Curtis Garland y Donald Curtis son los seudónimos que Juan Gallardo Muñoz empleó mayoritariamente para firmar su novelas. Con más de dosmil novelas publicadas entre títulos originales y reediciones, fue con diferencia uno de los principales autores españoles de bolsilibros de ciencia-ficción, tan sólo superado en número de obras por Luis García Lecha y Enrique Sánchez Pascual en esta sección.
Nacido en Barcelona el 28 de octubre de 1929 Juan Gallardo pasó su niñez en Benavente, provincia de Zamora, y posteriormente vivió durante bastantes años en Madrid, aunque acabaría asentándose en su ciudad natal, en la que residió ya hasta su muerte, acaecida el 5 de febrero de 2013 a los 83 años de edad. Gallardo no tardó en convertirse en un auténtico todoterreno, abarcando prácticamente todas las vertientes de los bolsilibros —terror, ciencia-ficción, policíaco y, con diferencia los más numerosos, del oeste—, llegando a escribir una media de seis o siete al mes, por lo general firmadas con un buen surtido de seudónimos: Johnny Garland, Curtis Garland, Addison Starr, Donald Curtis, Kent Davis, Don Harris, Glenn Forrester o Elliot Turner
1
Las nubes eternas parecieron desgarrarse.
Todo fue súbito, repentino, como el estallido de un imprevisible apocalipsis. Aquellas densas masas de vapor acumuladas durante milenios en la bóveda celeste, reventaron al ser perforadas por las formas negras, centelleantes, vomitando fuego por miles de bocas a la vez.
Fueron como siniestros pajarracos del color de la noche y del vacío, surgidos de la nada para sembrar la muerte y la destrucción en un mundo apaciblemente dormido, que en modo alguno podía esperar el ataque.
Abajo, en el suelo del planeta Orlaz, las edificaciones sencillas, cubiculares, de tonalidades grises, parecían reposar en calma, silenciosas y a oscuras. Era la hora del sueño, cuando la mayoría de sus gentes dormía.
Algunos, muy pocos, vigilaban.
Pero su vigilia no les sirvió de nada. Cuando alzaron sus ojos, contemplando lo que se les venía encima desde el otro lado de las nubes, nada pudieron hacer, salvo salir despavoridos, hacer sonar las sirenas de alarma o caer calcinados, tras convertirse sus cuerpos en auténticas pavesas incandescentes, de una lívida coloración azul violácea. Los rayos asesinos llegados del negro cielo lo destruían todo.
La noche se pobló de alaridos, gritos, sollozos, carreras, desesperados esfuerzos por neutralizar aquel ataque. Sólo que los desdichados habitantes de Orlaz carecían de medios para ello. Eran un pueblo de paz, una gente sencilla, dedicada a cultivar su tierra, a recibir el fruto de su trabajo agrícola o de pastoreo. Jamás habían empuñado otra arma que una sencilla lanza o unas flechas para defenderse de los ataques de algunas bestias feroces que poblaban las tierras fértiles de Orlaz. Muy poco bagaje, ciertamente, para enfrentarse a aquellos colosos de negro metal, surgidos de la bóveda nubosa de su atmósfera, para desencadenar la destrucción masiva en sus pueblos y ciudades, dispersas entre huertos y corrales.
-¡Nos atacan, nos atacan! -fue el grito colectivo de horror ante la lluvia de fuego y de muerte que les venía del cielo-, ¡Las fuerzas malditas de los Zarvoks han llegado de más allá de nuestro cielo para destruirnos! ¡Huyamos, huyamos todos!
Ese grito se repitió hasta el infinito entre la indefensa población de Orlaz. Pero era un empeño inútil. Nadie podía resistirse a huir a tan devastador ataque. Ni armas, ni refugios ni medios de transporte existían allí para escapar a lo inevitable. Cientos, miles, decenas de millares de seres despavoridos huían por doquier, en vano empeño de eludir la muerte llovida desde la noche. Centelleos cegadores, estrías de luz y de fuego surcaban la negra oscuridad nocturna, para alcanzarles implacablemente, para convertir a grupos, a multitudes de gentes aterrorizadas, en simples luminarias fugaces que luego, convertidas en polvo ceniciento, flotaban un instante en el aire, para desparramarse por el suelo, como único residuo de tanto ser viviente exterminado sin piedad.
Las naves eran numerosas, casi incontables, surgiendo por centenares de entre los nubarrones, llenando el cielo, planeando sobre el terreno vertiginosamente, para dejar caer cargas incendiarias o rayos desintegradores, que convertían todo en pura ceniza, en residuos humeantes.
La batalla en la que sólo una parte podía luchar y destruir, duró poco, muy poco. No podía ser de otro modo.
Cuando se hizo el silencio en la región devastada, no quedaba nada de las ciudades, de las aldeas, de los caseríos ni de sus huertos, corrales o establos. Los animales domésticos, como las propias personas que los poseían, habían dejado de existir, convertidos en pavesas o, en el mejor de los casos, en simples cuerpos esqueléticos, humeantes, recubiertos por jirones de piel o carne abrasada.
-Aún quedan supervivientes ocultos en las ruinas del centro urbano -retumbó una voz profunda, metálica y fría, en los comunicadores de todas las negras naves asesinas sobrevolando el planeta-. ¡Destruidlos a todos! No quiero vivo ni a un solo vog.
La orden fue obedecida de inmediato por los tripulantes de aquellas terroríficas naves. En sus puentes de mando, extraños seres humanos de negras y metálicas armaduras, rematadas por escafandras de negro vidrio transparente desde el interior, pero que impedían ver los rostros de sus poseedores, se movieron con rapidez.
De labios de los capitanes de cada una de las naves de combate partió la misma orden tajante, inexorable:
-¡Destruidlo todo! Que no quede una sola piedra en pie. Ni un vog con vida. Son órdenes del Supremo. ¡Arrasad el planeta!
No hizo falta más. Aquellos tenebrosos guerreros parecían disfrutar con su tarea de exterminio.
Las naves volaron aún más bajo, en planeo rasante, lanzando por sus tubos torpederos una especie de flamígero líquido que, al contacto con el aire, abrasaba a éste mismo, incendiándolo y provocando la inflamación inmediata de todo cuanto tocaba. En escaso período de tiempo, bajo las naves negras, veloces y certeras, como mensajeros demoníacos del horror, el suelo hirvió, candente y abrasado, extendiéndose el calor aniquilador por todas partes, como una marea de lava asesina, inexorable.
Cuando las naves remontaron el vuelo, huyendo de aquella ola ardiente, nada quedaba con vida a la vista. En el suelo, escasos supervivientes, que esperaron huir a su triste sino ocultándose en las ruinas, ya eran simples pavesas extinguiéndose en un mar de lava hirviente.
-Misión cumplida, Supremo -informaron todos y cada uno de los capitanes de vuelo por los comunicadores de sus naves de combate-. El pueblo de los vogs ha sido exterminado en su totalidad.
-Perfecto -retumbó la voz autoritaria, de metálicas inflexiones-. Regresad a la base. Wann os espera.
Todos a una, en perfecta formación, tan rápidos y centelleantes como aparecieron en la silenciosa noche de falso aire apacible, proyectaron sus afiladas proas hacia las nubes, saliendo disparados a través de ellas, de regreso al negro vacío estelar.
Como flechas maléficas, fundido su negro metal con el propio espacio oscuro, volaron hacia las alturas, hacia una distante luz, una especie de resplandor azul remoto, que se mantenía quieto en el vacío.
El vuelo de las naves atacantes duró poco. Paulatinamente, las formaciones de centenares de navíos de combate fueron avistando ante ellas la presencia de una enorme masa de metálico aspecto y color azul oscuro, que emitía un resplandor lívido. Era tan grande como podía serio un asteroide, realmente gigantesca, de forma oval, salpicada de hileras de luces en su parte superior.
Unas colosales compuertas se abrieron en la estructura metálica, en su base, derramando un resplandor anaranjado. Por aquellas aberturas, fueron penetrando las escuadrillas exterminadoras rápidamente, en hábil maniobra, introduciéndose así en la inmensa panza de aquella especie de nave-nodriza anclada en el vacío cósmico, sobre la masa nubosa del planeta Orlaz, recién exterminado. Las naves habían vuelto a Wann. Y Wann, todos lo sabían en la galaxia de Drago, era el temible, pavoroso Meteoro Negro Asesino, la morada del Supremo. Desde allí se dictaban leyes, se ejercía el dominio total de la galaxia, se creaban mundos..., o se destruían, a voluntad de su morador superior, del ser más temido de todo el cúmulo galáctico de Drago: Dakko Yozzel, el Supremo. Señor de la Vida y de la Muerte, Profeta Único del Dios Vaal, Mandatario de los Destinos Vivientes de Drago.
Las compuertas de Wann se cerraron herméticamente, tras engullir una a una a las más de mil naves de combate enviadas para destruir un mundo entero y dejarlo arrasado para siempre, sin vestigios de su raza.
Cientos de veces había ocurrido eso mismo en la trayectoria inexorable y mortífera del Meteoro Negro Asesino. Cientos de pueblos y de razas habían sido aniquilados por la imperativa voluntad del Supremo.
Y la razón casi siempre era la misma, la que él estaba comentando ahora, ante su pantalla visora del puente de mando del Meteoro, erguido, sombrío, tenebroso y maligno, proyectando sobre el muro una sombra alargada, enorme, siniestra:
-Otra raza inferior exterminada... Los seres execrables que no poseen la perfección racial, la inteligencia y la cultura necesarias para ser útiles a la Federación Galáctica, ¿para qué existen, de qué nos sirven? Su aniquilamiento es lo mejor que puede hacerse. Por el bien de nuestro Dios Vaal, sólo nosotros, las razas superiores que honramos Su poder y Su divinidad, tenemos derecho a existir, a ser cada día mejores, más fuertes y más perfectos para servirle...
Una larga, cloqueante risa metálica, brotó de los labios de aquel monstruo de fría maldad que regía con mano de hierro y mente diabólica los destinos de la galaxia Drago.
Allá abajo, mientras el gigantesco meteoro de la muerte se alejaba, siguiendo su interminable, eterna ruta por entre soles, estrellas y mundos de la galaxia, el planeta Orlaz agonizaba, calcinado por el poder destructor de las escuadrillas espaciales del Supremo, pereciendo toda una raza entre sus ruinas abrasadoras.
La raza de los vogs, humanoides nobles, honestos y trabajadores, cuyo único delito había sido dedicarse al pastoreo y la agricultura, huir de las guerras y no adorar al Dios Vaal, símbolo de crueldad, odio y perversión.
Así, uno por uno, todos los pueblos sencillos e inofensivos de la galaxia iban siendo exterminados sin piedad, borrados de la faz planetaria para siempre, en holocausto ofrecido al racismo y fanatismo religioso de un ser superior, poderoso e implacable en el ejercicio de su fuerza.
Ese ser, llamado el Supremo, de nombre Dakko Yozzel, era también conocido por muchos como El Exterminador...
-El Exterminador... Ha sido él... Ha sido él...
Era apenas un balbuceo, saliendo de entre montones de ruinas humeantes, tierra convertida en endurecida lava y campos arrasados, donde antes hubo vegetación, vida, plantas y animales para todo un pueblo laborioso y sencillo.
Luego, unas pocas piedras se removieron, como si algo todavía luchara por sobrevivir en medio de tanto horror, tanto silencio y tanta muerte. La noche se había tornado repentinamente fría y hostil, las nubes sobre el planeta eran como el palio de un campo de batalla atroz y silencioso.
Unas láminas de un extraño metal purpúreo se movieron débilmente, entre crujidos tenues, empezando a dejar pasar a alguien sepultado bajo los escombros. Una mano crispada, bañada en sangre, emergió de allí, aferrándose a la tierra, calcinada y todavía caliente, en la que las burbujas de un hervor asesino se habían solidificado, formando un dantesco paisaje lunar.
-Ha sido él... El Exterminador... El Supremo... El siervo fiel de un dios maldito... -jadeó la ronca voz, cada vez más audible, aunque no hubiera allí nadie con vida para oírle-. Él..., lo ha arrasado todo...
2
Las láminas de liviano y crujiente metal púrpura volvieron a agitarse, revelando su ligereza. Y, sin embargo, como un prodigio inexplicable, era la única materia que había resistido el ataque calcinador, la acción del fuego, las cargas desintegradoras e incluso el impacto perforante de los rayos ultra láser.
Una figura humana se agitó débilmente sobre el terreno, tratando de incorporarse. No iba a serle fácil. Sencillamente porque sólo le quedaba una pierna. La otra era un simple muñón sangrante, lo mismo que su brazo, cortado a la altura de su hombro. Ambos del mismo lado: pierna y brazo izquierdos, mutilados por la ola destructora llovida el cielo.
Tenía numerosas heridas, parte de su cuero cabelludo abrasado, el pecho sangrante, la cara cubierta de cortes y quemaduras hasta resultar irreconocible, bajo los cabellos rubios, característicos de la raza vog, no del todo completos tampoco a causa de las llagas provocadas por el fuego.
Se arrastró penosamente, sacudido por dolores infinitos y atroces que agitaban su cuerpo mutilado en espasmos horribles. Era un hombre joven, vigoroso, atlético, de músculos como el acero, tensos y abultados. Pero ahora, de nada le servían sus fuerzas. Era un ser inválido, disminuido físicamente por la ausencia de dos miembros, golpeado por un dolor profundo y lacerante. A su alrededor, todo era horror, silencio, muerte, aniquilación total. No le resultó difícil llegar a una dolorosa, terrible conclusión:
-Solo..., ¡estoy solo En todo el planeta..., no quedo más que yo..., completamente solo, sin nadie...
Las lágrimas afluyeron a sus ojos. Nunca antes de ahora había llorado. Creía que eso era cosa de mujeres, de personas débiles. Añora se daba cuenta de que no era así, de que se tenía que llorar cuando se perdía aquello que se ama...
-Padre..., madre..., hermanos... -sollozó-. Ania querida...
Y nadie, nadie le respondía. Ni su padre, ni su madre amada, ni sus buenos y laboriosos hermanos, ni la dulce y hermosa Ania, su futura esposa...
Todos estaban muertos. Aniquilados por el poder asesino del Supremo, por las fuerzas aéreas del Meteoro Negro...
Rompió en amargo llanto. No lloraba por su dolor, por su brazo y pierna perdidos. Lloraba por los seres queridos perdidos para siempre, por los amigos, los camaradas, los vecinos, convertidos en pavesas a su alrededor.
En vano siguió arrastrándose, buscando algún indicio de vida. No lo había. Todo lo más que pudo encontrar fueron algunos esqueletos incompletos, calaveras y osamentas humanas calcinadas por los rayos destructores de las naves negras. Era cuanto quedaba de un pueblo que jamás hizo daño a nadie, pero que el Supremo consideraba como inferior porque no adoraba a su dios y porque no pertenecía a la raza de los asesinos.
-Miserable..., ¡mil veces miserable! -gimió, en su terrible impotencia, golpeando una y otra vez el suelo caliente con su único puño-. Si pudiera destruirte, si yo fuese capaz de llegar hasta ti para aniquilarte... ¡Dejarías de ser El Exterminador, porque yo usurparía ese nombre con toda justicia! ¡Exterminaría a todos los tuyos y a ti mismo, os borraría del Universo sin piedad alguna, de una vez por todas, para que la paz y el amor, algo que tú no entiendes, volviesen a reinar en estos planetas sojuzgados y atemorizados por vuestra maldad!
Pero sabía que todo eso era inútil, incluso dolorosamente ridículo. ¿Quién era un pobre pastor y herrero, para soñar con ese imposible? ¿Qué podía hacer un simple vog superviviente, mutilado de una pierna y de un brazo, contra el supremo poderío de unos seres viajeros en el más gigantesco meteoro artificial jamás construido por las razas inteligentes de Drago?
Contempló, a través de sus lágrimas, la lámina de metal púrpura, la que le sirviera para proteger parte de su cuerpo de las radiaciones de muerte emitidas por las naves de Dakko Yozzel. Aquel liviano metal había sido su salvador, al menos en parte. Ni una sola huella de los rayos mortíferos del enemigo se percibía en su tersa, bruñida superficie. Alargó su única mano, tocó suavemente la lámina púrpura.
Ni siquiera quemaba, mientras otros metales como el hierro o el acero se habían fundido y aparecían ahora convertidos en humeantes charcos metálicos, a su alrededor.
-De modo que yo tenía razón... -musitó el superviviente de la hecatombe-. Yo tenía razón, cielos... Ese metal de mi invención, esa nueva aleación que había descubierto en la herrería, trabajando durante jornadas enteras..., ha resultado. Es un metal refractario al calor, rechaza los rayos ultra láser sin sufrir sus efectos, no se desintegra con los proyectiles nucleares... Lo he conseguido... Lo he conseguido..., ahora que ya no va a servirme para nada, salvo quizá para cubrir mis restos cuando me llegue la muerte...
Porque, ¿qué otra cosa podía esperar?, pensó el joven superviviente vog. Solo, sin seres vivientes a su alrededor, sin alimentos, sin agua, sin su brazo y su pierna, sin medicamentos..., ¿qué era posible hacer para sobrevivir? Nada, absolutamente nada...
Se dejó caer de espaldas, vencido, agotado, indiferente ya por todo. Esperaría así la muerte. Mirando al celaje nuboso que ocultaba las estrellas.
Estrellas de las que hablaron a veces los viejos patriarcas del pueblo vog, cuando las noches eran despejadas y brillantes, cuando los días permitían ver los tres soles de Orlaz, llenando de resplandor anaranjado sus campos llenos de mieses.
También eso había sido obra de las huestes maléficas del Supremo. La destrucción de Dovos, satélite natural de Orlaz, su luna radiante de las bellas noches del pasado, había sido destruido, pulverizado por sus escuadras exterminadoras. Se dijo que porque en su interior, en el subsuelo de la luna Dovos, moraban unos seres considerados inferiores, protegiéndose de la luz y de las iras del Supremo también. Una serie de enormes cargas desintegradoras pulverizó a Dovos. Y las noches dejaron de ser resplandecientes, las estrellas dejaron de brillar en el cielo de Orlaz, para hacerse siempre jornadas de nubes densas y sombrías, que tanto velaban a los soles como a los astros nocturnos. Las cosechas disminuyeron, los animales se hicieron más débiles y tristes, y el pueblo vog conoció lentamente su ocaso.
Un ocaso que acababa de conocer su final definitivo en una masacre espantosa. Ya poco importaba que hubiera soles o no, que se vieran o no las estrellas. No quedaba nadie en Orlaz para disfrutar de todo eso. Ni para lamentarse por su carencia. No quedaba sino él, Ben Gath, el herrero. Y eso sería ya por tan poco tiempo...
La debilidad, el abatimiento, la fatiga y el dolor se apoderaron de él. Dejó de sentir, de sufrir incluso. Se desvaneció, convencido de que aquel desvanecimiento significaba su propio fin.
Nunca volvería a despertar ya. Ni lo deseaba. Morir era mejor que sufrir una larga e inútil agonía.
-Pronto me reuniré con vosotros -susurró-. Padres queridos, hermanos..., Ama amada... Voy hacia vosotros. Esperadme...
Cerró sus ojos, su cabeza golpeó la plancha metálica de color púrpura.
Y perdió la noción de todo.
3
La pequeña nave de forma triangular perdió altura.
Zol sabía que eso iba a ocurrir de un momento a otro. La avería era seria. Se volvió, preocupado, hacia su compañera de viaje.
-Creo que vamos a precipitarnos abajo sin remedio, Wylda -dijo roncamente.
Ella giró la cabeza, dejando de manipular la computadora.
-Lo sé, papá -dijo con frialdad-. No podemos hacer nada. Los controles de reserva no responden.
Él asintió. Su cabello blanco y lacio brillaba como plata al recibir la cruda luz de las pantallas del panel. En una de ellas desfilaban rápidamente cifras y cálculos matemáticos, así como gráficos computados. En la otra, era visible la masa nubosa que envolvía a un cercano cuerpo celeste de regulares dimensiones.
-La fuerza de atracción de ese pequeño planeta es superior a nuestros auto estabilizadores de vuelo -manifestó ceñudo-. No podemos mantener así la ruta.
-¿Sabes qué planeta puede ser ése?
-No, hija -negó Zol amargamente-. Esta galaxia nos es del todo desconocida. Cuando logramos sobrepasar la velocidad lumínica, creo que todo se distorsionó y dimos un gran salto en el espacio. Es posible que estemos a más de un millón de unidades-luz de nuestra propia galaxia, Wylda.
-Demasiado lejos para saber qué hacer en una emergencia -se quejó ella-. Creo que lo más prudente sería posarse en ese mundo. Si nos resistimos, caeremos del mismo modo y entonces el impacto puede ser mortal de necesidad.
-Tienes toda la razón, hija. Es mejor un aterrizaje suave que un choque brutal, en todo caso. No sabemos lo que encontraremos ahí abajo, pero sea lo que sea, no podemos eludirlo, para bien o para mal. Tal vez con tiempo y sin apuros, nos sea posible arreglar la avería en los circuitos de coordinación.
-Cabe en lo probable -admitió ella con su eterna calma, como si careciese de emociones-. En cualquier caso, nos sobra combustible fotónico para intentar un despegue si ese mundo de abajo resulta demasiado hostil, una vez resuelto el problema técnico.
Zol asintió, sin añadir palabra. Era hombre mesurado, de edad avanzada, pese a su aspecto fuerte y vigoroso. Su erguida figura, ataviada totalmente por el blanco traje espacial de liviano aspecto, tenía majestuosidad y arrogancia pese a sus años.
Por contraste, Wylda parecía más su nieta que su hija. Su juventud era exultante, su belleza increíble. El cabello caía en suave cascada de un dorado blanquecino, centelleante y sedoso. La piel era fresca y rosada, la boca carnosa y los ojos de un profundo e inquietante tono dorado, de salpicaduras ambarinas. También vestía atavío blanco, muy estilizado, que dejaba al aire sus bellísimas piernas, enfundadas en una tenue malla plateada a guisa de botas hasta sus muslos tersos.
La nave triangular comenzó a apuntar con su aguda proa hacia la masa de nubes que se extendía bajo los astronautas en apuros. En la pantalla comenzaron a desfilar las cifras vertiginosamente.
-Perdemos altura por momentos -dijo Zol-. Ya no podemos eludir la fuerza gravitatoria de ese planeta. Activa los freno reactores, Wylda.
-Sí, padre.
-Presiona los botones de estabilidad.
-Ya está.
-Reduce velocidad y rebaja el nivel de vuelo a cero.
-Ya.
-Ahora, el resto es cosa de la Providencia -suspiró Zol, cerrando un resorte del tablero con fuerza-. Estamos en sus manos, querida hija.
Ella asintió, yendo calmosa a un asiento donde se acomodó, ajustándose las correas de seguridad en torno al cuerpo. Luego pulsó un resorte, y una especie de funda cristalina se cerró sobre ella, adaptándose a asiento y viajera, como un protector especial. Su padre hizo otro tanto en el asiento vecino.
Con sus miradas fijas en la pantalla de situación, ambos siguieron el descenso de la nave en la imagen exterior. La masa de nubes cada vez estaba más cerca. El zumbido de su vehículo en descenso vertiginoso, creció por unos momentos de forma alarmante.
-Los frenos no responden -musitó Zol, angustiado.
-Esperemos que lo hagan antes de penetrar en esa atmósfera. O en caso contrario, nos desintegraremos en ella- señaló con calma Wylda.
Su padre afirmó, preocupado, tenso. El vuelo vertical en descenso era centelleante. De súbito, la imagen pareció ralentizarse. El desfile de cifras en la otra pantalla se hizo más pausado. El zumbido se redujo casi en su totalidad. Zol respiró hondo. Los ojos de Wylda tuvieron destellos excitados de color oro, pero no dijo ni expresó nada.
-Ya frenamos -jadeó su padre.
-Sí -afirmó ella-. Los estabilizadores funcionan. Los reactores de freno también. Creo que vamos a descender suavemente.
Así era. Penetraron en el espeso velo de vapores sombríos. A su alrededor se hizo una repentina oscuridad. Automáticamente, los infrarrojos de a bordo actuaron. La imagen se clarificó en pantalla.
Pudieron ver al fondo un suelo agrietado, volcánico, como recubierto de cráteres. Zol torció el gesto.
-Un mundo muerto -siseó-. Algo así como un enorme peñasco en el espacio, eso es lo que vamos a encontrar, Wylda.
-Tal vez sea mejor si no hay vida en él -señaló su hija-. Sólo Dios sabe lo que podríamos hallar en ese mundo, de haber existido en su superficie criaturas vivientes, papá. Estamos en un confín del Universo que nos es del todo desconocido. Aquí, muchas de las cosas de nuestra galaxia pueden no tener sentido alguno.
El descenso continuaba. No había peligro de fricción ni de desintegración. La temperatura exterior del fuselaje, según los indicadores, era la correcta. Sin embargo, el índice de hidrógeno y oxígeno aparecía claro en el indicador de atmósfera.
-Mira, Wylda -dijo Zol-. Este mundo posee aire respirable. Por ese lado, no tenemos problema. Y la presión y gravedad parecen normales para su tamaño.
-Por tanto, aquí sería posible la vida orgánica... e incluso la animal o humana -señaló ella, pensativa-. Los índices de humedad son también idóneos
para que hubiera seres humanos, pese al aspecto horrible y desolado de su suelo.
-Quizá encontremos alguna forma de vida, no sé -manifestó Zol, sin desviar sus ojos de la pantalla.
La nave delta se acercó a tierra. Por un momento, ambos pensaron en un choque violento. Apretaron los labios con fuerza y crisparon sus manos en los brazos de sus asientos de seguridad.
No ocurrió nada.
Estabilizado perfectamente, el vehículo espacial se situó automáticamente en posición vertical, con su ángulo más agudo, la proa, apuntando a lo alto. Y lenta, suavemente, posó su parte inferior en el terreno abrupto, mientras rugían sus reactores de cola en maniobra de freno y aterrizaje.
Cesó todo movimiento. La nave se quedó quieta, erguida sobre la superficie del mundo desconocido. Zol resopló, empezando a despojarse de sus correas.
-Ya está -dijo-. Hemos llegado, Wylda. Esperemos que en buena hora, hija mía.
-Sí, padre. Creo que lo peor ha pasado ya.
Salieron de sus asientos, tras apartar de sí las fundas protectoras cristalinas. El panorama visible en pantalla no era demasiado esperanzador: burbujas petrificadas, superficie de lava, montones de cascotes en forma de peñascos grises. Y un silencio, oscuridad y soledad totales, que sólo los infrarrojos de a bordo permitían hacer visible dentro de la nave a través de la pantalla visora.
-Parece todo muerto -señaló ella.
-Y probablemente lo esté. Pero no podemos sentirnos seguros de eso, Wylda. Será mejor llevar nuestras lámparas y lentes infrarrojos, así como las armas, por si acaso. Cualquiera sabe si podemos encontrarnos algo amenazador ahí afuera...
Tras recoger los objetos citados por Zol, padre e hija iniciaron su camino hacia la compuerta de salida de la nave.
Iban a pisar un mundo ignorado, a infinidad de años-luz de su propia galaxia y, por tanto, de su propio planeta.
Ni siquiera sabían lo que les esperaba en su expedición al exterior.
Zol jamás pudo imaginar lo que encontraría allá fuera.
4
Dakko Yozzel se movió por el puente de mando del Meteoro Negro Asesino como una sombría figura irreal, flotando en torno suyo la negra y larga capa de tejido metálico, crujiente y amplia como las alas de un enorme pájaro tenebroso.
-Estamos llegando a la cima del poder, Falca -habló con su tono metálico, chirriante y estremecedor.
Falca alzó los ojos. Le contempló indiferente, tendida en su lecho mullido, hecho de flotantes burbujas, cristalinas y multicolores.
-¿El poder total? -puntualizó con tono susurrante.
-Total -las manos de articulados guantes metálicos de Dakko Yozzel se apoyaron con un seco golpe sobre el panel de mandos. Despacio, se volvió hacia la desnuda y voluptuosa mujer que yacía encima de las irisadas burbujas. Los ojos del Supremo se clavaron en ella-. Mi poder es absoluto, Falca, tú lo sabes.
-Una galaxia es mucho espacio para un solo hombre -objetó ella, dibujando una sonrisa malévola en su boca sensual.
-No para mí. No para el Supremo. Dakko Yozzel llegará adonde no llegó nadie. Mi Dios Vaal me ayuda y protege. El poderío de esa fe es indestructible.
-Todavía quedan enemigos que te odian y te discuten ese poder y esa fe.
-Lo sé. Quedan seres como los Wolwins, como las Jabbs. ¿Pero qué son todos ellos? Vulgares piratas unos, guerreras femeninas las otras. Gente al margen de toda legalidad, delincuentes de la peor estofa.
-Pero saquean tus caravanas de naves, tus rutas de mercaderías... Se atreven a desafiar el poder del Supremo, osan negar a nuestro dios...
-Les queda poco tiempo -rió la hueca voz metálica, tras el rostro espantable del ser superior que regía los destinos del Meteoro Negro-. Muy poco, Falca. Los tengo sentenciados. Cuando caigan mis huestes sobre ellos, no les servirá de mucho su rebeldía.
Ella adujo:
-He oído decir en algunas estaciones cósmicas del Cinturón de Asteroides de Wander que tanto los Wolwins como las Jabbs desean unirse a los zarvoks...
-¡Los zarvoks! -aulló rabiosamente el Supremo, estrujando sus manos de tal modo que sus acerados guanteletes articulados crujieron con chasquidos ásperos-. Esos perros rebeldes... Siempre luchando contra mi poder, contra la única religión posible de la galaxia y de todas las galaxias... Son seres blasfemos, infieles que merecen el exterminio.
-Pero aún no los has exterminado, Dakko -le recordó ella con melosa sonrisa, brillándole astutamente los ojos de amarillos reflejos.
Dakko Yozzel se movió por la amplia cámara repleta de paneles cristalinos de sofisticados mandos y controles en forma de prismas luminosos, mientras un cerco total de pantallas electrónicas reflejaban diversos lugares del interior del Meteoro, así como del espacio estelar que les circundaba.
Su capa crujía con cada movimiento, su vuelo metalizado era rígido e inquietante, mientras el rostro cubierto a medias por la máscara de acero negra sólo permitía descubrir sus ojos fulgurantes, de un rojo carmesí, casi inhumano, como el de una fiera de pupilas sanguinolentas, y su boca y mentón a partir tan sólo del labio inferior, ya que el superior quedaba totalmente cubierto por la carátula rígida de negro metal donde se moldeaban una nariz halconada, unos pómulos y una estructura facial totalmente confeccionadas en acero oscuro, pavonado, como el casquete ovoide que cubría su cráneo. Sobre ese casquete, la S luminosa del símbolo del Supremo, sobre la llama escarlata del símbolo del Dios Vaal, señalaba la identidad peculiar y única del todopoderoso amo y señor del Meteoro Negro Asesino.
-Es cuestión de poco tiempo -jadeó, moviendo levemente su único labio visible, que permitía ver los dientes de acero que brillaban opacos en su boca siniestra, extraña y fría-. De muy poco, querida. Los últimos zarvoks que sobrevivan están sentenciados de antemano. Eso, te lo prometo. Todas las malditas razas inferiores y sacrílegas de esta galaxia dejarán de existir muy en breve. Sólo los elegidos, los que Vaal ama, quedarán con vida en nuestra Federación Galáctica.
Se sentó junto a ella. Su enorme figura, negra como la de un espectro surgido de las tinieblas, sombra hecha cuerpo, se acomodó sobre las burbujas, aplastándolas y haciendo descender levemente su flotación aérea. Los brazos sinuosos de Falca rodearon al ser poderoso con quien compartía su vida en la cámara regia del Meteoro. Él se inclinó sobre la hembra. Su respiración se hizo sibilante y apasionada.
-Mi amo y señor, te amo y respeto como a nadie en el Universo -susurró ella, insinuante-. Soy feliz a tu lado...
-Yo te haré la más dichosa y la más envidiada y poderosa de todas las mujeres del Cosmos, Falca -respondió él envolviéndola en su negro abrazo cual si las potentes alas de un ave fantástica, surgida de las tinieblas de la muerte, rodearan en anillo tétrico a la hembra que le ofrecía su cuerpo y su amor.
Mientras esto sucedía en el puente de mando del Meteoro Negro, éste se movía, lento y majestuoso en apariencia, a través de cúmulos de estrellas, nebulosas, planetas, soles y asteroides, a través del corazón mismo de la Galaxia Drago, como un inmenso cuerpo celeste de metal, portador de la muerte y el exterminio.
Lejanos habitantes de mundos insignificantes, pequeños núcleos de seres vivientes, demasiado míseros y oscuros para ser atendidos por la furia aniquiladora del Supremo, veía pasar con supersticioso terror por el firmamento que tan bien conocían la sombra tenebrosa de aquel inmenso mundo errante que era la nave-nodriza de Dakko Yozzel en su periplo de muerte por la galaxia.
Todos se preguntaban adonde iría en su eterna misión de exterminio y de sangre. Y todos deseaban que pasara de largo, que se perdiera en la noche de los espacios siderales, lo más lejos posible de sus personas...
5
Zol contempló al ser inconsciente y ensangrentado.
-Cielos, Wylda, es un ser humano como nosotros mismos. Tal vez un habitante de este planeta... -murmuró asombrado.
-Pero no hemos visto a ningún otro, salvo esos esqueletos dispersos... -objetó ella, clavando sus fascinantes ojos dorados en el cuerpo inerte que aparecía ante ambos, con sus sangrantes muñones donde antes hubo un brazo y una pierna-. ¿Qué ha podido suceder aquí?
-No lo sé. Tal vez todo esto que nos rodea no sean sino ruinas de una civilización aniquilada por algún cataclismo... o por una guerra, que todo pudiera ser -Zol meneó su nevada cabeza con aire pesimista-. Sea como sea, ese hombre tiene pocas posibilidades de sobrevivir.
-¿Es que vive aún?
-Sí, vive. Acabo de comprobarlo. Está muy débil, ésa es la verdad. Pero aún respira. No hay duda de que es físicamente muy fuerte.
-¿Cómo pudo sobrevivir él solo a tanta desolación, si estamos ante los restos de un mundo habitado?
-No lo puedo saber, hija mía. Pero ese metal que hay a su lado es extraño. Nunca vi nada parecido.
-Parece una materia plástica, muy ligera.
-Lo parece. Pero es metal. Una aleación que desconocemos. Liviana, fina, de una delgadez extrema. Sin embargo, no muestra ni una sola abolladura o rasguño, pese a estar medio sepultada entre cascotes de gran peso. Veamos una pequeña prueba, Wylda.
Zol alzó su arma. Disparó sobre el metal laminado de color púrpura. El rayo láser de su pistola se estrelló en la materia liviana, rebotando como si hubiera tropezado con un grueso bloque del más duro acero.
Repitió el disparo, ceñudo. Cuando se inclinó, no había la menor señal de ninguno de ambos impactos. El láser no había logrado, no ya perforar, sino ni tan siquiera arañar aquella superficie purpúrea.
-¿Lo ves? -sonrió Zol-. Es una nueva mezcla de metales. Asombrosa diría yo. Resulta casi indestructible. Quizá ese infortunado cayó bajo el metal. Sólo las partes de su cuerpo que quedaron expuestas al exterior sufrieron la mutilación. El resto quedó ileso. Eso confirma lo que yo sospechaba.
-¿Podremos hacer algo por él? -se interesó Wylda, aunque siempre con aquella fría carencia de emociones que era proverbial en ella.
-Lo intentaremos, cuando menos-sonrió Zol-. Para algo soy médico y bioclínico, ¿no te parece, querida?
-¿Acaso estás pensando...? -la joven le miró, perpleja, con cierta sorpresa.
-¿Por qué no? -Zol se encogió de hombros-. Mis experimentos quedaron suspendidos cuando iniciamos este viaje. Es posible que ahora el azar me dé la ocasión de reanudarlos de un modo práctico.
-Sólo son experimentos, papá. Podría no resultar.
-Claro. ¿Quién ha dicho que tengan necesariamente que resultar? -Zol meneó la cabeza, pensativo-. Pero peor que está este infortunado joven, no va a estar cuando termine con él, eso te lo aseguro.
-¿Lo llevamos entonces a la nave?
-Creo que será lo mejor -admitió Zol-. Con esa lámina de metal desconocido improvisaremos la camilla. Le tenderemos encima de ella y tomaremos la lámina por ambos extremos tú y yo. No pesa apenas nada, como podrás comprobar. Sólo se trata de mover el peso de ese hombre mutilado. Vamos, hay que poner en seguida manos a la obra. No sabemos la clase de enemigos que puede haber por estos alrededores. Si esta obra de destrucción la causó algo o alguien, puede estar aún al acecho en este mismo planeta, presto a caer también sobre nosotros. Me sentiré más seguro en nuestra propia nave.
-Sí, papá. Estamos de acuerdo -asintió ella, ayudándole a tender al inconsciente y mutilado joven sobre la lámina púrpura.
Alzando ésta sin dificultades con sus manos, iniciaron la marcha hacia la nave triangular, aparcada en medio de la desolada llanura donde antes crecieran pastos, huertos y pueblos laboriosos.
Momentos más tarde, entraban en su nave, asegurando la escotilla una vez dentro. Zol hizo tender al desconocido sobre la mesa de la cabina inferior, situada justo al lado de la cámara con literas y el depósito de provisiones de a bordo.
Conectó la cruda luz del techo, que se proyectó sobre el joven de cabellos rubios y cuerpo cubierto de heridas, llagas y quemaduras. Zol comprobó las reservas energéticas de a bordo.
-Tenemos bastante energía para trabajar durante horas enteras sin problemas -señaló-. Esperemos eme el material disponible sea suficiente para tan difícil tarea.
-Papá, nunca antes de ahora llegaste tan lejos -avisó ella, sombría-. Es un ser humano como tú y como yo. Su supervivencia depende de ti...
-Su posibilidad de sobrevivir, en este preciso momento, es absolutamente nula, querida Wylda. Si no actuamos deprisa, tendremos un cadáver entre manos -señaló gravemente Zol.
-Entonces..., ¿a qué esperamos? -sonrió desapasionadamente la joven, con la mayor serenidad imaginable.
-Es lo que yo decía -suspiró su padre-. Vamos allá..., y que el Cielo nos ayude.
Se encaminó a uno de los depósitos de material cercanos a la cámara donde reposaba en esos momentos el mutilado habitante de aquel planeta. Abrió un compartimento, encarándose a un complejo amontonamiento de circuitos, cables, diminutos microcomputadores, materias plásticas, electrodos y toda clase de material cibernético de complicado diseño y tamaño reducidísimo.
Cuidadosamente, comenzó a elegir los materiales adecuados, mientras su hija aplicaba al yacente personaje desconocido un tubo de suero y otro con un sistema de respiración y reactivación cardiovascular.
Cuando su padre regresó junto a ella con el material escogido, la respiración del paciente era regular, pausada, y en una pantalla, las cifras y gráficos sobre sus constantes vitales iban regularizándose por momentos.
Sin embargo, la fría y eficiente Wylda hizo notar algo a su padre, al consultar una serie de cifras de un indicador:
-Estará en óptimas condiciones no más de un período limitado de tiempo. Si tu trabajo se demora en exceso..., lo perderemos definitivamente, papá.
-Lo sé -asintió Zol gravemente-. Ya me lo temía antes de empezar todo esto. Procuraré apresurarme todo lo humanamente posible, pero no respondo de nada. Depende de tantas cosas todavía...
Se inclinó, empezando a trabajar con un delicado bisturí electrónico, sin que su pulso temblara lo más mínimo.
Y comenzó una sorda, extraña lucha contra la muerte, bajo aquel foco de luz, a bordo de una nave llegada de remotos confines. En la mesa de operaciones, un hombre ajeno a todo ello se debatía entre una esperanza y una fatalidad que él mismo ignoraba ahora en su inconsciencia. Zol sabía que existían dos alternativas para aquel paciente que dependía por entero de su habilidad personal: o un despertar a una vida nueva, distinta e insospechada para el propio interesado... o la muerte sin remedio en brevísimo espacio de tiempo.
No había más donde elegir.
6
Ben Gath despertó.
Fue el suyo el más asombroso despertar de un ser viviente en toda la galaxia desde el principio de los tiempos, sin duda alguna.
Porque sin necesidad de decírselo nadie, supo de inmediato, apenas abrió los ojos nuevamente a la luz, que había vuelto desde las mismas tinieblas de la muerte. Que su despertar no era tal, sino un retorno increíble e inexplicable a la vida que abandonara al sentirse dominado por el dolor, la agonía y el agotamiento total, físico y psíquico.
Tal vez por ello miró en torno incrédulamente, preguntándose en principio si todo aquello que sus pupilas captaban formaban parte de lo eterno, o si un milagro incomprensible le había devuelto al mundo que él conocía.
No pudo salir de dudas. Cuanto le rodeaba era para él tan extraño y desconocido como podía serlo la misma eternidad de la muerte.
Pero allí había dos seres vivos mirándole, esperando sus reacciones. Dos seres como él mismo. Dos humanos.
Un hombre... y una mujer.
Ben Gath nunca había visto a una mujer igual. Ni tampoco el hombre le resultó parecido ni remotamente a sus compañeros y vecinos. Ni tan siquiera a los soldados asesinos del Supremo.
¿Dónde estaba? ¿Quiénes eran aquellos dos que tan atentamente le miraban? ¿Qué lugar podía ser aquel, tan bañado de luz, con los paneles de su entorno despidiendo claridad blanca, crudamente limpia, que casi cegaba?
-No comprendo nada... -jadeó-. ¿Qué me ha ocurrido?
Zol y Wylda se miraron entre sí, pensativos.
-Era de temer -dijo Zol-. No podemos comprender su lenguaje.
-Ni él el nuestro, papá -observó ella, al darse cuenta de que las palabras de su padre provocaban un gesto de perplejidad en el paciente.
-¿Quiénes son ustedes? -preguntó ahora Ben Gath en su lengua, irguiéndose en la mesa de operaciones donde permaneciera largo tiempo sometido a la más fantástica intervención médico-quirúrgica que podía él imaginarse.
-No sé lo que dice, pero lo imagino -suspiró Zol-. Quiere saber cosas, se nota el tono interrogante. Habrá que usar el neurotraductor, Wylda.
-Tal vez no funcione. Los resultados dependen mucho del nivel mental del comunicante, tú lo sabes.
-Claro que lo sé -asintió Zol-. Pero mira eso, Wylda. Acaba de darse cuenta. Acaba de darse cuenta de que vuelve a tener brazo y pierna...
Era cierto. Estupefacto, incrédulo, Ben Gath miraba ahora sus dos piernas intactas, advertía por vez primera que se estaba apoyando en la mesa sobre su brazo izquierdo, que no existía cuando él perdiera el conocimiento.
Y su estupor estalló en una imprecación aturdida:
-¡Por la Verdad Divina! -gritó, desgarrado-. ¿Qué significa esto? ¡Yo no tenía brazo ni pierna! ¡Y ahora los tengo! ¿Es que me he vuelto loco?
-Creo que no comprende bien lo que sucede -musitó Zol-. Trae el neurotraductor, Wylda. No quiero que este desdichado joven se trastorne ante lo que su mente no logra concebir.
Ella asintió, ausentándose de la cámara. Zol y su paciente se miraron largamente. El rostro del joven reflejaba estupor, desconcierto, una mezcla de miedo supersticioso y de confusión.
-¿Acaso tú eres Eterno, nuestro dios? -quiso saber.
Zol no podía entenderle. Se limitó a sonreír, haciéndole un gesto de calma con sus manos.
-Espera, muchacho -dijo-. Pronto podremos entendernos un poco.
El joven siguió hablando, excitado, mientras se contemplaba aquel brazo y aquella pierna, cuya apariencia era de una realidad estremecedora. Su superficie se asemejaba tanto a la piel humana, que no se podía dudar de su autenticidad. Sin embargo, algo en la mente del que había sobrevivido al exterminio de su raza decía a éste que aquello no podía ser carne normal, que algo inexplicable y nuevo para él había sucedido durante su inconsciencia.
Se tocó el brazo, la pierna, pasando los dedos sobre la supuesta epidermis humana, palpando rodilla y codo, tanteando músculos. Todo idéntico a como era antes de ser mutilado por el fuego asesino de los pilotos del Supremo. Pero evidentemente, no era lo mismo. Podía mover sus dedos, articular sus miembros recuperados. Y sin embargo...
Wylda volvió con unos pequeños, diminutos chips en su mano. Cada uno de aquellos microordenadores no era mayor que una pupila humana. Su forma redondeada y su color transparente casi eran invisibles sobre la palma de la mano de la joven.
-Los neurotraductores -dijo, depositándolos cuidadosamente sobre dos dedos de su padre.
Zol aplicó uno de los microordenadores a su sien derecha. El chip quedó adherido automáticamente a la piel de forma sólida y efectiva. Repitió la tarea con otro, en la sien de su hija. El tercero se lo aproximó a su paciente, que se encogió sobre sí mismo, como si tratara de retroceder ante lo que no comprendía. Miró asustado a la pequeña, insignificante forma circular depositada sobre el índice del desconocido a quien debía la recuperación milagrosa de sus miembros. Todo aquello eran cosas que no podía entender, de ahí su aprensión, pese a admitir que debía mucho a aquel hombre de expresión afable, ojos inteligentes y cabellos nevados.
-Vamos, amigo mío -sonrió Zol benignamente, aunque sabía que su interlocutor aún no podía comprenderle-. Nadie va a hacerte daño. Déjate aplicar esto en la sien, y todos podremos comprendernos mejor.
Pese a su instintiva resistencia, Ben Gath cedió. El microscópico objeto transparente, en el que se adivinaban más que se veían los diminutos circuitos y sus centros de siliconas, se quedó pegado a su sien.
De inmediato, como en un nuevo Génesis, la luz se hizo para Ben Gath.
Su mente cobró una repentina lucidez para él desconocida. Miró asombrado a sus benefactores misteriosos. La sonrisa de Zol era alentadora. La seriedad taciturna de su bella hija, desconcertante. Pero en modo alguno hostil.
-¿Qué... ,qué me está ocurriendo? -musitó.
Zol y su hija se miraron. El neurotraductor funcionaba.
Las palabras de la lengua desconocida de aquel hombre eran comprensibles para ellos, traducidas por los sistemas del diminuto ordenador adherido a su cráneo.
Respondió Zol en su propio idioma, sabiendo que el otro le entendería también, si su nivel cerebral era superior al de cualquier animal irracional, como era de suponer.
-Nada milagroso, amigo mío -dijo con calma-. Sólo un pequeño prodigio científico.
-¿Prodigio científico? -repitió Ben Gath en su lengua, traduciendo a la perfección el concepto expresado por su interlocutor.
-Así es. Soy un investigador en mi mundo, lo que se llama un hombre de Ciencia. Mi planeta es un mundo de alto desarrollo tecnológico y científico. De allí hemos llegado mi hija Wylda y yo, de modo puramente accidental, a esta galaxia y, en concreto, a este planeta. Soy Zol, profesor en Ciencia Moderna y Bioclínica.
-No sé lo que es eso. Nunca oí hablar de la Ciencia. Y menos aún de las otras cosas. Nosotros éramos un pueblo de agricultores y pastores, gente sencilla y poco sabia. Pero honrada y leal. Mi nombre es Ben Gath. ¿Qué mundo es ese del que hablas?
-Uno infinitamente lejano. La luz viaja vertiginosamente por el espacio, Ben. Pues bien, en mi mundo hemos logrado superar esa velocidad que parecía imposible de alcanzar por medios físicos. Así, la nave donde ahora estás, salvó distancias inmensas, toda una parte del Universo, llegando hasta aquí por puro azar.
-¿Por qué vinisteis de tan lejos? -se sorprendió Gath, desconcertado.
-Es una larga historia -suspiró amargamente Zol-. Algún día la sabrás. Bástete saber ahora que ese mundo tan avanzado de que te hablé, no era tan bueno como debiera ser. Sus habitantes, hombres como tú y como yo, dejaron de pensar un día en el progreso, para hacerlo sólo en sus diferencias. Hubo una guerra atroz. Después, un nuevo orden o sistema de gobierno, tiránico y cruel. Personas como Wylda o como yo, dejaron de ser apreciadas allí. De no haber escapado de nuestro centro investigador con esta nave, ahora estaríamos muertos o deportados a heladas regiones durante el resto de nuestras vidas.
-Guerra, tiranía y crueldad... Esas palabras sí me son familiares, Zol -se expresó Gath con amargura-. Aquí también sabemos de eso, ya lo habrás comprobado...
-Así es. Lo he comprobado. Tú pareces ser el único superviviente...
Ben se miró de nuevo su brazo flamante, su pierna nueva. Los palpó, incrédulo. Movió ambos miembros.
-Esto... -jadeó-. Esto..., ¿qué significa, Zol? Yo estaba mutilado, agonizando...
-Así es, Ben.
-¿Qué pasó? Nadie, salvo los dioses, pueden hacer cosas así. Mi pueblo cree en un dios justo y en otro cruel. Pero no creemos en Vaal.
-¿Vaal? ¿Quién es Vaal?
-El dios maldito, la divinidad que adora el Supremo.
Zol y su hija cambiaron una mirada de perplejidad.
-Mucho me temo que tendrás que contarnos todo eso con más calma, Ben. Yo tampoco entiendo bien las cosas de tu mundo.
-No me has dicho qué has hecho para devolverme mi brazo, mi pierna... Esto no es carne humana, lo presiento. Lo parece..., pero no lo es.
-Eres inteligente -asintió Zol-. No, no es carne humana. Son prótesis.
-¿Prótesis? -repitió con extrañeza Ben Gath.
-Sí. Postizos muy especiales. Ya te dije que soy bioclínico. Es una nueva especialización en mi mundo. Hacemos seres biónicos.
-¿Qué es eso?
-Un hombre biónico es alguien que, por la razón que sea, no está completo. Y debe ser completado mediante artificios mecánicos de gran perfección. Tu brazo y tu pierna son de esa materia. Parece carne, pero es una materia plástica que nada puede destruir, ni el fuego ni la fuerza. Es indestructible. Debajo, está llena de circuitos complejos y delicados que suplen a tus auténticos músculos, nervios, tendones e incluso venas y arterias. Puedes mover cada dedo, cada músculo, como si fueran auténticos. Sólo que no lo son. Van acoplados a tu propio cuerpo de modo inseparable ya. Nadie sospechará nunca que son miembros artificiales. Pero debes saber que tu mano izquierda ahora posee la fuerza titánica de la mano de un gigante, el poder de destrucción que tendría un hombre veinte veces más fuerte que tú. Y tu pierna igual. Sólo con ella puedes correr o saltar a velocidad de vértigo y con una potencia insospechada. Ojalá sepas aprovechar bien esas nuevas facultades que mi trabajo te ha concedido.
-Es..., es como magia -murmuró Ben, perplejo, contemplando los dedos de su mano nueva, que movía perfectamente, con toda facilidad.
-Es más que magia, Ben. Es Ciencia. Lo más hermoso de la Humanidad, estemos en el mundo o en la galaxia que estemos. Tengo que decirte algo más aún.
-¿Sí? -Ben contempló interesado a su benefactor.
-Tus gravísimas heridas en esa batalla que dejó tan horrendo saldo de destrucción y horror te hubieran causado la muerte sin remedio. Tenías afectado el cerebro por algún arma letal de gran poder destructor. Por eso me he permitido introducir en tu cráneo una serie de circuitos en forma de cristales cibernéticos, que poco a poco irán desarrollando tus poderes mentales de forma gradual, hasta hacer de ti una persona de rara inteligencia y gran capacidad cerebral. Pero eso ha sido hecho a la desesperada, con la sola idea de salvar tu vida. Es experimental. Podría resultar mal, y entonces no quisiera que me culpases de nada. Mi intención ha sido buena. Quería salvarte de morir. Lo he logrado. Pero debíamos correr algún riesgo para ello.
-Nunca te reprocharé nada. Al contrario, te estaré agradecido por lo que has hecho por mí. Era una piltrafa humana, un despojo a punto de morir. Ahora me siento vivo y fuerte. Es tu obra, Zol. Gracias por ello. Pero dime, ¿qué riesgo corro realmente? ¿Qué sucederá si tus cálculos fallan?
-Lo peor -murmuró Zol con amargura, inclinando su canosa cabeza-. Morirías sin remedio, autodestruido por tu nuevo cerebro superior. Ése es el gran riesgo.
-Bien -el habitante de Orlaz se irguió, jovial, con una sonrisa en su rostro fuerte, enérgico, bronceado por la mortecina luz de aquel planeta cubierto de nubes-. Acepto de buen grado ese riesgo. Todo tiene un precio, Zol.
-Me alegra que reacciones así. Creo que tu nuevo cerebro empieza a progresar en la comprensión de los problemas. Y ésa es una buena señal
-Me siento fuerte y fresco como si saliera de un largo sueño y no de una dura agonía. Ahora podré contaros mi dolorosa historia. Y la de mi pueblo...
7
Wylda sirvió los platos de alimentos deshidratados, convenientemente preparados para su degustación.
Ben Gath contempló con perplejidad aquella forma de comer que desconocía, las bandejas de manjares concentrados, y paladeó sus desconocidos sabores.
-Excelente -aprobó-. Pero me gustaban más nuestro frutos, la leche de nuestros animales domésticos, el agua de nuestros arroyos...
-Ésa es la vida natural, Ben -asintió Zol-. No puede compararse con ninguna otra. Para viajar por el espacio, sin embargo, hacen falta alimentos así, preparados y deshidratados. O no existiría nave capaz de transportara tantos víveres. Pero te aseguro que con ellos tendrás alimentación adecuada, aunque no tan sabrosa.
Terminaron su almuerzo en la cámara de la nave. Zol meditaba aún sobre la triste historia recién narrada por su paciente.
-Y ese Supremo, Dakko Yozzel, ¿qué es, exactamente? ¿Un emperador, un jefe de gobierno, un dios?
-Nada de eso. Y parte de todo ello. Es sólo el Profeta de Vaal, el que lleva por todas partes la doctrina del dios maldito del odio, la guerra y el caos, de la divinidad que pregona la superioridad de una raza, los Yebbas, y la inferioridad casi animal de todas las demás, que deberán ser exterminadas sin remedio para que la luz y la gracia de su dios ilumine toda la galaxia.
-Pero sus cuantiosos medios para destruir, para aniquilar, sus nave, sus hombres..., ¿de dónde sale todo eso? -demandó Zol, perplejo.
-Dakko Yozzel es inmensamente rico. Posee varios asteroides que son auténticos filones de riquezas, sus piedras son gemas preciosas y metales valiosísimos, que los mercaderes de toda la galaxia adquieren a alto precio. Ese dinero le permite contratar mercenarios de todos los mundos habitados, gente sin escrúpulos, capaz de todo por un elevado salario. Además, él mismo es un prodigioso creador de monstruos y dicen que ha logrado construir en los talleres de su Meteoro Negro un fabuloso mundo de androides, un ejército de seres mecánicos, fríos y despiadados, auténticas máquinas de matar que le obedecen ciegamente.
-Sí que tiene poder ese fanático racista -comentó Wylda, sobrecogida-. ¿Cómo es él? ¿Alguien le ha visto alguna vez?
-Sí. Su imagen se transmite mediante hologramas a todos los planetas, anunciando la doctrina de Vaal y obligando a los pueblos a someterse a dicha doctrina o a ser exterminados sin remedio. Yo he visto tres o cuatro veces el holograma del Supremo.
-¿Y...? -era Zol el interesado ahora.
-Es un ser impresionante. Enormemente alto, gigantesco, se envuelve en una capa negra, de tejido metálico, y todo su cuerpo asimismo de una especie de armadura de igual color, resplandeciente y articulada. Sus manos son asimismo manoplas de acero articulado, cubre su cráneo con un casco negro con el símbolo de Vaal y del Supremo, su Profeta. Y el rostro nadie lo vio jamás.
-¿Por qué no?
-No se sabe. Una especie de antifaz o máscara moldeada en metal negro cubre sus facciones, dejando ver sólo los ojos, de un color rojo llameante, y el mentón, con el labio inferior. Lo demás es un misterio. Hay quien dice que está desfigurado y no desea ser visto por ello. Otros aseguran que es un hombre invisible que se cubre con artilugios para disimular la ausencia de cuerpo físico y de rostro. Pero sólo son habladurías, claro está. Nadie sabe la verdad.
-¿Crees que posee poderes mágicos o sólo científicos y técnicos? -quiso saber Wylda con interés.
-No sé. Creo que todo eso lo domina: Ciencia, Técnica... y Magia. Dicen que su Meteoro Negro Asesino viaja siempre por el espacio, salvo cuando reposta en un lejano mundo desolado de nuestra galaxia, el planeta Zoeb. Allí, al parecer, genios maléficos y sombras malvadas del más allá, siervos leales del dios maldito, protegen a la nave y a sus ocupantes de todo peligro. Eso, al menos, es lo que se dice, pero yo nunca he podido saberlo a ciencia cierta. Sólo soy un pastor, un agricultor..., y un herrero por afición.
-Un herrero capaz de crear y fabricar una aleación metálica asombrosa, Ben-le dijo Zol sonriendo-. Ese metal púrpura es prodigioso. Indestructible de todo punto.
-Oh, ¿el duriflex? Sí, gracias a él protegí parte de mi cuerpo. ¿Crees que tiene algún valor real?
-¿Si lo tienes dices? Es una aleación maravillosa, Ben. Puede rechazar todo ataque, toda clase de arma destructora. Es ligera, flexible, adaptable. Pero terriblemente dura y resistente a todo. No se calienta, no permite el paso del frío o del calor más intenso. No se quema, no se desintegra ni perfora. ¿Imaginas lo que sería hacer una armadura, una pieza protectora de esa materia y protegerse con ella? Ni todos los mercenarios de ese Supremo, ni todas sus armas diabólicas podrían hacer daño a su portador, haría a éste prácticamente invulnerable.
-¿Crees que puede ser tan bueno? -dudó Ben de buena fe.
Zol afirmó:
-Es más que eso, Ben. ¿Sólo obtuviste esa lámina que vimos entre las ruinas de tu desdichado pueblo?
-Sólo eso, sí. Destruyeron mi herrería, acabaron con todos mis útiles. No podría fabricar más duriflex.
-Claro que lo fabricarás -dijo con énfasis Zol-. Yo me ocupo de eso.
-¿Tú? -se extrañó Ben.
-Así es. Esta nave será tu herrería provisional. Te facilitaré los medios que me pidas, tenemos buen material a bordo. Trabaja en ello. Pero esta vez no hagas simples láminas de tu metal. Haz moldeados en forma de armadura o coraza para el cuerpo humano. Fabrica cascos, máscaras, guanteletes y todo eso. Estamos ante algo capaz de resistir cualquier ataque. Creo que en tu galaxia, teniendo que desafiar las iras de Dakko Yozzel, hará falta algo así, Ben.
-Más que eso. Si realmente fuese como dices, Zol, desearía darle una utilidad muy especial a ese metal que he descubierto.
Zol le preguntó:
-¿Cuál, Ben?
Éste respondió con dureza.
-La venganza.
Zol pestañeó. Luego movió la cabeza afirmativo.
-Creo entenderte -susurró-. Quieres vengar a tu gente.
Ben siguió:
-Y a mi pueblo. Vengar el asesinato infame de mis padres, de mis hermanos, de mi prometida Ania... De mis vecinos, de mis amigos, de todos. ¡Deseo destruir a Dakko Yozzel, liberar a mi galaxia del poder tenebroso de ese Supremo y de su maldito dios criminal!
Zol y su hija se miraron en silencio. La empresa, expresada así, parecía cosa de locos, un delirio comprensible en quien tanto había sufrido y había perdido.
Pero Zol recordó. Había dado un brazo titánico y una pierna superdotada a su paciente. Había insertado en su cerebro cristales biocibernéticos que reactivaban sus funciones mentales. Ahora, por si fuera poco, estaba presto a disponer de un metal indestructible.
Todo eso, unido, podía convertir al sencillo agricultor y herrero Ben Gath en un auténtico superhombre, capaz incluso de enfrentarse al omnímodo poder del Supremo.
-No sé si esa idea en tu mente se ha visto reforzada por la nueva actividad cerebral que te proporcionan mis cristales -suspiró Zol-. Pero tu venganza la encuentro justa. Significaría la liberación de tu mundo, de tu galaxia, de muchos otros pueblos que, como el tuyo, conocieron la crueldad de ese siniestro profeta. Adelante, Ben, si te es posible.
Trata de hacer de ti ese hombre superior que podría derrotar, por vez primera, a Dakko Yozzel.
Los ojos de Ben Gath brillaron ardorosos, apasionados, cuando respondió con tremenda energía:
-Lo intentaré, amigos míos. ¡Lo intentaré!
8
La primera noticia que tuvo Wylda de la gravedad de su padre fue aquel amanecer turbio y sombrío, bajo el palio de espesas nubes de Orlaz. Cuando estaba colaborando con Ben Gath en moldear unas partes de la futura armadura de duriflex, se tambaleó y cayó. Ambos corrieron a atenderle, alarmados.
-No es nada -protestó Zol, tratando de apartarles-. No es nada, hija. Puedo seguir trabajando...
-No, no puedes -rechazó ella secamente. Miró a Ben, que comprendió su gesto.
El joven cargó con el cuerpo del científico, pese a las protestas de éste, y le condujo a una litera, donde lo depositó, mientras Wylda preparaba una inyección calmante.
Cuando Zol se quedó en reposo, dejando de protestar débilmente, la joven y su compañero salieron al exterior, bajo el cielo nuboso. Un viento frío y seco barría la superficie desolada del planeta asesinado por las huestes del Supremo. La luz tras el palio de nubes era espectral, de un tono anaranjado.
-¿Qué crees que puede ocurrirle a mi padre? -preguntó ella.
-No sé. No entiendo mucho de medicina. Pero hace un par de jornadas que lo encuentro inseguro, débil.
-Yo también. Sin embargo, estaba sano cuando llegamos aquí... -meditó ella preocupada.
-Es un hombre de mucha edad, ¿no?
-Sí, bastante. Pero no tan anciano como parece, Ben. Sufrió mucho últimamente en nuestro mundo, hasta que pudimos evadirnos. Presenció la muerte de dos hijos, mis hermanos mayores, asesinados con pretextos políticos por el nuevo sistema. Yo misma, además de ver morir a mis propios hermanos, enterré a mi esposo Shak.
-Lo siento de veras. No podía imaginar que en otros lugares del Universo también hubiera tanta crueldad como aquí.
-En nombre de Dios, de la política o de cualquier otra cosa, el hombre es siempre cruel y despiadado con sus semejantes, Ben -sentenció ella con amargura-. Creo que en todas partes somos iguales.
-Dicen que el sufrimiento reduce la vida de los hombres. Puede ser cierto, Wylda.
-Sí, puede que sí -admitió ella-. Pero algo debe ocurrirle. Esas manchas que le vi ayer en la piel...
-¿Manchas? -preguntó vivamente Ben Gath-. ¿En la piel? ¿Dónde?
Ella señaló:
-Exactamente en su espalda y cuello, a la altura de la nuca...
-Cielos, no -se estremeció Ben, ensombreciéndose su rostro.
-¿Qué ocurre? -ella miró al rubio joven con alarma-. ¿Eso significa algo para ti?
-Sí, es posible que sí. He oído hablar de esa enfermedad. Se produce allí donde pasan las naves de Dakko Yozzel. Pero nunca la tuvimos antes aquí...
-Sigue, di lo que sea -le apremió Wylda-. ¿Qué clase de mal puede ser?
-Al parecer, las naves del Supremo utilizan un combustible que contamina el ambiente. Una sustancia que produce radiaciones de cierta intensidad, llamadas Omag. A veces afectan a los humanos gravemente, y surgen esas manchas en espalda y nuca...
-Cielos... ¿Tienen remedio conocido?
-No -negó gravemente Ben-. No lo tienen, que yo sepa.
Ella exhaló un gemido y corrió a la cabina donde reposaba su padre. Ben Gatha siguió, pensativo. La encontró inyectando algo a su padre. Estaba muy pálida y nerviosa.
-Es un suero que previene contra ciertas radiaciones -murmuró, tras vaciar la dosis en la vena de su padre. Se puso a llenar de nuevo la electro jeringuilla-. Tú, Ben, debes ponerte una dosis. Y yo otra. Puede que resulte o no. Pero debemos protegernos de ese mal, con lo único que tenemos. Claro que las radiaciones Omag me son del todo desconocidas, pero...
Inyectó a Ben Gath una de aquellas dosis. Luego, ella misma se aplicó la tercera.
-Y ahora, confiemos en que resulte -suspiró la joven, mirando tristemente al dormido Zol.
Ben asintió, mirándola pensativo. Puso su mano real, de carne y hueso, sobre la cabeza venerable de su amigó llegado de lejanos mundos.
-Ojalá sea así -murmuró-. Se lo debo todo a este hombre. Daría mi vida por la suya, Wylda.
-Gracias, Ben -ella le miró emocionada, dentro de su habitual hermetismo y frialdad-. Yo haría igual, pero por desgracia no está en nuestras manos evitar lo que haya de sucederle a mi padre. Con él, perderé a mi último ser querido.
-Es eso, ¿verdad? -musitó el joven vog.
-¿Eso..., qué?-demandó ella, mirándole.
-Tu frialdad, tu falta de emociones. Has sufrido mucho allá en tu mundo, ¿no es cierto?
-Sí, Ben, es muy cierto. Yo tenía un esposo al que amaba, quería ser feliz. No me dejaron. Tenía unos hermanos y los perdí. Ahora..., tal vez pierda a mi padre. No me quedará nadie. Absolutamente nadie.
-No digas eso, Wylda. Te quedará alguien, un amigo entrañable cuando menos. Alguien que también daría la vida por ti, ya que guardará siempre esa deuda con tu padre. Ese amigo soy yo...
La joven le miró en silencio. No dijo nada. Por primera vez, Ben vio resbalar unas lágrimas por su bello rostro.
Sepultaron a Zol entre los escombros de la ciudad destruida, como una víctima más de Dakko Yozzel. En realidad, lo había sido él también. Las radiaciones Omag, de sus naves asesinas, acabaron con su cansada vida.
Fue inútil cuanto hicieron por salvarle. Ningún fármaco de a bordo era efectivo contra el mal radiactivo.
Pero al menos, el suero resultó. Ellos no enfermaron, aunque ignoraban si era por efecto de la vacuna o por simple casualidad.
Wylda lloró poco. Pero estaba lívida y demudada cuando se alejó desde la sepultura hacia su nave espacial, apoyada en el brazo artificial de Ben Gath.
-¿Y ahora qué va a suceder? -murmuró ella amargamente.
-La vida sigue, Wylda. Sé lo que sientes. Yo he pasado también por eso, lo sabes. Ambos hemos perdido cuanto queríamos en esta vida -Ben se expresaba suave, tiernamente. Añadió, tras una pausa-: A tu propio padre yo había llegado a adorarle. Le debía tanto...
-Ya no tiene objeto seguir aquí -musitó ella-. ¿Adónde piensas ir tú, Ben? -En busca de ayuda. -¿Ayuda? ¿Para qué?
-Para destruir al Supremo y aniquilar el Meteoro Asesino. -¿Dónde puedes encontrar esa ayuda? -No lo sé. Hay gente que odia a Dakko Yozzel con toda su alma. Pero no están aquí, en Orlaz. En este planeta no queda ya nadie. Todo está muerto...
-¿Dónde están, entonces, esos que odian al Supremo? -En los Asteroides. -¿Los Asteroides?
-Sí. Hay uno llamado Cinturón de Wander. Allí están Dorf y Slacc. -¿Qué es eso?
-Dorf es el asteroide de los Wolwins. Slacc, el de las Jabbs. -¿Quiénes son unos y otros, Ben? Éste le explicó:
-Los Wolwins son piratas, corsarios del espacio. Mala gente, violenta y cruel. Pero tan enemigos del Supremo como yo mismo.
-Y como yo ahora, Ben. Recuerda que esas radiaciones de las naves asesinas del Supremo aniquilaron la vida de mi padre. Es como si él mismo le hubiera asesinado también. Me gustaría ver destruida su tiranía, su maldad. Tal vez porque me recuerda la propia tiranía que regenta ahora mi mundo de origen. ¿Quiénes son las Jabbs?
-Mujeres. Amazonas violentas, agresivas, auténticas guerreras tan bellas como feroces. También detestan a Dakko y a su dios, porque ellas veneran a la diosa Artea.
-¿Son los únicos enemigos que tiene Dakko en esta galaxia?
-No, no los únicos. Están los más peligrosos y fuertes, los que no se dejan vencer ni exterminar. Una raza superior a la que Dakko odia y desea destruir. Ellos son los zarvoks. -¿Qué clase de gente es? -Un pueblo de mutantes sin hogar. No tienen planeta fijo donde residir, por eso Dakko no da nunca con ellos. Pueden volar, soportan el vacío estelar. Van de un sitio para otro, luchan en guerrillas contra el Supremo y sus huestes mercenarios o del que se considera pueblo superior, el pueblo Yebba, único fiel a Dakko Yozzel.
-Y tú quisieras unirte a los piratas del espacio, a las amazonas..., o a los mutantes y nómadas zarvoks -musitó Wylda, mirándole con fijeza desde el fondo insondable de sus ojos dorados.
-O a todos ellos, a ser posible. Pero antes haría falta lograr su unidad. Son pueblos ásperos, violentos como te he dicho. Desconfían unos de otros, tienen ideales y creencias distintas. Pero sólo uniéndoles a todos contra el enemigo común, sería posible vencer en esta guerra a escala planetaria. -¿Cómo esperas hacerlo? Ben se encogió de hombros. -Lo ignoro aún. Si tuviera una nave como la tuya, lo intentaría. Podría chapar con el metal indestructible las partes vitales, por si era atacado por las huestes espaciales del Supremo, que suelen patrullar por todas partes, especialmente cerca del Cinturón de Asteroides de Wander. Pero naturalmente, carezco de una forma de trasladarme a través de los planetas del sistema. Debo pensar en algo distinto.
-Distinto, ¿por qué? Mi padre ya no existe. No tengo razón alguna para vivir, Ben, salvo la de hacer algo por los demás que sufren como sufrimos nosotros. ¿Por qué no unirnos ambos en esta lucha?
-¿Tú? -el joven la miró, atónito-. Eres una mujer, Wylda...
-¿Y qué? ¿Acaso no son mujeres esas llamadas Jabbs, las amazonas de Slacc?
-Sí, pero es distinto. Ellas son luchadoras, aprenden a guerrear desde niñas...
-Yo aprenderé también, aunque algo tarde. Además, están las armaduras. Papá ya no necesita la suya, desgraciadamente. Hay dos armaduras hechas. Utiliza el resto del duriflex en reforzar la nave delta, y partamos juntos hacia esos asteroides.
-¿Lo has pensado bien? -dudó él.
-Totalmente -afirmó rotunda la joven con energía-. ¿No quieres una nave? Pues ya la tienes. Pero a cambio de eso deberás aceptar mi compañía y colaboración, te guste o no.
-No es eso, Wylda. Me gusta tenerte cerca. Somos amigos, camaradas de verdad, tú lo sabes. Pero no creas que todos los peligros se resolverán protegiéndonos con nuestras armaduras o reforzando esta nave. El poder de Dakko y de su maléfico dios es muy fuerte. Puede invocar fuerzas sobrenaturales y cósmicas para vencernos pese a todo, si sus mercenarios y sus armas de exterminio no lo consiguieran.
-Aun así, no temblaré en esta lucha, Ben, puedo jurártelo.
-Eso lo sé -suspiró el joven-. Está bien, unamos nuestras fuerzas, puesto que así lo quieres. Y que nuestros dioses, el tuyo y el mío, nos ayuden a salir con bien de ésta.
-Si crees en un dios justo, generoso, misericorde y lleno de bondad, el tuyo es el mío. Sólo las divinidades tenebrosas, como ese horrible Vaal que venera Dakko, pueden resultar odiosas al ser humano.
Tal vez porque en vez de un dios es un demonio lo que él representa en tu galaxia. Es decir, el poder mismo de las tinieblas. Por tanto, confío en que tu dios y el mío, nos protejan en este empeño.
Los dos jóvenes se miraron fijamente a los ojos. Se apretaron con fuerza el uno al otro. Había decisión, fe y confianza ciega en aquel silencioso pacto.
Luego, Ben Gath se puso a trabajar febrilmente, realizando las últimas planchas de la aleación flexible con la que cubrir la proa, el vientre y otros puntos vitales de la nave delta del difunto Zol.
Pocas jornadas más tarde, la nave despegaba del planeta, reparadas sus averías en los circuitos de control, y reforzado su fuselaje por livianas planchas del nuevo, desconocido metal capaz de desafiar las iras exterminadoras del Supremo.
Su rumbo era el del Cinturón de Asteroides de Wander, allá en una zona sumamente peligrosa de la galaxia Drago, donde las patrullas de Dakko Yozzal eran frecuentes. Y donde los mercenarios sólo tenían una orden estricta: destruir sistemáticamente a toda nave en tránsito que no fuese del pueblo Yebba, el elegido del dios Vaal...
9
El coronel Hazzar, comandante en jefe de las Flotillas de Patrulla del Supremo, fijó su mirada atenta en el monitor de vidrio situado ante él.
-¿Ésa es la nave detectada? -preguntó.
-Sí, señor-respondió uno de los mercenarios de negro uniforme y escafandra opaca-. No se ha identificado en ninguna de las frecuencias habituales.
-Lo imagino. No es una nave Yebba. No tiene ninguna de las formas reglamentarias. ¿Cuál es su origen?
-Proviene del Sector A-ll, Zona 336-BD17.
El coronel Hazzar pulsó una serie de teclas en su ordenador. En pantalla apareció un gráfico en relieve, con un planeta concreto y unas cifras. El comandante en jefe de la Flotilla de Patrulla lanzó una imprecación.
-¡Orlaz! Eso no tiene sentido... El planeta Orlaz está aniquilado por las escuadrillas del propio Meteoro. Además, era un mundo habitado sólo por agricultores y pastores de inferior condición. No podían tener naves cósmicas.
-Pues su origen está confirmado en los gráficos de coordenadas, señor -insistió el mercenario.
Hazzar soltó una sarta de maldiciones. Era un hombre repulsivo, con su rostro surcado de cicatrices, su único ojo brillando tras unos párpados rugosos, mientras el otro aparecía vaciado y, en su lugar, asomaba un vidrioso foco de luz que era capaz, llegado el caso, de convertirse en un rayo láser destructor. Sus facciones informes, desfiguradas por las cicatrices de cien heridas, resultaban amorfas e inhumanas. Era un Yebba genuino, con su cráneo pelado, exento de todo cabello, encéfalo muy desarrollado y bóveda craneal puntiaguda. La figura, en comparación con el volumen de su cabeza, resultaba chata y raquítica, sobre unas piernas demasiado cortas que restaban marcialidad a su impecable uniforme rojo de comandante del Ejército Espacial del Supremo.
-Está bien, intercéptenla en las coordenadas F18 y B32 -ordenó-. Den el alto por dos veces. Me gustaría capturar con vida a esa gente, sea quien sea. Si no responden o se resisten, ya saben qué hacer: ¡destrúyanlos sin demora!
Asintió el mercenario, trasladando las órdenes a la Sección de Vigilancia. En la pantalla se vio de inmediato el despliegue en abanico de las cinco unidades que formaban la patrulla de primera línea, llamada también Patrulla Capitana de Zona.
La nave delta quedó rodeada de ese modo por la envolvente maniobra de los veloces vehículos de la Federación Planetaria regida por el poder superior de Dakko.
-Atención, nave sin identificar -sonó por los canales de comunicación la voz metálica y fría del piloto mercenario-. Detenga su vuelo y permanezca quieta en el punto fijado por las trazadoras. Es una orden.
De las proas de las cinco naves brotaron trazos luminosos de color naranja, que se entrecruzaron en un punto concreto del vacío estelar, a escasa distancia del punto donde volaba la nave triangular recién detectada, a menos de media jornada de vuelo del Cinturón de Asteroides de Wander. Era el lugar indicado para ponerse al pairo siguiendo las instrucciones recibidas. Dentro de su nave, Ben y su compañera cambiaron una mirada pensativa.
-Están teniendo muchos miramientos con nosotros -sonrió Ben Gath fríamente-. Creo que pretenden capturarnos vivos, saber quiénes somos y de dónde venimos.
Ella asintió. Wylda se daba cuenta, por momentos, que la última experiencia científica de su padre iba dando resultado positivo. Ben era cada vez más inteligente, más agudo y lúcido. Cuestiones que un simple agricultor jamás podría afrontar, él las razonaba y asimilaba con pasmosa rapidez. Su nuevo cerebro, estimulado por los centros biocibernéticos, funcionaba a la perfección.
-¿Y qué vamos a hacer ahora? -preguntó la joven-. No tenemos armas capaces para abatir a esa escuadrilla blindada...
-Claro que no -rio Ben Gath-. Pero, ¿olvidas el duriflex? Nada puede destruirlo. Pero él sí puede destruir a los demás metales, puesto que es indestructible...
Wylda enarcó las cejas, sin entender. Por los canales acústicos llegó la segunda orden:
-Éste es un ultimátum. No tendrá repetición. Aparque en el vacío, detenga sus motores y no resista. Si no se sitúa en la zona indicada, será destruido de inmediato.
-Bien, vamos a seguir su juego -suspiró Ben, tomando los controles que poco antes él desconocía por completo-. ¿Adelante, Wylda?
-Adelante, Ben. Confío en ti -le animó ella con débil sonrisa.
Ben Gath condujo la nave triangular hacia el punto fijado por las líneas trazadoras de luz naranja. Se puso al pairo totalmente en el vacío océano, como una nave sitiada. Los cinco navíos negros, puntiagudos, volaron hacia ellos como flechas malignas. El coronel Haz-zar sonreía satisfecho, inclinado sobre los mandos.
-Vamos a ver quiénes son esos atrevidos y de dónde proceden realmente -murmuró-. Es posible que el Supremo me felicite por esta misión...
Se situaron los cinco muy cerca de la nave de Ben y Wylda, formando un perfecto arco envolvente. Nuevas órdenes surgieron por el comunicador de a bordo:
-Vuestra nave va a ser abordada. Cualquier acto de resistencia implicará su total e inmediata destrucción. Sois prisioneros de la Federación Galáctica de Drago. El Supremo dicta aquí sus órdenes.
Dos de las naves se aproximaron pausadamente a la nave de los jóvenes, para flanquearla y posteriormente abordarla, capturando a sus tripulantes. Era justo lo que clarividencia actual de Ben Gath le había presagiado poco antes.
-Es el momento -dijo a su compañera con helada mueca-. Va a empezar nuestra venganza. Es hora de comenzar a hacer justicia en la galaxia, Wylda.
Se inclinó sobre los mandos. Los pulsó con energía, rabiosamente casi. Disparó la nave como si fuese un proyectil, a tope de su velocidad de crucero. En el momento de hacerlo, tenía ante su proa afilada a una de las naves del enemigo, y a otra poco más allá, ambas en la misma línea.
Fue un espectáculo impresionante, sobrecogedor.
Cuando la nave delta arrancó, fue como un proyectil enorme disparado contra el adversario. De haber estado hecha totalmente de metal convencional, hubiese estallado, en acción suicida, reventando a la vez a la nave enemiga. Pero la aguda proa era uno de los puntos mejor reforzados por Ben Gath con su metal indestructible. Como una bala blindada, la nave desgarró el vehículo negro de la Patrulla del Espacio, haciéndola estallar en mil pedazos al inflamarse su combustible.
Y antes de que la segunda nave en línea pudiera evitarlo, fue también embestida por Ben, tras perforar el navío anterior, desgarrando brutalmente su zona de babor.
Entre jirones de metal reventado, saltaron al vacío cuerpos humanos y de androides al servicio de Dakko Yozzal, mientras las llamas prendían en la nave rota, hasta provocar su estallido formidable, hecha una bola de fuego que iluminó dantescamente el negro espacio.
Estupefacto, Hazzar lanzó una sorda imprecación, contemplando incrédulo el espectáculo. Allí donde poco antes flotaban dos de sus naves, ahora sólo vio pavesas moviéndose mansamente.
-¿Qué significa...? ¡Por Vaal que no puedo entenderlo! -rugió-. ¡Esa nave ha destrozado a dos de las nuestras, sin sufrir daño alguno, perforándolas como si fuese un simple proyectil!
Frenético, congestionado, con su faz convertida en una máscara horrible de lívidas cicatrices sobre una mueca de monstruosa fealdad, el comandante en jefe de la Flotilla de Patrulla se precipitó sobre los otros mandos, disponiendo una maniobra desesperada para detener a la nave que se alejaba sin sufrir el más leve daño tras la doble embestida.
-¡Atacadles! ¡Destruidles a toda costa! -rugió-. ¡Apuntad a su zona de reactores, pronto! ¡Fuego inmediato con proyectiles desintegradores, pronto! *
Las otras dos naves vomitaron llamaradas cegadoras por sus cañones. El impacto de dos cargas desintegradoras se produjo en la nave delta, justo en su vientre, donde se hallaba la zona de combustible y sistema reactor. No ocurrió nada. Las cargas rebotaron sobre la superficie del duriflex, estallando luego en el vacío. Su destello cegador deslumbró a Hazzar que, estupefacto, vio cómo la nave aceleraba su marcha, alejándose de ellos, sin sufrir daño alguno, mientras una de sus naves, cercana a la fugitiva, recibía parte de la flamígera explosión desintegradora a causa del violento rebote de la carga sobre el metal indestructible. Apenas recibido el impacto de la energía nuclear en su fuselaje, éste comenzó a derretirse formando goterones de metal líquido, candente. En pocos segundos, la nave se deformó grotescamente, antes de estallar en mil pedazos ante los mismos ojos del aterrado comandante Hazzar, que no se explicaba nada de cuanto sucedía.
-¡Atrás, atrás! -rugió, dando órdenes a la única nave superviviente junto con la suya propia-. ¡Hacen falta refuerzos para acabar con ese maldito vehículo! ¡No se le puede destruir como a los demás! ¡Algo extraño sucede aquí, necesitamos de inmediato los más poderosos refuerzos para destruir a esos intrusos! ¡Debemos evitar que alcancen al Cinturón de Asteroides impunemente! ¡Avisad a todas las fuerzas espaciales de las zonas próximas! ¡Es una emergencia! ¡Orden directa del coronel Hazzar!
Allá, en la lejanía, la nave desconocida se perdía ya, camino de los asteroides, sin que las patrullas de control del Supremo hubiesen podido detener su rumbo.
10
Vulhak contempló asombrado el cielo estrellado sobre el Asteroide Dorf. Elevó una mano velluda, rugosa y fuerte, señalando a la forma que flotaba encima de sus cabezas.
-¡Mirad! -rugió-. ¡Es una nave! Sin duda el maldito Dakko pretende atacarnos otra vez... Hay que buscar refugio en las cavernas, pronto. Que no nos vean esos verdugos miserables.
Corrieron los piratas espaciales hacia sus refugios, olvidándose de sus ligeras y rudimentarias naves espaciales, robadas a pueblos próximos a ellos en sus correrías depredadoras por la zona de asteroides habitados.
Iban a partir en una de sus expediciones de conquista para obtener algún buen botín de las caravanas cósmicas de los mercaderes de la raza Yebba, pero la aparición de la nave en el firmamento les había hecho cambiar súbitamente de idea.
Sabían por experiencia lo que significaba avistar una nave del Supremo. Siempre era mensajera de muerte, de destrucción y de caos. Sólo sus refugios ocultos en el interior del asteroide podían protegerles de la crueldad de los hombres del Supremo, gracias sobre todo a la naturaleza radiactiva del lugar, que ellos tanto temían.
Vulhak, capitán de los corsarios galácticos, los famosos y aguerridos wolwins, dirigió a sus hombres al dédalo subterráneo de galerías habitables. Sus cuerpos, cubiertos por las verdosas costras de la radiactividad constante, que iba destruyendo su piel para hacer de ella un caparazón horrible, pronto se eclipsaron por los mil y un orificios abiertos en la roca, perdiéndose en el subsuelo del asteroide, lejos del alcance de los rayos desintegradores del enemigo.
Ben Gath posó la nave sobre el terreno abrupto, de volcánico aspecto. Wylda dirigió una preocupada mirada a los indicadores de radiación de a bordo. La aguja había penetrado en zona roja de máxima alerta.
-La radiactividad en este asteroide es terrible -murmuró-. Debe destruir o deformar a los habitantes de un modo paulatino e irreversible, a juzgar por su intensidad.
-¿Puede causar efectos dañinos en nosotros, o nos protegerá tu suero de vacuna, Wylda?
-Espero que nos proteja lo suficiente, al menos por un tiempo. De todos modos, nos aplicaremos otra dosis antes de descender a tierra firme. ¿Es absolutamente necesario correr este riesgo, Ben?
-Sí. Tú misma ha visto la fuerza de esa gente. Y eso es sólo el principio. Acudirán con más refuerzos, estoy seguro. Para entonces, necesitamos tener aliados.
-¿Y si no quieren serlo los wolwins? -sugirió ella, dirigiéndose a por las vacunas anti-radiación.
-Tendremos que intentar convencerles -suspiró Ben-. No queda otro remedio. Ahora ellos saben que se las tienen que ver con un enemigo peligroso. Pondrán todas sus energías en combatirnos. Y te aseguro que sus recursos son inmensos, Wylda.
-Lo imagino -suspiró la joven, inyectándole una dosis antes de aplicarse otra a sí misma-. Vamos allá, Ben. Después de todo, esto va a ser ahora un riesgo continuo, no importa los peligros que podemos correr.
Salieron de la nave, tras ajustarse bien sus flamantes armaduras, ligeras pero invulnerables. Articulados brazos, piernas, pies y manos, cuello y cintura, podían moverse a la perfección. Solamente ojos y boca quedaban fuera de aquel caparazón color púrpura que les envolvía, como una liviana e indestructible coraza protectora.
Caminaron por el suelo yermo del planeta, empuñando las únicas armas de que disponían: las dos pistolas láser que fueran de Zol y de su hija en el largo viaje a través del Universo desde remotas galaxias.
-Mira: naves ligeras para viajes cortos por el espacio -Ben señaló las pequeñas y rudimentarias naves capaces para sólo tres o cuatro viajeros cada una-. Debieron expoliarlas en sus acciones de rapiña. Los wolwins son corsarios por naturaleza, nacen para ladrones y rufianes. Estas embarcaciones espaciales deben pertenecer a pueblos vecinos algo más avanzados que otros de la galaxia... Pero ninguna nave pertenece a los Yebbas. Ellos poseen lo mejor, lo más moderno y eficaz.
-Sólo veo sus naves. ¿Dónde se han metido los wolwins?
Ben le explicó
-Son como topos. Se ocultan en el terreno, en pasadizos subterráneos. Eso me contaba mi padre a veces. Él había hablado en una ocasión con un wolwin moribundo, y le contó algunas cosas de su pueblo pirata.
Ella preguntó:
-¿Por qué se habrán escondido de nosotros? Parecían a punto de partir hacia algún lugar...
-Sin duda tomaron nuestra nave por una de los Yebbas, acaso por un crucero de combate del Supremo -se encogió Ben de hombros-. Son tan astutos como cautos. Por algo sobreviven. Ahora comprendo por qué Dakko no les ataca aquí mismo: la radiación es tan fuerte que no podrían soportarla más que los androides. Y aun esos, posiblemente vieran alteradas las funciones de sus circuitos.
-Veo que vas aprendiendo mucho de todo lo que antes ignorabas, Ben -suspiró ella.
-Se lo debo a tu padre -se tocó él la cabeza-. Mi cerebro es lúcido, claro. Comprendo las cosas fácilmente. Él hizo de mí un hombre nuevo. Nunca le olvidaré, Wylda.
De repente, se sintieron vigilados por alguien. Giraron la cabeza con rapidez.
Ellos estaban emergiendo. Acababan de darse cuenta de que nada tenían que temer, que los recién llegados eran sólo dos personas e inofensivas para ellos. Como dijera Ben, los wolwins eran tan astutos como cautelosos. Por numerosos orificios en el suelo, como topos, emergían uno a uno los piratas del espacio. Wylda sintió repugnancia al ver sus epidermis convertidas en costras deformes y verdosas a causa de las intensas radiaciones de aquella tierra pedregosa.
-Son horriblemente feos -musitó-. Y muy fuertes físicamente...
Ben asintió:
-En efecto. Muy fuertes. Eso lo sabía. También son feroces. Vamos a tener problemas con ellos, sin duda alguna. Pero no nos conviene atacarles. Eso nos convertiría automáticamente en sus enemigos. Y los perderíamos como aliados.
-¿Y si ellos nos atacan a nosotros?
-Es que eso es, justamente, lo que piensan hacer -dijo fríamente Ben Gath-. Ellos sólo saben hacer dos cosas en este mundo: luchar, vencer o morir, Wylda.
-Pues vaya consuelo... -musitó ella, manteniendo su arma bajada, a la expectativa, lo mismo que Ben.
Rápidamente, iban siendo rodeados. Más de dos centenares de deformes y fornidos piratas del espacio les rodearon, mirándoles con aviesa curiosidad.
-Uno es una mujer -dijo con vozarrón poderoso uno de los piratas wolwins.
-Lo sé -afirmó el capitán Vulhak, dando unos pasos adelante, agresivo. Señaló a Ben con firmeza-. Pero ése es un hombre. Me gusta su armadura. La quiero. Se la quitaremos, pero antes debo matarle. La mujer será para mí. Su armadura para mi hijo Yrag.
Un pirata más joven que los otros, con costras menos endurecidas y de color gris apagado, sonrió malévolamente, alzando su poderosa espada de acero flamígero.
-Sí, padre -dijo-. La quiero a ella. Lo demás para ti.
-Y esa nave para todos nosotros -anunció Vulhak triunfal, señalando el vehículo espacial-. ¡Vamos a tener un buen botín gracias a esos dos imbéciles extraviados! Ni sé cómo les dejaron llegar hasta aquí los esbirros del Supremo, pero ya que han llegado..., ¡a por ellos, mis bravos!
Aullando furiosamente, los piratas se precipitaron en masa sobre los dos viajeros del espacio.
La horda pirata se precipitó sobre ellos enarbolando sus extrañas espadas de hoja flamígera, sin duda un metal dotado de la rara facultad de emitir destellos llameantes, como si fuese de fuego puro.
Esperaron a pie firme el ataque en tromba. Varias de las espadas chocaron con sus armaduras, levantando chispas violentas, pero sin mellar ni abollar tan singular armazón. Los piratas, sorprendidos, retrocedieron un paso, sin entender lo que sucedía.
Habían tirado a herir en los brazos o piernas a la mujer, para no matarla, pero sí con el claro propósito de decapitar al hombre. Sin embargo, nada de eso resultó. Éste permaneció en pie, erguido, inconmovible, resistiendo a pie firme los embates, sin sufrir el más leve daño en su cuerpo en su coriácea protección.
-¿Qué diablos ocurre con él? -bramó Vulhak, mirando perplejo su propia arma, inútil al parecer frente a los armados visitantes del espacio-. ¡No les hace mella alguna nuestro armamento! ¡Son como demonios invencibles!
-No, no lo somos-negó lentamente Ben Gath-. Sólo somos humanos, como vosotros. Y no hemos venido en busca de batalla sino de amistad y ayuda. Buscamos aliados contra Dakkó Yozzel.
-¿Estás loco? -rezongó el pirata-. Nadie se atreve a luchar contra el Supremo.
-Vosotros lo estáis haciendo desde hace tiempo. ¿Por qué no unir nuestras fuerzas y vencer a ese demonio fanático y cruel?
-Eres un necio. Tu armadura parece capaz de protegerte de mis fuerzas y de las de mis hombres, extranjero, pero, ¿qué harás cuando uno de los esbirros del Supremo, tan duro como tú mismo, te ataque? ¿Y si te despojan de esa armadura milagrosa que te protege? ¿Qué serás entonces? ¿Un débil y estúpido fracasado que perecerá bajo las armas de los siervos de Dakko?
-Tal vez aun sin esta armadura que tú mencionas pueda vencerles.
-¡Mientes! -rugió Vulhak-. Ni esa mujer ni tú sois invulnerables, fantoche. Sólo tu armadura te hace poderoso, como a ella. Sin ese metal extraño que te envuelve, serías fácil de vencer incluso por mi propio hijo Yrag.
-Cierto, padre -aseguró con orgullo el descendiente del vigoroso pirata espacial-. Me basto y me sobro contra cualquier hombre, pero si mi espada llameante no puede romper una coraza de metal, ¿cómo podrían hacerlo mis manos? Sin esa armadura, puedo vencer a ese hombre con una sola mano.
-Una sola mano... -rió Ben. Sus ojos astutos, ahora invadidos por una luz profunda e inteligente, se fijaron por un instante en Wylda, su compañera-. Eso es toda una idea, amigos. Os voy a retar a un duelo que os parecerá sumamente favorable, sin duda alguna.
-¿Un duelo? ¿A qué te refieres? -desconfió Vulhak, mirándole ceñudo, mientras su impaciente espada volteaba en el aire, ávida de derramar sangre enemiga-. No aceptaré ningún duelo mientras vistas esa coraza maldita...
-A eso voy, Vulhak, gran capitán de los más feroces corsarios de la galaxia -dijo con arrogancia Ben Gath, empezando a soltar los cierres que sujetaban las piezas de su flexible y articulada armadura entre sí, ante la inquietud evidente de la joven hija de Zol-. Os reto a ti y a tu bravo hijo a un duelo singular. Os batiréis contra mí nada más. Y yo me defenderé de ambos con un solo brazo. ¿Conforme? Eso, sin llevar encima mío protección alguna, a cuerpo descubierto, como vosotros mismos.
-Eso es ridículo. Cualquiera de nosotros puede vencerte sin tantas facilidades- se mofó Vulhak-. No sabes lo que estás diciendo, fanfarrón.
-Lo sé muy bien. La prueba es que sé que os ganaré fácilmente a ambos.
-¿Oíste eso, hijo? -dijo entre risotadas Vulhak, mientras sus nombres también reían estentóreamente-. Ese loco quiere morir a nuestras manos, sin duda. Está bien, nos retas con todas las ventajas a nuestro favor. ¿Qué buscas con ello? ¿Salvar a tu compañera acaso?
-Es una de mis condiciones. Si pierdo la batalla, la respetaréis. Pero si yo gano, aceptaréis mis condiciones.
-No me cuesta nada prometerte eso -rio Vulhak despectivo-. Nunca podrías ganar. Ni siquiera a uno solo de nosotros. ¿Qué condiciones pones para tu supuesta victoria?
-Que a partir de ese momento seríais mis aliados leales. Obedeceríais mis órdenes. Y juntos todos, iríamos contra Dakko y sus esbirros, uniendo a todas las razas oprimidas de esta galaxia contra ese loco asesino.
La armadura cayó, pieza a pieza, a los pies de Ben. Wylda, a pesar de saber intuir claramente las intenciones de su camarada, le miraba temerosa, nada convencida del feliz desenlace de aquel arriesgado desafío.
-De acuerdo- se mofó Vulhak-. Lo prometo.
-¿Por tu honor de hombre y de guerrero? ¿Por tu dignidad de capitán de los wolwins? -exigió Ben.
-Sí, lo prometo por todo eso. Y por los dioses benignos que un día aplasten al maldito dios Vaal
-gruñó Vulhak, impaciente, haciendo girar su espada de fuego-. Acabemos de una vez, extranjero, ¿qué arma piensas usar contra nosotros en ese absurdo duelo? ¿Quieres una de nuestras espadas?
-No -negó fríamente Ben-. Con sólo mi mano bastará.
-¡Tu mano! ¿Desnuda? -boqueó el capitán de corsarios del espacio.
-Así es.
-¡Estás rematadamente loco! ¡Esto no es un duelo, es un suicidio! -bramó Yrag, el hijo del caudillo pirata.
-Mejor para vosotros en ese caso -rio Ben Gath-. Más fácil lo tendréis. Pero os aseguro que vais a perder la batalla. Incluso con vuestras espadas.
-No puedo aceptar semejante desigualdad -rechazó con arrogancia Vulhak-. Iré yo solo contra ti.
-No, papá -rechazó Yrag vivamente-. Deja que sea yo quien acabe con ese charlatán presuntuoso que ha venido a burlarse de nosotros sin duda alguna, esperando hacer algún acto de magia infernal, propio de los esbirros de Dakko.
-Yo no sirvo a Dakko -negó Ben-. Al contrario, le detesto como nadie en estos mundos. Pero insisto en que ni uno ni otro vais a vencerme, unidos o por separados. Os abatiré a uno tras otro, estáis avisados.
-¡Defiéndete ya como un hombre y deja de hablar como un fantoche! -aulló el joven Yrag, lanzándose en tromba sobre Ben, que ahora ya no podía oponer su formidable armadura de metal inexpugnable a su temible espada llameante.
Esperó a pie firme el ataque. Wylda cerró un momento los ojos, temiendo lo peor, cuando el mandoble buscó la cabeza de su compañero para triturarla de un solo golpe.
Ben alzó su brazo izquierdo, la obra perfecta de biocibernética de Zol que supliera a su brazo perdido en el ataque de las hordas aéreas de Dakko. La espada golpeó en lo que parecían músculos y tendones humanos.
Ocurrió algo asombroso. El chisporroteante metal flamígero pareció mellarse, rebotó en el miembro humano, y estuvo a punto de escapar de la mano del atónito Yrag que, perdido el equilibrio, se tambaleó, mirando incrédulo a su sonriente enemigo.
-Parece que no te es tan sencillo vencerme, ¿verdad, muchacho? -rió Ben bajando su brazo, aparentemente ileso, sin la menor señal del impacto de la espada.
-Por los dioses, ¿qué es esto? -jadeó Yrag-. No le causé ni un arañazo... ¿Qué eres, hombre o demonio?
-Ya te lo dije: un hombre capaz de venceros a ambos, padre e hijo -rió Ben.
La espada de fuego le golpeó de nuevo con celeridad repentina. Pero el joven estaba alerta. De nuevo actuó, saltando atrás. Su brinco fue formidable, puesto que se apoyó sobre el pie izquierdo. Su pierna biónica actuó como un resorte, elevándole a bastante altura por encima de los estupefactos piratas.
Fue a caer justo sobre Yrag, el agresivo joven, y su mano zurda, seca y áspera, golpeó la mano diestra de su enemigo. El hijo de Vulhak lanzó un alarido. De sus dedos huyó el arma. Se quedó contemplando la mano fracturada, inútil, con ojos desorbitados por el dolor y la incredulidad.
La espada golpeó secamente el árido suelo, lejos de su vencido dueño. Vulhak, ante la derrota de su hijo, lanzó un berrido escalofriante y se precipitó hecho una furia sobre su adversario, naciendo molinetes con su espadón, que provocaron chisporroteos violentos en torno a su figura, El arma cayó con toda la furia imaginable sobre el torso desnudo de Ben.
De haberle alcanzado, le hubiese partido sin remedio en dos. A Ben Gath le bastó elevar su pierna izquierda con rapidez, gracias a los reflejos vertiginosos de su cerebro, para que el acero llameante chocara con su rodilla artificial.
Fue como si el acero rebotara en un peñasco. Aunque Vulhak trató de retener el arma en sus manos sujetando férreamente la empuñadura, ésta huyó de sus dedos.
Desarmado, igual que su hijo, el capitán pirata se encontró ante su enemigo que, con una seca carcajada, alargó su brazo zurdo, aferró al cabecilla por los cabellos y tiró de éstos con tal fuerza que, con un alarido de dolor, el orgulloso Vulhak cayó de rodillas a los pies de su adversario. En ese punto, el pie de Ben se apoyó en la nuca del vencido.
-¿Admites tu derrota, Vulhak? -preguntó gravemente.
-Sí, maldito seas -confesó el pirata, ante el estupor general-. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Me has vencido. Y venciste a mi hijo. Nuestras vidas te pertenecen, si así lo deseas. Mi gente os respetará a ambos, es mi palabra. Pero no aportaré humillación alguna. Acaba conmigo de una vez.
-No seas necio -Ben se apartó, soltándole-. Eres libre, Vulhak. Eres un hombre bravo y orgulloso. Si te he vencido, es porque poseo poderes que tú desconoces. La lucha podrá haberte parecido limpia, pero no lo fue tanto.
-No digas eso. Estábamos armados y tú no. La ventaja era nuestra.
-No lo era, pero eso no podíais saberlo. Ahora debes cumplir tu palabra de antes, las condiciones que exigí en caso de victoria. No te quiero humillado, sino orgulloso. Eres un gran luchador, Vulhak. Un rufián valeroso como pocos. Te deseo amigo, no adversario. Vivo, no muerto, ¿entiendes? Tú, tu hijo, tus hombres todos, podéis conseguir lo que tanto habéis anhelado durante centurias: la libertad total, la desaparición definitiva de Dakko y su Meteoro Negro, de sus esbirros mercenarios, del terror de sus huestes.
Vulhak afirmó:
-Eso es imposible. Ni siquiera tú podrías lograrlo.
-Lo veremos. ¿Vais a poneros a mi lado?
-Lo prometí. Seré tu aliado, ya que no me deseas muerto. Pero mi gente te obedecerá ciegamente desde ahora, mientras me despreciará a mí.
-Tu gente sabe demasiado del valor de su capitán Vulhak para despreciarte -Ben se encaró a los piratas que, silenciosos y huraños, asistían a la escena-. Ved todos, ¿qué podría un hombre contra mí si soy capaz de esto?
Ben Gath se inclinó. Aferró un peñasco con su mano zurda. Lo estrujó con sus dedos de plástico durísimo, capaz de desarrollar una fuerza titánica. La piedra, crujió, se hizo primero añicos, luego simple polvo en su mano poderosa de hombre biónico.
Un murmullo de pasmo recorrió las huestes corsarias del Asteroide Dorf. Todos le miraron como a un verdadero dios. Ben sonrió, apoyando su poderosa zurda en el hombro de Vulhak, que acababa de incorporarse. Éste miró asustado aquellos dedos titánicos, que ahora sólo presionaban leve, amistosamente.
-Eso os demostrará que no existe motivo para despreciar al valeroso Vulhak. No he venido a suplantarle a él en el mando. Sólo busco vuestra ayuda, vuestra fe, no vuestro sometimiento. Los hombres valientes nunca se someten. Vosotros lo sois, bravos piratas. Juntos, espero que venzamos un día a Dakko. Al menos, éste va a ser el principio...
-¡Cuidado! -aulló una voz en la multitud-. ¡Naves del Supremo! ¡Vienen a atacarnos!
Todos alzaron la cabeza, despavoridos. Ben, alarmado, también. Wylda lanzó un grito ronco de alarma.
Era cierto. Del cielo estrellado, sobre sus cabezas, sombrías formas vertiginosas eran vomitadas por el vacío cósmico, centelleantes sus fuselajes negros, rumbo al asteroide pirata.
Dakko Yozzel pasaba al contraataque con fuerzas devastadoras, tras su derrota inicial cerca del Cinturón de Asteroides de Wander...
11
Durante unos momentos, reinó el terror y el desconcierto entre las gentes de Vulhak, amedrentado ante la presencia ominosa del gran adversario llovido del cielo.
Ben corrió a cubrirse con su armadura invulnerable, mientras gritaba con voz potente:
-¡No, no huyáis! ¡Ahora, no! ¡Puede ser el momento de vuestra vida, la primera victoria sobre el enemigo odiado y todopoderoso; ¡Si ello es así, la galaxia sabrá al fin que Dakko y sus turbas no son realmente invencibles!
-Pero, amigo, ¿cómo luchar contra esas escuadrillas de naves exterminadoras? -se quejó amargamente Vulhak-. Son poderosas, destructoras... Al menos hay quince o veinte naves en esa formación... Demasiadas para nosotros, entiéndelo. No podemos luchar con simples vehículos como los nuestros contra una fuerza así...
-¿No? Seguidme y lo veréis. La lucha será dura, las pérdidas serán grandes, pero toda victoria tiene su precio. Es preferible jugárselo todo a una carta, a seguir esclavos de un tirano. ¡Adelante todos!
Ben Gath y Wylda corrieron hacia su nave delta. Los piratas, indecisos, no sabían qué hacer. Vulhak dio entonces una orden tajante:
-¡A vuestras naves! ¡Hostiguemos a esos pajarracos, ya que no podemos hacer otra cosa, mientras nuestro nuevo aliado combate a esos perros!
Y así, la más heroica y desigual de las batallas imaginables en el espacio, comenzó justo en ese momento, con el acceso de todos los corsarios a sus ligeras naves de combate, sólo adecuadas para atacar caravanas espaciales sin protección, pero nunca a formaciones de combate como aquella que se les venía encima, rugiendo desde el negro vacío estelar.
Para cuando los corsarios despegaron de su asteroide, en valeroso despliegue de ataque, ya la nave de su nuevo aliado partía rauda hacia los atacantes, mientras el espacio todo se cubría con el centelleo deslumbrante de las descargas lanzadas por los cañones de las escuadrillas del Supremo.
Ben Gath, a los mandos de la nave, mantenía su mirada fija en los enemigos desplegados ante ellos en formación perfecta de combate. Wylda musitó junto a él, demudada:
-Éste es el fin, Ben. No podemos abatir a toda esa masa de naves enemigas. Son demasiado poderosas... Aunque venzamos a tres, cuatro o seis de ellas, quedarán todavía demasiadas, las suficientes para triturarnos a todos...
-Tal vez. O tal vez resulte mi estrategia -sonrió Ben irónico, moviendo los controles con frialdad-. Espero que tu padre me haya dotado de suficiente inteligencia como para vencer a esos monstruos del espacio, Wylda. Sólo mediante la astucia y la estrategia se les puede dar el golpe de gracia en esta ocasión...
La nave delta alcanzó altura, dejó a atrás a los piratas con sus naves de limitados recursos, en torno a las cuales estallaban las granadas o los rayos desintegradores de la formación enemiga, alcanzando a veces a alguna de ellas fatalmente, hasta hacerla añicos.
Ben enfiló una de las naves en una de sus maniobras rápidas. Pulsó el láser defensivo de a bordo. Fue una maniobra tan veloz como oportuna. La nave enemiga se convirtió en una enorme estrella de fuego, fugaz y cegadora. Luego, nada. Ni los restos quedaron de ella, flotando en el vacío.
Fue un golpe psicológico sin duda. La formación se desplegó, buscando distanciarse entre sí. Ben sonrió, señalando a la nave central, la más grande y poderosa de todas, que acababa de abatir a dos embarcaciones aéreas de los piratas, con la misma facilidad con que sus tripulantes hubiesen podido aplastar a un insecto.
-Esa nave, Wylda... -murmuró.
-¿Qué hay con ella? -pestañeó la joven.
-Es la capitana. La que dirige a toda la horda. Ya la vi antes, cuando nos atacaron la primera vez.
-¿Y bien...?
-Observa y verás. Es mi objetivo inmediato -dijo fríamente.
Y ante el asombro de la joven, apretó a fondo los mandos, proyectando a la nave de Zol a velocidad vertiginosa contra la nave capitana dirigida por el comandante de la flotilla, el coronel Hazzar.
Eludió a otras dos naves que se le venían encima y cuyos disparos restallaron sin consecuencias sobre su fuselaje, sin dañarle, ya que golpearon los impactos en los refuerzos de duriflex. Luego, como una bala, se fue contra el vientre lleno de luces de la nave capitana. La proa aguda, punzante, de la nave triangular, penetró como la punta de una lanza en el metal poderoso, desgarrándolo entre estallidos y llamaradas.
Lo perforó de lado a lado, como una cuchillada atroz, dejando tras de sí jirones de acero. Del interior de la nave capitana salieron estallidos cegadores. Luego, de súbito, la orgullosa nave estalló en mil pedazos, invadiendo de luz el cielo. Debía de llevar carga nuclear, porque sus fragmentos, al herir a otras naves, en medio de una estrella gigantesca de fuego, provocó la reacción en cadena, haciendo millones de añicos a otras siete u ocho naves enemigas, en una auténtica masacre de proporciones escalofriantes.
Otra nave hacia la que se dirigía Ben en derechura, al percatarse del terrorífico impacto que hiciera aquel vehículo triangular en la nave capitana, se apresuró a desviar su ruta para eludir el ataque suicida del enemigo. Con ello sólo logró ir a estrellarse contra la que volaba a su lado, saltando ambas en medio de una llamarada terrible, desagarradas y pulverizadas.
La batalla había sido tan breve como devastadora para las fuerzas del Supremo. Las demás naves, ante la falta de mando, se dispersaron, desapareciendo con rapidez del campo de batalla donde encontraran tan sonado fracaso. Los piratas, incrédulos, rodearon con sus naves a la victoria de Ben Gath y de su compañera, vitoreando a los que habían sido capaces de derrotar al invicto enemigo de siempre. Descendieron en la superficie del asteroide Dorf, donde poco después eran rodeados de una muchedumbre de piratas enfervorizados. Ben les calmó con serenidad:
-Os dije que éste podía ser el principio de algo distinto. Pero conviene conservar la cabeza, amigos. Cuando Dakko sepa esto, se hará cargo sin duda personalmente de la labor de represalia. Para entonces, no debe hallarnos aquí, sino en otro lugar, y de ese modo no le será posible, destruyendo este asteroide, acabar con todos vosotros.
-¿Adonde dirigirnos, en tal caso? -dudó Vulhak-. Aunque inhóspito, aunque lleno de radiaciones insanas, es nuestro hogar, nuestro mundo, amigo mío...
-Tendremos que buscar otro escondrijo, esperando el momento de dar el golpe de gracia al Supremo -dijo enfáticamente Ben-. Id recogiendo vuestras cosas, vamos a partir en breve...
Siguieron momentos febriles de actividad en el asteroide pirata. Los hombres de Vulhak recogían sus cosas, montaban en sus pequeñas naves para buscar otro cercano asteroide donde refugiarse de la inminente ira asesina de Dakko. Ben mismo, así como Wylda, se ocupaban de organizar el éxodo con el mayor orden y rapidez posible.
Cuando ya todo estaba a punto para partir, Ben Gath buscó a Wylda entre las gentes que le rodeaban embarcando en sus naves de reducido radio de acción.
-¿Y mi compañera? -preguntó-. ¿Dónde está?
-No sé -negó Yrag, el hijo de Vulhak-. La vi ir en esa dirección, ayudando a los heridos a ocupar las naves más confortables y seguras...
Señalaba en una dirección concreta, hacia unas dunas pedregosas que ondulaban en la distancia. Ben siguió esa dirección. Vio remontar el vuelo a algunas de las naves piratas portando gente herida en el reciente combate espacial.
Con un escalofrío, vio también algo más. Una liviana nave negra, no mucho mayor que las de los piratas, pero de sorprendente velocidad, se perdía en la distancia, hacia las lejanas estrellas.
Tan rápido era su vuelo que parecía una estrella fugaz.
-¡Cielos! -bramó-. ¿Qué es eso, Yrag?
El joven pirata miró a la distancia. Se estremeció, sombrío.
-Es una nave ligera de Dakko. Suelen utilizarlas para ataques imprevistos. Son poco poderosas, pero las más veloces de la galaxia. Nadie puede alcanzarlas. Nunca llevan más allá de dos o tres tripulantes... ¿Qué podía estar haciendo aquí?
-¡Wylda! -aulló Ben~. ¡Es ella, seguro! ¡La han secuestrado!
Se inició una desesperada búsqueda de la joven por todo el asteroide. Eran muchos los que la habían visto, pero nadie supo dar razón de ella en el último período de tiempo. Ben, desolado, comprobó la amarga, dura verdad.
Los comandos de Dakko, tras su derrota aérea, habían tomado tierra en el asteroide Dorf, secuestrando a Wylda y llevándosela, consigo, tal vez rumbo al siniestro Meteoro Negro...
-Dioses... Wylda... -jadeó demudado, abatido, maltrecho, el joven Ben Gath-. Wylda... en poder de ese monstruo de maldad... No puedo creerlo... ¡No puedo creerlo!
-Te lo dije, amigo mío. Eres tan fuerte como valeroso. Has vencido una vez a Dakko Yozzel -sentenció amargamente Vulhak apoyando ahora su mano en el hombro del nuevo camarada-. Pero él nunca se deja vencer por nadie. Ahora la tiene a ella en sus manos. Y sólo los dioses saben con qué horrible propósito...
Ben asintió, desolado, totalmente roto. Casi sintió deseos de llorar. Ella, la muchacha a quien prometiera proteger, la hija de su benefactor, en poder de Dakko, el Supremo... ¿Cuál era el propósito oscuro y terrible del malvado tirano, apoderándose de la muchacha?
-Y lo peor es que no puedo darle alcance... -se quejó con dolor-. Esa nave es ligera, pero no tanto como aquélla. Puede sobrepasar la velocidad de la luz y, paradójicamente, su velocidad de crucero es radicalmente inferior a la de esa nave negra que escapó de aquí llevándola consigo... ¿Cómo, oh, dioses, puedo rescatarla?
-De ninguna manera, amigo. Dala por perdida para siempre. Dakko te ha vencido, admítelo.
-Sí -gimió Ben-. Creo que debo admitirlo así... Ha sabido golpear en mi único punto débil... Me ha derrotado definitivamente, lo sé...
12
Dakko Yozzel emitió una risa hueca, siniestra.
Incluso la hermosa Falca alzó la cabeza, contemplándole con inquieta mirada bajo las arqueadas cejas.
-Acabas de sufrir tu primera gran derrota, Dakko -musitó-. ¿Eso te causa hilaridad acaso?
Los ojos carmesí del gigantesco ser de negros ropajes se fijaron en ella, centelleantes, malignos como los de un dragón voraz. La risa se repitió en un áspero cloqueo de inflexiones metálicas bajo la negra máscara.
-Una batalla perdida no significa perder la guerra -se burló-. He tenido un tropiezo, sí. Pudo haber sido serio. Pero mi fiel Szyphus ha sabido reaccionar a tiempo.
-Szyphus es una rata asquerosa -dijo ella con desprecio-. Un vil mercenario sin demasiado cerebro.
-Es posible. Pero me es leal totalmente. Y a veces reacciona con rapidez. Al morir el coronel Hazzar en la nave capitana de la Flotilla de Patrulla, tomó provisionalmente el mando. Y tuvo una buena idea: descender ocultamente al asteroide Dorf, descubriendo quiénes son nuestros enemigos: una joven pareja de humanos. Él es un maldito vog. No sé dónde sacó la inteligencia ni los medios para vencernos. Pero lo cierto es que lo hizo. Parece fuerte, astuto y muy audaz. Son palabras de Szyphus. Y sabes que él no prodiga los elogios. Pero también descubrió algo más.
-Termina tu relato, querido-bostezó ella-. Empieza a aburrirme.
-¡Me escucharás hasta el final atentamente, perra ramera! -rugió con repentina ira Dakko, en una de sus imprevisibles reacciones violentas, que Falca tan bien conocía, y que delataban su ira interior por el reciente fracaso de sus fuerzas espaciales frente a los piratas de Dorf. Paseó frenético, airado, haciendo crujir sombríamente su amplia capa de metálico tejido.
Ella apretó los labios con mal disimulada ira ante el insulto. Se dominó, porque sabía que incluso siendo la amante de Dakko tenía que someterse a la voluntad del todopoderoso ser del Meteoro Negro.
Tras un silencio, él prosiguió con voz chirriante, cargada de ácidos tonos:
-Ese vog tiene una amiga, su compañera en esa loca aventura de enfrentarse a mí. Es una humana, pero no de nuestra galaxia. Szyphus la descubrió y pudo reducirla en silencio, sin ser advertido por los piratas ni por el vog. Utilizó una nave ligera, propia de una acción de comando, y está de regreso al Meteoro con su cautiva a bordo. Sólo ha logrado saber, mediante el encefalotrón, que ella es hija de un científico de remotos mundos, llamado Zol, que murió de una dolencia radiactiva en el planeta Órlaz, donde pudieron salvar la vida del otro rebelde, llamado Ben Gath. Ha descubierto que, aunque ella perdió a un esposo en su mundo, ahora ama secretamente a ese maldito vog rebelde. Y sospecha fundadamente que también él la ama a ella.
-No creí nunca que un miserable vog pudiera poner en jaque al Supremo -apuntó Falca, irónica-. ¿No eran un pueblo de simples agricultores y pastores ignorantes?
-¡Nadie me pone en jaque a mí! -tronó la metálica voz de Dakko con virulencia-. ¡Yo aplastaré a esos gusanos fácilmente! De momento, ese vog ha resultado ser más listo y fuerte que sus hermanos exterminados por el Meteoro, pero no irá mucho más lejos. Planea rebelar contra mí a todas las razas inferiores de la galaxia, envalentonados por su hazaña al destruir a Hazzar y sus naves. Pero ahora tengo la mejor arma en mis manos contra ese jovenzuelo loco.
Falca sonrió al preguntar:
-¿La chica?
Dakko asintió:
-Sí, la chica. Vas a ver lo que hago para aniquilar de una vez por todas a ese insignificante ser que ha osado levantarse contra el Supremo...
Se aproximó a la gigantesca computadora central del Meteoro Negro Asesino. Pulsaron sus metálicos dedos una serie de teclas. En una gran pantalla convexa de grabación holográfica, apareció su propia imagen, tal como se mostraba ahora ante Falca, en una reproducción tan exacta y simultánea que parecía contemplarse en un espejo.
-¿Vas a grabar un holograma? -se interesó Falca.
-Sí. Un holograma que será transmitido a toda la galaxia -dijo Dakko con arrogancia-. Y pronto sabremos la respuesta...La efigie gigantesca de Dakko Yozzel, el Supremo, emergió como si fuese totalmente corpóreo y real ante Ben Gath. Éste contuvo su fría ira con dificultad. Sabía, como todos, que aquella apariencia de realidad tangible era pura ilusión. Se trataba, simplemente, de un holograma retransmitido a distancia.
-Me estáis escuchando todos los seres de esta galaxia -comenzó hablando el Supremo con su extraña voz de inflexiones aceradas, huecas y profundas-. Pero especialmente, ese mensaje de vuestro amo y señor, el Supremo, Profeta del dios Vaal, va dirigido a una sola persona. A una insignificante pero molesta persona que ha osado desafiar mis iras.
Hizo una pausa. Ben encajó las mandíbulas, sintiéndose aludido. Los ojos escarlata de Dakko llameaban en la imagen transmitida a la galaxia, cuyas tres dimensiones aparentes, proyectadas en el aire, le daban aquel aspecto de tangible proximidad.
A su alrededor, todos los demás escuchaban con atención la palabra del odiado enemigo. Las miradas se fijaron en Ben. Todos sabían que era el destinatario del mensaje del Supremo.
-Tengo en mi poder a una mujer llamada Wylda -dijo lentamente Dakko.
-¡Miserable! -rugió Ben, apretando sus puños con impotencia exasperada.
-La tengo en el Meteoro Negro -prosiguió Dakko, que no podía oír su indignada réplica, puesto que sólo era una proyección de sí mismo, una simple grabación transmitida por la poderosa red de comunicaciones cósmicas del Meteoro. La voz metálica prosiguió, implacable-: Ella, Wylda, está bien por el momento. Sólo por el momento. Y mientras ésa sea mi voluntad. Cierto que ha sido sometida a un trance de hibernación animada para que no pueda intentar cualquier locura, como intentar evadirse de aquí, lo que significa la muerte cierta... o acabar con su vida para evitar que su cautiverio pueda serme útil. Vedla todos ahora. Ben se puso lívido. Su cuerpo todo se tensó. Pegó con tal fuerza con su mano zurda en una mesa de piedra que tenía ante sí, con jarras de vino dulce del asteroide de Slacc, reino de las Amazonas del espacio, donde ahora se hallaban él y sus recientes aliados, los piratas cósmicos de Dorf, con su capitán Vulhak a la cabeza, que hizo añicos la piedra como si fuese simple vidrio quebradizo.
El holograma había cambiado súbitamente, quedando tan sólo la odiosa imagen de Dakko al fondo, difuminada, mientras en primer término, casi con apariencia de poder ser tocada, aparecía la hermosa y desdichada Wylda, rígida dentro de una urna vertical de material cristalino. En una especie de vaho azulado, en su interior, flotaba, erguida, como en pie pero suspendida en aquella sustancia etérea, la figura esbelta, bellísima, de la esplende-rosa Wylda, con sus ojos cerrados, como en un profundo sueño. Su aspecto sereno, apacible, no podía impedir que la imagen tuviera para Ben Gath una significación siniestra y trágica.
-Wylda, Wylda, querida mía... -murmuró, dando rienda suelta a sus sentimientos de modo incontenible.
El capitán Vulhak y la hermosa criatura de piel azulada que era Ecstasy, la reina de las Amazonas de Slacc, cambiaron una mirada expresiva, manteniéndose en silencio ante el dolor que expresaban las palabras amargas del joven vog.
Ben contempló largamente la figura de la muchacha a quien ahora admitía amar tan profundamente, y casi de inmediato la adorada imagen se diluyó en la nada, para que la aborrecible efigie de Dakko Yozzel volviera a recobrar todo su protagonismo en el holograma.
-Ya la visteis todos, y supongo que muy en especial su compañero, Ben Gath, del pueblo vog, absurdamente empeñado en enfrentarse a mí, el más poderoso ser de toda la galaxia. Ella es Wylda, la compañera del rebelde. Reposa tranquila, esperando su destino. Y su destino sólo puede ser uno en estas circunstancias, dado que es una doncella y se ha rebelado contra su amo y señor en esta galaxia. Ese destino, naturalmente, es... ser sacrificada al dios Vaal, suprema divinidad de nuestros mundos y de todo el Universo.
Se hizo un silencio mortal en la explanada de Slacc donde piratas y amazonas contemplaban el holograma con preocupada atención. Las miradas convergieron en Ben, que se incorporó lívido, tambaleante.
-No, dioses, no... -jadeó-. ¡Eso, no!
-Calma, amigo mío -le consoló Vulhak, acercándose a él y apoyando su recia mano en el hombro del joven-. Nada puedes hacer por evitarlo.
-Pero sacrificarla... No, cielos, no -murmuró con voz ronca-. Todos sabemos lo que significa el sacrificio de una doncella al dios Vaal...
-Por desgracia, hemos visto muchos de esos sacrificios, transmitidos por imágenes holográficas a toda la galaxia -suspiró Ecstasy, incorporándose de su trono de piedra azul oscura, sobre el que su piel de un azul tenue y alabastrino parecía resplandecer con rara belleza-. Vulhak tiene razón, amigo. Debes aceptar los hechos sin desesperarte. ¡Dakko es quien puede decidir, puesto que la tiene en su poder!
-Pero el sacrificio es la muerte... Una muerte lenta y horrenda, a pies de esa criatura espantosa que se llama Vaal... -gimió Ben, desolado.
-Lo sé -la reina de las Amazonas de Slacc puso su sedosa mano sobre la de Ben, apretándola con fuerza. Sus ojos rasgados, felinos, de matiz violeta, se fijaban en él-. Has venido a nuestro asteroide pidiendo cooperación, alianza. Hemos sabido de tu victoria sobre las naves de Dakko y hemos aceptado unir nuestras fuerzas a las vuestras. Por vez primera en nuestra existencia, el pueblo de las Amazonas va a aliarse con seres de otro sexo, como son los piratas de Vulhak y los imitantes zarvoks, para enfrentarse a vida o muerte a la tiranía de ese exterminador diabólico que es el Supremo. Pero tú eres quien nos guía a ello. Eres nuestro Caudillo, Ben. Te seguiremos.
Iba a responder algo Ben, cuando la voz del holograma de Dakko prosiguió, interrumpiéndole. Todos prestaron atención al mensaje del tirano:
-Oídme todos ahora. Soy generoso y me siento dispuesto a perdonar a esta doncella, en nombre de mi dios Vaal.
-¿Perdonar tú, miserable rata? -estalló Vulhak airado-. Eso no hay quien se lo crea. ¿Qué nueva infamia pretenderá ese canalla? Pronto lo supieron.
Dakko habló con tono enfático, triunfal, como exponiendo un auténtico ultimátum:
-Perdonaré a Wylda. Su destino cambiará y no sólo no será sacrificada en ceremonia pública sobre el suelo sagrado del planeta Zoeb, morada de Vaal, sino que prometo dejarla libre. Todo ello, a cambio de una sola cosa.
-¿Qué planea la mente maléfica de ese monstruo? -musitó Ecstasy, apoyada en el hombre de Ben, muy pegado su cuerpo escultural y casi desnudo al del joven luchador.
Ben apretó los labios, pensativos. Sus ojos centelleaban, coléricos, fijos en la imagen proyectada del tirano.
-Ahora lo sabremos -murmuró-. Pero creo imaginarlo...
Dakko confirmó sus ocultos temores:
-Todo lo prometido..., a cambio de la rendición incondicional de Ben Gath.
-¡Nunca! -aulló Vulhak, airado.
-¡Eso jamás! -apoyó Ecstasy con energía-¡Ben no se rinde!
-Callad, amigos, os lo ruego -suplicó Ben, demudado-. Dejad que acabe ese miserable, por favor. ..
Dakko proseguía, imperturbable:
-Ben Gath deberá trasladarse solo al Meteoro Negro. Él mismo dirá cuándo y en qué modo. Estaré esperando su decisión de entrega incondicional, a cambio de la vida y libertad de su bella amiga. Sólo así puede salvarla a su destino. El plazo para su decisión comienza ahora. Y terminará con el nuevo amanecer en el Cinturón de Asteroides de Wander, donde sin duda se halla el hombre a quien va dirigido este mensaje. Yo, Dakko Yozzel, el Supremo, empeño mi palabra, en nombre de mi dios Vaal, de que cumpliré rigurosamente mis promesas a cambio de esa entrega de Ben Gath en mi Meteoro. Es todo. No habrá nuevos mensajes. Si al amanecer no hay respuesta, el destino de Wylda será sellado definitivamente. Y la ceremonia de sacrificio tendrá lugar en la noche de lunas llenas de Zoeb, como homenaje a la grandeza de Vaal.
El holograma se difuminó, borrándose paulatinamente. Vulhak, impulsivo, escupió a la imagen borrosa, como si fuese al propio Dakko. Ecstasy, la reina de las amazonas, al advertir que sus encantos físicos nada lograban con Ben, se apartó de él, contrariada, descargando un golpe de espada en el vacío, donde ya se diluían las últimas partículas holográficas de la imagen del Supremo.
-Supongo que no escucharás a ese maníaco asesino, ¿verdad, amigo? -habló Yrag, el hijo de Vulhak, a Ben Gath-. Él nunca cumplirá promesa alguna, es un cerdo.
-No puedo cerrar mis oídos a esa oferta, Yrag -suspiró Ben amargamente-. Debo entregarme.
-¿Qué dices? -bramó Vulhak, yendo hacia él-. ¿Entregarte?
-¿Estás loco, Gath? -protestó Ecstasy.
-No, no lo estoy. Amo a esa mujer. Mi deber es salvarla. Yo la metí en esto. Yo debo rescatarla y ponerla a salvo. No puedo tolerar que sea sacrificada a esa monstruosa deidad que adora Dakko.
-Pero eso es un disparate, Ben -protestó Yrag sombrío-. El Supremo te matará, no sin antes torturarte larga y horriblemente... Él castiga con crueldad extrema a quien se rebela contra él, bien lo sabes. Su placer es destruir, exterminar...
-Lo sé. Yo esperaba ser un día su exterminador. Él lo será mío ahora -se encogió Ben de hombros con fatalismo-. Debo admitir mi derrota, amigos. Lamento haberos hecho concebir falsas esperanzas. Aquí se termina todo.
-No, Ben, no puede terminarse-protestó Ecstasy con voz firme-. Mira eso. Ellos acuden a la cita. Se unen a nosotros por fin. No puedes defraudarles.
Ella señalaba al cielo. Gath buscó el motivo de aquellas palabras de la hermosa reina de las amazonas. Vio planear sobre el asteroide de las mujeres guerreras una auténtica nube de seres alados, planeando en el vacío como pájaros fantásticos.
No eran pájaros, sin embargo. Pero tampoco hombres. Eran mutantes. La raza poderosa y rebelde de los zarvoks, enfrentada desde siempre al poder maligno de Dakko. Ahora su mutación había sido la de unos seres mitad humanoides mitad aves majestuosas. Sus alas enormes, desplegadas en el vacío estelar, eran como metálicas membranas poderosas, que les permitían remontar el vuelo incluso donde no existía el aire, entre los asteroides y estrellas de la galaxia.
Dozz, el poderoso e indómito Dozz, señor de los zarvoks, volaba al frente de la formidable masa alada, agitando sus brazos en señal de salutación amistosa a todos los reunidos en la explanada. Un clamor popular respondió al saludo de los esperados zarvoks.
-Ahí están ellos, Ben-musitó Vulhak, persuasivo-. Acuden a' tu llamada, porque saben que has sido el único en vencer hasta ahora a Dakko, el único en quien todos confiamos. No puedes defraudar a tantas personas, a tantos seres esperanzados, ansiosos de una victoria final sobre las fuerzas de lo tenebroso, contra el Mal que domina la galaxia.
Ben inclinó la cabeza, desolado. Su voz fue un murmullo triste, roto:
-Lo siento, amigo mío. Luchad vosotros si sois capaces. Podéis vencer aún sin mí. Yo no soy nadie, después de todo.
-Eres el mejor. Incluso Dakko te teme, por eso envió el mensaje...
-Pero él ha vencido. No puedo abandonar a Wylda. Es mi última palabra, Vulhak amigo. Voy a comunicarme con el Meteoro Negro. Me entregaré esta misma mañana...
Ecstasy, la mujer amazona, habló indómita, arrogante, dominando su fiereza ante la decisión de su nuevo amigo y aliado.
-Está bien, Ben. Aceptamos tu decisión. Es justa. Y muy noble por tu parte. Me hubiera gustado conocerte sin que esa chica ocupara toda tu mente y tu corazón. Estoy segura de que hubiese sido capaz de conquistar tu amor, de hacerte mío. Serías el primer hombre a quien yo amase, Ben. Pero no puedo competir con Wylda, lo sé. Iremos contigo Dozz, jefe de los zarvoks y yo. Él puede conducirnos a ambos, sobre su alado cuerpo, hasta el propio Meteoro.
-Debo ir yo solo, Ecstasy -le recordó Ben.
-No existe nave alguna que pueda viajar hasta el Meteoro o hasta el planeta Zoeb, excepto tu propio vehículo espacial. Eso lo sabe Dakko. Por ello te espera a bordo de esa nave que sabe indestructible, para apoderarse de ella. Insisto, Ben. Si vamos a luchar sin ti, necesitamos tu nave. Dozz puede llevarte hasta el Supremo. Y yo seré tu escolta hasta ese momento. No puedes negarte. Me cuidaré de llevar conmigo a tu amiga y ponerla a salvo.
-Está bien, acepto. No se hable más del asunto. Es preciso comunicar con Dakko para decidir el momento de mi entrega.
-Sí, Ben, por supuesto -afirmó la reina de las amazonas tristemente.
Y contempló en silencio cómo se alejaba Ben hacia su nave delta, para transmitir desde allí su mensaje de respuesta al Supremo.
Los zarvoks descendían ya sobre el asteroide en forma masiva. Ecstasy se encaminó hacia Dozz, su caudillo, para informarle de la rendición definitiva del hombre que hubiera podido conducirles a la victoria anhelada.
Y que ahora estaba definitivamente vencido por el Supremo.
El Meteoro Negro planeó, gigantesco y tenebroso, sobre el planeta infernal.
Era como una inmensa peonza negra, de metal siniestro, flotando en la noche eterna de Zoeb, el planeta gigante donde moraba el dios Vaal. Vapores rojizos escapaban del suelo volcánico de aquel mundo convulso, donde solamente existía un ser viviente, un ser al que nadie había llegado a ver cara a cara, salvo en transmisiones holográficas de los monstruosos sacrificios humanos a la deidad maldita.
La tierra pedregosa, de lava y cenizas, aparecía salpicada de cráteres que vomitaban nubes de vapor, de cenizas o de pavesas con fuerte hedor a sulfuro. Ni el propio Príncipe de las Tinieblas hubiese podido imaginar escenario tan adecuado para su maligna corte diabólica. Allí, en aquel mundo crispado y hostil, moraba nada menos que la gigantesca deidad devoradora de criaturas vivientes, credo y religión del malvado Dakko Yozzel, su más fiel profeta en la galaxia.
La inmensa nave nodriza de Dakko, cuartel general de él y de sus huestes mercenarias y androides, permaneció suspendida en el aire de la noche eterna de Zoeb, mientras paulatinamente surgían en el horizonte las lunas planetarias, en proceso creciente. Eran tres satélites rojizos, espectrales, tan siniestros como todo en aquel mundo.
En estos momentos, toda la galaxia recibía mediante transmisión holográfica las imágenes de cuanto estaba aconteciendo. Dakko había dispuesto su colosal e impresionante escenografía para persuadir a todas las criaturas de su galaxia de la inutilidad de sus esfuerzos en enfrentarse a su poder. Los pueblos de Drago iban a ver con sus propios ojos, en el escenario adecuado a los sueños de poder y dominio del Supremo, la rendición final del único ser que había llegado a poner en jaque al coloso, llegando incluso a derrotarle espectacularmente en dos ocasiones.
Las disposiciones de Dakko al efecto, habían sido claras y precisas en cuanto Ben Gath le comunicó su rendición definitiva. El acto de entrega del rebelde debía consumarse en el planeta Zoeb, ante la propia morada del dios Vaal, en señal de acatamiento absoluto a la fe propugnada por el Supremo. Desde allí, Ben sería conducido posteriormente a bordo del Meteoro Negro por el propio Dakko y su fiel servidor, el nuevo comandante de la flota, Szyphus, elevado a tal cargo por su éxito en la captura de Wylda.
Ben había aceptado todas las condiciones sin objetar palabra alguna. Dakko sería feliz de poder ofrecer a todos los pueblos de su galaxia la derrota humillante del que muchos habían creído por una jornada líder absoluto de la rebelión galáctica.
-Tanto da entregarme en tierra firme o a bordo de tu nave nodriza, Dakko -había sido la respuesta sombría del joven-. Los detalles importan poco. Eres muy dueño de desplegar a tu entero gusto tu propia parafernalia, puesto que eres el ganador de esta guerra. Dozz, el caudillo zarvok, me conducirá personalmente hasta ahí. Y la reina de las Amazonas, Ecstasy, me escoltará para recoger a Wylda y llevarla con ella a un lugar seguro. Deberás garantizar el respeto total a ambos.
-De acuerdo -había aceptado Dakko-. Eres tú quien me interesas, no ellos. Tiempo habrá para derrotarles también y hacerles mis prisioneros a ambos. Os espero en Zoeb, cuando las lunas alcancen su cénit. Es el plazo máximo concedido. Si cambias de idea, el sacrificio de tu amiga será consumado sin remedio ante el divino Vaal, señor de todas las galaxias.
Así se había sellado el acuerdo. Ahora, el Meteoro Negro esperaba en el aire, flotando como una sombra maléfica sobre el infierno planetario de la morada de Vaal.
Cuando las tres lunas crecientes alcanzaron el cénit estrellado de la noche eterna de Zoeb, una forma alada surgió en la negrura estelar, sobrevolando el propio Meteoro y las tierras volcánicas del planeta.
Era Dozz, el caudillo zarvok, con sus alas desplegadas como enormes membranas negras y relucientes. Sobre su cuerpo, mitad humanoide mitad de ave legendaria, cabalgaban dos figuras de pequeño tamaño al lado de sus gigantescas dimensiones.
Gath y la reina Ecstasy acudían a su cita con Dakko Yozzel.
En el suelo de Zoeb, rugió un volcán, emitiendo llamaradas violentas, nubes azufradas y miríadas de chispas ardientes.
Era como si el propio diablo fuese a emerger ante los visitantes.
Pero ellos sabían que no se trataba precisamente de un demonio, sino del propio dios Vaal a punto de emerger de su subterránea morada sagrada, en señal de júbilo por la victoria de su fiel profeta Dakko.
-Esa miserable deidad maligna... -jadeó Dozz, el mutante, planeando sobre el suelo del planeta-. Realmente existe y es tan feroz como se dice. Ya da señales de vida, a lo que se ve...
Ben no comentó nada. Iba sombrío, silencioso, con la hermosa Ecstasy aferrada a su cintura, pegado a él su cuerpo de virgen de piel azulada y sedosa melena negra, estrujando en vano con sus opulentas curvas la espalda y piernas de su compañero, sin que Ben reaccionase a sus encantos físicos, absorto siempre en su idea fija y obsesiva: Wylda, la prisionera de Dakko.
Del Meteoro Asesino emergió una pequeña nave ligera, vomitada por una de sus luminosas compuertas en el vientre negro de la gigantesca nave nodriza. A bordo de esa nave viajaba el propio Dakko Yozzel con su escolta personal, compuesta por su comandante, Szyphus, y su amada Falca.
Iban a reunirse todos ante la morada misma del dios Vaal. Las imágenes holográficas del encuentro estaban siendo ya retransmitidas a los más lejanos mundos de la galaxia.
El primero en llegar fue Dozz. Aterrizó majestuoso sobre la lava petrificada, ante el volcán que rugía en erupción interna, vomitando luz roja y llamaradas sibilantes. Ben Gath y la reina amazona pusieron pie en aquella tierra hosca y feroz.
-Qué horrible mundo -comentó Ecstasy-. Huele a infierno...
Ben asintió, siempre en silencio, inexpresivo su ensombrecido rostro. El rubio cabello caía sobre su frente, rebelde. Los ojos brillaban, contenidos en su pasión.
Contempló la llegada de la pequeña nave negra, de forma circular. El disco liviano planeó bajo la sombra protectora del Meteoro suspendido en el vacío. Se posó al fin junto al cráter ardiente donde la furia del dios Vaal rugía latente.
De la nave descendió Szyphus, con un fusil desintegrador en sus manos, oteando el exterior, hasta comprobar que todo se ajustaba a las condiciones previstas.
-Adelante, mi señor -invitó, hablando hacia el interior de la pequeña nave.
Siguió Falca, semidesnuda y sensual, cimbreando su figura envuelta en tules luminiscentes. Los ojos de la hembra se fijaron con mal disimulada admiración en el rebelde que venía a entregarse.
Finalmente, hizo su aparición el Supremo.
La gigantesca figura de Dakko, al menos dos veces la de un humano normal, surgió en la pasarela, descendiendo a tierra, majestuosamente, como un dominador absoluto.
Ben encajó sus mandíbulas con fiereza, contemplando al coloso de negra capa y tenebrosa máscara. Pero no era el siniestro personaje quien atraía su interés, sino la figura indefensa que iba tras él, sobre una especie de plataforma rodante automática.
Era Wylda, inconsciente, erguida y rígida, dentro de la urna vertical donde flotaba aquel vaho azul.
Tal y como la viera en el holograma. Indefensa, dormida...
-Wylda, amor mío... -susurró, estremecido-. Aquí estoy ya para liberarte...
Dakko se detuvo a alguna distancia de él, con sus dos compañeros a los flancos. Alzó su brazo. La negra mano de metal articulado se elevó en ademán autoritario.
-Aquí estoy con la prisionera, como prometí -dijo.
-Yo también -respondió Ben-. Me entrego a cambio de ella, y espero que cumplas tu palabra, Dakko.
-La galaxia entera es testigo de ello -tronó la voz metálica tras la máscara-. Tu persona a cambio de ella. El trueque se efectuará ahora. Tus aliados podrán marcharse libremente con tu amada Wylda en su poder.
-Conforme. Terminemos de una vez, Dakko. Ansío verla libre, lejos de tus garras.
-Todavía un trámite, Ben Gath.
-¿Cuál?
-Ponte de rodillas ante ese cráter. Ofrece tu respeto y devoción al dios Vaal. Admítelo como el único dios verdadero de todo el Universo.
-¡No, eso no! -rugió Ben, airado-. No me someteré a tu fe. No entra en el pacto.
-Lo harás -rio Dakko con inflexiones aceradas-. Lo harás...., o no hay trato. Elige.
-Miserable... Quieres que delante de toda la galaxia me postre ante tu maldito ídolo en señal de acatamiento.
Dakko exigió:
-Quiero que todos adoren a Vaal. Tú, el primero. Decide pronto, mi paciencia es muy corta, rebelde.
Ben dijo, despectivo:
-Ahí sólo veo un cráter, fuego, lava volcánica. Ni rastro de tu dios.
Dakko sonrió.
-Para que ni tú ni nadie dude de su presencia real, Ben, vas a ver cara a cara al propio Vaal. Y te postrarás ante él. ¡Surge, Vaal, oh señor de los mundos y de las estrellas! -invocó Dakko, solemne, elevando sus brazos al cielo, desplegándose su capa negra como unas alas enormes de maligno pajarraco de muerte-. ¡Oh, mi señor, demuestra a todos tu grandeza, tu poder y tu real presencia!
La invocación del Supremo parecía dar resultado. Dozz, Ecstasy y Ben no apartaban sus ojos de la boca del cráter, por donde rugían con más fuerza las llamas, y un vapor infernal se elevaba, creciente, invadiéndolo todo de una neblina densa, sulfurosa y turbia.
Y, para asombro de todos, súbitamente, ocurrió.
El dios Vaal se hizo presente.
Su figura fantástica, sobrecogedora, emergió del volcán como una imagen de pesadilla, enorme y dominadora, emitiendo un rugido estremecedor, que pareció recorrer todo el planeta, mientras Dakko, en trance aparente, alargaba sus brazos hacia la deidad monstruosa que acababa de ser vomitada por la tierra.
13
Durante unos momentos, todo pareció inmovilizarse, como si el tiempo se hubiera detenido y nadie fuese capaz de mover un solo músculo.
La propia Falca y, el comandante Szyphus, petrificados, contemplaban la aparición de la dantesca divinidad de la galaxia Drago. Ben Gath, con ojos fijos, sin un sólo pestañeo, permanecía erguido ante el dios Vaal.
-¡De rodillas ante él, rebelde! -rugió Dakko-. ¡De rodillas ante tu dios! ¡Obedece! Pareció que Ben, en efecto, iniciaba su postración humillante ante el gigantesco ser que parecía flotar entre las brumas azufradas y las llamas infernales. Era como un genio surgido de un botella, un monstruo humanoide de cabeza enorme, rapada, expresión maligna, rostro hierático. Sus manos, como garras amarillentas, se elevaban en el aire, pareciendo abarcarlo todo en posesivo ademán sobrecogedor.
Pero Ben Gath no se rindió. Ben no se humilló. Ni se sentía sobrecogido por aquella aparición de la maligna deidad de Zoeb. Por el contrario, su reacción en ese momento fue imprevista, sorprendente.
-¡No existes, Vaal! -rugió, avanzando como una flecha hacia el dios rugiente-. ¡Yo demostraré que no existes ni has existido jamás!
Ecstasy y Dozz trataron en vano de retenerle, asustados como todos por la presencia de aspecto sobrenatural. Ben escapó a ese intento de sus amigos, llegó justo ante el cráter divino..., y su voz aulló, con potencia que se elevó sobre el rugido mismo de las llamas y de la voz ensordecedora de Vaal:
-¡Disuélvete en la nada de donde viniste, dios Vaal! ¡Yo te conjuro a que dejes de existir! ¡No eres un dios, sólo eres un espejismo creado por la mente de Dakko Yozzel! ¡Yo te exijo que desaparezcas! ¡Es una orden, Vaal, estúpida sombra sin sentido!
Dakko emitió un rugido de cólera. Sus ojos carmesí brillaron como carbones tras la negra máscara, fijos en Ben Gath. Su mano de acero buscó un arma, su pistola de rayos destructores, mientras aullaba:
-¡Sacrílego, blasfemo! ¡Morirás por tus insultos a Vaal!
Pero lo increíble estaba ocurriendo, pese a la ira del Supremo. Las palabras de Ben eran como una orden tajante, que no admitía desobediencia. Como un conjuro ante el Mal ¡El dios Vaal se estaba disolviendo en simple humo, su voz ya no sonaba, y sólo vapores amarillentos comenzaban a flotar allí donde poco antes surgiera la espantable figura divina!
-Simple truco mental, Dakko -acusó Ben, volviéndose hacia Dakko con energía-. ¡Eso era tu maldito dios Valí! ¡Una farsa creada para engañar incautos, para someter a la galaxia a tu propio poder! Inventaste una fe basada en la mentira y el engaño. Vaal era un simple holograma proyectado por tu mente. Y ha dejado de existir porque mi mente es más poderosa que la tuya. Por primera vez te enfrentas a la única arma capaz de vencer a todos tus diabólicos poderes. ¡Otro cerebro más fuerte que el tuyo, una fuerza mental superior a la que tú posees tras esa infame máscara!
-¡Morirás! -rugió Dakko, apuntándole con su arma-. ¡Te destruiré, maldito!
También Szyphus levantó su fusil desintegrador hacia Ben. Pero Dozz no le dejó hacer más. De sus manos brotó una llamarada que alcanzó al comandante de Dakko, fulminándole. Szyphus lanzó un alarido, envuelto en fuego líquido de color verdoso, antes de caer convertido en una pavesa grisácea.
Ben no necesitó usar arma alguna. Su poder estaba en su mente, en aquel cerebro nuevo de que le dotara el buen Zol a través de unos circuitos capaces de elevar su potencia cerebral hasta límites insospechados.
De la mente de Ben brotaron oleadas de energía que alcanzaron al todopoderoso Dakko. Y lo que ningún arma convencional podía lograr, lo consiguió un simple cerebro humano agigantado por la ciencia prodigiosa de un hombre único llegado de otros lejanos mundos supercivilizados.
Dakko soltó su arma como si perdiera la voluntad. Se encogió, comenzando a reducirse su tamaño, hasta convertirse ante todos los ojos incrédulos de los testigos de la insospechada escena en un pequeño pigmeo cuyas ropas flotantes, ridículamente grandes, se arrugaban en torno suyo. Falca miró con estupor a su poderoso amante, convertido en una parodia enana de sí mismo.
-¿Qué está sucediendo? -musitó-. ¿Qué le ocurre a Dakko?
-La verdad se abre paso al fin -suspiró Ben con energía-. Estamos viendo al verdadero ser superior, al coloso, al gigante tiránico, tal como realmente es y ha sido siempre: un simple pigmeo, un enano insignificante que no daría miedo ni a un niño. Ése es el auténtico Dakko Yozzel, el Supremo... Tal como siempre fue, no como se mostraba.
-¿Sugestión? -musitó Ecstasy, anonadada.
-Sí. Hipnosis colectiva, sugestión, control sobre las mentes ajenas para que viesen lo que él quería que vieran. El dios Vaal, un simple espejismo, un truco. Su persona, agigantada por su propia mente a ojos de los demás. Y su Meteoro..., vedlo ahora.
Miraron todos al cielo, asombrados. Falca lanzó una imprecación.
El colosal Meteoro Negro no era mayor ahora que cualquier nave nodriza capaz de albergar a unas cuantas naves ligeras en su interior. De sus dimensiones colosales, impresionantes, no quedaba nada. Una imagen ficticia, un espejismo, se estaba borrando en torno a los verdaderos límites de la nave negra, dejándola en su tamaño real.
-Todo mentira... -susurró Falca-. Tanta grandeza..., era falsa. Era engaño visual...
-Pero la nave sigue ahí. El Meteoro existe, Ben -avisó roncamente Dozz-. Y puede atacarnos, puede destruirnos fácilmente...
-No, amigos míos -rechazó Ben-. El poder de Dakko era tan absolutista, gracias a su cerebro privilegiado y su poder mental, que todo lo ha supeditado a ese mismo poder personal. Sólo su cerebro puede emitir órdenes para que su gente nos ataque. Sólo sus ondas cerebrales podrían llegar dentro de esa nave ordenando la agresión. Pero mi propio cerebro le ha vencido. He neutralizado su mente, la he convertido en la de un bebé inofensivo. .. Zol, el padre de Wylda, me dio ese poder que hace poco descubrí. Él me permitió advertir, aun a distancia, la verdadera fuerza de Dakko. Por eso decidí entregarme. Porque sabía que, cara a cara con él, me era posible vencerle. No es mérito mío, amigos. Es sólo mérito de un hombre único, maravilloso: Zol, un científico capaz de convertir a un hombre insignificante en una fuerza prodigiosa al servicio de la Justicia y de la Libertad.
-Pero entonces..., ¿qué va a ocurrir ahora? -musitó Ecstasy.
-Nada. El Meteoro Negro se autodestruirá para no causar más daños en el futuro a los pueblos indefensos de esta galaxia. Vedlo. Basta con que mi mente ordene la autodestrucción...
Se concentró. Clavó sus ojos en el Meteoro. Algo pareció brotar de él, una fuerza invisible y desconocida que se proyectó hacia las alturas.
Y el Meteoro Asesino estalló súbitamente, convertido en una bola de fuego que llenó la noche del planeta maldito de luz cegadora durante unos momentos.
Sus fragmentos se dispersaron por el vacío, como pavesas. Dakko sollozó como un niño, encogido sobre sí mismo, perdido en su insignificancia entre los pliegues de sus negras ropas, ahora desmesuradamente grandes para su pequeñez ridícula.
-¡Imbécil, enano maldito! ¿Dónde está ahora tu arrogancia humillante? -le espetó Falca, vengativa, descargándole varios puntapiés-. ¿Por qué no me insultas ahora, por qué no me golpeas con toda aquella furia que tanto me hacía temer? ¡Necio, presuntuoso pigmeo del infierno! Dakko siguió llorando mientras ella le pateaba. Ecstasy apartó con cierta violencia a Falca de su víctima. La miró con ojos llameantes.
-Es fácil ensañarse en los indefensos, ¿no, querida? -la reprochó- ¿Por qué aceptaste antes su poder y la complicidad en sus infamias tan orgullosamente? Esta lección te será útil. También tú recibirás tu castigo en su momento, ramera.
La empujó hacia Dozz, que aún contemplaba, demudado, el vacío estelar, con las tres lunas, en ausencia del temido y odiado Meteoro Negro.
-Ben, es la más hermosa victoria imaginable -murmuró el mutante-. Y ni siquiera hemos perdido a uno solo de los nuestros...
Ben asintió, caminando hacia la urna cristalina donde flotaba en suspensión animada la bella Wylda. Estudió el encierro vidrioso. Luego, le bastó concentrar su mirada y su fuerza mental en el recipiente.
Éste saltó hecho añicos. Wylda desplomó su cuerpo en brazos del joven, mientras el vapor azulado se diluía en el aire, con un ramalazo de frío sutil.
-Querida Wylda... -susurró Ben-. Vuelve en ti, ya no estás sometida al influjo de la mente perversa de Dakko... Ahora eres Ubre. Libre al fin...
Wylda abrió los ojos. Sus doradas pupilas contemplaron a Ben Gath larga, profundamente. Él sonrió, emocionado. Poco a poco, ella pareció entender. Se desperezó, suspiró hondo. Después, se abrazó a él. Su voz tembló tierna, emocionada:
-Ben... Mi vida... Viniste por mí...
-Wylda... -la emoción de saberse también amado invadió de júbilo al joven-. Me amas también...
-Sí, Ben. Y tú a mí... Es hermoso... Ambos perdimos lo más querido. Pero hemos encontrado un nuevo amor... Dios, mi dios, es bueno. El tuyo también, porque son un mismo ser...
-Un dios muy distinto a Vaal, el que nunca existió. Un dios todo bondad, amor y comprensión, sin duda alguna. El dios que todos deseamos adorar y respetar, Wylda. El que, tal vez, ha hecho posible este milagro de hoy...
Se besaron tierna, dulce, apasionadamente.
Ecstasy apartó la mirada de ellos, celosa. Se alejó unos pasos, pensativa, mirando distraídamente al ahora pequeño, ridículo y lloroso Dakko.
-Voy a informar a todos de lo ocurrido, aunque supongo que pudieron presenciarlo directamente a través de la transmisión holográfica del propio Dakko -sonrió Dozz, el zarvok mutante-. Ahora, la galaxia de Drago ya sabe que es libre, gracias a un hombre llamado Ben Gath. Y a la ciencia de un desconocido llamado Zol, al que siempre veneraremos. ¿Nos vamos ya de aquí, amigos?
-Sí, Dozz, pero antes quiero saber algo -dijo Ecstasy con gesto ceñudo, ya junto al lloroso Dakko Yozzel-. Me gustaría ver la cara de esta rata, antes de que nos lo llevemos adonde la justicia de los pueblos oprimidos le dé su justo merecido... Es algo que no quiero perderme...
La reina de las amazonas se inclinó, aferró la negra máscara del Supremo. Éste, chillando entre sollozos, pugnó por resistirse, trató de eludir el ataque de la bella guerrera. No pudo hacer nada. Ahora, Ecstasy era demasiado fuerte para él.
La careta de negro metal se arrancó de la faz del tirano. Se quedó entre los dedos de la bella Ecstasy. Y todos pudieron contemplar, con asombro, la cara de Dakko Yozzel, el temido, el monstruo de maldad más grande que jamás conocieron las galaxias.
-Dios mío..., murmuró Wylda, abrazada a Ben -Ni siquiera es un enano... Es..., es...
-Es un niño -susurró Ben, estupefacto-. Un niño de no más de diez años...
El rostro maligno, pequeño e infantil, de un niño monstruosamente perverso y de cerebro enfermizo, acaso una criatura de extraña y lejana raza precoz, les contempló con odio infinito, entre lágrimas de rabia y de miedo. Pero también con la impotencia que le daba ahora sentirse vencido, derrotado para siempre, por aquellos a quienes exterminara considerándoles inferiores.
FIN
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