viernes, 16 de junio de 2023

LLEGÓ DE LEJOS (GEORGE H.WHITE)

 

Pascual Enguídanos firmó sus novelas de ciencia ficción con el seudónimo George H. White (probablemente inspirado en el nombre de H.G. Wells) en la primera mitad de la colección Luchadores del Espacio, hasta que un contrato con la editorial Bruguera le obligó a renunciar a él en las colecciones de Valenciana. A partir de entonces, utilizaría el de Van S. Smith.

Número 69 de la colección y, sin ningún género de dudas, una de las mejores novelas escritas no ya por Enguídanos, sino incluso por todos los escritores españoles de ciencia ficción. Magnífica en su contenido dentro de los relativamente tópicos esquemas en los que se mueve, Llegó de lejos es decididamente una pequeña obra maestra que además recuerda enormemente a los argumentos de las películas norteamericanas de ciencia ficción de su época, de una de las cuales podría haber sido perfectamente el guión.

En concreto existe una película de 1951, titulada en español como Ultimátum a la Tierra, que presenta una innegable similitud, al menos en ciertos aspectos, con nuestra novelita... Aunque no se puede hablar en modo alguno de plagio ya que Llegó de lejos presenta los suficientes rasgos propios como para ser tachada de original y no de una simple copia. Otra anécdota relativa a esta novela es el hecho de que, cuando en los años setenta Enguídanos reemprendió la tarea de continuar la interrumpida Saga de los Aznar, aprovechó la trama de la misma para, modificándola, convertirla en una entrega más de la ya renqueante serie, concretamente la que hace el número 49 y lleva por título La otra Tierra.


CAPÍTULO PRIMERO

 Eran las cuatro de la madrugada cuando Betty Seton llegó al Cuartel de Policía del Distrito de Brooklyn. En la antesala, un grupo bastante numeroso de marineros borrachos, rateros y atracadores aguardaban el momento de ser introducidos a la sala contigua. También había allí un niño perdido, dos menores de edad capturados junto con el dueño del establecimiento que les permitió entrar en su local, una mujer histérica, una dama en traje de noche y un caballero de frac, dos mujeres con aspecto de haberse atacado con las uñas y un par de conductores de taxi que se contemplaban con odio por delante del abombado tórax y los brazos cruzados del agente que los había detenido.

Éste era el cuadro de todas las noches, la resaca de las primeras horas de la madrugada que arrojaba entre los brazos de la ley a todos aquellos que solían aprovechar las horas de oscuridad y silencio para bur1arla. Betty Seton, que era asidua visitante del cuartel de policía y estaba acostumbrada a este espectáculo, se acercó al alto mostrador donde un aburrido sargento hacía lista de todos los objetos sacados de los bolsillos de los detenidos.

-¿Algo nuevo, O'Hara?

El sargento levantó los ojos para clavarlos en el lindo rostro, un poco desencajado por el cansancio, que asomaba por el otro lado del mostrador.

-Hola, miss Seton -contestó-. No, nada de interés para su periódico, si es eso lo que quiere decir. Robos, atracos, escándalo nocturno... Lo de todas las noches.

-¿Se encuentra en su despacho el capitán Bliven?

-No le vi salir -contestó el sargento. Y señalando con un movimiento de cabeza al largo pasillo, añadió-: Ya conoce el camino.

Betty Seton se introdujo por el corredor. A derecha e izquierda, algunas puertas abiertas le permitían ver el interior de las habitaciones en donde los detectives interrogaban, escuchaban pacientemente o amonestaban con severidad, según la índole del detenido y la gravedad de las faltas por las que había sido detenido. Constantemente estaban abriéndose y cerrándose puertas, entrando y saliendo policías llevando del brazo a hombres y mujeres de todas las edades y cataduras. La corriente de aire que circulaba por el pasillo iba impregnada del perfume del café, del olor a emparedados de salchicha rancia y del rumor de sillas arrastradas, ficheros metálicos que se abrían, teclear de máquinas, repicar de teléfonos, voces que protestaban airadas y chasquidos de alguna que otra bofetada.

Hacia el fondo del pasillo, una puerta vidriera tenía grabado en el cristal: «Captain Bruce R. Bliven». Esta puerta se abrió cuando la periodista iba a empujarla y por ella salieron una mujer y un hombre de aspecto respetable y compungido, entre los que andaba una muchacha bien vestida, el rostro cubierto por las manos entre cuyos dedos sollozaba. En pos del trío salieron un joven de unos 17 años con la faz muy roja y un policía de rostro impasible.

Betty Seton se hizo a un lado para dejar paso al cortejo y entró en el despacho. El capitán Bruce R. Bliven, que sostenía la puerta abierta, hizo una mueca de disgusto al verla.

-¿Llego en mal momento? -preguntó Betty pasando por delante del capitán y yendo a tomar asiento en un confortable sillón tapizado de cuero.

El capitán, que era un hombre de unos 40 o 45 años, robusto y recio de espaldas, cerró la puerta y se quedó mirando a la joven mientras ella humedecía con saliva el extremo de una larga carrera que presentaban sus medias de cristal a todo lo largo de la esbelta pantorrilla.

Betty Seton siguió la dirección de la mirada del oficial, se cubrió las afiladas rodillas con la falda y sonrió.

-¿Qué le trae por aquí? -preguntó Bliven avanzando hasta un velador cercano y tomando de una bandeja una tetera y una taza de café.

-Venía por aquel reportaje sobre el uso de estupefacientes que usted me prometió y, de paso, a ver si caía alguna noticia sensacional.

-¿Cuánto tiempo lleva usted en Nueva York? -preguntó Bliven con brusquedad, tendiéndole la taza vacía.

-Un año -contestó Betty tomando la taza y acercándola al pico de la tetera.

-¿Y todavía espera usted descubrir algo sensacional en un cuartel de la Policía? -gruñó Bliven vertiendo el café en la taza-. Debiera saber por experiencia que los casos de robo, estupro, rapto y demás sucesos que aquí se registran cada noche carecen de interés para el lector habitual. El público está saturado de noticias de esta índole, miss Seton. Tiene usted talento. ¿Por qué no escribe sobre otras cosas y deja a los periodistas viejos o remolones la tarea de desbastar los bancos de las comisarías?

-¿Me está usted animando a volver a mi vieja granja de Pensilvania, capitán? -murmuró Betty contemplando el negro líquido que se agitaba en el fondo de su taza.

-Si estaba bien en su vieja granja, no veo razón para que zancajee por el asfalto de Nueva York arrastrando sus tacones torcidos. Esto es como una jungla, miss Seton. O devora uno o es devorado. Si carece de pretensiones o amigos que la ayuden, será mejor que regrese a Pensilvania. Está ciudad está llena de talentos que se pudren tras una mesa de oficina o dentro de la sudada camisa de un vendedor ambulante.

Betty Seton se miró los altos tacones de sus zapatos, los cuales estaban efectivamente torcidos y despellejados. Las palabras del capitán Bliven tenían todo el amargo sabor de una verdad conocida.

-No es ambición lo que me falta -aseguró frunciendo sus rojos y gordezuelos labios-. ¡Lo que necesito es una oportunidad...! ¡Una buena oportunidad!

-Naturalmente -contestó Bliven con sarcasmo-. ¿Qué cree usted que necesitan los miles de escritores, artistas, pintores, dibujantes, músicos e inventores que pululan entre los ocho millones de habitantes de esta ciudad?

Betty Seton adelantó sus carmíneos labios para contestar pero uno de los teléfonos repiqueteó.  El capitán se sentó sobre la mesa mientras aplicaba el auricular a su oído.

-¿Otro? -exclamó después de escuchar la voz que gangueaba por el aparato-. ¿De qué se trata esta vez?

La voz volvió a ganguear. El capitán hizo una mueca.

-¡Vaya por Dios! Tráiganlo aquí -refunfuñó. Y colgando el teléfono dijo a la periodista-. Otro chiflado que ha sido encontrado vagando por las calles. Es el segundo de la noche, pero éste al menos tiene originalidad. Asegura ser, un marciano u hombre de no sé qué otro planeta. Los napoleones van quedando anticuados.

Betty sonrió forzadamente y dijo:

-Respecto a esa oportunidad, ¿qué le parece si escribiéramos un buen serial acerca de la difusión del narcotismo entre los menores de edad de esta ciudad?

-Olvídelo -contestó Bliven-. Ya se ha escrito cuanto había sobre el asunto. Yo mismo he facilitado cuantos informes y experiencia propia poseía acerca de ese tema. No podría escribir usted nada que no haya sido repetido un millón de veces.  Si quiere el consejo de un buen amigo...

Betty Seton cerró los ojos para escuchar las palabras fatales: «Vuelva usted a su granja de Pensilvania y dedíquese a criar polluelos».

Pero el capitán no llegó a rematar la frase porque la puerta se abría en aquellos momentos cediendo el paso a un individuo vestido de forma llamativa, al cual seguía un agente uniformado.

Miss Seton abrió también sus lindos ojos azules y los clavó entre admirada y sorprendida en el recién llegado. Éste era un joven de unos 25 o 26 años, alto, atlético, vestido con una especie de «mono» de un tejido negro y brillante (satén seguramente) el cual se cerraba en los puños, cuello y tobillos con unos pasadores dorados incrustados de cristales rojos tallados en forma de estrellitas.  Sobre el ancho pecho del atleta y al parecer directamente pintado sobre la tela, se veía un gran círculo dentado dorado del que destacaban una media luna y un lucero apresado entre los cuernos de ésta, todo dorado sobre fondo rojo.

Sobre los anchos hombros del joven descansaban unas placas de metal, también dorado. El atleta llevaba además un ancho cinturón y zapatos de cuero o cartón amarillo. Pero lo más sorprendente de todo, sobre todo tratándose de un desequilibrado mental, era el rostro de aquel hombre, de una corrección y una belleza varonil realmente extraordinarias. Sus ojos, grandes e inteligentes, armonizaban con la expresión tranquila, bondadosa y simpática de sus facciones.

-«Pobre muchacho» -pensó Betty sintiendo despertar en ella sus instintos maternales-. «Tan guapo, tan fuerte, y chiflado».

El capitán Bliven, acostumbrado a tratar con estos desdichados, adoptó una actitud amable y atareada.

-Estoy muy ocupado en estos momentos, señor... ¿cómo dijo que se llamaba?

-No lo dije -contestó el joven atleta mostrando una doble hilera de dientes fuertes, blancos e iguales al sonreír-. Pero puede llamarme usted Ram Takau. Ése es mi nombre.

Tanto miss Seton como el capitán notaron que el joven hablaba con cierto acento extranjero, pero aquello formaba parte seguramente de la ficticia personalidad que creía poseer el demente.

-Así que Ram Takau -dijo el capitán sonriendo-. Encantado de conocerle, señor Ram Takau. Tengo entendido que andaba usted extraviado en busca de cierta dirección cuando le encontró el agente Hyland. ¿Podemos ayudarle en algo?

-Así lo espero -contestó el interpelado volviendo a sonreír de aquella su especial manera optimista y simpática-. Busco el edificio de las Naciones Unidas. Esta ciudad se llama Nueva York ¿no es cierto?

-Sí, claro, desde luego -dijo Bliven gravemente-. Sólo que no es probable que a estas horas de la madrugada encuentre usted a nadie en la sede de las Naciones Unidas.

-No me importa esperar -aseguró el joven.

-Muy bien. ¿Dónde quiere esperar? ¿Aquí, o le llevamos a su casa?

-¿A mi casa?

-Usted tendrá también casa en Nueva York, por supuesto -insinuó Bliven astutamente.

Y el joven vestido de negro exclamó:

-¡Oh, no! Mi casa queda bastante lejos de aquí.

-¿Dónde vive usted?

-Actualmente en el autoplaneta Ragt.

-Eso debe quedar por Richmond -medió el agente Hyland guiñando un ojo a Betty.

Y Ram Takau contestó:

-No. Nuestra flota de autoplanetas, el Ragt entre ellos, se encuentra ahora describiendo una órbita de satélite alrededor de ese planeta que ustedes llaman Saturno.

El capitán Bliven frunció el ceño, en tanto Betty hacía esfuerzos para contener su risa.

-¿Así que llega usted de Saturno? -refunfuñó Bliven.

-Temo que no me haya comprendido usted, señor Bliven -dijo el supuesto saturnino-. Aunque nuestras astronaves están ancladas cerca de Saturno no es precisamente de aquel planeta de donde venimos, sino de otro, muy lejano... muchísimo más lejano.

-Debí comprenderlo -dijo Bliven con aire pesaroso-. Tiene usted en el rostro inconfundibles huellas de sentirse muy cansado después de un viaje tan largo.

-No es cansancio físico lo que nos aflige, sino acuciante necesidad moral de sentirnos a salvo y seguros en un mundo verdadero, con una atmósfera y un sol auténticos, con plantas verdes, océanos, montañas y ríos. Durante un tiempo equivalente a unos doscientos años de la Tierra nuestro pueblo ha estado viviendo encerrado en sus planetas artificiales, rodeado por todas partes de acero y cemento. Nadie puede comprender lo que significan dos siglos de continuo viajar por el espacio hasta haber vivido esa amarga experiencia.

-¡Claro, claro! -exclamó el capitán Bliven con acento compungido- Nos hacernos cargo, señor Ram Takau... nos hacemos cargo.

El teléfono repiqueteó y el capitán lo tomó con ademán irritado acercándolo a su oído. Mientras él escuchaba, el supuesto astronauta miraba a su alrededor con curiosidad. Sus ojos fueron a encontrarse con los de miss Seton, que le contemplaban llenos de interés.  Betty sonrió, y el gigante vestido de negro y oro correspondió a esta sonrisa con otra amable y simpática.

-Bueno, señor Ram Takau -dijo el detective volviendo el teléfono a su soporte-. Siento no poder dedicarle más tiempo, pero otros asuntos no menos importantes que su llegada a la Tierra me aguardan. ¿Querrá usted disculparme?

-Desde luego, señor -contestó el joven-. No quisiera ser causa de ninguna molestia. Si fuera tan amable de indicarme por dónde queda el edificio de las Naciones Unidas...

-El agente Hyland le conducirá ahora a una habitación en donde podrá descansar unas horas hasta que se abran los despachos -dijo Bliven con mal contenida impaciencia-. Más tarde pondré a su disposición un automóvil para que le conduzca a la sede de las Naciones Unidas. ¿De acuerdo?

-Es usted muy amable -aseguró el joven haciendo una reverencia. Y saludando a Betty con otra inclinación de cabeza abandonó el despacho mostrando al hacerlo una especie de bordados geométricos dorados que llevaba en la espalda.

-Nadie diría que se trata de un infeliz chiflado -dijo la periodista apenas la puerta se hubo cerrado-. ¿Qué piensa hacer de él?

-El doctor Michie le pondrá una inyección que le hará dormir tranquilo unas cuantas horas -contestó Bliven empuñando el teléfono-. Probablemente para cuando despierte ya sabremos de qué sanatorio mental ha escapado. O si procede de una casa particular ya habrán telefoneado sus familiares preguntando por él. Y ahora, si usted me permite, voy a... ¿es usted, doctor Michie? -preguntó Bliven por teléfono.

Betty Seton abandonó el despacho del capitán. Al fondo del pasillo, en la sala de espera, creyó advertir que reinaba cierta agitación entre un grupo de negros que hablaban todos a la vez haciendo grandes aspavientos. La primera sospecha de que algo de interés estaba ocurriendo la tuvo Betty al ver centellear el «flash» de una cámara fotográfica.

La periodista cruzó rápidamente el pasillo en dirección a la sala de espera. Allí vio a Bill Roman, del New York Herald, que cogía rápidamente su sombrero y trataba de escabullirse en dirección a la puerta.

Betty le retuvo por un brazo y le preguntó:

-¿Qué ocurre? ¿A qué se debe tanto alboroto?

-Nada importante -contestó el reportero-. Estos negros estaban trabajando en el muelle cuando dicen que vieron surgir de entre las aguas oscuras un monstruoso pez parecido a un tiburón gigantesco que se acercó al malecón como para olfatearlo. El pánico les dejó clavados en el suelo, y así pudieron ver cómo se abría una escotilla en el lomo del supuesto tiburón. Por el agujero brotó una luz difusa de color rojo, la cual vomitó a una figura humana. El hombre anduvo por el lomo del monstruo y saltó a tierra perdiéndose en la oscuridad. Entonces el monstruo cerró su escotilla, retrocedió lentamente, se sumergió en el agua y desapareció sin dejar rastros.

Betty se volvió a mirar al grupo de excitados negros, los cuales hablaban incoherentemente y todos a la vez.

-Adiós, Betty -murmuró Bill Roman hundiéndose el sombrero hasta las cejas y echando a andar.

-¡Espera! -le llamó Betty corriendo hasta alcanzarle-. ¿A dónde vas, Bill?

-¿A dónde irías tú? -contestó el repórter. Y desasiéndose de Betty salió corriendo del cuartel.

Betty supuso que Roman se dirigía al puerto para fotografiar el lugar donde según los negros apareció el monstruo. Su primer impulsó fue seguirlo, pero casi al mismo tiempo cruzó por su cabeza una idea extraña. ¿Estaría relacionada la aparición de aquel monstruo con el chiflado que decía llamarse Ram Takau y venir de un mundo lejano?

La idea era absurda, sin duda. Y sin embargo, Betty no pudo desalojarla de su cabecita. El corazón le latía apresuradamente en el pecho. Se preguntó si no estaría a las puertas de un reportaje sensacional con intervención de naves misteriosas y seres de otro mundo, precisamente la clase de reportaje que podía encumbrarle hasta la fama en un abrir y cerrar de ojos.

-«Es absurdo» -se dijo meneando la cabeza- «Eso no puede ocurrir en la realidad».

-«Tonta» -le gritó una voz-. «¡Pues claro que eso no puede ocurrir! Ningún hombre de otro planeta ha llegado a la Tierra, y con toda seguridad esos negros analfabetos y supersticiosos han tomado por un monstruo una gabarra o cualquier otra cosa absolutamente natural. Pero si tú fueras lista... »

La idea estaba ya en la calenturienta cabecita de Betty Seton. La oportunidad por la que tanto había suspirado surgía inopinadamente al alcance de su mano.

Rápidamente volvió al pasillo y lo recorrió hasta llegar a una puerta en donde rezaba: «Sanitary Department. Dr. J. Michie».

Betty empujó la puerta y entró. El doctor Michie, que estaba llenando una jeringuilla junto a una vitrina llena de frascos, la miró por encima de sus gafas.

-¿No está aquí ese muchacho de Saturno? -preguntó Betty sonriendo.

El doctor señaló a una puerta que se veía cerrada y Betty agregó:

-Quisiera hacer un último intento para ver si nos dice dónde vive o de dónde escapó.

-No creo que consiga nada. El hombre está muy convencido de que acaba de llegar de otro mundo, pero pruebe usted si quiere.

Betty abrió la puerta y entró en una habitación con aspecto de enfermería, en la cual se veían dos pequeñas camas niqueladas. El agente Hyland hacía un elogio de la comodidad de los lechos saltando como un acróbata sobre uno de ellos.

-¿Ve usted? Aquí dormirá estupendamente hasta que sea hora de llevarle al edificio de las Naciones Unidas.

Ram Takau se volvió hacia Betty y le sonrió.

-Salga un momento, Hyland. Tengo que hablar dos palabras con el señor Ram Takau.

Hyland vio por la puerta abierta al doctor Michie que le hacía serías de asentimiento y salió de la habitación cerrando la puerta tras de sí.

Seguida de la curiosa mirada de Ram Takau, Betty cruzó la habitación y abrió una puerta. Ésta, como había supuesto, daba a un corto pasillo al fondo del cual había un lavabo. El pasillo terminaba en una puerta blindada cuya cerradura estaba en el lado opuesto.

Betty entró en el lavabo y se alzó de puntillas para comprobar que la ventana daba al patio de estacionamiento. La ventana tenía una sólida malla de acero que parecía atornillada al marco por el exterior.

Betty regresó junto a Ram Takau y le dijo en voz baja, misteriosamente y haciendo girar las pupilas en la órbita de sus ojos.

-Atienda esto, señor Ram Takau. Está usted entre enemigos. El doctor Michie está preparándose para inyectarle a usted una droga diabólica que le hará dormir y hablar y hablar hasta que usted confiese todos sus preciosos secretos.

-¿Qué dice? -exclamó Ram Takau sonriendo, como si le divirtiera la actitud de la periodista-. No hay ningún secreto en la venida de mi pueblo a la Tierra. Todo lo que pedimos es que se nos permita desembarcar aquí y colonizar un pequeño territorio donde podamos formar una segunda patria.

-¡Oh, oh! -exclamó Betty muy excitada, sacudiendo los dedos como si se quemara-. ¿Y cree usted que los americanos les permitirán asentarse aquí tranquilamente? Señor Ram Takau, los Estados Unidos aspiran a dominar este mundo, y no tolerarán una competencia del estilo de la de ustedes. Por lo tanto, no permitirán que llegue usted hasta las Naciones Unidas con su justa petición. Primero le harán decir todo lo que ellos quieren saber, y después le enterrarán en una profunda mazmorra para que se pudra allí.

-¿Cree usted que harán eso? -preguntó Ram Takau alarmado.

-Tiene usted que huir, Ram Takau. Afuera tengo mi automóvil. Voy a salir y a intentar destornillar la malla de alambre para que pueda saltar por la...

La puerta se abrió y en ella apareció el doctor Michie seguido de Hyland y de otro agente, el cual llevaba bajo el brazo un lío de ropas con todo el aspecto de ser una camisa de fuerza.

-¿Ha terminado usted, señorita Seton? -preguntó el doctor. Y viendo la actitud desolada de ella añadió-: Ya le dije que no conseguiría nada.  Déjenos ahora a nosotros.

Betty salió de la habitación quedándose junto a la puerta que Hyland cerró guiñándole un ojo. No tardó en escuchar el ruido de una cama de hierro al ser volcada, la voz excitada del doctor Michie que daba órdenes y un confuso rumor de lucha.

Al cabo de unos segundos se entreabrió la puerta y por el resquicio asomaron las gafas destrozadas y la sangrante nariz del doctor Michie, el cual le gritó:

-¡Pronto. Corra usted y llame para que vengan refuerzos!

La puerta volvió a cerrarse, quedando nuevamente amortiguado el fragor de la batalla que se desarrollaba allí dentro. Pero Betty no se movió, sino que sonrió beatíficamente.

Un cuerpo cayó ruidosamente contra la puerta. Escuchóse el chirrido de los muelles de un lecho. Betty vio moverse el tirador, como si alguien se dispusiera a abrir. Entonces agarró el tirador con ambas manos, apoyó un pie en la jamba e hizo fuerza para que nadie pudiera salir.

-El muchacho parece fuerte -razonó en voz alta- Espero que deje K.O. a los tres.

Escuchóse un golpe sordo al otro lado de la puerta. Dejaron de forcejear en el tirador. «¡Socorro!», gritó una voz sofocada. En seguida un rugido, un crujido, y todo quedó quieto y en silencio.

Betty cruzó el dedo anular sobre el índice de su mano izquierda y empujó la puerta. Toda la habitación estaba llena de plumas que revoloteaban por allí después de haber salido de las almohadas destripadas en la lucha. Ram Takau, el atleta chiflado, erguíase victorioso en el centro del campo de batalla. A sus pies yacía un colchón arrollado, del cual asomaban los inquietos extremos de las piernas del doctor Michie. La cabeza, liada con una manta, asomaba por el extremo opuesto de aquel extraño «sándwich» humano.

Junto a la puerta, recostado en la pared y con la gorra sobre los ojos, estaba sentado el agente Hyland. El otro policía yacía en un rincón con la boca abierta, un ojo completamente negro y los brazos y las piernas abiertos en aspa.

Ram Takau, con el aliento entrecortado, miró a los ojos de la periodista.

-Magníficos músculos -aseguró la muchacha contemplando al atleta con admiración-. Espero que no haya matado a nadie.

-¡Socorro! ¡Auxilio! -gritó la sofocada voz del doctor bajo la manta.

-Amarre bien ese emparedado y veamos si podemos salir de aquí -dijo Betty.

Y advirtiendo que Hyland daba señales de vida fue hasta él, tomó el barrote de una silla destrozada, levantó la gorra del policía y le asestó un golpe en la cabeza.

Hyland exhaló un suspiro y dejó caer la barbilla sobre el pecho. Betty volvió a ponerle la gorra sobre los ojos y esperó a que Ram Takau acabara de amarrar al doctor y al colchón con las sábanas.

-Voy a salir por la puerta como si nada hubiera pasado -dijo Betty-. Al final del pasillo encontrará un lavabo donde hay una ventana. Yo acudiré allí por la parte de afuera provista de un destornillador y una palanqueta.

Ram Takau asintió y Betty abandonó la habitación. Unos momentos más tarde pasaba por la sala en donde los negros, ya tranquilizados, relataban al capitán Bliven su horrenda experiencia en el muelle.

Betty salió a la vista de todos, cruzó el patio y alcanzó su flamante automóvil «segunda mano». De la caja de herramientas tomó un destornillador de gran tamaño, lo más grande que encontró. Mirando a derecha e izquierda para asegurarse de que nadie la observaba, cruzó el sombrío patio y dobló la esquina del edificio en busca de la ventana.

Un poco antes de llegar vio a Ram Takau que saltaba ágilmente por la ventana. Había conseguido arrancar la malla de alambre sin más ayuda que sus nervudos dedos.

-Venga por aquí -susurró Betty. Y asiéndole de la mano cruzaron corriendo el patio hasta el automóvil.

Un minuto después Betty Seton abandonaba el cuartel de policía llevando agazapado en el asiento posterior al corpulento Ram Takau. El guardián de la puerta apenas si lanzó una distraída mirada sobre el automóvil.

 

CAPÍTULO II 

La sala de redacción estaba en plena efervescencia cuando Betty Seton entró en ella. Los periodistas escribían apresuradamente o corregían sus escritos echados de codos sobre las mesas. El piso estaba cubierto literalmente de cuartillas. A través de los mamparos de cristal de la oficina del redactor jefe se veía a Peter Bendix, «el ogro», braceando y seguramente gritando como un energúmeno a los apabullados periodistas que iban presentándole sus trabajos.

Betty Seton fue hasta su mesa, arrancó la funda de hule de la máquina, puso una cuartilla en el carro y empezó a escribir con rapidez. Sus bellas pupilas azules centelleaban como las de un insigne músico en trance de espiritual inspiración, a tal extremo que no pudo por menos de llamar la atención de uno de sus colegas vecinos, el cual indicó a otro.

-La máquina de la palurda echa humo. ¿Qué le habrá ocurrido?

Betty, que a causa de su procedencia aldeana era conocida en la redacción con el sobrenombre de «la palurda», no oyó el comentario de sus poco compasivos colegas. Sabía no obstante que la llamaban así, y acaso hubiera sonreído compasivamente de haberlo oído, ya que estaba segura de estar escribiendo algo que haría saltar de sus asientos a aquellas ratas de redacción si Peter Bendix no encontraba demasiado atrevido su plan y no arrojaba el escrito al cesto de los papeles.

Betty escribió a toda velocidad por espacio de una hora. Cuando echó atrás la silla y arrancó la última hoja del rodillo de la máquina, la sala de redacción estaba casi completamente desierta. Con sus cuartillas en la mano se encaminó a la oficina del jefe de redactores, el cual estaba trabajando con el jefe de prensa en el ajuste de las planas del periódico.

-Reserven un espacio en la primera plana para mí -dijo Betty entrando resueltamente en la oficina.

Peter Bendix le dirigió una furibunda mirada a ras de sus cejas hirsutas y excesivamente pobladas.

-Un disgusto es lo que le reservo a usted si de aquí a mañana no me trae algo que justifique al menos el sueldo que cobra -aseguró Bendix sombríamente. Y alargando la mano hacia las cuartillas de Betty preguntó:

-¿Qué patochada es esa que la ha entretenido tanto tiempo?

Betty frunció los labios al entregarle las cuartillas y esperó pálida y con el aliento en suspenso mientras el redactor jefe leía en voz alta:

«Criaturas ultraterrestres sobre la Tierra. Yo hablé con el Hombre de Saturno. Por Bettv Seton».

Peter Bendix levantó sus ojos del papel y los clavó en la pálida carita de Betty.

-¿Qué tontería ha escrito, miss Seton? -bramó.

-¿Por qué no sigue leyendo? -insinuó Betty con voz desfallecida.

Bendix, en efecto, siguió leyendo para sí. Pero a las pocas líneas levantó los ojos para mirar a la periodista y tiró las cuartillas sobre la mesa.

-¿Qué se ha creído que es esto, miss Seton? -gritó furioso-. ¿Una revista ilustrada para niños?

-Le advierto que no se trata de un cuento -dio Betty-. La cosa ha ocurrido en realidad.

-¿Quiere decir que una criatura extraterrestre ha llegado verdaderamente a Nueva York? -chilló Bendix.

-Ese es el quid de la cuestión -contestó la joven con entereza-. Un hombre procedente del espacio podría haber llegado a la Tierra y nadie lo creería. Examine el asunto desde este punto de vista, señor Bendix. El hecho de si en realidad ha llegado o no sólo tiene una importancia secundaria. Lo interesante es que, en caso de haber            llegado, nosotros no podríamos saberlo a menos que él nos lo dijera. Y entonces, sencillamente lo tomaríamos por loco y lo encerraríamos en un manicomio. Me refiero, naturalmente a un ser que fuera en estatura, aspecto y sentimientos igual a nosotros.

-¿Sabe que no acabo de entenderla? -preguntó Bendix con la faz torva- ¿.A dónde quiere ir a parar?

-A esto, señor Bendix. Esta noche, mientras me encontraba en el cuartel de la Policía, llegó un agente conduciendo a un joven vestido de forma estrafalaria. El hombre en cuestión aseguró tranquilamente que acababa de llegar a la Tierra procedente del espacio. Él y su pueblo, tripulantes de una flotilla de naves interplanetarias, llevaban dos siglos navegando por el espacio hasta llegar a nuestro sistema solar. La flota se había quedado en Saturno en tanto destacaba a este nombre para que viniera a la Tierra y se entrevistara con los representantes de las Naciones Unidas. Al parecer, esa raza de hombres extraterrestres se propone pedir asilo en la Tierra, donde esperan hallar refugio y poder crearse una segunda patria...

-El hombre, desde luego, sería un chiflado -cortó Bendix secamente.

-Eso creyó también el agente que lo detuvo, el capitán Bliven, e incluso yo misma. Sin embargo cabe preguntarse hasta qué punto estamos capacitados para enjuiciar el estado mental de un hombre que viste de pies a cabeza en arreglo a una moda y un gusto que no es el nuestro, que tiene aspecto saludable e inteligente y que no se contradice en un solo punto al hablar. ¿Cómo sabemos nosotros que es un chiflado? ¿Por qué no podría ser quien asegura ser? ¿Es sensato dictaminar precipitadamente que un hombre está loco porque no viste como nosotros y asegura proceder de otro mundo?

Peter Bendix miró sombríamente a las pupilas relampagueantes de la muchacha, sacudió la cabeza y dijo:

-Ése podría ser quizás el tema para un artículo interesante. Pero lo que usted ha escrito es algo muy distinto. Asegura, sin más ni más, que una criatura extraterrestre ha llegado a Nueva York y vive entre nosotros. Eso no es cierto.

-¿Cómo puede asegurarlo? -preguntó Betty muy excitada-. Escuche esto, Bendix. La idea se me ocurrió cuando un grupo de negros llegaron muy asustados asegurando haber visto en la bahía a un monstruo marino que surgía de las aguas, se acercaba al muelle y desembarcaba a un hombre, volviendo a sumergirse y a desaparecer acto continuo. La conversación con aquel chiflado que hablaba con tanto aplomo me había impresionado hasta el punto que me pregunté si no sería posible que fuera cierta su historia y hubiera llegado a Nueva York a bordo del monstruo marino visto por los negros. Naturalmente, deseché enseguida tal suposición. Pero entonces se me ocurrió hacer un reportaje sensacional a partir de la coincidencia de la detención del joven chiflado y lo que los supersticiosos negros creían haber visto en el muelle. Volví donde estaba el muchacho y le incité a huir. Ahora lo tengo ahí en la calle, a bordo de mi automóvil.

-¿Cómo? -gritó Bendix pegando un salto en su silla-. ¿Ayudó a escapar a ese demente?

-Es un loco pacífico -aseguró Betty-. Ahora necesito que me facilite cincuenta dólares y un sitio donde podamos escondernos junto con mi automóvil.

-¡Señorita Seton! -bramó Bendix saltando en pie-. ¡No cuente con el periódico para llevar a cabo un disparate!

-Muy bien -dijo Betty empezando a recoger sus cuartillas esparcidas sobre la mesa-. Iré en busca de otro periódico donde la gente tenga más ingenio que aquí. Y entonces no pediré cincuenta dólares, sino cien o doscientos

Bendix la observó atentamente mientras recogía y ordenaba las cuartillas. Súbitamente alargó la mano y retuvo las hojas contra la mesa.

-Todavía es usted empleada del «World and Life» -dijo en una especie de gruñido-. Tengo derecho a acabar de leer esas cuartillas.

-Muy bien. Pero dese  prisa -contestó Betty con sequedad.

Peter Bendix volvió a dejarse caer en su sillón giratorio y se puso a leer rápidamente. Sus ojillos se animaban a medida que avanzaba en la lectura. Cuando se encontraba a la mitad levantó los ojos para preguntar.

-¿Qué es exactamente lo que se propone hacer, miss Seton?

-Voy a esconderme con ese Ram Takau donde la Policía no pueda encontrarnos. Haré de ese desdichado un auténtico hombre extraterrestre que llegó esta noche a bordo de una nave submarina en forma de un tiburón gigantesco que espantó a los espectadores de color que le vieron acercarse al muelle. Hoy relato solamente mi encuentro con él y la sensacional lucha del cuartel de la Policía. Mañana y en días sucesivos escribiré sobre diversos temas relacionados con el hombre del espacio; el éxodo de una raza supercivilizada en busca de un planeta donde refugiarse; el desarrollo de una cultura distinta a la nuestra, y sobre todo el contraste de nuestro mundo y nuestras costumbres con el de Ram Takau. Voy a desarrollar a nuestra sociedad poniendo en ridículo nuestros prejuicios y lo que consideramos reglas y barreras inabatibles, visto a través de los ojos de un ser extraterrestre que nos ha de encontrar forzosamente ridículos y absurdos. Eso es lo que pienso hacer, y regresaré a mi granja de Pensilvania para dedicarme a la cría de cerdos si no armo un estrépito periodístico que pone al mundo sobre ascuas.

-Pero algún día se descubrirá la falsedad de todo lo que ha escrito -insinuó Peter Bendix.

-Seguramente, mas ¿eso qué importa? Si no puedo deshacerme del fantástico Ram Takau de una manera elegante, haciéndole regresar con los suyos defraudado por todo cuanto aquí ha visto, por ejemplo haré punto final con la consabida fórmula de: «Nada de cuanto ustedes han leído ha ocurrido en realidad. Pero pudo haber ocurrido y nadie puede predecir que no ocurra alguna vez o esté ocurriendo ahora mismo en cualquier punto de nuestro absurdo planeta.» El público habrá vivido unas jornadas de intensa emoción y nuestros periódicos se habrán vendido por tiradas de varios millones.

Peter Bendix se quedó mirando a la muchacha con expresión ausente.

-Mike -dijo de pronto, volviéndose hacia el expectante jefe de máquinas-. Reserve los titulares y un buen espacio en primera página para el trabajo de miss Seton. Haremos una tirada tres veces superior a la normal corriendo el riesgo de que el dueño nos despida a todos. Voy a terminar de leer esto.

Betty Seton se desplomó en el diván que había junto al mamparo de cristal. Sentía vehementes deseos de echarse a llorar, aunque también tenía ganas de reír a carcajadas. Un sudor frío le invadía el cuerpo, a la vez que la alegría le regodeaba en el corazón.

-¡Bravo, Betty! -rugió Bendix llamándola por el nombre-. Presentaré la dimisión como jefe de redactores si este libelo no levanta ampollas en la piel de todos los propietarios de periódicos de los Estados Unidos.

Y tomando un lápiz de color anotó en el margen superior de la primera cuartilla el tamaño de las letras de los titulares. Luego arrolló las hojas, las sujetó con una goma y lanzó el paquete por el tubo que comunicaba con la sala de linotipias.

-¿Sospechará la policía que huyó usted con ese Ram Takau? -preguntó a Betty.

-Seguramente llegarán a esa conclusión después de haber registrado infructuosamente todo el cuartel. Alguien pensará que pudo salir escondido en mi automóvil.

-Vaya por ese Ram Takau, entre en el almacén y métalo en mi automóvil. Voy a buscarle un escondite entre las casas que se ofrecen en alquiler en nuestra sección de anuncios.

Betty hizo todo aquello en cinco minutos y regresó a la oficina del jefe.

-¿Seguía Ram Takau en su automóvil? -le preguntó Bendix.

-No pudo moverse de allí, porque le dejé encerrado.

-No olvide que si lograra escapársenos echaría a perder nuestro plan.

-Ya lo sé.

-Tal vez fuera conveniente que le acompañara uno de nuestros muchachos en calidad de celador.

-La presencia de un extraño podía despertar la susceptibilidad de Ram Takau. Yo procuraré hacerle creer que le persigue la Policía para mantenerle asustado y que no intente escapar.

-Corre usted un grave riesgo al encerrarse a solas en una casa con un demente. ¿Quién sabe si no le dará la locura por estrangularla?

-¡Oh, no! Ram Takau es un muchacho pacífico. Y si le diera por la violencia no sería necesario un celador, sino media docena de robustos boxeadores para reducirle. Tiene la fuerza de un titán -aseguró Betty con una especie de extraña complacencia.

-Bueno, No deje de avisarme para que le mande refuerzos si le ve intranquilo -dijo Bendix-. Aquí tiene usted la dirección de la casa y cincuenta dólares para gastos extraordinarios. Arreglaré lo del alquiler con el dueño, pero ahora tendrán que entrar por alguna ventana. Mañana temprano enviaré a alguien para que recoja mi automóvil. Y ahora apresúrese. La policía vendrá a buscarla de un momento a otro.

-Voy a pasar por mi piso para recoger algunas cosas -indicó Betty mientras salía-. Le mandaré más artículos por correo.

Ram Takau daba cabezadas en el asiento posterior del automóvil de Peter Bendix. Despertó sobresaltado al oír el chasquido de la portezuela al abrirse. Betty le sonrió animosamente, empuñó el volante y puso el motor en marcha.

-¿A dónde vamos ahora? -preguntó el joven.

-He localizado una casita deshabitado en Long Beach. Allí estará usted a salvo mientras la policía revuelve de arriba a abajo la ciudad -aseguró Betty mientras sacaba el coche por la ancha puerta del almacén.

-¿Cuándo me llevará al palacio de las Naciones Unidas? -preguntó Ram Takau quien, al parecer, vivía obsesionado por la idea de llegar a lo que debía considerar una meta.

-No querrá usted que le apresen y le lleven a un calabozo, ¿verdad? -contestó Betty-. La policía estará aguardándole a la puerta del edificio de la ONU, porque supone que allí es a donde se dirigirá usted. Pero nosotros somos más astutos que la policía. Armaremos tal escándalo en los periódicos descubriendo los siniestros manejos del Gobierno americano que éste no tendrá más remedio que disculparse. Entonces podrá usted hablar con los representantes de las Naciones Unidas. Todo se reduce a que espere usted tres o cuatro días hasta que se pongan en claro las cosas.

Ram Takau permaneció silencioso y pensativo durante unos instantes mientras el coche rodaba por las silenciosas, desiertas y recién regadas calles de Brooklyn. Al cabo preguntó:

 -¿Por qué se arriesga usted ayudándome a huir de la policía, señorita?  Ni siquiera sé cómo se llama.

-Me llamo Betty Seton, señor Ram Takau. Y le ayudo, entre otras cosas, porque me es usted simpático, porque siento curiosidad por todo lo relacionado con la misión que le trae a la Tierra y porque considero que este mundo resultaría altamente beneficiado con el concurso de una civilización tan superavanzada como, sin duda, lo está esa a la que pertenece usted.

-Mi pueblo ama la paz y cooperaría gustosamente en cimentar el bienestar de las naciones de la Tierra si ustedes accedieran a darnos un pequeño territorio donde asentar nuestras ciudades y nuestra industria.

Betty Seton sonrió mirando a través del cristal parabrisas. Desde luego, se abstuvo de preguntar cómo podrían impedir las naciones de la Tierra que una  raza superpoderosa se adueñara de los territorios que más le gustaran. La chifladura de aquel que creía llamarse Ram Takau resultaba tanto más manifiesta cuanto que no se detenía a considerar lo absurdo del ruego que pensaba elevar al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.

Unos instantes después Betty detenía el automóvil ante el edificio donde habitaba.

-Aguarde sin moverse de aquí -recomendó-. Bajaré en seguida.

Betty, en efecto, no tardó más que unos breves minutos en poner algunas ropas en una maleta, tomar su máquina de escribir y regresar junto al automóvil. Poco después rodaban por la ruta 27 en dirección a Long Beach, donde estaba enclavada la casita «alquilada» por el periódico.

Las 25 millas de excelente ruta, muy transitada en verano por los neoyorquinos que escapaban de su                           escaldada ciudad hacia las playas durante los fines de semana, acabaron por dormir completamente a Ram Takau, recostado contra el asiento posterior.

Aunque sentía verdadera hambre y le quemaban en el bolsillo los cincuenta dólares que podían proporcionarle un suculento desayuno, Betty no se atrevió a detenerse ni entrar en ninguno de los paradores del camino.

Confiaba en que Peter Bendix no osaría publicar su fotografía en el periódico.

Pero si no el «World and Life», otros periódicos de la tarde publicarían su fotografía. El dueño de cualquiera de aquellos paradores recordaría perfectamente a Betty y proporcionara una pista a la policía. Betty Seton, desde luego, estaba segura de que su reportaje iba a levantar «ampollas» incluso en el asfalto de las calles de Nueva York.

Amanecía cuando llegaron a Long Beach. Betty encontró sin dificultad la casa que habían escogido como refugio. Se trataba de una pequeña «quinta» que imitaba la construcción de los «bungalows» australianos. La muchacha detuvo el coche bajo unas acacias y sacudió a Ram Takau.

-¡Vamos, despierte! Hemos llegado.

Ram Takau abrió los ojos y miró a su alrededor. Una extraña expresión de felicidad y admiración brilló en el fondo de sus inteligentes pupilas a la vista del paisaje que iba surgiendo de la oscuridad a favor de la lechosa claridad del alba.

Entonces hizo una cosa extraña. Saltó de] automóvil lanzando una exclamación de alegría, se echó de rodillas, apoyó en el suelo las palmas de las manos y se inclinó para aspirar la fragancia del césped húmedo y tierno.

La forma en que husmeó la tierra confirmó en Betty la seguridad de que estaba completamente chiflado. Sin embargo, no era la expresión de un loco la que lucía en los negros ojos de Ram Takau cuando éste se irguió y miró a la periodista.

-¿Por qué hace eso? -preguntó Betty desconcertada, sintiendo un hondo e indefinible malestar.

-Es la primera vez que mis ojos contemplan un mundo lleno de vida. ¿No le dije que nuestras astronaves viajaron doscientos años a través del espacio antes de llegar a la Tierra? Yo nací a bordo de un autoplaneta cuando hacía muchos años que mis padres ya habían abandonado su hermosa patria. Soy un sideronato. Mis ojos nunca vieron un mundo corno éste, ni mis pies pisaron jamás la corteza firme de un planeta verdadero hasta que desembarqué en la Tierra.

-¡Ah! -murmuró Betty. Y luego, encogiéndose de hombros, añadió- Bueno, vamos a ver si encontramos por donde entrar en la casa.

Cinco minutos más tarde Betty Seton y Ram Takan se introducían en la casa por una ventana. La periodista hizo una detenida exploración de toda la «quinta». Cuando regresó al «living» encontró a Ram Takau en el mismo sitio que le había dejado; es decir, de pie ante la ventana contemplando el paisaje con expresión de éxtasis.

«Me parece que este pollo está tomando demasiado en serio su papel de extraterrestre -refunfuñó Betty para sí-. El pobre está más loco que un cencerro».

Betty encontró en la cocina un pote de café, al parecer abandonado por los anteriores inquilinos de la casa. Cuando estaba hirviendo el agua sobre una cocina de petróleo escuchó gritos desaforados que la hicieron salir disparada hacia el «living».

-¡Mire! ¡Mire, miss Seton! -gritó Ram Takau muy excitado, señalando por la ventana.

Betty, que lo menos esperaba verle colgando de una viga por el cuello, recobró en parte el aliento y se acercó a la ventana. Los rayos del sol saliente la obligaron a hacer pantalla con una mano sobre los ojos.

-¿Qué ocurre? -preguntó-. No veo nada.

-El sol, señorita Seton. ¡Está saliendo el sol! ¡Es maravilloso!

-¿Y por eso se pone a chillar? -masculló Betty fulminándole con la mirada. Y luego, mientras volvía hacia la cocina, farfulló para su capote- «¡Hombre, ve y que te zurzan!».

 

CAPÍTULO III 

¡Reportaje sensacional! ¡Seres extraterrestres sobre la Tierra! ¡Una periodista entrevista al hombre de Saturno! ¡Última hora!

Los transeúntes, con el sueño todavía pegado a los párpados, se arremolinaban en torno al muchacho vendedor de periódicos. Desde el interior del automóvil, Betty Seton contemplaba la escena llena de orgullo y satisfacción. Sobre las rodillas tenía extendido un ejemplar del «World and Life». Era el único periódico de Nueva York que hablaba del «hombre de Saturno».

El «New York Herald» publicaba también un reportaje de Bill Roman en donde se relataba con pelos y señales la aparición de un fantástico monstruo marino en la bahía de Nueva York. Esto venía en apoyo de la versión dada por Betty Seton, la cual identificaba el tal «monstruo» con una especie de submarino que podía también elevarse en el espacio y servir de nave interplanetaria.

Con su vanidad ya satisfecha, Betty Seton esperó en el automóvil leyendo y volviendo a leer lo que ella misma había escrito hasta que las tiendas de Long Beach empezaron a abrir sus puertas.

Tanto los compradores como los dueños y los dependientes de las tiendas donde Betty entró estaban tan excitados con motivo del «hombre de Saturno» que nadie debió fijar su atención en la muchacha rubia de sonrisa misteriosa.

Betty llenó un cesto de provisiones, compró un tinte para el cabello, adquirió un traje de hombre confeccionado y regresó apresuradamente a la casita enclavada en el extrarradio de la ciudad. Lo primero que hizo apenas llegar fue comprobar que Ram Takau continuaba en la casa.

En efecto; Ram Takau se había echado sobre una cama y dormía profundamente, completamente vestido. Betty sonrió, volvió a cerrar la puerta con sigilo y se puso a comer. Mientras comía volvió a leer su reportaje, aunque hubiera sido capaz de repetirlo palabra por palabra, sin omitir punto ni coma.

Después de haber saciado su apetito procedió a teñirse el cabello y las cejas. Estaba frotándose la cabeza con una toalla cuando llamaron a la puerta.

-¡Ah! ¿Es usted, Warton? -exclamó Betty reconociendo a uno de los empleados de la redacción del «World and Life»-. ¿Viene por el coche del señor Bendix?

-Sí.  Y también le traigo las llaves de la casa y el recibo del alquiler. ¿Dónde está ese fenómeno? -preguntó Warton entrando y mirando a derecha e izquierda.

-¿Se refiere a Ram Takau? Duerme ahora.

Warton contempló a Betty con ojos llenos de admiración.

-Hablando con sinceridad, señorita Seton -le dijo-. Yo fui uno de los que predijeron que no haría usted muy larga carrera en el oficio de periodista. Reconozco que me equivoqué. Su estilo como redactora sigue siendo amanerado y confuso, pero tiene talento.

-¿Lo cree usted? -preguntó Betty muy impresionada, porque Warton era el redactor más antiguo del periódico y su juicio era considerado incluso por el borrascoso Peter Bendix.

-¿Cómo reaccionó el público de Nueva York ante nuestro reportaje? -le preguntó a continuación.

-La gente se ha bebido la primera tirada como el agua. Bendix prepara otra edición extraordinaria para la tarde. Quiere que escriba usted algo más sobre Ram Takau, aunque sea poco, para añadirlo al resumen de lo ya publicado.

-¿Ahora? ¡Pero si todavía no he pegado ojo! -protestó Betty.

-Esa no es excusa bastante buena para Bendix. Tampoco él ha dormido en toda la noche-. ¿Sabe que la policía estuvo en la redacción buscándoles a usted y a Ram Takau? Los periódicos de la tarde nos pondrán verdes acusándonos de estar explotando la chifladura de un pobre hombre para aumentar la tirada del «World and Life». Necesitamos más leña para atizar el fuego.

-Bien. Procuraré inventar algo -dijo Betty. Y fue a sentarse ante la máquina de escribir.

Después de unos instantes de meditación se puso a teclear rápidamente en la máquina.

-Eso está bien -dijo Warton leyendo por encima del hombro de la muchacha-. Lógicamente un hombre que ha crecido a bordo de una nave que viaja por el espacio debe sentirse impresionado al pisar por vez primera la tierra firme de un planeta.

Betty redactó un reportaje mucho más largo de lo que ella misma esperaba. En realidad, no hizo más que relatar su fuga con Ram Takau a través de la noche, cómo éste se arrodilló para olfatear la tierra y el césped húmedo de rocío y su maravilla ante la salida del sol. Para hacer más lírico el reportaje, Betty describió un amanecer sobre el mar.

-Bien -dijo Warton después de leer hasta el final- Eso le gustará al público. Tiene usted mucha imaginación, miss Seton.

Betty no contestó. Acompañó a Warton hasta la puerta, le despidió y regresó lentamente al «living». En verdad no podía sentirse muy satisfecha de su trabajo. Lo que Warton atribuía a su imaginación, ¿no era lo sucedido en realidad? En todo caso, las felicitaciones debieron ser para la fértil fantasía de aquel pobre loco.

A Betty le hubiera gustado en este momento saber algo más acerca de la mentalidad de los dementes. ¿Podía un chiflado vivir su ficticia personalidad hasta el extremo que la vivía aquel que creía llamarse Ram Takau?

-Arakoa poa. O como dicen ustedes, buenos días -dijo una voz bien timbrada a espaldas de Betty.

La muchacha volvióse para mirar a Ram Takau, el cual le sonreía desde la puerta del dormitorio.

-¡Cómo! -exclamó el «hombre de Saturno»- ¿Se ha teñido usted el pelo?

-Pura precaución. La policía me anda buscando. Espero ver mí fotografía publicada en todos los periódicos de la tarde. También usted tendrá que quitarse ese traje absurdo.

-¿Pues qué tiene mi traje? -preguntó Ram Takau mirándola de arriba a abajo-. Es mucho más cómodo que los que se usan aquí.

-Es posible -refunfuñó Betty sintiéndose inexplicablemente malhumorada-. Sin embargo, resulta demasiado llamativo para la vista.  Le he comprado uno nuevo. Está en esa caja. Póngaselo mientras le preparo algo de comer.

Betty entró en la cocina. Oyó a Ram Takau cerrar la puerta de la habitación. Betty regresó al «living» con una bandeja llena de provisiones que depositó sobre la mesa. A poco salió Ram Takau vistiendo la camisa, la americana y los pantalones comprados en la ciudad.

-Este traje le queda corto -murmuró Betty.

-Así me lo pareció a mí -dijo Ram Takau. Y le mostró la espalda, en donde las costuras habían saltado desbordadas por el voluminoso tórax del atleta.

-Quítesela y se la arreglaré -le dijo Betty.

Ram Takau se sentó a comer en mangas de camisa. Betty entró en la habitación donde el joven había dormido y abrió la ventana. Sobre la cama estaba el traje de Ram Takau. Betty lo tomó notando en seguida que era bastante pesado y de un contacto extraño al tacto.

Lo examinó con curiosidad. No estaba tejido, sino que era a modo de una delgada película de plástico. Lo más sorprendente era que carecía de costuras. Estaba hecho de una sola pieza. Y tampoco era plástico, sino una materia más dura y a la vez más flexible.

«Parece como si fuera metálico», se dijo Betty, aunque sabía que no podía serlo.

Sin embargo, tomó el traje y lo sacó al «living».

-¿Dónde le confeccionaron esta ropa? -preguntó con brusquedad.

Ram Takau levantó los ojos y la miró con extrañeza.

-¿De qué está hecho? -preguntó Betty, sintiéndose invadida de una desagradable inquietud.

-De un metal... creo que ustedes lo llaman circonio, aunque no se trata de circonio puro, naturalmente.

-¿Quiere usted une me lo crea? -preguntó Betty arrugando su lindo entrecejo.

-No comprendo lo que quiere decir -exclamó Ram Takau.

«¡Cuidado, Betty! ¡Que resbalas! -gritó la voz del sentido común de la periodista- ¿Olvidas que hablas con un chiflado?»

-Sí, claro... Circonio -murmuró Betty, sonriendo forzadamente.

Ram Takau sonrió a su vez y siguió comiendo con excelente apetito. Betty contempló sombríamente el traje que tenía entre las manos. Súbitamente inspirada por un arrebato de furia empuñó las tijeras que tenía al alcance de la mano y trató de clavarlas en la tela negra y brillante. La acerada punta de las tijeras resbaló sin traspasar la tela. Y el ruido sonó realmente a metal contra metal.

-¿Cómo es posible? -murmuró Betty sintiéndose bañada en sudor frío. Y doblando la tela trató de cortarla con las tijeras sin conseguirlo.

Al levantar sus sorprendidos ojos del traje, Betty se tropezó con la mirada de Ram Takau que la observaba sorprendido desde la mesa. La muchacha volvió a sonreír forzadamente y simuló hallarse muy interesada en los dibujos geométricos dorados de la espalda del «mono».

No se trataba de un bordado, como creyó en in principio, sino de una especie de pintura aplicada directamente sobre la extraña materia del traje.

De pronto las charreteras doradas sujetas a los hombros del «mono» llamaron su atención. Se trataba de dos placas metálicas con muescas redondeadas en los cantos. Engarzados en el metal se veían tres piedras del tamaño de almendras talladas en forma de luceros. El cristal incoloro de las piedras era de una nitidez perfecta y centelleaba a la luz hiriendo la vista.

Betty Seton no era una entendida en materia de joyería, pero la pureza de aquellas piedras le hizo pensar automáticamente en los diamantes. Claro que no podía tratarse de diamantes, de la misma forma que las placas tampoco podían ser de oro, aunque lo parecieran. Sin embargo, el traje no podía ser metálico, pero resistía al filo y la punta de las tijeras.

La inquietud que de una manera vaga se adueñó de Betty Seton aquella madrugada aumentó en intensidad. Inexplicablemente, Betty se sintió presa del terror. Sería cómicamente trágico haber hecho pasar a un loco por un hombre de otro mundo y que al fin resultara un auténtico extraterrestre.

Betty Seton hizo un llamamiento a su sentido común para alejar de sí el pánico que le dominaba. ¿Qué era aquello de hombres extraterrestres tripu1antes de fantásticas aeronaves? Todo aquello eran patrañas, buenas para servir de argumento a películas y novelas, e incluso para sumir en la incertidumbre a un público crédulo impresionado por los formidables avances de la ciencia en la primera mitad del siglo XX.  Pero en la realidad...

Betty trató de sonreír. Pero no pudo.

El destino se vengaba de ella sumiéndole en la misma incertidumbre que ella acababa de sembrar en el corazón de su público lector.

Miró fijamente a Ram Takau tratando de ver en él los ademanes inconfundibles de un loco. Pero el atlético y varonil Ram Takau no le pareció un loco, sino todo lo contrario: un hombre sensato, seguro de sí mismo, fabulosamente inteligente...

-Señor Rarn Takau -preguntó la periodista con voz nerviosa y de agudo timbre-. ¿De qué medios se valió usted para llegar hasta Nueva York?

-El mismo crucero que me trajo desde Saturno me desembarcó en el muelle -contestó Ram Takau llevándose a la boca una rodaja de salchichón.

-¡Miente! -gritó Betty saltando bruscamente en pie.

Ram Takau la miró sorprendido, con el tenedor que ensartaba la salchicha a medio camino hacia su boca abierta.

-¡Usted no desembarcó en la bahía de Nueva York! -chilló Betty acercándose a la mesa- ¡Eso lo ha leído en el periódico! ¡Y lo inventé yo!

Ram Takau pestañeó rápidamente. Su cara era tan ingenua como la de usa inocente criatura al asegurar:

-No la comprendo, miss Seton. ¿Por qué dice que miento? Yo jamás digo una mentira. Ese pecado no se conoce entre las gentes de mi raza.

-¡Déjese de monsergas, señor Ram Takau! -gritó Betty perdido el control de sus nervios- Usted es tan extraterrestre como yo. Ni siquiera se llama Ram Takau. No ha venido del espacio ni desembarcó anoche en Nueva York, sino que se encontraba en la ciudad horas, días y tal vez años antes que la policía le detuviera. Escapó de un manicomio o de la casa donde su familia le tenía recluido, ¿no es cierto? ¡Diga! ¿No es cierto?

Ram Takau dejó caer ruidosamente el tenedor sobre el plato. Sus negras pupilas centellearon y Betty recobró súbitamente la lucidez comprendiendo que había ido demasiado lejos dejándose arrastrar por sus nervios sobreexcitados por la fatiga y el sueño. Temió por lo que aquel chiflado pudiera hacerle y retrocedió un paso.

Pero inmediatamente comprendió que sus temores eran infundados. Ram Takau o comoquiera que se llamara no reaccionó corriendo hacia ella para estrangularla. En sus negras pupilas no se leía el deseo de matar, sino la expresión de la más patética amargura y sorpresa.

-¿Cómo es posible que me haya tomado por loco, miss, Seton? -exclamó con acento de reproche- ¿Qué motivos le he dado para que formara de mí tan deplorable opinión? ¿Cree que la engañé..., que no soy quien aseguro ser?

Betty le miró sin aliento, sumida en una confusión tremenda.

-Usted no se llama Ram Takau. No puede haber venido del espacio.... no puede ser -balbuceó con voz ronca.

-¿Por qué no? -preguntó el joven, visiblemente sorprendido.

-Porque no. Porque... -protestó Betty. Y se interrumpió. ¿Qué razón podía aducir en contra de la afirmación de aquel hombre extraordinario? En realidad, ¿por qué no podía llamarse Ram Takau y proceder de un remoto mundo del Universo?

-¡Oh, no lo sé! -gimió Betty desesperada, próxima a echarse a llorar víctima de un ataque de nervios- ¡Sólo sé que no es posible que sea usted un hombre de otro mundo! ¡Usted es tan terrestre como yo!

Contra lo fue esperaba, Ram Takau no intentó siquiera una acción de protesta. Sonrió y abrió los brazos, encogiéndose de hombros en ademán de impotencia. Esto exasperó más si cabía a Betty Seton.

-¡Demuéstreme que es usted un ser venido de otro mundo! -gritó desafiante- ¿Por qué no lo hace?

-¿Y por qué he de hacerlo, miss Seton? -contestó Ram Takau- No comprendo esta extraña manera de ser de los terrícolas. Si en sus relaciones entre ustedes cada hombre ha de exigir y aportar testimonios que corroboren sus palabras, ¿cómo se entienden?

-Verá usted, señor Ram Takau -contestó la periodista con sarcasmo, mientras una nueva sospecha se abría paso en su cerebro-. En condiciones normales, la palabra de un hombre suele ser tomada en completa buena fe. Sólo en ciertas circunstancias, cuando se trata de algo inverosímil, necesita un hombre aportar pruebas en apoyo de sus palabras.

-¿Así, es inverosímil que yo me llame Ram Takau y sea un extranjero en la Tierra?

-Sí. Y si quiere hacérmelo creer tendrá que darme alguna prueba -contestó Betty secamente.

-La palabra de Ram Takau es tan buena como la de cualquier terrícola. Si yo no le exijo a    usted pruebas que justifiquen que se llama miss Seton, que ha nacido en la Tierra y se trata realmente de una mujer, ¿por qué ha de exigírmelas usted a mí? Entre mi pueblo, la palabra de un hombre se acepta como verdad inviolable. La simple duda sería la más grave ofensa que pudiera inferírsenos -contestó el hombre con dignidad.

Y Betty exclamó:

-¡Ah, no me venga ahora con pretextos de hombre ofendido en su honor! Ya sé quién es usted, señor Ram Takau. No se trata de un loco, desde luego, aunque tampoco de una criatura extraterrestre familiarizada con trajes indestructibles, naves interplanetarias y otras zarandajas por el estilo. ¡Un fresco, eso es usted! Un terrible guasón que se ha estado burlando del capitán Bliven, de mí y de todos cuantos le tomamos por un chiflado. ¡Menudo hombre del espacio está usted hecho, señor Ram Takau!

La cara del hombre tradujo la más profunda expresión de estupor. Sus labios se entreabrieron para exclamar algunas palabras en un idioma sonoro y completamente incomprensible para Betty. Pero la muchacha no se arredró ante estos sonidos extraños a su oído, porque creía estar segura de haber acertado con la verdadera personalidad de Ram Takau.

-Apuesto a que eso es coreano -dijo sonriendo.

-No la comprendo en absoluto, miss Seton -tartamudeó el hombre.

-¡Vamos, vamos! -animó la periodista con sorna-. Dígame que acaba de hablar en el idioma de su lejano mundo.

-Así es, señorita Seton -balbuceó Ram Takau mirándola con expresión de profundo aturdimiento.

-¡Hombre, claro! -se rio Betty en su cara- Y ahora júreme que ese estrafalario «mono» está hecho de circonio.

-No necesito jurarlo. Está hecho realmente de circonio -repuso el joven con aires de dignidad ofendida.

-¡Naturalmente! Y le apuesto a que esas láminas de las hombreras son de oro puro.

-Sí, son de oro.

-Y las piedras son diamantes.

-No, no son diamantes -contestó Ram Takau-. Son brillantes.

-¡Embustero, más que embustero! -chilló Betty exasperada-. ¡Tiene usted la cara de cemento! ¿No basta ya para broma? Necesito que colaboremos en la prolongación de este mito, pero no tiene necesidad de sacarme de mis casillas insistiendo en esa estúpida historia de autoplanetas y viajes de dos siglos por el espacio.

-Señorita Seton -contestó Ram Takau irguiéndose-, he escuchado muchos más insultos de los que puedo tolerar. Entiendo que deberé prescindir de su ayuda para llegar hasta la sede de las Naciones Unidas y dar cima a la misión que me ha traído a la Tierra.

Betty Séton le miró estupefacta.

-¿Pero es que insiste todavía en prolongar la burla? ¡Escuche!

La puerta del dormitorio se cerró con estruendo tras las anchas espaldas de Ram Takau.  Sumida en una caótica confusión, Betty Seton se dejó caer en el diván.

«¡Soy una estúpida! -se dijo llena de rabia contra sí misma-. Si ese idiota se marcha habré estropeado por completo mi carrera. Lo que pudo hacerme famosa me convertirá en una fracasada. ¡Y todo por no saberme contener la lengua y dejar que Ram Takau siguiera adelante con su broma o su chifladura!»

«Pero ¿qué es en realidad? -se preguntó a continuación- ¿Un chiflado, un bromista... o un ser extraterrestre?»

Evidentemente, Betty Seton no conseguía alcanzar aquella seguridad que deseaba. A pesar de todo, continuaba clavada en una terrible duda.

Sus dedos, mientras tanto, jugaban nerviosamente con una de aquellas extravagantes charreteras.

-¡Oro y brillantes! -masculló rabiosa- ¡Se acabó!

Arrancó de un tirón la placa dorada, sujeta al traje por un resorte de presión, la metió en su bolso y se lanzó precipitadamente a la calle. Unos minutos más tarde, un taxi la depositaba ante la única joyería competente de Long Beach.

Un viejo encorvado, armado de gruesas lentes y severamente vestido de negro, le salió al encuentro.

-¿Deseaba algo la señorita? -preguntó mirando a la excitada faz de Betty, medio enmascarada por unas gafas de sol.

-¿Podría usted decirme de qué está hecho esto?

El joyero tomó la placa que le tendía Betty y la examinó con interés.

-¡Que cosa más rara! -exclamó, y quitándose las gafas se ajustó en la órbita del ojo una pequeña lupa de relojero

Betty taconeó nerviosamente sobre el suelo, empezó a roerse las uñas y a dar muestras de evidente agitación.

-Dígame al menos si la chapa es de oro -murmuró sin aliento.

-¿De oro? -preguntó el joyero levantando la cabeza para mirarla con extrañeza- Créame que ni siquiera me había fijado en ella. Creí que lo que le interesaba eran los brillantes.

-Pero... ¿son brillante? -tartamudeó Betty.

-Desde luego -contestó el respetable anciano- Y no parecen artificiales, como creí al principio debido a su extraordinario tamaño. Sin duda se tralla de brillantes auténticos. Su transparencia es impecable, maravillosa... Nunca vi cosa igual. Su valor es incalculable, quizás...

-No me lo diga -balbuceó Betty buscando a tientas el apoyo de una silla-. Creo..., creo que voy a desmayarme... de todos modos.

 

CAPÍTULO IV 

Betty Seton botaba sobre el asiento del taxi a impulsos del nerviosismo y  la ansiedad que le dominaban.

«Es fantástico. Es fantástico -se repetía incesantemente. Y luego pensaba.-: ¿Se habrá marchado? ¡Dios mío, qué torpe he sido!»

-¿No puede ir más aprisa? -preguntó inclinándose sobre el respaldo del conductor.

Para exasperación de la periodista, el taxi se detuvo al llegar a un concurrido cruce de calles. Betty miró con aborrecimiento a los peatones que atravesaban la calzada al amparo de las luces. De pronto vio algo que la hizo prorrumpir en una exclamación de asombro. ¡Ram Takau estaba cruzando la calle!

Lo reconoció en seguida, tanto por su cabeza, que destacaba sobre la inmensa mayoría de los transeúntes, como por los descosidos de las costuras de su chaqueta.

Sin dudarlo un instante abrió la portezuela del coche y saltó al asfalto. Detrás de ella escuchó el chirrido de los frenos de un automóvil y una voz airada gritó:

-¡Mire por donde anda, estúpida!

El conductor del taxi también gritó:

-¡Eh, escuche, monada! ¡Me debe usted la carrera!

Pero Betty no se detuvo ni se volvió, sino que cruzó la calle sorteando por delante de los automóviles cuando ya Ram Takau ganaba la acera y se encendían las luces verdes del tráfico.

Betty alcanzó la acera y corrió atolondradamente tropezando aquí y allá con los indignados peatones hasta alcanzar a Ram Takau.

-¡Ram Takau! -susurró con voz entrecortado por el aliento, cogiéndole de un brazo.

El joven se volvió con cierto sobresalto.

-¡Ah, es usted! -refunfuñó. Y siguió andando a grandes zancadas.

Betty corrió nuevamente tras él, le alcanzó y acomodó un animado trote al paso rápido de Ram Takau.

-Escúcheme, Ram... -Betty se mordió los labios sin acabar de pronunciar el nombre y prosiguió entrecortadamente-. Atiéndame, por favor. He comprobado que decía usted la verdad que acaba de llegar de... de lejos. Estoy confusa, asustada...

Ram Takau siguió andando a grandes zancadas, frunciendo el ceño y la mirada fija al frente.

-Me he comportado como una estúpida... lo... lo reconozco -jadeó la periodista trotando junto al gigante para no quedarse atrás-. Presiento que le he ofendido en lo más profundo de su dignidad. Pero tampoco... tampoco usted se ha mostrado muy... muy comprensivo conmigo. Se encuentra en un país extranjero, donde rigen leyes y costumbres distintas de las suyas. ¡Amigo! ¿Quiere escucharme?

Betty se colgó con todo su peso del brazo de Ram Takau obligándole a detenerse. Se miraron de hito en hito, enfurruñados y agresivos como dos gallos de pelea dispuestos a atacarse.

-Mire usted, Ram... eso -exclamó Betty enérgicamente-. No demuestra ser muy inteligente en estos precisos momentos. Se enfada conmigo porque desconfié de su palabra. Pues bien. Sepa que lo mismo que le ha ocurrido conmigo le sucederá dondequiera que vaya sobre este mundo. Nunca se ha dado el caso de que llegara a la Tierra un hombre de... de allá. Por enojoso, por muy humillante que sea para usted que alguien ponga en duda sus palabras, tendrá que soportar las burlas y la incredulidad de la gente hasta que demuestre de una manera incontrastable que es usted quien asegura ser. Hagamos las paces, ¿quiere? Usted me necesita. No puede marcharse por ahí exponiéndose a que la gente se le ría y le encierren en un manicomio. Nunca podrá usted entrar en el edificio de las Naciones Unidas y mucho menos ser recibido por los representantes de la ONU sin antes haber dado pruebas fehacientes de que no está guillado ni pretende tomarles el pelo a esos dignos señores del Consejo de Seguridad. Hágame caso, señor Ram... ¡eso! Soy su amiga y deseo ayudarle. ¿Es que no quiere creerme?

Ram Takau se humedeció los labios con el extremo de la lengua artes de murmurar:

-Siempre le consideré a usted como una buena y leal amiga, miss Seton. ¿Pero obró con lealtad conmigo? Si no puede creer que yo haya venido de otro mundo, ¿por qué fingió que lo creía desde el primer momento?

Betty Seton enrojeció en tanto se mordía con fuerza el labio inferior.

-Mire, no podemos seguir hablando en medio de la calle. La gente nos mira con curiosidad. ¿Quiere que regresemos a casa o prefiere que entremos en alguna parte donde podamos charlar? -preguntó anhelante.

Ram Takau miró a su alrededor como vacilando. En esto llegó a marcha lenta un taxi que se detuvo en seco junto al bordillo de la acera. El conductor sacó medio cuerpo por la ventanilla y gritó:

-¡Oiga, pimpollo! ¿Cree que trabajo para divertirme? Me debe usted...

Era el mismo taxi que Betty había abandonado en plena calle. La periodista hizo una seña de asentimiento, cogió a Ram Takau por un brazo y tiró de él hacia el coche. Ram Takau se dejó llevar y subió al vehículo.

No cruzaron palabra durante el corto viaje de regreso al «bungalow». Él esperó pacientemente mientras ella añadía una buena propina al precio de la carrera y luego entraron juntos en la casa.

-Bueno, señor Ram Takau -dijo Betty dejándose caer en el diván del «living»-. Vamos a ver si podemos esclarecer esta extraña situación. Le confesaré que cuando le vi en el despacho del capitán Bliven le tomé por un chiflado..., un chiflado simpático, para decirlo todo. Pero después llegaron unos obreros del puerto asegurando haber visto un monstruo marino en los muelles. Aunque no creí en el cuento de aquellos tontos me acordé de usted y entonces se me ocurrió relacionar ambas historias, raptarle a usted por unos días y escribir un serial de reportajes sensacionales a expensas de su original chifladura y de la visión de aquellos negros.

-¿Pero usted esperaba hacer creer a la gente que yo era un ser extraterrestre?

-Supongo que algunas almas de cántaro lo habrán creído, simplemente por el hecho de haberlo leído en un periódico. Sin embargo, la aspiración del periodista nunca llega tan lejos. Se trata únicamente de crear un clima de dudas y temores. La gente discute, se preocupa, compra periódicos y crece la fama del autor del reportaje. Nada más que eso.

-No es muy honrado, ¿verdad? -preguntó Ram Takau-. Si intentara usted hacer eso entre la gente de mi raza sería severamente castigada.

-Según está dando a entender usted, ese pueblo suyo es una raza de puritanos. No dicen jamás una mentira... su palabra se considera inviolable, no se tolera que nadie explote la credulidad del público... ¡y mandan un embajador para suplicar asilo a las Naciones Unidas! -exclamó la periodista con acento no desprovisto de sarcasmo.

-Parece que le cuesta a usted de creer -apuntó Ram Takau.

-Sí. Francamente, resulta difícil de creer que una raza supercivilizada, contando sin duda con tremendos medios de destrucción, venga a pedir permiso para asentarse sobre un mundo que podía tomar entero por la fuerza si quisiera.

Ram Takau la miró con sorpresa y ella agregó:

-Porque ustedes deben tener armas y medios ofensivos de los que aquí en la Tierra ni siquiera podemos formarnos una vaga idea, ¿no es cierto?

-Mi nación es un pueblo pacífico, que aborrece la violencia. Desde luego, disponemos de medios para defendernos en caso de ser agredidos, y eventualmente de fuerzas de ataque para quienes nos provoquen. Sin embargo, nosotros jamás utilizaríamos esas armas para atacar a la Tierra.

-¿Ni aun en el caso que las Naciones Unidas de la Tierra les negaran el permiso para aterrizar en cualquier parte de este mundo? -interrogó Betty.

-Tal negativa de parte de las Naciones Unidas es una eventualidad en la que no cabe pensar. Sería inconcebible que un mundo tan escasamente poblado, con espacio de sobra para acoger a una humanidad cien veces mayor, se negara a dar refugio a doscientos millones de desgraciados apátridas.

-¡Doscientos millones! -exclamó la periodista con voz enronquecida por el asombro-. ¡Yo creí que eran ustedes tres o cuatro mil hombres a lo sumo!

-Los doscientos millones que hemos llegado a este sistema planetario somos sólo una centésima parte de la población total de nuestro desdichado planeta Angol -contestó Ram Takau-. Pero antes que nuestro mundo entrara en colisión con un planeta errante, lo que significaba inapelablemente el fin de Angol, toda la población fue evacuada en los autoplanetas, que durante muchos años, desde que supimos el inminente fin de nuestro mundo, habíamos estado preparando con vistas a la emigración. Después de la catástrofe, los autoplanetas se agruparon en flotas de a veinte, y cada uno de estos grupos partió en distinta dirección en busca de un nuevo mundo donde las condiciones de vida se ofrecieran favorables a nuestra naturaleza. Sólo una pequeña fracción de nuestro pueblo ha llegado hasta aquí.

-Pues así y todo es demasiada gente para que las naciones terrícolas se sientan tranquilas teniéndoles por huéspedes -contestó Betty-. Además, ¿dónde van a alojarse ustedes? No existe en la Tierra un país deshabitado lo suficiente grande para acomodar doscientos millones de nuevos colonos.

-¡Oh, usted está confundida, miss Seton! -exclamó Ram Takau con aquella su impenitente sonrisa de buen muchacho-. Mi pueblo se halla en un avanzado grado de civilización y no necesita para alimentarse un territorio tan vasto como los Estados Unidos. No necesitamos más espacio que el indispensable para acomodar nuestras ciudades y nuestra industria. No importa que se nos conceda una región fría en el Canadá o un pedazo de sus ardientes desiertos. Nos contentaremos con lo que nos den, y tanto si es un yermo polar como un árido desierto de arenas, nosotros lo transformaremos, acondicionándolo a nuestro gusto y necesidades.

Betty Seton contempló al hombre entre admirada y curiosa.

-Supongamos que las Naciones Unidas les niegan la autorización para desembarcar en la Tierra. ¿Qué harían ustedes?

-Afortunadamente, eso no sucederá -aseguró Ram Takau-. Estoy seguro de poder persuadir a las Naciones Unidas.

-¿.Declarando la guerra a la Tierra, quizás? ¿Tomando por la fuerza lo que, sin duda, les negarán de buen grado? -preguntó la periodista llena de inquietud.

-Creo haber dicho que mi pueblo detesta la violencia -contestó el hombre de Angol-. Si esperamos obtener ese permiso, débase únicamente a nuestra confianza en el sentido común de los terrícolas. Nadie rechazaría una transacción tan ventajosa como la que nosotros estamos dispuestos a ofrecer... Un pedazo de la Tierra a cambio de la felicidad y el bienestar de todo el mundo. ¿Cree usted que las Naciones Unidas rechazarán esta proposición?

Supongamos que la rechazan. ¿Qué harían ustedes? ¿Marcharse, o desembarcar de todos modos, aun en contra la voluntad de los terrícolas?

Ram Takau arrugó el ceño sombríamente.

-Tal contingencia no ha sido estudiada por nuestro Estado Mayor, aunque sin duda optaríamos por renunciar a desembarcar en la Tierra -aseguró con disgusto.

-¿Se marcharían... sin luchar? -interrogó la periodista con incredulidad.

-Intentaríamos acomodarnos en el planeta Marte. Por muy duras que sean allí las condiciones de vida, las preferimos a continuar nuestro inacabable éxodo a través del espacio. Naturalmente, acondicionar el planeta Marte regenerando su atmósfera y dotándole de algún pequeño mar, sería una empresa infinitamente más larga y penosa que hacer habitable el Polo Norte de la Tierra o convertir en una pradera el desierto del Sahara.

Betty Seton miró al joven con la boca abierta.

-¿Quiere decir que si se lo propusieran fabricarían una atmósfera respirable e incluso mares en el planeta Marte? -preguntó sin poder dar crédito a lo que oía, pensando nuevamente en la posibilidad de que aquel hombre estuviera rematadamente loco.

-Desde luego, podríamos hacerlo -contestó Ram Takau con naturalidad-. Podríamos extraer químicamente el oxígeno que Marte fijó en sus rocas y en su suelo, y luego formar un océano uniendo cada dos moléculas de hidrógeno con una de oxígeno.

-Un trabajo muy laborioso ese de formar un océano fabricando el agua gotita a gotita, ¿no es cierto? -insinuó la periodista muy escamada.

-En efecto -repuso el «angolino» sonriendo-. Calculo que nos llevaría dos siglos largos coronar nuestra tarea, incluida la construcción de las nuevas ciudades y la completa repoblación forestal de Marte.

-Dos siglos es mucho tiempo -aseguró la periodista con ironía, que el extraterrestre no pareció advertir-. Bien mirado merece la pena apurar hasta el último recurso para que se les permita establecerse en la Tierra. Lo que no comprendo es cómo le han enviado solo para llevar a cabo unas negociaciones tan importantes.

-¿Acaso duda de mi competencia? -preguntó Ram Takau.

-No he querido decir eso, sino que una embajada más numerosa, desembarcando en la Batería y dirigiéndose al edificio de las Naciones Unidas en medio de la expectación de la gente, hubiera impresionado mucho más que viniendo usted solo y de incógnito.

-¿Es posible que los representantes de las Naciones Unidas se nieguen a recibirme por haber venido solo? -preguntó Ram Takau, dando visibles muestras de preocupación.

-Si quiere usted una respuesta sincera, Ram Takau, creo que va a tropezar con serias dificultades para hacerse escuchar de esos hombres. Eso de que viene usted de otro mundo resulta duro de creer aquí en la Tierra. Si quiere entrar en la ONU por la puerta grande, tiene que presentarse usted de forma espectacular, arrogante y terrorífico, echando rayos atómicos por los ojos o haciendo cualquier otra cosa sobrehumana. De lo contrario, todos nos sentiríamos defraudados.

-¡Pero eso es ridículo! -exclamó Ram Takau.

-¿No puede hacerlo? -interrogó la periodista enfurruñada-. Entonces, ¿qué clase de hombre interplanetario es usted?

-No puedo asustar a la gente con amenazas o arrogantes demostraciones de fuerza, miss Seton -protestó el hombre-. Ello contribuiría a formar una equivocada opinión acerca de nuestro carácter y nuestras verdaderas intenciones. Somos un pueblo pacífico y civilizado, deseoso de entablar relaciones de amistad con el pueblo terrícola. No puedo entrar en el Palacio de las Naciones Unidas por la violencia y luego hablar de paz a unos hombres asustados y humillados.

-Bueno -refunfuñó Betty Seton de mal talante-. No es menester que entre en la sede de las Naciones Unidas echando abajo las puertas. Pero si aspira usted a ser recibido habrá de demostrar antes que se trata, en efecto, de un ser extraterrestre. No puede usted presentarse en plena sesión y decir: «Buenos días, caballeros. Me llamo Ram Takau y acabo de hacer un viaje de dos siglos a través de todo el Universo para llegar a la Tierra». Eso sería de mucho efecto dramático... durante un segundo. En seguida se escucharía una carcajada en todos los idiomas de la Tierra, le meterían a usted en una camisa de fuerza y le llevarían a un manicomio. Es lo que hubiera ocurrido si yo no le ayudo a escapar anoche del cuartel de Policía. ¿Quiere repetir la experiencia?

Ram Takau empezó a pasear arriba y abajo del «living» con las manos a la espalda. Se detuvo ante la ventana y se puso a mirar hacia el exterior.

-¿Qué cree usted que debo hacer, miss Seton? -preguntó sin volverse.

-Ha de demostrar que es realmente un hombre extraterrestre. Y lo ha de demostrar ahora, antes de intentar acercarse al edificio de la ONU. Eso contribuirá a crear una atmósfera de gran interés en torno a su persona y le abrirá prácticamente el camino hasta el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Cuando usted vaya a parlamentar, ya no tendrá que oír las risas y las burlas de los representantes. Por el contrario, ellos estarán dispuestos a escucharle con gran interés.

Ram Takau siguió mirando por la ventana abierta.

-¿Qué podría hacer? -murmuró.

-Cualquier cosa que sea debe revestir el carácter de lo extraordinario y nunca visto. Yo lo anunciaría mañana a grandes titulares en mi periódico, por ejemplo: «El hombre del espacio hará que oscurezca sobre Nueva York a las doce en punto».

-No puedo hacer que oscurezca al mediodía sin haber un eclipse de sol -apuntó Ram Takau.

-Es un decir, aunque un hombre como usted debiera poder trastornar la mecánica universal y hacer que hubiera un eclipse a su antojo.

-Usted tiene una idea equivocada acerca de mí, miss Seton -repuso Ram Takau, volviéndose para sonreír-. Aunque nuestra ciencia sea muy superior a la terrícola, no podemos hacerlo todo. Sin embargo... veamos. ¿Se ha helado alguna vez la bahía de Nueva York en pleno mes de junio?

-Al menos, que yo sepa, no se ha helado ni siquiera en enero durante los más crudos inviernos. ¡Oiga! -exclamó la periodista, saltando en pie de un brinco-. ¿Podría usted hacer eso? ¿Podría convertir en un carámbano las aguas de la bahía, interrumpiendo todo el tráfico fluvial?

-Sí. Podría hacerlo, a condición de hacer descender la temperatura en toda la ciudad. No sólo se congelaría el agua, sino que seguramente habría grandes nevadas y mucha gente enfermaría de pulmonía. Bien mirado  no podemos hacer eso.

-¿Por qué no? La gente estará prevenida por mi periódico, del cual se harán eco todas las emisoras de radio del país.

-En tal caso, tendrá que aconsejar usted que se cierren todas las ventanas, se enciendan las estufas y se pongan ropas de abrigo. Sería conveniente que nadie anduviera por las calles. La temperatura descenderá casi bruscamente a cincuenta grados bajo cero.

-¡Oh, magnífico, magnífico! -exclamó la periodista con entusiasmo-. Y dígame, Ram Takau, ¿cuándo podrá hacerlo?

-Cuando usted quiera. Cuanto más pronto, mejor.

-Entonces... -balbuceó Betty sin aliento-. ¿Mañana tal vez?

-Sí, mañana mismo.

Aquello era demasiado fantástico y repentino para que la muchacha pudiera creerlo. La desconfianza volvió a invadirla; así que preguntó:

-¿Y de qué medios piensa valerse usted para realizarlo, Ram Takau? ¿Trae en los bolsillos algunos polvos mágicos o le basta, como al mago Merlín, hacer una simple seña con la mano?

Sigue usted exagerando mi poder, miss Seton -sonrió Ram Takau, sin caer en la ironía de la joven-. En realidad, no seré yo quien haga personalmente descender la temperatura de Nueva York. Sumergido en las aguas de la bahía exterior, a cierta distancia de la costa, se encuentra el crucero sideral en que vine de Saturno. Esta noche, a las doce en punto, el crucero hará emerger su antena de radio en espera de mis instrucciones. Lo que haré será sencillamente ordenarle que mañana, al mediodía, vuele sobre Nueva York enfriando la atmósfera por un procedimiento electrónico.

-¿Quiere decir que les dará instrucciones por radio?  Dónde tiene la emisora?

-Aquí -contestó Ram Takau. Y hundiendo la mano en el bolsillo trasero del pantalón extrajo una cajita metálica extraplana, parecida por su forma y tamaño a las que se usaban para los cigarrillos de lujo.

-Comprendo. Una emisora de radio de tamaño reducido, ¿eh?

-Sí

-Bien -dijo Betty desperezándose y amagando un bostezo. Vamos a escribir un reportaje verdaderamente sensacional. Tan sensacional que Peter Bendix no querrá publicarlo a menos que vayamos personalmente a dárselo y le convenzamos de que es usted en realidad un extraterrestre. Así que voy a dormir un rato. Luego escribiré ese reportaje, comunicará usted con su crucero interplanetario e iremos a Nueva York para hablar con Bendix. Bendix es el redactor jefe de mi periódico. ¿No se echa usted también, Ram Takau?

-No tengo sueño -contestó el joven-. Si no le importa saldré a dar un paseo. Ardo en deseos de contemplar el mar.

-Bueno, vaya usted, pero procure no trabar conversación con nadie, so pena de descubrirse y que le detenga la Policía.

-Descuide, no hablaré con nadie.

Betty Seton entró en el dormitorio, puso el despertador a las nueve y se echó en la cama. Oyó el rumor de la puerta al cerrarse detrás de Ram Takau y el crujido de la grava del sendero bajo sus pies.

Se durmió ignorando que el despertador de la casa estaba estropeado. Cuando despertó, sobresaltada, eran las doce y diez minutos de la noche.

 

CAPÍTULO V

Lanzando una exclamación de enojo, Betty saltó del lecho y empezó a ponerse el vestido. Del «living», a través de la puerta cerrada, llegaba una voz que hablaba alto en una lengua extraña y sonora. La periodista supuso que era Ram Takau hablando por radio con los tripulantes del crucero sideral.

Al abrir la puerta y asomarse al «living» vio a Ram Takau, que estaba sentado de frente a ella ante un aparato bastante voluminoso, aproximadamente del tamaño de las emisoras de onda corta portátiles que utilizaba el ejército. Ram Takau le dirigió una sonrisa, pronunció apresuradamente unas palabras en su extraño idioma y apagó el aparato.

Betty Seton avanzó hacia el centro de la sala sintiendo algo indefiniblemente extraño en cuanto le rodeaba; una sensación parecida a la que se experimenta cuando una persona entra en una casa en donde los mismos muebles se han cambiado de lugar.

Los muebles, sin embargo, estaban en el mismo lugar que los dejó Betty al ir a acostarse. A1 llegar a la altura de Ram Takau, la muchacha vio con asombro que el aparato no era una simple emisora de radio sino un televisor.

En el mismo instante la muchacha comprendió que era aquello que le había extrañado al entrar.

 ¿De dónde ha sacado ese televisor?  preguntó con una especie de sobresalto.

Ram Takau la miró con expresión de no haber comprendido y Betty gritó:

 ¿Cómo ha llegado aquí un aparato tan grande? ¡Eso no puede haber salido de la cajita de latón que me enseñó!

Ram Takau comprendió entonces el asombro de la linda terrícola y se echó a reír.

 Pues, la verdad, es que salió de aquella cajita  aseguró.

 ¡Oiga, Ram Takau! No pretenda tomarme el pelo. Usted compró ese televisor esta tarde cuando salió con el pretexto de dar un paseo. Quizás lo haya adaptado para hablar con la tripulación de su barco, pero no salió en modo alguno de un estuche de cigarrillos.

 ¿Vuelve a dudar de mi palabra?  preguntó Ram Takau arrugando el ceño.

Betty comprendió que el «angolino» iba a enfadarse de nuevo como aquella tarde. Ahora bien; en estos momentos Betty Seton se sabía la periodista más afortunada del mundo, la única que había conseguido entrevistar a un ser extraterrestre y, si no cometía una torpeza, la que tendría en exclusiva las futuras declaraciones de Ram Takau. Así que cedió ante el ceño amenazador del extranjero diciendo:

 Discúlpeme, Ram Takau. Me costará un poco acostumbrarme a sus cosas. Ya sé que no se puede poner en duda la palabra de un «angolino». Mire, nos queda poco tiempo para escribir un reportaje y llevarlo a Nueva York antes que se cierre la tirada del periódico. ¿Quiere quitar de la mesa ese chisme y preparar una taza de café mientras escribo?

Ram Takau depositó el televisor en un rincón, Betty puso sobre la mesa su máquina de escribir y empezó a teclear con rapidez.

 ¿Escribe cada palabra signo por signo?  le preguntó Ram Takau extrañado.

 ¿Conoce usted alguna otra forma de escribir a máquina?  refunfuñó Betty deteniéndose para borrar una falta.

Nosotros escribimos dictándole a nuestras máquinas  contestó Ram Takau marchándose en dirección a la cocina.

Betty le siguió con la mirada, agitó la cabeza y siguió escribiendo.

 ¿Arregló lo de la helada con sus hombres para el mediodía de hoy?  preguntó poco más tarde a Ram Takau, que salía de la cocina con el café.

 Sí, justamente a las doce menos diez minutos el crucero emergerá del mar y se elevará en el espacio. Cinco minutos más tarde empezará a sentirse el descenso de la temperatura. A las doce en punto hará tanto frío que las aguas de la bahía, del Hudson, y del río Este se helarán.

 ¡Magnífico, magnífico!  exclamó Betty restregándose las manos. Y siguió escribiendo a gran velocidad.

Unos minutos después de las dos de la madrugada Betty Seton arrancó la última cuartilla de la máquina y anunció triunfalmente

 Esto ya está. Dentro de cinco horas, cuando los periódicos salgan a la calle, la gente de .Nueva York vibrará de emoción ante el anuncio de la próxima helada. Esta misma tarde mi prestigio como periodista habrá quedado firmemente cimentado y usted podrá encaminarse tranquilamente a la sede de las Naciones Unidas seguro de que nadie pondrá en duda su origen extraterrestre.

Breves minutos más tarde los dos jóvenes salían a la calle y buscaban un taxi. Poco después, camino de Nueva York, Betty preguntaba:

 Todavía hay algo que no acierto a comprender, Ram Takau. ¿Cómo, siendo un extranjero, habla usted tan bien el inglés?

 Lo primero que hicimos, después de observar este mundo desde el planeta Marte y asegurarnos de que estaba habitado, fue destacar un crucero sideral para que viniera a verificar la naturaleza y grado de civilización de los seres que lo poblaban. Nuestro crucero amaró en el océano Pacífico, lejos de toda mirada humana, y en plena noche y después de un día de navegación submarina tocó en la costa de California. El comandante de nuestro crucero, una mujer por cierto, desembarcó con algunos hombres llegando hasta una casa cerca de la playa. Aquella patrulla apresó a los habitantes de la casa, los llevó a bordo del crucero y la nave se elevó regresando a su base. Por aquellas gentes y con ayuda de una máquina que traduce idiomas pudimos aprender rápidamente el inglés.

 ¿Y aquellas personas... qué fue de ellas?  preguntó Betty.

 Siguen en nuestro autoplaneta. Se sienten felices allí y no desean volver por ahora.

 ¿Por qué razón vino usted a la Tierra y no otro cualquiera de sus compatriotas, Ram Takau? ¿Quién es usted allá? ¿Un rey... quizás un príncipe?

 ¡Oh. no!  exclamó Ram Takau echándose a reír . Nada de eso. En nuestra sociedad no existe más alcurnia que aquella que un hombre o una mujer se forjan por sí mismos con su talento.

Betty abrió su bolso y extrajo de él la placa de oro que engarzaba los tres grandes brillantes en forma de luceros.

 ¿Qué significa esto, Ram Takau?  preguntó sintiéndose emocionada a pesar suyo . Debe ser usted un hombre muy rico para permitirse el lujo de llevar unas joyas tan valiosas.

 ¿Se refiere a esas insignias de «washi»?  preguntó mirando el objeto . Carecen de valor material alguno. Se aprecian únicamente por la satisfacción moral que da el poder lucirlas.

 ¿Pues qué es un «washi»?

 Un comandante de autoplaneta.

 ¿Y es tan importante eso?  Betty sintióse desilusionada . Traducido a los rangos militares terrícolas ¿a qué equivale?

 El rango de «washi» no tiene equivalencia en los mandos militares de la Tierra. Digamos que un «washi» es a la vez alcalde de una ciudad con cerca de diez millones de habitantes. Como esta ciudad está encerrada en una esfera metálica que tiene la propiedad de moverse a grandes velocidades a través del espacio, el «washi» es a su vez comandante de una nave interplanetaria. Lejos de su base, el «washi», es el jefe supremo de los diez millones de almas que rigen bajo su mando. Dicta órdenes, administra justicia, cuida de la salud y bienestar de su tripulación y es como un reyezuelo de un pequeño mundo en marcha a través del cosmos. Pero esta astronave lleva también medios de defensa y ataque, incluida una flota de combate de varios miles de cruceros siderales y un ejército de algunos millones de «hombres robot». Por lo tanto, un «washi» es una jerarquía militar con mando sobre unas Fuerzas Armadas más potentes y numerosas que las del Ejército, la Aviación y la Marina de Guerra de los Estados Unidos juntos. Eso es un «washi».

Betty Seton contempló sin aliento a este hombre extraordinario, por el cual sentía crecer su admiración y respeto a cada minuto que transcurría.

-Pues debe ser usted un chico muy listo para mandar uno de esos fabulosos autoplanetas siendo tan joven. ¿Cuántos años tiene?

-Setenta y siete.

-¿Ha dicho veintisiete?

-He dicho setenta y siete, miss Seton -repitió Ram Takau. Y viendo la cara de estupefacción de la periodista añadió-: El período de vida medio de mi raza es algo superior al de ustedes... alrededor de trescientos años.

-¡Dios mío! --exclamó Betty mirando con estupefacción la cara sin una arruga, los cabellos sin una cana y la vivacidad de los ojos de aquel «venerable anciano».

Ram Takau explicó que aquel mayor alargamiento de la vida de los «angolinos» había sido posible gracias a los constantes progresos de la Medicina y la Biología, a una alimentación adecuada y a un régimen especial a base de hormonas regeneradoras de las células.

-¿Cuántos nietos tiene usted? -interrumpió la periodista bruscamente, aunque la pregunta no venía al caso.

-Ninguno. Soy soltero -contestó Ram Takau sonriendo. Y añadid que a su edad y entre su raza se consideraba a un hombre en la plenitud de su juventud.

-El «angolino», dijo, se pasaba los primeros 60 años de su vida almacenando en su cerebro toda la ciencia recopilada .por una civilización que llevaba milenios de incesante desarrollo. El estudio era obligatorio para todos, hombres y mujeres, desde los 10 a los 30 años y nadie podía contraer matrimonio antes de haber terminado esta enseñanza «elemental».

Si un angolino quería especializarse en alguna rama de la ciencia o el Servicio de Seguridad, como había sido el caso de Ram Takau, tenía que seguir estudiando hasta los 65 o 70 años. Ram Takau era el «washi» más joven del Servicio de Seguridad (Fuerzas Armadas Angolinas). A1 menos era el más joven del destacamento llegado al sistema solar de la Tierra, pues de los otros ni se sabía ni se contaba en saber de ellos jamás.

El taxi se detuvo ante una estación de servicio poco antes de entrar en Brooklyn. Betty echó pie a tierra para anunciar por teléfono a Peter Bendix su inminente llegada a la redacción del periódico.

-¿Está loca? -chilló Peter Bendix por el hilo-. Si viene aquí la detendrán. Tengo mis razones para sospechar que la Policía vigila la redacción. Incluso es posible que tenga intervenido mi teléfono y esté escuchando nuestra conversación. ¿Es que no ha leído usted los periódicos de la tarde?

-¿Pues qué pasa?

-No pasa sino que todos los periódicos publican su fotografía y dan la descripción de ese guillado. La Policía ruega al público que les denuncien si les echan la vista encima. No sé si sabrá que al confesar públicamente que ayudó a escapar a un loco se hace usted reo de complicidad de un delito de fuga y de agresión a la autoridad. Además, la Policía le acusa también de abuso de confianza en la persona de un desequilibrado mental. Inútil será añadir que se encuentra metida usted en un buen lío.

-Nada de eso me preocupa -contestó -Betty optimista-. Han ocurrido cosas nuevas e increíbles... Ya verá usted, Bendix. Prepárese para recibir una sorpresa. Va usted a publicar el reportaje más sensacional de todos los tiempos.

-¡Oiga!... -chilló Bendix.

-Hasta ahora -dijo Betty. Y colgó el teléfono, regresando al automóvil.

-Señor Ram Takau -dijo la joven cuando el taxi reanudaba la marcha-. Mañana, cuando sea usted famoso y le acosen los periodistas como enjambre de moscas alrededor de un pastel, espero recuerde que yo le ayudé en los momentos difíciles y me reserve la primacía, si no puede ser la exclusiva, de todas sus declaraciones.

Ram Takau asintió sonriendo. No volvieron a cruzar palabra en el resto del viaje. Betty Seton paladeaba las dulzuras de su inminente triunfo como periodista. ¿Quién había de decírselo veinticuatro horas atrás, cuando cansada y desalentada pensaba seriamente en abandonar sus aspiraciones y regresar a la casa paterna para escuchar las burlas de sus paisanos y dedicarse a la cría de cerdos?

El taxi se detuvo frente a la redacción del «World and Life» antes que Betty Seton apurara mentalmente todas las brillantes perspectivas que se le ofrecían para un futuro inmediato.

Betty pagó la carrera, los últimos dólares que le quedaban de los cincuenta que le dio Bendix, y asió a Ram Takau del brazo diciéndole:

-Venga usted.

Entraron en el edificio. En la sala de redactores su paso levantó un murmullo de comentarios, en tanto eran seguidos por un foco de miradas entre envidiosas y regocijadas. Peter Bendix les vio llegar a través de los mamparos de cristal de su despacho y saltó de su sillón para salirles al encuentro.

-¡Cabezota del demonio! -gritó como un energúmeno-. ¿No le dije que no se acercara por aquí? ¿No sabe que si la atrapa la policía tendrá que seguir escribiendo sus reportajes desde una celda y no habrá quien se los publique?

Los redactores habían abandonado sus mesas formando un corro a espaldas de Ram Takau y Betty Seton.

-Entremos en el despacho -dijo Betty lanzando una mirada despreciativa al círculo de rostros que le hacían muecas de burla.

--¡Vuelvan a su trabajo! -gritó Bendix. Y cerró con un portazo que puso en serio peligro la anatomía de su jaula de cristal.

Betty señaló el diván a Ram Takau y fue a sentarse displicentemente sobre la mesa del jefe.

-¿,Por qué ha venido? -refunfuñó Bendix yendo a sentarse en su sillón giratorio-. Todo marcha bien. Los periódicos de la tarde nos han puesto verdes afeándonos el estar explotando la chifladura de un infeliz para aumentar nuestra tirada, y no quiero ni pensar lo que dirán los de la madrugada cuando salgan a la calle dentro de unas horas. Sin embargo, nuestros reportajes han tenido éxito. La gente se bebe nuestros ejemplares como el agua, y eso es lo único que interesa, al fin y al cabo. Los negros mantienen su extravagante historia y, de otro lado, la policía no ha podido identificar todavía a este Ram Takau porque nadie lo ha reclamado. Eso nos favorece, como puede suponer. Pero todo se echaría a perder si la policía les detuviera a ustedes dos.

-Ni la policía ni nadie puede echar a perder el mayor triunfo editorial de la Historia, señor Bendix -aseguró Betty sintiendo una oleada de calor en las mejillas. Y como la emoción le impedía hablar con la coherencia necesaria para explicarlo todo, sacó de su bolso las cuartillas mecanografiadas y las arrojó sobre la carpeta.

Peter Bendix la miró interrogante.

-Léalo -le dijo Betty sofocada por la emoción.

Y tomando un cigarrillo de la mesa, lo encendió nerviosamente mientras Bendix empezaba a leer.

Bendix leyó durante un rato. Su rostro traslucía el interés que despertaba en él la lectura del relato de Betty.

-Habrá de rectificar este párrafo -dijo levantando la cabeza-. No puede citar el nombre de aquella joyería, a menos que sea inventado.

-No es inventado. Siga leyendo -invitó la muchacha con un ademán.

Bendix lo hizo así. Leyó otra cuartilla. De pronto hizo una mueca violenta, levantó los ojos y miró a Retty furioso.

-¿Qué significa esto? ¿Se ha vuelto loca, miss Seton? -gritó-. ¿A quién se le ocurre anunciar para hoy mismo que habrá una helada sobre Nueva York?

-La habrá -aseguró Betty, pálida de emoción-. Alrededor de las doce, minuto arriba, minuto abajo, las aguas de la bahía del Hudson y del East River quedarán congeladas.

Peter Bendix miró detenidamente al rostro de la muchacha.

-No sabía que la locura fuera contagiosa -dijo cáusticamente.

Y Betty exclamó:

-Sé lo que está pensando, señor Bendix. Sé también que resulta difícil de creer, pero le aseguro que todo cuanto he escrito ahí, palabra por palabra, ha ocurrido en la realidad y es cierto. No pude cortar ni agujerear el traje de Ram Takau con las tijeras. Fui con la charretera a una joyería de Long Beach y.me confirmaron que estaba hecha de oro puro y brillantes... Aquí está la joya por si no quiere usted creerlo.

Betty abrió su bolso y depositó sobre la mesa la chapa de oro arrancada del hombro del traje de Ram Takau.

-¡Déjese de tonterías, miss Seton! -gritó Bendix apartando la joya de un brusco ademán-. Aunque eso fuera realmente oro y brillantes no probaría nada. Acaso que este buen mozo lo robó de alguna parte, pero no en modo alguno que se llame Ram Takau ni proceda de otro planeta. ¿Qué le pasa? ¿Se ha vuelto usted loca también? Quizás haya soñado que fue a esa joyería para comprobar que las piedras eran auténticas, tal vez el joyero quiso burlarse de usted, o se equivocó o quién sabe si no habría recibido un minuto antes la visita de este guasón y estaba de acuerdo con él para hacerle tragar el anzuelo. ¿Sabe lo que le digo? Ya no creo que este tipo esté loco de remate. Su historia dura demasiado y no hay en ella ninguna contradicción. ¡Demasiado perfecta para haber sido inventada por un loco!

Betty Seton palideció. La posibilidad de que Ram Takau saliera detrás de ella de la casa y llegara antes a la única joyería de Long Beach para comprar la complicidad del «experto» en piedras preciosas no se le había ocurrido antes. Pero bien mirado, era posible que hubiera ocurrido así.

Betty recordó entonces que había encontrado a Ram Takau en plena calle, no demasiado lejos de la joyería... y también recordó aquel aparato televisor que Ram Takau sacó no se sabía de dónde y tenía sobre la mesa del «living» cuando ella despertó.

Incluso empezó a encontrar sospechoso que el timbre del despertador no funcionara, lo cual dio a Ram Takau la oportunidad de estar a solas cuando «habló» con la tripulación de aquel fantástico crucero sideral.

La periodista giró sobre sí misma para mirar a Ram Takau. Éste, que había fruncido el ceño al escuchar las palabras de Peter Bendix, sostuvo firmemente la mirada de Betty Seton, la cual sintióse desconcertada.

-No es posible -murmuró, aferrándose a su ilusión de hacer el reportaje más sensacional de la historia del periodismo-. Este hombre...

-Este hombre es un farsante -cortó Bendix secamente-. No solamente le ha tomado el pelo a la policía, sino que se ha burlado de la estúpida credulidad de usted. Un hombre de otro planeta, ¡puaf!

Bendix dio un papirotazo al reportaje de Betty, arrojándolo a1 suelo

Betty vio sus cuartillas esparcidas por el piso y sintió que el mundo se hundía bajo sus pies.

-¡Diga algo, Ram Takau! -gritó saltando en pie y enfrentándose con el «hombre interplanetario»-. No puede quedarse callado ahí. ¡Tiene que demostrar usted que es realmente un hombre de otro mundo!

Ram Takau se puso lentamente en pie y miró a través de los cristales de la oficina. Siguiendo la dirección de la mirada del «angolino», Betty vio a los redactores del periódico que les contemplaban con regocijo. Por encima de las cabezas de sus malintencionados colegas la muchacha vio al capitán Bruce R. Bliven que entraba impetuosamente en la redacción seguido de algunos detectives y un par de policías uniformados.

En esta trágica situación, Betty Seton apenas prestó atención a las palabras de Ram Takau, el cual decía:

-Usted me pidió que hiciera una demostración, miss Seton. Yo accedí y ya está todo preparado. Hoy a las doce en punto cumpliré lo prometido.

-¡Llévense a este farsante de aquí! -fue el aullido de Bendix que el capitán Bliven escuchó al entrar en la oficina.

-¡Hola, pimpollo! -exclamó Bliven haciendo una mueca a Betty- Se acabaron sus interviús sensacionales al «hombre del espacio». Va a veranear usted una temporadita entre rejas antes de volver a su granja de Pensilvania. ¡Espósenme a ese bizarro astronauta!

Ram Takau retrocedió ante la media docena de detectives que avanzaban hacia él. Tropezó y cayó sentado en el diván, que estaba tras él.

-¡No luche, Ram Takau! -gritó Betty viendo un relámpago de furia en .las negras pupilas del joven- ¡No ofrezca resistencia... es inútil!

Los detectives se abalanzaron sobre Ram Takau. Hubo un breve forcejeo que acabó con el estruendoso derrumbe del diván. Los detectives pusieron en pie a Ram Takau esposado con las manos a la espalda. Un agente le cacheó con habilidad y sacó de sus bolsillos algunos objetos que entregó al capitán Bliven. Éste los examinó.

Se trataba de aquella cajita extraplana que Betty ya conocía, más un tubo medio lleno de comprimidos parecidos a aspirinas, un cortaplumas, un pañuelo, una pluma fuente, un pequeño bloc de notas, un librito y una linterna eléctrica cilíndrica que Betty veía ahora por primera vez.

El capitán Bliven abrió el estuche de latón. Betty, que estaba cerca, pudo ver su contenido: media docena de pequeños y grotescos monigotes y dos tarántulas de color negro brillante y aspecto repulsivo, del tamaño de una pulgada, que ofrecían la particularidad de estar envueltas en una substancia sólida y transparente en forma de bloques de cristal.

-¿Qué es esto que lleva aquí, muchacho? -preguntó Bliven poniendo el estuche abierto debajo de la nariz de Ram Takau.

El joven no contestó. Ni siquiera miró lo que el detective le enseñaba.

-Bueno, no importa -dijo Bliven cerrando la cajita y guardándosela en el bolsillo con todo lo demás-. Vamos, andando.

 

CAPÍTULO VI 

No fue hasta las diez cae la mañana cuando Betty Seton fue sacada de su celda y conducida a la oficina del capitán Bruce R. Bliven.

Las últimas seis horas habían sido de prueba para la muchacha. No llevaba ni media hora encarcelada cuando todos los periodistas de la ciudad se volcaron sobre el cuartel de policía. Por razones que sólo él podía comprender, el capitán Bliven permitió que los periodistas bajaran al sótano e interviuvaran a Betty en su propia celda.

Por espacio de una hora Betty estuvo expuesta a la curiosidad y las burlas de sus colegas, los cuales se marcharon al fin llevando un buen acopio de fotografías altamente humillantes para Betty. Estas fotografías habían aparecido en todos los periódicos de la mañana, que la propia Betty tuvo ocasión de ver en el mismo cuartel de policía.

También publicaban los periódicos una fotografía de Ram Takau, bien alusiva, por cierto. En ella se veía al supuesto «hombre del espacio» mirando con expresión de loco al objetivo de la cámara que le sorprendió en el momento en que los policías acababan de ponerle una camisa de fuerza.

E1 capitán Bruce R. Bliven estaba leyendo uno de estos periódicos cuando Betty Seton compareció ante él, escoltada por un agente uniformado.

-¡Ah, es usted! -exclamó Bliven, aunque era é1 quien mandó a buscarla-. Bien, siéntese ahí y vamos a ser breves.

Betty tomó asiento en la silla que le indicaban. Bliven la miró severo por encima de la mesa.

-Bueno, miss Seton -murmuró-. La aventura ha terminado. Ha reconocido usted públicamente que ayudó a escapar a ese pobre loco. ¿Se da cuenta de que se ha metido en un buen lío? ¿Cómo intentará explicar ante el jurado su insensata forma de proceder?

-Yo creí que Ram Takau era realmente un hombre de otro mundo. Por eso le ayudé a escapar.

-A otro perro con ese hueso, miss Seton -refunfuñó Bliven-. Cuando usted salió de este despacho creía tanto en la historia de ese chiflado como yo.

-Sin embargo, estaba segura de que era un ser extraterrestre cuando le incité a escapar -aseguró Betty, prosiguiendo un programa previamente estudiado con su abogado.

-Comprendo su actitud -dijo Bliven sonriendo-. Su abogado, que se marchó hace apenas media hora, le dijo que no veía manera de sacarla a flote a menos que usted se hiciera pasar por tonta; es decir, que fue la primera en creer esa fabulosa historia que puso en ascuas a todo el país.

-Ignoraba que mi reportaje hubiera tenido tanto éxito -dijo Betty tratando de desviar la conversación.

-Pues sí, lo tuvo. Tengo los oídos sordos de tanto atender a llamadas telefónicas de imbéciles que preguntaban si el episodio inicial se había desarrollado realmente aquí, tal y como usted relató en los periódicos.

-Espero que no les defraudaría.

-No, no les defraudé -contestó Bliven cáusticamente-. Les prometí que le echaría el guante a usted y a su chiflado amigo antes de veinticuatro horas y lo cumplí.

-Pero no porque usted me encontrara en mi escondite. Si yo no hubiera sido tan tonta de volver a la Redacción, todavía estaría buscándome por ahí, ¿no es cierto?

-Es posible, mas dígame: ¿por qué regresó a Nueva York?

-Yo creí en la historia de Ram Takau. Sí, no se ría usted -protestó Betty viendo la sonrisa burlona del detective-. La prueba más irrebatible de que fui embaucada es que estaba segura de que hoy a las doce en punto empezaría a nevar sobre Nueva York, descendiendo la temperatura a tal extremo que quedarían congeladas en un bloque las aguas de la bahía. Como sospeché que Peter Bendix no querría publicar esto decidí venir personalmente para convencerle. Puede preguntárselo al mismo Bendix si es que no me cree usted.

El capitán miró con el ceño fruncido a Betty y alargó su mano hacia el teléfono. Pero en seguida cambió de parecer.

-Ya me ha hecho perder bastante tiempo este estúpido asunto -refunfuñó-. La declaración de Bendix puede ser útil para usted cuando se la juzgue, pero a mí me basta saber que ese Ram Takau es un pobre loco.

-Yo no estaría tan segura.

-¿Por qué dice eso? -preguntó el detective frunciendo el ceño.

-¿Han reclamado a ese muchacho desde algún manicomio, sanatorio o casa particular?

-No, es cierto.

-Naturalmente. Ram Takau no es un loco. Se trata de un bromista empedernido, un guasón que ha querido tomarnos el pelo, bien sea por una apuesta o vaya a saber por qué otra causa. Ningún desequilibrado mental hubiera obrado con tan inteligente astucia -aseguró Betty.

Y relató al capitán sus aventuras a partir del instante que huyó con Ram Takau del cuartel de policía. El único detalle que Betty omitió deliberadamente fue que ella no creía en la fabulosa historia de Ram Takau cuando le ayudó a escapar, cosa que por demás sabía perfectamente Bliven. Éste la escuchó con interés y al final murmuró:

-¿Así que ese Ram Takau se le adelantó en la joyería para que el experto en joyas la engañara acerca de aquellos supuestos brillantes? Naturalmente fue él quien manipuló en el reloj para que no despertara antes de las doce. El aparato de televisión pudo adquirirlo al contado o alquilarlo en Long Beach mientras usted estaba durmiendo.

Betty asintió con la cabeza y dijo pensativamente:

-Lo que sigue intrigándome es el traje que vestía Ram Takau. Pesaba más de lo corriente y no pude cortarlo ni atravesarlo con las tijeras.

-Si Ram Takau es un guasón debe ser un bromista con dinero -murmuró Bliven-. Puesto a hacer bien las cosas, se haría confeccionar un traje especial para esta ocasión. Voy a hacer que le traigan para interrogarle. Y le aseguro que no van a quedarle ganas para gastar otra bromita como esta.

Bliven empuñó el teléfono pidiendo comunicación con el doctor Michie.

-¿Es usted; Michie? ¿Cómo se encuentra nuestro «hombre del espacio»? ¿Duerme todavía bajo los efectos de la droga? -Bliven sonrió con el aparato junto al oído y añadió-: Bueno, pues a ver si lo espabila y me lo trae aquí... Sí, quiero interrogarle.

Bliven hizo presión con el dedo en el soporte del teléfono y llamó al sargento O'Hara.

-Lleve a mi despacho todos los efectos requisados a miss Seton y al «hombre del espacio».

Poco después entraba el sargento O'Hara, el cual depositó sobre la mesa del capitán dos sobres de celofán bastante voluminosos. Bliven tomó el sobre donde estaban los efectos de Ram Takau y desparramó su contenido encima del cartapacio.

El estuche de latón volvió a llamar su atención.

-¿Ha visto estos monigotes, miss Seton? -murmuró sacando uno por uno los seis cubos de cristal y alineándolos sobre la mesa. -Quien los hizo no se calentó mucho la cabeza. Total, se reducen a un cilindro por cuerpo, una bolita en el lugar de la cabeza y unos palitos para piernas y brazos.

Betty contempló las seis figurillas negras encerradas en sendos bloquecillos de cristal.

-Nunca los había visto hasta que usted detuvo a Ram Takau esta madrugada. Él tampoco me habló de ellos.

-Deben formar parte del disfraz de hombre interplanetario dijo el capitán. Y tomando la linterna se puso a examinarla.

La encendió apretando el botón y dirigió el foco de luz hacia la pared. Pero como él despacho estaba iluminado por la luz del día, el circulito amarillo de la linterna apenas se notaba.

Bliven dejó la linterna y tomó el librito. Este tenía la forma y tamaño de un diccionario de bolsillo. El detective lo abrió al azar y se quedó mirando sus páginas con una arruga profundamente marcada en el entrecejo. Betty, que todavía seguía interesada en el asunto del «hombre del espacio», abandonó la silla y se inclinó sobre la mesa tratando de ver el contenido del libro.

Bliven hizo pasar rápidamente varias páginas y luego se lo enseñó a la periodista sin soltarlo.

-¿Ha visto usted alguna vez jeroglíficos parecidos a estos? preguntó.

Porque las páginas del pequeño librito estaban llenas de unos caracteres muy extraños, los cuales no se parecían en nada a la escritura corriente.

-¡Caramba, eso es muy interesante! -exclamó Betty alargando la mano. Pero el capitán no le permitió coger el librito.

-Déjelo, no vale la pena.

-¿Por qué? Podía tratarse de la escritura de otro mundo, ¿no es cierto?

-¡No diga tonterías! -refunfuñó Bliven volviendo a pasar hojitas y encontrando en todas ellas la misma extraña escritura dispuesta en dos columnas verticales-. Cualquiera podría hacerse imprimir un librito como éste empleando caracteres absurdos si le animara el deliberado propósito de jugarnos una broma colosal.

-También podríamos estar cometiendo un tremendo error, Bliven. ¡Mire que si Ram Takau resultara ser un auténtico hombre del espacio después de todo...!

-¡No diga necedades! -exclamó Bliven cerrando violentamente el librito-. ¿No cree que ya hizo bastante el ridículo, miss Seton? Hoy es usted el hazmerreír de todo Nueva York, y en cuanto a su periódico, no ha quedado en muy buen lugar, que digamos. Todavía no comprendo cómo ese tonto de Peter Bendix se atrevió a publicar ese absurdo reportaje de usted.

Betty Seton regresó humillada a su silla. La puerta se abrió en este instante y el doctor Michie entró en la oficina seguido de Ram Takau, al cual escoltaban dos robustos policías armados de porras.

Betty se fijó en Ram Takau. Observó que llevaba el cabello húmedo, como después de haber recibido una ducha. Su traje aparecía lamentablemente arrugado y en sus ojos lucía una expresión entre furiosa y desconcertada. Cuando miró a Betty lo hizo irónico y como dolido, lo cual apresuró extrañamente los latidos del corazón de la periodista y cubrió de rubor sus pálidas mejillas.

-Siéntese en esa silla, Ram Takau -indicó Bliven secamente-. Le advierto que ya me va cansando este estúpido asunto y estoy dispuesto a terminarlo de una vez.

El atleta tomó asiento y volvió a mirar a Betty. Esta dio un paso en su dirección y exclamó:

-Por favor, Ram Takau. No insista más en su absurda historia. ¿Quiere que le tomen por loco y le recluyan en un manicomio? Confiese que todo ha sido una broma...

-No le comprendo a usted, señorita Seton -contestó el joven. En realidad, no comprendo la absurda actitud de este mundo. ¿Encarcelan, maltratan y humillan ustedes a todos aquellos a quienes no pueden comprender?

La salida inesperada de Ram Takau dejó desconcertados por un momento a Betty Seton y a los hombres que se encontraban en aquella oficina.

.Mire, amigo -refunfuñó Bliven-. Vamos a dejarnos de retóricas y hablemos claro. Lo que aquí se trata de averiguar es simplemente si es usted un bromista o un chiflado. Si es un chiflado, debe recluírsele en un sanatorio mental. Y si se trata de un bromista tenemos que saberlo para aplicarle un correctivo. No se puede entorpecer la labor de la policía con bromitas de mal gusto, ¿comprende?

-Pero ustedes ¿cómo sabían que yo era un bromista cuando me llevaron detenido a este despacho por primera vez? preguntó el joven.

Y Bliven contestó con sorna:

-¡Hombre, no se necesita ser un lince para saber cuándo una cosa es posible o imposible! Suponga que yo le digo que soy un elefante. ¿Me creería?

-Un elefante es un animal de la fauna terrícola, ¿no es cierto? -preguntó Ram Takau gravemente.

Y el capitán gritó rojo de ira:

-¡Oiga usted, amigo! ¡No me diga que cree que soy un elefante porque le meto a usted en una ducha fría hasta el sábado. ¡Ea, se acabó! ¿Por quién nos ha tomado usted?

Ram Takau miró a Betty Seton con, expresión de asombro y se encogió de hombros.

Un taquígrafo se unió a la gente que ya llenaba el despacho. El capitán Bliven comenzó a interrogar a Ram Takau.

-¿Cómo se llama?

-Ram Takau.

-¿Edad?

-Setenta y siete años.

-¡Maldita sea su estampa, Ram Takau! -barbotó Bliven echando chiribitas por los ojos- ¡Le voy a romper los dientes como no tenga usted más formalidad! ¿Cuántos años tiene?

-Ya se lo he dicho. Setenta y siete -contestó el joven con cara de inocente.

-Muchachos -dijo Bliven a los dos agentes que permanecían de pie junto a la puerta-. Agárrenme a este gracioso y ténganlo bajo la ducha hasta que diga basta.

Los agentes avanzaron rápidamente hacia Ram Takau. Éste saltó en pie lanzando lumbres por los ojos. Jamás le había visto Betty tan furioso.

Uno de los policías descargó un brutal porrazo sobre la cabeza de Ram Takau. El joven se tambaleó. Los dos agentes le cogieron antes que se recobrara del golpe y se lo llevaron en volandas.

-¡Oiga, Bliven ! -gritó Betty indignada-. No puede usted tratar así a ese pobre muchacho. ¿Qué modos son esos de tratar a la gente? ¿Es esto una «cheka», acaso?

-¡Salga de aquí! -chilló Bliven con la faz roja de ira y mirada extraviada-. ¡Por todos los santos, que van a volverme loco entre unos y otros! ¡Fuera! ¡Fueraaaa!

Un guardia se presentó en la oficina y sacó a empujones a la periodista. Betty procuró salir con toda la dignidad que era posible en aquellas circunstancias.

-Nunca he visto al jefe así -le confió el agente cuando llegaron al pasillo-. Si esto dura mucho vamos a acabar todos más locos que un cencerro.

Como el policía no sabía qué hacer con la muchacha optó por esperar en el pasillo. Betty empezó a pasear arriba y abajo. Cada vez que recordaba a Ram Takau y al brutal trato de que estaba siendo objeto sentía que la furia le dominaba.

-«¡Pegarle así, al pobre muchacho!»

Transcurrió un buen rato hasta que el doctor Michie salió de la oficina. Se detuvo ante Betty, como si fuera a decir algo, sacudió la cabeza y siguió adelante accionando con las manos como si hablara solo. Poco después reaparecía seguido de Ram Takau y los dos forzudos policías.

Ram Takau ofrecía un aspecto lamentable. Le habían metido vestido bajo la ducha y sus ropas empapadas, pegadas al cuerpo, iban dejando un reguero de agua a lo largo del pasillo.

En este momento, algo profundo e irreprimible brotó del corazón de Betty Seton. Lanzando un grito dramático, corrió hacia Ram Takau y le echó los brazos al cuello llorando histéricamente.

-¡Bandidos, asesinos! ¡Desalmados! -gritó a los sorprendidos policías. Y acercando su mejilla a la húmeda y áspera de Ram Takau gimió-: ¡Mi pobre Ram Takau! Hacerle esto a mi pobrecito Ram Takau...

El joven quedó, al parecer; tan paralizado por el estupor como los mismos policías. El doctor Michie corrió hacia el patético grupo y trató de tranquilizar a la muchacha.

Por Dios, señorita Seton. No hay para tanto. Esto no es una «cheka», como usted cree. Una ducha, aun siendo prolongada, no puede sentarle mal a su amigo. En todo caso le ayudará a poner en claro sus ideas.

Betty acarició las mejillas de Ram Takau y se hizo a un lado. El gigante le dirigió una extraña mirada, mezcla de sorpresa, agradecimiento y regocijo. El grupo entró en la oficina del capitán Bliven y la periodista echó detrás sin que nadie osara impedírselo.

Bliven estaba detrás de la mesa dando vueltas entre sus dedos a la joya que Betty arrancó de las hombreras del traje de Ram Takau. El detective parecía completamente calmado y come avergonzado de su anterior arrebato.

-Siéntese, Ram Takau -ordenó con suavidad-, y vamos a ver si al fin nos entendemos,

El joven tomó asiento en la silla en tanto los policías retrocedían para quedar apoyándose de espaldas a uno y otro lado de la puerta. Bliven dejó la joya sobre la mesa, donde estaban todos los demás objetos requisados a Ram Takau, enlazó sus manos sobre la mesa y adoptó una actitud amistosa y paternal para decir:

-Ahí afuera, en el patio de estacionamiento, hay una ambulancia esperándole para conducirle a un sanatorio mental... Sí, ya sé que no está usted loco, pero como no puedo perder más tiempo en este asunto le pondré en manos de un psicoanalista para que usted se las componga con él. Una solución le queda, y es confesar que todo ha sido una broma. Es estúpido tratar de continuar un juego en el que no conseguirá engañar a nadie, Ram Takau. No puede soñar en confundirnos ni siquiera con trajes metálicos, charreteras de oro y brillantes o libritos impresos en caracteres que usted ha inventado y que no quieren decir nada. Sabemos que no existen habitantes de otros mundos.

-¿Cómo lo saben? -preguntó Ram Takau con rapidez.

-Si existieran hubieran venido a visitarnos alguna vez, por no citar otras razones más complicadas.

-Pues bien. Ya estamos aquí -repuso Ram Takau sonriendo-. Yo soy un visitante de otro mundo.

El capitán Bruce R. Bliven saltó en su silla y por sus pupilas cruzó un relámpago de ira. No obstante se contuvo. Resolló con fuerza por la nariz y dijo:

-¡Ah, bien, perfectamente! ¿Es usted un ser de otro mundo? Espero que podrá demostrarlo.

-Sin duda -contestó Ram Takau con irritante imperturbabilidad.

-¿Ah. sí? ¿Y cómo? -dijo Bliven entre dientes.

-El cómo y el cuándo ya está decidido desde ayer noche. Miss Seton me desafió a hacer una demostración de fuerza y yo contesté prometiéndole que hoy a las doce en punto se convertirían en un témpano de hielo las aguas de la bahía.

Betty Seton saltó como un muelle hacia el centro de la oficina con una exclamación de sorpresa en los labios, pero el capitán Bliven la contuvo con un ademán. Sonrió triunfalmente, miró su reloj de pulsera y dijo:

-Perfectamente, señor Ram Takau. Le tomo la palabra. Faltan solamente nueve minutos para las doce. No nos importa esperar un ratito, pero después del mediodía, ni un minuto antes ni uno después, saldrá usted de aquí derechito a un manicomio. ¿Estamos de acuerdo?

El doctor Michie, el taquígrafo y los tres policías sonrieron burlonamente en tanto la periodista se precipitaba sobre Ram Takau y exclamaba:

-¿Pero se ha vuelto usted loco, Ram Takau? ¿Será capaz de haber creído su propia historia? ¡Usted sabe muy bien que las aguas de la bahía no se helarán!

-Ram Takau siempre cumple su palabra, miss Seton -repuso el hombre secamente-. Tal y como anunciaron los periódicos de esta mañana, una ola de intenso frío caerá sobre la ciudad dentro de ocho minutos. Espero que los neoyorquinos hayan tomado precauciones ante la eventualidad de que el fenómeno se realizara, pese a todo.

-¿Pero qué está usted diciendo, insensato? -gritó Betty-. Los neoyorquinos dejaron de ocuparse de usted desde esta mañana. Saben por los periódicos que fue detenido y no esperan que ocurra nada extraordinario al mediodía de hoy. ¡Ni siquiera están enterados de lo que usted se propone hacer, lo que al fin y al cabo es una suerte! Su ridículo será menor que si mi periódico hubiera publicado sus absurdos vaticinios.

-¿Cómo? ¿Qué dice? -exclamó Ram Takau palideciendo, saltando en pie como lanzado por un resorte-. ¿No se ha hecho pública la noticia de lo que ocurriría hoy?

-¡No! -chilló Betty con furia. Y todavía añadió-: ¿O es que no comprendió el gesto de Peter Bendix cuando arrojó mis cuartillas al suelo?

-Supuse que la noticia se publicaría de todos modos, siquiera fuese para burlarse de mí -contestó Ram Takau con la faz demudada.

-¡Qué pretensión! -exclamó Betty sarcásticamente-. Mi periódico no podía publicar eso ni siquiera como burla, después del ridículo que ha hecho por su causa... y la mía.

-¡Entonces, hay que impedir que mis hombres lleven a cabo ese experimento! -gritó Ram Takau-. De lo contrario, mucha gente morirá.

-¡Bah! No se preocupe por nosotros, Ram Takau -exclamó Blíven riendo-. Nadie corre peligro de pillar un mal resfriado, porque el día es muy caluroso y seguirá siéndolo después de las doce.

-¡Estúpidos, necios! -bramó Ram Takau avanzando de un salto hacia la mesa-. ¡Les he estado hablando con sinceridad todo este tiempo y no me han creído! ¡Miles de desgraciados sufrirán graves perjuicios debido a su ignorancia e incivilidad!

-¡Alto, Ram Takau! -gritó Bliven corriendo a su encuentro.

Ram Takau se arrojó sobre la mesa. Con una mano cogió una tarántula y con la otra atrapó la linterna eléctrica antes que nadie pudiera impedirlo. A continuación y barbotando palabras ininteligibles se abalanzó hacia la puerta.

-¡Cójanle!... ¡Le ha dado un arrebato de locura! -chilló Bliven.

Los tres policías ya estaban. en movimiento y corrieron a interceptar el paso a Ram Takau lanzándose como un solo hombre sobre él. El atleta se revolvió contra ellos como una fiera.

De un puñetazo lanzó dando traspiés y al otro lado de la oficina a uno de los agentes. Los otros dos cayeron sobre él esgrimiendo sus negras porras de goma. Bliven, el doctor Michie y hasta el taquígrafo de la policía corrieron en ayuda de los agentes.

Bliven encajó un puñetazo en plena faz que le lanzó contra la silla donde estuvo sentado Ram Takau. La silla crujió y se hizo pedazos bajo el peso de Bliven. Betty Seton reaccionó impulsivamente cogiendo una de las patas de la silla rota y agrediendo con ella a los enemigos de Ram Takau.

El joven atleta se defendía bravamente, pero en la necesidad de cubrirse de los golpes de porra dejaba al descubierto otras partes de su cuerpo. Uno de los policías. le golpeó con brutalidad con la porra en los riñones.

Ram Takau, con el rostro cubierto de sangre, cayó de rodillas. Sus enemigos se lanzaron sobre él abrumándole con su peso. Un policía levantó su porra para asestarle el golpe de gracia en la nuca. Betty Seton intervino oportunamente descargando un bastonazo contra el duro cráneo de aquel bruto. El capitán Bliven cogió a la muchacha de un hombro y la lanzó rodando al suelo.

La puerta de la oficina se abrió y un tropel de agentes entraron atraídos por el ruido de la lucha y los gritos que proferían los combatientes. Aunque era evidente que Ram Takau estaba perdido, Betty quiso serle leal hasta el último momento, incorporándose con la estaca en la mano.

De pronto Ram Takau hizo algo extraño, a la vez que absurdo. Con un sobrehumano esfuerzo logró sacar la cabeza por debajo de la montaña humana que tenía sobre las piernas y los riñones. Todavía empuñaba su linterna. Y esta linterna fue lo que utilizó encendiéndola y apuntando con ella contra los pequeños monigotes negros encerrados en sendos bloques de cristal que habían caído al suelo en el fragor de la contienda.

Y entonces ocurrió lo fantástico, lo irreal y maravilloso...

 

CAPÍTULO VII 

Cuatro de aquellas figurillas que estaban en el suelo fueron tocadas por el rayo luminoso de la linterna. Betty no pudo precisar en realidad si fue el haz luminoso lo que dio origen al fenómeno. De todas formas y en el breve espacio de un segundo, aquellos objetos empezaron a brillar irradiando una deslumbrante luz verde azulada que se hinchó e hinchó en mitad de un medroso chisporroteo mientras los cuatro monigotillos, rompiendo su envoltura transparente, aumentaban prodigiosamente de tamaño.

Con los cabellos erizados muda de asombro y espanto, Betty Seton, y también el capitán Bliven y los policías se quedaron mirando el increíble crecimiento de aquellas figuras, las cuales alcanzaron el tamaño de una persona y siguieron aumentando envueltas en un halo de luz, como si no fueran a acabar de crecer nunca.

La lucha quedó instantáneamente interrumpida. Los policías que estaban sobre Ram Takau saltaron en pie sobresaltados y se apelotonaron hacia la puerta, sin dejar de mirar a los monstruos que, en sólo unos segundos, habían alcanzado una longitud aproximada de 2'50 metros por unos 80 centímetros de envergadura.

Al alcanzar estas dimensiones se extinguió chisporroteando el fantástico halo luminoso dentro del cual se había realizado la sorprendente metamorfosis.

De pronto se escuchó una orden, seca, restallante.

Era Ram Takau quien hablaba, a la vez que se ponía de pie con la cara llena de sangre. Los cuatro monstruos que yacían en el suelo empezaron a moverse...

El espectáculo de aquellas «cosas» poniéndose en pie fue algo horrendo que los aterrados policías no pudieron soportar. Uno de ellos, que había quedado acorralado entre los monstruos y la pared, corrió a la ventana y empezó a lanzar gritos de socorro asido a los barrotes. Los demás salieron de la oficina y desde el pasillo empezaron a disparar sus pistolas nerviosamente contra los gigantes metálicos que ya estaban derechos.

Las balas silbaron en todas direcciones al rebotar contra los corpachones de acero de los monstruos. Una de estas balas alcanzó a Ram Takau, el cual volvió a caer al suelo gritando algo en su extraño idioma.

Betty Seton, que había quedado dentro de la habitación, cayó entonces en la cuenta de que los «robots», ya que sólo de «robots» podía tratarse, estaban armados de una especie de fusiles cortos que empuñaban con manos metálicas de cuatro dedos articulados.

Los «robots» entraron en acción con la velocidad del rayo lanzándose impetuosamente contra los policías que estaban apelotonados en el corredor, que echaron a correr a la desbandada.

La carga de los «robots» contra la estrecha puerta tuvo como consecuencia que todo aquel tabique se derrumbara con estruendo sobre el pasillo. Los monstruos pasaron sobre los escombros y avanzaron rígidos, lentos e imponentes a lo largo del corredor, que ocupaban casi por completo de una a otra pared y del suelo al techo.

Sobreponiéndose a su asombro y terror con una especie de alegría interna, Betty Seton corrió hacia Ram Takau, el cual hacía penosos esfuerzos para incorporarse.

-¡Ram Takau, querido! ¡Era un hombre de otro mundo! ¡Lo era en realidad y no quisimos creerle!

-¡La ventana..., la ventana! -murmuró Ram Takau señalando.

Betty le ayudó a cruzar la oficina sin dejar de hablar agitadamente:

-¡Qué maravilloso, querido! ¡Un auténtico hombre del espacio! Por algo me decía el corazón que debía confiar en usted. ¿Cree que realmente empezará a nevar a las doce en punto? ¡Oh, esto es estupendo!

-¡Cállese, loca! -refunfuñó Ram Takau llegando trabajosamente hasta la ventana-. ¿Cómo puede alegrarse del daño de los demás? ¡He de impedir que se realice el experimento!

Ram Takau lanzó por la ventana aquel misterioso cubito de materia transparente que encerraba una repulsiva tarántula. Betty observó en el misma instante que el día se había hecho repentinamente oscuro. Un soplo de aire frío entró por la ventana.

-El cielo se ha nublado -advirtió la muchacha-. ¿Será a causa del experimento?

Ram Takau no contestó. Empuñó la linterna y enfocó con ella a la pequeña tarántula que se veía sobre el piso de cemento del patio de estacionamiento.

Como antes ocurriera con los «robots», la tarántula se envolvió en un chisporroteante halo de luz muy brillante y empezó a hincharse rápidamente como un globo.

En los breves segundos que la diminuta tarántula tardó en convertirse en un monstruo de las dimensiones de un tanque pesado se escucharon en las profundidades del cuartel más gritos, disparos de ametralladora y estrépito de tabiques que se derrumbaban ante el formidable empuje de los gigantes «robots».

Pero Betty Seton ni siquiera percibía aquellos ruidos. Miraba con ojos de asombro y terror a la horrorosa tarántula, que en seguida empezó a mover sus tres pares de enormes patas metálicas.

Ram Takau gritó una orden incomprensible. El monstruoso arácnido se movió como un ser inteligente girando sobre sí mismo para dar frente a Ram Takau. Este siguió hablando y la tarántula se acercó dócilmente a la ventana como un perro acude a la llamada de su amo.

-¿Qué se propone hacer? -preguntó la periodista.

Ram Takau no contestó, sino que levantó sus ojos angustiados al cielo. Empezaba a nevar. Grandes copos de nieve descendían revoloteando a impulsos de un viento por momentos más fuerte y más frío. Bettv empezó a temblar bajo su ligero traje de verano.

-¡ Apártese de la ventana! -le gritó Ram Takau. Y él mismo se apartó de allí.

Las patas delanteras de la tarántula se alzaron hasta la ventana. Eran unas patas horribles, provistas de una hilera de dientes de acero en su parte inferior. Estas patas entraron a través de la reja. Luego, al retroceder, engancharon los barrotes y los arrancaron con un seco crujido.

Ram Takau se lanzó por la ventana, yendo a caer en el patio, entre las fauces de la horrible bestia mecánica. En esto se escucharon tiros en el patio. Los policías acababan de descubrir a la tarántula y disparaban contra ella desde una distancia prudencial.

-¡Necios, estúpidos! -gritó Betty furiosa.

Y aunque las balas zumbaban por todas. partes y rebotaban peligrosamente contra el corpachón metálico del monstruo, se descolgó también por la ventana y se inclinó, llamándolo, sobre Ram Takau, el cual había quedado momentáneamente desvanecido a causa de la caída.

-¡Ram Takau, despierte..., hábleme, por Dios! -gimió la muchacha, sacudiéndolo.

La tarántula había quedado inmóvil, como esperando. La temperatura seguía descendiendo con rapidez. Antes de que se diera cuenta Betty estaba temblando de pies a cabeza y castañeando los dientes de frío.

Ram Takau entreabrió los ojos.

-¡Pronto..., Betty! -murmuró-. Debo entrar en la tarántula... Ayúdeme, por favor.

Betty le ayudó a incorporarse. Ya no disparaban contra ellos. Ram Takau se acercó a un costado de la tarántula y alumbró con su linterna en cierto lugar. Una escotilla se abrió en el flanco del monstruo y de la abertura brotó una difusa luz roja.

-Ayúdeme, .Betty -jadeó el «hombre del espacio»-. Ya es tarde para impedir que se hiele el agua de la bahía, pero debo detener a esos «robots» y hablar con el crucero para que llamen pidiendo ayuda a Saturno.

-Sí, sí... -balbuceó la muchacha. Vamos, apóyese en mí.

La escotilla era angosta y Ram Takau tenía el balazo en la cadera, a juzgar por la rigidez de su pierna derecha. No fue tarea fácil meterlo por aquel agujero, más al final Betty lo consiguió.

-Entre usted también... se va a helar ahí afuera -dijo Ram Takau.

Betty entró en la pequeña cabina, la cual estaba iluminada con una luz fluorescente, suave y roja. Había dos sillones muy bajos ante una gran pantalla televisora y un tablero de instrumentos, y Betty ayudó a su compañero a llegar hasta uno de aquellos asientos.

Haciendo una mueca de dolor, Ram Takau apretó algunos botones e hizo girar otros en el cuadro de instrumentos La pantalla televisora estaba encendida y por ella se veía la destrozada ventana de la oficina del capitán Bruce R. Bliven.

La escotilla de la tarántula se cerró por sí sola con un leve chasquido. Casi en seguida Betty empezó a sentir un suave y agradable calor que la hizo retornar en sí. Ram Takau empezó a hablar por radio, sin que la periodista pudiera entender una sola palabra de cuanto decía.

La nieve caía ahora en tanta cantidad afuera, que formaba a modo de una cortina de gasa entre la tarántula y la ventana del capitán Bliven. El mismo Bliven, con el sombrero atascado hasta las cejas y las solapas de su chaqueta levantadas, se asomó tiritando a la ventana. Miró a la tarántula, hizo una mueca violenta y desapareció.

Ahora, Betty Seton volvió toda su atención hacia Ram Takau. Le estuvo mirando atentamente mientras él hablaba, y e1 corazón se le llenó de orgullo y ternura al pensar que aquel hombre, al que ella amaba, era capaz de realizar cosas tan increíbles como sacar monstruos mecánicos de una caja de cigarrillos y congelar el agua de la bahía de Nueva York.

-«Es invencible» -pensó- «Un superhombre. Puede hacer todo lo que quiera».

Una voz sonora y extraña brotó del aparato de radio como en respuesta a la llamada de Ram Takau. Este cruzó unas palabras con su invisible interlocutor y luego volvióse hacia Betty.

-Señorita Seton -le dijo-. Es preciso que me lleve usted hasta una emisora de radio desde la cual pueda indicar a los neoyorquinos lo que deben hacer en tanto llegan los auxilios médicos que he pedido a Saturno.

-¿Cree usted que habrán muchas víctimas a causa de este frío repentino? -preguntó la periodista, sintiéndose en buena parte responsable de lo que estaba ocurriendo.

-Estoy seguro de que las habrá. No comprendo cómo pude dejarme arrastrar de la tentación de maravillarla a usted con un despliegue de fuerzas tan brutal como éste que acaba de tener lugar aquí. Sin ningún género de dudas, el Estado Mayor no estuvo muy acertado al escogerme a mí para esta misión. He llevado todo el asunto torpe e insensatamente, haciéndome acreedor de los justos reproches de mis colegas.

-No diga usted eso, Ram Takau -protestó Betty acaloradamente-. No fue culpa suya que las cosas ocurrieran así, sino de nuestra estúpida ignorancia e incredulidad. Especialmente yo soy la culpable de la mayor parte de las cosas que le han ocurrido. A no haber sido por mi afán sensacionalista, usted no hubiera escapado del cuartel de Policía y habría acabado por convencer al capitán Bliven, bien fuera realizando este milagro de los «robots» o cualquier otra pequeña fantasía científica, sin necesidad de poner en peligro su vida ni comprometer las vidas de muchos millares de desdichados neoyorquinos.

-¡Cállese! -ordenó Ram Takau secamente-. Todos los reproches que nos hagamos no servirán para atenuar el daño que hemos hecho. Guíeme hasta esa estación de radio.

-¡Pero está usted herido!

-Mi herida puede esperar. Vamos, indíqueme el camino.

Ram Takau empuñó una palanca en cada mano y pisó algo parecido a un acelerador. La gigantesca tarántula «robot» se puso en movimiento girando sobre sí misma y echando a andar hacia la salida del patio.

-¿Qué ha sido de los «robots»? -preguntó Betty en el momento de transponer la ancha puerta para carruajes.

-Los inmovilicé por radio desde aquí.

La tarántula irrumpió en plena calle.

-Por allí -indicó Betty.

Ram Takau hundió más el acelerador y la tarántula, moviendo con prodigiosa agilidad sus horribles patas, se lanzó hacia adelante corriendo con tanta rapidez y suavidad como un buen automóvil. La nevada era copiosísima en aquellos instantes, hasta el extremo de haber paralizarlo todo el tráfico de la ciudad.

Los automóviles, atascados en la nieve y con el agua de sus radiadores helada, estaban esparcidos aquí y allá formando a modo de dunas blancas en mitad de las calles azotadas por la ventisca. Del otro lado de los cristales empañados de las tiendas y los restaurantes, donde la gente se había refugiado, los neoyorquinos veían con estupor aquella intensa nevada en un día de junio que fue caluroso hasta unos minutos antes de las doce...

Y también veían pasar con indescriptible asombro aquella fea y gigantesca araña que corría por en medio de la calle sin que fueran obstáculos para ella la nieve, el frío ni el tráfico atascado.

Cuando la tarántula mecánica se tropezaba con uno de estos ocasionales obstáculos, pasaba sencillamente sobre él. Estas bruscas subidas y bajadas, no obstante, eran incomodas para los tripulantes de la máquina y especialmente dolorosas para la herida de Ram Takau.

-Iremos por otra calle menos concurrida- dijo Betty.

Ram Takau guió su máquina por donde la muchacha le indicó. El nuevo camino les llevó a la entrada del túnel de la Batería, el cual estaba taponado por automóviles que allí se habían quedado atascados.

-No podemos cruzar la bahía por el «tubo» -indicó Betty.

-La bahía estará helada. Pasemos por encima del hielo -contestó Ram Takau secamente.

Betty señaló la nueva dirección y la tarántula mecánica desembocó en los muelles, donde toda actividad había quedado paralizada a causa de la nevada y el intenso frío reinante. Desde el muelle, la bahía ofrecía un magnífico aspecto, convertida en una enorme lámina de hielo.

La máquina saltó del muelle al hielo y corrió velozmente a través de la llanura helada hacia los rascacielos que se levantaban en el extremo de Manhattan. Sorprendidos por la helada, habían quedado apresados algunos barcos y un «ferry boat». Los pasajeros de este último se quedaron mirando estupefactos al extraño «animal» que se deslizaba rápida y silenciosamente junto a las bordas del barco.

-¿No puede sintonizar su radio con las emisoras de Nueva York para ver cómo reaccionan ante esta nevada? -preguntó la periodista.

Y Ram Takau contestó:

-No. La técnica de nuestra radio es distinta de la de ustedes. Mi aparato televisor no puede captar las emisiones terrícolas.

La tarántula alcanzó la punta de Manhattan y abandonó el hielo para volver a la nieve. Cruzaron el parque de la Batería. Betty Seton señaló un rascacielos.

-En ese edificio hay una emisora de radio.

Ram Takau detuvo la tarántula frente a la puerta del edificio. Había dejado de nevar, pero las calles seguían completamente desiertas.

-No puede usted salir de aquí con esas ropas mojadas -dijo Betty-. Cogería una pulmonía.

-Cruzaré corriendo la acera hasta la puerta. Es preciso que entre en ese edificio y hable por radio -contestó el «hombre del espacio».

Betty no osó contradecirle. Ram Takau abrió la escotilla y se dejó caer sobre la nieve dura y crujiente. La periodista le siguió, sintiendo inmediatamente los alfilerazos del frío intenso que atravesaba sus vestidos como si fueran de gasa.

-¡Apóyese en mi hombro! gritó, viendo tambalearse a Ram Takau.

El extraterrestre aceptó en silencio la ayuda de la periodista. En realidad, se apoyó en ella con tanta fuerza, que Betty estuvo diez veces a punto de caer mientras cruzaban penosamente la acera. Cuando llegaban al portal de la emisora, un hombre con uniforme de portero salió del «hall», atestado de gente, y corrió en ayuda de los pasajeros recién desembarcados de la fantástica bestia mecánica.

-¿Son ustedes de otro mundo, verdad? -preguntó aquel ingenuo neoyorquino que tiritaba bajo su uniforme veraniego.

El portero había sido uno de los crédulos lectores de los reportajes de Betty Seton. Fue el único de los millares de neoyorquinos que vieron llegar a la tarántula que se decidió a salir en ayuda de la pareja.

El «hall» donde entraron estaba atestado de gente que se había refugiado allí al empezar la nevada. Gracias a las apreturas podían mantenerse calientes y hasta sudaban, separados por un frágil cristal de la temperatura polar que reinaba en la calle.

-¡Paso, paso al «hombre del espacio»! -gritó él portero.

Y la muchedumbre se apartó, como se apartaron las aguas del mar Rojo ante los israelitas en su huida de Egipto.

Unos minutos más tarde, Betty Seton, Ram Takau y el servicial portero salían de un ascensor en el piso que ocupaba la emisora de radio.

-¡Aquí está el «hombre del espacio»! -gritó el portero lleno de entusiasmo.

Unos segundos después, el director de la emisora. que estaba comentando con otros altos empleados las causas del fenómeno meteorológico, se vio sorprendido en su frío despacho por un ingeniero que entró de rondón y gritó entrecortadamente:

-¡Ahí está ese hombre del espacio, señor director!

-¿Qué hombre del espacio? -preguntó el director estupefacto.

-El de los periódicos... Ram Takau.

-¡Válgame el cielo! ¿Qué quiere?

-Hablar por la radio. Dice que ha sido él quien ha desencadenado esta helada

El director salió de estampía, seguido por todos sus empleados.

Breves minutos más tarde, los aparatos de radio y televisión de millares de hogares neoyorquinos difundían la más sorprendente de las noticias, junto con unas no menos asombrosas instrucciones:

-«Ram Takau, el hombre del espacio de los reportajes de miss Seton en el periódico «World and Life», es un ser real y verdadero en desgraciada lucha con la incredulidad e incomprensión de nuestro mundo. Ram Takau ha provocado este descenso súbito de temperatura para demostrar que puede hacer cosas para nosotros imposibles Por un desdichado incidente, los periódicos no advirtieron previamente al público de lo que iba a ocurrir, lo cual lamenta el señor Ram Takau profundamente. El señor Ram Takau, previendo los numerosos casos de pulmonía y congelación que en breve se producirán a causa de este frío intenso, ha pedido socorros médicos a su flota de autoplanetas... Ignoramos cómo son esos autoplanetas y en qué consisten esos socorros. Pero unos hombres que pueden cambiar a su capricho el curso de los fenómenos meteorológicos deben, sin duda, poseer también una ciencia médica extraordinariamente desarrollada. Confiemos, pues, en este hombre extraordinario y sigamos sus consejos al pie de la letra. No traten de reanimar a las víctimas del frío con whisky, mantas ni baños calientes, a menos se trate de casos de ligera congelación. Todas las víctimas de este frío deben ser metidas en neveras y dejadas allí... hasta que mueran. El señor Ram Takau asegura que ésta es la única forma de salvarlos, resucitándolos luego sin daño alguno».

Las emisoras de radio neoyorquinas estaban todavía repitiendo estas instrucciones, cuando el cielo se despejó sobre la ciudad, brilló el sol y empezó a fundirse con rapidez la nieve que se amontonaba en las calles y azoteas.

Apenas los motores de los automóviles pudieron arrancar, el capitán Bruce R. Bliven se personó en el edificio de la emisora de radio, donde Ram Takau estaba siendo atendido por un médico.

-¡Hola, señor asno! -le gritó Betty alegremente-. ¿Viene a detener otra vez a Ram Takau?

Bruce R. Bliven sonrió forzadamente. Llevaba un brazo en cabestrillo y tenía el inconfundible aspecto de un hombre humillado y desconcertado.

-Acabo de telefonear al. alcalde -aseguró-. Le pregunté si sabía qué había de hacer con ese demonio de hombre... y me ordenó que le montara una guardia de corps hasta ver en qué acaba todo esto.

-Yo sé cómo acabará, capitán -profetizó la periodista-. Le instarán a presentar la dimisión y tal vez le sugieran la idea de dedicarse a criar cerdos. No ha dado usted muestras de ser muy inteligente que digamos. ¿Verdad?

-¿Quién iba a imaginarse que ese tipo decía la verdad? -gimió Bliven-. Todavía ahora me cuesta creer que sea realmente un hombre de otro mundo.

Betty miró al detective con lástima.

-¿Quiere usted entrar para hablar con nuestro hombre del espacio? -le preguntó, subrayando el apelativo como solía hacer Bliven.

-¡No, no! -exclamó el capitán. Y luego añadió:- Puesto que hace usted buenas migas con él, ¿quiere pedirle un favor? Se trata de aquellos cuatro guerreros de hojalata..., los «robots» quiero decir. Me han asolado medio cuartel, me han descalabrado media brigada y ahora roncan cómo búfalos en el sótano. ¿No podía el señor Ram Takau rogarles que se fueran a otra parte? Con todo el respeto que merecen, no es una compañía a la que puedan acostumbrarse los delincuentes habituales que les tienen por vecinos, ¿comprende?

Y Bliven miraba a la muchacha grave y compungidamente.

 

CAPÍTULO VIII 

Ram Takau fue conducido al hotel Palace. ¿Que por qué al Palace? Porque el gerente de aquel hotel, vestido de levita, pantalón rayado y sombrero de copa en la mano, fue vencedor absoluto de la carrera de gerentes de hotel que se organizó, con meta en la emisora de radio, donde estaba Rarn Takau.

El «hombre del espacio», al que las personas llamadas «inteligentes» habían pretendido ignorar hasta este momento, cobraba súbita y resonante popularidad, tanto en Norteamérica como en el resto del mundo. Con él cobraban fama de la noche a la mañana el hotel que le alojó, el sastre que le hizo seis trajes nuevos, el fabricante de automóviles que le regaló un magnífico coche, la florista que surtió de flores su habitación y, en la misma medida, todas las firmas comerciales que abrumaron a Ram Takau con presentes y regalos.

Ram Takau, el hombre del espacio, sonreía un poco aturdido y asombrado.

-¿Cómo voy a pagar toda esto? -preguntaba a Betty Seton, la cual se había elevado a sí misma a la categoría de secretaria particular de Ram Takau.

-No tiene usted que pagar nada por todo esto -le aseguraba la muchacha sonriendo-. Son regalos que le hacen a usted, ¿comprende? A cambio de sus regalos, las firmas comerciales devengarán enormes beneficios simplemente por anunciar en su propaganda: «Ram Takau, el «Hombre del Espacio», usa camisetas «Pingüino». O bien: «El Hombre del Espacio» se mostró encantado de la alta técnica que distingue a los automóviles «Short».

También el doctor que asistió a Ram Takau en los primeros momentos vio acrecentarse súbitamente su fama, aunque menos. Después que le fue extraída la bala de la cadera, Ram Takau mostró cierto desdén por la medicina terrícola. Se hizo traer los comprimidos que la policía le había incautado, se tomó un par de aquellas tabletas, y al día siguiente se había cicatrizado completamente su herida.

El milagroso restablecimiento de Ram Takau animó a la Sanidad Municipal a seguir las instrucciones que el «Hombre del Espacio» había dado en relación con las víctimas de la intensa ola de frío, las cuales se elevaban a unos cuantos centenares.

El autoplaneta Ragt volaba como un rayo a través del espacio para traer a la Tierra los socorros médicos prometidos por Ram Takau. Se esperaba que llegara a la Tierra a los cuatro días de haberse producido la nevada de Nueva York.

Durante aquellos días, mientras se esperaba la arribada del autoplaneta, Ram Takau escribió una larga carta a las Naciones Unidas, carta en donde, después de describir la angustia de su pueblo, en forzado éxodo por el cosmos desde hacía doscientos años, suplicaba permiso para que los angolinos pudieran establecerse «en cualquier rincón de la Tierra, por pequeño y árido que fuere».

Aquella solicitud fue escrita por Betty Seton y precisamente por consejo de ésta.

-Ése es el sistema corriente que se emplea aquí en la Tierra -le dijo a Ram Takau-. Los señores que se sientan a la mesa de las Naciones Unidas son simples representantes de sus respectivos gobiernos y no tienen atribuciones para darle ni para negarle a usted permiso de desembarco. Son los gobiernos de los distintos países quienes han de decidir... y le prevengo que no será cuestión de un día ni de un mes llegar a una conclusión definitiva.

Después de dar curso a la carta, y mientras en la Tierra se aguardaba con impaciencia la llegada del autoplaneta Ragt, Ram Takau aprovechó el magnífico automóvil que le habían regalado y el fin de semana para realizar una gira, sin más compañía que la de Betty Seton.

Fueron dos días magníficos, de íntimo y constante contacto con la naturaleza, a la cual no se cansaba de admirar el lírico Ram Takau. La contemplación de la inmensidad oceánica dejó extasiado al «hombre del espacio», pero su admiración no fue menos ante las montañas, los bosques y los ríos.

Junto a Ram Takau, Betty creyó descubrir por primera vez bellezas que hasta entonces había ignorado, y se sintió feliz y vibró al unísono de las emociones que conmovían a su compañero. Nadaron, pescaron, escalaron montañas, navegaron en canoa y se extasiaron juntos ante la majestuosa belleza de dos espléndidas puestas de sol.

Para Betty Seton, estos dos días fueron a modo de un sueño feliz del que despertó con mal humor y melancolía el lunes por la mañana, cuando regresaban a Nueva York. Ella, Betty, creía que el amor que le brotaba por los ojos había pasado inadvertido o le era indiferente a Ram Takau. Por eso se sintió sobresaltada cuando él le preguntó:

-¿Se siente triste, Betty?

-Sí -confesó la muchacha-. Han sido dos días maravillosos... que no volverán a repetirse jamás.

-¿Por qué, no? El mar, los bosques y las montañas seguirán en el mismo sitio, siempre igual de bellos, cuando volvamos a admirarlos.

-Sí. ¿Pero volveremos? -preguntó Betty llena de tristeza.

-Es cierto -contestó Ram Takau con igual acento de amargura-. Tal vez las naciones terrícolas nos nieguen su permiso para establecernos en este hermoso planeta, en cuyo caso tendríamos que acogernos a la sórdida hospitalidad de Marte o a la convulsiva naturaleza de Venus. ¿Es eso lo que teme usted?

Betty asintió, aunque en realidad no era esto lo que temía. La suerte del pueblo angolino sólo le preocupaba en lo que atañía a Ram Takau. Se sentía egoísta, como todas las personas enamoradas.

Unos kilómetros más adelante, cuando ya eran visibles a través de la bruma los rascacielos de Nueva York, vieron una escuadrilla de doce extrañas aeronaves que volaban rápidamente sobre la ciudad. En primer instante y tanto por su forma corno por su tamaño, Betty creyó que se trataba de dirigibles de un modelo especial, más largos y estilizados que los zepelines corrientes.

Pero no se trataba de zepelines.

-¡Son nuestros cruceros siderales! -exclamó Ram Takau con alegría-. Mi autoplaneta debe estar muy cerca y ha mandado una escuadrilla en descubierta. Debemos apresurarnos en llagar a la ciudad.

Cuando entraron en Nueva York eran las nueve de la mañana y la ciudad vibraba de excitación a la vista de las 12 enormes aeronaves que flotaban inmóviles en el espacio a unos 6.000 metros de altura. E1 cielo estaba lleno de aviones a reacción de las Fuerzas Aéreas Norteamericanas, los cuales evolucionaban alrededor de los fantásticos buques siderales extraterrestres.

A las once de la mañana, después que Ram Takau hubo conferenciado con un grupo de altos jefes militares norteamericanos, los «buques» empezaron a descender con majestuosa lentitud para ir a posarse en la Base Aérea Bennett, de las Fuerzas Aéreas Navales.

Todo Nueva York se volcó sobre el extremo sudeste de Brooklyn para ver de cerca las fantásticas astronaves que, cubiertas de polvo cósmico, se hallaban posadas en el aeródromo de la Marina. Estas astronaves, verdaderos buques del espacio, medían unos 200 metros de proa a popa y tenían la forma de grandes tiburones a los que no faltaba su elegante cola, sus pequeñas aletas dorsales, su prominente nariz ni siquiera su boca armada de afilados dientes, esto último figurado con pintura.

Las doce astronaves, apenas tocaron tierra, fueron acordonadas por tropas de Infantería de .Marina y automóviles «jeeps» que montaban ametralladoras de gran calibre. En el varadero de hidros del servicio de guardacostas contiguo cuatro buques de desembarco echaban a tierra una formación de tanques que avanzaron trepidando para formar un cinturón de acero y de cañones amenazantes alrededor de las naves extraterrestres.

También estaban enfilados contra los aparatos visitantes los formidables cañones de un acorazado que navegaba lentamente por delante de la base con su escolta de cruceros y destructores.

Para Ram Takau la actitud amistosa, a la vez que desconfiada, de los americanos era incomprensible. Los generales yanquis sólo consintieron que aquellos aparatos aterrizaran en la base Bennett a condición que sus tripulaciones no desembarcaran y partieran inmediatamente después de recibir a bordo a las víctimas de la helada, las cuales iban a trasladar al autoplaneta Ragt para su posterior «resurrección».

Toda la operación se realizó con precisión militar. Las mil trescientas setenta y dos víctimas de la helada fueron embarcadas en las astronaves, las cuales se remontaron al anochecer.

Para entonces el autoplaneta «Ragt» era visible en el cielo de los Estados Unidos en forma de una pequeña luna del tamaño de una naranja, muy brillante, que volaba de oriente a occidente empleando una hora en surcar todo el horizonte. Aquella misma noche los observatorios astronómicos coincidieron en asegurar que el tal «autoplaneta» era una esfera, al parecer metálica y hueca, de unos 30 kilómetros de diámetro.

El mundo sufrió una nueva conmoción cuando Betty Seton anunció que dentro de aquella esfera habitaban 10 millones de almas en una ciudad más grande e infinitamente más bella, limpia y cómoda que Nueva York.

Para su defensa, el «Ragt» llevaba una flota de 2.000 cruceros siderales del tipo de los que habían aterrizado en la base Bennett, además de un Ejército Robot de dos millones de soldados autómatas y varios miles de «tarántulas» mecánicas. Todas estas fuerzas, así como las fabulosas cantidades de maquinaria que transportaba el autoplaneta -industrias y fábricas enteras sacadas de Angol antes del desastre que destrozó este planeta- venían «comprimidas», o sea, en forma de pequeños paquetes que se transformarían en objetos enormemente grandes a voluntad de sus geniales dueños.

«Los angolinos -aseguraba Betty Seton- llevan consigo todo lo necesario para colonizar un mundo, por muy atrasado que éste se encuentre. Sus máquinas y su ciencia podrían transformar en un vergel el árido desierto del Sáhara en el plazo de dos años, o poner a un país atrasado del estilo de la India a la cabeza de la producción industrial del mundo en el término de dos meses. Si los dejamos acomodarse en el Polo, los angolinos fundirán los hielos y organizarán el sistema climatológico actual de tal forma que todo el planeta disfrute de una temperatura suave y uniforme. Pero no sólo la región donde esta super-raza se acomode se beneficiará instantáneamente del progreso de estos apátridas cósmicos. En una escala mayor, aunque a un ritmo más lento, todo el mundo experimentará una pronta sensación de alivio a sus problemas más acuciantes, tales como son la carestía de alimentos y vestidos, así como el incesante aumento del coste de la vida. Los angolinos fabrican la inmensa mayoría de sus alimentos por el proceso llamado fotosíntesis, lo cual hace innecesario la explotación de grandes extensiones de terreno. Los angolinos fabrican sintéticamente sus vestidos y su calzado. Su industria, que traen «empaquetada» y sólo necesita un solar donde establecerse, puede fabricar menajes de cocina, muebles, aparatos de televisión, neveras y automóviles tan aprisa como pulsaciones da a su máquina una experta mecanógrafa. Y nadie tendrá que pagar un centavo por todos estos objetos. En la economía angolina el dinero carece de valor. El único valor que se reconoce es el esfuerzo físico e intelectual del hombre, el cual recibe cómo compensación a su trabajo absolutamente todo aquello que necesita para vivir en arreglo al sistema de vida de su época. ¡Y la época que vive la civilización de Angol marcha miles de años más avanzada que la nuestra! La Tierra no puede rechazar el ofrecimiento de ayuda de este pueblo extraordinario, del cual podemos recibir la paz y la felicidad por un precio tan modesto como es entregarles el inhabitable desierto del Sáhara. Ram Takau, el magnífico embajador de esta super-raza, no debiera estar esperando a que las Naciones Unidas decidan el momento en que van a recibirles. ¡Las Naciones Unidas o no, debieran haber corrido ya hacia Ram Takau y pelearse a puñetazos por ofrecerle una región en los parajes más fértiles y hermosos de este planeta».

Este artículo de Betty Seton, reproducido en todos los idiomas por todos los periódicos de la Tierra, puso al mundo sobre ascuas y activó las conversaciones que se estaban llevando a cabo entre los jefes de Estado de las naciones más preeminentes.

Las naciones pequeñas y más atrasadas económicamente, que eran precisamente aquéllas que abogaban por el acceso de los angolinos a un pedazo de la Tierra, no tomaban parte en las deliberaciones.

Mientras tanto, la prensa y la radio de las grandes potencias lanzaban una campaña de dudas y recelos. Se preguntaba qué ocurriría en el caso nada improbable de que la «super-raza», precisamente por su manifiesta superioridad, viniera a imponer su criterio, su idioma, su cultura y su forma. de vida a otra civilización que ya tenía su cultura, sus costumbres y su progreso.

Se preguntaba por qué iban a trabajar por el bienestar de la raza terrícola unos hombres que debían vivir en la más dulce de las holganzas, si era cierto que poseían adelantos tan portentosos.

«Una raza que se sabe superior debe sentirse lógicamente orgullosa de esa superioridad y procurar mantener la diferencia por todos los medios. Por lo tanto, y a despecho de su aparente altruismo, los angolinos no se esforzarán lo más mínimo en elevar nuestro nivel de vida», decía un periódico inglés, pensando, sin duda, en lo que habla sido su política colonial en la India.

Y los franceses decían:

«Cualquiera que sea la decisión que se tome respecto a la concesión de asilo a los angolinos, éstos deben desterrar de su cabeza la idea de colonizar el Sáhara. El Sáhara es territorio francés y Francia tiene formados ya sus proyectos para colonizar el desierto».

Los rusos se negaban en redondo a dar asilo a los forasteros:

«Los problemas de la Tierra son exclusivamente nuestros y nosotros los resolveremos a nuestra manera. Nadie regala nada como no sea a cambio de algo. E1 ofrecimiento de los angolinos a cambio de una pequeña región donde establecerse es una patraña que oculta su debilidad. Si los extranjeros fueran tan fuertes como presumen no vendrían con súplicas. Simplemente tomarían por la violencia aquella región que más les agradara».

-¿Sabe usted lo que le dijo, Ram Takau? -murmuró Betty Seton después de comentar el asunto con el «washi»-. Mejor vaya preparándose para recibir una rotunda negativa. Los terrícolas no les quieren por huéspedes.

-No lo comprendo. Si necesitan nuestra ayuda ¿por qué la rechazan?

-La respuesta es muy sencilla, Ram Takau. ¡Miedo! Las naciones terrícolas temen llegar a convertirse en esclavos de ustedes:

-¡Qué tontería! ¿Para qué íbamos a necesitar nosotros los esclavos? -preguntó Ram Takau ingenuamente.

-Quizás para que cada angolino muerto tenga su pirámide de Cheops -contestó Betty sarcásticamente-. ¿Quién sabe? El caso es que aquí se les teme. Nosotros somos muy exclusivistas ¿sabe? Cada hijo de país cree que su patria es la mejor del mundo. Ustedes no pueden venir aquí. borrar todas las fronteras, igualar a todas las razas y fundir la cultura y los idiomas, como sería lo lógico, porque cada línea fronteriza separa a dos pueblos que se aborrecen. La visión de un mundo futuro sin fronteras, sin diferencias religiosas, sin castas, y sin clases privilegiadas es un imposible tal y como se encuentra dividido nuestro mundo actual. Lenguas, religión, ideas e idiomas, costumbres e historias nos han dividido en fracciones antagonistas. No podrán ustedes reconciliar a estas partes en discordia. No se trata de que todos los hombres tengan bastante comida, su casa propia, su televisor y su automóvil. El terrícola no se sentiría a gusto en un mundo donde no existieran oportunidades de satisfacer la ambición. Para que el hombre llegue a sentirse feliz con lo que tiene ha de empezar por considerar que todo lo que tiene es superfluo para la existencia. Y para eso se necesita cultura, civilización,. altruismo..., una experiencia de miles de años como la que tienen ustedes.

-¡Pero nosotros necesitamos un sitio donde asentar nuestras plantas! -exclamó Ram Takau-. Si los terrícolas no quieren injerencias en sus asuntos podemos también levantar nuestras fronteras y vivir nuestra propia vida ignorando a los vecinos.

--No diga tonterías, Ram Takau. Eso no puede ser. Primero, porque todos los que habitan un mismo mundo se ven obligados a participar de los problemas de ese mundo. Segundo, porque ustedes son demasiado inteligentes y excesivamente fuertes para el gusto de los terrícolas. Aquí se los teme, y si quieren ustedes refugiarse en la Tierra tendrán que luchar para conseguirlo.

-No queremos luchar -contestó Ram Takau.

-¿Por qué no? Si realmente son ustedes tan fuertes pueden dejarnos fuera de combate en la primera semana de guerra.

-Y en el primer día también -repuso el «washi» con amargura-. Pero ese no es el caso. ¿Aprobaría usted que hiciéramos esa guerra?

-Reconozco sus derechos a que se les conceda un pedazo de tierra donde levantar sus casas. Pero este derecho es más moral que jurídico. Jurídicamente nadie puede exigir que se le conceda hospitalidad, y mucho menos tomársela por la fuerza... si es que a esto puede seguir llamándosele hospitalidad.

Ram Takau asintió con profundos movimientos de cabeza y dijo:

-Así es corno nosotros vemos las cosas, Betty. También nosotros recibimos en otros tiempos la visita de seres extra angolinos que venían en busca de una nueva patria. No nos gustó que nos invadieran. A los extranjeros, ciertamente, les hubiera valido más seguir adelante en busca de otro mundo deshabitado. Los angolinos les aborrecimos siempre y en aquel mundo no hubo paz hasta que el último extranjero fue aniquilado. Se trataba de seres de distinta naturaleza que la nuestra, es cierto, aunque también tenían su civilización y su cultura. Nuestro caso sería el mismo si entráramos en la Tierra por la violencia. Todo lo que hiciéramos después sería inútil para derribar la barrera de odio existente entre ustedes y nosotros. Seríamos siempre enemigos irreconciliables, y nosotros somos contrarios a toda idea de violencia. Si ustedes no nos admiten aquí colonizaremos Marte o Venus... o proseguiremos nuestro éxodo en busca de otro mundo más hospitalario.

Después de esta conversación Betty Seton sintióse más enamorada de este hombre admirable, miembro de una raza que prefería trabajar en la colonización de Marte. durante uno o dos siglos a tomar por la fuerza lo que se les negaba de grado.

Betty Seton escribió un artículo vibrante, empapado de ternura y admiración, en donde pregonaba la voluntad de renuncia de Ram Takau como la prueba más fehaciente de la bordad y deseos pacíficos de los hombres de su raza.

Pero aquello que emocionaba a Betty Seton era indiferente para el resto de la humanidad terrícola. Y era lógico que fuera así, aunque la enamorada defensora de Ram Takau no pudiera comprenderlo. Lo que harían los angolinos sólo podría saberse en el caso de serles negado el derecho de asilo.

Así transcurrieron algunos días. Las víctimas de la helada regresaron a Nueva York milagrosamente redivivas, contando maravillas del autoplaneta Ragt y de las simpáticas gentes que habitaban la fabulosa ciudad alojada dentro de aquella enorme esfera metálica.

-Esperemos que lo que cuentan estos muertos resucitados sirva para animar a las Naciones Unidas a admitirles en la Tierra -dijo Betty a Ram Takau.

Pero las Naciones Unidas ya habían tomado su decisión y llamaron a Ram Takau para que compareciera ante la asamblea.

En mitad de una curiosidad enorme, Ram Takau vistió su traje de circonio con los emblemas de su alto rango y desfiló escoltado por los motoristas hasta la sede de las Naciones Unidas.

La sala de deliberaciones donde fue recibido el «washi» de Angol estaba llena de bote en bote. A1 entrar Ram Takau se hizo un silencio profundo. Desde los bancos reservados a la Prensa, Betty Seton advirtió que su amigo estaba muy pálido al avanzar hasta la mesa de la Presidencia.

-¿Se llama usted Ram Takau? -preguntó el presidente con voy fuerte y ligeramente trémula.

-Sí, señor -contestó el «washi» con sencillez y energía.

-¿Ha elevado usted hasta este Consejo una demanda de asilo para un pueblo extraterrestre de doscientos millones de almas, del cual es usted su representante legalmente autorizado?

-Sí, señor.

El presidente miró con el rabillo del ojo a los representantes de las naciones que aguardaban con el aliento en suspenso. Luego aspiró el aire como para hacer acopio de valor y dijo:

-Las Naciones Unidas de la Tierra han estudiado detenidamente su demanda, señor Ram Takau. Y por razones de la más estricta seguridad y después de ser sometida a voto por esta Asamblea se ha decidido les sea negado el permiso de desembarco, decisión irrevocable que esperamos transmita usted al Gobierno de su culta y admirable nación.

En aquella misma sala habían tomado antes decisiones de extrema gravedad, que habían precipitado a los periodistas como locos hacia los teléfonos. Pero hoy ningún periodista abandonó su asiento, ni se escuchó un murmullo ni se vio un pestañeo.

No era lo más importante la decisión tomada por la Asamblea, sino la decisión que tomara Ram Takau a raíz de la seca e inapelable negativa de las Naciones Unidas.

La palidez de Ram Takau se acentuó todavía más. Pestañeó con rapidez y se volvió a mirar en redondo a los hombres que, amparados tras las placas en donde se citaba escuetamente el nombre de sus respectivos países, le miraban, a su vez con el aliento en suspenso. Luego clavó sus negras pupilas en la cara del presidente y preguntó:

-¿Saben las Naciones Unidas que con su negativa nos obligan a tomar el camino más difícil?

Aquellas palabras hicieron descender bruscamente la temperatura en toda la sala.

-Esta Asamblea ruega al representante de Angol aclare el sentido de sus palabras -dijo el presidente-. ¿Significan... acaso.., una amenaza?

Ram Takau sonrió débilmente y dijo:

-No, en modo alguno. Sentiría que la Asamblea hubiera interpretado mis palabras en el sentido de una amenaza. El camino largo y penoso que vamos a emprender es la colonización de los planetas Venus y Marte.

-Las Naciones Unidas todavía no han estudiado la posibilidad de ceder a los angolinos alguno de esos planetas -contestó el presidente mordiéndose los labios.

-La Asamblea -contestó Ram Takau secamente- puede ahorrarse la molestia de deliberar sobre si mi pueblo puede o no puede establecerse en Venus o Marte. Pensamos quedarnos allí, les guste a ustedes o no.

El Presidente no supo qué contestar porque, ¿acaso podía alegar la Tierra derechos sobre unos planetas acerca de los cuales lo ignoraba prácticamente todo? ¿Existía acaso algún medio de evitar que los extranjeros sentaran sus reales en unas mundos que el terrícola no había visitado jamás?

Dejando a la Asamblea en esta amarga convicción de falta de autoridad y medios para impedir aquella colonización, Ram Takau salió saludando con una inclinación de cabeza. Entonces sí que saltaron los periodistas de sus asientos para correr hacia los teléfonos, y sonó como una explosión el murmullo de los comentarios.

Betty Seton corrió tras Ram Takau alcanzándole cuando subía en su automóvil. Entró con él en el coche, tomó asiento a su lado y le miró a los ojos.

-Tenía usted razón, Betty -murmuró el «washi» con acento de profunda amargura-. Los terrícolas nos temen. Incluso les parece peligrosa nuestra vecindad en Venus o Marte. Regresaré con los míos hoy mismo.

No hablaron en el resto del camino hasta el hotel. Ambos marchaban abismados en sus íntimos pensamientos. É1 de tristeza y amarga decepción por su fracaso. Ella, de tristeza y dolor arte la inminente separación. Hubiera podido pedir a Ram Takau que la llevara consigo, pero Betty esperaba que se lo pidiera él.

La escolta motorizada abandonó a Ram Takau ante la puerta del hotel. Betty le acompañó hasta sus habitaciones.

-¿Quiere recoger mis cosas mientras yo llamo por radio a uno de mis cruceros? -le dijo Ram Takau.

Ram Takau tenía en su habitación la emisora de radio que mandó traer de Long Beach. Mientras la utilizaba para comunicar con su flota sideral, Betty fue de un lado a otro recogiendo los objetos de Ram Takau: regalos y chucherías de los establecimientos más prestigiosos de Nueva York, y también pequeños recuerdos de sus giras campestres y salidas nocturnas. Aquellos objetos formaban una colección copiosa y muchos de ellos evocaban nostálgicos recuerdos en Betty.

-El crucero estará aquí al caer la tarde -anunció Ram Takau. Un aerobote aterrizará en Central Park evitándonos todo ese lujo de precauciones que suelen tomar los americanos.

Cuando el equipaje estuvo hecho los mozos lo llevaron hasta el automóvil.

Aunque infinidad de personajes habían acudido a dar la bienvenida al «hombre del espacio», nadie salió a despedirle. Ram Takau y Betty subieron al coche dirigiéndose a Central Park en una hora en que el tráfico se incrementaba con el cierre de las tiendas y la salida de fábricas y oficinas.

El sol se ocultaba en el horizonte tras un incendio de nubes cuando el crucero sideral apareció sobre Nueva York. La gente que paseaba por el parque se detuvo para señalarlo. Una navecilla se desprendió del buque y descendió verticalmente sobre Central Park poniendo en fuga a la gente.

Los neoyorquinos, con todo, no habían podido acostumbrarse a estas máquinas extrañas que aterrizaban y se elevaban verticalmente sin producir ruido.

El «aerobote» se posó en el asfalto interrumpiendo. por unos minutos el tráfico. Dos hombres que vestían uniformes azules con adornos rojos se acercaron a Ram Takau y le saludaron con un movimiento de cabeza. El «washi» les señaló dos de las maletas y él cogió la tercera echando a andar hacia la nave.

Betty Seton quedó clavada por el asombro en el asfalto. ¿Cómo era posible que Ram Takau se olvidara de ella hasta el extremo de no despedirse siquiera?

Ram Takau anduvo unos pasos. De pronto se detuvo y se volvió hacia Betty con el ceño fruncido.

-¿Qué hace parada ahí? -refunfuñó-. ¿Vamos?

Betty no se movió. Ram Takau volvió atrás, dejó la maleta en el suelo y la miró fijamente.

-¿No quiere venir? -preguntó.

-¿A dónde?

Pues... conmigo, claro está.

-Nunca hablamos de que yo tuviera que acompañarle -dijo ella molesta-. Usted nunca me lo pidió.

-Nunca creí que tuviera que marcharme -contestó él-. Y esta tarde no me acordé de decírselo. Betty ¿quiere usted unir su suerte a la de mi desdichado pueblo? ¿Quiere usted ser la esposa de este anciano de setenta y siete años?

-¿Anciano? -exclamó Betty riendo. Y se arrojó en sus brazos suspirando-. ¡Mi adorado y venerable anciano!

Un minuto después, los curiosos detenidos en la acera, los paseantes del parque y los ocupantes de los vehículos inmovilizados veían a la pareja cruzar corriendo la calle y entrar en la fantástica navecilla.

El «aerobote», seguido de la mirada de centenares de personas, se elevó hasta el crucero sideral y desapareció en un hueco abierto en el vientre de éste.

Luego, el tiburonesco crucero sideral cerró aquella compuerta y comenzó a elevarse... a elevarse...

Los neoyorquinos lo vieron por última vez a enorme altura, brillando como un ascua bajo las rayos de sol que ya no iluminaban a la ciudad de Nueva York. Luego, la oscuridad absorbió a la fabulosa astronave, camino de las estrellas que brillaban rutilantes en un cielo de estío.

 

FIN 

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