domingo, 4 de junio de 2023

CERO E INFINITO (ERIC SORENSSEN)

 

Eric Sorenssen es el seudónimo de Manuel González, escritor español que publicó numerosos títulos para la colección «Héroes del espacio» de la editorial Bruguera 

CAPITULO PRIMERO

Johnny Wasp descendió del giroscopio con una son­risa alegre en sus labios:

Nunca había estado antes en la Concentración Estam­bul, a la que deseaba conocer desde sus ya relativamente lejanos años de estudiante en la Parcialidad de Harvard.

Hacía ya casi cincuenta años del fin de la Gran Paz, y el planeta Tierra era un lugar hermoso, puro y limpio, donde todos los potentes eran felices.

El portero-robot del Welcome Estambul que, como todos los welcomes del mundo pertenecían a la American-Soviet Corporation, se encargó diligentemente de sus portenedores, y Johnny sólo tuvo que introducir su identidad en el detector.

Para él, esta operación era simple y fácil rutina. Johnny Wasp era un personaje importante de la Tierra Limpia y Feliz.

No sólo era Reservador de Culturas No Racionales, sino también Reproductor Tolerado.

Y en los laberintos subterráneos de Washington y de Moscú se decía que era también otras cosas.

Por esas «otras cosas» estaba en la Concentración Estambul.

Muchas cosas se susurraban en los laberintos subte­rráneos...

Y la que con más insistencia se repetía en los últimos meses era la historia relativa a ciertas extrañas naves que —se decía— habían sido vistas en diversas zonas periféricas.

El antiguo país Turquía —como todo el subcontinente Europa al cual pertenecía—, había sido convertido en Prado Fértil tras la Gran Paz.

Los europeos, un grupo de subrazas decadentes, no entendieron la grandeza de las Nuevas Doctrinas, como tampoco las entendieron los negros, indios y amarillos, y debieron ser exterminados, para garantizar al planeta Tierra el Gran Equilibrio, gracias al cual todos eran tan felices.

Pero, desde unos años atrás, había comenzado a hablarse de la aparición de las extrañas naves...

Y, en los lugares donde ellas aparecían, los habitantes se mostraban desasosegados y, en algunos casos, hasta con claros síntomas de infelicidad regresiva, un mal que se creía totalmente erradicado.

Para acabar con todo esto —previo estudio del pro­blema— había sido enviado desde Washington, Johnny Wasp.

«Pero —pensó él, echado sobre la amplia cama de su compartimento individual—, ya que se supone que he venido a Estambul a visitar sus monumentos históricos, mejor es que les eche una ojeada.»

A su pedido, un eficiente robot le llevó un videorama y Johrmy pasó las dos horas siguientes llenándose los ojos y la mente con la visión de la iglesia de Santa Sofía, la mezquita Azul y los tesoros del Museo TopkapL Todo ello explicado por una agradable voz femenina en rusglish, el nuevo idioma universal.

Pero, al cabo de las dos horas, tanto monumento y tanta explicación, le durmieron.

Hasta que llegó al final de la cinta, la modulada voz siguió hablando para las insonorizadas paredes.

CAPITULO II

Kovalsky era el Número Uno de la Tierra Igualitaria, así como Johnny lo era de la Tierra Limpia y Feliz.

Se encontraron a la mañana siguiente en el bar del welcome y se saludaron, como siempre, con una sonrisa.

Kovalsky —Igor, para los colegas— estaba bebiendo su primer neovodka del día. El otro, para no ser menos, se hizo servir un whiskyasep.

—Ponme al tanto de todo -—pidió de inmediato. No estaba en la forma de ser de ellos el perder el tiempo en charlas decadentes.

—Sé que estás enterado de lo fundamental —comenzó Igor, agregando—: Me refiero a las primeras apariciones de las naves, naturalmente...

—Estoy enterado de ellas. Háblame de lo actual.

—En los últimos dos meses Control ha detectado tres aterrizajes. Dos de ellos en la meseta de Anatolia.

—¿Por qué elegirían un lugar tan desértico y poco poblado?

—No lo sabemos. Pero, en cuanto a los resultados, no han elegido mal...

—¿Muchos problemas? —la expresión de Johnny era tensa.

—Sabes lo que ha costado a Gobierno someter a los Marginales...

Sí, Johnny lo sabía muy bien. Aunque los largos años de la Gran Paz sólo habían sido para él motivo de estu­dio de Preliminar y de Parcialidad, en su profesión le había tocado actuar en mi par de oportunidades contra Rebeldes.

Cada vez eran menos y más aislados e impotentes, pero Gobierno se mantenía siempre alerta.

Aún no hacía un año que, gracias a su labor, había abortado una rebelión de latinos, en una reserva de la antigua América Marginal, ahora convertida en Prado Fértil.

Aunque la Tierra era Una, Igualitaria y Feliz, como bien rezaban los slogans; por razones administrativas se la había dividido en dos mitades, llamadas Naciente

y Poniente.

El bienestar de Naciente correspondía al Sub-Gobierno de Tierra Igualitaria, así como el de Poniente era responsabilidad de las autoridades de Tierra Limpia y

Feliz.

—¿ Crees que los tripulantes de las naves buscan contactar con Marginales? —la pregunta acababa de ocurrírsele a Johnny y sus posibles implicancias eran alar­mantes.

Y la respuesta de Igor las confirmó.

—Sí, Johnny, lo creo. Ellos saben dónde deben aterrizar.

—¿Con quiénes han contactado estas veces?

Igor respondió con otra pregunta.

—¿Has recibido programación sobre un subgrupo lla­mado Kurdos?

—No.

—Se trataba de un conjunto de Marginales muy gue­rreros, a quienes no fue fácil dominar durante la Gran Paz...

—¿Se les permitió supervivencia?

—A unos miles. Nuestro Sub-Gobierno creía posible terralizarlos y convertirlos en seres útiles para reserva de órganos vitales y esas cosas...

—Al parecer, tu Sub-Gobierno se equivocó.

Igor endureció su rostro. Los comentarios negativos estaban absolutamente prohibidos para todos los habi­tantes, hasta categoría 5. Cierto que ellos, por su pro­fesión, estaban por encima de las categorías comunes, pero aún así no eran bien vistos los negativos,

—Sabes que una equivocación es imposible —reac­cionó Kovalsky.

Johnny, con un gesto conciliatorio de su mano dere­cha, dio por terminado el incidente y le invitó a pro­seguir.

—No tuvimos problemas con ellos en los últimos diez años —continuó Igor—. Pero, desde que aparecieron las naves...

—¿Rebeliones?

—No han llegado a ellas. Pero se niegan a colaborar...

—¿Cómo? —se sorprendió Johnny. La negativa a cola­borar era imposible, con todos los controles. Quiso más detalles—: ¿Cómo pueden conseguir negarse a colabo­rar?

—Matándose -—fue la lacónica respuesta.

Ahora sí, la sorpresa de Johnny fue total.

El, por sus estudios, sabía que antes de la Gran Paz algunos —tal vez, muchos— terrestres se mataban a sí mismos, en un desesperado rechazo de las horribles con­diciones de vida a las que estaban sometidos.

Aún en la década siguiente a la Gran Paz hubo casos aislados de muertes autoprovocadas. Esto era, en parte, comprensible, ya que el sistema aún no se había con­solidado totalmente.

Pero ahora, cuando ya no había motivos más que para la felicidad total, que alguien, por Marginal que fuera, quisiera anticipar el eterno descanso era algo sencilla­mente impensable.

—Llévame de inmediato a la reserva de los kurdos —urgió Johnny. Y los dos se dispusieron a marchar. 







CAPITULO III

No bien descender del giroscopio, Johnny intuyó hos­tilidad en el ambiente.

Los guardianes de la Felicidad, más numerosos que en otras partes, parecían inquietos y mantenían sus de­dos en los disparadores de sus lanzarayos.

No había welcome en la reserva, por lo que fueron alojados en el propio centro.

Como la mayoría de los instalados en reservas, era subterráneo y bastante confortable.

Después de la asepsia —seguramente innecesaria, pero conveniente estando en zona marginal—, Johnny e Igor se encontraron, para visitar la reservación propia­mente dicha.

No difería mayormente de las que ambos conocían a lo largo y a lo ancho del planeta Tierra.

Sólo que aquí hombres, mujeres y hasta niños, les miraban con desconfianza y con temor.

O, tal vez, fueran imaginaciones de Johnny. En rea­lidad, todo era normal. Al menos, en apariencia.

Los hombres jóvenes estaban en las tierras de cultivo, por lo que eran ancianos o niños y mujeres los que les contemplaban desde las puertas dé sus casas, o desde bancos y columpios, en el Parque Igualitario.

De la gran fuente central salía, junto con los chorros de agua de distintos colores, una música suave y rela­jante. «¿De qué pueden quejarse estos marginales?», se pre­guntó Johnny.

Como si leyera sus pensamientos, Igor comentó:

—No puedes imaginar cómo vivían estos desgraciados antes de la Gran Paz... Viviendas miserables, enfermeda­des de todo tipo, analfabetismo...

—¿Y de qué se quejan ahora? —Esta vez la pregunta fue hecha en voz alta.

—Mucho daría por saberlo —contestó el otro, agre­gando-—: Pero no hablan. He intentado por todos los medios hacerles hablar, pero no conseguí más que men­tirosas negativas y protestas de felicidad y adhesión a Gobierno...

—Naturalmente, han sido todos esterilizados, ¿verdad? -—quiso asegurarse Johnny,

La pregunta era retórica. Todos los seres humanos, con la lógica excepción de los reproductores, eran este­rilizados al cumplir los siete años.

Así se había terminado con problemas que parecían insolubles antes de la Gran Paz, como el exceso de po­blación, los subnormales, las razas inferiores y el amor.

—¡Claro que han sido esterilizados...! —se ofendió Igor, matizando—: Claro que, para éstos, es sólo la se­gunda generación...

«—Eso explica que aún conservan características racia­les diferenciadas —comentó Johnny.

En el caso de las razas puras, los reproductores pertenecían a ellas mismas. Pero no era del todo así en las razas inferiores.

Si bien uno de los reproductores pertenecía a la raza en cuestión, el otro debía ser obligatoriamente de raza pura.

Esto retrasaba inevitablemente el Programa de Igualdad Racial, pero había sido aconsejado por los cientí­ficos, ante el fracaso de una experiencia piloto realizada con un grupo de negros I.

Los hijos de los reproductores puros, naturalmente todos blancos, fueron rechazados por la comunidad ante­rior de negros, lo que obligó a exterminar a éstos.

De todos modos, se había conseguido lo fundamental: evitar el contacto directo cuerpo-cuerpo, una de las prin­cipales causas de la decadencia final.

Por medios mecánicos, se extraía el semen de los reproductores machos, el que era inoculado in vitro en óvulos de reproductoras previamente seleccionadas.

Por lo general, eran las hembras las que pertenecían a la raza a al que los nuevos seres iban a ser destinados.

Los científicos creían que, en un par de generaciones más, sería posible prescindir de reproductoras pertene­cientes a razas inferiores. Entonces sí se habría alcan­zado el objetivo de igualdad racial, tan deseado.

El paseo por la reservación no ofrecía nada nuevo a los ojos y la mente de Johnny, que comenzaba a sentir la necesidad de acción.

—Volvamos al centro —pidió a su compañero.

* * *

Esa misma tarde tuvieron una reunión decisiva.

Coincidieron en que era inútil tratar de conseguir información de los Marginales. Por otra parte, poco era lo que podrían decir.

Y que acabaran o no con sus vidas, era un problema para científicos y estadísticos, no para ellos.

La cosa estaba bien clara: tenían que apoderarse de los tripulantes de la próxima nave que llegara.

No sería fácil, desde luego, pero no por nada ellos eran CX 150. El más alto cociente intelectual a que un ser humano puede aspirar. 

CAPITULO IV

Tuvieron que esperar tres largas, inacabables sema­nas, hasta la aparición de una nave.

Dormían profundamente —gracias a sendas cápsulas «Cerebro Blanco» cuando fueron despertados por un robot-vigía.

En la pantalla del radar pudieron constatar la pre­sencia de una nave no identificada, que se acercaba a una velocidad de cinco mil kilómetros por hora. Fácil les fue calcular que aún demoraría una hora en llegar a tierra.

Se tragaron sus cápsulas «Instant-Recuperation», y se instalaron en el giroscopio, que les estaba esperando.

Rechazaron la escolta que el jefe del centro les había ofrecido. Ellos se bastaban solos.

Tras cuarenta y cinco minutos de espera, una voz en el intercom les anunció que la nave no identificada aterrizaría en un lugar situado a ochenta kilómetros al NNE, del que se hallaban.

Una pregunta ocupaba prioritariamente el cerebro de los dos: ¿por qué la nave no se había ocultado con «velo anti-radar»?

Johnny consultó con Igor al respecto.

—No lo sabemos —respondió el aludido—. Pero nunca lo han hecho.

—¿Será porque no lo poseen?

-—Eso es lo que yo creo. Y si es así...Si era así, eso significaba que el planeta del cual procedían, estaba en una etapa de su desarrollo bastante anterior a la de Tierra. El «velo anti-radar» había sido uno de los tantos inventos tecnológicos realizados du­rante la Gran Paz.

Tras cuatro minutos de vuelo, el control automático les anunció que estaban en la zona en la que la nave acababa de aterrizar.

No tardaron en verla. Estaba posada en tierra, en una zona totalmente desértica y con pequeñas elevacio­nes.,

Era de forma circular y de unos veinticinco metros de diámetro. Despedía un resplandor luminoso muy fuer­te, de un tono anaranjado.

Johnny lo observó atentamente, seguro de que no podían ser vistos ni detectados desde la nave, gracias a la protección integral, de que el giroscopio provisto. Después preguntó a Igor:

—¿Se te ha suministrado información sobre lo que antiguamente se llamaba OVNIS?

La respuesta no se hizo esperar.

—Estaba pensando lo mismo. De acuerdo a la infor­mación audiovisual que se me ha proporcionado, no du­daría un segundo en afirmar que esa nave es un OVNI.

* * *

Descendieron suavemente, posándose en tierra a unos doscientos metros del OVNI. Cuidaron de hacerlo tras una de las pequeñas elevaciones, ya que sus trajes y ellos mismos carecían de la protección integral que poseía el giroscopio.

Ignoraban si sus lanzarayos serían capaces de des­truir la nave enemiga, pero tampoco les importaba. En realidad, no querían destruir ni a la nave y a sus ocu­pantes.

A éstos les necesitaban vivos, para que hablaran, y a la nave intacta, para poder estudiarla a fondo.

Protegidos por la elevación» se decidieron a esperar la salida de los astronautas.

No tuvieron que esperar mucho. Una rampa se abrió en el costado de la nave y descendió lentamente hasta tocar tierra. Un tripulante apareció en la escotilla, se­guido por otro y por otro más.

Los tres, sin armas en las manos, recorrieron el tra­yecto que les separaba del suelo y, ya en él, comenzaron a andar en dirección perpendicular el lugar en el que se encontraban Johnny e Igor.

Estos dudaban. Reducir a los tres era tarea de niños, ya que iban desarmados, pero no podían saber si otros no estarían vigilando desde el interior de la nave.

Decidieron seguirles, ocultándose, a la vez, de ellos y de los posibles vigías.

Los tres parecían dirigirse hacia una elevación que destacaba entre todas por su altura. Sin embargo, los seguidores no podían descubrir en ella alguna entrada o paso que justificara la elección.

Cuando los navegantes llegaron junto a la roca, hicie­ron algo que acabó de desconcertar a los otros dos: se volvieron de espaldas a la pared, y permanecieron quie­tos, como esperando.

Johnny e Igor intercambiaron una mirada. Los dos estaban de acuerdo. No había porqué esperar más. Era el momento de apresarles. La distancia a la que se encon­traba la nave y la oscuridad reinante eran protecciones más que suficientes contra los imaginados vigías.

Armas en mano, abandonaron la roca tras la que se ocultaban, y avanzaron a cara descubierta hacia los tri­pulantes que seguían inmóviles, a unos sesenta metros de distancia.

Pero Igor y Johnny no llegaron a recorrer diez. Sen­dos pinchazos, como picaduras de los antiguamente exis­tentes insectos, les sorprendieron, obligándoles a dete­nerse para inquirir la causa.

Tampoco llegaron a hacerlo porque, aun antes de caer al suelo, ya habían perdido el conocimiento. 

CAPITULO V

Igor fue el primero en despertar. Tras convencerse de que ningún daño físico les había sido inferido a él y a su compañero, echó un vistazo al lugar en el que los dos se encontraban.

Era una estancia pequeña, de no más de dos metros de lado, totalmente acolchada. Ellos habían sido deposi­tados sobre el suelo. Tenían todas sus ropas, pero les habían despojado de las armas y de todas las cápsulas que, como parte del equipo, llevaban en sus bolsillos.

De todo esto se hizo cargo en un par de segundos, pero necesitó varios más para darse cuenta que estaban a bordo de la nave y en pleno vuelo. La estabilidad era perfecta, sólo un apagado zumbido y una mínima vibra­ción denunciaban la marcha.

Liberado de la tiranía de la memoria, y habiendo vivido toda su vida en un mundo seguro y feliz, Igor no conocía el miedo. Es decir, nunca lo había experimen­tado en sí mismo, aunque lo conocía, ya que ese senti­miento y los efectos que producía, formaban parte de la información que se le había proporcionado, para la mejor comprensión de la historia del planeta Tierra y, en especial, de las razas inferiores.

Pese a todo, sintió que una sensación desconocida, algo como lo que había sentido las pocas veces que había sido objeto de reprimendas por parte de algún superior, se apoderaba de él.

Su pulso se aceleró perceptiblemente y los latidos de su corazón parecían querer traspasar la cárcel de su tórax.

Lamentó que le hubieran quitado su provisión de cápsulas, con sólo ingerir una «stress-balance», habría recuperado su equilibrio.

Johnny comenzaba a despertar. Igor le ayudó a sen­tarse, con la espalda apoyada contra la pared y contestó lo mejor que pudo a su pregunta de «¿Dónde estamos?».

No les habían quitado sus relojes. Dos horas y veinte minutos después de haber despertado, el apagado zum­bido de los reactores cambió su ritmo.

—¡Estamos descendiendo! —dijeron los dos a la vez.

Exactamente dieciocho minutos más tarde, el zumbi­do desapareció por completo. Los dos, que habían per­manecido todo ese tiempo sentados en el suelo, ya que la estancia estaba totalmente vacía de mobiliario, se pusieron de pie.

Simultáneamente, la puerta se abrió y dos tripulantes aparecieron ante ellos.

Lo primero que sorprendió a Johnny fue la apariencia de seres terrestres que los dos tenían.

Lo segundo, que les hablaran en rusglish, su propia lengua,

—Acompáñennos, por favor —les dijeron.

Atravesaron un pasillo, siguieron por otro, desembo­caron en una sala de control y, finalmente, abandonaron la nave por la misma rampa que vieron en la Tierra.

Ante los asombrados ojos de los dos se presentó un panorama muy colorido, que a Johnny le recordó las reservas forestales, que había tenido ocasión de conocer durante el desempeño de misiones en la América Mar­ginal.

Todo era como muy terrestre, aunque con una sensa­ción diferente, había más color y —así le pareció a Johnny— más vida en el conjunto.

Estaban en un aeropuerto, en el que se veían una media docena de naves similares a la que acababan de dejan Había un par de guardias, armados con algo no muy diferente de los lanzarrayos, aunque de un aspecto más tosco.

Siempre escoltados por sus dos guardianes, fueron introducidos en un gran edificio, especie de sala de espera, donde varias decenas de hombres y mujeres parecían esperar la salida de sus vuelos.

Nadie les prestó la más mínima atención. Esto co­menzó por sorprenderles a los dos, hasta que cayeron en la cuenta que todos los pobladores de ese planeta, o lo que fuera, iban vestidos de forma muy parecida a la de ellos mismos.

Por otra parte, ninguna actitud de sus guardianes podía hacer sospechar que ellos fueran otra cosa que voluntarios visitantes.

Atravesando el salón, salieron al exterior, donde les esperaba un vehículo de cuatro ruedas, al que fueron invitados a subir.

Los dos confirmaron lo que desde un primer momen­to habían supuesto: el lugar donde se encontraban esta­ba en un estadio de su desarrollo inferior al de la Tierra. En ella hacía ya muchos años que no se utilizaban ve­hículos de ruedas, que transitaran sobre el suelo.

El automóvil, de antes de la Gran Paz, había sido ventajosamente reemplazado por el giroscopio y, si bien aún existían los trenes, éstos circulaban a un metro de altura sobre sus bases, mantenidos por una cámara de aire que evitaba los movimientos y permitía alcanzar velocidades de hasta 600 kilómetros por hora.

Pero este vehículo en el que eran transportados cir­culaba sobre una carretera y su velocidad no superaría los 100 kilómetros.

Pero la lentitud tenía, como compensación, la posibi­lidad de contemplar en profundidad el paisaje que les rodeaba.

Cada uno por su lado, los dos coincidieron en que era muy hermoso. Parecía uno de los inmensos prados fértiles de la Tierra, pero aquí había núcleos habitacionales de tanto en tanto.

Parecía como si los habitantes de esa región cultivaran sus propias tierras, sin estar sometidos ni hacerlo por obligación.

De hecho, todos los habitantes que veían a través de las ventanillas del vehículo parecían felices y se saludaban los unos a los otros con grandes gestos de sus manos.

Incluso el guardián que conducía el vehículo manualmente —no contaba con conducción automática—, con­testaba a esos saludos y sonreía.

Todo esto desconcertaba grandemente a Johnny y a Igor, que no podían entender el porqué de tanta exteriorización feliz, al menos no habiendo nada que pareciera justificarlo.

Los campos cultivados quedaron atrás, y el vehículo entró en una ciudad. Un alto y ancho viaducto les per­mitió cruzarla en pocos minutos. Igor y Johnny pudie­ron ahora contemplar muy altos edificios —pero no tanto como los de Tierra—, y un animado tránsito de vehículos tan antiguos como el que a ellos transportaba.

Cuando la ciudad de los altos edificios se estaba cambiando en casas más bajas, con amplios parques cir­cundándolas, dejaron el viaducto y, tras varias curvas y varias calles, cada vez más estrechas, se detuvieron ante un gran edificio, que no ostentaba cartel ni dis­tintivo alguno en su frente.

Invitados a bajar, los dos extranjeros siguieron a sus guías —mal se les podía seguir llamando guardianes—, a través de encristaladas puertas que abrieron ocultas células fotoeléctricas.

Una amplia recepción y un ascensor ultrarrápido, hasta el piso doce, último del edificio.

Varias puertas cerradas, una de doble hoja. Ante ella se detuvieron los guías y sus seguidores.

Una de las hojas se abrió lentamente, y uno de los guías hizo un gesto a Johnny ya Igor, invitándoles a entrar.

Lo hicieron, y se encontraron en el interior de una estancia de regulares dimensiones, amueblada como despacho, según la moda de cien años atrás, que los dos conocían por sus estudios.

Tras un amplio escritorio de madera noble, se halla­ba un hombre de mediana edad, vestido con ropas acor­des con el mobiliario; es decir, las que se llevaban en la Tierra a mediados del siglo XX y hasta la iniciación de la Gran Paz.

—Soy el doctor Barriére —se presentó el dueño del despacho, acercándose a ellos, e invitándoles con un ges­to a ocupar unos cómodos y profundos sillones, a un costado del escritorio.

Johnny e Igor se sentaron, sin abrir la boca.

El anfitrión se dirigió hacia un mueble bar, vertió bebidas y trozos de hielo en dos vasos y volvió hacia ellos.

—Vodka y whisky auténticos —les dijo y agregó, son­riendo—: Pensé que les gustaría...

Con iguales gestos, los dos rechazaron la invitación»

Barriére hizo una mueca de comprensión, dejó los vasos sobre una mesa baja, y se sentó frente a ellos.

—Les comprendo —dijo—. La presencia de ustedes en nuestro planeta es un poco... ejem... forzada.

Pareció esperar una respuesta pero, el no recibirla, siguió hablando.

—Esa presencia no es casual, señores Wasp y Kovalsky... —sonrió, al detectar la sorpresa de ambos al comprobar que conocía sus nombres—. En realidad —continuó—, el traerles aquí ha sido el motivo de nues­tros últimos viajes al planeta Tierra...

Ahora sí la sorpresa de los dos fue total. Barriére no sonrió al comprobarlo, sino que continuó hablando.

—Así es, y ya les diré por qué lo hemos hecho. Antes, tengo que decirles quiénes somos nosotros...

Hizo una pausa, sus forzados huéspedes seguían sin abrir la boca, pero el interés por seguir escuchando lo que Barriére tenía que decirles se traslucía en sus mi­radas.

—No prolongaré el misterio —prosiguió el dueño de casa—. Yo y todos los que aquí vivimos somos terrestres, como ustedes.

Una expresión como de alivio y distensión se pintó en las caras de Igor y Johnny, Desde que sus captores aparecieron en la puerta de la improvisada cárcel vola­dora en la que fueran confinados, habían imaginado estar entre terrestres. Y, aunque se negaran a confesár­selo a ellos mismos, preferían que así fuese.

—Somos terrestres —continuó Barriére—, la mayoría de los cuales hemos nacido aquí, en este pequeño y des­conocido planeta al que, por motivos sentimentales, he­mos bautizado Tierra 2.

—Entonces —balbució Igor—. Ustedes son los emi­grados...

Barriére sonrió, en lo que casi era risa franca.

—¿Entonces les han hablado de nosotros...? —quiso saber,

—Sólo a los que recibimos la II. —comenzó Kovalsky.

—«II» significa... —intentó explicar Johnny, pero Ba­rriére le interrumpió.

—Sé lo que significa: Instrucción integral…

Igor no salía de su asombro.

—Confieso que..., que yo siempre creí...

El anfitrión volvió a completar la frase por él.

—Usted siempre creyó que la historia de los emigra­dos que habían huido en plena Gran Paz y que consti­tuían un peligro latente contra el que había que estar siempre alertas, era una patraña más de Gobierno, ¿ver­dad?

Era verdad, pero también era más de lo que Kovalsky, o cualquier terrestre podría llegar a admitir.

—No... —se enredó-—. No es eso. Usted tergiversa…

Un amplio y comprensivo ademán de Barriére, cortó la explicación.

—Dejémoslo así —concluyó, agregando—: Lo impor­tante es que sepan que los emigrados existieron y que nosotros somos sus hijos o sus nietos...

—Creo recordar «—intervino Johnny—» que ustedes provenían de Europa y se dedicaban a profesiones de­cadentes...

Barriére no perdió la sonrisa.

—No nosotros, sino algunos de nuestros antecesores —.precisó—, eran escritores, pintores y músicos. Supongo que es a ellos a quienes se les llama «decadentes»...

Sus interlocutores permanecieron en silencio.

—Pero también había —continuó— obreros, estudian­tes, amas de casa y campesinos. Pertenecían a todas las clases sociales...

—Ya no hay diferencia de clases en la Tierra —interrumpió Igor.

—Lo sé —asintió el anfitrión—, como también sé que no hay libertad. Y por el amor a la libertad y a la paz y a la justicia fue que esos millares de hombres y muje­res se decidieron a abandonar su planeta y cuanto po­seían, para venir a instalarse aquí, en este pequeño lugar del Universo, que entonces sólo era una estación de aprovisionamiento para naves espaciales.

—¿Cómo pudieron escapar? —la curiosidad de Johnny se impuso a su reticencia.

—En la antigua ciudad francesa de Annecy, en región montañosa y de no fácil acceso, existía por aquellos tiempos una de las más grandes concentraciones de na­ves espaciales de toda Europa. Los conjurados fueron reuniéndose en los alrededores, hasta que pudieron ha­cerse con las naves. El resto fue muy fácil.

—Pero hemos visto una ciudad con grandes edificios, campos cultivados, vehículos, ¿cómo pudieron hacer tan­to en tan poco tiempo, sin poder aprovisionarse de Tierra?

—Gracias a los conocimientos y a la experiencia que todos trajeron consigo. En menos de cien años, hemos logrado un adelanto similar al de Europa, a mediados del siglo veinte. Y seguimos avanzando —concluyó, con su abierta sonrisa de siempre.

Ya era hora de hacer la pregunta, y fue Igor quien la hizo.

—¿Por qué nos han traído aquí?

La cara de Barriére se distendió, como sí la pregunta le tranquilizara.

—Quisiera, antes de responder, que nos conocieran más. Pero tienen derecho a saber. Les hemos traído por­que son ustedes seres de inteligencia excepcional. La obra más perfecta de la inseminación artificial...

Johnny se estaba alterando visiblemente.

—Eso ya lo sabemos —interrumpió— y puede que explique el «porqué», que preguntaba mi compañero. Pero ahora soy yo el que pregunta, ¿para qué nos han traído aquí?

La cara de Barriére se puso seria.

—Esa respuesta es más difícil de dar. Creo que no es aún el momento...

Pero Johnny no estaba dispuesto a conceder pró­rrogas.

—Se han apoderado de nosotros por la fuerza, nos han sacado de nuestro planeta, nos han traído no sabe­mos dónde... Al menos, tenemos derecho a saber para qué se ha hecho todo esto con nosotros.

Tras unos segundos de reflexión, Barriére se decidió.

—Sí, tienen derecho a saber. Les hemos traído por­que, ya lo he dicho, son ustedes de máxima inteligencia y creemos que son los más indicados para... para cono­cer el amor.

—¿Para conocer el amor? —preguntaron los dos al unísono.

—Sí —Barriére parecía hablar para sí mismo—. Nues­tro propósito es devolver la libertad a la Tierra. Y cree­mos que el único camino que puede llevar a la libertad, es el del amor...

—¿Pero nosotros...? —se confundió Igor.

—Ustedes han sido elegidos para conocer aquí el amor y... y llevarlo a la Tierra. 

CAPITULO VI

Johnny y su compañero fueron tratados como invita­dos de honor, en Tierra 2. Se les asignó una confortable vivienda y hasta una mujer para que les preparara las comidas y les limpiara la casa.

Por otra parte, tenían libertad absoluta para hacer lo que se les antojara.

Aunque pasaban los días recorriendo la ciudad y los campos que la circundaban, así como realizando visitas a las ciudades satélites, que se iban creando a medida que el aumento de la población lo hacía necesario, la mente de ambos sólo pensaba en la huida.

Naturalmente, sus captores pusieron todo el empeño posible en relacionarlos con los habitantes del planeta.

Conocieron a músicos, escritores y pintores, profesio­nes inútiles que ya no existían en la Tierra.

Pero estos conocimientos sólo valieron para refirmar­les en su deseo de huir. Los artistas que les fueron pre­sentados, se preocuparon mucho más de denigrar a sus propios colegas, que de interesar a sus oyentes en la obra que realizaban.

Igor y Johnny salían de estos encuentros convencidos de la inteligencia de Gobierno, al acabar con esta raza de envidiosos.

También conocieron hermosas muchachas, que les enseñaron bailes y juegos que a ambos les parecieron inútiles pérdidas de tiempo.

Como reproductores, los dos se habían salvado de la esterilización obligatoria, pero, naturalmente, nunca ha­bían tenido contacto cuerpo-cuerpo con ninguna mujer, acto que estaba especialmente prohibido, y que se cas­tigaba con la muerte de los culpables.

En cuanto a los periódicos requerimientos de esperma, la extracción se realizaba por medios mecánicos y sólo provocaba en ellos una molesta excitación, que desaparecía al producirse la eyaculación.

Para evitar dicha excitación, las autoridades aconse­jaban a los reproductores ingerir una cápsula «stress- balance», media hora antes de comenzar la extracción.

Igor la tomaba siempre, pero Johnny dejaba algunas veces de hacerlo, ya que la excitación no le era del todo desagradable.

Una tarde, ya casi oscurecido, en que los dos pasea­ban sin rumbo fijo por la ciudad, se acercaron a ellos dos muchachas.

—¿Por qué no nos lleváis a vuestra casa? —les pre­guntó una de ellas.

Creyendo que se trataría de nuevas enviadas de Ba­rriére, Johnny les hizo un aburrido gesto de que les siguieran, y pronto atravesaban la puerta de la vivienda que ambos ocupaban, situada a cuatro o cinco manzanas del lugar del encuentro.

Igor estaba aburrido y hubiera preferido seguir dis­cutiendo con Johnny las posibilidades de fuga, tema casi único en las conversaciones de los dos, pero su com­pañero no quería de ninguna manera dar motivos de sospecha a Barriére y a su gente, por lo que se dispuso a atender lo mejor posible a las invitadas.

Haciendo una seña a Igor para que le siguiera, penetró en la cocina y comenzó a preparar refrescos para todos.

Igor puso embutidos y pan en una bandeja, y los dos volvieron al salón con sus respectivas cargas.

Pero allí no estaban las muchachas.

Los dos se miraron, sorprendidos, e Igor inició una risa feliz, en la creencia de que, por alguna ignorada razón, las molestas visitas se habían ido.

Pero muy pronto la risa se trocó en mueca de sor­presa, porque un par de alegres gritos provenientes del dormitorio hizo saber a ambos que las muchachas, lejos de haberse ido, habían penetrado mucho más profun­damente en la casa.

Todavía con las bandejas en la mano, los dos se enca­minaron al dormitorio.

En el dintel de la puerta se detuvieron, petrificados.

Cada una en una cama, las dos chicas estaban com­pletamente desnudas, y les hacían grandes gestos para invitarles a lo que a todas luces pretendía ser un con­tacto cuerpo-cuerpo.

Igor se fue. Volvió al salón o a la cocina. Tenía perfecta conciencia de lo que podía y de lo que no podía hacerse.

Pero Johnny se quedó.

Algo se agitaba en su interior. Una sensación nunca antes sentida. Una especie de ancestral deseo insatisfe­cho o de necesidad urgente y animal le impedía apartar los ojos de esos cuerpos desnudos.

Más de una vez, durante las prácticas, había visto mujeres desnudas. Pero esto era muy distinto.

Aquellas habían sido esterilizadas a los siete años, y nunca habían sentido más deseos que los fisiológicos de comer, beber y hacer las necesidades.

Miraban a los hombres como miraban a las mujeres, sin ningún interés especial. Y, naturalmente, con el mimo desinterés los hombres esterilizados las miraban a ellas.

Pero esto era muy distinto.

Estas mujeres le miraban con algo que los conoci­mientos teóricos de Johnny le permitieron identificar como deseo. Estas mujeres no habían sido esterilizadas y, seguramente, habrían hecho muchas veces el amor.

Este nuevo pensamiento, por alguna oscura razón, aumentó grandemente la desazón de Johnny.

Sentía hervir todo su cuerpo, las manos le temblaban, haciendo tintinear los vasos que llevaba en la bandeja.

Y el calor que dominaba su cuerpo, parecía concentrarse en el bajo vientre, haciendo que su miembro se elevara inconteniblemente, como sólo le ocurría en el Centro de Inseminación...

Sabía que tenía que irse de esa habitación. Oía clara­mente a Igor llamándole nerviosamente desde algún lu­gar de la casa. Pero no podía dejar de mirar.

Su mente enviaba cada vez más nerviosas y urgentes órdenes a los pies para que se pusieran en movimiento y a los ojos para que se desviaran del peligroso enfoque, pero ni unos ni otros la obedecían.

Por el contrario. Sin intervención —al menos cons­ciente— de su voluntad, Johnny comenzó a marchar len­tamente hacia el espacio que separaba las camas.

En una silla, dejó la bandeja. Y siguió avanzando.

Una de las chicas, una morena, enlazó una de sus piernas con su pie y tiró hacia ella.

En parte por su confusión y en parte porque deseaba hacerlo, Johnny cayó sobre la muchacha.

En menos de un segundo, las dos se apoderaron de su cuerpo, comenzando por desnudarle.

Más o menos conscientemente, él se dejó hacer.

Lo que siguió pasó ante sus ojos —más bien dicho, ante todos sus sentidos— como una cinta de videorama pasada a enloquecida velocidad.

Se sintió besado, mordido, acariciado y hasta arañado. Sentía algún dolor, pero un sentimiento nuevo, una exci­tación irrefrenable y un deseo de sentir más y más de todo eso, se había apoderado de él.

Comenzó, aunque tímidamente, a responder a las caricias con caricias, y a los besos con otros besos.

También se dejó hacer cuando comprendió que una de ellas —¿cuál?— se había apoderado con ambas manos de su erecto sexo y se esforzaba por introducirlo en su húmedo y palpitante orificio.

Tanta contenida excitación, explotó para Johnny en un interminable orgasmo.

Cuando acabó de gozar y pudo comenzar a serenarse, comprendió que acababa de conocer una nueva vida, que nunca podría abandonar. 

CAPITULO VII

 Cinco días después de la primera experiencia cuerpo-cuerpo de Johnny, su compañero le anunció que tenían que hablar de algo muy importante.

Pusieron el televisor del salón a todo volumen y hablaron en susurros, precauciones que siempre tomaban, para burlar la posible escucha a que podían estar sometidos.

Lo que Igor tenía que decir era realmente importante. —Escaparé esta noche, ¿vienes conmigo? Johnny temía la llegada inevitable de ese momento, en que tendría que optar definitivamente. Intentó ganar tiempo, aun cuando sólo fueran minutos.

—¿Por qué esta noche?

—Sé como hacerme con una nave, ¿a qué esperar? La lógica era irrefutable. No se admitían más dilacio­nes para Johnny. Y éste tomó su decisión.

—Te ayudaré a escapar... Pero no iré contigo.

* * *

Nadie les había vigilado nunca, al menos abiertamente. Bien entrada la noche, llegaron sin dificultad al aeropuerto. El movimiento humano era muy restringido, pero suficiente como para que ellos no llamaran la atención.  En numerosas, y aparentemente inocentes, visitas previas, Igor había estudiado con todo detalle el lugar don­de se guardaban las aeronaves, las guardias y los siste­mas de control.

Sin vacilaciones, condujo a Johnny, por una serie de corredores, desde las instalaciones destinadas al público, hasta los hangares. Nadie les prestó atención.

La primera dificultad se presentó al penetrar en el hangar. Un mecánico les dio la voz de alto.

Estaban preparados para ese tipo de contingencias. Ocultando en el bolsillo de su pantalón la especie de porra de que se había provisto, Johnny se acercó al hombre, en actitud de hacerle alguna pregunta.

Sin sospechar nada, el mecánico se dejó desmayar de un cachiporrazo.

Ocultaron su cuerpo tras una aeronave.

El inmenso hangar no tenía puertas. Igor se encaminó hacia la aeronave que estaba más próxima a la salida hacia las pistas.

En Tierra había realizado los estudios completos de pilotaje, que se exigían a todos los de su profesión; no podía serle difícil pilotar una de estas naves, mucho menos sofisticadas que las que él estaba acostumbrado a conducir.

El momento en que el aparato se pusiera en marcha sería el más peligroso. Todos los guardias y sistemas de segundad se alertarían y podían llegar hasta destruir la nave si no podían detenerla.

Para este momento era imprescindible Johnny.

Igor ascendió la rampa abierta de la primera aero­nave, se introdujo en ella y, ya en el interior, manejó algún mecanismo que cerró herméticamente la abertura.

Johnny se escabulló al exterior para controlar la posible llegada de guardias.

Si se trataba de pelear hombre-hombre podría serle útil a su compañero, pero si disparaban contra la aero­nave, nada podría hacer. No habían tenido la más mínima oportunidad de hacerse con armas.

La aeronave comenzó a carretear en el interior del hangar y, de inmediato, salió al exterior.

Ningún reflector se apresuró a iluminarla, ningún guardia llegó a la carrera.

Johnny comenzó a inquietarse ante tanta calma.

La aeronave prosiguió su lenta marcha. Igor buscaba el mejor lugar para iniciar el despegue.

Por el ruido, Johnny comprendió que su compañero estaba utilizando sólo algún tipo de motor auxiliar, reservando los reactores para el ascenso.

A unos quinientos metros de la salida del hangar y seguramente tranquilizado ante la total falta de obs­táculos humanos o tecnológicos, Igor encendió las luces de la nave y un notable aumento del ruido hizo saber a Johnny que se disponía a elevarse.

Mentalmente, le deseó suerte.

Y se dispuso a contemplar el ascenso, seguro ya de que nada lo impediría.

Pero el ascenso no se produjo.

Pasaron segundos, que se hicieron minutos y la nave continuó inmóvil.

Los cambios de ritmo en los reactores transmitían a Johnny la nerviosidad de su compañero, cada vez más desesperado al comprender que, por algún artilugio que se le escapaba, nunca podría escapar.

Al cabo de cinco minutos, se rindió. Apago los reac­tores, después las luces y el motor auxiliar, que aún funcionaba, y abrió la rampa.

Johnny corrió hacia la nave. Faltos de cápsulas, pensé que su presencia podría ayudar a su compañero.

Pero no le ayudó mucho.

En silencio, los dos rehicieron el camino hacia el edi­ficio central del aeropuerto.

En él les esperaba un sonriente y comprensivo Ba­rriére.

—El estado natural del hombre es la libertad —les saludó—. Es lógico que usted, Kovalsky, quisiera conseguirla.

Los dos siguieron su camino, sin hacerle caso. Pero él no estaba dispuesto a dar por terminada la charla. Y sabía cómo interesar a Igor.

—¿No quiere saber el motivo por el cual no pudo despegar?

Johnny se volvió instintivamente, Igor también, aun­que todavía reticente.

—Es muy sencillo —sonrió Barriére—, Para evitar..., problemas, todas las aeronaves están conectadas en su sistema de despegue a la torre de control. Si no se oprime desde ella el correspondiente botón...

Johnny e Igor continuaron la marcha, dejándole con la palabra en la boca.

* * *

Tras el fallido intento de fuga, Igor cayó en una progresiva depresión, que asustó a Johnny.

Por indicación de Barriére, fue examinado por un grupo de psiquiatras, que aconsejaron el ingreso del paciente en una clínica de recuperación psico-somática.

Así se hizo, ante la completa indiferencia del intere­sado.

El plazo previsto de internación era de dos semanas. Johnny decidió invertir ese tiempo en conocer mejor la ciudad y a sus gentes.

Un par de veces por semana, recibía la visita de las alegres muchachas, las que, según ellas mismas decían, le ponían «en forma».

Y de verdad lo hacían, hasta extremos que ellas nunca podrían entender.

Johnny estaba sufriendo una transformación total en su forma de pensar y de entender la realidad que le circundaba.

Como en una «Inmersión Total», sistema de aprendizaje ultrarrápido, muy de moda en la Tierra, había cono­cido y asumido el amor.

Y ahora el amor le llenaba íntegramente. No sólo el amor crudamente sexual que compartía con las ale­gres muchachas, sino todos los amores.

El amor a secas, en una palabra.

Aprendió a comprender el amor de los padres por los hijos, y de éstos por aquéllos.

«Es lógico que se amen», pensaba Johnny, «porque son fruto del contacto cuerpo-cuerpo entre dos seres que, a su vez, se amaban. Son fruto del amor y no de manipulaciones de científicos».

La ciudad no era ni remotamente tan limpia y tan organizada y tan «perfecta», como las ciudades de la Tierra.

Pero a pesar de ello —¿o a causa de ello?— daba la impresión de ser más viva, más real.

No siempre sus habitantes mostraban signos exter­nos de felicidad, a veces mostraban claros síntomas de Infelicidad Regresiva y, en ocasiones, llegaban al enfrentamiento físico, algo impensable en el Planeta Tierra.

Pero también los seres humanos, como la ciudad en la que vivían, daban una mayor impresión de vitalidad integral, pese a todas sus imperfecciones, que los habi­tantes de Tierra, con todo su estado de Felicidad Permanente.

«¿Sería el amor el que hacía tan gran diferencia?», se preguntaba Johnny, para concluir que, de ser así, sería hermoso consagrar el resto de su vida a propagar tan venturosa nueva entre sus coterráneos.

De momento, se interesaba por todo y todos se inte­resaban por él. Casi no pasaba día sin que se le invitara a conciertos, a cenas o, simplemente, a tomar una copa con un par de personas que deseaban charlar con él sobre la tan añorada Tierra 1, como ellos acostumbraban a llamar al planeta de donde sus antecesores habían partido.

* * *

Igor languidecía en el Centro de Recuperación al que había sido confinado.

Su poderosa y entrenada mente lanzaba cada vez más frecuentes señales de alarma. Sabía lo suficiente de me­dicina como para comprender que, siguiendo por ese camino, pronto caería en una disociación mente-cuerpo absolutamente irreversible.

Pero nada podía hacer por evitarlo. Había sido programado desde generaciones anteriores para vivir en determinado mundo, para actuar de determinada manera y para reaccionar rutinariamente ante la presencia de también rutinarios estímulos.

Pero no había sido programado para adaptarse a la novedad.       

Su estado inspiraba serios temores a los médicos y mucho más a Johnny.

Entonces Ruth entró en escena. 

CAPITULO VIII

Para Igor, Ruth era una más de las atentas, eficientes y guapas enfermeras que se afanaban diariamente por hacerle más grata su estancia en el Centro. Pero para Ruth Igor no era un paciente más. En primer lugar, porque provenía de Tierra I, el pla­neta al que ella se había acostumbrado a amar desde muy pequeña, oyendo las historias de sus abuelos que, a su vez, las habían oído de sus padres.

Su mayor sueño —imposible de realizar, desde luego-—, era, algún día, poder conocer ese planeta.

Sabía que, en cuento a su naturaleza y clima, era muy similar a Tierra 2, que por tales razones había sido elegida por los Emigrados como lugar de residencia, pero también sabía que Tierra 1 tenía muchas otras cosas.

Las ciudades, por ejemplo. Le habían hablado de París y sus palacios y sus monumentos y los cuadros y las porcelanas y los mármoles del Museo del Louvre, Y de Londres y su niebla y sus casas y tabernas,

Le habían hablado de muchas ciudades de Europa, entre ellas Moscú, porque sus antecesores provenían de la que había sido capital de la antigua Unión de Repúbli­cas Soviéticas Socialistas.

Igor también venía de esa tierra.

Claro que Moscú, como Washington y París y tantas otras ciudades, había quedado totalmente destruidas al comienzo de la Gran Paz, pero esto nadie se lo había contado a Ruth.

En los colegios de Tierra 2 se enseñaba la historia y la geografía y la realidad total de Tierra 1 hasta el inicio de aquella horrible conflagración que, además, no llamaban los profesores «Gran Paz», sino «Tercera Gue­rra Mundial».

Ruth tenía veintidós años y era romántica.

Algo que, si había desaparecido totalmente de Tie­rra 1, tampoco era nada frecuente en Tierra 2.

Pero Ruth era romántica y tenía veintidós años y el ser venido de tan lejos era también joven y guapo y es­taba sufriendo.

Además venía de Moscú.

Aunque ella no lo supiera del todo, e Igor ni siquiera lo imaginara, Ruth estaba perdidamente enamorada de él.

* * *

Una tarde fría y lluviosa, Kovalsky pensó por primera vez en quitarse la vida.

Estaba convencido que nunca le permitirían regresar a Tierra y no encontraba objeto en seguir viviendo en un planeta tan imperfecto.

Toda esa noche la pasó despierto, buscando una for­ma rápida y segura de procurarse la muerte.

A la madrugada se durmió casi tranquilo, porque ya había dado con ella.

Durante todo ese día llovió y los árboles grises que divisaba desde la ventana de su cuarto le reafirmaron en su decisión.

Escribiría por la noche una carta a Johnny y se qui­taría la vida antes que el nuevo día se presentara ante sus ojos.

Tal vez por esa especial sensibilidad que antiguamen­te se atribuía a los pueblos eslavos, Ruth estuvo todo ese día nerviosa y desasosegada.

Un par de veces penetró en la habitación de Igor con motivos fútiles y el aspecto del muchacho no con­tribuyó a tranquilizarla.

Aunque no le correspondía hacerlo, fue ella quien le llevó la cena.

Se esforzó por entablar una conversación con él, pero sólo obtuvo monosílabos por respuesta.

Cuando volvió para retirar los platos vacías y tuvo que llevárselos llenos, adoptó una decisión.

Intuía que algo decisivo ocurriría en las próximas horas y que ese algo, fuese lo que fuese, afectaría decisi­vamente a los dos.

Ahora ella estaba convencida que amaba a Igor más de lo que hubiera amado a nadie en su vida.

Sabía que él estaba sufriendo y que era obligación de ella mitigar el dolor todo lo que le fuera posible.

Tenía que darle lo más que pudiera. Lo mejor de sí misma.

Ruth había tomado una decisión y no estaba dispues­ta a volverse atrás.

* * *

Igor estaba terminando de escribir su triste carta de despedida cuando un ligero ruido a sus espaldas le hizo volverse con el instintivo gesto de autodefensa para el que había sido entrenado. La sorpresa le paralizó.

A medio camino entre la cerrada puerta y la cama, estaba Ruth, de pie y completamente desnuda.

—Vete... ¡Váyase! —fue todo lo que pudo articular. Pero la chica se acercó lentamente a él y le tomó una mano.

—Tú me necesitas..., y yo quiero ayudarte —mur­muró.

Sintiendo que una extraña y desconocida parálisis se apoderaba de sus miembros, Igor se dejó llevar por ella hasta la cama.

Fue la misma Ruth quien le quitó la robe de chambre y la chaqueta del pijama que lo cubrían.

Por instinto, se resistió a ser despojado de los pan­talones, pero la voluntad de ella era la más fuerte de los dos.

Pronto estuvieron echados uno junto al otro, los dos completamente desnudos, sobre la estrecha cama,

—Quiero ser tuya —musitó Ruth, con voz baja, pero firme.

Igor conocía la teoría de esos prohibidos actos, pero nunca los había realizado. También él era Reproductor y se había sometido periódicamente a las extracciones, que sólo le habían producido un extraño desasosiego, pronto superado, gracias a las cápsulas.

Era todo lo que conocía del contacto cuerpo-cuerpo.

La chica comprendió que, además, de todo, su com­pañero estaba desconcertado y, una vez más, intuyó la verdad.

Tampoco ella —aunque por muy distintas causas—, tenía experiencia. Á la espera de ese amor total que, estaba segura, algún día iba a llegar, se había negado a entregarse a los muchos que la habían requerido.

Era virgen y esa noche quería dejar de serlo.

Comenzó a acariciar a Igor, porque sabía que a ella le correspondía tomar la iniciativa.

El se dejó hacer porque el contacto de ese cuerpo de suaves curvas y delicada piel, comenzaba a turbarlo,

No hubiera podido definir la naturaleza de sus sen­saciones. Se parecían en algo al desasosiego de las extracciones, pero tenían un componente distinto. Algo que las hacía bellas, necesarias y deseables.

Ruth comenzó a besarla, aplastando su boca en la de él y moviendo su lengua. El la imitó.

Después fue todo más fácil. Ambos conocían la teoría y ahora eran dos los que querían ser uno.

Cuando comprendió que había llegado el momento, Igor separó delicadamente las piernas de su compañera y se introdujo en ella.

Cuando, minutos más tarde, los dos descansaban es­trechamente abrazados, para Igor también se había ini­ciado una nueva vida que nunca podría abandonar. 

CAPITULO IX

Un mes más tarde, Barriére convocó a Igor y Johnny a su despacho. Se habían estado viendo casi todos los días en las últimas semanas, pero esta vez la reunión sería muy distinta a las anteriores.

El anfitrión no se anduvo por las ramas.

—Bien, amigos —comenzó, no bien los tres estuvieron cómodamente sentados—, creo que el gran momento ha llegado...

Sus dos contertulios casi saltaron en sus asientos de alegría. Ardían en deseos de volver a Tierra 1, pero por motivos distintos de los que llevaron a Igor a intentar la huida.

—¿Cuándo? —quiso saber Johnny.

—Pasado mañana —fue la respuesta,

Igor era práctico.

—¿Cuáles son las órdenes?

—Yo no os doy órdenes... —comenzó Barriére,

Los dos rieron.

—De acuerdo —concilió Johnny—. ¿Cuáles son… las sugerencias?

Ahora rieron los tres. El dueño de casa retomó la palabra.

—Vuestra misión será muy difícil. No necesito ocul­taros que...

—Que lo más probable es que nos maten antes de que podamos abrir la boca —interrumpió Johnny,

Barriére hizo un gesto de rechazo.

—No, eso no. Os dejaremos entre amigos...

—¿Qué amigos? —era Johnny.

—Hemos logrado crear algunos pequeños núcleos de amigos entre los kurdos y entre los latinos de la América Marginal...

—¿Y vuestros antepasados, los europeos? —quiso sa­ber Igor.

El rostro de Barriére se ensombreció.

—Ya no quedan... Han sido diezmados durante la Ter­cera Guerra Mundial y después de ella. Constituían un peligro demasiado grande para los vencedores... Los que sobrevivieron fueron enviados a Reservaciones en vues­tros superpaíses. No, no se puede contar con ellos... Ya no existe Europa —concluyó.

Hubo unos minutos de silencio que los tres respeta­ron en tácito acuerdo. Era como una especie de fúnebre homenaje a la muerta Europa.

Fue Barriére quien retomó la palabra.

—Tendréis que trabajar entre los marginales. No será nada fácil, os lo repito. Habéis estado demasiado tiempo fuera de Tierra 1 como para engañar a vuestros amos, fingiendo ser leales a ellos. Por lo tanto, tendréis que vivir ocultos...

Johnny hizo un gesto de detención.

—Sabemos todo eso, Barriére, y estamos dispuestos a arriesgarnos.

Al aludido se le ilumino el rostro.

—¿Eso significa que estáis convencidos de que el amor es lo suficientemente importante como para dar la vida, sólo para hacer que otros seres lo conozcan?

Igor tomó la palabra en nombre de los dos. Era justo. El era el que más sabía sobre el tema.

—No me gusta hacer discursos —comenzó—, pero tanto Johnny como yo estamos convencidos de ello. La­mentamos dejar la seguridad y... —su voz tembló un tanto—, y la felicidad que aquí disfrutamos, pero teníamos una misión que cumplir y bien vale dar la vida por ella.

—Pasado mañana entonces —concluyó Barriére, y los tres se pusieron de pie.

* * *

Ruth era alta, rubia y esbelta. Tenía un pelo muy largo y una cintura muy fina. Sus caderas eran redon­deadas y sus piernas largas y bien torneadas.

Contemplándola, mientras ella se atareaba en su pequeña cocina preparando la cena para los dos, Igor se preguntó por milésima vez cómo podría decirle que iba a dejarla para siempre veinticuatro horas más tarde.

Cenaron esos sabrosos manjares que nada tenían que ver con los insípidos anhidropaks de Tierra 1.

Después, Ruth colocó un cassette en el magnetófono, que a Igor le parecía una venerable reliquia.

Ella se había propuesto hacerla conocer la música de los compositores más famosos del viejo planeta, que nin­guno de sus actuales habitantes había escuchado nunca, ya que todas las Artes Decadentes estaban rigurosamen­te prohibidas.

Al muchacho le había resultado especialmente impre­sionante la música de Beethoven y, naturalmente, de los compositores rusos.

Escuchando a Tchaikovsky descubrió —y así lo dijo a su compañera— que sus antecesores, indudablemente, habían conocido y vivido el amor.

Ella sonrió y se acurrucó entre sus brazos.

Pero esa noche tocaba el turno a Wagner y la gran­diosidad casi militar de su música dio ánimos a Igor para decir lo que tenía que decir.

Ruth le escuchó en silencio, mientras la obertura de Tannhauser parecía llenar la habitación, la ciudad y todo el planeta.

Cuando él terminó, habló ella.

—Iré contigo —dijo.

—¡Eso es una locura impensable! —estalló él.

Pero las palabras no iban a desviarla de su decisión.

—Sabes que mis padres murieron en un accidente de tránsito... No tengo a nadie... Es decir, sólo te tengo a ti.

—Yo voy a una muerte segura. No quiero que tú...

—Moriremos abrazados, luchando por el amor, ¿cono­ces una forma más hermosa de morir?

Los timbales le daban ruidosamente la razón. Igor permanecía silencioso.

—Además —sonrió ella—, me había jurado a mí misma no morir sin conocer Tierra 1...

El se rebeló.

—¡París y Londres y Moscú ya no existen! —Ruth le miró boquiabierta, sabía que estaba destrozando un sue­ño, pero tal vez estuviera también salvándole la vida.

Continuó—: ¡Todo ha sido destruido en la Gran Paz…. o en la Tercera Guerra Mundial, como vosotros le lla­máis!

Había lágrimas en los ojos de la chica. Pero Igor no quería dejarse ablandar.

—Tierra 1 es un inmenso cementerio —se exaltó—. Europa, esa Europa de las catedrales y de los museos, con la que has soñado toda tu vida, ya no existe. ¡La borraron de la faz de la tierra las bombas atómicas y de hidrógeno y de neutrones y de protones...! Hoy sólo es... —le costaba decirlo—, ¡un inmenso Prado Fér­til donde se cultivan legumbres y cereales y donde se crían vacas y corderos para alimentar a los habitantes de mi tierra..., de nuestra tierra 1 —se corrigió.

Ruth lloraba silenciosamente, con la cabeza oculta en su brazo.

—Tampoco hay ya pirámides ni templos en Egipto… —continuó él—. Ni ruinas de las antiguas civilizaciones en América Marginal... Todos son Prados Fértiles, para alimentar a los millones y millones de vencedores de la Gran Paz...

La muchacha levantó la cabeza. Sus ojos estaban en­rojecidos, pero ya no había lágrimas en ellos. —Iré contigo —dijo con voz ronca.

—Es absurdo y no voy a permitirlo —insistió él, pero ella le interrumpió.

—Ahora más que nunca sé que es necesaria mi pre­sencia en Tierra 1... Cuando te dije por primera vez que iría contigo, sólo me guiaba mi egoísmo..., mi desespe­ración por no dejarte, por no quedarme sola otra vez. Ahora sé que es mucho más que eso. Si medio planeta ha quedado destruido, si millones de seres son esclavos de otros millones, eso ocurre porque el amor ha desapa­recido de la Tierra...

Hizo una pausa para controlar su respiración. Igor no osó interrumpirla.

—Sólo el amor podrá volver a levantar las catedrales —continuó—, a poblar los museos, a repoblar Europa...

Lentamente, se acercó a él y se echó en sus brazos.

—¡Oh, querido! —rogó—. ¡Llévame contigo, para que esas pobres gentes sepan lo que es el amor!

El inició una frase de protesta, pero ella le tapó la boca con su mano.

—Si es necesario —insistió—, haremos el amor en público... Cuando nos vean ser tan felices, querrán serlo ellos también...

Igor sabía que la inmensa mayoría de los pobladores del Planeta Tierra estaban esterilizados y que nunca po­drían gozar del amor, pero no tuvo valor para decírselo.

Eso era algo negativo que le había proporcionado su nueva relación: inseguridad, miedo.

Miedo a perder a Ruth, inseguridad sobre lo que podría ocurrir mañana.

En Tierra 1, nadie tenía miedo, ni se sentía inseguro.

El Gobierno velaba por todos y cada uno de sus súbditos. A nadie podía faltarle nada, ni ocurrirle nada malo.

Toda la vida estaba programada desde el momento mismo del nacimiento, incluso cada ser conocía con exactitud la fecha de su muerte.

No había inseguridad, ni miedo.

Tampoco había amor. 

CAPITULO X

Cuando los pilotos anunciaron que Tierra 1 estaba a la vista, los tres se apretujaron ante los amplios para­brisas de la nave. Efectivamente, allí estaba el viejo planeta. Tal como Ruth lo había visto en los atlas. Precisamente estaban viendo Europa, las islas circundantes y parte de Asia y África.

Habían decidido que el aterrizaje se efectuaría cerca de la reservación kurda, ya que la lejanía de los centros poblados les aseguraba un mínimo de tranquilidad para iniciar su misión.

Igor pasó su brazo por la cintura de Ruth y la atrajo hacia sí, ella respondió besándole la mejilla.

Tras ellos, Johnny les contemplaba con envidia. No había conocido el auténtico y profundo amor en Tierra 2, sólo el más venal, el que se compra y se vende. Pero aún ese era bueno para él, que del amor solamente había conocido antes las máquinas extractoras de semen.

Deseó tener en la nave a sus dos alegres amiguitas, aunque sólo fuera para darles el abrazo final.

Seguramente no volvería a verlas nunca. Porque nun­ca podría volver a Tierra 2. Ninguno de los tres volvería… Y eso a pesar de que Barriére les había asegurado que la nave iría a buscarles los días 10, 20 y 30 de cada mes (1).

«Volved cuando lo consideréis conveniente», les había repetido mil veces.

Pero Johnny, tal vez porque sus amiguitas no estaban con él, estaba convencido que no volverían nunca.

Cuando el comandante de la nave anunció: «¡Cinco minutos para aterrizar!», los tres contuvieron con es­fuerzo el temblor que quería apoderarse de sus cuerpos.

Ocultos tras elevaciones similares a las que  —¿cuánto tiempo antes?—, les sirvieran para vigilar la nave que tanto preocupaba a Gobierno, los tres esperaron la lle­gada de sus amigos kurdos.

Sabían que no se acercarían hasta que la nave no hu­biera desaparecido en el infinito cielo nocturno y, efec­tivamente, así fue.

Cuando el vehículo espacial era sólo un punto bri­llante más en una constelación, tres sombras más oscu­ras que las sombras que les rodeaban, se acercaron a ellos.

El más alto iluminó con una tosca lámpara la cara de los recién llegados y, seguramente reconociendo a Johnny y a Igor, dio instintivamente un paso atrás y en su mano apareció un largo puñal.

Pero Barriére había previsto esta contingencia.

Johnny puso ante la luz de la lámpara un anillo de sello que representaba un pez, el antiguo símbolo cris­tiano del amor.

Ante la vista de la sortija, el kurdo se tranquilizó y les hizo señas de que les siguieran.

Como a todos los marginales, les estaba vedado a los kurdos el conocimiento de la lectura y la escritura, sólo reservada a las clases más altas de la sociedad iguali­taria y feliz. Por tal motivo, los de Tierra 2 se valían de símbolos visuales como contraseña.

 

(1) Según el antiguo calendario Gregoriano, aún vigente en Tierra 2. (N. del A.)

 

Pocos minutos más tarde, llegaban sin novedad a las primeras casas de la Reservación.

Por la hora avanzada, o por razones de prudencia, a nadie salió a recibirles. Los tres guías les condujeron a una choza algo más grande que las demás.

El jefe abrió la puerta y en el interior encontraron un alegre fuego, muy necesario dada la baja tempera­tura exterior.

—Hassam —se presentó a sí mismo el jefe, añadien­do—: Kadir y Dismet —y señaló a sus acompañantes.

A su vez, Igor se presentó a sí mismo y presentó a sus acompañantes.

Después el jefe sirvió carne asada y una bebida con alto contenido de alcohol, lo que por sí solo era un de­lito que se castigaba con la muerte.

Los recién llegados comieron con buen apetito, pero sólo mojaron sus labios en la fuerte bebida.

Cuando hubieron terminado la colación, los kurdos sacaron a relucir sus largas pipas —otra trasgresión a la ley—, y encendiéndolas se dispusieron a hablar.

—Aquí estaréis seguros —comentó Hassam—, los guardias nunca entran en la Reservación...

—¿ Porque os tienen miedo? —rió Johnny.

—Supongo que será por eso —respondió el jefe, acom­pañando las risas de todos.

Igor, como siempre, estaba dispuesto a no perder tiempo.

—¿Cuántos de tu pueblo están con nosotros?

El kurdo lanzó una bocanada de humo al ennegrecido techo de madera antes de contestar.

—Aquí somos tres mil —dijo por fin, agregando—: Yo diría que todos...

Los otros dos asintieron en silencio.

Era un excelente comienzo. «Tierra 2 ha hecho un magnífico trabajo», pensó Johnny. Y de inmediato se le ocurrió un plan para tan auspiciosa unanimidad.

—¿Vosotros habéis sido esterilizados...? —preguntó, aunque imaginaba la respuesta.

—No —le confirmó Hassam—. Muchos de los nuestros tuvieron que morir para que Gobierno se convenciera que estaba perdiendo el tiempo intentando esterilizar­nos...

—Todos hubiéramos muerto antes que dejarnos este­rilizar —terció uno de los dos acompañantes, que hasta ese instante no habían abierto la boca.

Los visitantes sonrieron con anchas sonrisas. Era re­confortante saber que todo un pueblo estaba dispuesto a morir antes que permitir ser esterilizados.

Es decir, antes que renunciar al amor.

—Entonces tu pueblo no nos necesita, tendremos que continuar nuestra marcha —era Igor, que seguía siendo práctico.

—Descansad un par de días —aconsejó el jefe—. Nos­otros vigilaremos a los guardias y al Centro. Después de cada venida de las naves, se intensificaba la vigilancia… Nosotros os diremos cuándo podréis salir y os guiare­mos adonde queráis ir.

Tendidos sobre jergones y cubiertos por mantas de complicados dibujos, durmieron profundamente hasta que el mismo Hassam tuvo que despertarles, anuncián­doles que un tardío desayuno les esperaba.

Durante el resto del día contestaron innumerables preguntas sobre el amor, la libertad, la educación de los hijos y mil temas más.

Ruth fue de inestimable valor en las respuestas, ya que de los tres, era la que más conocía sobre esos temas.

Por la noche, mientras cenaban, sostuvieron una deci­siva conversación con Hassam.

El kurdo les aconsejó que marcharan hacia el noreste donde, en antiguo territorio de la Unión Soviética, exis­tían Reservaciones de seres que, en otros tiempos, ha­bían pertenecido a la religión musulmana y, según el Informante, eran enemigos potenciales de Gobierno.

El creía que no habían sido esterilizados.

Tras otro día de responder preguntas, iniciaron la marcha al amanecer. Iban con un guía provisto por Has­sam y los tres se vestían con las típicas ropas kurdas. Montaban buenos caballos, regalo del jefe que también les había proporcionado documentación falsa, según la cual Igor y Johnny eran comerciantes y Ruth la esposa del primero.

Dentro de grandes restricciones, y en áreas no le­janas a sus reservaciones, se permitía a los marginales traficar con las reservaciones vecinas.

Cambiando alimentos por vestidos o por medicinas, los marginales sobrevivían y Gobierno se evitaba tener que instalar centros distribuidores en las reservaciones.

Con esta mínima libertad contaban los conspiradores para poder desplazarse.

Cruzaron seis controles en doscientos kilómetros sin que ninguno de los guardias demostrara sospechar en lo más mínimo de ellos.

Por fin, tras varios días de marcha, llegaron a su pri­mer destino: la Reservación MA-7-527, próxima a las anti­guas explotaciones petrolíferas de Bakú, en las cercanías del Mar Caspio y en territorio de la ex URSS.

Hassam les había dado el nombre de un hombre de su confianza, llamado Mustafá Alí, a quien debían mos­trar el anillo y decir que iban de su parte.

La guardia de la Reservación intentó impedirles la entrada, aduciendo que ya habían pasado demasiados comerciantes en esos días, pero el kurdo que les servía de guía hizo una muy convincente representación de mi­seria y necesidad de traficar ante los soldados y éstos, entre risas, les permitieron pasar.

Encontraron a Mustafá Alí en una especie de café.

Para Johnny y para Igor, tanto como para Ruth, todo lo que estaban viendo era nuevo.

No se parecía en nada a la esterilizada asepsia de sus tierras natales, pero tampoco se parecía a la vida, comparativamente más atrasada, de Tierra 2.

Las gentes parecían desgraciadas y pobres. Había una como aureola de polvo y suciedad en el ambiente.

Una vez más, los dos compañeros estaban descubrien­do un mundo nuevo, Pero esta vez de muy distinto signo. En realidad, lo que se estaban descubriendo era a ellos mismos, porque Reservaciones casi miserables, ha­bían conocido muchas, a causa de su profesión.

Pero esta vez era muy distinto. Esta vez no habían llegado a la Reservación como Enviados de Gobierno.

Esta vez eran Marginales auténticos.

Porque cada vez se sentían más identificados con estas gentes, contra Gobierno y todo lo que él represen­taba.

Y tan profundo cambio en tan poco tiempo no era de extrañar.

Habían conocido el amor. Eso lo explicaba todo.

Ante la vista del anillo desapareció la marcada des­confianza que endurecía los rasgos .del musulmán.

—Sed bienvenidos —les saludó, alzando sus manos, a la viejo usanza árabe.

Minutos más tarde estaban los cuatro sentados sobre cojines, en la casa de Mustafá. Todos bebían un fuerte café que no parecía sintético.

El anfitrión era un hombre cortés y reposado. Pare­cía contener en sí mismo toda la cultura y la cortesía y la paciencia que fueran virtudes ancestrales de su raza.

—¿Cuáles son vuestros planes? —preguntó tras un largo silencio que todos respetaron.

Johnny se dispuso a contestar, pero fue Ruth la que tomó la palabra.

—Somos portadores de un mensaje de amor. Quere­mos que la mayor cantidad posible de terráqueos lo re­ciban...

Mustafá sonrió.

—Mahoma, nuestro profeta —dijo—, nos transmitió un mensaje de amor hace muchos siglos. También Jesu­cristo lo había hecho antes... —hizo una pausa, y prosi­guió— : Sin embargo, todos esos mensajes no fueron su­ficientes para evitar la Gran Paz y la destrucción de casi todo el planeta. ¿Por qué creéis que vuestro men­saje tendrá más éxito?

De nuevo se hizo el silencio, pero esta vez no por mo­tivos de cortesía. La pregunta era difícil de contestar.

Los dos hombres, con sus CI 150, le daban vuelta en sus mentes.

Otra vez Fue Ruth la que tomó la palabra.

—No sé... —vaciló—. Es difícil contestar a su pre­gunta... Pero se me ocurre una respuesta...

Mustafá sonrió y movió sus manos, animándola a pro­seguir.

—Se me ocurre pensar —siguió Ruth—, que las ge­neraciones anteriores vivieron durante siglos el amor. Después quisieron ir más allá de él y, finalmente, aca­baron con él. Cuando eso ocurrió, vino la Gran Paz.

Y la destrucción y el odio y la esterilización, que es la antítesis del amor...

Igor la contemplaba admirado. Johnny, más bien sor­prendido, preguntándose a cuánto ascendería su Cociente Intelectual.

—Pero ahora es distinto —se exaltaba ella—. Ahora las nuevas generaciones no conocen el amor. Cuando lo conozcan...

—Gobierno es muy fuerte —interrumpió Mustafá—.

Y es consciente de que su principal enemigo es el amor. Aplastará sin piedad los primeros conatos de rebelión…

Pero la exaltación de Ruth no disminuyó.

—Cuando los seres humanos sepan que existe el amor..., aun los esterilizados..., lucharán por él, al me­nos para que no se esterilice a sus hijos. Y no hay fuerza humana que pueda vencer a la fuerza del amor...

Una vez más se hizo el silencio en la reducida es­tancia. Pero ahora era un silencio grávido de gozosas expectativas.

Las encendidas palabras de Ruth habían calado en las mentes de sus tres interlocutores.

Y los tres, sin palabras, coincidían en sus pensamientos.

Las cosas, desgraciadamente, no serían tan fáciles como la chica creía, pero esa misma fe ciega en el po­der del amor, les comprometía a todos ellos a la lucha.

Tal vez, llegaban a pensar, en la misma lucha estu­viera la victoria.
—¿Hasta dónde piensan llegar? —preguntó Mustafá, Ruth no entendió, o simuló no entender, el sentido axiológico de la pregunta y la tomó en su acepción geográfica.

—Hasta el propio corazón del Sub-Gobierno de Tierra Igualitaria —respondió, con voz muy segura—. Si logra­mos convencer a los pueblos que sus tiránicos gober­nantes no son invencibles, la Rebelión devolverá a todos los hombres de la Tierra el derecho al amor y a la li­bertad... 

CAPITULO XI

 La tarea en la Reservación musulmana era muy fácil. Aunque muchos jóvenes habían sido esterilizados, los viejos habían mantenido viva la fe islámica en las nuevas generaciones y esto era decisivo.

Aun los esterilizados les escuchaban con fervor j se comprometían a luchar para que sus nietos nacieran del amor y no de un tubo de ensayo.

Entretanto, Mustafá Alí creaba un «camino» de hom­bres fieles que pudiera llevar a los tres conjurados hasta la misma Novogrado, capital de Tierra Igualitaria y sede del Sub-Gobierno.

Tras un mes de ingentes esfuerzos por su parte, el «camino» quedó terminado.

Había llegado el momento de iniciar la gran marcha.

En el momento de la despedida, Mustafá, junto con su abrazo, les hizo el último y nada desdeñable obsequio: dos lanzarrayos con su correspondiente munición y una antigua pistola de pre-Paz, que podría ser de alguna utili­dad a Ruth.

Salieron de la Reservación con las ropas con las que habían llegado para no despertar las sospechas de los adocenados guardias, y tomaron el largo camino que conducía a Novogrado.

Llevaban caballos y un carro tirado por un burro cargado de alfombras. Vendedores de alfombras fue la mejor cobertura que el gran Mustafá pudo encontrarles.

Como Marginales que aparentaban ser, les estaba prohibido el uso de las autovías, por las que discurrían en ambas direcciones los giroscops, marchando regular­mente a un par de metros de altura sobre el pavimento.

Ellos debían contenerse con las Sendas Auxiliares, lo que no dejaba de ser una ventaja, ya que en ellas la vigilancia era escasa y rutinaria.

¿Qué se podía temer de unos desharrapados Margina­les?

El «camino» de Mustafá Alí funcionó a la perfección. En los puntos convenidos, se les proveyó de alimentos y lugares donde descansar.

Tras diez días de marcha sin incidentes, llegaron a la vista de Novogrado.

Ahora la cosa se ponía verdaderamente difícil.

Podía pensarse que, en una ciudad de quince millones de habitantes, sería fácil ocultarse, pero este razona­miento no era válido para la capital de Tierra Iguali­taria.

En primer lugar, todo su perímetro estaba «amura­llado». Es decir, perfectamente protegido por una densa red de fotodetectores que proporcionaban al Control Central la filiación completa de todos los que entraban o salían de la ciudad, sin que el interesado llegara a enterarse del examen a que era sometido.

Este era el primer gran escollo que había que salvar.

Su último contacto antes de Novogrado era un ancia­no, padre de un guardia que, por razones de servicio de su hijo, vivía en una de las pequeñas Comunidades Protectoras que rodeaban la capital como un inmenso anillo de seguridad.

El viejo se asustó al verlos, pese a estar bien infor­mado de su llegada. Temía que su hijo llegara a ente­rarse de la ayuda que estaba prestando a Rebeldes. No dudaba que, de enterarse, le denunciaría de inmediato, aunque esto seguramente ocasionaría su propia muerte, junto con la de su padre y el resto de su familia.

Pero Igor logró tranquilizarle, asegurándole que sólo deseaban información y que, no bien se le proporcionara, continuaría su marcha. La información que necesitaban era la forma de entrar en Novogrado sin ser «examinados» por los fotodetectores,

Y volvieron a tener suerte.

En su juventud el viejo había trabajado —junto a otros centenares de miles de Marginales—, en la cons­trucción de la nueva capital.

Por su falta de especialización, se le había destinado a los trabajos subterráneos de alcantarillado.

El conocía la forma de entrar y salir de la ciudad sin ser «examinado».

Para no seguir comprometiéndole, continuaron su mar­cha a pleno día. Era un riesgo adicional, pero no tenían otro remedio.

Para dejar pasar las horas, montaron una especie de tenderete junto a un Área de Servicios de la Autovía.

Tras una hora y media de vocear inútilmente su mer­cancía, fueron expulsados violentamente por una pareja de guardias que, afortunadamente, no sospecharon siquie­ra que fueran otra cosa que miserables Marginales.

Con las primeras sombras del crepúsculo, comenza­ron a acercarse al lugar que el viejo les indicara como el más próximo.

Las aguas residuales y su carga de materia orgánica se reconvertían en agua potable y fertilizantes nuclearizados en inmensas factorías, fuera de la ciudad.

A más de diez metros de profundidad, circulaban por sus entrañas verdaderos canales de kilómetros y kilóme­tros de longitud que contaban, cada mil metros, con bo­cas de registro para seguridad y limpieza.

Por una de ellas Igor y sus amigos tenían que pe­netrar en Novogrado.

El viejo no les había hablado de guardias especiales para las bocas de registro. Por un instante temieron que el pobre diablo hubiera sido descubierto y obligado a hablar.

Pero de inmediato desecharon ese temor. De haber sido así, ya habrían sido ellos capturados. Fácil les hubiera resultado acabar o, al menos, neutra­lizar al guardia, pero eso significaría delatarse.

Se encontraban en un inmenso parque, vacío a causa de la hora y del frío reinante. Ocultos tras unos árboles, se decidieron a esperar los acontecimientos.

Una hora más tarde, el guardia fue relevado. Ya era noche cerrada y los tres tuvieron que acercarse todo lo posible para no perder de vista a su presa.

El frío era intenso y el guardia aumentó un par de veces la temperatura de su uniforme.

Tras el segundo incremento, todo su cuerpo debió llenarse de un agradable calorcillo, porque el muchacho se refregó las manos con satisfacción. Esto hizo nacer alguna esperanza en los que lo vigilaban.

En efecto, media hora más tarde, apoyado contra el tronco de un árbol, el guardia entrecerró sus ojos. Un gesto instintivo que los otros no podían ver, pero sí adivinar por los cabezazos.

Esperaron todavía media hora más. Querían que el sueño fuera más profundo, pero temían que se produ­jera de inmediato el cambio de guardia.

Con el soldado dando esporádicos cabezazos, se deci­dieron a abandonar su protección y marchar hacia la boca de Registro que se encontraba a unos tres metros a la derecha del durmiente.

Igor marchaba el último, con el lanzarrayos prepa­rado. Esperaba no tener que utilizarlo.

Sin hacer el más mínimo ruido y consumiendo casi cinco minutos en la sencilla tarea, Johnny consiguió levantar la tapa metálica.

Ruth descendió la primera, tras ella Igor, mientras Johnny seguía sosteniendo la cubierta para evitar dejar­la sobre el suelo, lo que hubiera complicado el cierre.

Finalmente, le tocó el tumo a Johnny. El sostener la tapa dificultaba su maniobra. Al colocar el pie en el primer escalón tropezó y se produjo un pequeño raído. El soldado dio un respingo y, medio dormido aún, miró a su alrededor.

Inmóvil, con medio cuerpo afuera y siempre soste­niendo la tapa, Johnny le contempló aterrado. Pero el muchacho se conformó con su mirada circular, a la altura de sus ojos. No se le ocurrió bajar la vista.

Johnny completó su descenso y, casi con las mismas precauciones iniciales, volvió a cerrar la abertura.

Se encontraban en una angosta cornisa felizmente iluminada. El canal, de unos diez metros de ancho, dis­curría junto a ellos con gran fuerza, cubiertas sus sucias aguas por una espesa capa de detergente biodegradable.

Avanzaron en dirección a la ciudad.

El viejo había sido muy exacto: tendrían que cambiar dos kilómetros en línea recta y después, en un cruce, tor­cer a la izquierda. Tras caminar unos doscientos metros más, se encontrarían en una amplia cámara situada tres metros por encima del nivel del canal, y que había sido construida —junto con centenares de otras—, para con­tener las aguas en caso de hipotéticos desbordamientos.

La cámara tenía salida directa al exterior y podía servirles de temporal refugio.

Lo que el informante no les había podido decir era con qué se encontrarían arriba.

Calcularon los dos kilómetros por los pasos. Encon­traron un desvío a la izquierda y lo siguieron por más de trescientos o cuatrocientos metros, hasta convencerse que no era el que buscaban. Volvieron atrás y dieron con él

La cámara era realmente inmensa y el menor sonido se amplificaba en el espacio vacío hasta adquirir volu­men de grito multitudinario.

Tenían un último contacto proporcionado por Mus­tafá Alí. Se trataba de Alexsei Grotinov, profesor adjun­to de la Parcialidad local y descendiente de musulma­nes. Las ropas de Marginales que lucían eran potencialmente sospechosas en la ciudad, por lo que se acordó que Igor marcharía en busca del contacto y los otros le esperarían en la relativa seguridad de la cámara. Kovalsky conocía muy bien Novogrado.

Convinieron en esperarle cuatro horas» Be no regresar en ese lapso, Ruth y Johnny quedaban en libertad para actuar según mejor les pareciera.

Igor volvió antes de que pasaran tres horas. Venía realmente eufórico.

—¡Grotinov es fantástico! —susurró para evitar que sus palabras se transformaran en gritos—» Nos espera arriba, con ropa para vosotros.

El ya lucía el «uniforme» convencional de los terrá­queos: pantalón y chaqueta blancas, de tela muy gruesa, con el número y las siglas de identificación en el bol­sillo superior.

La especie de pequeño macuto que todos llevaban colgando del hombro izquierdo para guardar en él docu­mentos, cápsulas, etcétera, le era muy útil para esconder el lanzar rayos.

Animados por una nueva esperanza, los tres ascen­dieron la vertical escalera y emergieron a la superficie, en pleno centro de Novogrado, capital de Tierra Iguali­taria.

Un amplio giroscop les esperaba a una decena de me­tros. La oscuridad, pese a la iluminación de cuarzo, era suficiente para que los ocupantes de los vehículos que transitaban a gran velocidad no repararan en ellos.

Se introdujeron rápidamente en el giroscop y, tras musitadas presentaciones, Grotinov se introdujo en la veloz marea del tránsito.

Al menos nominalmente, los científicos de cierto re­nombre gozaban de libértales impensables para el común de los terráqueos en el nuevo orden del Planeta Tierra

Por tal causa, el inteligente Mustafá Alí había elegido al joven profesor.

Siempre necesitado de nuevas armas para hacer fren­te a sus enemigos reales o imaginarios, Gobierno «mi­maba» a sus científicos.

Determinadas partes de las Parcialidades —labora­torios y viviendas de profesores entre otras—, eran te­rreno vedado aún para los mismos Benefactores, la po­licía ultrasecreta que nunca hacía prisioneros, más que cuando necesitaba «interrogarlos». ..

Por tai motivo, la Parcialidad era el escondite ideal para los conjurados.

El trayecto no llegó a durar diez minutos. Muy pronto se encontraron en el salón de la confortable vivienda de Grotinov, alegremente saludados por Tania, su mujer»

Johnny e Igor estaban asombrados. Ni ellos mismos, que gozaban de extraordinarios privilegios, se habían movido nunca con la libertad y despreocupación con que sus anfitriones lo hacían.

—¡Los guardias nunca llegarán hasta aquí! —les ha­bía repetido muchas veces la pareja.

Bebieron auténtico vodka de 15° de alcohol —Alexsei explicó que mayor graduación era realmente perjudicial para la salud—, destilado en el mismísimo laboratorio de Química Nuclear, que él dirigía, y comenzaron a ha­cer planes.

Por sus elevados cocientes intelectuales y por la pu­reza de su raza, Tania y su marido no habían sido este­rilizados de pequeños. No tenían hijos, pero conocían y practicaban el amor.

Sólo con verles actuar en los detalles más nimios, ese decisivo hecho saltaba a la vista.

Los dos eran Reproductores y se veían forzados a entregar sus espermatozoides y sus óvulos para procrear nuevos seres de laboratorio, pero por las noches podían hacer el auténtico amor, y eso les permitía mantenerse en sano equilibrio psicosomático.

—Hace anos que soñábamos con una oportunidad como ésta —comenzó Alexsei.

—¿Oportunidad...? —se extrañó Johnny.

—Me refiero a vuestra presencia.

—Pero lo que nosotros venimos a decir, podíais de­cirlo vosotros mismos...

Las caras del matrimonio se ensombrecieron y Johnny se arrepintió de haber hablado.

—Puede que sí —respondió Tania—. Pero..., pero la verdad es que no teníamos suficiente valor para deci­dirnos a actuar solos...

—¡Tampoco nosotros tenemos valor para actuar...! ¡Esperábamos que fuerais vosotros quienes nos lo proporcionárais! —chilló Igor, y todos rieron a carcajadas.

La tensión volvió a su nivel normal. Alexsei sirvió otra vuelta de, vodka,

—Desde que supimos de vuestra llegada, hemos hecho tanteos a algunos estudiantes que nos parecen más re­ceptivos —explicó Tania.

—¿Con buenos resultados? —quiso saber Igor. —Mañana lo sabréis —sonrió ella. 

CAPITULO XII

Al día siguiente tuvieron buena oportunidad de sa­berlo.

Terminadas las actividades académicas del día, Alexsei se presentó en su casa con tres estudiantes, dos mucha­chos y una chica»

Los tres habían sido esterilizados, pero eso no dismi­nuía su interés por saber más sobre el amor y la liber­tad y la vida que se vivía en Tierra 2.

Ruth habló durante dos horas, sin más interrupciones que certeras preguntas de los muchachos y rondas de vodka servidas por Alexsei.

Los tres del primer día se convirtieron en cinco el segundo y en ocho, el quinto.

Ya era peligroso reunir a un número tan elevado de personas —las reuniones de más de cinco personas nece­sitaban permiso especial y no eran bien vistas—, por lo que se acordó dividir a los neófitos en dos grupos.

Durante dos meses, Ruth, Johnny e Igor adoctrinaron a decenas de estudiantes sobre la vida basada en el amor y en la libertad, en lugar de la esclavitud y la esterilización.

Reconocieron que la vida libre no garantizaba ese cien por ciento de seguridad, de que gozaban los súbditos del Planeta Tierra, pero los estudiantes les respon­dieron que esa seguridad era lo que quitaba incentivo a la vida y la principal causa del masivo consumo de cápsulas de todo tipo entre la juventud* Una lacra cada vez más extendida y que Gobierno se cuidaba muy bien de mencionar en sus reiterados «Noticieros de Feli­cidad».

Al cabo de los dos meses, los conjurados podían con­tar con un verdadero «ejército» de jóvenes que propa­gaban la nueva doctrina entre familiares, amigos y ve­cinos.

Habían pasado todo ese tiempo sin salir al exterior, ocultos en el desván de la casa de los Grotinov, pero ese pequeño sacrificio bien había valido la pena.

Consideraron llegado el momento de dar aviso a Mus­tafá Alí.

Cuando con él ajustaron el plan de acción, nada o muy poco podían prever sobre los resultados de su gestión en Novogrado.

Y, de haberlo hecho, nunca hubieran imaginado tener tanto éxito.

De todos modos, resolvieron que, si lograban formar un número adecuado de posibles Rebeldes, se lo comuni­carían de alguna forma y él se encargaría de sublevar a sus pueblos, contando también con el apoyo de los kurdos, con quienes se encargaría de coordinar la acción.

Dos meses de poder trabajar sin problemas y varios centenares de entusiastas, era mucho más de lo que habían soñado obtener. Por otra parte, seguir más tiem­po era tentar peligrosamente al destino, que tanto les había ayudado.

No pretendían, desde luego, que la Rebelión acabara con el poder de Gobierno, eso era impensable, sólo inten­taban —y la idea había partido de Mustafá Alí—, demos­trar que la sublevación era posible. Que eran muchos los que aspiraban a vivir una vida intensa y total, sin disminuciones físicas y espirituales.

Un estudiante adicto, que poseía uno de los codicia­dísimos pases inter-Parcialidades, lo que permitía viajar sin despertar sospechas, fue comisionado para alertar a Mustafá Alí.

Al día siguiente de su partida, un estudiante detuvo a Alexsei, a la salida de una clase práctica en el labora­torio, para comunicarle con gran inquietud que Boris Sebrinsky, su compañero de estudios y entusiasta con jurado, no había regresado a su vivienda tras la reunión de la larde en casa de los Grotinov.

Conociendo la eficacia de los Benefactores, Alexsei temió lo peor y marchó presuroso a su casa para dar la alerta.

Si la Rebelión llegaba a producirse, todo el Planeta se enteraría de ella, por más esfuerzos que Gobierno hiciera para ocultar información.

Es decir, se enteraría la población de Tierra Limpia y Feliz con quienes, por razones de distancia e imposi­bilidad absoluta de comunicación, no podían establecer contacto.

A mediano plazo, calculaba Alexsei, podría producirse otra Rebelión, esta vez de alcance planetario y con ciertas probabilidades de éxito.

Pero para que ello ocurriera era necesario, era im­prescindible, que no abortara la Rebelión que ellos es­taban a punto de iniciar.

Apresuró el paso, lanzando inquietas miradas a su alrededor. No se veía nada anormal.

Su casa estaba totalmente silenciosa pero esto era natural, ya que Tania se encontraría tomando notas en la biblioteca para su próxima conferencia sobre la in­fluencia del ácido desoxirribonucleico en los caracteres hereditarios y la determinación del sexo.

También Igor y sus amigos recibieron la noticia con gran preocupación.

—Nos iremos de inmediato de tu casa —decidió Johnny.

Pero Grotinov le detuvo con un gesto.

—No nos apresuremos —pidió—. La cosa puede no tener importancia...

Pero ni él mismo, ni los otros se creían sus pala­bras.

—Tenemos que actuar como si la tuviera —terció Igor.

Ruth le miro, preocupada.

—¿Qué haremos? —preguntó.

La demora de su compañero en responderle era signo visible su propia confusión,

Johnny tomó la palabra.

—Lo primero es lo primero, amigos. Tenemos que irnos de aquí.

—¿Adonde? —era Alexsei.

—Ño lo sé —confesó Johnny—. Pero tenemos que irnos. A la cámara de las alcantarillas, si no hay un lugar mejor...

El dueño de casa intentó disuadirles, pero todo lo que consiguió fue convencerles para que no salieran has­ta que fuera de noche.

Esa tarde tenía que reunirse con ellos un grupo de cinco estudiantes, pero Alexsei les hizo saber que la reunión se había suspendido, sin darles explicación so­bre los motivos.

A la hora de cenar, Tania no había regresado y todos comenzaron a inquietarse. Alexsei salió en busca de noticias.

Volvió quince minutos más tarde, con el rostro des­encajado,

—Tenemos que irnos ya mismo —anunció, con voz temblorosa, agregando—: Los Benefactores se llevaron a Tania de la Biblioteca.

Johnny le palmeó en silencio. Era todo lo que podían hacer.

Buscaron sus armas y el siempre eficiente Igor se proveyó de alimentos deshidratados, en previsión de lo que pudiera acontecer. Salieron casi de inmediato.

Dudaron en utilizar el giroscopio y, finalmente, se decidieron por una solución intermedia: lo usarían para alejarse de los terrenos de la Parcialidad y luego le dejarían abandonado. Era de suponer que ya se habría dado orden de captura para Alexsei y su vehículo.

Llegaron sin contratiempo hasta la cámara. El escon­dite era razonablemente seguro, pero su mayor incon­veniente radicaba en lo expuestos que estaban a ser descubiertos, al entrar o salir de él. El previsor Igor también había llevado algo de vodka y obligó a beber a Grotinov, que se había dejado caer sentado sobre el piso, no bien se hubo cerrado la trampa sobre sus cabezas.

La bebida le reanimó lo suficiente como para que volviera la necesidad de acción a su mente.

—Torturarán a Tania hasta que hable —comenzó con voz impersonal—. Eso no demorará más de media hora. Después la matarán. Calculando que haya hablado ya, los Benefactores estarán llegando a nuestra casa. Tania ya debe haber muerto. Al menos de momento, olvidémosla. Ya nada se puede hacer por ella.

Los otros permanecieron en silencio. Grotinov siguió hablando, con voz cada vez más firme.

—Sin embargo, y en otro orden de cosas, sí podemos hacer mucho por ella —sus tres interlocutores alzaron sus cabezas—. Llevar hasta el límite de nuestras posibi­lidades la obra por la que dio su vida —concluyó, y todos asintieron.

Hablaban en susurros, para evitar la tremenda resonancia. Eso y la cruda luz que iluminaba sin sombras el inmenso recinto, prestaba a la escena una sensación de nigromántico aquelarre, de tenebrosa irrealidad.

—Tenemos que causar a Gobierno el mayor daño po­sible —se exaltó Johnny.

—¿Cómo? —quiso saber Ruth.

—Lo primero —sistematizó Igor—, será mantenemos vivos y libres los cinco o seis días que demorará Mus­tafá Alí en iniciar la Rebelión. Después..., ya veremos.

—Después —intervino Alexsei—, yo tengo un plan.

Los otros volvieron a alzar sus sorprendidas cabezas hacia su cara.

—Para Gobierno y el prestigio del sistema —explicó él—, la Parcialidad y todo lo que ella contiene, son fundamentales...

Sus tres oyentes asintieron en silencio.

—Pues bien —continuó Alexsei—, yo sé cómo des­truirla con relativa facilidad.

El asombro y la admiración se pintó en la cara de los otros.

—¿El Centro de Esterilización está dentro de la Parcialidad, verdad? —fue Ruth quien hizo la pregunta.

Grotinov asintió con un movimiento de cabeza.

—Entonces la destrucción será todo un símbolo —sonrió la chica» 

CAPITULO XIII

Durante las cuarenta y ocho horas siguientes, perma­necieron en la cámara sin moverse, ya que salir era muy peligroso y, además, innecesario.

Tenían que coordinar en lo posible sus acciones con las que los musulmanes y los kurdos iniciarían tres o cuatro días después.

Pero al iniciarse el tercer día de estancia en el escon­dite, sintieron ruidos de botas que avanzaban hacia ellos.

Rápidamente, Johnny y Alexsei tomaron posiciones junto a la abertura que comunicaba con el canal, que discurría tres metros por debajo.

Igor y Ruth quedaron vigilando la trampa exterior.

Igor y Johnny disponían de lanzarrayos, en tanto Alex­sei empuñaba la vieja pistola que había sido de Ruth.

Utilizar las armas era, aun en el mejor de los casos, delatarse y tener que abandonar el refugio, por que esperaban no tener que hacerlo.

Los pasos, amplificados hasta el infinito por la inmen­sidad de las vacías bóvedas, resonaban cada vez más cerca de ellos.

Eran cuatro o cinco los que venían. Contando con el factor sorpresa, la victoria era segura para Johnny y los suyos, pero ellos seguían confiando en evitar el enfrentamiento.

Por otra parte, a ninguno de los cuatro les cabía la menor duda de que esos hombres les estaban buscan­do a ellos.

¿Cuánto habrían hecho hablar a Tania? ¿Cuántos fie­les estudiantes estarían siendo torturados en esos mo­mentos o ya habrían muerto?

Johnny se preguntó si tanta muerte y tanto dolor estarían justificados,

Pero no tuvo tiempo de darse una respuesta, por­que la cabeza cubierta por un casco del primer guardia apareció en la pequeña escalera que llevaba hacia ellos.

Le dejaron subir, ocultándose en la pared interna de la cámara. Cuando apareció en ella, Johnny disparó una breve ráfaga y el desgraciado se desintegró.

Ya Alexsei hacía fuego contra el siguiente y la defla­gración de la pólvora de la vieja pistola retumbó como esos cañonazos de marinería que mostraban las viejas películas que proyectaba la totalvisión.

Eran cuatro y los otros dos huyeron. Johnny descen­dió a la carrera los escalones, para impedir que esca­paran.

Lo consiguió con uno, pero no con el otro.

Ahora eran ellos los que tenían que escapar de inme­diato.

Discutieron muy brevemente sobre la vía a utilizar para la huida. Podían seguir el borde del canal y salir fuera de la ciudad, o ascender hasta la trampa e inten­tar ocultarse en los amplios terrenos de la Parcialidad, bien conocidos por Alexsei.

No sólo por razones de seguridad, eligieron esta últi­ma vía.

Aunque les pareciera imposible —pero era muy lógi­co—, el estruendo del disparo no había sido oído en el exterior ya que el cierre era hermético. Aunque era de día, pudieron salir sin ser vistos más que por los tran­seúntes, que estaban acostumbrados y educados para no intervenir en lo que no les concernía directamente.

Pudieron llegar hasta las cercanías de la Parcialidad sin incidentes, pero las dificultades no hacían más que empezar.

Para entrar en el recinto, debía presentarse la tarjeta al Control electrónico, quien admitía o rechazaba al visitante, según las instrucciones que hubiera recibido. Obviamente, a Alexsei ya no le serviría la suya. Por otra parte, el campus debía pulular de Benefactores y guardias.

Los cuatro se paseaban separados, entre la multitud de estudiantes que entraba y salía por las grandes puertas, cuando Ruth reconoció entre ellos a uno de los adictos. El también la reconoció a ella. Tuvieron un breve conciliábulo y el muchacho volvió a mezclarse entre la multitud.

Media hora más tarde volvía junto a Ruth y le entregaba cuatro tarjetas de otros tantos estudiantes adictos que, con ese solo acto, se jugaban la vida por ellos.

La chica las recibió emocionada y musitó un: «Gra­cias». El chico hizo un gesto de rechazo y agregó: «Ya se darán cuenta cuándo deben entrar», perdiéndose una vez más entre sus compañeros.

Sin saber qué era exactamente lo que estaban esperando, los cuatro continuaron sus lentos y solitarios pa­seos.

No tuvieron que esperar mucho. Unos diez minutos más tarde, un moviscop, pequeño vehículo muy usado por los jóvenes, se detuvo con violencia contra la entra­da y de él bajaron dos estudiantes a la carrera, entre grandes gestos y gritos de alerta.

De inmediato, una columna de humo surgió del mo­tor del moviscop.

Cuando el humo se transformó en llamas y la multi­tud, aumentada por varios guardias con extinguidores se precipitaba sobre el vehículo, Johnny y los otros pa­saron el Control sin más problemas.

Lo más difícil estaba hecho, ahora faltaba encontrar un escondite razonablemente seguro.

Descartada por obvios motivos la vivienda de los Gro­tinov, así como los dormitorios de los estudiantes, que debían estar sometidos a severa vigilancia, Alexsei sé decidió por su propio laboratorio de Química Nuclear.

Era seguro que habría sido prolijamente revisado, por lo que no era probable que volviera a serlo.

De hecho, era muy difícil que los sabuesos pensaran que ellos se ocultaban en un lugar tan conspicuo como era la Parcialidad.

Se encaminaron hacía el laboratorio.

—Tengo tres ayudantes —explicó Alexsei—. Uno ha concurrido a nuestras reuniones y está íntegramente con nosotros. Los otros dos no, pero siempre me han sido fieles...

—¿Es imprescindible que sepan de nuestra presencia? —preguntó Igor.

—No veo cómo podríamos evitarlo. Nos ocultaremos en uno de los tres almacenes anexos al laboratorio propiamente dicho. Los ayudantes entran y salen de ellos continuamente.

—Supongo que no tenemos más remedio que correr el riesgo —se resignó Johnny.

Varios estudiantes reconocieron a Grotinov y le salu­daron con lo que parecía ser sincero afecto. El devolvió todos los saludos.

Nadie les detuvo hasta que llegaron a los edificios del laboratorio.

Por precaución, decidieron entrar por la puerta pos­terior, que conducía a uno de los almacenes.

Alexsei tuvo que utilizar su llave para abrir la puerta. La amplia estancia, repleta de elementos de laboratorio, grandes recipientes con sustancias químicas y cajones tipo contenedor pequeño, sin abrir, estaba vacía de seres humanos.

—Vosotros escondeos por aquí —dispuso Alexsei, agre­gando—: Yo iré a echar una ojeada.

Lo hizo, y en la parte central del laboratorio se encon­tró con uno de sus ayudantes.

—Buenos días, Kostia —saludó, y el aludido quedó paralizado de asombro al reconocerle.

Aunque no era el adicto, se vio obligado a ponerle, en parte, al tanto de la situación. El otro prometió guardar absoluto silencio y llevarles lo que necesitaran para su subsistencia. Explicó que, a raíz de la agitación reinante en la Parcialidad por las detenciones y los ru­mores, los otros dos ayudantes no habían concurrido a sus tareas, lo harían al siguiente día.

De hecho, casi toda la actividad universitaria se ha­llaba paralizada y los estudiantes, con el apoyo de al­gunos profesores, se encontraban en estado de gran ten­sión, exigiendo se les dijera los motivos de las detencio­nes de sus compañeros y del matrimonio Grotinov, ya que se creía que los dos estaban presos.

Alexsei rogó a Kostia que no hiciera el más mínimo comentario sobre su presencia, y el otro así se lo, pro­metió.

Pasaron el resto del día y toda la noche en gran tensión, pero sin incidentes.

A la mañana siguiente se hicieron presentes en el laboratorio los tres ayudantes. Fedor, el que había asis­tido a las reuniones, demostró una gran alegría al ver a su profesor Nikolas, el tercer ayudante, también.

Al mediodía Fedor les llevó una bandeja llena de alimentos algo más sabrosos que los deshidratados y sendas copas de vodka de producción casera.

La comida y la bebida contribuyeron a animarles.

Calculaban que, en cuarenta y ocho horas más, estallarían las esperadas Rebeliones, cuyos ecos lle­garían necesariamente hasta ellos.

Se preparaban a pasar esos dos días en el bastan­te confortable refugio del almacén, infinitamente me­jor que la cámara subterránea.

Después intentarían volar la Parcialidad, con su Centro de Esterilización y todos sus símbolos de la deshumanización de la Ciencia.

Más tarde..., ya verían.

A media tarde, los tres ayudantes concurrieron a des­pedirse de ellos hasta el día siguiente.

Kostia y Fedor dijeron: «Hasta mañana». Nikolas dijo: «Adiós», pero de inmediato se corrigió y también dijo: «Hasta mañana».

Los tres abandonaron el edificio y Alexsei pudo oír el familiar ruido de la llave de Fedor cerrando la puerta principal.

Pero de pronto, un raído inesperado y no identificado en un primer momento, le alertó.

Lo descubrió de inmediato: era la llave que volvía a abrir la puerta.

Se acercó cautelosamente al laboratorio.

Alcanzó a ver a Fedor que gritaba: «¡Doctor...» vie­nen!», y el cuerpo que se desintegraba ante sus ojos, alcanzado por la descarga de un lanzarrayos.

CAPITULO XIV

Los otros también habían oído el grito del pobre mu­chacho. Cuando Alexsei retrocedía instintivamente hacia la relativa protección del almacén, Johnny apareció jun­to a él disparando a ciegas una ráfaga de su lanzarrayos.

No se detuvieron a ver el resultado. El profesor gritó: «¡Síganme!», y todos le obedecieron.

Atravesaron a la carrera la puerta por la que habían entrado el día anterior y salieron al campus. No había guardias ni Benefactores a la vista, pero no tardaría en haberlos.

Alexsei continuaba corriendo y los otros le seguían, sin saber si esa carrera tenía un destino determinado, o avanzaban a la ventura.

Dos guardias que habían rodeado externamente el edificio del laboratorio, aparecieron a la derecha del grupo esgrimiendo sus lanzarrayos.

Al descubrirles, se detuvieron para tomar puntería, pero Igor fue más rápido. Los dos quedaron desintegra» dos en una fracción de segundo.

La carrera tenía un destino.

Tras haber recorrido unos doscientos metros, y cuan­do el inconfundible sonido de los rotores de un giroscop comenzaba a oírse, acercándose hacia ellos, Alexsei se­ñaló una cerrada puerta de pesado metal y no más de metro y medio de altura.

Mientras él trataba de abrirla, apareció el giroscop a la vista de todos. Johnny e Igor dispararon contra él

No pretendían atravesar su blindaje especial, desde lue­go, pero sí ganar tiempo impidiendo a sus ocupantes ha­cer fuego sobre ellos.

El giroscop se alejó unos centenares de metros para tomar mejor posición de ataque, cuando Alexsei logró abrir la pesada y extraña puerta.

Empujó a Ruth al interior y todos le siguieron.

El profesor entró el último y cerró tras de sí la puer­ta, junto a tiempo de evitar una descarga de rayos, lan­zada desde el giroscop.

Estaban en un pasillo estrecho y de techo bajo, ilu­minado a trechos por lámparas de cuarzo adosadas a la pared.

—Estamos en las entrañas de la Parcialidad —dijo Alexsei.

Igor, con un gesto, le invitó a explicarse.

—Aquí está todo el sistema vital de los edificios —fue la respuesta—. Las centrales de calefacción, de refrigera­ción, los baños de agua pesada y..., y la central nuclear.

—¿Entonces...? —comenzó Johnny.

Alexsei le interrumpió.

—Sí —afirmó—. Esto es lo que tenemos que destruir.

—Pero no todavía —se apresuró Igor—. Debemos es­perar cuarenta y ocho horas más...

Los otros lo miraron con escepticismo.

—¿Es que crees que podremos resistir aquí cuarenta y ocho horas? —se burló Johnny.

No, ninguno de los cuatro lo creía.

—Intentaremos llegar hasta mañana por la noche —resumió Igor, agregando—: ¿Cuántas entradas tiene este lugar?

—Dos —respondió el profesor—. La que hemos utili­zado y otra en el otro extremo del campus.

—Alexsei —decidió Igor—, tú y Ruth, vigilad esta puerta. Johnny y yo iremos hasta la otra y reduciremos al personal...

—¿Personal? —se asombró Alexsei—. ¡Pero si todo esto se maneja por control electrónico, desde un edificio exterior!

Igor puso mala cara.

—Eso quiere decir que pueden quitarnos la energía, inundar el recinto y, en fin, hacer lo que les plazca con nosotros... —comentó,

Alexsei se permitió una sonrisa.

—Pueden… Pero no lo harán. No olvides que tienen que mantener constante la alimentación del reactor nu­clear. Si cortaran instantáneamente la corriente eléctrica o inundaran las instalaciones...

Dejó la frase sin terminar. No era necesario hacerlo, los otros habían comprendido.

La situación, pensó Johnny, no era tan mala para ellos, después de todo. Para reducirlos, los otros tendrían que entrar al recinto. Y eso prometía una lucha más o menos pareja...

Igor y Johnny recorrieron con grandes precauciones los interminables corredores. Vieron grandes calderas atómicas capaces de proveer calefacción a una ciudad de medio millón de habitantes que, por otra parte, era más o menos la población total de la Parcialidad.

También vieron, con el respeto con que siempre se miran esas cosas, el reactor nuclear que proveía a todo el complejo.

No era muy grande, pero de explotar...

Cuando abandonaban la inmensa sala del reactor, que más inmensa parecía por su soledad y su silencio, solo alterado por el glub, glub, sordo y constante de la reac­ción, oyeron ruido de pasos sigilosos a no mucha distan­cia de donde se encontraban.

Por señas, se distribuyeron para cubrir las dos posibles entradas al recinto.

Muy pronto, ante Johnny apareció el primer guardia»

Disparó el primero y desintegró a su enemigo.

Pero no tenía ángulo de visión, por lo que no podía saber cuántos enemigos quedaban a la expectativa.

Igor no había tenido oportunidad de disparar su lanzarrayos. El silencio, sólo interrumpido por el glub, glub, volvió a apoderarse del recinto y ese silencio preocupó a los dos defensores.

Era evidente que sus enemigos intentaban tenderles una trampa.

O atacar por algún lugar imprevisible.

Efectivamente eso era.

Un resplandor azul iluminó vivamente a Igor, que consiguió cubrirse tras una de las bases del reactor, con lo que evitó ser desintegrado por el rayo que le había lanzado un guardia desde una cornisa estrecha, que ro­deaba todo el recinto, a unos ocho metros de altura.

Ya eran tres los guardias cuanto Igor como Johnny dispararon sobre ellos.

Por el ángulo desde el que efectuara el disparo, el rayo de Igor rebotó contra las blindadas paredes, pero el de Johnny llegó a destino.

Dos guardias cayeron sobre el parapeto antes de des­integrarse en el aire.

El otro juzgó prudente retirarse.

Después de una prudencial espera, los dos amigos abandonaron sus protecciones y reiniciaron su ronda de vigilancia, ahora con más precauciones todavía que antes.

Estaban seguros de que los guardias no habían aban­donado el lugar y estaban decididos a sorprenderles.

Tenían la desventaja de no conocer el lugar, por lo que avanzaban muy cautelosamente, cuidando de no ha­cer el menor ruido.

Tuvieron su premio. Al término de un corredor, que se continuaba en unas inmensas piscinas que servirían para la refrigeración del reactor, oyeron voces de mando.

Las voces provenían del otro extremo de las piscinas y eso dio a Johnny una idea. De todos modos, el recinto no ofrecía ninguna protección excepto unos grandes fil­tros tras los cuales, seguramente, estaban los guardias.

—Seguramente no esperarán un ataque «naval» —su­surró Johnny al oído de Igor.

Este sonrió asintiendo.

La iluminación no era fuerte y sólo iluminaba los pasos entre las paredes y el borde de las piscinas, dejando el interior de éstas en una propicia penumbra.

Tratando de hacer el menor ruido posible, Johnny se introdujo en el agua, que estaba todo lo fría que era de temer. El traje era impermeable, pero no autocalefaccio­nado.

Igor le siguió de inmediato. Por suerte para ellos, la profundidad no llegaba al metro y medio.

Avanzaron por el centro para aprovechar la zona de máxima oscuridad y lentamente fueron acercándose ha­cia los filtros. Ya no se oían las voces.

Cuando estaban a unos diez metros de su objetivo, los guardias abandonaron su protección y comenzaron a avanzar en fila india por ambos bordes de la piscina.

Les dejaron salir a todos, para comprobar que eran diez en total. Cinco por un lado y cinco por otro.

Desintegrarlos a los diez fue juego de niños.

Ahora se sentían más tranquilos. No temían un ata­que por la puerta que ellos mismos utilizaron para en­trar, ya que los guardias tenían que imaginar que estaría bien defendida.

Y, dado que el enemigo no podía utilizar armas más potentes que los lanzarayos, por temor a provocar una explosión nuclear, la lucha podía considerarse razonable­mente pareja.

Siguieron adelante. Imaginaban, y estaban en lo cier­to, que no se encontrarían lejos de la otra entrada.

Tras un breve recorrido de corredores, oficinas y un almacén, llegaron a la vista de ella.

Dos Benefactores conversaban en el vano. Parecían discutir las posibilidades de entrar o no en el dédalo de corredores.

Sin ningún remordimiento, Johnny interrumpió abrup­tamente la discusión.

A la carrera, llegó hasta la puerta disparando ráfagas de su lanzarrayos hacia las tinieblas exteriores.

No se detuvo a evaluar los daños; sin dejar de disparar, cerró la puerta y la aseguró por dentro.

Ya más relajados, volvieron a reunirse con sus ami­gos.

Habían pasado la sala del reactor cuando una explo­sión, indudablemente el disparo de la pistola de Ruth, llenó de violentos ecos los blindados recintos.

Los dos corrieron hacia el ruido.

Encontraron a la chica empuñando con sus dos ma­nos la pistola, aún humeante.

Un guardia acabó de retorcerse con un espasmo final, ante los ojos de los dos.

No había rastros de Alexsei.

Igor abría la boca para preguntar por él, cuando la horrorizada expresión de Ruth le hizo adivinar la verdad.

El guardia aún sostenía en su crispada mano la culata de su lanzarrayos.

—Nos sorprendió... -—intentó explicar ella—, Alexsei me cubrió con su cuerpo...

Suavemente, Igor le quitó la pistola de las manos. Ella se fue dejando caer hasta quedar sentada en el suelo, con todo su cuerpo sacudido por convulsivos sollozos.

Igor la dejó desahogarse unos instantes y luego la obligó a levantarse.

—No deben volver a sorprendernos, porque sería el final. Tendremos que revistar palmo a palmo el recinto.

Ruth inició un movimiento de protesta, pero se dejó llevar. Tampoco era agradable abrir los ojos y toparse con el cadáver del guardia.

Y pensar que allí mismo, confundido con las partí­culas de polvo que flotaban en el aire, estaban los restos de Alexsei Grotinov, un buen amigo.

Pasaron gran parte de la noche revisando meticulosamente los más recónditos lugares, pero sin éxito.

Ya no quedaban enemigos en el interior del recinto.

El último era el que había desintegrado a Alexsei. 

CAPITULO XV

Quedando siempre uno de guardia, todos durmieron al menos un par de horas.

A las siete de la mañana celebraron consejo de guerra.

Por más que los atacantes no pudieran entrar, o no se decidieran a hacerlo, la situación de los tres era insos­tenible.

Por otra parte, podían existir vías desconocidas para ellos que permitieran el acceso al recinto, con la consiguiente sorpresa que, sin duda, les sería fatal.

Claro que aún estaban a, por lo menos, veinticuatro horas del estallido de la Rebelión, pero ya no tenían opción.

En cuanto a la salida, sólo encontraron dos posibili­dades. Una, hacerlo por cualquiera de las dos puertas, lo que era ciertamente un suicidio, ya que ambas esta­rían fuertemente vigiladas las veinticuatro horas del día.

La otra posibilidad, completa y difícil era, sin em­bargo, la única viable. Consistía en salir por los conductos del aire acondicionado. Una vía de escape que ya podía considerarse tradicional.

Pese a los indudables riesgos, eligieron esta salida, porque no podían elegir ninguna otra.

Pero aún quedaba algo trascendental por hacer, antes de iniciar la marcha: poner al reactor bajo condiciones tales que, en un plazo determinado, provocara una explo­sión atómica, arrasando la Parcialidad entera. Para hacerlo, también se enfrentaban a un grave problema. Nada menos que no tener ni la menor idea de cómo hacerlo.

La idea había sido de Alexsei y él sí sabía lo que había que hacer. Pero una ráfaga de un lanza rayo? ha­bía acabado con su vida y con su secreto.

Dejando dormir a Ruth, Igor y Johnny fueron a reco­nocer el terreno, esperando encontrar alguna pista que les permitiera actuar.

Y la encontraron, aunque muy grosera e imperfecta.

La caldera de la calefacción, inmenso monstruo tam­bién alimentado con energía atómica.

Los dos razonaron que, si lograban obturar los siste­mas de seguridad para la expansión de la presión so­brante y elevaban la temperatura al máximo, en un tiem­po que no podían calcular exactamente, pero razonable­mente breve, la caldera explotaría y su explosión pro­vocaría una reacción en cadena, que acabaría por englo­bar al reactor nuclear; con toda su carga de uranio enri­quecido.

Durante la siguiente media hora, los dos se dedicaron a descubrir y obturar las salidas de presión del mons­truo.

Después volvieron donde habían dejado a Ruth y la despertaron, explicándole el plan de fuga.

Se repartieron las dos últimas tabletas, que comieron de inmediato, y se dirigieron nuevamente a la caldera.

Ya habían elegido el lugar más idóneo para penetrar en el conducto del aire acondicionado. El lugar no dis­taba más de veinte metros de la caldera.

Llevaron hasta el máximo la llave que regulaba la temperatura y tuvieron tiempo de ver cómo ascendía, lenta pero regularmente, el termómetro.

Y no esperaron más. Un rápido y superficial cálculo de Igor, basándose en el ritmo de aumento de la tempe­ratura, le permitió suponer que, si todo andaba bien, la caldera estallaría alrededor de cuarenta minutos más tarde.

Obviamente, la explosión del reactor se produciría inmediatamente después, por lo que no disponían de mucho tiempo.

Ayudaron a Ruth a introducirse en el estrecho con­ducto y ellos la siguieron.

La marcha era incómoda, pero no imposible. Es decir, hasta que el conducto de improviso se verticalizó en ángulo de noventa grados.

Apoyándose en manos y pies —y en codos y en rodi­llas—, asiéndose como podían de las salientes que les desgarraban la piel, consiguieron ascender con desespe­rante lentitud,

Al pasar por un orificio de refrigeración, Igor pudo consultar su reloj, comprobando que ya habían pasado veinte minutos desde la «preparación» de la caldera.

La nerviosidad comenzaba a apoderarse de los tres.

Al cabo de unos cinco metros de desesperante ascen­so, el conducto volvió a horizontalizarse.

Igor miró su reloj, para enterarse que habían trans­currido otros diez minutos, es decir que estaban sólo a diez de la hora prevista para la explosión.

Tirándole de los bajos de su pantalón, Igor hizo com­prender a Ruth, que precedía a sus compañeros, la impe­riosa necesidad de salir del conducto. Ella hizo señas de haber comprendido.

Un par de metros más adelante, un resplandor anun­ciaba la presencia de una posible salida. Ruth se detuvo ante ella, pero tras una vacilación siguió su camino.

Pronto pudieron enterarse los otros del motivo de haber desechado esa vía. El enrejado daba a un cuarto de regulares dimensiones, en el que se hallaban descan­sando, pero con las armas al alcance de la mano, media docena de guardias.

Ruth también desechó la próxima rejilla y, finalmen­te, comenzó a dar golpes a la siguiente.

Igor la ayudó y de inmediato tuvieron el camino libre.

Se descolgaron hasta el suelo, una tarea fácil, ya que estaban a unos dos metros y medio de altura, y muy pronto estuvieron los tres buscando la salida de un pe­queño almacén de artículos de limpieza.

Salieron a un corredor de servicio y, tras recorrerlo una decena de metros, encontraron un cristal que pro­tegía un timbre de alarma. En el cristal estaba escrito: ROMPER EL CRISTAL Y OPRIMIR EL TIMBRE SOLO EN CASO DE EXTREMO PELIGRO.

Hacer sonar la alarma ofrecía dos inmensas venta­jas. Por un lado, crear una conveniente confusión; por la otra, y esto era lo más importante, dar a los miles de estudiantes, profesores y empleados, una oportunidad de sobrevivir a la explosión.

Sin pensarlo dos veces, Johnny rompió el cristal y oprimió el timbre.

La barahúnda que se armó superó las más optimistas previsiones.

De todas las puertas comenzaron a salir a la carrera jóvenes estudiantes y maduros profesores, que arrasa­ban con todo lo que se podía oponer a su huida.

Sin poder evitar una sonrisa, Igor volvió a consultar su reloj. Faltaban cinco minutos.

Ellos también se sumaron a la estampida.

Ya no tenía objeto callarlo, así que comenzaron a dar fuertes voces, anunciando a sus vecinos que el reactor nuclear estaba a punto de estallar.

Se produjo una oleada de pánico, que hizo caer y ser aplastados por la multitud enloquecida a un par de personas. Pero esto era preferible al holocausto de miles.

Los guardias y los Benefactores eran incapaces de contener a la multitud despavorida, por lo que optaron por dejarles huir. Para evitar ser arrollados, se prote­gieron tras los árboles del campus, sin abandonar la vigilancia.

Y aquí la suerte se volvió contra los prófugos.

Señalando a Ruth, que en ese momento corría algo separada de los demás, un guardia gritó: «¡Es uno de los rebeldes!»Tres o cuatro se lanzaron sobre la chica y la redu­jeron. Igor y Johnny, que la seguían de muy cerca, se detuvieron, indecisos. No podían disparar, porque la des­integrarían a ella también.

El grueso de la multitud ya les había rebasado. Sólo algunos viejos profesores y empleados atravesaban aho­ra el campus, en dirección a las amplias salidas.

Igor y Johnny no tenían posibilidad de ocultarse de los ojos de los guardias, pero por nada del mundo iban a abandonar a Ruth a sus captores.

Estos arrastraban a la chica hacia un giroscop, que se hallaba estacionado unos sesenta metros más adelan­te, casi junto a las garitas de vigilancia de la salida.

Evidentemente, se conformaban con esa presa y da­ban por perdidos a los otros.

Protegiéndose como podían tras los cada vez más es­casos árboles, Igor y Johnny seguían al cortejo sin deci­dirse a actuar por temor a que mataran a Ruth.

La distancia del giroscop era ahora de menos de veinte metros. Johnny tomó una súbita decisión.

Ocultando el lanzar rayos en el bolsillo de su pantalón, pero con su índice en el disparador, corrió hacia el gru­po dando fuertes voces. Ya bastante próximos al giros­cop, los guardias se volvieron a él, confundidos. Igor le seguía muy de cerca, con el arma también preparada.

Cuando estuvo seguro de hacerse oír, Johnny gritó «¡El reactor nuclear va a estallar!»

Instintivamente, los guardias soltaron a Ruth y se aprestaron a huir. Pero uno de ellos gritó: «¡Miente!», y Johnny se vio obligado a actuar.

A menos de cinco metros de distancia, y aterrado ante la posibilidad de dar a Ruth, lanzó una ráfaga a los guardias.

Desintegró a tres. Sólo se salvó el que estaba más cerca de la chica, pero ese huyó despavorido hacia la garita de control, de donde ya salían dos Benefactores a la carrera preparando sus lanzarrayos.

Ahora fué el turno de Igor. Con dos ráfagas cortas acabó con los Benefactores.

—¡Al giroscop! —gritó y se lanzó a la carrera al aparato, seguido a centímetros de distancia por los otros dos.

Cuando Igor, el primero, penetraba en el aparato, la tierra que aún pisaban Johnny y Ruth pareció enco­gerse sobre sí misma y, de inmediato, una fuerte explosión atronó el aire.

No había terminado Johnny de ayudar a subir a Ruth y de subir él mismo, cuando ya Igor elevaba el aparato y se alejaba a máxima velocidad del campus de la Parcialidad.

Bajo ellos, la multitud huía enloquecida sin rumbo fijo, sólo intentando poner la mayor cantidad posible de distancia entre ella y la Parcialidad.

El giroscop habría alcanzado una altitud de unos cien metros y se hallaría a medio kilómetro del campus, cuando se produjo la explosión atómica del reactor.

Igor siguió pisando con desesperación el acelerador, aunque no pudo impedir que la pequeña nave bailoteara enloquecida al recibir la onda expansiva* Pero de inme­diato pudo recuperar la estabilidad.

El temible hongo comenzaba a formarse a la vista de Ruth y Johnny.

—Él Centro de Esterilización acaba de desaparecer —comentó la chica.

—Y Gobierno y todos sus sicarios saben ahora que no son invulnerables —acotó Igor.

Pero fue Johnny quien digo la frase necesaria.

—Algún día construiremos una nueva Parcialidad para hombres y mujeres libres y en ella Tania y Alexsei tendrán un monumento.

Después de un par de minutos, Igor aflojó la presión de su pie sobre el acelerador. Todo peligro, al menos de momento, había pasado.

—¿Adonde vamos? —quiso saber.

No había discusión posible al respecto.

—¡A la Reservación de Mustafá Alí! —dijeron Ruth y Johnny al unísono.

—No sé si hay energía suficiente —fue la cauta respuesta—, pero lo intentaré.

Pero mucho antes de llegar a la Reservación, vieron cosas que les llenaron de excitación.

Al borde de un inmenso lago, una multitud de civiles armados con las más diversas armas atacaba un Puesto de Vigilancia.

En lo que a todas luces era una Reservación musul­mana, varios jóvenes estaban izando una bandera con la media lima creciente del Islam, lo que significaba que las tropas de Gobierno ya habían sido allí derrotadas. Largas columnas de hombres armados avanzaban por la carretera, cuyo trazado seguía el giroscopio, en direc­ción contraria a ellos, es decir, en dirección a Novogrado. La explicación de todo esto era una sola y les llenaba de gozo a los tres: La Rebelión, que se hacía en nombre del Amor y de la Libertad ya había comenzado. 

CAPITULO XVI

Encontraron a Mustafá Alí en su nuevo puesto de mando, la antigua Guardia de la Reservación, que había sido tomada por sus hombres.

El puesto tenía enlace por microondas con todas las Reservaciones de la región, con un alcance de casi mil kilómetros a la redonda, por lo que había podido establecer contacto con Hassam y sus kurdos, que también habían reducido a sus guardias y se estaban agrupando para marchar en busca de los musulmanes y unir las fuerzas.

Mustafá Alí rezumaba entusiasmo por todos sus poros y daba por hecho el triunfo de la Rebelión. Pero Johnny, Igor y Ruth no eran tan optimistas. Sabían muy bien que la fuerza de Gobierno podía aplastar a los insurgentes en minutos y no dudaban que lo harían.

Un par de horas después de haber llegado los tres prófugos de Novogrado, y cuando todos esperaban la llegada de los kurdos para iniciar el avance, las microondas comenzaron a emitir noticias desalentadoras, Una columna de unos mil rebeldes había sido diezmada a las puertas de la capital, pertenecían a una Reservación musulmana que había sido de las primeras en sublevarse.

Otra Reservación, también musulmana, anunció que estaba siendo atacada con armas nucleares pesadas y la transmisión se cortó entre gritos de horror y angustia de los Marginales atacados.

Estos gritos siguieron resonando en los oídos de Mus­tafá Alí y de sus amigos durante muchas horas.

En las primeras horas de la tarde llegaron los kurdos,

Hassam y Mustafá Alí, con la presencia de Johnny y sus amigos, se encerraron para deliberar.

Tanto el jefe kurdo como el musulmán eran hombres viejos y sabios. Los dos querían demasiado a sus pue­blos como para enviarlos a una muerte inútil.

Pero tampoco estaban dispuestos a dejar pasar una oportunidad como esa para recuperar, siquiera en parte, la libertad que el nuevo régimen les había quitado.

De común acuerdo, resolvieron no avanzar sobre No­vogrado, ya que ese avance sólo serviría para que todos murieran.

Pero también resolvieron abandonar para siempre las Reservaciones, símbolo de la esclavitud a la que es­taban sometidos, y volver a la vida libre del desierto.

En esa memorable jornada se habían apoderado de numerosas armas de todo tipo y calibre.

Desde los manejables y eficientes lanzarayos hasta armamento nuclear pesado. Con todo ello tenían más que suficiente para hacerse fuertes en los valles casi inacce­sibles rodeados de montañas, cuyos pasos sólo ellos conocían, y librar una larguísima guerra de guerrillas contra el opresor.

Al fin y al cabo, eso era lo que sus antecesores habían estado haciendo durante muchos siglos.

Estaba a punto de terminar la conferencia, cuando un vigía entró muy agitado al salón.

—Un fuerte contingente de guardias se acerca a la Reservación —anunció, con voz entrecortada.

En pocos minutos, se dispuso una línea defensiva en las afueras de la Reservación y se estudió una rata de retirada hacia las montañas, si la situación así lo exigía. Entre kurdos y musulmanes habría unos mil hom­bres aptos para luchar, unos cien de los cuales poseían lanzarrayos y algunas armas nucleares pesadas. El resto estaba armado con fusiles ametralladores y fusiles de antes de la Gran Paz.

Según una estimación de Igor, los atacantes eran casi dos mil y tenían armamento ultramoderno.

El resultado del combate era más que previsible.

Igor y Johnny sugirieron a Hassam y Mustafá Alí que ,se retiraran cuando aún eso era posible y ellos que­darían a retaguardia, para facilitarles la retirada con fuego de cobertura, pero los dos ancianos se negaron terminantemente.

Igor y Johnny tuvieron que aceptar la decisión de lu­char de los jefes y, en consecuencia, ocuparon lugares en la primera línea.

Igor se había conseguido, nadie sabía de dónde, un lanzagranadas nuclear, que era un arma novísima y de gran efectividad.

Johnny tuvo que conformarse con su lanzarrayos de siempre.

El primer choque fue un ataque frontal de los guar­dias, muy pronto rechazado en toda la línea, con un buen número de bajas para los atacantes.

Igor y su lanzagranadas tuvieron bastante que ver en este éxito inicial.

Entonces los guardias cambiaron de táctica. Rodea­ron totalmente la posición de los rebeldes y comenzaron a lanzar, ellos también, granadas nucleares al perímetro.

Cada granada causaba entre diez y veinte muertos.

En una acción desesperada, Igor y Johnny salieron de los parapetos y arrastrándose por la arena, cubrién­dose tras todo lo que pudiera servir de protección, lle­garon sin ser vistos —y bien cubiertos también por el fuego de sus compañeros— hasta las proximidades de las líneas enemigas.

Desde no más de diez metros, Igor de un certero disparo de su lanzagranadas acalló el mortero enemigo y así el perímetro defensivo ganó unas horas de rela­tiva paz.

Pero, al caer la noche, la situación era desesperada para los defensores,

La táctica de desgaste de los atacantes daba sus fru­tos. No pasaba minuto sin que cayera algún kurdo o mu­sulmán y el desánimo hacía presa de todos.

Era opinión generalizada que, en cuanto fuera de día, los guardias lanzarían el ataque final y no quedaría uno solo vivo.

Mustafá Alí confesó a Ruth, que se afanaba por cal­mar los sufrimientos de los heridos, su arrepentimiento por no haber huido a las montañas, cuando Igor y Johnny se lo ofrecieron.

Para empeorar mucho más las cosas, un nuevo mortero comenzó a lanzar sus mortíferas granadas a los defensores.

Un cálculo hecho a medianoche dio la cifra de ciento ochenta muertos y doscientos cuarenta y cinco heridos. Más de un cuarenta por ciento de bajas.

La palabra «rendición» comenzó a musitarse en voz baja entre los defensores.

Y entonces se produjo el milagro.

Un potente reflector, que parecía venido del cielo, ilu­minó con vivísima luz las líneas de los atacantes y una serie de explosiones, que ocasionaron numerosos muer­tos y heridos, creó el pánico entre los guardias.

Los rebeldes aprovecharon la ocasión y lanzaron un ataque por todo lo alto, que dio por resultado romper el cerco en varios puntos y obligar a una retirada general.

Sólo entonces Ruth, Igor y Johnny levantaron sus ojos al oscuro cielo para convencerse que la providencial aparición era nada más y nada menos que la nave que les había traído y que esa noche venía a buscarles por­que, según el calendario Gregoriano, era veinte del mes? cosa que ninguno de los tres había tenido en cuenta.

Entretanto, la nave estaba destruyendo con sus caño­nes la flotilla de giroscop de transporte que había lleva­do a los guardias y en la que ellos esperaban volver.

Kurdos y musulmanes acababan con los últimos res­tos de resistencia, mientras la nave venida de Tierra 2 se posaba suavemente a menos de trescientos metros de donde los tres inminentes viajeros la saludaban alboro­zados.

Pocos minutos más tarde, los Marginales, bien provistos de armas y botín, marchaban hacia el seguro refu­gio de sus montañas, de donde bajarían en un mañana no lejano para, junto con millones de hombres libres, asegurar el reinado de la libertad y el amor en el Pla­neta Tierra.

En esos mismos instantes, Ruth, Igor y Johnny, contemplando la Tierra cada vez más pequeña, desde el parabrisas de la nave, se juramentaban también a volver muy pronto a ella.

Habían destruido un Centro de Esterilización, pero aún quedaban, desgraciadamente, muchos más.

Y aún quedaban millones de desgraciados seres que estarían condenados a morir sin conocer la libertad y el amor si ellos, y otros como ellos, no volvían para ense­ñarles a amar, que es enseñar a ser libres.

Volverían.

Y harían triunfar el Amor.

FIN

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