Sword and Sorcery (Espada y brujería). Un estilo
nuevo. Una renovada línea en la actual ciencia- ficción. Un grito de rebeldía
contra la técnica, contra la cibernética y el frío mecanismo. Más que de
novedad, deberíamos hablar de retorno. Retorno a los viejos tiempos y las
viejas mecánicas fantásticas. El regreso del gusto del lector, hastiado de
tecnología y progresos científicos, a la pugna eterna del hombre contra lo
desconocido, que casi siempre es superior a sus limitadas fuerzas físicas y
mentales. Así, la alquimia, la brujería, la magia, en vez del avance técnico y
de la helada ciencia. La espada, en vez de la pistola de rayos; los hechiceros,
en lugar de los inventores prodigiosos. La magia, creando ingenios y poderes
que nunca podría gestar un laboratorio.
Los países sajones, especialmente, han abordado
con entusiasmo esta nueva línea narrativa. Hartos todos de pura
ciencia-ficción, se pasan un poco a la magia-ficción, siempre moviéndose en el
terreno hipotético del futuro y de la conquista de mundos, espacios y confines
cósmicos.
El hombre sigue la lucha por la conquista del
espacio, de los astros. Pero, ¿qué mejor que los propios astros, como elemento
primordial del género?
Y los lectores, con entusiasmo incluso, aceptan la
lucha del hombre desnudo, hacha o espada en mano, contra los astrólogos
perversos, los oráculos siniestros, los genios malignos y los exorcismos de
otros tiempos de oscurantismo y hechicería.
Siglos venideros, mundos lejanos, pero que tienen
todos algo de medievales. Héroes galácticos que luchan con el sílex o el acero,
la madera o la piedra, con medios primarios contra poderes superiores que no
están ya en el campo electrónico, cibernético o tecnológico, sino en el mundo
sombrío, fabuloso, de la brujería y las fuerzas sobrenaturales.
La aventura, así, pierde frialdad y también rigor
científico, para hacerse humana, entrañable, épica y tremendamente cercana a
nosotros. Porque no es la época ni sus recursos los que cuentan en la vida del
hombre, sino éste mismo, su circunstancia y la función eterna de sus pasiones,
sentimientos y anhelos.
Por ello, los países sajones, como ahora más
lentamente otros lugares de más meridional mentalidad, admitieron con
satisfacción la nueva línea, ese new look de la fanta-ciencia o anticipación.
Esta obrita es una muestra del género; un paso
más en la teórica conquista futura —y actual ya— del espacio universal, sí.
Pero con esos dos elementos nuevos —y tremendamente antiguos y eternos—, que
son la espada y la magia. El género, rebautizado con la especial nominación de Sword and Sorcery (Espada y brujería), es éste. El
lector español se enfrenta ahora a esa nueva narrativa que, como en el retorno
de los brujos del «realismo fantástico» de un Pauwels y un Bergier, vuelve del
pasado, y para influir en el estilo de nuestra década de los setenta.
El género que en novela, narración y comics está ahora en vanguardia del campo
literario de la aventura futurista, está aquí. El lector tiene la palabra.
Pero confío en que le gustará. Sé que le gustará,
porque a todos nos agrada siempre un poco girar la vista atrás, recordar algo
que parecía olvidado. Sin dejar por ello de caminar hacia adelante. Y entonces
comprende uno que aquello que quedó atrás, tenía su encanto, su poesía, su
belleza. E incluso su considerable valor eterno, que le hace, aún hoy, ser un
nuevo elemento de fascinación, de sugestión, casi de originalidad.
Porque en el fondo, muchas cosas cambian a nuestro alrededor. Pero nosotros, precisamente nosotros, no cambiamos tanto como a veces imaginamos.
Zoff Darrin despertó.
Habían hecho impacto. Se habían estrellado.
¿Dónde? Ese era un problema a resolver; una
cuestión a dilucidar. Pero se habían estrellado. Eso era seguro.
El Perseo había chocado en un suelo, en un
terreno firme. Se estrelló en algún lugar del espacio. No sabía dónde. No aún.
Pero eso llevaría poco tiempo de poner en claro. Solamente unos cálculos, unas
medidas, y las computadoras darían la respuesta exacta, precisa, matemática.
Zoff Darrin se incorporó dentro de su cápsula.
Miró a través de la curva pared vidriosa, a los muros y cuadros de controles, a
todo lo familiar, blanco, aséptico y estilizado del interior del Perseo.
—¿Dónde habrá sido? —se preguntó, apenas tuvo
noción de lo ocurrido.
Un indicador luminoso, frente a él, señalaba
automáticamente lo sucedido:
«Impacto. Desconexión de sistemas de hibernación.
Averías a bordo.»
Eran diversos rótulos en la pantalla luminosa.
Todo cuanto sucedía en la nave, aparecía allí
automáticamente. El indicador emitía un zumbido. Las letras parpadeaban, e
incluso se borraban parcialmente.
Averías. Era cierto. Había averías. Incluso en
los computadores electrónicos. Por eso había fallos en los indicadores
automáticos. Zoff Darrin esperó que no fuese mucho más lo que sucedía de
adverso en los mecanismos de la nave.
No hubo suerte. Había más. Mucho más.
Lo supo apenas se deslizó la tapa cristalina de
su cápsula hibernética, y salió al exterior, bajo la bóveda blanca de la amplia
sala interior de la nave espacial. Tuvo un estremecimiento.
Un computador chisporroteaba. Otro emitía
absurdos pestañeos luminosos de variado color, en sus pantallas electrónicas.
Otro permanecía apagado, silencioso, inmóvil. Se suponía que, en circunstancias
normales, ninguno de aquellos complejos y delicados mecanismos creados por la
cibernética, estaría paralizado un solo momento, ni siquiera durante el sueño
de años, décadas o siglos de los astronautas del Perseo, la primera nave interestelar creada
por el hombre, y lanzada hacia las estrellas.
—Averías... —jadeó Darrin, pálido y crispado—. ¡Dios
mío, y qué averías...!
Hizo una rápida comprobación en el calculador de
distancias, situación y rumbo. Se estremeció. La pantalla que debía darle una
respuesta parecía loca. Cifras y cifras, en absurdo torbellino, desfilaron por
allí. Lo mismo podía estar en la propia Tierra, que en el planeta Urano... o en
Andrómeda.
No había respuesta. Los indicadores de fechas,
velocidad y ruta, estaban también afectados. Se habían borrado los datos
recogidos en las «memorias» magnéticas.
—Estamos aviados... —masculló Zoff Darrin—.
¿Dónde diablos estaremos ahora?
Estaremos... Plural. Se había referido en plural.
De un modo instintivo, mecánico. Eso le hizo recordar algo. Algo más
importante, mucho más importante que las propias averías. Más que su propio
destino actual, incluso. Los demás...
¡Los demás!
Él no estaba solo, claro. Nunca estuvo solo a
bordo del Perseo. Era el comandante de vuelo, sí; el responsable
de aquel viaje estelar inaudito. Pero eso no era todo. Había otros. Había más
tripulantes. Sus compañeros de vuelo cósmico. Ellos. Los otros tres...
Dos mujeres más. Y otro hombre. Ellos cuatro...
El teniente de la Fuerza Astronáutica
Internacional, Clark Grabbe. La doctora Ilonka Sadmo. La oficial de la Fuerza
Auxiliar Femenina del Espacio, Karin Woods...
Formaban parte del experimento humano y
tecnológico. El y el teniente Clark Grabbe. Dos hombres. Ellas: dos mujeres.
Dos hombres y dos mujeres. Jóvenes, sanos, inteligentes, equilibrados y fuertes.
Ambos sexos unidos en un vuelo de larga duración. El enfrentamiento de la
especie a otros mundos y otros ámbitos. Una prueba biológica pura.
Supervivencia, adaptación, coexistencia, procreación y todo eso. Ellas y ellos
conocían sus obligaciones mutuas. No eran mojigatos ni puritanos. Tampoco
amorales ni sensuales. Por eso habían sido elegidos. Aquello no sería deseo ni
pasión. No sería un concubinato tolerado por la ciencia y la ley. Sería,
simplemente, un estudio natural de cuatro seres enfrentados a su destino en
otros mundos.
Dos parejas. Y de ellas, nacerían nuevos seres.
Ellos lo sabían. Ellas también. Biológicamente medido todo. Calculado,
previsto. Sin emociones. Fría y desapasionadamente. Eran conejos de indias
humanos. Aceptaban el papel. Y el experimento. Eso era todo.
Zoff Darrin fue a despertar a sus compañeros.
Primero a las damas. Quizá por simple ley atávica, por inercia. Las damas
primero...
Las despertó. A la rubia y estilizada Ilonka. A
la morena y exuberante Karin. Ellas pestañearon, mirándole aturdidas, desde sus
cápsulas hibernéticas, cuando se interrumpió el tránsito del aire vital en el
ambiente congelado de sus cabinas de conservación.
—Vamos, preciosas —dijo con ironía—. Hemos
llegado. No sé adónde, pero hemos llegado a alguna parte. Hay averías a bordo.
Los sistemas electrónicos están estropeados. Pero el indicador de ambiente
externo señala presencia de oxígeno. Si no está también averiado, creo que
podremos respirar allá afuera.
Ellas se pusieron en pie. Salieron de sus cápsulas,
desperezándose. Zoff Darrin caminó hacia la cuarta cápsula. La de su camarada,
el teniente Grabbe.
Retrocedió, horrorizado.
—Dios mío... —musitó, palideciendo. Y sintió
náuseas. Se apoyó en el blanco muro.
Rápida, la doctora Ilonka Sadmo corrió hacia él.
Se inclinó sobre la cápsula. Entendió en seguida. Giró el resorte de hermético
cierre de la cápsula. El hedor intolerable dejó de brotar.
—Pobre teniente Grabbe... —musitó—. Me había
empezado a gustar. Ahora sólo quedamos nosotros tres, comandante Darrin...
Zoff asintió, mudo de horror aún. No quiso
contemplar aquella nauseabunda apariencia que era ahora Clark Grabbe,
convertido en una masa repugnante, corrompida, de carne lívida, putrefacta,
bajo largos cabellos canosos, lacios, y entre harapos, llagas y descomposición
total.
—Falló el sistema de hibernación de su cápsula
—comentó Karin Woods, sombría. Se persignó, allá al fondo de la nave—. No se
enteró siquiera. Pero murió de viejo, mientras surcábamos los espacios. Su
cadáver se pudrió en el ambiente natural, sin hibernación...
Hubo un profundo silencio. Los tres se miraron
entre sí.
—Eso quiere decir que hemos viajado durante
décadas enteras —jadeó Darrin—. Acaso durante siglos...
—Acaso, comandante —sonrió la rubia Ilonka —. Y
eso quiere decir otra cosa más; que estamos solos los tres.
—Solos los tres...
—Sí, comandante Darrin —asintió Karin Woods. No
hubo malicia, sino resignación en su voz—: Usted, como hombre único. Y
nosotras, dos mujeres... El experimento será incompleto. Casi de boulevard. El triángulo eterno... Como en los
viejos vaudevilles.
Zoff Darrin no contestó. En vez de eso caminó
hacia los computadores que aún funcionaban. Los manipuló en busca de datos. Al
final meneó la cabeza, examinando pensativo la tarjeta que le había devuelto la
máquina.
—Se estropeó cuando habíamos salido de nuestra
galaxia —señaló Zoff Darrin—. Pero eso significa que, cuando menos, hemos
recorrido ya cientos y cientos de años-luz. En realidad, ya nadie de los que
dejamos en la Tierra existirá ahora, doctora Sadmo.
—Lo sé. Siempre supe que sucedería así —afirmó
ella, ahogadamente—. Estábamos resignados ya a esa idea. Pero contábamos
también con el teniente Grabbe.
—Deberá olvidarle, doctora —suspiró el comandante
Darrin. Se inclinó, estudiando los datos de información de averías. Sacudió la
cabeza con pesimismo—. Creo que habrá que olvidar otras cosas Una de ellas esta
nave.
—¿Qué? —indagó Karin Woods, hermosa y arrogante
en su estilizado uniforme espacial, de breve falda sobre sus morenos muslos
macizos, que se remataban en las blancas botas plastificadas—. ¿Tantas son las
averías a bordo?
—Innumerables. El choque fue más brusco de lo
previsto. La atmósfera de este mundo es densa aunque respirable. El roce quemó
los sistemas de refrigeración exterior. Se quemó en parte la capa superior del
fuselaje. Los computadores no funcionan. Los sistemas de hibernación sufren
escapes. Es inútil quedarse aquí dentro. También fallarán los circuitos
calefactores y de ambiente. Esto terminaría siendo una especie de hermoso y
gigantesco ataúd de metal y plástico, hincado en un mundo hostil...
—Pero afuera..., ¿qué nos aguarda? —indagó Karin.
—No lo sé —Darrin se encogió de hombros—. Los
analizadores de ambiente y suelo, así como el circuito de televisión exterior,
se estropearon al chocar. No vemos ni sabemos nada salvo lo que nos permitan
ver las ventanas de proa. Vamos a saber lo que nos espera antes de aventurarnos
en el exterior. Pero será preferible ir con los trajes térmicos y los equipos
de reservas, así como provistos de toda clase de alimentos e hidratos
concentrados. Ah..., y con armas.
—Armas..., ¿contra qué o contra quién? —quiso
saber Ilonka Sadmo.
—Eso no podemos saberlo. Pero no hay que
confiarse —suspiró, mirando en torno—. Por desgracia, esta nave no podrá ser
nuestro cuartel general en lo sucesivo. Debemos abandonarla.
—¿Definitivamente? —se estremeció Ilonka—. Eso
querrá decir que estamos condenados a quedarnos en un planeta desconocido,
posiblemente inhabitable.
—Es un riesgo que corremos, sí. Dios quiera que
no sea así, pero nada puedo asegurarles. Si hallamos medios para volver y
reparar las averías primordiales, acaso podamos reactivar los sistemas
energéticos de a bordo, y producir el impulso suficiente para despegar de este
mundo y regresar a la Tierra. Pero desengáñense, amigas mías. Todo eso es
puramente hipotético. De momento, deberemos conformarnos, en el mejor de los
casos, con sobrevivir allá afuera, y tener esperanzas de continuar vivos y a
salvo de peligros, en este lugar donde estamos ahora, sea cual fuere.
—Sí, estoy de acuerdo con usted, comandante
—suspiró Karin Woods.
—Me alegra que lo entienda así —Darrin suspiró,
mirando a ambas mujeres. Trató de ser grave y solemne en este trance, cuando
añadió—: Por otro lado, creo inútil que sigamos manteniendo nuestro frío trato
de obediencia castrense. No da lugar a ello. Hemos dejado de ser militares o
investigadores, para ser solamente tres seres humanos enfrentados a nuestro
destino. Dos mujeres y un hombre. Tres camaradas. No quiero protocolos.
Confianza entre los tres. Total, ¿entendido? Para vosotras, yo soy ahora Zoff
Darrin, a secas. Y para mí, tú eres Karin y tú Ilonka. Es suficiente. ¿De
acuerdo?
—De acuerdo, Darrin —dijo Ilonka, con cierta
timidez.
—Conforme, Zoff —habló Karin, con mayor
desenvoltura. Y su boca de labios rojos, gordezuelos, dibujó una sonrisa
significativa—. Después de todo, si hemos de ser dos Evas y un solo Adán, en
este nuevo Paraíso sideral..., debemos empezar a tener mutua confianza, una
familiaridad que resultará a fin de cuentas inevitable. Y sin celos entre
nosotras, Ilonka.
—¿Celos? —enarcó sus doradas cejas la doctora—. ¡Qué
tontería! Somos simples miembros de un experimento biológico-tecnológico. Eso
es todo, Karin.
—Sí, eso es todo —cortó Darrin, algo seco—. Ahora
vamos a ver el mundo exterior.
Y se encaminó a la proa de la nave, seguido por las
dos mujeres con quienes debía de compartir sus días. Y sus noches. Si es que
había noches y días en aquellos mundos remotos de alguna ignorada galaxia
lejana.
Contemplaron el exterior.
—Es asombroso... —musitó Ilonka.
—Bello y terrible a la vez, diría yo
—apoyó la voz sorprendida de Karin Woods.
Eso lo expresaba todo. Darrin afirmó,
en silencio. Hermoso y terrible. Así era aquel planeta con el que se
enfrentaban por vez primera.
Había sol. Mejor dicho, había soles. Tres soles.
Tres discos de diverso tamaño. Uno,
enorme, redondo, rojo ardiente. Otro, amarillo- rojizo, más pequeño y lejano.
Finalmente, un tercero lejanísimo, pequeño como una luna, pero
sorprendentemente cárdeno, fulgurante, con viva luz.
El cielo tenía un matiz extraño. No
era azul, como el que a la atmósfera terrestre daba su coloración el oxígeno.
Tenía una tonalidad cárdena, de franjas violáceas en la distancia casi
estratosférica. Podía contribuir a esa coloración la existencia de los tres
soles visibles en su espacio.
El suelo era pedregoso, estéril, rojizo. Parecía
un desértico mundo de rocas cárdenas, de tierra polvorienta, entre ocre y
rosada. Había arbustos. Incluso árboles. Retorcidos, resecos, atormentados de
estructura. De tronco viejo, añoso, cubierto de rugosidades. De ramas
retorcidas, convulsas. De hojarasca dorada, de un amarillo lívido, que iba del
limón al anaranjado.
Podía ser un mundo en formación. O un mundo
viejo, muerto de siglos, de milenios. No podían saberlo. Karin hizo un súbito
descubrimiento de importancia.
—¡Mira, Zoff! —murmuró, apoyando una mano en el
brazo de su comandante—. Agua...
Darrin clavó los ojos en la distancia. Se encogió
de hombros.
—Podría ser agua —convino—. O un líquido diferente,
de similar apariencia. O solamente un vulgar espejismo. La fuerza solar aquí es
muy intensa. Los soles de este planeta dan una claridad que deslumbra.
Parecía agua, ciertamente. Incluso tenía cierto
matiz verdoso, mezclado con el cárdeno del ardiente cielo de aquel mundo.
Darrin, poco confiado, aplicó a la ventana su medidor de ultravioletas e
infrarrojos. Era un pequeño disco como un llavero. Marcó en el acto unas
cifras, al recibir la luz en sus células sensibles. Darrin las leyó.
—Correcto todo —indicó—. No quema mucho más que
el sol del Valle de la Muerte o del Sahara, en nuestro mundo. De cualquier modo
habrá que protegerse la piel con grasa. Y llevar los trajes con la
refrigeración interior a media marcha.
—¿Y el grado de oxígeno en el aire? —quiso saber
Ilonka.
Darrin miró un indicador automático del muro. Lo
comprobó, accionándolo. Marcó la misma intensidad. La mezcla apareció escrita
en una cinta impresa:
«Oxígeno. Hidrógeno. Leves indicios de gas metano
y amoníaco. No tóxico, pero poco saludable. Parece variar la composición
atmosférica con la latitud. Posible zona tropical. Pero tampoco la más tórrida.
Precauciones extremas al salir.»
—Al menos, ese mecanismo sí funciona —suspiró
Darrin—. Llevad cápsulas de oxígeno concentrado. Y bombonas portátiles de aire. También
serán precisas píldoras refrigerantes. No olvidéis nada.
—¿Vamos a salir entonces?
—Es preciso, sí —afirmó él, rotundo—.
Estudiaremos el lugar. Al menos, una milla en torno. Si se hace de noche aquí,
volveremos a la nave, según veamos la velocidad de descenso de los soles
diurnos. Si se mantiene un día eterno por falta de movimiento rotatorio,
buscaremos alguna zona de sombra para descansar y acampar. En marcha. ¿Alguna
pregunta antes de salir a ese mundo que desconocemos?
—Sí, una sola —habló Karin Woods.
—¿Cuál, Karin?
—¿Crees que estaremos muy lejos de la Tierra?
—Sí, mucho —suspiró Darrin, pensativo—. En un
mundo muy remoto, con tres soles en su firmamento. Sólo Dios sabe qué planeta
es éste. Y qué sistema solar nos rodea...
Se encaminaron a la salida, tras dirigir una
última mirada a la cápsula hibernética donde reposaba su sueño final,
corrompido y horrible, el infortunado teniente Crabbe, de la expedición del Perseo a lejanas estrellas de otros
sistemas solares, acaso de otras galaxias...
Recogieron sus respectivos equipos, cargando con
el mayor número posible de alimentos concentrados, y remedios contra el calor,
el frío o las enfermedades, todo ello en diminutas cápsulas. Las armas elegidas
fueron fusiles de cargas térmicas, y pistolas de descargas eléctricas. Sus
ropas, las adecuadas para un mundo que podía mostrarse hostil en cualquier
momento: indumentarias espaciales, de refrigeración o calefacción interior. Y cascos espaciales, dotados de
escafandra plástica deslizante, ahora recogida dentro del casco con las siglas
de la Fuerza Espacial Internacional y su vistoso escudo.
Detrás, hincado entre rocas, inútil para intentar
el despegue, quedó el orgulloso Perseo, el vehículo cósmico de afilada
estructura, tan inútil ahora como un peñasco más, perdido en los yermos de
aquel mundo desconocido y fantástico, bajo el día ardiente de tres soles.
El trío de seres humanos, holló el suelo candente
de aquel mundo desconocido. Su calzado liviano, elástico, dotado de adherencias
magnéticas, acusó la dureza del terreno. Y la existencia, asimismo, de un centro
magnético planetario, como en la Tierra.
El aire, aunque pesado y maloliente, era
respirable. Pero los esfuerzos físicos debían ser controlados, medidos con
cautela. Un desgaste excesivo, provocaba en seguida la sensación de agobio que
llegaba a hacerse insoportable, asfixiante.
La marcha comenzó.
Darrin situó el indicador de distancias de su
traje en el punto cero. Lo comprobó cuando llevaban caminando cosa de una hora
de tiempo terrestre. Llevaban recorrida casi media milla. La marcha era buena.
El peso de su cuerpo, liviano. Eso quería decir algo: la gravedad del planeta
era menor. Cosa de un cincuenta por ciento de la terrestre. Consecuencia
inmediata: el planeta de los tres soles era la mitad del planeta Tierra,
aproximadamente.
Sólo habían encontrado a su paso arbustos
atormentados, árboles viejos y rugosos, tierra seca, árida, piedras y polvo.
Era como recorrer un mundo muerto, vacío y caliente.
—¡Mirad! —dijo de repente Ilonka, con un
escalofrío—. Allá, en el horizonte...
Miraron. En el horizonte, sobre la línea del
suelo pedregoso y áspero, los vieron. Sobre el cielo cárdeno y ardiente.
Eran los primeros seres vivientes del planeta, que se ofrecían a sus ojos asombrados.
—Parecen buitres...
—Buitres como pterodáctilos pequeños —señaló
Darrin, perplejo—. Alas picudas, largo pico, vuelo lento, pausado... Sí.
Revolotean en círculo. Como los buitres lo hacen.
—No son negros. Tienen plumaje azulado oscuro
—observó Karin.
—Sí, eso parece —convino el comandante del Perseo—. Sigamos. Hacia ese punto...
—Tal vez encontremos algo poco agradable, Zoff
—comentó la morena y hermosa astronauta.
—Tal vez —aceptó Darrin—. Pero encontraremos algo, sea lo que sea. Será mejor que no
hallar nada.
Los extraños pajarracos, al menos de doble tamaño
que los buitres terrestres, tenían un curioso parecido con las aves de rapiña
del planeta Tierra, aunque físicamente recordasen a pequeñas aves de la
prehistoria. Cuando estuvieron más cerca, captaron sus largos y agrios
chirridos. Planeaban en vuelo raso, sobre algo que permanecía en el mismo
lugar.
Tardaron algo en llegar. La distancia era mayor
de lo previsto. Zoff Darrin miró, ceñudo, hacia el cielo cárdeno.
—Los soles... —indicó—. Descienden de prisa ahora.
Va a haber un crepúsculo. Y si lo hay, sospecho que existirá una noche...
—¿No sería más prudente volver a la nave? —dudó
Ilonka Sadmo.
—No. Seguiremos adelante. Es preferible explorar
lo más posible. Si no hay refugio alguno natural, aunque sea una caverna,
dormiréis vosotras. Yo velaré.
—¿Sólo tú? —Karin le miró. Sus ojos negros
relampaguearon. Incluso bajo su atavío espacial, sus formas de mujer exuberante
se marcaban insinuantes. Y ella lo sabía. Humedeció sus labios con gesto
expresivo—. ¿No empieza esta noche el experimento biológico?
—No tiene por qué ser tan de prisa todo —cortó
Darrin, algo seco. Eludió mirar a las dos mujeres directamente—. Ahora lo que
importa es nuestra seguridad. Nos sobrará tiempo para todo si no hay peligro
alguno que nos aceche. Por tanto, esto es lo que cuenta inicialmente.
Karin rio burlona entre dientes, pero Zoff
Darrin, el atlético y rubio comandante de la expedición cósmica, no se alteró
ni cohibió por ello. Por el contrario, se mostraba en todo momento duro y
enérgico, dueño de la situación por completo.
Los soles descendían rápidos. Uno se ocultó en
seguida. El más lejano y rojizo. Se quedaron solamente dos. Uno, rozando el
horizonte con el borde de su disco. El otro, agrandado por los vapores
calientes de la tarde, parecía un gigante rojo y esférico, cubriendo un tercio
del espacio.
—Desciende la temperatura —señaló Darrin—. Y con
mucha brusquedad. Si llega una noche, va a ser fría. Muy fría, diría yo. Cuidad
de los resortes térmicos para aplicar la calefacción adecuada...
Asintieron ellas. Alcanzaron una pendiente suave,
cuesta arriba. Al otro lado, los chillidos de las aves azul oscuras, eran
estridentes y ácidos. Uno de los pajarracos remontó la ladera, se quedó mirando
con ojos redondos, rojizos, a los tres viajeros. Y con un largo graznido de
terror y sorpresa, planeó sobre ellos, alejándose rápido, con un seco batir de
sus alas picudas.
Karin se acurrucó cerca de Zoff Darrin. Ilonka
reveló un frío desprecio hacia su compañera, por aquella aproximación medrosa a
Zoff. Su comentario fue incisivo:
—No ocurre nada de particular. Esa ave se asustó
de nosotros. Es todo. Acaso nunca vio antes a seres con nuestra apariencia...
Karin permaneció callada, y Zoff tampoco hizo
comentarios. Habían llegado a lo alto de la ladera. Miraron al otro lado, donde
se agrupaban las aves, revoloteando.
Las dos mujeres sí lanzaron esta vez una doble
imprecación de estupor. Zoff Darrin pestañeó, incrédulo. Contempló a las aves
que, en número superior al centenar, revoloteaban por doquier, se posaban sobre
formas tendidas en el suelo pedregoso, entre árboles y otras estructuras...
—Cielos... —jadeó Zoff Darrin—. Este planeta...
está habitado. Habitado por seres inteligentes. Eso... eso es un pueblo. O lo
que quedó de él, tras algún desastre...
—Y eso que picotean las aves son cadáveres —se
estremeció Ilonka—. Cadáveres de seres que fueron víctimas de algo o de
alguien...
Cadáveres.
Eso eran, ciertamente. Cuerpos sin vida.
Cuerpos... humanos.
Humanos. Increíble, pero real. Cierto.
Eran hombres. Habían sido hombres. Yacían acá,
allá. Bajo el fuego luminoso de los soles de aquel mundo extraño y remoto.
Ensangrentados, como piltrafas. Entre jirones de ropas, de pieles. Picoteados
despiadadamente por los extraños buitres o lo que fuesen aquellas aves de
rapiña del mundo de varios soles.
Darrin disparó al aire una carga eléctrica. El
fogonazo silencioso, azul, candente, carbonizó a cuatro o cinco aves, cuyos
cuerpos calcinados cayeron dando volteretas, entre chirriantes graznidos de los
demás. Remontaron el vuelo los pajarracos, alejándose del lugar en ruidosas
bandadas. Su batir de alas se alejó en la distancia, recortadas sus feas
siluetas al sol.
—Bajemos —indicó Darrin—. Son casas, edificios. Y
gentes sin vida... Han incendiado los edificios. Han matado violentamente a los
seres que aquí habitaban... Veamos todo eso. No soltéis las armas. Disparad
sobre cualquiera que aparezca, si lleva trazas agresivas. No debemos fiarnos de
nada ni de nadie.
Karin e Ilonka le siguieron a la hondonada.
Caminaron entre desolados jirones de ropas, indumentarias de pieles, cascos de
un metal parecido al hierro, aunque más brillante y liviano, como duro
aluminio. Los cuerpos aparecían ferozmente mutilados o acuchillados. Algunos
fueron decapitados, o se cortaron sus miembros a hachazos. Había sangre, mucha
sangre por doquier.
Era curioso, pero aquellos seres eran perfectos
humanoides. Sólo que su piel tenía un pigmento azul, extraño, que en algunos llegaba a
ser un añil intenso. Eran flacos, delgados, débiles físicamente. Las armas
visibles eran de un primitivismo increíble: lanzas, catapultas rotas, hachas,
toscos cuchillos...
—Cielos, esto parece el medievo de la Tierra
—dijo Ilonka de repente.
Zoff Darrin giró la cabeza hacia la rubia
doctora. Afirmó, seco:
—Eso pensaba yo —asintió—. Puramente medieval.
Armas primarias, rudimentarios sistemas de lucha, de vida, de existencia... Ved
las casas: chozas, cabañas. Barro, piedras, cañas, troncos... Cascos de metal,
ropas de pieles y tejidos burdos...
—Y hombres azules y enjutos —dijo Karin,
perpleja—. Asombroso todo, ¿no?
—El universo debe tener miles de mundos
habitados. Formas de vida diversas e inauditas. Nosotros, por fantástica
coincidencia, hemos ido a parar a un planeta habitado por humanidades. Aunque
puede no ser casual solamente. La nave nuestra, el Perseo, tenía cerebros electrónicos,
programados minuciosamente, para elegir planetas habitables, con atmósfera
idónea para nosotros. Actuó bien. Y eligió un mundo adecuado. No puede
extrañarnos, por tanto, que en un clima similar a la Tierra, existan seres de
parecida estructura. Resulta biológicamente razonable.
—Y como hay hombres..., hay guerras. Hay muerte,
destrucción, sangre... —Karin Woods se estremeció, inclinándose y tocando un
charco rojo oscuro—. Sangre, Darrin. Plasma similar al nuestro, al menos en
color y en densidad...
—Sí, es evidente que su estructura es humanoide
en muchos aspectos, y por ello y la similitud ambiente con la de nuestro mundo,
ellos son muy parecidos a nosotros... —estudió a uno de los muertos. Era un
hombre de mediana edad, larga barba, facciones afiladas... Podía haber sido un
guerrero sajón o un normando en viejos tiempos terrestres. Un hacha le había
hendido el tórax por medio. La herida era brutal. Darrin comentó, reflexivo—:
Me gustaría saber qué clase de gente hizo esto.
—Es una bárbara guerra, sin duda —señaló Ilonka—.
Como en la Edad Media de nuestro mundo. Hasta en eso se asemejan a nosotros,
pero..., ¿por qué la pigmentación azul de su piel?
—De momento, no hay respuesta para ello —dijo
Zoff Darrin, incorporándose. Miró en torno, preocupado—. Espero que no vuelvan
por aquí los que hicieron tal cosa...
—Dios no lo quiera —Karin humedeció sus labios,
preocupada también su expresión—. Imagino que no nos quedaremos por aquí a
pasar la noche...
—Mucho me temo que sí —sonrió Darrin, fríamente.
—¡Comandante!... —Ilonka rectificó vivamente—.
Perdón... Darrin, ¿cómo dices tal cosa? Quedarnos en este lugar... donde sólo
mora la muerte y aletean las aves de rapiña... Donde podemos ser hallados por
los que asesinaron a sus pobladores...
—Es más fácil encontrarnos con los asesinos si
seguimos adelante sin saber adónde nos dirigimos —señaló Darrin, áspero—. En
cambio, no es fácil que los vencedores regresen al escenario de su victoria una
vez expoliado todo. Ved los edificios: quemados, derruidos, seguramente
despojados de todo como botín... No, no volverán y menos de noche. Si estos
humanoides azules son realmente tan parecidos a nosotros y su tiempo equivale
al medievo terrestre, tendrán miedo, supersticiones. La noche y los muertos son
feo asunto para cualquiera que piense así... Y la noche de este mundo la
tenemos ya encima, aunque observo que, por no ser menos que el día, con una
serie importante de lunas...
Ellas alzaron la cabeza. Miraron al cielo
cárdeno, que se tornaba negro, frío y denso, sobre sus cabezas. Frías
luminarias de estrellas límpidas, cercanas, nebulosas formando manchas
luminiscentes, brumas plateadas, salpicando el cielo nocturno. Caía una gélida
temperatura cada vez más baja y hasta una hilera de cinco lunas formaban un
sorprendente espectáculo celeste. Cinco lunas de forma ovoide, desiguales entre
sí, espaciadas, pero casi alineadas en la negrura cósmica.
—Es bellísimo, fantástico... —musitó Ilonka,
admirada—. ¡Cielos, qué mundo este en que nos hallamos, Darrin...!
—Hermoso y terrible, como dijimos al principio
—convino Zoff, seco. Señaló una cabaña, relativamente entera, al menos dotada
de techumbre de ennegrecidas cañas, muros de troncos, adobes y piedra, y puerta
con sólo una tela burda, como de saco rojo oscuro, colgando de su dintel—.
Entraremos ahí. Si alguien se acerca durante la noche, lanzaré una carga
eléctrica. Su claridad y fulgor, asustará a cualquier intruso, que se creerá
enfrentado a un fantasma. Eso, suponiendo que este planeta sea realmente
supersticioso...
Avanzó. Alzó la cortina roja, basta y áspera.
Entró en el recinto. Ellas tras él. Darrin iluminó el interior con su pequeña
lámpara de pila atómica, diminuta pero inagotable.
A su claridad, descubrió el interior. Lanzó una
imprecación.
—¡Diablo, vaya si son supersticiosos en este
mundo! —exclamó.
Luego, de repente, sonó el alarido escalofriante,
y la forma viviente cayó sobre él, con furia avasalladora.
La forma azul se desplomó encima de Zoff Darrin
violenta, súbitamente. Le derribó, a la vez que ellas gritaban, asustadas,
echándose atrás. Un jadeo como de fiera herida y rabiosa, sonó en la estancia.
La lámpara de Darrin rodó lejos de su mano enguantada, sumiendo todo en la
penumbra que sólo rompían los rayos de las blancuzcas lunas diversas, flotantes
en la noche negra y tersa.
—¡Darrin, cuidado! —gritó Ilonka.
El comandante de vuelo de la nave Perseo, no podía ya tener cuidado alguno.
Sólo eficacia en la lucha, en la pugna feroz contra el desconocido adversario
de las tinieblas...
Unos brazos huesudos, musculosos, delgados y
fibrosos, enjutos pero fuertes, le rodeaban con tremenda rabia. Algo
centelleaba entre los dientes de una boca cercana, jadeante, como de animal
sanguinario y cruel. Ese algo saltó a los dedos azules de una de las manos
agresoras, alzándose con un destello frío para herirle.
Ilonka y Karin gritaron. No podían hacer otra
cosa. Disparar sus armas contra la pareja en lucha significaba matar también,
con toda seguridad, a su propio compañero y comandante. De modo que no se podía
hacer nada, salvo asistir a la pugna, esperando que el poderoso y atlético
astronauta rubio venciera a su sorprendente enemigo.
Cuando menos, logró frenar la mano armada de un
filo acerado. Y tras ello, disparó su rodilla violentamente contra el mentón
del contrario, que cayó atrás, con un aullido de dolor y de ira. Cayó en
tierra, sobre unas alfombras de pieles, para incorporarse vertiginosamente y caer, como un
felino, sobre Darrin, nuevamente.
El nuevo abrazo colérico, desesperado, ligó a los
dos seres, a los dos hombres..., si es que, realmente, aquel cuerpo fibroso,
duro, de epidermis azulada, era un hombre, un auténtico homínido en su pura
clasificación biológica.
Darrin estaba seguro de que lo era. Sentía contra
su rostro los cabellos largos, oscuros, aceitosos, con un raro olor que
recordaba al almizcle. Cerca de él, unos ojos llameantes, ardientes, que
revelaban odio, furia, coraje. Entre los dientes, blancos y desiguales,
escapaban sonidos guturales, voces o palabras que no era fácil entender. Darrin
se esforzaba en ello, pese a estar inmerso en la lucha, pero no lo conseguía.
Las voces eran secas, cortas, posiblemente puros monosílabos. Pero, ¿qué clase
de sílabas eran las de aquella lengua extraña y distante, pronunciada por
hombres de piel azul, de reacciones imprevisibles, de espíritu violento, sin
lugar a dudas?
El comandante del Perseo tuvo súbitamente la posibilidad de
reaccionar. Alcanzó de lleno a su enemigo con un impacto seco de cabeza en el
rostro. Aturdido, el otro se quejó roncamente, con un gruñido. Aflojó la
presión sobre Darrin. Este pegó con ambos puños, seco y duro, sin
contemplaciones.
Lanzó por el aire el cuerpo azul. Le oyó golpear
con rudeza contra algo, posiblemente uno de los muebles sólidos y elementales
de aquellos habitantes del medievo cósmico.
Y, finalmente, cayó de bruces, con una leve
queja, como un estertor, sobre alfombras de pieles de animales. No se movió ya.
La lucha había terminado.
Zoff Darrin se incorporó despacio. Avanzó hasta
el caído. Ilonka le tendió su lámpara. Karin apuntó con su arma a la cabeza del
vencido.
—No, no disparéis —avisó, tajante, Zoff—. Dejad
que yo examine a esta fiera humana... o lo que sea en realidad.
La luz de la pila nuclear dibujó nítidamente las
facciones enjutas, afiladas, viejas de siglos, de vientos, de intemperies y de
amarguras. Rostro duro, seco, curtido, agrietado por la erosión implacable del
dolor físico y, quizá, moral. Cuerpo flaco pero arrogante, magro pero enhiesto
y firme, azulino de matiz epidérmico, musculoso y recio, fibroso y áspero,
viril y enteco a la vez, como la vieja estampa de un terrenal y remoto
caballero andante de tiempos de espada, lanza y escudo. Con algo de guerrero
medieval; con algo, acaso, de hombre primario y violento, enfrentado a sus
propias limitaciones y a la dureza de una vida hostil.
—Intentó matarme —dijo roncamente Darrin, entre
dientes—. Sin embargo, no puedo guardarle rencor...
Karin e Ilonka le miraron, sorprendidas. Ellas
también contemplaron al guerrero azul de aquel planeta. No era hermoso; sus
dientes seguían siendo desiguales, en la crispación de su boca, de su gesto
todo. Su faz era agresiva, como tallada a bruscos golpes en un peñasco azulino.
El pelo era largo, aceitoso de brillo. La barba, revuelta y hosca, como su
propia apariencia toda.
—¿Compasión? —quiso saber Ilonka.
—¿Curiosidad? —se informó Karin.
Meneó Zoff Darrin su cabeza, negativamente.
—No creo. No sé. No creo que sea compasión. Estoy
seguro de que no es curiosidad, tan sólo...
—¿Entonces...? —Era Karin la que volvía a
preguntar, palpitando interés su hermoso y turgente cuerpo femenino, su ovalado
y sensual rostro de hembra vital.
—Tal vez solamente fraternidad. Solidaridad.
—¿Solidaridad? —repitió Ilonka, perpleja.
—Eso dije. La solidaridad entre los hombres
—señaló al caído—. Él es un hombre.
—Es un salvaje —cortó Karin, excitada.
—Es un peligro. Una fiera hostil. Un enemigo
—acusó Ilonka.
—Es... un hombre —jadeó Darrin, incisivo. Puso su
mano firme sobre el cuerpo caído, y rozó su musculosa epidermis sobre el
tórax—. Solamente eso. Nada más y nada menos que eso, ¿entendéis? Un hombre de
otro mundo. Un semejante, separado de nosotros por miles de años-luz acaso. O
millones, no sé. Nada sabemos. Los aparatos del Perseo se estropearon. Igual podemos estar
en Andrómeda, que en Géminis, a seiscientos millones de años-luz. No sabemos
nada de distancias, de lugares, de nombres, de nada... Sólo sabemos algo: esto
es un planeta habitado. Aquí hay guerras, hay luchas, hay odio, hay destrucción...
y hay seres humanos.
—Seres humanos que nos atacan.
—Posiblemente como uno de nosotros, en un frente
de batalla, atacaría a cualquier ser similar a nosotros, llegado en ese momento
de un lejano planeta, ajeno a nuestros problemas y conflictos —replicó Darrin a
Ilonka, vivamente—. ¿Eso no es una justificación?
—Pudiera serlo —la morena Karin Woods contempló
al hombre azul abatido—. Pero él... sigue siendo un enemigo. Volverá a serlo
cuando despierte, Darrin.
Zoff no contestó. Estaba tratando de ver al
hombre con mayor claridad. Lo estudió en silencio. Luego, miró en torno otra
vez. Estudió los muebles de vieja madera carcomida, toscos y oscuros. Las
alfombras, con pieles amarillentas, rayadas o manchadas, de animales que
parecían tigres o leopardos, pero que no eran tales. Sus cabezas ofrecían
formas de unicornio, colmillos prolongados o largos hocicos desconocidos.
Animales raros, extraños, mezcla de felinos y de cornúpetas. Zoología de otros
mundos.
En las paredes, animales disecados. Y ramitas de
vegetales. Y figurillas como fetiches. Y apagadas luces de aceite o grasa
animal, ante espantables imágenes en piedra, madera o metal. Dioses, diosas y
paganas deidades de rostros monstruosos, de facciones de gato, cuerpos
culebreantes, rostros diabólicos, cuernos, músculos, desnudeces lúbricas y
feroces, gestos estremecedores, esqueletos entre mantos de niebla o sombra,
ojos en oscuridad, garras y zarpas que parecían llegar de otros mundos...
—Superstición... —musitó Zoff Darrin—. ¿Os dais
cuenta? Dioses, paganismo... Acaso brujerías, divinidades y genios maléficos,
deidades horrendas... Oscurantismo medieval también en eso...
Se detuvo, estremecido, fijos sus ojos en la más
horrible, fea e inquietante de todas aquellas diversas imágenes respetadas y
adoradas en la vivienda donde entrara: una elevada, vertical, rígida forma
negra, de terroríficas facciones de ave, con corvo pico, cuernos afilados entre
orejas puntiagudas, boca abierta, como fauces terribles, entre el pico largo y
agudo, mostrando una larga lengua colgante, y una especie de barbita de chivo o
de mítico fauno bajo el morro de ave.
Todo ello, con unas alas plegadas atrás, igual
que negro velo de una capa plegable y siniestra de estilizado y cruel vampiro.
No supo por qué, pero todo eso, unido al brillo
rojo, cristalino, como de dos ardientes rubíes perdidos en unas cuencas negras,
de los oscuros ojos sin forma de la imagen infernal, le causó un raro pavor, un
desconocido sentimiento supersticioso que, imaginado en la lúcida y fría mente
de un astronauta de la época electrónica de la Tierra, parecía falto de todo
sentido.
El hombre azul se agitó, en un inquieto sopor.
Empezaba a recuperarse.
Darrin, rápido, rechazó con un gesto la acción de
Karin, de ofrecerle su pistola de cargas eléctricas. En vez de ello, tomó el
largo, afilado cuchillo de mango de hueso sin tallar, formado por la simple
fricción de la mano del guerrero azulado, con el que pretendiera matarle en la
pugna.
Sin la más leve duda, lo aplicó sobre la garganta
del vencido. Y esperó.
El hombre de piel azul despertó. Sus ojos se
fijaron en su enemigo. Centellearon, al descubrir el arma de acero apoyada en
su garganta. Respiró hondo, sibilante, como admitiendo de modo tácito su
impotencia.
—No sé si me entiendes —jadeó Darrin—. Seguro que
no. Pero un solo movimiento, un gesto que me parezca sospechoso, y te mato. Sin
dudarlo. Azul.
Le había llamado Azul por llamarle algo, de
alguna forma. Esperó la reacción de su antagonista. Sentía el fuego inquieto de
unos ojos color ámbar vivo fijo en él. Pupilas estrechas, pequeñas, agudas,
vivaces y violentas. El cuerpo azulado vibraba bajo su presión. Karin e Ilonka
no le perdían de vista un momento.
Emitió un sonido gutural, seco, profundo.
—No le entiendo —masculló Darrin.
—Ni yo —dijo Karin—. Pero pretende decir algo.
Está furioso.
—Nunca nos entenderemos con él —se quejó Darrin—.
Ni él con nosotros. Nos cree sus enemigos mortales. Ved cómo mira nuestra piel,
nuestros rostros. No entiende. No sabe lo que somos. Evidentemente, aquí todos
son azules. O, por lo menos, de diferente pigmentación a la nuestra...
Volvió a rezongar el extraño, en su
incomprensible, hosco, duro lenguaje monosilábico. Zoff Darrin no respondió.
Sabía que era inútil. Como discutir con gente de otro país remoto, donde se
hablara una lengua distinta. Ni siquiera la torre de Babel conoció posiblemente
un caso tan difícil y distanciado. Dos seres, dos humanoides de diferentes
planetas, dos criaturas inteligentes de sistemas solares ignorados entre sí, se
enfrentaban en un duelo físico y verbal sin posible solución aparente.
—Es todo un problema, Zoff —murmuró Ilonka,
preocupada—. Parece violento, furioso, pero también dispuesto a decir algo. Ha
repetido por seis veces, cuando menos, la sílaba kloo...
Sucedió algo sorprendente. El guerrero azul
dilató sus ojos de ámbar y chilló repetidamente, con voz aguda:
—¡Kloo, kloo, kloo,
kloo!... ¡Dag bandlag emik unk kloo! ¡Kloo!...
Cambiaron una mirada los tres astronautas. Se
encogieron de hombros, indecisos todos ellos. Pero con una chispa de interés
latente en sus ojos.
—Evidentemente, significa algo —convino Zoff
Darrin, mordiéndose el labio inferior—.
Pero..., ¿qué? Daría algo por saber qué es kloo, queridas amigas mías... Sólo que
presiento que sería imposible, por mucho tiempo que pase, saber qué es
exactamente cualquier palabra de este mundo para nuestro corto entendimiento
humano, de simples criaturas de la Tierra, en un ámbito lejano y extraño...
—Kloo..., kloo... ¡Kloo! —repetía, furioso casi, el hombre de
azul, agitándose, mirando con renovada furia a su captor, quien no separaba, ni
por un momento, el filó puntiagudo de la extremidad del machete de la garganta
de piel azulina, que palpitaba bajo su presión.
—Creo que daría años enteros de mi vida por
entender a ese hombre —musitó Karin, casi furiosa, dando un taconazo seco en el
suelo. Al hacerlo, derribó sin querer una hornacina o soporte de madera en el
muro, del que se desprendió una imagen, una lámpara de aceite de fuerte y crudo
olor, y una lamparilla ennegrecida. La figurilla, arcillosa o de materia
similar se estrelló en el suelo, haciéndose pedazos diminutos, a la vez que
Karin repetía, irritada—: ¿Qué mil diablos será esa palabra kloo?
La respuesta, en voz melosa, llegó a espaldas
suyas:
—Kloo, hija mía..., significa muerte.
Muerte de las tinieblas...
Todos sobresaltados, volvieron la cabeza, sin dar
crédito, en principio, a sus oídos.
Ni después a sus ojos.
El hombre les miraba desde la entrada a la
cabaña.
Alrededor suyo flotaban volutas de humo verdoso,
color esmeralda, cambiante hasta un tono hierba, para luego tornarse casi
bilioso, y fundirse en brumas grisáceas, lívidas, que se perdían en la
atmósfera diáfana de la noche de varias lunas en aquel mundo ignoto.
Era como la aparición de un genio, conforme a las
modas y ritos de Las mil y una noches, o los relatos en que se mezclaban el
mago Merlín, sir Lancelot y el rey Arturo. De los mismos pies del hombrecillo,
asentados en la tierra seca de la entrada, brotaba humo, enroscándose, como
espesa bruma, a su tosco calzado de pieles y correas, y lamiendo las delgadas,
fibrosas piernas.
Unas piernas que, como el rostro enjuto y risueño
del hombrecillo fantástico, no eran azules de piel, sino sorprendentemente
oscuras, del color del chocolate. Casi como un mulato o un negro de suave pigmento.
Sólo que los delgados labios, la fina nariz y los enjutos rasgos faciales del
hombrecillo de interminable melena blanca y sonrisa afable distaban mucho de
corresponder a los de un ejemplar negroide del planeta Tierra.
—¿Cómo... cómo dijo? —balbució roncamente Zoff
Darrin, revolviéndose asombrado hacia el desconocido.
—Dije que kloo significa muerte. Muerte de las
tinieblas... —repitió apaciblemente el aparecido. Y las últimas volutas de humo
verde flotaron en torno suyo, diluyéndose lentamente en el aire.
—Dios mío... —jadeó Darrin, incorporándose a
medias, pero sin desviar de la garganta de su enemigo la punta del arma blanca—.
Habló... habló en nuestra lengua...
—Sí, hablé en tu lengua, hombre de otros mundos
—sonrió el desconocido.
—No es posible... Tú... tú eres alguien de este
planeta. Alguien de este mundo...
—Sí, lo soy —rio él, risueño—. Lo soy, hombre de
otros mundos... Pero hablo tu idioma. Te entiendo. Y me entiendes. ¿No te basta
eso?
—¡No, no me basta! —rugió Darrin—. No me gusta lo
que no entiendo. Y esto es algo que no entra en mi razón. No es posible que
seres de diferentes planetas, de sistemas solares distintos, puedan entenderse,
hablar en un mismo lenguaje...
—Todo es posible para Kilgan, extranjero.
—¿Kilgan? —Darrin frunció el ceño—. ¿Y quién es
Kilgan?
—Yo —rio el hombrecillo.
—Sí, pero..., ¿quién eres tú?
—Kilgan. El mago Kilgan, simplemente.
—Mago... —Darrin hizo un aspaviento brusco—. ¡No
creo en magos!
—Sin embargo, lo soy. Vine a vuestro conjuro, a
vuestra llamada...
—Nadie te llamó —dijo ahora Ilonka, despectiva—.
Ni nadie conjuró tu presencia, seas tú quien seas. Y dudo mucho que seas un
mago, aunque tu aparición así pareciera probarlo...
—¡Espera! —jadeó Karin, trémula su voz—. Mira al
suelo... Esa estatuilla... La que rompí al moverme... ¿Ves esa estatuilla,
Ilonka?
La rubia y bella muchacha miró al suelo. A los
fragmentos de la figurilla que cayera de la hornacina, junto con la lámpara de
aceite, al moverse Karin con cierta violencia. Entendió, o al menos pareció
entender. Muy pálida, contempló los trozos de figurilla, su pelo largo y
blanco, su tez oscura, su rostro sonriente y afable...
—Cielos... —murmuró Ilonka—. Es él... Es la misma
imagen de este hombre...
Darrin clavó sus ojos en la figurilla. El sí
entendió. Señaló con su mano zurda, enérgico, hacia la figurilla destrozada.
—¿Quién era? —indagó, seco—. ¿Qué imagen era ésa?
—La de un mago —rio el hombrecillo—. La del mago
Kilgan. Mi imagen, extranjero. Mi figura, exactamente...
El guerrero de piel azul, el prisionero de
Darrin, tendido en el suelo, parecía realmente alucinado, encogido, con su
vista fija en aquel hombrecillo, a quien miraba con aire de adoración, embobado
acaso. Ni siquiera hablaba en su lengua monosilábica, o pretendía resistirse a
su captor.
—No, no —rechazó Darrin—. Venimos de mundos donde
la ciencia y la técnica lo son todo, seas tú quien seas. No puedo entenderte.
No existe la magia. No hay brujerías ni artes sobrenaturales. Solamente medios
científicos, electrónica, cibernética, magia de cables, de transmisores, de
electrodos y todo eso... ¿Tú lo entiendes acaso, Kilgan?
—Yo entiendo todo. Lo que conozco, y lo que no
conozco —meneó suavemente su cabeza de larga melena blanca—. No sé qué extrañas
ciencias domináis, pero no todo en tu mundo ha sido eso. Ni en mundo alguno.
Hubo cosas mejores, ciencias ignoradas que tú no dominas...
—¿Qué ciencias, Kilgan?
—Magia, alquimia, brujería, hechizos...
—¡Por Dios! —soltó Darrin una larga carcajada—.
¿Qué es eso, Kilgan? ¿Qué puede ser nada de todo aquello, de tanta superstición
y embaucamiento, para afrontar el poder frío y matemático de la ciencia humana?
¿Qué sois vosotros, pobres magos y hechiceros, en un mundo que no sea este que
aquí os rodea, en este mundo ignorante, mísero y medieval, donde todo se da como
bueno, porque la ciencia y la técnica se desconocen, y pasarán todavía milenios
enteros ignorándose? Kilgan, orgulloso hombrecillo, seas mago o no..., estáis
desnudos. Desnudos ante medios como los nuestros, los que nosotros dominamos en
nuestro lejano y poderoso planeta...
—¿Desnudos? —el hombrecillo rio, apoyando sus
manos sarmentosas en aquellas toscas, viejas ropas suyas, de pieles y de telas
burdas, que envolvían un cuerpo enjuto y seco, erguido como un arbusto
sarmentoso—. Vamos, vamos... Desnudos estaréis vosotros, los hombres de la
ciencia y de la técnica, apenas choquéis con seres que dominen los poderes
formidables de lo oculto, de lo ignorado...
—Nunca podríais desnudarnos de poder gente como
vosotros —replicó Zoff Darrin, irguiéndose altivo, poderoso—. Ved esta espada
que llevo en la mano. ¿Qué simboliza? Vuestro poder, vuestras armas. ¿Qué vale?
Nada de nada. Puedo arrojarla de mis manos, tirarla al suelo, y empuñar algo
que os aniquilaría a todos, de yo desearlo así, en menos de un segundo...
Y así diciendo, Zoff Darrin arrojó lejos la
espada del guerrero azulado, y en su lugar tomó con energía su pistola de rayos
térmicos, que apuntó al caído. Karin y la rubia Ilonka, comprendiendo su mirada
rápida, giraron sus propias y temibles armas científicas, asestándolas sobre el
viejo de larga melena blanca y seca piel oscura y curtida.
Este se quedó inmóvil, contemplando todo aquello.
No pareció inmutarse. Darrin rio brevemente.
—Ya ves, mago Kilgan —murmuró, con voz irónica—.
Nuestro compañero tuvo razón. Ahora eres tú quien, con toda tu magia, estás
desnudo ante nosotros...
—Y si lo dudas, fíjate en esto —añadió Karin.
La morena beldad alzó su arma eléctrica. Apuntó a
una pesada mesa de madera, hecha de macizos troncos cortados, bloques de árbol
como patas o base, y un armario de igual tosquedad y dureza. Apretó el resorte
de su arma.
La pistola eléctrica disparó una carga de media
potencia. Estalló contra la mesa. Se provocó una llamarada vivísima, que hizo
chillar de terror al guerrero azul, cautivo de los tres terrestres. Kilgan
contempló indiferente el destrozo. En medio del fogonazo deslumbrador, mesa,
asientos y armarios desaparecieron, convertidos en pavesas negruzcas, que
flotaron, posándose mansamente en el suelo ennegrecido.
—Un arma temible —admitió Kilgan, pausado—. Pero
no estamos desnudos frente a esos medios de lucha, criaturas de otro mundo.
Sois vosotros los que, lamentablemente, os sentiréis desnudos ante nuestro
poder, apenas yo haga... ¡así!
Agitó un brazo. Les miraba fijamente. Hubo como
un estampido formidable allá afuera. Un relámpago en el cielo, un trueno
ensordecedor, y una lívida claridad dentro de la cabaña. Brotó humo rojo,
cárdeno intenso, del suelo, en torno a los tres terrestres.
Cuando se extinguió, todos se miraron, perplejos,
alucinados.
Casi desnudos. Sin trajes espaciales. Sin armas.
Apenas con jirones de tejidos envolviendo los puntos indispensables del
cuerpo... Dos mujeres y un hombre. Desnudos casi por completo, frente a la
sonriente y apacible figura del mago Kilgan, que no había dejado de mostrarse
risueño ante ellos.
—Cielos... ¿Qué ha ocurrido? —jadeó Zoff Darrin,
lívido, contemplando sus abiertas y poderosas piernas, de maciza musculatura,
de recia contextura, como su broncíneo torso de gran atleta, brillando a la luz
de las lunas exteriores y de su lámpara atómica, caída en tierra.
Los pechos macizos de Karin Woods, la morena y
opulenta Karin, apenas si se cubrían con jirones de tela, o entre los dedos
crispados de sus manos. Su desnudez broncínea, de terso estómago, suave curva
abdominal, caderas rotundas y piernas macizas y firmes, destacaba junto a la
palidez suave del semidesnudo de Ilonka, rubia y esbelta, aunque dotada de
curvas suaves de alabastro, apenas disimuladas por retales de tejidos plásticos...
—Lo siento, amigos —musitó la voz afable de
Kilgan—. No era justo. Y lo que no es justo, debe ser abatido. Ocurra lo que
ocurra.
—¿Quieres decir... quieres decir que destruiste nuestras ropas, nuestras armas,
nuestros poderosos medios de aclimatación, defensa o ataque, en cualquier
ambiente extraño? —jadeó ahora Karin, estremecida.
—Quiero decir que vuestro amigo, el varón —señaló
a Zoff, rotundo—, cometió su pecado de soberbia, mostrándome su poder. Vosotras
también creísteis ser muy poderosas, exhibiendo la fuerza aniquiladora de las
armas de vuestro mundo. Aquí, desgraciadamente, todo eso de nada sirve. Hay
poderes superiores al de vuestra orgullosa, ciencia y vuestra altiva técnica.
Poderes que basta con invocar, como yo hice..., para desnudar de ropas
singulares y de armas devastadoras a cualquier criatura viviente...
—Desnudos... —gimió Zoff Darrin, estrujando sus
manos nervudas en el aire—. ¡Estamos realmente desnudos frente a otro poder superior!
—Os burlasteis de la magia. Ya visteis el resultado;
nadie es tan poderoso como realmente imagina ser. Yo, por ejemplo humilde mago
Kilgan, no puedo ser nunca como Kloo, dios de la muerte, o como Krah, dios de
las sombras malignas... Ni siquiera como su príncipe guerrero, Azam, señor del
odio y hechicero del poder exterminador de la sacerdotisa Arga y la diosa de
la noche sin lunas, la siniestra y oscura Galea...
—Dios, cuántos nombres extraños... —musitó
Ilonka.
—Hay más aún —replicó Kilgan, volviéndose a ella.
Estudió su desnuda figura, pálida y esbelta, como una mancha rosada en la
noche—. Pero ellos son los importantes. Yo, Kilgan, mago del pueblo, apenas soy
nadie en este mundo. Sólo trato de servir lealmente a mi señora, la doncella
Auria, sacerdotisa del culto a la luz de la estrella Miziam, en su afán de dar
a los justos y a los honrados su pan, su hogar y su derecho a la supervivencia.
—Me gustan tus palabras, Kilgan..., pero nos
redujiste a la nada... —Darrin extendió sus poderosos brazos desnudos, puro
músculo, tendones y fibras en tensión—. ¡No poseo arma alguna en mis manos,
malditos seáis todos los magos y brujos de este planeta! ¿Qué haremos contra
las heladas noches de este mundo, sin nuestros sistemas de calefacción interior
en las ropas espaciales? ¿Qué, contra vuestros soles malditos, de fuego
abrasador, de luz cegadora, sin nuestras defensas y medios refrigerantes? ¿Qué
haremos contra cualquier enemigo, sin armas ni medios de lucha? ¿Cómo volver a
nuestra nave sin orientadores, y con ella a nuestro propio mundo remoto? ¿Qué
va a ser de nosotros en este planeta hostil y desconocido, donde los hombres se
odian, se matan, tienen miedo, supersticiones primarias, y se conducen aún como
bestias? ¡Vamos responde!
Kilgan respondió. Pausado, sin prisas:
—Mía no fue la culpa. Yo quise demostraros solamente
que la humildad es buena en todas partes, extraños. Siempre hay alguien más
poderoso que uno mismo. Si yo fui capaz de desnudaros de ropas, armas y medios
científicos de defensa, ¿qué no haría, por ejemplo, enfrentado a vuestro torpe
y orgulloso poder, la sacerdotisa Arga y sus hombres alados, el príncipe
guerrero Azam y sus legiones de seres de las tinieblas, e incluso el propio
Reptok, el monstruo mutante de la diosa de la noche sin lunas, la tenebrosa
Galea? Decid, ¿qué sería de vosotros, creídos de vuestra grandeza, que apenas
es nada, y que en un solo instante, con mi reducida fuerza mágica, queda
reducida a... a simple desnudez contra los poderes ocultos?
Hubo un profundo silencio. El guerrero azul se
había incorporado, lentamente, acurrucándose en un rincón, mirando hostil a
Darrin, a Karin, a Ilonka, e incluso al propio Kilgan a quien, sin embargo,
dirigía ojeadas de respeto y temor. Darrin sin dudarlo, había vuelto a
agacharse, tomando la espada del vencido. Y la enarboló, como único medio de
poder en aquella situación increíble.
—Pese a todo, no me rendiré —dijo fríamente
Darrin—. A nadie. Sólo exijo respeto. Para mí y para mis dos compañeras.
—Mi respeto lo tienes, extraño —sonrió Kilgan,
amable—. No revelas miedo en tu gesto. Eso es importante. Ellas tampoco parecen
cobardes ni medrosas. Sois gente digna, no hay duda. Pero pecasteis de
soberbia. Y vale más que yo os diera ese escarmiento a que lo hubierais
recibido en peores circunstancias, frente a enemigos más feroces y crueles que
yo.
—Pero nuestros trajes, nuestras armas..., nunca
podrán recuperarse, ¿no es cierto? — indagó Zoff, preocupado, enarbolando la
espada, en su mano fuerte, nervuda desnuda ahora no sólo de guantes acolchados
espaciales, sino incluso de su preciso y complicado reloj-cronógrafo, medidor y
calculador de distancias y orientaciones.
—Nunca, tal vez. —El mago se encogió de hombros,
indiferente—. No valen de mucho, puedes creerlo. Cualquiera de los grandes
enemigos que te cité, los adversarios del pueblo Yesah, harían trizas no sólo
vuestros flamantes equipos científicos, sino incluso a vosotros mismos a la
vez... Créeme: no hay nada para defenderse de cualquier enemigo... como la
justicia... y una espada.
—Una espada... —Darrin la enarboló en el aire,
haciéndola zumbar, cortando el ámbito con un seco zumbido. Destelló, fría y
acerada, tan azul casi como la piel de su prisionero—. ¿Qué es una espada, qué
significa esta pobre arma, donde unas armas electrónicas nada valen contra el
adversario?
—Una espada, una simple espada, extranjero, puede
ser la mejor arma —sonrió irónicamente el mago Kilgan—. Sólo que tiene que ser una espada en particular...
—¿Una? ¿Cuál?
—La Espada de los Justos.
—Suena a leyenda medieval —musitó Karin, irónica.
—A romance de hadas —añadió Ilonka, burlona.
—Hay hadas en nuestro planeta Zor, del sistema
solar de los tres soles Wulko. Como hay brujos, genios malignos... y habitantes
que sufren la lucha eterna del bien y del mal, sea donde sea, en todo el ámbito
sin límites del universo. No os extrañe, pues, que todo esto suene a fantasías
de otros tiempos. No hay duda que vosotros sobrepasasteis ya las épocas de la
alquimia y la brujería, que nosotros vivimos ahora... o que nosotros, hace ya
milenios, superamos vuestro orgulloso tiempo tecnológico y, asqueados de todo
ello, volvimos a lo primitivo, empezando a escribir de nuevo la historia...
Esas cosas nunca se saben a ciencia cierta. Sabemos de cataclismos y ruinas, de
civilizaciones perdidas, aquí en Zor, como sin duda las hubo en vuestro mundo.
Tenemos nuestro libro sagrado, los textos proféticos de Miziam, que sin duda en
vuestro mundo tendrá otro nombre...
—Sí —musitó Darrin—, Acaso la Biblia. La palabra
del Señor...
—El Señor de Zor, de vuestro mundo y de todos
—aceptó el mago Kilgan, elevando sus ojos al cielo, visible por entre las
rendijas de las cañas del techo. A las lunas y a los astros de aquella galaxia
ignorada y remota—. Sí, el Señor a quien todo se debe. Sólo que cada gente
tiene su modo de rendirle culto, sólo eso... Uno, a veces, no sabe dónde
empieza ni termina la Historia... Dejemos eso, extranjero. Hablemos de
vosotros. Y de la Espada de los Justos.
—¿Qué espada es ésa?
—Está en poder del pueblo muskee, el peor de
todos nosotros. El propio Azam, príncipe guerrero de las tinieblas, señor del
odio y hechicero del poder exterminador, hijo predilecto de Kloo, la muerte, y
de Arga, la sacerdotisa, creado por los poderes nefastos de Galea, la diosa de
la noche sin lunas, ganó esa espada, donándola a su pueblo predilecto, los
malditos, perversos y crueles muskees del Norte. Ellos conservan la espada.
Ellos la veneran y defienden contra todos. Nadie en el planeta Zor, puede
llegar a la espada.
—¿Entonces...?
—Escucha esto, extranjero. Hay una inscripción en
la empuñadura de esa espada. Es de argal, el metal más duro, flexible y valioso
de todo nuestro planeta. Allí se grabaron las palabras rituales, en lengua
zinda, el lenguaje de los zindas, o pueblo maligno del Nordeste, por voluntad
propia de Krah, el dios de las sombras malignas. Fue como un desafío abierto al
poder de Auria, la doncella de la luz de la estrella Miziam, nuestro espíritu
bueno y noble. Allí dice que «solamente un hombre orgulloso y altivo, una
criatura no nacida en Zor, llegada de lejanas estrellas, con el poder de su
soberbia y de su furia vengadora, podrá empuñar la espada Wakk o Espada de los
Justos, arrancándola de donde se halla, dominando a los muskees, y pudiendo
esgrimirla incluso contra los poderes de la noche y de las tinieblas, si
existiera el guerrero capaz de adiestrarse en el sendero oscuro de la muerte».
—Hablas como en viejos y olvidados ritos de mi
propio mundo, Kilgan —musitó Zoff, caminando hacia él, pausado.
—Hablo como se habla siempre en cualquier mundo
donde existen los ritos, el bien, el mal, lo justo y lo injusto, el amor y el
odio —recitó calmoso el hechicero de largo pelo blanco con una triste sonrisa—.
Creo que, en el fondo, todos los mundos habitados del universo son similares
entre sí. Más similares de lo que todos imaginamos, extranjero...
—Es posible que sí —reflexionó Zoff Darrin, en
voz alta. Meneó la cabeza rubia, pensativo, sobre su poderoso cuello musculado,
de duros y rígidos tendones—. Aún me pregunto cuál pudo ser tu magia increíble,
la que te permitió entendernos, hablar nuestra lengua y comprender nuestras
palabras, Kilgan...
—Oh, eso... —él hizo un ademán, con aire
modesto—. Nuestro Creador nos dio inteligencia, aparte nuestros poderes
mágicos, extranjero... Yo soy inteligente, y mi mente actúa movida por fuerzas
superiores... Sólo tuve que intentarlo, para comprenderos. Y sólo tuve que
desearlo para que mi lengua sirva de vehículo fiel a mis pensamientos,
expresados en lenguaje yesah, dentro de mi cerebro, y modulados en vuestra
sencilla lengua, gracias a mi poder mágico, cuando mis labios emiten
palabras...
—Me inclino ante esa clase de magia que tanto se
aproxima a la lectura del pensamiento ajeno y la captación de ondas mentales
—murmuró Darrin, perplejo aún. Miró al guerrero de piel azul, medroso y
encogido al fondo de la cabaña—. Y él..., ¿quién es, exactamente?
—Un guerrero yesah —explicó Kilgan—. Un hombre
bueno... expoliado y atacado por sus enemigos ancestrales, los malvados zinda.
Y por la brujería negra de Galea, la diosa de la noche sin lunas... y princesa
de los zindas. Este pobre pueblo de agricultores y pastores, de guerreros poco
habituados a luchar y a matar, nada tiene que hacer frente a la fuerza brutal,
exterminadora y violenta de las sanguinarias hordas zindas, los guerreros del
Nordeste, de piel rojiza y ojos de hielo... Más rubios que tú. Mucho más,
aunque no de pelo de plata, como los muskees del Norte.
—Sí, entiendo —musitó Darrin—. Pueblos,
guerreros, agricultores, brujos, magos... Un mundo horrible y primario. Pero en
el que estamos obligados a vivir o al menos a intentar sobrevivir...
—Eso es: intentar sobrevivir. Y no va a ser
fácil, creedme. Nada fácil..., a no ser que tú, extraño, quisieras ser el
destinado a poseer la Espada de los Justos, la espada Wakk del príncipe
guerrero de las tinieblas, el poderoso Azam.
—Yo... —Darrin frunció el ceño—. El extranjero de
lejanas estrellas... ¿Crees que seré el elegido por la profecía Kilgan?
—No puedo saberlo —sonrió el mago—. Pero
presiento que puedes serlo..., si así lo deseas. Lo importante de los seres
vivientes destinados a algo es que realmente quieran que su destino se
cumpla...
—Si con esa espada pudiera defender mi vida, la
de mis compañeras, y tener un medio de sobrevivir, acaso una esperanza de
regresar a mi mundo..., tal vez lo intentase.
—Una esperanza de regresar... —Kilgan meneó la
cabeza, dubitativo—. Eso, no sé... Pero si alcanzas esa espada, si llegas a
hacerla tuya..., muchas cosas pueden hacerse realidad un día... Aunque no puedo
asegurar que también sea posible lo que tanto deseas. Imagino que tu mundo y el nuestro están muy lejos entre sí...
—Mucho. Muy lejos. Ahí sí que no hay magia capaz
de transportar a los seres vivientes de uno a otro. Sólo la ciencia, la
técnica... y una nave que dejamos en un páramo. Una nave averiada, difícil de
recuperar, de reparar..., si no imposible.
—A veces no importa en qué mundo se viva, si uno
subsiste, si sobrevive si se defiende. Vivir es, de por sí el mejor don de los
dioses todos...
—Tal vez. —Zoff Darrin cambió una mirada
pensativa con sus dos bellas compañeras de expedición cósmica. Luego, murmuró,
inclinando la cabeza—: Si no hay otro medio..., vivamos donde sea. Incluso en
el planeta Zor...
—Suponiendo que se pueda vivir —comentó Karin
Woods, con ironía.
—Sí, suponiendo eso..., que es mucho suponer,
viendo lo que los zinda hicieron de esta gente —señaló Darrin al guerrero azul,
al combatiente yesah con quien se enfrentara poco antes en violenta lucha. Se
encaró al mago Kilgan, y preguntó—: Ante todo..., ¿qué deberemos hacer para
seguir adelante, para llegar, si es ello posible, a esa Espada de los Justos,
que guardan los habitantes del pueblo muskee, en el Norte?
Kilgan respondió a eso. Con lentitud, con
arrogancia, con la mirada perdida en el vacío, acaso recibiendo su inspiración
de fuentes situadas mucho más allá de todo lo tangible y lo natural:
—Debes tener cuidado. Debes luchar contra la
muerte y el peligro que os acecha a todos. A los tres... Quizá no puedas evitar
que las tinieblas os alcancen y envuelvan dolorosamente, pero debes seguir
siempre adelante. Sin ceder, sin debilitarte ni retroceder ante nadie... Debes
luchar, en suma, incluso por encima de ti mismo y de tus sentimientos,
extranjero... Yo veo horrores, dificultades, angustias, sangre, muerte,
miedo... Veo dificultades sí. Pero veo una mano como la tuya. Una mano recia,
nervuda, dura y firme, que levanta en vilo el centelleante acero de la espada
Wakk, sujetándola por su dorada empuñadura de argal... La espada que puede
libertar a mi planeta de sus terrores y supersticiones, que puede vencer las
oscuras hechicerías de los grandes y poderosos brujos de la sombra... Y darte a ti
cuanto necesites en esta vida...
—Espero que no te equivoques, al menos en eso
—dijo sombríamente Darrin—. Y que todo lo demás sea menos terrible que lo
presentido...
—Mucho me temo que no, extranjero —suspiró
Kilgan, con gesto grave, taciturno—. Mis ojos, mirando más allá, ven comenzar
todo con un gran ruido con fuego alrededor... y con demoníacos seres del abismo
del mal rodeándote por doquier...
Fue como un presagio hecho realidad en el acto.
Hubo una llamarada terrible que lo envolvió todo,
un bramido ensordecedor, que hizo temblar el suelo del planeta Zor, derribando
muros llameantes... Y entre todo ello, un alarido agudo repetido hasta el
infinito, como el graznido de una inmensa bandada de aves siniestras...
Por doquier, comenzaron a surgir entes
infernales, cuerpos escamosos, seres mitad humanoides, mitad reptiles, con
colas de saurios y cuernos acerados, punzantes, larguísimos, emergiendo de sus
hocicos y sienes de bestias feroces.
Karin e Ilonka cayeron bajo el peso de muchos de
ellos, chillando desesperadas. De sus cuerpos semidesnudos, heridos, brotaron
salpicaduras de sangre. Zoff Darrin sintió su propio cuerpo abatido por el
alud. Zarpas hirientes, patas escamosas, de garras curvadas, se apoyaron en su
piel, rasgándola. Una mano escamosa y parduzca elevó sobre él una terrible,
gigantesca hacha de doble filo, de metal color púrpura, que cayó vertiginosa
hacia su cuello, para decapitarle.
En la puerta, no quedaba ni el menor rastro del mago Kilgan.
El hacha de dos filos le hubiera seccionado el
cuello limpiamente, haciendo saltar su cabeza con violencia, muy lejos del
cuerpo. De eso, Zoff Darrin estaba bien seguro.
Sin embargo, tenía aún su cabeza sobre los
hombros. Se tocó el cuello. Ni gota de sangre. Sobre su tórax desnudo, sí.
Había zarpazos, profundos rasguños, sangre seca. Y dolor. Dolor tolerable,
irritante tan sólo.
Se incorporó. Miró en torno. Se quedó con la
vista fija en los escalones. Largos, interminables escalones de piedra hacia
alguna parte. Hacia una sima oscura, insondable. Se estremeció. Sangre. Había
sangre abundante. Seca, en regueros por los escalones. Había corrido hacia
abajo, posiblemente durante años. Sangre humana, que un día fue viva, palpitante,
caliente...
Frotó sus sienes. Sacudió la cabeza. No podía
ser. Era una pesadilla. Un mal sueño. No era posible que todo aquello fuera
cierto. Él debía haber muerto. Muerto. Muerto...
¿Era esto la muerte en el planeta Zor?
No. La muerte debía ser la misma en todas partes.
En Zor, en la Tierra o en otro sistema solar, por remoto que fuese. La muerte
era... la muerte. El final. El silencio, la sombra.
La sombra estaba ahora allí. Al fondo de la sima.
Allá abajo. Lejos... Al menos había cien escalones. Quizá más. Cien peldaños de
piedra, goteantes de sangre seca.
Y arriba...
Alzó la mirada. No se le había ocurrido mirar
arriba. Ahora lo hizo. Miró. Sufrió un espasmo violento. Un escalofrío.
Un altar. Un ara...
Recordaba muchas así. Nunca las vio al natural,
claro. Sólo en viejas estampas. Grabados medievales, o dibujos de los tiempos
bárbaros, de costumbres normandas, sajonas, acaso vikingas...
Un altar de sacrificios. Sacrificios humanos. A
los lados, subiendo, formando flancos hacia la altura, estacas con calaveras
clavadas. Calaveras diversas. Humanoides unas; las otras no. Cabezas de hueso
pelado. De simios, de antropoides, acaso de reses, mitad normales, mitad
desconocidas. Unicornios. Otros que eran tricornios o pentacornios. Algunos con
extrañas osamentas alargadas o de forma oval...
Y al final, una enorme plataforma, una plana piedra
circular, donde el rojo era intensísimo. Sangre. Mucha sangre seca. Sangre de
años, de siglos acaso...
Más allá, la boca enorme, espantosa, abierta,
llameante, de una extraña fiera, de un animal diabólico, de enormes fauces, de
interminables colmillos, que eran como columnas de acceso al propio infierno...
La figura se materializó, se hizo realidad en
aquella abertura ardiente. Una figura alta, etérea, grácil, flotante, envuelta
en brumas que eran como jirones de nubes rojizas, purpúreas, enroscándose en
unas bellísimas piernas desnudas, de un matiz dorado, como si la epidermis de
una virginal doncella hubiera sido bañada en oro líquido...
La dama se movía hacia él. Pero se quedó quieta,
erguida en la gran pila de piedra de los sacrificios. Alargó sus brazos al
cielo. Entre ellos, flotaban a la vez vaporosas gasas y flotantes guirnaldas de
humo, vapores sinuosos, enroscándose en los dedos largos, de afiladas uñas...
Era una mujer. Una hermosísima mujer. Humana, sin
duda alguna. De piel dorada, de reflejos áureos. De pelo interminable, como una
capa a sus desnudas espaldas, envueltas solamente en jirones de tul y retales
de niebla...
El pelo era como diamantes y oro hilado. Centelleaba,
iridiscente. Los ojos eran de un dorado oscuro y ardiente. Los labios, de un
cárdeno casi purpúreo, goloso y húmedo, destilando avidez, codicia sensual...
—Soy Arga la sacerdotisa —dijo.
Y la voz femenina, profunda y pastosa, cálida y
sensual, retumbó con millares de ecos en las tinieblas sin formas, en la sima
infinita, en la altura, en bóvedas invisibles hechas acaso solamente de
oscuridad y silencio...
—Arga, la sacerdotisa... La servidora del odio y
el poder exterminador... —musitó Zoff Darrin, con tono profundo que pese a ello
retumbó en ecos sordos y sonoros acá y allá.
—Veo que te habló de mí el mago Kilgan —rio ella.
Y su risa larga, encadenada, musical, melódica, con gorjeos y trinos de pájaros
infernales, rebotó en las tinieblas como un campanilleo de hermosos sones y
siniestros significados—. Extranjero hermoso y fuerte, tú estarías muerto ya,
si no fuera por mi intercesión ante los habitantes de los abismos del mal, los
reptiles humanoides al servicio del monstruo mutante Reptok, que evitó que el
filo de sus hachas te sacrificasen antes de tiempo.
—Entiendo tus palabras, oigo tu voz, sé que
hiciste lo que dices... ¿Por qué todo ello, sacerdotisa de las tinieblas? ¿Por
qué, Arga? ¿Por qué salvarme de los reptiles humanoides, por qué traerme aquí,
por qué hablarme en mi lengua?
—Porque yo, la sacerdotisa del odio y del poder
exterminador, tengo poderes para ello y para más —declaró ella, altiva, sobre
el fondo flamígero de la boca infernal y satánica—. Mi fuerza es capaz de
paralizar un brazo armado y dormir a un ser viviente, sin él advertirlo. Así te
sucedió. Mis facultades me permiten entender cualquier lenguaje, y hablarlo con
quien se enfrente a mí. Por eso estás aquí ahora. Y estás por lo que tú sabes
bien: porque eres fuerte y hermoso. Porque deseo que seas el amante de la
sacerdotisa Arga. Tal vez, de merecerlo, llegues a ser el favorito de la diosa
Galea. Y eso significaría tu inmortalidad, y también tu conversión en poseedor
de facultades sobrenaturales...
—No deseo nada de eso, sacerdotisa —replicó Zoff
Darrin, empezando a subir, escalón por escalón—. Sólo quiero saber lo que me
reservas ahora. Y lo que ha sido de mis dos compañeras.
—¿Las mujeres que te acompañaban entonces? —Ella rio
con su larga, aguda carcajada musical y fantástica—. La hermosa mujer morena y
la bella mujer del pelo dorado...
—Ellas, sí —afirmó secamente Darrin—. ¿Qué las
hicisteis? Espero que no estén muertas...
—Podrían estarlo —declaró la sacerdotisa, altiva—.
¿Qué harías tú, entonces?
—No sé. —Darrin alargó sus brazos, estrujando
entre sí sus manos. Los dedos crujieron duramente con el gesto—. Pero si
pudiera realizarlo, te mataría. Te destruiría, si a ellas les pasó algo.
—No puedes hacerlo —replicó ella, burlona—. Nadie
puede hacerme nada a mí. Y tú, menos que nadie, puesto que ni siquiera posees
poderes mágicos... Pero me gusta tu osadía, tu arrogancia. Eres orgulloso,
extranjero.
—Mucho. Y vengativo —apretó los labios, con ira,
ya solamente a dos o tres escalones de distancia de su interlocutora, la
bellísima sacerdotisa—. ¿Qué fue de ellas?
—No temas —rio, irónica, Arga—. Están a salvo.
Como tú mismo... Ve con ellas para comprobarlo. Pero recuerda que si no aceptas
ser el amante de Arga, sacerdotisa de Galea, ellas serán trasladadas a este
altar de sacrificios humanos... Estás advertido. Dentro de poco tiempo, cuando
los soles vuelvan a salir en el cielo de Zor, espero tu respuesta definitiva,
hermoso extranjero. Ahora, mi magia te trasladará junto a ellas...
Elevó sus brazos al cielo. Hizo un ademán
ampuloso, teatral. Zoff Darrin esperaba cualquier cosa.
Lo que sucedió pudo sobrepasar holgadamente su
imaginación. Porque de las tinieblas, como al conjuro mágico de la sacerdotisa
Arga, brotó un fabuloso caballo alado, color plata.
Cabalgó en el aire, hasta cerca de él. Coceó en
el vacío, relinchando, desplegando sus alas increíbles, de fabuloso «Pegaso»
redivivo. Sin dar crédito a sus ojos, Darrin subió a su lomo platinado. Las
crines eran como hilos argentíferos, flotando en el aire. Cabalgó el animal
majestuosamente. Y Darrin, fascinado, vio que todo se perdía atrás, como si la
galopada espacial del caballo alado le condujera a través de dimensiones y
espacios sin imaginar, rumbo, acaso, al propio Olimpo...
No, no fue el Olimpo. Súbitamente, la cabalgada
fantástica terminó sobre una plataforma entre nubes, como flotando en un vacío
informe y oscuro. Se quedó allí, parado, al descabalgar. El animal se fundió,
convertido en humo plateado, en el vacío. Retumbó la inconfundible carcajada
melodiosa de la sacerdotisa Arga, surgiendo de la nube plateada que se
disolvía.
Y no quedó nada. Nada, excepto él, en aquella
superficie plana e ignorada.
—Magia... —masculló roncamente Darrin. Se frotó
los ojos, con una mano ruda, nerviosa—. Oh, Dios, qué planeta enloquecedor y
estúpido... Todo pura magia, poderes sobrenaturales y hechicería... ¿Qué puede
hacerse contra eso?
Se volvió. Allí estaban ellas. Ilonka y Karin.
Ellas, y una especie de cúpula de vidrio, envolviéndoles dentro de aquella
superficie plana flotando en la negrura informe. Y muebles livianos,
fantásticos, de formas curvadas y gráciles. Una luminosidad dorada les
envolvía.
—Vosotras... —murmuró—. Al fin os encuentro.
Imagino que no seréis simple producto de magia o de hipnosis... Os veo,
¿verdad? Espero que no os imagine...
—Íbamos a preguntarte igual, Darrin —suspiró
Ilonka—. Es como vivir en un mundo demencial e imposible...
—Absolutamente demencial. —Miró en torno, a las
estructuras aéreas de aquel recinto—. Recordad que estamos en un planeta donde
todo es puramente medieval. Esto que nos rodea es falso. Sé que es falso por
completo. No existe. Nos lo imaginamos. Lo crea nuestra propia mente, movida
por artes de exorcismos y brujería.
—Zoff, somos seres civilizados, de un planeta que
intenta conquistar los espacios siderales —le recordó Karin—. ¿Crees que
podemos imaginar tales cosas... y ser sujetos de experimentos
mágicos?
—No sólo lo creo, Karin. Es que así es. Así está sucediendo. En este mundo,
los hechiceros y alquimistas aún gobiernan a los seres vivientes. Es un poder
más grande que la misma ciencia o los medios técnicos, si se sabe encarrilar
bien. Y ellos, sin duda, saben hacerlo, para el bien o para el mal, como en los
más remotos tiempos de la Humanidad.
—En resumen, Darrin, ¿qué estamos esperando aquí,
prisioneros de este sistema de gobierno absurdo y anticuado, pero lleno de
terribles poderes sobrenaturales? —indagó Ilonka, con su fría mentalidad de
investigadora.
Darrin paseó por la estancia. Su desnudez casi
absoluta, salvo aquellos jirones que cubrían sus caderas y nalgas, que colgaban
sobre sus musculosos y fuertes muslos macizos, era como la de una estatua de
bronce con melena de oro, en medio de otra de rosado mármol, como Ilonka, y la
broncínea, oscura, sinuosa y mórbida de Karin. Todos ellos, dentro de la
envoltura cristalina de aquel raro recinto, eran como fantásticos ejemplares de
un zoo magnífico y poderoso, bajo la invisible mirada de observadores irreales.
— No sé lo que esperamos —replicó el
comandante de la nave Perseo—. Sólo sé que vamos a intentar salir
vivos de este planeta, sea como sea. O a permanecer en él, en el peor de los
casos, pero dueños de nuestras vidas y de nuestras voluntades. Para ello, lo
primordial es que yo acepte el concubinato con una sacerdotisa de este lugar.
Karin e Ilonka se miraron. Eran mujeres. Eran
hembras. Eran las «Evas» de aquel «Adán» interplanetario, y parecían sentir por
vez primera el aguijón primario de sus celos, de sus sentimientos heridos, ante
la posibilidad de compartir al macho propio con una hembra desconocida y
temible.
—¿Por qué eso, Darrin? —murmuró Ilonka— ¿Ella es
hermosa?
—¿Te gusta? ¿La deseas? —indagó a su vez Karin
— No se trata de eso ahora —cortó él
tajante—. Quizá sea hermosa. Tal vez pueda llegar incluso a desearla. No lo sé.
Sólo entiendo una cosa: ella hizo una oferta. Si me niego, vosotras seréis
sacrificadas en un espantoso altar como en los viejos tiempos de los seres
humanos, haciendo ofrendas a los dioses.
—¿Olvidaste acaso lo que dijo Kilgan sobre la espada
Wakk? —le recordó Ilonka—. Ella te daría la fuerza. Nos daría, acaso, libertad
y vida. A nosotros y a todos los oprimidos.
—Es algo viejo como el mundo; como todos los mundos,
por lo que puedo ver aquí —sonrió él, meneando la cabeza con energía—. Pero la
espada es una utopía. Los brujos, los magos y sacerdotisas del mal y de las
fuerzas tenebrosas, o como queramos llamarlas, son una realidad terrible y
cercana. Aceptemos eso. Si rechazo la oferta de la sacerdotisa Arga..., os
sacrifican a ambas. ¿Qué puedo hacer?
—Rechazarla —dijo Karin, con inesperado ímpetu.
Se echó en sus brazos, le cubrió la boca con sus besos rabiosos, apasionados.
Darrin sintió la proximidad palpitante y cálida de su cuerpo. Ella murmuró, apenas
despegó sus labios de él—: No me importa morir. Pero no quiero perderte, ahora
que puedes ser mío, siquiera sea por unas lunas de este maldito planeta de
hechiceros y genios maléficos...
—Karin dijo la verdad. —Ilonka Sadmo apartó a la
morena beldad y ella ocupó su lugar, besando con ardor los labios del rubio,
atlético, poderoso Zoff Darrin. Luego, le miró con pasión, muy cerca sus
rostros—. Eres nuestro. De ambas. No debemos sentir celos una de la otra. Nos
lo prohíbe nuestra mentalidad, las circunstancias... Todo. Pero sí de esa
sacerdotisa a quien detestamos aun sin conocerla. ¡Ella no debe ser tu dueña!
No dejes que te esclavice otra mujer... ¡No importa lo que nos ocurra! No
vendas tu alma a esa diablesa, a cambio de nuestras vidas...
—Lo siento —atajó él, separando con energía a la
rubia Ilonka—. No sería obrar con cordura. Arga es una mujer cruel, despiadada.
La manejan fuerzas superiores, malignas y violentas. No cedería. Cumpliría su
amenaza. Pero hasta los brujos cumplen su palabra, si la empeñan. Así fue en el
pasado. Espero que todo siga igual. Aceptaré.
—¡No! —gritó Karin.
—No, Darrin... —musitó Ilonka—. No lo hagas... No
confíes en esa mujer malvada. No te fíes de nadie en este mundo infernal...
—Debo hacerlo. Me guste o no. Está decidido. Así
se lo haré saber a ella.
—¡Darrin! —gritaron ambas, a coro.
No quiso escucharlas siquiera. Y no las escuchó.
Se sintió lanzado a un torbellino oscuro. Atrás
borrándose en la distancia, quedaron las dos mujeres hermosas Karin e Ilonka.
Sus camaradas de la Tierra, aquellas con las que debía procrear otros seres
humanos, en cualquier confín adonde llegasen en su viaje cósmico, más allá de
estrellas y galaxias en una conquista fantástica de remotos confines de:
espacio...
Se perdieron sus voces, sus imágenes. La
oscuridad le envolvió, absorbiéndole.
Sin saber cómo, se sintió sumergido en un
insondable abismo de emociones, de placeres y goces increíbles... En un ámbito
donde no parecían existir el dolor ni las angustias, las preocupaciones y
sufrimientos. Allí donde se podía morir de placer, sin sentirlo siquiera.
En una sima resplandeciente, dorada y hermosa como la propia sacerdotisa Arga y su lúbrica belleza absorbente...
—Despierta, extranjero... Es nuestro amanecer...
Mira los soles en el espacio...
Zoff Darrin miró sobre su cabeza. Y sobre la de
la dorada hermosura de Arga, la sacerdotisa, hacia el cielo límpido, cárdeno,
salpicado de luces solares. Con sus tres anaranjadas esferas de luz vital
flotando en el cénit.
—Sí, es el amanecer en el planeta Zor... —Darrin
miró en torno, sorprendido, al descubrir en torno una campiña apacible, de
campos cultivados de extraños frutos purpúreos y amarillos, edificios toscos,
de piedra, y cañaverales, junto a un riachuelo apacible, de aguas
verde-grises, con salpicaduras de flores radiantes, irisadas y grandes, en sus
riberas sin fin.
—¿Feliz, extranjero? —preguntó, melosa, la voz de
Arga.
Darrin la miró. Sabía que iba a verla así. Casi
desnuda, envuelta en tules tenues, de un desconocido tejido de estrellas y
destellos, apenas un velo que diluía sus formas. Tendida en la tierra blanda,
como una diosa pagana. Acaso como lo que era...
Pero no vio a la diosa. Ni siquiera a la
sacerdotisa del mal, sino a la mujer. A una mujer solamente, en sus tres
dimensiones humanas, palpitantes, tremendamente físicas, enormemente
materiales.
—Arga, no pareces sobrenatural ahora... —musitó
Darrin.
—No lo soy, amor... —sonrió ella, gozosa,
estirándose en la campiña, casi lúbricamente—. Soy mujer. Las diosas se hacen
mujeres cuando aman y son amadas, ¿no lo sabías?
—No sé gran cosa de este mundo. —Darrin se sentó
sobre sus poderosas piernas de atleta. No pareció gozar del contacto de la mano
suave, sedosa, acariciante, de Arga, la sacerdotisa, al rozar su hombro, su
torso desnudo—. Pero si es así, ¿qué ocurrió esta noche, que apenas si lo
recuerdo?
—Mi hechizo te absorbió totalmente —rió ella—.
Fuiste mi amor, mi vida toda. Y apenas si te enteraste de que estabas junto a
mí por un tiempo que era breve y eterno a la vez...
—Arga, no te entiendo del todo, pero te creo
—susurró Darrin. Luego, miró a la lejanía. A la luz de los soles de Zor, a sus
campos, a su bucólico ambiente de paz, que acaso era sólo nueva ilusión de sus
sentidos, aunque ahora tuvo la rara consciencia de que todo era real, tangible.
Incluso la propia sacerdotisa, hecha mujer a su lado—. ¿Y tu promesa, Arga?
¿Respetarás las vidas de mis amigas del planeta Tierra?
—Te debes fiar de mí —musitó ella, besando de
nuevo su cuello—. Olvídalas. Olvida todo. La mañana es joven aún. Somos como
dos bárbaros campesinos de estas tierras. Nadie nos dirá nada. Nadie vendrá
aquí. Yo, hecha mujer, hecha ser humano tan sólo, despojada de mi condición de
deidad poderosa y mágica en tanto soy sólo amante tuya, sigo a tu lado. ¿Qué
puede importarte todo lo demás?
Le envolvió en un abrazo profundo, cálido,
absorbente. Darrin se dejó besar, devolviendo débilmente aquel contacto de sus
bocas. Pensando en Karin, en Ilonka, en sus vidas y en su seguridad misma...
Luego, lejanamente, el eco de una voz llegó hasta
él, envuelto en trinos de pájaros desconocidos, en el chirriar de arados que
ignoraba, en el lamento de animales de carga que jamás viera antes...
—¿Sabéis la nueva? Los dioses reclaman
sacrificios otra vez. La sacerdotisa Arga entregó anoche a una extraña a su
diosa Galea... Sí, fue ejecutada en el altar de sacrificios del templo de la
Noche sin Lunas... Era hermosa y morena. De pelo oscuro y carne prieta y
turgente... De curvas hermosas y abundantes... De rostro bello y poco
conocido... Dicen que se llamaba Karin. Que murió, sacrificada por el propio
Reptok, el monstruo mutante, clamando a los cielos y los planetas, a las
estrellas y los soles, por un tal Darrin, otro extranjero...
Zoff Darrin emitió un ronco, profundo,
estremecido alarido de horror. Se apartó de Arga como si ella quemase, como si
fuese un viscoso monstruo, una sierpe maligna, o una de las Tres Gorgonas de
los mitos terrestres.
—¡Arga, faltaste a tu palabra! —aulló—. ¡La gente
clama por Karin, gritan su sacrificio en el altar!...
—No escuches a la gente —jadeó ella, sensual,
lujuriosa—. Olvida todo. Olvida a Karin, olvida a tu mundo, a tus amigas...
Arga es tuya. Puede serlo para siempre...
—¡Vine a ti sólo a cambio de sus vidas! —rugió
Darrin, convulso—. ¡Y sacrificaste esta maldita noche a Karin Woods, a mi amiga
Karin!...
—Olvida, es lo mejor. No escuches, no hables...
—suplicó ella, mitad implorante, mitad amenazadora . Aprovecha que soy mujer
mortal, que soy tuya y que...
—¡Mujer mortal! —rugió de nuevo Zoff Darrin,
mirándola con odio infinito—. ¡Veremos si realmente lo eres, sacerdotisa Arga!
¡Lo veremos!...
Y se precipitó sobre ella, sus manos engarfiadas.
Ella chilló. Sus labios se movieron. Ya no emitía palabras inteligibles para
Zoff Darrin, sino monosílabos ásperos de su mundo. Darrin la había aferrado por
el cuello. La estrujó hasta ponerla violácea, desorbitados sus hermosos ojos,
jadeante su boca abierta, por la que asomaba la lengua...
En el cielo cobrizo, se formaron nubarrones
verdes, flotando ominosos hacia él. Sonaron gritos lejanos, de voces ignoradas,
que Darrin percibió. Y que entendió, sin saber por qué.
—¡Las fuerzas del odio y del poder exterminador
vienen en ayuda de Arga, que puede morir! ¡Ningún dios salvará al extranjero,
si Arga sobrevive a su ataque!...
Pero Darrin era una furia, era una implacable
fuerza desatada, violenta y brutal, dispuesta a aniquilar a sus enemigos. Y
Arga, la hermosa y complaciente Arga, era su enemigo ahora. El más odiado y
perverso de todos...
Apretó más. Luego, incapaz de asesinarla con sus
poderosas manos, la soltó. Violentamente, escapó el cuerpo femenino de sus
zarpas de tendones como cables de acero, de dedos como garfios.
Golpeó, dando rebotes su cabeza dorada en unos
peñascos abruptos y rojos. Se quedó quieta, inmóvil. Su jadeo se hizo estertor.
Su estertor, silencio. Una lividez extraña, cenicienta, se extendió sobre su
rostro...
Ocurrió algo raro, en torno a Darrin. Hubo
clamores lejanos, agudos, vibrantes:
—¡La sacerdotisa Arga ha muerto!
—¡La dama del odio y del exterminio ha sido
muerta por un extraño!
—¡Arga no existe!
—¡Los dioses y los poderes del bien protejan al
extranjero que acabó con Arga!...
Darrin miró ante sí, perplejo, ceñudo su firme
rostro que parecía cincelado en bronce vivo. Las nubes verdes se diluían,
escapaban en la distancia, perdiéndose veloces... Y ante él, Arga, la sacerdotisa,
se diluía también, convertida en vapores verdosos, dejando el vacío donde antes
estaba ella. Sin nadie. Absolutamente nadie...
Zoff Darrin se irguió, resoplando. Lentamente,
giró la cabeza. Contempló a quien se le acercaba.
—Lo hice —masculló—. Maté a Arga... ¿O escapó,
para convertirse en algún monstruo terrible?
El que venía hacia él, sobre la campiña, era el
hombrecillo oscuro, de blanca melena. El mago Kilgan, que sonrió bondadoso,
deteniéndose frente al vencedor.
—Sí lo hiciste —admitió—. Acabaste con Arga.
—No quise llegar tan lejos —masculló Darrin—. No
ataco nunca a mujeres...
—Ella no era una mujer. Era un poder latente, un
espíritu del mal. Su error fue hacerse mujer para gozar de tu afecto. Pudiste
acabar con su inmortalidad, aprovechando su envoltura carnal.
—Pero ella..., ¿ella hizo sacrificar a Karin?...
—gimió Darrin.
—Lo siento. —Kilgan inclinó la cabeza—. Sí. Lo
hizo así. Karin, tu morena amiga, yace en la piedra del altar de la Noche sin
Lunas. Ve a recogerla. Nadie lo impedirá. Las furias del mal se retiraron a
llorar durante noches enteras a su Arga desaparecida. Entierra a Karin, si es
tu deseo. Ilonka se salvó. Iba a ser sacrificada esta noche, mientras tú
continuabas con Arga tu largo idilio...
Darrin se apoyó, anonadado, en un arbusto de
frutos. Miró a las casas, a las tierras de labranza, a las gentes de color azul
y de gesto apacible, que le miraban con cierta simpatía, casi con fraternal
amistad...
—¿Cómo? —gimió—. ¿Cómo ir allá ahora, Kilgan?
—Yo te ayudaré, extranjero. Nada temas ya del
pueblo yesah. Te admira. Nadie jamás pudo vencer a Arga. Tú lo hiciste. Saben
que eso despertará la cólera de los dioses, pero no les importa. Querían un
caudillo, un líder, un guerrero fuerte y poderoso. Creen tenerlo en ti.
—¿En mí? ¡Es ridículo! Ni siquiera soy un
guerrero. No domino la magia...
—Otros somos los magos —rio, burlón, Kilgan—.
Necesitamos brazos fuertes. Y la fe de un pueblo en algo o en alguien. Eso
bastará. Ahora, ven conmigo. Te harás cargo de Karin, aunque sea demasiado
tarde...
Sí. Era demasiado tarde.
Karin Woods. Vital, llena de juventud, de
atractivos físicos, de seductora belleza, de un cuerpo en su plenitud. Además,
una vigorosa, inteligente y fuerte astronauta...
Recoger su cuerpo decapitado, de los sangrantes
escalones del templo de las Noches sin Lunas, y descender con él hasta la base
de aquella cima inmensa, altísima, perdida entre oscuros nubarrones plomizos,
fue como una epopeya oscura, lúgubre y siniestra.
Ilonka, a su lado. Kilgan, presidiendo a una multitud
azul, de hombres que gemían como plañideras del antiguo Egipto. Entre esos
azules, el guerrero con quien luchó Darrin una vez, en el primer poblado que
viera en el planeta Zor...
Karin fue sepultada. Juntos su morena y hermosa
cabeza y su sinuoso cuerpo broncíneo. Ilonka lloró a su amiga. Entre ellas
nunca hubo celos. Hubieran sido dos perfectas compañeras en el experimento
científico y biológico de Zoff Darrin. Sólo eso...
Pero al retirarse de cubrir a Karin con la tierra
rojiza del suelo de Zor, Ilonka se apoyó en el brazo de Darrin con abatimiento.
Le miró, patética, demudada.
—Te lo dijimos... —susurró—. No debiste confiar
en Arga...
—La maldita arpía... —jadeó Darrin, apretando sus
puños—. No lamento haberla aniquilado para siempre...
—No debes lamentarlo. Ni siquiera fue una mujer
lo que destruiste, sino una forma diabólica de existencia... Mucha gente de
este planeta te bendice ya por ello. Yo, entre todos.
—Si sólo fuese Arga... Pero quedan monstruos
feroces... Ese Reptok, el monstruo mutante... Dice el vulgo que él fue el
ejecutor...
—Y lo fue —asintió lentamente Kilgan—. Reptok
puede adquirir cualquier forma. Se debió transformar en fiera de afilada y
centelleante lengua. Un tajo de esa lengua, como la de una cuchilla, hendió el
cuello de tu amiga... Algún día chocarás con él, estoy seguro. Pero para
vencerle deberás tener en tus manos la espada Wakk. Sólo así puedes aspirar a
vencerle en ruda batalla...
—Otra vez esa dichosa espada...
—La necesitas. Imprescindiblemente. Ahora que
Arga no existe, tienes expedito el camino. Ve al Norte. Al pueblo muskee. Trata
de apoderarte de esa espada. Hazlo, extranjero.
—Sí, pero..., ¿cómo? —susurró Darrin—. No soy un
guerrero. No soy un mago. Soy solamente... un hombre de la Tierra. Vulnerable,
fácil de vencer por un enemigo poderoso... No sabes lo débil que puede ser un
simple humano de mi mundo frente a poderes como los vuestros...
—Espera —cortó Kilgan. Alzó su mano, solemne—.
Ven esta noche al más importante pueblo de la raza yesah. A nuestra capital, Quex.
—¿Qué haré en ella, Kilgan?
—Muchas cosas. Visitar mi hogar, entre otras.
Conocer a nuestras gentes, aprender a ser un superhombre de este mundo...
—Pude haberlo sido con mis armas terrestres. Mis
trajes espaciales, mis armas...
—Tonterías. Nadie podrá darte nunca lo que la
magia te va a dar cuando estés en la ciudad de Quex, para ir a obtener esa
espada maravillosa, amigo mío...
Era una verdadera ciudad.
Quex no era grande. Ni era como podía
esperarse que fuera una ciudad en el planeta Tierra. Era algo muy diferente a
todo eso. Como podía ser una ciudad en la Edad Media. Murallas de piedra,
callejuelas oscuras, sinuosos pasajes, tabernas y figones abiertos con raras
bebidas amarillas y rosadas, carnes doradas, apetitosas de aroma, jarras de un
licor parecido
al vino aunque de color violeta; lupanares de hermosas hembras azules, y
corralizas llenas de caballos unicornios y otras bestias lanudas, poco
parecidas a las terrestres por lo general.
Bebieron aquel licor, llamado xen, y comieron sabrosos platos
condimentados de carne de shaway, con pan moreno de zehiv. Como si fueran personajes de una
vieja leyenda o romance, bajo luces de aceite aromático de kaffy, en mesas de tosca madera, rodeados
de gente ruidosa, y servidos por mesoneros de ruda voz y modales alegres,
joviales. Quex, ciudad importante, la principal del pueblo yesah, no parecía
vivir la pesadilla angustiosa de los pequeños poblados, atacados con frecuencia
por los zinda o los muskee, aliados principales de los brujos del Norte y del
Nordeste, auténtico símbolo de las fuerzas del mal en Zor.
Una bella mesonera de piel azul, menuda y
sorprendentemente bella, de figura delicada, atractiva, suave como una estatua
en porcelana o en lapislázuli, les atendió en el llamado Mesón de los Yaks, o
ganaderos, según los términos de aquella rara lengua, breve y seca.
Se llamaba ella Wyza. Era amable y de melodiosa
voz, aunque Darrin y su amiga Ilonka nada entendieron de sus palabras. Cuando
terminaban su comida, regada con buen vino xen, violáceo y espumoso, Ilonka se
inclinó al oído de Darrin:
—Le gustas a la chica —musitó—. A la azul y
bonita Wyza...
—Tonterías —rechazó Darrin, tajante—. No hablemos
ahora de esas cosas. Pensemos en lo nuestro, Ilonka. Ahora no irás a resultarme
celosa, precisamente cuando estás sola...
—No sé si hubiera llegado a sentir celos de la
pobre Karin —susurró, poniendo una mano firme en el brazo de él—. Lo que sí
puedo asegurarte es que me gustas, Darrin. Y empiezo a sentir celos de todas
las chicas bonitas que encuentras. Aunque tengan la piel azul. Sobre todo, si
son tan bonitas y bien formadas como esa chica cantinera, Wyza...
—Entiendo vuestra charla —sonrió Kilgan, el mago,
terciando en la conversación. Pagó al cantinero del Mesón de los Yaks, con seis
monedas del metal argal, monedas que tenían un valor mediano y eran allí
llamadas kinjs. Le devolvieron otras monedas de cambio, de un
metal parecido al cobre, que él devolvió. Y añadió, incorporándose—: Ahora es
tarde ya. El viaje hasta Quex ha sido largo y fatigoso. Debemos descansar,
antes de partir con el nuevo día, cuando los soles salgan por el horizonte.
Pero antes, en mi casa, es preciso llevar a cabo el exorcismo.
—¿Exorcismo? —dudó Darrin—. ¿De qué clase,
Kilgan? ¿Qué pretendes hacer de mí?
—No sé si será un brujo de un nuevo estilo... o
un superhombre. Sea lo que sea, deseo que resulte la experiencia, y cuando
emprendas tu viaje largo y peligroso a Vikr, la capital muskee del Norte, en
pos de la espada..., seas el ser capaz de conquistarla, en lucha, incluso,
contra el poder formidable del príncipe guerrero Azam, señor del odio y
hechicero del poder exterminador.
—Así sea —suspiró Zoff Darrin, meneando la
cabeza, escéptico—. Pero dudo mucho de que tus exorcismos resulten con una
miserable criatura del planeta Tierra...
—No estés tan seguro del fracaso, mientras yo no
inicie mi tarea... —señaló la salida del figón a las oscuras y angostas calles
de Quex—. En marcha ya. Es tarde, amigos...
Le siguieron dócilmente, sin replicar.
A través de las callejuelas oscuras y calladas de
Quex, se encaminaron a la vivienda de Kilgan en la capital yesah.
Allí donde el exorcismo iba a tener lugar...
Y allí se efectuó.
La fría mente de hombre de ciencia y de técnica
que era Zoff Darrin, astronauta seleccionado especialmente por la Fuerza
Espacial Internacional, no hubiera jamás imaginado que él podría ser testigo de
algo tan asombroso, tan inaudito, tan fuera de lo normal en el supercivilizado
mundo terrestre de aquellos tiempos.
Nada más lejos de cualquier ámbito
técnico-científico que lo que estaba sucediendo en la vivienda de Kilgan, allá
en la cima de la colina que formaba el promontorio habitado de los límites sur
de la ciudad.
El mago practicaba sus ritos mágicos, en
presencia de Darrin, de Ilonka... Y su magia dejaba confuso, aturdido,
incrédulo, al hombre que había recorrido millones de millas del cosmos,
atravesado la barrera del espacio-tiempo y la velocidad misma de la luz, en
busca de otros planetas y soles, para encontrarse... con la brujería.
Allí, en un mundo medieval, extraño y fantástico,
donde lo real y lo irreal jugaban un delirante juego de sorpresas constantes,
de terror, de sangre, de oscuridad, de muerte y de heroísmo patético. Allí,
Zoff Darrin empezó a preguntarse si todos los prodigios técnicos, si todos los
avances de su ciencia orgullosa del planeta Tierra, llegarían a tener nada que
les envidiase la magia. Si los poderes de unos cerebros electrónicos, unas
computadoras u ordenadores, unos combustibles y unas energías nuevas, serían
capaces de llegar adonde alcanzaba el poder asombroso de unos conocimientos de
lo sobrenatural, de unos dones especiales, de unos conjuros insólitos y
pasmosos...
—No puedo creerlo —musitó, sintiendo en su mano
recia, dura, nervuda, la fría, húmeda y estremecida de la profesora Ilonka
Sadmo, convertida ahora, como él mismo, en un simple ente humano, una criatura
asustada, una mujer débil y anonadada.
—Magia, Zoff... —susurró ella, temblando
sutilmente, sus ojos claros muy fijos en las acciones de Kilgan, allá en su
emplazamiento del fondo de la gran sala oscura salpicada de probetas,
recipientes en ebullición, figuras de animales insólitos, disecados, ramajes y
talismanes, adornos mágicos y toda clase de extrañas pócimas, alineadas en
recipientes de vidrio, en colores sorprendentes, pasmosos—. Dios mío, en
nuestros tiempos con nuestra mentalidad..., y presenciando la magia de un
hombre...
—Estamos en un mundo mágico, Ilonka —respondió
él, apagadamente—. Aquí, todo es posible. Todo puede suceder...
Kilgan les ordenó silencio con un susurro
sibilante. Musitaba frases largas y secas, en una lengua que no parecía la de
los yesah, sino otra diferente y más complicada. Ante él bullía una gran
perola, con un líquido denso, burbujeante, del que brotaban vapores
amarillentos, con un especial olor aromático, como de hierbas profundamente
embriagadoras.
Durante sus exorcismos, Kilgan derramó algunos
líquidos y hierbas dentro de la marmita en ebullición. Se cambiaron los tonos
de sus vapores, las burbujas produjeron un sonido gorgoteante, sordo y profundo,
y las luces mismas del fuego al cual hervía parecieron cambiar, en su
fantástica iluminación irreal del rostro del mago.
La alquimia fantástica de Kilgan proseguía como
un espectáculo increíble ante sus ojos. De súbito, el mago invitó:
—Zoff Darrin, extranjero... Ven acá.
Darrin e Ilonka se miraron. No supieron qué hacer
o decir. La presión de la mano de ella se hizo más fuerte.
—¿Vas a ir? —musitó ella.
—Debo hacerlo. Kilgan es un brujo, pero es
amigo...
—¡Ven, extranjero! —insistió, autoritario, el
mago.
Se desprendió dificultosamente de ella. Caminó,
erguida su poderosa figura musculada, hacia donde aguardaba Kilgan. Como un
guerrero legendario que acudiera al encuentro con su destino, en una página
mitológica cualquiera...
—Aquí me tienes, Kilgan... —habló, con serenidad,
él.
—Amigo mío, voy a pedirte una gran prueba de
valor. Y de confianza en mí —los ojos, ardientes como carbunclos, del mago
Kilgan, se clavaron en él, a través de las brumas espesas que brotaban del
ardiente compuesto en ebullición. El fuego daba fantasmagórica intensidad de
luces rojas y de sombras oscuras a su rostro hermético—. ¿Crees que estarás
dispuesto a pasarla satisfactoriamente?
—Haré lo que pidas.
—¿Sea lo que sea?
—Sea lo que sea.
—Bien. —Kilgan resopló hondo. Luego, su voz
ordenó, tajante—: Sumérgete en esa marmita.
—¿Qué? —jadeó el terrestre.
—¡No, no lo hagas! —sollozó Ilonka, demudada.
Hubo un silencio. Kilgan, impávido, señalaba con
dedo rígido a la marmita hirviente.
Las burbujas estallaban ante sus ojos, en la superficie
humeante del brebaje que hervía. Darrin respiró hondo.
—¿Dudas, extranjero? —sonrió Kilgan, enigmático—.
¿Retrocedes?
—Ese líquido hierve...
—Sí, hierve. Es cierto.
—¿Debo hundirme en él... ahora?
—Justamente ahora. Es tu ocasión. Tu única ocasión.
—La única ocasión... ¿de qué?
—No preguntes. No quieras saber. Sabrás todo
después. No necesitarás preguntar entonces. Pero no vaciles más. El tiempo se
agota. Mi alquimia sería inútil si tardas... Soy tu amigo. Esperaba que
confiases en mí.
—No, Darrin —avisó Ilonka, estremecida, yendo
hacia él—. Puede no ser Kilgan. Tú sabes cómo es este mundo... Cómo es su
gente, lo que pueden hacerle ver a uno, para perderle.
—Cierto mujer. Hablas como mujer, y como tal
actúas —asintió Kilgan—. Si tu amigo falla, no le reprocharé nada. No será
falta de valor, sino de fe. Adelante, Darrin. Elige tú ahora entre la sensatez
desconfiada de tu amiga Ilonka y lo que tu sentido te dicte. Tienes mi palabra
honrada de que soy Kilgan, pero sé que eso no es suficiente. Podría engañarte;
es verdad. Azam, el príncipe guerrero de las tinieblas, podría ocupar mi puesto
y perderte para siempre. Juro por los dioses del bien que no es así, pero ello
tampoco debe bastarte. Guíate sólo por tu instinto, por tu propia fe o tu falta
de ella...
Darrin no dudó más. Avanzó otro paso. Ilonka
gritó, ocultando el rostro. Darrin saltó a la marmita, sin importarle la
ebullición humeante de su contenido.
El cuerpo musculoso chapoteó dentro del recipiente mágico. Un ronco grito convulso escapó de labios del hombre de la Tierra. Ilonka chilló, aterrada, echándose atrás, mirando la cabeza de Darrin, que se sumergía entre humo y burbujas...
—Darrin... ¡Oh Darrin, responde! Por el amor de
Dios, de nuestro Dios único y auténtico, Darrin... Dame una respuesta, dime
algo...
Ilonka dejó de gemir, de pasar sus manos
temblorosas, frías, húmedas de transpiración, sobre el cuerpo atlético del
astronauta, tendido frente a ella, inmóvil y dormido. O acaso muerto...
Hubo un prolongado silencio. Ella se mantuvo
quieta, esperando, fija su mirada en el terso rostro, apacible y en reposo.
Allá al fondo de la sala, Kilgan se sumergía en sus ritos, hablando consigo
mismo o con espíritus de la noche que sólo él era capaz de ver.
Lenta, muy lentamente, los ojos de Zoff Darrin se
abrieron.
—¡Darrin! —gimió ella, gozosa, estremecida.
Se inclinó. Hincó sus uñas en la fuerte epidermis
del hombre tendido, sobre su tórax de atleta. Besó aquellos labios, que
aparecían fríos, como yertos. Un suave, tenue calor, se extendió por todo el
cuerpo en reposo. Este vibró con algo como un soplo vital.
—Ilonka... —susurró él.
—Sí, Darrin —murmuró la joven de cabellos
rubios—. Soy yo... Te creí muerto, perdido para siempre...
—Ilonka... —Hizo una pausa, y solamente se
percibió el susurro de los exorcismos verbales de Kilgan, allá al fondo de la
estancia. Humedeció sus labios firmes y carnosos. La mirada penetrante, dura y
profunda, se hizo de nuevo entrañable y vivaz—. Estoy bien. Creo que estoy
bien...
—Darrin, te hundiste en aquel recipiente que
hervía... Gritaste, y creí que era tu fin. Luego... dejó de hervir. Saliste de
él por tu pie, como en trance..., y caíste ahí lentamente, igual que si te
durmieras o estuvieras muriendo. Hasta ahora no supe si realmente vivirías...
Ese mago sigue hablando para sí, sin explicar nada...
—Ilonka, me siento bien —murmuró él—. Muy bien...
Se incorporó, despacio. Alzó sus manos en el
aire. Firmes, fuertes como robles. Y las agitó, sorprendido. Ilonka pestañeó.
—¿Te ocurre algo?
—No... Si algo sucede, no es desagradable...
Es... es como una sensación de ingravidez. Como una claridad deslumbradora de
ideas, una facilidad pasmosa para ver, para intuir todo... Ilonka, yo... yo sé
lo que estás pensando en este momento...
—Darrin... —balbució ella, enrojeciendo levemente—.
No es posible...
—Siento que fuera precisamente eso —sonrió él—. Pero lo supe. Pensabas
en mí. No muy castamente, es verdad... Eso me halaga, Ilonka.
—Darrin, no puedes... leer los pensamientos
ajenos.
—También leo los de Kilgan —dijo él, sorprendido.
Miró al brujo—. Él está ahora pensando en el éxito de su alquimia... Él dice...
dice ahora para sí... que yo..., ¡que yo soy ahora un guerrero mágico!
—¿Qué? —dudó Ilonka.
—Una especie de... de superhombre. Un guerrero
wulko, le llaman aquí. Guerrero de soles del planeta Zor. Invencible
prácticamente... Bañado en la mezcla mágica de los sobrehumanos...
—Exacto, Darrin —sonó la voz de Kilgan ahora—.
Eso estaba pensando. Veo que lo he logrado. No fue fácil. Nunca, antes de ahora
lo intenté. Sólo nos está permitido hacerlo una vez en la vida, o nuestro poder
se nos extingue en el acto.
—Pudo... pudo haber fracasado —dijo Ilonka, con
reproche.
—Exacto. Pude haber fracasado, sí —convino
Kilgan—. Pero tenía que probarlo. Él no era apenas nadie, en este mundo de hechizos
y poderes ocultos... Y, sin embargo, yo confiaba en él. Tengo fe en él. No
debía dejar perder la oportunidad. La profecía de la espada Wakk debe
cumplirse. Ya hay un poderoso señor de otros mundos dispuesto a su conquista.
Está bañado en el hirviente líquido de los guerreros wulkos del pasado. De los
que hablan los textos históricos y proféticos de Miziam... No llegué a
conocerlos. Murieron víctimas de su propia soberbia. Pero si se obra en defensa
del bien, sin sentirse superior a nadie, se sobrevive y se es invencible...
—¿Yo soy invencible ahora? —dudó Darrin.
—Así está escrito en la alquimia de Zor. Puedes
perecer, pero si pones toda tu fe y tu afán en tu esfuerzo, nadie podrá
abatirte. Está escrito. Zoff Darrin, ojalá sea para bien lo que hice, y los
dioses estén a tu lado, para el triunfo final de la justicia sobre nuestro
pobre y sufrido mundo...
—En lo que de mí dependa, te prometo que así será
—convino Darrin, con sencillez.
Y avanzó hasta donde colgaba una espada ancha,
sólida, de maciza hoja de acero, en el muro de la vivienda de Kilgan. Tomó el
arma entre sus manos. Aferró la hoja centelleante, afilada. La dobló como si
fuese de goma suave, ante el estupor de Ilonka. Tiró el arma a sus pies, hecha
una curva.
—Magnífico, Darrin —aprobó Kilgan—. Lo logré. Te
di la fuerza superior que pretendía. Esto, Darrin, puede lograrlo acaso tu
ciencia, pero lo dudo. En cambio, nos está permitido a los brujos de Zor...
Zoff Darrin nada comentó. Inclinó la cabeza,
contemplando con pasmo el resultado de su propia hazaña. Sacudió la cabeza.
—Cuando se poseen dones así, deben utilizarse
siempre para el bien —dijo—. O uno ha de ser exterminado como un reptil
venenoso...
—En nombre de esa conciencia tuya actué así. Sé
que todo será para bien, Darrin. Mucha suerte, hijo. Ahora ve a descansar con
tu muchacha, la rubia Ilonka. Mañana, con el alba, cuando los soles asomen en
el horizonte, iniciaréis el viaje hacia Vikr, capital del pueblo muskee, al
norte de nuestro planeta...
—Sí. —Darrin rodeó con su brazo poderoso, de
guerrero wulko, los hombros de Ilonka—. Es hora ya del reposo...
—Subid —señaló una escalera—. Arriba hay
aposentos. Que la paz de los dioses benignos sea con vosotros por esta noche...
Estaba escrito, sin duda, que no había de ser
así. Porque cuando Darrin e Ilonka, estrechamente abrazados, iniciaban el
ascenso de los escalones, hacia el aposento donde debían pasar su primera noche
de vida en común, estalló la puerta de recias tablas en mil pedazos, bajo el
impacto de un tremendo ariete de metal, que desgajó la hoja, penetrando en la
estancia.
Y con el ariete, docenas y docenas de hombres de
roja piel, de rubio cabello lacio, de rostros cárdenos y furiosos. Esgrimían
armas de todo tipo, desde hachas de doble filo hasta espadas, lanzas y porras.
Invadieron la sala, atacando a Kilgan. Subieron hacia la escalera, donde Darrin
se había vuelto, poniéndose de un salto entre la horda rojiza y la rubia
Ilonka, erguido y en tensión su arrogante cuerpo, que ahora brillaba, más
musculoso que nunca, como el de un auténtico y legendario guerrero wulko del
planeta Zor...
— ¡Los zindas del Noroeste! —aulló
Kilgan—. ¡Han invadido la ciudad de Quex!...
Afuera estalló una formidable barahúnda de
alaridos, explosiones, fuego y violencia. Hasta una docena de zindas se precipitó
sobre Darrin, en tanto otro grupo numeroso acosaba a Kilgan.
Darrin actuó.
Y su modo de hacerlo dejó estupefacta a Ilonka.
Jamás hubiera imaginado que él tuviera tal modo de luchar, por mucha que fuera
la prodigiosa capacidad de los brebajes del mago Kilgan.
Darrin adelantó sus brazos. Tomó a los dos
primeros enemigos por sus cuellos, y los hizo chocar entre sí, brutalmente. Sus
cabezas crujieron como frutos maduros. Al caer, sus cráneos aparecían bañados
en sangre, sus rostros rígidos por la muerte.
Otros dos zindas volaron por los aires como
simples plumas, descargando su peso sobre los demás y derribando a varios. Las
manos de Darrin chocaron como moles de piedra, desgarrando mandíbulas con
crujido violento. Los cuerpos rojizos saltaron acá y allá, movidos por los
furibundos impulsos de aquella mole musculada que era ahora el gran guerrero
legendario creado por la alquimia de Kilgan sobre la figura humana de Darrin.
Eran como pequeñas alimañas, cercenadas por un
poder mortífero. En menos de diez segundos, la docena de zindas yacía por toda
la sala, desparramados sus cuerpos. Los demás, dejando a Kilgan, que se
defendía con una espada y un hacha, desesperadamente, corrieron a rodear al
temible guerrero enemigo que tal destrozo causaba en sus filas. Dos hachas
volaron hacia Darrin, lanzadas violentamente por las manos de los rubios
enemigos de los guerreros azules del pueblo yesah.
Darrin adelantó sus manos extendidas. Aferró al
vuelo ambas hachas. Y las disparó contra sus propietarios. Fueron dos mazazos
secos, que hendieron las cabezas respectivas, derribando los cuerpos, en un
baño sangriento.
Avanzó Darrin, causando el pavor en los
presentes. Kilgan seguía defendiendo su posición. Darrin le oyó jadear,
agobiado:
—No puedo recurrir a mis artes, Zoff... Cuando
uno practica una alquimia como la de esta noche, deja de ser poderoso durante
una fecha entera... Soy un hombre más, no un hechicero. Al menos, en estos
malditos momentos, amigo mío...
Darrin asintió, descargándole de enemigos. Sus
manos macizas se dispararon, alcanzando a varios adversarios. Los zarandeó y
estrelló contra los muros, como si fuesen monigotes sin peso ni fuerza.
Su devastadora contundencia era increíble.
Ilonka, incrédula, asistía a aquel alarde, entre dos docenas de seres armados,
incapaces de vulnerar su poder.
Los zindas, asustados, echaron a correr hacia la
calle en desbandada. Darrin les siguió. En el exterior, la masa invasora de la
ciudad de Quex era como un hormiguero. Surgían por doquier, y los azules
cuerpos de los infortunados habitantes, yacían ya por todas partes, sobre su
propia sangre.
Eso enfureció al actual superhombre. Darrin cargó
contra un alud de enemigos. Fue pavoroso verle penetrar, como un cuchillo en
manteca tierna, desgarrando filas enteras de adversarios, arrojando armas
afiladas lejos de sus dueños, triturando cabezas y abatiendo cuerpos, con sus
solas manos como armas.
Gritos agudos, supersticiosos, corrieron por
doquier. La desbandada se iniciaba. Pero no abandonarían la ciudad. Eran
demasiados para hacer tal cosa. Sencillamente, huían de su temible enemigo,
aquel ser invencible y virulento llamado Zoff Darrin.
Inesperadamente, Darrin captó un grito agudo a
sus espaldas:
—¡Zoff, socorro! ¡Ayúdame, por Dios...!
Se volvió, rotundo, decidido. Corrió de nuevo a
la entrada de la casa de Kilgan.
Ya era tarde.
Se llevaban a Ilonka. Entre una media docena de
guerreros rojos. Al menos dos docenas de ellos apretaban filas, lanza en ristre
delante de ella y de Kilgan, que era también llevado en volandas, sangrante e
inerte, y cerraban el paso a Darrin.
Pese a ello, Zoff corrió directamente hacia el
grupo. Dobló las primeras lanzas, recibió en su cuerpo impactos de lanza que no
lograron producirle sino rasguños en una piel que parecía acero embadurnado de
grasa, ya que resbalaban las puntas de metal afilado sobre él, sin dañarle, y
así fue abriéndose paso entre la masa de combatientes. Pero éstos eran
demasiado. E Ilonka y Kilgan estaban cada vez más lejos.
Vio caballos unicornios de crin rayada, que
coceaban, impacientes, formando grupos nutridos. Jinetes de piel cárdena y pelo
rubio, subieron a lomos de ellos. Ilonka y el mago, en su poder aún. Darrin
hizo un esfuerzo supremo. Pero inútil, porque logró abatir la última fila de
guerreros de piel cobriza... para enfrentarse a otra masa que brotó de una
calleja vecina con sus armas tintas en sangre yesah, cerrándole el acceso a los
animales, lanzados ya al galope.
—¡Ilonka, no! —aulló el superguerrero con rabia,
con impotente poder—. ¡Ilonka, Kilgan, esperad! ¡No pueden arrancaros de aquí,
dejarme solo en este maldito mundo que no conozco! ¡Ilonka!...
El grito agudo de ella se perdió en la lejanía,
entre redoble de patas sin herrar, duras y rápidas, y relinchos de extrañas
cabalgaduras de la fauna sorprendente de Zor.
El guerrero sobrehumano luchaba y luchaba, pero
le era imposible ir más de prisa que unas monturas. Cuando llegó a los límites
de la ciudad de Quex, ya las cabalgaduras, sus jinetes y los dos seres
raptados, estaban lejos, muy lejos, imposibles de ver en el oscuro horizonte,
allá bajo las nubladas lunas de la torva noche de Zor.
Regresó lenta, cansadamente, a la ciudad yesah.
Había muchas víctimas en sus calles, pero esta vez de ambos bandos. Y los
zindas se habían retirado en fuga, al reagruparse los azules yaseh, espoleados
por la acción devastadora de Darrin.
Un clamor de triunfo, gritos y hurras al héroe,
en el sonido gutural del lenguaje yaseh, acogieron su lento, vencido caminar.
Ni siquiera les miró o agradeció aquellas colectivas muestras de júbilo y entusiasmo.
—¿De qué me sirve ser invencible, si no puedo ser
raudo como el viento y demoledor como la tempestad? —masculló para sí, furioso.
Los gritos ininteligibles se repetían en torno
suyo. Pero ahora entendía todo cuanto ellos hablaban. Leía pensamientos, sabía
lo que quería decir cada sílaba de su lenguaje. Era otro de sus actuales
poderes. Se lo debía a Kilgan todo. Y no podía hacer nada por él. Ni siquiera
sabía adónde se lo habrían llevado, junto con Ilonka, o cuál sería el destino
de ambos prisioneros. Ni si vivían aún...
Anonadado, furioso, vencido, se dejó caer en una esquina, sentándose en un poyo de piedra, sin hacer caso al clamor popular del pueblo de piel azul, que le aclamaba ya como a su líder indiscutible, su caudillo supremo.
Muchos soles y muchas lunas vieron el caminar
lento e impávido del guerrero.
El hombre convertido en luchador, en combatiente
sobrehumano, avanzaba inexorablemente, incansable, inabordable por la fatiga o
el desaliento.
Era una lenta lucha, acaso por algo ya perdido,
como eran las vidas de los cautivos de los soldados violentos del pueblo zinda.
Pero era una lucha. Y aunque todo se hubiera perdido ya, quedaba la venganza.
Y la venganza era un placer demasiado grande y
apetecible para renunciar a él. Deseaba devolver golpe por golpe a los eternos
invasores, a los bárbaros guerreros del Norte, ávidos de conquista, de sangre,
de odio y de muerte.
Viajaba solo. Solo, con aquel caballo unicornio,
de crin rayada, de pelo hirsuto, de fuertes patas veloces.
Con el caballo extraño de Zor, atravesó los
yermos y los páramos, los bosques y los pantanos, las montañas y los lagos de
extraña agua verde oscura, salobre y espesa.
Siempre hacia el Norte. Siempre en la misma
inmutable dirección. Siempre adelante, siempre moviéndose bajo los soles y
lunas del planeta, en los días ardientes y en las noches frías. Arrancando
alimentos del suelo fértil o cazando animales comestibles cuando pisaba lo
estéril.
Como si conociera de siglos aquel mundo extraño y
hostil. Sin inquietarse por nada, sin sentir dolor ni fatiga, hambre ni sed.
Solamente como un coloso. Moviéndose, moviéndose siempre, jornada a jornada,
trecho a trecho. Cada vez más cerca de su objetivo...
Finalmente, una cadena montañosa, áspera y llena
de bosques, cerró el horizonte ante él. Un suelo pantanoso, de líquenes y
musgos abundantes, con olor a humedad y a moho, le dificultó en su implacable
avance.
El siguió adelante. Moviéndose siempre, pese a
las dificultades del terreno. Se cruzó con estacas clavadas en la tierra. Y en
ellas, rematándolas, cabezas descarnadas, esqueletos de animales y de
humanoides. La bárbara presencia de guerreros sanguinarios era evidente. Aquél
era el aviso.
Estaba entrando en tierras del Norte. En
territorio zinda.
No se arredró por ello. No se volvió atrás.
Siguió cabalgando, moviéndose hacia el interior, a través de los bosques de
arboledas grises y torvas, de senderos perdidos entre hierbajos parduzcos, sin
clorofila, sin verdor alguno.
Zoff Darrin escudriñó la distancia. Si alguien le
hubiera visto en esos momentos a lomos de un animal extraño, brillando al sol
su pelo rubio oscuro, bronceada la figura hasta adquirir una tonalidad intensa,
causada por los fuertes soles y las lunas, que curtían su cuerpo semidesnudo,
alto y poderoso, más atlético y nervudo que nunca.
Darrin siguió adelante cuando descubrió los
primeros indicios de la ciudad. La gran ciudad salvaje de los zindas, con sus
empalizadas y sus troneras, sus atalayas y sus torres de troncos y madera.
Pueblo invasor y violento. Pueblo de guerreros y
conquistadores. Más allá, las brumas del Norte ocultaban los mares boreales. Se
lo habían dicho gentes de los caminos, y él había entendido el lenguaje de los
nómadas. Allá, en esos mares, encontraría al pueblo más norteño. A los muskees. Y con ellos,
la espada.
Pero antes estaban los zindas. Y posiblemente
Ilonka. Y Kilgan el Mago...
Tal vez estaban muertos los dos. Tal vez. Pero
ellos pagarían esas muertes. Con mil vidas o más. Darrin, el guerrero
invencible, estaba allí ahora. Iba a ajustar cuentas. Nadie podría impedírselo.
Ni tan siquiera la barbarie feroz de los zindas, guerreros y aniquiladores.
Ni aun ellos...
Se detuvo a la puerta de la empalizada. Entraban
gentes con pieles y productos para la venta o el cambio. Era día de mercado en
la ciudad zinda. Buen pretexto para entrar sin ser advertido. Cierto que los
zindas habrían hablado ya del poderoso guerrero de piel de bronce, llegado de
otros mundos y a quien era imposible vencer. Pero, ¿quién pensaría que ese
hombre fantástico podía estar allí ya?
Ellos eran también altos y fuertes, aunque no
tanto como él. Darrin se encorvó, y cubrió su corpachón musculoso con pieles
hurtadas de un carromato tirado por bueyes blancos, de cornamenta como los
ciervos, aunque brillante y blanca.
Entró en la ciudad, mezclado con muchos
mercaderes zindas. Se confundió entre los puestos y tenderetes. Le ofrecían
cosas diversas, le reclamaban los vendedores, y a todos respondía
negativamente, haciendo ver, por señas, que era mudo por completo. Entendía
bien cuanto le decían. Para eso servían ahora sus dotes mágicas de lector de
ajenos pensamientos, pero eso era todo. Él no podía hablar la lengua de ninguno
de ellos, porque la desconocía en absoluto.
Se detuvo frente a una gran explanada llena de
vendedores. En medio había un estrado de troncos, y encima de él, luchaban
furiosamente dos zindas entre sí, con armas primero, desnudas sus manos luego,
al desarmarse mutuamente.
Los cuerpos rojos, sudorosos, goteaban sangre por
mil heridas. Siguieron luchando ferozmente. Se mordieron y arañaron hasta
aniquilarse mutuamente. Cuando cayeron, extenuados, el que tenía más fuerzas
recuperó su cuchillo sangrante, cortó la cabeza del enemigo, la exhibió como un
trofeo horrendo, y luego se desplomó, también vencido por su fatiga.
Subieron otros luchadores luego para continuar la
bárbara diversión. Aquel deporte salvaje animaba a curiosos, compradores y
vendedores, que formaban corro y apostaban entre sí monedas y mercancías.
Darrin contempló la escena, perplejo, pero inexpresivo. Rodeando a cuantos
presenciaban la pugna, se encaminó a un mesón donde servían bebidas y
alimentos.
Comió y bebió algo. Luego, pagó con unas monedas
hurtadas en el mercado poco antes. Regresó a la explanada, lentamente.
Las luchas habían terminado. Ahora un alto y
fuerte zinda, con larga barba rizosa, dorada, anunciaba algo a voces. Los demás
aclamaban, jubilosos. El anunciador, pisoteando sin inmutarse la sangre de los
vencidos, mientras retiraban cadáveres y cabezas cortadas, siguió su retahíla.
Darrin no entendía aquella lengua, pero se
concentró en los pensamientos del anunciador. Sufrió una terrible convulsión.
¡Iban a ejecutar públicamente a un hechicero del
Sur!
Recordó a Kilgan. Sí, era él, sin duda. No
mencionaron nada en absoluto sobre ella, Ilonka. La gente berreó, feliz, al
saber que iban a darles el goce inesperado de una ejecución pública.
Darrin respiró hondo. Su torso se hinchó, bajo
las pieles. Apretó los puños. Esperó, la vista fija en la plataforma
sangrienta.
Trajeron al reo.
Era Kilgan, sí. Desaseado, triste, abatido, con
su melena blanca rapada, semidesnudo, azotado, sangrante, débil, cojeando
ostensiblemente, zarandeado, escupido y golpeado por una horda de jovenzuelos
zindas, ávidos de ser algún día tan bestiales y crueles como sus mayores.
Esperó Darrin. Tranquilo frío sereno. La vista
penetrante, fija en el reo a muerte. Subió a la plataforma el que, sin duda,
iba a ser el verdugo. Darrin apretó sus labios en un rictus de ira.
De no haber estado él allí, tan
providencialmente, la suerte de Kilgan no sería por cierto muy envidiable. El
verdugo iba a utilizar un modo de muerte realmente estremecedor y doloroso.
Su mano empuñaba férreamente un instrumento
auténticamente medieval en la Tierra. Muy similar a viejas armas de tortura. Un
mango de fuerte fibra, una cadena... y en su extremidad, en vez de una esfera
de hierro con pinchos, una especie de rastrillo o peine de hierro, con seis
púas curvas, afiladas, punzantes.
Cada golpe de aquella arma llenaría de profundos
zarpazos la piel de la víctima, hasta desgarrarla totalmente, con lentitud
trágica y dolorosa, haciendo del cuerpo un auténtico guiñapo sangrante.
Kilgan fue puesto de rodillas ante el verdugo.
Sus manos, atadas a la espalda, nada podrían hacer por impedir la cruel tortura
hasta la muerte. Hubo gritos entusiastas en la plaza. Darrin tensó sus
músculos. Pidió mentalmente a todos los dioses del planeta Zor que no fallaran
sus pretendidas fuerzas de superhombre en la actualidad. No ahora, por cierto.
Hubo un silencio. Se apagaron los murmullos. El
verdugo rio, inclinándose sobre Kilgan. Levantó el arma para empezar a
descargarla sobre la víctima... Darrin saltó al estrado de madera entonces.
Fue como un enorme felino, en un brinco elástico
y poderoso. Pisó con fuerza las tablas ensangrentadas del estrado de juegos
brutales. Cayó junto al verdugo. Kilgan le miró, aturdido, débil, incrédulo
casi.
—¡Zoff Darrin! —gritó con voz ahogada.
Darrin no respondió al mago. En vez de eso, cayó
sobre el verdugo. Le bastó eludir el impacto del arma afilada, dirigida ahora a
él. Tras un momento de estupor, la multitud había empezado a rugir,
presintiendo un número no previsto tampoco en el programa.
Darrin arrancó al verdugo el arma, apenas silbó
ésta en el aire, rozándole sin causarle el menor rasguño. Luego, con ella en su
mano poderosa, la descargó una sola vez contra el zinda. Este sufrió el impacto
más brutal y tremendo que jamás imaginara nadie.
En vez de mostrar seis surcos sangrantes en su
rostro y tórax, aquél y éste aparecieron hendidos como por seis hachazos
profundos. Cayó al suelo, entre un baño escarlata, con un estertor horrible en
los destrozados labios.
El estupor dejó inmóvil a todos. Nunca nadie vio
manejar aquella arma con tal fuerza que pudiera, virtualmente, partir a trozos
a un ser humano, con seis tajos desgarradores. Ahora lo habían visto todos.
Hubo un clamor de ira por aquel desenlace
inesperado. Saltaron varios zindas, fuertes y poderosos, al estrado de
ejecuciones. Darrin cargó contra ellos con el arma.
Seis cabezas quedaron trituradas por el golpe
repetido y vertiginoso, que alcanzó a otros tantos hombres, lanzando sus
cuerpos convulsos contra la multitud.
Alguien arrojó contra Darrin una poderosa hacha
de dos filos, enorme y demoledora.
La paró con el arma de pinchos, en el aire, y
volteó, devolviéndola contra la multitud. Un mozalbete gritón y feroz, se
cubrió la cara hendida, cayendo entre espasmos. La gente, excitada ya, se
apresuró a correr hacia el estrado. Era una multitud, dispuesta a machacar
virtualmente al guerrero solitario, que con su corpachón increíblemente
atlético incluso para aquella fuerte raza nórdica, cubría al estremecido Kilgan
para evitarle cualquier herida mortal, entre él, el cadáver del verdugo, y el
tronco voluminoso que emergía de un ángulo del recuadro de la plataforma, y
donde acostumbraban a clavar la cabeza decapitada los combatientes feroces de
antes.
Zoff Darrin los esperó a todos a pie firme.
Luego, su cuerpo se tornó un vertiginoso torbellino de golpes, de impactos, de
patadas, de rodillazos, de secos puñetazos y virulentos mazazos del arma de
hierro.
Parecía imposible, pero un cerco de cuerpos
sangrantes le rodeó pronto. Arrojaron sobre él lanzas y espadas. Rebotaron en
sus brazos, sin herirle apenas, y se clavaban en torno, como si algo sobrenatural
le protegiera.
Cuando hubo aniquilado al menos a la tercera
decena de enemigos, un silencio impresionante se hizo en el mercado. La gente
retrocedió ante él. Alguien dijo unas palabras, y éstas fueron repetidas de
boca en boca.
—Dicen que eres un dios —habló roncamente Kilgan—.
No entienden tu poder...
Darrin no dijo nada. En vez de eso, arrojó al
suelo el arma de hierro. Elevó sus brazos al aire, lanzando un grito fuerte y
estridente de desafío. Todos retrocedieron, asustados ante aquella bárbara
estampa de poder y de fuerza. Sangre enemiga salpicaba el cuerpo brillante,
musculoso, atlético y magnífico.
Lenta, calladamente, las gentes se postraron ante
él, inclinando sus cabezas. Hubo una insólita y medrosa paz en torno, haciendo
enmudecer a los feroces zindas, por vez primera domeñados. Y por un solo
hombre.
—Es el gran guerrero wulko que resucitó —dijo
lentamente la voz de Kilgan a la multitud—. El superhombre que va a conquistar
la espada Wakk en Vikr, la capital del Norte. Nada ni nadie puede detenerle,
zindas. Ya lo visteis vosotros mismos.
Siguió el silencio. Darrin cortó las ligaduras
del mago. Nadie se opuso a ello. Ni tampoco a que bajaran del estado. Se
movieron hacia la cantina. Los ojos les siguieron, incrédulos.
—¿Dónde está Ilonka? —preguntó Darrin, cortante.
—No lo sé —musitó Kilgan—. Se la llevaron.
—¿Quiénes?
—Los muskees.
—¿Qué? —pestañeó Darrin—. ¿Los guerreros de pelo
plateado, los nórdicos?
—Eso es. Ellos tienen a Ilonka. No sé ya si
viva... o muerta.
—¿Cómo ocurrió? Vosotros dos fuisteis hechos
prisioneros a la vez...
—Sí. Eso sucedió en Quex aquella noche, Darrin
—suspiró el mago—. Nos trajeron aquí pensando ejecutarnos o vendernos como
esclavos, no sé aún. Ella pronto fue solicitada por unos viajeros muskees.
Pagaron mucho por ella. Se la llevaron en uno de sus malditos barcos, a través
del mar Tenebroso del Norte, hacia la tierra boreal donde se alza Vikr, su
capital.
—¿Para qué pueden querer a Ilonka los muskees?
¿Cuáles son sus costumbres, Kilgan?
Se acomodaron en una mesa. Todos les miraban,
respetuosos, amedrentados. Unos cantineros acudieron a servirles. El respeto
era auténtico temor supersticioso.
—No acostumbran a querer mujeres de otras razas.
Ellos se consideran más hermosos que nadie. Me sorprendió su interés por ella.
Luego pensé...
—¿Qué?
—No, nada. Prefiero no insistir en esa idea.
Sería demasiado horrible.
—Adelante, Kilgan. Dime lo que sea, por malo que
resulte.
—Después de lo de Karin, me horroriza pensar
que...
—Termina de una vez. ¿Qué temes?
—Que aquellos muskees fuesen servidores de Azam,
el príncipe guerrero del mal.
—¿Azam?
—Sí. El protegido de los dioses del mal. Mago y
guerrero de gran poder. Ya te dije que su pueblo predilecto es el feroz y
perverso pueblo muskee. A ellos donó la espada Wakk. Y ante esa espada, muchas veces, Azam
realiza sacrificios, hundiendo la gran espada en el corazón de las víctimas
elegidas para satisfacer a la diosa Galea, a Kloo, Muerte de las tinieblas, y a
Krah, el dios de las Sombras Malignas.
—Cielos... —tembló Darrin—. ¿Eso puede suceder en
Vikr?
—Eso puede suceder allí, si hay algún rito
especial que yo ignoro. Es la única explicación al interés muskee por Ilonka.
—¿Podemos llegar a tiempo de salvarla?
—No puedo saberlo. Tendremos que ir por medios
normales. Yo... yo perdí mis atribuciones de mago...
—Empezaba a sospecharlo así; en cuanto te vi
prisionero, incapaz de defenderte o de huir de esta ciudad... temí que ése
fuera el caso. ¿Cómo ocurrió?
—Recuerda que debilité mi poder en Quex, aquella
noche, con los ritos de alquimia para convertirte en un invencible guerrero
wulko. Lo logré a costa de mi debilidad mágica. Y entonces me sorprendieron, apresándome. Supieron
quién era, se dieron cuenta de mi situación... y me raptaron, dándome un
brebaje, una poción mágica de sus hechiceros. No es difícil, sorprendiendo a un
brujo en postración, reducirle a la impotencia de modo definitivo o poco menos.
Basta esa pócima... y cortar hasta el último cabello.
—No lo entiendo muy bien, pero imagino que así
son las cosas de la magia —refunfuñó Darrin, ceñudo. Miró a la calle, donde aún
las gentes le contemplaban con asustada adoración—. Siento que por mi culpa le
suceda eso, Kilgan. Pero ya que nada puedo hacer para remediar ese mal, deja
que vaya ahora a Vikr, a tratar de obtener la espada... y a rescatar a Ilonka,
si ello es posible aún.
—Iré contigo.
—¿Tú? —dudó Darrin—. No siendo un mago, poco
podrás hacer...
—Pero conozco Vikr, conozco a los muskees, y sé
cosas que pueden serte muy útiles en esas tierras del Norte. También sería
posible que, si vencieras a Azam, alcanzando la espada, tu propio poder me
devolviese las atribuciones superiores que yo perdí. Debo intentarlo cuando
menos. Tampoco seré para ti un estorbo, Darrin.
—Claro que no, Kilgan —apoyó una fuerte mano en
el hombro del mago, con energía—. Desde que llegamos a este planeta has sido mi
primer y único amigo. Iremos juntos a la capital del Norte. ¿Crees que
obtendremos una embarcación para ese viaje?
—Estoy seguro de ello, Darrin. Esta gente, de por sí tan hostil y violenta, está a tu servicio. Te temen y te adoran como a un dios. Aprovecha esa autoridad y exige que te den cuanto necesitas. No creo que te lo nieguen.
Kilgan tuvo razón.
No hubo dificultades. Los zindas, atemorizados y
respetuosos con el poderoso guerrero llegado de otros mundos, pusieron a su
disposición cuanto tenían.
Una pequeña embarcación movida a vela, se adentró
en el mar Tenebroso, océano de oscuras y procelosas aguas, movido por vientos
huracanados y gélidos. A su impulso, la nave se movió hacia el punto más
septentrional hendiendo las aguas sombrías de aquel mar ignoto.
—Si los vientos siguen soplando así, alcanzaremos
Vikr en pocas jornadas de navegación —dijo Kilgan, risueño. Miró al cielo
encapotado, lúgubre—. Y parece que así será, aunque por el camino nos
sorprenda alguna tempestad... Son frecuentes en estas latitudes...
También en eso estuvo acertado. El conocía bien
aquel planeta.
El temporal estalló al caer la noche. Una noche
oscura, sin lunas de viento ululante, enfurecido y relampagueos lívidos de un
matiz azul intenso, allá en los cielos atormentados del Norte. Temblaba todo el
maderamen de la embarcación a vela, sacudido por los estruendos de la
tempestad.
Pero salvaron con acierto el nuevo escollo que
les oponía la violenta naturaleza local, y un día apacible y sereno, aunque con
fresca brisa favorable, siguió a la tempestuosa noche en el oscuro mar.
Todo parecía sonreírles hasta entonces. Sólo que
Darrin no se fiaba. Sabía que se enfrentaba a algo más que simples guerreros y
pueblos feroces. Su lucha era contra poderes de las tinieblas, contra
hechicerías y brujos de un planeta en el que la única ciencia era la magia, y
donde los dioses y los semidioses del Mal, eran tan abundantes como fuertes.
Cuando avistaron las costas y en ellas las edificaciones
multicolores y extrañas de Vikr, la capital del Norte, supo Darrin que llegaban
al momento supremo de su aventura insólita en los lejanos astros del universo.
Acaso al instante en que la vida y la muerte
dependían de muy poca cosa. De algo insignificante y, desde luego,
desconocido...
Vikr, la capital del Norte. El centro
de los muskees, esbeltos, pálidos y de pelo plateado y rizoso. Ojos glaucos
casi, facciones amorfas y rosadas. Extraños, fríos, distantes, crueles y
graves.
Así le pareció a Darrin aquel extraño
pueblo nórdico, de capital brillante de color, acaso como contraste en medio de
hielos, campos grisáceos y cielos nubosos y tristes. Casas policromadas, de un
material liviano, parecido al mimbre, pero dotado de poder calorífero. Las
bebidas eran fuertes y ásperas, la comida picante y pesada.
Había viajeros de muchas latitudes de
Zor. Por ello pasaron desapercibidos ambos, al mezclarse con los viajeros, en
el distrito comercial, cercano a los muelles del mar Tenebroso. Abundaban los alojamientos
y figones. La gente hablaba poco, utilizando una rara lengua seca, acerada,
inexpresiva.
—Me desagrada este ambiente —dijo Kilgan.
—También a mí. Además, me preocupa.
—Te entiendo —suspiró el mago—. Se respira el
peligro.
—Sí. La gente mira de modo raro, inquietante.
Parece leer los pensamientos.
—Pero tú eres el único capaz de ello. ¿Qué
conclusiones sacas?
—Están en fiestas. O en vísperas de ellas.
Esperan algo grande, sin duda.
—Ojalá no sea lo que me temo.
—¿El sacrificio?
—Las Fiestas del Mal. El aniversario del poder
supremo del odio y el exterminio, concedido por la diosa Galea a su predilecto,
el príncipe guerrero Azam. Es lo mismo. En fechas así, hay sacrificios. Más de
uno. Como mínimo una mujer, un hombre, un niño y un animal macho y otro hembra.
Es el ritual.
—Una mujer... Podría ser Ilonka.
—Sí, podría ser ella. ¿Qué piensas hacer, Darrin?
—Aún no lo sé. Pero no me quedaré cruzado de
brazos.
—Cuidado. Esta gente no son los yesah o los
zinda. No creen en otra divinidad que no sea la de Galea y su amado protegido,
Azam. No te aceptarán por superior, ni aunque aplastes a cien o a mil de ellos.
Seguirán atacándote, hasta destruirte. No eres invulnerable, Darrin. Solamente
poderoso en grado sobrehumano. Pero todo tiene su límite. Incluso tú.
—De todos modos, debo arriesgarlo todo. Aún
puedes irte de Vikr, Kilgan.
—No lo haría por nada del mundo, amigo mío
—sonrió el mago, meneando negativamente su rapada cabeza—. No te dejaré solo en
esto.
—Lo sabía —suspiró Darrin, con una sonrisa de
amistad y fraternidad—. ¿Dónde está el lugar de sacrificios?
—Naturalmente, donde está la espada.
—Y ese lugar es...
—La Cumbre Negra —informó con un estremecimiento
Kilgan.
—¿Qué es la Cumbre Negra?
—El centro mismo del mal sobre el planeta Zor.
Una montaña cercana a Vikr. Su acceso lo guardan toda clase de criaturas
horribles y de exorcismos atroces. Quien se atreva a subir sus laderas, hacia
el altar de la espada, no sabe lo que hace y... ¡Eh, cuidado!
Se inclinaron. Un personaje acababa de entrar en
la cantina donde comían. Miró en torno. Luego, adhirió algo a un muro. La gente
se agolpó a leer el mensaje escrito con raros caracteres. El extraño en el
figón volvió a salir. Darrin había observado que era diferente a los demás.
Vestía una negra armadura con yelmo. Llevaba espada negra, y negro era su
mechón de plumas en el yelmo. Había vislumbrado apenas un rostro diabólico,
amarillo y cruel.
—¿Quién era? —musitó.
—Un servidor de la escolta personal de Azam, el
príncipe guerrero de las tinieblas —explicó roncamente Kilgan—. Una raza
extraña y casi extinguida, de feroces aniquiladores. Su cuerpo es casi animal,
cubierto de vello amarillento. Su armadura es el uniforme de la guardia de Azam...
—¿Sabrás leer lo que puso ahí?
—Si es lenguaje muskee vulgar, sí.
Se acercó al cartel. Leyó. Cuando volvió a la
mesa estaba lívido. Darrin le miró, con sorpresa.
—¿Ocurre algo? —indagó.
—Lo peor —siseó él ahogadamente—. Estaba en lo
cierto. Es la fiesta negra de Azam. Hay sacrificios mañana. En la Cumbre Negra.
—Bien, eso lo temíamos ya. No debemos
impresionarnos por ello. Tal vez sea la forma de que Ilonka esté aún viva...
—Sí, ¿y de qué servirá eso? ¿De qué servirá
también de que, disimuladamente, puedas salvar la guardia mañana, y subir con
la multitud a la Cumbre Negra sin ser molestado? Una vez allí, nada podrás
contra Azam.
—¿Por qué? Creí que el ser ahora un guerrero
wulko, un superdotado físicamente, me serviría de algo...
—No en este caso —señaló el cartel—. Lo dice
allí, Darrin. Azam se trae, para esta celebración, a su siervo leal e
invencible. ¡A Reptok, el monstruo mutante de las mil formas, que será quien
realice los sacrificios horrendos de mañana!...
—Reptok... El que destruyó a Karin... —recordó
Zoff, con ojos centelleantes.
—Sí, pero no pienses en la revancha. Reptok es un
ente sobrehumano y supernatural. Mitad bestia, mitad hombre. Dotado de la
facultad de cambiar de aspecto, de convertirse en lo que desee, de
multiplicarse, de adquirir la fuerza de un ejército... No tienes nada a hacer
frente a él, Darrin. Se perdió la batalla. Ilonka no podrá ser salvada. Ni tú
obtendrás a tiempo esa espada...
Zoff Darrin puso un gesto duro, diamantino.
—Eso está aún por ver —dijo con frialdad—. Pese a
todo, Kilgan, voy a intentarlo...
—¡No, no lo hagas!
—Mañana lo verás. Para bien o para mal lo haré.
Lo hizo.
Ocurrió en la misma cima de la Cumbre
Negra. Ante el espantoso altar de sacrificios, rodeado de picachos helados, en
medio del gélido viento del Norte que azotaba la altura, agitando las negras
ropas de Azam, príncipe guerrero del odio y de las tinieblas.
Azam, todo él de piel negra, oscura,
pero sin facciones como los negros terrestres, sino sorprendentemente delgado,
de afilada nariz, de ojos cárdenos, de boca delgada y prieta. Una máscara de
crueldad en ébano vivo, dentro de un uniforme de metal, también negro intenso.
Su casco plateado, lucía los signos cabalísticos del mal.
Hizo la invocación, ante la multitud
muskee, apiñada en torno, medrosa e impresionada ante su príncipe de la
oscuridad, señor del mal y del odio.
Luego, dio paso a Reptok.
Reptok era horrible. Al menos en su
forma primitiva, tal como surgió en la boca de una cavidad negra, sin luces, acercándose
a la enorme piedra oval en donde yacían varios seres muskees y de otras razas,
esperando el sacrificio. Ilonka, la rubia, asustada, débil y vencida Ilonka,
entre ellos...
Reptok miembro de una fauna semihumana,
extinguida ya por fortuna en los pantanosos dédalos del Sur del planeta, según
contara Kilgan, era un monstruo alucinante.
Cuerpo de hombre, piernas gelatinosas y fofas,
que se arrastraban por el suelo, zarpas velludas como manos, rostro alargado,
oval, deforme, sin cabellos, con ojos inexistentes, en una faz ciega,
abominable, blanda y abultada en la que vibraban dos antenas similares a las de
las hormigas terrestres.
Babeaba, arrastrándose hacia sus víctimas. Por el
camino hizo tres o cuatro mutaciones, desde reptil o bestia enorme, de color
rojo, regresando al fin a su forma natural. La gente hizo un movimiento de
retroceso instintivo. Hasta los muskee temían al espantoso ser, auxiliar
predilecto del príncipe Azam...
Allá al fondo hincada en un peñasco, estaba la
espada. Era grande, enorme, difícil de sujetar incluso con dos manos. Brillaba,
como oro y plata aunque era el metal precioso de Zor, el argal, y el acero de
rara aleación de su enorme, ancha, afilada hoja. Su modo de penetrar en el
peñasco, resultaba un enigma. Pero allí estaba, vertical y hermosa. Como un
símbolo de poder indestructible.
Zoff Darrin estaba confundido entre la multitud.
También Kilgan. Zoff mantenía sus ojos fijos en Ilonka o en la espada. Una
mirada a Reptok le bastó. Con un escalofrío, reconoció que era un enemigo
temible. Sobre todo, cuando le vio desdoblarse, a la vista de todos, en siete
monstruos idénticos, volviendo luego a fundirse en uno solo.
Emitió un aullido atroz, inhumano, bestial, de
goce y placer, ante las víctimas. Se hizo otra mutación en él. Reptok se
convirtió en un altísimo antropoide viscoso, sin vello en el blando cuerpo.
Saltó sobre la primera víctima, un hombre muskee.
Fue horrible.
Su boca deforme, babeante, se tragó la cabeza del
sacrificado. Devoró con fruición aquella parte del cuerpo. Desgarró el resto,
tirándolo al vacío negro de la sima. Hubo alaridos de complacencia y admiración
para Reptok.
Junto a la espada, el príncipe Azam mantenía
erguida su negra y alta figura de siniestra sombra en las tinieblas. Reptok se
acercó hacia otra víctima. La segunda en el sacrificio masivo.
Ilonka.
Era ella la elegida ahora. Reptok la contempló,
jadeando bestialmente, recuperada su forma original. Darrin se dispuso a
actuar.
Ilonka gritó, contemplando aquella masa
abominable que se aproximaba hacia ella, reptando como una alimaña hambrienta.
Las antenas vibraban excitadas, con la proximidad de la hermosa víctima rubia.
Zoff Darrin estaba cerca de la plataforma,
mezclado entre los muskees. Pero no cometió el error que podía preverse. No
saltó hacia Reptok, el monstruo... sino hacia Azam, señor de las tinieblas.
Hubo un clamor, un grito colectivo de asombro,
cuando aquel hombre, aquel desconocido, brincó hacia Azam, convertido en un
manojo de músculos y tendones en febril actividad.
Azam, con estupor, contempló al hombre que
parecía disponerse a agredirle.
—¡Reptok, a él! —gritó en su lengua. Y Darrin le
entendió porque ahora Darrin podía leer los ajenos pensamientos.
Pero tampoco había caído sobre Azam. Ni lo
intentó siquiera.
Hizo lo más simple, lo que ni siquiera Kilgan
hubiera podido prever. Se precipitó sobre la roca en que se hundía la espada.
Azam, de momento, no había previsto tal cosa, pese a sus mágicos poderes.
Además, ¿quién podía imaginar que aquel hombre semidesnudo, con aire de
guerrero olvidado, podía ser el personaje llegado de mundos lejanos, el que la
profecía de la espada señalaba para el prodigio?
Cuando lo supieron era tarde.
Darrin, con increíble sencillez, había empuñado
la enorme espada entre sus manos crispadas. Había tirado de ella, convencido de
que no se movería una sola pulgada.
Se equivocó.
La espada Wakk, o espada de los Justos, estaba en
sus manos. Centelleó, como un rayo, deslumbrando a todos cuando la alzó.
—¡Darrin! —chilló Ilonka, demudada. Le contempló
desde la piedra de sacrificios—. ¡No es posible que seas tú...!
Darrin enarboló la espada. Ocurrieron cosas inconcebibles, inesperadas hasta para él...
La espada, como una inmensa cruz de fulgor
centelleante, que cegaba, hizo retroceder tambaleante, al príncipe guerrero de
las Tinieblas, que gritó roncamente, amedrentado. En cuanto a Reptok, que se
deslizaba ya veloz contra Darrin, recibió contra su cuerpo blando y adiposo, el
impacto formidable de aquel espadón.
Hendido en dos, el espantoso mutante trató de
convertirse en un doble Reptok. Se formaron rápidamente dos seres iguales,
monstruosos... y Darrin, movido por un impulso superior, por una voz inaudible
que le guiaba, descargó dos golpes de espada.
Ahora, contra las antenas vibrátiles de ambos
monstruos desdoblados. Ocurrió lo imprevisible. Brotaron chorros lechosos de
aquellas antenas mutiladas. Y Reptok dejó de ser un doble cuerpo para volver a
ser dos mitades de uno mismo. Dos mitades que se agitaban en espasmos de
muerte.
Azam, con un grito exasperado, se irguió hacia la
negra noche, elevando sus brazos al cielo nuboso. Un grito de Kilgan llegó
hasta Darrin:
—¡Cuidado, Zoff! ¡Azam trata de invocar a los
dioses de la Noche contra ti!
Darrin no sabía cómo luchar contra el poderoso
príncipe, predilecto de los dioses nefastos del planeta Zor, pero ese mismo
impulso misterioso que moviera sus actos contra Reptok, le lanzó ahora en
dirección a Azam... y de un tajo formidable, segó sus dos brazos, dejándole mutilado
hasta los codos.
La sangre que brotó de Azam era oscura como su
propia piel. El alarido del príncipe guerrero fue ahora sordo, casi como un
estertor. Sus manos, al tocar la piedra negra de la cima, se convirtieron en
humo espeso y oscuro, que se elevó al cielo...
E igual le ocurrió al cuerpo todo de Azam,
disolviéndose lentamente, como una materia humeante, que se perdía en las
alturas, sin dejar abajo nada más que unas cenizas oscuras, irreconocibles.
Los muskees retrocedían con horror. De la espada
de Darrin brotaba una luz cegadora, un rayo en cruz, que alcanzaba a todos
cegándolos, asustándoles. Kilgan saltó a la plataforma, junto a Darrin.
—Vuelvo a recuperar mis facultades —jadeó
Kilgan—. La espada... hizo el prodigio... Todos te veneran ya. Es la espada,
Darrin. Esa espada tenía un secreto, ahora lo veo. Pero no podía saberlo, ni
aun siendo mago... Es el arma única contra los brujos del mal, contra los
genios maléficos de este planeta...
—Lo presentía. Algo me lo dijo aquí dentro...
Tenía que tomar la espada, no atacar a nadie previamente, o sería destruido...
—Darrin, mi vida... —sollozó Ilonka,
incorporándose y corriendo hacia él—. Esta vez sí que temí lo peor. . Nunca
pensé volver a verte...
—Aquí me tienes, sin embargo —sonrió él—. He
llegado a tiempo. Y, por lo que veo, con esta espada en mis manos, no hay nada
que temer. Hemos vencido sobre las fuerzas del mal, Ilonka. Hemos vencido al
fin sobre todos ellos...
—¿Y el regreso a nuestro mundo, Zoff?
Darrin contempló pensativo el Perseo. Inmóvil, inutilizado allá, en pleno
yermo de la zona tropical de Zor.
—No sé —musitó—. Mucho me temo que nunca pueda
ser utilizado de nuevo...
—De modo que nuestro destino... es continuar en
Zor —habló Ilonka.
—Es lo que estoy pensando, sí. No hay regreso
posible. El Perseo nunca se moverá de ahí. No hay exorcismo capaz
de devolverle su facultad y poder de movimiento, ¿no es cierto, Kilgan?
—Mi ciencia no puede competir con ésa —señaló el
mago a la astronave terrestre. Meneó la cabeza, negativamente—. En Zor existe
la magia, la brujería y la alquimia. Como habéis visto, con ellas se puede
tener sojuzgado a un mundo. O se le puede liberar. Todo depende de que las
fuerzas del bien avancen a las del mal. Así será siempre. Pero no sabríamos
ninguno convertir esa nave en algo útil para vosotros.
—Cielos... —murmuró Ilonka—. Aquí por toda una
vida...
—No es tan malo esto, Ilonka —sonrió Darrin—.
Después de todo, era nuestro destino. La conquista del espacio traerá cosas
como éstas, inevitablemente. Hemos conquistado un mundo, ciertamente. Pero
nadie lo sabrá allá en la Tierra. Jamás. Nosotros seguiremos en Zor, alumbrados
por soles y lunas que ningún otro terrestre imaginó siquiera. Lo importante es
sobrevivir. Y todos los planetas son obra de la misma mano: Dios.
—Sí, Darrin. Sé que esos otros dioses sólo
existen en la superstición de las gentes. Y que Zor puede llegar a ser un mundo
aceptable para nosotros —Ilonka rodeó con sus brazos al guerrero que luchó por
un mundo que no era el suyo. Y que salió triunfante de esa pugna a vida o
muerte—. Pero de cualquier modo, lo que cuenta es que esté junto a ti. Aquí, o
en la Tierra, ¿qué importa eso?
—Sí, ¿qué puede importar? —sonrió Zoff—. Biológicamente,
todo es correcto aquí. Podremos tener hijos, Ilonka. Crear una familia
terrestre en Zor. Una nueva raza en un planeta lleno ya de razas diversas...
—Y algún día esta Edad Media dejará de serlo para
que la ciencia haga olvidar a los magos.
—Ese será, sin duda, nuestro destino —comentó
Kilgan—. Pero por lo que me han contado tampoco resultará ello muy envidiable
para mi mundo. Tal vez por eso, en el futuro volvamos a las espadas y a la
magia.
—Sí, no le falta razón —suspiró Darrin,
pensativo. Caminó, apoyado en su gigantesca y todopoderosa espada—. Después de
tanto mecanismo y frialdad, he llegado a sentirme más humano que nunca, aquí
entre brujos, magia, hechicería, alquimia y gentes que viven como en los viejos
tiempos de mi planeta. Creo que después de todo, nada importa demasiado, sea
ciencia, mecánica... o hechicería. Lo que importa realmente es ser humano e
inteligente. Aquí, en la Tierra, o en cualquier otro planeta, Ilonka. El
hombre, su supervivencia... y acaso el terminar encontrándose a si mismo...
Ella asintió. Le besó cálidamente en los labios.
Kilgan el mago, sonrió, meneando la cabeza.
— El amor... —murmuró—. Eso sí que es
eterno. Sea donde sea y cuando sea...
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