martes, 20 de junio de 2023

SUPERVIVENCIA (RALPH BARBY)

 

Una de las firmas más populares de bolsilibros de ciencia ficción durante la década y media de existencia de la colección La Conquista del Espacio fue Ralph Barby, seudónimo tras el que se ocultaban en realidad dos personas en feliz simbiosis, Rafael Barberán Domínguez y su esposa Àngels Gimeno, un caso singular dentro de la literatura popular española ya que, aunque existió algún otro matrimonio de escritores de bolsilibros, por lo general estos solían firmar por separado sus propias novelas. 

Este no fue el caso del matrimonio de Rafael y Àngels ya que, según sus propias palabras, sin la unión total y permanente de ambos nunca habría existido Ralph Barby debido a que, haciendo ambos tareas diferentes, unas compensaban y complementaban las otras, y viceversa.


CAPITULO PRIMERO


Adam C. Lasiter se introdujo en el elevador. Las puertas se cerraron 

automáticamente. Pulsó el botón cuatro, que correspondía a la comandancia

de la base espacial satélite W-144 y apenas se escuchó un leve zumbido.

Inmediatamente, las puertas del camarín se abrieron de nuevo.

El capitán Lasiter apenas dedicó una ojeada al corredor frío y aséptico

que se abría ante él, completamente solitario. Se detuvo unos segundos ante

una puerta de grueso cristal mientras la cámara de un televisor de circuito

cerrado entregaba todos los datos del capitán a la computadora archivo de la

nave.

Cuando el cerebro electrónico dio su conformidad, se abrió la puerta de

cristal franqueándole el paso, pero cerrando inmediatamente detrás de él.

Dos pares de celadores no habrían montado mejor guardia, ya que nadie

podía pasar por allí sin la placa de identificación que todos los miembros de

la base espacial satélite W-144 estaban obligados a llevar prendidas en sus

pechos.

El capitán Lasiter sabía bien que mientras avanzaba por el pasillo ya

aparecería en la pequeña pantalla que el coronel Sherman, comandante de la

base espacial, tenía sobre su mesa despacho. Todo lo que pasara por el

corredor era captado por la pequeña pantalla, de este modo Sherman jamás

era sorprendido por una visita inoportuna, ya que sólo tenía que pulsar un

botón amarillo para que la puerta de su despacho no pudiera abrirse más

que con un rayo «Laser» de gran intensidad, capaz de fundir la aleación

metálica de que estaba compuesta.

La difícil puerta se franqueó inmediatamente ante la presencia del

capitán Adam C. Lasiter, un hombre alto, moreno, un tanto despeinado y

con más pelo cubriendo su cráneo del que permitían los reglamentos.

—Acérquese, capitán —ordenó el coronel, en pie junto al mirador desde

el cual se divisaba perfectamente la Tierra, azulada en su mayor parte y algo

blanquecina en otras zonas, debido a las nubes.

Lasiter pudo distinguir parte de la Argentina y Chile, con sus páramos y

pampas, sus altas montañas sobre las que brillaba la nieve eterna.

Lasiter admiraba sinceramente al coronel Sherman.

Era todavía un niño cuando se había maravillado con sus hazañas de

exploración en el planeta Venus, pero Sherman se había cargado de años y

si bien poseía la experiencia necesaria, el departamento médico no le

autorizaba a realizar más expediciones exploratorias.

Por ello se le había confiado el mando de la base espacial satélite W-

144, el mayor de los satélites de la federación Occident, un puesto, de

responsabilidad, pero que no acababa de agradar al explorador espacial.

—¿Quería hablarme, coronel?

—Sí. Hace una hora ha llegado una cápsula de la Tierra.

—Sí, ya lo he advertido. ¿Vino algo importante en ella?

—Antes, lo curioso, lo nuevo, era lo que llegaba del espacio a la Tierra,

ahora es todo lo contrario. Lo que llega de la Tierra a esta especie de isla de

acero y tungsteno flotando en el espacio, en órbita alrededor de nuestro

planeta, es lo hermoso, lo interesante. Juzgue usted mismo.

El coronel Sherman extendió su mano hacia una de las butacas

encarnadas con la larga mesa de mando con tres pantallas receptoras

siempre en funcionamiento, dos cámaras emisoras y dos interfonos.

A aquella mesa llegaban todos los datos que exigía el coronel Sherman

y desde ella daba las órdenes oportunas.

La butaca de respaldo alto y mullido giró sobre el eje que la sostenía.

Adam C. Lasiter descubrió a quien estaba sentado en ella, cuando unos

instantes antes ni siquiera había advertido su presencia.

Clavó su mirada en aquella mujer de grandes ojos rasgados, cabellos

largos y lacios color platino, labios sensuales y un cuerpo capaz de

entusiasmar al más asceta.

Vestía el uniforme de a bordo, pero sin distintivos de graduación alguna.

Una casaca plateada de cuello alto, ceñida por un cinturón y los ajustados

pantalones, blancos para el cuerpo femenino y negros para los hombres.

Estaban confeccionados en una fibra sintética tan fina, que se adhería a la

carne como una segunda piel, evitando que pudiera estorbar ningún

movimiento y al mismo tiempo dando calor y facilitando la circulación

sanguínea.

—¿Ha terminado de observarme, capitán? —preguntó, un tanto irónica.

—Creo que hace tiempo que no he visto una mujer tan hermosa como

usted en esta base espacial.

—¿De veras? —siguió burlona—. Me parece increíble escuchar tanto

halago, máxime cuando tengo entendido que opera aquí un cuerpo de

trescientas cuarenta y dos hembras.

Lasiter, también irónico, replicó:

—¿Ha sacado ese dato de la computadora?

—¿Se extraña, capitán? —dijo ella, mientras el coronel los observaba

pensativo.

—No, claro que no. Por proceder de una computadora ha dicho

«hembras». Si saliera de unos labios hermosos, delicados, habrían dicho

mujeres o féminas, es menos técnico y más humano, ¿no le parece?

Ella brincó de la butaca. Sus pupilas fulguraron.

—¡Es usted un impertinente!

El coronel Sherman carraspeó. Luego, avanzó hacia la mesa y desde

detrás de la misma explicó:

—La señorita es la doctora Eva Dalton, graduada en geología,

mineralogía, botánica y zoología, dependiente del departamento civil. Ha

sido recomendada por la presidencia de la Federación Occident para ser

incluida en nuestro programa de los Supervivientes, un proyecto altamente

secreto como usted ya sabe, capitán.

—Por supuesto, coronel —respondió cortante ante la altiva, orgullosa y

exuberantemente bella doctora Dalton.

—Doctora Dalton, es preciso que le advierta que el capitán Lasiter es

uno de nuestros miembros más románticos de esta base espacial. Pese a su

juventud, grandes conocimientos técnicos y capacidad de mando, lucha por

mantener la superioridad del hombre sobre las máquinas, sobre nuestros

terribles cerebros electronucleares capaces de memorizar el contenido de

todos los libros de la Tierra en una décima parte de su capacidad.

—¿Libros? Hum, material antiguo, propio de un museo arqueológico —

replicó ella—. Soy científica, pero también opino que el hombre está por

encima de la máquina. Sin embargo, ellas son superiores a nosotros.

—Creo, doctora, que difiero de usted —dijo Lasiter.

Ella adoptó una actitud un tanto despreciativa y mordaz. Entornando los

ojos preguntó:

—¿En qué?

—Pues que las máquinas no poseen la capacidad de equivocarse como

nosotros y eso es un gran fallo, a mi modo de ver.

—Bonita tontería.

El coronel Sherman volvió a intervenir, apaciguador:

—Doctora Dalton, puede no participar usted de las opiniones del

capitán, pero a partir del instante en que yo pase la orden a la computadora

central de la nave, usted deberá tener en cuenta que el capitán es su superior

inmediato.

—¿Mi superior inmediato? Soy civil y no militar, coronel.

Sherman suspiró.

Se pasó la mano por su brillante piel craneada, exenta de todo cabello y,

mientras daba una ojeada a la Tierra a través del gran cristal visor, capaz de

resistir el impacto de un meteorito no mayor de cinco pies de diámetro,

dijo:

—La tierra está ahí abajo, bastante lejos. Aquí arriba todo es diferente.

Hay más disciplina, más orden, algo imprescindible o esta base espacial se

desintegraría en miríadas de partículas que se disolverían en el polvo

cósmico de nuestra Galaxia.

—Comprendo. Debo someterme.

—No es sometimiento, doctora Dalton, es compañerismo. Cada cual

tiene su misión específica, mas siempre ha de existir alguien que la

coordine y ese alguien, en el proyecto de los Supervivientes, hasta que no

sea relevado del cargo, es el capitán Adam C. Lasiter.

Ella clavó su mirada en Lasiter revisándolo de arriba abajo, mientras él

sonreía. Burlona, replicó:

—El mismo lo ha dicho, es un hombre capaz de error. Creo que mejor

nos dirigiría una computadora.

—Lamento tener que volver a disentir con usted, doctora Dalton —

advirtió Lasiter.

—¿Por qué? Todavía puedo preguntar a mi superior inmediato,

¿verdad?, ya que el coronel Sherman no ha programado aún mi ficha.

—Una computadora no puede hacer una cosa que usted, como botánica

y zoóloga, deberá conocer a la perfección.

—¿Qué cosa? Creo que una computadora lo puede todo, capitán.

—Siempre habla la dureza de la científica —suspiró—. Pues se

equivoca, doctora Dalton. Una computadora no puede procrear. —Las

mejillas de la joven se encendieron pero él prosiguió—: La misión principal

de los Supervivientes es la de hacer perdurar nuestra raza. Todos los que

componemos el proyecto secreto hemos sido estudiados minuciosamente,

estando totalmente capacitados para la procreación. Incluso todos tenemos

los mismos grupos sanguíneos, serie universal. Supongo que usted también

ha pasado por el departamento médico antes de ser enviada a formar parte

de este proyecto. No tendrá problemas de Rh ni causticidad o acidez.

Conforme escuchaba aquel bombardeo de observaciones, las mejillas de

Eva Dalton habían ido encendiéndose. Sus senos, ocultos bajo la ajustada

casaca, pero bien pronunciados en la tela especial, subieron y bajaron

arrogantes, duros y hermosos en busca de aire para sus pulmones.

—¿Ha terminado?

—De advertirle cuál es la principal obligación de los Supervivientes, sí.

—Pues espero que no sea usted el único varón de la nave, capitán.

El índice del coronel Sherman pulsó un botón. Tomó la ficha que había

traído consigo la doctora Dalton y la colocó ante la cámara televisiva que

alimentaba el computador electronuclear central.

—Está usted programada para el proyecto de los Supervivientes,

doctora Dalton. —Un tanto irónico, pero suavizador, agregó—: El proyecto

está formado por cinco hombres y cinco mujeres capaces de constituir otras

tantas familias, las suficientes para comenzar de nuevo la multiplicación de

nuestra raza. Lógicamente, como el proyecto es secreto y se teme que el

Orient-Empire tenga algún proyecto similar pese al silencio absoluto que se

ha mantenido sobre el particular, unos y otros no se conocerán entre sí. Sólo

el capitán Lasiter, la computadora secreta y yo conocemos quiénes forman

parte del proyecto, es más, cada uno de los miembros que lo constituyen

son revisados cuidadosa y minuciosamente de forma periódica y al que se le

encuentra la mínima falta, como puede ser una simple afección de virus

gripal en su sangre, aunque se pueda curar con una pastilla, quedará

excluido del proyecto y su lugar será ocupado por otro como ha ocurrido

con usted, doctora Dalton, que ha suplido a otra mujer del proyecto. Los

Supervivientes sólo admiten especímenes perfectos, hembras comprendidas

entre los veinte y los veinticinco años y hombres entre veinticinco y treinta

y cinco años. —Hizo una pausa y añadió luego—: Ahora, creo que la

presentación ya está hecha. Capitán Lasiter, acompáñela y prepárela para

que forme parte del proyecto que en cualquier momento, lo mismo ahora

que dentro de diez o cien años, puede ser activado.

—Correcto, coronel. La iniciaré en nuestro proyecto.

Ya con más dominio de sí misma, desapareció el rubor de su agraciado

rostro, Eva Dalton preguntó:

—Por casualidad, capitán, ¿no es posible que coja usted la gripe?

—No, no es muy posible. El microbio gripal no existe dentro de esta

base espacial completamente aséptica. Por ello, todos los seres que llegan

de la Tierra pasan antes por la cámara de desinfección microbiológica y

bacteriológica. Otra cosa distinta sería si estuviéramos en la Tierra.

—¡Qué lástima! A veces, tanta asepsia fastidia —objetó ella.

El coronel Sherman los despidió:

—Espero que se lleven bien —dijo sin convencerse a sí mismo—. Si

tiene algún problema, doctora, el capitán Lasiter es...

—Sí, coronel, ya lo sé. El es mi superior inmediato, pero después de él,

¿quién está?

—Yo mismo, doctora.

—Comprendo, pero como buen militar preferirá que todos los trámites

se realicen por línea regular comenzando por el oficial inmediato superior,

¿no es cierto?

—Exacto.

El capitán Lasiter se dirigió a la puerta que se abrió ante él. La doctora

Dalton caminó a su lado en silencio, con los ojos ligeramente brillantes y la

barbilla altiva.

CAPITULO II

El capitán Lasiter tomaba un whisky en compañía de otros tres oficiales

de la base espacial en la sala de televisión que consistía en una pantalla de

algo más de treinta yardas cuadradas ocupando totalmente la pared frontal.

En la estancia se repartían cómodas butacas con brazos anchos para

depositar lo mismo blocs de apuntes que vasos de bebida.

—¿Qué os ha parecido esa versión filmada de la Tercera Guerra

Mundial? —preguntó el teniente Young Cameron, el albino del grupo,

doctor en medicina general y especialista en biología espacial.

El teniente Sheridan, especialista en armamento y ayudante del capitán

Lasiter, respondió:

—A mí me parece que el realizador ha exagerado un poco la nota en las

últimas escenas, cuando los amarillos aplastaron las defensas de Polonia,

Hungría y Checoeslovaquia.

El capitán Madison, ingeniero nuclear, el más veterano del grupo, se

quitó el cigarrillo de entre los labios y observó:

—Si los amarillos no hubieran aplastado aquellas defensas que

maldicieron nuestros abuelos, la frontera actual que divide la federación

Occident del Orient-Empire, no se habría constituido al este de Alemania,

Austria, Suiza e Italia, quedando los restantes países del Este de Europa en

poder de los amarillos. Todos nuestros semejantes de piel blanca y ojos no

oblicuos de aquellas naciones ahora ya desaparecidas, no habrían sido

exterminados, pues esos condenados amarillos no se contentaron con el

genocidio total de aquellos países, sino que demolieron cuanto pudiera

recordar su cultura, sus hechos, su arte, sus monumentos. Opino que el

realizador del film sobre la Tercera Conflagración Mundial que partió la

Tierra en dos bloques, ahora monolíticos, ha hecho una buena versión y no

hablo porque sí. He tenido ocasión de visionar muchas filmaciones del

archivo documental sobre los hechos reales ocurridos en las postrimerías

del siglo xx y creo que lo que hemos visto corresponde bastante a la

realidad. ¿Y usted qué opina, doctor Kramer?

La pregunta la había formulado Madison al recién llegado al grupo, un

hombre que vestía uniforme de la nave pero que, como civil, carecía de

distintivos y graduación.

Kramer era un sujeto extremadamente alto. Lucía una pequeña y bien

recortada barba y llevaba una pipa entre sus labios eternamente apagada.

Pese a sus treinta y dos años, Kramer representaba más edad. Sin

embargo, su constitución física era perfecta, como la de sus compañeros y

su especialidad era la de graduado en climatología espacial.

—Estoy más que contento de que Occident reaccionara a tiempo, antes

de que Alemania fuera desbordada por los amarillos, de lo contrario no

habría nacido yo.

Todos sonrieron.

—Lai Ho Woong, nuestro nada cordial enemigo, emperador de todo el

Orient-Empire, tiene unas ansias febriles de concluir lo que no consiguieron

sus abuelos —dijo el capitán Lasiter, tomando después un sorbo de whisky.

El teniente Sheridan agregó:

—Tiene la obsesión de apoderarse de todo el globo terráqueo y con un

genocidio total eliminar de la faz de la tierra todo lo que no tenga piel

amarilla y ojos almendrados.

El doctor Kramer asintió:

—Ya consiguió gran parte al hacer desaparecer de nuestro mundo a

todos los negros con un virus epidémico que, por suerte o desgracia, sólo

atacó a los negros y mulatos cuya epidermis tenía una alta concentración de

pigmento que alimentó al virus que luego envenenaría sus sangres en sólo

una hora. No hubo tiempo de luchar contra esa enfermedad. Cuando se

descubrió el antídoto, ya no quedaban hombres de raza negra. Fue una

masacre tan rápida como brutal.

Lasiter añadió:

—Y menos mal que esos amarillos no hallaron otro virus para hacernos

desaparecer a nosotros también con su traidora guerra microbiológica.

—Si no emplearon una variante del virus epidérmico que eliminó a la

raza negra, fue por temor a destruirse ellos también —respondió Kramer.

El teniente Emil Sheridan, de ojos pequeños y redondos, quijada

abultada y labios quizá demasiado gruesos, agregó:

—Yo creo que estamos al borde de una guerra total entre la federación

Occident y el Orient-Empire.

—Eso, como todos sabemos, sería el fin de nuestro planeta Tierra. No

estamos ya en los tiempos de' nuestros abuelos cuando se lanzaron las

bombas de hidrógeno de escasa potencia que podían aniquilar ciudades de

diez o quince millones de habitantes. Aquello eran simples juguetes de

niños comparado con el arsenal que ambos bandos poseemos en la

actualidad y que ha sido probado en otros planetas muertos por temor a

destruir el globo terráqueo, único habitable en nuestro sistema solar —dijo

Lasiter.

Se acercaron dos mujeres al grupo, ambas con la graduación de teniente.

Eran hermosas y jóvenes. Marga, la pelirroja, preguntó:

—¿Hablando de política, compañeros?

La teniente Sanders, especialista en telecomunicación, agregó:

—Seguro que cambiarían la frontera que separa la federación del

Orient-Empire. Ahora, los amarillos tienen Asia, parte de Europa, África y

Oceanía, pero todavía está el oeste de Europa y toda América, que es

nuestra. Por ejemplo, usted, capitán Lasiter, ¿dónde situaría la frontera?

—En ninguna parte. Yo encarcelaría a todos los mandos del Orient-

Empire, y fundiría las dos razas en una sola para que no hubieran más

guerras que amenazaran, como ahora, con la total destrucción de la Tierra y

ambas razas. Como saben, ni siquiera aquí arriba estamos a salvo y, por

supuesto, tampoco las bases de Marte, Venus y la Luna. Todos los

objetivos, tanto nuestros como del enemigo, están controlados y prestos a

ser aniquilados si Lai Ho Woong decidiera atacar. Lógicamente, la

federación respondería y el exterminio sería total.

—No creo que llegue a suceder nunca —objetó una nueva voz recién

llegada a la sala.

Todos miraron a la atractiva rubia. El capitán Lasiter dijo:

—Tome asiento, doctora Dalton. Pida por el micro de su butaca lo que

quiera beber y mientras le presentaré a sus compañeros. El teniente

Sheridan, el doctor Kramer, el teniente Cameron, el capitán Madison y sus

conexos las tenientes Marga y Sanders. —Luego presentó a los demás—:

La doctora Dalton, una eminente científica destinada a esta base.

—No quisiera estorbar su charla —dijo ella.

El albino Young Cameron se fijó intensamente en la recién llegada.

Respondió por los otros:

—No, no estorba nuestra conversación, pero díganos, ¿por qué cree que

no habrá guerra entre la federación y el Orient-Empire?

—Porque las computadoras advierten que todos los objetivos, tanto

civiles como militares de ambos bandos, están cubiertos sin excepción,

inclusive esta misma base de órbita terrestre. Si eso es cierto, como lo es, ya

que nuestras computadoras tienen una fiabilidad del novecientos noventa y

nueve mil novecientos noventa y nueve coma nueve por millón, la guerra

no puede ser un hecho real. Todo quedaría destruido y no se beneficiarán en

absoluto la federación ni el Orient-Empire.

Lasiter observó a la doctora Dalton que se había acomodado, mostrando

el perfil de sus hermosas piernas.

—El hombre jamás ha dejado que su destino lo decida una computadora

—replicó—. Es cierto que la máquina...

De súbito, interrumpiendo sus palabras, la gran pantalla se iluminó,

apareciendo el rostro de tez amarilla de Lai Ho Woong, con unas letras

sobreimpresas en la imagen que advertían: «ULTIMA HORA

INFORMATIVA».

Las luces de la sala, gracias a las células fotoeléctricas de control,

disminuyeron de intensidad y sólo quedó una suave luz cobalto claro que no

molestaba en absoluto para visionar la gran pantalla exenta de reflejos.

—Ahí está el déspota —dijo alguien del grupo.

Lai Ho Woong se dirigía a la multitud en la capital del Orient-Empire,

Orientgrado, ciudad construida dentro del Himalaya y que comenzó a

edificarse cuando en la Tercera Conflagración Mundial, Moscú, Pekín,

Tokio, Bombay, Calcuta, Stalingrado, Praga y Budapets fueron totalmente

arrasadas por las bombas de hidrógeno al igual que otras tantas ciudades del

mundo occidental.

—Oigamos qué nos dice ese ácido limón —observó Kramer, con su

pipa eternamente apagada.

Lai Ho Woong habló en el idioma chino, lengua totalitaria dentro del

Orient-Empire desde que todo lo ruso fuera barrido de la faz de la Tierra. El

gigante había alumbrado a un hijo más poderoso que él mismo que había

terminado por devorarle hasta las entrañas.

La traducción fue simultánea, gracias a un cerebro electrónico cuya voz

metálica, algo aguda e impersonal, llegó nítida hasta ellos:

—Hombres del imperio, camaradas todos, la obra que nuestros

antepasados no consiguieron terminar, hemos de concluirla nosotros, el

pueblo llamado con desprecio «amarillo». La Tierra ha de ser para nosotros,

sólo una raza, y jamás habrán más guerras.

—Una arenga más a sus fanáticos —opinó el teniente Young Cameron.

—Creo que esta vez es algo más que una arenga. Fíjense que tras él está

todo su equipo militar. El ministro de la Guerra, el del Ejército, el Atómico,

el de la Marina y subacuático y el ministro de las Fuerzas Espaciales.

En efecto, tras Lai Ho Woong destacaban una serie de uniformes con su

estrella roja de cinco puntas sobre un sol dorado distintivo del Orient-

Empire.

Las palabras que a continuación pronunció el hombre de ojos

almendrados dieron la razón a Adam C. Lasiter ante un ligero murmullo de

expectación que se había alzado en la sala.

—Hoy es el día en que nuestro imperio se lanzará a la conquista total

del planeta Tierra y de los espacios hasta ahora alcanzados por el hombre.

Todo está calculado. —Alzó la voz de repente, como si se encarase con la

cámara—: Hombres de occidente, sé que a través de vuestros elementos de

espionaje me estáis viendo y oyendo. ¡Ha llegado el momento de vuestro

exterminio!

La masa que le escuchaba y que pasaría de los dos millones de seres,

reunidos en la gran planicie frente a la salida del subterráneo donde a tres

mil pies de profundidad se hallaba la sede del gobierno de Lai Ho Woong,

teóricamente a salvo de los artefactos nucleares, vociferó.

La pantalla cambió de imagen, apareciendo el consejo de la federación

Occident, compuesto por treinta miembros de los cuales dependían los

ministerios.

Todos los países del mundo occidental se habían fundido políticamente

en una gran democracia para defenderse del coloso Orient-Empire y el

consejo de la federación estaba formado por elementos de cada uno de los

países fundidos.

La presidencia era ocupada por el sistema de rotación y no habían

problemas de clase alguna, ya que constituían un bloque íntegro para

defenderse del peligro amarillo.

El presidente del consejo de la federación se puso en pie tras la mesa.

La cámara le tomó un primer plano.

El político, alto, de rasgos celtas, ojos azules y mi rada clara, nacido en

Hispania, habló sin ambages tras ser tomado el acuerdo general por el

consejo en su reunión de urgencia.

—Pueblo de la federación, el momento crítico y trágico ha llegado. El

monstruo amarillo nos ha declarado la guerra. Exige nuestro exterminio

total. Sus armas todavía no pueden cruzar la gran barrera de defensa aérea,

al igual que va a suceder con nuestros misiles atómicos, pero cuando las

barreras no resistan, comenzará la gran destrucción. Acudan todos a sus

refugios atómicos, dispónganse a secundar las órdenes de la superioridad

militar que tomará el mando de la situación para tratar de salvar nuestras

vidas, nuestra civilización. Pueblo de la federación, hay que pensar en Dios

y pedirle que nos ampare, que evite la destrucción total de nuestra raza. La

guerra ha empezado, unámonos y defendámonos hasta nuestra última célula

frente al invasor. Que Dios nos ilumine y perdone por la gran destrucción

que esta guerra va a originar.

Apenas había terminado de hablar el representante hispano y presidente

de la federación Occident, cuando el agudo silbido de la alarma resonó

hasta en el último reducto de la base espacial satélite W-144.

Toda la tripulación libre de servicio que descansaba en sus butacas

corrieron a ocupar sus puestos de emergencia. El estar en órbita no les

creaba invulnerabilidad, todo lo contrario, ya que era demasiado fácil

detectarles, incluso verles con los grandes telescopios telemétricos.

Cada cual conocía a la perfección el lugar que debía ocupar en la base,

todos excepto la doctora Dalton, que parpadeó confusa ante la situación de

alarma.

Adam C. Lasiter casi se abalanzó sobre la mujer. Cogiéndola por el

brazo tiró de ella.

—Eh, ¿qué hace?

—Vamos, corra. Debemos ocupar nuestros puestos en la emergencia.

No he tenido tiempo material de programarla para nuestro proyecto, nadie

esperaba esta declaración tan inmediata, pero lo mismo podía ser ahora que

dentro de cien años y ha ocurrido ya.

—Pero, ¿adónde vamos?

—Sígame —ordenó tajante, con las mandíbulas prietas y sus pupilas

aceradas puestas en la puerta que conducía a la sala de elevadores.

Penetraron en una de las cabinas y Lasiter escrutó la pantalla colocada

justo sobre la puerta.

El elevador ascendió a gran velocidad y la puerta se abrió de nuevo.

Lasiter tomó la mano de Eva Dalton, la cual no la apartó. En aquellos

instantes, sin saber por qué, se sintió subyugada, dominada por la fuerza

que emanaba de aquel hombre.

Una puerta se abrió y cerró tras ellos ante la contraseña que ambos

llevaban en el pecho.

Quedaron dentro de un hangar, situado en la gran panza de la base como

los demás hangares de recepción de cápsulas o envío de cohetes a la Tierra.

La W-144 era ni más ni menos una base espacial en órbita. Tenía

motores para mantener su órbita o variarla, a conveniencia, pero no podía

escapar a la atracción terrestre, ya que no había sido diseñada para ello, sino

para mantenerse en órbita y servir de puente en los viajes interplanetarios,

lo que ahorraba problemas de combustible.

Desde aquella base nodriza se mantenía una completa telecomunicación

informática con la Tierra, el resto de naves en viaje cósmico y las restantes

bases situadas en la Luna, Marte y Venus.

La W-144 constituía una gran nave pesada, pero consistente en la que se

realizaba la vida normal y cotidiana como sucediera en otros tiempos en los

arcaicos y ya desaparecidos portaaviones que se emplearan durante la

Segunda Guerra Mundial. La potente cohetería había hecho desaparecer

tales tipos de navios bélicos.

En la W-144, como en el resto de las naves, se habían solucionado los

problemas de falta de gravedad y la vida en su interior era totalmente

normal como en la propia Tierra y sólo se ponían los trajes espaciales con

sus escafandras para los casos excepcionales en que se salía de la nave para

reparaciones o innovaciones en la misma.

Una nave paralepípeda de bases rectangulares con motores atómicos de

autonomía intergaláctica, ya que la carga de combustible era muy superior

al de la W-144, pese a la diferencia de dimensiones, se mantenía en reposo

sobre el suelo de la base.

Su puerta oválica estaba abierta, pero sus ventanas permanecían

cerradas, cubiertas por las placas de acero que debían proteger los gruesos

cristales del impacto de los meteoros.

—Esa es nuestra nave —dijo Lasiter conduciendo a Eva Dalton hacia

ella.

La nave tendría unos trescientos pies de largo, quince de altura y unos

cincuenta de ancho. Todo el techo exterior era un panel de reacción de

energía estelar, microfotocélulas que habrían de alimentar la nave durante

años, mientras los motores atómicos permanecían parados, esperando que

los automáticos los pusieran de nuevo en marcha en el momento preciso.

Al pasar al interior de la compleja nave, la puerta oválica se cerró tras

ellos.

El hangar comenzó a descomprimirse, pasando su contenido de aire a

los tanques de presión.

Eva Dalton vio a cuatro hombres y a cuatro mujeres, hermosas y

perfectas como ella misma. Todos se hallaban en pie ante unos cilindros de

cristal paralelos al suelo, con el fondo acolchado por espuma sintética.

Dos cilindros más de cristal aparecían vacíos, eran los dos primeros, el

uno frente al otro. Los hombres estaban colocados a la derecha de la nave y

las mujeres a la izquierda, ante ellos.

Una pantalla visora, más pequeña que la que hacía poco estuvieran

viendo, les mostró la imagen del coronel Sherman, que, emocionado, se

dirigía a ellos concretamente :

—El temido instante ha llegado. Ustedes son los Supervivientes. Este ha

sido el proyecto más ambicioso y secreto que ha elaborado la federación

Occident para el instante supremo en que la humanidad corra el peligro de

exterminio total, como por desgracia ha ocurrido ahora. Los que quedamos

aquí confiamos en ustedes para la renovación de nuestra raza. Van a realizar

un viaje de cien años de duración con rumbo elíptico y a la máxima

velocidad posible de alejamiento de nuestro sistema planetario. Luego

regresarán a la Tierra y despertarán, ya que viajarán en completo estado de

liofilización. Sobre ustedes, como no ignoran, los años no transcurrirán. Si

ha habido un exterminio total, si la Tierra ha sido arrasada y los mares han

cubierto los continentes y los glaciales se han deshelado, está teóricamente

calculado que en cien años todo habrá vuelto a la normalidad y hallarán una

nueva tierra donde comenzar la vida. Para ello han sido altamente

preparados en todas las ramas de la técnica no sólo para sobrevivir, sino

para iniciar una nueva multiplicación de la raza humana. Creo que a todos

nos va a hacer falta suerte. Hasta nunca, muchachos, ya que jamás

volveremos a vernos.

El mensaje del coronel Sherman concluyó. El capitán Lasiter dio la

orden:

—Que cada cual ocupe su cilindro liofilizador.

La doctora Eva Dalton vio cómo todos oprimían un botón rojo situado

al pie de los cilindros de cristal. Estos se abrieron por la mitad, y al igual

que los demás, se introdujo en su cilindro acolchado.

Los diez cilindros se cerraron a un tiempo. La nave brincó

ligerísimamente.

Ellos no pudieron ver cómo la gran compuerta del hangar D de la base

W-144 se abría y la nave paralelepípeda, sin numeración ni identificación

alguna, abandonó el hangar despidiendo un fuerte rayo lumínico que la

propulsaba hacia el oscuro infinito con su rumbo programado en la

computadora de a bordo.

La nave intergaláctica fue acelerando su velocidad, escapando primero a

la gravedad terrestre hasta adquirir la velocidad de la luz, lo que jamás nave

alguna había conseguido con anterioridad.

El satélite lunar quedó atrás en pocos instantes.

Eva Dalton, al igual que el capitán Lasiter y el resto de la tripulación,

notó un ligero frío, sueño y que su corazón hacía más lento su palpitar.

Lejos de ellos, una nave interplanetaria equipada con armamento de

guerra, perteneciente al Orient-Empire, enviaba un terrorífico proyectil que

alcanzó de lleno la base satélite W-144, desintegrándola en el espacio,

convirtiéndola en un resplandor que todos los habitantes de América y

Europa pudieron ver como un enorme y diabólico flash que les cegaba. La

guerra había comenzado con su trágico exterminio.

El segundo impacto, y habría de ser muy difícil averiguar quién lo había

realizado, estalló en el centro del Polo Norte.

Los glaciares se resquebrajaron, la nieve se convirtió en vapor y

millares de icebergs se desperdigaron por los océanos, fundiéndose

rápidamente la mayoría de ellos.

El nivel de los mares comenzó a subir y las ciudades costeras sintieron

el terror de la invasión de las aguas.

*

Eva Dalton adquirió de pronto sensación de vida. Era como si hubiese

estado sumida en un sueño profundo y ahora despertase de su letargo, lenta

y pausadamente.

Quiso hacer algún movimiento con su cuerpo y nada consiguió. Trató de

levantar sus párpados y fue inútil. Tuvo frío.

Su sentido del oído se agudizó y escuchó como un rítmico tambor que

golpeara su cerebro, muy lentamente al principio y luego más aprisa.

No supo si aquella sensación fue rápida o tardó horas, días o quizá

meses. Al fin, cuando el tamborilear de su corazón alcanzó las cuarenta y

cinco pulsaciones por minuto, pudo alzar los párpados.

Al mirar hacia el techo de cristal de su cilindro, tuvo una fuerte

sensación de mareo. Tras el cristal, un rostro deformado por la convexidad

de éste apareció monstruoso. Tuvo miedo.

«¿Dónde estoy? —se preguntó imperiosa—. ¿Qué hago aquí dentro?»

La bóveda de cristal de aquella especie de sarcófago en que se hallaba

introducida se abrió por la mitad y pudo ver claramente el rostro antes

deformado por el arco del cilindro.

—Adam, Adam Lasiter.

—Sí, soy yo. ¿Cómo se encuentra Eva, o si prefiere, doctora Dalton?

Ella, con su bombeo de sangre en sus venas inferior al necesario para su

habitual rendimiento, sonrió plácidamente.

Al hombre le pareció que estaba hermosa, adorablemente hermosa,

como aquel cuento de la bella durmiente que hacía siglos se contaba.

—Capitán Lasiter, ¿es éste el regreso a la Tierra?

El rostro de él, también débil en principio, se endureció.

—No ha sido todo como esperábamos, Eva. Hay problemas. Si se

encuentra bien, salga de ahí dentro, pero si necesita más reposo, continúe en

su cilindro. Le advierto que la situación es difícil, problemática y trágica.

—Capitán, me asusta —dijo ella incorporándose.

Eva Dalton pudo ver a los restantes hombres de la tripulación

abandonando sus cilindros de liofilización. todavía un tanto flojos y

mareados por la debilidad de sus corazones.

El primero en recuperarse había sido Lasiter, quizá por su mayor

fortaleza física. El teniente Sheridan, su ayudante, no le iba a la zaga.

Tambaleante sobre sus botas y oprimiéndose las sienes, preguntó:

—¿Qué ha sucedido, capitán? ¿Dónde estamos?

—Hay trabajo para usted, teniente Sheridan.

La mirada del especialista en armamentos se posó en tres de los tubos

de liofilización para féminas. Estaban rotos y la pared de la nave, en aquel

sector, abombada hacia dentro.

—¿Qué les ha sucedido?

—Probablemente, durante el viaje, un meteoro nos alcanzó de lleno y

debió ser bastante grande a juzgar por el impacto recibido de la nave.

—Pero, ¿cómo no nos enteramos? —se preguntó Young Cameron,

acercándose al cilindro de la morena teniente Sanders, recién abierto. La

joven también comenzaba a incorporarse.

Eva Dalton, que había abandonado su cilindro, se apoyó en el brazo de

Lasiter tambaleante. Al ver uno de los cilindros roto, lanzó un grito,

ahogado por su propia mano.

El albino Young Cameron dijo acongojado:

—Marga, Françoise y Marilyn han muerto. Ahí dentro sólo están sus

cadáveres, secos y acartonados por la deshidratación.

El doctor Kramer observó:

—Al parecer, el ciclo de recuperación del H O dentro de la nave ha

funcionado a la perfección y durante años estas tres pobres compañeras se

han ido deshidratando. Ahora deben pesar muy poco. Lástima que el

impacto del meteorito rompiera sus cilindros por ser los más cercanos a la

zona afectada por la colisión.

—¿Años? —repitió Eva Dalton asustada.

—No podemos saber cuántos años han permanecido en ese estado.

Quizá el impacto tuvo lugar unas cuantas horas después de iniciarse el viaje

o bien sucedió hace meses.

—¿Habremos vivido los cien años programados? —preguntó Sheridan.

El capitán Madison, especialista en motores nucleares y controlados de

los programadores y controladores automáticos a bordo de la nave

paralelepípeda, observó :

—La nave tenía dos objetivos en el control automático. El primero,

viajar en una órbita elíptica que teóricamente debía durar cien años y luego,

al llegar a la órbita terrestre, conectar los motores atómicos para regularizar

la órbita sin estrellarnos contra el globo terráqueo. Por lo visto, las dos

funciones han sido cumplidas.

—Exacto. Revisemos ahora todos los controles —dijo el capitán Lasiter

—. Si todo ha ido bien, de aspecto y gracias a la liofilización, estamos igual

que al partir, olvidándonos de las tres muertes de Marga, Françoise y

Marilyn, pero tenemos cien años más teóricamente.

La teniente Sanders también ahogó un grito y se refugió con Eva

Dalton. Sus compañeras muertas conservaban los rasgos que las

identificaban, pero semejaban momias, horribles momias que en nada

recordaban a bellezas femeninas.

—Parece que la nave en sí no ha sido destruida —observó el capitán

Madison encarándose inmediatamente con el panel del control de la

memoria atómica.

—¿Qué hacemos con los tres cadáveres? —preguntó el teniente

Sheridan.

—Enterrarlos.

A la clara respuesta del capitán Lasiter, el teniente Sheridan insistió:

—¿Enterrarlas? Estamos en el espacio. Ellas han muerto y, siendo

cosmonautas, ¿qué mejor que dejarlas flotando en el espacio? Aquí dentro

no pueden continuar.

—Serán enterradas —replicó de nuevo el capitán Lasiter.

—Usted da las órdenes ahora, capitán Lasiter, pero creo que se habrá

dado cuenta de que todo se ha complicado y mucho.

—Complicaciones y preguntas por responder hay muchas, desde luego,

pero, ¿a cuáles concretamente se refiere usted, teniente Sheridan?

Entre burlón e irónico, Sheridan miró a las dos mujeres y dijo delante de

todos:

—Muertas Françoise, Marilyn y Marga, sólo quedan dos mujeres y

nosotros somos cinco hombres. Siendo nuestra misión la de formar familias

para hacer perdurar nuestra civilización, habrán problemas, ya que no creo

que tres de nosotros tengamos vocación de celibato.

Las cejas del capitán Lasiter se enarcaron y sus pupilas se achicaron al

escrutar a su ayudante. No lo había elegido él, como tampoco había

seleccionado a ninguno de los miembros de aquel proyecto, y Sheridan,

definitivamente, no le caía bien.

—Creo, teniente, que se preocupa excesivamente de problemas

menores, que podrán resolverse en el futuro.

—¿Resolverse en el futuro? ¿Jugando al póker, capitán? —rió—. Le

advierto, capitán, que a la hora del reparto yo quiero una hembra para mí

solo.

—Basta, teniente, diríase que el estado de liofilización ha embriagado

su mente. Ahora hay problemas más urgentes que resolver.

—¿Como cuáles, capitán? —preguntó Sheridan.

Eva Dalton y la teniente Elia Sanders se apretaron la una contra la otra,

sintiéndose débiles y un tanto desprotegidas.

—Por ejemplo, hay que averiguar si el impacto del meteoro sobre

nuestra nave ha cambiado el rumbo elíptico que teníamos programado para

poder regresar a la Tierra.

—Eso es muy posible —asintió el capitán Madison, desde su puesto de

control.

La teniente Sanders se atrevió a preguntar:

—Entonces, ¿dónde nos encontramos ahora?

Lasiter respondió:

—Teóricamente, el cerebro electrónico no podía conectar los motores

atómicos de la nave para regularizar la órbita y desliofilizarnos hasta

encontrar la estratosfera terrestre.

—Lo que quiere decir que al fin hemos vuelto.

—¡Capitán! —gritó de pronto Madison.

—¿Qué sucede?

—Venga y vea lo que dice la computadora, que ha ido vigilando nuestro

sueño.

Todos se aproximaron al capitán Madison, especialista pero sin derecho

a mando.

Temían ver algo horrible, espantoso, a juzgar por el grito del experto

Madison.

—¿Qué es lo que tanto llama su atención, Madison?

—Esta lectura de la computadora.

—¿La lectura del tiempo que hemos permanecido en la nave?

—Exacto.

El teniente Cameron se apresuró a preguntar:

—¿Cuánto tiempo ha transcurrido? A juzgar por el aspecto de los

cadáveres de las tres chicas, ha sido bastante.

—Cuarenta y un años, siete meses, cuatro días, diez horas, once minutos

y hasta este instante, veintidós segundos.

Todos se miraron entre sí. Aquella lectura no era lógica y no cabía dudar

de la computadora, con una fiabilidad realmente asombrosa, ni de la

capacidad del capitán Madison, un hombre sensato, reposado y altamente

tecnificado.

—Cuarenta y un años y medio... Qué extraño. Nuestro viaje debía durar

cien años justos.

La doctora Dalton intervino observando:

—Capitán, usted ha dicho que el meteoro ha podido desviarnos de

nuestra ruta.

El teniente Sheridan dijo:

—Quizá hemos regresado a la Tierra antes de tiempo.

—¡Teniente Sanders!

—A la orden, capitán Lasiter.

—Póngase al mando de las telecomunicaciones y trate de averiguar si

existe algún emisor en marcha.

—En seguida, capitán.

—Usted, doctor Kramer...

—Diga, capitán...

—Prepare sus ondas eléctricas y espectrográficas para decimos cómo

está la atmósfera exterior o lo que haya. Su misión es la climatología.

—Correcto, capitán. Ahora mismo averiguaré los datos necesarios.

—Doctora Dalton...

—Diga, capitán.

—Active los mandos para averiguar el sondeo del planeta. Una guerra

de las proporciones de un enfrentamiento entre el Orient-Empire y la

federación Occident ha podido destruir gran parte de la Tierra. Supongo que

sabe usted manejar los mandos.

—Sí, capitán. Pronto le daré los datos que precisa sobre la geología del

planeta.

—¿Tiene alguna misión para mí, capitán? —preguntó Young Cameron.

—Sí, teniente, dos misiones. Envolveremos en una lona los tres

cadáveres dejándolos preparados para transportarlos a la Tierra. Serán

sepultados según nuestra religión y costumbres. Luego, hágase cargo de los

intercontroles de la nave. A causa del impacto del meteorito quizá haya algo

que se deba restaurar.

—Bien, capitán, tendré esos datos en seguida. Antes de sacar de los

cilindros los cadáveres de nuestras compañeras, conectaré los mandos de

intercontrol para comprobar el funcionamiento de cuanto hay a bordo. Sin

embargo, hay algo que ya empiezo a captar aún antes de que lo digan los

controles. Noto una anormalidad, aunque no sabría precisar hasta qué punto

puede ser crítica.

—¿De qué anormalidad se trata?

—Falta humedad. Parece que hay casi una deshidratación total o poco le

falta. Fíjese en la sequedad, de nuestras manos.

—Averigüe ese dato y no diga nada a los demás hasta que conozcamos

el alcance del problema.

—De acuerdo, capitán, empezaré por averiguar ese dato.

—¡Capitán!

—¿Qué sucede, Eva? Y perdona que te tutee.

—No se moleste, capitán, hay problemas más importantes ahora que los

tratamientos —dijo la hermosa y rubia Eva Dalton.

Todos se volvieron hacia ella, expectantes.

—Escucho.

—Estamos en órbita del planeta tal como estaba previsto, sólo que hay

un cambio de bastante consideración.

—¿Cuál?

—La densidad de la Tierra es 5'5.

—Lo sé. No me dirás que la densidad ha variado.

—Sí, es 6'3.

—Qué extraño. Si hubiera disminuido la densidad me habría parecido

más lógico debido a las explosiones, la emulsión del aire dentro de las

aguas y el deshielo de los polos. Ello haría que el volumen aumentara, pero

la densidad disminuiría.

—El volumen también es superior.

—¿Estás segura? Eso parece aún más inconcebible. No corresponde el

aumento del volumen con el de la densidad.

El doctor Kramer intervino objetando:

—Las temperaturas son normales desde la estratosfera a la superficie

del planeta, justo en el punto donde llega el analizador es de veintisiete

grados Celsius.

—Bien, eso indica que no hay exceso térmico como residuo de una

guerra atómica.

—En cuarenta y un años podría haberse enfriado totalmente, capitán —

advirtió Sheridan.

—Kramer, ¿cómo están los gases de la atmósfera?

—Según los datos recibidos, hay un aumento de la proporción de

oxígeno.

—Eso parece que es más bueno que malo. ¿Y la radioactividad,

ionización, ultravioletas e infrarrojos?

—Todo normal, capitán.

—¡Capitán! —interpeló esta vez la teniente Sanders.

—¿Algo en telecomunicaciones?

—Nada, capitán. Juraría que no hay emisora alguna radiando en estos

instantes.

Todos se miraron entre sí comprendiendo lo que aquellas palabras

podían significar. El silencio total podía significar el exterminio de la vida

en el globo terráqueo.

—Siga insistiendo, Elia, también la llamaré por su nombre.

—Como ordene, capitán —respondió la teniente, que al igual que su

compañera la rubia doctora Dalton, sólo tenía ojos para el capitán Lasiter.

Todos intuían ya que surgirían problemas en aquel aspecto.

El teniente Sheridan advirtió en voz alta:

—Recibo datos de la Luna y parecen absurdos.

—¿Por qué absurdos? —inquirió Lasiter.

—Estos aparatos deben haberse estropeado con el impacto del meteoro,

de lo contrario no se comprende.

—¿El qué?

—Nuestro satélite parece haberse alejado enormemente de la Tierra y al

mismo tiempo su volumen ha aumentado y está despidiendo gran calor,

como si se tratara de una estrella.

Adam C. Lasiter aspiró hondo, con fuerza. Se centró en la nave y

acaparando la atención de sus hombres, dijo:

—Hemos recibido un buen número de datos de nuestros sensores y

controles electrónicos y espectrográficos. Nuestras sondas nos han

proporcionado datos que parecen absurdos, incomprensibles —y repitió—,

incomprensibles porque creemos que estamos en órbita alrededor de la

Tierra, pero a juzgar por los datos empiezo a pensar que no es la Tierra lo

que está debajo de nosotros.

—¿No? —se sorprendió la doctora Dalton.

—No, considero que no es la Tierra, pero dentro de unos instantes

conoceremos la verdad.

—¿Cómo? —inquirió Sheridan.

—Capitán Madison, corra los protectores de los miradores no afectados

por el impacto del meteoro.

—En seguida, capitán.

Los protectores de duro acero aleado con omegatonio, el último metal

obtenido a partir del bombardeo de electrones de circonio sobre el átomo

del platino, aleación de extremada dureza, se deslizaron sobre sus guías.

Todos, a excepción del teniente Young Cameron, médico de a bordo, se

aproximaron a las ventanas para satisfacer su viva curiosidad.

En principio divisaron el negro oscuro y tenebroso del espacio punteado

de estrellas.

Luego, miraron hacia abajo y vieron el planeta alrededor del cual

estaban en órbita. Era muy semejante al que les había visto nacer, con sus

nubes flotantes, sus mares, sus continentes y polos, pero habían cosas

distintas allí. No reconocían aquellos continentes, les eran desconocidos

aquellos océanos que escrutaban con ojos muy abiertos, unos océanos que

no eran azulados, sino alilados, tampoco las nubes eran blanco azuladas,

sino rojizo violáceas.

—¡Miren ahí! —gritó Lasiter de pronto.

—¡El sol! —exclamó Eva Dalton.

—Un sol que, en apariencia y dada la distancia, parece más grande que

el nuestro, pero que es mucho más apagado, un sol rojo que dará poco calor.

—Sin embargo —se apresuró a decir Kramer— en la superficie del

planeta hay calor suficiente para vivir como estamos acostumbrados.

—Sí, ya lo sé —dijo Lasiter pensativo—. La órbita de este planeta

alrededor de su estrella es corta. Estamos muy cerca de ese sol, por ello lo

vemos tan enorme. Una distancia semejante a ésta, en nuestro sistema solar,

no la tiene ni Mercurio.

La teniente Sanders preguntó:

—¿Quiere decir que estamos en otro sistema solar?

—No lo digo, lo afirmo. Eva, establezca el volumen y la densidad de

esa estrella que nos parece tan enorme y roja como el rescoldo más

gigantesco que hayamos conocido jamás, también la distancia.

—En seguida, capitán.

Cameron, preocupado, dijo acercándose:

—Capitán, ya he hecho el examen de los daños de a bordo.

—¿Qué ha averiguado?

El teniente habló en voz baja:

—La nave posee tres tanques de agua y uno de ellos es reserva de

emergencia. Ellos mantienen nuestro ciclo de vida.

—Al grano, teniente. ¿Han resultado dañados los tanques?

—Dos, capitán. Sólo nos queda el de emergencia. La situación es

gravísima. Nos hace falta reparar primero los tanques y luego llenarlos de

agua, o nadie nos salvará de una muerte por deshidratación. Dentro de un

tiempo, haríamos compañía en forma y aspecto a Marilyn, Françoise y

Marga.

CAPITULO III

—No cabe duda, hemos viajado un parsec.

Tras las palabras del capitán Madison, Lasiter, comandante de la nave,

miró a su escasa tripulación y aclaró:

—Estamos en el sistema de la estrella enana Next Centauris.

—El meteoro nos varió el rumbo apartándonos del sistema solar —

apoyó el teniente Sheridan.

Eva Dalton dijo:

—Y los controles automáticos se han puesto en marcha al quedar en la

órbita de este planeta desconocido de color violáceo y con gran semejanza

atmosférica y geológica con la Tierra.

—Sí. Nuestro computador electronuclear se equivocó. Confundió un

planeta con otro. Lo malo —siguió diciendo Lasiter— es que en estado de

liofilización no habían problemas, pero ahora, con nuestra vitalidad en

pleno funcionamiento, nos falta agua, ¿verdad, Cameron?

—En efecto, capitán Lasiter. Hay que salir al exterior de la nave y

soldar las partes rotas de la misma por donde habrá escapado el agua al

espacio, claro que de nada servirá restaurar los tanques, si carecemos de

agua para llenarlos nuevamente.

—Abajo, en ese planeta desconocido, hay agua en abundancia, mares y

ríos como en la Tierra —dijo Eva.

El doctor Kramer, experto en climatología, añadió:

—El aire también es respirable. Por contener más oxígeno tendríamos

problemas leves, nuestra vida podría ser más intensa, pero también nuestras

células se desgastarían con mayor rapidez, claro que me refiero al caso en

que tuviéramos que vivir muchos años allá abajo.

—No, doctor Kramer, mi plan es distinto —atajó Lasiter—. Abajo sólo

estaríamos el tiempo suficiente para llenar los tanques y efectuar una

pequeña exploración.

—¿Y luego? —preguntó el teniente Sheridan.

—Emprenderíamos el regreso a la Tierra. Aún no nos hemos

preocupado de identificar el sol desde aquí, pero nuestro sistema planetario

es fácil de reconocer desde esta corta distancia de entre treinta y cinco y

cuarenta años luz. Pasaríamos de nuevo a la cabina liofilizadora y

regresaríamos a nuestro planeta. El proyecto de los Supervivientes no

consistía en hallar un nuevo planeta donde instalarnos para proseguir

nuestra raza y civilización, sino empezarla de nuevo en la Tierra, una Tierra

limpia donde apareceríamos como unos nuevos pobladores del globo

terráqueo. Además, este sistema solar se extingue. La estrella enana Next

Centauris no es una estrella fulgurante y calorífica como nuestro sol, sino

una estrella roja que se apaga. Si este planeta que podemos llamar Violet no

estuviera tan cerca de la Next Centauris, sería un planeta totalmente sólido

y helado, hasta la atmósfera helada quedaría aplastada contra el planeta y

los mares serían bloques de hielo más duros que el mismísimo granito. No

sé a qué ritmo se apagará la estrella Next Centauris, pero este planeta está

condenado a morir en un plazo de escasos milenios, lo que significa una

vida cortísima de la que el planeta Tierra no corre ese peligro por ahora.

—¿Sus órdenes son, entonces, reparar daños, tomar agua del planeta y

regresar a la Tierra?

—Exacto, Sheridan. Soy el comandante de la nave, pero lo difícil de

nuestra situación me obliga a pedirles consejo, ya que son expertos en todas

las ramas de la ciencia.

Kramer fue el primero en decir:

—Es lo más acertado.

Cameron asintió también aunque añadiendo:

—Hay peligro de que una segunda liofilización afecte a nuestro sistema

biológico, pero creo que podemos correr ese riesgo. Sólo es una posibilidad,

teoría jamás experimentada.

—Bien, entonces bajaremos a ese nuevo planeta —dijo Lasiter.

El teniente Sheridan preguntó suavemente, tratando de puntualizar:

—¿La reparación se efectuará estando en órbita o en la superficie de ese

extraño planeta que hemos llamado Violet?

—Nuestros equipos de soldadura son idóneos para efectuar soldaduras

espaciales, a nadie se le pudo ocurrir que deberíamos soldar en la superficie

de un extraño planeta, de modo que la reparación se hará en órbita.

Mientras, bajaremos con el módulo de aterrizaje para efectuar una

exploración del terreno y conocer cuál es el lugar idóneo para que la nave

descienda a cargar el agua que nos es tan necesaria para la vida. Elia...

—Diga, capitán.

—Usted permanecerá atenta a las comunicaciones por si capta alguna

onda y, mientras, se mantendrá en contacto con el módulo de aterrizaje que

descenderá al Violet.

—¿Quién bajará? —preguntó el doctor Kramer.

—El módulo de aterrizaje es una nave pequeña, pero apta para todos.

Sin embargo, nos dividiremos en dos equipos. Usted, doctor Kramer, como

climatólogo, y tú, Eva, como experta en geología, fauna y botánica, me

acompañarán. El teniente Sheridan tomará durante mi ausencia el mando de

la nave. Usted, capitán Madison, efectuará las soldaduras de los tanques de

agua desde el exterior y el teniente Cameron cooperará con usted,

¿entendido?

Todos asintieron con la cabeza, las órdenes estaban dadas. No se trataba

de salvar una vida ni siete, sino salvar una raza, una civilización a la que

ellos se habían comprometido a hacer perdurar.

El módulo de aterrizaje, con sus patas telescópicas para acoplarse a

cualquier terreno manteniendo el piso de la pequeña nave siempre paralelo

a la superficie donde debía posarse, evitando todo ángulo de inclinación,

estaba en un pequeño hangar, situado en el centro de la nave paralelepípeda,

ya que en la parte posterior se hallaban los potentes motores nucleares.

El módulo de aterrizaje no era una nave estéticamente bella, pero

cumplía todos sus cometidos a la perfección. Sin embargo, su autonomía no

era muy grande.

Podía descender al planeta y volver a elevarse para ponerse en órbita,

pero sólo una vez. Luego su provisión de energía quedaría consumida.

Kramer, Eva y Lasiter se introdujeron en el módulo de descenso. Se

descomprimió el aire dentro del pequeño hangar y se abrió una gran

escotilla bajo ellos. La falta de gravedad impidió que el módulo se

precipitara sobre el planeta.

—¿Preparados para el descenso? —inquirió Lasiter.

—Sí, capitán, cuando guste —asintió Kramer.

Eva afirmó con un movimiento de cabeza.

Estaba algo nerviosa, era la primera vez que iba a hollar con su planta

un planeta extraño, un planeta desconocido para los hombres. ¿Qué

encontrarían abajo?

Hasta aquel entonces, la humanidad no había tenido tropiezos con seres

extraños en la Luna, Venus ni en Marte. No los había hallado en ninguna

parte y en todo el globo había comenzado a sentirse algo de desilusión y al

mismo tiempo de alivio. No había más seres en los planetas que rodeaban la

Tierra, pero, ¿y en Violet? Lasiter accionó la clavija de telecomunicación y

preguntó:

—¿Teniente Sanders?

—Sí, capitán, a la escucha.

—La oigo perfectamente, ¿y usted a mí?

—Muy bien, capitán.

—De acuerdo. Esperen noticias nuestras. Vamos a separarnos de

ustedes.

—Buena suerte, compañeros —deseó el teniente Cameron, que se había

acercado al micro de la teniente.

Adam C. Lasiter pulsó el botón rojo de contacto y un rayo lumínico se

precipitó sobre el techo del hangar. El módulo comenzó a descender

autopropulsado.

Ya en el espacio, la pequeña nave espacial aceleró su velocidad de

descenso y la nave nodriza se perdió en el espacio siguiendo su órbita

mientras las compuertas de su hangar se cerraban herméticamente.

—Mire, capitán, ¿cuál será aquella estrella tan luminosa? Brilla más que

el resto.

A la pregunta de Eva, Lasiter respondió:

—Sin duda, es una estrella muy conocida por nosotros llamada Sol.

—En cambio, ahora recibimos el calor y la luminosidad de la estrella

Next Centauris, más pequeña que el sol, pero para nosotros

paradójicamente mayor —comentó Kramer.

El módulo se introdujo en la ionosfera, luego en la estratosfera. Bajó

entre ramalazos de nubes que semejaban betas del cinabrio.

—Capitán, ¿esos océanos serán salados? —preguntó el doctor Kramer.

—Lo ignoro, pero en un océano, donde vierten sus aguas los ríos,

aunque no sea salado, siempre contendrá un tanto por ciento elevado de

sales que arrastran los ríos hacia su desembocadura. No creo que nos

interese su agua, nos posaremos junto a aquel río que parece nítido. Ustedes

se encargarán de averiguar si el agua es potable y qué grado de impureza

contiene. Tú, Eva, haz una rápida pero minuciosa observación de la

mineralogía, flora y fauna, aunque debemos tener mucho cuidado. No

sabemos qué es lo que vamos a encontrar abajo. Por si acaso, saldremos

armados con los subfusiles «Laser».

El calor aumentó dentro de la nave y se sintieron aplastados contra los

respaldos de sus butacas, mientras el módulo se precipitaba en caída libre y

exteriormente se ponía incandescente por el roce con la atmósfera.

Automáticamente los motores se pusieron en marcha y los rayos

nucleares se precipitaron hacia abajo, frenando la caída cuando se hallaban

a quince mil pies.

Luego, al disminuir la velocidad, Lasiter se encontró mejor y pudo

tomar el mando para dirigir la nave hacia el lugar más conveniente para

posarse sobre el extraño planeta.

Pasaron por encima de unos bosques lujuriosos donde el color de las

hojas era marrón, como si el otoño hubiera arribado a aquellos parajes.

—Ahí está el río —indicó Kramer.

La nave descendió soslayando una zona de rocas y se posó sobre un

pequeño llano cubierto de hierba también marrón clara.

—Listos, hemos tomado contacto con el planeta... —dijo Lasiter,

respirando fuerte.

—Parece que, salvo la vegetación, no hay vida —opinó Eva Dalton

mirando por las ventanillas de cristal que rodeaban el módulo a la altura de

la cabeza.

—Antes de salir comprueben por los medidores si el suelo es

consistente, si la atmósfera es respirable, etcétera.

—¡Capitán Lasiter! —se escuchó la llamada por el altavoz.

—Teniente Sanders, hemos tomado el suelo de este planeta y si hemos

dado en llamarlo Violet, creo que deberíamos decir que hemos violetizado,

pero para no buscarnos problemas diremos aterrizado.

—Bien, capitán.

El teniente Sheridan tomó el micrófono para preguntar:

—¿Hay problemas, capitán?

—En absoluto por ahora. Este planeta parece pacífico, no hemos podido

constatar ningún movimiento telúrgico. Nos mantendremos en contacto.

El doctor Kramer se acarició su pequeña perilla y dijo:

—Podemos salir con entera confianza, no nos sucederá nada.

—La tierra es firme, capitán —dijo Eva Dalton—. Lo que más me

preocupa es el color de las plantas.

—No te preocupes demasiado, Eva, seguramente que una de esas hojas,

llevada a la Tierra, sería verde. Aquí todo está influido por la luz roja de la

Next Centauris, sol de este sistema. Además, al carecer de la potencia

lumínica de nuestro sol, no puede clorofilizar adecuadamente y por ello las

plantas tienen un color más claro.

—Es cierto. La falta de luz impide la clorofilización y una disminución

de la luz da lugar a una clorofilización menor. Es usted un hombre al cual

no se le escapa nada.

—Creo que antes de darme el cargo de comandante de este proyecto

debieron estudiarme bien —respondió sin falsa modestia.

Kramer se puso en pie. Miró atentamente por el cristal de la pequeña

nave y observó el agua del río que tenía un discurrir tranquilo.

—Todo parece muy pacífico en este planeta. ¿Vamos a bajar los tres?

—No por ahora —denegó Lasiter—. Siempre debe permanecer alguien

dentro de la nave. La primera inspección la realizaremos Eva y yo. Nos

llevaremos varios frascos para llenarlos de agua y poder realizar un análisis

detallado y también un par de bolsas de cuero para estudiar la geología de

este planeta. Manténgase alerta, nos pondremos en contacto con el pequeño

transmisor que llevaremos.

—Como ordene, capitán, es usted el comandante, pero le juro que me

gustaría estirar las piernas un poco por ahí abajo.

—Habrá tiempo para todo. Deme un subfusil «Laser» y una pistola.

Sin ningún traje protector, ya que todo parecía apto para su fisiología,

Adam y Eva se dispusieron a descender. La escotilla se abrió y la escalerilla

metálica comenzó a bajar hacia el suelo.

Adam C. Lasiter se cargó la bolsa al hombro para la recogida de

muestras. Entregó la pistola a Eva y mantuvo firme en su diestra el fusil

«Laser».

Ignoraban cuánto duraría el día en Violet, pero el sol, es decir Next

Centauris, les iluminaba de lleno, lo que equivaldría al mediodía del

planeta. Sin embargo, la la luz era escasa. Equivalía a un día terrestre muy

nublado, ambientado por la luz rojiza de la estrella enana.

—Creí que por la falta de luz íbamos a tener frío, pero hace bastante

calor —opinó la doctora Dalton al pisar el suelo mullido por el césped.

Eva Dalton sólo portaba el pequeño transmisor—receptor que les

comunicaba con Kramer y la pistola «Laser».

—¿Qué te parece la vegetación, Eva?

Ella miró al hombre y sonrió.

—¿Te has dado cuenta de la coincidencia, Adam?

—¿Cuál coincidencia?

—Estamos en un planeta extraño y nos llamamos exactamente igual que

los primeros pobladores del nuestro.

El principio de aquel bosque que más podía llamarse lujuriosa selva, se

hallaría a unos doscientos pasos de donde se encontraban, pero ellos

anduvieron en dirección al río.

De pronto, Eva se detuvo observando el suelo.

—Mira, Adam.

—¿Qué sucede?

—Estas hendiduras en el suelo.

—¿Qué sucede con ellas?

—No son hendiduras, son huellas.

—¿Estás segura? Lo que tú llamas huellas son muy grandes.

Eva Dalton las escrutó atentamente. Hizo un cálculo ojimétrico y dijo:

—No puedo asegurar nada, ya que desconozco muchos detalles sobre

las huellas, pero juraría que pertenecen a un terópodo.

—¿Monstruo antediluviano?

—Exacto, y de gran peligrosidad por ser agresivo y carnicero.

—Pues parece que tendremos que andarnos con cuidado para que no

nos pille por sorpresa cuando se acerque a abrevar al río.

Siguiendo materialmente las huellas, se aproximaron al río bordeado

por arena y peñascos irregulares.

—Yo llenaré el envase de agua para el análisis. Tú puedes recoger

algunas muestras.

—De acuerdo, Adam.

Eva tomó las sacas plásticas y se separó un poco para arrancar algunas

muestras rocosas. Adam se inclinó sobre el río cuidadosamente, para no

ceder en el fango blando.

Eva dejó su pistola «Láser» en el suelo entre dos rocas. Sin que ella se

percatara, el arma resbaló por una fisura, quedando medio oculta.

Ella, absorta por cuanto estaba descubriendo, no se dio cuenta. Se

introducía por entre unos peñascos cuando escuchó de pronto la llamada del

transmisor.

—¿Qué sucede, doctor Kramer? —respondió maquinalmente.

—¡Doctora Dalton, cuidado, detrás de usted, a su espalda...! —le gritó

la voz angustiada de Kramer.

Giró la cabeza con rapidez.

A cuatro pies de distancia se encontró con lo más horrible que había

visto en su vida.

—¡Adammmm...!

CAPITULO IV

Al escuchar aquel grito de terror, Adam Lasiter se irguió y también

quedó perplejo ante la extraña criatura que se hallaba a corta distancia de

Eva Dalton.

Aquel ser de aspecto humanoide impresionaba. Era algo más alto que el

propio Adam C. Lasiter sin contar sus móviles antenas bastante delgadas y

de unos cuatro pies de largo, lo que le hacía parecer más alto de lo que en

realidad era.

Aquel ser tenía parte de su cuerpo humano o por lo menos, antropoide,

y el resto semejaba un insecto, aunque eran las antenas lo que más

afianzaban esta impresión y también sus manos y pies, que en vez de dedos

semejaban agudos garfios que le permitirían trepar por lugares inaccesibles

para los terrícolas.

Era bastante velludo y su mandíbula era abultada, lo que indicaba que

debía rendir culto a la caza para comer y le harían falta fuertes dentaduras

para masticar cuanto llevara a su boca.

Lo más horrible de su aspecto no era la mandíbula abultada, su nariz

chata ni sus orejas enormes y recubiertas de una especie de pulmón que

aumentaba su audición, sino la carencia de ojos.

En el lugar donde los terrestres poseían los ojos, aquel extraño ser tenía

el nacimiento de sus largas y movibles antenas.

Debía ser forzosamente inteligente, ya que se cubría el cuerpo, desde el

cuello a las ingles, con una especie de coraza confeccionada con láminas

semejantes a escamas en brillante y dorado oro que, debido a la luz, más

parecía cobre.

—Eva, no te asustes y camina hacia mí de espaldas, despacio.

—Adam, tengo miedo. Se puede abalanzar sobre mí en cualquier

instante.

—No temas, aún no le veo decidido a ello.

—¡Dispárale!

—No, Eva, no busquemos complicaciones a menos que sean necesarias.

Acércate a mí. Ese ser no parece querer moverse.

El extraño morador del planeta hacía oscilar sus antenas y con ellas

semejaba seguir todos los movimientos que realizaba Eva hasta que ésta

llegó junto al hombre, abrazándose a él aterrorizada.

—Tengo miedo, Adam, corramos hacia el módulo.

—Imposible, Eva.

—¿Por qué?

—La constitución de ese hombre creo que es superior a la nuestra en

cuanto al físico se refiere y correría más que nosotros, pero aparte está que

hay más, muchos más.

—¿Qué?

Eva se convenció, pues a ambos lados, cortándoles el paso hacia el

módulo donde les aguardaba Kramer, aparecieron más seres extraños como

el primero y de entre ellos, uno se adelantó erguido. Su vello era más

canoso. Se detuvo a corta distancia de ellos y movió sus antenas.

—¿Entienden nuestro idioma? —preguntó Adam.

Aquel ser abrió la boca y articuló una serie de gruñidos ininteligibles

que luego se multiplicaron en boca de los demás. A su alrededor habían

algo más de dos docenas de seres extraños.

—Creo que tampoco les entendemos a ellos, pero no cabe duda de que

son inteligentes y están organizados. Nos hallamos ante el jefe de la tribu o

algo semejante.

De pronto ocurrió algo incomprensible. Adam enarcó las cejas.

Eva se percató de ello y preguntó ansiosa:

—¿Qué sucede, Adam, por qué no escapamos? Tienes el subfusil, ¿no?

—Calla, Eva. Se están comunicando con nosotros.

—¿Cómo?

—Mediante la telepatía. Aumenta tu atención y lo captarás también. La

telepatía no conoce idiomas. Nosotros, mentalmente, traducimos las

imágenes recibidas o enviadas.

—¿Quiénes sois? —preguntó el habitante de Violet que, a juzgar por su

canoso vello, era anciano.

—Venimos de muy lejos y en son de paz. Somos amigos.

—Os hemos visto bajar del cielo. ¿Qué extraño poder poseéis?

—Nosotros tenemos amigos arriba en el cielo con nuestra nave que veis

sobre la hierba. Podemos elevarnos al cielo y volver a descender.

—Es un poder muy grande el vuestro. Además, no tenéis antenas.

¿Cómo os guiáis?

—En lugar de antenas poseemos ojos que os ven a distancia y que

distinguen el color de las cosas.

—¿Son mejores vuestros ojos que nuestras antenas?

—Lo ignoramos, pero creo que cada cual se mueve bien con los

elementos que la Naturaleza le ha proporcionado.

Mientras, en el emisor, se escuchaba la voz del doctor Kramer.

—Capitán, capitán, ¿bajo a ayudarles?

Las antenas del anciano ser se doblaron hacia adelante y ante el terror

de Eva, se aproximaron a su cintura.

—Una voz sale de esa caja —dijo refiriéndose al transmisor—. ¿Hay

alguien dentro?

Adam comprendió que el cerebro de aquellos hombres, similar al suyo

propio, lo habían desarrollado más en unos aspectos que en otros.

Debían conocer a la perfección la telepatía por la cual se

intercomunicaban, pero desconocían la técnica de la civilización terrestre y

sus avances.

Ignoraba lo que era un simple transmisor y la forma de escapar a la

gravedad del planeta, y a juzgar por sus corazas, podían vivir en una edad

equivalente a la civilización egipcia o a la edad media de la Tierra, tres

milenios atrás, con escasos avances técnicos, pero grandes guerreros y

pensadores.

—Me es difícil expresar en pocas palabras lo que significa esta caja

para nosotros.

—¿Sois dioses? —preguntó abiertamente el anciano.

—No, somos humanos. Creo que poseemos un cerebro igual al de

ustedes, pero con algunas variantes en nuestra anatomía. Ahora, deseamos

regresar a nuestra nave, estamos fatigados. Luego podemos conversar.

—Tú no ser dios, pero eres cauto y ella nos teme. ¿Tan poderosos creéis

que somos?

Adam habló en voz alta advirtiendo a la fémina:

—Ellos captan nuestros pensamientos con mucha claridad. No les

demuestres temor porque podría ser contraproducente.

—Bien, Adam, intentaré tranquilizarme.

—¿Qué le has dicho? —preguntó telepáticamente aquel ser.

—Nada importante, que no os tema porque vosotros también sois

amigos.

—¿Y cómo sabéis que somos amigos?

Aquella criatura poseía una aguda inteligencia, no cabía duda, ya que se

permitía el difícil juego de la diplomacia y la ironía.

Algo vino a estorbar el primer encuentro entre los seres del planeta

Violet y los terrestres, algo monstruoso que hizo temblar la tierra y rugió

con tal fuerza que ensordeció los oídos de Eva y Adam.

Por encima de los árboles apareció la feroz cabeza del monstruo

antediluviano que fue reconocido inmediatamente por Eva, ya que el

desarrollo genético y biológico de aquel extraño planeta tenía muchos

paralelismos con la Tierra.

Aquel monstruo debía haber estado en medio de la jungla durmiendo y

acababa de despertar alzando su enorme cabeza provista de una satánica

dentadura capaz de triturar un «bulldozer» en escasos segundos.

—¡Peligro! —exclamó telepáticamente el anciano echando a correr.

Aquellos seres, provistos de antenas demostraron poder correr con una

velocidad muy superior a la de los humanos. Varios de ellos recogieron del

suelo lanzas que al parecer habían dejado caer antes de presentarse a los

recién llegados.

—Es un terópodo.

—Parece muy peligroso.

—Sí, se sabe que eran terriblemente sanguinarios.

—Pues nuestros amigos de las antenas les tienen bastante terror.

—Lógico, como sólo poseen lanzas por armas, nada pueden contra él.

—Probablemente, bichos como ése diezmarán su población como debió

ocurrir en la Tierra durante la prehistoria.

—¿Y qué hacemos? Ese monstruo parece que nos ha visto. Nos mira

horriblemente y saca su lengua. Va a venir hacia aquí y su velocidad será

asombrosa debido a las grandes extremidades posteriores que posee.

—Sí, no llegaríamos a tiempo al módulo, que por otra parte no

representa suficiente protección, ya que ese monstruo puede triturarlo entre

sus mandíbulas.

El terópodo rugió de nuevo irguiendo aún más su cabeza que sobrepasó

en mucho las copas de los árboles que le rodeaban. De pronto, se lanzó en

busca de sus presas.

Los hombres de las antenas habían escapado ocultándose entre las

fisuras de las rocas tratando de escapar a la vista del gran reptil sanguinario,

esperando por toda protección no ser descubiertos.

—¡Capitán, capitán! —llamó la voz de Kramer por el transmisor.

—Calma, doctor —le respondió Lasiter.

—¡Ese monstruo puede aplastar el módulo con su cuerpo! —gritó

Kramer aterrado ante aquella bestia fantástica jamás vista por él, de

proporciones incluso mayores a sus hermanas terrestres de la misma época.

—Aguarde, doctor, emplearé el «Laser».

—Pues hágalo pronto o será demasiado tarde.

—Adam, ese monstruo nos va a devorar —gimió Eva—. ¿Y si nos

lanzáramos al río?

—No, Eva, aguarda aquí.

El monstruo se inclinó hacia adelante y avanzó recto hacia ellos,

rugiendo de tal modo que las ondas sonoras hicieron vibrar el módulo en el

que se hallaba el doctor Kramer.

El terópodo se detuvo ante el módulo y viéndolo como a un enemigo al

que debía destruir, abrió sus gigantescas fauces entre las que cabía

perfectamente el módulo, dispuesto a molturarlo entre sus enormes molares.

En aquel preciso instante, Adam C. Lasiter apuntó con su subfusil al

lomo del monstruo y jaló el gatillo del arma.

El rayo lumínico salió preciso y alcanzó al monstruo en la mitad de su

enorme ojo, restallando luminosidad alrededor del mismo.

El terópodo se alzó sobre sus patas posteriores y semejó el doble de

gigantesco de lo que era. Sus resoplidos provocaron un viento que zarandeó

el módulo que tenía delante.

Al abrir la boca en el brutal rugido, Lasiter le lanzó un nuevo chorro de

fotones que perforó sus fosas nasales y fundió su cerebro con la potente

energía calorífica del «Laser».

El terópodo efectuó una espectacular caída, pero su masa, plena de vida,

se rebelaba a morir.

Se levantó de nuevo y avanzó hacia la selva aplastando los primeros

árboles. Luego, se derrumbó sobre ellos para no levantarse jamás.

—¡Gracias a Dios! —se escuchó la voz del doctor Kramer.

Eva Dalton, junto al comandante del proyecto los Supervivientes,

suspiró.

—¡Qué miedo he pasado!

Al mirar aquel rostro moreno, de abundante cabello negro y ojos grises,

se le antojó absurdo el antagonismo que se creara entre ambos al conocerse.

Los hombrecillos de las antenas fueron apareciendo, y aun careciendo

de ojos, Eva creyó ver un algo de admiración en ellos.

El anciano se les acercó lentamente, como calculando el terreno.

Lasiter se preguntó:

«¿Qué alcance tendrán con sus antenas? ¿Captarán lo mismo que

nosotros con nuestros ojos o en este aspecto estarán en inferioridad? Bueno,

algo captarán si han visto caer al terópodo y saben que ya está muerto.»

Eva no sintió ya tanto miedo al hallarse ante aquellos seres que le daban

la impresión de hormigas humanizadas recubiertas de oro.

La muerte del gigantesco terópodo le infundió confianza.

Dentro de su módulo, el doctor Kramer comunicaba a la nave en órbita

lo ocurrido. La teniente Sanders le respondió:

—Comunicaré lo sucedido al teniente Sheridan. Aquí, el capitán

Madison y el teniente Cameron se hallan fuera de la nave soldando los

tanques. Todo va bien. Para cuando terminen, esperamos órdenes del

capitán Lasiter.

—De acuerdo, teniente Sanders, ya se lo comunicaré al capitán, pero

ahora está muy ocupado.

El anciano quedó ante la pareja. Con su forma de expresión telepática,

se comunicó con ellos.

—Tenéis un poder nunca alcanzado por nosotros. ¿De dónde venís?

—De la Tierra.

—No conocemos ese lugar.

—Está muy lejos de vosotros. ¿Quiénes sois?

—Xacanos —respondió el anciano.

Más tarde, Adam Lasiter se enteraría de que xacanos quería decir

oriundos de Xaca, y Xaca eran para ellos las montañas sagradas de granito

dentro de las cuales se defendían contra los grandes saurios, reptiles

voladores, felinos enormes y grandes insectos que procedían de la lujuriosa

jungla que semejaba abarcarlo todo.

—¿Hay más gente como vosotros?

—¿Te refieres a nuestra forma de ser? —inquirió el anciano.

—Sí, a seres inteligentes como vosotros.

—Hay más tribus, pero la de los xacanos es la más grande y poderosa.

Sin embargo, los demás son iguales a nosotros. En la Tierra, ¿también son

todos iguales a vosotros?

—Sí, todos somos iguales, más altos o más bajos.

—Muéstranos cuál es tu poder para poder matar al monstruo.

—Mi poder está encerrado en esta arma.

—¿Puedes matar a xacanos también?

—No está en mi ánimo hacerlo, pero si lo que tú quieres saber es si

podría, te responderé que sí. Mi arma es muy poderosa. Puede destruir hasta

las rocas o sacar vapor del río.

—Nosotros los xacanos os recibimos en nuestra casa.

—Creo que no podrá ser. Disponemos de poco tiempo. Estamos

esperando la llegada de otros hermanos nuestros.

—¿Cuántos vendrán?

—Varios más —respondió sin puntualizar, rápidamente. Desconocía lo

que aquellos hombres guerreros y cazadores por naturaleza podían pensar,

pero temió por la suerte de Eva. Ella podía haber pensado el número exacto

de los componentes del proyecto los Supervivientes y aquel número

captarlo el xacano a través de su prodigiosa telepatía.

—Llama a tus hermanos y todos seréis agasajados en el pueblo xacano.

Eva observó a aquellos extraños seres y no pudo remediar centrar su

atención en las corazas que cubrían sus cuerpos. Admiró el brillo del metal

que ella, como experta en mineralogía, supo distinguir a la perfección.

Su mente científica no cesó de trabajar elucubrando sobre las

posibilidades mineralógicas de aquel planeta y las gemas que podrían

hallarse en su suelo apenas explotado por la mano inteligente.

Lo que Eva Dalton ignoraba es que el anciano estaba captando todos sus

pensamientos.

—Nosotros somos vuestros amigos, pero por curiosidad, sólo por

curiosidad, quisiéramos que nos demostrarais si también podéis matar a uno

de nosotros.

Eva miró a Adam Lasiter preocupada. La situación se complicaba.

—Insisto en que no quiero matar a ninguno de vosotros.

—Vosotros matar a un xacano, nosotros ser amigos vuestros después.

Sólo querer saber si poder hacerlo.

Tras aquellas palabras, el anciano emitió unos sonidos guturales y uno

de aquellos hombres se adelantó dejando caer su lanza de oro al suelo.

Quedó quieto, estoico para el sacrificio.

Adam tragó saliva.

Aquel hombre se ofrecía a morir para que sus hermanos de especie

pudieran comprobar el alcance del poder de los recién llegados.

—No quiero matar a nadie a menos que ofrezca algún peligro.

—¡Mátalo! —ordenó tajante el anciano—. Mátalo o todo el pueblo

xacano será vuestro enemigo.

Adam pensó que la situación se había puesto difícil. Podía cometer una

masacre entre aquellos seres y correr hacia el módulo donde les aguardaba

Kramer impaciente, pero también podía tener un tropiezo y si se alejaban de

aquel lugar con el módulo agotarían su reserva de combustible.

Por otra parte, precisaba el agua que aún debían analizar. Mientras, el

xacano le ordenaba disparar su «Laser» contra aquel ser que se ofrecía a

morir.

CAPITULO V

—El es un ser inteligente y yo no quiero matarlo; no soy un asesino.

—Sois muy blandos los terrestres —le respondió el anciano.

—Venimos en son de paz. No queremos matar a nadie.

—Tendrás que demostrarnos tu poder. Si no lo matas a él, tendrás que

matarnos a muchos de nosotros.

Adam comprendió la amenaza. Eva, junto a él, le oprimió el brazo,

expresión latente del miedo que sentía.

Los xacanos, con sus lanzas y su constitución física poderosa, sus

extrañas manos que semejaban garfios, capaces de abrir a un ser humano en

canal de un solo zarpazo, con aquellas mandíbulas tan feroces como las de

un mastín, avanzaban hacia ellos amenazadoramente.

—¡Mátalo Adam, mátalo! —gimió Eva.

Adam los vio acercarse más y más. El anciano no había hablado en

vano.

O mataba al que él mismo había elegido para el sacrificio o tendría que

barrerlos a todos con el «Laser» para abrirse paso hasta el módulo.

Jaló el gatillo y brotó el letal rayo que se estrelló contra la coraza de

oro. Aquello era precisamente lo que los xacanos pretendían: comprobar si

sus corazas les protegerían contra los terrestres.

Todos quedaron quietos, pero orientaron sus antenas hacia el compañero

cuyo pecho se fundió traspasado de parte a parte por el rayo «Laser» como

si del más agudo bisturí se tratase.

Adam hubiera podido abrir la salida del rayo y hacerlo más grueso,

consumiendo mayor cantidad de energía de reserva, pero habría convertido

al xacano en un montón de cenizas. Sin embargo, le bastó con perforarlo

simplemente.

Tras aquella bárbara demostración a la cual le habían obligado, los

xacanos a la orden del anciano se arrodillaron sobre la hierba y se

inclinaron ante Adam y Eva como adorándoles.

Permanecieron así un par de minutos. Luego se pusieron en pie y

corrieron por entre los peñascos desapareciendo de su vista. Uno de ellos se

había cargado sobre sus hombros el cadáver del compañero con gran

facilidad, lo que demostraba su fuerza, ya que el peso del muerto

sobrepasaría los ciento veinte kilos.

—Creo Eva que nuestra llegada a este planeta que hemos dado en

llamar Violet ha sido bastante movida.

—Me dan miedo esos seres.

—Son más inteligentes de lo que a simple vista parecen, lo que ocurre

es que carecen de nuestra tecnología, pero en el orden físico y el poder

cerebral creo que nos aventajan y eso sí los convierte en peligrosos.

—¿Crees que nos atacarán?

—Por ahora, no. Se han marchado convencidos de nuestro poder. Más

adelante, quizá.

—¿Y qué haremos?

—Estar el mínimo de tiempo posible aquí. Nuestra misión es regresar a

la Tierra. Allí puede que encontremos un mundo distinto, arrasado, quizá

una nueva forma en nuestros continentes y océanos, pero no habrán seres

extraños que nos aguarden para atacarnos. Si la guerra ha destruido la

Tierra, en adelante será como nosotros la reconstruyamos. En la nave

nodriza que está en órbita tenemos todas las semillas seleccionadas que nos

hacen falta para lograr una tierra fértil y acomodada a nuestra fisiología. En

cambio aquí, no hay suficiente clorofila. Cada paso que demos puede ser

una trampa. Un árbol, una planta, un insecto, un feroz terópodo como el que

hemos eliminado y quién sabe cuántas cosas más pueden atacarnos. Nos

hemos de marchar de aquí cuanto antes.

—Tienes razón Adam, marchémonos.

—Primero coge la muestra de agua, Eva, ella sí nos es imprescindible.

Eva tomó la muestra y sin perder tiempo, ambos se dirigieron al módulo

donde les aguardaba Kramer impaciente.

—Uf, creí que no los volvería a tener vivos junto a mí —respiró hondo

el climatólogo.

—Esos seres que dicen llamarse xacanos nos han entretenido un poco.

—Pero ¿han llegado a conversar con ellos? No les he visto mover los

labios. Me he llevado un susto mayúsculo cuando con el «Laser» ha matado

a uno de ellos. Creí que los demás atacarían y la sorpresa ha sido verles

inclinados, casi adorándoles.

—Nosotros también nos hemos sorprendido, doctor —dijo Eva ya más

tranquila.

—Vamos, analicen el agua, no hay tiempo que perder. Si es apta para

nuestras vidas, avisaremos a la nave nodriza.

—La verdad, capitán, aun con la escotilla del módulo cerrada no me

siento muy seguro aquí dentro. En cualquier instante puede aparecer algún

monstruo como el que usted ha exterminado y aplastarnos.

—Existe esa posibilidad, doctor Kramer, pero no queda otro remedio

que exponernos. Me temo que en cualquier otro punto de este extraño

planeta escaso de luz nos puede suceder lo mismo. Lo que debemos hacer

es permanecer el mínimo de tiempo aquí y mientras realizan el análisis del

agua vigilaremos atentamente por si viene algún otro monstruo capaz de

destruimos.

—Me temo que no vamos a vigilar mucho, Adam —advirtió Eva.

—¿Por qué?

—La Next Centuris está desapareciendo por el horizonte, lo que

equivale a la llegada de la noche. Este planeta carece de satélite natural y

por tanto tendrá una noche cerrada y completamente oscura en la que

nuestros ojos no podrán hacer nada.

—Utilizaremos el radar —dijo Lasiter—. Con él detectaremos la

llegada hasta la nave de cualquier ser que tenga el tamaño de un ratón.

El doctor Kramer, más pesimista, objetó:

—Mientras capte la llegada de un diplodocus...

—Ahora comprendo por qué les han nacido antenas en lugar de ojos

como a los terrestres.

—Con esas antenas que llevan —dijo Kramer— dentro de este planeta

nos aventajan. No me gustan esos tipos. ¿Cómo ha dicho que se llaman?

—Ellos, en su telepatía, dicen xacanos y por lo visto hay otras tribus en

este planeta.

—Sí, por eso llevarán esas corazas de oro, para proteger sus cuerpos de

las armas enemigas y supongo que también de los ataques de otros

animales.

—¿Oro ha dicho, doctora Dalton? —inquirió Kramer.

—Sí. Estoy segura de que es oro, pese a que la luz ambiental le da un

aspecto cobrizo.

—Diablos. ¿Será este planeta rico en ese metal? Ante la exclamación

del doctor Kramer, Lasiter expuso:

—Es posible que sea rico en oro y otras gemas o metales raros de algo

que en nuestro planeta abunde, sin embargo debe existir un cierto

paralelismo en la mineralogía debido a que la flora y fauna son bastante

similares o mejor diría que iguales a las nuestras.

Kramer objetó:

—En la Tierra no tenemos monstruos del tamaño del que usted ha

derribado.

—Actualmente no, pero hace milenios sí los tuvimos y según la teoría

de la vida biológica a través de la evolución, este planeta no pudo tener vida

hasta que se acercó lo suficiente a la estrella Next Centauris que le dio el

calor y la luminosidad necesaria. Si esta aproximación fue posterior a la de

la Tierra al Sol, es lógico que exista un retraso en las formas de vida de este

planeta con respecto al nuestro.

—Pero ¿y las manos y los pies de esos hombres? Son más propios de

insectos que de mamíferos. A mí me impresionaron.

—Eso sólo son particularidades fisiológicas de adaptación al ambiente

en el que se han desarrollado durante milenios. También existe gran

diferencia entre un hombre del Neanderthal y nosotros y pienso que esos

seres tan extraños con antenas y pies y manos en forma de garfios, están

mucho más próximos a nosotros que un antropoide terrestre.

Mientras Eva Dalton realizaba el análisis completo del agua del río y en

el exterior se había hecho una oscuridad total, Kramer respondió:

—No me diga que los considera humanos siendo tan distintos a

nosotros.

—Tampoco hay mucho parecido entre un japonés del mil ochocientos,

me refiero a antes de la revolución alimenticia e industrial que mejoró todas

las razas humanas en aquella época, y un batutsi también de aquel tiempo.

Sin embargo, una hembra batutsi con un japonés, o viceversa, habrían

podido procrear sin traba biológica alguna. Los seres nacidos tendrían un

poco de cada uno de los padres, pero nada más, no serían monstruos.

Sin dejar de vigilar el espectrógrafo que estaba analizando el agua

recogida como muestra, Eva Dalton añadió:

—Eso ocurre porque los espermas y los cromosomas son idénticos pese

a la pigmentación de la piel, la estatura, forma de las mandíbulas, color o

abundancia del cabello y otras peculiaridades físicas.

—Exactamente, Eva —ratificó Lasiter—. Incluso, la diferencia de

circunvalaciones cerebrales que existía entre razas antes de la tercera

conflagración mundial, no son suficientes para hacer a un ser humano

distinto de otro.

El doctor Kramer, ceñudo, apuntó:

—Me temo capitán que adonde usted pretende ir a parar es a asegurar

que esos xacanos son seres parecidos a nosotros y que incluso podrían

llegar a mezclarse con nuestra raza.

—¡Qué horror! —exclamó Eva verdaderamente asustada.

Como científica que era, había considerado aquella posibilidad,

percatándose de que era muy posible que así fuera.

—No quiero decir que eso sea lo cierto sino lo probable. Desconocemos

el tipo de sangre de esos seres y por supuesto, sus cromosomas y espermas.

Eva Dalton, con su sensibilidad femenina más acusada y quizá también

con su imaginación más viva, no pudo por menos que exclamar:

—¡Por Dios, capitán, no hable más de ese tema! Me horroriza sólo

pensarlo.

*

La teniente Elia Sanders, a cargo de todas las comunicaciones dentro de

la nave paralelepípeda y que al mismo tiempo se hallaba en contacto con los

compañeros que estaban soldando en el exterior de la nave, llamó:

—¡Teniente Sheridan!

El ayudante del capitán Lasiter, en aquellos instantes comandante de la

nave, se le acercó.

—¿Qué ocurre?

—El teniente Cameron no se siente muy bien. Está fatigado y comunica

que tiene un exceso de sudoración que ha enturbiado su escafandra.

—Comuníqueme con él.

—En seguida, teniente.

La joven morena accionó una clavija y el intercomunicador se puso en

funcionamiento haciéndose cargo de él el comandante de la nave.

—Teniente Cameron, ¿me escucha?

—Sí, teniente Sheridan.

—¿Qué ocurre?

—No sé, me ha invadido una fuerte fatiga. Por lo visto, la liofilización

pudo afectarme algo al corazón. Siento ligeros mareos y un exceso de

sudoración. El peligro está en el cristal de la escafandra que se ha entelado

y el sudor condensado se ha helado. Mi visión es muy deficiente.

El capitán Madison, que estaba soldando las grietas de la nave abiertas

por el choque del meteoro, alzó su cabeza para mirar al compañero en

apuros.

Las grietas se hallaban junto a la abolladura hecha por el impacto en el

costado de la nave. Ambos astronautas se movían sin gravedad, pero

fijándose a la nave gracias a sus botas imantadas.

—Cameron, no corra riesgos. Regrese a la nave inmediatamente.

El doctor del grupo de supervivientes respondió:

—Es que el capitán Madison necesita ayuda para este trabajo.

En efecto, el albino Cameron sujetaba las planchas de aleación metálica

que Madison iba colocando sobre las grietas, soldándolas después para

efectuar de este modo un cierre hermético de los tanques.

—Yo ocuparé su lugar, Cameron —dijo Sheridan.

El capitán Madison, que había escuchado el diálogo a través del

telecomunicador, detuvo el soldador electrónico cuyo equipo llevaba sobre

la espalda.

Sujetó con imanes las planchas de acero al costado de la nave,

asegurándolas, e hizo unos movimientos con su mano a Young Cameron

para que se alejara.

El albino asintió con la cabeza, sin apenas ver a su compañero. Inició el

retroceso hacia la escotilla que daba a la cámara de compresión por la cual

habían salido ambos.

Mientras se comunicaba con Cameron, Sheridan había estado

observando los ojos verdosos de la teniente Sanders, su cabello largo y

negro, la suavidad de los labios, la forma de sus senos, la estrechez de la

cintura y las bien moldeadas extremidades inferiores, visibles en su

totalidad gracias a que aquella especie de pantalones que las cubrían eran de

un tejido sintético tan suave y adaptable que no ocultaba ni deformaba el

más mínimo músculo.

La teniente Sanders, con su sensibilidad femenina, captó aquella intensa

observación por parte de Sheridan y para no hacer más tensa la situación,

desvió sus pupilas hacia otro lado.

Astutamente, Sheridan desconectó todas las comunicaciones para que

nadie pudiera escuchar sus palabras. Luego, se aproximó a la mujer

cogiendo su rostro entre las manos.

—¿Qué ocurre encanto, te pongo nerviosa?

—Suélteme.

A la mujer, encajada en el asiento y con el hombre medio sentado en el

tablero, le era difícil escapar.

—¿No te gusto, cariño?

—Su expresión es improcedente.

El hombre rió con suficiencia y cinismo.

—Ahora sólo falta que me digas que si nos viera el capitán Lasiter se

iba a molestar.

—Usted sabe que es así, teniente.

—Llámame Sheridan. Después de todo, ambos poseemos la misma

graduación.

Ella movió la cabeza bruscamente, librando sus mejillas de las manos

del hombre.

—En estos momentos, usted es el comandante de la nave y no parece

comportarse como tal.

—¿Olvidas para qué estás en este programa?

—Teniente, conozco perfectamente para qué fui incluida en el proyecto

los Supervivientes, pero como dijo el capitán Lasiter, el momento en el que

está usted pensando no ha llegado todavía.

—Yo tengo prisa, no me agrada llegar tarde a los repartos y aquí hay un

problema de cinco hombres para dos mujeres. Yo no pienso perderme la

oportunidad de ser uno de los conservadores de la especie.

Sheridan cogió a la mujer por los hombros. Ella trató de escapar, mas su

fuerza era escasa comparada con la de Sheridan.

—Es cierto que el amor no ha entrado en principio en este proyecto

fundado bajo el principio biológico, pero prefiero continuar la especie con

alguien que me guste —silabeó Elia.

—Vamos, acaba. ¿Hay alguien que te guste más que yo?

—Me da miedo, teniente.

El la zarandeó.

—¿Acaso estás pensando en ser la pareja del brillante capitán Lasiter?

—masculló en tono peyorativo.

—No tengo por qué decirle nada.

—Nena, has de darte cuenta de que al capitán Lasiter parece gustarle

más la rubia. Ya ves, está abajo con él en ese planeta.

—El capitán Lasiter no es el único hombre de a bordo y usted tampoco,

por supuesto. Cumpliré mi misión de hembra si es que ha de decirse en

forma tan cruda, pero será el capitán Lasiter quien disponga las situaciones

como comandante de todo el proyecto que es. Para regresar a la Tierra

todavía falta mucho, entiéndalo, muchos años.

—Yo no tengo espera, encanto.

Tiró de ella bruscamente, arrancándola de su asiento para estrecharla

contra su cuerpo. Buscó su boca ansiosamente y la halló pese a la

resistencia femenina.

La joven se defendió mordiéndole y él la sacudió hacia atrás sentándola

de nuevo.

—Vaya una fiera —jadeó tocándose los labios heridos y

ensangrentados.

Se escuchó el chorro de aire dando presión a la cabina para salidas de

emergencia en el espacio.

—Ya tendremos tiempo de hablar de todo esto, preciosa —le advirtió

amenazador—. Ah, y no se te ocurra decir nada a nadie. Sólo harías que

crear problemas que quizá tendrían que resolverse por la vía violenta y

siempre que dos hombres pelean hay un culpable llamado mujer.

Sheridan tomó su traje espacial y se enfundó en él rápidamente

presentándose ante la cabina de presión cuya compuerta se estaba abriendo

en aquel instante.

Por ella apareció el fatigado Young Cameron.

Sheridan le saludó con la mano y sin cambiar palabra pasó a la cabina

cerrando tras de sí.

El teniente Sheridan descomprimió el departamento y salió al espacio.

Asegurando en todo momento sus pies en la pared de la nave, avanzó

por ésta aproximándose al capitán Madison que al verle le habló por el

comunicador portátil que llevaban acoplado a la espalda junto con el resto

del equipo.

—¿Cómo está Cameron, Sheridan?

—Bien. Yo le ayudaré a colocar las planchas.

Sheridan comenzó a ayudarle. En realidad, el trabajo estaba realizado en

gran parte debido a la habilidad del capitán Madison.

Sheridan observaba atentamente a Madison y sus pupilas redondas

empequeñecían al hacerlo.

—Bueno, parece que esto ya está. No hay más grietas y todas están bien

taponadas con las planchas.

Sheridan vio que, en efecto, Madison había hecho un brillante trabajo de

reparación, pero objetó:

—Aguarde un momento.

—¿Qué sucede?

—Déme el soldador un instante.

Sheridan hizo su petición aproximándose más al acuclillado Madison.

El capitán, sin recelar nada, le tendió la pistola para soldaduras

espaciales. Antes de que pudiera darse cuenta, un chorro de fotones fundió

su emisor—receptor portátil.

—¿Qué hace? —preguntó angustiado, ya sin que su voz llegara a salir

del interior de la escafandra.

Antes de que el capitán Madison pudiera reaccionar o siquiera

comprender lo que estaba ocurriendo, Sheridan asió con sus manos los

tobillos del capitán y tiró de ellos despegando las suelas imantadas del

fuselaje de la nave.

El capitán Madison se vio flotando en el espacio.

Reaccionó con todas sus fuerzas, mas sus botas ya no llegaron a

alcanzar el costado de la nave de la cual comenzó a separarse lentamente.

—¡Sheridan, Sheridan, no me deje ir!

Su voz no fue escuchada por nadie, quedó ahogada dentro de la

escafandra, rebotando contra el cristal de la misma.

Solo una cosa le unía a Sheridan y ésta era el soldador con el cable que

partía del equipo de soldadura que él llevaba a la espalda.

Desesperadamente, tiró del cordón, mas Sheridan, despacio, casi burlón,

soltó el soldador dejando a su compañero definitivamente flotando en el

espacio.

Este fue separándose cada vez más de la nave al tiempo que Sheridan le

saludaba con un movimiento de despedida, condenándole a una muerte fría,

lenta y silenciosa en la soledad del espacio donde debería flotar por espacio

de milenios a menos que quedara convertido en una especie de meteorito y

fuera a estrellarse contra la superficie de algún planeta o asteroide.

CAPITULO VI

—¡Teniente Sanders! —llamó Sheridan por el transmisor portátil.

La fémina, junto a la que se hallaba el teniente Cameron, respondió con

naturalidad, pues nada había contado al médico sobre lo ocurrido con

Sheridan. No deseaba crear problemas innecesarios.

—Sanders a la escucha.

—El capitán Madison acaba de sufrir un accidente.

—¿Cómo? —inquirió sobresaltada.

Cameron la miró inquieto e interrogante.

—En una falsa maniobra, el soplete le ha perforado el traje

arrebatándole la presión y el oxígeno. Ha muerto.

—¿Está seguro de que ha muerto? —inquirió Cameron tomando el

mando de la comunicación.

—Sí, lo he visto con mis propios ojos. He tratado de ayudarle, pero él,

al verse morir, ha despegado sus pies de la nave y ha quedado flotando en el

espacio. Por lo visto, no ha deseado crearnos problemas con su cadáver.

Young Cameron pulsó inmediatamente el botón que abría los

protectores de acero de los miradores de cristal. Tanto la teniente Sanders

como él buscaron ansiosamente en el espacio al capitán Madison.

—¡Mire, Cameron, allí está! —indicó la mujer.

—Sí, es cierto. Pobre Madison.

El capitán Madison sólo era ya un punto en el infinito, puesto en órbita

alrededor del planeta Violet, ya que el teniente Sheridan se había

preocupado de dejar pasar el tiempo suficiente para que Madison se alejara

flotando en el espacio y no fueran visibles sus desesperados manoteos ante

la muerte inminente que era incapaz de evitar.

—Trate de ponerse en contacto con él, teniente Sanders. Quizá viva

todavía.

La joven obedeció aun a sabiendas de que faltando el aire como había

advertido Sheridan, no existía posibilidad de comunicación alguna. Sin

embargo, era una tentativa desesperada y la realizó sin frutos positivos.

—Nada.

—¡Maldita sea nuestra perra suerte!

El teniente Cameron propinó materialmente un puñetazo sobre el botón

y los protectores de los miradores se cerraron de nuevo.

Sheridan efectuaba en aquel instante la compresión de la cabina. Poco

después pasaba al interior de la nave paralelepípeda despojándose de su

escafandra.

—Ha sido un accidente lamentable —se quejó—. No he podido

evitarlo.

Elia Sanders clavó en él su mirada inquisitiva y reprobadora, como si

estuviera intuyendo la verdad.

—Este proyecto está costando mucha sangre —suspiró Cameron.

—Sí, es una lástima. Eramos diez al partir y ahora sólo quedamos seis.

En aquel instante, Cameron se fijó en la boca del ayudante de Lasiter.

—¿Qué te ha ocurrido en el labio? Parece que tienes sangre.

Sheridan rozó la parte afectada con la yema de sus dedos. Sonrió

mirando a la fémina y respondió:

—No tiene importancia, ha sido al tratar de salvar a Madison. Creo que

yo mismo me he mordido el labio de rabia al verle morir de un modo tan

estúpido.

La llamada del comunicador general rompió el diálogo.

La teniente Sanders se apresuró a accionar la clavija para que se

escuchara la voz de la llamada.

—Aquí el capitán Lasiter. ¿Me oye?

—Sí, capitán.

Sheridan se adelantó para decir:

—Le escuchamos perfectamente, al habla el teniente Sheridan.

—Bien, Sheridan. El agua ha sido analizada y es completamente

potable.

—Capitán...

—¿Qué ocurre?

—No, nada, capitán. ¿Cuándo descendemos?

—Les controlaremos por radar para que se posen en el planeta en el

lugar justo junto al río. Donde nos hallamos es noche cerrada, no hay

ninguna clase de luz. Encenderemos el foco superior del módulo para que

les sirva de punto de referencia.

—Correcto, capitán. Iniciamos la maniobra de descenso. ¿Alguna

observación más?

—Sí, Sheridan. Cuando la nave se pose, que no salga nadie de ella. En

este planeta existen especies zoológicas muy peligrosas del tipo dinosaurio,

incluso la especie inteligente no merece confianza.

Lasiter, el barbudo Kramer y Eva comenzaron a controlar el descenso

de sus compañeros.

El radar fue orientado hacia ellos, lo que les impidió controlar en

derredor del pequeño módulo.

En el cielo tachonado de estrellas, una de las más brillantes era la solar,

no por ser más grande, sino por ser la más próxima. De pronto, se vio un

resplandor luminoso en el cielo. Lasiter observó:

—Acaban de entrar en la estratosfera. Ahora no hay posibilidad de

comunicación con ellos.

Kramer dijo:

—Esperemos que el roce con la atmósfera de este planeta no desintegre

la nave.

No ocurrió nada desagradable. El descenso de la potente nave

paralelepípeda se realizó primero vertical a la tierra, pero al llegar a los seis

mil pies, sus motores le hicieron tomar la posición horizontal y de este

modo, frenando con sus motores la aceleración de la caída por la ley de

gravedad, terminó por posarse suavemente en el punto indicado junto al río,

un lugar arenoso casi entre los peñascos que ya conocían Adam y Eva

Dalton.

El módulo quedó como a unos cien metros de la nave, apenas unos

minutos caminando hasta ella sobre el mullido césped que terminaba en la

arena que bordeaba el río.

—Capitán, maniobra terminada. Esperamos órdenes —dijo Sheridan.

—Bien, Sheridan, aguarden nuestra llegada. Que nadie salga de la nave

bajo ningún concepto.

—Correcto capitán, nadie saldrá. ¿Se reunirán con nosotros al amanecer

del día o lo harán ahora mismo?

—Ahora mismo.

Eva Dalton y Kramer se prepararon para abandonar el módulo y pasar a

la poderosa nave interestelar que ofrecía mucha más protección. Su

resistencia era muy superior, y aunque un monstruo de los que semejaban

pulular por aquel planeta se les pusiera encima, nada les ocurriría. En

cambio el módulo, por su pequeñez, sería aplastado sin dificultad.

—Kramer, coja un subfusil «Laser».

—Sí, capitán. No quiero encontrarme con esos tipos de las antenas. No

me hacen ninguna gracia, en especial sus poderosas mandíbulas.

—Eva, ¿y tu pistola «Laser»?

—La perdí entre las rocas cuando buscaba las muestras y apareció de

pronto aquel xacano.

—Tendremos que ir con cuidado con las armas. Nos son necesarias

dentro de este ambiente hostil que nos rodea.

—¿Desconectamos la energía del módulo?

A la pregunta de Kramer, Lasiter respondió:

—Sí, por poco que podamos trataremos de recuperarlo. Tú Eva toma la

linterna; afuera todo está muy oscuro.

La escalerilla descendió para que ellos pudieran hacer lo propio.

Adam C. Lasiter fue el primero en pisar la hierba. Eva Dalton le siguió

con la linterna y tras ella bajó el doctor Kramer que cerró la escotilla del

módulo para que nada ni nadie se introdujera en él.

Iniciaron la marcha hacia la nave paralelepípeda, sin nombre ni

identificación alguna, caminando sobre la hierba que ahogaba el ruido de

sus pasos.

El capitán Lasiter empuñaba atento su subfusil «Laser» por si surgía

algún inconveniente. A lllegar junto a la nave, el control automático captó

las señales de sus insignias de identificación y la puerta ojival se abrió

automáticamente ante ellos, desparramando su luz hacia el exterior, ya que

el interior de la nave estaba profusamente iluminado.

Eva fue la primera en penetrar en la nave. La teniente Sanders la recibió

con alegría.

—Sheridan, Cameron, ¿cómo va todo por aquí?

—Mal —respondió Sheridan secamente.

—¿Mal? —repitió. De pronto, se dio cuenta de algo que le hizo olvidar

la explicación que debía darle su ayudante—. ¡Kramer!

Eva Dalton se volvió parpadeando.

—¡Doctor Kramer! —llamó ella a su vez.

Kramer no estaba allí.

Eva, Sheridan y Lasiter el primero, asomaron al exterior, mas no había

ni rastro del barbudo doctor graduado en climatología.

—Por todos los diablos. ¿Dónde se habrá metido ese hombre? —

masculló Lasiter.

—Capitán, ¿no ha dicho que este medio es hostil y que nos rodea el

peligro? —preguntó Sheridan.

—Sí, es cierto, pero todo ha ocurrido en un instante... Kramer iba junto

a nosotros.

—Pero caminando en la oscuridad —dijo Eva— fuera del alcance del

foco de la linterna que yo llevaba.

—Trae la linterna, Eva.

—Sí, toma.

Lasiter exploró el exterior con el foco de luz. Todo parecía tranquilo,

quieto, nada se veía sobre la blanda hierba.

—Ni rastro del doctor Kramer —masculló Lasiter molesto.

Sheridan sonrió sin que nadie pudiera verlo. Después opinó:

—Será mejor que nos protejamos dentro de la nave o correremos

peligro nosotros también.

—¡Doctor Kramer! —gritó Lasiter en un último intento de hallar al

compañero desaparecido inexplicablemente en la temida noche del planeta

Violet.

Tampoco obtuvo respuesta esta vez. El más absoluto silencio fue el eco

de su voz. Aquella hierba mullida color marrón claro semejaba devorar las

palabras impidiendo que se propagasen. Luego estaba la lujuriosa jungla

quizá con grandes ciénagas donde abundaban los monstruos desaparecidos

en el planeta Tierra, grandes arácnidos con temibles telas para apresar

grandes felinos o gigantescos aligatores capaces de partir en dos a uno de

aquellos xacanos pese a sus corazas de oro.

—Es inútil, capitán, el doctor Kramer no responde —advirtió Sheridan

— y si salimos afuera en esta noche tan oscura corremos el riesgo de

desaparecer alguno más de nosotros.

Young Cameron, el albino, agregó:

—Capitán, es preciso que conozca en este instante la baja del capitán

Madison.

—¿Qué?

Sheridan se apresuró a responder:

—Ya le he dicho capitán que las cosas no iban bien. La desaparición de

Kramer me ha obligado a posponer la explicación oportuna.

—Por todos los diablos, ¿Qué ha sucedido con el capitán Madison?

—Es baja —dijo escuetamente Sheridan.

—¿Cómo ha ocurrido?

—Creo que es mejor que antes cerremos esa puerta que nos hace

vulnerables, capitán. Si el doctor Kramer consigue llegar hasta aquí,

automáticamente se abrirá la puerta de la nave para él ya que llevaba las

oportunas insignias cosidas a su traje.

—Sí, es cierto. Cierren la puerta y no abran ninguna ventana; no quiero

que ningún monstruo de afuera nos localice.

Eva Dalton opinó:

—Quizá mientras caminábamos hacia la nave ha sido atacado por uno

de esos xacanos. Hay que tener en cuenta que siendo sus pies como patas de

insecto no producen ruido alguno al caminar, puesto que no aplastan nada.

—Sí, es posible, lo que quiere decir que nuestra situación es un poco

crítica.

—El doctor Kramer nos informó sobre lo ocurrido con el terópodo que

usted exterminó, capitán, y también nos dijo que había encontrado unos

seres inteligentes. Nos los descubrió como una especie de antropoides con

antenas por ojos.

—No son antropoides, Cameron. Esos xacanos son tan inteligentes

como usted o como yo, sólo que tienen otros conceptos de las cosas y

desconocen nuestra tecnología. En cambio, sobre nuestra ventaja

tecnológica, poseen un poder cerebral muy superior al nuestro.

—Kramer contó que usted se comunicaba con ellos a través de la

telepatía —observó el médico.

—Sí. Yo ignoraba que pudiera ser un buen telépata, pero por lo visto la

fuerza de él ha obligado a actuar a una parte de mi cerebro todavía virgen.

Esos condenados xacanos son más peligrosos de lo que parece a simple

vista. Utilizan lanzas que no pueden nada contra nuestros «Laser», pero

leen nuestro pensamiento y hemos de defendernos contra ellos en este

aspecto.

—¿Cómo? —preguntó Eva.

Cameron respondió:

—Pues, sería bueno pensar en otra cosa.

—Exactamente, doctor —asintió Lasiter—. Dentro de la nave siempre

habrá alguien al que ellos no puedan ver ni controlar y al mismo tiempo, los

que salgamos afuera, en todo momento, pensaremos tonterías, por ejemplo

en el pato Donald y sus aventuras.

—¿En el pato Donald? —repitió la teniente Sanders sorprendida.

Lasiter asintió:

—Sí, actuaremos como si asistiéramos a una velada aburrida y

habláramos participando en los corros de conversaciones, pero en realidad

pensáramos en nuestras cosas. Supongo que a ustedes les habrá ocurrido

algo semejante en alguna ocasión.

—Es cierto —dijo Eva.

Los demás también asintieron y Lasiter prosiguió dando sus

instrucciones de prevención contra los xacanos.

—Pues bien, piensen en el pato Donald. Sé que es ridículo, pero ellos

quedarán sorprendidos al captar nuestras ondas cerebrales.

—Pues sí que son peligrosos —observó Young Cameron.

—Sus antenas son largas y muy movibles. La verdad es que ignoro

cuáles son las propiedades totales de las mismas.

—¿Radar? —preguntó Young Cameron.

—Eso seguro, pero parece que incluso ven con ellas como nosotros con

los ojos. No son simples antenas como las que conocemos en los insectos

de la tierra. Esos hombres nos aventajan en el sentido del oído por sus

grandes orejas, probablemente en el olfato como cazadores natos que son y

en sus antenas, gracias a las cuales pueden desenvolverse a la perfección en

la noche negra de este planeta como si fuera de día, mientras que nosotros

estamos casi perdidos.

—¿No cargamos esta noche el agua en los tanques?

A la pregunta de Sheridan, Lasiter respondió:

—No, ni aun empleando focos estaríamos seguros afuera.

—¿Y el radar? —observó la teniente Sanders.

—Desconocemos aún lo que puede surgir por el río. El radar captaría la

superficie, pero no el fondo de las aguas. Durante la noche estamos en

completa desventaja. Aguardaremos a que amanezca y saldremos

fuertemente armados para protegernos de cualquier ataque. Usted,

Cameron, no abandonará la nave en ningún instante ni se dejará ver por los

xacanos que probablemente nos estarán observando.

—De acuerdo, capitán. Desde la nave controlaré con el radar el

acercamiento de esos extraños seres con inteligencia.

—Bien. La situación es muy difícil. Hemos de cargar el agua en los

tanques y abandonar cuanto antes este planeta. Nuestra salvación, la

salvación de nuestra raza y civilización, está en el regreso a la Tierra.

Aunque en nuestro planeta haya ocurrido el exterminio total, en casi cien

años los polos se habrán helado, las aguas habrán regresado a la normalidad

y aunque la vegetación sea escasa, ya no habrá radioactividad y podremos

comenzar nuestras propias cosechas. Allí está nuestro futuro. Aquí

probablemente seríamos exterminados como intrusos que somos, de modo

que la marcha se realizará al instante, pero entendamos que cada uno de

nosotros es valiosísimo para recomenzar nuestro mundo. No quiero

pérdidas humanas. Ahora, hablemos del capitán Madison. ¿Qué ha ocurrido

con él?

El teniente Sheridan comenzó a explicar la gran mentira que ocultaba el

homicidio cometido fríamente para eliminar un obstáculo que pudiera

impedirle a él ser uno de los aparejados que conservaran la especie.

CAPITULO VII

El día, en aquel extraño y hostil planeta, comenzó a nacer.

Sin abrir los miradores ni la puerta, a través del radar manejado por el

teniente Cameron, pudieron captar la salida de la estrella enana y roja

llamada Next Centauris.

—Capitán, este planeta parece superhabitado —dijo Cameron.

—¿Por qué? —preguntó malhumorado por las pérdidas humanas que

diezmaban el proyecto y lo amenazaban cada vez más de fracaso total.

—Durante toda la noche he estado captando movimiento de seres

alrededor de la nave.

Lasiter suspiró:

—Es posible que no sean tantos como parece, que sean los mismos que

han estado dando vueltas en torno a la nave, observándonos con atención.

Espero que el bloqueo del blindaje de la nave y el fluido de corriente

negativa que hemos emitido hacia el exterior hayan nulizado su telepatía

haciéndoles incapaces de captar lo que pensamos aquí dentro.

—Seguramente habrá sucedido así, capitán. Cuando quede solo dentro

de la nave mantendré también el fluido de electricidad negativa que será

una barrera contra las ondas bioelectrónicas emitidas por sus poderosos

cerebros. Celebro mucho, capitán, que esos xacanos no se hayan inclinado

por la tecnología; habrían sido bastante peligrosos.

—Tampoco nuestra civilización se inclinó hacia la tecnología durante

milenios, teniente.

—¿Quiere decir que ellos lo harán algún día?

—Estoy convencido.

—En ese caso, si son capaces de construir una nave como ésta, serán

verdaderamente peligrosos.

—Lo serán, máxime para nuestros descendientes, pues el sol será para

ellos un lugar atrayente y al fin toparán con nuestro planeta.

—Esperemos que su filosofía haya avanzado un poco y sean más

pacíficos. Después de todo, Atila y sus huestes tampoco fueron santos y si

algunos seres extraños a nuestro planeta nos hubieran visitado en aquel

tiempo, habrían pensado que los terrestres éramos unos salvajes.

—Creo que no hace falta retroceder tanto en el tiempo, Cameron. Atrás

dejamos nosotros un planeta envuelto en llamas y no hay que olvidar que

sólo somos un proyecto de supervivencia.

—Comprendo lo que quiere decir, capitán. Después de todo, esos

xacanos tienen perfecto derecho a recelar de unos intrusos como nosotros.

—Exacto, Cameron, pero ello no es óbice para que nos defendamos con

uñas y dientes. Hemos de conseguir que nuestra especie sobreviva.

Las féminas habían sido obligadas a descansar durante las horas

nocturnas. No había sido fácil, debiendo tomar unos sedantes que las

relajaran. El día había resultado profundamente agitado.

—Capitán, las células fotoeléctricas exteriores advierten que ya hay

suficiente luz para nuestros ojos humanos.

—Bien, saldremos entonces. ¡Sheridan!

—Capitán —respondió el teniente pensando que todo el trabajo podría

realizarse. Sólo hacía falta la desaparición de un hombre que podría ser

Lasiter en lugar de Cameron. De este modo, habrían dos parejas y él sería

además el comandante, en otras palabras, el rey de un nuevo mundo.

—Saque tres subfusiles «Laser» y una pistola. Esta última será para

usted. Saldremos afuera Elia, Eva, usted y yo.

—Correcto, capitán, pero ¿para qué tengo que llevar yo la pistola?

—Elia, Eva y yo le protegeremos. Usted, pase lo que pase, sólo hará una

cosa: extraer la manguera de aprovisionamiento de los tanques de agua y

mantenerla sumergida en el agua del río hasta que las bombas de la nave

llenen los tanques, lo cual ocurrirá en breves minutos, ya que las bombas

son poderosas.

—Bien, espero que no dejen que ninguno de esos xacanos se me suba

encima.

—Descuide, teniente, lo protegeremos y ellos saben muy bien que

nuestras armas son poderosas.

—Eso espero.

—Recuerden, en ningún momento deben pensar en el número que

somos, es decir, si piensan un número que sea el de cuatro personas, las que

ellos capten, y procuren pensar en el pato Donald.

—Espero que les resulte divertido —dijo Sheridan.

Adam C. Lasiter se colocó ante la puerta. Young Cameron advirtió:

—Esos tipos andan por ahí afuera, capitán.

—No hay cuidado, Cameron, ellos desconocen cuál es el lugar exacto

de la puerta, ya que desde el exterior apenas se nota su figura oválica. No

obstante, compruebe que no haya ninguno de esos xacanos sobre el techo de

la nave, preparado para saltar sobre nosotros.

Cameron orientó el radar y tras captar lo que sucedía sobre ella dijo:

—Capitán, esos tipos deben ser auténticos diablos. Pese a la altura de la

nave y la carencia de fisuras donde agarrarse, hay dos caminando encima

del techo.

—Sus manos y pies especiales les facultan para trepar por donde a

nosotros nos sería imposible hacerlo.

—¿Y qué pasará con esos dos hombres encima de la nave? Si salimos

afuera pueden saltar sobre nosotros y golpearnos, desarmándonos.

—Les haremos saltar antes de salir nosotros. Cameron, electrifique el

techo de la nave con mil voltios.

Young Cameron sonrió.

—En seguida, capitán.

Cameron conectó las clavijas pertinentes y dio paso a los mil voltios.

Desde el interior de la nave no pudieron ver los brincos y

estremecimientos que sufrieron los xacanos que habían cometido el

atrevimiento de trepar a lo alto de la nave.

Los dos xacanos doblaron sus antenas, soltaron sus lanzas áureas y

brincaron de un lado a otro mientras emitían desagradables sonidos

guturales.

Sus compañeros los siguieron atentos hasta que los vieron saltar sobre la

arena cercana del río.

—Listos, capitán, ya nos hemos desembarazado de ellos. No creo que

ningún otro vuelva a subir al techo de la nave.

—Buen trabajo, Cameron, ahora salimos fuera.

La puerta se abrió ante Lasiter que abandonó la nave con el subfusil

«Laser» por delante.

Eva Dalton, Elia Sanders y Sheridan le siguieron. El capitán, con una de

las féminas a cada lado, perfectamente armadas y sabiendo manejar a la

perfección aquellas temibles armas, apuntaron hacia los xacanos que tenían

delante, ya que el costado de la nave les protegía la espalda y por arriba no

podía sorprenderles nadie, pues el techo seguía electrificado.

La puerta se cerró inmediatamente tras Sheridan. Vieron cómo la luz

rojiza de la estrella enana lo iluminaba todo en derredor.

Frente a ellos estaban casi medio centenar de xacanos que al ver

aparecer a los terrestres se postraron y casi besaron el suelo en actitud de

adoración.

Mas, Lasiter siguió suspicaz. Aquellos seres inteligentes no eran como

una de las desaparecidas tribus africanas capaces de adorar la superioridad.

Aquellos seres tenían una capacidad mental digna de la más maquiavélica

astucia.

En el suelo habían cuatro montones de bolas completamente esféricas,

tan grandes como el puño de un hombre. Sheridan dijo inmediatamente:

—Eso son bolas de oro, no cabe duda. ¿Verdad, doctora Dalton?

—En efecto.

Sheridan dijo en voz alta:

—Y parece que hay cientos de ellas. Un fabuloso tesoro en bolas de oro.

Esos tipos, en vez de hacer barras de oro, fabrican bolas, pero es lo mismo.

Delante tenemos una fortuna en oro y nos rinden tributo como si fuéramos

algo así como sus dioses.

—Sheridan, olvídese de ese oro y cumpla su cometido inmediatamente.

—Pero, capitán, ¿por qué hemos de despreciar el oro que nos ofrecen?

Mire, mire, no nos atacan, nos adoran como a seres superiores suyos.

—No sea imbécil, Sheridan. ¿No se da cuenta de que captan su

pensamiento? Ese oro no nos servirá de nada, en la Tierra no hay nada que

comprar. ¿Es que no se le puede meter eso en su cabeza enturbiada por la

ambición? Vamos, cumpla inmediatamente su cometido o me obligará a

relevarle de su cargo.

—Está bien, está bien, pero es estúpido renunciar a ese fabuloso tesoro

que nos ofrecen.

—Tiene usted una mentalidad primitiva, Sheridan —le espetó Lasiter

sin dejar de controlar con su arma a los xacanos, en actitud de adoración

ante ellos.

—¡Está bien!

Sheridan, a regañadientes, fue hasta el ángulo de la nave y con una llave

especial abrió una pequeña compuerta no mayor de quince pulgadas

cuadradas.

En su interior apareció la boca metálica de una manguera que dentro de

la nave estaba ordenadamente enroscada. Sheridan tiró de ella y la

manguera fue apareciendo hasta que consiguió introducir su boca en el agua

del río. Inmediatamente, la manguera antes aplastada se hinchó y se formó

un remolino en el río.

—La bomba comienza a funcionar —dijo Sheridan.

Las dos féminas controlaban la puerta y se mantenían firmes con sus

armas, sin fiarse de aquellos seres con antenas. Se protegían contra un

posible ataque por su parte.

De pronto, el anciano xacano que ya conocían, irguió sus antenas y se

detuvo a corta distancia de Lasiter. Ello hizo pensar a éste que la telepatía

de aquellos hombres era poderosa, pero su alcance relativamente corto, lo

cual le congratuló.

—Venid los cuatro a Xaca, a nuestras montañas sagradas, donde vive

nuestro pueblo y seréis agasajados como merecéis.

—Lo siento, no es desprecio, pero no tenemos tiempo de ir a vuestro

pueblo.

—Sé que el oro es precioso para vosotros —prosiguió el anciano—. Os

ofrecemos todo el que veis aquí y si visitáis nuestro pueblo os daremos todo

el que mis hombres sean capaces de cargar en la nave. Os entregamos

nuestro tesoro.

—Veo que no os falta el oro y que sabéis trabajarlo haciendo perfectas

esferas, pero no podríamos cargar ese oro en nuestra nave.

—¿Por qué?

Adam sabía que no podía decirle que el peso del oro les haría

dificultoso vencer la ley de la gravedad del planeta. Prefirió responder:

—No hay espacio suficiente dentro de la nave.

—Mi pueblo entero quiere veros y adoraros como merecéis. Sed

generosos con nosotros y nosotros lo seremos también.

—Lo siento, no podemos. Hemos de partir para nuestra tierra.

—Esto ya está —dijo Sheridan sacando la manguera del río.

Lasiter inquirió:

—¿Están los tanques completos?

—Sí, totalmente, y el purificador ya la habrá filtrado de las sales que

pudiera contener a través de la electrólisis instantánea.

—Perfecto. Regrese la manguera a su lugar.

Sheridan se apresuró a recoger la manguera cerrando la pequeña

compuerta de acero que la protegía.

—¿Qué, nos vamos? —preguntó Sheridan.

El anciano debió captar aquella petición, ya que no entendía las palabras

humanas, y telepáticamente se comunicó inmediatamente con Lasiter,

aunque tanto las féminas como Sheridan le captaron también.

—¿Os vais a marchar dejando a uno de vuestros hermanos aquí?

Lasiter comprendió que aquel tipo hablaba del doctor Kramer.

—Vosotros lo apresasteis cuando abandonamos la nave pequeña,

¿verdad?

—Sí. Vuestro hermano está en Xaca, donde nuestro pueblo vive

protegido contra los grandes enemigos. Allí os aguarda para recibir nuestras

ofrendas y nuestra adoración como dioses que sois.

Sheridan dijo en voz alta para ser escuchado por Lasiter:

—No podemos exponernos a ir a ese poblado.

El capitán respondió:

—Tampoco podemos dejarlo aquí entre seres distintos a él. Sería su fin.

—A lo peor ya está muerto —replicó Sheridan.

—Es posible, pero hay que averiguarlo. Ya he dicho que cada una de

nuestras vidas es valiosísima y existe la posibilidad de rescatar a Kramer.

—Sólo hay dos mujeres y Kramer no es imprescindible para el

proyecto, ya que somos tres hombres. Además, existe el peligro de ser

exterminados por esos seres al intentar salvarle.

—Con los «Laser» podemos mantenerlos a raya en todo instante y

rescatar a Kramer.

—Bien, ustedes se largan a por Kramer. Mientras, custodiaré la nave.

El xacano dijo a Lasiter telepáticamente:

—Debéis venir todos para ser adorados y que todo mi pueblo os

conozca, venere y entregue nuestras ofrendas.

—¿Y si no vamos los cuatro?

—Entonces, vuestro hermano se quedará en Xaca —advirtió el anciano.

—¡Sheridan!

—Capitán, ¿no se da cuenta de que ese tipo con antenas de caracol nos

está imponiendo un ultimátum?

—Me doy cuenta, Sheridan y antes será bueno demostrarles de lo que

son capaces nuestras armas por si se atreven a atacarnos.

—Como quiera, pero yo soy partidario de largarnos inmediatamente.

—Kramer debe ser salvado —dijo Eva.

La teniente Sanders agregó:

—Es necesario ir a por él. No podemos abandonarlo fría y egoístamente

en este mundo hostil al cual no pertenece.

—Bien, iremos con vosotros a Xaca, pero si alguien tratara de

atacarnos, nuestras armas hablarán por nosotros y ya conoces el poder que

tienen.

—Sí, tú puedes matarnos con ellas.

—Mataros y fundir el oro. Fijaos.

El chorro de fotones fundió una de las montañas de esferas de oro. Los

xacanos, que captaron a la perfección lo ocurrido, retrocedieron temerosos.

—Vuestra fuerza es de dioses.

De nuevo, el anciano se inclinó ante ellos.

—Creo que ya conocen nuestro poder —dijo Lasiter en voz alta—

sigámosles, pero agrupados, que no vuelva a suceder lo que ocurrió con

Kramer. Recuerden, no piensen en otra cosa que en el pato Donald o

cualquier dibujo animado. Olvídense de todo. Mantengan alertas sus cinco

sentidos.

El anciano emitió sus desagradables sonidos guturales y echó a andar el

primero, seguido por la mitad de sus hombres.

Las dos parejas fueron tras ellos y la otra mitad de guerreros xacanos,

protegidos por sus vistosas corazas de oro que brillaban pese a la tenue luz

de las estrellas, cerraron la marcha.

Se alejaron de la nave introduciéndose en la selva. Los terrestres no se

fiaban de nada y en todo momento apuntaban con sus armas en todas

direcciones.

—Como se les ocurra hacernos algo, el primero en freírse será el viejo

ese —gruñó Sheridan.

Cuando llevaban casi una hora de marcha aparecieron ante ellos unas

montañas graníticas que se alzaban por encima de la lujuriosa jungla.

Telepáticamente, sin detener su caminar, el anciano indicó:

—Aquello que veis es Xaca. Allí vive nuestro pueblo.

Siguieron caminando cuando súbitamente la tierra se hundió bajo sus

pies en un área demasiado grande, más de medio centenar de metros

cuadrados, para poder escapar a la gigantesca trampa, seguramente para

cazar grandes saurios u otros animales temibles y de grandes proporciones.

El anciano tuvo la agilidad suficiente para saltar al borde, quizá porque

conocía el instante preciso en que el suelo se hundiría con su entrelazado de

lianas recubiertas por musgo y tierra.

No pudieron apuntar con sus armas a ninguna parte, y la caída fue desde

una altura que podía resultar mortal para un ser humano.

Inmediatamente, dos docenas de aquellos tipos que les seguían se

lanzaron como si aquella altura no significara nada para ellos, cayendo

encima de los terrestres ya derribados por la brutal e inesperada caída.

El suelo se había hundido en una profundidad superior a los sesenta

pies. Sin embargo, el suelo de ramas y musgo había frenado en parte el

violento impacto.

El chorro del «Laser» de Sheridan se estrelló contra la pared de aquel

foso rectangular, abriendo un hueco. Lasiter supo emplear mejor su arma y

cinco de los xacanos fueron barridos por el rayo.

La lucha era desigual y la traidora trampa les había imposibilitado para

emplear sus armas adecuadamente.

Eva Dalton fue desarmada por dos de los xacanos. El subfusil quedó

dentro de las mandíbulas de uno de aquellos seres que con sus poderosos

dientes trituró el arma haciéndola inservible.

La fuerza física de aquellos seres era demasiado superior a la de los

terrestres, y Sheridan vio estrellarse contra la pared el subfusil «Laser» que

acababa de serle arrebatado.

Cuando esperaba que una de aquellas fauces le destrozara la garganta, le

sujetaron las manos a la espalda con unos aretes de oro que él no supo ni

quiso apreciar.

Lasiter peleó con bravura eliminando a dos más de los xacanos, pero al

fin sucumbió también ante aquellas feroces garras que casi descoyuntaron

sus huesos. Le fue quitada el arma y rodeado por media docena de xacanos

fue reducido a la impotencia física. Al igual que sus compañeros, quedó con

las manos sujetas a la espalda por los aretes de oro.

La teniente Sanders seguía quieta en el suelo. Uno de los xacanos la

sacudió poniéndola boca arriba y por la rigidez de sus antenas, esperó

órdenes de su jefe que seguía arriba, captándolo todo. La orden que éste dio

fue desagradable.

Una de las garras de aquel ser se hundió en el cuello de la fémina que ya

estaba muerta por la caída. La degolló asegurándose así una muerte cierta.

—¡Dios mío! —gimió Eva horrorizada al ver correr la sangre de su

compañera.

—¡Ya le dije que nos tenderían una trampa, capitán! —chilló Sheridan

fuera de sí.

Lasiter se sintió culpable de aquella muerte que no había podido evitar,

pero su deber era averiguar si podía salvar a Kramer.

Los tres supervivientes fueron cargados a hombros de aquellos seres que

treparon por la pared vertical con la facilidad de los insectos.

En lo alto aguardaban cuatro jaulas con barrotes de oro que miraron con

horror.

Cada uno de ellos, fue empujado a una jaula distinta y la de la teniente

Sanders quedó vacía.

A los xacanos no pareció preocuparles mucho los muertos de su especie

que quedaron junto al cadáver de la teniente Sanders, unos cuerpos a

merced de la ley de la selva.

CAPITULO VIII

Las jaulas de gruesos barrotes de oro poseían unas argollas también

muy gruesas en su parte central superior. A través de ellas, pasaron unas

largas varas de madera y los xacanos se colocaron tres delante de cada jaula

y otros tres detrás. Luego, iniciaron la marcha.

Sheridan era el más aterrorizado ante aquella situación imprevista.

Por su parte, Eva se había sentado en el piso de la jaula y miraba con

temor y esperanza al capitán Lasiter.

Lo que hizo Adam fue observar con atención las cerraduras que

cerraban aquellas jaulas totalmente construidas de oro, metal que al parecer

era el único conocido por aquella civilización.

Las montañas ya no quedaban lejos y la marcha prosiguió sobre el

follaje espeso y húmedo. El terreno que pisaban estaba seco, pero en las

cercanías debían abundar las ciénagas con sus miríadas de nocivos insectos.

Con naturalidad, Lasiter fue arrancando varias de aquellas ramas que

azotaban los barrotes de oro al pasar por la jungla. Tratando de que no le

descubrieran, escondió varias ramas delgadas y otras gruesas bajo aquella

especie de jersey fino que constituía el uniforme.

Al fin, llegaron al pie de las montañas graníticas exentas de vegetación

y que formaban un muro circular muy sólido que las hacía infranqueables

como una fortaleza medieval.

Pudieron ver cómo por un resquicio de las rocas brotaba una pequeña

cascada que formaba un arroyuelo que luego se perdía entre la espesura,

terminando posiblemente en el río.

Frente a las rocas había un llano despejado y una fisura cerrada por un

gran bloque de granito que fue elevado para que la comitiva pasara con sus

prisioneros y se introdujera en la fortaleza natural. Cuando el último xacano

hubo pasado, el bloque de granito bajó movido por diez de aquellos fuertes

xacanos que utilizaron unos larguísimos troncos reforzados con aros de oro.

En aquel poblado habían cientos de xacanos protegidos contra los

grandes saurios y otros monstruos que pudieran atacarles, como asimismo

por miembros de otras tribus.

Aquellos seres les rodearon con evidente curiosidad y Eva pudo darse

perfecta cuenta de que era demasiado fácil distinguir los sexos entre ellos.

Los varones como guerreros que eran, iban protegidos por las corazas

áureas. Las hembras, que posiblemente no saldrían jamás de aquel poblado,

no llevaban otra indumentaria que el vello propio de sus cuerpos, que era

muy abundante.

Dentro de aquellos muros graníticos había una gran explanada por cuyo

centro discurría el arroyo que vieran brotar en el exterior por la roca. Estaba

surcado por divesos y pequeños puentes, y contra lo que hubiera sido

natural en la Tierra, nadie había dentro del agua. Ello hizo pensar a Adam

que aquellos seres no habían aprendido a nadar, posiblemente por la forma

de sus pies y manos.

En las montañas graníticas de casi trescientos pies de altura en los

picachos más altos, se abrían infinidad de cuevas a distintas alturas. A

muchas de ellas se llegaba mediante escaleras, aunque aquellos seres

parecían muy capaces de trepar por la pared rocosa.

Cada una de aquellas cuevas poseía una recia puerta de troncos sujetada

a la roca con arandelas del único metal que ellos conocían y sabían trabajar.

Los xacanos sabían protegerse bien contra la intrusión de sus enemigos

naturales.

El anciano se acercó a Lasiter y se comunicó con él telepáticamente

como siempre.

—Los terrestres sois poderosos, pero los xacanos lo somos más.

—Estáis equivocados, nosotros somos más poderosos que vosotros.

—Tú eres nuestro prisionero.

—Con engaños nos has capturado y ello no habla bien de vuestra

honradez. Nosotros no deseábamos otra cosa que marcharnos, no somos

vuestros enemigos.

—Tú probaste que podías matar a los xacanos.

—Porque tú me obligaste.

—Queríamos conocer vuestro poder y tú también sabrás ahora el

nuestro. Nosotros también podemos matar terrestres.

Adam comprendió. Se estaba refiriendo al doctor Kramer.

El anciano emitió sus peculiares sonidos guturales y los curiosos que se

apiñaban alrededor de las jaulas en que se hallaban presos se apartaron.

—¡Dios mío, qué horror!

En la explanada había una gran roca casi esférica aunque la superficie

de la misma, por lo grande, resultaba bastante plana. Encima de la misma

había un tronco recubierto de oro en posición vertical y otro en horizontal

sobre éste en forma de T. De uno de los extremos, colgado de los pies con

una cadena, estaba el infortunado doctor Kramer, atravesado de parte a

parte por varias lanzas xacanas.

—Eso es un crimen —se indignó Lasiter.

El anciano, jefe de los xacanos, explicó:

—Nuestro pueblo es fuerte, pero debe pagar su tributo al gran pájaro

volador, nuestro dios.

—¿Y pagáis vuestro tributo matando?

—Yuií, el gran pájaro volador, acepta nuestro tributo. Nosotros le

ofrecemos siempre la mejor parte de nuestra caza que colocamos encima de

la piedra sagrada.

—De modo que nosotros somos las ofrendas para ese Yuií al que

vosotros adoráis...

—Sí. Sois lo más preciado que hemos cazado.

—¿No sería mejor que nos soltarais? Nosotros podríamos enseñaros

muchas cosas que ignoráis, cosas que os maravillarían.

El anciano respondió en su comunicación telepática:

—Todo lo que tú sabes nos lo contarás y nuestro pueblo mejorará sobre

los demás. Seremos aún más poderosos.

—Eso quiere decir que no vais a matarnos.

—Por ahora, no. A ti te entregaremos diez vírgenes xacas.

Lasiter las miró y replicó:

—Gracias, puede que para vosotros sean muy hermosas, pero yo no

tengo ganas de divertirme.

—Esas diez vírgenes deberán tener hijos tuyos o tú morirás.

—¿Por qué diablos quieres cruzar la raza?

—Para ser mejores y más poderosos, para que los nuevos xacanos sepan

lo que tú, pero que no dejen de ser como nosotros.

Lasiter tragó saliva. Aquello no lo había esperado.

—¿Pero no te das cuenta de que somos distintos, que nosotros tenemos

ojos y vosotros antenas?

—Los hijos que nazcan pueden tener ambas cosas. Serán mejores

xacanos.

Lasiter resopló.

—Me negaré.

—Nosotros te haremos cambiar de opinión, jefe terrestre. Esta jaula será

tu morada hasta que aceptes mejorar la raza de los xacanos.

Adam comprendió que todo aquello era muy peligroso. Aquel ser,

telepáticamente, le iría robando sus pensamientos, sus ideas, y de esta

forma iría adquiriendo todos los conocimientos que él poseía. La fuerza

cerebral de aquellos seres era su peor enemigo.

Si los xacanos acababan captando su superioridad cerebral, incluso

podían llegar a torturarles psicológicamente y terminar haciendo de ellos lo

que quisieran.

—Creo que nosotros hemos matado xacanos y vosotros terrestres.

Hemos de sellar una paz y ser amigos.

—Vosotros no ser amigos nuestros sino esclavos.

Eva seguía atentamente aquella comunicación y se asustó un poco

cuando el jefe de los xacanos se encaró con ella.

—Tú serás la mujer de mi mejor guerrero, de Coxi, que es mi hijo.

—¡No, no puede ser! —replicó ella asustada viendo a uno de los

xacanos que se adelantaba para colocarse junto al anciano. Aquel guerrero

era algo más recio que sus compañeros, pero a los ojos femeninos tan

horrible como los demás.

—Tú darás un hijo a Coxi cada año. Serás su esclava más apreciada,

porque cada hijo tuyo será valioso para el pueblo xacano, tan valioso como

los hijos que tu jefe haga concebir a las vírgenes xacas.

—¡No, no, no! —gritó Eva esta vez con palabras.

Se aferró a los barrotes y trató de sacudirlos para escapar, gritó, lloró y

Lasiter se vio incapaz de calmarla. Al fin cayó desmayada sobre el piso de

la jaula.

Las antenas del anciano se introdujeron por entre los barrotes. Tocaron

su cuerpo y al fin opinó:

—Vive, sólo sufre un desvanecimiento.

Sheridan tenía los ojos desorbitados y estaba pálido como la cera.

El terror agarrotaba sus músculos y la nuez se le atascó en la garganta

cuando el viejo se encaró con él con sus horribles antenas.

—Tú no nos haces falta.

—¡Eh, espere, espere, yo iré con todas las vírgenes que quiera, le daré

hijos, muchos hijos! —dijo telepáticamente con la boca seca por el pánico.

—Tú no sirves para cruzar la raza. Por tus venas no corre sangre de jefe.

—¡Eso es una tontería! Yo puedo hacer las cosas mejor que él —y

señaló a Lasiter.

—Tú no eres noble como tu jefe.

—¿Por qué no?

—Tú mataste a un hermano tuyo. Lo leo en tu pensamiento.

—¡Eso no es cierto!

—Sí lo es. Tú lo mataste y tu pensamiento dice su nombre, Madison.

Lasiter miró a Sheridan e inquirió:

—Di que no es cierto eso, Sheridan, di que tú no asesinaste a Madison.

—Sí, fui yo, ¿qué importa ya? Al diablo con sus órdenes, Lasiter, aquí

ya no manda nada. Somos esclavos.

—Eres un miserable, Sheridan.

—¡Escúcheme a mí, xacano, escúcheme a mí!

Lasiter, despreciativo, masculló:

—No le hables con nuestra voz, no te va a entender. Háblale

telepáticamente, pero me temo que a él no vas a poder engañarlo como a

mí.

El anciano jefe emitió unos extraños sonidos. Varios de sus guerreros se

acercaron a la jaula en que se hallaba Sheridan y la abrieron.

Sheridan quiso correr, mas fue apresado por las garras de aquellos seres

que le impidieron escapar.

—¡Aguarden, aguarden, les diré algo que no saben!

El anciano le respondió:

—Todo lo que deseamos saber nos lo contará tu Jefe. Tú, como parte de

la captura de hoy, serás ofrecido al dios Yuií como tu hermano que ya está

muerto.

—¡Nooo, nooo! —aulló desesperado. En su terror olvidó que aquellos

seres no podían entender sus palabras y que el anciano, uno de los pocos

xacanos capacitados para captar el pensamiento ajeno a la perfección, ya no

le prestaba la menor atención—. ¡No estamos solos, tenemos un compañero

en la nave.

—¡Calla y muere con dignidad! —le gritó Lasiter aferrado a los barrotes

de oro—. Hasta en eso van a ser superiores a nosotros estos seres llamados

xacanos.

La fuerza física de Sheridan, aun en medio de su terror, era inferior a la

de un solo xacano. Sin embargo, fue conducido entre cuatro a la gran piedra

esférica que se alzaba en una altura que sobrepasaría los cuarenta pies.

Eva y Adam, cada uno en su jaula, divisaron la llegada a lo alto del

desesperado Sheridan. Cerca de él, cabeza abajo, colgaba el cadáver del

doctor Kramer muerto a lanzazos.

Hasta ellos llegaron perfectamente audibles los gritos de Sheridan,

aterrado ante su sacrificio al dios de aquellos seres bastante primitivos.

De aquella especie de T no tardaron en ser dos los cuerpos que colgaban

cabeza abajo, uno en cada extremo del tronco horizontal, bien sujetos

ambos por cadenas a los tobillos.

Sheridan se encorvó hacia arriba doblando su cintura para aferrar sus

manos a las cadenas, mas todo fue inútil y cuando no pudo resistir más la

posición, quedó colgando cabeza abajo.

La expectación del pueblo de Xaca se centraba ahora en los hombres

sacrificados a su Dios.

—Adam...

—Tranquila, Eva. Aún no está todo perdido.

—Adam, tengo miedo, mucho miedo.

Él suspiró.

—No te negaré que la situación es apurada, pero todavía no hemos

sucumbido.

—¿Por qué dices que no, si estamos encerrados en estas jaulas como si

fuéramos antropoides en la Tierra?

—Creo que no nos consideran seres inferiores, Eva, todo lo contrario.

—Es cierto, Adam, por eso han ideado la aberración del cruce de

nuestras razas.

—En la Tierra también se cruzaron razas muy distintas entre sí, como

un escandinavo y una negra, una japonesa y un anglosajón.

—Pero esto es muy distinto, Adam, muy distinto.

—Lo sé, y no temas. Antes de que suceda lo irremediable, escaparemos.

—Adam, ¿tú crees que estando rodeados por cientos de esos seres y

dentro de este poblado inexpugnable podremos escapar?

Él respiró hondo.

—Alguna posibilidad existirá, en algún momento fallarán. Además, hay

alguien en la nave que nos puede salvar, incluso podría conducir la nave

hasta aquí.

—Si por lo menos nos pudiéramos comunicar con Cameron —se

lamentó ella.

—Al caer en aquella maldita trampa he perdido el comunicador y no

comprendo cómo no nos hemos matado todos en la caída como ha sucedido

con la desgraciada teniente Sanders. Será porque el camuflaje de ramas y

musgo frenó el golpe.

Eva Dalton dijo con sinceridad:

—Ojalá hubiera muerto como Elia Sanders. Por lo menos no me

aguardaría ahora un porvenir tan horrendo y repugnante.

El anciano debió dar más órdenes, porque las jaulas en que ellos se

encontraban fueron trasladadas al interior de una de aquellas cuevas

excavadas en la roca y protegida por una recia puerta de maderos que se

cerraba por dentro con un gran pasador.

Las dos jaulas vacías fueron dejadas donde estaban y la puerta de la

cueva donde se hallaban Adam y Eva no fue cerrada, aunque sí quedó un

guerrero custodiando el lugar con su aguda y pesada lanza.

De pronto, se escuchó claramente el agudo sonar de un cuerno.

Luego, repitieron la llamada otros dos cuernos, seguramente portados

por xacanos que vigilaban en lo alto de aquellas montañas graníticas que les

servían de muro infranqueable.

Pudieron ver claramente cómo todos abandonaban la planicie corriendo

en todas direcciones, filtrándose en el interior de las cuevas. Las hembras

cuidaron de llevar consigo a sus cachorros y en cuestión de segundos no

quedó nadie a la vista. Las recias puertas de maderos de cada cueva se

cerraron.

El vigilante que les custodiaba no cerró todavía la puerta, aunque se

puso junto a ella, asiendo el pasador para cerrarla en el momento justo en

que se lo propusiera.

Eva preguntó:

—¿Qué está ocurriendo? Esos xacanos parecen aterrorizados.

—Lo ignoro, Eva, pero opino que pronto lo averiguaremos.

Efectivamente, pudo escucharse un ruidoso aletear y una corriente de

viento alzó el polvo del poblado.

Por encima de las moles graníticas, sin que éstas fueran obstáculo

alguno, apareció un gran reptil volador de maxilar monstruoso y totalmente

desprovisto de dientes. Tenía unas impresionantes garras, capaces de

transportar a un humano en cada una de ellas.

CAPITULO IX

Aquel pajarraco de grandes proporciones, que como miembro de la

familia de los reptiles carecía totalmente de plumas, voló batiendo sus alas,

creando remolinos de aire, levantando grandes polvaredas hasta posarse

sobre la T de troncos que había sobre la gran esfera granítica con peldaños

placados en oro.

Eva, como buena zoóloga, identificó inmediatamente al gran reptil

volador.

—Es un pterosaurio.

Adam C. Lasiter respiró hondo.

—Me temo que para estos seres es más que un pterosaurio. Es Yuií, su

Dios, el único de los animales que al parecer puede atacarles en su

mismísimo poblado y contra el que nada pueden. Por eso le temen y le

convierten en su dios. El resto de monstruos antediluvianos que pululan por

las ciénagas y junglas que rodean esta zona montañosa no pueden atacarles

aquí, pero ese pajarraco tan repelente como temible sí puede.

—¿Y por eso le ofrecen sus tributos?

—Sí. Posiblemente cada día ese pajarraco debe darse una vuelta por

aquí para tomar lo que los xacanos le ofrecen de su caza. Luego, se marcha

y no vuelve hasta el día siguiente, dejando así tranquilos a los xacanos hasta

entonces.

—¿Por qué se esconden ahora?

—Porque saben que un reptil como ése es insaciable y a todo aquel ser

que el pterosaurio descubriera, lo atraparía inmediatamente para devorarlo.

Posiblemente, más de un niño xacano descuidado por su madre en la huida

habrá muerto engullido por el reptil.

—Dios mío, entonces va a devorar a Sheridan. Es horrible.

—Me temo que no hay salvación para él. Que Dios le acoja en su seno y

le perdone el asesinato de Madison.

El guardián comenzó a cerrar la puerta.

El pterosaurio, inclinando su largo cuello, picoteó primero el cadáver de

Kramer mientras Sheridan lanzaba alaridos de terror y se encogía hecho un

ovillo tratando inútilmente de escapar al monstruo que, fijándose en él,

estiró su enorme y terrorífica cabeza hacia él.

La puerta de maderos cerró la cueva. Eva lloró asustada.

—Dios mío, Dios mío, qué mundo tan espantoso.

—Calma, Eva, calma. Vamos a jugarnos la vida a cara o cruz, pero es

nuestra oportunidad —dijo mientras el xacano que les custodiaba introducía

sus antenas por entre las fisuras de los maderos para controlar lo que ocurría

en el exterior y a la vez era incapaz de entender las palabras de los

terrícolas.

—¿Cómo, Adam?

—Estas jaulas tienen unas cerraduras del tipo más primario. Son

verdaderamente simples, aunque para ellos resulten complicadas. No

olvides que su tecnología es muy primitiva comparada con la nuestra, en

eso sí les aventajamos.

—¿Crees que podrás abrir las jaulas?

—Sí.

—¿Con qué?

—Con estas ramas que he cogido por el camino. Es un trabajo fácil,

mientras nuestro vigilante no nos descubra.

—Pero aunque abras la jaula, luego él nos impedirá la huida.

—Creo que podré sorprenderle. Está demasiado ocupado en ver lo que

ocurre en el exterior con su temido Dios Yuií.

Con una de aquellas delgadas ramas, Adam manipuló por el gran hueco

de la cerradura que podría resultar complicada para los xacanos todavía

legos en el arte y la ciencia de trabajar el metal. El resorte se movió,

abriéndose la puerta.

Antes de abandonar su jaula, Adam pasó las manos por entre los

barrotes y abrió la puerta de Eva, a la cual le pareció imposible que aquello

sucediera.

—Y ahora, ¿qué hacemos con él? —preguntó, señalando al vigilante.

De entre las ramas que había cogido, Adam eligió la más gruesa y a la

vez más punzante por haber sido astillada. Abandonó la jaula y saltó sobre

el xacano, sujetándole el cuello con el brazo. Le clavó en el mismo la

pequeña estaca de madera, impidiéndole lanzar ningún grito gutural, aunque

no habría sido muy audible debido al fuerte movimiento de las alas del

reptil volador, que mantenía su equilibrio sobre el monumento sagrado que

los xacanos le habían dedicado para saciar su apetito diariamente.

El xacano, de gran vitalidad, se sacudió a Lasiter de encima lanzándolo

contra la pared de la cueva.

Levantó la lanza para atravesarlo con ella, pero su cuello ensartado en la

estaca no le dio más vida. Un chorro de sangre escapó por lo que podían

llamarse fauces.

El xacano se derrumbó y Lasiter se apoderó inmediatamente de la lanza.

—Este ya no nos molestará más.

—Y ahora, ¿cómo escapamos de aquí, Adam? Hay cientos de xacanos

ahí fuera.

—Ahí fuera, no, Eva. Están escondidos dentro de sus cuevas, temerosos

de que el pterosaurio los devore.

—Pero si está ese reptil volador ahí fuera tampoco podemos salir

nosotros, y en cuanto él se vaya, serán los xacanos quienes salgan,

quitándonos toda posibilidad de escape. Además, no podemos mover la

roca granítica que cierra la entrada a este poblado y no creo que pudiéramos

trepar a lo alto de estas pequeñas, pero verticales montañas para luego

descender al otro lado sin que esos seres nos alcancen.

—Sí, ya sé que están mucho mejor dotados que nosotros para trepar por

los lugares escarpados, pero no utilizaremos ese medio.

—¿Cuál, entonces? Yo no veo otra posibilidad para salir de aquí.

—¿Te has fijado en ese arroyo que cruza por la mitad del poblado?

—Sí, tiene una corriente bastante rápida.

—Antes de entrar en el poblado he visto su salida.

—Sí, yo también la recuerdo.

—Pues, bien, se trata de sumergirnos en el arroyo y nadar con fuerza a

favor de la corriente. ¿Qué tal se te da nadar bajo el agua?

—Bien. En la Universidad alcancé buenas marcas.

—Estupendo. Debemos darnos prisa.

—Y los xacanos, cuando nos vean escapar, ¿qué harán?

—Seguramente tratarán de perseguirnos, pero creo que ellos no saben

nadar. No están adaptados sus manos y sus pies para ello, aunque tenemos

una posibilidad en contra.

—¿Cuál?

—Que hubieran puesto un enrejado a la salida del arroyo. Ello

equivaldría a quedar atrapados bajo el agua, pues no podríamos luchar

contra la rápida corriente.

—Prefiero que nos arriesguemos.

—Te comprendo, pero la verdad es que no creo que esa hipotética reja

exista. Quizá sí la hayan colocado a la entrada del agua dentro del poblado,



pero no a la salida, porque si un xacano o un hijo de éstos cae al agua y es

arrastrado por la corriente, quedaría atrapado en la reja y su muerte sería

inevitable, mientras que en caso contrario existe la posibilidad de

recuperarlo al otro lado, todavía vivo y a salvo.

—Esperemos que tu teoría sea buena, Adam. Lo que me da miedo al

tratar de correr hacia el arroyo es el pterosaurio.

—Sí, ése es ahora nuestro principal peligro, pero tenemos que

arriesgarnos. Esperemos que su gran tamaño lo haga un poco lento de

reflejos.

—Sí, eso, esperemos que así sea.

—¿Preparada?

—Sí, Adam, cuando quieras.

—Bien. No olvides zambullirte en el agua lo más profundamente que

puedas. La corriente nos arrastrará hasta la salida y si todo va bien

apareceremos al otro lado del muro granítico que forman estos picachos.

Lasiter abrió la puerta. El enorme reptil volador seguía sobre el mástil

áureo y en su derredor sólo quedaban restos humanos.

—¡Corre, Eva!

La pareja abandonó la cueva corriendo a la máxima velocidad que le

permitían sus piernas. El arroyo quedaba aún distante, pero de pronto, el

pterosaurio se fijó en ellos y emitió un extraño y agudo chillido que quizá

significaba alegría, satisfacción por la repetición de su festín.

Adam hubiera podido correr más rápido que la muchacha, mas prefirió

mantenerse en todo instante a la altura de ésta para protegerla si se hacía

necesario.

El reptil batió de pronto sus alas y el viento que produjo les lanzó al

suelo, envolviéndolos en una nube de polvo.

—Eva, arriba, corramos de nuevo.

El monstruo siguió chillando y a Eva le vibraron los tímpanos mientras

sus ojos estaban puestos en el arroyo. Faltaban pocos pasos para llegar.

El monstruo se lanzó desde lo alto con sus garras por delante. Eva, con

un salto perfecto, se zambulló en el agua. Lasiter, como el mejor de los

lanzadores de jabalina, se enfrentó al monstruo.

La lanza escapó de su mano impulsada con toda su fuerza y la punta de

oro penetró en la garganta del pterosaurio que rugió acusando el dolor.

Perdió el reflejo necesario para que sus garras se hicieran con el cuerpo de

Adam, el cual, acto seguido, se zambulló también en el agua.



El reptil volador quedó rugiendo posado en el suelo, mientras los

cuerpos de la pareja se deslizaban por el arroyo, cruzando el poblado hacia

el desagüe natural.

Al captarle herido, los xacanos fueron abriendo primero tímidamente las

puertas que protegían sus cuevas y desde ellas comenzaron a arrojarle

lanzas al monstruo.

El pterosaurio comenzó a sentir en todo su cuerpo las agudas punzadas

de las lanzas que le iban penetrando. Fue ya incapaz de remontar el vuelo.

Aquella vez sería él quien sucumbiera. Los xacanos le habían perdido el

miedo al verle caído.

Adam y Eva contuvieron la respiración, sumergiéndose en el agua por el

interior de la montaña. Sus pulmones semejaban querer estallar.

—¡Adam! —llamó ella al salir jadeando del agua.

—Eva, hay que salir corriendo hasta la nave. Ellos van a perseguirnos, y

si nos alcanzan, toda posibilidad de escape se habrá agotado para nosotros.

Eva pensó en el destino que quería darle el jefe de aquellos seres y le

faltó tiempo para salir corriendo junto a Adam, tomando ambos el camino

que conducía a su nave donde aguardaba el albino Young Cameron.

Desde lejos, vieron cómo por la compuerta del poblado comenzaban a

salir los primeros guerreros xacanos armados de lanzas en su persecución.

Adam cogió de la mano a Eva y corrieron más rápidamente que antes.

Llegaron junto a la fosa donde fueran capturados.

El fondo de la misma estaba repleto de una masa oscura de insectos que

cumplían el ciclo obligado de la naturaleza.

—¡No mires, Eva, y sigue corriendo!

Pasaron junto a la fosa y siguieron corriendo, mientra hojas y ramas

azotaban sus cuerpos como si trataran de frenar su carrera hacia la

salvación, como si aquella vegetación también los considerara intrusos.

Los xacanos se acercaban cada vez más y las primeras lanzas trataron

de frenar la carrera de los fugitivos, pero la precipitación en arrojar las

armas impedía la precisión del blanco, blanco que aquellos seres debían

controlar mediante sus repugnantes y odiosas antenas.

De pronto, unos poderosos rugidos detuvieron la marcha de los xacanos,

incluso de Eva y Adam.

—Pégate a este árbol. Parece que se acerca alguno de esos monstruos

antediluvianos. Creo que es de la misma especie que el que maté ayer.

—¿Un terópodo?



—Sí.

Efectivamente, era un terópodo hembra, de menor tamaño, pero

acompañado por dos hijos que aprendían a comer, es decir, a triturar con sus

grandes y poderosas mandíbulas.

El trío de terópodos descubrió a los xacanos y comenzaron a atacarlos

aplastando a algunos con sus poderosas colas y triturando a otros con sus

mandíbulas.

—Corramos de nuevo, aprovechemos esta ocasión que nos brinda la

madre naturaleza.

Siguieron su carrera, escapando también a ser devorados por los grandes

dinosaurios que en aquellos instantes estaban diezmando a los xacanos.

La carrera fue agotadora. A Eva le faltaba ya el aliento y Adam tuvo

que ayudarla en varias ocasiones.

—Animo, Eva, falta poco ya, y esos seres, cuando se reagrupen,

emprenderán la persecución de nuevo.

Al fin llegaron al claro donde estaba el módulo y la nave paralelepípeda,

pero allí les aguardaba una nueva y desagradable sorpresa.

—Qué horror, Adam, un nuevo monstruo nos cierra el paso.

Efectivamente, pegado materialmente a la nave como si desea

protegerla, había un enorme crustáceo acuático con algo más de seis pies de

altura en la superficie de su caparazón.

—Pertenece a la familia de los cangrejos —observó Eva.

—Fíjate en el suelo.

—Dios mío, huesos, restos humanos.

Efectivamente, allí había una fosa medio cavada con una pala, un saco

de lona y restos humanos con cuatro calaveras que aquel monstruo de la

familia de los crustáceos había deglutido tras aparecer por el lado del río.

—Pero, ¿a quién ha devorado?

—Me temo que Cameron ya no nos aguarda dentro de la nave.

—No es posible —se lamentó Eva.

—Sí lo es. Probablemente controlaría con el radar la ausencia de seres

en derredor de la nave y habrá salido a sepultar los cadáveres de las

compañeras muertas durante el viaje, pero ese enorme cangrejo, saliendo

súbitamente del río, lo ha sorprendido, devorándolo también a él. Lo peor es

que nos cierra el paso hasta la nave.

—¿Qué hacemos, Adam? Los xacanos deben estar al llegar y ese

monstruo delante de nosotros. Parece que ya se mueve. Puede atacarnos



como ha hecho con Cameron.

—Acércate a los peñascos, rápido.

—¿Qué piensas hacer?

—Buscar la pistola que tú perdiste. Es nuestra última salvación.

—¿Y si no la encontramos?

—Empezaremos a rezar, porque el proyecto de los Supervivientes habrá

terminado aquí.

Se apresuraron a buscar entre las rocas, pero el cangrejo, caminó

amenazador hacia ellos, tan amenazadoramente que les estaba dando

alcance.

—Retírate, Eva.

Eva obedeció y Adam lanzó un guijarro al ojo del crustáceo, quien lo

encogió rápidamente y detuvo su avance por unos instantes.

Luego, lo reanudó, estando a punto de alcanzar a Adam con sus

temibles pinzas, capaces de seccionar a un hombre en dos de un solo corte.

—¡Aquí está, Adam!

—¡Tíramela, rápido...!

Eva se la arrojó por el aire. Adam la alcanzó e inmediatamente, sin

perder tiempo, envió un chorro de «Laser» a los ojos del crustáceo, que

reculó terminando por quedarse quieto, perforado su grueso caparazón

calcáreo.

Una lanza de oro pasó rozando el cuerpo de Eva. Esta corrió hacia la

puerta de la nave que se abrió automáticamente ante ella.

Adam disparó el «Laser» haciendo rodar por tierra a los cuatro primeros

xacanos que acababan de llegar. Luego, saltó al interior de la nave y la

puerta se cerró aislándoles.

Adam y Eva se abrazaron respirando hondo. El le acarició el cabello

mojado y luego las mejillas.

Por primera vez, la besó en la boca y ella le correspondió mientras sus

ojos se llenaban de lágrimas de alegría.

En la puerta comenzaron a golpear las bolas de oro, tratando de

derribarla.

Los xacanos estaban furiosos por habérseles escapado los preciosos

esclavos con los cuales pensaban cruzar su raza para hacerse más

poderosos.

Adam se separó de Eva y puso en marcha los motores nucleares de la

nave. Esta comenzó a elevarse abrasando a los xacanos que habían quedado

bajo ella. Luego fue adquiriendo altura y velocidad, hasta que salieron de la

estratosfera.

La potente nave se puso en órbita sin dificultad. Todo en ella funcionaba

a la perfección. Adam la sacó de la órbita de aquel planeta, poniendo rumbo

hacia el sistema solar de regreso a la Tierra. El control automático y la

computadora de a bordo se hicieron cargo de todo.

—Eva...

—Adam, ha llegado el momento de sumergirnos en el sueño de la

liofilización.

—Sí. Según el control automático, esperando que ningún meteoro nos

tuerza de nuevo durante el camino, despertaremos al arribar a la órbita del

planeta Tierra.

—¿Pero allí volveremos a ser los mismos que ahora?

El hombre asintió con la cabeza.

—Sí, Eva, y un mundo nuevo empezará para nosotros dos, de ambos

brotará una nueva humanidad. Surgirán grandes problemas frente a

nosotros, pero Dios nos ayudará a superarlos. El no querrá impedir que la

Tierra vuelva a repoblarse.

Se fundieron en un estrecho y largo abrazo.

El beso unió sus bocas y luego se separaron para ocupar sus respectivos

cilindros de liofilización.

Minutos después, sus corazones se detenían y el viaje proseguía a la

velocidad de la luz.


F I N 

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