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Quien le escuchaba, un tipo pequeño y delgado, asintió gravemente con la
cabeza.
En la taberna el ruido era ensordecedor, pero a ellos no les importaba lo
más mínimo. La chica que les atendía pasaba a menudo por su mesa y les llenaba
las copas cada vez que las descubría vacías, y anotaba en un papel las
consumiciones. No era muy instruida y sumaba fatal. Ya se había equivocado en
la cuenta tres veces a más.
El hombre enorme se mesó la espesa y roja barba y luego se rascó la cabeza,
coronada por una pelambrera ígnea. Estaba muy abatido cuándo se inclinó sobre
su diminuto compañero y le dijo:
— ¿Verdad que es una burla del destino que una fulana como ésa sea así?
—Verdad, amigo Joe.
—Es como un témpano, amigo Paneko — Joe Leonard, alias Barbarroja, soltó un
profundo hipido y se llevó la copa a los labios. Al encontrarla vacía miró
furioso a la camarera. Le hizo unas señas urgentes y ella acudió corriendo —.
Vamos, mujer, llénalas. ¿No ves que mi querido Paneko y yo estamos sedientos?
La chica se hizo la remolona y no llenó las copas.
—Dice mi jefe —explicó— que ya habéis bebido mucho y quiere ver el color
de vuestro dinero. La cuenta asciende a...
Leonard soltó una maldición y arrebató la botella a la asustada muchacha,
que creyó verse a dos palmos de un león rojo.
—Toma y lárgate —le gritó Joe, arrojándole unas monedas a las manos—. Con
treinta créditos tendrás suficiente, y deja la botella, que te la pago
demasiado bien.
—Ya no hay respeto por la clientela —suspiró Paneleo, viendo a la camarera
alejarse con exagerado contoneo de nalgas—. ¡Qué tiempos, camarada Joe!
—Ahora nada es como era antes.
—Y que lo digas. Mira este planeta: Tabogarda era un mundo feliz, en donde
podíamos hacer lo que nos daba la gana. ¿Y qué ha pasado? Pues se nos cuela un
día el Orden Estelar y nos dice que se acabaron las barbaries, que es hora de
civilizarnos, somos un Mundo Olvidado que es preciso integrar y que si tal y
cual. Pero yo me pregunto: ¿Dónde estábamos nosotros olvidados? Podíamos ir
donde quisiéramos, comerciar como nos diera la gana y... ¡Oh, es terrible!
Leonard volvió a llenar las copas que se vaciaban con increíble rapidez.
Tras beber un trago, chasqueó la lengua y dijo:
—Cuando me enteré estaba saliendo de Aligastair y me quedé de piedra. ¡No
podía creerlo! ¿En qué estaría pensando el Consejo de este cerdo mundo para
firmar el protocolo de integración en el Orden, Paneko?
Paneko susurró al oído de Joe:
—Dinero, amigo. Muchos millones de créditos. Esos políticos se han
embolsillado verdaderas fortunas.
— ¡Los muy cerdos! Hijos de malísima madre...
— ¿Qué piensas hacer?
El gigante pelirrojo se encogió de hombros.
—Me iré. Buscaré un mundo libre donde matricular mi nave. ¡No estoy
dispuesto a pagar tantos impuestos como pretenden imponernos!
—Es que pagar impuestos es civilizado.
— ¡Y una mierda! —Gritó Joe—, ¿Qué vamos a ganar si los pagamos? ¿Es que no
entienden que debemos destinar parte de nuestros beneficios a untar las manos
de los aduaneros, magistrados y policías?
Paneleo alzó una ceja y empezó a decir, aunque era evidente que no lo
creía:
—Dicen que ahora, con las nuevas leyes, no va a ser necesario sobornar a
tanta gente porque se acabará la corrupción...
Joe soltó una estruendosa carcajada. Golpeó la mesa con su manaza. Armó
tanto escándalo que incluso atrajo la atención de los parroquianos más próximos,
lo cual era un mérito teniendo en cuenta el ruido reinante en la taberna.
— ¡Qué tontería! —exclamó Joe sin dejar de reír—. No se puede acabar de la
noche a la mañana con una institución tan seria como la de los sobornables. Lo
dicho, Paneko: me marcho.
— ¿Y te llevarás a la moza? —preguntó el hombrecillo con malicia.
— ¿Qué otra cosa puedo hacer?
—Una paranormal como ella siempre es una ayuda, ¿no?
— ¿Qué sabes tú? Es una chiflada, te lo digo yo. Usa sus poderes según las
circunstancias, cuando algo importante eleva su adrenalina, y lo mismo le
ocurre con el sexo. Hun sabe cómo es. ¿Tú conoces a Hun, el zimbaliano?
Paneko había visto una vez al pequeño ser de Zimbala y sonrió divertido
porque le hacía gracia encontrar a alguien que le superara en estatura. Le
caía simpático el peludo y desconfiado individuo. Asintió para darle a entender
a Joe que se acordaba de Hun.
—Pues Hun estuvo hace algún tiempo trabajando para el capitán Lorenzo y
ella pertenecía a la tripulación. Hun me confió que por entonces colaboraba
como espía para el Orden Estelar y...
Paneko puso gesto de asco y estuvo a punto de marcharse, pero Joe le agarró
de un brazo y lo obligó a sentarse de nuevo.
—Calma — dijo el capitán Leonard —. Dejó el servicio hace bastante, hombre.
Sara es una chica estupenda, pero algo loca. Como te iba diciendo, ella es muy
apasionada, muy fogosa, pero sólo en determinados momentos. Luego, un témpano.
— ¿Cuánto tiempo lleva contigo?
—Dos meses.
— ¿Y desde entonces no...?
—Nada. Sólo conatos de pasión, pero siempre fueron alarmas falsas. Y la
verdad es que me aburro. ¿Tú sabes lo que es estar todo el día al lado de una
chica tan estupenda como Sara y no poderle poner la mano encima?
Paneko sonrió ladinamente.
—Un hombre tan fuerte como tú no debería encontrar resistencia. Ya sabes que
algunas mujeres sólo se resisten al principio. Pero luego, cuando el hombre es
hábil, ellas sucumben y...
—Que no, te digo que no. Las pocas veces que lo he intentado, curiosamente,
se le aviva su poder para — normal y he acabado sentado de culo a varios metros
de distancia de ella.
—Demonios con la nena. Sólo te queda una solución: despídela.
Joe gruñó, y volvió a gruñir cuando comprobó que la botella estaba tan seca
como su gaznate. Llamó a la camarera, y ésta, que era una buena observadora de
sus clientes, acudió con otra botella de la misma marca, que entregó previo
pago de su importe. Leonard la despidió con una cariñosa palmada en el trasero
que a punto estuvo de arrojarla sobre una mesa ocupada por dos chillones
tingairnos.
—No puedo despedirla — explicó Joe cuando volvió a sentir húmeda su
garganta.
— ¿Es que tiene título de la Hermandad?
—No. Va por libre. Pero es que hicimos un pacto.
— ¿Firmado?
—De palabra, hombre; y sabes que mi palabra vale más que una firma.
— ¿Qué le prometiste, grandísimo tonto?
—Ella está buscando a Lorenzo.
— ¿Lorenzo? Ese nombre me suena. ¿No le llaman Lorenzo el Bello en algunos
sitios y Lorenzo el Tonto en otros?
—El mismo. Tiene, o tenía, un socio llamado Ordo, y un tripulante conocido
como Medio Litro. No, no. Medio Litro era su socio. El otro, Ordo, lo embaucó y
lo metió en una aventura de la que nunca volvió.
—Ya recuerdo. Hace algún tiempo oí por ahí hablar de la pérdida del
«Bravo», una buena nave, tengo entendido. ¿Y esa chica bebe los vientos por Lorenzo?
—Eso parece.
— ¡Qué nena tan rara! Mira que guardarle fidelidad a un muerto.
—Es que ella cree firmemente qué Lorenzo no está muerto, y no deja de
insistirme para que yo la lleve hasta el sector NN — 598, que es donde se
supone viajó su gran amor.
—Estarías loco si le hicieras caso. Todo el mundo sabe que esa zona estelar
es mejor dejarla muy atrás. Además, por ahí no hay mundos para comerciar.
—Es lo que le digo, pero ella erre que erre. Ya no sé qué excusas buscar. Y
si ahora me largo de aquí en busca de un mundo libre donde matricular mi nave,
me pedirá que de camino nos demos una vueltecita por el NN-598.
—Mándala a paseo, o envíala a algún recado, para que cuando vuelva al
astropuerto se encuentre con la sorpresa de que te has largado.
Joe Leonard compuso una triste imagen. Era deprimente contemplar a un
hombre tan grande en semejante actitud.
—Es que me gusta horrores, Paneko. Sueño con ella, deseo tenerla debajo de
mí y acariciarla toda. ¿Tú no la conoces? Es como la diosa de un volcán, de un
sol rojo, con su pelo de fuego. Ah, si la hubieras visto desnuda, su pubis
anaranjado, su piel de...
—Calla, hombre.
— ¿Te molesto?
—No, todo lo contrario. Me estás excitando. No seas exagerado. ¿Qué te ha
pasado con ella? Tú has sido siempre un devorador de mujeres hermosas y jamás
ninguna te sacó un crédito o un regalo mayor que un tarrito de perfume barato.
¿Se debe a que ella es tan escandalosamente pelirroja como tú?
—Pues mira, ahora que lo mencionas, quizá. Es posible que tengas razón.
Haríamos buena pareja, ¿no te parece?
—Horrible, diría yo. Y si tuviérais críos, serían como mazorcas. ¡Vaya
familia!
Joe se irritó.
—Al menos no saldrían tan enanos como tú, pues ella es casi tan alta como
yo, muy bien plantada.
Paneko comprendió que no debía ir por aquel camino si no quería cerrar el
grifo del vino gratis de aquella tarde. Su encuentro con Joe le había proporcionado
beber hasta hartarse sin soltar una milésima de crédito.
Pensó que en otras circunstancias hubiera preguntado a Joe si se había
parado a pensar que Sara no le hacía caso porque había encontrado a bordo del
Satán otra compañía que le complaciera más. Había que descartar a Hun por
humanoide y ya sólo quedaba Grosvenor, el delgaducho y lento terrestre,
taciturno y poco hablador.
No, tenía que darle la razón a Joe. Sara era una chica rara, de la que él
se libraría por muy atractiva que fuera.
— ¿Qué piensas hacer? —preguntó después de hacer un gesto a su amigo para
que le llenara la copa.
—Resistir, amigo Paneko, resistir. Algún día la conseguiré.
—Me refiero a tus negocios.
—Ah, bueno. Pues buscar mejores horizontes. Dispongo de capital para
invertir.
—Joe, ¿podrías enrolarme? Estoy sin trabajo y sería capaz de viajar en el
Satán a pesar de tener que convivir con esa chiflada.
Leonard lo miró con socarronería.
— ¿A pesar de ella? ¿O estás pensando en realidad que quieres venir conmigo
por ella?
—Si dices que es muy alta, no será de mi tipo. ¿Qué me respondes?
—Lo siento, pero el Satán se maneja muy bien con cuatro tripulantes.
Paneko lanzó un suspiro y ahogó su fracaso con un buen trago.
—Tendré que seguir buscando por ahí.
—En otra ocasión, en otra ocasión. Oye, ¿tú no hacías la ruta de Busbana-Walter
para las líneas Peterson? Manejabas solito un carguero, ¿no?
—Así es —replicó Paneko, visiblemente contrariado. Joe sonrió ampliamente.
— ¿No te gusta que hablemos de eso? —pregunto. —Qué va. Me da igual.
—Cuéntame, anda. Y me voy. Tengo prisa.
Paneko esperó a que Joe le llenara el vaso con el resto del vino.
—Me acusaron de loco, Joe.
— ¡Qué gente! Si hubieran dicho que eres un borracho...
—Es que di un informe que no gusto a los jefes.
— ¿Qué clase de informe?
—La verdad es que pensé no contarlo, pero como sufrí un retraso de dos
días, decidí explicar el motivo que ocasionó mi demora. ¡Ojalá no lo hubiera
hecho!
Joe emitió un prolongado bostezo. Notó que la vista se le nublaba
ligeramente. Pensó en Sara y frunció el ceño. La chica era capaz de no dejarle
subir a la nave si le veía llegar ebrio, porque decía que podía vomitar en cualquier
corredor. ¡Mujeres! Como si él no supiera beber.
—Venga, dime de una vez qué te pasó — apremió a Paneko, pensando que antes
de salir de la taberna bebería bastante café.
Paneko bizqueó ostensiblemente. El vino empezaba a hacerle efecto. Joe
conocía a su pequeño amigo y sabía que no tardaría en rodar por el suelo.
—Sí, mi buen amigo Joe, yo vi esa cosa horrible en el vacío cuando efectué
mi penúltimo salto al hiperespacio. Fue increíble, lo admito — Paneko soltó un
hipo y parpadeó —. ¿Pero qué quieres que haga? Era la verdad, la podida verdad.
Casi me estrello. Pero logré salvar el carguero, ¿sabes?
—Demonios, Paneko, ¿qué viste? — preguntó Joe. Ya se había levantado y
dejaba sobre la mesa las últimas monedas para que la camarera se ocupara de
Paneko y lo dejara dormir en un rincón hasta que se le pasara la borrachera. La
taberna no cerraba a ninguna hora de la noche o del día.
—Algo enorme, Joe. Lo medí. Tenía más de 100.000 kilómetros cuadrados.
—Un buen asteroide.
— ¡No! Era como una montaña de grande, Joe. Ó una cordillera entera. Salió
delante de mi carguero, apenas a unos mil kilómetros, y cubrió toda la visión
de mi pantalla.
Joe sonrió con pena. Comprendía que a Paneko lo hubieran despedido. No se
podía confiar en un piloto que sufriera alucinaciones o se emborrachara en
plena faena. Metió en el bolsillo de su amigo unas monedas y le palmeó
suavemente en la espalda.
Ya se alejaba y le escuchó decir:
—Y de pronto, ¡zas! Se largó por el hiperespacio, esa mole tan grande como
mil naves exploradoras del Orden. Se fue por donde había venido... ¿Por qué no
me creyeron? Para una vez que dije la verdad... ¡Mierda de gentes!
Joe se bebió una jarra de café amargo y salió de la taberna. Cuando alquiló un vehículo ya no se acordaba de su amigo Paneko ni de las tonterías que había escuchado.
Lejos del perímetro comercial y asentada sobre un muelle aislado del
tráfico, era perfectamente visible la UNEX del Orden Estelar, testimonio para
todos de que las cosas estaban cambiando en Tabogarda.
Sara pensó en sus antiguos compañeros, en los tiempos en que trabajó para
la Organización. Parpadeó enseguida para impedir que una lágrima escapase de
sus ojos al recordar a Lorenzo. Lo había conocido en su última misión y luego
presentó su renuncia y corrió en su busca. Pero Lorenzo y Medio Litro, el viejo
y siempre chispado socio de Lorenzo, se habían esfumado a bordo del Bravo a una
misión de la que jamás volvieron.
Una nave comercial partió del astropuerto en medio de un rugido sordo. El
efecto doppler tardó en subir hasta la altura de la ciudad y luego se reprodujo
cuando la flecha plateada se perdió entre las nubes camino al espacio.
No había mucha gente por aquella parte de la ciudad que parecía colgar
sobre el acantilado. Varios edificios, viejos en su mayoría, ofrecían un
precario equilibrio en el vacío. Pero nunca faltaban mirones, gente desocupada,
y acudían a matar el tiempo viendo el espectáculo de las salidas de cargueros y
naves de pasaje. Al mirar hacia atrás comprobó que estaba sola. Al fondo se
veía una luz y apretó el paso.
Recordó que Joe Leonard le había advertido que para andar por Ciudad-Alfa
uno debía proveerse de un láser, sobre todo si le alcanzaba la noche en un
barrio poco recomendable.
Después del túnel se abría una pasarela que pasaba sobre una vía de raíles
magnéticos. Al otro lado comenzaba un pasaje algo más amplio que el anterior
pero tan mal iluminado.
El alumbrado público iba encendiéndose con lentitud. Las luces eran tenues
todavía y tardarían bastante en alcanzar su máxima potencia. Pero la mayoría no
funcionaban, según comprobó Sara dedicando una maldición a los ediles
municipales.
Se detuvo cuando creyó ver una sombra que se arrimaba a la pared. No dio un
paso más hasta que comprobó que el hombre volvía a aparecer y corría delante de
ella hacia la misma dirección que llevaba. Sara respiró un poco aliviada.
Quien fuera aquel merodeador no pretendía sorprenderla.
Sus manos metidas en los bolsillos de los pantalones hicieron sonar las
pocas monedas que le quedaban. Pensó que todas ellas no constituirían un botín
que apreciara un atracador, lo cual no era bueno y podía temer de éste algo
peor que un simple robo. Se decía que en Tabogarda persistía el mercado de
esclavos, que la presencia del Orden, todavía limitada, no había conseguido
eliminar.
Siguió adelante, diciéndose que pronto alcanzaría una vía llena de luz y
personas.
Pero volvió a descubrir la sombra, ahora agazapada tras el saliente de una
pared que rezumaba humedad. Era obvio que aquel individuo acechaba a alguien.
Sara pensó en dar media vuelta y alejarse, segura de que ella no era la
víctima que aguardaba el presunto ladrón. Pero consideró que podía ayudar sin
riesgo porque se encontraba lejos. Un grito suyo alertaría a quien fuera y ella
aún tendría tiempo de escapar corriendo por donde había llegado.
La chica estaba pensando que no debía meterse en problemas cuando por la
esquina más próxima apareció una figura.
Pensó que era una mujer y la persona que aguardaba el acechante.
Sara avanzó unos metros caminando de puntillas. Ahora tenía al atracador a
menos de quince metros y pensó que podía ser testigo de algo más que un vulgar
asalto, ya que vio en la mano del hombre el destello de una daga de energía, un
arma costosa y demasiado aparatosa para intimidar únicamente a una mujer.
Sara había llegado hasta allí después de un largo trayecto a bordo de un
coche de alquiler, que la dejó a bastante distancia. Su conductor, un tipo
taciturno y poco hablador, se negó en redondo a llevarla hasta las terrazas,
alegando que no era un lugar muy seguro. No dijo más, cobró el importe de la
carrera y se largó con toda rapidez.
La chica anduvo hasta la balconada con cierta aprensión, temiendo verse
rodeada de asaltantes. Pero la gente que encontró le pareció muy normal,
compuesta de curiosos sobre todo. No faltaban los mendigos, como en todos los
barrios de Ciudad-Alfa.
Pensó que el dueño del vehículo no quiso llevarla hasta allí porque las
calles eran estrechas y poseían escasa altura para que un aéreo pudiera moverse
con tranquilidad.
Sara pensó que aquel lugar, al anochecer, no debía ser un sitio
recomendable para pasear. Sus laberínticos túneles y pasadizos que unían
diversos edificios, algunos construidos sobre otros muy viejos, podían
convertirse en una trampa mortal para alguien que no supiera por donde
caminaba.
Pero le habían hablado de aquel sitio como el mejor de la ciudad para
contemplar el astropuerto. Quien se lo había alabado no exageró lo más mínimo.
Desde allí podía contemplar en toda su gran extensión el puerto espacial.
Durante un rato, Sara se dedicó a la distracción de intentar localizar la
nave Satán, pero no lo consiguió. Había demasiadas en la zona de aparcamiento.
Cuando comprendió que era la hora de regresar miró con cierta aprensión
cómo el sol tibio de Tabogarda se deslizaba rápidamente sobre el horizonte. Se
apartó de la balaustrada y se dirigió hacia el túnel que había calculado la
conduciría pronto a la avenida en donde le sería fácil encontrar otro aéreo que
la llevase abajo, al astropuerto.
Grosvenor tendría dispuesta la cena, pensó. El delgadísimo terrestre se
enfadaba mucho cuando el resto de la tripulación se retrasaba en sentarse a la
mesa. El zimbaliano Hun apenas comería, como siempre, y, como solía hacer,
protestaría por los manjares que con buena voluntad, pero con escasos
resultados, prepararía Grosvenor.
Sara se adentró en el angosto túnel y se estremeció cuando sólo escuchó el
eco que levantaban sus pisadas en el suelo metálico.
Un pie de Sara tocó algo metálico que había en el suelo. Bajó la mirada y
comprobó que se trataba de un bidón repleto de basuras. Se inclinó y lo tumbó
sin hacer el menor ruido. Alzó los ojos y vio que la mujer estaba ya muy cerca
del hombre escondido.
Aquel maldito ya tenía alzada su mano que empuñaba la daga, y Sara se dijo
que si no actuaba en aquel momento no iba a contar con ninguna otra ocasión.
Propinó un fuerte puntapié al bidón y lo lanzó rodando por el suelo que
tenía una pequeña inclinación hacia donde estaba el individuo. A la vez, gritó:
— ¡Apártate de la pared y corre, aléjate!
Mientras el bidón pegaba en las rodillas al sorprendido atracador, la mujer
se detuvo e hizo lo que Sara menos esperaba. En lugar de dar media vuelta, echó
a correr por delante del hombre que empezaba a caer y se dirigió hacia donde estaba
Sara.
Sara la esperó un segundo, apenas pudo verle la cara y la agarró de una
mano, y ambas, dando media vuelta, se lanzaron a una carrera frenética.
El tipo de la daga dejó de dar vueltas en el suelo, apartó el bidón con
violencia y salió en persecución de las dos mujeres.
Sara, sin soltarla, le dijo:
— ¿Por qué no te volviste, pequeña?
De reojo había visto que era joven, como de su edad, y estaba tan pálida
que pensó había salido de la cárcel tras mucho tiempo sin tomar el sol.
Ella, muy asustada, logró explicar entre jadeos:
—Hay otro que me sigue desde hace un rato.
Sara giró la cabeza y comprobó que era verdad, porque al hombre que había
estado acechando se le había unido otro. Y lo peor era que ambos corrían mucho
más que ellas.
En aquel maldito sector no había nadie, pensó asustada, y enseguida cayó en
la cuenta de que si se cruzaban con alguien no podían confiar en recibir ayuda.
Allí cada cual se ocupaba de su propia seguridad y no de la de los demás.
Sara, en su precipitación, no eligió bien el camino. Aunque tuvo la
intención de tomar un corredor lateral para intentar alcanzar la avenida, se
encontró con que estaba de nuevo en la terraza, aunque ahora con la gran
diferencia de que no había nadie distrayéndose con la contemplación del astropuerto.
Desolada, Sara miró a la chica y le pidió disculpas con un elocuente gesto.
La otra, con el miedo reflejado en sus atractivas facciones, retrocedió de
espaldas hasta dar con la balaustrada, quedándose allí paralizada por un
creciente terror.
Los dos hombres entraron en la terraza. Uno de ellos, el que había estado
emboscado, empezó a sonreír, al hacerse cargo de que su víctima y la
entrometida no tenían ninguna escapatoria. Manejó con ostentosidad su daga y
aguardó que el otro se uniera a él.
Sara se metió la mano en un bolsillo y la sacó llena de monedas que arrojó
a los pies del hombre de la daga.
—Dale cuanto lleves — pidió a la chica.
Pero ésta no la obedeció, y Sara comprendió que aquellos individuos no
buscaban dinero cuando los dos pasaron por encima de las monedas y continuaron
avanzando hacia ellas.
Sintió que la chica se refugiaba tras su cuerpo y percibió su temblor, y la
escuchó decir temblorosa:
—Quieren matarme....
La sonrisa del hombre de la daga calentó la sangre de Sara. Era un tipo de
fea cara, surcada por cicatrices y rastros de alguna enfermedad que había
lacerado su piel. Sonreía torvamente. El otro, de enorme corpachón, poseía unas
cejas tan grandes y juntas que parecía tener una línea grotesca sobre sus ojos.
El de la daga estaba a menos de dos metros de Sara y dijo:
—Apártate. La verás morir, y luego pensaremos, qué haremos contigo, maldita
entrometida. — Movió la daga y dejó un rastro de fuego en el aire.
Pero Sara no le obedeció. Protegió a la asustada chica y lanzó una mirada
de reproche a los asesinos.
Su mirada fulgurante parecía decir: ¿Qué os ha hecho esta desgraciada?
Y luego, cuando el hombre del rostro desfigurado intentó dar un nuevo paso,
actuó.
Su mente obraba en total libertad, quizá obedeciendo sus más ocultos
impulsos del subconsciente.
La daga de fuego saltó de la mano crispada del hombre y quedó flotando en
el aire. Su dueño lanzó un gemido de asombro y frustración e intentó
recuperarla, pero el arma ascendió un poco más y quedó fuera del alcance de sus
dedos nerviosos.
El otro asesino se encorvó y extrajo un láser del traje. Era una pistola
enorme, desmesurada. Sara pensó que si la disparaba podía acabar con ella y la
chica y arrojar al barranco una buena parte de la terraza.
Antes de que el dedo del hombre corpulento se cerrase sobre el gatillo, se
produjo un vendaval controlado y concentrado a su alrededor y empezó a girar
como un trozo de papel en medio de un remolino de viento. El arma cayó al suelo
y luego se perdió por el fondo del corredor. .
Mientras esto ocurría, el primer asesino había desistido de recuperar su
daga y se lanzaba contra Sara. Tenía sus manos dispuestas a rodear el cuello de
la mujer. Jadeaba y de sus labios rotos por las huellas de la enfermedad se
escapaban hilillos de baba.
Sara hizo un gesto y lo rechazó sin tocarlo. El cuerpo — del hombre Voló y
chocó contra una esquina del túnel. Se escuchó un ruido de huesos rotos y quedó
inerte en el suelo.
Su compañero cesó de girar en el remolino y miró a las dos mujeres con
rabia y miedo. Se levantó renqueante, observó a su compinche puesto fuera de
combate y empezó a retroceder de espaldas hacia el corredor. Cuando llegó a él
dio media vuelta y echó a correr como si huyera de una legión de demonios.
Sólo entonces se escuchó la carcajada nerviosa de Sara, se le hundieron los
hombros y acabó sentándose en el suelo, en donde resopló varias veces.
— ¿Eso lo has hecho tú? — escuchó que le preguntaba la chica.
Sara abrió los ojos y la estudió. Ya no parecía asustada, sino asombrada.
Se limitó a responderle asintiendo con la cabeza.
—Eres una paranormal — musitó la chica —. Vaya suerte la mía. Ni
encontrándome con una patrulla de la policía hubiera salido tan bien.
—No sé. Ayúdame a levantarme. Estoy agotada. * La chica la ayudó y ambas se
miraron a los ojos y se sonrieron.
—Debo de darte las gracias, aunque no sé cómo.
—Bah, olvídalo — Sara miró al hombre que se había golpeado contra el muro y
seguía inconsciente —. Será mejor que nos alejemos de aquí. La policía de esta
ciudad acostumbra a aparecer cuando ya no es necesaria su presencia.
—Tienes razón. No quisiera que me hicieran demasiadas preguntas.
Mientras caminaban a buen paso por el corredor lateral al que había usado
el otro asesino para huir, Sara preguntó:
— ¿Por qué querían matarte esos asesinos profesionales?
La otra respondió:
—Es una historia muy larga de contar.
Guardaron silencio hasta que llegaron a la avenida. La luz y la gente las
tranquilizaron. Sara respiró aliviada y señaló un sector donde había aparcados
varios vehículos de alquiler.
—Será mejor que vuelvas a tu casa — dijo, y enseguida notó el
estremecimiento en la otra —. ¿Es que no tienes dónde ir?
—Sí, una habitación alquilada; pero ellos la conocen y podrían estar
esperándome.
Sara la sonrió.
—En tal caso debo pedirte que vengas conmigo. ¿Te apetece una cena no muy
buena?
La invitación arrancó una sonrisa en la chica, que se apresuró a asentir
con la cabeza.
—Me llamo Sara. ¿Y tú?
La otra vaciló un instante antes de contestar:
—Gwela Hontur. ¿Cómo podría pagarte? Quiero decir de forma moral... La
verdad es que no tengo una milésima.
—No te preocupes. No te haré ninguna proposición deshonesta — replicó Sara
echándose a reír. La empujó hacia un vehículo cuyo conductor se apresuró a
bajar para abrirles la puerta —. Sin embargó podrías satisfacer mi natural
curiosidad contándome por qué querían matarte esos dos tipos.
Se acomodaron en el interior del coche y, Sara dijo al conductor:
—Al astropuerto, muelle 90-1, nave Satán.
El conductor sonrió satisfecho porque iba a ser una carrera larga.
Hun entró y miró a la chica con curiosidad. Sara se la presentó y el
zimbaliano la saludó con una inclinación de cabeza. Podía adivinarse que
acababa de bañarse para quitarse las manchas de grasa que debió ensuciar su suave
pelambrera trabajando en los motores de la nave, pues aún tenía algo de humedad
en la espalda.
— ¿Y Joe? — preguntó Sara cuando Grosvenor empezó a servir la comida.
—No lo sé ni me importa. Allá él. Si cuando venga la comida está fría, que
se fastidie. Yo no espero a nadie.
Sara observó el asiento vacío que Joe solía ocupar. El plato del capitán
fue llenado hasta el borde por Grosvenor con el humeante asado. Luego, el
cocinero se sentó en su silla y empezó a comer lentamente.
—Esto está muy bueno — dijo Gwela después de probar la carne.
—Gracias — replicó Grosvenor secamente.
—Grosvenor es un magnífico cocinero... cuando se siente inspirado, lo cual
no es muy frecuente por desgracia.
Al comentario de Sara, el terrestre alzó una ceja y replicó con
indiferencia:
—La próxima semana te toca a ti hacer de cocinera; espero que los menús
sean más variados que la última vez que tuvimos que soportar tus cualidades
culinarias.
Sara observó de soslayo que Gwela no dejaba de mirar al zimbaliano. Y lo
hacía con una leve sonrisa en sus labios. Quizá le hacía gracia, pensó. Debería
advertirle, consideró, que dejara de demostrar aquella actitud inocente hacia
él pequeño y peludo ser, ya que a Hun no le complacía que ningún humano se
sonriera a su costa, ni siquiera amistosamente.
—Aún no me has dicho de dónde eres, Gwela — dijo para borrar la sonrisa de
su amiga —. ¿Dónde has nacido?
—En la Tierra.
Grosvenor dejó de comer y la miró. Se reflejó enseguida en su cara un gesto
de simpatía.
—Yo soy de la Tierra — dijo con orgullo.
Gwela no demostró la misma alegría que Grosvenor. Una sombra de tristeza
cruzó su cara, bajó la mirada y dijo:
—Ojalá no hubiera salido nunca de allí.
Sara le iba a preguntar qué le ocurría y recordarle que ya podía contarle
sus problemas cuando se escucharon fuertes pisadas en el corredor. Hun, ocupado
con su comida especial, anunció:
—El jefe regresa algo bebido.
Y volvió toda su atención a la pasta de algas.
— ¿Cómo lo sabe? — preguntó Gwela a Sara.
Sara suspiró.
—Por el ruido que hace al caminar...
En aquel momento Joe Leonard apareció en el umbral de la puerta, se apoyó
en el quicio y observó a los comensales uno por uno. Se detuvo en Gwela y
preguntó:
— ¿Quién es?
Anduvo alrededor de la invitada, llegó hasta su silla y se dejó caer en
ella. Ahogó un bostezo y luego eructó, pidiendo:
—Perdón. — Probó la carne y lanzó una mirada furibunda a Grosvenor —. Esto
está casi frío; condenado cocinero.
—Pues haber venido antes.
—Más respetó, terrestre de los demonios.
Antes de que el capitán y Grosvenor se enzarzaran en una disputa verbal,
Sara llamó la atención de Joe y le dijo:
—Te presento a Gwela Hontur. Gwela, este hombre tan amable que tienes a tu
derecha, aunque no lo creas, es el intrépido capitán Joe Leonard, terror de las
patrullas aduaneras de cien mundos libres.
—Encantada, capitán — dijo Gwela —. Siento no haber oído hablar de Usted,
pero la razón es que...
—Sin duda porque acostumbra frecuentar círculos culturales y no tabernuchas
— dijo Grosvenor, que no se había resignado a abandonar la interrumpida
discusión.
— ¡Grosvenor! — gritó el capitán.
—Callaos los dos — dijo Sara. Golpeó la mesa y añadió con enfado —: Gwela
es nuestra invitada y estáis dándole una pésima impresión. Ella estaba a punto
de ser asesinada cuando yo la ayudé.
—En realidad me salvaste la vida, Sara — dijo Gwela —. No seas modesta.
Capitán, ella, con sus extraordinarios poderes, me libró de dos matones a
sueldo.
Joe soltó un gruñido.
—Me lo imagino. Suele tener esos arrebatos..., cuando uno menos lo espera.
Pequeña, ¿por qué querían matarte?
Gwela escuchó la pregunta del capitán, formulada sin que éste volviese un
centímetro la cabeza para mirarla. Joe comía a dos carrillos y engullía grandes
tragos de vino de una enorme jarra metálica.
—No parece sorprendido... — dijo —. ¿Considera normal que hayan querido
matarme?
—En Ciudad Alfa todo es posible. Cada mañana aparecen varios cadáveres
cosidos a puñaladas o quemados a tiros por una pistola de calor — sonrió Joe —.
Y no se pueden contar los que se molestan en hacer desaparecer. Ah, pero dicen
que todo cambiará ahora gracias a la presencia de los remilgados miembros del
Orden Estelar. Ya veremos.
— ¿El Orden Estelar? ¡Bah! — dijo Gwela, despectiva —. Esa gente no hará
nada.
—Tienes razón.
— ¿Qué quieres decir, Gwela? — preguntó Sara.
—Ayer pedí hablar con el comandante de la UNEX. Conseguí que me recibiera y
le expuse mi problema. ¿Sabéis cuál fue su respuesta? — Al ver que todos le
prestaban atención y parecían muy interesados en sus palabras, añadió —: Que el
Orden no puede intervenir por ahora en los asuntos domésticos de Tabogarda, y
al decirle que soy ciudadana terrestre me replicó que debería esperar a que
llegara el embajador de la Tierra para presentarle mis quejas.
— ¿Cuándo llegará ese botarate? — preguntó Joe.
—Dentro de dos meses.
Joe sonrió ampliamente.
—Estupendo. Las cosas no irán tan deprisa como me temía. Tendré tiempo de
arreglar mis asuntos con calma.
Ante el gesto de incomprensión de Gwela, Sara se apresuró a explicar:
—Joe tiene intención de borrar la nave Satán en el registro de Tabogarda e
inscribirla en otro planeta no incorporado al Orden: Cuestiones económicas,
¿entiendes?
—Creo que sí — asintió la chica débilmente.
Joe invitó:
—Bueno, nena, cuéntanos qué te ocurre.
—He sido engañada en Tabogarda —dijo llena de tristeza.
—Vaya una novedad — rió Joe, ganándose la mirada cargada de reproches de
Sara.
—No te ofendas — dijo Grosvenor —. Mira, eres mi paisana y me caes
simpática aunque pienses lo contrario. Esta bestia pelirroja carece del mínimo
de delicadeza necesario para tratar a una dama como tú. El capitán ha querido
decir que en este planeta el engaño, la corrupción y la estafa son moneda
corriente en todos los negocios.
Grosvenor se levantó y regresó con una botella de cristal tallada
delicadamente. Llenó una copa y la entregó a Gwela.
—Bebe — dijo. Es vino de la Tierra, muy escaso por estos contornos.
—Oye, tú nunca me has ofrecido nada de eso — protestó el capitán
airadamente —. ¿Desde cuándo la tenías escondida?
—Tú jamás sabrás apreciar este néctar — Grosvenor llenó otra copa y la
ofreció a Sara —. Pruébalo.
—Gracias — sonrió Sara por la muestra de afecto de Grosvenor.
—Lo reconozco — dijo Gwela tras paladear el vino.
—Eso quiere decir que gozas en la Tierra de una situación económica
privilegiada — rió Grosvenor —. Ni siquiera allí todo el mundo puede conseguir
algo tan estupendo y natural cómo este vino.
Joe Leonard, con el ceño profundamente contraído, había sido mudo testigo
de aquella charla. Ahogó su despecho en la jarra de licor local y notó que la
mente se le calentaba. Aquella chica, Gwela, era preciosa, tan atractiva o más
que Sara, y quizá menos fría y rara.
Gwela descubrió que, aparte de Joe, Hun era el único que no saboreaba aquel
vino. Grosvenor debió comprender su gesto y explicó:
—Hun no bebe ningún tipo de alcohol — se marchó para guardar la preciada
botella, y cuando volvió dijo a la terrestre —: ¿Podríamos conocer ahora por
qué estás en este sucio mundo y de qué manera te han engañado sus miserables
habitantes?
El vino parecía haber alejado la sombra de preocupación que ligeramente
afeaba el rostro agraciado de Gwela. Ahora sonreía más llena de confianza ante
sus nuevos amigos cuando dijo:
—Cuando mis padres murieron en un accidente cerca del Tercer Círculo, a
poca distancia de Vega — Lira, me dejaron algún dinero. Me acababa de divorciar
y quería ser independiente, libre. Mi marido era un estúpido, un funcionario
engreído y vicioso. Bueno, el caso es que pensé en aumentar el capital y busqué
la forma de invertirlo, triplicarlo en poco tiempo.
«Un amigo me confió que varios planetas de esta zona, entre los que estaba
Tabogarda, iban a ser incorporados al Orden en breve plazo, por lo cual podía
adelantarme y tomar una posición ventajosa para cuando se hiciera público el
aviso.
«Así, convertí escenificados de crédito de la Tierra todo mi dinero y me
gasté una parte en viajar hasta aquí...»
—Por los soles que revientan, pequeña — estalló Joe —, ¿cómo pudiste ser
tan inconsciente? ¿Es que no te diste cuenta, nada más llegar aquí, de que en
esta ciudad sólo existen sinvergüenzas? Hace falta tener mucha experiencia para
meterse en un negocio con esta gente.
— ¿Es que usted no es de Tabogarda? — preguntó Gwela.
— ¡Claro que no! Ni a mi madre se le ocurriría parirme aquí.
— ¿De dónde es?
—Eso no importa ahora.
—No le hagas caso y sigue, Gwela — pidió Sara dirigiendo a Joe una mirada
cargada de reproches.
—Deje de mirarme como si fuera una estúpida, señor Leonard — dijo Gwela
secamente —. No soy una niña ni tampoco una idiota. Yo traía mis
recomendaciones cuando llegué aquí.
— ¿De veras? — preguntó irónico Joe.
—Sí. Sabía que este mundo era difícil, pero con muchas posibilidades. Las
líneas comerciales que lo unen con otros planetas que aún no se han integrado
en el Orden Estelar adquirirían gran importancia y sus acciones alcanzarían
cifras fabulosas.
—Eso que dice es posible — dijo Grosvenor —. El Orden suele respetar las
concesiones legales. Ella traía su plan, sus intenciones. Por favor, paisana,
continúa.
Gwela dirigió a Grosvenor una mirada de agradecimiento.
—Llegué aquí cuando la noticia de la integración no se había hecho oficial
— dijo más calmada —. Casi nadie lo sabía... O al menos es lo que pensé.
Joe soltó un gruñido.
—Es cierto. A todos nos ha cogido el suceso de improviso, y eso que yo
tengo mis buenos contactos.
¿Qué más? Si lo tenías todo tan bien calculado, ¿qué te pasó? ¿Dónde te
equivocaste? Ya te he dicho que los nativos son muy fulleros.
—Eso es lo que más me duele, capitán. He sido engañada por terrestres.
Joe enarcó una ceja y Hun dijo algo respecto a que los humanos eran todos
unos tunantes, nacieran donde nacieran.
— ¿Terrestres en Tabogarda? — preguntó Sara.
—Sí, preciosa — dijo Joe —. Hay bastantes. Siempre se adelantan al Orden en
los mundos conocidos. ¿Qué te pasó con esos tipos?
—Mi amigo de la Tierra me dio una lista de varias compañías muy saneadas en
Tabogarda donde podía invertir. Al bajar de la nave contacté con un individuo
llamado Arnold Tuwani. — No lo conozco — dijo Joe.
—Dijo ser agente de comercio, y parecía esperarme. Me ayudó a encontrar
alojamiento y a ingresar mi dinero en un banco de confianza. Luego, al día
siguiente, almorzamos y me dio una lista de los mejores negocios que podían
interesarme. Como yo, él sabía lo de la integración y me recomendó algunas
líneas estelares de gran futuro.
—Creo que voy entendiendo — gruñó Joe. — Déjala que siga — se enfadó Sara.
— Una mañana — dijo Gwela — me presentó a un hombre en una lujosa oficina
enclavada en la parte de más prestigio de la ciudad. Fue muy amable conmigo y
me sugirió que comprase un lote de acciones de las líneas Peterson.
—Son buenas líneas — dijo Grosvenor —. No lo entiendo. ¿Es que te vendieron
acciones falsas?
Gwena negó con la cabeza.
—Eran auténticas. Me gasté todo mi dinero, hasta el último crédito
terrestre.
— ¿Por qué no reservaste algo? — preguntó Sara. — Tuwani me dijo que no
desaprovechase la oportunidad, que con las acciones podía conseguir un crédito
pequeño para seguir viviendo hasta que las pudiera vender por diez o veinte
veces más. El rédito del préstamo sería una insignificancia comparado con el
beneficio de la parte que hubiera dejado de invertir. Me arriesgué y perdí.
— ¿Dónde lo hiciste mal? — preguntó Sara, muy extrañada. Miró a Grosvenor,
que agitó la cabeza para dar a entender que él tampoco lo comprendía.
Sin embargo, Joe soltó una risa profunda. Atrajo las miradas de todos y
comentó con sarcasmo:
—Es el timo acostumbrado en estos casos. Todo ha — sido legal en
apariencia, Gwela. Dime si estoy equivocado. \; Gwela enrojeció y asintió con
un gesto.
—Es cierto. Las acciones eran auténticas, peto no valían nada ni aunque
pertenecieran a una subsidiaria de Peterson.
— ¿Es que nadie va a explicarme el truco? — protestó Sara.
—Sí, capitán.,
—Sabía que no iba a equivocarme — sonrió Joe tristemente —. Las Líneas
Peterson poseen varias rutas en exclusiva que empiezan aquí y terminan en un
mundo muerto o en un asteroide que sólo tiene cráteres y polvo. Por supuesto
compran esas exclusivas sabiendo que no le servirán, pero con la explotación de
la línea principal compensan el gasto.
—Pero es ilegal venderlas, ¿no? — preguntó Sara.
—De ninguna manera. Para eso se forma una compañía filial, pero amparada
por el grupo Peterson. Cuando ha endosado a los ingenuos, las acciones de las
líneas inservibles, disuelve la compañía y nadie puede reclamarle nada. Es una
forma de actuar de las Líneas Peterson en otros mundos que fueron integrados
anteriormente en el Orden. Sus dirigentes, apenas conocieron la firma del
protocolo, echaron sus redes y buscaron a los inocentes, antes de que el
acuerdo se hiciera público.
—Está bien — dijo Sara —. Gwela cayó en la trampa y debió protestar, pero
también alguien con sensatez pudo decirle que no tenía ninguna esperanza de
recuperar su dinero, llevar a un tribunal a Líneas Peterson y acusarlas de
fraude. Lo que no entiendo es por qué pretendieron matarla.
Joe Leonard abrió la boca, buscó un argumento. Como no lo encontró a pesar
de devanarse los sesos, apretó los labios y permaneció callado., Se encogió de
hombros elocuentemente.
— Los humanos siempre actúan dentro de su ilógica lógica — dijo Hun,
acabando de rebañar su plato de algas y musgo —. Tiene que haber algo que explique
esto. ¿Quién contrató a los asesinos?
—Las Líneas Peterson — dijo Gwela.
— ¿Por qué te temían? ,
—Quizá porque recurrí a la gente del Orden.
—No — dijo Joe —. Tiene que haber alguna otra cosa. Vamos, pequeña, trata
de recordar qué hiciste o dijiste para que se pusieran nerviosos esos
estafadores.
—Lo siento, pero no puedo recordar nada que nos sirva de pista... — sollozo
Gwela.
Sara trató de consolarla. La chica había sufrido mucho y era lógico que
estuviera a punto de derrumbarse.
Gwela abrió el bolso que llevaba colgado del hombro y sacó un pañuelo. Su
mano echó fuera algunos objetos que Sara empezó a recoger para devolvérselos.
— ¿Qué es esto? — preguntó Sara, tomando entre sus manos un pequeño aparato
oscuro, con una diminuta lente en una de sus caras —. Parece como una
grabadora...
—Sí, lo es. Hacía tiempo que no veía algo tan antiguo y lo compré el primer
día que llegué a Tabogarda. En la Tierra no se usan desde hace mucho.
Grosvenor se inclinó para ver la cámara.
—Algunos comerciantes del Orden han estado viniendo a este mundo y siempre
traían mercancías antiguas, objetos obsoletos pero que resultaban novedades
para los nativos — dijo.
Gwela se sonó la nariz y recobró la cámara. Movió un dispositivo y proyectó
sobre la pared imágenes holográficas de la ciudad y sus alrededores,
explicando:
—Las tomé el primer día, el mismo en que conocí a Tuwani.
En el rectángulo apareció un hombre de espaldas. Al volverse hizo violentos
gestos hacia el objetivo. Pero todos pudieron ver su rostro y se produjo un
silencio grave, sólo roto por Joe al soltar una imprecación.
—Se enfadó mucho cuando descubrió que le grababa — dijo Gwela —. Le prometí
darle la parte de la grabación donde estaba él, pero luego me olvidé.
Hun había observado la holografía y miraba extrañado los gestos hoscos de
sus compañeros de tripulación. Se rascó la espalda y luego se dedicó a
peinarse.
—Seguro que él no se olvidó de que tenías su imagen, Gwela — dijo Joe. Tomó
la cámara y volvió a proyectar la escena en que aparecía Tuwani.
— ¿Es que le conocéis?
Hun soltó un graznido que equivalía a una carcajada humana.
—Para mí todos los humanos son iguales, a no ser que lleve barba roja
alguno, claro.
—Eso no tiene gracia, mono de peluche — dijo Grosvenor.
Hun miró al terrestre con incredulidad. Grosvenor jamás se molestaba en
insultarle, aunque fuera levemente. Sara dijo:
—Ese tipo no se llamaba realmente Arnold Tuwani.
—Todos lo conocemos, Gwela — dijo Grosvenor —, tal vez porque no untamos lo
bastante con dinero las manos que se nos tendían. Ahora está perfectamente
claro que intentarán matarte, pero sólo por el afán de destruir esa grabación,
sobre todo desde el momento que anduviste alrededor de la UNEX del Orden
Estelar. El tipo que conoces por Tuwani se asustó.
— ¿Por qué? — preguntó la chica.
—Se llama en realidad Menigord Kui.
— ¿Kui? — Gwela entrecerró los ojos. ¿No es un Kui el jefe del consejo del
planeta?
—Exactamente, Altan Kui, Menigord es su hijo, el más sinvergüenza de los
habitantes de Tabogarda. Menigord vendería a su padre al primer tratante de
esclavos que le ofreciera un crédito.
— ¿Qué relación tiene Menigord con las Líneas Peterson?
A la pregunta de Gwela, Joe respondió mientras cargaba de tabaco su vieja
cachimba:
—Menigord hace tratos con mucha gente. Él les proporcionó el cliente y
debió recibir su comisión, digamos unos diez mil créditos, que seguro ya se
habrá gastado en el juego o de parranda con algunos efebos. Se vuelve loco por
los chicos bonitos. Su padre es un tacaño y apenas le da dinero, por lo que él
se lo busca como puede.
— ¿Es la oveja negra de un alto político? — inquirió Gwela.
—Un diablo disfrazado de oveja — rió Joe —. Estando Menigord en el asunto,
seamos sensatos y descartemos al viejo Peterson, le exculparemos de la
acusación de intento de asesinato. El joven Kui contrató a esa pareja que
intentó matarte para robarte la cámara, Gwela.
— ¿Por qué? Si vosotros decís que no tengo ninguna posibilidad legal de
recuperar mi dinero alegando que fui estafada...
—No hay tribunal en Tabogarda que te escuche, preciosa. Sin embargo,
Menigord se asustó cuando tú corriste a ver al comandante de la UNEX. ¿Motivos?
Sencillamente, temió a su padre. El viejo Kui conservará su puesto de
presidente del consejo de Tabogarda, pues así lo habrá exigido a la Tierra;
pero un escándalo podría obligarlo a presentar la dimisión, y con ella perdería
sus turbios negocios y fuentes de enriquecimiento. Quizá el Orden se
aprovechara de semejante coyuntura para poner al frente de Tabogarda a algún
honrado ciudadano, que aunque lo dudes existe, y empezaría a tirar de la manta
y sacar a la luz cientos de chanchullos. El viejo Kui acabaría estrangulando a
su díscolo vástago.
Gwela miró desesperada a sus amigos.
— ¿Qué puedo hacer? — preguntó —. ¿Debo limitarme a vengarme de Menigord
Kui entregando al Orden la prueba de que el hijo del honorable Altan Kui es un
estafador que ronda los muelles para aprovecharse de incautos pasajeros?
—Y no recuperarías un crédito. ¿Te conformas con eso?
A la propuesta de Sara, la chica se restregó las manos llena de dudas.
—No sé...
Joe Leonard expulsó una densa bocanada de humo y dijo:
—A Menigord lo ha metido en un feo asunto alguien, sin duda. Él no podía
saber que tú eras terrestre, Gwela. Te esperaba en el astropuerto, seguro, pero
entonces ignoraba tu nacionalidad. Si lo hubiera sabido no te habría acercado a
la compañía subsidiaria de las Líneas Peterson para hacerte cargar con un
montón de papeles que no valen nada. Mientras estés en Ciudad Alfa no desistirá
de quitarte de la circulación. Seguro que tendrá vigilada la UNEX. Lo mejor
sería que te largaras cuanto antes.
Sara miró sorprendida al gigante pelirrojo.
—Me decepcionas, Joe — dijo con desprecio.
El capitán sonrió bajo su barba. Se pasó al otro lado de los labios la
cachimba y pensó que no debía explicar a todos, particularmente a Sara, su plan
completo. Durante los últimos minutos había estado fraguando una estrategia que
le interesaba bajo dos aspectos. El primero era ayudarse a sí mismo y de paso
echarle una mano a aquella chica tan simpática y tan bonita. El segundo punto
que le convenía se centraba en que apartaría de la mente de Sara por el momento
su deseo de viajar al maldito sector NN-598, al cual no quería acercarse por
nada del mundo.
—Una nave como la mía aparcada en un muelle, sin producir beneficios,
conduce a su dueño a la ruina a fuerza de pagar el alquiler de estancia — dijo
Joe —. Sobre la atmósfera de Tabogarda existe una amplia zona para navíos,
totalmente gratis. Por ahora no se lleva un control estricto de cuántas hay ni
de cuáles son. Así, simularemos partir hacia un mundo cualquiera y diremos que
Gwela Hontur se viene con nosotros como pasajero. Menigord respirará tranquilo
y...
— ¿Y qué, Joe? — preguntó Sara, desconfiada.
—Cálmate, Sara — sonrió Joe —. Aunque aparentemente no existe ninguna
relación entre Menigord y Michael Peterson, lo cierto es que el viejo alberga
esperanzas de que algún día el joven Kui le suceda en el mando del Consejo, si
logra convencer a la Tierra de que no es un ladrón y un vago, etc., etc.
Peterson no desea largarse de Tabogarda y planea modificar su imagen para que
nada cambie respecto a sus negocios. Por lo tanto, Mike Peterson está
estrechamente ligado con Menigord, y seguro que conoce todos sus manejos. A Peterson
le interesa tener contento al joven Kui. Quizá no alquiló a los asesinos, pero
sí dio el dinero a Menigord para que los pagara.
— ¿A dónde quieres ir a parar? — preguntó Grosvenor.
—A Peterson lo cegó la ambición del dinero. Quiso librarse de las líneas
fantasmas antes de que comience la intervención del Orden Estelar y no dudó en
emplear a Menigord como enlace. Conozco a un tipo, que podría contarme mucho
acerca de los manejos, lícitos o sucios, de la compañía.
— ¿De quién hablas? — preguntó Hun. Había dejado de cepillarse la piel y
ofrecía un aspecto lustroso.
—De Paneko.
Grosvenor hizo un gesto de desprecio al oír ese nombre, y Hun pegó un salto
en su asiento, enfurecido. Había visto un par de veces al pequeño humano y lo
aborrecía profundamente. Paneko, raramente sereno cuando no viajaba en un
carguero, se complacía mofándose del zimbaliano. Hun sólo había logrado
soportar en toda su vida a un humano borracho: Medio Litro, y éste debía estar
muy lejos de Tabogarda o — muerto desde hacía tiempo.
Joe empezó a rascarse la nuca, súbitamente preocupado.
—Claro que Paneko ya no trabajaba para las Líneas Peterson...
—Entonces olvídate de él — sugirió Sara. — No, de ninguna manera. Aunque no
conozca el asunto de las líneas inservibles, podría ponerme en contacto con
alguien dentro de la compañía que sepa lo que a mí me interesa.
— ¿Por qué lo despidieron? — preguntó Sara.
Hun se apresuró a responder antes que su capitán:
—Por borracho.
—A causa de un informe que no gustó a sus superiores — Joe frunció el ceño,
intentando recordar la causa del despido. ¿Qué le había dicho Paneko? —. Creo
que vio algo en el espacio que no se creyeron, le acusaron de emborracharse en
pleno servicio y lo echaron. Joe se levantó. Ahogó un bostezo y dijo: — Iré a
descansar. Mañana buscaré a Paneko, y según lo que me cuente, despegaremos por
la noche o al día siguiente — miró a Gwela —, Tú no salgas del Satán para nada.
Cuando se hubo retirado el capitán, Hun se despidió y luego lo hizo
Grosvenor. A solas con Sara, Gwela le dijo:
—Tienes unos compañeros encantadores, y ese osito panda me cae
simpatiquísimo.
— ¿Oso panda? ¿Quién, Hun?
—Sí. Aún quedan en la tierra. Se suponían extinguidos, pero hace algunos
años encontraron algunos hibernados.
—Ven, te enseñaré tú camarote. Es decir, el mío.
Gwela puso cara de extrañeza. — Creía que dormías con el señor Leonard. —
¿Yo? — Sara se echó a reír —. Eso quisiera él. Anda detrás de mí desde hace
tres meses.
— ¿Y tuno...?
—Algún día te contaré mi vida y sabrás quién es mi único amor, por el que
reprimo mis más primitivos instintos.
Apenas amaneció, Joe salió de la nave y caminó despacio por el muelle.
Había escasa actividad a aquella hora en el astropuerto, cuando todavía el sol
apenas asomaba tímidamente por el horizonte. Pocas naves despegaban. No
obstante, algunas descendían sobre la zona donde las guiaban los faros y desde
allí eran arrastradas hasta los aparcamientos.
Había un poco de niebla y el ambiente estaba excesivamente cargado de
humedad. Joe se estremeció y se enfundó los guantes. Fumaba y su vaho se
mezclaba con el humo de su cigarro.
Antes de alejarse del muelle estaba seguro de que había más de un tipo
cerca del Satán espiando. Con seguridad debían tener órdenes precisas de
vigilar a Gwela Hontur y no le molestaron lo más mínimo, e incluso intentaron
pasar desapercibidos.
Llegó hasta una cinta rodante y se subió a ella. Apoyado sobre un
contenedor, Joe se entretuvo mirando su nave mientras era transportado hacia el
sector acotado por el Orden Estelar. Al llegar cerca de él saltó de la cinta y
caminó durante unos minutos. Consultó la hora. Confiaba en que Paneko fuera
puntual.
Encontró a Paneko tiritando de frío, dando ridículos saltitos. Todavía
conservaba en su rostro profundas señales de la borrachera del día anterior.
—Hola, pequeño — sonrió Joe Leonard.
—Demonios, Joe, ¿cómo se te ha ocurrido hacerme venir aquí y a esta hora?
—Eres un buen chico. Lo siento, pero no podía perder tiempo buscándote. Ese
amigo mío te dio muy bien mi recado, ¿verdad?
— ¡Así reviente ese amigo tuyo! — maldijo Paneko. No lo conocía, sólo sabía
que era un navegador de la Hermandad y le había encontrado durmiendo la mona
debajo de una mesa de la taberna —. Me sacó a patadas, el muy cabrón.
—Tranquilízate, hombre — rió Joe. Entregó un cigarro a Paneko —. Es
importante lo que voy a decirte.
— ¿Vas a contratarme?
—No digas tonterías; ahora estoy sereno. Pero podrías ganar algún dinero.
¿Conoces a alguien en la compañía Peterson que trabaje en la administración?
—Sí; a varios.
—A uno que sea de confianza y posea dedos ágiles, tan rápidos qué si maneja
un ordenador delante de su superior, éste no se percate de que extrae informes
confidenciales.
—Brunner. Ése es tu hombre. ¿Qué quieres de él?
Joe sacó cinco monedas de cien créditos y las puso en las manos de Paneko
junto con un papel doblado.
—Dale este dinero y dile que necesito urgentemente los informes que pido en
ese papel. ¿Cuándo crees que los tendrá?
— ¿Qué ganaré yo?
Joe suspiró y lanzó al airé otra moneda de cien créditos, que Paneko se
apresuró a guardar en un bolsillo.
—Habrá más para ti y para él si quedo satisfecho — dijo el capitán —. Que
Brunner te pase los informes y tú me los das a mí o a Grosvenor. Si vinieras
aquí y te encontraras con que el Satán se ha largado, me llamas por radio por
la onda que conoces.
— ¿Dónde estarás?
—Eso no te importa.
—Está bien, hombre. No sé en qué jaleo te has metido, pero sabes que
siempre estoy de tu parte. Eres mi amigo y te ayudaría desinteresadamente. Lo
sabes, ¿no?
—Claro que sí, Paneko. Tú eres así de espléndido — rió Joe.
— ¿Algo más, capitán?
—En tu tiempo libre, mientras esperas los informes de Brunner, pregunta por
ahí, entérate de los asuntos que actualmente ocupan a Menigord Kui.
— ¿El hijo de — Altan Kui? — preguntó Paneko muy sorprendido —. ¿Qué tiene
que ver contigo ese tipo? Oh, no me digas que no me interesa. Resulta que el
jefe del Consejo ha retirado de la circulación a su amado hijo hace dos días.
— ¿Por qué?
—Sus policías secretos encontraron a Menigord en plena orgía dentro de un
burdel de homosexuales, drogado y promoviendo un escándalo tremendo.
— ¿Es que Altan se ha decidido de una vez a regenerar su hijo?
—Eso parece, Joe. Se rumorea que el Orden tuvo que ceder a que el cargo de
jefe del consejo se transformara en hereditario y Altan pretende hacer de
Menigord un delfín presentable. Me han dicho que está sometido a una severa
cura de condicionamiento, que un pelotón de médicos y psiquiatras intentan
extraerle hasta el último gramo, de droga de su sangre y aplacarle sus desvíos
sexuales. Al menos por algún tiempo.
Joe empezó a sonreír.
—Son buenas noticias — dijo. Y le entregó a Paneko otra moneda.
Se alejó silbando una alegre canción.
Paneko le vio dirigirse hacia la nave del Orden Estelar.
Pensar que aún tenía que permanecer varado con su gran nave en el
astropuerto durante otros sesenta días le sacaba de sus casillas y mermaba las
escasas cualidades diplomáticas que poseía.
Por esto, cuando su ayudante le anunció durante su desayuno que un capitán
estelar nativo deseaba verle urgentemente, estuvo tentado de responder que no
quería recibir a nadie.
El día antes había mantenido una entrevista con el presidente del Consejo
Altan Kui y todavía conservaba mal sabor de boca. El Honorable Kui era un
individuo que le pareció relamido y rastrero, capaz de todo por conservar su
puesto, como una babosa que dejaba un mal olor al deslizarse.
Loff confiaba en que el embajador lo pusiera en su sitio y le desengañase
de una vez por todas. Kui necesita un correctivo urgentemente. Si había
accedido a firmar el pacto de integración dentro del Orden Estelar debió
hacerlo porque confiaba en seguir disfrutando de sus prerrogativas durante el
resto de su vida...
Su ayudante carraspeó para llamar su atención, extrañado por la actitud
pensativa de su comandante.
—Señor — dijo —, ¿qué comunico al nativo?
Sin saber por qué, Loff replicó como ausente, todavía ensimismado en sus
pensamientos.
—Hágale pasar.
Cuando su ayudante se retiró de la cabina, Loff pensó que podía cometer un
error recibiendo al capitán estelar. ¿Acaso cabía pensar que el nativo le
trajera algo de interés? Pero ya era tarde para rectificar. Se había dejado
llevar por un extraño impulso.
Un par de minutos más tarde, la puerta de su cabina volvió a abrirse y
entró un hombre que vestía uniforme de capitán, era de elevada estatura,
corpulento y, sobre todo, llamaba en él la atención su rojísima cabellera y
abundante barba. Mientras caminaba hacia Loff, el recién llegado se quitaba los
guantes y mordía con fuerza un humeante puro que arrojaba un olor escasamente,
agradable.
—Saludos, comandante. Soy el capitán Joe Leonard, propietario de la nave
Satán.
Joe sonreía ampliamente y durante un instante esperó que el comandante le
correspondiera con una sonrisa semejante, desenfadada y cordial. Pero Loff se
limitó a señalarle gravemente un asiento frente a su mesa de trabajo y decirle:
—Siéntese, capitán Leonard. ¿A qué debo su visita?
Joe se quitó el cigarro de la boca y se acomodó en el sillón. Cruzó las
piernas y dijo después de echar un vistazo a la estancia:
—Vengo a — título personal, comandante.
—Eso me imaginaba. Siga.
—Apenas he dormido esta noche, señor.
—Lo lamento, pero me imagino que no ha venido a contarme su problema o a
pedirme un somnífero.
Joe soltó una carcajada. Aquel grave comandante debía poseer un particular
sentido del humor. Sin amilanarse, continuó:
—He estado pensando, comandante. Acabé con todo mi tabaco de pipa y he
tenido que echar mano a mi reserva de cigarros — Agitó el puro y volvió a darle
una profunda chupada.
—Vuelvo a lamentarlo. Su cigarro huele fatal.
—No los — hay muy buenos en Tabogarda, no — admitió Joe con marcado pesar
—. Si en este asqueroso planeta la gente fuera adicta a fumar hubiera entrado
en contrabando una buena partida, pero para mi uso exclusivo me resulta oneroso
un viaje hasta algún sitio donde los hicieran buenos.
— ¿Me está confesando que se dedica al contrabando?
Joe puso un gesto de sorpresa.
—Le creí más enterado de los asuntos internos de Tabogarda, señor.
Loff se removió inquieto, impaciente, ya muy arrepentido de haber permitido
que entrase Leonard.
—Cuénteme de una vez el motivo de su temprana visita.
—A eso iba, señor. Verá, me entretuve repasando una parte del Código del Orden
Estelar, y en un apartado leí que ustedes jamás intervienen en un planeta sin
el consentimiento de sus líderes legalmente elegidos y con la aprobación de la
mayoría de la población.
—Es cierto.
—Pues bien, creo que con Tabogarda han cometido un error.
— ¿Qué quiere decir?
—Que la gente de aquí no está muy contenta con la presencia de ustedes, con
la integración.
—Eso no es de mi incumbencia.
— ¿No?
—Así es. Yo estaba con mi UNEX muy lejos de aquí cuando recibí una orden de
mis superiores para que viniera hasta Tabogarda, e hiciera acto de presencia
hasta la llegada del embajador.
— ¿Quién discutió los términos de la integración?
—Supongo que una comisión del Orden con el consejo local, cuyo presidente
es Altan Kui.
— ¿Y usted cree que Altan Kui fue elegido democráticamente, mediante una
votación popular, por los ciudadanos?
— ¿Usted no lo votaría?
— ¿Yo? No soy ciudadano tabogardiano, señor. Sólo un residente con patente
local, que por cierto me costó muchísimo en el mercado negro. No podría votar...,
si en este mundo se votara. Tengo entendido que jamás se ha hecho.
— ¿A dónde quiere ir a parar?
Joe buscó un cenicero donde aplastar su cigarro. No había ninguno sobre la
mesa del comandante. Aquel tipo no fumaba, jamás había fumado, pensó. Por eso
se había mostrado tan desagradable con su inocente costumbre/Suspiró quedamente
y sostuvo el resto del cigarro con dos dedos.
—Le voy a ser terriblemente sincero, señor. Hasta ayer estuve calculando lo
conveniente que sería para mí largarme de aquí y matricular mi nave en otro
mundo donde el Orden no hubiera puesto, sus civilizadoras manos.
—Nos teme porque es un contrabandista. Hará bien marchándose.
—Usted necesitaría muchos años para llegar a comprender la situación de
Tabogarda, señor. Bien o mal hemos estado funcionando, pero hemos salido
adelante. La verdad es que no me explico cómo el jefe del consejo firmó el
tratado. Tendrá sus razones, ¿verdad?
Loff pensó en cierto artículo del protocolo que respetaba el cargo de Altan
Kui. ¿Acaso estaba ahí la argucia política del jefe del consejo? Creyó recordar
que el Orden acataba a veces los sistemas hereditarios de gobierno, las
instituciones monárquicas no absolutas. No era la primera vez que se había
hecho.
Resultaba aconsejable en ciertos casos, sobre todo cuando en realidad quien
gobernaba era el jefe del ejecutivo salido de una votación. Se encogió de
hombros. Sus órdenes eran permanecer allí hasta la llegada del embajador. Si
alguien había cometido un error en la Tierra no sería su problema.
—Es evidente que usted saltaría de alegría si nos marcháramos.
—Por supuesto — sonrió Joe —. Le advertí que sería sincero.
—Si también es inteligente comprenderá que su actitud no podrá cambiar
nada. ¿Por qué se ha molestado?
—Sé que todo está preparado para que el embajador haga legal con su firma
la nueva situación, hasta ahora sólo provisional. Pero alguien les ha engañado,
señor. ¿Qué se contará por la galaxia cuando se haga público que un mundo con
un gobierno ilegal se ha integrado en el honradísimo Orden Estelar?
—Capitán, todo lo que me dice está muy bien, pero yo no puedo hacer nada.
Sólo mantenerme donde estoy y esperar.
— ¿La llegada del embajador? Pero eso será dentro de dos meses — Joe
suspiró —. Demasiado tarde.
— ¿Tarde para qué?
—El otro día estuvo aquí a verle una ciudadana de la Tierra.
— ¿Cómo lo sabe?
—Seguro que no se acuerda de su nombre, pero yo se lo diré: Gwela Hontur.
Ayer intentaron asesinarla, y usted habría tenido la culpa si ahora estuviera
muerta por no haber querido ayudarla.
—La señorita Hontur me confesó que vino aquí con la pretensión de
enriquecerse y le salió mal el negocio — Loff habló despectivamente —. ¿Qué
relación tiene con ella?
—Un tripulante de mi nave la salvó de ser asesinada y ahora la tengo
escondida a bordo. Pienso sacaría de este mundo donde corre peligro. Pondré el
Satán en una órbita libre hasta que usted decida ayudarla.
—No entiendo nada ahora...
—Es muy simple, comandante — sonrió Joe. Terminó arrojando la colilla del
cigarro a un rincón ante la mirada de repugnancia de Lumpell. Luego, con
parsimonia, procedió a encender otro. Cuando hubo echado un par de bocanadas,
prosiguió —: La chica, Gwela Hontur, cometió el error de amenazar a cierta
persona con revelar algo que haría inviable la pretensión del gobierno de
Tabogarda de meter a la población en el Orden. Ella posee ciertas pruebas muy
contundentes. Existen intereses, señor, una cierta relación entre las poderosas
Líneas Peterson y Altan Kui. El cambio de estatuto del planeta les beneficiaría.
Loff empezó a palidecer.
—No puedo creer que la señorita Hontur estuviera en peligro cuando vino a
verme — dijo —. No me lo dijo entonces.
—Ella no lo sabía aquel día, pero desde que salió de aquí estuvo amenazada
de muerte.
—Usted maquina algo — el comandante dibujó una sonrisa forzada —. Lo más
probable es que represente a una pandilla de contrabandistas que saldrá
perjudicada con el cambio. Su juego resulta infantil, capitán. La integración
se hará a pesar de sus intentos.
—Si envía a sus hombres a que echen un vistazo a los alrededores de mi nave
le dirán que varios tipos la están vigilando. Los asesinos enviados por...,
digamos los sicarios de Kui-Peterson esperan la salida de mi protegida. Pero
ella no abandonará mi nave. La salvaré.
— ¿Llevándola al espacio, a esas órbitas que usan los cargueros y naves que
no pueden o no quieren pagar el alquiler de un muelle?
—Sí, hasta que usted decida que debe protegerla.
—No estoy autorizado a alojar civiles en mi UNEX.
— ¿Ni estando en peligro de muerte para ellos?
—En teoría el gobierno de Tabogarda está obligado a proteger la vida de los
ciudadanos terrestres. Según el tratado...
—Eche un vistazo a mi nave, maldita sea.
—Supongamos que alguien quiere matar a esa ciudadana del Orden, a una
terrestre. Eso no presupone que el gobierno local esté detrás del asunto.
—Oh, claro que no. ¿Pero usted se arriesgaría a que ella muriera? Sería
acusado de negligencia, comandante. Tenga la seguridad de que yo enviaré un
mensaje a la Tierra informando de todo, incluso de que le advertí de que Altan
Kui pretende engañar al Orden y aprovecharse de su buena fe. Y tenga presente
que mi nave no estaría totalmente segura en las órbitas libres. Un crucero de
Tabogarda podría pasar por allí y disparársele accidentalmente un misil y...
¡Paf! Adiós Satán y cuantos estén a bordo.
Un poco pálido, Loff ordenó por el comunicador que uno de sus oficiales
fuera hasta el Satán y comprobara si cerca de allí había gente sospechosa.
Mientras esperaba el informe y soportaba las humaredas de Joe, Loff pensó
que de pronto no sólo le fastidiaba Tabogarda, sino que odiaba aquel planeta.
—Yo en su lugar daría una excusa cualquiera a Altan Kui y me largaría,
lejos de aquí, a esperar la llegada del embajador — dijo Joe tranquilamente,
sin mirarle —. Al mismo tiempo enviaría un informe a la Tierra diciendo que
existen indicios de que el tratado no debería firmarse.
Loff rió con sarcasmo. Preguntó:
— ¿Me sugiere que le haga compañía a usted en las órbitas libres?
—De ninguna manera. La ley de Tabogarda, todavía no derogada por ustedes, prohíbe
que naves armadas permanezcan allí. Ni siquiera pueden hacerlo los cruceros
nativos. Ya le he dicho que un navío armado enviado por Altan Kui sólo pasaría
cerca de allí y soltaría por error un misil. Ellos saben guardar la formas,
comandante.
—Vaya. En ese caso, ¿dónde podría esperar? Yo tengo libertad para moverme,
pero siempre dentro de ciertos límites.
—La ley tabogardiana no le podría impedir establecerse en cierto planetoide durante dos meses, señor. Naturalmente, tendría que ser en alguno determinado... muy especial
— ¿Un tipo pequeñito? — preguntó Joe mientras hacía saltar el seguro del
sobre.
—Sí, Paneko — gruñó Hun.
Joe leyó el papel y luego lo rompió en pedazos muy pequeñitos. Sonreía
mucho cuando los arrojó a la papelera.
—Dile a Paneko que estoy muy contento con su amigo Brunner — sonrió Joe —.
Y entrégale mil créditos.
—Estamos quedándonos sin fondos, Joe — gruñó Hun —. Tú no me engañas. Estás
tratando de impresionar a Gwela. ¿Para llevártela a la cama?
—Podría ser, pero deberías conocerme mejor y comprenderías que yo nunca dejo
pasar de largo un posible negocio.
Hun se retiró gruñendo en su idioma nativo. Joe sólo entendió que él estaba
loco de atar.
El capitán se levantó y entró en la habitación siguiente, en donde encontró
a Sara y Gwela, las dos sentadas y casi ocultas por montones de libros y
registros. Al oírle llegar, ambas le miraron.
— ¿Alguna novedad, Joe? — preguntó Sara.
—Sí. Tal como sospechaba, Peterson, como terrestre, convenció a Altan Kui
para que iniciara las conversaciones con el fin de integrar a Tabogarda en el
Orden. Aparentemente eso sería una incongruencia para la política económica
local, algo que iría en contra de los intereses económicos de Tabogarda y que
pondría en peligro la posición privilegiada del presidente del consejo. Pero no
es así. Todo estaba previsto de antemano por este tipo tan listo que es
Peterson.
— ¿Cuál es su jugada? — preguntó Gwela.
—Sus líneas estelares dominan esta zona y nadie podría hacerle la
competencia durante cincuenta años. Una vez que Tabogarda sea el único mundo
del Orden entre veinte que existen en el sector, sus beneficios, inclusos
legales, serían enormes. Peterson se sintió tan espléndido que cedió el veinte
por ciento de sus acciones a Kui.
—Pero el Orden aún puede volverse atrás si descubre que Altan Kui ha obrado
con engaño y no representa a los ciudadanos de Tabogarda, ¿no? — sonrió Gwela
—. Me daría por satisfecha si se les estropeara el negocio. No me importaría
haber perdido mi dinero.
Joe se acercó a ella y le acarició la barbilla.
—Tú recuperarás tus créditos, preciosa, incluso con beneficios. — Dejó de
acariciar a Gwela al sorprender a Sara mirándole con el ceño fruncido —. En
Tabogarda viven unos cien millones de seres, pero la verdad es que sólo unos
diez mil poseen el título de ciudadanos, y todos ellos, en una votación,
apoyarían a Kui.
— ¿Los demás no cuentan? — preguntó Sara, sorprendida.
—No, según las leyes locales, que, curiosamente, en este aspecto son
semejantes a las que componen el Código del Orden. La mayoría son residentes
como yo, sin derecho al voto, ni siquiera a ocupar un cargo, de esos tan
apetecidos, con el cual uno se puede hartar de ganar dinero aceptando sobornos.
—Pero tú le has dicho al comandante Lumpell que...
—Sí, le he dicho lo que me convino. El siguiente paso lo dará él.
— ¿Tú crees que se ha asustado?
—Un comandante del Orden jamás se asusta — rió Joe —. Digamos que se sintió
inquieto y se apresuró a llamar a la Tierra apenas me marché yo, una vez que él
quedó convencido de que agentes de Kui vigilan mi nave.
—En eso no has mentido — dijo Grosvenor, entrando sigilosamente en la
habitación —. Todavía siguen fuera esos tipos. ¿Cuándo partimos hacia las
órbitas libres?
—No hay prisa.
—Temo por la seguridad de Gwela — dijo Grosvenor, mirándola lánguidamente
—. Es mi compatriota y me siento responsable. Esos matones podrían intentar
penetrar en la nave, Joe.
Joe presintió que le había salido un competidor. Grosvenor parecía haberse
enamorado de Gwela. Le volvió la espalda y recogió los documentos que habían
estado redactando las dos chicas, ayudadas por libros que las documentaron
convenientemente en derecho. Añadió al mazo de papeles las acciones que había
adquirido la terrestre y lo guardó todo en un maletín.
Se escuchó el chasquido del comunicador interior y la voz hueca de Hun les
anunció:
—El comandante Lumpell quiere verte urgentemente, Joe.
Leonard extendió su barba al sonreír.
—Lo esperaba. Ha venido antes de lo que pensaba. Hun, haz pasar a Loff
enseguida.
Grosvenor miró a Joe con extrañeza.
— ¿Os habéis hecho amigos?
—Desde luego. Es un chico estupendo.
Las dos mujeres hicieron intención de levantarse, pero Joe les dijo que se
quedaran allí.
Cuando Loff entró, conducido por Hun, lo primero que hizo fue mirar a
Gwela. Inmediatamente enrojeció un poco y dijo nervioso:
—Señorita Hontur, lamento no haberle prestado el otro día toda la atención
que el caso merecía — se volvió hacia Joe —. Capitán, he consultado con mis
superiores y estoy autorizado a proceder de acuerdo con sus sugerencias.
— ¿Protegerá a Gwela?
—Desde luego. He traído un uniforme y ella volverá conmigo a la UNEX
disfrazada como uno de mis soldados.
Gwela se puso de pie y dijo a Joe:
—Me dijiste que serías tú quien me llevarías hasta las órbitas libres,
donde me sentiría segura.
—Yo llevaré mi nave hasta allí, pequeña — dijo Joe —. Tus enemigos, que son
los míos, pensarán que estás conmigo.
— ¡Podrán matarte! — protestó Gwela —. Dijiste que un crucero de
Tabogarda...
—Después de que hable con ciertas personas nadie se atreverá a levantar un
solo dedo contra mí, te lo aseguro — movió el maletín de un lado para otro y le
guiñó un ojo —. ¿Has olvidado los papeles y la grabación?
—No. Todo está aquí.
—Confía en mí. — Joe cogió a Loff de un brazo y lo invitó a sentarse en la
mesa. Apartó un montón de libros y registros y puso encima el maletín, — ¿Le
autorizaron a marcharse de Tabogarda por unos días?
—Sí, pero tuve que insistir mucho.
— ¿Por qué?
—Al principio me ordenaron que permaneciera en el astropuerto y rehusará
hablar durante los dos próximos meses con nadie que perteneciera al gobierno.
No obstante, al explicarles algunos detalles y varias leyes locales,
accedieron. Acabaron comprendiendo la razón.
—Supongo que les diría también que el gobierno actual no debe ser
considerado legal.
Loff asintió.
—Por supuesto, pero se desconcertaron un poco con mi opinión. Me revelaron
entonces que disponían de una declaración jurada de Altan Kui en la que se
comprometía a convocar un referéndum a petición del Orden en cualquier momento
que los ciudadanos apoyaran o no la integración. Lo cierto es que mis jefes
siempre pensaron en sustituirle tarde o temprano por su hijo, un tipo mucho más
manejable. Por eso no quieren un escándalo que los desprestigiara.
Joe disimuló muy bien un gesto de asombro. Dijo:
—Es una jugada muy arriesgada, comandante, y muy astuta. Estoy seguro de
que la Tierra enviará ahora mucho antes al embajador.
—Es posible. Eso me alegraría mucho. Confieso que estoy deseando marcharme.
No me gusta Tabogarda. Prefiero algo más emocionante. Aborrezco mezclarme en
sutilezas políticas.
—Le creo, comandante — sonrió Joe —. Y a la vista de las razones del Orden
me alegro de entregarle lo que comprometería su política. ¿Algún inconveniente
respecto a las pruebas?
—En absoluto. A cambio de su entrega la señorita Hontur recibirá nuestra
protección. Lejos de Tabogarda, sin temor a que me interfieran, remitiré una
copia a la Tierra. En realidad la estafa de Menigord Kui no es de mucha
importancia.
—Gwela opina lo contrario, pero confío en recuperar su dinero.
—Lo veo muy difícil — musitó el comandante. Firmó el papel después de
leerlo detenidamente, aceptando recibir la grabación.
—Voy a permanecer aquí mientras Grosvenor conduce el Satán a las órbitas
libres.
— ¿Qué pretende? Debería irse también.
—Tengo amigos en el gobierno local y en las líneas Peterson. Quizá logre
entre todos que la venta hecha por la subsidiaria sea anulada y a Gwela se le
devuelva su dinero.
Loff lo miró apenado. Hasta aquel momento había considerado al pelirrojo
capitán como un hombre inteligente, pero ahora pensaba que era un iluso.
—Sería mejor que no lo intentara — dijo. Aplicó al recibo el sello del
Orden y lo tendió al capitán.
— ¿Qué puedo perder? — sonrió Joe —. Ellos sabrán escucharme y terminarán
comprendiendo mis razones.
Gwela había salido poco antes y regresó vistiendo el uniforme negro y plata
del Orden. Loff comentó que le sentaba muy bien y nadie podría descubrir que
era ella entre los demás miembros de su comitiva que le había acompañado hasta la
nave Satán.
La chica se situó delante de Joe y le miró tiernamente a los ojos. Le tomó
las manos y le dijo:
—Joe, te estoy muy agradecida por todo lo que haces por mí. Cuando pueda te
demostraré que sé apreciar un esfuerzo cómo el tuyo.
—No tiene ninguna importancia. Me estoy divirtiendo mucho.
—Ten cuidado — Gwela se alzó sobre la punta de sus botas y le besó en los
labios.
Antes de que Joe dijese algo, ella se apartó y se colocó junto al
comandante Lumpell, diciéndole:
—Cuando quiera, señor.
—No me moveré de aquí hasta que Gwela esté a bordo de su UNEX, comandante —
aseguró Joe.
En su voz hubo dureza. Sara observaba a su amigo y se dijo que nunca lo
había visto con tanta preocupación en sus gestos.
A través del monitor observaron la marcha del grupo de soldados del Orden.
Se alejaron del Satán en un deslizador rumbo a la UNEX.
—Siguen ahí — dijo Grosvenor al descubrir dos figuras que se movían a poca
distancia del muelle —, Al parecer les hemos engañado y creen que Gwela
continúa con nosotros.
—Y habrán más escondidos, cada vez más nerviosos — dijo Sara.
Joe abrió una alacena y sacó varias pistolas que entregó a sus amigos,
guardándose una de ellas en el bolsillo.
—Tengo programada la trayectoria del Satán hasta una de las órbitas libres
— dijo —. No os comuniquéis con nadie, manteneos en silencio. Contestad sólo a
las llamadas de Paneko. Es posible que quiera comunicarse conmigo antes de que
yo le encuentre.
— ¿Cómo te pasaríamos los informes de Paneko, Joe? — preguntó Grosvenor.
—Os llamaré cada dos o tres horas.
Sara cruzó los brazos y se interpuso en el camino de Joe hacia la salida de
la cabina. Lo miró ceñudamente.
—No me gusta lo que vas a hacer. Una cosa es que te pidiera que ayudaras a
una chica en peligro y otra muy diferente lo que piensas. Es peligroso
enfrentarse a gente tan peligrosa, a un gobierno y a una compañía poderosa.
—Sara tiene razón, Joe — dijo Grosvenor —. El comandante Lumpell se ha
tragado tu farol de que tienes amigos en el consejo y en la compañía Peterson,
pero nosotros sabemos que no te será fácil llegar hasta ellos.
—Ése será mi problema — sonrió Joe —. Vosotros largaos y esperad. Dentro de
una hora recibiréis la autorización de la torre del astropuerto.
— ¿Quieres que aguardemos a que un crucero de Tabogarda nos envíe un
recuerdo de Kui? — protestó Hun.
—Bah, no se atreverá. Eso lo dije para impresionar a Loff.
—Eres un fanfarrón, Joe — rió Grosvenor —. No es amigo tuyo, no lo tuteaste
ni una sola vez. — Ante la gente guardamos las apariencias, pero nos queremos
con locura — se burló Joe. Se acercó a Sara y le ofreció la mejilla —. ¿No me
das un beso para desearme suerte?
—Veté al infierno. Ahora me arrepiento de haberte pedido ayuda para Gwela.
— ¿Celosa?
— ¡Oh, te abofetearía, Joe Leonard! — gritó Sara enfurecida.
Joe temiendo que la chica entrase en una de sus crisis y tuviese un
arrebato incontrolado en el que usara sus poderes contra él, optó por salir
apresuradamente de la cabina y se dirigió hacia la salida. . Cerró tras él la
compuerta principal y no se alejó de ella hasta que escuchó el sonido de los
cierres al ser echados por control remoto desde el puente de mando. Luego bajó
por la rampa y caminó a lo largo del muelle.
A pesar de ser más del mediodía, el frío continuaba azotando la llanura. Arriba
brillaba opacamente la ciudad, algo confundido su esplendor falso por la escasa
visibilidad de la atmósfera. Joe caminaba mirando de reojo a un lado y otro.
Una vez creyó ver una sombra que se deslizaba a su derecha, saltando de un muro
para correr a esconderse tras la base de una grúa magnética.
Cuando dejó muy atrás la nave y comprendió que desde ella no podían seguir
sus pasos a través del monitor, Joe caminó más despacio y dejó que sus
seguidores acortaran distancias.
Se entretuvo un momento para encender un cigarro. Ahora se encontraba sobre
un terraplén. A unos cien metros de él se alzaban las guías de un transportador
de mercancías. Pasó un convoy repleto de cajas metálicas, aullando, produciendo
un ruido metálico e infernal.
Dos hombres se acercaron a él y descubrió de soslayo que tres más se
apostaban detrás.
Fumando parsimoniosamente, los esperó. Cuando los tuvo a menos de dos
metros, los apuntó con el cigarro y les dijo:
—Hola, muchachos. Pude haberme largado en la cinta transportadora, pero
decidí aguardaros. Soy muy curioso, ¿sabéis? Hubiera estado preguntándome toda
la tarde qué demonios queríais de mí.
Uno de ellos, de estatura corriente pero fuerte, dio un paso adelante, se
puso a la derecha de su compañero, un tipo alto y delgado, de torva mirada
asimétrica, y dijo a Joe:
—Nos han dicho que Joe Barbarroja no es tonto y lo hemos creído. Ahora tú
debes convencernos de que no nos equivocamos.
— ¿Cómo?
—Entregándonos a la chica que tienes escondida en tu nave. Si persistes en
comportarte como un cretino te vas a buscar muchos problemas. Anda, sé bueno y
déjanos entrar.
—Me resultáis encantadores y voy a sentirme muy desolado por no poder daros
esa pequeña satisfacción — sonrió Joe —. ¿Qué vais a hacer si os digo que no?
¿Buscar a quien os dijo que yo soy muy listo y decirle que no es cierto?
El largo bizqueó ostensiblemente y dijo con voz cavernosa:
—No pierdas más tiempo con él, Kolje. Nos han dado órdenes, ¿no? Ya sabemos
qué hacer. Hay alternativas.
Y sacó una barra de acero del interior de su larga chaqueta que blandió con
gestos de experto luchador de los bajos fondos de Ciudad Alfa:
Joe giró la cabeza. Los otros tres se acercaban a él muy despacio. Entre
los cinco estaba rodeado.
—Nunca conseguiréis entrar en la nave — advirtió.
—Lo sabemos. Pero si te agarramos podríamos canjearte por la chica.
—Eso estaría muy feo. Pondríais a mis tripulantes en un aprieto — Joe soltó
una carcajada —. ¿No habéis pensado que tal vez ellos se alegrarían mucho de
perderme de vista? Se quedarían con mi nave.
—No le hagas caso, Kolje — insistió el larguirucho —. El jefe sabe lo que
se hace.
— ¿Por qué no me lleváis ante vuestro jefe? — propuso Joe —. Sospecho que
él y yo tenemos mucho de qué hablar.
El llamado Kolje contuvo al alto con una mano, cuando ya se disponía a
atacar al capitán.
—Espera — dijo —. El pelirrojo trama algo.
—No eres tan bestia como me temía — suspiró Joe —. Mira, Kolje, yo sé quién
os ha enviado aquí. He salido de mi nave con el propósito de entrevistarme con
él. ¿Creíais que iba a dejarme atrapar?
Leonard, con una rapidez que sorprendió a todos, sacó su láser y apuntó a
los dos hombres que tenía delante. El alto bajó la barra de acero y dejó de
hacer movimientos de amago con ella.
— Somos cinco, Barbarroja.
—Sé contar. Pero yo podría enviaros al infierno antes de que los otros
avanzaran un solo paso. No los veo, pero observo sus sombras que se extienden
delante de mí. Si las noto que se mueven no dudaré en disparar.
Kolje hizo un gesto para que los tres hombres apostados tras Joe
permanecieran quietos.
—No puedes saber quién es nuestro jefe — dijo Kolje.
—Arnold Tuwani,
—No lo conocemos — rió el largo.
—Entonces Peterson o... ¿Altan Kui?
— ¿Qué sabes tú de Arnold Tuwani? — preguntó Kolje.
—Es el nombre de guerra de Menigord Kui cuando se mezcla con gentuza como
vosotros.
— ¡Voy a machacarte! — gritó el alto.
Joe disparó. El haz de luz golpeó en el extremo de la barra y la acortó en
tres centímetros, Su dueño retrocedió un paso. Agitó tanto sus ojos que por un instante
los acopló debidamente, pero en seguida volvió a dejarlos de cualquier manera,
tal vez más bizcos que antes.
—Os estáis poniendo pesados — dijo Joe —. Vamos, ¿vais a llevarme ante
vuestro jefe o sigo disparando? Y recordad que dos de vosotros no se
presentarán a cobrar la paga.
El alto ya no volvió a levantar la barra y Kolje, tras resoplar, dijo:
—Quizá le guste al jefe.
—No lo dudes.
—Le explicarás qué han estado haciendo a bordo esos soldados del Orden.
—Claro que sí — rió Joe —. Es lo que estoy deseando.
Kolje dio la espalda a Joe y echó a caminar.
—Vamos — dijo.
—Un momento. Antes debemos discutir cómo iremos.
— ¿Qué quieres decir?
—No iré como un prisionero vuestro, sino como un invitado. .
El alto miró estúpidamente al jefe de la pandilla, y éste se puso nervioso.
—No sé... — empezó a decir.
—Id vosotros delante y yo os seguiré.
—Está lejos...
—Me lo imagino. Fuera del astropuerto podemos alquilar un par de vehículos.
Vosotros cinco en uno y yo en otro.
—Me temo que al jefe no le va a gustar esto, Kolje — musitó el alto.
— ¿Tú eres capaz de idear algo mejor? — gruñó el cabecilla del grupo. Al
ver que el interpelado se quedaba callado, añadió —: Que nos siga hasta donde
tenemos nuestro deslizador y alquile uno para volar detrás de nosotros.
¡Mierda, no encuentro otro sistema mejor!
Joe reprimió sus ganas de reír. Dejó que los tres tipos que le vigilaban
dieran un rodeo y se unieran a la pareja.
Cuando tuvo a los cinco delante y caminando, se guardó el láser y los siguió.
Joe calculó que entre la sede de las Líneas Peterson y el cubil de Altan
Kui habría como un kilómetro en trazo recto, pero para llegar hasta el palacio
por tierra se tenía que dar una vuelta muy amplia por las zigzagueantes
avenidas.
Cuando bajó del vehículo alquilado, Kolje se acercó a Joe y le dijo en voz
alta, mientras los otros cuatro sicarios permanecían dentro del deslizador:
—He recibido instrucciones, capitán Leonard. Yo le conduciré ante el jefe.
— ¿Por qué no lo llama por su nombre y dejamos de jugar?
—Es que... Bueno, me ha ordenado que le requise su arma.
—No estoy armado.
—No bromee, Barbarroja.
—Me llamo Joe Leonard, capitán. No me gusta el apodo de Barbarroja. Ah, y
tráteme de señor. Por favor.
Kolje se puso colorado.
—No podrá entrar ahí llevando un láser..., señor.
—En ese caso...
Hizo intención de volver al vehículo aéreo que aún aguardaba. Joe no había
abonado la carrera y el conductor esperaba para cobrarla.
— ¿Está loco? — inquirió Kolje —. ¿Va a marcharse ahora?
—Le advertí que entraría como un invitado, jamás como un prisionero. Soy un
capitán estelar y tengo derecho a portar un arma siempre que me apetezca,
incluso en presencia del jefe del consejo.
Kolje abatió los hombros, dándose por vencido.
—Está bien. Mi..., jefe previo su actitud y me advirtió que le dejase
entrar si insistía en no dejarse desarmar.
—Eso está mejor — sonrió Joe —. Diga a uno de sus sicarios que pague el
conductor. No llevo suelto. No olvide de darle una propina.
Y echó a andar en dirección a la entrada. Detrás de él, Kolje emitió una
imprecación y gritó al tipo alto, de nombre Bruei, que abonase el viaje del
vehículo utilizado por el capitán. Luego corrió tras los pasos largos y
decididos de Joe.
Al otro lado de la puerta había una pareja de guardias armados con grandes
rifles láseres. Joe les sonrió al pasar por su lado y se dejó guiar por Kolje
hasta un ascensor.
Kolje sudaba copiosamente mientras la cabina bajaba velozmente. A su lado,
Joe le observaba de reojo, muy divertido por los apuros de su acompañante, pero
no dijo nada y se mantuvo en silencio y con los brazos cruzados. Calculó que,
el descenso se detuvo cuando alcanzaron los sótanos, tal vez en la cuarta o
quinta planta subterránea. En la cabina no había ningún indicador de niveles.
Joe comprendió que era un ascensor privado. Cuando las puertas se abrieron
se encontró en una sala muy grande. Las paredes poseían falsas ventanas que
daban la sensación de entrar en un campo deliciosamente verde, cruzado por
varios riachuelos y bañado por la luz de un dorado sol.
El suelo era de mármol de diversos colores y en el centro de la estancia
había un grupo de mesas, sólo dos de ellas ocupadas por dos hombres, uno de los
cuales se levantó al ver entrar a Joe y le recibió con una sonrisa y la mano
derecha extendida. j — Bienvenido a mi hogar, capitán Leonard. — El hombre
poseía una sonrisa contagiosa, una tez muy bronceada —. Soy Michael Peterson.
Joe le estrechó la mano y le estudió durante un instante.
Peterson invitó a Joe a que se sentara y éste lo hizo dando la espalda al
otro hombre, a quien no había logrado verle bien la cara.
—Le he dicho que éste es mi hogar porque apenas salgo de aquí. Tengo
acondicionados los sótanos y me encuentro feliz en medio de un ambiente
cambiante y plácido — dijo Peterson —. Bien, capitán, como usted no quería
verme para conocer de qué manera vivo, dígame qué puedo hacer por usted.
Joe miró su reloj y dijo:
—Ahora puedo hablarte claramente, señor Peterson, porque en estos instantes
el Satán está despegando del astropuerto y dentro de poco usted no podrá
molestar a Gwela Hontur.
— ¿Usted cree?
Joe observó que las ventanas cambiaban lentamente. El paisaje campesino fue
dejando paso a un campo nevado. Al parecer era un capricho del dueño de las
Líneas Peterson vivir artificialmente, imaginarse estar en diversos ambientes
en lugar de a docenas de metros bajo tierra.
—No se atreverá a mandar sus sicarios a las órbitas libres — respondió Joe,
ahora poco convencido de ello a causa de la sonrisa burlona de Peterson.
—No debió meterse donde no le importaba, capitán. Usted era un residente en
Tabogarda con cierta reputación. ¿Por qué quiere echarla a perder?
—Todo cuanto ha ocurrido estos últimos días alrededor de usted y...
¿Decimos por ahora otra persona? — Al ver asentir a Peterson, Joe añadió —:
Pues bien, han ocurrido cosas que me permiten poder hacerles ahora un favor.
Peterson soltó una carcajada. Detrás de Joe, el desconocido emitió una
risita cavernosa. No quiso volverse para conocer su identidad aunque ya la
sospechaba.
—Comprobaré que es cierto y el Satán ha partido, pero no irá más allá de
las órbitas libres, ¿verdad? — dijo Michael —. Su gente, capitán, no será capaz
de dejarle a usted en la estacada. Es posible que tenga que hacerme alguna
propuesta, pero confío en que no me hará reír de nuevo.
—Le aseguro que no lo hará — dijo Joe secamente —. ¿Quiere apostar algo
conmigo a que la UNEX del Orden dejará el astropuerto y viajará hasta cierto
lugar cuyo nombre les dejará sin aliento cuando lo conozcan?
— ¿Es un acertijo?
—No. Dije a su matón, a Kolje, que iba a decirle a usted por qué estuvieron
en mi nave miembros del Orden. El comandante Lumpell volvió a escuchar a Gwela
Hontur y en esta ocasión le hizo caso.
—Sabemos que el comandante le aconsejó la primera vez que pusiera el caso
en manos de las autoridades locales...
—Están equivocados. Lumpell llamó a la Tierra y ustedes no pudieron
interceptar la transmisión. Gwela le entregó la evidencia de que Menigord Kui
no es otra cosa que un vulgar estafador en sus ratos libres...
Se escuchó un grito ronco y el hombre sentado detrás de una mesa se incorporó
y anduvo renqueante hasta situarse delante de Joe Leonard.
— ¿Me conoce, capitán? — preguntó el hombre, encorvado y obeso, avejentado
prematuramente.
Joe asintió en silencio, y observó de soslayo el gesto de contrariedad en
Peterson, tal vez porque hubiera preferido que Altan Kui continuara apartado de
la conversación, tal vez porque había confiado que Leonard se fuera de allí sin
identificar a su acompañante.
—Usted está jugando con fuego, capitán — barbotó el jefe del consejo —.
Quizá tengan unas imágenes de mi hijo, pero no podrán probar que él intervino
en una supuesta estafa. Además, tengo entendido que la venta fue legal. Allá
esa estúpida si pensó enriquecerse con muy poco esfuerzo. Todo el mundo se
reirá de ella.
—De todas formas existe un atentado frustrado contra Gwela.
—Hay muchos asesinos sueltos en Ciudad Alfa.
—Las evidencias siguen acumulándose, señor — dijo Joe respetuosamente. No
le gustaba la excitación que iba creciendo en Altan Kui —. Y serán definitivas
si mi nave es atacada estando en las órbitas libres. El comandante Lumpell
conoce esto, les advierto. Puedo asegurarles que en la Tierra están
reconsiderando la posibilidad de llevar a cabo la integración.
— No lo creemos — dijo Peterson —. A la Tierra le interesa admitirnos.
Quiere establecerse en este sector y Tabogarda sería una buena cabeza de
puente. Aquí el negocio es próspero. Capitán, ¿por qué supone usted que el
Orden consintió en mantener en el poder a Altan Kui y reconocer como su sucesor
a su hijo? Oh, es cierto que ese cretino no es un modelo, pero lo admitirán,
aunque sospechen que es un estafador de poca monta y está cargado de vicios
menores.
Kui soltó una risa cargada de triunfalismo.
Joe se encogió de hombros.
—Tal vez el Orden se mostró blando a cambio de obtener una base estable,
pero... — el capitán sonrió —. Tal vez puedan alejarse de algo que huele mal,
no mancharse y dejar que sean ustedes los que sirvan de burla a toda la
galaxia.
—Le dije que se dejara de adivinanzas, capitán — pidió Peterson, algo
molesto.
—He sido testigo en mi nave de una curiosa transacción entré la señorita
Hontur y el comandante Lumpell. La primera, como propietaria absoluta de una
línea estelar, cedió en alquiler un planetoide al Orden Estelar por un tiempo
de prueba de dos meses. Curioso, ¿verdad? Dos meses es lo que tardará el
embajador en llegar a Tabogarda.
Altan Kui buscó un asiento y se derrumbó en él. Miró a Peterson y luego a
Joe. Agitó la cabeza y exclamó:
— ¡No entiendo nada! Mike, ¿qué quiere decir el pelirrojo?
Peterson había palidecido ligeramente.
—Espera, Altan — dijo. Se volvió hacia Joe —. ¿Por qué hizo eso Gwela
Hontur? ¿Cuánto dinero ha sacado por el alquiler?
—Su motivo es altruista, ya que sólo ha cobrado un crédito. Esto responde a
sus dos preguntas, señor Peterson.
—Mike, ¿qué planetoide es ése? — preguntó Altan, visiblemente inquieto.
—Condenación, en este asunto tú tienes un poco la culpa, con tus
triquiñuelas para sacar dinero a las compañías. ¿Recuerdas la línea que me
endosaste hace tres años cuando me interesé por la de Regulus Tres-Castean? Pagué
a tu administración varios millones por ella y por la propiedad de un
planetoide que no vale una milésima, una roca en el espacio casi fuera del
límite de este sistema planetario.
—Era la costumbre, Mike...
—Ese planetoide se llama Tagari, que significa engaño en la vieja lengua
tabogardiana — dijo Peterson con despecho.
—Hace tres años no teníamos tantos intereses en común, Mike...
Joe asistía divertido a la escena, aunque se esforzaba porque no trasluciera.
Vio que el viejo político dejaba de pronto de mostrarse sumiso, se
envalentonaba e increpaba a su aliado:
—Además, la culpa sería tuya. ¿Por qué tenías que desprenderte de esa línea
por una cantidad miserable?
—No me acuses, Altan. La línea hacia Tagari la transferí a una sociedad
subsidiaria con la intención de olvidarme de ella. ¡Jamás entró en mis
proyectos vender nada!
— ¿Por qué se vendió? — gritó el jefe del consejo. ; — Antes no le di
importancia, pero ahora lo averiguaré. Yo no di la orden de vender la línea a
Tagari. Sospecho que fue tu maldito hijo quien convenció al pelele que yo había
puesto al frente de esa fachada para embaucar a alguien que viniera a Tabogarda
con la pretensión de ser el embaucador. Lo descubriré, Alan, te lo prometo.
—Esas estafas se han hecho a menudo, lo sabes. Las otras compañías se
desprendían de las rutas inútiles a costa de los recién llegados.
—Pero yo nunca lo hice, ésa es la diferencia. Altan, saca a tu hijo de ese
centro donde intentan convertirlo en un hombre y dile que quiero hablarle.
Altan exclamó:
—A mi hijo déjalo en paz.
— ¿Cómo quieres que lo deje en paz si vino corriendo a mí para pedirme que
recuperase esa grabación que guardaba Gwela?
—Y tú, para complacerle, no dudaste en enviar a tus asesinos.
—Iba a hacerle un favor, Altan. En realidad, te estaba — haciendo un favor
a ti. El problema ahora es resolver esta crisis. Si el Orden se conforma con un
planetoide todo se irá al traste. Cuando en la Tierra sepan qué clase de hijo
tienes como heredero romperán el tratado.
—Tú tienes que solucionarlo. Tuviste la culpa al principio cuando creaste
esas sociedades destinadas a perder dinero y justificar semejantes pérdidas
cuando en Tabogarda el Orden estableciera el nuevo sistema fiscal.
Joe estaba a punto a soltar la carcajada cuando vio que Peterson lo miraba
y hacía un gesto a Altan para que callase.
—Ese tipo lo está escuchando todo — musitó el viejo.
—Claro, estúpido — dijo Peterson —. Nos hemos dejado llevar por la pasión.
— ¿Qué vamos a hacer ahora? — gimió el jefe del consejo.
—No te preocupes. Leonard está acabado. No saldrá vivo de aquí.
Altan retrocedió un paso, asustado ante la tranquilidad de que Joe hacía
gala.
— ¡Está armado!
—Lo sé — reconoció Peterson.
— ¿En qué estabas pensando cuando le dejaste entrar armado?
—Aquí no le servirá su láser — rió Michael —. Mi hogar está acondicionado
para impedir que un arma funcione —.Despacio, extrajo una pistola y pareció
jugar con ella, aunque no dejaba de mirar al capitán.
Joe se levantó fingiendo estar muy cansado.
—Suponía que aquí había una de esas trampas tan costosas. No, no tema nada,
señor Kui. No intentaré siquiera comprobar si es cierto que mi láser es un
trasto inútil.
— ¿Por qué está tan tranquilo? — musitó Kui.
—Sé que me dejarán salir.
—No se haga ilusiones, capitán — dijo Peterson —. Usted sabe demasiado.
—Pero me necesitan. El Orden sólo tiene Tagari por dos meses.
—Gwela puede ampliarles el arrendamiento, incluso venderles el planetoide,
¿no?
—Seguro, pero no lo hará porque dentro de dos meses yo seré el propietario,
de Tagari y su inútil línea estelar.
— ¿Vuelven las adivinanzas, capitán?
—No. La noche antes de que Gwela hablase con Lumpell yo la convencí para
que me vendiese la línea. Se la pagué muy bien, por cierto, y al contrario se
le puso la fecha para dentro de dos meses.
— ¿Por qué lo hizo?
—Sólo para que ella pudiera alquilar Tagari al Orden y conseguir del
comandante una promesa de sacarla de aquí cuando quisiera. Además, a mí no me
importó que sacara una tajada más de beneficios: un crédito.
— ¿Con qué fin?
—No sean tontos los dos — rió Joe —. El precio de Tagari subiría muchísimo
después de tener un arrendatario de tanta importancia como el Orden. Por eso
ustedes, pensé, no vacilarían en mejorar la oferta que sin duda me hará la
Tierra dentro de dos meses.
— ¿Nos está insinuando que nos ofrece la venta de Tagari? — preguntaron
Peterson y Altan Kui al unísono.
—Vaya, al fin lo han comprendido — sonrió Joe —. No son ustedes tan tontos. El Orden podría pagar veinte millones. ¿Qué les parece cuarenta?
—Quizá no debimos dejarle ir — musitó.
— ¿Qué otra cosa podíamos hacer? — gruñó Peterson. Su estado de ánimo no
podía ser más oscuro y el paisaje de las ventanas era tétrico, pesimista —. Lo
retuvimos lo bastante para enterarnos que la UNEX avisó su partida con sólo
cinco minutos de antelación, el mínimo exigido, y se largó al espacio. Quizá
viaje en estos momentos hacia Tagari, un mundo pequeño que tendrá a su
disposición durante dos meses y que podrá comprar si nosotros no nos
anticipamos.
—Son cuarenta millones, Peterson — gimoteó Altan.
—Cien veces más de lo que pagó Gwela por la concesión, maldita sea. Es
mucho dinero, sí, pero si no pagamos el Orden tendrá por veinte millones un
mundo de su propiedad y la cabeza de puente que sólo hubiera obtenido cediendo
a nuestras pretensiones. Altan, nuestros sueños de poseer un dominio comercial
en quince o veinte mundos están ahora más lejos que nunca.
— ¿Por qué no apresaste a Leonard? Teníamos la ocasión de obligarle a que
nos vendiera por nada. Yo tengo hombres capaces de doblegar la voluntad al más
terco de los tercos. Incluso debimos haberlo registrado. Quizá llevaba con él
las acciones y los títulos de propiedad...
—Leonard no es tan tonto como para meterse en la boca del lobo sin un as
escondido.
—Nos ha dado un plazo muy corto para que decidamos si compramos o no.
—Mis hombres le están siguiendo. Yo confío en que termine conduciéndonos
hasta donde guarda la documentación.
Altan sugirió:
—Es posible que la haya dejado en su nave...
—No lo creo. Leonard puede temer que abordemos el Satán aunque esté en las
órbitas libres. Mantengamos la calma, Altan.
—Yo, la verdad, no confío en la habilidad de tu gente, Mike...
Peterson se rascó la barbilla. Parecía que su humor mejoraba porque en las
ventanas surgía un paisaje menos tétrico que el anterior. Iban apareciendo
campiñas que se llenaban muy despacio de pasto y algunos arbolitos.
—Leonard es un jugador nato. Le gusta apostar fuerte y hacer faroles — de
pronto surgió una sonrisa en los labios de Peterson —. Tal vez no sea cierto
todo ¿Cuánto ha dicho? Pienso que deberíamos hablar con el comandante Lumpell.
Altan preguntó:
— ¿Para qué?
—Para el Orden sería un estupendo negocio comprar por veinte millones una
base, más barato que integrar a Tabogarda en su organización; pero de cara a la
opinión galáctica parecería una jugada sucia. La realidad es que quiere firmar
el tratado de una vez. Me pregunto: ¿Por qué la UNEX se ha largado tan
inesperadamente?
—Ese comandante ha cometido una falta de cortesía al no despedirse de mí,
del jefe del consejo. Elevaré una protesta oficial.
—Cállate, viejo, no digas tonterías. Existe un compromiso, ¿no? Esa fulana
llamada Gwela no ha podido convencer al comandante únicamente con una grabación
de tu hijo. Tiene que haber algo más y yo estoy dispuesto a averiguarlo por el
comandante, sea como sea.
— ¿Quieres que yo le llame? Si tú lo hicieras resultaría anormal.
—En eso tienes razón — Peterson sonreía —. ¿Quién mejor que el respetable
Menigord Kui, tu heredero, para hacerlo?
Altan exclamó:
— ¿Mi hijo? Ignoro cómo estará ahora. El tratamiento no puede haber surtido
efecto. Es demasiado pronto.
Peterson dijo:
—Pues tendrá que estar sereno y convincente, Altan. Una conversación con tu
hijo haría una buena impresión a Lumpell. Hazle venir aquí cuanto antes. No
tardaría nada por el túnel.
—Pero...
Peterson le cortó:
—No me discutas, Altan, no me discutas. Sé lo que voy a hacer.
—Está bien, pero soy de la opinión de que deberíamos pagar a Leonard.
—Ni lo sueñes. Ese Barbarroja no me quitará un solo crédito. No se reirá de
mí.
El agitar de dedos de Peterson pareció empujar a Kui hacia el comunicador
más próximo, en donde vaciló un instante antes de sentarse. Su hijo, cuidado
por un equipo de expertos psiquiatras y médicos, había mejorado algo durante
los pocos días de tratamiento, pero aún no confiaba mucho en él. Claro que
podía bajar hasta la residencia de Mike en pocos minutos utilizando el túnel
que unía el edificio de las Líneas Peterson con su palacio, un camino que sólo
ellos dos y pocos más conocían, pero... El viejo agitó su cabeza, nada
convencido de que la táctica de su socio pudiera dar buen resultado.
No obstante, Altan Kui reclamó la presencia de Menigord.
* * *
Leonard no tuvo necesidad de volver una sola vez la cabeza para saber que
era seguido. Era lo lógico. Peterson había puesto tras sus pasos a los mejores
elementos de que debía disponer.
El capitán, después de salir del edificio, caminó despreocupado por las
calles comerciales de la ciudad, donde el lujo era estridente y la seguridad en
sus calles bastante elevada.
Por un momento alzó la cabeza e intentó taladrar las nubes que se cernían
sobre la ciudad. Quiso imaginarse que el Satán discurría plácidamente a unos
sesenta mil kilómetros de Tabogarda. Pensó en la UNEX del comandante Lumpell,
para algunos alejándose del planeta en dirección al borde del sistema, hacia su
destino llamado Tagari. Todo iba bien, decidió mientras encendía su pipa. Al
fin había conseguido renovar su reserva de tabaco en un local donde se lo
cobraron como si se tratara de oro. Si no fuera porque después de aquel jaleo
sería recomendable para su salud salir corriendo de Tabogarda, hubiera
intentado traer una buena partida de tabaco. Sería un buen negocio, sí. Sonrió
y se alejó después de ver cómo dos hombres se hacían los distraídos. No, no
eran muy buenos, pensó.
Almorzó en un buen restaurante. Allí no entraron sus seguidores, tal vez
porque su paga no les permitía semejante estipendio. Luego volvió a pasear y al
caer la tarde se metió en un local donde presenció un espectáculo vulgar, se
bebió varios tragos y esperó a que anocheciera.
En el local sí entraron los secuaces de Peterson. ¿O eran de Altan Kui? Joe
había creído ver que no eran los mismos tipos que estuvieron tras sus pasos
desde que salió del edificio de la compañía.
Llamó a Paneko a la taberna que acostumbraba frecuentar. Le dijeron que había
salido hacía pocos minutos. La camarera era su informadora y le explicó que el
pequeño navegador parecía muy excitado.
—Creo que lo veré pronto — dijo Joe antes de cortar la comunicación —.
Gracias, encanto, te recompensaré.
Joe salió de la sala y cruzó la calle para entrar en un establecimiento
repleto de juegos. Allí se apostaba fuerte y casi todas las mesas estaban
ocupadas por tensos, nerviosos y pálidos clientes. Unos pocos sonreían, los
escasos ganadores por el momento.
Se mezcló entre la diversa multitud y se ganó, a base de codazos, un puesto
en una ruleta. Cambió dinero por algunas fichas y las fue colocando
distraídamente sobre diversos números. Mientras simulaba jugar, sus agudos ojos
escrutaban la sala.
Descubrió á Paneko justo en el momento en que una de sus apuestas había
resultado favorecida. El croupier le arrimó fichas por valor de más de cinco
mil créditos. Joe sonrió. La suerte parecía guiñarle aquella noche en la que no
tenía intención de jugar. Mientras hacía gestos a Paneko para que se acercara,
la ruleta se detuvo dos veces más en los números elegidos por él.
Con un gesto desabrido, molesto por abandonar la buena racha, Joe se alejó
de la mesa con los bolsillos llenos de fichas. — Se encontró con Paneko
mientras se dirigía hacia la caja.
—Camina a mi lado — le dijo —. No estoy seguro, pero me temo que me
vigilan.
Paneko, cuya cabeza apenas llegaba a los hombros de Joe, anduvo muy pegado
a él. Contempló lleno de envidia cómo el capitán recibía a cambio de sus fichas
más de veinte mil créditos.
—La suerte seguirá a tu lado toda la noche, Joe — susurró.
— ¿Qué quieres decir?
—Un tipo del consejo me encontró en la taberna y me dijo que te diese un
mensaje.
— ¿De quién?
Paneko miró a todas partes antes de responder:
—De Altan Kui. — Lo he visto esta mañana — Joe arrugó el ceño. Aquello no
entraba en sus previsiones, por lo que le disgustaba —. Suponía que iba a ser
Peterson quien me llamase.
—La gente que te seguía esta mañana era de Peterson, pero lentamente fue
desplazada por agentes de Kui. Y no se trataba de un relevo acordado, no. Los
fueron apartando de manera muy violenta.
— ¿Por qué? — Preguntó Joe. Miró a su alrededor. Creyó descubrir a un
hombre que tenía todas las trazas de ser un policía de Kui.
Paneko lo miró preocupado.
—Por tus dioses, Joe. ¿Qué estás tramando? Las personalidades más
importantes del planeta están detrás de ti. ¿Qué pasa?
—Cuanto menos sepas, mejor, y más altos serán tus beneficios.
—Altan Kui quiere hablarte. A solas y con tu promesa de que jamás dirás
nada a Michael Peterson. Joe anduvo hasta cerca de la salida. Allí habían tres
hombres que olían a policías desde lejos. Se detuvo y fingió distraerse
contemplando una partida de dados. Pensó en las palabras de Paneko. ¿Qué
maquinaba Altan Kui? ¿Una acción desligada de su socio? Consideraba muy radical
al jefe del consejo, drástico en sus soluciones. Se preguntó qué había ocurrido
durante las horas transcurridas desde que dejara a los dos personajes.
—Lo siento, Paneko, pero no tengo la menor intención de entrevistarme con
Kui.
—No podrás evitarlo. Te seguirán sus hombres a todas partes y acabarán
llevándote a la fuerza ante Kui. Tu nave partió...
—Sé cómo esconderme en esta ciudad.
—Eso será si logras salir de aquí.
—Lo he hecho de situaciones peores — sonrió Leonard.
Paneko no lo dejó marchar cuando hizo intención de hacerlo, diciéndole:
—El enviado de Kui me advirtió que tú debías saber que la UNEX ha dado
media vuelta y regresa a Tabogarda.
Aquello inquietó a Joe, Reconoció que no esperaba oírlo. Todo su tinglado
empezaba a venirse abajo. A esta conclusión llegó con amargura mientras
intentaba idear la forma de eludir a sus vigilantes, seguro ahora de que no
iban a conformarse con seguirle, sino que le apresarían apenas conocieran que
no tenía el menor interés de seguirlos para hablar con su amo.
Joe recordó que una vez salió de una sala de juegos desparramando cientos
de monedas, alzando una muralla humana entre él y sus perseguidores. Pero
aquella noche había ganado mucho dinero y en esta ocasión no tenía el menor
deseo de gastar tanto. Retrocedió de espaldas y buscó la puerta de los lavabos.
A mitad de camino había un policía disfrazado de paisano. Aquél maldito no
podía disimular cuál era su profesión. Parecía encontrarse a disgusto sin el
uniforme. Joe lo maldijo. No encontraba la forma de burlarlo...
De pronto, el policía se llevó las manos a la boca y corrió hacia un rincón
para vomitar. La gente que estaba cerca de él lo apartó irritada. Joe aprovechó
que tenía libre la puerta de los lavabos y entró en ellos, sin darse cuenta de
que Paneko le seguía.
Una vez en el interior, afortunadamente vacío, Joe buscó una ventana o una
puerta que le llevara a la parte trasera del edificio. Había un ventanuco a dos
metros de altura del suelo, entonces el capitán descubrió que Paneko estaba a
su lado y lo alzó, diciéndole:
—Ábrelo.
El pequeño navegador luchó con el cierre y terminó moviendo negativamente
la cabeza.
—Lo siento, pero esto no se abre desde hace un siglo. Oxidado.
Joe dejó caer a Paneko al suelo y arrimó un taburete a la pared. No tardó
mucho en comprobar que su amigo tenía razón. El maldito cierre parecía estar
soldado al marco de la ventana. Estaba a punto de echar mano a su láser, aunque
sabía que un disparo produciría un resplandor tan vivo que sería notado desde
la sala, cuando el hueco quedó libre al caer al suelo la ventana con estrépito.
Algo soltó un chispazo dentro de la mente de Joe, rememoró cuando la suerte
le sonrió una noche y ganó una fortuna. Claro que entonces tenía pon él a Sara.
No estaba tan turbado como para no comprender que le acababan de ocurrir cosas
que le gritaban que la chica podía estar muy cerca.
Subió a Paneko hasta la ventana y lo empujó. Escuchó una maldición. El
navegador parecía no haber caído muy bien. Luego se encaramó y miró al
exterior. Había un callejón al otro lado, escasa luz y dos figuras que se
movían. Una, por su estatura, era evidente que no podía ser otro que Paneko. La
segunda figura se movía con una gracilidad tan acusada que le gritaba en
silencio que se trataba de una chica, de Sara concretamente.
Cuando Joe se reunió con ella le faltó tiempo para decirle:
—Como no creo que Hun y Grosvenor hayan sido tan bestias como para haber
vuelto, seguro que tú bajaste de la nave antes de que partiera.
El rostro de Sara se adelantó hasta un rayo de luz procedente de un anuncio
y le sonrió tímidamente.
—He sido tu sombra durante todo el día, siempre tras tus constantes
seguidores, Joe. Lo siento, pero hubiera enloquecido quedándome en el Satán.
¿Sabes? Estuve a punto de intervenir cuando te vi rodeado de sinvergüenzas en
el muelle, hasta que comprendí que querías contactar con el amo de las Líneas
Peterson.
Joe sacudió la cabeza. ¿Qué podía hacer? Asió a Sara de un brazo y la
empujó hacia la salida del callejón.
Paneko trotó detrás de ellos.
Joe exclamó:
—Te daría una tanda de azotes en tu lindo culo si no fuera porque me has
hecho un grandísimo favor provocando esas náuseas en el tipo que me impedía
entrar en los lavabos.
—Dame mejor las gracias — resopló Sara —. Estaba tan excitada que me deje
llevar por mi impulso y coloqué varias veces la bola de esa ruleta donde tú
apostabas.
—Ah, encima debo darte las gracias — rió Joe sordamente.
Impidió que Sara siguiera caminando y su otra mano se hundió en el bolsillo
buscando el láser. Al final del callejón se les alzó una muralla formada por
siete individuos.
Joe vio a uno retroceder a trompicones. Ya estaba sacando su arma cuando
observó de reojo que Paneko corría a ocultarse tras unas cajas vacías. Sonrió.
Teniendo a Sara a su lado la pelea iba a resultar un juego, divertida incluso.
Lanzó un grito y decidió no usar el arma. Le bastarían sus puños, y debía darse prisa si no quería que Sara le quitara el placer de golpear caras de estúpidos policías vestidos de paisano.
Estaba en una habitación circular de alto techo. A su derecha, Sara
dialogaba con alguien a quien él no podía verle la cara porque le daba la
espalda.
La chica descubrió enseguida que Leonard había recobrado el conocimiento,
dejó de conversar y anduvo hasta él, le acarició la barba y luego le hizo
inclinar la cabeza sobre sus senos, susurrándole palabras que el hombre apenas
logró entender, tan suaves fueron pronunciadas.
—Estoy estupendamente así, pero me gustaría saber qué demonios pasó en
ese... Sí, era un callejón y yo creía que íbamos a escaparnos de los polizontes
de Kui.
Quien había estado hablando con Sara se incorporó de la silla que ocupaba y
se volvió hacia ellos. Joe sólo pudo contemplarlo con un ojo porque el otro lo
tenía muy próximo de un pezón de Sara y no le apetecía apartarlo de allí. Sin
embargo, lo reconoció y dijo con asombro:
—Menigord Kui...
—El mismo, querido capitán Leonard — sonrió Menigord con voz suave. Puso
los brazos en jarra y ladeó la cabeza —. Mi violento papá empleó sus artimañas
para neutralizar los poderes de tu chica. Un poco de gas te dejó noqueado,
Barbarroja.
—No soy su chica, te lo dije — sonrió Sara.
—Y yo te aconsejo que no me llames Barbarroja. Por muy delfín que seas
debes llamarme capitán o señor. Tengo título...
—De muy poco va a servirte tu título en Tabogarda — suspiró el joven Kui.
Con gesto amanerado se alisó su cuidada cabellera, larga y dorada.
— ¿Qué quieres decir? — preguntó Joe. Le dolía la cabeza, quizá como
consecuencia del gas inhalado.
—Mi papá tiene preparada tu expulsión oficiar de este planeta, así como
anular la inscripción de tu nave.
— ¿Cuál es tu papel ahora, Menigord?
—Como siempre, soy utilizado. Mi padre finge adorarme en público, pero en
realidad me aborrece. Le hubiera gustado que yo fuera como él, tan
sinvergüenza. Como no me seducía el poder y la riqueza, y el dinero sólo lo
necesitaba en su cantidad justa para encontrar placeres, me abandonó a mi aire
hace tiempo, aunque con la aparición del Orden sintió necesidad de mí otra vez
para que me convirtiera en su sucesor.
—Mira, después de todo no parece ser tan malo — sonrió Joe.
Cuando Sara se apartó de él echó de menos el calor de los pechos.
La chica miró con recelo la puerta cerrada y dijo:
—Michael Peterson hace proyectos a largo plazo. En su pacto con Altan
impuso la condición de que éste nombrase su heredero a Menigord, para así
seguir gobernando en la sombra este planeta.
—Eso es — dijo Menigord —. La salud de mi padre no es muy buena y los
médicos no le echan más de diez o quince años de vida. A su muerte, Peterson
sería el amo. Gracias a mí, claro.
— ¿Y no te importa ser usado?
— ¿Qué puedo hacer? Además, a cambio de representar el papel ganaría algo,
¿no? Podría realizarme, llevar a cabo mis inclinaciones artísticas.
Joe soltó un bufido y se dijo que sabía perfectamente cuáles eran aquellas
apetencias artísticas del joven Kui.
En aquel momento se abrió la puerta y entró Altan Kui. Miró con desagrado a
su hijo y anduvo hasta la pareja. En el pasillo quedó una pareja de policías.
— ¿Qué haces aquí?, — preguntó a Menigord, ahora sin dignarse mirarlo.
—Acabo de llegar de las oficinas de Peterson, papá. Me enteré que tenías
prisionera a una mujer y pensé que podía tratarse de la señorita Hontur, ante
quien me hubiera gustado disculparme por haberla involucrado en este jaleo. Es
una chica simpática — echó un vistazo a Sara —. Claro que su amiga también lo
es.
—No me hables de Gwela Hontur — rugió Altan —. Y tú tampoco deberías
ponerte delante de mi vida, condenado. Por tu culpa estamos comprometidos y
este jaleo me va a costar un dineral — miró a Joe y a Sara y les dijo
suavemente —: Ustedes no son mis prisioneros.
— ¿No? — ironizó Leonard —. No me gustan sus métodos de tratar a los
amigos.
—No tenía otra forma de traerles hasta aquí. ¿Acaso no les dijo Paneko que
quería verle a solas?
—Sí. Por cierto, ¿dónde está mi amigo?
—En la habitación contigua. Capitán, no puedo perder tiempo.
—Ni yo tampoco. El plazo que les di se está acabando.
— ¿Por qué no quiso entrevistarse conmigo? Me obligó a emplear la fuerza.
—Usted era quien se oponía al pagó con mayor vehemencia. Me imaginé que
buscaba librarse de mí o emplear la fuerza para que le cediera mis derechos
sobre Tagari.
Altan soltó una carcajada.
—Todo lo contrario, capitán. — El jefe del consejo sacó un montón de
brillantes certificados y varios documentos. Todo lo extendió cuidadosamente
sobre la cama que había estado ocupando Joe —. Estoy dispuesto a zanjar el
asunto. Mientras mi socio buscaba afanosamente una salida a la crisis, yo pensé
en ceder. Le pagaré los cuarenta millones ahora mismo, ordenando una
transferencia de estos certificados a un banco del planeta Branta, si me firma
la venta de la línea a Tagari, que será de mi propiedad dentro de dos meses, cuando
termine el alquiler al Orden. Será una decisión irrevocable, que se hará legal
al día siguiente de que Gwela Hontur haya terminado de ejercer su propiedad.
—Esto es una sorpresa para mí — reconoció, sin necesidad de fingimiento
alguno.
Joe miró a Sara y ésta se encogió de hombros, muy significativamente.
—Mi papá es así de sorprendente — suspiró Menigord —. Hágale caso y firme,
capitán. Cuanto antes. Peterson podría aparecer en cualquier momento y echar
por tierra el negocio. Existe un túnel que une sus oficinas con este palacio,
un recorrido que puede hacerse en pocos minutos. Hace un rato yo hablé con el
comandante Lumpell y repetí todo lo que dictaba Mike. ¿Sabía que la UMEX está a
punto de descender en el astropuerto?
— ¿Qué le dijo al comandante?
—Que jamás se pretendió estafar a la terrestre Gwela Hontur y que ésta
recuperaría todo su dinero. Mi intervención en el negocio fue inocente y no se
me interpretó adecuadamente. Le juré que la chica había aceptado mis disculpas
y retirado la denuncia, por lo que sería devuelta de inmediato a la Tierra a
bordo del Satán y el gobierno de Tabogarda correría con todos los gastos.
— ¿Peterson te dictó todo eso para el comandante? — sonrió Joe.
—Aja. Expliqué a Lumpell que Gwela recibiría su dinero esta misma noche en
el Satán, tal como nos exigió como reparación.
—Y eso podría hacerse, capitán — dijo Altan —. No obstante, los planes de
Mike son obligar al Satán a alejarse de Tabogarda bajo la amenaza de los
patrulleros y forzarte a ti a cederle bajo presión la titularidad de Tabari. Un
escudo de silencio rodearía tu nave y su tripulación no tendría otra
alternativa que obedecer. El Orden Estelar jamás sabría que a poca distancia de
este planeta el Satán iba a sufrir un lamentable accidente y nunca llegaría a
la Tierra.
Joe bajó la mirada y fingió consultar los documentos. Quiso imaginarse cuál
había sido la reacción de Lumpell ante aquella sarta de mentiras. Si el
comandante tenía aún alguna duda respecto a cuanto había escuchado de él y
Gwela en el Satán, ahora debía ser muy convencido de que los dirigentes de
Tabogarda eran unos sinvergüenzas, incluso unos asesinos. Era comprensible que
Loff hubiera ordenado dar media vuelta a la UNEX para regresar precipitadamente
a Tabogarda, dispuesto a poner las cosas en claro de una vez.
Pidió una pluma, tras asegurarse de que la transferencia se había
efectuado, y firmó la cesión a nombre de Altan Kui y sus herederos de la línea
comercial a Tagari, después de varios años de haberla vendido. La operación
costaba a las arcas públicas más de treinta y ocho millones de créditos.
— ¿Puedo pensar que usted entregará a la señorita Hontur la parte que le
corresponde? — preguntó Altan, guardándose con satisfacción los papeles y
viendo que Joe se embolsaba los certificados.
El capitán asintió y se preguntó cuánto tiempo hacía que Altan no consumaba
una operación legal. Un negocio así debía significar una novedad para aquel
truhán.
Lumpell estaría furioso, lleno de impaciencia por bajar de la UNEX, correr
hacia el palacio y pedir explicaciones.
Seguro que Peterson iba a quedarse de piedra al enterarse de que Gwela no
permanecía en el Satán, sino que había estado junto al comandante cuando éste
escuchó a Menigord Kui.
—Siento mucho no haber venido antes, Honorable Kui — dijo Joe al jefe del
consejo —. Jamás pude sospechar que usted quería dejar zanjado este asunto a
satisfacción de todos.
Altan torció el gesto, disgustado.
—A veces hay que saber perder — admitió. Mi problema será ahora convencer a
Peterson de que mi actitud era la mejor. Creo que comprenderá que ha valido la
pena la inversión. Supongo que la señorita Hontur, una vez que haya recibido su
dinero, no tendrá inconveniente en retirar sus acusaciones.
—Ella estará muy interesada en hacerlo. No tendrá ningún problema,
Honorable. Recibirá la grabación que Gwela poseía como prueba — aseguró Joe. Se
acercó a Sara, la tomó del brazo y dijo —: ¿Podemos marcharnos? La Hermandad me
proporcionará una lancha y volaré cuanto antes al Satán.
—Eso es sensato, capitán — dijo Menigord, interviniendo ante la actitud
incómoda de su padre —. No confíe mucho en que mi papá convenza a Peterson,
pero éste no expulsará de las órbitas libres al Satán hasta mañana. Si parte
esta misma noche estará a salvo dentro de varias horas.
—No tendré más remedio — dijo Joe con falso pesar —. Puesto que mi nombre
ha sido borrado de las personas gratas en Tabogarda...
— ¿Es que cree que podría permanecer aquí después de haberme sacado esa
fortuna? — rezongó Altan —. No quiero volver a verle por este planeta, capitán.
Nunca más.
—Branta es un buen sitio para recomenzar mis operaciones — rió Joe —. Dudo
que sus dirigentes estén pensando en admitir la presencia del Orden durante
muchísimos años.
—Pueden irse — Altan se volvió hacia su hijo —: ¿Te resultaría muy molesto
conducir a estas personas a la salida?
—Lo haré encantado, papá — respondió Menigord con una sonrisa melosa.
Ejecutó un movimiento de brazo para señalar la puerta a la pareja. Joe y
Sara salieron al pasillo y allí escucharon un ronco exabrupto de Altan. Sin
duda alguna le costaba mucho hacerse a la idea de que había soltado cuarenta
millones.
Había más policías en el pasillo de los que Joe viera por la puerta cuando
llegó Altan Kui. Demasiados a su entender.
Como si le hubiera adivinado los pensamientos, Menigord le explicó en voz
baja:
—Mi padre cree que Peterson querrá verle pronto, y no le interesa que entre
en palacio mientras ustedes I están aquí. La verdad es que le teme y por eso ha
bloqueado el túnel, cerrándolo a Mike y su gente con una guardia doble. Incluso
yo tuve dificultades para I que me dejaran pasar. Vamos, hay que darse prisa.
Joe no necesitaba que le apremiaran para querer salir del palacio. Era el
primer interesado en alejarse de la ciudad, llegar al astropuerto y meterse de
cabeza en una lancha de la Hermandad que le conduciría hasta el Satán. Sólo
lamentaba no poder despedirse de Gwela. Su relación con ella no había llegado
hasta donde hubiera querido. No volvería a verla y lo sentía.
Se detuvieron unos instantes ante una puerta y el guardián que la vigilaba
la abrió a una indicación de Menigord. Apareció Paneko, muy asustado, y sonrió
aliviado al ver que allí estaban Joe y aquella pelirroja tan atractiva.
—Demonios, por un momento temí que fueran a llevarme a dar un paseo del que
jamás volvería — dijo el navegador.
—En un hangar de la azotea les espera un deslizador — dijo Menigord. Se
había parado ante un ascensor y lo estaba llamando con impaciencia.
En aquel momento se produjo un fragor en el fondo del pasillo y varios
guardias echaron a correr hacia el origen del ruido. Menigord se había quedado
inmóvil, pálido, con el dedo puesto en el botón de llamada del ascensor, cuyo
panel estaba apagado. Las luces del corredor perdieron intensidad, el
nerviosismo entre los policías aumentó y los oficiales intentaron restablecer
el orden dando atronadores gritos.
Altan Kui surgió de la habitación que había servido de celda a Joe y Sara.
El hombre anduvo renqueante y se apoyó en una pared. Desde allí, moviendo su
cabeza a un lado y otro, gritó:
— ¡Peterson ha perdido la paciencia y está atacando a mis hombres en el
túnel! — un capitán corrió hasta ponerse delante de él y aguardó —: Corra y
dígale que le recibiré dentro de poco.
—Las comunicaciones están cortadas, señor — respondió el oficial de policía
—. La energía no llega a palacio y estamos usando el sistema de emergencia.
—Que no respondan al ataque — dijo Altan. O esto acabará en una batalla
campal.
—Será difícil que mis hombres se mantengan callados — replicó el capitán,
furioso y contrariado —. ¿Vamos a dejar que nos aniquilen?
Todavía cerca del ascensor, Joe Leonard preguntó a Menigord:
— ¿Es posible que Peterson cometa la insensatez de usar la violencia?
—Siempre dije a papá que Peterson era muy peligroso, que el día menos
pensado se convertiría en el dueño del planeta y a él lo usaría como felpudo,
una vez disecado. Esto se ha puesto muy feo, amigos. Me temo que no vais a
poder llegar hasta el hangar con los ascensores fuera de servicio.
—Pero hay escaleras, ¿no? — preguntó Paneko —. A mí no me importaría subir
veinte pisos, de veras. Lo que quiero es alejarme de aquí.
— ¿Qué pretende Michael Peterson? — inquirió Sara.
—A vosotros — suspiró Menigord —. Yo tenía la sospecha de que entre la
gente al servicio del palacio tenía a varios espías. Seguro que alguno de estos
le han dicho que vosotros estabais aquí y mi padre pensaba pagaros:
—Esto es increíble — dijo Joe sacudiendo la cabeza —. ¿Es que la gente se
pone a disparar en vez de dialogar? Demonios, que Altan explique a Peterson que
todo está bajo control... —.
—Peterson ha debido sospechar una — trama contra él promovida, por mi
padre. No sé..., pero algo extraño ocurre.
Los policías que habían corrido hasta el fondo del pasillo regresaban.
Huían atropelladamente, arrollando a los demás agentes que aún permanecían en
sus puestos. Altan Kui y su oficial también fueron empujados y el jefe del
Consejo de Tabogarda se reunió con el grupo. Se encaró con Joe Leonard y le
dijo atropelladamente:
—Mi socio se ha vuelto loco. Tengo que hablar con él antes de que destruya
mi palacio. Ha cruzado el túnel y ahora está aquí al frente de un centenar de
sus matones. No va a dejarme otra salida que pedir ayuda a la milicia — Un
gesto de dureza crispó su rostro —. Se va a arrepentir de esto, lo juro.
De pronto cesó el fuego y el repliegue de los pólizas terminó de forma
menos atolondrada. Un agente llegó corriendo y se puso firme delante de Altan
Kui.
—Honorable, el señor Peterson exige que depongamos las armas y que usted le
entregue al capitán Leonard y cuantos prisioneros tenga. En caso contrario
invadirá el palacio y le advierte que no responderá de su seguridad.
—Tengo que hablar con ese loco — jadeó Altan —. No es posible que se haya
enfurecido tanto su caso poco probable, alguien le ha contado que he pagado a
Leonard.
—Es comprensible que un hombre esté desesperado, — dijo Menigord,
increíblemente sereno en medio de tanto nerviosismo —. Sobre todo en su caso,
con la gente del Orden rodeando su edificio y pisándole los talones a través
del túnel.
— ¿Las tropas de la UNEX han salido del astropuerto? — espetó Altan a su
hijo —. ¿Cómo lo sabes?
—Sí, apenas aterrizó esa enorme nave, el comandante ordenó el desembarco de
sus brigadas de infantería. Creo que hay un apartado en el protocolo que le
permite hacer uso de su fuerza en el caso de flagrante intento contra la
seguridad de un ciudadano de la Tierra, de Gwela Hontur por ejemplo.
—Esto no lo entiendo, pero te juro que lo aclararé enseguida — dijo Altan.
Miró al emisario y le gritó —: Que dejen pasar a Peterson y su gente, pero que
retengan a los soldados del Orden en el túnel el mayor tiempo posible.
—No será por mucho tiempo — opinó Joe.
—Cállese usted — exclamó Altan —. ¿Se imagina cuál puede ser el motivo que
ha movido al comandante a esta acción violenta?
—Quizá puede responderle su hijo — sonrió Joe.
Altan se giró hacia Menigord, quien se encogió de hombros y dijo:
—No sé, pero me figuro que cuanto dije a Lumpell, según las indicaciones de
Peterson, era increíble para él, por la sencilla razón que Gwela no estaba en
el Satán como intentábamos hacerle ver, sino a bordo de la UNEX, como yo bien
vi un instante en la pantalla, antes de que ella, a una indicación del
comandante, se retirara del campo de visión. Claro que Mike no la descubrió
como yo — acentuó su sonrisa —. Ni me molesté en decirle que la nave no
regresaba por los motivos que él deseaba, sino porque el comandante ya se había
cansado de escuchar embustes por todas partes. . Mientras en el corredor los
policías terminaban de apaciguarse, una vez corrido el rumor de que no habría
enfrentamientos con la gente que llegaba por el túnel, y se producía un tenso
silencio, Joe demandó a Altan Kui con toda la autoridad que fue capaz de poner
en sus palabras:
—Honorable, no complique más las cosas y déjenos ir. Peterson nos quiere
prisioneros para usarnos como rehenes. Díganos cómo podemos llegar a la azotea,
aunque sea usando una escalera manual.
Altan se secó el sudor que había estropeado su maquillaje y durante unos
segundos estuvo mirando lleno de rabia al capitán Leonard, a Sara y a Paneko.
Sus ojos chispeaban maliciosamente cuando dijo muy despacio:
—Estoy dudando si ponerlos debajo de la cabina del ascensor y luego hacerlo bajar para que los aplaste o...
Suspiró:
—Es muy valiosa, un recuerdo de Estregan TV — dijo mirando con reproche a
Joe, quien apenas logró contener sus deseos de volcar la mesa, todavía su furia
hirviéndole en la sangre —. Por favor, Leonard, ¿por qué no te calmas?
—Llevo aquí un montón de horas suplicándote que me prestes una lancha —
rugió Joe.
—Hombre, no tantas...
—Las suficientes para que mi paciencia se haya esfumado. Vamos a ver,
Milcaniff, ¿no soy un miembro de la Hermandad? ¿Desde cuándo se ha dejado de
ayudar a uno de ellos en un caso de apuro? ¡Y no me vengas con el cuento de que
no tienes a mano ningún trasto capaz de llevarme hasta el Satán!
Milcaniff, el representante del gremio de los navegadores en el astropuerto
de Tabogarda, se pasó la mano por la frente. Se agitó nervioso en su asiento,
miró al capitán, luego a los acompañantes de éste, a la hermosa chica pelirroja
y al pequeño hombre llamado Paneko, quizás el único asustado del grupo que
había acudido a su oficina en busca de ayuda. Estaba cansándose de aguantar las
palabrotas del capitán y su malhumor.
—La Hermandad... — empezó a decir Milcaniff, con la remotísima confianza de
ganar algún tiempo, y preguntándose cuándo demonios iba a presentarse la
persona que le había conminado a retener allí al capitán — Leonard y sus
amigos.
— ¡A la mierda la Hermandad y tú si no sois capaces de ponerme en mi nave!
Al menos podías dejarme un comunicador para que yo pudiera ordenar a Grosvenor
que descendiera, ¿no?
De soslayo, Milcaniff vio que la chica, exuberante y con un revuelto de
caballera roja, casi tanto como arreboladas tenía sus mejillas, apartó al
capitán y apoyó sus manos en la mesa, e inclinándose hacia él, le dijo
secamente:
—Yo también me he cansado de esperar, señor delegado fantoche.
— ¡Oiga, no le consiento...!
Pero Milcaniff tuvo que consentírselo. Apenas pudo entrever que Joe
sonreía, como si ya presintiera lo que iba a pasar. Un segundo más tarde se
encontró suspendido en el aire y cabeza abajo, agitando los brazos y piernas
sin conseguir enderezarse.
— ¡Bájeme, maldita paranormal! En mi mundo de origen la habrían quemado por
— bruja.
Sara cruzó los brazos y entornó los ojos a medida que dibujaba una sonrisa.
Milcaniff bajó como medio metro y su cabeza chocó ligeramente con el suelo.
Luego volvió a subir.
—Le ablandaré el cerebro si no me dice qué se propone reteniéndonos aquí —
sentenció Sara.
— ¡Me lo ordenó el comandante!
— ¿Qué comandante? — inquirió Paneko, asomando su cabeza junto a la cadera
de Sara.
—Obviamente, el comandante Lumpell — gruñó Joe —. ¿Y tú has cedido a las
presiones de un maldito jefe del Orden, Milcaniff?
— ¡Ese tipo llenó de miedo a todos en el astropuerto cuando esparció a sus
soldados! Me dijeron que estaban ocupando la sede de la compañía Peterson y el
palacio de Altan Kui. Por los dioses, Leonard, ¿qué jaleo has armado tú? Por
ahí se dice que has provocado la caída del gobierno:.. ¡Pero bajadme de una
puñetera vez!
—Déjalo — pidió Joe a Sara.
Milcaniff estaba descendiendo pausadamente cuando se abrió la puerta de la
habitación y apareció el comandante Lumpell bajo el dintel. Varios soldados
vestidos de negro y plata formaban un nutrido grupo tras sus espaldas.
—Milcaniff cumplía mis órdenes, capitán Leonard — dijo Lumpell entrando en
la estancia y echando una mirada curiosa al delegado, quién de nuevo en su
sillón no dejaba de resoplar lleno de alivio —. Yo estaba muy ocupado
desenredando la madeja que usted dejó tan complicada. No sabía cuánto iba a
tardar y se me ocurrió que el único que podía facilitarle el medio para llegar
hasta su nave era el representante de la Hermandad. No quería que se marcharan
tan campantes con los bolsillos llenos.
El comandante hizo una señal a sus soldados y dos de estos se apartaron
para dejar paso a Gwela Hontur.
Sara acudió a saludarla y las dos mujeres se estrecharon las manos y
besaron. Luego, la terrestre se dirigió hacia Joe y le ofreció sus labios.
Cuando se apartaron, le dijo risueña:
—El comandante me ha contado que le sacaste el dinero a esos dos
sinvergüenzas — se volvió para mirarlo levemente —. Me dijo también que
pretendías largarte con mi parte, pero yo no le creí.
— ¡Claro que no debiste creerles, preciosa! — exclamó Joe. Se metió una
mano en el bolsillo y sacó los certificados, empezando a apartar varios —. Esto
es lo que te corresponde, más un diez por ciento para que te cubran los gastos.
¿Cómo pudo decirte ese comandantucho que yo iba a ser capaz de semejante
felonía? Pero si todo lo organicé para ti, encanto.
—Aún sobran demasiados millones, capitán — dijo Lumpell. Con un gesto
rápido arrebató a Joe el resto de los certificados. Cuando Leonard quiso
recuperarlos se encontró con dos soldados que se interponían entre él y el
comandante —. Sabemos, capitán, que usted podría revocarlos desde ese planeta
donde Altan Kui transfirió el dinero a su nombre.
—No soy un canalla.
—Tal vez, pero estaré más tranquilo si me los quedo.
—El resto me pertenece.
—Es posible, pero estaría por ver. De todas formas usted ordenó la partida
de su nave a las órbitas sin el correspondiente permiso y esa acción conlleva
una fuerte multa. ¿No es así, señor Milcaniff?
El delegado asintió gravemente, y algo sonriente porque tenía la
oportunidad de fastidiar a Barbarroja.
—No me ha gustado nada que me haya utilizado para sus trapicheos, Leonard —
aseveró Lumpell —. Cuando esté en Branta recibirá su parte..., lo que le quede
de tantos millones.
—Está cometiendo un abuso de poder — rugió Joe.
El comandante Loff Lumpell sonrió de oreja a oreja.
—Sin darse cuenta usted me ha dado la ocasión de intervenir en los asuntos
domésticos de Tabogarda. Si tanto estudió el protocolo de adhesión al Orden
Estelar, debió detenerse en el apartado que me confería el poder de hacerlo en
caso de disturbios. No sólo aprovecharé la escasa legalidad del gobierno
actual, sino que he destituido a Altan Kui y nombrado a un nuevo jefe de Consejo.
En cuanto a Michael Peterson... Bueno, ese tipo ha cometido demasiadas
irregularidades financieras desde que comenzó su sociedad ilegal con el viejo
Kui. Si sale con bien del proceso que se le incoará podrá irse con algunos
créditos en el bolsillo, pero seguro que perderá su tinglado, todas sus líneas.
Además, no es uno de los diez mil ciudadanos de Tabogarda, sino uno más entre
los muchos millones de residentes que, como usted me avisó, no tiene derecho al
voto.
Joe hubiera soltado allí mismo una gran carcajada si no fuera porque la
aventura parecía que no iba a terminar tan satisfactoriamente para él como
había confiado.
—Creo que usted es algo cruel con Joe, comandante — dijo Gwela melosamente.
—Y usted una ingenua — replicó Loff —. ¿No ha tenido bastante con que la
hayan engañado una vez? Leonard es un tunante, un sinvergüenza. Jamás le
dejaremos poner sus pies en Tabogarda. .
— ¿Volver yo aquí? — gritó Joe —. Ni lo sueñe, hombre. Yo no acostumbro a
vivir en los mundos que el Orden convierte en asquerosos cubiles de gentes
honradas. En Branta estaré como en mi casa, y no se figure que permitiré que se
me robe el dinero que gané legalmente. Buscaré picapleitos que llevarán hasta
los tribunales al mismísimo Orden Estelar.
—Hágalo — rió Loff, en realidad divertido ante el capitán. Aquel tipo le
caía bien, pero no podía dejarle que se saliera con la suya. Sabía que no iba a
recuperar un sólo crédito de los certificados decomisados, y casi lo lamentaba.
—No te hagas ilusiones, Joe — intervino Sara —. Yo conozco bien a esa gente
y sé que no permitirán que recuperes una milésima.
Loff la miró. Entornó los ojos y dijo:
—Es una lástima que usted hubiera abandonado la organización, Sara. Una
chica tan hermosa y tan lista siempre hubiera sido de utilidad.
—Ni lo sueñe, encanto. Me marcharé con el capitán.
—Gwela dio un paso y se puso al lado de Joe, de quien colocó en las manos
sus certificados.
—Y yo también. Si él me acepta, claro — Miró a Joe —. Si te has quedado sin
blanca necesitarás a un socio.
Joe suspiró.
—Qué remedio. La vida en Branta es cara y necesitaremos dinero hasta que
pueda centrarme y busque algún negocio — la besó —. Bienvenida a esta partida
de locos, socia.
— ¿Qué le pasará a Altan Kui, comandante? — preguntó Sara —. El viejo es un
sinvergüenza, pero al final tuvo un gesto bueno hacia nosotros dejándonos huir
del palacio antes de que llegaran usted y Peterson.
—Será retirado. Creo que su sucesor no tendrá inconveniente en fijarle una
paga como compensación.
—Por cierto, ¿quién es el nuevo jefe del consejo? — preguntó Joe.
Totalmente relajado, mostrando su parte más humana, el comandante sonrió
irónicamente y dijo:
—El Orden aceptó el sistema sucesorio de Tabogarda. Por lo tanto, Menigord
Kui es el nuevo jefe del consejo.
—Al menos este planeta tendrá un dirigente divertido — rió Sara.
—Vamos, váyanse de una vez — les apremió Loff —.Fuera les espera una
lancha. Tienen diez horas para alejarse de Tabogarda.
— Usted también parece sentir unos deseos parecidos, comandante — sonrió
Sara —. ¿Me equivoco?
— ¿Cómo ocultarlos a una paranormal? Es cierto, y creo que voy a tener
suerte. Mi relevo, tras los conocimientos que ha tenido la Tierra, llegará
antes con el embajador. Ya me espera un nuevo destino, aunque me temo que será
más aburrido que éste.
— ¿Podemos saber cuál?
—Sí, no es ningún secreto. Han surgido problemas en un lejano planeta
agrícola, un Mundo Olvidado que jamás tuvo población propia. Se llama Ompya.
—No le veo como agricultor — dijo Gwela.
—Sigo sin tener suerte — sé lamentó Loff —. Siempre me envían a sitios
aburridos o complicados, como este planeta.
Apenas entraron en el Satán, Joe se dirigió al puente de mandó tras recibir
los saludos de Grosvenor y aun.
Los dos miembros de la tripulación ya tenían conocimiento de lo que había
sucedido, pero el capitán les acabó de poner al corriente.
—Nos vamos a Branta — dijo —. Grosvenor, Hun, os presento a nuestro nuevo
socio. Gwela Hontur ha sido tocada por el virus de la aventura y creo que no
sería capaz de aceptar una vida aburrida y cómoda en la Tierra; se viene con
nosotros.
Aprovechando que las dos mujeres se habían retirado por el pasillo hacia el
camarote de Sara, Grosvenor preguntó:
— ¿Sólo accediste por dinero, jefe?
— ¿Qué quieres insinuar?
—Oh, lo has entendido, tu mirabas demasiado á Gwela. Tal vez confías en que
ella no sea tan imprevisible como Sara y te haga más agradable la vida en la
nave, entre viaje y viaje.
— ¿Eso te importaría? — Joe arqueó una ceja. Había notado que Grosvenor
parecía sentir hacia su compatriota cierta inclinación, algo más que un simple
afecto.
—Te advierto que tendrás que pelear conmigo..., por ella.
—No digas majaderías. Ninguna mujer es capaz de perturbarme.
Hun, testigo mudo hasta entonces del diálogo, se retiró del puente rompiendo
su silencio con imprecaciones y comentarios despreciativos en su idioma.
—Á estos terrestres no hay quien los entienda — añadió en lengua común.
— ¡Yo no soy terrestre! — le rectificó Joe.
—Quise decir humanos. Me gustaría que me dijeras dónde naciste, capitán,
sólo por curiosidad. — Y Hun terminó alejándose.
—No hagas caso a ese oso panda, Grosvenor — dijo Joe gravemente —. Tú y yo
siempre seremos amigos, ¿verdad?
—Claro que sí. ¿Nos vamos de las órbitas?
—Cuanto antes.
—Cada vez hay más gente en el Satán — se lamentó Grosvenor.
A mitad de camino hacia Branta, cuando aún faltaban dos días para avistar
el planeta, Joe pidió a Sara y Gwela que preparasen un banquete, les entregó
las llaves de la despensa y las dos mujeres confeccionaron una comida exquisita
y abundante. Grosvenor se sintió generoso también y sacó un par de botellas de
su patria. Incluso dejó que Joe degustara algunas copas.
En la sobremesa, fumando el capitán Leonard su vieja cachimba, les anunció
que quería darles una sorpresa y puso sobre la mesa media docena de títulos.
—Son parte de los certificados que te dio Altan Kui — dijo Sara al
reconocerlos.
—Así es — sonrió Joe —. Aunque Lumpell me hubiera registrado no los habría
encontrado todos. Estos me los escondió Paneko. Así son las cosas. No vamos a
tener problemas en Branta para reemprender nuevos negocios.
— ¿Quieres decir que me rechazas como miembro de la sociedad? — preguntó
Gwela.
Leonard la miró con arrobamiento.
— Nada de eso. Sólo tendrás que poner una parte de tu dinero, el que te
corresponde. Ya ves que no he consentido que te asocies conmigo porque me
encontraba sin fondos.
—Paneko fue honrado contigo — dijo Sara —. Al final no te portaste bien con
él. Creo que debiste haberle contratado. Estaba loco por trabajar contigo.
—Ya somos demasiados en esta nave — gruñó Hun:
Joe recogió los certificados. Se pasó la cachimba al lado opuesto de los
labios y rezongó:
—No me fío de Paneko. Se emborrachó o drogó mientras conducía un carguero
de las Líneas Peterson. De todas formas no tardará en encontrar un trabajo en
esa compañía cuando tenga una nueva dirección.
—Paneko sólo se emborracha cuando está libre de servicio — sentenció
Grosvenor.
—Eso creía yo — sonrió Joe —. Pero lo que puso en su informe era demasiado
increíble.
—Es la segunda vez que lo mencionas — dijo Sara —. ¿Qué escribió Paneko?
Joe se sorprendió de que súbitamente recordara lo que hacía unos días le
fue imposible, — Al parecer dijo que en su viaje de regreso, cerca de la zona
de Ruskana, o en un plano cercano a su aproximación por el hiperespacio, se
topó con algo tan grande construido por seres inteligentes que tenía más de
cien mil kilómetros cuadrados — soltó una risa corta —. Paneko lo calificó como
una montaña de metal que flotaba en el espacio. Mejor dicho, una cordillera
entera que acabó desapareciendo de su vista al ser impulsada por una fuerza
superlumínica...
Sara saltó de la silla y tiró sobre el mantel su copa que todavía contenía
vino, ante la desolación de Grosvenor.
— ¿Paneko vio eso? — Miró con ojos muy abiertos a Joe —. Joe Leonard,
maldito capitán beodo y desmemoriado. ¿Tú sabías eso y no me lo dijiste?
— ¿Qué te pasa, Sara? — preguntó Joe con mirada estúpida.
— ¡Cabeza hueca! — le gritó ella —. ¿Es que no te dije en cierta ocasión
que mi Lorenzo se marchó un maldito día en busca de un mundo donde había una
nave tan grande como una montaña medio enterrada? ¡Por los dioses del infierno!
¿Por qué no pensaste como un ser racional y asociaste lo que dijo Paneko con lo
que tú sabías de mí?
— ¿Desde cuándo una montaña puede elevarse de un planeta y vagar por los
aires? — protestó Joe.
—Esa ruta de Paneko está muy próxima a la única salida conocida del sector
NN-598, el que tú nunca has querido visitar.
—Yo... — Leonard, vas a buscarme a Paneko, lo traerás ante mí y me
permitirás que lo interrogue.
—No puedo volver a Tabogarda, encanto...
—Envíale un mensaje y que se reúna con nosotros en Branta.
—Pero...
— ¡Lo harás! — gritó Sara.
—Está bien, maldita sea mi suerte — asintió Joe —. Le pagaré un viaje en
primera clase.
Hun dejó de comer y cruzó los brazos. La discusión entre los humanos le
fastidiaba. Chillaban demasiado, pensó. Pero lo peor era que aquel tipo llamado
Paneko, tan antipático, tenía muchas posibilidades de acabar en la nómina del
Satán.
Claro que si sólo fuera eso... Los informes de Paneko y el afán de Sara por
encontrar a su humano Lorenzo podían traer consecuencias imprevisibles para
todos.
Y Hun sabía que pocas veces se equivocaba en sus predicciones, sobre todo cuando tendían a ser nefastas.
FIN
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