sábado, 13 de mayo de 2023

PLANETA DELCO (RAND MAYER)

 

"Rand Mayer" era uno de los seudónimos de María Victoria Rodadera, una prolífica autora de novelas de todos los géneros, que publicó con cerca de cien seudónimos diferentes, siendo Vic Logan y Marcus Sidéreo los que más utilizó. Casada con otro autor de novelas populares, al parecer muchos de los títulos de Victoria los escribieron juntos.

CAPITULO I


Corría el año solar número 32000 de Delko.

La granja era una inmensa llanura que se perdía en el horizonte. Estaba perfectamente sembrada y su extensión, mucho mayor que algunas de las antiguas naciones del planeta, con lo que daba idea de la opulencia de su propietario.

Allton era el dueño de todo aquello. Hombre rico e influyente en todos los campos.

A hora estaba allí, junto al vehículo que le servía para inspeccionar personalmente las tierras en compañía de su capataz Jonnasson.

Si el dueño era un individuo altivo y corpulento, Jonnasson le superaba en envergadura y peso. Era un auténtico coloso, que al igual que su propietario iba perfectamente armado. Una especie de escopeta de cuatro relucientes cañones colgaba de su hombro derecho. Una pistola plana de color plateado descansaba en una funda de tipo sobaquero.

Iguales armas llevaba el señor Allton, que estaba discutiendo con un hombre de medidas normales, si bien disponía de una extraña peculiaridad: Sus ojos. Unos ojos profundos, incisivos, que a poco que se observaran no parecían los normales de los habitantes del Delko Blanco.

—No sé quién es usted —gruñía Allton—, pero ha burlado todas las prohibiciones de penetrar en mis tierras, y esto está severamente castigado.

El de los ojos profundos sonrió como si acabara de escuchar un disparate salido de labios de un chiquillo.

—Es usted demasiado condescendiente, señor Allton —adujo el capataz—. En sus dominios

usted es la ley. Deme una orden y yo castigaré al intruso.

—¿Por qué no se calman? —sonrió el desconocido— . Yo no entiendo de propiedades, y habría mucho que discutir sobre esta tierra, pero no quiero hacerlo y me iré cuando me apetezca.

—¿Ha oído esto, señor Allton? —se impacientó el capataz—. Encima se insolenta. Allton lanzó un bufido.

—¿Quién es usted? ¿Quién le envía?

—No tengo por qué contestar a sus preguntas. Y déjenme en paz —repuso el otro.

—Yo sé quién es. Debe ser de esa secta que les llaman... «Los inspectores». Creí que ya los habían exterminado a todos, pero veo que aún quedan. No será por mucho tiempo si de mí depende.

Sólo dice tonterías. Ese condenado planeta siem­pre andará en pañales mientras existan tipos como usted.

— ¡Basta! Ya estoy cansado de oírle. Voy a detenerle y entregarle a las autoridades para que le hagan hablar. Ellos tienen medios.

Y al decirlo, Allton desenfundó su pistola, pero antes de que pudiera usarla, en la mano derecha del hombre de los ojos profundos apareció un arma extraña.

Al capataz le pareció que era como una pistola, pese a su extraordinaria pequeñez.

Todo ocurrió tan deprisa que el granjero no pudo darse cuenta de lo que ocurría, porque recibió una descarga silenciosa. Un impacto que empezó a quemarle por dentro.

Supo que se moría, pero ni siquiera le dio tiempo de gritar.

El capataz quedó boquiabierto.

—¡Señor Allton! —gritó.

El arma del otro se encaraba hacia él.

—¡Fuera, si no quieres que te ocurra lo mismo! ¡Fuera he dicho!

Jonnasson era hombre valiente. Valiente a toda prueba, pero algo frenó sus impulsos. Había leído la muerte en los extraños ojos del forastero, y se quedó como paralizado, hasta llegó a sentir una extraña sensación de impotencia, como si durante unas fracciones mínimas de tiempo sus miembros se le hubiesen agarrotado.

Entonces tuvo la noción de que el forastero desaparecía. Hasta creyó que se había desvanecido, pero la verdad es que podía haberse camuflado entre las altas hojas que producían las semillas alimentadas con abonos sintéticos, con las que se podía abastecer casi la nación entera.

Empezó a moverse con la idea de perseguir al asesino de su patrón.

Anduvo cosa de cincuenta metros entre aquel laberinto de hojas gigantes.

De pronto escuchó como un extraño zumbido e instintivamente miró hacia el aire.

De entre la espesura de las rocas se elevaba por los aires, un artefacto de forma redonda, ligeramente cónica en la parte de arriba.

La visión fue fugaz, muy fugaz, porque el disco se perdió en las alturas, desapareciendo de su vista, a pesar de que, ni una sola nube empañaba el azul del firmamento.

Como petrificado quedó inmóvil.

¿De dónde había salido aquello?

Se quedó escuchando el silencio. Un silencio terrible que marcaba la inmensa soledad de la plantación.

Estaba convencido de que el asesino de su patrón ya no estaba allí, sino que se encontraba a cientos, a miles de kilómetros de distancia.

Antes de que oscureciera y tras dar la noticia por la radio portátil que cada ciudadano del Delko Blanco poseía para su uso particular, los helicópteros a reacción de la policía habían llegado al lugar del crimen.

—¿Está seguro de lo que dice? —preguntó el inspector jefe de la Sección.

—Completamente, señor. Ese hombre escapó en un bólido de esos que sólo se ven en las narraciones fantásticas. Estaba por ahí, entre el sembrado.

El inspector jefe de la Sección ordenó una batida. Una docena de hombres inspeccionaron concienzudamente toda la zona, pero los resultados fueron negativos.

—Está usted trastornado, Jonnasson. No hay la menor huella de que un aparato, del tipo que fuere, se hubiese posado sobre el suelo. A parte de las huellas, habría destrozado las hojas. Encontraríamos docenas de indicios, y no hay ninguno.

—¡Yo les he dicho la verdad! —afirmó el capataz—. Toda la verdad... Y les aseguro que no estoy trastornado.

—Bueno, Jonnasson, tendrá que venir a la central a firmar su declaración.

Momentáneamente la investigación sobre el lugar del crimen se dio por conclusa, si bien el inspector jefe dejó a algunos hombres de vigilancia como mera rutina.

El cuerpo del ex todopoderoso Allton fue retirado en una camilla y subido a un helicóptero para ser llevado al hospital.

—Vayan ustedes delante —ordenó el inspector jefe—. Yo me quedaré para hablar con la familia. Será un rudo golpe para la pobre Gena.

* * *

El hombre de los ojos profundos observaba a través de una pantalla la escena que se desarrollaba en casa del granjero muerto.

Vio a una muchacha joven, de ojos grandes, hermosos, como tras recibir la noticia se echaba a llorar. Aquellos ojos femeninos, con el llanto le parecieron todavía más hermosos.

El policía, con el clásico uniforme negro hasta el cuello, abrochado con cremallera vegetal y el distintivo del cuerpo en forma de águila, dentro de un círculo, en el lado derecho, estaba diciendo:

—Sé que es un m omento doloroso para usted y que su madre está muy delicada, pero es necesario que le haga unas preguntas referentes a su capataz.

Ella trató de serenarse:

—Inspector Molter, mi madre por el momento no tiene que saber nada. Como usted ha dicho, está muy delicada. Poco a poco procuraré decírselo. A hora sería un golpe demasiado rudo.

—La comprendo.

—Pregunte lo que desee, Molter.

—Gena... Es referente a Jonnasson. Ha contado una historia increíble. Me gustaría saber qué tal se llevaba con su padre.

—Pues... No sé, no estaba muy al corriente, papá llevaba solo todos sus negocios. Hablaba poco de sus colaboradores. ¿Es que sospecha que pueda haber mentido?

—Ha mentido, no hay duda. El resultado de la autopsia nos dirá qué clase de arma fue utilizada para matar a su padre.

—¿Piensa que él...? —No lo sé, señorita. Lo único cierto en este asunto es que allí no había nadie más. Su padre y Jonnasson estaban completamente solos.

* * *

El hombre de los ojos profundos sonrió:

— ¡Qué complicaciones se buscan esa gente de Delko!

Y volvió los ojos hacia su compañero de vuelo, que estaba sentado ante un pupitre de mando de lo más elemental. Para mantener en vuelo la nave no necesitaba ninguna manipulación. Una pantalla le indicaba las incidencias del vuelo. Un visor de larga distancia permitía ver el cosmos. Un contador de velocidades dejaba deslizar monótamente unos puntos rojos.

El piloto se volvió hacia su compañero y exclamó:

—No debiste haberle matado, Pronio. No tenías ninguna necesidad de ello.

—Me fastidiaba ese tipo. Se creía un reyezuelo. Pensaba que era importante, cuando bastaba un soplido para reducirle.

—Pero tú le mataste.

—¿Y qué?

—Esto nos va a traer complicaciones.

—¡Bah! Son sólo gusanos... ¿No ves que no sirven para nada?

—Ellos viven su vida según sus costumbres. Tienen leyes. Nosotros no tenemos por qué interponernos. Así es como piensan nuestros superiores. Es la norma de nuestro habitáculo, no interferimos en los asuntos los demás. Nuestras misiones por el cosmos es investigar, inspeccionar para saber todo lo que ocurre, para protegernos con tiempo de cualquier ataque que pudiera planearse. Para estar al corriente y también para enriquecer nuestros conocimientos con las experiencias ajenas.

—¡Estamos muy por encima de ellos!

—De los más insignificantes incluso se puede aprender. Ya verás cómo tu acción nos va a costar cara. Tanto a ti como a mí —sentenció el piloto.

Los vaticinios del piloto se cumplieron apenas llegar. 

CAPITULO II 

 Para los jefes de aquel habitáculo no era necesario pedir informes a los pilotos de los Vuelos para conocer los resultados e incidencias de los mismos. Bastaba sacar la placa grabadora del cerebro central, que iba registrando en todo momento y transmitía a la vez, al gran cerebro de la base.

Cuando Pronio y el piloto descendieron de la nave, la orden del jefe de la base fue tajante.

 —El tribunal está reunido. Les esperan. Han cometido un error muy grave. Personalmente desapruebo la conducta de ambos.

No hubo comentarios, sólo un intercambio de miradas entre Pronio y el piloto.

En el habitáculo nunca se demoraba nada que fuese considerado importan te y el caso del piloto y su ayudante lo era mucho para los regidores de los destinos del país.

El tribunal estaba formado con los seis miembros de rigor a los que presidía el Supremo.

Había una galería pública para que pudiera acudir quien quisiera comprobar la forma de administrar justicia de los hombres que los mismos ciudadanos habían elegido para los cargos.

El primero en ocupar la tribuna de los acusados fue Pronio.

—Ayudante Pronio, violaste una de nuestras leyes primordiales... Privaste de la vida a un habitante de otro planeta.

Pronio sabía que no podía decir nada hasta que el acusador terminara de hablar.

—El secreto de nuestra supremacía en relación con otros mundos habitados, consiste precisamente en el respeto que cada criatura viva, proceda de donde proceda, debe merecernos. Ningún ser puede quita r la vida a otro ser. Esta es nuestra ley, dentro y fuera de nuestros límites. No se alcanza el poder matando. En casos extremos disponemos de otros medios que están al alcance de todos. Tú obraste con violencia y no tienes excusa.

La exposición no podía ser más breve y Pronio se apresuró a defenderse.

—Esa gente de Delko son unos explotadores... Hemos visto a millones de seres muriéndose por el hecho de ser considerados inferiores. La culpa es de los que se creen fuertes, lo cual no quiere decir que posean la menor inteligencia. Ellos mismos se creen privilegiados, pero la verdad es que no valen absolutamente nada. Aquel ser me amenazó, quería eliminarme. Pensé que merecía una lección.

Volvió a hablar el acusador.

—Tu culpa es triplemente grave. Primero, no tiene por qué importarte la forma de vida de Delko que no sea meramente en plan de estudio; te eriges en juez de un país que tiene sus propias leyes. Segundo, no eres tú quién para dar lecciones. Si estabas en peligro Podías utilizar otros medios que conoces perfectamente. Tercero, caíste en el mismo error que críticas a los demás. Te sabías superior y abusaste de ello.

— ¡No pueden condenarme por un asunto tan simple!

 —Sí, podemos y debemos. Las leyes se han creado para todos.

No había más que decir y le tocó el turno al piloto.

El acusador volvió a tomar la palabra:

—Piloto Andros, tú eres el responsable del vuelo. Debiste intervenir para evitar que Pronio consumara su acción. Aunque no hayas sido directamente el responsable, tu situación de jefe de vuelo te convierte en culpable de acuerdo con nuestras leyes que libremente has aceptado.

—Lo sé, señor. La verdad es que no pensé que Pronio diera muerte a aquel infeliz. Siento que mis servicios que siempre cumplí con orgullo y a satisfacción se hayan visto empañados, pero comprendo que la ley debe ser respetada.

—Sin nuevos datos que aportar sobre el asunto, leeremos la sentencia que sólo puede ser una para los responsables de asesinato.

No había ningún ceremonial, todo era sencillo, sin grandilocuencias.

Tampoco en la tribuna nadie de los que habían ido por curiosidad hacían comentario alguno. Conocían cuál iba a ser la sentencia.

Se incorporó el Presidente, que habló en nombre del habitáculo:

—Seréis transportados al planeta Delko, para vivir según sus costumbres y leyes.

—¡No! —gritó Pronio— . Si aquella gente me coge me darán suplicio. Tienen unas leyes bárbaras.

—Tú las quebrantaste, Pronio. Justo es que las sufras.

—¡Me condenáis a seguir matando! Porque no me dejaré coger por aquellos gusanos engreídos.

—No llevarás armas, Pronio. No podrás usar ninguno de nuestros objetos. Tendrás que valerte de tu ingenio. Lo que hagas allí, ya no es de nuestra incumbencia.

Luego le tocó el turno a Andros.

—Tam poco tú podrás llevarte arma, ni objeto alguno de tu pertenencia. Tendrás que vivir su jeto a las leyes de Delko por el tiempo que el tribunal considere justo.

—¿Seré rescatado algún día? —preguntó Andros.

—El tuyo es un caso disciplinario, único, puesto que no has intervenido de forma directa en el asesinato de ese granjero de Delko. La falta en sí está cometida desde el momento en que uno de tus hombres delinque  y es lo que aquí castigamos, pero no existe la culpa material del hecho y por ello el tribunal debatirá tu caso oportunamente.

Tras una pausa el Supremo añadió:

—El traslado se efectuará inmediatamente.

La nave que iba a conducirles nuevamente a Delko estaba dispuesta.

El piloto era una mujer, Loria, y con ella viajaba un guardián armado.

Loria no era ninguna desconocida para Andros. Había permanecido con la cara cariacontecida, pero serena y consciente.

Miró atentamente a los dos hombres cuando custodiados fueron introducidos en la nave.

 Luego el jefe de la base pulsó un botón para indicar con la luz blanca de un faro que el bólido podía despegar.

La marcha se hizo con idéntica rapidez que cuando Andros y Pronio escaparon del planeta Delko.

Controlada la nave automáticamente, Loria se volvió de nuevo hacia los dos hombres que permanecían sentados en el banco circular, sujetos a la barra de material blando, para protegerse de cualquier brusquedad poco frecuente en los despegues.

Los ojos de la mujer se habían clavado en los de Andros.

—Lo siento... Siento mucho todo esto y si de mí depende procuraré que tu destierro no sea muy largo. Tú no eres culpable. Yo lo sé. Conozco bien tus sentimientos.

—Era responsable del vuelo. La sentencia es justa. Un piloto debe ser responsable.

Pronio sonrió con cinismo.

 —Debo parecerte un monstruo, ¿verdad, piloto Loria? ¿Por qué no me dejáis vagando por el espacio? Así os libraréis de mí. Después de todo no lo pasaré peor que en ese planeta de gusanos.

Ella le miró en silencio, pero no le contestó. Andros permanecía impávido, mudo.

—Todo saldrá bien. En Delko tiene que haber gentes buenas.

—Seguro, Loria. 

—Me gustaría quedarme contigo una temporada. Saber que te has aclimatado.

—No lo pienses siquiera. Tienes un deber que cumplir.

—Lo sé, pero no es un delito expresar lo que se piensa. No me importa que sepan lo que siento.

Se miraron profundamente. Era una forma de expresar sus mutuos sentimientos, pero... Ella tenía que cumplir un deber, y Andros aceptaba disciplinado el castigo que los suyos le habían impuesto.

El único que despotricaba de todo aquello era Prodio, que había vuelto a conectar la pantalla y captaba ya las imágenes procedentes del planeta que en adelante iba a ser su nuevo habitáculo... de por vida.

¿Qué les esperaba allí?

CAPITULO III 

El bólido llegó cuando la noche se había cerrado ya.

El aparato no tenía ninguna necesidad de posarse sobre el suelo. Le bastaba con mantenerse a cierta distancia, y podía rozar la hierba o cualquier cosa sin dañarla en absoluto.

Los dos hombres descendieron en un descampado, cerca de una gran urbe.

—Es el Delko Blanco. Estoy seguro —masculló Pronio.

La piloto Loria asintió:

—Según nuestros datos es el lugar más civilizado de este planeta —comentó la mujer.

—Pues podíais haber elegido otro sitio. Espero que no me reconozcan —espetó Pronio— . Nunca he tenido que huir de nadie. Y esto es una tierra extranjera, de costumbres primitivas.

Ella no escuchaba a Pronio, tenía los ojos puestos en el piloto Andros, a quien estaba dando de pensamiento su adiós.

Él le devolvía la mirada, deseándole también un feliz regreso al habitáculo que tal vez ya no volvería a ver.

El bólido se elevó, produciendo únicamente aquel zumbido sólo perceptible en el silencio.

Desapareció en lo alto, para brillar fugazmente como una estrella más, como uno de los mundos, habitados o no, que transmitían su luz a Delko.

Empezaba una nueva vida para aquel par de seres que lo único que poseían era un a inteligencia distinta a la de la gente con la que iban a convivir.

Pero ¿se aclimatarían?

Poseían datos y esto les proporcionaba una cierta ventaja, pero tendrían que probar su valer en la práctica.

Que ambos pensaban distinto lo demostró el primer comentario de Pronio.

—Si tuviéramos un arma me sentiría más seguro. Aunque fuera cualquiera de los cacharros que usan aquí.

—¿Para qué quieres un arma, Pronio?

—¿Cómo piensas sobrevivir aquí?

—Sabemos que la gente trabaja. Mediante el esfuerzo personal de uno recibe un estipendio que le permite vivir.

—¿Trabajar por una gente que yo no quisiera ni como esclavos? A ti te falla la materia pensante, Andros...

—Pues... ¿Cómo piensas aclimatarte?

—Escucha, conozco los mismos datos que tú sobre planeta, ¿no? Bien... Hay gente que tampoco quiere trabajar para otros. ¿Y qué hacen? Van armados y se apropian de lo que quieren, a la fuerza... Aquí tienen eso que llaman dinero y con dinero pueden vivir bien...?  Pues eso es lo que pretendo, tener esos papeles que para los muy imbéciles tanto valen, y pasarlo lo mejor que pueda mientras esté aquí.

—Empiezas mal.

—Yo no he elegido venir aquí, Andros.

—Menos lo elegí yo.

—Estoy leyendo tu materia pensante. Y no empieces a acusarme. Aquel tipo iba a matarme, ¿no? Yo no he probado las armas de este planeta, pero no podía arriesgarme.

—Sabes que esto no es una excusa. Hubieses podido paralizarle.

—¡Bah!

—Quisiste demostrar tu superioridad.

—Si vamos a empezar así...

—No, no temas. No volveré a hablarte de este asunto Y si lo prefieres, ve por tu lado. Yo iré por el mío.

—Espera un momento. Yo tengo un proyecto, puede te necesite.

—Si ese proyecto es apoderarte de lo que no es tuyo, no cuentes conmigo.

—Los dos iremos mejor, Andros. Créeme a mí. Somos más inteligentes que ellos. No son más que retrasados. Ya sabemos cómo viven y cómo piensan... Ni en los principios de nuestro habitáculo éramos nosotros así. Sabemos cómo son sus aparatos voladores. Es de lo más elemental. Incluso hacen incursiones al cosmos y tardan más en hacer una centésima parte de viaje que nosotros para ir y venir de nuestro habitáculo. Son atrasados y podemos hacernos los amos.

—No será por la violencia.

—¡Eres demasiado terco! Pero te advierto una cosa..  Si me voy por mi cuenta, no esperes que te eche una mano cuando intenten avasallarte. Y es más... No pienso quedarme aquí. Con medios construiré algo... o lo haré construir. Veré lo que encuentro por aquí y de qué elementos disponen. Estoy seguro de que aunque su material sea burdo se puede conseguir una aleación medianamente aceptable para ir a cualquier parte., que no sea esto.

—Si te vas, Pronio, sólo puedo desearte que tengas suerte. Y si quieres escuchar un consejo...

— ¡No me importan tus malditos consejos, Andros! No te los he pedido.

Pronio dio la vuelta y se alejó, tragándose su furor

Andros se quedó pensativo en medio de la oscuridad.

Allá a lo lejos se adivinaban algunas luces de una ciudad que bullía aún de noche con el frenesí de la gente que había salido a divertirse.

No le fue difícil a Andros llegar hasta allí, aunque otros necesitaran de unos extraños artefactos que llamaban automotores. Eran vehículos a tracción eléctrica de línea aerodinámica, que alcanzaban velocidades muy estimables, pero que a cualquier ente llegado del habitáculo de Andros, sólo podían hacerle sonreír.

En las plantas bajas de algunos edificios surgían verdaderas cataratas de luz.

 Torrentes de esplendor anunciaban espectáculos. Restaurantes donde se servían suculentas y caras cenas.

Otros se anunciaban como Paraísos de la Fortuna.

Andros se mezcló entre la gente y vio cómo el dinero corría entre las mesas y desaparecía en los cajones de los empleados que manipulaban extrañas ruedas electrónicas.

Una mesa numerad a con números luminosos que se encendían y se apagaban, hasta que la luz quedaba fija en uno de los números que era el que había ganado.

Otras máquinas ostentaban una pantalla por la que desfilaban vales equivalentes a dinero, El jugador que previamente había pagado para manipular una, tenía que pulsar una serie de botones para conseguir el vale elegido, que siempre era el más costoso; pero un pequeño fallo equivalía a perder la partida y lo apostado,

Luego estaban los bares automáticos, donde unas fichas equivalentes a dinero servían para que de unos grifos cayera la bebida deseada.

Aquello era una orgía de gentes vociferantes luciendo las más dispares vestimentas.

Andros sintió que aquella atmósfera enrarecida le molestaba y salió a la calle.

Rascacielos altísimos apenas dejaban circular el aire caldeado por tanta luz.

Los vehículos automotores seguían circulando a grandes velocidades.

Un golpetazo seco seguido de varios gritos indicó que en un cruce algo había sucedido.

Andros se dirigió hacia allí y pudo ver cómo sacaban a un hombre de debajo de las ruedas de uno de aquellos automotores.

 — ¡Un atropello! —exclamaron varias voces.

La gente discutía mientras una sirena anunciaba la llegada de un vehículo que venía por los aires.

En una camilla sacaron al hombre accidentado.

Andros estaba en primera fila, mientras unos policías obligaban a la gente a retirarse.

—Vamos, vamos. Aquí no hay nada que ver.

—¿Dónde llevan a ese hombre? —preguntó Andros a uno de los guardias.

— ¡Qué gracia! No será a una fiesta, digo yo —fue la desabrida respuesta de la autoridad.

Andros se volvió hacia una joven:

—¿Adonde se lo llevan? —inquirió.

—A un hospital. —Sí, sí... Pero quiero saber... adonde. Es para... para saber qué le hacen.

—Intentarán curarle —respondió la muchacha, entre extrañada y hasta divertida por la pregunta de Andros.

Otra mujer iba a subir en el helicóptero. Estaba llorando y gritaba:

— ¡Quiero ir con él! Es mi marido.

—No, no. Sólo es para el personal sanitario. Usted puede ir por los medios normales...

El helicóptero desapareció por los aires y la gente desfiló en todas direcciones.

La mujer que lloraba había quedado prácticamente sola, como si a nadie le importara su dolor.  

— Los guardias, restablecida la circulación, se habían  esfumado. Lo que había sucedido, por corriente, parecía algo sin importancia.

Andros se aproximó a la mujer.

—¿Puedo ayudarla?

Ella le miró casi extrañada.

—Podemos ir al hospital, ¿eh? Yo no tengo ningún vehículo. ¿Está lejos?

—Ayúdeme a conducir. Está bastante lejos, sí, y yo... Siento que me faltan las fuerzas.

 Aquella mujer estaba al borde del desmayo. Andros la tomó en sus brazos y la llevó a uno de los vehículos.

La subió y se sentó en el asiento frente a los mandos  para conducirlo.

No preguntó cómo se ponía en marcha. Le pareció bastante elemental y arrancó.

Tampoco le preguntó dónde estaba el hospital. Siguió derecho una calle larga que parecía interminable.

La mujer poco a poco se iba serenando. 

CAPITULO IV

Al accidentado le estaban practicando una complicada operación con elementos electrónicos.

 La absoluta precisión del material automático hubiera sido la envidia de otros países menos desarrollados que el Delko Blanco, pero para el piloto sólo eran objetos de curiosidad.

Ella se aproximó a la tribuna sin atreverse a mirar. Andros estaba solo.

—Aquí nadie quiere decirme cómo va... ¿Entiende usted algo, señor?

—Pues... Me parece que con los procedimientos que utilizan no van muy acertados.

 —¿Qué dice?

—Pues... Yo lo haría de otra manera.

 —¿Es médico?

—¿Médico? ¡Ah! Bueno... En cierto modo... Lo que quería decirle, es que lo de su marido no es grave, pero no sé, tal como están llevando la cosa...

—Este es el mejor hospital de Delko. El más famoso. Acuden gentes de otros países. Tenemos los mejores cirujanos y utilizan los mejores métodos.

Andros hubiera podido replicar que todo lo que se estaba haciendo allí llevaba miles y miles de años como cosa anticuada en su habitáculo, pero desistió de hacerlo. Ella no le hubiese comprendido.

—Bueno, tranquilícese. Si usted tiene confianza, todo saldrá bien.

La operación terminó y las palabras del cirujano jefe no fueron precisamente muy alentadoras.

—¿Usted es su esposa? —inquirió, y miró de soslayo a Andros, pero continuó dirigiéndose a ella—. Bueno no puedo darle grandes esperanzas. La herida es penetrante y existe peligro de complicaciones.

—Escuche —intervino Andros, dirigiéndose al mé­dico.

El cirujano le volvió la mirada para escrutarlo. No era la vestimenta lo que más podía causarle extrañeza, puesto que las mil y una maneras de vestir de la gente de aquella ciudad le ponían a salvo de toda sospecha ante la procedencia de la tela que cubría su cuerpo. Era acaso !a forma de mirar de Andros, o simplemente  que al médico no le había caído en gracia.

—¿Es usted de la familia? —inquirió.

—Pues ¿familia? No, no... Pero la señora estaba sola... Bueno, yo vi cómo intervenían ustedes y creo han cometido un pequeño error.

Ahora la mirada del cirujano se endureció para clavarse en los ojos de Andros. Luego sonrió con aire de superioridad.

—¿Es usted un colega?

—¿Colega? No, no...

—Me pareció que quería darme alguna lección. ¿Sabe quién soy yo?

—No, no señor —repuso con humildad el piloto.

—Bien, Pues soy el profesor Kannen, y le advierto que tengo demasiado trabajo para perderlo discutiendo tontería s. Lo siento, señora. Yo no engaño a nadie, Ya le he dicho que su marido está realmente grave. No puede llamarse a engaño si las cosas empeoran.

E! médico se alejó erguido, no sin antes dar una última mirada a Andros, mirada llena de altivez y desprecio.

Andros expresó un pensamiento:

—Si dispusiera de los medios normales... Pero aquí

La mujer estaba demasiado aturdida para comprender las palabras del piloto.

Andros pensó en la sentencia: 

«Tendrás que valerte de los medios normales en tu nuevo habitáculo».

Pero él sabía que en su lugar de procedencia aquella herida, grave en Delko, hubiese carecido de importancia.

- Habían aprendido, y no entonces precisamente, que la estructura de los seres de Delko era bastante similar a la suya. Carne, sangre, huesos, los vasos, las arterias, los miembros vitales, corazón y cerebro, todo funcionaba como en las criaturas de su planeta. Sin embargo, los medios para curar eran distintos.

Andros comprendió que aquel hombre moriría. Le estuvo observando en silencio cuando ya trasladado la habitación quedó postrado, inmóvil, sin conocimiento, que tal vez ya no volvería a recuperar.

La esposa del accidentado permanecía a la cabecera de la cama, llorando en silencio.

Aquél era un drama nuevo para Andros, aunque también en su habitáculo tenían capacidad para el dolor, era por causas distintas. Aquello era nimio, algo que él hubiese podido solucionar.

—Por favor... —rompió el silencio.

La mujer volvió sus ojos hacia el desconocido.

—¿Hay algún sitio donde pueda hallar un... una batería electrónica? ¿Sabe a lo que me refiero?

 Su lengua era corriente, porque él, como todos los suyos, conocía y podía hablar a la perfección todos 1os idiomas del Cosmos, pero ignoraba los nombres técnicos de algunas cosas.

—¿Una batería?

—Sí. No me refiero a las que usan para sus automotores. Debe tener circuito eléctrico. El especial A-B. Sé que lo utilizan ustedes.

—No sé... Tal vez en la fábrica de mi marido. Es ingeniero.

—Bien. Entonces, si puede pedir que le dejen trasladar a su... marido.

—¿Trasladarlo en este estado?

—Puede sobrevenirle la muerte y entonces no dispondríamos de mucho tiempo... A partir de que el corazón-motor se paraliza hay que actuar muy rápidamente. En su sistema... me refiero al sistema Delko, el cerebro sigue siendo parte vital y sería difícil reanimarlo.

Lógicamente la mujer no comprendía absolutamente  nada, pero en la mirada de aquel hombre había un algo especial, una expresión indescriptible que casi la obligaba a confiar.

Se sentía como atraída por sus palabras, que le transmitían fe, esperanza.

—¿Quiere decir que... morirá?

Andros se aproximó al enfermo, miró su aspecto, luego tocó sus m anos y añadió:

—Aprisa. Avise a un sanitario.

La mujer pulsó el timbre. Estaba visiblemente alarmada.

Compareció un sanitario.

El hombre nada dijo. Se limitó a echar una ojeada rutinaria al accidentado. Luego aproximó el aparato computador de datos. Pulsó unos botones y conectó un cable a unas clavijas que surgían de entre los vendajes del paciente.

Hizo unas manipulaciones que Andros observó con escaso interés, seguramente por considerarlas puramente elementales.

El aparato, que disponía de varias pantallas, registraba los distintos «electros»; cardiograma, encefalograma, circulatorio...

El cuadro clínico, visto a través de las pantallas, daba una idea clara y exacta del estado físico del paciente.

El estado era lamentable.

Un punto rojo indicaba la presencia del coma.

—¿Cómo está? —preguntó la mujer con un hilo de voz.

—Lo siento —se limitó a responder el sanitario, dando una última ojeada a las pantallas. Intervino Andros.

—¿Podría disponer de una batería aquí mismo? Una batería A-B...

—Tenemos baterías en el quirófano. Son para las intervenciones automáticas.

—Entonces... Podríamos trasladar a ese hombre al quirófano.

El sanitario miró detenidamente a Andros como si fuese un bicho raro.

—¿Quién es usted?

—Un... amigo de... —y señaló al accidentado y a su mujer.

—¿Es médico?

—No lo que ustedes entienden por médico. No estoy doctorado, y tampoco puedo ejercer aquí.

—Je —se limitó a replicar el sanitario, dando por finalizada su estancia en la habitación.

 Intervino la esposa del paciente. —Por favor... Ese señor cree que puede salvar a mmarido.

 —Ese señor no es médico... Las prácticas de curanderismo son cosas que se han perdido en la noche de los siglos. Este es el primer centro quirúrgico de Delko.

—De Delko Blanco —rectificó Andros.

—¿Qué quiere decir? ¿Que los negros o los amarillos tienen centros mejores? ¿De dónde procede usted? ¿Es de la secta de los liberadores?

Con un ademán de fastidio, el sanitario les dejó. Altivo y erguido desapareció por el corredor.

Si en Delko existían los sentimientos humanos era discutible, al menos en el primer centro quirúrgico. Así tuvo que admitirlo Andros cuando en la pantalla de informes y avisos de la habitación donde yacía el paciente surgió la nota luminosa:

—Paciente 1.025 en estado de coma. Preparados los servicios fúnebres. Despejen la habitación.

¡Y el paciente aún vivía! ¡Aún respiraba! Pero todo estaba previsto para sacarle de allí en cuanto dejara de respirar. Era la ley del dinamismo. Todo resuelto. Los muertos resultaban un estorbo y no debían ocupar el lugar de los vivos, ni un segundo más de lo necesario.

El profesor Kannen entró en la habitación hecho una furia.

—¿Usted ha pedido al sanitario llevar al 1.025 al quirófano?

—Sí. Yo he sido.

--Cómo se atreve a...?

—Olvídelo —repuso Andros con humildad.

—Antes ya me hizo una insinuación que no me gustó.

—Le he pedido que lo olvide. Lo único que ahora pedimos es llevarnos al herido.

—Por supuesto. No llegará a casa, saldrá de aquí con la etiqueta correspondiente. El centro quirúrgico no admite responsabilidades.

Luego Kannen volvió a medir con la mirada a Andros.

—No me gusta usted. No me gusta su tono. Es mejor que no vuelva a aparecer por el centro. Andros no respondió.

Kannen miró a la mujer y murmuró:

—Lo siento. Es ley de vida.

Era una forma ruda y grotesca de dar el pésame.

Kannen desapareció.

La ambulancia no tardó en estar dispuesta. Tampoco se trataba de una ambulancia helicóptero. Al paciente ya se le consideraba muerto. No había urgencia.

Con la guía de circulación, o etiqueta, como la llamaban, salió del centro como cadáver, pero aún seguía respirando

—Vayamos directamente a la fábrica de su marido. ¿Cree que habrá alguien? —preguntó Andros.  

—En estas horas no creo —repuso ella, pero no se atrevió a preguntar qué era lo que Andros se proponía. Después de todo, sabía que su marido estaba muerto oficialmente muerto. Aceptaba cualquier cosa con tal de que volviera a la vida...

 

CAPITULO V 

Andros había dejado tendido el cuerpo del accidentado sobre una mesa metálica del laboratorio de la fábrica y luego buscó a su alrededor la batería que necesitaba

Para ello tuvo que proceder a desmontar algunos de los artefactos de la sala de controles,  mientras la esposa del herido permanecía inmóvil, ajena a las manipulaciones de Andros.

Por fin, cuando todo lo tuvo resuelto, Andros pidió a la mujer que le dejara solo.

—¿Qué va a hacerle?

—Es una práctica extraña para ustedes.

—¿Y salvará usted a mi marido?

—Espero que sí.

Rápidamente, Andros comenzó a poner en orden unas varillas que también se había agenciado, junto con unos punzones que procedió a esterilizar valiéndose de la cámara especial del laboratorio.

La mujer seguía allí. Ahora sí se fijaba en la forma de moverse de Andros, en la agilidad de sus manos, en la concentración del desconocido ante la tarea que iba a realizar.  

Utilizó un contador portátil y aplicó una de las varillas a los cables que salían de las vendas.

La aguja del contador comenzó a moverse de forma muy débil.

—¿El corazón? —inquirió ella.

—Sí. Es... un electro rudimentario, puede hacerse de este modo también,

Ella no entendía de los nuevos adelantos, pero le pareció que lo que estaba haciendo Andros se salía por completo de lo corriente.

De pronto la aguja dejó de moverse.

—¡Sandor! —exclamó ella.

—¿Qué?

—Mi marido...

—¿Se llama Sandor?

—Sí... Su corazón... La aguja ha dejado de moverse.

—Sí. Se le ha detenido el corazón. Debo darme prisa

—¡Está muerto!

—No. No lo está todavía.

—Pero usted...

—Por favor, señora Sandor. Déjeme ahora. Déjeme

La acompañó, empujándola suavemente hacia puerta.

—Espere ahí. No tardaré mucho.

Ella había quedado como anonadada, sobre todo partir del momento en que el corazón de su marido se paralizó. Estaba segura de su muerte, que por demás habían confirmado ya en el hospital.

Andros volvió rápidamente junto al paciente y comenzó a quitarle el vendaje que cubría su cuerpo desde el pecho hasta el vientre.

Cuando la herida ligeramente sangrante todavía quedó al desnudo,-Andros comenzó a manipular.

Primero quitó la sutura y luego con la ayuda de los punzones abrió de nuevo.

Utilizó los cables conectados al herido con la batería que había manipulado convenientemente para efectuar unas rectificaciones.

El contador también quedó conectado a la misma batería, produciendo sistemáticamente un cambio de corriente.

Unió dos cables y se produjo una chispa a su contacto, entonces aproximó la chispa a la herida.

Su trabajo consistió en una especie de masaje electrónico sobre determinados vasos.

La sangre del paciente comenzó a circular con mayor celeridad.

A partir de este momento, sin desconectar los cables, los dejó sobre la herida y conectó otros que ya cabía preparado, a la altura del corazón-motor.

El oscilógrafo de la batería empezó a moverse de un lado a otro a ritmo cada vez mayor, anunciando el máximo voltaje.

Andros manipuló para hacer unas cuantas rectificaciones hasta que la batería volvió a su ritmo normal.

El contador comenzó a funcionar.

Los latidos repercutían en la batería con el toc-toc característico y profundo.

El corazón de Sandor volvía a funcionar!

Volvió Andros al masaje de los vasos por medio de chispa que desprendía la unión de los dos cables.

Sonrió ligeramente al comprobar que su improvisado mecanismo había respondido.

Corrió en busca de un alternador de corriente y manipuló de nuevo con la batería.

Su trabajo no se prolongó demasiado, y cuando Ia esposa de Sandor entró porque ya le era imposible esperar por más tiempo, a pesar de que la operación de Andros había durado la décima parte de la empleada en el centro quirúrgico, sólo pudo ver cómo el improvisado médico terminaba la nueva sutura, por un procedimiento muy distinto del habitual.

El punzón hacía las veces de soldador y la piel quedaba unida como si fuera metal.

Se aproximó cuando Andros procedía a un ligero vendaje.

Con la mirada le lanzó una pregunta que no tuvo necesidad de respuesta, porque vio perfectamente cómo el contador marcaba los latidos del corazón.

— ¡Está vivo! —exclamó al fin, sin poderse contener

—Y espero que sea por mucho tiempo —la tranquilizó Andros.

Hubiera podido hacerle infinidad de preguntas, pero la mujer ni sabía por dónde empezar. Veía a Andros como a un ser excepcional, capaz de devolver incluso la vida a los muertos.

El pareció comprenderla y comentó:

—No. No es lo que usted piensa.

—Ha devuelto la vida a mi esposo.

—La vida no se puede devolver. Lo que ocurre es que a veces la muerte es sólo aparente. Cuando la ciencia tiene que trabajar con unos límites deben aceptarse cosas que sólo son, por efectos de esa misma limitación Lo que un sector de seres pueden creer como algo definitivo, no es forzosamente el definitivo absoluto.

—¿Quién es usted..., señor? —inquirió la mujer admirada, fascinada por aquel hombre sencillo, al que intentaba comprender sin conseguirlo.

—Me llamo Andros...

—Andros.

—Es un nombre como otro.

—Para mí será un nombre inolvidable.

El comenzó a arreglar las cosas para dejarlas tal como las encontró.

—Andros... —repetía ella.

—Cuando su marido despierte, pueden volver a su casa.

—¿Mi marido... podrá volver a casa... ahora?

—Espero que no tarde mucho en despertar —continuó él, entregado a la tarea de devolver las cosas a su sitio.

—Pero esto es imposible.

—No, no. Le aseguro que no, señora Sandor. Volvemos a lo de antes. Imposible es sólo aquello que nosotros creemos que es imposible hacer, pero el imposible absoluto no existe. Si alguien les hubiese enseñado a valerse de todos los sentidos y a utilizar al máximo absoluto la materia cerebral, comprendería que hay muchas cosas que consideramos imposibles y sólo son puramente elementales.

No. Ella no entendía sus palabras, pero su admiración por Andros crecía por momentos; su admiración y su confianza. Aquella confianza que irradiaba de todo su ser, a pesar de la aparente sencillez.

Acaba de obrar un prodigio sin vanagloriarse por ello. Lo había hecho de la forma más sencilla. Pero ¿Cómo?

La mujer no pudo seguir pensando en ello porque la adorable voz del esposo la interrumpió.

 —¡Ada!

—¿ Eh ?

El se incorporó de la mesa.

—¿Cómo se te ha ocurrido traerme a la fábrica? Tuvimos un accidente. Lo recuerdo perfectamente. Creo que mantuve la lucidez hasta el último momento.

Entonces apareció Andros.

—¿Quién es ése?

—Se llama Andros. El te ha curado.

—¡Ada! ¿Es que pretendes burlarte de mí?

—La historia no es muy larga, querido. Te la contaré cuando regresemos a casa...

—¿Entonces no fue grave lo que me ocurrió?

—Sí fue grave, Sandor. Muy grave, Habías muerto —murmuró ella,

Sandor rió.

— ¡Ada! Tú deliras.,. ¿Qué ha pasado?

La seriedad de su esposa y el rostro tranquilo y sereno de Andros le indujeron a pensar que algo extraño acababa de ocurrir. Algo de lo que él había sido el principal protagonista. 

CAPITULO VI 

 Andros había sido acogido en la casa del matrimonio Sandor-Ada.

El día había seguido a la noche, y ninguno de los reunidos sintió deseos de descansar.

Hablaron durante mucho tiempo. Sandor conocía ya la verdad de lo ocurrido y las preguntas se habían hecho inevitables. Andros fue conciso.

—Mi deber ahora es vivir aquí. No importa quién sea ni de dónde haya venido. Me amoldaré a las costumbres de Delko y acepto su hospitalidad.

Sandor comprendió que de momento no le sacaría gran cosa más y que tampoco era conveniente atomizar a su invitado y salvador con preguntas y más preguntas.

Puesto que Andros había dicho que tendría que permanecer en Delko, sólo había una forma de pagarle su acción, que acaso sería un pago que ofrecería dividendos.

—En cuanto a trabajo, no debe usted preocuparse, Andros. Le colocaré en mi fábrica. Soy el director. Se trata de una sociedad importante. No crea que un director es gran cosa. Somos bastantes. Yo me ocupo de las cuestiones de enlace del laboratorio, aunque lo mío en verdad es la electrónica. A hora todo se hace por computadoras. Los cerebros parciales rigen las máquinas, el hombre sólo tiene que recoger los datos. Ni siquiera podemos corregir lo que hemos inventado. Para eso están los cerebros. Me pregunto si un día que los cerebros fallen, no nos hundiremos, todos. Todo se rige por ellos. Se han convertido en nuestros auténticos jefes.

—Creo que le comprendo. Es el mal de las civilizaciones subdesarrolladas  —sonrió Andros.

—¿Subdesarrolladas?

—No he pretendido ofenderle.

—No, no. En el fondo pienso lo mismo. Hasta nuestras guerras son dirigidas a través de procesos de datos.

—Y así Delko Blanco ha llegado a dominar el planeta.

—En efecto. Somos los mejores. Tomamos bebidas desintoxicantes que a su vez producen hábito, de seguir tomándolas. Las llaman drogas benignas.

—Estás cansando al señor Andros —intervino la mujer.

—No, en absoluto. Aunque muchas de estas cosas ya las conocía de antes, me gusta oírlas de los propios labios de quien las vive. Yo también tendré que aclimatarme a todo esto.

Había empezado el nuevo día y Sandor tenía que volver a la fábrica. Le maravillaba encontrarse bien a pesar del accidente de la noche anterior.

Sandor quiso acompañarle y ambos fueron con el automotor del dueño de la casa.

Por el camino, Sandor explicó que de las cosas buenas que podían vanagloriarse era la del invento de aquel bólido que no producía los humos molestos de épocas pretéritas.

—Sí. Su civilización estuvo muy próxima a perecer. Lo sé —manifestó el forastero—. En este sentido han avanzado mucho.

—Ustedes... Ejem... Bueno, quiero decir si usted conoce otros medios de desplazarse, más modernos —sondeó Sandor.

—En realidad, existen otros medios, pero son distintos...

—¿Cuáles?

—La comunicación directa. 

—¿Comunicación directa?

—Sandor no comprendió demasiado bien, pero ya habían llegado a la fábrica y entonces era cuándo empezaban los problemas. Para Sandor las cosas se habían complicado de un arma rayana en lo grotesco. Lo primero que hizo fue enfrentarse con el gran tablero, donde mediante la pulsación de un botón su nombre aparecía en un recuadro luminoso para dar fe de que había llegado a la fábrica.

Pero al pulsar el botón, en la casilla correspondiente apareció la indicación de:

 

FALLECIDO

 

—¿Quién ha sido el gracioso...? —empezó—. Esto es lo que hablábamos anoche, Andros. ¿Se da cuenta de la clase de fallos que pueden darse?

—Tal vez no sea un fallo —murmuró el hombre de otro planeta.

—¿Eh? ¡Claro! En el Centro Quirúrgico... Eso sólo puede ser obra de ellos. Hablaré con el ejecutivo. Venga, venga conmigo.

Si Andros hubiera tenido alguna capacidad para la sorpresa, hubiese quedado atónito al oír los coméntanos del ejecutivo, que sentado ante un inmenso cerebro manifestó: —Oficialmente no existes. Tu plaza ha sido ya ocupada. Yo no puedo hacerme responsable de los errores.

—Pero esto es absurdo. ¿De qué te sirven los ojos? ¿Es que no me estás viendo?

—La orden partió del hospital y fue transmitida a través de los cerebros de enlace. Aquí está la ficha —-y el ejecutivo leyó una cartulina procedente de una de las máquinas.

—La orden es del primer período de la medianoche. Transmitida a la fábrica de acuerdo con tu número de ficha 1,025. Ya conoces el sistema. Al mismo tiempo, el proceso fue transmitido al aspirante de turno en su propio domicilio. Es el 1.137. 

—Te lo dije, Andros. Todo automático. No admiten el error.

—No hay que desesperar, Sandor... Ve al hospital y que Testifiquen ellos, puesto que el error partió de allí.

—Pues claro que iré.

—De cualquier modo, tendrás que anotar tu nombre para guardar turno.

—¿Quiere decir esto que,., se me despide?

—Yo no puedo cambiar el proceso de datos, ¿Sabes lo que representaría eso?

— ¡Maldita sea! Es un simple cambio.

—No es tan fácil, Sandor. Y tú deberías saberlo. Has sido director de esta fábrica.

—No, es fácil porque nos hemos complicado la vida, pero esto puede resolverse. Tiene que resolverse.

—No veo cómo. La rectificación sólo servirá para que tu nombre pase a la lista de disponibles.

Andros preguntó:

—¿Su sistema es el «Aperturex»?

—Sí, Desde luego —respondió el ejecutivo extrañado, y en seguida añadió—  Es el más completo. 

—Es el más complicado —sonrió Andros.

—Oiga, ¿quién es usted?

—Alguien que sabe más que todos nosotros juntos —espetó Sandor.

—Estás nervioso. Debes tomar una vitamina. En tu estado no puedes discutir con nadie. Además, piensa que oficialmente eres un hombre fallecido. Estás borrado de todas las listas. Anda, date prisa si no quieres perder todos tus derechos.

—Sí, encima esto... Sólo puedo aspirar a ser readmitido y aún tengo que dar las gracias. ¡Maldito sistema ¡Y todo por una cuestión de prestigio!

—¡Cuidado, Sandor! —Previno el ejecutivo—. Hablar así es peligroso, pueden considerarte como un «liberador».

—Digo la verdad.,. No se acepta un error por una cuestión de prestigio, porque si se programara mi error en la computadora general habría una especie de revolución de datos y tardaría mucho tiempo en volver a su normal funcionamiento... si es que puede llamarse normal.

—¡Basta, Sandor!

—No, no basta, porque esto no es todo... Habría que admitir el error, que significaría el descrédito general del país y su sistema. Los grandes del Delko Blanco atrapados en sus propios inventos...

— Sandor, te ordeno que...!

—Tú no puedes ordenar a los muertos, ejecutivo 1.001 —recordó Sandor a voz en grito.

Andros permanecía en silencio, atento a la escena, y Sandor añadió fuera de sí:

— ¿Sabes lo que ocurriría además, Andros? Pues que un error haría saltar a otro... ¿y qué ocurriría si saliese a la luz pública que nuestras guerras contra los pobres subdesarrollados que programaron tan magníficamente nuestras computadoras también han sido un error?

—Eso ya es demasiado. Llamaré a los agentes para que te encierren.

—;No pueden encerrar a un muerto! —Y Sandor dio la vuelta para salir de la estancia del ejecutivo— ¡Vamos, Andros! Vas a aprender muchas cosas en nuestro superdesarrollado Delko Blanco.

Luego en el automotor, el hombre de otro planeta murmuró:

—Tú tienes razón, pero no te la darán. Estoy seguro. Lo que has dicho es cierto. Con el sistema «Aperturex», admitir un error es hacer trabajar a la computadora para que suelte todos los datos hasta que quede vacía... O sea «hacerle darla vuelta al revés».

--Exacto. Veo que lo conoces todo.

—Este sistema no es malo, pero como tú has dicho arrojaría otros errores y pondría al descubierto muchas faltas, y ninguna sociedad quiere admitirlas, lo considera como cosas del pasado, como si el pasado fuese algo abstracto e intangible, cuando en realidad es presente y futuro a la vez.

Sandor guardó silencio y dejó que su ya amigo continuara para decir: —También tenías razón al afirmar que vuestra guerra fue otro error de las computadoras... Tendrían que responder de millones de muertes. Se hizo un silencio que volvió a romper el hombre de otro planeta para concluir:

—Ten cuidado. Sandor. Estás en situación peligrosa. En Delko, aunque para muchos es un paraíso de libertad, decir la verdad es sumamente peligroso. Pisas terreno falso: Quien quiera destruir el sistema, antes perecerá. Recuérdalo. Este es vuestro principio.

—;Qué atrasados estamos, Andros, qué atrasados! —admitió el hombre oficialmente muerto. 

CAPITULO VII 

 Estaban los dos en el despacho del profesor Kannen.

—¿Otra vez usted? —espetó el titular y primer cirujano del centro quirúrgico.

La pregunta y la mirada furiosa iban dirigidas a Antros, que no contestó. Fue su amigo quien manifestó el motivo de su presencia en el centro.

—Se me dio por muerto. Vengo para que me programen nuevamente en la computadora.

 —¿Usted es el 1.025? —preguntó el profesor despectivamente.

—Sí.

—Entonces está muerto.

—Creo que estoy hablando con usted —atajó Sandor, tratando de contenerse.

—Y usted me ha oído perfectamente. De este centro salió usted cadáver, y así fue informado.

—No le pido que programe el error.

—¿Error? ¿Dónde está el error? Usted era muerto. Lo que haya podido ocurrir fuera de este centro no es de mi incumbencia. Y no tengo tiempo para perder.

—Profesor, yo estoy vivo.

—Usted fue atendido por un centro oficial del que salió siendo cadáver. Está en !a etiqueta, en las fichas. Su esposa firmó la conformidad... Usted sabe también que sólo son admitidos los datos oficiales...

— ¡No pueden darme de baja de todo porque ustedes se hayan equivocado! —estalló por fin Sandor.

—¿Cómo se atreve a chillarme? ¿Sabe quién soy yo? ¿Sabe con quién está hablando?

—¡Con un engreído estúpido!

— ¡Esto le costará muy caro, 1.025! —amenazó el cirujano.

—Vamos —murmuró Andros, conciliador tomando del brazo a su amigo.

— ¡Y usted es el responsable, usted! —Ahora el profesor se dirigía a Andros—. ¡Identifíquese!

Sandor comprendió que con su actitud acababa de perjudicar también a su amigo.

—No es de él de quien he venido a hablar, profesor. Soy yo, que únicamente pido una rectificación para seguir obteniendo mis derechos de ciudadano.

—Usted está muerto.

—Entonces, profesor, sepa que...

Andros volvió a apaciguar a Sandor.

— ¡No, usted no! ¡Le he pedido que se identifique! Ayer quiso hacerse pasar por médico. Esto está severamente penado.

 —Me llamo Andros simplemente —repuso con humildad el hombre de otro planeta.

—No es eso Io que quiero. ¡Su placa!

—Temo no poder complacerle. Es una larga historia.

—¿No tiene placa? Es un intruso... un «liberador»,.. Ahora lo comprendo. Voy a llamar a la guardia...

Iba a pulsar un timbre, pero Sandor se abalanzó sobre él.

—¡No! ¡No lo haga! El me salvó la vida.

—¡Apártese! —exclamó el profesor.

Sandor era fuerte y pudo sujetar bien la mano del profesor, que desde el otro lado de la mesa lanzó un gemido al tiempo que era obligado a aproximarse a su agresor.

—Suélteme... ¡Suélte...me! —gritó,

Sandor estaba demasiado ofuscado y comprendía que tenía que librarse de él si quería salir del centro.

Con su mano libre descargó un puñetazo en el mentón del cirujano y que le mandó contra la pared. Inmediatamente saltó por encima de la mesa y volvió a arremeter contra él.

—¡Maldito! ¡No nos perjudicarás! —le golpeó de nuevamente en la mandíbula y el profesor cayó sentado con los ojos en blanco.

—¡No debiste hacerlo! La violencia nunca debe emplearse —advirtió Andros.

—¡Anda, vámonos, antes de que despierte!

Tuvieron que darse prisa a pesar de la ligera vacilación de Andros.

Corrieron a lo largo de un pasillo ante las miradas del personal sanitario.

—Si no alcanzamos la puerta nunca nos permitirán salir —exclamó el amigo de Andros.

 Alcanzaron uno de los elevadores automáticos que les condujo rápidamente a la planta baja del edificio.

Siempre a la carrera llegaron hasta el estacionamiento de automotores.

Una sirena sonaba ya a lo lejos.

— ¡Es la guardia federal! —gritó Sandor, al tiempo! que ponía en marcha su vehículo.

—¿No habría sido mejor esperar y explicar la verdad? —inquirió su amigo.

—¿Explicar? Yo no tengo voz ni voto... Pronto estaré borrado de todas partes, no existiré como hombre ¿No lo entiendes?

—Creo que sí, creo que empiezo a entenderlo, pero debe de existir un modo de hacerles razonar.

—No, Andros. No lo hay. Créeme. Están engreídos. Cada jefe de departamento se cree en posesión de la verdad, aunque en el fondo no sean todos nada más que un montón de pretenciosos que sin las máquinas no servirían ni de lacayos en el Delko Negro. ¡Malditos sean todos...! Y el sistema, y...

 —Calma, calma...

La sirena sonaba más próxima.

—Pronto nos habrán localizado. Voy a desconectar la placa de identificación.

Pulsó un botón y manipuló nervioso.

—¿Es necesario?

—Con esto pueden saber siempre dónde me encuentro...

— ¡Espera! ¿Y tu esposa?

—Tendré que llamarla por el intercomunicador. Ahora no puede quedarse en casa. La molestarían a ella y pueden llegar allí en cuanto se lo propongan.

—¿Qué ocurriría si te cogieran? Tú estás ya muerto oficialmente. No pueden proceder contra un muerto.

—No les conoces... Me acusarían de «liberador»... Sería encerrado y me harían víctima de toda clase de torturas. Por eso vale más mil veces la muerte.

Andros pensó en aquellas palabras:

«Tendrás que valerte por tu s propios medios y según las condiciones de Belko»

Sí. Una vez en el planeta, todos sus principios y enseñanzas carecían de valor; si era necesario huir sin razonar tenía que hacerlo si es que deseaba sobrevivir.

—¡Vamos! —decidió—. ¡Yo te ayudaré! —Y arrancó de cuajo de un tirón, el botón que hacía funcionar la placa identificadora a modo de radar para que la policía o guardia federal no pudiera localizar el vehículo.

Mientras tanto, Sandor transmitía con su esposa.

—No pierdas ni un momento, Ada. Corre a casa de nuestros amigos. Me reuniré contigo en cuanto pueda.

—Pero, Sandor... ¿Qué ha pasado?

—No puedo explicártelo ahora... ¡Ah! No te lleves la placa de identificación, ni el radio-radar, únicamente el transmisor por si necesito ponerme en contacto contigo.

—¡Oigo sirenas, Sandor!

—Pues date prisa... Huye. Vienen por ti —cortó la comunicación. Andros murmuró:

—No puedo decir que mi contacto oficial con Delko haya sido muy afortunado...

Y pensó que todo se había producido simplemente por salvar la vida a un hombre. Ese último pensamiento le hizo sonreír con amargura. 

CAPITULO VIII 

Los Praline eran dos hermanos jóvenes. Varón y hembra. Con ellos estaba Ada, cuando llegó su marido en compañía de Andros.

Una breve exposición de los hechos bastó para que los Praline se hicieran cargo de la gravedad de la situación.

—No queremos comprometeros. Seguro que ya habrán programado en el cerebro central mi desaparición. A hora no seré un «resucitado», sino un «liberador», es su modo de subsanar los errores.

Intervino Andros para obtener la confirmación de algo de lo que ya tenía idea:

—¿Los «liberadores» son ese grupo minoritario que lucha por la igualdad de derechos, verdad?

—Sí. Quieren volver a la igualdad de todo el planeta. A hora están divididos en grupos. Negros, amarillos y fanáticos. Ocupan los lugares más míseros y mueren en la más completa indigencia. Si algún grupo trata de organizarse, es aplastado sistemáticamente por los ingenios bélicos colocados estratégicamente cerca de los núcleos más importantes de población. Son armas procedentes de nuestras fábricas, claro —explicó Haga Praline, y con ello se definió en cuanto a pensamiento. 

—Hay cosas de las que no se puede hablar —adujo la esposa de Sandor—. Están prohibidas, pero muchos pensamos que en Delko Blanco se está cometiendo una terrible injusticia.

—Ellos dicen que estamos en la era del bienestar —masculló el propio Sandor—. Que ya han intentado otras veces el acercamiento y que sólo ha servido para restar muchas vidas a la raza privilegiada que se supone somos nosotros... ¡Maldito acercamiento! Lo único hemos pretendido siempre es quedarnos con lo poco de valor que tenían. No son unos idiotas, créeme. Están cansados de ser explotados, y la injusticia engendra violencia.

—Tenemos que hacer algo, Sandor —adujo su espesa.

—Sí, ya he dicho que no podemos comprometeros —murmuró Sandor dirigiéndose a los Praline—, Iremos al campo. Quedan algunas zonas tranquilas. En nuestro caso no nos queda más remedio que unirnos a los «liberadores». No es ésa la clase de vida que quería darle a Ada.

—No te preocupes por mí. Sobreviviremos a todo esto. En el fondo, a ti también te ha gustado siempre luchar por la justicia.

Sandor miró a su amigo Andros y murmuró:

—Tú tampoco puedes quedarte. ¡Ya ves lo que has conseguido salvándome la vida!

—Nadie puede elegir su destino... Pero me gustaría quedarme un poco más. A mí será más difícil que me encuentren. No consto en ninguna parte. No tienen mi descripción.

—Es verdad, pero te resultará muy peligroso. Y lamentaría que te sucediese algo —repuso Sandor.

—Sé que os volveré a ver algún día.

—Nos mantendremos en contacto con los Pralinel —aseguró la esposa de Sandor.

—Sí, decidnos si necesitáis ayuda —pidió a su vez Haga Praline.

—Contad con todo —corroboró su hermano—. Y en cuanto a usted, Andros, por ser amigo de ellos, lo es nuestro desde ahora.

—¡Esperad! Voy a ver qué noticias dan, quizá hable de vosotros —adujo Haga.

Inmediatamente fue hacia la pantalla circular, y pulsó el botón correspondiente al boletín de informaciones.

En la imagen apareció una computadora que trabajaba día y noche emitiendo datos escritos y de viva voz.

Tras el pase de unas cintas con imágenes en diferido I de realizaciones efectuadas por distintos estamentos del país, apareció la figura del Presidente.

—Este es el responsable —masculló Sandor.

Y el Presidente manifestó:

—«Las amenazas contra nuestro bienestar son constantes, por eso no vacilamos en programar los más modernos métodos de defensa para asegurar nuestra paz  Delko Blanco es hoy un paraíso que hasta habitantes de otros planetas nos envidiarían. Nuestro territorio es próspero, todo está previsto, y el esfuerzo del Gobierne para mantenernos en la misma línea no decaerá ni un momento.»

Sandor cortó la conexión para buscar otro canal noticiario

—Siempre dicen lo mismo. Y con el dinero que se gastan en armas podría vivir todo el continente de Delko Negro y hasta los otros. ¡Dinero, dinero, dinero!

Otro cerebro similar al anterior apareció en la pantalla. Transmitía boletines de noticias.

 «Los últimos atracos...» —se leía en u n a cinta. Y daba cuenta de una serie de actos delictivos contra la propiedad.

Luego la cinta se cambió por una voz.

—Ahora son noticias de última hora —dijo Haga Praline, pensando que iba a dar cuenta de la fuga de Sandor, pero no era eso. Se trataba de otro asalto.

—Si tuviéramos tanto bienestar no existirían ladrones - espetó Sandor.

La voz informaba:

«—El último golpe ha sido llevado a cabo por un hombre solo al que no ha sido posible detectar. Iba provisto de un arma automática de láser. Se ha descubierto posteriormente que el arma fue sustraída anoche de la base militar número cuatro, donde un hombre murió ahogado. El asesino no ha dejado huellas, a pesar de que el estrangulamiento de la víctima fue producido por sus manos. Unas manos fuertes que hacen suponer que el individuo sea hombre de fuerza poco común.

«Por los detectores especiales se ha comprobado que se trata del mismo individuo que ha cometido el asalto utilizando el arma láser.

«Dicho asalto se ha producido en la Entidad Oficial Federal, de donde el ladrón ha conseguido apoderarse de una importante suma de de papel moneda. Se habla de diez millones de delkos papel.

»No se puede precisar, porque el extraño ladrón ha desconectado todos los aparato s detectores, inutilizando la computadora. Se trabaja activamente en su recomposición.

»Lo más curioso es que si bien los detectores han confirmado que el asesino del guardián de la base y el ladrón de la entidad Nacional Federal son la misma persona, en cambio no ha dejado el rastro habitual.

Cuando la voz seguía todavía dando datos de los dos sucesos, Andros sabía ya quien había sido el ladrón, Pronio.

Pronio, su compañero de destierro, que acababa dejar muestras de su inteligencia cumpliendo lo que se había propuesto y manifestado al propio Andros.

No dijo nada y siguió escuchando.

La siguiente información tampoco le era ajena.

«—El inspector Molter, del Estado de Galana, encargado del caso del asesinato del importante granjero y hombre de negocios Allton, ha llegado a la conclusión de que el asesino no pudo ser otro que el capataz de las plantación Jonnasson y por tal motivo lo ha entregado a las autoridades correctivas para que procedan en consecuencia.»

—Esto no es verdad... —murmuró Andros, comprendiendo que un inocente iba a pagar por el crimen que había cometido Pronio. Crimen que había sido el causante de su mutuo destierro.

El comentario de Andros hizo que todos los presentes le volviesen la mirada.

—Disculpen —murmuró él—. Tengo... tengo que irme

Trataron de disuadirle, pero Andros estaba resuelto. Antes de marcharse definitivamente añadió:

—Volveré para saber de vosotros, Sandor. Os deseo mucha suerte.

Mentalmente estaba lejos de allí, muy lejos, pensaba en el inocente que iba a pagar por culpa de Pronio. Pensaba en los últimos delitos de Pronio y se proponía intentar solucionarlo.

Pero ¿cómo?

Estaba en un planeta extraño, lleno de problemas, de pequeñas y grandes mezquindades, lleno de injusticias.

De tener los medios con los que contaba en su habitáculo todo habría resultado fácil, muy fácil, pero allí en Delko... ¡A hora iba a saber lo que eran problemas! 

CAPITULO IX 

 No era difícil orientarse en una ciudad como aquélla y mucho menos para ser un ser como Andros, que además de los sentidos corrientes contaba con el don que primitivamente los antiguos habían dado en llamar «rastreo mental», que venía a ser como una especie de olfato del cerebro que le permitía detectar casi por inercia lo que buscaba. El mismo don que le había permitido llegar hasta el centro quirúrgico cuando acompañaba a la esposa de Sandor.

No estaba muy seguro de que aquel importante senado, desconocido por los habitantes de planetas subdesarrollados, pudiera ponerlo en práctica lejos de su ambiente, Pero al comprobar que sus facultades intelectuales respondían como en su propia casa, se alegró, pensando que era una nueva ventaja que podría utiliza en su destierro.

Porque poseía otras ventajas, otros sistemas de comunicación, como aquel influjo suyo capaz de domina a una persona.

Al pasar por delante del centro quirúrgico pensó en el profesor Kannen.

Lamentaba no haber probado de ejercer su poder con él, pero la verdad es que Sando r no le dio apenas tiempo.

Bueno, ahora iba a ser distinto... Sin buscarlo —bien al contrario— se había metido en un lío y era hombre perseguido, pero contaba con la ventaja también de no dejar el rastro característico y susceptible de ser detectado. No podía ningún cerebro de Delko tomarle la filiación y describirle posteriormente, puesto que sus células eran distintas. Sí, también era una considerable ventaja.

 Localizar la Entidad Nacional Federal no le costó mucho trabajo.

El edificio estaba acordonado de guardias. Cámara de todos los tipos estaban rodando para obtener datos Una computadora portátil era consultada constantemente a la vez que engullía cifras, preguntas y más preguntas.

Alguien comentaba la imposibilidad de que los cerebros no hubiesen podido facilitar la descripción de ladrón v asesino

—Aunque actué sin placa de identificación, por lo menos puede anotar sus datos. Un error de este tipo es inadmisible.

Andros lanzó una pregunta.

—Puede que no sea un error... ¿Cómo actúan esas máquinas? ¿Lo saben ustedes?

Los dos hombres que comentaban miraron a Andros desconfianza. ¿Cómo se le ocurría a alguien preguntar por el funcionamiento de una computadora cuyo sistema de control había sido anunciado hasta la saciedad?

No. No pensaban contestarle, sino alejarse de allí.

—Disculpen —insistió Andros.

Entonces creyó llegado el momento de ejercer su poder de persuasión.

Los dos hombres se quedaron como clavados, subyugados por la mirada del extranjero.

—Desconozco el funcionamiento... Pero imagino que debe ser por control de células.

Su influjo dio resultado.

—Eso es —dijo uno—. Unas células se recomponen, facilitan desde el grupo sanguíneo hasta su «foto».

—¿Un retrato robot?

—No —contestó el otro—. Una foto real.

—O sea que la computadora actúa de memorizador fotográfico —comentó Andros para asegurarse.

—Eso es. Los delincuentes quedan fichados y retratados.

—Pero pueden utilizar disfraces —arguyó Andros.

—Esto ya está previsto. Los utilizan, pero quedan sus rasgos característicos y su identificación es fácil en la central contra el crimen.

—O sea que a falta de retrato quedan los datos. Un esqueleto magnífico de la persona.

—Eso es. —Gracias, señores.

Andros se alejó de allí. El sistema no le parece malo, pero no servía para ellos. Con lo cual Pronio jamás podría ser identificado.

«Bien —pensó para sí—. A hora tengo que localizarle.»

Se concentró. Tenía que encontrar a Pronio. Tenía que encontrarle guiándose por las radiaciones de su cerebro, de lo que en Delko definirían probablemente como un radar humano, aunque no fuese ésta su exacta definición.

Consiguió la localización. La consiguió y supo dónde encontrar a Pronio.

Viajaba en un aerobús en viaje de placer.

Su destino era la región de Gondola, la ciudad artificial exclusiva para los millonarios, con sus antiguos palacios de cristal, sus jardines artificiales reproduciendo el exotismo de las distintas zonas.

Allí estaban también todos los instrumentos del placer.

Andros no estaba aún en aquella localidad, pero recordaba, la había visto en sus vuelos y ahora se ofrecía tal como era, vista desde su imaginación. Era una visión real.

La rapidez —relativa rapidez si se comparaba con la lograda en otros habitáculos— de la nave, permitía a los viajeros llegar en un espacio de tiempo relativamente corto en relación con la distancia.

En la base de despegue, Andros pensó en el dinero que costaba el pasaje. El no lo tenía.

«Tienes que vivir de acuerdo con los métodos de Delko», pensó una vez más.

Fue directamente a una de las máquinas expendedoras de billetes. Allí daba el importe en delkos, que había de depositarse para adquirir un pasaje,

Examinó un momento la máquina y supo en seguida como conseguir el billete sin desembolsar ningún dinero.

«Esto no está bien —se dijo—, ¿Pero ¿qué puedo hacer?»

Sólo podía hacer una cosa, y no tenía demasiado tiempo para pensarla porque en una pantalla se anunciaba la inminente salida del aerobús con destino a Gondola,

Tenía un pequeño destornillador en el bolsillo. Se le había olvidado de la noche anterior en la fábrica de Sandor, y lo utilizó.

Actuó con disimulo y rapidez. La operación que tenía que realizar era muy simple. Tan simple que sólo tuvo que introducir la punta de la pequeña herramienta en la hendidura del depósito de billetes para que uno de éstos cayera en la salida.

Tomó el aparato.

A los habitantes de otros continentes de Delko aquello hubiera podido parecerles el no va más de los adelantos. Para Andros sólo significaba una sonrisa comprensiva ante el subdesarrollo.

El aerobús despegó en forma vertical y luego emprendió su raudo vuelo.

Llegó a Gondola. Sabía ya dónde encontrar a Pronio.

 La estancia era como un lugar soñado para las clases altas, porque ni ellas podían aspirar a tanto lujo. Sólo los privilegiados. Sí. Sólo los grandes de la nación más poderosa del planeta podían pagar los precios que allí costaba una jornada de estancia.

Un empleado, tras una reverencia, le preguntó que| deseaba. El color de la piel del empleado era amarillo.

—En un amigo mío, pero yo le encontraré.

—Señor, si no es usted cliente, no puede pasar. Es la norma.

Andros se fijó bien en aquel hombre de baja estatura y sumisa actitud.

«De modo que los de la raza inferior sólo sirven para servir a los fuertes.»

El empleado percibió lo que Andros acababa de pensar y sonrió.

—Es usted muy comprensivo, señor.

—Sé dónde está mi amigo, pero no quiero comprometerte.

—Hay computadores, señor. Los no clientes son descubiertos en seguida. Es necesaria la vigilancia, podrían mezclarse ladrones.

—Sí, sí... Tendré que alquilar un... hábitat o cómo se llame.

—Es muy caro, señor.

Andros miró en derredor. Varias indicaciones luminosas orientaban respecto a otros tantos lugares del placer.

Se fijó en Ia palabra «Juego».

—No intente probar fortuna, señor —siguió el amarillo—. Los beneficios sólo son para «la casa».

—Préstame algo de dinero. Te lo devolveré.

El amarillo se fijó en los ojos de su interlocutor. Metió mano en uno de sus bolsillos y sacó un fajo papel moneda.

—Aquí soy rico, señor. Los dolkes-blancos pagan bien.

—Dame sólo lo mínimo para jugar —y presionó con sus ojos el amarillo.

Consiguió el dinero y él deseo del servidor:

—Tendrá suerte. Lo sé.

No era menester pertenecer a la comunidad para entrar a jugar.

Andros ya conocía el funcionamiento de muchos de los aparatos por haberlos visto la noche anterior.

Cambió el papel moneda por unas fichas y acudió a una de las máquinas electrónicas. La de casillas luminosas.

Se colocó al lado del hombre que se limitaba a recoger las apuestas, ya que el resto funcionaba de forma automática.

Esperó dos partidas y entonces comenzó a jugar.

Las dos únicas fichas que le habían facilitado se convirtieron en cuatro y luego en ocho, y en dieciséis...

¿Cómo consiguió que la suerte le favoreciera?

Para ello bastaba recordar palabras de las instrucciones generales de su planeta:

«La suerte no existe».

No. La suerte es sólo el deseo de las mentes subdesarrolladas. Por eso ganó. No era cuestión de suerte, sino de cálculo. Allí no cabían trampas, sólo bastaba con saber de antemano... en qué número iba a detenerse la luz.

Aquello era legal. Utilizaba sus conocimientos para vivir de acuerdo con las costumbres de 'Delko.

Salió con un buen pico y la admiración de la concurrencia. 

CAPITULO X 

—Debí suponer que eras tú el hombre del que todcs hablan —sonrió Pronio, recostado en un sillón de su terraza frente al lago y jardín artificiales, en un escenario de belleza indescriptible... para la gente de Delk.|

Luego añadió:

—Tú también has sabido adaptarte, ¿eh? Cada cual emplea sus medios...

Se desperezó y fue hacia un mueble, del que extrajo una botella.

—Bueno, esto no es nuestro habitáculo, pero ya qua tenemos que vivir aquí, al menos hacerlo de la forma mejor. Y esto es lo mejor. ¿Has probado eso?

—No he venido para beber los néctares de Belk, ni he ganado ese dinero para vivir como tú. Hay algo más importante.

—¿Qué tiene de malo la buena vida? A falta de paraíso natural, aquí los construyen artificiales. Cumplo que nos fue dicho; vivo de acuerdo con las normas del país del destierro.

—Asesinando a la gente.

—Te has enterado, ¿eh?

—Sí, me he enterado, Pronio... Pudiste haberlo habítado.

—Bueno... ¿Qué vas a decirme? ¿Qué podía haber hecho lo que tú?

—No es eso.

—No confíes demasiado, Andros. Hoy te ha salido bien, pero prueba de seguir jugando. Quedarás fichado. Descubrirán que tu suerte no es tan lógica. Aquí desconfían de todos. A falta de otros medios, detectan a la gente por sistemas burdos, pero pueden seguir su rastro.

—A nosotros no.

—Yo no quiero andar con pruebas. Si a ti te divierte, sigue y hazlas, quedamos en que cada cual seguiría su camino.

La actitud de Pronio era brusca, desabrida.

—Van a castigar a un hombre por el crimen que tú cometiste...

— ¡Y a mí qué me importa!

—Ya lo sé. Has vuelto a matar.

—Y seguiré haciéndolo. Aquí no hay más que alimañas. ¿Por qué sentir escrúpulos? Son seres inferiores.

—Tienes el mal dentro, Pronio. ¿No comprendes? Sin violencias podríamos hacer algo grande... Cambiar este planeta, conseguir hacer un habitáculo casi como el nuestro... Somos superiores a ellos, de acuerdo, pues demostremos lo que se puede conseguir. Serán felices.

—Eres un estúpido. Son cerriles... ¿Acaso no matan ellos? Un lapso de tiempo aquí bastaría para saber qué clase de sentimientos tienes. Para mí, que se mueran todos. Estoy desterrado, ¿no?

—Los inocentes que mataste no tienen la culpa. — ¡Todos tienen la cuipa! —No, de ser inferiores.

—Al diablo con tus monsergas, Andros!

—Tienes que ir a ver a ese inspector. Al menos eso. Evita la muerte de un inocente.

—¿Te refieres a ese capataz, no? Ya sé... Han dado la noticia. ¿Y qué? Era otro engreído...

—De acuerdo, pero es inocente.

— ¡Basta, Andros! ¡Ya basta! —y Pronio se sirvió una generosa ración de aquel néctar embotellado.

—No tomes eso y escucha. Es una droga. Va a atrofiarte el cerebro. Terminarás como ellos. Perderás lo bueno que pueda quedarte.

—¡Yo no elegí esto! ¡No volveré a mi habitáculo!

—Está bien, está bien. No te pido que des tu vida por ese capataz... Ya has sufrido el castigo impuesto por los nuestros... Pero tienes un medio para evitar mayores males.

—Claro. Voy, me presento, convenzo al inspector de la inocencia de ese tipo y me largo.

—Y si tú quieres no te detendrán.

—No lo haré. Andros. De veras. No lo haré. ¡Que se pudran todos! ¡Este no es mi sitio! ¡Me han enviado aquí, bien, pues que empiecen a tem blar...! Haré cuanto daño pueda y seguiré siendo el más fuerte... ¿Entiendes? Me han castigado mis superiores; está bien, pues yo me convierto en un castigo para los de Delko... ¡Y a ver quién puede conmigo!

Tomó de un trago el contenido del recipiente que se había servido.

—¡Ah! Esto es de las cosas deliciosas de este miserable planeta.

—Es una droga. —Utilizas un lenguaje anticuado.

—Aquí es el lenguaje que se utiliza. Esto no ha cambiado.

—¡Aquí no ha cambiado nada! —espetó Pronio, y se sirvió una segunda ración.

—Está bien. Si tú no vas a ver a ese policía, lo haré yo.

—Ya puedes acusarme si quieres... ¡Pero cuidado, no hagas nada por describirme, no les des ningún dato «definitivo» porque entonces sería conmigo con quien tuvieras que enfrentarte!

—Siempre has sido partidario de la violencia.

—¿Y qué?

—No me gustaría tener que enfrentarme contigo, Pero quizá tenga que hacerlo alguna vez.

—Entonces debes recordar una cosa, piloto

Andros... Aquí ya no eres mi jefe y tu poder y el mío son iguales. Andros asintió. No era una sumisión, era pena, desengaño.

Salió de la estancia.

Decidió partir aquella misma noche, no sin antes devolver el dinero que el criado amarillo le había presado.

—Toma... Yo necesito muy poco —añadió, largándole casi todas sus ganancias.

—Es usted muy generoso, señor.

—No, no soy generoso, amigo mío. Soy... Bueno, no soy nadie.

Y desapareció de aquel amplio, lujoso y sofisticado vestíbulo, de un edificio sólo para millonarios.

Pasó su billete en la máquina y además añadió el pasaje de ida procurando que no saliera ninguna tarjeta de embarque. O sea que practicó la operación al revés con !o que quedó en paz con la compañía aérea.

Durante el regreso pensó en Pronio. Ahora era su enemigo declarado. Enemigo suyo y enemigo de todo. el planeta.

Quizá a otro no le hubiese importado en absoluto porque Pronio no era cosa suya, pero existía en la psique de Andros un sentimiento inviolable. El sentimiento de la equidad, de la justicia, el sentimiento que por lo común alcanzaba a todos los habitantes de su planeta, pero también existían las m alas raíces, como Pronio. Unas raíces que eran castigadas con el destierro perpetuo... para mal de otros planetas.

Había que seguir combatiendo esas raíces... 

CAPITULO XI 

El inspector Molter había escuchado atentamente a Andros.

Aquel sentido innato que le daba la facultad de convencer a los hombres estaba funcionando a las mil maravillas.

—Reconoceré mi error. Le aseguro que Jonnasson no será castigado por ese delito.

—Inspector, yo no puedo delatar al hombre que cometió el crimen. Tampoco serviría de mucho. Espero que lo comprenda.

Quizá Molter no alcanzaba a comprenderlo, pero anta la presencia e insistencia de Andros lo admitió como cosa natural.

Pulsar un botón fue cosa fácil, luego la continuación ya era trabajo de los cerebros, de las computadoras. Todo se hacía rápido y Jonnasson pudo salir tras haber recibido infamantes torturas.

Allá abajo, en los subterráneos de la central de Regresión del Crimen, había un extraño quirófano, donde mentes retorcidas se ensañaban con los delincuentes. Aparatos especialmente fabricados para ello «torturaban por dentro».

Los condenados a la tortura , antes de conocer la inevitable sentencia que les conducía a la muerte, eran víctimas de extraños experimentos. Se les inoculaban enfermedades, luego tras unos dolores que mortificaban sin matar, se procedía a curarles para producirles nuevos males.

 Jonnasson era un hombre distinto cuando salió de allí. Un hombre que había sufrido, si bien no había llegado al límite gracias a la oportuna intervención de Andros.

Andros le vio salir y deambular como un fantasma por entre la multitud de la ciudad.

Pero aquel bien que Andros acababa de realizar también se estaba convirtiendo en mal.

La ficha de rectificación de la culpabilidad de Jonnasson se volvió contra -el inspector Moiter.

—Es usted un inepto. Ha aceptado públicamente un error. Todo un programador en contra de nuestros sistemas. La noticia está trascendiendo y no hay forma de pararla...

—Pero, señor... No podíamos castigar a un inocente.

—¡Molter, es usted un cretino! ¡La vida de un hombre no vale tanto como el desprestigio!

—Pero...

—Ahora tendremos que proceder contra usted. Su desatino está ya programado. Ha quedado sin identificación. Lo único que puedo hacer por usted es darle el tiempo para que trate de huir. Todo Delko sabrá dentro de poco que es usted un renegado, un miembro de los «liberadores».

—No pueden hacer esto conmigo.

— ¡Váyase, Molter! ¡Váyase! Su tiempo se le acaba.

 Y las computadoras trabajan con el mismo ritmo, sin prisas, pero sin pausas.

Todo monótono.

Todo perfectamente calculado.

El engranaje seguía. El nombre de Molter pasaba a ser otro de tantos desheredados de la gran sociedad.

Las computadoras jamás admitían el error, y el error se subsanaba con la injusticia, otro error...

Andros se enteró de la noticia en casa de los Praline.

Haga Praline estaba sola en la casa, explicó que su hermano trabajaba de coordinador en una fábrica nocturna.

—Controla los datos de la energía que suministra la luz en la ciudad...

Luego explicó que Ada y Sandor se habían marchado ya.

—Han salido en helicóptero para la zona de las grandes praderas. Tratarán de encontrar trabajo. Hay poca gente a la que le guste trabajar allí.

—¿Crees que es mejor vivir aquí? —inquirió Andros .

—No lo sé. En el fondo todo es malo ...

Entonces dieron la noticia respecto a Molter. Las computadoras habían llegado al final del proceso. En la pantalla se informaba. –

—Pero... ¿Es que no se puede hacer nada para evitar todo esto? —exclamó Andros.

—¿Hacer? ¿Por qué te preocupa esto, Andros?

—Mejor que no lo sepas, pero yo «sé» qué ese inspector cumplió con su deber. ¿Entiendes?

 —Andros... Sé poco de ti, pero a todos nos gustaría saber más.

—Eso tampoco importa, Haga. Tengo que estar aquí, podría despreocuparme, pero se cometen muchas injusticias. Aunque creo que... Puede existir un sistema.

—¿Un sistema para evitar la injusticia? No sueñes, sólo si los «liberadores» triunfaran.

—¿Con otra guerra?

 —¿Por qué medio entonces?

—Habría que empezar arreglando todos los programadores, desde el principio. Conseguir que se admitieran los errores.

—Eso no puede conseguirlo nadie, Andros.

—Veré al Presidente. Él puede conseguirlo.

—¿Ese déspota? No lo creas. El, menos que nadie.

—Predica la libertad...

—Una cosa es predicar y otra «hacer».

—Lo sé, lo sé, pero se puede intentar.

—No te dejarán llegar.

—Lo intentaré.

—¿Hablas en serio, Andros?

—¿Es que hay alguna otra forma de hablar que no sea en serio?

—No sé... Tú lo ves todo tan normal.

—Puede serlo.

- Andros —Haga Praline estaba fascinada con la mirada del hombre de otro planeta, se sentía atraída por su fuerza de voluntad indescriptible, por aquella mirada capaz de contener todos los deseos o de incitarlos—, quisiera... quisiera ayudarte.

—Puedes hacerlo, Haga. ¿Dónde vive el Presidente?

—En su Santuario. Es inalcanzable.

—Lo alcanzaremos.

—Si tú lo dices...

Sí, Andros estaba decidido a cambiar aquel planeta. Poseía su poder de persuasión y lo pondría a prueba ante el más alto dirigente del llamado bando libre del habitáculo. 

CAPITULO XII 

Los «liberadores» residían en las chozas de la montaña, en los lugares más inhóspitos del Delko Blanco.

La abundante vegetación les hacía invisibles desde el aire, a las patrullas volantes.

Habían ideado un sistema de detección de los aparatos y los sabios que también los había en el grupo consiguieron controlar los sistemas usados por los pilotos para su localización. Era ésa su única ventaja lo que impedía que fueran barridos.

Las chozas estaban bien equipadas y cuando faltaba dinero, patrullas de comandos eran enviadas a las ciudades para conseguir dinero de las Entidades Nacionales.

No siempre los golpes daban resultado y entonces los asaltantes de la libertad eran torturados hasta la muerte. Nadie sin embargo, había delatado el escondrijo o escondrijos de los compañeros.

Era una lucha sorda, la lucha de quienes pregonan una falsa libertad contra los que sólo pueden conseguirla a la fuerza.

En ese momento Wender, un joven jefe de los «liberadores», estaba hablando con Sandor.

 —Tu concurso puede sernos valioso, Sandor. Hemos oíd o las noticias. Sabemos que eres una víctima más de la injusticia.

—¿Recibís noticias?

—El profesor Phorto poco a poco ha conseguido instalar aparatos. Son u n poco rudimentarios, pero dan resultados...

—Wender, yo conozco a alguien cuya utilidad puede seros m uy valiosa.

—¿Un científico?

—Más que esto. No puedo decirte de dónde procede, porque ni yo mismo lo sé. Pero es inteligente y está en posesión de una ciencia que en Delko es imposible igualar siquiera. Su nombre es Andros.

—Andros. ¿Y podrías convencerle?

—Tal vez...

—Voy a mirar en nuestras fichas.

—No. No le encontrarás en ninguna de ellas. Ya te he dicho que no sé de dónde procede.

Un miembro de la organización vino a interrumpir la charla que tenía efecto en una de las galerías subterráneas de aquella ciudad de aspecto primitivo.

—Noticias de los comandos...

—Un momento, Sandor, Esto es importante. Un grupo ha ido en busca de fondos. Ven.

Sandor acompañó a Wender. A través de una pantalla una voz informaba:

—U n grupo de rebeldes de los que se autodenominan «liberadores» ha caído en manos de la guardia federal cuando intentaba asaltar una Entidad Nacional. El grupo estaba compuesto por cuatro hombres a los que se las ha llevado a la Central de Represión para que reciban el juicio legal que emitan los jueces.

—¡Juicio legal! —exclamó Wender—. ¡Serán torturados!

Uno de los profesores se aproximó :

—Lo he oído. Esto agrava la situación. Cada vez son mejores los métodos de detección que poseen. Nuestros hombres pierden la vida y nosotros vamos quedando sin fondos. Sin las nuevas instalaciones es imposible construir las armas para el asalto final.

—¿Asalto final? —preguntó Sandor.

—Sí. Tenemos un plan organizado. P rimero atacaremos en pequeños comandos para desorientar a las fuerzas represivas, luego desencadenaremos el ataque a la sede presidencial. Nos proponemos alcanzar el Cerebro Central con su cohorte de programadores y computadoras. Es el único medio para cambiar de modo radical a todo el país.

—Esto es imposible. Jamás llegaréis hasta allí.

—Pues es el único medio para no derramar sangre inocente —repuso Wender.

—Nadie puede llegar hasta la sede presidencial. Deberías saberlo. Toda clase de cerebros detectan la presencia de intrusos. Se ha llegado hasta el extremo de detener a la gente para escrutar y detectar sus pensamientos.

—¡ Y a eso le llaman libertad! ¡Pero tenemos que conseguirlo!

—Siento tener que mostrarme pesimista. En mi fábrica se han producido muchos de esos ingenios para la detección del pensamiento. Lo sé, Wender. Acercarse allí significa quedar desnudo de ideas, someterse a la voluntad de las máquinas. El Presidente es el poder supremo. Invulnerable...

* * *

—Invulnerable —repitió Andros a Haga—. Has dicho que el Presidente es invulnerable.

Haga y Andros se hallaban en las cercanías del imponente territorio perteneciente a los dominios del Presidente.

La gran explanada, bien protegida por detectores, impedía totalmente su acercamiento, no sólo al edificio sino a una distancia muy considerable.

Un gran lago bordeaba la parte trasera de aquel suntuoso palacio moderno, luego las partes laterales y el frontis quedaban vallados por imponentes setos entre los cuales estaban los detectores, que además m arcaban la presencia de alguien incluso a distancia de los setos y transmitían la «sospecha».

La oficina pre-presidencial estaba situada antes de llegar a la recta que tenían que enfilar los automotores oficiales con permiso y credencial para entrevistarse con el P residente.

Esa credencial era concedida únicamente en la oficina,

—Yo podría entrar, Haga. Podría hacerlo, pero.. —Pensó en el caso del inspector Molter al que logró convencer con el poderoso sentido de su captación cerebral, pero recordaba también lo que le sucedió al hombre—. Unas cuantas personas iban a ser perseguidas. Y yo... Yo no puedo dominar a todos, mi poder en ese sentido es limitado,

—¿Qué poder es ése. Andros? —inquirió ella».

—No es un poder, en realidad. Es la forma de utilizar el cerebro.

—¡Utilízala!

—No. Me he dado cuenta que cuando se trata de ayudar a unos, pagan otros. El único sistema es conseguir una credencial por los procedimientos normales.

—No puede ser.

—¿Por qué, Haga?

—Porque tú no tienes placa de identificación. No existes...

—Pero tú sí. Consíguela tú.

—Pero... Sólo podría entrar yo. ¿Qué voy a decirle al P residente? ¿Crees acaso que me escucharía?

—Entraré yo contigo.

—Imposible. —Tú haz lo que te pido. Lo demás, corre de mi cuenta.

—Necesitarás mucha suerte.

—La suerte no existe..., al menos para mí, Haga.

La muchacha se dejó convencer. Era casi una orden Io que Andros le transmitía a través de su cerebro. Pero no una orden tajante, sino el convencimiento de su propia seguridad.

Haga se dirigió hacia la oficina,

* * *

Sandor intentó comunicarse a través de su radio con el domicilio de los Praline.

El hermano de Haga tomó el mensaje.

—No. Andros no está aquí. Se llevó a mi hermana. Está tratando de intentar llegar hasta el Presidente. Haga estaba muy entusiasmada con la idea. No sé...

—¡Con el Presidente! Es una locura, pero si él lo intenta es porque cree que puede existir un medio —repuso Sandor.

—Estaré en contacto con ellos. ¿Qué quieres que les liga? —preguntó el hermano de Haga.

 —Sólo que... aquí necesitamos a Andros.

—¿Qué os proponéis?

—¿Tienes los contactos exteriores desconectados?

—Sí, Sandor. La línea es directa entre transmisor y receptor. Sólo tú puedes escuchar lo que yo digo y viceversa.

—Entonces escucha... Los «liberadores» están preparando la acción final.

Wender, que estaba al lado de Sandor, indicó:

—Dile que avise a los adictos, a los verdaderos amantes de la libertad. Necesitaremos la colaboración de todos. Que hagan llegar con sus redes de transmisión la noticia a los países oprimidos, a los tres cantones subdesarrollados. Ellos nos apoyan, saben que esto significaría la libertad total para los habitantes de Delkco sea cual sea su raza.

Sandro transmitió y luego su interlocutor quiso saber:

—¿Cuándo pensáis dar el golpe?

—Esto es imposible saberlo. Carecemos de medios Por eso Andros podría ayudarnos. .

—Bien, en cuanto comunique conmigo le daré tu mensaje, Sandor. Pero tened cuidado, los medios de represión se han intensificado.

—Lo sabemos, lo sabemos.

—¿Cómo está Ada? —inquirió para terminar el hermano de Haga.

—Bien. Estamos instalados en una granja. Sirve de pretexto, pero si es necesario la traeré aquí. No se está mal y al menos trabajamos para algo importante.

—Suerte una vez más, y descuida, transmitiré tu mensaje a Andros

* * *

Entretanto, Andros estaba aguardando la salida de Haga de la oficina pre-presidencial.

La muchacha salió con un pequeño aparato perforado del tamaño de una tarjeta .

—¿Qué es esto? —inquirió Andros cuando ella estuvo a su lado.

—La credencial, Andros. Todavía no sé cómo la he conseguido. Si me lo hubiesen dicho antes...

—¡Sabía que la conseguirías. Haga! —sonrió él.

—Pero esto sólo me permite entrar a mí. Tiene que pasar por una computadora para que transmita mis datos a la Central y de allí pasa a las auxiliares. Cuando los datos concuerdan, es cuando facilitan la entrada. Es todo muy riguroso y seguro. Tú no podrás entrar, Andros. No podrás...

—Veremos —repuso él. 

CAPITULO XIII 

El automotor iba conducido por Haga Praline.

Ella lo detuvo ante el control oficial de la sede presidencial.

Aparentemente nadie más viajaba en el vehículo. Los detectores de control así lo indicaron, mientras el encargado colocaba la ficha-credencial en el control correspondiente.

La computadora rápidamente emitió los datos. La respuesta fue casi instantánea:

 «Controlada».

Eso equivalía a dar paso franco al vehículo.

Haga Praline puso en marcha el automotor, procurando ocultar su miedo, un miedo que amenazaba con traicionarla. Los guardas no se daban cuenta de ello por dos razones; primera, porque era obvio que quien fuera a entrevistarse con el P residente se sintiera bastante nervioso y segundo, porque todos tenían una fe ciega en la seguridad de los detectores, computadores y toda suerte de artificios que controlaban todo.

Haga condujo directamente hasta el estacionamiento reservado a los visitantes.

La flecha automática indicaba el lugar exacto donde era necesario dejar el automotor.

Luego y como último control antes de la entrada era necesario depositar la ficha en una ranura para anunciar que la «visita» estaba dispuesta.

Una puerta lateral se abría entonces y otra flecha luminosa indicaba el camino a recorrer.

Haga saltó del coche y siguió las instrucciones.

La ficha colocada en la ranura del aparato actuó de la form a prevista. Se encendió la luz y se abrió la puerta.

La ficha fue tragada por el aparato. Allí terminaba su eficacia.

Allá apareció Andros.

Andros había viajado oculto bajo el asiento del vehículo (para dos). El hueco, aunque algo incómodo, le había servido para sus fines.

—No lo comprendo —dijo ella, que esperó en el corredor iluminado— . ¿Cómo no te han detectado?

—No podían detectarme. No dejo rastros...

 —No es posible... —murmuró ella.

—Se deja un pequeño rastro , pero se puede evitar. Su control va por células. Lo pregunté. Sí, pregunté como funcionan esos chismes. Luego sabiendo el sistema hay un sencillo medio para evitar que te detecte. Eso... —y mostró una placa de metal que llevaba consigo.

—¿Metal?

—Simple metal. Ya basta. En los pies, en las manos y en el cuerpo. Son los tres lugares clave. Cuando entraron en funcionamiento los detectores yo formaba parte del vehículo. Era todo yo una pieza metálica. ¿Lo comprendes?

—Pues creo que sí, pero... Es extraño.

—Anda, sigue adelante. No hagamos esperar al Presidente.

No tuvieron que guardar turno porque las visitas estaban severamente controladas y nadie podía seguir adelante sin la expresa orden del Presidente.

Efectivamente, les estaba esperando. No. Nadie pidió el control a Andros porque una vez dentro ya se habían pasado todos. Lo que solía hacer el secretario era pulsar el botón el aparato que tenía junto a sí para que apareciera el nombre del visitante o visitantes.

—¡No! —exclamó suavemente Andros—. No es necesario que haga esto. El Presidente nos espera.

—¿Eh? —inquirió el secretario.

Los ojos de Andros trabajaron de forma normal su cerebro también.

El secretario sonrió y murmuró: —Comprendido.

La que no comprendía nada era Haga, pero su fe en Andros crecía por momentos.

El Presidente, apoltronado tras su sillón monumental, frente a toda una gama de aparatos automáticos les acogió con una amplia sonrisa.

— i Ah! —exclamó—. Representación de Estudios femeninos para el reforzamiento de la autoridad represiva. ¿Es eso verdad? Pero yo tenía indicado que sólo me visitaba una persona. Vamos a ver, quizá este confundido... Mi trabajo es agotador...

Andros no permitió que Haga interviniera y fue él quien habló.

—Perdón, señor. Esto ha sido sólo una excusa.

—¿ Eh ?

—Una excusa para entrar, señor...

—¿Qué significa esto? ¿Han mentido ustedes para llegar hasta mi presencia?

—Sí, señor. Aunque en realidad no ha sido tal mentira, porque lo que tengo que decirle se basa en el reforzamiento de la autoridad represiva, pero... con ligeras variantes.

—No me gustan esos métodos, señor.

—No busque mi nombre. No existe en ningún cerebro. Soy un ciudadano no controlado. 

— ¡Un «liberador»!

—Por favor, señor... Lo que tengo que decirle es muy serio —y Andros dejó que su intelecto entrara a pleno rendimiento. Miraba inquisitivamente al Presidente, comunicándole aquella jovialidad que le eran características, le inspiraba confianza y le invitaba al diá­logo.

El P residente creía sentir en cada latido de su cerebro una voz que le anunciaba:

«Escúchale. Te hallas ante el único hombre sincero. No viene a hacerte ningún daño. Escúchale...»

—Usted dirá, señor...

—Andros.

—Andros. Usted dirá, señor Andros.

Haga lanzó un suspiro. H asta aquel instante ni siquiera se había atrevido a mover un solo músculo de su cuerpo. Había permanecido rígida, incapaz siquiera de respirar.

—Se trata, señor P residente, de esa libertad que usted pregona... Está condicionada a las máquinas. Unas máquinas que han sido programadas por el hombre y por tanto sólo responden lo que les han enseñado a responder.

—Eso es lógico, señor Andros —comentó el Presidente.

—Sí, pero es necesario renovarlas, programarlas de nuevo, darles, una vida propia para que sean máquinas pensantes «por sí solas».

—Eso no es posible. Mis técnicos...

—Sus técnicos, señor Presidente, están atrasados...

Puedo demostrárselo si me permite corregir algunos pequeños fallos. No es una gran tarea lo que se precisa únicamente vaciarlas de los errores, luego ellas misma; nos dirán qué grado de inteligencia poseen sus ingenieros. Es nulo... Bueno, pero eso no es culpa suya, señor P residente, yo me propongo hacer la revisión. Es cuestión de poco tiempo.

—¿Y conseguiría usted la máquina perfecta?

—Más perfecta de lo que ahora es.

—Esto significaría un cambio muy acentuado.

—Todos los cambios que se inclinen hacia la perfección son dignos de tenerse en cuenta.

—¿Perfección ha dicho usted?

—Sí, señor Presidente.

—Nuestras máquinas son perfectas. No cometen errores.

—Discrepo de usted, señor. Las cometen.

—Bueno, aceptémoslo, tampoco nosotros somos perfectos.

—¿Y no le gustaría vivir en un mundo perfecto, señor P residente? —sonrió Andros, siempre controlandc la situación.

—¿A quién no le gustaría?

—No habría guerras porque las computadoras no ten d rían ocasión de delatar insurrecciones, ni posibles ataques... Y no los denunciarían porque los seres vivirían felices... Y esto es posible. El planeta Delko es rico y hay trabajo para todo el mundo, un trabajo racional y retribuido con equidad. Se acabarían las envidias.. Las envidias en general. No faltarían casos aislados, pero sus computadoras sabrían aplicar el castigo adecuado, sin violencias. Los castigos deben ser ejemplares, pero no violentos. —

Esto que usted dice, Andros, es maravilloso. Hablaré de ello con mis consejeros.

—¿Tiene usted confianza en ellos?

—Sí.

—Señor Presidente, extiéndame una ficha personal.

— ¿ Yo ?

—Para volver cuando usted lo ordene.

—¡Oh, sí, sí...! Déjeme unos días. Voy a extenderle esa ficha. ¿Quiere dos?

—No. La presencia de mi acompañante ya no será recesaría.

Ella le miró casi suplicante. Le fascinaba todo aquello.

—Bueno, bueno; extienda dos. Creo que a ella le encanta hallarse en su presencia.

El Presidente sonrió. —No faltaría más. Me agrada usted, señor Andros. Me agrada mucho.

Luego, al salir de la sede presidencial ella lanzó un suspiro y comiéndose con los ojos a Andros murmuró :

—¿Cóm o...? ¿Cómo has conseguido esto? Es... Es realmente increíble... Yo siempre había pensado que el presidente era un déspota y...

—Puede que lo haya sido, Haga, porque puede que nadie le haya enseñado a ser mejor.

—¡Oh, Andros! Eres... Eres...

—Soy un ser corriente, Haga... Menos que eso... — en aquellos momentos pensaba que no era más que un ser castigado, desterrado de su habitáculo, un condenado por una civilización superior.

—Pero, ¿es que no te das cuenta? Si consigues cambiar todo el sistema, nunca más tendremos problemas

* * *

Los problemas estaban empezando. Empezaban en la localidad para millonarios llamada Gondola. 

CAPITULO XIV 

Jonnasson, el capataz del granjero y hombre de negocios Allton, asesinado por Pronio, no había sido readmitido en su puesto. Estaba ya cubierto y por otra parte, la duda persistía en la familia del muerto.

Jonnasson no quiso mendigar un empleo, además el se sentía amargado por los ultrajes recibidos, la tortura. Se convirtió en un elemento más contra la situación y contra la injusticia.

 Fue el azar o el encadenamiento del destino de los seres de Delko lo que le llevó hacia Gondola. Tenía unos ahorros. ¿Por qué no vivir como un potentado?

Cuando se le terminara el dinero ya tenía u n plan. ¿No robaban otros? También podía hacerlo él.

Se puso sus mejores cosas, aunque no con ello pudo; simular su condición de patán.

En las cercanías de aquella suntuosa residencia odió todavía más la vida que llevaban los que él pretendía imitar.

Recordaba las palabras que pronunciara la hija de Allton.

—Lo siento, Jonnasson, no podría vivir con la duda. Te han dejado libre, pero mi padre sigue muerto.

Fue el peor insulto que había recibido.

—No se preocupe, no volverá a verme. A hora me toca a mí, por todo lo que no he vivido.

 Recogió sus cosas y en un transmisor escuchó los anuncios, siempre la maldita publicidad.

 «Los privilegiados visitan lo mejor y viven mejor en Gondola.»

«¿Por qué no ser un privilegiado?», pensó, y eso era lo que le había traído hasta allí.

Y ahora paseaba en las cercanías de aquel balneario para millonarios.

Los ojos de los guardianes, amarillos y negros, le observaban y también le observaban mil detectores, le desnudaban interiormente.

Y Jonnasson sentía aumentar su odio.

—Yo entraré ahí. Entraré... —se decía.

Eso ocurría simultáneamente con la vuelta de Andros y Haga a la ciudad.

El hermano de Haga informó a Andros del mensaje recibido de Sandor:

—Te necesitan. Dicen que tú puedes ayudarles... Ya he decidido ir también, pero primero tengo que ver hablar con los amigos para que estén preparados.

— ¡No! —exclamó su hermana—. No lo hagas aún

—¿Por qué? Ellos se están preparando. Les faltan medios, pero piensan conseguirlos.

—Tu hermana tiene razón —adujo el hombre de otro planeta—. Creo que todo podrá arreglarse sin luchas.

—¡Eso es imposible!

Haga sonrió. —Si hubieras visto al Presidente...

—Pero... ¿Habéis conseguido hablar con el Presidente?

—Sí, lo hemos conseguido —estalló ella, entusiasmada—. Andros sabe cómo convencer a la gente.

Andros adujo :

—Déjame hablar con Sandor. Ponme en contacto con él, es necesario pedir que esperen un poco.

—Bueno, si creéis que el Presidente os ha tomado en serio...

— ¡Oh! No serías tan sarcástico si hubieses estado presente en la entrevista, hermano —exclamó Haga.

—Entonces, si Andros ha sido capaz de convencerle. ¿Qué es lo que hay que esperar? —inquirió Praline.

—No podemos exigir. Es necesario seguir las normas. Será por poco tiempo —apuntó Andros.

—En este caso...

Las noticias puestas en marcha, fomentaron el entusiasmo de Haga, cuando la voz surgida del «cerebro» anunnció:

—En la jornada de hoy, el Presidente ha convocado un consejo extraordinario para plantear serias reformas para la consolidación de la paz en todo nuestro planeta.

—Entonces... ¡Es cierto! —exclamó el hermano de la muchacha, participando ya del mismo optimismo.

—¡Claro que es cierto!

—¡Eres extraordinario, Andros! Voy a ponerte en contacto con los «liberadores». Sandor se alegrará.

* * *

En aquellos momentos Jonnasson vio entre la gente a un rostro conocido. Era un hombre que deambulaba cansinamente por entre los pequeños lagos y los jardines. Un hombre cuyo rostro jamás se le había borrado de su mente.

El hombre era Pronio.

—¡Es él! —exclamó.

Algunos de los servidores le oyeron gritar y volvieron los ojos hacia donde Jonnasson estaba mirando.

—¡Es el asesino del señor Allton! ¡El extranjero!

Sus voces habían sido detectad as por los aparatos que protegían el edificio, por los guardias que pululaban por los alrededores y sobre todo por los empleados aunque éstos habían aprendido a hacer oídos sordos a cuanto oían.

—¡Es el asesino! —y el vozarrón de Jonnasson volvía sonar como en sus tiempos de capataz. Cuando allá en la inmensa plantación de Allton era todavía alguien de confianza.

Pronio también había oído la acusación, y también tenía presente la imponente mole del capataz.

Pronio vio cómo entre la clientela del balneario avanzaban unos hombres cuyas intenciones pudo intuir. ¡Era la guardia!

No tuvo la prudencia que cabía esperar de su condición superior y quiso esconderse entre la gente, alejarse.

El jefe de la guardia pedía información a través de su radio-detector.

—Sospecha de asesino en el balneario. Descripción, Descripción...

Los detectores, alertados desde la sala de control fijaron toda su atención en Pronio.

—Sin respuesta, sin respuesta. Hombre no identificado. Sin respuesta.

¿Cómo era posible que alguien, fuera de la condición que fuese, no pudiera ser identificado?

—Alerta, alerta... Aclaren identificación —pedía el jefe de la guardia.

Un pequeño zumbido anunciaba que los controles estaban al máximo, pero la identificación era imposible.

—Sus células no responden. Su rastro está definido —anunciaba el informe.

—Busquen el rastro y den instrucciones. No podemos dar un paso en falso en este sitio —exigía el jefe.

Pronio se alejaba hacia la parte menos concurrida del lago, siempre seguido de cerca por la guardia y escaneado por los aparatos.

La comprobación se estaba efectuando en las computadoras de la sala de control del balneario.

 De pronto el jefe de la guardia dio la noticia.

—Sospechoso carece de identificación y rastro normal. Prueba registrada. Se trata asesino base armas láser, ladrón y asesino. Entidad Nacional Federal.

¡Había sido identificado por procedimientos distintos. pero identificado al fin!

Era suficiente para que el jefe diera la orden de captura inmediata.

—¡Acorrálenle! Disparen si es necesario.

Pronio comprendió que ya no tenía escape. Pero no había olvidado el arma láser que tan buenos resultados le había dado en la entidad Nacional Federal para apoderarse de los millones y la utilizó.

—Tiene un láser —gritó alguien.

—¡Fuego! —ordenó el jefe.

A hora la caza era a muerte.

El despliegue de fuerzas daba una idea de cómo se protegía a los poderosos de posibles falsarios, de probables ladrones, de indeseables de toda especie.

Pronto continuó accionando su láser al tiempo que retrocedía.

Su arma era pequeña, pero eficaz.

—No sé de qué carga dispone —se dijo para sí, pensó que si se quedaba sin carga acabarían fulminándole a él.

Sin vacilar se lanzó al estanque.

Nadó por debajo del agua. Nadó mucho más tiempo del que un ser de Delko hubiese podido resistir.

La guardia continuaba abriendo fuego y el jefe, ante la tardanza de Pronio, en salir manifestó:

—Habrá perecido... Pediré comprobación.

Entretanto Pronio se había alejado ya bastante, además había comprendido, igual que antes lo hiciera Andros, los sistemas de detección y el modo de burlarlos.

—No me encontrarán —aseguró.

En su vestimenta tenía adornos metálicos, sólo en cuestión de colocarlos en los lugares clave de su persona y meterse dentro de un vehículo metálico.

Comenzó a correr.

Los detectores facilitaban información.

—Sujeto sigue vivo. Sujeto sigue vivo... —¡Rodeen el lago! —ordenó el jefe.

Pronio sabía que el campo de helicópteros para vuelos de placer estaba cercano y siguió corriendo. Su resistencia era superior a los de Delko y ello constituía otra notable ventaja.

 Llegó al campo y se instaló en uno de los aparatos.

—¡Eh! —gritó uno de los empleados—. ¡Deme su comprobante. El comprobante que Pronio le facilitó fue una descarga de láser.

Luego, al cerrar la puerta aplicó la placa metálica que llevaba en su mano izquierda a uno de los mandos del aparato. Metal contra metal.

El detector le perdió el control. Pronio sonrió al poner en marcha el helicóptero y alejarse tras haber burlado a sus seguidores.

CAPITULO XV 

En la casa de los Praline, el hermano de Haga después de establecer contacto con Sandor llamó al hombre de otro planeta.

—Vamos, ya puedes darle la noticia —dijo.

Andros se puso al habla y explicó vagamente su plan.

—Seguramente no habrá necesidad de ningún  ataque. Esperad. Es cuestión de poco tiempo. Espero noticias del Presidente.

—¿Se trata de Io que han informado recientemente? —inquirió Sandor.

Haga no pudo contenerse y se anticipó a Andros.

—Sí, Sandor. Y todo lo ha conseguido él solo. El Presidente está de acuerdo y cambiarán todo el sistema de cerebros y computadoras...

—Está bien, está bien, Haga. Deja que se ponga Andros, por favor —respondió Sandor.

De nuevo habló el hombre de otro planeta.

—Es verdad. La espera será corta. No hagáis nada.

— ¡Espera! Wender quiere decirte algo. Es el jefe de uno de los grupos coordinadores.

La voz de Wender sonó a través del receptor.

—Me gustará conocerle algún día, Andros, me han hablado de usted. Aquí todos confiamos. Nadie quiere derramamiento s de sangre, pero si algo fallara, venga usted con nosotros.

—Bueno, pero no creo que falle. Todo va bien por ahora.

Sin embargo, apenas terminó de decirlo tuvo un presentimiento, una premonición.

—Adiós, Andros. ¡Suerte!

Maquinalmente Andros respondió:

—La suerte no... existe... —pero interiormente pensó que en el planeta Delko la suerte era un factor importante en muchos de los avatares y destinos de sus habitantes.

Aquella premonición seguía.

Su cambio de expresión era algo tan imperceptible que los Praline no lo notaron.

El pensamiento, su pensamiento, le llevaba cerca de la sede presidencial.

¿Por qué? Era algo que no atinaba a ver por sí mismo.

* * *

Y en la sede presidencial no ocurría absolutamente nada. Todo estaba en calma, y el Presidente, en el interior, seguía reunido con sus consejeros en sesión extraordinaria.

Discutían.

—Lo que propone, señor, es algo demasiado grave. Imagina las consecuencias que pueden derivarse?

—Si han habido errores quedarán al descubierto.

Dónde quedará nuestra política? Otra voz alegaba:

—Nos crearemos el descrédito.

El presidente se hallaba seguro. Vacilaba ante aquellas palabra, pero el recuerdo de la voz persuasiva de Andros le hacía mantenerse en su firmeza.

—Cualquier responsabilidad la afronto yo directamente. Y ocurra lo que ocurra, valdrá la pena conseguir que la libertad y la paz sean más que vulgares palabras.

—Esto está muy bien en teoría, señor —sonrió el ninistro de Defensa del Delko Blanco, y su voz estaba como siempre impregnada de sarcasmo—. Al menos no nos llamarían criminales cuando nuestros antecesores acordaron terminar con las guerras de una vez para siempre, aniquilando a todos los que eran contra­rios a nuestros intereses. Se terminó. Fuimos criminales una vez, pero valió la pena.

—¡No le consiento este lenguaje, Protor! Nunca lo que se hizo fue con fines de lucro —espetó el Presidente.

— ¡Ah! ¿No, señor? Entonces hubiésemos podido re partir la riqueza, colaborar de veras en el engrandecimiento de los cantones más subdesarrollados.

—Lo que acaba de decir Protor aún es más grave Nos hace admitir a todos que obramos mal, y con ello da la razón a los «liberadores».

—No, señor. ¡Al contrario! Sólo había una forma de que todos viviésemos mal, y era dividir el planeta. Sólo una parte podía vivir opulentamente. ¿Por qué nosotros habíamos de quedarnos en cualquiera de las otras tres cuartas partes?

Otro consejero corroboró: —Protor tiene razón. Únicamente en aquella ocasión se tuvo en cuenta el bien de nuestra raza. Es lo que cualquier gobernante de otras razas hubiese hecho. Es lamentable que existan tres cuartas partes del planeta en estado digamos de...

—De inanición —ayudó a concretar el ministro Protor.

—Eso es... Es muy lamentable; pero la cuestión era ellos o nosotros.

—Por lo tanto —sonrió Protor—, buscar u n a revisión sería tanto como volver a empezar... ¿No es nuestro lema la constante superación? Bien, ya somos los primeros. ¿Por qué retroceder?

Se hizo un silencio.

Nadie se sentía demasiado satisfecho, pero en el fondo tenían que estar con Protor, que abogaba por la continuación del sistema.

El Presidente rompió el silencio.

—Déjenme que lo piense... Hablaré con ese hombre.

—¿Qué hombre? —inquirió Protor, y todos estaban ansiosos de saber qué persona había podido influir en el Presidente.

—Se llama Andros. Seguro que si le oyesen... Sí, le convocaré. A hora mismo. ¡Señores! La sesión se reanudará mañana.

* * *

Entre tanto , Pronio seguía en el helicóptero a reacción aunque sin forzar la marcha. Podía oír las noticias que transmitían por los «canales hablados».

Estaban dando noticias que le atañían a él.

 —«Se ha localizado al asesino y ladrón de la "Entidad Nacional Federal”. Descubierto en Gondola fue acorralado por la guardia y los detectores han anunciado su muerte. Nuestra guardia una vez más se ha cubierto de gloria.»

Pronio rió con gusto. — ¡Cubierto de gloria! Os voy a dejar en ridículo. Tengo que hacer algo para que el planeta se acuerde de mí. ¡Malditos escarabajos! Sabréis lo que es tratar con un ser superior. Sí... Tengo que dejar mi nombre escrito en todas partes para que a nadie se le olvide...

Entonces la transmisión informó de la reunión de Presidente.

—«¡Mañana habrá nueva reunión! Se espera convocar a un nuevo elemento llamado Andros que al parecer tiene ascendencia con nuestro Presidente, quien asegura que...»

—¡Andros! —exclamó Pronio, cortando la comunicación—. ¡Andros y el Presidente! ¿Qué se propone ese idiota? H umm ... ¡Vaya, vaya! Si él se gana la amistad del mandamás... ¿Por qué no hacerlo yo? Dispongo de los mismos medios... Eso es... ¡Buscad, guardias buscad!

Y Pronio puso rumbo a la sede presidencial.

* * *

 Aquella información que había llegado a todo el país, fue escuchada también por el profesor Kannen que no había olvidado.

— ¡Andros! Nunca olvidaré ese nombre. Puede tratarse de la misma persona...

Y Kannen se puso en contacto con el jefe de la guardia de su sector, al que había denunciado a Andros.

Con los sistemas defensivos de Delko, la policía no tardó en ponerse en movimiento.

Había en principio de prevenir a la sede presidencial y buscar la filiación de Andros.

Tanto Kannen como la guardia sabía que Andros carecía de placa de identificación. Entonces se pidió información al «cerebro central», que transmitió datos a la oficina pre-presidencial.

Jefes de distintas secciones esperaban el proceso de datos.

—Manténgase en contacto.

—¡Aquí sede central de la Guardia! ¡Esperamos noticias...!

—Sede presidencial a la escucha.

—Esperamos noticias de la oficina pre-presidencial.

Y los controles seguían trabajando . Los datos se transmitían automáticamente en la distancia.

La respuesta definitiva no tardó en aparecer:

«Andros. Sin más datos. Sin identificación. Es el mismo elemento.» Y la larga cinta luminosa transmitía el mismo mensaje-respuesta: «Andros. Sin más datos...»

En la sede central de la Guardia, el mismo jefe supremo pidió a través de la radio:

—Póngame con el Presidente. Es urgente. Muy urgente.

CAPITULO XVI 

Pocas veces una noticia había conmovido tanto a la opinión como la que anduvo transmitiéndose durante toda la noche.

El desconcierto era general. En la sede presidencial no facilitaban informes para la opinión, pero los boletines de noticias difundían constantemente la impostura de Andros y los programadores, debidamente preparados, añadían:

—Miembros de la organización de «liberadores» ha: logrado introducirse en la sede  presidencial, por procedimientos desconocidos. No podemos acusar de fallo a nuestros «cerebros», puesto que ellos mismos han lanzado la alarma, lo que prueba la bondad de nuestros sistemas. A hora lo que falta es la busca y captura de ese peligroso Andros que, insistimos, no puede ser sino un miembro espía de la organización de los «liberadores».,.

Y en casa de los Praline la noticia había caído como una bomba.

—¿Qué puede haber sucedido? —se preguntaba Haga.

—Esto no podía salir bien —se lamentaba su hermano.

—No lo sé... Aunque al pronunciar mi nombre puede que ese profesor Kannen...

La memoria y el espíritu de deducción de Andros seguían funcionando perfectamente.

—Pero no podrás volver allí.

—Volver sí puedo. Pude una vez... Estoy seguro que si consigo hablar durante una de las sesiones conseguiré mi objetivo.

—Es demasiado riesgo —previno Haga,

—Mi hermana tiene razón. Déjalo. Ya has hecho bastante.

—A hora os he comprometido a todos. ¿No os dais cuenta? En la ficha, el Presidente colocó las señas de esta vivienda.

—¡Es verdad! ¿Cómo no han venido? —exclamó Haga. —Porque sigo careciendo de datos y la ficha del Presidente es personal. Si consiguen convencerle se presentarán aquí. Verdaderamente no traigo mucha suerte.

—No digas esto, Andros —murmuró la joven—. Tú ayudas a todos desinteresadamente.

—Será porque lo aprendí siempre así. Pero no he terminado. Os aseguro que mañana iré allí. Vosotros tenéis que marcharos ahora. Id con Sandor. Estaréis más seguros.

— ¡Yo no! —protestó Haga—. Tengo una ficha. A mí no me han acusado. Quizá incluso pueda serte útil. Iré. Iré contigo. —Y yo —decidió el hermano de Haga.

—No. Ella posee la ficha, es cierto. Sólo si la encuentran aquí la detendrán, a menos que sea el propio Presidente quien la denuncie. Tendremos que permanecer a la escucha.

Aún insistió el hermano en querer acompañarles, pero Andros se negó en redondo. Los últimos informes fueron desalentadores:

—El Presidente ha facilitado la ficha de Andros para el total esclarecimiento de los hechos. Se espera que su localización y captura no se haga esperar.

Andros comentó:

—Ahora es cuando tenemos que irnos. No hay tiempo que perder. Las sirenas de los automotores policiales no tardaron en dejarse oír.

* * *

Aquellas mismas noticias habían sido escuchadas por el grupo de Wender, que exclamó:

—Comunica con Andros, Sandor. Ahora necesita ayuda y nosotros precisamos de él. Si es necesario empezar el ataque final antes de lo previsto. Io haremos.

Y uno de los profesores informó:

—Sería un buen momento. Reina bastante confusión. Comunicad con ese hombre. Localizadle.

* * *

En aquellos instantes, el helicóptero de Pronio sobrevolaba ya la sede presidencial.

Los detectores se hallaban funcionando para identificar a quién volaba sobre zona prohibida.

Pronio hizo que el aparato se lanzara hacia la cúpula del magno edificio. Tenía su arma láser preparada.

—Esta será mi primera jugarreta —dijo para sí en voz alta.

Los detectores no transmitían dato alguno.

En aquellos momentos nadie pensó en comprobar datos, ni rastros y alguien en medio de la confusión reinante por la osadía del piloto insinuó:

—Sólo puede tratarse de Andros. Sabe que ha salido mal su superchería y ahora ataca al Presidente.

—¡Es Andros! —afirmaron otros más rotundamente.

—Es el maldito «liberador». Hay que abatirle.

—¡Ahora no! Está demasiado cerca de la cúpula. ¡Se va a estrellar!

Pero Pronio era demasiado buen piloto para estrellarse y supo frenar la marcha a tiempo y al mismo instante descorría uno de los cristales de seguridad para disparar el láser sobre la cúpula.

 —¡Está atacando!

Pronio ya había hecho su jugarreta y se alejaba con toda la potencia que le permitían los reactores del aparato.

La persecución no se hizo esperar. La base defensiva de la sede presidencial se puso en movimiento.

Al mismo tiempo las emisoras anunciaban:

— ¡Ataque del rebelde contra la sede presidencial!  Y en el cuartel general de los «liberadores», Wender murmuraba:

—¿A qué esperar? El mismo nos da la pauta a seguir.

—Sí, Wender —corroboraba Sandor—. No podemos dejarle solo.

—Es un buen momento —repetía el profesor—. Tiene acaparadas a todas las fuerzas. Nuestro objetivo tiene que ser el mismo, dominar el cerebro central; si lo conseguimos, las fuerzas de la injusticia presidencial quedarán debilitadas.

Por su parte y mientras Andros viajaba con el automotor de los Praline, con los dos hermanos a bordo tras haber escuchado la noticia pensaba en el nombre del autor:

—Pronio. Ha sido él.

Los Praline no comprendían absolutamente nada.

—No es posible que se hayan confundido. Tú no has sido. ¿Por qué no detectan al verdadero culpable, Andros? Pretenden acusarte a ti para ponerte a todos contra.

—No. No son ellos, Haga. Yo sé quién es. Y este asunto sólo yo puedo solucionarlo. Y tendré que hacerlo. A pesar mío tendré que hacerlo. Necesito otro automotor. Vosotros debéis continuar hasta donde está Sandor y los liberadores. Explicadles lo que pasa.

—Iremos contigo —opuso el hermano de Haga.

—A hora no. Es demasiado peligroso.

—Tú necesitas un automotor y no tenemos más que éste.

— ¡Lo siento! Robaré uno... Tengo que... utilizar los medios de este planeta. La causa es justa.

 Detuvo el automotor delante de un estacionamiento. Los Praline estaban indecisos, pero ante todo no querían dejar solo a Andros. ¿Cómo iba a poder él solo contra toda la guardia?

CAPITULO XVII 

Los dos desterrados iban a su encuentro. Su respectiva onda cerebral concentrada cada uno en la de su paisano de planeta les llevaba hacia el inevitable desenlace.

Pronio había dejado su helicóptero y lo cambió por un automotor, de este modo ya le habían vuelto a perder la pista, porque su aislamiento impedía que fuese detectado. Y entretanto pensaba en Andros.

—Ya debes saber que he sido yo el que he organizado ese despliegue de fuerzas. Tú oyes las noticias como yo. Sabes que te acusan, por lo tanto sabes que soy yo...

Y Andros pensaba:

«Te estás proponiendo algo infame, Pronio. Te crees superior y pretendes dominar el planeta por el terror o como sea, y lo impediré, aunque tenga que recurrir a la violencia. Tengo que valerme de los medios de que dispongo.»

Pronio seguía con sus pensamientos:

«Acabaré contigo, piloto, tú eres el único que puede fastidiar mi destierro. Sí... Querías hacerte amigo del Presidente. Bien, ahora seré yo ese amigo.

Te acorralarán y te aniquilarán. Luego, luego ya veré cómo les domino a todos. No quiero ser un perseguido, ni tener a nadie que me haga sombra. Sí. Yo también viviré con los medios a mi alcance.»

Y Pronio siguió en dirección a la sede presidencial.

Llegó antes que su amigo.

Cuando el vehículo se aproximó a la oficina pre-presidencial, la guardia advirtió, por la m archa desenfrenada, que el conductor no iba a detenerse.

— ¡Es un nuevo ataque! —gritó.

El arma láser de Pronio quitó de en medio a los guardianes.

Los detectores anunciaron lo ocurrido, pero no pudieron dar el nombre del causante de aquellos crí­menes.

Lanzado, Pronio continuó su marcha hacia el edificio, pero antes de llegar, otro grupo de guardias salió para cortarle el paso.

Pronio volvió a hacer uso de su arma. Su rapidez y excelente precisión abatió a los defensores de la sede presidencial.

Casi al instante se lanzó del coche que fue a estrellarse contra otros vehículos estacionados. Un contacto con la batería eléctrica produjo una explosión. Pronio arrastró el cuerpo de uno de los guardias hacia las llamas.

Antes de que nuevos refuerzos surgieran del interior, Pronio había arrojado el hombre al fuego. Las llamas lo devoraban rápidamente.

Los nuevos guardianes abatieron la zona con una ráfaga, mientras Pronio permanecía oculto tras el saliente de una de las paredes de la sede. — ¡No hay nadie! —dijo uno de los guardas. —No hay que fiarse... —repuso otro. —¡Mirad! —un tercero más próximo a las llamas señalaba el cuerpo del compañero que estaba ardiendo. No era posible reconocerle. El fuego estaba acabando con él.

—Debe ser Andros... —Su vehículo se h a estrellado. Sí. Debemos informar.

Estaban todos en derredor del fuego. La entrad a quedó franca y Pronio aprovechó la ocasión.

Una vez dentro, le fue fácil orientarse hacia las habitaciones del Presidente.

* * *

Andros había conseguido un nuevo automotor y corría a tope de la potencia del vehículo.

 Pero estaba lejos aún, lejos para aventajar a Pronio, del que intuía que se hallaba precisamente allí. Era, como siempre, la premonición propia de los de su planeta.

No podía oír lo que se estaba hablando allí en la sede, ni ver lo que ocurría, pero el presentimiento era nefasto.

—Si pudiera correr más... —y pulsaba frenéticamente los inductores de la velocidad.

Pero Pronio... Pronio ya estaba con el Presidente.

* * *

—¿Por dónele ha entrado? ¿Qué significa esto?

Eran dos los consejeros que estaban con él. Uno era Protor. Pronio intentó dominarles con la mirada y con el pensamiento,

—Escúchenme bien. Soy un enviado especial del Planeta Excelsus... No me importa si no me creen, les haré las demostraciones de mi poder que ustedes crean oportunas; pero ahora atiéndanme.

Lentamente había conseguido imponerse.

Pronio siguió hablando de prisa, un tanto inseguro de sí mismo. No podía permitirse el lujo de poner mayor énfasis, hablaba cual si ordenase:

—Andros, la persona que buscan es un proscrito de mi planeta. Mi misión consiste en capturarle, vivo o muerto. A ustedes también les interesa acabar con él, porque desde su llegada sólo ha producido desórdenes. Ha asesinado a un guarda, ha asaltado una Entidad Nacional... Les ha atacado aquí, en su sede y antes trató de embaucarles... ¿No es cierto?

—Un momento —terció Protor—. ¿Cómo sabemos que dice la verdad?'

—¿No han difundido en sus noticias que el causante de esos crímenes no deja rastros?

—Sí, pero... Usted... —Yo me he identificado. Soy agente de mi planeta. No quería que eso trascendiese. Esa clase de noticias, sé por experiencia que atemorizan a la gente. Mi misión no es de guerra para ustedes. Es una misión de servicio y espero que esto lo comprendan. Lo único que les pido es que no se dejen embaucar. Concentren toda la guardia. En cuanto aparezcan, no se dejen dominar, acaben con él. Yo estaré entre ustedes.

Protor anunció:

—Es lo que pretendemos, acabar con él. Tal vez usted conozca un medio más seguro.

—La única seguridad es disparar a matar... Si disponen de láser, concéntreles aquí. Sé que él vendrá.

—¿Lo sabe? —insistió el Presidente.

—Lo sé. Mi cerebro, señores, con todos los respetos, es superior al de ustedes, tiene la facultad de pensar y ver. Y veo a Andros dirigiéndose hacia aquí.

* * *

Sí, Andros continuaba su frenética m archa, un a m archa que iba a frenarla muerte, porque las instrucciones de Pronio estaban siendo cumplidas a pesar de que los guardianes informaron:

—Ese es el vehículo de Andros... Está ahí fu era —y el jefe de la guardia lo mostraba a través de las pantallas que enfocaban al montón de chatarra con un cuerpo carbonizado.

Pero de nuevo Pronio salvó la situación.

—N o... Fue una argucia suya. Eso prueba que él no está en camino, sino que ya está aquí. Anda escondido por algún lado. Sí. Le veo... No conozco bien esto, pero está en un lugar oscuro. Cerca del agua... Le veo.

Su dominio sobre los demás le permitía seguir manteniéndose en plan dominante, a pesar de pequeños recelos y dudas. Quizá su influencia era inferior a la de Andros o tal vez había más inseguridad en sus palabras al tener que improvisar constantemente, buscando excusas y mintiendo.

La guardia fue conminada a dar una batida. Andros se aproximaba cada vez más. 

CAPITULO XVIII 

 Grupos de comandos tenían sus bólidos aéreos dispuestos para la marcha. Producto de robos o apaños con material de desecho habían conseguido una pequeña flota de aparatos que ya habían sido puestos a prueb a en misiones de entrenamiento.

Sandor al ver el completo de la gente tuvo que admitir:

—No pensé que fuerais tantos...

—Hay más descontentos de los que muchos imaginan. Y más tendríamos si no fuese que algunos por miedo, otros por cobardía y los más por comodidad, prefieren que sean otros los que luchen por ellos. Pero no importa.

—Yo también quiero luchar, por la libertad y por el hombre que salvó mi vida. El da el ejemplo por todos, sin buscar ni pedir nada a cambio.

—Está bien, Sandor. Formarás parte de una dotación aérea. No estás entrenado para combatir en tierra. ¡Voy a reunirme con los otros jefes! Partiremos en seguida.

Clareaba el nuevo día.

Lo que Andros había querido impedir a toda costa, siguiendo el ejemplo y sistema de su planeta, era ya inevitable, como lo parecía también que él pudiera salvar su vida.

Estaba ya muy cerca de la sede presidencial.

Su intuición. Su premonición le indicaba el peligro. Pero tenía que seguir. Era necesario que siguiera.

Los Grupos de comandos rebeldes se ponían en marcha. Los pequeños bólidos, los reactores, y hasta una vieja nave comercial convenientemente arreglada, despegaron de los campos en dirección a la capital del imperio Delko Blanco.

Una guerra desigual iba a empezar pronto, pero los «liberadores» contaban con el factor sorpresa y además confiaban en la suerte.

* * *

Andros estaba muy cerca del control de la oficina presidencial.

Detuvo su automotor y observó a lo lejos hacia la entrada.

No había ni un solo guardia y aquello hubiera extrañado al más confiado.

Andros «sabía» positivamente que se trataba de una trampa. Se apeó del vehículo y anduvo unos pasos sin dejar de observar hacia delante. Todo seguía igual. Silencioso. Solitario. La luz del día permitía que pudiera ver el panorama con aquella extraña nitidez matinal, propia del planeta.

Sacó su radio, la radio que le habían dejado los Praline y la conectó. Sin dejar de andar habló a través de ella.

—Andros, llamando a Presidente. Necesito entrevista urgente. Me aproximo a la sede. Solicito permiso para entrar.

Tuvo que repetir su parlamento. Luego sonó un a voz. Creyó reconocer al propio Presidente.

 —Adelante, Andros. Nadie le pondrá impedimentos,

Demasiado temprano para que el Presidente estuviese esperándole.

Entonces soltó su premonición, como si tuviera la certeza de lo que decía.

—Quiero hablar con Pronio. Sé que está aquí.

No hubo respuesta.

—Pronio es un compañero mío. Sé que está aquí.

La respuesta no se ajustó a la pregunta:

—Adelante, Andros. Tiene el camino libre.

Se aproximaba a los monolitos que parecían mudos centinelas que dieran escolta al amplio sendero. Pasó por entre ellos hasta llegar casi al último. Era el más próximo a la oficina pre-presidencial, luego venía el camino despejado, donde resultaba imposible poder esconderse.

Oculto tras el monolito, dejó pasar el tiempo en espera de ver algo. Y consiguió verlo.

Unos .hombres se movían. Todos iban provistos de armas largas.

Había perdido bastante tiempo. Lo juzgaba demasiado, pero sabía también que el riesgo no había desaparecido, y se dijo que era mejor no dar la cara y tratar de ganar la entrada llegando a través del lago.

Desanduvo lo andado para volver al auto. Entonces a lo lejos vio aparecer otro vehículo, Aguardó allí. El vehículo se aproximaba a gran velocidad. Se dirigía hacia él.

¿Qué nuevo peligro le aguardaba?

Andros siguió en pie, impertérrito. Por fin el vehículo frenó. A través del cristal delantero reconoció a sus ocupantes. ¡Los Praline! —¿Me habéis seguido? —preguntó Andros innecesariamente. —N o íbamos a dejarte solo —apuntó el hermano de Haga y ella murmuró:

—Es un riesgo demasiado grande.

—E innecesario —apuntó el hermano— . Hemos tenido noticias de Sandor. Se dirigen hacia aquí. Van atacar!

— ¡No!

—Sí. Ya nada los detendrá.

Naturalmente a Andros no le incumbía todo aquel!, sin embargo, Delko era «su planeta». Si quería integrarse a él, también debía luchar. Luchar para mejorarlo pero no con armas, sino con inteligencia, con la superioridad manifiesta de su cerebro, de sus sentidos ¡Nunca con las armas!

Fue entonces cuando el zumbido de los reactores anunció la cercanía de los bólidos, y artefactos voladores de los rebeldes.

La sirena de alarma resonó por todo el ámbito de la sede presidencial.

Los detectores anunciaban el peligro.

—¡Escuadrillas de ataque!

Los detectores funcionaban incesantemente, identificando a los rebeldes liberadores.

—¡Misión de ataque!

¡Misión de ataque!

La noticia llegó hasta el Presidente, y a Pronio, que seguía con la gente del cuartel general del Presidente se le ocurrió decir:

—Es un ataque conjunto. Obra de Andros. No lo duden. Hubieran debido de salir a cazarle.

Otro de los consejeros procedentes de la sala general de control llegó para informar:

—Los cerebros han dado las órdenes para abatir a los rebeldes.

—Voy a la sala de mandos —repuso el Presidente.

En aquellos casos, a pesar de los «cerebros» y computadoras, era el hombre quien debía decir la última palabra.

Momentos después, en la amplia sala de control, el Presidente observaba el cerebro central de la sede. El que captaba, absorbía y transmitía las órdenes.

Sus indicaciones eran precisas.

—Cincuenta grados para el ataque... Cuarenta y nueve, cuarenta y ocho...

Cincuenta era el punto inicial, luego los grados irían descendiendo hasta llegar a cero. A partir de ahí sería ya tarde.

—¿Qué hacemos? —inquirió Protos—. ¿Qué es lo que le hace dudar?

—No dudo. Nunca dudaré ante los rebeldes, pero... —había algo diferente en la normal actitud del Presidente. Acaso pensaba en la necesidad de una rectificación de aquellas máquinas de las que él era el primer esclavo.

El cerebro seguía disminuyendo los puntos.

—Grado cuarenta. Treinta y nueve, treinta y ocho.

—Todo el mundo a sus puestos —ordenó al fin el primer mandatario de Delko.

—Todo está a punto, señor. Esto es una prueba de que nuestros sistemas siguen funcionando a la perfección.

—Treinta y cinco... treinta y cuatro.

—Está bien. Acaben con los rebeldes.

A Protor le concernía dar la orden. Y para ello bastaba pulsa r uno de los botones del cerebro central.

Fuera de la sede, Andros comprendía también la necesidad de evitar aquella lucha.

—Conduciré yo el auto, como la otra vez —se había ofrecido Haga.

—Nos están esperando. Puede que no te den tiempo para identificarte.

—¿Y si condujera yo? —dijo el hermano.

—Tú no tienes placa. ¡Vamos, Haga, tienes que ser tú!

—Gracias por confiar en mí.

—No es confianza, es temor a lo que pueda ocurrirte. No quisiera que te pasara nada.

Ella sonrió complacida. Luego se metió en el auto y Andros utilizó el mismo escondite de la vez anterior.

En aquel momento, la mano derecha de Protor estaba junto al pulsador.

El cerebro había dicho: «Treinta y cuatro, treinta y tres...»

El P residente sujetó un instante la mano de su ministro.

—No deje que ellos empiecen primero.

—Está bien, Protor.

«—Treinta y dos, treinta y...» —

...Adelante —concluyó el Presidente.

Fuera, el auto conducido por Haga iba lanzado hacia la entrada.

 Protor pulsó el botón.

Los números salían rojos en las pantallas de las computadoras.

—¡Acción! —era la palabra.

Los jefes de los puestos estratégicos de defensa estaban preparados.

En las bases, los bólidos volantes de guerra comentaban a despegar.

Los que aguardaban la llegada de Andros, vieron el coche. El jefe ad virtió:

—¡Atención! Si el conductor del vehículo no se identifica, utilicen el láser. 

CAPITULO XIX 

 Una línea recta color amarillo cruzó el límpido firmamento azul.

Era el comienzo de la batalla. Un rayo dirigido buscaba uno de los aparatos.

Wender dio la orden:

—Procedimiento especial. Pónganlo en práctica.

Varios aparato s buscaron un campo de aterrizaje en los previamente elegidos. Era la operación conjunta de que había hablado Wender, ataques en diversos puntos estratégicos.

Pero los bólidos que debían permanecer en el aire corrían peligro de ser alcanzados por los rayos enemigos.

Ahí era donde los rebeldes demostraban que no habían estado perdiendo el tiempo.

Pilotos bien entrenados maniobraban con sus aparatos para esquivar aquellos rayos, al tiempo que a orden de Wender surgía el:

— ¡Contrarrayos!

Una palanca lanzaba el gas que atraía los rayos pero debía de ser pulsada en el momento preciso para servir de cebo a las trayectorias destructivas del láser

—A distancia no surge efecto —explicó Wender a Sandor.

A hora todas las defensas disparaban al unísono. No era sólo una línea veloz la que surcaba el espacio, era una auténtica lluvia.

Uno de los aparatos de los liberadores quedó fulminado en el acto.

— ¡Ataque, ataque! —gritó otro de los jefes de grupo

Una escuadrilla de bólidos se lanzó en picado hacia una base aérea de aprovisionamiento y combustible. Proyectiles de gas buscaron las instalaciones.

Alcanzados los objetivos se produjo una explosión sorda seguida de una llamarada, luego los estallidos se sucedieron en cadena.

Simultáneamente, en la explanada de la sede presidencial los guardianes apuntaban el vehículo que conducía la muchacha.

—El detector informa la presencia de una mujer. Haga Praline —indicó uno de los oficiales.

—¿Qué hacemos? —quiso saber otro de los guardianes.

—No hay tiempo de consultar con las computadoras, puede ser una trampa. Estamos en guerra, no se pueden hacer concesiones.

El cielo seguía surcado por rayos, se producían más explosiones. Y Andros asomó ligeramente. Vio á los hombres preparados para lanzar el láser.

—¡Salta, Haga! ¡Salta!

Ella obedeció al instante.

El jefe de la guardia iba a dar una orden cuando alguien gritó:

— ¡Se ha tirado! Es una mujer realmente.

Pero el auto seguía lanzado.

La presencia de ella hizo vacilar a los guardias. Alguien viendo el vehículo sin detenerse gritó:

 — ¡Cuidado!

—No va nadie en él.

El auto se estrelló contra la pared y rápidamente Andros saltó al tiempo que la batería estallaba. Pudo librarse del fuego que a su vez causó una nueva confusión.

—¡Hay un hombre!

— ¡Fulmínenle! —gritó el jefe.

Con una agilidad sorprendente, Andros saltó contra la puerta. Tuvo que cargar contra ella y consiguió abrirla cuando varios rayos estuvieron a punto de alcanzarle.

La puerta, al recibir los impactos comenzó a arder.

— ¡Ha entrado! —gritó alguien.

— ¡Sí! No disparéis. Toda la sede ardería en pocos momentos. Hay que utilizar otros métodos.

Pero Andros cruzaba ya por la gran sala principal. Conocía el despacho presidencial por haber sido recibido en él, sin necesidad de guiarse por el sentido de la intuición.

Al ir a entrar, dos hombres le cerraban el paso.

—Es necesario que hable con el presidente. —Les derribó con su empuje, pero cuando tuvo abierta la puerta vio que el despacho estaba vacío. Lo cruzó y salió por otra puerta lateral. De allí podía pasar directamente a la sala de control, un letrero indicaba el camino.

Tras una prudente distancia se aproximaba a la antesala del control.

Sus perseguidores surgieron de improviso por detrás.

—¡Deténgase!

La confusión había quedado reflejada en las pantallas de los computadores auxiliares.

— ¡Es él! —dijo Pronio, y surgió por el umbral de la puerta con la pistola.

—¡Pronio! —exclamó Andros. Estaba entre dos fuegos y no vaciló en lanzarse contra el suelo cuando Pronio sin vacilar disparaba su láser.

El rayo continuo alcanzó a los guardianes.

—¡No, no! ¡Detenga esto! —exclamó el jefe de la guardia. Paredes metálicas eran perforadas, mientras una llamita azulada comenzaba a consumirlas.

Adornos de otros materiales eran pasto de las llamas, que se iban propagando.

Para Andros había llegado la hora suprema. Se incorporó para salta r sobre Pronio, cuando éste volvía el láser hacia su ex compañero y ahora encarnizado enemigo.

Pero entonces la pistola dejó de funcionar. La carga por la que tanto había temido Pronio, se terminó en aquel momento. Cuando lo advirtió, Andros ya estaba sobre él, derribándolo en su acometida.

Fuertes los dos, la lucha que se entabló fue titánica. Ninguno de ellos soltaba al otro.

El Presidente y sus colaboradores habían salido para observar aquel forcejeo.

—¡Termine con ellos! —ordenó Protor—. Al fin y al cabo, son extranjeros.

El jefe de la guardia iba a cumplir la orden.

Pero el Presidente y los otros seguían detrás.

— ¡Apártese, señor! Podría alcanzarle —exclamó el jefe encargado de la doble ejecución.

— ¡Utilice esto! ¡Es menos peligroso que el láser! —y el propio Protos facilitó otra clase de arma, también estilo pistola, pero de rayos concentrados, cortos y precisos.

Entre tanto las explosiones sordas seguían poniendo la música de fondo bajo un firmamento completamente amarillento por los rayos y los estallidos.

Todo se sucedía de forma relampagueante.

Y Andros quería terminar con aquella lucha, quería, pero…

El jefe iba a disparar.

Andros pudo por fin apartar de sí a su rival y le golpeó con el antebrazo, un golpe tremendo que ninguno de los presentes había visto aplicar jamás.

Pronio trastabilló. Era el momento en que el jefe disparaba. Pronio recibió dos certeros impactos y cayó hacia atrás. Sus ojos se tornaron vidriosos en el acto, mientras Andros corría hacia el cerebro.

— ¡Acaben con él! —gritó Protor.

—Tengo que dar la orden de que cese esa matanza —exclamó Andros a su vez.

Pero el jefe de la guardia salía en su persecución, comenzó a disparar cuando Protor se interpuso.

Otros dos impactos encontraron su blanco. Esta vez un blanco inesperado, y Protor, el consejero de la Guerra, el sarcástico ministro del gabinete presidencial cayó al suelo.

Andros estaba ante el tablero y pulsaba botones.

—¡Espere! —gritó el Presidente, impidiendo que el jefe disparara contra Andros—. Quiere terminar esto. No quiere guerra, y me gustaría saber por qué... Ayer me estuvo hablando. No sé quién de ellos tiene razón, si él o el que ha muerto, pero quiero saberlo.

—¡Cuidado, señor! Puede ser peligroso.

Andros avanzó hacia ellos.

—Presidente, rectifique el cerebro. Ordénele el cese. Yo hablaré con los rebeldes.

—Es demasiado tarde, Andros. Este cerebro no se puede parar. Sólo cuando los enemigos de Delko Blanco hayan parecido ordenará él mismo el cese.

—Entonces destrúyalo, Presidente. No permita una matanza para asegurar la paz. No es así cómo se asegura...

—No se puede volver atrás. Sería destruir todo un sistema.

—¡Destrúyalo si ese sistema es nefasto! ¡Ayer estaba conmigo! ¡Vamos! ¡Destrúyalo!

De nuevo las ondas cerebrales de Andros trabajaban al máximo, y el Presidente lentamente se dirigió hacia el tablero.

—Hable con ellos, Andros. Hable con los rebeldes... Utilice el transmisor general —y le indicó el lugar que ocupaba entre los varios instrumentos.

—¡Atención, atención! ¡Os habla, Andros! ¡Detened la lucha! ¡El Presidente va a destruir el cerebro central! ¿Me oís? ¡Detened la lucha!

El presidente abrió un cajón de la mesa metálica y extrajo un pequeño revólver de láser.

—¡No le escuche! —gritó uno de los consejeros—. No se deje dominar por un extraño. Nuestro imperio ha sido siempre el más grande, el más fuerte. Los demás son sólo vasallos...

El Presidente dudó. Andros se aproximó a él.

—Usted es el jefe. Usted es el responsable... ¡Vamos!

—¡Apártese, señor! —gritó el que había estado intentando disuadir al Presidente.

Trató de hacer fuego contra Andros. El Presidente gritó:

— ¡No! ¡Espera!

—¡Vamos, vamos! Será responsable ante la historia, —instigó Andros—. Rectifique, aún es tiempo.

El Presidente quería hacerlo, pero por encima del dominio de Andros estaba también su orgullo de ser el primer mandatario de la nación más poderosa.

Andros no quiso que pasara ningún otro lapso de tiempo y trató de arrebatar el arma del Presidente.

Lo consiguió y se volvió hacia el pupitre.

— ¡No! ¡Yo lo haré! —decidió por fin el mandatario.

Era tarde, porque el consejero había disparado ya Quería hacerlo contra Andros, pero el Presidente en su afán de recuperar la pistola recibió el impacto.

La muerte del P residente llenó de consternación a los presentes. Nadie sabía qué hacer.

— ¡Malditos! ¡Malditos los que sólo entendéis la violencia! ¡Malditos!

Y volvió el arma contra el tablero y roció a placer con el láser. Todo comenzó a arder rápidamente. Luego giró hacia los otros y disparó hacia el suelo.

—¡Fuera! ¡Fuera! ¡Estoy perdiendo la cabeza en este maldito planeta!

Las llamas se propagaron rápidamente mientras las instalaciones del cerebro y máquinas auxiliares comenzaban a estallar, en cadena.

La humareda impedía ver. Era una barrera densa casi compacta.

Si alguien pensó en aniquilar a Andros, no lo hizo o porque había quedado oculto por el humo, o porque la mayoría sólo pensaban en huir y salvar la piel en medio del incendio.

Visto desde fuera el espectáculo ofrecía u n a trágica belleza, sobre todo cuando las paredes metálicas o acristaladas se derretían o reventaban.

La sede del Gobierno más poderoso de Delko se hundía.

Sólo una mujer. Haga pensaba en el hombre que seguía dentro:

— ¡Andros! ¡Va a morir!

En medio del caos había llegado el hermano de la muchacha.

—A parta, Haga... Es peligroso. Yo intentaré sacarle de allí.

Y allí dentro entre el fuego estaba Andros, el hombre que había abogado por la no violencia, siguiendo las enseñanzas de su habitáculo.

Para él sin embargo, sólo existía una victoria. El cese de aquella guerra absurda. Sí, porque a través de la cúpula hundida podía ver de nuevo un firmamento límpido. Sin rayos que lo empañaran.

La lucha había cesado. La lucha había cesado, si, pero la sede continuaba ardiendo.

—¡Andros! ¡Andros! —sonaba la voz del hermano de Haga. 

EPILOGO 

Todo se había derrumbado. No quedaba el menor vestigio de aquella sede que ahora era objeto de una extraordinaria concurrencia de curiosos que se preguntaban qué iba a ocurrir en lo sucesivo.

Los dignatarios intermedios habían acudido allí y ya comenzaban a planear el futuro.

—Harán falta nuevos cerebros.

—P rimero habrá que elegir al nuevo Presidente.

—Delko Blanco seguirá siendo la nación más poderosa.

De entre las ruinas Haga y su hermano aparecieron. También estaba allí Ada y Sandor.

Se aproximaron a los políticos.

—Un hombre intentó establecer la primera justicia —empezó Sandor—. Un hombre que nunca tuvo ansias de poder.-. Quiso la paz para todos y la igualdad. ¡No volváis a estropearlo!

—¡No hagáis planes para que todo continué igual! —adujo por su parte Haga.

—¡Se hará todo democráticamente! —dijo uno de los políticos—. Como siempre se ha hecho y prevalecerá la voluntad de la mayoría. Supongo que nadie estará dispuesto a volver a lo de antes. Delko debe seguir siendo poderosa... Eso es lo que votarán los patriotas.

—Acaso los imbéciles... Andros no creía en vuestra democracia. Ha muerto para salvarnos a todos... ¿Es que no lo entendéis? Vuestro sistema se basa en el egoísmo. En no admitir, por orgullo, los errores...

Y mientras, Sandor iba diciendo:

—En vuestras m anos está no permitir que la muerte de Andros haya sido en vano... —Haga se apartó del grupo, había creído oír una voz...

Tenía un transmisor en la mano y lo conectó. ¿Había sido acaso un presentimiento o... era realidad?

Lo que nadie había visto fue aquel extraño bólido que surcaba el firmamento. A hora estaba ya lejos, muy lejos. Era como una diminuta estrella invisible durante el día.

Lo pilotaba una mujer que llevaba un pasajero: Andros

Andros leía a través de la pantalla, lo que el jefe de su planeta tenía que decirle:

«Se te han seguido los pasos por ese planeta extraño y ruin. Has sabido demostrar tu buena disposición. Quisiste hacer buen uso de tu destierro y el Consejo ha decidido por unanimidad reintegrarte a tus destinos...»

Sí. La nave había surgido de pronto posándose cerca del lago. El comprendió el significado de aquella aparición. Sólo tuvo que sujetarse a la cuerda magnética que surgió del vehículo espacial para llegar a él.

La mujer piloto, la misma que le llevó al destierro, murmuró:

—¿Vas a transmitir a esa mujer?

—Sí. Quiero decirle algo a Haga. Es muy valerosa.

Entonces fue cuando utilizando la radio que se había llevado como recuerdo conectó con ella.

 Y ella, Haga, oía sólo un rumor lejano, pero comprendió. Comprendió las palabras de Andros:

—Quizá nos veamos otro día. Me gustaría saber si lo poco que he hecho ha servido de algo.

 Luego la comunicación quedó cortada en La distancia.

Y en la pantalla de la nave apareció otra sentencia del jefe del habitáculo.

—Tú les has señalado el camino, Andros. Ellos saben lo que tienen que hacer para tener esa paz que tú les querías proporcionar. Que elijan. Pero no tengas demasiadas esperanzas... Tú lo dijiste. Delko es un planeta maldito, existen demasiadas envidias, demasiados falsos sentimientos. Tú solo no podrías arreglarlo. Ellos podrán vivir felices cuando sepan escuchar la voz de sus conciencias. No es asunto nuestro Pero podrás volver si lo deseas...

—El tiene razón —murmuró la piloto—. Has hecho más por ellos que cualquiera de sus habitantes. Si no saben aprovechar la lección, no es culpa tuya, Andros No es culpa tuya...

Y el vehículo se perdió en el inmenso Cosmos, lejos de la mezquindad de un planeta, de tantos planetas cuyas razas se creen superiores.

A través de la pantalla, Andros miró por última vez el habitáculo que sólo era un punto en la lejanía. Un insignificante puntito perdido en la Galaxia.

Visto así, desde las alturas sólo una pregunta podía caber en cualquier mente:

¿Qué es Delko?

¿Vale la pena que nadie se preocupe por unas miserables criaturas llenas de risible orgullo?

 Sí. Porque desde las alturas, hasta un insecto es más grande que todo un planeta.

Pero Andros sabía que allá abajo, también había gente de buena voluntad.

 

F I N

No hay comentarios:

Publicar un comentario