Sternon recibe una llamada urgente del Instituto Atómico de París, lugar en el que trabaja. Resulta que en una instalación de Noruega se han producido unos hechos insólitos: la pérdida de peso de algunos de sus trabajadores, y la avería de lo que fabrican, que son ultramicroscopios. Este es sólo el principio de una serie de descubrimientos, a cuál más inquietante.
‘Guerra de universos’ (1956), de H.S. Thels, seudónimo de Enrique Sánchez Pascual, mantiene el interés y la intriga hasta un final sorprendente e inesperado. El bolsilibro se complementa con el relato ‘Dos amigos de cuidado’, firmado por Law Space, otro de los seudónimos del autor. Bob Simmons llega a Nueva York desde Australia en el año 2000. Aunque le resulta difícil, al fin encontrará trabajo como bombero, pero solamente pilotando el avión que lleva a los bomberos. Estos son dos compañeros algo peculiares. Previsible, pero se lee con gusto.
CAPUTULO I
El «Vidáphono» volvió a sonar con insistencia.
Estaba visto que un hombre no podía celebrar, en la
intimidad de su cuarto de soltero, el aniversario de su nacimiento. Hacía
exactamente treinta años que había nacido.
Era el único día, desde hacía casi seis semanas, que había
obtenido permiso del omnipotente y drástico director del Instituto Atómico de
París y con un infinito placer marché a pasar aquella memorable jornada en mi
residencia particular en la zona templada de Alaska, parte del mundo que habíamos
logrado, merced a procedimientos nuevos, convertir en otra importante Florida
americana, en la que el sol y las playas formaban el mayor encanto.
¿Quién podía atreverse a interrumpir tan bruscamente mi
solitario y maravilloso retiro?
¿Un
amigo?
Imposible. Pocos eran los que conocían la contraseña de mi
«vidáphono» y fuera de algunos que, para su desdicha, trabajaban intensamente a
aquellas horas, nadie más podía atreverse a llamarme.
Alargué la mano con un gesto de fastidio y oprimí el botón
que iluminaba la pantalla del aparato.
Casi
di un salto.
La figura del director del Instituto
se me apareció más congestionada que nunca y con los ojos extrañamente
brillantes.
Me
incorporé prestamente para que él pudiese verme a su vez.
—¡Sternon!
—gritó con voz aguda—. ¡Sternon!
—¿Qué
ocurre, señor Sanval?
Tardaba, sin duda alguna, en coordinar las ideas y en
encontrar las palabras adecuadas para decirme el motivo de aquella inesperada
llamada.
—Sternon
—repitió ya algo más calmado—, debe regresar a París en seguida.
—¿Algo grave, señor?
—Prefiero decírselo personalmente.
—Está bien. En seguida me tendrá ahí.
La pantalla volvió a tornarse opaca, demostrándome que mi
director había apretado el botón que cortaba la comunicación.
Yo estaba seguro de que existía un motivo grave para que él
me llamase, interrumpiendo un permiso tan extraordinario. Pero, dentro de un
Instituto Atómico existen siempre cosas graves y situaciones embarazosas para
un director que, como Pierre Sanval, no desea que ocurra absolutamente nada.
Me vestí y salí a la terraza, escapando así a la beneficiosa
influencia del ambiente acondicionado de mi apartamiento. Hacia la izquierda se
destacaba la airosa silueta de mi «Mono-atomic-reactor», al que me dirigí
prestamente.
Veinte minutos más tarde me posaba
en la terraza para aparatos del Instituto Atómico de París.
Una
serie de «pasillos-rulantes» me condujeron mecánicamente y sin el menor
esfuerzo ante la puerta del director, que se abrió por un sencillo
procedimiento foto- eléctrico, y me encontré en el amplio y moderno despacho,
repleto de libros hasta el techo.
Pierre Sanval era un hombre pequeño, con una cabeza enorme y
que parecía mantenerse en equilibrio sobre un delgado cuello por un verdadero
milagro. Sus ojos saltones, detrás de los cristales aplicados que llevaba sobre
la córnea, parecían mucho más grandes de lo que en realidad eran.
—Siéntese,
Sternon —me dijo—, y gracias por haber venido.
Me dejé caer en uno de los sillones funcionales que poblaban
la amplia estancia.
Al verme inquieto, el director
sonrió, como si hubiese olvidado una cosa importante.
—Puede
fumar, Alex.
Apretó un botón y el zumbido me demostró que una barrera de
rayos purificadores se extendía entre él y yo, ya que sus delicados bronquios
no podían
soportar
el humo de los cigarrillos.
Encendí
uno y me arrellané cómodamente para escuchar lo que me iba a decir.
Hubo una corta pausa que él aprovechó para tamborilear
nerviosamente sobre la mesa; luego, decidiéndose, rompió el molesto y aburrido
silencio.
—Todo parte —empezó a decir— del informe de una fábrica del
norte de Europa, que me ha sido trasmitido por uno de nuestros colegas del
Instituto Nuclear de Berlín... Un informe lo bastante raro para qué haya
despertado sospechas nada más recibirlo. Se lo voy a leer.
Sacó
un documento de uno de los cajones y empezó la lectura.
«Amigo Sanval. Seguro de que el asunto puede interesarte, te
comunico que en la instalación fabril de Djebord, en Noruega, se ha producido
el curioso fenómeno de la pérdida de peso de todos los empleados y obreros,
excepto en los robots de servicio. Como ya sabes, los cerebros electrónicos de
la Clínica de la Fábrica, controlan diariamente el organismo de los empleados y
han acusado, en estas dos últimas semanas una pérdida general de peso que
oscila aproximadamente alrededor de seiscientos gramos. No estaría de más que
iniciases una investigación, ya que tu cargo de consejero científico de Europa
te autoriza para ello. Recibe un abrazo y un saludo de tu viejo colega,
Lukas Stermörd.»
Plegó el papel cuidadosamente entre sus cortos dedos,
volviendo a colocarlo en el cajón de donde lo había sacado.
—¿Qué
le parece, Sternon?
—Muy extraño, en efecto —repuse—. ¿Se ha investigado
correctamente la radiactividad?
—Sí. He recibido dos informes posteriores en los que se me
confirma que la fábrica en cuestión está completamente limpia de cualquier
clase de radiaciones. No olvide que es un centro fabril muy importante y que
incluso está dotado de pantallas especiales contra los rayos cósmicos.
—¿Qué fabrican allí?
—Supermicroscopios.
Aquello no me decía nada.
—Realmente —dije— la misión de investigar sobre ese oscuro
asunto corresponde a los médicos.
Sanval sonrió levemente.
—Han hecho todo cuanto han podido por ayudarnos; pero, al
penetrar en la fábrica, les ha ocurrido como a los demás; han perdido peso y el
director del establecimiento no les ha dejado salir.
—¿Temen algo contagioso?
—Por el momento he autorizado esas medidas severas y otras
más... Puede ser, aunque lo dudo, que se trate de algo pasajero y sin gran
importancia; pero es mejor prever que curar...
Mi
cerebro trabajaba velozmente.
—Podíamos hacer una cosa. Verá usted, señor Sanval; lo
mejor, a mi parecer, es hacer que vengan al Instituto un par de individuos de
esa fábrica. Podemos enviarles una esfera de aislamiento que hará nulo
cualquier contagio, ¿no le parece?
—Excelente. Así podremos estudiarles aquí con mayor cantidad
y profusión de medios. Voy a dar las órdenes oportunas... ¿Dónde podré
hallarle, Sternon?
—Voy a la cantina un instante; tengo sed y deseo estar solo
hasta que usted me necesite.
Salí del despacho del director mucho más preocupado de lo
que pensaba estar. El problema en sí me parecía intranscendente y hasta
estúpido; pero los hombres, a través de los siglos, hemos aprendido que de las
pequeñas causas suelen surgir, desdichadamente, los grandes efectos.
25 de agosto del año 2956; la fecha de mi trigésimo año de
vida. De verdad que no pensaba haberla pasado así, preocupado con un problema,
sino echado en la silla funcional de mi residencia en la zona templada de
Alaska, lejos de todos y solamente cerca de mí mismo.
La cantina estaba servida por «robots» y ellos me trajeron
la bebida estimulante que necesitaba. Luego, con un signo, les ordené que
dejaran filtrar un poco de música que me ayudase a pensar un poco.
No podía llegar a la conclusión, a pesar de que era una de
las ideas que se habían presentado en mi mente, de que se tratase de un peligro
que viniese de fuera. En pleno siglo XXX habíamos conseguido dominar por
completo nuestro Sistema Solar y manteníamos relaciones amistosas con los
habitantes de media docena de galaxias y nebulosas, a las que tardaríamos en
llegar muchos miles de años.
El Universo nos era conocido y no debíamos temer
absolutamente nada de él, ya que las criaturas que lo poblaban tenían bastante
con sus propios problemas, en muchos de los cuales les habíamos ayudado
positivamente.
La «sonda-lumínica», procedimiento de comunicación espacial
que utilizaba la luz y que, por lo tanto, nos permitía llegar hasta donde las
ondas electromagnéticas no podían, nos habían permitido establecer contacto, a
lo largo de mensajes que tardaban centenares de años en llegar a nuestro
Sistema, con mundos situados casi en una infinita lejanía. Mundos que estaban
poblados por seres inteligentes como nosotros y que ansiaban, también como
nosotros, establecer contacto y hacer del Universo un todo común.
No; decididamente no debíamos temer nada de aquellos lejanos
planetas, ni de los próximos que estaban poblados de «robots», que habíamos
llevado allí, y que trabajaban en atmósferas irrespirables bajo fríos absolutos
y en las praderas ardientes de Mercurio, para proporcionamos la fuente única de
vida y energía que necesitábamos: la fuerza solar acumulada en los átomos
radiactivos.
Me hice servir de nuevo otro estimulante, comprobando que la
dulce música que se filtraba a mi alrededor, a través de cientos de micrófonos
sutiles, contribuían poderosamente a hacer funcionar mi cerebro con una mayor
actividad.
Uno
de los «robots» se acercó a mí.
—El
director llama —dijo con su voz de cinta magnetofónica.
Comprendía perfectamente la preocupación de Sanval, dada su
tremenda responsabilidad.
Segundos
más tarde estaba de nuevo sentado ante él.
—Ya
han llegado —anunció.
—¿Cuántos?
—Dos.
—¿Hombres?
—Sí.
—¿A
dónde los han llevado?
—Abajo,
cerca del «pan-analizador».
—Podemos
ir, si lo desea.
—Ahora
mismo. La impaciencia me quema la sangre.
El «descensor» nos hundió en las entrañas de la Tierra, a
seiscientos metros bajo la superficie del suelo. Habíamos aprovechado las instalaciones
que nuestros antepasados crearon para huir de las explosiones nucleares de la
Tercera Guerra Mundial, ampliándolas convenientemente, ya que reunían
condiciones estupendas para escapar de la acción de los rayos cósmicos que
había aumentado considerablemente en el último milenio. El «pan-analizador» era
una extensa caja de cristal especial, a prueba de toda clase de radiaciones y
de más de tres metros de espesor, que permitía, no obstante, una visibilidad
completa. En su interior, una docena de «robots» especializados manejaban los
«terminales» de una serie de cables que, a su vez, brotaban del corazón mismo
del «pan-analizador».
Los dos hombres estaban sentados en el interior y nos
miraban con cierto temor en los ojos. Eran altos, rubios y su delgadez no era
aún demasiado apreciable.
Me
acerqué a uno de los micrófonos que comunicaba con el interior.
—Pueden estar completamente tranquilos, por favor. No
deseamos más que realizar un completo análisis de su organismo, para evitar que
sigan adelgazando.
¿Entendido?
Ambos
asintieron con la cabeza.
Inmediatamente me dirigí, seguido de Sanval, al teclado de
la máquina. Tomé asiento en el taburete de «plastik», empezando a teclear a
gran velocidad. Al impulso de las ondas que lanzaba mi transmisor, los «robots»
fueron realizando, sin dejar los
«terminales»,
la serie de operaciones necesarias para conocer con completa exactitud, el
estado de los organismos de aquellos dos seres que se sometían a nuestro
análisis.
Uno de ellos aplicó una minúscula ventosa en el tórax
desnudo de cada uno de los hombres y una aguja microscópica, hueca en su
interior, sacó unas gotas de sangre del corazón de los pacientes. Ventosas y
pipetas se fueron aplicando a los pulmones, al bazo, al hígado, a las glándulas
de secreción interna y hasta al cerebro, apoderándose de pequeñísimas gotas de
sustancia orgánica que eran poderosamente aspiradas por los «terminales» y que
pasaban directamente al interior de los aparatos que encauzaban aquellos
líquidos y humores por una cadena de reacciones químicas para realizar el
análisis completo.
Otras ventosas, dotadas de mecanismos ultrasensibles,
captaban fielmente los movimientos del corazón, los ritmos respiratorios y en
general, toda la actividad fisiológica del organismo.
Dos «terminales» especiales, aplicados sobre la cabeza de
los pacientes, realizaban velozmente el electro-encefalograma (análisis de la
actividad eléctrica del cerebro) y un verdadero psicoanálisis, penetrando en el
mundo emocional de aquellos hombres y llegando hasta sus más íntimas ideas.
Con un susurro suave, apenas perceptible, los doscientos
cerebros electrónicos del «pan-analizador» iban obteniendo los resultados que,
escritos en minúsculas planchas de plástico, caían al alcance de mi mano, en un
colector que daba a las ranuras correspondientes.
Tensión arterial, respiración, estado de cada una de las
vísceras, del funcionamiento de los órganos y aparatos, análisis de sangre,
linfa, líquido cefalorraquídeo.
Todo
era negativo.
Nada
parecía marchar mal en aquellos organismos que, a pesar de todo, habían
adelgazado
sin causa aparente alguna.
Con las fichas de plástico en la mano. Sanval se alejó hacia
su despacho, sin decir una sola palabra.
Varios profesores y colaboradores del Instituto observaban a
los dos pacientes desde el lado de fuera del aparato. Los «robots» se habían
quedado inmóviles como raras estatuas metálicas.
Medito un poco, dejándome llevar por un cúmulo de ideas que
se precipitan libremente en mi cerebro.
—Creía que habíamos conseguido libramos de todas las enfermedades,
señor Sternon.
Me vuelvo, sorprendido de la
presencia de una joven elegante y discretamente vestida, que me mira con una
sonrisa burlona en sus hermosos labios.
—¿Todas
las enfermedades? No lo crea, señorita. Usted está demostrando ahora mismo que
la curiosidad sigue igual que hace diez mil años.
—¿Considera
usted la curiosidad como una enfermedad?
—Cuando
no tiene un objetivo científico, sí.
Su
ceño se frunció y me contestó con voz punzante:
—Creía
que los hombres de ciencia eran amables...
—No
tenemos tiempo de serlo, señorita. Si los problemas y las incógnitas que
tenemos que resolver fueran amables, es casi seguro que también nosotros
derrocharíamos amabilidad.
—No
lo entiendo.
—Es, sin embargo, sumamente fácil. Fíjese en el mal que debe
afectar a esos dos hombres. Si fuese ligeramente amable, se mostraría en
seguida a nosotros, diciéndonos: «Aquí estoy y soy esto y lo otro...»
—No
me ha hecho gracia su comparación.
La miré con insistencia, intentando saber a qué departamento
pertenecía. Se lo pregunté.
—No
pertenezco al Instituto —contestó—. Soy, sencillamente, periodista. Casi di un
salto sobre mi taburete de «plastik».
—¿Periodista?
¿Quién le ha dado permiso para penetrar aquí?
—¿Permiso?...
¿Autorización?... He aquí dos vocablos que ningún buen periodista conoce.
Me
puse en pie y la miré severamente.
—Tendrá
que abandonar esta sala, señorita...
—Me
llamo Paule Lefranc, señor Sternon.
—Tendrá que irse, señorita Lefranc y darme su palabra de
honor de que no publicará nada de lo que acaba usted de ver u oír.
Sus
ojos brillaron con una luz divertida.
—Sigue
usted hablando en un lenguaje que no entendemos los periodistas. No somos, en
realidad, amigos de los grandes secretos. El público nos paga y espera de
nosotros que le tengamos ignorante del menos número de cosas.
—Pero...
—No sabe lo que lo lamento, profesor. Pero, si la dolencia
de estos hombres interesa a ustedes, los hombres de ciencia, también interesa
al público para exigir de las autoridades amplias explicaciones y las medidas
preventivas pertinentes.
—Se sabe usted muy bien la lección, señorita Lefranc; pero,
sintiéndolo mucho, habrá usted de pasar por el control de salida para que se le
retire, provisionalmente, cuantos aparatos de recepción pueda llevar
escondidos.
—Me someteré gustosa a ese vulgar registro, señor mío. Pero
sepa que no necesito aparato alguno y que mi memoria me es lo suficientemente
fiel para poder describir detalladamente todo lo que he visto y oído aquí.
Sonrió
un poco despectivamente.
—Acaba de cometer el primer gran error de su brillante
carrera periodística, amiga mía.
Me
volví hacia los compañeros que seguían observando a los pacientes.
—¡Claude!
Un
muchachote alto, rubio, de amplia frente y ojos azules, se acercó presuroso.
—¿Qué
desea, señor Sternon?
—Haga el favor de conducir a esta señorita hasta la rampa de
salida, pasándola antes por la cámara amnésica...
Claude
miró con piedad a la linda criatura que tenía al lado.
—No
querrá usted que... este... hombre me registre, ¿verdad?
—No tema, señorita Lefranc. Claude no va a hacerle
absolutamente nada. Nadie le registrará.
Sonrió.
—¿Y
qué es eso de la cámara amnésica?
—Era
una pequeña broma sin trascendencia alguna.
Nos estrechamos amigablemente la mano y Claude, antes de
alejarse, me dijo en voz baja:
—¿Hasta
cuándo, señor Sternon?
—Hasta seis. No se trata más que de los recuerdos recientes.
Al mismo tiempo atraviesen el pasillo de los rayos «épsilon».
—De
acuerdo.
Los vi alejarse y sonreí como un viejo zorro que soy. La
pobre muchacha no sabía que cuando saliera de la cámara amnésica no recordaría
una sola palabra de lo que había oído allí, ni una sola imagen de lo que había
visto. Además, cuando pasara por el pasillo de los rayos «épsilon», todas las
imágenes que había captado en su minúscula cámara, escondida en el reloj, y las
palabras que habían quedado grabadas en la cinta magnetofónica que llevaba
escondida seguramente en uno de los pendientes, quedarían definitivamente
borradas.
Mientras la veía alejarse pensé que era muy bonita,
extraordinariamente bonita. Una mujer como la que me hubiese convenido escoger
como esposa.
Pero, un esclavo de la ciencia como yo, no tenía tiempo más
que para romperse las meninges buscando la explicación al porqué de la pérdida
de unos centenares de gramos en los empleados de una lejana fábrica de
supermicroscopios.
CAPÍTULO II
Me pasé toda la noche estudiando. Al amanecer tomé un par de
pastillas de «somnilón» y me acosté durante una hora.
El «somnilón» produce, en un mínimo tiempo, un sueño
completo y profundo que puede compararse a un reposo de diez horas; además,
elimina todas las sustancias nocivas que el organismo ha acumulado durante el
trabajo de vigilia, haciendo que se despierte uno como nuevo sin el menor
síntoma de cansancio.
Gracias a esta sustancia y a otras similares, los hombres
del siglo XXX podemos aprovechar la vida de manera mucho más completa que lo
hacían nuestros antecesores y sin dañar, en forma alguna, nuestro cuerpo.
Al levantarme, me dirigí al despacho de Sanval. Él estaba
trabajando ya.
—Buenos
días, señor director.
—Buenos
días, Alex. ¿Algo nuevo?
—Nada,
señor. Pero he pensado que podríamos repetir los análisis.
—¿Para
qué?
—Porque si la causa del adelgazamiento ha desaparecido,
sabremos que está localizada exclusivamente en la fábrica noruega y eso nos limitará
grandemente el problema.
—Es posible que tenga usted razón, pero eso no va a
explicarnos la causa de este misterioso asunto. Sobre todo, después de la
comunicación que acabo de recibir.
—¿De
qué se trata? ¿Otro foco de esta... enfermedad?
—Hace usted bien en dudar la palabra que ha de ponerse a
«esto». No, amigo mío, no se trata de una enfermedad y menos de una afección
que ataque a los humanos. El director de la fábrica de Noruega me acaba de
comunicar que todos los mecanismos de los supermicroscopios fabricados han sido
misteriosamente destruidos. Lentes, sistemas de electrones, suspensores de los
aparatos, todo ha quedado en estado inservible.
—¿No
han descubierto nada?
—Absolutamente
nada.
—Permita
que baje a ver a los pacientes...
—Vaya.
Lo que deseaba era huir de allí, dejar a mi cerebro que
digiriese la noticia que acaba de escuchar y que, por la persistente
meditación, amenazaba con volverme loco.
Destruidos
los materiales de observación microscópica? ¿POR QUÉ? En el «descensor» procuré
aminorar un tanto el curso de mis ideas.
«Piensa con tranquilidad, Alex —me dije—. No te dejes llevar
por ninguna clase de emoción que solamente te arrastraría lejos del nudo del
problema. Pensando despacio, podrás descubrir cualquier fisura en esa masa
densa y encontrar la pista que te conducirá a la solución.»
En la sala subterránea el «pan-analizador» estaba
completamente tranquilo y los dos hombres reposaban en sus literas.
Me
estremecí
No
hizo falta que los despertara, porque jamás lo harían.
Sus
pieles dibujaban claramente la osamenta: no eran más que dos cadáveres,
tremendamente delgados y completamente consumidos, como si alguien les hubiese
robado a pedazos la carne que les mantenía en la vida.
Corrí al teclado de mandos, ordenando a los «robots» que se
apoderaran de aquellos dos cuerpos.
Mis dedos golpearon rápidamente las teclas, componiendo el
mensaje para los hombres mecánicos.
Pero
todo era completamente inútil.
¡LOS MECANISMOS DE LOS CEREBROS ELECTRÓNICOS HABÍAN DEJADO
DE FUNCIONAR!
Permanecí como paralizado, tocando aún las teclas.
Insistiendo más y más, pero ya completamente seguro que nada funcionaría y que
las órdenes que transmitían no servirían absolutamente para nada.
Inopinadamente me di cuenta de que dentro de la barrera de
cristal que rodeaba completamente al «pan-analizador», debía haber ALGO; algo
terriblemente poderoso para haber paralizado los mecanismos del aparato,
inutilizando nuestros deseos de descubrir la verdad.
Y, naturalmente, la conclusión de tan peregrina idea no
tardó en llegar a mi mente.
ESE ALGO DEBIA POSEER LA INTELIGENCIA SUFICIENTE PARA SABER
QUE NOSOTROS DESEÁBAMOS INVESTIGAR SU MISTERIOSA NATURALEZA.
La
perplejidad se apoderó de mí y hasta llegué a burlarme de mis propias ideas.
Pero, en realidad, lo que intenté hacer fue impedir que el
terror penetrara en mi espíritu.
Entonces, casi al mismo tiempo, recordé el último mensaje
que me había leído el director en su despacho, hacía apenas quince minutos.
¡Ahora
empezaba a comprender!
Si ese ALGO había destruido los mecanismos de cientos de
supermicroscopios y ahora destruía nuestros aparatos de análisis, matando a los
hombres sobre los que deseábamos investigar, era que ese ALGO estaba INTERESADO
EN QUE NO PUDIÉRAMOS SABER NADA DE ÉL...
No podía haber duda alguna de que estábamos ante un peligro
tremendo, ante la inusitada presencia de seres INTELIGENTES y cuyos propósitos
no debían ser nada buenos, ya que hacían lo posible para que no pudiéramos
conocerlos y combatirlos. Una especie de extraña fiebre se apoderó de mí y el
terror me hizo mirar con desconfianza la gruesa pared de cristal especial que
me separaba de los cadáveres y de ese ALGO tan tremendamente poderoso.
¿No
habrían logrado ya atravesar la pared de cristal?
Sentí cómo se me erizaban los cabellos y precipitadamente me
dirigí a la puerta de la sala, corriendo como alma a la que persigue el
diablo...
No; no estaba dispuesto a ser víctima de aquel misterioso
poder que haría que mi carne desapareciera como si se hubiese evaporado y que
la muerte, por una terrible consunción, se apoderase de mí para siempre.
Corría, a una velocidad extraordinaria, pulsando, al salir,
los botones que cerraban automáticamente las puertas del sótano; pero, para mi
mayor desconsuelo, los mecanismos no funcionaron como debían.
¡EL
PODER DE AQUEL MISTERIOSO «ALGO» HABÍA LLEGADO
HASTA
ALLI!
Seguí corriendo y, por fortuna y con mucha alegría, comprobé
que los mecanismos de cierre de los pisos superiores funcionaban perfectamente.
Lancé un suspiro de alivio cuando me hallé en el despacho
del director. En pocas palabras le expliqué lo sucedido.
Dio órdenes inmediatas para que los departamentos del
subsuelo quedasen definitivamente cerrados y que nadie, por ningún motivo,
pudiese penetrar allí.
Luego, después de un largo silencio, nos miramos mutuamente,
con la fijeza de dos personas que están pensando lo mismo.
—Creo —empezó diciendo con voz lenta— que deberé comunicar
estos hechos a las autoridades.
—Pero,
¿qué les dirá?
—Lo poco que sabemos. Por el momento, son más las dudas que
las cosas que conocemos; pero no cabe la menor duda de que ese «algo» posee un
poder formidable y una inteligencia ordenada, además de unos planes concretos.
—...
que no pueden ser otros que los de apoderarse de nuestro mundo.
—Esa
es la triste realidad, Alex —dijo.
—No hay, desde mi punto de vista —dije— más que una manera
de conocer a nuestros extraños enemigos: el microscopio. El que hayan destruido
y atacado, como primer objetivo, la fábrica de Noruega, demuestra su deseo de
escapar a la observación de lo infinitamente pequeño, lo que nos lleva a la
lógica conclusión de que se trata de seres pequeñísimos...
—No
divaguemos demasiado, Alex. También podían ser seres invisibles...
—No
lo creo, señor.
—Ya
veremos. Por el momento estableceremos un control del peso de todos los empleados
y asistentes al Instituto. Si ese «algo» no sale de los sótanos, nada extraño
observaremos; pero, si lo logran, la primera manifestación de su presencia será
nuestro adelgazamiento.
Me
estremecí.
—¿A qué será debido ese fenómeno? —pregunté, sabiendo que no
me sería dada ninguna respuesta positiva.
Naturalmente,
Sanval guardó silencio.
Le manifesté mi deseo de salir un rato, diciéndole
francamente que quería escapar a la influencia que lo que había ocurrido en los
sótanos había producido en mí.
—Vaya,
vaya... —repuso sonriendo.
*
* *
Volé
en mi aparato a más de dieciséis kilómetros de altura, deteniéndome para tomar
un baño de sol al amparo de los filtros que detenían las mortales radiaciones
que, a aquella hora, no podía frenar ya la atmósfera.
Siempre me ha gustado extraordinariamente que mi piel tome
ese agradable color tostado que, además de poseer un indudable valor estético,
hace la piel más sana y resistente.
Permanecí el tiempo suficiente para que mi piel absorbiese
la cantidad de sol que podía, descendiendo luego hacia París y dejando el
aparato en la terraza de un edificio público, me lancé a la calle con el
propósito de distraerme un poco en medio de la gente de la que, por culpa de mi
profesión, permanecía largamente distanciado de ella.
Demasiado,
a mi modo de ver.
Al ver a la gente, que se movía tranquilamente por las
amplias aceras, gozando de la temperatura regulada por los grandes focos de
infrarrojos que pendían de lo alto de las farolas, me olvidé casi completamente
de lo que me había ocurrido en los sótanos del Instituto.
Los rostros de los que se cruzaban conmigo expresaban una
serenidad completa y muchos de ellos una felicidad que me causaba envidia.
Sobre
todos las parejas de enamorados.
Hasta aquel día yo había examinado a las parejas humanas
desde un punto de vista estrictamente biológico, como si se hubiese tratado de
dos de los animales que en las cámaras de observación contemplábamos durante su
época amorosa.
Para mí, aquellas lánguidas miradas los suspiros, las manos
entrelazadas y las palabras tiernas que brotaban de los labios de los humanos,
cuando se paseaban con su correspondiente pareja, no era más que el resultado
de complejas, pero conocidas reacciones orgánicas, que no tardaríamos en
provocar, si aquellos seres hubiesen estado en cualquiera de los numerosos y
bien equipados laboratorios del Instituto.
Fue ahora, mientras me paseaba, respirando con fruición el
aire purificado de las grandes avenidas, por las que circulaban velozmente los
coches, separados de los transeúntes por una barrera de «Ansonic», que impedía
que cualquier ruido de los vehículos llegasen hasta nosotros, pensaba en que
debía haber alguna cosa, no explicable científicamente, en aquellas dichosas
parejas de seres humanos que, sin necesidad de barreras especiales, iban
completamente aislados de todo cuanto se movía en derredor de ellos.
¡Felicidad!
Aquello era, precisamente, lo que ninguno de nuestros
aparatos podía medir, ni calcular siquiera.
—¡Perdón!
Acababa de tropezar, tan distraído
iba, con una joven, que se volvió, haciéndome exclamar con agradable sorpresa:
—¡Pero
si es la señorita Lefranc!
En sus ojos pude leer el enfado que le había proporcionado
aquel casual encuentro.
—¡Buenos
días, profesor Sternon! —dijo con voz neutra.
Ella no podía comprender la urgente necesidad que yo tenía
de hablar con un ser humano corriente, que no tuviese nada que ver con la
ciencia y que conversase, con sencillez, de las mil cosas intrascendentes que
eran las solas capaces de hacerme feliz en aquellos momentos.
—Me
alegro mucho de haberla encontrado. Me hallaba muy solo entre la
gente.
—Siento mucho tener que confesarle que no me ha ocurrido a
mí lo mismo, profesor. Aspiraba a tener la fortuna de no encontrarle más.
Era
dura, pero yo admiraba su sinceridad.
Ha
de perdonarme, señorita. Es usted muy injusta conmigo.
—No sé si podré hacerlo alguna vez. ¿Sabe a lo que me expuse
en el periódico?... ¡A ser expulsada por haberme dejado engañar de aquella
manera tan tonta!
—¿No
pudo lograr... ninguna información?
—¡Bien lo sabe usted mejor que yo! Cuando llegué a la
redacción, no me acordaba de dónde venía. ¡Famosa su máquina de la amnesia,
profesor!
—Sí,
a decir verdad, es un aparato singularmente curioso...
—Casi
como usted mismo.
—¿Me considera usted curioso? Quiero decir como un objeto de
observación interesante...
—Yo no soy como usted. Los seres humanos no han sido nunca
para mí motivo de observación científica. Los encuentro llenos de vida,
maravillosamente interesantes. Más que todo lo que usted observa con sus
diabólicos aparatos.
—Exagera
usted, señorita Lefranc. ¿Me permitiría que le acompañe?
—Pero,
¿desde cuándo tiene usted tiempo de ser amable, señor científico?
—Verá usted. Quizá pueda parecerle estúpido, pero esta
mañana necesito la compañía de alguien que me haga olvidar muchas cosas...
Paule
lanzó una carcajada cristalina, que me agradó muchísimo.
—¿Que usted necesita olvidar? ¡No me
haga reír, profesor! Hay algo mejor para olvidar que pasear bajo aquella
máquina que empleó usted conmigo?
Indudablemente,
ella ganaba.
—Como usted quiera —dije con voz triste—. Seguiré en busca
de un alma caritativa que se preste a soportarme...
Familiar
y simpáticamente, se cogió de mi brazo.
—Esto no quiere decir —dijo— que le perdone. Alguna vez
podré devolverle lo que me hizo... Pero, por el momento, como no tengo el
corazón endurecido por la ciencia, me brindo a hacerle compañía.
Sin
duda alguna, era tremendamente simpática y extraordinariamente bonita.
Empezamos a pasear despacio, dejándonos llevar por el
impulso de los otros que paseaban a nuestro lado.
—¿Cómo van los asuntos, profesor? —me preguntó
inesperadamente la muchacha.
—Muy
mal señorita Lefranc.
Luego, sin que yo me percatase de lo que sucedía,
experimenté la necesidad de hacer algo por ella.
Deseo verla más a menudo —le dije—. Quiero reparar el mal
que le hice: puesto que Sanval va a comunicar nuestras impresiones a las
autoridades, le procuraré un reportaje sensacional en cuanto vea que deben
publicarse las nuevas noticias.
—No
es usted malo en el fondo, señor Sternon.
—Me alegra que piense así. Debe perdonarme, pero mi trabajo
me mantiene separado de todo lo que parece alegrar la vida de los demás, de los
que pasan a nuestro lado. Veinte horas diarias de investigación son capaces de
convertir a un hombre en un cerebro electrónico que vive...
—Ya
lo comprendo.
Mi «vidáphono» particular, situado en el interior de mi
reloj de pulsera, vibró intensamente.
El
jefe me llamaba.
Sin
decir nada a Paule de lo que acababa de sentir, hablé normalmente.
—He
de irme, querida amiga. Mis permisos están contados.
—¿Nos
veremos pronto?
—Mañana. Haré lo imposible por gozar unos minutos de su
maravillosa compañía.
—¡No
olvide usted su promesa!
—No lo olvidaré. Será usted la
primera en conocer cualquier noticia interesante.
Me despedí de ella, manteniendo su mano entre la mía el
mayor tiempo posible. Su pasividad no hizo sino aumentar mi atracción hacia
ella.
Una vez en la terraza donde había
aparcado mi aparato, tuve la buena ocurrencia de sintonizar con el despacho de
Sanval.
—¡No venga por aquí, Alex! —gritó angustiadamente—. He
perdido siete kilos de peso en cuatro horas...
CAPÍTULO III
Al intentar posarme en la terraza de aparcamiento del
Instituto, vi que las redes de seguridad habían sido puestas y que, por lo
tanto, mi aparato no podía posarse allí.
Utilicé, por eso, la terraza libre de un edificio vecino,
lanzándome al «descensor», que me dejó en pocos segundos al lado de la puerta
de salida.
Corrí, francamente desesperado hacia la fachada blanca del
Instituto, ya que deseaba volar en auxilio de mi jefe.
¡Siete
kilos en cuatro horas!
«Ellos»
no perdían el tiempo y mientras yo tonteaba con la señorita Lefranc, habían
conseguido atravesar la serie de puertas blindadas, llegando hasta el despacho
del único cerebro de Europa que podía luchar contra el nuevo y misterioso poder
que deseaba vencer al mundo de los Hombres.
¿Cómo
podía pensar Sanval que iba a abandonarle en aquellos momentos?
Al acercarme a la fachada del Instituto, me di cuenta de que
Pierre Sanval había tomado las precauciones debidas. Una doble hilera de
«robots», armados de rifles anestésicos, rodeaba completamente el edificio.
Me
acerqué a ellos.
«¡Atrás!...
¡Atrás! —gritaban sus altavoces potentes—. ¡Atrás!... ¡No se puede
pasar!
Estaba francamente desesperado.
Por primera vez en mi vida miré a los hombres metálicos con
odio, deseando que no hubiesen existido jamás, ya que otra clase cualquiera de
centinelas se hubiese plegado ante la importancia de mi cargo, dejándome
entrar.
Pero aquellos seres sin alma eran impenetrables como la dura
materia de que estaban construidos.
¿Cuántos hombres habían quedado con el director? Cuántos
desdichados estarían ahora lanzando gritos de angustia al verse adelgazar a
ojos vistas, al tiempo que se apercibían de que las fuerzas les iban abandonando
rápidamente?
Estuve a punto de correr al edificio del gobierno y
solicitar un equipo de «robots» destructores para abrirme paso, por la fuerza,
hasta el despacho de Sanval.
Pero tal determinación implicaría una alarma general en la
ciudad y no podía yo, por el momento, permitirme el lujo de desencadenar una
horrible oleada de pánico, desconociendo aún la verdadera importancia del mal.
¡Tenía
que penetrar en el Instituto, fuese como fuese!
De todas formas y para no perder el tiempo, penetré en una cabina
pública de «vidáphono» y establecí contacto inmediatamente con el jefe de las
fuerzas de seguridad del país.
En pocas palabras y exigiéndole completo silencio, fuera de
sus superiores, le expuse lo ocurrido, rogándole que se cerraran las fronteras
europeas con el Norte, especialmente con Noruega, de forma a cortar el paso a
aquella oleada de destrucción.
Convino
en hacer lo posible y de la forma más rápida.
Desde allí y después de recuperar mi aparato, me trasladé a
una Sección de Física, situada en la parte norte de la ciudad, donde me fue
entregado un poderoso electro-imán que cargué en mi aparato volador, y regresé
inmediatamente a las proximidades del edificio del Instituto y desde el aire,
lancé a pequeña altura el potente aparato.
Una docena de «robots» se vieron irremisiblemente
arrastrados por el electro- imán, dejando una brecha que aproveché, aterrizando
a tal velocidad que medio destrocé mi aparato. Conseguí alzarme y trepé por la
fachada hasta una de las ventanas que habían quedado abiertas en la primera
planta.
El
silencio dentro del Instituto era completo.
Automáticamente, el servicio de control luminoso, que estaba
servido por un pequeño cerebro electrónico, situado en la azotea, había calmado
un tanto la luminosidad diurna de los pasillos, vertiendo sobre ellos una tenue
luz azulada.
Imponía un poco imaginar la clase de tremenda lucha que, en
aquellos precisos instantes se estaba desarrollando allá dentro, una lucha
cuyos enemigos eran tan distintos.
Hombres
contra... «Algo».
No
me atreví a utilizar los «descensores» y bajé por las rampas mecánicas que,
noche
y día estaban en movimiento.
¿Por
qué me dirigía hacia los sótanos en vez de correr al despacho del director?
Tardé un buen rato en explicarme aquella decisión que me
dictaba mi inconsciente.
Indudablemente, deseaba saber algo más sobre «ellos» y era
allí precisamente donde habían iniciado su tremenda acción paralizante de
máquinas y de vida, donde podría descubrir alguna huella, puesto que, por otra
parte, al invadir la zona superior del edificio debían lógicamente haber
abandonado la inferior.
Yo era, sin ninguna clase de duda, el único ser humano que
deambulaba por el enorme edificio. Fuera, los «robots», después del
cortocircuito que había provocado el electroimán en sus filas, debían de
haberlas cerrado de nuevo y sus mecánicos altavoces seguirían repitiendo
incansablemente su ¡«No pasar!»
El
descenso, por las rampas, era mucho más lento que por los rápidos
«descensores»;
pero, en realidad, no tenía prisa alguna, ya que intentaba pensar cuál sería mi
actitud si me hallase ante el peligro de aquellos invisibles enemigos.
Finalmente,
llegué al sótano.
Los cadáveres de los dos hombres seguían en sus literas y un
hedor francamente desagradable brotaba de los cuerpos que se descomponían lentamente.
Los «robots» seguían inmóviles y cuando, movido por algo
raro, pulsé el teclado del cuadro de mandos, prosiguieron en su estatuaria
inmovilidad, en su tremenda quietud, mudos a las ondas que el aparato les
enviaba.
Di la vuelta la inmensa campana de cristal que constituía el
«pan-analizador», explicándome entonces por qué había sentido el desagradable
olor que despedían los cadáveres. El grueso cristal ofrecía por algunas partes,
gigantescas fisuras que, finísimas, semejaban la tela de una araña que hubiera
estado tejiendo dentro del vidrio.
Repentinamente, al volver la cabeza, me quedé mirando fijamente el viejo letrero que había contemplado centenares de veces y que la costumbre me había hecho olvidar por completo.
«MUSEO DE FISICA ÓPTICA»
Se
acumulaban allí viejas cosas, envueltas en el polvo del olvido, ya que nadie
sentía gran interés por verlas. La puerta no estaba cerrada con llave e,
impelido por aquel misterioso impulso que me había hecho mirar el letrero con
renovado interés, penetré en el interior de la sombría estancia.
Observé con indiferencia todos aquellos antiguos aparatos
con los que los hombres de otros siglos habían luchado denodadamente para
arrancar los secretos de la Naturaleza.
Luego, sin darme cuenta de lo que hacía, posé la mano sobre
un viejo microscopio, de lentes de cristal, con una línea que había estado de
moda allá a finales del siglo XX.
Lo saqué de allí y a la luz que reinaba en el sótano lo
contemplé con renovada curiosidad.
Súbitamente, una idea luminosa atravesó mi mente y sin
detenerme por más tiempo en la cámara del , me lancé a las rampas ascensoras,
corriendo sobre ellas para llegar más aprisa al lugar que deseaba y que no era
otro que el despacho del director.
Llegué arriba casi sin aliento y hube de descansar unos
instantes antes de seguir hacia la puerta.
La
rampa del pasillo me llevaba demasiado despacio.
La célula fotoeléctrica funcionó normalmente y así fue como
penetré en el despacho de Pierre Sanval. Estaba sentado detrás de la mesa. Mi
corazón estuvo a punto de paralizarse al verle, tremendamente delgado, con los
huesos de su cara salientes y aquellos ojos, en el fondo de la cuencas y que
los gruesos lentes hacían ver más grandes que jamás.
Me miró fijamente, como si fuese la primera vez que me viese
y como si se hubiera tratado de una alucinación inoportuna; pero al darse
cuenta de mi presencia real, hizo un esfuerzo inútil para levantarse.
—¡Loco!...
—gritó débilmente—. ¿Cómo se ha atrevido a llegar hasta aquí?
No le contesté y avancé unos metros
más, seguramente con un aire estúpido y extraño, sujetando el microscopio entre
mis dedos.
Seguía
mirándome con una fijeza que me causaba daño.
—¡Ellos
están aquí! —volvió a gritar.
—Ya
lo sé —repuse.
—¿No
se da cuenta del peligro que corre, Alex?
—¿Y usted? Sonrió tristemente.
—Yo ya no significo nada, amigo mío.
Ellos están en mi cuerpo y dentro de poco, se irán, porque habré dejado de
existir.
Me dolió profundamente que hablase
con aquel tono tan tremendamente pesimista. Pero, en realidad, la verdad de su
muerte estaba ya en el brillo apagado de sus pupilas.
—Desearía
hacer algo, señor Sanval.
—¡Lo qué debe hacer es irse, marcharse, huir de aquí cuanto
antes...! Insistí nuevamente.
—Deseaba tomar un poco de sangre
suya, profesor. Sus ojos se encendieron súbitamente.
—¿Un poco de mi sangre? —rio
estrepitosamente, como si una tos convulsiva se hubiese apoderado de él —.
¡Tómela toda, Sternon! No encontrará forma alguna de examinarla. Ya no hay en
todo el Instituto un solo supermicroscopio que marche.
¡Ellos
desean permanecer en incógnito, Alex!
Blandí
el microscopio que había sacado del Museo, colocándolo sobre la mesa.
—¡Tengo
este, profesor!
—¡No
sea niño, Sternon! Con eso no logrará usted absolutamente nada...
—¡Déjeme
probar, por favor!
Débilmente, extendió el brazo por encima de la mesa,
remangándose, con un esfuerzo considerable, la manga de la camisa.
—¡Merecería
usted triunfar —dijo— por su maravillosa testarudez! Pero lo que debería hacer,
Alex, es irse ahora mismo. Avise a las autoridades y dígales la verdad: que se
trata de una invasión de seres inteligentes y de tamaño microscópico o ultra-
microscópico...
Le dejé hablar mientras manipulaba hábilmente con la pipeta
que cogí de uno de los armarios empotrados en la pared del despacho. La
minúscula ventosa absorbió una pequeña cantidad de sangre, la suficiente para
poder ser examinada con el aparato que, por otra parte, tenía el mango aun
lleno de polvo.
Coloqué el foco de iluminación y me incliné apasionadamente
sobre el tubo del objetivo.
Mi
corazón se puso a latir precipitadamente.
Pero, después de dos minutos de observación, la risita breve
y cansada de Pierre me hizo levantar bruscamente la cabeza.
—Absolutamente nada, ¿verdad, Alex? Moví la cabeza de un
lado para otro.
—No, absolutamente nada. Su sangre, a primera vista es
completamente normal, señor Sanval.
—¡Váyase Sternon!... ¡Váyase!
Asentí con un gesto mudo. ¿Qué me quedaba por hacer allí?
Tenía razón Pierre. Había cometido
una verdadera locura al penetrar en el Instituto cuando sabía positivamente que
no podía conseguir absolutamente nada.
Si Sanval tenía razón y se trataba de la invasión a nuestro
Universo de los microscópicos habitantes de otro, éstos estaban ganando
positivamente la primera y quizá la más decisiva batalla.
Me
aproximé a él con la intención de estrecharle la mano.
Su rostro se descompuso y, como
nunca, una expresión de violenta cólera le dominó por completo.
—¡Váyase,
imbécil!
Me dirigí a la puerta, pero en el momento en que iba a pasar
el umbral, la luz del exterior potente en aquella parte del pasillo, iluminó el
polvillo del despachó que tomó el aspecto de un universo minúsculo que flotase
en el espacio de aquel rayo de luz.
¡El
microscopio!
No
había pensado en ello y me volví, como un relámpago, deteniéndome ante el
despacho y, sin escuchar las ya demasiado débiles protestas del profesor,
coloqué el foco de luz en forma que iluminase oblicuamente la muestra de sangre
que había tomado de Sanval.
Apliqué
el ojo al objetivo.
Un
grito ronco se escapó de mi garganta.
Allá, en la negrura de la preparación, cuerpos brillantes,
en forma de diminutos cigarros habanos, se movían a una velocidad increíble.
Me
incorporé y acercándome al director del Instituto, le sacudí con fuerza.
—¡Los he descubierto, profesor!... ¡Los he visto!... ¡Ya no
podrán vanagloriarse de permanecer desconocidos!... ¡Los he descubierto, señor
Sanval y ya puedo decirle, aproximadamente, su tamaño y su forma!...
¡Lucharemos con ellos y los venceremos!
Pero
ninguna de mis entusiastas exclamaciones podían conmover ni emocionar a Pierre
Sanval, director del Instituto Atómico de París y jefe de la Comisión Nuclear
Europea.
Había
muerto.
*
* *
Jamás
he podido explicarme la forma exacta en que logré salir del edificio del
Instituto.
Lo cierto fue que, sin saber cómo, me encontré fuera de la
línea de control de los «robots», corriendo como un endemoniado hacia la casa
en cuya terraza había dejado mi aparato volador.
Después, ya en mi casa de París y dominado por un creciente
pánico, permanecí cerca de tres días encerrado, sin ninguna comunicación con el
exterior, procediendo a una desinfección cuidadosa de mi piel y a un constante
control de mi peso.
Cada vez que me ponía sobre la plataforma de mi báscula,
temía, francamente, mirar al cuadrante luminoso donde la aguja señalaba la
cifra alcanzada. Pero, por fortuna, pude comprobar que no había perdido ni un
solo gramo.
Habituado
a sacar deducciones de todo, me rompí la cabeza intentando explicarme la
naturaleza de aquel fenómeno, ya que parecía completamente imposible que
habiendo permanecido en el interior del Instituto, posiblemente atiborrado de
los extraños cigarros que había visto por el microscopio, no hubiese atrapado
alguno...
Finalmente, convencido plenamente de que mi cuerpo no
constituía peligro alguno para nadie, me decidí a salir a la calle.
Me
dirigí directamente en mi aparato hacia la Sede del Gobierno, solicitando
inmediatamente una audiencia extraordinaria.
Me recibió el Consejo en pleno, ya que, en aquel momento,
estaban reunidos todos sus miembros.
—Señores —empecé a decir—, he de comunicarles cosas de gran
gravedad y que pueden llegar a ser un positivo y real peligro para la
Humanidad...
—¿Se refiere a la epidemia que se ha declarado? me
interrumpió el Presidente. No pude por menos de estremecerme.
—¿Epidemia?
—inquirí.
—Sí; desde anoche se ha declarado una tremenda epidemia de
peste contra la que nada valen nuestros procedimientos curativos...
—¿Peste?
¿Quién ha dicho que sea peste?
—La
Presidencia de la Facultad de Medicina en pleno y yo a su cabeza.
Volví
el rostro hacia el lugar de donde acababa de partir aquella voz firme y serena.
Reconocí en seguida a su poseedor: era el ministro de Sanidad, Jules Terrier,
uno de los hombres más prominentes.
—No nos cabe la menor duda —siguió diciendo Terrier—. Los
análisis efectuados nos demuestran que se trata de peste y hemos encontrado el
bacilo en todos los bubones que se han intervenido en las últimas seis horas.
Por otra parte, hemos sometido a la ciudad entera a una pulverización
fantástica de los más poderosos antibióticos. Doscientos millones de litros, en
estado de micelas, han caído esta mañana sobre París. Pero, desdichadamente y
como le decía antes, no hemos logrado absolutamente nada.
Hubo un silencio, que duró algunos minutos, como si todos
los presentes meditásemos profundamente sobre lo que acabábamos de escuchar.
—Es de eso de lo que nos quería hablar usted, míster
Sternon, ¿verdad? Moví la cabeza negativamente.
—No,
señor Presidente: no se trata de eso.
E inmediatamente les expliqué lo ocurrido en la fábrica de
Noruega y lo que había sucedido en el Instituto Atómico.
Cuando terminé mi relato, los rostros de los miembros del
Consejo estaban blancos como el papel.
—¡Es
increíble! —exclamó el jefe del Consejo.
—Sí, señor presidente. Tan increíble como que una ciudad
como París padezca una epidemia de peste en pleno siglo XXX.
Mis
palabras causaron honda emoción.
—¿Cree
usted que hay una relación entre los dos fenómenos?
—No
lo sé... aún —repuse.
—¡Es imposible! —gritó Terrier—.
¿Qué puede tener que ver la invasión de unos seres microscópicos, que nadie ha
visto aún, con una epidemia de bacilos que, aun creyendo definitivamente
desaparecidos, siguen viviendo entre nosotros? Estimo, señor presidente, que la
afirmación del señor Sternon es, por demasía, aventurada y hasta gratuita.
—Está
bien, está bien —cortó el presidente—. ¿Qué le parece, señor Sternon, que
debemos haced con su asunto?
—Primeramente —contesté con vehemencia—, hacer volar el
edificio del Instituto Atómico. Estoy seguro de que allí anidan, por miles de
millones esos extraños seres, cuyos verdaderos motivos ignoramos aún.
—Me parece excelente esa medida. La llevaremos en seguida a
efecto. Por otra parte y como usted es la única persona relacionada con ese
importante asunto, le concederemos plena autoridad y poder para que inicie las
investigaciones que desee y que prepare la lucha contra esos... invasores. Al
mismo tiempo, le ruego, en nombre del Consejo, que se sirva informarnos
constantemente de sus seguros avances.
Me despedí de ellos, convencido de que mis palabras, aunque
les habían impresionado positivamente, no tenían para ellos la importancia de
la epidemia de peste que había estallado en la ciudad.
Pudiera
ser que, después de todo, tuviesen razón. Al atravesar el vestíbulo inmenso,
camino de la salida del edificio del Gobierno, una agradable voz conocida sonó
muy cerca de mí.
—¡Adiós, señor informal! Era Paule.
Nunca me hubiese alegrado tanto como entonces de sentir a la
muchacha a mi
lado.
Le estreché efusivamente las manos.
—¡Cuánto me alegro de verla, amiga mía! ¿Vamos? Sonrió,
pareciéndome mucho más encantadora que nunca.
Los otros periodistas, más de un centenar, esperaban
pacientemente la hora de la Prensa.
Ella me los indicó con un gesto.
—Decididamente, he de convencerme de que usted se propone
que me echen del periódico. ¿No es así?
—Perdóneme, señorita Lefranc. Pero, si me acompaña, poseerá
el reportaje más sensacional que se ha publicado jamás. ¿No recuerda que se lo
prometí?
—También me prometió venir a verme y llevo muchos días
esperando ansiosamente su llamada.
—Le ruego que me perdone; pero, cuando le cuente lo que me
ha ocurrido, se convencerá plenamente de que no he obrado de mala fe.
Frunció graciosamente el entrecejo para preguntarme aún:
—¿Está seguro que lo que ha de decirme será más interesante
que las declaraciones del Consejo sobre la peste?
—¡Muchísimo más!
Volvió a cogerme familiarmente del brazo, con aquel gesto
que me impresionaba cada vez más hondamente.
—¡No sé —exclamó— por qué tengo tanta confianza en usted!
Después de todo, aún me ha de pagar aquello de borrarme la memoria... ¡No crea
que lo he olvidado!
Reímos
los dos el juego de palabras.
CAPÍTULO IV
La peste se estaba apoderando rápidamente de la ciudad. Por
cientos los helicópteros de Sanidad y muchos aparatos voladores particulares,
requisados por las autoridades, surcaban el espacio para recoger a los
moribundos o llevar los cadáveres de los apestados a las grandes piras,
constantemente alimentadas por una llama de hidrógeno.
En los laboratorios, los hombres de ciencia intentaban
comprender aquella extraña vitalidad del bacilo de la peste que, durante
milenios, había permanecido en un silencio completo, llegando a ser
absolutamente olvidado por el hombre.
Mi mayor alegría de aquellas trágicas semanas además de estar
constantemente con Paule, a la que veía cada tarde, fue encontrar a un hombre
que creía muerto; uno de mis ayudantes en el Instituto: Claude Douchamp.
Cuando nos reunimos los tres, después de una agotadora
jornada de trabajo, Paule reconoció en seguida a mi ayudante.
—Usted fue el que me hizo pasar por la cámara amnésica, ¿no
es verdad? Salí en ayuda del pobre Claude, que había enrojecido.
—Pero fui yo quien se lo ordené, señorita Lefranc. Y
volviéndome hacia él:
—¿Cómo logró escapar del Instituto, Douchamp?
—Fue el pobre director el que me salvó, sin darse cuenta.
Deseaba ponerse en relación con varios médicos y me envió con unas copias a la
Facultad de Medicina. Cuando regresé, los «robots» me impidieron la entrada.
—Comprendo.
Me
miró con franca admiración.
—He leído la Prensa —me dijo—, enterándome de que usted
logró penetrar en el Instituto, burlando a los «robots» y que asistió a la
muerte del director.
—Así fue, Claude; pero la ruego que no hablemos más de eso,
me recuerda cosas tristes. ¿Qué noticias hay de la peste?
—Muy malas, señor. Puede decirse que un tercio de la
población ha caído víctima de ese mal. Las autoridades están pensando en
evacuar el resto a unos campos satélites especiales, de forma a detener la
infección.
—Será
inútil.
Paule
me lanzó una mirada sorprendida.
—¿Por
qué tan pesimista, profesor?
—Porque estoy convencido de que la peste no ha sido más que
una maniobra que ellos han realizado y que se detendrá solamente cuando ellos
quieran.
—Las autoridades, sin embargo —dijo Claude—, dan muchísima
mayor importancia a la peste que a las informaciones que usted procuró al
Consejo y que ocupan, en los periódicos, un lugar secundario, en las últimas
páginas.
—Ya lo sé; pero afirmo que se equivocan. Ellos han empezado
a conocernos y utilizan las armas que más daño pueden originarnos. Pero, de
todas formas y si lo que desean es un dominio absoluto, creo que llegarán a
comunicarse con nosotros antes de proceder a la completa destrucción de la
Humanidad.
—¿Comunicarse con nosotros? ¡Pero si usted ha afirmado que
se trata de seres de reducidísimo tamaño...!
—Sí, en efecto. Son seres de pequeñísimas dimensiones y tan
extraños que no pueden, en forma alguna, pertenecer a nuestro mismo Universo,
donde no encajan de ninguna manera. Lo más sorprendente de todo es que posean
una inteligencia como la que están demostrando tener. Pero, por otra parte, no
debemos olvidar el error que siempre ha cometido el hombre al creer que para
ser inteligente, un ser debe tener ojos, boca y cerebro...
—¡Es
asombroso! —exclamó Paule.
Entorné
los ojos y como si hablase conmigo mismo:
—Daría cualquier cosa por poder comunicarme con ellos y
poder conocer sus verdaderos propósitos. Es posible que hayan llegado hasta
aquí sin darse mucha cuenta del lugar al que han arribado. En ese caso, la
Humanidad podría considerarse medio salvada. Pero si, por el contrario, han
llegado a nuestro Sistema Solar con un propósito deliberado, no tendremos nada
que hacer. Son demasiado poderosos y, por otro lado, escapan a nuestros medios
de observación.
—Pero... —la voz de Paule poseía un acento conmovedor—,
¿cómo poder comunicarse con esa clase de... seres?
—No lo sé aún, pero no lo considero completamente imposible.
En realidad, el primer paso debe ser dado por ellos y no lo harán hasta que se
hayan convencido de que el Hombre es el dueño de todo este Sistema Solar.
Cuando comprendan que nosotros somos los más importantes, es posible que deseen
comunicarse y establecer sus condiciones.
—Me parece haberle oído que eran muy inteligentes. ¿Cómo no
se han dado cuenta de la preponderancia del hombre en el Sistema Solar?
Miré
con simpatía a Paule. Indudablemente, era una mujer inteligente.
—Mi querida señorita Lefranc, imagínese por un momento que
todos nosotros tuviésemos un tamaño, en relación con unos seres, como los
ocurre a ellos con nosotros. Que, por ejemplo, la montaña más alta de la Tierra
fuese un cabello de esos seres y que jamás, a no ser por complicados cálculos,
pudiese usted concebir, nada más que aproximadamente, la forma de esos supergigantescos
seres a los que usted ha de dirigirse. ¿Me entiende?
—Francamente,
muy poco.
—Le pondré otro ejemplo. ¿Qué puede pensar una hormiga de un
hombre? La hormiga no puede ver jamás al hombre en su totalidad. Para ella, uno
de nosotros es algo sencillamente inconcebible, algo que sobrepasa todos los
cálculos. ¿Me entiende ahora?
—Mucho mejor. Pero, si le he comprendido bien, ellos no
serán jamás capaces de entrar en comunicación con nosotros.
—Se equivoca. No se deje llevar demasiado por el ejemplo facilón
de la hormiga. Ésta no posee ni la cienmillonésima parte de la inteligencia
humana, mientras ellos están en posesión de una inteligencia igual o superior a
la nuestra. Seguro que se han lanzado a una salvaje ofensiva mientras nos están
estudiando y para ellos, a pesar de todo, debe ser enormemente difícil llegar a
concebirnos, aunque sea aproximadamente. No olvide usted, señorita Lefranc, que
en una gota de sangre del pobre señor Sanval encontré millares de cuerpos
ovoides y brillantes que se movían a gran velocidad. Ellos viven en el Universo
de lo infinitamente pequeño y han de realizar un maravilloso esfuerzo para
llegar a conocernos. Igualmente nos pasa a nosotros. ¿Cómo podría el más sabio
de los hombres hacerse comprender, por ejemplo, por el bacilo de la peste,
aunque éste fuese tremendamente inteligente?
—Acabará
usted volviéndome loca, señor Sternon.
—Eso es lo que nos está pasando a todos los que intentamos
comprender este espantoso problema. Nunca, desde que el hombre apareció sobre
la Tierra, se le ha presentado una incógnita de este tamaño. De todas formas,
he logrado conservar, en un laboratorio, un estupendo cerebro electrónico,
relacionado con el viejo
microscopio
que conseguí rescatar del Museo del Instituto. Me paso horas y horas esperando
que uno de ellos penetre en el campo del microscopio, constantemente atravesado
por mensajes, en microondas...
—¿Mensajes?
—Sí, una serie de fórmulas sencillas, en todos los idiomas
del mundo y, sobre todo, la expresión de algunas ecuaciones matemáticas que
ellos, forzosamente, tienen que comprender.
—¿Cree
usted que ellos saben matemáticas?
—Obligatoriamente. Procedan del mundo que sea, esos seres,
al ser inteligentes, han tenido que descubrir el lenguaje matemático que,
indudablemente, es lo único realmente universal que existe. Hasta los insectos
manejan las matemáticas, de una manera instintiva como, por otra parte, la
totalidad de los seres vivientes que existen.
—¡Hubiese
sido usted un maravilloso novelista, señor Sternon!
—Se equivoca, señorita. La matemática es lo más lejano a la
ficción. Es algo tan tremendamente frío y, al mismo tiempo necesario, que nada
de lo que nos rodea podría existir sin ellas.
Sonreí.
—Leo en sus ojos, señorita Lefranc, una curiosidad femenina que logró preocuparme seriamente la primera vez que la vi. Ahora, sin embargo, es diferente y, si desean acompañarme, les mostraré el cepo matemático que tengo preparado en mi laboratorio.
*
* *
Al lado del microscopio del siglo XX, el cerebro
electrónico, acoplado a él, semejaba un tremendo gigante que se levantaba hasta
cerca del techo, once metros por encima del suelo del laboratorio.
Paule
lo miraba todo con los ojos desmesuradamente abiertos.
Luego, a una invitación mía, acercó el ojo al ocular del
viejo aparato, observando la quietud de una gota de agua por la que se movían,
a veces, algunos inocentes infusorios.
—¿No
es ninguno de éstos? —inquirió sobresaltada.
—¡Ojalá fuesen de ese tamaño! Trataríamos entonces con
verdaderos gigantes y las cosas podrían ser mucho más fáciles de lo que ahora
son. No, señorita Lefranc, esos animales que usted ve ahora, son varios
millones de veces más grandes que los «cigarros puros brillantes» que yo vi en
la sangre de mi desdichado director.
—¿Entonces?
—Espere un momento. Ya sabe usted que iluminando esa gota de
agua oblicuamente, logramos aumentar el poder de visión, gracias a un fenómeno
denominado efecto de Tyndall. Es, sencillamente, lo que nos ocurre por la noche
y que nos permite ver las estrellas a simple vista. La luz del sol penetra oblicuamente
en el firmamento, permitiéndonos ver objetos situados a miles de billones de
kilómetros de la Tierra.
Coloqué la iluminación lateral y Paule pudo ver, sobre la
negrura de aquel cielo artificial, el rápido movimiento de las micelas, cuerpos
mucho más pequeños que los microbios que acaba de observar con la luz directa.
—¿Son
ésos? —preguntó interesada.
—Siento defraudarla, pero eso no es nada más que partículas
de materia. De todas formas, puede sentarse tranquilamente con nosotros y
esperar, charlando de lo que desee, a que el cerebro electrónico reciba la
impresión de que algo pasa ahí dentro.
—Estoy verdaderamente maravillada. Si no fuese por el
tremendo peligro que todo esto representa.
—Un gran peligro, en efecto. No dude usted de que nos encontramos
ante una verdadera guerra de Universos, cosa nada nueva, ya que la lucha que el
hombre ha sostenido y sostiene contra las enfermedades contagiosas, no ha sido,
ni más ni menos que luchas tremendas con los habitantes de otros Universos, de
otras dimensiones. La diferencia con nuestro actual problema es que, para
nuestra desgracia, los nuevos y pequeños enemigos están dotados de una gran
inteligencia.
—¿La
han demostrado ya?
—Naturalmente. Al destruir los elementos de observación
microscópica, lo demostraron, ya que debieron darse cuenta, por la estructura
de nuestros supermicroscópios, que eran aparatos destinados a observar lo
infinitamente pequeño y ellos deseaban permanecer en el anónimo, al menos por
el momento.
—¿Serán
buenos?
No
pude evitar una sonrisa burlona.
—¿Buenos? ¿Malos? Posee usted un corazón maravillosamente
infantil, señorita Lefranc. La bondad y la maldad, para ellos, pueden tener un
significado opuesto al que nosotros les damos. Fuera de lo humano, las cosas
siguen, mansamente, el camino que les señalan una serie de leyes de las que no
pueden escapar jamás. Aun dentro de nuestro mundo, suceden cosas que demuestran
plenamente mis aseveraciones. Para un pájaro que se apodera de una lombriz para
llevarla al nido, donde sus pequeñuelos le esperan piando de hambre, la acción
no puede ser más hermosa... pero, para la lombriz, no deja de ser un vil
crimen.
Corrí
velozmente al microscopio.
El cerebro electrónico había señalado la existencia de
perturbaciones dentro del campo de observación. En efecto, nada más aplicar el
ojo a la lente ocular, lancé un grito de triunfo.
—¡Ya
están aquí!
Dejé
que Paule y Claude observasen aquellos cuerpos fusiformes y brillantes que
atravesaban velozmente la negra noche de la gota de agua.
Luego, rogándoles que se separasen de allí, tomamos
silenciosamente asiento ante las pantallas receptoras del cerebro, que se veían
cruzadas por una serie de líneas luminosas.
—¿Qué
es eso? —inquirió la muchacha.
—Nada
de particular, por el momento. El aparato está registrando, sencillamente, los
cambios eléctricos que provocan esos cuerpos brillantes al cruzar el agua a
toda velocidad.
Oprimí
uno de los botones del cuadro de mandos.
—Ahora, aprovechando esos cambios eléctricos, envío otros
nuevos, matemáticamente estudiados y que no pueden dejar de llamar la atención
de ellos sí, en verdad, son tan inteligentes como presumimos que sean.
Señalé
una pantalla completamente oscura.
—Es ahí —dije— donde han de aparecer los signos de que ellos
han comprendido y que contestan.
Volvimos a sentarnos con los ojos fijos en aquella pantalla
que seguía tan oscura como al principio.
—Es imposible —musitó Paule. Sonreí antes de contestar:
—Al pensar que aquellas radiaciones encerraban un tipo nos
parecían antes imposibles. Recordará usted, sin duda, que durante miles de años
han estado llegando a nuestro Sistema Solar, mensajes de más allá del Espacio
que nuestros físicos interpretaban como radiaciones de los cuerpos celestes.
¿Quién iba a pensar que aquellas radiaciones encerraban un modo matemático de
pedir noticias? Seres más inteligentes que nosotros, situados a millones de
años luz de nuestro Sistema preguntaban sin cesar la cuestión que más les
apasionada: «¿Existe la inteligencia en el Universo?»
»Hoy, gracias a la interpretación de esos sencillos y
emocionantes mensajes sabemos, positivamente, aunque nunca llegaremos a
comprobarlo visualmente, que existen otros mundos habitados y que seres, que no
podemos concebir siquiera, viven
a
su modo y luchan como nosotros por descubrir la verdad maravillosa de la
Creación.
—Todo eso —dijo Paule— hace sentirme muy pequeña, casi
despreciablemente inexistente...
—No, señorita Lefranc. Eso no debe empequeñecerla sino, por
el contrario, hacerla que se considere muy grande, porque solamente siéndolo,
ha podido el hombre llegar a salir de los estrechos límites en que estaba,
llegando, merced a su inteligencia, a concebir las grandezas del Universo.
Inesperadamente, un ligero brillo cruzó la pantalla, hasta
entonces completamente oscura.
—¡Contestan!
—gritó Claude.
—Aún no —repuse—. Intentan hacerlo. Habremos de tener un
poco de paciencia, porque los mensajes matemáticos que les he enviado pueden
sorprenderles por su sencillez e interpretarlos como si se hubiesen producido
por sí mismos. Es como si hubiese preguntado a un alumno aventajado de
matemáticas cómo se multiplican dos quebrados. Vamos a enviarles algo más
complicado. Manejé velozmente el teclado.
—¿Qué
les dice ahora? —inquirió curiosamente la muchacha.
—Les expongo el problema, demostrado, de una progresión
geométrica...
Veremos si lo interpretan adecuadamente. Pasaron diez
interminables minutos.
Bruscamente, una serie de líneas luminosas y de puntos
aislados surcaron insistentemente la pantalla.
—¡Ahora
sí que contestan! —grité.
Con
la mano derecha pulsé la palanca para que el cerebro electrónico me tradujese
aquello en forma matemática.
Momentos
más tarde, una alegría sin límites me invadía por completo.
—¡Han
contestado! ¡Han contestado!
—¿El
qué?
—Han planteado una progresión geométrica incrementada con un
nuevo valor... ¡Me han contestado y entendido!
Los tres expresamos nuestra alegría abrazándonos
efusivamente. Pero, cuando tuve en mis brazos a Paule, ella me miró fijamente y
ofreciéndome sus labios, musitó en voz baja:
—¡Eres
formidable, amor mío!
CAPÍTULO V
Toda aquella noche, sin acordarnos de comer ni de dormir e
ingiriendo los cafés vitaminados que Paule nos preparaba, seguimos
comunicándonos con ellos, interminablemente, cada vez de manera más concreta.
A las tres de la madrugada, rendidos ya, intentamos plantear
una cuestión de las más importantes y que podía tener inmensas, consecuencias
para nosotros.
Sentado ante el teclado del cerebro electrónico, les envié
mensaje tras mensaje, intentando explicarles nuestra más característica propiedad.
Deseaba decirles que éramos seres vivos y que, por tanto, podíamos morir, como,
por otra parte, se estaba produciendo por la inesperada invasión de peste que
nuestra ciudad sufría.
Mensaje
tras mensaje.
Las respuestas llegaban con bastante velocidad pero
claramente veía yo que no entendían lo fundamental de mi lenguaje.
Me
volví desesperado hacia mis dos amigos.
—¡Es
inútil! —exclamé—. No llegan a entenderme.
—¿Qué
es lo que no entienden amor mío?
—El significado de la palabra «vida». Parece que no pueden
concebir que un ser viva y deje de hacerlo.
—¿Es
que son eternos?
—No lo creo, en el sentido que damos a esa palabra. Porque
tampoco han podido entender la palabra «nacer». Igual les ha ocurrido con
«muerte».
—Es un fastidio, profesor. Evidentemente, las dificultades
surgen del lenguaje matemático que empleamos. ¿No es así?
—Naturalmente, si pudiésemos hablarles como lo hacemos
nosotros dos, haría ya mucho tiempo que nos hubiésemos entendido sobre todos
los puntos de vista.
—¡Mira,
Alex!
El grito de Paule me hizo volver la
cabeza hacia la pantalla. Oprimí el botón del traductor y una nueva fórmula
llegó a mis manos.
Moví
negativamente la cabeza.
—¡No hay nada que hacer! No pueden llegar a entender lo que
significa la vida para nosotros. He de llegar, forzosamente, a la tremenda
conclusión de que «ellos» no son seres vivos...
Paule
me miró con horror.
Comprendí
perfectamente, que, si lo que yo acababa de decir era verdad, ninguna esperanza
podían tener los humanos en aquella tremenda y ciega guerra que había empezado
entre dos Universos distintos
¡Seres
sin vida!
Producía
un verdadero vértigo hacerse aquella alucinante pregunta.
—Me hubiese gustado —dije con tono de tristeza en la voz—
poder convencerles que la peste nos era fatal. Es posible que hayan provocado
la epidemia sin demasiada mala intención o, simplemente, por ignorancia.
De repente, aquella idea que yo andaba buscando desde el
principio, aquella manera de poder hacerles entender lo que nos era
tremendamente pernicioso, penetró bruscamente en mi cerebro.
Me
volví hacia Claude con los ojos brillantes.
—¡Necesito
unos bacilos de la peste! —grité entusiasmado.
No pude satisfacer la curiosidad que, tanto Claude como
Paule, deseaban complacer. Tenía demasiada prisa por realizar lo que se me
antojaba un experimento fundamental y decisivo.
—¡Corra
y tráigame un cultivo de bacilos, en seguida!
La media hora que Claude tardó se me antojó larga como un
siglo. Durante todo aquel tiempo, me paseé en el laboratorio, como un león
enjaulado, no cambiando ni una sola palabra con Paule.
Al
penetrar Claude en el laboratorio, le arranqué de las manos, un tanto
brutalmente, el frasco que contenía el cultivo.
—¡Tenga
mucho cuidado, profesor! ¡Pertenecen a una cepa muy virulenta!
No
presté la menor atención a sus prudentes palabras.
Corrí hacia la mesa de ensayos y apoderándome de una pipeta
capilar, absorbí una gota del caldo que contenía el frasco. Luego, con
infinitas precauciones, puse aquella gotita en la de agua que estaba bajo el
tubo del microscopio.
Una rápida ojeada me convenció de
que los bacilos se movían en el interior de la gota de agua por la que se
deslizaban «ellos».
Pulsé el manipulador electromagnético del cerebro
electrónico. Llegó después la desesperante espera.
Encendí
un cigarrillo y sentado en un sofá, teniendo las manos de Paule entre las mías,
no separé la mirada de la pantalla donde habíamos recibido los fantásticos
mensajes de «ellos».
Estaba amaneciendo cuando el primer chispazo, una línea
breve, surcó la pulida superficie de la pantalla.
Luego, mientras oprimía vertiginosamente los botones y
palancas de traducción, fueron produciéndose más y más contestaciones
luminosas, ante mi júbilo creciente.
«Ellos» habían entendido perfectamente que los bacilos de la
peste eran, para nosotros, funciones negativas y terriblemente perniciosas.
Además, de sus respuestas deduje que ya lo sabían, pero que ignoraban
completamente que fuésemos nosotros seres inteligentes y capaces de establecer
una comunicación lógica con ellos.
Estaba
más que bien para aquella primera sesión de comunicaciones.
Dejé preparadas en el cerebro electrónico una serie de
preguntas para que éste las formulase automáticamente, recogiendo las
respuestas que, por sí mismo me clasificaría según su importancia.
—¡Vámonos
a descansar, amigos míos!
Paule partió para su domicilio y Claude me pidió permiso
para alojarse en el mío, ya que por su calidad de interno del Instituto no
tenía domicilio propio en París.
Al despertar, ya de noche y cuando Claude y yo nos
preparábamos para hundimos de nuevo en las maravillas del laboratorio, Paule,
con el rostro radiante de alegría penetró en mi casa, enarbolando algunos
periódicos que me tendió, al mismo tiempo que me besaba con ternura.
—¡Has
vencido, amor mío! —me dijo.
Leí las primeras páginas cuajadas de noticias en grandes titulares:
¡LA
EPIDEMIA DE PESTE ESTÁ CEDIENDO!
En las últimas veinticuatro horas no
se han registrado más de cien casos. Todos ellos son benignos y se confía en
salvarlos.
Importantísimas declaraciones del señor Terrier, ministro de Sanidad
Aquello
llamó mi atención.
«Monsieur
Terrier, ministro de Sanidad y gran hombre de ciencia, que ha realizado, en los
últimos días, importantísimos ensayos colectivos con su Suero anti- peste, está
plenamente convencido de que ha sido la potencia de su medicamento la que ha
hecho abortar la tremenda epidemia que hemos sufrido. Algunos corresponsales
extranjeros han formulado, dentro de la natural prudencia la pregunta de si
Monsieur Terrier estaba dispuesto a recibir el Premio Nobel de Medicina de este
año.
No
quise leer más.
—Veremos lo que dice Terrier cuando yo le demuestre una
serie de cosas — murmuré.
Luego,
olvidando aquellas pequeñas y grandes miserias humanas:
—Vamos al laboratorio. Estoy deseando comprobar lo que ha
ocurrido desde esta mañana.
Los mensajes no podían ser más claros. Convencidos de que
los bacilos de la peste nos eran perjudiciales, suprimieron la virulencia que
ellos mismos habían encendido en ellos, ya que no nos consideraran como dueños
de este Universo al que habían llegado.
Ellos no llegaban a concebir que seres de nuestro descomunal
y tremendo tamaño pudiesen ser los que rigiesen el mundo físico. No podían
imaginarse ni remotamente nuestra forma y estructura y habían quedado perplejos
ante conceptos como nacer, morir y vivir, que no podían llegar a comprender.
Pero, aunque mi curiosidad era muy grande por todo lo que se
refería a ellos, me interesaba muchísimo más conocer los verdaderos propósitos
que les habían empujado hacia nuestro Universo y lo que habían venido a hacer
en él.
Recibí entonces un mensaje de una claridad extraordinaria y
en el que se explicaba que habían abandonado su Universo por el aumento
gigantesco de los individuos; algo muy semejante a una superpoblación para
nosotros.
Al preguntarles sus propósitos en nuestro Sistema, no me
dieron una contestación concreta, pero yo entendí que igual les daba un
Universo que otro y que la fuerza que les había impelido a llegar hasta el
nuestro, les retendría, impidiéndoles volver jamás al suyo.
Llegábamos
más concretamente a la pregunta que había de ser la más
fundamental
de todas.
—¿De
qué vivían o se alimentaban ellos?
Si la respuesta era satisfactoria, hasta podría ser posible
una convivencia pacífica, hasta que lográsemos conocerlos mejor y, en tal caso,
permitir su presencia o destruirlos.
Pero,
si la contestación afectaba algo necesario para nosotros que no pudiésemos
vivir sin ello...
Me dieron a entender, de una manera confusa, que su manera
de ser era puramente enérgica; es decir, que necesitaban energía, como
nosotros, pero quizás de otro tipo distinto.
Luego, al concretar más, sentí que todas nuestras ilusiones
se venían abajo. Acababa de comprender, perfectamente, la esencia de aquellos
fantásticos invasores del Universo.
Pero, al decirlo, ante cualquier clase de hombres, me
hubiese hecho tachar de visionario y de loco y, por otra parte, ni a Paule
podría decírselo.
La Humanidad, a menos que sucediese algo milagroso, estaba
irremediablemente perdida.
*
* *
La
Asamblea estaba abarrotada. Las tribunas públicas parecían un verdadero
hormiguero y ninguna de las autoridades o representantes faltaba de su
correspondiente escaño.
Todo aquello se lo debía a Paule, que merced a una intensa
campaña periodística, había logrado levantar el interés público, que estaba concentrado
en la desaparición de la peste, hacia las cuestiones que, voluntariamente, yo
le había formulado a ella, como si se tratase de una periodista cualquiera.
La cosa había ido tan lejos que el Gobierno me había citado
en plena Asamblea y en sesión pública, para que defendiese la tesis de la que
tanto había hablado la Prensa.
Cuando penetré en la gigantesca sala, un silencio profundo
se hizo y centenares de pares de ojos se clavaron en mí ávidamente.
Ocupé el lugar desde el que debía contestar a las preguntas
que el Gobierno me dirigiese.
—Puede usted empezar a hablar cuando
guste, señor Sternon —me dijo el presidente.
Once
micrófonos iban a transmitir mi voz a los distintos grupos de traductores
simultáneos
que interpretaban mis palabras para los representantes extranjeros y algunos
agregados de la prensa oriental.
—Señores —empecé a decir con voz tranquila—, no quiero
distraer demasiado su precioso tiempo y así haré solamente un pequeño resumen
de mis observaciones, hasta el día de la fecha, sobre un asunto que considero
de vital importancia para el mundo.
«Hace solamente un mes, el ilustre director del Instituto de
Física Nuclear de París me convocó para exponerme sus temores sobre ciertos
fenómenos que se venían observando en una fábrica de supermicroscopios de
Noruega. Los empleados y técnicos de aquella fábrica adelgazaban de una forma
anormal y fueron separados del mundo. Dos de ellos vinieron a París para que
fuesen sometidos a estudio y murieron en la cámara del «pan-analizador», al
tiempo que todos sus mecanismos electrónicos cesaban de funcionar.
«Inmediatamente después, el personal entero del Instituto y,
para nuestra desgracia, el propio director, morían por el efecto de aquel
adelgazamiento sucesivo y anormal. Yo pude penetrar en el Instituto y asistir a
la muerte del señor Sanval, al tiempo que veía por vez primera lo que creíamos
agentes productores de tan extraña, misteriosa y rápida desnutrición.
«Más
tarde y siguiendo la opinión de Sanval, me lancé al estudio de lo que para
ambos resultaba una invasión, o mejor dicho: llegada de seres de otro Universo
que se encontraban, por motivos aún ignorados, en el nuestro.
«Después de incesantes trabajos, creo que he logrado
comunicarme con ellos y que, de lo que he sacado en limpio de esas conversaciones,
creo que estamos en presencia de un terrible peligro que nos amenaza de una
manera directa y al que debemos oponer una resistencia sin límites.
«Por otra parte, he logrado descubrir que la peste ha sido
provocada por esos misteriosos seres y que, un poco gracias a mi esfuerzo y a
la inteligencia de ellos, hemos podido detener definitivamente.
«Eso es todo, señores».
Hubo un silencio que un gesto del ministro de Sanidad llenó
por completo.
Acababa de pedir permiso al presidente para formular algunas
preguntas.
—Así que usted afirma haber conversado y visto a esos seres,
¿no es verdad, señor Sternon? ¿Tendrían la amabilidad de describírnoslos?
—Es bastante difícil, porque no estoy seguro de que las
formas brillantes y ovoides que he visto con el microscopio puedan ser
concretamente ellos.
—¿Y dice usted que ha conseguido hacerse entender por...
ellos?
—También,
en principio.
—¿Qué
lenguaje ha utilizado usted?
—Ningún lenguaje humano. Ha sido gracias al lenguaje
matemático como he podido escarbar un poco en su indudable inteligencia.
—¿Qué
tamaño supone usted que tengan?
—Lo ignoro, señor; pero, al haber comparado los objetos
brillantes con los bacilos de la peste, puedo anticipar que no exceden de 2
mieras; es decir, dos milésimas de milímetro.
Algunas carcajadas estallaron en las tribunas públicas, pero
la simple amenaza del presidente hizo que el silencio volviese a instalarse de
inmediato.
El
ministro de Sanidad también sonreía.
—Así que usted supone que esos
seres, inteligentes desde luego, no exceden de unas dos milésimas de milímetro
y que, desean conquistar nuestro Universo.
Esta
vez las carcajadas duraron mayor tiempo. Entre los miembros del Gobierno,
algunos se llevaban discretamente la mano al rostro para disimular la hilaridad
que les invadía.
Me di cuenta de la clase de manejos que deseaba utilizar el
ministro de Sanidad.
Esperé
pacientemente su última pregunta.
—¿Está usted seguro, señor Sternon, de que le debemos la
liberación de la epidemia de peste?
¡Eso era lo que le dolía! Recordé sus manifestaciones en la
Prensa, sobre el suero que había preparado y me daba cuenta ahora de que
aquello, que tanta fama le estaba dando, no podía ser destruido por una tesis
como la mía.
—No he sido yo el que ha frenado la virulencia de la
pestilencia que nos atacaba, señor ministro. Ni yo, ni el suero que usted ha
lanzado a la venta... ¡Han sido ellos, quienes provocaron la enfermedad y la
han hecho desaparecer con la misma facilidad!
El
escándalo fue apoteósico.
En seguida noté que había perdido la batalla y que,
dejándome llevar por la cólera, había atacado a una personalidad que no me lo
perdonaría jamás. Tardó el presidente cerca de un cuarto de hora en restablecer
el orden y el silencio.
Me
miró con severidad.
—Siento comunicarle, señor Sternon, que habiendo sobrepasado
las normas que la hospitalidad francesa le concedió, me veo obligado a
expulsarle del territorio francés, dándole un plazo de cuarenta y ocho horas
para que realice su marcha. Al mismo tiempo, prohíbo a la prensa francesa que
recoja cualquier informe que proceda de usted. Ahora, señor Sternon, le ruego
que abandone la Asamblea.
Así
lo hice.
CAPÍTULO
VI
Al recordar las capciosas preguntas del ministro de Sanidad,
hasta clavé mis uñas en las palmas de mis manos hasta labrarme en la piel
sangrientos surcos.
—¡Canallas!
—rugí—. ¡Estúpidos!
Estaba loco de furia y me sentía pisoteado, como algo
completamente inútil, como uno de aquellos charlatanes que los policías, de vez
en cuando, expulsaban de la vía pública entre las carcajadas de un público
divertido.
Me habían tratado de embustero, de fantasioso y de algo
mucho peor, ya que en mi persona habían aplastado, sin conciencia, el honor del
Instituto Atómico y su honorable director, el inolvidable Fierre Sanval.
Estaban demasiado contentos con un
ministro Sanidad que había resuelto el problema de la epidemia.
¡La peste!
Se detuvieron aquellas palabras en mi mente coa la potencia
de un cegador relámpago.
¡La peste!
Aquel había sido el pretendido triunfo del ministro de
Sanidad. ¿Cómo iba el país a contradecir a un hombre que como él acababa de
salvarle?
¡Estúpidos!
Acababan de despertar mi espíritu de venganza e iban a
recibir una sorpresa de la que se acordarían durante largo tiempo.
Me
dirigí directamente al laboratorio.
El agua que contenía la platina del viejo microscopio acusaba
aún la presencia de algunos corpúsculos brillantes.
Ellos esperaban siempre mis comunicaciones. No tenía tiempo
alguno que perder.
Puesto que había descubierto que ellos vivían a expensas de
la electricidad, siendo ésta su principal forma de existencia, alteré
bruscamente las cargas eléctricas, observando en el microscopio las
alteraciones que se producían en aquella especie de cigarros puros brillantes.
Al
mismo tiempo y para que no pudiesen tener duda alguna, les envié mensajes
matemáticos negativos que les harían comprender la repulsa que el Hombre sentía
por ellos.
Después, sin desear saber nada más de ellos, cerré la
pantalla de recepción y me dejé caer sobre uno de los sillones funcionales
donde me quedé profundamente dormido.
No creo que pasase mucho tiempo entre sueños, aunque la
pesadilla que me atormentó fue verdaderamente desagradable. De todas formas, al
despertar, me pareció haber cerrado los ojos hacía solamente unos instantes.
La enormidad que había hecho se me apareció ahora, en una
verdadera magnitud. Me di cuenta, aunque demasiado tarde, de que mi venganza
era demasiado horrible y que mucha gente pagaría por culpa de las duras
palabras y de los burlones propósitos del ministro de Sanidad.
De todas las maneras, ya era muy tarde para rectificar nada,
si en realidad, ellos habían interpretado correctamente mi mensaje de repulsa y
de estado de guerra.
Miré al microscopio y al cerebro electrónico, sin atreverme
a acercarme a ellos, como si la verdad de lo que pudiese haber acontecido,
estuviesen allí, entre los complejos cables de los aparatos.
Tras encender un cigarrillo, me aproximé al televisor y
pulsé distraídamente el botón del encendido.
Un
espectáculo banal, sin ninguna trascendencia, me distrajo durante un buen rato.
Luego, inesperadamente, la escena se desdibujó para concretarse en un locutor
conocido en la ciudad.
«Señoras y señores televiso-oyentes: Interrumpimos nuestro
habitual programa para comunicarles una orden del Ministerio de Sanidad,
emitida después del Pleno que el Gobierno celebra aún a estas horas y en el que
se hace patente el estado de sitio, ya que la peste ha recrudecido súbitamente
y se extiende, asociada a otras enfermedades, todas ellas infecciosas, por la
totalidad de los barrios de la ciudad. Acostumbrada esta valiente población
parisina a un lenguaje sincero, aunque crudo, debe comprender que la que
sufrimos es francamente bastante peor que la que sufrimos en los más tristes
días de la pasada epidemia. El Gobierno espera dominar...
Oprimí
el botón del aparato.
¡El Gobierno esperaba! ¡Ya podía esperar qué su ministro de
Sanidad fabricase toda clase de sueros!
Lo importante era haber hecho que ellos interpretasen
claramente el mensaje que les había enviado, mostrando, definitivamente, su
inteligencia. Lo demás carecía ya de toda importancia: la peste no tardaría en
llegar hasta el laboratorio y Alex Sternon sería una víctima como las demás.
Al cabo de una hora más, la televisión había suspendido
todos sus programas, limitándose a lanzar noticias.
«En la última media hora se han producido disturbios en
varios puntos de la ciudad y un puesto de control, para impedir la salida de
los habitantes, medidas de elemental higiene, ha sido asaltado por grupos que
han logrado salir de la ciudad.
«Por otra parte y en las más céntricas avenidas, la policía
intenta disolver numerosas manifestaciones que gritan, llevando pancartas en
las que se dice que desean que el profesor Sternon se haga cargo del Gobierno.
«Como recordarán ustedes, el profesor, señor Alex Sternon,
que fue expulsado ayer del país, ya que es de nacionalidad estadounidense y
cuyo plazo de permanencia en territorio francés expira, exactamente, dentro de
seis horas, expuso en la Asamblea una extraña teoría que fue combatida por el
ministro de Sanidad. Las gentes creen que la peste ha vuelto por no haber
escuchado al profesor.
«Las autoridades, además de rogar a los ciudadanos que no se
dejen arrebatar por absurdas fantasías, están dispuestas, con la ayuda de la
fuerza pública, a dominar todo foco levantisco que ponga en peligro la paz y el
orden en la ciudad...
Volví
a apagar el aparato.
Mi estado de ánimo era muy confuso, pero no me arrepentía
aún de lo que había hecho, justificando mi acción como el castigo que merecían
los que, después de haber recibido innumerables servicios de la ciencia, se
habían reído estrepitosamente de ella...
¡Qué pagasen sus culpas! Lancé una carcajada estridente.
En aquel instante, oí ruido en el pasillo y poco después
Paule estaba a mi lado, entre mis brazos.
¿Qué
te ocurre, pequeña?
No me contestó y separándose de mí, se dejó caer en un
sillón vecino. En sus ojos, las lágrimas ponían brillos luminosos.
—¿Has
sido tú, Alex? —preguntó al fin.
—¿Qué
quieres decir, cariño?
—¿Que si has sido tú el que ha provocado la reaparición de
la peste? Mis ojos debían de brillar de orgullo en aquellos instantes.
—¿Estuviste en la Asamblea? Afirmó con un gesto de cabeza.
—¿Te diste cuenta de cómo se burlaron de mí, de todos mis
esfuerzos y trabajos y de todos mis triunfos?
—Sí, Alex, me di perfecta cuenta de lo injustos que
estuvieron contigo. Pero, por favor, contesta a la pregunta que te hice antes.
¿Has sido tú el que ha provocado esta nueva catástrofe?
—¡Sí,
he sido yo!
Hubo
un silencio pesado y tremendamente triste entre nosotros.
—Me lo suponía —dijo Paule al fin—. Era muy difícil que
guardases tu sangre fría, después del crudo ataque de aquellos simples...
Se
acercó a mí y cogiéndome afectuosamente por las manos:
—¿Por qué lo has hecho, Alex? Miles de inocentes pagarán las
necias palabras de unos estúpidos engreídos. ¿Crees que es lógico?
No contesté, porque en mi interior una tormenta se estaba
desencadenando. Me estaba dando cuenta de lo criminal de mi acto.
Por
fin, después de otro largo silencio, dije con voz apagada:
—Tienes
razón, querida..., toda la razón.
Sus ojos cobraron un brillo singular y una sonrisa iluminó
plenamente su lindo rostro.
—¡Nada se ha perdido, querido! Todavía estamos a tiempo...
¡Haz que ellos detengan de nuevo la epidemia!
La miré, como si no hubiera comprendido bien sus palabras. Luego,
con un esfuerzo en la voz:
—No puedo hacer lo que me pides, pequeña... Ellos deben de
estar furiosos, porque he desencadenado reacciones eléctricas que les han
dañado. Jamás nos perdonarán esta traición.
—¡Inténtalo, de todas maneras, Alex! Debes hacerlo por
encima de todo... Será la única manera que me convencerá de que puedo
perdonarte.
Estaba decidido, dispuesto a jugarme el todo por el todo,
defendiendo la causa de los que, por mi culpa, padecían y morían en aquellos
horribles instantes.
Me
dirigí lentamente hacia el microscopio.
Momentos
más tarde, manipulaba los mandos del cerebro electrónico intentando establecer
contacto con ellos. Cansado de manipular y presa de una idea fatal, acerqué el
ojo al ocular del microscopio, no extrañándome de que nadie contestase a mis
llamadas.
«Ellos»
habían desaparecido...
Mientras permanecía de espaldas a
Paule, incapaz de mirarla frente a frente, una voz extraña sonó detrás de mí,
lo que hizo que me volviese rápidamente.
Tres hombres, armados con cortas metralletas paralizadoras,
acababan de penetrar en la estancia. Uno de ellos, con aspecto de un verdadero
gorila y que se había situado más cerca de nosotros que los demás, sonreía
burlonamente.
—El
profesor Sternon, ¿no es así?
—Así
es. ¿Qué desean?
—A
usted. Debe acompañamos ahora mismo. Esta señorita, ¿quién es?
—Mi
prometida.
—Mejor que mejor. Vendrá también con nosotros. Siempre será
una mayor garantía.
—¿Garantía de qué? Además, deben explicarme por qué han
penetrado en mi laboratorio sin permiso y armados.
—Eso, profesor, ya se lo explicaremos después; por el
momento, limítese a seguirnos, en compañía de su encantadora prometida y piense
que, si no nos obedece, no tendremos más remedio que disparar y llevárnoslos
inconscientes.
Miré
a Paule, luego al gorila.
—Yo
les seguiré; de acuerdo. Pero esta señorita debe volver a su hogar.
—No se ponga pesado, profesor. Ya le he dicho que haga el
favor de seguirnos y también la joven. Nada desagradable le ocurrirá, si nos
obedece ciegamente.
—Perdona,
Paule —dije en voz baja —. Todo esto es culpa mía.
Ella no dijo nada, limitándose a ser la primera que se
encaminó hacia la salida. La seguí.
Un ascensor nos dejó en la terraza, sorprendiéndome las
dimensiones del aparato que habían aparcado allí y que, al lado del mío, parecía
un tremendo gigante.
Momentos más tarde, volábamos a gran altura y gran velocidad
hacia un lugar que debía hallarse, sin ningún género de dudas, muy lejano de
París.
*
* *
Aterrizamos en un lugar completamente desconocido para
nosotros. Grandes edificios nos rodeaban por todas partes y cuando, después de
salir del aparato, penetramos por un arco en el que desembocaban los
«descensores» comprendí, al ver los centinelas de ojos oblicuos, que éramos
prisioneros del Gran Imperio Oriental.
Hacía siglos, muchos siglos que, apoyados por los marcianos,
los hombres de raza amarilla habían conseguido fundar un Imperio que mantuvo
alerta las Potencias Occidentales después de la Tercera Guerra Mundial. Desde
entonces, el mundo se había dividido definitivamente y muro de armas y de
Ejércitos separaban a los hombres de la Tierra en dos grandes grupos opuestos:
los países del Occidente y el Gran Imperio Oriental que extendía su poder hasta
Australia.
El «descensor» nos dejó en una amplia sala, donde nos
invitaron a sentamos, mientras los tres hombres blancos que nos habían
capturado desaparecían por una de las múltiples puertas metálicas que abocaban
allí.
Tuvimos que esperar un largo rato hasta que otra puerta se
abrió, apareciendo en el umbral un hombre de baja estatura, lentes de oro y
vestido con una bata de laboratorio.
Se acercó presuroso, a pequeños pasos, deteniéndose ante
nosotros e inclinándose en una profunda reverencia.
—¿Profesor Sternon? —preguntó—. Esta encantadora damita debe
ser, según he oído, su prometida. Es un placer conocerla. ¿Tiene la amabilidad
de seguirme?
Así
lo hicimos.
Atravesamos un pasillo que desembocaba, bruscamente, en una
amplísima estancia de dimensiones gigantescas, donde un centenar de aparatos
llenaban casi por entero aquel colosal recinto.
Al final, una sencilla mesa de despacho y detrás un hombre
blanco, con bata, también y gruesos lentes con montura de concha.
Nos ofrecieron sendas sillas que ocupamos, en el mayor
silencio, mientras el oriental se colocaba al lado del hombre blanco.
—Me llamo Towich —dijo éste— y soy el director de este
laboratorio, además de profesor de Física Nuclear de Peiping. Usted debe ser el
profesor Sternon, ¿no es así?
Era ya la cuarta vez que me hacían aquella pregunta y no
contesté, limitándome asentir con la cabeza.
—Se preguntará usted, sin duda alguna, por qué ha sido
invitado de una manera tan especial, a abandonar París; pero, en realidad, de
no haber ido nosotros a buscarle, le hubiesen expulsado o, haciendo eco de la
furia popular que le culpaba directamente de la reaparición de la peste,
hubiese acabado mucho peor.
Ni
dije nada.
—Afortunadamente, su linda prometida, llena de espíritu
humanitario, logró convencerle a tiempo.
—Francamente,
no le entiendo.
—Es inútil que disimule con nosotros, profesor. Las noticias
que nos llegan de París demuestran plenamente que obtuvo usted otro nuevo éxito
al hacer cesar la peste de la misma manera que la había hecho reaparecer.
Nos miramos, Paule y yo y fue ella la que sonrió, con toda
seguridad, transida de dicha por aquella excelente noticia.
Towich
no nos había perdido de vista.
—Está bien —dijo—. No hace falta que diga nada. Pasemos
ahora al motivo que nos ha impelido a invitarle a visitar nuestros
laboratorios. No es usted, señor Sternon, un hombre que ambicione, dinero o
riqueza, eso ya lo sabemos. Pero, de todas formas, hemos tenido suerte al
descubrir que, como los demás mortales, es usted un hombre enamorado y...
afortunado.
Hizo
una pausa.
—Por otra parte y desde el punto de vista que nos interesa
sobremanera, usted ha sido el hombre de ciencia que, de una forma exclusiva, ha
logrado establecer un inteligente contacto con esos... ¿Cómo los llama, usted
profesor?
—No tienen nombre, porque,
sencillamente, no tengo aún ni conocimiento de su estructura ni idea de su
forma. Los llamo, simplemente, «ellos».
—Perfectamente.
Como iba diciendo, usted ha sido el único que ha establecido contacto con...
«ellos». Precisamente, este asunto es el que más interesa a mi Gobierno.
—¿Se
puede saber por qué?
—Aún
no puedo decírselo con exactitud. Esperamos noticias de Europa...
El seco sonido del zumbador de un
«vidáphono», que tenía al lado, le interrumpió.
Nuestra
posición, tanto la de Paule como la mía, nos impedía ver la imagen que se
estaba dibujando en la pantalla. Tampoco entendimos ni una sola palabra del
extraño lenguaje que utilizaron los dos comunicantes.
Finalmente, la pantalla cesó de lanzar su tenue luminosidad
azul, al tiempo que el silencio se hizo completo.
Towich
me miró con los ojos brillantes.
—¡Lo que nos suponíamos! ¡«Ellos» se han lanzado a una
colosal ofensiva en Europa!...
Me
puse en pie, pálido como la muerte.
—¿Qué están haciendo? Sonrió burlonamente.
—¡Vaya pregunta, profesor! ¡Lo que usted les ha ordenado
hacer! Los hombres mueren por millares en las calles de las ciudades. Según
parece, sus cabezas explotan en pedazos y los cadáveres se amontonan sin que
nadie pueda ocuparse de ellos.
¡Nuestra hora ha llegado, profesor Sternon! Con su ayuda y
evitando que ese tremendo poder de los atacantes de la Tierra se ejerza sobre
el Imperio Oriental, lograremos nuestro sueño de siempre... ¡Apoderamos de todo
el Planeta y ser los dueños absolutos de las ricas colonias occidentales del
Sistema Solar!
CAPÍTULO VII
Llevaba seis horribles días encerrado en aquel gigantesco
laboratorio, junto a un microscopio electrónico, de tremendo poder, asociado a
media docena de colosales cerebros mecánicos que me trasmitían, con una
fidelidad sorprendente, cuanto ocurría en los campos de observación que había
establecido bajo el microscopio.
Como solamente una vez al día recibíamos la visita del
oriental, que acompañaba a Towich, teníamos mucho tiempo para charlar y temblar
de las noticias que nos daba un aparato de radio, ya que Europa había dejado de
transmitir con televisión debido al peligro tremendo de las calles.
No
había duda alguna.
«Ellos» se lanzaron a la más espantosa de las ofensivas y
destrozaron todo lo que caía a su alcance, declarando, abiertamente, la Guerra de Universos.
Querían hacer desaparecer la Especie
humana de la faz del planeta y de todo lo que gracias a nuestros inventos
controlamos desde que conquistamos el espacio...
—¿Qué
vas a hacer, Alex?
La pregunta de Paule me sorprendió y me quedé mirándola
fijamente, al tiempo que intenté darle una contestación esperanzadora.
—Sí, amor mío —le dije—. Voy a hacer algo para remediar el
mal que, tan ciegamente, hice en París. No sé si lograré mis propósitos, ya que
es bastante difícil, por el momento, que «ellos» hayan llegado hasta aquí y
que, por otra parte, en el momento que lleguen, desencadenarán el mismo terror
que en Europa y habrá llegado mi último momento.
—¿Por
qué?
—Porque estos necios han creído que gozo de un poder
especial con «ellos» y cuando vean que, al igual que en las ciudades europeas,
los hombres mueren igualmente en las suyas, creerán que les he traicionado y
acabarán conmigo en un santiamén.
—Y
conmigo.
Me
acerqué a ella y besándola:
—¡Perdóname! Ya sé que ha sido mi estúpida actuación la que
te ha empujado forzosamente a seguirme. No sé lo que me ocurriría si te supiese
en peligro.
Deseando cortar aquella conversación, tremendamente
pesimista, Paule, con una intuición puramente femenina, me convenció de que
debía hacer a pesar de todo, cuanto fuese posible por detener la gran
catástrofe que se cernía sobre la Humanidad.
—No pierdas la esperanza tan pronto, Alex —me dijo—. Seré tu
colaboradora e intentaremos establecer de nuevo contacto con «ellos».
Estuvimos tres días consecutivos analizando aguas y otros
líquidos sin lograr ver ni uno solo, corroborándose mi tesis de que, por el
momento «ellos» no habían llegado hasta el vasto Imperio Oriental.
Ni por un instante pensé en las palabras de aquel fanático
de Towich, al que sólo una ignorancia Completa del peligro le hacía forjarse
absurdas ilusiones. Si
«ellos»
llegaban —y llegarían— al Imperio Oriental, éste sería destruido, desde el
punto de vista humano, como estaban siendo diezmadas las ciudades occidentales.
Aquella tarde, cuando Towich, acompañado del impenetrable
asiático, vino a hacer la cotidiana visita, me encaré con él.
—No puedo hacer absolutamente nada mientras no pueda
establecer contacto con ellos. Deben traerme algunas cantidades de líquidos de
occidente, donde con toda seguridad puedo hallarlos. Aunque se mueven por la
atmósfera, por lo visto, es imposible que puedan traerme muestras del aire de
Europa Occidental.
—Esta misma tarde —dijo Towich— tendrá usted cuantas
muestras desee. Pero lo ruego que se apresure en sus trabajos. El emperador
está tremendamente impaciente.
—Ha
de tener paciencia.
—La tendrá, no lo dude, hasta que lo
considere necesario. Cuando la pierda, la desgracia no caerá solamente sobre
ustedes, sino que me mezclará también a mí.
Me
di cuenta de la tristeza que brillaba en sus ojos y, aunque en aquel momento no
pude comprender los misteriosos pensamientos que bullían en su mente, me
impresionó sinceramente el tono patético de su voz.
Unas horas más tarde volvió a penetrar Towich, acompañado de
su inseparable asiático.
Ambos
venían muy cargados con frascos envueltos en una materia plástica.
Con
una sonrisa en los labios, depositaron su carga en una de las mesitas
auxiliares.
—Aquí tiene lo que deseaba, profesor —dijo el blanco—. Son
muestras de las ciudades más afectadas por las catástrofes. Nos ha costado
cerca de treinta hombres lograr estos frasquitos.
—¿Tan
horrible es la situación?
—Así parece; pero eso no nos importa. De todas formas hemos
podido recuperar media docena de cadáveres de los nuestros que, en estos
momentos, están siendo estudiados por nuestros más eminentes doctores. Si
logran ver alguna cosa interesante, vendrán a comunicársela. Deseamos
proporcionarle todos los detalles que podamos para facilitar su labor. Esas son
las órdenes del Emperador.
—Perfectamente.
Salieron los dos y, durante unos minutos, Paule y yo nos
quedamos parados, mirando a aquellos frascos herméticamente cerrados y
construidos con un vidrio especial.
—Sólo
necesitamos un poco de suerte —dije.
—¿Por
qué, querido?
—Porque si «ellos» han deseado salir
de los frascos, no hallaremos en los líquidos que han traído la menor huella de
lo que deseamos ver...
—Tienes
razón, pero debemos intentarlo.
Me apoderé de uno cualquiera y momentos más tarde había
colocado en la platina del gigantesco microscopio unas gotas de aquel líquido.
Me
volví hacia Paule.
—¿Te imaginas, amor mío, la sorpresa tremenda que puede
esperamos cuando proyectemos la imagen de esa gota en la pantalla? Recuerda que
con un simple microscopio de hace mil años, llegamos a observarlos, de una
manera un tanto tosca. Pero, con este gigantesco aparato con el que puede
llegarse a observar detalladamente los átomos..., ¿qué horribles cosas podremos
descubrir?
Estaba terriblemente emocionado y dudé bastante hasta
oprimir el botón que iluminaba la pantalla en la que se proyectaban las
imágenes de la gota de agua.
Al oscurecerse la estancia, nuestras
miradas se clavaron en la pantalla, de más de tres metros de diámetro, que
ocupaba casi la totalidad de una amplia pared.
Yo
había puesto la menor potencia de aumentos en marcha.
Los microbios, infusorios del agua, parecían gigantes,
espantosos animales de otras épocas o habitantes de mundos inconcebibles. Pero
aquellas imágenes eran incapaces de emocionarme lo más mínimo, ya que estaba
habituado a contemplarlas
en
el Instituto.
Doblé
los aumentos.
Desaparecieron los animales del agua y empezaron a aparecer
las gruesas moléculas de albúmina de que estaban compuestos, así como las de
agua, como enormes esferas que rodasen las unas junto a las otras.
Puse
el máximo de aumentos.
Al mismo tiempo el enfoque cambió automáticamente,
transformándole la visión microscópica corriente en ultramicroscópica.
Aparecieron
los átomos.
Eran como curiosos sistemas planetarios en los que el
«protón» parecía un sol enorme y los «electrones» y otras partículas que
rodeaban a la gran masa central, giraban a una velocidad vertiginosa alrededor
de ella.
Pero,
de repente...
Una forma alargada y brillante cruzó la escena. Fue tan
rápida su aparición que, antes de que pudiésemos precisar nada, ya había
desaparecido.
Oí
la exclamación de Paule a mi lado.
—¡Ahí
está uno!
Yo sentía cómo mi corazón latía mucho más de prisa que de
costumbre y con manos temblorosas pulsé los mandos de la platina, cosa que me
permitiría seguir los movimientos de cualquier objeto que estuviese en el
interior de la minúscula gota de agua.
Cuando apareció de nuevo el objeto brillante, ya no podía
escaparse, y los mandos automáticos de la platina del microscopio le siguieron
sin dejar que huyese de nuestra vista un solo segundo.
Su
brillo, en los primeros instantes, nos impidió ver nada claro y hube de enfocar
más detalladamente para poder observarlo a mi gusto.
Entonces, un grito de sorpresa se escapó de mis labios y
otro, no menos sorprendido, de los de Paule.
—¡Un
aparato! —gritó ella.
—¡UNA ASTRONAVE! —exclamé yo. Era sencillamente, inaudito.
Aquella
especie de cigarros puros brillantes que habíamos logrado ver en París, con el
sencillo y modesto aparato de nuestros antecesores eran MARAVILLOSAS NAVES DEL
ESPACIO; ESTUPENDOS Y PERFECTOS APARATOS EN CUYO INTERIOR...
—¡No,
no podía ser!
¿Cómo, en el interior de aquellos cuerpos, que apelas
superaban un poco el tamaño del átomo, PODÍAN EXISTIR SERES VIVOS QUE LOS
HABÍAN CONSTRUIDO Y QUE LOS PILOTABAN EN AQUELLOS MOMENTOS?
Era
para volverse loco.
Pero, en contra de las vivas protestas que en nuestros
cerebros hacían la razón y la lógica... ALLI ESTABAN «ELLOS»; LAS ASTRONAVES
QUE NO PODÍAN EN MODO ALGUNO, SER OBRA DE LA NATURALEZA, SINO SALIDAS DE LAS
MANOS DE SERES INTELIGENTES QUE LAS GOBERNABAN Y CONDUCÍAN.
Tan grande fue nuestra emoción, tan gigantesca nuestra
sorpresa, que estuvimos cerca de dos horas absortos en la contemplación de
aquel espectáculo que, por vez primera, podían ver ojos humanos.
Presa de una irresistible tensión nerviosa, oprimí decididamente
el botón de iluminación de la sala, desapareciendo la imagen de la pantalla.
Paule
miraba con los ojos tremendamente abiertos.
—¡Parece increíble! —musitó al cabo de unos minutos, lo que
demostraba que tardó bastante en reaccionar.
—Sí —repuse—, parece increíble, fantástico, como un producto
de una imaginación calenturienta o el resultado de una alucinante pesadilla.
Encendía
un cigarrillo con manos temblorosas.
—Parece imposible —seguí diciendo—, pero es,
desdichadamente, una gran realidad.
Paule se había acercado a mí y los
dos nos sentamos en uno de los grandes sillones del laboratorio.
—¿Qué
vamos a hacer, Alex?
Sonreí
mientras acariciaba sus cabellos.
—-Muchas cosas, querida. El problema es tan apasionante, que
no sé por dónde empezar. Pero, desgraciadamente, millones de hombres están
muriendo y no podemos dedicamos a estudiar esta cuestión como algo puramente
especulativa, sino que debemos lanzarnos al estudio de esas astronaves atómicas
y de sus creadores, con el único fin de vencerlos, sea como sea.
—Va
a ser muy difícil, ¿verdad, Alex?
—Muy difícil, pequeña. Piensa en los miles de billones de
astronaves que han debido llegar a la Tierra. Millones y millones que se van
extendiendo paulatinamente por nuestro planeta y que deben obedecer a las
órdenes de alguien que nos interesaría
encontrar.
¿Dónde está ese misterioso omnipotente que les ordena y dirige? Es
completamente imposible saberlo. «Ellos» deben comunicarse entre sí, a través
de las infinitas distancias que les separan, por medios potentísimos, ya que,
si te detienes a pensar un poco, podrás deducir que entre esa astronave que
tenemos aquí y las de París, que están matando a la gente por las calles, hay
una distancia de cientos de miles de millones de veces mayor que la que nos
separa a nosotros de los confines de nuestro propio universo. Para «ellos» un
kilómetro humano debe representar la distancia de la Tierra al Sol. ¿Me
comprendes?
—Apenas,
querido.
—Eso
no importa.
Me
incorporé decidido a hacer algo más positivo que charlar indefinidamente.
—Vamos
a trabajar, querida.
Volvimos a poner el mecanismo de la pantalla en marcha y
minutos más tarde ya teníamos una de las astronaves en el centro de la pantalla
y la seguíamos con suma facilidad.
Así pudimos observar muchos detalles interesantes,
fijándonos primero en la especie de larga antena que brotaba de su proa y
después en que aquellos aparatos carecían de orificios con el exterior; es
decir, que no tenían, aparentemente, ventanilla ni puerta alguna.
Yo
no perdía el tiempo.
Enfocándola por detrás, con luz neutra, hice que su reflejo
cayese sobre el prisma de un espectroscopio, que me permitió un poco más tarde
saber que aquella misteriosa astronave estaba construida con cadmio.
Seguidamente uno de los cerebros electrónicos auxiliares me proporcionó
sus dimensiones exactas, tal como el grosor de la chapa de cadmio, cosas que,
al primer punto de vista, parecían tremendamente ridículas.
Llamé
a Paule.
—Toma
estos datos —le dije— y márcalos en aquel cerebro electrónico.
Cuando
te dé la respuesta, me la traes.
Entretanto estudié, matemáticamente, los movimientos y la
velocidad de aquella astronave. Deduje que debía marchar, por motivos que me
eran completamente ignorados, a una velocidad muy pequeña comparada con la que
podía alcanzar.
Paule
volvió con los datos que le había pedido.
—Está
perfectamente bien —dije contemplando la placa de plástico que había
«vomitado»
el cerebro electrónico—. Resulta que un bombardeo de neutrinos es lo más eficaz
contra el cadmio en el estado que posee la cubierta de esas astronaves...
—¿Vas
a... destruirlas?
—No,
al menos por el momento. Primeramente deseo establecer contacto con
«ellos»
y saber definitivamente lo que piensan hacer. Luego obraremos en consecuencia.
Establecimos, como lo habíamos hecho en París, una serie de
cuestiones matemáticas y dispusimos una pantalla «interpretadora». La riqueza
de medios de aquel laboratorio nos facilitaba mucho la labor.
Descansamos un poco después y, cuando nos disponíamos a
comenzar los trabajos, la puerta se abrió y después de que Towich y el oriental
hubieron entrado, lo hicieron una docena de guardianes armados.
Todos ellos se colocaron a ambos
lados de la puerta, formando un pasillo humano. Instantes más tarde, la figura
de un hombre alto, delgado y de aspecto imponente, apareció en el umbral.
Todos se inclinaron ceremoniosamente. Era el emperador en
persona.
CAPÍTULO VIII
Paule y yo nos levantamos, pero no hicimos la menor
reverencia ni inclinación de cabeza.
El imponente individuo avanzó hacia nosotros, seguido por
toda la cohorte armada.
Nos
miró con curiosidad, sobre todo a mí.
—Tenía
ganas de conocerle, profesor Sternon —dijo.
—Muy
honrado, señor.
—Es extraño y al mismo tiempo maravilloso —dijo— que haya
usted sido el único hombre que ha logrado establecer contacto con esos
invisibles y tremendos invasores de nuestro Mundo.
—Fue
más bien una cuestión de suerte y casualidad, señor.
—No lo creo. La suerte y la casualidad son las armas que
esgrimen los tontos y los pobres de espíritu. Y usted, estoy convencido de ello,
tiene tan poco de lo uno como de lo otro. La suerte y la casualidad —diciendo—
fueron posibles hasta el descubrimiento del cálculo de probabilidades. Cuando
el hombre demostró que el azar podía entrar en el campo de las matemáticas, la
suerte y la casualidad desaparecieron para siempre.
—Esa
es la verdad, señor.
—Naturalmente.
¿Cómo van las investigaciones actuales, profesor?
—Acabo de empezar, señor. Ya tenemos
establecidas las redes matemáticas para reanudar los contactos con «ellos».
—Me
parece muy bien.
Creí
que había llegado el momento de hablar claro.
Durante muchos años había oído comentar que el emperador de
aquel anacrónico Imperio de Oriente era un monstruo, un tirano que había
borrado, con sangre y dolor, las libertades humanas que se habían conseguido a
través de milenios. Pero ahora, al tenerlo a mi lado, no le veía yo tan
espantoso cómo me lo habían pintado.
—Creo, señor —le dije decididamente— que será dificilísimo,
por no decir imposible, conseguir que «ellos» se coloquen a un lado del mundo
para combatir el otro...
Sonrió
levemente y sus ojos adquirieron un brillo acerado.
—Nunca
he creído, profesor, que la labor que le he encomendado sea sencilla, ni mucho
menos. Pero, por encima de todas las cosas, fáciles o difíciles, está la prisa
que tenemos y los interesas del Imperio...
Su
ojos malignos se clavaron en Paule.
—Profesor, no nos detendremos ante nada, por cruel que
parezca a su mentalidad occidental, con tal de conseguir nuestros propósitos
—volvió a mirarme con insistencia—: Quiero resultados positivos, mañana por la
noche. Adiós.
Salió acompañado de su séquito, excepto Towich y el
oriental, que se quedaron.
El
primero se acercó a mí.
—El Emperador desea cae hable usted con el doctor Fuh-li
sobre las causas de las muertes producidas en el mundo occidental. ¿Tiene la
amabilidad de seguirme?
Me
volví a Paule.
—¿Vienes,
querida?
—Lo siento, profesor —dijo Towich—, pero no creo que sea un
espectáculo adecuado para una joven.
—Te
esperaré aquí, Alex. No tardes mucho.
—Volveré
en seguida.
Salimos y una alfombra «roulante» nos llevó cómodamente a lo
largo de un pasillo que parecía no tener término. Finalmente una puerta se
abrió al fondo del corredor. Penetramos, sin el menor esfuerzo por nuestra
parte, en lo que podía haberse llamado sala de disección.
Una multitud de cadáveres, ya disecados, ocupaban las mesas
de mármol.
No tuve mucho tiempo para distraer mi atención en aquel
macabro espectáculo.
Un hombre pequeño y tremendamente obeso, casi un monstruo,
estaba ante mí.
Se inclinó en una reverencia.
—Encantado y honrado de conocerle, profesor Sternon. Hemos
seguido, desde siempre, con un marcado interés, sus investigaciones en Física
Nuclear y conocemos detalladamente todos sus trabajos. ¡Son admirables, en
verdad!
—Muchas
gracias, doctor Fuh-li.
—Profesor, he de ser breve, pues todos sabemos que su tiempo
es precioso. No deseo entretenerle mucho y sí decirle que, según mis modestas
observaciones, la muerte producida por esos invasores ha sido provocada por
minúsculas explosiones atómicas que han destrozado el cerebro de cuantos han
sido alcanzados por ellas. ¿Me hace el favor?
Visitamos
media docena de mesas en las que los cráneos abiertos demostraban palpablemente
los destrozos ocasionados en su interior.
Después, gracias a un contador de radiactividad, de un
sensibilidad verdaderamente maravillosa, pudimos convencernos de que aquellos
tremendos destrozos habían sido ocasionados por explosiones atómicas, tal como
había descubierto el asiático doctor.
—¿Está usted plenamente convencido, profesor Sternon, o
desea alguna prueba más?
—Es suficiente, doctor.
—Perfectamente. Hemos creído que le sería útil conocer las
armas empleadas por «ellos». Nada más, señor Sternon.
Otra reverencia y de nuevo el largo pasillo, seguido siempre
por Towich el otro oriental.
Al penetrar en el laboratorio, profundamente ensimismado por
todo lo que acababa de ver, no noté más que la puerta se cerraba detrás de mí.
—¡Paule!
Dos minutos después estaba plenamente convencido que la
muchacha había desaparecido del laboratorio.
Preso de una cólera incontenible, me apoderé de una barra de
hierro, dispuesto a destrozar cuantos aparatos habían allí. Pero, en el preciso
instante que me abalanzaba sobre uno de ellos, una voz, que parecía salir por
todas partes a la vez, detuvo mi gesto bruscamente.
—«¡Profesor Sternon!... No pierda los estribos, por favor.
Hemos creído que trabajaría usted mucho mejor solo. No olvide que su prometida
está perfectamente bien y que de usted depende el que pueda volver a verla.»
Dejé caer la barra al suelo, sintiéndome abatido y
completamente derrotado. Ahora comprendía perfectamente que la fama que el
Emperador tenía en el mundo occidental no era una fantasía de los periodistas y
comentaristas de la televisión.
Mordiéndome los labios me dirigí al microscopio dispuesto a
hacer todo lo que estuviese a mi alcance para que Paule se salvase, ya que no
tenía yo derecho alguno a disponer de la vida de la mujer a la que tanto amaba.
¡Me
sentía culpable de tantas cosas!
Me puse a trabajar con ahínco, desesperadamente, sin cejar
ni un solo instante, y dándome cuenta de que alguien debía estar tremendamente
contento de verme laborar de aquella manera tan desesperada.
El
Emperador sabía lo que se hacía.
Cuando tuve una de las astronaves en el campo del
microscopio, empecé a enviar mensaje tras mensaje, esperando ansiosamente la
respuesta en la pantalla. Utilicé, como en París, matemáticas sencillas para
empezar.
«No hace falta alguna que utilice lenguaje matemático. Hemos
aprendido varios de los que utilizan ustedes y podemos emplearlos con suma
facilidad. Díganos si se trata de la misma persona que se comunicó con nosotros
en otra región de este Macro-planeta.»
La
emoción que se había apoderado de mí era tan fuerte, que tardé algunos minutos
en reaccionar. Les conteste adecuadamente, preguntándoles quiénes eran y de
donde llegaban.
«Provenimos de una nebulosa en formación, como las llaman
ustedes; a dos millones de años de luz de este Sistema Solar. Somos de
naturaleza eléctrica y deseamos apoderarnos de este Universo, ya que el nuestro
está completamente saturado.»
Les
pregunté si no era posible una convivencia pacífica entre ellos y nosotros.
«Lo que propone es completamente imposible. Estamos
modificando el Sistema Eléctrico de vuestro Universo para adaptarnos a él y poder
salir de nuestras astronaves. Comprenderá que estas modificaciones que estamos
realizando son fatales para seres como ustedes, ya que los átomos de que están
compuestos se disociarían en su gran mayoría.»
—¿Por
qué destruyen a los seres humanos? —pregunté después.
«No intentamos destruirlos —fue la fantástica respuesta—
sino que los estamos estudiando. Las explosiones atómicas que hemos realizado
han sido provocadas para determinar el grado de electricidad de vuestro
Universo...»
—Pero —inquirí entonces—, vosotros no sabíais, cuando os lo
pregunté, lo que era «vida» o «muerte»...
«Ahora nos ha sido posible conocer el significado de esas
palabras vuestras. Nosotros no morimos ni vivimos como vosotros. Solamente la
paulatina pérdida de electricidad puede llegar, con el tiempo, a reducimos a
meras partículas sin actividad alguna.»
No pude lograr una mayor comunicación, ya que la astronave
desapareció de la gota, seguramente requerida en algún punto lejano, por una
orden de reunión.
Durante toda aquella larguísima noche no pude conciliar el
sueño ni un sólo instante.
Tenía que salvar al mundo
occidental, porque había logrado saber la manera de luchar contra «ellos».
Pero, aislado en un punto desconocido del Imperio Oriental y
con la responsabilidad de Paule, me era completamente imposible escapar.
Mi cerebro amenazaba con estallar, ya que no le daba un solo
segundo de descanso, buscando la manera de poder llevar a cabo alguna idea
práctica para librarnos del cautiverio de los orientales y correr en ayuda del
mundo que estaba siendo diezmado por los crueles invasores.
Al
segundo día, cuando por la noche debía dar cuenta al Emperador de mis trabajos,
logré cazar en mi microscopio una nueva astronave, dándome cuenta, nada más
iniciar la conversación, que debía tratarse de algún personaje importante entre
«ellos».
«Acabamos de descubrir —me dijo— esta vasta parte de vuestro
Mundo, cuya destrucción vamos a comenzar dentro de poco. Sentimos profunda
simpatía por el único ser que ha logrado comunicar con nosotros y desearíamos
hacer algo por él.»
Aquel mensaje me hundió naturalmente, en un mundo de
confusiones. Pero no perdí el tiempo.
—¿Cómo podría señalar mi presencia a las astronaves que
ataquen a los seres de mi mundo, de modo a que no me destrozasen?
La
respuesta tardó bastante en llegar.
«Provéase de un cuerpo radiactivo que no pueda pasar
desapercibido a nuestros pilotos. Daré la orden de que no se provoque ninguna
explosión en la persona que lo lleve...»
Pero deseaba saber yo alguna cosa más. Iba a preguntarla, cuando
me di cuenta de que acaba de descubrir la manera definitiva de librar a la
Humanidad de aquella pesadilla.
Le dije que estaba de acuerdo y que colocaría una sustancia
radiactiva en mi cuerpo, de forma a que las astronaves no disparen contra mí.
—Tengo
—añadí— una persona querida a la que desearía librar también.
«Puede
hacerlo igualmente para ella» —fue la respuesta.
Cerré el microscopio y alzando la voz grité para que los que
me escuchasen, a través de los aparatos disimulados en las paredes, dijesen al
Emperador que mis trabajos habían terminado satisfactoriamente.
Media hora más tarde, y a bordo de un velocísimo aparato
volador, viajaba hacia la fabulosa residencia del Emperador.
Una
vez ante él, le ofrecía la más alegre de mis sonrisas.
—¿Así
que ha triunfado, profesor Sternon?
—Plenamente,
señor.
—Lo esperaba. De todas formas deseo que me explique en qué
ha consistido su triunfo.
Tuve
que inventar aprisa.
—«Ellos» están conformes con no atacar al Imperio Oriental y
esta misma noche acabarán con todo Occidente.
—¡Formidable! De todas formas me permitirá que le retenga,
cómodamente instalado en una de mis habitaciones, hasta que mis Servicios de
Información me confirmen sus estupendas noticias.
—Podré
estar con mi prometida, ¿verdad?
—Indudablemente.
Ella le espera ya, profesor.
Acaricié
los dos trozos de tungsteno que llevaba en uno de los bolsillos.
—Espero
—dije— que el Emperador esté contento de mis servicios.
—Lo estoy y sabré demostrar ampliamente mi reconocimiento.
Volví a sonreír.
Me
acompañaron a una extensa habitación amueblada con un lujo de ensueño y donde
encontré a Paule. Nos abrazamos y dejé que las lágrimas se escapasen libremente
por sus ojos. Luego, en voz baja, le expliqué todo lo que había descubierto,
entregándole lo más disimuladamente posible, el trozo de tungsteno que habría
de salvarle la vida.
La
noche llegó demasiado pronto.
Tanto Paule como yo éramos incapaces de descansar un solo
instante. Sentados en una amplia butaca doble y estrechamente entrelazadas las
manos, dejábamos pasar
los
segundos, plenamente convencidos de que bien podrían ser los últimos que
pasásemos juntos en este mundo.
La quietud y el silencio en la residencia del Emperador
contribuían a aumentar la emoción de aquellos instantes.
—¿Crees
en el fin del mundo, Alex?
Me
sorprendió la pregunta de Paule, porque, precisamente, estaba yo pensando en
ello.
—Verás, Paule. Siempre he pensado que el fin del mundo debía
ser una realidad, porque todo lo que nos rodea nace, vive y termina. Pero, en
realidad, nunca pensé que asistiésemos a ella...
—¿Luego
crees que «esto» es el fin?
—Todo depende de lo que pase esta noche. Si «ellos» hacen lo
que han dicho, habrán labrado, sin percatarse, su propio fin. Una vez en el
Oeste, podremos emprender la lucha más espantosa que la humanidad ha sostenido
contra seres de otro Universo.
—Es
horrible —dijo ella, empezando a sollozar en silencio.
De repente, una serie de explosiones, seguidas, continuas,
espantosamente próximas, rompieron brutalmente la quietud de la residencia.
—Ya
están aquí —dije con voz truncada por la emoción.
CAPÍTULO IX
Cuando, al amanecer, nos atrevimos a salir de la estancia en
la que el Emperador nos había confinado, marchábamos estrechamente enlazados
por la cintura y temblando, sin que nos avergonzásemos de ello.
El
espectáculo que se nos ofreció era verdaderamente alucinante...
Guardianes, miembros de la escolta del Emperador,
sirvientes, criados; todos, absolutamente todos, yacían en el suelo con los
cráneos horriblemente destrozados, en medio de grandes charcos de sangre.
Tuvimos
que atravesar el salón del trono.
Allí estaba el Emperador, rodeado de muchos hombres y
mujeres, que debían haberse reunido en una fiesta para conmemorar su triunfo
definitivo sobre el Occidente, con las cabezas destrozadas...
Era
horrible. Paule, con el rostro cubierto por sus manos, me empujaba para que
saliésemos cuanto antes de allí. Pero, una vez en las calles, el espectáculo se
hizo más espantoso, ya que las gentes habían sido sorprendidas en mil
posiciones distintas y sus cuerpos, cuyas cabezas no eran más que masas
sanguinolentas, semejaban una visión de pesadilla horrible.
—¡Vámonos
de aquí, Alex! —gritó Paule.
Tuvimos, sin embargo, que caminar
largo rato hasta hallar un aparato volador de la suficiente potencia para poder
dar el salto formidable que deseábamos realizar.
Siendo,
por el momento, el continente americano el único que no había
recibido
la visita de los invasores, era necesario ir allí para que los hombres se
preparasen a la lucha y destrozasen a los microscópicos seres del otro
Universo, antes de ser destrozados por ellos.
Cuando, a gran altura, dejamos atrás, borrado en las
tinieblas de la noche, lo que había sido el Imperio Oriental, un suspiro de
satisfacción se escapó de mis labios.
Paule,
con la cabeza apoyada en mi hombro, se había dormido.
Me parecía aún mentira el haber escapado a la horrible
matanza de millones de seres que habían dejado de existir aquella misma noche.
¡Urgía
preparar a la pobre humanidad para la lucha que iba a desencadenarse!
Una lucha sin cuartel, sin piedad, contra seres que no
poseían otros sentimientos que los ciegos que les impulsaban a apoderarse de un
Universo donde poder vivir como dueños absolutos.
Sin embargo... «ellos» habían sentido una simpatía especial
hacia mi persona y habían consentido voluntariamente a que escapase de la
desaparición de doscientos millones de seres humanos.
¿Por
qué?
Aquella pregunta quedaría siempre sin respuesta. Nadie, al
menos de la talla de un ser humano, por mucha inteligencia que poseyese, podía
contestarla, ya que era imposible concebir que un sentimiento como la «amistad»
o la «simpatía» pudiese anidar en seres que no eran más que cargas eléctricas,
por muy inteligentes que fuesen.
Al aterrizar, tras haber solicitado el correspondiente
permiso por «vidáphono», en una de las más importantes terrazas de un
gigantesco edificio de Washington, un alto jefe del Ejército estadounidense,
acompañado de numerosos ayudantes, rodeó materialmente el aparato.
Mi imagen era bastante conocida, por la prensa y la televisión;
pero, de todos modos, hube de exhibir toda clase de documentación para hacer
patente mi personalidad a aquel hombre.
—Perdone, profesor Sternon. Pero, como ya puede imaginarse,
estamos en estado de alerta y no deseamos que ninguno de esos «They»[1] penetre
en este Continente.
No
pude por menos de sonreír.
—Ninguna
medida de seguridad, por excelente que sea, podrá impedir que los
«They»
lleguen a los Estados Unidos. Precisamente, tengo interesantes noticias que
comunicar al Gobierno y al Departamento de Defensa y deseo que me lleven
inmediatamente ante alguno de esos señores.
El militar fue muy amable y media hora más tarde, el
Gobierno en pleno, estaba reunido a mi alrededor en una habitación privada del
nuevo Capitolio, de doscientos treinta pisos que se había inaugurado cien años
antes.
Primeramente y con voz nerviosa y apresurada, les expliqué
lo que había ocurrido desde la llamada urgente que el profesor Sanval me había
hecho, hasta la desaparición total del Imperio Oriental.
—Éstos son los hechos,, señores míos. Gracias al
descubrimiento de la clase de sustancia que reviste sus astronaves, fuera de
las cuales no pueden subsistir, por el «ambiente eléctrico» de nuestro planeta,
estamos en disposición de luchar contra esos fantásticos invasores y, con la
ayuda de Dios, vencerlos por completo. Pero, saliéndome de mis atribuciones,
les aconsejaría que, antes de pensar egoístamente en nosotros, salgamos en
ayuda de la pobre Humanidad que está pereciendo, por millones, al otro lado del
Atlántico. Hasta ahora y por las noticias que tengo, solamente las grandes
ciudades y agrupamientos han sido los que más han sufrido. Pero «ellos»
seguirán la destrucción del género humano hasta que ni un solo hombre quede
sobre la superficie de la Tierra. Urge, por tanto, correr en ayuda de los
pueblos amenazados, sin distinción de raza o color, preparando entre tanto la
defensa del continente americano.
El secretario de Estado, un hombre simpático y de carácter
abierto, avanzó hacia mí estrechándome calurosamente la mano.
—Pienso exactamente como usted, señor Sternon, y vamos a
tomar inmediatamente todas las medidas para atacar a esos minúsculos pero
terribles monstruos con las armas que usted mismo ha citado.
¿Las
armas?
Había sido Paule, cuando le encargué que pidiese unos detalles
al cerebro electrónico del laboratorio en el que estuvimos encerrados, la que
me proporcionó el nombre de un compuesto químico que destruía, completamente,
las aleaciones del cadmio, en todas sus formas.
—Señor secretario de Estado, deseo, tomar parte de todas las
operaciones que se realicen en Europa.
—¡¡Alex!!
Tomé
las manos de Paule.
—Es lo menos que puedo hacer, querida, para borrar ese
horrible complejo de culpabilidad que pesa sobre mi corazón.
Ella comprendió que jamás se borraría de mi mente el haber
provocado, de nuevo, la peste, si no exponía mi vida en aquella misión.
Me
besó, ante todos.
—¡Buena
suerte, amor mío!
*
* *
Once mil aviones todos los que los países americanos
pudieron aportar a la causa común, esperaban en sus Bases el momento de
lanzarse al espacio.
Todos ellos, sin excepción iban abarrotados de «MS-205», el
disolvente más poderoso del cadmio que había inventado el hombre. Por mi parte
acompañaba al general Windoll jefe de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos
que en un aparato especial de control y ataque, dirigía las operaciones
generales sobre Europa.
Habían salido ya varias escuadrillas pertenecientes a
Méjico, cuando me di cuenta de que habíamos olvidado algo importante y que
podía sernos tremendamente fatal.
—General —le dije a Windoll—, creo que debíamos convertir
todas las armas ofensivas de estos aparatos en una especie de mangueras que
proyectasen el disolvente «MS-205»
—No
le comprendo bien, profesor Sternon.
—Escuche atentamente, general. Si «ellos» se dan cuenta del
peligro que supone nuestra aparición, es natural que, a su vez, intenten
destruirnos. El radar es incapaz de percibir la presencia de enemigos de tamaño
tan pequeño y ellos por su parte, pueden provocar explosiones atómicas en
cadena dentro de nuestros aparatos, destruyendo centros vitales y
derribándonos. ¿No le parece?
Se retardó dos horas más la hora de salida, llamándose por
«vidáphono» a los aparatos mejicanos que habían salido anticipadamente.
Sólo
uno regresó a su Base.
Del relato de los aterrorizados pilotos, pudo llegarse a la
conclusión de que, misteriosamente atacados en el aire, los aparatos de sus
compañeros habían saltado en pedazos, sin que sus ocupantes se hubiesen dado
cuenta de lo que ocurría.
—No se ha equivocado usted, profesor —me dijo el general
estrechándome la mano—. De no advertirlo antes, hubiésemos salido malparados.
Las modificaciones realizadas en la totalidad de los
aparatos que se destinaban al ataque, convertía a éstos en verdaderas
fortalezas volantes, ya que el «fuego» de sus armas automáticas, que cubrían
perfectamente la totalidad del horizonte visible del avión, sin dejar ningún
ángulo muerto, por el que pudiese penetrar ningún enemigo, proporcionaba a sus
ocupantes una completa tranquilidad.
Cuando emprendimos el vuelo, la emoción de lo que íbamos a
realizar nos impregnaba a todos.
¡LA
VERDADERA GUERRA DE UNIVERSOS IBA A DAR COMIENZO!
Excepcionalmente, había yo preparado un detector
ultramicroscópico en el avión del general, cuyo uso era simplemente científico.
Gracias a él, seríamos nosotros los únicos de toda la expedición que podríamos
percatamos, sólo aproximadamente, de los efectos logrados contra los «They».
Tardamos
once minutos en atravesar el Atlántico.
Europa, a la altura que volábamos, no era más que una mancha
grisácea que, de vez en cuando, era visible a través de algún desgarrón de la
densa capa de nubes que sobrevolábamos.
Inesperadamente, el general, que iba sentado a mi lado, dio
la orden de descenso a los diez millares de aviones, que como uno solo atravesaron
velozmente las nubes, acercándose rápidamente a tierra.
Empezaron
a caer los chorros de «MS-205».
Yo me imaginaba la terrible catástrofe que acontecía, en
aquellos momentos, a las huestes de los «They» que, privados del caparazón
protector del cadmio, dejarían de vivir, en un sentido extrañísimo de esta
palabra.
Recorrimos la totalidad de Europa, inundando el continente
del poderoso disolvente que era pulverizado por aparatos especiales antes de
salir de los aviones.
Al
mismo tiempo, las «armas» disparaban chorros de disolvente, envolviendo a los
aparatos en una capa protectora que ningún «They» era capaz de atravesar.
Contra lo que yo me imaginaba, el detector ultramicroscópico
funcionó maravillosamente y pude asistir, cómodamente sentado en la amplia
carlinga del avión del general, a la destrucción de millares de pequeñas
«astronaves» que jamás volverían al lejano Universo del que habían llegado.
Las columnas que marcaban el contenido de «MS-205» iban
disminuyendo rápidamente. Apenas si quedaban para defenderse los aparatos en su
regreso sobre el Atlántico.
—Prepárense
para regresar —ordenó el general a todos los aparatos.
—Un momento, señor. ¿Llevamos, por casualidad, un aparato
pequeño, uno de esos de vuelo limitado, propulsado por cohetes?
—Siempre
llevamos uno, profesor.
—Voy
a ocuparlo.
—Pero... ¿qué se propone usted? Ya sabe que esta clase
aparatos no llevan ninguna defensa.
—Ya lo sé; pero, afortunadamente, después de la cantidad de
disolvente que hemos lanzado estoy seguro de que no habrá peligro alguno.
—¿Dónde
piensa dirigirse, profesor?
—Hacía París. Aterrizaré en cualquier terraza. Me miró
fijamente.
—Me agradaría saber lo que se propone, señor Sternon.
—Perdone, general, que, por el
momento, prefiera guardar silencio. Es algo más bien intuitivo y que puede ser
un error absurdo. Pero...
El
general se alzó ligeramente de hombros.
—Si usted lo desea. De todas formas, me agradaría que
escribiese una nota para su prometida. Supondrá usted fácilmente el efecto que
puede producirle el no verle regresar con nosotros.
—Tiene
usted razón, general.
Escribí
unas palabras para Paule, entregando el papel al militar.
—¿Cuándo
van a seguir la «limpieza» hacia Asia?
—Mañana
mismo.
—Está bien. Procuraré, con cualquier aparato que encuentre
en París, hallarme en la ruta de regreso de las fuerzas a su mando. Así podré
volver con ustedes a Washington.
Me
estrechó fuertemente la mano.
—Mucha
suerte, profesor. Es usted un valiente.
—No
lo crea, general. Procuro solamente cumplir con mi deber.
Mi pequeño aparato se descolgó del gigantesco avión y el
minúsculo cerebro electrónico de que estaba dotado, me dirigió, a bastante
velocidad, hacia París, donde aterrizaba veinte minutos más tarde, sobre una
terraza de la parte céntrica de la ciudad.
París
estaba completamente desierto.
Un hedor insoportable, producto de la descomposición de
millones de cadáveres abandonados en las calles, hacía casi irrespirable la
atmósfera. Los aparatos de aclimatación hacía tiempo que no funcionaban y un
frío intenso reinaba en la ciudad muerta.
Penetré en una de las farmacias, abiertas y desiertas como
todos los demás comercios, y me apoderé de una buena dosis de antibióticos de
los llamados «de contacto» con los que me embadurne la parte externa de los
labios, las fosas nasales, el rostro, los cabellos y las manos.
Aquella sustancia impediría que cualquier insecto me picase
y, al mismo tiempo que el hedor de la carroña me fuese perceptible.
Avancé por las calles, procurando mirar lo menos posible los
montones de informes cadáveres, medio descompuestos, que se amontonaban por
todas partes.
Finalmente, llegué al laboratorio en el que los agentes del
Imperio Oriental nos habían sorprendido a Paule y a mí.
Todo
estaba igual.
Sentí una extraña emoción al ver el viejo microscopio que
tanto me había servido y gracias al cual habían sido posibles tantas cosas que
parecían pertenecer al reino absoluto de la fantasía.
Permanecí un largo rato observándolo todo y recordando las
largas horas que había pasado allí.
El perfume de Paule parecía flotar todavía sobre el rancio
olor que desprendían los reactivos.
¿A
qué había vuelto allí?
Temía responder aquella pregunta, como si lo que deseaba
hacer fuese un crimen o una traición en contra de lo que debía defender por
encima de todo.
Después de encender un cigarrillo, me calmé un poco y me
decidí a actuar, pensando lógicamente que, después de todo, lo que iba a hacer
no tendría el menor resultado.
Preparé cuidadosamente el viejo microscopio y después de
colocar una gota de agua en la platina, enlacé el aparato con el cerebro
electrónico y después de colocar la pantalla receptora frente a una «chaise
longue», me tumbe, encendiendo cigarrillo tras cigarrillo, sin dejar de mirar
al rectángulo gris de la pantalla.
Las
horas pasaban lentamente.
Yo
había lanzado unos mensajes, en inglés, que, periódicamente lanzaba el cerebro
electrónico en forma de microondas. Aquellos sencillos mensajes no llevaban en
sí más que unas preguntas simples en apariencia, pero muy importantes para mí.
Me adormecí un poco y fue el zumbador del «cerebro» quien me
avisó de que algo extraño estaba pasando en el interior de la gota de agua.
Efectivamente, la pantalla empezó a dibujar signos instantes
después. Con mano temblorosa, me apoderé de las «traducciones» que iba
vertiendo el cerebro electrónico:
«Reconocemos a nuestro corresponsal de siempre y deseamos
que espere la llegada del «Summum», que desea hablar con él personalmente.»
Recordé
entonces, después de hacer patente mi conformidad en la espera, que
no
me sería posible distinguir nada más que los «cigarros» brillantes de las
astronaves.
Una
maléfica curiosidad se despertó en mí.
¿Cómo sería el «Summum» de los «They»? Me puse a trabajar
febrilmente.
Acoplando un amplificador que tenía arrinconado en el
laboratorio, logré hacer un dispositivo que aumentaría, por medio de dos lentes
de electrones, como si se tratase de un supermicroscopio de los más modernos.
Después y sin detenerme, sudando copiosamente, coloqué una pantalla que me
serviría para captar las imágenes que se produjesen en la platina.
Todo
estaba preparado.
Otro
mensaje había llegado ya.
«El «Summum» se aproxima. Su astronave está casi
completamente destrozada como la mayor parte, que han sido destruidas por los
habitantes de este Universo...»
Estaba
profundamente emocionado.
Momentos más tarde, el «zumbador» del «cerebro» llamaba
insistentemente, demostrándome que nuevos «They» acababan de penetrar en la
gota de agua.
Decididamente, apagué las luces del laboratorio, iluminando
el campo de visión del microscopio y, al mismo tiempo, la gigantesca pantalla
que había dispuesto no lejos del lugar en que estaba sentado.
Tras los enfoques de tanteo y cuando logré la cantidad de
aumentos que necesitaba, viendo la danza de los átomos, en un fondo grisáceo,
pude ver media docena de astronaves que se acercaban al centro del campo de
visión.
Marchaban lentamente y era claro que lo hacían con muchas
dificultades, ya que me fue posible observar, en su superficie, amplias grietas
por la que debía penetrar el «ambiente eléctrico» de nuestra Tierra tan
perjudicial para los «They».
Me causaron una impresión deplorable aquellos maravillosos
aparatos en el lastimoso estado en que los veía, comparado con el otro que pude
admirar en el laboratorio del emperador del Imperio Oriental.
El aumento logrado con mi instalación era verdaderamente
imponente y cuando pulsé al máximo el sistema de lentes electrónicas, pude ver
que una de las astronaves, la que ocupaba un puesto más bien central entre las
otras, ocupaba casi totalmente la superficie de la pantalla.
Nunca lo había contemplado con mayor grandiosidad. Los
mensajes empezaron a llegar:
«Soy el «Summum» y poco me queda de lo que ustedes, los
habitantes de este Universo, llaman «vida». Mi astronave está casi
completamente destrozada y muy pronto mi energía eléctrica se habrá descargado
para siempre.»
Le
pregunté si iban más en cada astronave.
«No. Cada aparato es completamente individual. Cuando
llegamos a este Universo, lo hicimos en cantidad fabulosa, pero ustedes han
resultado más inteligentes y preparados que nosotros. ¿Ha sido usted mismo el
que preparó el sistema de defensa?
¿Cómo
contener mi orgullo? Le confesé que sí.
«Ha sido una verdadera pena. Asociados con seres como usted,
hubiéramos logrado hacernos los dueños de otros Universos en los que existen
cientos de planetas en las mismas condiciones que éste. Aún mejores, mejor
dicho. Porque nos hemos dado cuenta de que este sistema solar está en franca
decadencia y que les queda a ustedes muy poco tiempo de vida colectiva...»
Hubo
un silencio un poco largo.
«¿Por qué no expresó sus proyectos con toda franqueza?
Nosotros estábamos equivocados, como todos los seres que llegan a un nuevo
Universo. Pero usted, que tuvo el privilegio de conocernos antes que nadie,
podía habernos guiado y haber evitado una gran catástrofe. ¿Ha olvidado que
suprimimos la actividad de aquellos microbios cuando nos lo dijo y que volvimos
a aumentar su virulencia cuando nos lo ordenó? Creíamos haber hallado un aliado
y, si nos hubiese ilustrado de su modo de vida, quizá hubiésemos abandonado en
seguida este fatal universo.»
Mi
pregunta siguiente pareció encolerizarle.
«¿Por qué me hace la absurda pregunta de si somos sensibles
a lo que usted llama dolor? Si usted es el modelo de sabio de este mundo,
deberemos formamos una pobre idea de los seres como usted. Nosotros
comprendemos las leyes de la existencia en todos los universos y luchamos como
ustedes lo hacen, por la defensa de nuestra especie pero también sentimos el
dolor de perder todo lo que hemos hecho, creado y construido con esfuerzo...»
Y
después de unos segundos de silencio:
«Voy a salir de mi astronave. Ya no puedo resistir más y
deseo que, antes de que deje existir, contemple usted a los que, confiando en
un guía, no encontraron más que un traidor...»
Aquellas duras palabras me hicieron estremecerme; pero,
sobreponiéndome, guardé totalmente mi sangre fría, ya que no podía condolerme
de las expresiones de seres tan completamente distintos a nosotros.
Observando en la pantalla, pude ver que, junto a una de las
fisuras que el disolvente del cadmio había hecho, se iba abriendo lentamente
una pequeña puerta.
Muy
a pesar de todo, una creciente emoción se iba apoderando de mí.
La puerta se abrió definitivamente, dejando ver, al
principio, una zona oscura en la que se movía una silueta aún invisible. Luego,
repentinamente, aquella silueta se convirtió en algo concreto que salió a la
luz.
Lancé un grito horrible y mis manos se fueren a mi cuello
para que el aire, que parecía no entrar en mis pulmones, impidiese la sensación
de asfixia que me dominaba.
¡Los «They» eran hombres como nosotros, iguales a nosotros y
solamente diferentes en sus dimensiones, ya que no alcanzaban más allá del
tamaño del átomo!
Como si hubiese estado analizando mis ideas, el «Summum» me
envió un postrer mensaje.
«Sí; yo también he descubierto hace muy poco tiempo que
somos iguales, idénticos, pero hechos en una diferente escala, para un distinto
universo. Ya sabes que me siento morir, pero no quiero hacerlo sin saber que
vas a ser castigado por tu horrible y doble traición: traición a los tuyos y a
nosotros que llegamos a creer en ti...»
Sentí entonces, en aquel preciso instante, una explosión, a
la altura de mis pies, al mismo tiempo que un dolor espantoso me atenazaba
hasta las rodillas.
¡Habían
hecho explotar dos bombas atómicas a mis pies!
La sangre brotaba a borbotones y no pude hacer muchos
movimientos porque el menor gesto aumentaba terriblemente la hemorragia.
Minutos
más tarde, me sentí morir.
Todo iba oscureciendo a mi alrededor, al tiempo que una
tremenda fatiga se apoderaba de mí. Finalmente, al tiempo que la vida se me iba
definitivamente, vi, en la pantalla gigantesca, como si fuese un espejo, al
«They» que, como yo, caía sobre sus rodillas, llevándose las manos al cuello
como si la respiración le faltase.
Así,
a través de la infinita distancia que separa un átomo de un sol, nos miramos,
en una postrer mirada, dos seres que, solamente en el momento de la muerte,
podían comprenderse mutuamente.
EPÍLOGO
«Anotaciones hechas por la señorita Paule Lefranc.»
(Aparecidas en el Journal» de París, el 25 de agosto del 2957.)
Hoy,
día del cumpleaños de Alex, parece una necesidad para mí recordar aquellos
momentos en que, llena de esperanza, volví a París.
La ciudad se había recuperado muchísimo y las gentes
circulaban por las calles con menos animación que meses antes, pero con los
rostros iluminados por la tranquilidad y el optimismo que habían vuelto a los
corazones.
Periódicos y emisoras de Televisión habían explicado la
verdad de todo lo acontecido y las opiniones de los sabios habían coincidido
perfectamente al calificar la catástrofe que nos había hecho sufrir tanto como
una de las mayores de la Historia del Mundo.
Cuando leo los artículos de la prensa, reunidos en un álbum
que guardo cariñosamente, me estremezco al pensar en aquel hombre del que me
enamoré tan profundamente.
«Todo
nuestro Sistema Solar —dice una de las mayores autoridades en Astrofísica del
mundo— ha sido invadido por una masa de meteoritos disgregados y cargados de
electricidad de gran potencia que, después de producir una serie de fenómenos,
caracterizados por su acción sobre la hipófisis, lo que produjo un
adelgazamiento patológico en algunos obreros de una fábrica de Noruega, originó
la aparición de virulencia en diferentes bacilos, causando una serie de
epidemias de enfermedades que habían desaparecido completamente de la Tierra
hacía muchos siglos.»
«Finalmente,
la carga eléctrica y las radiaciones nocivas llegaron a ser tan abundantes en
la atmósfera que produjeron la muerte a millones de individuos, la mayoría de
los cuales cayeron, en plena calle o donde se encontraban, destrozándose la
cabeza al golpearse contra el suelo.»
«Además de Europa, la zona de la Tierra que sufrió más
duramente la acción mortífera de las radiaciones que han atravesado nuestro
Sistema Solar, fue el Imperio Oriental, en el que las muertes llegaron a la
espantosa cifra de un ochenta por ciento de su población.»
«Gracias a la acción de la Aviación del continente americano
y a la idea del profesor Sternon que, partiendo de una tesis completamente
falsa, halló la sustancia que podía absorber las partículas radiactivas,
exactamente el «MS-205», pudo anidarse el efecto pernicioso y disminuir el
número de víctimas notablemente.
»Por fortuna para todos, nuestro Sistema Solar ha atravesado
ya la zona de esos mortales micrometeoritos y los observatorios astronómicos de
todo el mundo anuncian ya la completa y definitiva purificación de la atmósfera
terrestre.
»Por otra parte, las noticias que se reciben de las
guarniciones de los demás planetas, son completamente satisfactorias.»
Eso
fue todo.
Todo
para los demás, pero no para mí.
A mí me queda el recuerdo de otra aventura que viví, hora a
hora, minuto a minuto, segundo a segundo, junto a él.
Ahora, cuando puedo mirar hacia atrás con cierta
tranquilidad, todo me parece una de esas horribles pesadillas que, de vez en
cuando, quedan en nuestro recuerdo, profundamente ancladas en el cerebro.
Tardaré
mucho en olvidarlo.
Porque,
por encima de la pesadilla, queda algo que no podré arrancar jamás de mi
corazón y que es el amor que tuve por él...
Al regresar a París, encontramos su cadáver en el
laboratorio. Sus pies estaban destrozados y no fue muy difícil a la policía,
hallar esparcidos por la estancia, los trozos de la granada que él mismo
encendió a sus pies.
A pesar de todo, sigo amándolo, queriéndolo como un recuerdo
dulce, infinitamente dulce que no me abandonará jamás.
Sí,
le querré siempre...
A pesar de que Alex Sternon estaba loco.
F I N
DOS AMIGOS DE CUIDADO
UNA «FICCION STORY»
de Law Space
Al llegar a Nueva York, Bob Simmons, mientras su avión
atravesaba el espacio como una exhalación, no pudo menos de recordar las
palabras que, tantas y tantas veces, le había oído repetir a su padre.
—¡Tú sí que tendrás suerte, hijo mío!... ¡Verás el año 2000!
Y bien, aquí estaba el año 2000, exactamente desde hacía
algunas horas, cuando Bob Simmons había tomado aquel poderosísimo avión a
reacción con sus trescientos ochenta pasajeros en el otro lado del mundo,
exactamente en el Spaciódromo de Sídney, Australia.
Pero, para darse perfecta cuenta de lo que podía significar
el comienzo del siglo XXI, había tenido que sobrevolar, aun de noche, la
fantástica ciudad que ya en el siglo recién fallecido, era como una llamada a
los tiempos futuros.
¡Nueva York!
En realidad, desde 1972, última vez que Bob había estado en
ella, pocas cosas habían cambiado y hasta un honrado ciudadano de los Estados
Unidos que la hubiese visitado en 1956 tampoco hubiera notado grandes cambios,
aunque algunos y muy importantes se habían realizado.
Por ejemplo:
El «Empire State», que había sido el orgullo de los
constructores estadounidenses, no era ya más que uno de los infelices enanos
que se ruborizaban, con toda seguridad, junto a los colosales edificios, verdaderas
torres de Babel, con sus doscientos y pico de pisos.
Nueva York había «subido» bastante, poniéndose a tono con el
siglo que acababa de comenzar.
Otra cosa que pudo admirar el buen Bob fue que el impecable
aterrizaje del colosal aparato en el que viajaba se hizo sobre una plataforma,
de una sustancia brillante, colocada a la altura del piso ciento treinta de un
enorme gigante de aluminio que pertenecía por entero a la poderosa Compañía de
Aviación de la que el aparato en el que iba no era más que una pequeña parcela
de riqueza.
Que Bob Simmons llegase en plena noche a la ciudad de los
superrascacielos no tenía importancia, porque ya antes de llegar había notado
que la oscuridad exterior que reinaba en la estratosfera cedía ante la poderosa
antorcha que era la ciudad.
Miles de millones de focos cuya luz era de origen atómico,
demostraban que los hombres, desde hacía ya mucho tiempo, habían sido capaces
de descubrir, en pleno planeta., fuentes de energía comparables a nuestro viejo
y orgulloso sol que debía, allá en la lejanía del espacio, morirse de envidia.
Pero hablemos un poco más de Bob Simmons. Es un muchacho
alto, fuerte, lleno de vigor y de- vida como le ocurre a todo hombre que ha
vivido la mayor parte de su existencia en contacto con la naturaleza.
Comparado con los individuos pálidos y delgaduchos que se
cruzan con él en estos momentos, mientras atraviesa la gran nave del
Spaciódromo, Bob es algo excepcional y parece un gigante al lado de los
hombrecillos que han nacido y que, sin duda alguna, morirán en el ambiente
ficticio de la ciudad monstruo.
Ellos, desde que nacieron casi, no han respirado más que el
aire acondicionado que tres millones de colectores vierten, día y noche, sobre
la ciudad. Los edificios han llegado a dificultar el paso del aire, entre las
estrechas avenidas y la luz que reina en el fondo de aquellos tremendos
desfiladeros es, también, noche y día, producida artificialmente y de origen
atómico.
En verdad, ¿qué hay en este nuevo siglo XXI que no sea
atómico?
Barcos, máquinas, electricidad, aviones, trenes, coches,
medicamentos y alimentos han sido producidos siempre en la proximidad del
átomo, un átomo igual, aunque disfrazado de pacífico, al que dio dos serios
disgustos a los japoneses en la turbulenta primera mitad del siglo XX.
Bob abre desmesuradamente los ojos para no perderse nada, ni
el menor detalle, aunque en realidad tiene muchísimo tiempo para conocer y
degustarlo todo, ya que ha decidido venir a vivir a Nueva York.
¿Locura?
¿Quién sabe lo que es locura y lo que es sensatez en este
siglo XXI?
Lo que importa es que nuestro personaje está contento y no
hay más que ver el brillo de su mirada curiosa, el tono rosado de sus mejillas
y la sonrisa que entreabre ligeramente sus labios para estar plenamente
convencidos de que, en estos momentos, es el ser más feliz de la tierra.
Lo que puede interesarnos más es lo que este buenazo de Bob
haya venido a buscar a Nueva York, aunque verdaderamente parece obvia una
pregunta semejante, ya que a nadie se le ocurre irse a vivir a un sitio no
siendo rico, sino para, en primer lugar, buscar trabajo.
Por otra parte, Bob es un muchachote corriente, de esos que
poseen por todo bagaje intelectual una cultura general y... nada más. Porque,
en verdad, fuera de los complicados avances de la ciencia del átomo, desde 1950
hasta la fecha, 1 de enero del 2000, los estudios generales siguen siendo los
mismos que en el año 1900, o algo peores.
Todos estos colosales edificios siguen conteniendo los
mismos seres estúpidos que conocen las cuatro reglas, han oído hablar de los
montes Urales, se saben de memoria todos los jugadores de todos los equipos de
rugby y algunas canciones sentimentales que la televisión en colores y tres
dimensiones, les vierte en los oídos aproximadamente media docena de veces al día.
Bob, como todos esos hombres llamados «medios» o
«corrientes», es... uno más. Desea vivir en Nueva York porque se ha cansado de
hacerlo en Australia y si le preguntásemos los verdaderos motivos de su
voluntaria emigración, no sabría lo que decimos, porque esos motivos no
existen.
Volvamos a su lado. Acaba de llegar a la salida del
Spaciódromo y se maravilla al tomar un helicóptero, cuyo elegante y uniformado
conductor le pregunta:
—¿Dónde quiere ir?
—A un hotel.
En el espejo retrovisor, el conductor examina detalladamente
a su cliente, valorándolo concienzudamente.
Luego, el aparato emprende el vuelo tranquilo y seguro sobre
los millones de luces de la ciudad, que parece hormiguear allá abajo.
Minutos más tarde, el aparato se posa en una diminuta
terraza, sobre la que, en letras luminosas, con pintura atómica, naturalmente,
están dibujadas más letras grotescas, en las que se puede leer:
»DORWIN HOTEL«
Bob paga el autogiro, desciende por un aparato en forma de
rampa y constantemente en movimiento, completamente silencioso y después de
cubiertas las formalidades, se posesiona de su habitación, reducidísima, en la
que, al fin, puede descansar y soñar un poco, recordando las palabras de su
viejo padre.
—¡Tú conocerás el año 2000!
A la mañana siguiente, Bob se lanza furiosamente en busca de
trabajo.
Casi en seguida, apenas iniciadas las primeras gestiones, se
da cuenta de que existen, en una ciudad como Nueva York, con sus treinta
millones de habitantes, treinta millones de especialistas de todas clases:
treinta millones de pintores, treinta millones de albañiles...
Treinta millones de cualquier cosa.
Después de recorrer un buen montón de millas y de gastar
mucho en autogiros y otros medios de locomoción mucho menos elevados, Bob
recuerda, como cualquier personaje de Balzac recién llegado a París del XIX,
que lleva una hermosa carta de recomendación en el bolsillo para un oscuro
personaje que no conoce, pero al que decide ir a visitar inmediatamente.
El hombre resulta ser una persona seca, de carácter agrio,
pero que atiende educadamente al muchacho.
—¿Sabe usted qué clase de trabajo puedo darle?
Bob no dice nada y espera pacientemente que su interlocutor
se conteste la absurda pregunta que ha formulado.
—Puedo colocarle en el Parque de Bomberos de Nueva York.
La respuesta extraña un tanto al joven Bob; pero como se ha
dado cuenta de la inutilidad de sus esfuerzos, accede gustoso y firma cuantos
papeles le presentan, quedando citado, para el día siguiente, en uno de los
parques al que ya ha sido definitivamente afectado.
¡Un parque de bomberos en el año 2000! No, no lo conocerían
ustedes...
Aquí, el agua ha desaparecido para siempre. Y las mangueras.
Y esos feísimos coches rojos. Y las sirenas... y hasta los bomberos. Al
principio de enero del 2000, el número de incendios en una metrópoli como Nueva
York, es de mil doscientos al día.
Así, el servicio de bomberos es algo que puede decirse que
ha cambiado radicalmente, ya que las necesidades han aumentado al ritmo de las
dificultades.
Rápidos vehículos aéreos, dotados de los procedimientos
extintores más modernos, circulan a velocidades vertiginosas, maniobrando entre
los edificios, como abejas que buscasen su panal.
El jefe del parque al que ha sido destinado Bob es también
otro hombre amargado, parco en palabras, constantemente somnoliento.
Mira al recién llegado de arriba abajo.
—Tendrá que aprender a conducir en seguida. Vaya a Tenerson,
que es el profesor instructor y que le enseñe. Adiós.
Tenerson se dedica exclusivamente a enseñar a los
conductores. Es un hombre eficiente, pero que parece adolecer de los mismos
defectos que Bob ha descubierto desde que es bombero.
Sus jefes son muy extraños, huraños, parcos de palabras y
muy secos.
¿Qué puede hacer él en medio de aquellas gentes?
Trabajar, aprender rapidísimamente y lograr, en el tiempo
«record» de tres días, convertirse en un excelente conductor de aquellos
endiablados aparatos voladores que maneja ahora con una habilidad ciertamente
maravillosa.
Tenerson, al estrecharle la mano cuando le despide, le dice:
—Va usted destinado al vehículo «Z-2345». Ya conocerá a los
«muchachos». Luego, mirándole de arriba abajo, añade:
—¡No sé cómo demonios ha venido usted a parar aquí! ¡Hay que
tener ganas!
A partir de aquel momento, Bob, el buenazo de Bob, conoce a
sus dos compañeros de vehículo que —¡cómo no!— parecen cortados por el mismo
patrón que todos los que el muchacho ha conocido.
Uno es Will y el otro Jimmy.
Huraños, secos, parcos en palabras y etcétera...
Afortunadamente, Bob ha reaccionado maravillosamente bien y,
sin dejar de portarse como un camarada con sus dos compañeros, habla muy poco
con ellos y dedica los pocos momentos libres que tiene a leer revistas que
compra los sábados por la tarde, y cuando está libre de servicio va al cine.
Al principio, todo hay que decirlo, la frialdad de los dos
compañeros, que pasan la totalidad del día en los asientos posteriores del
vehículo volador, ha hecho un poco de daño a Bob que, como toda persona
sensible, se duele de esa sequedad, cuyo origen no llega a comprender muy bien.
Pero, después de todo, Bob Simmons es joven, bien parecido y
cuando vestido de limpio se pasea por las turbias avenidas neoyorquinas, no
tarda en llamar la atención de una joven y...La noria es un descanso y, al
mismo tiempo, una válvula de escape para Bob. El día que libra, va a buscarla,
la invita obsequiosamente y charla con ella cuanto puede, ya que en el parque
sus dos compañeros siguen tan mudos y huraños como siempre.
—¡No puedes imaginarte o Dolly! Es verdaderamente espantoso.
En toda la semana pasada no logré arrancarles más que dos palabras. Cuando le
dije a Will que tenía novia, me dijo que si era bonita; le contesté que mucho y
me dio la enhorabuena. En cuanto a Jimmy, le ofrecí un cigarrillo y me contestó
que no había fumado nunca y que no lo haría en su vida.
—¡Estoy segura de que ese Jimmy es un presuntuoso, como si
lo viera!
—Yo no sé qué decirte. A primera vista parecen dos buenos
chicos y no puedes hacerte una idea de cómo trabajan y lo valientes que son.
Nada les importa que las llamas rodeen un edificio. Penetran por cualquier
sitio, apagan el fuego y salen tan tranquilos.
—¡Ya te he dicho que son una pareja de presuntuosos y que,
sencillamente, lo que te tienen es envidia! ¿Los has visto con alguna chica?
—No, nunca.
Dolly se frota la barbilla como si tuviese necesidad de
pensar.
—¡Ya sé lo que son! ¡Dos amargados! Han debido darles
calabazas y por eso se juegan la vida estúpidamente a cada momento.
Bob entorna los ojos y se queda pensativo.
—Puede ser que tengas razón, Dolly; pero, en el fondo, los
aprecio y siento pena por ellos. Créeme que si pudiese hacer alguna cosa...
—¡Déjalos! No son tan corteses contigo para que tú te
preocupes de ellos. Lo mejor, ya te lo he dicho mil veces, es que no les hagas
caso. Cuando te vean tan callado como ellos, se ablandarán. ¡Ya lo verás!
Bob y Dolly pasean, con los dedos de la mano entrelazados,
por los ridículos y anémicos jardines que han quedado, en estado comatoso,
entre las grandes torres de aluminio que se levantan hacia el cielo.
Como el sol no puede llegar hasta allá abajo, los hombres de
ciencia han establecido focos de energía atómica que hacen que las hojas tomen
un color azulado que da a las plantas el aspecto de una decoración descolorida.
—No me dices nada, Bob.
—Estaba pensando.
—¿En esos dos?
—Sí, lo confieso.
—¡Vaya manera de ser la tuya! Paseas una vez a la semana al
lado de tu novia y te pasas el tiempo pensando en dos hombres que te insultan a
cada momento, no dirigiéndote la palabra.
—No es eso, Dolly. Estás muy equivocada. Ya sabes que te
quiero mucho y que ya he solicitado el permiso para que podamos casarnos y
pasar una semana en Florida. Pero, la verdad, es que esos dos tipos me quitan
el sueño.
—¿Pero... por qué?... ¿Se puede saber por qué?
—No estoy seguro de saber la verdad de lo que me pasa.
Verás, en Australia la gente era muy diferente y un hombre como esos dos no
hubiese podido vivir allí.
—¿Es que os pasáis la vida charlando en Australia?
—No es eso. Dolly. Pero lo que sí puedo asegurarte es que
los hombres de allá son muy diferentes... No sé cómo explicártelo: distintos,
llenos de alegría cuando se trata de ayudar a un «novato» en cualquier cosa. Mi
caso, por ejemplo: ya sabes que yo no sabía absolutamente nada de incendios y
que tuve muy pocos días para prepararme. ¿No te parece que debían haberme
ayudado, aunque solamente fuese moralmente?
—¡Ya te he dicho un buen puñado de veces que esos dos tipos
son un par de amargados! Verás, dentro de un par de semanas buscaré dos
amiguitas y os iremos a buscar las tres, ¿qué te parece?
—La idea es muy buena y te la agradezco sinceramente.
—¡Verás cómo esos dos olvidan todas sus penas de un golpe!
* * *
Y la vida continuó con el ritmo de siempre.
Muchos incendios cada día; unos grandes, gigantescos,
destructores; otros, pequeños, ridículos, tímidos y que dejaban de existir en
breves instantes, dejando un montón de brasas que era como un sonrojo por haber
molestado al Parque de Bomberos de Nueva York en pleno año 2000.
Bob, que era un tímido por naturaleza, seguía observando a
sus dos compañeros de trabajo sin atreverse a comunicarles la sorpresa que les
reservaba. Le hubiese agradado decírselo, verlos sonreír, o negarse
rotundamente.
Pero era esto, precisamente esto último, lo que ponía la
carne de gallina al pobre Bob.
Había conseguido, por otra parte, un dominio absoluto en el
manejo de su vehículo aéreo y competía con los más veloces, llegando casi
siempre el primero a los lugares de incendio.
Le aumentaron el sueldo de una manera bastante interesante y
Bob pudo permitirse ser mucho más obsequioso con Dolly que, en el fondo, estaba
encantada.
—El sábado que viene —decía ella—, iré a buscar a mis
amiguitas. Ya verás cómo te gustan.
Y Bob, tartamudeando, contestaba:
—No, espera un poco más, Dolly...
—Pero... ¿por qué?
—Mis dos amigos, según me parece haber notado, deben estar
enfermos.
¿Comprendes? No todos tienen mis nervios y, además, hablando
con justicia, son ellos los que se llevan la peor parte del trabajo. Mientras
yo les espero, en el aire, con mi vehículo, ellos penetran entre las llamas y
no es la primera vez que salen chamuscados. Créeme, Dolly, deben de tener los
nervios destrozados.
—Eso no tiene que ver nada, Bob. Lo que esos dos necesitan
es una amiguita cada uno que les haga olvidar el trajín de la semana.
—Ya lo sé, pero te ruego que esperes un poco más...
—Como tú quieras, cariño.
No hay que creer, por lo dicho, que Bob sintiese miedo hacia
sus dos compañeros; más que miedo era un respeto, un vago temor que las
personas abiertas y simpáticas sienten hacia los huraños de nacimiento, ya que
temen una brusca repulsa a la menor insinuación amable.
Aquel memorable día para Bob amaneció con las
características de otro cualquiera.
Hubo dos incendios pequeños en el alba y media docena de
medianos durante la mañana.
A la hora del relevo para la comida, Bob se dirigió, como de
costumbre, a la hermosa cantina que estaba especialmente reservada a los
conductores de vehículos aéreos, ya que el resto del personal se dirigía a otro
departamento en el que Bob, hombre prudente y disciplinado, no había entrado
jamás.
Como siempre, Bob se sentó en una mesa distante de las demás
y casi completamente aislada. Unas lindas muchachas, vestidas muy a lo siglo
XXI servían las mesas en las que unas flores artificiales hacían las
competencia a las artificiales sonrisas de las damiselas.
Lo extraño de aquel día empezó cuando una de las damitas se
acercó a nuestro héroe.
—¿Es usted Bob Simmons?
—Sí.
—Le llaman al «televisor». Es una llamada de fuera.
Bob, poco acostumbrado a las emociones inesperadas, sintió un
nudo en la garganta y con un disimulado temblor de manos, plegó la servilleta,
la dejó sobre el mantel y siguió a la señorita que se encaminaba hacia la
puerta para señalarle el lugar en que se hallaban los aparatos.
Una vez en la cabina, la pantalla visora se iluminó y Bob
respiró tranquilo al ver reflejada en ella el rostro pintarrajeado, pero
simpaticote y franco, de su amada Dolly.
—¡Hola, muchacho! ¿Estabas comiendo?
—¡Hola, Dolly! ¿Pasa algo grave?
—¿Grave? ¡No seas bobo! Me apuesto cualquier cosa a que te
has asustado.
—No, te lo aseguro.
—Pues como no sea que mi pantalla está muy gastada, te veo
un poco pálido.
¿De verdad que te encuentras bien?
—Estupendamente bien, te lo aseguro.
—¡O.K., entonces! ¿Sabes qué día es hoy?
—Hoy..., hoy... —balbuceó el buenazo de Bob.
—¡Viernes, hombre, viernes!
—Pues es verdad.
—¡Claro que es verdad! No creas que tu Dolly se olvida de
nada. Mañana, quieras o no quieras, iré a buscarte a ti y a tus amigos, con dos
chicas estupendas.
¿Qué te parece?
—Verás... Dolly, yo creo que...
—¡No empieces como siempre, Bob! Tú eres una persona
demasiado corta y educada para vivir en este siglo! ¡Pareces un tipo del siglo
XX, palabra!
—Pero, Dolly.
—¡No hay peros que valgan! Tú no le digas nada, pues lo
mejor, en estos casos, es la sorpresa. Ya sabes que tu Dolly sabe preparar las
cosas como hay que prepararlas...
Y, tras una corta pausa:
—¿No le dices nada a tu novia, Bob?
—¿Qué quieres que te diga?
—¡Lo que quieras, pero di algo!
—Me acuerdo mucho de ti, Dolly.
—¡Eso sí que me gusta! Bueno, querido, voy a dejarte. No
olvides que, aunque no tengo que apagar ningún incendio, también tengo que
trabajar.
Bob salió confuso de la cabina y no pudo terminar de comer a
gusto.
Estaba profundamente preocupado y temía que sus dos extraños
compañeros no reaccionasen bien ante aquella intromisión en su vida íntima.
«Hasta puede ser que estén casados» —pensó Bob.
Salió de la cantina, encaminándose lentamente hasta la
pequeña estancia individual, comunicada por una sencilla puerta con la terraza
donde reposaba su aparato.
La tarde transcurrió con relativa tranquilidad.
Hubo media docena de conatos de incendio que hicieron
necesaria la presencia del vehículo volador de Bob, ya que habiendo ocurrido en
el sector suyo, tuvo que ir a todos ellos.
Cuando cenó, seguía preocupado.
De haber sabido dónde poder hallar a Dolly, le hubiese
telefoneado para rogarle que desistiese en su amable empresa. Pero,
desdichadamente, no podía hacerlo, porque desconocía el paradero de su novia.
Al regresar a su habitación y mientras encendía el tercer
cigarrillo después de la cena, pensó con tristeza en la vida que había llevado
en Australia y sintió un punzada en el corazón al imaginarse que podía seguir
viviendo allí, lejos de las ciudades complicadas y tristes...
Repentinamente, el megáfono de la estancia se puso a vibrar.
—¡Un incendio de proporciones colosales se ha declarado en
el Sector «9-L»! Se ordena a todos los vehículos de los demás Sectores,
inactivos en estos momentos, que estén preparados ante cualquier eventualidad
de ayuda...
Esto había ocurrido ya muchas veces y Bob no se movió del
lecho, en el que acostumbraba a tenderse vestido durante las horas de servicio.
Pero, poco después, el megáfono ordenaba la pronta marcha de
todos los vehículos disponibles, y Bob, saltando del lecho, corrió a ocupar su
puesto de piloto en su aparato que estaba en la terracita de al lado.
Como siempre, sus dos compañeros estaban ya sentados en la
parte trasera.
—¡Hoy sí que tendremos trabajo! —comentó tímidamente Bob.
—Eso parece— repuso uno de ellos.
El vehículo, conducido por las diestras manos del muchacho,
surcó velozmente el espacio, por encima de los millones de luces de la ciudad,
dirigiéndose hacia el sector afectado por el incendio.
Ya, antes de llegar, el reflejo siniestro de las llamas fue
avistado por Bob, que no pudo por menos de lanzar un silbido de asombro al
percatarse, desde el aire, de las proporciones verdaderamente gigantescas del
siniestro.
Siguiendo las instrucciones que el jefe de aquel sector le
iba dando por radio, a él y a los otros aparatos que se iban concentrando en
aquellos lugares, Bob se dirigió hacia el lugar indicado y llegó, como de
costumbre, el primero.
El aparato se detuvo a la altura de un noventa y tres piso,
del edificio que ardía por los cuatro costados. La plancha automática e
incombustible surgió de la parte inferior de la cabina e instantes después sus
dos compañeros, sin demostrar el menor temor, se lanzaron a aquel tremendo
averno.
«¡Son unos valientes!» —pensó sinceramente Bob.
Permaneció sentado, como era su deber, esperando
pacientemente los acontecimientos.
Había oprimido el botón, de la refrigeración del aparato y,
a pesar de ello, la temperatura en la cabina era ciertamente irrespirable.
Diez minutos más tarde Jimmy salía completamente chamuscado,
llevando en sus brazos una mujer desvanecida, que dejó al lado de Bob, y
regresó al incendio.
Bob atendió a la muchacha que, momentos más tarde, gracias a
un hipnótico que le proporcionó, descansaba tranquilamente en una de las
camillas que había en la popa del aparato. Pasó el tiempo. Bob iba sintiendo
como una vergüenza íntima, a medida que pensaba que jamás, en ocasión alguna,
había ayudado lo más mínimo a sus compañeros.
Pero... ¡al diablo con todos los reglamentos!
Ahora sí que estaba clara la actitud de sus compañeros y la
encontraba plenamente justificada.
¿Cómo iban a apreciar a un hombre como él que no les había
echado jamás una mano?
¿Qué hubiera hecho él de haberse encontrado en el lugar de
sus dos amigos? Se consideró como un egoísta y un mal camarada de trabajo.
Antes de que se percatase de lo que hacía, ya estaba sobre
la plancha, intentando vencer el vértigo que le atenazaba bárbaramente.
«¡Son unos valientes!» —repitió para sí.
Instantes más tarde y después de haberse puesto la máscara,
penetró en aquel infierno, andando a tientas, como un ciego, entre el humo y
las llamas que lamían su traje de amianto.
¿Dónde se hallarían los otros dos?
Sintió miedo, pero sobreponiéndose continuó avanzando hacia
donde le parecía que debía encontrar a sus amigos.
Los vio al fin.
Un alarido brotó de su garganta al tiempo que se estremecía
de pies a cabeza.
¡Una viga enorme acababa de caer sobre sus dos compañeros,
que se desplomaron pesadamente en el suelo!
—¡Esperad, ya voy! —gritó aterrado.
Corrió, alocado, hacia los dos hombres, sintiendo que su
corazón latía alocadamente.
Pero, cuando se inclinó sobre los cuerpos de Will y Jimmy,
el alarido que había lanzado antes se creció mil veces más.
A TRAVÉS DE LAS DESTROZADAS ROPAS DE AMIANTO, QUE LA VIGA HABIA
DESGARRADO COMPLETAMENTE, BOB VIO QUE SUS DOS AMIGOS ESTABAN CONSTRUIDOS DE
PIEZAS METALICAS, DE COMPLICADOS RESORTES Y TORNILLOS.
—¡Presento mi dimisión!
* * *
—Pero, ¿por qué hace esto, señor Simmons?
—¡Presento mi dimisión!
—Pero, ¿es que no sabía usted que todos nuestros bomberos
eran robots»?
¿Cree usted que en pleno siglo XXI encontraríamos hombres
dispuestos a exponer su vida, cuando es tan sencillo hacer que los muñecos
mecánicos realicen un trabajo mucho mejor que cualquier criatura humana...?
—He dicho que presento mi dimisión! Deseo regresar a
Australia...
—Está bien.
* * *
—Hace ya más de una hora que esperamos, Dolly.
—¡Yo no espero más! Es un plantón repugnante que no estoy
dispuesta a tolerar...
—Está bien, chicas. Tenéis toda la razón. Yo creía que estos provincianos eran diferentes. Pero está visto que en cuanto llegan a Nueva York se convierten en tipos tan sinvergüenzas como todos los hombres del siglo XXI.
F I N
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