domingo, 14 de mayo de 2023

ESPACIO PROHIBIDO (MARK ROMAN)


 

Más allá de los sentidos humanos exis­ten cosas que el hombre puede oír y puede ver... Pero no lo ha descubierto todavía...

 CAPITULO PRIMERO 

 Changoh se desperezó.

Se había quedado dormido con la cabeza sobre el pupitre y al despertar sintió una vaga sensación de lejanía, como si de repente le extrañara todo lo que tenía alrededor.

Fue sólo un momento, porque en seguida tomó con­ciencia de la realidad que le envolvía.

Allí estaba el cuadro de mandos, los botones, las pantallas recordatorias dando los datos para las opera­ciones más importantes de la nueva jornada de trabajo.

Estaban también las hileras de los servidores inmó­viles, que aguardaban órdenes. Estaba el medidor del tiempo señalando la hora cuarta...

Las orejas de Changoh pudieron percibir el tic-tac sordo de las máquinas de precisión, el teclear de los cerebros que actuaban independientemente en otros pu­pitres de la amplia sala hexagonal.

Observó las paredes luminosas y las ventanas por las que se filtraba la luz natural del Astro-Guía.

Sí. Todo era tan monótono, tan vulgar como siempre, excepto la desazón interior que Changoh sentía.

Era una sensación extraña, como si al cabo del tiem­po todo aquello se le antojara absurdo, irreal.

Llegó a preguntarse dónde estaba y, sobre todo, ¿en qué época vivía?

Se encogió de hombros, en un gesto maquinal, y se puso en pie.

Era alto, extremadamente alto, y al andar lo hacía erguido, sin apenas moverse, como si el tiempo pasado entre máquinas le hubiera convertido en un autómata más.

Se dirigió hacia la ventana abierta de par en par y contempló el exterior.

Todo estaba silencioso.

Los altos edificios sin ventanas, sólo con grandes terrazas que sobrepasaban en mucho sus respectivas bases, las avenidas de emergencia, de aspecto limpio, casi virgen, las antiguas torres de observación, vestigios de la ciudad antigua...

Sí, todo era monótono, frío, casi vulgar...

Su boca emitió un gruñido y sus ojos siguieron in­móviles, tristes, apagados.

¿Cuánto tiempo hacía que todo «aquello» estaba igual?

¿Cuánto tiempo que había llegado el progreso en Stentilvaan?

Se volvió para dirigirse a la única de las pantallas que no estaba en funcionamiento recordando fórmulas, números y programas.

En comparación con los demás objetos, aquella pan­talla parecía un vestigio del pasado. Tenía un solo botón, y ni siquiera funcionaba por el más antiguo artilugio de control remoto.

Changoh pulsó el botón y la pantalla se iluminó al momento apareciendo en ella un escrito:

«Stentilvaan, metrópoli de Vulco, descubierta y fun­dada por el pionero Stentil.»

Era el único retazo de historia que quedaba de la metrópoli; unas cuantas palabras y un nombre; aque­llo era absolutamente todo y nadie parecía molestarse en recordarlo.

Changoh cerró la conexión y la pantalla volvió a su estado de ostracismo.

Siempre con la mirada inmóvil y, sin efectuar el menor movimiento, Changoh murmuró:

—Si algún día puedes oírme, Gora..., quiero que se­pas lo mucho que te echo de menos.

Esperó unos segundos y añadió:

—No te reprocho el que te hubieras marchado, Gora... Tenías razón... Esto está muerto. Completamente muerto.

Otro silencio.

—Estés donde estés..., háblame, Gora... No importa cuándo. Todavía me queda una esperanza. Es lo único que puedo tener donde estoy y como me encuentro... Háblame, Gora. Te lo repito, no importa cuándo, pero si puedes escucharme, háblame...

Se interrumpió. Un leve silbido procedente del pupi­tre reclamó su atención y Changoh sin vacilar se dirigió hacia su asiento. Se acomodó y observó atentamente una de las pantallas automáticas que transmite in­formes.

Changoh pudo leer en aquellos signos:

«Se acerca la hora quinta. Preparado para recibir al inspector.»

Los signos repitieron el mismo recordatorio.

—Lo sé, lo sé —exclamó Changoh—. Recuerdo per­fectamente mis obligaciones.

La pantalla reprodujo nuevamente:

«Se acerca la hora quinta. Preparado para recibir al inspector.»

—¡Calla de una vez! Ya he dicho que lo sé.

Pero la pantalla repitió por tercera, por cuarta vez aquellos mismos signos.

—¡Maldita! —rugió Changoh, y pulsó frenéticamente un botón a fin de oscurecer el reflector, que seguía trans­mitiendo el mismo recordatorio.

La pantalla siguió iluminada y volvió a transcribir monótonamente la misma consigna.

Changoh pulsó otro botón y otra pantalla anunció:

«La célula uno cumple con su deber. No trates de detenerla.»

—¡Tenéis ojos, oídos y memoria, pero os falta enten­dimiento! —exclamó Changoh—. ¿Sabéis lo que es en­tendimiento?

Por toda respuesta escuchó otro silbido y una nueva pantalla anunció:

«Próxima llegada de heliopilotos inspección rutina­ria, preparado para verificación de costumbre.»

—¡También lo sé! —exclamó Changoh.

«Próxima llegada de heliopilotos inspección rutina­ria, preparado para verificación de costumbre.»

Y en la otra pantalla se repetía:

«Se acerca la hora quinta. Preparado para recibir al inspector.»

Y   en la otra:

«La célula uno cumple con su deber...»

Y otra...

«Números control fábrica de cerebros, verificación series...»

Y otra...

«Revisión periódica controles secundarios, sin no­vedad.»

Y otra...

Las pantallas no hablaban, pero para Changoh su ruido le resultaba inaguantable.

«Recuerden...»

«Preparados...»

«Se acerca la hora quinta.»

«Verificación.»

«Control.»

«Preparados.»

«Heliopilotos...»

Siempre lo mismo... Siempre aquella música rutina­ria, aquel ruido silencioso que se le antojaba infernal.

—¡Basta! —gritó.

Frenéticamente sus dedos buscaron el botón preciso de entre las docenas que tenía en el inmenso pupitre.

El botón preciso decía: PARO TOTAL.

Lo pulsó de un golpe.

Repentinamente, las pantallas oscurecieron. El sordo tic-tac cesó. La gran máquina que era toda la sala hexagonal quedó silenciosa.

Entonces uno de los paneles de la pared se desco­rrió y en el amplio umbral apareció un hombre casi tan alto como Changoh y empezó a avanzar con la misma frialdad y la misma mirada triste y sin vida que tenía el encargado del departamento.

El recién llegado dejó oír su voz:

—¿No te encuentras bien, Changoh?

—¿Eh? —el aludido se volvió, incorporándose de su asiento deslizante.

—Soy el inspector. ¿No te han prevenido de mi lle­gada? —siguió preguntando el recién llegado.

—Aquí nunca se les olvida nada, inspector. Le estaba esperando.

—¿Por qué has pulsado el cierre total?

—No lo sé, inspector. No puedo contestarle. De re­pente sentí necesidad de hacerlo.

—Has cometido una falta grave, Changoh. No se puede parar el sistema circulatorio de una metrópoli. Es como matarla.

—La muerte no existe, inspector. Nosotros creamos la vida eterna hace tiempo.

—La vida eterna se paraliza cuando se cierran todos los controles. Este es el gran corazón de Stentilvaan, Changoh. Si lo detienes, todo morirá.

—Todo está muerto hace tiempo, inspector. Asómese. Vea la metrópoli. ¡Todo muerto!

—Lo siento, Changoh... Ya veo que nos equivocamos contigo —replicó el inspector sin la menor emoción en su voz, sin la menor expresión en su rostro, sin el más leve movimiento en todo su ser—. No eres el más ade­cuado para regir este departamento. Tu hora ha lle­gado...


CAPITULO II

La puerta se cerró detrás de él.

Changoh miró el largo corredor de la central. Desier­to, con las paredes lisas, desnudas. Al fondo, la cabina elevadora con los ojos mágicos a los lados. Ojos que podían ver y oír.

Mientras caminaba pasillo adelante, Changoh creyó percibir nuevamente el sonido característico de las pan­tallas en funcionamiento, de los pequeños aparatos, de los vibráfonos, de los radares ultrasónicos, de todo aquello que para un oído normal era apenas audible, pero que él, Changoh, podía escuchar perfectamente.

Transpuso los ojos electrónicos de la cabina y las puertas se cerraron. La gran plataforma descendió verti­ginosamente y en un abrir y cerrar de ojos volvieron a abrirse para dejar a Changoh en un cuarto sin muebles ni ventanas. Sólo una especie de espejo o pantalla alta y estrecha. Alta como Changoh y estrecha como su cuerpo.

Se colocó delante de aquella pantalla, que en seguida reflejó su propia imagen, como si la reprodujera.

Escuchó un silbido e inmediatamente Changoh se desmaterializó, desapareciendo de la habitación.

Sus células descompuestas, transmitidas por las on­das, tomaron cuerpo otra vez, lejos de aquella estan­cia, lejos de la central, y se encontró en una de aque­llas casas antiguas con altos minaretes metálicos.

Desde allí podía ver a lo lejos el edificio de la gran central, de donde acababa de llegar a través de la pantalla proyectora.

«Todo ha terminado», había dicho el inspector.

No servía.

Los ojos de Changoh parecieron iluminarse.

—¿Lo has oído, Gora? Llegó mi hora. Se han equivo­cado conmigo... ¿No tiene gracia esto? —dijo como si de repente se hubiese quedado concentrado en sus re­cuerdos.

Sacó de su bolsillo un pequeño aparato que despren­día un brillo luminoso y lo pulsó.

—El único equivocado soy yo, Gora... Creí contribuir al progreso y ya ves lo que ha sucedido, pero tal vez tenga remedio.

Un robot apareció por un extremo de la estancia.

—¡Horak primero! —exclamó Changoh con voz auto­ritaria.

—Soy Horak primero —replicó el robot con voz mo­nótona.

—¿Quién puede darte órdenes?

—¡Changoh! —replicó la máquina.

—¿Quién te construyó?

—Changoh —fue la misma monótona respuesta.

—¿Quién puede destruirte?

—Changoh...

—Está bien, Horak primero. Contéstame algo que quiero preguntarte... Tú no puedes tener entendimien­to, pero en cambio posees una respuesta para todo.

—Changoh pregunta y Horak contesta.

—Exacto. Y Changoh pregunta: ¿Qué harías tú si fueses libre?

—¿Qué es ser libre?

—No admitir órdenes de nadie. Actuar de acuerdo con lo que uno desea hacer, moverse a su antojo.

—Horak no puede ser libre, Changoh.

—Pero si pudieras...

—No puedo comprender... —replicó la máquina.

Los tristes ojos de Changoh parecieron iluminarse y una extraña sonrisa burlona brilló por un instante fugaz.

—Esto es el progreso, Horak. ¿Te das cuenta? Vives, hablas, incluso estás dotado para pensar, pero no pue­des llegar más allá de tus propias limitaciones... En Stentilvaan antes era así. Los animales parlantes tenía­mos ciertas limitaciones y estudiamos para vencerlas. Para ver más allá de nuestros ojos, para oír los sonidos más inverosímiles. Quizá nadie logró tanta perfección, y ahora mira en torno tuyo. Todo está desierto porque las máquinas han reemplazado a los seres vivos... Todo está planificado, todo calculado, nada puede fallar... Ni siquiera el invento de la vida eterna significa estímulo alguno... Vosotros, las máquinas que un día creamos, sois los auténticos habitantes de Stentilvaan y sin em­bargo no tenéis el poder de ser libres, pero yo sí, Horak. Soy un animal parlante. El rey de todo esto, y me voy. Te doy la libertad a ti... No obedezcas a nadie, pro­cura, con la inteligencia de que has sido dotado, crear algo por tu cuenta...

Horak permaneció inexpresivo, sus ojos metálicos, su frente con la luz oscilante, sus brazos caídos a lo largo del cuerpo inmóvil parecían esperar algo más que palabras incomprensibles para su mente de robot.

—No debería decirte esto, Horak. Quizá soy el menos indicado... Pero pretendo salvarte, salvaros a todos del desastre que yo y muchos otros creamos...

Miró fijamente a la máquina y volvió a sonreír sacu­diendo su cabeza de un lado a otro.

—Deformaciones de una raza de fuertes. ¡Esto es lo que sois! Y yo también voy a convertirme en una de­formación... Pero antes de que esto ocurra abandono, Horak... Ojalá llegues a comprenderme.

Un silbido anunció la llegada de alguien.

Changoh no mostró la menor sorpresa cuando vio aparecer primero difuminado en la pantalla de la estan­cia y después rápidamente materializada la figura del inspector.

—Te he oído, Changoh, y no obras bien diciéndole todas esas cosas a Horak. ¿Qué es lo que pretendes? ¿Has perdido la razón?

—La he ganado, inspector.

—¡No, Changoh! Hablas como si no tuvieras un cere­bro dentro de la cabeza.

—¿Estás seguro que alguna vez lo he tenido?

El inspector le miró largamente y sin responder a su pregunta murmuró:

—¿Adonde piensas ir?

—Esto es cosa mía.

—Haré una excepción contigo. Seguirás en tu pues­to. Tú vales, pero tal vez estás un poco cansado. Un cansancio mental, claro. Una temporada en la cámara vivificadora te sentará bien.

—¡Al diablo la cámara vivificadora! Me iré a la zona oculta. Lo he decidido.

—¿A la zona oculta?

—Sí.

—Eres un demente. Allí no se puede vivir. Ni siquie­ra nuestros ojos nos permiten ver lo que hay en medio de tanta oscuridad. Es un lugar muerto... Y la vida eterna pierde todo su poder si se traspasa aquel umbral.

—Tal vez exista algún medio de crear una nueva vida, de luchar por algo, de investigar... De crear un mundo nuevo sin cometer las mismas torpezas.

—¿Llamas torpeza a la perfección?

—No puedes comprenderlo, inspector. Porque estás corrompido... No te das cuenta, pero ya te falta muy poco para convertirte en una deformación.

—¿Cómo te atreves a hablarme así?

—¿Lo ves? Ya ni siquiera te acuerdas que sólo yo... ¡sólo yo!, puedo dar órdenes en Stentilvaan. Soy el único descendiente del pionero Stentil y por ley me corres­ponde gobernar... Yo creé a los inspectores para que tuvieran una misión de control ante las máquinas y ahora eres tú el que me destituye... Pero tú no puedes hacerlo. Me marcho porque quiero. ¿Comprendes? ¿O es que ya no eres más que un robot, incapaz de ra­zonar?

—No sé lo que dices, Changoh, pero esto podría costarte un castigo. Desde hace cientos de períodos no se conocía la rebelión en nuestra metrópoli, y tú, que dices ser el descendiente del fundador, deberías dar ejemplo de ello.

—No quiero discutir contigo. Me voy. Quizá vuelva algún día, pero será cuando pueda devolver a la metró­poli su espíritu vivo... Adiós, inspector...

—¿Vas en busca de Gora?

—Ojalá la encontrara.

—Es la hembra la culpable de tu desvarío.

—Al contrario, sólo ella me alienta para seguir vi­viendo. Buscando algo que sea auténticamente mejor.

—Pobre Changoh...

—Pobre inspector... —replicó Changoh dirigiéndose hacia la pantalla.

Se colocó ante el rectángulo y al reflejo del cristal pudo ver cómo de algún lugar de su traje metalizado el inspector sacaba un objeto semejante a una bo­quilla.

El artefacto tenía un resorte en un extremo y el inspector colocó uno de sus dedos sobre el pequeño botón.

Sin volverse siquiera, Changoh murmuró:

—No lo hagas, inspector. Yo inventé el arma y tam­bién la forma de combatirla.

El inspector pulsó el resorte.

Un rayo fugaz, extraordinariamente brillante, surgió del otro extremo de la boquilla y chocó contra el cuer­po de Changoh, para desaparecer después de provocar algunas chispas.

Changoh se volvió.

—Te lo advertí. Mi cuerpo está protegido contra todas las armas.

El inspector accionó de nuevo el botón y un nuevo rayo, diminuto, fino, fugazmente brillante, volvió a cho­car contra el cuerpo de Changoh, esta vez por delante.

—Ni siquiera lo crees. No puedes pensar, inspector, sin embargo has intentado matarme dos veces.

—¡Desaparecerás, Changoh! —replicó el inspector con voz metálica, fría, cruel—. Desaparecerás. No permitiré que destruyas la metrópoli. Tendré que hablar con el gran inspector.

Sin replicar, Changoh se volvió, levantó una mano hasta encararla con la pantalla transportadora y en seguida desapareció.


CAPITULO III

 

La luz del Astro-Guía parecía a punto de ponerse tras el horizonte, extrañamente próximo.

El paisaje, libre de edificaciones, se componía de un campo infinito, de suelo polvoriento de color gris pla­teado.

La pantalla le había transportado hasta el pie de un monolito que apuntaba el despejado firmamento, tan alto que parecía perderse en el infinito y tan reluciente que los rayos del Astro-Guía rebotaban en su plancha metálica y cegaban los ojos de quien lo mirase.

Bajo el monolito, unos signos que todo animal par­lante podía entender.

La advertencia decía:

ATENCION: ESTE ES EL LIMITE. MÁS ALLA ESTA LA MUERTE

—Nadie sabe lo que hay más allá —murmuró Chan­goh en voz alta.

Miró hacia lo alto y percibió un sonido inaudible a un oído común. «Vio» también unos rayos, que posi­blemente un habitante de otro planeta no hubiese po­dido ver.

—Heliopilotos proyectados —dijo.

Elevó sus ojos hacia la punta del monolito, y luego bajando de nuevo la cabeza cruzó el límite.

¿Sería verdad que más allá estaba la muerte...?

Su figura fue empequeñeciéndose a medida que avan­zaba en dirección opuesta al Astro-Guía.

Una nube, que cada vez se volvía más densa, le engullía.

Changoh caminaba con firmeza y resolución.

Lentamente, las tinieblas comenzaron a envolverlo.

Sus ojos intentaron taladrar la oscuridad para ver qué era lo que había más allá.

No lo consiguió.

El poder conquistado en generaciones se estrellaba en aquella zona.

Bajo sus pies notó que la tierra se había endure­cido. Ya no era una alfombra de polvo grisáceo lo que pisaba, sino roca dura, basalto.

De pronto la oscuridad fue absoluta y su cuerpo recubierto contra rayos mortíferos sintió el frío helado de una temperatura inclemente, irresistible, propia de un lugar donde nunca han llegado rayos de astros de fuego, de soles.

A duras penas consiguió sacar de su bolsillo aquel pequeño aparato similar a un conmutador de control a distancia. Extrajo también una boquilla parecida a la que el inspector utilizó con fines asesinos.

Accionó el resorte de la boquilla, dirigiendo un rayo delgado y cortante contra su propio cuerpo.

Sin dejar de accionar el botón, siguió dirigiendo el rayo a un punto determinado después de separarse la ropa y dirigir el pequeño chorro hacia la piel.

Al cabo de unos instantes, pareció satisfecho de los resultados que esperaba y buscó un lugar elevado don­de dejar la boquilla.

No le costó encontrarlo, gracias a las irregularidades del terreno.

Una vez colocada la boquilla horizontalmente en el punto elegido, él se situó de modo que uno de los extremos le apuntara.

Inmediatamente, utilizando el control remoto, lo ac­cionó y el rayo, a modo de pequeño pero continuado chorro, fue bañando su cuerpo.

Changoh dio varias vueltas, cambiando de posición, a fin de que el rayo tocara casi todo su cuerpo, piernas y brazos.

La operación le entretuvo un cierto tiempo, hasta que al fin, y para efectuar una prueba, se desnudó por completo.

A pesar de la carencia total de luz, su cuerpo res­plandecía con un brillo atenuado, pero que evidente­mente le hacía visible a cierta distancia.

No era esto, sin embargo, lo que Changoh había pre­tendido sin duda, sino su propio aislamiento.

El baño recibido contra la coraza invisible que pro­tegía su piel de radiaciones mortales, ahora con aquel refuerzo le servía de abrigo contra una temperatura de cientos de grados centígrados bajo cero.

Completó la operación colocándose una escafandra de material suave.

La llevaba en el bolsillo y ocupaba menos espacio que un pañuelo común.

Enfundada la escafandra, la asió al cuello especial de su traje por medio de una cremallera vegetal. Tiró de ella y comprobó que había quedado completamente pegada. Ni siquiera se notaban las juntas.

Sus manos, protegidas también por unos guantes te­nues pero altamente prácticos, no perdieron el tacto y quedaron bien protegidas.

Con el nuevo equipo siguió su camino.

El reflejo de su propio cuerpo le servía para orientar sus pasos, pero el horizonte seguía siendo un misterio para él.

Todo seguía siendo oscuro, sin vida.

Más allá comprobó que el oxígeno llegaba a su fin. No era posible respirar por el sistema natural, aunque para él no representase ningún problema.

Siguió caminando, y a lo lejos su silueta aparecía como un punto luminoso que se perdía en un horizonte de tinieblas.

Ciertamente, allí no podía existir ninguna clase de vida.

Tal vez el aviso del monolito llevaba razón. Donde no hay vida, sólo se puede encontrar la muerte.

Sin embargo, una nueva sensación le acompañaba en aquel fantástico viaje a lo desconocido. Era la sensación de lo ignorado, los posibles peligros que allí podía correr. Se sentía como un simple ser viviente sin más defensas que las que le podía proporcionar su propia fuerza y su inteligencia.

Todo el poder que le convertía en invulnerable en la metrópoli, posiblemente iba a ser nulo en la ciudad de las tinieblas.

Y perdió la cuenta de los períodos que había estado caminando.

El Astro-Guía no alumbraba jamás a aquella parte. Los cuentaperíodos no existían y por primera vez en mucho tiempo, Changoh comenzó a sentirse cansado. Materialmente cansado.

Fue entonces, cuando iba a sentarse, que percibió el extraño ruido.

No podía ver a nadie, pero no era sólo por la oscu­ridad, sino porque estaba lejos.

Se alegró de comprobar que sus oídos no habían perdido la facultad de percibir los sonidos por lejos que se produjeran y por insignificantes que fuesen.

Calculó.

—Más o menos —se dijo a sí mismo en voz alta—, este ruido se ha producido a un período normal de distancia.

Y se olvidó de que estaba cansado, para seguir cami­nando y averiguar de dónde había surgido aquel ruido.

Tenía la sensación de que por fin iba a encontrar «algo».

Pero..., ¿qué podía ser en medio de las tinieblas?

Sin embargo, Changoh hubiese asegurado que eran voces... Voces extranjeras.

----------------

De entre la oscuridad surgieron unos puntos lumi­nosos seguidos de unas detonaciones.

Cerca de sus botas rebotaron unos trozos de metal chocando contra el basalto.


Una voz le dijo en idioma desconocido:

—¡Alto! ¡Detente seas quien seas! ¡Alto!

—No te comprendo —replicó Changoh dando un nuevo paso adelante.

De nuevo la lluvia de trozos de metal rebotó cerca del suelo.

—Te he dicho que no te muevas —repitió la voz extranjera.

—Es una lástima que no podamos entendernos, ami­go —contestó Changoh—. ¿Conoces el idioma de comu­nicaciones intercósmicas?

Pronunció el nombre de unos signos y esperó la respuesta.

Al no obtener contestación, siguió avanzando con la boquilla en la mano.

—Si no entendéis el idioma de los signos intercós­micos... ¿Quién demonios sois?

Avanzó hasta unos cráteres y utilizó la boquilla a modo de reflector.

Una luz cegadora iluminó alternativamente cada uno de los tres cráteres no mayores que el diámetro de una nave plana y de una profundidad, calculada en metros, de diez o doce.

Entonces creyó percibir algo que se movía en el fondo.

Y hasta creyó ver una pequeña nave, diminuta. Pa­recía un juguete e ignoraba qué utilidad podía tener.

Descendió con paso firme y escuchó una voz que sí entendió perfectamente:

—Si eres un habitante de las sombras, no nos ata­ques, somos gente de paz.

—Soy un habitante de la metrópoli y desde luego no pienso atacaros —replicó Changoh.

Cuando estuvo junto a la nave en miniatura, igual que una de las maquetas que antiguamente se cons­truían en Stentilvaan, miró en derredor.

Al pie de la nave había un ser moviente de pe­queño tamaño, le llegaba aproximadamente a la altura de las rodillas.

A su lado, Changoh era un gigante.

—¿De dónde procedéis? —preguntó mirando al lilipu­tiense.

—Nos perdimos en el espacio y una fuerza nos atrajo hasta este planeta. Nuestro mundo está muy lejos. Im­posible saber dónde, todos nuestros aparatos se estro­pearon, el cuentaespacios, el radar de infrarrojos, la brújula, todo se fue al demonio.

—¿Quién eres tú? —inquirió Changoh en el lenguaje especial para comunicaciones intercósmicas que el ena­no dominaba perfectamente.

—Me llamo Gabon, soy comandante piloto de la nave... Seguramente, para un ser de tu tamaño, te reirás de nuestra nave, pero en ella hemos viajado cua­tro personas. El que te disparó efectuaba su turno de vigilancia. Nos relevamos para nuestra mayor seguridad.

—¡Cuatro personas! ¿Y dónde están?

—Tal vez no puedas verles. Hay un agujero ahí. —Y el enano señaló un punto en el cráter que Changoh pudo distinguir gracias a su potente luz.

—Bueno... Yo no puedo entrar, pero me gustaría ver a tu gente.

—Es el profesor Rand, su ayudante la señorita Ryda y el mío, copiloto Grener, pero nuestros trajes no nos permiten permanecer mucho tiempo con esa tem­peratura gélida. ¿Cómo te las apañas tú?

—Las características de mi traje no permiten el paso del frío ni del calor; son ropas termoestáticas, generan por sí solas la temperatura ambiente.

—¿Y el oxígeno? A nosotros se nos terminan las re­servas, y el profesor se está devanando los sesos para encontrar un medió de sobrevivir cuando llegue el mo­mento de que se agote la última gota.

—No necesito oxígeno, mi traje transpira el necesa­rio para poder respirar.

—Al profesor le gustaría hacerte una serie de pre­guntas. Le dije que aguardara. Cuando sonaron los dis­paros, creímos que se trataba de un ataque.

—A mí también me gustaría charlar con tu profesor. Ve a buscarlo y dile que no tiene nada que temer.

—Sí... ¿Cómo te llamas?

—Changoh —replicó él, sentándose en el suelo y observando al enano.

Su estructura era bastante similar. Poseía extremida­des para andar, brazos, cabeza y se movía con agilidad.

—¿Cuánto tiempo lleváis en la cara oscura de Sten­tilvaan?

—¿Stentilvaan?

—Es el nombre del planeta.

—Nunca habíamos oído nombrarlo. Llevamos siete períodos, y nuestras reservas sólo durarán dos períodos más. Perdimos mucho tiempo vagando por el espacio. Ya deberíamos estar de vuelta a Olderland; es nuestro punto de procedencia. Voy a por el profesor y los demás.

Y el enano se metió en el agujero. 

Bajo los radiantes rayos del Astro-Guía, en Stentil­vaan, el inspector quedó proyectado en la antesala del santuario del gran inspector.

Un robot le condujo hasta la presencia del jefe su­premo, que se hallaba sentado detrás de un gran marco de cristal. Ante sí, y completamente invisible a los ojos de sus visitantes, tenía un completísimo cuadro de man­dos, por el que podía controlar los diferentes aparatos de la inmensa estancia que, como único atractivo, apar­te de las paredes desnudas y la carencia de muebles, a excepción de un taburete situado frente al marco de la mesa del jefe, poseía una extraña y hexagonal piscina de agua aparentemente sulfurosa.

La sala estaba partida en dos. La parte de los visi­tantes que concluía allí donde el gran inspector tenía su mesa. Tras él estaban las mesas con las pantallas regidas por cerebros, controles, generadores y otros electrogramas, aparte de media docena de robots en estado de inmovilidad.

Una pantalla, totalmente invisible a un ojo común, separaba ambas salas.

Tocar aquella pantalla equivalía a morir desintegra­do, fundido, fuese animal pensante o muñeco mecánico.

—Pasa, número uno —dijo el gran inspector sin mirar al recién llegado, que permanecía en el umbral de la puerta junto al robot.

El inspector avanzó y, al llegar al taburete, hizo una breve inclinación de cabeza y se sentó.

—¿Qué noticias traes de Changoh? —preguntó, siem­pre sin mirarle.

—Ninguna. Desapareció por completo más allá del monolito.

—¿Se han establecido conexiones?

—Es inútil. Los cerebros profesores están trabajando intensamente para tratar de ver «más allá», pero hasta ahora no se ha conseguido el menor resultado.

—Es muy importante saber si Changoh sigue siendo un ser vivo. Si lo es, su actitud puede resultar alta­mente peligrosa. En Stentilvaan no se permiten los ries­gos de ninguna clase. Desde que se convirtió en el pro­totipo de todas las seguridades, no podemos dejar que un animal pensante destruya el trabajo de cientos de miles de períodos.

—Espero que los profesores no tarden en obtener resultados:

—Entretanto, número uno, manda una expedición al valle de las tinieblas.

—La tengo preparada, gran inspector. Sólo venía a pedir permiso.

—Lo tienes.

—Es probable que los designados no regresen. Desde determinado punto, estarán fuera de todo control y tendrán que actuar por sí mismos.

—¿Se les ha instruido convenientemente? —preguntó el gran inspector.

—Sí.

—Voy a ver quiénes son. —Y pulsando un botón, vio a través de una pantalla a media docena de robots en la cámara de reposo.

—¿Qué hacen? —preguntó.

—Están inhalando oxígeno en dosis masivas para que tengan suficientes reservas.

—No pierdas tiempo... Necesito a Changoh vivo o muerto.

—Lo tendrás, gran inspector.

Poco después, proyectado a través de la pantalla, el inspector número uno estaba en la cámara de reposo y oxigenación de la base de operaciones especiales de Stentilvaan.

A una orden, los robots se incorporaron.

Uno a uno se colocaron delante de la pantalla para autotransportarse a través del éter hasta más allá de las sombras.

Sus órdenes eran concretas. Traer a Changoh vivo o muerto.


CAPITULO IV

El profesor Rand, su ayudante Ryda y el copiloto Grener, eran seres movientes del mismo tamaño aproximado que el comandante piloto Gabon.

Se notaba que sus ropas resultaban insuficientes para protegerse de la temperatura gélida.

—Doy por bien empleados todos los riesgos y hasta no me importaría perder la vida si pudiera ser testigo de todos los descubrimientos y adelantos que gozan en su planeta —dijo Rand.

Ryda parecía extasiada en la contemplación de Chan­goh, a quien se le antojaba como una muñeca viviente, uno de los juguetes de cuando en Stentilvaan la gente vivía de un modo sencillo y primitivo.


—Ese sencillo traje, su escafandra que parece tan elemental y sin embargo con ella es inmune a todo riesgo —exclamó la hembra.

—En otras circunstancias me gustaría llevarles a la parte habitable, pero correría un grave peligro. Poseemos los aparatos de destrucción más perfectos que ser viviente haya podido imaginar jamás, lo poseemos todo incluso una vida eterna.

—¿Son indestructibles? —preguntó Grener, que utilizaba una especie de fusil de cuatro cañones.

—No. Podemos ser inmortales hasta allá donde la naturaleza en otros confines no lo es, pero podemos ser destruidos por nuestros propios inventos. Yo me he salvado gracias a mi coraza protectora, pero pueden inventar otros productos que perforen mi escudo.

—¡Un escudo! —exclamó entusiasmado el piloto Gabon—. ¿Dónde lo lleva?

—Pegado a todo mi cuerpo, cabeza y extremidades Ustedes no podrían verlo. Su visión es limitada.

—¿Es transparente? —preguntó la ayudante Ryda.

—Es invisible a los ojos comunes. Sólo a la luz del rayo plutónico podrán advertirlo. Pongan atención.

Descorrió la cremallera vegetal de su camisa y su cuerpo quedó al descubierto.

Entonces utilizó la boquilla para autoalumbrarse a la luz cegadora de su flash, todos pudieron advertir la fina capa transparente que envolvía a Changoh en una segunda piel.

Apagó la llama y se guardó la boquilla.

—¡Es sencillamente fantástico! —exclamó Grener.

—Hablemos de la parte alumbrada del planeta —pidió el profesor.

—Existe la ciudad más poderosa de la galaxia. Via­jamos por pantallas autotransportadoras. Proyectan cualquier cosa a voluntad, la desmaterializan para trans­mitirla a la estación que uno desea llegar.

—¿Utilizan la influencia de los rayos catódicos? —pre­guntó el profesor.

—La fórmula para nosotros es bastante simple, pro­fesor, pero dudo que la entendiera explicada en un momento.

Eran muchas las preguntas que Rand deseaba hacer. En realidad todos sentían la necesidad de conocer los máximos detalles y el ansia de saber se convertía en un constante ametrallar a Changoh.

—Este planeta debe ser similar al viejo Mercurio —dijo Ryda.

—Es más pequeño —aclaró Changoh.

—Pero sólo se mueve en sentido de traslación alre­dedor de un sol. ¿No es así? —siguió ella.

—Sí. No tiene rotación sobre sí mismo. Por tanto, ofrece siempre la misma cara a nuestro Astro-Guía.

—Este es el motivo por el que existe una zona cons­tantemente en tinieblas y a una temperatura tan baja —murmuró el profesor Rand.

—El profesor —adujo el piloto Gabon— cree que po­dría utilizarse el subsuelo... Dígaselo, profesor. Explíquele lo que ha encontrado en este tiempo.

—¿Algún descubrimiento? —inquirió Changoh.

—Tengo unas muestras allá abajo. Existen cavidades, grutas y humedad. ¿Comprende lo que quiero decirle? Hay la posibilidad de encontrar agua, o un elemento que la sustituya. Es una lástima que no tengamos equipos ni medios para averiguarlo, y sobre todo la falta de tiempo.

—¿Cree de veras que pueda existir agua? —preguntó Changoh interesado.

—Es sólo una hipótesis, pero si hay agua tendremos posibilidad de oxígeno y entonces, a partir de esta base se puede buscar la creación de una atmósfera peculiar que permita un principio de vida y prescindir de escafandras y mochilas de oxígeno... Claro que a usted esto no puede interesarle. En Stentilvaan lo han conseguido ya todo...

—¿Estaba usted explorando cuando le encontramos —terció Gabon.

—No. Huía —replicó Changoh.

—¿Huía de la civilización? —preguntó Grener—. ¡Viene de un sitio donde no existe problema de transporte Pertenece a una raza de gigantes... ¿Y no está de acuerdo?

—Escuchen todos. Les ayudaré como pueda... Deseen fervientemente construir un nuevo habitáculo. Crear algo como un antepasado mío hizo cuando descubrió el planeta hace miles de períodos... Y quiero hacerlo perfecto, sí, pero sin incurrir en los mismos errores.

—¿Cuál es el error? —inquirió el profesor Rand.

—Hemos sufrido una profunda transformación... Miles de seres se han convertido en mutaciones.

—¡Mutaciones! ¿Pasan por un período de transición —inquirió el profesor.

—Tal vez, pero yo diría que es el fin.

—¿Qué clase de mutaciones? —preguntó Ryda viva mente interesada.

—Creamos seres metálicos para liberarnos del trabajo. Dejamos la planificación del habitáculo en manos de máquinas, de cerebros; el orden garantizado con implacables vigilantes. El ejército construido por robots sin corazón, fríos, que trabajan bajo el patrón que se les ha trazado. Tenemos cámaras para el descanso, para la oxigenación, para la diversión. Todo mecanizado... Primero constituyó una novedad, pero al cabo del tiempo la gente comenzó a perder la alegría. ¿Compren­den? Stentilvaan es un habitáculo sin alegría y sin per­sonas...

—¿Quiere decir que todo son seres metálicos? —in­quirió Gabon.

—Aparentemente no, pero por un proceso de aclima­tación los seres pensantes fueron sufriendo una trans­formación y comenzaron a obrar como los robots. ¡Oh! No crea que es fácil distinguirlos. Nuestros robots están fabricados a imagen exacta que los demás seres... No se diferencian en nada.

—¡La creación del hombre artificial! —exclamó asom­brado Rand.

—Usted lo ha dicho, profesor...

—¿Y todos son iguales? —inquirió la ayudante.

—Algunos se rebelaron y fueron pasados a las cáma­ras de aclimatación. Los que aún así siguieron rebel­des fueron transportados a las cámaras de aniquila­miento.

—¿Los asesinaron?

—Peor que eso... Es algo horrible lo que están ha­ciendo con ellos...

Hizo una pausa ante el silencio de los demás.

Le dejaron proseguir, ávidos de nueva información.

Changoh comenzó a hablar de nuevo:

—Otros consiguieron huir.

—¿Dónde?

—Sólo hay un sitio donde hasta ahora no ha llegado el poder de los cerebros... La zona de las tinieblas.

—Entonces... —empezó Gabon.

—Sí... Hay amigos míos en algún lugar. Tal vez hayan muerto, pero si alguno está vivo le encontraremos y juntos construiremos ese nuevo habitáculo en el que ustedes también pueden colaborar.

—Nada me agradaría tanto —afirmó el profesor.

—Y a mí —corroboró Ryda.

Piloto y ayudante expresaron también su deseo de unirse a Changoh.

—Correrán riesgos, porque estoy seguro de que en Stentilvaan están utilizando todos los medios para atraparme.

—¿Los robots? 

—Sí.

—Pero, ¿no queda absolutamente ningún ser viviente que no sea una máquina? —preguntó Gabon.

—Sí... Pero ya se lo he dicho. No se distinguen. Los que han quedado son deformaciones, mutaciones incapaces de pensar por sí mismas...

Se hizo un silencio. Changoh pareció aguzar el oído.

—No se oye nada —murmuró Grener.

—Ustedes no... Yo, sí... Mis oídos no han perdido su poder. Han empezado a buscarme... —replicó lentamente Changoh, mirando hacia un punto de la oscuridad infinita.

Todos volvieron los ojos al mismo lugar, pero no les fue posible ver nada.

CAPITULO V

Changoh se había quedado sólo intentando reparar la nave.

Su complicado mecanismo resultaba de lo más ele­mental para la mentalidad del stentilvaano.

La rotura de los aparatos no era cosa que no pudiera solventarse con los elementos de que se disponía en la ciudad. Sin embargo donde se encontraba no llevaba más que unas pocas herramientas que cabían en el pe­queño estuche de bolsillo y algunas tablas elementales que también se había traído.

Comprendió perfectamente el viejo sistema de cons­trucción de la nave de Olderland, bastante más com­plejo que los módulos que en Stentilvaan construían en la última época en que todavía utilizaban naves para trasladarse por el espacio.

La pequeñez del aparato, en relación con el tamaño y envergadura de Changoh, dificultaban también las ope­raciones.

Rand asomó por el agujero y preguntó:

—¿Todo bien, Changoh?

—Tendrá que prestarme algunas de sus herramientas.

—Con mucho gusto... Supongo que comprende per­fectamente el sistema.

—Sí. Y se complican ustedes mucho la vida.

El profesor trepó por la escalerilla de entrada. Chan­goh en cuclillas le indicó unos cables revueltos.

—Con uno sólo bastaría

—¡Imposible! Hay inductores, compresores, radar de infrarrojos...

—Nosotros teníamos un cable de funcionamiento múl­tiple. Bastaba únicamente realizar las conexiones y todo estaba listo. Esto era antes de poseer las pantallas.

—Esto ni lo hemos soñado siquiera en Olderland —replicó el profesor mirando el rostro de Changoh, que seguía en cuclillas.

—Tampoco usamos tornillos. Es demasiado compli­cado. Las planchas se pegan por un procedimiento vege­tal, igual que los vestidos.

—¡Ja! —sonrió el profesor divertido.

Para un científico, el logro de procedimientos que en su planeta ni siquiera se habían planteado era casi mo­tivo de regocijo.

—¡Si mis colegas oyeran esto...! La lástima es que ya no podremos regresar nunca... Y con una temporadita con usted aprenderíamos todos más que en toda una vida con estudios y experimentos.

Changoh procedió a atornillar unas piezas y mur­muró:

—Esto ya está... Ahora vamos a por el combustible.

—Eso es lo malo. No tenemos suficiente ni para des­pegar.

—No es problema. Si sus depósitos soportan el poder del rayo, tendremos combustible para dar la vuelta a Stentilvaan.

Sacó su boquilla y, regresando a la parte trasera de la nave, buscó los depósitos.

Accionó el aparato y un diminuto rayo perforó la plancha del depósito.

—Es lo que me figuraba. El rayo es más poderoso que la plancha... Habrá que construir otros depósitos.

—¿Con qué material? —inquirió el profesor.

—Quería valerme de los propios medios que encon­trara, pero esto nos llevaría demasiado tiempo. Tendré que regresar, a menos que...

Quedó pensativo unos instantes, y murmuró:

—Es curioso... Llevaba muchos períodos sin tener que utilizar la cabeza... Creo que esto es bueno.

—¿En qué está pensando?

—En el ataque que se avecina.

—¿Está seguro?

—Oigo las pisadas de seis seres metálicos que se aproximan. Deben estar cerca.

—Avisaré a mis hombres...

—Las balas de sus rifles no sirven para nada, pro­fesor...

—¿Está seguro?

—Las vi cuando Grener me disparaba a los pies para que me detuviera. No abollarían ni siquiera un cuerpo metálico. Le digo que son inofensivas.

—Están fabricadas con una aleación especial y el simple roce con otros minerales produce una descarga eléctrica.

—Muy interesante, pero insuficiente. Pienso que ni siquiera mi propio rayo servirá para aniquilarles. —Y Changoh volvió a quedar pensativo.

—Entonces..., ¿cómo espera combatirles?

—Voy a hacer una prueba... ¿Cree que puedo caber en esa cueva? —inquirió señalando la entrada subte­rránea.

—Es un poco justo, pero ya sabe que donde pasa la cabeza pasa el resto del cuerpo... Su constitución es similar a la nuestra. ¿Por qué no lo intenta?

Changoh se colocó completamente pegado al suelo y avanzó hacia el agujero.

La cabeza pasaba perfectamente.

Asomó y se fijó en la cavidad interior.

Era una cueva bastante grande. Mayor en el interior que a la entrada.

Continuó arrastrándose, hasta que su cuerpo quedó completamente dentro.

Allí le era posible mantenerse en pie y todavía le quedaba espacio por encima de su cabeza[1] .

Los demás, con piedras, habían improvisado una mesa y unos asientos.

Estaban comiendo unos alimentos sintéticos.

—¿Gusta, Changoh? —inquirió Gabon.

—Gracias, amigos. Nuestro sistema de alimentación en Stentilvaan no ofrece problemas. Las cámaras de in­halación de alimentos nos proporcionan lo necesario para una larga temporada.

—¿Tiene reservas? —preguntó Grener.

—Dispongo de un tubo con píldoras complementa­rias. En esto no tengo problema. —Y cambiando de tema con una rápida transición añadió—: Déjenme ver sus armas y municiones.

A una seña del piloto, Grener se levantó y alcanzó su fusil y una especie de cartuchera con balas.

Changoh la tomó y se quedó observándola un mo­mento. Luego cogió una de las balas y la dejó en un lugar apartado de la mesa donde estaban comiendo los otros.

—¿Qué intenta? —preguntó el piloto.

—Hacer una prueba con ese material. Y sacó la boquilla.

Los demás dejaron de comer y se aproximaron, de­seosos de estar presentes en otro de los experimentos que prometía ser muy interesante.

Changoh apuntó con la boquilla hacia la bala y soltó el diminuto rayo.

De inmediato, la bala produjo una llamarada que se extinguió rápidamente, quedando convertida en algo de­forme.

—No está mal —murmuró Changoh—. Al menos, no se ha derretido.

Inmediatamente, probó con otra.

Tres miradas se dirigieron hacia la bala que nueva­mente, al recibir el chorro del rayo, se inflamó para quedar en estado deforme.

—Graduación mínima. Se puede probar —comentó Changoh como si hablara consigo mismo.

Dirigiéndose a los dos hombres añadió:

—Denme todas las balas. Aquí no les servirían de gran cosa.

Piloto y copiloto cambiaron una mirada.

El profesor apareció por el umbral del agujero di entrada.

—Háganlo, muchachos. Sería estúpido no fiarnos de él, después que pretende ayudarnos.

—Bueno... Si de verdad esto no sirve para nada —murmuró Grener.

—No quiero que le quepa la menor duda sobre ello —replicó Changoh—. Dispare contra mí.

Le arrojó el arma suavemente y Grener la tomó indeciso.

—¡Vamos! Dispare donde quiera...

—Dispare, Grener —sonrió el profesor—. Si él lo dice puede estar completamente seguro.

Grener sonrió.

—Me basta su palabra.

—¡Dispare, hombre! —rogó Changoh.

—Bueno... Si se trata de una demostración... —Y el copiloto apuntó al pecho de Changoh y oprimió el gatillo varias veces.

Cargadas las cinco recámaras, los cañones arrojaron las balas fabricadas con aleación especial.

Al chocar contra el cuerpo de Changoh, los proyec­tiles rebotaron.

—Si llego a poder explicarlo, no me van a creer —murmuró el copiloto colocándose displicentemente el fusil sobre el hombro.

Gabon ya se acercaba con cuatro cajas de muni­ciones.

—¿Le bastan éstas? —preguntó.

—Espero que sí...

El profesor se volvió. Miró al exterior y murmuró:

—Parece que alguien se está acercando.

—¿Ahora lo oye? —inquirió Changoh.

—¡Oh! Usted lo había oído desde hace tiempo —re­plicó.

—Sí... Están muy cerca de la entrada del cráter. Es mejor que se metan todos dentro y me dejen sólo a mí.

—¿No podemos hacer nada? —preguntó Gabon.

—De momento, no...

El profesor pasó al interior y Changoh se colocó pegado contra el suelo.

—Si no saliera usted... —empezó Rand.

—Es inútil. Ya saben dónde estoy.

—¿Cree que pueden verle?

—Verme, no... Pero me están oyendo.

—¡Asombroso! —exclamó Rand, mientras Changoh se arrastraba para salir a la superficie.

Los seis robots, con un aspecto idéntico al del propio Changoh, asomaron desde lo alto del cráter.

Se plantaron equidistantemente unos de otros ro­deando por completo la abertura superior del cráter, cuando Changoh había salido ya situándose lejos de la nave.

—¿Me buscáis a mí? —gritó alzando la voz. 


CAPITULO VI

La perfección de métodos y sistemas de Stentilvaan no permitía sin embargo poder ver la zona oscura del planeta.

Las pantallas de visión a distancia, tanto las norma­les como las de los memorizadores de los cerebros, no alcanzaban a reflejar lo que en aquellos momentos tenía lugar en el cráter.

El inspector número uno pulsó varios botones, sin obtener ni información ni audiovisión de lo que estaba sucediendo.

En su sala de operaciones, el gran jefe consultaba con un cerebro, que se mostraba impotente para reflejar la cara oculta del planeta.

Esa podía ser la única ventaja realmente importante de Changoh en su lucha contra los hombres metálicos de Stentilvaan.

La escena en el cráter era la misma. Los agresores parecían mostrar una actitud contemplativa hacia su futura víctima.

Changoh, impertérrito, esperaba que diese comienzo el ataque.

—¿Me buscáis a mí? —repitió.

De los seis robots metálicos, el que parecía inves­tido con la suprema autoridad contestó:

—Sí, Changoh. Debes venir con nosotros sin oponer resistencia.

—Sabéis que no regresaré.

—En tal caso tendremos que destruirte —replicó la voz del robot jefe.

—No podréis... Nunca consentiré que me destruyan las máquinas que yo mismo he creado.

—Tenemos que hacerlo, Changoh. Tenemos que hacer­lo ahora mismo —dijo la voz.

—Entonces podéis empezar... Pero antes sabed una cosa... Necesito la placa metálica de vuestros cuerpos inútiles.

—No la conseguirás. Quedarás destruido antes. —Y tras esas palabras, el robot jefe levantó una de sus extremidades.

El otro brazo lo situó de manera que apuntara a Changoh. Los demás le imitaron.

La descarga de rayos iba a producirse.

Changoh aguardó.

Las manos de los seis monstruos metálicos brillaron instantáneamente y de cada una de ellas surgió un rayo.

Los seis chorros dirigidos al cuerpo de Changoh for­maron una estrella, cuyo centro era el propio Changoh, que aguantó bien la descarga.

Comprendiendo que por aquel procedimiento era indestructible, los robots comenzaron a descender lenta­mente por el cráter.

—Es lo que suponía. Quieren emplear la fuerza.

Buscó un lugar que estuviera lo suficiente elevado y, al dar con él, vació una de las cajas de municiones, formando con ellas un montón.

En otro sitio del cráter hizo lo mismo con la se­gunda caja y así sucesivamente con las dos restantes.

Los robots bajaban al mismo ritmo, avanzando siste­máticamente paso a paso, sin adelantarse unos a otros. Todo parecía medido, perfectamente calculado.

Changoh se colocó en una de las paredes del cráter. Extrajo del bolsillo la boquilla y se situó detrás del primer montón de balas que había colocado sobre una de las piedras salientes de la pared.

Esperó.

Los robots avanzaban silenciosos con la mirada pues­ta en el ser viviente que esperaba tenso, rígido, con los sentidos en tensión.

Los seis muñecos estaban ya en la base misma del cráter y sólo unos pocos pasos les separaban de Changoh.

Se reunieron y levantaron los brazos como sujetos sonámbulos hacia el cuerpo de Changoh.

—Tú lo has querido —dijo el jefe.

Changoh apuntó con su boquilla el montón de balas y esperó que el robot más próximo estuviera cerca.

Entonces, haciendo un quiebro y colocándose detrás del montón, accionó el resorte de la boquilla para arro­jar el rayo contra las balas.

Dio una mayor presión y la llamarada que se produjo en los proyectiles paralizó momentáneamente al robot.

Los cartuchos estallaron y algunos salieron impul­sados hacia el cuerpo del robot.

La composición de los proyectiles mezclada con el rayo de Changoh produjo el efecto que esperaba, al chocar contra la carcasa del robot.

El fuego se extinguió y un humo corrosivo taladró la plancha.

El robot permaneció inmóvil.

Entonces Changoh aplicó el rayo a través del bo­quete.

El mecanismo interno produjo una serie de chispa­zos y cortocircuitos.

El muñeco se tambaleó y humeante cayó de espal­das contra el suelo de basalto.

La imagen de aquel ser sin vida tumbado boca arriba era similar a la de un hombre con el corazón atrave­sado, sólo que allí dentro el corazón artificial había sido pulverizado, desintegrado por la fuerza del rayo.

Changoh no se entretuvo en ver el efecto, sino que escurriéndose de sus otros atacantes se situó detrás del segundo montón y esperó a que otro de los robots es­tuviese a tiro.

Disparó el rayo y las balas, tras incendiarse al con­tacto, salieron disparadas contra el cuerpo del también segundo atacante, que sufrió idénticas consecuencias que el anterior.

—No sois indestructibles —dijo Changoh—. Incluso puedo venceros con mis puños, aunque nadie se haya atrevido a hacerlo... Pero sois demasiados... Tenéis tiempo de regresar.

Ninguno de los cuatro muñecos retrocedió, ni con­testó... Eran seres que carecían de razonamiento. Cum­plirían su misión y serían destruidos en el empeño.

Estalló el tercer montón y el cuarto...

Cuatro robots yacían insensibles en el suelo, pero quedaban todavía otros dos, amenazadores, implacables.

El profesor asomó por el agujero, y detrás de él se colocaron los otros dos hombres, estirando sus cuellos para observar la singular escena.

Uno de los robots, con el brazo derecho extendido, impedía que Changoh pudiera acercarse. El otro trataba de rodearle.

Entre los dos parecían querer emparedarle.

Eran fuertes. Su piel parecía construida de granito indestructible, pero a Changoh no parecía importarle gran cosa la desigualdad de la posible lucha.

Atacó.

Inclinándose hábilmente, golpeó el abdomen de su primer adversario.

El robot ni siquiera se dobló.

Tampoco Changoh pareció resentirse de los nudillos al contacto con aquella piel flexible pero dura como el material de que estaba construida.

Blandió de nuevo sus puños y apartó el brazo con las manos unidas.

El robot permaneció estático.

El profesor murmuró:

—Esto no es posible. Una lucha cuerpo a cuerpo de un ser contra dos robots...

—El sabe que puede vencerles —dijo Gabon.

—Deberíamos ir —murmuró Grener—. Podemos echar­le una mano.

—No —previno el profesor Rand—. Si os alcanzaran con sus rayos, os dejarían reducidos a cenizas... Ade­más, vosotros, nosotros todos, carecemos de su enver­gadura. El peso tiene mucha importancia.

En el exterior, en la base del cráter, la lucha desigual y fantástica proseguía.

Changoh tuvo que repetir el golpe para que el robot apartara el brazo. Entonces, otra vez con las manos en­trelazadas, buscó el rostro del monstruo.

Por detrás, una mano metálica apretaba ya su cuello y Changoh maldijo el tiempo perdido con su primer atacante.

La mano seguía apretando y él no podía desasirse.

Estaba inmovilizado y notaba que aquel poder terri­ble amenazaba con seccionarle el cuello.

En un tremendo esfuerzo se revolvió arrastrando el pesado cuerpo de su atacante.

Utilizando los codos en una extraña llave, golpeó los flancos de su adversario y sintió que la presión cedía.

Echó la cabeza hacia adelante y pudo librarse de aquella terrible garra.

Antes de revolverse y pasar al ataque vio al otro que se acercaba y en acrobático salto echó ambas pier­nas para adelante, que chocaron contra el cuerpo del monstruo.

Al impacto, la máquina se echó hacia atrás y luchó por mantener el equilibrio.

Entonces Changoh, en otra extraña y acrobática pi­rueta, saltó hacia atrás de modo que su cabeza, pasan­do por entre los brazos del otro robot, chocara contra el pecho de éste.

La dureza del golpe hizo tambalear a su enemigo, que fue a dar con la espalda contra una de las paredes del cráter.

El otro avanzaba y Changoh saltó hacia adelante, abrazándole. El robot hizo lo propio y con ello mantuvo los brazos ocupados.

Changoh aguantó la presión, al mismo tiempo que sacaba uno de sus brazos. En la mano sostenía la bo­quilla.

Rápidamente, con ella apretó brutalmente el ojo del monstruo, que lanzó un terrible alarido.

Accionando el resorte, el rayo penetró por la cavidad del ojo reventado y el monstruo quedó paralizado, está­tico, y acabó por tambalearse y caer como lo habían hecho con anterioridad los otros cuatro.

Quedaba uno.

—¡Te destruiré! —bramó el muñeco.

—Sabes que no podrás... Sabes que con un aparato me habría bastado para paralizarte, pero aún sin él, mi ingenio y mis puños son superiores a ti...

—No...

—Sabes que sí... Tienes un cuerpo y una forma que te hemos dado, pero careces de iniciativa. Eres una má­quina y no puedes ser más fuerte que quien te planeó.

—Te equivocas...

Era el jefe. El que hasta entonces había comandado a los que yacían panza arriba, inmóviles, destruidos.

—Vamos... Quisiera de veras que pudieras razonar y que ahora mismo te fueras y buscaras la libertad... Pero esto es imposible. La perfección no existe.

—Sí, existe... Y yo no soy un muñeco.

—¿Qué...? —inquirió extrañado Changoh.

—No soy un muñeco... El tiempo y esa oscuridad te ha impedido reconocerme. He cambiado bastante.

—¿Quién eres? —preguntó Changoh.

—Soy Belok..., Changoh.

—¡Belok! Has cambiado la voz, pero hay algo en ti...

—Soy Belok —repitió la criatura—. Hermano de Gora.

—¡Belok! Creí que...

—No se pasa bien en la cámara de aniquilamiento, Changoh, y uno aprende que es mejor someterse... No hay problemas sometiéndose...

—Belok... Tú no puedes hacerles el juego a ellos. No puedes ponerte de su parte.

—Ya no tengo otro remedio, Changoh. Además, es justo. —Hablaba como los seres que habían sufrido ya la mutación de su personalidad. No existía diferencia entre él y los muñecos. No una diferencia entre el cuer­po y el modo de andar o de hablar, sino en la voz, en aquella mirada petrificada, triste, fría, insensible, en aquel rostro que la boquilla de Changoh iluminaba y podía ver totalmente inexpresivo, impenetrable, como el rostro de un muerto que hubiese quedado con los ojos abiertos, unos ojos ciegos, sin vida...

—¿Cómo puedes hablar de justicia, Belok? Tu her­mana Gora huyó y con ella otros. Muchos tal vez han muerto, otros deben haber sufrido mucho en la cámara. ¿De qué servirá su sacrificio si tú, uno de ellos, te pones de parte de las deformaciones?

—Tú fuiste uno de los que les creaste.

—Colaboré en la investigación. Sí. Pensé formar un mundo mejor, pero no pude prever las consecuencias y cuando quise echarme atrás ya no me dejaron. Había quedado preso de mis propios descubrimientos.

—Entonces, no puedes quejarte. Todo salió conforme a los planes.

—Te han inyectado, Belok. Lo veo claramente. Han experimentado contigo porque necesitan mezclar seres vivos con los hombres artificiales que produce la fá­brica. No acaban de fiarse...

—Tengo que acabar contigo, Changoh.

—Podría destruirte... Podría hacerlo, pero Gora nunca me lo perdonaría.

—Gora está muerta. En el valle de las sombras nadie puede vivir. Excepto los robots.

Belok avanzó con ambos brazos extendidos.

—Si puedes aniquilarme, hazlo, pero lo dudo. Tú eres más inteligente. Pero yo más fuerte...

Belok seguía avanzando mientras Changoh retrocedía.

No era cobardía lo que sentía, ni miedo a que su contrincante pudiera ser realmente superior.

No quería hacerle daño. Deseaba conservarlo vivo y especulaba en el modo de hacerlo.

En su retroceso tropezó con una piedra movible y cayó de bruces.

Al revés que el resto de los robots, Belok se lanzó contra él como un auténtico luchador.

Changoh esquivó la acometida rodando sobre sí mis­mo, mientras su contrincante caía planeando.

Se incorporaron rápidamente.

Changoh intentaba mover la pesada piedra en la que había tropezado cuando su antagonista levantaba una mano y la descargaba rápidamente contra su espalda.

Changoh sólo pudo esquivar medianamente el golpe, sintiendo el terrible dolor en la parte dañada.

Belok volvió a atacar, pero ya Changoh se había cubierto.

Retrocedió nuevamente, luchando a la contra.

Esperó a que su rival descargara el puño derecho, para esquivar y asirle el brazo retorciéndoselo en una llave brutal.

Belok no dio la menor sensación de acusar dolor ninguno y, utilizando el otro brazo, golpeó el costado de Changoh, que se vio obligado a soltar la presa.

Con gran agilidad Belok frente a su antagonista, tornó a pegarle utilizando ambos brazos y sacudiéndole a los flancos.

Una terrible punzada y la sensación de que se para­lizaba todo su sistema respiratorio fue lo que sintió Changoh.

Aprovechando aquel momento de paralización, Belok tendió su brazo hacia la cabeza de Changoh, que saltó impulsado hacia atrás.

Caído al suelo, parecía a punto de perder la noción de la realidad, y su antagonista se acercaba con ánimo de rematarle. De acabar con la lucha asestándole el golpe definitivo.

Jadeante, pero inmóvil, Changoh le observaba.

Pretendía acumular todas las fuerzas que aún le que­daban.

Belok levantó la mano. La cerró y descargó toda su fuerza para golpear la cabeza del caído utilizando el puño a modo de martillo.

En el último instante y cuando la manaza estaba a punto de rozarle, Changoh se apartó.

La mano golpeó el basalto y Belok pareció perder el equilibrio de su cuerpo.

Corrió Changoh nuevamente hacia la piedra.

La removió y con un tremendo esfuerzo consiguió levantarla.

Belok llegaba en aquel instante.

Vio cómo Changoh estaba a punto de arrojar el pedrusco y trató de cubrirse.

Changoh se lanzó con la piedra, derribando a su antagonista.

La pesada carga y la dureza de la roca hicieron caer a Belok.

Su cuerpo y su cabeza, al dar contra el suelo, aparte del terrible golpe recibido, le inmovilizaron.

Jadeante, Changoh retiró la piedra y observó a su rival.

Estaba inmóvil, no respiraba...

—¡Ayúdenme! —pidió Changoh al profesor y sus compañeros, testigos de excepción de aquella singular pelea.


CAPITULO VII

Lo habían arrastrado hasta el interior de la cueva del cráter y ahora se hallaba tendido en el suelo.

Changoh buscaba en el botiquín de los extranjeros.

—¿Necesita algún medicamento especial? —preguntó el piloto Gabon.

—Algo que esté compuesto a base de Buconina...

—¿Qué es Buconina? —inquirió el profesor.

—Plasma...

—¿Plasma sanguíneo?

—Algo parecido...

—Tenemos algunos frascos, pero puede que no se ajuste al organismo de su amigo.

—No se trata de ninguna transfusión. Hay que pro­ceder a un lavado interior... Le han inyectado en la sala de experimentos de la cámara aniquiladora.

—¿Eso hacen?

—Es un proceso para acelerar las mutaciones y cam­biar la especie. Algunas veces lo consiguen, cuando los organismos resisten.

—¿Y los que no se someten? —preguntó Ryda.

—Esos son conservados en cámaras especiales. Oja­lá nunca tengan que conocerlas, porque si no mueren acaban pidiendo a gritos que les conviertan en lo que quieran... Luego utilizan sus órganos para mezclarlos con los de los robots. Incluso pueden reproducirse por los procedimientos normales.

—¡No! —exclamó el profesor, cuyo asombro había llegado al límite.

—Esto es lo monstruoso, porque ya no es posible evitar un habitáculo completamente degenerado.

Con el pequeño instrumental de los extranjeros pro­cedió a efectuar una operación quirúrgica a Belok.

—¿Va a hacerlo usted? —preguntó Ryda.

—Soy médico. Aunque llevo mucho tiempo sin ejer­cer.

—Yo también soy médico —dijo el piloto Gabon—. Pero dejé la ciencia de los cuerpos por la espacial. Me gustará ver cómo lo hace y si puedo ayudarle...

—La intervención no es de tipo médico, sino pura­mente científico-experimental... Hay que extirparle los controles adicionales y lavar las heridas. Déme ese plas­ma, profesor.

Rand le proporcionó todos los frascos que poseía. Seis en total.

—Nuestra constitución es tres veces superior a la suya, por tanto espero que con tres frascos sea sufi­ciente —dijo Changoh.

El pequeño bisturí de urgencia que le fue facilitado sirvió para desgarrar la gruesa piel de Belok.

Tras practicar la incisión con evidente maestría, trazó en el costado del paciente una línea recta que en seguida se cubrió de un líquido espeso, negruzco como la sangre.

Aplicó unas compresas y antes de tirar la piel cauterizó la herida utilizando un diminuto rayo salido de su boquilla.

—Sirve para destruir y para curar —dijo Changoh—. Pero se creó para lo segundo.

—¿Es láser? —preguntó Gabon.

—El láser ya no se usa. Este rayo es mil veces supe­rior. Se obtiene con un generador para aprovechamien­to de rayos cósmicos.

Detenida la hemorragia, Changoh prosiguió con su intervención.

La tijera de su equipo utilitario de emergencia, unas pinzas y otros instrumentos que los extranjeros no ha­bían visto jamás fueron utilizados para extirpar, suje­tar, cortar y posteriormente coser los miembros inte­riores.

Una especie de ungüento aplicado a la herida tuvo la propiedad de unir la gruesa piel del paciente.

Por último, la aplicación del rayo dejó a Belok sin la menor huella de haber sido intervenido.

Ante la mirada atónita de los cuatro extranjeros, Changoh propuso:

—Ahora les necesito para construir el nuevo depósito para combustible de su nave. No se preocupen por Belok, todavía tardará en despertar.

---------------- 

Aquel rayo extraordinario actuó de soplete para cor­tar en láminas los cuerpos de los cinco robots tendidos.

Ryda, habituada a presenciar muchas cosas desagra­dables, no pudo reprimir un gesto de asco al ver aque­llos cuerpos sin la piel metálica, mostrando su esque­leto recubierto de los órganos propios de los seres de Stentilvaan.

Interiormente los muñecos poseían lo mismo que otros seres vivientes, además de los aparatos de preci­sión que servían de radar, de cámara, de generadores de energía por rayos y todos los perfeccionamientos de la técnica y de la ciencia.

El aparato transmisor a la altura del cerebro sus­tituía el oído privilegiado de los seres de la metrópoli.

Los ojos, dotados de una retina ultrasensible, podían ver a distancias insospechadas.

Ahora, sin embargo, eran esqueletos, muñecos a pun­to de una reparación, animales despellejados, mientras sus «pieles» eran utilizadas siguiendo un rápido diseño de Changoh, para que el profesor y los otros dos hom­bres construyeran el depósito que había de servirles para proseguir su vuelo espacial y salir del cráter.

A todos les parecía extraordinaria la rapidez con que actuaban.

Para Changoh no existían problemas. Su escaso ins­trumental de bolsillo facilitaba muchos problemas que en su planeta de procedencia resultaban, además de cos­tosos, muy laboriosos, y se necesitaban fábricas espe­cializadas.

En cambio Changoh trabajaba y daba las órdenes sobre la forma de montar aquello como un niño ante un juguete sin más trascendencia.

¡Y estaba construyendo nada menos que el depósito de una nave espacial!

En escaso tiempo, la caja estaba a punto de ser mon­tada.

Las soldaduras se realizaban o bien por rayos o bien utilizando el mismo ungüento que Changoh había apli­cado a Belok.

Mientras soldaba uno de los costados al depósito ajustando a la cavidad de la nave explicó:

—No es el mismo rayo para todo, ni la misma fuerza e intensidad. El azul sirve para derretir algunos metales y unirlos por enfriamiento.

Al hablar seguía trabajando y manipulando aquella pequeña boquilla con una maestría y tacto que dejaba a los otros sin capacidad material de sorprenderse.

—Luego hay el rayo vivificador, para casos de emer­gencia que sirve para cauterizar las heridas como hice anteriormente. Y por fin, dando una presión distinta, surge el rayo mortal. Esto ya está listo.

El depósito estaba perfectamente sujeto, y los tubos de los diferentes conductos perfectamente soldados.

—Ahora hay que comprobar si el nuevo combustible servirá. Yo creo que sí.

También fue el rayo el encargado de proporcionar el combustible.

Changoh había colocado la tapa del depósito, soldándola y practicando en ella un diminuto agujero. Por él introdujo a presión una pequeña dosis de rayo, soldan­do con la misma punta de la boquilla el agujero.

—Esto es suficiente para perderse por el espacio. La energía que genera es de la misma densidad que la existente en la atmósfera.

—Pero en el cosmos no existe la atmósfera —dijo el piloto en son de amigable protesta.

—No existe la atmósfera conocida en otros mundos, o en otros habitáculos. Pero existe una clase de atmós­fera. Este no es el nombre adecuado. Debería ser vien­to espacial. Algo imperceptible, pero que nosotros he­mos llegado a medir, y gracias a ello, captando todas las ondas y midiendo esa intensidad atmosférica hemos descubierto, quiero decir que descubrimos hace muchí­simo tiempo la aplicación del rayo para los viajes con vehículo. Tengan en cuenta que de no existir esas on­das invisibles no sería posible utilizar las pantallas transportadoras.

Se extendió en otros tecnicismos que sorprendieron al profesor, no por desconocidos, sino por la facilidad con que dominaba una materia que en muchos habi­táculos se estaba en pañales en relación con la misma.

La ingravidez, la carencia de oxígeno y nitrógeno en el espacio ya no constituían ningún problema para los que habían conseguido extraer y analizar el viento es­pacial.

—Pruebe los mandos —dijo Changoh al piloto.

Gabon subió solo. Pulsó los botones para retirar la escalerilla y cerrar la puerta. Comprobó los depósitos de oxígeno especial para mantener la gravitación den­tro de la nave e hizo un gesto indicando que se pro­ponía despegar.

Las turbinas reactoras, al revés que cuando eran car­gadas con el combustible de Olderland, no emitieron el menor sonido, si bien a todos extrañó que Changoh se tapara los oídos como si estuviera escuchando el más estridente e inaguantable de los ruidos.

—¿Qué le pasa? —preguntó Ryda.

—Ustedes no pueden oírlo, pero este ruido es ensordecedor...

—¡Si escuchara el nuestro! —replicó Grener.

—Es infinitamente superior el que ahora no oyen. Son vibraciones que por oídos corrientes no pueden ser captadas, pero para la sensibilidad de nuestras trompas escapan de todo control... Todo lo vivo emite ruidos..., incluso los vegetales.

La nave se elevó verticalmente con extraordinaria suavidad.

El profesor extrajo su pequeño transmisor receptor y conectó con el aparato.

El piloto Gabon transmitía.

—Es fantástico, amigos. Es como volar sin lastre. Puede alcanzar velocidades insospechadas.

—Magnífico, Gabon. Comprueba el radar y los demás aparatos. Intenta saber a qué distancia nos hallamos de Olderland.

—Es lo que estoy haciendo, profesor.

En aquel momento y cuando Changoh quitaba las manos de los oídos, se volvió porque acababa de es­cuchar otro ruido, que los demás, absortos en el vuelo de la nave, tampoco habían advertido.

El ruido procedía de la cueva, por cuyo agujero asomaba Belok.

Llevaba una boquilla en la mano y apuntaba hacia el grupo.

CAPITULO VIII

—¡Cuidado, Belok! Son gente de paz —advirtió Chan­goh.

Los otros se habían vuelto y miraban a Changoh como pidiendo consejo sobre lo que debían hacer.

—¡Enanos! ¿De dónde han salido? ¿Quién me ha me­tido aquí?

Se incorporó y miró fijamente a Changoh, con ex­presión lejana.

—¡Changoh! —exclamó reconociéndole.

—¿Me recuerdas, Belok?

—¡Qué tontería! Claro que te recuerdo... Pero... no comprendo qué hago aquí. He tenido un sueño extraño. Dormía y veía lo que estaba sucediendo.

—¿Y qué veías? —preguntó Changoh.

—El laboratorio, la sala de experimentos del cerebro-cirujano... Creí que iba a someterme a ellos.

—Y te sometiste.

—¿Qué?

—Mira lo que hay a tu alrededor

—Y Changoh le mostró los cuerpos despellejados de los robots.  

—Son...

—Sí.

—¿Yo estaba con ellos?

—Sí.

—He soñado algo de esto.

—No lo has soñado. Lo has vivido.

—Pero... ¿Qué hago aquí? ¿Y tú?

—¿No recuerdas nada más?

Los otros escuchaban con vivo interés aquella rá­pida conversación.

Belok quedó pensativo, confuso. Estaba haciendo un intenso esfuerzo que lo expresaba con su mirada bien distinta de antes de ser intervenido.

—No consigo coordinar por completo.

—Recuerda...

—No puedo...

—¡Tienes que hacer un esfuerzo, Belok! Utiliza el ce­rebro, antes de que te quede atrofiado.

—Sé que me ordenaron una expedición.

—Para llevarme con ellos.

—¿Sí?

—He huido.

—¡Oh! ¿Y me han mandado a mí? Creo que empiezo a comprender...

—Bien. Es suficiente por ahora. Sólo quería asegu­rarme de que realmente vuelves a ser tú mismo.

—¿Cometí muchas barbaridades?

—Aquí sólo intentaste matarme.

—Esto no es posible... Eres uno de mis mejores amigos —protestó jadeante Belok.

—Lo sé. Pero cuando a uno le cambian el cerebro, y le envenenan la sangre, ya no puede ser dueño de sus actos.

—Gracias por haberme ayudado, Changoh... Pero... Estamos en la zona oscura... ¿Qué podemos hacer aquí? Me estoy helando.

—Utiliza la escafandra, y toma algún alimento, su­pongo que no debes tener reservas.

—No.

Changoh le ofreció su tubo.

—Restáurate. Luego iremos con esa gente.

—¿Dónde?

—A explorar. Tal vez encontremos a Gora y a los otros... El profesor Rand dice que en las profundida­des hay humedad, quizá exista una forma de vida. Construiremos otro habitáculo. Haremos una metrópoli de esta zona muerta. Algo que no sea tan perfecto como Stentilvaan, donde varones y hembras puedan vivir con sencillez, incluso con problemas que puedan resolver por sí mismos.

—Sería muy hermoso.

—Podemos intentarlo.

El profesor intervino tirando de la ajustada pernera de Changoh.

—¿Y cómo piensan viajar en nuestra nave. El ta­maño es excesivamente reducido.

—Ha quedado plancha. Construir una plataforma y soldarla debajo del módulo no será difícil —explicó Changoh.

—¿Y viajarán a la intemperie? —preguntó Grener.

—La temperatura no cambia y nuestras prendas nos aíslan por completo del exterior.

—Bien... Entonces no hay inconveniente. Será un verdadero placer tenerles como invitados.

La nave descendió verticalmente posándose sobre la superficie del cráter.

Gabon descendió sonriente.

Al ver cómo Belok se metía nuevamente en la cueva, murmuró:

—¿Ya despertó?

Era una pregunta que equivalía a dos y ambas le fueron contestadas afirmativamente.

Había despertado y con los ánimos apaciguados.

Gabon miró a Changoh, sonrió y lanzó un silbido de admiración.

---------------- 

—El oscilador ha quedado inmóvil —dijo el inspec­tor—. Era nuestro único contacto con los robots.

La pantalla del cerebro encargada de transmitir, emi­tió un gruñido y marcó unos signos.

La respuesta quería decir:

—Siguen en la zona oscura.

—Sabíamos que estaban en la zona oscura, pero no podíamos seguirles los pasos, sólo la luz roja indicaba que seguían vivos. Ahora se ha apagado.

—Perdido control —replicó uno de los altavoces del cerebro.

—¡Nunca tuviste el control! —exclamó el inspector, como si la máquina fuera un ser viviente.

—Pero oía sus pasos. Ahora no los oigo —replicó la máquina.

—Entonces es que han desaparecido.

—Han desaparecido —repitió la máquina.

El inspector cerró el contacto de la pantalla y puso en funcionamiento otra.

—¿Qué hay de los trabajos acelerados?

—Dentro de poco tendremos el nuevo rayo para perforar los escudos protectores. Pronto estará en dis­posición de ser usado.

—Necesito otros seis agentes mejores que los que he enviado más allá del monolito —exigió el inspector.

—Los agentes serán construidos.

—Lo quiero todo con la máxima urgencia —recalcó el inspector.

—La máxima urgencia —repitió el cerebro.

Una voz lejana le advirtió:

—«Preséntate inmediatamente, número uno.»

Y el número uno reconoció al gran inspector y se apresuró a replicar:

—Me proyecto ahora mismo.

---------------- 

La plataforma ya estaba construida, y la nave car­gada con los cuatro pasajeros en el interior, y Changoh y Belok, sobre el suplemento recién fabricado, estaba preparada para partir.

Un espejo que Belok había facilitado, servía para hablar mediante señales entre los del interior y los de fuera.

A una seña del piloto, Changoh hizo un ademán afir­mativo, y rápidamente se produjo aquel ruido que sólo los stentilvaanos podían percibir.

Dentro, Gabon murmuró:

—No se necesita ni copiloto.

—Déjame probar a mí —pidió Grener.

—Después. Fíjate. No hay que pulsar ningún botón.

El combustible mueve la nave como si fuese el arte­facto menos pesado.

Accionó la palanca correspondiente al despegue, y el vehículo espacial se elevó verticalmente.

Sujetos a los tubos que ellos mismos habían soldado, Changoh y Belok podían ver el rostro sonriente de Ga­bon, manejando los mandos.

—Parece que lleve un juguete —murmuró Belok.

—Es el combustible. Les facilita la pesada labor de comprobar el resto de aparatos. Están en pañales en cuanto a ingenios espaciales, pero puede que les con­venga no ir demasiado de prisa.

Tras un silencio, Belok, murmuró:

—Parecen buena gente.

—Sí. Pero susceptibles a volverse codiciosos. Todo animal pensante, con una inteligencia, procura supe­rarse. Los hay que tienen escrúpulos, otros persiguen el conocimiento de las cosas a cualquier precio, sin im­portarles la forma de conseguirlo...

—No están en condiciones de inquietarnos —replicó Belok.

—No.

Otro silencio. Belok miró a su compañero.

—No piensas volver a Stentilvaan, ¿verdad? Me re­fiero a la zona de vida.

—No... Y me hubiese marchado antes de saber lo que ocurría. No me enteré hasta hace muy poco. Soportaba con resignación esas mutaciones progresivas. Estaba trabajando en algo para atajar el mal. No sabía que en el laboratorio se experimentaba, hasta que me hice con unos datos... El inspector lo llevaba todo personal­mente, sin duda porque esperaba mi reacción.

—Ahora volverán a por ti... Y a por mí.

—Lo sé. Y no me importa. Intentaré vencerles con todos los medios a mi alcance. No les destruiré en su propio redil. Allá ellos, pero tampoco consentiré que se metan en mi nueva forma de vida.

—Será difícil.

—Puedes volverte atrás si quieres...

Changoh había hecho oscurecer el rayo y ahora sólo veía al piloto, a través del espejo por la luz de la nave. Gabon no podía verles a ellos, porque las tinieblas eran absolutas.

—No. No me volveré atrás. Deseo encontrar a mi her­mana, y ayudarte a construir esta nueva ciudad.

Changoh, volvió a encender la luz a modo de señal, y Gabon se puso a la escucha de un radio-receptor.

Changoh le habló sin necesidad, de ningún aparato. Su voz atravesaba el paréntesis metálico de la nave, aunque Gabon sólo pudiera captar las palabras a tra­vés del receptor.

—Sobrevuela bajo. Nos conviene explorar el terreno.

El poderoso haz de luz de los focos bajos de la nave, iluminaron la superficie basáltica, descendiendo nota­blemente.

Changoh y Belok contribuyeron a aumentar su claridad, utilizando sus respectivas boquillas.

Las tinieblas quedaron taladradas y el inhóspito, frío y desolador suelo de la parte muerta del planeta quedó al descubierto.

—¿Crees de veras que habrá alguna forma de vida? —inquirió Belok.

—Si existe agua, o un líquido que la pueda sustituir, tendremos una de las bases primordiales... Luego ha­brá que examinar el subsuelo, analizar los minerales, quizá sea posible encontrar elementos combustibles y minerales para convertir en herramientas... Si es así, se podrán construir fábricas, las sustancias vegetales nos permitirán manufacturar alimentos, poco a poco construiremos una nueva comunidad.

—Sería maravilloso, sobre todo si pudiéramos encon­trar a los que se fueron.

—Yo tengo fe en ello.

—Deberíamos rescatar a los prisioneros. A los que se niegan a convertirse en deformaciones.

—Tal vez...

—Juntos seríamos un pueblo unido...

—Ya lo he pensado.

—Pero sería peligroso volver allí... Ellos habrán des­cubierto nuevas armas...

—¡Calla! —pidió Changoh—. ¿No has oído?

—Sí, creo que sí...

—¡Era la voz de Gora. Estoy seguro!

—¿De mi hermana?

—Sí, Belok... Es Gora, la he vuelto a oír y está en peligro. ¡Vamos! Hay que dirigir la nave hacia donde se encuentra.

CAPITULO IX

Por radio, Changoh dirigió al piloto Gabon hasta el punto exacto donde debía tomar contacto con el suelo.

La nave bajó lentamente hasta posar su trípode sobre el duro suelo.

Allí el terreno, aun siendo agreste y desnudo, cam­biaba ligeramente de aspecto.

A los focos de la nave y las luces de las boquillas de Changoh y de Belock pudieron observar una especie de cadenas montañosas. Era la única variante de una geografía monótona.

—¿Estás seguro que es aquí? —preguntó Belok.

—Sí... Por entre esas montañas —Y Changoh señaló la base de la cadena de elevaciones volcánicas.

—¿Es que han visto algo? —preguntó Rand.

El piloto se encogió de hombros.

—He oído. —aclaró Changoh—. Y sigo oyendo. ¡Es Gora, no hay duda!

—¡Mira! Aquel punto negro —advirtió Belok, seña­lando hacia un lugar determinado de la montaña.

—Es una entrada...

En efecto, era una especie de entrada monumental a la cavidad interior de la montaña.

Los focos, al iluminar aquella parte, mostraron la abertura.

Rand manifestó:

—Esto parece el interior de un volcán donde se haya abierto una puerta expresamente.

—Eso mismo iba a decir yo —murmuró Grener.

—Ustedes quédense en la nave —advirtió Changoh—. Puede existir peligro.

—Lo afrontaremos. Si en el futuro tenemos que tra­bajar juntos, debemos acostumbrarnos, desde ahora, a correr juntos la misma suerte.

—Esperen a que puedan disponer de las mismas ar­mas protectoras que nosotros —replicó Belok.

—¿No podemos ir? —inquirió Gabon.

—Bueno, pero no todos... Usted, Gabon.

—¿Y yo? —inquirió la joven.

—¡Oh, no! Ya has oído —protestó Gabon—. Puede ser peligroso.

—Ya sabes que no tengo miedo —protestó la ayu­dante.

El la miró profundamente, y Changoh comprendió que en su planeta también el macho y la hembra sen­tían a menudo el imperativo del amor.

—Vengan —dijo.

Avanzaron hacia aquella fantástica puerta abierta en las rocas. Era una abertura de forma irregular que se adentraba en descenso hacia las entrañas de la mon­taña.

La oscuridad era completa.

—¿Has oído? —exclamó Belok.

Una voz, que también Changoh podía oír, repetía:

—Estoy en el tercer subterráneo junto a las aguas heladas...  Salvadme. Salvadme de estos monstruos...

Era Gora, con palabras plañideras. Parecía estar ago­tada. Al borde del final de su resistencia.

—Ha dicho tercer subterráneo. Vamos.

Tantearon el terreno y cuando Gabon inquirió por qué no encendían su rayo a modo de antorcha, Changoh replicó:

—A menos que esos monstruos de que ha hablado Gora estén dotados de ojos especiales, sin luz no pueden vernos... Sin embargo en este aspecto nosotros tenemos una ventaja.

—No veo cuál —replicó Gabon.

—Ustedes, no. ¿No notas algo, Belok?

—Sí... Aquí dentro recupero el poder de los ojos. Veo más..., más allá.

—Esto quiere decir que hay ciertamente una forma de vida.

—¡Y Gora ha hablado de aguas heladas! —apostilló Belok.

Ni Ryda ni Gabon comprendían nada en absoluto de lo que hablaban aquellos que parecían semidioses, oyen­do voces a distancia y viendo en la más absoluta oscu­ridad.

El suelo se hundió a los pies de los caminantes y comprobaron que estaban en la parte alta de una es­calera que descendía hasta el fondo.

Bajaron lentamente y Changoh explicó:

—Abajo hay una plataforma, parece un piso inferior. Tal vez sea el primer subterráneo.

Gabon aun teniendo habituados los ojos a la oscuri­dad, no podía ver absolutamente nada.

Llegaron sin embargo a la plataforma, y los que no podían ver notaban que la superficie del suelo era com­pletamente lisa.

Caminaron largo rato y Belok aclaró que estaban cruzando un corredor bastante largo.

Al llegar al final, Changoh lanzó una exclamación.

—No se puede pasar, hay una reja.

—¡Una reja! —exclamó Belok.

—Sí, lo sé... Esto quiere decir que hay gente que vive aquí... Han construido esa reja por lo menos... Me gustaría saber de qué clase de material se han ser­vido.

—No hay tiempo de averiguarlo, Changoh. ¿No oyes a mi hermana?

El poderoso oído de Changoh estaba percibiendo en aquellos momentos:

—«Este es el fin. Los monstruos me devorarán... Este es el fin.»

Entonces, hablando con voz tenue, Changoh dijo:

—Te salvaremos, Gora. Estamos muy cerca. Indíca­nos el camino si puedes.

—¡Changoh! —exclamó ella reconociendo la voz de quien acababa de hablarle, infundiéndole ánimos.

—Estoy con tu hermano y unos extranjeros... Indíca­me el camino... Quise advertirte antes en cuanto supe que eras tú. Pero temo que mi voz pueda ser captada por esos monstruos de que hablas.

—No sé cuál es su poder, Changoh —replicó ella—. Pero debes tener mucho cuidado. Son crueles... Y horri­bles.

—¿Qué clase de criaturas son? —inquirió Changoh.

—Horribles.

—¿Inteligentes?

—Sí.

—¿Son como nosotros?

—No... Su forma es distinta. Caminan verticalmente como nosotros y tienen la misma envergadura, tal vez un poco más altos, pero la cabeza la poseen de lagarto.

—¿Lagarto?

—Sí. Sólo tienen un ojo, y la frente achatada. Su piel es escamosa y en las extremidades poseen tres de­dos. Van completamente desnudos y su tez es de color parduzco. Tienen una fuerza extraordinaria.

—Ahora guíanos, Gora —pidió él.

—No puedo... Sé que estoy en el tercer subterráneo. Oí que alguien lo decía cuando nos apresaron, no he vuelto a ver a los que iban conmigo. Éramos veinte en total...

—Bien, no hables ahora y espera. ¿Hay alguien con­tigo?

—Dos vigilantes. Me están mirando pero no compren­den lo que digo...

—¿Sabes si piensan atacarte?

—Temo que sí... Yo estaba con una compañera, Anka...

—La recuerdo.

—Nos habían encerrado juntas en este aposento con una reja y un lago de agua helada.

—¿Estás segura que es agua helada?

—Completamente, y posee una corriente extraña. Cuando un cuerpo cae, queda rígido. A Anka la arroja­ron... Creo que nunca podré olvidarlo. Dio un terrible alarido y quedó como petrificada. Luego la sacaron. Su cuerpo había quedado duro completamente y comenzaron a golpearla para partirla en pedazos... No vi lo que hacían con ella, pero Kurko asegura que sirve de pasto a estas extrañas bestias.

—Pudiera ser... Ten calma. Intentaremos llegar cuan­to antes.

Belok interrumpió.

—¡Cuidado! Alguien se acerca —previno.

Changoh observó en la oscuridad la llegada de dos sombras azuladas.

Cuando estuvieron cerca pudo comprobar que la des­cripción que Gora había dado se ajustaba perfectamente a las características de aquellos sujetos.

Realmente su cabeza tenía una forma extraña. Un solo ojo, la frente achatada, la piel escamosa.

El ojo concretamente era extraordinariamente relu­ciente.

Por lo demás, toda la criatura era harto repulsiva.

—Es verdad que se parece a un lagarto —observó Belok.

—Sí. Pongámonos a un lado. Ahora veremos cómo abren la reja.

Los dos sujetos se aproximaron, y uno de ellos es­grimiendo un objeto cilíndrico lo introdujo en la cavi­dad de una roca cuando faltaba poco para llegar a la puerta.

Al retirar la mano, la puerta enrejada se abrió.

Apenas traspusieron el umbral los dos repelentes se­res, uno de ellos cerró la puerta con la mano sin utili­zar ninguna llave ni objeto. Las rejas, sin embargo que­daron fijas.

—No nos han visto —susurró Belok apenas se habían alejado.

Changoh comprobó la puerta. Estaba perfectamente cerrada.

—En algún lugar debe existir algún resorte.

—Perderíamos demasiado tiempo buscándolo. Hay que fundirla con el rayo —dijo Belok extrayendo su bo­quilla del bolsillo.

—No. Si lo descubrieran llamaríamos la atención Mientras sea posible no deben saber que estamos aquí dentro.

—¿Cómo vamos a entrar?

—Se me ocurre una idea, Gabon.

—¿Puedo serle útil? Le advierto que sigo sin ver nada.

—Yo te guiaré, Gabon... Pero con tu tamaño creo que podrás cruzar por entre los barrotes.

—Sí, ¿usted cree...?

—Sí. Espera. Déjame calcular los pasos que debes dar... Tendrás que obrar a ciegas. Toma —Había sacado una herramienta circular del bolsillo.

Gabon la cogió.

—Tiene tres piezas cilíndricas que salen del mango oprimiendo un botón. Creo que una de las tres entrará en el resorte que hay escondido a unos diez pasos de los tuyos, una vez estés al otro lado de la reja.

—¿A qué altura?

—Más o menos a... Levanta los brazos.

Gabon obedeció.

—Algo más arriba, no mucho, tanteando la pared lo encontrarás...

—¿Está seguro que esta herramienta me servirá?

—He visto la que utilizó el sujeto y más o menos era de ese mismo grueso. Debe ser como una llave.

—Manos a la obra —repuso el piloto.

Changoh le colocó junto a la puerta entre los barro­tes.

El piloto comenzó a contorsionarse a fin de pasar entre la abertura formada por dos de aquellas barras metálicas.

A pesar de su delgadez le costó bastante, pero al fin pudo introducirse.

Entonces comenzó a contar hasta diez pasos tantean­do la pared.

—Sí. Es por aquí, poco más o menos —dijo Belok.

Changoh le indicó:

—Extiende los brazos.

Gabon lo hizo y Changoh comprobó que la abertura debía de estar algo más arriba.

—Procura buscar algún sitio donde apoyarte. La pa­red es escarpada.

Antes de que Gabon pudiera hacerlo, un grito aterra­dor fue captado por Changoh.

Era Gora.

—¡De prisa! Se están acercando a mí...

—Entretenles como puedas, Gora. Entretenles... —pi­dió Changoh.

Durante tiempo y tiempo no había conocido la an­gustia... Únicamente la tristeza de comprobar la dege­neración de una raza. Ahora, repentinamente, Gora, la hembra por la que siempre había sentido predilección estaba en peligro en un mundo extraño y ante unos seres repulsivos, estrambóticos, pero según la hembra terriblemente peligrosos.

----------------

Y Gora, con las extremidades desnudas y un harapo que le cubría el esbelto cuerpo lleno de esguinces y rasgu­ños, estaba sentada en el suelo, reculando hacia una pared, muy cerca de las aguas —o lo que fueran— turbias y gélidas del lago.

Los dos guardianes que hasta entonces se habían limitado a observarla, avanzaban hacia ella.

Tras la reja, otro de aquellos seres repelentes, había pronunciado unas extrañas palabras, después de las cua­les los guardianes, comenzaron a avanzar hacia ella.

—¡No, no! —gritó Gora.

Los seres pronunciaron unas palabras que parecían ser cariñosas, pero ella recordaba que también habían dicho algo semejante cuando su compañera de cautive­rio había sido arrojada al lago.

Pensaba con horror en aquella escena. En el alarido que soltó cuando su cuerpo chocó contra el líquido.

—¡No! —volvió a gritar Gora, y se puso en pie sa­cando sus últimas energías.

Su actitud había pasado a ser ofensiva.

Miraba a sus enemigos y esgrimía sus puños.

—No os acerquéis... No lo intentéis —gritó con todas sus fuerzas.

CAPITULO X

—¡Aquí está! Ya lo encontré —dijo Gabon con expre­sión triunfante.

Había dado con la cavidad, y ahora tanteando, inten­taba colocar la varilla cilíndrica en el agujero.

Tuvo que probar con dos de las herramientas y al final, una vez la que ajustaba hubo encajado perfecta­mente, comenzó a moverla.

—Prueba de apretar —sugirió Changoh.

Lo hizo el piloto e inmediatamente la puerta se abrió.

Pasaron los tres hacia el otro lado del corredor y ce­rraron de nuevo.

A Ryda la conducían de la mano hasta que estuvo con Gabon.

—Sigamos el camino. Id detrás nuestro, el corredor es estrecho y completamente recto.

Se detuvieron después de haber andado unos cuantos pasos, hasta otra cavidad lateral de la que arrancaba otra escalera.

Bajaron hasta hallarse en otra galería subterránea de paredes carcomidas y suelo completamente liso.

La humedad era mayor. Lo comprobó Changoh al quitarse uno de los guantes aislantes.

—La temperatura es soportable. Veamos la atmósfe­ra. —Y al decirlo se desajustó la escafandra, compro­bando que era totalmente posible respirar, si bien el aire u oxígeno resultaba algo distinto.

—Hay vida. No hay duda. Habría que acondicionarla. La disposición de la plataforma era distinta que la de la planta superior, y de ella arrancaban varios pasa­dizos.

—Ahora el dilema está en saber por dónde echamos.

Pensó un momento y cuando Belok se mostraba par­tidario de separarse, Changoh eligió uno de los cami­nos.

—Este. Vamos... 

---------------- 

—¡No os acerquéis! —había gritado Gora, y momen­táneamente sus dos guardianes la obedecieron, pero fue sólo por poco tiempo, porque en seguida reemprendieron sus pasos silenciosos, para volver hacia ella.

—¡No! No permitiré que me arrojéis al agua —excla­mó Gora.

Los guardianes la tenían casi al alcance de sus res­pectivas manos.

Gora retrocedía hasta chocar con la espalda contra la pared.

La única iluminación de aquella cueva era una luz rojiza que surgía de alguna parte, por entre los agu­jeros e irregularidades de la bóveda que constituía el techo.

Miró hacia lo alto como si acabara de escuchar las pisadas de alguien conocido, y en seguida, intentando ganar tiempo, se echó hacia delante a ras de suelo, pa­sando por entre los dos seres.

Al caer se lastimó las rodillas, pero se incorporó rá­pidamente cuando las extrañas bestias se revolvieron para perseguirla de nuevo.

---------------- 

En el corredor habían llegado a una nueva escalera después de atravesar otra puerta enrejada, pero que estaba abierta.

—Creo que nos acercamos al tercer sótano —dijo Changoh.

Durante los últimos momentos su fina percepción acústica le había permitido escuchar unos jadeos, se­guidos de ayes lastimeros y por esto añadió:

—Amigos, soy Changoh... Hacedme saber dónde es­táis... Sé que os encontráis prisioneros... Intentar reu­nir fuerzas. Os sacaré de aquí.

De nuevo la respuesta fue una serie de murmullos, hasta que una voz algo más potente que las otras ad­virtió:

—Changoh. Soy Rustik. Ayúdame a salir. Me hallo en el tercer subterráneo.

—No te preocupes... Comunícate con los demás si es posible. Pronto estaré aquí.

—Gracias, Changoh —replicó la voz angustiada.

Y de nuevo Changoh pudo oír a Gora que parecía jadeante como si peleara con alguien.

Descendieron hasta el final encontrándose en el ter­cero de los pisos subterráneos.

Al fondo y ya con aquella débil luz rojiza que ilumi­naba muy débilmente la galería, pudo ver a un tercero de seres-lagartos[2] , que parecían estar hablando ani­madamente.

Emitían gruñidos y sus palabras resultaban total­mente incomprensibles para los cuatro que avanzaban en busca de Gora.

—Alto. Quietos —previno Changoh.

Avanzó él solo haciendo una seña a su amigo y com­pañero de raza para que aguardara.

----------------

Entretanto Gora había sido apresada por sus dos guardianes.

Sentía que su piel quedaba pegada a las escamas de los dos hombres-lagarto, que actuaban a modo de ven­tosas.

Le costaba un gran trabajo librarse de la presión que sentía sobre su carne, pero seguía luchando.

Aquellos seres, no obstante, estaban poseídos de una fuerza extraordinaria y los tres dedos de cada una de sus dos extremidades intermedios, le desgarraban la piel como si fueran garfios.

Gora se debatía entre los dos monstruos que la arras­traban en dirección al borde del lago.

Acumulando fuerzas, había dejado de gritar para no perder la menor energía.

De un tirón tremendo consiguió desasirse de uno de ellos, y aprovechó la ligera ventaja para soltar una pa­tada contra la pierna del otro.

La réplica tajante fue un manotazo que la empujó contra la pared.

Gora sintió el golpe de aquellos tres dedos... o lo que fueran marcados en la cara, con la desagradable sensación de algo húmedo y viscoso.

---------------- 

Y Changoh había avanzado hasta la misma espalda de aquellos tres sujetos, que continuaban hablando ani­madamente.

Hizo una seña a los otros para que avanzaran hacia aquella dirección.

Belok tomó la delantera y pegándose a la parte des­igual del subterráneo, siguió el camino de su compañero, precediendo a Ryda y al piloto.

La proximidad de la voz de Gora orientaba a Chan­goh, que desde su posición y al otro lado de donde se encontraban los tres seres-lagarto, vio perfectamente un corredor al final del cual había otra puerta de rejas.

¡De allí provenían los gritos!

Pero había que pasar por delante de aquellos hom­bres, y Changoh presentía que era necesario hacerlo pronto si quería salvar a Gora.

Entonces todo sucedió con extremada rapidez.

Uno de los tres se había vuelto y vio a los que avan­zaban.

Inmediatamente dio la alarma.

—¡Nos han descubierto! —gritó Gabon.

Belok, sacó del bolsillo su boquilla y pidió instruc­ciones a Changoh con la mirada.

Changoh le dio la señal.

Ante todo había que librarse de aquellos tres sujetos que seguían gritando, mientras de una cavidad de la pared sacaban unos gruesos cañones.

Changoh utilizó su boquilla contra las bestias, y el primer rayo mortal alcanzó a una de ellas que en me­dio de un terrible alarido comenzó a arder como si su cuerpo fuera constituido por magnesio u otra materia inflamable.

Belok hizo lo propio alcanzando a otro de los tres sujetos, el tercero sin embargo, tuvo tiempo de utilizar su cañón[3], del que surgieron unas bolas de fuego que al chocar contra la pared abrían profundas cavidades.

—¡Cuidado! —advirtió Belok.

Por el fondo de la galería, un auténtico ejército de aquellos seres apareció disparando sus armas.

—¡Cúbreme, Belok! —gritó Changoh, mientras cru­zaba la galería en dirección al corredor.

Otro de los seres surgió de un rincón y se plantó a escasa distancia de Changoh. Iba a utilizar su cañón a quemarropa.

Changoh tuvo tiempo de saltar a un lado y enfocarle la boquilla, al mismo tiempo que accionaba el resorte.

El rayo de la muerte quemó la cabeza del ser, que ardió como una vela para consumirse lentamente.

Changoh prosiguió su camino, cuando detrás suyo Belok, parapetado en un saliente de la pared, abría fue­go contra el ejército.

—Vosotros no salgáis para nada —advirtió a Gabon y a la muchacha.

Gabon lamentó no disponer de armas para enfren­tarse a aquellos monstruos escamosos.

Sus disparos de fuego rozaban la pared tras la cual estaba Belok.

El rayo, por su parte, cuando alcanzaba a algún ene­migo mostraba todo su poder aniquilador.

Changoh había llegado a la reja. Al otro lado, Gora se debatía muy cerca del borde del lago entre sus dos guardianes.

Hasta allí llegaban los extraños gruñidos de los seres-lagarto, y ello hizo que los dos que intentaban arro­jar a Gora al agua se volvieran.

A través de las rejas vieron a Changoh que ya enca­ñonaba las rejas con su boquilla.

El rayo fundió inmediatamente las rejas, que se des­prendieron para volatilizarse una vez caídas en el suelo, y candentes al ser alcanzadas por el arma destructora.

Los guardianes no tenían armas, y al verse ante el que para ellos era un intruso se abalanzaron agresiva­mente.

Changoh guardó su boquilla y apartó de un empellón al primero que trataba de agredirle.

La fuerte piel del sujeto aguantó bien el golpe, y a su vez soltó su extremidad hacia adelante, y Changoh pudo esquivar aquel golpe contundente y demoledor.

Hizo un quiebro con el cuerpo para evitar que el otro sujeto le golpeara la cabeza, y a su vez arremetió lan­zándose hacia delante.

Cogió a uno por la mitad del cuerpo y consiguió de­rribarle.

Rápidamente y antes de hacer frente al otro le golpeó hasta tres veces en el duro rostro.

Su enemigo emitió un gruñido y su sistema respira­torio se volvió jadeante.

Se revolvió para evitar que las garras del segundo enemigo le alcanzaran el cuello.

Con uno de sus acrobáticos y estrambóticos saltos, Changoh se situó detrás de su enemigo y se lanzó con los pies por delante.

El ser-lagarto salió empujado hacia delante y su ca­beza achatada chocó contra la pared.

Casi al mismo instante sonó una terrible explosión.

Había sido en aquella misma estancia, y la explosión la produjo la dura cabeza del lagarto.

Quedó en el suelo decapitado con el resto del cuerpo, prácticamente deshecho.

—Hombres de materia confundible... Disparan bom­bas de fuego y su cabeza estalla —murmuró Changoh, que parecía impresionado por primera vez en mucho tiempo.

—¡Cuidado! —advirtió ella al ver que el segundo de los guardianes atacaba con los dos brazos furiosos, gol­peando al aire.

Cada uno de aquellos golpes era terrible, pero pegaba en el vacío porque Changoh retrocedía hasta el umbral.

Sin traspasarlo hizo un amago y pudo conseguir un brazo de su enemigo.

Lo asió con fuerza y tiró de él hasta hacerlo chocar contra la pared del corredor.

El lagarto, sin equilibrio, chocó también con la ca­beza y corrió la misma suerte que su compañero.

La explosión abrió un boquete y la cabeza del ser estalló, quedando su cuerpo medio destrozado en mitad del pasillo y delante de la ya inexistente puerta.

—¡Asombroso! —murmuró, pero en seguida corrió junto a Gora que a su vez acudía también a su encuen­tro.

Se fundieron en un abrazo cuando todavía resonaba en sus oídos el fragor de la batalla que se estaba li­brando en la otra galería.

—Tengo que ir a ayudar a tu hermano... Está entre­teniendo a los otros.

Pero la voz de Belok llegó hasta ellos:

—¡Cuidado! Van tres por el corredor.

—Atrás, Gora —pidió él soltándola.

Corrió hacia la puerta y observó a los que venían armados con aquellos característicos cañones.

Se pegó a la pared y vio cómo los nuevos enemigos comenzaban ya a disparar para abrirse paso y librarse de cualquier obstáculo.

Changoh apuntó con la boquilla y soltó el rayo.

Continuamente, sin dejar que el fino chorro se ex­tinguiera roció a sus tres enemigos.

La materia inflamable de los tres contribuyó a acele­rar su propia destrucción.

Gora salió cuando Changoh corría corredor adelante.

Al llegar al extremo apuntó en la misma dirección que su amigo, y el rayo volvió a causar la muerte y la destrucción.

Pronto se hizo el más absoluto silencio. Aquellos gru­ñidos de los lagartos cesaron, y el subterráneo hubiera parecido un lugar solitario y vacío de no ser por los extranjeros que lo ocupaban, aparte de Changoh, Belok y su hermana.

—Esto se ha terminado —musitó tímidamente Be­lok.

—Ahora tenemos que libertar a los demás. Vamos todos, hay que buscar dónde están las celdas...

---------------- 

Poco después, otras diecinueve personas, todos va­rones, estaban reunidos en la galería que se había inva­dido del fétido olor de piel quemada. Una piel repug­nante que desprendía un hedor terrible.

Changoh buscó con la mirada a Rustik.

Rustik era un ser de aspecto viejo y cansado.

—Profesor Rustik —saludó Changoh con un cierto tono de veneración hacia la persona.

—¡Oh! Tú eres Changoh... Gracias por haberme li­brado, Changoh. No te arredras ante nada.

—Profesor, usted tiene que decirme qué clase de seres eran esa gente a la que hemos aniquilado.

—Deformaciones de una civilización primitiva. Eran los últimos descendientes. Se alimentaban con la carne que podían coger. Nosotros para ellos éramos únicamen­te un suculento bocadillo.

—¡Cuidado! Oigo pasos —advirtió Belok.

Todos pusieron atención, aunque los más se encon­traban visiblemente agotados.

Sin embargo, los pasos tímidos y apenas perceptibles avanzaban por algún lugar de la galería.

—Pueden quedar más —dijo Belok.


Gabon y Ryda permanecían en un rincón, observan­do y escuchando a aquellos seres superdotados que con sus armas habían terminado con los restos de una gene­ración abyecta.

—¿Disponen de armas? —preguntó Changoh a Rus­tik.

—No. Cuando huimos de la zona habitable éramos considerados como seres pacifistas. No aptos para nin­guna clase de lucha y nos confiscaron las boquillas. He­mos vivido un auténtico calvario. Sólo conservamos nuestras escafandras y no todos.

—Yo no tengo —dijo Gora, cerca de Changoh.

—Bueno... Ahora pongámonos a cubierto, los pasos se acercan —replicó él.

Los varones arrastrando los pies y con los rostros reflejando las amarguras vividas obedecieron.

Eran seres que parecían haber perdido la alegría de vivir,

—¿Cuántos han muerto? —susurró Changoh al oído del profesor Rustik.

—Los primeros en caer en esa gruta.

—¿Quiénes eran?

—El grupo de cabeza. Había unos treinta. Agotados, entraron para descansar y guarecerse de las inclemen­cias exteriores... Todos buscábamos algo, teníamos la esperanza de hallar algún lugar donde empezar una nueva vida y la cueva podía serlo.

—Es lo que opina el profesor, y ahora creo que pue­de ser factible.

—¿Qué profesor? —inquirió Rustik.

—Un extranjero. Pertenecen a una raza enana, pero son buenas gentes. Luego os los presentaré. Siga, Rus­tik.

El viejo continuó:

—Cuando llegamos y fuimos hechos prisioneros, que­daban sólo unos cuantos de los que habían apresado. Mi compañero de cautiverio me advirtió a qué éramos destinados... A él le mataron.

—¿También lo metieron en el lago?

—Sí.

—¿De qué se compone ese lago?

Pero antes de que Rustik pudiera informar, Belok hizo una seña.

Los pasos estaban allí.

Mientras existiera uno solo de aquellos seres-lagarto, no podrían considerarse a salvo.

CAPITULO XI

Cuando aparecieron los dos nuevos seres, Belok son­rió.

También Changoh se había dado cuenta de que los nuevos visitantes no eran personas a las que había que temer, porque se trataba del profesor Rand y el co-piloto de la nave extranjera.

Tras las presentaciones, Changoh propuso un regis­tro a fondo de toda la inmensa cueva.

Primero proporcionó sustancias vitamínicas a los varones para que se repusieran.

Una vez ingeridos los alimentos comprimidos, fueron reponiéndose.

Más tarde, convenientemente distribuidos, recorrieron cada uno de los pasadizos y galerías del subterráneo.

Había estancias comunitarias donde indudablemente pernoctaban y comían los antiguos moradores de la cavidad.

Cuando todos se reunieron en la tercera galería, que era donde la atmósfera era más agradable, todos coin­cidieron en que no quedaba uno solo de aquellos seres con vida.

—Eran los últimos moradores... Alguna vez en mis tiempos de investigador, leí algunos datos sobre la raza primitiva. Era de general creencia que se había extinguido totalmente —explicó Rustik.

Avanzó hasta el lago de una de las celdas, acompa­ñado de Changoh.

—Hemos terminado con un mundo de horror. Aquí podemos empezar a edificar nuestra vida futura una vez hayamos descubierto las propiedades que se pueden ex­traer —murmuró Changoh—. El agua por ejemplo.

—No es agua... No he podido analizarla, pero en mi permanencia encerrado he estado pensando... Si huele, notará algo característico.

—¿Qué cree que puede ser?

—Una especie de líquido oxigenado. Genera la atmós­fera que respiramos, pero tiene una desagradable parti­cularidad.

—¿Está helada?

—Esta no sería dificultad difícil de vencer —replicó Rustik.

—¿Venenosa?

—Posee una dosis inexplicable de corriente galvá­nica. Es la riqueza natural del subsuelo. Toda la fuerza de atracción de la cara opuesta que permite que Stentilvaan gire alrededor del astro guía, posee en cambio por este lado una corriente inversa, tan poderosa que es la causa de que el planeta no pueda tener movimiento de rotación.

—Comprendo.

—Si se pudiera neutralizar esa corriente y canalizar­la, el líquido al quedar libre podría convertirse en po­table y se podría utilizar la corriente estática en fuente de energía.

—Se me ocurre que si los seres primitivos no lo consiguieron, no sería por no intentarlo... Tal vez pa­saron las generaciones queriendo lograrlo.

—No lo creo. Pudiera ser, pero es más lógico ima­ginar que hubo un tiempo en que lo que propongo era la base de la vida subterránea.

—¿Qué pudo haber ocurrido?

—Algún fallo en el sistema... Al cabo de millones de períodos la raza comenzó a evolucionar. ¿No observó la materia de qué estaban construidos esos seres?

—Sí.

—Todos ellos poseían en su interior unas fuentes generadoras de electricidad que quedaban aisladas por su piel escamosa. Sus cabezas eran auténticas centrales de corriente y por ella fluían sus pensamientos, pero cualquier choque podía resultarles fatal...

—Y se alimentaban con carne de seres vivos a los que para ser comestibles, les bañaban en corriente gal­vánica.

—Exacto. Lo necesitaban para no detener su fuente energética.

—Muy curioso.

Estos seres estaban destinados a desaparecer, Changoh. En estos confines no es fácil encontrar carne fresca, y es esto lo que me hace pensar que los que quedaban aquí eran las últimas deformaciones de una raza que se extinguía por falta de subsistencia... Sus antepasados debían tener otros medios de vida, de lo contrario la raza no hubiese prosperado.

Ambos se quedaron mirando las quietas y aparente­mente sucias aguas.

—Ya tenemos por dónde empezar, Rustik. Ahora sí que podemos empezar a crear algo nuestro.

—Cuenta conmigo, Changoh.

Al volverse hacia la puerta, vio que el profesor Rand se había colado y les observaba sonriente.

—Bueno... Nuestro amigo Rand, también es profesor. Quizá pueda echarnos una mano.

—Bueno —carraspeó modestamente—. Mis conoci­mientos no están a la altura de los vuestros. Procedo de un planeta subdesarrollado, pero en cuestiones eléc­tricas, en mi mundo soy considerado un genio... Sé algo de la transformación de corrientes.

—Esto es una buena noticia —replicó Rustik.

—No se burlen de mis pobres conocimientos.

—Querido colega...

—Si me llama colega me siento humillado... Me veo tan pequeño...

—La inteligencia no se mide por la envergadura de los seres, profesor Rand. La altura es un accidente de la raza. Lo que cuentan son los conocimientos, la capa­cidad de trabajo.

—En eso sí tendrá un colaborador... Cuando me pon­go a trabajar el tiempo no cuenta.

—Pues tendrá ocasión de hacerlo... Empiece ya ahora, colega. Observe el líquido. No lo toque.

—Tengo algunos aparatos en mi equipo, amigos... Creo que van a serme de utilidad —sonrió Rand.

Se sentía importante porque iba a colaborar con aquella pléyade de superdotados y podía serles útil.

—¡Rand! —adujo Changoh—. En esta cara del pla­neta todos somos extranjeros y desconocemos las ca­racterísticas.

—Espero poderles informar pronto —replicó el enano muy erguido.

Y desapareció seguidamente.

Más tarde cuando todos supieron que definitivamente iban a ser habilitadas las grutas para construir un nue­vo habitáculo, alguien murmuró:

—Ahora será necesario ir a rescatar a las hembras. De lo contrario no sería posible fundar una metrópoli. No tendría objeto porque tampoco tendría futuro.

—Rescataremos a las hembras y a todo aquel que pueda y quiera seguirnos. Pero antes es necesario saber qué posibilidades tenemos.

Por primera vez en muchísimo tiempo, seres de Stentilvaan mostraban en sus rostros la alegría de vivir, de hacer algo útil, de tener un problema en qué pensar.

Las caras sonrientes expresaban el nacimiento de una nueva era.

Sin embargo... 

---------------- 

Sin embargo, en la metrópoli, el desarrollo de los acontecimientos vaticinaba serios contratiempos para los planificadores del nuevo habitáculo.

El inspector, después de hacer algunas comproba­ciones, pulsó un botón del tablero y aguardó.

La contestación no se hizo esperar.

La voz del gran inspector inquirió:

—¿Hay algo nuevo?

—Sí, por fin, gran inspector. Se ha dado con el arma. Es totalmente distinta a las conocidas hasta ahora.

—¿Y los que tienen que utilizarla?

—Están a punto, gran inspector. Seis bravos soldados recién salidos de máquinas. Poseen cualidades que en nada pueden igualar los demás... Van provistos de nuevos equipos especiales y es probable que puedan ver a través de las tinieblas.

—Que se pongan en marcha ahora mismo, número uno. Y no quiero nuevos fracasos.

—No los habrá.

—Respondes con tu vida, número uno. Si fallas esta vez irás directamente a la cámara de aniquilamiento. Tal vez tengas los miembros atrofiados y necesiten una reparación.

—No, gran inspector. Me hallo perfectamente.

—Te lo diré una vez haya concluido la misión. Re­cuerda que quiero a Changoh. Sé que es capaz de tra­bajar en perjuicio nuestro. Changoh es nuestra mayor inteligencia y antes de que sea para otros, quiero verle destruido.

—Lo será... O mejor aún. Una vez destruido sus miembros podrán sernos muy útiles para la construc­ción de nuevos cerebros.

—Eso espero, número uno.

—¿Algo más?

—No —cortó el gran inspector.

El número uno sonrió, mientras hablando consigo mismo y mirando hacia el complejo pupitre de uno de los cerebros de la central, murmuró:

—El descubrimiento se ha hecho sin ti, Changoh... No eres tan imprescindible como cree el jefe, pero te cazaré de todos modos. Te aniquilaré... De nada servirá tu sabiduría ni tu inteligencia... ¡Nunca habías podido soñar con un arma como la que te va a destruir!

Sonrió siniestramente y apretando otro botón ma­nifestó:

—Listos para una prueba.

—Listos —respondió la voz de uno de los memorizadores. 

---------------- 

Los seis robots construidos como los anteriores a imagen y semejanza de los seres vivos, estaban alineados en una de las salas de prueba de la gran fábrica.

El cerebro, en una de sus pantallas, manifestó:

—Todo dispuesto, número uno.

—¡Atención! —exclamó el número uno.

Los robots, como componentes de un ejército, desfila­ron hasta colocarse en batería delante del inspector, hacia el que levantaron sus respectivos brazos dere­chos en señal de sumisión.

—Objetivo número uno de prueba —dijo el inspec­tor.

Se volvieron como si ya supieran de antemano lo que tenían que hacer.

En una de las pantallas memorizadoras del cerebro próximo a donde estaba el profesor, surgió una expli­cación:

—Escudo de triple resistencia del utilizado por Chan­goh.

Y dos robots aparecieron al fondo portando una lá­mina transparente, sólo visible a los ojos privilegiados del número uno y de los otros robots.

—Prueba primera con rayo corriente —dijo la voz del cerebro, y en el memorizador correspondiente apa­reció una fórmula.

Los seis nuevos robots apuntaron con sus manos ha­cia la pantalla invisible.

Soltaron cada uno su correspondiente rayo que al chocar contra la materia transparente pero de extraor­dinaria dureza, produjeron un sonido metálico, debili­tándose.

El material demostraba cuanto menos ser invulne­rable.

—¡Prueba número dos! —exclamó la voz del cere­bro.

En la pantalla correspondiente surgieron otros sig­nos.

—Demostración de la potencia del nuevo rayo —si­guió la voz del cerebro.

Los robots dispuestos nuevamente a la prueba, apun­taron sus manos hacia la pantalla.

—Empiecen —ordenó el número uno.

Un rayo de color azulado y de un brillo extraordina­rio surgió de las manos de los seis soldados.

La coraza sostenida por los dos robots que la ha­bían llevado hasta el momento, se tornó de color rojizo para terminar evaporizándose.

Los robots que la sostenían se volvieron del mismo tono para volatilizarse.

No quedó absolutamente nada ni de robots ni de pantalla.

—¡Es magnífico! —exclamó el número uno con voz inexpresiva, pero mostrando en su semblante un brillo maligno. Un brillo de triunfo.

—¡En marcha! —ordenó al pequeño ejército—. A la pantalla de proyección. Y quiero estar informado en todo momento de lo que ocurre.

Los robots, como seres vivientes se dirigieron hacia la pantalla para ser proyectados hacia su destino.

El número uno estaba convencido de que el fin de Changoh era sólo cuestión de tiempo.

CAPITULO XII

—Profesor Rand. Profesor Rand.

El piloto Gabon entró como una flecha en el impro­visado laboratorio donde Rand hacía sus cálculos y ex­perimentaba sobre la tarea que le había sido encomen­dada.

_¿Qué hay, Gabon? ¿Es algo importante? Tengo mu­cho trabajo... Creí que esto sería más fácil.


Algo más apartada, Ryda efectuaba unas ecuaciones tratando de encontrar otro dato importante.

—Profesor... Al fin he localizado nuestro planeta —dijo Gabon triunfante.

—¿Has localizado nuestro mundo, Gabon?

—Eso he dicho, profesor, y ahora parece imposible que hayamos podido llegar hasta aquí... Estamos en una galaxia que ni siquiera conocíamos, pero con el nuevo combustible de que disponemos, podemos llegar en un abrir y cerrar de ojos.

—Bueno... Si quieres ir, hazlo. Ahora no te necesita­mos.

—Sólo quisiera hacerlo para probar el combustible en un largo viaje y saludar a los amigos. Explicarles toda esa aventura.

—Bueno... Puedes ir y volver si te apetece. E infor­mar de que pienso quedarme una larga temporada a colaborar con esta gente.

—Profesor... He estado pensando en esto y de ver­dad, lo encuentro magnífico, pero...

Rand alzó la mirada.

—¿Qué ocurre, Gabon? ¿Tienes algún problema?

—No es eso, profesor... Pienso que nuestra vida no está en Stentilvaan.

—No te comprendo...

—Son gente de otra raza. A su lado no somos más que enanos. No podemos convivir con ellos.

—¿Se puede vivir en Olderland? Estamos intentando descubrir nuevos mundos para dejar un planeta abo­cado a una guerra continua... Los dirigentes deberían ver esto... Allí se matan los unos a los otros en disputa del poder, y ya ves que aquí no somos más que... enanos.

—No me avergüenzo de ser un enano comparado con los seres de Stentilvaan. En mi país tengo una misión específica, soy considerado cómo un buen piloto.

—Gabon, comprendo tu punto de vista. Te humilla ser pequeño aunque no quieras reconocerlo. Piensas que aquí no eres importante... Yo en cambio ignoro esa importancia relativa. Imagino que voy a ser útil y que cuando vea el nacimiento de una nueva ciudad, podré regresar con más conocimientos aprendidos en pocos períodos que en toda mi vida de estudios en Olderland.

Ante el silencio de Rand añadió:

—Entonces podré ofrecer mis conocimientos para el bienestar de nuestros planetas y si son tan necios que no quieren escucharme, regresaré y seguiré aprendiendo y haré viajes para descubrir mundos nuevos y ofrecerles a los hombres de ciencia lo que yo sé, porque lo hermoso del saber es propagarlo, ayudando a que los demás se beneficien.

—Usted siempre ha tenido ideas altruistas, profesor Rand y no crea que tengo nada que objetar, pero sigo pensando que éste no es mi sitio. —Y volviéndose hacia Ryda, añadió:

—¿Me acompañarás?

—Ahora no puedo dejar a Rand, Gabon.

El profesor miró a su ayudante.

—Su misión termina en el momento en que pudiendo regresar, yo prefiero quedarme.

—Lo sé, profesor, pero aun así prefiero seguir ayu­dándole. Siquiera por un breve espacio de tiempo.


—¡Ryda! ¿Tú tampoco te sientes humillada? —excla­mó Gabon.

—¿Por qué? Aprendo.

—¿Sabes qué dijo Rustik? —adujo Rand—. Que la inteligencia no se mide en centímetros.

—¡Lisonjas! —exclamó el piloto—. En el fondo se saben superiores a nosotros.

—Gabon... Espero que la velocidad del nuevo com­bustible no te haya cegado hasta el punto de haberte vuelto desagradecido... A estas horas puede que estuviéramos muertos de no haber sido por Changoh.

—No soy un desagradecido —replicó secamente.

Acercándose a Ryda añadió:

—¿Te quedas?

—Sí, Gabon. Una temporada.

—Está bien. Yo me voy. Grener sí vendrá conmigo.

—¿Volverás? —inquirió ella—. Ahora no es difícil.

—Me gustaría volver, pero sólo para verte a ti... Bueno, y saludar al profesor, pero no para quedarme.

—Vuelve —susurró ella—. Vuelve, Gabon. Yo te esperaré.

El piloto se alejó después de despedirse.

En la superficie y mientras Changoh estaba tomando unas medidas ayudado de Gora que apuntaba los datos que él le facilitaba, Gabon se acercó acompañado de Grener.

Se despidió de Changoh.

—¿De veras crees que tendré suficiente combustible?

—Para dar la vuelta a tu Galaxia y volver. No te preocupes.

—Entonces quizá volvamos a vernos... Adiós y que todo vaya bien.

Gabon y Grener se dirigieron a la nave, y Changoh agitó el brazo en son de despedida.

Belok se acercó.

—Sigue siendo su juguete... Aunque me ha parecido que algo le ocurría.

Changoh se encogió de hombros y siguió con su tra­bajo.

Poner en condiciones las grutas no era trabajo para dormirse. Allí nadie perdía el tiempo.

---------------- 

Los robots habían sido transportados hasta el mo­nolito, última pantalla reproductora de la metrópoli.

Después, provistos de un mecanismo que les impri­mía excelente velocidad, se adentraron por entre las ti­nieblas.

Eran seis seres metálicos dotados de inteligencia y armas para aniquilar a todo un planeta.

Ajeno al peligro, o sin querer pensar en él, Chan­goh seguía trabajando en la parte exterior de la gruta.

En otro departamento, el profesor Rustik conseguía el primer resultado de un análisis.

—Tierra rica en sales minerales. Se encuentran di­versas clases de tipos. Me llevará algún tiempo clasifi­carlos, pero algunos son de tipo corriente, por lo tanto todo da a entender de que la vida en esta cara de Stentilvaan, puede darse por segura.

Su colega enano aportó también otros datos, mani­festando que la desviación y separación de la corriente galvánica del agua, tampoco tardaría en producirse.

Todo sonreía, pues aquel puñado de seres que tra­bajaban con ahínco, pensando que cuando hubiesen terminado podrían disfrutar de la compañía de una hembra de la especie y planear todo lo referente a un nuevo hogar.

Verdaderamente aquello era el resurgir de todos, porque nadie soñaba con una vida mejor, simplemente en una vida nueva.

Pero en lo que nadie pensaba era en la llegada de los robots, que continuaban por los remotos senderos.

---------------- 

En la sala de control de la central, el locutor, (otro robot o mutación), anunciaba la marcha y subsiguiente paso por la ciudad de la nave, explicando que control tenía todos los datos referentes a la nave, cuya proce­dencia o destino se ignoraba.

El inspector no hizo el menor caso al comentario y toda su atención estaba fija en las pantallas memorizadoras de datos e informativas de todos los aconteci­mientos más importantes que se producían en el inte­rior de la metrópoli y fuera de ella.

La visión de los robots ahora ya no llegaba. Desde la zona oscura era imposible captar onda alguna. Y tam­poco ningún rayo iluminaba la pantalla.

El inspector murmuraba palabras ininteligibles pul­sando una y otra vez los botones.

La voz del control del cerebro, delante de cuyo pu­pitre se hallaba sentado, murmuró:

—Domina esos nervios, inspector. Por ahora todo se desarrolla bien.

—¿Si lo ves por qué no lo reflejas?

—Lo veo con mis ojos, pero me es imposible dar luz... Aquello está todo en tinieblas, pero gracias a la capa fosforescente observo a los soldados en un tono azulado.

—¡Son ellos! ¿Dónde están?

—Cruzan cerca de unos cráteres. No hay ni rastro de Changoh por aquí, pero parece que van derechos hacia algún punto determinado. Es posible que «ellos» sí le hayan detectado.

—Bien... Si ves algo más no vaciles en informarme. Me juego mucho en todo esto.

—¿Por culpa del gran inspector? —inquirió el cere­bro.

—Bueno. Me hace personalmente responsable de la captura de Changoh.

—No te preocupes. Podrás entregarlo personalmente cuando los robots te lo traigan.

A continuación el cerebro informante marcó unos signos que sin pasar por la pantalla privada, fueron lanzados a través de las ondas hasta el pupitre donde se hallaba sentado el gran inspector.

La nota a distancia decía:

—No te fíes demasiado del número uno. Está de uñas contigo. Te insulta a cada momento.

Terminó la conexión y el gran jefe cortó, para pedir la intervención de dos de sus robots.

—Si fracasa, encargaos vosotros del número uno. Tengo que hacer un buen escarmiento con aquellos que no saben cumplir mis órdenes, y que a espaldas mías critican... En Stentilvaan no se puede permitir la im­perfección.

Los robots permanecieron silenciosos hasta una nueva orden del gran jefe, que les mandó permanecer atentos.

El resultado de aquella expedición ya no podía ha­cerse esperar, aunque cualquiera hubiese podido apostar en favor de la victoria de los automáticos. No era po­sible enfrentarse con la fuerza protectora de que eran portadores.

CAPITULO XIII

Los períodos se sucedían y Changoh y los demás, se afanaban en el trabajo.

En el interior se habían acondicionado los departa­mentos, construyendo verdaderas moradas.

Los rayos destructores eran empleados como herra­mientas para producir conductos que posteriormente transmitirían el oxígeno. Se alisaban las paredes para revestirlas en cuanto fuera posible convertir el mineral en planchas, pero para ello era necesaria la consecución de la fuerza suficiente para mantener en funcionamiento una fábrica, y en lo de la corriente seguía trabajando el profesor Rand.

Ryda se tomó un descanso y al cruzarse con Chan­goh, en una de las galerías le preguntó:

—¿Cree que Gabon ha llegado ya?

—Ya lo creo. El combustible de rayos sin ser tan ve­loz como la pantalla protectora, es el más rápido de los que se conocen. Poniendo las velocidades a tope se cru­zan las distintas galaxias diez mil veces más de prisa que el más fugaz de los meteoros.

Y  mientras Ryda estaba hablando de aquello, en el planeta Olderland, Gabon tenía los primeros problemas luego de dar el informe de lo ocurrido.

El jefe de su demarcación, que aspiraba además al puesto de mando supremo de aquel sector del planeta, tras escuchar a Gabon, replicó:

—Necesitamos poseer esa misma clase de armas. Y las corazas protectoras y cuantos otros inventos pue­dan sernos útiles.

—En mi opinión —replicó Gabon—, es mejor esperar algún tiempo. Están construyendo una nueva ciudad, imbuidos con la idea de que la antigua es demasiado perfecta... Dejémosles que trabajen, señor.

El jefe descargó un puñetazo sobre la mesa.

—No eres tú quien debe decidir en una cuestión de esta importancia. ¡Quiero fórmulas!

—Bien, señor. Puedo regresar.

—Hazlo cuanto antes, porque si no vas tú mandaré a otros.

—Me permito decirle, jefe, que a pesar de nuestra breve estatura relacionada con la de los stentilvaanos, les debemos su ayuda. Si ellos ahora se negaran a darle lo que desea, aparte de que sería inútil emplear la fuer­za contra quien es más poderoso, demostraríamos ser unos desagradecidos.

—Tú, Gabon, limítate a cumplir órdenes. Realizarás el viaje con otros cuatro expertos.

—¿Y Grener?

—Para esta misión, Grener no es el co-piloto ideal.

Y  Gabon comprendió que su inmediato viaje de re­greso ya no sería de exploración, ni mucho menos una visita de buena voluntad. Volvería con una misión con­creta. Conseguir todo lo que pudiera interesar a los jerifaltes de Olderland.

Cierto que Gabon prefería estar entre los suyos, cier­to que le humillaba sentirse —verse— inferior en esta­tura que los seres de Stentilvaan, pero ello no significa­ba que quisiera perjudicarles, lo que por otra parte su propia inferioridad se lo hubiese impedido.

El jefe del sector dispuso personalmente a los hom­bres.

Cuatro buenos comandos, temerarios y decididos fue­ron llamados para acompañar al piloto en su viaje de vuelta a Stentilvaan.

---------------- 

Entretanto los seis robots llegaron a la zona monta­ñosa de la parte oscura del planeta.

El robot jefe emitió una voz y los demás se reunie­ron en torno a él.

—Nos han pedido a Changoh, pero con él están tra­bajando otros hombres. ¿Podéis percibir los sonidos?

—Sí, comando control —respondieron uno a uno.

—Destruiremos a todo ser viviente. Arrasaremos las montañas y regresaremos. Los comandos uno, dos y tres rodearán la cima. Los comandos cuatro y cinco vendrán conmigo.

En seguida se formaron los dos grupos y se separa­ron. Los tres asignados a la parte posterior tomaron la delantera. Su paso era ligero y seguro. En breves momentos todo estaría dispuesto para la lucha.

—Sé que están cerca pero no puedo precisar dónde —murmuró Changoh, reunido con Belok y Gora.

—Es extraño...

—Quizá se trate de seres de nueva construcción. Temo que esta vez mi coraza protectora ya no me sirva.

—¿Quieres decir que ya han encontrado nuevas ar­mas?

—Nuevas armas, nuevos métodos y nuevos seres. No hay nada imposible para los cerebros de Stentilvaan. Y no se pueden neutralizar los inventos si no se conoce su proceso de creación.

Rustik llegó desde su improvisado laboratorio.

—¿Han escuchado esto? —murmuró.

Changoh asintió:

—Vienen por nosotros...

—¿Ha contado cuántos son, profesor Rustik? —in­quirió Changoh.

—Es algo confuso. Antes resultaba más fácil...

—Es lo que yo dije. Son gente de nueva planta. Aho­ra nos enfrentamos ante un poder desconocido. ¡Belok! Llévate a toda la gente hasta el tercer subterráneo.

—¿Piensas hacerles frente tú solo? —preguntó Gora.

—Quiero ver primero sus posibilidades.

—¡Alguien está taladrando el basalto! —dijo alguien que se acercaba corriendo.

—¡La boquilla, Belok! Hay que iluminar la cumbre —exclamó Changoh.

Los dos únicos hombres portadores de aquellos ob­jetos de múltiples usos apuntaron con sus boquillas hacia lo alto de la cadena montañosa.

Los rayos, actuando de poderosas linternas taladra­ron las tinieblas.


La silueta de un robot, horadando la tierra con su chorro de rayos azules, se dibujó fugazmente.

—¡De prisa! —exclamó Changoh—. Todos dentro. Los tenemos encima. Posiblemente se hayan dividido.

Corrieron hacia el interior de las galerías y el tra­bajo quedó interrumpido a la espera de los aconteci­mientos.

El duro basalto crujía ante el fuego demoledor del nuevo rayo, y las paredes de la inmensa gruta tembla­ron.

Junto a la entrada de la cavidad, Changoh miró al exterior y pudo ver a los otros tres robots avanzar en dirección a la puerta.

Absorto en sus propios pensamientos, Changoh no advirtió la presencia del profesor enano.

—Changoh —murmuró el recién llegado.

Changoh se volvió.

—No debe permanecer aquí, Rand.

—Tal vez pueda ayudarle, Changoh. Es una idea que se me ha ocurrido. He oído decir que el poder de los atacantes es ilimitado.

—Porque no tenemos medios de combatirlo.

—Tal vez sí los tenemos...

Y mientras Rand exponía con breves palabras su hipótesis de posible salvación, los tres robots estaban ya frente a la entrada.

—Gracias, profesor. Tal vez ponga en práctica su idea, pero ahora váyase. Busque un lugar más seguro si lo hay.

Los robots lanzaron sus rayos azulados hacia el interior.

La luz cegadora hizo volver los ojos a Rand, mientras Changoh aguardaba pegado a la pared de la entrada.

Inmediatamente el profesor echó a correr por la bó­veda resquebrajada y temblorosa.

La acción de los que perforaban la parte superior ha­bía llegado a su fin.

Un boquete daba acceso a los tres robots que des­cendían pegados materialmente a la pared, con las púas aceradas que surgían de sus dedos.

No había camino que no pudieran recorrer aquellos seres fabricados exclusivamente para luchar.

Los del exterior avanzaron hacia la entrada, y enton­ces Changoh utilizando su boquilla lanzó uno de los rayos, que no hizo mella alguna en sus atacantes.

La risa del jefe de los robots, que más que una risa, era un gruñido glacial, retumbó por todo el ámbito.

—Nada puedes contra nosotros, Changoh. Ven o te destruiremos —dijo el robot jefe.

—Quiero ver hasta dónde llega vuestro poder —re­plicó Changoh, sin moverse de su posición.

Esperó hasta el último momento, y entonces, utili­zando aquella agilidad que le era peculiar, se lanzó hacia la escalinata que descendía al primero de los subterráneos.

Allí habían llegado ya los tres primeros robots, y taladraban las paredes con sus rayos azulados.

—¡Changoh! —gritó uno de ellos al verle.

—Alcanzadme si podéis —replicó el aludido, echando por un corredor y adentrándose hacia otra galería.

El robot jefe y los dos que se habían quedado con él, se reunieron con los demás.

—Está agotando todas sus posibilidades. Acabaremos con él y con todos —aseguró el robot jefe.

Changoh se había encaramado a una especie de ni­cho, formado por la pared irregular de la sima. En sus manos tenía una de las barras que antes habían ser­vido para las celdas de sus moradores, los seres-lagarto.

Aguardó el paso de los seis robots.

—Sabemos que estás ahí, Changoh —dijo el jefe—. Podemos oírte.

Changoh guardó silencio. No estaba seguro de si los robots tenían el poder de detectar su emplazamiento exacto, o sólo presentían la proximidad.

Ellos siguieron en su avance, y el primero traspuso la cavidad que servía de escondrijo a Changoh.

Pasó el segundo sin que ninguno de los dos se vol­viera, demostrando haberle descubierto realmente.

Así uno a uno hasta que el sexto cruzó por delante.

Entonces, Changoh, blandió el barrote y los descargó contra la cabeza del ser moviente.

Sabía que todo robot tiene su punto flaco en un lu­gar determinado del cerebro artificial.

Acertó de lleno y el robot quedó rígido un instante, hasta que las piernas se le doblaron hacia delante.

Changoh saltó y lo sujetó parapetándose con su cuerpo.

Los demás se habían vuelto y sin vacilar echaban sus rayos contra el cuerpo tras el cual se hallaba Changoh.

El fuego de los rayos era indestructible para la del­gada pero dura piel del hombre-máquina.

—Atravesadlo —gruñó el robot jefe.

La intensidad del rayo creció y Changoh compren­diendo que era posible la destrucción del robot que le servía de escudo, escapó por el lado opuesto.

Una intensa llamarada consumió la coraza del ro­bot.

—Ellos mismos se destruirán si puedo lograrlo —murmuró al llegar a la galería donde Belok asomaba preguntando si podía ser útil.

Pero ignoraba que el robot jefe estaba dando nue­vas órdenes, utilizando una frecuencia de voz diferente a las conocidas hasta entonces, y por tanto imposible que Changoh o cualquiera de los ex habitantes de Sten­tilvaan pudiera oír y entender.

Las órdenes del robot eran concretas:

—Número uno, conmigo a la entrada para impedir que nadie salga. Los otros tres pongan en marcha el plan definitivo. ¡Destrucción!

¡Destrucción total de la sima!

Inmediatamente las órdenes fueron cumplidas y un trío de poderosos rayos comenzó a perforar las pare­des.

Gruesos terrones de basalto candente comenzaron a desprenderse.

Toda la sima tembló.

Changoh comprendió cuáles eran sus propósitos.

—Tratan de hundir la cueva y sepultarnos.

Belok corrió hacia la primera galería para ver si había posibilidades de salida, pero se detuvo al ver una auténtica cortina de rayos taponando la entrada.

El calor se hizo imposible de aguantar en el interior, y Changoh murmuró:

—Sólo hay una posibilidad... Poner en práctica la idea del profesor Rand.

—¿Qué te propones?

—Hacer que me sigan.

—Es peligroso.

—Es la única forma. Vuelve con los demás.

Changoh echó a correr en busca de uno de los ro­bots que actuaban por separado en distintas partes de la sima.

Se armó con otro pedazo de barrote, y con sigilo, se acercó hacia uno de los seres destructores.

El robot detectó su presencia y se volvió con inten­ción de fulminarlo, pero Changoh haciendo un quiebro se metió por otro pasadizo.

—¡Vamos, sígueme! —gritó—. No tienes tanto poder como te imaginas.

Para el robot el reto de Changoh era demasiado ten­tador. Imbuido de su propio poder, no vaciló en andar tras él.

Descendieron hasta la tercera galería y Changoh, procurando siempre no colocarse al alcance de sus ra­yos, le condujo hasta una de las celdas.

Con la ligera ventaja que había tomado, se acercó hasta el lago, pegándose al suelo.

Extrajo la boquilla de su bolsillo y disparó un pe­queño rayo en dirección al agua.

Se produjo una pequeña descarga que se agrandó con las ondas del agua, decumplicándose.

—Un escudo aislante puede proteger de la corriente galvánica. Es necesario que lo intente.

Se jugaba mucho en el envite, pero no tenía otra alternativa en aquella lucha sin cuartel y a muerte.

El robot apareció en el umbral de la puerta y diri­gió su mano derecha hacia él para fulminarle con su rayo.

Ya sin dudar, Changoh, se echó al agua.

El líquido al contacto con el cuerpo del stentilvaano produjo unos cuantos chispazos, pero Changoh no ex­perimentó la menor sensación. Su escudo protector le aislaba completamente de la corriente.

El robot se aproximó y Changoh comenzó a nadar por las tranquilas aguas, descubriendo al cabo de unas brazadas, que el lago se convertía en canal que comu­nicaba con otras dependencias.

El robot al borde lanzaba rayos en todas direcciones.

Changoh se había detenido en un recodo formado por las paredes del canal y gritó:

—¿Por qué no me sigues, muñeco?

El robot vaciló, pero al fin tomando impulso se dejó caer.

Cuando su cuerpo tomó contacto con el agua se pro­dujo una tremenda explosión, el líquido ardió en chis­pas un buen rato, y después un humo azulado surgió de las profundidades.

Cuando Changoh se aproximó, no quedaba el menor rastro del cuerpo del robot.

—¡Lo he conseguido! El profesor Rand tenía razón... Tengo que atraer a los otros...

Sin embargo, uno de los robots que había llegado hasta la puerta fue testigo de lo ocurrido y comunicó con su jefe:

—¡Maldición! —exclamó el jefe, como si realmente fuese capaz de sentir lo ocurrido—. Que nadie se acer­que a los lagos. Debe ser corriente galvánica... No cai­gáis en ninguna trampa y destruidlo todo. Uno solo de nosotros se basta para echar abajo la montaña.

El robot retrocedió, y entonces Changoh comprendió que todas las tretas serían inútiles.

La inteligencia de aquellos seres, era superior a los creados hasta entonces, y el robot jefe sabía proteger a los suyos y ordenar lo más adecuado.

Ya sólo cabía esperar la destrucción total de la sima, y con ella la muerte de los que se hallaban bajo ella.

---------------- 

La montaña se había convertido en un terrible caos. El suelo temblaba y algunas paredes se desmoronaron con el contacto de los rayos azules.

Parte de la techumbre natural del primer subterrá­neo se había venido abajo, y en la segunda galería co­menzaban a aparecer las grietas.

Sólo el tercer subterráneo parecía ser el más sólido, pero no tardaría en sucumbir bajo los efectos de aque­llas armas poderosas.

Fue entonces cuando apareció en el espacio la nave de Olderland, pilotada por Gabon.

CAPITULO XIV

—¡Robots! —dijo el piloto señalando hacia la en­trada.

Los comandos que le acompañaban miraron con sus teleobjetivos.

—Se mueven con mucha soltura —dijo uno.

—Están intentando destruir a los stentilvaanos. No podemos ayudarles.

Uno de los comandos adujo:

—Deberíamos intentarlo. Si hemos de conseguir de ellos algunas cosas, es mejor que les demos algo a cambio. Toma contacto con el suelo. Hazlo a alguna distancia para que no nos descubran.

El comando que hablaba actuaba de comandante de la fuerza y podía dar órdenes al propio piloto especia­lista Gabon.

Este obedeció y condujo la nave al otro lado de la colina.

El robot jefe miró hacia lo alto y murmuró:

—Una antigua nave. Y además enana. No constituye ningún problema.

Por su parte, Changoh se había apercibido de su llegada por aquel ruido que sólo los dotados con el oído extraordinario podían escuchar.

Corrió desesperadamente por los corredores en busca de Belok y del profesor.

El suelo seguía temblando, resquebrajándose. Algu­nas de las celdas o aposentos del habitáculo se halla­ban ya hundidas o habían desaparecido bajo enormes terrones de basalto.

—Sólo nos queda un recurso. Ir a la parte opuesta del planeta y encontrar el medio que destruya a los robots.

—Queda muy lejos, cuando lleguemos lo habrán des­truido todo...

—Utilizaremos la nave de los extranjeros.

—¿Y por dónde salimos? —inquirió Belok.

—Por el mismo boquete que han abierto en la cum­bre. ¡Vamos!

Corrieron con todas sus fuerzas hasta la primera pla­taforma y comenzaron a trepar por entre los montones de basalto hasta llegar a la abertura.

La agilidad de que estaban dotados les permitió llegar a lo alto no sin grandes esfuerzos.

El profesor Rustik era el que más dificultades en­contraba.

—Temo que voy a ser un lastre —dijo tratando de trepar el último tramo.

—Déme la mano, profesor... —replicó Changoh ayu­dándole a subir.

Cuando se hallaron en la superficie, Changoh, utili­zando la boquilla, alumbró los contornos.

—¡Están arriba! —gritó el robot jefe.

—¡La nave está allí! —gritó a su vez Changoh.

—Démonos prisa. Nos han descubierto —exclamó Belok.

Descendieron por el irregular suelo y siempre im­primiendo a sus movimientos la máxima velocidad con­siguieron llegar a la base de la cadena montañosa.

Gabon iba hacia ellos.

—¡Changoh! Tenías razón, con este combustible es posible hacer el viaje de ida y vuelta casi con sólo de­searlo.

—Estamos en un apuro, Gabon... ¡Oh! Ya veo que no has venido solo —añadió Changoh observando a los comandos que estaban cerca de la nave.

—Sí, Changoh, y si podemos ayudaros...

—¿Lleváis todavía la plataforma que construimos para viajar?

—Sí... Lo hemos conservado todo tal como lo mon­tasteis.

—Entonces vamos a la otra cara del planeta. Nece­sitamos encontrar medios para combatir las nuevas armas de los robots. Vosotros no será necesario que descendáis... Sería demasiado peligroso. Os fijaremos un tiempo y volveréis a recogernos.

—¡Vamos! —exclamó Gabon.

Momentos después, los tres hombres de Stentilvaan ocupaban la plataforma soldada bajo la nave, que em­prendió el vuelo.

Uno de los robots advirtió la huida de los tres stentilvaanos.

—¡Mira! —dijo al jefe.

Los chorros de rayos azules intentaron alcanzar la nave, pero Gabon, advirtiendo el peligro, dio más pre­sión al gas y el vehículo se elevó perdiéndose en el infinito.

De momento habían pasado el primer peligro, pero en la cara habitable e iluminada del planeta les aguar­daba la peor parte.

---------------- 

Los detectores anunciaron la llegada de la nave ex­tranjera y las defensas automáticas se aprestaron a combatirla.

—¿Cómo vamos a combatirlos? —inquirió el coman­do jefe.

—Pediré instrucciones a Changoh —replicó el piloto.

—No va a oírte. No lleva ningún transmisor, ni re­ceptor.

Gabon sonrió.

—Los hombres de Stentilvaan no lo necesitan. Ellos son transmisores-receptores vivientes.

Y añadió como si hablara consigo mismo:

—¡Changoh! Nuestros radares indican peligro.

Utilizando el espejo que todavía conservaba, Changoh hizo unas señales que el piloto Gabon captó perfecta­mente.

—Hay que incrementar la velocidad —murmuró.

La claridad era ya total y el monolito se encontraba cerca.

Changoh hizo una nueva señal dando instrucciones para que tomaran contacto con el suelo justo donde se encontraban.

—Antes de pasar el monolito —dijo el profesor Rus­tik—, los rayos dirigidos no podrán alcanzarnos.

—Es lo que me propongo —replicó Changoh.

La nave tomó contacto con el suelo con la habitual suavidad y precisión.

Instantes después, los comandos descendieron de la nave.

—Le acompañaremos —dijo el jefe a Changoh.

—No. Regresad con Gabon. Aquí no podríais com­batir. Seríais aniquilados.

—Tenemos órdenes del jefe de nuestra misión, Chan­goh. Necesitamos poseer algunos de vuestros conoci­mientos. Os hemos ayudado y a cambio queremos tam­bién vuestra ayuda.

—Ya hablaremos luego. Ahora, obedeced. Volved a la nave y los demás, ¡vamos! No podemos perder ni una milésima de tiempo.

Avanzaron trasponiendo el umbral del monolito. Un umbral invisible que marcaba la entrada de la más fa­bulosa de las civilizaciones de todas las galaxias; y también de la más fría, de la más inhumana.

Los comandos siguieron atrás, decididos a no perder contacto, pero Changoh y los suyos no hicieron nada por retenerles. Su objetivo estaba en la central, pero ya habían sido descubiertos. 

---------------- 

El inspector sostenía una conversación a distancia con el gran inspector.

—Has fracasado otra vez, número uno. El propio Changoh ha regresado y si está aquí es porque necesita algo.

—Yo mismo le destruiré —replicó el número uno.

—Es tu última oportunidad. No seré más paciente contigo. ¡Aniquílale!

Los recién llegados se dirigieron a un viejo caserón metálico reliquia de la metrópoli antigua.

—¿Dónde vamos? —preguntó Belok.

—A buscar alguno de los viejos bólidos. Sé que guar­daron unos cuantos... Todavía estaban en buen uso.

Cruzando desiertas avenidas llegaron al caserón. La boquilla de Changoh sirvió para taladrar la puerta sol­dada.

Dentro, bajo la bóveda de una nave inmensa, se ali­neaban varios bólidos de diferentes tipos y épocas.

—¡Este! —señaló Changoh indicando uno de aspecto rectangular, capaz para cuatro personas.

Era un artefacto carente de ruedas. Unas palas a modo de esquíes tocando el suelo y una carlinga pro­tectora que Changoh retiró eran los detalles más sobre­salientes.

La carrocería metálica carecía de capó u otra cavi­dad para el motor. No disponían de motor.

Se ponía en funcionamiento accionando una palanca movida por rayos almacenados en un depósito de redu­cidas dimensiones y que podía ser trasladado en un bolsillo. Un control remoto rectificaba la dirección. La palanca de puesta en marcha servía para incrementar la velocidad y frenar.

Saltaron los tres dentro del artefacto, que Changoh puso rápidamente en movimiento.

Los esquíes deslizantes patinaron velozmente por el suelo de las avenidas y, a una velocidad de vértigo,

Changoh condujo hasta la entrada de la central, cerra­da y custodiada por media docena de robots.

—Agárrense. Vamos a entrar —dijo lacónicamente Changoh.

Apretó a fondo la palanca y el bólido saltó impul­sado hacia adelante.

El choque con la puerta metálica fue tremendo.

No cedió, sin embargo, y entonces Changoh exclamó:

—¡Las púas perforadoras!

Dio marcha atrás y, utilizando la palanca única en sentido inverso, hizo que de la parte delantera surgieran cuatro afiladas púas de material duro.

Lanzó de nuevo el bólido hacia adelante y aquella vez la lámina quedó perforada por las resistentes púas.

Los robots habían tenido que retirarse, pero ya es­taban dispuestos a lanzar sus rayos mortíferos.

—Usan las armas comunes. Agachaos. Mi coraza me protegerá mientras trato de hacer más grande los bo­quetes.

Los rayos de los robots perforaron la plancha trans­parente de la carlinga, pero se estrellaron contra el cuerpo de Changoh, cuando éste repetidamente iba de atrás adelante y viceversa para agrandar los boquetes.

Cuando consiguió una abertura suficiente, saltó del bólido y gritó a los demás:

—¡Esperad mi señal!

Se dirigió hacia uno de los robots defensores de la entrada, que seguía rociándole con su rayo inútil.

Se lanzó contra él con la cabeza por delante y el hombre-máquina recibió un terrible impacto que le hizo tambalearse.

Cayó de espaldas y entonces Changoh saltó a horca­jadas sobre él, pinchándole un ojo con la boquilla.

El robot lanzó un alarido y quedó inmóvil.

—No voy a destruirte porque te necesito. Tú me li­brarás de los otros.

Lo incorporó, situándose tras él.

El robot se dejó manejar a voluntad, como si al tener un ojo reventado le faltara un punto vital.

Changoh cogió uno de sus brazos y accionó el re­sorte para la salida de rayos.

Apretó el máximo y una columna de fuego fue en busca de los otros cinco defensores.

—Está dando la máxima presión —dijo Belok.

—Sí. Intenta formar una cortina protectora para que pasemos —murmuró el profesor Rustik.

—¡Saltad! —gritó Changoh manteniendo la presión.

Los dos compañeros obedecieron y cuando hubieron transpuesto el umbral, Changoh soltó al robot y corrió tras ellos.

Instantes después, se hallaban en la sala principal de la central.

El inspector les estaba aguardando con una pistola con la nueva carga mortífera. 


CAPITULO XV 

Iban a entrar.

Al otro lado les esperaba una muerte cierta.

El inspector sonreía inexpresivamente esperando el momento culminante de su triunfo.

Entonces surgió una voz:

—No paséis. Corréis un grave peligro.

Changoh se volvió al reconocer la voz.

¡Era Horak, su robot servidor!

El robot avanzó murmurando:

—He seguido tu consejo, Changoh. Me gusta ser libre...

—¡Horak! ¡Lo has conseguido!

—Sí, Changoh. Soy el primer ser artificialmente cons­truido con voluntad propia. Y voy a ayudarte. Tú me ideaste y estoy en deuda contigo.

—Gracias, Horak...

—Venid conmigo.

Horak les condujo a través del corredor hasta una puerta de emergencia.

—Es la puerta de los robots. Sólo el inspector puede abrirla. Tú lo sabes...

—Cierto —murmuró Changoh.

—Pero yo soy robot y también puedo hacerlo.

Avanzó su mano y un flujo invisible accionó el re­sorte movido por ondas cerebrales sólo manejables des­de el interior o por medio de los robots, por poseer éstos la misma frecuencia.

La puerta cedió y los tres hombres penetraron al interior.

Instantes después, Changoh asomaba por la espalda del inspector, que se revolvió al percibir el ruido inau­dible de los pasos.

Iba a dirigir su rayo contra él, pero Changoh se lan­zó como un ariete contra el inspector, que cayó per­diendo la pistola.

Unos cuantos golpes bastaron para dejar al inspec­tor número uno fuera de combate.

Casi inmediatamente la voz suprema del inspector jefe retumbó por la sala:

—Pagarás el fracaso, número uno.

Instantáneamente una llamarada, seguida de una ex­plosión interior, descompuso al inspector.

—¡De prisa, al cerebro! —gritó Changoh—. Antes de que el gran inspector nos haga estallar a distancia.

El profesor Rustik corrió hacia el pupitre y accionó el botón de paro total.

Casi al mismo instante que conseguía detener la maquinaria, lanzó un gruñido. Otra explosión sorda se produjo y el profesor cayó sobre el pupitre.

—¡Lo ha aniquilado! —exclamó Belok.

—Sí... ¡Vamos! No podemos perder tiempo. Coge la pistola.

Changoh se dirigió a uno de los cerebros secunda­rios. Accionó los memorizadores y dejó libre el micró­fono de entrada de instrucciones.

—Os habla Changoh. Soy el jefe del departamento... Necesito inmediatamente todas las armas nuevas. Quie­ro que estén preparadas. Salgo inmediatamente para la fábrica.

Cerró el contacto y dijo a Belok que lo acompañara.

Al llegar de nuevo al exterior vieron cómo los robots de la entrada estaban atacando a alguien.

—Son los enanos —dijo Belok.

—La pistola. Con ella podemos destruirles.

Belok accionó el gatillo, dirigiendo el chorro azulado contra los robots, que uno a uno cayeron pulverizados.

—Es fantástico. Nunca se había construido un arma semejante.

—Es horrible, Belok. Cuando esto termine tendre­mos que destruir todas esas armas.

Los cinco comandos enanos aparecieron. Estaban realmente asustados.

—Gracias, amigos. Nos habéis salvado la vida.

—Vuelvan al monolito y procuren no ser descubier­tos —dijo Changoh.

Y saltó sobre el bólido en compañía de Belok, para dirigirse hacia la fábrica.

---------------- 

Las armas estaban dispuestas.

Cerrado todo contacto con el santuario del gran ins­pector, éste no podía dar órdenes a todos los sicarios metálicos, pero era necesario que se dieran prisa por­que si el jefe supremo mandaba a sus esbirros perso­nales a la central y se restablecía el contacto, ya nada les podría salvar.

Tomaron las armas y Changoh ordenó:

—Al laboratorio de experimentos y a la cámara de aniquilamiento.

Un auténtico ejército de robots perfectamente arma­dos cruzó las dependencias y, sin salir del edificio de la fábrica, llegaron hasta las salas de experimentos.

—Sigue todo bajo nuestro control. No será difícil.

Los robots médicos estaban haciendo sus experimen­tos con seres vivos.

—¡Basta! —ordenó Changoh—. Abran las puertas de las celdas. Dejen a todos en libertad.

Los médicos obedecieron.

Las cámaras fueron abiertas y de ellas extrajeron a los seres depauperados. Eran varones y hembras so­metidos a estados de conserva, mediante cabinas hela­das. Seres dispuestos a la muerte, al martirio... Algunos carecían de parte de sus órganos esenciales. Eran como ratas de laboratorio.

Belok, recordando los tiempos que había permane­cido allí, cerró los ojos horrorizado.

—Todos fuera... —dijo Changoh, y dirigiéndose a Belok agregó—: Refuérzales con vitaminas. Las van a necesitar.

---------------- 

En el exterior esperaba Horak.

—Me gustaría venir contigo, Changoh, pero mi mun­do es éste, un mundo mecánico. Mi libertad no me permite convivir con seres distintos...

—Quizá podríamos hacer algo por ti. Ven. No te quedes aquí.

—No puedo... Y daos prisa... El gran inspector ha llegado hasta la central. Si no huís, os va a destruir.

No había tiempo que perder. Se cargó el bólido con los que estaban más enfermos, mientras el resto recorría a pie las calles.

—No es posible utilizar las pantallas conductoras —dijo Changoh—, porque los cerebros están paraliza­dos...

Ellos tampoco habían podido usarlas antes porque, siendo detectados, habrían podido ser aniquilados du­rante su descomposición. Ahora tenían que actuar con sus propios medios y, a pesar del peligro, no les impor­taba. Era como si realmente ya hubiesen empezado de nuevo otra existencia. 

---------------- 

El gran inspector pudo dominar la situación cuando ya los otros habían llegado al otro lado del monolito.

Enloquecido por la derrota, lanzó todos los rayos en persecución de los fugitivos.

Entonces Horak, el robot que había recobrado la libertad, haciendo uso de su doble personalidad que nadie conocía, accionó por su cuenta uno de los ce­rebros.

Los rayos empezaron a buscarse entre sí. Las explo­siones se sucedieron y los edificios de aquella ciudad muerta comenzaron a desmoronarse.


Poco a poco, en medio de una guerra relámpago, todo fue quedando reducido a la nada.

La metrópoli de Stentilvaan desapareció de la faz del planeta. 

---------------- 

Con las nuevas armas no fue nada difícil aniquilar a los robots superdotados, último bastión de una civi­lización desaparecida.

Después, la montaña resquebrajada recobró el silen­cio. La paz...

—¿Todavía piensas regresar? —preguntó Rand al pi­loto Gabon.

—No... He aprendido demasiado. El poder enloquece a la gente... No. No regresaré. Si en Olderland llegan a poseer la mitad de los conocimientos de Stentilvaan, precipitarían su destrucción.

Changoh miró a los comandos.

—¿Y vosotros?

—Regresaremos, sí... Pero si en Olderland las cosas no se arreglan, volveremos aquí... Este puede ser un buen sitio para empezar de nuevo... Vendremos con nuestras hembras y construiremos nuestros habitáculos.

—Podéis venir cuando queráis —replicó Changoh—. Aquí habrá sitio para todos... Será el primer paso para que los seres del cosmos vivan en armonía.

Gabon se alejó para reunirse con la ayudante Ryda. Ningún complejo le impedía quedarse. Al fin y al cabo, él ya tenía allí su hembra.

También Changoh se reunió con Gora, mientras los seres de Stentilvaan se afanaban por construir la nueva ciudad. Era un pueblo en marcha, desde sus comien­zos, un pueblo que abría los brazos hacia los habitan­tes de todo el cosmos para vivir en paz con todos. Changoh, caminando al lado de Gora, murmuró: —Por primera vez, miro el porvenir con optimismo... 

FIN 


No hay comentarios:

Publicar un comentario