lunes, 1 de mayo de 2023

EL HACEDOR DE MUNDOS (A. THORKENT)

 

1

 Para Jabigal Throne, autarca absoluto de Mana­ra, la sesión había resultado tediosa y excesiva­mente larga. Estaba cansado cuando entró en sus habitaciones privadas y ansioso por dormir un par de horas.

Mientras su valet le ayudaba a despojarse del brillante uniforme cargado de condecoraciones, pensaba que de buena gana alegaría cierto males­tar y no asistiría a la recepción en el palacio de in­vierno.

Jabigal rechazó el baño que le habían preparado sus esclavos y se tumbó en el lecho de aire, entrece­rró los ojos y no pudo evitar recordar la sesión que había celebrado con sus ministros. A sus más ínti­mos colaboradores les había encontrado aquella tarde nerviosos, extremadamente torpes en sus ex­posiciones. El encargado de las finanzas había tar­tamudeado en exceso, y el general Omare, siem­pre seguro de sus palabras y altanero, le asombró con sus largos silencios y el súbito y desconocido tic nervioso que agitaba su ceja derecha.

Su valet le preguntó si deseaba algo más, y Jabi­gal, tras soltar un gruñido, le respondió que le de­jase tranquilo un par de horas. Luego debía volver para ayudarle, qué remedio, a vestirse para la dichosa fiesta, que de buena gana eludiría a no ser porque a ella asistirían representantes de la Sede Terrestre, a los que no podía desairar dadas las cir­cunstancias.

Y las circunstancias eran, en pocas palabras, que todo parecía indicar que finalmente la orgullosa Tierra, de nuevo poderosa e influyente en la gala­xia, iba a establecer relaciones diplomáticas nor­males con Manara.

El tiempo es el gran remedio para muchos ma­les, pensó Jabigal. Suspiró y esbozó una pequeña sonrisa. Adoptó una postura más cómoda en el le­cho invisible y sintió el agradable calor que emana­ba de la energía sobre la que flotaba.

La Sede Terrestre siempre había rehusado, des­de que Jabigal se alzó con el poder de Manara, re­conocer el régimen que dominaba el planeta desde hacía treinta años, un régimen impuesto a sangre y fuego tras una guerra despiadada.

Pero el tiempo, volvió a repetirse Jabigal, era el factor que siempre ayudaba a los pacientes, y él ha­bía sido paciente además de habilidoso. El curso de los años parecía haber hecho olvidar a muchos los horrores que él sembró en su planeta. El odio que despertaba su nombre entre la gente sensible se había ido apagando; entre sus vecinos galácticos se olvidaban los aspectos biográficos más sangrien­tos del tirano de Manara.

La prueba estaba ahí, en la asistencia de un nu­trido grupo de representantes de la Sede Terrestre a la fiesta que se iba a celebrar aquella noche para conmemorar el treinta aniversario de su subida al poder. Si todo se desarrollaba como estaba previs­to, antes de una semana sería firmado el protocolo que establecería unas relaciones cordiales entre su planeta y la Tierra.

Y     sucedería en un buen momento. Manara esta­ba necesitando fuertes inversiones, precisaba la tecnología terrestre y la apertura de nuevas líneas comerciales que hicieran posible que llegaran a Manara mercancías y ellos exportaran directamen­te sin necesidad de intermediarios, hecho que im­plicaba una merma considerable en los beneficios.

Además, Manara precisaba el reconocimiento de la Sede para hacer desistir a sus vecinos hostiles de sus pretensiones belicistas. Quizás, en ello con­fiaba Jabigal, no tardaría mucho en ver a sus ene­migos políticos refugiados en otros mundos ser postergados por los malditos gobiernos que les da­ban amparo.

Jabigal abrió un ojo. De pronto pensaba que ha­bía algo alrededor de él que no le complacía. Era como si flotase en su palacio un aroma extraño, una sensación cada vez más sólida de que algo no marchaba correctamente. Aquellos ministros tan taciturnos... ¿Por qué no estaban contentos como él? Los beneficios que traerían consigo las relacio­nes con la Tierra serían para todos, por supuesto, no sólo para el autarca de Manara. Ellos lo sabían, ¿no?

Intentó cerrar el ojo. Deseaba dormir, relajarse. Necesitaba estar en forma por la noche. Sabía que tendría que sonreír a los malditos terrestres, mos­trarse afable y chistoso con ellos. Sus consejeros le habían sugerido que debía echar por tierra la tétri­ca imagen que de él se tenía en la galaxia.

Jabigal soltó un gruñido. ¿Qué le importaba a él su imagen? Durante muchos años había hecho lo que le había dado la gana. Pero los tiempos, le de­cían los timoratos, habían cambiado. Ya no era posible el aislamiento, repetían como papagayos. La verdad era que aquel hatajo de aduladores que él pagaba tan bien con cargos y haciendo la vista gorda para no ver cómo robaban, temían por sus títulos y prebendas e intentaban modificar ligera­mente las sólidas estructuras para continuar me­drando como siempre.

En realidad no les faltaba razón, pensó Jabigal en medio de un enorme bostezo. Eran astutos y a veces convenía hacerles caso. Cuando él llegó al poder, la Sede Terrestre no estaba tan cerca. Aho­ra, su proximidad e influencia exigían una nueva estrategia.

El general Omare era uno de los más entusiastas en estrechar lazos de amistad con la Sede Terres­tre, y, sin embargo, aquella tarde en el consejo no habló apenas. ¿Por qué?, se repitió Jabigal suave­mente, mientras se sumía en el ansiado sueño.

Durmió profundamente, y cuando una mano le zarandeó y una voz le pidió que despertase, no comprendió enseguida que la mano carecía de de­licadeza y la voz resultaba poco respetuosa.

Cuando abrió los ojos se encontró con un rostro desconocido.

— ¿Quién demonios eres tú? —preguntó sentán­dose sobre el lecho de aire y mirando al hombre que estaba junto a él.

—Soy su ayudante, excelencia.

Le sonrió una boca delgada. Era una sonrisa parca, forzada; un compromiso, sin duda, para con él. El hombre vestía el uniforme de su valet u otro semejante. Jabigal pensó que debía de ser otro, pues el hombre que decía ser su ayudante era más alto que su valet, más corpulento, de cintura estre­cha y caderas de felino. No tenía en toda su perso­na nada de servicial a pesar de que se esforzaba por mostrarse humilde.

Jabigal se fijó en sus ojos. Y se asustó. Eran los ojos de alguien acostumbrado a obedecer escasa­mente. Eran unos ojos que despedían poder, vo­luntad y seguridad, todo lo contrario que solían te­ner sus esclavos y criados, sus servidores.

— ¿Dónde está...?—empezó Jabigal a preguntar.

—Se puso enfermo, excelencia. Es la hora y debo ayudarle a vestirse. La fiesta comenzará dentro de poco.

El hombre pareció deslizarse sobre la gruesa al­fombra y llegó hasta un armario, de donde sacó un traje. Jabigal parpadeó. Era precisamente el que él había elegido para aquella noche, su uniforme que más le gustaba. Era el uniforme de almirante del espacio, celeste y oro, exquisitamente cortado y que sólo utilizaba en las grandes solemnidades.

Aquel tipo, quien fuera, sabía al menos que era el traje que él vestiría esa noche.

—Hace una noche espléndida, señor—dijo el cria­do. Agitó la guerrera y la colocó sobre una silla—. Los invitados están llegando, según tengo entendi­do. Me han dicho que el jardín del palacio es una maravilla. Los terrestres se sentirán impresiona­dos —acentuó ligeramente su parca sonrisa y aña­dió—: Las damas seleccionadas para atenderles son muy hermosas y atractivas.

El autarca se dejó poner las calzas y se alzó para introducir los brazos en la guerrera. Miró de sosla­yo al hombre y dijo:

—No me gustas... —carraspeó y preguntó—: ¿Dón­de están los demás esclavos? Antes no tomé un baño. Hubiera preferido bañarme ahora...

Súbitamente se sintió mareado y aturdido. ¿Por qué no le gritaba a aquel tipo que se marchara y lla­maba a la guardia? Deseaba castigar al sustituto de su valet, gritarle que se arrodillase ante él y no andara con la cabeza tan altiva.

Pero ante la mirada profunda que tenía tan cerca se sentía acobardado, incapaz de comportarse como era normal en él. Gimió en silencio. ¿Qué le ocurría? Todo el mundo temblaba ante su presen­cia. ¿Por qué no se turbaba el hombre que le servía con desdén?

Se sentó y observó cómo le eran calzadas las bo­tas. Los movimientos del sirviente eran secos, se­guros. Le hizo daño en los pies pero no se atrevió a protestar. Se mordió los dientes y calló.

—Está usted estupendo, señor —sonrió el criado.

—Eres un insolente y debería mandar que te des­pellejaran vivo.

— ¿Por qué no lo hace si verme sufrir le complace­ría, señor?

La insolente invitación sacó a Jabigal de su pos­tración. Era un reto. Aquel miserable le desafiaba. De un salto se plantó junto al panel de llamadas y pulsó un timbre, el primero que sus dedos convul­sos tocaron.

Sabía lo que iba a ocurrir a continuación y se apartó. De la pared de enfrente se abrió una puerta secreta. Jabigal sabía que comunicaba con el cuer­po de guardia, y los hombres que debían estar allí tenían órdenes de irrumpir en sus aposentos priva­dos si oían la señal de alarma que les debía indicar que su amo estaba en peligro.

La puerta secreta no se había acabado de abrir todavía cuando tres hombres vestidos con las ropas de su guardia personal intentaron entrar atropella­damente. Iban armados con grandes rifles y los aceros brillaron bajo las luces del cuarto.

El criado realizó un movimiento rápido. Cerró la mano derecha y adelantó la muñeca donde lucía una pulsera de metal, y de ésta surgió un trazo de luz.

Los tres soldados cayeron uno detrás de otro, to­dos alcanzados por el dardo de luz entre los ojos. En realidad, el criado tuvo un pequeño fallo de puntería: el último hombre recibió la muerte exac­tamente en la nariz, un poco más abajo de donde su matador había apuntado.

— ¿Quién eres, quién eres? —exclamó Jabigal ho­rrorizado, mirando con ojos muy abiertos los tres cadáveres.

—He venido a matarle, excelencia —sonrió el cria­do—, pero antes le he dejado jugar un poco.

El criado se aproximó al panel de mandos y des­de allí cerró la puerta. Aquel acceso al cuerpo de guardia quedaba sellado. No se preocupó de las otras entradas, se volvió hacia su víctima y le son­rió.

—Cuando entré me dije que debía dejarle que se vistiera. Así no tendrían que hacerlo sus esclavos cuando le prepararan su entierro, excelencia. Con­fieso que no le creí capaz de llamar a su guardia: le suponía demasiado asustado.

— ¿Quién le ha mandado?

— ¿Qué importancia tiene eso?

— ¿Qué ha hecho con mi valet?

—Oh, ese delicioso chico duerme profundamen­te... Espero que duerma. No sé si le di demasiado fuerte el golpe.

—Alguien ha debido de ayudarle a entrar en mi palacio.

—Sin duda, pero no se lo diré, y no me salga con eso de que podría hacerlo puesto que usted va a morir —el criado se rió con ganas—. Se va a ir al in­fierno sin satisfacer su curiosidad.

En aquel momento sonaron golpes en la entrada principal. Las llamadas efectuadas con los puños eran insistentes. El criado frunció el ceño y con­fesó:

—Esto no estaba previsto. ¿Quién puede ser, ex­celencia?

Jabigal Throne deglutió la áspera saliva que se había estado acumulando en su garganta. Él mis­mo se asombraba al comprobar que iba recobran­do la calma. La serenidad volvía rápidamente y su mente trabajaba a ritmo vertiginoso, intentando encontrar una solución para salir de aquel apuro.

—No lo sé —dijo—. ¿Por qué no abre y lo averigua?

—Nada de eso. —El criado agitó su mano armada con el láser adosado en la pulsera—. Es su momen­to, señor. Después de que le mate veré quién es el inoportuno, y seguro que lamentará haber llama­do; me temo que tendré que pasar sobre él para sa­lir del palacio.

—Al menos, dígame su nombre.

—Ah, mi nombre. Eso es sencillo, señor. Puedo satisfacerle. Me llamo Starsilver, Alone Starsilver.

—Un asesino a sueldo —gruñó Jabigal.

—Algo más digno, señor —se rió Alone.

—Por los dioses —gimoteó Jabigal—. Esos maldi­tos se han atrevido, han osado a llamar a la Enti­dad, a la Cofradía.

—Touché, señor.

—Jamás pensé que mis enemigos alquilaran a un Asesino Estelar.

—Eso debería halagarle. Al parecer, era usted una presa muy difícil para hacerla víctima de un atentado llevado a cabo por aficionados. Los pa­triotas no suelen ser muy efectivos en estas cosas.

— ¿Ellos querían que fuera hoy precisamente?

—Sí, me señalaron la fecha; no más tarde de hoy —Alone enarcó una ceja—. ¿Es un día especial?

Jabigal pensó en las personalidades terrestres que ya debían estar en los jardines. La noticia de su muerte sería interpretada de muy diversas mane­ras, y las consecuencias resultarían imprevisibles. ¿Quién o quiénes saldrían beneficiados tras el atentado?

—Yo podría pagarle cien veces más, Starsilver —dijo.

—No me decepcione, excelencia. Seguro que us­ted conoce a la Cofradía. Por lo tanto, debía saber que no rompemos un contrato. Lo siento, pero ha llegado su hora.

La mano del Cofrade apuntó al tirano, y en aquel momento surgió una voz de algún rincón de la estancia que llegó a sorprenderle.

—Es el comunicador exterior —explicó Jabigal—. Siempre está conectado.

—Ése que llamaba con tanta insistencia en la puerta no se ha dado por vencido, evidentemente —sonrió Alone. Gritó en dirección al lugar de don­de había salido la voz, implorando una demora a un acto al que no aludió—: ¿Qué desea?

—Sé que me escucha, Cofrade. Le habla uno del grupo que contrató sus servicios.

—Maldita sea, ¿qué quiere ahora?

—No siga adelante.

— ¿Está loco?

—Nada de eso, los planes han cambiado. No mate a Throne.

Alone soltó una imprecación.

—Debía saber que esto no puede alterarse ya, se­ñor.

En el mismo rincón de siempre, Jabigal emitió una exclamación repleta de decepción. Hacía unos segundos que había empezado a concebir esperan­zas de continuar viviendo.

Pero la expresión de Alone era determinante. 

2

Para la mayoría de la gente la Cofradía, o la En­tidad, como era conocida también, significaba bien poco. Pocas personas estaban capacitadas para de­finir la organización con un mínimo de veracidad, y contadísimas las que sabían de ella lo bastante como para llenar un par de páginas.

El general Omare no había tenido más remedio; estaba al tanto de una parte de la norma de la Co­fradía. Así, cuando escuchó la respuesta del Asesi­no, tembló y palideció.

A su lado, el hombre obeso que babeaba a la par que gesticulaba, le miró perplejo.

— ¿Qué quiere decir? —preguntó.

El general, un hombre alto y fuerte, curtido en varias batallas urbanas y una en el espacio en la que peligró verdaderamente su vida, hizo una mueca de disgusto y replicó:

—Tiene que existir alguna manera de detenerle. Ese Cofrade quiere atenerse al contrato y cum­plirlo.

— ¡Pero tú lo formalizaste y tú puedes romperlo! Por los dioses, Omare, que no nos devuelva ni un crédito, pero que nos abra la puerta. Todavía esta­mos a tiempo de impedir el desastre.

—Eso debimos decidirlo esta tarde —gruñó el ge­neral.

— ¡Entonces no estábamos seguros de las inten­ciones de esos terrestres y todos creíamos que lo mejor para Manara era la eliminación de Jabigal! Lo pensábamos desde hace meses, ¿no?

El general sacudió la cabeza y acercó de nuevo sus labios al comunicador. Después de mirar por encima de su hombro para asegurarse de que no había nadie en las proximidades, carraspeó y dijo con su voz todo lo cargada de autoridad que podía;

—Cofrade, le habla el general Omare. Yo hablé con sus superiores y firmé el contrato. Ahora le exijo que no lo lleve a cabo y nos abra la puerta. Es una orden.

Por el comunicador se oyó una corta carcajada, y a continuación la respuesta fría del Cofrade:

—Ésta es una situación difícil, señor. Para obede­cerle tendría que identificarle, y para ello sería ne­cesario que yo le abriera la puerta, lo cual supon­dría para mí un peligro porque su actitud podría ser una estratagema para salvar al autarca.

—Por los dioses, Cofrade, hágame caso. Sólo es­tamos aquí el ministro de economía y yo; nadie más. Es la verdad.

Siguió una pausa larga y tensa. Al final, el Cofra­de dijo:

—Está bien, les abriré, pero debo advertirles que dispararé contra el autarca al menor síntoma de hostilidad que detecte.

Omare respiró aliviado y el otro hombre, el mi­nistro Restantey, suspiró profundamente.

Cuando entraron en el cuarto del autarca, éste ya sabía quiénes eran los traidores. Había escucha­do al general identificarse. La presencia de Res­tantey, sin embargo, le sorprendió algo. Aquel mi­nistro amanerado siempre le había parecido dema­siado timorato como para embarcarse en un com­plot de semejante envergadura.

—Pasad, cerdos, —les saludó Jabigal.

Restantey enrojeció y se restregó las manos con la intención de ocultar su temblor. El general pre­tendió mostrarse más digno y caminó con la cabeza muy alta, se detuvo a un par de metros de donde estaba el autarca y luego miró al Cofrade.

Alone se había situado al lado de la puerta y la cerró después de asegurarse de que no había nadie más en la otra habitación.

—Si no son capaces de convencerme, voy a abara­tar el contrato añadiendo sus muertes a la del au­tarca y esos otros —dijo burlón, señalando con un gesto los tres cadáveres amontonados.

—Yo en persona alquilé sus servicios, Cofrade —dijo el general—. Tengo la contraseña. —A conti­nuación hizo un gesto con los dedos.

El Cofrade asintió. Obviamente, a cambio del pago de un contrato no se recibía ningún resguar­do, nada más que una señal que quien alquilaba los servicios de un Asesino podía utilizar ante éste para hacer valer sus derechos o salvar su vida en caso de que estuviera próximo a la víctima que ha­bía señalado.

Para Alone era suficiente la identificación.

—Ahora el problema radica en que usted me con­venza de que yo no mate a su elegido, señor—dijo Starsilver.

—Opino que no debo darle más explicaciones. Su estancia aquí ha terminado; su misión, concluida. Puede marcharse.

—Oh, no. Nada de eso —sonrió Alone—. Las cosas no son tan sencillas. Ustedes me deben una expli­cación.

— ¿Está loco? —Aulló Restantey—. ¡No le debemos nada!

— ¿Por qué, Cofrade? —preguntó el general.

—Mi informe, señor. Este asunto me cansa ya, pero yo debo redactar un informe a mi regreso. Ló­gico, por supuesto. Ignoro sus motivos para querer que Jabigal fuera asesinado; eso no me importaba antes, pero ahora es un complemento indispensa­ble que debo conocer.

—Él ya sabe que tú le alquilaste, Omare —dijo Restantey—. Ordénale que se largue sin más.

—Calma, amigo —dijo el general a su colega—. Mí­rale, se ha enfadado contigo.

— ¿Por qué?

—Su amigo tiene razón, ministro de economía —dijo Alone—, A mí no se me alquila como ha di­cho.

—Oh, qué desfachatez. ¿Qué palabra debería emplear?

—Dejemos esto, Restantey —pidió el general em­pezando a perder la calma con su compinche. Miró al Cofrade y le dijo suavemente—: En realidad, su misión no ha terminado. Deberá completarla de otra manera.

— ¡Esto es demencial! —Gritó Jabigal—. Hoy es el día de mi atentado y soy obligado a escuchar una conversación inverosímil.

—Vamos, Throne, no te impacientes. Admite que acabamos de salvarte la vida —le reprendió Restantey.

—Eso es —dijo Omare—. Has sido afortunado.

— ¿Yo? —Gritó el autarca—. Ese asesino alquilado acabará liándoos. Es una especie de paranormal. A mí me confundió cuando apareció haciéndose pasar por mi valet, me llenó de pavor y me convir­tió en un conejo asustadizo.

Alone soltó una carcajada, el general sonrió y la turbación del autarca aumentó considerablemen­te. Jabigal miró a todos, con una elocuente expre­sión que exigía una explicación.

—El agua que bebiste durante la sesión ministe­rial estaba repleta de una droga que te daría sueño y te haría sentir cohibido al despertar —dijo el gene­ral.

—Yo tenía instrucciones para matarle de dos ma­neras —añadió el Cofrade—. La primitiva era dejarle llegar hasta los jardines y acribillarle la cabeza en presencia de los representantes de la Tierra.

— ¿Con qué fin? —inquirió el autarca.

—Algo espectacular —sonrió Omare—. Se culparía a la oposición más radical para que en la Tierra se pensara que usted no era aceptado por su pueblo. Claro que eso ya lo debían sospechar, pero había que confirmarlo.

—Como no recibí la confirmación para llevar a cabo la forma de matarle número uno, comprendí que había que acabar con usted en privado, dejarle en sus aposentos —dijo Alone—. Al entrar en pala­cio yo debía ver, antes de suplantar a su valet, cier­tos objetos ornamentales cambiados de su posición habitual —agitó la cabeza y añadió con cansancio fingido—: Ésta es una de mis misiones más depri­mentes. Las intrigas políticas son desesperantes.

El autarca resopló y se dejó caer en un sillón.

— ¿Queréis explicarme ahora por qué habéis cambiado de opinión? Me muero de curiosidad por saberlo.

—Al parecer, se había hecho a la idea de morir y está decidido a dejar este mundo por su propia cuenta —dijo Alone, terriblemente serio.

—Su sentido del humor es deplorable —dijo el ge­neral. Se encogió de hombros y agregó mirando al autarca—: El consejo ministerial había llegado a la conclusión de que tu presencia, querido Jabigal, era una barrera para que la Tierra reconociera nuestro régimen. Por lo tanto, recurrimos a la Co­fradía para que uno de sus Asesinos te matara, puesto que tu sistema de protección resultaba de­masiado perfecto para uno de nuestros agentes de confianza.

— ¿Y el cambio de opinión? —preguntó Jabigal.

—Esta mañana recibimos informes de que la Sede Terrestre consideraba la posibilidad de reti­rar a sus representantes después de la fiesta de esta noche, fuera cual fuera la impresión que tú les cau­saras.

— ¿Por eso estabais tan extraños durante la sesión de esta tarde?

—Ajá. No sabíamos qué hacer todavía. El Cofra­de ya debía de estar dentro del palacio, pero no sa­bíamos dónde, ni de qué manera llegaría hasta ti, una vez que viera los indicios de que no queríamos que te matara en los jardines. Además, esperába­mos la confirmación de los informes que recibimos respecto a las intenciones de la Tierra.

—Y esa confirmación la hemos tenido hace ape­nas unos minutos, por lo que hemos corrido para evitar que el Cofrade te matara —sonrió Restantey—. Suponemos que la Tierra se tomará un plazo para decidir si debe acogernos entre su círculo de amistades o mantener el aislamiento mientras tú dures en el poder. De todas maneras, no podíamos dar hoy el escándalo de tu muerte violenta.

Jabigal empezó a sonreír ladinamente. Mientras vigilaba de reojo al Cofrade, pensaba que, después de aquella noche, muchos de sus traidores minis­tros iban a tener tiempo de sobra para meditar so­bre las funestas consecuencias que suele tener un atentado fallido contra su amo y señor.

El Cofrade comentó de mal talante:

—Yo tenía mi plan perfecto para escapar de aquí, aprovechando la confusión. Ahora tendré que pensar en algo nuevo.

—Espere, espere —dijo el general—. Le dije que deseábamos algo de usted, ¿no? —Miró con ironía al autarca, que se había puesto de pie y se estiraba su rutilante uniforme celeste, como si de un mo­mento a otro fuera a hacer su entrada en los jardi­nes—. No nos creas tan tontos, Jabigal. No quere­mos matarte ahora porque la aparición de tu cuer­po ensangrentado nos cerraría las puertas durante un siglo y seguiríamos aislados.

— ¿Qué habéis pensado? —preguntó Jabigal otra vez pálido. En pocos minutos había perdido las es­peranzas más de una vez.

—Un secuestro. Esto es siempre más humanita­rio. Diremos que un grupo de patriotas te ha se­cuestrado —sonrió Restantey —. Y pedirán tanto di­nero a cambio de tu rescate que no podremos pa­garlo.

—Eh, sacar a un tipo como ése vivo es más difícil que matarle —protestó Alone—. Además, ¿qué hago yo con él después?

—Usted se limitará a llevarle fuera del palacio —dijo el general—. No tendrá ninguna dificultad en salir porque la guardia vigila para que nadie entre. En pocos minutos llegará al astropuerto. En los muelles francos le espera una nave que le llevará fuera de Manara.

— ¿Cómo lo han preparado en tan poco tiempo?

Omare y Restantey se miraron y el primero se encogió de hombros.

—Era una carta marcada que manteníalos ocul­ta para después de la muerte de Jabigal —dijo el ge­neral—. No confiamos plenamente en el ejército y necesitábamos una tropa curtida para poner fuera de combate a la guardia personal de Jabigal En el astropuerto manteníamos en secreto a un centenar de hombres bien entrenados en misiones especia­les.

— ¿Mercenarios? —preguntó Alone.

—Y de los mejores —sonrió Omare con orgullo—. Poseen un crucero flecha que aterrizó secretamen­te hace una semana y permanece en un muelle franco camuflado de carguero. Su capitán le dejará a usted en el mundo que desee y luego proseguirán hasta un destino que sólo nosotros conocemos. Se llevarán a Jabigal.

Alone soltó una carcajada.

—Matar a un tirano fuera de su cubil es una mi­sión sencilla, ¿verdad? Sus mercenarios podrán hacerlo lejos de Manara. Pero hay algo que no me gusta, general.

— ¿Está temiendo por su vida?

—La Cofradía no le perdonaría si usted ordenase también a ese capitán mercenario que yo hiciera compañía a Jabigal.

—Lo sabemos, Cofrade. No queremos desafiar a la Cofradía. ¿Hará lo que le pedimos?

—Esto es muy irregular —dijo Alone—. Mis supe­riores decidirán si mi trabajo merece más dinero; pero ustedes lo sabrán cuando yo me encuentre sano y salvo o... No tardarían mucho en conocer a varios de mis compañeros, que con gusto harían gratis su cometido y me vengarían.

—Acataremos la decisión que tomen sus superio­res.

El Cofrade se despojó de su casaca de valet y tomó una capa negra del armario del autarca. Se volvió hacia los conjurados y les dijo:

—Ya hemos perdido demasiado tiempo. El resto de la guardia no tardará mucho en descubrir la au­sencia de tres de sus compañeros e investigará. —Señaló los cadáveres—. ¿Han pensado en la mane­ra más rápida de salir de aquí?

—No, la verdad —dijo el general con tristeza.

Alone esbozó una sonrisa.

—Quizá no sea difícil largarse por los jardines.

— ¿Ha perdido la razón? —Exclamó Restantey—. Ese lugar estará lleno de gente, de cientos de invi­tados.

El Cofrade arrojó al autarca las ropas de valet que él se había quitado.

— ¿Quién mirará a un criado? ¿Sobre todo si es mudo porque siempre sentirá en sus riñones el frío metal de mi pulsera láser?

—Lamentaréis esto —amenazó el autarca a sus mi­nistros.

—No pienses en comprar al capitán de los merce­narios —se rió el general con ganas—. Esos hombres te arrojarán con gusto al espacio cuando hayan de­jado al Cofrade en un mundo seguro para él.

Jabigal frunció el ceño y el Cofrade le empujó y explicó:

— ¿No lo ha entendido, excelencia? Yo he com­prendido que esos hombres son mercenarios tan­granis, y tengo entendido que usted no se portó bien con ellos cuando les utilizó para combatir a sus vecinos planetarios apenas llegó al poder.

El tirano derribado deglutió y sus hombros se hundieron a la vez que sus escasas esperanzas. Dó­cilmente se dejó guiar por el Cofrade y salió de la habitación. Detrás dejó a dos hombres que inicia­ban una animada conversación en la que discutían el futuro de Manara sin su amo y señor.

3

Un poco alejado del grupo más numeroso de téc­nicos, empresarios, políticos y gente de profesión diversa que había acudido a Manara sin saber exactamente para qué, Joron Yukai intentó lo­calizar con la vista al jefe de la legación, el señor Marlo, un oriental de incansable sonrisa, pequeña estatura y gestos nerviosos, que tenía fama de efi­ciente.

No era fácil encontrarle en los jardines llenos de personas nativas, entre las que sobresalían las complacientes damas, muchas muy bellas, que se esforzaban por resultar agradables a los invitados terrestres.

Joron rechazó una bebida que le fue ofrecida por un esclavo. No quería beber. Necesitaba tener la mente lúcida aquella noche. Era uno de los pocos terrestres que conocía lo que iba a pasar dentro de poco. Sabía que el señor Marlo diría al tirano Jabi­gal que por el momento la Sede Terrestre aplazaba la firma que Manara, en realidad su élite dominan­te, aguardaba impaciente.

Descubrió a Marlo. Estaba conversando con al­gunos nativos, quizá gente dedicada al comercio. El oriental sonreía y asentía, pero hablaba poco. De vez en cuando sorbía de su copa de vino y vol­vía a sonreír, e incluso a reír la ocurrencia con poca gracia de algún manariano.

Para Joron, el lujo de los jardines y la prodigali­dad de viandas y vinos era un insulto. Ya había co­nocido parte del planeta Manara y sabía que el pueblo no nadaba en la abundancia, mientras que allí se despilfarraba todo.

Notó cerca de él la presencia de Carr Smith, un financiero que hacía días le había confiado que él no pensaba invertir un solo crédito en Manara.

—Una fanfarria espectacular y deprimente a la vez, ¿no le parece, señor Joron? —le preguntó.

—Yo diría también que ridícula, señor Smith —sonrió Yukai.

—Sé que usted está enterado de la negativa de la Sede. ¿Qué puede decirme al respecto? Esta gente podría ofenderse.

—Confío en la habilidad diplomática de Marlo.

—Oh, sí. Ese individuo es capaz de todo. Le apuesto lo que quiera a que se las ingeniará para decir a su excelencia Throne que se vaya a la mier­da él y su mundo, y el tirano acabará dándole las gracias y despidiéndose mañana con todos los ho­nores, y luego, cuando se quede solo, se dará cuen­ta de lo que ha pasado y sólo entonces será capaz de reaccionar.

Joron soltó una carcajada.

—Sobreestima al señor Marlo.

—En realidad, subestimo la inteligencia de Jabi­gal. Me alegro de que la Tierra no quiera nada por ahora con esta gente, al menos mientras el planeta sea un mal ejemplo para sus vecinos. Por cierto, ¿no cree que el autarca ya debía estar entre noso­tros?

Joron se encogió de hombros.

—Por lo que a mí respecta podría quedarse den­tro del palacio. Seguro que las flores se pudrirán a su paso...

El Mayor Inspector de la Inteligencia de la Sede calló de pronto. Detrás de unos macizos de flores había visto pasar a dos hombres que llamaron su atención. Uno de ellos era de estatura mediana y vestía ropas de criado. El otro era más alto y se cu­bría con una capa negra de seda.

— ¿Qué le ocurre, señor Yukai? —preguntó Smith al verle en silencio.

Joron se pasó la mano por la cara.

—No lo sé exactamente. Por un momento había creído ver a un viejo conocido —trató de sonreír. Los dos hombres ya se habían alejado y desapare­cido tras unos arbustos, perdiéndose en las som­bras de la parte del jardín no frecuentada por la abigarrada multitud—. Pero es imposible que él esté aquí.

— ¿Quiere otra copa amigo mío?

Yukai negó con la cabeza y Smith se alzó de hombros, comprendiendo que el taciturno Mayor Inspector no tenía aquella noche más ganas de ha­blar que otro día, y se alejó en busca de compañía más amena.

A solas, Joron echó de menos a su conciencia. Si hubiera tenido sobre su hombro a Salomón quizá hubiese sabido si la fugaz aparición de aquella figu­ra cubierta con una capa negra era quien había te­mido por un momento que pudiera ser.

Volvió sobre sus pasos y se unió de nuevo al gru­po de terrestres. Aceptó una bebida e intentó ale­jar sus temores de sus pensamientos.

Pero al cabo de un rato se dio cuenta de que no podía desechar la sospecha de haber visto a su vie­jo enemigo Alone Starsilver empujando a un cria­do del palacio. 

4

Fuera de los jardines, tras burlar el doble cordón de centinelas, Alone se sintió más seguro. Momen­tos antes, cuando cruzaba entre los asistentes em­pujando al semidrogado Jabigal Throne, avistó a Joron Yukai. Era la persona que menos quería ver allí.

Por suerte para él, el Mayor Inspector parecía no haberle descubierto, y su buena estrella seguía velando por su seguridad, pues una vez en el exte­rior encontró un vehículo aparcado lejos de los de­más y fuera de la vigilancia de los soldados. Sólo necesitó unos segundos para abrir la puerta y co­nectar los propulsores. Arrojó al casi inconsciente Jabigal en el asiento trasero y elevó el aparato por encima de los niveles controlados.

Dejó atrás el palacio y sus luces refulgentes, aquella cascada que pretendía emular el brillo de una nova.

Condujo tranquilo hasta el astropuerto, eludió las entradas normales y se valió de una pequeña es­tratagema para penetrar en el recinto, usando un fallo en la barrera energética, por el mismo sitio que le había aconsejado el general Omare. A lo le­jos descubrió una nave que respondía a las señas que había recibido. Estaba anclada en un muelle franco y a su alrededor no había ninguna vigilan­cia.

Cuando estuvo cerca de ella, mientras desacele­raba el vehículo y buscaba un hueco para posarlo entre las pilas de mercancías y material desechado, comprendió que aquella nave, camuflada de car­guero, era un crucero flecha.

Apenas bajó del aparato cargando el pesado cuerpo de Jabigal, Alone vio que un par de hom­bres salían del crucero flecha y se dirigían hacia él. A pesar de que vestían sucias ropas de navegado­res, les identificó como mercenarios veteranos.

— ¿Qué busca aquí, amigo? —preguntó uno de ellos. El otro se había quedado retrasado y mante­nía una de las manos metida en un amplio bolsillo, no esforzándose por disimular que empuñaba una pistola.

—Quiero ver a su capitán —dejó caer al suelo a Ja­bigal—. Me envía el general Omare.

El falso navegador ladeó la cabeza, pareció pen­sar un poco, acabó asintiendo con un gesto e indicó el interior de la nave al que se llegaba por una oxi­dada rampa.

—Entre y cuidado con lo que hace. ¿Qué le pasa a su compañero?

—Se emborrachó en la fiesta de palacio. ¿Por qué no me echa una mano y me ayuda a empujarlo?

Le ayudaron de mala gana. Una vez arriba, otros hombres se ocuparon de llevar al ahora inani­mado Jabigal a una cabina. Llegó un oficial, estu­dió a Alone y le dijo:

—Sígame. El capitán le espera.

Alone caminó tras los pasos del oficial, pregun­tándose cuándo iban a registrarle. Le sorprendía que no lo hubieran hecho todavía. Sin necesidad de volver la cabeza supo que era seguido a corta distancia por un par de individuos.

Si externamente el crucero flecha ofrecía un dis­fraz bastante aceptable y podía pasar como un car­guero, en el interior los tripulantes no se habían molestado en ocultar la verdadera naturaleza béli­ca que encerraba.

El oficial abrió una puerta e indicó a Alone, me­diante un gesto, que entrara.

Alone dio dos pasos dentro de la cabina y miró al capitán del navío que permanecía sentado tras una pequeña mesa de acero.

Conocía bastante acerca de los mercenarios de Tangran y no se asombró en absoluto cuando des­cubrió que su jefe era una mujer.

—Me llamo Wendrell —dijo la mujer mirando fija­mente a Alone.

—Soy Alone Starsilver, y tengo entendido que usted ya sabe que los planes del general Omare han sufrido ciertos cambios.

—Han debido ser muy grandes —la mujer se echó a reír—. No va a necesitarnos como fuerza de cho­que. Ha sido una revuelta muy extraña, ¿no cree?

Alone asintió. Había estado admirando a la ca­pitana. Era una mujer hermosa. Quizá no tuviera aún treinta años y se preguntó cuáles eran sus méri­tos para haberse convertido en el líder de aquel pu­ñado de duros guerreros.

Wendrell vestía el oscuro uniforme de los mer­cenarios tangranis, con sus adornos de oro y sím­bolos de muerte representados por la triple calave­ra formando una estrella y el puñal de sangre. El rostro de la capitana era algo anguloso, pero sus la­bios gruesos resultaban sensuales. Para Alone, lo mejor de ella eran sus grandes ojos negros que pa­recían querer taladrarle mientras le escrutaban.

—Algo ha cambiado pero todo seguirá igual —sonrió Alone—. Usted, señora, me dejará en un mundo que yo elegiré. Quien ha venido conmigo, en realidad le he traído, pasa a ser de su propiedad. Cuando le parezca, pero mejor cuando yo no esté ya a bordo, podrá lanzarle al vacío, hacerle picadi­llo o comérselo; lo que más le plazca.

—Un prisionero del general y su pandilla de cons­piradores, entiendo. Me informaron que está en­cerrado a petición suya. ¿Quién es?

—Su excelencia Jabigal Throne, ex autarca de Manara.

La mujer soltó una maldición propia de un esti­bador drogado con loto de Kassandry. Tras las es­paldas de Alone, el oficial emitió un gruñido y los soldados que permanecían fuera juraron ronca­mente. El Cofrade pensó que Jabigal no había te­nido mucha suerte yendo a parar a un crucero fle­cha cargado de mercenarios tangranis.

—Además del pago que nos hizo el grupo de conspiradores, este regalo hace que nuestros bene­ficios hayan aumentado —rió Wendrell—. Será una satisfacción matar a ese hijo de puta.

Alone se encogió de hombros.

—Había oído algo acerca de las pocas simpatías que ustedes sienten hacia Jabigal.

—No quiera hacerse el gracioso, amigo —dijo el oficial, echando sobre la nuca de Alone su aliento cargado de alcohol—. Nosotros, los mercenarios tangranis, hemos recibido muchas vejaciones y nos han engañado a menudo, pero todas las naves fle­chas que siguen navegando en la galaxia darían la mitad de su armamento por tener en su poder al cerdo tirano de Manara. Usted, quien sea, ¿sabe lo que Jabigal nos hizo hace pocos años?

—Por la sonrisa de Starsilver deduzco que sí lo sabe, Mortessei —dijo la capitana al oficial—. Sospe­cho que tenemos a bordo un personaje, un pasaje­ro de categoría.

Alone se puso tenso y se preguntó si el maldito general Omare se había ido de la lengua con Wen­drell. Para aquella gente sería el colmo de la suerte tener, además del autarca, a un Asesino Estelar con quien distraerse. Lentamente deslizó su mano derecha dentro de la capa y la preparó para que su pulsera láser actuara. Sabía que tenía pocas posibi­lidades debido a la pareja de mercenarios que per­manecía en el pasillo y la proximidad del oficial, pero podía intentar dar un susto a la hermosa capi­tana si actuaba antes de que ella revelara a sus hombres lo que parecía conocer respecto a su iden­tidad.

—No parece un nativo de Manara —escupió el ofi­cial Mortessei—. Parece humano puro, pero escon­de tanto de su cuerpo que bien podría ser un nohu.

Entre los mercenarios tangranis no militaba un solo nohu, se dijo Alone. Él no lo era, pero aque­llos brutos podían sospecharlo, disparar primero y luego desnudarle para asegurarse.

—El señor Starsilver es un hermoso ejemplar hu­mano, Mortessei —sonrió Wendrell—. Déjanos so­los, ocúpate de que Jabigal esté a buen recaudo y disponlo todo para partir inmediatamente.

—Eso último es lo más sensato que he oído desde que subí a bordo —dijo Alone—. En cualquier mo­mento puede sonar la alarma. No sabemos lo que está ocurriendo en el palacio. Jabigal sigue contan­do con incondicionales, aunque todos sus minis­tros le hayan derrocado.

—Antes de cinco minutos estaremos fuera de la atmósfera de este asqueroso planeta —aseguró la capitana. Con un gesto de su mirada echó afuera al oficial. Mortessei se marchó rumiando palabras in­comprensibles, se llevó a los dos soldados y Wen­drell se levantó para cerrar personalmente la puer­ta de su cabina—. Ahora podemos hablar, Cofrade.

Alone sacó su mano derecha de la capa y la mujer se rió al ver que la pulsera brillaba y la apun­taba.

—Deje esa joya tan peligrosa, señor Starsilver. —Se sentó despacio y cruzó los brazos—. Es el arma preferida de los Cofrades, pero yo la encuentro algo femenina. Claro que cuando hace funcionar el pequeño y mortal láser que lleva, uno no puede se­guir pensando que se trata de un símbolo de debili­dad.

Alone bajó un poco el brazo.

— ¿Cómo sabe que soy un Cofrade? Acaso el ge­neral...

—Omare no me contó nada. Es posible que todos los hombres y mujeres que tengo a mis órdenes se sintieran muy contentos de matarle y exhibir su ca­beza como trofeo. Ah, cuán apreciado sería seme­jante trofeo, un reto a sus hermanos de Cofradía, Alone, como un orgasmo constante para gente como nosotros, tan amantes del peligro y las emo­ciones fuertes. Pero no tema, no diré nada. Yo, al contrario de los demás, siento cierta simpatía por los miembros de la Entidad. De alguna manera so­mos como hermanos, con un oficio muy parecido, ¿no le parece?

—Quizá tenga razón. Sin embargo, no es fácil identificarnos.

La mujer señaló la frente de Alone con su índice izquierdo.

—Una vez fui herida en los ojos; unas radiacio­nes. No me curaron bien y puedo ver la marca invi­sible que llevan los Cofrades en la frente. Soy sen­sible a cierto espectro, precisamente el que usan para tatuarse el emblema de la Cofradía.

Alone sonrió. Él podía reconocer a sus herma­nos porque sus ojos habían sido alterados química­mente. Era curioso que Wendrell padeciera una enfermedad que le permitía hacerlo también. Con­fiaba en que no hubiera a bordo alguien más como ella.

—Es extraño que usted no quiera gozar del privi­legio de haber matado a un Cofrade —dijo suave­mente—. ¿Por qué?

—Prefiero otro placer —Wendrell se levantó y se acercó al Cofrade—. El que tú podrías darme.

Se abrazó a él y le estuvo besando hasta que so­naron las alarmas que anunciaban la inminente partida del crucero flecha. 

5

 —No debemos inmiscuirnos en los asuntos inter­nos de este planeta, señor Yukai —Marlo meneó la cabeza enérgicamente.

Antes de pedir a Marlo la entrevista, Joron sabía que ésta no iba a ser fácil. Allí, en Manara, tenía que estar bajo las órdenes del jefe de la legación. Desde que salió de la Tierra se preguntó muchas veces para qué le habían ordenado que fuera tan lejos, a una misión que no le gustaba. Si el presi­dente de la Sede Terrestre quería un informe con­fidencial de la situación policial del régimen de Ja­bigal Throne podría habérselo pedido a otro.

Volvió a lamentar no tener su computador per­sonal cerca. Salomón, como lo llamaba, podía ha­berle aclarado muchos puntos oscuros. Sin ningu­na otra ayuda tenía que confiar en sus propias con­clusiones, y éstas le llevaban a pensar que no esta­ba errado al suponer que la Cofradía había puesto sus zarpas en Manara.

—Hay una nave convenientemente armada entre las que nos han traído a Manara, señor Marlo —dijo Joron tras mirar de soslayo a Carr Smith, testigo si­lencioso de la entrevista—. No ponga esa cara de asombro. Yo lo sabía. ¿Por qué no me la cede? Co­nozco su tripulación y sé que es eficiente y se ofre­cería voluntaria para perseguir a ese falso carguero que partió del muelle franco la noche en que se­cuestraron a Jabigal.

— ¿Supone usted que sería beneficioso para la Sede el regreso del autarca?

—Dígame si usted creyó la versión oficial que emitió el triunvirato que se autoproclamó única ca­beza dirigente de Manara.

—De ninguna manera. Pero ha sido una revuelta incruenta, sin sangre. Ni siquiera la guardia perso­nal del tirano ofreció la menor resistencia. Quizá todo se arregle beneficiosamente para las dos par­tes interesadas sin la presencia de Jabigal.

—Pienso que usted propaló el rumor de que la Tierra no iba a reconocer el régimen de Jabigal. ¿Lo hizo para provocar?

—Su posición en el departamento de Inteligencia le da ciertas ventajas, señor Yukai; pero no abuse de ellas —advirtió Marlo—. ¿Qué se propone en rea­lidad? ¿Por qué ese afán en lanzarse al espacio tras las huellas taquiónicas de ese carguero que usted asegura que es un crucero flecha?

—Hice mis investigaciones mientras usted habla­ba con Omare, Restantey y el otro conspirador que completa el triunvirato. Alguien sacó al autarca del palacio la misma noche de la fiesta, y lo hizo de­lante de nuestras narices, posiblemente obede­ciendo órdenes de los ministros y demás conspira­dores.

— ¿Y el secuestrador embarcó con Jabigal en el carguero?

—Esa noche no salió otra nave del astropuerto. Había llegado unos días antes bajo inmunidad fir­mada por el general Omare. Los aduaneros no su­bieron a inspeccionar porque lo prohibió el minis­tro Restantey. Todo coincide, ¿no?

— ¿Qué ganaríamos si usted rescatara a Jabigal? Carr Smith tosió discretamente y se acercó a la mesa que separaba a Marlo y Yukai.

—Mi querido Marlo, nuestro amigo el Inspector pretende decirnos también que él sospecha que el secuestrador de Jabigal es un Asesino Estelar, y ya conocemos que se dice por ahí que Joron Yukai está obsesionado con la idea de acabar con la Co­fradía. Él quiere alcanzar la nave, destruirla o exi­gir antes que le sea entregado el Cofrade. Sospe­cho que le da igual la suerte de Jabigal.

Joron palideció ligeramente. No supo enseguida si debía agradecer a Smith su intervención o mal­decirle, sobre todo por el tono de burla que había empleado.

—Hace tres días que partió esa nave —Marlo agitó una mano—. Me temo que sería difícil localizar su rastro.

—Debe tratarse de un viejo crucero flecha, no muy rápido. Su Impulsor K debe de estar agotado —dijo Joron—. Creo poder alcanzarlo en diez días como máximo.

—Pero usted ignora la dirección que tomó una vez que se alejó de Manara...

—Sus tripulantes deben de ser mercenarios. Lo más probable es que resulten tangranis. Quedan por ahí algunos grupos, y sólo ellos pueden enca­minarse hacia el círculo exterior. Como ve, es un margen muy pequeño; pero para que yo tenga éxi­to usted debe autorizarme enseguida, señor, antes de que se pierda el rastro de taquiones.

—Había pensado partir dentro de tres días, Yu­kai; no podré esperarle.

—Después de diez días, el capitán de la nave pue­de ordenar el regreso a la Tierra. De lo que pase yo sería el único responsable, señor. Le firmaré el do­cumento que quiera.

—Usted es necesario en la Tierra, Yukai —Marlo se humedeció los labios—. Mire, voy a hacerle una propuesta. Capture a Jabigal, haga lo que quiera con el Asesino, si es que existe en esta trama, y vuelva en secreto a la Tierra con el tirano.

— ¿Qué se propone ahora?

Marlo soltó una de sus características risas. Carr Smith le acompañó con una carcajada. Para Joron resultaba evidente que los dos compartían un mis­mo secreto.

—El triunvirato ha hecho público al pueblo de Ma­nara que los secuestradores del autarca son enemi­gos del régimen que sólo buscan el caos y la des­trucción de la patria, lo normal en estos casos, y que para su devolución exigen una suma de dinero increíblemente elevada, la cual no podrá ser satis­fecha. Ese generalito Omare ha tenido la desfacha­tez de añadir que él interpreta los deseos del abne­gado Jabigal rechazando la propuesta porque ello acarrearía la ruina del planeta y lo sometería a una humillación intolerable.

»Dadas las circunstancias, Yukai, creo que a no­sotros nos interesaría tener en nuestro poder a Ja­bigal en un lugar secreto y emplearlo como arma de coacción contra los nuevos gobernantes de Ma­nara si insisten en prolongar la situación política del planeta por mucho tiempo.

— ¿Y si no consigo apoderarme de Jabigal vivo?

—En tal caso, nos limitaríamos a lamentarlo y todo sería olvidado. Entonces la estrategia respec­to a Manara tendría que ser modificada, y la espera sería más larga. Sólo perderíamos tiempo.

Joron asintió. Comprendía bastante. Teniendo a Jabigal, la Tierra conseguiría del triunvirato unos pactos más beneficiosos y su renuncia al poder para dar paso a un régimen democrático. El gene­ral Omare y sus compinches no resistirían la ame­naza de una posible reaparición de Jabigal, que de­nunciaría al planeta sus maquinaciones.

Pero al Mayor Inspector le traía sin cuidado la complicada política estelar de la Tierra. Su cometi­do era velar por la seguridad de la Sede y sus ciuda­danos. Le daba igual lo que Marlo hiciera con Jabi­gal; como si quisiera enjaularle y conservarle en su mansión. A él le interesaba apoderarse del Cofra­de llamado Alone Starsilver, cuyo delgado rostro había creído ver en los jardines del palacio,

—Le deseo suerte, Yukai —escuchó que decía el oriental.

A solas con Smith, Marlo suspiró y dijo:

—Es un gran hombre muy eficaz en su trabajo, pero me temo que anda demasiado obsesionado con la. Cofradía desde que un Asesino estuvo en la Tierra y no logró apresarle.

—No acabará bien si continúa así —sonrió Carr—. ¿Qué nos importa la Cofradía? ¿No la hemos usa­do a veces? ¿Acaso no elimina en ocasiones a gente que para nosotros es intocable? Además, nadie lo­grará jamás acabar con ella.

Marlo se encogió de hombros.

—No sé, pero si existe alguien capaz de hacerlo, no me cabe la menor duda de que es Joron Yukai.

6

 El guardián dejó entrar a Alone de mala gana en la celda que ocupaba Jabigal, no sin antes adver­tirle:

—Sólo cinco minutos —y añadió entre dientes—: Ya debíamos haberle liquidado, condenación.

Alone encontró a Jabigal tumbado en el único camastro que había en la pequeña cabina. El tira­no derrocado se revolvió al escuchar ruidos y se sentó, mirando al Cofrade con expresión ausente.

— ¿Una visita de cortesía? —inquirió, adquiriendo de repente un tono burlón.

Alone le observó, y torció el gesto al descubrir las magulladuras que lucía Jabigal en el rostro.

—Le han atizado fuerte, ¿eh?

Throne se acarició la cara.

—Ocurrió ayer. El mercenario que me trajo la co­mida no quería quitarme el hambre, sino ensañar­se conmigo.

—Lo sé, y ese tipo ha sido castigado por la capi­tana.

—Esa furcia que se revuelca con usted es muy ex­traña —se rió nervioso Jabigal—. ¿Por qué quiere conservarme ileso si piensa matarme en cualquier momento?

—Los tangranis tienen su código —Alone se apoyó en la pared y añadió indiferente—: Le odian más que sus enemigos de Manara.

— ¿Le ha contado Wendrell algo?

—Sí. Usted usó a los tangranis para acabar con ciertas colonias que se habían asentado en unos planetas que reclamaba para la soberanía de Ma­nara; bueno, en realidad para añadirlos a sus domi­nios particulares. No les pagó lo acordado y en cambio les tendió una trampa enviándoles a una falsa misión. Varias naves cargadas de mercena­rios cayeron en una emboscada de la Armada de la Sede Terrestre y pocos lograron escapar, entre ellos los de esta nave.

—Bah, debí imaginarme que esa ramera le conta­ría una mentira. Yo no les mandé allí. ¿Sabe, Alo­ne? Los tangranis son buenos guerreros, pero unos pésimos navegantes. Se perdieron y salieron del hi­perespacio a un lugar equivocado. ¿Se imagina?

Aparecieron a poca distancia de una base de la Sede y empezaron a atacarla porque se confundie­ron de objetivo.

—Lo cierto es que llevan varios días discutiendo cómo acabar con usted, la forma de que muera su­friendo. Creo que debí matarle en su palacio.

—No se arrepienta. Mientras siga con vida puedo abrigar alguna esperanza.

—No sea iluso, Jabigal.

—Debe creerme, Asesino. Me he mantenido en el poder durante treinta años, algo que ningún pre­decesor mío logró en Manara, y para ello he tenido que ser astuto y tener mucha suerte, sobre todo mucha suerte. Siempre me ha acompañado la dio­sa fortuna, aunque a veces no lo pareciera.

—Ahora es diferente. No tiene nada a su favor.

—Es posible. Admito que esta situación es para mí la más difícil de mi vida. Estoy rodeado de faná­ticos, locos y retrasados mentales.

—Una gente que le sirvió en otras ocasiones.

—Es sólo carne de cañón. Alone, los tangranis son escoria, una basura que alguien debería barrer para siempre; quedan pocos, cada vez menos, pero durante algún tiempo sobrevivirán. El otro día en­tró una fulana de ésas, una lesbiana creo. Llevaba un cuchillo láser y quería castrarme. Quien estaba de guardia no era tan loco y logró impedírselo.

—Supongo que esa mujer seguirá soñando con cortársela el día que la capitana permita que le ma­ten entre todos.

—Empiezo a considerar que su visita deja mucho que desear —Jabigal soltó una carcajada—. Y pensar que usted me dio miedo la noche que le conocí.

—Tal vez sea porque sabe que yo ya no puedo matarle.

—No se fíe de los mercenarios, Alone. Es posible que no cumplan con su parte y no le dejen donde usted quiere.

—No me fío de nadie, Jabigal, pero sé que dentro de dos días llegaremos a un mundo donde yo deja­ré el crucero flecha.

—Entiendo. Y después, otra vez en el espacio, se ocuparán de mí. Lo que me enfurece es acabar a manos de esa horda de locos. ¿Qué harían conmi­go si yo fuera un nohu? ¿Sabe que odian a los nohus y nadie conoce los motivos de su odio?

Alone asintió. Los orígenes del racismo de los tangranis hacia los No Humanos Puros eran un enigma. Él había intentado sonsacar a Wendrell una noche, pero ella eludió el tema con sagacidad.

Se asomó el guardián y Alone le preguntó:

— ¿Se acabó el tiempo?

—Casi. Pero debe marcharse. La capitana quiere verle enseguida.

Jabigal soltó una carcajada.

—Esa ninfómana es insaciable, ¿verdad, Alone? Ahora comprendo cómo va a terminar con usted.

Alone le miró antes de salir y dijo:

— ¿No elegiría esa muerte antes que la que va a tener? 

7

—Nos seguían y ahora tenemos esa maldita nave encima.

Alone había comprendido que los mercenarios eran poca cosa para sostener una lucha en el espa­cio; lo suyo era el combate sobre la superficie, los golpes de mano y los ataques suicidas.

Los navegadores que se ocupaban del puente de mando no se habían puesto nerviosos; pero Alone les veía confundidos.

—Sería sencillo volvernos a sumergir en el hipe­respacio —sugirió el Cofrade a la capitana, que le había resumido en pocas palabras la situación, ex­cepto un detalle que él quería saber—: ¿Quiénes se han molestado en perseguirnos?

—Si piensas que es una unidad de Manara, olví­date —dijo Wendrell—. Es un crucero pequeño pero muy rápido, y debe ir bien armado. Acorta distan­cias a gran velocidad y pronto nos tendrá bajo el punto de mira de sus proyectores.

— ¿Qué nos impide esquivarles?

—Maldita sea, Alone, esta vieja nave no es capaz de recuperar energía cuando sale al espacio nor­mal tan rápidamente como tú supones. Teníamos que orientarnos para buscar esa mierda de planeta en el que debíamos desembarcarte.

Alone observó a la mujer y se preguntó dónde había ido a parar aquélla que durante tantas no­ches había gemido de placer entre sus brazos. Wendrell carecía ahora de todo atisbo de feminei­dad y se comportaba como un capitán furioso. Notó que los hombres y mujeres que estaban cerca la rehuían. Debían saber que no era prudente mantenerse al alcance de sus puños, que no cesa­ban de golpear los mamparos y paneles.

Un técnico, con voz gutural, anunció a la capita­na, pero sin atreverse a mirarla a la cara:

—Señora, esa nave llegará al punto idóneo de ataque dentro de pocos minutos.

—Sería inútil preguntarles qué quieren de noso­tros —dijo Alone—. Es seguro que ya saben que so­mos un crucero flecha de mercenarios y están con­fiados en salir victoriosos del combate. Sencilla­mente, querida mía, ellos quieren destrozamos, y ante semejante perspectiva sería aconsejable...

—Acaba de una vez o vete de aquí y déjanos en paz.

—No te engalles conmigo, preciosa. Yo en tu lu­gar ordenaría que se programara una nueva incur­sión al hiperespacio.

— ¡No hay tiempo!

—Que se tabule cualquier dirección, pero no más lejos del destino de un día luz. Esos malditos que nos siguen no pueden esperar una cosa semejante, y nosotros ganaríamos unos minutos. En nuestra siguiente salida al espacio normal dispondríamos de tiempo para reemprender la ruta.

—Alone, ¿sabes que podríamos reventar el Im­pulsor K?

—Elige eso o que ellos te revienten, y te advierto que con lo último no tendríamos ninguna posibili­dad, mientras que arriesgándonos contaríamos con alguna.

— ¿Qué porcentaje calculas?

—Digamos que un veinte por ciento de salir ile­sos.

Wendrell pareció que iba a propinarle un golpe, pero sorprendió a todos echándose a reír. Agitó la cabeza y dijo:

—Está bien. Es un juego en el que tenemos pocas posibilidades, pero algo es algo —se volvió hacia los técnicos y les gritó—: Vamos, hijos de puta, ¿qué esperáis para hacer lo que ha dicho este hombre? Os juro que lo es de verdad y no los afeminados que sois vosotros.

Alone se dijo que después de aquellas palabras iba a tener que aceptar el reto de más de un merce­nario que desde ya le miraba con tanto odio o más que si él fuera un nohu.

Claro que cabía la probabilidad de que no tuvie­ra que batirse, pues como él había predicho, te­nían un ochenta por ciento de probabilidades en contra de que el Impulsor de la nave se rompiese en mil pedazos en la próxima entrada al hiperespa­cio.

—El problema ahora es averiguar dónde estamos —resopló Wendrell cuando las imágenes de las pan­tallas ofrecieron de nuevo las estrellas fijas.

—Eso no nos tomaría mucho tiempo, pero lo im­portante es continuar alejándonos. Nuestro rastro puede conducir otra vez a esos testarudos hasta no­sotros, y esta vez ellos no se dejarían sorprender.

El rápido salto había salido bien, aunque por un momento el rugido que surgía del interior de la nave le había llegado a alarmar. Pero estaba cal­mado ahora y todo parecía marchar bien.

Los navegadores del puente sonreían aliviados y ya no miraban a Alone con rabia, como empezaron a hacerlo cuando su jefe puso en duda su virilidad ensalzando, la del huésped, su amante.

Por fortuna para Alone, Mortessei no se encon­traba en el puente. El oficial debía haber sido a menudo el preferido de la capitana y era, entre to­dos los mercenarios, quien miraba con más envidia a Alone. Si no le había retado debía de ser porque el duelo lo habría prohibido Wendrell.

El Cofrade había aceptado el lecho y las caricias de gata en celo de Wendrell por dos motivos. El pri­mero, porque le gustaba, y el segundo, sencilla­mente, porque no quería problemas con nadie y prefería sentirse protegido. Alone sonrió y se pre­guntó si no debía ser sincero consigo mismo y alte­rar el orden, anteponiendo su seguridad personal a su amor por la mujer mercenaria.

La única verdad era que deseaba fervorosamen­te marcharse de la nave y olvidarse de ella y de la capitana.

Todos sus deseos se vinieron abajo cuando irrumpió en el puente un hombre muy asustado, que exclamó mientras corría hacia Wendrell:

—El Impulsor no responde.

La capitana soltó un largo juramento y golpeó con su bota el suelo manchado de grasa.

—Me lo temía, me lo temía —gritó enfurecida—. Era demasiado bonito —miró al recién llegado como si éste fuera el culpable de la avería—: ¿Qué se puede hacer con ese trasto?

—Sólo nos sirve, mientras no lo reparemos, para navegar por el espacio normal.

— ¿Cuánto tiempo necesitas para arreglarlo?

—Unas horas.

— ¿Qué ocurre con la nave que nos seguía? —pre­guntó Wendrell al del sistema de detección.

—Ni el menor signo de ella. Tal vez se encuentre aún en el hiperespacio intentando localizarnos.

—Estupendo —dijo Alone—. La avería puede arre­glarse ahora que tenemos tiempo.

—Es que... Bueno, hay un problema —tartamu­deó quien había traído la noticia.

—Habla de una vez, maldito seas —le conminó la capitana.

—Sería imposible llevar a cabo la reparación en el espacio. Es preciso que aterricemos.

Al oír sus palabras, se acercó una mujer y exten­dió un gráfico recién trazado. Parecía consternada cuando explicó a Wendrell:

—Eche un vistazo y vea dónde nos encontramos.

Wendrell agarró el gráfico y sus manos tembla­ron. Preguntó:

— ¿Estás segura de que no hay ningún error?

—En absoluto. Hemos salido cerca de DS-0987.

— ¿De qué estáis hablando? —preguntó Alone.

—Hay un planeta a menos de una hora de vuelo normal.

— ¿Y eso os preocupa? Es lo que necesitamos. En su superficie no podría localizarnos la nave que nos sigue.

—Cuando lleguemos a él no te sentirás tan con­tento —gruñó Wendrell—. No es un lugar agradable. 

8

—En algunos sitios se le conoce solamente como DS-0987, pero los humanos puros que pretendie­ron colonizarlo lo bautizaron con el nombre de Ce­leste.

—Vaya un nombre tan ridículo —comentó Alone.

—Era un nombre muy apropiado para un planeta tan hermoso.

—Me dijiste que ahora es horrible, pero desde el espacio se veía muy atractivo, quizá con demasia­da agua.

Habían bajado el nivel desde donde se echaba afuera la rampa. Alone pensaba que Wendrell no había sido muy explícita con él respecto a Celeste. Quizá no tuvo tiempo, ya que durante la hora esca­sa que transcurrió desde que conocieron la defi­ciencia del Impulsor K, toda la gente a bordo había estado muy atareada. Los mercenarios estaban pertrechados con sus equipos de combate cuando el crucero flecha se posó en el mayor de los conti­nentes del planeta.

Wendrell había llegado con sus arreos de guerra y tenía el ceño muy fruncido cuando empezó a ex­plicar a Alone el motivo de su preocupación.

—Este mundo, junto con otros, era apetecido por Manara. Había varios Estados que lo pretendían y hubo una guerra. Jabigal contrató a muchos tan­granis para combatir a su lado, pero no tenía inten­ción de vaciar las arcas del tesoro público y ya sa­bes cómo intentó librarse de nosotros más tarde.

— ¿Qué hicisteis aquí? —preguntó Alone, que em­pezaba a adivinar que habían llegado a un sitio donde no serían bien acogidos.

—Poco en realidad. Llegamos cuando la flota de Jabigal, bajo el mando del general Omare, que por cierto fue la única vez que combatió de verdad, hizo el trabajo más sucio. Los tangranis creíamos que nos enfrentaríamos a una fuerte resistencia en la superficie, pero sólo encontramos ciudades arra­sadas y moribundos que salían de las ruinas. Oma­re, asustado profundamente, no queriendo arries­garse nada, ordenó un bombardeo flamígero.

—Debía estar loco —masculló Alone—. Eso signi­ficaba que condenaba al planeta a la muerte a corto plazo.

—Era una forma de vencer rápidamente. Omare debía temer que los enemigos de Manara le ataca­ran por sorpresa. Me refiero a los otros mundos que tenían apetencias por Celeste.

»Luego nos mandó a nosotros a rematar su mal­dita obra, antes de que la supervivencia creciera. Es posible que se diera cuenta entonces de su error y no quería dejar ningún testigo que llegara a acu­sar a Manara de semejante crimen contra una po­blación indefensa.

—Una decisión absurda —dijo Alone—. Omare de­bía saber que en poco tiempo morirían todos los colonos.

—Ese tipo perdió la cabeza. No valía un céntimo como general. Tal vez temió que una nave enemiga llegara a Celeste antes de que muriera el último su­perviviente. Todavía me pregunto cómo no nos dejó abandonados. Claro que más tarde intentó li­brarse de nosotros lanzándonos a una trampa para que nos despedazaran las naves de la Sede Terres­tre.

Alone asintió. Omare era un general típico naci­do de la rebelión de Jabigal. Después de su gesta en Celeste debió de pensar que estaba obligado a re­cuperar su prestigio y dirigió las pequeñas guerras urbanas que iniciaron los enemigos más decididos del autarca.

— ¿Qué esperas para ordenar que abran la com­puerta? —preguntó Alone a Wendrell.

—Están analizando el aire. A veces las radiacio­nes que deja un bombardeo flamígero persisten más tiempo del calculado, con un elevado grado de mortalidad, tanta que ni siquiera uno podría sen­tirse a salvo dentro de un traje adecuado. Y lo peor es que tenemos que hacer trabajos en el Impulsor desde el exterior.

—Dudo que la nave que nos seguía se arriesgue a bajar —dijo Alone—. Al menos tenemos esa ventaja.

—No bromees, Alone —Wendrell se estremeció.

El Cofrade pensó que ella estaba verdadera­mente asustada. No le gustaba nada regresar a un lugar donde los mercenarios no se cubrieron de gloria.

Un soldado gritó desde el fondo del vestíbulo:

—Señora, el aire es perfectamente respirable.

—Idiota, no digas majaderías —le replicó Wen­drell—. Con mucha suerte las radiaciones sólo han podido bajar un tercio.

—Es la verdad, señora —insistió el soldado. Se abrió paso entre sus compañeros y se puso delante de la capitana. Tenía un trozo de metal grabado en sus manos que tendió con seguridad—. He visiona­do el exterior también y...

— ¿Por qué no terminas?

—El paisaje está limpio, señora.

—Estás borracho —le gritó Wendrell—. Eso es im­posible. Yo recuerdo lo que dejamos, toda la su­perficie ennegrecida, sin vida. Las ciudades eran montones de muñones humeantes y los pocos su­pervivientes que confundimos con soldados eran apenas unas parodias tristes de seres humanos que iban muriendo delante de nosotros.

— ¡Estoy en lo cierto! —Protestó el soldado—. Si quiere saldré primero, sin ninguna protección. O los instrumentos se han vuelto locos o yo estoy a punto de perder la razón.

—Déjale que se asome —dijo Alone.

— ¡No! Primero yo echaré un vistazo al visor y haré personalmente un nuevo análisis. Lo correcto es que ahí fuera exista tanta radiación como para consumir un cuerpo humano en pocas horas. Es imposible que haya descendido hasta el nivel cero en tan pocos años.

Situaron ante ella un visor portátil. Alone logró echar una mirada y consiguió no mover un sólo músculo de su rostro al ver el verde campo donde se había posado el crucero flecha, los árboles car­gados de frutos y el pequeño río que se deslizaba azul hacia el valle cercano.

—Sigo sin creerlo —jadeó Wendrell— El bombar­deo flamígero ocasiona una posterior acción defo­liante. ¡Aquí no puede persistir nada verde, ni agua ni aire respirable!

—Pues ahí lo tienes —dijo Alone. Vio que el ofi­cial Mortessei estaba pálido detrás de su jefe.

—Salgarnos de una vez —gruñó Mortessei—. Déja­me que camine sobre esa hierba y sepamos si es un espejismo o se trata de la verdad.

—Este es el planeta Celeste, DS-0987, no hay duda —silabeó Wendrell—. Hace años lo dejamos emponzoñado, muerto. Pero hay que salir al exte­rior para reparar la avería y no quiero que ninguno de nosotros se arriesgue. Echemos un cobaya.

Alone giró la cabeza y sus ojos se enfrentaron a los de ella. Por un momento no la entendió, pero cuando Mortessei comenzó a sonreír le fue fácil adivinar quién iba a ser expuesto a la muerte o la vida.

—Traer a Jabigal Throne —ordenó la capitana—. Si muere, su muerte habrá servido para algo por una vez en toda su asquerosa existencia.

— ¿Estás pensando en perdonarle la vida si sobre­vive como recompensa a su servicio? —dijo Alone, cargado de ironía y desafiando la mirada llena de ira mal contenida de Mortessei.

—Sí no cae fulminado es posible que le perdone una de las cien muertes que se merece.

—Muy generoso por tu parte.

—Lo soy. Ordenaré que no le hagan sufrir tanto como desea mi tripulación; sólo la mitad.

—Me temo que sigue siendo demasiado para que un hombre pueda soportarlo.

Los mercenarios que bajaron por el prisionero no tardaron mucho en regresar con él. Debían te­ner prisa por saber lo que pasaría una vez que echaran fuera al tirano.

Por el camino hacia el vestíbulo debieron decir a Jabigal lo que esperaban de él y el reo no cesaba de debatirse.

Wendrell le plantó cara y, con los brazos en ja­rras, dijo a sus hombres con falsa acritud:

— ¿Le habéis contado dónde estamos? Sois unos estúpidos; esa satisfacción la quería yo para mí —miró fijamente a Jabigal y añadió con deleite en sus palabras—: Sí, sangriento tirano, estamos en Celeste. Tú debes recordar las holografías que de­bieron enviarte tus sicarios para que vieras en qué estado habíamos dejado un hermoso planeta que apenas nos presentó resistencia, y donde tu valero­so general Omare ensució su ropa interior.

Jabigal, bien sujeto por dos tipos corpulentos, agotó sus energías y dejó de resistir, abatió la cabe­za y apretó los labios.

— ¡Fuera con él! —ordenó la capitana señalando la compuerta estanca.

Una mujer abrió la primera puerta de acero y ejecutó una reverencia palaciega para que Jabigal entrara. Los dos hombres que le agarraban no si­guieron la broma de la mercenaria y echaron a la esclusa a Jabigal a puntapiés.

—Se llevará una sorpresa enorme —comentó Alo­ne—. Ni siquiera ha echado un vistazo a la pantalla donde se ve ese agradable paisaje del exterior. Quizá se muera del susto o dude que este mundo sea el DS-0987.

—Pronto saldremos de dudas, de muchas dudas —replicó Wendrell.

Otra vez se arremolinaron todos frente a la pan­talla y esperaron con la respiración alterada la apa­rición de Jabigal al pie de la rampa. El autarca de Manara tardó bastante en bajar, y lo hizo con pasos vacilantes y mirando a los lados y al frente con es­tupor.

—Pues no se ha muerto de miedo —se rió Wen­drell—. Esperemos, por nuestro bien, que tampoco se muera a causa de las radiaciones.

Alone la observó de reojo. Aquella mujer había desconfiado de los resultados científicos y de las imágenes reproducidas en la pantalla. Era eviden­te que Wendrell poseía una naturaleza primitiva, tal vez dominada por la desconfianza y las supersti­ciones.

En la superficie del planeta, Jabigal ya había dejado de caminar despacio y corría ahora por el prado.

—Se aleja demasiado —dijo un mercenario.

—Ha rebasado la cota de los cien metros —dijo Wendrell—. Vamos, seguidme cuatro de vosotros.

—Yo iré contigo —se ofreció Mortessei, empujan­do a Alone.

—Te quedas —respondió la capitana—. Alguien tiene que quedarse al mando de la nave. Tú me acompañarás, Alone.

Y     el Cofrade comprendió por la expresión del oficial que el odio de éste hacia él había vuelto a aumentar, y se preguntó cuánto tardaría en produ­cirse la explosión.

Se abrieron ahora las dos compuertas de una vez y el grupo compuesto por seis personas bajó la rampa corriendo. Cuando el primero de ellos pisó la hierba, la figura de Jabigal era muy pequeña y a veces se perdía de vista tras los pequeños árboles inclinados por el peso de los grandes frutos que so­portaban.

—Hemos llegado en plena primavera —dijo Alone respirando a pleno pulmón—. Esto huele estupen­damente.

—Calla y sigue corriendo —le reprendió la mujer, echando a correr.

Ella y los demás mercenarios se detuvieron pronto. Estaban cargados de pertrechos de guerra y la ropa era excesivamente gruesa para el calor reinante.

Sin embargo, Jabigal había sido arrojado afuera con apenas un mono liviano y su permanencia en la celda no había atrofiado sus músculos. El maldito corría como un gamo, pensó Alone mientras se despojaba de su chaquetón y se quedaba tan sólo con la camisa negra y los pantalones oscuros, ade­más de sus suaves botas. Su estrecha cintura estaba ceñida por un cinturón del que pendía una gran pistola. Al vérsela, Wendrell, que ya estaba arro­jando sus ropas, le dijo:

— ¿No te parecía suficiente tu láser oculto en la pulsera? ¿Tuviste que pedir esa pistola al encarga­do de la armería?

—En realidad se la robé anoche, encanto.

Y     la miró detenidamente. Wendrell había vuel­to a cruzarse sobre el pecho las correas, mal cubier­to por una camisa de seda roja que apenas le llega­ba a la cintura. Su otra prenda, aparte de las botas de media caña, eran sus bragas, sucintas y negras. Detrás de Alone, los cuatro mercenarios bromea­ron ante el aspecto que ofrecían todos, y particu­larmente a causa de lo atractiva que se había pues­to su capitana.

Ella había captado parte de las ironías y, tras ful­minarles con una mirada, les gritó:

—Ocupaos de que Jabigal no escape. Si ese truhán se burla de nosotros os vais a arrepentir. 

9

Volvieron a ver a Jabigal un kilómetro más ade­lante. El antiguo amo de Manara parecía agotarse y corría con menos velocidad. De todas formas, la persecución había durado casi una hora y la aguda punta de la nave hacía tiempo que había desapare­cido tras los arbolados oteros.

Alone y Wendrell iban delante, muy atrás los cuatro mercenarios y separados entre sí por bas­tantes metros. Cuando vieron que Jabigal se dete­nía a una distancia de un par de cientos de metros, dejaron de correr.

—Ya es nuestro —jadeó la mujer, ahora cami­nando.

Alone intentó ayudarla a caminar cogiéndola por la cintura y ella se alejó de él mostrando su or­gullo herido, volviendo a andar con altivez.

— ¿Estás segura de que este planeta quedó arra­sado? —preguntó el Cofrade, viendo cómo saltaban unos cervatillos de un matorral, asustados.

—Particularmente esta zona, donde se concentró la colonización.

Siguieron avanzando sin dejar de vigilar la figura postrada de Jabigal.

— ¿Qué harás ahora con él? —preguntó Alone se­ñalándole.

—Se había ganado una muerte menos dolorosa, pero nos ha hecho correr y creo que dejaré que mi tripulación y soldados hagan lo que les parezca. Particularmente, puedo confesar que estoy cansa­da de este asunto. Alone...

—Dime.

— ¿Has pensado que podrías seguir con nosotros?

— ¿Convertirme en un tangrani de adopción? Oh, no. Gracias.

— ¿Crees que es más digna la profesión de asesi­no? ¿Qué sientes tú matando por encargo?

—Mi oficio requiere más destreza que el tuyo, y aunque no lo creas, es más apasionante. Además, cada vez quedan menos cruceros flecha tangranis. Acabaréis desapareciendo de esta parte de la gala­xia. La Sede Terrestre os está empujando.

—Me han hablado de otro sector donde podría­mos ganar mucho dinero, allí donde existen múlti­ples planetas estado. Se dice que los viejos Señores de la Guerra están volviendo a las andadas.

—Leyendas. Esa raza que vivió en los mal llama­dos Mundos Libres se extinguió o decidió cambiar de vida. Oye, ¿por qué tienes tanto interés en que renuncie a mis juramentos hacia la Cofradía? ¿Ne­cesitas un buen guerrero a tu lado o un amante en tu cama que te complazca tanto como yo?

Wendrell cerró los puños y apretó los labios.

—Eres un cochino engreído y...

—Calla y mira allí —la interrumpió Alone—. ¿No es eso un deslizador?

Señaló una dirección del cielo, casi limpio de nu­bes y tan celeste que parecía rendir homenaje al nombre del planeta. Un punto oscuro adquiría ta­maño velozmente. A los pocos segundos estaba tan cerca de ellos, sobrevolando a Jabigal, que po­dían distinguir las formas aerodinámicas de su fu­selaje plateado y la cabina de cristal que brillaba bajo el sol lanzando destellos cegadores.

El deslizador descendió a unos escasos tres me­tros de Jabigal y una puerta fue abierta invitadora al autarca.

— ¡Se lo llevan! —gritó Wendrell iniciando una ca­rrera esforzada.

Alone siguió andando. Sabía que no podían lle­gar a tiempo. Vio que Jabigal se levantaba y entra­ba en el deslizador, que a continuación levantó el vuelo.

Rabiosa, Wendrell sacó su láser y tomó punte­ría. Antes de que llegara a disparar, Alone se puso a su lado y le bajó el arma de un golpe. El haz de luz trazó una línea de fuego en la hierba.

El deslizador había alcanzado más altura y se alejaba de ellos en dirección al sol que caía de su cenit. Wendrell miró irritada a Alone.

—Se han escapado por tu culpa. Yo tenía la popa de ese vehículo en mi punto de mira.

—Dentro del deslizador había gente, dos o tres personas. Las vi moverse. ¿Ellos debían morir para que Jabigal no huyera? Eran inocentes.

— ¿Por qué han ayudado a alguien que lógica­mente no conocen?

Alone se encogió de hombros. Los cuatro mer­cenarios se acercaban resoplando y farfullando.

—De todas formas, no debemos empezar nuestra estancia en Celeste enemistándonos con los nue­vos colonos que viven aquí. Claro que ignoro si tú tienes en la mente atacarles, pero te aconsejo que lo pienses antes, ya que ignoras lo fuertes que son.

Ahora no es como la otra vez que estuviste en este planeta; sólo hay una nave flecha mercenaria; poca cosa.

Wendrell no respondió. Su rabia se difuminó rá­pidamente.

—Tal vez tengas razón. ¿Qué sugieres?

—Aquí pasa algo muy extraño, preciosa. Me in­triga todo esto y opino que deberíamos investigar. Además, no puedo consentir que Jabigal quede li­bre. Esta gente ha podido ver que le perseguíamos y pensó que necesitaba ayuda. Es lógico que cier­tas personas sienten inclinación por socorrer al más débil. Nosotros tenemos que ir hasta su ciudad y advertirles de la clase de huésped que han acogi­do, que nos lo devuelvan. Ah, sería conveniente que no llegaran a sospechar que sois una partida de mercenarios.

—Jabigal se encargará de decírselo.

—Pero nos creerán a nosotros cuando les demos­tremos que él es un déspota derrocado y le llevába­mos a la Tierra deportado. En el peor de los casos, si vemos que no podemos recuperar a Jabigal por la fuerza, nos quedaría la solución de largarnos.

— ¿Y dónde está esa ciudad a la que le han lle­vado?

— ¿No tenéis un vehículo pequeño a bordo de la nave? Pide a Mortessei que envíe uno.

— ¿A gritos? —Exclamó Wendrell—. Con las prisas, a ninguno se nos ocurrió coger un transmisor.

—Estamos a una hora de la nave. Envía a alguno de tus hombres —Alone se sentó junto a un árbol y tomó uno de sus frutos, parecido aun melocotón—. Aquí a la sombra se está bien. Vamos, descansa tú también.

Y     sonrió al ver los gestos de contrariedad de los cuatro mercenarios. Estaban cansados y la idea de volver a la nave tan pronto no les agradaba lo más mínimo.

Pero Wendrell estaba decidida a no perder más tiempo y señaló a dos de ellos, diciéndoles:

—Uno de vosotros ha de llegar, si no queréis que os despelleje vivos. Decidle a Mortessei que venga aquí con la falúa más grande y una docena de sol­dados.

Los dos elegidos debieron ver que su capitana, se hallaba tan furiosa que una leve protesta podía re­sultar peligrosa para ellos. Resignados, dieron me­dia vuelta y emprendieron el regreso.

—Estoy muerta de sed —dijo Wendrell. Se sentó junto a Alone y agradeció con un gesto la sombra que le brindaba el árbol

—Cómete uno de éstos —dijo Alone ofreciéndole un fruto. Él ya había dado buena cuenta de dos y le aseguró que su jugo podía aliviarle la sed.

La mujer miró con aprensión el fruto antes de to­marlo.

— ¿Cómo ha podido crecer tras el bombardeo?

—Encanto, esto no puede ser ese planeta que arrasó Jabigal, o aquí ha ocurrido un milagro.

—Quizá hayamos avanzado en el tiempo y esta­mos a muchos años en el futuro, cuando los efectos de las radiaciones han cesado —sugirió un mercena­rio, alzándose sobre las puntas de sus botas para coger más frutos.

—No es una teoría disparatada —admitió Alone—. A veces, los Impulsores K han dado alguna sorpre­sa, ya que actúan en relación al espacio tiempo, pero nadie que lo ha padecido volvió para contar­lo, o al menos yo no le conocí —meneó la cabeza—. No, no creo que se haya producido el salto tempo­ral Es otra cosa.

Wendrell confesó que aquellos melocotones ha­bían satisfecho su sed y entornó los ojos, recono­ciendo con una sonrisa placentera:

—Esto es muy agradable. Demonios, me está en­trando sueño.

A su lado, Alone sonrió, y pensó que de buena gana dormiría también si no fuera porque existía algo en el ambiente agradable que les rodeaba que le resultaba inquietante.

La mujer no llegó a dormirse. Un suave ruido se incrementaba sobre sus cabezas. Mientras se ponía en pie, preguntó:

— ¿Ha vuelto el deslizador? No es posible que sea la lancha con Mortessei, no han podido llegar si­quiera al crucero...

Ahora el rugido proyectó sobre ellos una som­bra alargada, se transformó en un vehículo de pla­ta al situarse a poca altura y se desplazó unos me­tros, buscando un espacio libre de árboles para po­sarse.

Al ver que sus hombres hacían intención de sa­car sus armas, Wendrell les gritó que se estuvieran quietos.

—No son hostiles —añadió, no muy convencida de su creencia.

Anduvieron hacia la falúa. Alone empezó a comprender demasiado tarde que era muy distinta al deslizador que poco antes había recogido a Jabi­gal; incluso le pareció de un modelo familiar.

La puerta circular se abrió de pronto y un hom­bre saltó a tierra. Empuñaba un arma, que descu­brieron cuando escucharon su voz que les conmi­naba:

—Quietos todos.

Alone palideció intensamente y tuvo la calma mental suficiente para maldecirse por haberse de­jado sorprender. Delante de él, incrédulo aún y tremendamente contento, estaba Joron Yukai. Sonreía torpemente, tal vez porque le parecía in­creíble que tuviera delante al hombre que más odiaba, al Asesino Starsilver.

—Arrojad las armas —ordenó Joron moviendo su láser—. Tú, Asesino, deja caer tu pistola del cintu­rón y no intentes doblar la muñeca. Sé cómo fun­ciona esa maldita pulsera, y te juro que puedo ser más rápido. Me he entrenado y mis reflejos están condicionados para actuar antes que tú.

Los mercenarios se desprendieron de sus armas, Wendrell dejó caer la suya. No dejaba de escrutar de soslayo a Alone, intrigada porque aquel desco­nocido hablara de forma tan singular al Asesino.

El Cofrade tocó la hebilla de su cinturón y éste se deslizó por la cadera con la pistola enfundada. En ningún momento hizo el menor gesto que pudiera interpretarse como un intento de disparar la pulse­ra. Por el momento sentía curiosidad y quería que Joron se la satisfaciera.

—Te presento al Mayor Inspector Joron Yukai, al servicio de la Sede Terrestre. Ha debido de venir en esa nave que nos seguía. ¿Acierto, Yukai?—dijo Alone.

—Así es.

— ¿Dónde están tus secuaces?

—He venido solo. Me basto para atraparte, Ase­sino.

—No puedo creerlo. ¿Qué pasa con la nave?

—Se encuentra en órbita. Prometí volver antes de cierto tiempo. A propósito, ¿dónde tenéis a Ja­bigal?

— ¿Qué se propone usted, señor quien sea? —pre­guntó Wendrell.

Joron la miró un segundo. Toda su atención es­taba concentrada en el Cofrade. Sin dejar de mo­ver la pistola, respondió:

—Aborrezco a los mercenarios, pero no tanto como a un miembro de la Cofradía. Me llevaré a Alone y les dejaré; no me interesan; pero deberán entregarme a Jabigal. He prometido llevármelo.

— ¿Qué hay respecto a mí, Joron? —preguntó Alone—. Ésta es la segunda vez en tu vida que me tienes ante el cañón de una pistola.

—Y ahora no me engañarás, maldito. Es preciso que me lleve vivo a Jabigal, pero de ti sólo me inte­resa tu cabeza.

—Me decepcionas, Yukai. ¿Qué hay de tu viejo proyecto de descubrir la madriguera, como la lla­mas, de la Cofradía?

—No me tientes, Alone —sonrió Joron—. No me convencerás para que te conserve vivo y así puedas tener una ocasión de escapar.

— ¿Vas a matarme fríamente? Esto es nuevo en ti. No serás capaz —mientras hablaba con tono indi­ferente, Alone calculaba el momento de saltar a un lado y disparar al mismo tiempo. Sabía que tenía pocas posibilidades, pero la que fuera, aunque mí­nima, la aprovecharía. No sentía ningún miedo ante la idea de morir. Sólo le obsesionaba no dejar­se matar sin haber intentado salvarse.

Inesperadamente, un mercenario le ayudó en su proyecto. Aquel tipo se puso nervioso y trató de recuperar su arma. Antes de que la tocara caía muerto, atravesada su frente por el dardo mortal del láser de Joron. Rápidamente Alone se arrojó a un lado, y mientras rodaba por la hierba fue prepa­rando su muñeca. Sin embargo comprobó con ho­rror que no conseguiría disparar antes que el te­rrestre. Joron había apretado de nuevo el gatillo y un destello brillante pareció salir del cañón de su arma, pero también ocurrió lo increíble y el trazo de muerte chocaba con algo, moría por sí mismo a mitad del camino.

Alone se arrodilló y miró con súbita satisfacción cómo Joron apretaba el gatillo de su pistola inútil­mente, una y otra vez. Despacio, el Cofrade se in­corporó, sonrió y adelantó su brazo derecho hacia el Mayor Inspector.

—Tu arma te ha jugado una mala pasada, la últi­ma de tu vida, Yukai. Créeme si te digo que lamen­to esto.

Muy pálido frente a Alone, Yukai, tras conven­cerse de que su pistola era algo inútil, la soltó y se puso muy erguido, como si quisiera recibir la muerte de frente y orgullosamente.

Alone percibió por el rabillo del ojo que Wen­drell y el mercenario superviviente recogían sus ar­mas. No quería que nadie se le adelantase y accio­nó el dispositivo de su pulsera.

Esperó inútilmente el disparo contra Yukai.

Lo intentó de nuevo y tuvo que admitir que su pulsera no respondía a los impulsos de sus múscu­los de la muñeca.

—Déjamelo a mí —escuchó a Wendrell.

Y     la dejó que lo intentase, como también permi­tió que el mercenario usara primero su pistola y luego la del muerto para acabar con Joron.

—Es inútil —dijo Alone—. De pronto, las armas han dejado de funcionar —sonrió—. Justo a tiempo cuando Yukai disparaba contra mí.

—Se le puede estrangular o romperle la cabeza —dijo el soldado, adelantándose un paso. Pero Alo­ne le contuvo agarrándole de un brazo.

—Espera —le dijo—. Algo o alguien se ha molesta­do para que no se produzcan muertes.

— ¿Qué quieres decir? —preguntó, Wendrell.

—No estamos solos. Mirad.

Alone se giró sobre sus talones. Los demás mira­ron y vieron que varias personas surgían de detrás de los árboles y avanzaban hacia ellos. En el cielo flotaban varios deslizadores silenciosos.

Eran hombres y mujeres, todos vestidos con tú­nicas cortas de color blanco y que llevaban sujetas a la cintura por un cordón dorado. Eran jóvenes y entre ellos no había nadie con gesto asustado ni hostil. A Alone le parecieron hermosos todos, y se fijó en una muchacha muy bonita que se adelantó, les miró primero despacio y luego dijo con voz ati­plada:

—No temáis nada.

—Yo no tengo miedo a nadie ni a nada —replicó Alone—. ¿Quiénes sois?

—Os rogamos que subáis a las falúas. Os llevare­mos a la ciudad.

Wendrell se acercó a Alone y le susurró al oído: —No están armados y su aspecto no es de guerre­ros. Creo que podríamos apoderarnos de un desli­zador, aunque sean más que nosotros.

Alone observó la situación. Negó con la cabeza y dijo ante la irritación de Wendrell:

—Les veo muy seguros de sí mismos. Si esta gente ha sido capaz de inutilizar nuestras armas, es pro­bable que tengan otros trucos para reducirnos si in­tentamos pelear a puñetazos contra ellos. Ade­más, deseo saber qué demonios pasa aquí y llevar­me a Jabigal.

— ¿Qué importa Jabigal ahora?

—Bastante —rió Alone, mirando a Joron—. Yukai le quiere vivo y tú tienes la orden de liquidarle. Por lo tanto, disfrutaré fastidiando al Mayor Inspector. Vamos, subamos a bordo.

El grupo de jóvenes abrió un pasillo hasta el des­lizador más próximo, cuya puerta les invitaba a en­trar.

Caminando al lado de Joron, Yukai le dijo: — ¿Una tregua? Creo que sería conveniente da­das las circunstancias.

— ¿Qué ocurre aquí, Cofrade? —preguntó el Ma­yor.

Alone sonrió. Sabía que cuando Joron dejaba de llamarle Asesino su cólera disminuía, aunque fue­ra momentáneamente.

—Se lo intentaré contar todo durante el camino, y convendrá conmigo que podemos presenciar algo muy interesante. ¿Conoce lo que ocurrió en DS-0987, el planeta bautizado Celeste por sus co­lonos? 

10

 La ciudad estaba más cerca de lo que se figura­ron. La flotilla de deslizadores llegó a ella en un vuelo que duró escasamente quince minutos.

La vieron extendida en un valle encantador y a ambos márgenes de un río ancho de aguas transpa­rentes. Varios puentes lo cruzaban, y sobre ellos se movían coches pintados con colores brillantes.

Las casas eran pequeñas y muy separadas entre sí, flanqueadas las calles por árboles simétrica­mente alineados. En la construcción de la ciudad existía cierta anarquía en su trazado que resultaba armónico.

Alone observaba en silencio y se dio cuenta de que Wendrell estaba pálida y encogida en su asien­to. Cuando el deslizador donde viajaban se separó del resto y empezó a perder altura para dirigirse hacia una explanada donde se alzaba un edificio mayor que los demás, la mujer dijo en voz baja:

—Yo conocí esta ciudad calcinada, la recorrí con mis soldados, matando a los supervivientes. Fue horrible, una guerra sucia, una trampa a la que nos lanzó Jabigal. Pero recuerdo cómo era antes del ataque: tal como la estamos viendo ahora. Alone, quizá hemos retrocedido en el tiempo y la vemos en su esplendor.

—Estás asustada —respondió él, volviendo la ca­beza hacia atrás para asegurarse de que los demás y Joron no le escuchaban—. Tiene que haber una explicación, pero distinta a tu teoría. Si temes que hemos aparecido días u horas antes de que sea ata­cada, olvídalo. Tú no vas a aparecer después del bombardeo, no te matarás a ti misma.

Ella se pasó la mano por la cara. Estaba muy de­primida, asustada sobre todo. Alone la dejó a solas con sus fantasmas. El deslizador había descendi­do. Confiaba en conocer pronto las respuestas.

Una escalinata de mármol blanco les condujo hasta la entrada de aquel palacio que desentonaba excesivamente con el conjunto arquitectónico de la ciudad. Bajo el pórtico formado por columnas es­peraba al grupo un hombre algo menos joven que cuantos habían visto. Su sonrisa fue cordial pero evidentemente les pareció ensayada.

—Por favor, entrad. Sed bien venidos. El Subli­me os espera.

Les dio la espalda y caminó al interior. Le siguie­ron en silencio. Mientras andaban por un salón enorme, de proporciones desmesuradas y flan­queado de arcos sostenidos por pilares de oro, Alone apresuró el paso y se puso a la altura del hombre.

— ¿Quién eres y a qué Sublime te refieres?

—Sublime es uno de sus muchos títulos, pero el más auténtico es el de Hacedor.

— ¿Un ególatra, un loco que pretende pasarse por un dios?

—Cuida tu lengua, por favor —le reprendió el hombre—. Yo soy Lavin, el humilde servidor del Sublime —se detuvo de pronto, quedó rodeado de todos y, con una sonrisa, dijo con tono de discul­pa—: Lamento comunicaros que el Sublime ha deci­dido veros en otro momento, tal vez mañana. Os conduciré a vuestros aposentos.

— ¿Cómo sabes que tu amo ha cambiado de idea? —le increpó Wendrell.

Alone la sujetó y trató de calmarla.

—Sé prudente. Por ahora no existe ningún atisbo de peligro. Por lo tanto, seamos corteses, tenga­mos paciencia y esperemos.

—Has hablado bien —sonrió el hombre—. Seguid­me.

— ¿Dónde está el tipo que habéis traído? —pre­guntó Joron.

— ¿Tipo? —el rostro de perplejidad del nativo no podía reflejar más ignorancia. Pero súbitamente sonrió, asintió y dijo—: Ah, sí. El llamado Jabigal Throne está perfectamente, y en estos momentos goza del privilegio de estar en presencia del Su­blime.

—Estoy hasta las narices de ese Sublime —gruñó Wendrell.

Las habitaciones a donde fueron llevados eran lujosas y disponían de todas las comodidades. En varias mesas había viandas exquisitas y surtidas, y una enorme variedad de vinos y licores.

Alone probó algunos manjares y dos clases de vino que le agradaron.

—Estupendo —sonrió—. La hospitalidad del Subli­me no puede ser mejor.

El hombre que les había recibido ya no estaba y Joron dijo que tenía que hablarle. Al preguntarle Alone para qué, el Mayor Inspector respondió de mala gana:

—La nave no me esperará eternamente. Supongo que esta gente no tendría inconveniente en llevar­me junto a mi falúa y dejarme marchar.

—Yo opino todo lo contrario —respondió Alone.

— ¿Crees que nos tienen prisioneros? —Dijo Wen­drell—. Bah, saldremos enseguida, cuando Mortes­sei averigüe lo que nos pasa. Vendrá aquí con mis soldados y quitará a ese Sublime sus ínfulas.

Alone probó de nuevo su láser. No le sorprendió nada que siguiera sin funcionar. Comprobó sus elementos y su carga. No existía ninguna razón para que se hubiera convertido en un trasto inser­vible.

—A no ser que este planeta esté embrujado —mas­culló.

— ¿Hablas solo? —Preguntó Wendrell—. ¿Qué di­ces de brujerías? ¿Acaso crees en ellas?

—He visto cosas en mi vida que no han tenido ex­plicación lógica, preciosa.

—Alone tiene razón —dijo Joron Yukai tras estre­mecerse—. No conocí esta ciudad antes de que la lo­cura de Jabigal ordenara su destrucción, pero he estudiado los procesos coloniales y puedo asegurar que este palacio es ilógico. Los colonos son sensa­tos y no suelen malgastar sus energías en levantar edificios poco prácticos.

—Además, ha transcurrido poco tiempo para que la urbe fuera reconstruida —asintió Wendrell—. Este mausoleo es un añadido.

Alone dejó a los tres enfrascados en una discu­sión acalorada, en la que incluso el mercenario in­tervenía con argumentos peregrinos y se llevaba los comentarios despectivos de su capitana.

Buscó una salida. La encontró al cabo de unos minutos, cuando creía que las habitaciones forma­ban un laberinto construido a propósito para que ningún huésped pudiera escapar. Más convencido que antes de que eran prisioneros tratados con de­licadeza, Alone rehusó pasar por el camino que ha­bían recorrido en compañía del nativo y miró la puerta cerrada, comprobando que tenía echado un cierre desde el exterior. Era la única que no podía abrir. Retrocedió y anduvo por un pasillo largo. Detrás de una cortina encontró un armario, desco­rrió los paneles y se enfrentó a una oscuridad.

Alone sacó una pequeña pero potente lámpara disimulada en su cinturón y la encendió. Enfocó al interior del armario y comprobó que se trataba de un túnel estrecho que descendía. Allí dentro olía muy distinto. Había un tufo a humedad y a viejo, a aire poco ventilado.

Pensando que estaba a punto de descubrir algo, una parte de las respuestas que buscaba, entró re­sueltamente y caminó con precaución, pisando con cuidado. La luz de su lámpara le iba mostrando un camino angosto que descendía sin cesar.

Recordó que los aposentos estaban en la planta baja del palacio y se dijo que los sótanos debían de ser muy profundos. 

11

Joron fue el primero en regresar. Habían acor­dado reunirse en el salón y se entretuvo sorbiendo un poco de licor de almendras. A los pocos minu­tos apareció Wendrell, y el mercenario a continua­ción.

—Hace horas que desapareció ese estúpido —mas­culló la mujer—. ¿Dónde se ha podido esconder? Y este lugar es para volver loco a cualquiera.

—No hay salida —dijo el soldado, pálido y ner­vioso.

—Es cierto —asintió Joron—. Ninguna habitación tiene ventanas y todas parecen distribuidas de ma­nera que confunden a quien las recorre. Sin embar­go, yo estuve junto a la puerta por la que entramos y la encontré cerrada.

—Siempre sospeché que éramos prisioneros —Wendrell agarró su pistola y la miró furiosa—. Si ésta funcionara no estarían burlándose de mí; me abriría paso a tiros.

—He probado la puerta y parece de acero, aun­que tenga aspecto de madera —dijo el mercenario, restregándose el hombro derecho, que sin duda usó como ariete.

—Debe ser de noche —suspiró Joron—. ¿Por qué no dormimos?

— ¿Usted podría descansar? —Le espetó Wen­drell—. Seguro que está muy contento, pensando que Alone ha desaparecido para siempre. Quería matarle, ¿verdad?

Yukai se encogió de hombros y le volvió la espal­da. Se dirigió a un sofá y se tumbó en él, ahogando un bostezo.

—No diga tonterías. Que se vaya al diablo el Co­frade. En estos momentos sólo deseo salir de aquí y alcanzar mi nave.

—Si Alone no aparece le mataré con mis propias manos, Yukai.

— ¿Por qué? —preguntó Joron, mirando a Wen­drell muy asombrado.

— ¡No lo sé! —respondió la mujer fuera de sí. Se desahogó dando un puntapié a una mesa llena de comida, que tumbó—. Déjeme en paz.

—Eso pretendo —dijo Joron. Bostezó de nuevo y cerró los ojos.

Wendrell miró furiosa a su mercenario, que ha­bía buscado también un cómodo sillón para dor­mir. Al cabo de un rato ella sufría una pesadilla. Soñó que un monstruo, que era el Sublime, despe­dazaba a Alone y se lo comía.

Cuando Wendrell despertó dio un grito que des­pabiló a Joron y al mercenario. Se incorporó de un salto y caminó hacia la mesa donde Alone daba buena cuenta de un plato de carne ahumada.

—Hola, querida —le sonrió sin dejar de masticar—. ¿Te apetece un poco? Es curioso cómo estos ali­mentos se mantienen calientes.

—Deja de comer como un cerdo y dime dónde te metiste.

—Anduve por ahí, perdido.

—Cofrade, exigimos una explicación —dijo Joron.

—Repito que me extravié, me cansé y dormí unas horas en una cama que encontré.

—He visto más de veinte dormitorios y todos es­taban vacíos —dijo Yukai.

—Entonces no echó un vistazo al que yo usé, lo siento. ¿Alguna novedad?

—Ninguna en absoluto. Esa gente se ha olvidado de nosotros.

Alone se limpió lo labios con una servilleta y co­mentó que no compartía el temor de Joron. Como si sus palabras hubieran sido escuchadas, Lavin apareció en el umbral de la entrada principal del salón. Caminó silenciosamente y con su acostum­brada sonrisa.

—Feliz día, señores. Siento una gran satisfacción comunicándoles que el Sublime desea verles.

— ¿Es de día o de noche? —Preguntó Wendrell—. Mi cronómetro no sirve para un planeta que no sé cuánto duran sus días.

—Han pasado treinta horas desde que llegaron, señores.

— ¿Tanto hemos dormido? —preguntó, incrédula, Wendrell.

—Siempre dije que eres una dormilona —dijo Alo­ne—. Vamos, estoy impaciente por conocer al Su­blime.

Lavin se dirigió a una pared y tocó un adorno plateado. Una sección se elevó, mostrando un co­rredor muy alumbrado.

—Por el dios de la guerra —gruñó la mujer—. ¿Una puerta secreta?

—El Sublime está al otro lado del corredor—dijo

Lavin.

— ¡No es posible! —Protestó el mercenario—. Es­toy seguro de que estuve al otro lado de esta pared anoche, o cuando fuera. No existía ningún corre­dor como éste.

Lavin le miró con indulgencia. Al llegar al final del corredor, empujó las puertas, diciéndoles:

—Aquí es. Pasad.

Joron, Wendrell y el mercenario miraron al Co­frade, como esperando que éste les explicara cómo era posible aquello. Expresando a viva voz la in­credulidad de los otros dos, Yukai dijo:

— ¿Pretenden burlarse de nosotros? ¿Todo este tiempo ha permanecido el Sublime tan cerca de donde dormimos?

Alone agitó la cabeza y avanzó unos pasos. Pe­netró en una estancia enorme, con ventanales en todas sus paredes. A través de ellos se veía la ciu­dad, el amanecer del sol amarillo del planeta. Una ligera bruma persistía todavía en los arrabales que se confundían a lo lejos con la campiña.

En el centro de la estancia había algunos mue­bles, una mesa muy larga y varias sillas, empeque­ñecidos por las dimensiones del salón. Un hombre con túnica resplandeciente permanecía sentado y miraba directamente a los visitantes.

El Cofrade comprobó que Lavin permanecía cerca de la entrada, y le oyó decirles que avanza­ran. Caminaron hacia la mesa. Alone no perdía de vista al hombre de la túnica. Sentía temblar ligera­mente a su lado a Wendrell y recordó que los tan­granis eran supersticiosos y muy dados a creer en todas las religiones, en cualquier deidad.

Cuando estuvieron a pocos metros del Sublime se pararon y aguardaron. El mercenario gimió y cayó de rodillas, haciéndose merecedor de un ges­to de reproche de su capitana.

Aquel personaje se incorporó y acortó la distan­cia que le separaba del grupo. Alone se fijó en que el rostro del Sublime era sereno y representaba una edad adulta e indefinida. Tenía una larga ca­bellera y una barba entrecanas, la frente estrecha y los ojos pequeños y entornados. La nariz, grande y ganchuda, era ligeramente sonrosada.

Alone fue el único que se atrevió a esbozar una sonrisa, ganándose la admiración de Joron. El Ins­pector no podía evitar sentirse impresionado, a pe­sar de no encontrar nada sobrenatural en la figura del Sublime.

—Sé que habéis venido cargados de odio y malas pasiones —dijo el hombre de la túnica.

El Cofrade pensó enseguida que los desencantos se sucedían uno detrás de otro. La Voz del Sublime no podía ser más vulgar, nada tonante, ni estreme­cedora o acompañada de truenos y relámpagos. Le sonó bastante vacilante, como si tartamudease li­geramente.

—Bah. Estamos en presencia de un farsante —dijo Alone en voz muy baja.

—Calla —le conminó Wendrell, susurrante—. ¿No son suficientes pruebas de su poder las que hemos visto? Lavin dijo que es el Hacedor de Mundos, el de este mundo concretamente, y debe ser cierto. ¡Lo ha rehecho, resucitando a sus habitantes!

—Tú, hombre irrespetuoso, debías hacer caso a la mujer—dijo el Sublime—, Ella está iluminada por la sabiduría y ha comprendido quién soy.

—Tal vez yo sólo soy un patán —sonrió Alone—. No soy capaz de recibir tus dones y mi mente per­manece cerrada a ti. ¿Por qué no me dices quién eres? Vamos, hazme ese honor.

—Yo soy quien repara los errores de los hombres, quien rehace lo que destroza su locura. —Calló un momento y añadió solemnemente—: Soy el Hace­dor de Mundos, el Resucitador de los muertos.

Wendrell gimió lastimeramente. El mercenario se había arrodillado y ocultaba su cabeza con las manos. Lloriqueaba. Alone miró de soslayo que Joron se limitaba a palidecer.

Indiferente, respondió:

—Yo soy Alone Starsilver, un Asesino Estelar de la Cofradía.

No captó ningún gesto de asombro en el Sublime y se alegró de ello. Era una de las pocas respuestas que le quedaba por conocer después de cuanto ha­bía descubierto en los profundos sótanos del pala­cio. 

12

Entre otros prodigios que el Sublime llevó a cabo, sin duda con el propósito de impresionar a sus visitantes, el que Alone consideró como más espectacular fue cuando la gran estancia se convir­tió en una plataforma voladora que se deslizó so­bre las casas de la ciudad y desde ella pudieron ver cómo vivían sus habitantes. En alegres plazas ha­bía niños que jugaban entre risas abundantes y es­casos llantos, mientras sus mayores les vigilaban complacidos.

Alone fue el único que se dio cuenta de que los hombres y mujeres eran todos jóvenes, con una edad que rondaba los veinte y treinta años. En rea­lidad, aparte del Sublime, Lavin era el más anciano habitante de Celeste.

La aparición de manjares, los relámpagos des­lumbrantes que les cegaban a veces como acompa­ñamiento de las frases del Sublime, el que las pare­des se convirtieran en fuego o hielo y otras cosas que a Alone le parecieron simples juegos de presti­digitación ayudados por una alta tecnología, llena­ron al mercenario de temores y el desdichado ter­minó implorando la gracia del personaje que se de­cía Hacedor de Mundos. Tras los primeros mo­mentos de duda, Wendrell, posiblemente influida por la serenidad y desdén de Alone, consiguió se­renarse y recobrar parte de su habitual sangre fría.

Joron Yukai compartía también la postura de Alone, aunque tenía que hacer un gran esfuerzo para no temblar, cosa que hizo cuando la habita­ción sobrevoló mágicamente la ciudad.

El Sublime, tras su actuación, se acercó al mer­cenario, que continuaba postrado de hinojos, y le acarició la cabeza, diciéndole:

—Tu arrepentimiento es sincero y recibirás mi bendición —se volvió para mirar iracundo a los de­más y les espetó—: Pero vosotros, seres viles que habéis llegado con perversas intenciones, seréis humillados en vuestro orgullo y recibiréis el des­precio de las almas puras. Vuestras intenciones de­ben de ser tan negras como vuestras mentes.

Alone sonrió.

—Si eres tan sabio, deberías saber para qué esta­mos aquí.

— ¡Por supuesto! ¿Es que todavía dudáis de mi poder? Toda esa gente que habéis visto ha sido re­sucitada por mí, sanados sus cuerpos e insuflados con nueva vida después de rescatar sus almas per­didas. Dispondrán de una nueva oportunidad de ser felices.

—Dios, este hombre va demasiado lejos —susurró Joron—. No puedo creer lo que dice, pero estamos rodeados de evidencias. Todos los colonos murie­ron y las ciudades quedaron arrasadas, así como toda clase de vida y de vegetación. Puede que sea un loco, pero posee un gran poder. Al menos fue capaz de inutilizar nuestras armas a distancia.

El Sublime había oído parte de lo expresado por Joron, pues sonrió dando a entender que le hacía gracia, y dijo:

—Dudas. Es algo. Quizá puedas salvarte aún. Arrepiéntete. Tú, Asesino malvado, piensas cons­tantemente en un pobre hombre que desde el pri­mer momento me mostró su arrepentimiento y so­licitó mi ayuda. Yo le escuchaba a él cuando voso­tros llegasteis al palacio, y era tan grande mi rabia que decidí no recibiros enseguida porque hubiera descargado entonces mi furor en vuestros cuerpos y os hubiera aplastado como se aplasta un insecto dañino.

—Ese arrepentido al que te refieres, llamado Ja­bigal Throne, lleva sobre sus espaldas demasiados crímenes cometidos en un mundo de nombre Ma­nara —dijo Alone—. Si te ha confesado sus maldades te habrás horrorizado. No comprendo cómo has sido capaz de perdonarle.

—Ése es un desdichado al que habéis perseguido con saña. La mujer quería matarle y el hombre llamado Joron Yukai pretendía esclavizarle —el Sublime miró a Alone—. Y tú, que eres el peor, hu­bieras hecho ambas cosas: esclavizarle y luego ma­tarle.

—Te ha embaucado —rió Alone—. Tiene gracia: el hombre más odiado de Manara y aborrecido en muchos otros mundos ha embaucado al mayor embaucador que he conocido.

El Sublime retrocedió un paso, chocó con la mesa y extendió las manos. Sus ojos se abrieron y parecieron lanzar chispas.

— ¡Vete de mi vista, blasfemo!

Alone continuó riendo hasta que una niebla densa surgió del suelo y le rodeó. Dejó de ver al in­dividuo de la barba, sintió que la mano de Wen­drell se aferraba a su brazo y notó el roce del cuer­po de Joron al ser empujado por el viento súbito que les azotaba.

Como procedente de muy lejos, oyó:

— ¡Marchaos los tres y dejadme con la criatura noble! ¡Jabigal Throne recibirá mis dones y recu­perará su mundo para que pueda seguir haciendo el bien!

Cuando la niebla se disipó vieron que estaban en un cuarto de paredes oscuras. El suelo era de tierra húmeda y el techo apenas les permitía mantenerse en pie si doblaban ligeramente la cabeza.

— ¿Tenías que enfurecerle? —Inquirió Wendrell—. ¿Qué te costaba mostrarte un poco amable?

Joron estaba tanteando las paredes. No había ninguna puerta visible en los cuatro muros pétreos. Volvió la cabeza y dijo:

—Ella tiene razón. Hubiéramos ganado más si­guiéndole la corriente, nos habría dejado libres y tal vez la oportunidad de largarnos de aquí. Si el señor Marlo quiere a Jabigal, que venga a buscar­le. Estoy harto de todo esto.

Wendrell se puso frente a Joron.

—No decía a Alone que engañase al Sublime. Al principio titubeé, pero luego recelé de ese hombre o dios, y ahora pienso que tal vez estemos come­tiendo una estupidez ofendiéndole, pecando con­tra él.

—Oh, no —dijo Alone—. Tú eres tan cretina como tu soldado. Jabigal es listo. Él no se ha doblegado deslumbrado ante la magnificencia del Sublime, sino porque es astuto y sabe que puede sacar pro­vecho del poder de ese santón. No es otra cosa que un tipo que dispone de medios, de fabulosos me­dios.

—Alone, ¿y si nos equivocamos? —Gimió Wen­drell—. ¡Podemos estar en presencia de un milagro!

—Lo que hoy es un milagro mañana no es otra cosa que un hecho explicable científicamente —sonrió Alone—. Preciosa, durante mis numerosas misiones he tenido ocasión de conocer a santos y santones, a cuál más falso; a dioses y semidioses, que no eran otra cosa que unos aprovechados. Yo era muy joven cuando me topé con uno que enga­tusaba a neófitos ansiosos. Confieso que llegó a en­gañarme, pero sólo fue una vez, y al final recibió su merecido —agitó la cabeza y sonrió como si recor­dar el suceso le provocase hilaridad—. En realidad, fue divertido. Era un pobre diablo que acabó cre­yéndose lo que decía que era. Pero dejemos esto que no tiene importancia.

— ¡Claro que la tiene! ¿Qué supones que es el Su­blime?

—Sencillamente, un paranormal enloquecido. Hay razas ocultas en la galaxia que poseen grandes condiciones para teleportar cosas o personas, como acaba de hacer con nosotros ese farsante. ¿No has oído historias de planetas-leyenda como Lakendur, Khristal o el mitológico Kherle? Junto con otros muchos forman las sagas misteriosas. Son mundos que nadie ha visto, pero que muchos juran que existen, poblados de razas poderosas. Quizás el Sublime proceda de uno de ellos, que es­capó después de robar ingenios y mecanismos ex­traordinarios que le han servido para ayudarle a conservar su locura y realizar seudoprodigios.

—El que sea un paranormal no explica la resu­rrección de la población de Celeste —recordó Jo— ron.

—Eso es —asintió Wendrell, dando un vigoroso movimiento afirmativo de cabeza—. Señor listo, ¿por qué no das una explicación a lo que no puedes negar, a que hayan resucitado los muertos?

Alone se llevó un dedo a los labios. Sonriente, dijo:

—No grites. El Sublime podría oírnos a través de un micrófono vulgar y convencional —soltó una car­cajada—. Además, ¿dónde has visto tú a un dios o un santo tartamudo?

Joron se unió a las risas de Alone y Wendrell en­rojeció.

—Es cierto —dijo Yukai—. Si tiene tanto poder, ¿por qué no deja de atragantarse cuando habla?

Alone se acercó a una pared y arrimó su oído a ella. Sin dejar de escuchar atentamente, comentó con indiferencia:

—Pronto te demostraré que es un farsante, un triste imitador, un plagiador que disfruta lanzando anatemas. Ha debido leer muchos libros sobre reli­giones que no están al alcance de todos y pretende resucitar sucesos prehistóricos.

— ¿Qué esperas oír refregando tu oreja por las paredes? —dijo Wendrell.

—La manera de salir de aquí. Si seguimos dentro del palacio estamos aviados, pero si la furia del Su­blime fue tan grande que nos trasladó a una celda de alguna casa de la ciudad, será diferente.

Alone retrocedió un par de metros y se lanzó de pronto contra la pared de bloques de piedra, como si quisiera derribar una débil puerta de madera que, además, estuviera podrida.

Wendrell le gritó que no lo hiciera e intentó ce­rrar los ojos para no verle romperse el hombro. Pero lo que presenció fue que Alone cruzaba el muro y caía al otro lado, rodando sobre cascotes delgados que se desmenuzaban.

—Una imitación no puede ser perfecta al cien por cien. Sabía que en alguna parte debía haber un fa­llo. —Alone se volvió hacia ellos, riéndose.

Estaban en una calle, en una vía ancha de la ciu­dad. Alone se levantó y señaló a sus compañeros los grupos de curiosos que habían acudido tras ver­le salir de una casa por un sitio nada apropiado.

—Ahí tenéis a los famosos resucitados. Evidente­mente, muestran una salud excelente —anduvo unos pasos y se plantó en el centro de la calzada, mirando a su derecha—. El Sublime me ha decep­cionado. No puede ser un paranormal muy bueno. Es sólo un aprendiz, torpe, ambicioso y envidioso que pretende hacer carrera de dios.

—Tú has de saber más de la cuenta o estás loco —dijo ella.

—Alone, estuviste lejos de nosotros muchas ho­ras. ¿Qué hiciste en ese tiempo? —preguntó Joron.

—Descubrí cosas muy interesantes en los sótanos del palacio —miró a la mujer—. Efectivamente, esa maravilla arquitectónica es un añadido en la ciu­dad, como pensaste, preciosa. Se plantó en medio de la plaza súbitamente, enterrándose muchos me­tros y dejando visible una pequeña parte que nos pareció un palacio. Resumiendo, se trata de una nave gigantesca medio enterrada, y en sus niveles inferiores oculta los ingenios que ha usado el Subli­me para terraformar, regenerar o rehacer este pla­neta arrasado que hubiera necesitado siglos para volver a ser lo que era antes.

Los nativos, curiosos, seguían acercándose a ellos, sin alterar sus gestos pacíficos. Algunos ni­ños se les habían unido y avanzaban también. Aunque no existía en aquellos jóvenes ningún sín­toma hostil, Alone les temió. Joron, excitado, dijo:

— ¿Y ellos? Son gente, Alone, no robots. Respi­ran. ¿Cómo pudo el Sublime devolverles a la vida?

Alone flexionó su muñeca y la pulsera apuntó al nativo más cercano. El arma se disparó y el cuerpo de una muchacha agraciada fue alcanzado y cayó desmadejado al suelo. Un ligero olor a carne que­mada hizo arrugar la nariz a Wendrell.

— ¡Ojalá no hubiera funcionado! —masculló Jo­ron, horrorizado ante la muerte de la chica.

Como si el disparo hubiera sido la señal que esta­ban esperando, los nativos saltaron sobre los tres visitantes de Celeste. Alone, apabullado ante tan­tos cuerpos que intentaban atenazarle, apenas consiguió disparar dos veces más, pero al aire y sin herir a nadie.

Cuando quedaron inmovilizados y eran empuja­dos en dirección al palacio, el grupo apretado de nativos decididos y nada furiosos se detuvo. Un hombre había aparecido tras una esquina y se in­terponía al paso de la conducción de los prisione­ros.

—El Sublime me explicó, después de aplacarse un poco, dónde os había enviado, y pensé que no ibais a tardar en salir con facilidad.

Era Jabigal y reía con ganas. Miró a los tres con altanería, y añadió echándose a un lado al tiempo que hacía un gesto a los nativos para que siguieran empujando a los prisioneros:

—Llevad esos cerdos a los sótanos. Yo me encar­garé de ellos. Nuestro Señor está demasiado furio­so. Necesita meditar.

Caminando a la altura de Alone, añadió sin mi­rarle, con los ojos puestos en el palacio:

—El Sublime me ama tanto y está tan satisfecho con mi veneración hacia él que me ha prometido toda clase de ayuda para que yo pueda recuperar mi condición de autarca de Manara. Ah, qué sor­presa se llevarán el general Omare y los demás trai­dores cuando me vean llegar al frente de un ejérci­to de ángeles vengadores.

El cielo había empezado a nublarse y lejos se es­cuchó el rugido de una tormenta. Con el ceño arru­gado, Jabigal añadió:

—Creí que no llovía en este planeta sin el permiso del Sublime, es extraño. Por cierto, queridos ami­gos, ¿seríais capaces de elegir una clase de muerte de las veinte formas que he pensado para vosotros? 

13

—En apenas un día he aprendido mucho del Su­blime —dijo Jabigal. Parecía con ganas de hablar, de explicar sus planes—. Cuando descubrió la llega­da del crucero flecha, envió un deslizador a investi­gar, pero al ver que yo era perseguido se sintió in­trigado y ordenó a sus siervos que me salvaran.

—Y le contaste una historia en la que tú eras el mártir —dijo Alone.

—Más o menos. Yo todavía no había llegado a su presencia cuando envió más falúas en vuestra bus­ca. Así, cuando ya estabais en la ciudad, me encon­traba a mitad de mi relato, y él, horrorizado ante vuestras maldades, desistió de veros y os confinó en unas estancias de las que no podíais salir, a pe­sar de que yo le advertí que debía encerraros en una celda cargados de cadenas.

La comitiva estaba muy próxima al palacio. De todas partes acudían más nativos que formaban un pasillo para verla pasar. Joron soltó un quejido, debido a que las fuertes manos que le sujetaban los brazos le oprimían y también a que había descu­bierto al pie de la escalinata de mármol su falúa.

—Aquí está bien —dijo Jabigal, alzando una mano. Al instante los nativos se detuvieron.

—Es curioso cómo te obedecen —dijo Alone.

Jabigal paseó ante los tres prisioneros con los brazos en jarras, disfrutando del momento.

—Eres listo, Cofrade. ¿Has comprendido que el Sublime ha ordenado a sus siervos que me obedez­can en todo, sin hacer preguntas?

—Entre otras cosas. Es obvio que no te atreves a ejecutarnos dentro del palacio porque ese tipo loco no lo permitiría, al menos no una barbarie así.

—El Sublime quedó tan alterado síquicamente tras su entrevista con vosotros que se refugió en el sueño reparador. Cuando despierte no quedará nada de los blasfemos y empezará a disponerlo todo para que yo vuelva triunfante a Manara.

— ¿Te proporcionará un ejército?

—Eso es. Además de su poder contaré con solda­dos fieles y valientes.

Alone miró por encima de los hombros de Jabi­gal y creyó ver a Lavin asomado tras las columnas que flanqueaban la entrada del palacio. El sirvien­te del Sublime no estaba ya unos segundos después y pensó que tal vez se había equivocado.

Dos nativos a cada lado le tenían bien sujeto por los brazos. Aquellas manos, un par de ellas perte­necientes a una joven de aspecto delicado, eran como garras de acero. Había intentado librarse de ellos en varias ocasiones y tuvo que desistir. Un co­lono le aferraba su mano derecha de tal forma que no podía flexionar lo más mínimo su muñeca y el láser de su pulsera era un objeto inservible.

Lo que el día antes había inutilizado las armas parecía haber dejado de ser eficaz; sin embargo, él era el único que poseía una y no podía usarla.

Jabigal le había estado mirando y pareció adivi­nar sus intentos de liberar su brazo derecho. Arru­gando el ceño, el autarca de Manara chasqueó la lengua y dijo con fingida pesadumbre:

—El Sublime, al dormirse, ha debido dejar inacti­vo el milagro de convertir en inútiles las armas en este planeta. —Se tocó el láser que llevaba sujeto a la cintura y añadió—: Debo quitarte esa pulsera tan peligrosa, Cofrade. Para el final que os tengo re­servado, es preciso que estéis sueltos para que vuestra muerte sea más divertida, un espectáculo que se desarrollará en esta plaza.

Jabigal comprobó pronto que no podía despren­der la pulsera de la muñeca de Alone.

—Es como si estuviera soldada a tu piel —mascu­lló, dándose por vencido.

— ¿Qué te propones hacer con nosotros? —pre­guntó Wendrell.

Throne la miró.

— ¿Te atreves a preguntármelo, putita del espa­cio? Has jugado conmigo durante los días que duró el viaje, restregándome en la cara que me entrega­rías a tus soldados para que me mataran, amena­zándome con una muerte horrible. Pues bien. Yo te tengo reservado un fin adecuado —Jabigal giró su brazo y abarcó una parte de la multitud de curiosos que había formado un círculo alrededor de ellos—. Cuando quiera, todos los hombres se arrojarán so­bre ti y te violarán ininterrumpidamente, uno de­trás de otro, cientos de ellos, y cuando me canse les ordenaré que te despellejen con sus uñas —miró a los dos hombres—, Y para vosotros os tengo reser­vado algo parecido, pero antes seréis testigos del espectáculo.

Agarró los dedos de la mano derecha de Alone y trató de doblarlos. El Cofrade apretó los dientes y temió que se quebraran de un momento a otro. Ja­bigal se limitó al meñique y se escuchó un chas­quido.

Alone intentó ahogar el dolor y no pudo repri­mir un grito ronco y corto de agonía. A través de una niebla roja que cubría sus ojos vio que Jabigal se echaba a reír y extraía su pistola. Como si estu­viera en una caverna profunda, le oyó decir:

—Te quitaré la pulsera cortándote la mano. Pero no te inquietes excesivamente porque no te desan­grarás. El láser cauterizará la herida. No será más que dolor lo que sentirás, Asesino.

Los dos nativos que le sujetaban el brazo se lo extendieron. Quienes estaban detrás se apartaron y Jabigal colocó el cañón de la pistola muy cerca y trazó una línea imaginaria para saber cómo debía disparar para separar la mano de Alone lo más lim­piamente posible a la altura de la pulsera.

Wendrell intentó ayudar al Cofrade y trató de li­brarse de quienes la mantenían sujeta. Sus piernas estaban libres y se puso a dar puntapiés a diestro y siniestro, alcanzando varias veces a los nativos cer­canos, los cuales parecían no sentir nada, ningún daño, y sus rostros se mantenían impasibles.

— ¿Qué clase de gente es ésta que no se inmuta? —gritó Wendrell, asustada, viendo que los niños asistían indiferentes a cuanto sucedía y sus supues­tos padres no les alejaban de allí para que no vieran la mutilación de Alone.

—Cállate, perra —le dijo Jabigal sin mirarla, su to­tal atención concentrada en la mano de Alone—. También me ocuparé de tus mercenarios. Les haré salir de su nave y les mataré con la ayuda del grupo de nativos que ya he armado y que será el embrión de mi ejército vengador.

La tormenta estaba desde hacía un rato sobre la ciudad y rugía intermitentemente. Los truenos eran cada vez más fuertes y en cualquier momento podía descargar el aguacero que presagiaba.

Alone miraba con ojos desencajados el cañón del láser. Sus dientes chirriaron y no notó el dolor de los dedos que se hundían en su carne, pensando sólo en el que iba a sentir al ser mutilado.

Un segundo, o menos, antes de que Jabigal apretase el gatillo se produjo el tumulto detrás del cordón de nativos y el haz de luz se desvió apenas unos centímetros al ser empujado el autarca por varios espectadores. El láser alcanzó a uno de los que sujetaban a Alone mortalmente e hirió al otro. Ambos le inmovilizaban el brazo derecho y usó mal el puño, cerrado a causa del fracturado meñi­que, para golpear el rostro más cercano.

Fue como golpear una pared. La mandíbula del nativo era de granito. Un nuevo dolor se sumó al que sentía sin cesar en el dedo roto.

Vio confusamente que varios hombres con ar­madura de combate descendían por la escalinata y lo hacían disparando sus rifles sin cesar, abriendo un pasillo entre los nativos. Varios de ellos no lle­vaban casco y descubrió que uno era Mortessei.

Los mercenarios, unos diez, se desplegaron y trataron de dispersar a los nativos. Muchos de és­tos se interpusieron entre Jabigal y Alone. El au­tarca se olvidó de sus prisioneros y corrió hacia un lado de las escaleras de mármol, ahora vacías de hombres del crucero flecha.

La actitud de los nativos no dejaba de ser curio­sa. Ofrecieron una extraña resistencia. Varios pre­tendieron enfrentarse a los tangranis con las manos como única arma. Hasta los niños lo hicieron y fue­ron pisoteados por las botas de acero.

Mortessei liberó primero a su capitana después de despachar a los nativos que continuaban aga­rrándola de los brazos. Luego lo hizo con Joron, tras decirle Wendrell que era un amigo.

Cuando el oficial se dirigió hacia Alone tenía una expresión indecisa en el rostro y no se decidía a disparar contra los dos hombres que trataban de mantenerle quieto en el mismo lugar. Pero una or­den terminante de Wendrell pareció disipar sus ocultos deseos de librarse del Cofrade.

Mortessei acabó con los nativos y liberó a Alo­ne. Le dio la espalda con desprecio y regresó junto a su capitana.

Los mercenarios estaban dispersando los últi­mos grupos de nativos, que remolonamente se ale­jaban dejando atrás muchos cadáveres.

Joron Yukai surgió al lado de Alone, entre ho­rrorizado y confundido ante la masacre.

—Había niños —dijo—. Sólo estaba armado Jabi­gal. ¿Era necesaria tanta violencia?

Alone se sujetó el dedo roto, y reprimiendo el dolor, dijo:

—Una matanza poco sangrienta, ¿no te parece?

Y propinó una patada al cuerpo de una niña de cabellos dorados. Debajo de ella, sobre el suelo de granito, no había una sola gota de sangre.

—No son seres humanos —susurró Joron.

—Pero tampoco son robots. Efectivamente, el Sublime los creó o copió de los auténticos colonos que vivieron en este planeta, pero sin vida en sus cuerpos. Una especie de androides que le rendían culto y obediencia sin límite. Demonios, Joron, por eso nos sujetaban tan fuertemente incluso dé­biles muchachitas.

—Será mejor que nos marchemos —dijo Wen­drell. Alguien le había entregado una pistola y con ella en las manos parecía haber alejado definitiva­mente sus dudas—. Jabigal dijo que disponía de un grupo de gente armada.

Alone le puso delante su mano derecha.

—Jabigal me debe algo, encanto.

—Se ha refugiado en el palacio —dijo un mercena­rio—. Yo le vi entrar. Dio un rodeo y subió las esca­leras cuando nosotros la dejamos.

Wendrell se mordió los labios. Sabía que Mor­tessei la observaba. Ella, como capitana, no podía retener allí a sus hombres para ayudar a un extraño como Alone en su propósito de llevar a cabo una venganza personal. El código de los tangranis la impedía arriesgar a sus mercenarios por motivos particulares.

Pero encontró el argumento conveniente y dijo:

—El soldado que seguía conmigo quedó hechiza­do por el amo de esta ciudad —desafió a sus hom­bres con una mirada—. ¿Un tangrani es digno de su estirpe dejando a un compañero en peligro?

La respuesta de los hombres fue unánime y la que Wendrell esperaba. Sólo Mortessei permane­ció callado. Había comprendido la jugada de la mujer y estaba obligado a no protestar.

—Iremos contigo, Alone —dijo Wendrell guiñán­dole un ojo imperceptiblemente—. Te ayudaremos en tu búsqueda de Jabigal si nos llevas ante nuestro compañero engañado por las malas artes del Su­blime.

—Gracias, linda —sonrió Alone, sobreponiéndo­se al dolor. Dirigiéndose a Joron, le dijo—: Ésta es tu oportunidad de escapar, Mayor Inspector. Ahí tienes tu falúa. Márchate antes de que tu nave se canse de esperarte y te abandone.

Joron negó con la cabeza.

—Nada de eso. Quiero averiguar el misterio de este planeta. Toda mi vida estaría arrepintiéndo­me si me fuera ahora sin conocer las respuestas.

—Yo creo conocerlas todas, Yukai.

Mortessei había saltado a los escalones y agitó su brazo armado. Su voz parecía furiosa cuando dijo, impaciente:

—Vamos adentro. Tú, Alone, guíanos.

Cuando ascendían por la escalera empezaron a caer las primeras gotas de lluvia. Alone dijo:

—Es una buena señal. El Sublime debe seguir descansando. De otra manera no permitiría una molesta lluvia sobre su planeta reconstruido.

Irrumpieron en el gran vestíbulo. Los mercena­rios cubrían los flancos además de abrir el camino. Joron sonrió. Comprendía que aquellos rudos hombres y mujeres guerreras profesaban un respe­to a su capitana que rayaba en la adoración. Se

preguntó qué pensarían de ella si la hubieran visto horas antes frente al Sublime, dudando si debía postrarse de hinojos ante él, a punto de caer en la trampa de creerle un dios.

Yukai se dijo que no debía censurar en exceso a Wendrell, ya que él también tuvo, aunque peque­ños, sus momentos de vacilación, y tenía que admi­tir que Alone, con su actitud serena, le evitó caer en la idolatría hacia el Sublime.

Maldijo al comandante de la nave de la Sede. Aquel jefe inflexible había seguido al crucero fle­cha y lo hubiera abatido de haberlo tenido al alcan­ce de sus proyectores láser, pero se había negado en redondo a cederle una parte de sus infantes cuando le dijo que iba a bajar a la superficie tras el rastro del Asesino y el autarca. Y para colmo de su desdicha se le acababa el tiempo y sabía que el co­mandante sería puntual a la hora de romper la ór­bita alrededor de Celeste y marcharse dejándole abandonado.

Quizá debió seguir el consejo del Cofrade. Pen­só en su falúa, su único medio de huida, tentadora­mente situada cerca del palacio. Aquel planeta le aterrorizaba y presentía que su final dantesco po­día estar próximo. Las fuerzas ocultas que lo ha­bían revitalizado podían fallar en cualquier mo­mento y todo se desmoronaría a su alrededor, como la pared de utillaje de la celda.

Alone marcó la dirección que debían seguir y Jo— ron se sorprendió porque era la que conducía a las laberínticas habitaciones donde fueron alojados por el Sublime.

Pero aquel camino estaba custodiado por los na­tivos armados con láseres bajo las órdenes de Ja­bigal. No eran buenos soldados, pero durante unos instantes supieron detener a los mercenarios y llegaron incluso a abatir a uno y herir a dos. Los tangranis, conducidos astutamente por Mortessei bajo las indicaciones de Alone, que conocía los re­covecos de las estancias, lograron conjurar el peli­gro cuando sorprendieron por la espalda a los tor­pes defensores.

— ¿Puedo saber a dónde vamos? —preguntó Wen­drell, corriendo al lado de Alone y pasando sobre los cadáveres de seres falsos.

—A los sótanos —replicó el Cofrade. Se había de­tenido frente al armario, encontrando abierta la puerta. Alguien había pasado ya por allí—. Jabigal nos lleva un poco la delantera, pero le alcanzare­mos antes de que llegue donde reposa el Sublime. Si le despierta lo pasaremos muy mal.

— ¿Cómo sabes que el Sublime está abajo?

— ¿No dije que había pasado la noche investigan­do mientras vosotros dormíais a pierna suelta?

No dijo más y entró en el túnel descendente. Iba alumbrando el camino con su pequeña pero poten­te lámpara y caminaba aprisa, escuchando tras su espalda las pisadas sonoras de los mercenarios.

Joron lo miraba todo con ojos curiosos y asom­brados. El pasillo ya no estaba formado por pare­des de piedra, sino que eran paneles de metal opa­co. El suelo, de acero, reproducía lúgubremente el avance del grupo.

Entraron en una habitación muy larga que ter­minaba en el fondo en varias bifurcaciones. Alone se detuvo jadeante y explicó con palabras rápidas: —Cada túnel conduce a un almacén. Las dimen­siones de esta nave casi oculta bajo tierra son enor­mes. Hay bodegas repletas de máquinas gigantes­cas, capaces de terraformar un mundo en meses. El Sublime, además de sus poderes paranormales, ha tenido a su servicio los ingenios más avanzados para purificar la atmósfera y remozar la tierra contaminada. Miles de grandes robots constructores levantaron esta ciudad sobre las ruinas de la primi­tiva. Se valió de los planos originales, de fotogra­fías y maquetas que encontró para copiarla.

— ¿Y la gente? —preguntó Wendrell.

—Localizó los registros de la población. Cada co­lono tenía su historial clínico completo. El Subli­me produjo androides y cada ejemplar lo transfor­mó en una copia casi exacta de un colono, pero no llegó más allá de la juventud de los colonos. Tuvo que detenerse cuando los más viejos alcanzaron los treinta años. Por eso sólo vimos jóvenes y niños.

Avanzó unos metros. Había un bulto cerca de la bifurcación central. Alone dio la vuelta al cuerpo y el rostro de Lavin quedóse mirándole, con ojos sin vida. Tenía un orificio a la altura del corazón y de la herida producida por un láser seguía manándole sangre.

—No era un androide —dijo Joron.

—Yo sabía que era un humano —respondió Alo­ne, levantándose—. El único servidor humano del Sublime. Aunque no un viejo, era el de más edad de cuantos había visto.

— ¿Quién le ha matado? —Dijo Mortessei—. No lle­va muerto mucho tiempo.

— ¿No lo adivinas? —sonrió Alone—, Jabigal nos ha dejado una pista. Sin querer nos ha señalado el camino elegido. Cuando estuve aquí antes no en­contré el cubil del Sublime, pero ahora sabemos que está al otro lado de ese corredor.

— ¿Y nuestro compañero? —preguntó Mortessei con desconfianza.

—Tal vez le encontremos cerca del Sublime —dijo Alone no muy seguro—. Adorando a su dios, claro. Vamos, no perdamos tiempo. 

14

Bajaron dos niveles más.

Joron pensaba que si aquello era un vehículo es­pacial resultaba ser la nave más extraña que había visto en su vida. Una parte de ella, la que afloraba en la gran plaza, era un disfraz, un falso palacio maleable bajo el poder físico y mental del Sublime.

Pasaron por una bodega repleta de maquinaria de aspecto terrorífico, como si fueran inmóviles monstruos del pasado. Alone dijo que era un alma­cén y él había visto en otros niveles material en ma­yor cantidad.

Irrumpieron en un salón oscuro de techo bajo. Había una sola puerta y un centinela vestido de púrpura la guardaba. Tenía una lanza láser en sus manos y apuntó con ella al grupo.

—Quietos ahí, profanadores. Mi amo no debe ser molestado.

Wendrell le reconoció enseguida y se adelantó a todos.

—Soy yo, tu capitana —dijo—: hemos venido a sal­varte.

—El hijo predilecto del Sublime me ha advertido que queréis ofender al Hacedor de los Mundos. Te mataré, mujer, si das otro paso.

—Por los dioses que quieras, menos por ese falso que custodias, hombre de Tagran, reconóceme. Déjanos que te ayudemos a recobrar la cordura. Cuando estés lejos de este lugar volverá a ti la ra­zón.

Wendrell siguió caminando. Alone temió que el convertido tuviese fácil el gatillo de su demoledora arma. Arrebató a Mortessei su casco y lo lanzó a los pies del centinela, haciéndole tambalear.

El oficial tangrani actuó con rapidez, saltó sobre el mercenario y consiguió arrebatarle el arma antes de que volviera a dirigirla contra sus compañeros. Tres soldados se hicieron cargo del furioso centine­la y le inmovilizaron después de una corta lucha. Alguien le aplicó un sedante y Wendrell, respiran­do aliviada, dijo:

—Sacadle fuera, llevadle a nuestra lancha.

Mortessei dijo:

—Te agradezco tu actuación, Alone; pero noso­tros tenemos a nuestro compañero y mi opinión es que debemos irnos. Desde que recibí el aviso para volar en vuestra busca anduve como loco intentan­do localizaros. Fueron muchas horas de vuelo has­ta que descubrimos la ciudad, justo en el momento en que estabais a punto de ser despedazados. ¿Qué dices tú, Wendrell?

La capitana se humedeció los labios. Miró a Alo­ne y luego a su oficial y dijo:

—Tenemos una deuda con Alone. Sigamos con él un poco más.

—Diez minutos —dijo tajante Mortessei—. Y per­dóname, Wendrell, pero es también mi deber velar por tu seguridad.

—Te comprendo, Mortessei —sonrió Alone—. Eres un estupendo oficial.

El Cofrade empujó la puerta y miró precavida­mente el interior. Era una estancia similar a la que parecía formar la antesala. En un rincón había un globo y varios objetos esparcidos a su alrededor.

Descubrió a Jabigal que corría hacia el lado opues­to, en donde destacaba una mesa a la que se llega­ba subiendo una estrecha escalera.

Hubo un movimiento en los tangranis, y Alone, antes de que nadie se atreviera a disparar, gritó:

—Esto me concierne. Dejadme a mí.

Corrió hacia Jabigal, pero no pudo alcanzarle antes de que llegara la parte superior de la escalera y se acomodase tras la mesa. El Cofrade se detuvo y elevó la mirada después de echar un vistazo a su espalda y comprobar que el Sublime yacía dentro del globo.

—Quieto ahí, Cofrade —gritó Jabigal—. Desde esta mesa puedo controlar el planeta. Debería odiaros porque habéis estropeado mis planes ini­ciales, mis proyectos de recuperar Manara con la ayuda del Sublime.

— ¿Qué ha pasado aquí, Jabigal? —preguntó.

—Con gusto saciaré tu curiosidad —rió Jabigal nerviosamente—. Ese estúpido Lavin se me antici­pó y comunicó a su amo lo que había pasado en el exterior mientras procedía a despertarle. Cuando llegué, encontré al Sublime furioso conmigo, me insultó, y yo corté el paso del oxígeno a su esfera revitalizadora. ¿Sabéis? El pobre santón era un de­bilucho que necesitaba de ese globo cada cierto tiempo para no morir de puro viejo. Al parecer, procedía de un planeta de otra galaxia, daba tum­bos por ahí creyéndose un dios, llegó a este mundo y se le antojó rehacerlo.

—Mataste a Lavin.

—Claro. Pretendió agredirme al darse cuenta de que yo había acabado con su idolatrado amo. Le herí y se arrastró fuera de aquí —Jabigal suspiró—. Yo esperaba que el atontado mercenario os contu­viera por más tiempo para acabar de comprender cómo funciona este panel de control, pero ya sé lo bastante como para librarme de vosotros.

— ¿Qué planes tienes ahora, Jabigal?

—Los más simples. Formaré mi ejército de an­droides. Oh, Alone, no sonrías. Yo sé lo que pasa; sé muchas cosas.

—Me temo que no todas, autarca.

—Te desengañaré muy pronto.

—Acabaremos contigo, Jabigal. Tienes un arma, pero si la empuñas será tu final. Somos más y, como mucho, tú podrías acabar con dos o tres de nosotros, pero el resto te acribillaría.

—Lo he pensado, Alone —sonrió Jabigal—. Al ve­ros entrar pensé en esta posibilidad, en vuestra su­perioridad numérica. Dispongo de un medio de defensa muy eficaz.

—Jabigal, créeme si te digo que yo sé a qué te re­fieres, y mi consejo es que no lo pongas en práctica.

— ¿Pretendes engañarme, Cofrade? Soy muy vie­jo para caer en tus trampas. Mira, observa esto.

Jabigal movió una mano, debió tocar un disposi­tivo, y a su alrededor empezó a formarse una cam­pana semitransparente al principio. Cuando termi­nó el proceso, una cúpula de energía cubría total­mente la escalera y la mesa de control, con Jabigal dentro.

Alone le vio mover la boca, pero no le escuchó. Sintió que Wendrell le rozaba el cuerpo.

— ¿Qué ha hecho ese desdichado?

—Has dicho la verdad: es un desdichado —respon­dió Alone—. Se ha cubierto con un campo de fuer­za. Tal vez piensa ahora que dispone de tiempo para acabar con nosotros, investigando en la mesa de control, si nos quedamos más tiempo del debido

—Muchos campos de fuerza pueden ser pulveri­zados —dijo Mortessei—. Sólo es cuestión de dispa­ros y paciencia. ¿Lo intentamos?

Alone negó con la cabeza.

—Yo descubrí en otra parte una mesa de control, quizá una extensión de ésa que es la principal, y estaba dotada de un dispositivo que la cubría con un campo de fuerza. Pero no era para proteger a quien estuviera dentro, sino todo lo contrario: ser­vía para evitar que alguien llegara hasta ella. Jabi­gal no sabe aún que ni una partícula de aire llega hasta donde está.

— ¿Morirá asfixiado?

—Como mató al Sublime.

Hizo un gesto de despedida a Jabigal y le dio la espalda.

—Pero vivirá lo suficiente para comprender que no sabía todo acerca del Sublime y este palacio. Lo sabrá cuando se encuentre en el espacio, con poco aire ya para respirar.

— ¿No puede romper el campo de fuerza desde dentro, como lo formó?

—Es posible, pero no tendrá tiempo. Necesitará muchas horas para investigar el complicado mando que tiene sobre la mesa —Alone empujó a Wendrell suavemente, impeliéndola a salir. Volvió la cabeza y vio que Jabigal empezaba a mover los mandos, cada vez más nervioso—. Y nosotros tenemos los minutos precisos para salir de aquí. 

15

 Joron volvió a maldecir al comandante de la nave. Aquella falúa prestada no era precisamente veloz. La lancha que transportaba a los mercena­rios y Alone se alejó de él rápidamente, en direc­ción al valle donde estaba el crucero flecha. Resig­nado, pensó que cuando abordara el navío de la Sede sería tarde para volver a perseguir a los tan­granis y el Asesino.

Una vez más, Alone Starsilver se le escapaba de las manos.

Su regreso a Manara no iba a ser precisamente triunfal. Volvería sin la cabeza del Cofrade y sin otra noticia respecto al autarca salvo que éste ja­más molestaría más a nadie, ni podría ser usado para intimidar al triunvirato rebelde.

Claro que nadie sabría, excepto él y los máximos dirigentes de la Sede Terrestre, que Jabigal había quedado encerrado para siempre en la cripta don­de había muerto el Hacedor de Mundos.

El espectáculo había resultado impresionante. Ocurrió cuando estaba lejos de la ciudad, pero no lo bastante como para no disfrutar del hecho. El palacio se rompió en millones de fragmentos y del suelo surgió una nave extraña, irregular de forma, que subió al cielo perezosamente, como a regaña­dientes, haciéndolo de mala gana por no querer abandonar el planeta. Mientras la lluvia de piedras y polvo caía sobre la ciudad vacía, llena de androi­des inanimados para siempre, la nave del Sublime se hundió en el espacio, sin rumbo ni destino.

Probablemente acabaría precipitándose en un sol o se rompería en breve plazo o dentro de un mi­lenio, cuando su fuerza interna se agotara. Con ella se perdía el secreto del origen del Sublime y el motivo de su locura.

Unos kilómetros más adelante, pilotando pa­cientemente la falúa, descubrió que su escasa po­tencia era debida a que alguien había manipulado los mandos. La avería era irreparable con los me­dios de que contaba, pensó resignado. Llegaría a la nave en órbita después de varias horas. De todas formas, dentro del plazo de espera que le había fi­jado el tozudo comandante.

Se entretuvo redactando imaginariamente el in­forme que tenía que presentar al señor Marlo. To­davía no estaba seguro de si debía contarlo todo. Diría la verdad, excepto que durante algún tiempo luchó codo a codo con el Cofrade. Confesarlo sería retar a que los demás le creyeran. Nadie daría cré­dito a ello. Nadie admitiría que el Mayor Inspector Yukai, el acérrimo enemigo de la Cofradía, había ayudado a un Cofrade y aceptado la ayuda de éste.

Ya tenía en sus detectores la masa de la nave de la Sede y seguía preguntándose si finalmente el Cofrade lograría abandonar ileso el crucero flecha tangrani. Se tenía por un buen observador y había comprendido que el oficial llamado Mortessei abo­rrecía a Alone, seguramente porque entre ambos estaba aquella bella e imprevisible mujer, Wen­drell.

Pero creía conocer un poco a Alone y presumía que éste abandonaría lo antes posible la compañía de la mercenaria, sus brazos amorosos y duros a la vez.

Alone tenía una profesión única en la galaxia, tan peligrosa o más que la de mercenario. La dife­rencia entre un Asesino y un tangrani era que éstos últimos actuaban en equipo y un Cofrade era un lobo solitario.

Escuchó que el comunicador se encendía auto­máticamente. La voz del comandante le saludó alegremente:

—Celebro que haya vuelto, señor Yukai. El plazo se estaba terminando. Emprenderemos el regreso a Manara inmediatamente.

—Gracias, comandante —replicó Yukai seca­mente.

—Por cierto, señor, hace más de una hora que he­mos captado un rastro que creemos era del crucero flecha tangrani. Claro que no estoy seguro. Lo es­taré cuando usted me cuente lo que ha pasado allá abajo. El indicio de taquiones se perdió en el hipe­respacio. Sería lamentable que se tratara de esos piratas, ¿verdad?

Yukai captó el tono irónico del comandante. Aquel cretino estaba deseando regresar. Debía re­sultarle agotadora la idea de volver a perseguir el crucero flecha. En voz baja, le respondió:

—Váyase al diablo, comandante.

— ¿Decía, señor?

—Oh, nada. Estoy deseando darme un buen baño y dormir un montón de horas, todas las que usted tarde en llevarme a Manara.

—Cuánto lo siento —se lamentó el comandante, ahora sinceramente—. Tenía entendido que usted es un estupendo jugador de ajedrez y pensaba re­tarle a unas partidas.

En esta ocasión, Joron se limitó a pensar:

«Haré lo posible por no verte durante todo el viaje, condenado hipócrita.»

 

 

FIN

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