Pascual Enguídanos firmó sus novelas de ciencia ficción con el seudónimo George H. White (probablemente inspirado en el nombre de H.G. Wells) en la primera mitad de la colección Luchadores del Espacio, hasta que un contrato con la editorial Bruguera le obligó a renunciar a él en las colecciones de Valenciana. A partir de entonces, utilizaría el de Van S. Smith.
Número 69 de la colección y, sin ningún género de dudas, una de las mejores novelas escritas no ya por Enguídanos, sino incluso por todos los escritores españoles de ciencia ficción. Magnífica en su contenido dentro de los relativamente tópicos esquemas en los que se mueve, Llegó de lejos es decididamente una pequeña obra maestra que además recuerda enormemente a los argumentos de las películas norteamericanas de ciencia ficción de su época, de una de las cuales podría haber sido perfectamente el guión.
En concreto existe una película de 1951, titulada en español como Ultimátum a la Tierra, que presenta una innegable similitud, al menos en ciertos aspectos, con nuestra novelita... Aunque no se puede hablar en modo alguno de plagio ya que Llegó de lejos presenta los suficientes rasgos propios como para ser tachada de original y no de una simple copia. Otra anécdota relativa a esta novela es el hecho de que, cuando en los años setenta Enguídanos reemprendió la tarea de continuar la interrumpida Saga de los Aznar, aprovechó la trama de la misma para, modificándola, convertirla en una entrega más de la ya renqueante serie, concretamente la que hace el número 49 y lleva por título La otra Tierra.
CAPÍTULO PRIMERO
Éste
era el cuadro de todas las noches, la resaca de las primeras horas de la
madrugada que arrojaba entre los brazos de la ley a todos aquellos que solían
aprovechar las horas de oscuridad y silencio para bur1arla. Betty Seton, que
era asidua visitante del cuartel de policía y estaba acostumbrada a este
espectáculo, se acercó al alto mostrador donde un aburrido sargento hacía lista
de todos los objetos sacados de los bolsillos de los detenidos.
-¿Algo
nuevo, O'Hara?
El
sargento levantó los ojos para clavarlos en el lindo rostro, un poco
desencajado por el cansancio, que asomaba por el otro lado del mostrador.
-Hola,
miss Seton -contestó-. No, nada de interés para su periódico, si es eso lo que
quiere decir. Robos, atracos, escándalo nocturno... Lo de todas las noches.
-¿Se
encuentra en su despacho el capitán Bliven?
-No
le vi salir -contestó el sargento. Y señalando con un movimiento de cabeza al
largo pasillo, añadió-: Ya conoce el camino.
Betty
Seton se introdujo por el corredor. A derecha e izquierda, algunas puertas
abiertas le permitían ver el interior de las habitaciones en donde los
detectives interrogaban, escuchaban pacientemente o amonestaban con severidad,
según la índole del detenido y la gravedad de las faltas por las que había sido
detenido. Constantemente estaban abriéndose y cerrándose puertas, entrando y saliendo
policías llevando del brazo a hombres y mujeres de todas las edades y
cataduras. La corriente de aire que circulaba por el pasillo iba impregnada del
perfume del café, del olor a emparedados de salchicha rancia y del rumor de
sillas arrastradas, ficheros metálicos que se abrían, teclear de máquinas,
repicar de teléfonos, voces que protestaban airadas y chasquidos de alguna que
otra bofetada.
Hacia
el fondo del pasillo, una puerta vidriera tenía grabado en el cristal: «Captain
Bruce R. Bliven». Esta puerta se abrió cuando la periodista iba a empujarla y
por ella salieron una mujer y un hombre de aspecto respetable y compungido,
entre los que andaba una muchacha bien vestida, el rostro cubierto por las
manos entre cuyos dedos sollozaba. En pos del trío salieron un joven de unos 17
años con la faz muy roja y un policía de rostro impasible.
Betty
Seton se hizo a un lado para dejar paso al cortejo y entró en el despacho. El
capitán Bruce R. Bliven, que sostenía la puerta abierta, hizo una mueca de
disgusto al verla.
-¿Llego
en mal momento? -preguntó Betty pasando por delante del capitán y yendo a tomar
asiento en un confortable sillón tapizado de cuero.
El
capitán, que era un hombre de unos 40 o 45 años, robusto y recio de espaldas,
cerró la puerta y se quedó mirando a la joven mientras ella humedecía con
saliva el extremo de una larga carrera que presentaban sus medias de cristal a
todo lo largo de la esbelta pantorrilla.
Betty
Seton siguió la dirección de la mirada del oficial, se cubrió las afiladas
rodillas con la falda y sonrió.
-¿Qué
le trae por aquí? -preguntó Bliven avanzando hasta un velador cercano y tomando
de una bandeja una tetera y una taza de café.
-Venía
por aquel reportaje sobre el uso de estupefacientes que usted me prometió y, de
paso, a ver si caía alguna noticia sensacional.
-¿Cuánto
tiempo lleva usted en Nueva York? -preguntó Bliven con brusquedad, tendiéndole
la taza vacía.
-Un
año -contestó Betty tomando la taza y acercándola al pico de la tetera.
-¿Y
todavía espera usted descubrir algo sensacional en un cuartel de la Policía?
-gruñó Bliven vertiendo el café en la taza-. Debiera saber por experiencia que
los casos de robo, estupro, rapto y demás sucesos que aquí se registran cada
noche carecen de interés para el lector habitual. El público está saturado de
noticias de esta índole, miss Seton. Tiene usted talento. ¿Por qué no escribe
sobre otras cosas y deja a los periodistas viejos o remolones la tarea de
desbastar los bancos de las comisarías?
-¿Me
está usted animando a volver a mi vieja granja de Pensilvania, capitán?
-murmuró Betty contemplando el negro líquido que se agitaba en el fondo de su
taza.
-Si
estaba bien en su vieja granja, no veo razón para que zancajee por el asfalto
de Nueva York arrastrando sus tacones torcidos. Esto es como una jungla, miss
Seton. O devora uno o es devorado. Si carece de pretensiones o amigos que la
ayuden, será mejor que regrese a Pensilvania. Está ciudad está llena de
talentos que se pudren tras una mesa de oficina o dentro de la sudada camisa de
un vendedor ambulante.
Betty
Seton se miró los altos tacones de sus zapatos, los cuales estaban
efectivamente torcidos y despellejados. Las palabras del capitán Bliven tenían
todo el amargo sabor de una verdad conocida.
-No
es ambición lo que me falta -aseguró frunciendo sus rojos y gordezuelos
labios-. ¡Lo que necesito es una oportunidad...! ¡Una buena oportunidad!
-Naturalmente
-contestó Bliven con sarcasmo-. ¿Qué cree usted que necesitan los miles de
escritores, artistas, pintores, dibujantes, músicos e inventores que pululan
entre los ocho millones de habitantes de esta ciudad?
Betty
Seton adelantó sus carmíneos labios para contestar pero uno de los teléfonos
repiqueteó. El capitán se sentó sobre la
mesa mientras aplicaba el auricular a su oído.
-¿Otro?
-exclamó después de escuchar la voz que gangueaba por el aparato-. ¿De qué se
trata esta vez?
La
voz volvió a ganguear. El capitán hizo una mueca.
-¡Vaya
por Dios! Tráiganlo aquí -refunfuñó. Y colgando el teléfono dijo a la
periodista-. Otro chiflado que ha sido encontrado vagando por las calles. Es el
segundo de la noche, pero éste al menos tiene originalidad. Asegura ser, un
marciano u hombre de no sé qué otro planeta. Los napoleones van quedando
anticuados.
Betty
sonrió forzadamente y dijo:
-Respecto
a esa oportunidad, ¿qué le parece si escribiéramos un buen serial acerca de la
difusión del narcotismo entre los menores de edad de esta ciudad?
-Olvídelo
-contestó Bliven-. Ya se ha escrito cuanto había sobre el asunto. Yo mismo he
facilitado cuantos informes y experiencia propia poseía acerca de ese tema. No
podría escribir usted nada que no haya sido repetido un millón de veces. Si quiere el consejo de un buen amigo...
Betty
Seton cerró los ojos para escuchar las palabras fatales: «Vuelva usted a su
granja de Pensilvania y dedíquese a criar polluelos».
Pero
el capitán no llegó a rematar la frase porque la puerta se abría en aquellos
momentos cediendo el paso a un individuo vestido de forma llamativa, al cual
seguía un agente uniformado.
Miss
Seton abrió también sus lindos ojos azules y los clavó entre admirada y
sorprendida en el recién llegado. Éste era un joven de unos 25 o 26 años, alto,
atlético, vestido con una especie de «mono» de un tejido negro y brillante
(satén seguramente) el cual se cerraba en los puños, cuello y tobillos con unos
pasadores dorados incrustados de cristales rojos tallados en forma de
estrellitas. Sobre el ancho pecho del
atleta y al parecer directamente pintado sobre la tela, se veía un gran círculo
dentado dorado del que destacaban una media luna y un lucero apresado entre los
cuernos de ésta, todo dorado sobre fondo rojo.
Sobre
los anchos hombros del joven descansaban unas placas de metal, también dorado.
El atleta llevaba además un ancho cinturón y zapatos de cuero o cartón
amarillo. Pero lo más sorprendente de todo, sobre todo tratándose de un
desequilibrado mental, era el rostro de aquel hombre, de una corrección y una
belleza varonil realmente extraordinarias. Sus ojos, grandes e inteligentes,
armonizaban con la expresión tranquila, bondadosa y simpática de sus facciones.
-«Pobre
muchacho» -pensó Betty sintiendo despertar en ella sus instintos maternales-.
«Tan guapo, tan fuerte, y chiflado».
El
capitán Bliven, acostumbrado a tratar con estos desdichados, adoptó una actitud
amable y atareada.
-Estoy
muy ocupado en estos momentos, señor... ¿cómo dijo que se llamaba?
-No
lo dije -contestó el joven atleta mostrando una doble hilera de dientes
fuertes, blancos e iguales al sonreír-. Pero puede llamarme usted Ram Takau.
Ése es mi nombre.
Tanto
miss Seton como el capitán notaron que el joven hablaba con cierto acento
extranjero, pero aquello formaba parte seguramente de la ficticia personalidad
que creía poseer el demente.
-Así
que Ram Takau -dijo el capitán sonriendo-. Encantado de conocerle, señor Ram
Takau. Tengo entendido que andaba usted extraviado en busca de cierta dirección
cuando le encontró el agente Hyland. ¿Podemos ayudarle en algo?
-Así
lo espero -contestó el interpelado volviendo a sonreír de aquella su especial
manera optimista y simpática-. Busco el edificio de las Naciones Unidas. Esta
ciudad se llama Nueva York ¿no es cierto?
-Sí,
claro, desde luego -dijo Bliven gravemente-. Sólo que no es probable que a
estas horas de la madrugada encuentre usted a nadie en la sede de las Naciones
Unidas.
-No
me importa esperar -aseguró el joven.
-Muy
bien. ¿Dónde quiere esperar? ¿Aquí, o le llevamos a su casa?
-¿A
mi casa?
-Usted
tendrá también casa en Nueva York, por supuesto -insinuó Bliven astutamente.
Y
el joven vestido de negro exclamó:
-¡Oh,
no! Mi casa queda bastante lejos de aquí.
-¿Dónde
vive usted?
-Actualmente
en el autoplaneta Ragt.
-Eso
debe quedar por Richmond -medió el agente Hyland guiñando un ojo a Betty.
Y
Ram Takau contestó:
-No.
Nuestra flota de autoplanetas, el Ragt entre ellos, se encuentra ahora
describiendo una órbita de satélite alrededor de ese planeta que ustedes llaman
Saturno.
El
capitán Bliven frunció el ceño, en tanto Betty hacía esfuerzos para contener su
risa.
-¿Así
que llega usted de Saturno? -refunfuñó Bliven.
-Temo
que no me haya comprendido usted, señor Bliven -dijo el supuesto saturnino-.
Aunque nuestras astronaves están ancladas cerca de Saturno no es precisamente
de aquel planeta de donde venimos, sino de otro, muy lejano... muchísimo más
lejano.
-Debí
comprenderlo -dijo Bliven con aire pesaroso-. Tiene usted en el rostro
inconfundibles huellas de sentirse muy cansado después de un viaje tan largo.
-No
es cansancio físico lo que nos aflige, sino acuciante necesidad moral de
sentirnos a salvo y seguros en un mundo verdadero, con una atmósfera y un sol
auténticos, con plantas verdes, océanos, montañas y ríos. Durante un tiempo
equivalente a unos doscientos años de la Tierra nuestro pueblo ha estado
viviendo encerrado en sus planetas artificiales, rodeado por todas partes de
acero y cemento. Nadie puede comprender lo que significan dos siglos de
continuo viajar por el espacio hasta haber vivido esa amarga experiencia.
-¡Claro,
claro! -exclamó el capitán Bliven con acento compungido- Nos hacernos cargo,
señor Ram Takau... nos hacemos cargo.
El
teléfono repiqueteó y el capitán lo tomó con ademán irritado acercándolo a su
oído. Mientras él escuchaba, el supuesto astronauta miraba a su alrededor con
curiosidad. Sus ojos fueron a encontrarse con los de miss Seton, que le
contemplaban llenos de interés. Betty
sonrió, y el gigante vestido de negro y oro correspondió a esta sonrisa con
otra amable y simpática.
-Bueno,
señor Ram Takau -dijo el detective volviendo el teléfono a su soporte-. Siento
no poder dedicarle más tiempo, pero otros asuntos no menos importantes que su
llegada a la Tierra me aguardan. ¿Querrá usted disculparme?
-Desde
luego, señor -contestó el joven-. No quisiera ser causa de ninguna molestia. Si
fuera tan amable de indicarme por dónde queda el edificio de las Naciones
Unidas...
-El
agente Hyland le conducirá ahora a una habitación en donde podrá descansar unas
horas hasta que se abran los despachos -dijo Bliven con mal contenida
impaciencia-. Más tarde pondré a su disposición un automóvil para que le conduzca
a la sede de las Naciones Unidas. ¿De acuerdo?
-Es
usted muy amable -aseguró el joven haciendo una reverencia. Y saludando a Betty
con otra inclinación de cabeza abandonó el despacho mostrando al hacerlo una
especie de bordados geométricos dorados que llevaba en la espalda.
-Nadie
diría que se trata de un infeliz chiflado -dijo la periodista apenas la puerta
se hubo cerrado-. ¿Qué piensa hacer de él?
-El
doctor Michie le pondrá una inyección que le hará dormir tranquilo unas cuantas
horas -contestó Bliven empuñando el teléfono-. Probablemente para cuando
despierte ya sabremos de qué sanatorio mental ha escapado. O si procede de una
casa particular ya habrán telefoneado sus familiares preguntando por él. Y
ahora, si usted me permite, voy a... ¿es usted, doctor Michie? -preguntó Bliven
por teléfono.
Betty
Seton abandonó el despacho del capitán. Al fondo del pasillo, en la sala de
espera, creyó advertir que reinaba cierta agitación entre un grupo de negros
que hablaban todos a la vez haciendo grandes aspavientos. La primera sospecha
de que algo de interés estaba ocurriendo la tuvo Betty al ver centellear el
«flash» de una cámara fotográfica.
La
periodista cruzó rápidamente el pasillo en dirección a la sala de espera. Allí
vio a Bill Roman, del New York Herald, que cogía rápidamente su sombrero y
trataba de escabullirse en dirección a la puerta.
Betty
le retuvo por un brazo y le preguntó:
-¿Qué
ocurre? ¿A qué se debe tanto alboroto?
-Nada
importante -contestó el reportero-. Estos negros estaban trabajando en el
muelle cuando dicen que vieron surgir de entre las aguas oscuras un monstruoso
pez parecido a un tiburón gigantesco que se acercó al malecón como para
olfatearlo. El pánico les dejó clavados en el suelo, y así pudieron ver cómo se
abría una escotilla en el lomo del supuesto tiburón. Por el agujero brotó una
luz difusa de color rojo, la cual vomitó a una figura humana. El hombre anduvo
por el lomo del monstruo y saltó a tierra perdiéndose en la oscuridad. Entonces
el monstruo cerró su escotilla, retrocedió lentamente, se sumergió en el agua y
desapareció sin dejar rastros.
Betty
se volvió a mirar al grupo de excitados negros, los cuales hablaban
incoherentemente y todos a la vez.
-Adiós,
Betty -murmuró Bill Roman hundiéndose el sombrero hasta las cejas y echando a
andar.
-¡Espera!
-le llamó Betty corriendo hasta alcanzarle-. ¿A dónde vas, Bill?
-¿A
dónde irías tú? -contestó el repórter. Y desasiéndose de Betty salió corriendo
del cuartel.
Betty
supuso que Roman se dirigía al puerto para fotografiar el lugar donde según los
negros apareció el monstruo. Su primer impulsó fue seguirlo, pero casi al mismo
tiempo cruzó por su cabeza una idea extraña. ¿Estaría relacionada la aparición
de aquel monstruo con el chiflado que decía llamarse Ram Takau y venir de un mundo
lejano?
La
idea era absurda, sin duda. Y sin embargo, Betty no pudo desalojarla de su
cabecita. El corazón le latía apresuradamente en el pecho. Se preguntó si no
estaría a las puertas de un reportaje sensacional con intervención de naves
misteriosas y seres de otro mundo, precisamente la clase de reportaje que podía
encumbrarle hasta la fama en un abrir y cerrar de ojos.
-«Es
absurdo» -se dijo meneando la cabeza- «Eso no puede ocurrir en la realidad».
-«Tonta»
-le gritó una voz-. «¡Pues claro que eso no puede ocurrir! Ningún hombre de
otro planeta ha llegado a la Tierra, y con toda seguridad esos negros
analfabetos y supersticiosos han tomado por un monstruo una gabarra o cualquier
otra cosa absolutamente natural. Pero si tú fueras lista... »
La
idea estaba ya en la calenturienta cabecita de Betty Seton. La oportunidad por
la que tanto había suspirado surgía inopinadamente al alcance de su mano.
Rápidamente
volvió al pasillo y lo recorrió hasta llegar a una puerta en donde rezaba:
«Sanitary Department. Dr. J. Michie».
Betty
empujó la puerta y entró. El doctor Michie, que estaba llenando una jeringuilla
junto a una vitrina llena de frascos, la miró por encima de sus gafas.
-¿No
está aquí ese muchacho de Saturno? -preguntó Betty sonriendo.
El
doctor señaló a una puerta que se veía cerrada y Betty agregó:
-Quisiera
hacer un último intento para ver si nos dice dónde vive o de dónde escapó.
-No
creo que consiga nada. El hombre está muy convencido de que acaba de llegar de
otro mundo, pero pruebe usted si quiere.
Betty
abrió la puerta y entró en una habitación con aspecto de enfermería, en la cual
se veían dos pequeñas camas niqueladas. El agente Hyland hacía un elogio de la
comodidad de los lechos saltando como un acróbata sobre uno de ellos.
-¿Ve
usted? Aquí dormirá estupendamente hasta que sea hora de llevarle al edificio
de las Naciones Unidas.
Ram
Takau se volvió hacia Betty y le sonrió.
-Salga
un momento, Hyland. Tengo que hablar dos palabras con el señor Ram Takau.
Hyland
vio por la puerta abierta al doctor Michie que le hacía serías de asentimiento
y salió de la habitación cerrando la puerta tras de sí.
Seguida
de la curiosa mirada de Ram Takau, Betty cruzó la habitación y abrió una
puerta. Ésta, como había supuesto, daba a un corto pasillo al fondo del cual
había un lavabo. El pasillo terminaba en una puerta blindada cuya cerradura
estaba en el lado opuesto.
Betty
entró en el lavabo y se alzó de puntillas para comprobar que la ventana daba al
patio de estacionamiento. La ventana tenía una sólida malla de acero que
parecía atornillada al marco por el exterior.
Betty
regresó junto a Ram Takau y le dijo en voz baja, misteriosamente y haciendo
girar las pupilas en la órbita de sus ojos.
-Atienda
esto, señor Ram Takau. Está usted entre enemigos. El doctor Michie está
preparándose para inyectarle a usted una droga diabólica que le hará dormir y
hablar y hablar hasta que usted confiese todos sus preciosos secretos.
-¿Qué
dice? -exclamó Ram Takau sonriendo, como si le divirtiera la actitud de la
periodista-. No hay ningún secreto en la venida de mi pueblo a la Tierra. Todo
lo que pedimos es que se nos permita desembarcar aquí y colonizar un pequeño
territorio donde podamos formar una segunda patria.
-¡Oh,
oh! -exclamó Betty muy excitada, sacudiendo los dedos como si se quemara-. ¿Y
cree usted que los americanos les permitirán asentarse aquí tranquilamente?
Señor Ram Takau, los Estados Unidos aspiran a dominar este mundo, y no
tolerarán una competencia del estilo de la de ustedes. Por lo tanto, no
permitirán que llegue usted hasta las Naciones Unidas con su justa petición.
Primero le harán decir todo lo que ellos quieren saber, y después le enterrarán
en una profunda mazmorra para que se pudra allí.
-¿Cree
usted que harán eso? -preguntó Ram Takau alarmado.
-Tiene
usted que huir, Ram Takau. Afuera tengo mi automóvil. Voy a salir y a intentar
destornillar la malla de alambre para que pueda saltar por la...
La
puerta se abrió y en ella apareció el doctor Michie seguido de Hyland y de otro
agente, el cual llevaba bajo el brazo un lío de ropas con todo el aspecto de
ser una camisa de fuerza.
-¿Ha
terminado usted, señorita Seton? -preguntó el doctor. Y viendo la actitud
desolada de ella añadió-: Ya le dije que no conseguiría nada. Déjenos ahora a nosotros.
Betty
salió de la habitación quedándose junto a la puerta que Hyland cerró guiñándole
un ojo. No tardó en escuchar el ruido de una cama de hierro al ser volcada, la
voz excitada del doctor Michie que daba órdenes y un confuso rumor de lucha.
Al
cabo de unos segundos se entreabrió la puerta y por el resquicio asomaron las
gafas destrozadas y la sangrante nariz del doctor Michie, el cual le gritó:
-¡Pronto.
Corra usted y llame para que vengan refuerzos!
La
puerta volvió a cerrarse, quedando nuevamente amortiguado el fragor de la batalla
que se desarrollaba allí dentro. Pero Betty no se movió, sino que sonrió
beatíficamente.
Un
cuerpo cayó ruidosamente contra la puerta. Escuchóse el chirrido de los muelles
de un lecho. Betty vio moverse el tirador, como si alguien se dispusiera a abrir.
Entonces agarró el tirador con ambas manos, apoyó un pie en la jamba e hizo
fuerza para que nadie pudiera salir.
-El
muchacho parece fuerte -razonó en voz alta- Espero que deje K.O. a los tres.
Escuchóse
un golpe sordo al otro lado de la puerta. Dejaron de forcejear en el tirador.
«¡Socorro!», gritó una voz sofocada. En seguida un rugido, un crujido, y todo
quedó quieto y en silencio.
Betty
cruzó el dedo anular sobre el índice de su mano izquierda y empujó la puerta.
Toda la habitación estaba llena de plumas que revoloteaban por allí después de
haber salido de las almohadas destripadas en la lucha. Ram Takau, el atleta
chiflado, erguíase victorioso en el centro del campo de batalla. A sus pies
yacía un colchón arrollado, del cual asomaban los inquietos extremos de las
piernas del doctor Michie. La cabeza, liada con una manta, asomaba por el
extremo opuesto de aquel extraño «sándwich» humano.
Junto
a la puerta, recostado en la pared y con la gorra sobre los ojos, estaba
sentado el agente Hyland. El otro policía yacía en un rincón con la boca
abierta, un ojo completamente negro y los brazos y las piernas abiertos en
aspa.
Ram
Takau, con el aliento entrecortado, miró a los ojos de la periodista.
-Magníficos
músculos -aseguró la muchacha contemplando al atleta con admiración-. Espero
que no haya matado a nadie.
-¡Socorro!
¡Auxilio! -gritó la sofocada voz del doctor bajo la manta.
-Amarre
bien ese emparedado y veamos si podemos salir de aquí -dijo Betty.
Y
advirtiendo que Hyland daba señales de vida fue hasta él, tomó el barrote de
una silla destrozada, levantó la gorra del policía y le asestó un golpe en la
cabeza.
Hyland
exhaló un suspiro y dejó caer la barbilla sobre el pecho. Betty volvió a
ponerle la gorra sobre los ojos y esperó a que Ram Takau acabara de amarrar al
doctor y al colchón con las sábanas.
-Voy
a salir por la puerta como si nada hubiera pasado -dijo Betty-. Al final del
pasillo encontrará un lavabo donde hay una ventana. Yo acudiré allí por la
parte de afuera provista de un destornillador y una palanqueta.
Ram
Takau asintió y Betty abandonó la habitación. Unos momentos más tarde pasaba
por la sala en donde los negros, ya tranquilizados, relataban al capitán Bliven
su horrenda experiencia en el muelle.
Betty
salió a la vista de todos, cruzó el patio y alcanzó su flamante automóvil
«segunda mano». De la caja de herramientas tomó un destornillador de gran
tamaño, lo más grande que encontró. Mirando a derecha e izquierda para
asegurarse de que nadie la observaba, cruzó el sombrío patio y dobló la esquina
del edificio en busca de la ventana.
Un
poco antes de llegar vio a Ram Takau que saltaba ágilmente por la ventana.
Había conseguido arrancar la malla de alambre sin más ayuda que sus nervudos
dedos.
-Venga
por aquí -susurró Betty. Y asiéndole de la mano cruzaron corriendo el patio
hasta el automóvil.
Un
minuto después Betty Seton abandonaba el cuartel de policía llevando agazapado
en el asiento posterior al corpulento Ram Takau. El guardián de la puerta
apenas si lanzó una distraída mirada sobre el automóvil.
CAPÍTULO II
La
sala de redacción estaba en plena efervescencia cuando Betty Seton entró en
ella. Los periodistas escribían apresuradamente o corregían sus escritos
echados de codos sobre las mesas. El piso estaba cubierto literalmente de
cuartillas. A través de los mamparos de cristal de la oficina del redactor jefe
se veía a Peter Bendix, «el ogro», braceando y seguramente gritando como un
energúmeno a los apabullados periodistas que iban presentándole sus trabajos.
Betty
Seton fue hasta su mesa, arrancó la funda de hule de la máquina, puso una
cuartilla en el carro y empezó a escribir con rapidez. Sus bellas pupilas
azules centelleaban como las de un insigne músico en trance de espiritual
inspiración, a tal extremo que no pudo por menos de llamar la atención de uno
de sus colegas vecinos, el cual indicó a otro.
-La
máquina de la palurda echa humo. ¿Qué le habrá ocurrido?
Betty,
que a causa de su procedencia aldeana era conocida en la redacción con el
sobrenombre de «la palurda», no oyó el comentario de sus poco compasivos
colegas. Sabía no obstante que la llamaban así, y acaso hubiera sonreído
compasivamente de haberlo oído, ya que estaba segura de estar escribiendo algo
que haría saltar de sus asientos a aquellas ratas de redacción si Peter Bendix
no encontraba demasiado atrevido su plan y no arrojaba el escrito al cesto de
los papeles.
Betty
escribió a toda velocidad por espacio de una hora. Cuando echó atrás la silla y
arrancó la última hoja del rodillo de la máquina, la sala de redacción estaba
casi completamente desierta. Con sus cuartillas en la mano se encaminó a la
oficina del jefe de redactores, el cual estaba trabajando con el jefe de prensa
en el ajuste de las planas del periódico.
-Reserven
un espacio en la primera plana para mí -dijo Betty entrando resueltamente en la
oficina.
Peter
Bendix le dirigió una furibunda mirada a ras de sus cejas hirsutas y
excesivamente pobladas.
-Un
disgusto es lo que le reservo a usted si de aquí a mañana no me trae algo que
justifique al menos el sueldo que cobra -aseguró Bendix sombríamente. Y
alargando la mano hacia las cuartillas de Betty preguntó:
-¿Qué
patochada es esa que la ha entretenido tanto tiempo?
Betty
frunció los labios al entregarle las cuartillas y esperó pálida y con el
aliento en suspenso mientras el redactor jefe leía en voz alta:
«Criaturas
ultraterrestres sobre la Tierra. Yo hablé con el Hombre de Saturno. Por Bettv
Seton».
Peter
Bendix levantó sus ojos del papel y los clavó en la pálida carita de Betty.
-¿Qué
tontería ha escrito, miss Seton? -bramó.
-¿Por
qué no sigue leyendo? -insinuó Betty con voz desfallecida.
Bendix,
en efecto, siguió leyendo para sí. Pero a las pocas líneas levantó los ojos
para mirar a la periodista y tiró las cuartillas sobre la mesa.
-¿Qué
se ha creído que es esto, miss Seton? -gritó furioso-. ¿Una revista ilustrada
para niños?
-Le
advierto que no se trata de un cuento -dio Betty-. La cosa ha ocurrido en
realidad.
-¿Quiere
decir que una criatura extraterrestre ha llegado verdaderamente a Nueva York?
-chilló Bendix.
-Ese
es el quid de la cuestión -contestó la joven con entereza-. Un hombre
procedente del espacio podría haber llegado a la Tierra y nadie lo creería.
Examine el asunto desde este punto de vista, señor Bendix. El hecho de si en
realidad ha llegado o no sólo tiene una importancia secundaria. Lo interesante
es que, en caso de haber
llegado, nosotros no podríamos saberlo a menos que él nos lo dijera. Y
entonces, sencillamente lo tomaríamos por loco y lo encerraríamos en un
manicomio. Me refiero, naturalmente a un ser que fuera en estatura, aspecto y
sentimientos igual a nosotros.
-¿Sabe
que no acabo de entenderla? -preguntó Bendix con la faz torva- ¿.A dónde quiere
ir a parar?
-A
esto, señor Bendix. Esta noche, mientras me encontraba en el cuartel de la
Policía, llegó un agente conduciendo a un joven vestido de forma estrafalaria.
El hombre en cuestión aseguró tranquilamente que acababa de llegar a la Tierra
procedente del espacio. Él y su pueblo, tripulantes de una flotilla de naves
interplanetarias, llevaban dos siglos navegando por el espacio hasta llegar a
nuestro sistema solar. La flota se había quedado en Saturno en tanto destacaba
a este nombre para que viniera a la Tierra y se entrevistara con los
representantes de las Naciones Unidas. Al parecer, esa raza de hombres
extraterrestres se propone pedir asilo en la Tierra, donde esperan hallar
refugio y poder crearse una segunda patria...
-El
hombre, desde luego, sería un chiflado -cortó Bendix secamente.
-Eso
creyó también el agente que lo detuvo, el capitán Bliven, e incluso yo misma.
Sin embargo cabe preguntarse hasta qué punto estamos capacitados para enjuiciar
el estado mental de un hombre que viste de pies a cabeza en arreglo a una moda
y un gusto que no es el nuestro, que tiene aspecto saludable e inteligente y
que no se contradice en un solo punto al hablar. ¿Cómo sabemos nosotros que es
un chiflado? ¿Por qué no podría ser quien asegura ser? ¿Es sensato dictaminar
precipitadamente que un hombre está loco porque no viste como nosotros y asegura
proceder de otro mundo?
Peter
Bendix miró sombríamente a las pupilas relampagueantes de la muchacha, sacudió
la cabeza y dijo:
-Ése
podría ser quizás el tema para un artículo interesante. Pero lo que usted ha
escrito es algo muy distinto. Asegura, sin más ni más, que una criatura
extraterrestre ha llegado a Nueva York y vive entre nosotros. Eso no es cierto.
-¿Cómo
puede asegurarlo? -preguntó Betty muy excitada-. Escuche esto, Bendix. La idea
se me ocurrió cuando un grupo de negros llegaron muy asustados asegurando haber
visto en la bahía a un monstruo marino que surgía de las aguas, se acercaba al
muelle y desembarcaba a un hombre, volviendo a sumergirse y a desaparecer acto
continuo. La conversación con aquel chiflado que hablaba con tanto aplomo me había
impresionado hasta el punto que me pregunté si no sería posible que fuera
cierta su historia y hubiera llegado a Nueva York a bordo del monstruo marino
visto por los negros. Naturalmente, deseché enseguida tal suposición. Pero
entonces se me ocurrió hacer un reportaje sensacional a partir de la
coincidencia de la detención del joven chiflado y lo que los supersticiosos
negros creían haber visto en el muelle. Volví donde estaba el muchacho y le
incité a huir. Ahora lo tengo ahí en la calle, a bordo de mi automóvil.
-¿Cómo?
-gritó Bendix pegando un salto en su silla-. ¿Ayudó a escapar a ese demente?
-Es
un loco pacífico -aseguró Betty-. Ahora necesito que me facilite cincuenta
dólares y un sitio donde podamos escondernos junto con mi automóvil.
-¡Señorita
Seton! -bramó Bendix saltando en pie-. ¡No cuente con el periódico para llevar
a cabo un disparate!
-Muy
bien -dijo Betty empezando a recoger sus cuartillas esparcidas sobre la mesa-.
Iré en busca de otro periódico donde la gente tenga más ingenio que aquí. Y
entonces no pediré cincuenta dólares, sino cien o doscientos
Bendix
la observó atentamente mientras recogía y ordenaba las cuartillas. Súbitamente
alargó la mano y retuvo las hojas contra la mesa.
-Todavía
es usted empleada del «World and Life» -dijo en una especie de gruñido-. Tengo
derecho a acabar de leer esas cuartillas.
-Muy
bien. Pero dese prisa -contestó Betty
con sequedad.
Peter
Bendix volvió a dejarse caer en su sillón giratorio y se puso a leer
rápidamente. Sus ojillos se animaban a medida que avanzaba en la lectura.
Cuando se encontraba a la mitad levantó los ojos para preguntar.
-¿Qué
es exactamente lo que se propone hacer, miss Seton?
-Voy
a esconderme con ese Ram Takau donde la Policía no pueda encontrarnos. Haré de
ese desdichado un auténtico hombre extraterrestre que llegó esta noche a bordo
de una nave submarina en forma de un tiburón gigantesco que espantó a los
espectadores de color que le vieron acercarse al muelle. Hoy relato solamente
mi encuentro con él y la sensacional lucha del cuartel de la Policía. Mañana y
en días sucesivos escribiré sobre diversos temas relacionados con el hombre del
espacio; el éxodo de una raza supercivilizada en busca de un planeta donde
refugiarse; el desarrollo de una cultura distinta a la nuestra, y sobre todo el
contraste de nuestro mundo y nuestras costumbres con el de Ram Takau. Voy a
desarrollar a nuestra sociedad poniendo en ridículo nuestros prejuicios y lo
que consideramos reglas y barreras inabatibles, visto a través de los ojos de
un ser extraterrestre que nos ha de encontrar forzosamente ridículos y
absurdos. Eso es lo que pienso hacer, y regresaré a mi granja de Pensilvania
para dedicarme a la cría de cerdos si no armo un estrépito periodístico que
pone al mundo sobre ascuas.
-Pero
algún día se descubrirá la falsedad de todo lo que ha escrito -insinuó Peter
Bendix.
-Seguramente,
mas ¿eso qué importa? Si no puedo deshacerme del fantástico Ram Takau de una
manera elegante, haciéndole regresar con los suyos defraudado por todo cuanto
aquí ha visto, por ejemplo haré punto final con la consabida fórmula de: «Nada
de cuanto ustedes han leído ha ocurrido en realidad. Pero pudo haber ocurrido y
nadie puede predecir que no ocurra alguna vez o esté ocurriendo ahora mismo en
cualquier punto de nuestro absurdo planeta.» El público habrá vivido unas
jornadas de intensa emoción y nuestros periódicos se habrán vendido por tiradas
de varios millones.
Peter
Bendix se quedó mirando a la muchacha con expresión ausente.
-Mike
-dijo de pronto, volviéndose hacia el expectante jefe de máquinas-. Reserve los
titulares y un buen espacio en primera página para el trabajo de miss Seton.
Haremos una tirada tres veces superior a la normal corriendo el riesgo de que
el dueño nos despida a todos. Voy a terminar de leer esto.
Betty
Seton se desplomó en el diván que había junto al mamparo de cristal. Sentía
vehementes deseos de echarse a llorar, aunque también tenía ganas de reír a
carcajadas. Un sudor frío le invadía el cuerpo, a la vez que la alegría le
regodeaba en el corazón.
-¡Bravo,
Betty! -rugió Bendix llamándola por el nombre-. Presentaré la dimisión como
jefe de redactores si este libelo no levanta ampollas en la piel de todos los
propietarios de periódicos de los Estados Unidos.
Y
tomando un lápiz de color anotó en el margen superior de la primera cuartilla
el tamaño de las letras de los titulares. Luego arrolló las hojas, las sujetó
con una goma y lanzó el paquete por el tubo que comunicaba con la sala de
linotipias.
-¿Sospechará
la policía que huyó usted con ese Ram Takau? -preguntó a Betty.
-Seguramente
llegarán a esa conclusión después de haber registrado infructuosamente todo el
cuartel. Alguien pensará que pudo salir escondido en mi automóvil.
-Vaya
por ese Ram Takau, entre en el almacén y métalo en mi automóvil. Voy a buscarle
un escondite entre las casas que se ofrecen en alquiler en nuestra sección de
anuncios.
Betty
hizo todo aquello en cinco minutos y regresó a la oficina del jefe.
-¿Seguía
Ram Takau en su automóvil? -le preguntó Bendix.
-No
pudo moverse de allí, porque le dejé encerrado.
-No
olvide que si lograra escapársenos echaría a perder nuestro plan.
-Ya
lo sé.
-Tal
vez fuera conveniente que le acompañara uno de nuestros muchachos en calidad de
celador.
-La
presencia de un extraño podía despertar la susceptibilidad de Ram Takau. Yo
procuraré hacerle creer que le persigue la Policía para mantenerle asustado y
que no intente escapar.
-Corre
usted un grave riesgo al encerrarse a solas en una casa con un demente. ¿Quién
sabe si no le dará la locura por estrangularla?
-¡Oh,
no! Ram Takau es un muchacho pacífico. Y si le diera por la violencia no sería
necesario un celador, sino media docena de robustos boxeadores para reducirle.
Tiene la fuerza de un titán -aseguró Betty con una especie de extraña
complacencia.
-Bueno,
No deje de avisarme para que le mande refuerzos si le ve intranquilo -dijo
Bendix-. Aquí tiene usted la dirección de la casa y cincuenta dólares para
gastos extraordinarios. Arreglaré lo del alquiler con el dueño, pero ahora
tendrán que entrar por alguna ventana. Mañana temprano enviaré a alguien para
que recoja mi automóvil. Y ahora apresúrese. La policía vendrá a buscarla de un
momento a otro.
-Voy
a pasar por mi piso para recoger algunas cosas -indicó Betty mientras salía-.
Le mandaré más artículos por correo.
Ram
Takau daba cabezadas en el asiento posterior del automóvil de Peter Bendix.
Despertó sobresaltado al oír el chasquido de la portezuela al abrirse. Betty le
sonrió animosamente, empuñó el volante y puso el motor en marcha.
-¿A
dónde vamos ahora? -preguntó el joven.
-He
localizado una casita deshabitado en Long Beach. Allí estará usted a salvo
mientras la policía revuelve de arriba a abajo la ciudad -aseguró Betty
mientras sacaba el coche por la ancha puerta del almacén.
-¿Cuándo
me llevará al palacio de las Naciones Unidas? -preguntó Ram Takau quien, al
parecer, vivía obsesionado por la idea de llegar a lo que debía considerar una
meta.
-No
querrá usted que le apresen y le lleven a un calabozo, ¿verdad? -contestó
Betty-. La policía estará aguardándole a la puerta del edificio de la ONU,
porque supone que allí es a donde se dirigirá usted. Pero nosotros somos más
astutos que la policía. Armaremos tal escándalo en los periódicos descubriendo
los siniestros manejos del Gobierno americano que éste no tendrá más remedio
que disculparse. Entonces podrá usted hablar con los representantes de las
Naciones Unidas. Todo se reduce a que espere usted tres o cuatro días hasta que
se pongan en claro las cosas.
Ram
Takau permaneció silencioso y pensativo durante unos instantes mientras el
coche rodaba por las silenciosas, desiertas y recién regadas calles de
Brooklyn. Al cabo preguntó:
-¿Por qué se arriesga usted ayudándome a huir
de la policía, señorita? Ni siquiera sé
cómo se llama.
-Me
llamo Betty Seton, señor Ram Takau. Y le ayudo, entre otras cosas, porque me es
usted simpático, porque siento curiosidad por todo lo relacionado con la misión
que le trae a la Tierra y porque considero que este mundo resultaría altamente
beneficiado con el concurso de una civilización tan superavanzada como, sin
duda, lo está esa a la que pertenece usted.
-Mi
pueblo ama la paz y cooperaría gustosamente en cimentar el bienestar de las
naciones de la Tierra si ustedes accedieran a darnos un pequeño territorio
donde asentar nuestras ciudades y nuestra industria.
Betty
Seton sonrió mirando a través del cristal parabrisas. Desde luego, se abstuvo
de preguntar cómo podrían impedir las naciones de la Tierra que una raza superpoderosa se adueñara de los
territorios que más le gustaran. La chifladura de aquel que creía llamarse Ram
Takau resultaba tanto más manifiesta cuanto que no se detenía a considerar lo
absurdo del ruego que pensaba elevar al Consejo de Seguridad de las Naciones
Unidas.
Unos
instantes después Betty detenía el automóvil ante el edificio donde habitaba.
-Aguarde
sin moverse de aquí -recomendó-. Bajaré en seguida.
Betty,
en efecto, no tardó más que unos breves minutos en poner algunas ropas en una
maleta, tomar su máquina de escribir y regresar junto al automóvil. Poco después
rodaban por la ruta 27 en dirección a Long Beach, donde estaba enclavada la
casita «alquilada» por el periódico.
Las
25 millas de excelente ruta, muy transitada en verano por los neoyorquinos que
escapaban de su
escaldada ciudad hacia las playas durante los fines de semana, acabaron
por dormir completamente a Ram Takau, recostado contra el asiento posterior.
Aunque
sentía verdadera hambre y le quemaban en el bolsillo los cincuenta dólares que
podían proporcionarle un suculento desayuno, Betty no se atrevió a detenerse ni
entrar en ninguno de los paradores del camino.
Confiaba
en que Peter Bendix no osaría publicar su fotografía en el periódico.
Pero
si no el «World and Life», otros periódicos de la tarde publicarían su fotografía.
El dueño de cualquiera de aquellos paradores recordaría perfectamente a Betty y
proporcionara una pista a la policía. Betty Seton, desde luego, estaba segura
de que su reportaje iba a levantar «ampollas» incluso en el asfalto de las
calles de Nueva York.
Amanecía
cuando llegaron a Long Beach. Betty encontró sin dificultad la casa que habían
escogido como refugio. Se trataba de una pequeña «quinta» que imitaba la
construcción de los «bungalows» australianos. La muchacha detuvo el coche bajo
unas acacias y sacudió a Ram Takau.
-¡Vamos,
despierte! Hemos llegado.
Ram
Takau abrió los ojos y miró a su alrededor. Una extraña expresión de felicidad
y admiración brilló en el fondo de sus inteligentes pupilas a la vista del
paisaje que iba surgiendo de la oscuridad a favor de la lechosa claridad del
alba.
Entonces
hizo una cosa extraña. Saltó de] automóvil lanzando una exclamación de alegría,
se echó de rodillas, apoyó en el suelo las palmas de las manos y se inclinó
para aspirar la fragancia del césped húmedo y tierno.
La
forma en que husmeó la tierra confirmó en Betty la seguridad de que estaba
completamente chiflado. Sin embargo, no era la expresión de un loco la que
lucía en los negros ojos de Ram Takau cuando éste se irguió y miró a la
periodista.
-¿Por
qué hace eso? -preguntó Betty desconcertada, sintiendo un hondo e indefinible
malestar.
-Es
la primera vez que mis ojos contemplan un mundo lleno de vida. ¿No le dije que
nuestras astronaves viajaron doscientos años a través del espacio antes de
llegar a la Tierra? Yo nací a bordo de un autoplaneta cuando hacía muchos años
que mis padres ya habían abandonado su hermosa patria. Soy un sideronato. Mis
ojos nunca vieron un mundo corno éste, ni mis pies pisaron jamás la corteza
firme de un planeta verdadero hasta que desembarqué en la Tierra.
-¡Ah!
-murmuró Betty. Y luego, encogiéndose de hombros, añadió- Bueno, vamos a ver si
encontramos por donde entrar en la casa.
Cinco
minutos más tarde Betty Seton y Ram Takan se introducían en la casa por una
ventana. La periodista hizo una detenida exploración de toda la «quinta».
Cuando regresó al «living» encontró a Ram Takau en el mismo sitio que le había
dejado; es decir, de pie ante la ventana contemplando el paisaje con expresión
de éxtasis.
«Me
parece que este pollo está tomando demasiado en serio su papel de
extraterrestre -refunfuñó Betty para sí-. El pobre está más loco que un
cencerro».
Betty
encontró en la cocina un pote de café, al parecer abandonado por los anteriores
inquilinos de la casa. Cuando estaba hirviendo el agua sobre una cocina de
petróleo escuchó gritos desaforados que la hicieron salir disparada hacia el
«living».
-¡Mire!
¡Mire, miss Seton! -gritó Ram Takau muy excitado, señalando por la ventana.
Betty,
que lo menos esperaba verle colgando de una viga por el cuello, recobró en
parte el aliento y se acercó a la ventana. Los rayos del sol saliente la
obligaron a hacer pantalla con una mano sobre los ojos.
-¿Qué
ocurre? -preguntó-. No veo nada.
-El
sol, señorita Seton. ¡Está saliendo el sol! ¡Es maravilloso!
-¿Y
por eso se pone a chillar? -masculló Betty fulminándole con la mirada. Y luego,
mientras volvía hacia la cocina, farfulló para su capote- «¡Hombre, ve y que te
zurzan!».
CAPÍTULO III
¡Reportaje
sensacional! ¡Seres extraterrestres sobre la Tierra! ¡Una periodista entrevista
al hombre de Saturno! ¡Última hora!
Los
transeúntes, con el sueño todavía pegado a los párpados, se arremolinaban en
torno al muchacho vendedor de periódicos. Desde el interior del automóvil,
Betty Seton contemplaba la escena llena de orgullo y satisfacción. Sobre las
rodillas tenía extendido un ejemplar del «World and Life». Era el único
periódico de Nueva York que hablaba del «hombre de Saturno».
El
«New York Herald» publicaba también un reportaje de Bill Roman en donde se
relataba con pelos y señales la aparición de un fantástico monstruo marino en
la bahía de Nueva York. Esto venía en apoyo de la versión dada por Betty Seton,
la cual identificaba el tal «monstruo» con una especie de submarino que podía
también elevarse en el espacio y servir de nave interplanetaria.
Con
su vanidad ya satisfecha, Betty Seton esperó en el automóvil leyendo y
volviendo a leer lo que ella misma había escrito hasta que las tiendas de Long
Beach empezaron a abrir sus puertas.
Tanto
los compradores como los dueños y los dependientes de las tiendas donde Betty
entró estaban tan excitados con motivo del «hombre de Saturno» que nadie debió
fijar su atención en la muchacha rubia de sonrisa misteriosa.
Betty
llenó un cesto de provisiones, compró un tinte para el cabello, adquirió un
traje de hombre confeccionado y regresó apresuradamente a la casita enclavada
en el extrarradio de la ciudad. Lo primero que hizo apenas llegar fue comprobar
que Ram Takau continuaba en la casa.
En
efecto; Ram Takau se había echado sobre una cama y dormía profundamente,
completamente vestido. Betty sonrió, volvió a cerrar la puerta con sigilo y se
puso a comer. Mientras comía volvió a leer su reportaje, aunque hubiera sido
capaz de repetirlo palabra por palabra, sin omitir punto ni coma.
Después
de haber saciado su apetito procedió a teñirse el cabello y las cejas. Estaba
frotándose la cabeza con una toalla cuando llamaron a la puerta.
-¡Ah!
¿Es usted, Warton? -exclamó Betty reconociendo a uno de los empleados de la
redacción del «World and Life»-. ¿Viene por el coche del señor Bendix?
-Sí. Y también le traigo las llaves de la casa y
el recibo del alquiler. ¿Dónde está ese fenómeno? -preguntó Warton entrando y
mirando a derecha e izquierda.
-¿Se
refiere a Ram Takau? Duerme ahora.
Warton
contempló a Betty con ojos llenos de admiración.
-Hablando
con sinceridad, señorita Seton -le dijo-. Yo fui uno de los que predijeron que
no haría usted muy larga carrera en el oficio de periodista. Reconozco que me
equivoqué. Su estilo como redactora sigue siendo amanerado y confuso, pero
tiene talento.
-¿Lo
cree usted? -preguntó Betty muy impresionada, porque Warton era el redactor más
antiguo del periódico y su juicio era considerado incluso por el borrascoso
Peter Bendix.
-¿Cómo
reaccionó el público de Nueva York ante nuestro reportaje? -le preguntó a
continuación.
-La
gente se ha bebido la primera tirada como el agua. Bendix prepara otra edición
extraordinaria para la tarde. Quiere que escriba usted algo más sobre Ram
Takau, aunque sea poco, para añadirlo al resumen de lo ya publicado.
-¿Ahora?
¡Pero si todavía no he pegado ojo! -protestó Betty.
-Esa
no es excusa bastante buena para Bendix. Tampoco él ha dormido en toda la
noche-. ¿Sabe que la policía estuvo en la redacción buscándoles a usted y a Ram
Takau? Los periódicos de la tarde nos pondrán verdes acusándonos de estar
explotando la chifladura de un pobre hombre para aumentar la tirada del «World
and Life». Necesitamos más leña para atizar el fuego.
-Bien.
Procuraré inventar algo -dijo Betty. Y fue a sentarse ante la máquina de
escribir.
Después
de unos instantes de meditación se puso a teclear rápidamente en la máquina.
-Eso
está bien -dijo Warton leyendo por encima del hombro de la muchacha-.
Lógicamente un hombre que ha crecido a bordo de una nave que viaja por el
espacio debe sentirse impresionado al pisar por vez primera la tierra firme de
un planeta.
Betty
redactó un reportaje mucho más largo de lo que ella misma esperaba. En
realidad, no hizo más que relatar su fuga con Ram Takau a través de la noche,
cómo éste se arrodilló para olfatear la tierra y el césped húmedo de rocío y su
maravilla ante la salida del sol. Para hacer más lírico el reportaje, Betty
describió un amanecer sobre el mar.
-Bien
-dijo Warton después de leer hasta el final- Eso le gustará al público. Tiene
usted mucha imaginación, miss Seton.
Betty
no contestó. Acompañó a Warton hasta la puerta, le despidió y regresó
lentamente al «living». En verdad no podía sentirse muy satisfecha de su
trabajo. Lo que Warton atribuía a su imaginación, ¿no era lo sucedido en
realidad? En todo caso, las felicitaciones debieron ser para la fértil fantasía
de aquel pobre loco.
A
Betty le hubiera gustado en este momento saber algo más acerca de la mentalidad
de los dementes. ¿Podía un chiflado vivir su ficticia personalidad hasta el
extremo que la vivía aquel que creía llamarse Ram Takau?
-Arakoa
poa. O como dicen ustedes, buenos días -dijo una voz bien timbrada a espaldas
de Betty.
La
muchacha volvióse para mirar a Ram Takau, el cual le sonreía desde la puerta
del dormitorio.
-¡Cómo!
-exclamó el «hombre de Saturno»- ¿Se ha teñido usted el pelo?
-Pura
precaución. La policía me anda buscando. Espero ver mí fotografía publicada en
todos los periódicos de la tarde. También usted tendrá que quitarse ese traje
absurdo.
-¿Pues
qué tiene mi traje? -preguntó Ram Takau mirándola de arriba a abajo-. Es mucho
más cómodo que los que se usan aquí.
-Es
posible -refunfuñó Betty sintiéndose inexplicablemente malhumorada-. Sin
embargo, resulta demasiado llamativo para la vista. Le he comprado uno nuevo. Está en esa caja.
Póngaselo mientras le preparo algo de comer.
Betty
entró en la cocina. Oyó a Ram Takau cerrar la puerta de la habitación. Betty
regresó al «living» con una bandeja llena de provisiones que depositó sobre la
mesa. A poco salió Ram Takau vistiendo la camisa, la americana y los pantalones
comprados en la ciudad.
-Este
traje le queda corto -murmuró Betty.
-Así
me lo pareció a mí -dijo Ram Takau. Y le mostró la espalda, en donde las
costuras habían saltado desbordadas por el voluminoso tórax del atleta.
-Quítesela
y se la arreglaré -le dijo Betty.
Ram
Takau se sentó a comer en mangas de camisa. Betty entró en la habitación donde
el joven había dormido y abrió la ventana. Sobre la cama estaba el traje de Ram
Takau. Betty lo tomó notando en seguida que era bastante pesado y de un
contacto extraño al tacto.
Lo
examinó con curiosidad. No estaba tejido, sino que era a modo de una delgada
película de plástico. Lo más sorprendente era que carecía de costuras. Estaba
hecho de una sola pieza. Y tampoco era plástico, sino una materia más dura y a
la vez más flexible.
«Parece
como si fuera metálico», se dijo Betty, aunque sabía que no podía serlo.
Sin
embargo, tomó el traje y lo sacó al «living».
-¿Dónde
le confeccionaron esta ropa? -preguntó con brusquedad.
Ram
Takau levantó los ojos y la miró con extrañeza.
-¿De
qué está hecho? -preguntó Betty, sintiéndose invadida de una desagradable
inquietud.
-De
un metal... creo que ustedes lo llaman circonio, aunque no se trata de circonio
puro, naturalmente.
-¿Quiere
usted une me lo crea? -preguntó Betty arrugando su lindo entrecejo.
-No
comprendo lo que quiere decir -exclamó Ram Takau.
«¡Cuidado,
Betty! ¡Que resbalas! -gritó la voz del sentido común de la periodista-
¿Olvidas que hablas con un chiflado?»
-Sí,
claro... Circonio -murmuró Betty, sonriendo forzadamente.
Ram
Takau sonrió a su vez y siguió comiendo con excelente apetito. Betty contempló
sombríamente el traje que tenía entre las manos. Súbitamente inspirada por un
arrebato de furia empuñó las tijeras que tenía al alcance de la mano y trató de
clavarlas en la tela negra y brillante. La acerada punta de las tijeras resbaló
sin traspasar la tela. Y el ruido sonó realmente a metal contra metal.
-¿Cómo
es posible? -murmuró Betty sintiéndose bañada en sudor frío. Y doblando la tela
trató de cortarla con las tijeras sin conseguirlo.
Al
levantar sus sorprendidos ojos del traje, Betty se tropezó con la mirada de Ram
Takau que la observaba sorprendido desde la mesa. La muchacha volvió a sonreír
forzadamente y simuló hallarse muy interesada en los dibujos geométricos
dorados de la espalda del «mono».
No
se trataba de un bordado, como creyó en in principio, sino de una especie de
pintura aplicada directamente sobre la extraña materia del traje.
De
pronto las charreteras doradas sujetas a los hombros del «mono» llamaron su
atención. Se trataba de dos placas metálicas con muescas redondeadas en los
cantos. Engarzados en el metal se veían tres piedras del tamaño de almendras
talladas en forma de luceros. El cristal incoloro de las piedras era de una
nitidez perfecta y centelleaba a la luz hiriendo la vista.
Betty
Seton no era una entendida en materia de joyería, pero la pureza de aquellas
piedras le hizo pensar automáticamente en los diamantes. Claro que no podía
tratarse de diamantes, de la misma forma que las placas tampoco podían ser de
oro, aunque lo parecieran. Sin embargo, el traje no podía ser metálico, pero
resistía al filo y la punta de las tijeras.
La
inquietud que de una manera vaga se adueñó de Betty Seton aquella madrugada
aumentó en intensidad. Inexplicablemente, Betty se sintió presa del terror.
Sería cómicamente trágico haber hecho pasar a un loco por un hombre de otro
mundo y que al fin resultara un auténtico extraterrestre.
Betty
Seton hizo un llamamiento a su sentido común para alejar de sí el pánico que le
dominaba. ¿Qué era aquello de hombres extraterrestres tripu1antes de
fantásticas aeronaves? Todo aquello eran patrañas, buenas para servir de
argumento a películas y novelas, e incluso para sumir en la incertidumbre a un
público crédulo impresionado por los formidables avances de la ciencia en la
primera mitad del siglo XX. Pero en la
realidad...
Betty
trató de sonreír. Pero no pudo.
El
destino se vengaba de ella sumiéndole en la misma incertidumbre que ella
acababa de sembrar en el corazón de su público lector.
Miró
fijamente a Ram Takau tratando de ver en él los ademanes inconfundibles de un
loco. Pero el atlético y varonil Ram Takau no le pareció un loco, sino todo lo contrario:
un hombre sensato, seguro de sí mismo, fabulosamente inteligente...
-Señor
Rarn Takau -preguntó la periodista con voz nerviosa y de agudo timbre-. ¿De qué
medios se valió usted para llegar hasta Nueva York?
-El
mismo crucero que me trajo desde Saturno me desembarcó en el muelle -contestó
Ram Takau llevándose a la boca una rodaja de salchichón.
-¡Miente!
-gritó Betty saltando bruscamente en pie.
Ram
Takau la miró sorprendido, con el tenedor que ensartaba la salchicha a medio
camino hacia su boca abierta.
-¡Usted
no desembarcó en la bahía de Nueva York! -chilló Betty acercándose a la mesa-
¡Eso lo ha leído en el periódico! ¡Y lo inventé yo!
Ram
Takau pestañeó rápidamente. Su cara era tan ingenua como la de usa inocente
criatura al asegurar:
-No
la comprendo, miss Seton. ¿Por qué dice que miento? Yo jamás digo una mentira.
Ese pecado no se conoce entre las gentes de mi raza.
-¡Déjese
de monsergas, señor Ram Takau! -gritó Betty perdido el control de sus nervios-
Usted es tan extraterrestre como yo. Ni siquiera se llama Ram Takau. No ha
venido del espacio ni desembarcó anoche en Nueva York, sino que se encontraba
en la ciudad horas, días y tal vez años antes que la policía le detuviera.
Escapó de un manicomio o de la casa donde su familia le tenía recluido, ¿no es
cierto? ¡Diga! ¿No es cierto?
Ram
Takau dejó caer ruidosamente el tenedor sobre el plato. Sus negras pupilas
centellearon y Betty recobró súbitamente la lucidez comprendiendo que había ido
demasiado lejos dejándose arrastrar por sus nervios sobreexcitados por la
fatiga y el sueño. Temió por lo que aquel chiflado pudiera hacerle y retrocedió
un paso.
Pero
inmediatamente comprendió que sus temores eran infundados. Ram Takau o
comoquiera que se llamara no reaccionó corriendo hacia ella para estrangularla.
En sus negras pupilas no se leía el deseo de matar, sino la expresión de la más
patética amargura y sorpresa.
-¿Cómo
es posible que me haya tomado por loco, miss, Seton? -exclamó con acento de
reproche- ¿Qué motivos le he dado para que formara de mí tan deplorable
opinión? ¿Cree que la engañé..., que no soy quien aseguro ser?
Betty
le miró sin aliento, sumida en una confusión tremenda.
-Usted
no se llama Ram Takau. No puede haber venido del espacio.... no puede ser
-balbuceó con voz ronca.
-¿Por
qué no? -preguntó el joven, visiblemente sorprendido.
-Porque
no. Porque... -protestó Betty. Y se interrumpió. ¿Qué razón podía aducir en
contra de la afirmación de aquel hombre extraordinario? En realidad, ¿por qué
no podía llamarse Ram Takau y proceder de un remoto mundo del Universo?
-¡Oh,
no lo sé! -gimió Betty desesperada, próxima a echarse a llorar víctima de un
ataque de nervios- ¡Sólo sé que no es posible que sea usted un hombre de otro
mundo! ¡Usted es tan terrestre como yo!
Contra
lo fue esperaba, Ram Takau no intentó siquiera una acción de protesta. Sonrió y
abrió los brazos, encogiéndose de hombros en ademán de impotencia. Esto
exasperó más si cabía a Betty Seton.
-¡Demuéstreme
que es usted un ser venido de otro mundo! -gritó desafiante- ¿Por qué no lo
hace?
-¿Y
por qué he de hacerlo, miss Seton? -contestó Ram Takau- No comprendo esta
extraña manera de ser de los terrícolas. Si en sus relaciones entre ustedes
cada hombre ha de exigir y aportar testimonios que corroboren sus palabras,
¿cómo se entienden?
-Verá
usted, señor Ram Takau -contestó la periodista con sarcasmo, mientras una nueva
sospecha se abría paso en su cerebro-. En condiciones normales, la palabra de
un hombre suele ser tomada en completa buena fe. Sólo en ciertas
circunstancias, cuando se trata de algo inverosímil, necesita un hombre aportar
pruebas en apoyo de sus palabras.
-¿Así,
es inverosímil que yo me llame Ram Takau y sea un extranjero en la Tierra?
-Sí.
Y si quiere hacérmelo creer tendrá que darme alguna prueba -contestó Betty secamente.
-La
palabra de Ram Takau es tan buena como la de cualquier terrícola. Si yo no le
exijo a usted pruebas que justifiquen
que se llama miss Seton, que ha nacido en la Tierra y se trata realmente de una
mujer, ¿por qué ha de exigírmelas usted a mí? Entre mi pueblo, la palabra de un
hombre se acepta como verdad inviolable. La simple duda sería la más grave
ofensa que pudiera inferírsenos -contestó el hombre con dignidad.
Y
Betty exclamó:
-¡Ah,
no me venga ahora con pretextos de hombre ofendido en su honor! Ya sé quién es
usted, señor Ram Takau. No se trata de un loco, desde luego, aunque tampoco de
una criatura extraterrestre familiarizada con trajes indestructibles, naves
interplanetarias y otras zarandajas por el estilo. ¡Un fresco, eso es usted! Un
terrible guasón que se ha estado burlando del capitán Bliven, de mí y de todos
cuantos le tomamos por un chiflado. ¡Menudo hombre del espacio está usted
hecho, señor Ram Takau!
La
cara del hombre tradujo la más profunda expresión de estupor. Sus labios se entreabrieron
para exclamar algunas palabras en un idioma sonoro y completamente
incomprensible para Betty. Pero la muchacha no se arredró ante estos sonidos
extraños a su oído, porque creía estar segura de haber acertado con la
verdadera personalidad de Ram Takau.
-Apuesto
a que eso es coreano -dijo sonriendo.
-No
la comprendo en absoluto, miss Seton -tartamudeó el hombre.
-¡Vamos,
vamos! -animó la periodista con sorna-. Dígame que acaba de hablar en el idioma
de su lejano mundo.
-Así
es, señorita Seton -balbuceó Ram Takau mirándola con expresión de profundo
aturdimiento.
-¡Hombre,
claro! -se rio Betty en su cara- Y ahora júreme que ese estrafalario «mono»
está hecho de circonio.
-No
necesito jurarlo. Está hecho realmente de circonio -repuso el joven con aires
de dignidad ofendida.
-¡Naturalmente!
Y le apuesto a que esas láminas de las hombreras son de oro puro.
-Sí,
son de oro.
-Y
las piedras son diamantes.
-No,
no son diamantes -contestó Ram Takau-. Son brillantes.
-¡Embustero,
más que embustero! -chilló Betty exasperada-. ¡Tiene usted la cara de cemento!
¿No basta ya para broma? Necesito que colaboremos en la prolongación de este
mito, pero no tiene necesidad de sacarme de mis casillas insistiendo en esa
estúpida historia de autoplanetas y viajes de dos siglos por el espacio.
-Señorita
Seton -contestó Ram Takau irguiéndose-, he escuchado muchos más insultos de los
que puedo tolerar. Entiendo que deberé prescindir de su ayuda para llegar hasta
la sede de las Naciones Unidas y dar cima a la misión que me ha traído a la
Tierra.
Betty
Séton le miró estupefacta.
-¿Pero
es que insiste todavía en prolongar la burla? ¡Escuche!
La
puerta del dormitorio se cerró con estruendo tras las anchas espaldas de Ram
Takau. Sumida en una caótica confusión,
Betty Seton se dejó caer en el diván.
«¡Soy
una estúpida! -se dijo llena de rabia contra sí misma-. Si ese idiota se marcha
habré estropeado por completo mi carrera. Lo que pudo hacerme famosa me
convertirá en una fracasada. ¡Y todo por no saberme contener la lengua y dejar
que Ram Takau siguiera adelante con su broma o su chifladura!»
«Pero
¿qué es en realidad? -se preguntó a continuación- ¿Un chiflado, un bromista...
o un ser extraterrestre?»
Evidentemente,
Betty Seton no conseguía alcanzar aquella seguridad que deseaba. A pesar de
todo, continuaba clavada en una terrible duda.
Sus
dedos, mientras tanto, jugaban nerviosamente con una de aquellas extravagantes
charreteras.
-¡Oro
y brillantes! -masculló rabiosa- ¡Se acabó!
Arrancó
de un tirón la placa dorada, sujeta al traje por un resorte de presión, la
metió en su bolso y se lanzó precipitadamente a la calle. Unos minutos más
tarde, un taxi la depositaba ante la única joyería competente de Long Beach.
Un
viejo encorvado, armado de gruesas lentes y severamente vestido de negro, le
salió al encuentro.
-¿Deseaba
algo la señorita? -preguntó mirando a la excitada faz de Betty, medio
enmascarada por unas gafas de sol.
-¿Podría
usted decirme de qué está hecho esto?
El
joyero tomó la placa que le tendía Betty y la examinó con interés.
-¡Que
cosa más rara! -exclamó, y quitándose las gafas se ajustó en la órbita del ojo
una pequeña lupa de relojero
Betty
taconeó nerviosamente sobre el suelo, empezó a roerse las uñas y a dar muestras
de evidente agitación.
-Dígame
al menos si la chapa es de oro -murmuró sin aliento.
-¿De
oro? -preguntó el joyero levantando la cabeza para mirarla con extrañeza-
Créame que ni siquiera me había fijado en ella. Creí que lo que le interesaba
eran los brillantes.
-Pero...
¿son brillante? -tartamudeó Betty.
-Desde
luego -contestó el respetable anciano- Y no parecen artificiales, como creí al
principio debido a su extraordinario tamaño. Sin duda se tralla de brillantes
auténticos. Su transparencia es impecable, maravillosa... Nunca vi cosa igual.
Su valor es incalculable, quizás...
-No
me lo diga -balbuceó Betty buscando a tientas el apoyo de una silla-. Creo...,
creo que voy a desmayarme... de todos modos.
CAPÍTULO IV
Betty
Seton botaba sobre el asiento del taxi a impulsos del nerviosismo y la ansiedad que le dominaban.
«Es
fantástico. Es fantástico -se repetía incesantemente. Y luego pensaba.-: ¿Se
habrá marchado? ¡Dios mío, qué torpe he sido!»
-¿No
puede ir más aprisa? -preguntó inclinándose sobre el respaldo del conductor.
Para
exasperación de la periodista, el taxi se detuvo al llegar a un concurrido
cruce de calles. Betty miró con aborrecimiento a los peatones que atravesaban
la calzada al amparo de las luces. De pronto vio algo que la hizo prorrumpir en
una exclamación de asombro. ¡Ram Takau estaba cruzando la calle!
Lo
reconoció en seguida, tanto por su cabeza, que destacaba sobre la inmensa
mayoría de los transeúntes, como por los descosidos de las costuras de su
chaqueta.
Sin
dudarlo un instante abrió la portezuela del coche y saltó al asfalto. Detrás de
ella escuchó el chirrido de los frenos de un automóvil y una voz airada gritó:
-¡Mire
por donde anda, estúpida!
El
conductor del taxi también gritó:
-¡Eh,
escuche, monada! ¡Me debe usted la carrera!
Pero
Betty no se detuvo ni se volvió, sino que cruzó la calle sorteando por delante
de los automóviles cuando ya Ram Takau ganaba la acera y se encendían las luces
verdes del tráfico.
Betty
alcanzó la acera y corrió atolondradamente tropezando aquí y allá con los
indignados peatones hasta alcanzar a Ram Takau.
-¡Ram
Takau! -susurró con voz entrecortado por el aliento, cogiéndole de un brazo.
El
joven se volvió con cierto sobresalto.
-¡Ah,
es usted! -refunfuñó. Y siguió andando a grandes zancadas.
Betty
corrió nuevamente tras él, le alcanzó y acomodó un animado trote al paso rápido
de Ram Takau.
-Escúcheme,
Ram... -Betty se mordió los labios sin acabar de pronunciar el nombre y
prosiguió entrecortadamente-. Atiéndame, por favor. He comprobado que decía
usted la verdad que acaba de llegar de... de lejos. Estoy confusa, asustada...
Ram
Takau siguió andando a grandes zancadas, frunciendo el ceño y la mirada fija al
frente.
-Me
he comportado como una estúpida... lo... lo reconozco -jadeó la periodista
trotando junto al gigante para no quedarse atrás-. Presiento que le he ofendido
en lo más profundo de su dignidad. Pero tampoco... tampoco usted se ha mostrado
muy... muy comprensivo conmigo. Se encuentra en un país extranjero, donde rigen
leyes y costumbres distintas de las suyas. ¡Amigo! ¿Quiere escucharme?
Betty
se colgó con todo su peso del brazo de Ram Takau obligándole a detenerse. Se
miraron de hito en hito, enfurruñados y agresivos como dos gallos de pelea
dispuestos a atacarse.
-Mire
usted, Ram... eso -exclamó Betty enérgicamente-. No demuestra ser muy
inteligente en estos precisos momentos. Se enfada conmigo porque desconfié de
su palabra. Pues bien. Sepa que lo mismo que le ha ocurrido conmigo le sucederá
dondequiera que vaya sobre este mundo. Nunca se ha dado el caso de que llegara
a la Tierra un hombre de... de allá. Por enojoso, por muy humillante que sea
para usted que alguien ponga en duda sus palabras, tendrá que soportar las
burlas y la incredulidad de la gente hasta que demuestre de una manera
incontrastable que es usted quien asegura ser. Hagamos las paces, ¿quiere?
Usted me necesita. No puede marcharse por ahí exponiéndose a que la gente se le
ría y le encierren en un manicomio. Nunca podrá usted entrar en el edificio de
las Naciones Unidas y mucho menos ser recibido por los representantes de la ONU
sin antes haber dado pruebas fehacientes de que no está guillado ni pretende
tomarles el pelo a esos dignos señores del Consejo de Seguridad. Hágame caso,
señor Ram... ¡eso! Soy su amiga y deseo ayudarle. ¿Es que no quiere creerme?
Ram
Takau se humedeció los labios con el extremo de la lengua artes de murmurar:
-Siempre
le consideré a usted como una buena y leal amiga, miss Seton. ¿Pero obró con
lealtad conmigo? Si no puede creer que yo haya venido de otro mundo, ¿por qué
fingió que lo creía desde el primer momento?
Betty
Seton enrojeció en tanto se mordía con fuerza el labio inferior.
-Mire,
no podemos seguir hablando en medio de la calle. La gente nos mira con
curiosidad. ¿Quiere que regresemos a casa o prefiere que entremos en alguna
parte donde podamos charlar? -preguntó anhelante.
Ram
Takau miró a su alrededor como vacilando. En esto llegó a marcha lenta un taxi
que se detuvo en seco junto al bordillo de la acera. El conductor sacó medio
cuerpo por la ventanilla y gritó:
-¡Oiga,
pimpollo! ¿Cree que trabajo para divertirme? Me debe usted...
Era
el mismo taxi que Betty había abandonado en plena calle. La periodista hizo una
seña de asentimiento, cogió a Ram Takau por un brazo y tiró de él hacia el
coche. Ram Takau se dejó llevar y subió al vehículo.
No
cruzaron palabra durante el corto viaje de regreso al «bungalow». Él esperó
pacientemente mientras ella añadía una buena propina al precio de la carrera y
luego entraron juntos en la casa.
-Bueno,
señor Ram Takau -dijo Betty dejándose caer en el diván del «living»-. Vamos a
ver si podemos esclarecer esta extraña situación. Le confesaré que cuando le vi
en el despacho del capitán Bliven le tomé por un chiflado..., un chiflado
simpático, para decirlo todo. Pero después llegaron unos obreros del puerto
asegurando haber visto un monstruo marino en los muelles. Aunque no creí en el
cuento de aquellos tontos me acordé de usted y entonces se me ocurrió
relacionar ambas historias, raptarle a usted por unos días y escribir un serial
de reportajes sensacionales a expensas de su original chifladura y de la visión
de aquellos negros.
-¿Pero
usted esperaba hacer creer a la gente que yo era un ser extraterrestre?
-Supongo
que algunas almas de cántaro lo habrán creído, simplemente por el hecho de
haberlo leído en un periódico. Sin embargo, la aspiración del periodista nunca
llega tan lejos. Se trata únicamente de crear un clima de dudas y temores. La
gente discute, se preocupa, compra periódicos y crece la fama del autor del
reportaje. Nada más que eso.
-No
es muy honrado, ¿verdad? -preguntó Ram Takau-. Si intentara usted hacer eso
entre la gente de mi raza sería severamente castigada.
-Según
está dando a entender usted, ese pueblo suyo es una raza de puritanos. No dicen
jamás una mentira... su palabra se considera inviolable, no se tolera que nadie
explote la credulidad del público... ¡y mandan un embajador para suplicar asilo
a las Naciones Unidas! -exclamó la periodista con acento no desprovisto de
sarcasmo.
-Parece
que le cuesta a usted de creer -apuntó Ram Takau.
-Sí.
Francamente, resulta difícil de creer que una raza supercivilizada, contando
sin duda con tremendos medios de destrucción, venga a pedir permiso para
asentarse sobre un mundo que podía tomar entero por la fuerza si quisiera.
Ram
Takau la miró con sorpresa y ella agregó:
-Porque
ustedes deben tener armas y medios ofensivos de los que aquí en la Tierra ni
siquiera podemos formarnos una vaga idea, ¿no es cierto?
-Mi
nación es un pueblo pacífico, que aborrece la violencia. Desde luego,
disponemos de medios para defendernos en caso de ser agredidos, y eventualmente
de fuerzas de ataque para quienes nos provoquen. Sin embargo, nosotros jamás
utilizaríamos esas armas para atacar a la Tierra.
-¿Ni
aun en el caso que las Naciones Unidas de la Tierra les negaran el permiso para
aterrizar en cualquier parte de este mundo? -interrogó Betty.
-Tal
negativa de parte de las Naciones Unidas es una eventualidad en la que no cabe
pensar. Sería inconcebible que un mundo tan escasamente poblado, con espacio de
sobra para acoger a una humanidad cien veces mayor, se negara a dar refugio a
doscientos millones de desgraciados apátridas.
-¡Doscientos
millones! -exclamó la periodista con voz enronquecida por el asombro-. ¡Yo creí
que eran ustedes tres o cuatro mil hombres a lo sumo!
-Los
doscientos millones que hemos llegado a este sistema planetario somos sólo una
centésima parte de la población total de nuestro desdichado planeta Angol
-contestó Ram Takau-. Pero antes que nuestro mundo entrara en colisión con un
planeta errante, lo que significaba inapelablemente el fin de Angol, toda la
población fue evacuada en los autoplanetas, que durante muchos años, desde que
supimos el inminente fin de nuestro mundo, habíamos estado preparando con
vistas a la emigración. Después de la catástrofe, los autoplanetas se agruparon
en flotas de a veinte, y cada uno de estos grupos partió en distinta dirección
en busca de un nuevo mundo donde las condiciones de vida se ofrecieran
favorables a nuestra naturaleza. Sólo una pequeña fracción de nuestro pueblo ha
llegado hasta aquí.
-Pues
así y todo es demasiada gente para que las naciones terrícolas se sientan
tranquilas teniéndoles por huéspedes -contestó Betty-. Además, ¿dónde van a
alojarse ustedes? No existe en la Tierra un país deshabitado lo suficiente
grande para acomodar doscientos millones de nuevos colonos.
-¡Oh,
usted está confundida, miss Seton! -exclamó Ram Takau con aquella su
impenitente sonrisa de buen muchacho-. Mi pueblo se halla en un avanzado grado
de civilización y no necesita para alimentarse un territorio tan vasto como los
Estados Unidos. No necesitamos más espacio que el indispensable para acomodar
nuestras ciudades y nuestra industria. No importa que se nos conceda una región
fría en el Canadá o un pedazo de sus ardientes desiertos. Nos contentaremos con
lo que nos den, y tanto si es un yermo polar como un árido desierto de arenas,
nosotros lo transformaremos, acondicionándolo a nuestro gusto y necesidades.
Betty
Seton contempló al hombre entre admirada y curiosa.
-Supongamos
que las Naciones Unidas les niegan la autorización para desembarcar en la
Tierra. ¿Qué harían ustedes?
-Afortunadamente,
eso no sucederá -aseguró Ram Takau-. Estoy seguro de poder persuadir a las
Naciones Unidas.
-¿.Declarando
la guerra a la Tierra, quizás? ¿Tomando por la fuerza lo que, sin duda, les
negarán de buen grado? -preguntó la periodista llena de inquietud.
-Creo
haber dicho que mi pueblo detesta la violencia -contestó el hombre de Angol-.
Si esperamos obtener ese permiso, débase únicamente a nuestra confianza en el
sentido común de los terrícolas. Nadie rechazaría una transacción tan ventajosa
como la que nosotros estamos dispuestos a ofrecer... Un pedazo de la Tierra a
cambio de la felicidad y el bienestar de todo el mundo. ¿Cree usted que las
Naciones Unidas rechazarán esta proposición?
Supongamos
que la rechazan. ¿Qué harían ustedes? ¿Marcharse, o desembarcar de todos modos,
aun en contra la voluntad de los terrícolas?
Ram
Takau arrugó el ceño sombríamente.
-Tal
contingencia no ha sido estudiada por nuestro Estado Mayor, aunque sin duda
optaríamos por renunciar a desembarcar en la Tierra -aseguró con disgusto.
-¿Se
marcharían... sin luchar? -interrogó la periodista con incredulidad.
-Intentaríamos
acomodarnos en el planeta Marte. Por muy duras que sean allí las condiciones de
vida, las preferimos a continuar nuestro inacabable éxodo a través del espacio.
Naturalmente, acondicionar el planeta Marte regenerando su atmósfera y
dotándole de algún pequeño mar, sería una empresa infinitamente más larga y
penosa que hacer habitable el Polo Norte de la Tierra o convertir en una
pradera el desierto del Sahara.
Betty
Seton miró al joven con la boca abierta.
-¿Quiere
decir que si se lo propusieran fabricarían una atmósfera respirable e incluso
mares en el planeta Marte? -preguntó sin poder dar crédito a lo que oía,
pensando nuevamente en la posibilidad de que aquel hombre estuviera
rematadamente loco.
-Desde
luego, podríamos hacerlo -contestó Ram Takau con naturalidad-. Podríamos
extraer químicamente el oxígeno que Marte fijó en sus rocas y en su suelo, y
luego formar un océano uniendo cada dos moléculas de hidrógeno con una de
oxígeno.
-Un
trabajo muy laborioso ese de formar un océano fabricando el agua gotita a
gotita, ¿no es cierto? -insinuó la periodista muy escamada.
-En
efecto -repuso el «angolino» sonriendo-. Calculo que nos llevaría dos siglos
largos coronar nuestra tarea, incluida la construcción de las nuevas ciudades y
la completa repoblación forestal de Marte.
-Dos
siglos es mucho tiempo -aseguró la periodista con ironía, que el extraterrestre
no pareció advertir-. Bien mirado merece la pena apurar hasta el último recurso
para que se les permita establecerse en la Tierra. Lo que no comprendo es cómo
le han enviado solo para llevar a cabo unas negociaciones tan importantes.
-¿Acaso
duda de mi competencia? -preguntó Ram Takau.
-No
he querido decir eso, sino que una embajada más numerosa, desembarcando en la
Batería y dirigiéndose al edificio de las Naciones Unidas en medio de la
expectación de la gente, hubiera impresionado mucho más que viniendo usted solo
y de incógnito.
-¿Es
posible que los representantes de las Naciones Unidas se nieguen a recibirme
por haber venido solo? -preguntó Ram Takau, dando visibles muestras de
preocupación.
-Si
quiere usted una respuesta sincera, Ram Takau, creo que va a tropezar con
serias dificultades para hacerse escuchar de esos hombres. Eso de que viene
usted de otro mundo resulta duro de creer aquí en la Tierra. Si quiere entrar
en la ONU por la puerta grande, tiene que presentarse usted de forma
espectacular, arrogante y terrorífico, echando rayos atómicos por los ojos o
haciendo cualquier otra cosa sobrehumana. De lo contrario, todos nos
sentiríamos defraudados.
-¡Pero
eso es ridículo! -exclamó Ram Takau.
-¿No
puede hacerlo? -interrogó la periodista enfurruñada-. Entonces, ¿qué clase de
hombre interplanetario es usted?
-No
puedo asustar a la gente con amenazas o arrogantes demostraciones de fuerza,
miss Seton -protestó el hombre-. Ello contribuiría a formar una equivocada
opinión acerca de nuestro carácter y nuestras verdaderas intenciones. Somos un
pueblo pacífico y civilizado, deseoso de entablar relaciones de amistad con el
pueblo terrícola. No puedo entrar en el Palacio de las Naciones Unidas por la
violencia y luego hablar de paz a unos hombres asustados y humillados.
-Bueno
-refunfuñó Betty Seton de mal talante-. No es menester que entre en la sede de
las Naciones Unidas echando abajo las puertas. Pero si aspira usted a ser
recibido habrá de demostrar antes que se trata, en efecto, de un ser
extraterrestre. No puede usted presentarse en plena sesión y decir: «Buenos
días, caballeros. Me llamo Ram Takau y acabo de hacer un viaje de dos siglos a
través de todo el Universo para llegar a la Tierra». Eso sería de mucho efecto
dramático... durante un segundo. En seguida se escucharía una carcajada en
todos los idiomas de la Tierra, le meterían a usted en una camisa de fuerza y
le llevarían a un manicomio. Es lo que hubiera ocurrido si yo no le ayudo a
escapar anoche del cuartel de Policía. ¿Quiere repetir la experiencia?
Ram
Takau empezó a pasear arriba y abajo del «living» con las manos a la espalda.
Se detuvo ante la ventana y se puso a mirar hacia el exterior.
-¿Qué
cree usted que debo hacer, miss Seton? -preguntó sin volverse.
-Ha
de demostrar que es realmente un hombre extraterrestre. Y lo ha de demostrar
ahora, antes de intentar acercarse al edificio de la ONU. Eso contribuirá a
crear una atmósfera de gran interés en torno a su persona y le abrirá
prácticamente el camino hasta el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.
Cuando usted vaya a parlamentar, ya no tendrá que oír las risas y las burlas de
los representantes. Por el contrario, ellos estarán dispuestos a escucharle con
gran interés.
Ram
Takau siguió mirando por la ventana abierta.
-¿Qué
podría hacer? -murmuró.
-Cualquier
cosa que sea debe revestir el carácter de lo extraordinario y nunca visto. Yo
lo anunciaría mañana a grandes titulares en mi periódico, por ejemplo: «El
hombre del espacio hará que oscurezca sobre Nueva York a las doce en punto».
-No
puedo hacer que oscurezca al mediodía sin haber un eclipse de sol -apuntó Ram
Takau.
-Es
un decir, aunque un hombre como usted debiera poder trastornar la mecánica
universal y hacer que hubiera un eclipse a su antojo.
-Usted
tiene una idea equivocada acerca de mí, miss Seton -repuso Ram Takau,
volviéndose para sonreír-. Aunque nuestra ciencia sea muy superior a la
terrícola, no podemos hacerlo todo. Sin embargo... veamos. ¿Se ha helado alguna
vez la bahía de Nueva York en pleno mes de junio?
-Al
menos, que yo sepa, no se ha helado ni siquiera en enero durante los más crudos
inviernos. ¡Oiga! -exclamó la periodista, saltando en pie de un brinco-.
¿Podría usted hacer eso? ¿Podría convertir en un carámbano las aguas de la
bahía, interrumpiendo todo el tráfico fluvial?
-Sí.
Podría hacerlo, a condición de hacer descender la temperatura en toda la
ciudad. No sólo se congelaría el agua, sino que seguramente habría grandes
nevadas y mucha gente enfermaría de pulmonía. Bien mirado no podemos hacer eso.
-¿Por
qué no? La gente estará prevenida por mi periódico, del cual se harán eco todas
las emisoras de radio del país.
-En
tal caso, tendrá que aconsejar usted que se cierren todas las ventanas, se
enciendan las estufas y se pongan ropas de abrigo. Sería conveniente que nadie
anduviera por las calles. La temperatura descenderá casi bruscamente a
cincuenta grados bajo cero.
-¡Oh,
magnífico, magnífico! -exclamó la periodista con entusiasmo-. Y dígame, Ram
Takau, ¿cuándo podrá hacerlo?
-Cuando
usted quiera. Cuanto más pronto, mejor.
-Entonces...
-balbuceó Betty sin aliento-. ¿Mañana tal vez?
-Sí,
mañana mismo.
Aquello
era demasiado fantástico y repentino para que la muchacha pudiera creerlo. La
desconfianza volvió a invadirla; así que preguntó:
-¿Y
de qué medios piensa valerse usted para realizarlo, Ram Takau? ¿Trae en los
bolsillos algunos polvos mágicos o le basta, como al mago Merlín, hacer una
simple seña con la mano?
Sigue
usted exagerando mi poder, miss Seton -sonrió Ram Takau, sin caer en la ironía
de la joven-. En realidad, no seré yo quien haga personalmente descender la
temperatura de Nueva York. Sumergido en las aguas de la bahía exterior, a
cierta distancia de la costa, se encuentra el crucero sideral en que vine de
Saturno. Esta noche, a las doce en punto, el crucero hará emerger su antena de
radio en espera de mis instrucciones. Lo que haré será sencillamente ordenarle
que mañana, al mediodía, vuele sobre Nueva York enfriando la atmósfera por un
procedimiento electrónico.
-¿Quiere
decir que les dará instrucciones por radio?
Dónde tiene la emisora?
-Aquí
-contestó Ram Takau. Y hundiendo la mano en el bolsillo trasero del pantalón
extrajo una cajita metálica extraplana, parecida por su forma y tamaño a las
que se usaban para los cigarrillos de lujo.
-Comprendo.
Una emisora de radio de tamaño reducido, ¿eh?
-Sí
-Bien
-dijo Betty desperezándose y amagando un bostezo. Vamos a escribir un reportaje
verdaderamente sensacional. Tan sensacional que Peter Bendix no querrá
publicarlo a menos que vayamos personalmente a dárselo y le convenzamos de que
es usted en realidad un extraterrestre. Así que voy a dormir un rato. Luego
escribiré ese reportaje, comunicará usted con su crucero interplanetario e
iremos a Nueva York para hablar con Bendix. Bendix es el redactor jefe de mi
periódico. ¿No se echa usted también, Ram Takau?
-No
tengo sueño -contestó el joven-. Si no le importa saldré a dar un paseo. Ardo
en deseos de contemplar el mar.
-Bueno,
vaya usted, pero procure no trabar conversación con nadie, so pena de descubrirse
y que le detenga la Policía.
-Descuide,
no hablaré con nadie.
Betty
Seton entró en el dormitorio, puso el despertador a las nueve y se echó en la
cama. Oyó el rumor de la puerta al cerrarse detrás de Ram Takau y el crujido de
la grava del sendero bajo sus pies.
Se
durmió ignorando que el despertador de la casa estaba estropeado. Cuando
despertó, sobresaltada, eran las doce y diez minutos de la noche.
CAPÍTULO V
Lanzando
una exclamación de enojo, Betty saltó del lecho y empezó a ponerse el vestido.
Del «living», a través de la puerta cerrada, llegaba una voz que hablaba alto
en una lengua extraña y sonora. La periodista supuso que era Ram Takau hablando
por radio con los tripulantes del crucero sideral.
Al
abrir la puerta y asomarse al «living» vio a Ram Takau, que estaba sentado de
frente a ella ante un aparato bastante voluminoso, aproximadamente del tamaño
de las emisoras de onda corta portátiles que utilizaba el ejército. Ram Takau
le dirigió una sonrisa, pronunció apresuradamente unas palabras en su extraño
idioma y apagó el aparato.
Betty
Seton avanzó hacia el centro de la sala sintiendo algo indefiniblemente extraño
en cuanto le rodeaba; una sensación parecida a la que se experimenta cuando una
persona entra en una casa en donde los mismos muebles se han cambiado de lugar.
Los
muebles, sin embargo, estaban en el mismo lugar que los dejó Betty al ir a
acostarse. A1 llegar a la altura de Ram Takau, la muchacha vio con asombro que
el aparato no era una simple emisora de radio sino un televisor.
En
el mismo instante la muchacha comprendió que era aquello que le había extrañado
al entrar.
¿De dónde ha sacado ese televisor? preguntó con una especie de sobresalto.
Ram
Takau la miró con expresión de no haber comprendido y Betty gritó:
¿Cómo ha llegado aquí un aparato tan grande?
¡Eso no puede haber salido de la cajita de latón que me enseñó!
Ram
Takau comprendió entonces el asombro de la linda terrícola y se echó a reír.
Pues, la verdad, es que salió de aquella
cajita aseguró.
¡Oiga, Ram Takau! No pretenda tomarme el pelo.
Usted compró ese televisor esta tarde cuando salió con el pretexto de dar un
paseo. Quizás lo haya adaptado para hablar con la tripulación de su barco, pero
no salió en modo alguno de un estuche de cigarrillos.
¿Vuelve a dudar de mi palabra? preguntó Ram Takau arrugando el ceño.
Betty
comprendió que el «angolino» iba a enfadarse de nuevo como aquella tarde. Ahora
bien; en estos momentos Betty Seton se sabía la periodista más afortunada del
mundo, la única que había conseguido entrevistar a un ser extraterrestre y, si
no cometía una torpeza, la que tendría en exclusiva las futuras declaraciones
de Ram Takau. Así que cedió ante el ceño amenazador del extranjero diciendo:
Discúlpeme, Ram Takau. Me costará un poco
acostumbrarme a sus cosas. Ya sé que no se puede poner en duda la palabra de un
«angolino». Mire, nos queda poco tiempo para escribir un reportaje y llevarlo a
Nueva York antes que se cierre la tirada del periódico. ¿Quiere quitar de la
mesa ese chisme y preparar una taza de café mientras escribo?
Ram
Takau depositó el televisor en un rincón, Betty puso sobre la mesa su máquina
de escribir y empezó a teclear con rapidez.
¿Escribe cada palabra signo por signo? le preguntó Ram Takau extrañado.
¿Conoce usted alguna otra forma de escribir a
máquina? refunfuñó Betty deteniéndose
para borrar una falta.
Nosotros
escribimos dictándole a nuestras máquinas
contestó Ram Takau marchándose en dirección a la cocina.
Betty
le siguió con la mirada, agitó la cabeza y siguió escribiendo.
¿Arregló lo de la helada con sus hombres para
el mediodía de hoy? preguntó poco más
tarde a Ram Takau, que salía de la cocina con el café.
Sí, justamente a las doce menos diez minutos
el crucero emergerá del mar y se elevará en el espacio. Cinco minutos más tarde
empezará a sentirse el descenso de la temperatura. A las doce en punto hará
tanto frío que las aguas de la bahía, del Hudson, y del río Este se helarán.
¡Magnífico, magnífico! exclamó Betty restregándose las manos. Y
siguió escribiendo a gran velocidad.
Unos
minutos después de las dos de la madrugada Betty Seton arrancó la última
cuartilla de la máquina y anunció triunfalmente
Esto ya está. Dentro de cinco horas, cuando
los periódicos salgan a la calle, la gente de .Nueva York vibrará de emoción
ante el anuncio de la próxima helada. Esta misma tarde mi prestigio como
periodista habrá quedado firmemente cimentado y usted podrá encaminarse
tranquilamente a la sede de las Naciones Unidas seguro de que nadie pondrá en
duda su origen extraterrestre.
Breves
minutos más tarde los dos jóvenes salían a la calle y buscaban un taxi. Poco
después, camino de Nueva York, Betty preguntaba:
Todavía hay algo que no acierto a comprender,
Ram Takau. ¿Cómo, siendo un extranjero, habla usted tan bien el inglés?
Lo primero que hicimos, después de observar
este mundo desde el planeta Marte y asegurarnos de que estaba habitado, fue
destacar un crucero sideral para que viniera a verificar la naturaleza y grado
de civilización de los seres que lo poblaban. Nuestro crucero amaró en el
océano Pacífico, lejos de toda mirada humana, y en plena noche y después de un
día de navegación submarina tocó en la costa de California. El comandante de
nuestro crucero, una mujer por cierto, desembarcó con algunos hombres llegando
hasta una casa cerca de la playa. Aquella patrulla apresó a los habitantes de
la casa, los llevó a bordo del crucero y la nave se elevó regresando a su base.
Por aquellas gentes y con ayuda de una máquina que traduce idiomas pudimos
aprender rápidamente el inglés.
¿Y aquellas personas... qué fue de ellas? preguntó Betty.
Siguen en nuestro autoplaneta. Se sienten
felices allí y no desean volver por ahora.
¿Por qué razón vino usted a la Tierra y no
otro cualquiera de sus compatriotas, Ram Takau? ¿Quién es usted allá? ¿Un
rey... quizás un príncipe?
¡Oh. no!
exclamó Ram Takau echándose a reír . Nada de eso. En nuestra sociedad no
existe más alcurnia que aquella que un hombre o una mujer se forjan por sí
mismos con su talento.
Betty
abrió su bolso y extrajo de él la placa de oro que engarzaba los tres grandes
brillantes en forma de luceros.
¿Qué significa esto, Ram Takau? preguntó sintiéndose emocionada a pesar suyo
. Debe ser usted un hombre muy rico para permitirse el lujo de llevar unas
joyas tan valiosas.
¿Se refiere a esas insignias de «washi»? preguntó mirando el objeto . Carecen de valor
material alguno. Se aprecian únicamente por la satisfacción moral que da el
poder lucirlas.
¿Pues qué es un «washi»?
Un comandante de autoplaneta.
¿Y es tan importante eso? Betty sintióse desilusionada . Traducido a
los rangos militares terrícolas ¿a qué equivale?
El rango de «washi» no tiene equivalencia en
los mandos militares de la Tierra. Digamos que un «washi» es a la vez alcalde
de una ciudad con cerca de diez millones de habitantes. Como esta ciudad está
encerrada en una esfera metálica que tiene la propiedad de moverse a grandes
velocidades a través del espacio, el «washi» es a su vez comandante de una nave
interplanetaria. Lejos de su base, el «washi», es el jefe supremo de los diez
millones de almas que rigen bajo su mando. Dicta órdenes, administra justicia,
cuida de la salud y bienestar de su tripulación y es como un reyezuelo de un
pequeño mundo en marcha a través del cosmos. Pero esta astronave lleva también
medios de defensa y ataque, incluida una flota de combate de varios miles de
cruceros siderales y un ejército de algunos millones de «hombres robot». Por lo
tanto, un «washi» es una jerarquía militar con mando sobre unas Fuerzas Armadas
más potentes y numerosas que las del Ejército, la Aviación y la Marina de
Guerra de los Estados Unidos juntos. Eso es un «washi».
Betty
Seton contempló sin aliento a este hombre extraordinario, por el cual sentía
crecer su admiración y respeto a cada minuto que transcurría.
-Pues
debe ser usted un chico muy listo para mandar uno de esos fabulosos
autoplanetas siendo tan joven. ¿Cuántos años tiene?
-Setenta
y siete.
-¿Ha
dicho veintisiete?
-He
dicho setenta y siete, miss Seton -repitió Ram Takau. Y viendo la cara de estupefacción
de la periodista añadió-: El período de vida medio de mi raza es algo superior
al de ustedes... alrededor de trescientos años.
-¡Dios
mío! --exclamó Betty mirando con estupefacción la cara sin una arruga, los
cabellos sin una cana y la vivacidad de los ojos de aquel «venerable anciano».
Ram
Takau explicó que aquel mayor alargamiento de la vida de los «angolinos» había
sido posible gracias a los constantes progresos de la Medicina y la Biología, a
una alimentación adecuada y a un régimen especial a base de hormonas
regeneradoras de las células.
-¿Cuántos
nietos tiene usted? -interrumpió la periodista bruscamente, aunque la pregunta
no venía al caso.
-Ninguno.
Soy soltero -contestó Ram Takau sonriendo. Y añadid que a su edad y entre su
raza se consideraba a un hombre en la plenitud de su juventud.
-El
«angolino», dijo, se pasaba los primeros 60 años de su vida almacenando en su
cerebro toda la ciencia recopilada .por una civilización que llevaba milenios
de incesante desarrollo. El estudio era obligatorio para todos, hombres y
mujeres, desde los 10 a los 30 años y nadie podía contraer matrimonio antes de
haber terminado esta enseñanza «elemental».
Si
un angolino quería especializarse en alguna rama de la ciencia o el Servicio de
Seguridad, como había sido el caso de Ram Takau, tenía que seguir estudiando
hasta los 65 o 70 años. Ram Takau era el «washi» más joven del Servicio de
Seguridad (Fuerzas Armadas Angolinas). A1 menos era el más joven del
destacamento llegado al sistema solar de la Tierra, pues de los otros ni se
sabía ni se contaba en saber de ellos jamás.
El
taxi se detuvo ante una estación de servicio poco antes de entrar en Brooklyn.
Betty echó pie a tierra para anunciar por teléfono a Peter Bendix su inminente
llegada a la redacción del periódico.
-¿Está
loca? -chilló Peter Bendix por el hilo-. Si viene aquí la detendrán. Tengo mis
razones para sospechar que la Policía vigila la redacción. Incluso es posible
que tenga intervenido mi teléfono y esté escuchando nuestra conversación. ¿Es
que no ha leído usted los periódicos de la tarde?
-¿Pues
qué pasa?
-No
pasa sino que todos los periódicos publican su fotografía y dan la descripción
de ese guillado. La Policía ruega al público que les denuncien si les echan la
vista encima. No sé si sabrá que al confesar públicamente que ayudó a escapar a
un loco se hace usted reo de complicidad de un delito de fuga y de agresión a
la autoridad. Además, la Policía le acusa también de abuso de confianza en la
persona de un desequilibrado mental. Inútil será añadir que se encuentra metida
usted en un buen lío.
-Nada
de eso me preocupa -contestó -Betty optimista-. Han ocurrido cosas nuevas e
increíbles... Ya verá usted, Bendix. Prepárese para recibir una sorpresa. Va
usted a publicar el reportaje más sensacional de todos los tiempos.
-¡Oiga!...
-chilló Bendix.
-Hasta
ahora -dijo Betty. Y colgó el teléfono, regresando al automóvil.
-Señor
Ram Takau -dijo la joven cuando el taxi reanudaba la marcha-. Mañana, cuando
sea usted famoso y le acosen los periodistas como enjambre de moscas alrededor
de un pastel, espero recuerde que yo le ayudé en los momentos difíciles y me
reserve la primacía, si no puede ser la exclusiva, de todas sus declaraciones.
Ram
Takau asintió sonriendo. No volvieron a cruzar palabra en el resto del viaje.
Betty Seton paladeaba las dulzuras de su inminente triunfo como periodista.
¿Quién había de decírselo veinticuatro horas atrás, cuando cansada y
desalentada pensaba seriamente en abandonar sus aspiraciones y regresar a la
casa paterna para escuchar las burlas de sus paisanos y dedicarse a la cría de
cerdos?
El
taxi se detuvo frente a la redacción del «World and Life» antes que Betty Seton
apurara mentalmente todas las brillantes perspectivas que se le ofrecían para
un futuro inmediato.
Betty
pagó la carrera, los últimos dólares que le quedaban de los cincuenta que le
dio Bendix, y asió a Ram Takau del brazo diciéndole:
-Venga
usted.
Entraron
en el edificio. En la sala de redactores su paso levantó un murmullo de
comentarios, en tanto eran seguidos por un foco de miradas entre envidiosas y
regocijadas. Peter Bendix les vio llegar a través de los mamparos de cristal de
su despacho y saltó de su sillón para salirles al encuentro.
-¡Cabezota
del demonio! -gritó como un energúmeno-. ¿No le dije que no se acercara por
aquí? ¿No sabe que si la atrapa la policía tendrá que seguir escribiendo sus
reportajes desde una celda y no habrá quien se los publique?
Los
redactores habían abandonado sus mesas formando un corro a espaldas de Ram
Takau y Betty Seton.
-Entremos
en el despacho -dijo Betty lanzando una mirada despreciativa al círculo de
rostros que le hacían muecas de burla.
--¡Vuelvan
a su trabajo! -gritó Bendix. Y cerró con un portazo que puso en serio peligro
la anatomía de su jaula de cristal.
Betty
señaló el diván a Ram Takau y fue a sentarse displicentemente sobre la mesa del
jefe.
-¿,Por
qué ha venido? -refunfuñó Bendix yendo a sentarse en su sillón giratorio-. Todo
marcha bien. Los periódicos de la tarde nos han puesto verdes afeándonos el
estar explotando la chifladura de un infeliz para aumentar nuestra tirada, y no
quiero ni pensar lo que dirán los de la madrugada cuando salgan a la calle
dentro de unas horas. Sin embargo, nuestros reportajes han tenido éxito. La
gente se bebe nuestros ejemplares como el agua, y eso es lo único que interesa,
al fin y al cabo. Los negros mantienen su extravagante historia y, de otro
lado, la policía no ha podido identificar todavía a este Ram Takau porque nadie
lo ha reclamado. Eso nos favorece, como puede suponer. Pero todo se echaría a
perder si la policía les detuviera a ustedes dos.
-Ni
la policía ni nadie puede echar a perder el mayor triunfo editorial de la
Historia, señor Bendix -aseguró Betty sintiendo una oleada de calor en las
mejillas. Y como la emoción le impedía hablar con la coherencia necesaria para
explicarlo todo, sacó de su bolso las cuartillas mecanografiadas y las arrojó
sobre la carpeta.
Peter
Bendix la miró interrogante.
-Léalo
-le dijo Betty sofocada por la emoción.
Y
tomando un cigarrillo de la mesa, lo encendió nerviosamente mientras Bendix
empezaba a leer.
Bendix
leyó durante un rato. Su rostro traslucía el interés que despertaba en él la
lectura del relato de Betty.
-Habrá
de rectificar este párrafo -dijo levantando la cabeza-. No puede citar el nombre
de aquella joyería, a menos que sea inventado.
-No
es inventado. Siga leyendo -invitó la muchacha con un ademán.
Bendix
lo hizo así. Leyó otra cuartilla. De pronto hizo una mueca violenta, levantó
los ojos y miró a Retty furioso.
-¿Qué
significa esto? ¿Se ha vuelto loca, miss Seton? -gritó-. ¿A quién se le ocurre
anunciar para hoy mismo que habrá una helada sobre Nueva York?
-La
habrá -aseguró Betty, pálida de emoción-. Alrededor de las doce, minuto arriba,
minuto abajo, las aguas de la bahía del Hudson y del East River quedarán
congeladas.
Peter
Bendix miró detenidamente al rostro de la muchacha.
-No
sabía que la locura fuera contagiosa -dijo cáusticamente.
Y
Betty exclamó:
-Sé
lo que está pensando, señor Bendix. Sé también que resulta difícil de creer, pero
le aseguro que todo cuanto he escrito ahí, palabra por palabra, ha ocurrido en
la realidad y es cierto. No pude cortar ni agujerear el traje de Ram Takau con
las tijeras. Fui con la charretera a una joyería de Long Beach y.me confirmaron
que estaba hecha de oro puro y brillantes... Aquí está la joya por si no quiere
usted creerlo.
Betty
abrió su bolso y depositó sobre la mesa la chapa de oro arrancada del hombro
del traje de Ram Takau.
-¡Déjese
de tonterías, miss Seton! -gritó Bendix apartando la joya de un brusco ademán-.
Aunque eso fuera realmente oro y brillantes no probaría nada. Acaso que este
buen mozo lo robó de alguna parte, pero no en modo alguno que se llame Ram
Takau ni proceda de otro planeta. ¿Qué le pasa? ¿Se ha vuelto usted loca
también? Quizás haya soñado que fue a esa joyería para comprobar que las
piedras eran auténticas, tal vez el joyero quiso burlarse de usted, o se
equivocó o quién sabe si no habría recibido un minuto antes la visita de este
guasón y estaba de acuerdo con él para hacerle tragar el anzuelo. ¿Sabe lo que
le digo? Ya no creo que este tipo esté loco de remate. Su historia dura
demasiado y no hay en ella ninguna contradicción. ¡Demasiado perfecta para
haber sido inventada por un loco!
Betty
Seton palideció. La posibilidad de que Ram Takau saliera detrás de ella de la
casa y llegara antes a la única joyería de Long Beach para comprar la
complicidad del «experto» en piedras preciosas no se le había ocurrido antes.
Pero bien mirado, era posible que hubiera ocurrido así.
Betty
recordó entonces que había encontrado a Ram Takau en plena calle, no demasiado
lejos de la joyería... y también recordó aquel aparato televisor que Ram Takau
sacó no se sabía de dónde y tenía sobre la mesa del «living» cuando ella
despertó.
Incluso
empezó a encontrar sospechoso que el timbre del despertador no funcionara, lo
cual dio a Ram Takau la oportunidad de estar a solas cuando «habló» con la
tripulación de aquel fantástico crucero sideral.
La
periodista giró sobre sí misma para mirar a Ram Takau. Éste, que había fruncido
el ceño al escuchar las palabras de Peter Bendix, sostuvo firmemente la mirada
de Betty Seton, la cual sintióse desconcertada.
-No
es posible -murmuró, aferrándose a su ilusión de hacer el reportaje más
sensacional de la historia del periodismo-. Este hombre...
-Este
hombre es un farsante -cortó Bendix secamente-. No solamente le ha tomado el
pelo a la policía, sino que se ha burlado de la estúpida credulidad de usted.
Un hombre de otro planeta, ¡puaf!
Bendix
dio un papirotazo al reportaje de Betty, arrojándolo a1 suelo
Betty
vio sus cuartillas esparcidas por el piso y sintió que el mundo se hundía bajo
sus pies.
-¡Diga
algo, Ram Takau! -gritó saltando en pie y enfrentándose con el «hombre
interplanetario»-. No puede quedarse callado ahí. ¡Tiene que demostrar usted
que es realmente un hombre de otro mundo!
Ram
Takau se puso lentamente en pie y miró a través de los cristales de la oficina.
Siguiendo la dirección de la mirada del «angolino», Betty vio a los redactores
del periódico que les contemplaban con regocijo. Por encima de las cabezas de
sus malintencionados colegas la muchacha vio al capitán Bruce R. Bliven que
entraba impetuosamente en la redacción seguido de algunos detectives y un par
de policías uniformados.
En
esta trágica situación, Betty Seton apenas prestó atención a las palabras de
Ram Takau, el cual decía:
-Usted
me pidió que hiciera una demostración, miss Seton. Yo accedí y ya está todo
preparado. Hoy a las doce en punto cumpliré lo prometido.
-¡Llévense
a este farsante de aquí! -fue el aullido de Bendix que el capitán Bliven
escuchó al entrar en la oficina.
-¡Hola,
pimpollo! -exclamó Bliven haciendo una mueca a Betty- Se acabaron sus interviús
sensacionales al «hombre del espacio». Va a veranear usted una temporadita entre
rejas antes de volver a su granja de Pensilvania. ¡Espósenme a ese bizarro
astronauta!
Ram
Takau retrocedió ante la media docena de detectives que avanzaban hacia él.
Tropezó y cayó sentado en el diván, que estaba tras él.
-¡No
luche, Ram Takau! -gritó Betty viendo un relámpago de furia en .las negras
pupilas del joven- ¡No ofrezca resistencia... es inútil!
Los
detectives se abalanzaron sobre Ram Takau. Hubo un breve forcejeo que acabó con
el estruendoso derrumbe del diván. Los detectives pusieron en pie a Ram Takau
esposado con las manos a la espalda. Un agente le cacheó con habilidad y sacó
de sus bolsillos algunos objetos que entregó al capitán Bliven. Éste los
examinó.
Se
trataba de aquella cajita extraplana que Betty ya conocía, más un tubo medio
lleno de comprimidos parecidos a aspirinas, un cortaplumas, un pañuelo, una
pluma fuente, un pequeño bloc de notas, un librito y una linterna eléctrica
cilíndrica que Betty veía ahora por primera vez.
El
capitán Bliven abrió el estuche de latón. Betty, que estaba cerca, pudo ver su
contenido: media docena de pequeños y grotescos monigotes y dos tarántulas de
color negro brillante y aspecto repulsivo, del tamaño de una pulgada, que
ofrecían la particularidad de estar envueltas en una substancia sólida y transparente
en forma de bloques de cristal.
-¿Qué
es esto que lleva aquí, muchacho? -preguntó Bliven poniendo el estuche abierto
debajo de la nariz de Ram Takau.
El
joven no contestó. Ni siquiera miró lo que el detective le enseñaba.
-Bueno,
no importa -dijo Bliven cerrando la cajita y guardándosela en el bolsillo con
todo lo demás-. Vamos, andando.
CAPÍTULO VI
No
fue hasta las diez cae la mañana cuando Betty Seton fue sacada de su celda y
conducida a la oficina del capitán Bruce R. Bliven.
Las
últimas seis horas habían sido de prueba para la muchacha. No llevaba ni media
hora encarcelada cuando todos los periodistas de la ciudad se volcaron sobre el
cuartel de policía. Por razones que sólo él podía comprender, el capitán Bliven
permitió que los periodistas bajaran al sótano e interviuvaran a Betty en su
propia celda.
Por
espacio de una hora Betty estuvo expuesta a la curiosidad y las burlas de sus
colegas, los cuales se marcharon al fin llevando un buen acopio de fotografías
altamente humillantes para Betty. Estas fotografías habían aparecido en todos
los periódicos de la mañana, que la propia Betty tuvo ocasión de ver en el
mismo cuartel de policía.
También
publicaban los periódicos una fotografía de Ram Takau, bien alusiva, por
cierto. En ella se veía al supuesto «hombre del espacio» mirando con expresión
de loco al objetivo de la cámara que le sorprendió en el momento en que los
policías acababan de ponerle una camisa de fuerza.
E1
capitán Bruce R. Bliven estaba leyendo uno de estos periódicos cuando Betty
Seton compareció ante él, escoltada por un agente uniformado.
-¡Ah,
es usted! -exclamó Bliven, aunque era é1 quien mandó a buscarla-. Bien,
siéntese ahí y vamos a ser breves.
Betty
tomó asiento en la silla que le indicaban. Bliven la miró severo por encima de la
mesa.
-Bueno,
miss Seton -murmuró-. La aventura ha terminado. Ha reconocido usted
públicamente que ayudó a escapar a ese pobre loco. ¿Se da cuenta de que se ha
metido en un buen lío? ¿Cómo intentará explicar ante el jurado su insensata
forma de proceder?
-Yo
creí que Ram Takau era realmente un hombre de otro mundo. Por eso le ayudé a
escapar.
-A
otro perro con ese hueso, miss Seton -refunfuñó Bliven-. Cuando usted salió de
este despacho creía tanto en la historia de ese chiflado como yo.
-Sin
embargo, estaba segura de que era un ser extraterrestre cuando le incité a
escapar -aseguró Betty, prosiguiendo un programa previamente estudiado con su
abogado.
-Comprendo
su actitud -dijo Bliven sonriendo-. Su abogado, que se marchó hace apenas media
hora, le dijo que no veía manera de sacarla a flote a menos que usted se
hiciera pasar por tonta; es decir, que fue la primera en creer esa fabulosa
historia que puso en ascuas a todo el país.
-Ignoraba
que mi reportaje hubiera tenido tanto éxito -dijo Betty tratando de desviar la
conversación.
-Pues
sí, lo tuvo. Tengo los oídos sordos de tanto atender a llamadas telefónicas de
imbéciles que preguntaban si el episodio inicial se había desarrollado
realmente aquí, tal y como usted relató en los periódicos.
-Espero
que no les defraudaría.
-No,
no les defraudé -contestó Bliven cáusticamente-. Les prometí que le echaría el
guante a usted y a su chiflado amigo antes de veinticuatro horas y lo cumplí.
-Pero
no porque usted me encontrara en mi escondite. Si yo no hubiera sido tan tonta
de volver a la Redacción, todavía estaría buscándome por ahí, ¿no es cierto?
-Es
posible, mas dígame: ¿por qué regresó a Nueva York?
-Yo
creí en la historia de Ram Takau. Sí, no se ría usted -protestó Betty viendo la
sonrisa burlona del detective-. La prueba más irrebatible de que fui embaucada
es que estaba segura de que hoy a las doce en punto empezaría a nevar sobre
Nueva York, descendiendo la temperatura a tal extremo que quedarían congeladas
en un bloque las aguas de la bahía. Como sospeché que Peter Bendix no querría
publicar esto decidí venir personalmente para convencerle. Puede preguntárselo
al mismo Bendix si es que no me cree usted.
El
capitán miró con el ceño fruncido a Betty y alargó su mano hacia el teléfono.
Pero en seguida cambió de parecer.
-Ya
me ha hecho perder bastante tiempo este estúpido asunto -refunfuñó-. La
declaración de Bendix puede ser útil para usted cuando se la juzgue, pero a mí
me basta saber que ese Ram Takau es un pobre loco.
-Yo
no estaría tan segura.
-¿Por
qué dice eso? -preguntó el detective frunciendo el ceño.
-¿Han
reclamado a ese muchacho desde algún manicomio, sanatorio o casa particular?
-No,
es cierto.
-Naturalmente.
Ram Takau no es un loco. Se trata de un bromista empedernido, un guasón que ha
querido tomarnos el pelo, bien sea por una apuesta o vaya a saber por qué otra
causa. Ningún desequilibrado mental hubiera obrado con tan inteligente astucia
-aseguró Betty.
Y
relató al capitán sus aventuras a partir del instante que huyó con Ram Takau
del cuartel de policía. El único detalle que Betty omitió deliberadamente fue
que ella no creía en la fabulosa historia de Ram Takau cuando le ayudó a
escapar, cosa que por demás sabía perfectamente Bliven. Éste la escuchó con
interés y al final murmuró:
-¿Así
que ese Ram Takau se le adelantó en la joyería para que el experto en joyas la
engañara acerca de aquellos supuestos brillantes? Naturalmente fue él quien
manipuló en el reloj para que no despertara antes de las doce. El aparato de
televisión pudo adquirirlo al contado o alquilarlo en Long Beach mientras usted
estaba durmiendo.
Betty
asintió con la cabeza y dijo pensativamente:
-Lo
que sigue intrigándome es el traje que vestía Ram Takau. Pesaba más de lo
corriente y no pude cortarlo ni atravesarlo con las tijeras.
-Si
Ram Takau es un guasón debe ser un bromista con dinero -murmuró Bliven-. Puesto
a hacer bien las cosas, se haría confeccionar un traje especial para esta
ocasión. Voy a hacer que le traigan para interrogarle. Y le aseguro que no van
a quedarle ganas para gastar otra bromita como esta.
Bliven
empuñó el teléfono pidiendo comunicación con el doctor Michie.
-¿Es
usted; Michie? ¿Cómo se encuentra nuestro «hombre del espacio»? ¿Duerme todavía
bajo los efectos de la droga? -Bliven sonrió con el aparato junto al oído y
añadió-: Bueno, pues a ver si lo espabila y me lo trae aquí... Sí, quiero
interrogarle.
Bliven
hizo presión con el dedo en el soporte del teléfono y llamó al sargento O'Hara.
-Lleve
a mi despacho todos los efectos requisados a miss Seton y al «hombre del
espacio».
Poco
después entraba el sargento O'Hara, el cual depositó sobre la mesa del capitán
dos sobres de celofán bastante voluminosos. Bliven tomó el sobre donde estaban
los efectos de Ram Takau y desparramó su contenido encima del cartapacio.
El
estuche de latón volvió a llamar su atención.
-¿Ha
visto estos monigotes, miss Seton? -murmuró sacando uno por uno los seis cubos
de cristal y alineándolos sobre la mesa. -Quien los hizo no se calentó mucho la
cabeza. Total, se reducen a un cilindro por cuerpo, una bolita en el lugar de
la cabeza y unos palitos para piernas y brazos.
Betty
contempló las seis figurillas negras encerradas en sendos bloquecillos de
cristal.
-Nunca
los había visto hasta que usted detuvo a Ram Takau esta madrugada. Él tampoco
me habló de ellos.
-Deben
formar parte del disfraz de hombre interplanetario dijo el capitán. Y tomando
la linterna se puso a examinarla.
La
encendió apretando el botón y dirigió el foco de luz hacia la pared. Pero como
él despacho estaba iluminado por la luz del día, el circulito amarillo de la
linterna apenas se notaba.
Bliven
dejó la linterna y tomó el librito. Este tenía la forma y tamaño de un
diccionario de bolsillo. El detective lo abrió al azar y se quedó mirando sus
páginas con una arruga profundamente marcada en el entrecejo. Betty, que
todavía seguía interesada en el asunto del «hombre del espacio», abandonó la
silla y se inclinó sobre la mesa tratando de ver el contenido del libro.
Bliven
hizo pasar rápidamente varias páginas y luego se lo enseñó a la periodista sin
soltarlo.
-¿Ha
visto usted alguna vez jeroglíficos parecidos a estos? preguntó.
Porque
las páginas del pequeño librito estaban llenas de unos caracteres muy extraños,
los cuales no se parecían en nada a la escritura corriente.
-¡Caramba,
eso es muy interesante! -exclamó Betty alargando la mano. Pero el capitán no le
permitió coger el librito.
-Déjelo,
no vale la pena.
-¿Por
qué? Podía tratarse de la escritura de otro mundo, ¿no es cierto?
-¡No
diga tonterías! -refunfuñó Bliven volviendo a pasar hojitas y encontrando en
todas ellas la misma extraña escritura dispuesta en dos columnas verticales-.
Cualquiera podría hacerse imprimir un librito como éste empleando caracteres
absurdos si le animara el deliberado propósito de jugarnos una broma colosal.
-También
podríamos estar cometiendo un tremendo error, Bliven. ¡Mire que si Ram Takau
resultara ser un auténtico hombre del espacio después de todo...!
-¡No
diga necedades! -exclamó Bliven cerrando violentamente el librito-. ¿No cree
que ya hizo bastante el ridículo, miss Seton? Hoy es usted el hazmerreír de
todo Nueva York, y en cuanto a su periódico, no ha quedado en muy buen lugar,
que digamos. Todavía no comprendo cómo ese tonto de Peter Bendix se atrevió a
publicar ese absurdo reportaje de usted.
Betty
Seton regresó humillada a su silla. La puerta se abrió en este instante y el
doctor Michie entró en la oficina seguido de Ram Takau, al cual escoltaban dos
robustos policías armados de porras.
Betty se fijó en Ram Takau. Observó
que llevaba el cabello húmedo, como después de haber recibido una ducha. Su
traje aparecía lamentablemente arrugado y en sus ojos lucía una expresión entre
furiosa y desconcertada. Cuando miró a Betty lo hizo irónico y como dolido, lo
cual apresuró extrañamente los latidos del corazón de la periodista y cubrió de
rubor sus pálidas mejillas.
-Siéntese
en esa silla, Ram Takau -indicó Bliven secamente-. Le advierto que ya me va
cansando este estúpido asunto y estoy dispuesto a terminarlo de una vez.
El
atleta tomó asiento y volvió a mirar a Betty. Esta dio un paso en su dirección
y exclamó:
-Por
favor, Ram Takau. No insista más en su absurda historia. ¿Quiere que le tomen
por loco y le recluyan en un manicomio? Confiese que todo ha sido una broma...
-No
le comprendo a usted, señorita Seton -contestó el joven. En realidad, no
comprendo la absurda actitud de este mundo. ¿Encarcelan, maltratan y humillan
ustedes a todos aquellos a quienes no pueden comprender?
La
salida inesperada de Ram Takau dejó desconcertados por un momento a Betty Seton
y a los hombres que se encontraban en aquella oficina.
.Mire,
amigo -refunfuñó Bliven-. Vamos a dejarnos de retóricas y hablemos claro. Lo
que aquí se trata de averiguar es simplemente si es usted un bromista o un
chiflado. Si es un chiflado, debe recluírsele en un sanatorio mental. Y si se
trata de un bromista tenemos que saberlo para aplicarle un correctivo. No se
puede entorpecer la labor de la policía con bromitas de mal gusto, ¿comprende?
-Pero
ustedes ¿cómo sabían que yo era un bromista cuando me llevaron detenido a este
despacho por primera vez? preguntó el joven.
Y
Bliven contestó con sorna:
-¡Hombre,
no se necesita ser un lince para saber cuándo una cosa es posible o imposible!
Suponga que yo le digo que soy un elefante. ¿Me creería?
-Un
elefante es un animal de la fauna terrícola, ¿no es cierto? -preguntó Ram Takau
gravemente.
Y
el capitán gritó rojo de ira:
-¡Oiga
usted, amigo! ¡No me diga que cree que soy un elefante porque le meto a usted
en una ducha fría hasta el sábado. ¡Ea, se acabó! ¿Por quién nos ha tomado
usted?
Ram
Takau miró a Betty Seton con, expresión de asombro y se encogió de hombros.
Un
taquígrafo se unió a la gente que ya llenaba el despacho. El capitán Bliven
comenzó a interrogar a Ram Takau.
-¿Cómo
se llama?
-Ram
Takau.
-¿Edad?
-Setenta
y siete años.
-¡Maldita
sea su estampa, Ram Takau! -barbotó Bliven echando chiribitas por los ojos- ¡Le
voy a romper los dientes como no tenga usted más formalidad! ¿Cuántos años
tiene?
-Ya
se lo he dicho. Setenta y siete -contestó el joven con cara de inocente.
-Muchachos
-dijo Bliven a los dos agentes que permanecían de pie junto a la puerta-.
Agárrenme a este gracioso y ténganlo bajo la ducha hasta que diga basta.
Los
agentes avanzaron rápidamente hacia Ram Takau. Éste saltó en pie lanzando
lumbres por los ojos. Jamás le había visto Betty tan furioso.
Uno
de los policías descargó un brutal porrazo sobre la cabeza de Ram Takau. El
joven se tambaleó. Los dos agentes le cogieron antes que se recobrara del golpe
y se lo llevaron en volandas.
-¡Oiga,
Bliven ! -gritó Betty indignada-. No puede usted tratar así a ese pobre
muchacho. ¿Qué modos son esos de tratar a la gente? ¿Es esto una «cheka»,
acaso?
-¡Salga
de aquí! -chilló Bliven con la faz roja de ira y mirada extraviada-. ¡Por todos
los santos, que van a volverme loco entre unos y otros! ¡Fuera! ¡Fueraaaa!
Un
guardia se presentó en la oficina y sacó a empujones a la periodista. Betty
procuró salir con toda la dignidad que era posible en aquellas circunstancias.
-Nunca
he visto al jefe así -le confió el agente cuando llegaron al pasillo-. Si esto
dura mucho vamos a acabar todos más locos que un cencerro.
Como
el policía no sabía qué hacer con la muchacha optó por esperar en el pasillo.
Betty empezó a pasear arriba y abajo. Cada vez que recordaba a Ram Takau y al
brutal trato de que estaba siendo objeto sentía que la furia le dominaba.
-«¡Pegarle
así, al pobre muchacho!»
Transcurrió
un buen rato hasta que el doctor Michie salió de la oficina. Se detuvo ante
Betty, como si fuera a decir algo, sacudió la cabeza y siguió adelante
accionando con las manos como si hablara solo. Poco después reaparecía seguido
de Ram Takau y los dos forzudos policías.
Ram
Takau ofrecía un aspecto lamentable. Le habían metido vestido bajo la ducha y
sus ropas empapadas, pegadas al cuerpo, iban dejando un reguero de agua a lo
largo del pasillo.
En
este momento, algo profundo e irreprimible brotó del corazón de Betty Seton.
Lanzando un grito dramático, corrió hacia Ram Takau y le echó los brazos al
cuello llorando histéricamente.
-¡Bandidos,
asesinos! ¡Desalmados! -gritó a los sorprendidos policías. Y acercando su
mejilla a la húmeda y áspera de Ram Takau gimió-: ¡Mi pobre Ram Takau! Hacerle
esto a mi pobrecito Ram Takau...
El
joven quedó, al parecer; tan paralizado por el estupor como los mismos
policías. El doctor Michie corrió hacia el patético grupo y trató de
tranquilizar a la muchacha.
Por
Dios, señorita Seton. No hay para tanto. Esto no es una «cheka», como usted
cree. Una ducha, aun siendo prolongada, no puede sentarle mal a su amigo. En
todo caso le ayudará a poner en claro sus ideas.
Betty
acarició las mejillas de Ram Takau y se hizo a un lado. El gigante le dirigió
una extraña mirada, mezcla de sorpresa, agradecimiento y regocijo. El grupo
entró en la oficina del capitán Bliven y la periodista echó detrás sin que
nadie osara impedírselo.
Bliven
estaba detrás de la mesa dando vueltas entre sus dedos a la joya que Betty
arrancó de las hombreras del traje de Ram Takau. El detective parecía
completamente calmado y come avergonzado de su anterior arrebato.
-Siéntese,
Ram Takau -ordenó con suavidad-, y vamos a ver si al fin nos entendemos,
El
joven tomó asiento en la silla en tanto los policías retrocedían para quedar
apoyándose de espaldas a uno y otro lado de la puerta. Bliven dejó la joya
sobre la mesa, donde estaban todos los demás objetos requisados a Ram Takau,
enlazó sus manos sobre la mesa y adoptó una actitud amistosa y paternal para
decir:
-Ahí
afuera, en el patio de estacionamiento, hay una ambulancia esperándole para
conducirle a un sanatorio mental... Sí, ya sé que no está usted loco, pero como
no puedo perder más tiempo en este asunto le pondré en manos de un
psicoanalista para que usted se las componga con él. Una solución le queda, y
es confesar que todo ha sido una broma. Es estúpido tratar de continuar un
juego en el que no conseguirá engañar a nadie, Ram Takau. No puede soñar en
confundirnos ni siquiera con trajes metálicos, charreteras de oro y brillantes
o libritos impresos en caracteres que usted ha inventado y que no quieren decir
nada. Sabemos que no existen habitantes de otros mundos.
-¿Cómo
lo saben? -preguntó Ram Takau con rapidez.
-Si
existieran hubieran venido a visitarnos alguna vez, por no citar otras razones
más complicadas.
-Pues
bien. Ya estamos aquí -repuso Ram Takau sonriendo-. Yo soy un visitante de otro
mundo.
El
capitán Bruce R. Bliven saltó en su silla y por sus pupilas cruzó un relámpago
de ira. No obstante se contuvo. Resolló con fuerza por la nariz y dijo:
-¡Ah,
bien, perfectamente! ¿Es usted un ser de otro mundo? Espero que podrá
demostrarlo.
-Sin
duda -contestó Ram Takau con irritante imperturbabilidad.
-¿Ah.
sí? ¿Y cómo? -dijo Bliven entre dientes.
-El
cómo y el cuándo ya está decidido desde ayer noche. Miss Seton me desafió a
hacer una demostración de fuerza y yo contesté prometiéndole que hoy a las doce
en punto se convertirían en un témpano de hielo las aguas de la bahía.
Betty
Seton saltó como un muelle hacia el centro de la oficina con una exclamación de
sorpresa en los labios, pero el capitán Bliven la contuvo con un ademán. Sonrió
triunfalmente, miró su reloj de pulsera y dijo:
-Perfectamente,
señor Ram Takau. Le tomo la palabra. Faltan solamente nueve minutos para las
doce. No nos importa esperar un ratito, pero después del mediodía, ni un minuto
antes ni uno después, saldrá usted de aquí derechito a un manicomio. ¿Estamos
de acuerdo?
El
doctor Michie, el taquígrafo y los tres policías sonrieron burlonamente en
tanto la periodista se precipitaba sobre Ram Takau y exclamaba:
-¿Pero
se ha vuelto usted loco, Ram Takau? ¿Será capaz de haber creído su propia
historia? ¡Usted sabe muy bien que las aguas de la bahía no se helarán!
-Ram
Takau siempre cumple su palabra, miss Seton -repuso el hombre secamente-. Tal y
como anunciaron los periódicos de esta mañana, una ola de intenso frío caerá
sobre la ciudad dentro de ocho minutos. Espero que los neoyorquinos hayan
tomado precauciones ante la eventualidad de que el fenómeno se realizara, pese
a todo.
-¿Pero
qué está usted diciendo, insensato? -gritó Betty-. Los neoyorquinos dejaron de
ocuparse de usted desde esta mañana. Saben por los periódicos que fue detenido
y no esperan que ocurra nada extraordinario al mediodía de hoy. ¡Ni siquiera
están enterados de lo que usted se propone hacer, lo que al fin y al cabo es
una suerte! Su ridículo será menor que si mi periódico hubiera publicado sus
absurdos vaticinios.
-¿Cómo?
¿Qué dice? -exclamó Ram Takau palideciendo, saltando en pie como lanzado por un
resorte-. ¿No se ha hecho pública la noticia de lo que ocurriría hoy?
-¡No! -chilló Betty con furia. Y
todavía añadió-: ¿O es que no comprendió el gesto de Peter Bendix cuando arrojó
mis cuartillas al suelo?
-Supuse
que la noticia se publicaría de todos modos, siquiera fuese para burlarse de mí
-contestó Ram Takau con la faz demudada.
-¡Qué
pretensión! -exclamó Betty sarcásticamente-. Mi periódico no podía publicar eso
ni siquiera como burla, después del ridículo que ha hecho por su causa... y la
mía.
-¡Entonces,
hay que impedir que mis hombres lleven a cabo ese experimento! -gritó Ram
Takau-. De lo contrario, mucha gente morirá.
-¡Bah!
No se preocupe por nosotros, Ram Takau -exclamó Blíven riendo-. Nadie corre
peligro de pillar un mal resfriado, porque el día es muy caluroso y seguirá
siéndolo después de las doce.
-¡Estúpidos,
necios! -bramó Ram Takau avanzando de un salto hacia la mesa-. ¡Les he estado
hablando con sinceridad todo este tiempo y no me han creído! ¡Miles de
desgraciados sufrirán graves perjuicios debido a su ignorancia e incivilidad!
-¡Alto,
Ram Takau! -gritó Bliven corriendo a su encuentro.
Ram
Takau se arrojó sobre la mesa. Con una mano cogió una tarántula y con la otra
atrapó la linterna eléctrica antes que nadie pudiera impedirlo. A continuación
y barbotando palabras ininteligibles se abalanzó hacia la puerta.
-¡Cójanle!...
¡Le ha dado un arrebato de locura! -chilló Bliven.
Los
tres policías ya estaban. en movimiento y corrieron a interceptar el paso a Ram
Takau lanzándose como un solo hombre sobre él. El atleta se revolvió contra
ellos como una fiera.
De
un puñetazo lanzó dando traspiés y al otro lado de la oficina a uno de los
agentes. Los otros dos cayeron sobre él esgrimiendo sus negras porras de goma.
Bliven, el doctor Michie y hasta el taquígrafo de la policía corrieron en ayuda
de los agentes.
Bliven
encajó un puñetazo en plena faz que le lanzó contra la silla donde estuvo
sentado Ram Takau. La silla crujió y se hizo pedazos bajo el peso de Bliven.
Betty Seton reaccionó impulsivamente cogiendo una de las patas de la silla rota
y agrediendo con ella a los enemigos de Ram Takau.
El
joven atleta se defendía bravamente, pero en la necesidad de cubrirse de los
golpes de porra dejaba al descubierto otras partes de su cuerpo. Uno de los
policías. le golpeó con brutalidad con la porra en los riñones.
Ram
Takau, con el rostro cubierto de sangre, cayó de rodillas. Sus enemigos se
lanzaron sobre él abrumándole con su peso. Un policía levantó su porra para
asestarle el golpe de gracia en la nuca. Betty Seton intervino oportunamente
descargando un bastonazo contra el duro cráneo de aquel bruto. El capitán
Bliven cogió a la muchacha de un hombro y la lanzó rodando al suelo.
La
puerta de la oficina se abrió y un tropel de agentes entraron atraídos por el
ruido de la lucha y los gritos que proferían los combatientes. Aunque era
evidente que Ram Takau estaba perdido, Betty quiso serle leal hasta el último
momento, incorporándose con la estaca en la mano.
De
pronto Ram Takau hizo algo extraño, a la vez que absurdo. Con un sobrehumano
esfuerzo logró sacar la cabeza por debajo de la montaña humana que tenía sobre
las piernas y los riñones. Todavía empuñaba su linterna. Y esta linterna fue lo
que utilizó encendiéndola y apuntando con ella contra los pequeños monigotes
negros encerrados en sendos bloques de cristal que habían caído al suelo en el
fragor de la contienda.
Y
entonces ocurrió lo fantástico, lo irreal y maravilloso...
CAPÍTULO VII
Cuatro
de aquellas figurillas que estaban en el suelo fueron tocadas por el rayo
luminoso de la linterna. Betty no pudo precisar en realidad si fue el haz
luminoso lo que dio origen al fenómeno. De todas formas y en el breve espacio
de un segundo, aquellos objetos empezaron a brillar irradiando una deslumbrante
luz verde azulada que se hinchó e hinchó en mitad de un medroso chisporroteo
mientras los cuatro monigotillos, rompiendo su envoltura transparente,
aumentaban prodigiosamente de tamaño.
Con
los cabellos erizados muda de asombro y espanto, Betty Seton, y también el
capitán Bliven y los policías se quedaron mirando el increíble crecimiento de
aquellas figuras, las cuales alcanzaron el tamaño de una persona y siguieron
aumentando envueltas en un halo de luz, como si no fueran a acabar de crecer
nunca.
La
lucha quedó instantáneamente interrumpida. Los policías que estaban sobre Ram
Takau saltaron en pie sobresaltados y se apelotonaron hacia la puerta, sin
dejar de mirar a los monstruos que, en sólo unos segundos, habían alcanzado una
longitud aproximada de 2'50 metros por unos 80 centímetros de envergadura.
Al
alcanzar estas dimensiones se extinguió chisporroteando el fantástico halo
luminoso dentro del cual se había realizado la sorprendente metamorfosis.
De
pronto se escuchó una orden, seca, restallante.
Era
Ram Takau quien hablaba, a la vez que se ponía de pie con la cara llena de
sangre. Los cuatro monstruos que yacían en el suelo empezaron a moverse...
El
espectáculo de aquellas «cosas» poniéndose en pie fue algo horrendo que los
aterrados policías no pudieron soportar. Uno de ellos, que había quedado
acorralado entre los monstruos y la pared, corrió a la ventana y empezó a
lanzar gritos de socorro asido a los barrotes. Los demás salieron de la oficina
y desde el pasillo empezaron a disparar sus pistolas nerviosamente contra los
gigantes metálicos que ya estaban derechos.
Las
balas silbaron en todas direcciones al rebotar contra los corpachones de acero
de los monstruos. Una de estas balas alcanzó a Ram Takau, el cual volvió a caer
al suelo gritando algo en su extraño idioma.
Betty
Seton, que había quedado dentro de la habitación, cayó entonces en la cuenta de
que los «robots», ya que sólo de «robots» podía tratarse, estaban armados de
una especie de fusiles cortos que empuñaban con manos metálicas de cuatro dedos
articulados.
Los
«robots» entraron en acción con la velocidad del rayo lanzándose impetuosamente
contra los policías que estaban apelotonados en el corredor, que echaron a
correr a la desbandada.
La
carga de los «robots» contra la estrecha puerta tuvo como consecuencia que todo
aquel tabique se derrumbara con estruendo sobre el pasillo. Los monstruos
pasaron sobre los escombros y avanzaron rígidos, lentos e imponentes a lo largo
del corredor, que ocupaban casi por completo de una a otra pared y del suelo al
techo.
Sobreponiéndose
a su asombro y terror con una especie de alegría interna, Betty Seton corrió
hacia Ram Takau, el cual hacía penosos esfuerzos para incorporarse.
-¡Ram
Takau, querido! ¡Era un hombre de otro mundo! ¡Lo era en realidad y no quisimos
creerle!
-¡La
ventana..., la ventana! -murmuró Ram Takau señalando.
Betty
le ayudó a cruzar la oficina sin dejar de hablar agitadamente:
-¡Qué
maravilloso, querido! ¡Un auténtico hombre del espacio! Por algo me decía el
corazón que debía confiar en usted. ¿Cree que realmente empezará a nevar a las
doce en punto? ¡Oh, esto es estupendo!
-¡Cállese,
loca! -refunfuñó Ram Takau llegando trabajosamente hasta la ventana-. ¿Cómo
puede alegrarse del daño de los demás? ¡He de impedir que se realice el
experimento!
Ram
Takau lanzó por la ventana aquel misterioso cubito de materia transparente que
encerraba una repulsiva tarántula. Betty observó en el misma instante que el
día se había hecho repentinamente oscuro. Un soplo de aire frío entró por la
ventana.
-El
cielo se ha nublado -advirtió la muchacha-. ¿Será a causa del experimento?
Ram
Takau no contestó. Empuñó la linterna y enfocó con ella a la pequeña tarántula
que se veía sobre el piso de cemento del patio de estacionamiento.
Como
antes ocurriera con los «robots», la tarántula se envolvió en un
chisporroteante halo de luz muy brillante y empezó a hincharse rápidamente como
un globo.
En
los breves segundos que la diminuta tarántula tardó en convertirse en un
monstruo de las dimensiones de un tanque pesado se escucharon en las
profundidades del cuartel más gritos, disparos de ametralladora y estrépito de
tabiques que se derrumbaban ante el formidable empuje de los gigantes «robots».
Pero
Betty Seton ni siquiera percibía aquellos ruidos. Miraba con ojos de asombro y
terror a la horrorosa tarántula, que en seguida empezó a mover sus tres pares
de enormes patas metálicas.
Ram
Takau gritó una orden incomprensible. El monstruoso arácnido se movió como un
ser inteligente girando sobre sí mismo para dar frente a Ram Takau. Este siguió
hablando y la tarántula se acercó dócilmente a la ventana como un perro acude a
la llamada de su amo.
-¿Qué
se propone hacer? -preguntó la periodista.
Ram
Takau no contestó, sino que levantó sus ojos angustiados al cielo. Empezaba a
nevar. Grandes copos de nieve descendían revoloteando a impulsos de un viento
por momentos más fuerte y más frío. Bettv empezó a temblar bajo su ligero traje
de verano.
-¡
Apártese de la ventana! -le gritó Ram Takau. Y él mismo se apartó de allí.
Las
patas delanteras de la tarántula se alzaron hasta la ventana. Eran unas patas
horribles, provistas de una hilera de dientes de acero en su parte inferior.
Estas patas entraron a través de la reja. Luego, al retroceder, engancharon los
barrotes y los arrancaron con un seco crujido.
Ram
Takau se lanzó por la ventana, yendo a caer en el patio, entre las fauces de la
horrible bestia mecánica. En esto se escucharon tiros en el patio. Los policías
acababan de descubrir a la tarántula y disparaban contra ella desde una
distancia prudencial.
-¡Necios,
estúpidos! -gritó Betty furiosa.
Y
aunque las balas zumbaban por todas. partes y rebotaban peligrosamente contra
el corpachón metálico del monstruo, se descolgó también por la ventana y se
inclinó, llamándolo, sobre Ram Takau, el cual había quedado momentáneamente
desvanecido a causa de la caída.
-¡Ram
Takau, despierte..., hábleme, por Dios! -gimió la muchacha, sacudiéndolo.
La
tarántula había quedado inmóvil, como esperando. La temperatura seguía
descendiendo con rapidez. Antes de que se diera cuenta Betty estaba temblando
de pies a cabeza y castañeando los dientes de frío.
Ram
Takau entreabrió los ojos.
-¡Pronto...,
Betty! -murmuró-. Debo entrar en la tarántula... Ayúdeme, por favor.
Betty
le ayudó a incorporarse. Ya no disparaban contra ellos. Ram Takau se acercó a
un costado de la tarántula y alumbró con su linterna en cierto lugar. Una
escotilla se abrió en el flanco del monstruo y de la abertura brotó una difusa
luz roja.
-Ayúdeme,
.Betty -jadeó el «hombre del espacio»-. Ya es tarde para impedir que se hiele
el agua de la bahía, pero debo detener a esos «robots» y hablar con el crucero
para que llamen pidiendo ayuda a Saturno.
-Sí,
sí... -balbuceó la muchacha. Vamos, apóyese en mí.
La
escotilla era angosta y Ram Takau tenía el balazo en la cadera, a juzgar por la
rigidez de su pierna derecha. No fue tarea fácil meterlo por aquel agujero, más
al final Betty lo consiguió.
-Entre
usted también... se va a helar ahí afuera -dijo Ram Takau.
Betty
entró en la pequeña cabina, la cual estaba iluminada con una luz fluorescente,
suave y roja. Había dos sillones muy bajos ante una gran pantalla televisora y
un tablero de instrumentos, y Betty ayudó a su compañero a llegar hasta uno de
aquellos asientos.
Haciendo
una mueca de dolor, Ram Takau apretó algunos botones e hizo girar otros en el
cuadro de instrumentos La pantalla televisora estaba encendida y por ella se
veía la destrozada ventana de la oficina del capitán Bruce R. Bliven.
La
escotilla de la tarántula se cerró por sí sola con un leve chasquido. Casi en
seguida Betty empezó a sentir un suave y agradable calor que la hizo retornar
en sí. Ram Takau empezó a hablar por radio, sin que la periodista pudiera
entender una sola palabra de cuanto decía.
La
nieve caía ahora en tanta cantidad afuera, que formaba a modo de una cortina de
gasa entre la tarántula y la ventana del capitán Bliven. El mismo Bliven, con
el sombrero atascado hasta las cejas y las solapas de su chaqueta levantadas,
se asomó tiritando a la ventana. Miró a la tarántula, hizo una mueca violenta y
desapareció.
Ahora,
Betty Seton volvió toda su atención hacia Ram Takau. Le estuvo mirando
atentamente mientras él hablaba, y e1 corazón se le llenó de orgullo y ternura
al pensar que aquel hombre, al que ella amaba, era capaz de realizar cosas tan
increíbles como sacar monstruos mecánicos de una caja de cigarrillos y congelar
el agua de la bahía de Nueva York.
-«Es
invencible» -pensó- «Un superhombre. Puede hacer todo lo que quiera».
Una
voz sonora y extraña brotó del aparato de radio como en respuesta a la llamada
de Ram Takau. Este cruzó unas palabras con su invisible interlocutor y luego
volvióse hacia Betty.
-Señorita
Seton -le dijo-. Es preciso que me lleve usted hasta una emisora de radio desde
la cual pueda indicar a los neoyorquinos lo que deben hacer en tanto llegan los
auxilios médicos que he pedido a Saturno.
-¿Cree
usted que habrán muchas víctimas a causa de este frío repentino? -preguntó la
periodista, sintiéndose en buena parte responsable de lo que estaba ocurriendo.
-Estoy
seguro de que las habrá. No comprendo cómo pude dejarme arrastrar de la
tentación de maravillarla a usted con un despliegue de fuerzas tan brutal como
éste que acaba de tener lugar aquí. Sin ningún género de dudas, el Estado Mayor
no estuvo muy acertado al escogerme a mí para esta misión. He llevado todo el
asunto torpe e insensatamente, haciéndome acreedor de los justos reproches de
mis colegas.
-No
diga usted eso, Ram Takau -protestó Betty acaloradamente-. No fue culpa suya
que las cosas ocurrieran así, sino de nuestra estúpida ignorancia e
incredulidad. Especialmente yo soy la culpable de la mayor parte de las cosas
que le han ocurrido. A no haber sido por mi afán sensacionalista, usted no
hubiera escapado del cuartel de Policía y habría acabado por convencer al
capitán Bliven, bien fuera realizando este milagro de los «robots» o cualquier
otra pequeña fantasía científica, sin necesidad de poner en peligro su vida ni
comprometer las vidas de muchos millares de desdichados neoyorquinos.
-¡Cállese!
-ordenó Ram Takau secamente-. Todos los reproches que nos hagamos no servirán
para atenuar el daño que hemos hecho. Guíeme hasta esa estación de radio.
-¡Pero
está usted herido!
-Mi
herida puede esperar. Vamos, indíqueme el camino.
Ram
Takau empuñó una palanca en cada mano y pisó algo parecido a un acelerador. La
gigantesca tarántula «robot» se puso en movimiento girando sobre sí misma y
echando a andar hacia la salida del patio.
-¿Qué
ha sido de los «robots»? -preguntó Betty en el momento de transponer la ancha
puerta para carruajes.
-Los
inmovilicé por radio desde aquí.
La
tarántula irrumpió en plena calle.
-Por
allí -indicó Betty.
Ram
Takau hundió más el acelerador y la tarántula, moviendo con prodigiosa agilidad
sus horribles patas, se lanzó hacia adelante corriendo con tanta rapidez y
suavidad como un buen automóvil. La nevada era copiosísima en aquellos
instantes, hasta el extremo de haber paralizarlo todo el tráfico de la ciudad.
Los
automóviles, atascados en la nieve y con el agua de sus radiadores helada,
estaban esparcidos aquí y allá formando a modo de dunas blancas en mitad de las
calles azotadas por la ventisca. Del otro lado de los cristales empañados de
las tiendas y los restaurantes, donde la gente se había refugiado, los
neoyorquinos veían con estupor aquella intensa nevada en un día de junio que
fue caluroso hasta unos minutos antes de las doce...
Y
también veían pasar con indescriptible asombro aquella fea y gigantesca araña
que corría por en medio de la calle sin que fueran obstáculos para ella la
nieve, el frío ni el tráfico atascado.
Cuando
la tarántula mecánica se tropezaba con uno de estos ocasionales obstáculos,
pasaba sencillamente sobre él. Estas bruscas subidas y bajadas, no obstante,
eran incomodas para los tripulantes de la máquina y especialmente dolorosas
para la herida de Ram Takau.
-Iremos
por otra calle menos concurrida- dijo Betty.
Ram
Takau guió su máquina por donde la muchacha le indicó. El nuevo camino les
llevó a la entrada del túnel de la Batería, el cual estaba taponado por
automóviles que allí se habían quedado atascados.
-No
podemos cruzar la bahía por el «tubo» -indicó Betty.
-La
bahía estará helada. Pasemos por encima del hielo -contestó Ram Takau
secamente.
Betty
señaló la nueva dirección y la tarántula mecánica desembocó en los muelles,
donde toda actividad había quedado paralizada a causa de la nevada y el intenso
frío reinante. Desde el muelle, la bahía ofrecía un magnífico aspecto,
convertida en una enorme lámina de hielo.
La
máquina saltó del muelle al hielo y corrió velozmente a través de la llanura
helada hacia los rascacielos que se levantaban en el extremo de Manhattan.
Sorprendidos por la helada, habían quedado apresados algunos barcos y un «ferry
boat». Los pasajeros de este último se quedaron mirando estupefactos al extraño
«animal» que se deslizaba rápida y silenciosamente junto a las bordas del
barco.
-¿No
puede sintonizar su radio con las emisoras de Nueva York para ver cómo
reaccionan ante esta nevada? -preguntó la periodista.
Y
Ram Takau contestó:
-No.
La técnica de nuestra radio es distinta de la de ustedes. Mi aparato televisor
no puede captar las emisiones terrícolas.
La
tarántula alcanzó la punta de Manhattan y abandonó el hielo para volver a la
nieve. Cruzaron el parque de la Batería. Betty Seton señaló un rascacielos.
-En
ese edificio hay una emisora de radio.
Ram
Takau detuvo la tarántula frente a la puerta del edificio. Había dejado de
nevar, pero las calles seguían completamente desiertas.
-No
puede usted salir de aquí con esas ropas mojadas -dijo Betty-. Cogería una
pulmonía.
-Cruzaré
corriendo la acera hasta la puerta. Es preciso que entre en ese edificio y
hable por radio -contestó el «hombre del espacio».
Betty
no osó contradecirle. Ram Takau abrió la escotilla y se dejó caer sobre la
nieve dura y crujiente. La periodista le siguió, sintiendo inmediatamente los alfilerazos
del frío intenso que atravesaba sus vestidos como si fueran de gasa.
-¡Apóyese
en mi hombro! gritó, viendo tambalearse a Ram Takau.
El
extraterrestre aceptó en silencio la ayuda de la periodista. En realidad, se
apoyó en ella con tanta fuerza, que Betty estuvo diez veces a punto de caer
mientras cruzaban penosamente la acera. Cuando llegaban al portal de la
emisora, un hombre con uniforme de portero salió del «hall», atestado de gente,
y corrió en ayuda de los pasajeros recién desembarcados de la fantástica bestia
mecánica.
-¿Son
ustedes de otro mundo, verdad? -preguntó aquel ingenuo neoyorquino que tiritaba
bajo su uniforme veraniego.
El
portero había sido uno de los crédulos lectores de los reportajes de Betty
Seton. Fue el único de los millares de neoyorquinos que vieron llegar a la
tarántula que se decidió a salir en ayuda de la pareja.
El
«hall» donde entraron estaba atestado de gente que se había refugiado allí al
empezar la nevada. Gracias a las apreturas podían mantenerse calientes y hasta sudaban,
separados por un frágil cristal de la temperatura polar que reinaba en la
calle.
-¡Paso,
paso al «hombre del espacio»! -gritó él portero.
Y
la muchedumbre se apartó, como se apartaron las aguas del mar Rojo ante los
israelitas en su huida de Egipto.
Unos
minutos más tarde, Betty Seton, Ram Takau y el servicial portero salían de un
ascensor en el piso que ocupaba la emisora de radio.
-¡Aquí
está el «hombre del espacio»! -gritó el portero lleno de entusiasmo.
Unos
segundos después, el director de la emisora. que estaba comentando con otros
altos empleados las causas del fenómeno meteorológico, se vio sorprendido en su
frío despacho por un ingeniero que entró de rondón y gritó entrecortadamente:
-¡Ahí
está ese hombre del espacio, señor director!
-¿Qué
hombre del espacio? -preguntó el director estupefacto.
-El
de los periódicos... Ram Takau.
-¡Válgame
el cielo! ¿Qué quiere?
-Hablar
por la radio. Dice que ha sido él quien ha desencadenado esta helada
El
director salió de estampía, seguido por todos sus empleados.
Breves
minutos más tarde, los aparatos de radio y televisión de millares de hogares
neoyorquinos difundían la más sorprendente de las noticias, junto con unas no
menos asombrosas instrucciones:
-«Ram
Takau, el hombre del espacio de los reportajes de miss Seton en el periódico
«World and Life», es un ser real y verdadero en desgraciada lucha con la
incredulidad e incomprensión de nuestro mundo. Ram Takau ha provocado este
descenso súbito de temperatura para demostrar que puede hacer cosas para nosotros
imposibles Por un desdichado incidente, los periódicos no advirtieron
previamente al público de lo que iba a ocurrir, lo cual lamenta el señor Ram
Takau profundamente. El señor Ram Takau, previendo los numerosos casos de
pulmonía y congelación que en breve se producirán a causa de este frío intenso,
ha pedido socorros médicos a su flota de autoplanetas... Ignoramos cómo son
esos autoplanetas y en qué consisten esos socorros. Pero unos hombres que
pueden cambiar a su capricho el curso de los fenómenos meteorológicos deben,
sin duda, poseer también una ciencia médica extraordinariamente desarrollada.
Confiemos, pues, en este hombre extraordinario y sigamos sus consejos al pie de
la letra. No traten de reanimar a las víctimas del frío con whisky, mantas ni baños
calientes, a menos se trate de casos de ligera congelación. Todas las víctimas
de este frío deben ser metidas en neveras y dejadas allí... hasta que mueran.
El señor Ram Takau asegura que ésta es la única forma de salvarlos,
resucitándolos luego sin daño alguno».
Las
emisoras de radio neoyorquinas estaban todavía repitiendo estas instrucciones,
cuando el cielo se despejó sobre la ciudad, brilló el sol y empezó a fundirse
con rapidez la nieve que se amontonaba en las calles y azoteas.
Apenas
los motores de los automóviles pudieron arrancar, el capitán Bruce R. Bliven se
personó en el edificio de la emisora de radio, donde Ram Takau estaba siendo
atendido por un médico.
-¡Hola,
señor asno! -le gritó Betty alegremente-. ¿Viene a detener otra vez a Ram Takau?
Bruce
R. Bliven sonrió forzadamente. Llevaba un brazo en cabestrillo y tenía el
inconfundible aspecto de un hombre humillado y desconcertado.
-Acabo
de telefonear al. alcalde -aseguró-. Le pregunté si sabía qué había de hacer
con ese demonio de hombre... y me ordenó que le montara una guardia de corps
hasta ver en qué acaba todo esto.
-Yo
sé cómo acabará, capitán -profetizó la periodista-. Le instarán a presentar la
dimisión y tal vez le sugieran la idea de dedicarse a criar cerdos. No ha dado
usted muestras de ser muy inteligente que digamos. ¿Verdad?
-¿Quién
iba a imaginarse que ese tipo decía la verdad? -gimió Bliven-. Todavía ahora me
cuesta creer que sea realmente un hombre de otro mundo.
Betty
miró al detective con lástima.
-¿Quiere
usted entrar para hablar con nuestro hombre del espacio? -le preguntó,
subrayando el apelativo como solía hacer Bliven.
-¡No,
no! -exclamó el capitán. Y luego añadió:- Puesto que hace usted buenas migas
con él, ¿quiere pedirle un favor? Se trata de aquellos cuatro guerreros de
hojalata..., los «robots» quiero decir. Me han asolado medio cuartel, me han
descalabrado media brigada y ahora roncan cómo búfalos en el sótano. ¿No podía
el señor Ram Takau rogarles que se fueran a otra parte? Con todo el respeto que
merecen, no es una compañía a la que puedan acostumbrarse los delincuentes
habituales que les tienen por vecinos, ¿comprende?
Y
Bliven miraba a la muchacha grave y compungidamente.
CAPÍTULO VIII
Ram
Takau fue conducido al hotel Palace. ¿Que por qué al Palace? Porque el gerente
de aquel hotel, vestido de levita, pantalón rayado y sombrero de copa en la
mano, fue vencedor absoluto de la carrera de gerentes de hotel que se organizó,
con meta en la emisora de radio, donde estaba Rarn Takau.
El
«hombre del espacio», al que las personas llamadas «inteligentes» habían
pretendido ignorar hasta este momento, cobraba súbita y resonante popularidad,
tanto en Norteamérica como en el resto del mundo. Con él cobraban fama de la
noche a la mañana el hotel que le alojó, el sastre que le hizo seis trajes
nuevos, el fabricante de automóviles que le regaló un magnífico coche, la
florista que surtió de flores su habitación y, en la misma medida, todas las
firmas comerciales que abrumaron a Ram Takau con presentes y regalos.
Ram
Takau, el hombre del espacio, sonreía un poco aturdido y asombrado.
-¿Cómo
voy a pagar toda esto? -preguntaba a Betty Seton, la cual se había elevado a sí
misma a la categoría de secretaria particular de Ram Takau.
-No
tiene usted que pagar nada por todo esto -le aseguraba la muchacha sonriendo-.
Son regalos que le hacen a usted, ¿comprende? A cambio de sus regalos, las
firmas comerciales devengarán enormes beneficios simplemente por anunciar en su
propaganda: «Ram Takau, el «Hombre del Espacio», usa camisetas «Pingüino». O
bien: «El Hombre del Espacio» se mostró encantado de la alta técnica que
distingue a los automóviles «Short».
También
el doctor que asistió a Ram Takau en los primeros momentos vio acrecentarse
súbitamente su fama, aunque menos. Después que le fue extraída la bala de la
cadera, Ram Takau mostró cierto desdén por la medicina terrícola. Se hizo traer
los comprimidos que la policía le había incautado, se tomó un par de aquellas
tabletas, y al día siguiente se había cicatrizado completamente su herida.
El
milagroso restablecimiento de Ram Takau animó a la Sanidad Municipal a seguir
las instrucciones que el «Hombre del Espacio» había dado en relación con las
víctimas de la intensa ola de frío, las cuales se elevaban a unos cuantos
centenares.
El
autoplaneta Ragt volaba como un rayo a través del espacio para traer a la
Tierra los socorros médicos prometidos por Ram Takau. Se esperaba que llegara a
la Tierra a los cuatro días de haberse producido la nevada de Nueva York.
Durante
aquellos días, mientras se esperaba la arribada del autoplaneta, Ram Takau
escribió una larga carta a las Naciones Unidas, carta en donde, después de
describir la angustia de su pueblo, en forzado éxodo por el cosmos desde hacía
doscientos años, suplicaba permiso para que los angolinos pudieran establecerse
«en cualquier rincón de la Tierra, por pequeño y árido que fuere».
Aquella
solicitud fue escrita por Betty Seton y precisamente por consejo de ésta.
-Ése
es el sistema corriente que se emplea aquí en la Tierra -le dijo a Ram Takau-.
Los señores que se sientan a la mesa de las Naciones Unidas son simples
representantes de sus respectivos gobiernos y no tienen atribuciones para darle
ni para negarle a usted permiso de desembarco. Son los gobiernos de los
distintos países quienes han de decidir... y le prevengo que no será cuestión
de un día ni de un mes llegar a una conclusión definitiva.
Después
de dar curso a la carta, y mientras en la Tierra se aguardaba con impaciencia
la llegada del autoplaneta Ragt, Ram Takau aprovechó el magnífico automóvil que
le habían regalado y el fin de semana para realizar una gira, sin más compañía
que la de Betty Seton.
Fueron
dos días magníficos, de íntimo y constante contacto con la naturaleza, a la
cual no se cansaba de admirar el lírico Ram Takau. La contemplación de la
inmensidad oceánica dejó extasiado al «hombre del espacio», pero su admiración
no fue menos ante las montañas, los bosques y los ríos.
Junto
a Ram Takau, Betty creyó descubrir por primera vez bellezas que hasta entonces
había ignorado, y se sintió feliz y vibró al unísono de las emociones que
conmovían a su compañero. Nadaron, pescaron, escalaron montañas, navegaron en
canoa y se extasiaron juntos ante la majestuosa belleza de dos espléndidas
puestas de sol.
Para
Betty Seton, estos dos días fueron a modo de un sueño feliz del que despertó
con mal humor y melancolía el lunes por la mañana, cuando regresaban a Nueva
York. Ella, Betty, creía que el amor que le brotaba por los ojos había pasado
inadvertido o le era indiferente a Ram Takau. Por eso se sintió sobresaltada
cuando él le preguntó:
-¿Se
siente triste, Betty?
-Sí
-confesó la muchacha-. Han sido dos días maravillosos... que no volverán a
repetirse jamás.
-¿Por
qué, no? El mar, los bosques y las montañas seguirán en el mismo sitio, siempre
igual de bellos, cuando volvamos a admirarlos.
-Sí.
¿Pero volveremos? -preguntó Betty llena de tristeza.
-Es
cierto -contestó Ram Takau con igual acento de amargura-. Tal vez las naciones
terrícolas nos nieguen su permiso para establecernos en este hermoso planeta,
en cuyo caso tendríamos que acogernos a la sórdida hospitalidad de Marte o a la
convulsiva naturaleza de Venus. ¿Es eso lo que teme usted?
Betty
asintió, aunque en realidad no era esto lo que temía. La suerte del pueblo
angolino sólo le preocupaba en lo que atañía a Ram Takau. Se sentía egoísta,
como todas las personas enamoradas.
Unos
kilómetros más adelante, cuando ya eran visibles a través de la bruma los
rascacielos de Nueva York, vieron una escuadrilla de doce extrañas aeronaves
que volaban rápidamente sobre la ciudad. En primer instante y tanto por su
forma corno por su tamaño, Betty creyó que se trataba de dirigibles de un
modelo especial, más largos y estilizados que los zepelines corrientes.
Pero
no se trataba de zepelines.
-¡Son
nuestros cruceros siderales! -exclamó Ram Takau con alegría-. Mi autoplaneta
debe estar muy cerca y ha mandado una escuadrilla en descubierta. Debemos
apresurarnos en llagar a la ciudad.
Cuando
entraron en Nueva York eran las nueve de la mañana y la ciudad vibraba de
excitación a la vista de las 12 enormes aeronaves que flotaban inmóviles en el
espacio a unos 6.000 metros de altura. E1 cielo estaba lleno de aviones a
reacción de las Fuerzas Aéreas Norteamericanas, los cuales evolucionaban
alrededor de los fantásticos buques siderales extraterrestres.
A
las once de la mañana, después que Ram Takau hubo conferenciado con un grupo de
altos jefes militares norteamericanos, los «buques» empezaron a descender con
majestuosa lentitud para ir a posarse en la Base Aérea Bennett, de las Fuerzas
Aéreas Navales.
Todo
Nueva York se volcó sobre el extremo sudeste de Brooklyn para ver de cerca las
fantásticas astronaves que, cubiertas de polvo cósmico, se hallaban posadas en
el aeródromo de la Marina. Estas astronaves, verdaderos buques del espacio,
medían unos 200 metros de proa a popa y tenían la forma de grandes tiburones a
los que no faltaba su elegante cola, sus pequeñas aletas dorsales, su
prominente nariz ni siquiera su boca armada de afilados dientes, esto último
figurado con pintura.
Las
doce astronaves, apenas tocaron tierra, fueron acordonadas por tropas de
Infantería de .Marina y automóviles «jeeps» que montaban ametralladoras de gran
calibre. En el varadero de hidros del servicio de guardacostas contiguo cuatro
buques de desembarco echaban a tierra una formación de tanques que avanzaron
trepidando para formar un cinturón de acero y de cañones amenazantes alrededor
de las naves extraterrestres.
También
estaban enfilados contra los aparatos visitantes los formidables cañones de un
acorazado que navegaba lentamente por delante de la base con su escolta de
cruceros y destructores.
Para
Ram Takau la actitud amistosa, a la vez que desconfiada, de los americanos era
incomprensible. Los generales yanquis sólo consintieron que aquellos aparatos
aterrizaran en la base Bennett a condición que sus tripulaciones no
desembarcaran y partieran inmediatamente después de recibir a bordo a las
víctimas de la helada, las cuales iban a trasladar al autoplaneta Ragt para su
posterior «resurrección».
Toda
la operación se realizó con precisión militar. Las mil trescientas setenta y
dos víctimas de la helada fueron embarcadas en las astronaves, las cuales se
remontaron al anochecer.
Para
entonces el autoplaneta «Ragt» era visible en el cielo de los Estados Unidos en
forma de una pequeña luna del tamaño de una naranja, muy brillante, que volaba
de oriente a occidente empleando una hora en surcar todo el horizonte. Aquella
misma noche los observatorios astronómicos coincidieron en asegurar que el tal
«autoplaneta» era una esfera, al parecer metálica y hueca, de unos 30
kilómetros de diámetro.
El
mundo sufrió una nueva conmoción cuando Betty Seton anunció que dentro de
aquella esfera habitaban 10 millones de almas en una ciudad más grande e
infinitamente más bella, limpia y cómoda que Nueva York.
Para
su defensa, el «Ragt» llevaba una flota de 2.000 cruceros siderales del tipo de
los que habían aterrizado en la base Bennett, además de un Ejército Robot de
dos millones de soldados autómatas y varios miles de «tarántulas» mecánicas.
Todas estas fuerzas, así como las fabulosas cantidades de maquinaria que
transportaba el autoplaneta -industrias y fábricas enteras sacadas de Angol
antes del desastre que destrozó este planeta- venían «comprimidas», o sea, en
forma de pequeños paquetes que se transformarían en objetos enormemente grandes
a voluntad de sus geniales dueños.
«Los
angolinos -aseguraba Betty Seton- llevan consigo todo lo necesario para
colonizar un mundo, por muy atrasado que éste se encuentre. Sus máquinas y su
ciencia podrían transformar en un vergel el árido desierto del Sáhara en el
plazo de dos años, o poner a un país atrasado del estilo de la India a la
cabeza de la producción industrial del mundo en el término de dos meses. Si los
dejamos acomodarse en el Polo, los angolinos fundirán los hielos y organizarán
el sistema climatológico actual de tal forma que todo el planeta disfrute de
una temperatura suave y uniforme. Pero no sólo la región donde esta super-raza
se acomode se beneficiará instantáneamente del progreso de estos apátridas
cósmicos. En una escala mayor, aunque a un ritmo más lento, todo el mundo
experimentará una pronta sensación de alivio a sus problemas más acuciantes,
tales como son la carestía de alimentos y vestidos, así como el incesante
aumento del coste de la vida. Los angolinos fabrican la inmensa mayoría de sus
alimentos por el proceso llamado fotosíntesis, lo cual hace innecesario la
explotación de grandes extensiones de terreno. Los angolinos fabrican
sintéticamente sus vestidos y su calzado. Su industria, que traen «empaquetada»
y sólo necesita un solar donde establecerse, puede fabricar menajes de cocina,
muebles, aparatos de televisión, neveras y automóviles tan aprisa como
pulsaciones da a su máquina una experta mecanógrafa. Y nadie tendrá que pagar
un centavo por todos estos objetos. En la economía angolina el dinero carece de
valor. El único valor que se reconoce es el esfuerzo físico e intelectual del
hombre, el cual recibe cómo compensación a su trabajo absolutamente todo
aquello que necesita para vivir en arreglo al sistema de vida de su época. ¡Y
la época que vive la civilización de Angol marcha miles de años más avanzada
que la nuestra! La Tierra no puede rechazar el ofrecimiento de ayuda de este
pueblo extraordinario, del cual podemos recibir la paz y la felicidad por un
precio tan modesto como es entregarles el inhabitable desierto del Sáhara. Ram
Takau, el magnífico embajador de esta super-raza, no debiera estar esperando a
que las Naciones Unidas decidan el momento en que van a recibirles. ¡Las
Naciones Unidas o no, debieran haber corrido ya hacia Ram Takau y pelearse a
puñetazos por ofrecerle una región en los parajes más fértiles y hermosos de
este planeta».
Este
artículo de Betty Seton, reproducido en todos los idiomas por todos los
periódicos de la Tierra, puso al mundo sobre ascuas y activó las conversaciones
que se estaban llevando a cabo entre los jefes de Estado de las naciones más
preeminentes.
Las
naciones pequeñas y más atrasadas económicamente, que eran precisamente
aquéllas que abogaban por el acceso de los angolinos a un pedazo de la Tierra,
no tomaban parte en las deliberaciones.
Mientras
tanto, la prensa y la radio de las grandes potencias lanzaban una campaña de
dudas y recelos. Se preguntaba qué ocurriría en el caso nada improbable de que
la «super-raza», precisamente por su manifiesta superioridad, viniera a imponer
su criterio, su idioma, su cultura y su forma. de vida a otra civilización que
ya tenía su cultura, sus costumbres y su progreso.
Se
preguntaba por qué iban a trabajar por el bienestar de la raza terrícola unos
hombres que debían vivir en la más dulce de las holganzas, si era cierto que
poseían adelantos tan portentosos.
«Una
raza que se sabe superior debe sentirse lógicamente orgullosa de esa
superioridad y procurar mantener la diferencia por todos los medios. Por lo
tanto, y a despecho de su aparente altruismo, los angolinos no se esforzarán lo
más mínimo en elevar nuestro nivel de vida», decía un periódico inglés,
pensando, sin duda, en lo que habla sido su política colonial en la India.
Y
los franceses decían:
«Cualquiera
que sea la decisión que se tome respecto a la concesión de asilo a los
angolinos, éstos deben desterrar de su cabeza la idea de colonizar el Sáhara.
El Sáhara es territorio francés y Francia tiene formados ya sus proyectos para
colonizar el desierto».
Los
rusos se negaban en redondo a dar asilo a los forasteros:
«Los
problemas de la Tierra son exclusivamente nuestros y nosotros los resolveremos
a nuestra manera. Nadie regala nada como no sea a cambio de algo. E1
ofrecimiento de los angolinos a cambio de una pequeña región donde establecerse
es una patraña que oculta su debilidad. Si los extranjeros fueran tan fuertes
como presumen no vendrían con súplicas. Simplemente tomarían por la violencia
aquella región que más les agradara».
-¿Sabe
usted lo que le dijo, Ram Takau? -murmuró Betty Seton después de comentar el
asunto con el «washi»-. Mejor vaya preparándose para recibir una rotunda
negativa. Los terrícolas no les quieren por huéspedes.
-No
lo comprendo. Si necesitan nuestra ayuda ¿por qué la rechazan?
-La
respuesta es muy sencilla, Ram Takau. ¡Miedo! Las naciones terrícolas temen
llegar a convertirse en esclavos de ustedes:
-¡Qué
tontería! ¿Para qué íbamos a necesitar nosotros los esclavos? -preguntó Ram
Takau ingenuamente.
-Quizás
para que cada angolino muerto tenga su pirámide de Cheops -contestó Betty
sarcásticamente-. ¿Quién sabe? El caso es que aquí se les teme. Nosotros somos
muy exclusivistas ¿sabe? Cada hijo de país cree que su patria es la mejor del
mundo. Ustedes no pueden venir aquí. borrar todas las fronteras, igualar a
todas las razas y fundir la cultura y los idiomas, como sería lo lógico, porque
cada línea fronteriza separa a dos pueblos que se aborrecen. La visión de un
mundo futuro sin fronteras, sin diferencias religiosas, sin castas, y sin
clases privilegiadas es un imposible tal y como se encuentra dividido nuestro
mundo actual. Lenguas, religión, ideas e idiomas, costumbres e historias nos
han dividido en fracciones antagonistas. No podrán ustedes reconciliar a estas
partes en discordia. No se trata de que todos los hombres tengan bastante
comida, su casa propia, su televisor y su automóvil. El terrícola no se
sentiría a gusto en un mundo donde no existieran oportunidades de satisfacer la
ambición. Para que el hombre llegue a sentirse feliz con lo que tiene ha de
empezar por considerar que todo lo que tiene es superfluo para la existencia. Y
para eso se necesita cultura, civilización,. altruismo..., una experiencia de
miles de años como la que tienen ustedes.
-¡Pero
nosotros necesitamos un sitio donde asentar nuestras plantas! -exclamó Ram
Takau-. Si los terrícolas no quieren injerencias en sus asuntos podemos también
levantar nuestras fronteras y vivir nuestra propia vida ignorando a los
vecinos.
--No
diga tonterías, Ram Takau. Eso no puede ser. Primero, porque todos los que
habitan un mismo mundo se ven obligados a participar de los problemas de ese
mundo. Segundo, porque ustedes son demasiado inteligentes y excesivamente
fuertes para el gusto de los terrícolas. Aquí se los teme, y si quieren ustedes
refugiarse en la Tierra tendrán que luchar para conseguirlo.
-No
queremos luchar -contestó Ram Takau.
-¿Por
qué no? Si realmente son ustedes tan fuertes pueden dejarnos fuera de combate
en la primera semana de guerra.
-Y
en el primer día también -repuso el «washi» con amargura-. Pero ese no es el
caso. ¿Aprobaría usted que hiciéramos esa guerra?
-Reconozco
sus derechos a que se les conceda un pedazo de tierra donde levantar sus casas.
Pero este derecho es más moral que jurídico. Jurídicamente nadie puede exigir
que se le conceda hospitalidad, y mucho menos tomársela por la fuerza... si es
que a esto puede seguir llamándosele hospitalidad.
Ram
Takau asintió con profundos movimientos de cabeza y dijo:
-Así
es corno nosotros vemos las cosas, Betty. También nosotros recibimos en otros
tiempos la visita de seres extra angolinos que venían en busca de una nueva
patria. No nos gustó que nos invadieran. A los extranjeros, ciertamente, les
hubiera valido más seguir adelante en busca de otro mundo deshabitado. Los
angolinos les aborrecimos siempre y en aquel mundo no hubo paz hasta que el
último extranjero fue aniquilado. Se trataba de seres de distinta naturaleza que
la nuestra, es cierto, aunque también tenían su civilización y su cultura.
Nuestro caso sería el mismo si entráramos en la Tierra por la violencia. Todo
lo que hiciéramos después sería inútil para derribar la barrera de odio
existente entre ustedes y nosotros. Seríamos siempre enemigos irreconciliables,
y nosotros somos contrarios a toda idea de violencia. Si ustedes no nos admiten
aquí colonizaremos Marte o Venus... o proseguiremos nuestro éxodo en busca de
otro mundo más hospitalario.
Después
de esta conversación Betty Seton sintióse más enamorada de este hombre
admirable, miembro de una raza que prefería trabajar en la colonización de
Marte. durante uno o dos siglos a tomar por la fuerza lo que se les negaba de
grado.
Betty
Seton escribió un artículo vibrante, empapado de ternura y admiración, en donde
pregonaba la voluntad de renuncia de Ram Takau como la prueba más fehaciente de
la bordad y deseos pacíficos de los hombres de su raza.
Pero
aquello que emocionaba a Betty Seton era indiferente para el resto de la
humanidad terrícola. Y era lógico que fuera así, aunque la enamorada defensora
de Ram Takau no pudiera comprenderlo. Lo que harían los angolinos sólo podría
saberse en el caso de serles negado el derecho de asilo.
Así
transcurrieron algunos días. Las víctimas de la helada regresaron a Nueva York
milagrosamente redivivas, contando maravillas del autoplaneta Ragt y de las
simpáticas gentes que habitaban la fabulosa ciudad alojada dentro de aquella
enorme esfera metálica.
-Esperemos
que lo que cuentan estos muertos resucitados sirva para animar a las Naciones
Unidas a admitirles en la Tierra -dijo Betty a Ram Takau.
Pero
las Naciones Unidas ya habían tomado su decisión y llamaron a Ram Takau para
que compareciera ante la asamblea.
En
mitad de una curiosidad enorme, Ram Takau vistió su traje de circonio con los
emblemas de su alto rango y desfiló escoltado por los motoristas hasta la sede
de las Naciones Unidas.
La
sala de deliberaciones donde fue recibido el «washi» de Angol estaba llena de
bote en bote. A1 entrar Ram Takau se hizo un silencio profundo. Desde los
bancos reservados a la Prensa, Betty Seton advirtió que su amigo estaba muy
pálido al avanzar hasta la mesa de la Presidencia.
-¿Se
llama usted Ram Takau? -preguntó el presidente con voy fuerte y ligeramente
trémula.
-Sí,
señor -contestó el «washi» con sencillez y energía.
-¿Ha
elevado usted hasta este Consejo una demanda de asilo para un pueblo
extraterrestre de doscientos millones de almas, del cual es usted su
representante legalmente autorizado?
-Sí,
señor.
El
presidente miró con el rabillo del ojo a los representantes de las naciones que
aguardaban con el aliento en suspenso. Luego aspiró el aire como para hacer
acopio de valor y dijo:
-Las
Naciones Unidas de la Tierra han estudiado detenidamente su demanda, señor Ram
Takau. Y por razones de la más estricta seguridad y después de ser sometida a
voto por esta Asamblea se ha decidido les sea negado el permiso de desembarco,
decisión irrevocable que esperamos transmita usted al Gobierno de su culta y
admirable nación.
En
aquella misma sala habían tomado antes decisiones de extrema gravedad, que
habían precipitado a los periodistas como locos hacia los teléfonos. Pero hoy
ningún periodista abandonó su asiento, ni se escuchó un murmullo ni se vio un pestañeo.
No
era lo más importante la decisión tomada por la Asamblea, sino la decisión que
tomara Ram Takau a raíz de la seca e inapelable negativa de las Naciones
Unidas.
La
palidez de Ram Takau se acentuó todavía más. Pestañeó con rapidez y se volvió a
mirar en redondo a los hombres que, amparados tras las placas en donde se
citaba escuetamente el nombre de sus respectivos países, le miraban, a su vez
con el aliento en suspenso. Luego clavó sus negras pupilas en la cara del
presidente y preguntó:
-¿Saben
las Naciones Unidas que con su negativa nos obligan a tomar el camino más
difícil?
Aquellas
palabras hicieron descender bruscamente la temperatura en toda la sala.
-Esta
Asamblea ruega al representante de Angol aclare el sentido de sus palabras
-dijo el presidente-. ¿Significan... acaso.., una amenaza?
Ram
Takau sonrió débilmente y dijo:
-No,
en modo alguno. Sentiría que la Asamblea hubiera interpretado mis palabras en
el sentido de una amenaza. El camino largo y penoso que vamos a emprender es la
colonización de los planetas Venus y Marte.
-Las
Naciones Unidas todavía no han estudiado la posibilidad de ceder a los
angolinos alguno de esos planetas -contestó el presidente mordiéndose los
labios.
-La
Asamblea -contestó Ram Takau secamente- puede ahorrarse la molestia de
deliberar sobre si mi pueblo puede o no puede establecerse en Venus o Marte.
Pensamos quedarnos allí, les guste a ustedes o no.
El
Presidente no supo qué contestar porque, ¿acaso podía alegar la Tierra derechos
sobre unos planetas acerca de los cuales lo ignoraba prácticamente todo?
¿Existía acaso algún medio de evitar que los extranjeros sentaran sus reales en
unas mundos que el terrícola no había visitado jamás?
Dejando
a la Asamblea en esta amarga convicción de falta de autoridad y medios para
impedir aquella colonización, Ram Takau salió saludando con una inclinación de
cabeza. Entonces sí que saltaron los periodistas de sus asientos para correr
hacia los teléfonos, y sonó como una explosión el murmullo de los comentarios.
Betty
Seton corrió tras Ram Takau alcanzándole cuando subía en su automóvil. Entró
con él en el coche, tomó asiento a su lado y le miró a los ojos.
-Tenía
usted razón, Betty -murmuró el «washi» con acento de profunda amargura-. Los
terrícolas nos temen. Incluso les parece peligrosa nuestra vecindad en Venus o
Marte. Regresaré con los míos hoy mismo.
No
hablaron en el resto del camino hasta el hotel. Ambos marchaban abismados en
sus íntimos pensamientos. É1 de tristeza y amarga decepción por su fracaso.
Ella, de tristeza y dolor arte la inminente separación. Hubiera podido pedir a
Ram Takau que la llevara consigo, pero Betty esperaba que se lo pidiera él.
La
escolta motorizada abandonó a Ram Takau ante la puerta del hotel. Betty le
acompañó hasta sus habitaciones.
-¿Quiere
recoger mis cosas mientras yo llamo por radio a uno de mis cruceros? -le dijo
Ram Takau.
Ram
Takau tenía en su habitación la emisora de radio que mandó traer de Long Beach.
Mientras la utilizaba para comunicar con su flota sideral, Betty fue de un lado
a otro recogiendo los objetos de Ram Takau: regalos y chucherías de los
establecimientos más prestigiosos de Nueva York, y también pequeños recuerdos
de sus giras campestres y salidas nocturnas. Aquellos objetos formaban una
colección copiosa y muchos de ellos evocaban nostálgicos recuerdos en Betty.
-El
crucero estará aquí al caer la tarde -anunció Ram Takau. Un aerobote aterrizará
en Central Park evitándonos todo ese lujo de precauciones que suelen tomar los
americanos.
Cuando
el equipaje estuvo hecho los mozos lo llevaron hasta el automóvil.
Aunque
infinidad de personajes habían acudido a dar la bienvenida al «hombre del
espacio», nadie salió a despedirle. Ram Takau y Betty subieron al coche
dirigiéndose a Central Park en una hora en que el tráfico se incrementaba con
el cierre de las tiendas y la salida de fábricas y oficinas.
El
sol se ocultaba en el horizonte tras un incendio de nubes cuando el crucero
sideral apareció sobre Nueva York. La gente que paseaba por el parque se detuvo
para señalarlo. Una navecilla se desprendió del buque y descendió verticalmente
sobre Central Park poniendo en fuga a la gente.
Los
neoyorquinos, con todo, no habían podido acostumbrarse a estas máquinas
extrañas que aterrizaban y se elevaban verticalmente sin producir ruido.
El
«aerobote» se posó en el asfalto interrumpiendo. por unos minutos el tráfico.
Dos hombres que vestían uniformes azules con adornos rojos se acercaron a Ram
Takau y le saludaron con un movimiento de cabeza. El «washi» les señaló dos de
las maletas y él cogió la tercera echando a andar hacia la nave.
Betty
Seton quedó clavada por el asombro en el asfalto. ¿Cómo era posible que Ram
Takau se olvidara de ella hasta el extremo de no despedirse siquiera?
Ram
Takau anduvo unos pasos. De pronto se detuvo y se volvió hacia Betty con el
ceño fruncido.
-¿Qué
hace parada ahí? -refunfuñó-. ¿Vamos?
Betty
no se movió. Ram Takau volvió atrás, dejó la maleta en el suelo y la miró
fijamente.
-¿No
quiere venir? -preguntó.
-¿A
dónde?
Pues...
conmigo, claro está.
-Nunca
hablamos de que yo tuviera que acompañarle -dijo ella molesta-. Usted nunca me
lo pidió.
-Nunca
creí que tuviera que marcharme -contestó él-. Y esta tarde no me acordé de
decírselo. Betty ¿quiere usted unir su suerte a la de mi desdichado pueblo?
¿Quiere usted ser la esposa de este anciano de setenta y siete años?
-¿Anciano?
-exclamó Betty riendo. Y se arrojó en sus brazos suspirando-. ¡Mi adorado y
venerable anciano!
Un
minuto después, los curiosos detenidos en la acera, los paseantes del parque y
los ocupantes de los vehículos inmovilizados veían a la pareja cruzar corriendo
la calle y entrar en la fantástica navecilla.
El
«aerobote», seguido de la mirada de centenares de personas, se elevó hasta el
crucero sideral y desapareció en un hueco abierto en el vientre de éste.
Luego,
el tiburonesco crucero sideral cerró aquella compuerta y comenzó a elevarse...
a elevarse...
Los
neoyorquinos lo vieron por última vez a enorme altura, brillando como un ascua
bajo las rayos de sol que ya no iluminaban a la ciudad de Nueva York. Luego, la
oscuridad absorbió a la fabulosa astronave, camino de las estrellas que
brillaban rutilantes en un cielo de estío.
FIN

No hay comentarios:
Publicar un comentario