miércoles, 24 de mayo de 2023

EXTRAÑOS EN LA LUNA (EDUARDO TEXEIRA)

 

Eduardo Texeira Muñoz fue uno de los poquísimos autores que no utilizó seudónimos en sus novelas, si exceptuamos cuando escribió novelas del oeste, en las que usó el de "Alexis Delfos". Nació en La Línea de la Concepción en Diciembre de 1921. Fue técnico de publicidad en el diario malagueño "Sur". Escribió sobre todo ciencia ficción y bélica, destacando esta novela, "Extraños en la Luna". Murió en Junio de 1990 


CAPÍTULO PRIMERO

Roland Grieg saltó ágilmente a tierra y se quedó mirando con atención el páramo que hubo de servirle de pista de aterrizaje.

—¡Por Canopus que no esperaba volver a pisar tan pronto este viejo y respetable planeta! —masculló, desembarazándose del brillante casco de aluminio.

Un segundo tripulante apareció en la escotilla de la deslumbrante astronave púrpura y plata, a tiempo de contestar a Roland.

—Maldita suerte la nuestra... ¡Si no hace ni cuarenta minutos que despegamos de Gordon Hill! Nos hemos lucido, capitán —añadió, con desesperación incontenible.

—No está todo perdido —dijo con calma, fríamente, el primero de los aeronautas—. Necesitamos encontrar un hombre.

Los picos nevados de una ingente cordillera cubría por el norte y el oeste la totalidad del horizonte.

—¿Cómo vamos a hallarlo en este desierto?

El capitán respondió con tono desabrido:

—¿He podido elegir el lugar quizá? Demasiado he hecho con poder evitar el caer sobre una ciudad o sobre una línea de tránsito. No había opción en tan poco tiempo más que entre las Landas de Francia, los Alpes suizos o el norte de España.

—Sí, señor.

—Necesitamos un hombre —repitió Roland Grieg, paseando la vista por la lejanía.

Y de súbito entornó los ojos para hacer más aguda su mirada, y una expresión de asombro se le fijó a su pesar en el anguloso y bronceado rostro.

Como a una distancia de un par de kilómetros, a su izquierda, había una casa, y de su chimenea de ladrillos rojos brotaba una leve columna de humo blanquecino.

—¡Mire, Zavor!

—¡Hum...! ¿Dónde hemos venido a parar, capitán?

En el siglo XXII, una casa con su chimenea humeante, era algo tan inútil y desplazado como en el siglo XX hallar a alguien comiendo carne cruda y sin conocer el modo de encender lumbre. Los manjares en pocos segundos quedaban dispuestos para su ingestión en los pequeños hornos atómicos de extendidísimo uso doméstico.

—Sholtan, con una mosca, fuera —ordenó Grieg.

Un tercer hombre salió de la astronave. Otros le siguieron, portando unas extrañas piezas, y en un segundo quedó montado y listo para el vuelo el aparato conocido con el nombre de «mosca». Era una plataforma circular, de metro y medio de diámetro, con una breve barandilla metálica y asideros interiores, a la cual subieron el capitán y los dos subordinados.

Roland Grieg señaló la casa. El aparato volador se elevó en el aire lenta y silenciosamente hasta unos diez metros de altura, y se dirigió con sus tres erguidos tripulantes a la arcaica mansión de la chimenea humeante.

Unas gallinas y ocas que picoteaban en el suelo huyeron asustadas y escandalizando al posarse entre ellas la pequeña máquina voladora. Dos gordos cerdos comenzaron a gruñir, incomodados, y un caballo que había atado a un abrevadero levantó las orejas, intranquilo, y pateó el polvo, relinchando al no poder liberarse de la ligadura.

—¡Qué gente tan atrasada, capitán! ¿Está seguro de que estamos en Europa?

—Sí, en los Pirineos. He escogido adrede un lugar poco frecuentado, aunque sin esperarme esto... Pero así es mejor.

—Parece un viejo grabado del siglo XIX —comentó Sholtan, el piloto de la «mosca».

Por la vereda que en la explanada principal desembocaba desde unos maizales, se acercaban despacio dos hombres de rústico atuendo. Al descubrir la presencia de los forasteros interrumpieron su charla y avanzaron interrogantes, sin mostrar, sin embargo, un asombro excesivo por tan desusada visita.

—Dios les guarde —saludó uno de ellos, un anciano a quien el vigor y la salud no le ocultaban ya la pesada carga de sus muchos años.

El compañero, un joven fornido y ceñudo, permaneció en silencio.

Roland Grieg se adelantó.

—Buenos días, señores —les respondió afable, en la lengua del país—. Nos hemos visto obligados a tomar tierra con nuestra espacionave, por motivos imprevistos, pero no se alarmen, sólo precisamos algunos informes y un poco de descanso.

—Bien, hijos, bien, no teman alarmarnos; aunque a mí, personalmente, no me gustan nada esos endiablados inventos... ¿Cómo dijo el señor que se llamaba? —inquirió de su joven acompañante el viejo.

—Espacionave, abuelo.

—Eso, espacionave. Bien, bien, descansen ustedes cuanto quieran. Pasen a su casa; tengan la bondad.

Los tres viajeros del espacio penetraron en la amplia sala que hacía de zaguán y de hogar en la antigua casa rural. Calderos de cobre y aperos de labranza cubrían las paredes y los rincones. Un fuego de troncos de pino crepitaba en la enorme chimenea de campana. Unas toscas pieles de carnero hacían de alfombras y de cubrepiés en el suelo de ladrillos de arcilla roja. Y allí, en rústicos sillones de abedul y anea, los astronautas tomaron asiento, cual si de pronto hubieran retrocedido en el tiempo doscientos largos años.

—¿No nos habremos salido de nuestra época por la dimensión cuarta, capitán? —gruñó sarcástico, pero con un ligero tono de recelo, el piloto llamado Sholtan.

—Hemos perdido el control durante ochenta segundos, pero no creo que haya sido para tanto.

Zavor hizo este comentario irónico y seguidamente comenzó a engullir, sin escrúpulos ni burlas, unos grandes trozos de lomo en su propia grasa. La prohibición no se hizo esperar.

—No quiero enfermos a bordo, Zavor —dijo severamente Roland Grieg—. Sujétese a la dieta de viaje.

Sonrieron los anfitriones y luego la conversación se generalizó. El jefe de la aeronave, apenas cubiertas las más elementales fórmulas de cortesía, se fue derecho al motivo de su casual visita al perdido rincón de la Europa occidental.

—Necesitamos un hombre, señor, un miembro para cubrir una baja que hemos tenido en la tripulación. Me atrevería a reclutarlo sin muchas formalidades y en unas condiciones económicas bastante aceptables, teniendo en cuenta las especiales circunstancias que concurren en la contratación.

El viejo se retrepó en su sillón y comenzó sin prisa a enumerar las dificultades existentes para cubrir con tal precipitación el puesto vacante en el personal de la espacionave. ¿Quién de pronto, iba a estar dispuesto a embarcarse en tan aventurada empresa? ¿Y qué servicios útiles podría prestar cualquiera de los hombres de aquellas zonas, sin la menor preparación técnica para la navegación sideral? ¿Por qué no solicitaban un profesional en las grandes bases?

Roland Grieg se movió molesto en su silla.

—Todo esto es cuestión mía y ya está previsto, señor. El trabajo del hombre que viniera con nosotros estaría de acuerdo con sus facultades y no tendría otra misión que callar y obedecer. De aquí a tres meses volvería sano y salvo y con los bolsillos bien repletos. Sólo le sería exigida la capacidad física. Como comprenderá, ahora no hay lugar para nada más. Quiero partir antes de noventa minutos, como máximo.

—¡Hum! ¿Conoces tú a alguien, hijo mío?

El joven que acompañaba al anciano acabó de remover los troncos en el hogar y se volvió a medias.

—Habría que buscar a unos cuantos y hacerles la proposición... Pero la cosa se llevaría todo el día, y quizá la noche.

El capitán astronauta no había dejado en todo el tiempo de observar al joven. Aquel hombre le serviría, mas no parecía muy interesado en la aventura. ¿Se vería obligado a enrolarlo por la fuerza, como se hacía en la época de los viejos veleros cuando los marineros desertaban en los puertos de escala? El dueño de la alquería, con ingenuidad, hizo entonces dos o tres observaciones muy atinadas. Roland Grieg se armó de un poco de paciencia, aunque no estaba habituado a eso, y condescendió a tratar de esclarecer alguna de las dudas de los rústicos campesinos.

—Escuchen, les explicaré la situación, porque veo que ustedes no están muy al tanto de las noticias del exterior. Se ha organizado un viaje de entrenamiento de catorce espacionaves hasta más allá de las órbitas de los asteroides, como preparación a otra empresa próxima de mayor envergadura. Cada dos días sale de la Tierra una. La nuestra hace la octava, salida hoy, hace media hora, del campo oficial experimental de Gordon Hill. Es condición indispensable hacer escala en la Luna, donde será verificado el control de las naves y de sus hombres. El equipo que haya sufrido algún revés técnico o humano quedará descalificado automáticamente y de forma definitiva. Nosotros, apenas partir, hemos tenido un leve accidente interior y un hombre ha muerto. No deseamos retornar a la base de partida ni llegar así a la meta para perder lo ganado hasta ahora. Por eso necesitamos a un hombre que figure en el lugar del accidentado al menos hasta la Luna, y por eso no podemos solicitarlo en un lugar donde la jugada sea puesta al descubierto.

El viejo movió la cabeza y se rascó la barba. Unas cosas las comprendía ya mejor, dijo, y otras peor que antes. Y se extendió en filosóficas consideraciones que a los astronautas les llegaron a crispar los nervios.

—No estamos dispuestos a perder más tiempo. ¿Nos puede ayudar, o no? —exclamó Roland Grieg, levantándose.

Sus hombres se pusieron en pie también.

—¿Qué-puedo hacer yo, sino visitar algunas casas de los alrededores y hablar...?

El capitán lanzó una maldición en su lengua.

—Y usted, ¿qué piensa de nuestra oferta? —preguntó Zavor al joven.

—Yo —dijo algo embarazado el lugareño— no sé, me gustaría tomar parte en un viaje así, pero...

—¿Quiere dar una vuelta en la «mosca»? —le ofreció solícito, con una sonrisa, Sholtan.

A la voz el piloto hizo con la vista una imperceptible señal a sus compañeros y ante el gesto embobado del joven le señalaron desde el umbral el pequeño aparato volador. El anciano se unió también al grupo.

—Puedes darte ahí un paseo, David, si estos señores son tan amables. ¡Endiablados inventos! ¡Ir a la Luna, así como así! ¡Uf...!

—Vamos a acompañarle —dijo el capitán—. Vea usted, señor, lo útil que es la «mosca».

—No se retiren mucho. Y no suban alto, señores, que David puede marearse —gritó el viejo casi, para hacerse oír de los alegres extranjeros.

—Pierda cuidado, señor.

Los cuatro hombres subieron a la nave plataforma y ésta, sin ruido ni humo, se elevó al principio con lentitud y después ganó velocidad ascendiendo oblicuamente. Los astronautas agitaron una mano. Se veía a David aferrado a la baranda con las dos, en flexión las piernas y la cabeza encogida entre los hombros.

La «mosca» describió una gran curva y voló hacia el punto donde estaba aterrizada la espacionave. El viejo entró en la casa, subió ligero una desvencijada escalera y apareció en una ventana. Desde allí se ampliaba la radiovisión. Y entonces hizo algo que al capitán Roland Grieg y a sus hombres, si lo hubieran visto, les habría extrañado bastante. A través de unos prismáticos observó las evoluciones del ya lejano aparato, y cuando vio que Zavor golpeaba a David en la cabeza por detrás y su cuerpo era sostenido por el jefe, una sonrisa amarga y enigmática curvó sus labios.

En cuestión de pocos minutos todos desaparecieron por la escotilla de la espacionave y unos hombres que allí aguardaban, desarmaron en trozos la mosca y entraron sus piezas tras el capitán y su presa. El enorme vehículo púrpura brillante se estremeció, lanzó hacia el cielo una nube de humo blanco y salió disparada con su proa apuntando al cielo.

El anciano entonces, dando un suspiro, se detuvo, ante un jergón donde yacía sin sentido y febril un hombre. Después abrió una sucia alacena y sacó un emisor portátil de radio. El mensaje que transmitió fue muy breve.

«Habla QQQ desde el puesto de acecho número seis. VV ha partido a las 8'55 con ellos. Todo bien.»

Luego bajó al hogar y entre tanto acudían en su busca y en auxilio del enfermo, se sentó al fuego y se quedó mirando fijamente las pequeñas llamas que recorrían los leños hechos ascuas. 

*  *  * 

En otro escenario muy distinto -en el piso 112 del rascacielos de la Policía del Espacio, en el Nuevo París- unos hombres absortos en el estudio de unos planos que facilitaba una máquina electrónica captaron el mensaje de la alquería de los Pirineos.

Uno de ellos se irguió con violencia, masculló algo entre dientes e hizo el mensaje una bola y lo tiró al suelo.

—¿Por qué toma así la noticia? ¿No ha sucedido todo de acuerdo con nuestros planes? —inquirió el otro, sorprendido.

—Sí, pero le ha tocado la misión al miembro más inexperto. Ese muchacho es un novato. En pocos minutos no se pudo desplazar al puesto de acecho número seis a otro hombre más experimentado, en verdad, era el último lugar donde yo esperaba que Roland Grieg podría tomar tierra para buscar a su hombre.

—Demasiado bien ha salido todo, no se irrite por ese detalle.

El personaje, no obstante su éxito, permaneció anonadado. Le dolía que una estrategia de tal precisión creada por él personalmente en segundos de tiempo fallara en el único y preciso punto débil que él también, en parte, por una debilidad, había deslizado en el perfecto engranaje de la operación.

En las naves especiales seleccionadas para el viaje de entrenamiento a los asteroides figuraba la del capitán mercenario Roland Grieg. No se pudo evitar su inclusión -a pesar de ciertos altos y oscuros motivos políticos de organización mundial que regían a las naciones- pero el departamento de policía del espacio introdujo en la tripulación de la astronave un agente saboteador. Este hombre cumplió con su deber, pero no fue lo suficientemente audaz o afortunado para llegar al final. De su desesperado mensaje a los seis minutos de la partida el alto mando de la policía pudo colegir que el capitán Roland Grieg continuaría libremente el viaje, aunque para cumplir en la Luna los requisitos legales hubiera de tomar en la Tierra otro miembro para su tripulación desmandada. La trayectoria de la espacionave fue seguida desde Tierra mientras fue posible. El brusco cambio de ruta fue controlado en su primera mitad. En veinte minutos, los lugares probables del improvisado aterrizaje -en un radio de mil kilómetros alrededor de Brest- fueron cubiertos por agentes secretos destacados en las cercanías de los respectivos puntos.

Alguno de estos agentes casi con seguridad sería designado por el propio Grieg para sustituir al asesinado. ¡Y el puesto número seis, el más alejado y peor dispuesto, fue ocupado por un viejo agente ya separado del servicio y un joven neófito apenas preparado para misiones mucho más fáciles!

—La premura del tiempo y mi deseo particular de halagar la pequeña vanidad del hijo de FVV, pueden conducir a la muerte prematura a éste y al fracaso rotundo de la operación «asteroide» —se quejó, desalentado, el forjador de la encubierta batalla presentada al capitán Roland Grieg.

—Podemos comunicar con la Luna y...

—Ya apenas se puede hacer nada. Lo que haya de suceder sucederá...

Mas cuando la eminencia del piso 112 de la casa del Espacio en el Nuevo París saltó de su asiendo como impelido por un cohete y se frotó desesperado la pálida y desencajada faz, fue tres horas después, al recibir desde San Sebastián y del anciano agente QQQ una comunicación directa y mejor detallada de la desdichada misión pirenaica.

—Ruego me perdonen si he abusado con exceso de mi iniciativa. La precipitación de los acontecimientos no dio lugar a obrar de otra forma. En el momento preciso, sintiéndose VV gravemente indispuesto, hube de utilizar en su lugar a un hombre de la alquería. Se trata de un joven valeroso e inteligente y creo que asimiló con provecho mis rápidas instrucciones. Tuve que improvisar esta situación con Roland Grieg, casi delante de nosotros. No tenía más solución que ésta, o darlo todo por perdido en el instante crucial. Estaba solo, y aunque quise ganarle tiempo a Grieg, éste llevaba mucha prisa. Piensen que he obrado con la mejor intención, Dios quiera que para bien, pero me inclino humildemente ante las decisiones de la alta superioridad. Haré mi presentación personal a la brevedad posible para responder a los cargos que se imputen a mi actuación...

El hombre fuerte de la policía del espacio se desplomó con un gemido en la ancha mesa cubierta de diagramas, fichas, planos y notas de microfilmes. Mientras tanto, surcando los negros espacios siderales, a una velocidad media equivalente a ocho veces la del sonido, la nave púrpura y plata se aproximaba al satélite terrestre. 

CAPÍTULO II

LA CIUDAD LUNAR 

La Luna, en el undécimo lustro del siglo XXII, no era ya un mundo inasequible ni virgen de las huellas humanas. La técnica había hecho ya posible una conquista en la que los hombres de la Tierra venían soñando desde tiempos remotos. Primero fueron los satélites artificiales, que tantas vidas y tantos sacrificios costaron y después, ya anticuados y caídos en desuso esos artilugios, el atrevido asalto al satélite natural y el establecimiento en el mismo, a más del montaje de un tráfico casi regular aunque no muy seguro.

Sin embargo, no estaba aún exento el astro, para los terrícolas, de profundos enigmas. Cincuenta años de ocupación muy parcial no habían sido bastantes para desentrañar el enorme cúmulo de misterios con que a cada paso se topaban los esforzados investigadores. Pero ello sólo requería tiempo, aunque el tiempo siempre fuera demasiado corto. El avance de la técnica y de la audacia iban adelante. Se extendía el radio de los viajes cada vez más lejos, en busca de otras órbitas en torno del Sol, y los enemigos se iban quedando atrás; así como en la Tierra, todavía existían tontos y los hombres les volvían las espaldas para mirar al cielo.

En la superficie del satélite hollado había instalada una enorme base fija al norte del Mar de las Tempestades, una a modo de ciudad hermética habitada por sabios e investigadores de todas las ciencias, funcionarios oficiales de los departamentos públicos terrestres, militares, y una legión de obreros especializados para la explotación de las reservas minerales del suelo. De esta base única partían sin cesar expediciones a distintos puntos del astro muerto y a ella regresaban -si regresaban- y ella era el punto común para todas las relaciones con el planeta Tierra.

Dentro del tiempo límite fijado, la llegada de la espacionave del capitán Roland Grieg al astropuerto lunar fue anunciada por la estación de control.

Se abrió la gran pista estanca y la nave de púrpura y plata, con un chirrido intenso de su desplegado tren de aterrizaje, se posó en la superficie del satélite. Sus tubos de reacción negativa humearon al contacto con la atmósfera leve de la pista. Los agentes de control estelar, semejantes a fantasmas en sus fundas grises de vacío, rodearon la espacionave.

—Nave octava de la «operación asteroide».

—Bien, motores, turbinas de fisión.

Los servidores del astropuerto encaramados en los morros del vehículo espacial, dieron por señas su veredicto.

—Bien los motores y las turbinas.

—¿Hombres?

—Veintidós, presentes.

—Identificación y cuenta, reconocimiento fisiológico.

Los veintidós hombres, con Roland Grieg al frente, en la pista. Algunos no se podían mantener firmes ante los jefes de control, pero ello era un mal común. No se podía pedir una parada militar perfecta a la tripulación de una espacionave que había recorrido en el vacío cerca de cuatrocientos mil kilómetros.

—Listos, bien —sentenciaron los jueces de llegada.

Roland Grieg, sin ocuparse de más, se dirigió a la cantina del espaciopuerto, traspasada ya la cámara estanca. Allí se sentó, libre del casco y del traje especial, ante un gran vaso de «whisky», y encendió un cigarrillo. Otros miembros de la tripulación ocuparon puestos aparte y se entregaron a semejantes placeres. Entre ellos, dando tumbos, apareció un momento David Navas. Ninguno de sus compañeros de navegación, ni el capitán siquiera, se apercibió de su aparición súbita y callada.

La inmensa cúpula transparente que encerraba a la ciudad lunar cual una gigantesca quesera, distrajo por un tiempo al indefinido aventurero del espacio. Roland Grieg estaba habituado a la contemplación del firmamento, pero a través siempre de las escotillas de visualidad de las astronaves; pendiente siempre, por instinto ya, al rumor de los motores; sujeto de continuo a la marcha ultrasónica, a la orientación estelar y al desarrollo complejo de sus actividades de hombre de acción de la Época Fantástica. Pocas veces Roland Grieg tenía ocasión de ver el cielo desde una cómoda butaca, con los pies en el suelo firme, aunque éste fuera el del satélite que desde la tierra se veía plateado. No tenía muchos minutos de descanso. Antes de los doscientos mal contados, quizá, recibiría el aviso de las autoridades del astropuerto para proseguir el viaje a la zona de los asteroides. Después, de vuelta a la Luna, las nuevas turbinas atómicas le serían insertadas en la nave de plata y púrpura y comenzaría el gran viaje a los límites del Sistema Solar con las catorce espacionaves en equipo, con objeto de que los sabios investigaran el inconcebible camino del Sol y sus planetas hacia la remota constelación de Hércules. Claro que este viaje no se llevaría a efecto, por Roland Grieg al menos, si los planes a los que obedecía tenían el éxito que allá en la Tierra le habían asegurado sus contratadores.

Por eso ahora el capitán Roland Grieg se solazó estirado y somnoliento bajo la enorme cúpula hermética, y por eso no reparó en sus hombres hasta que Zavor se le acercó sonriente con un vaso espumeante de licor carbónico en la mano.

—Esto es vida, jefe, no permanecer embutido días y días en las literas de aceleración del cohete.

—¿Están juntos todos? —inquirió el capitán.

—Sí, jefe...

—Y el hombre nuevo, ¿está con ustedes?

Roland Grieg se incorporó al hacer la pregunta. Zavor se desconcertó un momento y algo vacilante confesó que no, que al hombre reclutado últimamente hacía rato que dejó de verlo.

El capitán se levantó de un salto.

—Ordené que no le perdieran ustedes de vista —exclamó entre dientes, con ferocidad, y Zavor dio un traspié al intentar remediar precipitadamente su torpeza.

—Voy a buscarlo, jefe. Quizá Sholtan no lo dejó solo. 

*  *  * 

David Navas se dejó encantar, quizá con cierta facilidad un tanto desacostumbrada, por el anciano y sabio charlatán que desde Pamplona llegó a la vieja alquería de sus tatarabuelos. Probablemente le sorprendió el suceso en un preciso momento de debilidad psíquica, en el apogeo de una de las crisis en las que con tanta frecuencia cae la juventud soñadora y disconforme. El viejo le habló de tantas cosas maravillosas tan bien y tan deprisa, requirió al joven para una misión tan peregrina y elevada, que no halló reparos que oponerle. Y enseguida se precipitaron los acontecimientos y el tiempo para pensar no vino. David Navas se encontró así de súbito en brazos de la más fantástica aventura que jamás hubiera soñado y con un deber que cumplir tan oscuro como su suerte.

Aquellos hombres extraños lo introdujeron casi inconsciente en la astronave de púrpura y plata, camino de la Luna o de las estrellas. Se sintió embutido en una caliente funda de material plástico, luego en una litera muy estrecha, narcotizado sin perder por entero el sentido, aplastado y más tarde con una rara sensación de no pesar. El tiempo transcurrido de tal forma, ¿dos días?, ¿diez?, ¿una noche de pesadilla? Le pareció eterno. Unos hombres desconocidos se esforzaron por instruirlo en algo y todo fue en su cerebro una vorágine de ideas sin conexión ni sentido, aunque por instinto más bien lograra adaptarse a la nueva situación. ¿Acaso no había soñado durante toda su vida con algo extraordinario? ¿Por ventura no se rebelaba constantemente contra el capricho de sus ascendientes de vivir en la vieja y apartada mansión solariega, mantenida tal como trescientos años antes? ¿No había cavilado en tantas ocasiones en abandonar el agreste y solitario rincón perdido en los Pirineos?

Supo durante el viaje que habría de llamarse Joseph Miller, que sería escocés en vez de español, que contaría treinta años de edad y no veinticuatro y otras circunstancias personales ajenas a las verdaderas. En la más amplia acepción de la palabra, habría de ser «una persona distinta».

Y así fue como Joseph Miller, navegante sideral, se halló dando tumbos y como flotando, aturdido, sin saber qué hacer con los minutos de libertad con que se encontró en la ciudad de la Luna. Sus compañeros, ansiosos de las diversiones y placeres que sabían podían hallar, se desentendieron un momento de él. Miller anduvo sin rumbo por una ancha calle de edificios metálicos de no más de tres pisos, espléndidamente iluminada y llena de gente que hacía en los fastuosos comercios o se aglomeraban ante los anuncios de las salas de espectáculos. La mayoría eran hombres. Las pocas mujeres que vio Miller iban acompañadas. Todas las personas eran adultas y tenían en sus semblantes pálidos como un rictus de amargura. El cielo era invisible, pues las luces de la urbe lunar se reflejaban en la gran cubierta hermética protectora. Miller sintió, de pronto, una profunda nostalgia de su casa solariega de los Pirineos.

—Por favor, señor.

La grave y cantarina voz que resonó en sus oídos le hizo dar un salto, mas al punto recobró un tanto la serenidad. Que le hablara en lengua inglesa no era obstáculo, pues la enseñanza primaria en el siglo XXII incluía los cuatro idiomas comunes del mundo.

—¿No le importará dedicar unos minutos de su tiempo a hacerme compañía? —prosiguió la voz, y una mujer menuda y muy joven y de grandes ojos celestes se le colgó del brazo.

—De ningún modo, señorita.

El aturdimiento del astronauta creció un tanto al oír, de labios de la muchacha, la causa de tan improvisada y agradable petición.

—Dispénseme, pero había de salir de precisión y aquí en Luna-City no es... costumbre que una mujer ande sola por las calles. Le he escogido a usted como acompañante, porque sé que es forastero y va de paso, no tiene gran cosa que hacer con su breve tiempo lunar y, además, actuará como un caballero sin necesidad de recordarle que lo es.

—¡Diablos, pues sabe usted más cosas de mí que yo mismo!

La mujer sonrió, sin cesar en su rápida marcha. Miller había de ajustar su paso al de ella, pues tan liviano le era caminar, que a duras penas había de contenerse para no dar de una zancada un salto de hasta seis metros. Hubo de aguardar un par de minutos a la entrada de un comercio y cinco en la puerta de otra mansión gris y extraña, y por último otro tanto ante la verja pétrea de una especie de estadio. Al fin la muchacha reapareció, anunciando que todos sus encargos estaban hechos y que no quedaba más que regresar al lugar donde se encontraron. El hombre se ofreció, solícito, a portar los paquetes que la mujer sostenía, y se sorprendió de nuevo al notar que todo podía llevarlo sin el menor esfuerzo prendido del dedo meñique.

—En la Tierra eso pesaría cerca de treinta kilogramos —aseguró ella.

Miller iba embebido en la contemplación de tantas cosas nuevas y maravillosas, que, antes de que se diera cuenta total de la situación, la joven se detuvo y le tomó la carga.

—Hemos llegado, señor. Muchas gracias.

Joseph Miller cayó de pronto en la realidad. Y adivinó que se maldeciría siempre si no lograba saber algo más de aquella misteriosa mujer de la Luna que lo había utilizado, en cierto modo, como fiel perro guardián. Le asió la mano, y sin soltársela, la miró a los ojos y le rogó que se dignara disipar algunos de los enigmas que para él constituían su personalidad, su estancia en el satélite y el propio encuentro que había tenido.

—No hay nada enigmático ni sobrenatural, señor —tornó a sonreír la joven—. Mi nombre es Gladys Craver y vivo aquí, en el 3-W de Luna-City. Trabajo como quinto ayudante de mi tío, el profesor Julius Craver y soy nacida en Florida, América, la Tierra, no en Júpiter ni en Betelgeuse.

—Bien, señorita, ¿y cómo supo que yo...?

—Me lo indicó el profesor. Hube de salir y él, desde arriba, me señaló a quién podía elegir entre los transeúntes, sin temor como acompañante. Algo de... telepatía, ¿sabe?

—¡Eso no resuelve nada a mi modo de ver las cosas, señorita Craver! —dijo, con toda sinceridad el aturdido galán.

—Quizá en otra ocasión pueda explicárselo mejor. Tengo prisa, señor. Y usted también la tiene —la muchacha consultó de una ojeada su diminuto reloj anular—, su astronave está próxima a salir y sus compañeros han de andar desesperados buscándole.

—Pero...

—Adiós, señor. Muy agradecida.

Gladys Craver se soltó de la mano y saltó ágilmente a una leve plataforma ascensora. En el bullicio luminoso de la urbe lunar se le perdió a Miller la figura menuda y ondulante, y permaneció un momento pasmado ante la alta casa de línea cubista y reflejos metálicos.

—Y yo no quiero volver a la espacionave. Yo no quiero volver con el capitán Grieg. Yo no quiero... —pensó, pero se acordó del viejo de Pamplona y de su palabra dada, y se encaminó hacia las luces rojas del astropuerto.

Apenas hubo dado un centenar de pasos, cuando de entre la gente surgieron unos hombres excitados que vestían el uniforme de astronautas. Eran tripulantes de la nave de Grieg. Dos de ellos descubrieron a la vez al compañero descarriado, y dando una voz, se lanzaron todos hacia él y le sujetaron por los brazos.

—¿Dónde estuviste, imbécil? —inquirió Sholtan, iracundo.

Miller se dejó llevar en silencio hasta la cercana estación espacial. Otros hombres de la astronave que lo buscaban en distintas direcciones se unieron al grupo, y todos indignados contra el neófito, al que condujeron a empellones hasta un salón donde les esperaban Zavor y el capitán.

—¿Dónde ha estado usted? ¿Por qué se ausentó?

—He dado un paseo por ahí cerca, no sabía...

El joven saltó hacia atrás a su pesar, con las mejillas ardiendo de súbito al recibir dos potentes bofetadas. Roland Grieg se sacudió levemente las manos sin aguardar, al parecer, réplica alguna, pero Joseph Miller se rehizo y, ciego, sin tener en cuenta las especiales condiciones de peso en el satélite, brincó sobre el capitán y le golpeó con furia el mentón. Grieg cayó en el suelo con el rebelde encima, pero se levantó con los ojos llameantes y comenzó a pisotear sin piedad al revoltoso. Era más alto y corpulento que éste y, además, contó enseguida con la ayuda de sus hombres.

Joseph Miller quedó muy pronto fuera de combate. Un vigilante del astropuerto acudió, inquiriendo si se había producido algún acto de desacato entre los miembros de la tripulación astronauta. Tales actos eran severamente castigados por las autoridades espaciales. Mas Roland Grieg se apresuró a declarar que no existían motivos de alarma, que sólo ocurría que uno de sus hombres había sufrido un desvanecimiento sin importancia.

—Llévenselo a su litera, muchachos. Y vayan todos ocupando sus puestos.

—Si no está en perfectas condiciones, no debe llevarle a bordo, señor —advirtió el vigilante.

—Sí lo está. ¿Cómo iba yo mismo a admitirlo, si no, en la nave?

—El reglamento es muy severo sobre esto, señor. Usted sabe que la brigada de sanidad espacial puede ordenar diferir la salida hasta efectuar un previo reconocimiento médico.

—La brigada de sanidad no tiene por qué saber ni sospechar nada —aseguró Roland Grieg, ofreciendo un cigarrillo al vigilante.

Dentro de la pitillera, enrollado, había un billete verde del Banco Mundial.

Muy digno, el capitán Grieg se dirigió al puesto de control del astropuerto lunar. Allí recibió las instrucciones de navegación coordinada hasta la zona de los asteroides y vuelta al satélite terrestre, seguridades para el mejor desarrollo de la empresa y los deseos fervientes de que el viaje fuera afortunado.

A la hora prevista la espacionave púrpura y plata fue remolcada hasta la pista estanca, y a poco de silbar sus motores atómicos fue lanzada en la gélida noche de la Luna al negro cielo tachonado de luceros centelleantes.

Como una estrella fugaz se perdió en el espacio insondable, hacia las órbitas de unos mundos extraños que giraban en derredor del Sol más lejos aún que el rojo Marte. 

CAPÍTULO III

LOS ROBINSONES DE VESTA 

LARS JENSE, el gigantesco danés, hacía su guardia ante el cuadro regulador de los reactores laterales. Era el único miembro de la tripulación de Roland Grieg que había favorecido con unas palabras de benevolencia a Joseph Miller. Y allí tenía al infeliz acurrucado a sus pies, como un perro apaleado. Joseph Miller, a las ciento noventa y ocho horas de viaje, estaba ya más repuesto del castigo sufrido y del desequilibrio operado en su organismo por las para él anormalísimas condiciones físicas de la travesía sideral. Se sentía completamente ingrávido, como si apenas pesara unos gramos.

—Puesto que aun estás vivo, muchacho, ya no te mata ni un meteorito que te estallara en el bolsillo.

—¿Cuánto durará este maldito viaje, Lars? ¿Adónde vamos? —inquirió Miller sin levantar la cabeza.

—A dar una vuelta de más de doscientos millones de kilómetros en total sobre el plano de la elíptica, para poner a prueba la resistencia de los hombres y las máquinas. Un par de meses o así, sin etapas, con base en la Luna.

Miller alzó los ojos, desalentado.

—¡Pero, eso significa rebasar la órbita de Marte!

—Sí, pero no veremos al planeta rojo ni de lejos. Ahora se halla en el punto opuesto de su camino en torno al Sol. Si no, perturbaría la trayectoria de las espacionaves.

El joven ahogó un sordo gemido. Estaba seguro de no poder resistir dos meses a bordo de la nave de púrpura y plata. A más de ser odiado, carecía de misión determinada, puesto que no hallaba en el torbellino de las circunstancias la suya secreta, ni conocía la que le encomendara el capitán Grieg. Además, éste no pretendía ya de él, al parecer, más que divertirse cruelmente con sus penalidades y tribulaciones. Ya no le era absolutamente necesario conservar íntegro su equipo. La prueba del vuelo a los asteroides, al partir del satélite de la Tierra, había dejado de estar sujeta, en cierto modo, a cánones deportivos. Joseph Miller u otro hombre cualquiera podría perderse siempre en accidente sin detrimento alguno para el triunfo de Roland Grieg.

—¡Lars! —gritó desesperado Miller—, ¡deben confiarme algún quehacer, si no quieren que enloquezca! ¿Para qué me han traído, entonces?

El danés apartó un momento su mirada de los cuadros para contemplar con helado gesto de lástima al desdichado. Vaciló como si fuese a decir algo, pero permaneció en silencio. Toda su atención pareció dedicarla al trabajo.

—¿Por qué me habéis traído, di, por qué?

—Déjame en paz, muchacho, o te echo de aquí.

—Tú sabes algo, Lars, dímelo.

Miller se había levantado e intenta zarandear por los hombros a Jense. Éste le atenazó un brazo y lo empujó contra la pared.

—¿De veras quieres que te lo diga? —Y añadió—: En fin, si te mueres del susto, será mejor para ti.

—Dime lo que sea, no temas...

El astronauta arrojó al suelo de un empellón al infeliz. Y como absorto en el cuadro de mandos, de espalda, comenzó a decir sordamente:

—El capitán tiene una extraña manía. No consiente que nadie se le resista. Al que lo hace, si le coge en tránsito sideral, lo destina a vivir en un astro enano que se halle cerca. Ya ha enviado al espacio, así, a tres hombres. El último fue hace dos años, en ocasión en que viajábamos a veinte mil kilómetros de Vesta. Desde entonces Vesta ha dado una vuelta alrededor del Sol, y precisamente dentro de cuarenta horas se encontrará a dieciocho mil kilómetros de nuestra trayectoria.

—¿Quieres decir... que me abandonarán allí?

—Te lanzará en una cápsula de emergencia. La astronave no se detendrá. Vesta es...

—¡Un asteroide, Lars, ya lo sé, uno de los mayores!

—Un mundo que tiene menos de cuatrocientos kilómetros de diámetro, muchacho. Un pedrusco del cielo mil veces peor que una tumba o un infierno. ¡Sólo tiene una ventaja: no podrás vivir allí más de lo que tardes en consumir el oxígeno y las calorías del traje espacial!

—¡Roland Grieg está loco!

—No lo creas. Le gusta la cosa y, además, no sólo queda siempre a salvo de recriminaciones en la Tierra, sino que recibe premios y plácemes. Declara fomentar la exploración astral con sus hombres capacitados, ya que éstos, convertidos en héroes, al partir, le firman un documento legal, donde declaran eximirle de toda responsabilidad. Cuatro hombres de la tripulación firman como testigos.

—¡Os convertís en cómplices de un crimen al testificar tal falsedad!

—Es mejor firmar ese papel como testigo que como explorador, muchacho.

El gigante, fríamente, volvió a su quehacer dando por acabada la charla. Era mejor que un hombre, una vieja y sólida pieza de la espacionave. Ni malo ni bueno: inhumano. Un típico producto del veterano navegante sideral sin elevación espiritual, un hombre al que el giro de las estrellas en su torno con el correr de los años le había atrofiado muchos de los sentimientos atávicos naturales.

Miller sabía que existían estos hombres. En la tierra ya eran objeto de estudio por los psiquiatras. Éstos y otros tantos astronautas que, según su ética, se anquilosaban en un modo extraño de ser. Roland Grieg era otro caso... Pero nada de ello le importaba a él, en su triste papel de víctima propiciatoria. Miller quedó desplomado, exánime. El sopor y la náusea volvieron a invadirle.

Pasaron horas, meses o minutos. Como en sueños vivió escenas varias, unas inconsistentes y borrosas y otras nítidas. Las visiones y los recuerdos se le confundían como los sueños mismos. Firmó algo con el nombre de Joseph Miller, aunque el suyo fuera David Navas. Se dejó inyectar, vestir y preparar como para dormir en algo muy cómodo y caliente. Y cayó entonces en un verdadero sueño, profundo como la muerte.

La astronave de púrpura y plata pasó rauda junto a su inmenso globo de muy irregular contorno, de color terroso, negruzco y azul. Algunos de sus puntos centelleaban en su borde izquierdo, en cuya cara reflejaba el astro la sombría luz que le llegaba del lejano Sol, el cual lucía como una gran estrella muy descollante de las demás.

Sobre el negro firmamento se pintó, un instante una tenue línea dorada que partía de la espacionave de cola de fuego. Dentro de ésta, Roland Grieg, ante la escotilla de proa, lanzó una carcajada satánica. Otro de sus hombres no gratos acababa de ser expelido al pequeño y sombrío mundo diminuto que ni era estrella, ni satélite, ni planeta.

Vesta era en realidad, en el Sistema Solar, como un pequeño escollo en la inmensidad del océano.

—¡Rumbo, Zavor!

—Sin novedad, jefe.

No se había apagado aún la siniestra risa en el semblante del capitán Grieg cuando ya la astronave se hallaba a cien mil kilómetros del mundo enano. Otros muchos surgían a la vista, y cuando rodearan al señalado por los sabios terrestres sería llegado el momento de retornar a la Luna. Mas para ella habría de internarse aún mucho más en el espacio frígido el maravilloso astrocohete purpúreo de Roland Grieg. 

*  *  * 

Cuando Joseph Miller abrió los ojos, contempló un cielo violáceo donde relampagueaban millones de estrellas. La Vía Láctea era como una ancha faja de plata que dividiera en dos el imponente firmamento. Unas extrañas luces rotas, bogaban en el cielo, al alcance de la mano al parecer. Y una suave tristísima luz azulada alambraba en su derredor el más frío y lúgubre paisaje que jamás el astronauta hubiera podido imaginar. Se desprendió de los cascarones de la cápsula de arribo, la cual se quebraba automáticamente al menor choque, y trató de levantarse. El pesado traje espacial le hubiera embarazado en otra situación, pero ahora Joseph Miller, con sólo una flexión de sus piernas se sintió elevado en el aire hasta dos palmos del suelo. Cayó despacio, hasta que sus pies se posaron suavemente en la superficie de aquel mundo a donde fue arrojado por el sádico Grieg.

Y Miller, sin aliento, miró alrededor. Estaba en Vesta, el planetoide sin luz y sin vida: Estaba asido a un islote flotante en el espacio, a un guijarro del cielo, a millones de kilómetros de cualquier ser viviente y envuelto por el vacío sideral.

Ésta era la venganza de Roland Grieg. Por eso con anterioridad, en la astronave, no lo había matado como a un perro sarnoso.

El Sol -la estrella que era el Sol- se puso por un lado del horizonte curvo. La oscuridad se hizo intensa. A poco los picos negros de las rocas se recortaron levemente en el cielo penumbroso. Los luceros y la Vía Láctea daban alguna pálida claridad, muy poca. Unas ráfagas de viento gélido azotaron la picuda y baja montaña.

—Puesto que hay tonalidades y viento, hay atmósfera —pensó Miller.

Pero se guardó mucho de despojarse de su equipo del espacio. Y anduvo con cuidado para no ser lanzado hacia arriba, a tientas, sin rumbo alguno. Sabía que estaba condenado sin remisión. Que moriría tan pronto como el oxígeno, el calor o los alimentos se le agotaran. Pero el instinto de conservación le obligaba a vivir todavía, a esforzarse por ver y sentir mientras un soplo vital alentara su organismo. Después...

Anduvo náufrago sideral por aquel mundo como un gigante de los viejos cuentos, como un ser fantástico en una tierra extraña y diminuta. A cada pocos pasos se le descubrían facetas de la superficie de Vesta detrás del combado y cercanísimo horizonte.

Se descolgó por un declive rocoso hasta lo que le pareció un largo valle y, de pronto, en el apartado y oscuro extremo del mismo, brilló una luz que se le aproximaba rápidamente. Miller se acordó de que en su casco, a la altura de la frente, había un foco eléctrico. Lo encendió y su haz luminoso borró las tinieblas ante él, en una ancha faja divergente, hasta un centenar de metros.

Y vio que una extraña criatura -¿un hombre?- se acercaba caminando a grandes y pausados saltos por el pedregoso valle. Quienquiera que fuese, iba hacia él. Miller, dominado por el asombro y la curiosidad, se quedó inmóvil.

—¿Quién eres tú? ¿Qué quieres aquí?

El náufrago percibió estas palabras en francés en los tonos más disonantes y desgarradores que jamás oyera, a través de los auriculares del casco espacial. El misterioso ser, antropomorfo y de elevada estatura avanzó y le apoyó sus manos en los hombros. Vestía por entero un escamoso ropaje oscuro y la cabeza la tenía cubierta por una descomunal escafandra toda sucia y abollada. A través del cristal superior se le veían fulgurar saltones, unos ojos inquisidores y desconcertantes.

—¡Usted es un hombre! ¡Está habitado Vesta! —exclamó, mejor diciendo en voz alta su idea obsesiva el astronauta.

—Eres de la Tierra... ¡vienes de allí! —rugió el extraño ser, alzando al cielo rutilante sus largos brazos abiertos—. ¡Al fin, Dios!

Luego, de súbito, prorrumpió en un descabalado parloteo, en una larga y deshilvanada exposición de hechos increíbles. Las palabras le surgían a borbotones, como si estuviera sediento de hablar, de hablar y ser escuchado por un ser humano. No le importaba quién fuera el aparecido ni por qué estaba allí. Sólo le bastó saber que no era una visión, un espejismo más de su cerebro torturado, sino un hombre de carne y hueso procedente de la Tierra.

Y así Joseph Miller, olvidado un tanto de su propia triste situación, logró a su pesar conocer algo de aquel singular habitante del planetoide y apiadarse de él. ¡Porque el ser que al principio tomó por un fantasma, no era, en realidad, sino el hombre que, como él ahora, había sido abandonado en Vesta dos años antes por el cruel designio de Roland Grieg!

—Entonces... ¿es posible la supervivencia aquí? —pudo articular el condenado, asiéndose a la esperanzadora idea.

—Aquí no hay nada posible. Esto es un infierno, peor que un infierno. ¡Pero Jules Train está todavía vivo, después de dos largos años de pesadilla, y saldrá de aquí! ¡Tú me ayudarás, Miller, tú me ayudarás a escapar a la Tierra! ¡Quiero morirme allá, hermano, en mi verde campiña de Bretaña!

Jules Train, alborozado, dio unos saltos de más de diez metros. Y prosiguió brincando en torno a Miller, quien contempló en silencio las piruetas del loco robinson del mundo enano.

—¿Cuáles son las condiciones de vida aquí, amigo? —inquirió, cauteloso.

—Ven conmigo. Ven y verás.

Los dos hombres caminaron por el pétreo valle. A cada dos pasos, el curvo y cercano horizonte les mostraba a la vista nuevas facetas pero el paisaje no cambiaba. Compactas rocas, leves y picudas cordilleras, luz fantasmagórica, sin una brizna de hierba, ni muestra alguna de vida animal o vegetal. Sólo el firmamento, en esplendor inusitado, parecía latir en aquella tierra abandonada de la mano de Dios. Millones de estrellas parpadeaban en tonalidades azules, rojas y amarillas. De vez en cuando algo negro y hosco parecía cruzar por el cielo. De vez en vez también, alguna de aquellas formas se inflamaban con mortecina luz y con un sordo fragor se estremecía el suelo.

—Son meteoritos que caen —explicó Jules—. Aquí no es sano pasear por la superficie. Yo salí, porque descubrí el astrocohete y aguardé...

Miller, instintivamente, se dio prisa, la marcha era facilísima. Los movimientos no exigían apenas esfuerzo de los músculos. El caminar era un placer. Así, en poco tiempo, fue cubierta una distancia como de más de cien kilómetros. Las rocas se hicieron más altas y escarpadas. Por un a modo de desfiladero, Miller siguió a su extraño guía hacia un campo de cráteres y grutas. En una vasta explanada, ante la cavernosa boca ancha y baja de una hendidura gigantesca, un tosco tendido de cables metálicos unidos a grandes piedras pulimentadas llamó la atención del recién llegado.

—Yo lo he hecho —dijo el loco, saltando entre la enorme y extraña instalación—. No sirve todavía de nada, tropiezo con dificultades insalvables... ¡Pero lo haremos y llamaremos a los hombres!

Y Jules Train explicó, entusiasmado e incoherente, su ambicioso proyecto de comunicar con los semejantes, para excitar la atención de los hombres de la Tierra, de la Luna, o de los astrocohetes. Pensaba emitir señales luminosas y acústicas, montar una verdadera emisora de radio. Ante el asombro de su visitante, que sabía ya de la absoluta carencia de medios técnicos en Vesta, Jules mostró orgulloso su dura conquista.

—¡Aquí hay gente, Miller! ¡Gente que son mis esclavos!

Horrorizado, el astronauta saltó hacia atrás. Un ser vivo, vivo a todas luces pero infrahumano, avanzó hacia ellos. Semejaba un trozo de roca. Era una especie de tortuga que caminaba empinada en ángulo de cuarenta grados sobre sus remos superiores, un monstruo parduzco con una cabeza diminuta y unos ojillos claros tristes y apagados, pero con una desconcertante expresión que era una extraña mezcla de furor impotente y de súplica, de infortunio y de odio.

—¿Gente? ¿Hombres? —balbuceó Miller.

—¡Bichos! —rugió el francés—. ¡Bichos o lo que sea, que me sirven! ¡A trabajar, bestias!

Y aguijoneó con una pértiga metálica al monstruo que se alejó pesadamente hacia la caverna.

Allí había iluminación. Una claridad celeste que se desprendía de algunos puntos de la pared; la fosforescencia de algunas partículas radiactivas incrustadas en las rocas.

—¿Se da cuenta, Miller, comprende? —chilló el loco, alzando las manos como si quisiera asir el aire luminoso—. No me hace falta generador, ni dínamo, ni acumuladores, ni motor alguno: sólo conducir el fluido, sólo conducirlo, hasta hacer funcionar las lámparas gigantescas, las válvulas y las antenas emisoras.

Joseph Millar no poseía sino conocimientos muy elementales de electromagnetismo y radiactividad aplicada, pero comprendió que aquel iluso jamás conseguiría hacer nada positivo. Carecía de casi todas las materias auxiliares para una instalación eficiente de alguna envergadura. Allí, en aquel pobre refugio sideral, no contaba con nada. Ya alcanzó bastante con sobrevivir... y con soñar.

Los elementos radiactivos naturales, las repugnantes criaturas halladas en Vesta, sin la ayuda de la civilización terrestre, no era nada. Una magnífica fuente de estudio quizá, una valiosa materia prima para el progreso industrial y científico, pero nunca un apoyo para la desesperada situación de unos náufragos carentes de todo. Ya había sido un triunfo el solo hecho de que Jules Train viviera y pensara después de dos años de infernal cautiverio en el mundo enano e inhóspito. A lo más que podía alcanzar la suerte de Jules Train, y como una victoria extraordinaria, era a que el seso se le alterara hasta un insospechado grado. Perecer sin más, hubiera sido lo lógico.

Miller se calló su parecer, aquel día fugaz y los siguientes, y se dedicó a observar el fantástico y único posible medio de vida de su compañero y suyo propio. No dejó de admirar, no obstante, muchos detalles de su ingenio. No tenía otro remedio, de otra parte, sino adaptar sus necesidades vitales a las del loco, quien, de modo infinitamente más difícil a su vez, hubo de adaptar las suyas a las de los habitantes del asteroide. Eran estos pesadísimos seres sobrios, apáticos, irracionales casi, como hechos al duro medio en que vivían. Había entre ellos y el hombre terrestre, en lo moral y en lo físico, mucha más distancia que entre éste y un perro. Los vestianos -«bestias» como les llamaba Train- carecían de muchos sentimientos comunes a los humanos; aunque su recóndita ética, en verdad, fuera todavía un misterio aún para el ciego hombre que los descubrió. Porque Jules Train no vivía más que para su obsesión de regresar a la Tierra utilizando para ello, sin más, cuantos medios tuviera a su alcance. Lástima que fuera un desequilibrado.

—Hay ahora una gran oportunidad, amigo —dijo Miller en la boca de la gruta, mirando al lejano Sol ocultarse por enésima vez tras el combado horizonte—. Un equipo de catorce espacionaves hacen un viaje de entrenamiento de hombres y máquinas a las órbitas de los asteroides. Yo venía en la octava, en viaje de ida. Otras seis pasarán, y después todas de vuelta, con intervalo de mil horas lunares. Me pregunto si cruzará alguna muy cerca de Vesta... Alguna que no sea la del capitán Grieg...

Train levantó centelleantes sus ojos y rechinó con furia los dientes.

—¡No pronuncies otra vez ese nombre ante mí! —Y añadió vehemente, tras un lapso—: ¿Crees que lo encontraré cuando lleguemos a la Luna o a la Tierra? ¿Lo hallaré? —y crispó en el aire sus largos y negros dedos.

—Pensemos antes en el modo de salir de aquí, Jules.

Pero el solitario alimentaba ahora otra idea tan obsesionante o más que la primitiva: vengarse de Roland Grieg. El hecho de que su nuevo compañero fuera también como él, una víctima del capitán astronauta, le predispuso a una amistad entrañable. Ya no tuvo secretos. Le enseñó el modo de dominar a los monstruos, recovecos donde había atmósfera respirable a dos palmos del suelo, los yacimientos de materia radiactiva, la dantesca fragua donde las criaturas esclavas forjaban utensilios con el metal rescatado de los aerolitos que el cielo enviaba en profusión.

—Tenemos cobre, hierro, níquel, oro, platino —decía Jules, haciendo trabajar sin descanso a sus servidores.

—Sí, tenemos de todo, pero, ¿cómo emplearlo con éxito? —respondió Miller—. Además, estos... seres. Les ha caído con su llegada una maldición, amigo.

—¿Una maldición? ¡Yo soy quien tiene encima una maldición! ¡Tú eres todavía demasiado humano, tienes blandos los brazos y el corazón!

Miller le concedió la razón y se propuso alcanzar su nivel de dureza. Era vital. No resultaba prudente en modo alguno disentir con la actuación del loco dueño de Vesta. Lo lastimoso era la nulidad de las probabilidades de éxito. El planetoide continuaba su curso por el espacio, y quizá se alejaba cada vez más de la trayectoria señalada para cada una de las catorce espacionaves exploradoras. Si algo acudía en ayuda de los robinsones no podría ser, precisamente, producto del titánico esfuerzo de Jules Train. Y Miller, sin saber por qué, pensó mucho en sus nevados picos pirenaicos, en su cielo azul, en sus nubes de tormenta, en sus hermanos, en la muchacha de la Luna. Y una angustia le subió a la garganta ante la idea de no volver, un dolor casi físico.

Y rogó en silencio, mirando a las estrellas, un providencial socorro. Era tan inescrutable el destino de los seres humanos...

Tornaron a transcurrir días. Días menudos en minutos y densos en un vivir de pesadilla. El calendario terrestre llevado por Jules en una libreta no ofrecía seguridad a Miller. La noción del tiempo estaba también, como tantas cosas, perdida.

Y ambos oteaban el cielo, como los náufragos en un islote el horizonte limpio del mar inmenso.

—¡Pinche a ésos, Miller! ¡Pínchales sin piedad! —bramó Jules, señalando a unas de aquellas miserables criaturas que con picos arrancaban esquirlas de hierro imantado de un astrolito. Hacían el trabajo lentamente, agotadas, y Miller se resistía a hurgarles con su aguda pértiga las axilas sanguinolentas. Sin embargo, lo hizo. Y el monstruo dañado contuvo un gemido casi humano, y Miller sintió un escalofrío al percibir la mirada malévola de aquellos ojillos turbios.

Las constelaciones siguieron girando locamente derredor del frío mundo enano y hostil. Parecía que todo iba a continuar igual por los siglos de los siglos, hasta tanto sus reservas vitales de los terrestres se agotaran, cuando en una ocasión memorable Joseph Miller fue asaltado por una sospecha terrible. 

CAPÍTULO IV

EVASIÓN AL SATÉLITE 

Si los habitantes aborígenes de Vesta poseían un desconocido intelecto o no, eral cosa en que Jules Train no había pensado en sus años de destierro. Pero Joseph Miller, más sensato, no se dejaba engañar por la aparente docilidad e impotencia de las irracionales criaturas. El hecho de que fueran hombres o bestias, de que en todo caso en lucha abierta ni pudieran competir con los ágiles e inteligentes terrícolas no implicaba una seguridad absoluta.

Y el momento temido por Miller se produjo de modo súbito, fulminante. Aquellos seres no tendrían nociones científicas, quizás obraran por instinto. No pedían provocar estudiados fenómenos físicos, pero un medio familiar en su mundo era la radiactividad de las rocas y acaso poseyeran ancestrales conocimientos de sus propiedades destructivas. Una desintegración nuclear no podría producirse quizá sino de modo fortuito e inesperado, pero por algún motivo -como en la Tierra los animales ventean con antelación la tormenta- los vestianos detectaron la inminencia de la catástrofe. O bien, ¿hubo alguno lo suficientemente preparado, frío y vengativo que la provocara?

Fue mientras Jules Train dormía y Joseph Miller soñaba, absorto en los intrincados problemas técnicos de la utópica evasión. El silencio le volvió a la realidad. Un silencio opresivo, tenaz. El martilleo de la fragua y el ulular de los esclavos había cesado hacía tiempo. No se oía su pesado arrastrar ni sus gemidos sordos, sino un zumbido leve y extraño que parecía formar parte del silencio; como si las rocas vibraran de modo imperceptible, como si el ambiente estuviera vivo.

Miller salió de su recoveco y halló desierto el ámbito de la caverna. Los pequeños faros radiactivos del piso fulguraban, las herramientas yacían abandonadas, el fuego se consumía en sus urnas de aire. Y ni uno solo de aquellos monstruos estaba a la vista. Habían desertado en masa. Ello era tanto más extraño, puesto que no serían capaces de sobrevivir mucho en otras regiones del mísero mundo.

El astronauta corrió al exterior y a la luz de las estrellas pudo ver una larga columna de monstruos que se alejaba a tanta velocidad como les permitían sus pesados movimientos.

¿Retenerlos? ¿Y el zumbido extraño? Optando por despertar a su compañero, retornó Miller a la cueva. Y entonces vio, a un par de metros de altura sobre su cabeza una complicada red de finísimos hilos plateados que conectaban muchos de los puntos de luz del techo y las paredes. Y todos los extremos se juntaban en una especie de pequeña esfera dorada situada en el centro, de la cual emanaba el zumbido misterioso. Aquella instalación no existía allí una hora antes.

—¡Jules! ¡Arriba, póngase la escafandra!

Brincó de su camastro el loco, se vistió y, absorto, contempló unos momentos la red y sus destellos. Apenas oyó los anhelantes comentarios de Miller. Alzó una larga pértiga y dando furiosos alaridos, comenzó a golpear ciegamente los hilos brillantes. Unos chispazos blancos brotaron de la esfera. Jules saltaba como un energúmeno fabuloso. El-zumbido se hizo más intenso y Miller, temeroso, corrió a la salida de la caverna infernal.

—¡Algo va a suceder, Jules, vayámonos de aquí! ¡Cuando éstos han huido...!

—¡Hazlos volver!

—Vayamos los dos, Jules; esa esfera va a estallar.

Unos hilos se le habían enredado a Jules Train en los brazos y le dejaron una tenue señal roja en su escamoso traje espacial. Miller vio a través de la careta transparente, cómo se le erizaban los pelos de la barba.

—¡Deje eso, por el amor de Dios, Jules, hasta que nos expliquen...! —gritó el astronauta desde fuera.

El zumbido se cambió en un silbido agudo que por segundos se convertía en un mugido atronador. El aire se llenó de rayos rojos, verdes y azules. Train, asustado, siguió a su compañero.

¿Dónde están? ¿Dónde están los malditos diablos de hierro y de piedra? A grandes zancadas, Miller y Jules corrieron en pos de la masa parda que huía bajo las estrellas y los astrolitos amenazantes. A sus espaldas la abandonada gruta era una fuente de luz.

La claridad invadía todo el tétrico campo del planetoide. Unas leves ráfagas de calor alcanzaron hasta unos kilómetros a la redonda.

—¡Ahí hay un bombardeo de partículas atómicas! —dijo Miller jadeante sin cesar en su carrera.

Jules Train barbotó unos juramentos. Los dos hombres daban en su alocado huir saltos de hasta treinta metros de altura y más de cincuenta de longitud. La caída era suave, y bastaba una flexión de los pies en el suelo para subir otra vez en una zancada más gigantesca aún. Carecían de peso, al contrario de los seres de Vesta, formados para vivir pegados a las rocas, a los que muy pronto dejaron atrás. Las gimientes bestias tropezaban pesadamente para alejarse de la caverna. Sus amos, impelidos también por el miedo, pasaron raudos y se perdieron al otro lado del horizonte.

La gruta luminosa ya no era visible. Prosiguieron Miller y su compañero viajando por el espacio varias horas, y cuando éste anunció que se hallaban en la antípoda se tumbaron, exhaustos, al amparo de unos escarpados picos.

Y un trueno subterráneo estremeció al mundo enano. Un trueno horrísono que hizo crujir los más hondos cimientos del asteroide. Después, durante largo tiempo, el suelo osciló y algunos picos se desgajaron de las frías cumbres.

Una luz clarísima se expandió de todos los puntos del horizonte. Una luz cegadora y caliente que obligó a los dos robinsones, aterrados, a tenderse de bruces en el estremecido suelo y hundir la cabeza entre los brazos secos y temblorosos.

—¡Es el fin! ¡Oh, Dios, es el fin! —gemía sordamente el loco.

Lloraba de pavor y de furia. Furiosa decepción, al asistir a la destrucción de todo lo creado en dos larguísimos e infernales años.

Joseph Miller pensó igual, pero más resignado, mudo, se dispuso a esperar la muerte.

Y transcurrió tiempo y ésta no llegaba. Los sentidos despertaban siempre de transitorias y alucinantes sombras que los invadían, cual si ya fuera la anulación de la vida. Y pasaron horas interminables. El fragor y la luz cedieron un tanto. Miller alzó la cabeza y se incorporó sobre sus manos. El cielo estaba surcado de estrías de humo que se desvanecía en la atmósfera enrarecida. El mundo enano volvía al secular silencio, a la vacía paz de la casi nada...

Todavía los míseros náufragos del espacio aguardaron largo tiempo apresados por el temor y la desesperación. La fantástica conquista de Jules, aun siendo insuficiente, hasta entonces les permitió vivir y soñar. Ahora, en un momento, todo había sido perdido. No había esperanzas ni hogar. Más amenazadora que nunca, la muerte se cernía sobre los-dos hombres de la Tierra exilados en un pedrusco sideral. Y ellos lo sabían...

—Todo ha terminado, Miller —susurró Train.

—Sí, todo.

Vagaron como fantasmas a la luz de las estrellas lejanas y brillantes sin atreverse a retornar al opuesto hemisferio. Al otro lado del horizonte, las rocas presentaban signos de calcinación, de extraño desmoronamiento. Jules, ante la asfixia, el hambre y la sed, era partidario de regresar a la cueva. Tanto daba morir en un lado como en otro.

Miller, angustiado, oteaba el cielo.

—Todavía es tiempo... todavía es tiempo —se repetía, obsesionado por la idea del posible paso de alguna de las catorce espacionaves de la «operación asteroide».

Y ello fue como una corazonada. Ya se rendía al vehemente deseo suicida de Jules Train, cuando entre los fugaces meteoritos descubrió una familiar estela de suave y firme trazo. La distancia a que pudiera hallarse era totalmente imprecisa.

—Un astrocohete de la Tierra —dijo Miller gravemente, henchido el pecho, señalando la estela, la raya móvil que era como a simple vista se percibía el punto de luz azulada a velocidad fantástica.

Enajenado, Train comenzó a saltar, gritar, moviendo como aspas de viejo molino sus flacos y largos brazos. Maldijo el no tener a mano luces, fuego o alguna cosa que sirviera para emitir señales. Miller no apartaba los ojos de la trayectoria, que parecía describir una gran órbita en torno de Vesta.

—¡Vienen hacia acá, amigo!

—¿Nos han visto?

Permaneció en silencio Miller, grave, taladrando con la vista el firmamento. Sabía que los efectos ópticos eran engañosos, que la imaginación misma era engañosa también. No podían ser vistos, ni ellos ni nada que hubiera en la superficie del planetoide. El astrocohete, su huella mejor, iba a perderse hacia otro hemisferio. Train corrió alocado para trasponer el horizonte del diminuto mundo, pero Miller permaneció inmóvil. Su aguda vista había distinguido -o lo creyó así- un leve punto luminoso que se desprendía de la astronave. ¿Un cohete de abordaje? Vesta prosiguió girando sobre su irregular eje de rotación, y así, Joseph Miller, esperó mirando al cielo. Por otra dirección cardinal surgió, de súbito, una enorme bala tripulada por seres humanos. Raudo surcó el aire a una altura de varios centenares de metros por sobre la fría superficie del planeta miserable, y entonces fue cuando Miller, en la cúspide de un pico, agitó frenético los brazos abiertos. Su figura, recortada en el fondo de estrellas fulgurantes, debía ser visible.

Y lo fue, puesto que la cápsula negra brillante giró en su derredor y perdió altura. Como una ráfaga pasó y retornó, ya a muy poca velocidad. Después, suavemente, se posó en un valle.

Miller y Train corrieron al encuentro de los hombres que surgían de la prominencia transparente. Apenas pudieron balbucear nada en su emocionada bienvenida. Pero aquellos hombres les ordenaron secamente que se mantuvieran a distancia, y al no obedecer Train a tiempo, uno disparó su arma apuntando delante y el náufrago vio, horrorizado, cómo a dos de sus pasos el suelo hervía en una larga franja de un palmo de anchura. Los infelices frenaron su marcha y júbilo sorprendidos.

—No se acerquen. Hay radiactividad. Esperen, quietos —emitieron los cascos de los recién llegados.

Eran cuatro. Uno amenazaba a los solitarios con su mortífera arma. Otro detectaba cuidadosamente con un raro contador supersensible. Los dos restantes sacaron del cohete unos como grandes sacos de materia brillantísima y opaca.

—¿Hombres de la Tierra? —preguntaron.

—Sí.

—¿Están solos en Vesta?

—¡Sí, por Dios, sáquennos de aquí! —rogó Miller.

Uno de los astronautas, cubierto su traje espacial por otro de la misma materia que los sacos que portaba, avanzó hacia los náufragos.

—Dejaos hacer —les ordenó.

El astronauta hizo alguna pequeña maniobra en las escafandras de los desterrados. Los dos se sintieron invadidos por un sopor invencible. Miller, antes de perder por completo su noción de las cosas, notó que era cubierto totalmente en uno de aquellos extraños sacos... ¡Y que los ojos de su salvador eran enormes, rojos, con el iris dorado, como los de un pez fantástico! 

*  *  * 

Así como quien despertara de un sueño de años, como un extraño en la vida o con la sensación de haber faltado de ella por tiempo remoto, así tornó a la conciencia de las cosas Joseph Miller -David Navas, más exactamente- tras un laborioso proceso de sus percepciones sensoriales. Debía haber pasado bastante tiempo -muchos días en la medida terrestre- pues tenía más largas sus ya descuidadas barbas y muy crecidas las uñas. Se halló completamente desnudo, echado en una pequeñísima cámara acolchada donde casi justo cabía su cuerpo. A un extremo había, cerrada, una puerta circular; y arriba, cerca del techo, el cual estando de pie le llegaba a la cabeza, una diminuta escotilla hermética de cristal o materia similar. En un ángulo vio un aparato con un desconocido cuadro indicador. La enjuta estancia, por lo demás, estaba vacía.

Permaneció David con la mirada perdida, reflexionando acerca de los acontecimientos inauditos que le llevaron a tan extraña situación. Su improvisado viaje a la Luna, la muchacha selenita, el choque con Grieg, su bárbara condena, la aventura en el asteroide, y el salvamento. ¿Salvamento? Pero ¿fueron hombres semejantes suyos, siquiera aventureros sin escrúpulos como Roland Grieg, quienes rescataron a él y a su compañero del odioso mundo enano?

David dio un salto y se lanzó a mirar por la escotilla. Torció el cuello cuanto le fue posible para aumentar el ángulo de visión, y no vio al principio más que el negro firmamento tachonado de estrellas. Pero hacia la izquierda del ventanillo un fulgor pálido e intenso anunciaba la presencia de un grande y cercano astro. Horas después, y gracias a un cambio de posición del astrocohete, David pudo identificar el anhelado punto de destino.

¡Se aproximaban al satélite de la Tierra! Prosiguió el astronauta contemplando jubiloso el astro donde vivían hombres. El viaje de vuelta estaba tocando a su término y la Luna era, para él, como una antesala de los Pirineos. Pondría a las autoridades al corriente de lo sucedido, ahora que se consideraba cumplido en la misión encomendada cerca de Roland Grieg.

Sintió deseos de llamar, de gritar, de unir su alborozo al de Jules Train. Pero aguardó, impaciente, a los hombres que lo llevaban a la Luna. Ésta no estaría ya más de doscientos kilómetros por debajo de sus pies...

Mas, cuando la puerta circular se abrió y se presentó uno de los tripulantes de la singular espacionave, David Navas no acertó a expresar con jovialidad su agradecimiento: porque los ojos de aquel ser no parecían los ojos de un ser humano. 

CAPÍTULO V

LOS INVASORES 

Aquel extraño personaje tenía un tronco y dos brazos y dos piernas y una cabeza, como era usual en el género humano terrestre, y su estatura no distaba de la de un hombre de regular corpulencia. Pero ahí quedaba toda semejanza. El color de su piel rugosa era verde pálido, los dedos de sus manos largos y sarmentosos y con cuatro articulaciones, la nariz y la boca casi unidas y algo prominentes, hendida la mandíbula, las orejas sin pabellón, el cráneo alto, pequeño y terso, y los ojos rojos y de pequeñísimas y profundas pupilas donde centelleaba continuamente un desconcertante y agudo punto dorado.

—¿Quién es usted? —inquirió, retrocediendo por instinto, alarmado y sorprendido, David.

El tripulante del vehículo interplanetario esbozó una rara sonrisa, y se quedó examinando el delgado y musculoso cuerpo del terrestre. Después habló en español casi perfecto, despacio, con una voz leve y lejana, como salida de un pozo, sin inflexiones, pero muy audible.

—Ya estás sano. Eres joven, fuerte, inteligente. Podremos comprendernos. No viajas en un bólido artificial de la Tierra; pero no temas nada, podremos ser amigos. Necesitamos amigos en nuestra Luna. Es mejor para todos. No sientas miedo, amigo...

Pálido, sobrecogido de pavor y de repugnancia, David se dejó tocar el pecho y los hombros por la fantástica criatura. Sintió en su piel, frío y suave, repelente, el roce de los dedos verdosos.

—Somos oriundos de Rak —prosiguió el monstruo—, del tercer mundo que gira alrededor de Júpiter. Ganímedes es el nombre que le dais en la Tierra. Ya hemos efectuado muchos viajes a vuestra Luna. Nos gusta. Pero sólo unos pocos hombres de la Tierra conocen nuestra existencia y son amigos. Necesitamos más amigos. Abordamos Vesta porque detectamos allí una gran explosión y nos aproximamos para informar. Vimos dos hombres de la Tierra, posibles amigos, y les salvamos.

—¿Dónde está mi compañero? —pudo articular David.

Precisaba siquiera el apoyo moral de un semejante suyo; así, quizá podría enfrentarse mejor con la nueva situación donde el destino lo arrojaba.

—El otro hombre está contaminado. El otro hombre no nos servirá, ni a sí mismo se servirá tampoco.

—¿Ha muerto?

—No, pero es lo mismo. Es un hombre inútil. Su cuerpo y su cerebro están en proceso de destrucción a causa de la gran saturación de gérmenes radiactivos.

—¿Y yo...?

—Tú sirves. Acudimos a tiempo de salvar tu cuerpo de la desintegración del protoplasma. Mal sitio Vesta para vivir. Buen sitio la Tierra.

—No estábamos en Vesta por nuestra voluntad.

—Verdad, os abandonaron —habló el monstruo, y añadió como para sí—: Los hombres terrestres son bárbaros, tienen instintos de seres primarios, crueles.

—¿Ustedes saben...? Les ha dicho Train...

—Sabemos todo sin oír nada. Hemos leído en vuestros cerebros todo, todo. Pero no sientas miedo.

El hombre de Ganímedes dijo aquello con firmeza, saliendo al paso de la reacción sensitiva de David. Porque éste sintió de pronto, ante el extraño ser, un profundo horror. Un pánico como jamás había experimentado en su vida. No era el miedo animal a los sufrimientos o a la muerte, sino un terror superior, razonado, ante el reconocimiento del elevado grado intelectual de aquellos hombres extraños. Un inmenso temor racional ante la idea de que el hombre de la Tierra no fuera en un futuro sino un simple esclavo, un ser destronado de su preeminente lugar en la escala de la creación.

El habitante del mayor de los satélites de Júpiter se acercó a la escotilla e hizo un gesto.

—Ya nos posamos en vuestra Luna. Hemos construido aquí una ciudad. Te gustará, David Navas, de la Tierra.

El estado de David no le permitió exteriorizar sentimiento alguno de placer. Estaba anonadado. Se dejó conducir a otra cámara donde le vistieron con una tibia ropa interior muy fina, otra más gruesa de color azul y un traje del espacio que le permitía libremente todos los movimientos de sus miembros.

Y se encontré en la cima de una elevada escalera surgida de la astronave y apoyada en la superficie grisácea y gélida de la Luna. El disco del Sol brillaba recortado en un cielo negro, a una altura de cuarenta grados sobre un horizonte de ingentes cordilleras agudas y agrietadas.

David miró el Sol como a algo entrañable. Luego bajó los escalones. Se sentía pesado, habituado ya a la falta de gravedad experimentada en el asteroide. Varios de los hombres de la espacionave, todos vestidos como él, le acompañaban. Otros, aguardaban abajo. Y juntos se encaminaron por el suelo cubierto de cenizas y polvo hacia un gran cráter en cuya boca oscura una alta figura de ojos rojos esperaba portando una especie de gigantesca antorcha de luz blanquísima. David no había visto el globo terráqueo en el firmamento. Coligió que se hallaba en el hemisferio lunar desde el cual el planeta patria era invisible.

—¿No puedo ver a Jules Train? —preguntó al hombre que andaba a su lado, el mismo con quien conversó en la nave de Ganímedes.

—Olvídalo.

—No puedo.

—Podemos hacer que lo olvides.

—No, trataré de olvidarlo yo.

—Mejor, amigo.

El astronauta de la Tierra se prometió ser más cauteloso. No podía presentar batalla, ni aun dialéctica, sin más, a un enemigo poderosísimo cuyas misteriosas fuerzas desconocía. Y los hombres de Ganímedes, en su situación, eran mejores como amigos. Porque un invasor es un enemigo, y aquellos monstruos verdosos, aun siendo sabios y quizás benévolos, eran invasores del satélite de la Tierras.

En el fondo de una caverna profundísima a donde bajaron utilizando una serie de silenciosos descensores, en una explanada enorme y alumbrada por farolas de luz blanca semejante a la antorcha de arriba. David, ya desprovisto de su traje espacial, se halló ante un cúmulo como de medio centenar de viviendas alineadas simétricamente en grupos triangulares de seis. Todas eran iguales, en forma de cubo perfecto. Cada una tenía la entrada y tres ventanucos, uno a cada lado. Parecían construidas en un solo bloque metálico. Una de ellas, la central, tenía en su parte superior un gran estandarte negro con figuras plateadas.

A ella se dirigieron los expedicionarios siderales, y allí David Navas fue presentado al que probablemente era el mayor dignatario de Ganímedes en la Luna. El hombre no le habló. Le examinó un momento los ojos, dijo algo ininteligible a los dos acompañantes y dio por terminado el brevísimo acto. Seguidamente, el terrestre fue hospedado en una de las mansiones cúbicas junto con el hombre de ojos rojos que lo había rescatado del planetoide.

—Puedes reposar cuanto quieras —le dijo éste.

—No estoy cansado. Quisiera...

—Tú desearías ir a la Ciudad Lunar de los hombres de la Tierra.

—Sí —afirmó David sin sorprenderse demasiado, pues ya conocía el asombroso poder telepático de aquellos seres.

—Irás, cuanto estés en disposición de acompañar a los hombres que emprenderán contigo el viaje. Reposa mientras.

David se tendió en un diván e intentó analizar algunos de los puntos de su fantástica aventura, mas pronto hubo de desistir, pues toda ella era un enigma. Precisaba conservar la cabeza fría a todo evento y, por demás, el suceder infalible de las circunstancias irían desentrañando las situaciones que en su torno había acumulado el azar.

Permaneció dormido un tiempo incierto hasta ser visitado otra vez por el hombre de Ganímedes. Ahora iba acompañado, y David saltó de súbito con los brazos tendidos.

El nuevo visitante era un terrestre. Un hombre alto, delgado, de faz rasurada y broncínea, con grandes ojos oscuros y espesa cabellera blanca. Aunque de movimientos ágiles y fuerte complexión aquel hombre debía contar más de sesenta años de edad. Avanzó sonriente y estrechó las manos del joven.

—Soy el profesor Craver, de Luna-City. Celebraría serle útil, señor Joseph Miller; o para ser más exacto, señor David Navas.

—¿Usted también sabe...?

—Yo también lo sé todo, no tiene que explicarme nada. Es de una gran comodidad para usted, ¿verdad? —y volvió a sonreír afectuosa y correctamente el profesor, mientras el hombre verde de los ojos rojos desaparecía.

—Sí, sí —balbució David, desconcertado. Y de pronto—. ¿Celebraría usted serme útil? ¡Pues bien, dígame quiénes son esta gente y qué pretenden, y ayúdeme a volar a Luna-City para informar a las autoridades de la Tierra!

—Al manifestarle que me agradaría serle de utilidad me he referido, sin duda, a ayudarle; pero siempre a tenor de ciertas condiciones, siempre que obre usted como yo le diga.

—¿Y si yo decidiera otra cosa? —retó David.

El profesor se encogió de hombros con indiferencia.

—Sería una lástima. No conseguiría nada... ni sobrevivir dos minutos, siquiera.

David se estremeció, a su pesar.

—¿Me... asesinaría usted?

—Yo, no; ellos.

—¡Pero usted sería cómplice, usted, profesor!

—No opine demasiado mal. Escuche, por favor.

Y el profesor Craver expuso claramente, sin rodeos inútiles, la situación real. No era al caso cómo él mismo, profesor de ciencias, investigador selenita comisionado por el gobierno de la Tierra y prohombre de Luna-City, había entrado en relaciones con los hombres de Ganímedes. Éstos estaban ya establecidos en el satélite terrestre, en la cara opuesta al planeta, antes de que los terrícolas iniciaran la colonización del cercano astro. No eran salvajes ni feroces en modo alguno, ni pretendían en principio dañar al género humano. En tal caso podían y sabían ser temibles. El profesor Craver, admitido como amigo, tendía al establecimiento de una coexistencia pacífica. Claro, todavía ello, para llevarlo a cabo de un modo público y oficial, requería sumo tacto. El menor desliz precipitaría los acontecimientos de tal modo, que fuera posible llegar a unas hostilidades abiertas, y entonces la Tierra se vería envuelta en la mayor catástrofe de su historia. Los hombres de Ganímedes no eran crueles por naturaleza, pero tenían una ética particular, una idiosincrasia que en muchísimos puntos distaba de plano de la de los hombres del tercer mundo solar. Contaban también, entre sus poderes de toda índole, con bastantes aliados terrícolas. Una especie de secta. David Navas no podía ya sino pertenecer a ella también, sin serle dado escoger.

—Aparte se da el caso especial, muchacho —prosiguió Craver—, que usted es un ente extraño en nuestra comunidad terrestre. Usted salió de la Tierra formando parte de la tripulación astronauta del capitán Roland Grieg pero bajo personalidad supuesta e ilegal. Su actuación ha sido una pura paradoja. Agente secreto intruso en la astronave del mercenario Grieg y a la vez cómplice suyo para hacerle triunfar en la «operación asteroide» desertor de la policía mundial sin ser miembro ni colaborador oficial de ella, tripulante astronauta rebelde, náufrago sideral, y ahora, aliado de los hombres de Ganímedes. David Navas, oficialmente, ha sido dado como fallecido en la Tierra; Joseph Miller, así mismo de modo oficial, ha muerto en ruta interplanetaria. Usted, amigo mío, no existe ya para nadie ni a nadie le importa que exista. Mejor dicho, importa mucho que no exista. La comunicación secreta transmitida a Luna-City desde la sede de la Policía del Espacio en París se ha interesado veladamente por su persona, es decir, por la definitiva desaparición de su persona, pues aún su empleo en este desdichado caso creo que fue un estrepitoso fallo, una verdadera calamidad que le ha costado el destino a más de un alto jefe de la organización.

David se mesó los cabellos y dirigió una inefable mirada de desaliento a su interlocutor. Así, ¿aquel encantador viejo de Pamplona era un irresponsable? ¿Su propio e inmenso sacrificio había sido nulo? ¿Su azarosa y pobre misión era falsa y desdeñada?

—¡Yo puedo hacer valer mis derechos, yo puedo demostrar...! —opuso indignado, pero sin entera firmeza.

—Es absurdo intentar algo. De todas formas, parta del hecho concreto siguiente: los hombres verdes de Ganímedes no le dejarán libre si no es como aliado incondicional.

—Bien, pero yo después obraré como me plazca.

—No podrá. No le será posible desasirse jamás. Le leerán con claridad, siempre, sus más recónditos pensamientos.

El infeliz alzó con desesperación los brazos y después hundió en ellos la frente. Sollozando, rogó al profesor que le sacara de allí, que le llevara junto a sus semejantes.

—Haré lo que usted desee, profesor, lo que ellos deseen. ¡Pero lléveme con usted!

—De acuerdo, muchacho, esperaba que accederías. Es lo más sensato. 

*  *  * 

En el pequeño avión triplaza de reacción atómica del profesor Craver, ambos emprendieron el viaje a la ciudad lunar. Apenas se dejaron ver de David los hombres de Ganímedes. Una brevísima despedida, un obsequio en equipo y dinero, buenos deseos. Era lógico que los sabios hombres verdes no quisieran impresionar más con su presencia al nuevo aliado terrestre, que ya quedaba exclusivamente al cuidado del anciano profesor, amigo de los invasores.

David Navas entretuvo el largo tiempo del vuelo examinando el monótono y lúgubre paisaje del satélite. El Sol marchaba ya cerca de su ocaso, dando por finalizado el día lunar de trescientas treinta horas. Mas la velocidad del reactor era superior a la de rotación, del astro y el día se alargaba a despecho del cronómetro. Todo el viaje sería un crepúsculo al revés. Llegarían los viajeros a su destino, aún siendo éste en el opuesto hemisferio, en las últimas horas de la noche «anterior».

Circos y cráteres majestuosos, ingentes montañas, inmensos valles de ceniza y piedra desnuda desfilaron ante la abstraída mirada de David. La Luna era todavía un mundo misterioso, inexplorado totalmente en su mayor parte. No era extraño que la colonia de los habitantes de Ganímedes permaneciera desconocida. El hombre de la Tierra que pisaba la Luna no ansiaba más que riquezas, arrancar de sus entrañas vírgenes minerales preciosos o materias primas para productos industriales más preciosos aún. ¡Qué lejos estaban de sospechar que allí, a un vuelo de avión, estaba latente un rival poderosísimo y enigmático capaz de despojarlo de su hegemonía en el mundo-metrópoli.

—No vea la situación en un plano tan pesimista, muchacho —habló el profesor, que sin duda poseía también la rara facultad de sus aliados—. Nosotros, en realidad, no somos traidores a nuestra raza. Constituimos más bien una tercera fuerza entre nuestros hermanos y los invasores extraterrestres, una especie de escudo aislante. Pero esto ahora no le puede sonar muy claro. Ya lo comprenderá mejor más adelante. Si le apunto algo, es para levantarle un poco la moral.

Después David fue recibiendo instrucciones y consejos para el mejor desempeño del papel que había de representar en Luna-City. Entre otras cosas era necesario que volviera a adoptar otro nombre, otra personalidad, pues a la entrada en la ciudad habría de ser registrada su identificación. En la muñeca se halló una pulsera de platino con un número y en el bolsillo de seguridad documentos a nombre de David Capdevil, un minero a las órdenes del profesor, que trabajaba en uno de los más lejanos yacimientos.

—Ese hombre murió —explicó Craver—. Un accidente lamentable. Se dan muchos. Disponemos así de documentaciones y controles de identidad, pues todas las bajas no las comunicamos al Gabinete Demográfico. Si es posible, para las suplantaciones precisas procuramos que coincidan los nombres de pila y otras circunstancias. Es más cómodo para el impostor. ¿Le parece?

Todo fue aceptado en silencio por el improvisado aventurero del espacio. ¿Qué otra cosa podía hacer? En el fondo de todo aquel asunto hallaba algo consolador, y era que del profesor Craver, aún bajo su posición de agente de los fantásticos invasores y sin esfuerzo por su parte, emanaba un halo de elevación espiritual, de nobleza y rectitud que conquistaba confianzas y paliaba recelos. No se podía concebir que sirviera voluntariamente a los monstruosos personajes de otro mundo sólo por miedo a sus represalias o por apetencias de medro personal.

—Falta una hora para que volemos sobre el Mar de las Tempestades —dijo en una ocasión Craver. Los enormes circos y las montañas de agudas crestas se sucedían. Dos o tres veces David creyó distinguir cúmulos pequeñísimos, caparazones transparentes y tendidos de antenas. Eran expedicionarios acampados. Al paso del avión emitían por radio un saludo al que correspondía el profesor. Al fin, bajo el cielo negro y las parpadeantes estrellas, apareció la luminosa ciudad lunar. Sobre un horizonte a menos de la mitad del cenit, brillaba la Tierra, hermoso globo azul estaba a la sazón en cuarto creciente, así que un observador terrestre estaría viendo al satélite en cuarto menguante.

—¿Hemos llegado?

—Sí. Ah, una última recomendación: si se encuentra con el capitán Roland Grieg no se dé a conocer. Finja hallarlo por primera vez. David Capdevil y él nunca, se conocieron.

—¿Está ahí Roland Grieg? —inquirió David con una súbita animación en sus pupilas y sintiendo una sacudida.

—Quizá, pero no olvide su misión.

La zona estanca del astropuerto se abrió con tan perfecta sincronización para dar paso al avión, que éste entró en la pista de aterrizaje sin apenas disimular su velocidad. Los trámites de control estelar se llevaron a cabo con toda normalidad. Los dos hombres, libres ya del traje espacial, penetraron a pie en la urbe terrestre de la Luna. Y David no pensó entonces en su temible enemigo, ni en su comprometida situación, sino en la muchacha de ojos celestes con quien anduvo por aquellas avenidas grises y policromas a un tiempo, tétricas y luminosas, extrañas... 

CAPÍTULO VI

DAVID NO OBEDECE 

EL nuevo correligionario de los aliados de Ganímedes comenzó una etapa de iniciación teórica en algunas de las costumbres de los hombres verdes del satélite de Júpiter; pero, más que nada, en el cariz de «tercera fuerza» que pretendía darle el profesor Craver. Pronto comprendió que todos los miembros de la secta no eran de la entera confianza de éste, pues sólo actuaban encandilados por las prebendas que de sus futuros amos podrían conseguir, sin importarles la adversa y justa reacción de sus coterráneos.

—¿No teme usted, profesor, que los «ganimedecos» le detecten esa faceta de sus intenciones, que seguramente no les será agradable?

Craver sonrió con suficiencia.

—Hay un sistema de seguridad para cerrar todo paso hasta las propias ondas cerebrales conscientes. El que yo llamo «de las cancioncillas locas». Pero ello requiere un aprendizaje, y para eso tendrá usted un profesor especial desde mañana. Creo que con diez sesiones de una hora podrá usted resistirse con éxito a todos los telépatas del Universo.

David fue alojado en la planta inferior del 3-W de la ciudad, la gran mansión cubista de aluminio en donde Craver, además de su vivienda, tenía sus laboratorios, museos, archivos y oficinas. Mujeres silenciosas trabajaban en los distintos menesteres, muy pocas, pues las máquinas «robots» se bastaban casi para todas las necesidades mecánicas. La planta baja era distinta, pues en un gran salón cubierto de cómodas literas -una le fue asignada a David- eran hospedados diariamente hombres de paso que de algún modo servían a las actividades del profesor dentro o fuera de la ciudad. Sólo tres disponían de apartamentos independientes, porque eran los funcionarios fijos de la casa, y vivían con sus esposas.

Desde su llegada, el aventurero no dejó de pensar que en aquella misma mansión moraba la muchacha de los ojos celestes... Pero no la vio ni dijo nada; aunque en secreto no deseara otra cosa. Por eso aquella mañana, al disponerse a recibir la primera lección de «cancioncillas locas», experimentó la más grata sorpresa, la única grata desde su colosal salto de los Pirineos. ¡La profesora de tan extraña asignatura era Gladys Craver, la sobrina del profesor!

—También en la Luna se dan casualidades, señor —dijo ella tras el saludo de presentación, una vez quedaron solos.

—Una casualidad que me encanta, señorita. Espero que esta vez no me desaparecerá usted al igual que la anterior.

Hizo la joven un mohín y de repente adoptó un gesto lleno de gravedad.

—Comencemos, señor. Haga el favor de atender —y tomando unos diagramas dispuestos al efecto, con un largo estilete fue señalando al tiempo que explicaba claramente en las ilustraciones el mecanismo cerebral.

La parte práctica de la clase era opuesta de todo punto. Se refería a la enseñanza de una serie de cancioncillas intrascendentes y absurdas, pero no cantadas de viva voz, sino pensadas, recorridas profundamente una y otra vez en la imaginación. El objeto de ellas era ocupar el pensamiento en un momento dado, con algo que encubriera o enrevesara otras ideas haciéndoles perder toda nitidez. De tal modo un cerebro receptor, el de un telépata, no podría discernir idea concreta alguna. Como si en una pantalla de televisión se dibujaran de modo simultáneo varias emociones distintas. La perfección en el empleo de este sistema antitelepático hacía posible incluso que el telépata, en su desorientación, ignorara la jugada de que voluntariamente estaba siendo objeto por el «telepatizado».

«El trompo tiene una púa y el erizo tiene mil, tiene mil.

Dos mil púas no tiene el trompo, no tiene,

y el erizo no lo puede bailar,

no lo puede bailar...»

Con despecho de la profesora, David acogía estas enseñanzas con hilaridad, aunque no se le ocultara su necesidad trágica. Así un día y otro, hasta que uno de entre ellos David sintió que se quebraba el encanto en el que vivía tras tantas y tan terribles-vicisitudes.

A la hora de costumbre acudió a la clase. Le interesaba más la presencia de la muchacha que la utilidad de las lecciones, con ser éstas vitales, y se halló con que aquel día disponía de asueto.

—Gladys Craver ha salido, señor —le informó la mujer del laboratorio—. No volverá en varias horas.

El profesor estaba ausente. David retornó a su alojamiento y se puso distraídamente a mirar a unos hombres que jugaban al ajedrez con el «robot» de los recreos. Otros charlaban cansinamente, y David sorprendió a su pesar retazos de conversación.

—¿Sabes a quién he visto salir, acompañado de la chica joven de Craver? No lo puedes imaginar.

—Al emperador de Saturno, supongo.

—A Roland Grieg, en persona.

David recibió como un impacto; pero no dejó traslucir emoción alguna. Roland Grieg era un hombre que acaparaba la admiración de todos. Era el más audaz viajero interplanetario, el héroe de muchas competiciones y sucesos, un personaje actual con fama de legendario. Pero nada de ello importaba a David. El hecho que se le clavaba dolorosamente era el de Gladys Craver junto al odiado Grieg, admirándole también y acaso feliz en su .compañía.

¿Celos? ¿Por qué? Indignado consigo mismo, el joven rechazó tal idea. Pero ya no podía estar allí, inactivo, esperando... esperando no sabía qué. Salió, aunque tal cosa no debería hacerla sin permiso del profesor, y anduvo sin rumbo por las calles tristes y luminosas, llenas de gente y a la vez con sensación de soledad que da el artificio puro, la total carencia de elementos naturales. Caminó a ciegas por aquellas avenidas sin cielo y sin árboles, sin brisa y sin crepúsculos. Luces, alimentos, música, espectáculos no faltaban; pero todo en conserva aportado de otro mundo. De un mundo de verdad: la Tierra.

Merodeó el joven por todas partes, a disgusto, como animal enjaulado, solo, sin meta, pero con el oculto deseo de hallar a Gladys Craver. Fijaba su vista en cada mujer, en cada figura que de lejos le pareciera femenina, para comprobar si era ella.

«Bien –pensaba- y si la veo con Rolando Grieg... ¿qué haría? ¿Qué habría de hacer?» Y se respondía: «Nada, imbécil, irte a dormir a tu litera y aguardar a lo que quieran hacer contigo los monstruos verdes de ojos rojizos.»

En verdad que las circunstancias no se le mostraban muy propicias al desdichado aventurero. Y además él, que parecía tener la facultad de echarlo todo a rodar.

De súbito los descubrió. Estaban ante una máquina «barman» sirviéndose licores en el vestíbulo bajo y ancho de una sala de espectáculos. David quiso pasar de largo, pero sin pensar se detuvo y quedó clavado, mirando. Cuando decidió seguir, era tarde. Roland Grieg, imperturbable, lo estaba mirando a él. A David le zumbaban en los oídos sus propias reflexiones anteriores «nada, imbécil, irte a dormir a tu litera». Sin embargo, no se movió cuando Roland Grieg se adelantó hacia él y pareció taladrarlo de pies a cabeza con sus frías, duras y profundas pupilas.

—Joseph Miller, ¿qué haces aquí?

—Yo no soy Joseph Miller —contestó hosco, ceñudo, el joven—. Ni sé por qué se dirige a mí. —Añadió recordando la recomendación el profesor—: Yo no le conozco a usted.

Gladys Craver se acercó a los dos hombres.

—David, acompáñenos. —Y a Grieg—: Es David Capdevil, uno de los auxiliares de minas del profesor.

—David —repitió el capitán astronauta con lentitud, como para sí, con los ojos entornados y el anguloso rostro impenetrable.

Tornaron a la máquina servidora de bebidas. Allí se excusó un instante Grieg, y en el emisor de muñeca dijo unas breves palabras. Después echó en la máquina monedas bastantes para ofrecer una espléndida invitación a Gladys y a David.

—Hemos de regresar enseguida, señor Grieg —dijo ella—; esto es un derroche de gentileza y de tiempo.

—Diez minutos más, señorita Craver, apenas nada.

Pero fueron más que suficientes los diez minutos. Antes de ese tiempo, Zavor y dos hombres más de la espacionave de Roland Grieg llegaron a la inmediata máquina «barman». David los vio y percibió también la mirada de inteligencia que cruzaron con su capitán. La situación se hacía tensa. No obstante, el joven se esforzó por mantenerse en su papel.

Al encaminarse los tres a la casa del profesor, los esbirros del capitán les siguieron a cortísima distancia. Atravesando una avenida, como por casualidad, dos hombres se pusieron a los lados de David. Grieg, conversando, se adelantó un poco con Gladys, ya a muy corta distancia de la casa.

—Véngase con nosotros —le susurró Zavor a David con voz baja y conminatoria.

—No.

Los que le rodeaban asieron a David de los brazos. Uno de ellos lo pudo conseguir apenas. El otro sí, mas el aprehendido dio un violento tirón y a la vez-se revolvió y le descargó un fuerte puñetazo en la cara. El hombre se tambaleó. Zavor fue en su auxilio y ante sus ojos se desplegó como una lluvia de estrellas al caerle sobre los ojos los puños del minero de Craver. A causa de la necesidad de menor esfuerzo en la Luna, los golpes de David eran de una contundencia extraordinaria.

Gladys se volvió, alarmada. Roland Grieg apretó las mandíbulas y de un salto se plantó ante el rebelde. Entonces para David desaparecieron las tonalidades grises de la ciudad agazapada bajo el cielo sin aire y todo lo vio rojo.

—¡Esta vez no te concedo cuartel, Roland Grieg, hazte conmigo, si puedes! —gritó David lejos de toda reflexión, y arremetió contra el viajero del espacio atacándole con inusitada furia y precisión cada rasgo de su faz broncínea y odiada.

Los transeúntes, quizá halagados por el singular espectáculo -un raro espectáculo, un raro espectáculo era en el siglo XXII una lucha cuerpo a cuerpo a la antigua usanza- hicieron una especie de corro. Otros se apresuraron a avisar a las autoridades. Agentes callejeros de orden público no existían ya desde casi un siglo, en las urbes terrestres.

Gladys permaneció un momento indecisa mientras David, dando suelta a todo su odio acumulado, a su ansia de no caer otra vez en manos de los astronautas mercenarios luchaba como un energúmeno.

—¡Acaba con él, Zavor, acaba! —vociferó Grieg, doblándole a David los brazos sobre la espalda hincándole en ella una rodilla.

Zavor esgrimió un arma. La sobrina del profesor entonces se le abalanzó para sujetarle el brazo y varios hombres del corro la secundaron. Aquello ya no era divertido. David se arrojó al suelo con Grieg encima y ambos, con los dos hombres y otros más que acudieron, rodaron en montón deforme.

Ululó una sirena. Contendientes y espectadores se separaron. David se escabulló y de dos zancadas, se refugió en la casa del profesor y pidió auxilio para Gladys a los funcionarios del salón de literas. La muchacha regresaba ya, desencajado el rostro y con un gran desgarrón en el traje.

—¡Es usted un salvaje! —le dijo a David al pasar por su lado, tras echar el cierre automático de la entrada.

El llamador, accionado desde fuera, zumbó de modo insistente. Y de los pisos superiores del ascensor, surgió la figura del profesor Craver quien, ceñudo, ordenó a David que se recluyera en su rincón. Allí fue el joven atendido por una de las mujeres de edad. Presentaba numerosas contusiones y magulladuras, principalmente en los nudillos, donde tenía señalados algunos dientes de sus enemigos.

—Esto puede valerle su expulsión a la Tierra o una estancia de diez días lunares en el yacimiento penal del cráter Copérnico —le explicó más tarde un compañero de dormitorio que presenció el final de la lucha.

—¿Dan a elegir entre ambas cosas?

—Quizá, pero no le aconsejaría el regreso a la Tierra en tales condiciones.

En el cuadro de llamadas se encendió una luz azul con un número.

—El profesor Craver requiere su presencia, David Capdevil.

La parte frontal del piso primero estaba ocupada por el enorme salón de trabajo del profesor. Allí estaban con él Roland Grieg y Zavor, ambos con apósitos sanitarios en el rostro, uno de los amanuenses de Craver y, sentada junto al ventanal, de espaldas; Gladys. Los agentes de la policía ya habían sido alejados por el prohombre de Luna-City.

David entró con el ceño fruncido y se quedó parado, en posición de forzada humildad, ante el profesor Craver. Éste no trataba de ocultar su enojo.

—David Capdevil, espero que no dará nunca más lugar a un hecho tan bochornoso. El capitán Roland Grieg es amigo mío personal y colaborador y por tanto ha de ser mayor su respeto. Me ha dado toda clase de explicaciones. Ha tenido un error en principio, pero, la conducta de usted carece de calificativos. Reconozca que se ha excedido y pídale disculpas.

David permaneció hosco, inmóvil. Comprendía que aquello era una jugada diplomática de oculto alcance del profesor, pero lo que le pedía era duro de cumplir.

—Le pido disculpas a usted, profesor. Perdóneme —pudo responder al fin. Y añadió—: Y usted también, señorita, excúseme.

Gladys no contestó.

—Y al capitán Grieg, ¿qué le dice? —insistió el profesor—. Tenga en cuenta que habrán de trabajar juntos.

David sudaba ante el dilema, pero ahora cambió la expresión de su rostro y adelantó un paso, como si no hubiera escuchado bien.

—¿Trabajar juntos? ¿Aquí con usted?

—A mis órdenes, pero no aquí. En la otra cara del satélite.

—No, señor. Yo no me voy con ese hombre.

Roland Grieg cerró los puños y, con fastidio, se alejó despacio hacia el ventanal donde continuaba Gladys mirando al exterior. El profesor adoptó tono más conciliador y más cortante también.

—Escúcheme, David, esto es más serio que lo que usted supone. Hemos decidido, «en el otro hemisferio Lunar», disponer de sus servicios. Usted debe obedecer. No tiene otro camino. ¿Me comprende bien?

—Sí, profesor; pero, ¿qué sucedería si me negara?

—Lo entregaría a las autoridades. Aquí la rebeldía tiene un durísimo castigo.

—Pues hágalo, profesor —exclamó David triunfante y retador.

Craver se dirigió al amanuense.

—Proyecte el final del expediente de Richard O'Flaherty, Donat, para que lo vea el señor Capdevil.

Después dijo a David:

—O'Flaherty era un hombre joven y valeroso, capacitado física e intelectualmente, un valioso aliado, en suma, para cualquier misión que le encomendaran sus semejantes de la Tierra... o de otro mundo del espacio. Se rebeló y optó por ser entregado a la policía terrestre de la Luna. Creía que por ser portador de interesantes secretos estaría a cubierto de la terrible sentencia del tribunal lunar. Pero es el caso que de súbito lo olvidó todo, todo... Todo lo que hubiera tenido algún interés para las autoridades.

El proyector estaba dispuesto en un extremo del salón. Gladys y Grieg no se acercaron a mirar. David vio en la pantalla en relieve horribles escenas del yacimiento penal del cráter de Copérnico. La cinta estaba centrada en un recluso, un hombre joven y fuerte, cuya expresión definitiva se tornaba angustiosa e idiotizada, el cual, en cada escena, parecía más flaco y depauperado. Flagelaciones, torturas físicas y mentales, agotadores trabajos en el subsuelo, hacían del desdichado, a lo largo de medio año, una repugnante piltrafa, sin apenas nada de humana...

—Este documental, naturalmente, no está tomado con cámaras normales ni con procedimientos terrícolas. Quien tomó estas escenas, desde una distancia de cien mil kilómetros, tampoco era un ser de la Tierra —aclaró Craver, disipando las dudas sobre un «film» amañado.

Cuando cesó la proyección, David estaba lívido. Se sentía impotente, absolutamente desamparado ante el poder fantástico y diabólico del cual se hallaba preso. Mas en el fondo le vibraba la férrea voluntad, la personalidad indómita de aquellos antiquísimos conquistadores españoles, que antes de retroceder ante un peligro se consumían en él. A prueba más dura, hombre más duro. Sucumbir o triunfar, dos extremos sin términos, escogidos por los ibéricos innatos, los que a través de siglos dieron razón de existencia a las viejas y gloriosas epopeyas.

—¡Usted ganará, profesor, pero si me deja solo con Roland Grieg y con las manos libres, le haré escupir las muelas y los pulmones! —chilló David furioso.

Craver respondió con suavidad.

—Lamento que sea tan insensato, hijo mío. Su furia es plausible, pero nula en absoluto frente al poderío que se opone.

—Todo es cuestión de tiempo, señor —dijo David, y de un prodigioso salto se lanzó de cabeza a través del gran ventanal de plástico.

Inmediatamente se pusieron en movimiento todos los moradores de la casa del profesor Craver. Roland Grieg se inclinó sobre la balaustrada, Zavor y el amanuense corrieron al ascensor y el profesor a sus teléfonos de mesa. Gladys, sin ser advertida ni estorbada por nadie, en la confusión reinante, se entretuvo en desconectar con un punzón de marfil ciertas conexiones de un cuadro protegido en una vitrina. Y David Capdevil llegó al suelo, atenuada su caída por la fuerza de gravedad del satélite, y corrió por las calles grises y luminosas hacia la única oficina policial que conocía: la del astropuerto de la ciudad. Allí se presentó jadeante, y como su atuendo no era de viajero ni navegante sideral, hubo de aguardar ciertos trámites de reglamento de la guarnición militar de las instalaciones. Pedía con vehemencia una entrevista urgente con el jefe de mayor jerarquía. Hizo valer, aun sin credenciales algunas, su condición de agente de la policía del espacio.

Funcionaron con celeridad unos dictáfonos entre distintas dependencias y, al fin, David fue introducido en el despacho del coronel Buchajew.

Era el coronel un hombre alto y flaco, erguido y grave siempre, como si se hallara en una parada militar, de nariz aguileña y barbilla gris, de vieja tradición. Fue uno de los primeros exploradores selenitas y el forjador, en gran parte, de la colonización del satélite. Había rehusado su retiro del servicio activo, pues en la Tierra, decía, ya había demasiada gente inútil. Se consideraba permanentemente de guardia, aunque ya casi todo discurría por cauces rutinarios en el interior de la urbe, y por eso, ante la demanda del misterioso visitante, no delegó en oficiales subalternos. Ansiaba en cierto modo, en secreto, que se produjera algún suceso importante. Ello daría lugar a que su hoja de servicios se enriqueciera más todavía. Era una de sus legítimas ambiciones.

—Si este hombre fuera David Navas, el agente secreto improvisado en media hora por un viejo policía, allá en los Pirineos, y desaparecido en el espacio... —pensó, pero rechazó enseguida tan hipotética idea.

—¿Quién es usted y qué desea? —inquirió del hombre sucio y afanoso que tenía delante.

—Soy David Navas, señor. Me persiguen. Quiero darle cuenta...

Zumbó el receptor de mesa. El rostro de un oficial apareció en la diminuta pantalla.

—Visita urgente, coronel: profesor Craver y capitán astronauta Grieg. Asunto del mayor interés —informó el altavoz.

—Que aguarden.

—Vienen por mí, señor, protéjame de ellos —dijo alarmado David.

El parlante zumbó de nuevo en clave de rebato.

—Ruegan ser recibidos inmediatamente, coronel, junto con el hombre recién llegado. Asunto de extrema gravedad.

—¡Escúcheme antes, señor! —exclamó el aventurero, angustiado—. ¡Quieren evitar que yo le denuncie a usted...!

—Que pasen —había ordenado el coronel.

Y se levantó, sin dejar adivinar emoción alguna, aunque se mantuviera tenso y expectante ante las inesperadas y raras circunstancias.

David se mordió los puños y se colocó de espaldas a la puerta.

—¡Son falsos, señor, no les crea! —chilló, fuera de sí—. ¡Hay otra gente, otros hombres en la Luna...!

Craver y Roland Grieg aparecieron acompañados de un oficial y dos soldados. David dio un salto y se refugió al otro extremo de la gran mesa metálica del coronel, y lejos de sus enemigos. Los soldados se le pusieron cerca, vigilantes.

—Aunque está desarmado es un hombre muy peligroso, coronel —intervino el oficial, justificando su leve estrategia—. Estos señores lo han avisado.

—¡Mentira! —rugió David, haciendo ademán de saltar sobre Grieg.

—¡Silencio! —ordenó el coronel con firmeza—. Hable sólo quien sea preguntado por mí. Usted, profesor.

—Perdón, coronel. Hemos querido advertirle. Este hombre pertenece a mi equipo de mineros, y ha sufrido terribles trastornos a causa de las emanaciones de Neptuno. Ha enloquecido, no sabemos hasta qué punto.

Fue David a interrumpir, a defenderse, cuando sus pupilas fueron heridas por un raro y suave reflejo dimanante de un adorno dorado del peto brillante de Roland Grieg. Éste, imperturbable, con una levísima curva en sus labios prietos, estaba puesto de forma que el reflejo diera de lleno en la frente de David.

—¡No! ¡No! —gritó con desgarradores alaridos, el rebelde, adivinando el maléfico y enigmático ataque.

«O'Flaherty de súbito lo olvidó todo, todo...», le vibraba en la mente, avisándole el peligro terrible.

Grieg se movía imperceptiblemente, pero de modo que el reflejo no dejara de dar en el preso. David. Cerró los ojos e inclinó la cabeza, chillando como un animal cogido en un cepo torturador. Apenas podían inmovilizarlo los-soldados, y el oficial hizo que vinieran más, protegidos éstos por trajes espaciales de anticontaminación radiactiva. El energúmeno se encogió entre todos ellos, amparándose en sus cuerpos.

—Llévenlo a una cámara de seguridad —dijo el coronel.

—¿No nos lo entrega, señor? —apuntó sorprendido el profesor.

—Todavía no, ya les enviaré aviso.

David fue vencido por una intensa cefalalgia y un gran cansancio, y se rindió en los brazos de sus aprehensores. Sintió que una microscópica aguja le rozaba un dedo; un soldado médico ayudaba a los otros. Y perdió el sentido. 

*  *  * 

Bajo el firmamento negro y esplendoroso de estrellas, sobre la gélida y tétrica extensión de cordilleras, cráteres, circos rocosos y fallas, cruzaron electromagnéticas portadoras de sonidos e imágenes, y también oscuros bólidos silenciosos y sin estela. El satélite, frío durante milenios incontables, cobijaba ahora al hombre, y el hombre no cejaba en sus bajas pasiones, en sus intrigas sordas y en sus hueros organismos.

El borde limpio y plateado que tan bello se veía desde la Tierra, el filo de la Luna recortado sobre el intenso azul del cielo, era cruzado, una y otra vez, por manifestaciones de la ciencia, servidora de los hombres. Algo ocurría entre las dos caras de la Luna, entre la visible desde el tercer planeta y la opuesta, la que miraba al otro lado del ignoto vacío sideral.

Recobró David sus facultades sensoriales y se halló en un duro diván, en una cámara pequeña, cuadrada y de paredes cubiertas por un material plástico muy blando. Ante él, sentados en taburetes, estaban el coronel Buchajew y dos oficiales, uno de ellos con el distintivo de doctor en Medicina.

—Hable —dijo con profunda voz el coronel—. Diga cuanto tenga que decir. ¿Es usted David Navas?

David se llevó las manos a la cabeza. Él quería decir que sí, pero no estaba seguro. ¿No era también Joseph Miller y David Capdevil?

—Vamos, hable —apremió el médico.

—El capitán Grieg me dejó abandonado en Vesta... con Train... y nos salvaron los ganimedecos... —comenzó a decir trabajosamente David, tras ímprobos titubeos.

Los otros hombres se miraron sin comprender. El preso se sujetó las sienes e hizo un esfuerzo titánico. ¡No recordaba bien!

—¿Qué son los «ganimedecos»? —preguntó el coronel.

—Los hombres de... Júpiter. Están, ahí... ahí —gimió David, levantando un brazo para señalar algún punto indeterminado y cercano.

Y, de pronto, sintió enturbiada su mente y adivinó, mejor que vio, allí junto a él, en el aire, dentro de la cámara, pero a miles de millas de distancia, unos ojos rojos que le miraban con implacable fijeza.

—El trompo tiene una púa y el erizo tiene mil, tiene mil... —rompió a decir, aterrado, inconscientemente, atrapando como una tabla de salvación el recuerdo claro y jovial de las enseñanzas de Gladys Craver.

—Creo que no hay nada que hacer con este hombre —comentó, triste y resignado el doctor—. Pienso que el profesor Craver tiene razón.

David se volvió a desmayar otra vez. El médico le inyectó una droga y le hizo un completo reconocimiento de su organismo.

—No padece defectos físicos, pero sería conveniente enviarlo a la Tierra, coronel.

—O al cráter de Copérnico —opinó el oficial.

—Tienen ustedes criterios muy diversos, señores —sonrió, sin alegría, el coronel—. A mí, en cambio, me parece que este hombre es demasiado valioso para que lo perdamos de vista.

Algo extraño, extraterrenal, flotaba en el ambiente... 

CAPÍTULO VII

EL CORONEL JUEGA CON FUEGO 

ADOLF BUCHAJEW, consejero técnico de exploraciones interplanetarias y jefe militar supremo de Luna-City y dependencias del satélite, nunca había sido partidario de la «operación asteroide» ni de las investigaciones siderales acerca de la constelación de Hércules. Ello era, a su juicio, un derroche inútil de hombres, riquezas y energías.

«Es normal y justa la curiosidad -resumía su largo informe transmitido a la Tierra- de saber a dónde y por qué marcha el Sol con su cortejo de planetas. Sabido es que la constelación de Hércules no es una meta, sino el punto óptico hacia el cual aparenta dirigirse el Sol. Que éste gire alrededor del centro de la Vía Láctea, con una velocidad de 320 kilómetros por segundo y a una distancia del mismo de 46.000 años de luz, no justifica hoy -ni dentro de medio millón de años- que los sabios se ocupen prácticamente de eso. Hay otros problemas más interesantes, más cercanos, más vitales para nuestras generaciones actuales y próximas. ¿Qué sabemos de Marte, de Júpiter, de la misma Luna, donde ya habitamos? Nada. Y conocer a fondo nuestro Sistema Solar, nuestro satélite, el suelo que pisamos, es primordial. Dejemos la Vía Láctea a los nietos de nuestros nietos. No nos ocupemos del clima del Polo Sur, mientras en nuestra casa de España, quizá, se nos está quemando la instalación eléctrica, como dijo hace dos siglos un escritor latino. Las energías del Sol, las influencias de la Luna y los planetas, los rayos cósmicos de toda gama, el universo infratómico, son todavía un enigma. Y la Luna... la Luna tiene aún millares de cráteres no hollados por el hombre de la Tierra...»

Así, Adolf Buchajew, hecho firme en sus ideas personales -ideas que consideraba de interés general para la causa que servía- no quiso enjuiciar prematuramente el caso del misterioso astronauta desaparecido en el fantástico viaje de gran entrenamiento. Y dispuso, con rapidez y sigilo, le prepararan su avión de reconocimiento lejano, designó a un piloto y tres oficiales, y con David entre ellos, ocuparon los seis puestos de la nave voladora.

—¿Rumbo, señor?

—Cualquiera: vuele en torno a la ciudad, a velocidad mínima, en un radio de quinientos kilómetros.

Sus acompañantes aguardaron a que el jefe decidiera explicar la razón de tan incomprensible orden. Ello no tuvo lugar hasta que el aparato comenzó a describir, a no mucha altura, su órbita alrededor de la ciudad agazapada, que desde tal distancia semejaba una gigantesca medusa varada a la orilla de un mar inexistente.

—Creo que así estamos a cubierto de influencias extrañas, en una atmósfera más graduable a la vista de la ciudad y de sus inmensos aledaños —dijo el coronel. Y al oficial médico—: ¿Está ya ese hombre en condiciones de hablar de modo coherente?

—Una piedra hubiera sido animada con el tratamiento a que ha sido sometido, señor. No me atrevo a aumentar la dosis. Algo muy raro, algo que me escapa, le sucede... sin motivo conocido alguno.

—¿Habremos de devolverlo entonces, como, un bicho inútil, a ese profesor Craver y a Grieg? —inquirió, con visible fastidio el coronel.

El doctor, agotadas sus disponibilidades, observaba con desaliento al postrado David. A poco se le animó el semblante, porque el paciente abrió los ojos, fijándolos sin anormalidad en los presentes y en el interior de la cabina hermética del avión.

—Coronel, coronel —llamó, y al verlo se tranquilizó—, ¿dónde estamos?

—A bordo de mi nave de reconocimiento. ¿Se encuentra bien?

—Sí, señor, gracias.

David se pasó una mano por la frente y de pronto se incorporó, recordando.

—¡O'Flaherty es inocente, señor coronel! ¡Es inocente, debe libertarlo del castigo del cráter de Copérnico! ¡Fue una pobre víctima de ellos... de ellos que querían hacer lo mismo conmigo...!

—¿De qué demonios habla este hombre? —gruñó Buchajew.

—No se excite, amigo —le calmó el doctor.

—¡Yo soy David Navas, señores, de Navarra, la Tierra! ¡Salí de allí en la astronave de Roland Grieg, en sustitución de otro hombre que había muerto! Llegamos a la Luna, seguimos hacia las órbitas de los asteroides, pero a medio viaje...

—Aguarde un instante que le vaya preguntando ordenadamente —cortó el coronel, haciendo una seña al oficial que ya preparaba el magnetófono para grabar la declaración.

El ayudante del piloto se volvió.

—Nave extraña en el control, coronel.

—¿Cómo? —exclamó Buchajew, precipitándose a la pantalla de radar.

El hombre detalló alarmado:

—Dirección nornordeste, ochenta y ocho grados, procedencia probable hemisferio opuesto. Velocidad, treinta mil kilómetros hora. Objeto dirigido características desconocidas a seis mil kilómetros, a seis mil... a cinco mil...

Todos los tripulantes se levantaron. El coronel se quedó un momento con el ceño fruncido, examinando la pantalla.

—¡Son ellos, señor! —gritó David—. ¡Los hombres de Ganímedes, los monstruos verdes! —y se incorporó de un salto, pálido, intentando arrebatar un arma al hombre más próximo.

—Tres mil, dos mil, mil doscientos, seiscientos —iba diciendo roncamente, pero con firmeza, el servidor del radar.

—Si no permanece quieto, le abandono aquí ahora mismo —dijo el coronel—. Piloto, rumbo a Luna-City, en la dirección de encuentro con esa nave.

—Si nada más vienen por mí, entrégueme, señor; no les presente batalla —suplicó David—. Son poderosos; viven en la Luna, y yo lo sabía. Craver también, pero no deseaba provocar este momento.

Nadie le escuchaba ya, al parecer Buchajew y sus hombres otearon el picudo horizonte y el negro cielo estrellado.

—Otra nave se acerca, señor —apuntó el piloto—. Ésta viene de la ciudad lunar. Es el avión triplaza del profesor Craver.

—Bien, radie a la base: Preparada en pie de combate la segunda unidad de patrulla rápida.

A la vista ya de la luminosa colonia terrícola, dos espacionaves surgieron en la lejanía, por distintos puntos: la mayor y más veloz era redonda y aplastada, con franjas espirales fosforescentes. Por segundos se hacía más visible y enorme. El piloto militar, prudentemente, maniobró aminorando velocidad y ganando altura. La nave fantástica se elevó también casi en vertical, bajó de igual modo, con mucha lentitud y se posó en el suelo, como esperando a las dos naves de la Tierra. La de Craver aterrizó a doscientos metros de la exótica.

—Abajo —ordenó el coronel—. Radie situación a la base. Precisamos escolta de guerra.

—¡No les ataque, señor, no les ataque! —sollozaba David.

Las tres naves volantes quedaron en la amplísima llanura, formando los vértices de un triángulo casi perfecto. Hacia el centro de este triángulo imaginario, emergieron de un lado, provistos de sus equipos espaciales, el coronel Buchajew, tres oficiales y David; de otro, el profesor Craver y Roland Grieg, y del tercero Sholtan, Lars Jense y cuatro hombres más de los de la tripulación del capitán astronauta.

Grieg avanzó sonriente al encuentro del coronel.

—Queríamos ofrecerle una grata sorpresa, señor, pero casi se nos ha adelantado usted. ¿Qué le parece el aparato de propulsión por líneas de fuerzas magnéticas que hemos mandado construir? Mis hombres trajeron de la Tierra, desmontado, en varios viajes, y lo hemos armado en la factoría del Golfo Tórrido, del profesor Craver.

Buchajew ocultó muy bien su íntima sorpresa.

—Muy interesante, señores —dijo—, muy interesante. Lo que me extraña y me disgusta es no haber tenido antes noticias de estas actividades.

—Le ruego nos perdone, coronel —intervino el profesor—, pero ya conoce las rivalidades existentes en la Tierra entre las empresas constructoras, el secreto con que se llevan las nuevas producciones de la técnica... Ya le explicaré, señor. Examine ahora algunos de los compartimentos, si quiere, aunque no tenemos tiempo apenas. Tras unos vuelos de experimento podrá viajar en el astrosol, si lo desea.

La nave de las fuerzas expedicionarias de combate, solicitada por el jefe militar del satélite, avanzó desde la ciudad.

Roland Grieg rió burlonamente, con una expresión perversa en los ojos e indicando con un movimiento de cabeza a David.

—¿Creyó usted que venían los marcianos a invadir la Luna, coronel?

—¡No los marcianos, bandido, pero esta nave ni procede de la Tierra ni la has montado tú en esa factoría que dices! ¡Encargue su examen a unos técnicos, coronel!

—Ya está bien soportar tanto a este imbécil, señor —exclamó Grieg, con visible disgusto—. Con su permiso —y llamó a Sholtan—: llévatelo a la factoría y que nos deje a todos en paz.

Sholtan y dos hombres más se apoderaron de David, ante la impasibilidad del coronel y sus oficiales, que observaban abstraídos cada detalle exterior de la extraña nave.

—¡Señor, señor, no se deje engañar... —intentó gritar David, pero le dieron un fuerte golpe de costado y lo alejaron a rastras. Buchajew hizo un gesto como desentendiéndose de él, y comenzó a discutir con sus hombres acerca de algunos dispositivos del raro aparato.

—¿Cuándo podré navegar en él?

—Está en pruebas, señor, y no queremos exponerle a usted. Tan pronto cesen los vuelos experimentales, será un honor invitarle.

—Vea otra de sus ventajas —le indicó Craver.

Y subió a su avión y lo acercó a la nave, en un punto donde se abrió un grande y disimulado portillo, del que se desplazó una plataforma. Allí se posó el avión y la plataforma desapareció con el pequeño aparato.

—Y ahora, si nos lo permite, coronel, nos vamos —transmitió el profesor, reapareciendo.

—Buen viaje. ¡Ah! Profesor, cuide de ese muchacho. Usted me responde.

Cuando la extraña astronave levantó el vuelo y fue alejándose orlada por las espirales de luz, a gran altura, los oficiales contemplaron con dubitativa expresión a su jefe.

—Sí, ya lo sé, señores —respondió éste sin necesidad de oír el reproche de sus hombres—: la cosa es bastante rara. Demasiado rara.

—¿Por qué les ha dejado llevarse a David Navas, o como se llame? —inquirió el médico.

—Como una muestra de confianza. De todas formas, aquí no creo que nos pudiera servir ya de nada.

—Ha dicho cosas interesantes, sin embargo.

—Más interesante es esa nave montada en la factoría científica del profesor Craver, señores. Vamos a efectuar, inmediatamente, una visita al Golfo Tórrido. 

*  *  * 

En el interior de la enigmática astronave, entretanto, se desarrollaba una escena inaudita.

Sholtan, Jense y los demás hombres de Grieg, tras su aparición como comparsas, permanecían quietos y graves en una fila de asientos. David entre ellos, miraba con temor, curioso y resignado el extraño lugar. Quienes dirigían el aparato eran los hombres verdes de Ganímedes. Uno, inmutable, observaba a los dos principales terrícolas de entre todos los que eran sus aliados.

Roland Grieg acusaba duramente al profesor Craver de torpezas y giros inútiles en su misión de distinguido sectario de los habitantes jupiterianos.

—Por grande que sea su influencia con los hombres verdes no podrá hacer con ellos lo que desee, profesor. Piensan de otro modo, pero no son tontos, usted lo sabe.

—Quiero evitarles a nuestros hermanos una gran alarma y acaso un lamentable choque sangriento.

—Eso tendrá que suceder un día u otro, sin evitación posible.

—No mientras yo lo pueda impedir.

El capitán astronauta agitó sus puños cerrados.

—¡Ha cometido seguidas varias estupideces, profesor Craver, y yo haré que los hombres verdes se den perfecta cuenta de su gravedad! ¡Ha intentado usted proteger a ese piojoso, después de habernos puesto en una situación muy delicada, y todavía se resiste a que sea eliminado! ¡Ha conseguido de nuestros amigos que permanezcan ocultos y no acaben con el coronel y su gente, y hasta me ha obligado a desempeñar un papel ridículo! ¿Cree usted que Buchajew se ha tragado la historia? ¡Ya no podrá usted sostener más esa paz idiota!

Craver miró airadamente a Grieg.

—Ya sé que por su gusto no hubiera encubierto sus viajes con misiones oficiales terrestres, como éste de la «operación asteroide». Ya sé que, sin vacilar, contando con el poder de los hombres verdes en su favor, habría usted destruido Luna-City, con el solo fin de erigirse en dueño y señor del satélite. Es usted un mercenario sin escrúpulos, un loco ambicioso, muy capaz de traicionar a sus hermanos de mundo, a sus amigos, a sus aliados verdes y hasta a sus propios hombres...

El puño de Roland Grieg cayó como una maza sobre la boca del profesor. Todo ocurrió en un instante. Craver se tambaleó con la faz sangrante, y. Grieg, rígido y con una expresión inconcebible, se retorció lentamente, mirando con horror al hombre verde que le apuntaba con un pequeño tubo plateado.

—¡Pare eso... por Dios! —aulló suplicante.

Cesó el invisible rayo paralizador.

—Justicia necia y brutal —dijo el hombre verde con el mismo aplomo e indiferencia fastidiosa con que un granjero separa a dos gallinas camorristas.

Roland Grieg se rehizo rápidamente.

—Ustedes también castigan y matan.

—No por crueldad ni venganza. Eliminamos individuos inútiles y peligrosos. Craver y tú sois útiles... todavía.

Grieg se mordió los labios y rechinó los dientes.

¡Ah, si pudiera prescindir de la autoridad de los hombres verdes y de su poderío fantástico! Luego miró con desprecio a sus servidores y con ira no encubierta a Craver y a David.

—¿Qué piensan ustedes hacer entonces? —preguntó con groseros modales al hombre de Ganímedes—. El jefe militar de Luna-City posee ya un rastro.

—El Gran Sol decidirá.

Se tranquilizó un tanto el astronauta, pensando que Buchajew... estaba jugando con fuego: un fuego donde se iban a consumir él y todos los habitantes terrestres del satélite. 

*  *  * 

Y en verdad que el juego del coronel era peligroso, aunque de ello éste no tuviera aún sospechas precisas.

La región lunar, conocida desde muy antiguo con el nombre convencional de Golfo Tórrido (porque no era ni una ni otra cosa), constituía un cúmulo de ingentes estribaciones al sur del Mar de las Lluvias, casi en línea prolongada desde la ciudad lunar a los cráteres de Kepler y Copérnico.

Los hombres equipados en gris sucio, que pululaban por el exterior de las cubiertas hendiduras del suelo, como fantasmas miserables, levantaron asombrados la mirada al ver llegar dos naves militares, de las que surgieron cincuenta soldados armados que inmediatamente tomaron posiciones en torno a los campamentos protegidos por grandes campanas transparentes.

El capataz mayor acudió a la imperativa llamada del jefe de las fuerzas, y sin resistencia alguna, hubo de proceder a una completa exposición de los trabajos e instalaciones. Allí no había vestigios ni noticias de haberse montado una nave, cuyas piezas fueran llevadas de la Tierra ni de otro lugar. Sólo se hicieron reparaciones en el avión del profesor, en pocas ocasiones, y aun las piezas utilizadas hubieron de ser adquiridas en los comercios de Luna-City.

Un ayudante de Buchajew murmuró, con un dejo de alarma:

—David Navas decía verdad, señor.

—Sí —convino el militar.

El hombre de la cabina de radio lanzó urgentes llamadas a su capataz. Unos soldados estaban ya con él, interfiriendo las comunicaciones. El coronel y sus oficiales corrieron a la pantalla parlante. En ella se dibujaron los duros rasgos de la faz de Roland Grieg.

—¡Hola, coronel! Ha corrido usted más que nosotros —resonó lejana, metálica, la voz del astronauta.

—Debieron suponerlo ustedes —respondió severamente Buchajew.

—Sí, claro.

—¿Está ahí el profesor Craver? Avísele.

—Se halla imposibilitado. Además, nada tiene usted que hablar con él.

—¡Sí tengo que hablar con él, y con usted, aunque no esperasen hallarme aquí, en el Golfo Tórrido!

—No lo crea, ha sido mejor que nos comuniquemos, coronel. —Y el tono burlón cambió, para hacerse autoritario, amenazador—: Escuche un importante aviso: regrese con todos sus hombres a la ciudad y aguarde allí, sin tomar determinaciones. Dentro de unas horas le haré una revelación sensacional.

—¡Preséntense ustedes en Luna-City, ante mí, antes de seis horas! ¡Están detenidos! —ordenó Buchajew.

En la membrana del televisor vibró una carcajada. Después la luz de la pantalla se fue apagando, y los rostros pálidos de los soldados quedaron interrogantes ante el jefe terrestre del satélite.

—¿Desde dónde emiten? —inquirió éste del servidor del control.

—No lo sé, señor. Es una onda fuera de la gama —dijo el hombre asustado.

Buchajew apretó los labios y frunció las cejas. Su palidez, de pura indignación, era más intensa que la de todos los presentes; pero se supo contener. Le constaba que los hombres del Golfo Tórrido eran ignorantes de los manejos del profesor y su cómplice. Y pensó que hizo mal en dejar marchar aquella nave extraña...

¿Existirían, realmente, los monstruos verdes de Ganímedes, que decía el aventurero español?

Todavía resonaba en la cabina polvorienta el eco de la demoníaca e insultante risa de Roland Grieg... 

CAPÍTULO VIII

EL ULTIMÁTUM 

DESPUÉS de cortar la comunicación con rápidos movimientos de sus dedos tensos y largos, Roland Grieg prosiguió riendo.

Se apartó de la pantalla y se volvió, y sólo entonces contrajo sus facciones y se mantuvo erguido, como un conquistador, ante sus hombres.

—Si alguno de ustedes desea ponerse al lado del coronel en la lucha que se avecina, andando. Aún es tiempo.

Sholtan respondió por todos, sin vacilar:

—Como siempre, estamos con usted, capitán.

Grieg hizo un leve gesto de asentimiento. No aguardaba otra postura de sus compañeros, como asimismo tampoco hubiera dado a elegir, en caso de una eventual defección. El requerimiento sólo se debió a un golpe de efecto, muy satisfactorio a su propia soberbia.

—Nosotros no estamos a su lado, Grieg —sonó lenta, con claridad, la voz del profesor Craver.

Éste y David se hallaban, hoscos y silenciosos, echados en un rincón de la estancia. Las manos, ante el antebrazo, las tenían ambos juntas y embutidas en unas estrechas fundas metálicas, que las privaban de todo movimiento.

El astronauta los miró con desprecio e indiferencia sin dignarse contestar siquiera. No podía tratar a los prisioneros a su placer, porque los hombres verdes todavía no habían decidido acerca de su suerte; únicamente pudo conseguir el aventurero del espacio que les inmovilizaran los brazos, asegurándose con ello de cualquier acto de rebeldía.

Todos los terrestres viajeros en la nave de los habitantes de Ganímedes estaban recluidos -no presos- en una de las mansiones cúbicas anejas a la del gran jerarca allá en las profundidades del cráter lunar escogido por los expedicionarios de Júpiter como enclave de su colonia en el satélite de la Tierra. Allí habrían de aguardar las resoluciones acordadas en la magna asamblea del Gran Sol, que a la sazón se celebraba. Los hombres verdes se mostraban reacios a conquistar por la fuerza el suelo lunar, pero la situación creada por los terrícolas de distintos bandos no concedían otra alternativa. Cuando el gobierno de la Tierra conociera la existencia de la colonia exótica no tendría tolerancia. Sabían los hombres verdes que habrían de llegar a unas hostilidades abiertas, de lo contrario, a un éxodo total a su mundo de procedencia. Y Ganímedes no podía ya con su humanidad...

Así, los hombres de la Tierra que hasta entonces habían estado en contacto con los de Ganímedes esperaron con expectación creciente los fallos de la gran asamblea. Transcurrieron lentas las horas en la honda estancia. Al fin, uno de los seres de ojos rojos y piel verde se presentó en el umbral. Era el mensajero de la jerarquía suprema de los jupiterianos.

—El Gran Sol ha decidido, hombres terrestres —dijo con su voz lejana y sin inflexiones, en la lengua de los aliados—. Se dará a conocer nuestra existencia y nuestros propósitos a los habitantes terrícolas de la Luna. Pediremos, por cinco siglos de Júpiter (unos seis mil años) la cesión del hemisferio lunar opuesto a la Tierra. Más adelante se fijarían los convenios industriales, comerciales y culturales. Ofreceremos de la mejor voluntad una perfecta y pacífica coexistencia. Bajo ninguna circunstancia haremos una guerra al uso de los terrestres. La consideramos innecesaria y de mal gusto. Cuando lo estimemos conveniente nombraremos un embajador que te acompañará a la Tierra. Todos los proyectos anteriores han quedado anulados. Todos vosotros quedáis de inmediato en libertad de regresar a vuestro pueblo de la Luna. El Gran Sol ha decidido.

Otros hombres verdes, entre ellos el antiguo conocido de David, habían penetrado en la pequeña y brillante mansión. Apenas el mensajero acabó de hablar procedieron a liberar de sus ligaduras a los dos enemigos de Grieg, sin hacer mucho caso de éste, que con los párpados entornados y los músculos del rostro rígido escuchaba la sorprendente determinación de los asambleístas. La decisión de los extraños invasores quebraba por su base todos los proyectos, todos los ambiciosos sueños del mercenario.

Su pregunta fue más bien un sordo mugido, un grito ronco desprovisto de firmeza y la bravura.

—¿A mí, entonces, no me necesitan para nada?

Sholtan y los demás, intranquilos, se agruparon al lado de su jefe.

—Sí, Roland Grieg, te necesitamos. Necesitamos amigos. Pero hemos leído en tu cerebro. El informe que posee el Gran Sol no le aconseja confiar en ti. Eres egoísta y cruel. Tus defectos pesan mucho más que tus virtudes. No te eliminamos ni te despreciamos. Te dejamos libre de obrar como quieras, cuando reflexiones.

Grieg permaneció callado, casi vencido, pero se fue serenando. Aquel hombre, en verdad era del acero mejor templado. Recuperó en momentos su natural porte jactancioso, se cubrió su faz de la máscara dura e impenetrable y los hombres verdes no supieron ya con certeza cuáles eran sus reacciones psíquicas. Porque el capitán astronauta en lo que tenía ahora ocupado su cerebro era en desgranar cuidadosamente una de las más enrevesadas cancioncillas locas que Gladys le enseñara.

—Me marcho a Luna-City —dijo al fin—, ¿Me ceden una nave para mí y mis hombres?

—La magnética Z-K les llevará a la puerta de la pista. Ya no hay secretos. Craver, cuando sea aleccionado, llevará nuestro mensaje al jefe terrícola. Puede adelantar las noticias que desee.

Sin mirar a sus antiguos compañeros, con la cancioncilla en el magín, Roland Grieg pasó con sus esbirros a las cámaras estancas. Ya ataviados con los trajes espaciales, se dirigieron a la plataforma inmediata a la salida, donde esperaba la nave magnética Z-K. Era ella semejante a la que utilizaran para el frustrado abordaje de la del coronel, pero mucho más pequeña. Sólo un hombre verde viajaría, pilotándola con Grieg y sus servidores.

—Hasta la vista, malditos —murmuró para sí el capitán, viendo hundirse con rapidez él tétrico panorama lunar en donde la boca del cráter habitado por los monstruos era como un gran tubo invertido, de paredes de mármol y picos de cristal.

Y estaban en el espacio gélido, en la negra noche lunar con las estrellas por doquier y la arrugada superficie del satélite allá muy abajo. Era llegado momento. Roland Grieg miró a sus hombres, que se hallaban sentados a su derredor en los sitiales de seguridad y les indicó silencio. El piloto atendía los mandos, fija la vista en la pantalla periscópica; en la cabina cuya cúpula formaba la torrecilla exterior en el centro del cuerpo aplastado y redondo de la nave.

—Todo es cuestión de tiempo —se dijo, remedando las palabras y la idea de David Navas cuando saltó por la ventana de la casa del profesor.

Cogiendo el casco espacial de uno de sus hombres, avanzó por detrás hacia el piloto. Alzó la improvisada arma y, con todas sus fuerzas, la estrelló en el breve cráneo del hombre de Ganímedes. Sonó un largo y profundo chasquido. El desdichado conductor de la nave, con la cabeza destrozada, se escurrió lentamente hasta quedar inmóvil al pie del cuadro de botones coloreados.

—¡Por Canopus, que ya pensé que nunca llegaría la hora de romperle la crisma a un tipo de éstos!.

Con precisión desconectó el aventurero los controles que pudieran mantener alguna comunicación con la base del cráter de Ganímedes, y apartando con los pies el cadáver del piloto se hizo cargo de los sencillos mandos. No conocía gran cosa el funcionamiento de la extraña nave, pero se sabía capaz de dirigirla. Había viajado muchas veces en ellas y desde el primer momento se interesó vivamente en su manejo. Ahora confió el cuadro a Sholtan, tras rectificar el rumbo, y se dedicó a grabar en una cinta de bolsillo un mensaje sonoro para el coronel Buchajew. La situación exigía un viraje a fondo en sus planes, y sin la pérdida de un solo segundo en su realización. El capitán mercenario, obrando ahora por su propia cuenta y riesgo, se disponía a culminar con la más fantástica y audaz de sus hazañas el bravo historial que ya le tenía acreditado como un personaje de leyenda. Se propuso, no más, asestar un único y definitivo golpe a los hombres de Ganímedes y reconquistar con ello la confianza y la ciega admiración de sus coterráneos. Sólo podía aprovechar como arma de victoria dos cosas conjuntadas: la más inesperada sorpresa y el más corto tiempo posible.

—¿Adónde vamos, capitán, a esta velocidad endiablada? La ruta de Luna-City ha quedado muy atrás, al sur.

—Al Golfo Tórrido. Allí deben tener almacenadas algunas bombas atómicas de las inventadas hace dos siglos, que los hombres de Craver utilizan a veces para demoler grandes circos de rocas.

—No pensará que hagamos la guerra a...

—Si tenemos suerte, esta guerra no se llevará más de quince minutos.

Grieg no quiso dar más explicaciones. Se encerró en un mutismo tenaz y sólo se ocupó de imprimir a la nave una velocidad inconcebible en aparatos terrestres. Le interesaba que, cuando su jugada fuera descubierta o apenas sospechada, estuviera ya finalizada con cualquier resultado... 

*  *  * 

De nuevo tuvieron los hombres del Golfo Tórrido ocasión de sorprenderse ante una segunda y extraordinaria visita. Como un rayo se les abatió encima la más extraña nave que jamás vieran, y los más decididos y apresurados astronautas de la Tierra y su satélite.

—¡El capitán Roland Grieg! —gritaron admirados y temerosos.

—No se alarmen, no venimos a causarles mal —advirtió Grieg. Y a sus hombres—: No quiero mensajes por radio, que pueden ser interceptados. Destruyan la instalación. ¡Capataz! —llamó, disponiendo en trecho a sus huestes—, necesito todas las bombas atómicas que tenga y un técnico para manejarlas. Orden de Craver. Vamos, no hay minuto que perder.

—¿Qué se propone hacer con ellas, señor?

—¡No le importa! —pero añadió—: Nada que les perjudique a ustedes.

—¿No trae orden escrita del profesor? —inquirió todavía el capataz.

Grieg le apuntó al pecho con su arma.

—No tema nada, por todos los diablos, pero obedezca enseguida p...

El hombre, angustiado, antepuso al temor por su vida al temor del uso que Grieg pudiera hacer de las armas nucleares. Sabía que el mercenario se había enfrentado con el coronel Buchajew. Y suplicó, desesperado.

En otras circunstancias, Roland Grieg no hubiese vacilado en eliminarle como a un estorbo, pero se le ocurrió una táctica mejor, menos sanguinaria y, sobre todo, más conveniente.

—Aquí tiene usted un avión biplaza, ¿verdad? Lleve enseguida este parte al coronel Buchajew, en Luna-City. Ahí le explico lo que sucede. Mi camino es otro, por ahora, y no debo desviarme.

Roland Grieg tendió al capataz el paquetito precintado de la cinta sonora y éste respiró. Aquello le daba a la situación una vuelta muy satisfactoria. Las armas de fisión atómica no eran para atacar Luna-City.

—¡A sus órdenes, señor! Yo mismo entregaré su mensaje al coronel. ¡Vamos, muchachos!

La faena se llevó a cabo con celeridad. Las bombas, en una caja de plomo, fueron transportadas por cuatro hombres. Eran pequeñas, pero de un poder destructor terrible. Equivalía su explosión -según la medida antigua vulgar- a la de dos millones de toneladas de trinitrotolueno. Para cargarlas en la nave, sobre la Tierra se hubiera precisado una grúa potente.

El capataz del Golfo Tórrido, en su pequeño aparato volador, partió para la urbe lunar antes de que Grieg despegara. Su marcha era vertiginosa. Y aun así, a los veintidós minutos de vuelo, la fantástica nave donde viajaba Roland Grieg surgió del horizonte a sus espaldas y cruzó la noche como una estrella fugaz hasta perderse en el horizonte opuesto muy al noroeste de la ruta de la ciudad.

—Basil, daría un mes de vida en la Tierra por saber qué se traen entre manos esta gente —le dijo el capataz de Craver a su compañero de viaje.

—Y yo, pero no vamos a tardar en enterarnos —y se cercioró el hombre de que en su bolso de pecho llevaba el rollito de cinta sonora—. Dale marcha, Glenn.

—Vamos a reventar las cámaras de calor.

En un tiempo mínimo, Basil avistó el astropuerto de Luna-City. Se abrió la boca de la pista estanca e, inmediatamente, unos soldados armados rodearon el avión.

—Quedan detenidos —les informaron—. Ha sido declarada la ley marcial.

—Somos portadores de un urgente mensaje de Roland Grieg para el coronel Buchajew.

Como Basil insistiera en entregarlo personalmente, apenas fueron él y su compañero reconocidos por el control sanitario, ni despojados de sus trajes espaciales. En la oficina militar del astropuerto se hallaba el coronel, quien recibió la cinta sonora. Glenn y Basil fueron internados en una cómoda cámara de seguridad y no pudieron saber nada, al menos durante muchas horas, de lo que aquella gente se llevaba entre manos.

Y las constelaciones proseguían su giro incesante...

Buchajew y su estado mayor llevaban ya reunidos más de cinco horas. Justamente diez minutos antes del plazo concedido a Roland Grieg y a Craver para efectuar su presentación, había llegado el mensaje del primero. Ello no hizo más que complicar la situación, pues los altos jefes de Luna-City mantenían criterios distintos acerca del modo de actuar. Buchajew no podía, en circunstancias tan graves, decidir por sí solo, únicamente había confiscado la astronave y apresado a los hombres de Grieg y de Craver hallados en la ciudad, ordenado un registro minucioso en casa del profesor y perseguido, sin éxito, a la sobrina del profesor, Gladys Craver, quien a raíz de la declaración del estado de emergencia había abandonado la ciudad, en un cohete individual, con rumbo desconocido.

El mensaje del rebelde capitán astronauta era conciso, desconcertante, revelador de muchos enigmas y, a la vez de misterios fantásticos y alarmantes:

«Voy a dar el golpe; uno solo, pues no habrá lugar a más. Si lo consigo, quizá no habré exterminado la colonia de hombres de Ganímedes en la Luna, pero les habré asestado un golpe tan duro que en mucho tiempo no podrán reponerse ni salir a la luz. Y entonces ya se hallará perfectamente montado un servicio en torno del cráter demolido para irlos cazando, como a ratas conforme vayan saliendo, si es que no quedan sepultados para toda la Eternidad. En caso de que mi ataque fulminante fracase, coronel Buchajew, dispónganse a entrar en una horrible era de esclavitud. Y más tarde la Tierra, también... Supongo que me dispensará mi presentación a su autoridad. Esto es mucho más importante. Yo, señor, no soy un renegado, como David Navas y el profesor Craver. Hace tiempo conocía la existencia de este pueblo de monstruos en nuestro satélite, pero haber dado el grito de alarma no hubiera servido de nada. Son muy poderosos y con ellos no servirían las tácticas guerreras de rigor. Nos conocen a la perfección y se han mantenido ocultos, estudiándonos y preparándose. Han diferido un asalto, porque no nos conceden importancia. Somos, para ellos, un simple hormiguero... No haga nada, coronel, hasta conocer el resultado de mi «ofensiva particular», no envíe fuerzas militares ni exploradores, no comunique con la Tierra, no transmita mensajes por radio, ni usen el astropuerto para salir...»

—¡Claro, no se muevan ustedes, esperen ahí encerrados a que yo salve la civilización! —remedó con sarcasmo, riendo nerviosamente, el regidor civil de la ciudad.

—¡Sería absurdo dejar a la iniciativa de un paso tan decisivo a un aventurero! —opinó el mayor Walhs.

El mensaje del capitán mercenario acababa así: «...si pasadas seis horas a partir de las veinticuatro del día de hoy, 10 de junio de 2135 según nuestro calendario de Greenwich, no han recibido nuevas noticias mías, pueden obrar como estimen por conveniente. Y que Dios sea con todos nosotros.»

Los reunidos expresaron sus criterios, pero nadie aportó una idea practicable y sensata. No faltó quien considerara a Roland Grieg un mentiroso o un bergante sediento de una popularidad ilimitada, un audacísimo burlón o bien un émulo actual de los heroicos «condotieros» de las edades arcaicas. Buchajew, ya a la espera de una decisión firme e inminente, había girado órdenes secretas, sin usar la radio, a los destacamentos de las factorías más cercanas y a los puestos de observación astronómicos y sismológicos.

A los treinta y ocho minutos de la primera hora del día terrestre undécimo, desde un punto de emisión desconocido, el profesor Craver difundió su efigie móvil en la pantalla televisora reservada al Estado Mayor de Luna-City. Su breve comunicación anunciando la visita de un parlamentarlo de Ganímedes causó enorme sensación entre los prohombres de la ciudad lunar. La singular y voluntaria posición de Roland Grieg fue entonces considerada con toda seriedad.

Y cuarenta y dos minutos más tarde, una rápida y profunda vibración del subsuelo hizo saltar en sus asientos a los regidores de la colonia terrícola en el satélite. La oficina detectora de trastornos astrofísicos dio cuenta, con simultaneidad, del hecho de haberse producido una convulsión de carácter catastrófico en algún lugar del hemisferio opuesto de la Luna. 

CAPÍTULO IX

LA ÚLTIMA GRAN AVENTURA DE ROLAND GRIEG 

DAVID NAVAS aguardaba a que el profesor Craver finalizara su larga conferencia con los dignatarios supremos de Ganímedes en la Luna, y mientras se entretuvo en observar los indicadores cronométricos -relojes y calendarios- expuestos en unas vitrinas plásticas de uso público.

El sistema horario de Júpiter, usado por los hombres verdes en la Luna para sus organizadores igual que por los terrícolas, al de Tierra, era totalmente ininteligible para David. En el familiar vio que se marcaban los cincuenta minutos del día 11 de junio del año 2153 de la era terrestre Cristiana, y se asombró del cúmulo de sucesos acaecidos en tan poco tiempo a sí mismo desde el fantástico salto de los Pirineos.

Analizando tales sucesos estaba, cuando el profesor Craver se le acercó pálido y abstraído, agotado por el peso de las circunstancias. Le dijo que había comunicado con Luna-City anunciando su próxima llegada en compañía de una comisión parlamentaria de hombres verdes, y que no sabía la trascendencia que podrían tener los futuros acontecimientos.

—Son irreductibles —explicó—. Se han hecho un plan de acción y no cejarán. No pretenden causar daño alguno, pero si no se accedieran a sus deseos...

—Yo, de todas formas, regresaré con usted a la ciudad, señor.

—Usted no ha sido incluido en el séquito de la comisión, David, porque no cuenta con la confianza de estos seres.

—¿Soy un prisionero, entonces?

—No, es usted libre, como Roland Grieg y como todos. He conseguido que pueda utilizar mi pequeño avión para hacer el viaje. Está dispuesto en la pista exterior de despegue. Yo saldré más tarde en la gran astronave giratoria.

No quiso David Navas permanecer un minuto más en el para él deprimente pueblo de los ganimedecos. No existían lazos afectivos, ni su estancia allí podría ser en modo alguno útil para la causa de sus semejantes.

—Le deseo mucha suerte, profesor Craver. Disponga de mí en Luna-City.

—Lo sé, hijo. Perdóname. Y guárdate de Roland.

Ambos hombres se estrecharon la mano. Dos monstruos silenciosos condujeron a David a la plataforma inmediata a la superficie y rápidamente le acondicionaron para el viaje. Se despidieron con fría cordialidad. Quizá, la próxima vez que se enfrentaran serían enemigos a muerte.

El reactor nuclear del avión triplaza estaba en funcionamiento. Sólo faltaba arrancar. Era la una y diez minutos. David se acomodó en su asiento ante los mandos y apretó el botón de la marcha. Algo extraño flotaba en la breve atmósfera de la cabina hermética. El viajero, ocupado en la dirección -con cuyo manejo no estaba muy familiarizado- y en el difícil paso por el tortuoso embudo ascendente del cráter, no pudo al pronto distraer su atención en otras cosas.

Salió a las estrellas, a la negrura intensa del paisaje lunar nocturno. Y entonces, desde muy cerca, una risa cascada y temblona llegó a sus oídos. Allí, a su lado, acurrucada en el último rincón del tercer asiendo, había una sombra de saltones y centelleantes ojos.

—¿No me... esperaba ya... entre los vivos, Miller?

David se estremeció y un tanteo en falso, involuntario, hizo dar una peligrosa cabriola al avión. Aquella voz hecha de silbidos y estertores tenía, no obstante su horror, algo de familiar.

—¡Jules Train!

—Me han licenciado esos... malditos bichos. Me devuelven con mi gente... según creo, pero no sé para qué...

Train no se había movido del rincón. David le tendió, de lado, su mano derecha abierta.

—Crea que me alegra volver a verle, Jules. ¿Está usted bien?

—¡No me toques! —chilló la sombra, encogiéndose contra el extremo opuesto de la cabina.

A la leve luz interior, a través del casco semitransparente, David le miró el semblante a su antiguo compañero de destierro en el asteroide. Era su faz más monstruosa aún que la de los hombres verdes, porque todavía era humana. Tenía los ojos desorbitados, sin pestañas ni cejas. Los párpados, la nariz, los labios, las orejas, apenas existían. Los dientes brillaban con fulgor azulado. La piel, pegada a los huesos, estaba punteada de máculas rojas, luminosas.

A David le recorrió un escalofrío de terror, de piedad y de repugnancia.

—Soy un foco de desintegración celular, un cuerpo humano saturado de gérmenes radiactivos... —habló Jules Train roncamente, con un inmenso trabajo—. Soy un condenado y una condenación... Pero no temas, este traje no apresa muy mal las radiaciones de mi halo maligno... y no te tocaré, amigo...

—¿Por qué le envían así a Luna-City?

La pregunta de David fue un grito angustioso. La frente, el cuello, los tenía bañados de un sudor helado. El pelo se le erizaba dentro de su traje espacial.

—No sé... pero no tocaré a nadie, Miller, te lo juro. Me han dicho que mis hermanos buenos me llevarán a la Tierra... ¡Quiero verla, pisarla, amigo... y morirme después!

David no respondió. Miraba la negra lejanía, la claridad leve que por un horizonte denunciaba la presencia de Tierra en el firmamento del otro hemisferio del satélite. ¿Qué oculto motivo impulsó a los hombres verdes a repatriar el destruido y atormentado Train? ¿Sería él, David Navas, en realidad, un ciego instrumento de la horrible hecatombe, el portador del exterminio total a Luna-City?

Un instante le bastó para tomar una decisión heroica. No llevaría a Jules Train a la urbe lunar. Lo mataría allí, si era preciso, en la desolación de los circos desnudos, bajo las constelaciones esplendorosas. Incluso moriría él, también. Todo, antes que contaminar de feroz e inexorable muerte a todo un pueblo de hermanos de mundo...

—Vamos a aterrizar, Jules —dijo con firmeza.

—¡No!

—Tenemos avería —mintió piadosamente.

—¡Arreglémoslo pronto, Miller..., no tengo mucho tiempo! —imploró el infeliz monstruo.

Y David sintió una gran congoja mientras iniciaba el descenso. Sólo llevaba nueve minutos de vuelo y se hallaban acerca de mil kilómetros del punto de partida.

No se fijó, en su turbación, en que a mayor altura y a su encuentro, al parecer, por la ruta de la ciudad, iba un diminuto aparato volador, de los llamados «individuales». El viajero solitario sí les descubrió y, tras describir un amplio semicírculo, se lanzó al punto escogido por David para su aterrizaje. Train lo vio y comenzó a saltar en el polvo grisáceo del suelo lunar, muy pesadamente, pues conservaba aún el hábito de movimientos adquiridos durante su larga estancia en Vesta. La pequeña nave levantó una nube de polvo al posarse muy cerca de Jules y David. De ella surgió, embutida en su equipo de vacío, una frágil y saltarina figura que se aproximó corriendo a los desconcertados astronautas.

—¡Craver! ¿No está el profesor Craver? ¿No es éste su avión triplaza? —emitió la antena del casco dorado.

—Gladys Craver, ¿qué hace usted aquí?

Train instintivamente, se retiró un gran trecho de la recién llegada y David, por el contrario, se le acercó con los brazos tendidos.

En aquel momento preciso, inesperadamente, se elevó de detrás del horizonte que acababan de abandonar una enorme, inmensa columna de humo blanco con ramalazos de plata en el núcleo y tonalidades azules en sus retorcidos bordes. Una luz vivísima, cegadora, se expandió por todo el ámbito del mundo desierto y silencioso. Los tres diminutos seres se arrojaron de bruces al suelo, pero Train se levantó enseguida sin temor.

La gigantesca humareda, nube fantástica, pareció detenerse en mitad de su trayectoria hacia las estrellas y se abrió por arriba hasta formar una alucinante flor alumbrada ya por el fulgor de los astros lejanos y de la Tierra, y se extendió en cataratas de luz y en millones de rayos purpúreos y rojos. Luego comenzó a romperse en jirones inmensos...

Y entonces fue cuando una onda de vibración removió los más profundos cimientos del suelo hostil y milenario. Era como si el astro entero fuera estrujado, sacudido vigorosamente por una titánica fuerza desconocida y poderosísima. Y todo sucedió en silencio, en un aterrador y sepulcral silencio más sobrecogedor aún que el tronar simultáneo de centenares de viejos cañones...

* * *

A Roland Grieg no le importaba la medida exacta tiempo, pero consultó su reloj de una ojeada. Era la una, 19 minutos y 30 segundos en la Tierra y la misma en el orden establecido para todas las actividades humanas en la Luna. A la sazón era de noche, la larga noche lunar de catorce días terrestres. Las constelaciones bañaban de una difusa claridad los circos desolados del astro sin vida propia. Roland Grieg examinaba con reconcentrada atención el lúgubre panorama y los indicadores automáticos, y hacía cuidadosamente las maniobras necesarias en los mandos de la nave extraña.

Unos destellos blanquecinos muy conocidos y la luz de las estrellas le ayudaron a localizar a gran distancia el cráter habitado por los hombres de Ganímedes.

—Preparados —dijo, sin apartar la vista de la pantalla de posición.

Cada uno de sus hombres tenía asignada una misión definida y precisa. Sholtan, con el técnico en explosiones llevado del Golfo Tórrido, esperaba en la cámara estanca del centro inferior de la nave, la señal del jefe. Las mortíferas armas nucleares estaban a punto.

La astronave picó rauda, como un halcón que se precipitara sobre su víctima desprevenida. El capitán apretó las mandíbulas y bajó la mano. Una cadena de objetos negros que brillaron fugazmente, cayó sobre la ancha y oscura boca del cráter misterioso. A la vez, la nave giró impulsada por su fuerza motriz hacia las estrellas.

Un profundo y estrecho haz de luz blanquecina emergió de la distante superficie y alcanzó durante una fracción de segundo a la nave atacante, pero enseguida quedó eclipsado por una horrible y silenciosa explosión de humo denso y brillante con fulgor inusitado.

El objeto estaba cumplido.

Roland Grieg, temblando ahora, liberados sus nervios y satisfecha su ansia de venganza y triunfo, se echó hacia atrás y rió en largas, incontenibles y demoníacas carcajadas.

—¡Capitán!

El grito de Lars Jense era de angustiosa alarma. Sentía miedo el veterano astronauta y ello no era buen síntoma. Roland Grieg sujetó sus emociones y miró al hombre y después a donde éste señalaba. ¡La contextura de una gran parte de la amplia cabina circular, estaba siendo rápidamente corroída por algún extraño elemento destructivo!

—¡Colóquense los cascos espaciales! —ordenó, dando ejemplo.

Sholtan y el técnico del Golfo Tórrido, con motivo de hallarse en la cámara estanca, estaban protegidos por ellos, Jense se cubrió con el suyo también, pero a los demás tripulantes no les fue posible, pues habían sido ya alcanzados por la vorágine del aire vital que huía perdiéndose en el vacío exterior través de las brechas abiertas por la poderosa corrosión provocada en la nave de Ganímedes. El rayo con que los hombres verdes intentaron repeler en el último instante la agresión de Grieg, aunque no de modo completo y fulminante, había cumplido también su fatal objetivo.

Maniobró frenético el capitán astronauta y la nave se precipitó hacia las gélidas llanuras desiertas de la Luna. Llegar al suelo con tiempo suficiente de saltar; era la única posibilidad de salvación de los terrestres supervivientes, y a ello se entregaron con desesperación no desprovista de cierto método. Alejándose a la vez de la nube atómica, Roland Grieg hizo acopio de toda su pericia y audacia. La desintegración de los materiales parecía avanzar más despacio, pero de todas formas la nave estaba condenada. Su mecanismo no obedecía ya a los mandos. Con bastante dificultad, a muy poca altura ya sobre el polvo helado, la nave se balanceaba peligrosamente, en un raro intento de planeo, porque sin atmósfera y sin alerones ello era imposible. Pero la escasa fuerza de atracción del satélite constituía una providencial ayuda. La gran nave, herida de muerte, caía casi a plomo. Grieg pudo imprimirle con los rotores que aún funcionaban un desplazamiento muy oblicuo hacia el inmenso «mare». Arrojarse contra las montañas o circos hubiera sido por anticipado un suicidio.

—¡Salten conmigo!

Roland Grieg, con el colchón elástico de una litera atado alrededor de su cuerpo, se sujetó en el umbral de la escotilla por la que fueran lanzadas las bombas. El suelo se deslizaba velozmente debajo a la vez que subía hacia ellos. Midió atento la distancia. Sus tres compañeros, ataviados de la misma guisa, aguardaban detrás pálidos y expectantes.

—¡Ahora!

Se soltó Grieg a una altura como de un cuarto de un centenar de metros. En la Tierra se hubiera estrellado, pero en la Luna su peso estaba reducido a una séptima parte. Además, conocía el Sistema de acrobacias en el vacío -aire muy enrarecido en este caso- e iba protegido por una coraza de esponjoso material plástico. Su choque contra la superficie del satélite no le causó más daño que el de cualquier prueba atlética.

Los otros hombres saltaron detrás, pero su suerte no preocupó demasiado al astronauta aventurero. La nave siguió su caída a ras del suelo hasta rozarlo violentamente lejos como a un par de kilómetros de donde cayeron los últimos navegantes del espacio. Allí rodó en pedazos impulsada por su poderosa fuerza de inercia y levantando una nube de partículas ocres y blancas, hasta consumirse en una llamarada roja y humeante. Como vacilantes fantasmas, tres hombres intentaron reunirse en la oscura y hostil llanura. El cuarto, Lars Jense, estaba más allá de ansiar algo. Al caer se había destrozado la cabeza.

—¿A qué distancia nos hallamos de Luna-City, capitán?

—Unos tres mil quinientos kilómetros.

—No es posible hacer eso a pie —comentó desalentado el técnico en explosivos nucleares.

—Vendrán desde allí a curiosear. Han debido registrar la explosión.

—¿Y si no nos encuentran? —gimió Sholtan—. Nuestras emisoras del casco espacial no sirven para pedir auxilios...

—¡Bastante suerte hemos tenido, por Canopus! —gruñó Roland Grieg.

Sin embargo, acordaron caminar hacia el horizonte donde una leve claridad verdosa denunciaba la presencia de la Tierra en el cielo. Era relativamente fácil la marcha, pues el peso medio de cada hombre no llegaba a los quince kilogramos.

El suelo temblaba todavía en suaves espasmos. La nube atómica se extendía rota y difusa, por el vacío inmenso. Transcurrieron largos y monótonos minutos.

Los náufragos selenitas coronaron un montículo. La llanura enorme era alumbrada sólo por el destello de millones de estrellas y por la banda plateada de la Vía Láctea.

—¡Mire, capitán! ¡Gente!

Sholtan, radiante, indicaba un punto del «Mare» con su largo brazo extendido.

En efecto, a no más de trescientos metros, había dos pequeños aviones y otras tantas personas a su lado. Grieg reconoció enseguida la nave triplaza del profesor Craver y la individual de Gladys, y se halló de súbito maquinando una jugada contra quienquiera que fueran sus tripulantes.

Así fue como David Navas se encontró de improviso, pero momentáneamente, liberado de un espantoso dilema cual constituía matar al despojo humano que era Jules Train o juntarlo a Gladys Craver para regresar a Luna-City llevando con él la destrucción y la muerte. Además la joven se resistía a retroceder, pues a toda costa deseaba conocer la suerte corrida por el profesor. En tales disquisiciones estaban, cuando tres sombras -tres hombres embutidos en sus trajes de vacío- surgieron de la soledad del paisaje ignoto.

No se dijeron nada los unos a los otros hasta hallarse muy cerca, hasta reconocerse. Ni Grieg, ni David, esperaban encontrar amigos y así fue. El capitán astronauta dejó vagar una helada sonrisa por sus labios finos y duros.

—¡Por las Pléyades todas, que es jornada de suerte la de hoy!

—¿Qué ha ocurrido, Roland Grieg? ¿Dónde está el profesor? —preguntó angustiada Gladys Craver.

—Me temo que ya no estará en ninguna parte, si es que se hallaba con sus amigos los monstruos.

—Dígame usted qué ha sido del profesor Conrad, dígame lo sucedido —rogó la mujer al hombre del Golfo Tórrido, a quien reconoció como a uno de los exploradores ingenieros de Craver.

—Ha sido horrible... Yo no sabía que el profesor...

—¿Qué ha pasado allí? —intervino David violentamente.

—¡Que se ha ido todo al infierno! —respondió Grieg, avanzando sobre el joven—. ¡A donde ahora mismo vas a ir tú, maldito, porque esta vez no te libras! —y derribó de un fuerte golpe en el pecho a su antiguo compañero de viaje sideral.

David cayó en el polvo ceniciento y allí se vio amenazado por la pistola que siempre portaba el mercenario.

—¡No, Roland Grieg! —gritó Gladys, interponiéndose—. ¡No! ¡Además... estamos en el vacío!

Se detuvo Grieg. Recordó que las leyes eran inflexibles en los casos de homicidio, especialmente si éste se verificaba vistiendo la víctima traje espacial. No había entonces alguna que el homicida pudiera esgrimir en su favor. Un traje espacial, bajo el punto de vista jurídico, era «tabú». Sobre todas las cosas, pasiones y circunstancias fuera de la Tierra, el enemigo natural del género humano era el vacío, la carencia de atmósfera vital. Y la protección común, el traje del espacio, no podía ser nunca mancillado a voluntad sin que el autor, automáticamente, quedara convertido en reo indiscutible de un delito que no admitía perdón. Roland Grieg no lo ignoraba, como no lo ignoraba nadie, y quizá por eso se guardó el arma, rechinando de coraje los dientes, amenazando y maldiciendo.

—He de volar ahora mismo a Luna-City. Me aguarda el coronel Buchajew y he de utilizar este avión —dijo, dirigiéndose sin más al triplaza del profesor.

David cerró los puños y corrió para detenerlo, pero Gladys se le colgó de un brazo.

—Déjelo, por Dios, está loco.

—Quédate aquí... con la señorita, amigo —le murmuró con una extraña inflexión en su ya extraña voz Jules Train, que hasta entonces había permanecido un poco aparte—. Permíteme ir con el capitán... Por favor, amigo... por favor.

Obedeció David Navas quedándose inmóvil, erguido, apoyado en la mujer y mirando los desusados firmes movimientos de Jules Train al subir al avión al lado de Grieg y de Sholtan.

—¿Quién es este hombre? ¿No viene usted con nosotros, Gladys? —preguntó Grieg desde el umbral de la portezuela estanca.

—No, regresaré en mi aparato individual.

Jules Train, con la cabeza vuelta y agachada como si ajustara ciertos dispositivos de su traje, explicó:

—Llevo también... una misión de suma importancia, señor... No le molestaré.

Grieg, con un gruñido ininteligible, le dejó pasar y cerró la compuerta aislante. En una ocasión normal no hubiese sido quizá tan magnánimo, pero ahora deseaba ardientemente congraciarse con el coronel Buchajew y con todo el pueblo terrestre lunar.

Conrad, el hombre del Golfo Tórrido, anonadado, se unió a Gladys y David. Éste, callado, luchaba consigo mismo ante ideas encontradas, opuestas.

¿Debía intervenir para deshacer la diabólica intención de Jules Train y salvar con ello a Roland Grieg y a Sholtan, o bien dejar discurrir por su cauce el providencial curso que habían tomado los acontecimientos? ¿Estaba en su derecho, en justicia, al facilitar con su silencio al desdichado Train la realización de sus soñados deseos de venganza? «Déjalos ir —le aconsejó una voz interior—. Déjalos, déjalos... ¿Quién eres tú para oponerte a unos designios indeclinables del azar?»

Vibraron los motores de reacción atómica del avión y éste se estremeció, despegándose del suelo. Unos segundos después volaba raudo perdiéndose en la noche lunar en pos del hemisferio alumbrado por la Tierra, y David, pálido, yerto, lo estuvo mirando hasta que desapareció en la oscuridad intensa, muy por debajo del polvo de estrellas.

—Ésta es su última aventura —dijo roncamente, al fin. 

CAPÍTULO X

EXTRAÑOS EN LA LUNA 

A los veinte minutos de registrado el lejano y desconocido cataclismo, las fuerzas expedicionarias de reconocimiento y combate ocuparon sus puestos en dos grandes naves de transporte. Otras dos, rápidas y de gran radio de acción, aguardaban a que las pistas estancas de despegue fueran abiertas a la superficie del Satélite.

El coronel Adolf Buchajew dio la orden de partida casi cinco horas antes del plazo fijado por Roland Grieg. Encargó cuidadosamente el rumbo, en línea casi recta, hacia donde los técnicos señalaron el epicentro de la conmoción. Un equipo de detectores de ondas nocivas funcionaban en vanguardia, aunque en la atmósfera lunar, muy tenue y enrarecida, las radiaciones todas se expandiesen libres hacia el inmenso vacío sideral.

Pronto las naves sobrevolaron la ancha zona intermedia entre los hemisferios visibles e invisibles desde la Tierra. Semejaba el planeta un gran globo azul, luminoso, que se escondiera a la sazón tras de las cordilleras blancas, centelleantes de luz, y negras y sin tonalidades en el absoluto contraste entre picos al sol y valles en sombras.

Se hizo la noche, la gran noche gélida. No había más luz que la de las estrellas, que era un maravilloso espectáculo desconocido por quienes sólo hubiesen contemplado el firmamento sumergidos en la densa atmósfera de la Tierra. El esplendor de las galaxias, allí, compensaba con mucho la angustiosa y desconcertante ausencia de los dos astros cercanos, la madre Tierra y el padre Sol.

Nuevos horizontes iban surgiendo a cada fracción de minuto ante los morros brillantes y poderosos de las astronaves. El comandante de la expedición mandó disminuir la velocidad y multiplicar la vigilancia. Delante, muy lejos, a gran altura, fueron localizados jirones de nubes radiactivas, no peligrosas. Eran los restos, próximos a desaparecer de una reciente explosión atómica.

—¡Hombres a proa, a cinco millas! —anunció el vigía de la primera nave, cuyo conductor cedió su sitio en la formación a la del coronel.

Buchajew tomó los mandos de la pantalla telescópica y eligió con maestría las coordenadas oportunas. En el cuadrante se dibujaron con nitidez, los accidentes físicos del suelo hostil en sucesivas imágenes, hasta ser localizada la escena que por protagonistas humanos tenía lugar en la cumbre de una ancha meseta pétrea, a la luz directa de las constelaciones.

Parecían aquellos los momentos postreros de una lucha a muerte en la que tomaban parte tres hombres terrícolas, dos de ellos contra un tercero. Al lado, inclinado en posición anormal, había un avión triplaza con las insignias del profesor Craver en el fuselaje. Uno de los hombres se levantó tambaleándose mientras el segundo permanecía echado sobre el último, atenazándole el cuello y golpeándole salvajemente la cabeza contra el suelo. La víctima, ya apenas intentaba defenderse. Además, carecía de casco espacial.

—¿Existen interferencias en la pantalla? —inquirió de uno de sus subordinados el coronel.

—No, señor, la visibilidad debe ser perfecta.

—Entonces...

El rostro y las manos de los tres hombres que aparecían en el visor eran extrañamente luminosos. Sus facciones, irreconocibles.

—Aterrizaje a media milla. Las naves de transporte prosigan la ruta a velocidad mínima —ordenó Buchajew.

Haciendo largos y profundos surcos en el suelo virgen, las dos naves rápidas de la expedición se posaron en la espaciosa cumbre. El coronel y muchos de sus hombres saltaron ligeros a la fría superficie del satélite. Los desconocidos, a regular distancia, aguardaron en rara posición a los exploradores. Uno de ellos cayó junto al que yacía en el suelo, pero otro alzó los brazos y dio unos pasos hacia los visitantes.

—¡Roland Grieg! —exclamó el coronel, resistiéndose a dar crédito a sus propios ojos.

Porque el famoso capitán astronauta, a quien reconoció, principalmente, por su habitual traje espacial azul y oro y sus insignias caprichosas, no parecía un ser humano. Los ojos desorbitados le relampagueaban; el cabello lo tenía suelto, desprendido a mechones junto al cuello, en el interior de la base del casco transparente; de vez en cuando escupía babas rosadas, un diente que se le saltaba de las encías; la nariz, la frente, y los pómulos fulgían como si luces extrañas le brotaran de los poros: toda su persona repelía como algo monstruoso, infranatural, inhumano.

—¡Roland Grieg, deténgase!

El hombre masculló algo, se miró las manos, se frotó el casco como si deseara llevarse los dedos a la cara y prorrumpió en unos gemidos desgarradores. Lloraba su desesperación, su impotencia, su inexorable declive como héroe, como persona, como hombre, como ser viviente...

—Déjenos, señor —dijo el oficial médico, adelantándose—; ordene aislar a ese hombre. Hay peligro mortal para todos.

Con sus ayudantes, al amparo de detectores especiales, el oficial estableció un cerco de seguridad en torno de la vacilante y espantosa figura. Roland Grieg no se resistió. Cayó de rodillas, ululante, y se dejó bañar por las radiaciones mortíferas que le disparó un hombre vestido con traje brillante, de plomo y amianto, y una gran cruz roja en la espalda. Alzó el titán aniquilado sus ojos casi sin vista al cielo, a las mismas estrellas que marcaron sus singladuras de epopeya, y se dejó llevar al reino todavía desconocido de la muerte.

—No hay otra alternativa —explicó el portador de la cruz, lúgubremente—. Este hombre padece una saturación desconocida, fantástica.

El coronel Buchajew, con gafas telescópicas, examinó seguidamente a los otros dos miembros de la tragedia. Sholtan vivía aún, y los científicos de la expedición consideraron que su estado no era tan desesperado como el de Grieg. Con grandes precauciones fue llevado a una estrecha cámara de paredes metálicas y allí quedó en observación constante. Él tercer hombre estaba muerto, totalmente demolido en su contextura física. Además, había sido golpeado sin piedad, estrangulado y asfixiado en vacío. El cráneo lo tenía hundido en varios puntos y las células todas corroídas por la saturación radiactiva. Sin embargo, los restos de sus facciones dejaban adivinar todavía una gran paz, una especie de dicha que escapaba a la comprensión de los hombres de la Tierra.

Y es que Jules Train, al fin pudo realizar su gran sueño. Los dioses de la venganza se lo concedieron, en su postrer momento: infringir el castigo definitivo al soberbio y cruel capitán astronauta que quiso saltar entre las estrellas y ser un endiosado conquistador, un superhombre -por los caminos del mal- á través de las rutas ignotas de los mundos del espacio. 

*  *  * 

A poco de dejar a David Navas y a Conrad para volar en petición de auxilio, Gladys Craver se encontró con las dos naves expedicionarias de transporte y pasó a su bordo. Pronto establecieron contacto por radio con el coronel Buchajew, que todavía se hallaba en las naves rápidas en la meseta donde fueran hallados los eventuales tripulantes del avión triplaza del profesor.

—Recojan a los dos hombres abandonados y a la mujer y regresen con ellos, como vigilados, en la nave I, a Luna-City —las instrucciones recibidas—. La nave II, prosiga la ruta señalada. Tenemos informes fidedignos y no precisaremos de momento la totalidad de las fuerzas.

Una de las astronaves continuó su viaje hasta las inmediaciones del punto donde había tenido lugar el bombardeo atómico y otra retornó a la ciudad lunar, llevando a los aventureros del hemisferio oculto.

En los departamentos policiales y técnicos dieron principio, con celeridad y firmeza, laboriosas investigaciones y estudios. Allí, unidas y encajadas las extensas declaraciones de todos, se llegó a un total conocimiento de las circunstancias que enlazaron tantos sucesos y tantos personajes de la joven colonia terrícola en el satélite.

—No podemos dudar de la existencia real de los hombres verdes de Ganímedes, extraños en la Luna —anunció Adolf Buchajew, tras su detenida inspección en el cráter cegado y demolido—, puesto el testimonio de los supervivientes que con ellos han tenido relación se considera suficientemente veraz. Además, las numerosas pruebas incontrovertibles halladas entre documentos del profesor Craver y de Roland Grieg no permiten un solo resquicio a la duda. Sólo nos queda vigilar, durante largos años, quizá, y pedir al Todopoderoso que no permita que habitantes de distintos mundos, como antaño los de distintas zonas de la Tierra, se enfrenten animados por rivalidades y pasiones que puedan dar lugar a una guerra alucinante y fratricida. Porque, en definitiva, todos los hermanos de todos los mundos están hermanados, todos son hijos del mismo Universo: nosotros, los nacidos en la Tierra o en su satélite...

David accionó el interruptor de radiotelevisión local. Todos los medios de comunicación y propaganda llevaban ya varios días de veinticuatro horas transmitiendo detalles, comentarios y reportajes sobre la historia de los extraños en la Luna, la cual historia sólo se hizo pública cuando ya hubo desaparecido todo vestigio de ellos y de su amenaza.

Y Gladys, Conrad, Sholtan y los demás hombres de Grieg, él mismo, no ansiaban sino olvidar los pasados avatares. Sholtan habría de permanecer aún bastante tiempo bajo los cuidados médicos y científicos. Además, tenía perturbadas sus facultades mentales. La horrible lucha entre Jules Train y Grieg, en el interior del avión, su forzado aterrizaje y la continuación de la infernal pelea en la llanura hostil, hasta que hubiera conseguido el desterrado de Vesta transmitir su corrosión celular al odiado enemigo, habían dejado huellas indelebles en el cerebro del navegante espacial, servidor del mercenario.

Por fortuna, la paz y la buena voluntad habían ganado la última batalla.

—¿Cuándo parte el cohete de línea para la Tierra? —preguntó David, con voz cansada.

—Quedan todavía más de cuarenta horas —le respondió Gladys.

—¡Oh, cuando podamos contemplar la Luna en cuarto creciente, en el cielo azul de los tranquilos anocheceres de mi país...!

—¿Cree usted que le dejarán mucho tiempo libre, por algunos meses al menos, los hombres de la policía del espacio, allá en París?

—Tendrán que ser un poco galantes contigo, Gladys —opinó David, sonriente, pero sin ocultar sus tribulaciones.

Y se quedaron los dos acodados en el gran ventanal por el que, una vez saltara él, mirando, en muda despedida, el panorama triste y luminoso de la urbe lunar. Otras se fundarían en años futuros, en ambos hemisferios, para establecer en todo satélite un inalienable derecho de prioridad, que evitara otra posible invasión de extraños en la Luna.

La Tierra, llena, inundó de luz verde y azul los inmensos desiertos, los circos gigantescos y los cráteres todavía inexplorados por el hombre.

¿Qué obras maravillosas alzaría éste allí, en el curso de edades futuras, cuando hubieran transcurrido unos siglos más...?

David sintió un limpio, un legítimo orgullo. Él pertenecía a aquella raza del tercer mundo del Sistema Solar, y había hecho algo por ella. 

FIN

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