viernes, 26 de mayo de 2023

EL HOMBRE EUREKA (CLARK CARRADOS)

 

Clark Carrados es Luis García Lecha, sin ningún género de dudas, uno de los más prolíficos autores españoles de literatura popular, con un total en su haber de dos mil novelas largas —dos mil tres, exactamente, son las que tenía contabilizadas el propio autor— no sólo de ciencia-ficción, de las que llegó a escribir casi seiscientas, sino también de la práctica totalidad de los otros géneros: oeste, bélico, policíaco, terror... 

Cuando en 1970 Bruguera entró de lleno en el género de la ciencia-ficción con su exitosa colección La Conquista del Espacio, García Lecha comenzó a colaborar en la misma ya en un número tan temprano como el 2, con la novela titulada HOMBRE O ROBOT. Sin embargo, en esta ocasión utilizó el nuevo seudónimo de Glenn Parrish creado ex profeso para la misma. Glenn Parrish fue su único seudónimo en La Conquista del Espacio durante bastante tiempo hasta que, en el número 166 de la colección, cuando ya Espacio y Ciencia-ficción habían pasado a mejor vida, rescató su antigua firma de Clark Carrados, que a partir de entonces simultaneó con Glenn Parrish al igual que lo había hecho con Louis G. Milk (seudónimo que no volvió a utilizar) en Toray. En total García Lecha publicó 177 novelas en La Conquista del Espacio, 114 como Glenn Parrish y 63 como Clark Carrados

 

CAPÍTULO I

 

Señorita, ¿puede decirme si sigo el buen camino para invadir?

Al oír la extraña pregunta, Annalee Hitten de­tuvo su lectura y miró por encima de sus gafas al sujeto que acababa de dirigirse a ella. Annalee tenía un libro en las manos y la interpelación, aunque interrumpiendo lo que ella estimaba fas­cinante lectura, no había podido romper por com­pleto el proceso de concentración en que se ha­llaba sumida momentos antes.

¿Cómo ha dicho? —exclamó.

Le he preguntado, señorita, si sigo el buen camino para invadir.

Annalee contempló durante un segundo al su­jeto que acababa de dirigirle la palabra. Era un hombre de unos cuarenta y cinco o cincuenta años, de mediana estatura, ropas corrientes, un poco holgadas, y aspecto más bien tímido. Por un momento, Annalee llegó a creer estar en pre­sencia de un maniático peligroso, pero pronto llegó a la conclusión de que se trataba de un hu­morista.

Pues... a decir verdad, yo no he invadido nunca —contestó la joven—. Pero ¿qué es lo que va a invadir usted?

La Tierra, por supuesto —contestó el indi­viduo.

Ah, claro, debí habérmelo imaginado. —La muchacha había decidido seguir la corriente al extraño sujeto—. Mire, yo no sé cuál es el buen camino para la invasión, pero ¿por qué no se lo pregunta al guardia que hay en aquella esquina? Tengo entendido que hay agentes de tráfico para regular la invasión y evitar que se produzcan em­botellamientos y accidentes.

Muchas gracias, es una solución que no se me había ocurrido, señorita.

Doctora — dijo ella —. Doctora Hitten.

¡Caramba, tan joven y tan bonita! Sí que viven adelantados en este planeta. Yo me llamo Dyakkus Gorths, doctora.

Encantada, señor Gorths.

Ha sido un placer, doctora. Ahora mismo iré a preguntar al guardia por dónde se puede in­vadir mejor.

Gorths se quitó el sombrero y saludó cortésmente. Luego giró sobre sus talones y echó a an­dar. La buena educación de Annalee le impidió soltar el trapo de la risa.

¡Pobre hombre! —murmuró.

Y luego se enfrascó otra vez en la lectura del libro. Estaba al borde de un extenso parque y se adentró, caminando por el césped, en busca de un lugar donde poder seguir leyendo con toda tranquilidad.

Mientras, Dyakkus Gorths se acercaba al guar­dia que, parado junto a la esquina, vigilaba indo­lentemente el tránsito rodado. Tomás Ferrándiz no se había dado cuenta de la proximidad de Gorths hasta que oyó su voz:

Buenos días, agente. ¿Puede decirme, por favor, si éste es el mejor camino para invadir la Tierra?

El buen Tomás creyó que soñaba al escuchar aquellas palabras. Giró la cabeza, vio al indivi­duo y lo estudió unos instantes en silencio.

Sí, me han dicho que usted regula el tránsi­to de la invasión y por eso me he acercado a preguntarle si éste es el buen camino…, —añadió Gorths.

Tomás asintió con lentos movimientos de ca­beza.

Así es, amigo mío — contestó —. Pero, en estos momentos, estoy muy ocupado. Si tiene la bondad de apartarse diez o doce pasos y esperar cinco minutos, tendré mucho gusto en indicarle el mejor camino para invadir.

Muchas gracias, ya tenía noticia de que los agentes de tráfico de la Tierra eran muy corteses.

Gorths hizo lo que le decían, sin sospechar si­quiera cuáles eran las verdaderas intenciones del guardia. Apenas se hubo quedado solo, Tomás puso en funcionamiento el transmisor de onda ultracorta que llevaba colgado del bolsillo izquier­do y llamó:

Agente 4-556, en la esquina sur de las Calles Tercera y Hargey. Individuo demente, pero pací­fico. Puede resultar peligroso. Requiero una am­bulancia con la mayor urgencia posible.

Enterados, 4-556 —le contestaron—. ¿Tie­ne a su hombre a la vista?

Sí, he conseguido entretenerle, diciéndole que espere cinco minutos... Explicaré todo con más detalle después. No se entretengan, por favor.

Muy bien, siga vigilándolo. Cambio y fuera.

Tomás cortó la comunicación. Por delante de él, los coches pasaban raudos en todos los sen­tidos.

Se acercó tranquilamente a Gorths y le dio un par de palmaditas en los hombros.

Conque a invadir, ¿eh? —dijo en tono cam­pechano.

Ya ve —contestó el individuo—. A uno le mandan y, ¿qué otra cosa puede hacer sino obe­decer?

Claro, claro, las órdenes de los superiores han de obedecerse siempre. Y, dígame, ¿son mu­chos los invasores?

Debe haber alguno por ahí, aunque no sé por dónde puede estar. De momento, me tiene usted a mí. — Gorths se tocó el pecho con gesto orgulloso—. ¡El mejor invasor de la Galaxia, créame! Planeta que invado, planeta que con­quisto.

Caramba, sí que es usted bueno, amigo. ¿Se necesitan muchos estudios para conseguir el tí­tulo de invasor?

Gorths hizo un gesto con la mano de signi­ficado inequívoco.

¡Oh, no se lo puede usted figurar! Según la inteligencia y los métodos educativos terrestres, a usted le costarían de doscientos a doscientos cincuenta años de estudios para ponerse a mi al­tura. No todo el mundo puede ser invasor, créame.

Claro, claro, unos nacen para invasores y otros para simples agentes de tráfico...

Tomás aguzó el oído. Ya se escuchaba a lo lejos el ulular de la sirena de la ambulancia.

¿Ganan ustedes mucho, amigo? —preguntó.

El sueldo es lo de menos, aunque, desde luego, tenemos todos los gastos cubiertos y, na­turalmente, pensiones de invalidez y de retiro al llegar a la edad señalada. Pero usted no puede imaginarse la alegría que siente uno al invadir un planeta y lograr conquistarlo. Eso vale más que todo el dinero del universo.

Le comprendo perfectamente, señor invasor — dijo Tomás—. Y puesto que usted siente tan gran interés por su profesión, ahí vienen unos buenos amigos míos que le van a llevar por el camino justo que le conducirá a la conquista del planeta.

La sirena aullaba frenéticamente al acercarse a la pareja. Tomás hizo señas al conductor y el vehículo empezó a arrimarse a la acera.

Gorths volvió la cabeza y divisó la ambulancia.

Oiga, me ha tomado por tonto — gritó, muy furioso —. Usted lo que pretende es encerrarme en un manicomio...

Tomás pretendió agarrarle por el cuello, pero Gorths se zafó de él súbitamente y sacó algo del bolsillo. Era un tubo que parecía un lápiz muy grueso, con el que apuntó al cuerpo del agente.

La ambulancia no se había detenido aún. To­más fue levantado del suelo por una fuerza irre­sistible, se sentó sobre la tapa del motor y res­baló hasta quedar detenido por el parabrisas, en medio del asombro y la estupefacción de los ocu­pantes del vehículo.

Gorths echó a correr, atravesando la calzada, sin cuidarse de los coches que corrían en ambos sentidos. Un conductor lo vio, chilló, gritó, frené­tico, pero pudo frenar a tiempo y evitar el atro­pello, aunque, de todas formas, Gorths, que había demostrado una agilidad sorprendente, lograba esquivar el golpe del morro del vehículo, cuyas ruedas parecían clavadas en el asfalto.

Pero el siguiente coche no pudo frenar tan a tiempo y arremetió contra el primero. Un tercero tuvo que desviarse violentamente a la izquierda y embistió a otro que venía en dirección opuesta y que, a su vez fue acometido por el que le seguía.

En pocos instantes, se formó un fenomenal amasijo de vehículos en contacto unos con otros y todo ello en medio de un colosal estrépito de cristales rotos y planchas abolladas. Tomás, que, por fortuna, no había sufrido más que un porra­zo sin importancia, contempló el espectáculo y se tapó la cara con ambas manos, para llorar más a gusto.

Mientras tanto, aprovechando la confusión, el «invasor» había conseguido escapar. 

* * * 

Detenida en jarras frente a su coche, Annalee contemplaba con expresión melancólica la deshin­chada rueda delantera de su coche. Lo peor de todo no era que el neumático hubiese perdido el aire, sino que el gato se hallaba estropeado y no podía alzar el vehículo para colocar la rueda de repuesto.

El gato no funcionaba. Algún diente se había roto intempestivamente y, en aquellos momentos, le resultaba a Annalee tan útil como un paraguas en día de sol.

Está en apuros, doctora — sonó de pronto una voz detrás de la joven.

Annalee se volvió. Una sonrisa apareció en sus labios.

Ah, es usted, señor Gorths —dijo—. Ya ve, toda una doctora en mecánica y no puedo solu­cionar una avería tan simple como la de cambiar una rueda deshinchada.

Caramba, doctora en mecánica —exclamó el hombrecillo—. Yo pensaba que era médico.

Es la costumbre, claro —dijo Annalee—. Pero mi gato se ha estropeado y..., por cierto, ¿qué tal marcha la invasión?

Así, así... —contestó Gorths con desgana—. Hago lo que puedo, que no es mucho... Ese siste­ma de poner aire dentro de las ruedas es muy anticuado, doctora.

Imagínese, llevamos cien años y todavía no se ha descubierto una sustancia capaz de evitar estos contratiempos.

Gorths se agachó un momento y examinó la cubierta del neumático.

Una rueda maciza y flexible al mismo tiem­po, dados los conocimientos de ustedes, se calen­taría excesivamente, debido a la fricción, puesto que aquí los vehículos ruedan a altas velocidades — murmuró—. Pero es que los químicos de la Tierra han investigado en una dirección incorrec­ta y por ello no dan con la fórmula que les per­mita solucionar el problema.

Annalee contempló al hombrecillo con expre­sión entre sonriente y divertida.

— No me diga que usted sería capaz de solu­cionar ese problema, señor Gorths —dijo.

Pues claro que sí, es tan sencillo como ha­cer hielo poniendo agua en una de las bandejas del congelador — exclamó Gorths —. Antiguamen­te, por supuesto, no se fabricaba el hielo, había que consumirlo en estado natural, ¿no es así?

Más o menos, claro — contestó la muchacha.

Los químicos terrestres han estudiado el problema siguiendo un camino completamente equivocado —insistió el extraño individuo.

Y usted, claro...

Gorths consultó su reloj de pulsera.

Lástima, no me queda mucho tiempo para darle explicaciones, doctora; tengo programada una entrevista en la televisión y... Pero, de todas formas, puedo ayudarle a cambiar la rueda.

Gorths metió la mano en el bolsillo de su des­vaída chaqueta y sacó aquel extraño tubo, que dirigió hacia el gato. A los pocos segundos, el co­che se había levantado lo suficiente para poder cambiar la rueda sin dificultades.

El tubo quedo en el suelo. Annalee estaba sin habla.

Minutos más tarde, Gorths se guardaba de nue­vo aquel singular artefacto en el bolsillo y, tras quitarse el sombrero, se despedía de la joven.

Ha sido un placer, doctora —dijo.

Espere —exclamó ella—. Lo que ha dicho de los neumáticos macizos me interesa sobrema­nera. Voy a darle mi dirección; me gustaría verle de nuevo otro día.

Una tarjeta de visita fue a parar a las manos de Gorths.

Sí, iré a verla — prometió el extraño indi­viduo.

Y se marchó andando, mientras ella subía a su coche.

Un poco más allá, Gorths miró a derecha e iz­quierda, vio que no había nadie en las inmedia­ciones e introdujo la mano en el bolsillo.

Esta vez no le hizo falta sacar el tubo. Un ins­tante después, se elevaba raudamente por los aires.

Alguien, sin embargo, le vio. Era un niño de pocos años, quien, después de contemplar fasci­nado el vuelo de Gorths, entró corriendo en la casa, a la vez que gritaba:

¡Mamá, mamá! ¡He visto a un hombre que volaba por los aires como los pájaros!

Johnny, no digas tonterías —le reprendió su madre —. Esas cosas no pasan nunca, los hombres no vuelan como los pájaros, sino en aviones, propulsores individuales...

Te digo que sí, mamá, que sí lo he visto volar. Y no llevaba nada encima — insistió el chi­quillo.

El padre de Johnny leía el periódico en el di­ván, con la pipa entre los dientes. Oyó el singular diálogo, meneó la cabeza y rezongó:

Estoy cansado de decirte, Martha, que el niño lee demasiadas historietas de superhombres. Eso no es bueno para un chiquillo de su edad; luego se le desata la fantasía y...

Johnny ya no hacía caso a su padre. Tenía la cara pegada a los vidrios de la sala y miraba al cielo, pensando en que algún día sería mayor y podría volar como aquel hombre. 

CAPÍTULO II 

Locutor: Así, pues, usted, señor Gorths...

Entrevistado: En efecto, señor Wren, estoy aquí para invadir la Tierra.

Locutor: Magnífico, señor Gorths. A nosotros, los terrestres, nos gusta mucho que nos invadan los seres de otro planeta. Y, dígame, ¿cuáles son sus propósitos?

Entrevistado: Algunos puedo decírselos, como puede suponer. Otros, en cambio, por ahora, son secretos.

Locutor: Pero los propósitos no secretos...

Entrevistado: Pueden resumirse en una sola frase: ayudarles a ustedes, señor Wren.

Locutor: Señor Gorths, a nuestros oyentes les gustaría que puntualizase un poco más. Por lo que yo sé, un invasor no viene a invadir sólo para ayudar, sino también para conquistar. ¿Qué es lo que piensa conquistar usted, señor Gorths?

Entrevistado: Sus corazones.

Locutor (con una risita): Se referirá a los fe­meninos, naturalmente... 

* * * 

Otro locutor (minutos más tarde): Señores televidentes, rogamos nos disculpen por la inte­rrupción del programa que tenían en sus panta­llas. Una avería eléctrica en las líneas de suminis­tro de fuerza dejó sin corriente todos los departamentos de la emisora y, además, de un modo inexplicable, destruyó la grabación de la entrevis­ta del programa de humor que corría a cargo de nuestro compañero Mark Wren. A continuación, reanudamos la emisión con unos minutos de «Pen­tagrama visual». Gracias por su atención. 

* * *

La grabación no estaba destruida ni mucho menos, aunque el apagón sí había sido auténtico. En aquellos momentos, el autor de la entrevista estaba en el despacho del director de la emisora.

El director tenía la cara congestionada de irri­tación.

Esto es lo último que le tolero, Mark — chi­llaba—. Una indecencia, una burla a nuestro pú­blico...

Pero, señor Stiphers, yo pensé que la entre­vista con ese chiflado podía dar un gran juego humorístico —se defendía el locutor.

¿Humor? —Stiphers lanzó una estentórea carcajada—. A estas horas, se han agotado todos los pañuelos de la ciudad, mojados a causa de las lágrimas y no de risa, que les ha causado su pro­grama. ¿Sabe lo que le digo, Mark?

La mano de Stiphers señaló hacia la salida del despacho.

Tome la puerta y lárguese. Para siempre. ¡Está despedido! ¿Me oye?

Los ojos de Mark Wren chispearon de rabia.

¡Se arrepentirá usted del error que comete! Un día vendrá a buscarme y se pondrá de rodillas delante de mí para que vuelva a esta infecta emi­sora. Y yo me reiré entonces de usted, como se reía Washington en la ópera.

¡Animal! El que se ríe en la ópera es el Pa­yaso...

No irá a decirme que Washington no se reía jamás, ¿verdad?

Stiphers se quedó cortado un momento. Wren dio media vuelta y se dirigió hacia la salida.

Desde allí se volvió y miró al que ya era su ex jefe.

Usted ha dicho que tome la puerta y me largue —dijo—. Está bien, me gusta ser disci­plinado.

Wren abrió. Era un hombre joven, alto, tre­mendamente fornido y de una singular fuerza muscular.

Agarró la puerta con las dos manos y pegó un fortísimo tirón. Se oyó un terrible crujido y la puerta fue arrancada de sus bisagras.

Acto seguido, Wren echó a andar. En el cami­no, se encontró con un compañero que iba le­yendo un libreto, en el que, sin dejar de andar, hacía de cuando en cuando algunas correcciones.

Eh, Mark, ¿adónde diablos vas con ese tras­to? — preguntó.

El jefe me ha dicho que tome la puerta y que me largue. Hay que saber obedecer, Tommy.

Ah, claro.

El otro siguió su camino. De repente, se detu­vo y volvió la cabeza, atónito.

¡Demonios, pues si lo ha hecho tal como se lo han mandado!

A Stiphers le hubiese dado un ataque después de lo sucedido, de no haber sido porque sonó el teléfono en el mismo instante. Olvidándose de la puerta momentáneamente, agarró el teléfono, ro­gando protección a todos los santos de la corte celestial.

Si era Henry K. Cornell, el patrocinador del programa, ya podía echarse a temblar. Él acaba­ba de despedir a Wren, pero su mismo puesto no estaría mucho más seguro.

Pero la voz no era de Cornell:

¿Hablo con el director Stiphers?

Sí, yo mismo — respondió el aludido untuo­samente—. ¿En qué puedo servirle, amigo mío?

Escuche, acabo de presenciar esa inmunda emisión de humor y, dejando de lado el hecho de que no lo tiene en absoluto, le diré que el señor Gorths está equivocado. El único invasor soy yo, ¿me comprende?

«Un chiflado», pensó Stiphers. Pero el cliente, esto es, el público, siempre tenía razón, se dijo.

Estoy completamente de acuerdo con usted, señor; ha sido una emisión detestable — contestó.

Así es, señor mío, celebro que ambos este­mos de acuerdo. Yo soy el único invasor legíti­mo. Y ahora, por favor, dígame el domicilio del señor Gorths.

Lo siento, señor... Oiga, todavía no sé con quién estoy hablando.

Me llamo Korthiman Sawson —contestó el otro altaneramente—. Vamos, deme el domicilio de ese impostor de Gorths.

Lo siento, pero el único que podría contestarle es el autor de la entrevista, y acabo de despedirle.

La reacción de Sawson, por lo insólita, dejó pasmado a Stiphers.

¡Estúpido! 

* * *

 

Con las manos en los bolsillos, Mark Wren se apoyó en la puerta del taller y contempló los tra­bajos que allí se realizaban. No había demasiado ruido, pues las máquinas eran más bien silen­ciosas.

En uno de los costados del cobertizo, de bas­tante amplitud, había una sección encristalada, con aspecto de laboratorio. Un individuo, vestido con bata blanca, trabajaba allí. De pronto, volvió la cabeza y divisó al joven.

Rex Thorne agitó una mano y el joven echó a andar. Momentos más tarde se asomaba a la puer­ta del laboratorio.

Hola, tío — saludó con desgana.

Thorne soltó una risita.

Te han echado de la emisora —dijo.

¿Cómo lo has adivinado, tío? —preguntó Wren.

Tu cara. Es un espejo de lo que pasa den­tro de ti.

El joven suspiró.

El puntapié ha sido metafórico, pero duele como si hubiese sido real —contestó.

Te dije hace tiempo que eso no era para ti. Tú no quisiste hacerme caso y a mí me pareció prudente no torcer tu voluntad. Preferí que te es­trellases tú solo.

¿Y si hubiera triunfado, tío?

No has triunfado y resulta estúpido especu­lar con lo que no ha ocurrido, Mark.

La idea de la emisión era buena. Tenía humor...

Anoche tuve que tomar bicarbonato — con­testó Thorne cáusticamente.

Vamos, tío, no seas tan cruel con uno de tu propia familia — se quejó el joven.

Pero ¿qué diablos estás diciendo? Soy fran­co contigo, Mark; tú eres un buen químico y aquí tendrás siempre un puesto. Mejor dicho, has ve­nido a buscar el que dejaste en un acceso de idio­tez, por fortuna pasajera.

Si no te importa emplearme de nuevo...

Thorne agitó una mano.

Anda, anda, busca una bata y empieza a tra­bajar — refunfuñó—. Y déjate de una vez de pen­sar en ser una lumbrera de la Televisión.

Sí, eso es cierto, pero mira que trabajar aquí, buscando un imposible... Tío, lo que preten­des es tan fácil como pescar la luna sin caña y sin cebo.

¿Es que con caña y con cebo se podría pes­car, sobrino?

El pez-luna, sí, tío.

Oye, Mark, si sigues haciendo chistes tan in­fames, el puntapié que te voy a dar yo, no va a tener nada de metafórico —rezongó Thorne—. ¡Vamos, a trabajar!

Sí, «bwana» — contestó el joven, entre iró­nico y resignado.

Y mientras se ponía la bata, se preguntó qué relación podría haber entre la química y el hu­mor televisivo. 

* * * 

El hombre era alto, delgado, de ojos hundi­dos, en los que, no obstante, brillaba un fulgor especial, y nariz de ave de presa. Vestía corrien­temente, si bien sabía llevar las ropas con cierta innata distinción, que borraba lo estrafalario que pudiera parecer a primera vista.

Al detenerse ante la puerta, leyó con todo de­tenimiento el rótulo que campeaba en el centro de la misma:

S. SCHATKY

Investigaciones generales

 

El índice del sujeto se apoyó en el timbre de llamada. Una voz brotó a través de un altoparlan­te invisible:

Por favor, diga su nombre y exprese sus deseos.

Sawson. Quiero hablar con el director de la Agencia.

Muy bien. Tenga la bondad de pasar y aguar­dar unos minutos en la antesala. El señor Schat­ky le recibirá muy pronto. Gracias, señor Sawson.

La puerta se abrió automáticamente y Sawson cruzó el umbral. La antesala estaba decorada con sobriedad y buen gusto. Sobre una mesita, había una caja con cigarrillos. Sawson ni los miró si­quiera.

Pasaron cinco minutos. Schatky tenía una vi­sita, ciertamente, pero cuando terminó, hizo salir a su visitante por otra puerta. El lema de su agencia, ciertamente no expresado en el rótulo, era discreción absoluta.

Luego, a través de una cámara oculta de tele­visión, que le mostraba con toda nitidez las imá­genes de la antesala, estudió unos momentos a su visitante. Parecía, se dijo, un buen burócrata, abrumado, quizá, por el abandono de su mujer. Seguramente venía a pedirle que la localizase. Lástima que la Agencia Schatky no aceptase tales encargos.

Tendré que desilusionarle. ¡Pobre hombre! — murmuró, mientras se dirigía a abrir la puerta del despacho.

Con la mejor de sus sonrisas, se dirigió a su visitante:

¿Qué tal, señor Sawson? Soy Silas Schatky, director de la Agencia de Investigaciones Genera­les. Permítame que le diga que me siento encan­tado de conocerle y, al mismo tiempo, añadir que yo y mi modesta Agencia estamos incondicional­mente a su disposición.

Sawson miró de hito en hito a su interlocutor, durante un segundo. La fijeza de su mirada era tal, que Schatky llegó a sentirse incómodo.

Quiero que busque a una persona, señor Schatky —habló por fin el visitante.

«Su esposa, apuesto diez contra uno», pensó el director de la Agencia. 

CAPÍTULO III 

Buscar a personas desaparecidas forma par­te de nuestro trabajo, señor Sawson — contestó Schatky en tono untuoso—. Pero pase a mi des­pacho, por favor; allí hablaremos con más como­didad.

Gracias —contestó Sawson secamente.

Entraron en el despacho. Schatky quiso servir una copa a su visitante, pero éste rechazó la invi­tación con un leve movimiento negativo.

¿Un cigarrillo, señor Sawson?

Tampoco fumo. Considero que fumar y be­ber son dos vicios, además de altamente nocivos, estúpidos.

Schatky no dijo nada. Los clientes, a veces, eran muy raros.

Una opinión digna de todo respeto —con­testó amablemente—. Y, bien, ¿qué desea de la Agencia, señor Sawson? Oh... — Schatky soltó una risita—. Ya lo dijo antes: quiere que le busque­mos a una persona. ¿El nombre de esa persona, por favor?

Mark Wren —contestó el visitante.

Wren... Me suena...

Es redactor, locutor, empleado o como quie­ra que se diga, de la cadena de televisión WKZ-40 — dijo Sawson

Ah, sí, ahora recuerdo. Tiene a su cargo un programa de humor. Me agrada verlo...

Es detestable, señor Schatky.

El director de la Agencia volvió a sentirse in­cómodo. La voz de su presunto cliente era monocorde, pero, al mismo tiempo, parecía el chirrido de un gigantesco saltamontes. Le miró los brazos y le extrañó no verlos rematados en sendas pin­zas o artejos cortantes, como los del escorpión.

Bueno, es que yo soy un hombre sencillo y me río con cualquier cosa — dijo Schatky, fingien­do modestia—. Pero, para buscar al señor Wren, no era necesario que viniese a mi Agencia. Para ello, basta telefonear a la emisora y...

Si sólo se tratase de hablar con Mark Wren, no habría venido a verle a usted, señor Schatky. Lo que quiero es que investiguen el domicilio del hombre a quien ayer hizo una entrevista el señor Wren, un tal Gorths.

Ah, creo que ya comprendo.

En la emisora no han querido decírmelo. O no lo sabían o, simplemente, lo ignoraban. Usted lo averiguará, señor Schatky.

Un momento —dijo el director—. Antes de seguir adelante, debe saber que los servicios de mi Agencia no son precisamente baratos...

El dinero no cuenta — respondió Sawson fríamente—. Lo que me interesan son los resul­tados.

Dicho lo cual, Sawson puso sobre la mesa un grueso fajo de billetes, cuya sola vista hizo que el corazón de Schatky saltase de gozo. La cifra de los billetes era de 100 y, al menos, había cin­cuenta, calculó rápidamente.

Tendrá resultados, señor Sawson —aseguró.

Eso espero, señor Schatky.

Pero deberá darme su domicilio, para informarle...

No es necesario. Yo telefonearé a su des­pacho, como mínimo, dos veces al día, a partir de mañana. Si usted no está, porque haya tenido que salir, deje el mensaje grabado, de modo que el teléfono me conteste automáticamente.

Sí, señor.

A veces, le parecía a Schatky que era un sol­dado raso y que estaba hablando con un general.

El visitante se puso en pie.

Y si realiza bien y rápido esta misión, pue­de que luego le encomiende otra, mucho mejor pagada, por supuesto —manifestó—. Por lo que creo saber, ustedes aceptan «toda» clase de mi­siones, ¿no. es así?

Schatky miró un instante al hombre que tenía frente a sí. «Me está proponiendo eliminar a un tipo de los dos que ha mencionado», pensó.

Sí, señor — contestó.

En tal caso, ya hablaremos más adelante.

Sawson se dirigió hacia la puerta. Antes de salir, se volvió hacia el director de la Agencia.

Por supuesto, además de rapidez, quiero re­sultados, insisto. Es decir usted ha de averiguar el domicilio de Gorths por todos los medios. ¿En­tendido?

Sí, señor.

Sawson se marchó. Al quedarse solo, Schatky sacó un pañuelo y se limpió el abundante sudor que cubría su frente, bastante más grande de lo que hubiera deseado, a consecuencia de una ya indetenible calvicie.

Ese tipo... —masculló entre dientes—. Me ha dejado helado.

Pero delante de sí tenía el dinero y no era cosa de desaprovechar la ocasión. Agarró el teléfono y marcó un número.

A los pocos momentos, oyó una voz que res­pondía. Entonces dijo:

Maw, ven inmediatamente con Tino. Tengo un trabajo urgente para vosotros. Bien pagado, como de costumbre. No tardéis; repito que es urgente.

 

* * *

 

Annalee oyó el timbre de la puerta y cruzó la sala. Al abrir, se encontró frente a una cara co­nocida.

Hola, invasor —saludó alegremente—. En­tre, entre y tomará una taza de café conmigo, señor Gorths.

El recién llegado se quitó el sombrero cortésmente.

Es reconfortante ir de visita a una casa y ser recibido con amabilidad y simpatía —dijo—. ¿Cómo se encuentra, doctora?

Ya ve, estudiando un poco... He estado ha­ciendo prácticas en mi pequeño laboratorio de fí­sica...

Ah, sí, es doctora en mecánica.

Pero ahora no vamos a hablar de mis tra­bajos, sino del café que voy a servirle, señor Gorths. Siéntese, por favor.

Gracias, doctora.

Haría mejor en llamarme por mi nombre

dijo ella a la vez que se encaminaba hacia la cocina—. Annalee, ¿lo recuerda?

Sí, doct... digo, sí, Annalee.

Gorths esperó algunos minutos. La joven vol­vió poco después, con una bandeja en las ma­nos.

Bien, señor Gorths, ¿qué tal va la invasión?  preguntó de buen humor, mientras llenaba las tazas.

No se puede decir que sea un invasor afor­tunado — contestó el visitante melancólicamen­te—. Mire, Annalee, he invadido hasta ahora, al menos dos o tres docenas de planetas. Tengo quince a mi nombre, cuatro resultaron inhabita­bles y el resto no valía la pena. Pero la Tierra es completamente distinta a todos y... Bueno, ¿a qué seguir hablando de un fracaso que me llena de vergüenza?

Annalee miró sorprendida al individuo. Por lo visto, la chifladura de la invasión no le abando­naba, se dijo.

Pero eso no debe avergonzarle —excla­mó—. Invadir planetas debe ser dificilísimo y más cuando el que realiza la invasión es uno solo.

Al principio, sí, resulta un poco difícil, pero luego se adquiere práctica y... Oiga, antes ha dicho que tiene un laboratorio de física.

Más o menos —sonrió la joven—. ¿Quiere verlo?

Me encantará —aseguró Gorths.

Annalee se puso en pie.

Sígame, por favor.

La joven atravesó el salón y abrió una puerta. Cruzó el umbral, seguida por su visitante, y se de­tuvo unos pasos más adelante.

Gorths estudió con mirada crítica el panorama que tenía ante sus ojos. De pronto, se acercó a una mesa, sobre la que había una serie de raros artefactos metálicos, de pequeñas dimensiones.

¿Qué es esto? —preguntó.

Annalee suspiró.

Un intento de solución de levantamiento de grandes pesos, con un mínimo de materiales y energía —contestó.

Está mal dirigido, aunque no tanto dise­ñado — señaló Gorths rotundamente.

¿Cómo? ¿Se siente capaz de mejorarlo? — preguntó ella, sorprendida.

Es tan sencillo como hacer rodar el aro de un niño. Veo un brazo de palanca que sobra y otro que tiene el punto de apoyo en un lugar ina­decuado. El momento de inercia no está bien cal­culado; hay un error, en menos, de diecisiete coma doce por ciento, con lo que la potencia de levantamiento queda gravemente afectada por el desajuste origen de las piezas que constituyen la máquina. ¿Ha comprobado también la tensión mo­lecular del metal, Annalee?

La joven se sentía atónita. Gorths hablaba con una seguridad y un aplomo realmente extraordi­narios. Y parecía muy entendido en mecánica.

Sobre la tensión molecular, el certificado de origen de fábrica... — empezó a decir, pero el hom­brecillo no le permitió continuar.

No es suficiente; debe ser un certificado ru­tinario. Tiene que comprobarlo usted misma, aun­que no veo por aquí los aparatos que se nece­sitan.

Son carísimos...

Los construiremos —exclamó Gorths en to­no tajante—. Y no nos costarán mucho, ya lo verá. ¿Tiene por ahí los apuntes de su trabajo?

Desde luego — contestó ella.

Haga el favor de dejármelos. Voy a estudiarlos y, si todo sale como espero, le construiré una grúa capaz de levantar cien toneladas de peso con una estructura insignificante y un consumo de energía similar a la de un niño que se lleva la cu­chara a la boca. No se necesita mucha fuerza para llevarse una cuchara a la boca, ¿verdad?

Annalee estaba aturdida. Casi de un modo ma­quinal, buscó los apuntes y se los entregó al ex­traño individuo.

Antes de empezar a trabajar, Gorths se volvió hacia ella.

Por cierto, he estado pensando mucho en lo que hablamos el otro día de los neumáticos ma­cizos. Mire a ver si encuentra una muestra de la materia de que están hechos, para analizarla y empezar también a trabajar sobre este asunto — solicitó.

Sí, señor Gorths...

El hombrecillo sonrió.

Mi nombre es Dyakkus, aunque todos me llaman Titty. Es el diminutivo familiar, ¿sabe?

 

* * *

 

Mark Wren se sentía amargado por su fracaso en la emisora, aunque, por otra parte, no lo la­mentaba demasiado. Se daba cuenta de sus limi­taciones y, hombre sensato, pensaba que no hu­biera hecho una carrera muy brillante en la televisión.

Tal vez así había sido mejor, se dijo. Ahora volvía a estar con su tío y de nuevo había vuelto a sus anteriores investigaciones químicas.

El problema de los trabajos que realizaba su tío ocupaba su mente mientras se duchaba. Era un propósito muy ambicioso y que, con tenaci­dad, podía llegar a su término, pero Wren tenía la sensación de que las investigaciones no seguían la dirección correcta.

Por lo menos, totalmente correcta — se dijo, en tanto que conectaba el secador de aire ca­liente, tras una buena ducha.

El camino era bueno hasta cierto punto, en que se desviaba. Lo que pasaba es que ninguno de los dos hombres sabía, no sólo identificar el punto donde se iniciaba el error, sino la dirección adecuada que era preciso seguir a continuación.

Wren se secó y se puso unas ropas holgadas. Casi había terminado de vestirse, tratando de despreocuparse del tema, cuando oyó que llamaban a la puerta.

Momentos más tarde, se encontraba frente a dos sujetos voluminosos, de rostros poco ama­bles y aspecto desagradable.

Usted es Wren —dijo Tino Zorani.

Así me llamo, pero, oigan, no vengan a pegarme por lo de la emisión...

Mawrer Lam soltó una risita muy seria.

Los problemas de su emisora son una por­quería — calificó crudamente—; pero no hemos venido aquí a hablar de televisión. Sólo quere­mos que nos diga el domicilio del señor Gorths.

Lo ignoro —contestó Wren, sin pensárselo dos veces.

Zorani frunció el ceño.

Hay respuestas que no nos gustan — dijo.

Y que nos desagradan de inmediato —aña­dió Lam.

Entonces, les gustará más que les diga que sí conozco el domicilio de Gorths.

Zorani sonrió.

Eso ya está mejor — dijo.

Pero, en tal caso, añadiré que no quiero indicárselo.

Hubo un momento de silencio. Zorani y el otro se habían puesto muy serios.

— El silencio puede costarle caro, Wren — dijo Lam al cabo.

Wren comprendió de inmediato la calaña de los sujetos que tenía ante sí. No sabía dónde vivía Gorths ni tenía la menor idea del lugar en que se podía encontrar al extraño individuo, pero, aun­que lo hubiera sabido, habría guardado silencio sobre el particular.

Había, además, otra cosa que le desagradaba profundamente: las amenazas. En consecuencia, actuó con una rapidez y una eficacia realmente demoledoras,

Fue una demostración de potencia física in­creíble: sus dos puños se dispararon a un tiem­po, rectos, como arietes. Dos mandíbulas crujie­ron al mismo tiempo y los visitantes se desploma­ron instantáneamente, sin haber tenido tiempo de enterarse de lo que les sucedía.

CAPÍTULO IV 

Sonó un fuerte chasquido:

¡CRACK!

Gorths lanzó una exclamación de disgusto.

Varilla de acero —refunfuñó—. Una vari­lla de paja sería mil veces más resistente...

Pero, Titty, es que la ha sometido a una tensión demasiado fuerte —protestó Annalee.

Lo que pasa es que el fabricante no tiene la menor idea de lo que hace — dijo Gorths —. Más le valdría dedicarse a fabricar helados..., aunque por si acaso, yo no los comería; podría envenenarme — añadió con sarcasmo.

Annalee contempló los restos de la maqueta del artefacto que estaban construyendo entre los dos. Un poco más allá, sobre un hornillo de buen tamaño, hervía un extraño líquido de color azul oscuro y de gran consistencia, más que el jarabe corriente, y del que se desprendían, por contras­te, unos extraños vapores rosados.

Gorths tomó la varilla rota y la contempló unos instantes.

El microscopio — dijo de pronto.

Un diminuto fragmento de la varilla fue a pa­rar a la platina del microscopio. Al cabo de cinco minutos, Gorths soltó un aullido:

¡Animal! ¡Bruto! ¡Zopenco!

Annalee corrió hacia el extraño individuo, cuya cólera le parecía no sólo poco corriente, sino, in­cluso, alarmante.

¿Sucede algo, Titty? —preguntó.

Sucede que este acero tiene tantas impure­zas como una alcantarilla. Por si fuese poco, ne­cesita ciento cincuenta grados más de temperatu­ra de la que le aplican en el proceso de fabrica­ción, ¿comprende?

Annalee estaba atónita.

Pero, Titty, es uno de los mejores aceros...

Pues si este acero es el mejor, cómo serán los otros —bufó el sujeto—. Muchacha, ¿conoce usted al fabricante, por casualidad?

Conozco a uno de los ingenieros...

Llámele —dijo Gorths imperativamente—. Pregúntele si puede venir a verla esta tarde, cuan­do haya terminado su trabajo.

Sí, señor.

Annalee cumplió la orden sin rechistar. Des­pués de hablar con su amigo, pensó en que Gorths llevaba ya unos cuantos días hospedado en su ca­sa, mandando como si fuese el dueño y portándose incluso en ocasiones con cierta desconside­ración.

Parece como si de veras fuese un invasor  murmuró—. Al menos, ha invadido mi casa...

Pero sentía hacia él cierta atracción, nada sen­timental, desde luego, que le impedía despedirlo con cajas destempladas. En su interior, la mu­chacha tenía la premonición de que los trabajos de Gorths acabarían teniendo un completo éxito.

Nuevamente, el «invasor» volvió a lanzar otro agudo grito.

Esta vez, sin embargo, fue una extraña pala­bra, jamás oída antes por Annalee:

¡Squribd! ¡Squribd!

La muchacha se quedó atónita.

Titty, ¿qué significa eso que ha dicho?

preguntó.

Oh, dispense — contestó él —. No me acor­daba que usted no conoce mi idioma. «Squribd» significa que lo he encontrado.

Annalee sonrió.

En ese caso, ¿por qué no dijo «Eureka»?

Significa lo mismo, Titty... aunque, dígame, ¿qué es lo que ha encontrado?

La fórmula para los neumáticos macizos — comentó Gorths.

¡Atiza!

Una amplia sonrisa iluminó las facciones del hombrecillo.

Gracias, Annalee. Ese elogio me ha gustado muchísimo —contestó.

Ella le miró de reojo.

No es un elogio, es una exclamación de asombro —puntualizó.

¡Oh! —replicó Gorths, un poco decepciona­do—. Bueno, supongo que, de todas formas, igual se alegra usted.

Claro que sí, Titty, me siento muy satisfe­cha de que haya encontrado la fórmula. A pro­pósito, el ingeniero vendrá a las siete de la tarde.

Magnífico. Ahora nos encontramos con un grave inconveniente, Annalee.

— ¿Qué sucede?

Tengo la fórmula, pero me faltan los ele­mentos para llevarla a la práctica. ¿No puede indicarme cómo conseguirlo?

Annalee meditó un instante. Luego, de pronto, se dirigió hacia el teléfono.

En la Tierra viven muy atrasados —dijo Gorths de pronto.

Sí — contestó ella por encima del hombro.

Nosotros usamos hace siglos el videófono.

Aquí también, pero su instalación es toda­vía muy cara — alegó ella.

...y, además no empleamos teclas para mar­car el número de la persona con quien queremos hablar. Simplemente, pronunciamos su cifra cla­ve y la comunicación se establece casi instantá­neamente.

Bueno —dijo la muchacha—, a ver si me construye usted un aparatito de esos tan mara­villosos. En sus ratos de ocio, por supuesto.

Se lo haré cuando tenga un par de horas libres —prometió Gorths.

Momentos después, Annalee estaba en comuni­cación con la persona a la que deseaba hablar.

¿Mark? ¿Mark Wren? ¿Eres tú? Hola, chico, ¿qué tal te encuentras? No sé si te acordarás ya de mí; yo soy Annalee Hitten y me gustaría que vinieras a mi casa...

 

* * *

 

Silas Schatky contempló entre burlón y furio­so los dos rostros que tenía ante sí. En las dos mandíbulas se veían idénticas señales de color morado, que eran las huellas inequívocas de los golpes que Wren les había aplicado certera y simultáneamente.

De modo que el tipo...

Apenas nos dejó hablar — rezongó Zorani, irritado por la derrota sufrida de un modo que estimaba completamente ignominioso.

Quisimos asustarle un poco, pero no nos dio tiempo a seguir —añadió Lam. Dos hombretones —gruñó Schatky—. Dos hombretones como castillos y se dejan...

Jefe, usted tendría que ver al tipo —excla­mó Zorani—. Aunque hubiésemos ido cuatro, también nos habría derrotado.

No me digas que Wren es una especie de Hércules redivivo, Tino —exclamó Schatky—. Vosotros sois fuertes...

Pero él lo es mucho más, no hay que negarlo — dijo Lam honestamente—. Un golpe a cada uno, jefe, sólo un golpe, y quedamos sin conoci­miento en el acto.

Y, además, con los dos puños al mismo tiempo —: siguió Zorani el relato de su poco hon­rosa aventura—. Ni siquiera empezó con uno pri­mero y luego continuar con el otro; no, señor, nada de eso. Disparó los dos puños a la vez y...

Schatky se sentía maravillado, porque creía a sus esbirros. Si de algo pecaban Zorani y Lam era ciertamente de falta de imaginación, lo que significaba que en aquellos momentos le estaban diciendo la verdad.

Pero todo no se ha perdido, jefe —excla­mó Lam—, Hemos conseguido averiguar algo muy importante.

 —Antes de entrar en la televisión, trabajaba como químico en una empresa que pertenece a un pariente suyo, llamado Rex Thorne —añadió Zorani.

Y, por lo que nos dijo el conserje, ha vuelto allí de nuevo, después de ser despedido de la emisora.

La empresa de Thorne está en las afueras de la ciudad, en Kethaney Road, cuatrocientos.

¡Pedazos de brutos! —aulló Schatky—. ¿Por qué no habéis empezado por ahí? Vamos, salid del despacho y dejadme solo unos momentos. Esperad hasta que os llame, ¿entendido?

Lam y Zorani abandonaron el despacho. Re­zongando maldiciones en voz baja, Schatky conec­tó la grabadora acoplada al teléfono y dijo:

La dirección actual de Mark Wren es Ketha­ney Road, 400, donde podrá ser hallado a horas ordinarias de trabajo. Espero nuevas instrucciones, señor Sawson. Eso es todo.

Cortó la conexión y se reclinó en el asiento. Ahora, se dijo, Sawson podría encontrar a Gorths. En su opinión, era Gorths el que estorbaba a Sawson. Si le encomendaba suprimirlo, le cos­taría caro.

Los servicios que prestaba la agencia Schatky no habían sido nunca baratos, aunque, eso sí, su director alardeaba de no haber fallado jamás.

Y éste era un punto que subrayaría ante Saw­son, si es que en efecto pretendía deshacerse de Gorths, con objeto de «estrujarle» aún más la bolsa.

Se la dejaré como un racimo de uvas des­pués de pasar por la prensa —murmuró para sí regocijándose de antemano con el sustancioso in­cremento que adquiriría su cuenta corriente unos pocos días más tarde. 

* * * 

Discúlpame, Annalee, pero no me ha sido posible acudir antes. Tenía trabajo y...

La joven sonrió, mientras tendía su mano al recién llegado.

No te preocupes, Mark; el caso es que hayas venido —contestó—. ¿Quieres una taza de café? ¿O la prefieres después, para recobrarte de la im­presión que vas a recibir?

Wren miró de soslayo a la joven.

Oye, no irás a decirme ahora que has des­cubierto el movimiento continuo —exclamó.

Annalee exhaló una suave carcajada.

— ¡Oh, nada de eso, Mark! —contestó—. Pero ven conmigo y en seguida lo sabrás todo.

Wren se emparejó con ella, mientras cruzaban la sala en dirección al laboratorio. Contemplándola de reojo, dijo:

Annalee, a veces me pregunto por qué no frecuento más tu compañía. Luego, cuando estoy a tu lado, me digo que debe ser porque no tengo ojos en la cara.

Te tomaste muy a pecho tu trabajo en la televisión — contestó ella.

Y ya conoces el resultado, ¿no?

Quizá haya sido mejor para ti, Mark. Tu puesto está en la química, junto a tu tío Rex..., lo cual no quiere decir que un día te independi­ces, que parece lo más lógico. Pero no hablemos más del asunto. Entra, por favor.

Al mismo tiempo que hablaba, Annalee abría la puerta del laboratorio, que ya era conocido de Wren, por haber estado allí algunas veces. El jo­ven divisó a un extraño hombrecillo con bata blanca, que parecía muy afanado en la construc­ción de la maqueta de una grúa de nuevo diseño.

Titty —llamó Annalee—, le presento a un buen amigo mío, Mark Wren.

Gorths levantó los ojos un instante de su tra­bajo y miró críticamente al recién llegado.

Hola, Mark — saludó con su característica voz aflautada.

Es el... bueno, no sé si llamarlo doctor, profesor o algo por el estilo —continuó Annalee—. Su nombre es Dyakkus Gorths, pero a él le gusta que le llamen Titty.

Así es —confirmó el aludido—. ¿Qué tal, Mark?

Hola, Titty — saludó Wren, sonriendo —. ¿Qué está haciendo ahí?

Solucionar problemas a una serie de ani­males que no tienen la menor idea de cómo se funden los metales — contestó Gorths sin el me­nor embarazo—. Annalee, ¿éste es el chico que dijo usted...?

Sí, el mismo — corroboró la muchacha —. Él nos llevará al lugar donde usted podrá hacer las pruebas de su nueva sustancia.

¿Puedo saber qué es lo que ocurre, si no hay inconveniente? —preguntó Wren cortésmente.

Mark, tu tío trabaja en la elaboración de una sustancia que permita obtener neumáticos macizos para las ruedas de los automóviles, ¿no es así?

Demasiado lo sabes, Annalee. También creo que sabes que abandonó la empresa en que tra­bajaba, porque no quiso someterse a sus direc­trices en materia de investigación — contestó el joven.

Lo sé, Mark, lo sé. Pero tu tío no ha conse­guido grandes resultados hasta ahora, creo.

Los neumáticos macizos que fabrica en plan de ensayo se calientan demasiado a altas veloci­dades, con la consiguiente deterioración del ma­terial — contestó—. Eso, en algunos casos; en otros, simplemente, se deshacen a más de ciento cincuenta por hora, prácticamente vaporizados por la fricción...

Annalee tomó de la mesa una pelota de una sus­tancia de color gris claro y la hizo botar en el suelo.

Aquí está la fórmula que busca tu tío desde hace tiempo —exclamó.

Wren miró a la muchacha entre perplejo y es­tupefacto.

Annalee, no se tratará de una broma...

Señor mío, las cosas que yo hago no son broma nunca —replicó Gorths, muy irritado—. Esa goma que yo he fabricado artificialmente per­mitirá a los coches correr a cualquier velocidad, sin que las ruedas se calienten nunca a más de cuarenta o cincuenta grados centígrados, y esas ruedas que se fabricarán con mi goma podrán rodar durante doscientos mil o más kilómetros, antes de empezar a pensar en su sustitución.

En el laboratorio de tu tío hay moldes — añadió Annalee—. Con la fórmula de Titty, podremos fabricar unas cuantas ruedas y experimentarlas en nuestros coches. ¿Te parece bien, Mark?

Wren se sentía estupefacto. Tomó la pelota de goma y, en el acto, notó su increíble ligereza.

El material posee elasticidad recuperable automáticamente —explicó Gorths—. Eso signi­fica que se acomoda al peso que ha de soportar, en lugar de lo que ocurre con las ruedas conven­cionales, que han de ser hinchadas a determinada presión.

Naturalmente, será preciso fabricar un tipo de rueda adecuado al modelo de coche que ha de usarlas, pero esto más bien por el tamaño que por el peso que ha de soportar — agregó Annalee.

Wren meneó la cabeza.

El sueño de toda la vida de mi tío —mur­muró —. Y dice que esta fórmula es...

Mí, muchacho, mía —exclamó Gorths orgullosamente.

Pero, bueno, usted, ¿qué es, científicamente hablando, por supuesto?

¿Yo? —Una indefinible sonrisa apareció en los labios del hombrecillo—. Yo soy un invasor, muchacho. 

* * * 

Aquella noche, Wren empezó a pensar en la conveniencia de tomarse una tableta de sedante. Después de todo lo que había visto y oído en casa de Annalee, no estaba muy seguro de con­ciliar el sueño con la prontitud de costumbre.

De pronto, cuando ya se disponía a meterse en la cama, oyó que llamaban a la puerta.

Casi agradeció la llamada, porque le desviaba de sus pensamientos. Cruzó la sala y abrió, encontrándose frente a un desconocido.

Usted es Mark Wren — dijo Sawson.

Así me llamo, aunque estimo que éstas no son horas convenientes para una visita —contes­tó el joven.

Me indicaron la dirección de su puesto de trabajo —manifestó Sawson—. No obstante, el asunto que me trae es urgente y por eso he pre­ferido venir a su casa, rogándole de antemano disculpe las molestias que pueda ocasionarle.

Está bien —cedió Wren—. Entre, señor...

Sawson, Korthiman Sawson — se presentó el individuo —. Por otra parte, no voy a estar mucho rato. Sólo se trata de una pregunta y me iré apenas me haya respondido a ella.

Le escucho, señor Sawson. ¿De qué se trata?

Simplemente, deseo saber el domicilio de Dyakkus Gorths. 


CAPÍTULO V 

Wren miró fijamente a su visitante.

Usted envió a dos rufianes para saber lo mismo — dijo.

Me interesa encontrar a Gorths —contestó Sawson.

Creo que Gorths es amigo mío. Dígame para qué lo busca y, según su respuesta, yo le diré lo que desea saber. O me callaré, porque, a juzgar por la catadura de los dos individuos que vinie­ron a preguntarme lo mismo, no le busca para nada bueno.

Eso es asunto mío, señor Wren — contestó el visitante con altanería.

En tal caso, lárguese.

Estoy siendo demasiado paciente con usted, Wren — masculló Sawson —. Dígame solamente la residencia actual de Gorths o tendré que tomar medidas contra usted.

Wren miró al individuo con desdén.

¿Usted? — dijo en tono burlón.

Wren, parece que es usted de los tipos que todo lo fían a la fuerza bruta. Voy a hacerle una demostración de que sus puños no servirían nada contra mí.

Y antes de que el joven pudiera imaginarse siquiera lo que iba a hacer su visitante, vio que éste metía la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacaba un tubo con el que le apuntó al cuerpo.

Wren dio un paso hacia delante. Antes de dar el segundo, se encontró suspendido en el aire.

Eh, oiga, bájeme de aquí —pidió, muy ner­vioso.

Wren tocó el suelo nuevamente, pero, apenas un segundo más tarde, volvió a elevarse, quedándose con la cabeza a ras del techo.

Esto no es nada todavía —dijo Sawson, son­riendo malignamente.

Wren se sentía pasmado al verse suspendido en el aire, como por arte de magia. Elevó las ma­nos, haciendo presión en el techo, para poder bajar nuevamente hasta el suelo, pero todos sus esfuerzos resultaron inútiles.

Sin dejar de apuntarle con el extraño tubo, Sawson cruzó la estancia y abrió la ventana. Wren notó en el acto que se ponía horizontal.

En seguida, perdió metro y medio de altura y se deslizó suavemente hasta atravesar la ventana y quedar suspendido sobre el vacío, a más de ciento veinte metros de altura. El piso de Wren estaba en la planta cuadragésimo primera del edificio.

Wren miró hacia abajo y sintió que se le po­nían Tos pelos de punta.

Estoy soñando —murmuró—. Sueño que estoy fuera de la ventana, con riesgo de caer a la calle, pero en cualquier momento me despertaré y...

Nada de sueños —dijo Sawson con burla desde la sala—. Lo que le está sucediendo es ab­solutamente real.

El cuerpo de Wren giró hasta quedar con la cara hacia arriba. Irguió un poco la cabeza y miró a su visitante.

Usted me mantiene así por medio de ese cacharrito que tiene en la mano, ¿no es cierto? — dijo.

En efecto, así es — admitió Sawson.

Y si yo le digo lo que quiere saber, usted me soltará y me haré pedazos contra la acera.

No me achaque tan malos sentimientos. Cuando hago un trato, me gusta respetarlo.

Pero no hemos hecho...

Vamos a hacerlo, señor Wren —dijo Saw­son, inflexible.

¿Qué clase de trato? —preguntó Wren.

Usted me dice dónde vive Gorths y yo le hago entrar aquí adentro, sano y salvo. Pero si se niega, fíjese bien en lo que le digo, si se niega, no sólo no suplicaré o amenazaré, sino que inme­diatamente de recibir su negativa, sin un solo segundo de prórroga, lo dejaré caer al vacío. ¿Está bien entendido?

Sí, señor, le entiendo muy bien.

En aquel momento se asomó un vecino a la ventana. El individuo, sin duda, tenía una copa de más y no pareció extrañarle demasiado ver a un hombre flotando en el espacio, a pocos metros de él.

Pero era un hombre caritativo y no quería que

Wren sufriese ningún daño, por lo que trató de evitarlo con un buen consejo.

Eh, oiga, ¿no sabe que es malo acostarse en el aire, fuera de la ventana, estando tan lejos el suelo de la calle?

Wren volvió la cabeza.

Muchas gracias por su interés, vecino, pero es que a mí me gusta acostarme aquí. No siem­pre, claro está.

¿Qué pasa? ¿Con quién está hablando? — preguntó Sawson, receloso.

Es el vecino, un tipo muy simpático y cor­tés. ¿Qué tal, señor Bingle?

Hola, señor Wren —dijo Bingle—. No sa­bía que tuviera usted afición a dormir en el aire, como los «fakires» de la India.

Lo he aprendido en un curso por corres­pondencia. Al principio, cuesta un poco, pero des­pués, cuando uno se acostumbra, resulta muy fá­cil. Y sano, créame.

Pero, bueno, ¿es que se cree que yo he ve­nido aquí para asistir a la tertulia de unos ami­gos? — gruñó Sawson, empezando a impacientarse.

Tiene que darme las señas de esa escuela, señor Wren; a mí también me gustaría dormir alguna vez en el aire, al fresco — dijo Bingle.

Con mucho gusto, amigo mío —contestó el joven.

La señora Bingle estaba tejiendo punto en la sala y oía a su marido hablar con otra persona.

Extrañada, suspendió un momento su labor y pre­guntó:

William —porque nunca había querido llamarle Bill, que era un diminutivo que se le anto­jaba poco digno—, ¿con quién hablas?

Es el vecino, el señor Wren, que se ha sa­lido a dormir fuera de su piso. Un joven muy simpático, créeme, Maggie.

Ah, sí, me parece que lo he visto algunas veces.

Me da una envidia verle ahí afuera, suspen­dido en el aire, gozando de la atmósfera limpia y pura... —suspiró el señor Bingle.

Sí, se está estupendamente — convino Wren con una sonrisa.

Sawson estaba congestionado de furia.

Pero, bueno, ¿me contesta o no? — chilló.

Wren había tratado de ganar tiempo, con in­tención de ver si podía entrar de nuevo en la casa por sus propios medios, pero la treta no había dado resultado.

¿Tengo que contestarle? —preguntó, afli­gido.

Los ojos de Sawson centellearon de un modo singular. Wren se dio cuenta de que ya no podía eludir la respuesta por más tiempo.

Adiós, señor Bingle —dijo—. Tengo que entrar en casa.

Buenas noches, señor Wren — contestó el vecino—. Y no se olvide de darme las señas de esa escuela.

Sí, señor Bingle.

Y a mí las señas de Gorths — vociferó Sawson.

Avenida de los Tilos, seiscientos diez.

Sawson hizo un gesto con la mano. El joven atravesó la ventana, entró en la casa y cayó sobre una mesita, que se hizo astillas bajo su pecho.

Inmediatamente se puso en pie, dispuesto a cargar contra Sawson, pero, entonces, sintió una especie de golpe en el pecho, como un fortísimo puñetazo, que le dejó sin respiración. Con los ojos turbios por el dolor, vio que Sawson apunta­ba su tubo al teléfono.

Un delgadísimo hilo de luz blanca salió de uno de los bordes de la boca. El teléfono empe­zó a humear.

Así no podrá avisar a Gorths —dijo Saw­son.

Dio media vuelta y echó a correr. Haciendo un tremendo esfuerzo, Wren consiguió ponerse en pie.

Sawson había salido ya del piso, pero el joven lo siguió, tratando de darle alcance. Creía que el individuo se dirigía hacia los ascensores, con el fin de bajar a la calle, pero se equivocaba.

El extraño individuo echó escaleras arriba, co­rriendo con una agilidad increíble. Wren era jo­ven y fuerte, pero no conseguía en ningún mo­mento disminuir la ventaja que le llevaba el otro.

Sawson llegó a fin ante la puerta que comuni­caba con la terraza. Usó su tubo y la puerta sal­tó, a pesar de que era de hierro, con un tremendo estampido, como impulsada por un colosal mar­tillo. Wren lo vio desde unos veinte escalones más abajo y aceleró el paso.

¿Habrá venido en algún minihelicóptero? — se preguntó.

Cuando llegó a la terraza, vio algo increíble, que le hizo dudar del equilibrio de sus sentidos.

Sawson «despegaba» del suelo en aquel mo­mento, sin ningún aparato, como si poseyese unas facultades milagrosas. Wren lo vio elevarse, ad­quirir una velocidad fantástica y, al fin, desapa­recer en la noche a los pocos segundos.

No puede ser, no puede ser —gimió—. Estoy soñando...

Y para «despertar» volvió a su casa y se sirvió una copa. Luego la segunda, después la tercera...

Antes de llegar a la décima copa, había con­seguido, al fin, quitarse de la mente lo que creía una horrible pesadilla. 

* * *

 

En aquellos momentos, Gorths estaba dando los últimos toques a la maqueta del proyecto de Annalee. La joven le contemplaba con gran aten­ción, sin osar interrumpirle en su tarea.

De pronto, Gorths levantó la cabeza.

Me parece que viene alguien — dijo.

Annalee se sorprendió.

¿A estas horas? —preguntó.

Gorths abandonó el trabajo y se dirigió hacia la puerta.

Si es quien yo me imagino... — refunfuñó.

Annalee, intrigada, le siguió. Abandonaron el laboratorio, cruzaron la sala y alcanzaron la puer­ta de la casa, que él abrió de inmediato.

Delante del edificio había un pequeño jardín. Un hombre se hizo visible en el mismo instante, a seis o siete pasos de la entrada.

¡Sawson! —gritó Gorths.

¡Por fin! —gritó el recién llegado, a la vez que sacaba su tubo.

Gorths no fue menos veloz y aún le adelantó por décimas de segundo. Los dos hombres se apuntaron con aquellas extrañas armas, separa­dos por tres o cuatro pasos de distancia, en me­dio del asombro y la estupefacción de Annalee, que no comprendía nada de lo que sucedía.

Gorths retrocedió un paso, impulsado por una fuerza misteriosa, pero, casi en el acto, recobró el terreno perdido, obligando a su antagonista a echarse hacia atrás. A la joven le pareció estar contemplando un extraño duelo, en el que las ar­mas de los contendientes eran aquellos misterio­sos tubos proyectaban una energía de origen des­conocido.

Pero tras los primeros momentos de vacilación, los antagonistas permanecieron firmes en sus si­tios respectivos, sin avanzar ni retroceder. De re­pente, Sawson lanzó un aullido de rabia:

¡Lo que haces es ilegal, Dyakkus!

Y un cuerno, Korthiman; este planeta me pertenece — contestó el hombrecillo, no menos fu­rioso que su contrincante.

Yo lo invadí primero...

¡Mentiroso! Siempre has sido un embustero y has alardeado de conquistas que no sólo han sido producto de tu mente calenturienta.

La Tierra es mía; yo tengo derecho a invadirla...

¡Está equivocado, Korthiman! —gritó de pronto la muchacha.

Los ojos de Sawson fueron hacia Annalee.

Pero, ¿qué dice? ¿Cómo se atreve usted...? — barbotó, colérico.

¿Tiene usted permiso de invasión?

¿Cómo? ¿Permiso de...?

Ya lo ha oído —dijo Annalee, muy seria—. Para invadir este planeta, se necesita un permiso en toda regla. ¿O es que cree usted que nos deja­mos invadir por cualquiera?

Eso no lo sabía yo —contestó Sawson, des­concertado.

Aquí estamos cansados de que vengan gen­tes de otros mundos a invadimos. Era ya dema­siada anarquía, así que decidimos exigir un per­miso en regla a todo invasor. Tal como lo ha he­cho el señor Gorths.

Sawson volvió los ojos hacia su rival.

¿Es cierto eso, Dyakkus? —preguntó.

Ya lo has oído, Korthiman —corroboró el interpelado, aunque no sabía adónde iba a parar la muchacha.

Pero... ¿dónde se consigue ese permiso?

En las oficinas del Ayuntamiento, natural­mente — respondió Annalee —. Hay varias venta­nillas donde se expenden licencias para perros, gatos y otros animales domésticos; licencias para matrimonios, licencias para conducción de auto­móviles, para construcción de edificios... Vaya us­ted a la ventanilla de «Actividades diversas». Allí le extenderán un permiso de invasión, por una cantidad irrisoria.

Sawson lanzó un bufido.

¿Qué pasaría si no quisiera sacar ese permi­so? — preguntó.

Tendría que atenerse a las consecuencias — contestó la muchacha, impasible—. Usted vie­ne de un planeta donde existen unas leyes, que todos los ciudadanos acatan, ¿no es así?

Claro — admitió Sawson a regañadientes.

Pues aquí sucede también lo mismo. Consi­ga esa licencia y podrá invadir todo lo que le dé la gana, como ha hecho mi amigo Dyakkus.

Así es, Korthiman — terció Gorths, muy com­placido—. De lo contrario, corres el peligro de que te expulsen del planeta.

Sawson guardó de pronto su tubo. Annalee se sintió muy aliviada al ver el éxito de su treta.

Iré a sacar ese permiso —dijo Sawson—. Y entonces, Dyakkus, prepárate, porque, te guste o no, la Tierra será mía, ¿entendido?

Ya no habló más; giró sobre sus talones y, un segundo más tarde, se elevaba raudamente en el aire, desapareciendo en la oscuridad de la no­che instantes después.

Annalee se tambaleó. Gorths acudió solícito en su ayuda.

¿Se siente mal, muchacha? —preguntó.

No sé... ¿He visto bien, Titty?

Gorths sonrió comprensivo.

Sí, ha visto perfectamente — contestó —> Sawson se ha elevado en el aire. Y yo también puedo hacerlo cuando se me antoje.

¿Por... medio de ese tubo...?

En efecto.

 Annalee dirigió al hombrecillo una mirada llena de aflicción.

En... entonces... es cierto que usted no... no es terrestre...

Gorths hizo un movimiento de cabeza.

No soy terrestre, desde luego — concordó —; pero éste no es tema importante por el momen­to. Lo que sí tiene verdadera importancia es que Sawson haya conseguido localizarme, y ello signi­fica, si no me equivoco, que nos va a dar mucha guerra de aquí en adelante.

 

CAPÍTULO VI 

Lo lamento —dijo Wren—. Confieso que sentí un verdadero terror cuando me vi suspen­dido en el vacío, a ciento veinte metros de la ace­ra. Hubiera querido callar, pero ese condenado Sawson estaba dispuesto a soltarme. No sé qué condenada arma empleó, pero...

Dyakkus podría explicártelo si quisiera — le contestó Annalee—. ¿Se lo explicará? —consultó, dirigiéndose al hombrecillo.

No lo comprendería —refunfuñó Gorths—. No lo comprenderían ninguno de los dos.

A ver si nos toma por retrasados mentales — protestó el joven—. Annalee es doctora en me­cánica y yo tengo mi diploma de químico. Algo de cultura tenemos, vamos, digo yo.

De todas formas, no quiero decir nada. Y gracias a la idea de Annalee, vamos a vemos li­bres de Sawson.

¿Qué idea? —preguntó Wren.

Le dije que tenía que ir a las oficinas muni­cipales para sacar un permiso de invasión —ex­plicó la muchacha riendo.

¿Permiso de invasión? Yo voy a volverme loco —dijo el joven, tapándose la cara con las manos.

Lo del permiso fue un truco para alejarlo de aquí, pero que Sawson y yo somos invasores es tan cierto como que ahora estamos los tres aquí reunidos — dijo Gorths, muy serio.

Wren miró a la muchacha. Annalee contestó con un gesto silencioso, como queriendo decirle que era preciso seguir la corriente al singular in­dividuo.

Bueno —añadió Gorths—, basta de char­la; ya hemos perdido demasiado tiempo y yo ten­go mucho trabajo por delante.

El hombrecillo se marchó y los dejó solos. Wren buscó los licores y se sirvió una copa.

Annalee, ¿tú crees que Dyakkus hablaba en serio? —preguntó, después de un par de tragos.

Algo habrá de verdad en lo que dice —con­testó ella—. Salvo su nombre, no sé quién es ni qué pretende realmente, pero tengo el presenti­miento de que, sobre todo, no quiere hacernos ningún daño.

En eso estoy de acuerdo. Pero... ¡creerse invasor de la Tierra! Un invasor solo... ¡Es ridícu­lo, Annalee!

Hay otro, Mark, recuerda —dijo la joven.

Bueno, dos invasores, admitámoslo. Sin em­bargo, la palabra invasión da la idea de mucha gente armada, de una tropa numerosa dispuesta a todo con tal de lograr la conquista de su obje­tivo... y aquí no sucede nada de eso.

Quizá Gorths vale por un millón de solda­dos, Mark.

Gorths y también el otro. Cada vez que re­cuerdo que me tenía suspendido en el aire, me siento encanecer.

Annalee estaba muy pensativa.

También a mí me gustaría conocer el secre­to de ese tubo misterioso — convino.

¿No podrías intentar quitárselo para ver cómo es y lo que tiene dentro?

Nunca lo suelta, Mark. Siempre lo lleva en­cima y no me parecería correcto arrebatárselo a la fuerza.

Wren suspiró.

Algún día conseguiré apoderarme del tubito ése —murmuró.

Por cierto, ¿qué dijo tu tío de la fórmula de la nueva goma? —preguntó la muchacha.

Estamos fundiendo la cantidad necesaria para cuatro neumáticos. Una vez los hayamos fa­bricado, los montaremos en el carretón de prue­bas que tenemos en el patio trasero del laborato­rio. Cuestión de un par de días, como máximo.

Me gustaría asistir a las pruebas, Mark.

Ya te avisaré, Annalee. Pero Sawson me preocupa, lo confieso. Es un tipo atravesado y...

Annalee se echó a reír.

No tienes que acordarte más de él — dijo —. A estas horas, con toda seguridad, alguien se ha­brá encargado ya de retirarlo de la circulación.

 

* * * 

Con paso decidido, Sawson entró en las ofici­nas municipales y buscó los distintos rótulos, has­ta encontrar el que deseaba. Había un par de per­sonas delante de él y esperó pacientemente hasta que le llegó el tumo.

El empleado de conceder licencias para «Acti­vidades diversas» era un individuo de unos cin­cuenta años, de aire entre socarrón y escéptico. Vio a Sawson delante de él y le preguntó qué de­seaba.

Una licencia para invadir la Tierra — decla­ró Sawson, muy serio.

Una licencia para... Ah, sí, claro —contestó el empleado, sin alterarse—. ¿Piensa estar mu­cho tiempo invadiendo por aquí?

Hasta que el planeta sea mío, naturalmente.

Le costará un poco, amigo. Invadir la Tie­rra no es cosa de un día.

Escuche, yo no he venido aquí a recibir con­sejos, sino a pedir un permiso...

Ya, ya, un permiso de invasión. Pero ¿sabe usted que, además, necesita asesores?

Sawson arqueó las cejas.

¿Asesores? —repitió, extrañado.

Claro, hombre, no vamos a dejar que vaya por ahí invadiendo sin tener la menor noticia de lo que tiene que hacer. Sería como soltar a un elefante en un jardín, y usted perdone la compa­ración.

Pero yo no necesito asesores; tengo ya mu­cha práctica en invadir planetas —alegó Sawson, encolerizado.

Eso será en su país; aquí tenemos otras cos­tumbres. ¡Pues no faltaría más! O admite los ase­sores o no le doy el permiso para invadir. ¡Menu­da responsabilidad la mía si hiciera una cosa se­mejante!

Está bien, está bien, llame a los asesores de una vez y acabemos cuanto antes.

Perfectamente. Siéntese ahí; ahora mismo los llamaré. Estarán aquí dentro de cinco minu­tos, señor... ¿Cómo ha dicho que se llama?

Sawson — contestó secamente el individuo.

Y se sentó en un banco de los que había en la sala de espera, maldiciendo interiormente de las absurdas leyes de la Tierra que exigían permiso de invasión y, además, con asesores.

Pero en cuanto pueda, me desharé de ellos y…

Transcurrieron algunos minutos. De pronto, Sawson vio entrar a dos fornidos individuos, am­bos vestidos de blanco. Se acercaron a la venta­nilla, hablaron con el empleado y éste les señaló al que creía un chiflado.

Sawson se puso en pie, ebrio de furor.

¡Me han engañado! —gritó—. Si creen que voy a ir a parar a un manicomio, se equivocan.

Y acto seguido, antes de que los enfermeros pudieran agarrarle, se tiró hacia la ventana y la atravesó con enorme estrépito de vidrios rotos.

Sonaron algunos gritos de angustia. Las ofici­nas estaban en un séptimo piso y los enfermeros se asomaron, creyendo ver ya un cadáver en el asfalto.

Pero lo que vieron fue a un hombre que se elevaba por los aires con velocidad increíble y que desapareció de su vista en contados segundos.

 

* * *

 

No soy muy rico, de lo contrario, tendría una pista de pruebas en regla — dijo Rex Thorne—. Por tanto, he tenido que contentarme con este carretón, aunque, a fin de cuentas, presta el mismo servicio que un coche de pruebas en una gran empresa.

Annalee asintió. A su derecha, Wren tenía la vista fija en los instrumentos que controlaban la marcha del vehículo de pruebas.

Gorths estaba también presente, aunque pare­cía que sólo en el aspecto físico. Cada vez que la muchacha le miraba, veía que el individuo tenía la mirada vaga, ausente, perdida en el espacio, como si no le importase en absoluto la prueba que se estaba realizando.

De pronto, Wren anunció:

Faltan diez vueltas para cumplir el primer plazo de veinticuatro horas.

El carretón seguía dando vueltas en círculo, sujeto por una larga vara metálica a un eje cen­tral, que le obligaba a una trayectoria continua. Sustancialmente, era la armazón de un automóvil, aunque desprovisto de carrocería. Sin embargo, llevaba una plataforma en la que habían coloca­do el peso suficiente para equipararlo al de cinco personas, con sus equipajes, a fin de conferir ma­yor autenticidad a la prueba.

El radio de giro era de unos diez metros. Ha­bía unos pequeños trechos de pavimento irregu­lar, con lo que el vehículo alternaba la rodadura sobre suelo liso con otro más accidentado. La vara que lo sujetaba era, además, replegable o extensible, según los casos, a fin de que las ruedas toca­sen las distintas clases de terreno que se habían preparado en el circuito de pruebas.

La velocidad podía alterarse igualmente, aun­que nunca alcanzaba cifras elevadas. Pero el mo­vimiento de giro llevaba ya veinticuatro horas sin interrupción alguna.

Voy a pararlo —dijo Wren de pronto.

El vehículo se detuvo. Thorne corrió a exami­nar los neumáticos. Apoyó la mano sobre uno de ellos y la mantuvo así durante un minuto.

Ni cincuenta grados —dijo, arrobado.

Cuarenta y dos y medio — puntualizó Wren, tras consultar el sensor de temperatura.

Y la «pastilla» no muestra el menor sínto­ma de desgaste. ¿Cuál es el recorrido realizado, sobrino?

Wren miró otro de los indicadores.

No mucho, menos de mil kilómetros —con­testó—. Pero los sensores indican desgaste nulo.

Pondremos las ruedas en tu coche y saldrás a correr todo lo que puedas en una autopista libre — dijo Thorne—. Colocaremos también los senso­res de temperatura y desgaste y veremos luego el resultado. Mañana puede estar todo listo, si nos damos un poco de prisa..., aunque tengo la im­presión de que, por fin, hemos dado con la solu­ción definitiva.

Gracias a Gorths, señor Thorne — indicó Annalee.

Por supuesto, muchacha. Y tengo que ha­blar con él, para comprarle la patente de esta ma­ravillosa fórmula. O, por lo menos, explotarla con­juntamente.

Creo que no pondrá demasiados inconve­nientes en aceptar sus propuestas —sonrió la jo­ven—. Ahí lo tiene, pensando sabe Dios en qué...

De repente, Gorths lanzó un estridente chillido:

Squribd! Squribd!

¿Qué está diciendo? —preguntó Thorne, desconcertado.

Dice que lo ha encontrado. Es el equivalen­te de «Eureka» en su idioma —sonrió Annalee.

Pero ¿qué es lo que ha encontrado?

Los ojos de Gorths brillaban de un modo sin­gular.

El acero terrestre, que ustedes creen tan bueno, es pésimo —dijo—. Yo he conseguido la fórmula para aumentar no sólo su resistencia a la tensión, sino su flexibilidad, y todo ello con una reducción de peso que le dará la ligereza del papel.

Wren y su tío se sentían atónitos. La joven, sonriendo, declaró:

Yo ya empiezo a acostumbrarme a sus «Eurekas» y ya no me sorprenden apenas. Pero, des­pués de lo que he oído, me parece que tendré que llamar a mi amigo el ingeniero de la «White Star Steel». Creo que le interesará el descubrimiento de Gorths.

¿Y todo eso lo guardaba dentro de la cabe­za? — exclamó Thorne, pasmado.

Gorths le miró con aire ofendido.

Y un montón de cosas más, de las cuales no tiene usted la menor idea —contestó.

 

CAPÍTULO VII 

La puerta del despacho se abrió y Sawson en­tró y se sentó frente a Schakt Schatky.

¿Estamos solos? —preguntó Sawson con brusquedad.

Absolutamente solos, señor —contestó el di­rector de la agencia.

Los micrófonos secretos no me importan; yo los he anulado ya antes de entrar aquí. Pero ¿no habrá nadie escuchando detrás de una puerta o de una pared?

Schatky se puso una mano sobre el pecho.

Señor Sawson, le juro solemnemente, por la memoria de mi madre, que en estos momentos no hay nadie en el departamento más que usted y yo — declaró.

Muy bien, entonces, vayamos al asunto, sin más rodeos. Se trata de Dyakkus Gorths, señor Schatky.

¿Qué es lo que quiere usted?

Encárguese de que lo maten.

Hubo un momento de silencio. Si Sawson es­peraba que Schatky se sintiese impresionado por su petición, se llevó un chasco. El director de la Agencia no se inmutó siquiera.

Lo único que hizo fue frotar el índice con el pulgar, en un gesto harto significativo, aunque no precisamente para el visitante.

¿Qué es lo que trata de decirme, hombre? — preguntó Sawson.

Dinero. ¿Es que no lo entiende?

Ah, debe ser parte de su lenguaje por señas. Está bien. ¿Cuánto quiere?

Veinticinco mil. — Schatky pensó que podía señalar una cifra muy alta; siempre habría tiem­po después de hacer una rebaja.

De acuerdo.

Ante la sorpresa de Schatky, Sawson metió una mano en el bolsillo y sacó un grueso fajo de billetes que lanzó sobre la mesa.

Treinta mil, pero no quiero fallos — dijo, a la vez que se ponía en pie —. Y, otra cosa, Schatky.

Sí, señor Sawson.

Rapidez, mucha rapidez. Mejor hoy que ma­ñana, ¿me entiende?

Costará un poco, pero lo conseguiré. Hoy, no, desde luego: tengo que buscar a...

Sawson se dirigía ya hacia la puerta.

Busque a quien sea, pero quíteme de en me­dio a Gorths —exigió.

Schatky se quedó solo, contemplando como en éxtasis aquel enorme montón de dinero.

¿Por qué no le habré pedido cincuenta mil? — se lamentó avariciosamente poco después. Saw­son igual le habría dado el dinero y...

Pero ya no había tiempo para lamentaciones. De todas formas, veinticinco mil iban a quedar limpios para él.

Un instante después, tomaba el teléfono. Mar­có una cifra y esperó a que alguien contestara al otro lado.

¿Duck? Soy Schatky —dijo—. Escucha un instante con atención. Ven a verme lo antes que puedas; tengo para ti un trabajito de cinco mil dólares. No tardes, es un asunto interesante; tú mismo puedes verlo al conocer la cifra que te ofrezco. Hasta luego, Duck.

 

* * * 

Ben York, ingeniero de la «White Star Steel», contempló asombrado el pequeño cuadernito lleno de cifras y letras que le ofrecía aquel estrambóti­co sujeto.

¿Y dice que con esta fórmula, el acero...?

Así es —corroboró Gorths—. Tendrá cuá­druple resistencia a la tensión, será tan flexible como el bambú o la mejor fibra de poliestireno y pesará, en igual volumen, menos que el papel.

York volvió los ojos hacia Annalee. La joven sonreía:

Tienes que hacerle caso, Ben —dijo—. Re­cuerda la fórmula que te envié hace días.

Ciertamente, el resultado superó a todas las previsiones...

¡Bah! —exclamó Gorths despectivamente—. Era la fórmula ideada por un chiquillo de primer curso Se matemáticas, en mi planeta, por supues­to. Pero eso es mucho mejor, infinitamente me­jor. Claro que me ha costado un poco más, porque he tenido que partir del detestable acero terrestre.

Oiga, los aceros de la «W.S.S.» son los me­jores del mundo, mejores incluso que los suecos — protestó York, muy irritado.

Annalee lo empujó hacia la puerta.

Haz una prueba —aconsejó—. No te cos­tará mucho en los hornos de ensayo de materiales de los laboratorios de tu empresa. Con un par de kilos de acero, tendrás más que suficiente para empezar, creo yo.

York asintió, un tanto torpemente, y se mar­chó. Gorths se fue hacia el laboratorio, murmu­rando frases poco menos que ininteligibles.

Wren y la joven quedaron a solas.

Ese hombre es una maravilla — comentó él.

No sé de dónde viene y, realmente, empiezo a creer ya que no es un terrestre, pero todo lo que hace da resultado.

Empezando por los neumáticos macizos. Son algo maravilloso, créeme.

Tu tío debe estar muy contento — sonrió ella.

Está que no cabe en el pellejo de satisfac­ción. Pero... eso de que Gorths declare pública­mente que es un invasor...

Tendremos que creerle, ¿no te parece?

Wren se quedó pensativo durante unos mo­mentos.

Luego dijo:

Quizá todos estos descubrimientos que nos regala tan generosamente forman parte de su plan de invasión, Annalee.

¿Cómo? —exclamó la muchacha.

Simplemente, nos hace regalos valiosos, con los cuales espera captarse nuestra simpatía y be­nevolencia. Es como atarnos con cadenas de oro, ¿comprendes?

Sí, pero es un hombre solo, Mark.

La Historia está llena de hombres solos que se apoderaron de la voluntad de millones de per­sonas — replicó él sentenciosamente —. No me gustaría que esto sucediese con Gorths, Annalee.

Ella guardó silencio unos instantes, antes de decir:

Yo le aprecio mucho, aunque, la verdad, me gustaría que fuese más sincero conmigo. Pero no veo cómo obligarle a que lo sea, Mark.

Para mí, el problema principal está en su tubo mágico. ¡Si pudiera conseguirlo! O, por lo menos, tener uno idéntico.

¿Has probado a pedírselo, siquiera sea pres­tado? — sugirió Annalee.

No, pero lo haré en cualquier momento — re­plicó el joven resueltamente.

 

* * *

 

Duck Gall había estudiado el terreno a concien­cia y sabía ya cuál era el mejor lugar para apostarse y ejecutar la siniestra misión que le habían confiado. Gall era un hombre que vivía de la muer­te de los demás, sin necesidad de estar empleado en una funeraria. Sencillamente, era un asesino profesional.

La noche era oscura, pero Gall divisaba per­fectamente las ventanas iluminadas del objetivo. En aquella casa, lo sabía bien, sólo vivían un hom­bre y una mujer.

El hombre era quien debía morir. Gall iba ar­mado con un fusil dotado de mira telescópica y silenciador. El fusil, además, tenía mecanismos de repetición automáticos, pero a Gall, corriente­mente, sólo le hacía falta un cartucho.

Esta vez se iba a ganar cinco mil dólares. La presa merecía la pena, se dijo, mientras se arro­dillaba en el suelo, a menos de cincuenta metros de la casa, en espera de la ocasión propicia para apretar el gatillo.

Gorths trabajaba mientras tanto, escribiendo con prodigiosa rapidez en un gran cuaderno de notas. Annalee entró de pronto en el laboratorio.

Si usted no viene a cenar, la cena tiene que venir a usted — dijo de buen humor, a la vez que dejaba una bandeja que llevaba en las manos so­bre una mesa —. Vamos, deje el lápiz y el cuader­no y venga a alimentarse. Los alimentos terres­tres, al menos, son apetitosos, creo yo.

Gorths se volvió hacia la muchacha y sonrió.

Si no fuese usted tan amable, le soltaría un bufido, por haberme interrumpido en lo mejor de mi labor —contestó.

¿Tan interesante es? —preguntó la mucha­cha, escéptica.

Mucho. Incluso le diré que es un problema no resuelto del todo en mi planeta.

¿Puede explicarme de qué se trata, Dyakkus?

Oh, sí, no hay inconveniente. Agua compri­mida, muchacha.

Annalee abrió la boca, pasmada por aquella respuesta.

¿A...gua comprimida? —repitió.

Exactamente. Estoy tratando de hallar el procedimiento para comprimir, por ejemplo, mil litros de agua y que, en lugar que ocupen el espa­cio de un metro cúbico, tengan suficiente con la tercera parte, por ejemplo. Resultaría una ventaja grandísima en los transportes, ¿verdad?

Pero... pero, físicamente, es imposible, Dyakkus —exclamó ella.

Gorths volvió a sonreír, a la vez que mo­vía la cabeza.

Tenía entendido que los terrestres eran in­crédulos y escépticos, pero no tanto —dijo, & la vez que agarraba un sustancioso bocadillo de car­ne picada—. ¿Es que no recuerda usted lo que he hecho hasta ahora?

Sí, claro. Pero no se enfade conmigo, Dyak­kus; no puedo evitar sentirme anonadada...

De repente, Gorths se quedó quieto, como es­cuchando algo. Annalee le miró alarmada.

¿Pasa algo, Titty? —preguntó.

Gorths tiró el bocadillo sobre la bandeja y sacó su tubo.

Hay un ser hostil en las inmediaciones de esta casa —anunció—. Quiere matarme, mucha­cha. quiere matarme.

Annalee lanzó un grito. Pero ya el tubo estaba enfocado hacia una de las ventanas.

En el mismo momento, Gall se disponía a apre­tar el gatillo de su fusil. Antes de que pudiera hacerlo, se sintió elevado en el aire por una fuer­za invisible y misteriosa.

Gall chilló de pánico cuando se vio volando por los aires a velocidad vertiginosa. Fue en vano que pateara y agitase los brazos, como tratando de impedir algo que no podía evitar.

Las luces de las casas se alejaron rapidísimamente, hasta casi desaparecer del todo. De pron­to, Gorths se guardó el tubo en el bolsillo.

La trayectoria ascendente de Gall se cortó de repente. Él asesino cayó a plomo desde unos mil doscientos metros de altura.

¿Qué ha pasado, Titty? —preguntó la mu­chacha, llena de angustia.

Nada —contestó el hombrecillo, volviendo imperturbable a su bocadillo de carne—. Ya nos enteraremos mañana por los periódicos.

 

* * * 

Annalee se dio prisa en leer el diario de la ma­ñana. No había la menor referencia a ningún su­ceso extraño, por lo que decidió que las palabras de Gorths pronunciadas la víspera eran sólo una broma.

Estaba terminando de preparar el desayuno cuando oyó un grito en el laboratorio.

«Vaya, otro "Eureka», murmuró para sí.

Gorths apareció a poco.

Voy a desayunar y luego estaré durmiendo diez horas de un tirón — anunció —. No he pega­do ojo en toda la noche.

Con gran detrimento de su salud —dijo ella, a la vez que le ponía delante un plato de huevos con tocino.

Nada de eso, Annalee. Pero incluso así mere­cía la pena.

¿Sobre qué versaba el Squribd de hoy, Titty? —preguntó Annalee.

¿Podría tu amigo York prepararme un re­cipiente de doscientos cincuenta decímetros cú­bicos de capacidad?

Annalee miró extrañada al individuo.

Supongo que sí, pero, dígame, ¿para qué lo quiere?

Habla con York y dile a ver si lo puede tener listo para esta tarde —contestó Gorths evasivamente.

Y acto seguido, se sumió en la fascinante ta­rea de consumir el desayuno, sin que Annalee, tur­bada y asombrada a un tiempo, se atreviese a interrumpirle con nuevas preguntas.

Acatando la indicación de Gorths, llamó por teléfono a York, quien le prometió hacer todo lo posible por tener dispuesto el recipiente a la ma­yor brevedad posible.

No podré construirlo yo, porque estoy con las pruebas de laboratorio del acero ultraligero, pero lo encargaré a un amigo mío, competente como el que más —declaró el ingeniero.

Suficiente. Gracias, Ben — dijo la muchacha.

Media hora más tarde llamaron a la puerta.

Annalee fue a abrir y se encontró frente a una mujer de unos cuarenta años, alta, pechugona y de rostro bien parecido.

— Soy la señora Kuntz — se presentó la visi­tante—. He leído su anuncio sobre un ama de llaves para esta casa y vengo a solicitar el puesto. 

CAPÍTULO VIII 

Gorths estaba en el laboratorio y la muchacha quiso hablarle del asunto, pero él dijo por señas que no le molestasen en absoluto. Annalee se vol­vió hacia la mujer.

¿Le importaría esperar unos minutos, seño­ra Kuntz? — rogó —. Por lo visto, el asunto es cosa del señor Gorths y debe ser él quien la admi­ta o la rechace.

No hay inconveniente, señorita — contestó Daisy Kuntz.

Annalee señaló un diván y la mujer se sentó allí. La joven pensó que, si no la Tierra, Gorths sí había invadido su casa y se portaba como un auténtico conquistador. Ella nunca había necesi­tado un ama de llaves; ordinariamente, se arre­glaba con una mujer que le hacía limpieza dos veces por semana. Pero, por lo visto, Gorths necesitaba más atenciones, aunque, se preguntó, ¿de dónde iba a sacar el dinero para pagar a la seño­ra Kuntz?

De pronto, se oyó un fuerte ruido en el labo­ratorio. Annalee y Daisy se pusieron en pie.

La puerta se abrió de pronto y Gorths salió corriendo a toda velocidad.

Annalee, necesito un tubo...

La precipitación de Gorths era tal que no se fijó en que la joven no estaba sola, hasta que tro­pezó con Daisy, a la cual se agarró fuertemente para no caer. Sujeto a su cintura, con el rostro apenas por encima del nivel de su pomposo bus­to, Gorths miró asombrado a la visitante.

¿Quién es usted? —preguntó.

Daisy Kuntz, señor —contestó ella—. He venido a solicitar el puesto de ama de llaves...

Una singular sonrisa apareció en los labios del hombrecillo.

¡Contratada! —exclamó, pero sin dar mues­tras de soltar a Daisy.

Titty —gritó Annalee—, yo no tengo dine­ro suficiente para pagar a la señora Kuntz.

Oh, eso no importa; su sueldo correrá de mi cuenta. ¿Qué piensa cobrar, señora Kuntz?

Trescientos dólares mensuales, manutención y alojamiento aparte, señor —contestó Daisy.

De acuerdo, señora... ¿Cómo ha dicho que se llama?

Daisy, señor Gorths.

Un nombre muy bonito. Annalee, necesito que vayas a comprarme un tubo de...

La joven tosió.

Quizás a la señora Kuntz no se atreva a pro­testar por cortesía, pero yo creo que debería soltarla — dijo.

Gorths se separó de la mujer.

Discúlpeme, Daisy — rogó.

No tiene importancia — contestó el ama de llaves—. Con su permiso, iré a por mi equipaje, que he dejado fuera, en el coche.

Sí, sí, vaya, Daisy —accedió Gorths, que parecía arrobado delante de la flamante ama de llaves.

Annalee decidió tomárselo con filosofía, en lu­gar de soltar unos cuantos gritos de protesta.

¿Qué hay de ese tubo, Titty? —preguntó.

 

* * *

 

Wren llegó a la tarde, con un periódico vesper­tino bajo el brazo. Apenas entró, Annalee le arre­bató el diario.

Muy pronto encontró la explicación de la falta de noticias en el diario de la mañana. El cuerpo sin vida de un tal Duck Gall había sido encontra­do poco antes de mediodía.

La noticia añadía que Gall había sido identifi­cado por su documentación personal, aunque la Policía se sentía desconcertada por el hecho de la aparición de su cadáver en un descampado, con todas las señales de haber muerto a consecuencia de una caída desde gran altura, mil o más metros. Pero una investigación a fondo había demostrado que, a la hora aproximada en que se había produ­cido la muerte, no había volado ningún avión so­bre la zona, lo cual aumentaba el misterio del suceso.

Tras leer la noticia, Annalee fue al laboratorio, donde ya estaban hablando los dos hombres, y les enseñó el periódico. Después de leerlo, Gorths dijo:

Era lo lógico, debió de caerse desde unos mil o mil quinientos metros de altura, no puedo calcularlo con exactitud.

Usted lo envió a las alturas con su tubo...

Porque pretendía matarme, muchacha.

Pero, ¿cómo lo sabe? ¿Quién se lo ha dicho, Titty?

Gorths sonrió de modo sibilino. Fue a un ar­mario del laboratorio, lo abrió y extrajo el rifle del asesino.

Lo encontré entre unas matas, esta madru­gada, antes de que amaneciera —explicó—. Salí a tomar un poco el aire y... Bueno, mis recelos estaban justificados, creo.

Annalee se sentía estupefacta.

Pero usted lo detectó o algo por el estilo — dijo.

No es que sea un telépata, aunque sí poseo la suficiente agudeza mental como para captar sentimientos muy hostiles hacia mí —respondió Gorths—. Me refiero a los sentimientos propios de una persona que desea matar a otra, ¿com­prenden?

El asombro de Wren no era menor.

Y ese hombre, por lo visto, se había apos­tado para matarle a usted a tiros — dijo.

Así es —confirmó el hombrecillo.

Oiga —exclamó Wren de pronto—, ¿cuándo me va a prestar usted su maravilloso tubo?

Gorths movió la cabeza.

Es demasiado pronto todavía para dejarlo en manos inexpertas —contestó.

Daisy asomó la cabeza en aquel momento.

La cena está lista —anunció.

¡Vamos, chicos, a cenar! —exclamó Gorths, a la vez que arrancaba disparado hacia la puerta del laboratorio.

Wren y la muchacha cambiaron una mirada.

Titty parece otro desde que ha contratado a la señora Kuntz —dijo ella.

El joven se echó a reír.

Quizá le ha caído simpática — apuntó —. ¿Me invitas a cenar?

Con mucho gusto, Mark —accedió Anna­lee—. ¿Cómo marchan los nuevos neumáticos ma­cizos?

La palabra no está bien empleada, porque al hablar de neumático, se menciona ya implícita­mente un espacio hueco. Pero las ruedas macizas, además de ser prácticamente insensibles al des­gaste, son también atérmicas.

En resumen, el sueño dorado de tu tío.

Justamente —corroboró Wren, al tiempo de salir ya por la puerta que daba a la sala. 

* * * 

Sawson leyó la noticia y arrugó el periódico, ebrio de ira. Demasiado comprendía lo que había sucedido.

No era culpa de Schatky ni de su esbirro. Sim­plemente, Gorths se había defendido, eso era todo.

Al día siguiente fue a visitar a Schatky. El di­rector de la Agencia se sentía desconcertado por lo que estimaba inexplicable muerte de su «em­pleado».

Era el mejor, se lo juro, señor Sawson —ex­plicó, un tanto nervioso, temeroso de los repro­ches de su subordinado—. El pobre Gall no había fallado jamás una misión...

No hablemos de eso —atajó Sawson, con falsa generosidad—. Gall está muerto y ya no se puede hacer nada por resucitarle. Hablemos me­jor del señor Gorths.

Sí, como usted diga...

Hay que buscar otro medio, y esta vez ha de ser infalible. ¿Se le ocurre a usted una idea?

Schatky reflexionó unos momentos. Al fin, dijo:

Creo que sí, que he encontrado una buena idea.

Explíquemela — pidió Sawson.

El director de la Agencia lo hizo así. Sawson no pareció muy convencido de sus explicaciones.

Le aseguro que Pete Brook no fallará — dijo Schatky—. Hará un poco de ruido y organizará un buen estropicio, pero eso será todo. Antes de que se acabe el día, Gorths habrá muerto. Y sin costarle un solo dólar más de la suma percibida — añadió, rebosante de magnanimidad.

Muy bien, llamaré mañana a las nueve de la mañana. Espero buenas noticias, señor Schatky — se despidió el visitante.

Las tendrá, señor Sawson — aseguró el otro. 

* * * 

La esfera, de la capacidad requerida, construi­da por el amigo de York estaba dispuesta en el centro del laboratorio. Además de Gorths, se ha­llaban también allí Wren, Annalee y el propio York.

Junto a la esfera, conectado a ella por un tubo flexible de acero, había un extraño aparato, de forma jamás vista por ninguno de los presentes. Wren hubiera dicho que parecía una bomba impelente, pero no tenía la forma de las bombas co­rrientes.

La supuesta bomba, a su vez, estaba conectada con un grifo. En el segundo tubo de conexión se había instalado un medidor de suma exactitud, que podía dar, incluso, las cifras de los centíme­tros cúbicos que pasaban por su interior.

Gorths conectó un cable a la corriente eléc­trica.

Abre el grifo, Annalee —indicó—. Ciérralo cuando haya salido un metro cúbico exactamente.

Está bien, Titty.

Agua comprimida... —murmuró York—. Un descubrimiento sensacional...

Pero si reduce el volumen, no puede, en cam­bio, reducir el peso —objetó Wren.

Gorths le dirigió una mirada furiosa.

Parece mentira que diga usted una cosa se­mejante — exclamó—. El aparato reduce el vo­lumen, no la masa, es un principio elemental de física. Tomemos un decímetro cúbico de madera; puede ser comprimido con toda facilidad, hasta que ocupe un espacio diez veces menor. Un decí­metro cúbico, según la madera de que se trate, puede pesar entre novecientos setenta y cinco gra­mos y trescientos, esto si se trata de una madera muy ligera. Pero el cubo comprimido no variará su peso...

Está bien, está bien, le entiendo de sobra, Titty —atajó Wren, un tanto picado por lo que estimaba una explicación para chiquillos.

Mil litros — anunció la joven, de repente.

Perfectamente, Annalee. Ahora, di a tus dis­tinguidos visitantes dónde has comprado el con­tador de agua.

Bueno, en una tienda especializada...

Donde se venden infinidad de aparatos si­milares.

Sí, Titty.

Lo cual excluye un posible falseamiento de las medidas.

Todos los contadores son inspeccionados por los técnicos del municipio. No puede haber trampa en sus medidas — contestó Annalee.

Gracias, muchacha, me doy por satisfecho con tus respuestas, y espero, lo mismo les suce­derá a los dos caballeros aquí presentes. Ahora, todos ustedes sitúense en las inmediaciones del recipiente que he colocado junto a la esfera que, teniendo una capacidad de doscientos cincuenta litros, almacena, sin embargo, un millar.

York estaba atónito. En cuanto a Wren, em­pezaba ya a acostumbrarse a las genialidades de aquel singular sujeto, que aseguraba ser un inva­sor de la Tierra.

Junto a la esfera había un recipiente metáli­co, de forma oblonga, en el que cabían holgada­mente mil litros de agua. Gorths pulsó una pe­queña tecla y acto seguido, por un orificio de la esfera, empezó a salir una sustancia con aspecto de jarabe, que se derramó en el acto sobre el re­cipiente.

El líquido, a los pocos segundos, perdía su con­sistencia y se hacía completamente claro y trans­parente.

Pueden tomar un vaso y probarlo — invitó Gorths —. Es agua, agua pura, descomprimida después de haber permanecido en el interior de la esfera, en estado de reducción a una cuarta par­te de su volumen habitual. ¿Se dan cuenta de lo que significa esto para el transporte y almacena­miento, no solamente de agua, sino de toda clase de líquidos?

La prueba era irrefutable. No cabía la menor trampa en lo que estaban viendo.

Esto derrumba una de las teorías inmuta­bles de la física —dijo York—. El agua ha deja­do ya de ser un líquido incompresible.

El agua puede que ya no sea incompresible — murmuró Wren—, pero lo que sí resulta «in­comprensible» es la forma en que este hombre lo ha conseguido.

Pues no se quejen ustedes, porque ni siquie­ra en mi planeta hemos llegado a tanto, así que la Tierra será la primera en beneficiarse de mi descubrimiento — dijo Gorths, muy ufano.

Ahora yo me pregunto: ¿Cuál será su próxi­mo Squribd? —sonrió Annalee, refiriéndose a la palabra que Gorths empleaba cada vez que rema­taba una de sus obras.

De repente, se oyó un estruendo espantoso en el exterior de la casa. El suelo retembló con vio­lencia.

En la sala, la señora Kuntz lanzó un chillido de pavor. 

CAPÍTULO IX 

Wren corrió hacia una de las ventanas. A tra­vés de los cristales, vio un espectáculo insólito.

Una gigantesca pala excavadora, movida por un potentísimo motor, avanzaba hacia el edificio, alumbrándose con los reflectores del morro. Las ruedas del colosal artefacto alcanzaban casi los tres metros de altura, con el grosor correspon­diente.

Al joven se le heló la sangre en las venas. Aque­lla máquina podía destruir tan fácilmente el edi­ficio, como si se tratase de un castillo de arena.

En la cabina del vehículo, Pete Brook sonreía satisfecho. Le habían pagado mil dólares por un trabajo harto sencillo. Claro que luego vendrían las complicaciones, pero con declarar que creía que la casa estaba deshabitada, todo se arreglaría sin demasiadas dificultades.

La máquina estaba ya a menos de diez metros de la casa y su avance parecía incontenible. Parte del jardín había sido ya destrozado por aquellas gigantescas ruedas.

No se preocupen —dijo Gorths.

Y, una vez más, sacó su famoso tubo.

La pala mecánica se detuvo en el acto.

Brook frunció el ceño y dio gas a fondo. El motor rugió ensordecedoramente, pero el arte­facto no avanzó un solo metro más.

Pero ¿qué diablos pasa aquí? —gritó, ciego de furor.

De repente, se oyó un tremendo ruido de pie­zas rotas, a la vez que empezaba a salir humo por todas partes. El motor, sometido a un tremendo esfuerzo, acababa de romperse literalmente.

Casi en el acto, la máquina empezó a retro­ceder.

Wren y los demás se sentían atónitos. En cuan­to al conductor del artefacto, lo que sentía era verdadero pánico.

De repente, la máquina empezó a retroceder, lentamente al principio, con mayor velocidad des­pués. Brook chilló, invadido por el terror.

El miedo le hizo abrir la puerta. Cometió un error imperdonable.

Una fuerza misteriosa le arrebató en sus bra­zos invisibles, haciéndole volar a tal velocidad que, en pocos segundos, las ropas se le rompie­ron y se desperdigaron por todas partes. Su cuer­po quedó desnudo, pero él, ahogado por la espan­tosa velocidad que llevaba, ya no sentía nada.

Ni siquiera se enteró de que se estrellaba con­tra el suelo, a más de cincuenta kilómetros de distancia. No mucho antes, la pala se había de­tenido ya, en medio de la calle, cuando Gorths hizo cesar la acción del tubo.

Después de que hubo presenciado aquella in­creíble escena, York se volvió hacia Annalee y le pidió una copa, pues necesitaba un trago con ur­gencia.

En cambio, Wren se sentía mucho mejor; a fin de cuentas, empezaba a acostumbrarse a las «excentricidades» de Gorths. 

* * * 

Una patrulla de la policía acudió a investigar, y Wren declaró que el conductor de la máquina había escapado, sin duda aterrado de su obra.

Debía de estar borracho —añadió, con lo cual satisfizo la curiosidad de los agentes, a los cuales hubiera resultado ocioso dar más explica­ciones.

Eso es cosa de Sawson — dijo Gorths, furio­so, cuando los policías se hubieron marchado.

Pero ¿por qué le quiere tan mal ese indi­viduo, Titty? —preguntó Annalee.

Simplemente, tiene celos de mí.

Wren arqueó las cejas.

¿Celos? ¿Hay alguna mujer de por medio?  exclamó.

Oh, no se trata de eso. Yo me refería a celos profesionales.

Sigo sin entenderle, Titty —gruñó el joven.

Simplemente, yo soy mejor invasor que él —  contestó Gorths muy serio—. Sawson es un presuntuoso y alardea de invasiones que no ha realizado jamás. Sabe que no puede competir con­migo y eso le pone frenético.

Ya —dijo Wren con sorna—. Y, ¿cuáles son las marcas respectivas?

Treinta y dos por diecinueve. Por supuesto, yo soy el que ha invadido y conquistado treinta y dos planetas. La Tierra será el número treinta y tres.

York se derrumbó sobre un sillón, agarrándose la cabeza con ambas manos.

A mí me va a dar algo —gimió.

Es que hay duda sobre el momento de nues­tra llegada a la Tierra — siguió Gorths, impasi­ble—. Creo que yo fui el primero, por lo que la invasión y conquista de este planeta me corres­ponde a mí. Pero Sawson me lo disputa, porque, sin ningún género de dudas, nunca se ha invadido y conquistado un planeta de tan excelentes condi­ciones como la Tierra.

Todo eso está muy bien —dijo Wren—, pe­ro ¿por qué no se lo reparten entre ambos, como buenos hermanos?

Imposible. Nuestras leyes disponen que a cada planeta le corresponde un solo invasor. Por tanto, Sawson tiene que marcharse de aquí.

En algún platillo volante, claro — terció An­nalee.

Gorths se volvió hacia la joven.

¿Cómo lo ha adivinado? —inquirió.

Psh, intuición femenina — contestó ella con cierta displicencia en su tono.

¿Dónde está su astronave, Titty? —quiso saber York, que ya empezaba a acostumbrarse a lo que hasta hace unos momentos había juzgado una conversación de locos.

Ah, eso no voy a decirlo, claro —respondió Gorths.

—Este hombre —murmuró el ingeniero— ha inventado una goma especial, que derrumbará los precios de las fábricas de neumáticos; ha ideado un acero ultraligero, es capaz de comprimir el agua... ¿Cuál será su próximo...? ¿Cómo dice us­ted cuando tiene que exclamar «Eureka», Titty?

«Squribd» —contestó el individuo sonrien­do.

Bien, ¿cuál será su próximo «Squribd»?

Oh, estoy dudando entre una microcomputadora, que tendría el tamaño de un maletín de aseo y sustituiría ventajosamente a esas enor­mes y fastidiosas calculadoras terrestres, lentas y que ocupan demasiado espacio, o un sistema de producción de fuerza motriz, eléctrica, por su­puesto, y que sería generada por un motor que consumiría cualquier materia como combustible.

Eso ya está inventado aquí — rezongó York—. Se llama caldera de vapor...

Pero en la caldera de vapor quedan resi­duos: humo, vapor y cenizas; y en mi motor se consumiría absolutamente el combustible, sin contaminar la atmósfera. Además, dígame si pue­de hacer funcionar una caldera de vapor con un puñado de papeles o un cubo de basura.

York abrió la boca.

¿Usted... es capaz de construir ese motor? — preguntó.

Sí — respondió Gorths con voz firme.

Se... sería lo que aquí se llama energía... másica y que se estima imposible de construir — dijo el ingeniero con voz temblorosa.

Titty lo conseguirá, ya lo verás —intervino Wren sonriendo—. O no sería el «Hombre-Eureka».

Más tarde, Wren consiguió un aparte con An­nalee.

Tenemos que evitar que Gorths sufra el me­nor daño por parte de ese maniático que es Saw­son — dijo.

Sí, pero no tengo la menor idea de cómo evitarlo —respondió la joven.

La solución es sencilla —manifestó Wren—. Simplemente, se trata de buscar a Sawson. 

* * * 

He llegado a una conclusión — dijo el joven al día siguiente, en una charla telefónica con Annalee—. Sawson no se atreve a plantar cara di­rectamente a Titty. Ya lo intentó una vez y fra­casó. Tú misma viste el duelo que sostuvieron con los tubos, ¿no es así?

Cierto —convino Annalee.

Por tanto, resulta obvio que Sawson ha en­cargado a otros de la tarea de eliminar a Gorths. Ya lo ha intentado varias veces y, hasta ahora, han fracasado. Pero ¿no parece lógico pensar que un día puedan conseguir su objetivo?

Así es, Mark.

Bueno, mi idea es investigar. Sawson encar­ga a alguien esos «trabajitos». Yo encontraré al que los ordena ejecutar y éste me conducirá has­ta Sawson.

La idea es buena, pero debes tener mucho cuidado, Mark —recomendó la joven.

Descuida — rio Wren—, andaré con pies de plomo.

Al llegar la tarde, había conseguido averiguar la ubicación de uno de los lugares más frecuen­tados por Pete Brook, el conductor de la excava­dora, cuyo cadáver había sido ya hallado e iden­tificado.

El sitio no era ciertamente muy recomendable. Se trataba de una taberna de pésima reputación, pese a su aspecto relativamente limpio y deco­roso. Sabiendo el ambiente que debía frecuentar, Wren se puso ropas adecuadas y acudió a «Silver Fish» poco después de las siete de la tarde.

Se acercó al mostrador y pidió un «whisky». A los pocos momentos, se le aproximó una estre­pitosa rubia, de escote nada modoso y curvas exu­berantes.

No es bueno que el hombre esté solo — dijo sonriendo.

La compañía de una mujer guapa es siem­pre grata —contestó Wren—. ¿Qué bebes, pre­ciosa?

En serio, agua coloreada y azucarada — con­testó ella en voz baja—. Tengo que estimular a los clientes, ¿comprendes?

Wren le guiñó un ojo. Luego alzó la mano:

Dos «whiskys» —pidió en voz alta.

Luego dijo su nombre. La rubia declaró llamarse Polly.

Me agrada que te llames Mark —añadió.

Es un nombre al que estoy acostumbrado desde niño — rio él —. Por cierto, y aunque esté a gusto a tu lado, ¿puedes decirme si ha venido hoy por aquí un tipo llamado Pete Brook? Somos muy amigos, ¿sabes?

Polly puso cara de pena.

Pero, ¿no conoces la noticia? Pete ha muer­to — exclamó.

¡Oh! —dijo Wren, fingiendo consterna­ción—. Tenía que entregarle algo de importan­cia... Estaría casado, supongo; hace ya tantos años que no nos veíamos...

Pete era soltero, aunque tenía mucha amis­tad con una chica llamada Jane Halton. Si quie­res, te daré su dirección, Mark.

Wren sonrió.

Te lo agradeceré infinito, Polly, y no sólo con palabras —contestó.

La forma práctica de agradecer la información consistió en tres billetes de diez dólares, que de­saparecieron en el generoso escote de la rubia. Polly suspiró cuando se enteró de que Wren se disponía a marcharse.

Lo siento, pero se trata de un asunto ur­gente — se disculpó él —. Vendré otro día por el «Silver Fish»; te lo prometo. 

* * * 

Jane Halton era también rubia, aunque mu­cho menos agraciada que Polly. Y, desde luego, pensó Wren después de las primeras palabras, bastante más hostil.

No tengo por qué decirle para quién traba­jaba Pete — contestó Jane desabridamente al re­querimiento del joven—. No se lo he dicho a la policía, de modo que tampoco se lo voy a decir a usted.

Wren sonrió, sin desanimarse por la respuesta.

Es que la policía no ha empleado el méto­do que voy a emplear yo — manifestó.

El miedo apareció en los ojos de Jane.

Oiga, no irá a pegarme —exclamó, alar­mada.

No tema —la tranquilizó él—. Mis métodos son muy diferentes y, espero, mucho más persua­sivos.

Sacó un rollo de billetes y lo mostró ostentosamente ante la mujer. Los ojos de Jane despidie­ron en el acto un gran brillo de codicia.

¿Para quién trabajaba Pete? —preguntó Wren.

La mano de Jane se alargó rápidamente hacia el dinero. Wren retiró la suya con no menor ve­locidad.

Conteste antes—exigió.

¿Cuánto me va a dar? —quiso saber ella.

¿Cuánto cree usted que vale la información?

Doscientos cincuenta.

Wren contó el dinero y lo puso en las manos de Jane.

Hable —pidió.

Agencia Schatky, Séptima Avenida, doscien­tos once. Es todo lo que sé.

Wren dio media vuelta y se dirigió hacia la salida.

Si veo que me ha engañado, volveré y en­tonces sí que le moleré las costillas a palos —ame­nazó.

Jane no dijo nada. Lo único que lamentaba era no haber pedido más dinero a su visitante.

Estaba segura de que Wren habría pagado el doble por la información solicitada, pero era tar­de para quejarse de algo que no tenía ya re­medio. 

CAPÍTULO X 

Antes de ir a la Agencia Schatky, Wren perma­neció largas horas vigilando el edificio desde un lugar adecuado. Su espera paciente y tensa obtu­vo al fin la adecuada recompensa.

Dos hombres entraron en el edificio. Wren los reconoció en el acto.

Eran los mismos que le habían amenazado, semanas atrás y a los cuales había derribado de sendos puñetazos. Esperó un poco más y los vio salir a la calle.

Ahora ya no le cabía la menor duda de que los hampones trabajaban para la Agencia. Una vez tuvo la seguridad de que se habían alejado, cruzó la calle y se metió en el edificio.

Mientras subía en el ascensor, se pegó un bi­gote postizo y se puso unas grandes gafas de color. En los primeros momentos resultaría con­veniente evitar ser identificado.

Momentos después, leía un rótulo de la Agen­cia. Una sonrisa curvó sus labios.

Con que Investigaciones Generales, ¿eh? — murmuró, a la vez que pulsaba el llamador.

Una voz surgió a los pocos momentos por un altoparlante invisible:

Diga su nombre y exprese sus deseos, por favor.

Smith, Red Smith —contestó el joven con todo desparpajo—. Deseo encomendarle una in­vestigación, señor Schatky. Es decir suponiendo que usted sea...

Soy Schatky, en efecto. Tenga la bondad de pasar y aguardar unos minutos en la antesala.

La puerta se abrió por sí sola. Wren entró y tomó asiento. Encendió un cigarrillo y tomó una revista para entretenerse, simulando no darse cuenta de que era escrutado a conciencia por una cámara oculta de televisión.

A los pocos minutos, se abrió otra puerta y el director de la agencia apareció ante sus ojos.

Soy Schatky — se presentó, sonriente —. ¿Cómo está, señor Smith?

No me llamo Smith, sino Wren, y vengo a que me diga usted dónde vive Korthiman Sawson.

La sonrisa se congeló en el rostro de Schatky. Su gesto se tornó hostil.

Señor mío, sepa que jamás doy información sobre mis clientes — declaró altaneramente.

De éste sí, me dará información — vaticinó Wren—. Y no le voy a ofrecer siquiera dinero, porque me imagino que Sawson le habrá pagado mucho más de lo que yo podría darle. Pero, en cambio, le diré que fui yo quien golpeó y dejó inconscientes a la vez a dos hombres.

Las gafas y el bigote fueron a parar a un rincón. Schatky se quedó boquiabierto un ins­tante.

Después, su nuez empezó a subir y a bajar espasmódicamente. Al fin pudo articular unas pa­labras:

Usted es... Mark... Wren...

Tengo el honor de llamarme así desde el día de mi nacimiento —contestó el joven son­riendo.

 

* * *

 

No sé dónde vive Sawson —declaró Schat­ky tras unos minutos de profundo silencio.

Estoy inclinado a creerle, pero, dígame, ¿cómo se pone en contacto con él?

Sawson suele llamar por teléfono un par de veces al día y yo le dejo los mensajes gra­bados. Pero ahora no es seguro que llame.

— ¿Por qué?

Schatky sudaba copiosamente.

Por favor, no me obligue...

Escuche, Silas, soy yo quien le pide que no me obligue a irle rompiendo los huesos uno a uno y eso es lo que sucederá si no muestra espí­ritu de cooperación. Soy muchísimo más fuerte que usted, cosa que salta a la vista en el acto, así que si quiere conservar intacta la osamenta, empiece a hablar. ¿Entendido?

Sawson me llamará dentro de... de dos días — dijo Schatky, aterrado ante la sola idea de ver­se en las manos del hombretón que tenía frente a sí.

¿Por qué no le llamará antes?

El director de la Agencia se pasó una mano por la garganta.

Me... me ha encomendado el se... secuestro de... de Gorths —contestó finalmente.

Y le ha dado cuarenta y ocho horas de plazo para ejecutarlo.

Sí, señor...

¿Quiénes van a ser los secuestradores?

Ti... Tino y Zorani y Mawrer Lam.

¿Son los mismos que quisieron intimidarme en mi casa?

Sí.

Bien, supongamos que realizan el secues­tro. ¿Qué deberán hacer a continuación?

Sawson me ha dado un pequeño transmisor de radio, que lleva Lam. Una vez que hayan rap­tado a Gorths, Sawson les dará el resto de las instrucciones a través del aparato.

Entiendo. De modo que si se consuma el se­cuestro, usted estará ya libre de todo compromiso con Sawson.

Así es. Yo... yo le he dicho que, después de este asunto, ya no quiero saber nada de él y...

Wren miró fijamente al aterrado individuo que tenía frente a sí.

Schatky, usted ha organizado más de un atentado contra Gorths, que es un buen amigo mío — dijo en tono acusador —. No hay más que recordar, por ejemplo, los nombres de Pete Brook y de Duck Gall. Voy a darle un consejo: tómese unas largas vacaciones, muy largas, que duren unos cuarenta años, pero fuera de la ciudad, naturalmente. Ahora que es tiempo, váyase... antes de que las vacaciones que le propongo sean defi­nitivas.

Schatky asintió. Wren se puso en pie.

Entonces —añadió de pronto—, no tiene sentido que le telefonee dentro de dos días.

Quizá sea para encomendarme otro... otro asunto...

Olvídelo. Haga lo que le he dicho y váyase de la ciudad unos cuantos años, para siempre mejor, si es posible —dijo el joven con brus­quedad.

 

* * *

 

Al hombrecillo le llamaban Hamlet por su afi­ción a declamar continuamente pasajes de las obras de Shakespeare, pero su no muy elevada estatura había vedado en más de una ocasión los principales papeles en muchas obras dramáticas. No obstante, era un buen actor, y Wren lo conocía de los tiempos en que había pretendido ser pe­riodista en la televisión.

El apellido de Hamlet era Vynn y, el joven lo sabía muy bien, en los últimos tiempos andaba algo escaso de fondos. Wren lo encontró en el bar de la emisora y se lo llevó aparte a una mesa, con el apetitoso cebo de un bocadillo de carne picada y una jarra de cerveza.

Necesito un favor de ti — dijo, apenas estu­vieron sentados—. Será un papel bastante breve, pero ganarás cien dólares.

Vynn miró recelosamente a su interlocutor.

¿De qué se trata, Mark? —preguntó.

Simplemente, de hacer el doble de una per­sona que tiene, más o menos, tus características físicas.

¿Con su mujer?

No seas bruto, hombre. El personaje de quien te hablo es soltero. O, por lo menos, no sé que esté casado.

Eso ya me gusta menos, Mark.

Wren suspiró, porque conocía la inveterada afición a las faldas de su oponente. Y lo cierto era que, en muchas ocasiones, Vynn conseguía éxitos inexplicables.

Ahora no hay mujeres de por medio, sólo cien dólares —insistió.

Vynn se encogió de hombros.

En estos momentos, no tengo elección — di­jo—. ¿Cuánto durará?

 Oh, unas horas solamente. De un modo aproximado, puedo decirte que empezarás a las nueve o las diez de la mañana hasta el anochecer, un poco más acaso, pero nunca hasta la media noche.

Está bien, de acuerdo, Mark.

Tendrás que desempeñar el papel de un cien­tífico, ya sabes, bata blanca, gestos maquinales, como de hombre profundamente concentrado en sus pensamientos...

Ya, ya, y de cuando en cuando, escribiré algo en un cuaderno y me rascaré la cabeza o los sobacos — dijo Vynn con ironía.

Wren puso sobre la mesa una fotografía, to­mada sin que Gorths se diera cuenta.

Estudia al personaje —dijo—. Iré a buscarte a las ocho de la mañana a tu casa. Ah, tu nombre es Dyakkus Gorths, ¿entendido?

Vynn lo anotó al dorso de la fotografía. Wren, satisfecho, se puso en pie.

Hasta mañana, Hamlet — se despidió.

No olvides llevar contigo los cien dólares, Mark —le recordó el individuo.

 

* * * 

Lo que Wren no sabía/porque Schatky se lo había ocultado, era que en lugar de dos, iban a ser cuatro los hombres que iban a intervenir en el secuestro.

Además de Zorani y Lam, actuarían Tommy Kebisch y Dan Beyr. Zorani, en aquellos momen­tos, llevaba la voz cantante y trazaba los planes de la operación, con un mapa de carreteras sobre la mesa en torno a la cual se habían congregado los cuatro individuos.

Maw y Tommy secuestrarán al científico — decía—. Será fácil, es un hombre pequeño y de pocas fuerzas. Irán por la parte de atrás de la casa y se dirigirán rectamente al laboratorio. Na­da de sangre ni demasiada violencia, de esto, sólo lo justamente para reducir al tipo. ¿Enten­dido?

¿Qué pasará si hay más gente en la casa?

quiso saber Beyr.

Zorani le entregó un pulverizador.

Gas narcótico — indicó —. Con que duermas a los «objetantes», será más que suficiente.

¿También al doctor ése?

Si se muestra muy alborotador, por supues­to, aunque más convendría que fuese con voso­tros aparentando que os acompaña amistosa­mente.

Está bien. ¿Qué más?

Tommy y yo estaremos aguardando en el recodo de las rocas que hay en el Camino Viejo de las Colinas Derwent. Allí, para despistar, ha­remos el traslado del secuestrado hasta nuestro coche. De la segunda etapa del asunto, nos encar­garemos nosotros dos.

Está muy claro — dijo Kebisch.

Ah, otra cosa; el asunto deberá quedar listo antes de mediodía.

¿Y por qué no durante la noche? Me parece mejor, creo yo — alegó Beyr.

No sabemos si tienen perros policías en el jardín durante la noche o alguna alarma especial. En todo caso, durante el día tienen que desapare­cer las alarmas y los perros, para que la gente pueda entrar y salir normalmente de la casa. Y actuando por la parte trasera, el asunto se pre­sentará muy fácil.

Conforme —dijo Kebisch—. Ahora, por fa­vor, Tino, háblanos de la recompensa.

Sawson se había vuelto a mostrar otra vez generoso.

Cinco mil para cada uno —respondió Zorani, a la vez que sacaba un impresionante fajo de billetes.

Beyr soltó un fuerte silbido.

¿Y no tenemos que pedir rescate? —pre­guntó, una vez rehecho de la impresión.

No. Simplemente, hemos de entregar al se­cuestrado a una persona que lo está esperando en un lugar acordado de antemano —contestó Zorani.

 

* * *

 

Daisy hizo un gesto de asentimiento después de que Wren le hubo explicado sus deseos.

Creo que accederá —dijo.

De usted depende, Daisy —sonrió el jo­ven—. Gorths corre peligro y nosotros queremos evitar que sufra el menor daño.

Déjelo de mi mano, señor —aseguró el ama de llaves.

Y se encaminó hacia el laboratorio.

Wren y Annalee, que había asistido también a la conversación, quedaron a solas.

No comprendo un odio semejante, Mark — declaró la muchacha, sumamente preocupa­da—. O quizás es que no conozco bien el alma humana..., pero yo siempre oí hablar de que los hombres de otros planetas serían amables, pací­ficos..., que habrían logrado desterrar sentimien­tos nocivos que todavía nos atenazan a nosotros...

Suponiendo, claro está, que Gorths y Saw­son sean seres de otro planeta, Annalee.

Después de todo lo que has visto, ¿todavía te queda alguna duda?

No sé... —dudó Wren—. Hay veces en que sí, pienso que es posible, pero en otras me digo que es imposible que seres nacidos en otros mun­dos hayan podido llegar a la Tierra desde su pla­neta, situado a muchísimos años luz de distancia. ¿Qué clase de astronaves emplean, capaces de vo­lar a velocidades enormemente superiores a las de la luz?

Pueden hacer el viaje en estado de hiberna­ción; así, aunque estén varios años en el espacio...

Imposible —le contradijo Wren con ener­gía—. Si hemos de creer a Gorths, quien asegura haber invadido ya treinta y dos planetas, ello ne­cesitaría una cantidad enorme de tiempo, tal vez siglos. Y, aun así, treinta y dos planetas no se «invaden» y «conquistan» en otros tantos años. Por tanto, Gorths, pese a su apariencia, tendría que ser un hombre de edad muy avanzada...

Daisy salía en aquel momento del laboratorio, lo que cortó las especulaciones de la pareja.

El ama de llaves sonreía satisfecha.

¿Y bien? —preguntó Wren.

Problema solucionado — contestó Daisy.

¿Ha resultado muy difícil, señora Kuntz?

El ama de llaves soltó una risita.

En cuanto se lo propuse empezó a dar sal­tos como un chiquillo al que le anuncian una ex­cursión al campo en día de escuela —contestó jovialmente—. Y, en realidad, eso es lo que va­mos a hacer — concluyó. 

CAPÍTULO XI 

Daisy y Gorths habían salido hacía rato.

En el laboratorio, Vynn desempeñaba a la per­fección el papel del científico. Wren y Annalee es­taban apostados en lo alto de la escalera del pri­mer piso, en un lugar adecuado para no ser vistos.

Había allí un corredor, con ventanas a las dos fachadas. Cada uno de los dos jóvenes vigilaba una ventana, procurando no ser visto desde el exterior.

Annalee estaba en la ventana de la parte trase­ra. De pronto, lanzó una exclamación:

Mark, me parece que ya están ahí.

Wren atravesó el pasillo a la carrera y atisbo a través de las cortinillas. Un automóvil acababa de detenerse frente a la casa, en la calle posterior, desierta casi siempre.

No te muevas, Annalee — susurró él.

Dos hombres se apearon del vehículo y mira­ron a derecha e izquierda, antes de avanzar hacia la puerta de la cocina. Wren reconoció en el acto a uno de ellos.

Habrá cambiado de pareja —supuso.

Zorani y Kebisch entraron en la casa. Wren se había preparado ya para la eventualidad y, des­pués de abrir la ventana, lanzó una cuerda suje­ta a un gancho, por la que se descolgó velozmente. Acto seguido, corrió hacia el automóvil y colo­có algo bajo el asiento posterior. Mientras tanto, Annalee había lanzado ya la cuerda, que Wren se encargó de recoger y ocultar tras la esquina más cercana del edificio.

La ventana quedó cerrada. Annalee aguardó unos instantes, con el corazón palpitante de emo­ción.

Mientras tanto, los dos hampones habían lle­gado al laboratorio. Zorani abrió la puerta y apun­tó con su pistola al hombre vestido de blanco que trabajaba junto a una mesa.

Doctor —llamó.

Vynn volvió la cabeza.

¿Es a mí? —preguntó amablemente.

Sí, a usted le digo. Vamos, muévase...

Pero yo no soy doctor...

Se llama Gorths, ¿no es así?

En efecto. ¿Quiénes son ustedes? ¿Por qué me amenazan con una pistola? — preguntó el actor.

No haga preguntas y venga. O nos lo lleva­remos a la fuerza — gruñó Zorani.

Vynn frunció el ceño.

Caballeros, a juzgar por su actitud, sospe­cho que se trata de un secuestro —dijo.

Ya era hora de que lo adivinase —contestó Kebisch sarcásticamente—. Andando, «profe».

Vynn se encogió de hombros. Flanqueado por los hampones, salió del laboratorio.

Momentos más tarde se hallaba a bordo del coche, que arrancó en el acto a gran velocidad.

Wren entró en la casa, apenas tuvo la seguridad de que no había sido visto.

¡Annalee! —gritó.

La muchacha bajó corriendo la escalera.

Ya se lo han llevado —dijo.

Wren sonrió.

Pero he podido colocar dentro del coche el transmisor de radio, mediante cuyas señales po­dremos seguirles en todo momento, sin ser vistos — contestó—. Aguarda un momento, tengo que recoger algo —añadió, a la vez que se dirigía ha­cia el laboratorio.

Abrió la puerta y dio un par de pasos. Su pie derecho pisó algo caído en el suelo, resbaló y cayó aparatosamente, a pesar de los esfuerzos que hizo por evitarlo.

La cabeza del joven chocó contra un saliente. En el último instante, Wren, desesperado, hizo todo lo que pudo para evitar lo que sin duda hu­biera sido un golpe fatal, pero no pudo conseguirlo del todo y perdió el conocimiento.

Annalee oyó el ruido y entró corriendo en el laboratorio. Al ver a Wren caído en el suelo, sin­tió una profunda impresión.

¡Dios mío, se ha matado! —exclamó.

Y se arrodilló a su lado, aunque segundos des­pués, con gran satisfacción, comprobaba que el corazón del joven continuaba latiendo.

Sólo ha perdido el conocimiento — murmu­ró—, pero ¿cómo ha podido caerse?

De repente, vio en el suelo el objeto que había provocado el accidente.

Lo último que hubiera esperado de Gorths es que fuese un hombre descuidado — dijo, mien­tras corría en busca de agua para reanimar al caído. 

* * * 

Mawrer Lam echó un vistazo al reloj y luego bostezó aparatosamente.

Tardan demasiado —dijo Beyr, sentado a su lado en el asiento delantero.

Pronto llegarán; a estas horas, Gorths ya está en manos de nuestros amigos —dijo Lam en tono lleno de confianza.

El lugar en que se hallaban era el más ade­cuado para el relevo que se había planeado, con objeto, si no de borrar todas las huellas, sí de des­pistar a unos posibles perseguidores. El camino de tierra formaba un pronunciado recodo entre unas grandes rocas, de formas redondeadas por la erosión, y luego, trescientos metros más ade­lante, se bifurcaba en dos ramales, uno de los cuales conducía al río que se veía a cosa de kiló­metro y medio de distancia.

El otro ramal llevaba a las colinas que había a la derecha, muy boscosas y abundantes de ve­getación. Era un camino de continuas curvas, ser­penteante y tortuoso, en el cual era difícil seguir a un vehículo si no se conocía previamente su ruta.

De pronto, un automóvil pasó por delante de los hampones;

Mira, una pareja que va de excursión al campo —exclamó Beyr.

Lam echó un vistazo casual al coche y, casi en el acto, dio un bote en su asiento.

Maldición, es Gorths —rugió.

¿Cómo? Pero ¿no tenían que haberlo secues­trado ya? — se sorprendió el otro.

Dan, no sé qué ha pasado; lo que sí te pue­do decir es que nuestra presa va ahí delante y que tenemos que echarle el guante, sea como fuere — contestó Lam, a la vez que accionaba el con­tacto del vehículo.

Instantes más tarde, partían en seguimiento del coche ocupado por la pareja, al que alcanza­ron cuando llegaba al río.

Lam y Beyr saltaron de su automóvil casi an­tes de que se detuviera el otro. Inmediatamente, pistola en mano, corrieron hacia los excursio­nistas

¡Alto! —gritó el primero—. ¡Quédense quie­tos y no les ocurrirá nada!

La sorpresa de Gorths y de Daisy fue total. Los pistoleros se hallaban a ambos lados del co­che y ellos no tenían la menor posibilidad de de­fensa.

Salgan — ordenó Lam.

Me gustaría saber qué pretenden de noso­tros — dijo Gorths.

No tardará mucho en saberlo. Vamos, ven­gan con nosotros.

La pareja se vio obligada a obedecer la orden. Entraron en el otro coche y ocuparon el asiento posterior. Lam se había ocupado de instalar me­canismos que bloqueaban las puertas y los vidrios traseros, de modo que la escapatoria para los secuestrados resultaba imposible.

Lam se situó ante el volante. Beyr se puso a su lado, vuelto hacia la pareja, apuntándoles con la pistola.

No intenten moverse o les costará caro — les amenazó rudamente.

Actuando con disimulo, Gorths tanteó sus bol­sillos en busca del tubo, pero entonces, aterrado, se dio cuenta de que no lo tenía. 

* * * 

Wren se sentó en el suelo, frotándose la nuca, en la que encontró un hermoso chichón. Annalee, arrodillada a su lado, le miraba sonriente.

Te has dado un buen golpe —dijo—. Toma, aplícate este paño mojado a la nuca.

Wren lo hizo así. La colonia de que estaba em­papado el pañuelo alivió un tanto el dolor que sentía en aquella región de su cabeza.

No entiendo qué me ha podido pasar — ma­nifestó—. Pisé algo, resbalé y... Recuerdo que ha­bía venido para recoger el detector, pero no sé más, Annalee.

Pudiste haberte desnudado, Mark — dijo ella.

Sí, aunque a última hora conseguí amorti­guar el golpe. ¿He estado mucho tiempo sin sen­tido?

No demasiado, unos diez minutos — contes­tó Annalee.

Wren hizo un esfuerzo y se puso en pie.

 Entonces, no hemos perdido gran cosa... — dijo, haciendo esfuerzos por sonreír—. Nos ire­mos ahora mismo, Annalee.

Espera un momento, Mark.

Wren miró a la muchacha, dándose cuenta de que ella tenía las manos a la espalda.

¿Qué pasa ahora? —exclamó.

Aún no me has preguntado qué te hizo caer, Mark.

Bueno, pisé algo...

Esto es lo que pisaste — dijo Annalee.

Y enseñó el tubo que Gorths llevaba siempre consigo.

Wren se quedó estupefacto.

Increíble — dijo.

Se lo olvidó en alguna parte, supongo que en esa mesa, al cambiarse de ropa..., cuando se quitó la bata, mejor dicho. He podido darme cuen­ta de que la mesa está ligerísimamente desnive­lada, lo suficiente, sin embargo, para que el tubo rodase al suelo y quedase delante de la puerta.

Y yo entré y no lo vi...

Y lo pisaste y caíste hacia atrás, como cuan­do, en las historietas cómicas, el protagonista pisa una pastilla de jabón.

Wren tomó el tubo con infinito respeto.

Era la primera vez que lo tenía en las manos. Parecía hecho de un metal muy brillante y pesa­do, y medía unos veinticinco centímetros de lar­go, por cinco de diámetro.

En uno de sus extremos tenía una docena de diminutos orificios, dispuestos en círculo, con uno central, un poco mayor que los otros. En el extre­mo opuesto, el cilindro se hacía algo más grueso, como una especie de empuñadura, en la cual ha­bía una serie de protuberancias, apenas percepti­bles a la vista, aunque sí se notaban claramente al tacto.

Y ésta es el arma fabulosa que emplea nues­tro amigo Gorths —murmuró, después de unos minutos de silencio.

¡Cuidado, Mark! —advirtió Annalee, muy aprensiva—. Nosotros no sabemos usarlo y po­dríamos causar una catástrofe imprevisible.

Sí, tienes razón, aunque, si no te importa, conducirás tú el coche —pidió él—. La cabeza me duele todavía un poco...

Desde luego, Mark. Pero no perdamos ya más tiempo.

Minutos después salían de la casa. El detector quedó instalado entre los dos y casi en el acto empezó a captar las señales que emitía el aparato que viajaba en el coche de los secuestradores. 

CAPÍTULO XII 

El automóvil se detuvo ante una casa situada en una hondonada y que apenas si era visible en­tre el boscaje. Se trataba de un edificio poco me­nos que en ruinas, seguramente ya en desuso, según calculó Daisy, quien recordaba vagamente haber estado allí años antes.

Lam y el otro se apearon en el acto.

Daisy —murmuró Gorths—, yo me llamo Johnny Jones. No soy Dyakkus Gorths, ¿enten­dido?

Sí, Johnny. .

Había ido a visitar a Gorths. Somos muy parecidos —añadió rápidamente el hombrecillo.

Los pistoleros abrieron las portezuelas.

Ya pueden bajarse —ordenó Beyr.

Gorths y Daisy obedecieron sin protestar. Los hampones les obligaron a caminar hacia la casa.

La puerta del edificio se abrió. Sawson apare­ció en el umbral, sonriente y satisfecho.

Por fin te he echado el guante, Dyakkus — exclamó.

¿Se refiere a mí, señor? —preguntó Gorths, afectando ingenuidad.

Claro, hombre, claro — rio Sawson —. Gra­cias, muchachos, han hecho una buena labor al traerme aquí al señor Gorths.

Caballeros, temo que se ha producido una confusión. Yo me llamo Johnny Jones — dijo el hombrecillo, muy serio.

Sawson dejó de sonreír.

Pero, ¿qué dices, estúpido? —barbotó—. ¿Crees que puedes engañarme?

Gorths se encogió de hombros.

Pregúntele a la señora Kuntz — indicó.

Se llama Johnny Jones — dijo Daisy.

Sawson se pasó una mano por la cara.

Dyakkus, hay bromas que no me gustan — masculló—. Vamos, entra en la casa. Y usted también, señora.

Lam y su compinche empujaron a la pareja a punta de pistola. Sawson les condujo a una sala, cuyos muebles aparecían polvorientos y desvenci­jados.

Señora Kuntz, no entiendo por qué está aquí, pero le aseguro que no sufrirá daño — di­jo—. Sólo me interesa el hombre que la acom­paña.

El señor Jones, claro — sonrió Daisy.

¡Gorths! —bramó Sawson, que ya empeza­ba a perder la paciencia—. Lam, ¿cómo demonios trajeron a la mujer?

El interpelado se encogió de hombros.

Nosotros aguardábamos a los otros dos, cuando vimos pasar a la pareja, en dirección al río. Seguramente, salieron de casa antes de que ellos llegasen allí, pero nos fuimos tras ellos y aquí están. Eso es lo que le interesa a usted, creo  concluyó su explicación.

Sí, desde luego — convino Sawson —. ¿Le han registrado? —preguntó de repente.

Hombre, no nos pareció peligro...

¡Regístrenlo inmediatamente! —bramó Saw­son, a la vez que sacaba su tubo—. Dyakkus, si te mueves, te haré papilla, ¿entendido?

Eso sí lo he entendido — contestó Gorths sin inmutarse, a la vez que separaba los brazos del cuerpo, para facilitar el registro—. Lo que no entiendo es por qué ha de confundirme usted con otro. Insisto en que me llamo Johnny Jones.

La confusión es lógica —terció Daisy—. El señor Jones y el señor Gorths se parecen extraor­dinariamente y como saben que yo soy el ama de llaves de la casa en donde se hospeda el señor Gorths, sin duda dedujeron, aunque erróneamen­te, que Jones es Gorths.

Señora, olvida usted que yo conozco muy bien a Gorths y que no puedo equivocarme —re­plicó Sawson con gesto ceñudo.

«Errare humanun est» —contestó Daisy sentenciosamente—. Usted, como todo ser hu­mano, está expuesto al error, lo que significa que, por mucho que grite, no es infalible.

Basta ya, señora, no me haga perder la paciencia...

Jefe —exclamó Lam de pronto—, aquí está todo lo que el tipo ese llevaba encima.

Sawson miró los objetos que los hampones habían depositado sobre la mesa y, en el acto, observó la falta del tubo.

Dyakkus, ¿dónde está tu arma? —preguntó.

Jamás he usado armas de ninguna clase — contestó el hombrecillo.

Sawson quedó desconcertado unos instantes. Luego, con un gruñido de cólera, exclamó:

Lam, vaya al río y tráigase el coche de esta pareja. Puede que el tubo esté escondido allí. Es igual a éste, pero no lo toque usted por nada del mundo, ¿entendido? Simplemente, limítese a localizarlo y dejarlo donde está. Es un arma que puede resultar peligrosísima en manos de quien desconoce su manejo.

Sí, señor.

Usted, Beyr, se quedará aquí vigilando esta pareja hasta nueva orden —añadió Sawson—. No pretendo hacerles el menor daño — se dirigió a los secuestradores—, pero lo pasarán mal si in­tentan evadirse.

Voy a advertirle una cosa, señor mío — dijo Gorths, muy serio —. Si piensa pedir dinero por nuestro rescate, está muy equivocado. Somos muy pobres y...

Sawson hizo un gesto despreciativo con la mano.

¡Oh, cállate, Dyakkus! ¿A quién crees que puedes engañar con tu historia? —exclamó des­pectivamente, a la vez que se dirigía hacia la puerta. 

* * * 

El coche conducido por Lam se detuvo ante la casa, segundos antes de que lo hiciera el ocupado

Zorani, Kebisch y el actor. Zorani se apeó y agitó la mano.

¿Eh, Maw, dónde diablos os habéis metido? — exclamó, con acento de reproche—. Hemos te­nido que traer la presa, porque vosotros no estabais en el lugar convenido...

El pajarraco está ya en la jaula —contestó Lam—. Salió de su casa antes de que llegaseis vosotros y Dan y yo lo trajimos aquí.

Vamos, vamos, no digas tonterías. Gorths viene con nosotros, en nuestro coche —rezongó Zorani—. ¡Tommy, saca a ese pájaro!

Vynn se apeó, empujado por la pistola de Ke­bisch. AI verlo, Lam creyó que se le saltaban los ojos de las órbitas.

Pero, ¿qué hace ese hombre aquí? Si Gorths está ya ahí adentro hace casi una hora...

Señor mío, no sé quiénes son ustedes ni qué pretenden de mí — dijo Vynn, hablando con énfa­sis declamatorio —. Sin embargo, de una cosa estoy absolutamente seguro: ¡Yo soy Dyakkus Gorths!

Los tres hampones abrieron la boca al mismo tiempo. De pronto, Sawson apareció en el umbral de la casa.

¡Lam! ¿Ha encontrado algo? —inquirió, an­tes de darse cuenta de la presencia de más gente frente al edificio.

La mano de Lam señaló hacia el actor.

«Eso» —indicó—. Eso es lo que he encon­trado, señor Sawson; un tipo que asegura llamarse Gorths.

Los ojos de Sawson fueron hacia el actor, quien levantó la mano en un ademán de cordial saludo.

Hola, Korthiman, mal invasor de planetas. ¿Cómo te encuentras?

Sawson cerró los ojos un instante. La caracte­rización de Vynn era prodigiosamente fiel.

Esto no puede ser, no puede ser —mur­muró.

Yo he traído a Gorths, aunque él diga llamarse Jone — protestó Lam.

¡Repito que Gorths soy yo! —exclamó el actor a voz en cuello—. ¿Van a desmentir algo que sé desde que nací?

Los hampones se sentían desconcertados.

Pero lo encontramos en el laboratorio —di­jo Zorani.

Estaba vestido con una bata blanca... la misma que lleva puesta — añadió Kebisch.

Vamos, métanlo adentro —dijo Sawson de pronto—. No tardaremos mucho en saber cuál de los dos es el auténtico Gorths.

Ah, ¿pero es que hay alguien que se hace pa­sar por mí? — dijo el actor, con acento de pro­testa—. ¡Qué desvergüenza! Nunca había visto nada semejante...

¡Cállese ya de una vez, idiota! —rezongó Kebisch de mal talante, a la vez que lo empujaba hacia la casa. 

* * * 

Para aquí, Annalee —exclamó Wren de re­pente.

La joven arrimó el coche a un lado del camino.

Mark, no podemos perder tiempo... —in­tentó protestar.

Wren se echó a reír.

No temas —dijo—, no le harán nada. Pero antes de seguir, yo quiero hacer unas pruebas con este maravilloso tubo.

¡Cuidado! —se asustó ella—. Es un arma terrible, Mark.

Creo que he dado con la forma de manejarlo — respondió él, a la vez que se apeaba.

Annalee le imitó. Estaban en un paraje de­sierto, abundante en vegetación. Según las indica­ciones del detector, debían hallarse solamente a unos tres kilómetros del lugar donde se encontra­ba Gorths.

Ven, Annalee — dijo Wren, a la vez que le enseñaba el cilindro—. Cada saliente se corres­ponde con uno de los orificios de la boca, los cuales, como es de suponer, tienen un objetivo distinto. Vamos a hacer una prueba...

Mark, por favor —rogó la joven, llena de pavor.

Ponte detrás de mí, así no te pasará nada.

Wren apuntó a un gran árbol y presionó uno de los salientes. El árbol se quedó en un instante sin hojas.

Demasiada potencia —dijo—. Tengo que orientarme por el saliente de mayor tamaño, el cual, me parece lógico, debe quedar hacia arriba.

Luego, a derecha o izquierda, ya lo sabremos, el aparato actúa con mayor o menor potencia.

Una segunda prueba hizo que sólo se inclina­sen las hierbas cercanas. Dos o tres ensayos más, convencieron al joven de la bondad de sus teo­rías.

Apretando los salientes hacia la derecha y hasta el lado opuesto, el arma funciona con po­tencia creciente —dijo—. Si se presionan los de lo izquierda, la potencia es mucho menor.

Y la... eso... ¿cómo se dice que las personas vuelan sin necesidad de alas? —preguntó Anna­lee.

Levitación — sonrió Wren —. Creo que tam­bién lo he encontrado — agregó.

Lo que podía considerarse como culata del cilindro tenía una forma cónica muy pronuncia­da. En el vértice del cono había otro saliente.

Wren lo apretó con el índice. Inmediatamente, se elevó en el aire, aunque con demasiada velo­cidad. Dedujo que la presión era excesiva y aflojó un poco el dedo.

Annalee chillaba a treinta metros de él. Wren descendió y luego, moviendo el tubo en un sen­tido u otro, se desplazó lateralmente e incluso en círculo.

Maravilloso —gritó.

Baja, te vas a caer — pidió la muchacha, an­gustiada.

Oh, nada de eso, no tengas cuidado.

Wren se sentía encantado con su nuevo ju­guete y voló unos minutos por encima de las copas de los árboles.

De pronto, vio bajo él a una familia de excur­sionistas, que almorzaban en un claro, junto a la orilla de un arroyo.

Los excursionistas empezaron a chillar y a gri­tar, llenos de asombro. Wren les saludó con la mano, dio media vuelta y desapareció.

Momentos después, se apeaba de nuevo junto a Annalee.

— Vámonos de aquí — dijo —. Es hora de que iniciemos ya el rescate de Vynn. 

CAPÍTULO XIII 

Hay un procedimiento infalible para saber cuál de los dos es el auténtico Gorths — dijo Saw­son.

Daisy tembló, aunque procuró mantener la se­renidad. Vynn frunció el ceño. Le parecía que la cosa se ponía más seria de lo que le habían anun­ciado y no sentía el menor deseo de dejarse la piel en el empeño.

Sawson sacó su tubo.

Miren todos aquí — se dirigió a los prisio­neros —. Por medio de este aparato, podré iden­tificar a Gorths sin el menor género de dudas.

¿Hace daño? —preguntó Gorths.

No, si yo no quiero, señor... Jones — contes­tó Sawson malignamente.

En tal caso, empiece cuando guste. — Gorths se cruzó de brazos —. Digo y repito que soy John­ny Jones.

Vynn creyó que debía apoyar al individuo y exclamó:

No sé si lo que dice ese hombre respecto a su identidad es cierto. Lo que sí es rigurosa­mente auténtico es que yo soy Dyakkus Gorths.

Bueno, bueno, repito que ahora lo sabremos — dijo Sawson con fingido acento de buen hu­mor—. El auténtico Gorths no es un hombre nacido en la Tierra, aunque tenga figura terres­tre. Cuando le apunte con este tubo, recobrará su figura normal... muy poco agradable a los ojos de un nativo de este planeta.

Vamos, hombre, a ver si se cree que tengo tentáculos en la cabeza y manos con pinzas como los cangrejos —dijo Vynn sarcásticamente.

A lo mejor resulta que es usted un pulpo espacial, inteligente y con figura humana —aña­dió Gorths con no menos ironía en la voz.

Lam y los otros empezaron a ponerse nervio­sos.

A mí no me gustaría que estos tipos fueran unos monstruos extraterrestres — masculló el pri­mero.

¿Por qué no empieza su sesión de identifi­cación? — pidió Gorths.

Sabe que lo que ha dicho es mentira: yo tengo figura completamente humana — añadió

Vynn—. Por más que haga, no conseguirá que tome otra forma, Sawson.

Hubo un momento de silencio. Sawson se daba cuenta de que su plan había fracasado.

Gorths no había protestado diciendo que todo era mentira, como había esperado. Y si ahora em­pleaba el tubo, se descubriría su superchería.

Está bien —dijo al cabo—. Puesto que los dos tienen figura de Gorths, lo mejor será deshacerme de ambos.

Y apuntó a Vynn con su tubo. 

* * * 

Annalee detuvo el coche a cierta distancia de la casa y se apeó en el acto, junto con Wren. Luego, los dos jóvenes, cubrieron a pie el espa­cio que les separaba del edificio.

Había tres coches ante la puerta. Con gran asombro, Wren reconoció el que habían usado Gorths y Daisy.

Pero, ¿cómo han llegado aquí? —se pre­guntó, desconcertado.

Eso no importa ahora —exclamó Annalee—. Lo que interesa es rescatarlos.

Sí, tienes razón. Espera un momento.

Wren apuntó con el tubo al tejado de la casa y presionó el saliente que le pareció más adecua­do. El viejo edificio se quedó sin tejado en un santiamén.

Vigas y tejas, junto con la chimenea, volaron por los aires, con un estrépito aterrador. Parte de la pared del primer piso se derrumbó también.

Dentro de la casa, el estruendo resultó horro­roso. Daisy gritó, espantada.

Lam y los hampones escaparon a la carrera. Pero apenas se habían asomado a la puerta, una fuerza irresistible los empujó de nuevo hacia den­tro, arrojándolos al fondo del vestíbulo en con­fuso montón. Sawson se desconcertó un instante, lo que aprovechó Gorths para lanzarle una silla que, al golpearle en un brazo, hizo que el tubo saltase de su mano.

¡Agárrelo! —gritó a Vynn.

El actor se precipitó hacia el cilindro y lo re­cogió antes de que Sawson pudiera impedirlo. Sawson, bramando de ira, escapó a la carrera, sin que ninguno de los presentes pudiera impedirlo.

Deme ese tubo —pidió Gorths—. Usted no sabe emplearlo y podría ocasionar una catástrofe.

Vynn obedeció de buena gana. Gorths salió de la estancia, pero ya no vio a Sawson.

¿Dónde diablos se habrá ido? —masculló, furioso.

En aquellos momentos, Sawson volaba a gran velocidad, muy lejos ya de la casa. Wren lo había visto salir y trató de impedir que escapase, pero su falta de práctica le hizo emplear el cilindro a un mínimo de potencia y Sawson pudo huir sin mayores inconvenientes.

Los dos jóvenes se lanzaron hacia el edificio. Lam y sus compinches se levantaban en aquel momento, aturdidos y espantados por lo que les había sucedido.

¡No se muevan! — gritó el joven.

Los cuatro pistoleros levantaron las manos en el acto. Gorths, Daisy y Vynn salían en aquel mo­mento.

¿Están bien? —preguntó Wren.

Sí, aunque ha habido complicaciones — con­testó Gorths.

Y Sawson ha conseguido escapar — añadió Daisy.

Ya le echaremos el guante —aseguró el joven—. Esperen un momento, antes tengo que arreglar un asunto.

Los hampones permanecían en un rincón, to­davía llenos de pavor. Wren movió la mano arma­da con el cilindro y les señaló la puerta.

Salgan — ordenó —. No vuelvan a intentar nada contra nosotros, o correrán la suerte de Pete Brook y de Duck Gall.

Lam y sus amigos sabían la forma en que ha­bían muerto los mencionados, destrozados des­pués de una horrible caída desde cientos de me­tros de altura. Tras haber sufrido los efectos de aquella arma misteriosa, ninguno de ellos se sentía en disposición de resistir.

Momentos después, habían desaparecido. En­tonces, Wren se acercó a Gorths y le enseñó el tubo.

Se lo olvidó usted en el laboratorio — dijo.

No soy desmemoriado, aunque, en esta oca­sión, hubo una causa que me hizo perder la cabeza —respondió Gorths sonriendo, mientras miraba al ama de llaves.

Daisy se ruborizó. Wren no quiso hacer ningún comentario.

Gracias, Hamlet — se dirigió al actor —. Lo has hecho muy bien.

Incluyendo el miedo que he pasado —con­testó Vynn.

La recompensa será doble —prometió Wren—. Titty, Sawson ha escapado —añadió.

Lo siento, no pudimos evitarlo — dijo Gorths pesarosamente.

Pero, bueno, en realidad, ¿a quién le corres­ponde invadir este planeta? —preguntó Annalee.

Vynn se dirigió hacia uno de los automóviles que había allí estacionados.

Yo me marcho —anunció—. Muchos dicen que estoy loco, pero, vamos, mis chifladuras son manías inofensivas comparadas con lo que estoy viendo y oyendo aquí. Mark, envíame pronto el dinero.

Sí, Hamlet.

Las dos parejas quedaron en la casa medio destruida.

Titty, aún no ha contestado a mi pregunta — dijo la muchacha.

Sería preciso consultar los registros de nues­tras naves respectivas —manifestó Gorths—. Pe­ro, aun así, no es seguro de que Sawson no haya falseado los suyos.

En tal caso, el que llega primero es el que tiene el derecho de invasión —dijo Wren.

Así lo señalan nuestras normas —contestó el hombrecillo.

Para nosotros, esto no tiene demasiada im­portancia, Titty. Lo que sí importa es el proceder de Sawson. Quiso asesinarle y esto, aquí o en cualquier parte del universo, no es ético. —Wren se volvió hacia la muchacha—. Tenemos que prepararle una trampa para que caiga en ella y no vuelva a molestarnos más —añadió.

Me parece muy bien, pero, ¿qué clase de trampa, Mark?

Déjalo de mi cuenta, yo ya pensaré algo. Ahora, me parece, lo que más nos conviene es volver a casa.

Gorths suspiró.

Lástima — se quejó —. Con lo bien que pen­saba pasarlo yo en esta excursión...

Ya habrá tiempo para más excursiones, Tit­ty — dijo Daisy, a la vez que le dirigía una cari­ñosa mirada.

CAPÍTULO XIV

¿Crees que «picará», Mark? —preguntó Annalee noches más tarde, en la oscuridad del jardín de su casa.

Espero que sí. El odio ciega a Sawson, un odio causado por la envidia, y del que podría decirse más bien que es un sentimiento patológico.

Pero Gorths se ha portado maravillosamente con nosotros y no podemos permitir que sufra el me­nor daño.

Lo siento por Daisy. Cuando Gorths se mar­che, ella se quedará muy triste, aunque... no aca­bo de comprender cómo han podido enamorarse dos personas tan distintas la una de la otra.

Para mí, la diferencia estriba solamente en lo físico, Annalee —opinó Wren—. Yo diría que espiritualmente son iguales o, por lo menos, se complementan.

Es posible que tengas razón, Mark — con­vino la muchacha.

Por otra parte, Gorths tiene el aspecto clá­sico del hombre inteligente, pero, al mismo tiem­po, indefenso ante otros seres. Daisy debe de sen­tir la necesidad de protegerle y cuidar de él, y Gorths, por su parte, necesita sentirse protegido e incluso hasta mimado. Quizás en su planeta no ha encontrado a la mujer que le inspire tales sen­timientos y por eso siente tan fuerte atracción hacia la señora Kuntz.

Unos argumentos plenamente convincentes — sonrió Annalee —. No sé si Gorths vino a in­vadir, pero, al menos, sí llegó a conquistar, aun­que sólo fuese el corazón de una sola persona.

Wren movió la cabeza.

De todas formas, hay algo que no compren­do. ¿Cómo puede un solo hombre invadir a un planeta? La palabra invasión habla ya de miles, de cientos de miles de guerreros dispuestos a todo..., pero jamás se ha hablado de que una na­ción, una ciudad, una simple aldea, haya sido invadida por una sola persona. ¿Por qué dijo Gorths que venía a invadir la Tierra?

Ya conquistaría, no lo olvides.

En nuestra historia hay ejemplos de hom­bres que conquistaron solos un imperio, aunque secundados por otros muchos. Pero las invasiones no se realizaron jamás por un hombre solo, Anna­lee...

Quizás algún día nos lo explique, ¿no crees? — En la oscuridad, Annalee consultó su reloj de pulsera—. ¿Vendrá Sawson? —preguntó, súbita­mente aprensiva.

Si no hoy, mañana, aunque confío en que sea hoy, esta misma noche —respondió Wren—. A mi entender, la trampa tiene que funcionar...

La mano de Annalee se crispó de pronto sobre el brazo del joven.

¡Cuidado —susurró—, me parece que ahí se acerca!

Una sombra se movía cautelosamente por el jardín. Wren y la joven dejaron que el intruso penetrase en la casa.

* * *

 

Sawson encontró el interior del edificio tenue­mente iluminado. Había una puerta entreabierta por la que salía algo más de luz y se acercó a ella sin vacilar.

Empujó la puerta. En el centro de la estancia sobre un sencillo catafalco, había un ataúd des­cubierto, entre cuatro cirios, dentro del cual yacía un hombre con las manos cruzadas sobre el pecho.

Una ligera sonrisa apareció en los labios de Sawson. Terminó de abrir y se acercó el féretro, contemplando durante unos momentos el cadáver de su enemigo.

Es una lástima que te haya fallado el cora­zón — dijo a media voz —. Pero, de todas formas, ya has muerto y eso es lo que importa.

—Eso es lo que usted se cree, Sawson —ex­clamó Wren de pronto.

Sawson se volvió bruscamente al oír la voz del joven.

¿Qué diablos trata usted de decir? —excla­mó con acento lleno de desabrimiento.

Simplemente, que nuestro amigo Gorths está vivo y bien vivo. Lo que tiene usted delante no es más que una estatua de cera, con una asom­brosa reproducción de sus facciones.

Una mueca de rabia apareció en la cara del individuo.

De modo que todo ha sido una trampa... — dijo.

Sí, la noticia en los periódicos y en la tele­visión... Sólo fue un ardid para hacerle venir a usted aquí. El «célebre» investigador Dyakkus Gorths no ha fallecido de un síncope cardíaco, sino que está vivo y goza de buena salud.

Bien, pero yo no he cometido ningún hecho delictivo...

Vamos a ponerle en situación de que no vuelva a cometerlos, porque querer asesinar a Gorths no son sino crímenes frustrados y no sen­timos deseos de que un buen día pueda consumar sus deseos.

Sawson sonrió despreciativamente.

¿Puede decirme cómo va a conseguirlo? — preguntó.

Simplemente, quitándole ese cilindro que trajo usted de su planeta — contestó Wren.

Sawson sacó el tubo.

Acérquese a quitármelo —le desafió.

El joven no se inmutó.

Le advierto que el arma no funcionará aquí — dijo—. Gorths ha preparado un anulador de efectos y ese chisme sólo puede hacer daño si se tira a la cabeza de una persona.

Sawson apretó el saliente de máxima energía, pero no ocurrió nada.

Un rugido de rabia brotó de su boca.

¡No importa! —gritó—. Tengo otro más y, entre los dos, anularé el aparato...

El segundo tubo salió al descubierto. Sawson apuntó con los dos al joven y presionó al mismo tiempo los salientes de máxima energía.

Se produjo un vivo chispazo en la estancia.

Sawson gritó. Fue un grito de cortísima dura­ción, tal vez solamente décimas de segundo. De repente, Sawson fue arrebatado por una fuerza potentísima, que lo hizo salir de la estancia a gran velocidad, con gran estrépito de vidrios rotos de la ventana más próxima.

A Wren le pareció que el alarido de Sawson sonaba muy lejos, cada vez más distante...; pero en aquel momento adquirió la convicción de que el sujeto ya no volvería a molestarles más. 

* * * 

Sawson tenía tres tubos, uno capturado por nosotros, lo que, según las leyes de su planeta, es ilegal. Gorths lo sabía y calculó que, con su anulador, el primero de los dos que le restaban no funcionaría y entonces intentaría usar el segun­do, como así ocurrió. Al emplear el otro tubo, creó dos campos contrapuestos, de signo diametralmente distinto, y la energía que producían causó efectos en sentido contrario.

Por eso, en lugar de volar tú al espacio, fue él quien voló — dijo Annalee.

Exactamente — confirmó Wren sonriendo.

Ella suspiró.

No ha sido agradable, pero creo que ahora podremos respirar tranquilos — dijo.

En eso estoy de acuerdo contigo, Annalee.

Y todavía no sabemos de qué planeta pro­cede...

Si he de decirte la verdad, no es cosa que me quite el sueño. Aunque nos diga su nombre, aunque nos indique su posición en el espacio, ¿qué podemos obtener con ello?

Tal vez viajar y conocer un mundo situado a muchos años luz de la Tierra, Mark.

Creo que no estamos aún preparados para una cosa así, Annalee. Apenas hemos llegado a la Luna, todavía se estudia la forma mejor de en­viar una expedición a Marte... Francamente, por ahora, creo mejor seguir en este viejo planeta.

Sí, quizá tengas razón — sonrió ella.

De pronto, se oyó un alarido:

Squribd! Squribd!

¡Vaya, el buen Titty ha descubierto otra cosa! —exclamó Annalee.

Gorths salió en aquel momento de la cocina.

Ése no es el mejor sitio para hacer descu­brimientos científicos —dijo Wren entre dientes.

Lo he conseguido, lo he conseguido — excla­mó Gorths, saltando alborozadamente—. Daisy consiente en ser mi esposa.

¡Oh! — dijo Annalee, a la vez que se echaba a reír.

Ahora, Daisy se convertirá en la señora Gorths..., no, no, mejor dicho, en la señora «Eureka» —comentó Wren jovialmente.

De pronto, llamaron a la puerta.

Annalee abrió. Un hombre alto, de cierta edad y presencia agradable, apareció en el umbral.

Tengo entendido que un tal Gorths se aloja en esta casa — manifestó.

¡Señor Dryn! —exclamó el aludido, viva­mente sorprendido.

Hola, Gorths — sonrió el recién llegado —. ¿Puedo pasar, señorita?

Wren miró al hombrecillo y vio que parecía un tanto confuso ante el llamado Dryn. Annalee se echó a un lado y Dryn cruzó el umbral.

Es el Inspector Superior de Invasiones y Conquistas —explicó Gorths.

¿Todo bien, Dyakkus? —preguntó Dryn.

Sí, señor, salvo el incidente con Sawson...

Era un pésimo sujeto, que ya había sido expulsado del Cuerpo de Exploradores Espaciales — manifestó Dryn—. Además, había robado dos, tubos y...

Por cierto, señor Dryn, el amigo Gorths nun­ca nos ha explicado cómo funcionan esos tubos. Conocemos sus efectos, pero no el origen de su energía.

Simplemente, crean campos anuladores de la gravedad, con distintas intensidades, según los casos —aclaró Dryn.

Gorths sacó dos tubos y los puso en manos del recién llegado.

¿Por qué hace eso? —preguntó Dryn, asom­brado.

Señor, solicito la baja del Cuerpo de Explo­radores Espaciales — dijo Gorths —. Me quedo en la Tierra.

Se casa con una terrestre — explicó Annalee.

Conmigo — dijo Daisy, surgiendo en aquel momento.

Tiene méritos suficientes para acceder a su petición — dijo —. Concedido el retiro, Gorths.

Gracias, señor. Seré un buen terrestre, se lo aseguro.

Pero no diremos a nadie que no ha nacido en la Tierra — exclamó Wren —. Nadie nos creería. 

 

FIN


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