CAPITULO PRIMERO
Fue
un diez de junio, por la mañana, a las diez horas exactamente.
La
señora Collins regresaba del supermercado, cargada con un par de enormes bolsas.
Había dejado la radio funcionando, y transmitían música.
Apenas
hubo dejado los paquetes en la cocina, cuando la música se interrumpió para dar
paso a una información. El locutor, muy lacónico, anunció:
—Especial
Espacio, a las 12,30 de esta noche.
Eso
fue todo. Luego continuó la música.
La
señora Collins lo comentó consigo misma:
—A
las 12,30 de la noche. ¿Por qué dan tan tarde esos programas?
A
la señora Collins le gustaban los programas espaciales.
En
Nueva York, en Los Ángeles, en Denver..., en todos los Estados Unidos, a la
misma hora, se había escuchado la misma noticia. Los locutores de las distintas
cadenas radiodifusoras parecían haberse puesto de acuerdo para dar la noticia
de una emisión que, por extraña coincidencia, iba a tener lugar a la misma
hora. A las 12,30 de la noche.
Una
hora más tarde, la señora Collins, mujer de cincuenta años, pero estupendamente
conservada, y que todavía hacía volver las miradas del sexo opuesto, había puesto
la televisión para oír la habitual lección de cocina sintética de los viernes.
El
cocinero había comenzado la sesión.
—La
esencia de manzana, mezclada con la Harina Malcom, produce el rico pastel que
hasta un niño puede hacer. Presten atención...
La
emisión se interrumpió para dar paso al presentador que, en lugar del habitual
anuncio de las Harinas Malcom, informó:
—Especial
Espacio, a las 12,30 de esta noche.
Luego
el programa continuó con absoluta y monótona normalidad.
—Debe
ser un programa importante —comentó la señora Collins con su vecina, la señora Lester,
de la contigua residencia costera, uno de los pocos lugares medianamente
limpios de contaminación.
—Esto
lo sabrá usted mejor que nadie, señora Collins —repuso la vecina, de edad
parecida—. Su marido es el jefe de programas de la Unión Radio 42.
—Yo
nunca escucho la Unión Radio —sonrió la señora Collins—. La encuentro demasiado
científica. Las novelas y las historias intrascendentes me gustan, pero tanta
ciencia me cansa...
—Pues
es en la Unión Radio donde van a dar esa emisión —adujo la vecina.
—Yo
lo oí por la Cadena número 4, y ahora, por la televisión, canal 4.
—Es
extraño... Quizá se trate de un programa conjunto —murmuró la señora Lester—.
Pregúnteselo a su marido. ¿Vendrá a almorzar?
—Lo
dudo. Le fastidia tener que desplazarse con el tránsito que hay por la ciudad.
De cualquier forma ya lo sabremos.
—Es
verdad, señora Collins. Seguro que continuarán anunciándolo.
Y
continuaron.
A
las doce y por otra de las emisoras locales, la señora Collins tuvo oportunidad
de oír la misma cantinela:
—Especial
Espacio a las 12,30.
—¿No
le parece extraño, señora Collins? —inquirió la señora Lester, que regresaba
del sótano donde había ido a recoger la ropa de la secadora—. Ahora lo he oído
por otra emisión.
—Pues,
sí... Porque yo estaba escuchando el canal 26 de la televisión para oír los
“consejos del médico’', y lo han interrumpido para dar el anuncio.
—Estoy
por pensar que todo acabará siendo publicidad de alguna marca. Una ya no puede
creerse nada hoy en día. Adiós, señora Collins.
—Hasta
luego, señora Lester.
Pero
cuando a la una de la tarde otras emisoras y cadenas de TV repitieron la
cantinela, no era la señora Collins la única que se sentía intrigada. Eran
muchas amas de casa, y hombres, que habían oído, durante la hora del almuerzo,
aquel anuncio.
La
cosa empezaba a comentarse.
La
señora Collins llamó a su marido.
—En
este momento no está, señora —le advirtieron desde la centralita de la emisora
Unión Radio—. Si quiere dejar su mensaje.
—Soy
su mujer. Que me llame en cuanto pueda.
—Se
lo diré, señora Collins —respondió la voz metálica de la centralita
automatizada.
—¡Esos
chismes! Todo está deshumanizado. ¡Qué época nos ha tocado vivir! —rezongó la
mujer, colgando el teléfono.
Le
fastidiaba que un robot fuera el encargado de contestar las llamadas.
—¡Bah!
Basta con pulsar un botón de “No estoy para nadie” para que el maldito autómata
te dé con la puerta en las narices.
Y
la señora Collins tenía toda la razón del mundo, porque la centralita-robot
atendía las llamadas y ponía la comunicación si el destinatario no estaba
ocupado, como ocurría en aquellos momentos con Bob Lassy, el periodista
locutor, que estaba contestando una llamada de un industrial.
—¿Es
Lassy? Soy Petrus, de la Malcom Limitada... ¿Qué hay con ese anuncio? Mi jefe
está preocupado. Él tenía una emisión a medianoche. Una emisión de cuarenta
minutos...
—Eso
no es cuenta mía, Petrus —repuso Bob, repasando unos apuntes, mientras hablaba
por el micro a distancia—. Odio la publicidad.
—En
la emisora no hay nadie con quién hablar. Todo el mundo está ocupado.
—Yo
no tengo la culpa, Petrus. Lo siento, debo dejarte. Mi programa empieza dentro
de cinco minutos.
—¡Espera,
Bob! Dime, al menos, quién patrocina esa emisión espacial de las 12,30.
—¡Yo
qué sé!
Bob
colgó y se dirigió hacia el estudio. Un locutor tenía puesta la cinta magnética
y, al ver a Bob, murmuró:
—¿Ya
estás aquí? Bueno. Te cedo el sitio. Faltan tres minutos y treinta y cinco
segundos para tu entrada.
—¿Qué
pasa con esa emisión de las 12,30? Todo el mundo parece un poco revuelto.
—Me
pasaron la nota a las diez con la orden de radiarla a cada hora. Eso es todo.
Bob
Lassy echó una ojeada al ordenador. Observó la pequeña boca por donde “el
monstruo”, como le llamaban, daba sus órdenes.
—Salió
de aquí —sonrió el locutor saliente—. Nadie sabe nada. Como de costumbre.
Bob
ocupó su puesto en la mesa y dejó que la cinta siguiera arrancando la música,
mientras él ponía en orden sus notas para empezar su emisión informativa.
Entretanto,
el señor Collins, jefe de emisiones, llegó al restaurante para reunirse con un
colega de la cadena Boward de radiotelevisión.
Los
dos hombres se sentaron para tomar su habitual refrigerio. Collins estaba un
poco inquieto.
—Oye,
Charlie, no quiero quedar como un idiota... ¿De quién partió la idea del
Especial Espacio?
—Si
no sabes lo que ocurre en tu propia emisora, no preguntes a la competencia
—sonrió el colega.
—Bien,
señor listo... ¿Y la tuya? ¿Acaso no anunciáis lo mismo?
—¡Oh,
sí! Pero yo no hago preguntas. Detrás de mí está el jefazo. Esto viene de
arriba. No hay que hacer preguntas. Los ordenadores son infalibles. ¿No te
enseñaron esto cuando te dieron el cargo?
Collins
quedó dubitativo.
—Esto
parece a escala nacional. Hummm..., no sé...
A
Collins aquello, como mínimo, le parecía una desatención hacia su cargo. Si
alguien, por muy jefe que fuera, había programado una emisión a espaldas suyas,
era porque le despreciaba totalmente.
Lo
curioso del caso es que cuando a las dos de la tarde el presidente de la Unión
Radio escuchó, por cuarta vez, la noticia del día, murmuró a su secretario:
—Creo
que alguien debió informarme de esta emisión.
—¿Quiere
que hable con Collins?
—Sí,
por supuesto. Y póngame con Astor también.
Astor
era el presidente de otra importante cadena. Fue el primero en ser localizado.
Los dos presidentes intercambiaron un corto diálogo.
—¿Eres
tú, Astor?
—Sí,
el mismo. Iba a llamarte ahora.
—Bien.
Tengo el yate a punto. Me gustaría probarlo esta tarde por la bahía antes de
emprender el crucero de mañana.
—¡Oh,
sería estupendo! ¿A qué hora?
—A
las cuatro. Daremos un paseo de un par de horas. ¿Te parece?
—No
sé si podré —dudó Astor.
—¿Ocurre
algo?
—No,
no... Es que... Bueno, se trata de lo que ya imaginas... Ese anuncio del
Especial Espacio.
—¡Oh,
sí!
—¿Sabes
algo?
—Espero
hablar con Collins, el encargado de programación.
—¿Es
cosa suya?
—Supongo.
—¿No
estás enterado?
—¿De
qué tengo que estar enterado, Astor?
—Bueno,
es que nuestra emisora de Londres también ha lanzado al aire la noticia. Y mi
corresponsal quiere saber quién se va a encargar del programa. Allí no tienen
datos.
—Es
curioso. ¿En Londres también?
—Y
en París... Y en otras capitales europeas.
El
secretario del presidente de la Unión Radio interrumpió:
—Collins
al aparato, señor.
—Discúlpeme,
Astor. Voy a hablar con mi jefe de programación. Ya charlaremos después.
—De
acuerdo.
El
presidente se puso al habla con Collins.
—Yo
creía que era cosa suya, señor —contestó el jefe de programas a la pregunta de
su presidente.
—Usted
sabe perfectamente que no es misión mía programar las emisiones. Usted tiene
poderes absolutos.
—No
sé qué decirle, señor presidente. La orden salió del "Monstruo".
Perdón, quiero decir de la computadora.
—Entonces
que los técnicos revisen la computadora. Algo debe funcionar mal.
—Señor...,
es que en las demás emisoras ocurre lo mismo. En todo el país.
—Sus
noticias no son exactas, Collins. En Europa se está anunciando la misma
emisión, para la misma hora.
—¿Un
programa a escala mundial? —inquirió, pasmado, Collins.
—Averigüe
lo que pueda. No quiero hacer el ridículo. Espero sus noticias lo antes
posible.
En
aquellos momentos, Bob Lassy terminaba su emisión y cedió el puesto al
compañero.
—Buf...
—bufó el sustituto—. La cosa está que arde... Nadie sabe nada de nada.
—¿De
qué?
—Del
Especial Espacio.
—Propaganda.
Ya verás como no tardará en disiparse la sorpresa. ¡Ciao!
Entonces
alguien llamó a Bob por teléfono. Era Selena.
—¿Dónde
estás? —inquirió él a través del hilo telefónico.
—En
el aeropuerto, Bob. Acabo de regresar de París, en “Speed”.
—¿Has
tenido buen viaje?
—Como
siempre. Cincuenta y cinco minutos para cruzar el Atlántico... Pero hoy se me
han hecho largos. Quería hablar contigo sobre un anuncio que la radio francesa
vienen transmitiendo desde las diez.
—¿En
Francia también? —inquirió Bob, arqueando las cejas.
—¿Sabes
a lo que me refiero?
—Sí.
A esa emisión Especial del Espacio. Pensé que pudiera tratarse de un truco
publicitario. Algo para llamar la atención y que luego te suelten una marca.
—En
Francia nadie sabe nada. Sé que han preguntado a sus vecinos alemanes y también
ignoran de qué se trata.
—¿De
dónde sacaron el anuncio? —inquirió Bob a través del hilo telefónico.
—De
la computadora... ¿Me oyes, Bob?
—Sí,
sí, querida. Estaba pensando... ¡Espera! Ahí viene Collins. Le veo a través del
cristal de la cabina y parece que lleva un humor de perros. Cuelgo. Te veré en
tu apartamento dentro de media hora. ¿Estarás allí?
—Sí,
tengo que preparar un reportaje.
—Hasta
la vista —Bob colgó y se dirigió a Collins, que casi lo embistió a su paso.
—¡Eh,
Collins!
—Ahora
no estoy para nadie. ¡Maldita sea! Ya llevábamos demasiado tiempo tranquilos...
Alguien
salió para advertirle:
—Tienes
llamadas en la computadora.
—¡Que
esperen! Necesito a Winner. Que venga inmediatamente.
—¿Winner?
¿El “camarero” del monstruo?
—¡No
estoy para bromas! —espetó Collins, yéndose hacia la computadora.
Winner
era el encargado de alimentar a la máquina. Con las instrucciones precisas de
la Compañía General de Computadoras, el técnico era el único que cuidaba de su
mantenimiento.
Winner
no tardó en aparecer y, cuando supo por qué había sido requerido, sonrió:
—El
robot anda perfectamente, Collins. Tengo la última comprobación a la vista.
¿Qué mosca te ha picado?
—Es
cosa del jefe. Ha transmitido una orden, que no ha recibido de nadie.
Bob
intervino, divertido:
—No
diga eso, Collins. Usted no puede saberlo.
—Escuche,
yo no programé nada especial para esta noche...
—Ni
los franceses, ni los alemanes... Apuesto a que hasta los rusos y los chinos
están dando el mismo anuncio. ¡El programa a escala mundial perfecto! Nadie lo
había conseguido hasta ahora —continuó Bob.
—En
serio Collins —intervino Winner nuevamente—. La máquina funciona a la
perfección.
El
locutor de turno adujo, por su parte:
—En
su momento, ya lo sabremos. Recuerdo que una vez estuvimos anunciando un programa
sorpresa y nadie sabía quién lo había confeccionado...
—Esto
es distinto —cortó Collins—. Un programa a escala mundial. No se improvisan
esas cosas. Se necesita tiempo para preparar las computadoras...
—Sobre
todo si transmiten los mensajes a la misma hora, con los cambios de rigor,
claro —adujo Bob.
Collins
se dejó caer.
—Bob...
Usted se burla de todo; es un escéptico, pero también es inteligente. ¿Qué
opina de esto?
—Pregúnteselo
a la máquina.
—A
usted nunca le han gustado esas máquinas.
—Si
empiezan a gastar bromas, vamos a simpatizar muy pronto, ellas y yo.
—En
serio, Bob.
—En
serio, jefe. No lo sé. De veras. Y me gustaría saberlo. Lo que sí puedo decirle
es que no pienso perderme ese programa de las 12,30.
CAPITULO II
Lo
que había empezado sin que nadie le prestara demasiada atención, comenzó a
tener visos de auténtico “suspense”, a media que transcurrían las horas.
El
anuncio se había venido repitiendo cada hora, desde las diez de la mañana.
En
Nueva York eran ya las cinco de la tarde. Nadie había dado contraorden para
desmentir la noticia del Especial Espacio que se prometía para las 12,30 de
aquella misma noche y los directores de programas y los jefes de cadena, no
sólo de Norteamérica, sino del mundo entero, empezaban a preocuparse.
El
presidente de la Unión Radio era uno de los que más motivos tenía para pensar,
incluso, en una protección oficial.
A
las cuatro, el presidente tenía que reunirse con Astor, otro presidente y
amigo, para dar un paseo por la bahía con su yate en el que debía embarcar al
día siguiente para un crucero de tres semanas, según tenía previsto.
Era
un yate nuevo, lujoso. Había costado mucho dinero y el presidente, míster
Gerald Austin, se sentía profundamente ilusionado.
Al
llegar al muelle de la bahía donde tenía anclado su precioso juguete, se
encontró con una desagradable sorpresa.
El
yate no estaba.
Los
cuatro hombres que formaban la tripulación, capitán incluido, se hallaban como
atontados; parecían salir de un largo letargo.
—Lo
único que puedo decirle, señor Austin, es que el yate se ha hundido.
—¡Usted
está bromeando! —se enfureció Austin, que no admitía mofas con algo que costara
más de diez centavos y, por supuesto, el barco valía bastante más.
—¡Se
ha hundido, señor Austin! Yo lo vi.
Los
tres marineros, con cara de estar completamente idiotizados, asintieron a la
vez.
—¿Qué
les pasa? ¿Qué clase de pócima han tomado?
—Ha
ocurrido algo raro... Inexplicable... Como si alguien nos atacara —comentó un
marino, mesándose los cabellos.
—¿Atacado?
¡Por el Cielo, hablen claro! ¿Qué ha sucedido?
—No
lo sé —admitió el capitán—. Uno de los hombres había bajado a tierra. De pronto
dio un grito. —El capitán señaló al individuo.
—Es
verdad.
—¿Por
qué diablos gritó? ¿Le pegaron acaso? ¡Por todos los santos, no me exasperen!
—Pues
creí recibir un golpe; luego, quedé como paralizado... Los dos compañeros
trataron de ayudarme, pero...
—A
mí también me sucedió lo mismo —musitó uno, y el otro asintió igualmente.
Luego
intervino el capitán:
—Traté
de ayudarles, pero sentí los mismos síntomas que ellos. Me caí, traté de
moverme y no pude... Creo que ni siquiera era capaz de pensar... Luego ocurrió
todo...
Austin
ya ni siquiera se atrevió a preguntar qué fue lo que ocurrió entonces.
El
capitán prosiguió:
—Se
oyó como una explosión, pero lejana, sorda... No sabría cómo explicarla, pero
todos tuvimos la sensación de que procedía del yate... De pronto, empezó a
hundirse. A hundirse más y más... Hasta que le vimos desaparecer.
Se
hizo un silencio. Austin miró hacia el agua. El mar estaba tranquilo, y la
bahía era como un remanso.
—¿Y
ustedes? ¿No gritaron? ¿Es que no había nadie por aquí?
Al
fondo estaban unos talleres, almacenes donde siempre deambulaba alguien, un
bar, y por último los vigilantes de los muelles.
—¡Tenía
que haber alguien! ¡No se puede hundir un barco sin que nadie lo haya visto!
—Lo
hemos visto nosotros, señor —repuso estúpidamente uno de los marineros.
El
capitán intervino, cortando la furibunda mirada de su patrón:
—No
había nadie, señor Austin... Ahora que lo recuerdo. Fue muy extraño todo...
Igual que si se hubiese paralizado el mundo. Ni siquiera soplaba la brisa. No.
No había nadie... Absolutamente nadie.
—La
tierra no se tragaría a la gente, ¿verdad?
—Pues
lo parecía, señor... Esa es la verdad —fue la réplica del ex capitán...
*
* *
En
el apartamento de la joven Selena, periodista reportera profesional, rebosante
de gran dinamismo Bob Lassy conectó la radio a las cinco en punto a tiempo para
oír el anuncio.
—Espacial
Espacio a las 12,30 de esta noche.
Cerró.
Selena
se paseó nerviosa.
—Tenemos
que averiguarlo. Este podría ser nuestro mejor reportaje. Podríamos darlo en
exclusiva.
—Ya
hemos comprobado que, en todas las emisoras del mundo, se repite la misma
información —repuso él—. Lo que no sabemos es si nadie ha intentado
desmentirla.
—¿De
qué serviría? Nadie quiere ser el primero. Todos esperan, esperan, pero la
verdad es que yo no lo veo claro. Di algo tú. ¿Qué piensas?
—Soy
escéptico por naturaleza, pero todavía no descarto la idea de que la Malcom
Limitada esté preparando algo. Petrus me llamó por teléfono, pidiéndome
noticias de esa emisión, pero no estoy seguro si lo hizo para sonsacarme.
—¿Un
anuncio de las Harinas Malcom? —inquirió Selena, extrañada.
—Malcom
es algo más que el dueño de las harineras sintéticas que proporcionan úlceras
de estómago a medio mundo... Compró la parte del león de la Compañía General de
Computadoras, y la compañía es la que ha suministrado, a todo el mundo, esos
horribles monstruos que, teóricamente, todo lo dan hecho.
—Algunas
son fabricadas con patente —recordó la muchacha.
—Sí,
pero bajo los cánones por los que se rige la fabricación de esos chismes. Todas
se controlan por el mismo sistema... Esto me hace pensar en el profesor
Lubick... Creo que tendré que localizarle para aclarar algo.
*
* *
Media
hora más tarde, el señor Austin, presidente de la Unión Radio, estaba hablando
con el capitán de la vigilancia portuaria, no sin cierto temor a que le tomaran
por loco. Precisamente, ese temor a la burla le impidió darse más prisa, y
buscar autoridades superiores, a quienes explicar el extraño fenómeno de la
desaparición de su barco.
El
capitán del yate explicó al capitán de la vigilancia el suceso, y se armó un
buen tinglado porque, tanto el oficial como los números de la vigilancia,
negaron haber visto nada.
—Yo
he efectuado mi ronda habitual.
—Yo
no me he movido de la cabina, y no he visto nada.
—Yo
estaba en el bar. Ahí mismo. A doscientos metros... Me hubiera llamado la
atención. Se ve perfectamente el muelle —adujo el oficial de vigilancia.
Las
discusiones se prolongaron, pero entretanto... En otro lugar muy distante, tan
distante como pueda ser la Costa del Pacífico, un piloto llegó a la playa, a
bordo de un salvavidas.
Era
el único tripulante de un aparato de la base experimental, que había sufrido
una avería. Perdió el avión, pero le dio tiempo a salvarse.
Su
radio personal había permitido que, desde la base se dispusiera lo necesario
para ir a rescatarle Allí le esperaban, y en la misma playa, el piloto dio sus
primeras impresiones, un tanto confusas:
—No
sé, de repente, todo pareció paralizarse a la vez...
—¿Dónde
notó el primer fallo? —inquirió su superior.
—Bueno,
fue en la palanca tres. Intenté acelerar, y no respondió. En seguida el aparato
empezó a perder altura. Intenté hacerme con él, pero resultó imposible. Uno de
los reactores quedó completamente inservible, y en seguida le ocurrió lo mismo
al otro... Hasta yo mismo creí perder la noción de las cosas... Me sentí como
mareado, no sé... Le aseguro que no era miedo, era algo que me hacía sentir impotente.
Luego, el aparato empezó a descender. Vi que el mar se iba acercando. Intenté
hablar por radio, sin conseguirlo, y ya no me quedó más remedio que pulsar el
botón para saltar.
—Por
lo menos, había algo que funcionaba —murmuró el superior, muy poco convencido
de las explicaciones recibidas.
—En
efecto, señor. La silla fue expulsada al momento.
—Eso
es evidente; de lo contrario, usted no estaría aquí para contarlo.
El
piloto se dio perfecta cuenta de que su historia, era puesta en duda, por lo
menos había sido escuchada con reservas; pero guardó silencio. Él había dicho
la verdad de lo ocurrido.
* * *
En
París, una de las ascensoristas de la Torre Eiffel bajó, en la cumbre, unos
instantes, sin saber exactamente por qué lo hizo. Algunas veces, cuando rendía
viaje, lo hacía, y aquélla fue una de esas ocasiones. Ocasión ciertamente
providencial para ella, porque, apenas había salido, el ascensor, con la puerta
abierta, se precipitó por el hueco para estrellarse al final de su vertiginosa.
* * *
En
Unión Radio, el teletipo trasmitía otro suceso. Estaba fechado en Alemania. —O
Germania, como se la denominaba, hacía una década.
En
Germania. El rapid-rail que atraviesa
el país, de Norte a Sur, arrancó velozmente de una de las estaciones, sin que
ninguno de los operadores hubiera accionado los mandos.
Los
rapid-rails; dirigidos por
computadores, no precisaban de empleados para su funcionamiento Estaban
debidamente programados, y realizaban —desde su creación— su ruta, sin ningún
contratiempo. Siempre habían sido, entre los medios de transporte, el más
seguro.
El
rapid-rail, según la información,
había partido sin nadie a bordo, puesto que no estaba en servicio y, tras una
carrera de trescientos kilómetros, entro por un desvío que conducía hasta uno
de los talleres. Allí colisionó con otra unidad, quedando ambas completamente
destrozadas, cosa muy normal, en una velocidad de quinientos kilómetros a la
hora.
* * *
Ocurrieron
otras cosas, a lo ancho del mundo.
Cosas
que no empezaron a ligar entre sí hasta muy tarde. Hasta demasiado tarde...
Pero
sigamos el ritmo de los acontecimientos de la mano de Bob, el periodista que
había conseguido, al fin ponerse en contacto con el profesor Lubick,
considerado como padre de las computadoras que regían prácticamente los
destinos del mundo.
La
entrevista tuvo lugar en un laboratorio, concretamente en el santuario de
Lubick que, a pesar de su avanzada edad, no había dejado de trabajar.
—No
—negó a la primera pregunta del periodista—. Por supuesto que nadie, sin un conocimiento
muy profundo, podría transgredir el funcionamiento de las computadoras, y, por
supuesto, para unificarlas requería un tiempo.
—Entonces...
Esa noticia del Especial Espacio, ¿no puede haber sido preparada sin que usted
se enterase, profesor?
—¿Especial
Espacio? ¿Qué es eso?
Evidentemente,
Lubick no estaba enterado, y Bob tuvo que ponerle al corriente de lo que se
venía anunciando, desde las diez de la mañana.
En
esos momentos, eran las seis, y Bob sacó su pequeño aparato, en forma de
lapicero, que llevaba siempre consigo.
—Oiga...
El
locutor anunció lo que ya empezaba a ser como una pesadilla.
El
profesor quedó largamente pensativo.
—Eso
es muy extraño, Bob... Muy extraño. ¿Y dices que lo están anunciando todas las
emisoras del mundo?
—Sí,
profesor. Todas.
Lubick
permaneció pensativo largo rato; luego, volvió sus ojos hacia el amplio
ventanal, desde el cual podía divisarse un gran espacio verde, que terminaba al
borde del Atlántico.
—Sólo
una fuerza extraña puede ser capaz de controlar los robots. Una fuerza superior
a todos nuestros conocimientos.
—¿Una
fuerza... extraterrestre?
Silencio
por parte del profesor Lubick.
—¿Es
eso lo que ha querido decir, profesor?
—Mira,
Bob... No sé si lo sabes, pero voy a explicártelo... Veamos... —Tomó unos
apuntes, y siguió—: Esta clase de ordenadores se rigen por un cerebro central,
que está en el departamento general de Controladores. Asumo la completa
responsabilidad sobre el funcionamiento. Y desde hace diez años, se ha
demostrado que no existen fallos. Ahora bien,
cada robot particular puede ser programado independientemente de los otros,
pero tú me hablas de un anuncio a escala mundial. De algo que se está
produciendo en el planeta, a unos intervalos regulares...
—Los
locutores anuncian lo que el “Monstruo" les indica... Perdón, quise
decir... el Ordenador.
—Sí,
sí, te comprendo, y ya he leído tus críticas. Bueno, yo, en el fondo, creo más
en el hombre que en la máquina, pero esas máquinas son perfectas. No tienen
fallos...
—Entonces...
¿Ese anuncio?
—De
ello hablábamos... Bueno, tú me hablabas de órdenes aparecidas simultáneamente.
—A
escala mundial —repitió el periodista.
—Eso
hubiese tenido que ser programado desde aquí... Desde el Robot central. Y puedo
asegurarte que no ha sido así... Programar esas máquinas particularmente es
tarea de tiempo, o de ponerse todos de acuerdo... Y en nuestro planeta, aunque
ahora vivamos en paz, sigue siendo bastante difícil ponerse de acuerdo.
—Primero,
había pensado en la publicidad.
—¿Crees
que hay alguna cadena, capaz de costear una publicidad de ese tipo?
—Puede
que la haya —sonrió Bob.
—Tal
vez, pero esas cosas tienen que ser preparadas con mucha anticipación. El mundo
es muy extenso. Además, existe otro problema de orden técnico.
—¿Cuál?
—El
del horario. Las doce treinta. A esa hora de Nueva York corresponde otra hora
en París, en Moscú, en Londres o en Rio.
—Ahí
está el caso, profesor; según mis informes, en cada nación se da una hora
distinta, siempre de acuerdo con el meridiano de Greenwich. Serán las doce
treinta de la noche para nosotros. Es decir, las cero treinta horas de mañana,
pero en Londres y en París se anuncia de acuerdo con su horario, o sea, cinco
horas más tarde.
El
profesor alzó la mirada hacia el reloj a horario mundial, y tradujo:
—Ahora,
son poco más de las seis, aquí. Las once de la noche en París, las dos de la
madrugada en Moscú.
—Exacto,
profesor.
—No
sé qué pensar. De veras.
—Usted
sí piensa, pero sospecho que no se atreve a proclamarlo.
—Mira,
Bob. Hay cosas que escapan a la comprensión humana.
—¿Puedo
dar una información aproximada de lo que... sospechamos que está ocurriendo?
Tras
una ligera cavilación, el profesor murmuró:
—Puedes
intentar desmentir la noticia del programa.
—¿Sólo
eso?
—Prueba —repuso el profesor enigmáticamente...
CAPITULO
III
A
las siete de la tarde, el anuncio se repitió en todas las emisoras del mundo.
Las
norteamericanas estaban en contacto permanente con sus colegas, en lo ancho del
mundo.
La
rapidez con que circulaban las noticias habían permitido recopilar los varios
sucesos acaecidos a la misma hora, aparentemente de la forma más casual.
El
señor Austin, al final, había reconocido, ante autoridades superiores, el
fenómeno de la desaparición de su yate, por un extraño hundimiento.
Llegaban
nuevas noticias:
—Un
helicóptero ha quedado suspendido por espacio de treinta segundos, con los
motores parados. Esto ha sucedido a las ocho de esta tarde, sobre la bahía del
Hudson. No hay testigos, pero el piloto lo confirma plenamente. —La noticia
llegó de Francia.
—Durante
quince segundos, una avería eléctrica dejó a Moscú en las tinieblas a las doce
de la noche. —Noticia rusa.
Y
a las siete, hora del Este de los Estados Unidos se efectuaban conversaciones a
nivel superior. Jefes de policía, secretarios de Estado, directores de
departamentos técnicos y científicos habían tomado cartas en el asunto.
Bob
Lassy lanzaba al aire una emisión especial, a través de un canal comercial de
la televisión.
—Habló
sobre las notas tomadas rápidamente, después de una conversación con el
profesor Lubick. Como se sabe, Lubick es el padre de los ordenadores que rigen
la radio, en todo el mundo. Lubick ha dado a entender que la programación para
una hora determinada, a escala mundial, requería mucho tiempo, y la
eventualidad de que las miles de cadenas de radio y televisión que existen en
nuestro planeta, llegaran a un acuerdo. Un espacio de esta envergadura no
podría ser llevado en secreto, ya que en él intervendrían muchas personas
técnicos, ajustadores y, por encima de éstos, los directores y mandos
intermedios, amén de los presidentes de las diferentes cadenas. Claro que nadie
sabe de lo que es capaz el todopoderoso Malcom, pero, no... Empiezo a creer, a
pesar de mi conocido escepticismo, que Malcom y su poderosa harinera artificial
son ajenos a esos manejos. Entonces, sólo cabe preguntar: Si ni Malcom ni
ningún otro magnate de los que, de forma indirecta rigen los destinos del mundo
y se enriquecen a su costa, no es el responsable de esa misión a escala
mundial... ¿Quién es?
”La
pregunta sigue en el aire. Lubick, hombre digno
de todo crédito, asegura no haber intervenido para nada en el Cerebro
Central, único que hubiera podido programar ese anuncio...
”Insisto.
Lubick no ha sido. ¿Quién, pues?
Bob
hizo un inciso. A su lado, apareció su más inseparable compañera de
información, Selena. América y el mundo la conocían bien. Ambos eran
internacionales. Selena venía para decir algo, y Bob le cedió al micrófono.
—Informaciones
de última hora —anunció.
Y
Selena, tomando el sitio a Bob, informó:
—Se
ha comprobado que por lo menos veinte sucesos inexplicables han ocurrido, en la
misma hora, en todo el mundo. Y al decir la misma hora, no me refiero a las
cinco, a las seis o a las siete de la mañana o de la tarde. Han ocurrido “en el
mismo momento”, sea cual fuere la hora, en los distintos países donde han
tenido lugar los hechos: Cortes de luz, el hundimiento de un yate, la puesta en
marcha súbitamente de un rapid-rail,
la paralización de un helicóptero en vuelo... Tengo una larga lista de sucesos,
verdaderamente inexplicables...
Entretanto,
el capitán del desaparecido yate de Austin explicaba, por enésima vez, lo
ocurrido en el puerto, ante el escepticismo general.
Austin,
por su parte, daba órdenes concretas:
—Terminaré
con esto. Se acabaron los anuncios. Yo mismo hablaré, a través de las ondas.
Desmentiré el programa. A las doce emitiremos el telefilme de Malcom y el
programa subsiguiente, como de costumbre... Anúncienme, voy a hablar. Si se
trata de una broma, alguien va a pagarla muy cara.
Austin
tomó el micrófono de mano, en el estudio principal de Unión Radio. El locutor
anunció la presencia del presidente:
—El
señor Austin desea hablar con nuestros oyentes. El mismo les dirá de lo que se
trata.
Austin
carraspeó, y trató de dar el mayor énfasis a su voz:
—Señoras
y señores radioyentes. Desde las diez de esta mañana, nuestra emisora ha venido
informándoles de un programa especial, que tendrá lugar esta noche a las 12,30.
Sobre ese programa quiero advertirles que nuestra emisora es totalmente ajena
a...
—¡Eh!
—advirtió un técnico.
—¡No
interrumpan! Está hablando el presidente —repuso alguien.
—¡Es
que se ha cortado el circuito! Su voz no sale al aire... —informó el técnico
que había interrumpido.
—¡Que
arreglen inmediatamente las líneas! —ordenó Collins, que parecía el más
nervioso de los reunidos en el estudio.
El
ordenador telefónico anunció varias llamadas a la vez. Alguien contestó, y
luego se dirigió al presidente.
—¡Señor
Austin! Es una avería general. No funciona ninguna radio.
También
las cadenas de televisión habían acusado la avería, y Selena no pudo terminar
el programa.
—¿Qué
diablos ha ocurrido ahora? —inquirió Bob.
—No
lo sabemos —repuso el técnico que venía hacia él—. Es una avería general.
—La
luz funciona —adujo Selena.
Desde
los ventanales podían verse las calles iluminadas, los altos edificios
rebosantes de luz, las autopistas, todo funcionando a pleno rendimiento, pero,
sin embargo, en las ondas algo fallaba.
A
las ocho de la noche, la avería seguía sin ser localizada; sin embargo, por un
instante, todo pareció normalizarse, y una voz absolutamente normal anunció:
—Especial
Espacio, a las 12,30 de esta noche.
Hubo
silencio en la Unión Radio, y en todas las emisoras y canales de comunicación.
—¿Quién
ha dado el anuncio? —inquirió Austin.
—Nadie,
señor. La avería continúa —fue informado.
—¡Todos
han oído el anuncio! —gritó Austin, exasperado.
Sí.
Todos lo habían oído, pero nadie sabía de dónde había partido aquella voz, de
apariencia absolutamente normal.
Sólo
Bob Lassy creyó comprender:
—Vamos,
Selena. Creo que lo que podamos decir ya no tiene importancia.
* * *
El
profesor Lubick estaba observando el ordenador general cuando Bob y Selena se
abrieron paso entre el nutrido grupo de guardianes de la empresa.
—No
pueden entrar aquí. Nadie puede entrar.
—¡Apártense!
El mundo tiene derecho a estar informado de lo que ocurre, y nadie mejor que el
profesor Lubick para dar esa información.
Selena
aporreó con su inseparable cartera de mano a un par de guardianes, mientras Bob
se sacudía a otro par de encima.
El
profesor, en el centro de la inmensa sala, se volvió, al escuchar el griterío.
—¿Qué
sucede? ¡Ah! ¿Eres tú, Bob? Pasa... Y tú también, Selena. Déjenlos —rogó a los guardas,
con acento autoritario.
Les
dejaron pasar, y la pareja se aproximó al profesor, que no estaba solo. Malcom
se hallaba a su lado
—No
debería permitirles la entrada. Esos son como todos. Ávidos de noticias
malsanas; sobre todo, Bob no pierde ocasión de acusarme, como si el fabricar
harina sintética fuera un delito.
Quien
así habló era el todopoderoso Malcom, un hombre de una gran corpulencia, cuya
mirada estaba impregnada de una dureza difícil de describir. Se sentía seguro
de sí mismo, y se sabía perfectamente respaldado por las autoridades.
—Yo
no le acuso, Malcom —sonrió Bob—. Digo simplemente lo que me parece justo. Sus
harinas sintéticas son un castigo para los humanos que todavía resistimos...
—Si
no le gustan, no las coma.
—¿De
qué las hace, Malcom? ¿Aprovecha los detritus? ¿O es simplemente arena con
esencia?
—Tengo
un negocio legal. Proporciono alimentos, que buena faltan hacen... Mis harinas
están sanitariamente comprobadas...
—¿Cuánto
cobra de usted el Jefe de Sanidad?
—¿Cómo
se atreve a...?
—¡Cálmese,
Malcom! —atajó Bob—. No he venido a acusarle, tiempo habrá, si vivimos para
verlo. Lo importante es lo que pueda decirme el profesor, y si usted está en
este centro, no veo razón para que no pueda estar yo.
—Sepa
que tengo intereses en este centro, Lassy —espetó Malcom.
—Lo
sabía, lo sabía. ¿Dónde no tiene intereses usted señor Malcom?
—¿Quieren
calmarse los dos? —intervino Lubick, tajante—, Estoy revisando el Cerebro
Central. No ha sido manipulado en absoluto. Todo funciona a la perfección.
El
cerebro central tenía forma cilíndrica. Era tan alto como el edificio en que
estaba enclavado. Desde el suelo hasta el techo, unos siete metros de altura,
con un diámetro de diez. En derredor, un pupitre, formando círculo en torno al
“Monstruo", con algunos mandos.
El
pupitre, ahora, se hallaba partido en dos, y el profesor Lubick había abierto
una puerta del cilindro, y trabajaba en el interior, repleto de complicados
mecanismos; bobinaje, bujías, lamparillas, contactos y el necesario filamento.
Lubick
trabajaba en silencio, comprobando datos, haciendo pruebas, y observando el
normal funcionamiento de aquella máquina, de la que Bob dijo:
—¿Qué,
profesor? ¿Opina que se ha dejado coaccionar?
—No
bromee, Bob, No hay explicación para lo que ocurre...
—¿Cree
que vamos a ser invadidos? —apuntó Selena.
—¿Invadidos?
¿Por quién? —inquirió Lubick, saliendo del interior del cilindro.
—Por
los extraterrestres... Vengan de donde vengan... Alguien ha programado este
anuncio y...
—Mira,
Selena, no se puede dar una explicación, pero de ello a pensar en... —El
profesor, vaciló, y Bob hizo mención a su anterior entrevista.
—Usted
me habló de fuerzas desconocidas.
—Mira,
Bob, puede tratarse de una interferencia, de algo que de algún modo, haya
captado el cerebro central, incluso puede ser la grabación de un programa
anterior. No es la primera vez que la radio toca temas del espacio... Esto ha
podido quedar retenido, por algún fallo que estoy tratando de localizar.
Malcom
intervino:
—No
trate de alarmar a la población, Lassy, o tendré que pedir que se lo prohíban.
—Usted
no hará nada, Malcom. ¿Me oye? Métase en sus harinas y sus negocios. Yo
informaré... si es que puedo. De momento, prosigue la avería. Son las nueve de
la noche y...
La
radio, a través del ordenador, dejó oír su voz:
—Especial
Espacio a las 12,30 de esta noche.
Hubo
un silencio general. Nadie atinaba a cortarlo. Fue Selena quien reaccionó
primero:
—¿Cree
que esta voz ha sido grabada, profesor?
—Podría
ser, no lo sé... de veras...
Uno
de los guardas del edificio entró para dirigirse al profesor:
—El
gobernador, profesor, quiere hablar con usted. Ahí está.
La
máxima autoridad del Estado cruzó la amplia estancia, advirtiendo:
—Quiero
hablarle a solas, profesor. A solas, sin periodistas. —Y miró despectivamente a
Bob y a su compañera, pero no pareció importarle la presencia de Malcom, que se
mostró satisfecho por la deferencia, que en absoluto le había sorprendido.
—Vámonos,
Selena; todavía nos quedan otros medios de comunicación —dijo el periodista.
—¡Un
momento! —advirtió, tajante, el gobernador—. Le prohíbo que facilite
informaciones absurdas a la gente, sea por el medio que sea. Bastante
complicadas están las cosas para que usted trate de intranquilizar a la
población.
—Con
todos los respetos, señor —apuntó Bob—, únicamente trato de mantener informada
a la opinión pública.
—¿Sabe
usted, acaso, lo que ocurre?
—No,
señor. Por eso he venido a informarme. Igual que usted...
—Es
un insolente, Lassy. Tenga mucho cuidado.
—Usted
gobierna un Estado, señor, pero no a las personas que viven en él. Adiós.
¡Vamos, Selena!
Apenas
hubo marchado, Malcom tuvo una exclamación despectiva:
—No
sé por qué tiene tanta audiencia ese hombre. Se mete con todo, y lo único que
hace es crear gran confusión...
Yo
también estoy confundido, en estos momentos —admitió, de mal talante, la
primera autoridad—. Y deseo saber qué es lo que realmente está sucediendo...
* * *
Puntualmente,
a las diez de la noche, hora del Este de los Estados Unidos, se anunció la
emisión especial de las 12,30, y las emisoras seguían sin funcionar.
Bob
Lassy alquiló un helicóptero de una de las cúpulas, y utilizó la radio de
vuelo. Aquella clase de aparatos podían ser oídos a través de los receptores
que poseían muchos particulares, debido a las normales comunicaciones que se
sostenían entre familiares, poseedores de helicópteros privados.
Bob,
a quien acompañaba Selena, dispuso la onda de la forma que tuviera el máximo
alcance.
—Les
habla Bob Lassy, a bordo de un helicóptero. Transmitan las noticias a quienes
no puedan escucharlas. La ciudad está incomunicada por radio. Incluso la
nación. Y llegan noticias por teletipo, que informan que en otras naciones ha
ocurrido lo mismo. No obstante, todos pueden escuchar que, a cada hora, con
extraña puntualidad, se les anuncia el programa Especial de las 12,30 de esta
noche. Acabo de hablar con el profesor Lubick, que está revisando el robot u
ordenador central. Lubick sigue sin encontrar la explicación científica a un
fenómeno que jamás había ocurrido. Las autoridades, por su parte, empiezan a
mostrar su alarma, y me consta que van a tomar medidas; sin embargo, yo les
aconsejo calma. Hablo por mi cuenta, desde luego, pero les pido que no se
muevan de sus casas, que permanezcan atentos. A las 12,30 de esta noche, va a
ocurrir algo, y no solamente en nuestra nación, sino en todo el mundo... No
trato de alarmarles, sólo de prevenirles. No sé lo que pasará, tal vez la radio
y las pantallas televisivas nos saquen de dudas, a las 12,30.
Tras
una pausa, añadió:
—De
cualquier novedad, procuraré mantenerles informados. Bob Lassy estará siempre
al servicio de sus oyentes. Cierro.
Tras
un silencio, Selena preguntó:
—¿Qué
habrás conseguido con esto?
—Por
lo menos, que la gente que me haya oído sepa que se está haciendo algo. La
sensación de hallarse desamparado es la peor de todas.
—¿Y...
qué crees que ocurrirá a las 12,30, Bob?
—No lo sé, Selena, pero empiezo a estar intrigado —sonrió Bob, sin perder del todo su sempiterno buen humor.
CAPITULO
IV
Era
la medianoche. En todos los hogares, ya fuera a través de la radio o de la
televisión, había sido anunciado el Especial Espacio de las 12,30.
Faltaban
treinta minutos exactamente para el esperado y misterioso programa.
Helicópteros
de la policía patrullaban por la ciudad. La iniciativa de Bob Lassy había sido
adoptada de un modo oficial, a falta de otros medios de comunicación y, como
las emisoras seguían sin funcionar, se mantenía informada a la gente a través
de las patrullas volantes, que utilizaban las pequeñas emisoras.
Se
podía informar poco o muy poco, porque nada se sabía. Los técnicos procuraban
localizar la larga avería, sin ningún resultado.
En
apariencia tal avería no existía. Era cosa de las ondas..., como si de repente
el sistema de radiocomunicación por el que se había regido el planeta desde su
descubrimiento hubiese cambiado del todo, total y radicalmente.
Bob
y Selena se hallaban en la cúpula del edificio en una de cuyas plantas habitaba
la muchacha. Estaban los dos dentro del helicóptero con una pantalla de
televisión portátil ante ellos y un par de receptores de radio.
Los
minutos transcurrían lentos, muy lentos.
—Veinticinco.
Faltan veinticinco minutos. Daría cualquier cosa por que ya hubiesen
transcurrido —murmuró ella.
Bob
observaba el espacio. El firmamento podía verse con absoluta nitidez, la luz de
las estrellas —la gente seguía llamándolas así— brillaba con toda su potencia,
o tal vez con más potencia de la habitual.
Bueno,
lo cierto es que todo parecía extraño en esta noche.
Las
calles estaban desiertas. Nadie, absolutamente nadie, transitaba por ellas.
Los
coches patrulla de la policía se hallaban detenidos en las esquinas. Todos de
servicio. Todos esperando órdenes. Esperando algo, sin saber qué exactamente.
Las
doce y diez minutos.
Bob
comunicó con Unión Radio a través de su transmisor portátil.
—¡Eh,
Collins! ¿Alguna noticia importante del teletipo? —inquirió.
—Nada.
Creo que el mundo se ha paralizado en estos últimos minutos. En California son
las nueve de la noche y no circula ni un alma por la calle. Informan de París
que todo el mundo está despierto y allí son
ya
las cinco de la madrugada. Todo el mundo está a la expectativa.
—¿Algún
accidente o suceso de importancia?
—No,
Bob. ¿Dónde estás tú?
—En
la Cúpula Mundial. No me moveré de aquí.
—Está
bien...
Collins,
al colgar, recibió la enésima llamada de su mujer.
—Por
favor, Kora, no insistas, no puedo ir. Debo permanecer en mi puesto. Bien sabes
que me gustaría estar a tu lado... Anda. Ve a casa de nuestros vecinos.
—Pero
dime, al menos, lo que pasa —murmuró la señora Collins, que estaba realmente
asustada, por primera vez en su vida.
—Nada,
querida. Verás como no ocurre nada... En cuando localicen la avería...
No
pudo continuar. El reloj marcaba las 12,15 exactamente, y una voz anunció:
—Faltan
quince minutos para Especial Espacio...
Luego
silencio.
—¿Has
oído esto? —inquirió la señora Collins, más asustada todavía.
—Sí,
Kora. Lo he oído...
—Tengo
miedo... Ven, por favor.
—No
puedo... No puedo.
—Al
menos, déjame estar contigo a través del teléfono.
—Kora,
hazte cargo... Tengo que atender a muchas cosas. Te llamaré. Te prometo que te
llamaré. Anda haz lo que te digo y... ¡Espera! Me informan que hay novedades.
Collins
acudió al aviso de un técnico, que informó.
—Es
el parte atmosférico; señor Collins... Mire esto.
Y
le entregó un boletín que Collins devoró con
la
mirada, para comentar seguidamente:
—Increíble...
Es un grado de contaminación jamás alcanzado.
—Por
supuesto.
—Hay
radiaciones.
—La
atmósfera está cargada de radiactividad... Pero no en grado nocivo. ¿Han dicho
algo los del observatorio Central?
—No,
señor.
—¡Llámales!
—Sí,
señor.
—¡No!
Lo haré yo mismo...
Poco
después, en el observatorio Central informaran:
—Estamos
comprobando el fenómeno, Collins. Ya nos hemos dado cuenta. Por ahora, no hay
motivo de alarma; no llamen, si no es para casos de emergencia.
Bob,
en el helicóptero, tenía un contador particular y también había comprobado el
fenómeno.
—Fíjate.
Va aumentando un grado por minuto...
Estamos casi a tope.
—¿Es
peligroso? —inquirió la muchacha.
—Espero
que no. Al menos, no lo es ahora. Voy a salir.
—¡Ten
cuidado!
—Nunca
te había visto tan nerviosa.
—¿Tú
no lo estás?
Bob
sonrió para confesar:
—Un
poco.
Salieron
los dos.
Desde
lo alto, la ciudad ofrecía la misma panorámica de siempre, radiante, con las
luces encendidas, como era habitual, desde épocas ya lejanas.
Lo
que no era tan normal era la absoluta carencia de ruidos. Aun en lo alto, se
adivinada el tráfago, a más de asfalto.
Bastaba
mirar con uno de los telescopios para ver todo desierto.
—Parece
una ciudad abandonada —murmuró ella.
Y
para los dos, desde lo alto de aquel inmenso edificio —que no era el más alto a
pesar de sus doscientas plantas— les parecía hallarse solos, absolutamente
solos en el planeta.
Una
voz les volvió a la realidad, que no habían olvidado:
—Fallan
diez minutos para Espacial Espacio.
—Ahora
ya sabemos que el anuncio es cada cinco minutos. Lo que falta averiguar es
quién habla.
—En
la pantalla no aparece nadie. Sólo la voz —dijo Selena.
—Bueno.
Ya falta menos.
* * *
Faltaban
sólo cinco minutos. Así lo recordó la voz.
A
partir de ese momento el anuncio se repitió cada sesenta segundos.
Era
como una pesadilla que mantenía con los nervios tensos a toda la nación. A todo
el mundo.
Cuatro
minutos.
Tres.
Dos.
—La
contaminación ya no sube. Está al máximo. Vamos. La emisión va a empezar
—murmuró Bob.
Un
minuto.
Los
segundos se hacían interminables a partir de ese momento.
Cincuenta
y nueve, cincuenta y ocho...
¿Qué
iba a suceder?
¿Quién
iba a aparecer en las pantallas?
Cincuenta,
cuarenta y nueve, cuarenta y ocho, cuarenta y siete segundos de la cuenta
atrás.
Selena
estaba pendiente de la encendida pantalla de la televisión portátil, que seguía
sin transmitir imagen alguna.
También
la radio permanecía silenciosa, desde el último anuncio.
Cuarenta
segundos, treinta y nueve.
El
silencio pareció aún más intenso, cuando la voz surgió, una vez más, para
contar los segundos a partir del treinta.
En
estos momentos, unos números aparecieron en la pantalla televisiva, que se
sucedían, a medida que la voz de la radio iba aproximándose al momento
culminante.
Diez,
nueve, ocho, siete.
Una
voz surgía a través de todas las emisoras de radio, contando la última parte de
aquella extraña cuenta atrás.
Bob
se informó, a través de la radio, llamando a la emisora:
—¿Estáis
en contacto con el resto del mundo?
—Sí,
Bob. En todas partes está ocurriendo lo mismo. La verdad es que esto impresiona
un poco, ¿eh? —repuso el de la emisora.
—Seis,
cinco, cuatro...
—Escucha
—añadió Bob al compañero de la emisora—. Necesito que compruebes de la forma
que hablan en el resto del mundo.
—La
voz surge en el idioma oficial de cada país.
Y
es la misma, Bob!
Bob
Lassy cambió una mirada con su compañera Selena.
—¿Traducción
simultánea? —insinuó ella.
—Si
sólo fuera eso...
—Pronto
saldremos de dudas..., como tú has dicho antes.
—Tres,
dos... —siguió la voz y los números en todos los receptores y pantallas del
planeta.
Un
tremendo pitido chirrió por todo el espacio, alcanzando incalculable grado de
decibelios. Era algo ensordecedor.
Duró
solo un segundo. Un segundo aterrador.
—¡Uno!
—dijo la voz.
Fugazmente,
algo parecido a un rayo cambió la noche por el día. En un lapso centesimal todo
brilló como a pleno día.
—¿Qué
es esto? —exclamó Selena, con una mezcla de miedo y de emoción.
¿Cuántas
cosas se pueden pensar y recordar en un segundo?
El
pitido, la cegadora claridad. El pasar de la noche al día para volver todo a la
oscuridad...
Un
segundo.
Un
segundo, y luego, la verdad, el momento de desentrañar el misterio. El instante
en que iba a comenzar aquella emisión que nadie, en la Tierra, había
programado: Especial Espacio.
Eran
exactamente las 12,30, o más exactamente, las 0,30 horas del nuevo día, para el
Este de Nueva York.
Era
la hora cero.
—¡CERO!
—anunció la voz.
Aquel
cero resonó en los radiorreceptores de todo el mundo.
El
número apareció en todas las pantallas de los asustados terrícolas.
CERO.
Comenzaba ESPECIAL ESPACIO.
CAPITULO V
No ocurrió nada.
Nada
espectacular, al menos. Las pantallas de todo el mundo reflejaron en sus
imágenes una serie de sucesos acaecidos desde las once de la mañana del día
anterior. O sea una hora después de cuando habían comenzado los anuncios de la
emisión.
Una
voz en off comentaba aquellos
sucesos, que todo el mundo podía contemplar como si se tratara de un noticiario
de última hora que resumiese la jornada.
Así,
por ejemplo, la voz comentó:
—Tokio,
once de la mañana (Así lo escuchaban en Nueva York, aunque en la capital nipona
fueran las dos de la madrugada, y en la pantalla aparecían las imágenes nocturnas).
Las
imágenes mostraron a los espectadores el hundimiento total de un rascacielos en
construcción.
—Iba
a ser el mayor edificio del planeta —decía la voz—. Por causas desconocidas y
cuando la estructura se hallaba a la altura de la planta ciento cincuenta y
cuatro, se desmoronó. Las vigas metálicas se doblaron y todo lo que estaba
construido quedó convertido en un montón de chatarra.
Tras
la noticia del Japón, las imágenes pasaron a una zona de Siberia.
Podía
verse perfectamente cómo, por un extraño e incontrolado fenómeno, una extensa
superficie de hielo se derretía súbitamente, y el agua se evaporaba para dejar
asomar a la superficie el auténtico suelo de la zona. Tierra reseca, agrietada,
sin el menor ápice de humedad.
—Otro
fenómeno inexplicable para el mundo. Igual que en el anterior, no se produjeron
víctimas —informó la voz.
Las
imágenes de otros muchos sucesos, incluidos los ya conocidos en Estados Unidos,
fueron desfilando rápidamente en el espacio de veinte minutos.
Cada
imagen global de lo acaecido era escuetamente comentada por la misma voz.
Bob,
con su radio abierta, captaba las noticias de la emisora Unión Radio, y comentó
con Selena:
—El
locutor sigue empleando la lengua oficial de cada país. Es el mismo, no cabe
duda.
—¿Quién
transmite esto, Bob? —inquirió ella, sobre cogida por lo que estaba viendo, por
lo extraño de aquella emisión.
No
hubo respuesta. Ni Bob ni nadie en el planeta podía pronunciarse al respecto.
Y
las imágenes continuaron.
Los
sucesos inexplicables habían invadido el mundo en un día, por demás, normal.
Sucesos, eso sí, que no habían producido ninguna víctima. Sólo destrozos, daños
materiales y, sobre todo, asombro. Mucho asombro.
Los
veinte minutos concluyeron con la imagen de un avión en vuelo que,
repentinamente, quedó detenido en el airé para precipitarse sobre el mar. La
imagen del piloto lanzándose al agua se confundió con la de un yate anclado en
el puerto de la bahía que se hundía rápidamente sin causa aparente.
En
California alguien estaría dando la razón al piloto que no supo explicar las
causas de la avería que lo obligaron a abandonar el aparato.
El
presidente de Unión Radio asistiría asombrado a la desaparición de su preciado
yate.
Pero
¿quién había filmado esas imágenes? ¿Dónde estaba la oportuna cámara que había
captado aquellas escenas reales?
—Es
inaudito —murmuró Bob.
El
yate se había hundido definitivamente bajo las aguas. La última imagen de aquel
reportaje había concluido.
Luego
surgió la voz en los receptores y en las pantallas. Una voz sin personaje. La
voz que ya empezaba a ser familiar a los habitantes del mundo entero, desde que
las emisoras y los canales de TV habían quedado bloqueados.
La
voz se limitó a anunciar:
—Especial
Espacio ha concluido. Volveremos.
Era
una advertencia.
* * *
Bob
voló hacia el edificio del Cerebro Central. Tenía una idea, un presentimiento.
Cuando
tomó tierra cerca del edificio bien custodiado, ya había hablado con el
profesor Lubick, que no se había movido en absoluto del interior.
—Ordene
que me dejen entrar. Es importante, profesor.
Ni
Selena ni el periodista habían hecho comentario alguno sobre la misión.
Si
alguien esperaba ver seres extraños o máquinas propias de la ficción
científica, se había equivocado de medio a medio. El Especial Espacio había
sido un simple reportaje. Una sucesión de hechos captados al momento; ahí, en
su sencillez, radicaba lo extraordinario. El, porque ninguna emisora del mundo
había sido capaz de prever lo que iba a suceder, pero “alguien” sí lo tenía
previsto y “estaba allí” con la cámara... O con algo que los terrícolas eran
incapaces ni siquiera de imaginar.
—Tienes
franca la entrada, Bob —repuso el profesor a través de la radio.
Bob
y Selena penetraron en el inmenso local. Junto al profesor, dos guardas velaban
por su seguridad personal.
—¿Esperaba
esto? —inquirió el periodista.
—
No esperaba nada en concreto, Bob, pero ha sido realmente aleccionador. ¿No
opinas lo mismo?
—Opino
que ha sido un aviso. Una prevención. “Han querido advertirnos de que pueden
controlar nuestro planeta — repuso Bob, con llaneza.
—Y
lo han conseguido... Mira eso. —Y Lubick mostró al joven una simple bolita
metálica, reluciente.
—¿Qué
es?
—No
lo sé. Es un material duro, desconocido. Se parece al acero, pero dudo que lo
sea. Tampoco es aluminio; sin embargo, es ligero, muy ligero.
—¿Dónde
lo encontró?
—Ahí.
—Y Lubick señaló el monumental cerebro cilíndrico—. Estaba metido entre las
bujías. Actuaba modo de interferencia. Alguien ha debido ponerlo para bloquear
el sistema.
Bob
sonrió como si esperara algo parecido.
—Me
lo temía. Por eso estoy aquí.
—¿Qué
es lo que temías?
Bob
contestó con una pregunta:
—Profesor...
El edificio está siempre guardado. ¿No es así?
—En
efecto. Hay guardia permanente.
—Y
nadie puede entrar ni salir sin ser visto.
—Visto
o detectado —ratificó Lubick.
—Sin
embargo, alguien ha debido entrar para colocar esa aparentemente insignificante
bolita. —Y Bob ahora jugueteaba con ella, haciéndola saltar sobre la palma de
su mano.
—Aquí
no ha entrado sola, por supuesto —manifestó
Lubick.
—Profesor.
¿Ha preguntado si alguno de los guardianes..., en algún momento de su
vigilancia, ha sentido un mareo, o una especie de desmayo..., algo que
momentáneamente les haya impedido cumplir con su misión de vigilancia?
—No.
No lo he preguntado... ¿A partir de qué hora? —Pues... antes de que las
emisoras quedaran bloqueadas.
—Eso
lo sabremos en seguida.
* * *
Ahora
se habían reunido todos en un pequeño laboratorio de pruebas en el mismo
edificio. Con el profesor, Selena y Bob Lassy, se hallaban Malcolm, su fiel Petrus,
dos altos cargos de la policía y el propio gobernador del Estado.
Frente
a ellos dos guardianes. El primero admitió:
—Fue
solo un momento... Tuve un desfallecimiento... Bueno, la noche anterior había
dormido mal. No me encuentro muy bien del estómago y...
Malcom
le interrumpió con brusquedad:
—¿Por
qué ocupó su puesto, si no estaba en condiciones? Sabe que las normas son
estrictas. Cualquier funcionario debe pedir ser reconocido en el Hospital
Central, si no se halla en perfecto estado. No le cuesta ningún dinero.
—Cálmese,
Malcom —pidió Bob—. Estoy seguro de que el vigilante se encontraba en perfectas
condiciones para cumplir su misión.
El
gobernador hizo una seña para que el segundo vigilante explicara su caso:
—Yo
sentí algo así como si cayera en un profundo abismo. Fue sólo un instante. Casi
no tuve tiempo de asustarme. Hasta llegué a pensar que me lo había imaginado.
No dije nada para no alarmar a mi compañero. Después de todo, me recuperé en un
momento.
—¿Un
momento? ¿Cuánto tiempo calcula que duró ese momento? —inquirió Bob.
—Pues...,
no sé... Un momento. Un abrir y cerrar de ojos.
—En
un abrir y cerrar de ojos nadie puede introducirse en el edificio, abrir la
puerta del cerebro, introducir una interferencia en el lugar preciso y volver a
salir —atajó Malcom, con marcado énfasis.
—Esto
es lo que cree usted, Malcom —volvió a intervenir Bob Lassy—. Pero no podemos
saber, con certeza, si todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos.
—Ya
he dicho que sí —protestó el guardián.
Pero
Bob insistió:
—Eso
es lo que usted imagina. Para usted fue un abrir y cerrar de ojos, pero puede
que su vahído durara algo más. El tiempo suficiente para que alguien entrara...
Intervino
el gobernador:
—Pero
ellos habrían visto algo... Quienquiera que entrara en el edificio tuvo que
aproximarse.
—Eso...
En toda la zona no había nadie —puntualizó el guarda que había hablado
primero—. De eso estoy seguro.
—Y
yo también —comentó Bob, pensativo.
—Entonces,
ya sólo falta que nos diga que el que se introdujo en el edificio era invisible
—adujo Malcom, con sarcasmo.
—Si
me dijeran que un terrícola se ha vuelto invisible, me echaría a reír, Malcom
—repuso Bob Lassy—. Pero ahora no estamos hablando de seres conocidos...
—¿De
marcianos, entonces? —sonrió Malcom, burlón.
—Hemos
ido a Marte hace tiempo. Sabemos que no hay vida ni nada aprovechable allí. Ni
en Venus... Ningunos de los planetas próximos albergan a seres vivos... Al
menos, lo que nosotros entendemos por seres vivos...
—¡No
pretenda hacer publicidad con eso, Bob! Se ¡está preparando un buen artículo.
No deberían permitirle estar aquí —protestó Malcom.
—No
pretendo nada, Malcom. Pero abra los ojos... Quién filmó las escenas que hace
un par de horas todos pudimos ver a través de la pantalla? ¿Quién era y donde
estaba el hombre que estuvo hablando por radio, desde que las emisoras quedaron
bloqueadas...? ¿Alguien ha visto a esa gente?
El
gobernador fue el primero en admitir aquellas palabras:
—Es
verdad... Eso es verdad.
—¡Todo
puede haber sido provocado! —espetó Malcom.
—Yo
también lo pensaba así —sonrió Bob—. Pero son demasiadas cosas... Y esa bolita,
de apariencia inofensiva...
El
profesor Lubick aclaró:
—La
están analizando en el laboratorio. Espero noticias de un momento a otro.
—Yo
también necesito datos. El presidente quiere saber lo que ha ocurrido
exactamente —adujo el gobernador.
—Todos
queremos saber —terció Bob—, pero, de hecho, sólo hay una cosa cierta. El poder
que ha bloqueado nuestros medios de comunicación es real.
Y
Lubick se pronunció por primera vez.
—Real y ciertamente invisible...
CAPITULO
VI
—¡Dominados
por un poder invisible! —leyó la señora Collins el titular de uno de los
periódicos, con el mayor alarde tipográfico de todas las épocas.
—Dios
mío... ¿Será posible?
Intentó
llamar a su marido, pero estaba demasiado ocupado. No se había movido de la
emisora en toda la noche y ahora, otra vez a la luz del día, preparaba y
ordenaba las continuas emisiones de Unión Radio, que versaban sobre aquel
extraño fenómeno.
Bob
hablaba, en una de las muchas emisiones especiales:
Los
técnicos todavía no han llegado a la conclusión del análisis de la
interferencia encontrada en el Cerebro Central. El material de la bolita que
les describí sigue siendo un misterio, pero algo es evidente: no procede de
nuestro planeta.
Tras
una pausa, Bob añadió:
—Mi
misión informativa es la de tenerles al corriente y no pretendo alarmarles, y
espero que, una vez descubierta la naturaleza del material interceptor, pueda
neutralizarse su efecto. Sólo así dejaremos de estar en poder de una gente,
unos seres, unas “cosas” que han conseguido sorprendernos. Esa es la verdad...
Concluyó
la misión con cierta pesadumbre.
—Es
la primera vez en mi vida que no digo lo que pienso... Estoy mintiendo para
evitar el pánico... —murmuró.
Selena
estaba allí con unos datos que había conseguido.
—Son
unas fotografías. Obsérvalas bien.
Bob
tomó lo que Selena le ofrecía. Eran fotos nocturnas tomadas en un aeropuerto.
Sólo una de ellas parecía haber sido captada a plena luz y en ella podía verse
una pista de aterrizaje. La nitidez de las vistas era absoluta.
—¿No
notas nada, Bob? —inquirió ella.
—¿Dónde
están tomadas?
—En
el aeropuerto. Las hizo un muchacho sordomudo. Viajaba con su madre. Acababa de
llegar y, como habían suspendido los transportes, mientras esperaba se dedicó a
tomar fotografías. Es un chico de unos doce años, que parece muy listo. No
sabía lo que ocurría. Su madre no quiso alarmarle y le dejó que se comportara
como si nada ocurriera... Esas fotos fueron hechas en el momento de la
emisión... Fíjate en ésta...
Selena
señalaba la que parecía captada a pleno día.
—El
momento en que todo se iluminó —comprendió Bob.
—Sí,
pero hay más. No te lo diré. Tienes que ser tú quien lo descubra; de lo
contrario, podría influir en ti.
Bob
puso una mayor atención, y en las fotos nocturnas creyó adivinar ese “algo” que
aludía Selena. Era como el reflejo de algo...
—Un
cristal —murmuró Bob—. Debió tomarlas detrás de los cristales de la puerta.
—Eso
mismo pensé yo, pero no es así. Sigue observando.
La
impresión del reflejo del cristal estaba ligeramente redondeada, como si cerca
de la cámara hubiera una lente de tamaño bastante grande.
—Me
doy cuenta... En todas ocurre lo mismo.,.. Menos en ésa. —E indicó la que
coincidía con la fugaz luminosidad ocurriría un segundo antes de la emisión.
—La
madre del muchacho me dijo que las había tomado en la terraza. Anoche hacía
bastante calor, incluso más de lo normal para esas fechas...
—¿Cómo
has conseguido esas fotos? —preguntó Bob.
—Estaba
en el laboratorio de Lubick en espera de noticias; la madre del muchacho es
pariente de la esposa del profesor. Vino para que le presentara al doctor
Lander a fin de que intente curar al muchacho. Mientras esperaba, el chico
miraba las fotos. Están hechas con cámara instantánea, no hay cliché. Las miré
por casualidad, mientras la madre explicaba su larga espera en el aeropuerto de
París. Tuve un presentimiento. Se lo dije a Lubick y él creyó ver lo mismo que
yo. Se las pedí para enseñártelas.
—Me
gustaría saber dónde hizo las fotografías el muchacho.
—Eso
será fácil de averiguar —repuso ella.
*
* *
A
mediodía, Bob y Selena estaban en el sitio exacto donde, la noche anterior,
aquel muchacho sordomudo había tomado aquellas fotografías que podían tener una
importancia vital para la investigación del fenómeno que seguía preocupando al
mundo entero.
Bob,
provisto de una cámara, comenzó a sacar instantáneas. Lo hizo con un aparato de
idénticas características del utilizado por el muchacho.
Selena
hacía lo propio con otra cámara.
Sacaron,
entre los dos, más de cincuenta fotografías, tomando como modelo las que el
chico les había prestado.
Luego
se reunieron en uno de los bares y las miraron cuidadosamente, una a una.
No.
No se notaba ningún reflejo de cristal alguno.
—Tendremos
que repetir lo mismo esta noche —dijo Bob.
Durante
el resto del día no ocurrió nada que viniera a aclarar lo sucedido. Todo eran
conjeturas, comentarios, suposiciones, pero nada en absoluto que aportara luz
sobre el caso.
Las
emisiones de radio se sucedieron con normalidad, igual que los programas de la
televisión.
A
las doce, el programa Malcom, emitido por la mayoría de canales, saltó al
espacio, y el propio Malcom habló, disculpándose de la ausencia de la noche
anterior.
—Los
extraterrestres tienen la culpa —dijo, bromeando—. Pero, particularmente,
espero que vuelvan. En cuanto prueben las harinas Malcom, no tendrán ganas de
atacarnos.
Malcom
lo aprovechaba todo para su publicidad.
Bob
trabajaba en algo positivo, repitiendo las fotografías, ayudado nuevamente por
Selena.
Otras
cincuenta vistas fueron atentamente examinadas, después de haber sido captadas
en el lugar exacto.
—Nada
—comentó Selena—. Hay planos que parecen idénticos a los tomados por el chico,
pero aquí no hay ningún reflejo.
Bob
lo admitió.
—No
puede ser una casualidad. Pero me gustaría ver ampliadas esas vistas.
Había
un medio para conseguirlo. Sacar un cliché, aun a costa de perder la nitidez.
Bob
no lo dudó ni un solo momento y, siempre con Selena, a bordo de un helicóptero,
voló a su apartamento. Allí, con los aparatos propios, consiguió el
correspondiente cliché de cada una de las vistas tomadas.
Media
hora más tarde, tenía los negativos en sus manos, que posteriormente amplió.
Dos
horas después, y por un complicado proceso, las vistas se, habían convertido en
diapositivas.
Las
proyectó...
Había
diferencias. En las del chico seguían apareciendo aquellos círculos reflectantes.
En las conseguidas por ambos, aún más dilatadas a consecuencia de las
manipulaciones, no existía la menor señal que indicara la interferencia de
algún objeto transparente.
—Es
algo parecido a un cristal. No cabe duda. Un escudo... Algo que se interfiere
entre la imagen general y la cámara —comentó Bob.
—¿Una
muralla protectora? —inquirió la muchacha tras un silencio.
—Quizá.
—¿Una
muralla que llevase alguien consigo?
—Tal
vez. Es difícil de esclarecer. Habrá que consultar si alguien tomó fotografías durante
esa noche.
—Creo
que todo el mundo estaba demasiado ocupado, Bob —dijo ella.
—infórmate.
Llama a todas partes. Busca en el subsuelo, si es preciso. Necesitamos datos
sobre este particular, Selena. Puede ser importante.
Tras
un silencio, añadió:
—Voy
a seguir repasando esas diapositivas —y luego aún continuó—: Alguien estuvo
aquí. Extraños a nosotros... Seres que no se pueden ver, pero que causaron las
sensaciones de impotencia de los marineros del yate del presidente de Unión
Radio, de los guardas del Edificio del Cerebro Central. Seres que no pueden ser
vistos... Esa cosa transparente de las fotografías podría ser la respuesta.
Y Selena marchó a cumplir el encargo.
CAPITULO
VII
A
los tres días, todo un equipo técnico estaba examinando el yate del presidente
de Unión Radio, que al fin había podido ser rescatado.
La
nave no parecía haber sufrido más daños que los propios de la inmersión.
En
principio tampoco existían señales ni huella alguna.
El
profesor Lubick y Bob, que habían ido al puerto, regresaban a bordo de un mono-rail, en dirección al edificio del
Cerebro Central.
—Todavía
no hay noticias del material de la bola hallada en el Cerebro —indicó el
profesor—. En cuanto a esas fotos, he estado cotejando unos apuntes. Quiero que
veas algo, Bob.
Poco
después, en el mismo edificio del Cerebro Central y en el estudio que Lubick
poseía, mostró otras fotos obtenidas de los viajes espaciales de tipo
experimental.
—Estas
son de Venus. Observe. Son fotografías tomadas desde la misma superficie del
planeta. No hay vida. No hay posibilidad de subsistencia. Eso quedó probado; no
obstante, observe las fotos.
Cerró
la luz, bajó una pantalla y proyectó una serie de diapositivas.
A
simple vista, para un lego en la materia, incluso para los mismos peritos,
aquellas fotografías no revelaban otra cosa que no fuera un terreno yermo,
árido, carente de vida, impregnado todo de un polvillo que invadía las rocas,
los surcos, los cráteres.
Sin
embargo...
El
profesor puso en primer plano un enfoque general.
—¡Cielos!
—exclamó Bob al descubrir lo que precisamente el profesor esperaba que viese.
—Sí,
Bob... Tiene las mismas características —asintió Lubick.
En
efecto, aquellas fotografías reproducían un reflejo similar a los obtenidos la
noche del fenómeno, por el muchacho sordomudo.
—He
preguntado al chico, que, como sabe, es pariente mío —añadió el profesor—.
Tiene una extraordinaria sensibilidad. La privación de esos dos sentidos ha
agudizado su instinto. Le he preguntado si vio algo. A su modo, me ha
respondido que “Vio” el reflejo de los cristales...
—O
sea que vio “algo".
—Él
pensó que era un efecto óptico de la máquina y de los cristales de la puerta
que tenía detrás porque “lo veía muy próximo”, ésas fueron sus palabras.
—Entonces,
no hay duda de que había “algo”.
—“Alguien”,
diría yo —rectificó Lubick.
—Pero
¿y en Venus, profesor? —inquirió Bob—. Allí “no hay nadie”. Al menos, eso
pareció que había quedado probado. A menos que...
—Sigue,
Bob —animó el profesor, como si esperara que el periodista coincidiera con sus
propios pensamientos.
—¿De
cuándo son esas diapositivas? —preguntó Bob, antes de seguir adelante.
—Del
último viaje. Hace diez meses, concretamente —puntualizó Lubick—. Y ahora diga
lo que piensa.
—No
sé si será demasiado fantasioso, pero podría ser que... “esa gente” o lo que
sea, estén realizando viajes por el Cosmos, viajes de reconocimiento o de
inspección, o llámele como quiera.
—Continúa...
—Posiblemente
estaban en Venus cuando nuestras cámaras captaron esas vistas. Sería una
coincidencia, pero... también una probabilidad.
—Lo
es, Bob. He estado revisando centenares de fotografías. Sólo en ésas de Venus
coincide el reflejo de un cristal, y son las más recientes.
—Entonces,
esto podría formar parte de un plan de alguna sociedad extraterrestre
desconocida para nosotros, de investigar sobre los planetas de nuestra galaxia.
—Podría
ser...
Una
llamada interrumpió a los dos hombres. Informaron que Selena estaba allí.
Selena
llegó, poco después, junto a los dos hombres.
—Te
estaba buscando, Bob. Es tan urgente, que no
he podido esperar para que veas esto.
—¿Qué
es?
La
muchacha extrajo unas fotografías, llegadas por radio.
—Lo
que querías. Me ha costado. Un particular sacó fotografías en Londres, y al fin
ha accedido a mostrarlas. También en Germania, la Sociedad Astrológica sacó
unas fotos. Todas están aquí. Creo que son interesantes.
Después
de que Lubick y Bob examinaron las fotos,
ya no les quedó la menor duda.
Todas
ellas tenían esa leve sobreimpresión, propia del reflejo de un cristal.
—Lubick,
¿sabe lo que pienso de todo esto?
—Lo
imagino.
—Esa
noche estuvimos invadidos. Absolutamente invadidos. Esas fotografías lo
prueban.
—Es
posible, Bob. Es posible.
*
* *
Aquella
noche iba a ser pródiga en acontecimientos.
Primero
porque Bob dio la primacía. Basándose en hechos prácticamente demostrables,
informó de la invasión del planeta y acabó diciendo:
—No
son sólo conjeturas... Esos seres invisibles dominaron nuestro mundo, durante
media jornada. Estaban en todas partes y, sin embargo, no podíamos verlos... Yo
estoy seguro de que volverán y, por ello, pido a todos los que tengan cámaras
que, cuando esto ocurra, se lancen a tomar impresiones; no sé si esto podría
servirnos de gran cosa, pero es necesario que localicemos a esos seres
invisibles... Si pueden dominarnos por medio día, es nuestro deber estudiar el
modo de que no caigamos irremisiblemente en sus manos para siempre. Porque hay
un detalle. Tienen medios superiores a los nuestros y no sabemos cómo
combatirlos, si llega el momento de un enfrentamiento. Y este momento llegara.
Ninguna nación está preparada para ello. No lo olviden. Ellos volverán.
*
* *
La
emisión fue una auténtica bomba. Las llamadas a la Seguridad Nacional de cada
país bloquearon las líneas telefónicas y los diversos medios de comunicación.
Algunos
periódicos lanzaron rápidamente emisiones extras, haciendo conjeturas sobre la
posibilidad de una invasión extraterrestre.
Se
pidieron seguridades a los respectivos gobiernos.
Aquella
noche Bob fue llamado a presencia de las autoridades, comandadas por el
gobernador.
—De
ahora en adelante le prohíbo que haga nuevas manifestaciones. Alarmando a la
gente, no consigue sino obstruir nuestra labor. ¿Acaso cree que es usted el
único que investiga el asunto? En principio, lo que debió hacer fue entregarnos
esas fotografías. Ocultando testimonios retrasa nuestros trabajos.
—Lubick
también estaba enterado, señor. Y yo no he ocultado nada. Ya ha oído lo que
dije a través de las ondas. Y esto tiene que saberlo todo el mundo.
—Eche
un vistazo a la calle —cortó el gobernador—. Sólo verá gente asustada y
temerosa. Gente que cree hallarse totalmente desamparada.
—¿Y
acaso no lo está? ¿O es que ya tienen previsto el medio de impedir que suceda
lo de la otra vez?
—Tal
vez, sí. Tal vez lo tengamos...
—Entonces,
su obligación es hacerlo saber a los ciudadanos.
—Se
hará lo que se deba hacer. Ya está advertido, Bob. Otra emisión sensacionalista
como la de hoy, y le mando encerrar.
Era
una amenaza concreta. Algo que Bob no admitía; por eso, y para seguir
investigando, fue hacia el laboratorio de Lubick, que, últimamente, estaba
trabajando de forma intensiva, buscando nuevos datos que aportaran luz al
fenómeno.
Allí
le esperaba una sorpresa:
Malcom.
Malcom
salió cuando él entraba, y le saludó con una sonrisa burlona, que hizo pensar a
Bob que algo se traía entre manos aquel magnate de las harinas sintéticas.
—¿Qué
quería ése? —preguntó, al quedarse a solas con Lubick.
—No
te lo puedes ni imaginar, Bob. Pretende que utilice la bola magnética para
bloquear todas las emisoras, y lanzar una nueva emisión mundial, desde el
cerebro Central.
—¿Para
qué?
—Publicidad.
—Era
de suponer que quisiera sacar partido.
—Me
he negado, por supuesto, pero Malcom tiene poder. Puede hacer que me destituyan
de mi cargo.
—En
estos momentos, esto sería fatal. Usted es la persona más adecuada para seguir
investigando. Usted es el único, profesor.
—¡Oh!
Hay otros, pero tendría que pasarles todos los datos. No es eso lo que más me
preocupa, Bob.
—¿Qué
es?
—Si
Malcom se sale con la suya, la gente respirará tranquila. Nadie se preocupará
de una posible autodefensa. Aunque tú y otros hagáis lo posible para que la
verdad resplandezca, una emisión a escala mundial es demasiado fuerte. Es una
baza importante. Todo el mundo se dará por satisfecho... Y lo malo es que a nuestra
nación le conviene esto. Será una demostración de nuestra propia importancia.
De nuestro poder. Si somos capaces de controlar a todas las emisoras y canales
de televisión, en un momento dado, será tanto como dominar el mundo. Al menos,
el de la información.
—Y
todo, por el egoísmo de un maldito adulterador de harinas —masculló Bob.
—No
hay peligro, mientras la bola magnética esté en nuestro poder. Manipular el
cerebro de otra forma sería labor de muchas semanas. Tendríamos que realizar
desplazamientos para hacer conexiones a los cerebros secundarias.
—Ya.
Es curioso. Una simple bola, que puede sostenerse con una mano, basta para
bloquear todos los cerebros.
—Y
lo malo es que seguimos ignorando de qué clase de material está fabricada
—comentó el profesor.
Un
silencio, que en seguida fue interrumpido por una llamada de los laboratorios
generales.
Lubick
tomó el auricular, y su rostro se contrajo, ante la información que le estaban
dando.
—¡No
es posible! ¿Cuándo?
—¿Cuántos
eran? Ya... Voy para allá.
Al
colgar, Bob preguntó:
—¿Qué
ocurre?
—La
bola, Bob. La han robado.
Posteriormente,
en el vehículo más rápido del profesor, los dos hombres se trasladaban al
Laboratorio General.
La
policía había llegado ya, y todo el contorno estaba acordonado. También estaba
el gobernador.
El
profesor repetía mentalmente lo que le habían dicho sus informadores:
“Cuatro
hombres enmascarados, vestidos con extraños ropajes y el rostro completamente
cubierto, habían entrado, dejando dormidos a los guardas.”
Los
cuatro hombres que estaban trabajando en el laboratorio en aquellos momentos,
siguiendo el programa intensivo de investigación, estaban explicando:
—
No supimos cómo reaccionar. Se apoderaron de la bola y desaparecieron.
—¿Hablaron,
esos hombres? —preguntó Lubick.
—No...
Creo que no.
Otro
lo recordaba mejor.
—Hacían
signos. Sólo signos.
—Sí.
Tres de ellos llevaban armas.
—¿Cómo
eran esas armas?
—Modernas...
Similares a las nuestras.
—¿Similares
o iguales? —preguntó el profesor.
—No
sé. No recuerdo.
—¿Cómo
les pidieron la bola? —preguntó, a su vez, el gobernador.
Alguien
lo recordaba:
—Lo
anotaron en la pizarra.
—¿Les
vieron algún miembro de la cara, del cuerpo, las manos? —insistió el profesor.
El
Jefe Superior de Policía intervino:
—Deje
que nosotros sigamos preguntando, profesor Lubick.
—Un
momento, señor. Esto puede ser importante.
La
respuesta de uno de los científicos no aportó ninguna luz:
—Iban
totalmente cubiertos de una ropa gris... Era de una sola pieza. Les cubría
absolutamente todo el cuerpo.
Selena
se coló, e hizo una seña para hablar aparte con Bob.
—¿También
te has enterado?
—¿Crees
que hay algo de lo que no pueda enterarme? Y sé algo más que vosotros. Escucha,
he hablado con el Gran Hospital. Allí han atendido a los guardas...
—¿Y
de qué te has enterado?
Selena
bajó la voz, y Bob sonrió con cierta amargura, mientras el Jefe Superior de la
Policía insistía sobre el profesor:
—Ya
ha preguntado bastante. Ahora, deje que nosotros continuemos.
—Es
inútil seguir, Lubick. Esto no es más que una comedía. No eran extraterrestres.
En vez de preguntar a esos hombres, lo que deberían hacer es hablar con Malcom.
Él sabe algo del asunto.
—¿Qué
pruebas tiene para acusar a un ciudadano? —espetó gobernador.
—¿Quién
puede tener interés por esa bola magnética? ¿Acaso no está enterado de lo que
se propone Malcom? ¡Vamos, Selena!
—
¡No, Bob! Usted ha hecho una acusación, y tendrá que seguir...
* * *
Estaban
en el cuartel general de Malcom. Aquello parecía una estancia Superespacial.
Todo funcionaba bajo control remoto. La fría e impersonal sala se había llenado
súbitamente. Además del personal de confianza de Malcom, estaba el Jefe
Superior de Policía, dos altos cargos, el gobernador, Lubick y Bob. A Selena le
prohibieron la entrada. Aquello no era una información pública, sino una
acusación privada.
Malcom
se defendió:
—¡Está
loco! Eso sucede por dejar que ese periodista meta las narices en todas partes.
¿Cómo se les ocurre pensar que yo haya podido ordenar que roben esa bola?
—Sin
embargo, usted propuso a Lubick utilizar la bola magnética para bloquear, por
su cuenta, las emisoras de todo el mundo, y lanzar su publicidad al espacio.
—Yo
le hice una sugerencia tan sólo. No le obligué. No tiene pruebas, Bob, ni el
profesor, ni nadie. Repito que fue una sugerencia. Aparte de la publicidad, muy
importante para mi negocio, serviría, a la vez, para tranquilizar al mundo.
—¿Qué
más tiene que decir, Bob? —intervino el gobernador.
—Son
ustedes los que tienen que preguntar, señores. Yo no tengo pruebas, desde
luego, pero lo que sí sé es que el robo no fue perpetrado por ningún
extraterrestre.
—Usted
sólo dice medias palabras, y no puede probar nada —recriminó el policía.
—Entonces,
pregunten en el hospital. Los guardas fueron narcotizados con un producto
corriente, muy poderoso. Un producto usado en todos los quirófanos para dormir
a los pacientes. Basta apretar un simple spray.
Los extraterrestres, los hipotéticos invasores del espacio, no tienen necesidad
de utilizar nuestros productos, ni siquiera de mostrarse públicamente. Son
invisibles.
—Esto
son historias suyas —adujo el gobernador.
—No son historias, señor. El profesor Lubick puede decirles algo, al respecto.
CAPITULO
VIII
Un
día más.
—Puedes
estar contento —murmuró Selena, en la hora de la comida, que compartía con
Bob—. Malcom se ha sentido magnánimo, y no ha querido denunciarte por calumnia.
—Recuérdame
que le mande un obsequio para las Navidades.
—Sé
que es pedirte mucho, pero olvídate de todo Bob. Al menos, hasta que Lubick no
sepa más cosas sobre el asunto. No es tarea tuya luchar contra lo desconocido.
—Pero
sí lo es mantener informada a la gente. Si se consuma la pretensión de Malcom,
se habrá cometido un tremendo fraude...
La
radio funcionaba normalmente. La música ocupaba el espacio, en la hora de la
cena. Música suave para la digestión. Era la norma general en toda la nación,
casi en todo el mundo.
Aquella
vez, sin embargo, se quebró. La voz del locutor anunció:
—Especial
Espacio a las 12,30 de esta noche.
La
pareja cambió una mirada de sorpresa. Ambas parecían preguntarse:
“¿Otra
vez?”
—No
lo esperaba tan pronto —murmuró Bob—. Y aún no estoy convencido.
Llamó
a Lubick, que confirmó:
—No,
Bob... No es cosa de Malcom. Estoy seguro. Ahora salgo para el cerebro.
—Voy
para allá inmediatamente —repuso Bob.
La
comida había terminado para la pareja de informadores. Y una hora más tarde, el
profesor, ante la sorpresa general, informaba:
—Esta
vez no existe ninguna interferencia. Al menos, una interferencia visible.
—¿O
sea que no han utilizado la bola robada para bloquear las emisoras? —comentó
Selena.
Y
Bob adujo:
—Y
nos han dado menos tiempo. Son las ocho y veinte minutos. Sólo disponemos de
cuatro horas para averiguar de dónde procede el bloqueo.
—Sólo
puede proceder de aquí, Bob. Es inútil buscar. —Y Lubick mostró el detector—.
Esto informaría de cualquier elemento extraño. Aquí no hay nada. En esta
ocasión utilizan otros sistemas.
A
partir de la noticia, dada exactamente a las siete de la tarde, hora de Nueva
York, el director de Unión Radio dispuso una vigilancia especial para su yate.
En
todo el mundo se tomaron medidas policíacas. Se alertaron los aeropuertos, y se
informó a todos los pilotos que tripulaban aviones en vuelo.
La
radio dejó de transmitir por el bloqueo; sólo funcionaban las de onda media de
corto alcance, y las patrullas recorrían las calles, pregonando serenidad.
Los
servicios de protección se lanzaron a los lugares oficiales, con baterías láser
para la defensa.
A
las ocho, la voz anunció, por segunda vez, Especial Espacio de las 12,30.
Los
teléfonos funcionaban a tope, recogiendo informaciones de todo el mundo.
A
las nueve de la noche no se había registrado ningún suceso extra normal.
Los
accidentes tenidos como corrientes tampoco tenían razón de ser porque la
circulación por las calles era muy escasa.
A
las diez de la noche, Bob tomaba fotografías instantáneas, cerciorándose de que
no captaban ningún reflejo.
—No
están. No han llegado todavía —murmuró, mirando las fotos.
Selena
era su interlocutora.
—¿Crees
que aparecen repentinamente?
—No
lo sé... —Y desde el tejado, filmaba hacia el espacio—. De algún lugar tienen
que aparecer...
Había
terminado ya cuatro rollos de larga duración, y seguía tomando instantáneas
que, a veces, dejaba para captar nuevas fotografías.
Selena
llamó para informarse de si había alguna novedad. Eran las once.
—No.
Esta vez no ocurren accidentes espectaculares, pero el bloqueo persiste.
Las
once y media.
Una
llamada telefónica:
—Soy
la señora Collins —dijo la voz que oyó Selena—. Me han dicho que puedo hablar
con Bob Lassy que le encontraría aquí.
—Sí,
señora Collins.
—Es
la esposa del jefe —anunció Selena, y Bob tomó el teléfono.
—Señor
Lassy, no hay manera de que pueda hablar con mi marido, pero he recordado su
consejo. Tengo un poco de miedo, ¿sabe?, pero he salido al jardín para tomar unas
fotografías, como usted dijo que hiciéramos la última vez que habló por la
radio...
—Sí,
sí, señora Collins. Hace usted muy bien. Yo también lo estoy haciendo.
—Quisiera
que viera esas fotografías, señor Lassy. yo no entiendo mucho, pero creo que
hay cierto reflejo. Usted habló de ello. ¿Verdad?
—¡En
seguida voy para allí! —colgó y dijo a Selena.—. Estaré de vuelta en poco
tiempo. Sigue con las cámaras.
—Ten
cuidado, Bob.
Él
sonrió. Tomó el coche, y se lanzó a la calle. Poco después, examinaba las fotos
sacadas por la esposa del jefe de emisiones.
—¡Cielos!
—exclamó el periodista, al comprobar la veracidad de las informaciones de la
mujer. Y tomó la cámara para salir al jardín y sacar unas placas.
Después
de quitar el papel protector, las fotos mostraron la existencia de aquellas
transparencias.
La
señora Collins se asustó:
—Señor
Lassy. ¿Quiere esto decir que estamos rodeados de gente invisible? Tengo
miedo...
—Venga
conmigo, si quiere. Informaremos a su marido.
—Es
que... No me gusta abandonar la casa —dudó la señora Collins.
—No
tenemos mucho tiempo. —Consultó el reloj—. Las doce, y tenemos un largo trecho.
La
mujer se decidió, al fin. Bob Lassy fue, a la mayor velocidad posible, libre de
inconvenientes, debido a la nula circulación Todo estaba desierto.
Selena
le esperaba en la azotea.
—¡Mira
esas fotos, Bob!
Los
retratos callejeros mostraban las calles impregnadas de aquellas
transparencias.
La
radio rompió el silencio para recordar:
—Faltan
cinco minutos para el Especial Espacio de las 12,30.
Nuevo
silencio. La más asustada seguía siendo la señora Collins.
Bajaron
al apartamento de Selena, a esperar. Bob se situó junto al ventanal.
—Se
producirá un fogonazo. No se asuste —dijo Selena a la mujer.
Los
minutos transcurrían, lentos, llenos de una densidad indescriptible. La
atmósfera, cargada, contribuían a aumentar el nerviosismo.
Bob,
no obstante, se mostraba sereno.
Un
minuto. Faltaba un solo minuto. Luego, todos esperaban que ocurriera lo de la
última vez. Cincuenta segundos y, seguidamente, la última fase de la cuenta
atrás.
Y
así sucedió.
—Diez,
nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno...
El
fogonazo y la voz... Pero aquella vez, acompañada de una imagen:
Una
especie de tanque blindado, similar a los carros de combate de las últimas
guerras, pero desprovisto de cañones visibles. Poseía un largo cristal
delantero que servía de visor; no obstante, no podía verse quién o quiénes
estaban en el interior del vehículo, pero la voz surgía de allí.
Apurando
la observación, Bob advirtió que una luz fosforescente surgía de alguna parte,
manteniendo iluminado el blindado, y aquello le dio una idea.
La
voz empezó a hablar:
—La
última vez tratamos de hacerles una demostración de nuestros sistemas. Bien
pudieron observar que no era nuestro deseo causarles víctimas; sólo algunos
destrozos en sus materiales, imprescindibles, por otra parte, para que
comprendieran. Claro que la mentalidad de ustedes es muy distinta, y
absolutamente limitada. Puedo asegurarles que de nuestro viaje alrededor de las
Galaxias, el suyo es el planeta habitado más desarrollado y, a la vez, menos
inteligente. Me refiero a los Seres que lo habitan. Ustedes sólo entienden una
forma de vida. La forma animal y vegetativa. No conciben otra clase de
existencia, y desprecian lo que ignoran y por consiguiente, olvidan el daño que
están causando. Eso, a nosotros no nos importaría, si no precisáramos de un
habitáculo dónde instalarnos...
Hizo
una pausa. Bob señaló la pantalla, y murmuró:
—Necesitan
esa clase de luz para hacerse visibles. Por eso no los vemos. Sólo el cristal
tiene un pequeño reflejo. Es interesante.
Guardó
silencio cuando la voz de quien hablaba desde el interior del blindado,
prosiguió:
—Nosotros
no tenemos ninguna preferencia para establecernos en un planeta o en otro, pero
nos es imposible coexistir con otros seres y, por lo tanto, tenemos que
expulsarlos. Esto siempre resulta doloroso, pero comprenderán que no podemos
subsistir sin un lugar adecuado. La vida de nuestro habitáculo se extingue, y
queremos sobrevivir. Tenemos todos los medios para rehacer nuestra existencia
en otro lugar. Por ello, hemos elegido LA TIERRA.
Bob
dejó de oír para lanzarse al teléfono, y llamar al profesor:
—Escuche.
Estamos invadidos. No sé cuántos son, pero tenemos un medio para descubrirlo...
La luz. Es fosforescente... Esto puede conseguirse.
—Pero
no será posible iluminar toda la ciudad.
—La
zona más ancha posible...
—Depende
del tiempo de qué dispongamos.
—Posiblemente,
habrá algún modo de entretenerles... Póngase en contacto con las autoridades,
pídales su colaboración, y empiecen a trabajar desde el laboratorio.
Bob
colgó, mientras el del blindado había seguido explicando los pormenores de lo
que se proponían.
—He
dicho que el lugar donde existen los seres más crueles es este planeta. Por
ello nos causa menos dolor. Por ello, lo hemos elegido... Procuro hablarles en
un lenguaje que puedan comprenderme. Un lenguaje llano que espero les haya
impuesto de cuanto pretendemos. Insisto en que no queremos causarles ningún
daño, por eso les daremos cierto tiempo para que vean el modo de emigrar al
espacio. Seguramente, tienen formas de hacerlo. Hemos seguido, paso a paso, sus
descubrimientos y, aunque con mucho retraso, disponen ya de ciertos medios para
conseguir la emigración casi masiva.
Otra
pausa. El profesor llamó, en aquellos momentos para informar a Bob.
—Necesitaré
unos cuarenta y cinco minutos.
—No
sé cuánto durará esto, Lubick, pero tiene que conseguirlo en menos tiempo.
Treinta minutos.
—Haré
lo que pueda. Los demás están de acuerdo. —El profesor colgó, y Bob volvió al
lado de la pantalla.
—No
deben atacarnos —siguió informando el anónimo comunicante—. Sería inútil. Para
ustedes, somos totalmente indestructibles. Y además, no pueden vernos. Tenemos
la ventaja de reproducirnos con mucha facilidad y rapidez. Un ataque por su
parte sólo les llevaría a su total destrucción, que queremos evitar. Ahora, ya
están advertidos. Falta sólo el detalle del plazo. No puedo fijarles una fecha,
pero será razonable. Empiecen a trabajar desde ahora mismo. A su modo, tienen
buenos técnicos. Ellos encontrarán la solución más idónea. Ya no tengo nada más
que decir.
Bob
consultó su reloj. Faltaban veintisiete minutos para el plazo dado al profesor.
Conectó rápidamente su radio de onda media, y lanzó su voz al espacio:
—
¡Oiga! ¡Oiga! Habla Bob Lassy, al representante de los Invasores. Ignoro su
frecuencia de onda, pero estoy seguro de que puede oírme.
La
imagen seguía en la pantalla, pero la luz comenzaba a debilitarse, y el
blindado se veía con menor nitidez.
Bob
lanzó una nueva llamada:
—Aquí
Bob Lassy... Necesito hacerle unas preguntas. Soy informador, y estoy seguro de
que los ciudadanos de nuestro planeta desean saber más cosas acerca de
ustedes... ¿Me escucha? Debe oírme... Oiga... ¿Está dispuesto a dialogar?
Todo
seguía igual. El blindado, inmóvil, la luz, escasa.
—¡Escuche!
Nadie pretende atacarles. Sólo hacerles preguntas. No desaparezca. Escuche.
Usted ha hablado de forma razonable, a su modo, claro. Es muy cómodo decir
quiero este planeta, y lo tomo a la fuerza. Nosotros no discutimos su forma de
vivir interior, y tampoco les perjudicamos... Si somos menos inteligentes,
tampoco es culpa nuestra el poseer una mentalidad limitada. Queremos saber...
Ustedes podrían ayudarnos. Sus experiencias y sus conocimientos pueden
servirnos de gran ayuda... Me está escuchando, ¿verdad? ¿Por qué no responde?
Silencio.
—Bien.
Puesto que me escucha, seguiré hablando. —Y Bob consultó su reloj. Los minutos
le parecían de un lento transcurrir exasperante. Y lo que él necesitaba era
tiempo.
Imaginaba
los acelerados trabajos para proveer focos con aquella clase de luz, y
conseguir la iluminación adecuada.
Siguió
hablando:
—Si
pueden destruirnos, si tan seguros están de su poder, y consideran que
cualquier intento de guerra sería nefasto para nosotros, no debe temer
contestar a mis preguntas. No debe temer ayudarnos. Tendremos que marcharnos
porque ustedes nos echarán, sin que podamos impedirlo. Pues bien... He ahí mi
primera pregunta: ¿Qué habitáculo puede ser apto para nuestra forma de vida?
Ustedes han recorrido muchas galaxias, ¿no es así?
Silencio.
—¿Por
qué no contesta? ¿No entiende mi idioma? Usted se expresa muy bien con el mío.
Y habla la lengua de otras naciones, claro que eso es fácil, por medio del
traductor simultáneo... Bueno, hable... Diga algo. ¿O acaso no puede? ¿Está
usted programado? ¿Es eso? No es un ser viviente. Es sólo una máquina... ¡Una
máquina!
—Usted
es Bob Lassy —habló, al fin, la voz, y Bob lanzó un suspiro, no extrañándose
demasiado de que su raro interlocutor, a través de la pantalla, supiera su
nombre.
—¿Nos
tienen fichados a todos?
—Sólo
las voces de los que hablan en público. Usted habla bastante. Y también se cree
muy listo. Quizá lo sea para la mentalidad de los que le rodean...
—Entonces,
conteste a mis preguntas. Ya ve que le pedimos ayuda. Si se niega a
prestárnosla, pensaré, y conmigo pensarán en todo el mundo, que todo el poder
que preconiza es sólo una fanfarronería. ¿Entiende esa palabra, hombre o
máquina?
El
"otro” seguía sin contestar, pero Bob había acaparado la atención mundial.
Todos estaban pendientes de aquélla emisión insólita.
El
blindado seguía allí, con luz tenue, y Bob miraba desesperadamente su reloj.
Había conseguido entretener a su interlocutor durante quince minutos. Le
faltaba otro tanto para retenerle. Y en voz baja, dijo a Selena:
—Pregunta
a ver si han conseguido localizar el emplazamiento de ese vehículo.
Selena
asintió, y Bob volvió a la carga:
—Hagamos
una cosa, “señor”. Si tiene dificultades para traducir, le hablaré más
despacio. Usted sólo debe mover su vehículo. Adelante y atrás será afirmación.
Atrás y adelante será negación. Le haré preguntas que puedan ser contestadas
con monosílabos. ¿Estamos de acuerdo?
Pero el blindado permaneció inmóvil.
CAPITULO
IX
Veinte
infructuosos minutos. El blindado seguía inmóvil, y Bob Lassy estaba agotando
los temas.
Selena
había informado:
—Lo
están intentando, pero los detectores no funcionan, ni el radar. Los
helicópteros están paralizados. ¡Lo han detenido todo, Bob! Su poder no es
ficticio. Es real.
—Llama
al profesor. Dile que se dé prisa. Sólo quedan diez minutos, y esto no tiene
trazas de salir bien. Parece como si tuvieran prisa en largarse.
La
luz de la pantalla se iba extinguiendo. El material de que estaba construido el
blindado se ocultaba por momento, a causa de esa falta de iluminación. De un
momento a otro, la imagen iba a desaparecer.
—¡No
se vaya! ¿Por qué no quiere dialogar?
Ya
casi sin luz, se escuchó nuevamente la voz del blindado:
—No
tenemos nada que decir. No tenemos que ayudarles. Tendrán tiempo, si lo
aprovechan. Especial Espacio ha terminado.
—¡No!
La
luz se extinguió totalmente. Durante unos segundos, en la pantalla quedó el
reflejo del cristal.
—¡Escuche!
¡No puede irse! ¡No tiene derecho! No tiene derecho...
El
desbloqueo tuvo lugar en aquel momento. Un locutor, muy excitado, habló cara al
público:
—Atención,
atención. Se está procediendo a iluminar una ancha zona en los alrededores del
espacio que ocupa el edificio del Cerebro Central. Potentes luces especiales
hacen visibles estos extraños bólidos, parecidos al que hemos visto a través de
la pantalla.
—¡Lo
ha conseguido! —exclamó Bob.
La
señora Collins parecía no entender nada.
El
locutor informaba:
—Nuestros
equipos móviles van a desplazarse hasta el lugar para que sean testigos de lo
que allí ocurre.
—¡No
se mueva, señora Collins! —espetó Bob, e hizo una seña a Selena para que fuera
con él. Por nada, quería perderse lo que allí iba a suceder.
*
* *
El
sector anunciado por la televisión estaba potentemente iluminado por una
fosforescencia que dañaba los ojos, pero esa luz, tal como había intuido Bob,
permitía ver aquellos bólidos o blindados, dispuestos en batería a doble fila.
Bob
se aproximó al lugar acordonado por las fuerzas de la defensa Nacional, que
prohibían el paso, mientras se aproximaban las baterías, provistas de láser.
Bob
salió del coche, y contó, por encima:
—Por
lo menos hay cien de esos cacharros, y la ciudad debe estar llena de ellos.
Las
cámaras de televisión se aproximaron todo lo que les fue permitido por la
autoridad, y Bob corrió hacia uno de los vehículos, saltando encima para encaramarse
al lugar ocupado por el hombre que manejaba la cámara.
—¡Eh!
Yo también quiero ir —protestó Selena, pero el vehículo ya había avanzado, y la
cadena de policía volvió a impedir el paso.
De
pronto, el técnico de sonido exclamó:
—¡Otra
vez lo han bloqueado! ¡Malditos sean! Quisiera saber cómo lo consiguen.
Bob,
con su radio portátil, llamó insistentemente al profesor, que se hallaba junto
al cerebro Central, y se había apercibido de la nueva anomalía.
El
gobernador habló a través de una radio de onda media:
—A
nuestros visitantes extraterrestres. Ya ven que han sido descubiertos. Ya han
dejado de ser invisibles. Una amplia red de focos les dejará al descubierto.
Váyanse y no vuelvan porque atacaremos. Váyanse de nuestro planeta.
Los
mandos militares estaban dispuestos a atacar. La expectación había alcanzado el
grado máximo, mientras se ampliaba la red de focos fosforescentes, descubriendo
nuevos vehículos.
La
ciudad estaba infestada.
De
pronto, los bólidos, como obedeciendo a una orden, retrocedieron a las zonas
oscuras.
Inmediatamente,
fueron seguidos por vehículos portadores de focos para no perderles de vista.
Las
cámaras tomavistas seguían rodando, aunque las imágenes nos pudieran ser
transmitidas.
La
zona de la luz quedó considerablemente ampliada, y Bob no pudo por menos que
lanzar una exclamación:
—¡Cielos!
Se acercan al millar... Y en toda la ciudad deben haber diez o doce veces
más...
—Y
en todas las ciudades, Bob, y en todo el mundo. Esto es escalofriante —murmuró
el fotógrafo.
Las
baterías ciudadanas avanzaban. Alguien debió ponerse nervioso, y dio una orden:
-—Disparen.
Ataquen. Veremos si son tan poderosos.
Una
lluvia de rayos se dirigió hacia los bólidos. Varios de ellos recibieron
claramente los impactos perforadores, y una luz cegadora se enseñoreó de toda
la zona.
Sin
embargo, cuando las chispas cesaron, todos quedaron asombrados al ver que los
bólidos seguían allí, sin haber recibido el menor daño.
—¡Son
indestructibles! —dijo alguien.
—Deben
tener su punto flaco —murmuró Bob.
Entonces,
ocurrió algo que ya era de prever. De los bólidos surgieron unos ruidos, unas
ráfagas invisibles que silbaban como pequeños cohetes.
Cada
disparo dio en el blanco elegido. Las baterías láser...
Humareda,
fuego, chispas. Todo ocurrió en menos tiempo del que se tarde en narrarlo.
Ninguna
batería quedaba en pie. Ninguna de las de primera línea. Todas habían sido
volatilizadas. No quedaba nada, ni hombres, ni máquinas.
Más
allá, en algún lugar, una tremenda explosión hizo pensar en una nueva
demostración del poderío de aquellos seres, protegidos con aquellos bólidos,
que habían resistido el fuego del láser.
La
información no tardó en llegar.
—Todas
las instalaciones Malcom, ¡todas!, ¡han desaparecido!
Poco
después, las cámaras y, con ellas, Bob, se hallaban en el lugar donde existía
el complejo Malcom.
Más
allá, su extraordinaria villa y sus jardines, todo el lujo, todo lo que era
orgullo y ostentación de su propietario, todo había desaparecido.
El
profesor llegó momentos después, para informar.
—Han
eliminado las luces. Ahora, todo parece vuelta a la normalidad. Creo que ya no
están entre nosotros... Hice lo que pude.
Si
alguien necesitaba una demostración de su poder, debe haber quedado complacido
—murmuró Bob.
*
* *
Todo
funcionaba ya perfectamente. Eran las diez de la mañana y la policía acordonaba
lo que habían sido las instalaciones del magnate de las harinas sintéticas No
había quedado nada. Unas pocas cenizas. La hierba estaba igualmente calcinada,
y entre las hierba, aquel objeto reluciente, que fue entregado al profesor
Lubick, y que posteriormente lo observó Bob.
—La
bola magnética. Luego no me había equivocado. El la robó.
—Ya
no puede servirle de nada, Bob. Él también estaba dentro de la casa, y lo más
lamentable son los miles de trabajadores del turno de noche. Ellos también han
desaparecido.
Bob
apretó los puños.
—Lo
malo —comentó— es que, en estos momentos, no hay nadie en la Tierra capaz de
combatir a esa gente.
—Van
a trasladarme al Departamento de Guerra.
La
Comisión se ha reunido con urgencia... Esto que te digo guárdalo en secreto. No
lo comentes. Es lógico que quieran mantenerlo reservado.
—¿Qué
pretenden?
—Estudiar
la situación, y encontrar el material adecuado para combatirlos. Con razón,
creen que tienen medios para enterarse, y por eso nadie deberá estar
informado...
—¿Y
dónde piensan realizar la fabricación de lo que ni siquiera se sabe?
—En
la antigua zona de pruebas. En los subterráneos del Desierto de Nevada.
—Se
enterarán. No sé cómo ni por qué maldito medio, pero se enterarán...
—No
podemos abandonar el planeta. Ahora se plantea una cuestión de supervivencia.
Vencer o morir. Tenía que suceder algún día.
—Esa
gente debe tener su punto flaco —murmuró Bob—. Todavía me pregunto por qué se
negaron a contestar a mis preguntas, anoche... Y tengo mis ideas al respecto...
Si hubiera podido entrar en uno de esos bólidos, y ver, cara a cara, al
individuo que los maneja...
* * *
Transcurrió
un mes.
Las
actividades de defensa, en todo el mundo, se llevaban con el máximo secreto.
Por
una vez, las naciones estuvieron de acuerdo. Era necesario disponer de un mando
conjunto, a escala mundial.
Se
nombraron los jefes supremos, y en los laboratorios se seguía investigando, con
lo poco que se tenía.
Para
el profesor, el significado de aquella bola magnética podía ser de vital
importancia.
En
una de sus escapadas a Nueva York, y comentando con Bob, siempre ávido de
noticias, murmuró:
—Sus
propias armas no pudieron destruir ese material. Todo quedó calcinado, pero no
la bola.
—¿Qué
saben de ella?
—Es
un metal desconocido; tiene propiedades minerales, parecidas, en cierto modo,
al carbón. Su dureza es extraordinaria. Es completamente maciza. Ha costado
mucho partirla en dos. Todo es compacto.
Bob,
por su parte, recorría el mundo con Selena, y hasta le quedaba tiempo para dar
algún paseo.
Era
como una espera, que servía para meditar.
—No
somos tan malos. Egoístas tan sólo, pero sigo teniendo fe en la humanidad;
quizá lo que está sucediendo ahora sirva para hermanarnos más...
—¿Cuándo
crees que ocurrirá?
—Sabes
lo mismo que yo. Se negaron a dar información. Si supiéramos dónde radica su
fallo. Deben tenerlo.
—¿Dónde
están ahora? ¿Por el espacio?
—Seguramente.
—Si
no podemos verlos, ¿por qué no se quedan aquí? Estarían bien seguros. —Y
sonriendo, añadió—: Hasta el momento en que se encendieron las luces
fosforescentes.
Se
refería a que en todas las ciudades se estaba procediendo a una doble
instalación electrónica para, en un momento dado, iluminar todas las zonas con
aquella clase de luz, que hacía visibles los blindados.
Bob
estaba pensativo.
—No
se quedan aquí. Tú lo has dicho, Selena. Y esto también me preocupa. Hay otra
cosa. Dijeron claramente que no podían convivir con nosotros. Puede... puede
tratarse de algún problema con la atmósfera. Es posible que tengan su tiempo
limitado, cuando nos visitan... Eso podría ser. Me parece que hablaré con el
profesor.
* * *
De
regreso a su país, Bob Lassy pidió ver a Lubick, que asintió sonriendo.
—Claro,
Bob. Ya entra en nuestros cálculos esa posibilidad. Su estancia limitada se
debe a algo. Igual que su interés en ocupar ellos solos el planeta.
—Jamás
salen de sus bólidos —adujo Bob a su vez—. Y es posible que, dentro de ellos,
no puedan obrar a sus anchas.
—Necesitan
el planeta para cambiar algo. Y quieren estar solos —apostilló Lubick—. Pero
estamos trabajando en el medio de hacerles salir de sus corazas.
—¿Puedo
saberlo, o la reserva me incluye a mí?
—No
te incluye, si no la utilizas para tus informaciones.
—Palabra,
Lubick. El asunto es serio, y sé que toda reserva es poca. Pero me gustaría
saber cómo andan las cosas.
—Estamos
intentando encontrar la fórmula capaz de destruir el material de la bola
magnética. Hemos encontrado el buen camino. Cuando consigamos la forma de
volatilizar ese metal, habremos dado un gran paso adelante. Ese material es
indestructible hasta con sus propios medios. Algo parecido debe haber en sus
bólidos. Es nuestra única posibilidad...
*
* *
Entretanto,
Selena, en su cotidiana labor de buscar información, se hallaba en la base del
Plan Conjunto Espacial para recoger datos sobre el último vuelo programado,
cuyos astronautas habían regresado aquella mañana.
Venían
de recoger informes del laboratorio automático, instalado en la Luna. Hasta
entonces, ése había sido un trabajo rutinario. La habitabilidad de la Luna era
impracticable. Sólo una pequeña comunidad de investigadores podría sobrevivir,
a costa de un elevado precio. Se desechó tiempo atrás la idea de una posible
colonia y por eso el satélite continuaba siendo utilizado de forma automática,
con fines científicos.
Sin
embargo, y a raíz de la amenaza de los extraterrestres, Lubick pidió unas
nuevas muestras minerales y, tras los pertinentes exámenes, los astronautas
regresaron con ellas.
Selena
pudo obtener la siguiente información:
—Fuimos
desviados de la ruta. Fue sólo durante dos minutos, pero me di perfecta cuenta
—explicó el comandante—. El detector nos advirtió de la proximidad de un objeto
no identificado. Por unos momentos creímos que chocaríamos con él.
—¿Cómo
era ese objeto?
—No
lo sé. No logramos verle. Sin embargo, estábamos muy próximos.
—¡Los
seres de los blindados! —espetó alguien.
—Eso
nos temíamos, pero luego la ruta siguió normal.
El
encargado del control de la base manifestó que, desde Tierra, no se había
controlado ninguna interferencia.
—Los
datos han quedado perfectamente registrados —repuso el comandante.
Selena
pensó:
“No
hay duda de que nos vigilan. Siguen nuestros pasos. Están atentos a todos
nuestros progresos.”
* * *
Al
día siguiente, Selena se había reunido con Bob para darle cuenta de lo oído en
la base. Bob también tenía algo que comunicarle:
—Las
muestras de la Luna han sido positivas. La mezcla del mineral ha sido
definitivo.
—Entonces...
¿han conseguido...?
—Sí,
Selena. El metal desconocido ha podido ser fundido. Ahora, Lubick ya sabe la
clase de armas que se necesitarán para destruir a nuestros enemigos. ¡Cuánto me
gustaría poder dar esta noticia!
—Pero
no lo harás.
—No,
por supuesto, pero me inundan a llamadas. Todo el mundo se extraña de que Bob
Lassy no diga nada sensacional. Me pregunto si esos seres no habrán averiguado
ya hasta dónde hemos llegado.
En
ese momento, el locutor que estaba hablando a través de la pantalla de
televisión, que normalmente estaba siempre abierta en la casa, dio la noticia:
—Ultima
hora. Noticia recibida por conducto del cerebro. La nota dice: El plazo ha
terminado.
Bob Lassy y Selena cambiaron una significativa mirada. Aquella nota sólo podía haber sido dirigida desde un lugar: El Espacio, y su redactor había sido uno de los extraterrestres...
CAPITULO
X
—Es
necesario que te dirijas a la nación, Bob —le pidió Collins—. Es el propio
presidente de Unión Radio quien te lo pide. Hay pánico en las calles. Debes
tranquilizarles. A ti te escucharán.
—Tengo
mucho que hacer, Collins.
—Aprovecha
ahora que todavía no nos han bloqueado las emisoras. Sólo cinco minutos. Di
algo que convenza a la gente.
Bob
estaba junto a Selena, a bordo del helicóptero ultrarrápido que iba a
transportarle hasta la gigantesca fábrica subterránea, en el Desierto de
Nevada.
A
sus plantas la gente se había lanzado a la calle. Era como una especie de locura
colectiva. Todos querían huir.
—La
montaña es el lugar más seguro. Sólo atacarán a las ciudades —decía alguien.
La
guardia se veía imposibilitada de contener el alud de gente que deseaba huir,
huir adonde fuera, alejarse de la ciudad.
—Infelices.
Si consiguen vencernos, nadie podrá salvarse. No quedará ni un solo lugar
tranquilo en toda la Tierra.
—Eso
está sucediendo en todas partes. He estado escuchando las emisiones europeas.
Hay grupos que enloquecen y se matan unos a otros.
—Ven
próximo el fin. Vamos. Iré a la emisora para transmitir.
Robándole
tiempo al tiempo, Bob acudió a la emisora. No perdió ni un segundo en ponerse
ante el micrófono:
—Les
habla Bob Lassy. Y es sólo para rogarles que tengan confianza, que permanezcan
unidos. No sabemos el tiempo que nos queda, pero estoy pensando que esta
información que han oído ustedes la redactaron precisamente "ellos” para
provocar el pánico, para ponernos nerviosos. Quizá no confían en sus propias
fuerzas y pretenden minar nuestra resistencia. No pierdan la calma. Es ahora
cuando a todos nos conviene estar relajados, atentos y preparados. Ya sé que es
pedirles mucho en momentos como éste, pero voy a darles una noticia que me he
estado reservando. Escuchen...
Alguien
pasó una nota a Bob, que leyó en un instante y prosiguió con su alocución:
—Las
fuerzas armadas de la nación, las fuerzas de todo el mundo, han estado
trabajando conjuntamente, preparando un arma capaz de vencer a los que pretenden
invadirnos. No diré el lugar ni la clase de arma, porque “ellos” tienen oídos
en todas partes, pero sí puedo asegurarles que es un arma eficaz. Quizá hayan
descubierto nuestros planes y por ello se han decidido a atacar. Pero insisto;
este aviso parece dado con la intención exclusiva de minar nuestra moral.
Observemos la más estricta serenidad... Y ahora escuchen un boletín que acaban
de pasarme. Es del Cuartel General de las fuerzas armadas conjuntas. Se está
fabricando en gran escala el proceso químico necesario para destruir a nuestros
enemigos. Necesitamos de todos vosotros. No huyáis. Cada hombre puede ser
necesario. Que nadie deserte. En todo el mundo se está reclutando gente. Esta
no será una guerra entre hermanos de raza. Será nuestra guerra. Una guerra sin
cuartel. Victoria o muerte... Que nadie deserte. Os lo pide Bob, que os
mantendrá informados siempre que le sea posible.
Cerró
la emisión en el momento en que Collins sacó otra nota del Cerebro:
“El
plazo ha terminado.”
Era
una nota idéntica. La primera había llegado tan sólo una hora antes.
—¿Cuánto
va a durar esto? —murmuró Collins.
—Que
la radien.
—No.
Sería contraproducente.
—Collins,
si no lo hacemos, nos bloquearán las emisoras. ¡Que la radien!
Y
Bob tomó otra vez el micro para informar:
—Nuevamente
Bob Lassy al habla para informarles de que las notas que nuestros enemigos nos
mandan se irán leyendo con absoluta normalidad. No se pongan nerviosos. Tenemos
que hacerlo así. No se pongan nerviosos, repito. Tengan confianza —cortó.
—Vamos,
Selena. Tengo que saber cómo andan las cosas en Nevada —dijo.
Tras
el rápido vuelo, Bob llegó al Cuartel General y Fábrica de Armamento. Se
trabajaba a todo ritmo. De las rampas subterráneas seguían saliendo enormes
contingentes de armas.
El
profesor Lubick había terminado ya su trabajo.
—Nos
faltará tiempo, Bob —dijo—. Aquí ya no se puede dar abasto y no cabe nadie más.
Tampoco es posible montar otra fábrica. Supongo que han averiguado lo que
estamos preparando y se han decidido a atacar.
—Sí,
Lubick, pero me pregunto por qué lo anuncian. Dije, por radio, que pretendían
ponernos nerviosos y no mentí. Es lo que pienso. Si quieren ocupar nuestro
planeta y están seguros de conseguirlo, ¿por qué torturarnos? No. No les creo
capaces de eso. Lo hacen por una razón y, si no es la que digo, ¿cuál es? ¿Qué
opina usted, profesor?
—Ojalá
supiera cómo piensan... No tenemos ningún dato. Sólo ese trozo de material que
nos ha servido para conocer la forma de abatirlo, pero jamás he sido partidario
de utilizar la fuerza... Hubiera sido mucho mejor dialogar.
—No
admitieron el diálogo, Lubick. Ya lo viste.
Estaban
junto a la pared de cristal del laboratorio. Podían ver el desenvolvimiento del
personal, que seguía trabajando. A través de la radio interior se transmitían
órdenes. De pronto, se hizo el silencio y al otro lado se inició un movimiento
de idas y venidas. Uno de los guardianes habló con alguien y éste señaló el
cristal.
—Algo
está sucediendo. La radio ha dejado de funcionar —comentó Bob.
El
del laboratorio se dirigió hacia donde estaba Lubick, que le recibió en la
puerta, yendo a su encuentro.
—¿Qué
pasa, Trayton?
—Bloqueo,
profesor. Otra vez las comunicaciones han enmudecido.
Junto
con el profesor, Bob acudió a la sala de reuniones. Los jefes estaban atentos
mientras, a través de la radio, una voz había comenzado a hablar.
—“Ellos”
—murmuró Bob.
Aquella
voz tenía el timbre ligeramente metálico de las veces anteriores.
—Sabemos
que han estado trabajando para atacarnos. No hicieron caso de nuestro aviso. Y
sólo ustedes serán responsables de lo que les va a ocurrir.
Tras
un silencio la voz prosiguió:
—Creen
haber descubierto una fórmula para destruir nuestros bólidos blindados... Se
equivocan. Esa forma esférica que utilizamos la primera vez para bloquear sus
sistemas de colocación la dejamos adrede. Sabemos que, posteriormente, esa bola
magnética fue robada, pero jamás llegó a su destino. Nosotros nos apoderamos de
ella otra vez y la hicimos aparecer en la fábrica que destruimos. Es lo que
ustedes llamarían una trampa. Tal como pensábamos, creyeron que aquel material
había resistido nuestro ataque y sus hombres sabios pensaron que ése era
nuestro punto flaco... No, señores. No tenemos ningún punto flaco, y, una vez
más, hemos comprobado su nula inteligencia. Han estado trabajando en vano.
Ustedes mismos podrán comprobarlo. ¡Ahora! —Y la emisión quedó cortada.
Nadie
comprendió exactamente el significado de la palabra: “¡Ahora!”
¿Es
que acaso se disponían a atacar masivamente y en pleno día?
—
¡Están ahí! A plena luz —informó el jefe de la guardia, llamando por el
teléfono interior.
Tres
blindados se hallaban a un centenar de metros, sobre la arena del desierto.
A
la luz del atardecer se había unido una extraña luz fosforescente que les hacía
totalmente visibles.
Todo
el mundo aguardaba órdenes.
El
jefe supremo de la zona americana había salido con su plana mayor. Allí estaba
también Bob, el profesor Lubick y un ingente grupo de gente procedente de las
diferentes dependencias subterráneas.
Bob
llevaba una emisora portátil, igual que muchos elementos del Ejército.
El
que antes había hablado volvió a tomar la palabra:
Prueben
sus armas. Es sólo para que se convenzan de que no bromeamos. Prueben ahora
mismo. No tomaremos represalias. No atacaremos aún. Prueben.
Todos
esperaron la orden del jefe supremo, que asintió con la cabeza.
—Tenemos
que salir de dudas.
Se
preparó rápidamente una batería.
—Carguen
al máximo.
—¿Puedo
hablarles, señor? —inquirió Bob.
—¿Para
qué?
—
Déjeme. Es para hacer una prueba. Algo que desde que conversé con ellos la vez
anterior está rondando en mi mente.
—Procure
no soliviantarles.
—No,
señor. —Y Bob avanzó unos pasos y alzó la voz:
—¡Habla
Bob Lassy! Creo que podéis reconocer mi voz y podéis oírme...
Esperó
sin que le llegara respuesta alguna.
—Escuchad.
Vamos a hacer la prueba que habéis pedido y estamos seguros de que mantendréis
vuestra palabra. Dispararemos... Pero no queremos represalias... Sólo
parlamentar. Nos someteremos a vuestras decisiones. ¿Qué contestáis?
No
hubo respuesta.
El
jefe supremo rompió el silencio:
—Ya
está bien, Lassy. Es inútil perder el tiempo con esa gente... ¡Maldita sea! ¡Se
han estado burlando de nosotros!
Bob
se aproximó:
—Quizá
no hayamos perdido el tiempo, señor. Creo que...
Guardó
silencio. Lubick le observaba. El jefe dio la orden de fuego.
—¡Ya!
¡Y ojalá volaran por los aires!
Una
ráfaga de fuego chocó materialmente contra los tres bólidos.
Allí
quedaron, intactos, inamovibles, como si hubiesen recibido una suave caricia.
Indestructibles.
Y
en breves momentos, en medio del silencio general, los tres blindados
comenzaron a desaparecer.
Fue
entonces cuando Bob se puso a correr con todas sus fuerzas.
—¡Eh!
¿Adónde va ese loco? —gritó alguien.
—¡Regrese
aquí inmediatamente! ¿Qué pretende —exclamó otro de los militares.
—Déjenlo
—murmuró Lubick—. Creo que ya sé lo que pretende...
Los
bólidos retrocedían lentamente y su color continuaba desapareciendo por la
falta de la luz que les había hecho visibles.
Bob
estaba ya muy cerca y redobló sus esfuerzos en un tremendo sprint final.
Un
felino salto le situó sobre uno de aquellos extraños artefactos.
A
través de la radio, que todavía conservaba, pidió a voces:
—Una
luz. Una luz fosforescente. Tráiganla para que pueda ver.
Entonces
ocurrió un fenómeno curioso. Los bólidos habían desaparecido de la vista de los
presentes, pero no Bob, a quien se veía sentado en el aire, cabalgando sobre un
caballo invisible.
La
luz llegó inmediatamente y todo el mundo quedó pendiente de la investigación
del periodista. El bólido volvió a hacerse visible, mientras otras baterías
enfocaban hacia los otros tres, que avanzaban con marcha lenta sobre las
arenas.
—No
les pierdan de vista, y traigan herramientas, las que sea... Necesito entrar
ahí dentro.
Bob
miró a través del cristal, ayudado de un pequeño foco portátil y sonrió:
—Lo
que me suponía. No hay nadie... Esos artefactos son dirigidos a distancia, y
controlados por un cerebro. Sus características les hacen totalmente invisibles
y ésa es su principal ventaja. Hay que saber hacia dónde se dirigen.
Todo
esto lo estaba comunicando por radio, mientras el bólido seguía moviéndose.
Lubick
preguntó:
—¿Puedes
ver lo que hay dentro, Bob?
—Sólo
un pupitre con unos indicadores. La parte posterior es opaca; seguramente debe
albergar la maquinaria y el engranaje... Pero no sé cómo abrir esto. ¡Ah!
También veo otra cosa. Debe ser el transmisor...
En
alguna parte debe tener la salida. Esto parece hermético.
Varios
soldados estaban prestos a ayudarles, pero no existía ranura alguna por donde
apalancar el material para intentar una abertura.
—Está
hecho de una sola pieza. No hay ni siquiera una soldadura...
Algo
se movió en el pupitre. Algo cilíndrico, que fue subiendo hasta encajar con un
círculo, situado en un costado del bólido. El periodista observó el lugar hacia
el que apuntaba y vio el automóvil de los portadores de la luz.
—¡Cuidado!
¡Salten! —gritó, intuyendo lo que iba a pasar.
Los
dos hombres se echaron sobre la arena en el momento en que del tubo surgió el
inconfundible silbido de un proyectil. El vehículo desapareció y con él las
luces que hacían visibles al otro par de bólidos.
—Traigan
más luces. Ahora ya sabemos dos cosas. Disponen de pequeños agujeros para
disparar, pero también resultan lentos de movimiento. Esto puede ser una
ventaja para nosotros.
Toda
una flota de vehículos se puso en marcha para seguir a los bólidos. Iban provistos
de abundantes reflectores conectados a sus respectivas baterías.
Bob
estaba pendiente de los movimientos del interior del bólido en el que se
hallaba encaramado.
Vio
perfectamente cómo el tubo cilíndrico se movía hacia arriba para buscar un
punto.
Se
abrió un pequeño círculo sobre el techo del vehículo y Bob, guiado de un
instinto de conservación, se arrojó al suelo.
En
el mismo momento el bólido se convirtió en una pira. El fuego se consumió en
escasos segundos. Luego ya no quedó nada.
—¡Se
han auto-destruido! —Y corrió hacia los otros dos bólidos.
El
profesor, que seguía la escena en otro vehículo, le advirtió por radio:
—Cuidado,
Bob. Antes de dejarse capturar se auto-destruyen, Quieren impedir que les
sigamos.
—Conseguiré
uno de esos blindados, profesor. Ya sé cómo lograrlo. Necesito un arma.
Saltó
sobre otro de los bólidos, que estaba moviendo el pequeño cañón hacia lo alto.
Pretendía auto-destruirse. Bob esperó la ocasión de que apareciese el círculo
donde encajaba el cilindro.
En
el pupitre había una pequeña esfera con una luz oscilante.
Tomó
el arma que había pedido y se mantuvo a la expectativa.
El
círculo comenzó a abrirse. Bob sabía que disponía de un par de segundos y no
podía desaprovecharlos. Metió el cañón por la breve abertura y apuntó hacia la
esfera lumínica. Disparó y seguidamente se echó al suelo.
En
aquel instante el tercero de los bólidos se auto-destruyó. La llamarada anunció
su fin, pero no sucedió igual con el blindado al que Bob había disparado.
Desde
el suelo, el joven pudo ver cómo el artefacto quedaba inmóvil. El disparo de
Bob había destrozado la esfera lumínica.
—¡Lo
he conseguido, profesor! Ha quedado libre del cerebro que lo gobierna. Ahora sí
que podremos estudiarlo...
Fueron
necesarios varios taladros para perforar la dura plancha del vehículo.
El
cristal, más duro todavía, no pudo ser cortado, pero ahora Lubick había pasado
al interior del bólido y observaba los distintos aparatos.
Afuera,
el desierto estaba iluminado con potentes focos fosforescentes. Se había reforzado
la guardia y todo el mundo se hallaba a la expectativa.
Lubick
murmuró:
—Aquí
está el reproductor. Todo el aparato marcha debidamente programado. Veamos.
Con
ayuda de unas herramientas logró la conexión. Un altavoz emitió unos signos
ininteligibles.
—Está
programado con todos los idiomas de la galaxia —murmuró Lubick, haciendo
“hablar” al reproductor.
Unos
extraños sonidos, semejantes al piar de las aves, hicieron que alguien dijera:
—¿Qué
seres pueden emitir esos sonidos? ¿Pájaros, tal vez?
—Hay
cosas que quizá no sepamos nunca. Lo importante es conocer lo que esté
programado en nuestro idioma.
Y
Lubick siguió buscando hasta que la voz anunció:
—Planeta
Tierra. Sistema Solar.
El
profesor habló para preguntar:
—¿De
qué lugar procedes?
—Número
Z-3-Z-3. Galaxia NC. Viaje de inspección. Necesitamos sobrevivir.
—¿Qué
ha ocurrido en vuestro planeta Z-3-Z-3?
—Desintegración
Cósmica. Galaxia destruida. No hay habitáculos. Necesitamos sobrevivir. Los
Robots nos salvarán. El gran cerebro lo ha prometido. Los Robots nos salvarán.
Lubick
quedó pensativo y Bob pareció adivinar sus pensamientos:
—Esta
parece una grabación muy antigua, Lubick. Pregúntele dónde está la gente de su
Galaxia.
—Z-3-Z-3.
¿Dónde está vuestra gente? ¿Los seres de vuestra Galaxia?
—Nosotros,
los seres de nuestra Galaxia, podremos sobrevivir gracias a los Robots. Ahora
están en viaje de inspección. Necesitamos una atmósfera adecuada.
Bob
iba a decir algo, pero Lubick le contuvo, con la sensación de que se acercaba a
la clave final de aquel extraño fenómeno:
—Escucha,
Z-3-Z-3. ¿Tierra tiene vuestra atmósfera adecuada?
—No.
Necesitamos cambiar la atmósfera.
—Pero
vosotros sois máquinas. No necesitáis el aire, ni el agua. Vuestro único
alimento es la Central que os rige.
—Nosotros
necesitamos atmósfera. Los robots no la necesitan.
—¡Cielos!
—exclamó Bob, comprendiendo—. ¡Ellos son los robots! ¡No son seres vivos! Esto
está mal programado.
—Creo
que no, Bob —repuso el profesor, y lanzó una nueva pregunta:
—¿Dónde
está la Central que alimenta vuestros robots, Z-3-Z-3?
—La
Central A-1... Está en la Galaxia NC —repuso la máquina.
—¡No
puede ser! —exclamó Bob—. Se contradice. Si la Galaxia está destruida, el
Cerebro rector no puede estar allí. Sigo pensando que es una programación
antigua. ¡Hay que encontrar esa Central!
—Vuestra
Galaxia ha sido destruida, Z-3-Z-3 —intervino Lubick nuevamente—. Vuestra
Central no puede estar allí.
—Galaxia
NC. —fue la respuesta—. Planeta Tierra, preparando la Invasión. 66 grados
latitud.
—¡La
Antártida! —exclamó Lubick—. El Polo Sur. —Y saliendo de la máquina informó al
jefe supremo—: Hay que averiguar esto, señor. Lo antes posible.
Pero
quizá era ya demasiado tarde, porque todas las emisoras, que seguían
bloqueadas, informaban:
—La
Invasión ha comenzado.
*
* *
Los
teletipos informaban de la gran Ofensiva desencadenada en Germania. Francia
recibía las consecuencias de los certeros impactos de las máquinas.
La
Torre Eiffel había desaparecido. Los puentes caían uno a uno fulminados,
dividiendo a la capital en dos.
Aunque
las luces fosforescentes se habían encendido, el ataque de los blindados era
impasible. Ningún arma hacía mella en ellos y se acercaban a una de las
centrales eléctricas.
Los
teletipos seguían informando:
—El
número de bólidos es incalculable, surgen de todas partes. Cinco mil, seis mil.
Imposible, imposible de dar cifras exactas.
En
Germania la situación no era mejor, y la Gran Estación Central de Frankfurt
había sufrido las consecuencias de los impactos de los bólidos.
En
Moscú, en Estocolmo. En...
Los
Estados Unidos no eran una excepción. Rascacielos enteros se desplomaban como
castillos de arena para quedar convertidos en cenizas.
La
gente huía y Bob utilizaba el teletipo para dar instrucciones...
—Instruyan
a la gente. Que todo el que pueda y esté armado que monte sobre los bólidos...
Tiene que disparar a través de los agujeros. Destruyan la esfera lumínica.
¡Atención! Destruyan la esfera lumínica.
La
noticia fue transmitida por onda media, pero eran muchos los hombres que
estaban demasiados aterrados para escuchar. Otros, en cambio, obedecieron las
instrucciones.
Treinta
minutos más tarde las ciudades presentaban un aspecto lastimoso, pero algunos
bólidos habían sido "detenidos", aislados de la Central. Otros
atacaban impunemente desde su invisibilidad, porque, en muchos puntos, las
centrales habían sido destruidas y la oscuridad era un aliado más de aquellas
extrañas máquinas.
Un
Super Speed fue utilizado para el
vuelo al Polo Sur. Bob formo parte de la expedición.
No
había que pensar en llevar una sobrecarga de hombres ni de armas. Iban a luchar
con el cerebro rector de aquel ejército impasible y demoledor.
Los
viajeros del Super Speed no recibían
ninguna noticia, pero sabían que la supervivencia del planeta estaban en
relación directa con lo que pudieran conseguir, una vez llegados a la
Antártida.
Londres
era una llama viva, y Madrid, donde bien poco queda en pie. Roma, y así todas
las capitales, y las ciudades importantes. Las máquinas seguían su despliegue
por las carreteras y autopistas...
* * *
Cuando
el Super Speed tomó tierra en el
Círculo Polar Antártico, un grupo de hombres instaló las baterías ocupadas. Era
necesario localizar el Cerebro Central.
Lubick
en el interior de un vehículo, transportado en otro Super Speed, y equipado convenientemente, estaba atento al
Detector.
La
búsqueda podía durar horas, y cada grupo se desplegó bajo la noche polar.
En
el fragor de la lucha a escala mundial también iban en aumento los bólidos
inutilizados por los voluntarios, erigidos en jinetes de extraños y
destructivos corceles.
En
el Polo Sur, el Detector empezó a funcionar más o menos a la altura de la
Barrera de Ross.
—¡Ahí!
—señaló el jefe supremo del mando.
Entre
los hielos se erigía aquel edificio de forma cuadrada, visible a la luz
fosforescente de los focos, pero prácticamente cubierto por el cielo.
—Está
solo. No dispone de ningún blindado —murmuró Lubick.
—Habrá
que practicar un boquete —murmuró un oficial.
—No.
Espero que no sea necesario: El Cerebro nos ataca. Dirige. —Y el profesor
avanzó unos pasos y levantó la voz:
—Necesitamos
entrar. Abre tus puertas.
Todo
permaneció igual.
—No
sea ingenuo, profesor —murmuró el oficial que antes había hablado.
—No
soy ingenuo. Esto no es un ser humano, es una máquina. Una máquina programada
hace muchos años. No puede distinguir. Está creada para atacar, programada para
ver las agresiones y contestarlas. Ya tendremos tiempo de estudiarlas. —Y
volviendo a la máquina, Lubick ordenó—: ¡Abre! Soy Z-3-Z-3.
Y
entonces, ante la admiración general, se descorrió un panel de aquel edificio
cuadrado.
—Señores
—sonrió Bob—. Tenemos el paso franco.
* * *
La
lucha, en el mundo proseguía. Los supervivientes, cada vez en mayor número,
saltaban sobre los bólidos buscando la oportunidad de inmovilizarlos. Algunos
no acertaban a la primera, y eran destruidos.
Las
llamaradas, los gritos. Era el ¡ay! de un mundo unido en una causa común, que
luchaba por la supervivencia...
De
pronto, todo cesó. Los bólidos quedaron paralizados. La guerra había terminado.
En
el interior del Cerebro, Lubick murmuró:
—Esa
es la palanca. El Cerebro ha quedado paralizado.
Entonces
una voz —la voz que ya conocían todos de haber oído a través de las ondas—
dijo:
—Si
alguien me inmoviliza habré fracasado y nuestra raza habrá perecido.
Seguía
conectado, pero lentamente el leve sonido de los distintos engranajes iba
cesando, hasta que al final reinó el silencio más absoluto.
—¿Cómo
fue a parar aquí? —preguntó alguien.
—¿Quién
pudo fabricar esto? —saltó otro.
¿De
dónde procede? ¿Quién lo programó?
Las
preguntas se sucedían. El profesor tuvo una respuesta para todos:
—Señores, tendrán que dejarme estudiar todo esto. Espero poder disipar todas las dudas.
E
P I L O G O
El
mundo estaba destruido y en paz. Los supervivientes tenían ante sí una dura
tarea, pero el planeta se había salvado. Quizá nadie sabrá jamás la importancia
que tuvo la labor de Lubick y la del periodista Bob Lassy.
Ahora
ya se sabía todo, y Bob contaba a Selena lo que el profesor había averiguado:
—Procedían
de una Galaxia desconocida. Lubick opina que la Central y los bólidos datan de
más de un millón de años. Por los datos recogidos, una catástrofe cósmica
destruyó las posibilidades de vida en aquella zona del Universo y sus
habitantes buscaron un lugar dónde sobrevivir. Esa búsqueda fue encargada a los
robots.
—¿Qué
robots —inquirió Selena.
—Ahí
está lo bueno. Los robots eran esos bólidos. Seguramente algún fallo técnico
los mantuvo inactivos durante siglos y siglos hasta que al fin llegaron a la
Tierra; como estaban programados para actuar en todas partes, la Central se
puso en contacto con nosotros, exponiéndonos sus planes. Repito que todo
formaba parte de un programa. ¡Pero desde hace un millón de años!
—Pero
no es posible.
—Sí,
Selena. Un programa que ya no podía favorecer a nadie, porque esos seres, los
propietarios de los robots, ya no existen.
—Entonces,
nos han atacado sin motivo.
—La
Central cumplía un programa. Para ese Cerebro de metal no cuenta el tiempo.
Tenía que seguir el plan porque no podía saber que sus dueños ya no existían.
Tenía que buscar un planeta, arrojar a sus moradores y cambiar la atmósfera. Y
lo hubiera hecho, porque las maquinas no piensan.
Tras
una pausa, añadió:
—Esa
será siempre la gran diferencia entre el hombre y la máquina...
—Bob
—interrumpió ella el breve silencio—. Si la máquina estaba programada desde
hace más de un millón de años... ¿Existía ya alguna forma de vida en la Tierra?
—Tal
vez... Quizá se auto-programó. Según Lubick, se trata de una máquina perfecta.
Podía fabricar por sí misma esos bólidos y los autodestruía para que nadie
pudiera descubrir su punto débil.
—¿Y
para qué van a utilizarlo ahora?
—Para
estudios. Lubick opina que la ciencia habrá dado un importante paso adelante,
con esa inesperada aportación. La lástima es que ese avance científico haya
sido a costa de tanta destrucción. Selena consultó el reloj.
—Querido,
creo que ha llegado la hora de emitir.
—Sí.
Es verdad. Vamos.
Y
allá, en Unión Radio, montada provisionalmente en un edificio de madera,
comenzaron su emisión:
—El
mundo ha empezado a reconstruirse —dijo Bob a través de las ondas—. Resurgimos
de nuestras cenizas, camino del más brillante porvenir de nuestra historia. Los
hijos de nuestros hijos serán quienes vivan la época más importante del
Planeta...
La
señora Collins comentaba con su vecina:
—Todavía
no he podido olvidar aquel día, señora Lester. Lo recuerdo como si fuera ahora.
Especial Espacio a las 12,30 de esta noche, dijeron, y pensamos que se trataba
de un guión o de un truco publicitario.
—Sí,
señora Collins. Yo tampoco podré olvidarlo jamás.
Selena
y Bob habían terminado su emisión; ahora regresaban a la casa que ellos mismos
se habían tenido que improvisar. Ya no quedaban ruinas en la ciudad. La gente
trabajaba con ahínco. Poco a poco, se iría reconstruyendo. Las ansias de vivir
se respiraban a cada paso. La escasez de alimentos había obligado a mucha gente
a entregarse al cultivo. Y a veces Selena no podía reprimir el comentario:
—
En muchas ocasiones pienso que ahora... todo parece mejor.
F I N
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