
CAPÍTULO
I
Para Vix Forster, aquella situación era una
pesadilla. No hacía siquiera una semana, era un distinguido primer oficial en
una astronave comercial. Ahora, por un extraño azar del destino, se había
convertido en un proscrito, cuya cabeza sería pronto pregonada en cien años luz
a la redonda... si quienes le perseguían daban tiempo a que se emitiesen los
correspondientes boletines de reclamación.
Vix no quería ni pensar siquiera en lo que le
esperaba caso de ser atrapado. El único pensamiento fijo en su mente era el de
la fuga.
Aquel planeta, Morib I, tenía una capital, Moribia.
Una gran urbe... pero como todas las grandes urbes de todos los planetas y de
todos los tiempos, con su cinturón de viviendas miserables en torno al núcleo
central, habitadas por gentes de ínfima condición.
Allí vivían fugitivos, tahúres, estafadores,
ladrones, asesinos... Solía decirse que en la parte baja de Moribia la vida no
valía una décima de milésima de «garant», la moneda universal de la Galaxia.
Ni aun el propio Vix habría sabido explicar
satisfactoriamente por qué se había dirigido a la parte baja de la ciudad. El
hecho de que fuese un evadido de la justicia moribiana no era una garantía para
la conservación de su existencia.
Cualquiera de los habitantes de la parte baja le
habría entregado a sus perseguidores en el acto. La suerte de Vix estribaba en
lo avanzado de la hora.
Las callejuelas estaban desiertas. Sus pasos
resonaban fuertemente en el amarillento empedrado del suelo, hecho con losas de
granito moribiano. Apenas si se veía una luz en alguna esquina, en tanto que, a
poco menos de mil metros, la urbe estallaba de luminosidad.
Se detuvo una vez, creyendo que el corazón iba a
saltarle del pecho. Aguzó el oído y captó rumor de pasos a no excesiva
distancia.
—Por allí —oyó una voz.
Otro dijo:
—Lo mejor será acordonar la zona. De este modo, no
podrá escapar, capitán.
—Sargento —ordenó alguien de voz autoritaria—: pida
al cuartel general transportadores individuales. De este modo, podremos
explorar también desde el aire.
—Al momento, capitán.
Vix se dio por perdido. Si lo rodeaban por tierra,
los que volaban le verían inmediatamente, puesto que, además, usarían gafas de
visión nocturna.
Corrió cincuenta metros más. Muy a lo lejos, divisó
unas siluetas confusas.
Eran los temibles guardias moribianos, de quienes se
decía que no hacían preguntas, sino que disparaban antes de hablar.
Aterrado, Vix se pegó a un muro. Hubiera dado algo
por confundirse con la pared.
De repente, aquella pared cedió tras él. Vix estuvo
a punto de caerse de espaldas.
—Entre —susurró una voz femenina a sus espaldas.
Una mano agarró su brazo derecho. La pared resultó
ser una puerta que cedió apenas hubo cruzado el umbral.
—Me persiguen —dijo Vix.
—Lo sé —manifestó la mujer—. He oído los boletines
de noticias sobre su fuga, que transmitían cada diez minutos. El locutor
advirtió que nadie debería concederle refugio so pena de ser condenado como
cómplice de un traidor.
—Yo no soy un...
—Por favor —le interrumpió ella—. Dejemos esto.
Quiero ayudarle, pero usted tiene que ayudarme a mí.
—Todavía no sé quién es usted, señora —dijo Vix.
La luz se encendió en aquel momento. Vix se encontró
frente a una mujer joven, de unos treinta años, vestida con ropas humildes,
pero limpias, y en cuyo rostro se divisaban huellas indudables de pasados
sufrimientos.
—Soy Lutta Cobnack —se presentó ella.
Vix parpadeó.
—Su nombre me suena —dijo.
Lutta sonrió amargamente.
—Hija de Ilh Frast y viuda de Thoo Cobnack,
condenados a muerte por traidores y ejecutados hace año y medio —aclaró.
—Lo siento —dijo Vix—. Ahora yo me encuentro en la
misma situación.
—Sin culpa, ¿verdad?
—Sin ninguna clase de culpa, señora Cobnack.
—Llámeme Lutta a secas, por favor. Sí, ya sé que
alguien le tomó por mensajero a su llegada a Morib, con objeto de pasar así
inadvertido. Quien no pasó inadvertido fue usted.
—El tribunal se negó a aceptar mis declaraciones de
inocencia.
—Lo sé también. Y ellos saben que usted es inocente,
pero han querido hacer un escarmiento para futuras tentaciones de otros
oficiales de astronave. El hombre que puso el mensaje en sus bolsillos, sin que
usted lo advirtiera, ha sido capturado.
Vix respingó.
—¿Qué le han hecho?
—Está muerto. No declaró.
—¿Ni siquiera me exculpó?
—No le dieron tiempo. Supo que iba a ser detenido y
se anticipó a la tortura.
Vix inspiró con fuerza.
—Al menos, podía haber dejado una declaración
escrita...
—Eso no resuelve ya su problema —dijo Lutta
fríamente—. Hablemos ahora de la forma de resolverlo.
—¿Puede conseguirlo?
—Sí.
—¿Cómo?
—Le haré salir de Morib, pero usted ha de prometerme
entregar un mensaje a...
—¿A...?
Los ojos de Lutta chispearon.
—El nombre que voy a pronunciar le repugnará —dijo.
—Escuche, he oído tantas cosas durante esta semana,
que una más, por muy repugnante que sea, no va a impresionarme en absoluto.
¿Quién es ese hombre?
—Emmon Bellias.
Hubo una pausa de silencio. De pronto, antes de que
Vix tuviera tiempo de hablar, sonaron unos fuertes golpes en la puerta de la
casa.
—¡Abran! —gritó en el exterior una voz imperativa—. ¡En nombre del Estado planetario de Morib I, ¡abran!
* * *
Lutta abrió la puerta. Varios hombres irrumpieron
bruscamente en la casa, capitaneados por un sujeto de recia complexión y
vestido con el uniforme rojo de los guardias planetarios de Morib I.
En las hombreras del uniforme se veían los tres
anillos estrellados de plata que indicaban su grado de coronel. Lutta quedó
frente al sujeto, quien, a su vez, la contemplaba con sarcástica sonrisa.
—Bien, bien —dijo el coronel Wedda—, miren a quién
hemos ido a encontrar en esta casa. Hacía tiempo que no nos veíamos, ¿verdad,
señora Cobnack?
Lutta hizo un gesto de desprecio.
—Mi padre y mi marido murieron asesinados, pero el
año y medio que ha transcurrido desde entonces ha sido el más feliz de mi vida,
porque no he tenido que soportar su presencia, coronel.
—Arisca como siempre —rio Wedda—. Bien, muchachos,
registren la casa palmo a palmo —miró a Lutta de nuevo—. Estoy seguro de que
una conspiradora habitual como usted, ha dado refugio al traidor evadido de las
prisiones del Estado.
Lutta cruzó los brazos.
—Busquen todo lo que quieran —dijo —. No encontrarán
nada.
Los guardias se desparramaron por la casa. Wedda
puso las manos en el cinturón y separó ligeramente las piernas.
—La he atrapado al fin —dijo —. Usted seguirá el mismo
camino que su padre y su marido.
—Si encuentra al fugitivo, claro.
—Lo encontraremos. ¿En qué mejor sitio que en su
casa podría esconderse?
—Está equivocado —Lutta se encogió de hombros—.
Pero, claro, no voy a sacarle de su error, coronel.
Los guardias seguían revolviéndolo todo. Wedda dijo:
—Me dan ganas de someterla a tormento para hacerla
hablar. Seguro que nos diría lo que queremos saber.
—¿Tan grande es la casa que necesita torturarme para
encontrar al fugitivo?
Wedda enrojeció de ira.
—Si lo encontramos, irá junto con él al incinerador.
Y los quemaré vivos, sin anestesia previa, ¿me ha oído?
—Vivir en un mundo gobernado por déspotas no es cosa
que eleve el ánimo precisamente. Y morir cuesta poco... Y uno deja de ver a los
bárbaros que ostentan el poder.
—No repetirá eso cuando esté en la cámara de
incineración —masculló Wedda rabiosamente.
Uno de los guardias, con galones de sargento, llegó
en aquel instante:
—Señor —informó—, en la casa no hay nadie más.
Los ojos del coronel Wedda despidieron centellas de
ira.
—Tal vez me haya equivocado —dijo—; pero sigo
considerándola como sospechosa.
Lutta sonrió despreciativamente.
—Un perro fiel no puede ser objeto de desprecio,
porque carece de inteligencia. Usted sí lo es, porque es inteligente y se ha
convertido en un perro de presa al servicio del gobierno.
Wedda alzó la mano para golpearla, pero, en el
último instante, se contuvo y bajó el brazo.
—Volveremos a vernos —prometió—. ¡En marcha!
Momentos después, la casa quedaba vacía de sus poco
agradables visitantes.
CAPÍTULO II
Una hora después, Lutta, tras cerciorarse de que los
guardias se habían marchado definitivamente, se dirigió al centro de la
estancia y golpeó el suelo en determinado punto con el tacón de uno de sus
zapatos.
Un cuadrado del suelo giró silenciosamente hacia
arriba. Vix Forster emergió, respirando el aire a pleno pulmón.
Saltó fuera del agujero. La losa, de casi veinte
centímetros de grosor, volvió a cerrarse suave y silenciosamente.
—Un magnífico escondite —alabó.
—Lo preparamos hace tres años —explicó Lutta—. Por
desgracia, en el momento oportuno, quienes lo construyeron no tuvieron tiempo
de utilizarlo. Pero dejemos el tema. ¿Quiere tomar algo?
—¿Tiene aguardiente? Necesito una copa más que
cualquier otra cosa, Lutta.
—Se la traeré al momento, Vix.
La joven se alejó y regresó un minuto después.
Vix, con los nervios relajados en parte, estaba
sentado en un sillón.
El aguardiente le hizo sentirse casi como nuevo.
Lutta se sentó frente a él, con los codos apoyados en las rodillas muy juntas.
—Hablábamos de Emmon Bellias —dijo.
—Un nombre muy poco recomendable —calificó Vix, con
la copa mediada en la mano derecha.
—Sólo para quien no conoce la verdadera historia.
Usted sabe dónde está, ¿no?
—En efecto. El gobierno moribiano lo confinó en Benafza
para el resto de su vida.
—¿No se ha preguntado nunca por qué el gobierno lo
confinó, en lugar de incinerarlo?
Vix parpadeó.
—Mi nacionalidad no es la moribiana —dijo—. Soy de
otro sector de la Galaxia y no estoy muy bien enterado de los asuntos políticos
de Morib.
—Comprendo. De todas formas, el propio Bellias se lo
explicará a usted cuando le lleve mi mensaje.
—¿Cree que conseguiré llegar a Benafza? Son treinta
y ocho años luz de distancia... y no se puede viajar en mis condiciones.
—Usted viajará con toda seguridad —afirmó Lutta muy
seria—. Sólo quiero que me prometa que entregará el mensaje a su destinatario.
Vix hizo un gesto de indiferencia.
—¿Por qué no? —contestó—. Mi gobierno se ha
desentendido de mí. Sabe que soy inocente, pero prefiere creer en mi
culpabilidad, a fin de evitar roces con Morib. Me he convertido en un paria,
así que todo me da igual. No podrán incinerarme dos veces.
—Si obra con un poco de astucia, no sólo salvará la
vida, sino que es muy posible que un día consiga reivindicar su nombre —afirmó
Lutta—. Bellias vive en Benafza, como ya le he dicho. Su dirección no es un
secreto para nadie, pero usted tendrá que verle con la mayor discreción
posible.
—Entendido. ¿Qué le diré?
—Aguarde un momento.
Lutta se retiró unos instantes a las habitaciones
interiores. A los pocos momentos regresó con una cajita plana y un par de
pinzas en las manos.
Vix contemplaba intrigado las operaciones que
realizaba la mujer. Lutta abrió la cajita y sacó un trozo de material flexible,
transparente y sumamente delgado, el que, con ayuda de las pinzas, colocó sobre
la uña del pulgar izquierdo de Vix.
Acto seguido, Lutta recortó el círculo hasta dejar
sus contornos idénticos a los de la uña. Admirado, Vix pudo comprobar que la
uña no había perdido su aspecto normal.
—¿Está el mensaje en ese trozo de película? —preguntó.
—Sí —Lutta hizo presión sobre la uña con sus dedos—.
A partir de este momento, sólo podrán quitar el mensaje de su uña de dos
formas: el procedimiento que usará Bellias... o cortándole el dedo. Entonces la
película se despegaría por sí sola.
Vix se estremeció.
—Prefiero el primer método —dijo—. ¿No tengo nada
más que decirle a Bellias?
—Sólo una cosa: «He perdido la lima de las uñas».
Será suficiente, ¿ha comprendido?
—No es una contraseña difícil. ¿Eso es todo?
—Suficiente. Ahora voy a darle instrucciones para
que pueda salir de Morib.
—Está bien, hable.
—Le alteraré un poco el rostro y le daré ropas
nuevas, para que no le reconozcan fácilmente. En el aeropuerto, buscará a Pitk
Irsten. Es el sobrecargo de la «Stivia».
Vix repitió los nombres.
—¿Y bien?
—Irtens se ocupará de usted. Eso es todo.
—¿No habrá riesgos?
—En absoluto.
—¿Tengo que dar mi nombre a Irsten?
—Puesto que oficialmente no viajará en la «Stivia»,
¿qué más da?
Vix suspiró.
—Imagino que Irsten sabrá que voy a buscarle.
—Por supuesto —Lutta sonrió y su bello rostro
pareció recobrar el encanto de antaño—. Vix, buena suerte.
—Gracias por haberme ayudado, Lutta. Ojalá sea feliz
de nuevo algún día.
—Sólo lo conseguiré cuando este gobierno de miserables haya sido derribado y sus bárbaras leyes derogadas. En buena parte, ello depende de su éxito en el viaje, Vix. Y ahora, por favor, vamos a ver si cambiamos su aspecto para que pueda llegar al astropuerto sin dificultades.
* * *
—Tiene la piel atezada, bigote recto, que le cubre
todo el labio superior y usa blusa gris claro y pantalones azul oscuro. ¿Has
entendido, Pitk?
—De acuerdo, Lutta. No te preocupes de más. Yo
cuidaré de tu amigo.
—Gracias, Pitk. Sabía que podía confiar en ti. Adiós
y buen viaje.
Lutta cortó la comunicación y salió de la cabina
pública, desde la cual había hablado con su amigo.
Dio dos pasos. De repente, divisó en la esquina
próxima al coronel Wedda.
Wedda abandonó su actitud indiferente y separó los
hombros del muro. Lutta se sintió invadida de un vivísimo terror.
Echó a correr. Wedda se lanzó en su persecución.
—¡Párate, maldita! —gritó.
Lutta no hizo el menor caso de la intimación. Wedda
desenfundó su pistola vibratoria.
—¡Alto o disparo! —bramó.
La mujer se vio perdida. Sabía lo que le iba a
ocurrir si era atrapada.
Giró sobre sus talones. En su bolso llevaba un arma.
Wedda no disfrutaría con su tortura. Ni tampoco
permitiría que le arrancase su secreto.
Levantó la mano. Wedda fue más rápido. A fin de
cuentas, estaba habituado a usar las armas.
El proyectil vibratorio alcanzó el pecho de la
mujer. La cara de Lutta sufrió una transformación espeluznante.
Todo su cuerpo fue recorrido instantáneamente por
una serie de descargas vibratorias que se producían a millares por segundo y
con una longitud de onda apenas superior al milímetro. En unos segundos, la
carne y los huesos se confundieron en una horripilante pasta sanguinolenta que
se derramó sobre las losas, formando un repulsivo montón rojizo que infundía
náuseas a quien lo contemplaba.
Wedda hizo una mueca, aunque no precisamente de
repugnancia.
—Una traidora menos —masculló.
Los gritos de alarma sonaban a su alrededor, pero él no hizo el menor caso. Volvió la cabeza y dirigió la vista hacia la cabina de comunicaciones, a la vez que una amplia sonrisa de satisfacción se formaba en sus labios.
* * *
—Venga por aquí —dijo Irsten.
Vix Forster, seguro con su nuevo aspecto, caminó
detrás del sobrecargo de la astronave. Irsten le condujo a lo largo de varios
pasillos, sucesivamente situados en puentes distintos de la nave, pero siempre
a nivel inferior, hasta que, al fin, llegó ante una puerta señalada con el
rótulo de Bodega T.
Irsten abrió la puerta. La bodega estaba atestada de
cargamento ya convenientemente estibado.
El sobrecargo cruzó por un pasillo formado por
varias pilas de cajones de enorme tamaño, hasta alcanzar el fondo de la bodega.
Allí había un cajón de forma cúbica y de unos dos metros de lado, ante el cual
se detuvo el sobrecargo.
Irsten presionó una de las aristas y media cara del
cajón giró a un lado. Vix se quedó atónito al ver lo que había dentro del
cajón.
—Esto es...
Irsten sonrió.
—No es usted el único que viaja como polizón —dijo—.
Ahí tiene agua y comida para dos semanas. La litera es un poco estrecha, aunque
suficiente. Los servicios sanitarios no son de lujo precisamente, pero...
sirven.
—Entiendo —dijo Vix, sonriendo también—. Me gustaría
pagarle lo que hace por mí, Irsten.
—Ya lo han hecho otros en su lugar —contestó el
sobrecargo—. Un consejo, Vix.
—Sí, dígame.
—No salga de aquí hasta que oiga dos golpes seguidos
y otros tres algo más espaciados. ¿Está claro?
—Por supuesto.
—Se aburrirá durante dos semanas... pero vale más un
poco de aburrimiento que no cinco minutos en el incinerador, creo yo.
—Por supuesto —reconoció Vix con una sonrisa.
Irsten se marchó. Vix se quedó solo.
El fugitivo se sentó sobre su angosta litera, que
medía escasamente setenta centímetros de anchura. Le quedaban un metro y
treinta centímetros de espacio hasta la «pared» de enfrente, de lo que había
que restar lo ocupado por los servicios sanitarios.
La litera estaba situada a quince centímetros del
suelo. Sobre ella y separada por un intervalo de unos sesenta centímetros,
había una especie de armario de dos metros de largo, por unos setenta
centímetros de anchura y ciento treinta centímetros de alto.
El armario contenía las provisiones y el líquido
necesario para la supervivencia del fugitivo. Vix se dijo que no era la primera
vez que Irsten sacaba ilegalmente a alguna persona de Morib.
Finalmente, el cajón disponía de una lámpara
alimentada por una pila tipo «eterna», cuya duración rebasaba los dos años.
Resignándose a un espacio de encierro mucho más corto, pero que, sin embargo,
iba a resultar de un aburrimiento insufrible. Vix se tendió en la litera
dispuesto a pasar el tiempo lo mejor posible.
Mientras, el sobrecargo había ascendido a los
puentes altos, en uno de los cuales estaba su cámara. Se dirigió a ella, abrió
la puerta y entró con la sonrisa en los labios.
—Listo —anunció al hombre que le aguardaba sentado
en una pequeña butaca.
—Cierre la puerta, señor Irsten —ordenó el coronel
Wedda.
—Sí, señor.
—¿Ha obrado usted exactamente tal como yo le dije?
—Sí, señor. Espero no haberle originado ningún
trastorno.
—Yo también lo espero, señor Irsten. ¿Cuál es el
cajón donde está encerrado nuestro hombre?
—El cajón está marcado con el indicativo
RFX-27-80-11, destino Alba 40 —contestó Irsten.
—Perfectamente, lo tendré en cuenta.
Los ojos de Irsten se clavaron en la pila de
billetes que había sobre una mesa. Wedda se dio cuenta y sonrió.
—Su recompensa, sobrecargo.
—Es usted un hombre cumplidor, coronel. Puede estar
seguro de que no le traicionaré.
—Estoy seguro de que no me traicionará —dijo Wedda,
a la vez que sacaba una pistola.
Irsten se alarmó.
—¡Eh! ¿Qué va a hacer, coronel? —gritó.
—Asegurarme de que no me traicionará —contestó
Wedda, un segundo antes de apretar el gatillo del arma.
Irsten se estremeció horriblemente y cayó hacia
atrás, fulminado por el proyectil neurónico que había deshecho en un instante
su sistema nervioso.
Wedda enfundó el arma. Se acercó al caído y lo
arrastró hasta el expulsor de desperdicios. Pulsó un botón y el cuerpo del
sobrecargo cayó a la rueda de paletas que lo convertirían en polvillo
microscópico en menos de un minuto.
Wedda se dirigió a continuación hacia la puerta. De
pronto se dio una palmada en la frente.
—¡Qué tonto soy! —exclamó—. ¡Pues no me olvidaba el
dinero...!
CAPÍTULO III
La nave orbitaba velozmente en el espacio, moviéndose
como una centella de plata que apenas habría resultado visible para unos ojos
humanos.
En los costados de la nave no había cifras de
identificación. En lugar de los símbolos reglamentarios llevaba otro mucho más
extraño.
Era una gran calavera blanca, bajo la cual se veían
cruzados dos rayos en zig zag. El nombre venía a continuación: «Némesis».
Los observadores de la nave estaban en sus puestos.
Uno de ellos, de pronto, dijo:
—Capitán, detecto señales de vida humana en el punto
V-37.
El capitán no se hallaba en el puente en aquel
momento. Desde su cámara llamó:
—¿Cuál es el nombre estelar de V-37, oficial?
—Ustchia, capitán.
—Consulte las cartas estelares, oficial.
—Sí, capitán.
Pero el oficial de guardia no pudo hacer lo que le
ordenaban, porque en aquel momento, otro detector entró en funcionamiento y
accionó una campana de alarma.
—¡Capitán, al puente! ¡Se acerca una nave con
intenciones no especificadas!
La radio de la «Némesis» funcionó en aquel momento:
—¡Atención, atención! Les habla el comandante Wrion,
de la nave de patrulla «Rettare». Ajusten su órbita a la nuestra. Vamos a
registrar su nave.
El capitán de la «Némesis» llegó al puente y tomó el
micrófono:
—Yo me hago cargo del mando —dijo al oficial. Luego
se encaró con la pantalla de televisión, en la cual se veía la imagen del
comandante Wrion—: ¿Con qué derecho van a registrar mi nave?
—Están ustedes en zona jurisdiccional de Morib —alegó
Wrion, atónito ante el hecho de que el capitán de la «Némesis» fuese una mujer.
—¡Váyase al diablo, comandante Wrion! Nosotros no
reconocemos más zona espacial que la que marcan los límites de la atmósfera de
un planeta. Fuera de esos límites, consideramos que la navegación espacial es
absolutamente libre y nadie tiene derecho a entrar en nuestra nave sin mi
permiso.
—Su argumento es rechazado, capitán. Voy a hacerle
mi última advertencia. Conocemos la fama de su nave «Némesis». Precisamente es
debido a ella por lo que queremos registrarla. Si no obedecen, dispararemos
contra ustedes. ¿Está claro?
La mujer que mandaba la «Némesis» no se inmutó.
—Ya hemos hablado bastante, comandante Wrion —dijo.
Y cerró la comunicación, tomando acto seguido el micrófono de las líneas
interiores—. Habla el capitán. Torpederos, a sus puestos de combate. Disparen
contra la «Rettare» hasta destruirla.
Instantes después, media docena de líneas luminosas
partían de la «Némesis» a una velocidad cercana a la de la luz. Un observador
anunció.
—¡Se acerca un torpedo, capitán!
—¡Barreras de energía, pronto!
A lo lejos, a cosa de treinta mil kilómetros, se
encendió de repente un pequeño sol.
—¡Blanco total! —anunció el jefe de torpederos.
Y, en el mismo instante, la «Némesis» se estremeció
horriblemente, a la vez que se oía un trueno espantoso.
Sonaron algunos gritos de angustia. Las luces oscilaron.
—¡Informe de daños! —pidió la capitán de la nave,
después de levantarse del suelo al que había sido arrojada por la sacudida del
impacto.
El informe no tardó mucho en llegar:
—La sala de navegación ha sufrido graves daños.
Todos sus ocupantes han muerto, capitán.
Los ojos de la mujer que mandaba la «Némesis»
despidieron centellas de cólera.
—Está bien —dijo—. Tratemos de hallar una órbita para aterrizar en el punto V-37 y ver de reparar en tierra firme.
* * *
Vix Forster abrió los ojos y bostezó aparatosamente.
Alargó la mano y encendió la luz.
¿Cuántos días llevaba ya encerrado en su cubículo?
Había perdido la cuenta. Lo mismo podían ser ocho
que doce. Tanto daba... Pero el caso era que había salvado la vida.
De todas formas, el viaje estaba a punto de
terminar. Pronto llegaría a su destino.
El problema estribaría entonces en acercarse a Emmon
Bellias con la máxima discreción. Bien, ya idearía algo llegado el momento
oportuno.
Al cabo de unos momentos se levantó y, como todos
los días, se aseó con medio litro de agua. Pensó con delicia en una bañera
llena de agua tibia, aunque, bien mirado, hubiera preferido uno de los ríos de
su mundo natal, bajo la fresca sombra de los árboles y entre orillas cubiertas
de verde y jugosa hierba.
Después tomó un ligero desayuno. Ya había terminado
su tarea hasta la hora de comer.
Ni siquiera tenía un libro para entretenerse. Su
único recurso contra el aburrimiento era pensar. No hacía más que pensar en
todo lo que le había sucedido, desde que alguien le tomara como correo de sus
mensajes de conspiración hasta el momento en que se encerró en aquel cajón.
Por fortuna, su encierro acababa pronto. Irsten se
encargaría de sacarlo de la nave y...
De pronto, se dio cuenta de un detalle singular.
La temperatura de su habitáculo había aumentado de
una manera extraña.
Se había tendido de nuevo en la litera y volvió a
levantarse. ¿Qué ocurría allí? ¿Por qué hacía tanto calor?
Era raro, se dijo. Hasta entonces, la temperatura
del cajón se había mantenido en unos tolerables veintidós grados centígrados.
Ahora era de veintiséis por lo menos.
—No habrá fuego a bordo —se dijo, sintiendo una
notable aprensión.
Imposible, los sistemas de alarma habrían entrado
automáticamente en funcionamiento.
Tocó las paredes del cajón. Sí, parecían calientes,
pero...
La temperatura aumentó. Vix empezó a sentir sed.
Bebió un largo trago de agua. El calor aumentaba
casi instantáneamente.
Un pánico horroroso asaltó su ánimo, miedo a morir
abrasado allí, sin poder hacer nada para salvarse. Aquel calor resultaba
francamente insoportable.
Sudaba a chorros. De pronto, rotos los nervios,
saltó hacia una de las paredes del cajón y la golpeó con fuerza.
—¡Abran! ¡Abran! —gritó—. ¡No quiero morir
abrasado...!
De repente, la puerta de su encierro se abrió. Vix
golpeaba con fuerza y al encontrar el vacío, estuvo a punto de caer de bruces
al suelo.
Creyó que se volvía loco. Pero, ¿no había embarcado
en una nave comercial?
Si era así, ¿por qué estaba en aquellos momentos
sobre el suelo de un planeta desconocido?
El sol brillaba con terrible fuerza, pero Vix,
atónito, hizo caso omiso de la espantosa temperatura que reinaba fuera de las
zonas de sombra.
Sus ojos, habituados durante largos días a una
iluminación artificial, se sintieron atacados en el acto por el violento
resplandor que le envolvía.
Vix creía soñar.
Pasmado de asombro, dio una vuelta entera alrededor
del cajón.
—Yo embarqué en una astronave —habló en voz alta
consigo mismo—. Y ahora estoy en...
Era un mundo desierto.
O, al menos, así parecía.
El panorama era desolador.
En todo cuanto alcanzaba su vista no se veía una
sola planta, ni un árbol, ni un matojo... Todo era arena y piedras de color
oscuro, negruzco en ocasiones.
Una llanura infinita sin un árbol ni una roca bajo
cuya sombra cobijarse. Era la desolación más absoluta hecha realidad.
De repente, los ojos de Vix captaron algo que le
hizo dudar de la normalidad de su mente.
Era un cartel de regular tamaño, sostenido por un poste hincado en el suelo. Con ojos que dudaban de lo que estaban viendo, Vix leyó:
ESTÁ USTED EN USTCHIA, ASTEROIDE DESHABITADO DEL IX SISTEMA, III ZONA ESTELAR DE MORIB. LA CARENCIA DE AGUA Y SERES VIVIENTES, TANTO ANIMALES COMO VEGETALES, ES ABSOLUTA. LOS PERÍODOS DIURNOS DURAN SESENTA Y CINCO HORAS. LA NOCHE SÓLO TIENE NUEVE HORAS DE DURACIÓN. PROCURE PERMANECER EN LA SUPERFICIE DE USTCHIA EL MENOR TIEMPO POSIBLE.
Vix se aterró.
Setenta y cinco horas bajo aquel sol aterrador y tan
sólo nueve libre de sus feroces rayos calóricos.
Era para morir abrasado en poco tiempo.
Quizá antes de que llegase el próximo período
nocturno.
Se mareó. El sol producía ya sus efectos. Corrió a
buscar refugio en la protectora sombra del cajón.
Sin embargo, dentro hacía también un calor
insoportable. Vix empezó a sospechar algo turbio en su traslado a Ustchia.
Los motores de la astronave le permitían una
arrancada y un aterrizaje sin sacudidas. Era lógico, pues, que no se hubiese
enterado siquiera de que el cajón era sacado al exterior y abandonado en la
superficie de aquel horrible asteroide.
¿Por qué lo habían hecho? ¿Por qué le habían
abandonado en Ustchia?
¿Cuánto tiempo podría durar allí?
Empezó a hacer cálculos. Había notado el aumento de
temperatura no hacía demasiado tiempo, una hora u hora y media todo lo más.
Significaba que el sol de Ustchia se había levantado
en aquellos momentos, que era cuando él había notado el aumento de temperatura.
Por lo tanto, le quedaban no menos de sesenta y cuatro horas de tormento.
Era lógico suponer que cuando aquel sol alcanzase su
meridiano, la temperatura se convertiría en mortífera. No, no podría llegar
vivo a la noche, distante de aquellos momentos un período de tiempo equivalente
a casi tres días normales de veinticuatro horas.
—En resumen —se dijo amargamente—, un modo de
incinerar a una persona más lentamente que de ordinario, pero no menos seguro.
Y entonces, cuando ya se resignaba a su horrible
suerte, vio descender del cielo un objeto que brillaba esplendorosamente.
CAPÍTULO IV
Era una nave espacial sin números de identificación
y con unas extrañas figuras pintadas en los costados. La nave sacó las patas
del tren de aterrizaje y se posó sobre el suelo a menos de veinte metros del
cajón.
Vix había pasado ya por tantas cosas, que casi le
pareció natural la llegada de la nave.
—Ahora saldrá de ahí el coronel Wedda y...
La escotilla de la nave se abrió y alguien saltó al
sudo y avanzó hacia el cajón.
Los ojos de Vix parecieron saltarse de sus órbitas.
No, no era Wedda, sino una mujer.
Era joven y muy hermosa y vestía de una manera
extraña, pero atractiva al mismo tiempo. Sus negros cabellos estaban cubiertos
por un casquete rojo, con un adorno negro en forma de pluma corta. El pecho,
firme y compacto, quedaba encerrado por un pequeño chaleco de color también
rojo, con adornos en oro, el cual dejaba la cintura al descubierto.
Unos pantalones cortísimos, ligeramente abombados, y
unas botas altas, negras, hasta medio muslo, completaban el singular atavío de
la bella desconocida. Ella se detuvo frente a Vix y le contempló con atención.
—Usted es la señal de vida humana que captaron
nuestros detectores —dijo.
Vix sonrió.
—Tienen ustedes unos detectores magníficos,
señora...
—Capitán —puntualizó ella—. Capitán Tsaria Ku-11.
¿Su nombre, por favor?
—Vix Forster, primer oficial de la astronave
«Panc-Ott» y ahora náufrago en Ustchia, capitán.
Tsaria fijó la vista en el cajón.
—¿Qué hace ese artefacto ahí, señor Forster? —preguntó.
—Resulta un poco largo de contar, capitán Ku-11.
¿Puedo preguntarle si van a quedarse en Ustchia?
—Todo el tiempo que necesitemos para reparar las
averías que tenemos —contestó Tsaria.
Vix meneó la cabeza.
—Aquí no podrán hacerlo —dijo.
—¿Por qué, señor Forster?
Vix le enseñó el cartel.
—Lea —invitó.
Tsaria volvió los ojos hacia el rótulo. Una vez
terminada la lectura, se sintió muy preocupada.
—Un mal asunto —calificó.
—¿Tan graves son las averías sufridas que no les
permiten despegar y viajar en busca de otro planeta más acogedor?
—Podemos hacerlo, pero...
—Pero ¿qué?
—Perdimos todo el equipo de navegación en combate —contestó
Tsaria.
Vix se sorprendió de aquella respuesta.
—¿Combate? ¿Con quién? —preguntó.
—Una nave moribiana quiso cerrarnos el paso. Su
comandante pretendía registrar la mía. El combate se entabló y si bien nosotros
destruimos la nave moribiana, ellos nos colocaron un impacto en el cuarto de
navegación, a pesar de la barrera de energía defensiva.
—Mal asunto, capitán Ku-11. Pero ¿por qué querían
registrar su nave los hombres de Morib?
—Por una sencilla razón, señor Forster. Somos piratas del espacio —contestó Tsaria.
* * *
Todavía no repuesto de su sorpresa, Vix llegó al pie
de la escala de acceso a la escotilla y contempló unos instantes el costado de
la nave.
—No veo huellas de ningún impacto —dijo.
—Está en el otro lado —respondió Tsaria—. Suba.
Entraron a bordo. Tsaria agarró un micrófono que
había junto a la escotilla y dijo:
—Despegue inmediato. La permanencia en Ustchia es
imposible. En vuelo estableceremos la nueva órbita.
Dejó el micrófono en su sitio y se volvió hacia Vix.
—Sígame, señor Forster —ordenó—. Le hemos salvado la
vida providencialmente, pero estoy pensando en que va a tener que hacer algo
por nosotras para agradecer el favor que le hemos hecho.
—¿Ha dicho nosotras, capitán? —preguntó Vix,
parpadeando de asombro.
—Sí, justamente. Toda la tripulación de la «Némesis»
está compuesta por mujeres.
Vix estuvo a punto de caerse de espaldas, pero
reaccionó y siguió a Tsaria. En el camino se cruzó con algunas tripulantes, la
mayoría de las cuales eran jóvenes y de agradable apariencia.
—No entiendo por qué no lleva hombres en la
tripulación —dijo Vix, una vez ya en la cámara de Tsaria.
Ella le dirigió una larga mirada.
—Sería horrible —contestó escuetamente.
—¿Odian a los hombres?
—En absoluto. Muchas de mis tripulantes se casan,
entonces abandonan la nave.
—Comprendo. No quiere líos de pantalones a bordo,
¿eh?
—Exactamente. ¿Desea algo de beber?
—Un gran vaso de refresco helado, si es posible.
—Lo es —contestó Tsaria. Se quitó el casquete, que
lanzó sobre un diván y agitó un momento la cabeza, para hacer que el pelo le
cayera libremente, sobre la espalda—. Usted nos va a devolver el favor, señor
Forster —dijo, mientras empezaba a preparar el refresco.
—¿De qué forma, capitán?
—Ya le he dicho antes que todo mi equipo de
navegación pereció a consecuencia del impacto. Quiero que nos conduzca a algún
lugar donde podamos reparar la avería. El primer oficial de una astronave
comercial no alcanza ese rango sin antes haber pasado por una etapa de
navegante... y buen navegante, además.
—Es cierto —admitió Vix—, pero sin instrumentos
apropiados, no respondo de mis decisiones.
—Tengo un pequeño equipo de reserva. Condúzcanos a
un lugar donde nos reparen la avería y podamos, además, suplir el resto de
instrumentos destruidos en el combate. Si lo consigue, le pagaré cien mil
«garants».
—Se lo haré gratuitamente, bajo una condición,
capitán —dijo el rescatado.
—Hable, Forster —dijo Tsaria.
—Una vez esté la «Némesis» en condiciones, deberán
trasladarme a Benafza.
Tsaria enarcó las cejas.
—Acaba usted de pedirme precisamente lo único que no
puedo concederle —declaró.
—¿Por qué? —se extrañó Vix.
—Benafza pertenece a Morib y nosotros no aterrizamos
jamás en un planeta del sector galáctico moribiano. Es una norma que no
violamos por nada del mundo.
—Pero vuelan por el espacio moribiano.
—Nosotros, los piratas del espacio, no reconocemos a Morib jurisdicción alguna que rebase los límites de la atmósfera respirable de su planeta —contestó—. Admitimos que se nos castigue si somos capturados en un planeta moribiano, pero nos resistimos hasta la muerte a la captura fuera de los límites señalados. El derecho a la libertad de navegación espacial es tan sagrado como el derecho a respirar.
* * *
A través de los binoculares, el coronel Wedda
contemplaba el desolado suelo de Ustchia. El capitán Birton, comandante de la
nave en que viajaba Wedda, estaba a su lado, armado igualmente de otros
prismáticos de largo alcance.
—El cajón se ve ya, coronel —dijo Birton.
—Sí, ya lo tengo en imagen —sonrió Wedda —. Forster
debe de estar en su interior, resguardándose de los rayos solares. Dé órdenes
de aterrizar, capitán Birton, y haga que preparen trajes antinsolantes.
—Sí, señor.
Minutos más tarde, la astronave se posaba a treinta
pasos del cajón. Wedda fue el primero en saltar al suelo.
Una sonrisa de satisfacción se dibujó en sus labios
al contemplar el cartel que había hecho fijar cuando el cajón fue desembarcado
de la nave que lo transportaba. Forster debía de estar ya lo suficientemente
«blando» como para declarar sin gran esfuerzo cuanto le interesaba saber.
El traje antinsolante le protegía de la feroz
temperatura que reinaba en la superficie del asteroide, que calculó en no menos
de setenta grados centígrados. Era imposible permanecer siquiera un minuto al
sol, sin caer fulminado.
Seguido de Birton, Wedda avanzó hacia el cajón, cuya
puerta divisó abierta. Llegó al habitáculo, asomó la cabeza y lanzó una
exclamación de rabia.
—¡No está!
Birton respingó.
—¡Imposible, coronel!
—Asómese usted mismo —dijo Wedda malhumoradamente.
—Pero ¿cómo diablos...?
—Esos malditos conspiradores lo tienen todo bien
organizado —masculló Wedda—. Sin duda, alguna nave vino y recogió a Forster,
llevándoselo antes de que pereciese de calor.
—Entonces, no sabemos dónde puede hallarse en estos
momentos.
Wedda abandonó su actitud de enojo y sonrió.
—Por fortuna, soy hombre prevenido —dijo—. Incluso
especulé con esta posibilidad. No creía en ello, pero no quise que una posible
segunda fuga de Forster me encontrase descuidado. Les guste o no a esos
malditos conspiradores, acabaré enterándome del mensaje que Forster lleva a
Bellias.
—Eso espero, señor. ¿Cómo hará para conocer la
dirección que ha tomado la nave que rescató a Forster?
—Lo sabrá ahora mismo, capitán. Haga que vengan seis
o siete tripulantes, para realizar un trabajo simplemente manual.
—Bien, coronel.
Momentos después, seis hombres corrían hacia el
cajón. Wedda emitió una orden:
—Hay que volcar el cajón. ¡Rápido!
Seis pares de brazos se aplicaron a la tarea.
Instantes más tarde, el cajón caía de lado con gran estrépito.
Un hueco quedó al descubierto en el suelo. Wedda
señaló la caja que se veía en el interior del pequeño pozo.
—Llévenla a la nave —ordenó—. Birton, despegaremos
de inmediato. Una vez en el espacio, le señalaré el nuevo rumbo.
—Sí, señor.
La nave tardó dos minutos escasamente en despegar.
Mientras, el coronel Wedda llevaba la caja a la sala de computadores.
Durante unos momentos, Wedda trabajó activamente. Al
cabo de un rato, presionó unas cuantas teclas y se dispuso a observar el
resultado de su labor.
Una pantalla se iluminó casi en seguida. Wedda
estudió las indicaciones que aparecían escritas y dijo:
—La nave que lo rescató se dirige a Caynor CI.
Pero, ¿a qué diablos puede ir un hombre allí, cuando
su destino está situado en un punto diametralmente opuesto de la Galaxia?
—Resulta inexplicable, en efecto, señor —convino
Birton—. ¿Qué hacemos, coronel?
—La pregunta sobra. Ponga inmediatamente rumbo a
Caynor CI.
—¡Señor! ¡Caynor CI no pertenece a los sistemas
moribianos! ¡Es neutral! —exclamó Birton.
—Capitán, deje los asuntos legales y políticos en
mis manos —contestó Wedda de mal talante—. Limítese a conducirme a Caynor CI,
eso es todo.
Pero Birton no era hombre que diese su brazo a
torcer tan fácilmente, ni siquiera ante un tipo tan autoritario como Wedda.
—Señor, las órdenes que tenemos los comandantes de
nave de patrulla nos vedan penetrar en el espacio de Caynor CI. Si usted quiere
que le conduzca hasta Caynor CI, tendrá que darme su orden por escrito.
Wedda dirigió a Birton una mirada cargada de veneno.
—Una petición muy legal, capitán —respondió—. Pero
yo diría que, si se tratase de otro asunto, tal vez no hubiera puesto usted
demasiados inconvenientes, ¿verdad?
—Me está insultando, señor —dijo Birton, muy pálido,
pero sin amilanarse ante las palabras de su superior.
—¿Es usted partidario de Bellias, capitán?
Hubo una pausa de silencio. Después, Birton,
lentamente, dijo:
—Coronel, las palabras que acaba de proferir
constituyen una grave injuria para mi reputación de astronauta que obedece
estrictamente los reglamentos y que es respetuoso para con la política del
gobierno. De acuerdo con las normas establecidas para tales casos, me veo en la
precisión de pedirle se someta a duelo a muerte para que mi honor quede a salvo
de sus falsas imputaciones.
CAPÍTULO V
Vix Forster llamó a la puerta. Tsaria dio permiso y
el joven entró en la cámara.
Vix parpadeó. Tsaria, sentada ante un espejo,
cubierto su esbelto cuerpo con un peinador de tules casi transparente, se
cepillaba el cabello cuidadosamente.
El aspecto de la joven cambiaba de manera radical.
—Ahora parece usted toda una mujer —dijo Vix
sonriendo.
Ella le dirigió una mirada de enojo.
—Ahórrese comentarios sobre mi apariencia —contestó—.
¿Qué noticias me trae?
—Orbitamos rumbo a Caynor CI. Allí encontrará usted
el material que necesita para dejar la nave nuevamente en condiciones.
—Conozco Caynor CI. ¿Por qué ha elegido precisamente
ese planeta?
—Por dos razones fundamentales. Primera, es neutral,
un puerto franco del espacio, donde se puede encontrar de todo, siempre que se
pague. Segunda, es el planeta más cercano a nuestra posición actual.
—¿Conoce usted Caynor CI?
—He estado algunas veces. Allí repararán su nave sin
hacer preguntas.
—¿Ni aunque seamos piratas del espacio?
—Los caynorianos son primordialmente comerciantes —sonrió
Vix.
—Entiendo. Gracias, Forster.
—A su disposición, capitán.
Vix se dispuso a salir, pero ella le detuvo con un
ademán.
—¡Espere!
—¿Desea algo más, capitán?
—Sí. ¿Para qué quiere ir a Benafza?
—Tengo que entregar un mensaje a un tipo llamado
Emmon Bellias.
—¡Bellias! —repitió Tsaria—. No es una amistad que
le honre precisamente a usted, Forster.
—Haber permanecido a bordo de una nave pirata
tampoco añadirá laureles a mi historial —comentó Vix mordazmente.
Tsaria enrojeció.
—Nos llaman piratas del espacio, pero no lo somos en
un sentido estricto —exclamó—. Simplemente, nos negamos a sujetamos a las
normas que dan personas que se atribuyen potestades que no les corresponden.
—Claro; y de paso saquean las naves que encuentran
en su camino, ¿verdad? ¿Cree que no he oído hablar de la «Némesis» y de sus
depredaciones? Si una patrullera moribiana tuviera la suerte de apresarla a
usted y a sus bellas secuaces, irían todas a parar a la cámara de incineración.
—Los moribianos deberían ser un poco más listos de
lo que son para atraparnos —contestó Tsaria con una burlona sonrisa.
—Confía usted demasiado en sus fuerzas. Quizás algún
día se lleve una desagradable sorpresa.
—En todo caso, usted no lo verá. Retírese, Forster.
Vix se llevó la mano a la sien con gesto irónico.
—A sus órdenes, capitán.
* * *
—De modo que un duelo, ¿eh, capitán Birton?
—Sí, señor. Tengo derecho a ello y usted lo sabe —contestó
el comandante de la nave patrullera, muy pálido, pero resuelto a seguir
adelante hasta el fin.
—Muy bien. Las normas son tajantes al respecto. Todo
oficial de astronáutica que se considere ofendido por un superior, deberá pedir
un duelo, eligiendo, además, las armas. ¿No es así?
—En efecto, coronel.
Los restantes tripulantes que se hallaban en la
cámara de mando aparecían consternados. Wedda, sin dejar de sonreír, alargó la
mano hacia uno de ellos:
—Usted, vaya en busca de las armas que su capitán va
a elegir. ¿Qué armas prefiere, Birton?
—Cuchillo, señor.
Wedda respingó un instante, pero se recuperó casi en
el acto.
—Muy bien, cuchillo. Un duelo a la antigua, capitán —comentó
ligeramente.
El tripulante se alejó de la cámara. Wedda pidió
papel y pluma y escribió algo que guardó luego en uno de los bolsillos del
uniforme.
Unos momentos más tarde, el tripulante regresó con
dos cuchillos iguales, de casi cuarenta centímetros de longitud. Eran, en
realidad, machetes que figuraban entre los repuestos de la nave, para caso de
emergencia en la superficie de algún planeta abundante en vegetación.
Wedda eligió uno de los dos machetes y lo sopesó
calculadoramente.
—Listo, capitán —anunció al cabo de unos segundos.
La pelea apenas si tuvo historia. Casi desde el
comienzo, Birton tuvo la seguridad de que tenía perdida la partida.
Los aceros chocaron tres o cuatro veces solamente.
Al fin, Wedda consiguió agarrar la muñeca derecha de su adversario y, antes de
que Birton pudiera imitarle, le hundió el machete en el estómago hasta la
empuñadura.
La punta del acero asomó por las espaldas de Birton.
Un ronco grito se escapó de sus labios. Vomitando sangre, giró sobre sus
talones y cayó pataleando al suelo.
Aún se agitaba cuando Wedda sacó el papel que había
escrito antes y llamó:
—¡Teniente Xumm!
Un oficial se destacó del grupo de espectadores y
saludó:
—¿Mi coronel?
Wedda le entregó el papel.
—Teniente Xumm, por fallecimiento del capitán Birton
es usted ahora el comandante de la nave —declaró con voz tajante—. Aquí tiene
la orden escrita para dirigirse a Caynor CI. ¡Cúmplala... o desafíeme a un
duelo!
Xumm volvió los ojos hacia el caído, cuyos
movimientos habían cesado ya.
—Cumpliré su orden, señor —respondió.
* * *
Cuando llamaron a la puerta de su alojamiento, Vix
Forster terminaba su aseo matinal.
Estaban a sólo dos días de viaje de su punto de destino.
Vix confiaba en que Tsaria le pagaría la suma convenida, con lo cual podría
comprar un pasaje para Benafza.
No le gustaba, pero había dado su palabra a una
persona y cumpliría hasta el fin. Además, ¿qué importaba ya, si se había
convertido en un paria? Lo único que mantenía su fe en el porvenir eran las
palabras de Lutta Cobnack.
Si todo salía bien, podría rehabilitar su nombre.
Vix había decidido tentar la suerte, sabedor de que más no podría perder ya.
Aparte de la vida, por supuesto; pero al tomar parte
en aquel juego ya conocía el riesgo.
Abrió la puerta. Una hermosa joven, sucintamente
vestida, como iban todas las tripulantes, apareció ante sus ojos, con una
bandeja en las manos.
—Su desayuno, navegante —dijo sonriendo.
—Déjalo ahí, preciosa —indicó Vix.
La joven entró. Vix cerró la puerta y estudió
apreciativamente la esbelta figura de su camarera.
—¿Cómo te llamas? —preguntó de repente.
—Lisa, señor —contestó ella, volviéndose hacia Vix.
—No me digas señor ni me trates de usted —pidió él—.
¿Llevas mucho tiempo a bordo de la «Némesis»?
—Casi dos años, señor... digo, Vix.
—Soltera, claro.
Lisa sonrió.
—No hay hombres a bordo —contestó.
Vix se tentó el cuerpo, a la vez que se miraba de
los pies a la cabeza.
—¿Soy un árbol? —preguntó en broma.
La joven se ruborizó intensamente.
—No me refería a ti, claro —dijo.
—Por supuesto. Pero estarás cansada ya de esta vida,
¿verdad?
—Un poco —confesó Lisa.
—¿No sientes deseos de abandonar la nave?
Lisa lanzó un profundo suspiro que hizo crujir
peligrosamente la tela de su corpiño.
—Todavía me queda un año largo antes de que se acabe
el compromiso —respondió sorprendentemente.
Vix se asombró al escuchar aquellas palabras.
—¿Cómo? ¿Firmáis un compromiso de alistamiento al
embarcar en la «Némesis»?
—Sí —contestó Lisa—. Son las normas.
—¡Hum! Hasta las piratas tienen sus normas —comentó
él sonriendo—. Y, dime, Lisa, esas normas... ¿incluyen olvidarse de que una es
mujer?
—No entiendo, Vix.
—Bien, trataré de explicarlo. Por lo visto soy yo el
único hombre de a bordo, ¿verdad?
—Efectivamente.
—Y nunca hay hombres en la nave.
—No, nunca.
—Pero una mujer joven y bella como tú echará de
menos... el amor.
—Tendré paciencia durante un año más —contestó Lisa.
—¿Qué pasará durante ese año?
—Durante, no; al terminar. Me retiraré con una
bonita fortuna.
—Y podrás elegir a un hombre como compañero para el
resto de tus días.
—Eso espero, Vix.
—¿Crees que tendrás paciencia, Lisa?
—Probaré...
—¿De veras? ¿Estás segura de que podrás resistir...
sin amor?
Vix se acercó lentamente a la joven, en cuyas
mejillas se advertía un vivísimo rubor. Puso las manos sobre su cintura y luego
la atrajo hacia sí.
—¿Un año... sin amor? —murmuró Vix, inclinándose
hacia ella.
—Por favor —rogó Lisa, desfalleciendo.
—Es demasiado tiempo —susurró él, buscando sus
labios ávidamente.
—No, no... —pero el contacto con el hombre derrotó a
Lisa por completo y sus brazos se elevaron para rodear el cuello masculino.
Vix notó la cálida respuesta de Lisa, olvidada por
completo de cuanto le rodeaba. También él empezó a perder el mundo de vista.
Súbitamente, la puerta se abrió y Tsaria apareció en
el umbral.
—¡Vix! Quiero que me diga...
La joven se interrumpió en seco al ver a la pareja
estrechamente abrazada. Lisa lanzó un chillido, deshizo el abrazo y escapó a la
carrera, temerosa de las consecuencias de su acción.
Los ojos de Tsaria despedían fulgores de cólera.
—¡Es indignante! —exclamó—. Jamás creí que pudiera
atreverse a una cosa semejante en mi propia nave...
Vix sonreía.
—¿Por qué no había de atreverme? —contestó—. ¿Hay
algo más natural que la mutua atracción entre dos personas de distinto sexo?
—No a bordo de la «Némesis» —dijo Tsaria.
—La nave sin amor —calificó Vix burlonamente.
—Pero con disciplina, y eso es algo que estoy
dispuesta a que no se pierda. ¿Me ha entendido usted, señor Forster?
Vix se recostó tranquilamente en la mesa.
—La he entendido perfectamente, salvo por un
detalle. Su cólera obedece al quebrantamiento de las reglas por parte de Lisa o
se debe a los celos?
La mano de Tsaria se movió con fuerza y alcanzó la
mejilla de Vix. El joven no se inmutó.
—Puede repetirlo, si eso la desahoga —dijo—. ¿Ha
venido a mi cámara sólo para darme de bofetadas?
Tsaria apretó los labios.
—No, vine para hacerle una consulta, pero ya no es
necesario —respondió, a la vez que daba media vuelta y se dirigía de nuevo
hacia la salida. Al llegar a la puerta, se detuvo y, por encima del hombro,
dijo—: Llegaremos a Caynor CI dentro de dos días y medio. En el momento de
desembarcar, le entregaré la recompensa por sus servicios.
—Recompensa que no me atrevo a rechazar —sonrió Vix—.
Estoy prácticamente sin blanca.
—Eso le permitirá continuar con sus juegos de
conspiraciones, ¿verdad?
—Y usted seguirá con sus pirateos, hasta que un día
la «Némesis» se convierta en polvillo cósmico, con toda su tripulación de
bellezas.
—Es cuenta nuestra y a usted no le importa en
absoluto. De momento, lo único que le interesa saber es que permanecerá
encerrado en su cámara hasta el momento de desembarcar.
—Una decisión injusta, capitán.
—Pero que está obligado a acatar.
—A la fuerza —gruñó Vix.
Tsaria se volvió y le miró sonriendo.
—A la fuerza, en efecto —concordó.
CAPÍTULO VI
El hombre que estaba sentado frente a Vix, en una de
las más conocidas tabernas de Caynor CI, se acarició la mandíbula pensativamente
y carraspeó varias veces antes de dar su respuesta a las proposiciones que
acababa de recibir.
—Eso que usted pide es muy arriesgado —dijo al cabo.
—¿Arriesgado en Caynor CI? —rio Vix—. ¿Qué es lo que
no se puede comprar en este planeta con dinero?
—Un pasaje para Benafza, por ejemplo.
—Vamos, vamos, Te-Uou —dijo el joven—, usted y yo
nos conocemos de antaño. Alguna que otra vez le he hecho un favor y ambos
sabemos cómo están las cosas por aquí. No le pido que me devuelva el favor,
sino que me ayude... previo pago de sus servicios.
—En Caynor CI hay libertad para comprar pasajes,
desde luego, pero si una astronave se dirige a uno de los planetas del sector
moribiano, su capitán tiene que presentar una lista de los pasajeros al Gran
Consulado de Morib, en donde tachan a los viajeros cuya presencia no les
resulta grata. ¿Lo entiende ahora?
—Podríamos dar otro nombre —sugirió Vix.
—El riesgo continúa. Puede comprar documentación a
nombre de otra persona, en efecto, pero el peso molecular conjunto corpóreo
debe ir, en fórmula, en el pasaje.
—Sí, lo sé.
—En el Gran Consulado tienen archivadas las fórmulas
corporales de las personas no gratas. Para ser claros, a usted le tienen
fichado. Aquí no le harán nada, porque es un planeta neutral, pero le detendrían
apenas pusiera pie en cualquier astro del sector moribiano... suponiendo que el
Gran Cónsul accediese a darle el visado.
—Entiendo —dijo Vix con acento de preocupación—. De
modo que debemos rechazar esa fórmula.
—Así es. Olvídelo, Foster —aconsejó Te-Uou.
Vix meneó la cabeza.
—Imposible —dijo—. Tengo que ir a Benafza.
—Pero, ¿por qué se obstina en algo irrealizable?
Quédese en Caynor CI; aquí la vida es fácil y amable. Las leyes son blandas y
moderadas y nadie se ocupa de lo que hace el vecino...
—Lo siento, Te-Uou. Lamento que no pueda
ayudarme..., pero se pierde usted diez mil «garants». Por favor, no se moleste,
yo pagaré la consumición.
Los ojos de Te-Uou se abrieron desmesuradamente.
—¿Ha dicho diez mil «garants», Forster? —exclamó.
—Y ni una milésima menos, Te-Uou. Puedo anticiparle
ahora dos mil. El resto, y usted sabe que soy hombre de palabra, se lo
entregaré apenas me haya indicado el procedimiento de viajar hasta Benafza.
Vix metió la mano en el bolsillo interior de su
chaquetilla y sacó un fajo de billetes, del que separó veinte.
—¿Cuál es el precio normal de un pasaje... de
contrabando? —preguntó.
—Hay capitanes que lo hacen por veinte mil, pero no
son seguros,
El dinero cambió de manos.
—Búsqueme uno que sea seguro, Te-Uou —dijo Vix.
—¿Dónde se hospeda usted?
—En el «Estrella Blanca».
—Le llamaré dentro de un par de días. Creo que para
entonces tendré la respuesta, Forster.
Vix sonrió.
—Cuando vine a buscarle a esta taberna, sabía que no perdería el tiempo —manifestó.
* * *
Desde la ventana del cuarto del hotel en que se
alojaba, Vix contemplaba el intenso tránsito de la calle principal.
La capital de Caynor CI era un emporio comercial de
primera magnitud. Todo el mundo podía comprar y vender libremente artículos que
llegaban a veces de mundos situados a decenas de miles de años luz. El dinero
corría sin tasa.
Por la calle y por sus aceras deslizantes se movían
infinidad de personas vestidas con todos los atavíos imaginables. Decenas de
razas galácticas estaban representadas en aquel gentío. El color de la piel y
la forma corporal era algo que no contaba en absoluto.
A los visitantes sólo se les pedía una cosa: respeto
absoluto a las leyes y el pago de los impuestos a los que se dedicaban al
comercio de una u otra forma. La represión era instantánea en caso contrario.
Habían transcurrido ya cuarenta y ocho horas desde
la entrevista con Te-Uou. Vix se preguntó a sí mismo por qué tenía tanto
interés en ir a Benafza.
Se había metido de lleno, pero a la fuerza, en una
conspiración que ningún beneficio podía reportarle.
Emmon Bellias, según ciertos módulos, no era
precisamente un personaje agradable. De él, cuando estaba en el poder, se
contaban ciertas cosas muy parecidas a las que cometían los actuales
gobernantes de Morib.
La política estelar no le interesaba. Pero, en caso
de que fuera cierto lo que había dicho Lutta Cobnack, el nuevo ascenso de
Bellias al poder podía significar su rehabilitación.
En el fondo, este era el motivo de su tenacidad en
llevar el mensaje. Una duda le asaltó de repente.
¿Y si Lutta le hubiese engañado con aquel señuelo?
Para los hombres como Bellias, la gratitud era un sentimiento que no existía.
Sólo se preocupaban de sus propios intereses...
El suave zumbido del fonovisor cortó en seco sus
reflexiones. Se acercó al aparato y dio el contacto.
—Habla Forster —dijo.
La figura de Te-Uou apareció instantáneamente en la
pantalla.
—Hola —saludó—. Tengo su asunto resuelto. ¿Puede
venir a verme, Forster?
—Desde luego. Deme su dirección, se lo ruego,
Te-Uou.
—Estoy en la cuadrícula 880-800, 21.a, 37, E. ¿Lo
recordará?
Vix repitió la dirección.
—Sí, Te-Uou —contestó.
—Muy bien, cuando quiera.
En aquel momento, la imagen de Te-Uou se esfumó un
brevísimo instante, como si la pantalla hubiese sufrido una baja repentina en
la tensión de alimentación. Sin embargo, el brillo no bajó de intensidad.
—No tarde, Forster —añadió Te-Uou.
—Muy bien, iré en seguida —prometió Vix.
Apagó el fonovisor. Aquel extraño fenómeno le
preocupaba. Parecía como si un objeto metálico hubiese enviado un destello al
objetivo de la cámara que captaba las imágenes.
Pero Te-Uou no tenía nada brillante en las manos ni
se veía tampoco nada en el ambiente que le rodeaba capaz de emitir aquel
destello.
Una súbita sospecha invadió su ánimo. ¿Y si el
brillo había sido emitido por un objeto que sostenía otra persona situada fuera
de su campo visual?
En aquel momento, Vix obtuvo la convicción de que en
el departamento E, piso treinta y siete, puerta vigésimo primera de la manzana
señalada por las coordenadas 880-800 había alguien más que su inquilino.
Apenas se apagó el fonovisor, dos hombres se
acercaron a Te-Uou y lo arrancaron a viva fuerza de la silla en que estaba
sentado.
—¿Qué van a hacer conmigo? —preguntó Te-Uou, lívido
de espanto.
Una torva sonrisa apareció en los labios del coronel
Wedda.
—Su labor ha sido muy interesante, pero...
—Soy ciudadano caynoriano —protestó Te-Uou.
—Los ciudadanos de Caynor sufren también accidentes —dijo
Wedda con fingido acento de pesar.
Hizo un gesto con la cabeza. Sus dos esbirros,
vestidos, como él, con ropas corrientes, cargaron con Te-Uou y lo acercaron a
la ventana.
—¡No, no! —chilló el desgraciado.
Pero sus esfuerzos resultaron inútiles y los
moribianos lo arrojaron a través del hueco.
—No sé cómo hay gente que baja a la calle sin querer
usar las escaleras o el ascensor —dijo Wedda jocosamente.
Luego sacó un tubo de unos doce centímetros de largo
por uno de grueso y colocó algo en uno de sus extremos.
—¿Ha llegado ya? —preguntó, sin mirar siquiera hacia
la ventana.
—Puntualmente, señor —rio uno de los guardias que
habían acompañado al coronel—. No encontró ningún obstáculo en su descenso.
Wedda examinó el tubo durante unos momentos. Luego
dijo:
—Es una lástima. Tendré que respetar la vida de Forster... al menos en los primeros instantes. Hasta que le haya arrancado el secreto del mensaje que lleva a Bellias, claro.
* * *
Vix abandonó la acera deslizante a pocos pasos de la
puerta señalada con el número treinta y siete en el gigantesco edificio de
forma cúbica que era la manzana donde vivía Te-Uou. Vio a unos grupos de gente
en las inmediaciones, pero no hizo el menor caso.
Se acercó a la puerta. Antes de poner el pie en el
umbral, oyó una voz femenina:
—¡Vix!
El joven se volvió, enormemente sorprendido.
Parpadeó al verse frente a Tsaria.
—Hola —saludó de mala gana—. ¿Qué hace por aquí,
Tsaria?
—Le aguardaba, Vix —dijo ella—. Venga conmigo,
tenemos que hablar.
—Imposible. Estoy citado con un amigo.
—¿Te-Uou?
Vix respingó.
—¿Cómo lo sabe?
Tsaria se colgó de su brazo con gesto familiar.
—Estoy enterada de más cosas de las que usted mismo
cree. No se moleste en subir al piso de su amigo. Él bajó hace media hora.
—¿Se ha ido?
—Tenía tanta prisa, que se olvidó de que en la casa
hay escaleras y ascensores.
Vix se estremeció.
—¡Ha saltado por la ventana! —exclamó.
—Una defenestración limpiamente ejecutada. ¿Por qué
se cree que están esos corrillos de gente? No hace ni diez minutos que la
ambulancia se llevó el cuerpo de Te-Uou. Vea todavía el suelo húmedo, del agua
con la que se limpió la sangre...
Vix miró a la joven lleno de pasmo.
—Lo han tirado por la ventana —dijo.
—Sí.
—¿Quién?
—¿Acaso no se lo imagina? Suba arriba y se
encontrará con el coronel Wedda, viejo amigo suyo. ¿Lo conoce?
Vix apretó los labios.
—Dirigió mis interrogatorios —contestó.
—Lo sé, Vix.
—Sabe usted muchas cosas, Tsaria.
Ella hizo un gesto lleno de coquetería con la mano
izquierda, para arreglarse el pelo.
—Más de las que usted mismo se piensa —repuso—.
Vamos, necesito hablar con usted. Tengo ahí mi aeromóvil privado esperándome.
Aturdido, Vix echó a andar hacia el estacionamiento de vehículos. Momentos más tarde, el aeromóvil despegaba a la máxima velocidad permitida y con rumbo desconocido para uno de sus dos ocupantes.
* * *
—Ya está ahí nuestro hombre, coronel —anunció uno de
los guardias.
Wedda se precipitó hacia la ventana, con unos
prismáticos en la mano. Desde arriba vio a Vix apearse de la acera deslizante y
disponerse a entrar en la casa.
Una mujer le detuvo. Vix y la mujer conversaron
brevemente y luego se dirigieron hacia un aeromóvil, que despegó de inmediato.
Una exclamación de rabia brotó de los labios de
Wedda en el acto.
—¡Se ha escapado! —gritó.
—Pero ¿cómo es posible tal cosa, señor?
Wedda rugía de furor.
—Una persona le ha ayudado, una mujer, más
concretamente —dijo—. Por fortuna, la conozco y sé quién es, aunque, de
momento, ignoro dónde se hospeda en Caynor CI.
Procuró tranquilizarse.
—Sin embargo, no me importa demasiado —agregó—. No
faltará quien nos diga el actual paradero de la encantadora Tsaria Ku-11,
capitán de la nave pirata «Némesis». ¡Vamos, hemos de actuar sin pérdida de
tiempo.
CAPÍTULO VII
Cuando estaban en tierra, las tripulantes de la
«Némesis» gozaban de absoluta libertad, a menos que tuvieran servicio de
guardia en la astronave.
Lisa se aprovechaba de sus horas francas. Había
encontrado a un buen mozo caynoriano, en cuya compañía estaba dispuesta a
olvidar el pequeño —y forzado— fracaso sentimental habido con Vix Forster.
Lisa y su acompañante salieron del ascensor y se
encaminaron a la puerta del departamento que ella había tomado para los días de
su estancia en el planeta. Entregó la llave al hombre y éste abrió la puerta y
se echó a un lado para que Lisa pudiera pasar.
Los dos cruzaron el umbral. Apenas lo había hecho,
Wedda y sus dos secuaces salieron de otra puerta cercana y corrieron hacia
aquel departamento.
—Ya sabéis lo que hay que hacer —dijo Wedda—. No
quiero fallos, ¿estamos?
—Sí, coronel.
Wedda llamó con los nudillos a la puerta. Dentro del
departamento, Lisa y el caynoriano, estrechamente abrazados, volvieron la
cabeza extrañados.
—¿Quién será el inoportuno...? —murmuró ella
lánguidamente.
—Déjame, nena; yo iré a ver y le enviaré al diablo.
El caynoriano cruzó la estancia y abrió la puerta.
—¿Qué...?
Fue todo lo que pudo decir. Uno de los dos hombres
que estaban en el umbral apretó el gatillo de una pistola desintegrante y el
caynoriano se convirtió en una nubecilla de humo, bien pronto disipada.
Lisa lanzó un grito de terror al presenciar la
escena. El otro guardia cruzó el umbral y se precipitó sobre ella, atenazándola
entre sus brazos antes de que la joven pudiera escapar.
Wedda y el otro entraron a continuación. Wedda cerró
la puerta cuidadosamente y se acercó a Lisa.
—Hola, preciosa —saludó con la sonrisa en los labios—.
No temas, no vamos a hacerte el menor daño... a menos que no quieras cooperar
con nosotros.
Lisa empezó a reaccionar. A fin de cuentas, no se
había alistado en la «Némesis» para realizar tranquilos viajes de placer.
Pasados los primeros momentos de miedo y desconcierto, empezó a recuperarse.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó—. ¿Qué es lo que
quieren de mí?
Wedda señaló un sillón.
—Siéntate ahí, hermosa —contestó—. Tenemos que
hacerte unas cuantas preguntas... aunque lo más correcto sería decirte que una
sola, pero, en fin, todo depende de las ganas que tengas de cooperar.
—No sé en qué puedo ayudarles —alegó Lisa.
—Yo te lo diré muy pronto —dijo Wedda—. Por el
momento, ni siquiera sé tu nombre. Lo único que sé es que eres tripulante de la
«Némesis», nave que está al mando del capitán Tsaria Ku-11. ¿Me equivoco?
—No, no se equivoca. Yo me llamo Lisa Lit-92.
—Muy bien, Lisa. Y ahora, por favor, ¿quieres
decirme dónde se aloja en Caynor tu capitán?
Los ojos de la joven escrutaron penetrantemente la
cara de su interlocutor.
—Todavía no me ha dicho siquiera quién es usted ni
para qué busca a Tsaria —contestó.
—Tengo que hablar con ella, simplemente.
—¿Era necesario que matase a mi acompañante? Si la
policía caynoriano se entera, lo matarán.
—No te preocupes —sonrió Wedda—, no se enterarán.
¿Dónde se hospeda Tsaria en estos momentos?
Lisa era leal a su capitán. Meneó la cabeza y
contestó:
—Búsquela usted. No se lo diré.
Los labios de Wedda se fruncieron en un pliegue de
cólera mal contenida.
—Yo creo que te conviene cooperar —dijo en tono
amenazador.
—No —replicó Lisa tajantemente—. No se lo diré,
porque usted no busca a Tsaria para nada bueno. De lo contrario, en lugar de
empezar con un asesinato, me lo habría pedido con toda cortesía y yo, que no tengo
motivos para ocultar una cosa sin importancia, se lo habría dicho. Ahora,
después de lo que he visto, me imagino que trata de perjudicar a Tsaria y no se
lo diré.
Aquel argumento, tan simple, puso fuera de sí a
Wedda.
—¡Te costará caro si no hablas! —aulló.
Lisa cruzó los brazos bajo los senos.
—No hablaré —insistió.
—Está bien —dijo Wedda, apretando los dientes—.
Entonces, te obligaremos a ello. ¡Atadla al sillón!
Uno de los guardias había venido provisto de una
cuerda fina y fuerte que sacó de debajo de la blusa. En el momento que iniciaba
la acción. Lisa le agarró por un brazo y lo hizo voltear, lanzándolo contra su
compañero.
Los dos hombres rodaron por el suelo en confuso
montón, lanzando mil maldiciones. Lisa, ágilmente, se precipitó hacia la puerta,
con ánimo de escapar, pero Wedda le puso la zancadilla y la joven rodó por
tierra.
Wedda se precipitó sobre ella. Lisa se revolvió
ágilmente y le golpeó con un pie en pleno rostro, arrancándole un aullido de
dolor. Lisa se incorporó de un salto y, en aquel momento, un lazo cayó sobre
sus hombros.
El guardia pegó un violentísimo tirón y Lisa se vio
proyectada contra uno de los sillones. Quiso revolverse, pero el otro moribiano
le asestó un tremendo puntapié en uno de los costados que la dejó sin aliento.
Segundos más tarde, Lisa estaba atada al sillón.
Wedda se acercó a ella, con un pañuelo en la cara, a fin de restañar la sangre
que brotaba de sus narices, y preguntó:
—¿Dónde está Tsaria?
Los ojos de Lisa despidieron llamas de furia
impotente.
—No se lo diré —contestó.
Wedda hizo un gesto con la mano.
—Ya podéis empezar —indicó.
El primer grito de Lisa se produjo unos segundos
después. Lisa siguió gritando hasta que murió.
Wedda bramaba de furor.
El tormento no había sido suficiente para conseguir
lo que quería.
Lo más irritante de todo era que habría podido
saberlo de haber obrado con un poco de más inteligencia. Pero había querido
impresionar a la joven y no había contado con su indudable tenacidad y fuerza
de voluntad, que la había hecho resistir victoriosamente los horribles
tormentos a que había sido sometida.
—Vámonos —dijo, cuando Lisa hubo muerto—. Ya buscaremos, y no faltará en Caynor CI quien nos diga dónde está Tsaria Ku-11.
* * *
—En lo material, el equipo destrozado ha sido
repuesto —dijo Tsaria, a la vez que llenaba dos copas—. Pero, en cambio, me
falta personal especializado. Puntualizando: me falta un navegante.
Forster, cómodamente sentado en una butaca sin
patas, mantenida por antigravedad, tomó la copa que le ofrecía su hermosa anfitriona.
—Temo usar mi inteligencia —dijo irónicamente—.
Sospecho que tratas de pedirme que sea tu navegante —tuteó a la joven sin más.
—¿A qué engañarnos? Sí, quiero que seas mi
navegante, Vix.
—El único hombre en una nave tripulada
exclusivamente por mujeres, la mayoría jóvenes, hermosas y ardientes. ¿No temes
que mi presencia pueda producir motines?
Tsaria se mordió los labios.
—Procuraré mantener la disciplina —dijo.
—Lo dudo mucho.
—Tengo un plan infalible para conseguirlo, Vix.
—¿Cuál es ese plan? —preguntó él.
—Lo sabrás a su debido tiempo. Pero te diré una
cosa: de Te-Uou no puedes esperar nada. Por tanto, no tienes medio de viajar a
Benafza subrepticiamente... y el Gran Consulado Moribiano no aprobará tu
visado. O si lo aprueba será para detenerte apenas pongas pie en el suelo de
Benafza.
Vix hizo una mueca.
—Tienes razón —gruñó.
—Puedes quedarte con los cien mil «garants» que te
prometí —manifestó ella—. Ahora, dime, ¿quieres o no ser mi navegante?
—¿Por qué yo, precisamente? En Caynor CI hay multitud
de tipos que harían el mismo papel y tan bien o mejor que yo.
—Sí, pero no todos necesitan desembarcar sin ser
vistos.
Hubo una pausa de silencio. Vix miraba a Tsaria,
como tratando de comprender los pensamientos de la joven.
—Me parece sospechar que el cebo para que acepte ser
tu navegante es un viaje a Benafza —dijo al cabo.
Tsaria sonrió enigmáticamente.
—Hay, además, otro cebo... pero lo conocerás en
órbita. ¿Qué me contestas?
—Antes de darte una respuesta en un sentido u otro,
querría saber una cosa, Tsaria.
—Está bien. Pregunta lo que quieras —accedió ella.
—Yo fui a ver a Te-Uou. Evidentemente, alguien
estaba junto a él, esperándome.
—Tu buen amigo el coronel Wedda.
—Y le amenazaba con una pistola. Yo vi el brillo del
arma en la pantalla de mi fonovisor, a pesar de que Wedda se situaba fuera de
campo.
—Seguro. Es un tipo muy astuto.
—Después de todo esto, la pregunta surge por sí
sola, Tsaria. Estabas aguardándome en las inmediaciones de la casa de Te-Uou.
¿Quién te dijo que yo iba a ir allí?
Tsaria volvió a sonreír.
—Tengo un buen servicio de información —respondió
evasivamente. Y agregó—: ¿Era esto todo lo que me ibas a preguntar?
—Si tus respuestas van a ser del mismo sentido, ¿a
qué continuar? —Vix enseñó las palmas de sus manos—. Está bien, capitán; ya
tienes un navegante para tu astronave.
Tsaria le cogió la copa y se la llenó de nuevo.
—Esto hay que celebrarlo —dijo. Llenó la suya
también y la levantó acto seguido—. Por mi nuevo navegante —brindó.
Vix bebió un buen trago. Luego dijo:
—Tsaria, supongo que no me has contratado solamente
para darte el capricho de llevarme hasta Benafza. ¿Qué motivos se ocultan tras
tu, en apariencia, generosa actitud?
Ella se echó a reír.
—Eres muy suspicaz, Vix —contestó—. Sí, es verdad
que no te llevo a Benafza sólo por tu linda cara. Pero no te lo diré hasta que
estemos en órbita.
—¿Desconfías de mí?
—Desconfío de Wedda, que está en Caynor CI.
—¿Temes que me haga prisionero?
—Es una posibilidad que no debemos excluir, aunque
dudo mucho de que llegue a producirse, porque zarparemos a la mayor brevedad
posible. Discúlpame un momento, ¿quieres?
Tsaria se acercó al fonovisor y marcó un número. A
los pocos segundos, se iluminó la pantalla y apareció en ella el rostro de una
hermosa mujer de frondosa cabellera rubia.
—Capitán —saludó la joven—. ¿Ocurre algo?
—Sí —contestó Tsaria—. Vamos a zarpar lo antes que
podamos. Myrea, encárguese de avisar al resto de la tripulación que no se
encuentre a bordo a fin de que vuelvan a la nave lo antes posible.
—Sí, capitán.
Tsaria cerró la comunicación y se volvió hacia Vix
con la sonrisa en los labios.
—Eso es todo —dijo—. ¿Estás listo?
Vix apuró el resto de su copa y se incorporó.
—Estoy listo y ansioso.
—¿Ansioso de qué? —preguntó ella.
—De saber dos cosas: una de ellas, la forma en que
mantendrás la disciplina a bordo, todo mujeres y un hombre solamente, joven y
no mal parecido. Y la otra cosa son los motivos de tu nada generosa y sí muy
interesada actitud.
Tsaria exhaló una alegre carcajada.
—Eres algo más tonto de lo que yo creía... Pero,
como dije antes, ya lo sabrás cuando estemos en órbita. Vamos.
Vix se dirigió hacia la puerta. Ella se colgó de su
brazo y le dirigió una larga e indescifrable mirada, que Vix no supo entender
por completo.
Momentos después, salían en un helitaxi hacia el
astropuerto, mientras la segundo de a bordo, Myrea, empezaba a hacer llamadas a
todas partes, a fin de reunir a las tripulantes francas de servicio.
Sin embargo, hubo una que no contestó a su llamada.
Myrea, extrañada, decidió ir en persona al alojamiento de Lisa Lit-92 para
investigar el motivo de su silencio.
CAPÍTULO VIII
Lisa continuaba sin contestar, a pesar de que Myrea
golpeaba la puerta con los nudillos. Al final, Myrea se decidió a abrir.
Cruzó el umbral. Dio dos pasos. El horror clavó sus
pies en el suelo.
Después vino el natural sentimiento de repulsión
física producido por aquel horrendo espectáculo. Myrea había visto muchas
cosas, pero nada superaba a cuanto tenía delante de sus ojos.
Con una mano en la boca, corrió hacia el cuarto de
baño. Pasaron algunos minutos antes de que volviese la tranquilidad a su
estómago, aunque no a su espíritu.
Poco a poco, sin embargo, se fue serenando. Myrea se
imaginó que Lisa había sido torturada tan salvajemente para robarle simplemente
algunos millares de «garants». Aquel horripilante tormento había tenido como
motivo algo más que un puñado de billetes.
Myrea se imaginó los motivos fácilmente. Tenía que
avisar a su capitán, se dijo, una vez hubo llegado a una conclusión.
De pronto, vio algo que llamó poderosamente su
atención.
Una huella en el liso pavimento de la sala. La
impronta de un pie, nítidamente marcada en el rojo escarlata de la sangre que
se había derramado por todas partes.
Myrea se arrodilló. El dueño de aquella bota había
escapado con rapidez, sin darse cuenta de que dejaba un rastro comprometedor.
Instantes después, Myrea tomaba una decisión. Buscó papel y lápiz y realizó algunas anotaciones. Luego salió de la estancia con paso resuelto y se encaminó hacia el astropuerto.
* * *
Vix y Tsaria escucharon las declaraciones de Myrea
con ojos incrédulos. Tsaria, además, se sentía horrorizada.
—La torturaron como una no se puede imaginar —dijo
Myrea—. Estaba literalmente despellejada y le habían arrancado los cabellos por
sectores de un centímetro cuadrado, con cuero cabelludo incluido. Le faltaban
las veinte uñas...
—¡Calla! ¡Calla! —dijo Tsaria con voz crispada.
—Lo siento, capitán, pero creo que debe saber usted
cómo murió esa pobre chica.
—Pero, ¿por qué la mataron? —preguntó Vix, no menos
espeluznado que Tsaria.
—¿Es que no te lo imaginas? —contestó Tsaria—. Wedda
la obligó a hablar. Quería que Lisa le dijera dónde me hospedo cuando estoy en
Caynor CI. Por eso la torturó... y una vez conseguidos sus propósitos, la mató.
Vix meneó la cabeza.
—No creo que Wedda consiguiera nada —dijo—. Lisa
aguantó el tormento valerosamente y murió sin haber hablado.
—Es probable —admitió Tsaria con acento reflexivo—.
De lo contrario, Wedda ya habría hecho notar su presencia.
—Debe de continuar en la ciudad, buscándoles a los
dos —opinó Myrea.
—Es muy probable —dijo Vix—. Pero ¿no hay manera de
quitarse de en medio a ese forajido?
—Hay una, en efecto —contestó Tsaria—. Myrea,
hiciste bien al tomar nota de la huella que viste en el departamento de la pobre
Lisa —se volvió hacia el joven—. Es la huella de una bota reglamentaria en las
tropas moribianas. Las botas, todas, tienen el sello del Estado planetario de
Morib I y, además, un número de serie. Wedda, o alguno de sus acompañantes, sea
quien fuere, pisó sangre y su huella quedó nítidamente marcada en el suelo del
departamento.
—Eso puede servir de prueba para una acusación de
asesinato —dijo Vix.
—Es exactamente lo que yo estaba pensando —contestó Tsaria con una ligera sonrisa.
* * *
El coronel Wedda se paseaba nerviosamente por su
habitación del hotel, en espera de noticias que le debían ser facilitadas por
sus esbirros. De pronto, oyó llamar a la puerta y se precipitó a abrir
ansiosamente.
Wedda parpadeó asombrado al verse ante dos hombres
con el uniforme de la policía caynoriana, uno de los cuales ostentaba los
galones de teniente.
—¿Es usted el coronel Bilkn Wedda, de Morib I? —preguntó
el oficial.
Wedda respingó.
—Teniente, usted se equivoca...
Anthon, sin inmutarse, sacó una pistola y encañonó
con ella al moribiano.
—Conocemos su reputación, coronel —dijo—. A los
caynorianos no nos interesan sus trapicheos más o menos políticos, pero de una
cosa puede estar seguro. En Caynor CI se observa la más estricta neutralidad o,
de lo contrario, es preciso atenerse a las consecuencias. Espóselo, agente.
Wedda estaba sin aliento. Antes de que se diese
cuenta de lo que le sucedía, ya tenía en torno a las muñecas las argollas de
acero de unas esposas electromagnéticas.
—No hay pruebas de que yo haya cometido ningún
crimen —protestó.
Anthon sonrió enigmáticamente.
—Tendré el gusto de refregarle esas pruebas por las
narices dentro de muy poco —contestó—. A propósito, ¿quiere levantar el pie
derecho, coronel?
Wedda empezó a sospechar lo ocurrido. Lisa había derramado demasiada sangre.
* * *
Tsaria escuchó las últimas noticias radiadas desde
la estación central de Caynor CI y sonrió satisfecha.
El locutor acababa de anunciar la detención del
posible asesino de Lisa Lit-92. Tsaria cerró el televisor y se volvió hacia
Vix.
—¿Has oído? —preguntó.
Vix estaba muy ocupado en aquellos momentos ante la
calculadora de órbitas. Lanzó un gruñido y siguió trabajando.
—Wedda ha sido arrestado —dijo Tsaria—. Ya no nos
molestará más y los caynorianos se encargarán de darle su merecido.
—Una buena jugarreta —comentó Vix—. Dentro de poco
tendré listos los cálculos para poder conectar el piloto automático en órbita
hacia Benafza.
—¡Eh, eh, alto! —exclamó Tsaria—. Estás equivocado.
No vamos a Benafza, al menos de una manera directa.
Vix se volvió sorprendido en su asiento.
—Pero yo creía que... Entonces ¿dónde diablos nos
dirigimos?
—Espera un momento.
Tsaria se acercó a una de las consolas de la sala de
navegación y pulsó algunas teclas. Una gran pantalla, de dos metros de largo
por uno y medio de alto, se iluminó en el acto, en blanco.
Tsaria apretó otra tecla y la carta estelar surgió
en la pantalla. Luego hizo girar lentamente la ruedecita del mando de aumento,
hasta que un determinado sector de la Galaxia quedó ocupando el centro
geométrico de la pantalla.
—Ése es el rumbo que hemos de tomar —indicó.
Vix, desde su sillón, contempló la pantalla con aire
especulativo.
—Eso no parece estar muy cerca de Benafza —observó—.
Más bien diría yo que casi se encuentra en el extremo opuesto y, calculando a
ojo, a unos ciento doce años luz de mi punto de destino.
Tsaria sonrió.
—Tus cálculos no se apartan mucho de la realidad —respondió—.
Pero es ahí hacia donde debes dirigir la nave.
—¿Por qué? ¿Qué es lo que hay en ese sector?
—Todavía no hay nada. Pero lo habrá.
Vix empezó a comprender.
—Otra vez pirateo, ¿eh?
—Así es, Vix.
—¿Valor?
—Unos mil doscientos millones de «garants»,
aproximadamente.
—Estoy sentado —dijo Vix—. De lo contrario, me
caería de espaldas al suelo. ¡Mil doscientos millones! Es una suma
inimaginable.
Tsaria continuaba sonriendo.
—En billetes de un millón la mayoría —puntualizó.
—Pero ¿quién diablos tiene tanto dinero? —explotó
Vix.
—Los recaudadores de impuestos, naturalmente. Ese
dinero viaja del Cuarto Subsector a la capital del Estado planetario. Son los
impuestos del año y toda la suma que tú estimas fabulosa, cambiará de dueño
dentro de, aproximadamente, ocho días.
—Siento vértigos —dijo Vix con voz desfallecida—. Y
nosotros... ¿vamos a asaltar la nave donde se transporta todo ese dinero?
—Así es —confirmó Tsaria sonriendo. \
Vix pegó un salto repentino.
—Pero, aunque consigas tu objetivo, no obtendrás
ningún provecho del botín —exclamó.
—¿Por qué? —inquirió ella.
—Sencillamente, apenas se tenga conocimiento del
asalto, el gobierno de Morib I, anulará los billetes robados.
—¿De veras? —dijo Tsaria—. ¿Tú crees que anularán
los billetes de un millón, expedidos por Morib I y certificados por el Supremo
Consejo Consultivo de Gobierno de la Galaxia, cuyo sello es garantía de
circulación?
—Ese mismo Consejo puede anular la emisión, Tsaria.
—No lo hará. No lo ha hecho jamás ni accedería a la
petición de Morib I en tal sentido. Cuando un gobierno planetario lanza una
emisión de billetes con validez en toda la Galaxia, debe atenerse a las
consecuencias de su acción, cualesquiera que éstas puedan ser. Otra cosa sería
si se tratase de una emisión interior, pero la que vamos a asaltar es admisible
en cualquier banco galáctico y Morib I deberá abonar un millón de «garants» en la
moneda que se le exija, cada vez que se le presente al cobro uno de esos
billetes de a millón, proceda de donde proceda.
Vix se quedó callado. Los argumentos de Tsaria eran
irrefutables.
—En Caynor me los cambiarán de muy buena gana —siguió
ella—. Mejor dicho, los ingresarán en mi cuenta corriente.
—Morib I puede reclamar diplomáticamente —alegó él.
—Pueden suponer que el dinero está en Caynor CI,
pero el banco, como es lógico, no pasará esa información. Uno de los beneficios
de la neutralidad de Caynor es el secreto bancario.
—Aun así, el día en que ese banco caynoriano pase
algunos billetes al cobro, Morib puede alegar...
—¿Qué alegaría? ¿Que procede de un pirateo? Yo te
diré cuál será la respuesta del banco caynoriano: «Éste es un billete de un
millón de «garants». Páguenlo o aténganse a las consecuencias.»
—¿Qué consecuencias? —preguntó Vix.
—La no cotización de la moneda moribiana fuera de
los límites de su sector galáctico. El valor de los «garants» moribianos caería
verticalmente si se supiera que su gobierno se negaba a pagar en una operación
de cambio.
—Lo tienes todo bien planeado, ¿eh?
—En efecto, Vix. Es una operación meditada a fondo.
Puede fallar en lo que llamaríamos estrictamente físico; quiero decir que la
escolta de la nave que transporta el dinero puede rechazar nuestro asalto. Pero
si conseguimos apoderarnos del dinero, nadie nos impedirá aprovecharnos de él.
Salvo, naturalmente, una pequeña fracción en moneda caynoriana interna, un par
de decenas de millones, solamente.
—Para ti, quince o veinte millones de «garants» no
son nada, al parecer.
—Comparados con el resto del botín, una fruslería. Y
aun así, como la mayoría serán billetes pequeños, incluso se podrán aprovechar.
Lo que sucede es que ocuparán demasiado espacio y por eso nos quedaremos
solamente con los billetes de un millón.
—Unos mil ciento ochenta billetes —dijo Vix.
—Un paquetito que no abultará más que una maleta —sonrió
ella—. Anda, haz tus cálculos. Dentro de una semana, tenemos que estar
apostados en el sitio por donde ha de pasar la astronave del... tesoro.
—Por ahora sólo te diré una cosa, Tsaria. Tienes un
buen servicio de información.
Los ojos de la joven brillaron maliciosamente.
—Sin una buena información no se va a ninguna parte,
Vix —contestó con acento sentencioso.
Vix quedó solo en la cámara de navegación. Trabajó
largas horas hasta que, al fin, pudo programar una órbita que llevaría a la
«Némesis» a su objetivo en siete días, nueve horas y algunos minutos.
Ello le satisfizo considerablemente, porque
representaba un adelanto considerable sobre el tiempo marcado por Tsaria.
De este modo, pensó, se apostarían en algún lugar
adecuado y esperarían tranquilamente el paso de la astronave que transportaba
una suma tan fabulosa.
Por la noche, después de cenar, Vix se retiró a su
cámara. La nave orbitaba ya con el piloto automático. Todos los detectores
estaban en continuo funcionamiento, no obstante lo cual había tripulantes de
guardia en el puente, a fin de atender a cualquier eventualidad.
Vix se preguntó si algún día podría llegar a
entregar el mensaje a su destinatario. Bien era verdad que Lutta no le había
fijado plazo, pero ansiaba hablar cuanto antes con Emmon Bellias a fin de
descargarse de aquel compromiso que ya empezaba a fastidiarle bastante.
Y después de aquellas reflexiones llegó la última:
¿Qué haría una vez entregado el mensaje?
¿Resultaría cierta la promesa de Lutta de que ello
serviría para su rehabilitación?
CAPÍTULO IX
Dormía profundamente cuando, de pronto, llamaron
suavemente a la puerta de la cámara.
Vix trató de despejarse. Los golpes se repitieron.
Echó la ropa a un lado y se puso una bata. Luego
avanzó hacia la puerta y la abrió.
Hizo un parpadeo de asombro. Tsaria estaba en el
umbral, con el pelo suelto a lo largo de la espalda y envuelta en un peinador
de blanco tejido, sumamente fino y casi transparente, que cubría su cuerpo
hasta los tobillos.
Vix bajó la vista. Ella iba descalza. El cálido
pavimento de la nave lo permitía.
—¿Puedo pasar? —preguntó Tsaria en tono suave.
Vix se echó a un lado.
—Por supuesto —accedió—. ¿Ocurre algo para que
vengas a mi cámara a una hora tan intempestiva?
Tsaria soltó una risita.
—Vix, ¿de veras crees que ésta es una hora
intempestiva?
—Bueno, ya ha pasado la medianoche y... ¿Ha sucedido
algo?
—No, tonto. ¿Acaso no te acuerdas ya de que te dije
que tenía un plan para que la disciplina no se alterase por tu presencia a
bordo?
Vix empezó a sonreír.
—Creo que te comprendo —dijo.
Los brazos de Tsaria emergieron de los tules que los
envolvían y se ciñeron al cuello de Vix.
—¿Quién osará disputar su presa al capitán de la
nave? —susurró, con los labios muy próximos a los de Vix.
—¿Me consideras como una presa?
—Llámalo como quieras —contestó ella ardientemente—.
Pero pobre de la que intente disputarme lo que es mío...
—Le sacarás los ojos.
Tsaria hizo un pestañeo de asentimiento. Luego, sus
labios buscaron los del joven.
Más tarde, en la oscuridad, Vix se sintió asaltado
por una duda.
—Tsaria.
—Dime, querido.
—Estoy un poco... perplejo. ¿Saldrá bien el asalto?
¿No se convertirá en un sangriento fracaso?
—Vix, sólo había una persona que podía impedirnos el
ataque a la nave del tesoro.
—El coronel Wedda.
—Exactamente. Pero no hará nada porque en estos momentos y, según las últimas noticias, está encerrado en un calabozo, acusado de doble homicidio.
* * *
—Los cargos son de asesinato de Te-Uou, súbdito
caynoriano, y tortura y asesinato de Lisa Lit-92, de planetalidad no
comprobada, pero residente accidentalmente en Caynor CI.
—No pueden probarme nada —dijo Wedda hoscamente.
—Lo siento —manifestó su defensor, que le visitaba
en los calabozos de la Central de Policía, donde el acusado esperaba el momento
de su juicio—. Tiene dos testigos en contra.
Wedda respingó.
—¿Quiénes son?
—Rheg Still y Miklos Uarad, guardias planetarios de
Morib I, colaboradores suyos en la ejecución de esos homicidios. El fiscal que
lleva el caso les ha prometido benevolencia a cambio de una declaración
completa de lo sucedido.
Wedda hizo rechinar los dientes.
—Malditos traidores —masculló.
—Compréndalos, coronel. Están muy asustados.
Solamente quieren librar su pellejo.
—Y a mí me condenarán a muerte.
El defensor suspiró.
—Temo que sí. Haré todo lo que pueda... pero usted
trasladó sus problemas a Caynor CI y esto es un delito sumamente grave. No se
trata de unas muertes sucedidas en una pelea o en un momento de irreflexión, lo
cual sería tratado por el tribunal con notoria benignidad y comprensión de los
hechos. En ambos casos, ha habido fría reflexión después de la premeditación
que demuestra la ejecución de los hechos; y, en particular, la muerte de Lisa
merecerá una calificación muy dura del fiscal. No le perdonarán los tormentos
que infligieron a esa pobre chica, coronel.
—En resumen, que tengo la partida perdida.
—Hablando sinceramente, sí. Haré todo lo que
pueda... pero no espere clemencia del tribunal.
—¿Cómo me ejecutarán, abogado? —quiso saber.
—En Caynor es costumbre dar a elegir a los
sentenciados la forma en que desean morir. Horca, fusilamiento... o
autoejecución.
—¿Veneno?
—Sí.
—Gracias, abogado. Cuando llegue el momento, elegiré
la forma mejor de acabar. No se esfuerce demasiado por mí —concluyó Wedda con
una sonrisa—; soy una causa perdida.
Pero Wedda no pensaba rendirse tan fácilmente.
Era hombre duro y, además, astuto. Había observado
que su encierro, en los sótanos, estaba aislado de las restantes celdas.
Los guardias que le habían acompañado en sus
fechorías se hallaban en otros calabozos aislados del suyo. A él, le
consideraban, sin duda, hombre peligroso.
Las horas fueron pasando lentamente. Al anochecer,
vino un guardia con la bandeja de la cena.
—¿Quiere comer? —preguntó.
Wedda había rechazado la anterior comida en un
acceso de cólera.
—Claro que sí —contestó el moribiano sonriendo.
Abandonó la litera y se acercó a la puerta enrejada—. Deme la bandeja, amigo.
—Se la pasaré por debajo —gruñó el guardia,
inclinándose para meter la bandeja por el intervalo correspondiente entre los
barrotes.
Entonces, el puño de Wedda cayó devastadoramente
sobre la nuca del individuo, quien se desplomó al suelo instantáneamente.
Wedda se arrodilló. Alargó la mano y, del cinturón
del guardia, arrancó el emisor de destellos que permitía la apertura automática
de la puerta.
Estirando la mano cuanto pudo, enfocó la lamparita
hacia la cerradura y la hizo centellear de acuerdo con el código de apertura.
Instantes después, se oía un ligero chasquido.
Wedda quedó libre. Se agachó y desposeyó al guardia
de su pistola desintegrante. Fríamente, sin el menor remordimiento, hizo un
disparo y lo convirtió en polvo.
Acto seguido, se lanzó hacia la salida. La puerta
que conducía a su encierro era de cerradura sencilla.
Wedda abrió y se encontró en el principio de un
largo corredor, flanqueado por numerosas celdas, repletas de prisioneros:
ladrones, estafadores, asesinos, borrachos, mujeres de vida fácil acusadas de
despojar a sus amantes ocasionales, contrabandistas... En aquel subterráneo
había no menos de dos centenares de personas.
Alguien le llamó de pronto.
—¡Coronel!
Wedda volvió la cabeza.
Sus dos esbirros estaban en una celda cercana.
—Sáquenos, coronel —pidió uno de ellos suplicante.
—Traidores —les apostrofó Wedda.
Y luego, sin más palabras, disparó dos veces.
Sonaron algunos gritos de asombro. Wedda sonrió.
—¿Os gustaría salir libres? —preguntó a los más
cercanos.
Un sonoro clamoreo acogió sus palabras. Wedda abrió
la celda más cercana y una docena de individuos se precipitaron al exterior,
aullando como energúmenos.
—Vamos, fuera, fuera... —repetía Wedda, a medida que
abría las celdas.
Un tropel de hombres y mujeres, desecho de la
sociedad caynoriana, se precipitó con atronadora algarabía hacia la salida, que
Wedda abrió igualmente. En el edificio empezaron a sonar los cláxones de
alarma.
Envuelto en el turbión de fugitivos, Wedda llegó a
la planta baja donde los policías caynorianos, sorprendidos, intentaban hacer
frente a la estampida. Wedda aumentó la confusión con un par de disparos al
tablero de la central de comunicaciones, que empezó a soltar chispas y humo
inmediatamente.
Wedda abatió a tres policías que se obstinaron en presentar una resistencia a la evasión. El paso quedó definitivamente libre.
* * *
Con ojos de duda, Vix contemplaba el diminuto
asteroide que orbitaba solitariamente en el espacio. La visión se realizaba a
ojo desnudo, sin ayuda de instrumentos.
—Eres un buen navegante —elogió Tsaria—. Has dado
exactamente en el blanco después de un disparo hecho a ciento veinte años luz.
—¿Aquí es donde hemos de esperar? —preguntó él.
—Sí. Tengo el programa de la órbita que ha de seguir
la nave del dinero y sé que pasará a solamente unas decenas de miles de
kilómetros del asteroide.
—No olvides la escolta. Cuatro naves ultrarrápidas y
bien armadas —dijo Vix.
—Está todo calculado —sonrió Tsaria—. La escolta
quedará inutilizada con la primera salva.
Vix se estremeció.
—Vas a cometer una matanza —calificó—. No dudo que
muchos de los tripulantes de esas naves de escolta sean de la misma clase que
Wedda, pero hay otros a quienes la política les tiene sin cuidado.
—Lo sé, y precisamente por eso mismo inutilizaré la
escolta sin derramar una gota de sangre.
—¿Qué me dices de la nave que transporta el dinero?
—Cuando llegue el momento, conocerás la forma en que
he de atacar. Tampoco habrá sangre.
—Si tú lo dices...
—No pareces muy conforme, ¿verdad?
—Más que conforme, yo diría resignado, Pero añadiré
que, a fin de cuentas, carezco de experiencia en la piratería —respondió Vix
mordazmente.
—Por eso yo digo que el asalto no fallará. ¡Myrea! —llamó
Tsaria de repente.
—Diga, capitán —contestó la interpelada.
—Lleve la nave al lugar acordado de antemano.
Esperaremos allí el paso de nuestra presa.
—Sí, capitán.
—Como la araña espera en su tela a la mosca —dijo
Vix.
—Más o menos —admitió Tsaria jovialmente.
Pilotada por Myrea, la nave se acercó al asteroide
con gran lentitud, dando una vuelta casi completa en tomo a él, hasta llegar a
menos de mil metros de su superficie.
Entonces, Vix divisó una profundísima grieta en la
superficie del astro. Era un estremecedor precipicio, de menos de cien metros
de anchura por varios cientos de metros de profundidad, cuyo fondo quedaba
oculto a causa de las tinieblas que lo envolvían.
La nave se adentró lentamente en la grieta,
descendiendo hasta el fondo. Vix empezó a comprender las intenciones de Tsaria.
—Aquí aguardaremos ocultos, hasta que nuestros
detectores nos señalen la proximidad de la flota moribiana —dijo Tsaria, como
si hubiese adivinado sus pensamientos.
—En el fondo de esa grieta, los detectores son tan
útiles como un abanico —gruñó Vix.
—Claro, como que no hay aire —rio ella—. Pero ¿no te
he dicho que todo está previsto?
La nave se estremeció ligeramente.
—Capitán, hemos tocado tierra —anunció Myrea a
través del interfono.
—Bien, disponga que el equipo de detección salga a
la superficie. Vix, ¿quieres venir con nosotras?
—Bueno —accedió él con aire displicente.
Minutos más tarde, Vix, Tsaria y seis tripulantes
femeninos estaban ya equipados para salir al exterior, embutidos en sus trajes
de vacío.
—Haz funcionar el gravitador artificial al cuarenta
por ciento, como mínimo —aconsejó Tsaria—. La gravedad en el asteroide es
prácticamente nula, debido a su pequeñez, y hasta un estornudo podría enviarte
al espacio.
Tsaria tenía razón. Podía decirse que, en aquel
pedrusco, cuyo eje mayor medía escasamente diez kilómetros, no existía la
acción de la gravedad. El gravitador artificial, proporcionando peso a los
cuerpos, evitaba muchos de los inconvenientes que originaba la ausencia de la
gravedad.
Antes de salir, Tsaria habló con la jefe de tiro.
—Ajuste las coordenadas de los proyectiles
inmovilizantes para doce mil ochocientos siete kilómetros de distancia media.
En cuanto a los otros proyectiles, la distancia debe ser de novecientos veinte
kilómetros más.
—Bien, capitán.
La esclusa se abrió y salieron al espacio. El
aspecto de la superficie del asteroide no podía ser más deprimente. Todo eran
rocas desnudas, amontonadas de cualquier modo, tras las remotísimas
convulsiones cósmicas que habían originado aquel pedrusco del espacio, y las
grietas y abismos se abrían por todas partes.
Sin grandes dificultades, debido al menor peso, Vix
y las siete mujeres caminaron durante dos mil metros, hasta que Tsaria se
detuvo en un punto determinado.
—Aquí —señaló lacónicamente.
Las seis mujeres se aplicaron al trabajo
inmediatamente. Vix contempló su labor con interés profesional.
Una hora más tarde, las antenas de los detectores se
erguían sobre la muerta superficie del asteroide. Los instrumentos de
observación quedaron bajo unas cúpulas de plástico, con atmósfera artificial,
al objeto de evitar perturbaciones. El frío intensísimo de los espacios
siderales podría afectar a los aparatos a la larga y dificultar las
observaciones.
—Ahora sólo falta esperar —dijo Tsaria, satisfecha
de la labor realizada.
Sí, se dijo Vix, con cierto pesimismo, porque, pese
a todo lo que afirmaba Tsaria, no estaba muy seguro de que el objetivo se
alcanzase con tantas facilidades como ella había pregonado desde el primer día.
Y si fallaban en el primer asalto, la réplica de las
naves de escolta sería devastadora. Uno solo de sus disparos podía convertir en
polvillo cósmico al asteroide, con cuantos se hallaban en su superficie.
De repente, sonó la voz de Myrea en los receptores
individuales:
—¡Capitán, noticias de Caynor CI! ¡El coronel Wedda
ha conseguido fugarse de su encierro y navega por el espacio con rumbo
desconocido!
CAPÍTULO X
El coronel Wedda contenía a duras penas la
impaciencia que le consumía.
—¿No hay noticias todavía? —preguntó al comandante
de la nave.
—Nada, señor —contestó el interpelado.
—Está bien. Es preciso radiar un mensaje de alerta
general a toda la flota moribiana. La «Némesis» debe ser buscada con
preferencia a cualquier otro objetivo y destruida apenas sea identificada, sin
intimación siquiera. ¿Está claro?
—Sí, señor.
Tascando el freno, Wedda se retiró a su cámara,
donde descansó algunas horas. Sin embargo, su sueño no fue agradable, porque el
nerviosismo que le poseía le impedía dormir más de unos minutos seguidos. Al
fin, enervado y lleno de mal humor, se levantó y regresó al puente, donde quedó
contemplando alternativamente el espacio y los instrumentos, como si con su
presencia allí quisiera aumentar la velocidad de la nave en que viajaba.
La radio emitió noticias de su espectacular evasión.
Según las informaciones, Caynor CI pensaba entablar una acción diplomática.
A Wedda esto le importaba muy poco. Sabía que su
gobierno le respaldaría plenamente. Lo más que podía ocurrir era que Morib I se
aviniese a pagar una especie de indemnización por daños y perjuicios. Pero ni
hablar de entregarle de nuevo a las autoridades caynorianas.
Las horas fueron pasando lentamente. Wedda recibía
con puntualidad noticias de sus patrulleras, que se habían lanzado al espacio
por todas partes, a fin de encontrar la nave pirata. De la «Némesis», sin
embargo, no se tenía la menor información.
—¿Dónde diablos habrán podido meterse? —masculló
Wedda, mientras buceaba en su mente, en busca de algún lugar razonable en el
cual pudieran esconderse los fugitivos sin posibilidad de ser hallados.
—Con su permiso, coronel —dijo el comandante de la
nave, capitán Guttki—. En mi opinión, esa cuadrilla de mujeres piratas no se
han escondido huyendo de nuestra persecución, sino que están planeando algún
golpe.
—¿Usted lo cree así, capitán? —preguntó Wedda.
—Sí, señor. Consideradas las cosas imparcialmente,
es su oficio, ¿no?
Wedda se acarició la mandíbula.
—Sí, su oficio es el de pirata. Pero, ¿qué hay en el
espacio actualmente que merezca su atención y el riesgo de un asalto?
Guttki le enseñó entonces un documento.
—Lo recibí hace poco, cifrado, naturalmente —manifestó—.
Se trata de un mensaje destinado a todos los comandantes de astronave situados
en las inmediaciones de determinada órbita. Se les ordena prestar la protección
posible a la nave «Heekia XX» y escoltarla durante el tiempo que sea preciso,
si su comandante lo estimase necesario.
Wedda miró de hito en hito a su interlocutor.
—¿Qué transporta la «Heekia XX»? —preguntó—. Conozco
esa clase de mensajes y sé que no se transmiten sino en circunstancias muy
especiales, capitán.
—Se lo diré en cuatro palabras, coronel —respondió
Guttki—. La «Heekia XX» lleva a bordo nada menos que mil doscientos millones de
«garants», producto de la recaudación anual de impuestos en el Cuarto subsector
de nuestro estado. Si la «Némesis» no pretende asaltar a la «Heekia XX»,
entonces yo no sé nada en absoluto de mi oficio.
Wedda se quedó callado unos instantes, con los ojos
muy abiertos.
De repente, exclamó:
—¡Tiene usted razón, capitán! Tsaria Ku-11 pretende apoderarse de esa inmensa suma y, por tanto, debe hallarse con su nave en las inmediaciones de la órbita de la «Heekia XX».
* * *
Con gesto complacido, Tsaria observó las
indicaciones de las pantallas situadas en la superficie del asteroide.
Llevaban ya casi veinticuatro horas en aquel lugar,
aguardando el paso de la nave que transportaba el dinero. Tsaria y Vix se
habían retirado a descansar durante algunas horas, lo mismo que las otras
chicas que componían el equipo de observación, no sin que dejaran algunas de
guardia permanente ante los instrumentos. En opinión de Tsaria, faltaba ya muy
poco para el momento de la acción.
Los instrumentos detectaban ya las proximidades de
la «Heekia XX». No obstante, la distancia era todavía de algunos millones de
kilómetros.
—Es pronto para atacar. Antes de una hora no
estaremos en condiciones de asaltar la caja de caudales volante —dijo Tsaria.
—Mil doscientos millones es una suma más que
respetable —calificó Vix—. En la «Némesis» sois unas treinta chicas. Aunque tú,
como capitán, te quedes una parte principal del botín, las demás también se
llevarán un buen pico. ¿No crees que será suficiente para abandonar esta vida
de riesgos continuos y tan poco cómoda?
Tsaria sonrió enigmáticamente.
—En buena lógica, a mí deberían corresponderme unos
doscientos millones y alrededor de treinta a cada una de las demás. Pero ese
dinero no tendrá el destino que tú te imaginas, Vix.
—¿Entonces...? —dijo él, asombrado.
—Distancia, millón y medio —informó la observadora—.
La velocidad constante es de cien mil por minuto.
—Dentro de quince tendremos nuestra presa a tiro —dijo
Tsaria, eludiendo una respuesta a las dudas de Vix.
Las indicaciones de los detectores eran cada vez más
nítidas. El momento de la acción se acercaba rápidamente.
A los pocos momentos, la distancia era de un millón.
—La velocidad es constante, sin variaciones —dijo la
observadora.
Tsaria emitió una orden:
—Todos los torpedos, listos para su lanzamiento
según las coordenadas calculadas previamente.
—Me pregunto por qué nos hemos ido a esconder aquí,
en este pedrusco —dijo Vix.
—Sencillo —explicó Tsaria—. La «Heekia XX» y su
escolta pasarán por un punto del espacio diametralmente opuesto al que se
encuentra mi nave. Nosotros haremos la primera salva, que será suficiente. Caso
de una respuesta por parte de los moribianos, el asteroide serviría de parapeto
a mi nave y absorbería fácilmente cualquier impacto.
—Siempre que no se tratase de un proyectil de
efectos planetarios, en cuyo caso quedaríamos reducidos a menos que polvo.
Tsaria se encogió de hombros.
—Es un riesgo que hay que correr —contestó.
—¡Medio millón! —informó la observadora en aquel
momento.
—Cinco minutos para el asalto —dijo Tsaria.
De repente, se recibió un mensaje de la «Némesis».
—¡Capitán! —exclamó Myrea—. Acabamos de captar un
mensaje en clave. Sospecho sea dirigido a la «Heekia XX».
—Descífrelo, pronto —ordenó Tsaria.
—Me siento aprensivo —dijo Vix—. Este asalto no
podía salir tan bien como tú creías.
—He introducido el mensaje en la descifradora
automática —dijo Myrea.
—¡Capitán! —gritó la observadora repentinamente—. Se
advierte un ligero cambio de órbita en el objetivo.
Tsaria apretó los labios.
—¿Se habrán percatado de nuestras intenciones? —murmuró—.
Jefe de tiro, introduzca los nuevos datos en los proyectiles. ¡Rápido o
fracasaremos!
En aquel momento Myrea llamó.
—¡Descifrado el mensaje, capitán! Procede de la nave
«Kuu-Kia» y en él se ordena a la «Heekia XX» desviar su órbita y dirigirse a
velocidad máxima hacia las coordenadas AL-30 = S-01, en donde encontrará
protección suplementaria. Ese cambio de órbita rige también para las naves de
escolta.
—¿A qué distancia se encuentra ahora nuestro
objetivo? —preguntó Tsaria.
—Doscientos ochenta mil, pero ha cesado la
aproximación —contestó la observadora.
Vix miró a la joven. Bajo la cáscara transparente
del casco espacial, el rostro de Tsaria se veía contraído, invadido por la
preocupación.
La observadora llamó en aquel momento:
—¡Capitán, señales de otra nave a once millones y
medio!
—Es la de Wedda, no cabe duda —dijo Tsaria
sordamente—. Pero ¿cómo se habrá enterado...?
—Es un tipo listo —sonrió Vix—. Sabe usar la cabeza,
no te quepa la menor duda.
—La «Heekia XX» aumenta la distancia. Está ya a
trescientos setenta.
—¡Jefe de tiro! —llamó Tsaria—. Calcule dirección y
órbita para los proyectiles a ochocientos cincuenta mil exactamente. Introduzca
en sus cabezas de tiro datos de velocidad máxima.
—Bien, capitán.
—Avíseme cuando lo tenga todo listo —añadió Tsaria.
—Distancia: Cuatrocientos treinta —informó la
observadora.
Quedaban poco más de cuatro minutos para el disparo,
calculó Vix. A velocidad máxima, teniendo en cuenta, además, que el objetivo no
se estaba quieto, los proyectiles tardarían algunos minutos en alcanzar su
blanco.
Pero, al mismo tiempo, y en dirección diametralmente
opuesta, se acercaba otra nave con ánimo de combatirles hasta el exterminio.
—¿Tendrás tiempo de saquear el botín, suponiendo que
consigas buenos blancos? —dudó Vix.
Tsaria hizo un signo de asentimiento.
—La nave que suponemos de Wedda no puede rebasar los
cien mil al minuto, so pena de correr el riesgo de introducirse en el
subespacio, lo que anularía por completo su potencial de combate. Por otra
parte, la distancia es demasiado corta para adelantar terreno de ese modo. No
tendrían tiempo, sencillamente, de preparar los saltos de entrada y salida en
el subespacio.
—Eso sí es verdad —admitió Vix—. Pero queda el
riesgo de los proyectiles que puedan disparar.
—No se puede predecir el disparo, pero sí los
efectos de los proyectiles.
—Capitán, calculados los datos para ochocientos
cincuenta —dijo la jefe de tiro en aquel momento.
—Distancia del objetivo, quinientos —informó la
observadora—. Distancia de la nave sospechosa, diez ochocientos.
Forster hizo un rápido cálculo. La nave en que
viajaba Wedda tardaría aún más de una hora en alcanzarles en el punto del
proyectado asalto. Pero sus proyectiles podían viajar con una velocidad
infinitamente superior y éste era el peligro que debían arrostrar y que no
podían soslayar.
—Distancia al objetivo: seiscientos. Distancia de la
otra nave: diez cien mil.
Los momentos eran de gran tensión. Vix sentía sus
nervios a punto de estallar.
—Distancias: setecientos y nueve millones
novecientos.
—Faltan ciento cincuenta —murmuró Tsaria con la
vista fija en las pantallas de los detectores.
Vix contemplaba también las indicaciones de los
instrumentos. En las pantallas, contadores móviles señalaban continuamente las
cifras de las distancias decrecientes.
La distancia a la nave que transportaba el dinero
aumentó a setecientos ochenta mil kilómetros. Faltaba ya menos de un minuto
para el disparo de los proyectiles inmovilizantes que permitirían el asalto.
De repente, Vix divisó en las pantallas un punto
luminoso de singular magnitud, cuyo brillo aumentaba gradualmente.
Se oyó un chillido de pánico:
—¡Nos han disparado un proyectil solar!
CAPÍTULO XI
Las voces de Tsaria y su compañera entraban
libremente en la cabina de mando de la nave en que viajaba el coronel Wedda.
—La nave, que suponemos es de Wedda —dijo Tsaria—,
no puede rebasar los cien mil kilómetros al minuto, so pena de...
Wedda sonrió.
—Esa chica sabe hacer bien las cosas —murmuró—.
Capitán Guttki, ¿ha calculado ya el lugar donde se encuentran los piratas?
—Estamos terminando los cálculos, señor,
La marcha de la nave que transportaba el dinero y
las que le daban escolta se reflejaba en otra pantalla. Seguían oyéndose las
voces de Tsaria, Vix y las demás tripulantes de la «Némesis».
—¡Coronel! —dijo Guttki de pronto.
—Hable, capitán.
—Hemos localizado el origen de esas transmisiones.
La «Némesis» se encuentra a unos once millones en cifras aproximadas, oculta
tras el asteroide FTI-14-800, un pedrusco solitario, perdido en el espacio.
—Dimensiones, capitán —pidió Wedda.
—Diez kilómetros de eje máximo, cinco el menor y
unos setenta kilómetros cúbicos de volumen. Peso total, unos cuatrocientos mil
millones de toneladas.
—Perfecto. Indique a sus equipos de tiro que
necesito con la máxima urgencia los cálculos para un proyectil solar.
—Coronel, nos quedaremos sin apenas energía después
del disparo —alegó Guttki.
Wedda emitió una perversa sonrisa.
—Y ¿qué opina sucederá con la «Némesis» después de
ese disparo?
Guttki comprendió las intenciones de su superior y
sonrió también.
—Es una buena idea, sí, señor —aprobó. Pulsó una
tecla y dio una orden—: Equipo de tiro, cálculos para un proyectil solar en el
punto ocupado por la nave sospechosa. ¡Urgente!
Pasaron algunos minutos. Con expresión complacida,
Wedda observaba en las pantallas los movimientos de las naves que formaban el
convoy del dinero.
—Listos los cálculos para un proyectil solar —informó
de pronto el jefe de tiro.
Guttki miró inquisitivamente a su superior. Wedda
hizo un signo de asentimiento.
—¡Fuego! —ordenó Guttki.
Una especie de bola de fuego, cuyo resplandor
cegaba, partió fulgurantemente de la nave. En el interior, las luces oscilaron
hasta apagarse casi por completo, pero ganaron gradualmente intensidad a los
pocos momentos.
La bola de fuego se perdió de vista muy pronto.
A través de un altavoz, el contador automático
desgranaba monótonamente la cuenta del tiempo.
De repente, pareció encenderse un nuevo sol en las
profundidades del espacio. El resplandor entró violentamente en la cabina de la
astronave y todos cuantos se encontraban allí quedaron deslumbrados durante
algunos momentos.
El cielo recobró a poco su aspecto habitual.
Entonces, Wedda, sonriendo satisfecho, se inclinó sobre un micrófono y dijo:
—Coronel Wedda a comandante de la «Heekia XX». El peligro de un asalto ha pasado. Siga su viaje normalmente, con arreglo a las órdenes recibidas.
* * *
Durante unos segundos, Tsaria, anonadada, se sintió
incapaz de reaccionar.
Era una eventualidad con la que no había contado. El
proyectil que acababa de ser disparado volaba hacia el asteroide a una
velocidad cercana a la de la luz.
Vix hizo un rápido cálculo. La descarga se
produciría a los dos minutos, aproximadamente.
No había tiempo que perder. Era preciso tomar una
decisión inmediata.
—Habla Vix Forster —dijo—. A partir de este momento,
asumo el mando de la «Némesis» —Tsaria hizo un gesto de cólera, pero él siguió
impertérrito—: Jefe de tiro, suspenda inmediatamente el lanzamiento de
proyectiles. Myrea, energía al máximo, concentrada delante del asteroide.
Descargue incluso la de la pila más pequeña, pero hágalo inmediatamente o no
podrá contarlo.
—Pero...
La tímida protesta de Tsaria fue rechazada en el
acto.
—¡Cállate y déjame obrar! —exclamó Vix tajantemente.
—Pero tengo la de mandar una nave, cosa de la que tú
no puedes alardear, pese a lo que digas. ¡Myrea! —llamó con fuerza.
—Energía concentrada al máximo, capitán —informó la
joven.
—¡Todos a cubierto! —gritó Vix.
Las observadoras abandonaron sus puestos y se
guarecieron en los huecos de las rocas. Vix agarró a Tsaria por un brazo y tiró
de ella hasta meterse ambos en una grieta de varios metros de profundidad.
—Cúbranse los ojos con las viseras oscuras —ordenó
Vix.
A pesar de las precauciones, el estallido del
proyectil solar resultó inenarrable. La explosión se produjo a varios cientos
de miles de kilómetros, justo en el punto donde estaba concentrada al máximo la
energía de la «Némesis».
Un viento ardiente pareció soplar sobre el
asteroide. En algunos puntos, las rocas se pusieron al rojo cereza.
No obstante, la temperatura decreció gradualmente,
hasta hacerse nuevamente soportable. Entonces, Vix abandonó su refugio y corrió
hacia el lugar donde estaban los instrumentos de detección.
—Ya no sirven para nada —dijo la observadora
tristemente—. El calor de la descarga los ha quemado.
—Pero nosotros estamos vivos, ¿no?
Detrás de Vix, Tsaria dijo:
—Vivos, sí, pero sin el botín y sin la energía
suficiente para calentar un hornillo y freír un huevo.
Vix se echó a reír.
—En último caso, los huevos también se comen crudos —contestó—.
Tsaria, Wedda nos ha disparado un proyectil solar, es cierto, pero, ¿qué crees
que le ha pasado a su nave? ¡Está sin energía, lo mismo que nosotros!
—Entonces la partida ha quedado en tablas, por el
momento.
—No. Todavía hay un medio para conquistar ese botín.
Ella le miró sorprendida.
—¡Imposible! Ya no hay energía ni siquiera para
disparar el proyectil de menor calibre que llevamos a bordo.
—En ese proyectil, ¿puede colocarse una cabeza
paralizante?
—Por supuesto, pero como no lo lancemos a brazo... —dijo
Tsaria amargamente.
—Puede que lo hagamos así —sonrió Vix de una manera
enigmática. Llamó a la nave—: Myrea, regresamos a bordo. Inicie las operaciones
de recuperación de energía. Apenas dispongamos del mínimo para despegar,
abandonaremos el asteroide.
—Sí, señor.
Tsaria volvió los ojos hacia el joven.
—Te has apoderado de mi nave —dijo.
—No. Voy a dirigirla en esta última etapa. Cuando
haya terminado, te la devolveré intacta —puntualizó él.
—Y... ¿cuándo piensas terminar?
—En el momento en que ponga el pie en la capital de
Benafza —respondió él concluyentemente.
—Capitán, el proyectil de cabeza paralizante está
listo —informó Myrea a través del interfono de a bordo.
—Está bien, muchas gracias; ya le indicaré el
momento de su utilización.
—De su lanzamiento, querrás decir —corrigió Tsaria.
—Lo que he dicho está dicho —respondió Vix en tono
seco—. Y, por favor, déjame seguir haciendo cálculos.
Tsaria abandonó despechada la sala de navegación.
Vix, mientras la «Némesis» continuaba lentamente su navegación a través del
espacio, recuperando la energía perdida en el ataque, se entregó de lleno a
unos cálculos complicadísimos, de cuyo resultado esperaba la consecución del
objetivo fallado momentáneamente.
Transcurrieron veinticuatro horas.
Impaciente, hirviendo de nerviosismo, Tsaria
irrumpió en la sala de navegación.
—¿Acaso todavía no has terminado tus malditos
cálculos? —preguntó exasperadamente.
Vix, con barba de dos días, los ojos inyectados en
sangre por falta de sueño y con el pelo revuelto, la miró y sonrió:
—Acabo de terminarlos y todo ha salido como yo esperaba
—respondió.
—¿Qué es lo que esperabas, si se puede saber?
Vix estiró los brazos, a la vez que bostezaba
voluptuosamente.
—Tengo sueño —contestó—. Dormiré doce horas
seguidas. Cuando me despierte, lo sabrás. Por favor...
Apartó a la joven con ligero ademán y se encaminó a
su cámara.
Doce horas más tarde, bañado, afeitado y con ropas
limpias, tras haber hecho una sólida comida, Vix entró en el puente de mando.
—Todo en orden, capitán —informó Myrea con amplia
sonrisa.
Vix sonrió también. La segundo de a bordo era una
mujer que no cedía en hermosura ante Tsaria.
—¿Qué dice el indicador de energía? —preguntó.
—Al máximo, señor.
—Estupendo. Es justamente lo que necesitaba. Por
favor, Myrea, ¿quiere establecer contacto para una comunicación general?
—Con mucho gusto, capitán.
Myrea tocó un par de teclas y anunció que todo
estaba listo. Vix se acercó al micrófono:
—Habla el capitán —dijo—. Nos disponemos a asaltar
la «Heekia XX». Para ello, deberá prepararse un equipo de desembarco compuesto
por seis muchachas equipadas con trajes espaciales. El jefe de tiro preparará
un proyectil de mínimo calibre con cabeza paralizante; pero lo dejará en el
exterior, de modo que se pueda mover a brazo.
En aquel instante, Tsaria irrumpió en la cámara.
—Eso es un disparate —exclamó llena de cólera—. Pero
¿qué pretendes...?
Vix la miró fríamente.
—Si no te callas en el acto, ordenaré que te
encierren —cortó en tono que no admitía réplica. Y luego ordenó con voz potente—:
¡Todo el mundo preparado para la acción!
Tsaria se esforzó por mostrar mansedumbre.
—¿Qué te propones, Vix? Dímelo, te lo ruego...
—Así ya está mejor —sonrió él—. Ve a ponerte tu
traje espacial; lo sabrás en seguida.
—No me gustan los rodeos —se quejó Tsaria.
—Repito que lo sabrás muy pronto. Antes de lo que te
imaginas, estarás asaltando el tesoro que lleva a bordo la «Heekia XX».
Tsaria fijó la vista en el hombre y comprendió que
Vix hablaba absolutamente en serio, persuadido por completo de que el plan
ideado les iba a dar la victoria que antes se les había escapado en el último
instante.
CAPÍTULO XII
—Lo que pretendes hacer es muy arriesgado —dijo
Tsaria, enfundada ya en su traje espacial, aunque con la visera levantada, a
fin de no utilizar la radio por el momento.
Sentado ante los mandos de la nave, Vix hizo un
gesto de asentimiento:
—Lo sé —contestó—. Pero es el mejor plan, por dos
razones: una, la sorpresa. Otra, la proximidad que impedirá cualquier reacción
adversa... a menos que quieran suicidarse, cosa que no creo les agrade.
Vix tenía la vista fija en una esfera del cuadro de
instrumentos, cuya aguja se movía con lentitud hacia un punto señalado en rojo.
Las divisiones numeradas de la esfera iban de veinte
en veinte. Cada división tenía otras subdivisiones del uno al veinte. Las
cifras indicaban decenas de millares de kilómetros y la máxima señalaba la
cifra 300.000.
—Estamos acercándonos a la velocidad de la luz —anunció
Vix, cuando la aguja alcanzó la cifra 280.
La «Némesis» volaba por el espacio a una velocidad
aterradora.
—Esto no se había hecho antes de ahora —dijo Tsaria.
—Lo sé. La costumbre y la prudencia exigen que,
cuando una nave vuela por el subespacio, aparezca a no menos de diez mil
kilómetros de otra astronave, suponiendo que conozca su posición, claro está.
Pero éstos no son momentos de observar costumbres ni guardar prudencia.
La aguja marcó el número 285.
—¿A qué distancia apareceremos de la «Heekia XX»? —preguntó
Tsaria.
—Entre diez y veinte metros, no más en un sentido u
otro.
—Tus cálculos deben de ser muy exactos, de lo
contrario, nos vaporizaríamos en el momento de saltar al espacio normal.
—Están hechos al milímetro y al milimicrosegundo. La
ampliación de campos lógica producirá la distancia referida y un retraso
respecto de la «Heekia XX» no superior a medio milimicrosegundo.
—¿Lo que significa...?
—Sencillamente, que nos montaremos a horcajadas
sobre sus lomos.
La aguja señalaba ya la cifra 290.
—¿Qué pasaría si surgiéramos ocupando el mismo
espacio que ocupan ellos?
—¡Adiós!
Tsaria calló un momento.,
—Es una locura... —calificó al fin.
—¿Quieres el dinero, sí o no?
Ella inspiró con fuerza.
—Diga lo que diga, ya no te vas a volver atrás,
¿verdad?
Vix hizo un gesto negativo. Tenía los ojos fijos en
la aguja, que ya señalaba la cifra 294.
—¿Por qué haces esto? ¿Por qué corres semejante riesgo?
Podrías volver a tu mundo...
—Hay momentos en que un hombre ha de tomar una
decisión —contestó él—. Alguien me dijo que tenía posibilidades de
rehabilitarme. Voy a intentarlo.
—¿Asaltando una nave moribiana?
—No, llevando un mensaje a Benafza.
—¡Imposible! Después de que se conozca la noticia
del asalto, te esperarán dispuestos a impedir que entregues el mensaje.
Vix sonrió sibilinamente.
—El mensaje será entregado —afirmó. Pulsó una tecla
y dijo—: Atención, habla el capitán. Vamos a iniciar el salto dentro de ciento
dos segundos. Preparados los equipos de desembarco y de ataque.
Tsaria se agarró nerviosamente a los brazos del
sillón.
La velocidad era ya de doscientos noventa y siete
mil kilómetros por segundo.
Instantes después, iban a realizar una acción de
extraordinaria audacia. El fallo de la misma representaría la muerte
instantánea de todos cuantos viajaban a bordo de la «Némesis».
Vix adivinó sus pensamientos.
—No te preocupes. Si esto falla, pueden ocurrir dos
cosas. Una, que salgamos a demasiada distancia del objetivo, en cuyo caso, ya
no tendremos ocasión de repetir el golpe.
—¿Y la otra?
—No te enterarás de lo que pase después.
Una vez más, Tsaria fijó la vista en la esfera que
señalaba la velocidad por segundos.
Estaban a menos de un minuto del triunfo... o de la
muerte.
—¡Preparados! —exclamó Vix de pronto—. Faltan cinco
segundos solamente para...
Las estrellas huyeron repentinamente y se escondieron tras un telón de infinita negrura.
* * *
A Tsaria le pareció que había pasado una eternidad.
De pronto, vio de nuevo el brillo de las estrellas.
—¡Ahí está! —gritó Vix triunfalmente.
Tsaria creyó que se le saltaban los ojos de las
órbitas.
La nave que transportaba el dinero estaba justo
debajo de ellos, adelantada escasamente una docena de metros, justamente la
ventaja que habría tomado en el medio milicrosegundo de tiempo calculado por
Vix.
—¡Adelante, al ataque! —exclamó el joven,
levantándose de un salto—. ¡Vamos, Tsaria, no te quedes ahí parada!
Tsaria reaccionó. Vix corría ya delante de ella, en
dirección a una de las esclusas inferiores, por la cual se precipitaban ya
inconteniblemente las chicas encargadas del asalto.
Dos de ellas transportaban en brazos un largo tubo
de metal, de unos dos metros y medio por veinte de grosor. En funcionamiento
los generadores de gravedad artificial, calzadas con botas imantadas, saltaron
al casco de la «Heekia XX», situada a unos quince metros bajo la «Némesis», y
aplicaron el vértice del proyectil a la superficie de la otra nave.
Una de las jóvenes golpeó el dispositivo de disparo.
Las otras aguardaban anhelantemente.
—¡Perforación! —anunció la jefe de tiro.
—¡Los tripulantes de la «Heekia XX» están
inmovilizados ya! —dijo otra.
Vix, Tsaria y seis mujeres más aguardaron unos
instantes por precaución. Luego, una de las chicas del equipo de desembarco
corrió a abrir una de las esclusas.
La compuerta exterior fue forzada con un soplete
instantáneo. La muchacha abrió y lo anunció en el acto a través de su emisora
individual.
—Aprisa! —dijo Tsaria—. Hemos de llevarnos el dinero
antes de que se disipen los efectos del proyectil paralizante.
Momentos después, irrumpían en la nave.
Los tripulantes aparecían completamente inmóviles,
sorprendidos en distintas actitudes por la descarga paralizante, que, extendiéndose
instantáneamente por todo el ámbito de la astronave, había afectado a su
sistema nervioso, suspendiendo por completo sus funciones.
Vix y Tsaria corrieron hacia la cámara del capitán,
a quien encontraron sentado ante su mesa, redactando una observación en el
diario de a bordo. El moribiano permanecía inmóvil, rígido, con la pluma en la
mano y los ojos fijos en un punto remoto.
Sobre una mesita se hallaba el cofre que contenía el
dinero.
Tsaria se acercó y levantó la tapa. El espectáculo
dejó sin aliento a la pareja.
Había once fajos de billetes de un millón cada uno,
hechos en un papel especial, semimetalizado en oro e indestructible a
temperaturas inferiores a los cinco mil grados centígrados. Otro de los
paquetes contenía solamente ochenta billetes.
—Quedan unos veinte millones en moneda de inferior
valor —dijo Tsaria.
Vix sonrió. Tomó la pluma de la indefensa mano del capitán y escribió en el diario:
Los veinte millones que quedan se los dejamos como propina.
Tsaria exhaló una alegre carcajada. Cerró la tapa
del cofre y dijo:
—Será divertida ver la cara que pondrá Wedda cuando
se entere de que nos hemos llevado el dinero. ¿Vamos, Vix?
—Cuando quieras, preciosa.
Momentos después, abandonaban la nave. A los pocos minutos, la «Némesis» se perdía de nuevo en el subespacio.
* * *
—Coronel, malas noticias —anunció el capitán Guttki.
Wedda enarcó las cejas y se fijó en el papel que
Gutti tenía en la mano.
—Hable, capitán —invitó con sequedad.
—La «Heekia XX» ha sido asaltada. Las piratas se han
llevado mil ciento ochenta millones de «garants».
Contra lo que, temerosamente, esperaba el capitán
Guttki, Wedda no se enfadó. Al menos, aparentemente.
Wedda se limitó a realizar una profunda inspiración.
Acto seguido, preguntó:
—¿Cómo lo han hecho?
—Ha sido una acción audaz y arriesgada, señor. La
«Némesis» se sumergió en el subespacio y reapareció encima y a unos veinte
metros de la nuestra. Antes de que los detectores pudieran señalar su presencia
y sus tripulantes pudieran verla siquiera, un equipo de desembarco descargó un
proyectil paralizante y toda la tripulación quedó inmovilizada.
—Lo que permitió luego un asalto fácil y sin temor a
reacciones adversas.
—Así ha sido, señor, según el informe del comandante
de la «Heekia XX» —contestó Guttki.
—De modo que se sumergieron en el subespacio y
emergieron a unos pocos metros tan sólo de su presa. Eso, amigo Guttki, no sólo
denota audacia y valor, sino también la inapreciable ayuda de un magnífico
navegante, como lo es Vix Forster.
—En efecto, señor. Sólo un navegante de probada
experiencia se atrevería a intentar una hazaña semejante.
—Corriendo el peligro de reaparecer en el espacio
ocupado por la «Heekia XX», con lo que ambas naves se hubieran volatilizado
instantáneamente.
Guttki calló. Wedda reflexionaba.
—Se han llevado el dinero —habló de nuevo al cabo de
unos momentos de meditación—. Pero ése no era el propósito de Forster. Sus
intenciones son las de ir a Benafza.
—Entonces ¿por qué ha ayudado a las piratas?
—Sencillamente, para que le paguen el favor.
—¡Transportándolo a Benafza!
—Exactamente, capitán.
Guttki sonrió.
—Debo anticiparme a sus órdenes, señor —dijo—. Ahora
mismo dispondré todo para orbitar rumbo a Benafza.
—Es usted un hombre sumamente inteligente, capitán —contestó
Wedda—. Sí, lo mejor será ir a Benafza. Una vez allí solucionaremos este
maldito asunto.
CAPÍTULO XIII
La alegría era general a bordo de la «Némesis».
Se había conseguido el objetivo. Mil ciento ochenta
millones de «garants» no ingresarían en las arcas de la Tesorería moribiana.
Myrea entró en la sala de navegación con una botella
en una mano y dos copas en la otra. Vix se volvió y notó que la joven se había
arreglado especialmente. Tenía el pelo peinado con gran esmero y estaba
ataviada con un elegantísimo vestido de dos piezas.
—Una indumentaria muy bonita —elogió él.
—Procede de un botín —dijo Myrea desenvueltamente—.
Lo mismo que la botella. Vamos a celebrarlo, capitán.
—Estoy haciendo cálculos...
—Al diablo los cálculos —exclamó Myrea—. Es hora de
divertirse un poco, ¿no cree?
Había fuego en la mirada de la joven. Myrea llenó
una copa y se la entregó.
—Por el asalto más audaz de toda la historia de la
piratería espacial —brindó una vez hubo llenado su propia copa.
—Por una mujer hermosa —dijo Vix—. Pero, Myrea, por
favor, tengo trabajo...
—¿Trabajo? Déjelo de una vez, capitán. Diviértase un
poco o... ¿no es usted un hombre? ¿He dicho hombre, la palabra prohibida a
bordo de esta nave?
Vix sonrió. Era evidente que Myrea tenía una copa de
más.
Bebió un trago. Luego quitó de las manos de Myrea
botella y copa.
—Vete, por favor —pidió.
Ella le miró tristemente.
—Tsaria, ¿no es verdad? —dijo.
—Sí.
—He llegado tarde.
—Lo lamento, Myrea. Eres muy hermosa. Pronto
encontrarás un hombre que te haga feliz.
—No será Vix Forster.
—No lo será, pero tú pensarás que es mucho mejor que
yo.
—Tienes una manera encantadora de aderezar tu
negativa —sonrió la joven.
Vix la besó suavemente en una mejilla.
—Vete —insistió.
Myrea suspiró una vez más y abandonó la sala de
navegación.
Tsaria llegó poco después. Sus ojos se fijaron
inmediatamente en la botella y las dos copas que estaban sobre un estante.
—¿Qué tal la juerga? —preguntó acremente.
—Una de las chicas vino a brindar conmigo por el
buen éxito de la operación —respondió él sin inmutarse.
—¿Quién era, Vix?
—¿Celosa? —rio él.
Tsaria hizo un gesto de enojo.
—Dejémoslo —contestó—. ¿Qué estás haciendo?
—Cálculos.
—Eso ya lo veo. ¿Para qué?
—Te ayudé a conseguir el botín, ¿no?
—Cierto. Y pienso entregarte un par de millones como
recompensa...
—Olvídalo, no quiero dinero robado.
—Nadie te preguntará por su procedencia.
—Salvo mi conciencia, por supuesto.
Tsaria apretó los labios.
—Escrupuloso, ¿eh?
—En efecto. Además, cuento con los cien mil que me
debes. Puedo pensar que son legítimos. No pienso lo mismo de los dos millones,
en cuya obtención he colaborado yo de manera directa.
—Entonces, ¿por qué nos ayudaste?
—Para cobrarme el favor de otro modo.
—Habla. ¿Por qué no eres más claro?
—Te lo diré —accedió Vix—. Mis cálculos están
encaminados a un aterrizaje en la superficie de Benafza.
Tsaria arqueó las cejas.
—¡Eso es un disparate!
—Dijiste lo mismo cuando planeé el asalto a la
«Heekia XX».
—Es verdad. —Tsaria se mordió los labios—. Pero
ahora correremos un riesgo inútil por segunda vez...
—¿Prefieres que nos acerquemos a Benafza con
banderas desplegadas y anunciando nuestro aterrizaje con bombo y platillos?
—Pero...
—Escucha, si orbitamos normalmente, antes de
alcanzar el sistema solar de Benafza, se nos echará encima toda una plaga de
astronaves moribianas. El único recurso que me queda es realizar la misma
operación que hicimos para asaltar la nave que llevaba el dinero.
—Comprendo. De este modo, eludirás la detención de
las naves moribianas.
—Exactamente. Nuestra presencia física en la
superficie de Benafza durará el tiempo para desembarcarme. Inmediatamente,
podrás despegar y sumergirte de nuevo en el subespacio. El tiempo de estancia
de la «Némesis» en Benafza durará escasamente un minuto.
—Bien, siendo así, no tengo nada que oponer. ¿Cuándo
y dónde piensas aterrizar?
—Dentro de cuarenta y nueve horas y... Bien, te
ahorraré fracciones inferiores de tiempo. Hora, tres de la madrugada, tiempo de
Benafza. Lugar, las afueras de la capital.
—En pleno campo.
—Efectivamente.
Tsaria hizo un gesto de asentimiento.
—No puedo negarme a lo que pides. Es justo —contestó—.
¿Quieres algo más de mí?
—Sí. Los cien mil que me debes. Es probable que
necesite el dinero para comprar alguna conciencia elástica.
—Piensas en todo —sonrió ella.
—Pienso, sobre todo, en mi pellejo —contestó Vix de manera harto significativa.
* * *
Algo crujió terriblemente en el vientre de la
«Némesis». Sonaron algunos gritos de alarma.
Vix tranquilizó a las chicas:
—No teman —dijo, a través de los micrófonos—.
Solamente hemos destrozado la copa de un árbol.
Tsaria miró a través de uno de los ventanales de la
nave.
—Estamos a cinco metros del suelo solamente —calculó.
—El errar es de humanos, aunque solamente sea de
media milésima de milímetro. Pero... —Vix consultó el reloj de los milimicrosegundos
y añadió—; el tiempo ha resultado absolutamente exacto. En Benafza son las tres
en punto de la madrugada.
Y se puso de pie.
Tsaria le entregó un pequeño paquete.
—Cien mil «garants» —anunció.
Vix se echó el dinero al bolsillo posterior.
—Adiós, hermosa —se despidió.
—¿Es eso todo lo que tienes que decirme?
—Bueno, ya he llegado al término de mi viaje. Me
separo de ti, simplemente. Cada uno de nosotros ha cumplido las condiciones del
pacto, Tsaria.
—Yo creí... —ella se mordió los labios—. Pensé que...
Vix le acarició la mejilla.
—Querida, lo que pasó fue simplemente que querías
evitar actos de indisciplina por mi presencia a bordo —dijo.
—¡Eres un miserable! —le apostrofó Tsaria—. Llegué a
creer que me amabas...
—¿Con el genio que tienes? Tsaria, si no modificas
tu carácter impetuoso y poco reflexivo, serás siempre una mujer desgraciada. Y
a mí no me gustan las mujeres que se enfadan por un quítame allá esas pajas o
que no permiten que el esposo se mueva un paso fuera de casa sin pensar
inmediatamente en que va a reunirse con otra. Lo lamento, Tsaria.
Vix se dirigió hacia la salida. Ella, con los puños
cerrados y la respiración anhelante, quedó en la cámara de mando, esforzándose
por dominar la rabia que había invadido su ánimo.
Vix alcanzó la esclusa ventral. Una de las chicas
había tendido ya una escala para que pudiera alcanzar el suelo cómodamente.
—¡Adiós, hermosa! —se despidió él con alegre acento—.
¡Buena suerte a todas!
Volvió la espalda a la nave y empezó a caminar a
buen paso.
Frente a él, en el horizonte, un vivo resplandor señalaba el emplazamiento de la capital de Benafza.
* * *
La mujer que dormía despertó al oír un ligero
ruidito en su cámara y abrió un ojo, viendo a un individuo que se disponía a
saltar por el antepecho de la ventana.
Debajo de la almohada tenía un arma y la sacó
silenciosamente. El hombre puso los dos pies dentro de la estancia, se volvió,
cerró la ventana y luego corrió cuidadosamente.
Entonces, ella alargó la mano y encendió la luz, al
tiempo que decía:
—Si se mueve, le deshago el sistema nervioso con un
proyectil vibratorio.
Vix se quedó quieto, todavía con las manos en las
cortinas.
—No he venido a robar, Khara —dijo—. Sólo deseo que
me des unos informes.
La mujer lanzó un grito de alegría.
—¡Vix! ¡Vix Forster! —exclamó, a la vez que tiraba
la pistola a un lado y se lanzaba de la cama sin cuidarse de la escasez de su
atavío—. ¿De dónde diablos sales, condenado mercader del espacio? ¿Qué infernal
idea te ha dado de venir hasta mi casa?
Vix se volvió justo a tiempo de soportar el
impetuoso abrazo de la mujer, que se colgó de su cuello y empezó a llenarle de
besos la cara inmediatamente.
—Mi vida, cuanto tiempo sin verte —dijo Khara
apasionadamente—. ¿Por qué no me avisaste de tu llegada, bribón?
Vix palmeó cariñosamente los redondos hombros de la
mujer.
—Querida, estoy aquí de contrabando, sin pasaporte
ni permiso ni nada que se le parezca —manifestó—. Hablando claro, soy un
proscrito y si me pongo al alcance de la pistola de un guardia planetario,
dejaré de contar entre los vivos.
—Algo he oído, es cierto —dijo Khara, dejando de
sonreír—. Vix, condenado estúpido, ¿cómo demonios se te ocurrió meterte en
estos endiablados negocios de política?
—Me metieron, que no es lo mismo, pero ya que estoy
en ellos, seguiré hasta el final, que ya está muy cerca. Hermosa, ¿no tienes
nada de beber para mí?
—Claro que sí —sonrió Khara—. Vix, no puedes
imaginarte la sorpresa que me has dado al principio.
—Como que me confundiste con un ladrón, ¿eh?
—Tú verás —dijo ella, mientras llenaba una copa—.
Entras por la ventana, en la madrugada y sin avisar... ¿Qué quieres que piense?
Vestida solamente con un cortísimo y nada opaco
camisón, avanzó hacia Vix contoneando sus opulentas caderas, descalza sobre el
mullido pavimento del dormitorio. Los verdes ojos de Khara miraron intensamente
a su inesperado visitante.
—¿Cómo va el negocio? —preguntó él.
—No puedo quejarme. Me faltan algunas cosas de las
que tú solías traerme, cariño.
—Tal vez algún día reanudemos las relaciones
comerciales, Khara.
—¿Sólo comerciales? —preguntó la mujer mimosamente.
—Bien, ahora estoy de paso y...
Vix la miró durante unos instantes. Era una mujer
muy hermosa. En la planta baja del edificio, Khara tenía una tienda en la que
se vendía de todo lo que no se podía encontrar ordinariamente en otros
comercios. En tiempo atrás, Vix había sido proveedor de artículos que no habían
pagado los correspondientes derechos de aduana.
Khara tenía en la nómina a un par de altos cargos de
la policía de Benafza, quienes se cuidaban de evitarle investigaciones
perniciosas. Aparte de ello, Khara poseía un buen paquete de acciones en uno de
los mayores y más lujosos establecimientos de recreo de la capital.
—Habla claro, Vix —pidió ella—. ¿Por qué estás en
Benafza?
—Tengo que entrevistarme con un hombre. Se llama
Emmon Bellias.
—El conspirador —dijo Khara, haciendo una mueca de
disgusto.
—¿Te enoja?
—No me alegra en exceso, a decir verdad. ¿Para qué
quieres verle?
Vix dio dos palmaditas en una de las mejillas de
Khara.
—Hermosa, no te metas en honduras. Tú sabes donde
vive. Tú sabes la mayor parte de las cosas que suceden en Benafza. No me
equivoco, ¿verdad?
Khara sonrió maliciosamente.
—Empiezo a sospechar que viniste a verme porque
sabías que yo era el único asidero para ti —dijo.
—Lo has adivinado, preciosa. ¿Qué me dices de
Bellias?
—Tiene una residencia privada, incluso con jardín,
pero está muy bien custodiada. No sé si conseguirás llegar hasta él...
—Nena, deja eso de mi cuenta —cortó Vix—. Me dirás
dónde vive, ¿no es cierto?
Khara se apoyó en una consola y le miró con los
párpados entornados.
—¿Desde cuándo juegas a la política? —preguntó.
—Sería largo de contar ahora, pero no lo hago por
gusto, precisamente.
—Te juegas el pellejo, Vix.
El joven sacó el paquete con los cien mil «garants»
y lo arrojó sobre la consola.
—Eso comprará mi salida de Benafza, espero —dijo.
—Puede. ¿Cuándo piensas ir a ver a Bellias?
—Mañana a la madrugada. Ya está amaneciendo. Ir en
pleno día podría resultarme comprometedor.
—Lo que significa que te esconderás en mi casa.
—Si no tienes inconveniente...
Khara volvió la vista un instante hacia el paquete
con el dinero.
—¿Cuánto hay? —preguntó.
—Cien mil.
—No está mal —aprobó Khara—. Puede que, en efecto,
haya suficiente para pagar tu salida del planeta. Pero nada más, Vix.
—¿Cómo que «nada más»? — se sobresaltó él.
—Tú quieres saber dónde vive Bellias, ¿no es cierto?
—Sí.
—Y no te atreves a ir preguntándolo por ahí a
cualquiera ni tampoco puedes perder demasiados días para averiguarlo con
discreción.
—Es cierto.
—Bien, en tal caso, yo te lo diré, pero me lo tienes
que pagar.
—Khara, ahí está el dinero...
Ella movió la cabeza lentamente de derecha a
izquierda.
—Vix, hay cosas que no se pagan con dinero —dijo
maliciosamente.
El hombre suspiró. Era fácil comprender el sentido
de aquellas palabras.
—¿Cuándo empiezo a pagar? —preguntó, a la vez que
avanzaba hacia ella.
—Inmediatamente —contestó Khara, tendiéndole los
brazos.
CAPÍTULO XIV
Agazapado entre los arbustos, Vix observó
cautelosamente las idas y venidas de los centinelas que se paseaban por el
jardín de la residencia donde estaba el hombre con el que tenía que
entrevistarse.
Khara no le había mentido. La residencia donde
Bellias pasaba su destierro estaba custodiada por unos guardias planetarios
que, presumiblemente, dispararían primero y luego harían preguntas.
Las luces del edificio estaban apagadas. No
obstante, y pese a que la casa se hallaba en el exterior de la ciudad, las
cuatro lunas de Benafza daban la suficiente luz para no necesitar de
iluminación artificial.
Khara estaba bien informada. Incluso le había dicho
el lugar donde se hallaba el dormitorio de Bellias. Vix avanzó unos cuantos
pasos y se situó detrás de] grueso tronco de un árbol de copa muy frondosa.
Un centinela pasó varios minutos después. Algo salió
de las tinieblas y se enroscó súbitamente en torno a su cuello.
Vix mantuvo la presión del brazo hasta que los
movimientos del guardia hubieron cesado. Luego, apoderándose de su pistola,
corrió hacia la casa y se situó justamente bajo la ventana del dormitorio de
Bellias.
Khara le había provisto de un cinturón
antigravitatorio. Vix lo puso en funcionamiento y el aparato le elevó hasta el
primer piso. Khara sabía también que Bellias tenía la costumbre de dormir con
la ventana abierta.
Entró en el dormitorio. Sobre la cama pudo ver la
figura de un hombre durmiendo apaciblemente.
Dio dos pasos. La luz se encendió repentinamente.
—Bienvenido, señor Forster —sonó la irónica voz del
coronel Wedda—. Por favor, no toque la pistola que lleva al cinto o se convertirá
en humo.
Vix se puso rígido, mientras Emmon Bellias se
sentaba en el lecho. Sólo entonces comprendió Vix que había caído en una
trampa.
—Muy astuto, coronel —dijo, haciendo una ligera
inclinación de cabeza.
—Supuse que después del asalto a la «Heekia XX»
vendría aquí —respondió Wedda, sin dejar de apuntar al recién llegado con una
pistola atómica—. En consecuencia, tomé las precauciones necesarias para
anticiparme a usted. Incluso las barreras de energía que rodean la casa han
sido desconectadas, a fin de evitar que muera electrocutado.
—Se interesa mucho por mi salud, coronel —dijo Vix
sarcásticamente.
—Me intereso por el mensaje que trae usted para este
distinguido conspirador, que aspira a convertirse en presidente del Estado
planetario de Morib I. Un mensaje muy importante, se lo aseguro.
—Eso creo. Por cierto, ¿de qué se trata? Supongo
que, hallándome ya en sus manos, no le importará revelarme su contenido.
—¡Oh, no, en absoluto! Conocemos el contenido,
aunque no el detalle. Se trata de la lista de amigos de Bellias que están
dispuestos a intervenir para derribar al gobierno actual, apenas él dé la
señal. Una lista larguísima, según creo.
—Que usted ha perseguido como un desesperado a
través del espacio.
Wedda se encogió de hombros.
—Es mi oficio —contestó—. ¿Me indica dónde está ese
mensaje o llamo a mis hombres para que se lo arranquen a la fuerza?
—Emplearán los mismos procedimientos que para
interrogar a Lisa Lit-92, ¿no es cierto?
—Fue una chica valiente. Murió sin despegar los
labios, excepto para chillar, claro.
Los ojos de Vix despidieron fulgores de cólera.
—Coronel, sus problemas políticos no me importan en
absoluto, ni se vaya a creer por ello que soy partidario de Bellias. Pero le
haré pagar caro aquel bárbaro asesinato, créame.
Wedda se echó a reír.
—Usted no está en condiciones de amenazar, sino de
temblar, pensando en lo que puede ocurrirle —contestó—. Vamos, dígame de una
vez dónde está el mensaje o haré que le arranquen la respuesta con tiras de su
inmundo pellejo.
Vix reflexionó unos instantes.
Aquel mensaje sólo se podía despegar de su uña
mediante la aplicación de un líquido especial que poseía Bellias. O, según
había dicho Lutta, cortándole el dedo.
Bellias habló por primera vez:
—Señor Forster, la presencia del coronel Wedda ha hecho
innecesaria la contraseña que le dieron —manifestó—. Pero quiero decirle una
cosa: de sus actos depende la vida de algunas decenas de mis partidarios, que
serán implacablemente exterminadas si usted accede a la petición de ese
desalmado.
Vix miró a Wedda de reojo. La pistola se mantenía
firme en su mano.
Imposible saltar sobre él para desarmarle. Wedda le
convertiría en humo antes de dar dos zancadas.
—Señor Bellias —dijo al cabo—, créame que sus
problemas políticos no me interesan en absoluto, como he dicho antes. Lo único
que me importa de verdad es mi piel. Hagamos un trato, coronel.
Wedda entrecerró los ojos.
—Hable —respondió.
—Mi vida a cambio del mensaje.
—¡Traidor! —gritó Bellias.
Vix no se inmutó por el apostrofe.
—Olvida usted una cosa, señor, y es que no soy
moribiano. Por tanto, no cometo ninguna traición. Coronel, su respuesta —exigió
Vix.
—Acepto —dijo Wedda—. ¿Dónde está el mensaje?
Vix alargó el pulgar izquierdo.
—Aquí, en una película pegada sobre mi uña, que sólo
puede despegarse por medio de un líquido especial que tiene Bellias. Supongo
que debe de ser un microfilme.
—Una suposición que es cierta y un ingeniosísimo
medio de enviar el mensaje —sonrió Wedda—. Bellias, el líquido —pidió.
—No lo entregaré...
La pistola del coronel apuntó al cuerpo del
conspirador.
—Le hemos dejado vivir precisamente para reunir la
lista de sus amigos —dijo—. Pero ya la tengo al alcance de mi mano y ahora no
voy a dejar pasar más tiempo sin conseguir mi propósito. El líquido o le mato.
Bellias se puso lívido. Vix sonrió.
Al cabo de unos momentos, Bellias alargó la mano
hacia un pequeño frasco que había sobre una mesita y se lo entregó al joven.
—Pase el pincel tres veces —indicó—. Será
suficiente.
El frasco era de fabricación antigua. Vix desenroscó
la tapa y saco el pincel, con el que se mojó la uña del pulgar tres veces,
haciendo un pequeño intervalo en cada operación.
Al terminar, la película se despegó por sí sola. Vix
terminó de arrancarla con dos dedos de la otra mano.
—¿Coronel? —dijo, tendiendo el mensaje hacia Wedda.
Los ojos del coronel fulguraron de codicia. Avanzó
un par de pasos, la vista fija en el microfilme, y tendió la mano hacia el
mismo.
Vix aprovechó la pérdida de atención de Wedda y le
golpeó en el estómago. Pero Wedda, ágil, se encogió a tiempo y, con el cañón de
la pistola alcanzó la sien del joven, derribándole aturdido al suelo.
—No le he matado porque estábamos demasiado cerca y
la descarga podría haberme perjudicado —dijo rabiosamente—. Pero ahora...
Se inclinó y recogió el microfilme. Luego retrocedió
unos cuantos pasos y apuntó con el arma a Bellias.
—Primero tú, maldito conspirador. Después irá ese
entrometido...
Bellias extendió las manos suplicantemente.
—¡No, no! —gimió—. No me mate, coronel; todavía
tengo muchas cosas que decirle; poseo informes valiosísimos...
Wedda vaciló un instante. Luego, el cañón del arma
se volvió hacia Vix, quien continuaba tendido en el suelo, incapaz de
levantarse.
—Hablaremos más tarde —dijo—. Ahora me encargaré de
este sujeto.
Un vivísimo relámpago brilló de pronto en la
habitación. Durante una fracción de segundo, Vix pudo contemplar el horror
reflejado en la cara de Wedda.
Fue una visión rapidísima. Casi en el acto, el
cuerpo de Wedda se convirtió en una nube de humo grisáceo, que no tardó en
disiparse.
Instintivamente, Vix volvió la vista hacia la
ventana. En aquel momento, Tsaria, con la sonrisa en los labios, irrumpía en el
dormitorio.
—Según parece, he llegado a tiempo —exclamó
alegremente.
Vix se incorporó sobre un codo.
—¡Los soldados, Tsaria! —exclamó, lleno de alarma,
pensando en la guardia que rodeaba el edificio.
—No te preocupes; he traído conmigo a unas cuantas chicas que se han encargado de ellos. Por ahora, estamos en completa seguridad.
* * *
—Cuando te fuiste tú, por cierto sin volver siquiera
la cabeza, yo decidí que vendría a ver también a Bellias —explicó Tsaria poco
después—. Imaginé que no acudirías esa misma noche, ya que era demasiado tarde,
y acerté.
—Su presencia ha sido muy oportuna, en efecto,
capitán Ku-11 —dijo Bellias—. Gracias por su valerosa intervención. Lo tendré
en cuenta cuando ocupe la presidencia del Estado.
—Si yo fuera súbdito moribiano, no le votaría a
usted ni aunque me obligasen con unos hierros candentes en la espalda —dijo Vix
despectivamente—. Una mujer honrada y valerosa murió por su culpa, pero
ignoraba la clase de sujeto cobarde y abyecto que es usted.
Las mejillas de Bellias se pusieron rojas de
vergüenza.
—¡Señor Forster, no le tolero...!
—Traje el mensaje porque ella me salvó en una
situación crítica —siguió Vix implacablemente—. Uno de sus amigos me puso en un
compromiso y me hizo perder mi honor de astronauta. No crea que le tengo más
simpatía a usted que a la pandilla que gobierna actualmente en Morib I. Pero lo
hice, repito, por Lutta Cobnack, y de no haber sido por su recuerdo, créame que
no habría dado un paso para ayudarle.
—Está irritado. Ha pasado por un grave trance —dijo
Bellias en tono de disculpa.
—El señor Forster tiene toda la razón —intervino
Tsaria sorprendentemente—. Yo llegué aquí instantes más tarde que él y si no
intervine antes fue para oír lo que se decía en esta habitación. He escuchado
cosas muy interesantes, por cierto, las cuales me hacen avergonzar de todo
cuanto he hecho en favor de un cambio de gobierno hasta ahora.
—¡Tsaria! —respingó Vix, tremendamente sorprendido.
—¿Te extrañas? —sonrió ella—. Mi nave no era
estrictamente pirata, aunque nos comportásemos como tales y negásemos ser
moribianas. Todos los ataques efectuados lo fueron a naves comerciales de la
flota estatal moribiana, jamás a naves particulares. ¿Acaso no recuerdas el
asalto a la «Heekia XX»?
—Creo que empiezo a comprender —dijo Vix.
—Sí, el dinero robado iba a servir para financiar la
revolución que llevaría a este hombre al poder. Pero ahora, después de lo que
he visto y oído, después de saber que estaba dispuesto a delatar cobardemente a
cuantos confiaban en él, no puedo seguir adelante con el juego.
—Eso es traición —dijo Bellias, lívido y
descompuesto.
—Llámelo como quiera —respondió Tsaria orgullosamente—.
Vix tenía razón cuando dijo que usted no es mucho mejor que quienes gobiernan
actualmente. Bien, si quiere ir y tomar el gobierno, hágalo, pero sin nuestra
ayuda. La guardia está desarmada y fuera de combate. Puede salir cuando le
apetezca... pero tendrá que ir a Morib por sus propios medios.
—¡Le exijo que me entregue el dinero! —gritó
Bellias.
—¡Cobarde! —le apostrofó ella—. ¿Qué hará usted
cuando llegue al poder? ¿Emplear a sujetos sin conciencia como Wedda para
torturar y combatir a los que ahora apoyan al gobierno actual? ¿Piensa siquiera
gobernar decentemente, basándose en el apoyo de la mayoría del pueblo y no de
unos cuantos arribistas y algunos miles de ilusos? No, Emmon Bellias, no cuente
usted con ese dinero ni con ninguna otra clase de ayuda. Lo que he visto me ha
desengañado para siempre de la política. ¡Vámonos, Vix!
—Espera un momento, nena —sonrió él—. ¿Dónde está el
mensaje?
—Se volatilizó con Wedda —contestó Tsaria.
—Menos mal. Así me evita tener que destruirlo yo
mismo. ¡Adiós, Bellias!
Los dos jóvenes se dirigieron hacia la salida.
Tsaria estaba a punto de echarse a llorar.
—Te sientes desilusionada, ¿verdad? —preguntó él,
mientras descendían por la escalera.
Tsaria se mordió los labios.
—Sí —contestó con un hilo de voz.
Vix rodeó sus hombros con un brazo.
—Pronto lo olvidarás —dijo afectuosamente—. Y a mí
me alegra esto, porque de este modo, en lo sucesivo, no te ocuparás de
capitanear una nave pirata, vengadora de supuestos agravios, sino de capitanear
tu hogar.
—¡Oh, Vix! —se enterneció Tsaria—. Eso significa que
vamos a casarnos.
—¡Pues claro que sí, nena! Pero nos iremos muy lejos
de Morib, en la «Némesis», por supuesto.
—Morib me reclamará, pedirá mi extradición...
—Fuera de su Estado planetario, podrás considerarte
como refugiado político.
—Me acusarán de haber robado una nave.
—Se la devolverán.
—¿Y el dinero?
—Lo dejaremos en un asteroide abandonado y
enviaremos un mensaje para que vayan a recogerlo. De un modo u otro, es dinero
que pertenece al pueblo moribiano.
Tsaria suspiró.
—Tú encuentras respuesta a todo —alegó.
—Hasta un sí para una petición de mano —exclamó él
alegremente.
FIN
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