domingo, 28 de mayo de 2023

LA NAVE VENGADORA (CLARK CARRADOS)



Clark Carrados es Luis García Lecha, que  nació en la localidad riojana de Haro el 11 de junio de 1919, pero desarrolló toda su actividad literaria en Barcelona, donde residió durante buena parte de su vida, colaborando principalmente a lo largo de su dilatada carrera como escritor con dos editoriales, ambas barcelonesas, Toray primero y Bruguera posteriormente. 
Funcionario del Estado en excedencia, durante varias décadas vivió profesionalmente de la escritura, reintegrándose a la función pública cuando, a principios de los años ochenta, la literatura popular comenzó a declinar en nuestro país. Octogenario y jubilado, durante los últimos años de su vida se dedicó, según sus propias palabras, a descansar. Falleció el 14 de mayo de 2005.


CAPÍTULO I

 El hombre corría desesperadamente, como si le persiguiesen cien legiones de diablos. De cuando en cuando, volvía la cabeza y miraba hacia atrás y lo que veía le hacía apretar el paso, con un olvido total de la fatiga que atenazaba sus músculos.

Para Vix Forster, aquella situación era una pesadilla. No hacía siquiera una semana, era un distinguido primer oficial en una astronave comercial. Ahora, por un extraño azar del destino, se había convertido en un proscrito, cuya cabeza sería pronto pregonada en cien años luz a la redonda... si quienes le perseguían daban tiempo a que se emitiesen los correspondientes boletines de reclamación.

Vix no quería ni pensar siquiera en lo que le esperaba caso de ser atrapado. El único pensamiento fijo en su mente era el de la fuga.

Aquel planeta, Morib I, tenía una capital, Moribia. Una gran urbe... pero como todas las grandes urbes de todos los planetas y de todos los tiempos, con su cinturón de viviendas miserables en torno al núcleo central, habitadas por gentes de ínfima condición.

Allí vivían fugitivos, tahúres, estafadores, ladrones, asesinos... Solía decirse que en la parte baja de Moribia la vida no valía una décima de milésima de «garant», la moneda universal de la Galaxia.

Ni aun el propio Vix habría sabido explicar satisfactoriamente por qué se había dirigido a la parte baja de la ciudad. El hecho de que fuese un evadido de la justicia moribiana no era una garantía para la conservación de su existencia.

Cualquiera de los habitantes de la parte baja le habría entregado a sus perseguidores en el acto. La suerte de Vix estribaba en lo avanzado de la hora.

Las callejuelas estaban desiertas. Sus pasos resonaban fuertemente en el amarillento empedrado del suelo, hecho con losas de granito moribiano. Apenas si se veía una luz en alguna esquina, en tanto que, a poco menos de mil metros, la urbe estallaba de luminosidad.

Se detuvo una vez, creyendo que el corazón iba a saltarle del pecho. Aguzó el oído y captó rumor de pasos a no excesiva distancia.

—Por allí —oyó una voz.

Otro dijo:

—Lo mejor será acordonar la zona. De este modo, no podrá escapar, capitán.

—Sargento —ordenó alguien de voz autoritaria—: pida al cuartel general transportadores individuales. De este modo, podremos explorar también desde el aire.

—Al momento, capitán.

Vix se dio por perdido. Si lo rodeaban por tierra, los que volaban le verían inmediatamente, puesto que, además, usarían gafas de visión nocturna.

Corrió cincuenta metros más. Muy a lo lejos, divisó unas siluetas confusas.

Eran los temibles guardias moribianos, de quienes se decía que no hacían preguntas, sino que disparaban antes de hablar.

Aterrado, Vix se pegó a un muro. Hubiera dado algo por confundirse con la pared.

De repente, aquella pared cedió tras él. Vix estuvo a punto de caerse de espaldas.

—Entre —susurró una voz femenina a sus espaldas.

Una mano agarró su brazo derecho. La pared resultó ser una puerta que cedió apenas hubo cruzado el umbral.

—Me persiguen —dijo Vix.

—Lo sé —manifestó la mujer—. He oído los boletines de noticias sobre su fuga, que transmitían cada diez minutos. El locutor advirtió que nadie debería concederle refugio so pena de ser condenado como cómplice de un traidor.

—Yo no soy un...

—Por favor —le interrumpió ella—. Dejemos esto. Quiero ayudarle, pero usted tiene que ayudarme a mí.

—Todavía no sé quién es usted, señora —dijo Vix.

La luz se encendió en aquel momento. Vix se encontró frente a una mujer joven, de unos treinta años, vestida con ropas humildes, pero limpias, y en cuyo rostro se divisaban huellas indudables de pasados sufrimientos.

—Soy Lutta Cobnack —se presentó ella.

Vix parpadeó.

—Su nombre me suena —dijo.

Lutta sonrió amargamente.

—Hija de Ilh Frast y viuda de Thoo Cobnack, condenados a muerte por traidores y ejecutados hace año y medio —aclaró.

—Lo siento —dijo Vix—. Ahora yo me encuentro en la misma situación.

—Sin culpa, ¿verdad?

—Sin ninguna clase de culpa, señora Cobnack.

—Llámeme Lutta a secas, por favor. Sí, ya sé que alguien le tomó por mensajero a su llegada a Morib, con objeto de pasar así inadvertido. Quien no pasó inadvertido fue usted.

—El tribunal se negó a aceptar mis declaraciones de inocencia.

—Lo sé también. Y ellos saben que usted es inocente, pero han querido hacer un escarmiento para futuras tentaciones de otros oficiales de astronave. El hombre que puso el mensaje en sus bolsillos, sin que usted lo advirtiera, ha sido capturado.

Vix respingó.

—¿Qué le han hecho?

—Está muerto. No declaró.

—¿Ni siquiera me exculpó?

—No le dieron tiempo. Supo que iba a ser detenido y se anticipó a la tortura.

Vix inspiró con fuerza.

—Al menos, podía haber dejado una declaración escrita...

—Eso no resuelve ya su problema —dijo Lutta fríamente—. Hablemos ahora de la forma de resolverlo.

—¿Puede conseguirlo?

—Sí.

—¿Cómo?

—Le haré salir de Morib, pero usted ha de prometerme entregar un mensaje a...

—¿A...?

Los ojos de Lutta chispearon.

—El nombre que voy a pronunciar le repugnará —dijo.

—Escuche, he oído tantas cosas durante esta semana, que una más, por muy repugnante que sea, no va a impresionarme en absoluto. ¿Quién es ese hombre?

—Emmon Bellias.

Hubo una pausa de silencio. De pronto, antes de que Vix tuviera tiempo de hablar, sonaron unos fuertes golpes en la puerta de la casa.

—¡Abran! —gritó en el exterior una voz imperativa—. ¡En nombre del Estado planetario de Morib I, ¡abran! 

*     *     * 

Lutta abrió la puerta. Varios hombres irrumpieron bruscamente en la casa, capitaneados por un sujeto de recia complexión y vestido con el uniforme rojo de los guardias planetarios de Morib I.

En las hombreras del uniforme se veían los tres anillos estrellados de plata que indicaban su grado de coronel. Lutta quedó frente al sujeto, quien, a su vez, la contemplaba con sarcástica sonrisa.

—Bien, bien —dijo el coronel Wedda—, miren a quién hemos ido a encontrar en esta casa. Hacía tiempo que no nos veíamos, ¿verdad, señora Cobnack?

Lutta hizo un gesto de desprecio.

—Mi padre y mi marido murieron asesinados, pero el año y medio que ha transcurrido desde entonces ha sido el más feliz de mi vida, porque no he tenido que soportar su presencia, coronel.

—Arisca como siempre —rio Wedda—. Bien, muchachos, registren la casa palmo a palmo —miró a Lutta de nuevo—. Estoy seguro de que una conspiradora habitual como usted, ha dado refugio al traidor evadido de las prisiones del Estado.

Lutta cruzó los brazos.

—Busquen todo lo que quieran —dijo —. No encontrarán nada.

Los guardias se desparramaron por la casa. Wedda puso las manos en el cinturón y separó ligeramente las piernas.

—La he atrapado al fin —dijo —. Usted seguirá el mismo camino que su padre y su marido.

—Si encuentra al fugitivo, claro.

—Lo encontraremos. ¿En qué mejor sitio que en su casa podría esconderse?

—Está equivocado —Lutta se encogió de hombros—. Pero, claro, no voy a sacarle de su error, coronel.

Los guardias seguían revolviéndolo todo. Wedda dijo:

—Me dan ganas de someterla a tormento para hacerla hablar. Seguro que nos diría lo que queremos saber.

—¿Tan grande es la casa que necesita torturarme para encontrar al fugitivo?

Wedda enrojeció de ira.

—Si lo encontramos, irá junto con él al incinerador. Y los quemaré vivos, sin anestesia previa, ¿me ha oído?

—Vivir en un mundo gobernado por déspotas no es cosa que eleve el ánimo precisamente. Y morir cuesta poco... Y uno deja de ver a los bárbaros que ostentan el poder.

—No repetirá eso cuando esté en la cámara de incineración —masculló Wedda rabiosamente.

Uno de los guardias, con galones de sargento, llegó en aquel instante:

—Señor —informó—, en la casa no hay nadie más.

Los ojos del coronel Wedda despidieron centellas de ira.

—Tal vez me haya equivocado —dijo—; pero sigo considerándola como sospechosa.

Lutta sonrió despreciativamente.

—Un perro fiel no puede ser objeto de desprecio, porque carece de inteligencia. Usted sí lo es, porque es inteligente y se ha convertido en un perro de presa al servicio del gobierno.

Wedda alzó la mano para golpearla, pero, en el último instante, se contuvo y bajó el brazo.

—Volveremos a vernos —prometió—. ¡En marcha!

Momentos después, la casa quedaba vacía de sus poco agradables visitantes.

CAPÍTULO II 

Una hora después, Lutta, tras cerciorarse de que los guardias se habían marchado definitivamente, se dirigió al centro de la estancia y golpeó el suelo en determinado punto con el tacón de uno de sus zapatos.

Un cuadrado del suelo giró silenciosamente hacia arriba. Vix Forster emergió, respirando el aire a pleno pulmón.

Saltó fuera del agujero. La losa, de casi veinte centímetros de grosor, volvió a cerrarse suave y silenciosamente.

—Un magnífico escondite —alabó.

—Lo preparamos hace tres años —explicó Lutta—. Por desgracia, en el momento oportuno, quienes lo construyeron no tuvieron tiempo de utilizarlo. Pero dejemos el tema. ¿Quiere tomar algo?

—¿Tiene aguardiente? Necesito una copa más que cualquier otra cosa, Lutta.

—Se la traeré al momento, Vix.

La joven se alejó y regresó un minuto después.

Vix, con los nervios relajados en parte, estaba sentado en un sillón.

El aguardiente le hizo sentirse casi como nuevo. Lutta se sentó frente a él, con los codos apoyados en las rodillas muy juntas.

—Hablábamos de Emmon Bellias —dijo.

—Un nombre muy poco recomendable —calificó Vix, con la copa mediada en la mano derecha.

—Sólo para quien no conoce la verdadera historia. Usted sabe dónde está, ¿no?

—En efecto. El gobierno moribiano lo confinó en Benafza para el resto de su vida.

—¿No se ha preguntado nunca por qué el gobierno lo confinó, en lugar de incinerarlo?

Vix parpadeó.

—Mi nacionalidad no es la moribiana —dijo—. Soy de otro sector de la Galaxia y no estoy muy bien enterado de los asuntos políticos de Morib.

—Comprendo. De todas formas, el propio Bellias se lo explicará a usted cuando le lleve mi mensaje.

—¿Cree que conseguiré llegar a Benafza? Son treinta y ocho años luz de distancia... y no se puede viajar en mis condiciones.

—Usted viajará con toda seguridad —afirmó Lutta muy seria—. Sólo quiero que me prometa que entregará el mensaje a su destinatario.

Vix hizo un gesto de indiferencia.

—¿Por qué no? —contestó—. Mi gobierno se ha desentendido de mí. Sabe que soy inocente, pero prefiere creer en mi culpabilidad, a fin de evitar roces con Morib. Me he convertido en un paria, así que todo me da igual. No podrán incinerarme dos veces.

—Si obra con un poco de astucia, no sólo salvará la vida, sino que es muy posible que un día consiga reivindicar su nombre —afirmó Lutta—. Bellias vive en Benafza, como ya le he dicho. Su dirección no es un secreto para nadie, pero usted tendrá que verle con la mayor discreción posible.

—Entendido. ¿Qué le diré?

—Aguarde un momento.

Lutta se retiró unos instantes a las habitaciones interiores. A los pocos momentos regresó con una cajita plana y un par de pinzas en las manos.

Vix contemplaba intrigado las operaciones que realizaba la mujer. Lutta abrió la cajita y sacó un trozo de material flexible, transparente y sumamente delgado, el que, con ayuda de las pinzas, colocó sobre la uña del pulgar izquierdo de Vix.

Acto seguido, Lutta recortó el círculo hasta dejar sus contornos idénticos a los de la uña. Admirado, Vix pudo comprobar que la uña no había perdido su aspecto normal.

—¿Está el mensaje en ese trozo de película? —preguntó.

—Sí —Lutta hizo presión sobre la uña con sus dedos—. A partir de este momento, sólo podrán quitar el mensaje de su uña de dos formas: el procedimiento que usará Bellias... o cortándole el dedo. Entonces la película se despegaría por sí sola.

Vix se estremeció.

—Prefiero el primer método —dijo—. ¿No tengo nada más que decirle a Bellias?

—Sólo una cosa: «He perdido la lima de las uñas». Será suficiente, ¿ha comprendido?

—No es una contraseña difícil. ¿Eso es todo?

—Suficiente. Ahora voy a darle instrucciones para que pueda salir de Morib.

—Está bien, hable.

—Le alteraré un poco el rostro y le daré ropas nuevas, para que no le reconozcan fácilmente. En el aeropuerto, buscará a Pitk Irsten. Es el sobrecargo de la «Stivia».

Vix repitió los nombres.

—¿Y bien?

—Irtens se ocupará de usted. Eso es todo.

—¿No habrá riesgos?

—En absoluto.

—¿Tengo que dar mi nombre a Irsten?

—Puesto que oficialmente no viajará en la «Stivia», ¿qué más da?

Vix suspiró.

—Imagino que Irsten sabrá que voy a buscarle.

—Por supuesto —Lutta sonrió y su bello rostro pareció recobrar el encanto de antaño—. Vix, buena suerte.

—Gracias por haberme ayudado, Lutta. Ojalá sea feliz de nuevo algún día.

—Sólo lo conseguiré cuando este gobierno de miserables haya sido derribado y sus bárbaras leyes derogadas. En buena parte, ello depende de su éxito en el viaje, Vix. Y ahora, por favor, vamos a ver si cambiamos su aspecto para que pueda llegar al astropuerto sin dificultades. 

*     *     * 

—Tiene la piel atezada, bigote recto, que le cubre todo el labio superior y usa blusa gris claro y pantalones azul oscuro. ¿Has entendido, Pitk?

—De acuerdo, Lutta. No te preocupes de más. Yo cuidaré de tu amigo.

—Gracias, Pitk. Sabía que podía confiar en ti. Adiós y buen viaje.

Lutta cortó la comunicación y salió de la cabina pública, desde la cual había hablado con su amigo.

Dio dos pasos. De repente, divisó en la esquina próxima al coronel Wedda.

Wedda abandonó su actitud indiferente y separó los hombros del muro. Lutta se sintió invadida de un vivísimo terror.

Echó a correr. Wedda se lanzó en su persecución.

—¡Párate, maldita! —gritó.

Lutta no hizo el menor caso de la intimación. Wedda desenfundó su pistola vibratoria.

—¡Alto o disparo! —bramó.

La mujer se vio perdida. Sabía lo que le iba a ocurrir si era atrapada.

Giró sobre sus talones. En su bolso llevaba un arma.

Wedda no disfrutaría con su tortura. Ni tampoco permitiría que le arrancase su secreto.

Levantó la mano. Wedda fue más rápido. A fin de cuentas, estaba habituado a usar las armas.

El proyectil vibratorio alcanzó el pecho de la mujer. La cara de Lutta sufrió una transformación espeluznante.

Todo su cuerpo fue recorrido instantáneamente por una serie de descargas vibratorias que se producían a millares por segundo y con una longitud de onda apenas superior al milímetro. En unos segundos, la carne y los huesos se confundieron en una horripilante pasta sanguinolenta que se derramó sobre las losas, formando un repulsivo montón rojizo que infundía náuseas a quien lo contemplaba.

Wedda hizo una mueca, aunque no precisamente de repugnancia.

—Una traidora menos —masculló.

Los gritos de alarma sonaban a su alrededor, pero él no hizo el menor caso. Volvió la cabeza y dirigió la vista hacia la cabina de comunicaciones, a la vez que una amplia sonrisa de satisfacción se formaba en sus labios. 

*     *     * 

—Venga por aquí —dijo Irsten.

Vix Forster, seguro con su nuevo aspecto, caminó detrás del sobrecargo de la astronave. Irsten le condujo a lo largo de varios pasillos, sucesivamente situados en puentes distintos de la nave, pero siempre a nivel inferior, hasta que, al fin, llegó ante una puerta señalada con el rótulo de Bodega T.

Irsten abrió la puerta. La bodega estaba atestada de cargamento ya convenientemente estibado.

El sobrecargo cruzó por un pasillo formado por varias pilas de cajones de enorme tamaño, hasta alcanzar el fondo de la bodega. Allí había un cajón de forma cúbica y de unos dos metros de lado, ante el cual se detuvo el sobrecargo.

Irsten presionó una de las aristas y media cara del cajón giró a un lado. Vix se quedó atónito al ver lo que había dentro del cajón.

—Esto es...

Irsten sonrió.

—No es usted el único que viaja como polizón —dijo—. Ahí tiene agua y comida para dos semanas. La litera es un poco estrecha, aunque suficiente. Los servicios sanitarios no son de lujo precisamente, pero... sirven.

—Entiendo —dijo Vix, sonriendo también—. Me gustaría pagarle lo que hace por mí, Irsten.

—Ya lo han hecho otros en su lugar —contestó el sobrecargo—. Un consejo, Vix.

—Sí, dígame.

—No salga de aquí hasta que oiga dos golpes seguidos y otros tres algo más espaciados. ¿Está claro?

—Por supuesto.

—Se aburrirá durante dos semanas... pero vale más un poco de aburrimiento que no cinco minutos en el incinerador, creo yo.

—Por supuesto —reconoció Vix con una sonrisa.

Irsten se marchó. Vix se quedó solo.

El fugitivo se sentó sobre su angosta litera, que medía escasamente setenta centímetros de anchura. Le quedaban un metro y treinta centímetros de espacio hasta la «pared» de enfrente, de lo que había que restar lo ocupado por los servicios sanitarios.

La litera estaba situada a quince centímetros del suelo. Sobre ella y separada por un intervalo de unos sesenta centímetros, había una especie de armario de dos metros de largo, por unos setenta centímetros de anchura y ciento treinta centímetros de alto.

El armario contenía las provisiones y el líquido necesario para la supervivencia del fugitivo. Vix se dijo que no era la primera vez que Irsten sacaba ilegalmente a alguna persona de Morib.

Finalmente, el cajón disponía de una lámpara alimentada por una pila tipo «eterna», cuya duración rebasaba los dos años. Resignándose a un espacio de encierro mucho más corto, pero que, sin embargo, iba a resultar de un aburrimiento insufrible. Vix se tendió en la litera dispuesto a pasar el tiempo lo mejor posible.

Mientras, el sobrecargo había ascendido a los puentes altos, en uno de los cuales estaba su cámara. Se dirigió a ella, abrió la puerta y entró con la sonrisa en los labios.

—Listo —anunció al hombre que le aguardaba sentado en una pequeña butaca.

—Cierre la puerta, señor Irsten —ordenó el coronel Wedda.

—Sí, señor.

—¿Ha obrado usted exactamente tal como yo le dije?

—Sí, señor. Espero no haberle originado ningún trastorno.

—Yo también lo espero, señor Irsten. ¿Cuál es el cajón donde está encerrado nuestro hombre?

—El cajón está marcado con el indicativo RFX-27-80-11, destino Alba 40 —contestó Irsten.

—Perfectamente, lo tendré en cuenta.

Los ojos de Irsten se clavaron en la pila de billetes que había sobre una mesa. Wedda se dio cuenta y sonrió.

—Su recompensa, sobrecargo.

—Es usted un hombre cumplidor, coronel. Puede estar seguro de que no le traicionaré.

—Estoy seguro de que no me traicionará —dijo Wedda, a la vez que sacaba una pistola.

Irsten se alarmó.

—¡Eh! ¿Qué va a hacer, coronel? —gritó.

—Asegurarme de que no me traicionará —contestó Wedda, un segundo antes de apretar el gatillo del arma.

Irsten se estremeció horriblemente y cayó hacia atrás, fulminado por el proyectil neurónico que había deshecho en un instante su sistema nervioso.

Wedda enfundó el arma. Se acercó al caído y lo arrastró hasta el expulsor de desperdicios. Pulsó un botón y el cuerpo del sobrecargo cayó a la rueda de paletas que lo convertirían en polvillo microscópico en menos de un minuto.

Wedda se dirigió a continuación hacia la puerta. De pronto se dio una palmada en la frente.

—¡Qué tonto soy! —exclamó—. ¡Pues no me olvidaba el dinero...!

CAPÍTULO III 

La nave orbitaba velozmente en el espacio, moviéndose como una centella de plata que apenas habría resultado visible para unos ojos humanos.

En los costados de la nave no había cifras de identificación. En lugar de los símbolos reglamentarios llevaba otro mucho más extraño.

Era una gran calavera blanca, bajo la cual se veían cruzados dos rayos en zig zag. El nombre venía a continuación: «Némesis».

Los observadores de la nave estaban en sus puestos. Uno de ellos, de pronto, dijo:

—Capitán, detecto señales de vida humana en el punto V-37.

El capitán no se hallaba en el puente en aquel momento. Desde su cámara llamó:

—¿Cuál es el nombre estelar de V-37, oficial?

—Ustchia, capitán.

—Consulte las cartas estelares, oficial.

—Sí, capitán.

Pero el oficial de guardia no pudo hacer lo que le ordenaban, porque en aquel momento, otro detector entró en funcionamiento y accionó una campana de alarma.

—¡Capitán, al puente! ¡Se acerca una nave con intenciones no especificadas!

La radio de la «Némesis» funcionó en aquel momento:

—¡Atención, atención! Les habla el comandante Wrion, de la nave de patrulla «Rettare». Ajusten su órbita a la nuestra. Vamos a registrar su nave.

El capitán de la «Némesis» llegó al puente y tomó el micrófono:

—Yo me hago cargo del mando —dijo al oficial. Luego se encaró con la pantalla de televisión, en la cual se veía la imagen del comandante Wrion—: ¿Con qué derecho van a registrar mi nave?

—Están ustedes en zona jurisdiccional de Morib —alegó Wrion, atónito ante el hecho de que el capitán de la «Némesis» fuese una mujer.

—¡Váyase al diablo, comandante Wrion! Nosotros no reconocemos más zona espacial que la que marcan los límites de la atmósfera de un planeta. Fuera de esos límites, consideramos que la navegación espacial es absolutamente libre y nadie tiene derecho a entrar en nuestra nave sin mi permiso.

—Su argumento es rechazado, capitán. Voy a hacerle mi última advertencia. Conocemos la fama de su nave «Némesis». Precisamente es debido a ella por lo que queremos registrarla. Si no obedecen, dispararemos contra ustedes. ¿Está claro?

La mujer que mandaba la «Némesis» no se inmutó.

—Ya hemos hablado bastante, comandante Wrion —dijo. Y cerró la comunicación, tomando acto seguido el micrófono de las líneas interiores—. Habla el capitán. Torpederos, a sus puestos de combate. Disparen contra la «Rettare» hasta destruirla.

Instantes después, media docena de líneas luminosas partían de la «Némesis» a una velocidad cercana a la de la luz. Un observador anunció.

—¡Se acerca un torpedo, capitán!

—¡Barreras de energía, pronto!

A lo lejos, a cosa de treinta mil kilómetros, se encendió de repente un pequeño sol.

—¡Blanco total! —anunció el jefe de torpederos.

Y, en el mismo instante, la «Némesis» se estremeció horriblemente, a la vez que se oía un trueno espantoso.

Sonaron algunos gritos de angustia. Las luces oscilaron.

—¡Informe de daños! —pidió la capitán de la nave, después de levantarse del suelo al que había sido arrojada por la sacudida del impacto.

El informe no tardó mucho en llegar:

—La sala de navegación ha sufrido graves daños. Todos sus ocupantes han muerto, capitán.

Los ojos de la mujer que mandaba la «Némesis» despidieron centellas de cólera.

—Está bien —dijo—. Tratemos de hallar una órbita para aterrizar en el punto V-37 y ver de reparar en tierra firme. 

*     *     * 

Vix Forster abrió los ojos y bostezó aparatosamente. Alargó la mano y encendió la luz.

¿Cuántos días llevaba ya encerrado en su cubículo?

Había perdido la cuenta. Lo mismo podían ser ocho que doce. Tanto daba... Pero el caso era que había salvado la vida.

De todas formas, el viaje estaba a punto de terminar. Pronto llegaría a su destino.

El problema estribaría entonces en acercarse a Emmon Bellias con la máxima discreción. Bien, ya idearía algo llegado el momento oportuno.

Al cabo de unos momentos se levantó y, como todos los días, se aseó con medio litro de agua. Pensó con delicia en una bañera llena de agua tibia, aunque, bien mirado, hubiera preferido uno de los ríos de su mundo natal, bajo la fresca sombra de los árboles y entre orillas cubiertas de verde y jugosa hierba.

Después tomó un ligero desayuno. Ya había terminado su tarea hasta la hora de comer.

Ni siquiera tenía un libro para entretenerse. Su único recurso contra el aburrimiento era pensar. No hacía más que pensar en todo lo que le había sucedido, desde que alguien le tomara como correo de sus mensajes de conspiración hasta el momento en que se encerró en aquel cajón.

Por fortuna, su encierro acababa pronto. Irsten se encargaría de sacarlo de la nave y...

De pronto, se dio cuenta de un detalle singular.

La temperatura de su habitáculo había aumentado de una manera extraña.

Se había tendido de nuevo en la litera y volvió a levantarse. ¿Qué ocurría allí? ¿Por qué hacía tanto calor?

Era raro, se dijo. Hasta entonces, la temperatura del cajón se había mantenido en unos tolerables veintidós grados centígrados. Ahora era de veintiséis por lo menos.

—No habrá fuego a bordo —se dijo, sintiendo una notable aprensión.

Imposible, los sistemas de alarma habrían entrado automáticamente en funcionamiento.

Tocó las paredes del cajón. Sí, parecían calientes, pero...

La temperatura aumentó. Vix empezó a sentir sed.

Bebió un largo trago de agua. El calor aumentaba casi instantáneamente.

Un pánico horroroso asaltó su ánimo, miedo a morir abrasado allí, sin poder hacer nada para salvarse. Aquel calor resultaba francamente insoportable.

Sudaba a chorros. De pronto, rotos los nervios, saltó hacia una de las paredes del cajón y la golpeó con fuerza.

—¡Abran! ¡Abran! —gritó—. ¡No quiero morir abrasado...!

De repente, la puerta de su encierro se abrió. Vix golpeaba con fuerza y al encontrar el vacío, estuvo a punto de caer de bruces al suelo.

Creyó que se volvía loco. Pero, ¿no había embarcado en una nave comercial?

Si era así, ¿por qué estaba en aquellos momentos sobre el suelo de un planeta desconocido?

El sol brillaba con terrible fuerza, pero Vix, atónito, hizo caso omiso de la espantosa temperatura que reinaba fuera de las zonas de sombra.

Sus ojos, habituados durante largos días a una iluminación artificial, se sintieron atacados en el acto por el violento resplandor que le envolvía.

Vix creía soñar.

Pasmado de asombro, dio una vuelta entera alrededor del cajón.

—Yo embarqué en una astronave —habló en voz alta consigo mismo—. Y ahora estoy en...

Era un mundo desierto.

O, al menos, así parecía.

El panorama era desolador.

En todo cuanto alcanzaba su vista no se veía una sola planta, ni un árbol, ni un matojo... Todo era arena y piedras de color oscuro, negruzco en ocasiones.

Una llanura infinita sin un árbol ni una roca bajo cuya sombra cobijarse. Era la desolación más absoluta hecha realidad.

De repente, los ojos de Vix captaron algo que le hizo dudar de la normalidad de su mente.

Era un cartel de regular tamaño, sostenido por un poste hincado en el suelo. Con ojos que dudaban de lo que estaban viendo, Vix leyó: 

ESTÁ USTED EN USTCHIA, ASTEROIDE DESHABITADO DEL IX SISTEMA, III ZONA ESTELAR DE MORIB. LA CARENCIA DE AGUA Y SERES VIVIENTES, TANTO ANIMALES COMO VEGETALES, ES ABSOLUTA. LOS PERÍODOS DIURNOS DURAN SESENTA Y CINCO HORAS. LA NOCHE SÓLO TIENE NUEVE HORAS DE DURACIÓN. PROCURE PERMANECER EN LA SUPERFICIE DE USTCHIA EL MENOR TIEMPO POSIBLE. 

Vix se aterró.

Setenta y cinco horas bajo aquel sol aterrador y tan sólo nueve libre de sus feroces rayos calóricos.

Era para morir abrasado en poco tiempo.

Quizá antes de que llegase el próximo período nocturno.

Se mareó. El sol producía ya sus efectos. Corrió a buscar refugio en la protectora sombra del cajón.

Sin embargo, dentro hacía también un calor insoportable. Vix empezó a sospechar algo turbio en su traslado a Ustchia.

Los motores de la astronave le permitían una arrancada y un aterrizaje sin sacudidas. Era lógico, pues, que no se hubiese enterado siquiera de que el cajón era sacado al exterior y abandonado en la superficie de aquel horrible asteroide.

¿Por qué lo habían hecho? ¿Por qué le habían abandonado en Ustchia?

¿Cuánto tiempo podría durar allí?

Empezó a hacer cálculos. Había notado el aumento de temperatura no hacía demasiado tiempo, una hora u hora y media todo lo más.

Significaba que el sol de Ustchia se había levantado en aquellos momentos, que era cuando él había notado el aumento de temperatura. Por lo tanto, le quedaban no menos de sesenta y cuatro horas de tormento.

Era lógico suponer que cuando aquel sol alcanzase su meridiano, la temperatura se convertiría en mortífera. No, no podría llegar vivo a la noche, distante de aquellos momentos un período de tiempo equivalente a casi tres días normales de veinticuatro horas.

—En resumen —se dijo amargamente—, un modo de incinerar a una persona más lentamente que de ordinario, pero no menos seguro.

Y entonces, cuando ya se resignaba a su horrible suerte, vio descender del cielo un objeto que brillaba esplendorosamente.

CAPÍTULO IV 

Era una nave espacial sin números de identificación y con unas extrañas figuras pintadas en los costados. La nave sacó las patas del tren de aterrizaje y se posó sobre el suelo a menos de veinte metros del cajón.

Vix había pasado ya por tantas cosas, que casi le pareció natural la llegada de la nave.

—Ahora saldrá de ahí el coronel Wedda y...

La escotilla de la nave se abrió y alguien saltó al sudo y avanzó hacia el cajón.

Los ojos de Vix parecieron saltarse de sus órbitas. No, no era Wedda, sino una mujer.

Era joven y muy hermosa y vestía de una manera extraña, pero atractiva al mismo tiempo. Sus negros cabellos estaban cubiertos por un casquete rojo, con un adorno negro en forma de pluma corta. El pecho, firme y compacto, quedaba encerrado por un pequeño chaleco de color también rojo, con adornos en oro, el cual dejaba la cintura al descubierto.

Unos pantalones cortísimos, ligeramente abombados, y unas botas altas, negras, hasta medio muslo, completaban el singular atavío de la bella desconocida. Ella se detuvo frente a Vix y le contempló con atención.

—Usted es la señal de vida humana que captaron nuestros detectores —dijo.

Vix sonrió.

—Tienen ustedes unos detectores magníficos, señora...

—Capitán —puntualizó ella—. Capitán Tsaria Ku-11. ¿Su nombre, por favor?

—Vix Forster, primer oficial de la astronave «Panc-Ott» y ahora náufrago en Ustchia, capitán.

Tsaria fijó la vista en el cajón.

—¿Qué hace ese artefacto ahí, señor Forster? —preguntó.

—Resulta un poco largo de contar, capitán Ku-11. ¿Puedo preguntarle si van a quedarse en Ustchia?

—Todo el tiempo que necesitemos para reparar las averías que tenemos —contestó Tsaria.

Vix meneó la cabeza.

—Aquí no podrán hacerlo —dijo.

—¿Por qué, señor Forster?

Vix le enseñó el cartel.

—Lea —invitó.

Tsaria volvió los ojos hacia el rótulo. Una vez terminada la lectura, se sintió muy preocupada.

—Un mal asunto —calificó.

—¿Tan graves son las averías sufridas que no les permiten despegar y viajar en busca de otro planeta más acogedor?

—Podemos hacerlo, pero...

—Pero ¿qué?

—Perdimos todo el equipo de navegación en combate —contestó Tsaria.

Vix se sorprendió de aquella respuesta.

—¿Combate? ¿Con quién? —preguntó.

—Una nave moribiana quiso cerrarnos el paso. Su comandante pretendía registrar la mía. El combate se entabló y si bien nosotros destruimos la nave moribiana, ellos nos colocaron un impacto en el cuarto de navegación, a pesar de la barrera de energía defensiva.

—Mal asunto, capitán Ku-11. Pero ¿por qué querían registrar su nave los hombres de Morib?

—Por una sencilla razón, señor Forster. Somos piratas del espacio —contestó Tsaria. 

*     *     * 

Todavía no repuesto de su sorpresa, Vix llegó al pie de la escala de acceso a la escotilla y contempló unos instantes el costado de la nave.

—No veo huellas de ningún impacto —dijo.

—Está en el otro lado —respondió Tsaria—. Suba.

Entraron a bordo. Tsaria agarró un micrófono que había junto a la escotilla y dijo:

—Despegue inmediato. La permanencia en Ustchia es imposible. En vuelo estableceremos la nueva órbita.

Dejó el micrófono en su sitio y se volvió hacia Vix.

—Sígame, señor Forster —ordenó—. Le hemos salvado la vida providencialmente, pero estoy pensando en que va a tener que hacer algo por nosotras para agradecer el favor que le hemos hecho.

—¿Ha dicho nosotras, capitán? —preguntó Vix, parpadeando de asombro.

—Sí, justamente. Toda la tripulación de la «Némesis» está compuesta por mujeres.

Vix estuvo a punto de caerse de espaldas, pero reaccionó y siguió a Tsaria. En el camino se cruzó con algunas tripulantes, la mayoría de las cuales eran jóvenes y de agradable apariencia.

—No entiendo por qué no lleva hombres en la tripulación —dijo Vix, una vez ya en la cámara de Tsaria.

Ella le dirigió una larga mirada.

—Sería horrible —contestó escuetamente.

—¿Odian a los hombres?

—En absoluto. Muchas de mis tripulantes se casan, entonces abandonan la nave.

—Comprendo. No quiere líos de pantalones a bordo, ¿eh?

—Exactamente. ¿Desea algo de beber?

—Un gran vaso de refresco helado, si es posible.

—Lo es —contestó Tsaria. Se quitó el casquete, que lanzó sobre un diván y agitó un momento la cabeza, para hacer que el pelo le cayera libremente, sobre la espalda—. Usted nos va a devolver el favor, señor Forster —dijo, mientras empezaba a preparar el refresco.

—¿De qué forma, capitán?

—Ya le he dicho antes que todo mi equipo de navegación pereció a consecuencia del impacto. Quiero que nos conduzca a algún lugar donde podamos reparar la avería. El primer oficial de una astronave comercial no alcanza ese rango sin antes haber pasado por una etapa de navegante... y buen navegante, además.

—Es cierto —admitió Vix—, pero sin instrumentos apropiados, no respondo de mis decisiones.

—Tengo un pequeño equipo de reserva. Condúzcanos a un lugar donde nos reparen la avería y podamos, además, suplir el resto de instrumentos destruidos en el combate. Si lo consigue, le pagaré cien mil «garants».

—Se lo haré gratuitamente, bajo una condición, capitán —dijo el rescatado.

—Hable, Forster —dijo Tsaria.

—Una vez esté la «Némesis» en condiciones, deberán trasladarme a Benafza.

Tsaria enarcó las cejas.

—Acaba usted de pedirme precisamente lo único que no puedo concederle —declaró.

—¿Por qué? —se extrañó Vix.

—Benafza pertenece a Morib y nosotros no aterrizamos jamás en un planeta del sector galáctico moribiano. Es una norma que no violamos por nada del mundo.

—Pero vuelan por el espacio moribiano.

—Nosotros, los piratas del espacio, no reconocemos a Morib jurisdicción alguna que rebase los límites de la atmósfera respirable de su planeta —contestó—. Admitimos que se nos castigue si somos capturados en un planeta moribiano, pero nos resistimos hasta la muerte a la captura fuera de los límites señalados. El derecho a la libertad de navegación espacial es tan sagrado como el derecho a respirar. 

*     *     * 

A través de los binoculares, el coronel Wedda contemplaba el desolado suelo de Ustchia. El capitán Birton, comandante de la nave en que viajaba Wedda, estaba a su lado, armado igualmente de otros prismáticos de largo alcance.

—El cajón se ve ya, coronel —dijo Birton.

—Sí, ya lo tengo en imagen —sonrió Wedda —. Forster debe de estar en su interior, resguardándose de los rayos solares. Dé órdenes de aterrizar, capitán Birton, y haga que preparen trajes antinsolantes.

—Sí, señor.

Minutos más tarde, la astronave se posaba a treinta pasos del cajón. Wedda fue el primero en saltar al suelo.

Una sonrisa de satisfacción se dibujó en sus labios al contemplar el cartel que había hecho fijar cuando el cajón fue desembarcado de la nave que lo transportaba. Forster debía de estar ya lo suficientemente «blando» como para declarar sin gran esfuerzo cuanto le interesaba saber.

El traje antinsolante le protegía de la feroz temperatura que reinaba en la superficie del asteroide, que calculó en no menos de setenta grados centígrados. Era imposible permanecer siquiera un minuto al sol, sin caer fulminado.

Seguido de Birton, Wedda avanzó hacia el cajón, cuya puerta divisó abierta. Llegó al habitáculo, asomó la cabeza y lanzó una exclamación de rabia.

—¡No está!

Birton respingó.

—¡Imposible, coronel!

—Asómese usted mismo —dijo Wedda malhumoradamente.

—Pero ¿cómo diablos...?

—Esos malditos conspiradores lo tienen todo bien organizado —masculló Wedda—. Sin duda, alguna nave vino y recogió a Forster, llevándoselo antes de que pereciese de calor.

—Entonces, no sabemos dónde puede hallarse en estos momentos.

Wedda abandonó su actitud de enojo y sonrió.

—Por fortuna, soy hombre prevenido —dijo—. Incluso especulé con esta posibilidad. No creía en ello, pero no quise que una posible segunda fuga de Forster me encontrase descuidado. Les guste o no a esos malditos conspiradores, acabaré enterándome del mensaje que Forster lleva a Bellias.

—Eso espero, señor. ¿Cómo hará para conocer la dirección que ha tomado la nave que rescató a Forster?

—Lo sabrá ahora mismo, capitán. Haga que vengan seis o siete tripulantes, para realizar un trabajo simplemente manual.

—Bien, coronel.

Momentos después, seis hombres corrían hacia el cajón. Wedda emitió una orden:

—Hay que volcar el cajón. ¡Rápido!

Seis pares de brazos se aplicaron a la tarea. Instantes más tarde, el cajón caía de lado con gran estrépito.

Un hueco quedó al descubierto en el suelo. Wedda señaló la caja que se veía en el interior del pequeño pozo.

—Llévenla a la nave —ordenó—. Birton, despegaremos de inmediato. Una vez en el espacio, le señalaré el nuevo rumbo.

—Sí, señor.

La nave tardó dos minutos escasamente en despegar. Mientras, el coronel Wedda llevaba la caja a la sala de computadores.

Durante unos momentos, Wedda trabajó activamente. Al cabo de un rato, presionó unas cuantas teclas y se dispuso a observar el resultado de su labor.

Una pantalla se iluminó casi en seguida. Wedda estudió las indicaciones que aparecían escritas y dijo:

—La nave que lo rescató se dirige a Caynor CI.

Pero, ¿a qué diablos puede ir un hombre allí, cuando su destino está situado en un punto diametralmente opuesto de la Galaxia?

—Resulta inexplicable, en efecto, señor —convino Birton—. ¿Qué hacemos, coronel?

—La pregunta sobra. Ponga inmediatamente rumbo a Caynor CI.

—¡Señor! ¡Caynor CI no pertenece a los sistemas moribianos! ¡Es neutral! —exclamó Birton.

—Capitán, deje los asuntos legales y políticos en mis manos —contestó Wedda de mal talante—. Limítese a conducirme a Caynor CI, eso es todo.

Pero Birton no era hombre que diese su brazo a torcer tan fácilmente, ni siquiera ante un tipo tan autoritario como Wedda.

—Señor, las órdenes que tenemos los comandantes de nave de patrulla nos vedan penetrar en el espacio de Caynor CI. Si usted quiere que le conduzca hasta Caynor CI, tendrá que darme su orden por escrito.

Wedda dirigió a Birton una mirada cargada de veneno.

—Una petición muy legal, capitán —respondió—. Pero yo diría que, si se tratase de otro asunto, tal vez no hubiera puesto usted demasiados inconvenientes, ¿verdad?

—Me está insultando, señor —dijo Birton, muy pálido, pero sin amilanarse ante las palabras de su superior.

—¿Es usted partidario de Bellias, capitán?

Hubo una pausa de silencio. Después, Birton, lentamente, dijo:

—Coronel, las palabras que acaba de proferir constituyen una grave injuria para mi reputación de astronauta que obedece estrictamente los reglamentos y que es respetuoso para con la política del gobierno. De acuerdo con las normas establecidas para tales casos, me veo en la precisión de pedirle se someta a duelo a muerte para que mi honor quede a salvo de sus falsas imputaciones.

CAPÍTULO V 

Vix Forster llamó a la puerta. Tsaria dio permiso y el joven entró en la cámara.

Vix parpadeó. Tsaria, sentada ante un espejo, cubierto su esbelto cuerpo con un peinador de tules casi transparente, se cepillaba el cabello cuidadosamente.

El aspecto de la joven cambiaba de manera radical.

—Ahora parece usted toda una mujer —dijo Vix sonriendo.

Ella le dirigió una mirada de enojo.

—Ahórrese comentarios sobre mi apariencia —contestó—. ¿Qué noticias me trae?

—Orbitamos rumbo a Caynor CI. Allí encontrará usted el material que necesita para dejar la nave nuevamente en condiciones.

—Conozco Caynor CI. ¿Por qué ha elegido precisamente ese planeta?

—Por dos razones fundamentales. Primera, es neutral, un puerto franco del espacio, donde se puede encontrar de todo, siempre que se pague. Segunda, es el planeta más cercano a nuestra posición actual.

—¿Conoce usted Caynor CI?

—He estado algunas veces. Allí repararán su nave sin hacer preguntas.

—¿Ni aunque seamos piratas del espacio?

—Los caynorianos son primordialmente comerciantes —sonrió Vix.

—Entiendo. Gracias, Forster.

—A su disposición, capitán.

Vix se dispuso a salir, pero ella le detuvo con un ademán.

—¡Espere!

—¿Desea algo más, capitán?

—Sí. ¿Para qué quiere ir a Benafza?

—Tengo que entregar un mensaje a un tipo llamado Emmon Bellias.

—¡Bellias! —repitió Tsaria—. No es una amistad que le honre precisamente a usted, Forster.

—Haber permanecido a bordo de una nave pirata tampoco añadirá laureles a mi historial —comentó Vix mordazmente.

Tsaria enrojeció.

—Nos llaman piratas del espacio, pero no lo somos en un sentido estricto —exclamó—. Simplemente, nos negamos a sujetamos a las normas que dan personas que se atribuyen potestades que no les corresponden.

—Claro; y de paso saquean las naves que encuentran en su camino, ¿verdad? ¿Cree que no he oído hablar de la «Némesis» y de sus depredaciones? Si una patrullera moribiana tuviera la suerte de apresarla a usted y a sus bellas secuaces, irían todas a parar a la cámara de incineración.

—Los moribianos deberían ser un poco más listos de lo que son para atraparnos —contestó Tsaria con una burlona sonrisa.

—Confía usted demasiado en sus fuerzas. Quizás algún día se lleve una desagradable sorpresa.

—En todo caso, usted no lo verá. Retírese, Forster.

Vix se llevó la mano a la sien con gesto irónico.

—A sus órdenes, capitán. 

*     *     * 

—De modo que un duelo, ¿eh, capitán Birton?

—Sí, señor. Tengo derecho a ello y usted lo sabe —contestó el comandante de la nave patrullera, muy pálido, pero resuelto a seguir adelante hasta el fin.

—Muy bien. Las normas son tajantes al respecto. Todo oficial de astronáutica que se considere ofendido por un superior, deberá pedir un duelo, eligiendo, además, las armas. ¿No es así?

—En efecto, coronel.

Los restantes tripulantes que se hallaban en la cámara de mando aparecían consternados. Wedda, sin dejar de sonreír, alargó la mano hacia uno de ellos:

—Usted, vaya en busca de las armas que su capitán va a elegir. ¿Qué armas prefiere, Birton?

—Cuchillo, señor.

Wedda respingó un instante, pero se recuperó casi en el acto.

—Muy bien, cuchillo. Un duelo a la antigua, capitán —comentó ligeramente.

El tripulante se alejó de la cámara. Wedda pidió papel y pluma y escribió algo que guardó luego en uno de los bolsillos del uniforme.

Unos momentos más tarde, el tripulante regresó con dos cuchillos iguales, de casi cuarenta centímetros de longitud. Eran, en realidad, machetes que figuraban entre los repuestos de la nave, para caso de emergencia en la superficie de algún planeta abundante en vegetación.

Wedda eligió uno de los dos machetes y lo sopesó calculadoramente.

—Listo, capitán —anunció al cabo de unos segundos.

La pelea apenas si tuvo historia. Casi desde el comienzo, Birton tuvo la seguridad de que tenía perdida la partida.

Los aceros chocaron tres o cuatro veces solamente. Al fin, Wedda consiguió agarrar la muñeca derecha de su adversario y, antes de que Birton pudiera imitarle, le hundió el machete en el estómago hasta la empuñadura.

La punta del acero asomó por las espaldas de Birton. Un ronco grito se escapó de sus labios. Vomitando sangre, giró sobre sus talones y cayó pataleando al suelo.

Aún se agitaba cuando Wedda sacó el papel que había escrito antes y llamó:

—¡Teniente Xumm!

Un oficial se destacó del grupo de espectadores y saludó:

—¿Mi coronel?

Wedda le entregó el papel.

—Teniente Xumm, por fallecimiento del capitán Birton es usted ahora el comandante de la nave —declaró con voz tajante—. Aquí tiene la orden escrita para dirigirse a Caynor CI. ¡Cúmplala... o desafíeme a un duelo!

Xumm volvió los ojos hacia el caído, cuyos movimientos habían cesado ya.

—Cumpliré su orden, señor —respondió. 

*     *     * 

Cuando llamaron a la puerta de su alojamiento, Vix Forster terminaba su aseo matinal.

Estaban a sólo dos días de viaje de su punto de destino. Vix confiaba en que Tsaria le pagaría la suma convenida, con lo cual podría comprar un pasaje para Benafza.

No le gustaba, pero había dado su palabra a una persona y cumpliría hasta el fin. Además, ¿qué importaba ya, si se había convertido en un paria? Lo único que mantenía su fe en el porvenir eran las palabras de Lutta Cobnack.

Si todo salía bien, podría rehabilitar su nombre. Vix había decidido tentar la suerte, sabedor de que más no podría perder ya.

Aparte de la vida, por supuesto; pero al tomar parte en aquel juego ya conocía el riesgo.

Abrió la puerta. Una hermosa joven, sucintamente vestida, como iban todas las tripulantes, apareció ante sus ojos, con una bandeja en las manos.

—Su desayuno, navegante —dijo sonriendo.

—Déjalo ahí, preciosa —indicó Vix.

La joven entró. Vix cerró la puerta y estudió apreciativamente la esbelta figura de su camarera.

—¿Cómo te llamas? —preguntó de repente.

—Lisa, señor —contestó ella, volviéndose hacia Vix.

—No me digas señor ni me trates de usted —pidió él—. ¿Llevas mucho tiempo a bordo de la «Némesis»?

—Casi dos años, señor... digo, Vix.

—Soltera, claro.

Lisa sonrió.

—No hay hombres a bordo —contestó.

Vix se tentó el cuerpo, a la vez que se miraba de los pies a la cabeza.

—¿Soy un árbol? —preguntó en broma.

La joven se ruborizó intensamente.

—No me refería a ti, claro —dijo.

—Por supuesto. Pero estarás cansada ya de esta vida, ¿verdad?

—Un poco —confesó Lisa.

—¿No sientes deseos de abandonar la nave?

Lisa lanzó un profundo suspiro que hizo crujir peligrosamente la tela de su corpiño.

—Todavía me queda un año largo antes de que se acabe el compromiso —respondió sorprendentemente.

Vix se asombró al escuchar aquellas palabras.

—¿Cómo? ¿Firmáis un compromiso de alistamiento al embarcar en la «Némesis»?

—Sí —contestó Lisa—. Son las normas.

—¡Hum! Hasta las piratas tienen sus normas —comentó él sonriendo—. Y, dime, Lisa, esas normas... ¿incluyen olvidarse de que una es mujer?

—No entiendo, Vix.

—Bien, trataré de explicarlo. Por lo visto soy yo el único hombre de a bordo, ¿verdad?

—Efectivamente.

—Y nunca hay hombres en la nave.

—No, nunca.

—Pero una mujer joven y bella como tú echará de menos... el amor.

—Tendré paciencia durante un año más —contestó Lisa.

—¿Qué pasará durante ese año?

—Durante, no; al terminar. Me retiraré con una bonita fortuna.

—Y podrás elegir a un hombre como compañero para el resto de tus días.

—Eso espero, Vix.

—¿Crees que tendrás paciencia, Lisa?

—Probaré...

—¿De veras? ¿Estás segura de que podrás resistir... sin amor?

Vix se acercó lentamente a la joven, en cuyas mejillas se advertía un vivísimo rubor. Puso las manos sobre su cintura y luego la atrajo hacia sí.

—¿Un año... sin amor? —murmuró Vix, inclinándose hacia ella.

—Por favor —rogó Lisa, desfalleciendo.

—Es demasiado tiempo —susurró él, buscando sus labios ávidamente.

—No, no... —pero el contacto con el hombre derrotó a Lisa por completo y sus brazos se elevaron para rodear el cuello masculino.

Vix notó la cálida respuesta de Lisa, olvidada por completo de cuanto le rodeaba. También él empezó a perder el mundo de vista.

Súbitamente, la puerta se abrió y Tsaria apareció en el umbral.

—¡Vix! Quiero que me diga...

La joven se interrumpió en seco al ver a la pareja estrechamente abrazada. Lisa lanzó un chillido, deshizo el abrazo y escapó a la carrera, temerosa de las consecuencias de su acción.

Los ojos de Tsaria despedían fulgores de cólera.

—¡Es indignante! —exclamó—. Jamás creí que pudiera atreverse a una cosa semejante en mi propia nave...

Vix sonreía.

—¿Por qué no había de atreverme? —contestó—. ¿Hay algo más natural que la mutua atracción entre dos personas de distinto sexo?

—No a bordo de la «Némesis» —dijo Tsaria.

—La nave sin amor —calificó Vix burlonamente.

—Pero con disciplina, y eso es algo que estoy dispuesta a que no se pierda. ¿Me ha entendido usted, señor Forster?

Vix se recostó tranquilamente en la mesa.

—La he entendido perfectamente, salvo por un detalle. Su cólera obedece al quebrantamiento de las reglas por parte de Lisa o se debe a los celos?

La mano de Tsaria se movió con fuerza y alcanzó la mejilla de Vix. El joven no se inmutó.

—Puede repetirlo, si eso la desahoga —dijo—. ¿Ha venido a mi cámara sólo para darme de bofetadas?

Tsaria apretó los labios.

—No, vine para hacerle una consulta, pero ya no es necesario —respondió, a la vez que daba media vuelta y se dirigía de nuevo hacia la salida. Al llegar a la puerta, se detuvo y, por encima del hombro, dijo—: Llegaremos a Caynor CI dentro de dos días y medio. En el momento de desembarcar, le entregaré la recompensa por sus servicios.

—Recompensa que no me atrevo a rechazar —sonrió Vix—. Estoy prácticamente sin blanca.

—Eso le permitirá continuar con sus juegos de conspiraciones, ¿verdad?

—Y usted seguirá con sus pirateos, hasta que un día la «Némesis» se convierta en polvillo cósmico, con toda su tripulación de bellezas.

—Es cuenta nuestra y a usted no le importa en absoluto. De momento, lo único que le interesa saber es que permanecerá encerrado en su cámara hasta el momento de desembarcar.

—Una decisión injusta, capitán.

—Pero que está obligado a acatar.

—A la fuerza —gruñó Vix.

Tsaria se volvió y le miró sonriendo.

—A la fuerza, en efecto —concordó.

CAPÍTULO VI 

El hombre que estaba sentado frente a Vix, en una de las más conocidas tabernas de Caynor CI, se acarició la mandíbula pensativamente y carraspeó varias veces antes de dar su respuesta a las proposiciones que acababa de recibir.

—Eso que usted pide es muy arriesgado —dijo al cabo.

—¿Arriesgado en Caynor CI? —rio Vix—. ¿Qué es lo que no se puede comprar en este planeta con dinero?

—Un pasaje para Benafza, por ejemplo.

—Vamos, vamos, Te-Uou —dijo el joven—, usted y yo nos conocemos de antaño. Alguna que otra vez le he hecho un favor y ambos sabemos cómo están las cosas por aquí. No le pido que me devuelva el favor, sino que me ayude... previo pago de sus servicios.

—En Caynor CI hay libertad para comprar pasajes, desde luego, pero si una astronave se dirige a uno de los planetas del sector moribiano, su capitán tiene que presentar una lista de los pasajeros al Gran Consulado de Morib, en donde tachan a los viajeros cuya presencia no les resulta grata. ¿Lo entiende ahora?

—Podríamos dar otro nombre —sugirió Vix.

—El riesgo continúa. Puede comprar documentación a nombre de otra persona, en efecto, pero el peso molecular conjunto corpóreo debe ir, en fórmula, en el pasaje.

—Sí, lo sé.

—En el Gran Consulado tienen archivadas las fórmulas corporales de las personas no gratas. Para ser claros, a usted le tienen fichado. Aquí no le harán nada, porque es un planeta neutral, pero le detendrían apenas pusiera pie en cualquier astro del sector moribiano... suponiendo que el Gran Cónsul accediese a darle el visado.

—Entiendo —dijo Vix con acento de preocupación—. De modo que debemos rechazar esa fórmula.

—Así es. Olvídelo, Foster —aconsejó Te-Uou.

Vix meneó la cabeza.

—Imposible —dijo—. Tengo que ir a Benafza.

—Pero, ¿por qué se obstina en algo irrealizable? Quédese en Caynor CI; aquí la vida es fácil y amable. Las leyes son blandas y moderadas y nadie se ocupa de lo que hace el vecino...

—Lo siento, Te-Uou. Lamento que no pueda ayudarme..., pero se pierde usted diez mil «garants». Por favor, no se moleste, yo pagaré la consumición.

Los ojos de Te-Uou se abrieron desmesuradamente.

—¿Ha dicho diez mil «garants», Forster? —exclamó.

—Y ni una milésima menos, Te-Uou. Puedo anticiparle ahora dos mil. El resto, y usted sabe que soy hombre de palabra, se lo entregaré apenas me haya indicado el procedimiento de viajar hasta Benafza.

Vix metió la mano en el bolsillo interior de su chaquetilla y sacó un fajo de billetes, del que separó veinte.

—¿Cuál es el precio normal de un pasaje... de contrabando? —preguntó.

—Hay capitanes que lo hacen por veinte mil, pero no son seguros,

El dinero cambió de manos.

—Búsqueme uno que sea seguro, Te-Uou —dijo Vix.

—¿Dónde se hospeda usted?

—En el «Estrella Blanca».

—Le llamaré dentro de un par de días. Creo que para entonces tendré la respuesta, Forster.

Vix sonrió.

—Cuando vine a buscarle a esta taberna, sabía que no perdería el tiempo —manifestó. 

*     *     * 

Desde la ventana del cuarto del hotel en que se alojaba, Vix contemplaba el intenso tránsito de la calle principal.

La capital de Caynor CI era un emporio comercial de primera magnitud. Todo el mundo podía comprar y vender libremente artículos que llegaban a veces de mundos situados a decenas de miles de años luz. El dinero corría sin tasa.

Por la calle y por sus aceras deslizantes se movían infinidad de personas vestidas con todos los atavíos imaginables. Decenas de razas galácticas estaban representadas en aquel gentío. El color de la piel y la forma corporal era algo que no contaba en absoluto.

A los visitantes sólo se les pedía una cosa: respeto absoluto a las leyes y el pago de los impuestos a los que se dedicaban al comercio de una u otra forma. La represión era instantánea en caso contrario.

Habían transcurrido ya cuarenta y ocho horas desde la entrevista con Te-Uou. Vix se preguntó a sí mismo por qué tenía tanto interés en ir a Benafza.

Se había metido de lleno, pero a la fuerza, en una conspiración que ningún beneficio podía reportarle.

Emmon Bellias, según ciertos módulos, no era precisamente un personaje agradable. De él, cuando estaba en el poder, se contaban ciertas cosas muy parecidas a las que cometían los actuales gobernantes de Morib.

La política estelar no le interesaba. Pero, en caso de que fuera cierto lo que había dicho Lutta Cobnack, el nuevo ascenso de Bellias al poder podía significar su rehabilitación.

En el fondo, este era el motivo de su tenacidad en llevar el mensaje. Una duda le asaltó de repente.

¿Y si Lutta le hubiese engañado con aquel señuelo? Para los hombres como Bellias, la gratitud era un sentimiento que no existía. Sólo se preocupaban de sus propios intereses...

El suave zumbido del fonovisor cortó en seco sus reflexiones. Se acercó al aparato y dio el contacto.

—Habla Forster —dijo.

La figura de Te-Uou apareció instantáneamente en la pantalla.

—Hola —saludó—. Tengo su asunto resuelto. ¿Puede venir a verme, Forster?

—Desde luego. Deme su dirección, se lo ruego, Te-Uou.

—Estoy en la cuadrícula 880-800, 21.a, 37, E. ¿Lo recordará?

Vix repitió la dirección.

—Sí, Te-Uou —contestó.

—Muy bien, cuando quiera.

En aquel momento, la imagen de Te-Uou se esfumó un brevísimo instante, como si la pantalla hubiese sufrido una baja repentina en la tensión de alimentación. Sin embargo, el brillo no bajó de intensidad.

—No tarde, Forster —añadió Te-Uou.

—Muy bien, iré en seguida —prometió Vix.

Apagó el fonovisor. Aquel extraño fenómeno le preocupaba. Parecía como si un objeto metálico hubiese enviado un destello al objetivo de la cámara que captaba las imágenes.

Pero Te-Uou no tenía nada brillante en las manos ni se veía tampoco nada en el ambiente que le rodeaba capaz de emitir aquel destello.

Una súbita sospecha invadió su ánimo. ¿Y si el brillo había sido emitido por un objeto que sostenía otra persona situada fuera de su campo visual?

En aquel momento, Vix obtuvo la convicción de que en el departamento E, piso treinta y siete, puerta vigésimo primera de la manzana señalada por las coordenadas 880-800 había alguien más que su inquilino.

Apenas se apagó el fonovisor, dos hombres se acercaron a Te-Uou y lo arrancaron a viva fuerza de la silla en que estaba sentado.

—¿Qué van a hacer conmigo? —preguntó Te-Uou, lívido de espanto.

Una torva sonrisa apareció en los labios del coronel Wedda.

—Su labor ha sido muy interesante, pero...

—Soy ciudadano caynoriano —protestó Te-Uou.

—Los ciudadanos de Caynor sufren también accidentes —dijo Wedda con fingido acento de pesar.

Hizo un gesto con la cabeza. Sus dos esbirros, vestidos, como él, con ropas corrientes, cargaron con Te-Uou y lo acercaron a la ventana.

—¡No, no! —chilló el desgraciado.

Pero sus esfuerzos resultaron inútiles y los moribianos lo arrojaron a través del hueco.

—No sé cómo hay gente que baja a la calle sin querer usar las escaleras o el ascensor —dijo Wedda jocosamente.

Luego sacó un tubo de unos doce centímetros de largo por uno de grueso y colocó algo en uno de sus extremos.

—¿Ha llegado ya? —preguntó, sin mirar siquiera hacia la ventana.

—Puntualmente, señor —rio uno de los guardias que habían acompañado al coronel—. No encontró ningún obstáculo en su descenso.

Wedda examinó el tubo durante unos momentos. Luego dijo:

—Es una lástima. Tendré que respetar la vida de Forster... al menos en los primeros instantes. Hasta que le haya arrancado el secreto del mensaje que lleva a Bellias, claro. 

*     *     * 

Vix abandonó la acera deslizante a pocos pasos de la puerta señalada con el número treinta y siete en el gigantesco edificio de forma cúbica que era la manzana donde vivía Te-Uou. Vio a unos grupos de gente en las inmediaciones, pero no hizo el menor caso.

Se acercó a la puerta. Antes de poner el pie en el umbral, oyó una voz femenina:

—¡Vix!

El joven se volvió, enormemente sorprendido. Parpadeó al verse frente a Tsaria.

—Hola —saludó de mala gana—. ¿Qué hace por aquí, Tsaria?

—Le aguardaba, Vix —dijo ella—. Venga conmigo, tenemos que hablar.

—Imposible. Estoy citado con un amigo.

—¿Te-Uou?

Vix respingó.

—¿Cómo lo sabe?

Tsaria se colgó de su brazo con gesto familiar.

—Estoy enterada de más cosas de las que usted mismo cree. No se moleste en subir al piso de su amigo. Él bajó hace media hora.

—¿Se ha ido?

—Tenía tanta prisa, que se olvidó de que en la casa hay escaleras y ascensores.

Vix se estremeció.

—¡Ha saltado por la ventana! —exclamó.

—Una defenestración limpiamente ejecutada. ¿Por qué se cree que están esos corrillos de gente? No hace ni diez minutos que la ambulancia se llevó el cuerpo de Te-Uou. Vea todavía el suelo húmedo, del agua con la que se limpió la sangre...

Vix miró a la joven lleno de pasmo.

—Lo han tirado por la ventana —dijo.

—Sí.

—¿Quién?

—¿Acaso no se lo imagina? Suba arriba y se encontrará con el coronel Wedda, viejo amigo suyo. ¿Lo conoce?

Vix apretó los labios.

—Dirigió mis interrogatorios —contestó.

—Lo sé, Vix.

—Sabe usted muchas cosas, Tsaria.

Ella hizo un gesto lleno de coquetería con la mano izquierda, para arreglarse el pelo.

—Más de las que usted mismo se piensa —repuso—. Vamos, necesito hablar con usted. Tengo ahí mi aeromóvil privado esperándome.

Aturdido, Vix echó a andar hacia el estacionamiento de vehículos. Momentos más tarde, el aeromóvil despegaba a la máxima velocidad permitida y con rumbo desconocido para uno de sus dos ocupantes. 

*     *     * 

—Ya está ahí nuestro hombre, coronel —anunció uno de los guardias.

Wedda se precipitó hacia la ventana, con unos prismáticos en la mano. Desde arriba vio a Vix apearse de la acera deslizante y disponerse a entrar en la casa.

Una mujer le detuvo. Vix y la mujer conversaron brevemente y luego se dirigieron hacia un aeromóvil, que despegó de inmediato.

Una exclamación de rabia brotó de los labios de Wedda en el acto.

—¡Se ha escapado! —gritó.

—Pero ¿cómo es posible tal cosa, señor?

Wedda rugía de furor.

—Una persona le ha ayudado, una mujer, más concretamente —dijo—. Por fortuna, la conozco y sé quién es, aunque, de momento, ignoro dónde se hospeda en Caynor CI.

Procuró tranquilizarse.

—Sin embargo, no me importa demasiado —agregó—. No faltará quien nos diga el actual paradero de la encantadora Tsaria Ku-11, capitán de la nave pirata «Némesis». ¡Vamos, hemos de actuar sin pérdida de tiempo.

CAPÍTULO VII 

Cuando estaban en tierra, las tripulantes de la «Némesis» gozaban de absoluta libertad, a menos que tuvieran servicio de guardia en la astronave.

Lisa se aprovechaba de sus horas francas. Había encontrado a un buen mozo caynoriano, en cuya compañía estaba dispuesta a olvidar el pequeño —y forzado— fracaso sentimental habido con Vix Forster.

Lisa y su acompañante salieron del ascensor y se encaminaron a la puerta del departamento que ella había tomado para los días de su estancia en el planeta. Entregó la llave al hombre y éste abrió la puerta y se echó a un lado para que Lisa pudiera pasar.

Los dos cruzaron el umbral. Apenas lo había hecho, Wedda y sus dos secuaces salieron de otra puerta cercana y corrieron hacia aquel departamento.

—Ya sabéis lo que hay que hacer —dijo Wedda—. No quiero fallos, ¿estamos?

—Sí, coronel.

Wedda llamó con los nudillos a la puerta. Dentro del departamento, Lisa y el caynoriano, estrechamente abrazados, volvieron la cabeza extrañados.

—¿Quién será el inoportuno...? —murmuró ella lánguidamente.

—Déjame, nena; yo iré a ver y le enviaré al diablo.

El caynoriano cruzó la estancia y abrió la puerta.

—¿Qué...?

Fue todo lo que pudo decir. Uno de los dos hombres que estaban en el umbral apretó el gatillo de una pistola desintegrante y el caynoriano se convirtió en una nubecilla de humo, bien pronto disipada.

Lisa lanzó un grito de terror al presenciar la escena. El otro guardia cruzó el umbral y se precipitó sobre ella, atenazándola entre sus brazos antes de que la joven pudiera escapar.

Wedda y el otro entraron a continuación. Wedda cerró la puerta cuidadosamente y se acercó a Lisa.

—Hola, preciosa —saludó con la sonrisa en los labios—. No temas, no vamos a hacerte el menor daño... a menos que no quieras cooperar con nosotros.

Lisa empezó a reaccionar. A fin de cuentas, no se había alistado en la «Némesis» para realizar tranquilos viajes de placer. Pasados los primeros momentos de miedo y desconcierto, empezó a recuperarse.

—¿Quiénes son ustedes? —preguntó—. ¿Qué es lo que quieren de mí?

Wedda señaló un sillón.

—Siéntate ahí, hermosa —contestó—. Tenemos que hacerte unas cuantas preguntas... aunque lo más correcto sería decirte que una sola, pero, en fin, todo depende de las ganas que tengas de cooperar.

—No sé en qué puedo ayudarles —alegó Lisa.

—Yo te lo diré muy pronto —dijo Wedda—. Por el momento, ni siquiera sé tu nombre. Lo único que sé es que eres tripulante de la «Némesis», nave que está al mando del capitán Tsaria Ku-11. ¿Me equivoco?

—No, no se equivoca. Yo me llamo Lisa Lit-92.

—Muy bien, Lisa. Y ahora, por favor, ¿quieres decirme dónde se aloja en Caynor tu capitán?

Los ojos de la joven escrutaron penetrantemente la cara de su interlocutor.

—Todavía no me ha dicho siquiera quién es usted ni para qué busca a Tsaria —contestó.

—Tengo que hablar con ella, simplemente.

—¿Era necesario que matase a mi acompañante? Si la policía caynoriano se entera, lo matarán.

—No te preocupes —sonrió Wedda—, no se enterarán. ¿Dónde se hospeda Tsaria en estos momentos?

Lisa era leal a su capitán. Meneó la cabeza y contestó:

—Búsquela usted. No se lo diré.

Los labios de Wedda se fruncieron en un pliegue de cólera mal contenida.

—Yo creo que te conviene cooperar —dijo en tono amenazador.

—No —replicó Lisa tajantemente—. No se lo diré, porque usted no busca a Tsaria para nada bueno. De lo contrario, en lugar de empezar con un asesinato, me lo habría pedido con toda cortesía y yo, que no tengo motivos para ocultar una cosa sin importancia, se lo habría dicho. Ahora, después de lo que he visto, me imagino que trata de perjudicar a Tsaria y no se lo diré.

Aquel argumento, tan simple, puso fuera de sí a Wedda.

—¡Te costará caro si no hablas! —aulló.

Lisa cruzó los brazos bajo los senos.

—No hablaré —insistió.

—Está bien —dijo Wedda, apretando los dientes—. Entonces, te obligaremos a ello. ¡Atadla al sillón!

Uno de los guardias había venido provisto de una cuerda fina y fuerte que sacó de debajo de la blusa. En el momento que iniciaba la acción. Lisa le agarró por un brazo y lo hizo voltear, lanzándolo contra su compañero.

Los dos hombres rodaron por el suelo en confuso montón, lanzando mil maldiciones. Lisa, ágilmente, se precipitó hacia la puerta, con ánimo de escapar, pero Wedda le puso la zancadilla y la joven rodó por tierra.

Wedda se precipitó sobre ella. Lisa se revolvió ágilmente y le golpeó con un pie en pleno rostro, arrancándole un aullido de dolor. Lisa se incorporó de un salto y, en aquel momento, un lazo cayó sobre sus hombros.

El guardia pegó un violentísimo tirón y Lisa se vio proyectada contra uno de los sillones. Quiso revolverse, pero el otro moribiano le asestó un tremendo puntapié en uno de los costados que la dejó sin aliento.

Segundos más tarde, Lisa estaba atada al sillón. Wedda se acercó a ella, con un pañuelo en la cara, a fin de restañar la sangre que brotaba de sus narices, y preguntó:

—¿Dónde está Tsaria?

Los ojos de Lisa despidieron llamas de furia impotente.

—No se lo diré —contestó.

Wedda hizo un gesto con la mano.

—Ya podéis empezar —indicó.

El primer grito de Lisa se produjo unos segundos después. Lisa siguió gritando hasta que murió.

Wedda bramaba de furor.

El tormento no había sido suficiente para conseguir lo que quería.

Lo más irritante de todo era que habría podido saberlo de haber obrado con un poco de más inteligencia. Pero había querido impresionar a la joven y no había contado con su indudable tenacidad y fuerza de voluntad, que la había hecho resistir victoriosamente los horribles tormentos a que había sido sometida.

—Vámonos —dijo, cuando Lisa hubo muerto—. Ya buscaremos, y no faltará en Caynor CI quien nos diga dónde está Tsaria Ku-11. 

*     *     * 

—En lo material, el equipo destrozado ha sido repuesto —dijo Tsaria, a la vez que llenaba dos copas—. Pero, en cambio, me falta personal especializado. Puntualizando: me falta un navegante.

Forster, cómodamente sentado en una butaca sin patas, mantenida por antigravedad, tomó la copa que le ofrecía su hermosa anfitriona.

—Temo usar mi inteligencia —dijo irónicamente—. Sospecho que tratas de pedirme que sea tu navegante —tuteó a la joven sin más.

—¿A qué engañarnos? Sí, quiero que seas mi navegante, Vix.

—El único hombre en una nave tripulada exclusivamente por mujeres, la mayoría jóvenes, hermosas y ardientes. ¿No temes que mi presencia pueda producir motines?

Tsaria se mordió los labios.

—Procuraré mantener la disciplina —dijo.

—Lo dudo mucho.

—Tengo un plan infalible para conseguirlo, Vix.

—¿Cuál es ese plan? —preguntó él.

—Lo sabrás a su debido tiempo. Pero te diré una cosa: de Te-Uou no puedes esperar nada. Por tanto, no tienes medio de viajar a Benafza subrepticiamente... y el Gran Consulado Moribiano no aprobará tu visado. O si lo aprueba será para detenerte apenas pongas pie en el suelo de Benafza.

Vix hizo una mueca.

—Tienes razón —gruñó.

—Puedes quedarte con los cien mil «garants» que te prometí —manifestó ella—. Ahora, dime, ¿quieres o no ser mi navegante?

—¿Por qué yo, precisamente? En Caynor CI hay multitud de tipos que harían el mismo papel y tan bien o mejor que yo.

—Sí, pero no todos necesitan desembarcar sin ser vistos.

Hubo una pausa de silencio. Vix miraba a Tsaria, como tratando de comprender los pensamientos de la joven.

—Me parece sospechar que el cebo para que acepte ser tu navegante es un viaje a Benafza —dijo al cabo.

Tsaria sonrió enigmáticamente.

—Hay, además, otro cebo... pero lo conocerás en órbita. ¿Qué me contestas?

—Antes de darte una respuesta en un sentido u otro, querría saber una cosa, Tsaria.

—Está bien. Pregunta lo que quieras —accedió ella.

—Yo fui a ver a Te-Uou. Evidentemente, alguien estaba junto a él, esperándome.

—Tu buen amigo el coronel Wedda.

—Y le amenazaba con una pistola. Yo vi el brillo del arma en la pantalla de mi fonovisor, a pesar de que Wedda se situaba fuera de campo.

—Seguro. Es un tipo muy astuto.

—Después de todo esto, la pregunta surge por sí sola, Tsaria. Estabas aguardándome en las inmediaciones de la casa de Te-Uou. ¿Quién te dijo que yo iba a ir allí?

Tsaria volvió a sonreír.

—Tengo un buen servicio de información —respondió evasivamente. Y agregó—: ¿Era esto todo lo que me ibas a preguntar?

—Si tus respuestas van a ser del mismo sentido, ¿a qué continuar? —Vix enseñó las palmas de sus manos—. Está bien, capitán; ya tienes un navegante para tu astronave.

Tsaria le cogió la copa y se la llenó de nuevo.

—Esto hay que celebrarlo —dijo. Llenó la suya también y la levantó acto seguido—. Por mi nuevo navegante —brindó.

Vix bebió un buen trago. Luego dijo:

—Tsaria, supongo que no me has contratado solamente para darte el capricho de llevarme hasta Benafza. ¿Qué motivos se ocultan tras tu, en apariencia, generosa actitud?

Ella se echó a reír.

—Eres muy suspicaz, Vix —contestó—. Sí, es verdad que no te llevo a Benafza sólo por tu linda cara. Pero no te lo diré hasta que estemos en órbita.

—¿Desconfías de mí?

—Desconfío de Wedda, que está en Caynor CI.

—¿Temes que me haga prisionero?

—Es una posibilidad que no debemos excluir, aunque dudo mucho de que llegue a producirse, porque zarparemos a la mayor brevedad posible. Discúlpame un momento, ¿quieres?

Tsaria se acercó al fonovisor y marcó un número. A los pocos segundos, se iluminó la pantalla y apareció en ella el rostro de una hermosa mujer de frondosa cabellera rubia.

—Capitán —saludó la joven—. ¿Ocurre algo?

—Sí —contestó Tsaria—. Vamos a zarpar lo antes que podamos. Myrea, encárguese de avisar al resto de la tripulación que no se encuentre a bordo a fin de que vuelvan a la nave lo antes posible.

—Sí, capitán.

Tsaria cerró la comunicación y se volvió hacia Vix con la sonrisa en los labios.

—Eso es todo —dijo—. ¿Estás listo?

Vix apuró el resto de su copa y se incorporó.

—Estoy listo y ansioso.

—¿Ansioso de qué? —preguntó ella.

—De saber dos cosas: una de ellas, la forma en que mantendrás la disciplina a bordo, todo mujeres y un hombre solamente, joven y no mal parecido. Y la otra cosa son los motivos de tu nada generosa y sí muy interesada actitud.

Tsaria exhaló una alegre carcajada.

—Eres algo más tonto de lo que yo creía... Pero, como dije antes, ya lo sabrás cuando estemos en órbita. Vamos.

Vix se dirigió hacia la puerta. Ella se colgó de su brazo y le dirigió una larga e indescifrable mirada, que Vix no supo entender por completo.

Momentos después, salían en un helitaxi hacia el astropuerto, mientras la segundo de a bordo, Myrea, empezaba a hacer llamadas a todas partes, a fin de reunir a las tripulantes francas de servicio.

Sin embargo, hubo una que no contestó a su llamada. Myrea, extrañada, decidió ir en persona al alojamiento de Lisa Lit-92 para investigar el motivo de su silencio.

CAPÍTULO VIII 

Lisa continuaba sin contestar, a pesar de que Myrea golpeaba la puerta con los nudillos. Al final, Myrea se decidió a abrir.

Cruzó el umbral. Dio dos pasos. El horror clavó sus pies en el suelo.

Después vino el natural sentimiento de repulsión física producido por aquel horrendo espectáculo. Myrea había visto muchas cosas, pero nada superaba a cuanto tenía delante de sus ojos.

Con una mano en la boca, corrió hacia el cuarto de baño. Pasaron algunos minutos antes de que volviese la tranquilidad a su estómago, aunque no a su espíritu.

Poco a poco, sin embargo, se fue serenando. Myrea se imaginó que Lisa había sido torturada tan salvajemente para robarle simplemente algunos millares de «garants». Aquel horripilante tormento había tenido como motivo algo más que un puñado de billetes.

Myrea se imaginó los motivos fácilmente. Tenía que avisar a su capitán, se dijo, una vez hubo llegado a una conclusión.

De pronto, vio algo que llamó poderosamente su atención.

Una huella en el liso pavimento de la sala. La impronta de un pie, nítidamente marcada en el rojo escarlata de la sangre que se había derramado por todas partes.

Myrea se arrodilló. El dueño de aquella bota había escapado con rapidez, sin darse cuenta de que dejaba un rastro comprometedor.

Instantes después, Myrea tomaba una decisión. Buscó papel y lápiz y realizó algunas anotaciones. Luego salió de la estancia con paso resuelto y se encaminó hacia el astropuerto. 

*     *     * 

Vix y Tsaria escucharon las declaraciones de Myrea con ojos incrédulos. Tsaria, además, se sentía horrorizada.

—La torturaron como una no se puede imaginar —dijo Myrea—. Estaba literalmente despellejada y le habían arrancado los cabellos por sectores de un centímetro cuadrado, con cuero cabelludo incluido. Le faltaban las veinte uñas...

—¡Calla! ¡Calla! —dijo Tsaria con voz crispada.

—Lo siento, capitán, pero creo que debe saber usted cómo murió esa pobre chica.

—Pero, ¿por qué la mataron? —preguntó Vix, no menos espeluznado que Tsaria.

—¿Es que no te lo imaginas? —contestó Tsaria—. Wedda la obligó a hablar. Quería que Lisa le dijera dónde me hospedo cuando estoy en Caynor CI. Por eso la torturó... y una vez conseguidos sus propósitos, la mató.

Vix meneó la cabeza.

—No creo que Wedda consiguiera nada —dijo—. Lisa aguantó el tormento valerosamente y murió sin haber hablado.

—Es probable —admitió Tsaria con acento reflexivo—. De lo contrario, Wedda ya habría hecho notar su presencia.

—Debe de continuar en la ciudad, buscándoles a los dos —opinó Myrea.

—Es muy probable —dijo Vix—. Pero ¿no hay manera de quitarse de en medio a ese forajido?

—Hay una, en efecto —contestó Tsaria—. Myrea, hiciste bien al tomar nota de la huella que viste en el departamento de la pobre Lisa —se volvió hacia el joven—. Es la huella de una bota reglamentaria en las tropas moribianas. Las botas, todas, tienen el sello del Estado planetario de Morib I y, además, un número de serie. Wedda, o alguno de sus acompañantes, sea quien fuere, pisó sangre y su huella quedó nítidamente marcada en el suelo del departamento.

—Eso puede servir de prueba para una acusación de asesinato —dijo Vix.

—Es exactamente lo que yo estaba pensando —contestó Tsaria con una ligera sonrisa. 

*     *     * 

El coronel Wedda se paseaba nerviosamente por su habitación del hotel, en espera de noticias que le debían ser facilitadas por sus esbirros. De pronto, oyó llamar a la puerta y se precipitó a abrir ansiosamente.

Wedda parpadeó asombrado al verse ante dos hombres con el uniforme de la policía caynoriana, uno de los cuales ostentaba los galones de teniente.

—¿Es usted el coronel Bilkn Wedda, de Morib I? —preguntó el oficial.

Wedda respingó.

—Teniente, usted se equivoca...

Anthon, sin inmutarse, sacó una pistola y encañonó con ella al moribiano.

—Conocemos su reputación, coronel —dijo—. A los caynorianos no nos interesan sus trapicheos más o menos políticos, pero de una cosa puede estar seguro. En Caynor CI se observa la más estricta neutralidad o, de lo contrario, es preciso atenerse a las consecuencias. Espóselo, agente.

Wedda estaba sin aliento. Antes de que se diese cuenta de lo que le sucedía, ya tenía en torno a las muñecas las argollas de acero de unas esposas electromagnéticas.

—No hay pruebas de que yo haya cometido ningún crimen —protestó.

Anthon sonrió enigmáticamente.

—Tendré el gusto de refregarle esas pruebas por las narices dentro de muy poco —contestó—. A propósito, ¿quiere levantar el pie derecho, coronel?

Wedda empezó a sospechar lo ocurrido. Lisa había derramado demasiada sangre. 

*     *     * 

Tsaria escuchó las últimas noticias radiadas desde la estación central de Caynor CI y sonrió satisfecha.

El locutor acababa de anunciar la detención del posible asesino de Lisa Lit-92. Tsaria cerró el televisor y se volvió hacia Vix.

—¿Has oído? —preguntó.

Vix estaba muy ocupado en aquellos momentos ante la calculadora de órbitas. Lanzó un gruñido y siguió trabajando.

—Wedda ha sido arrestado —dijo Tsaria—. Ya no nos molestará más y los caynorianos se encargarán de darle su merecido.

—Una buena jugarreta —comentó Vix—. Dentro de poco tendré listos los cálculos para poder conectar el piloto automático en órbita hacia Benafza.

—¡Eh, eh, alto! —exclamó Tsaria—. Estás equivocado. No vamos a Benafza, al menos de una manera directa.

Vix se volvió sorprendido en su asiento.

—Pero yo creía que... Entonces ¿dónde diablos nos dirigimos?

—Espera un momento.

Tsaria se acercó a una de las consolas de la sala de navegación y pulsó algunas teclas. Una gran pantalla, de dos metros de largo por uno y medio de alto, se iluminó en el acto, en blanco.

Tsaria apretó otra tecla y la carta estelar surgió en la pantalla. Luego hizo girar lentamente la ruedecita del mando de aumento, hasta que un determinado sector de la Galaxia quedó ocupando el centro geométrico de la pantalla.

—Ése es el rumbo que hemos de tomar —indicó.

Vix, desde su sillón, contempló la pantalla con aire especulativo.

—Eso no parece estar muy cerca de Benafza —observó—. Más bien diría yo que casi se encuentra en el extremo opuesto y, calculando a ojo, a unos ciento doce años luz de mi punto de destino.

Tsaria sonrió.

—Tus cálculos no se apartan mucho de la realidad —respondió—. Pero es ahí hacia donde debes dirigir la nave.

—¿Por qué? ¿Qué es lo que hay en ese sector?

—Todavía no hay nada. Pero lo habrá.

Vix empezó a comprender.

—Otra vez pirateo, ¿eh?

—Así es, Vix.

—¿Valor?

—Unos mil doscientos millones de «garants», aproximadamente.

—Estoy sentado —dijo Vix—. De lo contrario, me caería de espaldas al suelo. ¡Mil doscientos millones! Es una suma inimaginable.

Tsaria continuaba sonriendo.

—En billetes de un millón la mayoría —puntualizó.

—Pero ¿quién diablos tiene tanto dinero? —explotó Vix.

—Los recaudadores de impuestos, naturalmente. Ese dinero viaja del Cuarto Subsector a la capital del Estado planetario. Son los impuestos del año y toda la suma que tú estimas fabulosa, cambiará de dueño dentro de, aproximadamente, ocho días.

—Siento vértigos —dijo Vix con voz desfallecida—. Y nosotros... ¿vamos a asaltar la nave donde se transporta todo ese dinero?

—Así es —confirmó Tsaria sonriendo. \

Vix pegó un salto repentino.

—Pero, aunque consigas tu objetivo, no obtendrás ningún provecho del botín —exclamó.

—¿Por qué? —inquirió ella.

—Sencillamente, apenas se tenga conocimiento del asalto, el gobierno de Morib I, anulará los billetes robados.

—¿De veras? —dijo Tsaria—. ¿Tú crees que anularán los billetes de un millón, expedidos por Morib I y certificados por el Supremo Consejo Consultivo de Gobierno de la Galaxia, cuyo sello es garantía de circulación?

—Ese mismo Consejo puede anular la emisión, Tsaria.

—No lo hará. No lo ha hecho jamás ni accedería a la petición de Morib I en tal sentido. Cuando un gobierno planetario lanza una emisión de billetes con validez en toda la Galaxia, debe atenerse a las consecuencias de su acción, cualesquiera que éstas puedan ser. Otra cosa sería si se tratase de una emisión interior, pero la que vamos a asaltar es admisible en cualquier banco galáctico y Morib I deberá abonar un millón de «garants» en la moneda que se le exija, cada vez que se le presente al cobro uno de esos billetes de a millón, proceda de donde proceda.

Vix se quedó callado. Los argumentos de Tsaria eran irrefutables.

—En Caynor me los cambiarán de muy buena gana —siguió ella—. Mejor dicho, los ingresarán en mi cuenta corriente.

—Morib I puede reclamar diplomáticamente —alegó él.

—Pueden suponer que el dinero está en Caynor CI, pero el banco, como es lógico, no pasará esa información. Uno de los beneficios de la neutralidad de Caynor es el secreto bancario.

—Aun así, el día en que ese banco caynoriano pase algunos billetes al cobro, Morib puede alegar...

—¿Qué alegaría? ¿Que procede de un pirateo? Yo te diré cuál será la respuesta del banco caynoriano: «Éste es un billete de un millón de «garants». Páguenlo o aténganse a las consecuencias.»

—¿Qué consecuencias? —preguntó Vix.

—La no cotización de la moneda moribiana fuera de los límites de su sector galáctico. El valor de los «garants» moribianos caería verticalmente si se supiera que su gobierno se negaba a pagar en una operación de cambio.

—Lo tienes todo bien planeado, ¿eh?

—En efecto, Vix. Es una operación meditada a fondo. Puede fallar en lo que llamaríamos estrictamente físico; quiero decir que la escolta de la nave que transporta el dinero puede rechazar nuestro asalto. Pero si conseguimos apoderarnos del dinero, nadie nos impedirá aprovecharnos de él. Salvo, naturalmente, una pequeña fracción en moneda caynoriana interna, un par de decenas de millones, solamente.

—Para ti, quince o veinte millones de «garants» no son nada, al parecer.

—Comparados con el resto del botín, una fruslería. Y aun así, como la mayoría serán billetes pequeños, incluso se podrán aprovechar. Lo que sucede es que ocuparán demasiado espacio y por eso nos quedaremos solamente con los billetes de un millón.

—Unos mil ciento ochenta billetes —dijo Vix.

—Un paquetito que no abultará más que una maleta —sonrió ella—. Anda, haz tus cálculos. Dentro de una semana, tenemos que estar apostados en el sitio por donde ha de pasar la astronave del... tesoro.

—Por ahora sólo te diré una cosa, Tsaria. Tienes un buen servicio de información.

Los ojos de la joven brillaron maliciosamente.

—Sin una buena información no se va a ninguna parte, Vix —contestó con acento sentencioso.

Vix quedó solo en la cámara de navegación. Trabajó largas horas hasta que, al fin, pudo programar una órbita que llevaría a la «Némesis» a su objetivo en siete días, nueve horas y algunos minutos.

Ello le satisfizo considerablemente, porque representaba un adelanto considerable sobre el tiempo marcado por Tsaria.

De este modo, pensó, se apostarían en algún lugar adecuado y esperarían tranquilamente el paso de la astronave que transportaba una suma tan fabulosa.

Por la noche, después de cenar, Vix se retiró a su cámara. La nave orbitaba ya con el piloto automático. Todos los detectores estaban en continuo funcionamiento, no obstante lo cual había tripulantes de guardia en el puente, a fin de atender a cualquier eventualidad.

Vix se preguntó si algún día podría llegar a entregar el mensaje a su destinatario. Bien era verdad que Lutta no le había fijado plazo, pero ansiaba hablar cuanto antes con Emmon Bellias a fin de descargarse de aquel compromiso que ya empezaba a fastidiarle bastante.

Y después de aquellas reflexiones llegó la última: ¿Qué haría una vez entregado el mensaje?

¿Resultaría cierta la promesa de Lutta de que ello serviría para su rehabilitación?

CAPÍTULO IX 

Dormía profundamente cuando, de pronto, llamaron suavemente a la puerta de la cámara.

Vix trató de despejarse. Los golpes se repitieron.

Echó la ropa a un lado y se puso una bata. Luego avanzó hacia la puerta y la abrió.

Hizo un parpadeo de asombro. Tsaria estaba en el umbral, con el pelo suelto a lo largo de la espalda y envuelta en un peinador de blanco tejido, sumamente fino y casi transparente, que cubría su cuerpo hasta los tobillos.

Vix bajó la vista. Ella iba descalza. El cálido pavimento de la nave lo permitía.

—¿Puedo pasar? —preguntó Tsaria en tono suave.

Vix se echó a un lado.

—Por supuesto —accedió—. ¿Ocurre algo para que vengas a mi cámara a una hora tan intempestiva?

Tsaria soltó una risita.

—Vix, ¿de veras crees que ésta es una hora intempestiva?

—Bueno, ya ha pasado la medianoche y... ¿Ha sucedido algo?

—No, tonto. ¿Acaso no te acuerdas ya de que te dije que tenía un plan para que la disciplina no se alterase por tu presencia a bordo?

Vix empezó a sonreír.

—Creo que te comprendo —dijo.

Los brazos de Tsaria emergieron de los tules que los envolvían y se ciñeron al cuello de Vix.

—¿Quién osará disputar su presa al capitán de la nave? —susurró, con los labios muy próximos a los de Vix.

—¿Me consideras como una presa?

—Llámalo como quieras —contestó ella ardientemente—. Pero pobre de la que intente disputarme lo que es mío...

—Le sacarás los ojos.

Tsaria hizo un pestañeo de asentimiento. Luego, sus labios buscaron los del joven.

Más tarde, en la oscuridad, Vix se sintió asaltado por una duda.

—Tsaria.

—Dime, querido.

—Estoy un poco... perplejo. ¿Saldrá bien el asalto? ¿No se convertirá en un sangriento fracaso?

—Vix, sólo había una persona que podía impedirnos el ataque a la nave del tesoro.

—El coronel Wedda.

—Exactamente. Pero no hará nada porque en estos momentos y, según las últimas noticias, está encerrado en un calabozo, acusado de doble homicidio. 

*     *     * 

—Los cargos son de asesinato de Te-Uou, súbdito caynoriano, y tortura y asesinato de Lisa Lit-92, de planetalidad no comprobada, pero residente accidentalmente en Caynor CI.

—No pueden probarme nada —dijo Wedda hoscamente.

—Lo siento —manifestó su defensor, que le visitaba en los calabozos de la Central de Policía, donde el acusado esperaba el momento de su juicio—. Tiene dos testigos en contra.

Wedda respingó.

—¿Quiénes son?

—Rheg Still y Miklos Uarad, guardias planetarios de Morib I, colaboradores suyos en la ejecución de esos homicidios. El fiscal que lleva el caso les ha prometido benevolencia a cambio de una declaración completa de lo sucedido.

Wedda hizo rechinar los dientes.

—Malditos traidores —masculló.

—Compréndalos, coronel. Están muy asustados. Solamente quieren librar su pellejo.

—Y a mí me condenarán a muerte.

El defensor suspiró.

—Temo que sí. Haré todo lo que pueda... pero usted trasladó sus problemas a Caynor CI y esto es un delito sumamente grave. No se trata de unas muertes sucedidas en una pelea o en un momento de irreflexión, lo cual sería tratado por el tribunal con notoria benignidad y comprensión de los hechos. En ambos casos, ha habido fría reflexión después de la premeditación que demuestra la ejecución de los hechos; y, en particular, la muerte de Lisa merecerá una calificación muy dura del fiscal. No le perdonarán los tormentos que infligieron a esa pobre chica, coronel.

—En resumen, que tengo la partida perdida.

—Hablando sinceramente, sí. Haré todo lo que pueda... pero no espere clemencia del tribunal.

—¿Cómo me ejecutarán, abogado? —quiso saber.

—En Caynor es costumbre dar a elegir a los sentenciados la forma en que desean morir. Horca, fusilamiento... o autoejecución.

—¿Veneno?

—Sí.

—Gracias, abogado. Cuando llegue el momento, elegiré la forma mejor de acabar. No se esfuerce demasiado por mí —concluyó Wedda con una sonrisa—; soy una causa perdida.

Pero Wedda no pensaba rendirse tan fácilmente.

Era hombre duro y, además, astuto. Había observado que su encierro, en los sótanos, estaba aislado de las restantes celdas.

Los guardias que le habían acompañado en sus fechorías se hallaban en otros calabozos aislados del suyo. A él, le consideraban, sin duda, hombre peligroso.

Las horas fueron pasando lentamente. Al anochecer, vino un guardia con la bandeja de la cena.

—¿Quiere comer? —preguntó.

Wedda había rechazado la anterior comida en un acceso de cólera.

—Claro que sí —contestó el moribiano sonriendo. Abandonó la litera y se acercó a la puerta enrejada—. Deme la bandeja, amigo.

—Se la pasaré por debajo —gruñó el guardia, inclinándose para meter la bandeja por el intervalo correspondiente entre los barrotes.

Entonces, el puño de Wedda cayó devastadoramente sobre la nuca del individuo, quien se desplomó al suelo instantáneamente.

Wedda se arrodilló. Alargó la mano y, del cinturón del guardia, arrancó el emisor de destellos que permitía la apertura automática de la puerta.

Estirando la mano cuanto pudo, enfocó la lamparita hacia la cerradura y la hizo centellear de acuerdo con el código de apertura. Instantes después, se oía un ligero chasquido.

Wedda quedó libre. Se agachó y desposeyó al guardia de su pistola desintegrante. Fríamente, sin el menor remordimiento, hizo un disparo y lo convirtió en polvo.

Acto seguido, se lanzó hacia la salida. La puerta que conducía a su encierro era de cerradura sencilla.

Wedda abrió y se encontró en el principio de un largo corredor, flanqueado por numerosas celdas, repletas de prisioneros: ladrones, estafadores, asesinos, borrachos, mujeres de vida fácil acusadas de despojar a sus amantes ocasionales, contrabandistas... En aquel subterráneo había no menos de dos centenares de personas.

Alguien le llamó de pronto.

—¡Coronel!

Wedda volvió la cabeza.

Sus dos esbirros estaban en una celda cercana.

—Sáquenos, coronel —pidió uno de ellos suplicante.

—Traidores —les apostrofó Wedda.

Y luego, sin más palabras, disparó dos veces.

Sonaron algunos gritos de asombro. Wedda sonrió.

—¿Os gustaría salir libres? —preguntó a los más cercanos.

Un sonoro clamoreo acogió sus palabras. Wedda abrió la celda más cercana y una docena de individuos se precipitaron al exterior, aullando como energúmenos.

—Vamos, fuera, fuera... —repetía Wedda, a medida que abría las celdas.

Un tropel de hombres y mujeres, desecho de la sociedad caynoriana, se precipitó con atronadora algarabía hacia la salida, que Wedda abrió igualmente. En el edificio empezaron a sonar los cláxones de alarma.

Envuelto en el turbión de fugitivos, Wedda llegó a la planta baja donde los policías caynorianos, sorprendidos, intentaban hacer frente a la estampida. Wedda aumentó la confusión con un par de disparos al tablero de la central de comunicaciones, que empezó a soltar chispas y humo inmediatamente.

Wedda abatió a tres policías que se obstinaron en presentar una resistencia a la evasión. El paso quedó definitivamente libre. 

*     *     * 

Con ojos de duda, Vix contemplaba el diminuto asteroide que orbitaba solitariamente en el espacio. La visión se realizaba a ojo desnudo, sin ayuda de instrumentos.

—Eres un buen navegante —elogió Tsaria—. Has dado exactamente en el blanco después de un disparo hecho a ciento veinte años luz.

—¿Aquí es donde hemos de esperar? —preguntó él.

—Sí. Tengo el programa de la órbita que ha de seguir la nave del dinero y sé que pasará a solamente unas decenas de miles de kilómetros del asteroide.

—No olvides la escolta. Cuatro naves ultrarrápidas y bien armadas —dijo Vix.

—Está todo calculado —sonrió Tsaria—. La escolta quedará inutilizada con la primera salva.

Vix se estremeció.

—Vas a cometer una matanza —calificó—. No dudo que muchos de los tripulantes de esas naves de escolta sean de la misma clase que Wedda, pero hay otros a quienes la política les tiene sin cuidado.

—Lo sé, y precisamente por eso mismo inutilizaré la escolta sin derramar una gota de sangre.

—¿Qué me dices de la nave que transporta el dinero?

—Cuando llegue el momento, conocerás la forma en que he de atacar. Tampoco habrá sangre.

—Si tú lo dices...

—No pareces muy conforme, ¿verdad?

—Más que conforme, yo diría resignado, Pero añadiré que, a fin de cuentas, carezco de experiencia en la piratería —respondió Vix mordazmente.

—Por eso yo digo que el asalto no fallará. ¡Myrea! —llamó Tsaria de repente.

—Diga, capitán —contestó la interpelada.

—Lleve la nave al lugar acordado de antemano. Esperaremos allí el paso de nuestra presa.

—Sí, capitán.

—Como la araña espera en su tela a la mosca —dijo Vix.

—Más o menos —admitió Tsaria jovialmente.

Pilotada por Myrea, la nave se acercó al asteroide con gran lentitud, dando una vuelta casi completa en tomo a él, hasta llegar a menos de mil metros de su superficie.

Entonces, Vix divisó una profundísima grieta en la superficie del astro. Era un estremecedor precipicio, de menos de cien metros de anchura por varios cientos de metros de profundidad, cuyo fondo quedaba oculto a causa de las tinieblas que lo envolvían.

La nave se adentró lentamente en la grieta, descendiendo hasta el fondo. Vix empezó a comprender las intenciones de Tsaria.

—Aquí aguardaremos ocultos, hasta que nuestros detectores nos señalen la proximidad de la flota moribiana —dijo Tsaria, como si hubiese adivinado sus pensamientos.

—En el fondo de esa grieta, los detectores son tan útiles como un abanico —gruñó Vix.

—Claro, como que no hay aire —rio ella—. Pero ¿no te he dicho que todo está previsto?

La nave se estremeció ligeramente.

—Capitán, hemos tocado tierra —anunció Myrea a través del interfono.

—Bien, disponga que el equipo de detección salga a la superficie. Vix, ¿quieres venir con nosotras?

—Bueno —accedió él con aire displicente.

Minutos más tarde, Vix, Tsaria y seis tripulantes femeninos estaban ya equipados para salir al exterior, embutidos en sus trajes de vacío.

—Haz funcionar el gravitador artificial al cuarenta por ciento, como mínimo —aconsejó Tsaria—. La gravedad en el asteroide es prácticamente nula, debido a su pequeñez, y hasta un estornudo podría enviarte al espacio.

Tsaria tenía razón. Podía decirse que, en aquel pedrusco, cuyo eje mayor medía escasamente diez kilómetros, no existía la acción de la gravedad. El gravitador artificial, proporcionando peso a los cuerpos, evitaba muchos de los inconvenientes que originaba la ausencia de la gravedad.

Antes de salir, Tsaria habló con la jefe de tiro.

—Ajuste las coordenadas de los proyectiles inmovilizantes para doce mil ochocientos siete kilómetros de distancia media. En cuanto a los otros proyectiles, la distancia debe ser de novecientos veinte kilómetros más.

—Bien, capitán.

La esclusa se abrió y salieron al espacio. El aspecto de la superficie del asteroide no podía ser más deprimente. Todo eran rocas desnudas, amontonadas de cualquier modo, tras las remotísimas convulsiones cósmicas que habían originado aquel pedrusco del espacio, y las grietas y abismos se abrían por todas partes.

Sin grandes dificultades, debido al menor peso, Vix y las siete mujeres caminaron durante dos mil metros, hasta que Tsaria se detuvo en un punto determinado.

—Aquí —señaló lacónicamente.

Las seis mujeres se aplicaron al trabajo inmediatamente. Vix contempló su labor con interés profesional.

Una hora más tarde, las antenas de los detectores se erguían sobre la muerta superficie del asteroide. Los instrumentos de observación quedaron bajo unas cúpulas de plástico, con atmósfera artificial, al objeto de evitar perturbaciones. El frío intensísimo de los espacios siderales podría afectar a los aparatos a la larga y dificultar las observaciones.

—Ahora sólo falta esperar —dijo Tsaria, satisfecha de la labor realizada.

Sí, se dijo Vix, con cierto pesimismo, porque, pese a todo lo que afirmaba Tsaria, no estaba muy seguro de que el objetivo se alcanzase con tantas facilidades como ella había pregonado desde el primer día.

Y si fallaban en el primer asalto, la réplica de las naves de escolta sería devastadora. Uno solo de sus disparos podía convertir en polvillo cósmico al asteroide, con cuantos se hallaban en su superficie.

De repente, sonó la voz de Myrea en los receptores individuales:

—¡Capitán, noticias de Caynor CI! ¡El coronel Wedda ha conseguido fugarse de su encierro y navega por el espacio con rumbo desconocido!

CAPÍTULO X 

El coronel Wedda contenía a duras penas la impaciencia que le consumía.

—¿No hay noticias todavía? —preguntó al comandante de la nave.

—Nada, señor —contestó el interpelado.

—Está bien. Es preciso radiar un mensaje de alerta general a toda la flota moribiana. La «Némesis» debe ser buscada con preferencia a cualquier otro objetivo y destruida apenas sea identificada, sin intimación siquiera. ¿Está claro?

—Sí, señor.

Tascando el freno, Wedda se retiró a su cámara, donde descansó algunas horas. Sin embargo, su sueño no fue agradable, porque el nerviosismo que le poseía le impedía dormir más de unos minutos seguidos. Al fin, enervado y lleno de mal humor, se levantó y regresó al puente, donde quedó contemplando alternativamente el espacio y los instrumentos, como si con su presencia allí quisiera aumentar la velocidad de la nave en que viajaba.

La radio emitió noticias de su espectacular evasión. Según las informaciones, Caynor CI pensaba entablar una acción diplomática.

A Wedda esto le importaba muy poco. Sabía que su gobierno le respaldaría plenamente. Lo más que podía ocurrir era que Morib I se aviniese a pagar una especie de indemnización por daños y perjuicios. Pero ni hablar de entregarle de nuevo a las autoridades caynorianas.

Las horas fueron pasando lentamente. Wedda recibía con puntualidad noticias de sus patrulleras, que se habían lanzado al espacio por todas partes, a fin de encontrar la nave pirata. De la «Némesis», sin embargo, no se tenía la menor información.

—¿Dónde diablos habrán podido meterse? —masculló Wedda, mientras buceaba en su mente, en busca de algún lugar razonable en el cual pudieran esconderse los fugitivos sin posibilidad de ser hallados.

—Con su permiso, coronel —dijo el comandante de la nave, capitán Guttki—. En mi opinión, esa cuadrilla de mujeres piratas no se han escondido huyendo de nuestra persecución, sino que están planeando algún golpe.

—¿Usted lo cree así, capitán? —preguntó Wedda.

—Sí, señor. Consideradas las cosas imparcialmente, es su oficio, ¿no?

Wedda se acarició la mandíbula.

—Sí, su oficio es el de pirata. Pero, ¿qué hay en el espacio actualmente que merezca su atención y el riesgo de un asalto?

Guttki le enseñó entonces un documento.

—Lo recibí hace poco, cifrado, naturalmente —manifestó—. Se trata de un mensaje destinado a todos los comandantes de astronave situados en las inmediaciones de determinada órbita. Se les ordena prestar la protección posible a la nave «Heekia XX» y escoltarla durante el tiempo que sea preciso, si su comandante lo estimase necesario.

Wedda miró de hito en hito a su interlocutor.

—¿Qué transporta la «Heekia XX»? —preguntó—. Conozco esa clase de mensajes y sé que no se transmiten sino en circunstancias muy especiales, capitán.

—Se lo diré en cuatro palabras, coronel —respondió Guttki—. La «Heekia XX» lleva a bordo nada menos que mil doscientos millones de «garants», producto de la recaudación anual de impuestos en el Cuarto subsector de nuestro estado. Si la «Némesis» no pretende asaltar a la «Heekia XX», entonces yo no sé nada en absoluto de mi oficio.

Wedda se quedó callado unos instantes, con los ojos muy abiertos.

De repente, exclamó:

—¡Tiene usted razón, capitán! Tsaria Ku-11 pretende apoderarse de esa inmensa suma y, por tanto, debe hallarse con su nave en las inmediaciones de la órbita de la «Heekia XX». 

*     *     * 

Con gesto complacido, Tsaria observó las indicaciones de las pantallas situadas en la superficie del asteroide.

Llevaban ya casi veinticuatro horas en aquel lugar, aguardando el paso de la nave que transportaba el dinero. Tsaria y Vix se habían retirado a descansar durante algunas horas, lo mismo que las otras chicas que componían el equipo de observación, no sin que dejaran algunas de guardia permanente ante los instrumentos. En opinión de Tsaria, faltaba ya muy poco para el momento de la acción.

Los instrumentos detectaban ya las proximidades de la «Heekia XX». No obstante, la distancia era todavía de algunos millones de kilómetros.

—Es pronto para atacar. Antes de una hora no estaremos en condiciones de asaltar la caja de caudales volante —dijo Tsaria.

—Mil doscientos millones es una suma más que respetable —calificó Vix—. En la «Némesis» sois unas treinta chicas. Aunque tú, como capitán, te quedes una parte principal del botín, las demás también se llevarán un buen pico. ¿No crees que será suficiente para abandonar esta vida de riesgos continuos y tan poco cómoda?

Tsaria sonrió enigmáticamente.

—En buena lógica, a mí deberían corresponderme unos doscientos millones y alrededor de treinta a cada una de las demás. Pero ese dinero no tendrá el destino que tú te imaginas, Vix.

—¿Entonces...? —dijo él, asombrado.

—Distancia, millón y medio —informó la observadora—. La velocidad constante es de cien mil por minuto.

—Dentro de quince tendremos nuestra presa a tiro —dijo Tsaria, eludiendo una respuesta a las dudas de Vix.

Las indicaciones de los detectores eran cada vez más nítidas. El momento de la acción se acercaba rápidamente.

A los pocos momentos, la distancia era de un millón.

—La velocidad es constante, sin variaciones —dijo la observadora.

Tsaria emitió una orden:

—Todos los torpedos, listos para su lanzamiento según las coordenadas calculadas previamente.

—Me pregunto por qué nos hemos ido a esconder aquí, en este pedrusco —dijo Vix.

—Sencillo —explicó Tsaria—. La «Heekia XX» y su escolta pasarán por un punto del espacio diametralmente opuesto al que se encuentra mi nave. Nosotros haremos la primera salva, que será suficiente. Caso de una respuesta por parte de los moribianos, el asteroide serviría de parapeto a mi nave y absorbería fácilmente cualquier impacto.

—Siempre que no se tratase de un proyectil de efectos planetarios, en cuyo caso quedaríamos reducidos a menos que polvo.

Tsaria se encogió de hombros.

—Es un riesgo que hay que correr —contestó.

—¡Medio millón! —informó la observadora en aquel momento.

—Cinco minutos para el asalto —dijo Tsaria.

De repente, se recibió un mensaje de la «Némesis».

—¡Capitán! —exclamó Myrea—. Acabamos de captar un mensaje en clave. Sospecho sea dirigido a la «Heekia XX».

—Descífrelo, pronto —ordenó Tsaria.

—Me siento aprensivo —dijo Vix—. Este asalto no podía salir tan bien como tú creías.

—He introducido el mensaje en la descifradora automática —dijo Myrea.

—¡Capitán! —gritó la observadora repentinamente—. Se advierte un ligero cambio de órbita en el objetivo.

Tsaria apretó los labios.

—¿Se habrán percatado de nuestras intenciones? —murmuró—. Jefe de tiro, introduzca los nuevos datos en los proyectiles. ¡Rápido o fracasaremos!

En aquel momento Myrea llamó.

—¡Descifrado el mensaje, capitán! Procede de la nave «Kuu-Kia» y en él se ordena a la «Heekia XX» desviar su órbita y dirigirse a velocidad máxima hacia las coordenadas AL-30 = S-01, en donde encontrará protección suplementaria. Ese cambio de órbita rige también para las naves de escolta.

—¿A qué distancia se encuentra ahora nuestro objetivo? —preguntó Tsaria.

—Doscientos ochenta mil, pero ha cesado la aproximación —contestó la observadora.

Vix miró a la joven. Bajo la cáscara transparente del casco espacial, el rostro de Tsaria se veía contraído, invadido por la preocupación.

La observadora llamó en aquel momento:

—¡Capitán, señales de otra nave a once millones y medio!

—Es la de Wedda, no cabe duda —dijo Tsaria sordamente—. Pero ¿cómo se habrá enterado...?

—Es un tipo listo —sonrió Vix—. Sabe usar la cabeza, no te quepa la menor duda.

—La «Heekia XX» aumenta la distancia. Está ya a trescientos setenta.

—¡Jefe de tiro! —llamó Tsaria—. Calcule dirección y órbita para los proyectiles a ochocientos cincuenta mil exactamente. Introduzca en sus cabezas de tiro datos de velocidad máxima.

—Bien, capitán.

—Avíseme cuando lo tenga todo listo —añadió Tsaria.

—Distancia: Cuatrocientos treinta —informó la observadora.

Quedaban poco más de cuatro minutos para el disparo, calculó Vix. A velocidad máxima, teniendo en cuenta, además, que el objetivo no se estaba quieto, los proyectiles tardarían algunos minutos en alcanzar su blanco.

Pero, al mismo tiempo, y en dirección diametralmente opuesta, se acercaba otra nave con ánimo de combatirles hasta el exterminio.

—¿Tendrás tiempo de saquear el botín, suponiendo que consigas buenos blancos? —dudó Vix.

Tsaria hizo un signo de asentimiento.

—La nave que suponemos de Wedda no puede rebasar los cien mil al minuto, so pena de correr el riesgo de introducirse en el subespacio, lo que anularía por completo su potencial de combate. Por otra parte, la distancia es demasiado corta para adelantar terreno de ese modo. No tendrían tiempo, sencillamente, de preparar los saltos de entrada y salida en el subespacio.

—Eso sí es verdad —admitió Vix—. Pero queda el riesgo de los proyectiles que puedan disparar.

—No se puede predecir el disparo, pero sí los efectos de los proyectiles.

—Capitán, calculados los datos para ochocientos cincuenta —dijo la jefe de tiro en aquel momento.

—Distancia del objetivo, quinientos —informó la observadora—. Distancia de la nave sospechosa, diez ochocientos.

Forster hizo un rápido cálculo. La nave en que viajaba Wedda tardaría aún más de una hora en alcanzarles en el punto del proyectado asalto. Pero sus proyectiles podían viajar con una velocidad infinitamente superior y éste era el peligro que debían arrostrar y que no podían soslayar.

—Distancia al objetivo: seiscientos. Distancia de la otra nave: diez cien mil.

Los momentos eran de gran tensión. Vix sentía sus nervios a punto de estallar.

—Distancias: setecientos y nueve millones novecientos.

—Faltan ciento cincuenta —murmuró Tsaria con la vista fija en las pantallas de los detectores.

Vix contemplaba también las indicaciones de los instrumentos. En las pantallas, contadores móviles señalaban continuamente las cifras de las distancias decrecientes.

La distancia a la nave que transportaba el dinero aumentó a setecientos ochenta mil kilómetros. Faltaba ya menos de un minuto para el disparo de los proyectiles inmovilizantes que permitirían el asalto.

De repente, Vix divisó en las pantallas un punto luminoso de singular magnitud, cuyo brillo aumentaba gradualmente.

Se oyó un chillido de pánico:

—¡Nos han disparado un proyectil solar!

CAPÍTULO XI 

Las voces de Tsaria y su compañera entraban libremente en la cabina de mando de la nave en que viajaba el coronel Wedda.

—La nave, que suponemos es de Wedda —dijo Tsaria—, no puede rebasar los cien mil kilómetros al minuto, so pena de...

Wedda sonrió.

—Esa chica sabe hacer bien las cosas —murmuró—. Capitán Guttki, ¿ha calculado ya el lugar donde se encuentran los piratas?

—Estamos terminando los cálculos, señor,

La marcha de la nave que transportaba el dinero y las que le daban escolta se reflejaba en otra pantalla. Seguían oyéndose las voces de Tsaria, Vix y las demás tripulantes de la «Némesis».

—¡Coronel! —dijo Guttki de pronto.

—Hable, capitán.

—Hemos localizado el origen de esas transmisiones. La «Némesis» se encuentra a unos once millones en cifras aproximadas, oculta tras el asteroide FTI-14-800, un pedrusco solitario, perdido en el espacio.

—Dimensiones, capitán —pidió Wedda.

—Diez kilómetros de eje máximo, cinco el menor y unos setenta kilómetros cúbicos de volumen. Peso total, unos cuatrocientos mil millones de toneladas.

—Perfecto. Indique a sus equipos de tiro que necesito con la máxima urgencia los cálculos para un proyectil solar.

—Coronel, nos quedaremos sin apenas energía después del disparo —alegó Guttki.

Wedda emitió una perversa sonrisa.

—Y ¿qué opina sucederá con la «Némesis» después de ese disparo?

Guttki comprendió las intenciones de su superior y sonrió también.

—Es una buena idea, sí, señor —aprobó. Pulsó una tecla y dio una orden—: Equipo de tiro, cálculos para un proyectil solar en el punto ocupado por la nave sospechosa. ¡Urgente!

Pasaron algunos minutos. Con expresión complacida, Wedda observaba en las pantallas los movimientos de las naves que formaban el convoy del dinero.

—Listos los cálculos para un proyectil solar —informó de pronto el jefe de tiro.

Guttki miró inquisitivamente a su superior. Wedda hizo un signo de asentimiento.

—¡Fuego! —ordenó Guttki.

Una especie de bola de fuego, cuyo resplandor cegaba, partió fulgurantemente de la nave. En el interior, las luces oscilaron hasta apagarse casi por completo, pero ganaron gradualmente intensidad a los pocos momentos.

La bola de fuego se perdió de vista muy pronto.

A través de un altavoz, el contador automático desgranaba monótonamente la cuenta del tiempo.

De repente, pareció encenderse un nuevo sol en las profundidades del espacio. El resplandor entró violentamente en la cabina de la astronave y todos cuantos se encontraban allí quedaron deslumbrados durante algunos momentos.

El cielo recobró a poco su aspecto habitual. Entonces, Wedda, sonriendo satisfecho, se inclinó sobre un micrófono y dijo:

—Coronel Wedda a comandante de la «Heekia XX». El peligro de un asalto ha pasado. Siga su viaje normalmente, con arreglo a las órdenes recibidas. 

*     *     * 

Durante unos segundos, Tsaria, anonadada, se sintió incapaz de reaccionar.

Era una eventualidad con la que no había contado. El proyectil que acababa de ser disparado volaba hacia el asteroide a una velocidad cercana a la de la luz.

Vix hizo un rápido cálculo. La descarga se produciría a los dos minutos, aproximadamente.

No había tiempo que perder. Era preciso tomar una decisión inmediata.

—Habla Vix Forster —dijo—. A partir de este momento, asumo el mando de la «Némesis» —Tsaria hizo un gesto de cólera, pero él siguió impertérrito—: Jefe de tiro, suspenda inmediatamente el lanzamiento de proyectiles. Myrea, energía al máximo, concentrada delante del asteroide. Descargue incluso la de la pila más pequeña, pero hágalo inmediatamente o no podrá contarlo.

—Pero...

La tímida protesta de Tsaria fue rechazada en el acto.

—¡Cállate y déjame obrar! —exclamó Vix tajantemente.

—Pero tengo la de mandar una nave, cosa de la que tú no puedes alardear, pese a lo que digas. ¡Myrea! —llamó con fuerza.

—Energía concentrada al máximo, capitán —informó la joven.

—¡Todos a cubierto! —gritó Vix.

Las observadoras abandonaron sus puestos y se guarecieron en los huecos de las rocas. Vix agarró a Tsaria por un brazo y tiró de ella hasta meterse ambos en una grieta de varios metros de profundidad.

—Cúbranse los ojos con las viseras oscuras —ordenó Vix.

A pesar de las precauciones, el estallido del proyectil solar resultó inenarrable. La explosión se produjo a varios cientos de miles de kilómetros, justo en el punto donde estaba concentrada al máximo la energía de la «Némesis».

Un viento ardiente pareció soplar sobre el asteroide. En algunos puntos, las rocas se pusieron al rojo cereza.

No obstante, la temperatura decreció gradualmente, hasta hacerse nuevamente soportable. Entonces, Vix abandonó su refugio y corrió hacia el lugar donde estaban los instrumentos de detección.

—Ya no sirven para nada —dijo la observadora tristemente—. El calor de la descarga los ha quemado.

—Pero nosotros estamos vivos, ¿no?

Detrás de Vix, Tsaria dijo:

—Vivos, sí, pero sin el botín y sin la energía suficiente para calentar un hornillo y freír un huevo.

Vix se echó a reír.

—En último caso, los huevos también se comen crudos —contestó—. Tsaria, Wedda nos ha disparado un proyectil solar, es cierto, pero, ¿qué crees que le ha pasado a su nave? ¡Está sin energía, lo mismo que nosotros!

—Entonces la partida ha quedado en tablas, por el momento.

—No. Todavía hay un medio para conquistar ese botín.

Ella le miró sorprendida.

—¡Imposible! Ya no hay energía ni siquiera para disparar el proyectil de menor calibre que llevamos a bordo.

—En ese proyectil, ¿puede colocarse una cabeza paralizante?

—Por supuesto, pero como no lo lancemos a brazo... —dijo Tsaria amargamente.

—Puede que lo hagamos así —sonrió Vix de una manera enigmática. Llamó a la nave—: Myrea, regresamos a bordo. Inicie las operaciones de recuperación de energía. Apenas dispongamos del mínimo para despegar, abandonaremos el asteroide.

—Sí, señor.

Tsaria volvió los ojos hacia el joven.

—Te has apoderado de mi nave —dijo.

—No. Voy a dirigirla en esta última etapa. Cuando haya terminado, te la devolveré intacta —puntualizó él.

—Y... ¿cuándo piensas terminar?

—En el momento en que ponga el pie en la capital de Benafza —respondió él concluyentemente.

—Capitán, el proyectil de cabeza paralizante está listo —informó Myrea a través del interfono de a bordo.

—Está bien, muchas gracias; ya le indicaré el momento de su utilización.

—De su lanzamiento, querrás decir —corrigió Tsaria.

—Lo que he dicho está dicho —respondió Vix en tono seco—. Y, por favor, déjame seguir haciendo cálculos.

Tsaria abandonó despechada la sala de navegación. Vix, mientras la «Némesis» continuaba lentamente su navegación a través del espacio, recuperando la energía perdida en el ataque, se entregó de lleno a unos cálculos complicadísimos, de cuyo resultado esperaba la consecución del objetivo fallado momentáneamente.

Transcurrieron veinticuatro horas.

Impaciente, hirviendo de nerviosismo, Tsaria irrumpió en la sala de navegación.

—¿Acaso todavía no has terminado tus malditos cálculos? —preguntó exasperadamente.

Vix, con barba de dos días, los ojos inyectados en sangre por falta de sueño y con el pelo revuelto, la miró y sonrió:

—Acabo de terminarlos y todo ha salido como yo esperaba —respondió.

—¿Qué es lo que esperabas, si se puede saber?

Vix estiró los brazos, a la vez que bostezaba voluptuosamente.

—Tengo sueño —contestó—. Dormiré doce horas seguidas. Cuando me despierte, lo sabrás. Por favor...

Apartó a la joven con ligero ademán y se encaminó a su cámara.

Doce horas más tarde, bañado, afeitado y con ropas limpias, tras haber hecho una sólida comida, Vix entró en el puente de mando.

—Todo en orden, capitán —informó Myrea con amplia sonrisa.

Vix sonrió también. La segundo de a bordo era una mujer que no cedía en hermosura ante Tsaria.

—¿Qué dice el indicador de energía? —preguntó.

—Al máximo, señor.

—Estupendo. Es justamente lo que necesitaba. Por favor, Myrea, ¿quiere establecer contacto para una comunicación general?

—Con mucho gusto, capitán.

Myrea tocó un par de teclas y anunció que todo estaba listo. Vix se acercó al micrófono:

—Habla el capitán —dijo—. Nos disponemos a asaltar la «Heekia XX». Para ello, deberá prepararse un equipo de desembarco compuesto por seis muchachas equipadas con trajes espaciales. El jefe de tiro preparará un proyectil de mínimo calibre con cabeza paralizante; pero lo dejará en el exterior, de modo que se pueda mover a brazo.

En aquel instante, Tsaria irrumpió en la cámara.

—Eso es un disparate —exclamó llena de cólera—. Pero ¿qué pretendes...?

Vix la miró fríamente.

—Si no te callas en el acto, ordenaré que te encierren —cortó en tono que no admitía réplica. Y luego ordenó con voz potente—: ¡Todo el mundo preparado para la acción!

Tsaria se esforzó por mostrar mansedumbre.

—¿Qué te propones, Vix? Dímelo, te lo ruego...

—Así ya está mejor —sonrió él—. Ve a ponerte tu traje espacial; lo sabrás en seguida.

—No me gustan los rodeos —se quejó Tsaria.

—Repito que lo sabrás muy pronto. Antes de lo que te imaginas, estarás asaltando el tesoro que lleva a bordo la «Heekia XX».

Tsaria fijó la vista en el hombre y comprendió que Vix hablaba absolutamente en serio, persuadido por completo de que el plan ideado les iba a dar la victoria que antes se les había escapado en el último instante.

CAPÍTULO XII 

—Lo que pretendes hacer es muy arriesgado —dijo Tsaria, enfundada ya en su traje espacial, aunque con la visera levantada, a fin de no utilizar la radio por el momento.

Sentado ante los mandos de la nave, Vix hizo un gesto de asentimiento:

—Lo sé —contestó—. Pero es el mejor plan, por dos razones: una, la sorpresa. Otra, la proximidad que impedirá cualquier reacción adversa... a menos que quieran suicidarse, cosa que no creo les agrade.

Vix tenía la vista fija en una esfera del cuadro de instrumentos, cuya aguja se movía con lentitud hacia un punto señalado en rojo.

Las divisiones numeradas de la esfera iban de veinte en veinte. Cada división tenía otras subdivisiones del uno al veinte. Las cifras indicaban decenas de millares de kilómetros y la máxima señalaba la cifra 300.000.

—Estamos acercándonos a la velocidad de la luz —anunció Vix, cuando la aguja alcanzó la cifra 280.

La «Némesis» volaba por el espacio a una velocidad aterradora.

—Esto no se había hecho antes de ahora —dijo Tsaria.

—Lo sé. La costumbre y la prudencia exigen que, cuando una nave vuela por el subespacio, aparezca a no menos de diez mil kilómetros de otra astronave, suponiendo que conozca su posición, claro está. Pero éstos no son momentos de observar costumbres ni guardar prudencia.

La aguja marcó el número 285.

—¿A qué distancia apareceremos de la «Heekia XX»? —preguntó Tsaria.

—Entre diez y veinte metros, no más en un sentido u otro.

—Tus cálculos deben de ser muy exactos, de lo contrario, nos vaporizaríamos en el momento de saltar al espacio normal.

—Están hechos al milímetro y al milimicrosegundo. La ampliación de campos lógica producirá la distancia referida y un retraso respecto de la «Heekia XX» no superior a medio milimicrosegundo.

—¿Lo que significa...?

—Sencillamente, que nos montaremos a horcajadas sobre sus lomos.

La aguja señalaba ya la cifra 290.

—¿Qué pasaría si surgiéramos ocupando el mismo espacio que ocupan ellos?

—¡Adiós!

Tsaria calló un momento.,

—Es una locura... —calificó al fin.

—¿Quieres el dinero, sí o no?

Ella inspiró con fuerza.

—Diga lo que diga, ya no te vas a volver atrás, ¿verdad?

Vix hizo un gesto negativo. Tenía los ojos fijos en la aguja, que ya señalaba la cifra 294.

—¿Por qué haces esto? ¿Por qué corres semejante riesgo? Podrías volver a tu mundo...

—Hay momentos en que un hombre ha de tomar una decisión —contestó él—. Alguien me dijo que tenía posibilidades de rehabilitarme. Voy a intentarlo.

—¿Asaltando una nave moribiana?

—No, llevando un mensaje a Benafza.

—¡Imposible! Después de que se conozca la noticia del asalto, te esperarán dispuestos a impedir que entregues el mensaje.

Vix sonrió sibilinamente.

—El mensaje será entregado —afirmó. Pulsó una tecla y dijo—: Atención, habla el capitán. Vamos a iniciar el salto dentro de ciento dos segundos. Preparados los equipos de desembarco y de ataque.

Tsaria se agarró nerviosamente a los brazos del sillón.

La velocidad era ya de doscientos noventa y siete mil kilómetros por segundo.

Instantes después, iban a realizar una acción de extraordinaria audacia. El fallo de la misma representaría la muerte instantánea de todos cuantos viajaban a bordo de la «Némesis».

Vix adivinó sus pensamientos.

—No te preocupes. Si esto falla, pueden ocurrir dos cosas. Una, que salgamos a demasiada distancia del objetivo, en cuyo caso, ya no tendremos ocasión de repetir el golpe.

—¿Y la otra?

—No te enterarás de lo que pase después.

Una vez más, Tsaria fijó la vista en la esfera que señalaba la velocidad por segundos.

Estaban a menos de un minuto del triunfo... o de la muerte.

—¡Preparados! —exclamó Vix de pronto—. Faltan cinco segundos solamente para...

Las estrellas huyeron repentinamente y se escondieron tras un telón de infinita negrura. 

*     *     * 

A Tsaria le pareció que había pasado una eternidad. De pronto, vio de nuevo el brillo de las estrellas.

—¡Ahí está! —gritó Vix triunfalmente.

Tsaria creyó que se le saltaban los ojos de las órbitas.

La nave que transportaba el dinero estaba justo debajo de ellos, adelantada escasamente una docena de metros, justamente la ventaja que habría tomado en el medio milicrosegundo de tiempo calculado por Vix.

—¡Adelante, al ataque! —exclamó el joven, levantándose de un salto—. ¡Vamos, Tsaria, no te quedes ahí parada!

Tsaria reaccionó. Vix corría ya delante de ella, en dirección a una de las esclusas inferiores, por la cual se precipitaban ya inconteniblemente las chicas encargadas del asalto.

Dos de ellas transportaban en brazos un largo tubo de metal, de unos dos metros y medio por veinte de grosor. En funcionamiento los generadores de gravedad artificial, calzadas con botas imantadas, saltaron al casco de la «Heekia XX», situada a unos quince metros bajo la «Némesis», y aplicaron el vértice del proyectil a la superficie de la otra nave.

Una de las jóvenes golpeó el dispositivo de disparo. Las otras aguardaban anhelantemente.

—¡Perforación! —anunció la jefe de tiro.

—¡Los tripulantes de la «Heekia XX» están inmovilizados ya! —dijo otra.

Vix, Tsaria y seis mujeres más aguardaron unos instantes por precaución. Luego, una de las chicas del equipo de desembarco corrió a abrir una de las esclusas.

La compuerta exterior fue forzada con un soplete instantáneo. La muchacha abrió y lo anunció en el acto a través de su emisora individual.

—Aprisa! —dijo Tsaria—. Hemos de llevarnos el dinero antes de que se disipen los efectos del proyectil paralizante.

Momentos después, irrumpían en la nave.

Los tripulantes aparecían completamente inmóviles, sorprendidos en distintas actitudes por la descarga paralizante, que, extendiéndose instantáneamente por todo el ámbito de la astronave, había afectado a su sistema nervioso, suspendiendo por completo sus funciones.

Vix y Tsaria corrieron hacia la cámara del capitán, a quien encontraron sentado ante su mesa, redactando una observación en el diario de a bordo. El moribiano permanecía inmóvil, rígido, con la pluma en la mano y los ojos fijos en un punto remoto.

Sobre una mesita se hallaba el cofre que contenía el dinero.

Tsaria se acercó y levantó la tapa. El espectáculo dejó sin aliento a la pareja.

Había once fajos de billetes de un millón cada uno, hechos en un papel especial, semimetalizado en oro e indestructible a temperaturas inferiores a los cinco mil grados centígrados. Otro de los paquetes contenía solamente ochenta billetes.

—Quedan unos veinte millones en moneda de inferior valor —dijo Tsaria.

Vix sonrió. Tomó la pluma de la indefensa mano del capitán y escribió en el diario: 

Los veinte millones que quedan se los dejamos como propina. 

Tsaria exhaló una alegre carcajada. Cerró la tapa del cofre y dijo:

—Será divertida ver la cara que pondrá Wedda cuando se entere de que nos hemos llevado el dinero. ¿Vamos, Vix?

—Cuando quieras, preciosa.

Momentos después, abandonaban la nave. A los pocos minutos, la «Némesis» se perdía de nuevo en el subespacio. 

*     *     * 

—Coronel, malas noticias —anunció el capitán Guttki.

Wedda enarcó las cejas y se fijó en el papel que Gutti tenía en la mano.

—Hable, capitán —invitó con sequedad.

—La «Heekia XX» ha sido asaltada. Las piratas se han llevado mil ciento ochenta millones de «garants».

Contra lo que, temerosamente, esperaba el capitán Guttki, Wedda no se enfadó. Al menos, aparentemente.

Wedda se limitó a realizar una profunda inspiración. Acto seguido, preguntó:

—¿Cómo lo han hecho?

—Ha sido una acción audaz y arriesgada, señor. La «Némesis» se sumergió en el subespacio y reapareció encima y a unos veinte metros de la nuestra. Antes de que los detectores pudieran señalar su presencia y sus tripulantes pudieran verla siquiera, un equipo de desembarco descargó un proyectil paralizante y toda la tripulación quedó inmovilizada.

—Lo que permitió luego un asalto fácil y sin temor a reacciones adversas.

—Así ha sido, señor, según el informe del comandante de la «Heekia XX» —contestó Guttki.

—De modo que se sumergieron en el subespacio y emergieron a unos pocos metros tan sólo de su presa. Eso, amigo Guttki, no sólo denota audacia y valor, sino también la inapreciable ayuda de un magnífico navegante, como lo es Vix Forster.

—En efecto, señor. Sólo un navegante de probada experiencia se atrevería a intentar una hazaña semejante.

—Corriendo el peligro de reaparecer en el espacio ocupado por la «Heekia XX», con lo que ambas naves se hubieran volatilizado instantáneamente.

Guttki calló. Wedda reflexionaba.

—Se han llevado el dinero —habló de nuevo al cabo de unos momentos de meditación—. Pero ése no era el propósito de Forster. Sus intenciones son las de ir a Benafza.

—Entonces ¿por qué ha ayudado a las piratas?

—Sencillamente, para que le paguen el favor.

—¡Transportándolo a Benafza!

—Exactamente, capitán.

Guttki sonrió.

—Debo anticiparme a sus órdenes, señor —dijo—. Ahora mismo dispondré todo para orbitar rumbo a Benafza.

—Es usted un hombre sumamente inteligente, capitán —contestó Wedda—. Sí, lo mejor será ir a Benafza. Una vez allí solucionaremos este maldito asunto.

CAPÍTULO XIII 

La alegría era general a bordo de la «Némesis».

Se había conseguido el objetivo. Mil ciento ochenta millones de «garants» no ingresarían en las arcas de la Tesorería moribiana.

Myrea entró en la sala de navegación con una botella en una mano y dos copas en la otra. Vix se volvió y notó que la joven se había arreglado especialmente. Tenía el pelo peinado con gran esmero y estaba ataviada con un elegantísimo vestido de dos piezas.

—Una indumentaria muy bonita —elogió él.

—Procede de un botín —dijo Myrea desenvueltamente—. Lo mismo que la botella. Vamos a celebrarlo, capitán.

—Estoy haciendo cálculos...

—Al diablo los cálculos —exclamó Myrea—. Es hora de divertirse un poco, ¿no cree?

Había fuego en la mirada de la joven. Myrea llenó una copa y se la entregó.

—Por el asalto más audaz de toda la historia de la piratería espacial —brindó una vez hubo llenado su propia copa.

—Por una mujer hermosa —dijo Vix—. Pero, Myrea, por favor, tengo trabajo...

—¿Trabajo? Déjelo de una vez, capitán. Diviértase un poco o... ¿no es usted un hombre? ¿He dicho hombre, la palabra prohibida a bordo de esta nave?

Vix sonrió. Era evidente que Myrea tenía una copa de más.

Bebió un trago. Luego quitó de las manos de Myrea botella y copa.

—Vete, por favor —pidió.

Ella le miró tristemente.

—Tsaria, ¿no es verdad? —dijo.

—Sí.

—He llegado tarde.

—Lo lamento, Myrea. Eres muy hermosa. Pronto encontrarás un hombre que te haga feliz.

—No será Vix Forster.

—No lo será, pero tú pensarás que es mucho mejor que yo.

—Tienes una manera encantadora de aderezar tu negativa —sonrió la joven.

Vix la besó suavemente en una mejilla.

—Vete —insistió.

Myrea suspiró una vez más y abandonó la sala de navegación.

Tsaria llegó poco después. Sus ojos se fijaron inmediatamente en la botella y las dos copas que estaban sobre un estante.

—¿Qué tal la juerga? —preguntó acremente.

—Una de las chicas vino a brindar conmigo por el buen éxito de la operación —respondió él sin inmutarse.

—¿Quién era, Vix?

—¿Celosa? —rio él.

Tsaria hizo un gesto de enojo.

—Dejémoslo —contestó—. ¿Qué estás haciendo?

—Cálculos.

—Eso ya lo veo. ¿Para qué?

—Te ayudé a conseguir el botín, ¿no?

—Cierto. Y pienso entregarte un par de millones como recompensa...

—Olvídalo, no quiero dinero robado.

—Nadie te preguntará por su procedencia.

—Salvo mi conciencia, por supuesto.

Tsaria apretó los labios.

—Escrupuloso, ¿eh?

—En efecto. Además, cuento con los cien mil que me debes. Puedo pensar que son legítimos. No pienso lo mismo de los dos millones, en cuya obtención he colaborado yo de manera directa.

—Entonces, ¿por qué nos ayudaste?

—Para cobrarme el favor de otro modo.

—Habla. ¿Por qué no eres más claro?

—Te lo diré —accedió Vix—. Mis cálculos están encaminados a un aterrizaje en la superficie de Benafza.

Tsaria arqueó las cejas.

—¡Eso es un disparate!

—Dijiste lo mismo cuando planeé el asalto a la «Heekia XX».

—Es verdad. —Tsaria se mordió los labios—. Pero ahora correremos un riesgo inútil por segunda vez...

—¿Prefieres que nos acerquemos a Benafza con banderas desplegadas y anunciando nuestro aterrizaje con bombo y platillos?

—Pero...

—Escucha, si orbitamos normalmente, antes de alcanzar el sistema solar de Benafza, se nos echará encima toda una plaga de astronaves moribianas. El único recurso que me queda es realizar la misma operación que hicimos para asaltar la nave que llevaba el dinero.

—Comprendo. De este modo, eludirás la detención de las naves moribianas.

—Exactamente. Nuestra presencia física en la superficie de Benafza durará el tiempo para desembarcarme. Inmediatamente, podrás despegar y sumergirte de nuevo en el subespacio. El tiempo de estancia de la «Némesis» en Benafza durará escasamente un minuto.

—Bien, siendo así, no tengo nada que oponer. ¿Cuándo y dónde piensas aterrizar?

—Dentro de cuarenta y nueve horas y... Bien, te ahorraré fracciones inferiores de tiempo. Hora, tres de la madrugada, tiempo de Benafza. Lugar, las afueras de la capital.

—En pleno campo.

—Efectivamente.

Tsaria hizo un gesto de asentimiento.

—No puedo negarme a lo que pides. Es justo —contestó—. ¿Quieres algo más de mí?

—Sí. Los cien mil que me debes. Es probable que necesite el dinero para comprar alguna conciencia elástica.

—Piensas en todo —sonrió ella.

—Pienso, sobre todo, en mi pellejo —contestó Vix de manera harto significativa. 

*     *     * 

Algo crujió terriblemente en el vientre de la «Némesis». Sonaron algunos gritos de alarma.

Vix tranquilizó a las chicas:

—No teman —dijo, a través de los micrófonos—. Solamente hemos destrozado la copa de un árbol.

Tsaria miró a través de uno de los ventanales de la nave.

—Estamos a cinco metros del suelo solamente —calculó.

—El errar es de humanos, aunque solamente sea de media milésima de milímetro. Pero... —Vix consultó el reloj de los milimicrosegundos y añadió—; el tiempo ha resultado absolutamente exacto. En Benafza son las tres en punto de la madrugada.

Y se puso de pie.

Tsaria le entregó un pequeño paquete.

—Cien mil «garants» —anunció.

Vix se echó el dinero al bolsillo posterior.

—Adiós, hermosa —se despidió.

—¿Es eso todo lo que tienes que decirme?

—Bueno, ya he llegado al término de mi viaje. Me separo de ti, simplemente. Cada uno de nosotros ha cumplido las condiciones del pacto, Tsaria.

—Yo creí... —ella se mordió los labios—. Pensé que...

Vix le acarició la mejilla.

—Querida, lo que pasó fue simplemente que querías evitar actos de indisciplina por mi presencia a bordo —dijo.

—¡Eres un miserable! —le apostrofó Tsaria—. Llegué a creer que me amabas...

—¿Con el genio que tienes? Tsaria, si no modificas tu carácter impetuoso y poco reflexivo, serás siempre una mujer desgraciada. Y a mí no me gustan las mujeres que se enfadan por un quítame allá esas pajas o que no permiten que el esposo se mueva un paso fuera de casa sin pensar inmediatamente en que va a reunirse con otra. Lo lamento, Tsaria.

Vix se dirigió hacia la salida. Ella, con los puños cerrados y la respiración anhelante, quedó en la cámara de mando, esforzándose por dominar la rabia que había invadido su ánimo.

Vix alcanzó la esclusa ventral. Una de las chicas había tendido ya una escala para que pudiera alcanzar el suelo cómodamente.

—¡Adiós, hermosa! —se despidió él con alegre acento—. ¡Buena suerte a todas!

Volvió la espalda a la nave y empezó a caminar a buen paso.

Frente a él, en el horizonte, un vivo resplandor señalaba el emplazamiento de la capital de Benafza. 

*     *     * 

La mujer que dormía despertó al oír un ligero ruidito en su cámara y abrió un ojo, viendo a un individuo que se disponía a saltar por el antepecho de la ventana.

Debajo de la almohada tenía un arma y la sacó silenciosamente. El hombre puso los dos pies dentro de la estancia, se volvió, cerró la ventana y luego corrió cuidadosamente.

Entonces, ella alargó la mano y encendió la luz, al tiempo que decía:

—Si se mueve, le deshago el sistema nervioso con un proyectil vibratorio.

Vix se quedó quieto, todavía con las manos en las cortinas.

—No he venido a robar, Khara —dijo—. Sólo deseo que me des unos informes.

La mujer lanzó un grito de alegría.

—¡Vix! ¡Vix Forster! —exclamó, a la vez que tiraba la pistola a un lado y se lanzaba de la cama sin cuidarse de la escasez de su atavío—. ¿De dónde diablos sales, condenado mercader del espacio? ¿Qué infernal idea te ha dado de venir hasta mi casa?

Vix se volvió justo a tiempo de soportar el impetuoso abrazo de la mujer, que se colgó de su cuello y empezó a llenarle de besos la cara inmediatamente.

—Mi vida, cuanto tiempo sin verte —dijo Khara apasionadamente—. ¿Por qué no me avisaste de tu llegada, bribón?

Vix palmeó cariñosamente los redondos hombros de la mujer.

—Querida, estoy aquí de contrabando, sin pasaporte ni permiso ni nada que se le parezca —manifestó—. Hablando claro, soy un proscrito y si me pongo al alcance de la pistola de un guardia planetario, dejaré de contar entre los vivos.

—Algo he oído, es cierto —dijo Khara, dejando de sonreír—. Vix, condenado estúpido, ¿cómo demonios se te ocurrió meterte en estos endiablados negocios de política?

—Me metieron, que no es lo mismo, pero ya que estoy en ellos, seguiré hasta el final, que ya está muy cerca. Hermosa, ¿no tienes nada de beber para mí?

—Claro que sí —sonrió Khara—. Vix, no puedes imaginarte la sorpresa que me has dado al principio.

—Como que me confundiste con un ladrón, ¿eh?

—Tú verás —dijo ella, mientras llenaba una copa—. Entras por la ventana, en la madrugada y sin avisar... ¿Qué quieres que piense?

Vestida solamente con un cortísimo y nada opaco camisón, avanzó hacia Vix contoneando sus opulentas caderas, descalza sobre el mullido pavimento del dormitorio. Los verdes ojos de Khara miraron intensamente a su inesperado visitante.

—¿Cómo va el negocio? —preguntó él.

—No puedo quejarme. Me faltan algunas cosas de las que tú solías traerme, cariño.

—Tal vez algún día reanudemos las relaciones comerciales, Khara.

—¿Sólo comerciales? —preguntó la mujer mimosamente.

—Bien, ahora estoy de paso y...

Vix la miró durante unos instantes. Era una mujer muy hermosa. En la planta baja del edificio, Khara tenía una tienda en la que se vendía de todo lo que no se podía encontrar ordinariamente en otros comercios. En tiempo atrás, Vix había sido proveedor de artículos que no habían pagado los correspondientes derechos de aduana.

Khara tenía en la nómina a un par de altos cargos de la policía de Benafza, quienes se cuidaban de evitarle investigaciones perniciosas. Aparte de ello, Khara poseía un buen paquete de acciones en uno de los mayores y más lujosos establecimientos de recreo de la capital.

—Habla claro, Vix —pidió ella—. ¿Por qué estás en Benafza?

—Tengo que entrevistarme con un hombre. Se llama Emmon Bellias.

—El conspirador —dijo Khara, haciendo una mueca de disgusto.

—¿Te enoja?

—No me alegra en exceso, a decir verdad. ¿Para qué quieres verle?

Vix dio dos palmaditas en una de las mejillas de Khara.

—Hermosa, no te metas en honduras. Tú sabes donde vive. Tú sabes la mayor parte de las cosas que suceden en Benafza. No me equivoco, ¿verdad?

Khara sonrió maliciosamente.

—Empiezo a sospechar que viniste a verme porque sabías que yo era el único asidero para ti —dijo.

—Lo has adivinado, preciosa. ¿Qué me dices de Bellias?

—Tiene una residencia privada, incluso con jardín, pero está muy bien custodiada. No sé si conseguirás llegar hasta él...

—Nena, deja eso de mi cuenta —cortó Vix—. Me dirás dónde vive, ¿no es cierto?

Khara se apoyó en una consola y le miró con los párpados entornados.

—¿Desde cuándo juegas a la política? —preguntó.

—Sería largo de contar ahora, pero no lo hago por gusto, precisamente.

—Te juegas el pellejo, Vix.

El joven sacó el paquete con los cien mil «garants» y lo arrojó sobre la consola.

—Eso comprará mi salida de Benafza, espero —dijo.

—Puede. ¿Cuándo piensas ir a ver a Bellias?

—Mañana a la madrugada. Ya está amaneciendo. Ir en pleno día podría resultarme comprometedor.

—Lo que significa que te esconderás en mi casa.

—Si no tienes inconveniente...

Khara volvió la vista un instante hacia el paquete con el dinero.

—¿Cuánto hay? —preguntó.

—Cien mil.

—No está mal —aprobó Khara—. Puede que, en efecto, haya suficiente para pagar tu salida del planeta. Pero nada más, Vix.

—¿Cómo que «nada más»? — se sobresaltó él.

—Tú quieres saber dónde vive Bellias, ¿no es cierto?

—Sí.

—Y no te atreves a ir preguntándolo por ahí a cualquiera ni tampoco puedes perder demasiados días para averiguarlo con discreción.

—Es cierto.

—Bien, en tal caso, yo te lo diré, pero me lo tienes que pagar.

—Khara, ahí está el dinero...

Ella movió la cabeza lentamente de derecha a izquierda.

—Vix, hay cosas que no se pagan con dinero —dijo maliciosamente.

El hombre suspiró. Era fácil comprender el sentido de aquellas palabras.

—¿Cuándo empiezo a pagar? —preguntó, a la vez que avanzaba hacia ella.

—Inmediatamente —contestó Khara, tendiéndole los brazos.

CAPÍTULO XIV 

Agazapado entre los arbustos, Vix observó cautelosamente las idas y venidas de los centinelas que se paseaban por el jardín de la residencia donde estaba el hombre con el que tenía que entrevistarse.

Khara no le había mentido. La residencia donde Bellias pasaba su destierro estaba custodiada por unos guardias planetarios que, presumiblemente, dispararían primero y luego harían preguntas.

Las luces del edificio estaban apagadas. No obstante, y pese a que la casa se hallaba en el exterior de la ciudad, las cuatro lunas de Benafza daban la suficiente luz para no necesitar de iluminación artificial.

Khara estaba bien informada. Incluso le había dicho el lugar donde se hallaba el dormitorio de Bellias. Vix avanzó unos cuantos pasos y se situó detrás de] grueso tronco de un árbol de copa muy frondosa.

Un centinela pasó varios minutos después. Algo salió de las tinieblas y se enroscó súbitamente en torno a su cuello.

Vix mantuvo la presión del brazo hasta que los movimientos del guardia hubieron cesado. Luego, apoderándose de su pistola, corrió hacia la casa y se situó justamente bajo la ventana del dormitorio de Bellias.

Khara le había provisto de un cinturón antigravitatorio. Vix lo puso en funcionamiento y el aparato le elevó hasta el primer piso. Khara sabía también que Bellias tenía la costumbre de dormir con la ventana abierta.

Entró en el dormitorio. Sobre la cama pudo ver la figura de un hombre durmiendo apaciblemente.

Dio dos pasos. La luz se encendió repentinamente.

—Bienvenido, señor Forster —sonó la irónica voz del coronel Wedda—. Por favor, no toque la pistola que lleva al cinto o se convertirá en humo.

Vix se puso rígido, mientras Emmon Bellias se sentaba en el lecho. Sólo entonces comprendió Vix que había caído en una trampa.

—Muy astuto, coronel —dijo, haciendo una ligera inclinación de cabeza.

—Supuse que después del asalto a la «Heekia XX» vendría aquí —respondió Wedda, sin dejar de apuntar al recién llegado con una pistola atómica—. En consecuencia, tomé las precauciones necesarias para anticiparme a usted. Incluso las barreras de energía que rodean la casa han sido desconectadas, a fin de evitar que muera electrocutado.

—Se interesa mucho por mi salud, coronel —dijo Vix sarcásticamente.

—Me intereso por el mensaje que trae usted para este distinguido conspirador, que aspira a convertirse en presidente del Estado planetario de Morib I. Un mensaje muy importante, se lo aseguro.

—Eso creo. Por cierto, ¿de qué se trata? Supongo que, hallándome ya en sus manos, no le importará revelarme su contenido.

—¡Oh, no, en absoluto! Conocemos el contenido, aunque no el detalle. Se trata de la lista de amigos de Bellias que están dispuestos a intervenir para derribar al gobierno actual, apenas él dé la señal. Una lista larguísima, según creo.

—Que usted ha perseguido como un desesperado a través del espacio.

Wedda se encogió de hombros.

—Es mi oficio —contestó—. ¿Me indica dónde está ese mensaje o llamo a mis hombres para que se lo arranquen a la fuerza?

—Emplearán los mismos procedimientos que para interrogar a Lisa Lit-92, ¿no es cierto?

—Fue una chica valiente. Murió sin despegar los labios, excepto para chillar, claro.

Los ojos de Vix despidieron fulgores de cólera.

—Coronel, sus problemas políticos no me importan en absoluto, ni se vaya a creer por ello que soy partidario de Bellias. Pero le haré pagar caro aquel bárbaro asesinato, créame.

Wedda se echó a reír.

—Usted no está en condiciones de amenazar, sino de temblar, pensando en lo que puede ocurrirle —contestó—. Vamos, dígame de una vez dónde está el mensaje o haré que le arranquen la respuesta con tiras de su inmundo pellejo.

Vix reflexionó unos instantes.

Aquel mensaje sólo se podía despegar de su uña mediante la aplicación de un líquido especial que poseía Bellias. O, según había dicho Lutta, cortándole el dedo.

Bellias habló por primera vez:

—Señor Forster, la presencia del coronel Wedda ha hecho innecesaria la contraseña que le dieron —manifestó—. Pero quiero decirle una cosa: de sus actos depende la vida de algunas decenas de mis partidarios, que serán implacablemente exterminadas si usted accede a la petición de ese desalmado.

Vix miró a Wedda de reojo. La pistola se mantenía firme en su mano.

Imposible saltar sobre él para desarmarle. Wedda le convertiría en humo antes de dar dos zancadas.

—Señor Bellias —dijo al cabo—, créame que sus problemas políticos no me interesan en absoluto, como he dicho antes. Lo único que me importa de verdad es mi piel. Hagamos un trato, coronel.

Wedda entrecerró los ojos.

—Hable —respondió.

—Mi vida a cambio del mensaje.

—¡Traidor! —gritó Bellias.

Vix no se inmutó por el apostrofe.

—Olvida usted una cosa, señor, y es que no soy moribiano. Por tanto, no cometo ninguna traición. Coronel, su respuesta —exigió Vix.

—Acepto —dijo Wedda—. ¿Dónde está el mensaje?

Vix alargó el pulgar izquierdo.

—Aquí, en una película pegada sobre mi uña, que sólo puede despegarse por medio de un líquido especial que tiene Bellias. Supongo que debe de ser un microfilme.

—Una suposición que es cierta y un ingeniosísimo medio de enviar el mensaje —sonrió Wedda—. Bellias, el líquido —pidió.

—No lo entregaré...

La pistola del coronel apuntó al cuerpo del conspirador.

—Le hemos dejado vivir precisamente para reunir la lista de sus amigos —dijo—. Pero ya la tengo al alcance de mi mano y ahora no voy a dejar pasar más tiempo sin conseguir mi propósito. El líquido o le mato.

Bellias se puso lívido. Vix sonrió.

Al cabo de unos momentos, Bellias alargó la mano hacia un pequeño frasco que había sobre una mesita y se lo entregó al joven.

—Pase el pincel tres veces —indicó—. Será suficiente.

El frasco era de fabricación antigua. Vix desenroscó la tapa y saco el pincel, con el que se mojó la uña del pulgar tres veces, haciendo un pequeño intervalo en cada operación.

Al terminar, la película se despegó por sí sola. Vix terminó de arrancarla con dos dedos de la otra mano.

—¿Coronel? —dijo, tendiendo el mensaje hacia Wedda.

Los ojos del coronel fulguraron de codicia. Avanzó un par de pasos, la vista fija en el microfilme, y tendió la mano hacia el mismo.

Vix aprovechó la pérdida de atención de Wedda y le golpeó en el estómago. Pero Wedda, ágil, se encogió a tiempo y, con el cañón de la pistola alcanzó la sien del joven, derribándole aturdido al suelo.

—No le he matado porque estábamos demasiado cerca y la descarga podría haberme perjudicado —dijo rabiosamente—. Pero ahora...

Se inclinó y recogió el microfilme. Luego retrocedió unos cuantos pasos y apuntó con el arma a Bellias.

—Primero tú, maldito conspirador. Después irá ese entrometido...

Bellias extendió las manos suplicantemente.

—¡No, no! —gimió—. No me mate, coronel; todavía tengo muchas cosas que decirle; poseo informes valiosísimos...

Wedda vaciló un instante. Luego, el cañón del arma se volvió hacia Vix, quien continuaba tendido en el suelo, incapaz de levantarse.

—Hablaremos más tarde —dijo—. Ahora me encargaré de este sujeto.

Un vivísimo relámpago brilló de pronto en la habitación. Durante una fracción de segundo, Vix pudo contemplar el horror reflejado en la cara de Wedda.

Fue una visión rapidísima. Casi en el acto, el cuerpo de Wedda se convirtió en una nube de humo grisáceo, que no tardó en disiparse.

Instintivamente, Vix volvió la vista hacia la ventana. En aquel momento, Tsaria, con la sonrisa en los labios, irrumpía en el dormitorio.

—Según parece, he llegado a tiempo —exclamó alegremente.

Vix se incorporó sobre un codo.

—¡Los soldados, Tsaria! —exclamó, lleno de alarma, pensando en la guardia que rodeaba el edificio.

—No te preocupes; he traído conmigo a unas cuantas chicas que se han encargado de ellos. Por ahora, estamos en completa seguridad. 

*     *     * 

—Cuando te fuiste tú, por cierto sin volver siquiera la cabeza, yo decidí que vendría a ver también a Bellias —explicó Tsaria poco después—. Imaginé que no acudirías esa misma noche, ya que era demasiado tarde, y acerté.

—Su presencia ha sido muy oportuna, en efecto, capitán Ku-11 —dijo Bellias—. Gracias por su valerosa intervención. Lo tendré en cuenta cuando ocupe la presidencia del Estado.

—Si yo fuera súbdito moribiano, no le votaría a usted ni aunque me obligasen con unos hierros candentes en la espalda —dijo Vix despectivamente—. Una mujer honrada y valerosa murió por su culpa, pero ignoraba la clase de sujeto cobarde y abyecto que es usted.

Las mejillas de Bellias se pusieron rojas de vergüenza.

—¡Señor Forster, no le tolero...!

—Traje el mensaje porque ella me salvó en una situación crítica —siguió Vix implacablemente—. Uno de sus amigos me puso en un compromiso y me hizo perder mi honor de astronauta. No crea que le tengo más simpatía a usted que a la pandilla que gobierna actualmente en Morib I. Pero lo hice, repito, por Lutta Cobnack, y de no haber sido por su recuerdo, créame que no habría dado un paso para ayudarle.

—Está irritado. Ha pasado por un grave trance —dijo Bellias en tono de disculpa.

—El señor Forster tiene toda la razón —intervino Tsaria sorprendentemente—. Yo llegué aquí instantes más tarde que él y si no intervine antes fue para oír lo que se decía en esta habitación. He escuchado cosas muy interesantes, por cierto, las cuales me hacen avergonzar de todo cuanto he hecho en favor de un cambio de gobierno hasta ahora.

—¡Tsaria! —respingó Vix, tremendamente sorprendido.

—¿Te extrañas? —sonrió ella—. Mi nave no era estrictamente pirata, aunque nos comportásemos como tales y negásemos ser moribianas. Todos los ataques efectuados lo fueron a naves comerciales de la flota estatal moribiana, jamás a naves particulares. ¿Acaso no recuerdas el asalto a la «Heekia XX»?

—Creo que empiezo a comprender —dijo Vix.

—Sí, el dinero robado iba a servir para financiar la revolución que llevaría a este hombre al poder. Pero ahora, después de lo que he visto y oído, después de saber que estaba dispuesto a delatar cobardemente a cuantos confiaban en él, no puedo seguir adelante con el juego.

—Eso es traición —dijo Bellias, lívido y descompuesto.

—Llámelo como quiera —respondió Tsaria orgullosamente—. Vix tenía razón cuando dijo que usted no es mucho mejor que quienes gobiernan actualmente. Bien, si quiere ir y tomar el gobierno, hágalo, pero sin nuestra ayuda. La guardia está desarmada y fuera de combate. Puede salir cuando le apetezca... pero tendrá que ir a Morib por sus propios medios.

—¡Le exijo que me entregue el dinero! —gritó Bellias.

—¡Cobarde! —le apostrofó ella—. ¿Qué hará usted cuando llegue al poder? ¿Emplear a sujetos sin conciencia como Wedda para torturar y combatir a los que ahora apoyan al gobierno actual? ¿Piensa siquiera gobernar decentemente, basándose en el apoyo de la mayoría del pueblo y no de unos cuantos arribistas y algunos miles de ilusos? No, Emmon Bellias, no cuente usted con ese dinero ni con ninguna otra clase de ayuda. Lo que he visto me ha desengañado para siempre de la política. ¡Vámonos, Vix!

—Espera un momento, nena —sonrió él—. ¿Dónde está el mensaje?

—Se volatilizó con Wedda —contestó Tsaria.

—Menos mal. Así me evita tener que destruirlo yo mismo. ¡Adiós, Bellias!

Los dos jóvenes se dirigieron hacia la salida. Tsaria estaba a punto de echarse a llorar.

—Te sientes desilusionada, ¿verdad? —preguntó él, mientras descendían por la escalera.

Tsaria se mordió los labios.

—Sí —contestó con un hilo de voz.

Vix rodeó sus hombros con un brazo.

—Pronto lo olvidarás —dijo afectuosamente—. Y a mí me alegra esto, porque de este modo, en lo sucesivo, no te ocuparás de capitanear una nave pirata, vengadora de supuestos agravios, sino de capitanear tu hogar.

—¡Oh, Vix! —se enterneció Tsaria—. Eso significa que vamos a casarnos.

—¡Pues claro que sí, nena! Pero nos iremos muy lejos de Morib, en la «Némesis», por supuesto.

—Morib me reclamará, pedirá mi extradición...

—Fuera de su Estado planetario, podrás considerarte como refugiado político.

—Me acusarán de haber robado una nave.

—Se la devolverán.

—¿Y el dinero?

—Lo dejaremos en un asteroide abandonado y enviaremos un mensaje para que vayan a recogerlo. De un modo u otro, es dinero que pertenece al pueblo moribiano.

Tsaria suspiró.

—Tú encuentras respuesta a todo —alegó.

—Hasta un sí para una petición de mano —exclamó él alegremente.

 

FIN


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