viernes, 12 de mayo de 2023

HORA LIMITE (BORIS MARCOV)

 
 

CAPITULO PRIMERO

Fue un diez de junio, por la mañana, a las diez horas exactamente.

La señora Collins regresaba del supermercado, cargada con un par de enormes bolsas. Había dejado la radio funcionando, y transmitían música.

Apenas hubo dejado los paquetes en la cocina, cuando la música se interrumpió para dar paso a una información. El locutor, muy lacónico, anunció:

—Especial Espacio, a las 12,30 de esta noche.

Eso fue todo. Luego continuó la música.

La señora Collins lo comentó consigo misma:

—A las 12,30 de la noche. ¿Por qué dan tan tarde esos programas?

A la señora Collins le gustaban los programas espaciales.

En Nueva York, en Los Ángeles, en Denver..., en todos los Estados Unidos, a la misma hora, se había escuchado la misma noticia. Los locutores de las distintas cadenas radiodifusoras parecían haberse puesto de acuerdo para dar la noticia de una emisión que, por extraña coincidencia, iba a tener lugar a la misma hora. A las 12,30 de la noche.

Una hora más tarde, la señora Collins, mujer de cincuenta años, pero estupendamente conservada, y que todavía hacía volver las miradas del sexo opuesto, había puesto la televisión para oír la habitual lección de cocina sintética de los viernes.

El cocinero había comenzado la sesión.

—La esencia de manzana, mezclada con la Harina Malcom, produce el rico pastel que hasta un niño puede hacer. Presten atención...

La emisión se interrumpió para dar paso al presentador que, en lugar del habitual anuncio de las Harinas Malcom, informó:

—Especial Espacio, a las 12,30 de esta noche.

Luego el programa continuó con absoluta y monótona normalidad.

—Debe ser un programa importante —comentó la señora Collins con su vecina, la señora Lester, de la contigua residencia costera, uno de los pocos lugares medianamente limpios de contaminación.

—Esto lo sabrá usted mejor que nadie, señora Collins —repuso la vecina, de edad parecida—. Su marido es el jefe de programas de la Unión Radio 42.

—Yo nunca escucho la Unión Radio —sonrió la señora Collins—. La encuentro demasiado científica. Las novelas y las historias intrascendentes me gustan, pero tanta ciencia me cansa...

—Pues es en la Unión Radio donde van a dar esa emisión —adujo la vecina.

—Yo lo oí por la Cadena número 4, y ahora, por la televisión, canal 4.

—Es extraño... Quizá se trate de un programa conjunto —murmuró la señora Lester—. Pregúnteselo a su marido. ¿Vendrá a almorzar?

—Lo dudo. Le fastidia tener que desplazarse con el tránsito que hay por la ciudad. De cualquier forma ya lo sabremos.

—Es verdad, señora Collins. Seguro que continuarán anunciándolo.

Y continuaron.

A las doce y por otra de las emisoras locales, la señora Collins tuvo oportunidad de oír la misma cantinela:

—Especial Espacio a las 12,30.

—¿No le parece extraño, señora Collins? —inquirió la señora Lester, que regresaba del sótano donde había ido a recoger la ropa de la secadora—. Ahora lo he oído por otra emisión.

—Pues, sí... Porque yo estaba escuchando el canal 26 de la televisión para oír los “consejos del médico’', y lo han interrumpido para dar el anuncio.

—Estoy por pensar que todo acabará siendo publicidad de alguna marca. Una ya no puede creerse nada hoy en día. Adiós, señora Collins.

—Hasta luego, señora Lester.

Pero cuando a la una de la tarde otras emisoras y cadenas de TV repitieron la cantinela, no era la señora Collins la única que se sentía intrigada. Eran muchas amas de casa, y hombres, que habían oído, durante la hora del almuerzo, aquel anuncio.

La cosa empezaba a comentarse.

La señora Collins llamó a su marido.

—En este momento no está, señora —le advirtieron desde la centralita de la emisora Unión Radio—. Si quiere dejar su mensaje.

—Soy su mujer. Que me llame en cuanto pueda.

—Se lo diré, señora Collins —respondió la voz metálica de la centralita automatizada.

—¡Esos chismes! Todo está deshumanizado. ¡Qué época nos ha tocado vivir! —rezongó la mujer, colgando el teléfono.

Le fastidiaba que un robot fuera el encargado de contestar las llamadas.

—¡Bah! Basta con pulsar un botón de “No estoy para nadie” para que el maldito autómata te dé con la puerta en las narices.

Y la señora Collins tenía toda la razón del mundo, porque la centralita-robot atendía las llamadas y ponía la comunicación si el destinatario no estaba ocupado, como ocurría en aquellos momentos con Bob Lassy, el periodista locutor, que estaba contestando una llamada de un industrial.

—¿Es Lassy? Soy Petrus, de la Malcom Limitada... ¿Qué hay con ese anuncio? Mi jefe está preocupado. Él tenía una emisión a medianoche. Una emisión de cuarenta minutos...

—Eso no es cuenta mía, Petrus —repuso Bob, repasando unos apuntes, mientras hablaba por el micro a distancia—. Odio la publicidad.

—En la emisora no hay nadie con quién hablar. Todo el mundo está ocupado.

—Yo no tengo la culpa, Petrus. Lo siento, debo dejarte. Mi programa empieza dentro de cinco minutos.

—¡Espera, Bob! Dime, al menos, quién patrocina esa emisión espacial de las 12,30.

—¡Yo qué sé!

Bob colgó y se dirigió hacia el estudio. Un locutor tenía puesta la cinta magnética y, al ver a Bob, murmuró:

—¿Ya estás aquí? Bueno. Te cedo el sitio. Faltan tres minutos y treinta y cinco segundos para tu entrada.

—¿Qué pasa con esa emisión de las 12,30? Todo el mundo parece un poco revuelto.

—Me pasaron la nota a las diez con la orden de radiarla a cada hora. Eso es todo.

Bob Lassy echó una ojeada al ordenador. Observó la pequeña boca por donde “el monstruo”, como le llamaban, daba sus órdenes.

—Salió de aquí —sonrió el locutor saliente—. Nadie sabe nada. Como de costumbre.

Bob ocupó su puesto en la mesa y dejó que la cinta siguiera arrancando la música, mientras él ponía en orden sus notas para empezar su emisión informativa.

Entretanto, el señor Collins, jefe de emisiones, llegó al restaurante para reunirse con un colega de la cadena Boward de radiotelevisión.

Los dos hombres se sentaron para tomar su habitual refrigerio. Collins estaba un poco inquieto.

—Oye, Charlie, no quiero quedar como un idiota... ¿De quién partió la idea del Especial Espacio?

—Si no sabes lo que ocurre en tu propia emisora, no preguntes a la competencia —sonrió el colega.

—Bien, señor listo... ¿Y la tuya? ¿Acaso no anunciáis lo mismo?

—¡Oh, sí! Pero yo no hago preguntas. Detrás de mí está el jefazo. Esto viene de arriba. No hay que hacer preguntas. Los ordenadores son infalibles. ¿No te enseñaron esto cuando te dieron el cargo?

Collins quedó dubitativo.

—Esto parece a escala nacional. Hummm..., no sé...

A Collins aquello, como mínimo, le parecía una desatención hacia su cargo. Si alguien, por muy jefe que fuera, había programado una emisión a espaldas suyas, era porque le despreciaba totalmente.

Lo curioso del caso es que cuando a las dos de la tarde el presidente de la Unión Radio escuchó, por cuarta vez, la noticia del día, murmuró a su secretario:

—Creo que alguien debió informarme de esta emisión.

—¿Quiere que hable con Collins?

—Sí, por supuesto. Y póngame con Astor también.

Astor era el presidente de otra importante cadena. Fue el primero en ser localizado. Los dos presidentes intercambiaron un corto diálogo.

—¿Eres tú, Astor?

—Sí, el mismo. Iba a llamarte ahora.

—Bien. Tengo el yate a punto. Me gustaría probarlo esta tarde por la bahía antes de emprender el crucero de mañana.

—¡Oh, sería estupendo! ¿A qué hora?

—A las cuatro. Daremos un paseo de un par de horas. ¿Te parece?

—No sé si podré —dudó Astor.

—¿Ocurre algo?

—No, no... Es que... Bueno, se trata de lo que ya imaginas... Ese anuncio del Especial Espacio.

—¡Oh, sí!

—¿Sabes algo?

—Espero hablar con Collins, el encargado de programación.

—¿Es cosa suya?

—Supongo.

—¿No estás enterado?

—¿De qué tengo que estar enterado, Astor?

—Bueno, es que nuestra emisora de Londres también ha lanzado al aire la noticia. Y mi corresponsal quiere saber quién se va a encargar del programa. Allí no tienen datos.

—Es curioso. ¿En Londres también?

—Y en París... Y en otras capitales europeas.

El secretario del presidente de la Unión Radio interrumpió:

—Collins al aparato, señor.

—Discúlpeme, Astor. Voy a hablar con mi jefe de programación. Ya charlaremos después.

—De acuerdo.

El presidente se puso al habla con Collins.

—Yo creía que era cosa suya, señor —contestó el jefe de programas a la pregunta de su presidente.

—Usted sabe perfectamente que no es misión mía programar las emisiones. Usted tiene poderes absolutos.

—No sé qué decirle, señor presidente. La orden salió del "Monstruo". Perdón, quiero decir de la computadora.

—Entonces que los técnicos revisen la computadora. Algo debe funcionar mal.

—Señor..., es que en las demás emisoras ocurre lo mismo. En todo el país.

—Sus noticias no son exactas, Collins. En Europa se está anunciando la misma emisión, para la misma hora.

—¿Un programa a escala mundial? —inquirió, pasmado, Collins.

—Averigüe lo que pueda. No quiero hacer el ridículo. Espero sus noticias lo antes posible.

En aquellos momentos, Bob Lassy terminaba su emisión y cedió el puesto al compañero.

—Buf... —bufó el sustituto—. La cosa está que arde... Nadie sabe nada de nada.

—¿De qué?

—Del Especial Espacio.

—Propaganda. Ya verás como no tardará en disiparse la sorpresa. ¡Ciao!

Entonces alguien llamó a Bob por teléfono. Era Selena.

—¿Dónde estás? —inquirió él a través del hilo telefónico.

—En el aeropuerto, Bob. Acabo de regresar de París, en “Speed”.

—¿Has tenido buen viaje?

—Como siempre. Cincuenta y cinco minutos para cruzar el Atlántico... Pero hoy se me han hecho largos. Quería hablar contigo sobre un anuncio que la radio francesa vienen transmitiendo desde las diez.

—¿En Francia también? —inquirió Bob, arqueando las cejas.

—¿Sabes a lo que me refiero?

—Sí. A esa emisión Especial del Espacio. Pensé que pudiera tratarse de un truco publicitario. Algo para llamar la atención y que luego te suelten una marca.

—En Francia nadie sabe nada. Sé que han preguntado a sus vecinos alemanes y también ignoran de qué se trata.

—¿De dónde sacaron el anuncio? —inquirió Bob a través del hilo telefónico.

—De la computadora... ¿Me oyes, Bob?

—Sí, sí, querida. Estaba pensando... ¡Espera! Ahí viene Collins. Le veo a través del cristal de la cabina y parece que lleva un humor de perros. Cuelgo. Te veré en tu apartamento dentro de media hora. ¿Estarás allí?

—Sí, tengo que preparar un reportaje.

—Hasta la vista —Bob colgó y se dirigió a Collins, que casi lo embistió a su paso.

—¡Eh, Collins!

—Ahora no estoy para nadie. ¡Maldita sea! Ya llevábamos demasiado tiempo tranquilos...

Alguien salió para advertirle:

—Tienes llamadas en la computadora.

—¡Que esperen! Necesito a Winner. Que venga inmediatamente.

—¿Winner? ¿El “camarero” del monstruo?

—¡No estoy para bromas! —espetó Collins, yéndose hacia la computadora.

Winner era el encargado de alimentar a la máquina. Con las instrucciones precisas de la Compañía General de Computadoras, el técnico era el único que cuidaba de su mantenimiento.

Winner no tardó en aparecer y, cuando supo por qué había sido requerido, sonrió:

—El robot anda perfectamente, Collins. Tengo la última comprobación a la vista. ¿Qué mosca te ha picado?

—Es cosa del jefe. Ha transmitido una orden, que no ha recibido de nadie.

Bob intervino, divertido:

—No diga eso, Collins. Usted no puede saberlo.

—Escuche, yo no programé nada especial para esta noche...

—Ni los franceses, ni los alemanes... Apuesto a que hasta los rusos y los chinos están dando el mismo anuncio. ¡El programa a escala mundial perfecto! Nadie lo había conseguido hasta ahora —continuó Bob.

—En serio Collins —intervino Winner nuevamente—. La máquina funciona a la perfección.

El locutor de turno adujo, por su parte:

—En su momento, ya lo sabremos. Recuerdo que una vez estuvimos anunciando un programa sorpresa y nadie sabía quién lo había confeccionado...

—Esto es distinto —cortó Collins—. Un programa a escala mundial. No se improvisan esas cosas. Se necesita tiempo para preparar las computadoras...

—Sobre todo si transmiten los mensajes a la misma hora, con los cambios de rigor, claro —adujo Bob.

Collins se dejó caer.

—Bob... Usted se burla de todo; es un escéptico, pero también es inteligente. ¿Qué opina de esto?

—Pregúnteselo a la máquina.

—A usted nunca le han gustado esas máquinas.

—Si empiezan a gastar bromas, vamos a simpatizar muy pronto, ellas y yo.

—En serio, Bob.

—En serio, jefe. No lo sé. De veras. Y me gustaría saberlo. Lo que sí puedo decirle es que no pienso perderme ese programa de las 12,30.

 CAPITULO II

Lo que había empezado sin que nadie le prestara demasiada atención, comenzó a tener visos de auténtico “suspense”, a media que transcurrían las horas.

El anuncio se había venido repitiendo cada hora, desde las diez de la mañana.

En Nueva York eran ya las cinco de la tarde. Nadie había dado contraorden para desmentir la noticia del Especial Espacio que se prometía para las 12,30 de aquella misma noche y los directores de programas y los jefes de cadena, no sólo de Norteamérica, sino del mundo entero, empezaban a preocuparse.

El presidente de la Unión Radio era uno de los que más motivos tenía para pensar, incluso, en una protección oficial.

A las cuatro, el presidente tenía que reunirse con Astor, otro presidente y amigo, para dar un paseo por la bahía con su yate en el que debía embarcar al día siguiente para un crucero de tres semanas, según tenía previsto.

Era un yate nuevo, lujoso. Había costado mucho dinero y el presidente, míster Gerald Austin, se sentía profundamente ilusionado.

Al llegar al muelle de la bahía donde tenía anclado su precioso juguete, se encontró con una desagradable sorpresa.

El yate no estaba.

Los cuatro hombres que formaban la tripulación, capitán incluido, se hallaban como atontados; parecían salir de un largo letargo.

—Lo único que puedo decirle, señor Austin, es que el yate se ha hundido.

—¡Usted está bromeando! —se enfureció Austin, que no admitía mofas con algo que costara más de diez centavos y, por supuesto, el barco valía bastante más.

—¡Se ha hundido, señor Austin! Yo lo vi.

Los tres marineros, con cara de estar completamente idiotizados, asintieron a la vez.

—¿Qué les pasa? ¿Qué clase de pócima han tomado?

—Ha ocurrido algo raro... Inexplicable... Como si alguien nos atacara —comentó un marino, mesándose los cabellos.

—¿Atacado? ¡Por el Cielo, hablen claro! ¿Qué ha sucedido?

—No lo sé —admitió el capitán—. Uno de los hombres había bajado a tierra. De pronto dio un grito. —El capitán señaló al individuo.

—Es verdad.

—¿Por qué diablos gritó? ¿Le pegaron acaso? ¡Por todos los santos, no me exasperen!

—Pues creí recibir un golpe; luego, quedé como paralizado... Los dos compañeros trataron de ayudarme, pero...

—A mí también me sucedió lo mismo —musitó uno, y el otro asintió igualmente.

Luego intervino el capitán:

—Traté de ayudarles, pero sentí los mismos síntomas que ellos. Me caí, traté de moverme y no pude... Creo que ni siquiera era capaz de pensar... Luego ocurrió todo...

Austin ya ni siquiera se atrevió a preguntar qué fue lo que ocurrió entonces.

El capitán prosiguió:

—Se oyó como una explosión, pero lejana, sorda... No sabría cómo explicarla, pero todos tuvimos la sensación de que procedía del yate... De pronto, empezó a hundirse. A hundirse más y más... Hasta que le vimos desaparecer.

Se hizo un silencio. Austin miró hacia el agua. El mar estaba tranquilo, y la bahía era como un remanso.

—¿Y ustedes? ¿No gritaron? ¿Es que no había nadie por aquí?

Al fondo estaban unos talleres, almacenes donde siempre deambulaba alguien, un bar, y por último los vigilantes de los muelles.

—¡Tenía que haber alguien! ¡No se puede hundir un barco sin que nadie lo haya visto!

—Lo hemos visto nosotros, señor —repuso estúpidamente uno de los marineros.

El capitán intervino, cortando la furibunda mirada de su patrón:

—No había nadie, señor Austin... Ahora que lo recuerdo. Fue muy extraño todo... Igual que si se hubiese paralizado el mundo. Ni siquiera soplaba la brisa. No. No había nadie... Absolutamente nadie.

—La tierra no se tragaría a la gente, ¿verdad?

—Pues lo parecía, señor... Esa es la verdad —fue la réplica del ex capitán...

* * *

En el apartamento de la joven Selena, periodista reportera profesional, rebosante de gran dinamismo Bob Lassy conectó la radio a las cinco en punto a tiempo para oír el anuncio.

—Espacial Espacio a las 12,30 de esta noche.

Cerró.

Selena se paseó nerviosa.

—Tenemos que averiguarlo. Este podría ser nuestro mejor reportaje. Podríamos darlo en exclusiva.

—Ya hemos comprobado que, en todas las emisoras del mundo, se repite la misma información —repuso él—. Lo que no sabemos es si nadie ha intentado desmentirla.

—¿De qué serviría? Nadie quiere ser el primero. Todos esperan, esperan, pero la verdad es que yo no lo veo claro. Di algo tú. ¿Qué piensas?

—Soy escéptico por naturaleza, pero todavía no descarto la idea de que la Malcom Limitada esté preparando algo. Petrus me llamó por teléfono, pidiéndome noticias de esa emisión, pero no estoy seguro si lo hizo para sonsacarme.

—¿Un anuncio de las Harinas Malcom? —inquirió Selena, extrañada.

—Malcom es algo más que el dueño de las harineras sintéticas que proporcionan úlceras de estómago a medio mundo... Compró la parte del león de la Compañía General de Computadoras, y la compañía es la que ha suministrado, a todo el mundo, esos horribles monstruos que, teóricamente, todo lo dan hecho.

—Algunas son fabricadas con patente —recordó la muchacha.

—Sí, pero bajo los cánones por los que se rige la fabricación de esos chismes. Todas se controlan por el mismo sistema... Esto me hace pensar en el profesor Lubick... Creo que tendré que localizarle para aclarar algo.

* * *

Media hora más tarde, el señor Austin, presidente de la Unión Radio, estaba hablando con el capitán de la vigilancia portuaria, no sin cierto temor a que le tomaran por loco. Precisamente, ese temor a la burla le impidió darse más prisa, y buscar autoridades superiores, a quienes explicar el extraño fenómeno de la desaparición de su barco.       

El capitán del yate explicó al capitán de la vigilancia el suceso, y se armó un buen tinglado porque, tanto el oficial como los números de la vigilancia, negaron haber visto nada.

—Yo he efectuado mi ronda habitual.

—Yo no me he movido de la cabina, y no he visto nada.

—Yo estaba en el bar. Ahí mismo. A doscientos metros... Me hubiera llamado la atención. Se ve perfectamente el muelle —adujo el oficial de vigilancia.

Las discusiones se prolongaron, pero entretanto... En otro lugar muy distante, tan distante como pueda ser la Costa del Pacífico, un piloto llegó a la playa, a bordo de un salvavidas.

Era el único tripulante de un aparato de la base experimental, que había sufrido una avería. Perdió el avión, pero le dio tiempo a salvarse.

Su radio personal había permitido que, desde la base se dispusiera lo necesario para ir a rescatarle Allí le esperaban, y en la misma playa, el piloto dio sus primeras impresiones, un tanto confusas:

—No sé, de repente, todo pareció paralizarse a la vez...

—¿Dónde notó el primer fallo? —inquirió su superior.

—Bueno, fue en la palanca tres. Intenté acelerar, y no respondió. En seguida el aparato empezó a perder altura. Intenté hacerme con él, pero resultó imposible. Uno de los reactores quedó completamente inservible, y en seguida le ocurrió lo mismo al otro... Hasta yo mismo creí perder la noción de las cosas... Me sentí como mareado, no sé... Le aseguro que no era miedo, era algo que me hacía sentir impotente. Luego, el aparato empezó a descender. Vi que el mar se iba acercando. Intenté hablar por radio, sin conseguirlo, y ya no me quedó más remedio que pulsar el botón para saltar.

—Por lo menos, había algo que funcionaba —murmuró el superior, muy poco convencido de las explicaciones recibidas.

—En efecto, señor. La silla fue expulsada al momento.

—Eso es evidente; de lo contrario, usted no estaría aquí para contarlo.

El piloto se dio perfecta cuenta de que su historia, era puesta en duda, por lo menos había sido escuchada con reservas; pero guardó silencio. Él había dicho la verdad de lo ocurrido.

* * *

En París, una de las ascensoristas de la Torre Eiffel bajó, en la cumbre, unos instantes, sin saber exactamente por qué lo hizo. Algunas veces, cuando rendía viaje, lo hacía, y aquélla fue una de esas ocasiones. Ocasión ciertamente providencial para ella, porque, apenas había salido, el ascensor, con la puerta abierta, se precipitó por el hueco para estrellarse al final de su vertiginosa.

* * *

En Unión Radio, el teletipo trasmitía otro suceso. Estaba fechado en Alemania. —O Germania, como se la denominaba, hacía una década.

En Germania. El rapid-rail que atraviesa el país, de Norte a Sur, arrancó velozmente de una de las estaciones, sin que ninguno de los operadores hubiera accionado los mandos.

Los rapid-rails; dirigidos por computadores, no precisaban de empleados para su funcionamiento Estaban debidamente programados, y realizaban —desde su creación— su ruta, sin ningún contratiempo. Siempre habían sido, entre los medios de transporte, el más seguro.

El rapid-rail, según la información, había partido sin nadie a bordo, puesto que no estaba en servicio y, tras una carrera de trescientos kilómetros, entro por un desvío que conducía hasta uno de los talleres. Allí colisionó con otra unidad, quedando ambas completamente destrozadas, cosa muy normal, en una velocidad de quinientos kilómetros a la hora.

* * *

Ocurrieron otras cosas, a lo ancho del mundo.

Cosas que no empezaron a ligar entre sí hasta muy tarde. Hasta demasiado tarde...

Pero sigamos el ritmo de los acontecimientos de la mano de Bob, el periodista que había conseguido, al fin ponerse en contacto con el profesor Lubick, considerado como padre de las computadoras que regían prácticamente los destinos del mundo.

La entrevista tuvo lugar en un laboratorio, concretamente en el santuario de Lubick que, a pesar de su avanzada edad, no había dejado de trabajar.

—No —negó a la primera pregunta del periodista—. Por supuesto que nadie, sin un conocimiento muy profundo, podría transgredir el funcionamiento de las computadoras, y, por supuesto, para unificarlas requería un tiempo.

—Entonces... Esa noticia del Especial Espacio, ¿no puede haber sido preparada sin que usted se enterase, profesor?

—¿Especial Espacio? ¿Qué es eso?

Evidentemente, Lubick no estaba enterado, y Bob tuvo que ponerle al corriente de lo que se venía anunciando, desde las diez de la mañana.

En esos momentos, eran las seis, y Bob sacó su pequeño aparato, en forma de lapicero, que llevaba siempre consigo.

—Oiga...

El locutor anunció lo que ya empezaba a ser como una pesadilla.

El profesor quedó largamente pensativo.

—Eso es muy extraño, Bob... Muy extraño. ¿Y dices que lo están anunciando todas las emisoras del mundo?

—Sí, profesor. Todas.

Lubick permaneció pensativo largo rato; luego, volvió sus ojos hacia el amplio ventanal, desde el cual podía divisarse un gran espacio verde, que terminaba al borde del Atlántico.

—Sólo una fuerza extraña puede ser capaz de controlar los robots. Una fuerza superior a todos nuestros conocimientos.

—¿Una fuerza... extraterrestre?

Silencio por parte del profesor Lubick.

—¿Es eso lo que ha querido decir, profesor?

—Mira, Bob... No sé si lo sabes, pero voy a explicártelo... Veamos... —Tomó unos apuntes, y siguió—: Esta clase de ordenadores se rigen por un cerebro central, que está en el departamento general de Controladores. Asumo la completa responsabilidad sobre el funcionamiento. Y desde hace diez años, se ha demostrado que no existen  fallos. Ahora bien, cada robot particular puede ser programado independientemente de los otros, pero tú me hablas de un anuncio a escala mundial. De algo que se está produciendo en el planeta, a unos intervalos regulares...

—Los locutores anuncian lo que el “Monstruo" les indica... Perdón, quise decir... el Ordenador.

—Sí, sí, te comprendo, y ya he leído tus críticas. Bueno, yo, en el fondo, creo más en el hombre que en la máquina, pero esas máquinas son perfectas. No tienen fallos...

—Entonces... ¿Ese anuncio?

—De ello hablábamos... Bueno, tú me hablabas de órdenes aparecidas simultáneamente.

—A escala mundial —repitió el periodista.

—Eso hubiese tenido que ser programado desde aquí... Desde el Robot central. Y puedo asegurarte que no ha sido así... Programar esas máquinas particularmente es tarea de tiempo, o de ponerse todos de acuerdo... Y en nuestro planeta, aunque ahora vivamos en paz, sigue siendo bastante difícil ponerse de acuerdo.

—Primero, había pensado en la publicidad.

—¿Crees que hay alguna cadena, capaz de costear una publicidad de ese tipo?

—Puede que la haya —sonrió Bob.

—Tal vez, pero esas cosas tienen que ser preparadas con mucha anticipación. El mundo es muy extenso. Además, existe otro problema de orden técnico.

—¿Cuál?

—El del horario. Las doce treinta. A esa hora de Nueva York corresponde otra hora en París, en Moscú, en Londres o en Rio.

—Ahí está el caso, profesor; según mis informes, en cada nación se da una hora distinta, siempre de acuerdo con el meridiano de Greenwich. Serán las doce treinta de la noche para nosotros. Es decir, las cero treinta horas de mañana, pero en Londres y en París se anuncia de acuerdo con su horario, o sea, cinco horas más tarde.

El profesor alzó la mirada hacia el reloj a horario mundial, y tradujo:

—Ahora, son poco más de las seis, aquí. Las once de la noche en París, las dos de la madrugada en Moscú.

—Exacto, profesor.

—No sé qué pensar. De veras.

—Usted sí piensa, pero sospecho que no se atreve a proclamarlo.

—Mira, Bob. Hay cosas que escapan a la comprensión humana.

—¿Puedo dar una información aproximada de lo que... sospechamos que está ocurriendo?

Tras una ligera cavilación, el profesor murmuró:

—Puedes intentar desmentir la noticia del programa.

—¿Sólo eso?

—Prueba —repuso el profesor enigmáticamente... 

CAPITULO III

A las siete de la tarde, el anuncio se repitió en todas las emisoras del mundo.

Las norteamericanas estaban en contacto permanente con sus colegas, en lo ancho del mundo.

La rapidez con que circulaban las noticias habían permitido recopilar los varios sucesos acaecidos a la misma hora, aparentemente de la forma más casual.

El señor Austin, al final, había reconocido, ante autoridades superiores, el fenómeno de la desaparición de su yate, por un extraño hundimiento.

Llegaban nuevas noticias:

—Un helicóptero ha quedado suspendido por espacio de treinta segundos, con los motores parados. Esto ha sucedido a las ocho de esta tarde, sobre la bahía del Hudson. No hay testigos, pero el piloto lo confirma plenamente. —La noticia llegó de Francia.

—Durante quince segundos, una avería eléctrica dejó a Moscú en las tinieblas a las doce de la noche. —Noticia rusa.

Y a las siete, hora del Este de los Estados Unidos se efectuaban conversaciones a nivel superior. Jefes de policía, secretarios de Estado, directores de departamentos técnicos y científicos habían tomado cartas en el asunto.

Bob Lassy lanzaba al aire una emisión especial, a través de un canal comercial de la televisión.

—Habló sobre las notas tomadas rápidamente, después de una conversación con el profesor Lubick. Como se sabe, Lubick es el padre de los ordenadores que rigen la radio, en todo el mundo. Lubick ha dado a entender que la programación para una hora determinada, a escala mundial, requería mucho tiempo, y la eventualidad de que las miles de cadenas de radio y televisión que existen en nuestro planeta, llegaran a un acuerdo. Un espacio de esta envergadura no podría ser llevado en secreto, ya que en él intervendrían muchas personas técnicos, ajustadores y, por encima de éstos, los directores y mandos intermedios, amén de los presidentes de las diferentes cadenas. Claro que nadie sabe de lo que es capaz el todopoderoso Malcom, pero, no... Empiezo a creer, a pesar de mi conocido escepticismo, que Malcom y su poderosa harinera artificial son ajenos a esos manejos. Entonces, sólo cabe preguntar: Si ni Malcom ni ningún otro magnate de los que, de forma indirecta rigen los destinos del mundo y se enriquecen a su costa, no es el responsable de esa misión a escala mundial... ¿Quién es?

”La pregunta sigue en el aire. Lubick, hombre digno  de todo crédito, asegura no haber intervenido para nada en el Cerebro Central, único que hubiera podido programar ese anuncio...

”Insisto. Lubick no ha sido. ¿Quién, pues?

Bob hizo un inciso. A su lado, apareció su más inseparable compañera de información, Selena. América y el mundo la conocían bien. Ambos eran internacionales. Selena venía para decir algo, y Bob le cedió al micrófono.

—Informaciones de última hora —anunció.

Y Selena, tomando el sitio a Bob, informó:

—Se ha comprobado que por lo menos veinte sucesos inexplicables han ocurrido, en la misma hora, en todo el mundo. Y al decir la misma hora, no me refiero a las cinco, a las seis o a las siete de la mañana o de la tarde. Han ocurrido “en el mismo momento”, sea cual fuere la hora, en los distintos países donde han tenido lugar los hechos: Cortes de luz, el hundimiento de un yate, la puesta en marcha súbitamente de un rapid-rail, la paralización de un helicóptero en vuelo... Tengo una larga lista de sucesos, verdaderamente inexplicables...

Entretanto, el capitán del desaparecido yate de Austin explicaba, por enésima vez, lo ocurrido en el puerto, ante el escepticismo general.

Austin, por su parte, daba órdenes concretas:

—Terminaré con esto. Se acabaron los anuncios. Yo mismo hablaré, a través de las ondas. Desmentiré el programa. A las doce emitiremos el telefilme de Malcom y el programa subsiguiente, como de costumbre... Anúncienme, voy a hablar. Si se trata de una broma, alguien va a pagarla muy cara.

Austin tomó el micrófono de mano, en el estudio principal de Unión Radio. El locutor anunció la presencia del presidente:

—El señor Austin desea hablar con nuestros oyentes. El mismo les dirá de lo que se trata.

Austin carraspeó, y trató de dar el mayor énfasis a su voz:

—Señoras y señores radioyentes. Desde las diez de esta mañana, nuestra emisora ha venido informándoles de un programa especial, que tendrá lugar esta noche a las 12,30. Sobre ese programa quiero advertirles que nuestra emisora es totalmente ajena a...

—¡Eh! —advirtió un técnico.

—¡No interrumpan! Está hablando el presidente —repuso alguien.

—¡Es que se ha cortado el circuito! Su voz no sale al aire... —informó el técnico que había interrumpido.

—¡Que arreglen inmediatamente las líneas! —ordenó Collins, que parecía el más nervioso de los reunidos en el estudio.

El ordenador telefónico anunció varias llamadas a la vez. Alguien contestó, y luego se dirigió al presidente.

—¡Señor Austin! Es una avería general. No funciona ninguna radio.

También las cadenas de televisión habían acusado la avería, y Selena no pudo terminar el programa.

—¿Qué diablos ha ocurrido ahora? —inquirió Bob.

—No lo sabemos —repuso el técnico que venía hacia él—. Es una avería general.

—La luz funciona —adujo Selena.

Desde los ventanales podían verse las calles iluminadas, los altos edificios rebosantes de luz, las autopistas, todo funcionando a pleno rendimiento, pero, sin embargo, en las ondas algo fallaba.

A las ocho de la noche, la avería seguía sin ser localizada; sin embargo, por un instante, todo pareció normalizarse, y una voz absolutamente normal anunció:

—Especial Espacio, a las 12,30 de esta noche.

Hubo silencio en la Unión Radio, y en todas las emisoras y canales de comunicación.

—¿Quién ha dado el anuncio? —inquirió Austin.

—Nadie, señor. La avería continúa —fue informado.

—¡Todos han oído el anuncio! —gritó Austin, exasperado.

Sí. Todos lo habían oído, pero nadie sabía de dónde había partido aquella voz, de apariencia absolutamente normal.

Sólo Bob Lassy creyó comprender:

—Vamos, Selena. Creo que lo que podamos decir ya no tiene importancia.

* * *

El profesor Lubick estaba observando el ordenador general cuando Bob y Selena se abrieron paso entre el nutrido grupo de guardianes de la empresa.

—No pueden entrar aquí. Nadie puede entrar.

—¡Apártense! El mundo tiene derecho a estar informado de lo que ocurre, y nadie mejor que el profesor Lubick para dar esa información.

Selena aporreó con su inseparable cartera de mano a un par de guardianes, mientras Bob se sacudía a otro par de encima.

El profesor, en el centro de la inmensa sala, se volvió, al escuchar el griterío.

—¿Qué sucede? ¡Ah! ¿Eres tú, Bob? Pasa... Y tú también, Selena. Déjenlos —rogó a los guardas, con acento autoritario.

Les dejaron pasar, y la pareja se aproximó al profesor, que no estaba solo. Malcom se hallaba a su lado

—No debería permitirles la entrada. Esos son como todos. Ávidos de noticias malsanas; sobre todo, Bob no pierde ocasión de acusarme, como si el fabricar harina sintética fuera un delito.

Quien así habló era el todopoderoso Malcom, un hombre de una gran corpulencia, cuya mirada estaba impregnada de una dureza difícil de describir. Se sentía seguro de sí mismo, y se sabía perfectamente respaldado por las autoridades.

—Yo no le acuso, Malcom —sonrió Bob—. Digo simplemente lo que me parece justo. Sus harinas sintéticas son un castigo para los humanos que todavía resistimos...

—Si no le gustan, no las coma.

—¿De qué las hace, Malcom? ¿Aprovecha los detritus? ¿O es simplemente arena con esencia?

—Tengo un negocio legal. Proporciono alimentos, que buena faltan hacen... Mis harinas están sanitariamente comprobadas...

—¿Cuánto cobra de usted el Jefe de Sanidad?

—¿Cómo se atreve a...?

—¡Cálmese, Malcom! —atajó Bob—. No he venido a acusarle, tiempo habrá, si vivimos para verlo. Lo importante es lo que pueda decirme el profesor, y si usted está en este centro, no veo razón para que no pueda estar yo.

—Sepa que tengo intereses en este centro, Lassy —espetó Malcom.

—Lo sabía, lo sabía. ¿Dónde no tiene intereses usted señor Malcom?

—¿Quieren calmarse los dos? —intervino Lubick, tajante—, Estoy revisando el Cerebro Central. No ha sido manipulado en absoluto. Todo funciona a la perfección.

El cerebro central tenía forma cilíndrica. Era tan alto como el edificio en que estaba enclavado. Desde el suelo hasta el techo, unos siete metros de altura, con un diámetro de diez. En derredor, un pupitre, formando círculo en torno al “Monstruo", con algunos mandos.

El pupitre, ahora, se hallaba partido en dos, y el profesor Lubick había abierto una puerta del cilindro, y trabajaba en el interior, repleto de complicados mecanismos; bobinaje, bujías, lamparillas, contactos y el necesario filamento.

Lubick trabajaba en silencio, comprobando datos, haciendo pruebas, y observando el normal funcionamiento de aquella máquina, de la que Bob dijo:

—¿Qué, profesor? ¿Opina que se ha dejado coaccionar?

—No bromee, Bob, No hay explicación para lo que ocurre...

—¿Cree que vamos a ser invadidos? —apuntó Selena.

—¿Invadidos? ¿Por quién? —inquirió Lubick, saliendo del interior del cilindro.

—Por los extraterrestres... Vengan de donde vengan... Alguien ha programado este anuncio y...

—Mira, Selena, no se puede dar una explicación, pero de ello a pensar en... —El profesor, vaciló, y Bob hizo mención a su anterior entrevista.

—Usted me habló de fuerzas desconocidas.

—Mira, Bob, puede tratarse de una interferencia, de algo que de algún modo, haya captado el cerebro central, incluso puede ser la grabación de un programa anterior. No es la primera vez que la radio toca temas del espacio... Esto ha podido quedar retenido, por algún fallo que estoy tratando de localizar.

Malcom intervino:

—No trate de alarmar a la población, Lassy, o tendré que pedir que se lo prohíban.

—Usted no hará nada, Malcom. ¿Me oye? Métase en sus harinas y sus negocios. Yo informaré... si es que puedo. De momento, prosigue la avería. Son las nueve de la noche y...

La radio, a través del ordenador, dejó oír su voz:

—Especial Espacio a las 12,30 de esta noche.

Hubo un silencio general. Nadie atinaba a cortarlo. Fue Selena quien reaccionó primero:

—¿Cree que esta voz ha sido grabada, profesor?

—Podría ser, no lo sé... de veras...

Uno de los guardas del edificio entró para dirigirse al profesor:

—El gobernador, profesor, quiere hablar con usted. Ahí está.

La máxima autoridad del Estado cruzó la amplia estancia, advirtiendo:

—Quiero hablarle a solas, profesor. A solas, sin periodistas. —Y miró despectivamente a Bob y a su compañera, pero no pareció importarle la presencia de Malcom, que se mostró satisfecho por la deferencia, que en absoluto le había sorprendido.

—Vámonos, Selena; todavía nos quedan otros medios de comunicación —dijo el periodista.

—¡Un momento! —advirtió, tajante, el gobernador—. Le prohíbo que facilite informaciones absurdas a la gente, sea por el medio que sea. Bastante complicadas están las cosas para que usted trate de intranquilizar a la población.

—Con todos los respetos, señor —apuntó Bob—, únicamente trato de mantener informada a la opinión pública.

—¿Sabe usted, acaso, lo que ocurre?

—No, señor. Por eso he venido a informarme. Igual que usted...

—Es un insolente, Lassy. Tenga mucho cuidado.

—Usted gobierna un Estado, señor, pero no a las personas que viven en él. Adiós. ¡Vamos, Selena!

Apenas hubo marchado, Malcom tuvo una exclamación despectiva:

—No sé por qué tiene tanta audiencia ese hombre. Se mete con todo, y lo único que hace es crear gran confusión...

Yo también estoy confundido, en estos momentos —admitió, de mal talante, la primera autoridad—. Y deseo saber qué es lo que realmente está sucediendo...

* * *

Puntualmente, a las diez de la noche, hora del Este de los Estados Unidos, se anunció la emisión especial de las 12,30, y las emisoras seguían sin funcionar.

Bob Lassy alquiló un helicóptero de una de las cúpulas, y utilizó la radio de vuelo. Aquella clase de aparatos podían ser oídos a través de los receptores que poseían muchos particulares, debido a las normales comunicaciones que se sostenían entre familiares, poseedores de helicópteros privados.

Bob, a quien acompañaba Selena, dispuso la onda de la forma que tuviera el máximo alcance.

—Les habla Bob Lassy, a bordo de un helicóptero. Transmitan las noticias a quienes no puedan escucharlas. La ciudad está incomunicada por radio. Incluso la nación. Y llegan noticias por teletipo, que informan que en otras naciones ha ocurrido lo mismo. No obstante, todos pueden escuchar que, a cada hora, con extraña puntualidad, se les anuncia el programa Especial de las 12,30 de esta noche. Acabo de hablar con el profesor Lubick, que está revisando el robot u ordenador central. Lubick sigue sin encontrar la explicación científica a un fenómeno que jamás había ocurrido. Las autoridades, por su parte, empiezan a mostrar su alarma, y me consta que van a tomar medidas; sin embargo, yo les aconsejo calma. Hablo por mi cuenta, desde luego, pero les pido que no se muevan de sus casas, que permanezcan atentos. A las 12,30 de esta noche, va a ocurrir algo, y no solamente en nuestra nación, sino en todo el mundo... No trato de alarmarles, sólo de prevenirles. No sé lo que pasará, tal vez la radio y las pantallas televisivas nos saquen de dudas, a las 12,30.

Tras una pausa, añadió:

—De cualquier novedad, procuraré mantenerles informados. Bob Lassy estará siempre al servicio de sus oyentes. Cierro.

Tras un silencio, Selena preguntó:

—¿Qué habrás conseguido con esto?

—Por lo menos, que la gente que me haya oído sepa que se está haciendo algo. La sensación de hallarse desamparado es la peor de todas.

—¿Y... qué crees que ocurrirá a las 12,30, Bob?

—No lo sé, Selena, pero empiezo a estar intrigado —sonrió Bob, sin perder del todo su sempiterno buen humor.

CAPITULO IV

Era la medianoche. En todos los hogares, ya fuera a través de la radio o de la televisión, había sido anunciado el Especial Espacio de las 12,30.

Faltaban treinta minutos exactamente para el esperado y misterioso programa.

Helicópteros de la policía patrullaban por la ciudad. La iniciativa de Bob Lassy había sido adoptada de un modo oficial, a falta de otros medios de comunicación y, como las emisoras seguían sin funcionar, se mantenía informada a la gente a través de las patrullas volantes, que utilizaban las pequeñas emisoras.

Se podía informar poco o muy poco, porque nada se sabía. Los técnicos procuraban localizar la larga avería, sin ningún resultado.

En apariencia tal avería no existía. Era cosa de las ondas..., como si de repente el sistema de radiocomunicación por el que se había regido el planeta desde su descubrimiento hubiese cambiado del todo, total y radicalmente.

Bob y Selena se hallaban en la cúpula del edificio en una de cuyas plantas habitaba la muchacha. Estaban los dos dentro del helicóptero con una pantalla de televisión portátil ante ellos y un par de receptores de radio.

Los minutos transcurrían lentos, muy lentos.

—Veinticinco. Faltan veinticinco minutos. Daría cualquier cosa por que ya hubiesen transcurrido —murmuró ella.

Bob observaba el espacio. El firmamento podía verse con absoluta nitidez, la luz de las estrellas —la gente seguía llamándolas así— brillaba con toda su potencia, o tal vez con más potencia de la habitual.

Bueno, lo cierto es que todo parecía extraño en esta noche.

Las calles estaban desiertas. Nadie, absolutamente nadie, transitaba por ellas.

Los coches patrulla de la policía se hallaban detenidos en las esquinas. Todos de servicio. Todos esperando órdenes. Esperando algo, sin saber qué exactamente.

Las doce y diez minutos.

Bob comunicó con Unión Radio a través de su transmisor portátil.

—¡Eh, Collins! ¿Alguna noticia importante del teletipo? —inquirió.

—Nada. Creo que el mundo se ha paralizado en estos últimos minutos. En California son las nueve de la noche y no circula ni un alma por la calle. Informan de París que todo el mundo está despierto y allí son

ya las cinco de la madrugada. Todo el mundo está a la expectativa.

—¿Algún accidente o suceso de importancia?

—No, Bob. ¿Dónde estás tú?

—En la Cúpula Mundial. No me moveré de aquí.

—Está bien...

Collins, al colgar, recibió la enésima llamada de su mujer.

—Por favor, Kora, no insistas, no puedo ir. Debo permanecer en mi puesto. Bien sabes que me gustaría estar a tu lado... Anda. Ve a casa de nuestros vecinos.

—Pero dime, al menos, lo que pasa —murmuró la señora Collins, que estaba realmente asustada, por primera vez en su vida.

—Nada, querida. Verás como no ocurre nada... En cuando localicen la avería...

No pudo continuar. El reloj marcaba las 12,15 exactamente, y una voz anunció:

—Faltan quince minutos para Especial Espacio...

Luego silencio.

—¿Has oído esto? —inquirió la señora Collins, más asustada todavía.

—Sí, Kora. Lo he oído...

—Tengo miedo... Ven, por favor.

—No puedo... No puedo.

—Al menos, déjame estar contigo a través del teléfono.

—Kora, hazte cargo... Tengo que atender a muchas cosas. Te llamaré. Te prometo que te llamaré. Anda haz lo que te digo y... ¡Espera! Me informan que hay novedades.

Collins acudió al aviso de un técnico, que informó.

—Es el parte atmosférico; señor Collins... Mire esto.

Y le entregó un boletín que Collins devoró con

la mirada, para comentar seguidamente:

—Increíble... Es un grado de contaminación jamás alcanzado.

—Por supuesto.

—Hay radiaciones.

—La atmósfera está cargada de radiactividad... Pero no en grado nocivo. ¿Han dicho algo los del observatorio Central?

—No, señor.

—¡Llámales!

—Sí, señor.

—¡No! Lo haré yo mismo...

Poco después, en el observatorio Central informaran:

—Estamos comprobando el fenómeno, Collins. Ya nos hemos dado cuenta. Por ahora, no hay motivo de alarma; no llamen, si no es para casos de emergencia.

Bob, en el helicóptero, tenía un contador particular y también había comprobado el fenómeno.

—Fíjate. Va aumentando un grado por minuto...  Estamos casi a tope.

—¿Es peligroso? —inquirió la muchacha.

—Espero que no. Al menos, no lo es ahora. Voy a salir.

—¡Ten cuidado!

—Nunca te había visto tan nerviosa.

—¿Tú no lo estás?

Bob sonrió para confesar:

—Un poco.

Salieron los dos.

Desde lo alto, la ciudad ofrecía la misma panorámica de siempre, radiante, con las luces encendidas, como era habitual, desde épocas ya lejanas.

Lo que no era tan normal era la absoluta carencia de ruidos. Aun en lo alto, se adivinada el tráfago, a más de asfalto.

Bastaba mirar con uno de los telescopios para ver todo desierto.

—Parece una ciudad abandonada —murmuró ella.

Y para los dos, desde lo alto de aquel inmenso edificio —que no era el más alto a pesar de sus doscientas plantas— les parecía hallarse solos, absolutamente solos en el planeta.

Una voz les volvió a la realidad, que no habían olvidado:

—Fallan diez minutos para Espacial Espacio.

—Ahora ya sabemos que el anuncio es cada cinco minutos. Lo que falta averiguar es quién habla.

—En la pantalla no aparece nadie. Sólo la voz —dijo Selena.

—Bueno. Ya falta menos.

* * *

Faltaban sólo cinco minutos. Así lo recordó la voz.

A partir de ese momento el anuncio se repitió cada sesenta segundos.

Era como una pesadilla que mantenía con los nervios tensos a toda la nación. A todo el mundo.

Cuatro minutos.

Tres.

Dos.

—La contaminación ya no sube. Está al máximo. Vamos. La emisión va a empezar —murmuró Bob.

Un minuto.

Los segundos se hacían interminables a partir de ese momento.

Cincuenta y nueve, cincuenta y ocho...

¿Qué iba a suceder?

¿Quién iba a aparecer en las pantallas?

Cincuenta, cuarenta y nueve, cuarenta y ocho, cuarenta y siete segundos de la cuenta atrás.

Selena estaba pendiente de la encendida pantalla de la televisión portátil, que seguía sin transmitir imagen alguna.

También la radio permanecía silenciosa, desde el último anuncio.

Cuarenta segundos, treinta y nueve.

El silencio pareció aún más intenso, cuando la voz surgió, una vez más, para contar los segundos a partir del treinta.

En estos momentos, unos números aparecieron en la pantalla televisiva, que se sucedían, a medida que la voz de la radio iba aproximándose al momento culminante.

Diez, nueve, ocho, siete.

Una voz surgía a través de todas las emisoras de radio, contando la última parte de aquella extraña cuenta atrás.

Bob se informó, a través de la radio, llamando a la emisora:

—¿Estáis en contacto con el resto del mundo?

—Sí, Bob. En todas partes está ocurriendo lo mismo. La verdad es que esto impresiona un poco, ¿eh? —repuso el de la emisora.

—Seis, cinco, cuatro...

—Escucha —añadió Bob al compañero de la emisora—. Necesito que compruebes de la forma que hablan en el resto del mundo.

—La voz surge en el idioma oficial de cada país.

Y es la misma, Bob!

Bob Lassy cambió una mirada con su compañera Selena.

—¿Traducción simultánea? —insinuó ella.

—Si sólo fuera eso...

—Pronto saldremos de dudas..., como tú has dicho antes.

—Tres, dos... —siguió la voz y los números en todos los receptores y pantallas del planeta.

Un tremendo pitido chirrió por todo el espacio, alcanzando incalculable grado de decibelios. Era algo ensordecedor.

Duró solo un segundo. Un segundo aterrador.

—¡Uno! —dijo la voz.

Fugazmente, algo parecido a un rayo cambió la noche por el día. En un lapso centesimal todo brilló como a pleno día.

—¿Qué es esto? —exclamó Selena, con una mezcla de miedo y de emoción.

¿Cuántas cosas se pueden pensar y recordar en un segundo?

El pitido, la cegadora claridad. El pasar de la noche al día para volver todo a la oscuridad...

Un segundo.

Un segundo, y luego, la verdad, el momento de desentrañar el misterio. El instante en que iba a comenzar aquella emisión que nadie, en la Tierra, había programado: Especial Espacio.

Eran exactamente las 12,30, o más exactamente, las 0,30 horas del nuevo día, para el Este de Nueva York.

Era la hora cero.

—¡CERO! —anunció la voz.

Aquel cero resonó en los radiorreceptores de todo el mundo.

El número apareció en todas las pantallas de los asustados terrícolas.

CERO.

Comenzaba ESPECIAL ESPACIO. 

CAPITULO V

 No ocurrió nada.

Nada espectacular, al menos. Las pantallas de todo el mundo reflejaron en sus imágenes una serie de sucesos acaecidos desde las once de la mañana del día anterior. O sea una hora después de cuando habían comenzado los anuncios de la emisión.

Una voz en off comentaba aquellos sucesos, que todo el mundo podía contemplar como si se tratara de un noticiario de última hora que resumiese la jornada.

Así, por ejemplo, la voz comentó:

—Tokio, once de la mañana (Así lo escuchaban en Nueva York, aunque en la capital nipona fueran las dos de la madrugada, y en la pantalla aparecían las imágenes nocturnas).

Las imágenes mostraron a los espectadores el hundimiento total de un rascacielos en construcción.

—Iba a ser el mayor edificio del planeta —decía la voz—. Por causas desconocidas y cuando la estructura se hallaba a la altura de la planta ciento cincuenta y cuatro, se desmoronó. Las vigas metálicas se doblaron y todo lo que estaba construido quedó convertido en un montón de chatarra.

Tras la noticia del Japón, las imágenes pasaron a una zona de Siberia.

Podía verse perfectamente cómo, por un extraño e incontrolado fenómeno, una extensa superficie de hielo se derretía súbitamente, y el agua se evaporaba para dejar asomar a la superficie el auténtico suelo de la zona. Tierra reseca, agrietada, sin el menor ápice de humedad.

—Otro fenómeno inexplicable para el mundo. Igual que en el anterior, no se produjeron víctimas —informó la voz.

Las imágenes de otros muchos sucesos, incluidos los ya conocidos en Estados Unidos, fueron desfilando rápidamente en el espacio de veinte minutos.

Cada imagen global de lo acaecido era escuetamente comentada por la misma voz.

Bob, con su radio abierta, captaba las noticias de la emisora Unión Radio, y comentó con Selena:

—El locutor sigue empleando la lengua oficial de cada país. Es el mismo, no cabe duda.

—¿Quién transmite esto, Bob? —inquirió ella, sobre cogida por lo que estaba viendo, por lo extraño de aquella emisión.

No hubo respuesta. Ni Bob ni nadie en el planeta podía pronunciarse al respecto.

Y las imágenes continuaron.

Los sucesos inexplicables habían invadido el mundo en un día, por demás, normal. Sucesos, eso sí, que no habían producido ninguna víctima. Sólo destrozos, daños materiales y, sobre todo, asombro. Mucho asombro.

Los veinte minutos concluyeron con la imagen de un avión en vuelo que, repentinamente, quedó detenido en el airé para precipitarse sobre el mar. La imagen del piloto lanzándose al agua se confundió con la de un yate anclado en el puerto de la bahía que se hundía rápidamente sin causa aparente.

En California alguien estaría dando la razón al piloto que no supo explicar las causas de la avería que lo obligaron a abandonar el aparato.

El presidente de Unión Radio asistiría asombrado a la desaparición de su preciado yate.

Pero ¿quién había filmado esas imágenes? ¿Dónde estaba la oportuna cámara que había captado aquellas escenas reales?

—Es inaudito —murmuró Bob.

El yate se había hundido definitivamente bajo las aguas. La última imagen de aquel reportaje había concluido.

Luego surgió la voz en los receptores y en las pantallas. Una voz sin personaje. La voz que ya empezaba a ser familiar a los habitantes del mundo entero, desde que las emisoras y los canales de TV habían quedado bloqueados.

La voz se limitó a anunciar:

—Especial Espacio ha concluido. Volveremos.

Era una advertencia.

* * *

Bob voló hacia el edificio del Cerebro Central. Tenía una idea, un presentimiento.

Cuando tomó tierra cerca del edificio bien custodiado, ya había hablado con el profesor Lubick, que no se había movido en absoluto del interior.

—Ordene que me dejen entrar. Es importante, profesor.

Ni Selena ni el periodista habían hecho comentario alguno sobre la misión.

Si alguien esperaba ver seres extraños o máquinas propias de la ficción científica, se había equivocado de medio a medio. El Especial Espacio había sido un simple reportaje. Una sucesión de hechos captados al momento; ahí, en su sencillez, radicaba lo extraordinario. El, porque ninguna emisora del mundo había sido capaz de prever lo que iba a suceder, pero “alguien” sí lo tenía previsto y “estaba allí” con la cámara... O con algo que los terrícolas eran incapaces ni siquiera de imaginar.

—Tienes franca la entrada, Bob —repuso el profesor a través de la radio.

Bob y Selena penetraron en el inmenso local. Junto al profesor, dos guardas velaban por su seguridad personal.

—¿Esperaba esto? —inquirió el periodista.

— No esperaba nada en concreto, Bob, pero ha sido realmente aleccionador. ¿No opinas lo mismo?

—Opino que ha sido un aviso. Una prevención. “Han querido advertirnos de que pueden controlar nuestro planeta — repuso Bob, con llaneza.

—Y lo han conseguido... Mira eso. —Y Lubick mostró al joven una simple bolita metálica, reluciente.

—¿Qué es?

—No lo sé. Es un material duro, desconocido. Se parece al acero, pero dudo que lo sea. Tampoco es aluminio; sin embargo, es ligero, muy ligero.

—¿Dónde lo encontró?

—Ahí. —Y Lubick señaló el monumental cerebro cilíndrico—. Estaba metido entre las bujías. Actuaba modo de interferencia. Alguien ha debido ponerlo para bloquear el sistema.

Bob sonrió como si esperara algo parecido.

—Me lo temía. Por eso estoy aquí.

—¿Qué es lo que temías?

Bob contestó con una pregunta:

—Profesor... El edificio está siempre guardado. ¿No es así?

—En efecto. Hay guardia permanente.

—Y nadie puede entrar ni salir sin ser visto.

—Visto o detectado —ratificó Lubick.

—Sin embargo, alguien ha debido entrar para colocar esa aparentemente insignificante bolita. —Y Bob ahora jugueteaba con ella, haciéndola saltar sobre la palma de su mano.

—Aquí no ha entrado sola, por supuesto —manifestó

Lubick.

—Profesor. ¿Ha preguntado si alguno de los guardianes..., en algún momento de su vigilancia, ha sentido un mareo, o una especie de desmayo..., algo que momentáneamente les haya impedido cumplir con su misión de vigilancia?

—No. No lo he preguntado... ¿A partir de qué hora? —Pues... antes de que las emisoras quedaran bloqueadas.

—Eso lo sabremos en seguida.

* * *

Ahora se habían reunido todos en un pequeño laboratorio de pruebas en el mismo edificio. Con el profesor, Selena y Bob Lassy, se hallaban Malcolm, su fiel Petrus, dos altos cargos de la policía y el propio gobernador del Estado.

Frente a ellos dos guardianes. El primero admitió:

—Fue solo un momento... Tuve un desfallecimiento... Bueno, la noche anterior había dormido mal. No me encuentro muy bien del estómago y...

Malcom le interrumpió con brusquedad:

—¿Por qué ocupó su puesto, si no estaba en condiciones? Sabe que las normas son estrictas. Cualquier funcionario debe pedir ser reconocido en el Hospital Central, si no se halla en perfecto estado. No le cuesta ningún dinero.

—Cálmese, Malcom —pidió Bob—. Estoy seguro de que el vigilante se encontraba en perfectas condiciones para cumplir su misión.

El gobernador hizo una seña para que el segundo vigilante explicara su caso:

—Yo sentí algo así como si cayera en un profundo abismo. Fue sólo un instante. Casi no tuve tiempo de asustarme. Hasta llegué a pensar que me lo había imaginado. No dije nada para no alarmar a mi compañero. Después de todo, me recuperé en un momento.

—¿Un momento? ¿Cuánto tiempo calcula que duró ese momento? —inquirió Bob.

—Pues..., no sé... Un momento. Un abrir y cerrar de ojos.

—En un abrir y cerrar de ojos nadie puede introducirse en el edificio, abrir la puerta del cerebro, introducir una interferencia en el lugar preciso y volver a salir —atajó Malcom, con marcado énfasis.

—Esto es lo que cree usted, Malcom —volvió a intervenir Bob Lassy—. Pero no podemos saber, con certeza, si todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos.

—Ya he dicho que sí —protestó el guardián.

Pero Bob insistió:

—Eso es lo que usted imagina. Para usted fue un abrir y cerrar de ojos, pero puede que su vahído durara algo más. El tiempo suficiente para que alguien entrara...

Intervino el gobernador:

—Pero ellos habrían visto algo... Quienquiera que entrara en el edificio tuvo que aproximarse.

—Eso... En toda la zona no había nadie —puntualizó el guarda que había hablado primero—. De eso estoy seguro.

—Y yo también —comentó Bob, pensativo.

—Entonces, ya sólo falta que nos diga que el que se introdujo en el edificio era invisible —adujo Malcom, con sarcasmo.

—Si me dijeran que un terrícola se ha vuelto invisible, me echaría a reír, Malcom —repuso Bob Lassy—. Pero ahora no estamos hablando de seres conocidos...

—¿De marcianos, entonces? —sonrió Malcom, burlón.

—Hemos ido a Marte hace tiempo. Sabemos que no hay vida ni nada aprovechable allí. Ni en Venus... Ningunos de los planetas próximos albergan a seres vivos... Al menos, lo que nosotros entendemos por seres vivos...

—¡No pretenda hacer publicidad con eso, Bob! Se ¡está preparando un buen artículo. No deberían permitirle estar aquí —protestó Malcom.

—No pretendo nada, Malcom. Pero abra los ojos... Quién filmó las escenas que hace un par de horas todos pudimos ver a través de la pantalla? ¿Quién era y donde estaba el hombre que estuvo hablando por radio, desde que las emisoras quedaron bloqueadas...? ¿Alguien ha visto a esa gente?

El gobernador fue el primero en admitir aquellas palabras:

—Es verdad... Eso es verdad.

—¡Todo puede haber sido provocado! —espetó Malcom.

—Yo también lo pensaba así —sonrió Bob—. Pero son demasiadas cosas... Y esa bolita, de apariencia inofensiva...

El profesor Lubick aclaró:

—La están analizando en el laboratorio. Espero noticias de un momento a otro.

—Yo también necesito datos. El presidente quiere saber lo que ha ocurrido exactamente —adujo el gobernador.

—Todos queremos saber —terció Bob—, pero, de hecho, sólo hay una cosa cierta. El poder que ha bloqueado nuestros medios de comunicación es real.

Y Lubick se pronunció por primera vez.

—Real y ciertamente invisible... 

CAPITULO VI

—¡Dominados por un poder invisible! —leyó la señora Collins el titular de uno de los periódicos, con el mayor alarde tipográfico de todas las épocas.

—Dios mío... ¿Será posible?

Intentó llamar a su marido, pero estaba demasiado ocupado. No se había movido de la emisora en toda la noche y ahora, otra vez a la luz del día, preparaba y ordenaba las continuas emisiones de Unión Radio, que versaban sobre aquel extraño fenómeno.

Bob hablaba, en una de las muchas emisiones especiales:

Los técnicos todavía no han llegado a la conclusión del análisis de la interferencia encontrada en el Cerebro Central. El material de la bolita que les describí sigue siendo un misterio, pero algo es evidente: no procede de nuestro planeta.

Tras una pausa, Bob añadió:

—Mi misión informativa es la de tenerles al corriente y no pretendo alarmarles, y espero que, una vez descubierta la naturaleza del material interceptor, pueda neutralizarse su efecto. Sólo así dejaremos de estar en poder de una gente, unos seres, unas “cosas” que han conseguido sorprendernos. Esa es la verdad...

Concluyó la misión con cierta pesadumbre.

—Es la primera vez en mi vida que no digo lo que pienso... Estoy mintiendo para evitar el pánico... —murmuró.

Selena estaba allí con unos datos que había conseguido.

—Son unas fotografías. Obsérvalas bien.

Bob tomó lo que Selena le ofrecía. Eran fotos nocturnas tomadas en un aeropuerto. Sólo una de ellas parecía haber sido captada a plena luz y en ella podía verse una pista de aterrizaje. La nitidez de las vistas era absoluta.

—¿No notas nada, Bob? —inquirió ella.

—¿Dónde están tomadas?

—En el aeropuerto. Las hizo un muchacho sordomudo. Viajaba con su madre. Acababa de llegar y, como habían suspendido los transportes, mientras esperaba se dedicó a tomar fotografías. Es un chico de unos doce años, que parece muy listo. No sabía lo que ocurría. Su madre no quiso alarmarle y le dejó que se comportara como si nada ocurriera... Esas fotos fueron hechas en el momento de la emisión... Fíjate en ésta...

Selena señalaba la que parecía captada a pleno día.

—El momento en que todo se iluminó —comprendió Bob.

—Sí, pero hay más. No te lo diré. Tienes que ser tú quien lo descubra; de lo contrario, podría influir en ti.

Bob puso una mayor atención, y en las fotos nocturnas creyó adivinar ese “algo” que aludía Selena. Era como el reflejo de algo...

—Un cristal —murmuró Bob—. Debió tomarlas detrás de los cristales de la puerta.

—Eso mismo pensé yo, pero no es así. Sigue observando.

La impresión del reflejo del cristal estaba ligeramente redondeada, como si cerca de la cámara hubiera una lente de tamaño bastante grande.

—Me doy cuenta... En todas ocurre lo mismo.,.. Menos en ésa. —E indicó la que coincidía con la fugaz luminosidad ocurriría un segundo antes de la emisión.

—La madre del muchacho me dijo que las había tomado en la terraza. Anoche hacía bastante calor, incluso más de lo normal para esas fechas...

—¿Cómo has conseguido esas fotos? —preguntó Bob.

—Estaba en el laboratorio de Lubick en espera de noticias; la madre del muchacho es pariente de la esposa del profesor. Vino para que le presentara al doctor Lander a fin de que intente curar al muchacho. Mientras esperaba, el chico miraba las fotos. Están hechas con cámara instantánea, no hay cliché. Las miré por casualidad, mientras la madre explicaba su larga espera en el aeropuerto de París. Tuve un presentimiento. Se lo dije a Lubick y él creyó ver lo mismo que yo. Se las pedí para enseñártelas.

—Me gustaría saber dónde hizo las fotografías el muchacho.

—Eso será fácil de averiguar —repuso ella.

* * *

A mediodía, Bob y Selena estaban en el sitio exacto donde, la noche anterior, aquel muchacho sordomudo había tomado aquellas fotografías que podían tener una importancia vital para la investigación del fenómeno que seguía preocupando al mundo entero.

Bob, provisto de una cámara, comenzó a sacar instantáneas. Lo hizo con un aparato de idénticas características del utilizado por el muchacho.

Selena hacía lo propio con otra cámara.

Sacaron, entre los dos, más de cincuenta fotografías, tomando como modelo las que el chico les había prestado.

Luego se reunieron en uno de los bares y las miraron cuidadosamente, una a una.

No. No se notaba ningún reflejo de cristal alguno.

—Tendremos que repetir lo mismo esta noche —dijo Bob.

Durante el resto del día no ocurrió nada que viniera a aclarar lo sucedido. Todo eran conjeturas, comentarios, suposiciones, pero nada en absoluto que aportara luz sobre el caso.

Las emisiones de radio se sucedieron con normalidad, igual que los programas de la televisión.

A las doce, el programa Malcom, emitido por la mayoría de canales, saltó al espacio, y el propio Malcom habló, disculpándose de la ausencia de la noche anterior.

—Los extraterrestres tienen la culpa —dijo, bromeando—. Pero, particularmente, espero que vuelvan. En cuanto prueben las harinas Malcom, no tendrán ganas de atacarnos.

Malcom lo aprovechaba todo para su publicidad.

Bob trabajaba en algo positivo, repitiendo las fotografías, ayudado nuevamente por Selena.

Otras cincuenta vistas fueron atentamente examinadas, después de haber sido captadas en el lugar exacto.

—Nada —comentó Selena—. Hay planos que parecen idénticos a los tomados por el chico, pero aquí no hay ningún reflejo.

Bob lo admitió.

—No puede ser una casualidad. Pero me gustaría ver ampliadas esas vistas.

Había un medio para conseguirlo. Sacar un cliché, aun a costa de perder la nitidez.

Bob no lo dudó ni un solo momento y, siempre con Selena, a bordo de un helicóptero, voló a su apartamento. Allí, con los aparatos propios, consiguió el correspondiente cliché de cada una de las vistas tomadas.

Media hora más tarde, tenía los negativos en sus manos, que posteriormente amplió.

Dos horas después, y por un complicado proceso, las vistas se, habían convertido en diapositivas.

Las proyectó...

Había diferencias. En las del chico seguían apareciendo aquellos círculos reflectantes. En las conseguidas por ambos, aún más dilatadas a consecuencia de las manipulaciones, no existía la menor señal que indicara la interferencia de algún objeto transparente.

—Es algo parecido a un cristal. No cabe duda. Un escudo... Algo que se interfiere entre la imagen general y la cámara —comentó Bob.

—¿Una muralla protectora? —inquirió la muchacha tras un silencio.

—Quizá.

—¿Una muralla que llevase alguien consigo?

—Tal vez. Es difícil de esclarecer. Habrá que consultar si alguien tomó fotografías durante esa noche.

—Creo que todo el mundo estaba demasiado ocupado, Bob —dijo ella.

—infórmate. Llama a todas partes. Busca en el subsuelo, si es preciso. Necesitamos datos sobre este particular, Selena. Puede ser importante.

Tras un silencio, añadió:

—Voy a seguir repasando esas diapositivas —y luego aún continuó—: Alguien estuvo aquí. Extraños a nosotros... Seres que no se pueden ver, pero que causaron las sensaciones de impotencia de los marineros del yate del presidente de Unión Radio, de los guardas del Edificio del Cerebro Central. Seres que no pueden ser vistos... Esa cosa transparente de las fotografías podría ser la respuesta.

Y Selena marchó a cumplir el encargo. 

CAPITULO VII

A los tres días, todo un equipo técnico estaba examinando el yate del presidente de Unión Radio, que al fin había podido ser rescatado.

La nave no parecía haber sufrido más daños que los propios de la inmersión.

En principio tampoco existían señales ni huella alguna.

El profesor Lubick y Bob, que habían ido al puerto, regresaban a bordo de un mono-rail, en dirección al edificio del Cerebro Central.

—Todavía no hay noticias del material de la bola hallada en el Cerebro —indicó el profesor—. En cuanto a esas fotos, he estado cotejando unos apuntes. Quiero que veas algo, Bob.

Poco después, en el mismo edificio del Cerebro Central y en el estudio que Lubick poseía, mostró otras fotos obtenidas de los viajes espaciales de tipo experimental.

—Estas son de Venus. Observe. Son fotografías tomadas desde la misma superficie del planeta. No hay vida. No hay posibilidad de subsistencia. Eso quedó probado; no obstante, observe las fotos.

Cerró la luz, bajó una pantalla y proyectó una serie de diapositivas.

A simple vista, para un lego en la materia, incluso para los mismos peritos, aquellas fotografías no revelaban otra cosa que no fuera un terreno yermo, árido, carente de vida, impregnado todo de un polvillo que invadía las rocas, los surcos, los cráteres.

Sin embargo...

El profesor puso en primer plano un enfoque general.

—¡Cielos! —exclamó Bob al descubrir lo que precisamente el profesor esperaba que viese.

—Sí, Bob... Tiene las mismas características —asintió Lubick.

En efecto, aquellas fotografías reproducían un reflejo similar a los obtenidos la noche del fenómeno, por el muchacho sordomudo.

—He preguntado al chico, que, como sabe, es pariente mío —añadió el profesor—. Tiene una extraordinaria sensibilidad. La privación de esos dos sentidos ha agudizado su instinto. Le he preguntado si vio algo. A su modo, me ha respondido que “Vio” el reflejo de los cristales...

—O sea que vio “algo".

—Él pensó que era un efecto óptico de la máquina y de los cristales de la puerta que tenía detrás porque “lo veía muy próximo”, ésas fueron sus palabras.

—Entonces, no hay duda de que había “algo”.

—“Alguien”, diría yo —rectificó Lubick.

—Pero ¿y en Venus, profesor? —inquirió Bob—. Allí “no hay nadie”. Al menos, eso pareció que había quedado probado. A menos que...

—Sigue, Bob —animó el profesor, como si esperara que el periodista coincidiera con sus propios pensamientos.

—¿De cuándo son esas diapositivas? —preguntó Bob, antes de seguir adelante.

—Del último viaje. Hace diez meses, concretamente —puntualizó Lubick—. Y ahora diga lo que piensa.

—No sé si será demasiado fantasioso, pero podría ser que... “esa gente” o lo que sea, estén realizando viajes por el Cosmos, viajes de reconocimiento o de inspección, o llámele como quiera.

—Continúa...

—Posiblemente estaban en Venus cuando nuestras cámaras captaron esas vistas. Sería una coincidencia, pero... también una probabilidad.

—Lo es, Bob. He estado revisando centenares de fotografías. Sólo en ésas de Venus coincide el reflejo de un cristal, y son las más recientes.

—Entonces, esto podría formar parte de un plan de alguna sociedad extraterrestre desconocida para nosotros, de investigar sobre los planetas de nuestra galaxia.

—Podría ser...

Una llamada interrumpió a los dos hombres. Informaron que Selena estaba allí.

Selena llegó, poco después, junto a los dos hombres.

—Te estaba buscando, Bob. Es tan urgente, que no  he podido esperar para que veas esto.

—¿Qué es?

La muchacha extrajo unas fotografías, llegadas por radio.

—Lo que querías. Me ha costado. Un particular sacó fotografías en Londres, y al fin ha accedido a mostrarlas. También en Germania, la Sociedad Astrológica sacó unas fotos. Todas están aquí. Creo que son interesantes.

Después de que Lubick y Bob examinaron las fotos,  ya no les quedó la menor duda.

Todas ellas tenían esa leve sobreimpresión, propia del reflejo de un cristal.

—Lubick, ¿sabe lo que pienso de todo esto?

—Lo imagino.

—Esa noche estuvimos invadidos. Absolutamente invadidos. Esas fotografías lo prueban.

—Es posible, Bob. Es posible.

* * *

Aquella noche iba a ser pródiga en acontecimientos.

Primero porque Bob dio la primacía. Basándose en hechos prácticamente demostrables, informó de la invasión del planeta y acabó diciendo:

—No son sólo conjeturas... Esos seres invisibles dominaron nuestro mundo, durante media jornada. Estaban en todas partes y, sin embargo, no podíamos verlos... Yo estoy seguro de que volverán y, por ello, pido a todos los que tengan cámaras que, cuando esto ocurra, se lancen a tomar impresiones; no sé si esto podría servirnos de gran cosa, pero es necesario que localicemos a esos seres invisibles... Si pueden dominarnos por medio día, es nuestro deber estudiar el modo de que no caigamos irremisiblemente en sus manos para siempre. Porque hay un detalle. Tienen medios superiores a los nuestros y no sabemos cómo combatirlos, si llega el momento de un enfrentamiento. Y este momento llegara. Ninguna nación está preparada para ello. No lo olviden. Ellos volverán.

* * *

La emisión fue una auténtica bomba. Las llamadas a la Seguridad Nacional de cada país bloquearon las líneas telefónicas y los diversos medios de comunicación.

Algunos periódicos lanzaron rápidamente emisiones extras, haciendo conjeturas sobre la posibilidad de una invasión extraterrestre.

Se pidieron seguridades a los respectivos gobiernos.

Aquella noche Bob fue llamado a presencia de las autoridades, comandadas por el gobernador.

—De ahora en adelante le prohíbo que haga nuevas manifestaciones. Alarmando a la gente, no consigue sino obstruir nuestra labor. ¿Acaso cree que es usted el único que investiga el asunto? En principio, lo que debió hacer fue entregarnos esas fotografías. Ocultando testimonios retrasa nuestros trabajos.

—Lubick también estaba enterado, señor. Y yo no he ocultado nada. Ya ha oído lo que dije a través de las ondas. Y esto tiene que saberlo todo el mundo.

—Eche un vistazo a la calle —cortó el gobernador—. Sólo verá gente asustada y temerosa. Gente que cree hallarse totalmente desamparada.

—¿Y acaso no lo está? ¿O es que ya tienen previsto el medio de impedir que suceda lo de la otra vez?

—Tal vez, sí. Tal vez lo tengamos...

—Entonces, su obligación es hacerlo saber a los ciudadanos.

—Se hará lo que se deba hacer. Ya está advertido, Bob. Otra emisión sensacionalista como la de hoy, y le mando encerrar.

Era una amenaza concreta. Algo que Bob no admitía; por eso, y para seguir investigando, fue hacia el laboratorio de Lubick, que, últimamente, estaba trabajando de forma intensiva, buscando nuevos datos que aportaran luz al fenómeno.

Allí le esperaba una sorpresa:

Malcom.

Malcom salió cuando él entraba, y le saludó con una sonrisa burlona, que hizo pensar a Bob que algo se traía entre manos aquel magnate de las harinas sintéticas.

—¿Qué quería ése? —preguntó, al quedarse a solas con Lubick.

—No te lo puedes ni imaginar, Bob. Pretende que utilice la bola magnética para bloquear todas las emisoras, y lanzar una nueva emisión mundial, desde el cerebro Central.

—¿Para qué?

—Publicidad.

—Era de suponer que quisiera sacar partido.

—Me he negado, por supuesto, pero Malcom tiene poder. Puede hacer que me destituyan de mi cargo.

—En estos momentos, esto sería fatal. Usted es la persona más adecuada para seguir investigando. Usted es el único, profesor.

—¡Oh! Hay otros, pero tendría que pasarles todos los datos. No es eso lo que más me preocupa, Bob.

—¿Qué es?

—Si Malcom se sale con la suya, la gente respirará tranquila. Nadie se preocupará de una posible autodefensa. Aunque tú y otros hagáis lo posible para que la verdad resplandezca, una emisión a escala mundial es demasiado fuerte. Es una baza importante. Todo el mundo se dará por satisfecho... Y lo malo es que a nuestra nación le conviene esto. Será una demostración de nuestra propia importancia. De nuestro poder. Si somos capaces de controlar a todas las emisoras y canales de televisión, en un momento dado, será tanto como dominar el mundo. Al menos, el de la información.

—Y todo, por el egoísmo de un maldito adulterador de harinas —masculló Bob.

—No hay peligro, mientras la bola magnética esté en nuestro poder. Manipular el cerebro de otra forma sería labor de muchas semanas. Tendríamos que realizar desplazamientos para hacer conexiones a los cerebros secundarias.

—Ya. Es curioso. Una simple bola, que puede sostenerse con una mano, basta para bloquear todos los cerebros.

—Y lo malo es que seguimos ignorando de qué clase de material está fabricada —comentó el profesor.

Un silencio, que en seguida fue interrumpido por una llamada de los laboratorios generales.

Lubick tomó el auricular, y su rostro se contrajo, ante la información que le estaban dando.

—¡No es posible! ¿Cuándo?

—¿Cuántos eran? Ya... Voy para allá.

Al colgar, Bob preguntó:

—¿Qué ocurre?

—La bola, Bob. La han robado.

Posteriormente, en el vehículo más rápido del profesor, los dos hombres se trasladaban al Laboratorio General.

La policía había llegado ya, y todo el contorno estaba acordonado. También estaba el gobernador.

El profesor repetía mentalmente lo que le habían dicho sus informadores:

“Cuatro hombres enmascarados, vestidos con extraños ropajes y el rostro completamente cubierto, habían entrado, dejando dormidos a los guardas.”

Los cuatro hombres que estaban trabajando en el laboratorio en aquellos momentos, siguiendo el programa intensivo de investigación, estaban explicando:

— No supimos cómo reaccionar. Se apoderaron de la bola y desaparecieron.

—¿Hablaron, esos hombres? —preguntó Lubick.

—No... Creo que no.

Otro lo recordaba mejor.

—Hacían signos. Sólo signos.

—Sí. Tres de ellos llevaban armas.

—¿Cómo eran esas armas?

—Modernas... Similares a las nuestras.

—¿Similares o iguales? —preguntó el profesor.

—No sé. No recuerdo.

—¿Cómo les pidieron la bola? —preguntó, a su vez, el gobernador.

Alguien lo recordaba:

—Lo anotaron en la pizarra.

—¿Les vieron algún miembro de la cara, del cuerpo, las manos? —insistió el profesor.

El Jefe Superior de Policía intervino:

—Deje que nosotros sigamos preguntando, profesor Lubick.

—Un momento, señor. Esto puede ser importante.

La respuesta de uno de los científicos no aportó ninguna luz:

—Iban totalmente cubiertos de una ropa gris... Era de una sola pieza. Les cubría absolutamente todo el cuerpo.

Selena se coló, e hizo una seña para hablar aparte con Bob.

—¿También te has enterado?

—¿Crees que hay algo de lo que no pueda enterarme? Y sé algo más que vosotros. Escucha, he hablado con el Gran Hospital. Allí han atendido a los guardas...

—¿Y de qué te has enterado?

Selena bajó la voz, y Bob sonrió con cierta amargura, mientras el Jefe Superior de la Policía insistía sobre el profesor:

—Ya ha preguntado bastante. Ahora, deje que nosotros continuemos.

—Es inútil seguir, Lubick. Esto no es más que una comedía. No eran extraterrestres. En vez de preguntar a esos hombres, lo que deberían hacer es hablar con Malcom. Él sabe algo del asunto.

—¿Qué pruebas tiene para acusar a un ciudadano? —espetó gobernador.

—¿Quién puede tener interés por esa bola magnética? ¿Acaso no está enterado de lo que se propone Malcom? ¡Vamos, Selena!

— ¡No, Bob! Usted ha hecho una acusación, y tendrá que seguir...

* * *

Estaban en el cuartel general de Malcom. Aquello parecía una estancia Superespacial. Todo funcionaba bajo control remoto. La fría e impersonal sala se había llenado súbitamente. Además del personal de confianza de Malcom, estaba el Jefe Superior de Policía, dos altos cargos, el gobernador, Lubick y Bob. A Selena le prohibieron la entrada. Aquello no era una información pública, sino una acusación privada.

Malcom se defendió:

—¡Está loco! Eso sucede por dejar que ese periodista meta las narices en todas partes. ¿Cómo se les ocurre pensar que yo haya podido ordenar que roben esa bola?

—Sin embargo, usted propuso a Lubick utilizar la bola magnética para bloquear, por su cuenta, las emisoras de todo el mundo, y lanzar su publicidad al espacio.

—Yo le hice una sugerencia tan sólo. No le obligué. No tiene pruebas, Bob, ni el profesor, ni nadie. Repito que fue una sugerencia. Aparte de la publicidad, muy importante para mi negocio, serviría, a la vez, para tranquilizar al mundo.

—¿Qué más tiene que decir, Bob? —intervino el gobernador.

—Son ustedes los que tienen que preguntar, señores. Yo no tengo pruebas, desde luego, pero lo que sí sé es que el robo no fue perpetrado por ningún extraterrestre.

—Usted sólo dice medias palabras, y no puede probar nada —recriminó el policía.

—Entonces, pregunten en el hospital. Los guardas fueron narcotizados con un producto corriente, muy poderoso. Un producto usado en todos los quirófanos para dormir a los pacientes. Basta apretar un simple spray. Los extraterrestres, los hipotéticos invasores del espacio, no tienen necesidad de utilizar nuestros productos, ni siquiera de mostrarse públicamente. Son invisibles.

—Esto son historias suyas —adujo el gobernador.

—No son historias, señor. El profesor Lubick puede decirles algo, al respecto. 

CAPITULO VIII

Un día más.

—Puedes estar contento —murmuró Selena, en la hora de la comida, que compartía con Bob—. Malcom se ha sentido magnánimo, y no ha querido denunciarte por calumnia.

—Recuérdame que le mande un obsequio para las Navidades.

—Sé que es pedirte mucho, pero olvídate de todo Bob. Al menos, hasta que Lubick no sepa más cosas sobre el asunto. No es tarea tuya luchar contra lo desconocido.

—Pero sí lo es mantener informada a la gente. Si se consuma la pretensión de Malcom, se habrá cometido un tremendo fraude...

La radio funcionaba normalmente. La música ocupaba el espacio, en la hora de la cena. Música suave para la digestión. Era la norma general en toda la nación, casi en todo el mundo.

Aquella vez, sin embargo, se quebró. La voz del locutor anunció:

—Especial Espacio a las 12,30 de esta noche.

La pareja cambió una mirada de sorpresa. Ambas parecían preguntarse:

“¿Otra vez?”

—No lo esperaba tan pronto —murmuró Bob—. Y aún no estoy convencido.

Llamó a Lubick, que confirmó:

—No, Bob... No es cosa de Malcom. Estoy seguro. Ahora salgo para el cerebro.

—Voy para allá inmediatamente —repuso Bob.

La comida había terminado para la pareja de informadores. Y una hora más tarde, el profesor, ante la sorpresa general, informaba:

—Esta vez no existe ninguna interferencia. Al menos, una interferencia visible.

—¿O sea que no han utilizado la bola robada para bloquear las emisoras? —comentó Selena.

Y Bob adujo:

—Y nos han dado menos tiempo. Son las ocho y veinte minutos. Sólo disponemos de cuatro horas para averiguar de dónde procede el bloqueo.

—Sólo puede proceder de aquí, Bob. Es inútil buscar. —Y Lubick mostró el detector—. Esto informaría de cualquier elemento extraño. Aquí no hay nada. En esta ocasión utilizan otros sistemas.

A partir de la noticia, dada exactamente a las siete de la tarde, hora de Nueva York, el director de Unión Radio dispuso una vigilancia especial para su yate.

En todo el mundo se tomaron medidas policíacas. Se alertaron los aeropuertos, y se informó a todos los pilotos que tripulaban aviones en vuelo.

La radio dejó de transmitir por el bloqueo; sólo funcionaban las de onda media de corto alcance, y las patrullas recorrían las calles, pregonando serenidad.

Los servicios de protección se lanzaron a los lugares oficiales, con baterías láser para la defensa.

A las ocho, la voz anunció, por segunda vez, Especial Espacio de las 12,30.

Los teléfonos funcionaban a tope, recogiendo informaciones de todo el mundo.

A las nueve de la noche no se había registrado ningún suceso extra normal.

Los accidentes tenidos como corrientes tampoco tenían razón de ser porque la circulación por las calles era muy escasa.

A las diez de la noche, Bob tomaba fotografías instantáneas, cerciorándose de que no captaban ningún reflejo.

—No están. No han llegado todavía —murmuró, mirando las fotos.

Selena era su interlocutora.

—¿Crees que aparecen repentinamente?

—No lo sé... —Y desde el tejado, filmaba hacia el espacio—. De algún lugar tienen que aparecer...

Había terminado ya cuatro rollos de larga duración, y seguía tomando instantáneas que, a veces, dejaba para captar nuevas fotografías.

Selena llamó para informarse de si había alguna novedad. Eran las once.

—No. Esta vez no ocurren accidentes espectaculares, pero el bloqueo persiste.

Las once y media.

Una llamada telefónica:

—Soy la señora Collins —dijo la voz que oyó Selena—. Me han dicho que puedo hablar con Bob Lassy que le encontraría aquí.

—Sí, señora Collins.

—Es la esposa del jefe —anunció Selena, y Bob tomó el teléfono.

—Señor Lassy, no hay manera de que pueda hablar con mi marido, pero he recordado su consejo. Tengo un poco de miedo, ¿sabe?, pero he salido al jardín para tomar unas fotografías, como usted dijo que hiciéramos la última vez que habló por la radio...

—Sí, sí, señora Collins. Hace usted muy bien. Yo también lo estoy haciendo.

—Quisiera que viera esas fotografías, señor Lassy. yo no entiendo mucho, pero creo que hay cierto reflejo. Usted habló de ello. ¿Verdad?

—¡En seguida voy para allí! —colgó y dijo a Selena.—. Estaré de vuelta en poco tiempo. Sigue con las cámaras.

—Ten cuidado, Bob.

Él sonrió. Tomó el coche, y se lanzó a la calle. Poco después, examinaba las fotos sacadas por la esposa del jefe de emisiones.

—¡Cielos! —exclamó el periodista, al comprobar la veracidad de las informaciones de la mujer. Y tomó la cámara para salir al jardín y sacar unas placas.

Después de quitar el papel protector, las fotos mostraron la existencia de aquellas transparencias.

La señora Collins se asustó:

—Señor Lassy. ¿Quiere esto decir que estamos rodeados de gente invisible? Tengo miedo...

—Venga conmigo, si quiere. Informaremos a su marido.

—Es que... No me gusta abandonar la casa —dudó la señora Collins.

—No tenemos mucho tiempo. —Consultó el reloj—. Las doce, y tenemos un largo trecho.

La mujer se decidió, al fin. Bob Lassy fue, a la mayor velocidad posible, libre de inconvenientes, debido a la nula circulación Todo estaba desierto.

Selena le esperaba en la azotea.

—¡Mira esas fotos, Bob!

Los retratos callejeros mostraban las calles impregnadas de aquellas transparencias.

La radio rompió el silencio para recordar:

—Faltan cinco minutos para el Especial Espacio de las 12,30.

Nuevo silencio. La más asustada seguía siendo la señora Collins.

Bajaron al apartamento de Selena, a esperar. Bob se situó junto al ventanal.

—Se producirá un fogonazo. No se asuste —dijo Selena a la mujer.

Los minutos transcurrían, lentos, llenos de una densidad indescriptible. La atmósfera, cargada, contribuían a aumentar el nerviosismo.

Bob, no obstante, se mostraba sereno.

Un minuto. Faltaba un solo minuto. Luego, todos esperaban que ocurriera lo de la última vez. Cincuenta segundos y, seguidamente, la última fase de la cuenta atrás.

Y así sucedió.

—Diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno...

El fogonazo y la voz... Pero aquella vez, acompañada de una imagen:

Una especie de tanque blindado, similar a los carros de combate de las últimas guerras, pero desprovisto de cañones visibles. Poseía un largo cristal delantero que servía de visor; no obstante, no podía verse quién o quiénes estaban en el interior del vehículo, pero la voz surgía de allí.

Apurando la observación, Bob advirtió que una luz fosforescente surgía de alguna parte, manteniendo iluminado el blindado, y aquello le dio una idea.

La voz empezó a hablar:

—La última vez tratamos de hacerles una demostración de nuestros sistemas. Bien pudieron observar que no era nuestro deseo causarles víctimas; sólo algunos destrozos en sus materiales, imprescindibles, por otra parte, para que comprendieran. Claro que la mentalidad de ustedes es muy distinta, y absolutamente limitada. Puedo asegurarles que de nuestro viaje alrededor de las Galaxias, el suyo es el planeta habitado más desarrollado y, a la vez, menos inteligente. Me refiero a los Seres que lo habitan. Ustedes sólo entienden una forma de vida. La forma animal y vegetativa. No conciben otra clase de existencia, y desprecian lo que ignoran y por consiguiente, olvidan el daño que están causando. Eso, a nosotros no nos importaría, si no precisáramos de un habitáculo dónde instalarnos...

Hizo una pausa. Bob señaló la pantalla, y murmuró:

—Necesitan esa clase de luz para hacerse visibles. Por eso no los vemos. Sólo el cristal tiene un pequeño reflejo. Es interesante.

Guardó silencio cuando la voz de quien hablaba desde el interior del blindado, prosiguió:

—Nosotros no tenemos ninguna preferencia para establecernos en un planeta o en otro, pero nos es imposible coexistir con otros seres y, por lo tanto, tenemos que expulsarlos. Esto siempre resulta doloroso, pero comprenderán que no podemos subsistir sin un lugar adecuado. La vida de nuestro habitáculo se extingue, y queremos sobrevivir. Tenemos todos los medios para rehacer nuestra existencia en otro lugar. Por ello, hemos elegido LA TIERRA.

Bob dejó de oír para lanzarse al teléfono, y llamar al profesor:

—Escuche. Estamos invadidos. No sé cuántos son, pero tenemos un medio para descubrirlo... La luz. Es fosforescente... Esto puede conseguirse.

—Pero no será posible iluminar toda la ciudad.

—La zona más ancha posible...

—Depende del tiempo de qué dispongamos.

—Posiblemente, habrá algún modo de entretenerles... Póngase en contacto con las autoridades, pídales su colaboración, y empiecen a trabajar desde el laboratorio.

Bob colgó, mientras el del blindado había seguido explicando los pormenores de lo que se proponían.

—He dicho que el lugar donde existen los seres más crueles es este planeta. Por ello nos causa menos dolor. Por ello, lo hemos elegido... Procuro hablarles en un lenguaje que puedan comprenderme. Un lenguaje llano que espero les haya impuesto de cuanto pretendemos. Insisto en que no queremos causarles ningún daño, por eso les daremos cierto tiempo para que vean el modo de emigrar al espacio. Seguramente, tienen formas de hacerlo. Hemos seguido, paso a paso, sus descubrimientos y, aunque con mucho retraso, disponen ya de ciertos medios para conseguir la emigración casi masiva.

Otra pausa. El profesor llamó, en aquellos momentos para informar a Bob.

—Necesitaré unos cuarenta y cinco minutos.

—No sé cuánto durará esto, Lubick, pero tiene que conseguirlo en menos tiempo. Treinta minutos.

—Haré lo que pueda. Los demás están de acuerdo. —El profesor colgó, y Bob volvió al lado de la pantalla.

—No deben atacarnos —siguió informando el anónimo comunicante—. Sería inútil. Para ustedes, somos totalmente indestructibles. Y además, no pueden vernos. Tenemos la ventaja de reproducirnos con mucha facilidad y rapidez. Un ataque por su parte sólo les llevaría a su total destrucción, que queremos evitar. Ahora, ya están advertidos. Falta sólo el detalle del plazo. No puedo fijarles una fecha, pero será razonable. Empiecen a trabajar desde ahora mismo. A su modo, tienen buenos técnicos. Ellos encontrarán la solución más idónea. Ya no tengo nada más que decir.

Bob consultó su reloj. Faltaban veintisiete minutos para el plazo dado al profesor. Conectó rápidamente su radio de onda media, y lanzó su voz al espacio:

— ¡Oiga! ¡Oiga! Habla Bob Lassy, al representante de los Invasores. Ignoro su frecuencia de onda, pero estoy seguro de que puede oírme.

La imagen seguía en la pantalla, pero la luz comenzaba a debilitarse, y el blindado se veía con menor nitidez.

Bob lanzó una nueva llamada:

—Aquí Bob Lassy... Necesito hacerle unas preguntas. Soy informador, y estoy seguro de que los ciudadanos de nuestro planeta desean saber más cosas acerca de ustedes... ¿Me escucha? Debe oírme... Oiga... ¿Está dispuesto a dialogar?

Todo seguía igual. El blindado, inmóvil, la luz, escasa.

—¡Escuche! Nadie pretende atacarles. Sólo hacerles preguntas. No desaparezca. Escuche. Usted ha hablado de forma razonable, a su modo, claro. Es muy cómodo decir quiero este planeta, y lo tomo a la fuerza. Nosotros no discutimos su forma de vivir interior, y tampoco les perjudicamos... Si somos menos inteligentes, tampoco es culpa nuestra el poseer una mentalidad limitada. Queremos saber... Ustedes podrían ayudarnos. Sus experiencias y sus conocimientos pueden servirnos de gran ayuda... Me está escuchando, ¿verdad? ¿Por qué no responde?

Silencio.

—Bien. Puesto que me escucha, seguiré hablando. —Y Bob consultó su reloj. Los minutos le parecían de un lento transcurrir exasperante. Y lo que él necesitaba era tiempo.

Imaginaba los acelerados trabajos para proveer focos con aquella clase de luz, y conseguir la iluminación adecuada.

Siguió hablando:

—Si pueden destruirnos, si tan seguros están de su poder, y consideran que cualquier intento de guerra sería nefasto para nosotros, no debe temer contestar a mis preguntas. No debe temer ayudarnos. Tendremos que marcharnos porque ustedes nos echarán, sin que podamos impedirlo. Pues bien... He ahí mi primera pregunta: ¿Qué habitáculo puede ser apto para nuestra forma de vida? Ustedes han recorrido muchas galaxias, ¿no es así?

Silencio.

—¿Por qué no contesta? ¿No entiende mi idioma? Usted se expresa muy bien con el mío. Y habla la lengua de otras naciones, claro que eso es fácil, por medio del traductor simultáneo... Bueno, hable... Diga algo. ¿O acaso no puede? ¿Está usted programado? ¿Es eso? No es un ser viviente. Es sólo una máquina... ¡Una máquina!

—Usted es Bob Lassy —habló, al fin, la voz, y Bob lanzó un suspiro, no extrañándose demasiado de que su raro interlocutor, a través de la pantalla, supiera su nombre.

—¿Nos tienen fichados a todos?

—Sólo las voces de los que hablan en público. Usted habla bastante. Y también se cree muy listo. Quizá lo sea para la mentalidad de los que le rodean...

—Entonces, conteste a mis preguntas. Ya ve que le pedimos ayuda. Si se niega a prestárnosla, pensaré, y conmigo pensarán en todo el mundo, que todo el poder que preconiza es sólo una fanfarronería. ¿Entiende esa palabra, hombre o máquina?

El "otro” seguía sin contestar, pero Bob había acaparado la atención mundial. Todos estaban pendientes de aquélla emisión insólita.

El blindado seguía allí, con luz tenue, y Bob miraba desesperadamente su reloj. Había conseguido entretener a su interlocutor durante quince minutos. Le faltaba otro tanto para retenerle. Y en voz baja, dijo a Selena:

—Pregunta a ver si han conseguido localizar el emplazamiento de ese vehículo.

Selena asintió, y Bob volvió a la carga:

—Hagamos una cosa, “señor”. Si tiene dificultades para traducir, le hablaré más despacio. Usted sólo debe mover su vehículo. Adelante y atrás será afirmación. Atrás y adelante será negación. Le haré preguntas que puedan ser contestadas con monosílabos. ¿Estamos de acuerdo?

Pero el blindado permaneció inmóvil. 

CAPITULO IX

Veinte infructuosos minutos. El blindado seguía inmóvil, y Bob Lassy estaba agotando los temas.

Selena había informado:

—Lo están intentando, pero los detectores no funcionan, ni el radar. Los helicópteros están paralizados. ¡Lo han detenido todo, Bob! Su poder no es ficticio. Es real.

—Llama al profesor. Dile que se dé prisa. Sólo quedan diez minutos, y esto no tiene trazas de salir bien. Parece como si tuvieran prisa en largarse.

La luz de la pantalla se iba extinguiendo. El material de que estaba construido el blindado se ocultaba por momento, a causa de esa falta de iluminación. De un momento a otro, la imagen iba a desaparecer.

—¡No se vaya! ¿Por qué no quiere dialogar?

Ya casi sin luz, se escuchó nuevamente la voz del blindado:

—No tenemos nada que decir. No tenemos que ayudarles. Tendrán tiempo, si lo aprovechan. Especial Espacio ha terminado.

—¡No!

La luz se extinguió totalmente. Durante unos segundos, en la pantalla quedó el reflejo del cristal.

—¡Escuche! ¡No puede irse! ¡No tiene derecho! No tiene derecho...

El desbloqueo tuvo lugar en aquel momento. Un locutor, muy excitado, habló cara al público:

—Atención, atención. Se está procediendo a iluminar una ancha zona en los alrededores del espacio que ocupa el edificio del Cerebro Central. Potentes luces especiales hacen visibles estos extraños bólidos, parecidos al que hemos visto a través de la pantalla.

—¡Lo ha conseguido! —exclamó Bob.

La señora Collins parecía no entender nada.

El locutor informaba:

—Nuestros equipos móviles van a desplazarse hasta el lugar para que sean testigos de lo que allí ocurre.

—¡No se mueva, señora Collins! —espetó Bob, e hizo una seña a Selena para que fuera con él. Por nada, quería perderse lo que allí iba a suceder.

* * *

El sector anunciado por la televisión estaba potentemente iluminado por una fosforescencia que dañaba los ojos, pero esa luz, tal como había intuido Bob, permitía ver aquellos bólidos o blindados, dispuestos en batería a doble fila.

Bob se aproximó al lugar acordonado por las fuerzas de la defensa Nacional, que prohibían el paso, mientras se aproximaban las baterías, provistas de láser.

Bob salió del coche, y contó, por encima:

—Por lo menos hay cien de esos cacharros, y la ciudad debe estar llena de ellos.

Las cámaras de televisión se aproximaron todo lo que les fue permitido por la autoridad, y Bob corrió hacia uno de los vehículos, saltando encima para encaramarse al lugar ocupado por el hombre que manejaba la cámara.

—¡Eh! Yo también quiero ir —protestó Selena, pero el vehículo ya había avanzado, y la cadena de policía volvió a impedir el paso.

De pronto, el técnico de sonido exclamó:

—¡Otra vez lo han bloqueado! ¡Malditos sean! Quisiera saber cómo lo consiguen.

Bob, con su radio portátil, llamó insistentemente al profesor, que se hallaba junto al cerebro Central, y se había apercibido de la nueva anomalía.

El gobernador habló a través de una radio de onda media:

—A nuestros visitantes extraterrestres. Ya ven que han sido descubiertos. Ya han dejado de ser invisibles. Una amplia red de focos les dejará al descubierto. Váyanse y no vuelvan porque atacaremos. Váyanse de nuestro planeta.

Los mandos militares estaban dispuestos a atacar. La expectación había alcanzado el grado máximo, mientras se ampliaba la red de focos fosforescentes, descubriendo nuevos vehículos.

La ciudad estaba infestada.

De pronto, los bólidos, como obedeciendo a una orden, retrocedieron a las zonas oscuras.

Inmediatamente, fueron seguidos por vehículos portadores de focos para no perderles de vista.

Las cámaras tomavistas seguían rodando, aunque las imágenes nos pudieran ser transmitidas.

La zona de la luz quedó considerablemente ampliada, y Bob no pudo por menos que lanzar una exclamación:

—¡Cielos! Se acercan al millar... Y en toda la ciudad deben haber diez o doce veces más...

—Y en todas las ciudades, Bob, y en todo el mundo. Esto es escalofriante —murmuró el fotógrafo.

Las baterías ciudadanas avanzaban. Alguien debió ponerse nervioso, y dio una orden:

-—Disparen. Ataquen. Veremos si son tan poderosos.

Una lluvia de rayos se dirigió hacia los bólidos. Varios de ellos recibieron claramente los impactos perforadores, y una luz cegadora se enseñoreó de toda la zona.

Sin embargo, cuando las chispas cesaron, todos quedaron asombrados al ver que los bólidos seguían allí, sin haber recibido el menor daño.

—¡Son indestructibles! —dijo alguien.

—Deben tener su punto flaco —murmuró Bob.

Entonces, ocurrió algo que ya era de prever. De los bólidos surgieron unos ruidos, unas ráfagas invisibles que silbaban como pequeños cohetes.

Cada disparo dio en el blanco elegido. Las baterías láser...

Humareda, fuego, chispas. Todo ocurrió en menos tiempo del que se tarde en narrarlo.

Ninguna batería quedaba en pie. Ninguna de las de primera línea. Todas habían sido volatilizadas. No quedaba nada, ni hombres, ni máquinas.

Más allá, en algún lugar, una tremenda explosión hizo pensar en una nueva demostración del poderío de aquellos seres, protegidos con aquellos bólidos, que habían resistido el fuego del láser.

La información no tardó en llegar.

—Todas las instalaciones Malcom, ¡todas!, ¡han desaparecido!

Poco después, las cámaras y, con ellas, Bob, se hallaban en el lugar donde existía el complejo Malcom.

Más allá, su extraordinaria villa y sus jardines, todo el lujo, todo lo que era orgullo y ostentación de su propietario, todo había desaparecido.

El profesor llegó momentos después, para informar.

—Han eliminado las luces. Ahora, todo parece vuelta a la normalidad. Creo que ya no están entre nosotros... Hice lo que pude.

Si alguien necesitaba una demostración de su poder, debe haber quedado complacido —murmuró Bob.

* * *

Todo funcionaba ya perfectamente. Eran las diez de la mañana y la policía acordonaba lo que habían sido las instalaciones del magnate de las harinas sintéticas No había quedado nada. Unas pocas cenizas. La hierba estaba igualmente calcinada, y entre las hierba, aquel objeto reluciente, que fue entregado al profesor Lubick, y que posteriormente lo observó Bob.

—La bola magnética. Luego no me había equivocado. El la robó.

—Ya no puede servirle de nada, Bob. Él también estaba dentro de la casa, y lo más lamentable son los miles de trabajadores del turno de noche. Ellos también han desaparecido.

Bob apretó los puños.

—Lo malo —comentó— es que, en estos momentos, no hay nadie en la Tierra capaz de combatir a esa gente.

—Van a trasladarme al Departamento de Guerra.

La Comisión se ha reunido con urgencia... Esto que te digo guárdalo en secreto. No lo comentes. Es lógico que quieran mantenerlo reservado.

—¿Qué pretenden?

—Estudiar la situación, y encontrar el material adecuado para combatirlos. Con razón, creen que tienen medios para enterarse, y por eso nadie deberá estar informado...

—¿Y dónde piensan realizar la fabricación de lo que ni siquiera se sabe?

—En la antigua zona de pruebas. En los subterráneos del Desierto de Nevada.

—Se enterarán. No sé cómo ni por qué maldito medio, pero se enterarán...

—No podemos abandonar el planeta. Ahora se plantea una cuestión de supervivencia. Vencer o morir. Tenía que suceder algún día.

—Esa gente debe tener su punto flaco —murmuró Bob—. Todavía me pregunto por qué se negaron a contestar a mis preguntas, anoche... Y tengo mis ideas al respecto... Si hubiera podido entrar en uno de esos bólidos, y ver, cara a cara, al individuo que los maneja...

* * *

Transcurrió un mes.

Las actividades de defensa, en todo el mundo, se llevaban con el máximo secreto.

Por una vez, las naciones estuvieron de acuerdo. Era necesario disponer de un mando conjunto, a escala mundial.

Se nombraron los jefes supremos, y en los laboratorios se seguía investigando, con lo poco que se tenía.

Para el profesor, el significado de aquella bola magnética podía ser de vital importancia.

En una de sus escapadas a Nueva York, y comentando con Bob, siempre ávido de noticias, murmuró:

—Sus propias armas no pudieron destruir ese material. Todo quedó calcinado, pero no la bola.

—¿Qué saben de ella?

—Es un metal desconocido; tiene propiedades minerales, parecidas, en cierto modo, al carbón. Su dureza es extraordinaria. Es completamente maciza. Ha costado mucho partirla en dos. Todo es compacto.

Bob, por su parte, recorría el mundo con Selena, y hasta le quedaba tiempo para dar algún paseo.

Era como una espera, que servía para meditar.

—No somos tan malos. Egoístas tan sólo, pero sigo teniendo fe en la humanidad; quizá lo que está sucediendo ahora sirva para hermanarnos más...

—¿Cuándo crees que ocurrirá?

—Sabes lo mismo que yo. Se negaron a dar información. Si supiéramos dónde radica su fallo. Deben tenerlo.

—¿Dónde están ahora? ¿Por el espacio?

—Seguramente.

—Si no podemos verlos, ¿por qué no se quedan aquí? Estarían bien seguros. —Y sonriendo, añadió—: Hasta el momento en que se encendieron las luces fosforescentes.

Se refería a que en todas las ciudades se estaba procediendo a una doble instalación electrónica para, en un momento dado, iluminar todas las zonas con aquella clase de luz, que hacía visibles los blindados.

Bob estaba pensativo.

—No se quedan aquí. Tú lo has dicho, Selena. Y esto también me preocupa. Hay otra cosa. Dijeron claramente que no podían convivir con nosotros. Puede... puede tratarse de algún problema con la atmósfera. Es posible que tengan su tiempo limitado, cuando nos visitan... Eso podría ser. Me parece que hablaré con el profesor.

* * *

De regreso a su país, Bob Lassy pidió ver a Lubick, que asintió sonriendo.

—Claro, Bob. Ya entra en nuestros cálculos esa posibilidad. Su estancia limitada se debe a algo. Igual que su interés en ocupar ellos solos el planeta.

—Jamás salen de sus bólidos —adujo Bob a su vez—. Y es posible que, dentro de ellos, no puedan obrar a sus anchas.

—Necesitan el planeta para cambiar algo. Y quieren estar solos —apostilló Lubick—. Pero estamos trabajando en el medio de hacerles salir de sus corazas.

—¿Puedo saberlo, o la reserva me incluye a mí?

—No te incluye, si no la utilizas para tus informaciones.

—Palabra, Lubick. El asunto es serio, y sé que toda reserva es poca. Pero me gustaría saber cómo andan las cosas.

—Estamos intentando encontrar la fórmula capaz de destruir el material de la bola magnética. Hemos encontrado el buen camino. Cuando consigamos la forma de volatilizar ese metal, habremos dado un gran paso adelante. Ese material es indestructible hasta con sus propios medios. Algo parecido debe haber en sus bólidos. Es nuestra única posibilidad...

* * *

Entretanto, Selena, en su cotidiana labor de buscar información, se hallaba en la base del Plan Conjunto Espacial para recoger datos sobre el último vuelo programado, cuyos astronautas habían regresado aquella mañana.

Venían de recoger informes del laboratorio automático, instalado en la Luna. Hasta entonces, ése había sido un trabajo rutinario. La habitabilidad de la Luna era impracticable. Sólo una pequeña comunidad de investigadores podría sobrevivir, a costa de un elevado precio. Se desechó tiempo atrás la idea de una posible colonia y por eso el satélite continuaba siendo utilizado de forma automática, con fines científicos.

Sin embargo, y a raíz de la amenaza de los extraterrestres, Lubick pidió unas nuevas muestras minerales y, tras los pertinentes exámenes, los astronautas regresaron con ellas.

Selena pudo obtener la siguiente información:

—Fuimos desviados de la ruta. Fue sólo durante dos minutos, pero me di perfecta cuenta —explicó el comandante—. El detector nos advirtió de la proximidad de un objeto no identificado. Por unos momentos creímos que chocaríamos con él.

—¿Cómo era ese objeto?

—No lo sé. No logramos verle. Sin embargo, estábamos muy próximos.

—¡Los seres de los blindados! —espetó alguien.

—Eso nos temíamos, pero luego la ruta siguió normal.

El encargado del control de la base manifestó que, desde Tierra, no se había controlado ninguna interferencia.

—Los datos han quedado perfectamente registrados —repuso el comandante.

Selena pensó:

“No hay duda de que nos vigilan. Siguen nuestros pasos. Están atentos a todos nuestros progresos.”

* * *

Al día siguiente, Selena se había reunido con Bob para darle cuenta de lo oído en la base. Bob también tenía algo que comunicarle:

—Las muestras de la Luna han sido positivas. La mezcla del mineral ha sido definitivo.

—Entonces... ¿han conseguido...?

—Sí, Selena. El metal desconocido ha podido ser fundido. Ahora, Lubick ya sabe la clase de armas que se necesitarán para destruir a nuestros enemigos. ¡Cuánto me gustaría poder dar esta noticia!

—Pero no lo harás.

—No, por supuesto, pero me inundan a llamadas. Todo el mundo se extraña de que Bob Lassy no diga nada sensacional. Me pregunto si esos seres no habrán averiguado ya hasta dónde hemos llegado.

En ese momento, el locutor que estaba hablando a través de la pantalla de televisión, que normalmente estaba siempre abierta en la casa, dio la noticia:

—Ultima hora. Noticia recibida por conducto del cerebro. La nota dice: El plazo ha terminado.

Bob Lassy y Selena cambiaron una significativa mirada. Aquella nota sólo podía haber sido dirigida desde un lugar: El Espacio, y su redactor había sido uno de los extraterrestres... 

CAPITULO X

—Es necesario que te dirijas a la nación, Bob —le pidió Collins—. Es el propio presidente de Unión Radio quien te lo pide. Hay pánico en las calles. Debes tranquilizarles. A ti te escucharán.

—Tengo mucho que hacer, Collins.

—Aprovecha ahora que todavía no nos han bloqueado las emisoras. Sólo cinco minutos. Di algo que convenza a la gente.

Bob estaba junto a Selena, a bordo del helicóptero ultrarrápido que iba a transportarle hasta la gigantesca fábrica subterránea, en el Desierto de Nevada.

A sus plantas la gente se había lanzado a la calle. Era como una especie de locura colectiva. Todos querían huir.

—La montaña es el lugar más seguro. Sólo atacarán a las ciudades —decía alguien.

La guardia se veía imposibilitada de contener el alud de gente que deseaba huir, huir adonde fuera, alejarse de la ciudad.

—Infelices. Si consiguen vencernos, nadie podrá salvarse. No quedará ni un solo lugar tranquilo en toda la Tierra.

—Eso está sucediendo en todas partes. He estado escuchando las emisiones europeas. Hay grupos que enloquecen y se matan unos a otros.

—Ven próximo el fin. Vamos. Iré a la emisora para transmitir.

Robándole tiempo al tiempo, Bob acudió a la emisora. No perdió ni un segundo en ponerse ante el micrófono:

—Les habla Bob Lassy. Y es sólo para rogarles que tengan confianza, que permanezcan unidos. No sabemos el tiempo que nos queda, pero estoy pensando que esta información que han oído ustedes la redactaron precisamente "ellos” para provocar el pánico, para ponernos nerviosos. Quizá no confían en sus propias fuerzas y pretenden minar nuestra resistencia. No pierdan la calma. Es ahora cuando a todos nos conviene estar relajados, atentos y preparados. Ya sé que es pedirles mucho en momentos como éste, pero voy a darles una noticia que me he estado reservando. Escuchen...

Alguien pasó una nota a Bob, que leyó en un instante y prosiguió con su alocución:

—Las fuerzas armadas de la nación, las fuerzas de todo el mundo, han estado trabajando conjuntamente, preparando un arma capaz de vencer a los que pretenden invadirnos. No diré el lugar ni la clase de arma, porque “ellos” tienen oídos en todas partes, pero sí puedo asegurarles que es un arma eficaz. Quizá hayan descubierto nuestros planes y por ello se han decidido a atacar. Pero insisto; este aviso parece dado con la intención exclusiva de minar nuestra moral. Observemos la más estricta serenidad... Y ahora escuchen un boletín que acaban de pasarme. Es del Cuartel General de las fuerzas armadas conjuntas. Se está fabricando en gran escala el proceso químico necesario para destruir a nuestros enemigos. Necesitamos de todos vosotros. No huyáis. Cada hombre puede ser necesario. Que nadie deserte. En todo el mundo se está reclutando gente. Esta no será una guerra entre hermanos de raza. Será nuestra guerra. Una guerra sin cuartel. Victoria o muerte... Que nadie deserte. Os lo pide Bob, que os mantendrá informados siempre que le sea posible.

Cerró la emisión en el momento en que Collins sacó otra nota del Cerebro:

“El plazo ha terminado.”

Era una nota idéntica. La primera había llegado tan sólo una hora antes.

—¿Cuánto va a durar esto? —murmuró Collins.

—Que la radien.

—No. Sería contraproducente.

—Collins, si no lo hacemos, nos bloquearán las emisoras. ¡Que la radien!

Y Bob tomó otra vez el micro para informar:

—Nuevamente Bob Lassy al habla para informarles de que las notas que nuestros enemigos nos mandan se irán leyendo con absoluta normalidad. No se pongan nerviosos. Tenemos que hacerlo así. No se pongan nerviosos, repito. Tengan confianza —cortó.

—Vamos, Selena. Tengo que saber cómo andan las cosas en Nevada —dijo.

Tras el rápido vuelo, Bob llegó al Cuartel General y Fábrica de Armamento. Se trabajaba a todo ritmo. De las rampas subterráneas seguían saliendo enormes contingentes de armas.

El profesor Lubick había terminado ya su trabajo.

—Nos faltará tiempo, Bob —dijo—. Aquí ya no se puede dar abasto y no cabe nadie más. Tampoco es posible montar otra fábrica. Supongo que han averiguado lo que estamos preparando y se han decidido a atacar.

—Sí, Lubick, pero me pregunto por qué lo anuncian. Dije, por radio, que pretendían ponernos nerviosos y no mentí. Es lo que pienso. Si quieren ocupar nuestro planeta y están seguros de conseguirlo, ¿por qué torturarnos? No. No les creo capaces de eso. Lo hacen por una razón y, si no es la que digo, ¿cuál es? ¿Qué opina usted, profesor?

—Ojalá supiera cómo piensan... No tenemos ningún dato. Sólo ese trozo de material que nos ha servido para conocer la forma de abatirlo, pero jamás he sido partidario de utilizar la fuerza... Hubiera sido mucho mejor dialogar.

—No admitieron el diálogo, Lubick. Ya lo viste.

Estaban junto a la pared de cristal del laboratorio. Podían ver el desenvolvimiento del personal, que seguía trabajando. A través de la radio interior se transmitían órdenes. De pronto, se hizo el silencio y al otro lado se inició un movimiento de idas y venidas. Uno de los guardianes habló con alguien y éste señaló el cristal.

—Algo está sucediendo. La radio ha dejado de funcionar —comentó Bob.

El del laboratorio se dirigió hacia donde estaba Lubick, que le recibió en la puerta, yendo a su encuentro.

—¿Qué pasa, Trayton?

—Bloqueo, profesor. Otra vez las comunicaciones han enmudecido.

Junto con el profesor, Bob acudió a la sala de reuniones. Los jefes estaban atentos mientras, a través de la radio, una voz había comenzado a hablar.

—“Ellos” —murmuró Bob.

Aquella voz tenía el timbre ligeramente metálico de las veces anteriores.

—Sabemos que han estado trabajando para atacarnos. No hicieron caso de nuestro aviso. Y sólo ustedes serán responsables de lo que les va a ocurrir.

Tras un silencio la voz prosiguió:

—Creen haber descubierto una fórmula para destruir nuestros bólidos blindados... Se equivocan. Esa forma esférica que utilizamos la primera vez para bloquear sus sistemas de colocación la dejamos adrede. Sabemos que, posteriormente, esa bola magnética fue robada, pero jamás llegó a su destino. Nosotros nos apoderamos de ella otra vez y la hicimos aparecer en la fábrica que destruimos. Es lo que ustedes llamarían una trampa. Tal como pensábamos, creyeron que aquel material había resistido nuestro ataque y sus hombres sabios pensaron que ése era nuestro punto flaco... No, señores. No tenemos ningún punto flaco, y, una vez más, hemos comprobado su nula inteligencia. Han estado trabajando en vano. Ustedes mismos podrán comprobarlo. ¡Ahora! —Y la emisión quedó cortada.

Nadie comprendió exactamente el significado de la palabra: “¡Ahora!”

¿Es que acaso se disponían a atacar masivamente y en pleno día?

— ¡Están ahí! A plena luz —informó el jefe de la guardia, llamando por el teléfono interior.

Tres blindados se hallaban a un centenar de metros, sobre la arena del desierto.

A la luz del atardecer se había unido una extraña luz fosforescente que les hacía totalmente visibles.

Todo el mundo aguardaba órdenes.

El jefe supremo de la zona americana había salido con su plana mayor. Allí estaba también Bob, el profesor Lubick y un ingente grupo de gente procedente de las diferentes dependencias subterráneas.

Bob llevaba una emisora portátil, igual que muchos elementos del Ejército.

El que antes había hablado volvió a tomar la palabra:

Prueben sus armas. Es sólo para que se convenzan de que no bromeamos. Prueben ahora mismo. No tomaremos represalias. No atacaremos aún. Prueben.

Todos esperaron la orden del jefe supremo, que asintió con la cabeza.

—Tenemos que salir de dudas.

Se preparó rápidamente una batería.

—Carguen al máximo.

—¿Puedo hablarles, señor? —inquirió Bob.

—¿Para qué?

— Déjeme. Es para hacer una prueba. Algo que desde que conversé con ellos la vez anterior está rondando en mi mente.

—Procure no soliviantarles.

—No, señor. —Y Bob avanzó unos pasos y alzó la voz:

—¡Habla Bob Lassy! Creo que podéis reconocer mi voz y podéis oírme...

Esperó sin que le llegara respuesta alguna.

—Escuchad. Vamos a hacer la prueba que habéis pedido y estamos seguros de que mantendréis vuestra palabra. Dispararemos... Pero no queremos represalias... Sólo parlamentar. Nos someteremos a vuestras decisiones. ¿Qué contestáis?

No hubo respuesta.

El jefe supremo rompió el silencio:

—Ya está bien, Lassy. Es inútil perder el tiempo con esa gente... ¡Maldita sea! ¡Se han estado burlando de nosotros!

Bob se aproximó:

—Quizá no hayamos perdido el tiempo, señor. Creo que...

Guardó silencio. Lubick le observaba. El jefe dio la orden de fuego.

—¡Ya! ¡Y ojalá volaran por los aires!

Una ráfaga de fuego chocó materialmente contra los tres bólidos.

Allí quedaron, intactos, inamovibles, como si hubiesen recibido una suave caricia. Indestructibles.

Y en breves momentos, en medio del silencio general, los tres blindados comenzaron a desaparecer.

Fue entonces cuando Bob se puso a correr con todas sus fuerzas.

—¡Eh! ¿Adónde va ese loco? —gritó alguien.

—¡Regrese aquí inmediatamente! ¿Qué pretende —exclamó otro de los militares.

—Déjenlo —murmuró Lubick—. Creo que ya sé lo que pretende...

Los bólidos retrocedían lentamente y su color continuaba desapareciendo por la falta de la luz que les había hecho visibles.

Bob estaba ya muy cerca y redobló sus esfuerzos en un tremendo sprint final.

Un felino salto le situó sobre uno de aquellos extraños artefactos.

A través de la radio, que todavía conservaba, pidió a voces:

—Una luz. Una luz fosforescente. Tráiganla para que pueda ver.

Entonces ocurrió un fenómeno curioso. Los bólidos habían desaparecido de la vista de los presentes, pero no Bob, a quien se veía sentado en el aire, cabalgando sobre un caballo invisible.

La luz llegó inmediatamente y todo el mundo quedó pendiente de la investigación del periodista. El bólido volvió a hacerse visible, mientras otras baterías enfocaban hacia los otros tres, que avanzaban con marcha lenta sobre las arenas.

—No les pierdan de vista, y traigan herramientas, las que sea... Necesito entrar ahí dentro.

Bob miró a través del cristal, ayudado de un pequeño foco portátil y sonrió:

—Lo que me suponía. No hay nadie... Esos artefactos son dirigidos a distancia, y controlados por un cerebro. Sus características les hacen totalmente invisibles y ésa es su principal ventaja. Hay que saber hacia dónde se dirigen.

Todo esto lo estaba comunicando por radio, mientras el bólido seguía moviéndose.

Lubick preguntó:

—¿Puedes ver lo que hay dentro, Bob?

—Sólo un pupitre con unos indicadores. La parte posterior es opaca; seguramente debe albergar la maquinaria y el engranaje... Pero no sé cómo abrir esto. ¡Ah! También veo otra cosa. Debe ser el transmisor...

En alguna parte debe tener la salida. Esto parece hermético.

Varios soldados estaban prestos a ayudarles, pero no existía ranura alguna por donde apalancar el material para intentar una abertura.

—Está hecho de una sola pieza. No hay ni siquiera una soldadura...

Algo se movió en el pupitre. Algo cilíndrico, que fue subiendo hasta encajar con un círculo, situado en un costado del bólido. El periodista observó el lugar hacia el que apuntaba y vio el automóvil de los portadores de la luz.

—¡Cuidado! ¡Salten! —gritó, intuyendo lo que iba a pasar.

Los dos hombres se echaron sobre la arena en el momento en que del tubo surgió el inconfundible silbido de un proyectil. El vehículo desapareció y con él las luces que hacían visibles al otro par de bólidos.

—Traigan más luces. Ahora ya sabemos dos cosas. Disponen de pequeños agujeros para disparar, pero también resultan lentos de movimiento. Esto puede ser una ventaja para nosotros.

Toda una flota de vehículos se puso en marcha para seguir a los bólidos. Iban provistos de abundantes reflectores conectados a sus respectivas baterías.

Bob estaba pendiente de los movimientos del interior del bólido en el que se hallaba encaramado.

Vio perfectamente cómo el tubo cilíndrico se movía hacia arriba para buscar un punto.

Se abrió un pequeño círculo sobre el techo del vehículo y Bob, guiado de un instinto de conservación, se arrojó al suelo.

En el mismo momento el bólido se convirtió en una pira. El fuego se consumió en escasos segundos. Luego ya no quedó nada.

—¡Se han auto-destruido! —Y corrió hacia los otros dos bólidos.

El profesor, que seguía la escena en otro vehículo, le advirtió por radio:

—Cuidado, Bob. Antes de dejarse capturar se auto-destruyen, Quieren impedir que les sigamos.

—Conseguiré uno de esos blindados, profesor. Ya sé cómo lograrlo. Necesito un arma.

Saltó sobre otro de los bólidos, que estaba moviendo el pequeño cañón hacia lo alto. Pretendía auto-destruirse. Bob esperó la ocasión de que apareciese el círculo donde encajaba el cilindro.

En el pupitre había una pequeña esfera con una luz oscilante.

Tomó el arma que había pedido y se mantuvo a la expectativa.

El círculo comenzó a abrirse. Bob sabía que disponía de un par de segundos y no podía desaprovecharlos. Metió el cañón por la breve abertura y apuntó hacia la esfera lumínica. Disparó y seguidamente se echó al suelo.

En aquel instante el tercero de los bólidos se auto-destruyó. La llamarada anunció su fin, pero no sucedió igual con el blindado al que Bob había disparado.

Desde el suelo, el joven pudo ver cómo el artefacto quedaba inmóvil. El disparo de Bob había destrozado la esfera lumínica.

—¡Lo he conseguido, profesor! Ha quedado libre del cerebro que lo gobierna. Ahora sí que podremos estudiarlo...

Fueron necesarios varios taladros para perforar la dura plancha del vehículo.

El cristal, más duro todavía, no pudo ser cortado, pero ahora Lubick había pasado al interior del bólido y observaba los distintos aparatos.

Afuera, el desierto estaba iluminado con potentes focos fosforescentes. Se había reforzado la guardia y todo el mundo se hallaba a la expectativa.

Lubick murmuró:

—Aquí está el reproductor. Todo el aparato marcha debidamente programado. Veamos.

Con ayuda de unas herramientas logró la conexión. Un altavoz emitió unos signos ininteligibles.

—Está programado con todos los idiomas de la galaxia —murmuró Lubick, haciendo “hablar” al reproductor.

Unos extraños sonidos, semejantes al piar de las aves, hicieron que alguien dijera:

—¿Qué seres pueden emitir esos sonidos? ¿Pájaros, tal vez?

—Hay cosas que quizá no sepamos nunca. Lo importante es conocer lo que esté programado en nuestro idioma.

Y Lubick siguió buscando hasta que la voz anunció:

—Planeta Tierra. Sistema Solar.

El profesor habló para preguntar:

—¿De qué lugar procedes?

—Número Z-3-Z-3. Galaxia NC. Viaje de inspección. Necesitamos sobrevivir.

—¿Qué ha ocurrido en vuestro planeta Z-3-Z-3?

—Desintegración Cósmica. Galaxia destruida. No hay habitáculos. Necesitamos sobrevivir. Los Robots nos salvarán. El gran cerebro lo ha prometido. Los Robots nos salvarán.

Lubick quedó pensativo y Bob pareció adivinar sus pensamientos:

—Esta parece una grabación muy antigua, Lubick. Pregúntele dónde está la gente de su Galaxia.

—Z-3-Z-3. ¿Dónde está vuestra gente? ¿Los seres de vuestra Galaxia?

—Nosotros, los seres de nuestra Galaxia, podremos sobrevivir gracias a los Robots. Ahora están en viaje de inspección. Necesitamos una atmósfera adecuada.

Bob iba a decir algo, pero Lubick le contuvo, con la sensación de que se acercaba a la clave final de aquel extraño fenómeno:

—Escucha, Z-3-Z-3. ¿Tierra tiene vuestra atmósfera adecuada?

—No. Necesitamos cambiar la atmósfera.

—Pero vosotros sois máquinas. No necesitáis el aire, ni el agua. Vuestro único alimento es la Central que os rige.

—Nosotros necesitamos atmósfera. Los robots no la necesitan.

—¡Cielos! —exclamó Bob, comprendiendo—. ¡Ellos son los robots! ¡No son seres vivos! Esto está mal programado.

—Creo que no, Bob —repuso el profesor, y lanzó una nueva pregunta:

—¿Dónde está la Central que alimenta vuestros robots, Z-3-Z-3?

—La Central A-1... Está en la Galaxia NC —repuso la máquina.

—¡No puede ser! —exclamó Bob—. Se contradice. Si la Galaxia está destruida, el Cerebro rector no puede estar allí. Sigo pensando que es una programación antigua. ¡Hay que encontrar esa Central!

—Vuestra Galaxia ha sido destruida, Z-3-Z-3 —intervino Lubick nuevamente—. Vuestra Central no puede estar allí.

—Galaxia NC. —fue la respuesta—. Planeta Tierra, preparando la Invasión. 66 grados latitud.

—¡La Antártida! —exclamó Lubick—. El Polo Sur. —Y saliendo de la máquina informó al jefe supremo—: Hay que averiguar esto, señor. Lo antes posible.

Pero quizá era ya demasiado tarde, porque todas las emisoras, que seguían bloqueadas, informaban:

—La Invasión ha comenzado.

* * *

Los teletipos informaban de la gran Ofensiva desencadenada en Germania. Francia recibía las consecuencias de los certeros impactos de las máquinas.

La Torre Eiffel había desaparecido. Los puentes caían uno a uno fulminados, dividiendo a la capital en dos.

Aunque las luces fosforescentes se habían encendido, el ataque de los blindados era impasible. Ningún arma hacía mella en ellos y se acercaban a una de las centrales eléctricas.

Los teletipos seguían informando:

—El número de bólidos es incalculable, surgen de todas partes. Cinco mil, seis mil. Imposible, imposible de dar cifras exactas.

En Germania la situación no era mejor, y la Gran Estación Central de Frankfurt había sufrido las consecuencias de los impactos de los bólidos.

En Moscú, en Estocolmo. En...

Los Estados Unidos no eran una excepción. Rascacielos enteros se desplomaban como castillos de arena para quedar convertidos en cenizas.

La gente huía y Bob utilizaba el teletipo para dar instrucciones...

—Instruyan a la gente. Que todo el que pueda y esté armado que monte sobre los bólidos... Tiene que disparar a través de los agujeros. Destruyan la esfera lumínica. ¡Atención! Destruyan la esfera lumínica.

La noticia fue transmitida por onda media, pero eran muchos los hombres que estaban demasiados aterrados para escuchar. Otros, en cambio, obedecieron las instrucciones.

Treinta minutos más tarde las ciudades presentaban un aspecto lastimoso, pero algunos bólidos habían sido "detenidos", aislados de la Central. Otros atacaban impunemente desde su invisibilidad, porque, en muchos puntos, las centrales habían sido destruidas y la oscuridad era un aliado más de aquellas extrañas máquinas.

Un Super Speed fue utilizado para el vuelo al Polo Sur. Bob formo parte de la expedición.

No había que pensar en llevar una sobrecarga de hombres ni de armas. Iban a luchar con el cerebro rector de aquel ejército impasible y demoledor.

Los viajeros del Super Speed no recibían ninguna noticia, pero sabían que la supervivencia del planeta estaban en relación directa con lo que pudieran conseguir, una vez llegados a la Antártida.

Londres era una llama viva, y Madrid, donde bien poco queda en pie. Roma, y así todas las capitales, y las ciudades importantes. Las máquinas seguían su despliegue por las carreteras y autopistas...

* * *

Cuando el Super Speed tomó tierra en el Círculo Polar Antártico, un grupo de hombres instaló las baterías ocupadas. Era necesario localizar el Cerebro Central.

Lubick en el interior de un vehículo, transportado en otro Super Speed, y equipado convenientemente, estaba atento al Detector.

La búsqueda podía durar horas, y cada grupo se desplegó bajo la noche polar.

En el fragor de la lucha a escala mundial también iban en aumento los bólidos inutilizados por los voluntarios, erigidos en jinetes de extraños y destructivos corceles.

En el Polo Sur, el Detector empezó a funcionar más o menos a la altura de la Barrera de Ross.

—¡Ahí! —señaló el jefe supremo del mando.

Entre los hielos se erigía aquel edificio de forma cuadrada, visible a la luz fosforescente de los focos, pero prácticamente cubierto por el cielo.

—Está solo. No dispone de ningún blindado —murmuró Lubick.

—Habrá que practicar un boquete —murmuró un oficial.

—No. Espero que no sea necesario: El Cerebro nos ataca. Dirige. —Y el profesor avanzó unos pasos y levantó la voz:

—Necesitamos entrar. Abre tus puertas.

Todo permaneció igual.

—No sea ingenuo, profesor —murmuró el oficial que antes había hablado.

—No soy ingenuo. Esto no es un ser humano, es una máquina. Una máquina programada hace muchos años. No puede distinguir. Está creada para atacar, programada para ver las agresiones y contestarlas. Ya tendremos tiempo de estudiarlas. —Y volviendo a la máquina, Lubick ordenó—: ¡Abre! Soy Z-3-Z-3.

Y entonces, ante la admiración general, se descorrió un panel de aquel edificio cuadrado.

—Señores —sonrió Bob—. Tenemos el paso franco.

* * *

La lucha, en el mundo proseguía. Los supervivientes, cada vez en mayor número, saltaban sobre los bólidos buscando la oportunidad de inmovilizarlos. Algunos no acertaban a la primera, y eran destruidos.

Las llamaradas, los gritos. Era el ¡ay! de un mundo unido en una causa común, que luchaba por la supervivencia...

De pronto, todo cesó. Los bólidos quedaron paralizados. La guerra había terminado.

En el interior del Cerebro, Lubick murmuró:

—Esa es la palanca. El Cerebro ha quedado paralizado.

Entonces una voz —la voz que ya conocían todos de haber oído a través de las ondas— dijo:

—Si alguien me inmoviliza habré fracasado y nuestra raza habrá perecido.

Seguía conectado, pero lentamente el leve sonido de los distintos engranajes iba cesando, hasta que al final reinó el silencio más absoluto.

—¿Cómo fue a parar aquí? —preguntó alguien.

—¿Quién pudo fabricar esto? —saltó otro.

¿De dónde procede? ¿Quién lo programó?

Las preguntas se sucedían. El profesor tuvo una respuesta para todos:

—Señores, tendrán que dejarme estudiar todo esto. Espero poder disipar todas las dudas. 

E P I L O G O

El mundo estaba destruido y en paz. Los supervivientes tenían ante sí una dura tarea, pero el planeta se había salvado. Quizá nadie sabrá jamás la importancia que tuvo la labor de Lubick y la del periodista Bob Lassy.

Ahora ya se sabía todo, y Bob contaba a Selena lo que el profesor había averiguado:

—Procedían de una Galaxia desconocida. Lubick opina que la Central y los bólidos datan de más de un millón de años. Por los datos recogidos, una catástrofe cósmica destruyó las posibilidades de vida en aquella zona del Universo y sus habitantes buscaron un lugar dónde sobrevivir. Esa búsqueda fue encargada a los robots.

—¿Qué robots —inquirió Selena.

—Ahí está lo bueno. Los robots eran esos bólidos. Seguramente algún fallo técnico los mantuvo inactivos durante siglos y siglos hasta que al fin llegaron a la Tierra; como estaban programados para actuar en todas partes, la Central se puso en contacto con nosotros, exponiéndonos sus planes. Repito que todo formaba parte de un programa. ¡Pero desde hace un millón de años!

—Pero no es posible.

—Sí, Selena. Un programa que ya no podía favorecer a nadie, porque esos seres, los propietarios de los robots, ya no existen.

—Entonces, nos han atacado sin motivo.

—La Central cumplía un programa. Para ese Cerebro de metal no cuenta el tiempo. Tenía que seguir el plan porque no podía saber que sus dueños ya no existían. Tenía que buscar un planeta, arrojar a sus moradores y cambiar la atmósfera. Y lo hubiera hecho, porque las maquinas no piensan.

Tras una pausa, añadió:

—Esa será siempre la gran diferencia entre el hombre y la máquina...

—Bob —interrumpió ella el breve silencio—. Si la máquina estaba programada desde hace más de un millón de años... ¿Existía ya alguna forma de vida en la Tierra?

—Tal vez... Quizá se auto-programó. Según Lubick, se trata de una máquina perfecta. Podía fabricar por sí misma esos bólidos y los autodestruía para que nadie pudiera descubrir su punto débil.

—¿Y para qué van a utilizarlo ahora?

—Para estudios. Lubick opina que la ciencia habrá dado un importante paso adelante, con esa inesperada aportación. La lástima es que ese avance científico haya sido a costa de tanta destrucción. Selena consultó el reloj.

—Querido, creo que ha llegado la hora de emitir.

—Sí. Es verdad. Vamos.

Y allá, en Unión Radio, montada provisionalmente en un edificio de madera, comenzaron su emisión:

—El mundo ha empezado a reconstruirse —dijo Bob a través de las ondas—. Resurgimos de nuestras cenizas, camino del más brillante porvenir de nuestra historia. Los hijos de nuestros hijos serán quienes vivan la época más importante del Planeta...

La señora Collins comentaba con su vecina:

—Todavía no he podido olvidar aquel día, señora Lester. Lo recuerdo como si fuera ahora. Especial Espacio a las 12,30 de esta noche, dijeron, y pensamos que se trataba de un guión o de un truco publicitario.

—Sí, señora Collins. Yo tampoco podré olvidarlo jamás.

Selena y Bob habían terminado su emisión; ahora regresaban a la casa que ellos mismos se habían tenido que improvisar. Ya no quedaban ruinas en la ciudad. La gente trabajaba con ahínco. Poco a poco, se iría reconstruyendo. Las ansias de vivir se respiraban a cada paso. La escasez de alimentos había obligado a mucha gente a entregarse al cultivo. Y a veces Selena no podía reprimir el comentario:

— En muchas ocasiones pienso que ahora... todo parece mejor.

 

F I N

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