sábado, 10 de junio de 2023

LOS EXTRAÑOS (ADDISON STARR)

 

Addison Starr es Curtis Garland, es decir, seudónimos del super prolífico autor Juan Gallardo Muñoz, que utilizó este nombre para algunas de sus novelas de ciencia ficción.  Donald Curtis, Addison Starr, Johnny Garland, Kent Davis, Don Harris, Glenn Forrester, Elliot Turner, y sobre todo Curtis Garland, son los seudónimos literarios con los que firmó más de 2.000 novelas, las últimas con sabor benaventano en homenaje a la ciudad en la que creció y donde alimentó sus dos máximas pasiones: la literatura y el cine.


PROLOGO

 "Sé que no existe remedio. No hay solución alguna.

Esto es la muerte. Mi muerte. La de ELLA. La de todos nosotros.

Creo que es más. Algo más. Mucho más, en realidad. Es... la muerte del Mundo.

Y también... la muerte de los Mundos.

No sé qué hacer. Ni siquiera sé si vale la pena intentar algo. Cuando uno sabe que todo está perdido, resulta inútil esforzarse en impedir que lo que ha de suceder, suceda. Porque, inevitablemente, sucede...

No es que haya perdido la fe. Mi fe en que el milagro aún puede realizarse. Pero sería eso: un milagro. Y nosotros, los hombres de este tiempo, creo que estamos tan lejos ya de los milagros...

No hay espíritu, no existe nada que no sea material, perfectamente material, aséptico, sólido y corpóreo, en nuestro perfecto mundo de hoy. Se pensó en todo. En todo, para edificar la Nueva Época en la historia de la Humanidad.

Se pensó en todo... menos en el espíritu, en algo que está más allá de la mente, incluso más allá del corazón. Se olvidó que la existencia del Hombre puede ser perfecta en su apariencia, en su forma... y estar muy lejos en su fondo.

Se olvidó, sí. Algunos dimos una vez la voz de alerta. Pero ¿quién nos escuchó, quién nos hizo caso?

Nadie.

Nadie... Por eso ahora sucede esto. Por eso ahora miramos impresionados, aterrorizados, indefensos, al caos implacable que se nos viene encima...

Indefensos. Terriblemente indefensos...

Me siento fatigado, vencido. Vencido de antemano. Si los demás renunciaron ya a la lucha, ¿de qué serviría que continuara luchando yo solo?

SOLO...

Miro al exterior, a través del gran vidrio plástico, irrompible, en tanto continúo trazando los signos pulsados que mi pequeña máquina graba fielmente sobre las cintas gráficas.

El vacío, la soledad mortal del panorama, encoge mi ánimo. Angustiado, retiro la vista de ese enorme, helado cementerio que es la gran ciudad.

SOLO...

Regreso al interior de mi vivienda, a mi reducto final ante la muerte, ante la Nada, ante el "No Ser Nunca Más",..

Y  sigo escribiendo. Escribiendo con débiles, mecánicas pulsaciones.

Mientras tanto, me pregunto angustiado:

¿Dónde? ¿Dónde está ELLA...?

Y  no hay respuesta. Nadie puede responderme, en este ámbito muerto, silente, terrible y helado, que me rodea por doquier.

N i siquiera ella puede contestar.

Tal vez porque ya no le sea posible. Tal vez porque ya ni siquiera exista.

Como los demás. Como todos...

Luego, quizá porque ese sonido, el de mi voz, luchando contra la rigidez y aspereza de mis cuerdas vocales, me ha agradado bastante, e incluso me ha servido de sedante, continúo hablando en voz alta. Hablando conmigo mismo, que es el único escucha a quien puedo encontrar a lo largo y lo ancho de todo el planeta, DE TODOS LOS PLANETAS...

—¿Y ella? ¿Dónde estará ella? ¿Por qué, señor, por qué no ha tenido que salvarse... al menos como yo, hasta terminar juntos, hasta ser... LOS ULTIMOS entre las especies vivientes? ¿Por qué no ha ocurrido así, Dios mío...?

¿Eh? Eso... ¿Qué es ESO?

Un ruido, sí. ¡Un ruido!

Un sonido en el exterior, en el mundo muerto...

Voy a ver qué es. ¡TENGO que ver lo que es!

Si hay un ruido, es que HAY ALGO... o alguien... VIVO.

Y yo tengo que ver eso. Aunque sea lo último que pueda hacer ya en la vida..."

Ahí terminó la transcripción gráfica de los últimos momentos de Ulk Gaar.

*  *  *

"Si pudiese encontrarlo antes del Fin... Pero sé lo inútil que resulta la búsqueda. He buscado ya demasiado. Lo he recorrido todo, a través de un mundo muerto y escalofriante.

No está. No está en ninguna parte. Es como buscar un determinado grano de arena en el fondo de los mares, o un polvillo cósmico en la inmensidad de las galaxias.

Nunca lo encontraré. Nunca...

Ese "nunca", para mí, tiene un sentido terrible y alucinante. Es el "nunca" de toda vida, de todo aliento, de toda Creación. Es el Nunca abatido sobre la existencia de los humanos, acaso por nuestros propios errores.

Lo cierto es que, ahora, mi destino es el mismo de los demás humanos. Soy un ser más, un número en esta inmensa danza apocalíptica de seres destinados a perecer en el Apocalipsis de las especies vivas e inteligentes...

Pero antes de que llegue el fin, antes de que todo se termine..., sólo quisiera eso: encontrarle a él. Encontrarle..., sea donde sea.

Sigo buscando. Buscando siempre...

El tiempo se termina. Mi tiempo llega a su fin. No lo encontraré. Sé... sé que jamás podré dar con él. Y me pregunto... si él también... si él también habrá pensado en buscarme, en dar con mi rastro, en saber si ya... si ya sucedió lo irremediable.

Mis pensamientos van haciéndose más y más difíciles. Muy difíciles.

Voy pasando junto a cuerpos y cuerpos inmóviles, rígidos. Todos aparecen quietos, en la postura misma en que se quedaron cuando... CUANDO AQUELLO SUCEDIO.

Me miran sin verme, con la helada sonrisa de su helada muerte. Sentados en sus turbomóviles centelleantes, inmóviles y rígidos, en las bandas magnéticas de los viaductos o túneles vitrificados por donde circulaban los peatones de este mundo de progreso y civilización.

O los veo, asomados a sus ventanas, saliendo de sus casas, subiendo a sus turbomóviles, acomodados en uno de los grandes jardines artificiales. Hay niños a quienes la Muerte Silente los sorprendió en los columpios eléctricos o en las atracciones infantiles de mecanización electrónica.

Allí siguen. Los veo al pasear por esta inmensa urbe que un día fue centro del planeta tierra. Los veo y parecen sonreírme, agitar sus manitas, decirme un "adiós" mudo, risueño..., terriblemente callado y cruel.

Sí, preferiría otra muerte. Otra clase de Apocalipsis. Aquel en que la violencia, la destrucción, el caos, el horror que entra por los ojos, pudiese encubrir un poco este otro frío, sutil, escalofriante horror de ahora.

El horror de saberse en un mundo de paz. Un mundo donde la paz... es muerte. La quietud, el término de todo movimiento, de todo sonido, DE TODO, en suma.

No sé. Creo... creo que empiezo a caer. Me debilito. El frío..., ese frío terrible entra ya en mí. Está... está logrando aniquilarme.

Es el final. Lo sé.

Debo ser valerosa. Acogerlo con serenidad, con calma. Y debo morir así, sin debilidades inútiles.

No quiero que ELLOS piensen que no he sabido morir. No quiero que adviertan mi miedo ante la muerte. No, ELLOS nunca verán eso...

Mis rodillas golpean el suelo. Se enturbia mi vista. Siento ese frío sutil subiendo hacia mi cerebro, helando mis manos, crispándolas.  Cierro los ojos. Quizá para siempre...

— ¡ZODIAH! ¡ZODIAH...!

¡Esa voz...! ESA VOZ...

Abro los ojos, trato de ver, hago un esfuerzo...

Y veo.

Le veo. Le veo... A EL. ¡A EL!

Entreabro los labios. Tirito, bajo el frío gélido, mortal. Apenas si puedo susurrar su nombre. Su querido nombre:

—ULK... ULK...

Eso es codo. No puedo continuar. Mi voz enmudece. Todo en mí va muriendo.

El también se estremece, tiembla, se agita, dominado por la muerte glacial que le espera, inexorable, como a mí. Pero avanza... Avanza constantemente, llega muy cerca, tambaleante e inseguro, extendiendo sus manos hacia mí, fija su mirada en la mía.

—Ulk... —susurro yo, en un esfuerzo final, apenas perceptible el sonido de mis cuerdas vocales.

—¿Zodiah...? —musita él, crispado, tomando su tez un tono azulado, pavoroso.

Estira su mano. Y yo la mía.

No va a llegar. Yo tampoco...

Antes de que nuestros dedos se rocen... llegará el fin.

Ya está llegando.

Ya...

Y nuestras manos se encuentran. No llegan a reunirse..."

*  *  *

Era su último pensamiento. Su última idea.

Después de eso, Zodiah dejó de pensar. Dejó de existir

Y con ella dejó de existir Ulk Gaar.

Era su final, su muerte. La muerte de los dos últimos.

La muerte del mundo...

Alrededor de ellos, el silencio.

El silencio de la muerte total. 


'"¿Dónde se encontrará la Sabiduría?

 Y, ¿dónde está el sitio del Conocimiento? "

(Job, 28.)

                                 CAPITULO I

CENTROPOLIS

 

Nivel Siete. Bloque Noventa y nueve.

El taxista, poniendo en marcha el turbocar de centelleante carrocería azul y plata y aerodinámica forma oval.

La aeropista 59 parecía volar ante el frontal achatado del óvalo a turbinas. Los vehículos, cuando utilizaban las aeropistas, por su mayor facilidad de maniobra y su incisivo trazado en la jungla de vidrio, plástico y materias arquitectónicas plastificadas, sabían que tenían una máxima seguridad, gracias a los electroimanes que mantenían siempre en ruta a los turbocars, sin despegarse del suelo magnético de las pistas de marcha.

Otros, preferían el simple espacio, el aire abierto, sin someterse a otro control que el de las luces de tráfico flotantes, con sus pestañeos automáticos, que controlaban el tránsito en el aire, impidiendo posibles choques en las zonas de mayor acumulación de vehículos.

—¿No puede correr más? —apremió el viajero, inclinándose sobre la separación del turbocar de alquiler.

—Lo siento, señor —manifestó el taxista, sin volverse—. Llevamos la máxima velocidad autorizada en zonas céntricas. ¿No lo sabe usted acaso?

Ulk Gaad apretó los labios, sin hacer ningún comentario en el trecho descendente, donde aumentó la velocidad del vehículo hasta limites vertiginosos.

El sistema antivértigo del interior mantenía el organismo en perfecto equilibrio, aunque Ulk Gaar, piloto especializado de la "Astronautical Solar System", difícilmente hubiera podido sentir vértigo en estos momentos, ni siquiera duplicando la velocidad, cosa, por otro lado, imposible en vehículos urbanos.

Al final del trazado descendente, el indicador luminoso le señaló, con su disco verde, que entraban en el Nivel Siete de Centrópolis. La grandiosa capital vertical, auténtico centro urbano del mundo, desfiló a ambos lados del vehículo, como una auténtica selva rectilínea, formada de desnudos muros grises y blancos, enormes vidrieras plastificadas y ágiles torretas elevándose como agujas ultramodernas hacia el cielo límpido de la mañana.

—Nivel Siete, señor —habló el taxista de cuerpo metálico.

Asintió Ulk Gaar, sin decir nada. Pasaron los Bloques, numerados visiblemente, con cifras luminosas en las esquinas o en el inicio de los diversos agrupamientos urbanos.

El taxicar se detuvo al alcanzar el indicativo del Bloque 99. Una voz metálica, monocorde, señaló al frenar el vehículo con un silbido de turbinas:

—Son diez "créditos", señor. Deposítelos en la ranura.

Ulk Gaar se sabía de memoria el refrán. No había terminado aún la cantinela, cuando ya sus dedos introducían en la ranura situada en el brazo derecho de su asiento en el taxicar un par de monedas de cinco "créditos".

—Gracias, señor —dijo mecánicamente el conductor.

No podía ser de otra manera. Después de todo, un ser mecánico no puede hablar sino en forma mecánica.

Con un ser humano se dialoga, se discute. Jamás con una máquina. Es imposible razonar con una serie de mecanismos y de sistemas electrónicos enfundados en plástmetal flexible y duro como una goma o caucho revestido de acero. Eso eran los servidores oficiales. Máquinas, robots numerados y perfectamente controlados, con su "matrícula" y toda clase de contrastes. Desde un taxista a un controlador del tráfico urbano; desde un funcionario burocrático a un inspector de viajes siderales. Así era el mundo. A Ulk Gaar no le gustaba. Pero tenía que admitirlo, como un simple miembro de la comunidad.

Abandonó el turbocar de alquiler. De la banda magnética de tránsito, al túnel vítreo, hemicilíndrico, por cuyo suelo deslizante se movían en dos direcciones los peatones, había una especie de paso angosto, con límites luminiscentes.

Ulk pasó por él al túnel correspondiente. Se dejó llevar, como todos, por aquella serie de sistemas automáticos que, a su juicio, convertían al hombre en una especie de marioneta al servicio de las máquinas.

Las máquinas...

Suspiró. No, no le gustaba el rumbo de la vida. Se confiaba demasiado en esas máquinas. Los seres humanos indolentes y como sonámbulos, se entregaban por completo al cómodo servicio de sus ingenios artificiales.

Los rostros con los que uno se podía cruzar, pensó Ulk, eran estúpidos e inexpresivos. Como vivir entre maniquíes de carne, movidos por un mínimo sentido de inercia. Nada más.

Pero en el año 2498 no era fácil que nadie sintiera vértigo ni miedo a caer al vacío que formaban siete niveles urbanos, cada uno de ellos, al menos, con una docena de pisos de aquella colmena ingente, colectiva, humanizada, que era la gran urbe donde todos los hombres se alojaban.

Como Centrópolis había muchas ciudades en el mundo. Podía ir uno a Sudmetrópoli Uno y Sudmetrópoli Dos, a Afrípolis, y Asiápolis Uno, Dos y tres, a Európolis Uno, Dos, Tres, Cuatro y Cinco..., e incluso a Nórpolis y a Antárpolis, en ambos Polos de la Tierra.

En todas, las vías aéreas y los Niveles formaban parte del plan de urbanización, rígido y matemático. En esas vías de metal magnético, los calzados imantados bastaban a impedir cualquier error humano, cualquier accidente. Un hombre, por alto que caminase, entre cumbres de vitroplast y de asfaltplast, rozando las nubes, nunca podía caerse. NUNCA.

Siguieron su camino los peatones rígidos del túnel vítreo. Ulk pasó junto a las grandes, iluminadas vidrieras de una serie de granjas hidropónicas, con frutos artificialmente cultivados, de los más diversos orígenes.

Desde las flores azules de Venus, con su formidable carga de oxigeno, de hidrógeno y de helio, hasta los frutos rojizos de Marte y los violáceos de Júpiter, que bien canalizados podían proveer de amoníaco y de metano a las industrias.

Evitó mirar todo eso. Estaba harto. Harto, incluso de las granjas hidropónicas para cultivo de plantas foráneas. Hasta eso resultaba químico, aséptico, artificioso.

—Algún día, todo este equilibrio basado en la ciencia, se desleirá como azúcar en agua —masculló roncamente, deteniéndose ante el edificio buscado—. Y yo me pregunto: ¿qué sucederá entonces?

Entró en el edificio de viviendas colectivas. Todo estaba colectivizado en su época. Uno no se podía sorprender por eso. Ni por muchas otras cosas.

El ascensor F le condujo a la planta y del Nivel. Consultó su micro-cronógrafo del anillo. Era puntual, pese a que había tenido muchas prisas durante el viaje. Por nada del mundo hubiera querido llegar tarde a su cita de aquella mañana.

Ningún hombre, se dijo, gusta de llegar tarde al encuentro de su futura esposa. La muchacha que, siendo todavía su novia, se va a convertir en esposa solamente unos minutos más tarde.

Eso explicaba quizás su nerviosismo. Para Ulk Gaar, un vuelo sideral a Marte, a Júpiter o a Venus, en una de las naves ultraveloces de la A.S.S., era una aventura mucho más simple y rutinaria que ir al encuentro de una chica bonita, como Aura Wyak, a quien iba a convertir en la señora Gaar.

Aura le aguardaba ya. Vestía sencilla y encantadoramente, de blanco y plata. La falda, breve y cristalina, parecía flotar en torno a la esbeltez de sus muslos, suavemente ceñidos por su malla tenue, de hilo platinado, vítreo, casi invisible, salvo en su cristalino brillo. Los chapines o botitas de tejido de plata, con botonadura y rebordes de piel escarlata de algún exótico animal de Marte importado a la Tierra, completaban su delicioso atavío. El cabello, áureo y ondulado, golpeaba los adornos de color azul cobalto, sobre sus hombros.

—Mi querido Ulk... —musitó, rodeándole con sus brazos efusivos, cuando él llegó a la vivienda—. Cada minuto me parecía un siglo, sin estar tú a mi lado...

—Pronto estaremos unidos para siempre, Aura —sonrió Ulk, besando sus dorados cabellos con devoción.

—Para siempre..., excepto los largos viajes en que tú vueles a las estrellas.

—Es mi tarea, Aura.

—¿Crees que podré habituarme a esas ausencias, querido?

—Por supuesto, querida. Uno siempre se adapta a las obligaciones de su existencia, por duras que éstas sean. Y, a fin de cuentas, los viajes espaciales no son tan largos como parecen.

—Aún no se ha logrado superar la velocidad de la luz, Ulk —sonrió ella, con expresión burlona.

—Claro que no. Ni siquiera igualarla. Pero se ha logrado viajar hasta velocidades muy próximas a ella. Júpiter pudo ser alcanzado en vuelos espaciales que no sobrepasaron los dos meses. Eso, en algunos momentos, señaló velocidades de casi trescientas mil millas por hora. Todo un alarde en vuelos siderales, Aura.

—Lo que la luz tarda en recorrer poco más de un segundo (1[1]) —comentó Aura, sonriente.

—Es cierto. Pero en velocidades así, recorrer en una hora lo que la luz tarda en recorrer un segundo... es un gran éxito. Quizás el mayor que puede alcanzar la ingeniería espacial del hombre.

—¿Nunca se podrá llegar más lejos, Ulk?

—No se puede decir NUNCA en temas así. Pero es difícil que una nave remonte su vuelo más allá de esas trescientas mil millas por hora.

—Si algún día vas a Júpiter, Ulk..., eso querrá decir que tendré que esperarte varios meses. Dos de ida, dos de vuelta..., y la estancia de la expedición allá.

Ulk Gaar hizo un gesto ambiguo con ambas manos.

—Inconveniente de nuestra dorada y magnífica civilización—murmuró—. Nuestros antepasados de hace quinientos años, se conformaban con recorrer la distancia entre Rusia y América en siete horas, incluso llegaron a hacerlo en cinco.

—Pero nunca en diez minutos.

—No, querida. Nunca en diez minutos... —sacudió la cabeza Ulk, pensativo—. Nunca en diez minutos... Eso es consecuencia de la época. Se empezó a ir de prisa hace ya cinco siglos. No hemos progresado demasiado en cruzar el Atlántico. Pero progresamos en otras cosas. En algunas, quizá demasiado, Aura. Y no me gusta, querida, no me gusta —repitió.

—¿Qué quieres decir? —sonrió ella dulcemente, mirándole con los ojos muy abiertos.

—Que pese a que cuanto nos rodea es hermoso, geométrico, perfecto, materialmente logrado, funcional y práctico, carece de espíritu no hay alma. No hay alma, Aura. Los hombres somos como... marionetas. Vamos mecánicamente por las calles, en los vehículos. Nos dejamos conducir, manejar, precisamente por aquello que nosotros hemos creado para que nos auxilie: la máquina, el servidor "robot". ¿Y puedes decirme, cariño, lo que sucedería el día en que todo el equilibrio mecánico y técnico de nuestra época se desmoronase rotundamente?

—Ulk, eso no puede suceder. Ya ha habido averías mecánicas, fallos en los sistemas electrónicos de control remoto de los robots. Dependemos de los mecanismos, de los controles electrónicos, de los servidores hechos de metal y engranajes, de cerebros eléctricos y sistemas artificiales de vida. Si todo eso se detiene un día..., sería como detener la propia vida. Y nadie parece advertir ese peligro latente, ese problema amenazante.

—Ulk, ¿vas a permitir que esas ¡deas, esas preocupaciones, se interpongan en nuestra felicidad de una fecha como la de hoy?

—No, no —negó suavemente Ulk con una sonrisa—. Perdona, Aura. No tengo derecho a hablarte de todas esas incongruencias. A entristecer un día así, en suma. Olvídalo.

Salieron del Bloque 99. Tomaron un turbotaxi, que partió con ellos vertiginosamente, rumbo a la Torre Nacional, donde se hallaban todos los departamentos burocráticos de Centrópolis.

Ulk se retrepó en el asiento de espuma, con un suspiro, mientras el conductor-robot hacía funcionar los mandos electrónicos con simplicidad. Su espalda de metal azulado, con su número de control, era como un permanente aviso de que las cosas era como Ulk Gaar las había anunciado poco antes: frías, impersonales, artificiosas.

—Un día vi una boda en un estereograma—explicó Aura lentamente, entornando los ojos—. Una boda en un siglo lejano. Creo que era el siglo veinte...

—Hace ya quinientos años—murmuró Ulk, pensativo—. ¿Allí viste a la novia del largo traje blanco?

—Sí. Una boda era algo ceremonioso, un ritual encantador y brillante. Al parecer, consideraban que era el momento en que una vida emprendía un camino diferente, y debía celebrarse con la pompa apropiada. También decían que era una bella forma de continuar la existencia humana, uniéndose hombre y mujer hasta que la muerte les separase...

—Debía de ser muy diferente a lo de hoy, Aura—sonrió Ulk, encogiéndose de hombros—. Una boda apenas si es algo rutinario, una forma de crear otro hogar, mediante un convenio mutuo, certificado en una fría oficina. No hay festejos, ni celebraciones, ni nada. Creo que la gente, incluso se casa sin amarse. Siguiendo esa misma rutina. Como tomar un turbocar o dejarse llevar por una acera rodante, Aura.

—¿Tú también? —musitó ella.

—Oh, no seas tonta —la rodeó con sus brazos, besándola en la barbilla—. Te amo, y tú lo sabes. Me caso contigo, Aura, porque sé que vas a hacerme feliz y formaremos un hogar dichoso. Eso es todo.

—Mi querido Ulk...

Aura le devolvió apasionadamente el beso. Era una manifestación de afecto que se iba haciendo menos frecuente, a medida que las gentes se olvidaban incluso de sentir algo tierno y entrañable por los demás.

Fue entonces cuando Ulk tuvo aquella rara sensación por primera vez.

Fue la impresión vivida, inexplicable, de que ALGUIEN les estaba mirando.

Dentro del vehículo era imposible, ya que la velocidad del turbocar y la ausencia de transeúntes en las aerovías impedían tal circunstancia. Pero estaba seguro de eso. De alguna forma, la sensación de que era observado creció en grado. Miró en derredor con aire confundido.

—¿Sucede algo, querido? —preguntó, sorprendida.

—No, nada —negó él, escudriñando en torno, con perplejidad, hasta llegar sus ojos al espejeante vidrio del visor frontal del coche. Allí vio, reflejada, la forma cilíndrica de la cabeza del robot que conducía el turbotaxi. En medio de la curva faz color aluminio centelleaban las dos esferas multicelulares, fluorescentes, que eran como sus ojos o mirada artificial.

Estremeciéndose, Ulk se dijo que era una idea estúpida imaginar que un simple robot, una máquina fabricada exclusivamente para una tarea que cumple siguiendo órdenes grabadas en su "memoria" electrónica, pudiera MIRAR. Y menos aún, MIRAR CON MALEVOLENCIA, CON ODIO.

Era una estupidez, por supuesto. Y ahuyentó la idea de sí, casi sintiéndose ridículo por haberla aceptado siquiera un solo instante.

Ulk no podía saberlo aún. Pero aquél fue solamente el primer presentimiento de que algo anómalo había sucedido.

*  *  *

El segundo indicio fue más concreto. Y más grave.

Tuvo lugar en las oficinas del Registro Civil, donde tenían que casarles, de acuerdo con las normas legales, siempre frías y rígidas, de la Nueva Época y su sistema de gobierno universal.

Un gobierno que, centralizado en la Tierra, en la gran urbe llamada Centrópolis, federaba las diversas asociaciones continentales y los Estados Unidos de Europa, Asia y América, juntamente con Base Luna —la gran colonia montada en el satélite terrestre, dentro de su cúpula vítrea de oxígeno respirable—, y las diversas colonias establecidas en los planetas adonde las naves siderales de la "Astronautical Solar System" llegaron, y cuyos límites, por ahora, estaban marcados por el gigante de atmósfera densa y acre, el gran Júpiter.

En esa Era de la vida humana en el planeta Tierra, forzosamente el sistema de gobierno había de ser tan frío e insensible como el propio medio de vida de los humanos, sometidos a unas reglas mecánicas, a una rígida obediencia de normas y sistemas prefabricados, y siempre sin considerar al hombre como un ente individual, de ideas y reacciones propias, sino como un simple número, en un sistema ordenado, aséptico, mecanizado.

—¿Matrimonio? —preguntó el zumbón sonido de una de las máquinas oficinistas del Registro Civil.

Ulk se quedó mirando a las hileras de mesas metálicas, donde máquinas de escribir accionadas electrónicamente hacían correr cintas de signos simplificados, con destino a dossiers y archivadores en clave.

Ante esas máquinas, robots de apariencia humana, confeccionados en livianos metales aluminizados, actuaban con una precisión helada y monocorde, que no admitía demoras, errores ni distracciones.

—¿Matrimonio? —insistió la voz metálica que zumbaba en la rendija de uno de los robots del Registro Civil, con sus metálicos dedos en vilo sobre los signos de su máquina de redacción.

—Sí—asintió fríamente Ulk.

—¿Nombre?

—Ulk. Ulk Gaar.

—¿Profesión?

—Piloto espacial.

—¿Tarjeta de Identidad?

—ZA-RB 132.476 —informó.

Los dedos de aluminio plastificado se movían con celeridad, pulsando las teclas de la simplificada máquina de signos casi taquígrafos. Ulk sabía que el control personal de cifras y letras era riguroso en todo el planeta. Computadoras electrónicas y en un detector magnético cuidarían de señalar la verosimilitud de los datos, comparándose con el original de su tarjeta de identidad.

Después de eso, llegaría la autorización para la boda. Pero antes, debía pasar Aura por esa prueba.

—Nombre de la mujer —recitó monocorde la voz.

—Aura. Aura Hoal.

—¿Profesión?

—Investigadora química en una Granja de Cultivos Alimenticios, la AFSZ-149.

—¿Tarjeta de Identidad?

—ZR-JB 871.223.

—Esperen —recitó, zumbona, vibrátil, la metálica voz monocorde del robot encargado de la oficina—. Pasen ahí, por favor.

Se acomodaron en dos asientos flotantes, de suave espuma roja. Eran como discos muelles, blandos, inmóviles en el aire, sin soporte. Vulgares asientos sobre columnas magnéticas. Así eran todos los actuales, en Centrópolis o en cualquier otro lugar del planeta Tierra.

Ambos quedaron mirándose un largo espacio de tiempo, sin decirse nada. Por fin, fue Ulk quien hizo un vago comentario:

—Todo esto me irrita, Aura. Esas malditas máquinas, registrando nombres y cifras, archivando datos, controlando, comprobando, enumerando. Sus cerebros son sólo células fotoeléctricas, mecanismos bien engrasados, a los que bastarla un grano de arena para que chirriasen y se descompusieran. Sin embargo, ellos rigen nuestras vidas. ¡No es humano, Aura! Me siento... me siento como un insecto raro, moviéndome entre seres superiores, que me tratan condescendientes y despectivos, permitiéndome vivir casi por compasión. O porque, en cierto modo, les soy útil.

—Ulk, tienes ideas muy raras últimamente —se inquietó Aura—, Vuelves a tu obsesión contra las máquinas...

—Siempre fui reacio a ellas. Considero que el hombre es quien debe hacer todo lo que ahora da a las máquinas para que lo hagan ellas. Terminaremos dominados, sometidos.

—Ulk, te ciegas con tus propios juicios. ¿No te das cuenta de que estás insinuando una idea realmente monstruosa? ¿No ves que estás sugiriendo que... que nosotros somos los esclavos y ellos, las máquinas... NUESTROS AMOS?

Soltó una risa breve, seca, agria. Meneó la cabeza, sin quitar los ojos de su prometida, y musitó:

—Sí, me doy cuenta de ello, Aura. Suena a estúpido, a una idea loca. Pero no puedo quitarla de mi cabeza, querida. Jamás me he sentido como un micro-organismo bajo el microscopio, observado por ojos extraños, hasta no verme ahí, ante esos robots, esperando a que ellos resuelvan sobre algo que es a mí exclusivamente a quien afecta.

—Deja que todo siga su curso —sonrió Aura levemente, apoyando su mano en la de él, con firmeza—. Por favor, querido...

—Está bien —suspiró Ulk Gaar con ímpetu—. Se hará como tú pides. Pero si me dejase llevar de mis propios impulsos, creo que me marcharía ahora de aquí como alma perseguida por el demonio, sin esperar siquiera a recibir la autorización matrimonial.

Aura no llegó a responderle. En aquel instante parpadeó un rótulo luminoso en el muro. Eso era la señal de que su caso estaba computado. Por una ranura del muro cayó automáticamente, con un "clic" metálico, una tarjeta de papel aluminizado, sobre un plato igualmente metálico.

—Ya está ahí la autorización, Ulk —dijo Aura, señalando la tarjeta recién entregada por el sistema automático—. Vamos. Hay que legalizarla, y todo habrá terminado.

—Todo habrá terminado... —sonrió Ulk Gaar, levantándose—. Sí, vamos ya...

Tomó la cartulina metalizada. Apenas había dado unos pasos con ella en su mano cuando gritó roncamente:

¡Eh, Aura, espera!

Se volvió ella. Le miró perpleja. El exhibía la cartulina recién entregada por el sistema automático del centro burocrático. Aura exhaló un gemido al ver las letras rojas, fosforescentes, cruzando en diagonal el permiso de matrimonio a nombre de los ciudadanos Ulk Gaar y Aura Hoal.

Era una sola, una rotunda palabra:

DENEGADO.

¡Ulk! —gimió.

—¿Ves esto, Aura? ¿LO VES? ¡Nos niegan el derecho a contraer matrimonio! ¡Rechazan nuestra demanda sin motivo para ello!

—Pero, Ulk, eso no es posible. No hay razón para...

¡Claro que no la hay! —Gaar se volvió vivamente, antes de que ella pudiera impedirlo, y corrió hacia las oficinas donde solamente había funcionarios mecánicos, inanimadas máquinas de perfecto, monocorde funcionamiento.

¡Ulk, no! —se quejó ella—. ¡Regresa! ¡No hagas ninguna imprudencia!

Pero Ulk no la hizo caso. No se lo hubiera hecho a nadie. Lo único que sabía es que aquello era injusto. Y quería ponerlo en claro. Incluso enfrentándose a una oficina de robots.

¡Esto es inicuo! —rugió, depositando la tarjeta denegada ante el empleado-robot que les interrogara antes.

—¿Qué desea, señor? —demandó el mecanismo con su zumbona voz metálica.

¡Protestar de una vileza! ¡Cometieron ustedes un error, un estúpido error que jamás hubiese cometido ningún funcionario humano! ¡Se me ha denegado el permiso para contraer matrimonio!

—Lo lamento, señor. Habrá sus razones de orden legal. Si quiere reclamar, vaya a la oficina doce. Pero seguramente será inútil...

¡Será inútil, porque ustedes todos, malditos trastos mecánicos, se empeñan en poner dificultades a las personas! —replicó Ulk tajante.

—Ulk, querido... —llamó suave, débilmente, la aturdida Aura, desde el extremo de la oficina.

Otros visitantes, que buscaban el matrimonio o cosas parecidas en el Registro Civil, se detenían sorprendidos. En Centrópolis nadie gritaba ni se encaraba a los robots de servicio, como si estuviese loco. Y eso era, justamente, lo que estaba haciendo Ulk Gaar.

—Será mejor que se marche —silabeó, vibrátil, la voz de metal del robot—. Se le puede castigar seriamente por alterar el orden, y usted lo sabe.

¡El orden! ¿Qué orden es este que deniega mi solicitud de matrimonio? —rugió Gaar, agitando la tarjeta sellada en rojo—, ¿Qué orden pueden imponer ustedes, asquerosos mecanismos plagados de errores y de mala fe?

—Se debe dar cuenta de que está haciendo el ridículo, al tiempo que falta a la ley —le señaló el robot con su fría impasibilidad.

—Eso es cierto —dijo un hombre cerca de Gaar—. No resolverá nada protestando. Si le denegaron el permiso, es porque había una razón para ello. Confórmese con seguir soltero, y márchese.

Gaar se volvió vivamente hacia el que hablaba. No era un cliente, sino un funcionario de las oficinas. Llevaba uniforme color gris aluminio, brillante y terso.

Ulk rasgó con un brusco movimiento de sus dedos la tarjeta metalizada. Hacía falta fuerza para hacer eso, especialmente con tal simplicidad. Su interlocutor pareció apreciarlo así, aunque se limitó a comentar glacialmente:

—Esos actos de rebeldía no van a servir de mucho, señor. Usted puede ser arrestado. ¿Por qué no se marcha y evita eso?

—Las máquinas... —señaló Ulk a los robots de las mesas de trabajo—. Las máquinas pueden equivocarse.

—Nunca. Nunca se equivocan. Es el sistema mundial de control. No hay errores. No hay errores JAMAS. Si le han rechazado, es porque su solicitud es errónea.

¡No lo es! ¡Los robots se equivocaron! Y no me iré.

He venido a casarme. No me iré sin contraer matrimonio. Mi prometida y yo somos solteros, ciudadanos libres y dueños de nuestro propio destino. ¡Tenemos derecho a casarnos, no a depender de lo que afirmen unos estúpidos cerebros electrónicos y un puñado de chatarra en movimiento!

—Si no se va ahora mismo, le haré arrestar INMEDIATAMENTE.

—Ni usted ni todos sus asquerosos robots podrían hacer eso —amenazó Ulk con dureza—. Será mejor que no trate de ponerse del lado de ellos. Son sólo máquinas, engranajes y células eléctricas. Nada más, amigo. Usted y yo, somos humanos. Debemos unirnos, luchar contra el dominio de esos malditos elementos metálicos, fríos y duros.

—¿Se ha vuelto loco? —pestañeó el otro—. Soy un funcionario del estado. Y usted debe obediencia al sistema, le guste o no. O será declarado en rebeldía y encarcelado... o sentenciado a muerte. ¿Se marcha?

¡No! Quiero casarme. No voy a dejar que los robots lo impidan.

—Ya basta. El juego ha terminado. Está usted arrestado por...

—¡No, Ulk! —chilló Aura, al advertir lo que quería él hacer.

Pero no podía impedirlo. Ulk Gaar estaba en el disparadero de su justa ira, por una negativa absurda, y sin embargo, definitiva. El sabía muy bien que en esta ocasión las máquinas se habían equivocado. Pero nadie iba a admitirlo. Y él era la víctima del error...

Cuando el funcionario de uniforme de fibras metalizadas se aproximó a él, para proceder a su arresto, Ulk Gaar entró en acción.

Recibió al funcionario oficial con un seco mazazo de su puño zurdo en pleno hígado del contrario. Se arrugó su chaqueta gris, se plegó el cuerpo, con un gemido seco, y ya Ulk había disparado para entonces su derecha, con un impacto durísimo al mentón del contrario.

Osciló el hombre. Ulk remachó su ataque con un formidable golpe de su zurda, ahora abierta, en la nuca del contrario.

Doblóse el hombre, con una queja sorda en los labios. Cayó a sus pies, como un saco.

Inmediatamente, en toda la oficina zumbó una señal de alarma, parpadearon luces rojas, señalando que algo anómalo sucedía.

Ulk se revolvió, mientras Aura le avisaba con un gemido de alarma. Una de las máquinas robot se movía, avanzando en derechura hacia él, con un centelleo repetido de un faro color violeta en medio de su cráneo metálico.

Extendía algo parecido a brazos, pero que no eran más que dos articulados cilindros de metal, rematados en electrodos que despedían chispas al rozar cualquier objeto de la sala. Era lógico imaginar lo que sucedería cuando esos electrodos tocaran el cuerpo de Ulk.

El joven piloto espacial se replegó lentamente, con la mirada fija en la peligrosa máquina. Sabía que la descarga eléctrica del contrario de metal podría serle funesta.

—No se resista —avisó la máquina—. No se resista, o será peor...

El zumbido metálico, modulando palabras molestas, vibrátiles, se elevó en la sala. Aura le avisó a Ulk suavemente:

—Debes... debes entregarte, querido. No dejes que te causen daño...

—Ya es tarde —jadeó Ulk—, Es tarde, Aura... Debo luchar... Luchar hasta donde sea.

Los electrodos situados en los extremos de los brazos articulados, aluminizados, del robot atacante se aproximaron sensiblemente, acorralando a Ulk contra un muro. Los parpadeos de la luz violácea, hiriente, aumentaron de ritmo.

Ulk, enfrentado al peligro, volvió a tener la rara, inquietante impresión de que aquel robot en movimiento era capaz de MIRARLE, de atacarle casi por PROPIA VOLUNTAD.

Era una idea grotesca e incongruente. Pero incluso aquel error en el cómputo de datos personales... daba la sensación re ser INTENCIONADO.

Y, de repente, a Ulk se le erizaron los cabellos, cuando de nuevo sonó el zumbido de la "voz" metálica del robot, porque esta vez las palabras zumbonas, metálicas, de la máquina que le acorralaba con sus peligrosos brazos eléctricos, distaban mucho de sonar a algo frío, mecánico, dictado por sus engranajes y sistemas electrónicos:

—Nos odias, Hombre... Nos odias... Y nosotros a ti. Vamos a destruirte, ¿entiendes? VAMOS A DESTRUIRTE.

Era increíble. Increíble de todo punto. La máquina estaba hablando COMO SI OBRASE POR SU PROPIA CUENTA. 

CAPITULO II

UN MILLON DE AÑOS ATRAS

Todo está terminado, señora. No hay solución.

—Bien. En ese caso, no esperemos más. ¿Está dispuesta la nave?

—Está dispuesta, sí. Pero... es un grave riesgo, señora.

—¿Un riesgo? —ella rió, despectiva—. ¿Mayor que quedarse aquí..., esperando lo inevitable?

Los demás inclinaron la cabeza, mirándose con desaliento. No se atrevieron a responder. Ella musitó, muy despacio, serena la voz:

—Es mejor así, compréndalo. Es... nuestra única oportunidad.

Rostros silenciosos y herméticos se alzaron hacia las estrellas. Un cielo límpido, cuajado de astros, en cuya enorme panorámica estelar destacaba la proximidad de una gran nebulosa, como mancha de luz en polvo diseminada por el Cosmos, les miró desde lo alto, más allá de las grandes torres apagadas de la urbe, más allá de las altas cumbres de piedras rectangulares y doradas, más allá de las Tenues brumas azules de las altas capas atmosféricas del planeta.

Rostros que parecían reflejar en su gesto resignado y vencido la fatalidad de una raza hecha a los peores avatares y capaz de sobreponerse serenamente a todos ellos, luchando por la existencia. La tez, de un terso azul cristalino, no podía considerarse sorprendente.

En Alaak, en la Nebulosa de Andrómeda, todos los seres eran azules. Azules y hermosos, arrogantes y armónicos en su esbeltez, en su físico impresionante, mezcla de humano o marino.

Eran como bellas estatuas de una cristalina piel azul, de piernas y brazos escamosos, platinados, como si fuesen tritones o míticos hombres-peces., Pero las escamosas extremidades de plata eran brazos y piernas, con su perfecta línea humanoide. Solamente la presencia de las tenues escamas plateadas recordaba a las criaturas del mar.

Pero tampoco en Alaak, el planeta azul de Andrómeda, existían los peces que un terrestre hubiera podido ver en su propio mundo. Suponiendo que ya en la Tierra, en aquellos momentos, hubiese hombres como los de los tiempos civilizados.

Buscando una equivalencia entre el Período Diez Mil Setecientos de Alaak y el actual estado del pequeño, insignificante mundo terrestre perdido allá en la Vía Láctea, en un ignoto lugar llamado Sistema Solar, del que ninguno de los seres azules de Andrómeda tenía referencia, se hubiese podido decir que en la Tierra ahora debía correr el año Un Millón antes de Cristo...

Sí, esa debía ser, cronológicamente, la relación entre Alaak y Tierra, entre Andrómeda y el Sistema Solar...

Un millón de años de diferencia. La distancia, en años-luz, que algún día descubrirían los científicos siderales de la Tierra, entre la nebulosa radiante y el mundo de los hombres.

Pero eso nadie lo sabía aún. Ni los hombres de la Tierra, primitivos y próximos todavía a sus antepasados primates, orden de mamíferos placentarios de la que descendía, ni los supercivilizados seres de Alaak, el planeta de Andrómeda que, tal vez, dentro de la escala de los Tiempos y de los Mundos, daría los seres más semejantes a los terrestres, con una diferencia de un millón de años, dentro del Espacio y del Tiempo.

No. Ellos no sabían nada de eso aún. Quizá por ello preguntó uno de los seres azules de Andrómeda: —Y una vez dentro de la nave..., ¿adonde?

—¿Adonde? —ella suspiró, encogiéndose de hombros. Sobre sus ojos, de un radiante color dorado, las pestañas azules se agitaron, despidiendo un tenue polvillo, como el que despiden las policromas alas de una mariposa—. ¿Quién sabe eso, Izaaw? ¿Existe siquiera un lugar en el espacio infinito adonde poderse dirigir?

Ella sabía lo que decía. Sus compañeros no dijeron nada. Compartían sus pensamientos. Y, de nuevo, la gran incógnita se presentó, terrorífica ante ellos:

—Sí, pero entonces..., ¿qué rumbo seguir? ¿Cuál será nuestro destino futuro?

—Nuestro destino futuro... —repitió ella, soñadora—. Ni siquiera sabemos, si, realmente existirá ese destino para nosotros. Ni si habrá futuro en nuestras vidas, a partir de este momento. Huir... huir... ¿Hacia dónde?

—La nave está lista a partir—dijo lentamente Yzaaw—. Será mejor ir hacia ella. Resultaría fatídico... que llegáramos demasiado tarde.

Ella se estremeció. Sí, sabía lo que podía significar ese "demasiado tarde" simple y tremendo a la vez. Una posibilidad escalofriante, abierta a las tinieblas del final irremediable.

Los tres personajes avanzaron por el desolado lugar, bajo los astros, en el silencio de una noche que iba a ser eterna para Alaak, el mundo habitado por una raza inteligente, allá en la inmensa espiral nebular de Andrómeda.

Cruzaron un altísimo arco, un ejemplo armonioso y esbelto de la arquitectura audaz de aquella raza. Más allá, en una gran plaza circular, de suelo brillante, terso como cristal o hielo, esperaba un vehículo reducido, hemisférico.

Subieron a él. Cerróse tras ellos una puerta hermética, accionada automáticamente. El vehículo se elevó, con un silbido tenue, flotando sobre la gran plaza desierta, y remontándose por encima de algunos edificios, hasta posarse suavemente, tras un breve recorrido, en la gran terraza de un edificio de muros dorados.

Allí estaba la nave.

Ella y sus dos acompañantes contemplaron la forma plana, oscura, larga, oblonga. Aquella nave poseía algunas peculiaridades que la hacían única. Por ello mismo era su última esperanza. La última...

—¿Todo está preparado a bordo, Izaaw? —preguntó el hombre que hasta entonces permaneciera silencioso.

—Todo, Zakk —asintió Yzaaw.

No se habló ya más. Avanzaron hasta la nave. Se miraron un momento en silencio. Izaaw suspiró. Estiro la mano escamosa, con membranas tenues entre sus dedos, largos y plateados.

Presionó un resorte oculto. Se deslizó una puerta de acceso al interior, sin ruido alguno. Izaaw y Zakk parecieron esperar algo. Se volvieron a ella. Dejaban para su compañera el privilegio de penetrar en la nave en primer lugar.

—Gracias —dijo ella, simplemente, con el musical sonido de su voz, cadenciosa y dulzona, en la lengua melodiosa, límpida, de las gentes de Alaak.

Entró en la nave. Tras de ella, lo hizo Zakk. Luego fue Izaaw.

Se cerró la puerta nuevamente, con el mismo silencioso deslizamiento. Cuando su cierre absoluto se marcó con un tenue chasquido, ella respiró profundamente e inclinó la cabeza.

—Ya está hecho —murmuró.

—Sí. No podemos volvernos atrás —apoyó Izaaw—. Hemos entrado en la nave. Ahora hay que partir —una pantalla oval de televisión aparecía en el centro de los controles de la nave. La conectó.

La pantalla fluorescente se cubrió de estrías. Luego tomó forma. Una imagen en color, tridimensional y límpida, apareció en la superficie del televisor.

La ciudad desierta, agónica. Y las estrellas, como fondo de los edificios oscuros y silentes. La visibilidad del exterior era nítida.

Ella pareció decidirse en aquel mismo instante. Como si al ver lo que era su mundo ahora, comprendiese que no había otra solución que partir. Partir en aquella nave, a su destino ignoto en algún lugar del Universo.

—Vamos ya —habló tajante.

Yzaaw asintió, poniendo en funcionamiento los botones de mando. Luego se volvió a sus compañeros.

—Hay que adoptar toda clase de precauciones. Vamos a navegar a la velocidad misma de la luz, convertida la nave en luz misma, por la distensión de los cuerpos el alcanzar la supervelocidad máxima que es posible obtener en el Universo.

—La velocidad de la luz... —parpadeó Zakk—. ¿Lo soportaremos?

—Las pruebas resultaron. No creo que ahora fracasemos.

—¿Y la nave se controlará sola atinadamente, con nosotros tres... metidos ahí?

Y señalaba los compartimentos cilíndricos, Transparentes, de vítreos muros, que iban a ser su lecho durante un viaje increíblemente largo. Un viaje que podía durar un año, cuatro, diez... o una eternidad. Las grandes Travesías interestelares sólo podían alcanzarse con los tripulantes en "animación suspendida".

—La nave ha de controlarse sola —corroboró ella—. Su energía se repone automáticamente, gracias a los condensadores de energía cósmica, obtenida de la propia luz. Podría estar una eternidad en movimiento sin consumirse su carga impulsora. Lo que hace falta es que alcancemos alguna vez un mundo idóneo para nosotros.

—¿Y cuando eso suceda...?

—Las células sensibles del mecanismo de a bordo, reaccionarían, al percibir la proximidad de un mundo de determinadas condiciones climatológicas, aire respirable y habitabilidad segura, deteniendo la nave de forma automática.

—Podríamos... podríamos estar ahí dentro un millón de años, viajando por el Universo, si ese mundo no existe—se estremeció Zakk.

—Un millón de años—ella rió, aunque la expresión de sus ojos era grave, profunda, preocupada—. Es mucho tiempo. Mucho… No creo que eso pudiera suceder.

—¿Y... si sucediera? Ella suspiró, inclinando la cabeza.

—Si sucediera..., es posible que ninguno de nosotros volviera ya jamás a la vida. Sumergidos en ese letargo de la "animación suspendida", será como no vivir. El tiempo no pasará por nosotros, en su sentido puramente físico. Pero estamos ante la gran incógnita. No sabemos si un ser humano soportaría miles de años en letargo, y volvería después a la vida. Eso está aún por ver.

Yzaaw se echó á reír, ultimando preparativos. En las cámaras cristalinas de la "animación suspendida" se hizo una tenue luz azulada, suave y sedante. Lechos especiales, esponjosos e ingrávidos, esperaban allí dentro a los cosmonautas que abandonaban su mundo para salvar la vida, para buscar una ocasión, la única, de continuar existiendo. El éxodo sideral se iniciaba.

Entregó unas cápsulas diminutas, de color gris, a cada uno de sus compañeros, y se quedó otra para sí mismo.

—Tomadlas —continuó—. Son el complemento para obtener el letargo que detendrá, prácticamente, el tiempo para nosotros.

Las ingirieron en silencio, como un rito. Zumbaban ya los ultrafotones de reacción de la Nave, en el interior de su ligero fuselaje. El tiempo se iba agotando.

En silencio se saludaron. Luego, cada uno se encaminó a su propia cámara de aislamiento vital.

Se adentraron en sus respectivas cámaras. Se tendieron, ajustando herméticamente la tapa vítrea, que hizo un chasquido. Flotaron sobre el esponjoso lecho, en una grata sensación de ingravidez y calma. Silbaron los expulsores del interior, emitiendo un fluido gas que suplía al aire normal entrara con ellos.

Un dulce sopor comenzó a invadirles. Cerraron los ojos. Lenta, dulcísimamente, se fueron entregando a aquel abandono físico y mental, a aquel reposo, a aquella paz infinita...

El tiempo de margen llegó a su límite.

Dentro de la Nave se hizo como un estallido de luz, un resplandor que cegaba, y que todo lo envolvía...

Para un observador exterior, de haberlo habido en la silenciosa, muerta ciudad de Alaak, la Nave hubiese ofrecido un extraño, fantástico, irreal aspecto.

Toda ella se hizo luz. Luz brillante, cegadora, como si el fuselaje se pusiera al rojo blanco, a causa de un fuego fantástico.

Después, como un chisporroteo, un ramalazo de luz, un chorro de claridad proyectada al espacio...

En la terraza no había nada.

La Nave había partido. Era ya una chispa, un punto de luz en el espacio, salvando miles de millones de millas, distancias ingentes e incalculables, a la velocidad de la materia en que se había convertido: la luz.

Un vehículo de luz, hendiendo el Cosmos.

Y en él, tres seres. Tres únicos supervivientes de un mando aniquilado.

Tres viajeros de las estrellas, para quienes el tiempo no contaba ahora. Tres seres que vivirían tal vez miles de años en un solo instante, rotas todas las leyes universales al salvar la gran barrera de la Luz...

Una Nave y unos cosmonautas sin destino. Su origen era Andrómeda, pero..., ¿cuál era el fin de su viaje?

Si es que tenía algún fin... 

CAPITULO III

ULK GAAR 

VAMOS A DESTRUIRTE

La voz de la máquina repitió su insólita amenaza, cuando ya sus manos metálicas rematadas por contactos eléctricos de elevada tensión, le acorralaban en un último movimiento agresivo.

La consciencia de que las máquinas ESTABAN EMPEZANDO A PENSAR POR SI MISMAS se hizo más intensa y desagradable dentro de su mente. Pero ya ni siquiera tenía tiempo de pensar.

Era inútil luchar con un robot, se dijo angustiado. Lo mejor era abandonar el lugar, escabullirse de tan peligroso recinto.

—¡Vamos, Aura! —seseó, acercándose a ella y aferrándola por un brazo—. ¡No lograremos nada contra esas malditas maquinas! Además..., ¡creo que SABEN LO QUE HACEN!

Aura le miró, como si estuviese delirando. Ulk, sosteniéndola con firmeza, tiro de ella hacia la salida de la oficina.

Pero no iba a ser fácil la evasión del lugar aquél. Ulk, con un estremecimiento, comprobó que otras dos máquinas, dos robots hasta entonces inofensivos, dedicados simplemente a la tarea de registrar y grabar datos en las grandes computadoras electrónicas de otra Sección, se movían malévola y hábilmente, para cerrarles el paso.

—¿Lo ves, Aura; Eso NO SE LO ESTA DICTANDO SADIE... —susurró Gaar, sudoroso, con el semblante muy pálido y tirante.

Tiró de Aura, buscando una salida, vigilando los movimientos precisos, rígidos e implacables, de los robots que iban, lentamente, cerrándoles en un cerco.

¡No saldremos de aquí con vida, Ulk! —se lamentó Aura, horrorizada—. ¡Cubren TODAS las salidas!

Sin responder a eso, Ulk corrió, llevando pegada contra sí a Aura, hacia una de las grandes vidrieras plastificadas que asomaban a la urbe.

Una de las máquinas parecía haberse dado cuenta de sus intenciones y se movía ya hacia ellos, para interponerse en su carrera hacia el enorme ventanal asomado a !a ciudad, por encima de varios Niveles urbanos, aeropistas y espacio-vías.

Los robots parecían comunicarse entre sí por medio de sondas ultrasensibles, porque no emitían sonidos, y, sin embargo, se movían ordenada, diestramente, con una fantástica cohesión que hacía muy difícil la pugna.

Ulk y Aura fueron esta vez más rápidos que el robot encargado de cortarles el paso. Llegaron a la gran vidriera plastificada. El joven piloto de la ASS sabía bien que era de un material prácticamente irrompible. Pero también sabía como se deslizaba sobre su soporte-vía, para ventilar los edificios cuando era preciso.

Con destreza y rapidez accionó el panel de vitroplast, deslizándolo sin ruido, fácilmente. Bastó un hueco angosto, no más ancho que su cuerpo. Tomó a Aura, forzándola:

¡Tú, sal tú primero! ¡No pierdas pie, mantente aboyada en el saliente del edificio! ¡Tu calzado magnético te ayudará!

Aura, muy pálida y vacilante, cruzó la abertura. Se detuvo, cohibida, en el estrecho saliente o cornisa aluminizada del exterior, El robot, furioso, cargó contra la vidriera, comenzando a cerrarla de nuevo.

Pero no pudo evitar que Ulk, con agilísimo, sinuoso movimiento, cruzara la abertura también, deteniéndose junto a Aura, en la estrecha cornisa.

Era escalofriante hallarse en un saliente estrecho, a cientos de metros sobre la calle, lejana y perdida, bajo un inextricable tejer y destejer de aerovías, de Niveles, de terrazas, jardines aéreos y cintas magnéticas para tránsito a gran altura.

—Me da vueltas la cabeza, Ulk... —susurró Aura, estremecida.

—Serénate, querida. Hemos de salir de aquí. Los robots no se atreverán a seguirnos hasta aquí. Son demasiado pesados y anchos para mantener el equilibrio.

—Sí, parecen dudar... —tembló Aura, mirando al interior—. Dios mío, Ulk, ¿será posible que esos seres... PIENSEN POR SI SOLOS?

—Están dando toda clase de pruebas en ese sentido. Es una idea aterradora, pero a cada momento se confirma más y más.

Los ojos de Ulk escudriñaban cada detalle del fabuloso panorama de Centrópolis, buscando una vía de escape para Aura y él. El zumbido de los aerocars, que pasaban entre los edificios, en vuelo suave, rectilíneo y seguro, accionados por sus turbinas silenciosas, parecía distraerle a veces.

—Lo importante es alejarse de aquí —iba diciendo Gaar entre dientes—. Nos dirigiremos a algún lugar seguro, y de allí al Espaciódromo de la “Astronautical Solar System". Tomaré una nave biplaza. Creo que lo mejor es abandonar la Tierra por una temporada.

—¿Adonde iremos, Ulk, si es que logramos llegar tan lejos?

—No lo sé. Tal vez a Base-Luna. O a cualquier otro lugar en el espacio. Incluso podemos dirigirnos a Colonia-Marte. Allí esperaremos a que esto pase..., o a que se ponga en claro la cuestión —le señaló una de las bandas magnéticas de tráfico, y habló ronca, duramente—: Saltemos, Aura, no hay otro medio de salir...

Aura tuvo un escalofrío. La distancia entre la cornisa y la banda magnética de tráfico era relativamente corta. Pero un fallo significaba la zambullido mortal en el fondo de la ciudad. Y lo más fácil era fallar...

—Hay que saltar, Aura. Hay que saltar..., a todo riesgo. ¿Estás dispuesta? —apresuró Ulk.

—Parece que no hay otra solución...

—Exacto. No hay otra solución. Yo saltaré primero. Si todo sale bien, Aura, y llego a esa ruta, estaré esperando a que saltes tú, trataré de ayudarte, de recogerte, para mayor seguridad. ¿Convenido?

Mortalmente pálida, ella afirmó, apretando sus labios.

—Convenido, Ulk. Y si fracasamos los dos o uno de nosotros..., quiero que sepas que te amo.

—Aura... —se unieron sus bocas en un beso sincero y calido. Al apartarse, había una resolución sombría en las pupilas de Ulk Gaar—, Eres una gran chica. No permitiré que te suceda nada. Pero por trágico que sea nuestro fin ahora, no lo será peor que en poder de esas malditas máquinas...

Fue lo último que dijo.

Luego, Ulk Gaar, se precipitó en un salto suicida hacia el vacío de la gran urbe que se extendía a sus pies, como centro del mundo de aquel ultracivilizado siglo XXV.

Aura cerró los ojos, con un gemido de angustia. Ulk, hendiendo el espacio, como si fuese un águila en pleno vuelo, surcó la distancia entre la cornisa y la banda magnética por donde circulaban los turbocars y los aerobólidos.

Por un momento, un fugaz momento, que para Aura pareció durar años enteros, el cuerpo de Ulk péndulo, cerca borde magnético, pero sin caer dentro de la cinta magnética serpeante que, como gigantesca montaña rusa, surcaba la ciudad, por entre las altísimas torres de materiales plastificados, de metales aluminizados y de centelleantes paneles de vidrio.

Luego... las manos de Ulk se asieron a algo: al borde magnético. Colgó sobre la ciudad, osciló en el gran vacío urbano, y, por fin, con un suave, elástico impulso, giró el cuerpo hacia arriba y logró poner Los imanes de su calzado sobre la superficie metálica imantada.

Estaba a salvo. En pie sobre la vía aérea de tránsito.

Elevó sus brazos hacia Aura. La llamó animoso:

—¡Vamos, tienes que saltar! —la alentó—, ¡No es tan difícil como parece, querida!

Ella se decidió, como si algo le dijera que, de no hacerlo, todo sería peor.

Brincó al abismo, con la mirada fija en Ulk, sirviéndole él de punto de referencia, de guía y objetivo.

Aura también tuvo acierto y fortuna en su brinco. Además, los brazos extendidos de Ulk la aferraron en el momento en que más necesario resultaba, al filo de la ruta aérea.

Se quedaron juntos, estrechamente enlazados, en el alucinante sendero aéreo, con la jungla de plásticos, metales y vidrio en derredor. Desde un helibús, rostros asombrados les contemplaron a través de las ventanillas, como dudando de lo que veían.

—Ahora hay que alejarse de aquí cuanto antes—habló Ulk Gaar, nervioso—. En marcha, Aura. Tomaremos un vehiculo en cualquier parte.,.

Dirigieron una mirada a los ventanales de la Torre central. La malévola voz metálica de un robot asomaba a ella. Parecía contemplarles, irritado por su escapatoria.

Los dos jóvenes emprendieron la marcha por un borde de la aerovía, hasta encontrar e! acceso a un túnel de peatones, y se mezclaron con éstos, en la humana riada, sin poder olvidar lo sucedido en la oficina del Registro.

*  *  *

Lentamente, Ulk se volvió a ella. Sacudió la cabeza, mientras sus ojos escudriñaban a través de una rendija entre las cortinas.

—Está empezando a oscurecer, Aura. Cuando llegue la noche, saldremos de aquí.

—¿Crees que será más seguro?

—No lo sé. En nuestra época, la luz es ya lo de menos. En tiempos en que se detecta por células fotoeléctricas, por infrarrojos, por simples vibraciones y hasta por aromas que ningún olfato podría percibir, sin ayuda de los detectores magnéticos, uno ya no sabe qué puede ser lo más seguro. Pero tenemos que intentar salir de aquí, y creo que lo mejor será durante la noche.

—Ha de ser antes de las doce —avisó Aura.

—Por supuesto. A las doce, las sirenas avisan para que todos se recojan en sus viviendas, y la ciudad pasa a ser una especie de mundo silencioso y dormido, por el que sólo circulan los vehículos de la Policía de Control. Es una época encantadora la que nos ha tocado vivir, Aura, Miles de años intentando ser libres, y ahora que proclamamos serlo, no somos sino un puñado de esclavos, en las manos de unos pocos controles a distancia, unos vehículos-robot y unos detectores electrónicos. ¡Hermoso mundo el de nuestro siglo veinticinco!

Tras su amargo comentario, Aura no quiso arrancarle más palabras. Esperaron en silencio un largo rato. Al otro lado de las cortinas de vidrio tejido, opalescente, los ruidos callejeros de Centrópolis parecían irse extinguiendo lentamente.

—Ya está oscuro —murmuró Ulk—, Si puede llamarse así a una ciudad iluminada por mil proyectores de luz solar almacenada, flúor, luces de tráfico y todo eso...

—Ulk, tal vez aquello fue solamente un esporádico desarreglo en las funciones coordinadas de los robots, y esas creando un mundo de una simple tontería...

Súbitamente, del exterior llegó un estruendo metálico, un grito agudo y prolongado, en el que se captaba una nota a indescriptible terror. Se miraron, inquietos, ambos jóvenes.

Ulk corrió a la ventana, descorrió apenas una pulgada las cortinas vítreas, miró al exterior, buscando la causa de aquel ruido y el grito horrorizado.

—¡Dios mío! —jadeó, intensamente pálido, volviéndose Aura—. ¡Mira ESO!

Aura miró. Fue ella quien palideció ahora, convulsionándose ante lo que estaban presenciando.

Desde el alojamiento de Ulk, donde se hallaban ocultos, era bien visible el exterior, radiante de luces artificiales, todas las grandes urbes del siglo XXV. Y en ese exterior maravilloso, en ese conglomerado de la técnica y la belleza arquitectónica que era Centrópolis, con sus torres de aluminio, vidrio y plásticos bruñidos, con sus aerovías, el serpenteo de las rutas urbanas, los niveles y sus túneles de peatones, los canales urbanos, con sus acuotaxis y fluvicars; en aquel ámbito soberbio, límpido, aséptico y lineal, estaba teniendo lugar otro horror inconcebible y brutal.

Otro signo violento, inequívoco, de que algo andaba mal…

Era un semáforo aéreo el que funcionaba arbitrariamente, parpadeando en forma alocada y provocando con ello el choque colectivo de varios vehículos. Sus carrocerías, rugosas y hendidas, daban tumbos por una de las aeropistas, tras el accidente.

Pero eso no era lo peor de todo.

A pesar del inexplicable fallo de un mecanismo electrónico, en una época en que tales fallos eran prácticamente inexistentes, nada justificaba que ahora, un poco más allá, los conductores-robot de unos turbotaxis, unidos en grupo que rebasaría la media docena, cargasen brutalmente contra un túnel de peatones, cuyos muros de vidrio plástico estaban desgarrando y astillando con sus poderosas manos de acero.

El terror de las gentes ante la agresión inexplicable era muy grande. Los gritos aumentaban y empezaban las carreras alocadas, en las dos direcciones de túnel de paseo, golpeándose y derribándose mutuamente sobre ambas aceras rodantes.

Un policía-robot, de cuerpo rojo, uno de los elementos mecánicos situados por el Hombre en sus ciudades, para controlar el orden y cortar fría e inexorablemente todo brote de violencia, delito o alteración de la ley, asistía, inmóvil e indiferente, a la extraña acción de los taxistas-robot.

—¡Oh, no, no! —sollozó Aura, cuando dos de los agresores de metal lograron alcanzar el paso de peatones encristalado—. Pero..., ¿qué están haciendo, Ulk? ¿QUE HACEN...?

—No mires... —jadeó Gaar, muy pálido, cubriéndole el rostro—. Será mejor... que no mires, Aura...

Crujieron las mandíbulas de Ulk al presenciar, alucinado, la tremenda carnicería de aquellas bestias de metal, haciendo estallar los cráneos con simples golpes de sus manos de acero, desgarrando tejidos humanos, en un baño de sangre escalofriante.

Era la matanza más brutal y feroz que jamás viera nadie, una auténtica trituración de unos seres que nada podían hacer frente a aquellos perfectos elementos de la mecánica, creados precisamente para su servicio, y no para su muerte...

—Y no se puede hacer nada... —silabeó, blanco como el papel— ¡No se puede hacer nada, Aura...!

—Era... era verdad... lo que dijiste, Ulk...—sollozó ella—. Es... es la rebelión de las máquinas contra sus creadores y amos... Los robots se revuelven contra el hombre ¿Qué va a suceder ahora?

—No lo sé, Aura. No lo entiendo. No puedo entender nada de esto. Es... es espantoso... ¿qué ha podido suceder para que una cosa así llegue a ser realidad? Un puñado de hierro, de ruedas, de electrodos... NO PUEDEN pensar, odiar, matar por sí mismos...

—Pero lo están haciendo, Ulk...

—Lo están haciendo, sí. Dios mío, si al menos pudiese comprender algo de lo que está pasando. Presiento un peligro horrible, siento aquí mismo, a mi lado, la presencia de ese horror. Casi puedo sentir su roce en mi piel. Pero ni siquiera puedo imaginar lo que es...

—¿Qué podemos hacer, Ulk?

—Trataremos de llegar al Espaciódromo de la “Astronautical Solar System", de una manera o de otra. Tengo la impresión de que los acontecimientos se precipitan por momentos, y muy pronto será demasiado tarde... para todo.

—Sí, yo también tengo ese presentimiento... —se estremeció Aura.

—Vamos, no hay tiempo que perder. Dispónlo todo, nos llevaremos lo más preciso.

Rebuscó Ulk Gaar en uno de sus muebles de vitroplast. Se ajustó en la muñeca una pequeña máquina electrónica de escribir, tomó unos tubos de vitaminas concentradas, de hidratos en cápsulas gelatinosas, y cuanto pudieran precisar para mantener su organismo alimentado, en una situación de extrema necesidad. También empuñó un objeto que hizo exclamar a Aura:

—¿Un arma? ¿Crees que puede servirte de algo... frente a ellos.

Ulk arrugó el ceño, sopesando el ligero, manejable cilindro cárdeno, provisto de una esfera con dos resortes en su extremo. Luego se encogió de hombros, guardando el arma.

—Emite descargas térmicas, ¿no? —dijo entre dientes— Impactos de muchos cientos de grados de calor, que pueden abrasar a un hombre. Tal vez también puedan inutilizar un punto vital de una máquina, llegado el caso... Y ahora adelante. Dios nos guié, Aura.

Ulk abrió la puerta magnética con una presión sobre el resorte. Se deslizó la hoja metálica, ellos dieron un paso adelante, para pisar la calle, en su Nivel Seis, donde ahora se hallaban...

Aura emitió un grito prolongado, terrible.

Tres máquinas, tres robots, erguidos y espantosamente amenazadores, cerraban toda salida.

—Ulk Gaar y Aura Hoa! —recitó la voz vibrátil, metálica, de uno de "ellos"—. Aquí están.

—Muerte para ellos —dictó, inexorable, otro de los robots.

Y los tres se movieron hacia ellos... 

CAPITULO IV

CAOS

La idea pasó rápida por la mente de Ulk, pese a su repentina, fría paralización ante la presencia de los mortales enemigos.

El movimiento de muerte y destrucción de las máquinas electrónicas, era algo muy bien organizado, medido y preciso. No se podía negar que eran máquinas...

— ¡Todo se ha terminado, Ulk! —gimió Aura, vencida.

Gaar podía vislumbrar, tras las formas metálicas y pesadas de les robots, la calle en su Nivel Seis. Salpicaduras de sangre, tejidos humanos, cuerpos triturados o aplastados brutalmente...

Empezó a recular Ulk, tirando de Aura con firmeza, la vista fija en las formas aceradas que se movían con fría precisión hacia ellos, cerrándoles todo paso.

—Ten serenidad, Aura —susurró, con voz alterada—. Todavía no nos han vencido.

Estaba pensando. Y pensando de prisa.

No podía pensarse en competir en fuerza con aquellas moles. Pero sí en agilidad, en rapidez mental. Además, él conocía su vivienda. Ellos, no.

Era su única esperanza, la única posibilidad. Si los tres robots de dispersaban y cerraban huecos, era el fin.

Si en vez de eso, se limitaban a comportarse igual que lo que eran, simples máquinas, y continuaban en pos de ellos, aún había una probabilidad...

—Atrás, Aura —jadeó—. Atrás...

Cerró una puerta, entrando en otra habitación. La puerta tardó unos segundos en derrumbarse, demolida por los seres metálicos. Inexorablemente siguieron tras ellos dos.

Siempre cerraban toda salida los robots. Pero en su marcha implacable, de alcoba en alcoba, no advirtieron el movimiento circular que, dentro de la vivienda de Ulk, situaba a éste y a Aura en una última habitación..., provista de dos puertas. Una, aquélla por la que entraron, comenzó a crujir, unos segundos antes de derrumbarse. Los robots continuaban adelante.

Pero Ulk ya abría la puerta opuesta... y salían al corredor de salida de la casa, directamente hacia el exterior.

Los robots lo advirtieron. Pero un poco tarde.

Aceleraron el paso, trataron de desplegarse, de cogerles en un cerco férreo y mortal. No lo lograron. Antes de eso, ya en el Nivel Seis, con Aura, bajo las estrellas de la noche y las luces radiantes de la urbe, que ahora parecían extrañamente hostiles y frías...

No era la salvación, ni mucho menos. Pero estaban fuera de casa. Y habían burlado a los robots, al menos momentáneamente.

La roja luz situada en la frente de uno de los robots comenzó a parpadear rápida, furiosamente. Con inquietud, Ulk supo interpretar lo que aquello significaba.

El robot emitía ondas electrónicas a una determinada frecuencia. Ondas que eran una llamada silenciosa para las células perceptivas de los demás robots. Era un alerta general para impedirles escapar.

— ¡Vamos, hay que intentarlo una vez más! —jadeó Ulk, echando a correr por la amplia terraza del Nivel Seis, tirando de Aura.

Al doblar una de las esquinas de los edificios de aquel Bloque vieron venir a dos nuevas máquinas por el sendero, sobre sus engranajes rodantes. Rápidamente, Ulk eludió el encuentro, lanzándose en dirección opuesta hacia una plataforma aérea de aparcamiento de vehículos, sostenida por invisibles columnas magnéticas.

— ¡Dios sea loado! —jadeó Gaar, con gesto esperanzado—, ¡Un ultra-car!

Entre todos los vehículos situados en hilera en el aparcamiento flotante, destacaba a sus ojos la forma azul, triangular, de un ultra-car movido por medio de energía a fotones.

Además de su enorme, vertiginosa rapidez, tenía una virtud más: podía sobrevolar a mucha mayor altura que los turbocars normales, aunque no llegase a ser una nave espacial ni mucho menos.

La propia fuerza magnética del aparcamiento les subió por absorción sobre las piezas imantadas de sus ropas, tal y como se ascendía siempre a tales plataformas de vehículos. A distancia vislumbraron á los robots en su seguimiento, implacables.

Una vez arriba, deambularon con celeridad entre los coches, hasta alcanzar el ultra-car. Estaba cerrado con pestillo de seguridad, y Ulk sabía que ninguna llave le sería útil para tal menester, ya que el cierre de la portezuela solamente podía ser accionado por medio de un contacto fotoeléctrico de determinada intensidad.

Pero recordó que tenía un utensilio aprovechable: la pistola o proyector térmico. Lo empuñó, bajo la mirada anhelante de Aura. Apuntó a la cerradura, disparando un breve chorro de luz térmica, azul y chisporroteante.

Se fundió la cerradura y cedió el pestillo, bajo el aluvión de grados de calor. Abrió el vehículo Ulk, haciendo entrar con rapidez a Aura. Se acomodó a su lado él mismo y puso en funcionamiento los mecanismos del ultra-car.

El ultra-car emitió un sonido sibilante. Arrancó en vertical, como lo hacían siempre aquella clase de vehículos. Despidió dos chorros de propulsión, y los fotones de su sistema de marcha le impulsaron a velocidad fantástica hacia las alturas.

Esta vez nadie les siguió...

—Todo parece normal allá abajo...

Suspiró Ulk Gaar, después de emitir esta opinión. Era pronto para asegurar nada, pero desde el aire, a bordo del descendente triángulo azul, centelleante y veloz, todo el vasto, enorme, ultramoderno Espaciódromo de la ASS, con sus blancos edificios encristalados, con sus serpenteantes pasos de aluminiplast, brillando cegadores bajo el raudal de luz del sistema de proyectores solares parecía en perfecto orden, sin que la alucinante y caótica tragedia de Centrópolis hubiese llegado a su vecina Base Espacial, situada a más de cien millas de la urbe.

Cien millas que, con los vehículos del siglo XXV, poca distancia significaban en realidad. Aproximadamente la de un suburbio de cinco siglos atrás...

Buscó Ulk uno de los vastos aparcamientos que circundaban la Base, y se posó mansamente sobre la superficie blanca, impecable, de una de las plataformas de uso interior del personal.

—Eh, no está autorizado a... —comenzó un funcionario, acercándose con paso presto a! lugar donde el triangular vehículo azul se posaba, ya con sus propulsores a fotones totalmente silenciados.

Ulk salió del vehículo y el empleado varió el tono, con aire de sorpresa.

— ¡Eh, si es el piloto Gaar! —saludó cordialmente—. ¿Cómo usa ese vehículo? Nunca le vi con un ultra-car...

—Son muchas las cosas que nunca has visto, Ixy, y que, sin embargo, vas a tener que ver en lo sucesivo —comentó enigmáticamente Gaar, ayudando a Aura a salir del vehículo y tomándola por un brazo para conducirla al interior del Espaciódromo—. ¿Están preparadas las rampas de despegue, Ixy?

—Bueno, supongo que sí —Ixy, el empleado de aparcamiento de personal de la ASS le miró perplejo—. ¿Qué pretende? ¿Irse ahora a la Luna? Oí que se casaba usted, Ulk.

—Oíste bien. Pero hubo problemas. Hemos aplazado la boda. Otra cosa. ¿Funciona la televisión?

—Seguro. He visto hace poco, en la oficina de guardia, el programa habitual del Estereo-Canal Quince. ¿Por qué pregunta eso?

—Quería saber si... si todo parecía normal en Centrópolis para los que estáis aquí.

—Que me ahorquen si lo entiendo —se rascó Ixy la cabeza—. Debe ser contagioso.

¿Contagioso? ¿El qué? —sonrió Ulk, fingiendo superficialidad.

—Esto que ocurre. Todo el mundo está raro en la Base desde hace unos días... El persona!, todos los compañeros... apenas si hablan cuatro palabras y parecen siempre tener sueño o estar distraídos. Desde ayer, sobre todo, parecen haberse vuelto idiotas, en un sesenta por ciento. Les hablas y ni siquiera te contestan... parecen máquinas, Gaar.

Como máquinas.

Gaar se paró en seco otra vez. Su mano se crispó sobre el brazo de Aura que, preocupada, le miró de soslayo.

Máquinas... —repitió Ulk, trémulo—. ¿Ocurre algo con las máquinas aquí, Ixy? Ya me entiendes, con los robots y todo eso...

¿Qué habría de ocurrir? —se asombro Ixy—. Nada. Supongo que siguen sus tareas de contar, de multiplicar cantidades con medio millón de cifras, que registran los cambios meteorológicos, y que detectan el estado de las pistas y evitan los choques de astronaves en vuelo o a punto de aterrizar... ¿A qué viene eso?

—A nada, Ixy. Olvídalo también —ceñudo, siguió adelante—. Ahora veré yo a los muchachos, gracias.

Se adentró bajo el fluorescente raudal de luz azul de las grandes, encristaladas dependencias de la nave central del Espaciódromo de la "Astronautical Solar System", siempre con Aura junto a si.

Ixy, el empleado de aparcamientos, meneó la cabeza, perplejo:

—Lo dicho... Raro. Todo el mundo se ha vuelto raro aquí. Incluso Ulk Gaar, por lo que he oído...

Altair parecía perfectamente normal. Altair era uno de los principales jefes de la Base, en la Sección de Navegación Civil de la ASS. Un distintivo circular amarillo, sobre su corta guerrera verde, así lo indicaba.

—Ahí viene Altair —dijo a Aura, frenándola con una presión en el brazo—. Espera. Debo preguntarle si hay algún biplaza disponible en los hangares de Servicio Civil Cosmonáutico.

Se adelantó unos pasos. De haber sido un miembro ajeno a la Base, su paso por determinados ojos electrónicos que él conocía, hubiese alterado las células fotoeléctricas, dando aviso de su presencia en el Espaciódromo de la ASS. Los electrodos espaciales del indumento habitual de cualquier miembro del Cuerpo Astronómico, impedían esa circunstancia.

—Altair, buenas noches —saludó—. Soy Gaar. ¿Tienes disponible algún biplaza en los hangares?

—Lo siento, Gaar —respondió Altair—. No hay ninguno.

Lo dijo con una rapidez pasmosa. Sin detenerse, sin pararse a discutir ni a comentar la presencia de su compañero en la Base. Ulk se quedó callado. Altair le miró, frío y lejano, y pasó junto a él, siguiendo su camino con paso rítmico, igual, uniforme la monotonía.

—Pero Altair...

—Te dije que no hay ninguno—replicó Altair fríamente, parándose un momento, girando la cabeza para hablarle, y prosiguiendo luego su imperturbable marcha—. Lo siento, compañero. Buenas noches.

Ulk se sintió irritado.

—¿Te has vuelto loco, Altair? —masculló—. Dame un biplaza, o armaré una buena aquí. ¡Tengo derecho a disponer de una nave espacial si me conviene! ¡Es uno de los privilegios de nuestros cargos en la ASS y tú lo sabes!

—Inténtalo —rió Altair—, Sabes que soy el jefe de la Sección. Te prohíbo entrar en los hangares. Resuelve tú, Gaar...

Estupefacto, Ulk vio cómo Altair se alejaba, erguido e indiferente, como... como un autómata.

Se perdió entre los edificios encristalados. A la mente de Ulk acudió una frase de Ixy, el empleado de los aparcamientos del Espaciódromo:

"Parecen... como máquinas."

Como máquinas.

—Máquinas—repitió entre dientes Gaar. Dios mío, pero esto no tiene sentido... Es inexplicable de todo punto.

Aura le miraba, como presintiendo algo extraño. Ulk no trató de darle explicaciones. En vez de eso la arrastró virtualmente consigo, tomándola por un brazo y cruzando el sendero entre hangares y depósitos de material, hacia las cosmopistas.

—Vamos —masculló—. Creo que algo está sucediendo también aquí. Algo que no me gusta ni entiendo.

Cruzaron varias zonas en sombras y otras profusamente iluminadas. Pasaron frente a una amplia vidriera, que separaba de una oficina bañada en neón azul, en la que un hombre de uniforme verde, con su correspondiente número de orden en el disco amarillo, parecía meditar, profundamente ensimismado, con la mirada perdida en el aire y las manos cruzadas sobre la mesa, en actitud estática.

—Con sigilo, Aura. Vale más que nadie nos vea, y así no daremos explicaciones—indicó Gaar.

Se detuvieron frente a un hangar encristalado, de muros de vitrofib opaco, en cuyo interior aparecían alineados, en arranque de sendas rampas de lanzamiento, que emergían después por unos paneles deslizantes del techo del hangar, dos ovoides relucientes, de vivísimo color ionizado, con estrías plateadas.

— ¡El muy necio! —masculló Ulk—, ¡Dijo que no había ningún biplaza disponible...!

Se acercó a la puerta deslizante, herméticamente ajustada. Bastó la proximidad de su cuerpo para que el electro-imán de la hebilla de su cinturón estableciese contacto con la célula fotoeléctrica que hacía funcionar la entrada, y ésta se deslizara suave, silenciosamente.

¿No pueden castigarte por esto? —susurró ella.

—No, no. Estoy autorizado para moverme aquí adentro a mi gusto, y para tomar un vehículo espacial, si realmente lo preciso. Y ahora lo preciso, ineludiblemente, Aura...

—Ixy tuvo razón, Ulk. La gente de aquí parece muy rara... ¿Qué puede estar sucediendo?

—Si lo supiera... —avanzaron bajo las luces azules, hacia la forma ovoide de una de las naves. El óvalo resultaba algo aplanado y romo en la punta.

Se había demostrado, durante siglos, que las formas aerodinámicas no comportaban ventaja alguna en el espacio exterior, por una razón muy simple y elemental: un vehículo aerodinámico se sirve de sus líneas agudizadas para hender con mayor facilidad el aire, de ahí su propio nombre.

En el vacío absoluto del Cosmos, la inexistencia del aire hace inútiles las formas relativas que en la atmósfera tienen un valor puramente dinámico.

¿Crees que esto tendrá relación, con... lo de Centrópolis? —se estremeció Aura.

—Quiero creer que no —se encogió de hombros, con fatalismo, ya en el estribo móvil de la primera de las dos naves biplazas allí situadas—. Ahora olvida todo eso. Hemos de entrar ahí y vestirnos con indumentaria apropiada.

—¿Traje espacial, Ulk?

—Sí. La presión artificial de la nave no basta, en determinadas zonas del espacio, para contrarrestar la diferente presión que el cuerpo humano ha de soportar en tierra o en el vacío, a medida que se aleja de la superficie del planeta. Se requiere el traje espacial, plástico, inflado con aire a la misma presión habitual que nosotros toleramos, y provisto de oxigeno para mantener las combustiones vitales, cuando el astronauta se halla en atmósferas excesivamente tenues... o en la nada absoluta del vacío exterior.

—Sí, te comprendo muy bien —sonrió Aura—. No soy una experta en hidrostática, pero sí en química. Sé algo sobre la presión de los fluidos en reposo. Pero, en estas circunstancias, una se olvida fácilmente de todo.

—Claro. Vamos, Aura. Sube. Siempre hay tres vestidos espaciales en estos aparatos. Dos para los tripulantes y un tercero de emergencia.

Dentro de la pequeña nave, dotada de las comodidades indispensables, a pesar de su reducido ámbito, acolchado y confortable, estaban los armarios plásticos, con todos los elementos, instrumental y utensilios de primera necesidad en un corto vuelo espacial.

Ulk Gaar, mientras se cubría con el traje espacial y abría las válvulas que se cuidarían de hinchar éste entre sus dos capas de goma plastificada y flexible, para equilibrar la presión en lugares del espacio donde ésta era prácticamente nula, no dejaba de avizorar, a través de los visores laterales de la pequeña cámara de controles en espera de cualquier interrupción que, dadas las circunstancias, podía ser funesta. Ya, ni siquiera podía sentirse seguro de sus amigos de la Base.

Aura procedió a cambiarse en el compartimento segundo, a popa de óvalo sideral y separada de los asientos de control por una especie de panel flexible.

Cuando apareció ante Ulk, su figura esbelta y graciosa se mostraba encantadora, dentro de su traje espacial, de vivo tono rojo fluorescente, con el distintivo de la ASS sobre el círculo amarillo y verde del centro. El traje de Ulk, por contraste, era de un violento color amarillo, mientras que el de recambio era de vivo tono verde.

Se situó ante los mandos electrónicos de la nave espacial, Ulk Gaar se dispuso a imitarla, tras comprobar que nadie aparecía en las proximidades del hangar. Aseguró todos los cierres y resortes de su traje espacial, afirmó las correíllas del casco esférico, transparente en el rostro y traslúcido sobre el resto de su cabeza, y empezó a moverse hacia el muelle asiento inmediato al que ocupaba ya Aura.

—¡Cuidado! —gimió ella de súbito—. ¡Mira, Ulk! Volvió vivamente la cabeza. Lanzó una imprecación, con ira.

Se acercaba gente. No un solo funcionario uniformado de la ASS, sino exactamente un grupo de cuatro. A la cabeza iba Altair. Le seguía Brun. Sus gestos hacia ellos aran hostiles, agresivos.

Y, como dijera Aura, todos tenían un mismo aspecto. Todos se parecían notablemente entre sí. "Igual que máquinas", había citado Ixy, el empleado del aparcamiento.

Igual que máquinas...

Primero fueron las máquinas, pareciéndose a los humanos. Ahora, los humanos... pareciéndose a los robots. —Dios mío... —susurró—. ¿Será eso? Pero... ¿Por qué? ¿Cómo...?

Cruzaron las puertas del hangar. Les vio agitar sus manos furiosamente, rodear la nave, diciendo algo que no entendió. Conectó el televisor de contacto externo. En la pantalla fluorescente aparecieron las imágenes de Altair y los demás. Y por el altavoz captó sus voces:

¡Fuera dé ahí! ¡No sigas, Ulk Gaar! ¡Estás faltando a las normas! ¡No estás autorizado a tomar ese vehículo!

Gaar apretó los labios, encajando con furia sus mandíbulas. Giró el dial, señalando la conexión entre el interior y el exterior a la inversa, y silabeó ante el micrófono:

¡Estás diciendo estupideces, Altair! ¡Tengo perfecto derecho a tomar una nave de la ASS, y tú lo sabes! ¡Vamos, salid de ahí de una maldita vez! No sé lo que os ocurre, pero algo anda mal aquí, y no quiero discutir más. ¡Me largo en seguida! ¡Fuera todos!

¡Ulk! —aulló la voz de Altair, llegando potente por el íntervisor—. ¡Ulk, no cometas más errores! ¡Has tenido mucha suerte hasta ahora, pero ya se te acabó esa fortuna! ¡No saldrás de aquí! ¡Y si sales..., será peor para tí! ¡Nunca volverás a la Tierra! ¡Morirás en el espacio, vencido por nosotros!

Ulk Gaar, perplejo, incrédulo, se inclinó sobre el asiento. A través del visor fluorescente y a través del vidrio frontal, contempló la doble imagen de Altair y sus compañeros. Por primera vez los miró abiertamente como lo que en realidad eran: sus enemigos.

Porque eso era ya algo evidente, comprobado. Acababan de darle la contundente, precisa razón. Ellos querían impedirle la marcha. Ellos... hablaban de dificultades que en buena lógica hubieran tenido que ignorar.

Eso quería decir que... sabían.

Y si sabían... es que, en una forma o en otra, luchaban en un mismo frente. Era a la inversa. Ulk no quería analizar nada, porque sabía que iba a encontrarse siempre en un callejón sin salida, al respecto. Pero primero las máquinas en Centrópolis... y ahora los humanos en la Base de la "Astronautical Solar System", lo que significaba que existía         un contacto entre todo. ¿Qué clase de contacto? No, no sabía eso. No sabía nada.

Sólo sabía que tenía que salir de allí, que tenía que huir con Aura, a donde fuese. Lejos, muy lejos. A cualquier rincón del Universo.

¡Fuera! —aulló, rabioso, inclinándose con rabia sobre los mandos—, ¡Fuera todos, malditos seáis! ¡No sé lo que sucede, pero no lo soporto más! ¡Apartaos...!

Se sentaron. No tenían otro remedio. Los enormes, potentísimos chorros de reacción silbaron, despidiendo vivas llamaradas azules, mientras el combustible se consumía en los depósitos de la nave biplaza que trepidaba ya, iniciando el arranque por la cinta metálica, ascendente, de la rampa de lanzamiento.

Al impulso de reacción de la poderosa energía acumulada, ahora en fusión, partió la nave biplaza, sibilante y vertiginosa, iniciando la curva ascendente de la rampa hacia el techo.

Células fotoeléctricas, sensibles a la acción de los reactores, accionaron automáticamente los paneles deslizantes del techo del hangar, con lo que la noche y los astros se ofrecieron ante ellos como un rectángulo de negrura y chispas blancas, de remota luz, en contraste con la cruda luminosidad azul del hangar.

Altair y los demás se tiraron a los lados, evitando que el chorro de combustible en fusión les diera alcance quemándolos en forma peligrosa.

El rugido de los reactores se hizo más intenso, al silbar el proyectil ovoide en el espacio abierto, fuera del hangar, subiendo y subiendo, muy por encima ya del Espaciódromo de la ASS.

El indicador de velocidades fue elevándose, hasta marcar los nueve kilómetros por segundo. Era suficiente. Durante los primeros mil kilómetros, se precisaba esa velocidad inicial, para evadirse de la atracción terrestre.

Para Ulk Gaar, toda esa complicada gama de problemas técnicos era cosa habitual. En cambio, Aura se mostraba tensa, nerviosa, preocupada por el salto al vacío sideral. Y quizá, también, por muchas otras cosas, como las que dejaban tras de sí en la Tierra...

—Por fin, Ulk... —la oyó decir, cuando el proceso de aceleración tocaba a su fin, y la estabilidad interna de la reducida nave se iba normalizando. Su voz le llegó algo alterada, a través de los micrófonos de los cascos vítreos—Por fin salimos del peligro...

Ulk Gaar meneó la cabeza. No afirmativamente, como ella podía esperar, sino con cierto aire de duda.

—No sé... —masculló el astronauta—. No se, Aura. Hemos salido de la Tierra. Pero no sabemos qué clase de peligro es ese que dejamos ahí abajo. N i siquiera de dónde llegó.

Aura permaneció muda, con sus ojos dilatados mirando a Gaar a través del caparazón de vidrio irrompible de su casco. Parecía darse exacta cuenta de lo que las palabras de Gaar insinuaban.

Y fuese lo que fuese, lo que estaba sucediendo en la Tierra, no era natural ni lógico.

Quizá por eso el miedo volvía.

Un miedo indefinido, tenso, inconcreto. Por eso mismo, mucho más intenso. Mucho más estremecedor...

CAPITULO V

LAS NAVES 

—La luna quedó ya atrás. Estamos caminando por rutas interplanetarias, Aura.

¿Hacia dónde?

—Marte, Venus... —Ulk se encogió de hombros—. Cualquier lugar será bueno, Aura. Si es que en las Colonias terrestres de otros planetas no sucede lo mismo que en nuestro mundo.

La velocidad del biplaza cósmico era muy grande ahora, tras haber roto los reactores ultra-nucleares la segunda barrera gravitatoria, en el campo de atracción lunar, con un nuevo impulso autónomo de los motores de a bordo.

—Podíamos habernos quedado en Base-Luna, ¿no crees? —fue la pregunta que, finalmente, formuló Aura con voz sorda.

—Sí, podíamos haberlo hecho —convino Ulk—. Pero no me atreví.

¿Temes que también ellos...?

—No sé. No sé lo que temo. Todo son presentimientos ideas sombrías... Creo que cuando estemos cerca de Marte o de Venus, no sabré tampoco si posarme en el suelo o si continuar adelante, hasta que se agote el combustible y nos quedemos inmovilizados en el vacío, perdidos para siempre en la eternidad de sus dimensiones...

—Dios mío, eso sería espantoso.

—Todo es espantoso, Aura. Sucede algo. Algo que no sabemos lo que es. Lo cierto es que las máquinas obran como hombres inteligentes... y los hombres, como máquinas. ¿Por qué? Es un enigma. Y, lo que es peor, todos parecen guiados por un mismo sentimiento de hostilidad, de odio, de malevolencia.

La pequeña nave con los dos cosmonautas a bordo seguía su avance por la negrura sideral. El indicador de velocidad señalaba enormes cifras por minuto. Ulk, tras un silencio meditativo, dio un golpe a uno de los pulsadores de control.

La nave tomó su rumbo, de acuerdo con el gusto de su conductor.

 —Hacia Venus —suspiró el joven piloto espacial.

—¿Creerán allí nuestro relato? Es demasiado fantástico lo que hemos visto allá, Ulk, para que lo acepten de inmediato.

—Sí, será difícil convencerles. Pero hay formas de comprobarlo. Ellos pueden conectar con la Tierra, comprobar cómo marchan allí las cosas.

—Dios quiera que todo salga bien, Ulk. Eso es todo lo que pido... —se estremeció meneando la cabeza de un lado a otro—. Pero mi presentimiento persiste. Creo que algo va a fallar en todo esto, y si llegase a suceder lo que temo..., sería nuestro fin. A veces me da la absurda idea de que pronto vamos a dejar de vernos.

De nuevo, el temor, la angustia, una inquietud que iba más allá del miedo por la propia existencia, se reflejó en los ojos de la joven.

Y Ulk Gaar supo que nunca, nunca había visto luz más estremecedora y deprimente en los ojos de ser humano alguno.

*  *  *

—¿Qué sucede?

Ulk frunció el ceño. Tardó en contestar a la joven, inclinado sobre los mandos del biplaza cósmico, pugnando por concretar la imagen borrosa que la televisión de su tablero de controles emitía desde hacía algún tiempo.

—No lo sé —habló por fin—. Lo único que sé es que estamos lejos de la Luna, de todos los planetas y de los asteroides conocidos en las cartas celestes más detalladas. Sin embargo, nos desviamos de nuestra ruta.

—Nos desviamos... Es lo que me había parecido notar. Pero ¿hacia dónde?

—Estoy tratando de saberlo —Ulk se mordió el labio inferior, hurgando en los computadores de dirección, velocidad y localización, bajo las vidrieras que reproducían todo el campo celeste, dividido en grados y zonas concretas. El piloto agregó—: Pero no puedo entenderlo. No hay nada ni nadie cerca. Sin embargo, algo ejerce influencia sobre nosotros. Es como una fuerza gravitatoria, inesperada e intensa...

—¿Un asteroide, Ulk?

—No, no es fácil. El detector de cuerpos celestes se mantiene invariable Además,, no es la forma de atracción que justificaría la presencia de un asteroide o un aerolito errante.

—Entonces, ¿qué puede suceder?

La idea saltó a la mente de Ulk con celeridad, como un centelleo o una chispa que iluminara sus perplejidades. Se irguió mirando asombrado a Aura.

— ¡Un imán! ¡Eso es! ¡Ya lo tengo, Aura, ya lo tengo!

—¿A qué te refieres?

—FUERZA MAGNETICA. Hay algo que nos atrae porque posee magnetismo suficiente para atraer incluso a un cuerpo antimagnético como nuestra nave. Una forma especial de imantación sobre ciertos metales, con una intensidad graduada de modo que pueda absorberlo todo.

—Pero fuerza magnética..., ¿de dónde?

—Eso es lo que está por ver todavía. En esa negrura inmensa, es muy difícil advertir la presencia de algunos cuerpos... excepto cuando uno los tiene ya encima. No hay luminosidad, y si el cuerpo que nos atrae es opaco, no lo veremos hasta caer sobre él.

—El ultra-radar, ¿no indica nada?

—Nada —negó con aire pensativo Ulk—. Es posible que al mismo tiempo que crean una fuerza magnética que nos atraiga invenciblemente... generen otra fuerza anti-magnética que les impide ser detectados por otros.

—Eso querría decir... que es algo VIVO lo que nos atrae.

—Sí.

—E INTELIGENTE.

—Sí... Pero no hay por qué pensar que todo sean enemigos. Lo único que se es que nada puede ser peor que lo que nos esperaba en la Tierra...

La fuerza de atracción aumentaba en intensidad. La nave ya no obedecía en absoluto a Ulk. Se movía en una dirección determinada, que no era la original del vehículo cósmico de dos plazas. Era como avanzar por un túnel invisible, en dirección a un lugar concreto e inimaginable...

—Esto ya no responde —masculló Gaar, soltando los controles. Se echó atrás, con fatalismo, en su asiento—. Que sea lo que Dios quiera, Aura. Lo que nos atrae, sea lo que sea, es muy fuerte. Mucho. Prácticamente, anula toda la energía autónoma de nuestra nave... —se cortó de pronto, señaló al exterior a través del visor frontal y gritó, con voz ronca, muy alterada:

¡Ahí, Aura! ¡AHI! ¡Mira eso!

Aura miró, sobresaltada. Una exclamación de asombro escapó de sus labios, mientras contemplaba el punto hacia el que se dirigían ahora en línea recta, a velocidad considerable.

¡Vamos a chocar, Ulk! —jadeó ella—, ¡Nos despedazaremos en ESO!

Ulk asintió. No parecía fácil evitar el choque con AQUELLO. Se precipitaban sobre ello como una centella.

Y lo que les atraía, con su extraña y fantástica fuerza magnética, no era otra cosa que una nave.

Una gran nave larga, oscura, de forma oblonga, de un color increíble, que jamás vieron antes. Una nave que parecía de cristal o de diamante, algo plana, como achatada.

Aquella nave estaba inmóvil por completo, flotando en el espacio. Y de ella parecía salir el misterioso fluido magnético que absorbía al vehículo sideral de Ulk y Aura, y que inevitablemente provocaría el choque destructor, en pleno vacío...

Aura gritó, cerrando los ojos. Ulk, inútilmente, la protegió con su cuerpo atrayéndola contra sí...

*  *  *

Abrir los ojos fue una operación lenta, desconcertada, incrédula.

No había sucedido nada.

Ni un choque, ni una violencia, ni el menor impacto, ni asomo de brusquedad alguna en el fatídico encuentro con la misteriosa nave flotante.

Aura, perpleja, pestañeó una vez bien abiertos los ojos. No podía entenderlo. A juzgar por su expresión, tampoco lo entendía Ulk.

—No chocamos... no ha ocurrido nada, Ulk. Estamos PEGADOS a esa nave.

Señalaba a! televisor del tablero de controles. En su pantalla, lo mismo que en el propio vidrio hermético de la proa del vehículo espacial, sólo podía verse una especie de muro: el fuselaje de fantástico, inverosímil color.

—Sí... —musitó Ulk, perplejo—. Estamos... ADHERIDOS a esa nave. Las dos naves están como PEGADAS.

—¿Tiene eso alguna explicación técnica o científica, Ulk?

—Ninguna. Ni lo tenía la atracción magnética, sobre un metal antimagnético como el nuestro, ni lo tiene este encuentro o contacto entre dos naves, reduciéndose en el último trecho la velocidad de nuestra nave hasta el paro total.

¿Navegamos juntos, entonces?

—Yo diría, más bien..., que estamos parados los dos vehículos. Ligados uno a otro, pero inmóviles en el vacío. Inexplicable, Aura. No me preguntes cómo sucedió porque acabaré volviéndome loco.

—No me parece... una nave terrestre —dijo Aura, con miedo.

—No lo es—negó Ulk, muy seguro de sí.

¿De Marte, de Venus, de...?

—Tú sabes, como todo el mundo, que no existen venusinos ni marcianos. Un mundo que murió hace muchos siglos, extinguiéndose sus civilizaciones. Marte es un planeta viejo; Venus, es demasiado joven para tener especies vivas inteligentes, y en ambos mundos solamente las Colonias terrestres existen —señaló el fuselaje de inaudito color—, Y ese nave, Aura, no es de ninguna colonia terrestres existen —señaló. En suma, no pertenece a los hombres de ¡a Tierra.

¡Dios mío! Creí... creí que éramos los únicos seres inteligentes y civilizados del Sistema Solar...

—Eso parece estar demostrado —aseguró gravemente Ulk—, De modo que esa nave... nada nos afirma que forzosamente sea del Sistema Solar.

—Pero Ulk, eso querría decir que... que vinieron de las estrellas.

—VINIERON DE LAS ESTRELLAS... —Ulk Gaar suspiró, encogiéndose de hombros—. Alguna vez tenía que suceder, ¿no? Yo siempre dije que llegaría el día en que lejanos seres vivos nos visitasen. Tal vez llegó el día. Ese color, Aura, NO EXISTE, jamás un ojo humano vio tal tonalidad.

—¿Qué vamos a hacer ahora, Ulk? ¿Seguir aquí, desconcertados y sin saber nada de nada? ¿Continuar como pegados a una nodriza desconocida?

—Nada de eso —sonrió duramente Ulk, irguiéndose—.

Vamos a hacer algo mejor. Visitar la nave misteriosa... Si es que hay alguna abertura para ello —completó él, pensativo y burlón.

*  *  *

Las ventosas de acción en el vacío, por succión de radiaciones metálicas en unas baterías microscópicas, especialmente dispuestas en el calzado especial, fueron adhiriéndose al fuselaje de la nave lentamente.

Ulk había temido que la superficie de metal de color inédito, no tuviera las propiedades de cualquier otro metal terrestre, con respecto a las ventosas de su calzado especial. Pero no sucedió tal cosa. Al menos en ese sentido, el metal fantástico parecía similar a los terrestres.

Siguieron su avance, pegados a la superficie de la nave misteriosa. Ambas naves, la ignorada y la suya, aparecían como adheridas, pegadas por un magnetismo inexplicable. Quietas, inmóviles en el vacío.

Ulk tanteaba con sus manos enguantadas, sobre el metal de la misteriosa nave A través del cristal esférico de su casco, los ojos escudriñaban cada juntura, cada extraño remache en forma poliédrica, de un raro metal de aspecto cristalino, hermético, e intrigante.

No había puerta visible. Pero súbitamente comenzó a abrirse.

Despacio. Muy despacio. Casi ante los pies de Ulk, que, fascinado, clavó los ojos en su abertura, cada vez más amplia. Agitó sus brazos, llamando a Aura por señas.

— ¡Aura, ven! ¡Hay una puerta, después de todo! —llamó por el micrófono interior de la escafandra.

En el interior de la de Aura, un micro-altavoz emitía el sonido. De otro modo, jamás dos seres en el espacio hubieran podido hablar. El vacío no traslada sonidos...

Ella caminó hacia él con rapidez, entre preocupada y fascinada. Ulk, erguido, no separaba sus ojos de la abertura curva que iba abriéndose progresivamente a sus pies. Por ella brotó una luz opalescente, rosada y violácea.

Eran las puertas de un gran misterio, abriéndose ante el cosmonauta terrestre. Ulk penetró despacio, presintiendo que atravesaba los umbrales de un enigma asombroso.

Por vez primera en la historia de la Humanidad un hombre creía estar ante una auténtica nave de otro planeta.

¿Qué le esperaba dentro? 

CAPITULO VI

LLEGARON DE LOS ASTROS

 

—¡Ulk! ¿Qué... QUE SON?

La respuesta de Gaar llegó lenta, solemne, impresionada: • —Seres... seres vivos. Inteligentes. Y CASI humanos. Míralos. Son como nosotros, Sólo que son... AZULES. Y tienen brazos y piernas escamosos, plateados. Como peces modelados en plata, diría yo. Casi como míticas sirenas, Aura...

—¿Son... son HOMBRES? Quiero decir si son... —Aura sé acercó, muy despacio, a las tres cápsulas cilíndricas, vítreas, iluminadas por un tenue, fantasmal flúor luminiscente.

—Te entiendo. Son DOS hombres, dos criaturas o seres del sexo masculino. Y una hembra... muy hermosa por cierto, pero DISTINTA.

Aura no respondió enseguida. Miró a la bellísima mujer en reposo dentro de la cápsula. Lo hizo en silencio, durante casi un minuto.

—Creo... creo que estaría celosa, Ulk..., si no fuera porque está muerta.

—Es que NO ESTA muerta —la sonrisa de Ulk se amplió, aunque su gesto era grave—. Ni él tampoco. Duermen, suspensión animada, Aura.

—Entiendo, sí... ¿Cuánto tiempo pueden llevar así, Ulk?

—No lo sé. Tal vez ni ellos lo sepan. Si llegaron de las estrellas, de otras galaxias o confines cósmicos, debieron pasarse una vida entera en el espacio. Por rápida que navegue su embarcación celeste..., son años-luz los que separan entre sí las galaxias. La suspensión animada, si es perfecta, puede durar meses..., años... o siglos. ¿Qué estas pensando, Aura?

—Nada —miraba con fijeza a la desnuda, hermosísima dama de los senos azules y marmóreos, de los labios corno modelados en plata, de los bellos muslos escamosos—. Nada, Ulk... Me preguntaba de dónde habrá llegado... y qué edad tendrá esa mujer. Parece una estatua, una diosa..., no sé. Me da miedo.

—¿Miedo?

—Ulk, presiento., —se volvió lentamente a él, le miró con extraña, patética expresión—, Ulk, presiento que... esa mujer..., o lo que pueda ella ser..., influirá en tu vida...

¡Aura!

—Disculpa —inclinó la cabeza, sacudiéndola—. No sé lo que me digo. Ha sido... una tontería...

¡Aura, calla! Mira eso... —silabeó de pronto la voz de Ulk.

¿Qué? ¿Qué sucede? —se sobresaltó la joven.

—Mira... Ella... esa mujer... ESTA MOVIENDOSE.

Empieza a DESPERTAR.

*  *  *

Duró poco tiempo.

Era cierto que empezaba a despertar. Sus párpados azulados temblaron tenuemente. Las pestañas, de un color cobalto, sedoso, vibraron como las alas de una mariposa, y algo flotó en el aire luminiscente del tubo que la contenía: como un polvillo azul, difuso que escapara de la seda de sus pestañas.

Por un instante, un fugaz, sorprendente segundo, quizá dos, Ulk Gaar y Aura pudieron ver los ojos de la criatura femenina de piel azul y piernas y brazos recubiertos de escamas de plata.

Unos ojos fabulosos, increíbles por su belleza, su color, su luz...

¡Cielos! —musitó Ulk, cuando los párpados cayeron de nuevo, el seno desnudo se meció, con un suspiro, y la inmovilidad torno a aquellas formas espléndidas, turgentes, en las que era imposible apreciar el más leve signo de sensualidad—. Dios mío. Aura. Ella... tiene los ojos DORADOS.

—Si... —meneó Aura la cabeza, estupefacta—. Color oro..., con la pupila azul. Son fantásticos, Ulk.

Hubo una pausa. Ambos permanecieron pendientes del estado de la mujer. Se miraron entre si, ante la quietud marmórea de la figura.

—Volvió a su letargo —murmuró Ulk.

—Parece que sí. Nos miró... y ni siquiera sé si llegó a vernos. No respira, Ulk.

Es un efecto de la suspensión animada. Respira y alienta, estoy seguro. Pero su letargo científico es total. Hará falta atenderlos debidamente para que vuelvan en sí.

¿No es posible volver uno en si, después de estar sometido a esa suspensión?

—Los cosmonautas terrestres que se han sometido a veces a ese sistema, se recuperaban por si solos —convino Gaar—, pero Ignoramos lo que ha sucedido aquí. Es posible que ellos lleven mucho tiempo en ese encierro, y algo haya alterado su letargo, haciéndolo incluso peligroso.

¿Pueden morir?

—Es posible —Ulk tomo una decisión—. Hay que arriesgarse, Aura, intentaremos llegar a Base Luna de algún modo.

¿Con... ELLOS?

—Sí. Confío en descubrir la razón del magnetismo que nos atrajo a la nave, y eludirlo entonces, embarcando en nuestro propio vehículo a estos seres, o conduciendo esta nave a la Luna. No sabemos si será una medida segura, pero no podemos dejarlos morir aquí, flotando en el vacío, describiendo una órbita que no terminará jamás, salvo si termina precipitándose en el sol, al entrar en su campo de gravitación.

—Estamos de acuerdo, Ulk —se animó Aura--. Vamos a intentarlo.

—Sabía que lo entenderías—sonrió a través del cristal de su casco, disponiéndose a examinar los controles de la nave y a estudiar la estructura, forma y particularidades de la misma.

Cuando terminó, sentíase aturdido, estupefacto.

—Cielos, Aura. Esta nave ha debido de venir de muy lejos — susurró—, Y si mis deducciones no están equivocadas, es capaz de alcanzar la velocidad de la luz.

¡No!

—Eso creo. Es posible que, corno tú dijeras, hayan llegado de estrellas lejanas. No parecen gente bélica. No hay armas a bordo. No hay indicios de propósitos violentos.

—¿Y sobre el magnetismo?

—Es cuestión del metal mismo que forma la nave. Es un metal increíblemente magnético, incluso sobre cuerpos no imantados. Su magnetismo podríamos decir que igual afecta a los metales de signo positivo como negativo, sin repeler a ninguno. Es un fenómeno curioso, Aura.

—¿Podremos desplazarnos, entonces?

—Sí —sonrió Ulk—, Con nuestra nave "pegada" a la de ellos. Puedo concluir esto, a velocidades ingentes. Pero no hará falta tanto para alcanzar la Luna y procurar que el personal médico de Base Luna cuide debidamente de ellos, Aura.

—De acuerdo, Ulk. ¿Vas a tripular tú esta nave?

—Si confías en mí... —sonrió Gaar, encogiéndose de hombros.

—Adelante, campeón del espacio —rió la joven, algo distendidos ya sus nervios—. Tengo plena confianza en ti, querido...

—Gracias. Pero no estés demasiado segura. El lenguaje que señala los mandos de esta nave me resulta tan desconocido como si estuviese escrito por una civilización de hace un millón de años, descubierta por primera vez...

Sacudió la cabeza, dirigiéndose a los mandos.

No supo que había dicho la verdad, por puro afán de ironizar.

La nave y sus tres tripulantes azules llevaban un millón de años viajando a la velocidad déla luz.

Un millón de años, como un fabuloso paréntesis entre Andrómeda y la Vía Láctea. Un millón de años entre la superficie del remoto planeta Alaak, en la Nebulosa M31 de Andrómeda, y las vecindades del Planeta Tierra, en el Sistema Solar... ,

*  *  *

—Es un caso insólito. Total, absolutamente insólito señor.

—Lo sé, doctor. Pero..., ¿qué puede decirme? ¿Sobrevivirán?

El doctor Walaa se encogió de hombros. Su gesto, bajo el cabello blanco leonino, era de enorme perplejidad.

—Su metabolismo parece correcto, su estado físico y mental regulares, aunque sometidos a un letargo que pudo producir una Suspensión animada excesivamente larga. Según todos los indicios, señor Gaar, esa gente no sólo puede sobrevivir, sino hacerlo en perfectas condiciones. Poseen un tipo sanguíneo idéntico al de cualquier ser humano, unos órganos vitales exactos en función y naturaleza, y unos reflejos cerebrales perfectos normales. Sólo su aspecto, su color, su... su RAREZA. ¿De dónde pudieron llegar?

—Lo sabremos cuando despierten..., si es que despiertan —murmuró Ulk, paseando nerviosamente por la amplia, blanca, aséptica sala del Pabellón Sanitario de Base Lunar.

—Creo que despertarán. Pero no me pregunte CUANDO —el doctor Walaa, coronel de las Fuerzas del Espacio de la Federación Mundial Astronáutica, hizo un gesto perplejo y contempló a los tres seres encerrados en sus cápsulas de gas luminiscente, trasladadas por su personal al interior del Pabellón y sometidas allí a la acción de estimulantes descargas electrónicas.

Se alejaron los dos hombres. Aura reposaba entretanto, de todas las emociones vividas, en una de las confortables "cámaras de relajamiento" del Pabellón.

—Por unos momentos llegué a sentir miedo de posarme en la Luna —explicó Gaar, mientras caminaban ambos hombres por una galería encristalada.

—¿Miedo, señor Gaar? —se sorprendió el médico— ¿Por qué?

Ulk le refirió las causas. Su somera descripción de las perspectivas vividas en la Tierra últimamente, tuvieron la virtud de sorprender de un modo escéptico al doctor cosmonauta.

—No he recibido noticias de la Tierra, salvo las habituales. Pero nadie ha denunciado un caso anómalo, ni siquiera a través del cosmo-telex.

—Es lógico. El cosmo-telex, las radio-astrofónos y los sistemas de televisión espacial y de cable inter-mundos, son sistemas mecanizados, que dirigen máquinas robot. Si "ellas" controlan lo que sucede, ¿cómo averiguarlo, cómo trascender a parte alguna lo que está pasando en la Tierra? No lo denunciarán, ni emitirán denuncia o llamada de alguien que pretenda delatar lo que sucede allí, doctor Walaa.

—Eso es grave. Muy grave. Podría ser... el fin de la Tierra, señor Gaar.

—Sí. Y de todo lo demás. ¿Aquí no ha aparecido anormalidad alguna?

—No. Pero lo cierto es que vivo aislado en mi Pabellón Sanitario y no establezco contacto habitualmente con el personal de la Base, que está separada de este Centro, excepto para atender casos de enfermedades; pero, bien, vayamos a lo que cuenta. Es preciso hacer algo para que no sigan las cosas anormales en la Tierra. Avisar a los Continentes Asociados supongo que será perder el tiempo.

—Totalmente. Las estaciones receptoras de cualquier mensaje se mueven bajo mandos electrónicos. Máquinas, doctor. Siempre maquinas...

—Entiendo —algo parecido a la desesperación brillo en los ojos del medico—. En ese caso no podemos hacer nada. Nada, salvo esperar. Y prevenir que algo parecido pueda suceder en este lugar, en Base Luna.

— ¿Tiene medios para eso?

—Creo que si —asintió el medico—. Venga conmigo, señor Gaar.

Ulk le siguió a una amplia cámara, dotada de numerosos controles, receptores de radio, telex-cosmos y estereovisión. El doctor Walaa conectó un televisor estéreo, y aguardó a que se iluminara la pantalla, accionando unos mandos rotulados con la palabra: "PANORAMICAS".

Se iluminó la pantalla.

Ulk Gaar se inclinó. Conocía bien la estilizada, graciosa y funcional Base Luna, en su trazado urbano, que ocupaba tres cuartas partes de la gran cúpula de vidrio instalada sobre la región de los Montes Altai, entre Mare Vaporum o Mar de los Vapores, y Mare Tranquilitatis, o Mar de la Tranquilidad, en la zona sudeste del lado visible de la Luna.

A pesar de ello, le agrado verla nuevamente, bien proyectada sobre la pantalla fluorescente, con su exacto colorido y dimensiones. Bajo la luz solar acumulada en grandes filamentos absorbentes, alternaban edificios geométricos, jardines artificiales y granjas hidropónicas, saturadas de algas, el elemento imprescindible para la vida en un lugar sin aire respirable.

Las gentes transitaban normalmente por las calles, bajo la curva caparazón de la cúpula transparente, durísima e irrompible, que era el techo absoluto en el que se encerraba el aire respirable de la Base.

—Todo parece en orden, ¿verdad? —comentó Walaa, entre pensativo y aliviado.

Ulk afirmó gravemente. No podía existir un mayor aire de paz y calma dentro de la ciudad encristalada. Máquinas trabajando normalmente, personas deambulando con absoluta tranquilidad, ritmo norma! de vida...

—Ya hemos salido de dudas, señor Gaar —comentó—. Podemos respirar tranquilos y...

— ¡Un momento! —cortó de pronto, Ulk, frenando su brazo—. ¡No cierre eso todavía! Mire ahí, por favor. Mire, doctor Walaa, esa nueva imagen de Base Luna... Observe a ese hombre... y a aquellos otros...

Muy excitado, Ulk señalaba a un perro que mordía, enfurecido, la pierna de uno de los paseantes. El paseante, imperturbable, ni siquiera se volvía, se defendía o parecía advertirlo.

En otro lugar, eran tres hombres, con el uniforme amarillo de las Patrullas de Colonización Espacial, reunidos justamente bajo uno de los filamentos emisores de luz solar acumulada, junto a una granja hidropónica.

Allí, el calor resultaba insoportable habitualmente, y la gente se apartaba con viveza de la proyección solar prolongada. Sin embargo, los hombres, bañados en sudor, charlaban entre si, con expresión hermética e insensible.

—Cielos, no lo entiendo... —masculló el médico—. Da la impresión... de que no sienten nada...

—Y eso es lo que sucede, doctor —habló roncamente Gaar, volviendo su faz pálida hacia el médico especial—. NO SIENTEN NADA. Ni el dolor, ni el calor o el frío... Son insensibles. Están mecanizados también. Sea lo que sea lo que está sucediendo en la Tierra..., HA LLEGADO YA A LA LUNA.

El doctor Walaa permaneció mudo, con gesto crispado. Asimilando, poco a poco, la tremenda, alucinante realidad de la observación hecha por Ulk Gaar.

En el muro, un interfono avisó, monocorde:

—Atención, doctor Walaa. Atención, doctor Walaa... Los pacientes sometidos a las descargas electrónicas están despertando. Atención, doctor Walaa... Los pacientes azules de la Sala Cuatro han recobrado el conocimiento.

Atónitos, se miraron ambos hombres. Luego, como movidos por un mismo impulso, echaron a correr.

*  * 

El torrente melodioso, musical, dulcísimo, brotó de nuevo. Ulk y el doctor Walaa se miraron perplejos.

—No comprendo una sola palabra —masculló el médico. —Yo tampoco. Es un lenguaje muy bello y armonioso dijo Gaar, pensativo—. Pero perfectamente incomprensible.

Ellos se miraron. Los tres parecían tan perplejos como ellos mismos. Los hombres, más que la mujer, cuyo rostro bellísimo, fascinante y marmóreo, se mantenía inexpresivo, fijo en ambos hombres, Muy especialmente en Gaar.

La desnudez de sus formas no parecía causar el menor sonrojo o preocupación en la mujer. Evidentemente estaban habituados a ella.

De nuevo probó fortuna la mujer. Sus labios modularon palabras suaves, cristalinas de sonido, dulces y candenciosas. Comprendió, por el gesto de ellos, su total ignorancia al respecto.

—Es inútil —murmuró Ulk—, Pasarían siglos antes de entendernos bien. Esa lengua no se parece en nada a ninguna de las conocidas.

Al hablar, Ulk había hecho un gesto elocuente con sus manos.

De pronto, ella rió.

Una risa tenue, melodiosa, llena de armonías. Ambos hombres se volvieron, asombrados, hacia la mujer azul, tendida ahora fuera de su tubo de gas luminiscente, en una mesa situada bajo los proyectores electrónicos, apagados ya.

Ella había empezado a incorporarse y agitaba sus manos, largas y delicadas, en las cuales, unas tenues membranas transparentes unían entre sí los dedos plateados de vidriosas escamas. Pese a todo esto, el conjunto no era repulsivo, ni siquiera desagradable. Ulk pensó en unos fantásticos tritones de armoniosa belleza.

—Está haciendo gestos —silabeó Gaar—. GESTOS. Son inteligentes..., y quiere decirnos ALGO con esos gestos.

Ella se tocó la cabeza. En forma envolvente. Luego, bajó manos, señaló la boca, la lengua. Señaló a Ulk. Luego a misma. Y de nuevo se ciñó las sienes con ambas manos. Los pechos desnudos, azulados, virginales y hermosos, vibraban con ternura metálica.

—Trata de decirme algo... Algo que cubre la cabeza. Algo relacionado con la boca, la lengua... ¡La lengua! Algo relacionado con nuestra forma de hablar y la suya.

Ella se había levantado. Majestuosa, solemne, con una - elasticidad elegante, suavísima y delicada. Los dos hombres del otro mundo, aunque despiertos, continuaban tendidos, mirando curiosamente a Ulk y al doctor Walaa.

Pareció disculparse con una sonrisa. Hizo un gesto de andar. Dibujó la nave con gestos en el aire.

—Quiere ir a la nave —dijo lentamente Walaa—. Guíela, Gaar. Creo que esto se pone interesante. Yo me quedo con los hombres, esperándoles, ¡Ah, y tenga cuidado! Ella es muy hermosa...

Le guiñó el ojo. La dama azul, mirándolos, volvió a sonreír.

Era una virgen, una criatura sencilla y primitiva..., pero de enorme vivacidad mental.

La fue escoltando por los pasillos blancos, asépticos. Ella lo miraba todo curiosamente. En especial las granjas hidropónicas, los condensadores solares...

Continuaron sus largas, desnudas, plateadas piernas, moviéndose lentamente, con felina elasticidad, hacia la nave misteriosa, situada en el centro de la plataforma rodante que llevaba las naves desde las rampas de descenso y salida hasta el interior del pabellón sanitario lunar.

Abrió la nave con suma facilidad. Entró en ella. Ulk Gaar iba a esperar fuera. Pero ella le hizo un gesto suave cordial. Le invitaba a entrar, era evidente.

—Vamos allá —suspiró Ulk Gaar, inquieto ante la fijeza de la mirada de aquella mujer increíble.

La siguió. Parecía saber ella muy bien a dónde iba. Se inclinó ante el cuadro de mandos de la nave. Por un momento, Ulk temió que la pusiera en marcha, llevándolo de allí consigo. Pero no era ésa su intención;

Presionó un resorte. Se abrió un compartimento secreto. Ella extrajo algo que Gaar no había llegado a descubrir en su examen del vehículo cósmico: unos curiosos blandos cascos o caperuzas hemisféricas, de una materia parecida a la goma, y de un grosor de algunos centímetros. A la altura de las sienes mostraban dos electrodos o contactos de color plata. Ella le señaló las piezas, sonriente. Se ajustó una sobre la cabellera plateada y abundante. Le tendió otra.

Ulk no vaciló en ajustarse el casco sobre la cabeza. Al tacto, le pareció que dentro del objeto había algo parecido parte de un circuito eléctrico de alguna clase desconocida.

En cuanto las piezas plateadas de ambos lados hicieron contacto con sus sienes, percibió algo así como una diáfana claridad mental, como si todo fuese para él simple y carente de dificultades.

Ella habló súbitamente, modulando sus bellísimas, melodiosas palabras. El lenguaje incomprensible, como por obra de un milagro, le llegó nítido, claro, comprensible.

Era como si ella hablase ahora con su misma cadencia, pero en la propia lengua de Gaar:

—¿Puedes comprenderme ahora?

Ulk pestañeó, estupefacto. Romper la barrera del lenguaje en apenas unos segundos, con una mujer llegada de muy lejos en el espacio, era prodigioso.

Dominó como pudo su asombro, para responder.

¡Cielos, sí que te entiendo! Lo malo es que seré yo quien no me haga comprender a ti...

—Claro que te comprendo, amigo. Los dos podemos entendernos ahora…, aunque hablemos nuestros propios lenguajes. Estos casquetes son "traductores mentales". Captan palabras, las envían al cerebro en forma de ondas comprensibles, adaptándolas a la mentalidad de la persona a la que se ajustan. Pueden "traducir" millones de palabras en un momento. Sus baterías jamás se agotan.

Ulk sacudió la cabeza, comenzando a comprender. En la Tierra, los más complejos "traductores" o "translatores" electrónicos habían terminado por fracasar, debido a fallos de sus sistemas o circuitos, demasiado complicados.

—¿De dónde llegaste? —fue la pregunta de Ulk, tras un silencio.

—De muy lejos, evidentemente. Hemos viajado durante un espacio de tiempo fabuloso..., a la velocidad de la luz.

¿Cuál es tu nombre?

—Zodiah. ¿Y el tuyo, amigo?

—Ulk Gaar. ¿Cómo se llama tu mundo?

—Alaak, para nosotros. Imagino que nunca oíste hablar de él.

—No, nunca. Ni tú del planeta Tierra.

Zodiah caminó lentamente hasta un gran mapa universal hecho sobre uno de los amplios muros. Señaló un punto en él.

—Mira, Gaar. Esa es la galaxia donde se halla Alaak.

Ulk se quedó sin aliento. Estaba señalando a Andrómeda.

¡Imposible! —musito—. Esto está muy lejos. Nebulosa M31... La Espiral de Andrómeda. Mira, Zodiah, Esta, la Vía Láctea, es nuestra galaxia. ¿Entiendes ahora? Entre tu pretendida galaxia y la nuestra... habríais tardado UN MILLON DE AÑOS, a la velocidad de la luz.

En aquel momento el doctor Walaa irrumpió con aire de sobresalto.

¡Gaar, tiene que venir enseguida! —aulló con voz rotunda—. ¡Gaar, sucede algo que puede ser MUY PELIGROSO, si nuestras sospechas se confirman! Se trata de su amiga Aura.

¿Qué hay con ella? —rugió Ulk, inquieto.

—No está en su cámara de relajamiento. Se levantó y se fue. Han dicho mis ayudantes que se dirigía a la ciudad de Base-Luna. Si realmente los hombres que la ocupan se han convertido en autómatas hostiles..., puede sucederle algo.

—AUTOMATAS HOSTILES...

Ulk, que se disponía a correr exasperado en busca de Aura, se detuvo un instante, volviéndose hacia quien había repetido la frase. Si para Walaa era incomprensible el sonido armónico de la voz de Zodiah, él podía comprenderla muy bien.

—Sí, es algo horrible que está sucediendo, Zodiah —jadeó, rota la voz—. Ya te lo explicaré cuando haya tiempo. Pero las maquinas se transforman en seres con vida propia, y los hombres en máquinas. Nadie sabe lo que sucede. Sólo se sabe que significa la muerte, la destrucción... Quédate con el doctor. No te nuevas de aquí. El Pabellón está aislado y no hay peligro. Yo voy a buscar a Aura...

Todavía Ulk Gaar se vio obligado a pararse, con un nuevo sobresalto, cuando Zodiah con expresión de horror, musitó lentamente:

—Dios mío... Ya ha sucedido también aquí. Viajamos muy de prisa por el espacio, pero el azote llegó antes que nosotros, a lo que veo...

¿De qué hablas, Zodiah? —preguntó Ulk, aturdido.

—De... de ellos.

—¿"Ellos"?

—Sí. Ya veo que es demasiado tarde para todos. Incluso para tu mundo y tu raza, Gaar. TAMBIEN VOSOTROS VAIS A DESAPARECER... PORQUE "ELLOS" YA ESTAN AQUÍ.

Luego, tras un horrorizado silencio, añadió:

—Sobre todo, Gaar, si sales..., no te mezcles con la gente. NO TE ACERQUES A NADIE. 

 

 

"Horacio, hay tantas cosas en el

cielo y en la tierra, de las que ni tú ni yo tenemos noticia..."

(W. Shakespeare, Hamlet)

CAPITULO VII

ELLOS 

¡Nada!

Desolado, Ulk Gaar se dejó caer en uno de los asientos magnéticos que flotaban en la estancia.

El doctor Walaa le miró, entre asombrado y preocupado.

—Gaar, ¿qué quiere decir? ¿No ha dado con ella?

—No. Lo he examinado todo, sin acercarme a nadie. He hecho cuanto es humanamente posible por localizarla, sin el menor resultado.

—Yo también he seguido todas las calles céntricas de la Colonia, a través de las cámaras —ceñudo, el médico espacial señaló la pantalla de estereovisión... Inútil también, Gaar. Su novia no aparece.

Ulk, sombrío, hundió el rostro entre las manos. Zodiah le contempló en silencio, sin intervenir en la conversación. Sus dos compañeros, en un rincón, cambiaron una mirada con ella, sin decidirse tampoco a hablar. Los cinco personajes llevaban el casco traductor, adaptado a la cabeza. El doctor Walaa sabía ahora que podía cambiar impresiones con los tres extraños visitantes del espacio. Se dirigió a ella:

—Zodiah, ¿por qué dijiste antes que... que no se acercase a nadie? ¿Hay peligro en eso?

Ella afirmó lentamente con la cabeza.

—Hay peligro —aseguró—. El peligro de contagiarse de "ellos".

—ELLOS... —exasperado, Gaar se puso en pie de un brinco—. ¿Otra vez ese misterio, Zodiah? ¿A qué o quiénes te refieres? ¿Quiénes son "ellos"? ¿Dónde pueden estar?

—Están AQUI. Entre nosotros. A "ellos" nadie los ve llegar. Simplemente, llegan. Se mezclan con los demás. Y progresan, y destruyen, y atacan implacables, ferozmente...; hasta el fin total.

—Total...—suspiró el médico, escéptico—. ¿Sabes lo que eso significa, Zodiah?

—Mucho mejor que tú, doctor Walaa. Mucho mejor que nadie —los ojos dorados de Zodiah vagaron por la estancia. Parecían cuajados de recuerdos dolorosos, de imágenes patéticas—. Yo... yo vi morir a todo un pueblo, a una raza, a un mundo. Yo pude huir de ese mundo. Pensaba que, con eso, el azote quedaba atrás, que "ellos" jamás podrían desplazarse por el espacio, a través de distancias ingentes. Y me equivoqué. Tardé un millón de años en llegar al Sistema Solar vuestro. Un millón de años de sueño profundo, de reposo mental, y físico absolutos. Una muerte aparente por casi una eternidad..., para volver a la vida ahora, en una época y un lugar en el espacio que no son los míos. ¿Y qué conseguí? Apenas nada. Encontrarme con el mal, con el mismo horror latente, con el mismo espantoso destino para todos los mundos habituados del Universo...

Sin desviar sus ojos de la pantalla, Gaar preguntó a Zodiah nuevamente:

—Quisiera saber... cómo son "ellos". QUE son, en suma. Si se mezclan entre nosotros, si viven con nosotros, sin nadie advertirlo..., es que son IGUALES que nosotros. ¿Es esa la explicación, Zodiah?

Ella negó lentamente:

—No, Ulk. No son como nosotros. Pero se mezclan entre nosotros. No eran como nosotros. Pero se mezclaron entre nosotros. Y nos aniquilaron... La explicación es sencilla, Gaar. Terriblemente sencilla. Y lo aclara todo. "Ellos” pueden convivir con nosotros sin saberlo. O con nosotros, o con cualquier otro ser vivo, e inteligente de la Creación. Por la sencilla razón de que son "mutantes" o "polimorfos”. Son seres de otra naturaleza, de otro origen... Seres que PUEDEN CAMBIAR DE FORMA A SU VOLUNTAD E IMITAR EXACTAMENTE A OTROS SERES.

En el muro, uno de los interfonos del Pabellón Sanitario lunar emitió un mensaje de súbito:

—Atención, doctor Walaa... Atención, doctor Walaa... La mujer desaparecida, Aura Hoal, acaba de hacer su entrada en el Pabellón, sana y salva. Aura Hoal ha vuelto, doctor Walaa...

Ulk Gaar, dando un brinco, emprendió veloz carrera, en busca de la joven. Se quedaron solos Zodiah y sus dos amigos, con el doctor Walaa.

—Es una suerte —suspiró el médico—. Ella ha vuelto, y ese muchacho vuelve a ser feliz.

—Sí, él la quiere mucho... —convino Zodiah con un tono singular en su voz. Bajó la cabeza—. Celebro, por él, que su amada haya vuelto. Pero... pero me pregunto si realmente ES ELLA LA QUE VUELVE...

*  *  *

¡Aura!

¡Ulk, cariño!

Se abrazaron con fuerza. Unieron sus labios en un largo, prolongado beso. Aura le sonrió después, animosa, al separarse ligeramente de ella Ulk.

—¿Te preocupaste acaso por mí? Pareces... inquieto.

—Estuve buscándote desesperadamente, Aura. Cometiste una grave imprudencia al abandonar el Pabellón. Hay peligro. Igual que en la Tierra.

¡Ulk! No querrás decir que...

—Sí. Aura. Quiero decir eso mismo. Es algo universal. Llegó del espacio, como yo me temía. ¿No te has fijado en las gentes de la calle, Aura?

—Sí, Ulk. Parecen... parecen algo fríos. Como si todo les fuese indiferente. Lo atribuí al clima lunar, a lo desolado de cuanto rodea la Base...

Te equivocaste, Aura. Son "ellos". He hablado con los seres que hallamos en el espacio, Aura. Hemos logrado establecer comunicación mediante unos cascos. Ahora sé la verdad. Hay una especie viva, que se mezcla con nosotros, que nos imita, ¿comprendes?

—Cielos, eso suena muy fantástico, Ulk. ¿Estás seguro de que esa mujer no te mintió y es ella la que forma parte de los enemigos del hombre?

—Aura, ¿cómo supiste que fue ELLA la que me lo dijo?

—Oh..., intuición femenina —dijo Aura, con gesto de desagrado—. Esa mujer... es hermosa y extraña, puede engañar a quien lo desee. Sobre todo, a los hombres.

—Aura, eres injusta. Vamos ya, y deja de...

¡No iré! —se desasió de él, algo violenta—. Te aseguro que no iré contigo a ver a esa mujer.

—Está bien —suspiró Ulk, resignado—. Vamos a nuestros alojamientos ahora. Charlaremos tú y yo allí. Te contaré cuanto he sabido hasta ahora sobre el peligro que nos acecha.

—Si, Ulk, querido —asintió Aura, más suave—. Eso está mejor...

Ambos jóvenes entraron en el cuarto reservado a Gaar. Aura rodeó al joven piloto espacial con sus brazos, volviendo a besarle. A Ulk le sorprendió la intensidad y pasión del beso, trató de desasirse, pero ella le retuvo, melosa, como entregándose a él totalmente.

—Ulk, no te marches ahora —rogó—. Quédate aquí, a mi lado. Hemos llegado a vivir tantas desventuras, tantos horrores, que incluso nos olvidamos de nosotros mismos, de nuestro amor, de lo que significamos el uno para el otro...

Ulk quería desasirse, disuadir a Aura de aquel imprudente arrebato de pasión, muy comprensible en una muchacha que había pasado por momentos de durísima tensión nerviosa, de angustia y de terror sin límites, en las últimas horas. No le era posible. Le atraía Aura, y ella estaba invitándole a permanecer allí, junto a ella, en un abandono total, en una laxitud tentadora, después de tantos horrores.

No debía, no quería hacerlo..., pero ella era ahora la más fuerte de los dos. Ella, y su poderosa atracción femenina...

¡Cuidado, Gaar! —sonó la voz de Zodiah, en su lenguaje musical, perfectamente comprensible para su mente, gracias al casco traductor—, ¡CUIDADO!

Ulk dio un respingo, desprendiéndose de los brazos de Aura, sin entender claramente lo que sucedía, pero con la consciencia de que la llamada de la fantástica mujer había sido como un revulsivo, un espolonazo de alerta.

Alzó la cabeza, al tiempo que Aura gritaba de ira, de irritación. Miró hacia la puerta de su alcoba, donde Zodiah, el doctor Walaa y uno de los acompañantes de la radiante mujer de Andrómeda se agrupaban, con expresión tensa, preocupada, extrañadamente horrorizada...

Ulk desvió la mirada hacia Aura. Asombrado, descubrió en su rostro una expresión nueva, desconocida en ella. Algo helado y duro, un brillo demoníaco en los ojos dilatados, una crispación malévola y feroz en la boca espumante, en la faz lívida.

¡Fuera! —rugió Aura—. ¡Fuera de aquí todos, malditos sean! ¡Fuera..., O LES DESTRUIRE!

—Aura... —atónito, Ulk la contempló, incapaz de reaccionar—. Pero..., ¿es que... te has vuelto loca?

—No, Ulk. Ella no se ha vuelto loca —habló Zodiah con fatalismo, con acento apenado—. Lo que ocurre es que NI SIQUIERA ES AURA.

—¿Eh? —lívido, Ulk Gaar se quedó contemplando a Aura, a Zodiah, al propio doctor Walaa, serio y reflexivo, con su mirada grave fija en Aura—. Pero..., ¿qué dices?

—Aura cometió un error funesto al salir, Gaar. "Ellos" la absorbieron. La mujer que tienes a tu lado ni siquiera es un ser humano. Es un "mutante", uno de "ellos". Te dije que no se les puede diferenciar. Ni en aspecto físico, ni en voz, ni en palabras. Son IDENTICOS... Porque asimilan cerebro, memoria, condiciones físicas. Y una vez adaptados a su nueva forma..., DESTRUYEN A LA QUE LES SIRVIO DE MODELO.

¡Oh, no! —aulló Gaar, crispado.

¡Es un disparate! ¿Vas a hacerle caso a ella, Ulk? —se enfureció Aura—. ¿No comprendes que es ella la que miente, que es ella nuestro enemigo, y hay que destruirla, igual que a sus compañeros? ¿Vas a perder tu fe en mí? ¿Acaso no soy yo tu Aura?

Gaar la miró horrorizado, incrédulo, lleno de estupor. Por primera vez supo quién tenía razón... Y QUIEN era uno de "ellos".

¡Ulk! —Aura pareció dolorida—. ¿Cómo puedes dudar de mí...?

—Tú misma cometiste el error. Tú te has adelantado. Primero, con aquellas palabras feroces, con aquel afán de destruir que nunca tuvo Aura. Pero aun justificando eso, queda lo otro. Lo que te acusa, Aura... ¿Cómo pudiste ENTENDER el lenguaje de Zodiah, si ni siquiera llevas el casquete traductor? ¿Cómo supiste la lengua de los seres de Alaak, que JAMAS conoció ni oyó Aura anteriormente?

—Es una de sus facultades —suspiró Zodiah cansadamente—. Aprenden telepáticamente en cuestión de segundos, cualquier idioma o dialecto, por difícil que sea. Se ADAPTAN a todo con una facilidad impresionante y... ¡Cuidado, Gaar!

Ulk se volvió vivamente, cuando ya Aura, la falsa Aura se lanzaba sobre él, con un rugido virulento. Sus manos extendidas buscaban aferrar su cabeza, rodearle el cráneo, con gesto crispado. Zodiah avisó:

¡No dejes que te toque, Gaar! ¡Pretende SUCCIONAR tu cerebro con las ventosas de su tejido REAL, de su auténtica epidermis!

Ulk eludió a Aura como pudo. Angustiado, sin saber qué hacer. Dañar a aquel remedo humano, a aquella contrafigura de su prometida, era como si lo hiciese con la propia Aura.

Sin compasión, implacablemente, había extraído una de sus manos de los bolsillos de su bata. Empuñaba un arma térmica. La disparó sobre la falsa Aura.

Bastó un impacto. Uno sólo, y Aura se volatilizó convertida en una serie de fragmentos informes, rugosos, horribles.

Ulk gritó. Gritó ronca, desesperadamente. Cerró sus ojos, se encogió sin querer mirar a aquel horror que significaba la muerte horripilante de Aura, falsa o verdadera.

¡Oh, no, no! —jadeó con desesperación—. ¿Por qué, doctor? ¿Por qué lo hizo?

—Era necesario, Gaar —sonó la voz serena, apacible, del médico espacial—. Abran sus ojos y mire ESO. Vea en lo que se ha convertido "su Aura", una vez muerta por el disparo térmico...

Lentamente, Ulk abrió los ojos, bajó la cabeza hacia el suelo, clavando la mirada en los fragmentos nauseabundos que allí aparecían dispersos, salpicando el suelo y... sin una gota de sangre ni un rastro auténticamente humano.

—Dios mío... —dijo roncamente, con un escalofrío—. Dios mío, era cierto... No era ella, no era Aura...

—Claro que no lo era —respondió lentamente Yzaaw, el acompañante de Zodiah—, Mi señora tuvo razón. Esa supuesta mujer terrestre... era un "mutante". Y eso que ves ahí, son fragmentos de su real forma.

—Se reducen de tamaño, sí—asintió Zodiah, caminando hacia Ulk—. No debes extrañarte. Nosotros, en Alaak, averiguamos muchas cosas sobre "ellos", aunque no nos sirvieron de nada para detener su invasión. Son formas unicelulares, de tamaño gigantesco para estar constituidos solamente por una célula, pero pequeños y frágiles en apariencia real. Se les podría clasificar en los límites entre las células vegetales y las animales. Son formas frías, carentes de sangre, formadas de celulosa, vacuola y materias que también constituyen las células vegetales. Luego se les unen algunas propiedades de los animales, que son las que aprovechan cuando se transforman en alguna forma de vida superior. Su don de adaptación, de metamorfosis, es un auténtico misterio. Yo me he preguntado, Gaar, si será posible que una mezcla absurda de fenómeno de metamorfosis de los organismos y de trasmutación de los elementos, por medio de las partículas alfa, puede ser una clave para el enigma biológico de esa especie nefasta, de esa plaga de "polimorfos", capaz de pasar, en unos segundos, de la apariencia de una máquina, de una planta o de un pez, a la de un ser humano o un animal gigantesco, sabiendo que el original, la materia básica, es un ser unicelular, no mayor que un huevo. Lo mismo que el nitrógeno se puede convertir en oxigeno, bombardeado por una partícula alfa, que la misma partícula radiactiva bombardea mercurio y lo transforma en oro, por expulsión de protones, y que esa misma partícula radiactiva puede transformar el berilio en carbono por emisión de un neutrón, la naturaleza biológica de esos seres debe permitir que su materia se amplíe o se reduzca, se disgregue y transforme, hasta "repetir" exactamente cualquier forma de vida animal, vegetal e incluso mineral. Una poderosa corriente vital, una fuerza nerviosa y cerebral terribles dentro de esas unicélulas vivas e independientes, hacen lo demás. Y el "mutante" copia a cualquier especie a la perfección.

—Así, las máquinas súbitamente convertidas en asesinos...

—Eran "ellos", adoptando la forma de máquinas. Y copiándolas perfectamente en todo.

—Y los humanos que parecen autómatas....—"Ellos" también.' Su constante "mutación", el mantener una forma que no es la suya por más tiempo del que puede soportar su extraña naturaleza, les termina por fatigar por mecanizar. Después, llega la última fase de su proceso vital: su naturaleza fría, ampliada por la metamorfosis, les congela. Mueren helados, y emiten un frío terrible mortal. Congelan el ambiente, quizás transformados finalmente en puro hielo o aire helado en su increíble ciclo vital. Eso marca el fin. El de "ellos"... y el de todos.

—Pero "ellos"... siguen expandiéndose por el Universo.

—Sí —suspiró Zodiah, meneando la cabeza—. Siguen, Gaar. No sé cómo... Pero siguen. Van a todos los mundos habitados..., y los destruyen implacablemente. Desconocen la piedad, los sentimientos, el amor, la fe, absolutamente todo lo hermoso y elevado. Son infra-seres, criaturas que lindan entre las formas habituales de materia y lo desconocido, lo que ninguna biología ni Ciencia conoce aún...

—¿Y de dónde llegaron, Zodiah? —desolado, roto Ulk Gaar se dejó caer en un asiento.

—Nadie sabe eso, Gaar. Vinieron de muy lejos, no hay duda. Seguramente de lugares situados a millones de años-luz de distancia de Andrómeda, de los confines mismos del Universo, quizás de donde la materia misma de mundos, astros y vacío ya ni siquiera es eso.

Ulk caminó lentamente hacia la terraza asomada a la noche lunar fría y diáfana, tras la cúpula vítrea de Base Luna.

—Aura... —musitó, cerrando los ojos, con fervor—. Hubiera dado la vida por salvar la tuya. Hice cuanto pude por salvarte, por alejarte del peligro..., y tú cometiste el error que todo lo hundió. Todo, Aura querida..., mi pequeña y frágil compañera.

Todos respetaron su fervoroso instante de debilidad. Zodiah se acercó en silencio a Ulk.

—Gaar, si puedo ayudarte en algo...

—No, Zodiah, en nada. Pero te lo agradezco. La perdí a ella. Era todo lo que tenía en la vida. Una gran chica. No pude salvarla.

—Nadie puede salvar a los demás, cuando "ellos" llegan. Tú perdiste a tu amada. Yo vi perder a todo mi pueblo, sin poder hacer nada por él. Pude abandonar mi mundo con la nave súper-luz, el último invento de la técnica de Alaak. Cuando dejé atrás mi planeta, no quedaba nada de vida en él. Sólo frío y muerte...

—Pero... ¡Ha de haber un medio, Zodiah, para vencer a esos monstruos! —gritó Ulk.

—No... no lo sé. Pero todo se pudo combatir: las epidemias medievales, las pestes, los virus y bacterias... El cáncer, la leucemia, absolutamente todo... Cada mal tuvo su antídoto. Los hombres ganaron siempre la batalla al Mal, no importa el tiempo que tardasen en lograrlo.

—Aquí falta siempre tiempo. Y no se ve el antídoto. Traigo la experiencia de un caos, Gaar. Un caos que, según mis cálculos y los tuyos, debió de suceder hace un millón de años. Ahora, le toca a la Tierra sufrirlo. Y yo nada puedo hacer. La experiencia vivida, de nada sirve.

—Un millón de años... —suspiró Gaar, mirándola aturdido—. Parece imposible. Tú y yo, separados en el Tiempo y el espacio por una eternidad en años, en siglos..., nos encontramos aquí ahora.

—Es verdad, Gaar. ¿No crees que ello significa que tú y yo teníamos que encontrarnos por encima del Tiempo, del Espacio y de la Historia? —musitó Zodiah, extrañamente tensa su armoniosa voz, clavados en él los ojos dorados.

Ulk Gaar se encogió de hombros.

—No lo sé, Zodiah. Creo que ya no sé nada de nada. Sólo que perdí a Aura, que vamos a perecer todos, en medio de este horror universal..., y que nuestro encuentro nada significa, salvo una buena amistad a través del Tiempo y del Espacio, entre un hombre y una mujer de dos especies humanoides separadas por ese tiempo, ese espacio y las diferencias físicas que nos hacen distintos...

Zodiah pareció enrojecer tenuemente, bajo su piel de un azul tenue y cristalino,

—Sí, Gaar —murmuró, dolida—. Tienes razón. Soy diferente a ti...

—Zodiah, no te moleste eso. Quiero que comprendas que tú y yo... sólo podemos ser amigos. Está Aura, su recuerdo. Eres hermosísima, Zodiah. Y maravillosa en todo. Te mereces un destino mejor que perecer aquí, en la Luna, o en el planeta Tierra. ¿Por qué no recoges a tu gente y vuelves a tu nave súper-luz? Aún habrá algún rincón en el Universo donde intentar sobrevivir...

Ella negó lentamente, caminando hacia la salida de la alcoba de Ulk.

—No, Gaar —murmuró—. Empiezo a sentirme cansada. Imagino que debe ser porque me harté de luchar en vano. O porque ya soy una anciana de un millón de años de edad.

Soltó una breve risita, más amarga que irónica y cerró suavemente a su espalda.

Ulk Gaar se quedó solo. Solo con el recuerdo de las doloridas ácidas palabras de Zodiah, la muchacha de Andrómeda. Solo con la noche y las estrellas. Solo con su dolor y el fantasma de Aura, la compañera perdida en aquella pugna alucinante con los seres llegados de los confines del Universo...


 CAPITULO VIII 

Los computadores electrónicos del laboratorio nuclear de Base Luna comenzaron a funcionar. Los ojos del doctor Walaa seguían impasibles, escudriñadores, las cifras y claves, los diversos cambios en los residuos analizados y todo lo que implicaba la delicada operación.

Finalmente, la computadora dejó de señalar cifras. Se detuvo su funcionamiento. El análisis estaba hecho.

Retiró de la computadora la tarjeta electrónica, con sus perforaciones en clave. La pasó a otra máquina inmediata, encargada de "traducir" las claves en términos concretos.

Funcionó con un zumbido la traductora de claves electrónica. Cuando reapareció la tarjeta, llevaba anexa otra, con una serie de datos e informes mecanografiados en el interior de la máquina.

Walaa lo tomó febrilmente, comenzó a leerlo...

—Es lo que yo imaginaba —murmuró—. Pero, ¿de qué va a servirnos ya, si no hay tiempo ni medios de analizar uno por uno a los seres vivos, para descubrir quién es humano y quién no lo es?

Allí estaba la clave, pero llegaba tarde. Ahora descubría el modo de localizar a un enemigo, a un "mutante" disfrazado. Pero no el medio de combatirlos, de destruirlos...

El médico de Base Luna tomó consigo la tarjeta con el resultado y abandonó el laboratorio de análisis químico-nuclear, dirigiéndose a la estancia que ocupaba Ulk Gaar.

Asomó. Ulk no estaba. Pensativo, dio unas vueltas, con la tarjeta del análisis en una mano y la cifrada en otra. Reunió ambas y se encaminó de nuevo a la puerta. Quería encontrar a Ulk cuanto antes. Metió las tarjetas en un bolsillo, nervioso. Una de ellas se cayó al suelo.

Cerró tras de sí y se aventuró corredor adelante, en busca de Gaar. Tenía el presentimiento de que el peligro estaba cada vez más cercano.

Sucedió de pronto. Fue al volver la curva del blanco corredor encristalado.

Una figura oculta saltó sobre él. Walaa se revolvió, quiso defenderse, luchar contra el inesperado agresor.

No llegó a tiempo. Unas manos fuertes se engarfiaron en torno a su cabeza, oprimiendo con furia sus sienes, su nuca...

Fue como si un par de tremendas ventosas comenzaran a succionar sobre él. Sintió unos zumbidos violentos dentro de su cráneo, un batir de sienes, un dolor agudísimo que llegaba hasta el fondo de su cerebro.

Se debatió, quiso volverse, identificar a su agresor. No pudo hacer más que girar un poco aprisionada cabeza. Ni siquiera podía gritar. Era como si le hubiese paralizado las cuerdas vocales, o "algo", en su cerebro, le ordenase no gritar.

Sus ojos vieron oscurecerse la luz. Se quedó ciego en segundos. Apenas si vislumbró una silueta sobre él, aferrándole la cabeza brutalmente.

Algo, una voz, aunque nadie pareció hablar, resonó dentro de su mente:

— Es inútil. Todo es inútil ya, doctor Walaa... YO HE ENTRADO EN TI... Ya poseo tu cerebro, tu memoria, tus conocimientos... Sólo me falta reproducirte..., ser como tú... y engañar a todos. Engañar a todos, doctor Walaa..., hasta aniquilarlos.

El médico no percibió nada más. Aquel dolor vivísimo pareció crecer, hincharse como un globo dentro de su bóveda craneana. Luego estalló.

Y con él estalló su cerebro.

El doctor Walaa dejó de pensar, de sentir, de existir...

En su lugar, una forma fue cobrando su aspecto, adoptando su faz, su cuerpo, con una precisión increíble...

*  *  *

Los ojos de Ulk Gaar pasaron rápidamente por el texto de la tarjeta metálica.

Lo leyó todo. Miró en derredor, extrañado.

El doctor Walaa había estado allí, sin duda. Debió ir en su busca con el resultado del análisis nuclear, y, o bien se le cayo la tarjeta, o la dejó allí intencionadamente, aunque el suelo no era el lugar ideal para ello.

—De modo que es eso... —murmuró entre dientes—. Los "unicelulares" carecen del ADN, y tampoco pueden reproducirlo por sus propios medios. La célula es alérgica al ácido desoxirribonucleico, que es el que constituye precisamente el secreto y rozón del proceso vital humano... (1[2]). Pueden, por tanto, "reproducir" toda una forma humana, asimilar su mente, su memoria, su voz, sus conocimientos, por un breve período da tiempo. Pero no pueden dotarlo de ADN, la sustancia básica de la vida del hombre. En consecuencia, todo el que sea analizado y carezca de ADN... ES UN "MUTANTE".

Guardó la tarjeta aluminizada en su bolsillo. Se dispuso a ir en busca del doctor Walaa, para discutir la cuestión, cuando llamaron suavemente a la puerta de su alcoba.

—Pase—invitó Gaar.

Era el propio doctor Walaa quien apareció, con su habitual aire seguro de sí, sereno y cerebral.

—Hola, Gaar —saludó—. Quería hablar con usted.

—Ah, bien, doctor. ¿Estuvo antes aquí?

—No, no. No he venido a verle hasta ahora, Gaar.

Ulk dominó su extrañeza. No hizo gesto alguno, pero se quedó mirando a Walaa, sin entender. Si él no llevó el resultado del análisis, ¿quién lo hizo?

—Bien. ¿Va a hablarme del análisis de fragmentos celulares, doctor Walaa? —indagó Gaar.

—Precisamente de eso quería hablarle, Gaar.

—¿Qué piensa de su resultado, doctor?

—¿Resultado? —el doctor Walaa se encogió de hombros con desolación—. Mi querido amigo, ¿qué puedo pensar de un análisis totalmente nulo y sin resultado concreto alguno?

—¿Cómo? —Gaar iba de sorpresa en sorpresa, aunque su gesto no lo reflejase totalmente—. No le entiendo, doctor...

—Está claro, Gaar. Fracasé. El análisis todo es oscuro, no aclara nada. Esas células deben ser de una materia reacia a los procesos químicos de la Tierra...

Gaar estaba haciendo ahora un poderoso esfuerzo por no pensar, por no TRANSMITIR involuntariamente sus pensamientos.

Walaa le miraba muy fijamente, como si quisiera penetrar en su mente, y eso no le gustaba. Tampoco le estaba gustando la actitud del médico. Parecía otro hombre. Se contradecía con aquel resultado claro y concreto del análisis. Y la horrible sospecha comenzaba a germinar dentro de él, con tremenda fuerza.

—Lástima, doctor Walaa —musitó Gaar con calma—. Lástima... Había confiado mucho en ese análisis.

—Yo también —se encogió de hombros su interlocutor—. Bien, amigo mío. Hemos de resignarnos. No hay forma de luchar contra esos seres infernales. Creo que se puede ir pensando ya en el fin...

—El fin... Gaar asintió, yendo hacia la ventana, de espaldas a Walaa—, Sí, doctor. Creo que no queda otro remedio...

Fingió abstraerse en la contemplación del exterior. Tras él, los pasos de Walaa no sonaron. Pero los sentidos agudizados de Gaar estaban alerta. Podía percibir los roces casi inaudibles de las pisadas lentas, calculadas.

Ulk Gaar habló de pronto:

—Doctor Walaa, ¿se sometería usted voluntariamente... a un análisis de su ácido desoxirribonucleico, o ADN, EN ESTE MISMO MOMENTO?

Al mismo tiempo que terminaba su frase, se volvió.

El doctor Walla, convulsa la faz, dilatados los ojos, tenía sus manos alzadas, crispadas, a punto de aferrar su cabeza, y saltaba sobre él, con respiración entrecortada.

Al volverse, Gaar empuñaba su pistola térmica, la que tomara consigo en la Tierra, al escapar con la infortunada Aura.

Disparó sin vacilaciones, sin el menor escrúpulo o demora en la acción. El chorro candente de energía térmica se estrelló con un tremendo alud de chispas sobre el pecho y rostro del doctor Walaa...

Hubo como un estallido, y reventó el cuerpo. Fragmentos reducidos, parduzcos, salpicaron la esponjosa alfombra. Ni sangre ni restos humanos. Nada, salvo trozos repugnantes de una célula gigantesca y horrible, pulverizada por el arma.

—Dios mío... —Gaar cerró los ojos, horrorizado—. Dios mío, también el doctor Walaa... Si no hubiese dejado aquí el informe químico antes de ser "absorbido"..., jamás hubiera yo sospechado. Y ahora, sería otro de "ellos".

Poco después llegaban Zodiah, sus compañeros Yzaaw y Zakk, algunos ayudantes del doctor, atraídos todos por el estallido ígneo del arma.

Ulk tuvo que explicarles el nuevo error y señalar a Walaa. Un silencio de muerte siguió a su relato.

Y aún fue peor cuando Gaar, tras una corta pausa, añadió:

—Walaa fue "absorbido" por unicélulas que se han filtrado aquí. Deben reproducirse con fantástica rapidez, es evidente. Pero juraría que, en ese caso, ALGUIEN MAS ES UNO DE "ELLOS''. De modo que vamos a proceder a! análisis de todos nosotros.

—Gaar, ¿qué pretendes? —se sorprendió Zodiah, mirándole con ojos muy abiertos.

—Primero, saber si uno de nosotros es un Judas que lleva dentro de sí el Mal, en forma de "invasor" celular. Después... destruir a quien en el análisis demuestre no tener la sustancia ADN. Vosotros, en Andrómeda, poseéis ese ácido, ¿no es cierto, Zodiah?

—Sí, Gaar. Nuestra estructura física es similar a la humana incluso en eso. Es una materia básica para toda vida natural, vosotros lo sabéis.

—Claro que lo sabemos —suspiró Gaar—. Lo malo es que no nos sirve de nada saber que "ellos" no poseen ADN. Hemos perdido en poco tiempo a dos personas magnificas. Aura y el doctor Walaa. No quiero que suframos nuevas pérdidas tan penosas y duras, por falta de un control eficaz de nosotros mismos. ¿Todos de acuerdo?

—Sí, señor —asintió un enfermero del Pabellón de Sanidad.

—Soy el doctor Metg —dijo un joven de cabello muy rubio y elevada estatura—. Era auxiliar del doctor Walaa, señor. Gustosamente colaboraré en esta acción.

—Gracias, doctor Metg —se volvió Gaar hacia los seres Je Andrómeda.

—Cuenta con todos, Gaar —sonrió dulcemente ella—. Estamos a tu disposición para cuanto sea preciso.

—Justamente —aseguró Gaar con gravedad—, Gracias a todos. Vigílense mutuamente. No confíen en ninguno, por amigo, por hermano que sea. Piensen que e! que ya no es quien suponemos, deja de ser amigo o hermano, para convertirse en un enemigo, ávido de reclutar nuevos "poseídos" a sus filas. No se puede abandonar este Pabellón, ni dar entrada a nadie en él. Estamos aislados. Es la mejor manera de sobrevivir.

—Sí, señor. A falta del doctor Walaa, acataremos sus órdenes.

—Gracias —Gaar apretó los labios, sacudiendo la cabeza con pesar—. Todo esto es horrible y penoso. Pero hemos de hacerlo. Hay que obtener muestra del tejido de cada uno de nosotros y analizarlo en el laboratorio nuclear del doctor Walaa. Nadie se librará de ello. Y siempre estarán presentes tres personas durante los análisis y cómputos de resultados en los "lectores" electrónicos.

—Es una manera inteligente de hacerlo, Gaar —convino Zodiah—. Vamos ya. El doctor Metg y yo extraeremos muestras a los demás. Luego, tú y mi fiel Yzaaw haréis lo mismo con nosotros. Así todos estaremos seguros de que nuestros tejidos se hallan en el muestrario.

—Se, rotularan debidamente y se someterán a análisis —apoyó el doctor Metg—. Manos a la obra. Todos hemos de actuar, siempre controlados por los demás, para mayor seguridad. 

CAPITULO IX

Ulk Gaar apretó el resorte de disparo de su arma térmica.

Brotó la llamarada azul, violenta, cegadora. Hubo un silbido sordo, siniestro. Luego el impacto, el extraño estallido del cuerpo falso, vacío. El cuerpo de otro "mutante", de otro "unicelular", oculto bajo una ficticia apariencia humana, que el disparo de calor nuclear había puesto al descubierto. Como en el caso de Aura, como en el del doctor Walaa...

Esta vez se trataba de Yzaaw, el cual intentó atacar al doctor Metg. El servidor de Zodiah era otro de "ellos". De no andar listo Ulk Gaar, lo hubiera conseguido.

Todo había terminado para el atacante. Ya no era ni siquiera un cuerpo humano. No era nada, salvo unos feos, siniestros fragmentos parduzcos. Con el vacío dentro. Sin sangre, sin ADN. Sin espíritu ni alma tampoco...

El rubio médico se estremeció, contemplando los fragmentos del que una vez fuera el hombre llegado de Andrómeda, el leal Yzaaw, servidor de Zodiah...

—Escuche esto, doctor. Yo puedo salir ahora mismo de aquí, ir a ese corredor... y ser "absorbido" en él por otro de "ellos". Puedo volver, menos de un minuto más tarde, pero no ser ya el mismo que era. Por eso se lo pido encarecidamente. A usted y a todos: no se fíen de nadie. DE NADIE.

—Está bien —musitó el joven médico—. Lo tendré en cuenta, Gaar. Pero no olvide considerarlo también usted seriamente. Conmigo, y con los demás. Nunca se podrá ganar a esos horribles seres.

—No, nunca —negó Gaar roncamente—. Habría que ir a la Tierra, disparar cargas térmicas sobre todo el mundo, y eso no hay nadie capaz de hacerlo.

—Dijo usted que al ser unicelulares, conservan TODAS las propiedades de los elementos compuestos de UNA SOLA célula—dijo, pensativo, el doctor Metg.

—Sí. ¿Tiene algo de particular eso? —se irritó Ulk—, Usted sabrá más de bioquímica que yo. Soy piloto espacial, no investigador de laboratorio.

—A eso me refería. Usted tal vez no sepa, o quizá sólo la olvidó, una peculiaridad de los, digamos "animales", de una célula.

—Dígamela —suspiró el joven—. La olvidé. O nunca la supe. También eso lo he olvidado.

—He visto en dos ocasiones que un disparo térmico acaba con ellos fácilmente. ¿Por qué, Gaar?

El piloto de la "Astronautical Solar System" parpadeó, estupefacto.

—Bueno, pues... no hay muchas explicaciones: el fuego, la alta temperatura termina con ellos. Vienen de mundos fríos y distantes. El calor es su enemigo. Pero no podemos pegar fuego a la Tierra para aniquilarlos. ¿Se refiere a eso?

—Me refiero a algo más científico que eso. El fuego puede destruir o no ciertas células. Sin embargo, hay algo evidente: las células vegetales, según las leyes de la osmosis, deberían hincharse hasta estallar, cuando se nutren de algo líquido. Está comprobado que lo evitan gracias a sus paredes resistentes de celulosa, pared dura que toda célula vegetal posee. La vacuola es donde la célula vuelca todas sus sustancias propias, hasta lograr el equilibrio perfecto de su concentración. Por tanto, los animales de una sola célula carecen de ese envoltorio rígido, porque necesitan moverse, no estar inmóviles.

—¿Y no estallan, al saturarse de sustancias?

—No. Tienen vacuolas o gotitas acuosas centrales, de tipo pulsátil, que expulsan rítmicamente el agua que penetra en su membrana. Eso mantiene el equilibrio.

—Y en caso contrario...

—Sin esas "vacuolas" pulsátiles, la membrana se inunda y la célula revienta, por no asimilar el agua. La descarga térmica de sus armas, Gaar, provoca la creación de una enorme masa de vapor. El cuerpo de la célula llegada del espacio, es terriblemente frío, glacial. Zodiah dijo que llegan, incluso, a congelar el ámbito de un planeta. ¿Qué sucede, entonces, cuando un vapor candente y un frío intenso se encuentran bruscamente?

—El vapor se licua....

—Parece estúpido, lo admito —confeso con un suspiro el joven médico—. Pero, ¿ha observado los boletines meteorológicos? Hace más de tres meses que NO LLUEVE en la Tierra. Nunca llueve en la Luna. ¿Por que no pregunta a Zodiah sobre el clima en su planeta, cuando la invasión tuvo éxito?

—Sí —susurró roncamente Ulk, con un brillo nuevo, más diáfano, en sus ojos dilatados—. ¡Si, doctor Metg! ¡Voy EN SEGUIDA a preguntárselo! Deje ese análisis por ahora. Venga conmigo, ¿quiere? Será mejor que usted y yo no nos separemos...

Y decididamente, el joven astronauta arrastró consigo al ayudante del infortunado doctor Walaa.

*  *  *

Zodiah había escuchado atentamente. Con sus dorados ojos muy abiertos.

Meditó. Recordó. A Ulk Gaar le pareció imposible que un ser viviente recordase cosas situadas a un millón de años de distancia.

—Gaar... Recuerdo muy bien que fue una época de intensa, terrible sequía. Apenas si llovió en tres estaciones seguidas. Ciertamente, los invasores NO PUDIERON RECIBIR AGUA.

—Agua... ¡AGUA! —Ulk, nervioso, estrujó sus manos con fuerza, meditó con el rostro crispado, la mente fija en aquella idea—. ¡Oh, Dios..., si fuera ESO, una lluvia torrencial puede cambiar el destino del mundo, de todos los mundos del Universo, Zodiah. "Ellos" tal vez se detienen allí donde no hay agua, donde no llueve, donde no corren peligro de reventar por inflamación acuosa...

—De cualquier modo, alejemos toda esperanza—suspiró el doctor Metg —. Según los datos de los satélites-observatorios situados en órbitas en torno a la Tierra, las lluvias no abundarán este año. Supieron elegir bien su momento. Todos los satélites meteorológicos coinciden en sus pronósticos.

Ulk Gaar paseó por la estancia. Nerviosa, desesperadamente. De pronto se revolvió, con una fiereza desconocida, que crispaba su gesto rabiosamente. Se encaró con todos.

—¡Y bien! —rugió—. ¿Qué se hacía en tiempos antiguos, cuando transcurría mucho tiempo sin llover? ¿Cómo se atraía a la tormenta, a las lluvias?

—Por medio de cohetes. Pero eso... eso no daría resultado, Gaar —objetó el médico—. Serán sólo lluvias esporádicas, débiles, parciales. No bastarían para acabar con "ellos"...

—No me refería exclusivamente a los cohetes, doctor. Me refería al hecho en sí. Cuando no llovía, PROVOCABAN la lluvia. Esporádicamente, sí. En zonas limitadas. Pero eso sucedía en mil ochocientos noventa y en mil novecientos, doctor Metg... Ahora, quinientos años más tarde, se conseguía con explosiones nucleares en las altas capas atmosféricas. Explosiones de cien megatones o más. Muchas explosiones, formando un cinturón alrededor de la Tierra. Doctor, ¿cómo podemos lograr esas explosiones nucleares en cadena, alrededor de la Tierra?

—Alguien tendría que ir allá—suspiró el médico—. Hay grandes stocks de poderosas armas termonucleares. Propiedad de los Continentes Asociados. Si ese stock pudiera ser lanzado, puesto en órbita de algún modo... Pero suena a algo tan imposible como vencer a los "unicelulares", Gaar. Nadie puede por sí solo poner en órbita un centenar de bombas nucleares de cien megatones.

—No, nadie puede hacer eso, doctor —negó Gaar desalentado.

—Gaar —habló de pronto Zodiah, con voz grave—. Creo que ya sé cómo provocar una convulsión atmosférica.

Los dos giraron el rostro hacia ella. La miraron estupefactos.

—No hablas en serio, ¿verdad? —murmuró Gaar.

—Sí, Gaar. Muy en serio. Hay un medio de provocar la convulsión que arrastre a las nubes y haga caer la lluvia. Un estallido de energía, algo capaz de trastornarlo todo.

—¿Y es...? —Gaar se puso rígido.

—La nave. Una nave ultralumínica, movida por una energía tan poderosa como la de mi planeta, con sus reactores a toda presión..., creo que servirá.

Los ojos de Ulk centellearon. Su voz sonó grave, emocionada:

—Sí, Zodiah. Tal vez confío demasiado..., pero creo que sen/irá. Al menos, de intentarlo.

CAPITULO X

... Y DESPUES DEL FINAL

Era el final…

Las manos de Ulk Gaar y de Zodiah no se encontraban. Sus dedos estaban lejos todavía.

Ulk sabía, en ese momento supremo, que no sentía la menor aversión o reparo en oprimir los dedos escamosos de Zodiah, la mujer de Andrómeda. Es más, sentía en su interior que lo deseaba. Con toda su alma…

Era mucha la gratitud hacia la muchacha que luchó como una ciudadana más del mundo por salvar a éste del horror.

Había sido inútil. Todo inútil, ciertamente. Pero ella lo intentó.

Su nave ultra-lumínica había agotado todo su combustible en una escalofriante, aterradora serie de vueltas en cinturón, en torno a la Tierra, vueltas vertiginosas, relampagueantes. Con los chorros de sus reactores proyectando la súper-energía entre campos de nubes, ocasionando un auténtico caos de convulsión atmosférica.

Pero sin resultado. Cuando las reservas se agotaron, por el tremendo esfuerzo desarrollado en su derroche, la nave ya no pudo seguir a la velocidad de la luz. Se convirtió en una nave espacial más.

Después, ni siquiera eso. El combustible fabuloso de Andrómeda estaba agotado por completo. La nave se precipitaba en la superficie terrestre.

Y ellos, como último recurso, habían utilizado el disparador automático de a bordo, para ser proyectados al espacio, con sus trajes espaciales para el vacío.

Después...

Después, Ulk Gaar había buscado desesperadamente a Zodiah por Centrópolis.

En una noche fría, gélida, con las calles desiertas, con los "unicelulares" muertos en las casas o en los Niveles, despidiendo su terrible hedor glacial, que contaminaba el aire, congelándolo. Eran millones de seres muertos, emitiendo su espantoso, increíble frío.

Máquinas, hombres, todo... Centrópolis era el vasto cementerio iluminado, frío, desierto, que recorrió en busca de Zodiah una y otra vez…, hasta que el frío le atacó también a él. Entonces buscó refugio en aquella vivienda. Entonces escribió en su pulsador microscópico el relato de sus últimos momentos...

Y  entonces oyó ruido en el exterior.

No podían ser "ellos". Los que no habían muerto, las nuevas células reproducidas, no hacían ruido. Se limitaban a revolotear por el suelo, en busca de algo de qué nutrirse. O de ALGUIEN...

Pero Ulk salió, sin miedo a nada. Por si era Zodiah quien provocó el ruido.

Y  era ella.

Era Zodiah, desmoronándose entre vehículos apartados, entre restos de la ciudad grandiosa, que fue orgullo de su tiempo, y que ahora era cementerio inhóspito y helado de millones de muertos que despedían frío. Un frío con olor a corrupción...

*  *  *

— ¡Zodiah...!

— ¡Ulk... Ulk...!

Habían sido sus últimas palabras. Sus nombres respectivos.

Como dijo una vez Ulk Gaar, quizá nunca pudiera amar a una mujer de otro mundo, de extremidades escamosas, plateadas, de piel azulada... Pero sentía algo por ella. Algo nacido acaso del peligro común, de la mutua lucha frente al horror triunfante...

Los propios hombres se habían destruido. Los "unicelulares" no hubieran llegado a triunfar tan pronto, de no existir máquinas y máquinas a su servicio. Cuando "ellos" se apoderaron de su fuerza y capacidad destructora, todo fue más sencillo. No les bastó con "absorber" a millones de seres. Otros tantos millones fueron triturados, aplastados por las falsas máquinas.

Todo eso lo pensó Ulk antes de sentirse morir, antes de ver como millares de "unicelulas" voraces avanzaban hacia él, en medio del frió terrible. Ese frió o las devoradoras de humanos, terminarían definitivamente con él.

Y  él no podía alcanzar, en despedida postrera, la mano de Zodiah.

Ni ella la suya...

El aire de la noche se hizo helado, mortal...

Ambos cerraron los ojos, en su último instante.

Y  justamente entonces... comenzó a llover.

*  *  *

COMENZO A LLOVER.

Era lluvia. Lluvia fría, copiosa, torrencial. Lluvia formada por gruesas gotas de agua, que tamborilearon con violencia en los rostros. En las alturas, en el cielo nublado y ceñudo, retumbó el trueno, centellearon chispas eléctricas.

El diluvio arreció.

En derredor, como una invasión de sordos estampidos, de estallidos horribles, fue señalando la súbita hinchazón y explosión de cuerpos unicelulares. Los diminutos seres, las "unicelulas" reptantes, desaparecían entre estampidos como de pequeños fulminantes, y dejaban sólo fragmentos borrosos, grisáceos, diluyéndose bajo el diluvio repentino.

— ¡Agua! ¡Agua! —Ulk abrió los ojos, se encogió en el suelo, tiritando, aterido—, ¡Oh, no, no! ¡Eso significa que... LO LOGRAMOS!

—Lo logramos, Ulk...

—Zodiah, no... no vamos a morir. ¡Mira, no vamos a morir! ¡No estallamos no nos hace ningún daño la lluvia! ¡No nos han "absorbido" esos malditos monstruos!

—No, Gaar... Seguimos siendo... solamente NOSOTROS. Ulk Gaar... y Zodiah.

Se incorporaban ya. Riendo y llorando. Las lágrimas y el agua corrían a raudales por sus rostros. Miraban a las nubes, al cielo que parecía lanzar sobre la tierra, enfurecido por la convulsión que los chorros termonucleares de la nave de Andrómeda proyectara contra él, toda la capacidad inagotable de sus caudales de agua...

Miraron alrededor. Zodiah se tambaleaba, y tuvo que apoyarse en Ulk. El se apresuró a rodearla con brazo firme, a atraerla contra sí...

—Dios mío, gracias —rogó con unción—. Tú pusiste tu idea, tu vehículo... pero Dios nos ayudó. Fue Su infinita bondad la que nos guió en esto...

—Tu Dios es el mío, Gaar. Sólo hay un Creador en el Universo... Y El nos hizo a los dos. Tal vez por eso no te repugne... mi contacto.

—Zodiah, no digas cosas así, querida... —sonrió Ulk, a través de la cortina de lluvia, que casi borraba sus rostros, moviéndose pesada, dificultosa pero triunfalmente por las calles ahora bañadas de lluvia, por entre salpicaduras informes de células cósmicas extinguidas por la inundación de agua que se venia encima... Impulsivamente, Ulk besó la mano escamosa de la joven. La notó suave al roce, no áspera ni desagradable—. La verdadera hermosura no esta en la forma física de los seres, sino en sí mismos. Y, después de todo..., tú eres hermosa. Muy hermosa, Zodiah...

—Oh, Ulk, gracias. Gracias. Sé que nunca dejarás de amar a Aura, y que vivirás esclavo de su recuerdo. Pero aunque así sea, yo siempre te tendré en mis pensamientos, esté donde este...

Siguieron adelante, bajo la lluvia. Solos en la ciudad muerta, en la gran urbe estremecida por el diluvio.

Y, sin saber por qué, unas palabras lejanas acudieron a la mente de Ulk Gaar:

"Presiento... presiento que esta mujer de otro mundo va a significar mucho en tu vida, Ulk..."

Sí, todo eso podía ser verdad.

Miro de soslayo a Zodiah, la muchacha hermosísima llegada de una nebulosa a un millón de años luz de distancia. Había perdido su nave ultra-luz, sacrificándola por la Tierra. Nunca podría volver ya a su remoto mundo.

Se sorprendió. Parecía menos azulada, más similar a las mujeres de la Tierra. E incluso sus plateadas escamas eran más delgadas, más tenues... Oprimió con más fuerza su mano.

—¿Zodiah... —musitó—, Gracias por todo...

Ella iba sin responder. Entonces, sorprendida, se miró la mano que oprimía Ulk Gaar. El también la miró, perplejo.

Algo se había rasgado suavemente. La membrana cristalina de sus dedos. Se desprendía... Lo mismo que algunas escamas plateadas. Debajo, una piel suavísima, azulada muy lentamente, tersa y escultural, iba asomando.

—¡Ulk, estoy... estoy cambiando de aspecto! —susurró ella, asustada.

Gaar sonrió.

—A veces sucede. Cada naturaleza es un misterio, Zodiah, trasladada a otros mundos. Tú... tú estás empezando a cambiar ahora. Terminarás siendo como otra mujer cualquiera de este mundo.

— ¡Ulk! ¿Tú crees? —abrió enormemente sus dorados ojos.

—Sí. Como otra cualquiera..., pero muchísimo más hermosa que ninguna. Así serás, Zodiah, lo presiento...

—Dios mío, lo desearía tanto... —se detuvo, recibiendo la lluvia a raudales como una caricia de esperanza, de felicidad, en pleno rostro—. Ser como las demás mujeres de tu mundo... y tener alguna esperanza de... de...

—Zodiah, no sigas —la detuvo él—. Aunque jamás cambiases... tenemos una esperanza los dos.

—Ulk...

—Sólo te pido un poco de tiempo.

—Tenemos toda una vida, Ulk... Una vida que empieza de nuevo. Ahora mismo.

—No será preciso tanto. Ahora, mi mente y mi corazón están demasiado confusos. Pero sé que te aprecio, que me siento feliz a tu lado... y que te busqué, al sentir que la muerte llegaba, inexorable... No sé lo que es, Zodiah. No sé si es simple amistad, aprecio... u otra cosa. Por eso te pido tiempo... ahora que lo tenemos ante nosotros, para volver a empezar.

—Sí, Ulk... sólo cuando estés seguro, debes hablar. Esto es sólo el principio... y tengo una esperanza.

"Era hermoso", pensó Ulk.

"Muy hermoso", pensó Zodiah.

Después de que todo estuvo perdido, ahora tenían tiempo. Era el principio. Y había esperanzas...

Todo lo que hacía falta para comenzar la vida otra vez.

 

F I N



(1) La velocidad de la luz es de 300.000 kilómetros por segundo, como es sabido. Teniendo en cuenta que la milla inglesa corresponde 2 1.600 metros, la velocidad lumínica equivale a unas 187.500 millas al segundo. Según esto, la velocidad citada en el relato, que una nave terrestre cubre en una hora, tardará la luz poco más de segundo y medio en recorrerla. (N. del A.)

 

(1) Por supuesto, en la ficción entran conceptos un tanto gratuitos en cuanto a medios técnicos y materias, pero sólo parcialmente, para darle a este género su mezcla lógica de imaginación y realidad. El ADN (ácido desoxirribonucleico) existe en toda forma de vida terrestre, y es reciente la entrega del premio Nobel a los bioquímicos que recientemente descifraron su fórmula. El ADN forma una especie de "cinta" o escala que se autoduplica. La integridad del núcleo celular está compuesta principalmente por esa sustancia, auténtico fundamento de la vida, y uno de los más sensacionales y trascendentes hallazgos bioquímicos de nuestra época. (N. de A.)


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