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Salió de la casa de piedra totalmente pertrechado para el largo viaje que pensaba iniciar. Sus anchas espaldas cargaban la pesada mochila, la espada grande y la ballesta. El carcaj, sujeto al cinto, rebosaba flechas. Sobre el pecho los tres puñales enfundados y colgada del hombro la cinta de cuero que sostenía la cantimplora.
Wokar aspiró el aire
fresco varias veces y se alejó sin molestarse en cerrar la puerta de madera.
Anduvo hasta la parte posterior de la casa y se detuvo ante las dos tumbas. Una
de ellas era muy antigua, reciente la otra. La vieja, la de su madre, estaba
rodeada de piedras que fueron pulimentadas por su padre y él mismo durante
varias semanas. Era una hermosa tumba. La otra era demasiado sencilla. Sólo
tenía un tablero de madera con un nombre y una fecha sobre un montón de tierra
bien aprensada.
Estuvo musitando una
vieja y larga oración durante varios minutos. Se la había enseñado su madre,
más religiosa que su padre. Wokar no sabía si iba a servir para algo la
plegaria, pero pensó que no le costaba nada recitarla en voz baja. Si el dios a
quien estaba destinada quería oírle no necesitaba gritarla en la soledad de la
montaña.
Antes de salir del
pequeño recinto acotado por una alambrada volvió a mirar la tumba de su padre,
el duro y animoso Wok, y sonrió.
—Siempre fuiste un
terco, padre. Te empeñaste en ir solo y el viaje te mató. Debiste haber
permitido que te acompañara.
Recordó que el regreso
del viejo Wok no supuso ninguna alegría. Después de su ausencia de ocho meses
tuvo que ayudarlo a subir a la montaña, tan enfermo estaba su organismo, tan
agotadas sus fuerzas.
Wokar se encogió de
hombros y trató de no prestar atención al nudo que sentía en la garganta cuando
echó a caminar por el sendero en dirección al borde del acantilado.
No era fácil marcharse
de allí, del refugio, de la seguridad que siempre le había proporcionado la
montaña. Pasó cerca del huerto. Las verduras y los frutos ya no serían
recogidos. Lejos, las ovejas pastaban tranquilamente, próximas al rumor de la
pequeña cascada que alimentaba de agua el arroyuelo.
Llegó hasta la chimenea
y miró al fondo. Aquél era el único acceso a la cima de la montaña para un ser
humano..., o para alguien que caminase sobre dos piernas.
Wokar arrojó la gruesa
cuerda, comprobó que su equipo estaba sólidamente sujeto y empezó a descender.
Conocía cada resquicio
de la chimenea, cada oquedad en donde poner los pies. Podía bajar con los ojos cerrados,
contar los segundos y los metros. Había subido y bajado por allí infinidad de
veces. La última ascensión fue la peor, cargando sobre sus hombros el cuerpo
moribundo de su padre, sintiendo el calor de su fiebre.
Llegó al final y sus
botas pisaron los viejos huesos de las bestias, volteó la cabeza y miró hacia
la salida. Al otro lado de un túnel se abría la llanura, y allí los restos
óseos eran mínimos. El sol y los vientos se habían encargado de pulverizarlos
y esparcirlos.
Cuando se hubo alejado
de la montaña unos mil metros se volvió y la contempló en la lejanía. Como
siempre, le pareció hermosa, inaccesible, coronada por el verdor de sus
bosques, e inescalables sus laderas verticales.
Sus padres le llevaron a
la montaña cuando él tenía dos años y fue un testigo indiferente de las
batallas que libraron sus progenitores contra las bestias durante muchos
meses.
Al crecer, Wokar escuchó
de su padre la historia y tuvo una adolescencia plagada de temores, siempre con
el miedo metido en su ser ante una nueva invasión.
Pero las hordas no
regresaron y Wok e Ykar, su madre, no supieron explicárselo.
Wokar tenía quince años
cuando empezó a acompañar a su padre a los viajes de exploración que en cada
ocasión se hacían más largos e iban más allá de lo que Wok consideraba como
prudente.
De las temidas bestias
sólo encontraron sus huesos y sus armas oxidadas.
De uno de sus viajes,
Wok volvió diciendo que tenía la certeza de que aún quedaban seres humanos vivos,
aunque aún no podía decir dónde moraban con exactitud.
«Si alguna vez muero o
no regreso, hijo, márchate al Este», le decía a menudo.
Un día se marchó sin
despedirse de él y emprendió la peligrosa ruta al Norte, y de allí volvió
enfermo y apenas vivió dos noches más bajo el cuidado de Wokar. En su agonía
contó muchas cosas, pero su hijo no le hizo demasiado caso porque pensó que
deliraba.
No obstante, él caminaba
ahora hacia el Este, paradójicamente la única ruta que no habían explorado. Su
padre siempre había postergado el momento de dirigirse hacia allí.
Echó a andar y no volvió
más la mirada atrás. La montaña quedó lejos y acabó perdiéndose de vista tras
la línea del horizonte.
Wokar dormía alerta por
las noches, con las armas cerca y siempre con la espalda bien cubierta, dentro
de una gruta o en la copa de un árbol, atento a los sonidos nocturnos, a los
sordos ruidos de los animales carroñeros.
Sus pesadillas estaban
plagadas de aquéllos que jamás había visto, y, sin embargo, seguían obsesionándole:
las bestias demoníacas y las muchachas. Por su padre sabía que un hombre necesitaba
a una mujer a su lado, y creyó comprenderle mejor el día en que encontró
placer masturbándose. Wokar solía soñar con hermosas mujeres, como las que
había visto en cierta ocasión en unos grabados muy antiguos que un día de
invierno acabaron, con otras varias cosas, en el fuego como combustible para no
terminar muriendo todos de frío.
Su madre falleció cuando
él apenas contaba doce años y entonces entendió el dolor que embargó a su
padre.
La soledad se cernía
sobre los dos pero parecía peor para Wok.
Cazar en la llanura para
alimentarse le resultaba fácil y apenas necesitó usar los comestibles
conservados que cargaba.
Setenta y cinco días más
tarde, después de haber tenido muchas experiencias y comprendido algunas cosas,
llegó a la vista de unas murallas que parecían extenderse hasta el infinito.
Permaneció casi inmóvil
varias horas contemplando la ciudad amurallada, hasta que el sol ascendió a su
cénit, justo en el momento en que descubrió a la multitud que acudía de todas
partes y se dirigía a la entrada principal abierta.
Desde hacía un rato los
consejos paternos habían acudido a su mente y tenía decidido cómo actuar.
Enterró la mochila y
conservó las armas. Había observado que bastantes hombres llevaban espadas y
casi todos puñales o dagas. Sus propias ropas no eran muy diferentes a las que
usaban los que conducían las carretas o caminaban en dirección a la ciudad.
Bajó de la colina y se
dirigió resueltamente al sendero de tierra cubierto de huellas de ruedas y pisadas
de bueyes mutantes y lagartos.
Su corazón le latió
frenéticamente al ver pasar muy cerca de él a una muchacha. Ella se reía e iba
cogida del brazo de un hombre. Era joven y bonita. Le recordó a su madre a
pesar de que ésta nunca le había parecido bonita y nunca la consideró joven.
Además, pocas veces la escuchó reír. Arriba en la montaña la risa siempre fue
escasa.
Su madre empezó a
enseñarle a leer y escribir. Luego, al morir, su padre se ocupó de instruirle.
Wokar no tardó en darse cuenta de que le fastidiaba el oficio de maestro y lo
ejercía de mala gana, como un deber más.
Se sentía aturdido en
medio de tanta gente y caminaba tenso y vigilante. Aunque entendía lo que hablaban
no lograba comprender una frase entera. Los gritos de la chiquillería se le antojaban
estridentes.
Se fue acercando
despacio a la entrada y se rezagó un poco para poder estudiar, aunque de
soslayo, a los dos centinelas que permanecían apostados junto a la gran puerta
de madera y bronce. Eran dos guerreros, pensó, y pasó ante ellos temiendo su
atención. Pero ninguno dirigió una sola mirada a Wokar.
Dentro de la ciudad
intentó contar las personas, se cansó enseguida y lo dejó. Le resultaba
imposible calcular cuántas deambulaban en aquella plaza. Las había por todas
partes, las veía asomadas a las terrazas y ventanas.
De pronto, los toques
estridentes de unas trompetas le convulsionaron y presenció lleno de asombro
que todo el mundo aligeraba el paso, incluso corría, para dejar desalojada la
plaza.
Alguien pasó por su lado
y le dijo:
—Vamos, campesino, busca
un buen lugar y no entorpezcas.
Wokar se giró y vio que
le había hablado un hombre que vestía un brillante traje verde, llevaba un elegante
sombrero sobre sus cabellos negros y tenía colgado a la espalda un objeto alargado
de madera.
—Ven aquí, es un sitio
estupendo —volvió a decirle.
El hombre del traje
verde saltó ágilmente y se encaramó sobre un pequeño muro. Los jóvenes que ya
había allí le hicieron sitio.
— ¡Van a salir
enseguida! —gritó una muchacha morena, palmeando alegremente.
Wokar presintió que iba
a ser testigo de algún espectáculo, quizá divertido porque toda la gente se mostraba
impaciente por disfrutar de él.
Retrocedió hasta el muro
y aceptó la mano que el hombre del traje verde le tendía. Se acomodó a su lado,
teniéndolo a la derecha. A su izquierda se sentaba una chica que reía sin
cesar. El olor que exhalaba su cuerpo era agradable y por un momento se sintió
embriagado.
— ¡Canta algo, Ramatre!
—pidió a gritos un muchacho que se asía a un balcón.
—Luego, luego —rió el
hombre del traje verde—. Déjame que me inspire.
Wokar se volvió para
estudiar al llamado Ramatre. Teñía un perfil breve, una piel blanca que emergía
de la barba oscura que silueteaba su rostro.
Echó una mirada a la
plaza, ahora vacía, y a las calles que partían de ella. Se extrañó porque la
gente no tenía concentrada su atención en un solo punto, sino que dirigía sus
miradas a todas partes.
—Espero que se ocupen
bien de mi casa —rió una mujer.
—A ti te gustaría que
esto fuera a diario, para así poder dormir más, ¿verdad? —le replicó un chico
con aspecto de bribón.
Wokar pensó que no había
elegido un buen día para entrar en la ciudad. Quizá hubiera sido más prudente
esperar fuera. No sabía qué decir ni cómo comportarse.
—Eh, cierra la boca o te
entrará todo el polvo que van a levantar —le dijo Ramatre, dándole con el codo
en el costado.
— ¿Qué pasa? —preguntó
Wokar secamente.
Ramatre debió comprender
que le preguntaba en vez de ser una exclamación airada por el codazo y lo miró
extrañado.
— ¿Es que has venido sin
saber que hoy es el día de fagina general en la ciudad?
—Yo...
—Pero bueno, ¿dónde
tenías tu granja? Sólo los enfermos se han quedado fuera de la ciudad. Esto se
anunció hace semanas.
Wokar agitó la cabeza.
El clamor de la multitud era mayor por momentos.
Por una calle empezaron
a surgir extrañas figuras. Wokar no las divisaba muy bien y en el primer momento
se le antojaron muñecos extraños que se movían rítmicamente.
— ¡Ya están ahí!
—anunció una muchacha lo que ya había visto todo el mundo.
Wokar volvió ligeramente
la mirada a su derecha y descubrió que Ramatre no dejaba de observarle con una
de sus cejas alzadas.
— ¿De veras que no
sabías que hoy iban a ser puestos en funcionamiento los servicios mecánicos de
limpieza de la ciudad, suceso que Alehja y su equipo anunciaron hace
exactamente un mes?
—No...
—Por la diosa de la
inocencia —rió Ramatre—. Esto es asombroso.
Las figuras que habían
estado avanzando por la calle ya estaban en la plaza y Wokar no entendía qué
eran. Si no fuera porque la gente las recibía con alborozo hubiera pensado que
eran seres enviados por el infierno, los componentes de una nueva plaga que había
bajado del maldito Norte.
Los muñecos de metal
entraban y salían de las casas. Los había de muchos tamaños y diversas formas,
con largos y cimbreantes brazos que recogían la basura, limpiaban el polvo y
arrastraban objetos inservibles hasta echarlos dentro de grandes cajas que
otros artilugios, lejanas y grotescas copias de hombres, conducían lentamente.
—Tú no eres un granjero
—dijo Ramatre tomando una de las manos de Wokar—. A pesar de tus callos, no
eres un campesino.
Wokar retiró con rapidez
su mano y miró desafiante a Ramatre.
—Cálmate —sonrió el
hombre—. No te asustes. ¿Cuántas veces te han dejado venir a la ciudad?
Wokar hubiera querido
entrar en la mente de Ramatre. Aquella conversación no era como las que había
sostenido con su padre. Recordó que éste le aseguró que no debía tener miedo
de un ser humano si algún día se encontraba con uno de ellos.
Wok le dijo también que
si se hallaba en una situación comprometida las mentiras no le servirían de
nada.
—Jamás he estado antes
en la ciudad —dijo Wokar, sintiendo que sus músculos se ponían tensos.
Ramatre parecía haber
perdido todo interés por las maniobras de los muñecos de metal, que ante el
delirio de la gente iban de un lado para otro, una enorme cantidad de ellos.
— ¿Dónde vives?
—Lejos. He caminado más
de sesenta días para llegar hasta aquí.
Ramatre aspiró
profundamente.
— ¿De dónde has venido?
—Del Oeste.
—Dioses, si has caminado
como un hombre normal no hay duda que has estado viviendo en el viejo reino de
Zhenland, muy cerca del territorio de Cianlan.
Wokar arrugó el ceño.
—Una vez me contó mi
padre que estábamos en la línea divisoria de dos países,
— ¿Y tus padres?
—Murieron. Enterré a mi
padre cinco días antes de emprender el camino. Él me dijo que caminando hacia
el Este podía encontrar hombres y... —volteó la cabeza hacia la izquierda—. Y
mujeres también.
Ramatre soltó un silbido.
—Estupendo, Wokar
—sonrió el poeta—. Estoy seguro de que cuando esto termine tú y yo vamos a
hablar mucho.
Ramatre le estrechó la
mano, un saludo que Wokar no pareció entender. Pasó cerca de ellos una figura
metálica, la señaló y preguntó a su nuevo amigo:
— ¿Qué son?
—Barrenderos —respondió
Ramatre.
Wokar meneó la cabeza.
—Éstos se mueven, pero
los que yo vi cuando acompañé a mi padre al Norte estaban quietos y su metal
no brillaba, sino que era quebradizo a causa del óxido.
Ramatre se pasó una mano
por la cara. Aquel día, pensó, iba a ser muy importante, y no precisamente
porque Alehja hubiera conseguido poner en funcionamiento los robots, como
había prometido.
Cuando se retiraron los robots a los almacenes subterráneos, tras dos horas de exhibición, la gente corrió a saciar su apetito y sed a las tabernas y restaurantes. La alegría no había decaído en ningún momento y parecía existir un gran deseo de sacar el máximo provecho al día declarado fiesta por el Consejo de la ciudad de Hongara.
Ramatre eludió las
peticiones de sus admiradores de cantar y arrastró a Wokar hasta una posada, en
la que consiguieron encontrar una mesa vacía.
—Tendrás hambre —dijo
Ramatre. Pidió a la nerviosa camarera una botella de vino, carne asada y
frutas.
Wokar echaba miradas al
bullicio que le rodeaba.
—Estás aturdido
—sentenció Ramatre—. Debe resultar extraño eso de crecer sin otra compañía que
la de tus padres. Sin embargo, te comportas con notable serenidad.
Llegó la camarera con la
botella y les prometió que regresaría enseguida con la comida. Ramatre llenó
dos vasos.
—Si no has probado el
vino te aconsejo que bebas poco y despacio —aconsejó—. Tu historia debe de ser
interesante.
Wokar probó el vino y
dejó el vaso.
—Mi padre me instruyó
durante muchos años acerca de cómo era la vida en la ciudad que él conoció
—dijo—. Al menos en teoría conocía lo que podía pasarme si me encontraba con
gente. La verdad es que no esperaba verme rodeado de tantas personas.
— ¿Te importaría
contarme tu odisea?
Wokar empezó:
—En su comienzo conozco
lo que me dijo mi padre. Yo nací en una granja aislada en Zhenland dos años
antes de la tercera invasión khrisla. Hasta nuestra propiedad llegaron los
mensajeros enviados por el Señor Varan para avisarnos de que debíamos unirnos a
la caravana que iba a salir de la capital hacia el Este.
— ¿Por qué no lo
hicisteis? Bueno, quiero decir tu padre. Es obvio que tú no podías decidir
—sonrió Ramatre.
—Mi padre se lo tomó con
calma. Creo que salimos de la granja muy tarde. Cuando nuestra carreta llegó a
la vista de la ciudad ya estaba vacía. La gente se había marchado varios días
antes.
— ¿Es que los soldados
no os dijeron que los tres pueblos emigraban a una ciudad desierta situada más
allá de la frontera de Cianlan? Exactamente a ésta, en donde confiábamos
defendernos de las hordas de los khrislos. Bien, para ser exactos esperaban
sobrevivir nuestros padres. Yo entonces me aferraba a los pechos de mi madre.
—No lo sé. Ignoro si
contaron a mis padres el propósito de la retirada al Este. Tal vez no fueron
muy explícitos. Sí, eso debió ocurrir porque mi padre nunca se refirió a la
posibilidad de que existiera esta enorme ciudad.
Llegó la camarera y dejó
sobre la mesa la carne humeante, una fuente con pan y una canasta de frutas.
—Quizá deberías contarme
tú lo que ocurrió —sugirió Wokar.
Ramatre se encogió de
hombros.
—Después de muchas
vicisitudes, la gran caravana de fugitivos, ya que en realidad no eran otra
cosa, llegó ante estas murallas con la marea de khrislos pisándole los talones.
»Existía una rivalidad
entre los señores de Cianlan y Zhenland. Hubo un intento de traición por parte
del primero y una malévola idea de dejar a parte de la gente fuera para que los
khrislos la exterminara, Gracias a Varan de Zhenland y se esposa Alehja no ocurrió
la tragedia y aniquilaron a todos los demonios cuando ya estaban ante estas
murallas.
— ¿Dos personas acabaron
con cientos de miles de demonios? —preguntó Wokar, sonriendo lleno de incredulidad.
—Así fue, amigo — Esta
ciudad fue construida por una raza de seres humanos como nosotros hace cientos
o miles de años. La gente que vivió aquí se largó un día del planeta porque el
clima cambió. Pensaba volver y dejó al cuidado de la urbe a varios hombres,
pero todos murieron excepto uno, que sobrevivió porque su equipo de hibernación
no falló como los otros.
»Esos robots que has
visto trabajar en la limpieza de la ciudad se ponían en movimiento cada
cincuenta años y se ocupaban de restaurar los desperfectos. Lo hacían automáticamente,
pero hace unos meses, nuestra señora Alehja, ayudada por un grupo de
científicos, logró descubrir cómo usarlos cuando nos haga falta. Por eso has
encontrado que hoy la ciudad está de fiesta.
»Durante estos veintidós
años hemos prosperado, como puedes ver —El rostro de Ramatre se ensombreció
súbitamente—. Pero no ha sido fácil. Hace tres años murió Varan de Zhenland;
una traición más acabó con su vida cuando marchó a investigar cierto suceso
que ocurrió a doscientos kilómetros de aquí.
—Al parecer, la traición
es frecuente en Hongara.
—Quedaba un pequeño
grupo de seguidores de Forjian de Cianlan que pretendía erigirse con el poder
de los tres pueblos. Ellos querían desbaratar el proyecto de Varan de unificarlos.
Fue un hecho lamentable.
— ¿Quién gobierna en la
ciudad?
Ramatre sonrió con
orgullo.
—Un Consejo presidido
por Vankro, el hijo de Varan. Pero su madre, Alehja, es su mejor consejera.
— ¿Por qué sonríes?
—Es que yo influí en
Vankro para que formase el Consejo compuesto por miembros de los tres pueblos.
Es una forma de gobernar democráticamente. Siempre me fastidiaron los autarcas,
Y creo que el modelo es positivo porque desde hace tres años no ha surgido un
solo problema de importancia.
Ramatre, al ver que
Wokar no consumía vino, pidió a gritos una jarra con agua. Acabaron dando buena
cuenta de la comida y se ocuparon de la fruta, variada y sabrosa.
—Ahora te toca a ti
—dijo Ramatre—. Estoy impaciente por conocer tu historia, sobre todo lo
referente a esos muñecos metálicos que dices que viste en el Norte, aunque
inmóviles y llenos de orín.
Mientras se abría paso
entre la gente que llenaba la avenida que conducía al palacio, Ramatre se
ocupaba de ordenar sus ideas. Para Wokar lo más difícil de comprender, fue el
episodio del guardián superviviente de la raza laninko, los constructores de
la ciudad. Aquel hombre que se enfrentó con Alehja y fue muerto por ella se
llamó Innkos y hacía tiempo que había perdido la razón. Lo peor de su locura
consistió en que buscó en un mundo desconocido un pueblo de monstruos sanguinarios,
de mente rudimentaria, y los transportó a Hongara para que acabara con los humanos
que él acusaba de sacrílegos por morar en las tierras de sus hermanos. Este
hecho exigió a Ramatre paciencia y tener que contárselo a Wokar tres veces,
hasta que él acabó comprendiendo que las hordas de demonios fueron
transportadas en naves estelares automáticas y dejadas en el Norte Tenebroso,
desde donde descendieron durante tres años consecutivos, más numerosos y mejor
armados cada anualidad.
Llegó ante la entrada
del palacio y bromeó con los soldados de guardia. Por deseo expreso de Vankro,
Ramatre tenía autorización para entrar a cualquier hora sin ser anunciado.
— ¿Dónde está tu señor?
—preguntó al primer sirviente que se cruzó con él.
—Arriba en la terraza,
poeta —le replicó el otro.
Ramatre subió las
escaleras y miró a la terraza. Vankro estaba allí con su esposa Isolda,
observando la fiesta y compartiendo de lejos la alegría del pueblo que reía y
cantaba.
—Buenas tardes —dijo
Ramatre.
—Ah, Ramatre —dijo Vankro
al verle.
— ¿Por qué no viniste
esta mañana? —Le reprendió Isolda—. ¿Olvidaste que te invitamos?
Ramatre se encogió de
hombros. Tomó el laúd de su espalda y lo miró para asegurarse que no había sufrido
ningún daño a causa de los empujones que tuvo que soportar para llegar hasta
allí.
—Siempre he dicho que
las fiestas populares hay que vivirlas con el pueblo —respondió sonriente.
Isolda le preguntó:
— ¿Qué te parecieron los
robots?
—Espectacular, pero he
comprobado que no han limpiado bien. ¿Piensa tu madre sacarlos a diario?
—No creo —respondió
Vankro—. Ella dice que consumen demasiada energía radiante y teme que el suministro
sufra una merma considerable.
—Todo, entonces, es
cuestión de esperar que el cerebro privilegiado de Alehja descubra cómo funciona
ese misterioso generador.
— ¿No estás de acuerdo
con su decisión? —Preguntó Isolda—. Los demás miembros de su equipo de investigación
estuvieron conformes en no repetir lo de hoy hasta que haya seguridad de que la
fuente energética es inagotable o sea posible reponer su fuerza.
—Preciosa Isolda, nada
es inagotable en esta vida — dijo Ramatre con exagerada solemnidad—. Pero tu
madre, Vankro, es prudente y hace bien porque no es bueno para la gente que se
acostumbre a que unas máquinas tan feas les quiten la suciedad que arrojen.
—Tú has venido para algo
—dijo Vankro arqueando una ceja—. Quiero decir que tienes que contarme alguna
cosa importante.
—Has acertado. Esta
mañana he conocido a cierta persona.
—Estoy seguro de que
debe de ser muy bonita y cariñosa —rió Vankro.
—Ahí te equivocas. Es
apuesto a pesar de su tosquedad e ignoro si es cariñoso —sonrió Ramatre—. Aunque
algunos que no tienen el buen gusto de extasiarse con mis canciones me
califican de afeminado, por ahora sigo encontrando placer en las mujeres.
— ¿Qué tiene de
importancia un individuo para ti, entonces?
—A ti te interesará
también. Sentaos, por favor — Ramatre señaló unas sillas situadas en el fondo
de la terraza, lejos de la balaustrada—. Se llama Wokar y ha crecido sin otra
compañía que sus padres, aunque su madre murió cuando él tenía doce años. Ha
vivido en una fortaleza natural enclavada entre las antiguas tierras de Zhenland
y Cianlan. Supongo que tiene unos veinticinco años. Tenía dos años de edad
cuando los khrislos iniciaron su tercera y última invasión.
Isolda parpadeó
sorprendida.
— ¿Es que algunas
personas se quedaron rezagadas?
—Así ocurrió con la
familia de Wokar —suspiró Ramatre—. Ellos perdieron la oportunidad de incorporarse
a la caravana que partió de la capital de Zhenland y no tuvieron otra
alternativa que huir ante la proximidad de los krhislos.
—Es increíble que
pudieran huir. Quedó comprobado que esos demonios jamás abandonaban una presa
—dijo Vankro.
—Se refugiaron en una
montaña inaccesible. Subieron a su cúspide, que contaba con agua y buena
tierra para cultivar, por medio de una chimenea natural. El padre de Wokar se
bastó solo para ir matando a todos los khrislos que pretendieron usar aquel
camino. Creo que se turnaba con su mujer para arrojarles piedras y hacerlos
caer por la chimenea, que tenía una altura de sesenta metros. Esa matanza era
un juego para ellos que duró hasta que los demonios perecieron gracias a
actuación de tu madre cuando bajó la palanca que suprimía las ondas mentales
que los mantenían con vida.
»Pero esto nunca lo
supieron arriba en la montaña y la familia de Wok vivió todos estos años
temiendo a los khrislos. Cuando el padre de Wokar se convenció de que no había
peligro, bajó por la chimenea y se dedicó a explorar; volvió a la desierta
ciudad de Zhenland y la encontró arrasada. Aunque vio muchos cadáveres de
khrislos, no se llegó a imaginar que éstos ya no volverían a amenazarla. Luego
recorrió las otras dos ciudades.
— ¿Por qué no marchó
hacia el Este? —preguntó Isolda.
Ramatre explicó que Wok
y su mujer ignoraban que la gran emigración iba a concluir en la ciudad
misteriosa que luego sería bautizada con el mismo nombre que tenía el planeta.
—El viejo Tahorlya me
contó en cierta ocasión que algunos campesinos no quisieron o no pudieron unirse
a la caravana que salió de la vieja ciudad —dijo Vankro—. La familia de Wokar
debió ser una de ellas. —Puede haber más, ¿no? —dijo Isolda.
Ramatre negó con la
cabeza.
—Me temo que no. Su
salvación se debió a que tuvieron la suerte de encontrar un lugar inexpugnable.
Ellos debieron de ser los únicos supervivientes de cuantos no escaparon con los
demás.
Vankro cruzó los brazos.
—Bien, la aventura de tu
amigo Wokar es muy original, pero sigo sin ver en qué puede despertar mi interés.
Claro que sí estás queriendo decirme que hay que cuidar de él...
Ramatre dibujó una
sonrisa irónica.
—De su cuidado ya me he
ocupado yo. Le di de comer.
—Si estaba hambriento...
Hiciste bien en satisfacer su apetito.
—Oh, tenía otra clase de
apetito —Ramatre hizo un elocuente ademán con sus manos, formando en el aire la
figura de una mujer de opulentas formas—. Hace un par de horas le dejé en buena
compañía. Una amiga mía se ofreció a enseñarle el bello arte de amar. El pobre
chico siempre soñó con ello, y espero que salga satisfecho.
Isolda y Vankro soltaron
sendas carcajadas.
—No te imaginaba en el
papel de alcahuete —dijo Vankro.
—Me ofendes, amigo
—contestó Ramatre fingiendo enfado—. Yo pienso que he hecho una obra de caridad,
y costosa. Esa chica es amiga mía, pero no me ha rebajado una sola moneda de su
tarifa. Y eso que se entusiasmó mucho con la idea, de hacer que Wokar dejara de
ser virgen, un muchacho tan crecidito como él... La verdad es que Teyka no
debió cobrarme ni una milésima, sino pagarme.
—Está bien, deja eso y
dime de una vez lo que sea.
Ramatre se inclinó y
dijo gravemente:
—El padre de Wokar murió
tras volver de un viaje que hizo solo al Norte. Pero un par de años antes, con
su hijo, descubrió un lugar donde había robots oxidados, un montón de ellos, y
cerca una gran nave estelar, tal vez tan grande como lo fue el Santuario.
Vankro dejó de sonreír.
— ¿Estás seguro?
—Sí. Siempre hemos
pensado que algún día debíamos ir al Norte Tenebroso y encontrar el lugar
donde fueron desembarcados los khrislos porque allí deben seguir los navíos que
los trajeron a este mundo, pero la idea de andar por un territorio tan
peligroso nos quitaba las ganas.
Vankro asintió y le
apremió con un gesto para que siguiera.
—Wok contó a su hijo
antes de morir que había localizado la zona donde estaban todas las demás naves.
— ¿Y más robots?
—Sí, y también
inservibles. Lógico, ¿no? Ese loco guardián laninko debió de usarlos para llevar
a cabo la leva de su terrorífico ejército. Una vez cumplida su misión, los robots
permanecieron en un clima nefasto para ellos y se averiaron. ¿Qué piensas?
Vankro se levantó y le
respondió algo ausente, dubitativo:
— ¿Podría ser este
acontecimiento más importante que la luz que cayó del cielo hace tres años?
Ramatre asintió con la
cabeza y añadió en voz baja:
—Confiemos en que acabe
mejor que aquella desdichada aventura.
Estudió los gestos de
Vankro. Cada vez estaba más convencido de que algo no andaba bien en la vida
privada del joven Señor de Hongara. Pensó en Isolda. ¿Era ella la causa de su
tristeza? No lo creía. Se rumoreaban otras cosas. En cuanto a Isolda... Cuando
la veía creía interpretar en sus dulces ojos un resignado desaliento, como si
se sintiera impotente para remediar el mal que carcomía la relación de la
pareja.
Terminó convencido de que su amistad con Vankro pertenecía al pasado, se trataba de algo irrecuperable.
— ¿Me buscabas? —preguntó Lujan.
Alehja apartó la mirada
del ordenador y la posó en la figura apuesta del general Lujan. Se levantó, empezó
a sonreírle con afecto y se dirigió hacia él con el brazo derecho extendido.
—Buenos días, Lujan. Me
alegra verte —dijo la mujer. Esperó a que el general le estrechara la mano y
añadió—: Pregunté por ti la misma noche del día de los robots, después de hablar
con mi hijo. Al parecer, te marchaste tan pronto como el último autómata quedó
recluido en su almacén.
—Partí con mi escolta
—dijo Lujan. Echó un vistazo a la sala principal del sótano del palacio rojo.
No había mucha gente allí, apenas tres o cuatro personas del equipo científico
que dirigía Alehja—. Preferí hacerlo enseguida. Los soldados que no salieron
favorecidos en el sorteo y no obtuvieron el permiso, pensé, debían estar
nerviosos en los puestos fronterizos y yo quería asegurarme de que seguían en
sus puestos.
—Me defraudaste.
— ¿Por qué?
—Esperaba tu asistencia
a la fiesta.
Lujan la miró
directamente a los ojos.
— ¿Me echaste de menos?
Alehja entornó los
párpados.
—Todos notaron tu falta,
la del general del Ejército de Hongara y miembro del Consejo.
—Déjate de burlas y
cuéntame. Apenas recibí tu mensaje monté en un uyak y casi lo reviento cabalgando
todo el día.
—Siempre tan impetuoso
—rió Alehja—. ¿Es que pensaste que había estallado una revuelta?
—Eso lo descarté.
Preferí imaginar que me querías a tu lado —Lujan habló en voz baja porque un
hombre pasó cerca de ellos—. Por un momento soñé que al fin te habías decidido.
—La verdad es que
después de leer mi mensaje debiste comprender que tu presencia hacía falta en
la ciudad.
Lujan asintió sonriente.
—Es cierto. ¿Qué te
preocupa?
—Mi hijo.
El general, movió la
cabeza.
Y exclamó:
—Por los dioses,
querida, ¿por qué no lo dejas en paz? Vankro ya es mayorcito, un buen
dirigente, y tiene el Consejo a su lado. ¿Por qué no piensas en ti..., y en mí?
Alehja dibujó en sus
hermosos labios un rictus de tristeza.
—Los hitos en nuestra
sociedad son largos, lo sabes. Yo te aprecio mucho, Lujan, pero no puedo tomar
en serio tu deseo de casarnos.
Los ojos de Lujan
lanzaron chispas y tomó las manos de ella, apretándolas con fuerza excesiva,
pero no logró arrancar de Alehja una exclamación de dolor, apenas un fulgor en
su mirada y una súbita tensión en su cuerpo.
— ¿Prefieres seguir
siendo mi amante? ¿Es que tu hijo te perdonaría con más facilidad sí supiera
que has dormido conmigo muchas noches desde hace un año en vez de convertirte
en mi esposa? Alehja, a veces no te comprendo. Tú eres una mujer inteligente, con
más conocimientos científicos que yo, pero a veces te comportas como una
ignorante.
—Dejemos esto, por
favor. Sé que te ha enfurecido haber oído de mis labios que te aprecio —Alehja
logró sacar sus manos de entre las de Lujan y añadió—: Quise decir que te
quiero, te amo, pero por ahora hemos de conformamos con seguir así.
Lujan se apartó de ella,
aspiró hondo y preguntó:
— ¿Qué quieres ahora de
mí?
—Ya conoces todo lo
referente a ese muchacho que llegó hace una semana a la ciudad y sus fantásticos
relatos. Mi hijo le cree y quiere correr al Norte.
—Es lógico.
—Ya hubo una incursión a
un territorio desconocido hace años tras una luz y todos sabemos las consecuencias
que tuvo. No quiero que Vankro vaya en esa expedición.
—Si Vankro— te escuchara
montaría en cólera. Tú le tratas como a un niño.
—Que vayan otros, pero
no él. Tiene responsabilidades...
Lujan sacudió la cabeza.
—Que pronto dejará de
tener si las cosas marchan por la ruta que ha trazado ese soñador de Ramatre.
— ¿Qué quieres decir?
—Este reino que aglutina
ahora a tres pueblos acabará siendo una república y los derechos de tu familia
no valdrán nada. El poeta ya habla de elecciones, de elegir un legislador.
— ¿Ramatre conspira
contra su amigo Vankro?
—En cierto modo, no.
Pretende que Su Señor y los que le sucedan se limiten en reinar pero no a gobernar.
Me pregunto de dónde saca el trovador semejantes ideas. Y lo peor es que
muchos jóvenes encuentran sus teorías aprovechables y le siguen con entusiasmo.
Tiene bastante adeptos en la ciudad, lo he averiguado.
Alehja soltó una
carcajada.
—Tú nunca has
simpatizado con Ramatre.
—Te equivocas. Le
aprecio. Hace cinco años pensé que él sería un magnífico colaborador para mí,
pero se me desbocó y fue incapaz de mantener una línea coherente a mi entender.
—Tú tampoco eres un
general según las tradiciones.
—Tal vez —Lujan tomó a
Alehja del brazo y caminaron juntos hasta un rincón apartado de todos. En medio
de varios aparatos que despedían destellos, se sentaron en sendas sillas,
mirándose frente a frente—. El año pasado tú encontraste en este laboratorio cosas
muy interesantes que se referían a las naves que fueron usadas para traer al
planeta a los krhislos. ¿Me equivoco?
—No. Lamentablemente se
lo conté entonces a mi hijo y él sabe ahora que yo podría desentrañar el misterio
de esas naves, cómo hacerlas volar hasta la Luna Roja, por ejemplo.
— ¿Y te parece poco?
—rió Lujan—. Desde que supo que ese satélite es artificial, Vankro no piensa en
otra cosa que llegar hasta él y explorarlo. Tiene gracia, ¿no? Cuando apenas
hemos recorrido toda la Zona Central, de la que apenas conocemos una veinteava
parte, se habla de viajar al espacio.
—Pero las naves están en
el Norte Tenebroso. ¿Qué sabemos de ese lugar? Cuando el clima cambió en Hongara,
toda su superficie quedó convertida en un infierno que se replegó hacia el Norte
y el Sur, y la franja meridional volvió a ser habitable, pero el peligro para
nosotros, débiles humanos, perdura allí.
—Te seré sincero. Pienso
que una expedición debidamente preparada tendría muchas probabilidades de
éxito. Wokar ya estuvo una vez allí y luego volvió su padre solo, si es cierto
su relato que tú me transcribiste tan sucintamente.
— ¿Tú crees sinceramente
que estamos en condiciones de viajar hasta la Luna Roja?
— ¿Qué lo impide?
—Por dios, Lujan. Está
claro. Sólo somos un puñado de personas las capaces de leer parte de la
ciencia de los laninkos.
—Una vez nuestros
antepasados gozaron de una ciencia igual a la de los constructores de esta
ciudad. O quizá fue superior.
—Pero la olvidaron. Tal
vez lo hicieron a propósito porque no querían que sus descendientes regresaran
al espacio estelar, de donde huyeron por alguna causa muy importante para
ellos. ¿Debemos nosotros correr el riesgo?
— ¿Acaso estamos
investidos con el don de privar a nuestro pueblo de los conocimientos que se
encierran aquí? —gruñó Lujan, señalando con los brazos las máquinas de la
sala.
—Podemos entregarle sólo
lo que sea beneficioso para él.
—Serías capaz de negarte
a facilitar los conocimientos que tienes de las naves —dijo Lujan.
—Por desgracia lo
compartí con todo el resto del equipo. Ahora me arrepiento.
— ¿Tahorlya está de
parte de Vankro?
—Totalmente. Se han
hecho muy buenos amigos.
—El viejo Tahorlya es
listo y decente, reconócelo. ¿Qué piensas hacer?
—Yo quiero que tú me
apoyes cuando se discuta en el Consejo la intención de mi hijo de enviar una
expedición al Norte y traer las naves.
Lujan se echó a reír.
— ¿Cómo proyectan
hacerlo? ¿Tirando de las naves con la ayuda de un millar de bueyes o volando
con ella?
—Según los registros que
hay en esta sala, las naves se quedaron en el Norte sin energía. Es preciso
recargarlas mediante el suministrador que hay enterrado debajo de aquí.
—Será un debate muy
interesante. Alehja, si quieres mi consejo te digo que no te opongas a tu
hijo.
— ¿Cuál será tu voto?
Lujan se movió en la
silla., inquieto. Presentía que iba a estar solo con Alehja y enfrente tendría
a todo el Consejo. Quizá el consejero de economía votase en contra de la
expedición alegando que la situación no permitía semejante gasto. Total serían
tres votos contra una mayoría abrumadora.
—Déjame que hable con tu
hijo y también con Wokar.
Alehja contempló el
uniforme lleno de polvo del general. Había corrido a verla sin haberse
cambiado.
—Está bien —dijo
Alehja—. Seguro que suspiras por un buen baño.
—Y por otra cosa —sonrió
Lujan—. Me gustaría que nos viéramos esta noche.
La mujer asintió
levemente.
—Sabes que cuando estás
en la ciudad la puerta de mí alcoba queda por la noche sin el cerrojo echado.
Lujan había comprendido
desde hacía tiempo, quizá un año, que Vankro se comportaba ante él con frialdad.
Aquella noche acudió puntualmente a la reunión concertada y encontró al Señor
de Hongara hablando con Steinen, un miembro del Consejo perteneciente a la fracción
ciandalana.
Llevaba tres días en la
ciudad y hasta entonces no había podido conocer al ya famoso Wokar, el muchacho
de quien todo el mundo hablaba. Lo vio junto a Ramatre. Los dos se reían y a
Lujan le pareció que el recién llegado estaba ligeramente bebido.
No había más gente en la
sala. Sólo ellos cinco. Se trataba de una reunión informal. Alehja llegaría más
tarde, según tenía entendido Lujan.
Apenas le vio, Ramatre
alzó su copa y exclamó: —Ah, el bravo general —miró a Wokar—. Te presento a
Lujan.
—Te saludo, Wokar. Tenía
muchas ganas de conocerte —dijo Lujan estrechándole la mano.
—Ramatre me ha hablado
mucho de ti, Lujan. Sé que luchaste al lado de Varan de Zhenland y mataste a
muchos krhislos —dijo Wokar con una sonrisa desvaída.
—No tantos como debió de
matar tu padre, allí en la montaña.
——Sí, debieron ser
muchos —asintió Wokar—. Mi padre estuvo matando krhislos hasta que de pronto
los que habían quedado cerca de la montaña cayeron fulminados. Ramatre me ha
contado por qué murieron.
Lujan miró de soslayo a
Steinen.
— ¿Qué está haciendo
aquí el representante del barrio donde viven los ciandalanos? —preguntó quedamente
a Ramatre.
Desde hacía algún tiempo
los antiguos ciudadanos de Cianlan se las habían ingeniado para ocupar las casas
de la ciudad de un sector, formando casi un ghetto voluntario. Aunque no existía
ningún problema grave entre los tres pueblos, aquella actuación no agradaba a
Lujan. Todavía recordaba el intento de una minoría ciandala de derrocar a
Varan. No obstante, Steinen se había hecho muy amigo de Vankro y con sus partidarios
nunca había dejado de apoyarle en el Consejo.
—Lo ha traído Vankro
—rezongó Ramatre.
Lujan sonrió. El poeta
metido a político parecía querer mostrar a todos que desaprobaba la simpatía
que sentía su antiguo amigo Vankro por Steinen, un joven que todo el mundo
pensaba era ambicioso e inteligente.
Vankro se acercó a ellos
seguido de Steinen y señaló una mesa llena de planos.
—Mi madre me ha
asegurado que son mapas exactos, obtenidos de los ordenadores laninkos —dijo—.
Ella ha trazado las antiguas situaciones de los tres reinos y nuestra posición
actual —Vankro apoyó su mano derecha sobre un punto de la franja que recorría
los dos hemisferios dibujados en el papel por composición mecánica—. Esta
reunión ha sido convocada para que el joven Wokar nos indique, lo más
aproximadamente que pueda, el punto donde él y su padre encontraron la nave.
Wokar agitó
afirmativamente la cabeza. Parpadeó para aclarar sus ideas y dijo:
—Cuando acompañé a mi
padre al Norte trazamos una ruta, la escribimos y luego yo la estudié. —El dedo
de Wokar apenas tembló cuando señaló un lugar un poco más allá del borde que
marcaba el comienzo del Norte Tenebroso—. Aquí es.
— ¿Tu padre te dijo
dónde encontró el grupo de naves? —preguntó Lujan.
—Sí. Aunque agonizaba,
me obligó a escribir las coordenadas. Lo consideraba muy importante. En aquel
viaje que hizo solo llegó hasta doscientos kilómetros más al Norte de donde
nosotros hallamos la nave y los robots inutilizados.
El general observó cómo
el índice de Wokar ascendía por el mapa y se detenía unos centímetros más arriba.
—Al parecer, tu padre
regresó enfermo —musitó Lujan—. Algo lo afectó allí, ¿no? Sin embargo, tú no
sufriste ningún contratiempo cuando lo acompañaste, a pesar de que estuvisteis
varios días en un lugar que se considera pernicioso para los humanos.
—La primera nave la
vimos apenas entramos en la zona peligrosa —Wokar se encogió de hombros—. Quizás
allí no había peligro.
Steinen cruzó los brazos
y miró desafiante a Lujan.
—Deja de dudar que este
joven estuviera allí, general. Recuerda que ninguno de nosotros sabe cómo es
el Norte Tenebroso.
—Yo no dudo de las
palabras de Wokar —silabeó Lujan—. Sólo me preocupa la seguridad de los que vayan
allí. ¿Cómo se defenderán de un aire venenoso?
Vankro sonrió
conciliador.
—En los almacenes
laninkos hay una gran cantidad de trajes herméticos. Podrían defendemos de las
radiaciones que pudieran existir en el Norte.
Lujan lo miró. Vankro
daba por seguro que él iría en la expedición. En aquel momento entró Alehja.
Anduvo altiva hacia ellos, hermosa y serena. Le dejaron un sitio junto a la
mesa y esperaron en silencio sus palabras.
Alehja miró las marcas
trazadas con lápiz en el mapa por Steinen, allí donde había señalado Wokar las
posiciones.
—Al parecer, sólo nos
queda someter el proyecto al Consejo.
—Así es, madre —sonrió
Vankro.
Ella separó una silla de
la mesa y se sentó. Sin mirar a su hijo, con la voz ligeramente ronca, dijo:
—Está bien. Discutamos
los pormenores. Quiero que el informe al Consejo sea detallado.
Lujan admiró a Alehja
por su serenidad. Sabía que ella luchaba en silencio para ahogar sus deseos de
gritar que consideraba el proyecto como algo irrealizable por el momento.
Pero el general sabía
que su amada encontraba más peligroso viajar hasta el Norte que hacerlo a la
Luna Roja.
Ramatre había visto a
Wokar cuando se dirigía a su encuentro, y le esperó sentado, con su laúd sobre
las piernas y pulsando tristemente las cuerdas.
—Solamente las noches
calurosas —sonrió el poeta—.
Y las de luna llena. ¿Querías verme?
—Así es —asintió Wokar.
Había pasado dos meses desde que llegara a la ciudad y aún seguían impresionándole
las altas murallas que la rodeaban, una obra ciclópea—. Entiendo que vengas por
aquí a pensar, amigo. A mí también me gusta este lugar. Comprendo ahora que
los tres pueblos huyeran para refugiarse tras estas piedras para sentirse a
salvo de la invasión krhisla,
—No lo creas —sonrió
Ramatre, ahora levemente—. Me figuro que esa montaña donde te llevaron tus padres
era más segura; claro que no hubiera sido suficiente para tanta gente...
Wokar se fijó en el
centinela que caminaba aburrido a lo largo de la muralla, portando la lanza
como si le pesara excesivamente.
— ¿De quién desconfiáis
ahora? —preguntó—. Si no puede producirse otra llegada de krhislos, ¿por qué
vigiláis las murallas?
Ramatre se encogió de
hombros.
—Se mantiene el ejército
como si fuéramos a entrar en guerra en cualquier momento, un gasto estúpido,
lo sé; pero no hay manera de convencer al Consejo para que lo licencie y se
conserve únicamente una pequeña fuerza para mantener el orden.
—Al principio pensé que
todo era maravilloso en esta ciudad, pero a medida que fueron transcurriendo los
días comprendí que algunas cosas no marchaban tan bien como me figuré.
— ¿Te has dado cuenta de
nuestros problemas?
—De algunos. Si la gente
tiene donde vivir y alimentos para comer todos los días, ¿de qué se queja? —
Wokar recordaba los días de penuria allí en la montaña, cuando las cosechas no
respondían, el miedo a lo desconocido, a ignorar si los krhislos seguían siendo
una amenaza para ellos.
Ramatre dejó a un lado
su laúd. Aquella noche había acudido a las murallas en busca de inspiración y
se sentía fracasado.
Hacía meses que era
incapaz de componer una nueva canción.
Wokar sacudió la cabeza.
—Discúlpame si he dicho
alguna tontería —dijo—. Soy un ignorante.
—Nada de eso, amigo. Te
has dado cuenta de muchas cosas en poco tiempo. Es cierto que esta ciudad
tiene problemas. Todo el mundo quiere vivir en ella y pocos son los que
permanecen en el campo cultivando la tierra y cuidando del ganado. Hay escasez
de mano de obra, faltan brazos para todo y, sin embargo, muchos sólo piensan
en divertirse, emborracharse y fornicar. Ah, la molicie se está adueñando de
nosotros.
— ¿Y eso lo dice un
trovador como tú? —Rió Wokar—. Tienes fama de vago, y perdona que te lo diga.
—No me ofendes. ¿Sólo te
han dicho eso de mí?
—Bueno, me he enterado
que en cierta ocasión es tuviste a punto de abandonar tu laúd y dedicarte a la
política.
—Hay algo de verdad en
eso —reconoció Ramatre—. La luz roja de la Luna impidió que Wokar descubriera
que se había puesto colorado, como si le avergonzara que otro conociera su
breve carrera política—. Hace algún tiempo, Vankro, nuestro Señor, era mi mejor
amigo. Me pedía consejos y yo se los daba. Pero desde que murió su padre todo
cambió. Ignoro los motivos reales, aunque los sospecho.
—Me sorprendes, Ramatre.
He visto como tú y Vankro os comportáis como si fuerais hermanos.
—De nuestra vieja amistad
aún quedan las formas, pero nada más. Sí, frecuento su casa y asisto a los
Consejos, pero no intervengo en nada. No quiero. Bien, supongo que tú has
venido hasta aquí para decirme algo, ¿no? Has tenido suerte encontrándome. Las
murallas son demasiado extensas.
—Mi confidente me
aseguró que tú visitas esta parte, la que una vez se hundió y quedó a ras del
suelo. ¿Qué pasó? Ahora está al mismo nivel que el resto.
Ramatre soltó una
carcajada.
—Una vez alguien tocó
algo que no debía y esta sección de la muralla bajó, y así permaneció unos
años, hasta que Alehja logró averiguar cómo devolverla a su situación.
—Ese sótano que hay bajo
el palacio de mármol rojo debe de ser muy interesante.
—Sin duda alguna. Desde
allí se gobierna la ciudad, hasta más allá de lo que pensamos hasta hoy. En realidad
todo el subsuelo está lleno de mecanismos. Alehja piensa que se podría también
hacer elevar muchos metros más las murallas.
—Es una mujer muy
interesante. He captado en la ciudad que toda la gente la admira, incluso los
que viven en el barrio... ¿Cómo se llama ese barrio, Ramatre?
—De los ciandalanos
—Ramatre compuso un gesto de descontento—. Tarde o temprano volverán a causar
problemas.
—Alehja es hermosa, y
joven todavía. Quizá no tarde en desposarse de nuevo.
—Joven imprudente
—escupió Ramatre. Luego soltó una carcajada. Miró hacia donde suponía que debía
estar el centinela y se extrañó al no verlo—. En toda la historia de nuestros
pueblos una viuda de un Señor no volvió a casarse. Tal vez...
— ¿Algún amante?
—Si Vankro te escuchara
te cortaría la lengua.
— ¿Es que hay alguna ley
que prohíba a la viuda tener un nuevo marido?
—No, es nada más que una
costumbre, estúpida por cierto. Si Alehja decidiera casarse nadie se lo impediría,
y hasta pienso que sería bueno. De esta ciudad deberían desterrarse los hábitos
estúpidos. Dios, ¿cuándo empezaremos a ser civilizados? Estamos a un paso de
saltar de nuevo a las estrellas y descubrir todo lo que hubo una vez que obligó
a nuestro pueblo a venir aquí.
— ¿Qué miras?
—Busco al centinela. Ha
desaparecido.
“Quizá haya ido a beber.
—La disciplina se
quebranta. Ven, demos un paseo mientras hablamos —Ramatre recogió su laúd y
echó a caminar. Sentía cierta curiosidad por saber dónde había ido el
centinela. A pesar de lo que había dicho, los soldados jamás abandonaban su
puesto.
— ¿Qué ocurrió hoy en el
Consejo, Ramatre?
El poeta sonrió.
—Ha sido tu curiosidad
lo que te ha traído hasta aquí. ¿No puedes esperar hasta mañana a que se haga
pública su decisión?
—No. Sé que se discutía
la posibilidad de enviar una expedición al lugar donde mi padre vio las naves.
—Se hará, pero aún no
está decidida la fecha, aunque ésta no deberá ser más tarde de seis meses. Ésa
ha sido la única batalla ganada por Alehja, aunque al final perdió la guerra y
me temo que tuvo un disgusto muy grande.
— ¿Por qué?
—El general Lujan votó a
favor de la expedición. Alehja sólo tuvo a su lado al consejero de economía. El
resto del Consejo votó en contra. Yo la vi irse muy irritada. Quizá esta noche
no deje entrar a Lujan en su dormitorio.
— ¿Qué quieres decir?
Ramatre se apoyó en el
muro. La sección de la muralla que hacía poco tiempo había recobrado su altura
habitual, quedó muy a su derecha. Seguía sin ver al centinela y cada vez se
sentía más extrañado.
—Es curioso, Wokar, pero
algo me hace sentir confianza hacia ti. Soy uno de los pocos que saben que
Lujan es el amante de Alehja.
—En estas semanas me he
hecho muy comprensivo; no culpo a Alehja. Una mujer, como un hombre, no debe
vivir sola. No debería ser un secreto.
—Pero lo es entre ellos
dos por causa de Vankro.
— ¿Qué tiene que decir
ese mequetrefe?
—Si dice algo algún día
será una tontería, no te quepa la menor duda.
—Entonces no entiendo
por qué Lujan votó de manera que disgustara a su amada —rió Wokar—. Yo sería
capaz de ceder para complacer a Teyka.
Ramatre alzó una ceja.
No quiso preguntar a su amigo si estaba dispuesto a ir demasiado lejos en su
romance con Teyka, la chica que le había iniciado en el arte de amar a petición
suya. ¿Para qué recordarle que la alegre Teyka ejercía desde hacía años la
profesión de ramera?
—Creo que Alehja acabará
comprendiendo la actitud de Lujan, ya que éste apoyó la expedición para no
verse apartado y así poder estar al lado de Vankro, quien sin duda participará
en ella. El general querrá cuidar del hijo de su amada.
— ¿Por qué ese gran
interés por las naves y los robots que las rodean?
Ramatre señaló la Luna.
—Vankro está obsesionado
por viajar hasta el satélite. Sueña con ello desde que supo que es un cuerpo
artificial enorme.
—Es una locura —sonrió
Wokar—. ¿Quién sería capaz de dirigirla? Además, ¿no se dice por los mercados
que en la Luna Roja no hay aire?
—Fuera, no; pero es
posible que exista en su interior, si es hueco como se sospecha...
Ramatre calló de pronto.
Agarró a Wokar de un brazo y lo obligó a arrimarse al muro. Le hizo un gesto
para que guardara silencio.
Los dos jóvenes vieron
que la muralla donde habían estado poco antes empezaba a descender. Sólo
producía un mido profundo y apenas audible.
— ¿Quién estará jugando
a estas horas de la madrugada? —musitó Ramatre. Agitó la cabeza y añadió con
ironía—. Ah, Alehja tenía una carta escondida y no ha esperado nada para
jugarla. Debí figurarme que haría algo.
—Pero, ¿qué...?
—Calla y observa.
Wokar miró. La muralla
estaba ahora a nivel del suelo. La ciudad bañada por la luz roja que provenía
del cielo permanecía quieta y silenciosa, dormía profundamente. Nada se había
movido en sus calles y plazas, pero de pronto algo rompió aquella quietud. Unas
masas informes surgieron de las oscuras bocacalles, irrumpieron a la luz de
las farolas eléctricas y se dirigieron hacia el enorme paso abierto en las murallas.
La comitiva apenas
producía mido alguno, si acaso un roce suave sobre el pavimento.
—Son... Son carretas que
se mueven solas —dijo Wokar en voz baja.
Ramatre le advirtió:
—Por lo que más quieras,
calla, y no te muevas. Si nos vieran podría detenerse todo esto.
Wokar deglutió con
dificultad y siguió mirando con ojos muy abiertos lo que acontecía debajo.
Contó hasta treinta carretas metálicas que avanzaban sin ser tiradas por bueyes
o lagartos. Dentro de ellas descubrió numerosas formas que brillaban en rojo
bajo la luz del satélite.
La comitiva, fantasmal y
sobrecogedora, fue cruzando por encima de la muralla hundida y se dirigió
hacia el bosque más próximo. Durante unos quince minutos estuvo pasando
silente. Cuando el último vehículo rebasó el perímetro de la ciudad, se produjo
un chasquido sordo y la sección empezó a elevarse.
Un minuto más tarde toda
la defensa pétrea quedaba cerrada y en el exterior no había el menor rastro de
la marcha de las carretas.
Ramatre lanzó un
resoplido y miró algo divertido la palidez que se había adueñado del rostro de
Wokar.
—Tranquilízate —le
dijo—. No has sido testigo de una marcha de fantasmas.
—Vámonos de aquí.
—No, todavía no.
— ¿Qué esperamos?
Poco después volvió a
aparecer el centinela que continuó su ronda sobre la muralla como si no hubiera
sucedido nada.
Aprovecharon que el
soldado les dio la espalda y se encaminaron hacia la escalera para bajar.
Mientras andaban por la plaza, Ramatre dijo, sin dejar de mirar las leves
huellas dejadas por el paso de las carretas metálicas llenas de formas
inconcretas:
—Vas a jurarme que no
contarás a nadie lo que hemos visto esta noche. Ni siquiera a Teyka.
—No me gusta ocultarle
nada.
Ramatre se mordió los
labios. Se preguntó cuánto tiempo seguiría la chica callando a Wokar su oficio,
al parecer abandonado desde que se conocían. ¿Quién podía meterse en la mente
de aquel muchacho de pensamientos rudimentarios?
—Pues ni a ella le dirás
nada. ¿De acuerdo? Te lo pido yo.
—Está bien, Ramatre
—asintió Wokar con desgana—. Pero, a cambio...
— ¿Un chantaje?
—No, no. He debido decir
que esta noche te buscaba para pedirte algo.
— ¿Qué?
—Cuando llegue el
momento me gustaría ser admitido en la expedición.
— ¿Por qué?
—Quiero ir al sitio
donde estuvo mi padre y encontró la muerte. Allí enfermó mortalmente.
— ¿No temes contraer el
mismo mal que a él lo mató?
—Tú mismo me dijiste
hace unos días que los expedicionarios llevarían unos trajes especiales que
les defenderían de las radiaciones.
—Está bien —sonrió
Ramatre—. Habían llegado junto a la casa que ocupaba Teyka y compartía Wokar—.
Pero sólo puedo prometerte que te recomendaría.
— ¿Es que tú no sientes
curiosidad por ir allí?
—Oh, sí. Mucha, pero
ahora dudo que vayamos.
—No te entiendo...
Ramatre le empujó hacia
la puerta abierta. En la ciudad nadie cerraba con llaves su hogar.
—Lo comprenderás algún
día. Venga, entra y descansa. Si encuentras durmiendo a Teyka déjala en paz.
Ramatre estuvo allí
hasta que vio entrar a su amigo. Luego, tras exhalar un suspiro, reanudó el
camino.
Para llegar a su casa
tenía que pasar por delante del palacio de los Señores de Hongara. Pensó en Alehja.
Quizá estuviera ella ahora reintegrándose a sus habitaciones, con toda
seguridad muy satisfecha por la proeza lograda.
Sólo le quedaba esperar.
Sería una espera que no se prolongaría más allá de seis meses, sin duda. La
respuesta a lo sucedido aquella noche la conocería mucho antes. La sabría todo
el pueblo.
Las siguientes semanas
transcurrieron bastante monótonas para Ramatre, pero de pronto le pareció que
los acontecimientos se precipitaban y la gente empezaba a actuar de forma
impredecible.
Como solía hacer cuando
se aburría, el poeta pedía prestado un uyak, se aprovisionaba con algo de comida
y cruzaba la débil barrera, apenas vigilada, que rodeaba la parte de la ciudad
habitada. Le gustaba recorrer las calles, avenidas y plazas, las zonas ajardinadas,
todavía desiertas, los sectores apenas explorados; llegaba hasta las murallas
del Este y luego regresaba a la parte ocupada cabalgando a lo largo de los
muros.
Desde hacía un año se
había conseguido un plano de la ciudad mediante el ordenador. Naturalmente, era
demasiado grande y Ramatre lo había adivinado y numerado de forma que podía consultarlo
cómodamente.
El Consejo de Hongara
insistía en que la población no se dispersara y permaneciera en el sector
Oeste, el mismo por el que entraran los fugitivos de los krhislos hacía
veintidós años.
A Ramatre le
entusiasmaba perderse por las silenciosas vías, detenerse a veces ante una casa
de espléndida construcciones y recorrerla, buscar su sótano e imaginarse por
un momento ser el descubridor de un nuevo centro rector como el existente en el
palacio de mármol rojo. Pero hasta el momento parecía no existir otro similar
en toda la ciudad.
A menudo encontraba
nuevos almacenes repletos de robots, y localizó uno de ellos casi vacío. Marcó
su situación en el plano y se dijo que tal vez salieron de allí los vehículos
cargados de trabajadores autómatas que una noche viera alejarse hacia el Norte.
Después de dos días de
vagabundear, se cansó y decidió volver. Sabía que nadie debía conocer sus
furtivas salidas, ya que estaba prohibido explorar los barrios desocupados
sin una autorización del Consejo. Por esto solía adoptar precauciones al cruzar
los lindes y acostumbraba regresar al atardecer.
Dio de comer a su
lagarto y lo hartó de beber antes de reemprender la marcha. Calculaba que
estaba a unos veinte minutos de la línea. El sol declinaba y ya se habría
ocultado cuando él llegara.
Aparte del almacén medio
vacío de robots, había descubierto una casa en forma de media esfera que podía
ser acondicionada como observatorio astronómico. Al viejo Tahorlya le
entusiasmaría la idea, pero no encontraba la forma de hacérselo saber sin
revelar que había infringido la Ley.
Sonrió pensando que
podía ser un magnífico argumento para hablar con Alehja. Ella sabría comprenderle
y no le delataría, y así él encontraría la forma de preguntarle por la fecha
que volverían los robots que había enviado al Norte.
Porque Ramatre no tenía
la menor duda de que las delicadas manos de Alehja habían manipulado aquella
noche sobre algún panel de mandos para enviar su obediente y silencioso
ejército de autómatas a una misión que sólo ella sabía pero que él creía
adivinar.
Ramatre cabalgó tan
distraído, tan sumido en sus pensamientos, que no se dio cuenta de que había
llegado a la barrera hasta que vio brillar la lanza de un soldado y escuchó su
voz que le conminaba a detenerse.
Entonces salió de su
distracción y lo primero que hizo fue maldecirse.
— ¿Quién eres? —le
preguntó el soldado avanzando hacia él despacio. Otro hombre acudió llevando
una antorcha.
El trovador resopló y no
tuvo tiempo de identificarse, ya que el centinela, soltando una carcajada, exclamó:
—Vaya, pero si tenemos a
Ramatre el poeta al otro lado de la línea. ¿Tienes permiso, trovador?
—Sólo tengo unas ganas
enormes de beber un trago de buen vino.
El que portaba la
antorcha gruñó entre sus dientes y dijo:
—Tenemos que detenerte,
poeta.
Su compañero,
consternado, le replicó:
—Recuerda que es amigo
del Señor Vankro.
—Eso a mí me trae sin
cuidado. Nosotros estamos aquí para impedir que los curiosos merodeen por donde
no deben.
Ramatre sólo sentía
irritación. Tenía cien sitios por donde burlar la mínima vigilancia y había ido
a parar a un puesto de guardia, precisamente al cuidado de dos soldados de
ascendencia ciandalana.
Recordó que otras veces
había cruzado por aquella calle y sólo tuvo que molestarse en apartar la valla
de madera y luego volver a colocarla en su sitio.
Descabalgó y dijo:
—No quiero privilegios.
Haced lo que tengáis que hacer.
—Por supuesto, poeta
—rió el que tenía la antorcha—. Esta noche te encerraremos y mañana te sacarán
tus amigos.
—Decidme, ¿es nuevo este
puesto?
—Desde hace dos días. El
consejero Steinen mandó modificarlos todos.
Ramatre se dejó conducir
hasta una casa. En ella había otros dos soldados que dormían. Le hicieron
entrar en una habitación y le preguntaron si era necesario que echaran los
cerrojos, a lo que el trovador replicó que le daba lo mismo dormir allí que en
su casa.
—No os molestéis por mí
—añadió bostezando—. Os prometo que seré bueno y no saldré.
Poco después roncaba
suavemente.
Ni siquiera soñó con el
castigo que iba a sufrir. Lo más que podían hacer con él era mandarle un mes a
un campo a trabajar la tierra. Pensó que no le vendría mal un poco de ejercicio
físico.
Pero a la mañana
siguiente los soldados que habían relevado a quienes le detuvieron, dijeron que
ellos no tenían ninguna instrucción de liberarlo o conducirlo ante el juez que
debía dictar su castigo.
—Supongo que habrá sido
comunicada mi detención, ¿no? —preguntó cuando un rato más tarde acudió otro
soldado llevándole el desayuno.
—No lo sé —dijo antes de
marcharse.
Tras el soldado se cerró
la puerta y Ramatre escuchó lleno de inquietud el ruido del cerrojo al ser corrido.
Tomó su laúd y empezó a cantar una triste canción.
El poeta estaba a punto
de agotar su repertorio cuando apareció, horas más tarde, el consejero Steinen.
Le hizo salir de la habitación y le condujo al exterior.
—Me dijeron esta mañana
que anoche te detuvieron —dijo Steinen, flotándole una fría sonrisa en los
labios que consiguió estremecer a Ramatre.
—Gracias por las prisas
que te has dado en venir a liberarme —Ramatre ladeó la cabeza y preguntó lleno
de premoniciones y ninguna de ellas beneficiosa para él—: ¿O no estoy libre?
—Si me das tu promesa de
que te presentarás ante el juez, puedes marcharte.
— ¿Cuándo será el
juicio? —bostezó Ramatre. No quería mostrar en presencia de Steinen ningún
síntoma de inquietud.
—Tardará. El juez de tu
distrito estará ocupado estos días en el caso Wokar —dijo Steinen sin mirarle
di— rectamente.
— ¿Wokar? ¿Qué ocurre
con Wokar?
Steinen dejó de caminar
en dirección a su lagarto y se volvió, mostrando tanta sorpresa que Ramatre
pensó que fingía.
— ¿No te lo dijeron
anoche que ayer fue detenido Wokar? Se trata de un caso lamentable. En la
ciudad no se producía ningún asesinato desde hace cinco años.
—Vankro, ¿cómo podría
convencerte?
El Señor de Hongara se
movió nerviosamente y mantuvo cerrada la boca. Sólo miró de soslayo a su amigo
Ramatre un segundo.
El trovador extendió los
brazos y dijo con tono suplicante:
—No puedes permitir que
Wokar sea condenado a muerte.
Vankro golpeó débilmente
con un puño la mesa y replicó:
—Lo que no puedo hacer
es interferirme en la Justicia.
—Escúchame. Steinen está
por medio, lo sé. De alguna manera sabía que yo había ido a dar un paseo por
la ciudad y me esperó, cambió los puestos de guardia e incluso los redobló para
que me sorprendieran y me encerraran si volvía antes de lo que él pretendía.
— ¿Estás loco? ¿Qué
insinúas?
Ramatre aspiró
profundamente. Era consciente de que no le iba a ser fácil convencer a Vankro,
a su amigo, si es que todavía debía llamarlo así. Desde que había empezado a
hablar con él presentía que Vankro era para él un completo desconocido.
¿Cómo podía cambiar un
hombre en tan poco tiempo, echar a un lado sus ideales y pasar de tener un
carácter jovial a mostrarse cada vez más a menudo como un amargado? Vankro sólo
sonreía cuando estaba en compañía de Isolda. A solas se mostraba maño y se
encolerizaba por cualquier nimiedad.
—Lo diré claramente,
Vankro. Steinen ejerce sobre ti un poder maléfico.
—Me insultas, Ramatre.
Me llamas imbécil.
—No. Pretendo decirte la
verdad. Por alguna razón que no consigo comprender, Steinen trata de desprestigiarme.
Él sabía que yo protegía a Wokar y le ha tendido una encerrona.
— ¿Cómo?
— ¿Recuerdas que te dije
que yo le presenté a Teyka? Pues bien, Wokar se enamoró de ella y desde aquel
día vivieron juntos, y esa pequeña y joven ramera dejó de hacer la calle. Pero
lo que Wokar ignoraba era que yo la pagaba, hasta que mi bolsa quedó vacía y
su amada empezó a buscar clientes cuando él estaba ausente.
Vankro tuvo un atisbo de
humor, aunque a Ramatre le resultara negro y de mal gusto.
—Si estás sin una moneda
me temo que pasarás una temporada en el campo trabajando. ¿Cómo piensas pagar
la multa que te impondrá el juez por tu infracción?
—Hablemos de lo que
importa, Vankro —jadeó Ramatre—. Steinen lo sabía y avisó a Wokar por medio de
uno de sus hombres para que se presentara en su casa cuando Teyka estaba
acostada con un comerciante en telas.
—Y la mató.
—El comerciante salió
corriendo, no fue testigo.
—Pero el cadáver
apareció.
“Wokar dice que no la
mató.
—Un hombre celoso puede
hacer una tontería, ¿no? Encontraron a Wokar junto a la prostituta con el puñal
lleno de sangre. ¿Por qué tenemos que creerle?
—No le creerá nadie, lo
sé. Ni el juez. Lo sentenciará a muerte.
—Debes comprender que yo
no puedo hacer nada.
—Pero Wokar nos señaló
la ruta que llevará a la expedición hasta las naves laninkas.
—Ese servicio que nos
hizo no le autoriza a matar a una putita.
—Sólo te pido que tú,
como Señor de Hongara, le conmutes la posible sentencia de muerte por la de cadena
perpetua.
Vankro se rascó el
mentón. Trazó una extraña sonrisa.
—Ese muchacho podría
damos problemas. Creció sin otra compañía que la de sus padres. No puede razonar
como un ser civilizado. ¿Qué conocía de nuestras costumbres? Ignoraba incluso
que su amiguita tenía permiso para ejercer la prostitución. ¿Acaso era tan
ingenuo que la creyó virgen cuando se la llevó a la cama?
—Déjale vivir.
— ¿Para qué? No tenemos
una cárcel apropiada para mantener a un recluso por vida. Sería muy costoso
para el erario público. Además, debes admitir que una mente tan introvertida
como la de Wokar no se adaptaría a perder la libertad. Terminaría enloqueciendo.
—Sólo quiero tiempo.
— ¿Tiempo?
—Sí. Para demostrar que
es inocente. Si permanece vivo y encerrado podré probarte que no mató a Teyka.
Vankro se puso en pie,
dando por terminada aquella entrevista que tanto le había costado conseguir a
Ramatre.
—Tu situación es
delicada, Ramatre. Indirectamente eres responsable de la conducta de Wokar. No
te compliques más la vida. Después de que se haya celebrado el juicio contra
Wokar tendrás que responder de tu falta, pero no te preocupes. Si para entonces
no has ganado unas monedas cantando ya te daré el dinero.
Ramatre sintió deseos de
responder a Vankro que podía meterse las monedas donde más le doliera. Temiendo
que llegase a cometer una locura, se despidió del Señor de Hongara y salió de
la estancia.
En el vestíbulo del
palacio se encontró con Lujan. El general caminaba distraído y Ramatre lo
llamó.
—Acabo de hablar con
Vankro —dijo el trovador, todavía enfurecido.
—Por tu expresión
comprendo que no ha sido una charla que te haya complacido —dijo Lujan.
Ramatre le contó su
conversación y luego pormenorizó sus sospechas de que Steinen estaba detrás de
todo el oscuro asunto.
—Te aconsejo que no
ataques a Steinen —dijo el general—. Acabarías mal. Por ahora, ese consejero
goza del favor de Vankro. Incluso se rumorea que comandará la expedición.
A pesar de las
circunstancias, Ramatre sonrió divertido, y su sonrisa no pasó desapercibida
para Lujan, que alzó una ceja en actitud interrogadora.
—De todas formas creo
que te dejas llevar por tu imaginación al pensar que Steinen dedique tanta
atención a ti y a Wokar —dijo Lujan—. Cierto que ese tipo es un intrigante,
pero no le subestimo y pienso que dedica sus malos instintos a metas más altas.
— ¿Me menosprecias,
Lujan?
—No he querido
ofenderte. Yo hablaré con Alehja y le pediré que convenza a su hijo que
conmutar la posible pena de muerte de Wokar no supondrá un menoscabo a su
autoridad.
Ramatre no pudo
contenerse y dijo:
—Ahora haz caso a mi
consejo y deja de acercarte a Alehja por algún tiempo, Lujan. Es posible que tú
seas el próximo en la lista de personas que Steinen pretende eliminar.
Lujan enrojeció y su
mano derecha bajó rápidamente, impulsada por un instinto, hacia la culata de
su pistola láser.
— ¿Qué insinúas?
—preguntó roncamente.
Ramatre se mordió los
labios, arrepentido de su precipitación. Pero ya no podía remediar el error.
La entrada en el
vestíbulo de un grupo de personas, casi todos hombres de edad avanzada, alivió
la tensa situación.
— ¿Quiénes son?
—preguntó Ramatre.
—El juez y sus ayudantes
que juzgarán a Wokar —replicó Lujan seriamente—. ¿No sabías que el juicio será
dentro de dos días? Ahora me dirás lo que antes no terminaste de aclararme.
Ramatre se encogió de hombros.
Esperó a que el grupo se alejara y dijo:
— ¿Por qué no? Tal vez
tú tengas que decirme algo.
— ¿Yo?
—Sí. Cierta noche
presencié algo, una comitiva muy singular que salía de la ciudad. Salgamos a
tomar unas copas, Lujan.
El trovador miró al
muchacho. No parecía muy preocupado después del rápido juicio. ¿Acaso no se
daba cuenta que la sentencia estaba dictada de antemano?
—Lo he intentado,
Wokar—dijo Ramatre. Miró por la ventana a la multitud que estaba congregada
delante del edificio—. Pero hasta hoy no me han permitido verte.
—Entonces es cierto lo
que se dice por ahí, que tu influencia en el Consejo ha disminuido mucho últimamente
—sonrió Wokar.
—Alehja ha hecho valer
su rango para que los soldados me permitieran hablarte mientras esperas ser
llamado a la sala a escuchar el veredicto.
—Podrían evitarse esa
molestia. Todo el mundo sabe que será a muerte.
Ramatre se mordió los
labios. Ahora no tenía la menor esperanza de convencer a Vankro para que
conmutara la previsible pena de muerte por la de reclusión perpetua. Abrió un
poco la ventana, se asió a los barrotes y escuchó los gritos confusos de la
gente. A un lado de la avenida había un individuo subido a un púlpito desde el
que arengaba a las personas que querían escucharle. Vestía una túnica amarilla
y gesticulaba grandilocuentemente.
— ¿Quién es? —Preguntó
Wokar—. Lleva ahí toda la mañana.
—Es un sacerdote.
— ¿De qué religión?
—Jamás existió en
ninguna de las viejas ciudades una religión oficial, pero desde que llegamos
aquí surgieron varias sectas. Ese sacerdote pertenece a la Iglesia del Castigo,
la más activa de todas, y creo que la más peligrosa por su fanatismo.
—Sospecho que no está
implorando por mi perdón.
—Aciertas. Pide que tú
seas castigado.
— ¿No se conforma con mi
muerte?
—Quiere, para aplacar a
su dios Castigo, que tú sufras una muerte dolorosa.
Wokar se estremeció
ligeramente. Ramatre le vio nervioso por primera vez desde que había entrado en
la habitación.
—Dime, poeta, ¿cómo me
matarán?
—La antigua tradición
exigía que los reos a la pena capital fueran ahorcados, empalados o
despedazados. Pero como tú serás el primero en ser condenado a muerte en
Hongara, tal vez se decidan por ajusticiarte de un tiro de láser.
—Tus palabras no son
reconfortantes.
—No he venido a darte
falsas esperanzas, sino a que me digas si eres culpable o no.
— ¿Es que no estuviste
en el juicio?
—Sí. Tu abogado defensor
es una basura, un inepto. Yo, con mi inexperiencia, te hubiera defendido mejor.
Sin embargo, el fiscal usó todos los trucos para cubrirte de lodo. ¿La mataste,
Wokar?
—No.
Ramatre abatió los
hombros.
—Debí contarte la
verdad, lo que era realmente Teyka.
—Yo lo sabía, Ramatre.
El poeta se apartó de la
ventana. Había estado mirando a un grupo de jóvenes que esperaban calmados la
sentencia. Entre ellos había reconocido a varios de sus amigos, los que le
escuchaban cuando les hablaba de otras formas de gobierno, de una manera de
vida más lógica. Pero eran pocos y pasaban casi desapercibidos en medio de
tanto odio hacia Wokar como podía palparse en la avenida.
Ramatre se acercó a
Wokar y lo miró fijamente a los ojos.
— ¿Tú sabías que Teyka
era una ramera?
—Claro que sí. Ella me
lo explicó todo a la semana siguiente de conocernos.
— ¿Y no te importó? ¿No
sentiste celos de que ejerciera su profesión mientras vivía contigo?
— ¿Por qué? En la
montaña teníamos ganado, y yo veía cómo una hembra se iba un día con un macho y
al otro buscaba uno diferente. Para mi entender ningún hombre o una mujer debe
estar ligado para siempre a su compañero.
Ramatre soltó una
carcajada.
— ¿Por qué te ríes?
—preguntó Wokar, muy sorprendido.
—Por el dios de la
burla, amigo. ¿Por qué no expuso esto tu estúpido abogado en el juicio? ¿Es que
no se lo dijiste?
—Claro que sí, pero él
pensó que no tendría ningún valor para el tribunal.
—Cuéntame detalladamente
todo lo que ocurrió la noche en que entraste y viste a Teyka acostada con ese
maldito mercader de telas que nadie ha podido encontrar.
—Teyka me advertía
cuando ella iba a recibir alguna visita para que no la molestara. Aquella noche
no tendría ninguna, según me aseguró. Por eso volví a su casa. Yo vi salir a
alguien y luego la encontré muerta, con el corazón atravesado por la daga que
sostenía en mi mano cuando aparecieron los vecinos.
—Esto es demencial. Todo
el mundo te cree culpable porque sufriste un ataque de celos.
— ¡Qué tontería! —sonrió
Wokar.
—Me asombra tu
serenidad, amigo.
—Te confiaré un secreto,
Ramatre —Wokar guiñó un ojo—. Mi abogado me aseguró que el Señor de Hongara
cambiará la sentencia de muerte por la de cadena perpetua, pero que antes de un
año seré puesto en libertad.
— ¿Por qué?
—Es que para entonces
habrá regresado la expedición del Norte con las naves y éstas ya estarán de
vuelta tras explorar la Luna Roja. Un acontecimiento así sería aprovechado para
ponerme en libertad.
Ramatre estaba a punto
de estallar coléricamente cuando se abrió la puerta y penetraron dos soldados,
anunciando uno de ellos:
—El juez va a entrar en
la sala. Se acabó la charla, trovador.
Wokar se dejó conducir
por la pareja de guardias y Ramatre los siguió unos segundos más tarde, entrando
en la sala atestada de curiosos.
El rumor de voces quedó
abortado cuando el juez tomó un papel y leyó pausadamente que el tribunal encontraba
culpable a Wokar, hijo de Wok e Ykar, del delito de homicidio, por lo que él lo
sentenciaba a morir.
Ramatre buscó con la
mirada a Wokar y apenas si le vio parpadear. No parecía muy consternado. La
gente aguantó la respiración cuando el juez, tras la larga pausa, añadió:
—Esta sentencia se
ejecutará con la previa rotura de los miembros del reo. Luego será empalado y
así permanecerá hasta que muera. Dispongo que se lleve a cabo dentro de tres
días.
El golpe de la maza del
juez sonó en los oídos de Ramatre como el estampido de un volcán que entrara
súbitamente en erupción. Sólo entonces creyó percibir en el semblante de Wokar
una sombra de temor e incertidumbre.
Al lado del reo estaba
su abogado, imperturbable, como si todo aquello no le concerniera lo más mínimo.
Ramatre descubrió en él el signo de la etnia de Cianlan prendido en su toga.
— ¿Por qué me has citado
aquí? —Preguntó Vankro a su madre—. No me gusta este lugar.
Y miró con aprensión la
sala de mandos del Palacio de Mármol Rojo. Estaba vacía, las máquinas lanzaban
sonidos acompasados y tenues, y la ausencia de personas, excepto él y Alehja,
le producía una extraña inquietud.
La mujer, sentada
serenamente en una silla amplia frente al panel de mandos principal, le miró
con fijeza y un rictus de amargura afloró por un instante en sus ojos.
—Este sitio no debería
darte miedo, hijo.
—No he dicho que tenga
miedo. ¿Qué quieres de mí?
—Mañana será ejecutado
Wokar. ¿Qué esperas para firmar la conmutación?
—Si lo hiciera
defraudaría a mi pueblo, lo sabes.
—Te equivocas. Mucha
gente aprobaría tu gesto. Además, está Ramatre. Dice que él probará que Wokar
es inocente, pero necesita tiempo. Si es ejecutado, de nada valdrán sus
esfuerzos.
—Ramatre está loco.
— ¿Por eso te has negado
a recibirle estos días?
—Tiene detrás de él un
grupo de revolucionarios, a los que no cesa de incitarlos en mi contra.
—Todo lo contrario.
Ramatre los aplaca.
—Te olvidas que mucha
gente ha aplaudido mi negativa, madre.
—Son esos fanáticos de
la Iglesia del Castigo.
—Estamos perdiendo el
tiempo. Si es todo lo que querías decirme...
Alehja colocó delante de
su hijo una bolsita de gamuza, la abrió y desparramó el polvo blanco que contenía.
Vankro palideció.
—Sabes de que se trata
—dijo la mujer tristemente—. Tal vez empezaste a tomar esta droga como un
juego, pero ahora dependes de ella, de que Steinen no deje de suministrártela.
Por los dioses, hijo, ¿qué te ha pasado para que hayas cambiado tanto?
El Señor de Hongara
agarró nerviosamente la bolsita y soltó una maldición cuando parte del suave
polvo se desparramó por el suelo.
—Esto proviene de una
planta maldita —siguió su madre—. Los domadores torpes la suministran a los
uyaks salvajes. Resulta curioso que esa gente pertenezca a la etnia
ciandalana. Pero desde hace algún tiempo la refinan y la toman en sus orgías.
— ¿Ha sido Isolda quien
te lo ha contado? ¿Ella te dio la bolsa?
—Eso no importa. ¿Por
qué te sumerges en un mundo falso?
Vankro volvió la cara y
no respondió.
—Estás cometiendo muchos
hechos reprobables últimamente —dijo Alehja—. Aunque esta sala te conturbe no
dudaste en venir una noche y robar una copia del programa de vuelo a la Luna
Roja.
— ¡Eso no es cierto!
—protestó Vankro débilmente.
—Se trata de un objeto
como éste —Alehja sacó un segmento de metal de un cajón—. Si no fuiste tú,
¿quién lo hizo?
Vankro permaneció en
silencio.
—Yo diría, sin temor a
equivocarme, que es Steinen el ladrón. Y mi acusación sería apoyada por alguien
de probada rectitud.
— ¡Seguro que ese alguien
sería tu amante!
La serenidad de Alehja
desapareció súbitamente. No había esperado escuchar aquellas palabras. Miró a
su hijo y comprendió que una furia interna, incontrolable, se había apoderado
de él.
Vankro se inclinó y la
señaló con un dedo tembloroso.
— ¡Deshonras la memoria
de mi padre con ese maldito Lujan!
— ¿Desde cuándo lo
sabes? —logró preguntar ella, sobreponiéndose a la sorpresa.
—Hace meses, tal vez un
año.
Alehja apretó los
labios. Su hijo conocía sus relaciones con Lujan casi desde el principio.
Quien lo había descubierto no dudó en ponerle al corriente de todo. De cualquier
forma era sorprendente que Vankro hubiera ahogado sus críticas hacia ella
durante tanto tiempo. ¿Por qué había callado y disimulado?
—Lujan me quiere y desea
casarse conmigo —dijo roncamente.
—Jamás te daré mi
consentimiento. La ley me permite no autorizar Vuestra unión, ya que al
parecer no puedo evitar que insultéis la memoria de mi padre siendo amantes.
Ella se incorporó.
De pronto parecía muy
cansada.
—Veo que es inútil que
sigamos hablando —dijo.
Vankro soltó una
carcajada.
—Espera, madre. Deseo
advertirte que aún estás a tiempo de evitar el escándalo y la vergüenza para
nuestra familia. Olvídate de ese falso amigo que fue de mi padre y yo intentaré
lo mismo...
Vankro no siguió
hablando. Se escucharon pasos presurosos que se aproximaban. Por la puerta que
comunicaba con el túnel subterráneo aparecieron Lujan y Ramatre. Al verlos, el
Señor de Hongara abrió la boca y forjó una mueca de odio. Alehja miró a los recién
llegados y a su hijo, llena de temor porque pensaba que allí podía ocurrir
algo irreparable si estallaba la violencia.
Sin embargo, Lujan
apenas echó una mirada indiferente a Vankro, se dirigió hacia ella y le dijo
alborozado:
—Ha ocurrido, Alehja.
¡Ha llegado una, quizá la primera!
Vankro parpadeó sin
comprender nada. Ramatre se acercó a él y le dijo:
—El maldito abogado de
oficio que tan mal defendió a Wokar dijo que tú lo pondrías en libertad, tras
conmutarle la pena de muerte, si volvías del Norte triunfante, trayendo una o
varias naves a la ciudad — Intentó sonreír y le salió un extraño gesto—. Pues
bien, ya hay una a pocos metros de la muralla. Espero que sea verdad la
promesa del leguleyo.
— ¿Qué estáis hablando?
—exclamó Vankro.
Su madre parecía haber
recobrado el color habitual en sus mejillas y sonreía cuando explicó:
—Varias semanas atrás
envié varios vehículos cargados con robots al Norte. Tenían la misión de encontrar
las naves y reponer su energía agotada a una, insertar un programa de vuelo
hasta aquí...
— ¡Eso es irrealizable!
—bramó Vankro.
—Es cierto —dijo
Ramatre—. Aquella noche yo estaba en la muralla, curiosamente con Wokar. Tu
madre hizo descender una sección y pasaron los robots para que no fueran vistos
por los guardias de la puerta ni por nadie, ya que sólo contaba con la
fidelidad del soldado que vigilaba aquel sector. Ella no me lo había dicho,
pero yo, entonces, intuí lo que pretendía.
— ¿Qué pretendías,
madre? —Inquirió Vankro—. Una vez más actuaste en secreto.
Ella explicó:
—Sólo pretendía evitar
que tú corrieras peligro. Adentrarse en el Norte no era lo mismo que ir en busca
de una luz que había caído a unos de cientos de kilómetros de Hongara. Tienes
una nave, y quizá lleguen más si los robots resisten al trabajo. Están programados
para reactivar todas las que puedan.
—Sigues tratándome como
a un niño —jadeó Vankro— Te olvidas muy a menudo de que soy el Señor de
Hongara.
—No, no. Pensé también
en todos los que podían acompañarte...
Vankro señaló a Lujan.
—Seguro que pensaste en
él..., sobre todo —Antes de que nadie pudiese reaccionar ante su vaga acusación,
se volvió hacia Ramatre, que empezaba a sospechar que antes de su llegada
había habido una tensa conversación entre madre e hijo—. Y tú, poeta, has pronunciado
mi decisión: Habría dejado libre a Wokar si yo hubiera vuelto con las naves.
Pero dices que hay una al otro lado de las murallas, que yo no he traído.
—Por favor, Vankro, dame
tiempo para descubrir la verdad. Retrasa al menos la condena, permíteme que
pueda demostrar que todo es una sucia trama contra Wokar. Nunca te he pedido nada
para mí.
Vankro agitó sus hombros
y meneó la cabeza.
— ¡Incluso tienes un
programa de vuelo hacia la Luna Roja! —Le espetó Ramatre—. Posees todos los
triunfos para convertirte en el Señor de Hongara más grande que conocerá la
historia de este planeta.
Los ojos de Vankro
chispearon. Miró con reproche a su madre.
—Los tres estáis
confabulados contra mí, ahora lo veo claro. Tus habilidades de alcahuete han
debido de ser muy agradecidas por estos dos —Y señaló a Alehja y Lujan.
— ¿Qué estás diciendo?
—dijo el general avanzando un paso.
Alehja se interpuso
entre Lujan y su hijo.
Le dijo a éste:
—Tú eres el jefe y
puedes decidir, pero lo lamentarás algún día. Rechazas a tus verdaderos
amigos, cegado por el odio que te han implantado en el corazón.
—No escucharé más...
—Vankro apretó la bolsita de gamuza y se alejó hacia la salida del subterráneo,
la que llevaba al primer piso del Palacio de Mármol Rojo—. Ordenaré que la
entrada del túnel sea sellada. Basta ya de jugar con los controles, madre.
Apenas se hubo marchado
Vankro, Lujan tomó a Alehja por los hombros y le preguntó:
— ¿Qué ha pasado aquí?
—Lo sabe, Lujan —Los
ojos de la mujer se nublaron, pero hizo un esfuerzo y recuperó el tono sereno
que era usual en su voz—. He cometido la torpeza, llevada por mi desesperación,
de mostrarle esa droga que me entregó Isolda. Temo por ella, por la furia de
Vankro.
Lujan no encontró
palabras para consolarla y restar importancia a lo sucedido. La tomó entre sus
brazos y miró a Ramatre para pedirle ayuda.
El trovador se encogió
de hombros.
—Salgamos a ver la nave
—dijo al cabo de unos segundos.
Lujan había tenido la
previsión de rodear la nave con dos compañías de sus tropas que formaron un
cordón para impedir que la curiosidad de la gente la llevase hasta el mismo
casco de metal oscuro.
La nave descendió a unos
quinientos metros de la puerta Este, sobre un terreno algo blando, y estaba un
poco hundida, como unos dos o tres metros. Poseía casi cuarenta metros de
altura, veinticinco de diámetro y cuatro grandes globos de acero negro sujetos
a sus costados. Su chata proa apuntaba al cielo del amanecer, como si ya estuviese
buscando su objetivo. La Luna Roja se deslizaba hacia el Oeste como si huyera
del sol.
Cuando Alehja, Lujan y
Ramatre llegaron y cruzaron el cordón de soldados, Vankro ya estaba ante la
nave acompañado de Steinen y varios de sus amigos, casi todos de origen
ciandalano. Hubo un momento de tensión, en el que Alehja temió que su hijo la
ordenase regresar a la ciudad, pero ya estaba Tahorlya y un grupo de
científicos que la recibieron con alborozo. El Señor de Hongara disimuló lo
mejor que pudo y la saludó cordialmente, no atreviéndose a oponerse a su deseo
de inspeccionar el interior.
—Sólo entraremos los
miembros del Consejo y los científicos —dijo Vankro, y miró a Ramatre con altanería.
Era su pequeño y ruin triunfo y el poeta lo acogió con una sonrisa,
indiferente.
El trovador permaneció
cerca de la nave hasta que el último hombre desapareció por la esclusa abierta.
Luego se volvió y echó a caminar de regreso a la ciudad. Le costó grandes
esfuerzos pasar por entre la nerviosa y entusiasmada multitud que a duras penas
era mantenida alejada. Alrededor de la nave estaba congregada casi toda la población
de la ciudad. Allí sólo faltaban los ancianos impedidos y los niños que aún no
caminaban.
Pensó que la curiosidad
de la gente duraría hasta que se diera cuenta de que tenía apetito. Al atardecer,
sin duda, la explanada quedaría desierta a excepción de los soldados.
Entró en la ciudad y no
vio a ningún centinela apostado en la puerta, tampoco más tarde a la guardia
que debía vigilar la casa habilitada como prisión para Wokar.
—Los khrislos que
viajaron en la bodega eran alimentados periódicamente —añadió entonces,
después de echar un vistazo a los niveles inferiores, en donde no quedaba
ningún resto de la suciedad que doscientos seres debieron producir durante los
días que duró el viaje—. Tal vez en su comida iba algún ingrediente para
tranquilizarlos y evitar que dieran problemas.
Había alrededor de unas
veinte personas escuchando las explicaciones de Alehja. Sólo ella y Tahorlya
conocían el interior por haberlo estudiado en los planos que consiguieron de
la computadora. Las horas pasaron rápidamente a bordo, insaciable la curiosidad,
pero al anochecer el cansancio pareció cundir y algunos consejeros y hombres de
ciencia fueron retirándose.
En el exterior, la gente
se aburrió de contemplar la nave y de oír las noticias confusas de los que
salían para dirigirse de regreso a la ciudad y descansar. Antes de que el sol
se ocultara apenas quedaban algunas docenas. Incluso los soldados fueron
retirados y quedó una docena de ellos montando tres puestos a bastante
distancia del vehículo; encendieron hogueras y se ocuparon de dar buena cuenta
del rancho.
En el puente de mando,
el lugar más importante de la nave y el que más secretos aún guardaba, Vankro
cruzó una mirada de complicidad con Steinen.
Alehja estaba sentada
frente a la gran consola de mando, a su lado Lujan y el anciano Tahorlya, que
resistía asombrosamente tras tantas horas de estudio e investigación.
— ¿Crees que la nave
está en perfectas condiciones, madre? —preguntó Vankro.
La mujer se volvió y lo
miró un instante antes de responderle:
—Desde luego. Podría
volar ahora mismo a la estrella más cercana, suponiendo que tuviéramos el programa
de viaje.
Tahorlya sacudió la
cabeza e intentó despejar el sueño que se apoderaba de él.
—Pero aún nos llevará
meses encontrar un programa tan complicado. Por el momento disponemos nada más
de uno, el de la Luna Roja.
Vankro caminó hasta la
consola y apoyó su mano derecha sobre una parte de ella que tenía un tono de
metal brillante y dorado.
— ¿Qué hay que hacer una
vez que el segmento quede introducido aquí, madre? —preguntó pausadamente.
—Esperar unos segundos;
la nave se pondría en actividad automáticamente.
—Un viaje de unas pocas
horas, ¿no? —Vankro sonrió—. Estoy impaciente por partir. Dijiste que encierra
menos peligro ir hasta el satélite que internarse en el Norte Tenebroso —con
ironía, añadió—: Siendo así no temerás por mí, ¿verdad?
Ella se alzó del asiento
y lo contempló seriamente:
— ¿Podrías esperar unos
días? —inquirió—. Los robots aún trabajan en las otras naves y llegarán más.
Vankro asintió.
—De acuerdo. Te doy una
semana. En este tiempo nos instruirás para manejar esta nave y saber cómo
utilizar los trajes de vacío que hemos visto en los almacenes. Luego...
— ¿Qué pasará luego?
—Desde este momento
habrá alguien de mi escolta personal en el sótano.
— ¿Desconfías de mí?
—No, no es eso. Es una
medida de precaución.
Alehja miró por encima
de los hombros de su hijo y sintió una rabia infinita al ver que Steinen
continuaba sonriendo, burlón y triunfador.
— ¿Qué harías si me
negara a ayudarte desde este momento? —preguntó roncamente.
—De todas formas haría
el viaje —replicó alzándose de hombros.
Y Vankro tendió su mano a Steinen, quien despacio sacó de su traje
un objeto de metal en forma de segmento y se lo entregó.
El Señor de Hongara lo
situó despacio sobre la ranura del papel de mando.
—Así que el programa lo
robó Steinen —dijo Lujan.
—Compruebo ahora que él
tenía razón cuando decidió hacerlo —dijo Vankro—. No me asustan tus amenazas,
madre. El equipo científico podría seguir trabajando sin tu dirección.
Dispongo del programa de vuelo que me interesa. Más adelante tendré más, los
que me llevarán a las estrellas.
Alehja echó atrás la
cabeza. Pensaba que el abismo entre su hijo y ella era cada vez más profundo.
Por haber sido capaz de refrenar sus impulsos había cometido el error de
justificar ante Vankro el robo de Steinen, que ahora a sus ojos parecía
beneficioso.
Tahorlya comprendió que
iba a ser testigo de una disputa familiar, y no deseando asistir a ella,
propuso conciliadoramente:
—Creo que mañana
podríamos seguir discutiendo los detalles. Es muy tarde y la curiosidad del
pueblo ha sido vencida por el cansancio, como hemos visto por las pantallas
visoras —Miró el puente con aprensión—. Siento que esta nave se está volviendo
demasiado fría.
Lujan tomó a Alehja por
el talle. Su gesto ante Vankro era desafiante, y su voz sonó retadora cuando
dijo:
—Nos marcharemos,
Vankro, pero el consejo sabrá de esto...
Calló y no por la
repentina actitud belicosa de Vankro hacia él, sino porque su oído había
creído escuchar un levísimo rumor procedente del pasillo que conducía al
puente.
Steinen sujetó a Vankro,
impidiéndole que se arrojara sobre Lujan y le susurró al oído que mantuviera
silencio, añadiendo:
—Alguien se acerca con
sigilo.
— ¿Alguien? —repitió
Vankro en voz baja.
—O algo, maldita sea
—gruñó Steinen—. Tal vez se hayan despertado los fantasmas de los antiguos
laninkos. De ninguna manera puede ser alguien del Consejo o un científico.
Lujan apartó a Alehja de
la entrada y se apostó a un lado, sacó su pistola y la mantuvo apuntando el techo.
Los demás se ocultaron rápidamente.
Cuando los rumores se
aproximaron nadie respiraba ya en el puente, y tres armas (además de Lujan,
habían amartillado Vankro y Steinen las suyas), se dirigieron hacia la puerta.
Quien entró se detuvo en
el umbral, se volvió hacia su acompañante y le dijo con desaliento:
—Lo siento, Wokar, pero
no he tenido una buena idea pensando que aquí estaríamos a salvo —Ramatre
invitó con un gesto al otro a entrar y añadió—: Yo suponía que no quedaba
nadie a bordo y ya ves lo concurrido que está.
La pistola de Lujan fue
la única que bajó ante aquella aparición. Vankro y Steinen continuaron apuntando
a los recién llegados.
— ¿Qué hacéis aquí?
—preguntó el general, aún incapaz de salir de su asombro.
Ramatre saludó a Alehja
antes de responder, y aún tuvo arrestos para sonreír y mirar a todos, uno por
uno.
—Fue para mí una
tentación encontrar la cárcel sin guardias y muy sencillo sacar a Wokar de su
celda. Nos escondimos unas horas, esperando que la gente regresara,
confundirnos entre ella y burlar la vigilancia. Pero nos vieron y tuvimos que
correr, perdernos en la noche. La visión de esta nave me tentó, me hizo
concebir esperanzas de que aquí nadie se atrevería a buscarnos, suponiendo,
claro está, que estuviera vacía.
—Esto lo vas a pagar muy
caro, poeta —rió Steinen—. Tenías pendiente responder ante el juez de un
delito: ahora serán dos. No saldrás con una simple multa...
Ramatre dio unos pasos.
Sabía que estaba perdido. No podía contar con la influencia de Alehja y Lujan.
Nadie saldría en su defensa si no era el destino..., y su decisión.
—Tranquilízate, Wokar
—dijo a su amigo sin dejar de pasear bajo la vigilancia de Steinen—. Te prometí
sacarte de la ciudad hasta que pudiera probar tu inocencia, y eso lo cumpliré.
Ramatre había
descubierto el segmento apenas introducido en la ranura. Recordó todo cuanto
le había dicho Alehja acerca de un posible viaje a la Luna. Razonó que lo único
que podía beneficiarle era un golpe de suerte, un acto de osadía que pudiera
parecer una locura para los demás.
Se volvió de espalda al
panel de mando y su mano retrocedió cuanto pudo.
—A los héroes no se les
encarcela ni ajusticia. ¿No es así, Vankro?
—Tal vez te hayas vuelto
loco, Ramatre —dijo Vankro— Pero tu enajenación mental no te librará del castigo
que mereces.
Ramatre le replicó con
una carcajada y empujó el segmento. Nadie se dio cuenta de nada y se preguntó
cuánto iba a tardar en ocurrir cosas, a que se iniciaran los indicios de su
intento.
A pesar de que se creía
preparado a todo, se sorprendió al percibir los lejanos y metálicos chasquidos
que se producían en las entrañas de la nave. Wokar lanzaba miradas con
destellos de miedo a lo desconocido y se acercó al trovador.
— ¿Qué ocurre? —preguntó
Vankro al aumentar de volumen el rumor profundo que los iba envolviendo.
Ramatre tragó saliva y
no quiso ni pensar que había cometido algo de consecuencias impredecibles para
él y para cuantos había embarcado en la aventura. De pronto las luces del
puente perdieron su blancura y se volvieron ocres y parpadearon.
— ¿Qué está pasando
aquí? ——gritó Steinen.
Alehja se situó en medio
de ellos y dijo:
—Hay asientos en esta
sala. Aunque el despegue no será nada violento, sugiero por precaución que nos
sentemos todos.
— ¿Qué dices, madre?
—Hijo, tus sueños de
explorar la Luna Roja van a realizarse mucho antes de lo que habías supuesto —
emitió una risa divertida y señaló el segmento que iba siendo tragado por la
ranura—. El programa de vuelo se ha iniciado. Por favor, tomadlo con calma.
El Señor de Hongara se
revolvió sorprendido para mirarlo.
— ¿Hablas en serio? ¿Por
qué hemos de volver? Vamos hacia el satélite, Steinen; podremos verlo de cerca,
averiguar lo que hay al otro lado que siempre se nos oculta. ¿No es lo que
queríamos?
Ramatre observó la
escena, divertido. Desde que habían partido, Steinen no había dejado de
palidecer. Se dijo que más blanca no podía estar su piel.
—Ésta es una expedición
para haberla organizado concienzudamente —Steinen buscó a Alehja con la mirada—.
¿Es que ella no puede detener el programa?
Alehja le había oído y
se acercó a ellos.
Dijo:
—No me atrevería.
Escuchadme todos. Soy consciente de que ir al satélite sin estar preparados es
una locura, pero tenemos muchísimas posibilidades de echar un vistazo y volver.
Tardaremos ocho horas en llegar. Esta nave está utilizando la mínima potencia
que posee, la justa para haber vencido la gravedad de Hongara. Recordad que para
viajes a las estrellas nos valdríamos del hiperespacio —sonrió un poco—. Claro
que un programa como ése tardaría mucho en obtenerlo del computador.
—Sospecho que usted no
quiere dar la vuelta ahora, señora —gruñó Steinen.
— ¿Por qué lo dices,
Steinen? —preguntó Vankro.
— ¿No lo entiendes?
—Steinen señaló a Ramatre y Wokar—. Los protege, amigo. Ella quiere regresar
con los triunfos en sus manos. ¿Cómo podrías negarte tú a indultar a Wokar?
Ningún juez se atrevería a mandar a la cárcel a Ramatre. Ellos se convertirán
en héroes.
—Tú también serías un
héroe si no temblaras tanto, Steinen —rió Ramatre. Levantó la cabeza, había
dejado de limpiar el barniz de su laúd e hizo un guiño ostentoso a Lujan
antes de reincorporarse a su lenta labor.
—Me opondré a que
vosotros dos no recibáis el castigo que os merecéis —barbotó Steinen.
—Cálmate —le pidió
Vankro—. Estás hablando demasiado. No sé si todo esto está pasando, porque así
lo planearon. De todas formas creo que me alegra que haya sucedido —sacudió la
cabeza y cruzó los brazos. Empezaba a sudar y su barbilla le tembló ostensiblemente—.
No me gustaba enviar a nadie a la muerte.
— ¡Wokar es culpable de
homicidio! —gritó Steinen.
—Tu amigo sigue temiendo
que yo disponga de tiempo para demostrar que Wokar es inocente —dijo Ramatre.
Observó preocupadamente a Vankro. Su temblor era debido a que debía hacer mucho
tiempo que no tomaba la droga que Steinen le suministraba—. Eso es lo que
ocurre. Steinen sabe que yo terminaré descubriendo que fue uno de sus hombres
quien mató a Teyka.
Steinen lanzó un grito y
su mano derecha bajó para empuñar el láser que asomaba entre sus ropas. Pero
Vankro fue más rápido y lo tumbó de espaldas de un puñetazo.
—Buen golpe —sonrió
Ramatre—. Lo has dejado inconsciente.
—Mejor así —dijo Lujan—.
No nos dará problemas. Tenemos mucho que hacer. Alehja, ¿te sería muy difícil
introducir una variante en el programa y hacer descender la nave en la Luna?
Digo que ésta es una ocasión que deberíamos aprovechar hasta sus últimas
consecuencias.
—Podría intentarlo
—sonrió Alehja, y enseguida se apresuró a añadir ante la mirada tosca de
Vankro—. Es menos arriesgado que emprender el regreso, créeme.
—Magnífico —dijo
Ramatre—. Me muero de curiosidad por saber quién construyó una luna artificial
y con qué motivo.
Vankro caminó encorvado
por delante de Alehja y le dijo antes de refugiarse en un rincón apartado del
puente:
—Supongo que tienes
razón.
Luego se sentó y empezó
a lanzar tenues gemidos de vez en cuando.
—Qué le pasa a Vankro?
—preguntó Lujan a Alehja en voz baja.
Ramatre respondió por
ella:
—Su organismo le reclama
una nueva dosis. Alehja, ¿no podrías buscar algo para calmarle?
La mujer negó
vigorosamente con la cabeza.
—Ni aunque lo tuviera se
lo daría. La única forma de curarse es por medio del sufrimiento. No deseo
verlo convertido en un guiñapo dentro de pocos años. Si ahora no es capaz de
vencer su deseo, no lo hará nunca. Como ha dicho Lujan, no debemos perder el
tiempo. Si queremos pisar la superficie de la Luna Roja tenemos que prepararnos.
Esos huecos me intrigan. Los investigaré cuando disponga de tranquilidad.
A Ramatre le había
llamado la atención la fila de nichos que había en una pared y le señalaba
Alehja. Preguntó si sabían qué eran.
—Aún no estoy segura
—respondió ella—. Pero empiezo a sospechar que se trata de un sistema muy sofisticado
para explorar.
— ¿Qué quieres decir?
—preguntó Tahorlya, hasta entonces muy callado. A veces se quejaba de dolor en
los huesos, pero aparte de esto había soportado estupendamente el despegue y
ya no le dominaba el sueño.
—Nosotros disponemos de
bastantes trajes de vacío, pero la gente que tripuló hace tiempo en esta nave
contó con los nichos. Una persona que se ponga debajo de uno de ellos podía
ocupar mentalmente un robot de exploración de los varios que hemos visto en la
antecámara de salida.
— ¿Con impulsos
cerebrales se podría salir de esta nave manejando un artefacto mecánico?
—inquirió Tahorlya, su voz llena de dudas.
—Eso creo, pero yo no
recomendaría a nadie que se sometiera a una transmutación mental, no mientras estemos
tan inseguros. Los trajes me ofrecen más garantías.
—Cuidado. Steinen está
despertándose —advirtió Wokar.
El ciandalano empezó a
incorporarse y se quedó sentado en el suelo. Lujan se había apoderado de su
láser cuando cayó y lo mostró a todos para darles a entender que no se
inquietaran. Desde un rincón, Vankro les prometió:
—No os preocupéis. Se
mantendrá calmado.
— ¿Por qué no les
obligas a que me devuelvan mi arma? —gruñó Steinen.
—Calla. Soy el Señor de
Hongara y te ordeno silencio.
Alehja dijo:
—Supongo que podemos
bajar tranquilos a la antecámara y ver cuántos trajes preparamos. ¿Te importa
quedar en el puente, Tahorlya?
—No os molestéis en
buscarme un traje; yo no pienso dejar la nave —dijo el anciano—. Estoy
agotado.
—Tal vez yo debería
acompañar al anciano... —insinuó Wokar.
—Sé que no tienes miedo
—le dijo Ramatre—. ¿Por qué lo dices?
—Sólo os sería de
estorbo —Wokar abatió la cabeza—. Soy un ignorante. Además, siento miedo. Todo
esto es demasiado para mí.
Alehja se acercó, miró a
los dos amigos y les susurró:
—Sería aconsejable que
tú volvieras a la ciudad como uno más de nosotros, alguien que ha pisado la
Luna. ¿De acuerdo? Y no te preocupes por dejar solo aquí a Steinen y Tahorlya
—Alehja les sonrió mostrándoles el segmento que había extraído furtivamente
del panel de mandos—. Sin embargo, tendremos que correr el riesgo de llevamos a
Vankro, aunque nos moleste. Las escafandras suministran oxígeno casi puro y eso
le sentará bien a su organismo.
Hizo una señal imperiosa
y todos la siguieron, incluso Vankro que logró ponerse en pie haciendo un gran
esfuerzo y fue tras ellos caminando algo encorvado y haciendo muecas. Pero en
sus ojos podía verse una firme determinación de no dejarse llevar por la
desesperación y la angustia que la falta de la droga le causaba.
La nave perdió velocidad
lentamente a medida que se aproximaba al satélite. Cada ejecución de las órdenes
registradas a través del Programa de ida fue perfecta. Describió cinco
órbitas, cada una más cerrada. En la última, los pasajeros tuvieron ocasión de
observar por la gran pantalla visora del puente, la cara siempre oculta para
los habitantes de la ciudad.
La imagen era nítida y
Alehja no pudo esconder su sorpresa. Desde hacía varios minutos habían podido
constatar que no había ninguna duda de que se trataba de un cuerpo artificial
de estructura externa de metal en el que predominaba el color rojo salpicado de
ocre. Su superficie era irregular, predominando oquedades y elevaciones de
formas cúbicas y cilindros quebrados.
Pero lo que dejó sin
aliento a los observadores fue al descubrir que el hemisferio desconocido para
ellos les ofrecía una visión dantesca.
—Esto habría sido
visible perfectamente desde el planeta sin necesidad de un telescopio potente,
simplemente con los que disponemos —musitó Alehja—, de no estar la Luna
mostrándonos siempre la misma cara.
— ¿Qué ha podido ocurrir
en el pasado para que esté así la Luna? —preguntó Ramatre mirando a Alehja, pensando
que ella era la única que podía dar una respuesta consecuente.
La mujer se encogió de
hombros y respondió:
—No lo sé todavía con
certeza, pero tal vez se debió a una explosión de incalculable potencia.
La nave se deslizaba
sobre la cara oculta, sobre el enorme embudo oscuro que debía tener más de mil
kilómetros de diámetro.
La Luna, se le antojó a
Ramatre, era parecida a una pelota de goma pinchada a la que se le hubiera
hundido una parte de ella.
— ¿Dónde descenderemos?
—inquirió Lujan—. No sería aconsejable hacerlo en el cráter.
—La nave bajará en la
cara visible desde Hongara — contestó Alehja. Su mano acarició el segmento escondido
dentro de su traje. El computador de la nave ya tenía registrada la primera
parte del programa de vuelo. Pensó si sus precauciones no eran excesivas.
Steinen parecía calmado
desde que recobró el conocimiento, ni siquiera reclamó su arma. Vankro había
hablado con él a solas y sus palabras debieron de tranquilizarle. Alehja
hubiera querido saber si había alguien a bordo que aplacase a su hijo, que aún
seguía padeciendo de conatos de nerviosismo, temblores y silencios profundos.
El sistema automático de
la nave anunció que se iba a producir el descenso. Detrás quedó el gran cráter
y entraron en la zona intacta de la Luna. Alehja aconsejó que todos se sentaran
para poder soportar mejor la bajada, aunque ésta sería mucho más suave que la
próxima, dentro de varias horas, en Hongara.
La nave se posó como una
pluma en una parte lisa de la superficie. Las estructuras más próximas a ellos,
una serie de casamatas cuadradas y cilíndricas, quedaron a casi medio
kilómetro.
Todos volvieron a bajar
a la antesala de la cámara de presión y procedieron a enfundarse los trajes de
vacío. Ramatre ayudó a Wokar a ponerse el suyo y le recordó las mínimas
instrucciones para su funcionamiento, añadiendo:
—No tienes que
preocuparte de nada, sólo de respirar —sonrió—. Podremos hablar, pero te recomiendo
que no lo hagas si no es imprescindible, pues en caso contrario, parloteando
todos, nadie se entendería.
Le colocó el casco y
esperó hasta que Wokar le asintiera con la cabeza para decirle que el aire le
llegaba perfectamente. Entonces se volvió hacia Alehja y le comunicó por la
radio que ellos estaban dispuestos.
La mujer se encargó de
supervisar los equipos y se dirigió hacia la compuerta de salida. Desde allí se
volvió y miró a Steinen, que era un testigo silencioso en compañía del anciano
Tahorlya, que parecía en aquel momento arrepentirse de haber dicho que no
quería ir con ellos.
—Espero que tomen buena
nota de todo cuanto vean —dijo gruñendo, pero el grupo de exploradores no le
oyó.
Se volvió hacia Steinen
y se asustó un poco al verle tan tenso. Tahorlya estuvo a punto de prevenir a
Alehja, suplicarle que no le dejase a solas con el ciandalano, pero los
componentes del grupo empezaban a entrar en la cabina de presión y fue incapaz
de gesticular para detenerlos. Suspiró resignado, pensando que la ausencia de
los demás no duraría más de tres horas, el tiempo fijado por Alehja para
investigar antes de regresar a Hongara.
Cuando se atrevió a
mirar otra vez a Steinen se sobresaltó al descubrir que no estaba a su lado.
Giró la cabeza y lo vio subir por la rampa en dirección al puente.
Escuchó el chasquido de
la pesada puerta de acero al cerrarse. Un minuto después y los cinco exploradores
estarían caminando sobre la roja superficie de a Luna, pensó Tahorlya con
cierta envidia.
Despacio, el anciano
emprendió el camino hacia el puente. Tendría que conformarse con seguir a sus
compañeros, mientras pudiera, por las pantallas.
La intención de Alehja era entrar en alguna de las estructuras, recordó Tahorlya mientras ascendía por la rampa. Si lo conseguía, ¿qué encontrarían ella y los demás? ¿Acaso la respuesta que les podía despejar el enigma de la luna artificial conocida por su color predominante?
Ramatre y Wokar eran los
únicos del grupo que no tenían un arma. El poeta pudo haberle pedido a Lujan la
que tenía guardada de Steinen, pero se dijo que allí, en aquella desolada
superficie ferruginosa, de planchas metálicas rojas, de poco iba a servirle.
Estaban en la superficie de un mundo muerto, que llevaba cientos o miles de
años describiendo círculos alrededor del planeta, guardando su secreto.
¿Cuál sería éste?
Todo esto lo pensaba el
trovador mientas caminaba el último, tras los pasos vacilantes de Wokar. En cabeza
marchaba Lujan, seguido de Vankro. Alehja, en el centro, volvía intermitentemente
la cabeza hacia atrás, como si temiera que algún peligro les sorprendiera por
la espalda.
Ramatre meditaba sobre
lo que estaba sucediendo a la comunidad del planeta. En pocos años habían pasado
de ser tres pueblos relativamente desunidos a formar uno solo, a basar su
fuerza en las armas blancas, las flechas y las ballestas, las lanzas y los
puñales, a conformarse a contar con un mínimo número de pistolas y a disponer
de limitados recursos minerales, y de pronto se encontraban viajando hasta el
satélite solitario de Hongara y caminando sobre él.
Formaban un pueblo que
ignoraba su pasado, por qué un día, hacía más de doscientos años, llegaron a
Hongara, un planeta extraño, huyendo de algo que ya nadie sabía. El motivo de
su huida quedó olvidado enseguida, tal vez a propósito. Quizá marchaban ahora
demasiado deprisa, pensó Ramatre mirando la espalda de Wokar. Giró la cabeza a
un lado y otro, observando las lejanas elevaciones de forma extrañas.
Habían acordado no
alejarse demasiado de la nave, no más de unos trescientos metros. Si hasta allí
no encontraban nada, regresarían después de haber tomado alguna prueba de su
estancia en la Luna, Aunque todo el mundo en la ciudad debía saber que la nave
había partido en la noche mientras se dormía, muchos no aceptarían que había
estado en el satélite tras dos días de ausencia. Siempre habría escépticos que
dudarían.
Ramatre no encontraba
ninguna dificultad dentro del traje. El suyo, de color rojo desvaído en su
mayor parte, tenía un emblema compuesto de dibujos circulares. El aire le
llegaba perfectamente y lo saboreaba algo dulzón. Alehja le había asegurado que
tendría una autonomía de veinte horas. No es que estuviera preocupado, pero se
acordaba de que aquel equipo había estado muchos años sin funcionar y temía
algún fallo a pesar de que fue, junto con los demás, minuciosamente revisado.
De pronto la comitiva se
detuvo. No habían llegado hasta la elevación a la que se dirigían. Estaban
delante de una garita que tenía una altura de dos metros y poseía una ranura
casi invisible que la dividía verticalmente.
—Puede ser una entrada
—dijo a todos Alehja a través del comunicador.
Lujan empuñó su láser y
dijo:
—Puesto que no
disponemos de mucho tiempo sugiero un sistema rápido para abrirnos paso.
Alehja dudó un instante,
pero acabó dando su consentimiento para que el general utilizara el poder de
su pistola. Lujan apuntó cuidadosamente el centro de la línea y disparó. El
destello luminoso provocó en todos un parpadeo, y cuando volvieron a mirar
había en la garita una abertura de medio metro de ancho, y una oscuridad impenetrable
al otro lado.
Vankro encendió la
lámpara portátil. El haz de luz en la Luna sin atmósfera se movió por el suelo
y apuntó al interior de la puerta recién abierta. Vieron que había una rampa que
descendía.
—Si fuéramos prudentes,
uno de nosotros se quedaría aquí vigilando —dijo Ramatre—. Pero estoy seguro
de que ninguno querrá. La curiosidad es demasiado grande, ¿no? —Se escucharon
risas sordas por los comunicadores. No obstante, el poeta miró a Vankro. El
Joven Señor parecía pasarlo mal y sus respiraciones alteradas eran escuchadas
por todos—. ¿Tal vez tú?
—No. Estoy bien, muy
bien. Sigamos —Fue el primero en bajar por la rampa, precediéndole la luz
potente— Ojalá descubramos en esta ocasión para qué sirvió esta luna
artificial. ¿Os dais cuenta de que aquí tenemos una fuente casi inagotable de
materia prima? Se acabó la penuria de metales para la ciudad.
La rampa parecía
inacabable, daba vueltas y vueltas alrededor de un cilindro de gran diámetro.
—Quizá exista un
ascensor ahí —dijo Alehja señalando el cilindro—. Si hubiera energía y
encontráramos la entrada, nos ahorraríamos mucho esfuerzo.
— ¿Tienes ya alguna idea
de lo que ocurrió aquí? — preguntó Lujan.
—No me sobreestimes —rió
Alehja nerviosamente—. Estoy tan aturdida como vosotros.
—Me refiero al cráter
del otro hemisferio...
—Ah, el cráter. Una gran
explosión, sin duda. Tal vez esta luna estaba más alejada del planeta cuando
sucedió y después quedó más cerca. Qué se yo...
— ¿Una guerra que
sostuvieron los antiguos habitantes de Hongara?
— ¿Los laninkos? —Alehja
hizo un gesto de impotencia al no poder dar una respuesta que la satisficiera—.
Pudo ser que llegaran otros seres antes que nuestros antepasados y eligieran
este escenario para una batalla, cuando los laninkos emigraron en busca de un
mundo más placentero,
—Entonces podemos estar
en una enorme fortaleza estelar —dijo Ramatre—. Una gran nave de guerra que quedó
averiada y atrapada por la fuerza de gravedad del planeta.
—Una teoría tan buena
como otra... —empezó a decir Alehja. Calló. Habían llegado al final de la
rampa y delante de ellos se iniciaba una gran extensión llana cuyo final no
podía alcanzar la luz de las lámparas—. Todo el aire que contenía el interior
debió escaparse por el cráter. El día que lo exploremos veremos cosas muy
interesantes, podremos hacer análisis que nos dirán cómo ocurrió todo.
—Un momento —exclamó
Lujan. Se había alejado de los demás unos metros y con su luz señalaba un trozo
del suelo que aparecía con grandes planchas de metal levantadas—. No todo es
artificial. Al menos hay rocas, un suelo sólido.
Ramatre se inclinó y
arañó la tierra con un trozo de arista metálica.
—Esta pequeña luna fue
recubierta —dijo—. Seguimos sin saber mucho. Nuestras fantásticas teorías se
han derrumbado.
—Todo lo contrario —dijo
Alehja—. Son aprovechables muchas de nuestras hipótesis. Caminemos hacia allí.
Había señalado una pared
próxima y añadió que estaban a unos sesenta o setenta metros de la superficie.
Frente a ellos había varias puertas circulares de aquel metal rojizo que cubría
la superficie del satélite.
Ante la más próxima de
las puertas, Alehja dejó escapar un sonido que parecía ser un lamento de decepción.
Señaló unos signos y dijo:
—Son caracteres laninkos,
Ya estamos seguros de que esto no fue construido por una raza ajena a los
antiguos moradores de nuestra ciudad.
— ¿Cómo es posible que
una civilización hiciera esto, basado en el hierro y el acero, y al mismo tiempo
morara en una ciudad construida en piedra y mármol, sin apenas metales?
—preguntó Ramatre.
—Es una excelente
pregunta, pero sin respuesta por ahora —gruñó Lujan—. ¿Qué puede haber al otro
lado de esas puertas?
—No encuentro ningún
cierre. Usa tu llave mágica, por favor. Exactamente en este punto —Alehja
señaló un lugar de la compuerta.
De nuevo estalló el
láser del general y el círculo de metal retrocedió unos centímetros. Esta vez
con más precaución que cuando descendieron por la rampa, los cinco entraron y
no avanzaron un solo paso más. Se quedaron mirando los extraños aparatos que
llenaban una gran estancia. Las sombras oscilantes bajo el movimiento de las luces
que portaban parecían formar figuras monstruosas en el techo y las paredes.
—Puedo decir qué es esto
—musitó Alehja—. En el sótano del Palacio Rojo vi unos planos que logré interpretar
con la ayuda de Tahorlya. Eran detalles de defensas. Desde aquí se controlan
automáticamente varias cadenas de baterías defensivas situadas en el exterior.
—Afortunadamente, el
tiempo las dejó en desuso — rió Ramatre nerviosamente.
—Te equivocas —dijo la
mujer, y señaló unos paneles que centelleaban débilmente—. Las baterías de rayos
láser poseen fuentes propias de energía. Quizá sea lo único que aún se mantiene
en funcionamiento en este lugar.
Ramatre palideció y vio
a través del cristal del casco el rostro de Wokar que formaba una mueca de desagrado,
como si le irritara la posible imprudencia cometida.
— ¿Quieres decir que
hemos corrido el riesgo de recibir una descarga mortal? —preguntó Vankro, cada
palabra suya intercalada con un jadeo.
—Si hubiéramos viajado
en una nave que no fuera laninka, sí —contestó Alehja— ¿No os acordáis del
vehículo estelar que debió pasar cerca de aquí y las baterías funcionaron,
eficazmente por cierto?
—Es cierto —asintió
Ramatre—. Esa nave llegó tocada a los páramos y su tripulante herido de
muerte.
—Pero ahora
identificaron a nuestra nave como amiga y permanecieron mudas —dijo Alehja—.
Por lo tanto, estos subterráneos no están tan muertos como habíamos pensado.
— ¿Regresamos? —preguntó
Vankro.
—Todavía no —dijo su
madre. Miró a su hijo, preguntándose si éste sería capaz de resistir un poco
más. A pesar de estar preocupada ante sus gestos de dolor, añadió—: Echemos un
vistazo a las otras puertas.
Salieron del cuarto y la
llave de Lujan les abrió la siguiente puerta. Entraron algo descuidadamente,
pensando que iban a encontrarse con un centro de control semejante al otro,
pero se detuvieron bajo el dintel y se miraron los unos a los otros,
interrogándose en silencio y llenos de asombro.
La estancia era mucho
mayor y estaba ocupada totalmente por cilindros transparentes. Las luces de
las lámparas los recorrieron y fueron mostrando los cuerpos inmóviles que
contenían.
—No son totalmente
humanos —murmuró Ramatre tras haberse acercado a un cilindro.
Eran, no obstante,
cuerpos hermosos que flotaban en un líquido semi transparente. Sólo la cabeza
difería de las humanas. El rostro, pálido y escasamente nítido a causa del
agua o lo que fuera, resultaba delicado e incluso bello. Los ojos cerrados
eran muy rasgados, la nariz demasiado pequeña y los pómulos prominentes
hacían más diminutas y redondas las bocas de labios gruesos. Gracias a la
desnudez de sus seres podían distinguir sus sexos. Las hembras le parecieron
atractivas a Ramatre, de formas ampulosas.
La más nerviosa de todos
era Alehja. Recorrió las filas de cápsulas y se detuvo de pronto ante una vacía
que tenía una placa de acero llena de caracteres laninkos, y los fue leyendo
con avidez,
— ¿Están vivos? —Preguntó
Wokar—. Quiero decir si se les podría devolver a la vida.
Alehja se volvió hacia
él directamente pero habló al grupo:
—Llevan así muchos años,
desde que los antiguos habitantes de la ciudad se marcharon. Quizá los dejaron
aquí pensando en devolverlos a la vida cuando regresaran.
— ¿Qué quieres decir?
—preguntó Lujan.
—Además de los robots,
los laninkos tenían otros servidores. No se conformaban con las máquinas, sino
que les gustaba rodearse de criados de carne y hueso. Si no he interpretado mal
las instrucciones, estas criaturas que hay en esta sala son de mente muy
sencilla, condicionadas para servir a sus amos, a procrearse y a proporcionarles
una vida placentera. Los laninkos debieron desarrollarlas durante varias generaciones
a partir de unos primates que importaron de otro planeta.
— ¿Serías capaz de
sacarlas y que vivan? —preguntó Vankro.
Alehja asintió con
firmeza.
—Sí. Estos cuartos
podrían llenarse de aire respirable, tanto para ellos como para nosotros.
Luego sólo tendríamos que llevarlas a la superficie y ordenarles que nos
obedecieran como una vez hicieron con sus creadores.
— ¿Por qué las trajeron
hasta la Luna cuando se marcharon?
Alehja sonrió.
—El planeta y la ciudad
aún nos reservan muchas sorpresas. Sin embargo...
—Sigue —la apremió
Lujan.
—Pienso que devolver a
la vida a estas criaturas nos resolvería el problema de la escasez de mano de
obra que padecemos en nuestro mundo. Podríamos cultivar todos los campos que
necesitáramos y... No sé, pero con ellos y los robots de mantenimiento la ciudad
recobraría su esplendor de antaño.
—No son muchos... —dijo
Ramatre mirando las cápsulas. Allí habría como unas doscientas criaturas. No
compartía el entusiasmo de todos. Algo le decía en su interior que podían poner
en marcha algo que tal vez algún día les resultara nefasto. Escrutó en silencio
a Alehja. Había visto dudar a la mujer. Quizá ella tenía también sus
aprensiones.
Alehja expuso:
—Aunque muchas salas
como ésta fueron destruidas, han de quedar bastantes. No me sorprendería que hubiera
más de cien mil seres hibernados en el satélite. Además...
Lujan soltó una
carcajada y añadió por ella:
—Además pueden
reproducirse, ¿no?
—Aunque tengo mis reservas y no me complace totalmente la idea de servirnos de seres inferiores, creo que el trabajo de estos sirvientes resolvería los problemas que acucian la ciudad —dijo Alehja.
Miró a Wokar—. Tus servicios están resultando realmente impagables, Wokar.
Luego se volvió hacia su
hijo y esperó a que éste hablara. Vankro tenía ahora una mirada limpia en sus
ojos, como si ya hubiera superado el dolor y el síndrome de abstinencia. El
joven Señor de Hongara asintió con la cabeza y dijo sorprendiendo a todos:
—Tan pronto como estemos
de nuevo en Hongara dictaré una orden indultando a Wokar. Será puesto en libertad
libre de acusaciones. Tú también quedarás exculpado de los cargos que pesan
sobre ti, Ramatre.
—Sospecho que alguien no
se alegrará cuando escuche esto —Sonrió el trovador.
— ¿Piensas seguir tu
investigación? —preguntó Vankro.
—Por supuesto. Ha habido
un homicidio y alguien debe pagar. Tú indultas a Wokar, pero él querrá demostrar
que no mató a Teyka.
Tahorlya levantó la
cabeza y miró burlón a Steinen.
—Me temo que tu
situación se ha complicado —le dijo—. Si es cierto que estás comprometido, ese
tozudo de Ramatre acabará descubriéndote. Es listo, lo conozco muy bien.
Steinen apretó con sus
manos el respaldar de la silla y los dedos se le volvieron blancos. No pudo
replicar al viejo, su mente trabajaba velozmente. Era una suerte para él que
los dos siguieran por el sistema de comunicación lo que hablaban los miembros
del grupo y conocieran paso a paso lo que iban descubriendo.
La promesa de indulto de
Vankro para Wokar le hizo experimentar un gélido sentimiento de miedo. Para colmo,
tenía que soportar las ironías del viejo que parecía verle ya defenestrado,
perdida su posición privilegiada en la ciudad.
Sabía que desde aquel
momento se había esfumado el dominio que había ejercido sobre Vankro. El jovenzuelo
ya no confiaba en él.
—Todavía podría encauzar
los acontecimientos a mi conveniencia —dijo de pronto, empezando a sonreír tibiamente.
— ¿De veras? ¿Cómo? —Le
espetó el viejo con un gesto de desdén—. Estás perdido, Steinen. ¿Olvidas que
ellos tienen las armas, el programa de vuelo y los codificadores de las
compuertas? Tendrías que bajar y matarlos a todos, incluyéndome a mí.
—Sí, sería una solución.
—Pero no lo conseguirás.
Alehja no preparó ningún traje más de vacío, y antes de que completaras uno,
ellos estarían de vuelta.
Steinen tenía puesta su
mirada en los nichos y sonreía.
Tahorlya comprendió lo
que se proponía hacer y se incorporó de la silla, nervioso. El comunicador les
seguía llevando las palabras de los exploradores.
«—.. . Deberíamos pensar
en salir de los sótanos —decía Alehja.»
«—Un momento. Miremos
otros cuartos —pedía Lujan.»
— ¡No te atreverás, es
muy peligroso! —gritó el anciano.
—Claro que me atreveré
—Steinen sujetó a Tahorlya por los brazos y lo empujó hasta un sillón, atándolo
a él fuertemente con los cinturones—. Me apoderaré del programa y tú me
ayudarás a volver. Si te portas bien tal vez logres salir con vida, viejo.
El anciano dejó de
debatirse. Sus cansadas fuerzas no le permitían librarse de los cinturones.
Miró angustiado a Steinen.
Y murmuró:
—No te ayudaré. Sé que
luego me matarías.
—Esa duda te hará
ayudarme —rió Steinen,
Se dirigió con decisión
a los nichos y se acomodó en el interior de uno de ellos.
—Alehja dijo que era
fácil gobernar mentalmente desde aquí uno de esos enormes robots —Sus dedos
rozaron los mandos a su alcance—. Será como ir en su interior, caminar con sus
piernas y destrozar con sus manos de acero. Sólo tengo que apretar uno de estos
botones y transformaré esa máquina de trabajo en un medio de muerte. Ni los
láseres que poseen serán capaces de detenerme.
Soltó una carcajada y
hundió el botón con fuerza. Al instante sus ojos quedaron blancos y todo su
cuerpo inerte. Tahorlya lo miraba absorto y por un momento pensó que había
muerto, pero poco después pudo ver a través de uno de los monitores que una
poderosa máquina oscura salía de la nave y se dirigía sobre sus ruedas a la
entrada de la garita.
— ¿Te encuentras bien?
—Preguntó Alehja a su hijo—. He sentido tu dolor como si fuera mío, pero sólo
así conseguirás librarte de la dependencia que te unía a Steinen.
Vankro la sonrió con
cierto esfuerzo en el gesto y asintió.
—Lo superaré, madre.
Todavía estoy algo aturdido. Desde hace mucho tiempo no había superado tantas
horas sin tomar esta maldita droga que Steinen siempre tenía a mano para mí.
—Entonces podemos irnos.
Tomemos algunas evidencias de nuestra presencia aquí —Echó una mirada a los
nichos—. Regresaremos pronto a por estos seres.
Ramatre lo escuchó todo.
Entre ellos no podía haber una conversación privada. También miró a los seres
en animación suspendida y se preguntó si su inteligencia era tan reducida como
para no darse cuenta de que habían sido una vez servidores y el destino volvía
a arrojarlos de nuevo al mismo destino. Llamarlos servidores era un eufemismo,
cuando sería más auténtico denominarlos esclavos.
Posó su mirada en una de
las hembras. La hermosa desnudez del cuerpo le hizo estremecer. Aquellas humanoides
no engendrarían mestizos, quizá fuera imposible biológicamente, pero no por
ello muchos hombres no las desearían. Regresó preocupado junto con los demás,
pensando en los cambios que la ciudad y sus habitantes iban a sufrir con la
llegada de miles de seres cuya misión sería servir dócilmente a sus habitantes.
—Te noto preocupado,
Ramatre —dijo Lujan.
Al trovador no le
complacía contestar a todos, hubiera querido hacerlo sólo al general y
prefirió callar.
—Tendremos que llamarlos
de alguna manera —dijo al cabo de caminar un rato en dirección a la salida.
— ¿A los servidores?
—Dijo Alehja—. Sí, claro. Dime, Ramatre, ¿no te complace la idea de que vuelvan
a su labor? Sólo nos servirán a nosotros como lo hicieron una vez para los
laninkos. ¿O es que prefieres que continúen en sus cápsulas hasta que algo
falle y sus cuerpos se conviertan en polvo?
Lujan caminaba a su lado
y dijo sin volver la cabeza:
—Nos acechan demasiados
peligros, Ramatre. Ya sabes que si de mí dependiera licenciaría a todo el
Ejército, pero en vez de esto tenemos que formar uno muy poderoso. Nosotros no
somos más de cien mil y difícilmente podríamos reclutar a unos cinco mil si no
queremos abandonar los cultivos y correr el peligro de morir de hambre.
Necesitamos mano de obra, agricultores...
—Lujan tiene razón —dijo
Vankro—. Hace años llegó una nave misteriosa, aunque pacífica al parecer. Algún
día aparecerá otra pero con perversas intenciones, y para entonces debemos estar
preparados, contar con una flota estelar, muchas armas y guerreros
adiestrados.
—Si lo veis así...
—Ramatre optó por encogerse de hombros. No quería seguir tocando el tema.
Fue dejando que los
demás se alejaran de él y al quedar rezagado caminó despacio, sin ánimo alguno
de reincorporarse al grupo.
Ramatre se limitaba a
seguir las luces que le precedían, no tenía ninguna lámpara y se dijo que
debía andarse con cuidado si no quería perderlas de vista. Los subterráneos
podían ser una trampa para él si se distraía, aunque siempre estuviera unido a
sus compañeros por el comunicador.
Calculó que debían estar
muy cerca de la salida y decidió aligerar el paso, cansado ya de pensar tanto.
¿Por qué preocuparse por el futuro? Las decisiones no estaban en sus manos. Por
su parte no propondría al Consejo la incorporación de miles de humanoides a la
sociedad para servirla, sino que...
De pronto cesaron sus
meditaciones. Estaba en un pasillo que se doblaba ligeramente hacia la derecha,
al fondo sus compañeros como a unos treinta metros. Ellos se habían detenido y
hasta su casco le llegaron voces mezcladas e incomprensibles.
Iba a echar a correr cuando
escuchó a Alehja:
—Es una locura lo que
haces, Steinen. Mover esa máquina con la mente es demasiado arriesgado. Hazla
regresar enseguida y sal de ella.
Ramatre se detuvo,
confundido, sin entender lo que pasaba.
Oyó la risa de Steinen,
extraña y metálica, y a continuación sus palabras cargadas de rabia y con
sabor a triunfo anticipado.
—Ha sido muy fácil. Cada
elemento de esta criatura metálica responde a mis deseos. ¿Veis estas manos de
hierro largas y poderosas? Oh, no intentéis correr, huir. Podría alcanzaros
gracias a mis ruedas. Esto es muy interesante, una sensación de poder como
jamás experimenté.
— ¿Qué te propones?
—preguntó Lujan.
—Mataros. Sencillamente,
mataros.
El trovador se arrimó a
la pared del pasillo. Comprendía que Steinen había abordado mentalmente un robot
especial y se proponía usarlo como medio exterminador. Su corazón le latió
precipitadamente y lamentó no haber aceptado el arma que le ofreciera Lujan,
precisamente la de Steinen.
Se acercó unos metros
sin salir de las sombras, hacia las luces de las lámparas, confiando en que la
visión de Steinen a través del robot no le descubriese.
Vio que las armas de
Lujan y de Vankro saltaban de sus fundas y eran apuntadas contra la masa metálica
e imponente de la criatura de más de dos metros de altura. Antes de que los
láseres abrieran fuego, las aspas de acero se movieron velozmente y derribaron
a los dos hombres. Lujan recibió un golpe en el pecho y Vankro en la cabeza. El
joven Señor de Hongara no se levantó y Ramatre temió que su casco se hubiera
rajado.
El robot se revolvió
hacia la última persona que conservaba un arma, Alehja. La mujer retrocedió
unos pasos y la amartilló con las dos manos. Ramatre avanzó unos pasos más, y
Wokar, indefenso, cometió una torpeza al intentar defender con su cuerpo a
Alehja.
El trovador corrió hacia
Vankro y comprobó que su amigo respiraba. El casco no había sufrido nada más
que una abolladura.
En aquel momento Alehja
consiguió disparar, pero lo hizo mal a causa de Wokar. El dardo de luz tocó un
brazo del robot y apenas consiguió mellarlo. Ramatre comprendió que sería
necesario disparar durante varios segundos sobre el mismo lugar para dañar el
metal del monstruo mecánico.
Seguro de que poco
podrían hacer contra su vehículo, Steinen soltó una carcajada y se ocupó de Lujan.
El general se agitaba aturdido y sobre él se alzaron los brazos del robot,
como dos gigantescos martillos.
Alehja volvió a disparar
pero la energía de su arma se desperdició sobre la superficie de acero del
enemigo.
—Os liquidaré uno a uno
—tronó la voz de Steinen—.
Primero tú, general
Lujan.
Ramatre tomó la pistola
de Vankro del suelo y nerviosamente posó su índice sobre el disparador. Sabiendo
que dos segundos después las grandes manos del robot caerían sobre el cuerpo de
Lujan, buscó en el enemigo su punto débil. La criatura de metal tenía una
cabeza del tamaño de un hombre que parecía demasiado pequeña, y en ella un
disco diminuto de color oro que centelleaba.
Poco experto en armas de
fuego, Ramatre apretó el gatillo y no dejó de oprimirlo hasta que de la boca
del cañón dejó de surgir la lengua de luz roja. Sus ojos estaban velados por
una cortina gris provocada por la tensión, el miedo y los nervios, y el tiempo
dejó de tener sentido para él.
Cuando recobró la
serenidad y se hizo cargo de la situación, el robot había adquirido la inmovilidad
de una estatua y el oro de su cabeza estaba negro, muerto.
Ramatre llegó a
comprender que su largo disparo había destrozado aquel punto brillante que
intuitivamente calculó podía ser vital para que Steinen gobernara el robot a
distancia.
Lujan logró ponerse en
pie y se acercó tambaleante hasta el autómata, lo tocó ligeramente y lo derribó
pesadamente al suelo.
— ¿Estáis bien?
—preguntó.
Todos respondieron que
sí, incluso Vankro, que había recobrado el conocimiento.
La mano enguantada de
Alehja estrechó la de Wokar, agradeciéndole en silencio su abnegado gesto al
intentar protegerla. Un poco apartado de ellos, Vankro comprendió a su madre y
dirigió una mirada de agradecimiento al muchacho.
Alehja dijo
nerviosamente:
—Steinen puede ocupar
otro robot.
Ramatre jadeó. Si aquel
loco lo hacía no tendrían ninguna posibilidad de sobrevivir. Una nueva oportunidad
para Steinen significaría que, aprendida la lección, no cometería otra torpeza
y su próximo ataque sería más contundente. No dejaría que su vehículo de acero
fuera inutilizado mediante un disparo prolongado en el disco de oro.
—Corramos —dijo Lujan—.
Tal vez lleguemos antes de que comprenda lo que ha pasado y ponga fuera de la
nave un nuevo robot.
Fue una marcha
precipitada y llena de inquietudes, temiendo cada uno que en cualquier instante
surgiera de las sombras otra máquina de muerte conducida por Steinen.
Pero llegaron hasta la
rampa, ascendieron por ella y Lujan alcanzó el primero la garita y saltó al
exterior de la Luna, mirando su superficie roja primero y luego en dirección a
la nave posada a unos doscientos metros de ellos.
La escasa gravedad del
satélite les permitió correr a saltos hacia la nave una vez que anularon de sus
trajes el exceso de peso artificial que habían estado usando hasta entonces.
Irrumpir en la cámara de
presión les supuso un instante de gran tensión. A cada segundo esperaban la presencia
de Steinen, su acción emboscada.
El aire llenó la cámara
y abrieron la otra puerta, se desprendieron de los cascos en el pasillo y
corrieron hacia el nivel donde estaba el puente de mando.
—No me lo explico
—susurró Lujan antes de cruzar el umbral del puente—. ¿Por qué no ha ocupado
ese loco otro robot?
Ramatre tenía la
garganta seca y los músculos le dolían terriblemente. Recordó que cuando subían
pasaron por delante del cuarto donde estaban los robots y echó allí una mirada
de recelo, creyendo ver en la oscuridad brillar a las máquinas inmóviles.
Enseguida que entraron
en el puente vieron a Tahorlya atado a un sillón.
El viejo tenía la mirada
puesta a la derecha de ellos, muy fija en algo.
Ramatre miró hacia donde
lo hacía el anciano y descubrió a Steinen sentado en uno de los nichos, totalmente
quieto y con la cabeza caída sobre el pecho.
— ¿Qué ha pasado?
—preguntó Ramatre a Tahorlya.
—No lo sé. Dejé de ver
el robot cuando entró en la garita, pero escuché las risas y amenazas de
Steinen, hasta que de pronto dejó de soñar despierto y..., quedó así.
Despacio, Alehja y Lujan
se aproximaron hasta el nicho y el general izó la cabeza de Steinen con el cañón
de su láser.
Steinen tenía los ojos
blancos y una baba resbalaba de la comisura de sus labios.
— ¿Está muerto?
—inquirió Vankro.
—No —respondió Alehja—.
Vive, pero su mente...
— ¿Qué le ocurre a su
mente? —preguntó Ramatre.
Ella lo miró.
—Tú se la dañaste cuando
disparaste contra el disco de oro del robot.
—No comprendo...
—Tampoco yo lo comprendo
muy bien —sonrió Alehja tristemente, tras estremecerse—. Pensé que era peligroso
usar el robot sin saber los riesgos que se corrían. Steinen tenía parte de su
cerebro en la cabeza de la máquina. Tu disparo, Ramatre, le causó algún daño.
Es increíble, pero cierto. La relación entre el hombre y el robot era estrecha.
Wokar había desatado a
Tahorlya y el viejo se acercó.
—Decidan ahora si
debemos curarle o arrojarlo al exterior.
— ¿Qué posibilidades
tiene de vivir, Tahorlya? —preguntó Lujan.
—Pocas. Si sobrevive lo
hará como un idiota. Vegetará. Ni siquiera podrá ser llevado ante un tribunal
para ser juzgado.
Lujan y Wokar cargaron
con el cuerpo inerte de Steinen y lo depositaron en una litera, a la que sujetaron
sólidamente.
—Quizá sea mejor así
—comentó Vankro—.Un juicio contra Steinen sería contraproducente para la paz de
la ciudad. Recordad que tiene muchos adeptos.
—Sobre todo entre los
miembros de la Iglesia del Castigo —rezongó Lujan.
Pasó su brazo sobre los
hombros de Alehja y desafió a Vankro con la mirada.
Pero el Señor de Hongara
ignoró ver su actitud y se limitó a pedir a su madre que lo dispusiera todo
para emprender el regreso.
Aquélla dijo:
—Lo haremos cuando
hayamos entrado en la nave las pruebas que nos exigirá el Consejo.
— ¿Quién dudará de
cuanto hemos visto? —rió Ramatre.
Nadie contestó a su
pregunta. Cada cual tenía algo que hacer. Un poco ofendido, Ramatre contempló a
Alehja acercarse al panel de mandos e insertar el segmento con el programa de
vuelo en la ranura. Lujan pidió a Wokar que le acompañase de nuevo al exterior.
Se sentía un poco inútil
y se sentó cerca de donde yacía Steinen. Creyendo que nadie le escuchaba, y
mientras se desprendía del resto de su equipo, empezó a murmurar:
—Condenado Steinen,
ahora no podrás decirnos qué te proponías conseguir con tus intrigas. Tus compinches
se volverán más prudentes y jamás sabremos quién mató a Teyka en tu nombre.
Agitó la cabeza y arrojó
al suelo el cilindro de oxígeno. El ruido que produjo hizo que Alehja se
volviera para mirarlo.
— ¿Qué susurras,
Ramatre? —preguntó.
Éste respondió:
—Nada importante.
Intentaba componer una canción. Cuando vuelva y mis amigos me pregunten por mi
aventura me gustaría relatársela cantando.
Ella soltó una risa.
—Busca tu laúd; estará
por alguna parte. ¿Por qué no nos distraes un poco durante las horas que durará
el viaje de vuelta? Por cierto, ¿qué te ha parecido esto de viajar por el
espacio?
Ramatre se encogió de
hombros. Localizó su laúd y volvió a sentarse, siempre mirando a Steinen que seguía
quieto y respirando suavemente.
—No creo que vuelva, no.
Quiero sentir la vida lentamente transcurrir ante mí, aburrirme un poco.
— ¿Por qué?
—Tengo la impresión de
que vamos demasiado aprisa.
Alehja tardó en
responder:
—Tal vez tengas razón.
FIN
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