Douglas Kirby es Victoria Rodadera Sayol, la autora de numerosas novelas de distintos géneros con múltiples seudónimos. Fue una de las más importantes escritoras, tanto por el impresionante volumen de su obra como por su capacidad para escribir todo tipo de géneros literarios, algo inusual para las mujeres de la época, encasilladas en casi todos los casos dentro del género romántico.
Al
margen de su labor como guionista de comics, desarrolló la mayor parte de su
carrera literaria dentro de la novela popular, empleando multitud de
seudónimos, como Marcus Sidereo, Vic Logan, Ronald Carter, Al Sanders, Douglas
Kirby, Holm Van Roffen, John Talbot, Mark Donovan, Rand Mayer, Richard Dexter,
Robert Dexter, Harry Feldman, Rock Morley, Ronald Carter, T. Danforht, Dagmar
Lorn, Dorian Lane, Frank Loman, Ian De Marco, Johan Bergman, Chance Lane o John
Palmer.
Nacida
en Berga, María Victoria Rodoreda se trasladó muy joven a Barcelona, donde conoció
a su futuro esposo, el también escritor Juan Almirall Erliso (1931-1994),
conocido en el mundo de la literatura popular por sus seudónimos de Robert
Delaney, Alice Stanley, Buck Donovan, Cass Owerland, Elliot Lander, Harry
Tempal, Jack Adams, John Randall, Johnny Romano, Juck Hulton, Milton Daunning,
Nelson Jefferson, Paul Sepal, Peter Owen o Vie Haspe. Fue su marido Juan quien
la animó a publicar sus primeras obras, sin sospechar que muy pronto le
superaría en cuanto a capacidad para producir novelas, con una calidad nada
desdeñable desde el punto de vista literario.
1
—Comandante Lanel.
Comandante Lanel. Preséntese al despacho central del sector número uno.
La voz metálica e
impersonal repitió la orden a través de los altavoces de la base experimental
avanzada.
Un hombre joven, alto, de
pelo rubio que vestía pantalón y blusa sumamente ajustados, contemplaba desde
la terraza de observación las evoluciones de uno de los nuevos bólidos
experimentales.
Checow se le aproximó.
—¿Para qué demonios crees que
puede servir ese chisme? —murmuró mirando hacia el aire.
Lanel permaneció inmóvil,
silencioso, atento al bólido que continuaba evolucionando.
Checow, de estatura
mediana y algo más grueso, iba a decir algo, pero paró atención al altavoz que
repetía la llamada:
—Comandante Lanel. Llaman
al comandante Lanel en el despacho central del sector número uno.
—Esto va por ti, amigo. Yo
que tú no haría esperar a los gerifaltes.
—No vuelvas a llamarme
amigo. ¡Yo no soy tu amigo!
Y sin esperar respuesta
dio la vuelta y anduvo hacia el interior del metalizado edificio.
En la mitad del
siglo XXI, si cualquier persona de la centuria anterior hubiese
asomado la cabeza, de seguro no se habría asombrado lo más mínimo de ver la
estructura de la base, sus edificaciones y dependencias y todos los sistemas de
control. El hipotético observador del siglo pasado hubiera pensado que todo
aquello ya era de prever.
La época del automatismo
absoluto había llegado. Los cerebros electrónicos regulaban las funciones del
personal humano. Los hombres se habían convertido en auxiliares de las máquinas
que ellos mismos habían creado.
El comandante Lanel tuvo
que esperar las instrucciones del altavoz para subir al corredor automático que
tenía que conducirle al pie del ascensor.
La voz metálica del
«cerebro» le informó:
—Corredor averiado.
Diríjase al pasillo número 4.
Lanel hizo un gesto de
fastidio. Miró el altavoz y masculló:
—¡Estúpido!
Avanzó «a pie» cruzando la
sala para llegar hasta el pasillo que el «cerebro» le había indicado. ' Un piso
deslizante le llevó a 50 kilómetros por hora, no sin que antes el «infalible
cerebro» indicara:
—Sujétense a las
barandillas. Pongan los pies en los lugares pertinentes. No se suelten antes de
llegar. Indiquen dónde van.
Todo resultaba monótono,
metálico.
Lanel estaba solo y sólo
él informó de mala gana:
—Ascensor, sector primero.
Aguardó a que el «cerebro»
dispusiera la marcha.
A la velocidad indicada en
una de las pantallas de la «parada», el pasadizo se puso en marcha. En un
minuto exactamente, Lanel llegó al mismo pie del ascensor principal.
También el elevador
funcionaba por un ojo electrónico. Bastaba que alguien se identificara para que
el mecanismo invisible diera su conformidad mediante un guiño. Luego se
cerraban las puertas y el elevador subía hasta el destino que previamente se le
había indicado.
—¿Qué pasará el día que
uno de estos malditos chismes se equivoquen? ¡Porque pueden equivocarse!
¡Malditos sabihondos!
—Su pregunta es
improcedente —repuso la voz metálica—. No existe posibilidad de error.
Lanel apretó el puño y lo
descargó contra el ojo mágico, que emitió un ruido extraño para «añadir»:
—Trate bien a nuestros
auxiliares. Es una orden.
El comandante reprimió una
exclamación, pero con su gesto demostró sobradamente lo que opinaba de aquellas
voces metálicas, tan hábilmente programadas.
—Un día esas malditas
máquinas van a ejecutarnos... como si fuésemos asesinos —masculló Lanel cuando
salía del ascensor para dirigirse hacia la gran puerta del despacho central.
La puerta se abrió sola,
sin necesidad de que el comandante pulsara ningún botón o transmitiera orden
alguna.
Tras la antesala, guardada
por dos «cerebros» a modo de mudos centinelas que transmitían datos
constantemente por el sistema de ojos mágicos y pantallas memorizadoras, se hallaba
el gran despacho, sin más puertas. Y al fondo del mismo se hallaba la gran mesa
y en ella se hallaban sentados los gerifaltes.
Tres. Eran tres. Militares
de profesión con distintos cargos. Allí estaba el jefe del mando supremo. El
profesor del servicio experimental y el jefe ejecutivo de la base.
Fue este último, de baja
estatura, sin pelo en la cabeza y ojos saltones, quien se dirigió al comandante
en tono de reproche:
—Debería dominar esos
nervios, comandante. No está bien en un hombre de su temple...
—¿Se han quejado los
cerebros, señor? —inquirió Lanel en tono burlón.
—Usted no parece de
nuestra época, Lanel. Da la impresión de que repudia todo avance...
—No creo que haya sido
llamado aquí para exponer mis puntos de vista con respecto a ciertas cosas...
—repuso Lanel.
—Tengo que advertirle,
comandante... —empezó el jefe ejecutivo.
—¡Por favor, señores!
—conminó enérgico y contemporizador a la vez el jefe del mando supremo—.
Dejemos las discusiones triviales... En cuanto a usted, Lanel, me permito recordarle
que la misión que se le
propuso era y sigue siendo
totalmente voluntaria. Si su estado actual se debe a dudas con respecto a la
misión en sí, le repito ahora como ya le advirtieron en su día, que puede
rechazar.
—No es ésta mi intención,
señor. Acepté la misión y no pienso volverme atrás.
—Esto me satisface, Lanel.
Sé lo que vale usted. No obstante, la índole de ese viaje que se le ha
propuesto es... digamos muy especial.
—Sí, señor. Lo sé.
—Si acepta ahora, ya no
habrá posibilidad de poder volverse atrás. Esta es, por decirlo así, su última
oportunidad de rechazar...
—Señor —atajó el
comandante Lanel—, insisto en que no pienso volverme atrás. Acepto la misión.
—¿Lo ha reflexionado bien,
comandante? —preguntó el jefe supremo, mirándole fijamente a los ojos.
—Sí, señor.
Intervino de nuevo el jefe
de la base. —Cuando esté «allá arriba» tendrá que obedecer al «cerebro». ¿Lo ha
pensado?
—Ya estoy acostumbrado.
Tengo seis años de experiencia en vuelos.
—Pero nunca ha sido muy
respetuoso con las órdenes recibidas. Permítame que se lo recuerde —insistió el
jefe de la base.
—El que yo no sea
respetuoso con un chisme mecánico no creo que tenga que ver con mi experiencia.
—Nunca ha aceptado de buen
grado las órdenes de los programadores.
Lanel no contestó.
Fue el jefe supremo quien
intervino para asegurarse:
—Lanel, este viaje va a
ser muy delicado. De él dependen muchas cosas. Si va a discutir con nuestros
programadores...
—¡Con todos los respetos,
señor! —cortó tajante el comandante—. Ya he dicho que acepto y no creo que
anden ustedes sobrados de voluntarios para mi misión para andarse con tantos
cumplidos. Creí que venía aquí para recibir instrucciones.
El jefe supremo cambió una
mirada llena de asombro con el jefe de la base, que a su vez manifestó:
—Ya se lo advertí, señor.
El comandante Lanel tiene mucho temperamento. Personalmente no creo que sea el
hombre adecuado. Y si me permite, le impondré el correctivo que merece su
desconsiderada actitud.
—¡Un momento! —exclamó el
jefe supremo—. Ciertamente es un hombre de temperamento, pero quizá así es
justamente lo que nos hace falta. ¿No le parece, profesor?
—Yo siempre he dicho que
es imprevisible lo que puede ocurrir durante ese vuelo. Mis recomendaciones han
sido siempre las mismas para quien acepte la misión: Temple, valor, serenidad,
decisión y... fe, sobre todo mucha fe. Conozco a Lanel. Personalmente me gusta
que sea él. Yo sé que sabrá dominarse, ¿verdad?
Lanel miró al profesor y
tras un silencio en el que todos parecían querer oír su respuesta, el comandante
murmuró al fin:
—Se le ha olvidado una
condición, profesor Carpentier. El hombre que ha aceptado ya esta misión debe
tener una sexta cualidad. La cualidad del que se sabe condenado a morir. ¡A
morir!
Tras otro silencio el jefe
supremo murmuró: —Desgraciadamente, Lanel, no podemos contradecirle. En verdad
y sin paliativos ni falsas esperanzas para usted, si insiste en aceptar la
misión, éste va a ser el último viaje.
El último viaje porque ya
no habría retorno. Esto Lanel lo sabía perfectamente, y no contestó.
Repasando los antiguos
textos de cuando los hombres del planeta Tierra comenzaban sus primeros pinitos
hacia el espacio, el presidente de una poderosa nación había dicho:
«En los viajes espaciales
no existen billetes de segunda clase.»
Ello quería decir que en
la carrera que entonces iba a iniciarse, los que se creían poderosos tenían que
ser los primeros y para conseguirlo necesitaban de todos los medios, sin
regatear esfuerzos.
Historiadores de la época,
escritores y estudiosos de las posibilidades de los entonces desconocidos
espacios aseguraban:
«En los primeros tiempos
se sucederán los descubrimientos a pasos agigantados. En pocos años se lograrán
avances insospechados hasta llegar a un límite que frenará otra vez al hombre
por falta de medios y tendrán que transcurrir años, siglos tal vez para dar
nuevos e importantes pasos...»
Sí... Tenían razón los que
así escribían.
Primero porque no era
posible regatear medios si se quería llegar hasta donde se había llegado ya, y
segundo...
Segundo porque las
investigaciones que en un principio habían llegado a límites insospechados
chocaban ya con la barrera de lo infranqueable.
Lanel, en su automatizado
hogar, repasaba viejos textos reeditados. Libros que eran pura historia, y
otros que explicaban los nuevos avances.
La televisión funcionaba
transmitiendo por la cadena científica trabajos que se realizaban en los
laboratorios instalados en la Luna.
Un plano general del
satélite permitía ver las instalaciones del tipo de enormes «igloos» donde
vivían los técnicos, donde trabajaban, donde se divertían con los programas
musicales del planeta, o donde hacían ejercicio en los grandes estadios
provistos de aire acondicionado.
Bastaba cambiar de canal
para observar el tráfico regular de la estación interterrestre. Era la enorme
base conjunta del planeta. Base intermedia y zona para aterrizajes y despegues
de otros vuelos experimentales.
Marte había quedado ya
descartado tras descubrir en su superficie restos de una civilización agotada y
destruida muchos siglos antes.
Se habían encontrado
vestigios de vida en otros satélites, pequeños habitáculos convertidos en
tierra calcárea, basalto y torrentes petrificados.
Pero se seguía buscando...
Y el presentador
«automático» de la televisión estaba glosando en aquellos momentos la labor de
los hombres de las bases experimentales.
Lanel se incorporó y tiró
el libro que estaba leyendo, para cerrar con su aparato de control remoto la
pantalla televisora que ocupaba una buena parte de un panel de la pared.
Marga permanecía en pie en
un rincón que quedaba en la penumbra.
Era una mujer alta. No
tanto como el comandante, pero tenía una gran presencia que armonizaba con su
esbeltez de líneas y una belleza serena, sin estridencias, hermosa con temple.
—¿Por qué pretendes
ignorarme? —murmuró ella, rompiendo un silencio de tiempo.
—Yo no pretendo ignorarte,
Marga. Lo que ocurre es que tengo muchas cosas que hacer y otras muchas en que
pensar —murmuró él tranquilamente, dando la luz de la parte de la amplia sala
que hasta entonces había permanecido semioscura.
La luz iluminó por
completo a la mujer.
—Te quiero, Lanel. Tú
sabes que te quiero —murmuró ella.
—Somos víctimas de los
tiempos, Marga. Y para el amor no queda sitio ya. Pero me alegro que me lo
hayas dicho. No es frecuente en ti.
—¡Lanel, por favor...!
Ella había intentado
aproximarse. Él se separó pasando al otro lado de la mesa del rincón del
comedor.
—¡Marga, esto ya no tiene
objeto!
—¡Lanel! ¡No hagas ese
viaje! —pidió ella.
—Lo siento. He dado ya mi
palabra.
—¡Hablaré con mi padre! Le
diré que...
—No insistas. Acabo de
aceptar irrevocablemente. Todo está ya en marcha. No discutamos esto, por
favor.
—¡Dios mío! —susurró
ella—. Todo... Todo lo has hecho por mí.
—No tengas tantas
pretensiones, Marga. Lo he hecho porque, como tú sabes, soy un hombre vanidoso.
No quiero ser nunca el segundo. No me conformo. Sólo se recuerda al número uno,
al campeón. Los segundos se olvidan siempre. Ha sido de este modo toda la vida
y desde que el mundo es mundo.
—Lanel... ¡Lanel! Tú eres
un buen piloto. El mejor. No tenías porque...
—¿No tenía...? —sonrió él
con un aire desdeñoso en su mirar.
Para cualquier mujer aquel
hombre resultaba adorable; para ella, ahora que iba a perderlo, era además, el
mejor. El mejor entre todos.
Marga avanzó con firmeza y
le miró a los ojos.
—Sabías que yo quería
hacer este vuelo. ¡No aceptan mujeres! ¡ Tantos adelantos y seguimos
consideradas como seres inferiores! Sin embargo, para la gran prueba, para ese
viaje sin retorno hubieran llegado a aceptarme... si no salía ningún voluntario
masculino.
El la miró en silencio sin
replicar. Marga continuó:
—No salían voluntarios. Tú
lo sabes bien. Tal como expusieron las cosas, resultaba demasiado crudo...
Hemos alcanzado un nivel de perfeccionamiento que nadie está dispuesto a renunciar
a la vida. Esto me hacía concebir la esperanza de que por fin considerarían mi
oferta... He luchado mucho para conseguir lo que mis antecesores no lograron
nunca.
—No digas eso. Hay muchas
mujeres que programan los cerebros.
—Pero siempre hay un
hombre detrás, para comprobar. Incluso los mismos cerebros... —Los cerebros no
tienen sexo.
—¡Oh, Lanel! Tú tampoco me
has comprendido nunca.
—Sí, Marga. Te he
comprendido siempre. Y ahora te duele que haga ese viaje porque consideras que
te he robado la plaza.
—No. Ya no. Sé que lo
haces por mí. Quieres ir tú para que yo siga viviendo.
—Esto sería absurdo. ¿No
crees? Mi vida eres tú. ¿De qué me serviría perder la mía? No, Marga. Yo soñaba
con estar a tu lado. Con licenciarme. Creo que ya he hecho lo suficiente para
la ciencia. Soy el comandante piloto con más años de vuelo.
—Sí, Lanel, y ahora
comprendo... Ha sido por mi egoísmo. Cuando te dije que prefería la gloria de
ese viaje... Entonces tú... tú aceptaste. ¡Oh! ¡He sido una estúpida! Ahora me
doy cuenta. La vida sigue siendo limitada. Hemos vivido demasiado pegados a la
ciencia y no nos ha quedado tiempo para vivir. ¡Vivir! Vivir nuestra propia
existencia...
Marga se abrazó
apasionadamente al hombre. Le estrujó materialmente. Lanel no pudo resistirse y
buscó con ardor los labios de la mujer.
La escena adusta de un
principio se había trocado en el más apasionado momento de amor.
—Renuncia, cariño.
Renuncia ahora y vivamos —pidió ella con los ojos húmedos y temblorosos los
labios—. ¡Vivamos! ¡Recuperemos el tiempo que la ciencia nos ha robado!
—Demasiado tarde. No,
Marga. No puede ser.
—Entonces déjame ir
contigo. Hagamos juntos el último viaje... Sería maravilloso. '
—No. Eso no...
—Si tú lo pides no te lo
negarán... Una mujer es necesaria, Lanel.
—¿Qué esperas? ¿Qué
descubramos un planeta nuevo y nos convirtamos en Adán y Eva de la era
superatómica?
—No bromees.
—Hablo en serio, Marga.
—Y yo también. Una mujer
es necesaria. Siempre es necesaria. Es el complemento del hombre. Donde quiera
que sea.
—Voy a un lugar
desconocido. No, Marga. No necesitaré ningún complemento.
—Si hubiera posibilidades
aceptarías...
—No discutamos más, Marga.
Está decidido. Además, en este viaje no voy solo.
—¿Eh? —ella le soltó,
mirándole fijamente—. Dijeron que...
—No sé de quién se trata. No
me lo han dicho, pero el jefe supremo ha insinuado que tendré compañía.
—Pero...
—Lo siento... Y no puedo
hablar más de este asunto, Marga.
Tras un silencio ella
inquirió:
—¿Y cuándo... cuándo es el
día?
—La próxima semana. El
lunes entraré a la base. Es todo lo que sé. Luego, cuando salga, será a bordo
de la nave especial.
3
La noticia fue difundida a
todo el mundo.
Las voces metálicas de los
programadores anunciaban a través de las pantallas de televisión la inminente
aventura.
—Esta es la nave especial
que ha costado dos años de arduos trabajos...
Y a través de los
televisores podía verse el artefacto. Era diferente de los conocidos.
Se componía de un armazón
cilíndrico, cuyo interior se dividía en tres grandes secciones.
En la primera parte podía
verse la cabina de mando con los aparatos para el control manual del vuelo, el
cerebro electrónico que daría las instrucciones a los pilotos y todo lo
necesario para la marcha.
En la cabina había tres
sillones reclinables, y el locutor explicaba:
—En principio la nave fue
creada para tres ocupantes, pero últimamente se ha decidido que fueran dos
únicamente.
Luego las cámaras
mostraban la segunda sección ubicada en el piso intermedio conforme la
posición de la nave antes de iniciar el vuelo.
El espacio estaba
destinado a «lugar de trabajo» y descanso.
En la parte de «trabajo»
existía una mesa, pantallas, pulsadores, receptor-emisor, los dispositivos para
comprobar las diferentes fases, verificadores para los distintos mandos y
control general de datos.
En la subsección destinada
a descanso había dos literas de aspecto confortable, con las correspondientes
cabinas de cristal sintético y los depósitos de oxígeno para casos de
emergencia.
Las pantallas mostraron
seguidamente la tercera sección. Lo más importante ele ella eran los llamados:
«Ataúdes para hibernar».
—De sobras son conocidas
de todos las modernas técnicas de hibernación. En nuestro planeta y hasta la
hora presente, la hibernación se ha efectuado siempre bajo control médico. Sin
embargo, por primera vez ese control será practicado a distancia durante el
vuelo y mientras sea posible. Para, hablarnos de ello está con nosotros el
doctor Strobel.
Apareció en la pantalla,
tras una mesa de despacho, un hombre maduro de cara rojiza y aspecto saludable.
—Doctor Strobel —preguntó la voz del metálico locutor—, ¿hasta dónde será
posible dirigir la hibernación desde nuestro planeta?
—El número de años que
separarán la nave de la Tierra, depende de muchos factores que escapan a mi
competencia. No se puede establecer la velocidad que alcanzarán los astronautas
cuando salgan del espacio que podemos llamar conocido. No obstante, mientras la
nave esté bajo control terrestre será posible dirigir la hibernación de los
tripulantes y puedo asegurar que sólo un fallo imprevisto podría poner en
peligro el experimento.
—¿Y cuándo la nave ya esté
fuera de control? —preguntó la voz.
—Bueno... Entonces tendrán
que guiarse por las experiencias. Ya no es un secreto que el factor tiempo es
nulo en el espacio. Allí los relojes son meros instrumentos triviales, algo que
carece de sentido... Un ser humano puede hibernar un siglo o... puede morir.
Nadie sabe lo que esos valientes encontrarán más allá de lo conocido.
Tras las palabras del
doctor Strobel apareció en la pantalla el jefe de la base experimental, a quien
le fue preguntado:
—¿Qué esperan encontrar
más allá del planeta Plutón?
—Si lo supiéramos este
viaje dejaría de ser una incógnita. No. No lo sabemos. Pero si todo lo que
conocemos de nuestra galaxia ha dado como signo evidente que no existen seres
vivos en ninguno de los planetas conocidos, hay que explorar más allá... Esas
señales luminosas que aparecen en el firmamento, o las otras señales que los
modernos detectores del espacio han captado, quieren indicarnos algo. «Algo». Y
ese algo tiene que estar en un lugar desconocido... Hemos tardado muchos años,
primero en conseguir que nuestras naves consigan la velocidad apropiada para
que en un máximo de veinticinco años se pueda sobrepasar Plutón. Luego ha sido
necesario mucho tiempo para encontrar la nave ideal. Se han realizado docenas y
docenas de diseños. Se han empleado distintas aleaciones para conseguir la
clase de material adecuado. Proyectos y más proyectos han sido revisados... En
fin, que a nadie le quepa la menor duda de que éste es el proyecto más
ambicioso que jamás ha realizado el ser humano.
—Un proyecto que sin
embargo, precisa que dos hombres se ofrezcan para un viaje del que saben ya no
podrán volver.
El jefe de la base frunció
el entrecejo.
—La nave es irrecuperable,
pero el sacrificio de esos hombres no será en vano. Cuando llegue el momento,
nosotros o quienes nos sucedan obtendrán los datos que desde donde haya llegado
la nave transmitirá. Sería maravilloso poder realizar ese viaje con esperanzas
de regresar, pero incluso de ser posible sería necesario luchar contra el
factor tiempo. Veinticinco años para la ida y otros tantos para la vuelta,
representa justo el período de vida activa de un hombre. Ellos, los voluntarios
que han elegido libremente tomar parte en el experimento, lo han hecho sin
coacción de ninguna clase, convencidos de la importancia de su misión y también
de que van a vivir unos años maravillosos, descubriendo cosas que tal vez el
resto de los mortales ahora vivientes jamás llegarán a saber. Serán veinticinco
años de sus vidas dignos de ser vividos. Yo, particularmente, si mis superiores
me lo hubiesen autorizado, habría aceptado gustoso ser el comandante de este
vuelo.
—Bien, señor —repuso la
voz-. Ya es hora de que conozcamos a los protagonistas que dentro de pocas
horas van a emprender el viaje.
—En efecto. Están ya
preparados y recibiendo las últimas instrucciones del profesor Carpentier.
Dentro de unos momentos será posible hablar con ellos.
La pantalla ofreció una
imagen general de la base de lanzamiento con un plano entero de la nave.
Luego siguiendo la tercera
sección, la que quedaba abajo de todo, y en la parte opuesta de los
«hibernado-res», podía verse el almacén general, con los trajes de repuesto,
las bombonas de oxígeno de emergencia, cables, toberas y otros aparatos de
precisión, sin omitir las diferentes armas láser, instrumentos diversos y
semillas y alimentos...
Mientras la voz metálica
iba informando de la concienzuda previsión con que había sido equipada la nave,
algo ocurría en una de las salas interiores de la base.
Lanel se había quedado
solo con el otro piloto que debía acompañarle en el vuelo.
Y el otro piloto era
Checow.
—¡Tú lo sabías! ¡Sabías
que yo iría en ese vuelo! —mascullaba Lanel.
—No, amigo... Perdón... Sé
que no te gusta que te llame amigo... En fin... Creo que ahora es una tontería
discutir.
—¡No! ¡No lo es! No lo es
porque no consentiré que me acompañes. Tú no.
—No seas estúpido. Yo no
sabía nada, pero aunque lo hubiese sabido... No se podía volver atrás. Todo
está hecho a nuestra medida. Cada detalle se ha realizado de acuerdo con
nuestra complexión física, con nuestro ser. Con... ¡Diablo! Esto es como un
traje ajustado a nuestra anatomía y no se puede rechazar.
—¡De todos los pilotos!
¡De todos los que existen en la base has tenido que ser tú...! —se lamentó
Lanel. —Te aconsejo que empieces a hacerte a la idea de que en esta aventura
tendremos que convivir juntos mucho tiempo... hasta el final. No podemos estar
peleando siempre, ¿comprendes? El destino nos ha unido en esto. ¡Y te juro que
yo no lo elegí! Tras un silencio Checow añadió: —Bueno. Yo también creo que
tendría derecho a protestar, sin embargo, te ofrezco mi mano. Dejemos lo pasado
y...
—¿Me ofreces tu mano?
—espetó Lanel, fuera de sí—. Pero... ¿Quién diablos crees que eres? ¡No quiero
tu mano! ¡No quiero verte! ¡Apestas! Eres el ser más bajo y más ruin que he
conocido. Eres...
Antes de que pudiera
continuar se abrió la puerta y apareció el profesor Carpentier, acompañado de
dos de sus ayudantes.
—Están ahí las cámaras de
televisión. Todo el mundo está ansioso de oír vuestras voces. No hagamos, pues,
esperar al mundo.
—¡Por mí que espere!
—espetó Lanel—. Quiero hablar con el supremo.
—Ahora no puede ser. Está
en la terraza. El vuelo es dentro de... muy poco.
—¡Profesor! ¿De quién
partió la estúpida idea de ocultar el nombre de la persona que iba a
acompañarme? Yo ignoraba que Checow iría conmigo, Y él dice que también
desconocía mi designación. —Bueno... Se dijo que sería mejor así... —Pero,
¿quién fue el que lo dijo? —Eso no importa. El caso es que en los
entrenamientos oficiales era necesario observar las reacciones de cada cual por
separado. Recuerda, Lanel, que hasta la última vez en que hablamos contigo, no
se te comunicó que irías acompañado.
—Tampoco entiendo por qué
se nos hizo suponer que íbamos a realizar solos el viaje.
—Bueno... Tenía que
hacerse así.
—¿Tenía que hacerse?
El profesor consultó el
reloj con cierta impaciencia.
—Si quieres saberlo,
Lanel, tal vez no vaya a gustarte. Te conozco y...
—¿De quién fue la idea?
—De los ordenadores.
—¡Maldita sea! Un
condenado cerebro automático...
—En el procedimiento de
datos se señalaba que los dos candidatos debían permanecer aislados e
ignorantes uno del otro. Y así se hizo. Sabes que los cerebros son la base de
todos nuestros proyectos... —el profesor sonrió—. Bueno, tampoco es para
enojarse; en los datos figuraba también que los dos, por diferentes motivos,
erais las personas idóneas para este viaje. Reuníais el 99 por ciento de
cualidades. Un récord imposible de superar.
—¡Je! Tire ese cerebro,
profesor Carpentier —espetó Lanel—. Se ha equivocado de medio a medio. Uno de
los dos no debe reunir esas cualidades.
—¿Qué?
—Que en vez de hacer este
viaje con él —y Lanel señaló a Checow—, hubiese preferido hacerlo con un perro
sarnoso.
—¡Lanel! No sabía que
entre tú y Checow existieran rencillas. ¡Oh, no! ¡Cielos! ¡No! Tenéis que
convivir juntos y compenetrados.
—Hable con su «cerebro»,
profesor. Tal vez encuentre una respuesta a esto.
—¡Cielos, cielos! —exclamó
el profesor sin salir de su asombro—. Es terrible y fantástico a la vez.
—¿Qué es lo fantástico?
—La perfección del
cerebro, Lanel... Es increíble.
—No le entiendo, profesor
—murmuró Lanel frunciendo el entrecejo.
—Si está bien claro,
Lanel... «El» lo sabía... El «cerebro» sabía que tú y Checow no erais amigos.
Sin embargo, consideró que sí erais las personas idóneas para ese viaje.
—No diga tonterías,
profesor. No salieron más voluntarios.
—No importa, porque aun
así había que consultarle a «él».
—¿Al cerebro?
—Sí. No podíamos mandar al
primero que saliese sin unas garantías mínimas. Yo hubiera puesto las manos en
el fuego por ti. Creía que podías hacerlo, pero faltaba la confirmación
oficial, y los datos dieron el resultado positivo... ¡Pero hicieron más! ¡Cielos,
hicieron mucho más! ¿Lo entiendes ahora, verdad? —y tras una enfática pausa
recalcó—: Vuestras rencillas eran conocidas, por eso el cerebro programó que se
mantuviera en secreto vuestra identidad.
Checow rompió el silencio
para murmurar:
—Tiene razón, profesor. Es
un caso asombroso.
—El poder de los nuevos
ordenadores —asintió el profesor— va más allá de lo que nosotros mismos
suponemos.
—¡Bah! —espetó Lanel—. Eso
son tonterías. Un ordenador no tiene voluntad propia. Los programa alguien como
usted o como yo. Me gustaría saber quién ha querido pasarse de listo.
—Sólo el supremo, el jefe
de la base y yo conocíamos vuestros nombres, Lanel. Los demás ignoraban quiénes
iban a tomar parte en el vuelo —repuso el profesor.
—Pues alguien más debía
saberlo. Alguien que sabía lo que yo pensaba de Checow.
—Puedo darte mi palabra de
que no, Lanel. No lo sabía nadie. Tuvo que ser el cerebro. Sólo el cerebro...
No le desobedezcas ni un momento durante el vuelo. No tomes iniciativas sin
consultarle. Ahora estoy seguro de que «él» puede hacer por ti más que nadie...
Más que nadie, Lanel. No lo olvides...
4
Las cadenas de televisión
continuaban haciendo los reportajes.
Lanel se negó a hablar.
De la antecámara pasó a
través del corredor al hangar donde reposaba la nave.
Las pantallas de
televisión reflejaban la imagen de Checow, que seguía contestando a las
preguntas de los reporteros.
—Sí... —decía—, me hago
cargo de la importancia del viaje. No deja de tener su lado heroico.
—¡Muy heroico diríamos
nosotros! —repuso el presentador de turno—. Sabemos que los candidatos para ese
viaje no han sido muchos, y la verdad es que realizar un viaje sin regreso...
—¡El muy imbécil! —espetó
Lanel, observando la pantalla.
Uno de los técnicos
murmuró:
—La verdad es que no
respetan nada. Con tal de informar...
—¡Informar! Todo el mundo
sabe que no vamos a
regresar... ¿Por qué
diablos quieren satisfacer tanta morbosa curiosidad? Y esos malditos reporteros
deberían ser los primeros en abstenerse...
Checow continuaba
hablando.
—...Pues no. No tengo
ningún miedo. Estoy convencido que moriré de viejo como cualquier otro mortal
—sonrió—. Sólo que yo, al revés de la gente, sé positivamente dónde voy a
morir. ¡Je, je...! Dentro de una nave espacial. Y esto no lo pueden decir el
resto de los humanos.
—Ya lo han oído, señores.
Un hombre que no tiene miedo a morir —cortó el presentador—, va a realizar
un viaje del que sabe que no volverá jamás. Un viaje que a partir del momento
en que suba a la nave espacial que le llevará más allá de... de lo conocido, se
despedirá para siempre de nuestro planeta...
Lanel no parecía dispuesto
a escuchar más y se dirigió hacia el cuadro de mandos de las pantallas que
retransmitían el reportaje y accionó el botón de cierre.
—¡Ya está bien! —espetó—.
Sólo los cobardes hablan tanto.
Los demás le miraron.
Jefes, técnicos, ayudantes. Todos clavaron los ojos en Lanel, que avanzó hacia
la nave.
—Ya debe ser hora. ¡Abran
la puerta de una maldita vez!
—El profesor... —empezó el
jefe del hangar.
—¡Al diablo! Soy yo quien
va a volar. No el profesor.
El profesor llegó en aquel
instante, iba acompañado del 'supremo, del séquito y también del acompañante de
Lanel.
—Comprendo que estén
impacientes —dijo el supremo dirigiendo la palabra en tono solemne—. El mundo
entero sabe que para ustedes ha llegado el momento supremo. Van a realizar un
viaje que facilitará datos importantísimos para nuestro planeta y...
Lanel cortó tajante:
—¡Ahórrese los discursos
para nosotros! Si quiere hacer propaganda, tiempo no le faltará.
—Lanel... —empezó el
profesor.
—¡Quiero largarme! —espetó
el piloto—. No he aceptado esto para que me suelten una arenga. Cuando dije sí,
sabía lo que decía. No necesito esos estímulos de palabra.
—Lanel —murmuró el
supremo, aproximándose al piloto—. Comprendo lo que debe usted sentir.
Disculpe... Tiene usted razón, y no era mi intención largar un discurso. No se
me ocurre nada que decir para... En fin, para... Sólo puedo darle las gracias
en nombre de la sociedad de las naciones del planeta. De nuestro planeta. Y
desearle a usted y a su compañero Checow... suerte. Mucha suerte.
Le tendió la mano, que
Lanel recogió maquinalmente.
Luego el profesor dio las
últimas instrucciones.
—La nave ha permanecido
cerrada desde esta mañana. Todo está conforme. Ustedes ya conocen todo lo referente
al vuelo. Están al corriente de los imprevistos y... en fin, cualquier
observación huelga en estos momentos... La hora está al llegar. Recuerden sólo
las provisiones de recambio. Están en los armarios de la tercera sección. Cada
uno de ustedes dispone de dos trajes de recambio, de dos escafandras, de las
bombonas de oxígeno que les permitirán poder asomar al espacio por un total
conjunto de 60 horas...
El profesor hizo una
pausa, mientras los pilotos se enfundaban los respectivos trajes.
Nadie hablaba. El silencio
era absoluto.
En el exterior, los
presentadores de televisión tenían el gran día porque podían, multiplicar
adjetivos encomiásticos hacia quienes iban a realizar el «Último viaje».
Las cámaras seguían
recogiendo detalles y enfocando planos de la base de lanzamiento desde todos
los ángulos.
Los pilotos terminaron de
vestirse con el traje número uno.
—Y no olviden, muchachos.
El cerebro resolverá cualquier duda que se les presente durante el vuelo
—insistió el profesor, mirando significativamente al piloto Lanel.
Ya los preparativos habían
concluido. Los dos hombres entraron en la nave para su viaje sin retorno...
hacia lo desconocido.
En la sección primera se
encontraban tres sillas articuladas, reclinables, formando cada una de ellas un
mueble completo, que a la vez servía de cama, de mesa, de armario... porque en
sus costados se hallaban multitud de pequeñas herramientas, de sobres con
vitaminas de emergencia, de medicamentos, de aparatos medidores, de... Allí
estaba todo calculado y no faltaba nada.
Un presentador estaba
contando ya el tiempo, advirtiendo a los telespectadores de que la definitiva
cuenta atrás iba a empezar.
Alguien le dio la noticia
y el presentador advirtió:
—En estos momentos,
señoras y señores. ¡Ahora!
Ahora empieza a marcar el
reloj los segundos que faltan para el lanzamiento.
Una esfera luminosa con
aguja de precisión marcaba cada uno de los puntos que le acercaban a la hora H.
—Cien... —empezó el
encargado de los mandos de la base.
—Noventa y nueve, noventa
y ocho... —repetían los presentadores.
En las terrazas la
expectación era enorme y el silencio auténticamente sepulcral.
—Noventa... Ochenta...
Setenta...
La bóveda del hangar
subterráneo se había abierto y el cuerpo superior de la nave pareció estirarse
para asomar hacia la luz del sol.
Los dos pilotos estaban ya
en sus respectivos lugares. La ignición había comenzado y la mezcla de láser
con el nuevo combustible evitaba la explosión definitiva que hacía levantar la
nave, a fin de que ésta pudiera despegar de una forma más suave.
—Sesenta... Cincuenta y
cinco... Cincuenta y cuatro...
La numeración se
sucedía... Ya nada podía detener el gran experimento... El gran viaje —como
habían titulado los periódicos de todo el mundo— que iba a empezar dentro de...
—Cuarenta...
Cuarenta segundos.
—Treinta y nueve, treinta
y ocho.
Lanel permanecía serio,
fija su mirada en el visor, inmóviles sus labios, sus ojos sin pestañear, duro
su rictus.
A su lado, en la otra
butaca, dejando una vacía en el centro —porque había tres—, Checow también
había perdido su aire risueño.
—Veintiocho,
veintisiete...
Podía oír a través del
altavoz cómo el locutor oficial de la base contaba los segundos.
—Veintidós, veintiuno...
Un locutor aprovechaba
para decir:
—Quisiéramos que el
profesor nos dijera qué ha sido lo que ha motivado que este viaje lo realicen
dos personas. Esta mañana hemos podido observar parte de la nave antes de que
la cerraran y hemos visto espacio para tres personas. Sin embargo, los pilotos
sólo son dos. Ello nos hace pensar que en principio se previó que el vuelo
debían realizarlo tres personas...
—Catorce segundos...
Trece, doce...
La luz roja de la sala de
mandos se encendió.
«Prevención.»
—Diez...
«Manos en la palanca.»
—Nueve.
«Fuera las válvulas de
seguridad.»
—Ocho.
«Atención control.»
—Siete.
«Incidencias fuera.»
—Seis... Cinco, cuatro.
El profesor cogió el micro
para dirigir el último y breve mensaje a los astronautas.
—¡Que Dios os proteja!
—Dos, uno...
«Manos fuera.»
—CERO...
La palanca había
descendido rápidamente accionada por el dispositivo automático.
Se produjo un chasquido y
la nave salió despedida, sin humo, sin fuego visible.
Se perdió rápidamente en
el espacio de tal forma que las cámaras ultrarrápidas apenas si pudieron captar
aquel sensacional despegue, que no era la primera vez que tenía lugar, sólo que
en esta ocasión no se trataba de ningún ensayo. A bordo había dos hombres.
Transcurrieron cinco
minutos y en el espacio, confundiéndose con el azul del cielo, la nave era sólo
un punto ligeramente luminoso, azulado también.
Y los altavoces
empezaron a funcionar:
—Siguen dirigidos desde el
planeta —dijo la voz del profesor—. Permanezcan atentos a las pantallas hasta
que se pasen los mandos al cerebro...
El bólido proseguía su
carrera y Lanel comprobaba las vibraciones y comenzaba a transmitir sus
impresiones por el micrófono conectado al «cerebro».
—No hay vibración. Vuelo
normal. Todo funciona de acuerdo con los ensayos. Nada de particular. Los
mensajes se captan perfectamente.
Y la voz del profesor
repuso:
—Quiero oír a Checow. Que
nos dé su impresión personal —pidió.
Checow, lívido, cogió el
micro.
—No tengo nada más que
añadir a lo dicho por Lanel. Todo conforme.
—Bien —repuso el
profesor—. Seguirán ustedes hasta el satélite «Nova Terra». Utilicen el módulo
de salida para tomar contacto con el satélite. Lanel puede salir para cambiar
impresiones con el doctor Mendar. Esperamos recoger su imagen desde la Tierra.
—Mensaje captado, profesor
—repuso Lanel.
—Bien. Ahora pongan
atención. Están a la distancia previamente calculada con respecto a la Tierra.
Vamos a ensayar con el cerebro. Pasamos los mandos al cerebro. Comprueben...
Lanel. No se olvide de seguir sus instrucciones. Seguiremos observando desde el
laboratorio. Si algo va mal, corregiremos desde aquí. ¿Me ha entendido?
Lanel asintió.
—Bien. Ahora. En este
momento... Presten atención a las pantallas... ¡Ya!
El «cerebro» entró en
acción.
5
—¡Corrijan velocidad!
Manipule mando número dos rojo y desvío de tres puntos en la trayectoria de la
nave... —estas fueron las primeras indicaciones del cerebro reflejadas en una
de las pantallas del gran pupitre.
Lanel pulsó el botón que
decía:
«Repetición de
instrucciones.»
El cerebro insistió con lo
que había ordenado anteriormente.
—Bueno... Hay que hacerlo,
¿no? —sonrió Checow, mientras se quitaba los cinturones que le aseguraban al
sillón.
Lanel le lanzó una mirada
despectiva y corrigió sobre el tablero siguiendo las instrucciones recibidas.
Desde el interior, la nave
no parecía haberse movido en absoluto, sin embargo, en el espacio azulado,
tomando como punto de referencia la lejana Tierra, el bólido había descrito un
brusco giro tomando otra trayectoria.
—Un punto más... Un punto
más —repetía la pantalla del «cerebro».
Lanel observaba el
pupitre.
—¿Cuántos puntos has
corregido? —indagó Checow.
—Dos...
—Con el cerebro no se
pueden hacer trampas, amigo. Je. Si dice tres puntos es porque tiene que ser
tres puntos.
—¿Quieres cerrar la boca?
—espetó Lanel.
—Bueno... No he sido yo
quien ha dado la orden. Y estoy aquí con la misma misión que tú...
—¡Cierra el pico! —espetó
Lanel.
Manipuló en el pupitre y
la nave dio un nuevo giro, invisible para los pilotos.
—Lanel... —repuso el
otro—, vamos a correr la misma suerte y...
—Está bien, Checow —cortó
Lanel—. Quiero aclarar una cosa. Yo no te elegí. Te desprecio y tú sabes por
qué... Pero puesto que la idea de que nos ignorásemos uno al otro para este
vuelo ha sido del «magnífico» cerebro —y golpeó el pupitre con el puño
derecho—, voy a ignorarte. Te soportaré, pero como si no existieras. ¿Está
claro? Y digas lo que digas, recuerda que las órdenes a bordo de la nave las
daré yo.
Checow guardó silencio.
—Si no estás de acuerdo,
tienes tiempo de abandonar el vuelo... En cuando lleguemos al satélite. ¿Algo
que objetar?
Checow iba a hablar, pero
prefirió guardar silencio. Se mordió los labios y asintió como hubiera hecho
cualquier subordinado.
Lanel pulsó otro botón del
pupitre correspondiente a una pregunta determinada, y la pantalla, una de las
doce que formaban la pared del pupitre corroboró:
—Ruta exacta. No toque
nada. Llegarán a la base del satélite dentro de tres horas.
La velocidad respondía
plenamente a la que correspondía al combustible utilizado. La mezcla de láser
producía los efectos apetecidos y la llegada a la base iba a producirse muy
pocas horas después del despegue, lo que en tiempos pretéritos hubiese
necesitado un mínimo de dos días.
Una de las pantallas del
cerebro funcionaba detectando algo. Lanel la miró con escepticismo.
—¡Eh! —protestó Checow
tras un largo silencio.
—¡Ya lo veo! —espetó
Lanel.
—Trata de indicarnos
algo...
—No tiene sentido...
—Es como si... como si
pretendiera advertirnos de que fuéramos más los pasajeros...
—Esto está construido para
tres y el cerebro también —repuso Lanel.
—Será eso.
Lanel cortó la transmisión
de la pantalla que parecía indicar la presencia de otra persona.
—¿Quieres que vaya a echar
un vistazo? —preguntó Checow.
—Haz lo que quieras.
Checow se incorporó de la
silla y observó en torno suyo. Aparte de los tres asientos, sólo había el
pupitre de mandos, el del cerebro y los utensilios de urgente necesidad.
Bajó a la segunda planta.
No existía problema alguno de ingravidez porque toda la nave se hallaba
equipada con el correspondiente oxígeno graduable.
Checow observó las
instalaciones de la segunda sección, que ya conocía de antemano perfectamente
ya que ello había sido condición indispensable durante los ensayos.
La mesa, los sillones de
descanso... Todo lo previsto.
Abajo de todo, en la
tercera y última sección, estaban los hibernadores, los armarios con los
repuestos, las herramientas.
Todo estaba en orden.
Lanel seguía con los
mandos. La pantalla que indicaba la ruta no marcaba nuevas correcciones de la
misma. Las otras las había cerrado Lanel.
—Se aproxima la base
interplanetaria —anunció la pantalla.
Luego surgió una
advertencia de todos conocida:
—Inmovilidad absoluta
durante el freno. ¡Estén prevenidos !
Checow iba a abrir el
armario de las provisiones cuando escuchó la sirena que desde la sección de
mando accionaba Lanel.
—¡Oh! —exclamó. Y se
apresuró a subir, olvidándose de los armarios—. ¿Estamos ya? —inquirió apenas
había asomado por la sección primera.
—¡Sí! —espetó Lanel de
mala gana.
A lo lejos, a través del
visor-carlinga de la nave podía verse la figura del planeta artificial que constituía
un auténtico laboratorio avanzado en el espacio.
La nave, al tener un punto
de referencia, expresaba de forma clara y sin equívocos la gran velocidad que
estaba desplegando.
Poco después, en la
pantalla se indicaba la trayectoria a seguir y las oportunas correcciones, que
Lanel seguía al pie de la letra.
La primera etapa estaba
allí mismo. Checow se había puesto ya las correas de seguridad.
—Lanel... —murmuró.
Pero Lanel seguía con la
mirada atenta a la pantalla, sin dejar de observar su inmediato punto de
destino.
—Lanel... ¿No hay forma de
que podamos hablar como personas civilizadas? —murmuró.
—¿Civilizado, tú? —espetó
Lanel.
—¡Al diablo, Lanel! Todo
el mundo tiene derecho a...
—¿A qué, Checow...? —cortó
tajante Lanel—. ¿A dejar morir a unos compañeros?
—Pero...
—¡Contesta! ¿Es a eso a lo
que todo el mundo tiene derecho?
—¿Es que no hay forma de
razonar? —cortó el otro.
—Yo siempre razono.
—Bueno, Lanel... La otra
vez ocurrió que...
—¡No me importa ya lo que
ocurrió! Esas cosas no se arreglan con decir: ¡Lo siento!
—No. Tal vez no, Lanel...
Pero si me escucharas...
—Tú y yo ya nos dijimos
todo hace algunos años.
—Puede que tengas razón.
No obstante, yo quisiera...
—¡Vete al diablo!
La nave marchaba en línea
recta hacia la «entrada» del satélite artificial, acelerando la marcha. Checow
aseguró su cinturón para seguir las normas.
—Conexión con el doctor
Mendal —advirtió la pantalla correspondiente.
La imagen del doctor
apareció en la pantalla.
—Bien venidos, muchachos
—sonrió a través de la pantalla—. Creo que pueden utilizar el módulo... si su
«cerebro» se lo autoriza. Están a quinientos kilómetros exactamente y observo
que su vehículo está «frenado».
En efecto. El «cerebro»
había cuidado de indicar la maniobra de freno y Lanel, obedeciendo, momentos
antes había frenado la nave, que ahora se mantenía suspendida en el espacio.
Los gases que la mantenía
«casi» detenida se escapaban por la parte trasera del fuselaje.
Los dos pilotos se
colocaron las respectivas escafandras para situarse junto a la cabina adosada a
uno de los extremos de la sección primera. Iban a salir. Aquello constituía el
final de la primera etapa de viaje, su último contacto con los terrestres
aunque se hallaran a miles de kilómetros alejados del planeta.
Las compuertas se abrieron
para que la «cabina» se elevara por fuera de la nave.
Unos mandos especiales
regidos por el «cerebro» activaron la velocidad del módulo, que avanzó hacia el
satélite artificial «Nova-Terra».
Los quinientos kilómetros
que había anunciado el profesor se recorrieron en un escaso tiempo, ante la
azulada penumbra del espacio.
La cabina se metió como un
guante a una mano en la base correspondiente. Todo salía mejor que cualquier
teórica ficción, y momentos después los dos pilotos se hallaban frente al
doctor Mendal.
—Bien venidos —repitió el
jefe del satélite—. Son ustedes dignos de admirar... Bueno, a usted Lanel le
conozco hace tiempo... Por cierto, ¿qué tal está Marga? ¡Oh! Quizá en estos
momentos mi pregunta esté fuera de lugar.
—La dejé perfectamente,
doctor —cortó Lanel.
—Disculpe si he sido
inoportuno...
—Ella conoce la verdad de
este viaje. En realidad ahora ya no es «un secreto para nadie. Un viaje sin
vuelta. Alguien tenía que hacerlo... Bueno, ella encontrará a otro hombre. Lo
merece. Es una gran chica.
—Sí. Sí lo es. Usted sabe
que yo era amigo del padre de Marga... ¡Oh! Pero estamos hablando de cosas
triviales. No disponen ustedes de mucho tiempo.
—Diez minutos, según el
horario de la tierra. Es lo previsto.
—Bien. Todo les va bien
supongo —murmuró el doctor.
—Hasta ahora no hay
dificultades.
—¿Y usted, Checow? ¿No
dice nada? —terció el jefe de la base interplanetaria.
—Que todo va bien —murmuró
el aludido con cierta timidez.
—Bien. Tomen alguna cosa.
Tengo un refrigerador y conservo alimentos naturales.
—Gracias, doctor. Por mi
parte no quiero nada. Si me presta su transmisor hablaré a los jefes.
—Desde luego.
—¿Checow? —inquirió el
doctor.
—No, no. Yo tampoco quiero
nada... Tal vez dentro de algunos años, cuando estemos hartos de esas
provisiones sintéticas, me apetecerá una patata frita... —sonrió—. Pero ahora
tengo el estómago lleno. La vida es así. Cuando te ofrecen algo es cuando no lo
necesitas. Disculpe. Yo también debo estar presente durante la transmisión...
Lanel estaba ya hablando y
su información versaba sobre la regularidad del vuelo.
—Hemos observado —replicó
el profesor desde el planeta— que el «cerebro» funciona perfectamente. Les
auguro un buen viaje. Estarán en contacto con nosotros durante la siguiente
semana, pero desde ahora sigan definitivamente las instrucciones del «cerebro».
Diga algo, Checow.
Checow tomó el micrófono
para decir: —Poco tengo que decir. Hasta ahora ha sido un viaje rutinario y muy
bueno, profesor.
—Bien —repuso la voz del
profesor—. Establezcan turnos. Divídanse el tiempo entre los dos y recuerden
siempre que deben obedecer al «cerebro». Es todo...
Más tarde regresaban a la
nave a bordo del módulo.
La cabina llegó sin
novedad donde esperaba el vehículo, a cuyo interior se introdujo con matemática
precisión.
—Bueno —dijo Checow,
quitándose la escafandra—, ahora me toca cuidar de todo esto. La respuesta de
Lanel fue categórica: —Mientras yo esté en la nave, no tocarás nada, Checow.
Grábatelo en la mente. No tocarás nada. Yo no te elegí... Así que ve haciéndote
a la idea de que eres un pasajero tan sólo.
—¡Lanel!
—¡No quiero inútiles
cobardes a mi lado, Checow!
—¡Lanel!
—Te lo diré más claro. No
me gustan los asesinos.
Checow trató de decir
algo, pero la dura mirada de su compañero de vuelo pareció impedírselo. Y
guardó silencio.
6
Una de las pantallas del
cerebro anunció:
—¡Atención! ¡Último
contacto con el planeta!
Las letras permanecieron
en la pantalla durante un minuto. Lanel miró un momento a Checow, que parecía
ausente de todo cuanto le rodeaba, y sacándole de sus pensamientos le advirtió:
—Si tienes algo que
decir... Es el último aviso.
—No. No tengo nada que
decir.
Lanel puso contacto con la
tierra, que ya no era de tamaño más grande que cualquier otra estrella lejana.
La Luna había quedado
también lejos y la nave era como una miniatura en medio del espacio sin fin.
La conexión con el
planeta, sin embargo, resultó absolutamente clara y la voz del profesor parecía
sonar en una habitación contigua.
—Están al límite, Lanel.
Dentro de breves minutos desaparecerá todo contacto. A partir de ese momento ya
no podrán transmitir, pero nosotros seguiremos recibiendo todos los datos...
¿Me oye bien, Lanel?
—Perfectamente, profesor.
—Bien, Lanel... Recuerde
las instrucciones; no salgan de la nave a menos de que sea absolutamente necesario.
Si ven algo interesante, o el «cerebro» lo indica, háganle caso, pero ahorren
todo el tiempo posible. ¿Me ha comprendido?
—Sí, profesor.
De pronto la conexión
pareció alejarse. Una pantalla del' cerebro anunciaba el límite del tiempo.
—Que Dios les proteja,
Lanel —fueron las últimas palabras del profesor,
—¡Vamos, Checow! —indicó
Lanel.
—No importa. ¿Para qué? Ya
he dicho que no tenía nada que decir.
La comunicación quedó
cortada totalmente.
Una pantalla anunció:
—Circulan bajo mi control.
Aténganse a las instrucciones.
Checow murmuró:
—Pronto se cumplirán las
veinticuatro primeras horas. ¿Cuánto crees que podrás aguantar?
Lamel se abstuvo de
contestar.
—Escucha, compañero. Voy a
seguirte la corriente hasta que caigas exhausto. Es desde luego lo más cómodo
para mí... Pero luego no te quejes... Ni me acuses...
—¡Cállate!
—No quiero, Lanel. Ahora
ya estamos fuera del planeta. Dependemos el uno del otro... Pero ignoras algo,
algo muy importante que debes saber y ahora ya no me importa que lo sepas,
—Sé lo que debo saber,
Checow. Lo sé todo. Lo que ocurrió en aquel vuelo...
—Tú no sabes nada. Todo
son figuraciones...
—Sé que a causa de tu
cobardía murieron tres de mis mejores amigos. Tú tripulabas una de las naves de
patrulla y te pidieron que les auxiliaras.
—Yo no podía hacer nada.
Les advertí que frenaran la nave...
—¿Cómo diablos iban a
frenar su nave si se habían quedado sin combustible a consecuencia de un fallo?
—De acuerdo. Habrían
vagado por el espacio unas cuantas horas. Días tal vez, pero se hubiesen
salvado. Ellos trataron de ganar la Luna y en sus condiciones no podían
hacerlo.
—¿Por qué no les echaste
una mano? ¡No! No me contestes. Leí tu informe. Fue muy brillante, pero a mí no
me convence, porque yo capté su señal. Sin embargo, estaba demasiado lejos. Tú
no... Tú estabas allí mismo, pero tuviste miedo de aproximarte...
—No sabes lo que dices.
—Sí lo sé, Checow. Siempre
te has mostrado demasiado prudente. Una prudencia sospechosa...
—¿Por qué crees entonces
que hago ese viaje si tan cobarde me crees?
—Porque sabes que tarde o
temprano hubiera encontrado pruebas para acusarte de tu acto de negación de
auxilio. Todo el mundo hubiera sabido la clase de compañero que tenían en la
base.
—Otra vez te equivocas.
—No sé cómo te aceptaron,
Checow. Pero nunca me han gustado tus ideas. Nadie supo jamás de dónde
llegaste, ni quién diablos te aceptó en la base, pero tu aparición ha sido
funesta para algunos.
—Mira, Lanel, ahora estás
ofuscado. Tenías que soltar todo esto y lo has hecho. Descansa. Tendremos
tiempo para hablar.
—No, Checow... No
tendremos tiempo —y puesto en pie, Lanel sacó de la funda su arma corta, último
modelo de láser.
—¿Qué intentas?
—Yo no sabía que ibas a
hacer este viaje, Checow... Y según parece, tú también ignorabas que yo sería
tu compañero. No estoy muy seguro de cuáles eran tus planes... Pero si
tramas algo, no dudes de que haré uso de esto
—accionó significativamente su mano armada.
Tras un profundo silencio,
la réplica de Checow se produjo de un modo extraño. Su voz adquirió un tono
grave, casi siniestro. No parecía él quien hablaba cuando manifestó:
—No intentes nada contra
mí, Lanel. No lo intentes. Te lo aconsejo... Porque no conseguirías otra cosa
que tu propia destrucción.
Luego se produjo otro
silencio.
La mano de Lanel se
mantenía firme sujetando el arma. También Checow le miraba fijamente.
Fue el silbido de una de
las pantallas del «cerebro» lo que rompió la tensión.
Y Checow habló cambiando
su tono lúgubre por el suyo natural, corriente, jovial casi.
—Parece que trata de
decirnos algo.
Lanel enfundó y se fijó en
la pantalla. Nuevamente, los signos de interferencia parecían indicar lo que ya
había anunciado tiempo atrás.
Checow murmuró:
—Detecta una persona
—Esto debe tener un fallo.
—Es extraño... En todo lo
demás funciona perfectamente.
—Bueno, no importa. Es un
cerebro mecánico. No es perfecto. No lo son los humanos tampoco y esto lo ha
construido un hombre.
Cerró la pantalla, pero
inmediatamente en otra apareció la indicación:
—Atiendan mis
instrucciones. Averigüen las causas de las anomalías que se indican.
—Parece que piense por su
propia cuenta —sonrió Checow.
A Lanel no le hacía
ninguna gracia.
La pantalla remarcaba el
aviso abrillantando el tono rojizo de las letras:
—Atiendan mis instrucciones...
Atiendan mis instrucciones.
—¿Pero qué instrucciones?
—espetó Lanel.
Entonces en el silencio de
la nave sonaron unos pasos sobre la superficie metalizada.
Eran pasos de alguien que
ascendía desde los sectores de más abajo.
Checow cambió una mirada
con Lanel como queriendo decirle: «Esto no es cosa del "cerebro"».
Los pasos sonaban cada vez
más cerca.
Lanel se aproximó a la
escotilla que separaba el primer sector del intermedio y la abrió
manualmente.
No vio a nadie.
Checow sacó su revólver láser.
—¿Quieres que vaya
delante? —preguntó en un susurro.
Lanel negó con la cabeza y
comenzó a bajar a su vez.
Descendió los barrotes
metálicos hasta llegar al segundo sector.
Apenas llegado, tras de sí
notó el aliento de alguien. Más que el aliento, fue la sospecha de unos ojos,
de un ser humano que le estaba observando.
Viró en redondo y lanzó
una exclamación:
—¡No!
7
—Lo siento, Lanel...
Siento haberte sorprendido —dijo ella—, pero era el único modo de poder
hacerlo.
Era Marga. Su novia. La
mujer a la que había dejado para realizar aquel viaje sin retorno.
Ella, radiante bajo la
vestimenta normal, pantalón y blusa de punto, negros, primorosamente ajustados
al cuerpo.
—No debiste hacerlo. No
debiste... Tú sabías... —empezó él.
—Sí, Lanel. Lo sabía, y
por eso he querido ir contigo.
—¡Oh, no! No estamos
preparados... Sólo hay equipo para dos personas y ni siquiera sabemos lo que
encontraremos más allá.
—Eso nunca me importó,
querido.
—Voy a hacer regresar la
nave... Tenemos combustible. Te dejaré en el laboratorio espacial, con el
doctor Mendal.
—No, Lanel.
—No puedes correr ese
riesgo.
—Lo mismo que tú... Lanel,
piensa en lo maravilloso que puede ser esto. Nuestro último viaje... Y juntos.
El la miró intensamente.
—Tú querías ir, ¿verdad?
—Sí, quería, quería con
todas mis fuerzas, pero cuando me rechazaron pensé que el destino me unía a
ti... hasta que supe la noticia de que tú habías aceptado. Y entonces supuse
que lo habías hecho por mí.
—Has sido una estúpida.
Correr ese riesgo por...
—No hables tanto.,. Tenemos
mucho tiempo —sonrió ella.
Sin poderlo evitar, Lanel
se aproximó para abrazarla. Tras suyo estaba Checow. Ella agrandó los ojos al
verle.
Lanel se volvió. Checow
sonreía.
—Bueno... Esto es como
estar en familia. Bien venida, Marga.
Lanel reaccionó:
—¡No puede estar aquí!
¡Volveremos al satélite!
—¿Y cómo piensas hacerlo,
genio? —sonrió Checow.
Ella asintió dando la
razón a Checow.
—Él tiene razón. No puedes
volver. Ahora es imposible.
—Hay un cerebro sabelotodo
en el otro piso, ¿no? —inquirió Lanel.
—No está programado para
regresar —replicó Checow.
—Eso dicen... Pero el
profesor Carpentier dijo que esa cosa metálica —nombró despectivamente al
«cerebro»— tiene posibilidades insospechadas. Ya es hora de que lo demuestre.
—Es inútil, Lanel. Yo ya
lo he decidido. No os moles-
taré. No saldré de aquí...
No os robaré el oxígeno controlado, puesto que la nave está ideada para tres.
—Ya lo ves, Lanel —adujo
de nuevo Checow, sonriente—. Vamos a tener una agradable compañía durante el
resto de nuestras vidas.
—No estés tan seguro
—espetó Lanel.
—Ella ya lo ha decidido y
no creo que tengas derecho a interponerte en sus deseos.
—No te mezcles en esto.
—Bueno. Después de todo,
el viaje hasta ahora no ha sido tan malo...
—Escucha, Checow... Si he
de soportarle durante lo que me queda de vida, sólo te pido que no me des
consejos.
—No te enfades con él.
Checow guiñó el ojo a la
muchacha.
—¿Qué significa esto?
—inquirió Lanel encontrando algo extraña la actitud de los dos.
Se hizo un silencio que
rompió Marga para decir:
—Puesto que vamos a estar
unidos hasta... hasta el fin, será mejor que digamos la verdad desde el primer
momento. No hay razón para ocultárselo, ¿verdad, Checow?
—¿Eh? —inquirió Lanel,
intuyendo una confabulación.
Ella continuó:
—Fue él quien me dejó esconder
en la nave... Yo sola no hubiera podido burlar la vigilancia.
—¡Checow! Tú... —empezó
Lanel.
—Bueno. Ella me lo pidió.
Yo sabía que os queríais y... Ya sabes... En el planeta aunque las mujeres
sigan luchando por la igualdad siempre acaban haciendo lo que se les antoja.
Yo... Lo único que hice fue echarle una mano.
—Pero tú sabías que yo...
—Tampoco voy a engañarte;
Lanel... Podría decirte que supe que tú eras mi compañero cuando Marga me lo
dijo, pero no. Mentiría si te hiciera creer tal cosa.
—Entonces...
—Desde el primer momento
supe que tú serías el elegido para ese viaje.
—Alguien ha mentido
entonces.
—Te aseguro que no, Lanel
—repuso Checow.
—El profesor dijo...
—Que el «cerebro» había
dispuesto que era mejor que nos ignorásemos mutuamente —admitió Checow.
—Pero tú lo sabías.
—Eso no quiere decir que
ni el cerebro ni el profesor mintieran, amigo mío.
—¡Yo no soy tu amigo!
¿Cómo supiste que yo iba a hacer el viaje?
—Esta es una cuestión que
ya la sabrás. Sigues estando demasiado excitado, Lanel.
—No me vengas con medias
palabras. Tú ayudaste a Marga...
—¡Olvídalo! —intervino
ella—. Fui yo quien se lo pedí. Lo hubiese intentado de todos modos. ¡Oh,
Lanel! ¿Qué peligro corro? El también piensa como yo —e indicó a Checow, a
quien Lanel fulminó nuevamente con la mirada.
La muchacha continuó:
—Allá en la Tierra nuestra
vida es también limitada. ¿Qué más da morir en un sitio que en otro? Estaremos
juntos... Veremos cosas que ningún otro ser humano podrá ver jamás...
Se hizo un breve silencio
que quedó interrumpido por un agudo chillido procedente del «cerebro».
—¡Una señal acústica!
—exclamó Checow, y subió rápidamente la escalera hacia la estancia superior.
—¡Peligro! ¡Peligro!
¡Peligro! —recalcaba la pantalla aumentando progresivamente el tamaño de las
letras.
En otra pantalla podía
verse la situación de la nave en el espacio y un punto luminoso que una tercera
pantalla detectaba, indicando a su vez a la velocidad a que se movía.
—¡Es un meteoro! Parece
que viene hacia nosotros... —masculló Lanel, aproximándose hacia la pantalla,
mientras Marga permanecía a su lado, pero ligeramente rezagada.
—Viaja a doble velocidad
que la nuestra y nuestra llave lo atrae —informó Checow.
—Hay que virar —dijo
Lanel, aproximándose al tablero de mandos.
—¡No, espera! —espetó Checow.
—¿Esperar? ¿A qué? El
«cerebro» no da instrucciones. Tenemos que utilizar nuestros propios métodos.
—¡No toques nada!
—insistió Checow, mirando la pantalla que daba cuenta de la proximidad del
meteoro.
—Está a mil kilómetros
—murmuró Marga leyendo las indicaciones del «cerebro».
—¡Quita las manos del
pupitre! No puedes girar nada. No hay instrucciones, y el meteoro nos seguirá.
Checow había sujetado la
muñeca derecha de Lanel para evitar que manipulara para el cambio de rumbo.
Lanel reaccionó y pretendió
desasirse, pero Checow le retorció el brazo.
—No es momento para
pelear.
—¡Suelta, Checow!
—advirtió Lanel.
El otro haciendo alarde de
una fuerza que no aparentaba consiguió apartarle.
Lanel para terminar la
cuestión intentó golpear a su compañero.
Checow colocó el canto de
su mano libre contra el abdomen de Lanel, que acusó el impacto en el punto
preciso y se inclinó ligeramente hacia delante.
Checow descargó un segundo
golpe en el mentón de Lanel, mandándolo contra un rincón.
Acto seguido Checow volvió
su atención a la pantalla que señalaba el peligro inminente.
Lanel en el suelo comenzó
a reaccionar tras un segundo de atontamiento. Miró indignado hacia Checow y se
levantó con ánimo de agredirle.
—¡No consiento que...!
Ahora fue Checow el que
sacó su pistola y exclamó en tono autoritario.
—Esto es serio, Lanel. Y
no permitiré que nos estrellemos contra eso por culpa de tu maldito orgullo.
Su mano libre se posó
sobre uno de los botones de mando y añadió:
—Vamos, Marga, dile que
sea razonable por una vez... Yo sé cómo dominar esto.
Ella miró angustiada.
Lanel no podía avanzar porque tenía ante sí la amenaza del arma de su compañero
de vuelo.
—¡Vamos! Tengo que estar
pendiente del meteoro.
—¡Está sólo a cien
kilómetros! ¡Y viene hacia aquí! —exclamó ella.
Checow se volvió hacia el
visor. Una enorme bola de fuego se precipitaba contra la nave.
Lanel se aproximó al
tablero de mandos, mientras Checow dejaba el arma encima y pulsaba el botón de
«Todos mandos».
Era una prevención para
que todos los mandos del vehículo espacial respondieran instantáneamente en el
momento preciso.
—Ese maldito «cerebro»
parece que haya enmudecido. ¡Ya sabemos que hay peligro! —estalló Lanel.
El cerebro se limitaba a
detectar aquel peligro, pero no daba soluciones.
Y la bola de fuego era ya
tan enorme que a través del visor delantero ya no se veía otra cosa que aquella
masa deforme que se aproximaba.
Los cien kilómetros se
redujeron a cincuenta en segundos, luego cuarenta, treinta...
La diestra de Checow
estaba atenta como si aguardara el momento preciso. Lanel intentaba comprender
lo que su compañero se proponía.
Le veía seguro, atento,
con los nervios tensos y los sentidos latentes.
Veinte kilómetros, diez...
El choque parecía
inminente. En la nave nadie respiraba.
El índice derecho de
Checow pulsó uno de los botones.
La bola estaba allí. Allí
mismo. Iba a chocar...
La nave viró bruscamente.
De pronto la muchacha se
sintió impelida hacia la escalera tras la cual desapareció al dar un traspié.
También Lanel se vio
impulsado hacia atrás por las vibraciones y Checow, a pesar de estar prevenido,
tampoco pudo mantener el equilibro.
Durante varios segundos la
nave continuó agitándose como una coctelera.
Si sus ocupantes hubieran
podido verla desde el exterior le hubiese parecido imposible que nadie fuera
capaz de aguantar aquel ritmo continuo, infernal.
De pronto todo cesó.
—¡Marga! —exclamó Lanel, y
se precipitó escalera abajo para ir hacia el segundo sector.
Ella se levantaba del
suelo.
—Estoy bien... Un poco
magullada, pero... creo que no me he roto nada.
Él estaba ya a su lado.
—Vamos arriba...
—¿Hemos chocado?
—No. No creo. Pero esa
maldita cosa nos ha pasado rozando.
—Checow lo ha conseguido
—murmuró ella. Y Checow apareció sonriente en lo alto. —Pasó el peligro —dijo.
En la pantalla correspondiente,
el «cerebro» indicaba :
—Fin del peligro.
Enhorabuena.
Lanel miró la pantalla y
masculló:
—Y además tenemos un
«cerebro» sarcástico.
Checow a su vez adujo:
—Siento lo de antes. Temí
que pudieras echarlo todo a perder... Yo estaba seguro de poder burlar el
peligro.
Lanel, tras un silencio
durante el cual no apartó la mirada de Checow, acabó preguntando:
—¿Y cómo estabas tan
seguro de que tu técnica daría resultado?
—Bueno... Digamos que era
una corazonada. Pero tú... no hubieras hecho lo mismo que yo, ¿verdad?
Tras un rato de duda,
Lanel admitió:
—Hubiese cambiado la
trayectoria en el primer momento.
—Y el meteoro te hubiera
seguido. No era cosa corriente. Me di cuenta en seguida.
—¿Te diste cuenta?
—Sí, Lanel. Me di
cuenta... Tú has oído hablar de la antimateria, ¿verdad?
—Sí... Pero eso es pura
fantasía. Se habló mucho de ello en tiempos pasados, pero no consiguió
demostrarse su existencia.
—Yo no estaría tan seguro.
—¿Y por qué no?
—Porque existe realmente,
Lanel. Existe, y hoy hemos tenido una muestra muy cerca. Sólo se la puede
evitar como yo he hecho. En el último instante, antes del choque, expulsando el
gas especial, pero no para mantener la nave a flote sino para virar. Ese gas es
lo único que puede paralizar en décimas de segundo el efecto de la antimateria
y de este modo el meteoro sigue por inercia su trayectoria mientras su objetivo
a destruir, en este caso nuestra nave, puede ponerse a salvo cambiando de
trayectoria. Pero sólo se puede aplicar esta técnica en el instante preciso, una
décima de segundo a destiempo puede ser fatal. De cualquier modo el
procedimiento tampoco es muy seguro con los medios con que contamos... —se
interrumpió y sonrió ligeramente para añadir, cambiando de expresión—: Bueno...
Creo que ya he hablado demasiado. Anda, ve a descansar o hazle compañía a
Marga. Yo me quedaré aquí.
Lanel no replicó. Se
limitaba a mirar fijamente a su compañero de vuelo y se preguntaba para sus
adentros:
«¿Cómo puede saber todo
esto?»
8
—¿Cómo puede saberlo,
Marga? —se repetía Lanel, hablando a solas con la muchacha en la sala de
descanso del segundo sector.
Estirado en el sillón
reclinable, junto a Marga, ambos habían ingerido los alimentos comprimidos.
Y Lanel continuó:
—Checow era sólo un piloto
de segunda clase en los vuelos de patrulla. Nunca había destacado gran cosa...
—Tal vez le
menospreciabais.
—No merecía otra cosa.
—¿Por qué le odias? Me he
dado cuenta —murmuró Marga tras un corto silencio.
—Hubiera podido evitar que
tres compañeros míos murieran.
—¿Cómo?
.—El vehículo que
utilizaban tuvo un fallo y se estrelló contra la superficie de la Luna.
—¿Y cómo podía Checow
impedirlo? • —Aproximándose con su nave. Los otros hubieran salido utilizando
las cargas de oxígeno. Podía llegar hasta doce metros de ellos. Hubiera sido
suficiente.., Pero temió correr el riesgo. Para aproximarse a una nave hay que
saber dominar muy bien los mandos. Cualquier error implicaría un choque, y
Checow no quiso cometer ese error. Dejó que se las apañaran solos y ellos
trataron de llegar a la Luna. Murieron aplasta dos...
—Sin embargo, hoy Checow
ha demostrado no tener miedo. Le he observado. Parecía absolutamente seguro de
sí mismo.
—Sí. Ya lo he visto... Y
esto es lo extraño.
—¿Por qué no tratas de
olvidar lo pasado? Este va a ser un viaje largo. Es mejor hacerlo en armonía,
—Hubiera preferido hacerlo
con otro. Sin embargo.., —Se pasó la mano por la mandíbula y añadió—: Parece
como si ocultara algo. Y pega fuerte.
—Olvida esto.
—Sí. Olvidaré por el
momento, pero si está tramando algo... continuaré esa pelea que él ha empezado.
—¿De veras quieres
continuar la guerra, Lanel? —preguntó Checow asomando.
Había oído las últimas
palabras de Lanel, pero no| parecía disgustado por ello.
—¿Te dedicas a espiarnos?
—No, Lanel. Lo oí por
casualidad y quiero que sepas algo; esos compañeros tuyos se habrían salvado si
hubieran seguido mis instrucciones.
Lanel iba a hablar, pero
prefirió que el otro siguiese,
Checow añadió:
—Les dije que frenaran el
vehículo, pero temieron perderse. Insistí en que lo hicieran y dejaran el resto
de mi cuenta.
—Pero tú no te acercaste.
Desde donde estaba pude escuchar la llamada de socorro y tu respuesta, diciendo
que no podías acercarte.
—No. No podía. Su nave
vibraba casi tanto como ha vibrado la nuestra cuando hemos tenido el encuentro
con el meteoro, y así no hubiera podido acercarme ni a quinientos metros. Se lo
advertí. Les dije que su única salvación era flotar, pero se empeñaron en
dirigirse a la Luna. Perdieron el control. Les dominó el pánico. Yo no pude
hacer nada.
—Sin embargo, nada dijiste
en los informes. ¿Por qué no explicaste lo que acabas de decir ahora?
—¿Echar tierra encima de
unos infelices que ya no volverían a cometer ningún otro error? No. Preferí que
tú y algunos pudierais pensar de mí que era un cobarde. ¿Para qué culpar a los
muertos?
—¿Pretendes, encima, que
te agradezcan tu... caballerosa acción?
—Yo no quiero que me
agradezcan nada. Durante el tiempo que he trabajado para la base he procurado
cumplir y ayudar en lo que me ha sido posible. Nunca he buscado lauros ni
agradecimiento. Si hablo de ello es porque no quiero que sigas viendo en mí a
un posible enemigo...
Se aproximó algo más y
tendió su mano hacia Lanel, pero éste no hizo nada por corresponder el saludo.
Ignoró la acción de Checow y murmuró:
—¿Y cómo supiste que yo
iba a realizar ese viaje?
—Si te lo digo no me vas a
creer.
—Inténtalo.
—Bueno. Lo adiviné,
digamos por... intuición.
—¿Intuición?
—Algo así.
—Nunca me ha gustado que
me tomaran el pelo, Checow.
—Supuse que ibas a
contestar algo así... Cree lo que quieras; lo supe y eso es todo.
—Bien, dejémoslo así,
puesto que no quieres sincerarte. Pero di... Si sabías que yo haría el viaje...
¿Por qué pediste acompañarme?
—Porque si con alguien
valía la pena realizar ese viaje era contigo.
—Sin coba.
—Sin coba, Lanel. De lo
que hemos dejado allá abajo tú eres de lo mejorcito.
—Te he dicho que no quería
coba.
—Yo no le doy coba a
nadie, Lanel. Tú no me conoces. Nadie me conoce realmente. Allí abajo, ¿sabes?,
se ha avanzado mucho, pero la ignorancia continúa siendo la mayor de las
cualidades de los hombres.
—¿Y tú no te incluyes?
—No es que yo sea muy
inteligente, pero en algunas cosas... Bueno... Ya seguiremos hablando más
adelante. Hay tiempo. Con vuestro permiso, seguiré arriba. No es muy divertido,
sobre todo por el paisaje. Demasiado monótono... Pero esto ya lo sabíamos antes
de empezar el viaje —les guiñó un ojo jovialmente y desapareció escaleras
arriba.
—Parece como si tratara de
hacernos comprender algo, ¿verdad? —comentó Marga.
—Trata de hacerse el
interesante.
—Y simpático también.
—No te dejes embaucar.
—Espero que no estés
celoso.
—¿De él? ¡Oh, nol
—Bueno, si se sigue
portando como hasta ahora no creo que haya motivo para dejarle de lado. Seamos
comprensivos, ¿eh?
—Yo siempre trato de ser
comprensivo, Marga. Anda, duerme. Necesitas descanso.
—Y tú también. Tienes una
gran responsabilidad. Todo el mundo estará pendiente de este vuelo y durante
muchos años se seguirá hablando de él, y de vosotros y de todo lo que
descubráis y pueda ser transmitido a la Tierra.
Los párpados de Lanel
comenzaban a cerrarse. El cansancio de la actividad mental hacía mella también
en los hombres que como él parecían templados como el acero.
Checow seguía en el puesto
de control observando el espacio, siempre igual, sin variantes. Un decorado
eterno, azul siempre con el brillo lejano de las estrellas, tan lejos como la
meta que les había sido asignada... Más allá de Plutón.
Había una extraña sonrisa
en la mirada de Checow.
Pulsó un botón y la nave
describió una parábola, cambiando de rumbo. En seguida una pantalla se iluminó
para informar:
—Rumbo equivocado,
corrijan. Rumbo equivocado. Corrijan.
—No, amigo —repuso
Checow—. Nada de corregir. El rumbo está bien aunque tú no puedes entenderlo.
—Rumbo equivocado. No
manipulen mandos sin mi autorización. Corrijan rumbo.
—No lo has entendido,
amigo —sonrió Checow y recalcó—: Tú no tienes la culpa, ¿sabes? Pero desde
ahora vas a obedecerme a mí. Exclusivamente a mí... Y lo vas a hacer a partir
de este instante.
Y al decirlo, Checow pulsó
un botón y todas las pantallas dejaron de transmitir.
Con un pequeño
destornillador, Checow aflojó algo mientras murmuraba:
—Bastará una leve
operación. Muy pequeña y entonces yo seré tu dueño... Creo que iremos mejor —y
siguió manipulando.
Ajeno a lo que ocurría en
el puesto de control, Lanel continuaba dormido, igual que Marga, que igualmente
vencida por el sueño, había perdido la noción de la realidad.
9
Había transcurrido ya el
primer año de vuelo. El paisaje seguía siendo el mismo, sólo variaba el grado de
oscuridad. Sin que los cambios de luz pudieran catalogarse como los del
planeta, sí se llegaba a establecer cuál era el día y cuál la noche en el
espacio sin fin.
Durante el período que
decidieron llamar día, el color azul perdía su intensidad para
tomar una tonalidad celeste, casi turquesa. El firmamento podía compararse al
que se ve desde la Tierra en el instante de romper el alba.
Luego en menos de una hora
volvía a oscurecer para, en igual período de tiempo producirse aquel incompleto
amanecer de nuevo.
En un día terrestre, a
bordo de la nave transcurrían doce días y doce noches, pero gracias a los
relojes sincronizados con el general electrónico que regulaba los demás, ellos
—los tres ocupantes de la nave— seguían midiendo el tiempo como lo hacían en la
tierra.
—Trescientos sesenta y
siete días —murmuró Lanel—. Y hasta ahora el «cerebro» no ha resaltado nada que
justifique el viaje hasta aquí. Esperemos que adelante surjan cosas más
interesantes.
—Seguro que sí —murmuró
Checow, que acababa de soltar los mandos para cederle el puesto a Lanel.
—¿Es otro de tus
presentimientos? —inquirió Lanel.
No le hablaba con aquel
tono glacial de los primeros días de vuelo, pero le costaba admitirle como si
fuera realmente un verdadero amigo. No obstante, la tirantez, en lo aparente,
se había suavizado bastante.
—Bueno —sonrió Checow—,
supongo que no eres de los que creen que la Tierra es lo más perfecto que
existe.
—¿Quién llegó a creer
alguna vez semejante tontería?
—Hay cosas maravillosas,
Lanel —y recalcó—. Auténticamente maravillosas, pero hay que saber encontrarlas
en medio de un espacio que no tiene fin. Hay pocos que comprendan esto... El
espacio no se acaba nunca. Es ilimitado. Algo imposible de concebir para una
mentalidad mediana... Algo que no empieza ni termina nunca. Si nosotros
fuésemos eternos y pudiéramos viajar siempre, siempre a través de las galaxias,
vagaríamos siempre por el espacio sin encontrar jamás el final de nuestro
viaje... Pero hay que preservarse —añadió cambiando de tono—. Y como no somos eternos
como el espacio, nos conviene hibernar. Creo que es el momento de poner a
prueba el descubrimiento. Yo empezaré. ¿Te parece, Lanel?
—Bueno, hazlo.
—Intentémoslo primero para
un año. ¿No?
—¿No es mucho tiempo?
—¿Por qué? El viaje es
largo y la nave funciona automáticamente. Si hay alguna dificultad y crees que
no puedes resolverla tú solo, no tienes más que despertarme.
Lanel asintió y poco
después, Checow utilizaba uno de aquellos extraños ataúdes de cristal, cuyos
aparatos para su funcionamiento podían manipularse desde el interior.
Checow, una vez dentro
cerró la tapa acristalada
y sonrió:
—Existen sistemas mejores,
pero a falta de ellos... veremos qué tal funciona. Buenas noches. No me
despiertes hasta... el año que viene. A menos que sea necesario.
—¡Un momento! ¿Dónde has
visto tú aparatos mejores para hibernar? —inquirió Lanel.
Checow murmuró: —Es un
decir... Un presentimiento... ¡Ah! No olvides tomarte las píldoras para
descansar. Buenas noches _y cerró definitivamente.
A través del cristal, tanto
Lanel como Marga le vieron manipular los aparatos, luego Checow cerró los ojos.
—¿Ya duerme? —preguntó
ella.
—Sí. Supongo que sí.
—¿Nada puede despertarle?
—En absoluto. Es
insensible a todos los ruidos, pero habrá que vigilarle.
—¿Cómo?
Lanel mostró a la muchacha
lo que llamaban «termómetro de aire».
—No puede entrar aire
dentro de la cabina. Sería fatal. Se puede comprobar también desde el
puesto de mando. Voy allí. ¿Quieres una píldora?
—No. No estoy cansada.
Quiero hacer algo.
—Aquí hay poco que hacer.
Ya lo ves.
—¿Sabes? Cuando estudiaba
todo eso me parecía más difícil. Luego comprendí que podría hacerlo igualmente.
Sin embargo, en la práctica veo que incluso es mucho más fácil...
—Si todo va bien, sí.
—Déjame ir contigo arriba.
—Bueno. Sube —dijo Lanel,
observando el «termómetro de aire» por última vez.
Se instalaron en los dos
sillones situados frente al visor y al lado del pupitre del «cerebro».
Tras un silencio ella
comentó:
—¿Qué ha querido decir
Checow con esto de que existen cabinas de hibernación con sistemas mejores?
Lanel alzó los. hombros.
—No sé. Cosas suyas. Le ha
dado por hacerse el interesante.
—Lanel... Esas cabinas,
son a prueba de sonidos, ¿verdad?
—Totalmente.
—Cuando le has hablado por
última vez, él te ha oído. ¿Te has dado cuenta?
-¿Eh? —Que Checow te ha
oído. Y tenía la tapa cerrada. ¡La tenía cerrada!
Lanel frunció el entrecejo
y cambió una larga mirada con su novia, pero no contestó.
10
El reloj general de la
nave señaló el día y la hora.
—Hoy se cumple el año
—dijo Marga.
—Sí. Es hora de despertar
al durmiente —repuso Lanel.
—¿Consultas al «cerebro»?
—inquirió ella.
—No. Conozco bien lo que
hay que hacer. Se manipula la abertura de la tapa de la cabina desde abajo. Es
todo.
—¿Pero no sería mejor que
consultaras? —insistió ella.
—Bueno. Hagamos las cosas
bien.
Una vez más no parecía
demasiado de acuerdo en tener que consultar con un cerebro mecánico, pero lo
hizo.
Pulsó rutinariamente un
botón y en la pantalla correspondiente aparecieron las letras que le hicieron
fruncir el ceño.
—¡Pero qué diablos...!
—empezó.
También Marga podía ver lo
que aparecía escrito:
«No abra la cabina. No la
abra hasta recibir instrucciones.»
—-Esto no debe
funcionar...
Pulsó otro botón y los
datos que obtuvo le parecieron correctos. Manipuló por segunda vez el que
correspondía a las instrucciones de la cabina y de nuevo apareció la misma
advertencia:
«No abra la cabina. No la
abra hasta recibir instrucciones.»
—¿Por qué diablos no puedo
abrir?
Tomó una de las cartulinas
y formuló una pregunta por el sistema de taladros.
El cerebro contestó:
«Peligra la vida de quien
está hibernando si abre la cabina.»
Exigió nuevas
explicaciones, pero ya no obtuvo respuesta.
—¡Esto no es posible! ¡Que
me dé una explicación más concreta!
Ella sonrió.
—No te esfuerces. No es
ningún ser humano, pero supongo que no pensarás desobedecerle...
—Algo tiene que ir mal...
—Lanel vaciló.
Pulsó de nuevo el botón y
apareció otro escrito:
«Deje conectado el botón
para la consulta. Se indicará el momento oportuno en que pueda ser abierta la
cabina.»
Las palabras luminosas
recorrieron la pantalla en forma de tira continua un par de veces más.
—Bien. Estamos en manos de
eso... —murmuró Lanel de mal talante.
—Pero todo funciona bien,
¿no?
—Hasta el momento, sí.
Tras unos instantes de
vacilación, pulsó el botón para la comprobación de la ruta.
Las letras indicaron unos
guarismos correspondientes al sistema de coordenadas.
Lanel consultó con la
pantalla de las coordenadas y la ruta resultó ser exacta. El planeta Plutón
aparecía lejos. Muy lejos aún. A pesar de la increíble velocidad faltaban
todavía muchos años para llegar a su destino.
Lanel consultó entonces un
plano manual y observó distraídamente la línea que la nave tenía que describir
hasta llegar a Plutón.
—¡Un momento! —exclamó
como si expresara en voz alta un pensamiento.
Algo le había llamado la
atención.
Colocó el plano manual de
material transparente frente a la pantalla de coordenadas del «cerebro».
Lógicamente la línea trazada en el plano manual debía coincidir con la
aparecida en la pantalla.
—Estamos aquí —dijo
comprobando el hipotético lugar que la nave ocupaba en el espacio y marcó un
punto en el lugar correspondiente.
Marga miraba interesada
las manipulaciones de Lanel, que intentaba centrar el plano para que
coincidiera con el dibujo aparecido en la pantalla.
No lo consiguió.
—Algo va mal. Esta no es
la ruta exacta. Hay un ligero desvío. Es... casi insignificante, pero hay un
desvío.
Sacó el plano que dejó
sobre el pupitre y accionó otro botón.
En la pantalla apareció la
respuesta.
«Ruta correcta. Todo en
orden.»
—¡Esta no es la ruta
correcta! —exclamó Lanel, y pulsó otro botón para saber la «opinión» del
«cerebro».
—No hay respuesta. La ruta
es correcta.
—¡No, no es correcta,
sabihondo! En la Tierra se tardaron años para preparar ese plano... Y tú,
maldito cacharro de acero, fuiste concienzudamente programado. Así es que no
discutas...
Formuló la pregunta en
regla y el «cerebro» como un eco de sus propias respuestas volvió a anotar en
la pantalla:
«Ruta correcta. Todo en
orden.»
—¿Te das cuenta? Es como
una cotorra. Sólo sabe repetir lo que le han enseñado.
—Es lógico. ¿Qué
esperabas?
—El profesor Carpentier
dijo que ese «cerebro» era algo excepcional. ¿Por qué no contesta? ¡Se ha
equivocado de ruta! ¡Algo falla! Intentaré el control manual.
—¿Crees que es correcto?
—Yo soy una persona, no
una máquina. Suponte que esto se ha estropeado... Un tornillo flojo, una tuerca
que se ha caído... Cualquier cosilla de nada puede producir el fallo sin que
«él» lo advierta.
—Mi padre trabajaba en la
fábrica donde fue construido —replicó Marga, refiriéndose al «cerebro»—. Él
también dijo que era el modelo mejor que había salido de allí.
—Pero el mejor de los
modelos puede tener fallos, ¿no? ¡Ya sé! Cuando estuvimos a punto de chocar con
el meteoro. Entonces pasamos un buen rato bailando... Quizá... Esto es, quizá
desde entonces llevamos la ruta equivocada. ¡Dos años en el espacio para seguir
un camino distinto! ¡Un viaje sin retorno para nada!
Se levantó de un salto y
se dirigió a la parte lateral, donde estaba una de las tapas del «cerebro».
—Yo no lo tocaría, Lanel.
Al menos espera que Checow dé su opinión.
—¿Checow? ¿Qué te pasa,
Marga? ¿Es que no tienes suficiente confianza en mí?
—Sólo lo decía por...
—Escucha, Marga. La
presencia de Checow me la han impuesto. Yo no pedí que me acompañara. Las
últimas órdenes fueron concretas. Cuando uno hiberna el otro es el único
responsable... Y además, soy bastante mayorcito para tomar mis propias
decisiones.
Lanel hablaba fuerte,
molesto por la observación de Marga; molesto porque ella había mencionado a
Checow.
—Perdona, Lanel —musitó
ella—. Sólo pensé que...
—No me importa lo que
pienses. Si no estuvieras aquí haría igualmente lo que voy a hacer.
—Comprendo. Ha sido una
tontería que dijera esto. Lo siento.
El lanzó un suspiro. Se
daba perfecta cuenta de que había levantado la voz injustamente.
—No... Quien lo siente soy
yo. Disculpa. Me he puesto nervioso, eso es todo. No tenía ningún derecho a
hablarte así.
Ella sonrió aceptando las
disculpas del piloto.
—Algo va mal, ¿sabes?
—añadió Lanel—. Y hay que averiguarlo... Si no existe ninguna posibilidad de
volver, al menos hagamos que el viaje sea provechoso para los de la Tierra.
—Sí.
—Si sigo las instrucciones
del «cerebro» no puedo despertar a Checow. Bien, es lógico, pues que intente
averiguar lo que ocurre. Avanzamos muy de prisa... Cada instante cuenta. Si nos
hemos desviado demasiado, puede que ya no sea posible corregir el rumbo.
Se acercó un poco más a
ella y la atrajo hacia sí. El beso fue inevitable.
Después de una eternidad
ella murmuró:
—Ahora pienso que hubiera
sido maravilloso formar un hogar sin preocupaciones. Vivir como tantas otras
parejas...
—Sí lo hubiera sido.
—Pero estamos juntos
igualmente.
—¿Qué importa dónde,
verdad? —sonrió él, para besarla de nuevo otra vez.
—Sí, querido. ¡Qué importa
dónde!
La técnica había quedado
en segundo término. En aquellos momentos para Lanel lo más importante era el
amor.
—Querías desmontar el
«cerebro», ¿no? —sonrió ella.
—Bueno, que espere. Si ya
han pasado dos años, no vendrá de unas horas más.
Y en el primer
compartimiento de la nave se hizo el más absoluto de los silencios porque a
menudo el amor no necesita de palabras para expresarse.
En aquellos momentos, los
dos cosmonautas eran simplemente un hombre y una mujer...
* * *
Habían transcurrido sólo
unas horas y en los rostros de ambos se dibujaba la felicidad.
Durante aquel tiempo
habían perdido la noción de
la realidad. Sólo existían
ellos dos. Ellos dos y el espacio, que les envolvía en silencio.
—Un panorama inédito para
amar —murmuró él, ajustándose la cremallera vegetal de seguridad de su
cazadora.
Miró un momento a través
del visor. El panorama era el mismo de siempre.
De pronto surgió un
extraño resplandor.
—¡Qué es esto! —exclamó
Marga.
Una luz brillante,
cegadora, emergió de algún lugar remoto. Imposible de precisar.
Una ligera ojeada le bastó
a Lanel para comprobar el notable aumento de la temperatura exterior.
—Es como si de pronto
hubiera salido el sol —añadió ella.
Lanel permanecía atento al
termómetro, que seguía sumando grados.
La luminosidad
extraordinaria parecía haber alcanzado su punto máximo y se hallaba
estabilizada, pero el termómetro seguía subiendo, subiendo.
—Ciento cinco grados
centígrados —murmuró ella.
—Sí...
—Parece que no aumenta.
El termómetro detuvo su
marcha ascendente. La luminosidad continuaba. Lanel accionó la palanca para que
descendiera por debajo del cristal especial del visor otro contra las
radiaciones. Inmediatamente la luz dejó de cegar.
—Nos hallamos ante un
nuevo Sol —murmuró ella—. Eso debe ser.
—No es posible. Seguimos
en nuestra propia galaxia. A dos años de la tierra, de existir otro astro como
el Sol hubiéramos recibido su luz.
—Consulta al «cerebro».
—Ese condenado chisme...
—lo pulsó de mala gana.
En la pantalla
correspondiente apareció la cantinela escrita de siempre:
«Ruta normal. Todo
correcto.»
Manipuló Lanel algunos
mandos para efectuar la pregunta correspondiente y en otra pantalla apareció la
respuesta.
«Sol, Sol, Sol.»
—¡El Sol! ¡Es el Sol!
—exclamó Marga.
—¡Cuando digo que algo
falla...! —murmuró Lanel.
«Distancia mínima entre la
nave y el Sol. No existe peligro», explicó el «cerebro».
—¿Te convences cómo a eso
le falta un tornillo? —bromeó el piloto en son de reproche.
Viendo que el termómetro
seguía invariable a la temperatura de ciento cinco grados añadió:
—Nuestra ruta es
completamente opuesta. Plutón sigue siendo desde 1930 en que un tipo llamado
Percival Lowell habló de él por primera vez, el último planeta de nuestra
galaxia, y el más distante del Sol. Me lo sé de memoria, querida... Su diámetro
aproximadamente la mitad que el de la Tierra, la posibilidad de que sólo
consista en una masa completamente helada, o sea que los gases oxígeno y
nitrógeno es probable que se hallen en estado sólido. Su temperatura es la del
cero absoluto. ¡Absoluto! —recalcó—. ¿Comprendes? ¿Qué diablos hace pues el Sol
en nuestro camino? Esto tiene que tener un error. Y voy a averiguarlo de una
vez.
Tomó uno de los
destornilladores corrientes y comenzó a manipular en la tabla metálica lateral
del «cerebro».
Entonces surgió la voz de
Checow:
—¿Qué vas a hacer? ¡Deja
eso! —dijo en tono enérgico.
Lanel y la muchacha se
volvieron hacia el hueco de la escalera. Checow estaba allí. Intacto, tal como
un año antes entrara en el hibernador.
En la pantalla
correspondiente había aparecido el aviso:
«Puede abrirse la cabina
de hibernación. Pasó el peligro.»
La luminosidad había
bajado ligeramente y la temperatura se situó en 60" centígrados.
Los dos hombres seguían
mirándose fijamente.
11
—¿Qué diablos hiciste al
«cerebro», Checow? ¡Vamos, habla ya! —exigió Lanel.
—¿No me das los buenos
días primero? ¡Vamos, Lanel! Todo marcha perfectamente.
—No marcha
perfectamente... Y tú sabes algo de esto. Te dejé solo demasiado tiempo en los
mandos.
—En esta aventura estamos
embarcados los dos, ¿no? Bueno, los tres... Vamos a correr la misma suerte y te
aseguro que no tengo el menor deseo de morir... antes de tiempo.
Lanel se había aproximado
a Checow y le miraba desafiante.
—¿Qué es lo que pretendes?
—Yo nada. Seguir
tranquilo. Anda, ve a hibernar. Ahora te toca a ti. Yo ya he probado y ya ves
los resultados.
—Antes quiero saber la
verdad.
—¿Pero qué verdad?
—Tú hiciste
algo... No seguimos la ruta normal. Ni siquiera te ha extrañado ver
la luz del Sol.
—En absoluto.
—Incluso
calculaste el tiempo...
Checow sonrió:
—Más o menos. Podía
equivocarme.
Lanel ya no aguantó más.
Su puño derecho describió un semicírculo rápido, tajante y fue a chocar contra
la mandíbula de su compañero.
Checow retrocedió impulsado
por el golpe y fue a chocar contra una de las paredes de la nave.
—¡No! —exclamó Marga,
tratando de suavizar la cuestión.
Checow se incorporó,
pasándose la mano por la barbilla.
—Déjale, Marga... Lo
estaba deseando desde hace... un par de años. Ahora estamos en paz, ¿no?
—¡No! —exclamó Lanel
apretando los puños amenazador.
Avanzó como si quisiera
golpear de nuevo a Checow, pero éste levantó una mano y atajó a su compañero
diciendo:
—Cuidado, amigo... Hace
poco tú ibas a «arreglar» el cerebro por tu cuenta sin consultarme, ¿no?
—Porque va mal.
—Pero podías esperar y no
lo hiciste...
Marga intervino:
—Fue el «cerebro» quien
dijo que no le despertáramos. Tu vida hubiese corrido peligro.
—Es extraño que le
hubieras obedecido, Lanel —repuso sarcástico Checow—. Nunca tendrás una ocasión
mejor para librarte de mí.
—Basta, dejad ya de
pelearos —intervino nuevamente la muchacha—. Las cosas se pueden discutir
pacíficamente.
—No siempre es fácil
discutir pacíficamente con Lanel —repuso Checow, calmosamente.
—No me gusta que nadie
obre por su cuenta.
—¡Tú ibas a hacerlo!
—Para arreglar el
«cerebro». No para variarlo a mi antojo.
—Voy a sacarte de dudas,
Lanel. Yo lo arreglé hace ya bastante tiempo. Mucho tiempo.
—Entonces... ¿Lo
confiesas?
—Contesto lo que
preguntas. Rectifiqué lo que estaba mal. ¿Te satisface saberlo?
—¡Pero...! ¿Cómo has
podido hacerlo? ¿Qué diablos sabes tú de «cerebros»?
—Bastante, te lo aseguro.
—Lanel —adujo Marga,
interviniendo una vez más—. Checow estuvo durante algún tiempo con mi padre...
—Sí. Sé que anduvo de
ayudante, pero que yo sepa, no sobresalió en nada. Si quería hacer sus propios
experimentos, allá él, pero no en esta nave. ¡Ha desviado el rumbo!
—No lo he desviado,
exactamente —rectificó Checow.
—Entonces, ¿qué hacemos
pisando prácticamente la corona solar?
—Crees saberlo todo sobre
Plutón, ¿verdad?
—Todo lo conocido por lo
menos.
—No sabes nada... ¿Qué
diablos podéis saber de un planeta que dista de la Tierra más de cinco mil
millones de kilómetros?
—¿Tú sabes más? —inquirió
siempre desafiante Lanel.
—No lo sé.
—Entonces...
—Escucha, Lanel. Según los
científicos, la rotación de Plutón se realiza entre Epsilon y Gamma y llaman
León a la constelación a que pertenecen.
—Sí.
—¿Sabes acaso dónde se
encuentran ahora esas estrellas?
—Se sabe que varían
lentamente. La diferencia puede traducirse en unos...
—¡No importa! —cortó
Checow—. No importa los años. Aquí no importa el tiempo para nada... Lo único
que debes meterte en la cabeza es que Plutón puede no ser el planeta que
depende del sistema solar.
—Ya se ha apuntado esa
posibilidad. Cabe pensar que se trate de un planeta errante. Todavía no existen
datos concretos.
—Sí existen, Lanel. Uno
muy concreto. La órbita extraordinariamente excéntrica que describe alrededor
del Sol —y tras un silencio añadió gravemente—: Vamos a tratar de tomar un
atajo —sonrió—. Lo digo así para que me entiendas. En serio, Lanel,
intentaremos ganar tiempo al tiempo y llegar antes... por otro camino. Es
cuestión de suerte. Pero creo que podemos conseguirlo.
Se hizo un silencio. Lanel
volvió sus ojos hacia el destornillador que seguía sobre el pupitre. Checow
pareció adivinar sus pensamientos y negó con la cabeza:
—No, Lanel. No lo toques.
Ahora me obedece a mí. Es mejor.
* * *
Lanel y Marga se hallaban
juntos en la segunda sección.
El permanecía pensativo.
—Tengo que saber lo que
trama —murmuró—. Ahora he dejado que se confíe, pero es necesario que sepa la
nueva programación que ha efectuado.
—Haz lo que creas
conveniente, Lanel, pero yo en tu lugar intentaría tener una conversación
amistosa.
—¿Amistosa?
—Hasta ahora todo ha
salido bien y él parece tan seguro...
—Demasiado seguro.
Demasiado...
En el puesto de control,
Checow efectuaba una rutinaria inspección comprobando el funcionamiento de
todas las pantallas.
La temperatura exterior no
había variado y la luz solar continuaba iluminando el espacio.
Entonces Checow sacó un
pequeño artilugio. Algo parecido a un antiguo aparato de radio a transistores
de tamaño súper reducido. El artefacto disponía de un único botón y Checow lo
hizo girar hacia la derecha. En el ángulo superior derecho había una diminuta
lucecita que se encendió. El color era rojo. Checow parecía que estaba
intentando localizar algún sonido. No dio con él y accionó el botón al revés.
Una voz metálica pronunció unas sílabas procedentes del alfabeto griego:
«Xi-Omicrón-Omega-Ro-Sigma...»
—La onda está demasiado
lejana —murmuró para sí Checow.
Cerró el aparato y lo
guardó. Luego pareció concentrarse en sí mismo.
* * *
Las dudas de Lanel sobre
el misterioso comportamiento de su compañero oficial de vuelo se hubiesen
incrementado de haber podido saber lo que estaba ocurriendo en aquellos
momentos en el planeta Tierra.
El profesor Carpentier
sostenía en sus manos la cartulina perforada que acababa de entregarle el padre
de Marga.
—Comprenderá, profesor
Carpentier, que desde que supe que mi hija estaba a bordo de la nave, estoy
viviendo con la preocupación constante. Y más desde que ha variado la ruta...
—Su descubrimiento, amigo
mío, ya no puede cambiar las cosas.
—No. Desgraciadamente he
tardado demasiado tiempo en saber la verdad.
—Pero usted tuvo a Checow
como ayudante.
—Durante muy poco tiempo.
Fue en aquella época en que sucedían cosas en apariencia inexplicables.
Pequeños sabotajes. Nada importante. Por contra, él parecía esmerarse...
Confieso que alguna vez me ayudó bastante, pero jamás me dediqué a investigar
sobre su persona. Estaba bastante atareado, y él en general se portaba bien.
Nunca tuve pruebas de que hiciera nada indebido. Sin embargo, ahora... No sé...
—Tal vez no haya motivo
para alarmarse. En la nave, según parece, todo va bien a pesar de ese cambio de
rumbo. Pero lo que usted acaba de comprobar, puede explicar muchas cosas.
El padre de Marga guardó
silencio y dejó que Carpentier dijera la última palabra.
—Amigo mío, creo que de
momento, mejor será guardar absoluto secreto sobre su descubrimiento.
Y antes de que su
compañero pudiera añadir algo, el propio Carpentier, murmuró:
—Sería un descrédito para
nuestros servicios de información. Somos responsables ante el mundo entero.
Todos confían en la capacidad de la Sociedad de Naciones. Hacer público esto...
—y mostró la cartulina— podría... podría ponernos en evidencia. Al fin y al
cabo, el fallo ha sido de todos.
—Pero ese hombre...
—Sí. Fue realmente un
fallo dejarle ir. Es una lástima. Una lástima...
—Mi hija va en la nave.
¡Ojalá lo hubiese sabido antes!
—Pero ella ya había pedido
con anterioridad hacer el viaje.
—Sí. Lo sé. Pero yo
confiaba que desistiera.
—Estaba muy segura.
—Bien... Si me hubiese hecho
a la idea... Comprenda, entonces todo hubiera sido distinto. Ahora está a
merced de lo que pueda ocurrir. ¡Y con ese hombre a bordo!
—Cálmese, se lo ruego.
Cálmese. Nada podemos hacer. Nada —murmuró Carpentier, pensativo.
12
La luminosidad se había
extinguido considerablemente en el espacio.
Lanel comprobó la
evolución efectuada por la nave, y tuvo la evidencia de que los aceleradores
habían sido modificados, por lo que la velocidad que desarrollaba era superior
a la estipulada.
Lanel se aproximó un momento
para comprobar que la conversación entre los dos estaba bastante arrancada.
Ella tenía la misión de
entretenerle. Así mientras Checow estaba distraído hablando, Lanel podría
comprobar los cambios introducidos en el mecanismo del «cerebro».
—Mi padre me había hablado
bastante de ti —decía ella en aquellos momentos.
—Tu padre es un buen
científico. Lástima que pierda el tiempo allá abajo. Tiene capacidad para...
—se interrumpió y miró distraídamente hacia la escalera.
Ella llamó inmediatamente
su atención.
—¿Qué quieres decir,
Checow?
El seguía mirando la
escalera.
—Has dicho que mi padre
tiene capacidad... Esto ya lo sé. Es muy inteligente...
Checow dejó de mirar la
escalera para volver a entrar de lleno en la conversación.
—Sí, Marga. Lo es...
Bueno. Yo quería decir que en vez de fabricar artefactos como estos, podría...
podría dejar esto para otros y él dedicarse a perfeccionar los sistemas de
velocidad. Esta nave, por ejemplo, podría correr más de lo que corre. Él lo
tenía muy en cuenta, pero ya era bastante trabajo realizar incluso los diseños
con los elementos de que disponía.
—Pobre papá... Sé que a él
no le gustaba que yo hiciera este viaje.
—En la vida del planeta
todo es muy relativo, Marga. No existe el equilibrio justo para contentar a
todos. Sin embargo, la institución de la familia... es lo mejor.
Ella frunció el entrecejo.
—¿Es que tú no tienes
familia?
El la miró largamente con
aquella extraña sonrisa que unas veces tenía mucho de sarcástica, y otras de
comprensiva, como si algo le hiciera estar por encima de los demás, o a veces
se creyese el ser más desgraciado de la Creación.
—Hay cosas... —empezó él.
Lanel había dejado de
escuchar y se afanaba en destornillar la parte lateral del «cerebro».
Le llegaban de la parte
media de la nave las voces de los dos.
Consiguió sacar la tabla y
se encontró ante el sinfín de transistores, de cables, de resortes...
Había una palanca para
girar la parte superior del pupitre, de modo que pudiera bascular hacia delante
para su mejor manejo en el caso que hubiese que arreglar algo.
Para entender de aquello
se necesitaban profundos conocimientos. Los de Lanel, con ser bastante
extensos; no correspondían a los de un técnico especialista en la materia.
Mientras hacía unas
comprobaciones como ensayo, Marga y Checow seguían hablando.
—Hay cosas difíciles de
explicar para mí... En verdad yo nunca conocí a mi familia —decía Checow.
—¿De dónde procedes?
—quiso saber ella.
A pesar de entretener al
piloto por indicación de Lanel, sentía algo que convertía aquella conversación
en materia interesante. Checow tenía algo de misterioso, de extraño, aunque
sólo fuera algunas veces. Su semblante cambiaba a menudo, ora para tornarse
súbitamente grave, ora para aparecer normal, pero nunca vulgar.
—Preguntar a un hombre de
dónde procede, a más de dos años de distancia del planeta Tierra, es exponerse
a que le contesten a uno: «Procedo de... del fin del mundo». ¿No te parece?
Ella sonrió.
—Bueno. Dadas las
circunstancias, casi, casi —admitió.
Lanel continuaba
afanándose. Sus manos ágiles desenroscando válvulas, quitaban tornillos,
cambiaban hilos. El «cerebro» seguía funcionando. La pantalla de la ruta no
había modificado en absoluto la línea que seguía por entre las coordenadas.
Ella tras reír algo que
había dicho Checow cambió de tema:
—Antes dijiste que podría
lograrse una nave más veloz. ¿Cómo de veloz?
—Por ejemplo, poder hacer
ese mismo viaje a la velocidad que tarda la luz del Sol en recorrer todo el
Sistema.
—Unas doce horas...
—A trescientos mil
kilómetros por segundo.
—¿Crees que puede
conseguirse?
—¿Por qué no?
—¿Y cuánto tardaríamos en
realizar ese viaje?
—Puedes hacer tú misma el
cálculo, partiendo de la base que la distancia media de la Tierra a Plutón es
de unos 5.200 millones de kilómetros, kilómetro más o menos.
—¿Y qué hay allí, Checow?
—¿Por qué crees que yo
puedo saberlo?
Ahora Checow volvía a
mirarla de una forma extraña.
—No sé. He hecho una
pregunta tonta...
En la planta de mando,
Lanel había descubierto algo.
—Aquí es —musitó, hablando
consigo mismo—. Aquí está la variación. Debo ver el modo de poder variar si el
caso lo requiere... No voy a bailar al son que toque Checow...
En aquel instante el
aparato produjo un extraño gruñido. De uno de los altavoces surgió un chirrido.
Lanel trató de acallarlo, pero ya era tarde.
Checow se había puesto en
pie y avanzó hacia la escalera.
—¡Al fin lo ha logrado!
—exclamó.
—¡Checow! —exclamó ella.
—No me molesta que me
hayas entretenido mientras
él andaba desmontando el
«cerebro» —murmuró—. Ha sido muy agradable hablar contigo... Pero ahora ha
tocado algo que no debía.
—Tú... lo sabías —murmuró
ella.
Checow no contestó. Se
limitó a sonreír y subió rápidamente la escalera.
Lanel se volvió.
—Pon el cable azul junto a
la segunda válvula —dijo Checow.
—Conoces muy bien esto,
¿verdad?
—Más o menos como tú.
Anda, ponlo si no quieres cargarte el trasto este... Supongo que ahora ya
estarás satisfecho.
—No del todo.
Checow se aproximó.
—No me importa que lo
sepas, Lanel. A mí puede ocurrirme cualquier cosa. No soy... no soy inmortal
—lanzó un suspiro y dio la sensación de sentir una punzada porque se llevó la
mano hacia el pecho.
Lanel le observaba.
—Bueno, no te quedes ahí.
Te lo hubiera explicado todo... Pero eres demasiado impulsivo.
—Explícamelo ahora...
—No hay tiempo, Lanel, y
no me encuentro bien.
Buscó en uno de los
bolsillos y extrajo una píldora, que se llevó rápidamente a la boca. Se
aproximó a uno de los sillones y se sentó.
—¿Qué te ocurre?
—¿No has tenido nunca un
desvanecimiento? Anda, arregla esto...
—¿Dónde vamos exactamente,
Checow?
Tras un silencio el
aludido repuso:
—A Plutón, desde luego.
—¿A ningún sitio más?
Otra pausa para que Checow
aclarara:
—Tenemos reservas para
hacer algunas exploraciones. Bien... He pensado que en la Tierra, si lo que les
importa es conocer datos que valgan la pena, podríamos... podríamos... —se
desvaneció por completo.
Lanel se aproximó y buscó
su pulso. No latía en absoluto. Palpó su corazón con idéntico resultado.
Marga asomó por el hueco
de la escalera.
—¡Trae el botiquín!
—¿Qué ha pasado?
—No lo sé. De pronto se ha
desvanecido.
Ella llegaba ya con el
botiquín.
—El reactivador cardíaco.
Hay que inyectarle.
—Yo lo haré —se ofreció
ella.
Un instante después la
aguja se clavaba en el tejido subcutáneo de Checow.
—Intravenosa —dijo Lanel,
señalando los inyectables preparados y dispuestos para aplicar.
La muchacha oprimió el
brazo de Checow para hacer resaltar las venas.
—Las tiene muy hundidas.
No las encuentro —dijo forzando.
—Sujétale. Le pondré una
goma.
—Mira —indicó ella al ver
que Checow comenzaba a moverse.
Sonrió débilmente.
—No —musitó tras un
jadeo—. No necesito inyectables... Hacedme un favor... Es... —le costaba
trabajo hablar.
—¿Qué te pasa? —preguntó
ella.
—No es nada si llego a
tiempo.
—¿Te ha sucedido otras
veces? —preguntó Lanel.
—Hace ya mucho tiempo.
Debí haberme cuidado...
—Sin embargo, tu examen
médico resultó perfecto. No te hubieran aceptado. Puede que se trate de algo
relacionado con...
—No te esfuerces, Lanel.
No es ningún mal producto del viaje. Vamos, desconecta el «cerebro»... Es el
cable rojo. El rojo y el azul. Es muy simple.
—¿Que desconecte el
«cerebro»? —preguntó Lanel.
—A ti nunca te fue
simpático, ¿no?
—Checow, basta de bromas.
Tú me pides, todo... Y estamos bajo su control. Si lo desconecto flotaremos,
perderemos el rumbo... ¿O es esto lo que deseas? ¿No te bastó con cambiarlo tú
mismo?
—Cálmate, Lanel. Está
enfermo —intervino ella.
Checow se inclinó hacia
adelante como si le costara trabajo mantenerse erguido.
—Ahora no tengo tiempo de
explicar nada... De veras... —se irguió de pronto y su mano derecha apareció
armada con la pequeña pistola de láser.
—¡Maldita sea! Todo era
una comedia... —barbotó Lanel.
—No. No es ninguna comedia
—repuso Checow entre jadeos—. Pero es necesario para que yo sobreviva... Id
hacia los hibernaderos... ¡Vamos! ¡Moveos de prisa!
Lanel dudó y la firmeza
con que empuñaba el arma le hizo comprender que su compañero estaba dispuesto a
usarla.
—No quiero haceros daño.
Comprendedlo... No quiero haceros daño, pero tengo... tengo que hacer algo.
Seguid... Tú también, Marga. No sufrirás en el hibernador. Ya sabes que lo he
probado. El tiempo no cuenta en absoluto. Cuando despertéis, sentiréis como si
sólo hubieseis tenido un sueño normal, corto pero reparador. ¡De prisa!
—insistió.
Lanel obedeció protegiendo
con su propio cuerpo el de Marga.
Bajaron la escalera.
Checow seguía detrás encañonándoles.
Después ambos se metieron
cada uno en una urna.
Una vez cerradas, el
propio Checow manipuló los mandos exteriores.
La pareja se había quedado
dormida.
El «termómetro del aire»,
indicaba que el cierre era correcto.
Checow lanzó un suspiro y
murmuró, hablando para sí:
—No me queda mucho tiempo.
13
Lo que hizo Checow a
continuación fue algo que hubiera llenado de asombro a cualquier humano del
planeta Tierra.
En la parte superior de la
nave desconectó primero los dos cables que paralizaban por completo el
«cerebro».
La nave experimentó una
ligera vibración. .
Vista del exterior
semejaba un meteoro flotando por la inercia. Había perdido la velocidad y
vagaba sin control de ninguna clase.
Checow colocó uno de los
sillones en su forma reclinada y se tumbó en él.
Tenía los cables en la
mano y con la otra se abrió la cazadora, echándose para arriba la camiseta.
Entre la última prenda y
la piel llevaba un extraño aparato, extraño y simple a la vez. Era como unos
tirantes tiroleses, en cuya parte delantera —la que unía las dos verticales—,
se encontraban unos pequeños orificios.
Checow aplicó uno de los
cables en el orificio de la derecha, a modo de clavija, e hizo con el segundo
cable lo mismo aplicándolo al otro orificio.
Alargó la mano y tiró de
un tercer cordón del que sacó parte del blindaje y seguidamente lo pasó por
debajo de la pieza delantera de los tirantes, introduciéndolo en algún lugar en
el que quedó sujeto.
Al alcance de su mano
tenía una palanca del cuadro de mandos, ajena al pupitre del «cerebro». La
impulsó hacia abajo para darle contacto.
Miles de voltios se
pusieron en movimiento. Checow se puso rígido, como un antiguo ejecutado en la
silla eléctrica al recibir la primera descarga. Luego sus miembros parecieron
distenderse y poco a poco su actitud era la de un extraño reposo.
La nave seguía flotando
sin rumbo en el espacio.
* * *
El reloj había medido el
tiempo. Veinte fueron los minutos que transcurrieron antes de que Checow
volviera a recobrar la lucidez.
Rápidamente se quitó los
hilos que a modo de clavija trifásica había llevado unidos a los tirantes. Se
colocó la ropa, y haciendo alarde de una gran agilidad colocó nuevamente los
hilos en su sitio. Observó que todo estaba en orden, de modo especial las
conexiones relativas a la pantalla de las coordenadas.
Antes de volver a poner la
tabla, se aseguró que todo marchaba perfectamente.
—Lo siento —murmuró—.
Veinte minutos puede equivaler a una gran distancia. Esperemos que no.
Con todo en su sitio y el
«cerebro» cerrado, se sentó ante el pupitre y esperó la respuesta que había
formulado al «cerebro» para conocer el grado de desviación.
Obtuvo la respuesta por
medio de unos guarismos y murmuró:
—Menos mal. Ha habido
suerte.
Luego se fijó en las
coordenadas.
En la pantalla se anunció
el «retroceso» durante el tiempo en que la nave vagó sin rumbo.
—Tampoco es mucho. Lo
recuperaremos. Hay que dar mayor velocidad...
Observó el mando colocado
a tope.
—Bueno. Esto también se
puede arreglar... Y es mejor hacerlo mientras los otros duermen.
Comenzó a manipular.
En el hibernador, tanto
Lanel como Marga seguían completamente ajenos a lo que sucedía.
Y en la Tierra...
El profesor Carpentier
junto con su colega, se hallaban ante el jefe supremo de la base espacial de la
Sociedad de Naciones.
—Hemos creído prudente
guardar el secreto. No obstante, usted debe saberlo para que haga lo que juzgue
oportuno.
Tras las palabras de
Carpentier, el jefe quiso saber de qué se trataba.
El profesor le pasó la
cartulina perforada.
—Estos son los datos del
piloto Checow. Al profesor le ha costado bastante reunirlos. El resto lo ha
hecho la computadora. Pertenece a la serie de la que va en la nave.
—¿Por qué se ha tomado
tanta molestia? —preguntó el jefe supremo.
—Por mi hija, señor.
—Comprendo...
—Lo hice a raíz de haber
descubierto unos extraños apuntes en mi laboratorio. No coincidían con ninguna
de las claves que utilizo, pero la forma de estar redactados me era familiar...
Pertenecían a Checow. Ello me impulsó a investigar. Fue como una corazonada.
—Veamos esa cartulina.
Observó los datos
registrados y frunció el entrecejo.
—¿Lo ha comprobado,
profesor? —inquirió el jefe.
—Sí, señor. Estoy seguro.
—No puede ser. Debe de
haber algún error.
—Compruébelo usted mismo.
Los datos están ahí. Que hagan una copia y utilicen otra computadora, verá como
el resultado es el mismo. Yo he querido utilizar la más moderna... Créame, he
hecho muchas pruebas.
—Es inaudito. Ha hecho
bien en mantener el secreto, Carpentier. Y usted, profesor, le ruego que hasta
nueva orden no diga nada.
—No, señor.
—Primero hay que estar
completamente seguros... —y tras un silencio el jefe supremo añadió—: Es
fantástico, increíble.
Se hizo un silencio.
—¿Cuáles son las últimas
noticias del vuelo? —preguntó el padre de Marga.
El jefe seguía con los
ojos puestos en las perforaciones. Distraídamente respondió.
—Todo en orden... Se
produjo un fallo de veinte minutos, pero me comunicaron que había reemprendido
la órbita. Bueno, la nueva órbita, porque como saben, se desvió, pero desde
entonces sigue fiel a la nueva ruta de acuerdo con las coordenadas. Es como si
la hubiesen variado de modo expreso.
Calló al escuchar sus
propias palabras y repitió con una exclamación:
—¡ Como si la hubiesen
cambiado de modo expreso!
Carpentier asintió:
—Sí, señor. Es lo que cree
mi colega.
—Entonces todo podría
tener una explicación —y agitó la cartulina.
—La tiene. Con Checow a
bordo la tiene —insistió el padre de Marga.
—¡Increíble! ¡Checow!
¡Quién lo hubiera dicho! Ha estado entre nosotros... Y, sin embargo, «no es de
los nuestros».
Tras otro silencio
concluyó:
—Según esta tarjeta, no
pertenece a nuestro mundo. Es un desconocido... Un ser de... Dios sabe dónde...
14
Los años terrestres se
iban sucediendo.
La nave proseguía el rumbo
bajo la experta vigilancia de Checow.
Dos, tres, cuatro, cinco
años.
La monotonía imperaba en
el interior de la nave.
Para Lanel y Marga el
tiempo se había paralizado porque seguían en los respectivos hibernadores.
El reloj seguía marcando
implacable el paso del tiempo. En el espacio la oscuridad había vuelto a
adueñarse de todo hasta allá donde era posible abarcar con la mirada.
Seis años...
En la Tierra se recibían
los datos del vuelo. Se seguía la trayectoria. Cada incidencia había sido
registrada. Nada importante por cuanto a excepción del frustrado choque con el
meteoro todo había sido rutinario, nada nuevo para los técnicos, acaso
comprobar la temperatura y ese cambio de rumbo que les había aproximado al Sol.
Se descubrió posteriormente
que aquel cambio de ruta había favorecido mucho porque en verdad se acortaban
distancias, ya que prácticamente se «salía» al encuentro de Plutón en su lejana
órbita en derredor del Sol.
Otra cosa habían
descubierto los científicos: velocidad.
No parecía posible, sin
embargo, el vehículo la había doblado.
Alguien comentó:
—Van a acortar más de la
mitad del tiempo. Es inexplicable.
Pero en el espacio en
pleno siglo XXI de la Era Cristiana seguían existiendo muchas cosas
inexplicables.
Y un año
más.
Y otro.
Cuando se cumplía el
onceavo años de viaje, el pequeño artilugio de Checow, aquel diminuto aparato
en forma de antiguo transistor, funcionó del modo que parecía haber estado
esperando largo tiempo.
Comprobó la frecuencia de
ondas y sonrió levemente.
—¡Ahora! —murmuró,
lanzando un suspiro.
Dio la vuelta al botón y
la voz metálica informó con el alfabeto griego:
«Omega-Ro-Sigma Tau.»
—Cuatro —murmuró Checow, y
añadió en voz alta—: Omega-Ro-Sigma. Omega-Ro-Sigma.
La voz repitió sus propias
palabras.
Cerró con expresión
jubilosa y palmeó el pupitre.
—Te has portado bien. Esto
funciona. Veamos... Ahora tengo que poner mucha atención.
Pulsó un botón para
desconectar momentáneamente el mando automático y manipuló el manual.
—Tengo que comprobar algo,
¿sabes? No te enfades, «cerebro». Eres mejor de lo que pensaba. Un poco
anticuado, pero has hecho lo que debías.
La nave durante unos
minutos funcionó manualmente. Checow comprobó la ingravidez.
Ninguna fuerza atraía el
vehículo espacial.
—No —murmuró Checow—. Aún
es pronto. Bueno... Es el momento de despertar a los durmientes.
Bajó hacia la tercera
sección y accionó los mandos.
Poco después las
respectivas tapas acristaladas de las urnas se levantaban para dejar salir a
Marga y a Lanel.
El hombre parpadeó. Miró
un momento a Checow y consultó el reloj.
—¡Once años!
—¿Eh? —murmuró ella,
incrédula, consultando también su reloj-calendario.
—¡Checow...! Te has pasado
—empezó Lanel.
—Un momento, amigos.
Necesitabais estar en forma. Estos once años no han transcurrido para vosotros.
No sé cómo reaccionarán vuestros cuerpos aquí... Pero el gran momento se
acerca.
—¿Plutón? —empezó ella.
—Plutón no está lejos.
Ahora nos acercamos a otro lugar... Es mejor que nos acomodemos arriba. Es el
.momento de haceros una revelación.
Le siguieron.
Poco después los tres se
sentaban en los sillones de mando. Mientras hablaba, Checow lanzaba miradas a
través del visor. A lo lejos se vislumbraba como la luz de un rayo, muy
atenuada y lejana aún.
* * *
Marga y Lanel habían
permanecido en silencio, dejando que Checow hablara.
Cuando hizo la primera
pausa, Lanel comentó:
—De modo que no perteneces
al planeta Tierra. Has vivido con nosotros, sin que nadie se dé cuenta. Tu
cuerpo es idéntico al nuestro y nadie ha advertido que procedes de otro mundo
—y Lanel cambió una mirada con Marga, un tanto escéptico.
—Mi cuerpo tiene muchos
puntos de semejanza con el vuestro. En lo exterior. Pero el sistema es
distinto. Tiene la ventaja que puede amoldarse a otros modos de vida... Bueno,
al menos creo que yo he sido el único que ha podido comprobarlo.
—No encontré sus venas
cuando iba a inyectarle —recordó ella, como si aquello acabara de suceder
—Los vasos sanguíneos de
los humanos de la tierra son distintos. Nuestro tipo de sangre es otra, pero
esto nos llevaría tiempo y ahora no queda mucho.
—Si es verdad todo esto
que dices —atajó Lanel—, ¿por qué no hablaste antes?
—¿Cómo podía hacerlo? Lo
intenté una vez, pero estabas demasiado excitado. Luego lo pensé mejor... Si te
hubiera dicho que pensaba cambiar el rumbo te habrías negado. Así lo
demostraste. Si te hubiera dicho que pretendía regresar a mi planeta,
seguramente también te hubieses negado. He aprendido algunas cosas
de la Tierra. La
desconfianza entre los hombres. No se puede ser sincero... Yo ya traté de serlo
una vez.
—¿Cuándo? —preguntó Lanel.
—¿Dijiste a alguien que no
eras un terrícola? —adujo Marga a su vez.
—Sí.
—¿A quién? —preguntó
Lanel.
—No importa. Hace años...
Muchos años... Antes de que el hombre de la Tierra llegara por primera vez a la
Luna.
—¿Qué? —la pregunta de
Checow hizo agrandar los ojos a la muchacha.
—De eso hace más de un
siglo —adujo Lanel.
—Para vosotros un siglo
son cien años. Cien años fraccionados en lo que llamáis días y noches. En mi
planeta esto no se mide así. Vosotros conocéis únicamente las formas de vida de
la Tierra. Hacéis descubrimientos que consideráis sensacionales y que para
otros mundos no son más que formas anticuadas. Ese «cerebro» o computadora
mismo... Es un gran adelanto para vosotros, pero muy atrasado para nosotros. En
fin... Espero que podáis verlo.
—¡Un momento! ¿Pretendes
que vayamos a tu planeta?
—Os gustará. Y podréis
prescindir de las máscaras de oxígeno. Respiraréis de forma distinta... Os
conseguiré uno de nuestros aparatos extra-trifos.
—¿Extra qué? —inquirió
Marga.
—Trifo es el nombre de
nuestro habitáculo.
—Trifo... No consta en
ninguna parte, a menos que... —empezó Lanel.
—No. No soy un trífido, o
lo que se ha dado en la Tierra a llamar trífido. El planeta se llama así...
—Pero vivir tanto tiempo...
—murmuró ella.
—No es tiempo para
nosotros.
—¿No existe la muerte en
vuestro planeta? —de nuevo preguntó ella mientras Lanel pensativo parecía atar
cabos.
—Sí existe, cuando muere
la última célula. En la vida de la Tierra es distinto; un órgano vital muerto
es suficiente para que la persona perezca. En nosotros no es así. Son las
células el motor de nuestra existencia. Un cerebro, o lo que vosotros llamáis
cerebros, puede reemplazarse, y la fuerza motriz o corazón también, sin ningún
riesgo. No hay nada que no se reproduzca.
—¿Por qué querías que
desconectara la nave? —preguntó Lanel con una sospecha.
—Por lo que estás
pensando.
—¿Lees también los
pensamientos?
—Si pongo atención, sí. Es
un sentido que en la Tierra no se ha ejercitado en serio. Siempre ha sido cosa
de bromas, fantasía de escritores con inventiva o negocio de bribones.
—Entonces necesitas
alimentarte con la electricidad. ¿Llevas alguna batería en el cuerpo?
—No. Sólo unos tirantes
portátiles para los vuelos extra-trifo. Vosotros necesitáis vuestro oxígeno...
Yo no hubiera podido mantenerme vivo sin repostar energías que me faltan fuera
de mi ambiente. Calculé mal el tiempo y tuve que improvisar la energía que me
faltaba con los conductores eléctricos. Ya lo estudié plenamente antes de iniciar
el vuelo. Por eso... os metí en el hibernador. Es decir, ésa fue otra razón.
Sabía que el tiempo que necesitaba para la operación era leve y no quería morir
sin volver a Trifo. Pero tampoco era en mí solamente en quien pensaba. Yo había
cambiado la ruta para llegar antes a mi planeta... Si sucumbía en el último
momento, no hubieseis sabido qué hacer cuando la nave entre en la zona de
atracción de Trifo. Por lo demás no había peligro, mis congéneres son bastante
hospitalarios.
—Claro —comprendió Lanel—.
Por eso sabías que yo haría el vuelo...
—Y no te mentí cuando dije
que te prefería a ninguno. Es más, si hubiese existido algún impedimento, yo
mismo hubiera procurado que te admitieran.
—¿Por qué yo?
—Te lo dije. Tienes el
genio vivo, pero vales. Además, quería demostrarte de un modo u otro que yo de
verdad no soy responsable de la muerte de tus camaradas... Lo intenté todo.
—¿Y cómo demonios fuiste a
parar a la Tierra?
—Uno de nuestros viajes
rutinarios.
—¿A la velocidad de
la luz del Sol? —arguyó Marga.
Él sonrió.
—Más o menos.
—¿Tan aprisa?
—Más o menos.
—¿Y qué fue de tu bólido?
—Un fallo.
—Creí que no los teníais.
—Pues sí. Pero la culpa
fue mía. Me gusta hacer experimentos. Calculé mal y... ¡Adiós!
—¿Qué pasó?
—Se desintegró al tocar al
suelo.
—¿No te vio nadie?
—¡Ya lo creo! En los
periódicos surgieron afirmaciones de docenas de personas que aseguraron haber
visto un objeto extraño. ¡Y no mentían! Pero nadie les creyó.
—¿Y tú...?
—Primero pensé que sería
una buena experiencia mezclarme entre vosotros. Ya os conocíamos. Vuestra forma
de vestir y vuestras costumbres... a distancia. Sí. Entonces me hizo gracia.
Pero pasó el tiempo y no veía la forma de poder regresar. Cada uno añora lo
suyo —sonrió y tras una pausa prosiguió—: Deseaba con todas mis fuerzas que
pronto llegara vuestro gran descubrimiento. Una nave capaz de surcar los
espacios infinitos. Y apareció un extraño artefacto que sólo podía dar vueltas
sobre la tierra. Luego todo fue de prisa, pero de nuevo llegó la barrera de lo
desconocido. Tras los primeros pasos agigantados volvió otra vez la calma. Es
lo que ocurre; al principio se avanza, luego parece haberse llegado al
límite...
Tras otra pausa siguió:
—Luego vino vuestra
tercera guerra. No fue mundial, pero a punto estuvisteis de mandar al planeta
al infierno. ¡Cuántas regiones enteras quedaron borradas! Luego la lentitud de
la postguerra... Tengo muchas cosas que recordar.
—Comprendo que cuando
dijiste que no eras de los nuestros, no te creyeran.
—Me querían encerrar por
loco. Hasta me hicieron fotografías.
—¿No podías demostrar tus
conocimientos?
—Ya lo hice. Allá abajo lo
llamabais «transmisión de pensamiento». Actué en un teatro, era para lo único
que creían que servía.
—¿Y en un laboratorio?
—Desconocía vuestros
métodos de trabajo. Tuve que estudiar vuestros libros, aprender a la perfección
vuestro lenguaje... Conseguí entrar después de esa tercera guerra.
—Recuerdo que papá a veces
decía que habías resuelto problemas difíciles... Lo achacaba a causas extrañas.
—Sí. Le ayudaba en lo que podía,
pero los medios vuestros son muy limitados.
—Entonces ese «cerebro»...
—empezó Lanel.
—Sí. Más o menos yo guié
la forma de realizarlo, pero el mérito es de ellos.
—Pero la fórmula...
—Esto no importa, Lanel.
Necesitaba regresar... Pronto llegaremos. Mirad ese rayo. Es una reflexión del
Sol. No la necesitamos, pero los técnicos estudian sus posibilidades. Podríamos
destruirlo.
—¿Qué? ¿Destruir el Sol?
—inquirió Marga.
A Lanel no parecía
extrañarle ya nada.
—Sí. Dominamos el espacio.
Todo el espacio. —¿Y hacéis la guerra a alguien? —de nuevo la pregunta surgió
de Marga.
—¡Oh, no! No es necesario.
En Trifo todo está previsto. No es posible la guerra. Si alguien amenazara la
integridad de nuestro planeta se autodestruiría a sí mismo. Es un complicado
sistema. No importa ahora.
La pantalla del «cerebro»
que detectaba la proximidad de cuerpos con sistemas propios de gravedad indicó
algo.
—Toma los mandos, Lanel.
Veamos qué sensación experimentas —dijo Checow—. Vamos a entrar en la zona de
influencia de Trifo.
—¿Tomarán datos en la
Tierra? —preguntó Marga.
—Pues, sí. Y espero que
les sea muy útiles. De aquí pueden aprender mucho de lo que les falta. Casi
todo.
—¿Y no les importará a los
tuyos? —preguntó Lanel esta vez.
—¿Por qué? No lo pasé mal
del todo en vuestro planeta. Es una forma de devolverles su hospitalidad de
ciento y pico de años. Luego podréis continuar la ruta, pero creo que ya no
será realmente necesario. De cualquier modo, podréis comunicaros con la base.
—¿Tenéis medios?
—Sí, los tenemos.
—¿Por qué no habéis
comunicado antes?
—Porque cuando captan la
onda no piensan que puede tratarse de emisora lejana. Luego los sistemas son
distintos. El código, las palabras. ¿Cómo entendernos?
—¿Cómo lo hiciste tú?
—¿En la Tierra? ¡Oh! Yo
puedo comprender los pensamientos, sea cual fuere la forma de hablar, pero
antes no podía pronunciar una sola palabra en ninguno de los idiomas de vuestro
planeta. Ahora ya será distinto. Ya veréis.
—Tendrás que pedir permiso
a tus superiores.
—En Trifo no hay que pedir
permiso. En realidad no hay superiores. Cada cual sabe lo qué debe hacer. Lo
que no está bien no lo hacemos.
—Pero tú eras piloto...
—Pertenezco a vuelos
regulares. Todo el mundo puede hacerlo. A mí me interesa la historia de los
otros habitáculos, estudiarla de cerca, por eso viajaba con frecuencia.
—¿No hay pilotos
profesionales? —terció Marga, a la que también dominaba el afán de saber
pormenores de la vida de Trifo.
—Hay la llamada escuadra
de alerta. En realidad es una vieja guardia anticuada que se mantiene casi por
rutina. Una de las pocas rutinas de Trifo. Hay unos jefes que programan las
actividades. Son programadores rutinarios también. Vosotros mismos podréis
verlo. ¡Vamos, Lanel, ha llegado el momento! Ahora tú conducirás la nave —y
Checow desconectó el «cerebro».
15
Lanel tripulaba con
maestría la nave, que había entrado ya en la zona de influencia de Trifo.
Allá abajo, el planeta,
diminuto, parecía aproximarse.
A distancia sólo podía
verse una mancha oscura, clareada con extraños reflejos.
—Es nuestro sistema de
iluminación. Se utiliza algo así como... digamos la energía del láser. En
realidad son masas gaseosas vagabundas, como las que hace millones y millones
de años giraban alrededor del Sol, Hasta que se convirtieron en planetas. Esas
masas contienen energía. O mejor, se pueden convertir en energía igual que la
materia terrestre.
Checow conectó el
«cerebro» y las pantallas comenzaron a aproximar la imagen del nuevo y
desconocido planeta.
—¿No será esto lo que los
científicos han dado en llamar el planeta transplutoniano?
—Exacto...
—¡ Pero no ha podido ser
visto!
—Esa misma capa de gases
lo impide. Es... ¿Cómo
diría yo? Un ejemplo;
imagínate un pueblo situado al fondo de un valle, queda oculto por todas partes
por las montañas... Esas capas son como montañas invisibles y Trifo se halla en
un hipotético recodo.
—Pero gira alrededor del
Sol.
—Sí. Pero es completamente
independiente de su sistema. Lo verás tú mismo cuando hayas llegado.
Marga miraba la pantalla.
Un objetivo amplificador permitía ver lo que parecía una especie de plaza
situada al fondo de un cráter granítico. En medio se movían unas figuras.
A medida que el vehículo
espacial se aproximaba, ella pudo fijarse mejor en aquellos seres.
—¡Son robots! —exclamó al
ver la estructura metálica de aquellas criaturas artificiales.
—No —corrigió Checow—. Son
seres como yo... Han pasado la primera época...
Y aclaró seguidamente:
—La falta de células
motiva la transformación. —¿Utilizan órganos metálicos? —preguntó Lanel, vuelto
ligeramente hacia la pantalla.
—Pues si queréis llamarlos
así, sí. Este material para lo externo tiene mayores ventajas.
—Pero la cabeza... —empezó
ella.
—Sí, claro. Hay que
reemplazarlo todo.
—Entonces... significa que
están en la última fase de. su vida —insistió Marga.
—No. Existen otras dos
fases más. —¿Y hay hombres y mujeres? —preguntó finalmente ella.
La respuesta de Checow fue
terminante y su rostro volvió a tomar aquella expresión grave, y tinte sombrío.
—No. Aquí la familia no
existe. No existe —repitió.
Había muchas preguntas
para hacer, pero la nave estaba sobrevolando prácticamente el planeta.
—Ahora déjame a mí. Iremos
a mi antigua base... Ya me he acostumbrado a utilizar vuestro lenguaje.
Lanel observó los extraños
edificios, en verdad, prácticamente inexistentes... El fondo liso de los
continuos cráteres estaba perforado. Algunos seres, metálicos unos y en forma
humanoide —como Checow— los otros, entraban y salían por aquellos agujeros
practicados en la roca de apariencia granítica.
La superficie vista ya a
corta altura semejaba la Luna, a excepción del colon La tonalidad era azulada
brillante.
—¿No hay vegetación?
—murmuró Lanel.
—No la necesitamos para
nuestra forma de vida.
—¿De qué os alimentáis?
—Nuestros cuerpos no
necesitan lo mismo que los vuestros. Aspiramos la materia gaseosa del planeta.
Es nuestro oxígeno. No temáis respirarlo. Podréis vivir. Lo que será necesario
es que utilicéis los cascos especiales. Por la temperatura. Nuestro cuerpo no
percibe los cambios, pero el vuestro sí. Imaginad unos cien grados centígrados
bajo cero.
Lanel lanzó un silbido.
La nave se posó en el
suelo sobre la explanada de un cráter.
—Iré por los cascos. No
salgáis aún —dijo Checow.
—¿No sirven las
escafandras?
—No lo sé... Mejor
nuestros cascos. Los trajes climatizados os aislarán. Puedes utilizar
cualquiera de los míos, Marga. Yo no lo necesito. ¡Ah! Cuando se traen
extranjeros hay que dar parte. Es una mera rutina. Bueno, en realidad es la
primera vez. Lo consignaré al programador. Es un momento. Volveré en seguida.
Y Checow accionó la
palanca para abrir la puerta de la nave, cuyos peldaños ocultos aparecieron
para permitir que el hombre de Trifo descendiera. Agitó la mano y murmuró:
—Cierra.
Lanel lanzó un silbido.
—En un momento se ha
helado —dijo cerrando la puerta, mientras ella miraba a través del visor viendo
a Checow alejarse por el centro del gran cráter.
—Y él como si nada... Se
aclimata a todos los ambientes... ¿Qué clase de vida debe de haber aquí?
—No lo sé, Marga, pero
poco a poco lo iremos descubriendo todo. Nunca pensé que pudiera llegar a ver
algo semejante. ¡Seres vivos en otro mundo! ¡Cuánto pagarían muchos por estar
aquí!
—¡Mira! —indicó ella al
ver aproximarse a dos hombres mecánicos ,en compañía de otro, que más o menos
por su estatura, robustez y presencia física, se asemejaba a Checow—, Se
dirigen hacia aquí.
—Deben ser curiosos.
Aunque para ellos vivamos en un mundo atrasado, no dejamos de ser una
atracción.
Los tres hombres metálicos
se quedaron detenidos frente a la puerta de la nave. El otro avanzó más hacia
la puerta.
—Parece que quiere entrar.
Deberías abrir la puerta —dijo Marga.
Cuando Lanel iba a
accionar la palanca para franquear la entrada del que parecía ser un emisario,
la puerta se abrió sola.
—¡Vaya! Parece que aquí no
tienen problemas... Y juraría que ni siquiera lleva un control remoto —dijo
Lanel.
El hombre entró y tras él
se cerró la puerta.
El recién llegado habló
rápido y conciso, yendo directamente al asunto que le había llevado hasta allí.
Su lenguaje era el internacional que se usaba en la base de la Sociedad de
Naciones.
—Primero —dijo—: No
esperen a Checow. No volverá. Segundo: váyanse rápidamente de aquí. Sigan su
vuelo. Tercero: no intenten volver.
Dicho esto el hombre dio
la vuelta y la puerta volvió a abrirse.
—¡Un momento! —exclamó Lanel.
El hombre se volvió.
—Primero: No esperen a
Checow... —iba a repetir, pero Lanel le atajó.
—No es necesario que lo
repita. Ya le he entendido... Sólo quiero saber si a Checow le ha ocurrido
algo... A qué viene todo esto. Él nos dijo...
—Checow no ha cumplido
como ciudadano. Ha incurrido en falta grave. Será destruido.
—¿Qué? —los ojos de Lanel
se agrandaron como naranjas.
—Destruido. La masa se
destruye, se volatiliza...
—Pero... ¿Por qué? ¿Cuál
ha sido la falta de Checow?
—No debió traerles. Sabe
que está prohibido. Aquí todos saben lo que se puede hacer y lo que no se
puede hacer. Será destruido.
—Oiga...
—Váyanse. No les haremos
ningún daño, pero váyanse. Esto es lo que deben hacer.
Y el hombre ya no admitió
más preguntas. Salió y tras él se cerró la puerta.
Los tres seres metálicos
siguieron delante de la nave, como si montaran guardia.
—¡Van a destruirle! ¡A
matarle! —exclamó ella—. No es justo... No es justo.
—Hace unos años no me
hubiese importado, pero ahora... ¡Cielos! Deben comprender que no venimos en
son de guerra... Nada podríamos hacer, y después... ¿Por qué llevar forasteros
es una falta tan grave?
—¿Crees que podemos hacer
algo? —musitó ella, e indicando a los tres seres metálicos añadió—: Esos siguen
ahí, seguramente nos vigilan.
—Y deben tener medios para
destruirnos... ¡Pero no abandonaré a Checow! ¡Ahora no! —dijo resuelto Lanel.
16
Lanel sabía que pretender
luchar con aquellos seres que a sí mismos se llamaban todopoderosos era
prácticamente suicida, pero el piloto era terco, con el genio vivo e ideas
propias como le había descrito Checow.
Llevaba el traje espacial
puesto, la escafandra y el oxígeno por si acaso.
—No te muevas de aquí.
Transmite a la Tierra. Seguramente captarán el mensaje. Puede que éste sea el
fin, sabíamos que tenía que llegar, pero entretanto que anoten todos los datos
que puedan.
—Cuídate, Lanel.
Cuídate...
—Escucha.. Si no regreso
dentro de... diez minutos, huye. Tú conoces el funcionamiento. Luego pon el
«cerebro» en marcha. El hará el resto. Hay armas, pulsa los mandos de ataque en
caso necesario. Disparan láser.
Se abrazó a la muchacha en
un mudo adiós, definitivo tal vez.
Bajó a la tercera planta.
Y ella comprendió que iba a utilizar la salida de emergencia para no ser visto
por
los tres guardianes que se
hallaban frente a la puerta principal.
Pulsó la palanca y saltó
fuera desde la base de la sección. Percibió el duro contacto con la lisa
superficie, y agazapado, desde el suelo, podía observar a los tres hombres
inmóviles.
No había nadie más. Ningún
otro ser parecía interesado en ver la nave. Hasta le pareció extraño que
absolutamente nadie sintiera curiosidad. Se alegró. Aquello le facilitaría
quizá la marcha por aquel terreno desconocido.
Rodeó la nave. Recordaba
la puerta tras la cual había desaparecido Checow y corrió como un soldado en
campo enemigo.
Los tres guardianes
parecían no haberse dado cuenta porque continuaban inmóviles.
De pronto Lanel vio
bruscamente frenada su carrera. Algo invisible le había paralizado. Sintió como
si cada uno de sus miembros se agarrotara. No podía mover una sola
articulación. Quedó rígido. Completamente rígido.
De la cercana puerta
apareció el hombre que había lanzado su advertencia.
—Ha hecho mal en no
obedecer. No trate de liberar a Checow. Todavía está a tiempo.
Tras unos segundos de
rigidez, instantáneamente volvió a recobrarse.
El hombre seguía allí,
pero tras él apareció Checow.
—Lanel, debes obedecer,
amigo. No intentes luchar. No existen armas eficaces contra nosotros.
—¡El láser!
Se volvió y con el
revólver que llevaba en la mano disparó contra los tres seres metálicos.
Los poderosos rayos del
arma no hicieron mella alguna en las extrañas criaturas.
—Podría paralizarle, pero
de este modo ha comprendido la ineficacia de sus armas —dijo el otro.
—Vuelve a la nave. No te ocupes
de mí. Yo estoy entre los míos —murmuró Checow.
—No pueden destruirte.
Diles que no somos enemigos... Explícales nuestro atraso. Es justo que queramos
aprender —protestó Lanel.
—No tengo que decirles
nada. Ellos lo saben. Lo saben todo.
Lanel retrocedió. Estaba
rumiando el modo, el sistema de liberar a Checow. No quería darse por
vencido... No le importaba que ellos pudieran paralizarle tal vez con sólo
desearlo. Tenía que hacer algo...
De pronto su rapidez de
reflejos le indicó cómo hacerlo.
Recordó que los trifos en
los viajes espaciales tenían que utilizar aquel aparato pegado a su piel. Ellos
asimilaban el oxígeno terrestre, pero les era necesario el aparato, los
tirantes...
Lanel llevaba a su espalda
la mochila de oxígeno. ¿Por qué no intentar...?
Mentalmente calculó sus
gestos, uno por uno.
Cuando estuvo junto a los
tres hombres metálicos dio la vuelta y se plantó ante ellos.
Su mano derecha conectó
rápidamente «la tobera dirigiéndola hacia los tres individuos. Soltó el
oxígeno.
La potente carga fue
directamente al rostro metalizado de cada uno de ellos.
La reacción fue
fulminante. Se tambalearon.
¡Había encontrado el arma!
¡El oxígeno del planeta Tierra!
La tobera fue dirigida
contra el hombre que estaba junto a Checow.
—¡Corre! —gritó—. Sube a
la nave.
El chorro salió en
dirección al otro, que desapareció hacia el interior del cráter.
Checow seguía inmóvil.
—¡Corre! ¡No seas
estúpido!
—¡Oh, basta, basta, amigo!
—exclamó el otro.
De las puertas que se
abrían en el cráter aparecieron más seres metálicos que avanzaban lentos hacia
Lanel.
El piloto no se amilanó.
Utilizaba el oxígeno en todas direcciones, y el chorro producía siempre los
mismos efectos. Los «metálicos» se tambaleaban, perdían su estabilidad y caían
lentamente sin producir el menor ruido, pero seguían apareciendo otros.
—¡Vamos, Checow! ¡Estoy
intentando salvarte!
El número de hombres
metálicos, pese las bajas, se había duplicado y hasta triplicado.
El chorro de la mochila de
Lanel iba soltando la única arma eficaz contra los seres invencibles, el arma
más elemental.
De pronto una luz radiante
iluminó todo el cráter, procedía de lo alto, pero no era posible ver el objeto
que la producía. Sonaron unas extrañas voces y los hombres metálicos dejaron de
avanzar.
Luego la misma voz habló
en el idioma que Lanel podía entender.
—Un extranjero que
arriesga su vida para salvar a uno de los nuestros es digno de la consideración
de nuestra sociedad. Tu gesto, Lanel, ha salvado a Checow. Si uno de los
nuestros se ha hecho acreedor de la amistad de un extranjero, no tiene por qué
ser destruido. Es digno de la vida en nuestra sociedad. La prueba ha terminado.
—¿Qué? ¿Una prueba?
—inquirió Lanel. La voz replicó:
—Una prueba necesaria. En
Trifo no confiamos en la Tierra. No confiamos en los que se autodestruyen, pero
tú has demostrado que hay excepciones, Lanel. Por esto Checow vivirá... Pero
vosotros debéis seguir vuestro viaje.
—¿Y cómo sé que Checow
vivirá? —preguntó Lanel.
—Nosotros no mentimos,
Lanel. Vivirá. Te trajo aquí estando prohibido, pero él quería hacer algo por
la Tierra y lo creyó justo. El castigo es la destrucción, pero en su caso
comprendemos que obró bien —e insistió—. Y tu gesto de querer salvarle
demuestra que es digno. Puedes hablar con él para despedirte.
La luz desapareció.
Hombres metálicos junto con otros de apariencia normal salieron provistos de
aparatos para atender a los que habían recibido los efectos del oxígeno.
Checow se aproximó.
—Muy ingenioso... Es la
única arma eficaz. No morirán, no te preocupes. Los reactores les sanarán en
seguida. Fíjate —Lanel vio cómo algunos ya se incorporaban y caminaban por su
propio pie.
Luego Checow añadió:
—Gracias por tu gesto,
amigo... Y lamento que no os podáis quedar.
—Mi gesto no tiene
importancia. Creo que tú hubieras hecho lo mismo por mí.
—Tú arriesgaste más. Ellos
hubieron podido paralizarte.
—¿Cómo?
—El programador.
—¿El que ha hablado?
—Sí. Puede paralizar a
todo un ejército, a todos los hombres de vuestro planeta, por eso te dije que
no es posible ninguna guerra.
—¿Por qué nos trajiste?
Sabías que estaba prohibido.
—Ya lo has oído. No he
quebrantado ninguna orden. Yo creía que era justo... Y el programador lo ha
comprendido así. No pasará nada. O acaso si... —sacó su diminuto artilugio y lo
entregó a Lanel. Y seguidamente añadió—: Si estás en un apuro, utiliza esto y
llámame. Mi señal es Omega-Ro-Tau. Aquí mismo verás la longitud de onda. Es muy
fácil de manejar.
Lanel recogió el aparatito
en una mano mientras tendía la derecha hacia Checow.
Ambos permanecieron asidos
varios segundos. Era un mudo adiós.
* * *
La nave seguía de nuevo su
rumbo de aquel último viaje.
Perdida de nuevo en el
espacio, seguía la trayectoria "fijada en las coordenadas.
—Le comprendí demasiado
tarde —murmuró Lanel—. Y él tenía toda la razón en no decir la verdad. ¿Quién
le hubiera creído? Necesitan tinta invisible. Yo mismo al principio dudaba...
—Lanel... Creo que en
nuestro planeta jamás habrían obtenido esos datos de no ser por él. Lo he
transmitido todo.
—Sí, Marga... Para él
nosotros éramos los elegidos. Nada hicieron por él en la Tierra y, sin embargo,
dijo que guardaba buenos recuerdos. Su agradecimiento es superior al nuestro...
Nos permitió ver su mundo. Le hubiera bastado con dejarnos hibernar y luego una
vez él en Trifo poner en marcha la nave por cualquier procedimiento. Seguro que
desde aquí podían hacerlo... O acaso dejarnos morir... Sí. Le había juzgado
mal.
—Ahora le has salvado,
Lanel.
Tras un silencio, Lanel
murmuró:
—Bueno. Sigamos nuestro
viaje.
—Después de esto... ¿Crees
que más allá de Plutón habrá algo interesante?
—Es nuestra misión, Marga,
pero nos queda una esperanza —y sacó el diminuto aparato que le diera Checow.
Sí. Tal vez cuando la nave
hubiera gastado el último átomo de combustible, Checow podría echarles una
mano.
Era una esperanza.
La nave continuó su vuelo
hasta más allá de Plutón.
Y en aquel paréntesis
metalizado, perdido en el espacio infinito, dos seres —un hombre y una mujer
tenían su mundo, su propio mundo.
Y en el ya lejano
Trifo, Checow sonreía. Pensando como un terrícola murmuró:
—Sí. Volveremos a
vernos... alguna vez. Conseguiré que les den cobijo...
Y mentalmente les deseó un feliz vuelo.
F I N

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