domingo, 2 de julio de 2023

VIAJEROS EN EL TIEMPO (GEORGE H.WHITE)

 

 Pascual Enguídanos (George H.White) publicó un total de 94 novelas de ciencia-ficción, desglosadas de la siguiente manera: 

56 novelas de La Saga de los Aznar, divididas en un primer grupo de 32 aparecidas en la antigua colección Luchadores del Espacio en la década de los años cincuenta y un segundo de 24 inéditas publicadas en los años setenta después de la reedición de las primeras.

37 títulos no relacionados con los Aznar, todos ellos aparecidos en la antigua colección Luchadores del Espacio y repartidos casi a partes iguales (25 y 22 respectivamente) entre los seudónimos de George H. White y Van S. Smith, ambos usados por este autor.

Una única novela, titulada INTRUSOS SIDERALES, publicada con el número 57 de la colección La conquista del Espacio, de la editorial Bruguera, en septiembre de 1971, firmada con el seudónimo de George H. White.


CAPÍTULO PRIMERO

En vísperas de la Navidad, el Almirante Mayor y Comandante Jefe del Cuerpo Expedicionario, puso por primera vez su planta en un lugar desértico de la antigua Palestina llamado Belén.

Esta breve y protocolaria visita, hecha en cumplimiento de una promesa, se realizaba en un momento en que todavía se combatía encarnizadamente por la conquista del planeta.

El Arzobispo de Nuevo Madrid, el Almirante Aznar y su Estado Mayor, todos equipados con armaduras y escafandras de vacío, pasearon durante media hora por el desolado paraje, parándose aquí y allá y recogiendo algunas piedras como recuerdo. El Arzobispo pronunció finalmente una emocionada plática relacionada con los recuerdos de aquel santo lugar, que fue recogida y transmitida en directo por televisión a VALERA, y luego todos regresaron a la cosmonave que les llevaría de nuevo al planetillo.

Aquella Navidad se celebró en VALERA con especial emoción, pues era la primera vez, después de dieciséis mil años, que los cristianos conmemoraban el nacimiento de Jesús a la vista de aquel perdido mundo donde, hacía aproximadamente 27.500 años, tuvo lugar tan memorable acontecimiento.

Una semana más tarde, el día primero de Año Nuevo, el Almirante Aznar abrió los lujosos salones del Palacio Residencial para ofrecer una recepción a sus más íntimos colaboradores y amigos.

Siendo una fiesta muy sencilla, tuvo especial relevancia por la categoría de las personas allí reunidas.

Para una nación en guerra, lógicamente los personajes del momento eran aquellos que de una forma directa conducían los ejércitos y mandaban las poderosas flotas, y cuyos nombres se relacionaban a diario con las victorias obtenidas aquí y allá en el vasto escenario de las acciones bélicas; en la Tierra, en Venus, en Marte y en el lejano satélite de Saturno llamado Ganimedes.

Allí estaban los generales Agramunt, Baronet, Ortuño y Carles… Los almirantes Ferrándiz, Corrochano y MacLane… y toda una constelación de jóvenes generales de brigada y división, de contralmirantes y vicealmirantes del Estado Mayor, de jefes y oficiales distinguidos…

Pero siendo numerosa la representación de las Fuerzas Armadas, le superaba todavía la élite intelectual de la nación; científicos en sus más variadas ramas, investigadores, tecnócratas, filósofos, médicos… hombres y mujeres que, en otros campos distintos, desempeñaban funciones importantes y de responsabilidad, aunque menos brillantes que las otras.

Singularmente brillaba con luz propia, eclipsando a los más famosos personajes del momento, un joven mestizo de terrícola y bartpurana, un médico-cirujano llamado Fidel Aznar, hijo del Almirante Mayor.

Normalmente, el hecho de ser hijo del Almirante Aznar, habría bastado para envolver a este joven en la aureola de los personajes populares. La gloria y la fama de los padres casi siempre alcanzaba también a los hijos. Pero excepcionalmente el caso de este joven se salía de la norma. Hacía escasamente tres meses, millones de valeranos ignoraban que existiera. Y de los pocos que conocían su existencia, la mayoría no sabían que se encontrara en VALERA.

Hoy día, Fidel Aznar estaba reputado como el mejor cirujano de la nación. Sus espectaculares intervenciones y sus curas casi increíbles, recorrían de boca en boca los hospitales de VALERA, se comentaban en todas las publicaciones científicas, y llegaban a la masa del pueblo envueltas en la aureola de la mística milagrera. Le llamaban “el Santón”, pero para algunos espíritus perversos y envidiosos era simplemente “el curandero”.

Otro hijo del Almirante, fruto de un matrimonio anterior, era Miguel Ángel Aznar, quien a los veintitrés años era Contralmirante y gozaba de enorme popularidad, viéndose en él una de las más firmes promesas para el futuro de la Armada Sideral.

Tradicionalmente, los miembros de la familia Aznar habían ejercido los más altos cargos en la Armada Sideral y en el mando del autoplaneta, a tal punto, que no era posible mencionar una acción gloriosa del formidable VALERA, y omitir la participación decisiva que tuvieron los Aznar en los hechos más trascendentes de la historia del planetillo.

Rompiendo esta larga tradición familiar, y contrariando con ello la voluntad del Almirante, Fidel Aznar siguió un camino distinto, ingresando a muy temprana edad en un monasterio bartpur, allá en el remoto circumplaneta ATOLÓN. A los diecinueve años, Fidel Aznar, cuyo nombre bartpurano era Adler Ban Aldrik, se ordenaba sacerdote “BUNDO” en la categoría superior.

El término sacerdote o monje no tenía en la cultura bartpur el mismo significado que entre los terrícolas. Los bartpures o bartpuranos no tenían una verdadera religión. Un monje BUNDO no era un religioso dedicado al culto de ningún dios determinado, sino un hombre con una preparación científica y humanística extraordinaria, que dedicaba su vida a ayudar a sus semejantes.

Los monasterios bartpuranos eran lo que las universidades en la cultura terrícola. Allí, en un ambiente de silencio y recogimiento, el bartpurano dedicaba largos años al estudio de la Medicina, la Psicología y la Filosofía. Un monje BUNDO del grado superior era un científico en el más estricto sentido de la palabra; matemático, físico nuclear, bioquímico, ingeniero electrónico, ingeniero industrial y metalúrgico, biólogo, antropólogo, geólogo, astrofísico…

El fin primordial del BUNDO era la búsqueda de la perfección suprema, y esto implicaba también el dominio de otras varias disciplinas. El BUNDO solía ser un atleta, un luchador formidable, un hombre de una fortaleza más allá de lo humano, insensible al cansancio, al hambre, a la sed, al frío, al calor y al sufrimiento físico. Se le había entrenado para dominar la debilidad de la materia con la fuerza psíquica de la mente.

Cualquier bartpurano, hombre o mujer, niño o anciano, poseía facultades paranormales que sorprendían al incrédulo terrícola. Las más comunes eran la telepatía y la psicokinesis.

Fidel Aznar era un mestizo de terrícola y bartpurana, pero su procreación había sido dirigida de un modo especial, escogiéndose científicamente los cromosomas más adecuados de cada uno de sus progenitores, para obtener el cruce ideal de las mejores cualidades de cada raza. Al nacer, Fidel poseía ya todas las facultades paranormales de su madre. Todas las demás las recibió en el curso de su preparación como monje BUNDO.

Cuando después de fundar en ATOLÓN un nuevo estado, el Almirante Aznar impulsó el proyecto de reconquistar los planetas terrícolas, al emprender VALERA el largo viaje hasta la Tierra, la esposa del Almirante acompañó a éste. Y Fidel, por no separarse de sus padres y su hermano, les siguió también.

Al llegar a la Tierra e iniciarse la campaña contra los SADRITAS, seres extragalácticos que ocupaban aquellos planetas desde hacía 16.000 años, Fidel Aznar se encontró en una situación singular. Medio terrícola, medio bartpurano, poseía ambas nacionalidades. La movilización de todos los recursos humanos le alcanzaba también a él, que se encontraba en edad de cumplir el Servicio Obligatorio. Sin embargo, la moral bartpurana era contraria a toda acción violenta y, consecuentemente, a la guerra. Fidel se negó a ser movilizado.

Todo esto fue motivo de gran bochorno para el Almirante Aznar, hasta que finalmente el asunto se resolvió ingresando Fidel en el Cuerpo Médico de la Armada. De este modo quedaron conciliados dos deberes antagonistas; Fidel no tuvo que empuñar las armas, y pudo contribuir con su esfuerzo a remediar parte de los daños causados por la guerra.

No fueron fáciles los comienzos para Fidel. La Medicina terrícola, que había alcanzado niveles extraordinarios, no reconocía oficialmente a la medicina bartpur. Para poder ejercer legalmente como médico-cirujano, Fidel tuvo que rellenar una montaña de impresos y someterse a un riguroso examen, en el que sorprendentemente alcanzó la máxima calificación. Bien era cierto que durante dos años Fidel había estudiado la medicina clásica de los terrícolas.

Pese a las dificultades con que tropezó al principio, no tardaron en manifestarse las portentosas facultades del monje BUNDO. Operaciones sin anestesia previa, suspensión temporal de las funciones vitales del paciente, contención instantánea de hemorragias, heridas que cicatrizaban inmediatamente, extirpación de tumores cerebrales por psicokinesis… Estos y otros portentos extendieron rápidamente la fama de Fidel Aznar.

En la recepción del día primero de año en el Palacio Residencial, el joven BUNDO era el centro de la curiosidad de los invitados. Especial interés despertaba entre las damas este joven alto y apuesto, rubio y hermoso como un Apolo, del cual emanaba un atractivo singular, mezcla de humildad y sencillez.

Fidel Aznar, que había sido ascendido por aquellos días al grado de Capitán, vestía el uniforme blanco de la Armada Sideral, destacando tanto por su natural elegancia como por sus dos metros de estatura y el tamaño anormal de su cabeza. No se trataba de una anormalidad grotesca; simplemente, tenía la cabeza mayor que la media terrícola, y forzosamente tenía que ser de este modo, pues éste era precisamente el rasgo que distinguía a un bartpurano de otro ser cualquiera.

En el gran salón de baile, donde estaba instalado el “bufet”, el Almirante Aznar había hecho poner sobre la repisa de una artística chimenea de mármol nahumita una de las piedras que se trajo como recuerdo de las ruinas de Belén. Esta piedra redondeada, que por otra parte no ofrecía ninguna particularidad digna de mención, estaba protegida con una campana de cristal. La campana, según el Almirante Aznar estaba explicando a sus invitados, no tenía por objeto proteger la piedra del polvo, sino todo lo contrario. Lo que se pretendía era que la piedra no perdiera el polvo original del santo lugar donde fue recogida.

Fidel Aznar vino hacia la chimenea con una señora colgada de cada brazo. Una era la señora MacLane, la otra mujer era Terry Ferrer. Ambas doblaban en edad a Fidel, aunque a decir verdad no aparentaban sus años.

Formando grupo ante la chimenea se encontraban el Almirante Aznar y su esposa Yawna, el profesor Ferrer, padre de Terry, el profesor Valera y su hijo Alejandro, el Doctor Ross y su esposa, y el profesor Castillo, padre de la señora Ross. Fidel saludó a todos y de una forma particular a Yawna. El saludo bartpurano consistía en unir ambas manos en actitud de orar, levantarlas ligeramente y al mismo tiempo inclinar la cabeza.

Aquel largo saludo reverencial dejó interrumpida la conversación y pareció irritar al Almirante, que exclamó:

—¡Vamos, que no hace un siglo que no os veis! Fue esta misma mañana, si no recuerdo mal. ¿Por qué te has retrasado?

—Hace casi una hora que llegué —se disculpó Fidel—. Pero hay tanta gente aquí que no pude llegar hasta vosotros.

—Es cierto, nosotras le entretuvimos —dijo la señora de MacLane.

—Tú le entretuviste, Samanta, querida —dijo Terry Ferrer sutilmente—. Yo acudí a echarle un cable al pobre muchacho.

—Bueno, yo le entretuve, pero no mucho. Tenía que contarle a Fidel de este dolor continuo en el costado. Los médicos no me hacen caso, pero el dolor está ahí.

MacLane apareció por detrás de su esposa y la recriminó:

—¡Por Dios, Samanta, deja en paz a Fidel! Él acaba de llegar del Hospital. Se ha pasado el día oyendo a la gente quejarse de sus dolores, y llega aquí y tú le sigues mareando con tus monsergas. ¿Es cierto lo que digo o no, Doctor?

Fidel se limitó a sonreír débilmente. MacLane señaló con el vaso que tenía en la mano la campana de cristal.

—¿Es esa la piedra que se trajo de Belén, Almirante?

—Sí.

—También a mí me habría gustado tener una.

—¿Para qué? —dijo la señora MacLane—. Sólo es una piedra, un guijarro. ¿Qué tiene de particular?

—Mi querida esposa —dijo MacLane—. Tiene de particular que fue recogida de las ruinas de Belén. En ese mismo lugar, hace muchos años, nació un niño llamado Jesús, hijo de María y José. Pasado el tiempo…

—¡No sigas, conozco la historia! —protestó la señora.

—¿Estás segura?

—¡Claro que lo estoy! Jesús fue luego Nuestro Señor Jesucristo.

—Pues ya ves, Cristo nació en Belén, y esta simple piedra pudo ser testigo del más grande acontecimiento que ha vivido la Humanidad. Tal vez conserva todavía la huella de la pisada del asno en que iba montada María… o conoció a la puerta del establo la venida de los Reyes Magos. ¡Quién sabe las cosas que podría contarnos este guijarro si las piedras hablaran!

Todos guardaron silencio, contemplando pensativos el redondo guijarro, trasladados con la imaginación al lugar de su primitiva localización. Hasta que Ross murmuró:

—¿Y quién dice que las piedras no hablan? Tenemos en parapsicología el testimonio de extraordinarias revelaciones hechas por eminentes psicómetras. La psicometría consiste, más o menos, en la adquisición de conocimientos extraños facilitada por los objetos. Se trata pues de una forma especializada de la clarividencia, en la que el sujeto sensitivo adquiere la capacidad de revivir episodios pertenecientes a una vida ajena, o incluso a la misma Historia. ¿No es cierto, Fidel, que los objetos también poseen una memoria?

Todos se volvieron a contemplar al joven BUNDO. Fidel sonrió moviendo su gran cabeza, en la que el pelo rubio aparecía cortado en forma de erizado cepillo.

—Las cosas no son tan simples, Doctor —afirmó hablando pausadamente—. No es la memoria de las cosas la protagonista de la psicometría, si no la del sensitivo que, proyectándose más allá de sus experiencias personales, introduce en su propia esfera un pasado que no le pertenece, pero que le es accesible en virtud de la clarividencia retrospectiva. La clarividencia retrospectiva es una forma de viaje mental al pasado.

—Yo no acabo de entender eso —dijo Terry Ferrer—. ¿Cómo se puede viajar al pasado, ni siquiera mentalmente? En cualquier forma que se viaje al pasado, presupondría la permanencia del pasado en algún lugar. ¿Pero en qué lugar? Incluso con las reservas de quien no cree en ciertos aspectos de la parapsicología, me resulta mucho más fácil admitir la existencia de la clarividencia precognoscitiva. El futuro está en el mañana, pero sus raíces existen en el presente; es una consecuencia de lo que está ocurriendo hoy. ¿Pero y el pasado? ¡El pasado se desvanece, sólo existe en el recuerdo!

—La Metafísica bartpurana ha especulado largamente acerca de este problema —aseguró Fidel Aznar—. Bien es cierto que no hay nada demostrado al respecto, pero existen algunas teorías, una de ellas basada en la hipótesis de una Mente cósmica que conservaría los recuerdos de todo cuanto ha acontecido. Pero hay también quien cree que el pasado, lejos de extinguirse, tiene una existencia propia, real e imperecedera. Resultaría largo exponer la visión hiperfísica ilustrada por uno de mis maestros de Metafísica, pero este ilustre varón sostenía que todo cuanto ha acaecido existe realmente, o sea ES. Excepto el presente, que nos transporta consigo en su devenir, nada fluye o corre, puesto que todo permanece. Ahora bien, si el pasado existe, no puede encontrarse más que en la dimensión misma del tiempo, siendo en esta dimensión donde se interna la mente del sensitivo psicómetra bajo la guía del objeto inductor de la clarividencia. El psicómetra sigue una línea ideal, cronotópica, que se devana en la continuidad espacio-temporal, y que representa la sucesión de los instantes-acontecimientos en los que el objeto se ha encontrado envuelto en el curso de su existencia pasada[1].

—Eso son sutilidades, Fidel, lo que vulgarmente se dice “escurrir el bulto” —dijo Terry Ferrer—. Lo que yo quiero que alguien me diga es; ¿a qué lugar viaja el psicómetra para encontrar esas imágenes del pasado? ¿Existe en alguna parte una imagen fija en la cual se ha detenido cada uno de los hechos que tuvieron lugar en la Historia?

—Evidentemente, así debe ser —repuso Fidel sonriendo.

—Es decir, sería como un largo filme que comprendería desde la creación del Universo hasta este mismo instante. El clarividente psicómetra recorrería con el poder de la mente ese documental, desde el presente al pasado, hasta encontrar el tiempo buscado. A partir de ahí, viajando hacia el presente a lo largo del filme, vería reproducidos, incluso en movimientos, TODOS los hechos que tuvieron lugar en la Historia desde aquel momento hasta hoy. ¡Vamos, Fidel, amigo mío! ¿Quién se cree eso?

—Tal vez no sea la tuya una visión correcta de la dimensión del Tiempo —dijo Fidel sonriendo enigmáticamente—. Las cosas podrían ser de otra forma. El instante conocido como AHORA es el que separa el pasado del futuro. Si se quebrara esa tenue barrera, se podría hacer una excursión hacia el futuro o un viaje al pasado. Esta división del pasado y el futuro está estrechamente ligada a nuestras ideas de casualidades y de libre albedrío. Nuestra existencia, ¿es casualidad o destino? En la escena de la vida, ¿repetimos las palabras de un texto establecido de antemano, o improvisamos nuestros papeles? Para ciertas cosas parece que tengamos la libertad de escoger, para otras no. Sobre un plan estrictamente determinado, el pasado y el futuro pueden ser considerados situados sobre un mapa desplegado ante nosotros. Los acontecimientos no se producen, están allí y nosotros nos encontramos con ellos. Entonces, si pasado y futuro existen sobre el plano del Tiempo, todo lo que tenemos que hacer es adelantarnos a nuestro “ahora” o retroceder para encontrar el futuro o el pasado.

—¡Dios mío, vaya lío! —exclamó la señora MacLane—. Esto es demasiado profundo para mí. Juan, querido, no hemos saludado a los Segovia, y hace rato que ella mira hacia aquí. Deberíamos ir a decirles alguna cosa.

—Con su permiso —dijo el Almirante MacLane cediendo a los tirones de brazo de su señora—. Su conversación es muy interesante, siento tener que perderme el resto.

Siguió un breve silencio a la marcha de los MacLane. Luego Terry Ferrer volvió sobre el asunto:

—Dime una cosa, Fidel. Aparte sus utópicas excursiones con el poder de la mente, ¿viajaron los bartpuranos alguna vez al pasado físicamente?

—No, que yo sepa.

—¿Entonces no se puede hacer?

—Esa es una pregunta que seguramente nos hemos hecho todos los humanos desde que el mundo es mundo. ¿Quién, ante la lectura de un libro de Historia, no ha sentido el poder evocador de los tiempos pasados? Pero es evidente que existe una barrera impenetrable que nos impide trasladarnos físicamente al pasado, y es lógico que suceda así. Si no existíamos físicamente en el siglo XX, nuestra materia no puede en modo alguno viajar allá. Se desvanecería apenas transpuesto el umbral que separa el presente del pasado. Sólo con el poder de la mente es posible ese viaje, y ello por la simple razón de que la mente no tiene una consistencia material.

—Fidel, me dejas decepcionada —suspiró Terry—. Me consta que los monjes “Bundo” guardáis muchos secretos jamás confesados. Tal vez me estás mintiendo.

Fidel sonrió meneando su gran cabeza.

CAPÍTULO II

En el solsticio de junio la Tierra acabó de dar una vuelta completa sobre su eje. Por primera vez, después de dieciséis milenios de oscuridad, un largo día de tres meses había brillado sobre los hielos del Océano Pacífico, el Norte de América y la mayor parte de Asia. Por primera vez, al cabo de dieciséis milenios, el sol se puso sobre las tierras de Europa, de Asia Menor, de África y el Sur de América.

Como seis meses antes, el planetillo Valera volvió a acercarse a la Tierra, provocando con su proximidad violentos terremotos y gigantescas mareas. Aunque en tamaño el planetillo era de dimensiones parecidas a las de la Luna, su masa equivalía a la de la Tierra, y el tirón de las fuerzas gravitacionales impulsaron al planeta obligándole a salir de su pereza para girar más aprisa.

En adelante la Tierra daría una revolución completa sobre su eje en dos meses.

Todavía duraban los desastrosos efectos del paso de Valera en la Tierra, cuando se reanudaron las operaciones militares en los frentes de Europa y África. Por primera vez los valeranos pusieron en acción sus nuevas armas miniatura.

Los ingeniosos Hombres de Titanio, creadores de esta nueva arma, iban a recibir una buena dosis de su propia medicina. Ahora, pequeños escarabajos y zumbadores abejorros se deslizaban por el suelo y volaban casi a ras de tierra, buscando con sus minúsculos ojillos al enemigo escondido.

Casi de la noche a la mañana se había pasado del gigantismo a un extraño mundo de armas liliputienses. Esta nueva forma de guerra no fue bien acogida por los controladores del Ejército Autómata valerano, acostumbrados a manejar “tarántulas” robóticas de seis metros y atronadores misiles de doce metros de longitud. Pero acaso lo que más les molestaba, allá en el fondo, era haber tenido que copiar una vez más a los diabólicos “Sadritas” para vencerles con sus propias armas.

Parecía como si los valeranos, una de las ramas del tronco racial terrícola, carecieran de imaginación frente a los logros tecnológicos de otras razas que iban encontrando en su inquieto deambular por el Universo.

Mientras que de los Hombres Grises tuvieron que copiar el arma de “Rayos Zeta” desintegradores, en el errante Ragol el primer Miguel Ángel Aznar de la dinastía realizaba el sorprendente hallazgo de la “dedona”. En su primer viaje a los planetas del Imperio de Nahum, el “autoplaneta” Valera fue sorprendido por un “Rayo Azul” que bloqueaba a distancia todos los aparatos eléctricos. Y si bien era cierto que el invento de la eliminación o contracción de los espacios vacíos de la materia era de neta factura terrícola, todo fue echado al suelo cuando los “Sadritas” aparecieron con sus armas de “luz sólida”.

En los planetas de Redención, la rama colateral de los terrícolas había encontrado la forma de prolongar la vida introduciendo sus cerebros en una máquina que controlaban como si fuera el propio cuerpo humano. Pero todavía aguardaba a los valeranos una sorpresa mayor en el gigantesco circumplaneta ATOLÓN. Allí la antiquísima raza bartpur no sólo habría creado su propio mundo, sino que jugaba con la energía y la materia y hacían lo imposible, desmaterializándose a sí mismos para materializarse de nuevo transcurridos veinticinco mil años.

Pero no era cierto que los valeranos estuvieran peor dotados que las demás razas. Su último logro; la enseñanza e introducción de información y experiencias por inducción directa al cerebro, representaba uno de los triunfos más grandes de la Ciencia; el conocimiento de las misteriosas claves en que se combinaban las células cerebrales para almacenar la memoria.

La única y real desventaja de los valeranos era su juventud. Viajando de un lado a otro a través del espacio a casi la velocidad de la luz, experimentaban en sí mismos el fenómeno de enlentización del tiempo. En un viaje de ida y vuelta desde la Tierra a Redención los valeranos empleaban 60 años. Pero a su regreso a la Tierra se encontraban con que aquí habían transcurrido 1.400.

Los progresos que pudieran realizar los viajeros de Valera en esos cortos 60 años no podían compararse a los obtenidos por sus hermanos terrícolas en catorce siglos. De aquí que los valeranos siempre anduvieran retrasados con respecto a las otras civilizaciones a las que étnica y espiritualmente pertenecían.

Sin embargo, viajando continuamente, los valeranos se beneficiaban del contacto con otros pueblos y otras culturas remotas.

Después de su última visita a los planetas terrícolas, Valera había viajado a Redención, y posteriormente al gigantesco circumplaneta Atolón, donde establecieron una colonia y fundaron un estado que llamaron Nueva Hispania. Valera permaneció 25 años en las proximidades de Atolón y luego emprendió de nuevo viaje a la Tierra.

Durante este último viaje, de una duración de 300 años, los valeranos utilizaron por primera vez una nueva técnica de “evasión”. Tal “evasión” debería permitirles sobrevivir a este largo viaje y llegar a la Tierra con los mismos años e idéntico aspecto que al partir de Atolón. Esta técnica consistió en utilizar las máquinas que los bartpuranos llamaban KARENDÓN, mediante las cuales un ser humano podía ser desmaterializado, conservado en una fórmula grabada sobre una cinta perforada y ser materializado de nuevo decenas, centenas y miles de años. Algo totalmente nuevo y superior a la ya experimentada hibernación, con la ventaja de poderse aplicar masivamente a millones de viajeros.

En el periplo de Valera, desde que estuvo por última vez en estos mismos lugares hasta su regreso, habían transcurrido en la Tierra 14.075 años. Los sadritas habían tenido mucho tiempo para afianzar su imperio y elevar su civilización a alturas jamás alcanzadas por ningún otro pueblo.

Pero el tiempo, en lugar de beneficiar a los sadritas, jugó contra ellos. Muchas civilizaciones habían durado menos, y los sadritas no fueron excepción. Rota su unidad política se produjo la segregación de los planetas, y en cada uno de los planetas surgieron nuevos estados, que a su vez se subdividieron en un mosaico de minirepúblicas.

Los valeranos habían regresado en el momento oportuno. El otrora poderoso imperio sadrita estaba en plena decadencia. La única novedad que aportaron, las miniarmas, eran un elemento de defensa más bien que de ataque. Causó muchos daños al poderoso Ejército Autómata valerano, pero no le detuvo.

Tan pronto se reanudaron los combates, con la incorporación de las miniarmas por parte de los valeranos, se echó de ver que la resistencia sadrita tocaba a su fin.

Todavía pasaría mucho tiempo hasta que el último Hombre de Titanio fuera aniquilado, y aun después transcurriría mucho más hasta que las atmósferas de aquellos planetas quedaran regeneradas. Pero en agosto, a la vista de los éxitos obtenidos, el Almirante Aznar consideró llegado el momento de preparar el próximo viaje de Valera.

*

En una habitación cuya puerta daba al vestíbulo de la Sala de Control, a varios metros de profundidad bajo los cimientos del Palacio Residencial, se reunieron durante la tarde un pequeño grupo de técnicos militares y dos científicos civiles, el profesor don José Ferrer y su hija Terry Ferrer. De todos los uniformes de la Armada, el que ostentaba menor graduación era el capitán de corbeta Fidel Aznar. Había además un capitán de navío, Antonio Sancho, físico nuclear, dos almirantes y el “superalmirante” don Miguel Ángel Aznar.

El Almirante Aznar hizo traer café y jugos refrescantes desde el cercano restaurante de la Sala de Control y dijo:

—Ésta es una reunión informal. No se trata de planear ninguna operación militar. Las cosas de la guerra nos van bien. Pronto acabaremos con los malditos sadritas y podremos empezar la tarea de regenerar las atmósferas de estos planetas y reponer su flora original. Aunque todavía hay tiempo por delante, vamos a ocuparnos del próximo viaje de Valera…

Considerando que la guerra no estaba ganada y que el autoplaneta todavía permanecería algunos años en aquel lugar, parecía prematuro empezar desde ahora a planear el próximo viaje de Valera. Generalmente el planetillo siempre estaba listo para navegar. Sin embargo, en esta ocasión concurrían algunas circunstancias especiales.

No se trataba de decidir el lugar a donde viajaría el autoplaneta, sino la forma en que haría este viaje.

En su afortunado viaje al circumplaneta Atolón los valeranos obtuvieron un precioso botín. Allí encontraron un vasto territorio en el que fundaron un nuevo estado que llamaron Nueva Hispania, y recibieron los dones de la máquina KARENDÓN y los campos de fuerza gravitacionales.

Los valeranos explotaron con éxito las ventajas de la máquina KARENDÓN y experimentaron los campos de fuerza gravitacionales. El Almirante Aznar hizo la apología de las fuerzas gravitacionales diciendo:

—Gracias a estos campos de fuerza hemos roto las leyes de la gravedad. Nuestras aeronaves son capaces de ejecutar maniobras hasta ahora imposibles. Podemos someternos sin daño a aceleraciones que antes nos hubieran hecho pedazos, describir virajes bruscos y frenar en distancias increíblemente cortas. Las ondas gravitacionales curvan los rayos de “luz sólida” del enemigo y apartan de la trayectoria de nuestro autoplaneta asteroides y aerolitos. ¡Y todavía no hemos explotado a fondo las posibilidades de estas fuerzas extraordinarias!

En efecto, los valeranos habían incorporado a su autoplaneta las ondas gravitacionales sin conocer a fondo sus propiedades. Los bartpuranos, que las utilizaron en sus exploraciones espaciales, aseguraban que podían viajar en el hiperespacio a mayor velocidad que la luz, pero este extremo no había sido comprobado todavía por los valeranos.

—Profesor Ferrer, ¿cuál es su opinión? —preguntó el Almirante Aznar.

—La Física clásica nos asegura que ningún móvil puede viajar a mayor velocidad que la luz —respondió Ferrer—. En los límites de la barrera de la luz la energía del vehículo se transformaría en masa. Hemos podido comprobar la realidad de esta teoría en nosotros mismos. Cuando viajamos en nuestro autoplaneta, a medida que nos acercamos a la velocidad de la luz, experimentamos un retardo en nuestras funciones vitales, que se traduce en un enlentecimiento del tiempo. Éste es un signo evidente de nuestro aumento de masa. Nunca podremos rebasar la velocidad de la luz, porque al llegar al límite tope nuestros motores dejarían de funcionar, al tiempo que, simultáneamente, se suspenderían del todo nuestras funciones fisiológicas y moriríamos.

—Entonces, ¿qué ocurre con los cosmonautas bartpuranos?

—Yo no les considero capaces de habernos mentido. Si han viajado a mayor velocidad que la luz, entonces han tenido que utilizar otra técnica distinta.

—Sí, ellos aseguran haber viajado por el hiperespacio, pero nunca nos dieron una definición clara de lo que verdaderamente es el hiperespacio —dijo el Almirante Pereira, jefe de los controladores y oficial de vuelos del autoplaneta.

—¿Por qué no se lo preguntamos a Fidel? —sugirió Terry Ferrer.

Todas las miradas se volvieron hacia el joven “Bundo”.

—Bien —dijo Fidel uniendo los dedos de sus manos—. Sabemos que todo el Universo existe en un espacio curvo, lo cual nos da la imagen de una inconmensurable esfera, regida por las leyes de la gravedad. Estas leyes son inalterables y sirven lo mismo para lo infinitamente pequeño y para lo infinitamente grande. Incluso el rayo de luz se desplaza en el espacio sobre una línea curva, lo que viene a darnos una idea de lo poderosas que deben ser estas fuerzas de gravedad. Los astros y las galaxias, sobre esta enorme esfera celeste, se mueven también sobre una línea geodésica. Si aceptamos el origen del Universo como consecuencia de la explosión de un núcleo de materia, podemos imaginar TODO el Universo como un globo de goma. Si sobre la superficie de este globo pintamos con tinta unos puntos y seguimos hinchando el globo, veremos que al aumentar de volumen los puntos se alejan cada vez más unos de otros. Esto mismo está ocurriendo todavía en nuestro Universo como consecuencia de aquella explosión primigenia. El Universo sería entonces como una inmensa esfera hueca. A una escala infinitamente mayor, sería como nuestro autoplaneta Valera; dentro no habría nada, y la superficie de la esfera estaría formada por el espesor de toda la materia cósmica. Las fuerzas gravitatorias actuarían en el exterior de la esfera de forma idéntica a como ocurre sobre la superficie de Valera y la de cualquier otro planeta en general. Pero en el interior de Valera las condiciones son distintas; aquí no existe la fuerza de gravedad. Si nuestro planetillo no girara sobre su eje, creando una fuerza centrífuga que nos mantiene pegados al suelo, edificios y personas levitaríamos, no pesaríamos nada. De todo esto se deduce que, mientras en el exterior de la esfera universal el rayo de luz es curvado por la fuerza de gravedad, en el interior de esa misma esfera el rayo de luz se proyectaría en línea recta al no ser afectado por las fuerzas gravitacionales. Ésta sería sólo una consecuencia de la ausencia de la gravedad en este hiperespacio donde reina el más absoluto vacío. La otra consecuencia sería que nada de cuanto se encuentra fuera de la esfera podría penetrar dentro.

—No veo eso muy claro —dijo el Almirante Valenciano, Jefe del Estado Mayor—. ¿Por qué no podría penetrar en este hiperespacio una cosmonave, siendo su corteza tan inconsistente?

—¿Llama usted “inconsistente” a esa corteza porque en ella las estrellas y galaxias están separadas por distancias que a menudo medimos por miles de años luz? —exclamó Terry Ferrer regocijada—. ¡Por Dios, Almirante! Traslademos el Universo a escala terrestre y veamos qué ocurre. Comparativamente las distancias que median entre el núcleo del átomo y los electrones que giran en torno a aquél, son mayores que las distancias entre el Sol y sus planetas. La tierra que pisamos es en su mayor parte espacio vacío. Si no nos caemos a través de ella, es por la fuerza de rechazo de los electrones contra nuestro pie. Es cierto que entre las galaxias existen inmensos espacios vacíos pero es posible que exista una fuerza de rechazo que nos impida la penetración en el hiperespacio. ¿Es eso lo que quieres decir, Fidel?

—No. Esperen que me explique, porque estoy viendo que esto puede conducirnos fácilmente a una falsa interpretación. No se trata de entrar en el hiperespacio, sino de salir de la corteza de esa inconmensurable esfera, formada por todo el espesor del Universo. ¿Por qué? Pues porque nosotros mismos, el Sol, la Tierra y todos los planetas y galaxias formamos parte, ¡somos esa misma corteza! Estamos en ella, y cuando nos trasladamos de un lado a otro podemos imaginar que somos un átomo moviéndose entre los espacios vacíos que constituyen la envoltura de nuestro planetillo. Viajamos en una línea geodésica, siguiendo la curvatura de esta envoltura, y ni siquiera con una mayor velocidad podemos evitar describir ese arco, ni salimos del espesor de la envoltura, porque nos retienen los campos de fuerza de toda la materia cósmica que nos rodea.

Fidel se detuvo para mirar a su alrededor y Terry le animó a seguir diciendo:

—Adelante, Fidel, te estamos comprendiendo perfectamente.

Pero Fidel sacudió su voluminosa cabeza, porque su psique estaba percibiendo la fuerza de un pensamiento negativo.

—Alguien no me comprende —aseguró. Y miró al Capitán de navío Antonio Sancho—. ¿Es usted, Comandante?

—Señor Aznar —dijo el físico nuclear enrojeciendo—. Su erudición me maravilla, pero quizá sea excesiva para nuestra modesta condición.

—No diga tonterías, Sancho, y no nos venga ahora con palabras de ramplona modestia —dijo el Almirante Aznar—. El más ignorante de todos cuantos estamos aquí soy yo, y le voy entendiendo bastante bien por ahora. Somos un botijo, y toda la materia intergaláctica es la arcilla que forma el botijo. Nosotros, es decir, nuestro autoplaneta, es un granito infinitesimal de arcilla que se mueve sorteando los otros granos de arcilla. Podemos ir en todas direcciones alrededor de la redondez del botijo, pero no podemos salimos de esa masa de arcilla para fuera, ni caer dentro del botijo. ¿Está claro?

Fidel Aznar tuvo que contener su risa antes de poder continuar su disertación:

—Bien, sigamos. El hiperespacio está lejos de nosotros, porque el espesor de la envoltura de la esfera es enorme, y alcanzarlo, incluso viajando a la velocidad de la luz, supondría eternidades. Sin embargo, cruzarlo una vez en él, sería cuestión de muy poco tiempo, pues en aquella dimensión nuestro autoplaneta alcanzaría velocidades que no somos siquiera capaces de calcular. No se deducen muchas ventajas prácticas de penetrar en el hiperespacio, salvo que pretendiéramos explorar lo que queda del otro lado del Universo. Por el contrario, tenemos el subespacio…

—¡Alto! —dijo Terry Ferrer levantando la mano—. Ahora yo soy quien no entiende. ¿Qué es eso del subespacio?

—Digamos que es un término que yo acabo de inventarme para definir otro espacio distinto del hiperespacio. Así como el prefijo “hiper” expresa sensación de grandeza, el “sub” nos lleva a algo inferior, que está debajo o subordinado a otro espacio superior.

—Muy bien, sepamos ahora qué es el subespacio.

—El subespacio no es distinto del espacio natural, pero podríamos definirlo gráficamente como un túnel. Supongamos que vamos dando un tranquilo paseo por la campiña y nos encontramos frente a un cerro. Es evidente que si queremos llegar al otro lado del cerro tendremos que escalarlo, alcanzar la cima y bajar por la ladera opuesta. Sería mucho más sencillo y llegaríamos antes al otro lado si en lugar de escalar el cerro lo atravesáramos por un túnel.

—¡Hijo, tú no estás describiendo un subespacio, sino un suburbano! —exclamó Terry Ferrer, provocando la risa de todos.

—Se puede hacer —dijo Fidel, todavía riendo.

—¡Oh, claro! Tú sí puedes hacerlo. Te desmaterializas, te metes a través del cerro y apareces al otro lado. Pero nosotros no poseemos tus dotes de brujo.

—Nuestro autoplaneta puede hacerlo —insistió Fidel, ahora en serio—. En el espacio existen campos de fuerza formando invisibles crestas y depresiones. La ley del mínimo esfuerzo es una ley natural que alcanza incluso a los astros. Los cuerpos celestes se mueven rodeando estos obstáculos, de lo que resulta utópico decir que cuando viajamos a través del espacio lo hacemos en línea recta. No sólo vamos dando rodeos, sino que debido a la curvatura del espacio también lo hacemos describiendo un arco. Pero nuestro autoplaneta adoptó las ondas gravitacionales de los bartpuranos, las cuales no hemos utilizado todavía para viajar por el subespacio…

—¿Debemos entender que las ondas gravitacionales nos permitirían navegar en línea recta… por esa línea que no existe en el espacio “real”? —preguntó don José Ferrer.

—Exactamente, así es.

—¿Cómo?

—No es fácil de describirlo. El autoplaneta, poniendo en juego sus propios campos de fuerza, se inhibe por así decirlo de las leyes físicas que rigen en la mecánica universal. Se zambulle en una dimensión etérea para seguir una línea recta, ideal. Pero al no estar sujeto a las leyes gravitacionales experimenta otra clase de fenómeno. Puede seguir acelerando indefinidamente, romper la barrera de la luz y alcanzar velocidades fantásticas.

—¿Qué ocurre entonces? —inquirió don José Ferrer entre incrédulo y asombrado—. ¿Aumenta de masa?

—No.

—Eso es imposible.

—Sé que parece imposible, pero es así como ocurre. El móvil experimenta una dilatación, crece enormemente de volumen… Si pudiéramos vernos a nosotros mismos, nuestro aspecto sería el de una gigantesca y etérea nube de materia, tan tenue que es atravesada por planetas y soles sin destruirla. Pero nadie podría verla porque se mueve a cien o mil veces la velocidad de la luz, cruza el espacio como una exhalación y es invisible para el ojo humano.

—Eso es increíble, Fidel —protestó el profesor Ferrer con energía—. Tan increíble, que yo no expondría jamás nuestro planetillo a un vuelo en esas condiciones.

Fidel Aznar se limitó a sonreír tímidamente y levantar sus hombros de atleta.

Se hizo en la sala un silencio casi hostil, que rompió el Almirante Aznar exclamando:

—¡Esto tiene gracia! Hemos incorporado las ondas gravitacionales a nuestro planetillo con la ilusión de poder volar a mayor velocidad que la luz… ¡pero no nos atrevemos a experimentarlas!

—¿Usted se atrevería, Almirante? —preguntó Ferrer.

—No si existiera una duda razonable en cuanto a sus resultados, pero…

—Existe esa duda —dijo el Almirante Pereira, jefe de vuelos del autoplaneta—. Sólo sabemos de las ondas gravitacionales lo que hemos experimentado por nosotros mismos… y lo que han querido decirnos los bartpuranos, que no es mucho.

—Pero Fidel dice…

—Fidel sabe lo mismo que nosotros —interrumpió Pereira, lo que en sí mismo ya era un acto de audacia tratándose del Almirante Mayor—. Hace miles de años que los bartpuranos abandonaron los vuelos espaciales. Tal vez lo único que se conserva de su época de grandes exploradores sea una tradición deformada por la fantasía a lo largo del tiempo. Fidel no es un bartpurano en el estricto sentido de la palabra. Pudo ser inducido a error o engañado deliberadamente por los bartpuranos en su empeño por mantener sus secretos.

—Los bartpuranos jamás han engañado a nadie —dijo Fidel, a la vez con aplomo y energía—. Tal vez hayan omitido algunas cosas, y ello por una razón muy simple. Ni nuestra tecnología, ni nuestra inteligencia ni nuestro espíritu están en condiciones de comprender su ciencia ni su filosofía. Nos cedieron la máquina Karendón y las ondas gravitacionales, y se guardaron para sí otros secretos que sólo podrían ser confiados a manos expertas y a espíritus selectos. Jamás nos habrían mentido en cuanto a la aplicación de los campos de fuerza gravitacionales. ¿Por qué habrían de hacerlo? ¿Para que nos destruyéramos nosotros mismos? ¿Para burlarse de nosotros?

—No puedo contestarte a eso, Fidel, no lo sé —contestó Pereira—. Sólo digo que no debemos exponernos a un riesgo tan grande sin comprobar lo que ocurre cuando una cosmonave se lanza a ciegas a cruzar la barrera de la luz. Nuestro autoplaneta es demasiado valioso… y somos veintidós millones de vidas las que vamos en él.

—Por cierto, Fidel —dijo Terry Ferrer—. ¿Qué ocurre con los tripulantes de la nave? Lógicamente experimentarán también en sí mismos ese fenómeno de dilatación.

—Sí —afirmó Fidel sin entusiasmo.

—Sus cuerpos adquirirán dimensiones descomunales. Su gigantesco ojo abarcará de una sola mirada sistemas solares y galaxias enteras, las cuales aparecerán a su vista como diminutas partículas de polvo brillante… ¡Es fantástico!

El Almirante Mayor levantó los ojos hasta el reloj eléctrico de la sala e hizo una mueca.

—Se nos ha hecho muy tarde —murmuró—. Evidentemente no hemos llegado a ninguna conclusión clara. Sugiero que cada uno de ustedes redacte un informe considerando los pros y los contras de este asunto. No importa el tiempo, no tenemos demasiada prisa, pero ocúpense de ello.

—¿Podemos consultar con otros colegas? —preguntó la señorita Terry.

—Bueno, sí, pueden hacerlo —dijo el Almirante Aznar poniéndose en pie, con lo que todos le imitaron—. Pero no extiendan sus consultas a un número demasiado grande. No quiero que esto se convierta en una especie de plebiscito popular, en donde el temor, los prejuicios y el recelo tomen cartas en el asunto. Entiendo que esto es cosa de los científicos, y es a ustedes a quienes corresponde adoptar una decisión.

La reunión se disolvió allí mismo, saliendo todos de la habitación para despedirse en el amplio y luminoso vestíbulo de la Sala de Control.

CAPÍTULO III

DURANTE la larga noche de septiembre, en que coincidieron la oscuridad y los fríos extremos de las llanuras rusas, las operaciones militares quedaron suspendidas en Europa para trasladarse a Sudamérica.

Miguel Ángel Aznar regresó a casa.

Alto, de un metro ochenta centímetros de estatura, moreno, pelo negro y ojos castaños, en Miguel Ángel volvían a encontrarse los rasgos distintivos de la familia, que parecían haberse perdido en el Almirante Aznar. Pues el Almirante era de estatura mediana tirando a baja, rubio y de ojos azules.

El joven Miguel Ángel Aznar había sido promovido al grado de Vicealmirante y destinado por su tío, el Almirante Dumont-Aznar, al servicio de la Sala de Control.

Miguel Ángel ya había trabajado en el centro de Control y poseía experiencia suficiente como para justificar su incorporación al puesto de jefe de los controladores, que había quedado vacante con el ascenso de Pereira al grado de Almirante. Pero el Almirante Mayor no lo vio de este modo. El jefe de personal en el Almirantazgo era su pariente Dumont-Aznar y éste consideró hacer un favor al muchacho y a la familia al apartarlo de los riesgos del frente de combate y traerlo a casa.

El “viejo”, que era muy estricto en cuestiones de ética profesional, se enojó con su pariente. ¡En la Armada iban a pensar que se otorgaba un trato de favor al joven Aznar por razón de su parentesco con el Comandante Jefe!

El Almirante Aznar exageraba. El muchacho llevaba luchando en primera línea desde el inicio de las operaciones contra los sadritas, había corrido riesgos e incluso fue hecho prisionero. Se merecía el ascenso y un descanso… suponiendo que alguien considerara descansado trabajar en la Sala de Control, donde la continua tensión destrozaba los nervios de los hombres y daba el mayor índice de enfermedades neuróticas.

En la tempestuosa reunión de Estado Mayor, que tenía lugar todas las mañanas a las ocho en una sala anexa al Centro de Control, todos los generales y almirantes se pusieron en contra del Almirante Aznar y a favor del apabullado Almirante Dumont-Aznar, autor del desaguisado. El muchacho había luchado bien y se merecía el ascenso. Había demostrado extraordinarias condiciones para el mando, cosa que no debía extrañar a nadie tratándose de un Aznar, y era una de las más brillantes promesas en los jóvenes cuadros de la Armada Sideral. Cuando excepcionalmente surgía un talento en el Ejército o la Armada, solía apartársele de los lugares de peligro para dedicarlo a tareas de más alta responsabilidad.

—Mi chico no es más talentudo que cualquier otro —rechazó el Almirante Aznar. Y dio su sentencia salomónica—: pasará al servicio de la Sala de Control, y eso por no desautorizar a Dumont. Pero no firmaré su ascenso.

De este modo quedó resuelto el asunto, con perjuicio para el joven Miguel Ángel.

A Miguel Ángel no le afectó ni poco ni mucho la resolución de su padre. Tenía apenas veintitrés años. Un ascenso demasiado rápido, lejos de favorecerle, le perjudicaría. Los hombres, en su triste condición de humanos, no podían evitar sentir envidia hacia los favorecidos de la fortuna. La proverbial buena estrella de los Aznar brillaba en él. Nadie podría arrebatarle lo que el destino le tenía deparado.

Miguel Ángel pasó al servicio de la Sala de Control, lo que le permitía estar en casa con sus padres y su hermano. También la estrella de Fidel Aznar brillaba en el firmamento de las notabilidades de aquel pequeño mundo encerrado en su concha que era Valera. Pero las circunstancias de Fidel eran distintas. Él no debía nada al apellido Aznar. Brillaba con luz propia por sus personales y exclusivos méritos, y todo esto en unas circunstancias bastante difíciles, pues la Medicina era con toda seguridad la rama de la ciencia que más se había desarrollado en los últimos tres siglos, y en ella destacaban hombres notabilísimos, que no veían con buenos ojos esta incursión de la Medicina bartpur en un terreno que consideraban propio.

Los espectaculares éxitos de Fidel en el campo de la Medicina dejaban un poco en la sombra otros aspectos igualmente notables de su polifacética personalidad. Fidel era un extraordinario matemático, cosa que muy pocos sabían.

El matemático más notable de la sociedad de Valera, en los momentos actuales era el profesor Asagioli, director del Instituto Tecnológico de Ciberburgo, el cual no había sido invitado a la reunión que tuvo lugar para tratar del futuro viaje del autoplaneta. A raíz de la famosa reunión, en la que nada quedó en claro, el profesor José Ferrer acudió a Asagioli para recabar su colaboración. Asagioli no aceptó de buena gana una invitación que le venía de rechazo y publicó en el boletín “Investigación y Ciencia”, un comentario en el que a priori rechazaba la posibilidad de viajar en un inexistente subespacio a mayor velocidad que la luz, y desafiaba a quien defendiera aquella tesis a demostrarla matemáticamente.

Fidel Aznar aceptó el reto y no por vanidad propia, sino porque pensó que, siendo Asagioli el más brillante matemático del momento, podría entender su teoría y apoyarle con todo el peso de su reconocido prestigio.

Fidel Aznar acudió al Instituto Tecnológico acompañado de Terry Ferrer, pero fue engañado. Lo que él creía sería una entrevista de carácter personal entre dos matemáticos que hablaban el mismo lenguaje, se había convertido en una especie de fiesta. Una docena de los matemáticos y físicos más notables de la nación estaban allí para presenciar algo que tenía todo el aspecto de un pugilato entre dos grandes cerebros.

Fidel Aznar percibió una marcada predisposición de Asagioli en su contra y estuvo a punto de retirarse. Pero Terry le pellizcó en un brazo, diciéndole en voz baja:

—¡Vamos, no seas gallina! He estado presumiendo que conocía al mayor cerebro de la nación, ¿y vas a dejarme en mal lugar?

Fidel aceptó realizar la demostración. Disponía de las computadoras más perfectas construidas hasta la fecha y se puso a trabajar con ellas. Pero a mitad del proceso, cuando ya se habían perdido todos en aquel tupido bosque de intrincadas fórmulas, Asagioli le pidió que detuviera la máquina para que le hiciera unas aclaraciones. Fidel aclaró los puntos obscuros y continuó. Pero minutos después Asagioli le ordenó parar de nuevo para discutir una operación determinada.

Asagioli no podía engañar a Fidel. Éste, con sus extraordinarias facultades paranormales, podía penetrar fácilmente en el pensamiento del matemático. Y lo que vio allí fue una tremenda confusión. Las altas matemáticas del “Bundo” no eran comprendidas por el sabio valerano.

—Usted no me comprende, Asagioli —le dijo Fidel—. Será mejor que nos traslademos a la pizarra. Si usted se deja conducir telepáticamente, lo verá perfectamente claro en mi pensamiento.

Asagioli montó en cólera. Conocía las facultades paranormales del joven “Bundo” y dijo que no estaba dispuesto a dejarse embaucar.

—Usted quizá pueda hacer ver hipnóticamente lo que quiere que crea, pero aunque yo afirmara que lo había visto no sería la verdad. No sería una realidad matemática lo que vería, sino una fantasía que usted se empeña en hacer realidad.

Fidel Aznar abandonó el Instituto Tecnológico muy enfadado. El enojo no era propio de un “Bundo”, pero Fidel sólo era un mestizo de terrícola y bartpurano, y a veces no podía evitar reaccionar como terrícola. Se dominó prontamente, aunque allá en su fuero interno no dejaba de roerle el gusanillo de la vanidad. Después de todo había derrotado a Asagioli. Bien era cierto que no pudo demostrar la veracidad de su teoría, pero Asagioli tampoco podría decir que el otro fracasó.

Pronto se vengó Asagioli publicando un extenso trabajo científico en el boletín de Investigación y Ciencia, en el que se jactaba de haber demostrado que el “señor” Fidel no había sido capaz de demostrar nada. Miguel Ángel leyó el artículo, se lo pasó a su padre y éste se enojó mucho.

Hombre impulsivo, el Almirante Aznar citó para el día siguiente a todos los que habían participado en la sesión anterior, más el profesor Asagioli y el profesor Valera.

La reunión tuvo lugar a las nueve, después del acostumbrado cambio de impresiones del Estado Mayor que solía tener lugar a las ocho en la sala de reuniones inmediata a la Sala de Control. Fidel Aznar no asistió, pero en su lugar lo hizo Miguel Ángel, en su condición de nuevo jefe de los controladores y segundo oficial de ruta.

El profesor Asagioli, hombre de 75 años, delgado y nervioso, parecía bastante preocupado al entrar en la sala en compañía de don José Ferrer y Terry Ferrer. En efecto, como se esperaba, el Almirante Aznar se dirigió en primer lugar a Asagioli.

—Asagioli es usted un tonto —dijo el Almirante Mayor sin más preámbulos—. ¿Qué esperaba conseguir con su artículo? No ha probado que no podamos volar en el subespacio, pero ha sembrado la confusión y el recelo entre veintidós millones de valeranos. Advertí a los que estuvieron aquí la primera vez que fueran cautos en sus declaraciones. No exigí un secreto absoluto, pero les previne contra la posibilidad de que la gente empezara a sentirse preocupada. Y eso es lo que está ocurriendo. Si tuviéramos que zarpar mañana mismo, la nación entera se volcaría contra el proyecto de intentar volar a mayor velocidad que la luz. Exigirían un plebiscito para votar a favor o en contra y nunca nos pondríamos de acuerdo. ¡Eso y nada más ha conseguido con sus declaraciones!

—Lo siento —dijo el profesor Asagioli—. No era esa mi intención. Pero si de todas formas hemos de decidir en qué forma volaremos en nuestro próximo viaje, convendría asegurarnos de que no va a ocurrir una catástrofe que ponga fin al autoplaneta y a cuantos viajamos en él.

—¡Claro que nos aseguraremos! —espetó el Almirante—. Pero como por lo visto no hay forma de ponerles de acuerdo a ustedes, los físicos, voy a hacerlo a mi manera y de la forma más sencilla. Simplemente, enviaremos una aeronave al subespacio y la haremos volar a mayor velocidad que la luz. Si la nave lo consigue y no ocurre nada, entonces es que el autoplaneta también puede hacerlo.

Los científicos cambiaron entre sí una mirada de sorpresa, mientras los militares se sonreían. No conocían ellos al Almirante. ¿Se figuraban que iba a andar tras ellos suplicándoles que se pusieran de acuerdo? No. El Almirante era un hombre expeditivo y resolvería aquel asunto a su manera, que si no resultaba muy científica, al menos sería efectiva.

—Usted, Ferrer —dijo el Almirante—. ¿Qué tipo de nuestras naves cree que sea el más adecuado para esta misión?

—Cualquiera que sea el tipo de la aeronave, convendría que tuviera un recio casco de “dedona” —respondió Ferrer.

—¿Por qué debemos utilizar una nave con recio casco de “dedona”? —preguntó el Almirante.

—Porque nuestro autoplaneta es de “dedona”. Para ese fenómeno de dilatación que esperamos se produzca, una aeronave de material liviano, digamos de acero, tendría más ventajas que otra hecha de un material denso. Volando a varias veces la velocidad de la luz, una cosmonave no podrá evitar los obstáculos que surjan en su camino. Aerolitos, asteroides y planetas la atravesarán violentamente. La “dedona” de nuestro planetillo tiene una estructura molecular muy densa. Esperemos que se dilate lo suficiente para dejar paso a un escollo del tamaño de la Tierra.

—En tal caso, ¿bastaría un crucero Stelar?

—Creo que sí. Los cruceros Stelar tienen un casco de tres metros de espesor de “dedona” superdensa. Además, vienen equipados con ondas gravitacionales y propulsores fotónicos, o sea disponen de todos los elementos necesarios para zambullirse en ese subespacio y tratar de rebasar la velocidad de la luz.

—¿Quién tripulará la aeronave? —preguntó Miguel Ángel.

—Eso no es importante, ya se decidirá —contestó el Almirante Aznar.

—Dadas las circunstancias, yo no colocaría a bordo una tripulación humana —dijo el profesor Valera—. Los riesgos son muy grandes y no veo la necesidad de poner en peligro la vida de nadie.

—¿Quiere decir que es preferible que la nave vaya dirigida por control remoto? —preguntó Miguel Ángel.

—No. Todas las operaciones que tenga que efectuar la nave habrán de ser programadas de antemano. A una velocidad superior a la luz perderemos el control de la nave. ¡Viajará más rápido que las señales de radio y éstas nunca podrán alcanzarla!

—¡Caramba, es verdad! —murmuró Miguel Ángel—. Es impresionante la de cosas que se deducen de este hecho. Por ejemplo al “zambullirse” en el subespacio, es muy probable que perdamos de vista a la nave. Será como si entrara en otro espacio, en otra dimensión invisible.

—Profesor Valera —dijo Terry Ferrer—. ¿En qué modo resultaría afectada una tripulación humana a bordo de ese buque? Si a medida que nos aproximamos a la velocidad de la luz envejecemos más despacio, hasta interrumpirse todas las funciones vitales en la misma barrera de la luz… ¿qué ocurre más allá? ¿Retrocederíamos en el Tiempo hacia el pasado?

—El retroceso en el Tiempo es pura utopía, Terry, querida.

—Pero nunca lo hemos experimentado, ¿verdad? ¿Y si fuera cierto que al pasar la barrera de la luz empezamos a vivir hacia atrás?

—¿Quieres decir rejuvenecer, eh? —dijo Valera—. Bueno, si fuera de ese modo habría bofetadas para ocupar plaza en la nave… Y yo sería de los primeros en apuntarme.

Se escucharon risas y algunos más aseguraron que ellos también se apuntarían.

—Bien, ya está decidido —dijo el Almirante Mayor—. Haremos una prueba con uno de nuestros cruceros siderales. Profesor Ferrer, usted se ocupará de la parte técnica del proyecto. Miguel Ángel será el coordinador. Supongo que el profesor Valera querrá poner a bordo algunos animalitos para experimentar en ellos las reacciones biológicas que se producen al viajar más rápido que la luz…

—Por supuesto, lo haré —dijo don Mario Valera—. Sólo que estoy pensando, ¿podremos recuperar la cosmonave al terminar el experimento?

Curiosamente, una pregunta formulada por un biólogo, dejó sumidos en la confusión a físicos y matemáticos.

—¿Por qué no ha de poder recuperarse? —gruñó José Ferrer con el ceño fruncido—. No importa dónde vaya a parar la nave, cuando se detenga podremos localizarla por radio. Yo me lo imagino de este modo. Mientras la nave esté volando no la veremos ni escucharemos, será como si se hubiese sumergido en el océano. Pero cuando se detenga volverá a la superficie y será fácilmente localizable.

—Tal vez no sea todo tan sencillo —apuntó Miguel Ángel Aznar—. En primer lugar, no sabemos dónde irá a parar nuestro buque. En segundo lugar, cualquier pequeño desperfecto que sufriera en su radio transmisor le impediría lanzar las señales de localización. Ya ven, el experimento podría resultar un éxito, y sin embargo parecer un fracaso por cualquier tonta avería.

—¿Y por qué no podría regresar el buque por sus propios medios, haciendo a la inversa el camino que recorrió? —preguntó entonces el almirante Aznar.

—Sería muy dudoso que pudiera hacerlo —replicó don José Ferrer—. Partimos de la base de que vamos a explorar en un terreno que nos es totalmente desconocido. No. El buque, para regresar, tendría que hacerlo por los medios convencionales.

—Sin embargo, todo sería muy fácil si alguno de nosotros fuera allá a recoger el buque —dijo Miguel Ángel—. ¿Por qué no utilizar la Karendón?

—¿Utilizar la Karendón? —gruñó el Almirante—. ¿En qué modo?

—Miren, se me acaba de ocurrir. Pondríamos a bordo una máquina Karendón con una copia de mis componentes físicos. A bordo del crucero, la computadora pondría en funcionamiento la máquina Karendón al cumplirse el final del programa. Para entonces yo ya me habría desmaterializado en la Karendón situada aquí en Valera. Mi alma esperaría en la Dimensión Temporal de modo que al funcionar la Karendón a bordo de la nave me materializaría allí. Entonces podría tomar el mando del buque y traerlo de regreso a casa. ¿Qué les parece?

—Déjate de tonterías, Miguel —gruñó el Almirante—. Habrá otras formas de hacer regresar el buque.

—¿Y por qué no ésta, que es la más sencilla y rápida de todas?

—Porque no sabemos qué va a ocurrir dentro de ese maldito buque durante el experimento. La Karendón podría sufrir desperfectos…

—Bueno, si la Karendón no funciona no podrá materializarme allí, y volveré a ser reintegrado aquí. En cualquier caso el retorno es seguro.

—En esto tiene razón Miguel Ángel —dijo el profesor Ferrer que conocía a fondo el funcionamiento de las Karendón—. No hay ningún peligro. La idea es francamente buena y merece estudiarse. Esté donde esté la nave experimental, si situamos a bordo una máquina Karendón, alguien podrá llegar hasta ella y traerla. ¿O no tiene usted fe en las Karendón?

—¿Fe en las Karendón, dice usted? —exclamó el Almirante soltando un bufido—. Miren lo que he sabido hace unos días. Durante nuestro viaje de Atolón a la Tierra, como todos ustedes saben la población de Valera fue desmaterializada para evitarse de este modo el aburrimiento y el envejecimiento de todos nosotros durante aquellos trescientos años que duró la travesía. Venciendo nuestras prevenciones contra esas máquinas, todos acabamos entrando en alguna de ellas. Algunos, como yo, la utilizamos más de una vez. Bueno, mi hijo Fidel todavía se quedó un par de años aquí en la ciudad, estudiando Medicina mientras el resto de la familia permanecíamos en el Limbo. Finalmente mi hijo Fidel cerró los libros, se dirigió a una Karendón y fue desmaterializado como los demás… ¡Ah, pero el muchacho lo había previsto todo con anticipación y tenía un truco! ¿A que no imaginan en qué consistía el truco?

Miró el Almirante Mayor a su alrededor a los rostros de los reunidos. Y como nadie dijera palabra continuó:

—¡Viajó de regreso a Atolón! No una… ¡tres veces!

—¡Diablo! —exclamó Terry Ferrer—. ¿Quiere decir?…

—Que el muy tuno había dejado una copia de sus componentes físicos en el monasterio Bundo, poco antes de embarcarse en Valera. ¡Con razón no opuso demasiada resistencia a dejar Bartpur para seguirnos tan lejos de su tierra! Había dejado instrucciones para que los monjes hicieran funcionar la Karendón cada determinado tiempo. Fidel regresó a Bartpur, estuvo el tiempo que quiso con su gente, se desmaterializó, volvió dos veces más, y esperó en la Dimensión Temporal hasta que funcionó la Karendón en Valera y fue materializado aquí. ¿Qué les parece?

—¡Increíble! —exclamó el profesor Ferrer—. ¡Realmente maravilloso! La aventura de Fidel nos demuestra algo en lo que difícilmente podíamos creer. ¡No existen distancias para el alma! Y es lógico que sea así, ya que tampoco el tiempo cuenta para ella. Puede trasladarse instantáneamente a cualquier lugar donde se encuentre su materia. ¿Se dan cuenta de las enormes posibilidades que se derivan de este hecho? En adelante podremos viajar de Atolón a la Tierra y regresar a Atolón en minutos… sólo a condición de que antes de marcharnos dejemos aquí una máquina Karendón con una copia de nuestros componentes físicos, y un dispositivo automático que la haga funcionar pasado determinado tiempo.

—Podría hacerse, supongo que sí, pero con ciertas limitaciones —dijo el profesor Asagioli sacudiendo la cabeza—. Por ejemplo, sólo sería factible para una generación. ¿Por qué? Dejen que les explique. Por ejemplo, antes de abandonar la Tierra para regresar a Atolón concebimos un plan audaz, algo que nunca habíamos hecho antes. Puesto que Valera empleará seis mil novecientos años en el viaje, y ese es un tiempo muerto que no viviremos mientras permanecemos en la Dimensión Temporal, vamos a proceder del siguiente modo. Despacharemos a nuestro autoplaneta con una reducida tripulación para que vaya haciendo camino, y dejaremos las máquinas Karendón cargadas con las cintas que conservan la fórmula de los componentes físicos de veintidós millones de valeranos. Valera se pone en marcha, se aleja y le perdemos de vista. Ahora los veintidós millones de valeranos podemos dedicarnos a reconstruir estos mundos, a regenerar sus atmósferas y reponer su flora y su fauna primitivas. A los viejos nos hacen trabajar durante doscientos años y, ya en los límites de la duración de nuestra vida, nos desmaterializan en la Karendón. ¿Cuáles serían las consecuencias de este modo de actuar? En primer lugar, las parejas que tuvieran hijos tendrían que renunciar a llevarlos consigo, o renunciar a regresar a Atolón. ¿Razón? Muy sencillo, en las Karendón que viajan con Valera sólo están las cintas perforadas de los que existíamos en el tiempo que el autoplaneta estaba a punto de zarpar. Los que nacieron después no existen para la Karendón, la máquina no tiene constancia de ellos y por lo tanto nunca serán reintegrados allí. Ante esta dramática evidencia, muchos de nosotros decidiremos quedarnos en la Tierra y acabar el resto de nuestra vida junto a los seres amados. Dentro de seis mil setecientos o seis mil ochocientos años, cuando Valera llegue a Atolón, las máquinas Karendón materializarán los cuerpos sin vida de miles de hombres y mujeres de los cuales ya no existen ni cenizas aquí en la Tierra. La Karendón los desintegrará de nuevo y esa fórmula será destruida. Pero no todos serán cadáveres. Muchos de nosotros, después de haber vivido doscientos o trescientos años aquí en la Tierra, nos engañaremos con la falsa ilusión de volver a nuestra juventud y vivir de nuevo otros doscientos o trescientos años. Cuando hayamos envejecido aquí en la Tierra, después de despedirnos de todo lo que formó nuestra vida afectiva aquí, nos desintegraremos para permanecer en la Dimensión Temporal todo el tiempo hasta que Valera llegue a Atolón. Allí nuestras almas se incorporarán a nuestros cuerpos. No serán los mismos cuerpos que se desintegraron en la Tierra, sino aquellos jóvenes y vigorosos cuerpos que teníamos cuando Valera emprendió su viaje. La Karendón nos reconstruirá tal cual éramos según la fórmula que ha viajado con el autoplaneta. ¿Pero qué ocurrirá entonces? La Karendón lo reconstruye TODO, incluida la disposición que adoptaban nuestras células cerebrales en aquel momento. Saldremos de la cápsula con los mismos conocimientos… LA PRIMERA VEZ. Es decir, los hombres y las mujeres que resuciten a la vida no tendrán constancia ni recuerdo alguno del tiempo que vivieron DESPUÉS. Para ellos, el último recuerdo es el del momento que encontrándose todavía en Valera entraron en la Karendón para ser desintegrados y vueltos a reintegrar inmediatamente. Pero incluso el momento en que salieron de nuevo de la cápsula ya no existe para ellos, forma parte de esa segunda etapa de otra vida que jamás recordarán.

—La recuerden o no, es evidente que habrá vivido dos veces —objetó el Almirante Pereira.

—Yo entiendo lo que quiere decir el profesor Asagioli y le comprendo —dijo Terry Ferrer—. No parece que se deduzca nada práctico de tener dos vidas, si uno no puede recordar nada de su otra existencia anterior. Tal es el caso de la reencarnación. Podemos creer en ella e imaginar cualquier cosa. ¿Fuimos pájaro, pez, otro hombre u otra mujer en un planeta distinto? No lo sabemos, el alma no conserva recuerdo de estas cosas. Todo sería distinto si al reencarnar pudiéramos conservar nuestra propia identidad; recordar lo que fuimos, amar a los que amábamos, conservar nuestros amigos, rematar la obra que interrumpió la muerte… Pero nada de eso ocurre en la reencarnación, y éste sería un proceso parecido. El hombre o la mujer que hubiesen vivido doscientos años en la Tierra no recordarían absolutamente nada de lo que allí hicieron, por lo tanto tampoco podrían sentir satisfacción, ni felicidad ni pena por nada de cuanto allí les ocurrió. Es tremendamente dramático, y por lo mismo profundamente grandioso, lo que ocurre en este juego de almas que van y vienen, y de vidas que se interrumpen y empiezan de nuevo en el instante en que se interrumpieron. Un hecho cierto parece deducirse de todo ello; los hombres que viajen de Atolón a la Tierra y de la Tierra a Atolón, no podrán servir de mensajeros. Cuando en el futuro el Almirante Aznar se desmaterialice en Atolón para viajar a la Tierra y ver los progresos que se han realizado allí, la comisión de recepción quedará sorprendida cuando le pregunten cómo andan las cosas en Atolón. En realidad el Almirante no podrá decirles nada, pues el hombre que acaba de materializarse es el mismo que se desmaterializó allí hace casi siete mil años. Y cuando de la Tierra regrese a Atolón y le pregunten cómo andan las cosas en la Tierra, nada podrá decir al respecto. Serán dos hombres distintos con una sola alma que va y viene, y cada hombre conservará sus recuerdos y experiencias en un compartimiento estanco. Lo único que tendrán en común serán sus vivencias anteriores al momento en que Valera zarpó de la Tierra para volar a Atolón. ¿Qué les parece?

—Lo has dicho muy bien, Terry. Realmente es impresionante —dijo el Almirante Aznar—. De todas formas será una cuestión a debatir la conveniencia de dejar en la Tierra una Karendón con la copla de unos cuantos de nosotros para regresar dentro de algún tiempo.

La reunión se disolvió poco después, pero el tema de la Karendón, utilizada como vehículo para viajar a enormes distancias, todavía prosiguió en los corrillos que se formaron en el vestíbulo de la Sala de Control.

Los valeranos todavía no habían explotado todas las posibilidades de la Karendón. Fidel Aznar lo estaba demostrando en cosas menos prosaicas que la feliz reproducción de los panes y los peces.

La guerra, incluso llevada por medios automáticos de control remoto, obligaba a los hombres a exponerse. Se producían a diario muertos y heridos. Respecto a los muertos nada había que hacer, pero los heridos, en tanto y en cuanto llegaran con vida a una máquina Karendón, podrían salvarse siempre.

La técnica consistía en llevar por lo menos una máquina Karendón en los “discos-volantes” hospitales. El herido, si su estado era grave, era llevado rápidamente a la Karendón y desintegrado. La administración del hospital volante remitía por teletipo a Valera los datos referentes a la filiación del herido.

En el autoplaneta se conservaban archivadas todas las cintas grabadas con los componentes físicos de cada uno de los valeranos, hombres, mujeres y niños, que utilizaron la máquina Karendón durante el viaje de Atolón a la Tierra.

Ya sin prisa alguna, se buscaba en los archivos de Valera la cinta grabada que correspondía al herido, se introducía en otra Karendón y ésta restituía enteramente al individuo. No era, lógicamente, el mismo que fue desintegrado en el hospital, sino el OTRO que figuraba en la cinta; es decir, el sujeto que después del largo viaje de Valera fue restituido a la vida. Este hombre o mujer no recordaba nada de lo ocurrido durante aquellos meses de intervalo, pero era el mismo. Al menos el alma que lo animaba era la misma.

Soldados y astronautas abrasados por la radiactividad, mutilados, horrendos despojos humanos en los que apenas quedaba un aliento de vida, estaban siendo salvados cada día por este medio tan increíble como original.

CAPÍTULO IV

DE regreso del Hospital donde prestaba sus servicios, mientras comía con la familia, Fidel Aznar escuchó con interés el relato de lo tratado en la reunión de la tarde.

—¿Una prueba? —murmuró Fidel—. Me parece una buena idea. Nada convencerá a los doctos físicos de la posibilidad de viajar a mayor velocidad que la luz, excepto quizá una prueba realizada con éxito. ¿Pero aceptará el profesor Asagioli participar en la prueba y experimentar por sí mismo lo que ocurre cuando un móvil rebasa la barrera de la luz?

—La nave no irá tripulada.

—¿Por qué? ¿Es que no hay nadie con arrestos para subirse en ella?

—¿Tú lo harías? —preguntó Miguel Ángel desafiante.

—Estoy dispuesto a hacerlo mañana mismo, con una sola condición. Que me acompañe el profesor Asagioli.

—Olvida eso —gruñó el Almirante—. Nadie irá a bordo de la nave.

Miguel Ángel expuso a su hermano el plan. La computadora del buque designado se programaría para realizar todas las operaciones. Y se colocaría a bordo una Karendón para que, una vez concluida la prueba, pudiera llegar a bordo la tripulación que la conduciría de regreso.

—Es una solución feliz —aprobó Fidel—. La nave puede ir a parar tan lejos que quizá sea imposible su localización por radio. A diez veces la velocidad de la luz, la nave recorrerá en una hora ciento ocho mil millones de kilómetros, pero habrá que concederle algunos días para que llegue a alcanzar esa velocidad. Me gustaría participar en el proyecto.

—Participas —dijo el Almirante—. Tú eres el único que defiende la posibilidad de viajar a mayor velocidad que la luz. Bueno, pues tendrás que demostrarlo. Si es necesario te relevaré de tu destino en el Hospital.

—No creo que sea necesario. ¿O es que corre tanta prisa?

—No, por supuesto. Desgraciadamente disponemos de mucho tiempo —contestó el Almirante.

La idea del proyecto no perturbó en absoluto el sueño de Fidel. Como siempre se acostó temprano, se durmió al momento y se despertó automáticamente a las cinco de la mañana.

Fidel era siempre igual de madrugador. A las cinco era todavía totalmente de noche. El joven “Bundo” se calzó unas zapatillas de tenis y se dirigió en pijama al gimnasio particular del Almirante Mayor.

Mientras con el torso desnudo se dedicaba a toda clase de ejercicios gimnásticos, el sol artificial de Valera iba tiñendo de una luz rosada los cristales esmerilados del amplio gimnasio. Después de una hora de ejercicio moviendo poleas, subiendo cuerdas a pulso, levantando pesas, corriendo y saltando, ya empapado en sudor entró en la ducha.

Al salir de la ducha se puso de nuevo el pijama, se dirigió a un rincón del gimnasio y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas. Había hecho sus ejercicios físicos, ahora tenía que ejercitar la mente.

Cerrando los ojos se concentró en sí mismo. Todo lo que le rodeaba dejó de existir. Sus músculos estaban relajados y respiraba suave y acompasadamente; el ritmo de la respiración era muy importante. Permaneció así, en total inmovilidad, durante media hora. Cualquiera que le hubiese estado espiando habría acabado por sentirse enervado ante aquella impasible inmovilidad. Parecía dormido, pero en este estado el “Bundo” tonificaba todo su cuerpo, aligeraba su espíritu y se sentía como evadido del mundo real que le rodeaba.

Al cabo de media hora abrió los ojos, se agitó ligeramente y clavó la mirada en un juego de pesas arrimadas al muro.

Ahora Fidel dirigió todo el poder de su mente sobre una de las pesas. Lentamente, la pesa empezó a levitar, despegó del suelo y se elevó a una altura de un metro. Entonces se detuvo e impulsada por la fuerza telekinésica del joven “Bundo” se movió hacia la derecha, recorrió un par de metros y se detuvo de nuevo. A partir de ahí empezó a bajar lentamente, muy despacio, hasta posarse en el piso y quedar completamente vertical.

Satisfecho del experimento Fidel desenredó sus piernas, se apartó de la pared y se tendió cuan largo era en el piso. De nuevo se concentró en sí mismo, hasta que al cabo de un minuto su cuerpo se despegó del suelo y empezó a elevarse en posición horizontal hasta casi dos metros de altura.

En este momento entraba en el gimnasio Miguel Ángel Aznar vistiendo un “chandal” azul con ribetes blancos y llevando una toalla colgada del cuello.

—¡Hola, chalao! —gritó a modo de saludo.

Desde casi dos metros de altura, Fidel se vino al suelo con gran estruendo. Miguel Ángel se echó a reír a carcajadas mientras Fidel se incorporaba hasta quedar sentado y le lanzaba una mirada furibunda.

—¡No tiene maldita la gracia! —chilló furioso.

—¿Te sientes agresivo, eh? ¡Anda, ven a pelear conmigo! —gritó Miguel Ángel levantando los puños y empezando a bailar sobre sus zapatillas de tenis—. ¡Ven, miedica!

Fidel no le hizo caso. Se puso las zapatillas, se levantó y se dirigió hacia la puerta. Miguel Ángel le seguía dando vueltas a su alrededor, amagando con los puños.

—¿Tienes miedo, eh? ¡Vamos, pelea conmigo, Bundo del demonio, hijo de una probeta!

Fidel, de pronto, extendió el brazo y alcanzó de revés a su hermano en al mentón. Miguel Ángel salió despedido por el aire y lanzado de espaldas a cuatro metros de distancia, resbalando por el pulido parket.

El “Bundo” se quedó mirándole preocupado mientras Miguel Ángel jadeaba trabajosamente.

—¿Es cuento, o tengo que ayudarte? —preguntó Fidel.

—¡Vete al infierno, cafre! —contestó Miguel Ángel.

Fidel se acercó, se inclinó solícito y le palpó la mandíbula, pero Miguel Ángel le rechazó furioso.

—¡No me toques, déjame en paz!

—No tienes nada roto, estás para recibir otro guantazo.

—¡Bah!

En la reunión del Estado Mayor de aquella mañana, el joven Contralmirante Aznar lucía un carrillo hinchado y amoratado. A cuantos le preguntaban si le molestaba alguna muela contestó que no, que era consecuencia de un golpe que se dio al resbalar en el gimnasio.

Se habían producido pocos cambios en la situación de los frentes desde el día anterior, cosa que generalmente ponía de mal humor al Almirante Aznar.

En efecto, el Almirante Mayor no disfrutaba de buen humor este día. Al terminar la conferencia y quedarse solo con Miguel Ángel, mientras éste recogía los papeles, le dijo bruscamente:

—No quiero que vuelvas a ocuparte de esos papeles. A mí no me gusta, y no creo que te agrade a ti tampoco. Nosotros somos hombres de acción, no burócratas.

Miguel Ángel no supo por dónde iba el mal humor de su padre hasta que éste continuó:

—Ese maldito proyecto… lo que hablamos ayer, no me ha dejado pegar ojo en toda la noche. Quiero que dejes todo lo demás para ocuparte preferentemente de ese asunto.

—¡Pero si no es mucho lo que hay que hacer!

—Yo sé lo que es esto, conozco el percal. Como el proyecto vaya a parar a la gaveta de un Almirante de la casa de al lado, va a echar polillas antes que alguien lo mueva.

La “casa de al lado” a la cual se refería el Almirante Aznar era el edificio de las Fuerzas Armadas, donde estaban instaladas las oficinas del Almirantazgo.

En verdad, el proyecto no entusiasmaba grandemente a Miguel Ángel, no lo consideraba urgente por lo menos. Pero dijo que se ocuparía del asunto. Por lo menos, pensó, le daría la oportunidad de salir de aquella olla de grillos que era la Sala de Control.

Lo primero que hizo fue salir en busca de los Ferrer, pero éstos habían abandonado la ciudad para ir a alguna parte, sin que nadie supiera su paradero.

—“Bien empezamos” —se dijo Miguel Ángel fastidiado.

Se dirigió al Almirantazgo para solicitar la cesión de un crucero sideral. Esta petición causó enorme confusión. Nadie sabía allí quién disponía de autoridad para entregarle un buque. De oficina en oficina, los pulcros contralmirantes y vicealmirantes lo enviaron de aquí para allá como una pelota de tenis.

Cansado de esperar en las antesalas y sin haber conseguido nada, Miguel Ángel regresó a casa a las cinco de la tarde. Cuando el Almirante Mayor llegó a casa se quedó con la boca abierta al escuchar el prolijo relato de su hijo.

—Está claro que tendremos que secuestrar ese buque —fue su sorprendente comentario.

Fidel también regresó para comer, se acercó a Miguel Ángel y le examinó el carrillo hinchado.

—Vamos a curar eso —dijo.

Le puso la mano sobre la hinchazón, cerró los ojos y pareció concentrarse en sí mismo. Miguel Ángel sentía el calor de la mano de su hermano, y sentía también cómo este calor iba aumentando hasta parecer una plancha eléctrica. Por lo pronto sintió un gran alivio. Luego, al cabo de dos o tres minutos, Fidel retiró su mano y dijo tranquilamente:

—Listo, ya está.

Miguel Ángel fue a mirarse en el espejo del aparador. La hinchazón había desaparecido, y el color morado del carrillo era ahora rojo vivo, como indicando un riego sanguíneo intensivo.

—¿No te da vergüenza, utilizar prácticas de curandero? —le dijo a su hermano.

El “Bundo” se limitó a sonreír. Durante la comida, siguiendo la broma, Miguel Ángel le preguntó si había medido alguna vez su potencial psíquico aplicado a la desmaterialización de objetos.

—Por ejemplo, ¿serías capaz de hacer desaparecer un crucero sideral?

Fidel leyó la intención en la mente de su hermano y se echó a reír. Reía a carcajadas, como nadie le había visto jamás, hasta saltársele las lágrimas. Todos se contagiaron de la risa; Miguel Ángel, el Almirante y Yawna, hasta acabar llorando de tanta risa.

—¿Cuál es tu problema, hermano? —preguntó Fidel. Y ¡otra vez a reír! Y todos riendo hasta que Miguel Ángel podía hablar.

—¡Necesito un… un… acorazado! —decía entrecortadamente ¡y dale otra vez con el coro de carcajadas!

—¿De dónde tenemos… tenemos… que robarlo? —preguntaba Fidel. ¡Y hala, a desternillarse todos de risa!

—De cualquier… de cualquier… parte. Mejor de… debajo de las posaderas de un… de un… ¡almirante!

Imaginarse a todo un imponente almirante sentado en el puente de mando de un buque, y que de pronto el buque era escamoteado debajo de él, era ya más de lo que podía resistirse. Al Almirante Mayor le dio un ataque de hipo y Miguel Ángel se cayó de espaldas con silla y todo, revolcándose por la alfombra con las manos en la barriga.

El recuerdo de la divertida comida, y de los esfuerzos de Fidel para cortar el ataque de hipo del Almirante, todavía hacían sonreír a Miguel Ángel Aznar cuando a la mañana siguiente volaba hacia El Páramo manejando una lujosa aerofalúa en cuyo casco campeaban los cuatro luceros, distintivo de Almirante Mayor.

En la Base de El Páramo estaba el polígono de tiro donde se comprobaba el montaje de los proyectores de “luz sólida” de los cruceros siderales recién salidos de la grada de construcción, antes de ser entregados “listos para servicio” a la Armada. El Almirante jefe de los astilleros quedó sorprendido ante un simple pedazo de papel donde escrito de puño y letra decía:

“VALE POR UN CRUCERO SIDERAL DE LA CLASE STELAR”

Y estaba firmado y rubricado por el Almirante Aznar.

—¿Es una broma? —dijo el Almirante levantando sus ojos hasta el impasible rostro del joven Contralmirante.

—Compruébelo usted mismo llamando por teléfono al Almirante Mayor.

—¡Pero esto es absurdo! ¡No es un conducto reglamentario!

—¿Y cuál es el conducto reglamentario?

El Almirante pegó un bufido, hizo funcionar el audiovisor y llamó a la Sala de Control pidiendo que le comunicaran con el Almirante Mayor. A poco aparecía en la pequeña pantalla el busto del Almirante Aznar.

—Hola, Quadros —dijo el Almirante Aznar—. ¿Qué ocurre?

—¿Ha ordenado usted que se le entregue un crucero sideral al Contralmirante Aznar?

—Sí. ¿Por qué?

Quadros ya no supo qué decir.

—Entonces, ¿debo entregárselo? —balbuceó.

—Sí, hombre, déselo. Bueno, Quadros, hasta la vista.

El Almirante Mayor se borró de la pantalla.

—¡No es el conducto reglamentario! —repitió como furioso consigo mismo. Y marcó el número del Almirantazgo.

—Voy a dar una vuelta por ahí. Regresaré dentro de un rato si le parece —dijo Miguel Ángel.

Quadros le ignoró. Fiel cumplidor del reglamento, no le encajaba aquello de entregar un valioso buque a cambio de un pedazo de papel sin membrete, ni sellos ni nada. Para un cierto tipo de burócrata, el valor del papel no residía tanto en su contenido sino en el número de sellos, firmas y avales que lo llenaban.

Por su parte, Miguel Ángel había obrado con gran astucia, trasladando al Almirante Quadros el problema que él no fue capaz de resolver. ¡Allá se las entendiera Quadros con los cabezas cuadradas del Almirantazgo!

Pasada una hora, Miguel Ángel regresó al despacho del Almirante. Sudoroso, desmadejado, desabrochado el cuello de la guerrera, el cabello alborotado, Quadros chillaba a alguien que estaba en la pequeña pantalla del audiovisor.

—¡Incompetentes… son ustedes unos incompetentes!

Apagó el aparato y miró con ojos de borrego a Miguel Ángel.

—Por Dios —suplicó juntando las manos—. ¡Llévese ese buque antes que me vuelva loco!

Así fue como Miguel Ángel Aznar se hizo con un crucero sideral completamente nuevo.

Mientras comían los Aznar, después de reírse a costa de las tribulaciones del Almirante Quadros, Miguel Ángel adoptó repentinamente una actitud seria y murmuró:

—Me pregunto cómo resolverán los del Almirantazgo este embrollado asunto.

—¡Oh, muy sencillo! —respondió el Almirante Aznar mientras abría una ostra—. En alguna parte, en una sucia oficina donde jamás ha pisado un Almirante, un anónimo amanuense rectificará una suma que no cuadra poniendo un dos encima de un tres, así es cómo se resuelven estos problemas.

—¡Fantástico sistema! —exclamó Miguel Ángel admirado.

*

Después de salvar el primer escollo, el proyecto “Carabela” adelantó con dinámico impulso. El crucero experimental Sonda fue llevado a Ciberburgo, la “Meca” de la ciencia del planetillo Valera, donde recibió una máquina Karendón que los Ferrer sacaron de alguna parte.

Supuesto que no podía saberse de antemano la velocidad que llegaría a alcanzar el buque, se programó la computadora para frenarlo después de alcanzada una distancia de cien billones de kilómetros. Éste era un recorrido realmente grande, cuya determinación suscitó apasionadas controversias. Venció la tesis de que, puestos a probar si una nave podía viajar en un teórico “subespacio” a varias veces la velocidad de la luz, debería llevarse la prueba a sus últimas consecuencias.

La distancia donde fuera a parar el buque carecía de importancia. Donde fuera que estuviere, si es que llegaba a alguna parte y funcionaba la Karendón de a bordo, tres hombres la alcanzarían. Estos hombres serían Miguel Ángel y Fidel Aznar, y un joven ingeniero electrónico llamado Alvarado.

Ciertamente, al regresar por medio de la Karendón, ninguno de los tres hombres sería capaz de informar sobre el resultado del experimento, y esto por una sencilla razón. La Karendón, que desintegraba totalmente al hombre, no enviaba la materia a través del espacio, sino solamente el alma. Las ideas y los recuerdos, que no pertenecían al alma, sino al cerebro, se quedaban en la materia, no acompañaban al alma en su viaje astral. Esta limitación de la Karendón implicaba la necesidad de recuperar la nave.

O como dijo el profesor don José Ferrer:

—Por lo menos llegar hasta ella, ver si funciona la radio y grabar un mensaje con las observaciones de los que vayan a apreciar los resultados.

Si el buque no había sufrido desperfectos y estaba en condiciones de regresar, sería Fidel quien, mediante complicadas observaciones astronómicas, fijaría la situación de la nave y marcaría el rumbo para el regreso, trasladando todos los datos a la computadora de a bordo. Miguel Ángel pondría la nave en marcha, la arrumbaría, y los tres hombres regresarían a Valera.

Tema de animada controversia fue si el navío experimental debería llevar consigo algunas armas del tipo llamado “comprimido”, para diferenciarlas de las nuevas miniarmas que ahora se estaban utilizando contra los sadritas.

A diferencia de las miniarmas, que se construían de tamaño miniatura, las armas “comprimidas” se fabricaban de tamaño natural. Torpedos atómicos, esferas de “dedona”, cazas Delta y “tarántulas” robot eran sometidos a un proceso en el que reducían los espacios vacíos existentes entre la materia. En estado “comprimido”, estas armas no podían funcionar. Se mantenían comprimidas por medio de ultrasonidos, pero tan pronto se interrumpía la emisión de ultrasonidos, estos pesados artefactos recobraban su tamaño natural.

El profesor Ferrer era de la opinión de que estos peligrosos artefactos no se mantendrían en su estado “comprimido” en una aeronave que, según la teoría de Fidel Aznar, experimentaría un fenómeno de dilatación.

—Las sirenas ultrasónicas no aumentarán de potencia por el hecho de crecer de tamaño. Dentro de las enormes dimensiones que alcanzará la nave en su fenómeno de dilatación, las ondas ultrasónicas se perderán. Esas armas comprimidas recobrarán su tamaño, se harán a su vez enormemente grandes y arruinarán el experimento.

Consultado el Almirante Aznar, éste expresó su disgusto:

—Cuando nuestro autoplaneta tenga que viajar por ese subespacio, deberá hacerlo llevando consigo sus armas. ¿O tendremos que desprendernos de todo nuestro material miniaturizado antes de cada viaje? ¡Sería ruinoso! Puestos a experimentar, soy de la opinión de hacer la prueba reproduciendo todas las condiciones que se darán en un viaje del autoplaneta, incluyendo armas comprimidas.

—¿Por qué no lo hacemos de otro modo? —sugirió Fidel—. En esta primera prueba enviamos el buque experimental sin armas comprimidas. Si el ensayo sale bien, en otra prueba pondremos a bordo armas comprimidas a ver qué ocurre.

—Bueno, hacedlo como queráis. Estoy seguro que el experimento va a fracasar de todos modos —dijo el Almirante.

Se adoptó por no poner a bordo del navío ningún artefacto “comprimido”. El buque llevaría solamente la dotación de armas con que vino de los astilleros; proyectores de “luz sólida” y rayos desintegradores “Zeta”, y misiles nucleares aire-aire y aire-tierra del tipo convencional.

En vísperas de la salida del Sonda se llevaron a bordo algunas jaulas con un mono nahumita, conejos y pájaros, provistos de comederos automáticos, y se instalaron cámaras para grabar en videógrafo el comportamiento de los animales durante el vuelo experimental.

El joven sargento especialista Alvarado llevó a bordo gran cantidad de herramientas y materiales para atender a cualquier posible avería del complejo electrónico del buque, y finalmente los tres hombres pasaron por turno a la máquina Karendón para ser desmaterializados y vueltos a materializar inmediatamente. En la Karendón quedó insertada la cinta perforada de oro con la fórmula de los componentes físicos de Miguel Ángel, de Fidel Aznar y del sargento Alvarado.

Después de echar un último vistazo al buque, salieron todos y se cerraron las escotillas.

Dirigido por control remoto desde la Sala de Control, el crucero experimental Sonda I despegó de los terrenos anexos al Instituto Tecnológico de Ciberburgo, se elevó como un globo dirigible y empezó a moverse en el aire hasta que se perdió de vista, en busca de uno de los túneles de comunicación con el exterior del planetillo.

Volando en la aerofalúa del Almirante Mayor de Ciberburgo a Nueva Madrid, y posando el aparato en la terraza del Palacio Residencial, los Aznar y el sargento Alvarado todavía llegaron a tiempo para presenciar la salida del Sonda I desde la Sala de Control.

En el gigantesco planetario que formaba la cúpula de la Sala de Control, se vio al crucero sideral cuando salía de la esclusa al negro vacío espacial tachonado de estrellas. En este momento Fidel y Miguel Ángel se encontraban en un extremo de la enorme sala, junto al oficial controlador que tenía el mando del crucero.

En la pantalla de televisión del controlador aparecía la pantalla de navegación astronómica del propio crucero Sonda. El buque debería ser dirigido hacia la constelación del Can Mayor y, una vez apuntado en esta dirección, se controlaría por sí mismo.

Cuando finalmente el Can Mayor quedó centrado en el retículo de la pantalla, el controlador apretó un botón. El buque se desvió unos grados, pero regresó por sí solo al rumbo correcto.

—Bien, listo —dijo el controlador—. Vía libre.

Pulsando otro botón del tablero y mirando a la cúpula que cubría toda la Sala de Control, vieron cómo el buque proyectaba dos gruesos rayos de luz por las toberas de popa. El navío empezó a moverse, acelerando con rapidez. En unos minutos se había perdido de vista en la bóveda celeste, pero en la pantalla del controlador todavía estaba fija la imagen de la otra pantalla que estaba a bordo del crucero.

—Ondas gravitacionales —dijo Miguel Ángel tocando en el hombro al controlador.

El hombre apretó un botón del tablero.

Durante un largo tiempo siguieron pendientes de la pantalla de televisión, hasta que repentinamente empezaron a temblar las imágenes.

—Anda muy rápido —comentó el oficial controlador echando una mirada al reloj—. Debe estar por los límites de la velocidad de la luz.

De pronto, la pantalla quedó en blanco.


CAPÍTULO V

AVANZANDO como un gigantesco rodillo sobre las estepas de Asia central, el Ejército Autómata valerano alcanzó rápidamente el límite de los campos de hielo y se detuvo. Actualmente el sol brillaba sobre estos páramos, con intermitencias de un mes y fundía lentamente el hielo, pero anteriormente aquí hubo una noche que duraba dieciséis mil años. Los sadritas nunca habitaron el hemisferio en sombras del planeta, por lo tanto no había nada que conquistar aquí.

El cuerpo de Ejército europeo fue trasladado a Sudamérica en una gigantesca y complicada operación, y sobre toda Eurasia cayó una nube de negros escarabajos y zumbadores abejorros que iban a rematar la obra de destrucción del Ejército Autómata.

En verdad los sadritas no fueron afortunados con sus miniarmas. Los valeranos las copiaron rápidamente, fabricándolas en enormes cantidades en sus máquinas Karendón.

Estas pequeñas armas resultaron de una tremenda eficacia en manos de los controladores valeranos. En su versión “escarabajo” llegaban a los refugios antiatómicos, ya castigados por el bombardeo nuclear de las unidades de la Armada y la Artillería. Se introducían ágilmente por las grietas de las enormes moles de cemento cuarteado por las explosiones, llegaban a gran profundidad y estallaban abriendo nuevas grietas en el cemento. Llegaban nuevos escarabajos para deslizarse por las nuevas grietas, se autodestruían y abrían un nuevo paso. Así, hasta llegar a lo más profundo de los subterráneos donde se amontonaban los asustados pulpos de titanio.

Rápidos, elegantes y diligentes, los “moscardones” actuaban en el aire. Construidos de “dedona”, que los hacía indestructibles a los “Rayos Zeta” y les hacía flotar en el aire, se impulsaban y dirigían moviendo rapidísimamente sus cortas y robustas alas. Zumbaban inquietos de un lado a otro y sus minúsculos ojillos registraban todo el terreno en busca del enemigo.

Detrás de los ojillos de cada moscardón, en otro lugar situado lejos, en el interior de una robusta esfera de “dedona” que flotaba en el aire a tres o cuatro mil metros de altura, había una pantalla de televisión. Los controladores del Ejército veían desde sus pantallas todo lo que el moscardón alcanzaba a ver con sus ojos diminutos. Tan pronto distinguía el operador a un sadrita, lanzaba sobre él su moscardón y lo hacía estallar.

Pese a la prevención con que se acogieron en un principio, estas miniarmas estaban dando tan excelentes resultados, que muchos de los altos jefes del Ejército eran de la opinión de que no volverían a utilizarse en una futura guerra las enormes y costosas armas del pasado. Estas miniarmas no necesitaban ser fabricadas de gran tamaño para “comprimirse” después. Ocupaban poco espacio, eran tan eficientes como un torpedo de diez o doce metros de longitud, y podían fabricarse en las Karendón en número de un centenar de una sola vez. Además, y esto era muy importante, se empleaba en ellas muy poca cantidad de “dedona”.

Los grandes progresos alcanzados en estas tres semanas últimas tuvieron muy ocupado y animado al Almirante Aznar, lo suficiente al menos para que no preguntara demasiadas veces por el resultado del proyecto Carabela.

Del buque experimental nada se sabía desde el día que fue lanzado al espacio, se había perdido todo contacto con él.

—Reventaría —decía el Almirante Aznar burlándose de sus hijos.

En opinión del profesor Ferrer, el buque Sonda se “zambulló” en el subespacio antes de cruzar la barrera de la luz, justo en el momento que dejaron de verle y oírle.

Aunque no se esperaba que el “Sonda” hubiese recorrido tan pronto, la considerable distancia de cien billones de kilómetros, los impacientes ejecutores del proyecto “Carabela” hicieron una tentativa de alcanzar la cosmonave inmediatamente después de la Navidad.

Desde noviembre el profesor Castillo estaba realizando excavaciones arqueológicas alrededor de las ruinas de Belén. En diciembre los sadritas habían dejado de ofrecer resistencia y casi un millón de valeranos viajaron en uno de los gigantescos transportes siderales de la Armada para peregrinar a las ruinas de Belén. Fueron aquella unas navidades muy emotivas, y la entrada de Año Nuevo se celebró con extraordinaria alegría, ya que por estos días el Ejército Autómata Valerano completó la ocupación del planeta Marte.

Después de la Navidad, los hermanos Aznar y el sargento Alvarado se reunieron con los Ferrer en Ciberburgo para intentar trasladarse a la nave experimental. Miguel Ángel Aznar, Fidel Aznar y Juan Alvarado fueron desmaterializados y sus almas permanecieron durante un mes en la Dimensión Temporal. En esta Dimensión los espíritus, separados de sus cuerpos, no tenían noción del tiempo. Para los tres hombres fue como si acabaran de ser desmaterializados cuando se vieron restituidos y de nuevo junto a Terry y el profesor Ferrer.

—Bien, no funcionó —dijo Miguel Ángel al salir de la máquina Karendón—. Tal vez no volvamos a ver más nuestro buque.

—No hay por qué desanimarse tan pronto, amigos míos. Cien billones de kilómetros es una distancia considerable. Volando a diez veces la velocidad de la luz, nuestro buque invertiría más de un año en alcanzarla. Haremos otra prueba el próximo mes.

Mientras volaban de regreso a Nuevo Madrid, Fidel Aznar preguntó de pronto a su hermano:

—¿De quién fue la idea de mandar tan lejos al buque?

Miguel Ángel reflexionó, sacudió la cabeza y se rio.

—En verdad no lo sé. ¿Qué importa eso?

—¿Por qué tan lejos? —insistió Fidel pensativamente.

—¿Qué más da? No teníamos ninguna prisa cuando empezamos. ¿O es que también tú empiezas a impacientarte?

Fidel se limitó a levantar los hombros.

Pasado un mes regresaron a Ciberburgo, donde eran esperados por Terry y el profesor Ferrer.

—¿Quién sabe? Tal vez tengamos suerte esta vez —dijo el profesor Ferrer mientras se dirigían al sótano donde estaba la máquina Karendón.

La máquina era muy grande comparativamente con el reducido espacio de la cámara desintegradora. Esta cámara tenía la disposición de un pequeño vestuario. Era una caja alta cerrada por todas partes, con un grueso panel a modo de biombo separado medio metro de la caja. Se entraba deslizándose de costado entre la pantalla y los bordes de la caja, cuyo interior, así con la cara interna del biombo, estaban recubiertos de un cristal purísimo de alta calidad.

—Adiós, hasta ahora mismo —dijo Miguel Ángel Aznar entrando el primero en la cámara.

Se quitó la gorra de astronauta, se la puso bajo el brazo y permaneció inmóvil mientras la máquina zumbaba. Ya sabía Miguel Ángel por experiencia que segundos antes de dispararse el fulminante la máquina dejaba de zumbar y dejaba oír otro ruido siseante.

Así ocurrió. Varió el tono del zumbido de la máquina y brotó un enceguecedor relámpago. Lo que ocurrió después no entraba dentro de las percepciones físicas. Nadie había podido contar jamás lo que sintió inmediatamente después y por todo el tiempo que fue desmaterializado, pero todos aseguraban que se sintieron felices, y que el tiempo les pareció muy corto.

“Fue como estar en el Cielo” —solía ser la expresión más frecuente. Y añadían: “Si morir es eso, no es nada malo”.

Nunca supo Miguel Ángel cuánto tiempo permaneció en este estático Limbo. Apenas acababa de brillar el fogonazo cuando se vio dentro de una escafandra de vacío, tendido de espaldas en el interior de una caja alargada interiormente revestida de brillante cristal.

¡Al instante comprendió que estaba en la Karendón del crucero sideral!

Antes de ser desmaterializados en la Karendón del crucero experimental, los tres astronautas se equiparon con escafandra y armadura de vacío. El profesor Ferrer había insistido en esto, basándose en la nada remota posibilidad de que el casco del buque resultara dañado, al ser atravesado por algún cuerpo celeste durante su carrera. Al ser restituidos por la Karendón del buque, aparecían tal como iban equipados el día que se desmaterializaron para dejar su “fórmula” grabada en la cinta que el navío llevó consigo.

La Karendón estaba funcionando, pues podía escuchar su zumbido por el pequeño altavoz lateral de su escafandra. Pero en tanto la cámara de restitución estuviese ocupada, la máquina no integraría a nadie más.

La cámara de restitución de la Karendón del crucero era distinta de la que había funcionado en Ciberburgo. En el buque la cámara estaba tendida en posición horizontal, y el mamparo quedaba a un lado. Miguel Ángel se deslizó de costado hasta salir de la cámara, se incorporó y miró a su alrededor.

Por supuesto, estaba en el crucero Sonda I. Allí estaban las jaulas, pero no había vida en ellas. ¿Murieron los animales?

La Karendón ocupaba la mayor parte de la habitación y la cámara de restitución estaba montada sobre una plataforma a un metro de altura del piso, con cuatro largos escalones para acceder a ésta.

Apenas había abandonado Miguel Ángel la cámara cuando brilló un relámpago, y un hombre enfundado en recia armadura de “diamantina” azul apareció ocupando el receptáculo de extremo a extremo. Solamente Fidel era tan grande, y en efecto, de él se trataba. Miguel Ángel golpeó con los nudillos en el frente de cristal de la escafandra de su hermano.

—¡Oye, escucha, esto funcionó!

Ayudó a Fidel a salir de la cámara. Los dos astronautas bajaron de la plataforma por la escalera, cuando otro vivo relámpago restituía al sargento Alvarado en la cámara. Fidel miró a su alrededor y se dirigió hacia las jaulas. Las radios individuales estaban funcionando en el interior de cada una de las escafandras de los tres astronautas.

En las jaulas todos los animales estaban muertos. Fidel metió su mano enguantada de vidrio en una de las jaulas y sacó uno de los conejos.

—No hace muchos días que murieron. Es curioso, parece que resistieron lo más duro del viaje, y en cambio… ¿Hay aire en esta habitación?

El sargento Alvarado se dirigió a un reducido cuadro de indicadores junto a la puerta.

—La presión es correcta, y el contenido de gas carbónico inapreciable. Temperatura, diecinueve grados… Todo está bien.

—¿Podemos abrir esa puerta?

—Sí. La presión es normal también en el pasillo.

—Veamos si podemos llegar hasta la cámara de derrota.

El sargento pulsó un botón y la puerta se abrió en dos secciones que se deslizaron a un lado y otro. Salieron al pasillo. Enfrente estaba la puerta del centro de control de la nave, que era de cierre hermético. Junto al marco de esta puerta examinaron las indicaciones de los instrumentos.

—No hay peligro, podemos entrar —dijo el sargento.

Hizo girar el manubrio y empujó la pesada puerta.

La cámara de derrota media doce metros de ancho y veinte de longitud. Todos sus muros estaban cubiertos por los tableros luminosos de las computadoras, cuadros de instrumentos y gran cantidad de pantallas de televisión. En el centro de esta sala se levantaba el puente de mando; una plataforma de un metro de altura rodeada de un parapeto formado por siete pantallas de televisión de un metro de ancho. A cada lado del puente se alineaban tres filas de consolas, cada una con dos pantallas pequeñas, destinadas a ser ocupadas por los controladores.

El techo de la cámara tenía una forma particular; era abuhardillado, es decir, con inclinación de 45 grados a ambos lados y en los extremos. Tres enormes pantallas de cuatro metros cubrían totalmente cada uno de los lados. Había otra igual a proa, y otra a popa. Por último, el techo plano era toda una pantalla de 14 metros de longitud por cuatro de anchura. Todas las pantallas estaban apagadas en este momento.

El sargento se dirigió a un gran cuadro de instrumentos y movió varias clavijas eléctricas. Se iluminaron las esferas de los indicadores, y Miguel Ángel y el sargento revisaron los instrumentos.

La presión del aire y el contenido de oxígeno era correcta en las cuatro cubiertas del buque. Los poderosos reactores nucleares estaban funcionando con toda normalidad a una décima parte de su potencia. Estaban casi llenos los depósitos del agua potable, de oxígeno, de nitrógeno, de hidrógeno y de aceites lubricantes.

—Podemos quitarnos las escafandras —dijo Miguel Ángel.

Los tres hombres se despojaron de las escafandras y de los guantes de vidrio elástico. Fidel se dirigió hacia la computadora principal, mientras Miguel Ángel cruzaba la sala en dirección al puente. La escritora de la computadora empezó a martillear velozmente cuando Miguel Ángel subía los escalones hasta la plataforma.

En el centro del puente había una butaca tapizada de cuero negro, atornillada al piso de moqueta roja. La butaca era a la vez giratoria y reclinable, teniendo en cada uno de sus brazos una pequeña consola o tablero cubierto de botones de variados colores, algunos numerados.

Miguel Ángel tomó asiento en la butaca y tecleó en los botones. Todas las pantallas del techo, los laterales y los extremos se encendieron. Miguel Ángel se quedó boquiabierto mirando un astro que brillaba con vigorosa luz amarilla en las pantallas de babor.

—¡Caramba! —exclamó para sí.

Hizo girar la butaca sobre su eje y miró a las pantallas de estribor. Allí aparecía la imagen de un cuerpo celeste que lucía en mitad del negro espacio irradiando una hermosa y tranquila luz azul. Cerca del planeta, a un lado, vio un satélite en forma de hoz.

—¡Caramba! —repitió, ahora en voz alta—. ¡Ey, Fidel, ven aquí!

Apartándose de la computadora, Fidel Aznar se acercó al puente. Siguiendo la dirección de los ojos de su hermano levantó la cabeza y miró arriba. Miguel Ángel saltó en pie, se acercó al parapeto y gritó:

—¿Veo visiones, o ese es nuestro planeta Tierra?

—No es posible —contestó Fidel—. ¿Es ésa la máxima aproximación?

Miguel Ángel regresó a la silla mientras Fidel subía los escalones hasta la plataforma. Al accionar Miguel Ángel el dispositivo de lentes de aproximación, la imagen del planeta azul empezó a crecer de tamaño, creando la falsa ilusión de que se movía a gran velocidad precipitándose sobre el buque, hasta que se detuvo y quedó inmóvil. Ahora podía verse con toda nitidez el contorno de los continentes…

—¡Es la Tierra! —exclamó Miguel Ángel incorporándose de un brinco.

Los dos hombres permanecieron de pie, la cabeza echada atrás, mirando con asombro aquella imagen familiar.

—Vaya broma —rezongó Miguel Ángel—. El buque no se ha movido… ¡Estuvo todo este tiempo parado a unos pasos de nosotros!

El sargento Alvarado estaba cerca del puente, mirando hacia arriba con la boca abierta, Fidel se volvió hacia él y le gritó desde la plataforma.

—¡Juan, compruebe si hay señales de televisión!

—Sí, señor —dijo Alvarado.

Fidel empezó a bajar la escalerilla y su hermano le siguió echando maldiciones entre dientes. Los dos fueron a reunirse con Alvarado, que había tomado asiento ante una de las consolas y se ajustaba unos auriculares. En el aplomante silencio de la sala de derrota seguía atronando el martilleo de la escritora de la computadora.

Alvarado movió interruptores y apretó algunos botones. En la negra pantalla del oscilógrafo aparecieron algunas líneas onduladas. El sargento hizo girar un botón moleteado de gran tamaño. Las oscilantes líneas se aplanaron, volvieron a encogerse.

—No hay señales de imagen. Y tampoco sonido —dijo Alvarado.

—¿En qué frecuencia está escuchando? —preguntó Fidel.

—En frecuencia modulada, naturalmente.

—Pruebe en ondas largas.

—En televisión emitimos en microondas.

—Lo sé. Pruebe con ondas largas.

—¡Vaya chasco, hermano! —exclamó Miguel Ángel—. ¡Lo que se van a reír algunos que yo sé! Como Asagioli, por ejemplo…

—No pienses en eso ahora. Sargento, ponga el altavoz a más volumen, por favor. Ahí se escucha algo…

Todos guardaron silencio para escuchar la voz que brotaba de la radio. Era evidentemente una voz humana, sólo que hablando un idioma desconocido.

—¿Entiendes tú algo? —preguntó Miguel Ángel a Fidel.

—Ni una palabra. Siga moviendo el dial, Sargento. Tal vez encontremos alguna emisora de habla española.

Apenas movió el sargento el dial, surgió otra voz. Éste no era el mismo idioma que el anterior, pero para los astronautas resultaba igualmente incomprensible.

—¿Pero de dónde salen esas voces? —preguntó Miguel Ángel.

—Del pasado, hermano. Son voces del pasado —dijo Fidel. Y en sus ojos azules brilló un relámpago de inteligencia.

—Fidel, ¿qué estás pensando?

—¡Calla, escucha eso!

Una voz potente brotó del aparato. Hablaba un castellano arcaico, cadencioso y modificando el sonido de la “c” por “s”.

“…La conferencia de Yalta concluyó hoy con la publicación de un comunicado conjunto de los “tres grandes”. El presidente Roosevelt, Stalin y el “premier” Churchill rubricaron la Carta de Yalta, aprobatoria de los planes para la reconstrucción de Europa, que deberá seguir al total aplastamiento de la Alemania nazi. Se acordó proseguir en el esfuerzo común contra Alemania, insistiendo en una rendición sin condiciones, así como en prestar la máxima ayuda al General Chiang Kai Chek en su heroica defensa del territorio chino contra la invasión japonesa… Sorprendentemente, el comunicado no alude a la esperada intervención rusa en el Lejano Oriente, dándose el caso increíble de que mientras luchan en Europa contra las fuerzas del Eje, los soviéticos mantienen unas aparentes buenas relaciones con el gran aliado de Alemania. Tal decisión parece apoyarse en el propósito de aplastar primeramente a Hitler en la propia Alemania, para posteriormente dirigir el esfuerzo concentrado de los ejércitos aliados contra el Japón. Mientras esto supone un alivio momentáneo para los japoneses, representa a su vez un golpe de gracia para las esperanzas de los nazis… Están escuchando ustedes Radio Montevideo”.

—¡Radio Montevideo! —exclamó roncamente Miguel Ángel—. ¡No es posible que estemos escuchando ahora una emisión de radio de hace miles de años!

—Muchos años, hermano —dijo Fidel con una extraña sonrisa bailándole en la comisura de los labios—. La Alemania nazi dejó de existir en mayo de mil novecientos cuarenta y cinco… hace veintitrés mil seiscientos seis años.

—¡Veintitrés mil seiscientos años! ¿Quiere eso decir…?

—Que estamos ante la Tierra, hermano. Pero no la Tierra donde nuestro autoplaneta Valera aplasta la última resistencia de los Hombres de Titanio, sino la Tierra tal como era en el tiempo que tuvo lugar aquella espantosa conflagración que se llamó Segunda Guerra Mundial.

Dejando al atónito Miguel Ángel clavado al suelo, Fidel se apartó de él para dirigirse a la computadora que había parado de teclear.


CAPÍTULO VI

FIDEL Aznar había arrancado el papel de la escritora y estaba examinando los datos que allí figuraban cuando Miguel Ángel y el sargento Alvarado se le acercaron.

—Hermano, debes estar equivocado —dijo Miguel Ángel con voz que era casi una súplica—. No puede haber dos Tierras, una donde está nuestro autoplaneta, y otra que existió hace veintitrés mil años.

—Veintitrés mil seiscientos seis —corrigió Fidel.

—¡Déjate de tonterías! ¿Qué importa unos años de más o de menos?

—Mira esto —respondió Fidel mostrándole el papel mecanografiado—. Según la estimación de nuestra computadora el buque recorrió algo más de ciento treinta y ocho billones de kilómetros.

—Fue más lejos de lo que calculábamos, ¿qué importancia tiene eso? —dijo Miguel Ángel irritado.

—La Tierra gira alrededor del Sol en un año, pero a su vez todo el conjunto de nuestro sistema solar se desplaza a la velocidad de sesenta y nueve mil ciento noventa y ocho kilómetros por hora en dirección a la constelación de Hércules, hacia un punto cercano a Vega. Si multiplicas la velocidad a que se mueve el Sol por los años transcurridos desde mil novecientos cuarenta y cinco, verás que nuestro buque ha viajado una distancia igual a la recorrida por la Tierra desde aquella fecha. Pero no sólo la nave ha volado la misma distancia, sino que ha hecho a la inversa el camino que siguió nuestro sistema solar desplazándose a través del espacio. ¡Estamos en el mismo lugar donde estuvo la Tierra hace veintitrés mil seiscientos seis años!

—Pero la Tierra no se quedó inmóvil aquí. Siguió moviéndose con el Sol y ahora se encuentra a ciento treinta y ocho billones de kilómetros de este lugar. ¡Una sola cosa no puede estar en dos sitios al mismo tiempo!

—La explicación es que no hay una sola Tierra, sino tantas como ha habido en cada segundo y en cada microsegundo desde la creación del Universo. Porque las cosas no pasan, sino que son. Como decía mi maestro: “todo lo que ha sucedido existe realmente”.

Miguel Ángel Aznar sacudió la cabeza incrédulamente.

—¿Quieres decir que cada cosa que pasa en cada segundo existe reflejada en una especie de foto fija?

—Más o menos.

—Si fuera así veríamos detrás de la tierra un rastro de imágenes fijas superpuestas, cada una de ellas representando un instante-acontecimiento.

—Sí, así es —afirmó Fidel moviendo la cabeza.

—¡Pues no veo más que una sola imagen de ese planeta! —gritó Miguel Ángel señalando hacia arriba a la pantalla de televisión.

—Es lógico, porque nosotros no estamos inmóviles. No somos espectadores pasivos que contemplan el paso del Tiempo, sino que formamos parte de ese tiempo, estamos inmersos en él y vamos con él. ¿Lo comprendes?

—No muy bien.

—Imaginemos el Tiempo no en una línea recta, sino formando una espiral. Si desde cualquier punto exterior viajamos en línea recta hacia el centro de la espiral, atravesaremos varias veces la línea espiral. En cada intersección con esa línea encontraremos un instante-acontecimiento, es decir, veríamos a la Tierra tal como fue en ese punto, más joven cuanto más profundamente lleguemos en nuestra penetración. Nuestro buque atravesó varias espiras y se detuvo en uno de los puntos de intersección. Nos hemos detenido en un tiempo y ahora formamos parte de este tiempo. Nos movemos con él a lo largo de esa línea ascendente, espiral, emergiendo lentamente hacia el futuro.

—¡Muy bonito! —dijo Miguel Ángel—. ¡Sólo falta que digas que estamos atrapados en este tiempo, sin posibilidad de regresar a nuestro tiempo “real”!

—Eso no puede ocurrir. No a nosotros. Tenemos una salida de escape, la Karendón.

—¡Vaya, ya es algo saber que podemos salir de este agujero! —suspiró Miguel Ángel—. Lo que nunca comprenderé es cómo vinimos a parar aquí. Éste no es “nuestro” tiempo. No habíamos nacido en mil novecientos cuarenta y cinco, y según tú, todavía tardaré veintitrés mil seiscientos ochenta años en nacer. Bueno, si no he nacido todavía, ¿cómo puedo estar aquí?

—Nuestra materia no es la que, con arreglo a lo que conocemos de nosotros mismos, todavía tardará veintitrés mil setecientos ochenta años en formarse en el vientre de nuestras madres. En buena lógica no podemos existir, pero existimos. Nuestra materia ha sido formada en este momento, en este tiempo, por la máquina Karendón. Si en lugar de venir a través de la Karendón hubiésemos viajado acompañando al buque, al detenernos en este punto habríamos muerto. Como el mono y los demás animales. En verdad, la dimensión del tiempo es inaccesible para los mortales.

Un silencio impresionante siguió a las palabras del joven monje “Bundo”.

—¿Pero y nuestras almas, qué ocurre con ellas? —preguntó tímidamente el sargento Alvarado.

—Muy sencillo, Juan. Nuestras almas no pertenecen a ningún tiempo. El alma es inmortal, luego el tiempo no existe para el alma. Puede viajar al pasado y al futuro, y nunca perecerá ¡nunca!

—¡Estupendo! —rio Miguel Ángel nerviosamente—. ¿Y ahora qué hacemos? ¿Tomamos nota de los contadores del buque, grabamos una cinta relatando nuestra experiencia y lo enfilamos de nuevo de regreso a nuestra dimensión verdadera?

—¿Regresar tan pronto? —rechazó Fidel sorprendido—. Hermano, estás loco. En mil millones de intentos que hiciéramos por enviar una nave al pasado, no acertaríamos ni una. Ignoro en razón de qué extraño fenómeno ha venido a parar aquí nuestro buque, ¿pero acaso el mismo buque ha estado sometido a fenómenos de aceleración y dilatación cuyas causas no son explicables a nuestro corto raciocinio? Jamás repetiremos este experimento, por más que lo intentemos. ¿Y quieres desaprovechar esta oportunidad regresando rápidamente a casa?

—Bueno, si he de serte sincero me siento un poco… digamos como asustado. Pero si lo que quieres saber es si me gustaría acercarme allá y echarle una ojeada al mundo tal como fue en el remoto pasado… sí me gustaría.

—Bien, de acuerdo entonces, vamos a ir allá. Por el camino redactaremos nuestro informe. ¿A usted no le importa, Juan?

El sargento miró a Fidel, luego volvió sus ojos hacia la imagen del planeta que aparecía en la pantalla y murmuró:

—Sólo me pregunto si no será demasiada osadía de nuestra parte, señor. Esto es como pisarle el terreno a Dios, ¿o no es así? —acabó preguntando, mirando de nuevo a Fidel.

El “Bundo” sonrió.

—Nada ocurre sin el consentimiento de Dios, Juan, piensa en ello. Si estamos aquí, es porque Él nos lo ha permitido.

Juan Alvarado asintió y toda preocupación fue borrada de su pecoso rostro.

*

Desde que los valeranos incorporaron a sus aeronaves los campos de fuerza gravitacionales, sus astronautas podían reírse de todas las leyes físicas que tantos problemas les causaran en pasado. Aceleraciones terroríficas, cerrados virajes y detenciones bruscas, que habrían hecho pedazos a las tripulaciones y al mismo aparato, les eran permitidas ahora sin el menor daño, ni siquiera sin una ligera opresión de estómago.

Cualquiera que fuese la maniobra, las fuerzas gravitacionales tiraban siempre de los tripulantes en sentido contrario y proporcionalmente a la intensidad de la fuerza de inercia.

La noche del once de febrero de 1945 acababa de caer sobre las frías tierras del Este de Europa, extendiéndose rápidamente hacia el Oeste sobre el continente, pero los rayos del Sol todavía iluminaban en las alturas al gigantesco crucero de la Armada Sideral Valerana, totalmente pintado de amarillo.

En la cámara de derrota los tres astronautas se habían despojado de las armaduras de “diamantina”, vistiendo de nuevo el blanco uniforme de la Armada. Miguel Ángel Aznar estaba sentado ante la consola del piloto, teniendo a su derecha al Sargento Alvarado como copiloto. En el otro extremo de la sala Fidel Aznar, junto a la computadora, grababa en cinta magnética un informe verbal:

“Después de breve discusión hemos decidido dirigirnos al Centro de Europa, concretamente a Alemania. Esta elección que puede parecer un tanto temeraria, se basa en la idea de que en los momentos actuales, es allí donde la Humanidad vive uno de los momentos más dramáticos de la Historia. Descendiendo directamente sobre Alemania Central, Miguel Ángel y yo abandonaremos el buque a seis mil metros de altura y llegaremos a tierra utilizando nuestro equipo de vuelo individual. El Sargento Alvarado se remontará a treinta mil metros y esperará allí sobre la vertical de nuestro punto de aterrizaje. El buque estará seguro a esa altura, actualmente no existe ningún avión capaz de llegar hasta él, ni la tecnología terrícola de esta época dispone de arma alguna capaz de alcanzar a nuestra aeronave. Probablemente ni siquiera advertirán su presencia.

“Si hubiésemos podido prever que viviríamos esta aventura, habríamos traído en el buque algunas cosas que ahora nos serían de gran utilidad, como ropas de abrigo y algún emisor de radio portátil. Pero el buque está desnudo de todo. Sólo hemos encontrado el equipo normal; armaduras de vacío con sus equipos de vuelo individual, armas cortas y largas y una linterna “laser” de señales. El buque viene con sus aerobotes de salvamento, pero no vamos a utilizarlos; un aerobote es más difícil de ocultar que un par de trajes de vacío. Estos trajes de vacío llevan sus aparatos de radio, con los que podremos comunicar con el Sargento cuando tenga que descender para recogernos. Y eso es todo, mi hermano me hace señas y abandona el puesto del piloto, ha llegado la hora de enfundarnos de nuevo en nuestras armaduras. El Sargento mantendrá su emisor de radio abierto todo el tiempo, y estará atento a las señales de nuestra linterna “laser” cada noche entre once y doce”.

Fidel detuvo la grabadora, dejó el micrófono en su soporte y cruzó la sala de derrota.

—Vamos a equiparnos —dijo Miguel Ángel quitándose los zapatos. Y añadió preocupado—: ¿Te das cuenta que allá abajo es febrero y debe hacer un frío terrible?

—Lo he pensado. Espero que podamos hacernos con otras ropas y un par de abrigos.

—¿Y cómo? ¿Sabes que en ese tiempo en la Tierra no podía conseguirse ni un mendrugo de pan sin dinero?

—¡Dinero! Lo había olvidado. Será una experiencia totalmente nueva para nosotros ver cómo se manejaba el dinero en estos tiempos —dijo Fidel.

—Lo que es menester es que no resulte una experiencia desastrosa —gruñó Miguel Ángel metiéndose los zapatos entre la cintura y el cerco de los pantalones de “diamantina”—. Parece imposible, pero he leído que hubo gente que llegó a morir de hambre por falta de dinero.

Se ajustaron las restantes piezas de “diamantina” y a continuación cada uno ayudó al otro a acoplarse el “back” a la espalda.

El “back” o equipo de vuelo individual era una caja metálica de cantos redondeados que se adosaba a la espalda por medio de enganches de gran solidez, que podían desprenderse en caso de emergencia con un resorte. Estas cajas eran tan pesadas que apenas podían levantarse del suelo, pues su plancha era de “dedona”. El truco consistía en hacer funcionar la pequeña pila atómica que generaba electricidad dentro de la caja. Entonces el “back” no sólo se hacía ligero, sino que levitaba y al menor descuido se iba al techo, pues ésta era precisamente la propiedad que daba utilidad al aparato. Inducida eléctricamente la “dedona” repelía la fuerza de gravedad.

Antes de ajustarse las escafandras los Aznar se despidieron del Sargento Alvarado.

—No cometan imprudencia, por Dios —dijo el Sargento—. Si llegara a ocurrirles algo ni siquiera sabría qué hacer.

—Si perdiera el contacto con nosotros, espere hasta el último día de Mayo —le dijo Miguel Ángel—. Apunte el visor del navegador automático hacia la estrella Vega, ponga en marcha el buque y deje que la computadora se encargue de todo lo demás. Vaya a la Karendón y desintégrese. En cualquier momento nuestros amigos harán funcionar la Karendón que se encuentra en Ciberburgo, y usted estará en casa.

—Espero no tener que hacer eso —dijo Alvarado compungido.

—Todo saldrá bien, Juan. Adiós —dijo Fidel Aznar.

Los dos hombres se calaron las escafandras y salieron de la cámara de derrota.

Minutos después en el auricular del Sargento se escuchaba la voz del Contralmirante:

—Estamos en la cámara de descompresión. ¿Altura?

—Siete mil metros y seguimos bajando —contestó Alvarado después de consultar sus instrumentos.

—Vamos a salir.

Desde la cámara de descompresión, una plataforma que se movía entre dos columnas de acero elevó a los dos astronautas hasta la cubierta exterior del buque. El crucero, de 300 metros de longitud, tenía cierto parecido con un submarino tallado en aristas vivas. La aerodinámica no se había cuidado demasiado a la concepción de este gigantesco navío, y ello por un solo motivo. El verdadero elemento de la cosmonave era el vacío intergaláctico, donde no había aire. Sobre la larga cubierta de 240 metros de longitud se levantaba una protuberancia de 10 metros de altura y 120 metros de largo. A una escala reducida esta protuberancia habría parecido una alargada cabina. Pero en sus reales dimensiones, tan alta como una casa de tres plantas, esta protuberancia albergaba los dos poderosos reactores nucleares del buque, tras un espesor de tres metros de “dedona”.

Entre la casamata de reactor y el borde de la cubierta todavía quedaban diez metros de plataforma por cada lado. En esta cubierta se encontraban los dos astronautas, rodeados de la oscuridad de la noche cuando el Sargento Alvarado anunció a través de la radio:

—Seis mil metros y estabilizado. Buena suerte.

—Gracias, Juan. Allá vamos —contestó el Contralmirante.

El “back” podía manejarse indistintamente por medio de dos botones incrustados en el antebrazo izquierdo o en una depresión en el muslo derecho de la armadura de “diamantina”.

Haciendo girar uno de estos botones los Aznar despegaron verticalmente de la cubierta del buque. La corriente de aire les arrastró a distancia de la aeronave, que en la oscuridad de la noche fosforecía como un monstruo amarillo. El buque inmediatamente empezó a elevarse verticalmente, mientras los dos astronautas, cerrando parcialmente el regulador de energía, empezaban a descender en larga y suave caída vertical.

La tierra bajo sus pies era un sombrío pozo negro, pero a gran distancia, hacia el Norte, se advertía el resplandor de un gran incendio, y hacia el noroeste se movían como lanzas flamígeras las luces de varios reflectores.

Ahora, a medida que bajaban, podían ver que no todo era oscuridad allá abajo. Unos pocos kilómetros al Oeste parecía haber algún núcleo de población. Brillaban por breves segundos las luces de algunas linternas, y se veían las luces amortiguadas de algunos vehículos. Pero directamente debajo de ellos todo estaba oscuro.

A medida que descendían se hacía más vigorosa la fuerza de rechazo de los “back”. Fue necesario cerrar todavía más los reguladores, hasta que momentos después tocaban en blanda caída el suelo.

—Bien, ya estamos aquí —suspiró Miguel Ángel—. ¿Y ahora qué hacemos?

—Exploraremos estos alrededores y buscaremos un lugar donde esconder nuestras armaduras y los “backs”. Vamos a quitarnos las escafandras, apenas se ve nada.

Tan pronto se arrancaron las escafandras sintieron cómo una bofetada el frío intenso de la noche. Sus ojos no tardaron en acostumbrarse a la oscuridad. El terreno, un prado, descendía en suave declive. Como les era indiferente echar para un lado u otro, optaron por andar cuesta abajo, ya que era más descansado.

Llegaron a un camino desigualmente empedrado.

—¿A la derecha o a la izquierda? —preguntó Miguel Ángel.

—A la derecha.

Echaron a andar uno junto al otro. Sus armaduras, provistas de calefacción, les protegían del frío. En cambio no tardaron en sentir heladas las orejas y las narices.

—¿Por qué no nos ponemos las escafandras? ¡Hace mucho frío y se me están helando las orejas! —dijo Miguel Ángel.

—Pero con las escafandras puestas no vemos ni torta.

—Utiliza la linterna, zoquete. Trae acá.

Miguel Ángel se apoderó de la linterna. Ésta tenía un dispositivo para dispensar la luz “laser” en un foco ancho, detalle que Fidel ignoraba.

Se pusieron las escafandras. Éstas tenían el frente de cristal transparente teñido de azul, pero gracias a la linterna ahora podía ver perfectamente el camino. De pronto Miguel Ángel se echó a reír desde las profundidades de su escafandra.

—¿De qué te ríes? —preguntó Fidel a través de la radio.

—De nosotros. ¡Mira que si llega a vernos alguien con esta facha! La verdad es que estamos bastante locos.

Fidel no contestó. Siguieron andando.

Moviendo la linterna de un lado a otro, Miguel Ángel alcanzó a alumbrar una vieja valla de madera, podrida y rota, derrumbada por el peso de una densa masa de oscura hiedra. Levantando el foco de la linterna por encima de la valla descubrieron una casa que quedaba un poco retirada del camino.

—¡Una granja! —dijo Fidel—. Si encontráramos un granero o cosa parecida, ese sería un buen lugar para esconder nuestro equipo.

Llegaron hasta una verja de hierro sostenida por dos pilares de mampostearía. Era la puerta de entrada y no estaba cerrada con llave. La puerta chirrió escandalosamente al ser empujada, pero no debió ser escuchada en la casa. Al acercarse a ésta escucharon ruido de voces. Una tenue claridad se filtraba a través de las cortinas. La casa estaba habitada.

Dieron la vuelta a la casa. Detrás de ésta y a cierta distancia vieron un grosero edificio construido de madera oscurecida por el tiempo. Se dirigieron allá. No cayeron en la cuenta de que, encerrados en sus escafandras, sus oídos captaban deficientemente los sonidos del exterior. Por lo tanto no oyeron cuando se abría y cerraba la puerta trasera de la casa.

Estaban tratando de abrir la puerta del granero cuando de pronto cayó sobre ellos el haz de luz de una linterna. Los dos astronautas se volvieron al mismo tiempo y quedaron quietos bajo la luz de la linterna.

De pronto se escuchó un terrible grito de pánico, la linterna dejó de apuntarles y vieron el círculo de luz danzando a un lado y otro alumbrando al suelo. La persona que les había descubierto corría hacia la casa.

—¡Vaya, nos han descubierto! Tenemos que huir.

Pero Fidel no pensaba lo mismo. De pronto, abriendo el regulador de su “back”, se vio impulsado por una tremenda fuerza que más que correr le hizo volar en persecución del que huía. En un momento lo alcanzó, pero era tal el impulso que levaba que ambos fueron arrastrados hasta un porche en la parte trasera de la casa. Fidel cerró como pudo el regulador, mientras la persona que estaba bajo él pataleaba y chillaba como una rata. Fidel le buscó el cuello en la oscuridad, hizo una fuerte presión con sus dedos y el otro quedó paralizado.

Miguel Ángel le habló a distancia:

—¿Qué ha ocurrido?

Fidel cogió la linterna que había quedado tirada en el suelo y alumbró a la persona. Era una mujer.

—Ven acá, Miguel. Es una mujer, una chica.

—¿Por qué ha dejado de gritar? ¿Se desmayó?

—La dejó sin sentido… ya sabes, el truco del pellizco en el cuello.

—¿Por qué no la dejaste en paz? —gruñó Miguel Ángel mientras se acercaba alumbrándose con su linterna “laser”.

Se abrió la puerta trasera de la casa, arrojando un rectángulo de luz sobre el porche. Un hombre salió tambaleándose. Vestía una vieja chaqueta, un sombrero sin forma definida y una bufanda arrollada al cuello. La luz que salía de la casa bañó a Fidel Aznar de arriba abajo, pero su fantasmal aspecto no pareció producir en el hombre la reacción de pánico que en la mujer. El hombre estaba farfullando en un idioma que Fidel no conocía, pero el joven “Bundo” utilizó sus facultades para penetrar en el pensamiento del hombre.

La mente que Fidel estudió aparecía llena de brumas y de pensamientos disparatados. El hombre estaba borracho pero Fidel pudo entender lo que decía:

—¡Oh Hans… ya han vuelto las visiones! Estás como una cuba, Hans… viejo borracho. ¡Visiones, tortugas y serpientes y ahora buzos! ¡Hip! ¡Buzos!

—Somos buzos, señor Hans —dijo Fidel. Y aunque hablaba en castellano el alemán le entendió perfectamente.

—¿Buzos, eh? —el hombre tuvo que agarrarse a un palo del porche para mantenerse en equilibrio—. ¡Claro, eso me había parecido… no estoy tan borracho después de todo, todavía puedo tomar una pinta más de cerveza!

Dando media vuelta, con paso inseguro, el hombre volvió a meterse en la casa. Iba canturreando.

Miguel Ángel estaba junto a Fidel.

—¿Qué te ha parecido, Miguel? ¡Nos ha tomado por buzos!

—¡Vaya, eso tiene gracia! ¿Le convenciste de que somos buzos, aquí, a doscientos kilómetros del mar?

—¿Acaso no es lo que parecemos con estas escafandras? El viejo está borracho.

—Bueno, ¿y ahora qué hacemos? Lo mejor será largarnos de aquí antes que la mujer recobre el sentido.

—No, ¿por qué? Puedo hacer que la chica olvide lo que ha visto.

Fidel quedó en silencio mientras su hermano esperaba que continuase.

—¿Qué ocurre? —preguntó Miguel Ángel intranquilo.

—Es una buena chica, creo que podremos confiar en ella.

—¿Cómo sabes que es una buena chica?

—Porque estoy interceptando los pensamientos que fluyen de su psique. Su aura es la de una persona sana, de temperamento apacible.

—¡Tú y tu dichosa aura! Esperemos que su aura no nos engañe.

—Ve a abrir el granero mientras la hipnotizo —dijo Fidel despojándose de la escafandra.

Miguel Ángel Aznar se alejó refunfuñando.


CAPÍTULO VII

CUANDO Katherina Rudel despertó era de día. Estaba echada en su propia cama, pero aunque le habían cubierto con la colcha estaba vestida. La habitación estaba a oscuras, salvo una rendija de luz que llegaba del comedor por la puerta entreabierta. La casa olía a humo de carbón y se escuchaban voces en el comedor. Alguien estaba hablando en un idioma que Katherina no conocía, parecido tal vez al italiano, aunque más duro que éste. Luego escuchó a su padre, que como siempre hablaba del curso de la guerra.

¿Con quién hablaba el viejo? ¿Y por qué estaba ella acostada y completamente vestida, a excepción de los zapatos? Trató de recordar cómo había llegado hasta la cama, pero fue inútil. Su mente parecía completamente vacía, o al menos quedaba en ella un vacío que no alcanzaba a llenar con sus recuerdos.

Katherina echó los pies al suelo, se puso los zapatones que usaba para andar por casa y, temblando de frío, fue a observar por el intersticio de la puerta. Vio a dos hombres muy altos vestidos de blanco que estaban sentados a la mesa, tomando una infusión de cebada tostada. El más alto de los dos forasteros era un gigante rubio con una gran cabeza que tenía la frente ligeramente abombaba. Pese a todo, su rostro era de una belleza singular, y de sus ojos azules irradiaba una bondad que inspiraba de inmediato confianza y simpatía. El otro era moreno, tal vez más guapo, pero de una belleza más corriente, más humana, por comparación con el aire angelical del gigante rubio. A Katherina, que acababa de cumplir veinte años, le gustaban los muchachos de pelo negro con preferencia a los rubios. Sin embargo no podía apartar sus ojos fascinados de aquel joven de cabeza grande y pelo cortado al cepillo.

El viejo Rudel, en el otro extremo de la mesa, tenía entre las manos una jarra de cerveza, hablando con la locuacidad habitual en él cuando las jarras ya sumaban por lo menos tres.

Katherina cerró sigilosamente la puerta, encendió la luz eléctrica y se dirigió al viejo lavabo de porcelana que ocupaba uno de los rincones de la habitación.

Se miró al espejo y se vio demacrada, pálida y ojerosa. Su propio aspecto la disgustó, a pesar de que realmente era una chica muy guapa; alta, rubia y de candorosos ojos azules. Se sacó el viejo vestido de percal por la cabeza y echó agua del jarro a la palangana.

Diez minutos más tarde, lavada, peinada y con el mejor de sus vestidos, Katherina salía de la habitación y aparecía ante los forasteros. Los dos hombres se pusieron de pie y entonces la muchacha pudo comprobar que el joven rubio era todavía más alto de lo que creía.

Mientras el muchacho moreno se limitaba a mirarla y dirigirle una sonrisa de simpatía, el rubio la saludó con una leve inclinación y le habló.

—Buenos días, señorita Rudel. ¿Cómo está usted?

El gigante no hablaba en alemán. ¡Pero Katherina le entendió perfectamente! Katherina quedó tan desconcertada que no atinó siquiera a contestar al amable saludo del forastero. Observó sus uniformes; blancos, con placas de acero azul en los hombros y unos galones. Las guerreras, de corte impecable, aparecían abrochadas hasta el cuello con una sola hilera de botones dorados. Hasta los zapatos de los forasteros eran blancos.

—¿Son ustedes marinos? —preguntó Katherina llena de confusión. Pero no esperaba que ellos le entendieran muy bien.

—Somos oficiales de la Armada, señorita —dijo el oficial rubio. Y sus extraordinarios ojos azules chispearon de una manera singular.

—¿De la Marina de Guerra de Alemania?

Katherina percibió la confusión que su pregunta provocaba en el forastero. No era nada que se expresara en su rostro o sus ojos, sin algo indefinible que no se podía explicar. Ella “supo” que él se sentía intranquilo.

—No somos alemanes, señorita Rudel.

Katherina se sintió invadida de un sudor frío. ¡Los forasteros eran pilotos enemigos! Últimamente habían sido derribados dos bombarderos americanos en aquella zona. Los pilotos se arrojaron en paracaídas y al llegar al suelo fueron apresados. Hasta entonces Dresde había permanecido relativamente tranquila, alejada de las áreas más bombardeadas, pero a raíz de aquello se dictó un bando previniendo a los vecinos, especialmente a los granjeros, del delito grave en que incurrían aquellos que prestaran ayuda u ocultaran al enemigo.

Como si hubiese leído sus pensamientos, el oficial rubio habló y dijo:

—Tampoco somos aviadores enemigos.

—Sólo pueden ser aviadores enemigos. ¡Oh, Dios mío, márchense por favor! No podemos ocultarles ni prestarles ayuda, si se supiera… ¡nos fusilarían! —gimió Katherina angustiada. Miró al viejo Rudel—: ¿Desde cuándo están aquí?

—Desde anoche —dijo Hans Rudel tranquilamente.

—¡Estás loco! ¿Cómo has podido hacer eso?

—No son enemigos, Katy.

—Entonces, ¿quiénes son?

—No son de este mundo, Katy. Hemos estado charlando durante toda la noche… ¡me han contado cosas maravillosas, algo increíble, hija!

—Y tan increíble. ¿Hombres de otro mundo? ¡Estás borracho!

—Su padre está sobrio ahora, señorita Rudel. Y le está diciendo la verdad. Mi nombre es Fidel Aznar y éste es mi hermano el Contralmirante Miguel Ángel Aznar. En principio habíamos proyectado venir a Alemania y observar procurando no llamar la atención, más luego comprendimos que esto era imposible. No hablamos alemán, no tenemos ropa, ni comida ni dinero. Decidimos que era mejor confiar en ustedes y decirles la verdad.

—¿Pero cuál es la verdad?

—La verdad es que no somos de este mundo, señorita Katy. Vivimos en otra dimensión, en otro tiempo que para ustedes es todavía futuro. Su padre me ha dicho que es usted profesora de Filosofía, lo cual ha sido un factor importante a la hora de decidirnos a confiar en ustedes. Puesto que se trata de una persona culta, estará en mejor condición de comprenderme que otra persona sin estudios…

—No le comprendo en absoluto, señor… ¡Pero estoy tremendamente asustada! —exclamó Katherina castañeteando los dientes.

—Míreme a los ojos, Katy. ¿Cree que yo la engañaría?

—No lo sé.

—Pero usted supo desde el momento que entró aquí que no éramos personas normales.

—Sí, eso sí. Sus uniformes… su idioma…

—Hablamos castellano, señorita Katy. Es decir, español.

—¡Español! ¿Pero no dicen que vienen de otro mundo?

—Acabamos de llegar de la Tierra. Pero no de este planeta, sino de este planeta situado en otro tiempo. Si usted deja de sentirse asustada verá. ¿Sabe por qué me entiende, a pesar de que le hablo en un idioma que usted no conoce? Yo tampoco hablo alemán, pero comprendo todo cuanto me dice… porque no escucho sus palabras, sino que leo su pensamiento. Telepatía, usted sabe qué es eso. Cuando yo le hablo, lo que hago en realidad es transmitirle mi pensamiento. ¿Lo va comprendiendo?

—¡Dios mío sí!

—Así es de fácil. Yo leo en su mente cuanto usted piensa, de modo que no importa cuanto diga. Yo siempre leeré su verdad. Y si lo que veo es su propósito de denunciarnos, o si le molesta nuestra presencia por temor a comprometerse… bien, nos marcharemos. Ahora está sumergida en un mar de dudas. Tranquilícese y considere en calma la situación. No queremos perjudicarles en modo alguno, y tampoco vamos a quedarnos mucho tiempo.

Katherina inclinó la cabeza, permaneciendo en esta actividad un par de minutos.

—¡Vamos, Katy, demonios! —exclamó el viejo Rudel—. ¿Qué puede pasarnos si les ocultamos?

—¿Recuerdas el bando respecto al castigo por ocultación de aviadores y agentes enemigos?

—Ellos no son enemigos, por lo tanto no están comprendidos en el bando. Si mi opinión te merece algún respeto, yo deseo que se queden. Me caen bien estos muchachos.

Katy se alejó en silencio hacia la cocina, que formaba parte del comedor y ocupaba todo el muro del fondo, junto a la puerta que conducía a la parte de atrás de la casa.

Miguel Ángel, que se había vuelto a sentar, tiró de la manga de Fidel.

—Bueno, dime ahora qué ocurre entre ellos, porque no les cojo uno de ese endiablado alemán.

—Discuten, el viejo quiere que nos quedemos. La chica no está segura y tiene miedo. Parece que han sido severamente advertidos respecto al delito en que incurren quienes ocultan o ayudan de algún modo al enemigo.

—¡Pero nosotros no somos enemigos de nadie, caray!

—Eso es lo que el viejo le ha dicho a la chica.

—¿Y ella qué le ha dicho?

—Nada. Lo está meditando.

El viejo Rudel salió en busca de otra jarra de cerveza. Katherina había sacado un bote de harina y se disponía a amasar una especie de gachas. Pensaba. Y mientras ella pensaba Fidel seguía el fluir de sus ideas. Cuando finalmente Katherina tomó una decisión, Fidel lo supo antes que ella misma. Sacando las gachas del fogón regresó al centro del comedor.

—¿Cuánto tiempo piensan quedarse? —preguntó Katherina.

—Un par de días tal vez.

—¿Nunca saldrán de la casa?

—¡No por Dios! —protestó Fidel riéndose—. Hemos venido a ver cosas. Para quedarnos en la casa más valdría que regresáramos a nuestro buque.

—¿Tienen un buque? Esto queda lejos del mar.

—Nuestro buque no navega por el mar, sino en el espacio.

El viejo Rudel regresó con su jarra de cerveza.

—Papá, no tenemos ropas que sirvan a estos caballeros. Es evidente que no pueden andar por ahí con esos uniformes. ¿Cómo conseguiríamos ropa para ellos?

—Comprándolas, está claro.

—¡Pero no tenemos dinero!

—Bueno, a mí me quedan unos marcos de las últimas patatas que vendimos, pero no alcanzarán para un par de abrigos. Todo está muy caro, y habrá que buscarlas en el mercado de usado.

Fidel Aznar se puso en pie.

—Creo que nosotros podremos contribuir en algo. ¿Tiene por ahí unas tijeras, señorita Katy?

Casi maquinalmente Katherina tiró del cajón de la mesa y sacó un par de tijeras.

—Gracias —dijo Fidel Aznar. Y tomando las tijeras empezó a cortar los hilos que mantenían cosidos los dorados botones de su guerrera.

—¿Por qué hace eso? —preguntó Katherina sorprendida.

—Creo que en esta época el oro tenía algún valor. Lo usaban para acuñar monedas y fabricar joyas. Estos botones son de oro. ¿Podrán obtener algo a cambio de ellos? No son macizos.

—¡Dios mío! —exclamó Katherina tomando en la mano los botones dorados—. Mira, papá, son de oro.

—Yo puedo contribuir con los míos —dijo Miguel Ángel tomando las tijeras.

Aunque los alemanes no le entendieron comprendieron su intención.

—No, por favor, ya basta con éstos. ¿Será suficiente papá?

—Seguro, el oro ha alcanzado precios fabulosos en el mercado negro. La moneda no vale nada, máxime cuando todo el mundo sabe que la guerra no puede durar mucho más, y después no valdrá absolutamente nada. Voy a enganchar el carro. Iré a la ciudad y buscaré algo. No será nuevo, se lo advierto —dijo el viejo dirigiéndose a Fidel—. Hace ya tiempo que no se fabrican tejidos auténticos. Lo de ahora son fibras sintéticas. ¿Han visto ustedes los uniformes de los soldados? No duran nada, se rompen como el papel. Bien, voy a enganchar el carro.

—Ustedes no habrán comido nada —dijo Katherina a los forasteros—. Lo siento, no hay mucho dónde escoger. Sólo cultivamos patatas y cebada. El Gobierno controla las cosechas, pero nos permite quedarnos con una parte. Ocultamos lo que podemos y luego lo cambiamos en el mercado negro por otros productos. La verdad es que tampoco hay mucho ni en el mercado negro. Estamos viviendo una horrible pesadilla. No hay alimentos, ni gasolina, escasea el carbón… y esa guerra que no acaba nunca.

—Ya falta poco para que termine. Eso ocurrirá a primeros del próximo mayo.

—¡Tanto todavía! ¿Y usted cómo puede estar tan seguro?

—Lo estoy, he leído la Historia.

—Sí, lo olvidaba —dijo Katherina con tristeza—. Ustedes vienen de otra dimensión situada en el futuro…

—En un futuro de ustedes, que es nuestro presente.

—Luego ustedes conocen de antemano todo lo que está por ocurrir en este tiempo.

—No con detalle, pero sí de una manera general. Alemania sufrió mucho durante esta guerra, y todavía un tiempo después mientras duró la ocupación. Pero pronto el país empezó a levantarse, las fábricas resurgieron de las ruinas, reconstruyeron sus ciudades y el pueblo alemán gozó de una gran prosperidad, como no había conocido antes, ni siquiera en los tiempos del nacionalsocialismo.

—Supongo que está bromeando… o lo dice sólo por infundirnos esperanzas. Yo pienso que Alemania jamás se sobrepondrá a este desastre.

—Sólo le digo la verdad, se lo aseguro.

—Les serviré unas patatas cocidas… ¿o lo prefieren en forma de puré?

—Sírvalas cocidas, le dará menos trabajo.

Poco después escuchaban el ruido del carro que salía de la granja y botaba sobre el empedrado del camino.

*

La ciudad próxima era Dresde. El viejo Rudel regresó poco después del mediodía con un par de trajes, varios pares de zapatos y dos excelentes abrigos negros, una gorra y un sombrero.

—El más grande que pude encontrar —dijo respecto al sombrero.

Miguel Ángel, que llevaba toda la noche pasada y toda la mañana escuchando alemán, empezaba a familiarizarse con el idioma y entendió algo de lo que quería decir Hans Rudel.

—Cabeza gorda. Gross Kops.

—¡Gross kopf, ja! —dijo el viejo. Y se rio junto con Miguel Ángel.

A continuación Hans Rudel entregó a Fidel un rollo de billetes mugrientos. Había sacado un buen precio por la venta de los botones de oro y todavía sobró dinero después de la compra de las ropas. Fidel apartó la mitad de los billetes y, sin contarlos, entregó la otra mitad a Rudel. El viejo se negó a aceptarlos, aunque sin mucha energía. Finalmente se guardó el dinero.

Aquella tarde Fidel y Miguel Ángel fueron a Dresde acompañados por Katherina, utilizando dos viejas bicicletas de los hijos de Rudel.

De los dos hijos varones de Rudel, el mayor había muerto luchando en Italia contra los americanos. El otro, más joven que Katherina, había sido dado por desaparecido en el frente del Este, sin que se supiera si estaba muerto o prisionero de los rusos. Tal circunstancia había hecho de Hans Rudel un hombre profundamente amargado, que tenía que recurrir a la embriaguez constante para olvidar su lacerante dolor.

Pese al alto precio que había tenido que pagar por la grandeza de su patria, Rudel era, como muchos alemanes honrados, un ferviente admirador de Hitler. Aunque no pertenecía al partido, reconocía la obra fecunda del nacionalsocialismo, que había sacado al país del caos para elevarlo al rango de potencia respetada y temida.

En el extremo opuesto de esta ideología estaba Katherina, licenciada en Filosofía y Psicología, y como tal más en contacto con las nuevas tendencias socialistas en boga. Para Katy la depresión de la Alemania de los años 20, los millones de parados, las huelgas y las luchas callejeras, frecuentemente esgrimidas por la propaganda nazi para demostrar las bondades de la dictadura, eran puros cuentos de hadas, algo que no había conocido y que no justificaba el mantenimiento de un régimen autárquico que, rindiendo culto a la personalidad, había puesto a la nación en manos de un loco.

Las ideas revolucionarias de Katherina le habían creado algunos problemas en su época de estudiante. La Policía del Estado tenía buena memoria, lo cual supo Katherina más tarde cuando pretendió opositar para una plaza de profesor adjunto de Filosofía en la Universidad. Su candidatura fue rechazada, no tenía buenos antecedentes políticos.

Todo esto vino a saberlo Fidel en el curso de su conversación con la muchacha durante la mañana.

Ahora Fidel iba pedaleando en la bicicleta, abiertas las largas piernas para evitar el manillar, flotantes las puntas de los faldones del negro abrigo, y la cabeza inclinada contra el viento para que éste no le arrancara el horrible sombrero que apenas se sostenía sobre su coronilla.

Viéndole marchar delante, llevando como pasajero a Katherina, sentada de través en el portaequipajes, con las piernas colgando, Miguel Ángel no sabía si reírse o maldecir. Casi no podía creer que todo aquello estuviera ocurriendo realmente. ¿Era él quien pedaleaba por aquel camino desconocido, entre las ráfagas de viento helado, hacia aquella ciudad también desconocida que surgía fantasmagóricamente del melancólico paisaje?

Esta impresión volvería a sentirla Miguel Ángel aquella tarde en su visita a la ciudad.

Dresde, situada a ambas orillas del Elba, era una ciudad grande y, según Katherina, una de las ciudades alemanas más rica en colecciones artísticas y bellos edificios, considerada por ello como la Florencia alemana. Sin embargo, causó en Miguel Ángel una sensación de profunda desolación y tristeza, tal vez porque inconscientemente la comparaba con la capital del planetillo Valera.

Los bombardeos aliados no la habían castigado apenas todavía. Pese a tratarse de una población con más de medio millón de habitantes parecía casi desierta. Los escasos vehículos que circulaban pertenecían todos al Ejército, viéndose en cambio muchas bicicletas y carromatos tirados por caballos. La gente, mal vestida y todavía peor calzada, tenía un aire triste y como ausente. Se veían largas colas de mujeres y niños ante las tiendas que distribuían la parca ración de alimentos, en tanto que el resto del comercio registraba escasa actividad. Causaba pena asomarse a los escaparates vacíos, con las lunas cruzadas por tiras de papel engomado, como medida preventiva contra las bombas y la consiguiente rotura de cristales.

Le extrañó particularmente a Miguel Ángel, en una ciudad que vivía bajo la amenaza constante de las bombas, ver larguísimas colas ante las taquillas de los cinematógrafos. ¿Era que los alemanes se refugiaban en la ficción del cine para evadirse de sus Íntimos problemas, del temor frente a un porvenir incierto?

Actualmente también Valera era una nación en guerra. Pero la guerra de los valeranos tenía un signo distinto. Era, en cierto modo, una guerra impersonal, dirigida por unos pocos hombres sobre quienes recaía la responsabilidad de ganarla o perderla, pero sin comprometer en sus errores el futuro de la nación, ni exigir de ésta la contribución de millones de vidas humanas. Era una guerra de máquinas, dirigidas a distancia por medio de botones; una guerra de sofisticados artefactos, producidos en cantidades abrumadoras por una industria que había alcanzado la cumbre de la eficiencia con la máquina Karendón.

Claro que, visto del lado de los sadritas, las cosas tenían un signo distinto.

En contraste con las seguras, dinámicas y soleadas ciudades de Valera, los sadritas debían estar ahora en una situación parecida a la de los alemanes de aquel remoto 1945.

Como los alemanes, los sadritas vivían la angustia de una guerra que sabían perdida, viendo saltar en pedazos sus ciudades y su industria, viendo morir millones de hermanos, sufriendo carencia de alimentos y energía, defendiendo cada palmo de tierra y cada ciudad en una lucha feroz por la supervivencia, sin convicción ni esperanza, como sonámbulos movidos por la pura inercia del instinto…

En verdad, viendo el ambiente sombrío de Dresde, Miguel Ángel pudo formarse una idea cabal del drama que los sadritas estaban viviendo en este mismo planeta situado en otra dimensión del tiempo. Y por primera vez sintió pena y lástima de los sadritas, del abominable y odiado enemigo.

Aprovechando las cortas horas de la tarde Katherina llevó a los forasteros a dar una vuelta por la ciudad. Estatuas y fuentes de valor artístico quedaban ocultas a la vista bajo montañas de sacos de arena, los cuales formaban también una muralla ante las fachadas de los edificios más notables. El Palacio, la catedral católica, la Academia de Cultura, el teatro de la Ópera y otros edificios merecían una visita más detenida, pese a que sus colecciones de arte no estaban visibles por haberse trasladado a lugar seguro. Fidel tenía interés en verlos y quedaron en otra visita para el día siguiente.

La ciudad estaba en el límite del radio de acción de los bombarderos aliados que operaban desde Gran Bretaña, pero con el retroceso de los alemanes y los bombarderos norteamericanos de gran radio de acción, las “Fortalezas Volantes”, toda Alemania quedaba bajo la amenaza de las bombas aliadas, máxime cuando la debilitada Luftwaffe ya no era capaz de contener a las oleadas de aviones enemigos.

Dresde estaba llena de refugiados, llegados de otras regiones de Alemania más castigadas por los bombarderos, en su mayoría mujeres, ancianos y niños, calculándose la población actual alrededor de los 700.000 habitantes.

—¿Pero dónde está toda esa gente? —preguntó Miguel Ángel, para añadir a continuación—. Aunque la verdad es que con este frío no convida mucho salir a la calle.

Pese al frío, en un parque de árboles desnudos, con extensas manchas de verdín en los andenes, varias parejas se hacían el amor en los bancos de madera. Ellos soldados, ellas muchachitas con raídos abrigos de hombros enguantados, las manos entrelazadas, mirándose embelesados a los ojos.

—Con guerra o sin ella, siempre hay un lugar para el amor —comentó Miguel Ángel. Y Fidel tradujo la frase para Katherina repitiéndola en castellano, pero enviándola telepáticamente a la muchacha.

Katherina sonrió.

La tarde terminaba y emprendieron el regreso a la granja. La noche se les echó encima a medio camino y siguieron andando llevando las bicicletas del manillar. Había caído el viento y se notaba menos el frío.

—Ahora se preguntarán si lo que han visto merecía la pena de un viaje tan largo —dijo Katherina.

—Observo que no se han despejado sus dudas respecto a nuestra procedencia —dijo Fidel.

—Es que lo suyo cuesta trabajo de creer. ¿Cómo se puede viajar al pasado? Si fuera como usted dice, este momento sería la repetición constante de un mismo acontecimiento. Dios no es tan injusto. ¿O es posible concebir a una Katherina Rudel condenada a vivir una y otra vez hasta la eternidad la amargura y la tristeza de este momento?

—Usted no tiene conciencia de la repetición constante de cada segundo de su vida. Entonces, ¿qué importa?

—Pero ahora que lo sé me siento doblemente entristecida. Es como girar en un tiovivo sin poder apearse de él. La fortuna y la desgracia de cada uno de nosotros establecería diferencias insoportables. Los afortunados gozarán mil millones de veces la dicha, mientras los desdichados veremos repetirse mil millones de veces nuestras desgracias.

—Sólo vivimos un momento de nuestra vida. Cada uno de nuestros actos permanece fijo en un clisé. No importa que ese clisé dure toda la eternidad, para nosotros es solamente un instante y ese instante es el que realmente vivimos.

Siguieron andando en silencio, hasta que al cabo de un rato Katherina preguntó:

—¿Podrían llevarme con ustedes cuando regresen allá?

Esta idea produjo un verdadero impacto en el ánimo de Fidel, y no sólo por la idea en sí misma, sino por todo lo que él vio en el ánimo contrastado de la muchacha; rebeldía, deseo de escapar de un mundo hecho de insensateces y crueldades, incluso el deseo de destruirse a sí misma como último y extremo recurso para evadirse de una vida que la abrumaba.

—¡Dios mío, Katy! —murmuró—. Eso no es posible.

—¿Por qué? ¿No están ustedes aquí?

—Pero nosotros no podemos interferir en el curso de unos hechos que ya tuvieron lugar en el pasado. ¿No lo comprende? Usted vive en este tiempo y tiene que seguir el camino que ya está trazado. Para que se haga una idea, imaginemos que nosotros decidimos intervenir en esta guerra poniéndonos del lado de los alemanes. Nuestra cosmonave tiene poder suficiente para cambiar el signo de la contienda. Tenemos bombas de un poder destructor inimaginable. Nuestras armas desintegrarían en pocas horas toda la flota de guerra y todos los aviones y los cañones de los aliados. Podríamos borrar de la faz de la Tierra, Nueva York, Chicago, San Francisco, Londres y Moscú en un cerrar y abrir de ojos, sembrando el terror entre los americanos los ingleses y los rusos, y obligarles a ellos a rendirse incondicionalmente. Alemania y el nazismo se alzarían triunfantes sobre un mundo en ruinas y esto alteraría profundamente el curso de la Historia. El destino de millones de seres humanos resultaría modificado… ¡pero eso no puede ocurrir, puesto que sabemos que Hitler se suicidó y Alemania se rindió sin condiciones!

—Pero yo no soy Hitler. El curso de la Historia no se verá alterado porque una pobre muchacha escape de este caótico mundo y vaya a vivir en otro tiempo y otro mundo. Si ustedes están aquí, y todo cuanto sucede es real… ¡ustedes estuvieron aquí en este tiempo! Llegaron del futuro, tuvieron en su mano dar la victoria a Alemania, pero decidieron no intervenir y dejar que los acontecimientos siguieran un curso que ustedes ya conocían… Entonces todo sería un círculo cerrado, una repetición infinita de los mismos acontecimientos. ¿O no lo ve usted así?

Fidel quedó impresionado de la agudeza y el tremendo poder de captación de la muchacha. Tal vez las cosas fueran de ese modo. Ellos estuvieron en Alemania en 1945, y aunque no alteraron el curso de la Historia, intervinieron de algún modo en la vida de una muchacha llamada Katherina Rudel. ¿Cómo sabía él que no modificaron profundamente el destino de esa chica llevándola consigo a otra dimensión? ¡No podía saberlo!


CAPÍTULO VIII

DESPUÉS de acostar al viejo Rudel con ayuda de Fidel y Katherina, Miguel Ángel acompañó a la muchacha al establo para echarle el último pienso al caballo. Hans, como de costumbre, estaba completamente borracho.

De regreso, en la casa, Miguel Ángel dio las buenas noches a Katy y entró en la pequeña habitación donde Fidel ya estaba echado en la cama, aunque vestido.

—Son las nueve y media, tendremos que esperar hasta que la chica se duerma —dijo Miguel Ángel.

—Tengo demasiado sueño para esperar. Voy a ir ahora mismo al establo y hablo con Alvarado.

—La puerta de atrás chirría mucho.

—No voy a salir por la puerta —dijo Fidel saltando de la cama.

Miguel Ángel le observó con interés. Aunque había visto a su hermano hacerlo un par de veces, siempre le causaba la misma impresión verle realizar aquel increíble fenómeno de desmaterialización. ¡Lo que hacía la máquina Karendón podía hacerlo también Fidel con sólo el poder de su mente!

Vio a su hermano apartar una silla y ponerse de cara a la pared, apoyando sobre ésta las manos y la frente como si se dispusiera a empujarla. Casi sintió la fuerza mental de Fidel al concentrarse intensamente en un solo propósito. Y a continuación vio cómo el gigante empezaba a desvanecerse, haciéndose tenue y transparente, hasta que finalmente se esfumó.

—¡Increíble! —suspiró Miguel Ángel—. No sé cómo demonios puede hacerlo.

Se desnudó sin prisas, esperando que Fidel regresaría casi en seguida. Pero se metió en la cama y el “Bundo” todavía tardó un largo rato en volver. Miguel Ángel ya se estaba durmiendo o se durmió sin darse cuenta cuando escuchó la voz de Fidel a su lado.

—¿Estás dormido?

—¿Eh? ¡Ah, no! Has tardado mucho, ¿no es cierto?

—No tanto. Alvarado tenía ganas de charlar. Dice que se ha sentido muy solo allá arriba y preocupado por nosotros, que espera que regresemos pronto. Todo el día ha estado pendiente de la radio por si lanzábamos una llamada de emergencia. Le he ordenado que se vaya a dormir, que por esta noche no le vamos a llamar.

—Espero que así sea, estoy muerto de sueño —bostezó el Contralmirante.

Fidel se metió en la cama y lo oprimió contra la pared. Era una cama de una sola persona para dos hombres de gran corpulencia. Fidel ni siquiera cabía a lo largo, viéndose obligado a sacar los pies por entre los barrotes. Pero era tanto el sueño que tenían que se durmieron casi en seguida.

Les despertó un enorme estruendo acompañado de una fuerte vibración en toda la casa, como si ésta fuese sacudida por un terremoto. Se abrió la puerta que daba al comedor y en ella apareció Katherina envuelta en un abrigo, por debajo del cual asomaban los encajes de un camisón.

—¡Están bombardeando la ciudad! —exclamó espantada. Y desapareció.

En el mismo instante se apagó la luz eléctrica. Los dos valeranos buscaron a tientas sus ropas. Fidel abrió la ventana para que entrara alguna luz del exterior. Entonces pudieron ver a través de los vibrantes cristales el resplandor de las explosiones y el fulgor de los primeros incendios que empezaban a elevarse de la ciudad.

Un terrible bombazo hizo saltar en añicos los cristales de la ventana. Se vistieron, se pusieron los abrigos y salieron al comedor. La puerta de la calle estaba abierta y salieron por ella, yendo a reunirse con Katherina que estaba un trecho más allá, tiritando de frío, mirando con horror en dirección la ciudad.

Un espectáculo dantesco se ofreció a los ojos de los valeranos. La ciudad entera ardía en llamas. Las temibles bombas de fósforo estallaban en ardientes globos proyectándose al cielo rojizo en forma de palmeras. Los reflectores se movían entrecruzando sus rígidos haces de luz, y todo el cielo por encima de la ciudad estaba acribillado del parpadeo intermitente de las granadas de las baterías antiaéreas. Desde las alturas se precipitaba al suelo un avión en llamas, como una antorcha que fuera dejando atrás un rastro de chispas. Iba a caer entre la ciudad y la granja. Cuando se estrelló contra el suelo se produjo una tremenda explosión y una nube de fuego.

El suelo se estremecía bajo los pies como la nerviosa piel de un caballo, y de tarde en tarde se escuchaba una explosión más fuerte que las demás.

—Son las bombas “revienta-manzanas” —dijo Katherina castañeteando los dientes—. Una sola de ellas echa al suelo veinte o treinta casas.

Debía haber un número crecido de aviones arrojando bombas. Los bombarderos llegaban en olas sucesivas, una detrás de otra, y al virar pasaban por encima de la granja. Entre el lejano estallido de las bombas se escuchaba cerca el tremor de cientos de motores rugiendo acompasadamente. Era un sonido impresionante, estremecedor, algo que metía el corazón en un puño y lo hacía estremecerse a uno de terror.

Alrededor de la granja empezaron a llover del cielo silbantes objetos.

—Cascos de metralla —advirtió Miguel Ángel. Y asiendo a la muchacha del brazo la obligó a correr hacia la casa.

Se metieron en la casa, y a través de la puerta abierta siguieron contemplando como fascinados el infernal espectáculo. Los aviones seguían llegando en oleadas, y apenas se había alejado una cuando ya estaba la otra sobre la ciudad. Era evidente que no buscaban ningún objetivo determinado. Los aviones dejaban caer su mortífera carga al buen tuntún. Dónde caían no importaba. Actuaban con el simple y deliberado propósito de destruir por destruir, de matar por matar, de sembrar a su paso la desolación y el terror. Se trataba de un alarde de estúpida crueldad, destinado tal vez a quebrar la moral de un pueblo ya desmoralizado.

Parecía que aquel horror no iba a terminar nunca. De pronto Katherina se puso a sollozar y a chillar histéricamente, tapándose los oídos con las manos.

—¡Salvajes… criminales… asesinos! ¡Asesinos!

Fidel la envolvió con uno de sus largos brazos y la empujó suavemente al interior de la casa. Miguel Ángel Aznar siguió allí, viendo cómo relampagueaban las explosiones y se alzaban las chispas de un incendio que cubría varios kilómetros cuadrados. Sobre la casa rugían triunfalmente los motores.

—¡Necios fanfarrones! —murmuró el Contralmirante levantando los ojos al cielo—. ¡Si supierais que toda vuestra jactancia podría reducirla a polvo en un instante, con una sola orden a mi buque!

Miguel Ángel se dio cuenta entonces cuán peligrosa resultaba la sensación de poder en manos de la criatura humana. La misma jactancia que echaba en cara a la potencia que enviaba sus aviones a asesinar alemanes, ¿no le impulsaba a él a una demostración de supremo poder? Los alemanes, cuando eran fuertes, ¿no habían bombardeado también ciudades sin otro objeto que sembrar el terror? Ahora mismo, en aquel mismo planeta en otra dimensión del tiempo, ¿no machacaban los valeranos a sus enemigos los sadritas, en un frío propósito de aniquilar hasta el último espécimen de aquella raza? Claro que anteriormente habían sido los sadritas quienes obligaron a la Humanidad a saltar de sus planetas. ¿Pero qué quería decir todo aquello, sino que las guerras eran crueles e inhumanas en su misma base? En la base de toda guerra siempre había una injusticia.

Fidel Aznar detestaba a la guerra, y Fidel sin duda tenía razón. No deberían existir las guerras. Pero antes que las guerras debería extirparse toda raíz de injusticia del corazón de los humanos.

Se hizo un súbito silencio, y en este silencio se escuchó aún más poderoso el triunfal temor de los motores de aviación que pasaban sobre la granja a gran altura antes de alejarse. A lo lejos, la ciudad ardía por los cuatro costados tiñendo el cielo nocturno de rojos resplandores.

*

La borrachera impidió a Hans Rudel enterarse del bombardeo de la noche anterior. En cuanto tuvo noticia de ello a la mañana siguiente salió para enganchar el carro. Como buen patriota Rudel entendía que su deber era ayudar en lo que estuviera a su alcance. Tenía un caballo y un carro y sabía que en estos momentos harían falta vehículos para transportar a los muertos y heridos.

—Debo ir a ayudar —dijo sencillamente.

Los hermanos Aznar cruzaron una mirada entre sí. Fidel transmitió su pensamiento a Miguel Ángel y éste asintió:

—De acuerdo, iremos a ayudar también.

Habían comido una patata cocida cada uno y tomando una taza de aquella infusión negra y amarga que resultaba de hervir la cebada previamente tostada y molida.

Cuando el viejo Rudel salía, los dos jóvenes corrieron detrás y se encaramaron al carro. Desde la puerta de la casa Katherina les despidió con la mano.

Apenas salieron al camino se encontraron con numerosos grupos de gente que abandonaba la ciudad llevando lo poco que habían podido salvar del desastre en bicicletas y en cochecillos de niños. Había una expresión de horror en estas gentes silenciosas, que marchaban como sonámbulos camino adelante doblados bajo el peso de los fardos.

Todavía ardían los incendios. Densas nubes de humo se extendían sobre la ciudad como un palio funerario. Apenas alcanzaron los arrabales pudieron darse cuenta de los enormes destrozos. Manzanas enteras de edificios se habían venido abajo, quedando en pie algunos muros que mostraban los agujeros de las ventanas. Sólo se podía avanzar por las calles más anchas pues las estrechas estaban bloqueadas por vigas y montañas de escombros.

Se veía mucha gente por todas partes. Marchaban con aire de sonámbulos cargados con maletas, de sacos y fardos, llevando consigo a los niños, y hormigueaba entre los montones de ladrillos escarbando los restos de sus destrozados hogares. Los soldados colaboraban ya desde hacía horas en los trabajos de salvamento, manejando picos y palas en busca de las víctimas sepultadas.

Apenas habían entrado en la ciudad cuando un oficial de Ingenieros detuvo a Rudel con un ademán enérgico.

—¿El carro es suyo? ¿Dónde va usted?

—Venimos a ayudar.

—Muy bien, acudan allá, hay que sacar esos cadáveres de la ciudad.

Los dos Aznar se apearon y empujaron al carro por encima de los ladrillos. Soldados y civiles habían practicado una excavación de la que estaban sacando varias víctimas; cuerpos aplastados, irreconocibles la mayoría de las veces, cubiertos de polvo y de sangre.

El sargento que dirigía los trabajos desempeñaba su labor expeditivamente.

—¿Alguien conoce a éste? —preguntaba a los vecinos. Si no contestaba nadie registraban las ropas del cadáver. Casi nunca encontraban documentos que sirvieran para su identificación y el sargento ordenaba entonces—: Al carro.

Los muertos se iban amontonando en el carro de Rudel y entre las tablas del fondo chorreaba la sangre. Era una visión macabra ver tantos cadáveres amontonados; hombres, mujeres y niños juntos, todos los pies asomando por la parte de atrás del carro.

—Espere, ese está vivo —dijo Fidel al Sargento cuando ya se disponían a cargar una de las víctimas al carro.

No había a mano ningún médico para determinar cuándo una de las víctimas estaba muerta o viva, de modo que probablemente aquel día se enterraron muchos hombres y mujeres moribundos o que habían muerto por falta de asistencia.

Pero en mitad de aquel caos, cuando las víctimas se contabilizaban por decenas de millares, ¿a quién importaba un muerto más o menos?

Apartado el herido a un lado, Fidel utilizó sus extraordinarias facultades parapsicológicas para radiografiarle mentalmente. Vio que tenía quebradas las dos piernas y una costilla rota que había herido un pulmón. Una mujer joven vino llorando junto al herido.

—Es mi padre, —dijo a Fidel.

Se trata de un hombre anciano, aunque no demasiado viejo. Fidel le desabrochó las ropas.

—Vaya a buscar agua —dijo a la mujer.

La mujer le miró sorprendida, pero le había entendido y obedeció. Regresó después de un rato con una cantimplora de soldado.

—Sólo pude encontrar esto. ¿Es suficiente?

—Viértame agua en las manos —le ordenó Fidel.

La mujer soltó un chorro de agua sobre las manos de Fidel y éste se las limpió de polvo. A continuación y con las manos todavía húmedas se arrodilló junto al hombre. La mujer vio con sorpresa cómo una de las manos del desconocido se hundía a través de la carne sin aparente esfuerzo. En efecto, Fidel hundió su mano en la cavidad torácica del herido, alcanzó la costilla rota y la sacó del pulmón volviéndola a colocar en su sitio.

A través de la carne podía ver, como si sus ojos tuvieran el poder de los Rayos Equis, el fluir de la sangre que salía por la herida. Utilizó su fuerza psicokinética para cerrar la herida e impedir que ésta siguiera sangrando. Los bordes de la herida se cerraron y a continuación Fidel utilizó de nuevo de su poder para soldar la costilla rota. Finalmente sacó la mano llena de sangre. La carne no había sido ni desgarrada ni cortada, por lo tanto volvió todo a su sitio sin dejar cicatriz.

A este hombre hay que llevarlo al Hospital —dijo Fidel a la sorprendida mujer—. Tiene ambas piernas rotas por aplastamiento y eso requiere una larga y cuidadosa intervención quirúrgica.

Fidel no dijo que probablemente habría que amputar las dos piernas.

Miguel Ángel vino todo lleno de yeso hasta Fidel, miró al herido con el pecho descubierto y sonrió.

—¿Ya has hecho una de las tuyas, eh? Vamos, aquí parece que ya no queda mucho por hacer.

Se alejaron de aquel lugar bajando por una cascada de ladrillos. Pasaban camiones del Ejército cargados de muertos y heridos. Una mujer joven venía sollozando por la calle, en sus brazos llevaba un pequeño cuerpo cubierto con una manta. Fidel pudo ver el aura que emanaba del niño a través de la manta y detuvo a la mujer.

—¿Por qué llora? Su pequeño no está muerto —le dijo.

—¡Está muerto! —sollozó la mujer.

—No lo está. Permítame que lo vea, soy médico.

Allí mismo, sobre un lecho de ladrillos, Fidel apartó la manta y contempló el delicado cuerpo de un hermoso niño rubio. Los cabellos pajizos estaban teñidos de sangre. El niño tenía el cráneo abierto y sangraba abundantemente por allí, pero esta herida no era grave. El pequeño debía haber sido sacado de entre los escombros medio asfixiado, y al envolverle su madre en la manta casi lo había acabado de ahogar.

Fidel abrió la boca del niño, le tiró de la lengua y se inclinó poniendo su boca sobre la del pequeño para practicarle la respiración artificial. Insuflando aire en los pulmones de niño, éste empezó a recuperarse.

Para la madre que contemplaba aquel extraño procedimiento, parecía como si el extranjero insuflara una nueva alma en el cuerpo sin vida del hijo. Mientras Fidel oprimía con sus fuertes manos el cráneo del niño y utilizaba la fuerza psicokinética para soldar el hueso, el pequeño empezó a dar señales de vida.

La mujer se echó a llorar de alegría.

—Aquí tiene a su hijo, se pondrá del todo bien en unos minutos —dijo Fidel.

La agradecida mujer quiso besarle las manos, cosa a lo que el gigante se opuso. En este momento empezaron a sonar las sirenas de alarma aérea. La gente aquí y allá se paraba sorprendida y levantaba los ojos al cielo sucio. ¿Otro bombardeo?

—¡Los americanos! —gritó aterrada la mujer cogiendo al niño y echando a correr.

Los dos valeranos se miraron uno al otro.

—Será una falsa alarma —dijo Miguel Ángel—. Ya dejaron la ciudad medio arrasada. ¿Para qué malgastar más bombas aquí?

La gente corría asustada por todos lados. Fidel había cerrado los ojos concentrándose en sí mismo. Al abrir los ojos miró a su hermano horrorizado.

—Sí, son bombarderos y vienen a soltar su carga aquí.

—¿Precognición, eh?

Casi en seguida se escuchó el lejano tremor de los aviones que se acercaba como un trueno amenazador. Las baterías antiaéreas situadas en un cinturón en torno a la ciudad empezaron a ladrar.

—Busquemos un refugio, será lo mejor. No me gustaría dejar la piel en este condenado año mil novecientos cuarenta y cinco —dijo Miguel Ángel.

Se escuchó un aullido taladrante, y una inmensa bomba cayó en medio de la calle a cien metros del lugar donde se encontraban los valeranos. La onda expansiva de la bomba levantó a los dos hombres del suelo y los arrojó a varios metros de distancia. Por todas partes llovían adoquines. Del enorme cráter abierto por el proyectil brotaba un surtidor líquido; una cañería maestra había sido alcanzada.

Después de un tremendo costillazo, Miguel Ángel se levantó aturdido buscando a su hermano entre el polvo que llovía sobre su cabeza. Lo vio unos metros más lejos incorporándose. Corrió hacia él y sintió ganas de echarse a reír viendo su rostro empolvado de yeso.

—Hermano, si los alemanes te utilizaran como radar podrían avisar con suficiente tiempo cuando se acercan los aviones enemigos.

—Vámonos de aquí, tenemos que encontrar un refugio.

Nuevos silbidos anunciaron la proximidad de una rociada de bombas. Corrieron hacia el gran embudo que había abierto la “revienta-manzanas” y se tiraron al suelo. Las bombas empezaron a caer en enormes cantidades. Se movían avanzando sobre un frente de doscientos metros de ancho entre relámpagos y ensordecedoras explosiones, arrasando cuanto encontraban al paso.

Volaban las techumbres y salían despedidos marcos, ventanas y persianas. Las fachadas se derrumbaban con estruendo entre nubes de polvo, y luego entre el polvo empezaban a brotar las llamas de los incendios… Toda la furia del infierno parecía haberse desatado sobre aquella desdichada ciudad. Las gentes corrían despavoridas y eran alcanzadas por la metralla o quedaban sepultadas al venírseles encima un edificio entero…

Siguiendo a unas mujeres que corrían delante con unos niños alcanzaron la entrada de un refugio… pero éste estaba tan lleno que no pudieron bajar más de tres o cuatro escalones.

Los niños más pequeños lloraban de terror abrazados a los cuellos de las madres. Junto a Miguel Ángel había otros dos niños rubios de ocho o nueve años de edad. No lloraban, pero sus ojos enormemente abiertos expresaban todo el horror que atenazaba a sus almas infantiles mientras les castañetean los dientes y temblaban sus delgados cuerpecitos de pies a cabeza.

Allí, en la oscuridad del refugio, se presentía toda una apiñada multitud de hombres y mujeres silenciosos. Pero para Fidel Aznar era algo más que un presentimiento. En este momento sus portentosas dotes de sensitivo se volvían contra él. Podía sentir y palpar el miedo, la angustia y el horror elevados a dolor físico, todo el clamor de mil mentes agarrotadas por el pánico transmitiendo a la vez parecidas emociones de angustia, de desamparo y abatimiento.

Fue una terrible experiencia.

Por fin se alejaron las explosiones. Los cañones siguieron disparando mientras los aviones se marchaban con su monótono y escalofriante ronronear. Entonces todos rompieron a hablar a un tiempo.

Fidel y Miguel Ángel salieron a la calle y miraron en torno. El pavimento, levantado en varios lugares, aparecía sembrado de cascotes, de retorcidas persianas metálicas, de puertas y ventanas. Toda la ciudad estaba envuelta en una nube de polvo. Se habían reproducido los incendios de la noche y llovían cenizas del cielo ensombrecido.

Echaron a andar hacia el interior de la ciudad.


CAPÍTULO IX

A la caída de la tarde los hermanos Aznar regresaron a la granja de Rudel. Rotos de cansancio, sucios, las ropas desgarradas y manchadas de sangre, con todo el horror de las escenas vividas reflejado en sus ojos, entraron en la casa y se dejaron caer en las sillas en silencio.

—¿Dónde está mi padre? —preguntó Katherina intranquila.

Pero Fidel no estaba atento y ella tuvo que repetir la pregunta para que el “Bundo” le contestara.

—Lo perdimos nada más llegar a la ciudad esta mañana. Se ocupaba de acarrear cadáveres. Nosotros también ayudamos en lo que pudimos, pero se necesitarán semanas y maquinaria pesada para levantar todos los escombros.

La muchacha se mordió las uñas nerviosamente.

—¿Comieron algo?

Fidel negó con la cabeza y Katherina se alejó en dirección a la cocina. La muchacha había dado muerte a una gallina y preparado un estofado que los forasteros despacharon con voracidad. Katherina en cambio apenas comió nada. Les sirvió cerveza pero no les gustó. Pensativamente los observaba mientras comían.

De pronto Fidel interceptó un pensamiento de la chica y se volvió hacia ella.

—¿Qué ocurrió aquí esta mañana? ¿Vinieron los soldados?

Katherina se sobresaltó. Luego asintió.

—Iban buscando algo… no pude saber de qué se trataba, pues nada dijeron. Tal vez algún piloto de los que anoche se lanzaron por aquí en paracaídas. Registraron la casa.

—¿Y el granero?

—También. Hurgaron con las bayonetas en el montón de heno, pero en ese momento empezó el bombardeo y salieron para ver caer las bombas. —Katherina miró con suspicacia a Fidel y preguntó—: ¿Ocultaron algo en el granero?

—Nuestros equipos de vuelo, los que utilizamos para llegar a tierra.

Katherina palideció.

—Debió decírmelo y hubiésemos buscado un escondite más seguro. ¿No confía en mí?

—Sí. Ahora sí.

—Vayamos a buscarlos —dijo la muchacha poniéndose en pie con decisión—. Cavaremos un hoyo y…

—Ya no es necesario. Nos vamos esta noche.

Katherina se tambaleó como si le hubiesen asestado un golpe. Buscó la silla y se dejó caer en ella. Fidel pudo percibir con toda intensidad la tristeza y el dolor que emanaba de la muchacha. Ella le había tomado algún afecto. ¡No quería que se marchara!

Sabiendo que él podía interceptar y descubrir hasta sus pensamientos más recónditos, se sintió avergonzada y optó por la huida. Se puso en pie y salió rápidamente por la puerta trasera de la casa.

—¿Qué ocurre? —preguntó Miguel Ángel—. Esa chica está enamorada de ti.

—No —negó Fidel, pero su frente se cubrió de rubor. Afortunadamente había poca luz y Miguel Ángel no se dio cuenta.

Luego, sin decir nada, Fidel se puso en pie y salió a su vez por la puerta. La vio cerca del granero, junto a la cerca que separaba el patio del campo de labor. Su delgada y delicada figura se recortaba con nitidez sobre el cielo todavía iluminado por las últimas luces del día.

Se acercó a ella y se quedó a su lado en silencio. Había un aire de tristeza en el paisaje, con el verde oscuro de los prados y aquellos árboles de ramas desnudas que parecían implorar al cielo.

—¿Por qué? —preguntó Katherina—. ¿Por qué tan pronto?

—¿Para qué demorarlo más? —contestó él.

Y de nuevo sintonizó con el pensamiento de Katy. Con los labios apretados ella le hablaba con la mente: “Te amo. ¿Por qué tan pronto? Yo sé que demorar tu partida es prolongar mi dolor. Te marcharás por esa misteriosa ruta de las estrellas y no te veré más. Esto tiene que ocurrir inevitablemente, lo sé. Pero, ¿por qué hoy? ¿Por qué no mañana o pasado?”

—Katy.

Ella se volvió y sus ojos se encontraron. Estaba llorando. Las lágrimas temblaban en sus pestañas.

—Yo también te amo, Katy.

La muchacha se arrojó impulsivamente entre sus brazos. Levantó su bello y pálido rostro, trémulos los labios. Fidel la besó. Ella se abrazó llorando a él.

—¡No me dejes, Fidel! ¡No ahora…! ¡Dios mío, no! Si te marchas moriré… moriré si no me llevas contigo.

—No es posible.

—¿Por qué? ¿Tienes otro amor allá en tu mundo?

—Claro que no —Fidel se rio suavemente. Y añadió con entonación grave—. Sería demasiado arriesgado.

—¿Cuál es el riesgo?

—Técnicamente podría resolverse, a condición de que nuestro buque encuentre el camino de regreso y pueda llegar allá. Pero eso no es seguro. Si lo fuera sería posible desmaterializarte en nuestra Karendón. Tu materia desaparecería y quedaría concentrada en una fórmula de componentes grabada en una cinta. Llegada nuestra nave a Valera recuperaríamos la cinta y sería restituida. Tu cuerpo aparecería como era en el momento que te desmaterializamos… ¿pero qué ocurriría? A menos que tu alma te siguiera a través del Tiempo, tu cuerpo aparecería sin vida, no sería más que un cadáver al que habría que desintegrar de nuevo o dar cristiana sepultura. Ahora bien, ¿dónde se encontrará tu alma en el año veinticinco mil seiscientos cincuenta y uno? Si trasmigró a otro cuerpo no estará disponible para acudir. Entonces habrás muerto.

—Pero si estoy muerta, mi alma estará libre para acudir a reunirse con mi carne, ¿no es así?

—Aunque el buque sólo tarde cuatro meses en llegar allá, para tu cuenta invertirá veintitrés mil setecientos seis años. En ese tiempo tu alma habrá transmigrado numerosas veces y no sabemos dónde se encontrará entonces. Morirás como Katherina Rudel cuando nuestra máquina te desintegre, y nunca volverás a vivir con ese nombre.

—¿Así pues, nuestra despedida habrá de ser definitiva?

—Sí. Katy.

—Naturalmente, no puedo pedirte que te quedes conmigo…

—¡Katy!

—Tú debes regresar a tu mundo. Será, de seguro, un mundo más feliz que éste. Tal vez sea un mundo donde los hombres se miran a los ojos y se hablan a través del pensamiento… Será entonces un paraíso habitado por ángeles. Los seres serán tan diáfanos y cada uno podrá leer en el alma de sus semejantes. Allí no será posible la mentira ni la hipocresía. Cada uno aparecerá con su auténtica aura, y no quedará lugar para los tiranos ni los demagogos, para los falsos profetas ni los locos que arrastran a una nación a una guerra insensata y suicida. Allí el ladrón no podrá ocultar su delito, ni el ambicioso su ambición, ni el homicida su crimen. ¿Es así tu mundo, Fidel?

—Sí, Katy. Pero ese mundo diáfano no se encuentra en la tierra, si no en otro lugar… en un maravilloso circumplaneta llamado Bartpur, donde todos los hombres son sabios y honestos, sencillos y Pacíficos, alegres y amistosos. Yo nací allí.

—Por eso eres distinto de todos nosotros, incluso distinto de tu hermano. ¡Oh, Fidel, como te amo! —exclamó Katherina rodeándole la cintura con sus brazos.

Unas llantas de acero venían rebotando sobre las piedras del camino.

—¡Es papá! —exclamó Katy. Y soltándose de Fidel corrió hacia la entrada de la cerca.

Fidel la siguió lentamente, encontrándose con Rudel junto a la casa. El viejo parecía cansado. Su aura brillaba con colores pálidos.

—Vaya a casa, yo desengancharé el caballo —le dijo Fidel.

Llevó el caballo hasta el establo, lo desenganchó y lo condujo hasta el pesebre, echándole una generosa ración de heno y cebada. Encendió una lámpara de petróleo, apartó el montón de heno y descubrió las armaduras de “diamantina” junto con las escafandras y los “backs”.

Utilizando la radio de una de las escafandras estableció contacto con el Sargento Alvarado.

—¡Hola, Sonda Uno!

—Sonda Uno al habla. ¿Es usted, Contralmirante? —contestó inmediatamente Alvarado.

—Soy Fidel. Vamos a regresar al buque. Será de noche al filo de las doce. Haremos la señal convenida con la linterna para que venga a recogernos. Voy a ser breve. Esta mañana han estado por aquí los soldados y temo que hayan captado nuestra conversación de anoche. Es por eso que utilizaremos la linterna, y sólo en el caso de emergencia la radio. ¿Recibido?

—Sí, Capitán.

—Hasta luego. Corto.

A continuación Fidel se entretuvo disponiendo las piezas de las armaduras de modo que estuvieran a mano cuando fueran a buscarlas más tarde. Llevó la lámpara junto a la puerta y la colgó de un clavo, dejando las cerillas en lugar fácilmente accesible.

Regresó a la casa. Rudel apartaba la comida con desgana y gritaba a Katherina:

—¡Trae cerveza, tengo que emborracharme!

—¿Por qué hace usted eso? —le recriminó Fidel.

—Estoy lleno del hedor de los cadáveres. ¡Todo el día llevo amontonando cadáveres! Hombres… mujeres y niños. Abrieron una zanja enorme con las excavadoras, y allí acudíamos los carros y camiones y volcábamos nuestra carga… Todos los muertos en un montón… en un horrible montón. Probablemente sería así como enterraron también a mis dos hijos. ¿Pregunta por qué me emborracho? ¿Qué otra cosa le queda por hacer a un viejo como yo? He dado lo mejor que tenía a Alemania. Ya no tengo hijos… y pronto perderemos también Alemania. ¡Katy, trae esa cerveza, maldición!

Fidel y Miguel Ángel cambiaron una mirada Miguel Ángel se encogió de hombros y preguntó si había comunicado con Alvarado. Fidel le contó lo que había convenido con el Sargento, pero nada dijo de sus temores respecto al significado de la visita de los soldados a la granja.

—¿Por qué a la medianoche y no antes? —preguntó Miguel Ángel. Fidel estaba mirando a Katherina que entraba con la cerveza y Miguel Ángel comprendió—. Voy a echarme un rato, estoy reventado. Ya me llamarás cuando sea la hora.

Miguel Ángel se metió en la habitación y cerró la puerta.

El viejo Rudel estaba bebiendo y rezongando. Hablaba para sí con voz alta, de los aliados, de Hitler y el nacionalsocialismo, de los soviéticos y los nazis, maldiciendo de todos ellos. Exigió violentamente más cerveza, y Katy fue a buscarla. Después de dejar las jarras sobre la mesa, la muchacha se dirigió a su habitación lanzando una mirada a Fidel.

No fue necesario que ella dijera nada, Fidel percibió su pensamiento: “Vas a marcharte esta noche. Antes que te marches quiero darte todo lo que una mujer enamorada puede ofrecer a un hombre. Quiero que me recuerdes en tu mundo… y yo te recordaré desde éste. Mi tiempo se eternizará en esta noche, en una hora, en unos minutos de esta noche. Y cada noche será esta noche, y así hasta el fin de mi vida”…

Fidel la siguió a la habitación y cerró la puerta. Unos brazos cálidos le envolvieron en la oscuridad y unos labios trémulos buscaron los suyos.

*

Un extraño ruido metálico avanzaba por el camino chirriando sobre el desigual pavimento de piedra. Por la rendija de la ventana entró un brillante rayo de luz que se apagó en seguida.

Katherina saltó de la cama y se acercó a la ventana atisbando por la rendija. Se escuchaba un apagado rumor de motores que se acercaban. En la oscuridad de la habitación el cuerpo esbelto de la muchacha era una mancha blanca y estilizada.

—¡Policía militar! —exclamó Katy de pronto—. Son los mismos de esta mañana, llevaban consigo un vehículo oruga.

Fidel Aznar saltó en pie de un brinco y empezó a vestirse mientras Katherina seguía espiando por la rendija.

—¡Se han parado ante la puerta… uno de ellos viene hacia la verja! —exclamó y miró hacia Fidel—. Vienen aquí.

—Lo sé —contestó Fidel—. Han localizado la granja utilizando sus radiogoniómetros. Seguramente estaban a la escucha de alguna emisora clandestina e interpretaron nuestras comunicaciones con el buque. Vístete, van a llamar a la puerta y si no abres la echarán abajo.

—¡Dios mío! —exclamó temblando la muchacha mientras buscaba su ropa—. ¿Qué ocurrirá si os apresan?

—No deben apresarnos, no vivos. Poseemos demasiados conocimientos de los que ellos querrían despojarnos a toda costa. ¿Hay algún arma en la casa?

—¡No, Dios mío!

—Voy a despertar a mi hermano.

Fidel salió descalzo de la habitación. El viejo Rudel, vencido por los esfuerzos y el alcohol, roncaba de bruces sobre la mesa. La luz eléctrica no había vuelto a la casa después del bombardeo de la noche anterior y el comedor estaba iluminado parcamente por una lámpara de petróleo.

—¡Miguel Ángel!

El joven Contralmirante de la Armada Sideral Valerana despertó sobresaltado.

—¿Qué pasa?

—¡Corre, huye hacia el granero! ¡La Policía Militar está aquí y no tardarán en rodear la casa!

—¡Demonios!

—No te entretengas, sal por la puerta de atrás y ve corriendo al granero. Ponte la armadura y el “back”.

—¿Pero y tú? ¡No querrás que escape solo!

—Necesitamos tiempo para enfundarnos en esas armaduras y yo voy a tratar de ganar ese tiempo. Les entretendré aquí unos minutos.

—¡No!

—Escucha, estúpido. Si entran aquí y no encuentran nada van a ir a registrar el granero en seguida. Pero si me encuentran aquí querrán saber quién soy yo y me interrogarán. Mientras me interrogan a mí tú te equipas completamente. Si te sobra tiempo armas también las piezas del equipo… todas, incluida la escafandra y el “back”.

—¿De qué demonios va a servirte eso?

—¡Hazlo como te digo!

Fidel salió de la habitación y se detuvo en el comedor. Katherina salía en este momento abrochándose el abrigo encima del camisón. Estaba pálida y tremendamente asustada. Miguel Ángel salió en camisa y chaleco.

—Fidel, si esos malditos te cogen, voy a traer mi buque y voy a dejar Alemania tan rasa como la palma de mi mano.

—Vete ya de una vez —gruñó Fidel empujándole.

—Adiós, Katy —dijo Miguel Ángel acariciando la mejilla de la muchacha. Ella le cogió la mano, pero hubo de soltársela cuando Miguel Ángel echó a correr.

Salió por la puerta de atrás. Fidel fue a cerrar la puerta en el momento que sonaban golpes de culata en la puerta de la calle. Katherina miró aterrada a Fidel.

—No abras todavía, espera un momento.

Afuera se escuchaban recias voces en alemán.

—Van a rodear la casa —dijo Katy en voz alta.

—Espero que Miguel tenga tiempo de llegar al granero sin ser visto.

—¿Pero y tú? ¿Cómo podrás escapar?

—¡Oh, tengo mis recursos! Dame un beso ahora, luego no habrá tiempo.

Ella se alzó sobre la puntilla de los pies y le dio un beso. Se apartó sobresaltada con los golpes que los soldados daban en la puerta con las culatas de sus armas.

—Ve a abrir.

Katherina se dirigió a la puerta y abrió. Las luces de varias linternas le apuntaron al rostro. Le apartaron de un empujón. Un oficial de la Policía Militar entró en el comedor seguido inmediatamente de dos soldados armados de metralletas.

Fidel estaba de pie, descalzo y sin más ropa que los pantalones y la camisa. El oficial, un teniente, le apuntó con su linterna.

—Que acuda toda la gente a la casa —ordenó imperiosamente.

—Toda la gente de la casa es la que ve aquí —contestó Fidel—. El viejo, la chica y yo.

Fidel había hablado en castellano y el oficial alemán le entendió perfectamente. Tan bien le entendió que no cayó en la cuenta de que le estaban hablando en un idioma desconocido.

—Registren las habitaciones —ordenó el teniente a sus hombres—. Señorita Rudel, cuando estuve aquí esta mañana me dijo que vivía sola con su padre. ¿De dónde ha salido este hombre?

—Pregúnteme a mí, yo le contestaré todo lo que quiere saber, teniente —dijo Fidel.

El Teniente ahora le miró con el ceño fruncido.

—Castellano, es decir, español.

—¡Español! Entonces era lo que parecía, español. Usted habló en español utilizando un transmisor de radio. ¿Lo admite? Hemos localizado el lugar con nuestros goniómetros y sabemos que la emisora está oculta aquí.

—Sí, yo utilicé el emisor de radio.

El Teniente le contemplaba desconcertado.

—¿Cómo es posible eso? ¿Por qué me habla usted en un idioma y yo le entiendo a pesar de todo?

—¿Habla usted español?

—No.

—¿Cómo es posible? Yo le hablo en español y usted me entiende perfectamente. Tal vez sepa esa lengua sin saberlo.

—¿Se está burlando de mí?

Fidel Aznar guardó silencio. Su actitud era pasiva, como de aburrimiento. El Teniente gritó a sus soldados para que dejaran de hacer ruido. Se abrió la puerta de atrás y entró un Sargento metralleta en mano.

—Ya le tenemos, está aquí —dijo el Teniente señalando a Fidel. Y preguntó a éste—: ¿Quién es usted?

—Fidel Aznar, Capitán del Cuerpo Médico de la Armada.

—¿Qué dice este tipo? —preguntó el Sargento dando la vuelta alrededor de Fidel.

—Confiesa ser un oficial de la Armada. ¿De qué Armada, de la inglesa quizás?

—No.

—¿Americano entonces?

—No.

El Teniente puso su linterna sobre el pecho de Fidel como si fuera el cañón de un arma.

—Hable de una vez. ¿A qué país pertenece?

—Se lo voy a decir y usted no me va a creer.

—¿Por qué?

—Porque nadie quiere creerme.

Fidel lanzó un mensaje telepático a Katherina y ésta dijo:

—Llegó aquí la noche antepasada. Él asegura que viene de otro mundo.

—Repita eso, ¿cómo ha dicho?

—De otro mundo —fue Fidel quien contestó—. ¿Verdad que no me cree?

La mente del oficial era un caos en este momento. Todavía seguía preguntándose cómo podía entender lo que le decía aquel tipo en un idioma que no conocía, cuando venía a confundirle más aquella absurda declaración. Entonces se enfadó. Empezó a chillar amenazando a Fidel con la linterna:

—¿Con que de otro mundo? ¡Usted es un espía! ¡Ruso, americano o inglés! ¡Pero es un espía, un agente extranjero!

Dos soldados más entraron por la puerta trasera de la casa. Al parecer todavía no se habían acercado al granero. Les habían ordenado rodear la casa, y eso fue lo que hicieron.

De pronto el oficial levantó la linterna para golpear con ella al espía. Fidel le detuvo la mano asiéndole por la muñeca. Inmediatamente el sargento hundió el cañón de su metralleta en el costado de Fidel.

—Eso no, Teniente Daniken. ¿Por qué recurrir a la violencia? —dijo Fidel mirando a los ojos del alemán.

El Teniente Daniken sintió una sensación de relajamiento en todo su cuerpo.

—¿Cómo sabe mi nombre? —balbuceó.

—Tengo facultades que no son de este mundo. Sé todo lo que piensa usted. Lo sé porque puedo penetrar en su mente y leer sus más recónditos pensamientos.

—¡Basta de bromas! —gritó el Teniente haciendo un esfuerzo para superar su debilidad—. Vamos a llevarle al Cuartel General. ¿Dónde tiene escondida la radio?

Había llegado el momento. Fidel se dirigió a Katy, y aunque seguía hablando castellano el Teniente Daniken no puedo entenderle esta vez. Porque la fuerza telepática del extranjero no iba dirigida a él.

—Adiós, Katherina. Siempre te recordaré.

De pronto, ante los incrédulos ojos de los soldados, la imagen del extranjero empezó a desvanecerse. Según el Sargento declararía después, “lo tocó cuando se estaba desvaneciendo y sintió al tacto una cosa blanda, como una esponja”. Allí mismo, en el centro del comedor y bajo la luz de la lámpara de petróleo, completamente rodeado de hombres armados, el “espía” se esfumó en el aire. Los soldados se quedaron tan impresionados que no reaccionaron hasta que el furioso Teniente Daniken les gritó:

—¡Búsquenlo por toda la casa, no puede haber salido a través de las paredes!

¡Incrédulo Daniken! Eso mismo era lo ocurrido. Uno de los soldados que habían quedado en el porche de la parte de atrás se volvió y vio una mancha blanca a distancia, corriendo en dirección al granero.

—¡Huye hacia el granero! —gritó.

Los soldados, el Sargento y el Teniente se amontonaron ante la puerta estorbándose unos a otros.

—¡Rodeen el granero! —ordenó el oficial. Y añadió—. No debe escapar.

Fidel Aznar alcanzó el granero por la puerta del establo, que estaba abierta. Miguel Ángel Aznar estaba ya completamente equipado, incluso con escafandra y “back”. Había unido todas las piezas de la armadura de Fidel, que flotaba en el aire suspendida del “back”. Miguel Ángel le sostenía para que no se elevara demasiado.

—Mantenla quieta un instante, voy a introducirme en ella.

En este momento tableteaba una metralleta como aviso. Una voz gritó una conminación en alemán, pero ninguno de los astronautas hablaba ese idioma y no lo entendieron. Fidel iba a realizar de nuevo la suprema suerte. Si hubiese fallado en este intento de materializarse dentro de la armadura de “diamantina” no habría podido escapar. No habría tenido tiempo de desmontar las piernas de la armadura, introducirse en ella y volverlas a montar.

El cuerpo material del “Bundo” se desmaterializó ante los ojos de Miguel Ángel. La armadura vacía que Miguel Ángel sostenía se hizo súbitamente pesada y rígida. Fidel ya estaba dentro. Se le oyó a través de la radio.

—Ya estoy listo.

—Bien, vámonos pues.

Las luces de varias linternas eléctricas iluminaron el interior del establo. Los soldados de la Policía Militar tenían completamente rodeado el viejo granero. El Teniente había ordenado al pequeño auto todo-terreno que entrara en la granja y el cochecillo llegó y encendió su faro móvil apuntándolo sobre la puerta del establo.

—¡Salga afuera! —gritó el Teniente Daniken junto al automóvil, utilizando un megáfono—. ¡Salga con las manos en alto!

En el porche de la casa Katherina temblaba de frío y de miedo castañeteando los dientes, sin apartar sus ojos del establo. No había visto nunca el equipo de los extranjeros y temía que no podrían escapar. ¡Imposible con todas aquellas armas esperándoles! ¿O acaso porque procedían de otra dimensión en el Tiempo tenían calidad de inmortales en esta otra dimensión?

—¡Alguien sale! —gritó una voz.

Y entonces aparecieron. Bajo la luz convergente de las linternas y el faro del automóvil sus extrañas indumentarias brillaban levemente con reflejos vítreos. Fue una aparición casi terrorífica… dos figuras gigantescas envueltas en unas armaduras que las hacía parecer todavía mayores… llevando en la cabeza sendas y voluminosas escafandras. De alguna parte, por la espalda, cada una de las espantables figuras negras parecía llevar una larga varilla cimbreante. Era sin duda una antena. Los soldados quedaron confundidos por la visión sin mover una pestaña.

—¡Alto! —gritó el Teniente a través del megáfono—. ¡Entréguense, les tenemos apuntados con nuestras armas!

Moviéndose con cierta rigidez, lo que parecía debía ser inevitable con aquellas recias armaduras, los dos extranjeros avanzaron unos pasos y se detuvieron. Entonces uno de ellos movió una mano y el Teniente vio que empuñaba un objeto de forma sospechosa. Daniken se asustó. Temía algún nuevo truco y gritó:

—¡Abran fuego!

Las armas automáticas empezaron a tronar de forma instantánea, porque también los soldados estaban asustados y tenían el dedo sobre el gatillo. Katherina lanzó un grito de pánico.

Las balas llovieron sobre las dos amenazadoras figuras, levantaron la hierba a sus pies y arrancaron astillas de madera del establo que tenían detrás… ¡y rebotaron sobre las grotescas armaduras negras! Podía verse perfectamente cómo los proyectiles pegaban en aquellas extrañas figuras y salían despedidos en todas direcciones, porque se disparaba contra ellos con balas trazaderas.

En medio que aquella tormenta de rayos y truenos, Katherina Rudel comprendió que los viajeros en el Tiempo eran invulnerables dentro de aquellas negras armaduras. ¡Cómo saltó de alegría el corazón de Katy!

Y entonces ocurrió lo increíble. ¡Los extranjeros empezaron a flotar en el aire! Uno de ellos salió despedido como una bala hacia el cielo, dejando tras sí una fantástica barra luminosa. El otro se balanceó un instante, como burlándose de las balas que seguían lloviendo sobre él. A continuación, despaciosa y majestuosamente, empezó a subir y subir, como cabalgando sobre un rayo de intensa luz amarilla. Era Fidel.

El faro móvil del automóvil le siguió y las trazaderas convergieron sobre él, porque Miguel Ángel ya estaba mucho más arriba, como ensartado en la punta de aquella increíble y bellísima barra de luz, subiendo hacia el cielo cada vez a mayor velocidad.

—¡Vamos, Fidel, no te quedes atrás! —dijo Miguel Ángel a través de la radio.

—¿Por qué tanta prisa? Alvarado todavía tardará un rato en bajar por nosotros —contestó Fidel con voz fosca.

Miró hacia abajo y alcanzó a ver las luces de las linternas que iban quedando cada vez más lejos. Mentalmente se despidió de Katherina:

—¡Ojalá pudiese llevarte conmigo, Katy, amiga mía!

Ascendía incesantemente y la tierra era ya un pozo oscuro bajo sus pies. Las linternas estaban demasiado lejos, ni siquiera para deslumbrarle. A cierta distancia era distinguible Dresde por algunos incendios que todavía no habían logrado apagar. Mucho más lejos se movían como flamígeras espadas las barras luminosas de los reflectores…

Miguel Ángel estaba hablando con el Sargento a través de la radio. Alvarado hacía descender ya verticalmente el buque sobre ellos. Rogó al Contralmirante que hiciera señales intermitentes con la linterna “laser” a fin de abreviar el tiempo de búsqueda.

A seis mil metros de altura los dos astronautas se detuvieron y flotaron en el espacio a la espera del buque. Miguel Ángel, contento de regresar a casa, hablaba sin parar. Pero Fidel se mantenía en hermético silencio. La luna salió por el horizonte e hizo fosforecer la pintura amarilla del gigantesco buque sideral.

—Allí está —señaló Miguel Ángel.

Minutos después los dos viajeros en el Tiempo entraban en la cámara de descompresión por la escotilla de emergencia de la cubierta. Al cerrarse la sólida compuerta por encima de la cabeza de Fidel Aznar, éste pensó que aquella mole de impenetrable “dedona” le separaba para siempre de un mundo exterior, la Tierra que todavía viera después a través de las pantallas de televisión no sería un planeta corpóreo, sino una imagen, inaprensible de algo que existía, pero que no podía tocar con la mano.

Así serían sus recuerdos de esta corta y emocionante incursión en la Tierra del remoto mil novecientos cuarenta y cinco.

Sobre el Mar del Norte, las escuadrillas de “Fortalezas Volantes” que iban a bombardear Dresde por segunda vez en aquel día, tercera consecutiva, hacían rugir sus motores volando a doce mil metros de altura. La luna brillaba fría por encima del horizonte.

En el avión guía, el copiloto Capitán Still estaba mirando a la pálida Luna cuando vio algo increíble que pasaba a dos kilómetros de distancia en sentido contrario al rumbo de la Escuadrilla.

—¡Coronel Winkler, mire allí, a la derecha!

Winkler se inclinó y miró a través del cristal. La cabina estaba a oscuras, salvo las lucecillas de los indicadores del cuadro de instrumentos y la propia luz de la Luna que entraba por las ventanillas.

Winkler vio entonces un extraño aparato en forma de huso que parecía fosforecer a la luz de la Luna. Iban pintados de amarillo y no se advertían en él ventanillas ni aberturas de entrada o salida. Gigantesco, monolítico, se movía rápidamente en dirección contraria a la marcha de la Escuadrilla.

—¡Debe ser enorme, Coronel! —exclamó el Capitán—. ¡Tan grande como un portaviones!

En un instante el largo huso amarillo estuvo fuera de la vista de los pilotos.

—Comandante a oficial radar. ¿Ha detectado algo anormal?

—¿Anormal? —contestaron a través del teléfono—. Nada en absoluto, Coronel. Todo va bien. En una hora más estaremos sobre Dresde.

El Capitán Still y el Coronel Winkler se miraron. ¿Cómo no había detectado el radar un objeto volador de tan enorme tamaño? Nunca lo sabrían. El relato de Still y de Winkler se archivaría entre los muchos para los cuales no existía explicación lógica. Tal vez alguna mente calenturienta apuntaría en el sentido de que se trataba de naves extraterrestres.

¿Extraterrestres? ¿Viajeros en el Tiempo que venían del Futuro?



F I N

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