vine por ti… Sólo por ti.

—El extranjero Ankh se marcha. Para siempre, Alina.

—Sí, sé que debes irte. Es la Ley. Éste, ade­más, no es tu pueblo. No estarías cómodo entre nosotros. Pero el río es largo, mi señor Harum parte ahora hacia el campo de batalla contra la cruel Emperatriz Irene de Bizancio. Hay una em­barcación que ros espera, Ankh querido. Una em­barcación con cortinajes de seda, gasas y tules para envolvernos a los dos camino de ninguna par­te... Sube, extranjero amado.

—No — insistí, más débilmente, envuelto en sus brazos.

—Sube y mis brazos te harán olvidar las tortu­ras que por culpa de una mujer llamada Schere­zade sufriste — dijo ella, sonriendo burlona—. Sube, y te contaré mil y un cuentos de final feliz, hombre de otros lugares... No puedes eludirme, lo sé. Quisieras hacerlo, porque ves en mí a Sche­rezade y no a Alina. Y yo veo en ti, no sé lo que veo. Algo insondable y remoto, que me asusta y me excita, me intriga y me atrae, como el abismo en el vértigo...

—Alina, vete. Tienes razón. Tu imaginación no te engaña. Soy un abismo. Amarme es caer en él sin esperanza.

—Aun así, quiero caer, caer muy profundo, muy abajo, muy lejos — musitó Alina.

Tiró de mí. Yo soy humano. Yo era humano. Soy débil. Y ella lo sabía. Lo sabía como lo sabía yo.

Sabía que cedería, y también yo lo sabía.

Y   cedí.

Y   subimos juntos a una canoa de cabina cu­bierta de velos sedosos y translúcidos... Y boga­mos río abajo, en silencio. Un silencio roto por chasquido de besos y suspiros de amor.

Una noche más que no narró Scherezade a Harum-Al-Raschid.

Una noche hecha de otras muchas noches, mientras él combatía a los bizantinos, y yo sabía que no debía amarla, porque me estaba prohibido amar y ser amado.

Pero la amé. A Alina se la podía amar, tanto como aborrecer a Scherezade.

La amé para siempre. Y, en mí, siempre signi­ficaba realmente siempre.

No sé si ella llegó a saberlo. He leído Las Mil y Una Noches. No me citan. No hablan de mí. Qui­zás Scherezade vio en el fondo de mi abismo algo que la aterró. Aquella mujer tenía mucha imagi­nación. Mucha.

Y no quiso saber más. No quiso estar segura de nada. 

CAPÍTULO IV

EL TERROR

 —Carlota, ¿eres tú, querida?... Dame el jabón, por favor. Está ahí detrás, junto a la bañera...

—Sí, Jean Paul — afirmó ella—. El jabón... Aquí está. Toma. Aquí lo tienes.

Avanzó a espaldas de él. Se inclinó. Él, son­riente, voluptuosamente sumergido en el agua ja­bonosa de la bañera, se irguió, para extender la mano atrás y tomar la pastilla aromática...

Un largo, agudo, profundo grito de horror y de agonía. Y otro. Y otro.

Y Carlota seguía, seguía clavando el cuchillo, una y otra vez, sobre el torso poco velludo de lean Paul. El agua de jabón era ahora de sangre, las burbujas eran rojas, en vez de blancas...

—Era preciso — sollozó Carlota, pálida y trá­gica. Miró sus manos tintas en sangre —. ¡Era pre­ciso!

En la bañera, Jean Paul Marat, agonizaba.

Era el caluroso trece de julio de 1793, en las calles de París.

 *   *   *

 —Horrible, ciudadano. — afirmé, apartando con aire impresionado el ejemplar de diario revo­lucionario en su edición especial, con grandes ti­tulares en primera plana—. Horrible de verdad.

Miré las letras gruesas, cubriendo lo ancho de la primera página: 

El ciudadano Robespierre anuncia la ejecu­ción de cincuenta traidores A la causa de la Re­volución, confesos de su delito. 

Me estremecí. Otro baño de sangre. Marat en su tina de baño, huyendo del rigor estival de Pa­rís... Y cincuenta personas cuyo único delito era ser quizás enemigos personales de Robespierre, derechas a la guillotina.

Mi interlocutor me estudiaba fijamente. Tenía un modo incómodo de mirar. Abrí bien mi levita, para que fuese visible la bandera tricolor, cruza­da sobre el pecho. La escarapela asomaba en mi ojal. Y tenía conmigo un precioso documento am­bicionado por muchos parisinos: un salvoconduc­to especial a mi nombre, firmado por el propio Maximiliano Robespierre. Un «ábrete, sésamo» en cualquier punto de Francia. Quizás el único medio de trasladarse seguro.

—Dominique quiere verle, ciudadano Croix — me dijo.

Respiré hondo. Dominique. No me gustaba eso. Ella sí me gustaba, y mucho. Por eso no me gus­taba que ella quisiera verme. Parecía complejo, pero tenía su lógica.

—No puedo verla — alegué —. Estoy muy ocu­pado, ciudadano Giraud.

—Tonterías. Puede ver a Dominique en el tea­tro. Sólo perderá una hora.

—No — negué.

Pero seguía siendo débil en el noventa y tres que inmortalizarían luego tantos escritores, tras haberlo inmortalizado con una impresionante edi­ción en rojo el propio Robespierre, amo del Terror y de la Sangre.

De modo que vi a Dominique. 

*   *   *

 —Croix, mi querido amigo...—ella se apartó, tras dejarme la huella de su beso en la mejilla y en la comisura de mi labio—. Es un placer verte de nuevo en París.

—Dudoso placer para nadie hallarse en París — suspiré, sacudiendo la cabeza —. Esto parece un matadero en vísperas de la Pascua.

—Una frase cínica y terrible, como te corres­ponde—sonrió Dominique frívolamente. Paseó por el camerino de la Comedie Francaise, con su atavío para interpretar a Moliére—. Mi querido Croix, te necesito.

—Lo sospeché desde que me lo dijo Giraud. ¿Qué ocurre ahora?

—Tengo miedo — me dijo escuetamente.

—¿Miedo? — enarqué las cejas—. ¿A qué o a quién? Eres amiga de Robespierre, él te corteja... ¿Eso no es motivo para estar tranquila?

—Robespierre no tiene amigos — cerró cuida­dosamente la ventana, tras comprobar que tam­bién lo estaba la puerta—. Todo el mundo es con­fidente suyo, mete policías por doquier... No se fía de nadie. Ni nadie se fía de él, por supuesto.

—Por supuesto — bostecé, con mi aire de petrimetre tan conocido en el frívolo París de mejo­res tiempos—. Dicen que él mismo quiere dirigir el proceso contra María Antonieta, la acusación del pueblo contra la Reina.

—Es cierto — me dijo ella, sombría—. Va a ser una infamia. La Reina se defiende a sí misma sin miedo a Robespierre. No sabe dónde se mete. Por muy convincente que sea, él convencerá a la Asamblea para que voten contra ella y la senten­cien. Es una hiena. No perdona, no transige.

—Dicen que es idealismo puro. Amor a la re­volución, a la caída definitiva de la aristocracia y de la nobleza...—apunté, escéptico.

—Mentira — jadeó Dominique. Luego, me miró, preocupada—. Yo sé que es mentira. Yo sé lo que pretende realmente Robespierre con todo esto.

—¿De veras?—enarqué las cejas—. ¿Te dedi­cas a deducir, mi querida Dominique?

—No — negó, rotunda—. No me dedico a eso. Es la verdad. Tengo pruebas.

—¿Pruebas?—me interesé—. ¿De qué?

—De su traición. Traición a la revolución, trai­ción a sus amigos. Quiere acabar con todos: Fu­ché, Saint Just, todos los grandes de la Revolución. Será el único. El amo de todo. El nuevo tirano de Francia. Sin ayudas, sin amigos, sin camaradas. Muerte en la guillotina para todos. Es su plan.

— Demoníaco — murmuré, con asombro —. Pero eso de las pruebas...

Ella fue rápida a su espejo. Lo giró. Extrajo algo, adherido con tiras de esparadrapo, a su parte posterior.

Era un pequeño librito con tapas de piel ne­gra. Una agenda con dos iniciales: M. R. Maximi­liano Robespierre. Dominique lo agitó, triunfal.

—Es su letra. Nombres marcados. Los que ca­yeron ya, los que están cayendo... Luego, la lista con señales. Los que han de caer. Si eso se presen­tase en la Convención, sería su final. La guillotina sería para él, Croix.

—Muy arriesgado — sonreí, sin tocar aquel li­bro que parecía quemar—. Si no lo creen... adiós la cabeza.

—Lo sé. No intentaré nada. Le quité esto a Ro­bespierre sin él advertirlo. Creería que lo ha per­dido, removerá todo para hallarlo. Si cree que fui yo. Estoy perdida. Por eso tengo miedo.

—Reintégralo.

—¡No! — protestó Dominique.

—Querida, ¿te has vuelto idealista tú también? No es aconsejable. Corren vientos de guillotina por París. Esa agenda es veneno puro.

—Claro que lo es. Necesito deshacerme de ella. Por eso te llamé.

Arrugué el ceño. La idea no me gustaba lo más mínimo. No sentía miedo, pero mucha gente podía morir por culpa de aquel librito siniestro. No yo, ciertamente. Croix o Crux, mi nombre seguía sien­do también Ankh. «Ansata», en egipcio. «Vida eterna».

—No pensarás...

—¿Dártelo a ti? — ella rió agriamente. Era muy bonita, pero el miedo no le sentaba demasia­do bien—. Exactamente eso es lo que resolví, Croix, si aún me quieres un poco y deseas salvar­me la vida.

—¿A cambio de la mía? — mentí a sabiendas, queriendo averiguar adonde llegaba el egoísmo de ella en ese sentido.

—No seas tonto — musitó ella, tomándome un brazo —. Nadie va a saber que tú llevas eso conti­go. Nadie vigila hoy el teatro, lo comprobé antes. No sabrán que estuviste. Vete a algún lugar de Francia, lejos de París. Y espera acontecimientos, cariño. Si ves que todo se pone peor, utiliza la agenda sin mezclarte en nada. Envíasela a Fuché, con la seguridad de que él la recibirá. Sería sufi­ciente eso, ¿no es cierto?

—Sin duda — contemplé el librito con las fa­tídicas iniciales del amo del Terror—. Dame eso en seguida. Haré lo que me pides.

El librito desapareció en mi sombrero, entre el forro y el peluche. Sonreí. Dominique se echó en mis brazos, como liberada de un tremendo lastre.

Nos besamos. Dominique decía amarme. Yo sentía algo por ella. Pero no quería sentirlo. Ya no. Era demasiado. Sólo que soy humano. Y des­pués de algunos años, siempre surge en mí un sentimiento hacia alguna mujer. Si no fuera así, sería un autómata. Y eso ya resultaría demasiado espantoso en mi caso. Pero amar a alguien tam­bién lo es.

—Ocurra lo que ocurra, yo nunca mencionaré tu nombre — dijo ella, con gravedad—. Tienes mi palabra, amor...

La atraje yo hacia mí ahora. Moliére podía es­perar, porque era sólo un ensayo. Y Dominique estuvo de acuerdo conmigo...

Fue nuestra última entrevista en el teatro pa­risino.

Cuando volví a saber algo de ella, yo estaba en Nimes, y un periódico trajo la mala nueva: 

Dominique Villard, la famosa actriz, acusada de conspirar contra la Revolución. Robespierre ordena su ejecución inmediata en la guillotina. 

Para entonces, hacía ya unas fechas que la in­fortunada Reina de Francia, María Antonieta de Habsburgo, había sido sacrificada ante el popula­cho ávido de sangre, en una muestra más del im­placable Reinado del Terror promulgado en todo el país por el siniestro Robespierre.

—Dios salve a Francia — musité —.Y a Do­minique...

Acto seguido, partí de regreso a París. 

*   *   *

 La ejecución estaba señalada para el día si­guiente.

La lista era de ciento veinte franceses conde­nados a morir en la guillotina. Aquel día serían treinta y cinco ejecuciones. De ellas, Dominique hacía la número veintidós en la lista que podía leerse en la entrada de la Conserjería.

Abandoné el lugar. Dos o tres veces me detuve en las calles de París, en plena noche. Nadie me seguía. Y si lo hacía, era como un fantasma. No vi ni oí a persona alguna. ,

De la Conserjería al domicilio privado de Fu­ché, la eminencia gris de la Revolución, el gran in­trigante y astuto revolucionario, no había gran distancia. La recorrí en breve espacio de tiempo, sin darme prisa. Todo debía ser como al azar, todo trivial, indiferente.

Si Robespierre tenía montada vigilancia en tor­no mío, me impediría dar un paso más, al ver el destino de mi paseo. Fuché era su peor enemigo. El más odiado, el más fuerte, el más astuto, y también al que más deseaba él enviar a la guillotina, pese a sus promesas públicas de fraternidad y amistad. Eso era para convencer a la Revolución de su fidelidad a ésta, y no a su oculto, tortuoso sueño de grandeza, que le llevaba a sacrificar a todos los camaradas de la Revolución.

Cuando estuve cerca de la casa de Fuché, ex­tremé mis precauciones. No debía de cometer errores ahora. Ni uno solo. Si Dominique, llevada del terror o la inconsciencia, había citado mi nom­bre, la policía secreta de Robespierre caería sobre mí como buitres. Y nadie escapaba a eso.

Mi vida no era problema. Harto sabía yo que no podía perderla, ni tan siquiera en la guillotina. Todo mi temor estaba en el librito que podía ser la prueba decisiva contra el despiadado político sin escrúpulos. Y en Dominique, cuya vida pendía de un débil hilo, en la noche de la víspera, ence­rrada en la Conserjería con los demás reos a muerte.

Escudriñaré las calles. Había lloviznado. Brilla­ba el empedrado de París como charol. Las luces salpicaban calles desiertas, silenciosas, donde el terror era invisible pero latente. Patrullas de revolucionarios con bandas tricolores, cruzaban Pa­rís de trecho en trecho, pidiendo salvoconducto a los escasos peatones nocturnos.

Había luz en el despacho de la planta baja. Fu­ché trabajaba o leía.

—Dios mío, qué cerca — susurré —. Y qué le­jos, si hay vigilancia de Robespierre.

El reloj de una vieja torre parisina, desgranó once campanadas. Era muy tarde. Pronto se retiraría Fuché a dormir. Tenía que anticiparme a eso. Dominique esperaba en la celda. Si no era liberada esta noche, si no se suspendían las ejecu­ciones de franceses, iría a la guillotina a la maña­na siguiente, sin remisión.

Tomé mi decisión.

Avancé resuelto, hacia la casa de Fuché. Crucé la calzada sin dificultades. Mis zapatos sonaban huecamente en el mojado empedrado. Me detuve delante de la fachada de la casa, y me dispuse a cru­zar la acera para llamar.

Entonces vi aparecer a los policías de Robes­pierre.

Estaba atrapado. Sentí un sudor frío en mi piel. Por Dominique, no por mí.

Miré a un lado y otro de la calle. Eran dos gru­pos. Caminé hacia la casa a zancadas. Se me cayó el bastón de negra madera que llevaba, y golpeó la barandilla de metal de la ventana baja de Fu­ché: Recuperé mi bastón y me erguí.

—No se mueva — avisó una voz fría—. En nombre de la Revolución, ciudadano. Su salvocon­ducto, en seguida.

—Claro — dije, mirando a los dos grupos de policías de paisano. Sonreí —. Está firmado por el propio Robespierre.

Lo vieron. Me habían cerrado en un cerco, de modo que no pudiera acercarme a la casa de Fuché. Examinaron mi salvoconducto y les pareció correcto. Luego, uno de los policías me preguntó:

—¿Qué buscaba aquí, ciudadano? Esta es la casa del ciudadano Fuché.

—Lo sé. Pero no iba a ver a Fuché. No tengo amistad con él. Pasaba casualmente.

—¿De veras? — uno de los policías me contem­pló, receloso—. Vaya. De modo que era casual. Resulta curioso que, cuando tenemos que vigilar esa casa para mantener seguro a su dueño, a un ciudadano se le ocurra venir de noche sin motivo alguno razonable.

Les miré, irritado. Mentían como bellacos. Vi­gilaban por orden de su jefe, Robespierre, para evitar que alguien de quien él nada sabía aún, lle­vase a Fuché el librito que, sin duda, sabía ya que Dominique se lo quitó, pasándoselo a un desco­nocido. Pobre Dominique... Cumplía su palabra. Leal hasta el fin.

—Regístrenle — ordenó un policía secamente.

—Les aseguro que no llevo armas — advertí.

No me hicieron caso. Revisaron todas mis ro­pas. En el forro de mi levita, hallaron el librito de tapas negras, con las iniciales M. R. en color pla­teado. Se miraron entre sí. El librito desapareció en el acto en el bolsillo de uno de ellos. Hubo un gesto triunfal en ese hombre.

—No entiendo — argumentó, indeciso mi gesto.

—Vamos ya — señaló otro. Miró nervioso a la casa de Fuché, a su luz. — Deprisa.

—¡No quiero ir a ninguna parte! — chillé con repentina potencia, desasiéndome —. ¡Quiero ver a Fuché, asomarme a su ventana aunque sea! ¡Quie­ro ver a Fuché y decirle algo...!

Me descargaron un golpe, aturdiéndome. Otro puso una mano en mi boca, y dos forcejearon re­teniendo mis brazos. En la casa hubo ruido. Se abrió la ventana. Asomó Fuché.

—¿Qué ocurre, ciudadanos? — indagó con su voz fría y precisa.

—Oh, nada, ciudadano — habló un policía, res­petuoso—. Somos agentes de Robespierre y he­mos arrestado a un merodeador. Disculpe el es­cándalo, ciudadano Fuché.

—Está bien — el político contempló fríamente a los agentes de Robespierre. Le gustaban tan poco como su presunto amigo —. ¿Qué le pasa al detenido?

—Tuvimos que ponernos duros con él — rió otro—. Buenas noches, ciudadano.

—Buenas noches — deseó Fuché, contemplán­doles con aire perplejo. Vio el bastón del mero­deador, caído en la calzada. Los hombres se ale­jaban ya con su detenido, sin recogerlo. Suspiran­do entre dientes, el político de la faz fría y macilenta se dispuso a volver al interior de su casa.

Yo, sujeto, amordazado, medio inconsciente, asistí a todo ello, pero nada pude hacer por llamar la atención de Fuché.

Me condujeron entre todos ellos a un carruaje celular. Y de allí, a la presencia directa de Maxi­miliano Robespierre. 

*   *   *

 —De modo que fuiste tú, ciudadano Croix.

Me mantuve rígido, callado, delante de él. No comenté nada, no respondí. Eso irritó al hombre de nariz afilada, de delgados labios crueles, de an­cha frente abombada y claros ojos escudriñadores, abultados, hostiles.

—¡Te dije que hablaras! — rugió—. Todo el mundo obedece a Robespierre en Francia.

—No me servirá de mucho hablar, ¿verdad? — sonreí irónico.

—Posiblemente sí. Seré compasivo contigo. La guillotina rápida. Pero si callas... ¿sabes lo que puede ser una mazmorra, y años enteros de tortu­ra, hasta morir enfermo?

No revelé emoción alguna, pero eso sí que lo sabía. Evoqué Bagdad, Scherezade, tormentos. Hay cosas mil veces peores que la misma muerte, y en cambio la gente siempre anda preocupada solamente con su final, cuando morir es sólo descan­sar, tras el duro esfuerzo de la vida.

—Tienes el libro, ciudadano Robespierre — di­je lentamente—. ¿Qué más quieres de mí?

—Saberlo todo. ¿Te entregó esa agenda Domi­nique?

Procuré aún salvar lo insalvable: la vida de ella. Mostré asombro bien fingido.

—¿Dominique? ¿Qué Dominique? Ah, ya en­tiendo. ¿La actriz? No, cielos, ella no me dio nun­ca una cosa así. ¿Qué pintaría una mujer como ella en esto? Fue un hombre quien me lo dio.

—¿Quién?

—Creo que supones la respuesta ya — sonreí, irónico—. Nunca delataré a nadie.

—La tortura te hará cambiar.

—No — negué—. Creo que sabes que no. No hablaré. Ni con tortura siquiera.

—Pareces duro, Croix. Te tuve por amigo al empezar esto...

—Lo supongo — reí —. Pero no estaba en esas listas donde vi a todos tus amigos...

—Muy gracioso. Tú no eras importante para mí. Matarte a ti no tiene mérito ni conduce a nada.

¡Qué equivocado estaba Robespierre en eso! Matarme a mí... Tenía mucho más mérito del que él imaginaba. Pero eso nunca lo sabría.

—Insisto en que fue un hombre. Pero nunca diré su identidad.

—Es igual. Dominique Villard morirá, de to­dos modos.

—¿Por qué motivo? — me asombré—. Está con la Revolución, ¿no?

—No lo sé. En la duda, prefiero eliminarla. Pudo ser ella la que me quitó esa agenda, Croix. Si es así, sabría demasiado. Es mejor no correr riesgos.

—Es tu táctica. Ya estás cerca de la cumbre, ¿no? Solo por completo cuando ese día llegue, Ro­bespierre.

—Aún queda alguien: Fuché. Sospecha de mí, intuye algo. Creo que incluso lo sabe. Pero no tie­ne pruebas —rió el siniestro personaje de negras ropas de abogado —. ¡Lo que daría Fuché por este libro!

Lo tenía en sus manos. Lo agitó. Luego comen­zó a hojearlo, con una risa fría y triunfante. Yo no le perdía de vista. Estaba esperando que suce­diera. Y sucedió.

—¿Eh?— balbuceó de repente—. ¿Qué signi­fica...?

Tomó el libro. Lo volvió a hojear. Perdió el color. Se puso lívido. Me miró, con sus claros ojos desorbitados.

Yo sonreía extrañamente. Le vi repasar dos, tres veces su librito. Luego, lo tiró contra mi ros­tro, violentamente.

—¡Ciudadano Croix! — aulló —. ¡Esta letra no es mía! ¡Esa agenda no es mi agenda!

—Cierto — sonreí —. Es sólo una buena copia, una agenda igual, encargada con esas iniciales. Me la hicieron en Nimes. Yo copié la letra relativa­mente bien. Lo bastante para engañar a tus sabue­sos, ciudadano. Pero no a ti, claro está. Sólo que ahora ya es tarde.

—¡Habla de una maldita vez, miserable! — ru­gió, perdida su sangre fría—. ¿Dónde tienes la agenda auténtica? ¿Qué pretendes? ¿Chantaje, presión...? Está bien, te proporcionaré salvocon­ducto. A ti y a Dominique, incluso. Incondicional. Para ir al extranjero. Todo a cambio de ese librito.

—Lo siento, ciudadano. Supongo que a estas horas, Fuché lo tiene ya en su poder.

—No... — susurró lívido Robespierre —. Eso no es posible. Me hundiría, me sentenciaría fatalmen­te. Hay muchos nombres de la Convención. Sus miembros me aplastarían.

—Quisiste abarcar demasiado. El que a hierro mata... Sí, lo siento mucho, Robespierre. No hay remedio ya. Fuché tiene la prueba que necesitaba.

—¿Cómo? ¿Qué hiciste? — jadeó él, exaltado.

—Llevaba las dos agendas conmigo — expli­qué—. El plan era sencillo. Yo sabía que habría gente tuya rodeando la casa de Fuché. Puse un se­ñuelo, en tanto, la auténtica agenda llegaba a Fuché.

—Pero ¿cómo? ¿Cómo? — gritó con ira.

—Tienes mal adiestrados a tus hombres, mi querido Robespierre — dijo calmosa, helada, una voz en la puerta del despacho —. No supieron ver que un bastón primero tenía empuñadura, y lue­go no.

—¡Fuché! — Robespierre miró con pavor a su adversario.

—Ese joven dejó la empuñadura de su bastón, desenroscada, en mi ventana. Cuando quise cerrar, me fue imposible. La recogí. Era hueca. Y dentro, iba la agenda, bien apretada y cubierta por un forro. Excuso decirte, Robespierre, que la Conven­ción va a ser sonada. Y puede convertirse en tu funeral.

—Lo veremos. Aún no me habéis vencido — Se exaltó Robespierre, lívido —. Está mi dialéctica, mi voz. Convenzo a las masas, las subyugo.

—Tu voz... — Fuché hizo un gesto maligno, in­definible —. Veremos, Robespierre, veremos.

Luego, se volvió lentamente hacia mí. Me son­rió, sin que por eso Fuché me resultase personal­mente más simpático que Robespierre. Eran los mismos perros con diferentes collares.

—Exijo la inmediata libertad de este hombre — me señaló.

—Y el indulto y libertad inmediata para Domi­nique Villard — añadí, rápido.

Fuché me contempló en silencio. Luego, asintió.

—Tus razones tendrás, ciudadano — me dijo—. Ya oíste, Robespierre. No puedes negarte.

Tenso, dominando su ira difícilmente, Robes­pierre tiró de un cordón de su despacho. Iba a or­denar mi libertad y la de Dominique.

Habíamos vencido. 

*   *   *

 El 27 de julio de 1794, otro caluroso día en París, fue el último del Terror. Maximiliano Ro­bespierre fue ejecutado en el mismo lugar adonde él enviara a tantos inocentes: la guillotina.

Antes, en la Convención, su famosa dialéctica había sido anulada de un disparo en la boca, que evitó que pudiese todavía ganar la partida, a base de verborrea. Fue un gran acierto para sus enemi­gos, porque sólo callando al gran y brillante ora­dor, podían vencerle. Robespierre perdió ahí la batalla. Y la vida.

Cuando le ejecutaron, un pañuelo tenía que su­jetar su mandíbula, rota del disparo. Murió con cierta dignidad, y con él terminó el baño de san­gre de Francia.

El Terror había concluido.

Aquel mismo mes de julio, el día 31 exactamen­te, nos casábamos en Notre Dame Dominique y yo.

La quería. Pero, además, había sido leal hasta casi morir, sin revelar mi nombre para nada. Era un hermoso sacrificio el suyo, una prueba de su fidelidad y valentía. Por mucho menos se casa un hombre con una mujer.

Supe que era un error. No porque no pudiera ser feliz con Dominique. Lo fui durante años. Tu­vimos hijos, un hogar radiante.

Un día, me ausenté para siempre. Abandoné Francia y el hogar. Le hice creer que huía con una bailarina rusa. Era doloroso para ella, pero menos que la realidad.

Había visto ya surcos en su rostro, huellas de los años en su bonita faz y su bello cuerpo.

Y   yo... yo seguía siendo el mismo.

Por eso renuncié, una vez más. Por eso huí. Espero que Dominique me haya perdonado. Des­pués de todo, hubiera sido peor verse anciana, jun­to a un hombre que seguía siendo el mismo a quien conoció treinta años antes.

Cuando mis hijos se casaron, yo no estaba ya allí, pero lo supe con detalle. No hubiera sido jus­to estar presente, más joven que ellos. La gente no lo hubiera comprendido...

Me fui a un país nuevo y rico: los Estados Uni­dos de América.

Pero seguí recordando a Dominique. Un día, supe que había muerto. Sin dolor, sin sufrir. Dul­cemente casi. Y con una frase de amor y perdón hacía el esposo desaparecido. Me hizo mucho bien.

Y   lloré.

Lloré por ella. Lloré por Noret, por Scherezade o Alina, por Ura y Anad. Y por todas las que vi­nieron en el futuro, hasta el fin de mis días. Por todos los hogares destruidos, por todos los amores rotos.

Por todo lo que pasaba y se perdía, como un detalle del paisaje, al paso del tren... Sólo que mi tren se detenía. No había estación de destino. Aún no. Y estaba cansado. Tan cansado... 

CAPÍTULO V

 2102

 Ululante, la sirena se perdió en la distancia, apagándose lentamente.

Respiré con fuerza. Me incorporé y seguí co­rriendo. Nadie me lo impidió.

La ciudad era entera para mí. O lo parecía. Pero yo sabía que ojos invisibles me controlaban, y detectores magnéticos señalaban mi presencia en las calles desiertas, largas, plastificadas y frías, con la impersonal gelidez de todo lo ultramoderno, de los benditos avances de nuestra época.

Llevaba algún tiempo burlando a la Policía Electrónica de la Gran Urbe Central. Pero era sólo un juego. Ellos llevaban siempre las de ganar. Po­día fracasar todo, pero nunca el sistema policíaco.

Ése estaba bien medido, bien estudiado. No había escapatoria.

El caso es que yo no deseaba escapar. Sencilla­mente, deseaba sentirme libre un tiempo. Rebelde, incluso. Eso se pagaba en las Granjas de Rehabili­tación Psíquica. El que no admitía el Nuevo Orden era un ser psíquicamente imperfecto y debía ser rehabilitado por procedimientos asépticos, edu­cativos o quirúrgicos, según los casos.

Un hermoso mundo.

Sentía añoranza. Añoranza de otras épocas. In­cluso de Egipto, de Bagdad o de mi primitiva épo­ca cuaternaria, ruda y primaria, instintiva y her­mosa en su fiereza simple. Esto de ahora era lo inhumano, lo esterilizado, lo frío, lo impersonal, lo policíaco, lo supercontrolado y teledirigido.

El mundo alucinante de Bradbury se quedaba pequeño. Esto era terrible. Un dogal helado en tor­no al alma.

—¿Y para qué sobrevivo yo? — musité con ira. Apreté los puños con rabia—. Oh, Dios, ni siquie­ra ahora... Si al menos me enviasen a una cámara de ejecución...

Pero no había cámaras de ejecución en el Nue­vo Orden. El delincuente sufría una alteración ce­rebral que le convertía en un ser diferente y apa­cible, dócil a todas las órdenes emitidas. Y, aunque hubiese habido cámaras, ¿de qué diablos me hu­bieran servido?

Era el año 2102. Recién empezado el siglo XXII. Por ahora, era la peor de todas las épocas.

Hasta entonces, yo había amado, había sentido algo tierno y entrañable, trivial o profundo, apa­sionado o romántico, por las mujeres que conocí en mi larga, en mi infinita vida a través de los siglos y de los milenios.

Ahora, por vez primera, todo era radicalmente distinto. Brutal, violento, duro y áspero, como una pesadilla alucinante.

Ahora, cuando yo tenía un hogar, una esposa, la hermosísima y arrogante Lanka, yo la había ase­sinado.

La había asesinado, y estaba huyendo de la policía y de la ley del terrible, helado y delirante año 2102, que me acercaba como un muro de hielo invencible, como un cinturón hermoso y asép­tico, hecho de laboratorio, ciencia tecnológica y carencia total de calor humano.

Yo había matado a Lanka aquella misma no­che, al volver de nuestro viaje de luna de miel a los Asteroides de Vacaciones.

 *   *   *

 —Feliz entrada en el hogar — había dicho yo, depositándola en el suelo, tras cruzar el umbral con ella en mis brazos, a la antigua usanza ya casi olvidada—. Lank, cariño, ahora empieza nuestra verdadera existencia en común, unidos bajo un mismo techo...

—Sí, Ankh — dijo ella, indiferente. Paseó por las habitaciones de mobiliario blanco, aerodinámi­co, sostenido por invisibles columnas magnéti­cas—. Es una hermosa casa...

—Es horrible. Pero es moderna, eso sí.

—¿Horrible?— Ella me miró entonces con sor­presa y disgusto. Sus verdes ojos brillaron—. ¿Por qué has dicho eso, cariño?

—Es la pura verdad — suspiré —. Si vieras las modas de otros tiempos... Era más cálido todo, más acogedor.

—Hablas como si hubieras vivido esas cosas — rió Lanka, despectiva.    ,

Me dominé. Ni siquiera Lanka debía de saberlo. Era de suponer que ella también envejecería de repente. Y ese día se terminaría toda nuestra posi­ble felicidad, una vez más. Estaba harto de huir, porque nadie escapa a sí mismo, y eso era lo que hacía yo. Pero no había otra alternativa.

—Bueno, he leído y visto cosas — me evadí —. Era mejor, Lanka, no lo dudes.

— Para mí, todo lo actual es maravilloso —dijo, ensoñadora —. Es la perfección total.

—Hablas como una de esas malditas máquinas moldeadoras del criterio personal, que utiliza el Nuevo Orden para que todos pensemos lo mismo —me quejé—. Sólo hay perfección tecnológica. Y no debe ser así.

—¿Qué otra cosa quieres?

—Humanidad, Lanka. Somos humanos, no so­mos robots. Tenemos derecho a ser felices, y eso se nos despoja aquí desde que nacemos. Nunca vi nada igual.

—Ankh, hablas como un revolucionario — mu­sitó ella, asombrada.

—Posiblemente lo sea, si ser revolucionario es desear vivir en un ambiente confortable y cálido, no entre aristas afiladas, arquitectura lineal y sis­tema coordinado para todos. Cada hombre es un número, cada pensamiento una cifra computada. Así no se puede vivir.

—Ankh, si te oyeran, te enviarían al Satélite de Destierro, a regenerar tu mente.

—A embrutecerla, querrás decir — la miré—. Lanka, tú eres una mujer joven, hermosa, con una vida por delante. ¿Puedes encontrar bien todo esto?

—Lo encuentro maravilloso, Ankh — suspiró, acariciando los muros cristalinos y los muebles de materiales plásticos livianos y pulcros —. Y no dis­cutamos más. No me gusta que me lleves la contraria.

—Está bien — acepté, irritado. Me dirigí al cuarto de aseo—. Me arreglaré para dormir, que­rida. Olvida esta estúpida discusión. ¿Vienes tú a dormir?

—En seguida, amor — sonrió, besándome —. Voy a dejar preparadas unas cosas para mañana. Daré al computador de compras la lista de adqui­siciones para mañana. Y a la máquina de cocinar los datos computados para el desayuno y el al­muerzo. En seguida me reuniré contigo, Ankh... Y olvida tus rabietas. Éste es nuestro mundo, y bien está así.

Se fue a la Sección Doméstica del hogar del 2102, y yo al aseo automático. Nuestro mundo, ha­bía dicho ella.

—Nuestro... — refunfuñé —. No es el mío, Lan­ka, cariño. Mi mundo es el de siempre. Era otro quizá menos perfecto, cómodo y rico en medios. Pero mucho más humano y entrañable. Esto es como vivir en una nave espacial o en una estación planetaria colonizadora. Incluso el aire, el agua y los alimentos, la luz de los muros, todo huele y tiene apariencia de artificio. Y es artificial, maldi­to sea...

Había empezado el aseo cuando corté el siste­ma automático, para salir del baño. Me acordé de mis viejos elementos de limpieza de dientes, afei­tado y todo eso. Disfrutaría al menos, comportán­dome como un tipo de doscientos años antes, cuando el mundo todavía tenía algo que valía la pena salvarlo, antes de la invasión de los supertécnicos.

Me quedé sorprendido. Lanka, mi esposa, ha­blaba por el interfono-visor. Su voz me llegó ní­tida:

—...Y pueden venir cuando quieran por él. Yo le entretendré o le administraré una droga se­dante, para que no oponga resistencia. Es un sal­vaje primitivo, sí. Rebelde, retrógrado. Un elemen­to peligroso para el Nuevo Orden. S. Misión cum­plida. Informó Mujer Artificial Veinte mil doscien­tos ochenta y siete, Clase A.

Cerró la conexión. Me quedé atónito, con la sangre helada en mis venas. Ella, Lanka. Mi fla­mante esposa. Delatándome a Control de Seguri­dad. Con lo que dijo, sería deportado a un pla­neta, y además tratado mentalmente. No sería como morir, sino mil veces peor. Convertirme, por una eternidad, en un autómata controlado por computadores. Monstruoso.

Y Lanka... ¡Lanka era una mujer artificial!

Conocía la especie. Elementos de laboratorio. La vida cultivada en artificio. Seres humanos fal­seados, copia de los auténticos. En apariencia, todo igual. Pero creado en un laboratorio, con ge­nes cultivados. Sin sentimientos, sin instinto, sin poder procrear... Yo había elegido, sin saberlo, a una de esas malditas mujeres. Y, además, al servi­cio de Información y Control.

Ella se volvió de repente. Me vio erguido fren­te a ella. Me sonrió, sorprendida.

—Oh, Ankh, no te esperaba aún.

—Ya lo sé — señalé el interfono—. Oí tu con­versación, cariño.

—¿Sí? — ella pestañeó, impersonal—. Bueno, lo siento. Hubiera sido mejor que no lo supieras. Supongo que no vas a actuar como un ser pri­mitivo.

—Lo siento, Lanka. Soy primitivo. Nací con el albor de mismo del mundo. Tengo mucho de pri­mate, que es la antesala del Hombre... Actuaré como me dé la gana, no como me ordene un computador, una cinta magnética. O tú, robot mal­dito.

—De modo que lo sabes todo — sus ojos bri­llaron—. Soy tan ser vivo como tú.

—No seas ridícula. Eres un compuesto quími­co. Hidratos, genes, hormonas, células... Todo cul­tivado como hongos o como el mozo medicinal. Da asco, Lanka. Eres un maniquí precioso, de car­ne artificiosa. No puedes sentir, apenas amas, no puedes tener hijos, no puedes pensar como un ser humano normal...

—No hace falta, Ankh. Vas a ir deportado. Eres un peligro para el Nuevo Orden.

—Nadie va a tocarme, Lanka — avisé duramen­te —. Lucharé hasta el fin.

—Lo siento, cariño — dijo con helado tono—. Tendré que ocuparme de ti yo misma.

Y la vi extraer un arma de su propio vestido. Un tubo de rayos paralizantes, que asestó, con­tra mí.

 *   *   *

 Entonces lo hice.

Entonces maté a Lanka, mi esposa artificial.

Fui más rápido que ella. Empuñé un objeto pesado, el único que tenía cerca de mí; se lo arro­jé con violencia, convertido en un ser humano pri­mitivo, lo que en realidad comencé siendo en el principio del Tiempo...

La alcancé antes de que disparase su rayo para­lizante sobre mí. Emitió un grito ronco. La vi caer de bruces, apenas la golpeó el objeto en la sien. Corrí a ella, le quité el tubo de rayos. La examiné.

Estaba muerta.

Perplejo, examiné su sien golpeada. Donde re­cibiera el golpe, la piel se levantaba como si fuese una capa de celulosa o algo parecido. Tiré de ello. Salió algo más.

Ni siquiera era carne. Pura celulosa plastificada, como carne al tacto. Y dentro, el vacío... Un cráneo hueco.

Era alucinante. Dos electrodos en las sienes. Golpeado uno de ellos, se quebró, dejando «muer­to» aquel cuerpo de robot auténtico, imitación per­fecta de lo humano, pero sólo imitación, después de todo.

Ni siquiera un ser de laboratorio como yo, pen­sé. Nada de eso. Un muñeco excelente, un ser que vivía por impulsos eléctricos interiores y actuaba de acuerdo con una programación determinada.

Me incorporé, horrorizado. Miré aquel «cuerpo» con pavor. ¿Se puede condenar a un hombre que mate lo que nunca ha vivido? ¿Puede ser culpable de algo el que estropea una máquina con un sim­ple golpe?

Eso es lo que yo había hecho con Lanka. Y ella, mi esposa, me había engañado en principio, pa­reciendo un ser humano auténtico. ¡Cuántos hom­bres y mujeres del mundo estarían engañados con sus cónyuges, auténticas marionetas al servicio di­recto del Nuevo Orden, para mantener vigilados y bajo control a todos los ciudadanos del mundo!

Entonces es cuando salí de casa. Es cuando escapé a través de la ciudad, huyendo de algo más que coches policiales controlados a distancia. Hu­yendo del horror que me cercaba, huyendo de mi propio espanto, aunque esto no era posible. Hu­yendo de la visión dantesca de un cadáver que se daría como un asesinato oficialmente, aunque sólo se trataba de un perfecto muñeco dotado de vida artificiosa.

Era una fuga inútil, y yo lo sabía. Pero tenía que huir, huir adonde fuese... Ya que no podía ni siquiera morir, al menos deseaba escapar a algún lejano lugar, a alguna parte utópica, donde las co­sas pudieran ser de otro modo.

Vana esperanza, después de todo. El mundo, los satélites, los planetas, los asteroides; todo es­taba ocupado por el mismo sistema frío e impla­cable de gobierno: el Nuevo Orden del Planeta Tie­rra, en el año 2102. 

CAPÍTULO VI

 FUTURO

 Y, de repente, me encontré ante aquel ingenio.

Había oído hablar de él. Se iba a inaugurar fe­chas más tarde. Sus anuncios se emitían por todas las cadenas de televisión estereoscópica, anuncian­do a la población terrestre la buena nueva que en otro tiempo hubiera sido maravillosa.

 

«¡Viaje al futuro! "Temporama" le ofrece

la posibilidad de visitar un lugar

cualquiera del futuro. Establezca

comunicación previa. Pida ir allá.

¡Y "Temporama" le concede un viaje breve

y maravilloso.'» 

La auténtica, la primera máquina del Tiempo. La ciencia-ficción hecha realidad. Pero una má­quina limitada. Sólo viajes al futuro. Y regreso in­mediato. Todo controlado, dirigido con total frial­dad. Nadie estaba autorizado a quedarse adonde fuese. Tenía que volver, o la policía iría a por él, a través de «Temporama».

Entré en el recinto. El pabellón aparecía de­sierto. Prohibiciones luminosas impedían entrar, bajo severísimo castigo. Ya habían detectado en alguna parte mi entrada. No hacían falta policías. La electrónica lo resolvía todo. La gente no desobedecía jamás. Pero yo era diferente. Yo lo estaba desobedeciendo todo. Ya no importaba una cosa más o menos.

Me detuve ante «Temporama».

Una gran pantalla de fibras de vidrio. Una cabi­na inmediata. Unos controles. Un aviso luminoso tajante: 

«Prohibido inutilizar mecanismos.

Máximas penas de castigo.» 

Siempre lo mismo. Y el miedo, el servilismo, hacían el resto. Nadie se atrevía a nada. Nadie alzaba la voz ni intentaba cosa alguna.

Yo rompería moldes. Los rompí, sencillamente.

Puse en funcionamiento el «Temporama». Giré unos discos. Maniobré unas teclas. Se encendió la gran pantalla, para mí solo. En la distancia, ululó una sirena lejana.

Sonreí. Las cifras saltaban en una pantalla luminosa verde, computadora de fechas. En el enor­me «Temporama» se veían imágenes cambiantes, una sucesión de cosas confusas y lejanas, sin for­ma definida.

De repente, se paró el medidor de tiempo. Y la imagen. Me sobresalté, echándome atrás con es­tupor.

Marcaba el año 3690.

Siglo XXXXI. Muy lejos en el Tiempo. Pero no para mí.

Un increíble, bellísimo, dorado rostro de mujer de cabellos sedosos, color espuma de mar... Ojos anaranjados, labios rosados. Una belleza inaudita y asombrosa, llenaba la pantalla.

—Hola, Ankh — me dijo, desde quince siglos.

La sirena sonaba más cerca.

—Hola — dije, aturdido—. ¿Quién eres tú?

—Laia, de la Raza Nueva. Te veo a través del Tiempo, en mí pantalla Cronológica. Espera que vea... Siglo XXII. Muy lejos de mí, Ankh. Nunca nos veremos.

—Laia, puedo esperarte — dije—. No puedo morir. Vivo eternamente.

—Sería esperar demasiado, Ankh. Te deseo ahora. Estás en una máquina del Tiempo, ¿no es cierto?

—Sí, Laia, es cierto — permanecía absorto, per­plejo ante aquella belleza increíble.

—Utilízala. Ven.

—Me buscarán. Vendrán tras de mí.

—Inutilízala. Entre tanto, veremos de hacer algo. Cerraremos los circuitos del Tiempo, para que nadie viaje a mi momento. Te ahorraré quince siglos de espera, Ankh...

—Laia, yo podría amarte — susurré.

—Yo te amo ya — sonrió ella, dulcísima —. Te amé apenas te vi.

La maldita sirena estaba cerca, cerca.

—Pero no envejezco. No muero. ¿Qué haría a tu lado, sino huir, como hice otras veces?

—Ankh, acaso tu tiempo acabe aquí. Dicen que pronto llega un nuevo período para los huma­nos, no sé. Valdrá la pena probar, Ankh. Ven. Te espero.

—Sí, Laia — asentí.

Entré como un autómata en la cabina de tras­lado. Una vez dentro, pulsé los resortes. Me sentí proyectado. Y con un último esfuerzo, antes de abandonar el siglo XXIX, cuando el teledirigido coche policial entraba en «Temporama», yo descar­gué un impacto demoledor en el panel de traslado, cuyas válvulas quebré, entre chisporroteos y esta­llidos...

Me sumergí en el vacío, en círculos concéntri­cos sin fin.

Iba hacia el siglo XXXVII.

Iba hacia Laia, la hermosa de la Raza Nueva.

Quizá la amase. Quizás encontrara al fin el des­canso.

No lo sabía entonces. No lo sé ahora, mientras viajo. Y recuerdo a todos mis amores, a todos los seres que amé o estimé en mi interminable vida.

Pido a Dios que con Laia sea distinto. Que algo me haga cambiar entonces, en este lugar del Tiem­po adonde voy.

Porque Laia también será mortal sin duda.

Y porque yo nunca moriré. 

F I N

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