Clark Carrados es Luis García Lecha, sin ningún género de dudas, uno de los más prolíficos autores españoles de literatura popular, con un total en su haber de dos mil novelas largas —dos mil tres, exactamente, son las que tenía contabilizadas el propio autor— no sólo de ciencia-ficción, de las que llegó a escribir casi seiscientas, sino también de la práctica totalidad de los otros géneros: oeste, bélico, policíaco, terror...
Cuando en 1970 Bruguera entró de lleno en el género de la ciencia-ficción con su exitosa colección La Conquista del Espacio, García Lecha comenzó a colaborar en la misma ya en un número tan temprano como el 2, con la novela titulada HOMBRE O ROBOT. Sin embargo, en esta ocasión utilizó el nuevo seudónimo de Glenn Parrish creado ex profeso para la misma. Glenn Parrish fue su único seudónimo en La Conquista del Espacio durante bastante tiempo hasta que, en el número 166 de la colección, cuando ya Espacio y Ciencia-ficción habían pasado a mejor vida, rescató su antigua firma de Clark Carrados, que a partir de entonces simultaneó con Glenn Parrish al igual que lo había hecho con Louis G. Milk (seudónimo que no volvió a utilizar) en Toray. En total García Lecha publicó 177 novelas en La Conquista del Espacio, 114 como Glenn Parrish y 63 como Clark Carrados
CAPÍTULO I
—Señorita,
¿puede decirme si sigo el buen camino para invadir?
Al
oír la extraña pregunta, Annalee Hitten detuvo su lectura y miró por encima de
sus gafas al sujeto que acababa de dirigirse a ella. Annalee tenía un libro en
las manos y la interpelación, aunque interrumpiendo lo que ella estimaba fascinante
lectura, no había podido romper por completo el proceso de concentración en
que se hallaba sumida momentos antes.
— ¿Cómo ha
dicho? —exclamó.
— Le he
preguntado, señorita, si sigo el buen camino para invadir.
Annalee
contempló durante un segundo al sujeto que acababa de dirigirle la palabra.
Era un hombre de unos cuarenta y cinco o cincuenta años, de mediana estatura,
ropas corrientes, un poco holgadas, y aspecto más bien tímido. Por un momento,
Annalee llegó a creer estar en presencia de un maniático peligroso, pero
pronto llegó a la conclusión de que se trataba de un humorista.
— Pues... a
decir verdad, yo no he invadido nunca —contestó la joven—. Pero ¿qué es lo que
va a invadir usted?
— La Tierra,
por supuesto —contestó el individuo.
— Ah, claro,
debí habérmelo imaginado. —La muchacha había decidido seguir la corriente al
extraño sujeto—. Mire, yo no sé cuál es el buen camino para la invasión, pero
¿por qué no se lo pregunta al guardia que hay en aquella esquina? Tengo
entendido que hay agentes de tráfico para regular la invasión y evitar que se
produzcan embotellamientos y accidentes.
— Muchas
gracias, es una solución que no se me había ocurrido, señorita.
— Doctora —
dijo ella —. Doctora Hitten.
— ¡Caramba,
tan joven y tan bonita! Sí que viven adelantados en este planeta. Yo me llamo
Dyakkus Gorths, doctora.
— Encantada,
señor Gorths.
— Ha sido un
placer, doctora. Ahora mismo iré a preguntar al guardia por dónde se puede invadir
mejor.
Gorths
se quitó el sombrero y saludó cortésmente. Luego giró sobre sus talones y echó
a andar. La buena educación de Annalee le impidió soltar el trapo de la risa.
— ¡Pobre hombre!
—murmuró.
Y
luego se enfrascó otra vez en la lectura del libro. Estaba al borde de un
extenso parque y se adentró, caminando por el césped, en busca de un lugar
donde poder seguir leyendo con toda tranquilidad.
Mientras,
Dyakkus Gorths se acercaba al guardia que, parado junto a la esquina, vigilaba
indolentemente el tránsito rodado. Tomás Ferrándiz no se había dado cuenta de
la proximidad de Gorths hasta que oyó su voz:
— Buenos días,
agente. ¿Puede decirme, por favor, si éste es el mejor camino para invadir la
Tierra?
El
buen Tomás creyó que soñaba al escuchar aquellas palabras. Giró la cabeza, vio
al individuo y lo estudió unos instantes en silencio.
— Sí, me han
dicho que usted regula el tránsito de la invasión y por eso me he acercado a
preguntarle si éste es el buen camino…, —añadió Gorths.
Tomás
asintió con lentos movimientos de cabeza.
— Así es,
amigo mío — contestó —. Pero, en estos momentos, estoy muy ocupado. Si tiene la
bondad de apartarse diez o doce pasos y esperar cinco minutos, tendré mucho
gusto en indicarle el mejor camino para invadir.
— Muchas
gracias, ya tenía noticia de que los agentes de tráfico de la Tierra eran muy
corteses.
Gorths
hizo lo que le decían, sin sospechar siquiera cuáles eran las verdaderas
intenciones del guardia. Apenas se hubo quedado solo, Tomás puso en
funcionamiento el transmisor de onda ultracorta que llevaba colgado del
bolsillo izquierdo y llamó:
— Agente
4-556, en la esquina sur de las Calles Tercera y Hargey. Individuo demente,
pero pacífico. Puede resultar peligroso. Requiero una ambulancia con la mayor
urgencia posible.
— Enterados,
4-556 —le contestaron—. ¿Tiene a su hombre a la vista?
— Sí, he
conseguido entretenerle, diciéndole que espere cinco minutos... Explicaré todo
con más detalle después. No se entretengan, por favor.
— Muy bien,
siga vigilándolo. Cambio y fuera.
Tomás
cortó la comunicación. Por delante de él, los coches pasaban raudos en todos
los sentidos.
Se
acercó tranquilamente a Gorths y le dio un par de palmaditas en los hombros.
— Conque a
invadir, ¿eh? —dijo en tono campechano.
— Ya ve
—contestó el individuo—. A uno le mandan y, ¿qué otra cosa puede hacer sino obedecer?
— Claro,
claro, las órdenes de los superiores han de obedecerse siempre. Y, dígame, ¿son
muchos los invasores?
— Debe haber
alguno por ahí, aunque no sé por dónde puede estar. De momento, me tiene usted
a mí. — Gorths se tocó el pecho con gesto orgulloso—. ¡El mejor invasor de la
Galaxia, créame! Planeta que invado, planeta que conquisto.
— Caramba, sí
que es usted bueno, amigo. ¿Se necesitan muchos estudios para conseguir el título
de invasor?
Gorths
hizo un gesto con la mano de significado inequívoco.
— ¡Oh, no se
lo puede usted figurar! Según la inteligencia y los métodos educativos
terrestres, a usted le costarían de doscientos a doscientos cincuenta años de
estudios para ponerse a mi altura. No todo el mundo puede ser invasor, créame.
— Claro,
claro, unos nacen para invasores y otros para simples agentes de tráfico...
Tomás
aguzó el oído. Ya se escuchaba a lo lejos el ulular de la sirena de la
ambulancia.
— ¿Ganan
ustedes mucho, amigo? —preguntó.
— El sueldo es
lo de menos, aunque, desde luego, tenemos todos los gastos cubiertos y, naturalmente,
pensiones de invalidez y de retiro al llegar a la edad señalada. Pero usted no
puede imaginarse la alegría que siente uno al invadir un planeta y lograr
conquistarlo. Eso vale más que todo el dinero del universo.
— Le comprendo
perfectamente, señor invasor — dijo Tomás—. Y puesto que usted siente tan gran
interés por su profesión, ahí vienen unos buenos amigos míos que le van a
llevar por el camino justo que le conducirá a la conquista del planeta.
La
sirena aullaba frenéticamente al acercarse a la pareja. Tomás hizo señas al
conductor y el vehículo empezó a arrimarse a la acera.
Gorths
volvió la cabeza y divisó la ambulancia.
— Oiga, me ha
tomado por tonto — gritó, muy furioso —. Usted lo que pretende es encerrarme en
un manicomio...
Tomás
pretendió agarrarle por el cuello, pero Gorths se zafó de él súbitamente y sacó
algo del bolsillo. Era un tubo que parecía un lápiz muy grueso, con el que
apuntó al cuerpo del agente.
La
ambulancia no se había detenido aún. Tomás fue levantado del suelo por una
fuerza irresistible, se sentó sobre la tapa del motor y resbaló hasta quedar
detenido por el parabrisas, en medio del asombro y la estupefacción de los ocupantes
del vehículo.
Gorths
echó a correr, atravesando la calzada, sin cuidarse de los coches que corrían
en ambos sentidos. Un conductor lo vio, chilló, gritó, frenético, pero pudo
frenar a tiempo y evitar el atropello, aunque, de todas formas, Gorths, que
había demostrado una agilidad sorprendente, lograba esquivar el golpe del morro
del vehículo, cuyas ruedas parecían clavadas en el asfalto.
Pero
el siguiente coche no pudo frenar tan a tiempo y arremetió contra el primero.
Un tercero tuvo que desviarse violentamente a la izquierda y embistió a otro
que venía en dirección opuesta y que, a su vez fue acometido por el que le
seguía.
En
pocos instantes, se formó un fenomenal amasijo de vehículos en contacto unos
con otros y todo ello en medio de un colosal estrépito de cristales rotos y
planchas abolladas. Tomás, que, por fortuna, no había sufrido más que un porrazo
sin importancia, contempló el espectáculo y se tapó la cara con ambas manos,
para llorar más a gusto.
Mientras tanto, aprovechando la confusión, el «invasor» había conseguido escapar.
* * *
Detenida
en jarras frente a su coche, Annalee contemplaba con expresión melancólica la
deshinchada rueda delantera de su coche. Lo peor de todo no era que el
neumático hubiese perdido el aire, sino que el gato se hallaba estropeado y no
podía alzar el vehículo para colocar la rueda de repuesto.
El
gato no funcionaba. Algún diente se había roto intempestivamente y, en aquellos
momentos, le resultaba a Annalee tan útil como un paraguas en día de sol.
— Está en
apuros, doctora — sonó de pronto una voz detrás de la joven.
Annalee
se volvió. Una sonrisa apareció en sus labios.
— Ah, es
usted, señor Gorths —dijo—. Ya ve, toda una doctora en mecánica y no puedo solucionar
una avería tan simple como la de cambiar una rueda deshinchada.
— Caramba,
doctora en mecánica —exclamó el hombrecillo—. Yo pensaba que era médico.
— Es la
costumbre, claro —dijo Annalee—. Pero mi gato se ha estropeado y..., por cierto,
¿qué tal marcha la invasión?
— Así, así...
—contestó Gorths con desgana—. Hago lo que puedo, que no es mucho... Ese sistema
de poner aire dentro de las ruedas es muy anticuado, doctora.
— Imagínese,
llevamos cien años y todavía no se ha descubierto una sustancia capaz de evitar
estos contratiempos.
Gorths
se agachó un momento y examinó la cubierta del neumático.
— Una rueda
maciza y flexible al mismo tiempo, dados los conocimientos de ustedes, se
calentaría excesivamente, debido a la fricción, puesto que aquí los vehículos
ruedan a altas velocidades — murmuró—. Pero es que los químicos de la Tierra
han investigado en una dirección incorrecta y por ello no dan con la fórmula
que les permita solucionar el problema.
Annalee
contempló al hombrecillo con expresión entre sonriente y divertida.
— No me diga que usted sería capaz de solucionar
ese problema, señor Gorths —dijo.
— Pues claro
que sí, es tan sencillo como hacer hielo poniendo agua en una de las bandejas
del congelador — exclamó Gorths —. Antiguamente, por supuesto, no se fabricaba
el hielo, había que consumirlo en estado natural, ¿no es así?
— Más o menos,
claro — contestó la muchacha.
— Los químicos
terrestres han estudiado el problema siguiendo un camino completamente
equivocado —insistió el extraño individuo.
— Y usted,
claro...
Gorths
consultó su reloj de pulsera.
— Lástima, no
me queda mucho tiempo para darle explicaciones, doctora; tengo programada una
entrevista en la televisión y... Pero, de todas formas, puedo ayudarle a
cambiar la rueda.
Gorths
metió la mano en el bolsillo de su desvaída chaqueta y sacó aquel extraño
tubo, que dirigió hacia el gato. A los pocos segundos, el coche se había
levantado lo suficiente para poder cambiar la rueda sin dificultades.
El
tubo quedo en el suelo. Annalee estaba sin habla.
Minutos
más tarde, Gorths se guardaba de nuevo aquel singular artefacto en el bolsillo
y, tras quitarse el sombrero, se despedía de la joven.
— Ha sido un
placer, doctora —dijo.
— Espere
—exclamó ella—. Lo que ha dicho de los neumáticos macizos me interesa sobremanera.
Voy a darle mi dirección; me gustaría verle de nuevo otro día.
Una
tarjeta de visita fue a parar a las manos de Gorths.
— Sí, iré a
verla — prometió el extraño individuo.
Y
se marchó andando, mientras ella subía a su coche.
Un
poco más allá, Gorths miró a derecha e izquierda, vio que no había nadie en
las inmediaciones e introdujo la mano en el bolsillo.
Esta
vez no le hizo falta sacar el tubo. Un instante después, se elevaba raudamente
por los aires.
Alguien,
sin embargo, le vio. Era un niño de pocos años, quien, después de contemplar
fascinado el vuelo de Gorths, entró corriendo en la casa, a la vez que
gritaba:
— ¡Mamá, mamá!
¡He visto a un hombre que volaba por los aires como los pájaros!
— Johnny, no
digas tonterías —le reprendió su madre —. Esas cosas no pasan nunca, los
hombres no vuelan como los pájaros, sino en aviones, propulsores
individuales...
— Te digo que
sí, mamá, que sí lo he visto volar. Y no llevaba nada encima — insistió el chiquillo.
El
padre de Johnny leía el periódico en el diván, con la pipa entre los dientes. Oyó
el singular diálogo, meneó la cabeza y rezongó:
— Estoy
cansado de decirte, Martha, que el niño lee demasiadas historietas de
superhombres. Eso no es bueno para un chiquillo de su edad; luego se le desata
la fantasía y...
Johnny ya no hacía caso a su padre. Tenía la cara pegada a los vidrios de la sala y miraba al cielo, pensando en que algún día sería mayor y podría volar como aquel hombre.
CAPÍTULO II
Locutor: Así, pues, usted, señor
Gorths...
Entrevistado: En efecto, señor Wren,
estoy aquí para invadir la Tierra.
Locutor: Magnífico, señor Gorths.
A nosotros, los terrestres, nos gusta mucho que
nos invadan los seres de otro planeta. Y, dígame, ¿cuáles son sus propósitos?
Entrevistado: Algunos puedo
decírselos, como puede suponer. Otros, en cambio, por ahora, son secretos.
Locutor: Pero los propósitos no
secretos...
Entrevistado: Pueden resumirse en una
sola frase: ayudarles a ustedes, señor Wren.
Locutor: Señor Gorths, a nuestros
oyentes les gustaría que puntualizase un poco más. Por lo que yo sé, un invasor
no viene a invadir sólo para ayudar, sino también para conquistar. ¿Qué es lo
que piensa conquistar usted, señor Gorths?
Entrevistado:
Sus
corazones.
Locutor (con una risita): Se referirá a los femeninos, naturalmente...
* * *
Otro locutor (minutos más tarde): Señores televidentes, rogamos nos disculpen por la interrupción del programa que tenían en sus pantallas. Una avería eléctrica en las líneas de suministro de fuerza dejó sin corriente todos los departamentos de la emisora y, además, de un modo inexplicable, destruyó la grabación de la entrevista del programa de humor que corría a cargo de nuestro compañero Mark Wren. A continuación, reanudamos la emisión con unos minutos de «Pentagrama visual». Gracias por su atención.
* * *
La
grabación no estaba destruida ni mucho menos, aunque el apagón sí había sido
auténtico. En aquellos momentos, el autor de la entrevista estaba en el
despacho del director de la emisora.
El
director tenía la cara congestionada de irritación.
— Esto es lo
último que le tolero, Mark — chillaba—. Una indecencia, una burla a nuestro público...
— Pero, señor
Stiphers, yo pensé que la entrevista con ese chiflado podía dar un gran juego humorístico
—se defendía el locutor.
— ¿Humor?
—Stiphers lanzó una estentórea carcajada—. A estas horas, se han agotado todos
los pañuelos de la ciudad, mojados a causa de las lágrimas y no de risa, que
les ha causado su programa. ¿Sabe lo que le digo, Mark?
La
mano de Stiphers señaló hacia la salida del despacho.
— Tome la
puerta y lárguese. Para siempre. ¡Está despedido! ¿Me oye?
Los
ojos de Mark Wren chispearon de rabia.
— ¡Se
arrepentirá usted del error que comete! Un día vendrá a buscarme y se pondrá de
rodillas delante de mí para que vuelva a esta infecta emisora. Y yo me reiré
entonces de usted, como se reía Washington en la ópera.
— ¡Animal! El
que se ríe en la ópera es el Payaso...
— No irá a
decirme que Washington no se reía jamás, ¿verdad?
Stiphers
se quedó cortado un momento. Wren dio media vuelta y se dirigió hacia la
salida.
Desde
allí se volvió y miró al que ya era su ex jefe.
— Usted ha
dicho que tome la puerta y me largue —dijo—. Está bien, me gusta ser disciplinado.
Wren
abrió. Era un hombre joven, alto, tremendamente fornido y de una singular
fuerza muscular.
Agarró
la puerta con las dos manos y pegó un fortísimo tirón. Se oyó un terrible
crujido y la puerta fue arrancada de sus bisagras.
Acto
seguido, Wren echó a andar. En el camino, se encontró con un compañero que iba
leyendo un libreto, en el que, sin dejar de andar, hacía de cuando en cuando
algunas correcciones.
— Eh, Mark,
¿adónde diablos vas con ese trasto? — preguntó.
— El jefe me
ha dicho que tome la puerta y que me largue. Hay que saber obedecer, Tommy.
— Ah, claro.
El
otro siguió su camino. De repente, se detuvo y volvió la cabeza, atónito.
— ¡Demonios,
pues si lo ha hecho tal como se lo han mandado!
A
Stiphers le hubiese dado un ataque después de lo sucedido, de no haber sido
porque sonó el teléfono en el mismo instante. Olvidándose de la puerta
momentáneamente, agarró el teléfono, rogando protección a todos los santos de
la corte celestial.
Si
era Henry K. Cornell, el patrocinador del programa, ya podía echarse a temblar.
Él acababa de despedir a Wren, pero su mismo puesto no estaría mucho más
seguro.
Pero
la voz no era de Cornell:
— ¿Hablo con
el director Stiphers?
— Sí, yo mismo
— respondió el aludido untuosamente—. ¿En qué puedo servirle, amigo mío?
— Escuche,
acabo de presenciar esa inmunda emisión de humor y, dejando de lado el hecho de
que no lo tiene en absoluto, le diré que el señor Gorths está equivocado. El
único invasor soy yo, ¿me comprende?
«Un
chiflado», pensó Stiphers. Pero el cliente, esto es, el público, siempre tenía
razón, se dijo.
— Estoy
completamente de acuerdo con usted, señor; ha sido una emisión detestable —
contestó.
— Así es,
señor mío, celebro que ambos estemos de acuerdo. Yo soy el único invasor
legítimo. Y ahora, por favor, dígame el domicilio del señor Gorths.
— Lo siento,
señor... Oiga, todavía no sé con quién estoy hablando.
— Me llamo
Korthiman Sawson —contestó el otro altaneramente—. Vamos, deme el domicilio de
ese impostor de Gorths.
— Lo siento, pero
el único que podría contestarle es el autor de la entrevista, y acabo de despedirle.
La
reacción de Sawson, por lo insólita, dejó pasmado a Stiphers.
— ¡Estúpido!
* * *
Con
las manos en los bolsillos, Mark Wren se apoyó en la puerta del taller y
contempló los trabajos que allí se realizaban. No había demasiado ruido, pues
las máquinas eran más bien silenciosas.
En
uno de los costados del cobertizo, de bastante amplitud, había una sección
encristalada, con aspecto de laboratorio. Un individuo, vestido con bata
blanca, trabajaba allí. De pronto, volvió la cabeza y divisó al joven.
Rex
Thorne agitó una mano y el joven echó a andar. Momentos más tarde se asomaba a
la puerta del laboratorio.
— Hola, tío —
saludó con desgana.
Thorne
soltó una risita.
— Te han
echado de la emisora —dijo.
— ¿Cómo lo has
adivinado, tío? —preguntó Wren.
— Tu cara. Es
un espejo de lo que pasa dentro de ti.
El
joven suspiró.
— El puntapié
ha sido metafórico, pero duele como si hubiese sido real —contestó.
— Te dije hace
tiempo que eso no era para ti. Tú no quisiste hacerme caso y a mí me pareció
prudente no torcer tu voluntad. Preferí que te estrellases tú solo.
— ¿Y si
hubiera triunfado, tío?
— No has
triunfado y resulta estúpido especular con lo que no ha ocurrido, Mark.
— La idea de
la emisión era buena. Tenía humor...
— Anoche tuve
que tomar bicarbonato — contestó Thorne cáusticamente.
— Vamos, tío,
no seas tan cruel con uno de tu propia familia — se quejó el joven.
— Pero ¿qué
diablos estás diciendo? Soy franco contigo, Mark; tú eres un buen químico y
aquí tendrás siempre un puesto. Mejor dicho, has venido a buscar el que
dejaste en un acceso de idiotez, por fortuna pasajera.
— Si no te
importa emplearme de nuevo...
Thorne
agitó una mano.
— Anda, anda,
busca una bata y empieza a trabajar — refunfuñó—. Y déjate de una vez de pensar
en ser una lumbrera de la Televisión.
— Sí, eso es
cierto, pero mira que trabajar aquí, buscando un imposible... Tío, lo que
pretendes es tan fácil como pescar la luna sin caña y sin cebo.
— ¿Es que con
caña y con cebo se podría pescar, sobrino?
— El pez-luna,
sí, tío.
— Oye, Mark,
si sigues haciendo chistes tan infames, el puntapié que te voy a dar yo, no va
a tener nada de metafórico —rezongó Thorne—. ¡Vamos, a trabajar!
— Sí, «bwana»
— contestó el joven, entre irónico y resignado.
Y mientras se ponía la bata, se preguntó qué relación podría haber entre la química y el humor televisivo.
* * *
El
hombre era alto, delgado, de ojos hundidos, en los que, no obstante, brillaba
un fulgor especial, y nariz de ave de presa. Vestía corrientemente, si bien
sabía llevar las ropas con cierta innata distinción, que borraba lo
estrafalario que pudiera parecer a primera vista.
Al
detenerse ante la puerta, leyó con todo detenimiento el rótulo que campeaba en
el centro de la misma:
S. SCHATKY
Investigaciones generales
El
índice del sujeto se apoyó en el timbre de llamada. Una voz brotó a través de
un altoparlante invisible:
— Por favor,
diga su nombre y exprese sus deseos.
— Sawson.
Quiero hablar con el director de la Agencia.
— Muy bien.
Tenga la bondad de pasar y aguardar unos minutos en la antesala. El señor
Schatky le recibirá muy pronto. Gracias, señor Sawson.
La
puerta se abrió automáticamente y Sawson cruzó el umbral. La antesala estaba
decorada con sobriedad y buen gusto. Sobre una mesita, había una caja con
cigarrillos. Sawson ni los miró siquiera.
Pasaron
cinco minutos. Schatky tenía una visita, ciertamente, pero cuando terminó,
hizo salir a su visitante por otra puerta. El lema de su agencia, ciertamente
no expresado en el rótulo, era discreción absoluta.
Luego,
a través de una cámara oculta de televisión, que le mostraba con toda nitidez
las imágenes de la antesala, estudió unos momentos a su visitante. Parecía, se
dijo, un buen burócrata, abrumado, quizá, por el abandono de su mujer.
Seguramente venía a pedirle que la localizase. Lástima que la Agencia Schatky
no aceptase tales encargos.
— Tendré que
desilusionarle. ¡Pobre hombre! — murmuró, mientras se dirigía a abrir la puerta
del despacho.
Con
la mejor de sus sonrisas, se dirigió a su visitante:
— ¿Qué tal,
señor Sawson? Soy Silas Schatky, director de la Agencia de Investigaciones
Generales. Permítame que le diga que me siento encantado de conocerle y, al
mismo tiempo, añadir que yo y mi modesta Agencia estamos incondicionalmente a
su disposición.
Sawson
miró de hito en hito a su interlocutor, durante un segundo. La fijeza de su
mirada era tal, que Schatky llegó a sentirse incómodo.
— Quiero que
busque a una persona, señor Schatky —habló por fin el visitante.
«Su esposa, apuesto diez contra uno», pensó el director de la Agencia.
CAPÍTULO III
— Buscar a
personas desaparecidas forma parte de nuestro trabajo, señor Sawson — contestó
Schatky en tono untuoso—. Pero pase a mi despacho, por favor; allí hablaremos
con más comodidad.
— Gracias
—contestó Sawson secamente.
Entraron
en el despacho. Schatky quiso servir una copa a su visitante, pero éste rechazó
la invitación con un leve movimiento negativo.
— ¿Un
cigarrillo, señor Sawson?
— Tampoco
fumo. Considero que fumar y beber son dos vicios, además de altamente nocivos,
estúpidos.
Schatky
no dijo nada. Los clientes, a veces, eran muy raros.
— Una opinión
digna de todo respeto —contestó amablemente—. Y, bien, ¿qué desea de la
Agencia, señor Sawson? Oh... — Schatky soltó una risita—. Ya lo dijo antes:
quiere que le busquemos a una persona. ¿El nombre de esa persona, por favor?
— Mark Wren
—contestó el visitante.
— Wren... Me
suena...
— Es redactor,
locutor, empleado o como quiera que se diga, de la cadena de televisión WKZ-40
— dijo Sawson
— Ah, sí,
ahora recuerdo. Tiene a su cargo un programa de humor. Me agrada verlo...
— Es
detestable, señor Schatky.
El
director de la Agencia volvió a sentirse incómodo. La voz de su presunto
cliente era monocorde, pero, al mismo tiempo, parecía el chirrido de un
gigantesco saltamontes. Le miró los brazos y le extrañó no verlos rematados en
sendas pinzas o artejos cortantes, como los del escorpión.
— Bueno, es
que yo soy un hombre sencillo y me río con cualquier cosa — dijo Schatky,
fingiendo modestia—. Pero, para buscar al señor Wren, no era necesario que
viniese a mi Agencia. Para ello, basta telefonear a la emisora y...
— Si sólo se
tratase de hablar con Mark Wren, no habría venido a verle a usted, señor
Schatky. Lo que quiero es que investiguen el domicilio del hombre a quien ayer
hizo una entrevista el señor Wren, un tal Gorths.
— Ah, creo que
ya comprendo.
— En la
emisora no han querido decírmelo. O no lo sabían o, simplemente, lo ignoraban.
Usted lo averiguará, señor Schatky.
— Un momento
—dijo el director—. Antes de seguir adelante, debe saber que los servicios de
mi Agencia no son precisamente baratos...
— El dinero no
cuenta — respondió Sawson fríamente—. Lo que me interesan son los resultados.
Dicho
lo cual, Sawson puso sobre la mesa un grueso fajo de billetes, cuya sola vista
hizo que el corazón de Schatky saltase de gozo. La cifra de los billetes era de
100 y, al menos, había cincuenta, calculó rápidamente.
— Tendrá
resultados, señor Sawson —aseguró.
— Eso espero,
señor Schatky.
— Pero deberá
darme su domicilio, para informarle...
— No es
necesario. Yo telefonearé a su despacho, como mínimo, dos veces al día, a
partir de mañana. Si usted no está, porque haya tenido que salir, deje el
mensaje grabado, de modo que el teléfono me conteste automáticamente.
— Sí, señor.
A
veces, le parecía a Schatky que era un soldado raso y que estaba hablando con
un general.
El
visitante se puso en pie.
— Y si realiza
bien y rápido esta misión, puede que luego le encomiende otra, mucho mejor
pagada, por supuesto —manifestó—. Por lo que creo saber, ustedes aceptan «toda»
clase de misiones, ¿no. es así?
Schatky
miró un instante al hombre que tenía frente a sí. «Me está proponiendo eliminar
a un tipo de los dos que ha mencionado», pensó.
— Sí, señor —
contestó.
— En tal caso,
ya hablaremos más adelante.
Sawson
se dirigió hacia la puerta. Antes de salir, se volvió hacia el director de la
Agencia.
— Por
supuesto, además de rapidez, quiero resultados, insisto. Es decir usted ha de
averiguar el domicilio de Gorths por todos los medios. ¿Entendido?
— Sí, señor.
Sawson
se marchó. Al quedarse solo, Schatky sacó un pañuelo y se limpió el abundante
sudor que cubría su frente, bastante más grande de lo que hubiera deseado, a
consecuencia de una ya indetenible calvicie.
— Ese tipo...
—masculló entre dientes—. Me ha dejado helado.
Pero
delante de sí tenía el dinero y no era cosa de desaprovechar la ocasión. Agarró
el teléfono y marcó un número.
A
los pocos momentos, oyó una voz que respondía. Entonces dijo:
— Maw, ven
inmediatamente con Tino. Tengo un trabajo urgente para vosotros. Bien pagado,
como de costumbre. No tardéis; repito que es urgente.
* * *
Annalee
oyó el timbre de la puerta y cruzó la sala. Al abrir, se encontró frente a una
cara conocida.
— Hola,
invasor —saludó alegremente—. Entre, entre y tomará una taza de café conmigo,
señor Gorths.
El
recién llegado se quitó el sombrero cortésmente.
— Es
reconfortante ir de visita a una casa y ser recibido con amabilidad y simpatía
—dijo—. ¿Cómo se encuentra, doctora?
— Ya ve,
estudiando un poco... He estado haciendo prácticas en mi pequeño laboratorio de
física...
— Ah, sí, es
doctora en mecánica.
— Pero ahora
no vamos a hablar de mis trabajos, sino del café que voy a servirle, señor
Gorths. Siéntese, por favor.
— Gracias,
doctora.
— Haría mejor
en llamarme por mi nombre
— dijo ella a
la vez que se encaminaba hacia la cocina—. Annalee, ¿lo recuerda?
— Sí, doct...
digo, sí, Annalee.
Gorths
esperó algunos minutos. La joven volvió poco después, con una bandeja en las
manos.
— Bien, señor
Gorths, ¿qué tal va la invasión?
preguntó de buen humor, mientras llenaba las tazas.
— No se puede
decir que sea un invasor afortunado — contestó el visitante melancólicamente—.
Mire, Annalee, he invadido hasta ahora, al menos dos o tres docenas de
planetas. Tengo quince a mi nombre, cuatro resultaron inhabitables y el resto
no valía la pena. Pero la Tierra es completamente distinta a todos y... Bueno,
¿a qué seguir hablando de un fracaso que me llena de vergüenza?
Annalee
miró sorprendida al individuo. Por lo visto, la chifladura de la invasión no le
abandonaba, se dijo.
— Pero eso no
debe avergonzarle —exclamó—. Invadir planetas debe ser dificilísimo y más
cuando el que realiza la invasión es uno solo.
— Al
principio, sí, resulta un poco difícil, pero luego se adquiere práctica y...
Oiga, antes ha dicho que tiene un laboratorio de física.
— Más o menos
—sonrió la joven—. ¿Quiere verlo?
— Me encantará
—aseguró Gorths.
Annalee
se puso en pie.
— Sígame, por
favor.
La
joven atravesó el salón y abrió una puerta. Cruzó el umbral, seguida por su
visitante, y se detuvo unos pasos más adelante.
Gorths
estudió con mirada crítica el panorama que tenía ante sus ojos. De pronto, se
acercó a una mesa, sobre la que había una serie de raros artefactos metálicos,
de pequeñas dimensiones.
— ¿Qué es
esto? —preguntó.
Annalee
suspiró.
— Un intento
de solución de levantamiento de grandes pesos, con un mínimo de materiales y
energía —contestó.
— Está mal
dirigido, aunque no tanto diseñado — señaló Gorths rotundamente.
— ¿Cómo? ¿Se
siente capaz de mejorarlo? — preguntó ella, sorprendida.
— Es tan
sencillo como hacer rodar el aro de un niño. Veo un brazo de palanca que sobra
y otro que tiene el punto de apoyo en un lugar inadecuado. El momento de
inercia no está bien calculado; hay un error, en menos, de diecisiete coma
doce por ciento, con lo que la potencia de levantamiento queda gravemente
afectada por el desajuste origen de las piezas que constituyen la máquina. ¿Ha
comprobado también la tensión molecular del metal, Annalee?
La
joven se sentía atónita. Gorths hablaba con una seguridad y un aplomo realmente
extraordinarios. Y parecía muy entendido en mecánica.
— Sobre la
tensión molecular, el certificado de origen de fábrica... — empezó a decir,
pero el hombrecillo no le permitió continuar.
— No es
suficiente; debe ser un certificado rutinario. Tiene que comprobarlo usted
misma, aunque no veo por aquí los aparatos que se necesitan.
— Son
carísimos...
— Los
construiremos —exclamó Gorths en tono tajante—. Y no nos costarán mucho, ya lo
verá. ¿Tiene por ahí los apuntes de su trabajo?
— Desde luego
— contestó ella.
— Haga el
favor de dejármelos. Voy a estudiarlos y, si todo sale como espero, le
construiré una grúa capaz de levantar cien toneladas de peso con una estructura
insignificante y un consumo de energía similar a la de un niño que se lleva la
cuchara a la boca. No se necesita mucha fuerza para llevarse una cuchara a la
boca, ¿verdad?
Annalee
estaba aturdida. Casi de un modo maquinal, buscó los apuntes y se los entregó
al extraño individuo.
Antes
de empezar a trabajar, Gorths se volvió hacia ella.
— Por cierto,
he estado pensando mucho en lo que hablamos el otro día de los neumáticos macizos.
Mire a ver si encuentra una muestra de la materia de que están hechos, para
analizarla y empezar también a trabajar sobre este asunto — solicitó.
— Sí, señor
Gorths...
El
hombrecillo sonrió.
— Mi nombre es
Dyakkus, aunque todos me llaman Titty. Es el diminutivo familiar, ¿sabe?
* * *
Mark
Wren se sentía amargado por su fracaso en la emisora, aunque, por otra parte,
no lo lamentaba demasiado. Se daba cuenta de sus limitaciones y, hombre
sensato, pensaba que no hubiera hecho una carrera muy brillante en la
televisión.
Tal
vez así había sido mejor, se dijo. Ahora volvía a estar con su tío y de nuevo
había vuelto a sus anteriores investigaciones químicas.
El
problema de los trabajos que realizaba su tío ocupaba su mente mientras se
duchaba. Era un propósito muy ambicioso y que, con tenacidad, podía llegar a
su término, pero Wren tenía la sensación de que las investigaciones no seguían
la dirección correcta.
— Por lo
menos, totalmente correcta — se dijo, en tanto que conectaba el secador de aire
caliente, tras una buena ducha.
El
camino era bueno hasta cierto punto, en que se desviaba. Lo que pasaba es que
ninguno de los dos hombres sabía, no sólo identificar el punto donde se
iniciaba el error, sino la dirección adecuada que era preciso seguir a
continuación.
Wren
se secó y se puso unas ropas holgadas. Casi había terminado de vestirse,
tratando de despreocuparse del tema, cuando oyó que llamaban a la puerta.
Momentos
más tarde, se encontraba frente a dos sujetos voluminosos, de rostros poco amables
y aspecto desagradable.
— Usted es
Wren —dijo Tino Zorani.
— Así me
llamo, pero, oigan, no vengan a pegarme por lo de la emisión...
Mawrer
Lam soltó una risita muy seria.
— Los
problemas de su emisora son una porquería — calificó crudamente—; pero no
hemos venido aquí a hablar de televisión. Sólo queremos que nos diga el
domicilio del señor Gorths.
— Lo ignoro
—contestó Wren, sin pensárselo dos veces.
Zorani
frunció el ceño.
— Hay
respuestas que no nos gustan — dijo.
— Y que nos
desagradan de inmediato —añadió Lam.
— Entonces,
les gustará más que les diga que sí conozco el domicilio de Gorths.
Zorani
sonrió.
— Eso ya está
mejor — dijo.
— Pero, en tal
caso, añadiré que no quiero indicárselo.
Hubo
un momento de silencio. Zorani y el otro se habían puesto muy serios.
—
El silencio puede costarle caro, Wren — dijo Lam al cabo.
Wren
comprendió de inmediato la calaña de los sujetos que tenía ante sí. No sabía
dónde vivía Gorths ni tenía la menor idea del lugar en que se podía encontrar
al extraño individuo, pero, aunque lo hubiera sabido, habría guardado silencio
sobre el particular.
Había,
además, otra cosa que le desagradaba profundamente: las amenazas. En
consecuencia, actuó con una rapidez y una eficacia realmente demoledoras,
Fue
una demostración de potencia física increíble: sus dos puños se dispararon a
un tiempo, rectos, como arietes. Dos mandíbulas crujieron al mismo tiempo y
los visitantes se desplomaron instantáneamente, sin haber tenido tiempo de
enterarse de lo que les sucedía.
CAPÍTULO IV
Sonó
un fuerte chasquido:
¡CRACK!
Gorths
lanzó una exclamación de disgusto.
— Varilla de
acero —refunfuñó—. Una varilla de paja sería mil veces más resistente...
— Pero, Titty,
es que la ha sometido a una tensión demasiado fuerte —protestó Annalee.
— Lo que pasa
es que el fabricante no tiene la menor idea de lo que hace — dijo Gorths —. Más
le valdría dedicarse a fabricar helados..., aunque por si acaso, yo no los
comería; podría envenenarme — añadió con sarcasmo.
Annalee
contempló los restos de la maqueta del artefacto que estaban construyendo entre
los dos. Un poco más allá, sobre un hornillo de buen tamaño, hervía un extraño
líquido de color azul oscuro y de gran consistencia, más que el jarabe
corriente, y del que se desprendían, por contraste, unos extraños vapores
rosados.
Gorths
tomó la varilla rota y la contempló unos instantes.
— El
microscopio — dijo de pronto.
Un
diminuto fragmento de la varilla fue a parar a la platina del microscopio. Al
cabo de cinco minutos, Gorths soltó un aullido:
— ¡Animal!
¡Bruto! ¡Zopenco!
Annalee
corrió hacia el extraño individuo, cuya cólera le parecía no sólo poco
corriente, sino, incluso, alarmante.
— ¿Sucede
algo, Titty? —preguntó.
— Sucede que
este acero tiene tantas impurezas como una alcantarilla. Por si fuese poco, necesita
ciento cincuenta grados más de temperatura de la que le aplican en el proceso
de fabricación, ¿comprende?
Annalee
estaba atónita.
— Pero, Titty,
es uno de los mejores aceros...
— Pues si este
acero es el mejor, cómo serán los otros —bufó el sujeto—. Muchacha, ¿conoce
usted al fabricante, por casualidad?
— Conozco a
uno de los ingenieros...
— Llámele
—dijo Gorths imperativamente—. Pregúntele si puede venir a verla esta tarde,
cuando haya terminado su trabajo.
— Sí, señor.
Annalee
cumplió la orden sin rechistar. Después de hablar con su amigo, pensó en que
Gorths llevaba ya unos cuantos días hospedado en su casa, mandando como si
fuese el dueño y portándose incluso en ocasiones con cierta desconsideración.
— Parece como
si de veras fuese un invasor murmuró—.
Al menos, ha invadido mi casa...
Pero
sentía hacia él cierta atracción, nada sentimental, desde luego, que le
impedía despedirlo con cajas destempladas. En su interior, la muchacha tenía
la premonición de que los trabajos de Gorths acabarían teniendo un completo
éxito.
Nuevamente,
el «invasor» volvió a lanzar otro agudo grito.
Esta
vez, sin embargo, fue una extraña palabra, jamás oída antes por Annalee:
— ¡Squribd!
¡Squribd!
La
muchacha se quedó atónita.
— Titty, ¿qué
significa eso que ha dicho?
— preguntó.
— Oh, dispense
— contestó él —. No me acordaba que usted no conoce mi idioma. «Squribd»
significa que lo he encontrado.
Annalee
sonrió.
— En ese caso,
¿por qué no dijo «Eureka»?
Significa
lo mismo, Titty... aunque, dígame, ¿qué es lo que ha encontrado?
— La fórmula
para los neumáticos macizos — comentó Gorths.
— ¡Atiza!
Una
amplia sonrisa iluminó las facciones del hombrecillo.
— Gracias,
Annalee. Ese elogio me ha gustado muchísimo —contestó.
Ella
le miró de reojo.
— No es un
elogio, es una exclamación de asombro —puntualizó.
— ¡Oh!
—replicó Gorths, un poco decepcionado—. Bueno, supongo que, de todas formas,
igual se alegra usted.
— Claro que
sí, Titty, me siento muy satisfecha de que haya encontrado la fórmula. A propósito,
el ingeniero vendrá a las siete de la tarde.
— Magnífico.
Ahora nos encontramos con un grave inconveniente, Annalee.
—
¿Qué sucede?
— Tengo la
fórmula, pero me faltan los elementos para llevarla a la práctica. ¿No puede
indicarme cómo conseguirlo?
Annalee
meditó un instante. Luego, de pronto, se dirigió hacia el teléfono.
— En la Tierra
viven muy atrasados —dijo Gorths de pronto.
— Sí —
contestó ella por encima del hombro.
— Nosotros
usamos hace siglos el videófono.
— Aquí
también, pero su instalación es todavía muy cara — alegó ella.
— ...y, además no
empleamos teclas para marcar el número de la persona con quien queremos
hablar. Simplemente, pronunciamos su cifra clave y la comunicación se
establece casi instantáneamente.
— Bueno —dijo
la muchacha—, a ver si me construye usted un aparatito de esos tan maravillosos.
En sus ratos de ocio, por supuesto.
— Se lo haré
cuando tenga un par de horas libres —prometió Gorths.
Momentos
después, Annalee estaba en comunicación con la persona a la que deseaba
hablar.
— ¿Mark? ¿Mark
Wren? ¿Eres tú? Hola, chico, ¿qué tal te encuentras? No sé si te acordarás ya
de mí; yo soy Annalee Hitten y me gustaría
que vinieras a mi casa...
* *
*
Silas
Schatky contempló entre burlón y furioso los dos rostros que tenía ante sí. En
las dos mandíbulas se veían idénticas señales de color morado, que eran las
huellas inequívocas de los golpes que Wren les había aplicado certera y
simultáneamente.
— De modo que
el tipo...
— Apenas nos
dejó hablar — rezongó Zorani, irritado por la derrota sufrida de un modo que
estimaba completamente ignominioso.
— Quisimos
asustarle un poco, pero no nos dio tiempo a seguir —añadió Lam. Dos hombretones
—gruñó Schatky—. Dos hombretones como castillos y se dejan...
— Jefe, usted
tendría que ver al tipo —exclamó Zorani—. Aunque hubiésemos ido cuatro,
también nos habría derrotado.
— No me digas
que Wren es una especie de Hércules redivivo, Tino —exclamó Schatky—. Vosotros
sois fuertes...
— Pero él lo
es mucho más, no hay que negarlo — dijo Lam honestamente—. Un golpe a cada uno,
jefe, sólo un golpe, y quedamos sin conocimiento en el acto.
— Y, además,
con los dos puños al mismo tiempo —: siguió Zorani el relato de su
poco honrosa aventura—. Ni siquiera empezó con uno primero y luego continuar
con el otro; no, señor, nada de eso. Disparó los dos puños a la vez y...
Schatky
se sentía maravillado, porque creía a sus esbirros. Si de algo pecaban Zorani y
Lam era ciertamente de falta de imaginación, lo que significaba que en aquellos
momentos le estaban diciendo la verdad.
— Pero todo no
se ha perdido, jefe —exclamó Lam—, Hemos conseguido averiguar algo muy
importante.
—Antes de entrar en la televisión, trabajaba
como químico en una empresa que pertenece a un pariente suyo, llamado Rex
Thorne —añadió Zorani.
— Y, por lo
que nos dijo el conserje, ha vuelto allí de nuevo, después de ser despedido de
la emisora.
— La empresa
de Thorne está en las afueras de la ciudad, en Kethaney Road, cuatrocientos.
— ¡Pedazos de
brutos! —aulló Schatky—. ¿Por qué no habéis empezado por ahí? Vamos, salid del
despacho y dejadme solo unos momentos. Esperad hasta que os llame, ¿entendido?
Lam
y Zorani abandonaron el despacho. Rezongando maldiciones en voz baja, Schatky
conectó la grabadora acoplada al teléfono y dijo:
— La dirección
actual de Mark Wren es Kethaney Road, 400, donde podrá ser hallado a horas
ordinarias de trabajo. Espero nuevas instrucciones, señor Sawson. Eso es todo.
Cortó
la conexión y se reclinó en el asiento. Ahora, se dijo, Sawson podría encontrar
a Gorths. En su opinión, era Gorths el que estorbaba a Sawson. Si le
encomendaba suprimirlo, le costaría caro.
Los
servicios que prestaba la agencia Schatky no habían sido nunca baratos, aunque,
eso sí, su director alardeaba de no haber fallado jamás.
Y
éste era un punto que subrayaría ante Sawson, si es que en efecto pretendía
deshacerse de Gorths, con objeto de «estrujarle» aún más la bolsa.
— Se la dejaré como un racimo de uvas después de pasar por la prensa —murmuró para sí regocijándose de antemano con el sustancioso incremento que adquiriría su cuenta corriente unos pocos días más tarde.
* * *
— Discúlpame,
Annalee, pero no me ha sido posible acudir antes. Tenía trabajo y...
La
joven sonrió, mientras tendía su mano al recién llegado.
— No te
preocupes, Mark; el caso es que hayas venido —contestó—. ¿Quieres una taza de
café? ¿O la prefieres después, para recobrarte de la impresión que vas a
recibir?
Wren
miró de soslayo a la joven.
— Oye, no irás
a decirme ahora que has descubierto el movimiento continuo —exclamó.
Annalee
exhaló una suave carcajada.
—
¡Oh, nada de eso, Mark! —contestó—. Pero ven conmigo y en seguida lo sabrás
todo.
Wren
se emparejó con ella, mientras cruzaban la sala en dirección al laboratorio.
Contemplándola de reojo, dijo:
— Annalee, a
veces me pregunto por qué no frecuento más tu compañía. Luego, cuando estoy a
tu lado, me digo que debe ser porque no tengo ojos en la cara.
— Te tomaste
muy a pecho tu trabajo en la televisión — contestó ella.
— Y ya conoces
el resultado, ¿no?
— Quizá haya
sido mejor para ti, Mark. Tu puesto está en la química, junto a tu tío Rex...,
lo cual no quiere decir que un día te independices, que parece lo más lógico.
Pero no hablemos más del asunto. Entra, por favor.
Al
mismo tiempo que hablaba, Annalee abría la puerta del laboratorio, que ya era
conocido de Wren, por haber estado allí algunas veces. El joven divisó a un
extraño hombrecillo con bata blanca, que parecía muy afanado en la construcción
de la maqueta de una grúa de nuevo diseño.
— Titty —llamó
Annalee—, le presento a un buen amigo mío, Mark Wren.
Gorths
levantó los ojos un instante de su trabajo y miró críticamente al recién
llegado.
— Hola, Mark —
saludó con su característica voz aflautada.
— Es el...
bueno, no sé si llamarlo doctor, profesor o algo por el estilo —continuó
Annalee—. Su nombre es Dyakkus Gorths, pero a él le gusta que le llamen Titty.
— Así es
—confirmó el aludido—. ¿Qué tal, Mark?
— Hola, Titty
— saludó Wren, sonriendo —. ¿Qué está haciendo ahí?
— Solucionar
problemas a una serie de animales que no tienen la menor idea de cómo se
funden los metales — contestó Gorths sin el menor embarazo—. Annalee, ¿éste es
el chico que dijo usted...?
— Sí, el mismo
— corroboró la muchacha —. Él nos llevará al lugar donde usted podrá hacer las
pruebas de su nueva sustancia.
— ¿Puedo saber
qué es lo que ocurre, si no hay inconveniente? —preguntó Wren cortésmente.
— Mark, tu tío
trabaja en la elaboración de una sustancia que permita obtener neumáticos
macizos para las ruedas de los automóviles, ¿no es así?
— Demasiado lo
sabes, Annalee. También creo que sabes que abandonó la empresa en que trabajaba,
porque no quiso someterse a sus directrices en materia de investigación —
contestó el joven.
— Lo sé, Mark,
lo sé. Pero tu tío no ha conseguido grandes resultados hasta ahora, creo.
— Los
neumáticos macizos que fabrica en plan de ensayo se calientan demasiado a altas
velocidades, con la consiguiente deterioración del material — contestó—. Eso,
en algunos casos; en otros, simplemente, se deshacen a más de ciento cincuenta
por hora, prácticamente vaporizados por la fricción...
Annalee
tomó de la mesa una pelota de una sustancia de color gris claro y la hizo
botar en el suelo.
— Aquí está la
fórmula que busca tu tío desde hace tiempo —exclamó.
Wren
miró a la muchacha entre perplejo y estupefacto.
— Annalee, no
se tratará de una broma...
— Señor mío,
las cosas que yo hago no son broma nunca —replicó Gorths, muy irritado—. Esa
goma que yo he fabricado artificialmente permitirá a los coches correr a
cualquier velocidad, sin que las ruedas se calienten nunca a más de cuarenta o
cincuenta grados centígrados, y esas ruedas que se fabricarán con mi goma
podrán rodar durante doscientos mil o más kilómetros, antes de empezar a pensar
en su sustitución.
— En el
laboratorio de tu tío hay moldes — añadió Annalee—. Con la fórmula de Titty,
podremos fabricar unas cuantas ruedas y experimentarlas en nuestros coches. ¿Te
parece bien, Mark?
Wren
se sentía estupefacto. Tomó la pelota de goma y, en el acto, notó su increíble
ligereza.
— El material
posee elasticidad recuperable automáticamente —explicó Gorths—. Eso significa
que se acomoda al peso que ha de soportar, en lugar de lo que ocurre con las
ruedas convencionales, que han de ser hinchadas a determinada presión.
—
Naturalmente, será preciso fabricar un tipo de rueda adecuado al modelo de
coche que ha de usarlas, pero esto más bien por el tamaño que por el peso que
ha de soportar — agregó Annalee.
Wren
meneó la cabeza.
— El sueño de
toda la vida de mi tío —murmuró —. Y dice que esta fórmula es...
— Mí,
muchacho, mía —exclamó Gorths orgullosamente.
— Pero, bueno,
usted, ¿qué es, científicamente hablando, por supuesto?
— ¿Yo? —Una indefinible sonrisa apareció en los labios del hombrecillo—. Yo soy un invasor, muchacho.
* * *
Aquella
noche, Wren empezó a pensar en la conveniencia de tomarse una tableta de
sedante. Después de todo lo que había visto y oído en casa de Annalee, no
estaba muy seguro de conciliar el sueño con la prontitud de costumbre.
De
pronto, cuando ya se disponía a meterse en la cama, oyó que llamaban a la
puerta.
Casi
agradeció la llamada, porque le desviaba de sus pensamientos. Cruzó la sala y
abrió, encontrándose frente a un desconocido.
— Usted es
Mark Wren — dijo Sawson.
— Así me
llamo, aunque estimo que éstas no son horas convenientes para una visita
—contestó el joven.
— Me indicaron
la dirección de su puesto de trabajo —manifestó Sawson—. No obstante, el asunto
que me trae es urgente y por eso he preferido venir a su casa, rogándole de
antemano disculpe las molestias que pueda ocasionarle.
— Está bien
—cedió Wren—. Entre, señor...
— Sawson,
Korthiman Sawson — se presentó el individuo —. Por otra parte, no voy a estar
mucho rato. Sólo se trata de una pregunta y me iré apenas me haya respondido a
ella.
— Le escucho,
señor Sawson. ¿De qué se trata?
— Simplemente, deseo saber el domicilio de Dyakkus Gorths.
CAPÍTULO V
Wren
miró fijamente a su visitante.
— Usted envió
a dos rufianes para saber lo mismo — dijo.
— Me interesa
encontrar a Gorths —contestó Sawson.
— Creo que
Gorths es amigo mío. Dígame para qué lo busca y, según su respuesta, yo le diré
lo que desea saber. O me callaré, porque, a juzgar por la catadura de los dos
individuos que vinieron a preguntarme lo mismo, no le busca para nada bueno.
— Eso es asunto
mío, señor Wren — contestó el visitante con altanería.
— En tal caso,
lárguese.
— Estoy siendo
demasiado paciente con usted, Wren — masculló Sawson —. Dígame solamente la
residencia actual de Gorths o tendré que tomar medidas contra usted.
Wren
miró al individuo con desdén.
— ¿Usted? —
dijo en tono burlón.
— Wren, parece
que es usted de los tipos que todo lo fían a la fuerza bruta. Voy a hacerle una
demostración de que sus puños no servirían nada contra mí.
Y
antes de que el joven pudiera imaginarse siquiera lo que iba a hacer su
visitante, vio que éste metía la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacaba un
tubo con el que le apuntó al cuerpo.
Wren
dio un paso hacia delante. Antes de dar el segundo, se encontró suspendido en
el aire.
— Eh, oiga,
bájeme de aquí —pidió, muy nervioso.
Wren
tocó el suelo nuevamente, pero, apenas un segundo más tarde, volvió a elevarse,
quedándose con la cabeza a ras del techo.
— Esto no es
nada todavía —dijo Sawson, sonriendo malignamente.
Wren
se sentía pasmado al verse suspendido en el aire, como por arte de magia. Elevó
las manos, haciendo presión en el techo, para poder bajar nuevamente hasta el
suelo, pero todos sus esfuerzos resultaron inútiles.
Sin
dejar de apuntarle con el extraño tubo, Sawson cruzó la estancia y abrió la
ventana. Wren notó en el acto que se ponía horizontal.
En
seguida, perdió metro y medio de altura y se deslizó suavemente hasta atravesar
la ventana y quedar suspendido sobre el vacío, a más de ciento veinte metros de
altura. El piso de Wren estaba en la planta cuadragésimo primera del edificio.
Wren
miró hacia abajo y sintió que se le ponían Tos pelos de punta.
— Estoy
soñando —murmuró—. Sueño que estoy fuera de la ventana, con riesgo de caer a la
calle, pero en cualquier momento me despertaré y...
— Nada de
sueños —dijo Sawson con burla desde la sala—. Lo que le está sucediendo es absolutamente
real.
El
cuerpo de Wren giró hasta quedar con la cara hacia arriba. Irguió un poco la
cabeza y miró a su visitante.
— Usted me
mantiene así por medio de ese cacharrito que tiene en la mano, ¿no es cierto? —
dijo.
— En efecto,
así es — admitió Sawson.
— Y si yo le
digo lo que quiere saber, usted me soltará y me haré pedazos contra la acera.
— No me
achaque tan malos sentimientos. Cuando hago un trato, me gusta respetarlo.
— Pero no
hemos hecho...
— Vamos a
hacerlo, señor Wren —dijo Sawson, inflexible.
— ¿Qué clase
de trato? —preguntó Wren.
— Usted me
dice dónde vive Gorths y yo le hago entrar aquí adentro, sano y salvo. Pero si
se niega, fíjese bien en lo que le digo, si se niega, no sólo no suplicaré o
amenazaré, sino que inmediatamente de recibir su negativa, sin un solo segundo
de prórroga, lo dejaré caer al vacío. ¿Está bien entendido?
— Sí, señor,
le entiendo muy bien.
En
aquel momento se asomó un vecino a la ventana. El individuo, sin duda, tenía
una copa de más y no pareció extrañarle demasiado ver a un hombre flotando en
el espacio, a pocos metros de él.
Pero
era un hombre caritativo y no quería que
Wren
sufriese ningún daño, por lo que trató de evitarlo con un buen consejo.
— Eh, oiga,
¿no sabe que es malo acostarse en el aire, fuera de la ventana, estando tan
lejos el suelo de la calle?
Wren
volvió la cabeza.
— Muchas
gracias por su interés, vecino, pero es que a mí me gusta acostarme aquí. No
siempre, claro está.
— ¿Qué pasa?
¿Con quién está hablando? — preguntó Sawson, receloso.
— Es el
vecino, un tipo muy simpático y cortés. ¿Qué tal, señor Bingle?
— Hola, señor
Wren —dijo Bingle—. No sabía que tuviera usted afición a dormir en el aire,
como los «fakires» de la India.
— Lo he
aprendido en un curso por correspondencia. Al principio, cuesta un poco, pero
después, cuando uno se acostumbra, resulta muy fácil. Y sano, créame.
— Pero, bueno,
¿es que se cree que yo he venido aquí para asistir a la tertulia de unos amigos?
— gruñó Sawson, empezando a impacientarse.
— Tiene que
darme las señas de esa escuela, señor Wren; a mí también me gustaría dormir
alguna vez en el aire, al fresco — dijo Bingle.
— Con mucho
gusto, amigo mío —contestó el joven.
La
señora Bingle estaba tejiendo punto en la sala y oía a su marido hablar con
otra persona.
Extrañada,
suspendió un momento su labor y preguntó:
— William
—porque nunca había querido llamarle Bill, que era un diminutivo que se le antojaba
poco digno—, ¿con quién hablas?
— Es el
vecino, el señor Wren, que se ha salido a dormir fuera de su piso. Un joven
muy simpático, créeme, Maggie.
— Ah, sí, me
parece que lo he visto algunas veces.
— Me da una
envidia verle ahí afuera, suspendido en el aire, gozando de la atmósfera
limpia y pura... —suspiró el señor Bingle.
— Sí, se está
estupendamente — convino Wren con una sonrisa.
Sawson
estaba congestionado de furia.
— Pero, bueno,
¿me contesta o no? — chilló.
Wren
había tratado de ganar tiempo, con intención de ver si podía entrar de nuevo
en la casa por sus propios medios, pero la treta no había dado resultado.
— ¿Tengo que
contestarle? —preguntó, afligido.
Los
ojos de Sawson centellearon de un modo singular. Wren se dio cuenta de que ya
no podía eludir la respuesta por más tiempo.
— Adiós, señor
Bingle —dijo—. Tengo que entrar en casa.
— Buenas
noches, señor Wren — contestó el vecino—. Y no se olvide de darme las señas de
esa escuela.
— Sí, señor Bingle.
— Y a mí las
señas de Gorths — vociferó Sawson.
— Avenida de
los Tilos, seiscientos diez.
Sawson
hizo un gesto con la mano. El joven atravesó la ventana, entró en la casa y
cayó sobre una mesita, que se hizo astillas bajo su pecho.
Inmediatamente
se puso en pie, dispuesto a cargar contra Sawson, pero, entonces, sintió una
especie de golpe en el pecho, como un fortísimo puñetazo, que le dejó sin
respiración. Con los ojos turbios por el dolor, vio que Sawson apuntaba su
tubo al teléfono.
Un
delgadísimo hilo de luz blanca salió de uno de los bordes de la boca. El
teléfono empezó a humear.
— Así no podrá
avisar a Gorths —dijo Sawson.
Dio
media vuelta y echó a correr. Haciendo un tremendo esfuerzo, Wren consiguió
ponerse en pie.
Sawson
había salido ya del piso, pero el joven lo siguió, tratando de darle alcance.
Creía que el individuo se dirigía hacia los ascensores, con el fin de bajar a
la calle, pero se equivocaba.
El
extraño individuo echó escaleras arriba, corriendo con una agilidad increíble.
Wren era joven y fuerte, pero no conseguía en ningún momento disminuir la
ventaja que le llevaba el otro.
Sawson
llegó a fin ante la puerta que comunicaba con la terraza. Usó su tubo y la
puerta saltó, a pesar de que era de hierro, con un tremendo estampido, como
impulsada por un colosal martillo. Wren lo vio desde unos veinte escalones más
abajo y aceleró el paso.
— ¿Habrá
venido en algún minihelicóptero? — se preguntó.
Cuando
llegó a la terraza, vio algo increíble, que le hizo dudar del equilibrio de sus
sentidos.
Sawson
«despegaba» del suelo en aquel momento, sin ningún aparato, como si poseyese
unas facultades milagrosas. Wren lo vio elevarse, adquirir una velocidad
fantástica y, al fin, desaparecer en la noche a los pocos segundos.
— No puede
ser, no puede ser —gimió—. Estoy soñando...
Y
para «despertar» volvió a su casa y se sirvió una copa. Luego la segunda,
después la tercera...
Antes de llegar a la décima copa, había conseguido, al fin, quitarse de la mente lo que creía una horrible pesadilla.
* * *
En
aquellos momentos, Gorths estaba dando los últimos toques a la maqueta del
proyecto de Annalee. La joven le contemplaba con gran atención, sin osar
interrumpirle en su tarea.
De
pronto, Gorths levantó la cabeza.
— Me parece
que viene alguien — dijo.
Annalee
se sorprendió.
— ¿A estas
horas? —preguntó.
Gorths
abandonó el trabajo y se dirigió hacia la puerta.
— Si es quien
yo me imagino... — refunfuñó.
Annalee, intrigada, le siguió. Abandonaron el laboratorio,
cruzaron la sala y alcanzaron la puerta de la casa, que él abrió de inmediato.
Delante
del edificio había un pequeño jardín. Un hombre se hizo visible en el mismo
instante, a seis o siete pasos de la entrada.
— ¡Sawson!
—gritó Gorths.
— ¡Por fin!
—gritó el recién llegado, a la vez que sacaba su tubo.
Gorths
no fue menos veloz y aún le adelantó por décimas de segundo. Los dos hombres se
apuntaron con aquellas extrañas armas, separados por tres o cuatro pasos de
distancia, en medio del asombro y la estupefacción de Annalee, que no
comprendía nada de lo que sucedía.
Gorths
retrocedió un paso, impulsado por una fuerza misteriosa, pero, casi en el acto,
recobró el terreno perdido, obligando a su antagonista a echarse hacia atrás. A
la joven le pareció estar contemplando un extraño duelo, en el que las armas
de los contendientes eran aquellos misteriosos tubos proyectaban una energía
de origen desconocido.
Pero
tras los primeros momentos de vacilación, los antagonistas permanecieron firmes
en sus sitios respectivos, sin avanzar ni retroceder. De repente, Sawson
lanzó un aullido de rabia:
— ¡Lo que
haces es ilegal, Dyakkus!
— Y un cuerno,
Korthiman; este planeta me pertenece — contestó el hombrecillo, no menos furioso
que su contrincante.
— Yo lo invadí
primero...
— ¡Mentiroso!
Siempre has sido un embustero y has alardeado de conquistas que no sólo han
sido producto de tu mente calenturienta.
— La Tierra es
mía; yo tengo derecho a invadirla...
— ¡Está
equivocado, Korthiman! —gritó de pronto la muchacha.
Los
ojos de Sawson fueron hacia Annalee.
— Pero, ¿qué
dice? ¿Cómo se atreve usted...? — barbotó, colérico.
— ¿Tiene usted
permiso de invasión?
— ¿Cómo?
¿Permiso de...?
— Ya lo ha
oído —dijo Annalee, muy seria—. Para invadir este planeta, se necesita un
permiso en toda regla. ¿O es que cree usted que nos dejamos invadir por
cualquiera?
— Eso no lo
sabía yo —contestó Sawson, desconcertado.
— Aquí estamos
cansados de que vengan gentes de otros mundos a invadimos. Era ya demasiada
anarquía, así que decidimos exigir un permiso en regla a todo invasor. Tal
como lo ha hecho el señor Gorths.
Sawson
volvió los ojos hacia su rival.
— ¿Es cierto
eso, Dyakkus? —preguntó.
— Ya lo has
oído, Korthiman —corroboró el interpelado, aunque no sabía adónde iba a parar
la muchacha.
— Pero...
¿dónde se consigue ese permiso?
— En las
oficinas del Ayuntamiento, naturalmente — respondió Annalee —. Hay varias
ventanillas donde se expenden licencias para perros, gatos y otros animales
domésticos; licencias para matrimonios, licencias para conducción de automóviles,
para construcción de edificios... Vaya usted a la ventanilla de «Actividades
diversas». Allí le extenderán un permiso de invasión, por una cantidad
irrisoria.
Sawson
lanzó un bufido.
— ¿Qué pasaría
si no quisiera sacar ese permiso? — preguntó.
— Tendría que
atenerse a las consecuencias — contestó la muchacha, impasible—. Usted viene
de un planeta donde existen unas leyes, que todos los ciudadanos acatan, ¿no es
así?
— Claro —
admitió Sawson a regañadientes.
— Pues aquí
sucede también lo mismo. Consiga esa licencia y podrá invadir todo lo que le
dé la gana, como ha hecho mi amigo Dyakkus.
— Así es,
Korthiman — terció Gorths, muy complacido—. De lo contrario, corres el peligro
de que te expulsen del planeta.
Sawson
guardó de pronto su tubo. Annalee se sintió muy aliviada al ver el éxito de su
treta.
— Iré a sacar
ese permiso —dijo Sawson—. Y entonces, Dyakkus, prepárate, porque, te guste o
no, la Tierra será mía, ¿entendido?
Ya
no habló más; giró sobre sus talones y, un segundo más tarde, se elevaba
raudamente en el aire, desapareciendo en la oscuridad de la noche instantes
después.
Annalee
se tambaleó. Gorths acudió solícito en su ayuda.
— ¿Se siente
mal, muchacha? —preguntó.
— No sé... ¿He
visto bien, Titty?
Gorths
sonrió comprensivo.
— Sí, ha visto
perfectamente — contestó —> Sawson se ha elevado en el aire. Y yo también
puedo hacerlo cuando se me antoje.
— ¿Por...
medio de ese tubo...?
— En efecto.
Annalee dirigió al hombrecillo una mirada
llena de aflicción.
— En...
entonces... es cierto que usted no... no es terrestre...
Gorths
hizo un movimiento de cabeza.
— No soy
terrestre, desde luego — concordó —; pero éste no es tema importante por el
momento. Lo que sí tiene verdadera importancia es que Sawson haya conseguido
localizarme, y ello significa, si no me equivoco, que nos va a dar mucha
guerra de aquí en adelante.
CAPÍTULO VI
—Lo lamento
—dijo Wren—. Confieso que sentí un verdadero terror cuando me vi suspendido en
el vacío, a ciento veinte metros de la acera. Hubiera querido callar, pero ese
condenado Sawson estaba dispuesto a soltarme. No sé qué condenada arma empleó,
pero...
— Dyakkus
podría explicártelo si quisiera — le contestó Annalee—. ¿Se lo explicará?
—consultó, dirigiéndose al hombrecillo.
— No lo
comprendería —refunfuñó Gorths—. No lo comprenderían ninguno de los dos.
— A ver si nos
toma por retrasados mentales — protestó el joven—. Annalee es doctora en mecánica
y yo tengo mi diploma de químico. Algo de cultura tenemos, vamos, digo yo.
— De todas
formas, no quiero decir nada. Y gracias a la idea de Annalee, vamos a vemos libres
de Sawson.
— ¿Qué idea?
—preguntó Wren.
— Le dije que
tenía que ir a las oficinas municipales para sacar un permiso de invasión —explicó
la muchacha riendo.
— ¿Permiso de
invasión? Yo voy a volverme loco —dijo el joven, tapándose la cara con las
manos.
— Lo del
permiso fue un truco para alejarlo de aquí, pero que Sawson y yo somos
invasores es tan cierto como que ahora estamos los tres aquí reunidos — dijo
Gorths, muy serio.
Wren
miró a la muchacha. Annalee contestó con un gesto silencioso, como queriendo
decirle que era preciso seguir la corriente al singular individuo.
— Bueno
—añadió Gorths—, basta de charla; ya hemos perdido demasiado tiempo y yo tengo
mucho trabajo por delante.
El
hombrecillo se marchó y los dejó solos. Wren buscó los licores y se sirvió una
copa.
— Annalee, ¿tú
crees que Dyakkus hablaba en serio? —preguntó, después de un par de tragos.
— Algo habrá
de verdad en lo que dice —contestó ella—. Salvo su nombre, no sé quién es ni
qué pretende realmente, pero tengo el presentimiento de que, sobre todo, no
quiere hacernos ningún daño.
— En eso estoy
de acuerdo. Pero... ¡creerse invasor de la Tierra! Un invasor solo... ¡Es
ridículo, Annalee!
— Hay otro,
Mark, recuerda —dijo la joven.
— Bueno, dos
invasores, admitámoslo. Sin embargo, la palabra invasión da la idea de mucha
gente armada, de una tropa numerosa dispuesta a todo con tal de lograr la
conquista de su objetivo... y aquí no sucede nada de eso.
— Quizá Gorths
vale por un millón de soldados, Mark.
— Gorths y
también el otro. Cada vez que recuerdo que me tenía suspendido en el aire, me
siento encanecer.
Annalee
estaba muy pensativa.
— También a mí
me gustaría conocer el secreto de ese tubo misterioso — convino.
— ¿No podrías
intentar quitárselo para ver cómo es y lo que tiene dentro?
— Nunca lo
suelta, Mark. Siempre lo lleva encima y no me parecería correcto arrebatárselo
a la fuerza.
Wren
suspiró.
— Algún día
conseguiré apoderarme del tubito ése —murmuró.
— Por cierto,
¿qué dijo tu tío de la fórmula de la nueva goma? —preguntó la muchacha.
— Estamos
fundiendo la cantidad necesaria para cuatro neumáticos. Una vez los hayamos fabricado,
los montaremos en el carretón de pruebas que tenemos en el patio trasero del
laboratorio. Cuestión de un par de días, como máximo.
— Me gustaría
asistir a las pruebas, Mark.
— Ya te
avisaré, Annalee. Pero Sawson me preocupa, lo confieso. Es un tipo atravesado
y...
Annalee
se echó a reír.
— No tienes
que acordarte más de él — dijo —. A estas horas, con toda seguridad, alguien se
habrá encargado ya de retirarlo de la circulación.
* * *
Con
paso decidido, Sawson entró en las oficinas municipales y buscó los distintos
rótulos, hasta encontrar el que deseaba. Había un par de personas delante de
él y esperó pacientemente hasta que le llegó el tumo.
El
empleado de conceder licencias para «Actividades diversas» era un individuo de
unos cincuenta años, de aire entre socarrón y escéptico. Vio a Sawson delante
de él y le preguntó qué deseaba.
— Una licencia
para invadir la Tierra — declaró Sawson, muy serio.
— Una licencia
para... Ah, sí, claro —contestó el empleado, sin alterarse—. ¿Piensa estar mucho
tiempo invadiendo por aquí?
— Hasta que el
planeta sea mío, naturalmente.
— Le costará
un poco, amigo. Invadir la Tierra no es cosa de un día.
— Escuche, yo
no he venido aquí a recibir consejos, sino a pedir un permiso...
— Ya, ya, un
permiso de invasión. Pero ¿sabe usted que, además, necesita asesores?
Sawson
arqueó las cejas.
— ¿Asesores?
—repitió, extrañado.
— Claro,
hombre, no vamos a dejar que vaya por ahí invadiendo sin tener la menor noticia
de lo que tiene que hacer. Sería como soltar a un elefante en un jardín, y
usted perdone la comparación.
— Pero yo no
necesito asesores; tengo ya mucha práctica en invadir planetas —alegó Sawson,
encolerizado.
— Eso será en
su país; aquí tenemos otras costumbres. ¡Pues no faltaría más! O admite los
asesores o no le doy el permiso para invadir. ¡Menuda responsabilidad la mía
si hiciera una cosa semejante!
— Está bien,
está bien, llame a los asesores de una vez y acabemos cuanto antes.
—
Perfectamente. Siéntese ahí; ahora mismo los llamaré. Estarán aquí dentro de
cinco minutos, señor... ¿Cómo ha dicho que se llama?
— Sawson —
contestó secamente el individuo.
Y
se sentó en un banco de los que había en la sala de espera, maldiciendo
interiormente de las absurdas leyes de la Tierra que exigían permiso de
invasión y, además, con asesores.
— Pero en
cuanto pueda, me desharé de ellos y…
Transcurrieron
algunos minutos. De pronto, Sawson vio entrar a dos fornidos individuos, ambos
vestidos de blanco. Se acercaron a la ventanilla, hablaron con el empleado y
éste les señaló al que creía un chiflado.
Sawson
se puso en pie, ebrio de furor.
— ¡Me han
engañado! —gritó—. Si creen que voy a ir a parar a un manicomio, se equivocan.
Y
acto seguido, antes de que los enfermeros pudieran agarrarle, se tiró hacia la
ventana y la atravesó con enorme estrépito de vidrios rotos.
Sonaron
algunos gritos de angustia. Las oficinas estaban en un séptimo piso y los
enfermeros se asomaron, creyendo ver ya un cadáver en el asfalto.
Pero
lo que vieron fue a un hombre que se elevaba por los aires con velocidad
increíble y que desapareció de su vista en contados segundos.
* * *
— No soy muy
rico, de lo contrario, tendría una pista de pruebas en regla — dijo Rex
Thorne—. Por tanto, he tenido que contentarme con este carretón, aunque, a fin
de cuentas, presta el mismo servicio que un coche de pruebas en una gran
empresa.
Annalee
asintió. A su derecha, Wren tenía la vista fija en los instrumentos que
controlaban la marcha del vehículo de pruebas.
Gorths
estaba también presente, aunque parecía que sólo en el aspecto físico. Cada
vez que la muchacha le miraba, veía que el individuo tenía la mirada vaga,
ausente, perdida en el espacio, como si no le importase en absoluto la prueba
que se estaba realizando.
De
pronto, Wren anunció:
— Faltan diez
vueltas para cumplir el primer plazo de veinticuatro horas.
El
carretón seguía dando vueltas en círculo, sujeto por una larga vara metálica a
un eje central, que le obligaba a una trayectoria continua. Sustancialmente,
era la armazón de un automóvil, aunque desprovisto de carrocería. Sin embargo,
llevaba una plataforma en la que habían colocado el peso suficiente para
equipararlo al de cinco personas, con sus equipajes, a fin de conferir mayor
autenticidad a la prueba.
El
radio de giro era de unos diez metros. Había unos pequeños trechos de
pavimento irregular, con lo que el vehículo alternaba la rodadura sobre suelo
liso con otro más accidentado. La vara que lo sujetaba era, además, replegable
o extensible, según los casos, a fin de que las ruedas tocasen las distintas
clases de terreno que se habían preparado en el circuito de pruebas.
La
velocidad podía alterarse igualmente, aunque nunca alcanzaba cifras elevadas.
Pero el movimiento de giro llevaba ya veinticuatro horas sin interrupción
alguna.
— Voy a
pararlo —dijo Wren de pronto.
El
vehículo se detuvo. Thorne corrió a examinar los neumáticos. Apoyó la mano
sobre uno de ellos y la mantuvo así durante un minuto.
— Ni cincuenta
grados —dijo, arrobado.
— Cuarenta y
dos y medio — puntualizó Wren, tras consultar el sensor de temperatura.
— Y la
«pastilla» no muestra el menor síntoma de desgaste. ¿Cuál es el recorrido
realizado, sobrino?
Wren
miró otro de los indicadores.
— No mucho,
menos de mil kilómetros —contestó—. Pero los sensores indican desgaste nulo.
— Pondremos
las ruedas en tu coche y saldrás a correr todo lo que puedas en una autopista
libre — dijo Thorne—. Colocaremos también los sensores de temperatura y
desgaste y veremos luego el resultado. Mañana puede estar todo listo, si nos
damos un poco de prisa..., aunque tengo la impresión de que, por fin, hemos
dado con la solución definitiva.
— Gracias a
Gorths, señor Thorne — indicó Annalee.
— Por
supuesto, muchacha. Y tengo que hablar con él, para comprarle la patente de
esta maravillosa fórmula. O, por lo menos, explotarla conjuntamente.
— Creo que no
pondrá demasiados inconvenientes en aceptar sus propuestas —sonrió la joven—.
Ahí lo tiene, pensando sabe Dios en qué...
De
repente, Gorths lanzó un estridente chillido:
— Squribd!
Squribd!
— ¿Qué está
diciendo? —preguntó Thorne, desconcertado.
— Dice que lo
ha encontrado. Es el equivalente de «Eureka» en su idioma —sonrió Annalee.
— Pero ¿qué es
lo que ha encontrado?
Los
ojos de Gorths brillaban de un modo singular.
— El acero
terrestre, que ustedes creen tan bueno, es pésimo —dijo—. Yo he conseguido la
fórmula para aumentar no sólo su resistencia a la tensión, sino su
flexibilidad, y todo ello con una reducción de peso que le dará la ligereza del
papel.
Wren
y su tío se sentían atónitos. La joven, sonriendo, declaró:
— Yo ya empiezo
a acostumbrarme a sus «Eurekas» y ya no me sorprenden apenas. Pero, después de
lo que he oído, me parece que tendré que llamar a mi amigo el ingeniero de la
«White Star Steel». Creo que le interesará el descubrimiento de Gorths.
— ¿Y todo eso
lo guardaba dentro de la cabeza? — exclamó Thorne, pasmado.
Gorths
le miró con aire ofendido.
— Y un montón
de cosas más, de las cuales no tiene usted la menor idea —contestó.
CAPÍTULO VII
La
puerta del despacho se abrió y Sawson entró y se sentó frente a Schakt
Schatky.
— ¿Estamos
solos? —preguntó Sawson con brusquedad.
—
Absolutamente solos, señor —contestó el director de la agencia.
— Los micrófonos
secretos no me importan; yo los he anulado ya antes de entrar aquí. Pero ¿no
habrá nadie escuchando detrás de una puerta o de una pared?
Schatky
se puso una mano sobre el pecho.
— Señor
Sawson, le juro solemnemente, por la memoria de mi madre, que en estos momentos
no hay nadie en el departamento más que usted y yo — declaró.
— Muy bien,
entonces, vayamos al asunto, sin más rodeos. Se trata de Dyakkus Gorths, señor
Schatky.
— ¿Qué es lo
que quiere usted?
— Encárguese
de que lo maten.
Hubo un momento de silencio.
Si Sawson esperaba que Schatky se sintiese impresionado por su petición, se
llevó un chasco. El director de la Agencia no se inmutó siquiera.
Lo
único que hizo fue frotar el índice con el pulgar, en un gesto harto
significativo, aunque no precisamente para el visitante.
— ¿Qué es lo
que trata de decirme, hombre? — preguntó Sawson.
— Dinero. ¿Es
que no lo entiende?
— Ah, debe ser
parte de su lenguaje por señas. Está bien. ¿Cuánto quiere?
— Veinticinco
mil. — Schatky pensó que podía señalar una cifra muy alta; siempre habría tiempo
después de hacer una rebaja.
— De acuerdo.
Ante
la sorpresa de Schatky, Sawson metió una mano en el bolsillo y sacó un grueso
fajo de billetes que lanzó sobre la mesa.
— Treinta mil,
pero no quiero fallos — dijo, a la vez que se ponía en pie —. Y, otra cosa,
Schatky.
— Sí, señor
Sawson.
— Rapidez,
mucha rapidez. Mejor hoy que mañana, ¿me entiende?
— Costará un
poco, pero lo conseguiré. Hoy, no, desde luego: tengo que buscar a...
Sawson
se dirigía ya hacia la puerta.
— Busque a
quien sea, pero quíteme de en medio a Gorths —exigió.
Schatky
se quedó solo, contemplando como en éxtasis aquel enorme montón de dinero.
— ¿Por qué no
le habré pedido cincuenta mil? — se lamentó avariciosamente poco después. Sawson
igual le habría dado el dinero y...
Pero
ya no había tiempo para lamentaciones. De todas formas, veinticinco mil iban a
quedar limpios para él.
Un
instante después, tomaba el teléfono. Marcó una cifra y esperó a que alguien
contestara al otro lado.
— ¿Duck? Soy Schatky —dijo—. Escucha un instante con atención. Ven a verme lo antes que puedas; tengo para ti un trabajito de cinco mil dólares. No tardes, es un asunto interesante; tú mismo puedes verlo al conocer la cifra que te ofrezco. Hasta luego, Duck.
* * *
Ben
York, ingeniero de la «White Star Steel», contempló asombrado el pequeño
cuadernito lleno de cifras y letras que le ofrecía aquel estrambótico sujeto.
— ¿Y dice que
con esta fórmula, el acero...?
— Así es
—corroboró Gorths—. Tendrá cuádruple resistencia a la tensión, será tan flexible
como el bambú o la mejor fibra de poliestireno y pesará, en igual volumen,
menos que el papel.
York
volvió los ojos hacia Annalee. La joven sonreía:
— Tienes que
hacerle caso, Ben —dijo—. Recuerda la
fórmula que te envié hace días.
— Ciertamente,
el resultado superó a todas las previsiones...
— ¡Bah!
—exclamó Gorths despectivamente—. Era la fórmula ideada por un chiquillo de
primer curso Se matemáticas, en mi planeta, por supuesto. Pero eso es mucho
mejor, infinitamente mejor. Claro que me ha costado un poco más, porque he
tenido que partir del detestable acero terrestre.
— Oiga, los
aceros de la «W.S.S.» son los mejores del mundo, mejores incluso que los
suecos — protestó York, muy irritado.
Annalee
lo empujó hacia la puerta.
— Haz una
prueba —aconsejó—. No te costará mucho en los hornos de ensayo de materiales
de los laboratorios de tu empresa. Con un par de kilos de acero, tendrás más
que suficiente para empezar, creo yo.
York
asintió, un tanto torpemente, y se marchó. Gorths se fue hacia el laboratorio,
murmurando frases poco menos que ininteligibles.
Wren
y la joven quedaron a solas.
— Ese hombre
es una maravilla — comentó él.
— No sé de
dónde viene y, realmente, empiezo a creer ya que no es un terrestre, pero todo
lo que hace da resultado.
— Empezando
por los neumáticos macizos. Son algo maravilloso, créeme.
— Tu tío debe
estar muy contento — sonrió ella.
— Está que no
cabe en el pellejo de satisfacción. Pero... eso de que Gorths declare públicamente
que es un invasor...
— Tendremos
que creerle, ¿no te parece?
Wren
se quedó pensativo durante unos momentos.
Luego
dijo:
— Quizá todos
estos descubrimientos que nos regala tan generosamente forman parte de su plan
de invasión, Annalee.
— ¿Cómo?
—exclamó la muchacha.
— Simplemente,
nos hace regalos valiosos, con los cuales espera captarse nuestra simpatía y benevolencia.
Es como atarnos con cadenas de oro, ¿comprendes?
— Sí, pero es
un hombre solo, Mark.
— La Historia
está llena de hombres solos que se apoderaron de la voluntad de millones de personas
— replicó él sentenciosamente —. No me gustaría que esto sucediese con Gorths,
Annalee.
Ella
guardó silencio unos instantes, antes de decir:
— Yo le
aprecio mucho, aunque, la verdad, me gustaría que fuese más sincero conmigo.
Pero no veo cómo obligarle a que lo sea, Mark.
— Para mí, el
problema principal está en su tubo mágico. ¡Si pudiera conseguirlo! O, por lo
menos, tener uno idéntico.
— ¿Has probado
a pedírselo, siquiera sea prestado? — sugirió Annalee.
— No, pero lo
haré en cualquier momento — replicó el joven resueltamente.
* * *
Duck
Gall había estudiado el terreno a conciencia y sabía ya cuál era el mejor
lugar para apostarse y ejecutar la siniestra misión que le habían confiado.
Gall era un hombre que vivía de la muerte de los demás, sin necesidad de estar
empleado en una funeraria. Sencillamente, era un asesino profesional.
La
noche era oscura, pero Gall divisaba perfectamente las ventanas iluminadas del
objetivo. En aquella casa, lo sabía bien, sólo vivían un hombre y una mujer.
El
hombre era quien debía morir. Gall iba armado con un fusil dotado de mira
telescópica y silenciador. El fusil, además, tenía mecanismos de repetición
automáticos, pero a Gall, corrientemente, sólo le hacía falta un cartucho.
Esta
vez se iba a ganar cinco mil dólares. La presa merecía la pena, se dijo,
mientras se arrodillaba en el suelo, a menos de cincuenta metros de la casa,
en espera de la ocasión propicia para apretar el gatillo.
Gorths
trabajaba mientras tanto, escribiendo con prodigiosa rapidez en un gran
cuaderno de notas. Annalee entró de pronto en el laboratorio.
— Si usted no
viene a cenar, la cena tiene que venir a usted — dijo de buen humor, a la vez
que dejaba una bandeja que llevaba en las manos sobre una mesa —. Vamos, deje
el lápiz y el cuaderno y venga a alimentarse. Los alimentos terrestres, al
menos, son apetitosos, creo yo.
Gorths
se volvió hacia la muchacha y sonrió.
— Si no fuese
usted tan amable, le soltaría un bufido, por haberme interrumpido en lo mejor
de mi labor —contestó.
— ¿Tan
interesante es? —preguntó la muchacha, escéptica.
— Mucho.
Incluso le diré que es un problema no resuelto del todo en mi planeta.
— ¿Puede
explicarme de qué se trata, Dyakkus?
— Oh, sí, no
hay inconveniente. Agua comprimida, muchacha.
Annalee
abrió la boca, pasmada por aquella respuesta.
— ¿A...gua
comprimida? —repitió.
— Exactamente.
Estoy tratando de hallar el procedimiento para comprimir, por ejemplo, mil
litros de agua y que, en lugar que ocupen el espacio de un metro cúbico,
tengan suficiente con la tercera parte, por ejemplo. Resultaría una ventaja
grandísima en los transportes, ¿verdad?
— Pero...
pero, físicamente, es imposible, Dyakkus —exclamó ella.
Gorths
volvió a sonreír, a la vez que movía la cabeza.
— Tenía
entendido que los terrestres eran incrédulos y escépticos, pero no tanto
—dijo, & la vez que agarraba un sustancioso bocadillo de carne picada—.
¿Es que no recuerda usted lo que he hecho hasta ahora?
— Sí, claro.
Pero no se enfade conmigo, Dyakkus; no puedo evitar sentirme anonadada...
De
repente, Gorths se quedó quieto, como escuchando algo. Annalee le miró
alarmada.
— ¿Pasa algo,
Titty? —preguntó.
Gorths
tiró el bocadillo sobre la bandeja y sacó su tubo.
— Hay un ser
hostil en las inmediaciones de esta casa —anunció—. Quiere matarme, muchacha.
quiere matarme.
Annalee
lanzó un grito. Pero ya el tubo estaba enfocado hacia una de las ventanas.
En
el mismo momento, Gall se disponía a apretar el gatillo de su fusil. Antes de
que pudiera hacerlo, se sintió elevado en el aire por una fuerza invisible y
misteriosa.
Gall
chilló de pánico cuando se vio volando por los aires a velocidad vertiginosa.
Fue en vano que pateara y agitase los brazos, como tratando de impedir algo que
no podía evitar.
Las
luces de las casas se alejaron rapidísimamente, hasta casi desaparecer del
todo. De pronto, Gorths se guardó el tubo en el bolsillo.
La
trayectoria ascendente de Gall se cortó de repente. Él asesino cayó a plomo
desde unos mil doscientos metros de altura.
— ¿Qué ha
pasado, Titty? —preguntó la muchacha, llena de angustia.
— Nada
—contestó el hombrecillo, volviendo imperturbable a su bocadillo de carne—. Ya
nos enteraremos mañana por los periódicos.
* * *
Annalee
se dio prisa en leer el diario de la mañana. No había la menor referencia a
ningún suceso extraño, por lo que decidió que las palabras de Gorths
pronunciadas la víspera eran sólo una broma.
Estaba
terminando de preparar el desayuno cuando oyó un grito en el laboratorio.
«Vaya,
otro "Eureka», murmuró para sí.
Gorths
apareció a poco.
— Voy a
desayunar y luego estaré durmiendo diez horas de un tirón — anunció —. No he
pegado ojo en toda la noche.
— Con gran
detrimento de su salud —dijo ella, a la vez que le ponía delante un plato de
huevos con tocino.
— Nada de eso,
Annalee. Pero incluso así merecía la pena.
— ¿Sobre qué
versaba el Squribd de hoy, Titty?
—preguntó Annalee.
— ¿Podría tu
amigo York prepararme un recipiente de doscientos cincuenta decímetros cúbicos
de capacidad?
Annalee
miró extrañada al individuo.
— Supongo que
sí, pero, dígame, ¿para qué lo quiere?
— Habla con
York y dile a ver si lo puede tener listo para esta tarde —contestó Gorths
evasivamente.
Y
acto seguido, se sumió en la fascinante tarea de consumir el desayuno, sin que
Annalee, turbada y asombrada a un tiempo, se atreviese a interrumpirle con
nuevas preguntas.
Acatando
la indicación de Gorths, llamó por teléfono a York, quien le prometió hacer
todo lo posible por tener dispuesto el recipiente a la mayor brevedad posible.
— No podré
construirlo yo, porque estoy con las pruebas de laboratorio del acero
ultraligero, pero lo encargaré a un amigo mío, competente como el que más
—declaró el ingeniero.
— Suficiente.
Gracias, Ben — dijo la muchacha.
Media
hora más tarde llamaron a la puerta.
Annalee
fue a abrir y se encontró frente a una mujer de unos cuarenta años, alta,
pechugona y de rostro bien parecido.
— Soy la señora Kuntz — se presentó la visitante—. He leído su anuncio sobre un ama de llaves para esta casa y vengo a solicitar el puesto.
CAPÍTULO VIII
Gorths
estaba en el laboratorio y la muchacha quiso hablarle del asunto, pero él dijo
por señas que no le molestasen en absoluto. Annalee se volvió hacia la mujer.
— ¿Le
importaría esperar unos minutos, señora Kuntz? — rogó —. Por lo visto, el
asunto es cosa del señor Gorths y debe ser él quien la admita o la rechace.
— No hay
inconveniente, señorita — contestó Daisy Kuntz.
Annalee
señaló un diván y la mujer se sentó allí. La joven pensó que, si no la Tierra,
Gorths sí había invadido su casa y se portaba como un auténtico conquistador.
Ella nunca había necesitado un ama de llaves; ordinariamente, se arreglaba
con una mujer que le hacía limpieza dos veces por semana. Pero, por lo visto,
Gorths necesitaba más atenciones, aunque, se preguntó, ¿de dónde iba a sacar el
dinero para pagar a la señora Kuntz?
De
pronto, se oyó un fuerte ruido en el laboratorio. Annalee y Daisy se pusieron
en pie.
La
puerta se abrió de pronto y Gorths salió corriendo a toda velocidad.
— Annalee,
necesito un tubo...
La
precipitación de Gorths era tal que no se fijó en que la joven no estaba sola,
hasta que tropezó con Daisy, a la cual se agarró fuertemente para no caer. Sujeto
a su cintura, con el rostro apenas por encima del nivel de su pomposo busto,
Gorths miró asombrado a la visitante.
— ¿Quién es
usted? —preguntó.
— Daisy Kuntz,
señor —contestó ella—. He venido a solicitar el puesto de ama de llaves...
Una
singular sonrisa apareció en los labios del hombrecillo.
— ¡Contratada!
—exclamó, pero sin dar muestras de soltar a Daisy.
— Titty —gritó
Annalee—, yo no tengo dinero suficiente para pagar a la señora Kuntz.
— Oh, eso no
importa; su sueldo correrá de mi cuenta. ¿Qué piensa cobrar, señora Kuntz?
— Trescientos
dólares mensuales, manutención y alojamiento aparte, señor —contestó Daisy.
— De acuerdo,
señora... ¿Cómo ha dicho que se llama?
— Daisy, señor
Gorths.
— Un nombre
muy bonito. Annalee, necesito que vayas a comprarme un tubo de...
La
joven tosió.
— Quizás a la
señora Kuntz no se atreva a protestar por cortesía, pero yo creo que debería
soltarla — dijo.
Gorths
se separó de la mujer.
— Discúlpeme,
Daisy — rogó.
— No tiene
importancia — contestó el ama de llaves—. Con su permiso, iré a por mi
equipaje, que he dejado fuera, en el coche.
— Sí, sí,
vaya, Daisy —accedió Gorths, que parecía arrobado delante de la flamante ama de
llaves.
Annalee
decidió tomárselo con filosofía, en lugar de soltar unos cuantos gritos de
protesta.
— ¿Qué hay de
ese tubo, Titty? —preguntó.
* * *
Wren
llegó a la tarde, con un periódico vespertino bajo el brazo. Apenas entró,
Annalee le arrebató el diario.
Muy
pronto encontró la explicación de la falta de noticias en el diario de la
mañana. El cuerpo sin vida de un tal Duck Gall había sido encontrado poco
antes de mediodía.
La
noticia añadía que Gall había sido identificado por su documentación personal,
aunque la Policía se sentía desconcertada por el hecho de la aparición de su
cadáver en un descampado, con todas las señales de haber muerto a consecuencia
de una caída desde gran altura, mil o más metros. Pero una investigación a
fondo había demostrado que, a la hora aproximada en que se había producido la
muerte, no había volado ningún avión sobre la zona, lo cual aumentaba el
misterio del suceso.
Tras
leer la noticia, Annalee fue al laboratorio, donde ya estaban hablando los dos
hombres, y les enseñó el periódico. Después de leerlo, Gorths dijo:
— Era lo
lógico, debió de caerse desde unos mil o mil quinientos metros de altura, no
puedo calcularlo con exactitud.
— Usted lo
envió a las alturas con su tubo...
— Porque
pretendía matarme, muchacha.
— Pero, ¿cómo
lo sabe? ¿Quién se lo ha dicho, Titty?
Gorths
sonrió de modo sibilino. Fue a un armario del laboratorio, lo abrió y extrajo
el rifle del asesino.
— Lo encontré
entre unas matas, esta madrugada, antes de que amaneciera —explicó—. Salí a
tomar un poco el aire y... Bueno, mis recelos estaban justificados, creo.
Annalee
se sentía estupefacta.
— Pero usted
lo detectó o algo por el estilo — dijo.
— No es que
sea un telépata, aunque sí poseo la suficiente agudeza mental como para captar
sentimientos muy hostiles hacia mí —respondió Gorths—. Me refiero a los
sentimientos propios de una persona que desea matar a otra, ¿comprenden?
El
asombro de Wren no era menor.
— Y ese
hombre, por lo visto, se había apostado para matarle a usted a tiros — dijo.
— Así es
—confirmó el hombrecillo.
— Oiga
—exclamó Wren de pronto—, ¿cuándo me va a prestar usted su maravilloso tubo?
Gorths
movió la cabeza.
— Es demasiado
pronto todavía para dejarlo en manos inexpertas —contestó.
Daisy
asomó la cabeza en aquel momento.
— La cena está
lista —anunció.
— ¡Vamos,
chicos, a cenar! —exclamó Gorths, a la vez que arrancaba disparado hacia la puerta
del laboratorio.
Wren
y la muchacha cambiaron una mirada.
— Titty parece
otro desde que ha contratado a la señora Kuntz —dijo ella.
El
joven se echó a reír.
— Quizá le ha
caído simpática — apuntó —. ¿Me invitas a cenar?
— Con mucho
gusto, Mark —accedió Annalee—. ¿Cómo marchan los nuevos neumáticos macizos?
— La palabra
no está bien empleada, porque al hablar de neumático, se menciona ya implícitamente
un espacio hueco. Pero las ruedas macizas, además de ser prácticamente
insensibles al desgaste, son también atérmicas.
— En resumen,
el sueño dorado de tu tío.
— Justamente —corroboró Wren, al tiempo de salir ya por la puerta que daba a la sala.
* * *
Sawson
leyó la noticia y arrugó el periódico, ebrio de ira. Demasiado comprendía lo
que había sucedido.
No
era culpa de Schatky ni de su esbirro. Simplemente, Gorths se había defendido,
eso era todo.
Al
día siguiente fue a visitar a Schatky. El director de la Agencia se sentía
desconcertado por lo que estimaba inexplicable muerte de su «empleado».
— Era el mejor,
se lo juro, señor Sawson —explicó, un tanto nervioso, temeroso de los reproches
de su subordinado—. El pobre Gall no había fallado jamás una misión...
— No hablemos
de eso —atajó Sawson, con falsa generosidad—. Gall está muerto y ya no se puede
hacer nada por resucitarle. Hablemos mejor del señor Gorths.
— Sí, como
usted diga...
— Hay que
buscar otro medio, y esta vez ha de ser infalible. ¿Se le ocurre a usted una
idea?
Schatky
reflexionó unos momentos. Al fin, dijo:
— Creo que sí,
que he encontrado una buena idea.
— Explíquemela
— pidió Sawson.
El
director de la Agencia lo hizo así. Sawson no pareció muy convencido de sus
explicaciones.
— Le aseguro
que Pete Brook no fallará — dijo Schatky—. Hará un poco de ruido y organizará
un buen estropicio, pero eso será todo. Antes de que se acabe el día, Gorths
habrá muerto. Y sin costarle un solo dólar más de la suma percibida — añadió,
rebosante de magnanimidad.
— Muy bien,
llamaré mañana a las nueve de la mañana. Espero buenas noticias, señor Schatky
— se despidió el visitante.
— Las tendrá, señor Sawson — aseguró el otro.
* * *
La
esfera, de la capacidad requerida, construida por el amigo de York estaba
dispuesta en el centro del laboratorio. Además de Gorths, se hallaban también
allí Wren, Annalee y el propio York.
Junto
a la esfera, conectado a ella por un tubo flexible de acero, había un extraño
aparato, de forma jamás vista por ninguno de los presentes. Wren hubiera dicho
que parecía una bomba impelente, pero no tenía la forma de las bombas corrientes.
La
supuesta bomba, a su vez, estaba conectada con un grifo. En el segundo tubo de
conexión se había instalado un medidor de suma exactitud, que podía dar,
incluso, las cifras de los centímetros cúbicos que pasaban por su interior.
Gorths
conectó un cable a la corriente eléctrica.
— Abre el
grifo, Annalee —indicó—. Ciérralo cuando haya salido un metro cúbico
exactamente.
— Está bien,
Titty.
— Agua
comprimida... —murmuró York—. Un descubrimiento sensacional...
— Pero si
reduce el volumen, no puede, en cambio, reducir el peso —objetó Wren.
Gorths
le dirigió una mirada furiosa.
— Parece
mentira que diga usted una cosa semejante — exclamó—. El aparato reduce el volumen,
no la masa, es un principio elemental de física. Tomemos un decímetro cúbico de
madera; puede ser comprimido con toda facilidad, hasta que ocupe un espacio
diez veces menor. Un decímetro cúbico, según la madera de que se trate, puede
pesar entre novecientos setenta y cinco gramos y trescientos, esto si se trata
de una madera muy ligera. Pero el cubo comprimido no variará su peso...
— Está bien,
está bien, le entiendo de sobra, Titty —atajó Wren, un tanto picado por lo que
estimaba una explicación para chiquillos.
— Mil litros —
anunció la joven, de repente.
—
Perfectamente, Annalee. Ahora, di a tus distinguidos visitantes dónde has
comprado el contador de agua.
— Bueno, en
una tienda especializada...
— Donde se
venden infinidad de aparatos similares.
— Sí, Titty.
— Lo cual
excluye un posible falseamiento de las medidas.
— Todos los
contadores son inspeccionados por los técnicos del municipio. No puede haber
trampa en sus medidas — contestó Annalee.
— Gracias,
muchacha, me doy por satisfecho con tus respuestas, y espero, lo mismo les sucederá
a los dos caballeros aquí presentes. Ahora, todos ustedes sitúense en las
inmediaciones del recipiente que he colocado junto a la esfera que, teniendo
una capacidad de doscientos cincuenta litros, almacena, sin embargo, un millar.
York
estaba atónito. En cuanto a Wren, empezaba ya a acostumbrarse a las
genialidades de aquel singular sujeto, que aseguraba ser un invasor de la
Tierra.
Junto
a la esfera había un recipiente metálico, de forma oblonga, en el que cabían
holgadamente mil litros de agua. Gorths pulsó una pequeña tecla y acto
seguido, por un orificio de la esfera, empezó a salir una sustancia con aspecto
de jarabe, que se derramó en el acto sobre el recipiente.
El
líquido, a los pocos segundos, perdía su consistencia y se hacía completamente
claro y transparente.
— Pueden tomar
un vaso y probarlo — invitó Gorths —. Es agua, agua pura, descomprimida después
de haber permanecido en el interior de la esfera, en estado de reducción a una
cuarta parte de su volumen habitual. ¿Se dan cuenta de lo que significa esto
para el transporte y almacenamiento, no solamente de agua, sino de toda clase
de líquidos?
La
prueba era irrefutable. No cabía la menor trampa en lo que estaban viendo.
— Esto
derrumba una de las teorías inmutables de la física —dijo York—. El agua ha
dejado ya de ser un líquido incompresible.
— El agua
puede que ya no sea incompresible — murmuró Wren—, pero lo que sí resulta «incomprensible»
es la forma en que este hombre lo ha conseguido.
— Pues no se
quejen ustedes, porque ni siquiera en mi planeta hemos llegado a tanto, así
que la Tierra será la primera en beneficiarse de mi descubrimiento — dijo
Gorths, muy ufano.
— Ahora yo me
pregunto: ¿Cuál será su próximo Squribd? —sonrió
Annalee, refiriéndose a la palabra que Gorths empleaba cada vez que remataba
una de sus obras.
De
repente, se oyó un estruendo espantoso en el exterior de la casa. El suelo
retembló con violencia.
En la sala, la señora Kuntz lanzó un chillido de pavor.
CAPÍTULO IX
Wren
corrió hacia una de las ventanas. A través de los cristales, vio un
espectáculo insólito.
Una
gigantesca pala excavadora, movida por un potentísimo motor, avanzaba hacia el
edificio, alumbrándose con los reflectores del morro. Las ruedas del colosal
artefacto alcanzaban casi los tres metros de altura, con el grosor correspondiente.
Al
joven se le heló la sangre en las venas. Aquella máquina podía destruir tan
fácilmente el edificio, como si se tratase de un castillo de arena.
En
la cabina del vehículo, Pete Brook sonreía satisfecho. Le habían pagado mil
dólares por un trabajo harto sencillo. Claro que luego vendrían las
complicaciones, pero con declarar que creía que la casa estaba deshabitada,
todo se arreglaría sin demasiadas dificultades.
La
máquina estaba ya a menos de diez metros de la casa y su avance parecía
incontenible. Parte del jardín había sido ya destrozado por aquellas
gigantescas ruedas.
— No se
preocupen —dijo Gorths.
Y,
una vez más, sacó su famoso tubo.
La
pala mecánica se detuvo en el acto.
Brook
frunció el ceño y dio gas a fondo. El motor rugió ensordecedoramente, pero el
artefacto no avanzó un solo metro más.
— Pero ¿qué
diablos pasa aquí? —gritó, ciego de furor.
De
repente, se oyó un tremendo ruido de piezas rotas, a la vez que empezaba a
salir humo por todas partes. El motor, sometido a un tremendo esfuerzo, acababa
de romperse literalmente.
Casi
en el acto, la máquina empezó a retroceder.
Wren
y los demás se sentían atónitos. En cuanto al conductor del artefacto, lo que
sentía era verdadero pánico.
De
repente, la máquina empezó a retroceder, lentamente al principio, con mayor
velocidad después. Brook chilló, invadido por el terror.
El
miedo le hizo abrir la puerta. Cometió un error imperdonable.
Una
fuerza misteriosa le arrebató en sus brazos invisibles, haciéndole volar a tal
velocidad que, en pocos segundos, las ropas se le rompieron y se desperdigaron
por todas partes. Su cuerpo quedó desnudo, pero él, ahogado por la espantosa
velocidad que llevaba, ya no sentía nada.
Ni
siquiera se enteró de que se estrellaba contra el suelo, a más de cincuenta
kilómetros de distancia. No mucho antes, la pala se había detenido ya, en
medio de la calle, cuando Gorths hizo cesar la acción del tubo.
Después
de que hubo presenciado aquella increíble escena, York se volvió hacia Annalee
y le pidió una copa, pues necesitaba un trago con urgencia.
En cambio, Wren se sentía mucho mejor; a fin de cuentas, empezaba a acostumbrarse a las «excentricidades» de Gorths.
* * *
Una
patrulla de la policía acudió a investigar, y Wren declaró que el conductor de
la máquina había escapado, sin duda aterrado de su obra.
— Debía de
estar borracho —añadió, con lo cual satisfizo la curiosidad de los agentes, a
los cuales hubiera resultado ocioso dar más explicaciones.
— Eso es cosa
de Sawson — dijo Gorths, furioso, cuando los policías se hubieron marchado.
— Pero ¿por
qué le quiere tan mal ese individuo, Titty? —preguntó Annalee.
— Simplemente,
tiene celos de mí.
Wren
arqueó las cejas.
— ¿Celos? ¿Hay
alguna mujer de por medio? exclamó.
— Oh, no se
trata de eso. Yo me refería a celos profesionales.
— Sigo sin
entenderle, Titty —gruñó el joven.
— Simplemente,
yo soy mejor invasor que él — contestó
Gorths muy serio—. Sawson es un presuntuoso y alardea de invasiones que no ha
realizado jamás. Sabe que no puede competir conmigo y eso le pone frenético.
— Ya —dijo
Wren con sorna—. Y, ¿cuáles son las marcas respectivas?
— Treinta y
dos por diecinueve. Por supuesto, yo soy el que ha invadido y conquistado
treinta y dos planetas. La Tierra será el número treinta y tres.
York
se derrumbó sobre un sillón, agarrándose la cabeza con ambas manos.
— A mí me va a
dar algo —gimió.
— Es que hay
duda sobre el momento de nuestra llegada a la Tierra — siguió Gorths, impasible—.
Creo que yo fui el primero, por lo que la invasión y conquista de este planeta
me corresponde a mí. Pero Sawson me lo disputa, porque, sin ningún género de
dudas, nunca se ha invadido y conquistado un planeta de tan excelentes condiciones
como la Tierra.
— Todo eso
está muy bien —dijo Wren—, pero ¿por qué no se lo reparten entre ambos, como
buenos hermanos?
— Imposible.
Nuestras leyes disponen que a cada planeta le corresponde un solo invasor. Por
tanto, Sawson tiene que marcharse de aquí.
— En algún
platillo volante, claro — terció Annalee.
Gorths
se volvió hacia la joven.
— ¿Cómo lo ha
adivinado? —inquirió.
— Psh,
intuición femenina — contestó ella con cierta displicencia en su tono.
— ¿Dónde está
su astronave, Titty? —quiso saber York, que ya empezaba a acostumbrarse a lo
que hasta hace unos momentos había juzgado una conversación de locos.
— Ah, eso no
voy a decirlo, claro —respondió Gorths.
—Este
hombre —murmuró el ingeniero— ha inventado una goma especial, que derrumbará
los precios de las fábricas de neumáticos; ha ideado un acero ultraligero, es
capaz de comprimir el agua... ¿Cuál será su próximo...? ¿Cómo dice usted
cuando tiene que exclamar «Eureka», Titty?
— «Squribd»
—contestó el individuo sonriendo.
— Bien, ¿cuál
será su próximo «Squribd»?
— Oh, estoy
dudando entre una microcomputadora, que tendría el tamaño de un maletín de aseo
y sustituiría ventajosamente a esas enormes y fastidiosas calculadoras
terrestres, lentas y que ocupan demasiado espacio, o un sistema de producción
de fuerza motriz, eléctrica, por supuesto, y que sería generada por un motor
que consumiría cualquier materia como combustible.
— Eso ya está
inventado aquí — rezongó York—. Se llama caldera de vapor...
— Pero en la
caldera de vapor quedan residuos: humo, vapor y cenizas; y en mi motor se
consumiría absolutamente el combustible, sin contaminar la atmósfera. Además,
dígame si puede hacer funcionar una caldera de vapor con un puñado de papeles
o un cubo de basura.
York
abrió la boca.
— ¿Usted... es
capaz de construir ese motor? — preguntó.
— Sí —
respondió Gorths con voz firme.
— Se... sería
lo que aquí se llama energía... másica y que se estima imposible de construir —
dijo el ingeniero con voz temblorosa.
— Titty lo
conseguirá, ya lo verás —intervino Wren sonriendo—. O no sería el
«Hombre-Eureka».
Más
tarde, Wren consiguió un aparte con Annalee.
— Tenemos que
evitar que Gorths sufra el menor daño por parte de ese maniático que es Sawson
— dijo.
— Sí, pero no
tengo la menor idea de cómo evitarlo —respondió la joven.
— La solución es sencilla —manifestó Wren—. Simplemente, se trata de buscar a Sawson.
* * *
— He llegado a
una conclusión — dijo el joven al día siguiente, en una charla telefónica con
Annalee—. Sawson no se atreve a plantar cara directamente a Titty. Ya lo
intentó una vez y fracasó. Tú misma viste el duelo que sostuvieron con los
tubos, ¿no es así?
— Cierto
—convino Annalee.
— Por tanto,
resulta obvio que Sawson ha encargado a otros de la tarea de eliminar a
Gorths. Ya lo ha intentado varias veces y, hasta ahora, han fracasado. Pero ¿no
parece lógico pensar que un día puedan conseguir su objetivo?
— Así es,
Mark.
— Bueno, mi
idea es investigar. Sawson encarga a alguien esos «trabajitos». Yo encontraré
al que los ordena ejecutar y éste me conducirá hasta Sawson.
— La idea es
buena, pero debes tener mucho cuidado, Mark —recomendó la joven.
— Descuida —
rio Wren—, andaré con pies de plomo.
Al
llegar la tarde, había conseguido averiguar la ubicación de uno de los lugares
más frecuentados por Pete Brook, el conductor de la excavadora, cuyo cadáver
había sido ya hallado e identificado.
El
sitio no era ciertamente muy recomendable. Se trataba de una taberna de pésima
reputación, pese a su aspecto relativamente limpio y decoroso. Sabiendo el
ambiente que debía frecuentar, Wren se puso ropas adecuadas y acudió a «Silver
Fish» poco después de las siete de la tarde.
Se
acercó al mostrador y pidió un «whisky». A los pocos momentos, se le aproximó
una estrepitosa rubia, de escote nada modoso y curvas exuberantes.
— No es bueno
que el hombre esté solo — dijo sonriendo.
— La compañía
de una mujer guapa es siempre grata —contestó Wren—. ¿Qué bebes, preciosa?
— En serio,
agua coloreada y azucarada — contestó ella en voz baja—. Tengo que estimular a
los clientes, ¿comprendes?
Wren
le guiñó un ojo. Luego alzó la mano:
— Dos
«whiskys» —pidió en voz alta.
Luego
dijo su nombre. La rubia declaró llamarse Polly.
— Me agrada
que te llames Mark —añadió.
— Es un nombre
al que estoy acostumbrado desde niño — rio él —. Por cierto, y aunque esté a
gusto a tu lado, ¿puedes decirme si ha venido hoy por aquí un tipo llamado Pete
Brook? Somos muy amigos, ¿sabes?
Polly
puso cara de pena.
— Pero, ¿no
conoces la noticia? Pete ha muerto — exclamó.
— ¡Oh! —dijo
Wren, fingiendo consternación—. Tenía que entregarle algo de importancia...
Estaría casado, supongo; hace ya tantos años que no nos veíamos...
— Pete era
soltero, aunque tenía mucha amistad con una chica llamada Jane Halton. Si quieres,
te daré su dirección, Mark.
Wren
sonrió.
— Te lo
agradeceré infinito, Polly, y no sólo con palabras —contestó.
La
forma práctica de agradecer la información consistió en tres billetes de diez
dólares, que desaparecieron en el generoso escote de la rubia. Polly suspiró
cuando se enteró de que Wren se disponía a marcharse.
— Lo siento, pero se trata de un asunto urgente — se disculpó él —. Vendré otro día por el «Silver Fish»; te lo prometo.
* * *
Jane
Halton era también rubia, aunque mucho menos agraciada que Polly. Y, desde
luego, pensó Wren después de las primeras palabras, bastante más hostil.
— No tengo por
qué decirle para quién trabajaba Pete — contestó Jane desabridamente al requerimiento
del joven—. No se lo he dicho a la policía, de modo que tampoco se lo voy a
decir a usted.
Wren
sonrió, sin desanimarse por la respuesta.
— Es que la
policía no ha empleado el método que voy a emplear yo — manifestó.
El
miedo apareció en los ojos de Jane.
— Oiga, no irá
a pegarme —exclamó, alarmada.
— No tema —la
tranquilizó él—. Mis métodos son muy diferentes y, espero, mucho más persuasivos.
Sacó
un rollo de billetes y lo mostró ostentosamente ante la mujer. Los ojos de Jane
despidieron en el acto un gran brillo de codicia.
— ¿Para quién
trabajaba Pete? —preguntó Wren.
La
mano de Jane se alargó rápidamente hacia el dinero. Wren retiró la suya con no
menor velocidad.
— Conteste
antes—exigió.
— ¿Cuánto me
va a dar? —quiso saber ella.
— ¿Cuánto cree
usted que vale la información?
— Doscientos
cincuenta.
Wren
contó el dinero y lo puso en las manos de Jane.
— Hable
—pidió.
— Agencia
Schatky, Séptima Avenida, doscientos once. Es todo lo que sé.
Wren
dio media vuelta y se dirigió hacia la salida.
— Si veo que
me ha engañado, volveré y entonces sí que le moleré las costillas a palos —amenazó.
Jane
no dijo nada. Lo único que lamentaba era no haber pedido más dinero a su
visitante.
Estaba segura de que Wren habría pagado el doble por la información solicitada, pero era tarde para quejarse de algo que no tenía ya remedio.
CAPÍTULO X
Antes
de ir a la Agencia Schatky, Wren permaneció largas horas vigilando el edificio
desde un lugar adecuado. Su espera paciente y tensa obtuvo al fin la adecuada
recompensa.
Dos
hombres entraron en el edificio. Wren los reconoció en el acto.
Eran
los mismos que le habían amenazado, semanas atrás y a los cuales había
derribado de sendos puñetazos. Esperó un poco más y los vio salir a la calle.
Ahora
ya no le cabía la menor duda de que los hampones trabajaban para la Agencia.
Una vez tuvo la seguridad de que se habían alejado, cruzó la calle y se metió
en el edificio.
Mientras
subía en el ascensor, se pegó un bigote postizo y se puso unas grandes gafas
de color. En los primeros momentos resultaría conveniente evitar ser
identificado.
Momentos
después, leía un rótulo de la Agencia. Una sonrisa curvó sus labios.
— Con que
Investigaciones Generales, ¿eh? — murmuró, a la vez que pulsaba el llamador.
Una
voz surgió a los pocos momentos por un altoparlante invisible:
— Diga su
nombre y exprese sus deseos, por favor.
— Smith, Red
Smith —contestó el joven con todo desparpajo—. Deseo encomendarle una investigación,
señor Schatky. Es decir suponiendo que usted sea...
— Soy Schatky,
en efecto. Tenga la bondad de pasar y aguardar unos minutos en la antesala.
La
puerta se abrió por sí sola. Wren entró y tomó asiento. Encendió un cigarrillo
y tomó una revista para entretenerse, simulando no darse cuenta de que era
escrutado a conciencia por una cámara oculta de televisión.
A
los pocos minutos, se abrió otra puerta y el director de la agencia apareció
ante sus ojos.
— Soy Schatky
— se presentó, sonriente —. ¿Cómo está, señor Smith?
— No me llamo
Smith, sino Wren, y vengo a que me diga usted dónde vive Korthiman Sawson.
La
sonrisa se congeló en el rostro de Schatky. Su gesto se tornó hostil.
— Señor mío,
sepa que jamás doy información sobre mis clientes — declaró altaneramente.
— De éste sí,
me dará información — vaticinó Wren—. Y no le voy a ofrecer siquiera dinero,
porque me imagino que Sawson le habrá pagado mucho más de lo que yo podría darle.
Pero, en cambio, le diré que fui yo quien golpeó y dejó inconscientes a la vez
a dos hombres.
Las
gafas y el bigote fueron a parar a un rincón. Schatky se quedó boquiabierto un
instante.
Después,
su nuez empezó a subir y a bajar espasmódicamente. Al fin pudo articular unas
palabras:
— Usted es...
Mark... Wren...
— Tengo el
honor de llamarme así desde el día de mi nacimiento —contestó el joven sonriendo.
* * *
— No sé dónde
vive Sawson —declaró Schatky tras unos minutos de profundo silencio.
— Estoy inclinado
a creerle, pero, dígame, ¿cómo se pone en contacto con él?
— Sawson suele
llamar por teléfono un par de veces al día y yo le dejo los mensajes grabados.
Pero ahora no es seguro que llame.
—
¿Por qué?
Schatky
sudaba copiosamente.
— Por favor,
no me obligue...
— Escuche,
Silas, soy yo quien le pide que no me obligue a irle rompiendo los huesos uno a
uno y eso es lo que sucederá si no muestra espíritu de cooperación. Soy
muchísimo más fuerte que usted, cosa que salta a la vista en el acto, así que
si quiere conservar intacta la osamenta, empiece a hablar. ¿Entendido?
— Sawson me
llamará dentro de... de dos días — dijo Schatky, aterrado ante la sola idea de
verse en las manos del hombretón que tenía frente a sí.
— ¿Por qué no
le llamará antes?
—El director
de la Agencia se pasó una mano por la garganta.
— Me... me ha
encomendado el se... secuestro de... de Gorths —contestó finalmente.
— Y le ha dado
cuarenta y ocho horas de plazo para ejecutarlo.
— Sí, señor...
— ¿Quiénes van
a ser los secuestradores?
— Ti... Tino y
Zorani y Mawrer Lam.
— ¿Son los
mismos que quisieron intimidarme en mi casa?
— Sí.
— Bien,
supongamos que realizan el secuestro. ¿Qué deberán hacer a continuación?
— Sawson me ha
dado un pequeño transmisor de radio, que lleva Lam. Una vez que hayan raptado
a Gorths, Sawson les dará el resto de las instrucciones a través del aparato.
— Entiendo. De
modo que si se consuma el secuestro, usted estará ya libre de todo compromiso
con Sawson.
— Así es.
Yo... yo le he dicho que, después de este asunto, ya no quiero saber nada de él
y...
Wren
miró fijamente al aterrado individuo que tenía frente a sí.
— Schatky,
usted ha organizado más de un atentado contra Gorths, que es un buen amigo mío
— dijo en tono acusador —. No hay más que recordar, por ejemplo, los nombres de
Pete Brook y de Duck Gall. Voy a darle un consejo: tómese unas largas
vacaciones, muy largas, que duren unos cuarenta años, pero fuera de la ciudad,
naturalmente. Ahora que es tiempo, váyase... antes de que las vacaciones que le
propongo sean definitivas.
Schatky
asintió. Wren se puso en pie.
— Entonces
—añadió de pronto—, no tiene sentido que le telefonee dentro de dos días.
— Quizá sea
para encomendarme otro... otro asunto...
— Olvídelo.
Haga lo que le he dicho y váyase de la ciudad unos cuantos años, para siempre
mejor, si es posible —dijo el joven con brusquedad.
* * *
Al
hombrecillo le llamaban Hamlet por su afición a declamar continuamente pasajes
de las obras de Shakespeare, pero su no muy elevada estatura había vedado en
más de una ocasión los principales papeles en muchas obras dramáticas. No
obstante, era un buen actor, y Wren lo conocía de los tiempos en que había
pretendido ser periodista en la televisión.
El
apellido de Hamlet era Vynn y, el joven lo sabía muy bien, en los últimos
tiempos andaba algo escaso de fondos. Wren lo encontró en el bar de la emisora
y se lo llevó aparte a una mesa, con el apetitoso cebo de un bocadillo de carne
picada y una jarra de cerveza.
— Necesito un
favor de ti — dijo, apenas estuvieron sentados—. Será un papel bastante breve,
pero ganarás cien dólares.
—Vynn miró
recelosamente a su interlocutor.
— ¿De qué se
trata, Mark? —preguntó.
— Simplemente,
de hacer el doble de una persona que tiene, más o menos, tus características
físicas.
— ¿Con su
mujer?
— No seas
bruto, hombre. El personaje de quien te hablo es soltero. O, por lo menos, no
sé que esté casado.
— Eso ya me
gusta menos, Mark.
Wren
suspiró, porque conocía la inveterada afición a las faldas de su oponente. Y lo
cierto era que, en muchas ocasiones, Vynn conseguía éxitos inexplicables.
— Ahora no hay
mujeres de por medio, sólo cien dólares —insistió.
Vynn
se encogió de hombros.
— En estos
momentos, no tengo elección — dijo—. ¿Cuánto durará?
Oh, unas horas solamente. De un modo
aproximado, puedo decirte que empezarás a las nueve o las diez de la mañana
hasta el anochecer, un poco más acaso, pero nunca hasta la media noche.
— Está bien,
de acuerdo, Mark.
— Tendrás que
desempeñar el papel de un científico, ya sabes, bata blanca, gestos
maquinales, como de hombre profundamente concentrado en sus pensamientos...
— Ya, ya, y de
cuando en cuando, escribiré algo en un cuaderno y me rascaré la cabeza o los
sobacos — dijo Vynn con ironía.
—Wren puso
sobre la mesa una fotografía, tomada sin que Gorths se diera cuenta.
— Estudia al
personaje —dijo—. Iré a buscarte a las ocho de la mañana a tu casa. Ah, tu
nombre es Dyakkus Gorths, ¿entendido?
Vynn
lo anotó al dorso de la fotografía. Wren, satisfecho, se puso en pie.
— Hasta
mañana, Hamlet — se despidió.
— No olvides
llevar contigo los cien dólares, Mark —le recordó el individuo.
* * *
Lo
que Wren no sabía/porque Schatky se lo había ocultado, era que en lugar de dos,
iban a ser cuatro los hombres que iban a intervenir en el secuestro.
Además
de Zorani y Lam, actuarían Tommy Kebisch y Dan Beyr. Zorani, en aquellos momentos,
llevaba la voz cantante y trazaba los planes de la operación, con un mapa de
carreteras sobre la mesa en torno a la cual se habían congregado los cuatro
individuos.
— Maw y Tommy
secuestrarán al científico — decía—. Será fácil, es un hombre pequeño y de
pocas fuerzas. Irán por la parte de atrás de la casa y se dirigirán rectamente
al laboratorio. Nada de sangre ni demasiada violencia, de esto, sólo lo
justamente para reducir al tipo. ¿Entendido?
— ¿Qué pasará
si hay más gente en la casa?
— quiso saber
Beyr.
Zorani
le entregó un pulverizador.
— Gas
narcótico — indicó —. Con que duermas a los «objetantes», será más que
suficiente.
— ¿También al
doctor ése?
— Si se
muestra muy alborotador, por supuesto, aunque más convendría que fuese con
vosotros aparentando que os acompaña amistosamente.
— Está bien.
¿Qué más?
— Tommy y yo
estaremos aguardando en el recodo de las rocas que hay en el Camino Viejo de
las Colinas Derwent. Allí, para despistar, haremos el traslado del secuestrado
hasta nuestro coche. De la segunda etapa del asunto, nos encargaremos nosotros
dos.
— Está muy
claro — dijo Kebisch.
— Ah, otra
cosa; el asunto deberá quedar listo antes de mediodía.
— ¿Y por qué
no durante la noche? Me parece mejor, creo yo — alegó Beyr.
— No sabemos
si tienen perros policías en el jardín durante la noche o alguna alarma
especial. En todo caso, durante el día tienen que desaparecer las alarmas y
los perros, para que la gente pueda entrar y salir normalmente de la casa. Y
actuando por la parte trasera, el asunto se presentará muy fácil.
— Conforme
—dijo Kebisch—. Ahora, por favor, Tino, háblanos de la recompensa.
Sawson se había vuelto a mostrar otra vez
generoso.
— Cinco mil
para cada uno —respondió Zorani, a la vez que sacaba un impresionante fajo de
billetes.
Beyr
soltó un fuerte silbido.
— ¿Y no
tenemos que pedir rescate? —preguntó, una vez rehecho de la impresión.
— No.
Simplemente, hemos de entregar al secuestrado a una persona que lo está
esperando en un lugar acordado de antemano —contestó Zorani.
* * *
Daisy
hizo un gesto de asentimiento después de que Wren le hubo explicado sus deseos.
— Creo que
accederá —dijo.
— De usted
depende, Daisy —sonrió el joven—. Gorths corre peligro y nosotros queremos
evitar que sufra el menor daño.
— Déjelo de mi
mano, señor —aseguró el ama de llaves.
Y
se encaminó hacia el laboratorio.
Wren
y Annalee, que había asistido también a la conversación, quedaron a solas.
— No comprendo
un odio semejante, Mark — declaró la muchacha, sumamente preocupada—. O quizás
es que no conozco bien el alma humana..., pero yo siempre oí hablar de que los
hombres de otros planetas serían amables, pacíficos..., que habrían logrado
desterrar sentimientos nocivos que todavía nos atenazan a nosotros...
— Suponiendo,
claro está, que Gorths y Sawson sean seres de otro planeta, Annalee.
— Después de
todo lo que has visto, ¿todavía te queda alguna duda?
— No sé...
—dudó Wren—. Hay veces en que sí, pienso que es posible, pero en otras me digo
que es imposible que seres nacidos en otros mundos hayan podido llegar a la
Tierra desde su planeta, situado a muchísimos años luz de distancia. ¿Qué
clase de astronaves emplean, capaces de volar a velocidades enormemente
superiores a las de la luz?
— Pueden hacer
el viaje en estado de hibernación; así, aunque estén varios años en el
espacio...
— Imposible
—le contradijo Wren con energía—. Si hemos de creer a Gorths, quien asegura
haber invadido ya treinta y dos planetas, ello necesitaría una cantidad enorme
de tiempo, tal vez siglos. Y, aun así, treinta y dos planetas no se «invaden» y
«conquistan» en otros tantos años. Por tanto, Gorths, pese a su apariencia,
tendría que ser un hombre de edad muy avanzada...
Daisy
salía en aquel momento del laboratorio, lo que cortó las especulaciones de la
pareja.
El
ama de llaves sonreía satisfecha.
— ¿Y bien?
—preguntó Wren.
— Problema
solucionado — contestó Daisy.
— ¿Ha
resultado muy difícil, señora Kuntz?
El
ama de llaves soltó una risita.
— En cuanto se lo propuse empezó a dar saltos como un chiquillo al que le anuncian una excursión al campo en día de escuela —contestó jovialmente—. Y, en realidad, eso es lo que vamos a hacer — concluyó.
CAPÍTULO XI
Daisy
y Gorths habían salido hacía rato.
En
el laboratorio, Vynn desempeñaba a la perfección el papel del científico. Wren
y Annalee estaban apostados en lo alto de la escalera del primer piso, en un
lugar adecuado para no ser vistos.
Había
allí un corredor, con ventanas a las dos fachadas. Cada uno de los dos jóvenes
vigilaba una ventana, procurando no ser visto desde el exterior.
Annalee
estaba en la ventana de la parte trasera. De pronto, lanzó una exclamación:
— Mark, me
parece que ya están ahí.
Wren
atravesó el pasillo a la carrera y atisbo a través de las cortinillas. Un
automóvil acababa de detenerse frente a la casa, en la calle posterior,
desierta casi siempre.
— No te
muevas, Annalee — susurró él.
Dos
hombres se apearon del vehículo y miraron a derecha e izquierda, antes de
avanzar hacia la puerta de la cocina. Wren reconoció en el acto a uno de ellos.
— Habrá
cambiado de pareja —supuso.
Zorani
y Kebisch entraron en la casa. Wren se había preparado ya para la eventualidad
y, después de abrir la ventana, lanzó una cuerda sujeta a un gancho, por la
que se descolgó velozmente. Acto seguido, corrió hacia el automóvil y colocó
algo bajo el asiento posterior. Mientras tanto, Annalee había lanzado ya la
cuerda, que Wren se encargó de recoger y ocultar tras la esquina más cercana
del edificio.
La
ventana quedó cerrada. Annalee aguardó unos instantes, con el corazón
palpitante de emoción.
Mientras
tanto, los dos hampones habían llegado al laboratorio. Zorani abrió la puerta
y apuntó con su pistola al hombre vestido de blanco que trabajaba junto a una
mesa.
— Doctor
—llamó.
Vynn
volvió la cabeza.
— ¿Es a mí?
—preguntó amablemente.
— Sí, a usted
le digo. Vamos, muévase...
— Pero yo no
soy doctor...
— Se llama
Gorths, ¿no es así?
— En efecto.
¿Quiénes son ustedes? ¿Por qué me amenazan con una pistola? — preguntó el
actor.
— No haga
preguntas y venga. O nos lo llevaremos a la fuerza — gruñó Zorani.
Vynn
frunció el ceño.
— Caballeros,
a juzgar por su actitud, sospecho que se trata de un secuestro —dijo.
— Ya era hora
de que lo adivinase —contestó Kebisch sarcásticamente—. Andando, «profe».
Vynn
se encogió de hombros. Flanqueado por los hampones, salió del laboratorio.
Momentos
más tarde se hallaba a bordo del coche, que arrancó en el acto a gran
velocidad.
Wren
entró en la casa, apenas tuvo la seguridad de que no había sido visto.
— ¡Annalee!
—gritó.
La
muchacha bajó corriendo la escalera.
— Ya se lo han
llevado —dijo.
Wren
sonrió.
— Pero he
podido colocar dentro del coche el transmisor de radio, mediante cuyas señales
podremos seguirles en todo momento, sin ser vistos — contestó—. Aguarda un
momento, tengo que recoger algo —añadió, a la vez que se dirigía hacia el
laboratorio.
Abrió
la puerta y dio un par de pasos. Su pie derecho pisó algo caído en el suelo,
resbaló y cayó aparatosamente, a pesar de los esfuerzos que hizo por evitarlo.
La
cabeza del joven chocó contra un saliente. En el último instante, Wren,
desesperado, hizo todo lo que pudo para evitar lo que sin duda hubiera sido un
golpe fatal, pero no pudo conseguirlo del todo y perdió el conocimiento.
Annalee
oyó el ruido y entró corriendo en el laboratorio. Al ver a Wren caído en el
suelo, sintió una profunda impresión.
— ¡Dios mío,
se ha matado! —exclamó.
Y
se arrodilló a su lado, aunque segundos después, con gran satisfacción,
comprobaba que el corazón del joven continuaba latiendo.
— Sólo ha
perdido el conocimiento — murmuró—, pero ¿cómo ha podido caerse?
De
repente, vio en el suelo el objeto que había provocado el accidente.
— Lo último que hubiera esperado de Gorths es que fuese un hombre descuidado — dijo, mientras corría en busca de agua para reanimar al caído.
* * *
Mawrer
Lam echó un vistazo al reloj y luego bostezó aparatosamente.
— Tardan
demasiado —dijo Beyr, sentado a su lado en el asiento delantero.
— Pronto
llegarán; a estas horas, Gorths ya está en manos de nuestros amigos —dijo Lam
en tono lleno de confianza.
El
lugar en que se hallaban era el más adecuado para el relevo que se había
planeado, con objeto, si no de borrar todas las huellas, sí de despistar a
unos posibles perseguidores. El camino de tierra formaba un pronunciado recodo
entre unas grandes rocas, de formas redondeadas por la erosión, y luego,
trescientos metros más adelante, se bifurcaba en dos ramales, uno de los
cuales conducía al río que se veía a cosa de kilómetro y medio de distancia.
El
otro ramal llevaba a las colinas que había a la derecha, muy boscosas y
abundantes de vegetación. Era un camino de continuas curvas, serpenteante y
tortuoso, en el cual era difícil seguir a un vehículo si no se conocía
previamente su ruta.
De
pronto, un automóvil pasó por delante de los hampones;
— Mira, una
pareja que va de excursión al campo —exclamó Beyr.
Lam
echó un vistazo casual al coche y, casi en el acto, dio un bote en su asiento.
— Maldición,
es Gorths —rugió.
— ¿Cómo? Pero
¿no tenían que haberlo secuestrado ya? — se sorprendió el otro.
— Dan, no sé
qué ha pasado; lo que sí te puedo decir es que nuestra presa va ahí delante y
que tenemos que echarle el guante, sea como fuere — contestó Lam, a la vez que
accionaba el contacto del vehículo.
Instantes
más tarde, partían en seguimiento del coche ocupado por la pareja, al que
alcanzaron cuando llegaba al río.
Lam
y Beyr saltaron de su automóvil casi antes de que se detuviera el otro.
Inmediatamente, pistola en mano, corrieron hacia los excursionistas
— ¡Alto!
—gritó el primero—. ¡Quédense quietos y no les ocurrirá nada!
La
sorpresa de Gorths y de Daisy fue total. Los pistoleros se hallaban a ambos
lados del coche y ellos no tenían la menor posibilidad de defensa.
— Salgan —
ordenó Lam.
— Me gustaría
saber qué pretenden de nosotros — dijo Gorths.
— No tardará
mucho en saberlo. Vamos, vengan con nosotros.
La
pareja se vio obligada a obedecer la orden. Entraron en el otro coche y
ocuparon el asiento posterior. Lam se había ocupado de instalar mecanismos que
bloqueaban las puertas y los vidrios traseros, de modo que la escapatoria para
los secuestrados resultaba imposible.
Lam
se situó ante el volante. Beyr se puso a su lado, vuelto hacia la pareja,
apuntándoles con la pistola.
— No intenten
moverse o les costará caro — les amenazó rudamente.
Actuando con disimulo, Gorths tanteó sus bolsillos en busca del tubo, pero entonces, aterrado, se dio cuenta de que no lo tenía.
* * *
Wren
se sentó en el suelo, frotándose la nuca, en la que encontró un hermoso
chichón. Annalee, arrodillada a su lado, le miraba sonriente.
— Te has dado
un buen golpe —dijo—. Toma, aplícate este paño mojado a la nuca.
Wren
lo hizo así. La colonia de que estaba empapado el pañuelo alivió un tanto el
dolor que sentía en aquella región de su cabeza.
— No entiendo
qué me ha podido pasar — manifestó—. Pisé algo, resbalé y... Recuerdo que había
venido para recoger el detector, pero no sé más, Annalee.
— Pudiste
haberte desnudado, Mark — dijo ella.
— Sí, aunque a
última hora conseguí amortiguar el golpe. ¿He estado mucho tiempo sin sentido?
— No demasiado,
unos diez minutos — contestó Annalee.
Wren
hizo un esfuerzo y se puso en pie.
Entonces, no hemos perdido gran cosa... —
dijo, haciendo esfuerzos por sonreír—. Nos iremos ahora mismo, Annalee.
— Espera un
momento, Mark.
Wren
miró a la muchacha, dándose cuenta de que ella tenía las manos a la espalda.
— ¿Qué pasa
ahora? —exclamó.
— Aún no me
has preguntado qué te hizo caer, Mark.
— Bueno, pisé
algo...
— Esto es lo
que pisaste — dijo Annalee.
Y
enseñó el tubo que Gorths llevaba siempre consigo.
Wren
se quedó estupefacto.
— Increíble —
dijo.
— Se lo olvidó
en alguna parte, supongo que en esa mesa, al cambiarse de ropa..., cuando se
quitó la bata, mejor dicho. He podido darme cuenta de que la mesa está
ligerísimamente desnivelada, lo suficiente, sin embargo, para que el tubo
rodase al suelo y quedase delante de la puerta.
— Y yo entré y
no lo vi...
— Y lo pisaste
y caíste hacia atrás, como cuando, en las historietas cómicas, el protagonista
pisa una pastilla de jabón.
Wren
tomó el tubo con infinito respeto.
Era
la primera vez que lo tenía en las manos. Parecía hecho de un metal muy
brillante y pesado, y medía unos veinticinco centímetros de largo, por cinco
de diámetro.
En
uno de sus extremos tenía una docena de diminutos orificios, dispuestos en
círculo, con uno central, un poco mayor que los otros. En el extremo opuesto,
el cilindro se hacía algo más grueso, como una especie de empuñadura, en la
cual había una serie de protuberancias, apenas perceptibles a la vista,
aunque sí se notaban claramente al tacto.
— Y ésta es el
arma fabulosa que emplea nuestro amigo Gorths —murmuró, después de unos
minutos de silencio.
— ¡Cuidado,
Mark! —advirtió Annalee, muy aprensiva—. Nosotros no sabemos usarlo y podríamos
causar una catástrofe imprevisible.
— Sí, tienes
razón, aunque, si no te importa, conducirás tú el coche —pidió él—. La cabeza
me duele todavía un poco...
— Desde luego,
Mark. Pero no perdamos ya más tiempo.
Minutos después salían de la casa. El detector quedó instalado entre los dos y casi en el acto empezó a captar las señales que emitía el aparato que viajaba en el coche de los secuestradores.
CAPÍTULO XII
El
automóvil se detuvo ante una casa situada en una hondonada y que apenas si era
visible entre el boscaje. Se trataba de un edificio poco menos que en ruinas,
seguramente ya en desuso, según calculó Daisy, quien recordaba vagamente haber
estado allí años antes.
Lam
y el otro se apearon en el acto.
— Daisy
—murmuró Gorths—, yo me llamo Johnny Jones. No soy Dyakkus Gorths, ¿entendido?
— Sí, Johnny.
.
— Había ido a
visitar a Gorths. Somos muy parecidos —añadió rápidamente el hombrecillo.
Los
pistoleros abrieron las portezuelas.
— Ya pueden
bajarse —ordenó Beyr.
Gorths y Daisy obedecieron sin protestar. Los hampones
les obligaron a caminar hacia la casa.
La
puerta del edificio se abrió. Sawson apareció en el umbral, sonriente y
satisfecho.
— Por fin te
he echado el guante, Dyakkus — exclamó.
— ¿Se refiere
a mí, señor? —preguntó Gorths, afectando ingenuidad.
— Claro,
hombre, claro — rio Sawson —. Gracias, muchachos, han hecho una buena labor al
traerme aquí al señor Gorths.
— Caballeros,
temo que se ha producido una confusión. Yo me llamo Johnny Jones — dijo el
hombrecillo, muy serio.
Sawson
dejó de sonreír.
— Pero, ¿qué
dices, estúpido? —barbotó—. ¿Crees que puedes engañarme?
Gorths
se encogió de hombros.
— Pregúntele a
la señora Kuntz — indicó.
— Se llama
Johnny Jones — dijo Daisy.
Sawson
se pasó una mano por la cara.
— Dyakkus, hay
bromas que no me gustan — masculló—. Vamos, entra en la casa. Y usted también,
señora.
Lam
y su compinche empujaron a la pareja a punta de pistola. Sawson les condujo a
una sala, cuyos muebles aparecían polvorientos y desvencijados.
— Señora
Kuntz, no entiendo por qué está aquí, pero le aseguro que no sufrirá daño — dijo—.
Sólo me interesa el hombre que la acompaña.
— El señor
Jones, claro — sonrió Daisy.
— ¡Gorths!
—bramó Sawson, que ya empezaba a perder la paciencia—. Lam, ¿cómo demonios
trajeron a la mujer?
El
interpelado se encogió de hombros.
— Nosotros
aguardábamos a los otros dos, cuando vimos pasar a la pareja, en dirección al
río. Seguramente, salieron de casa antes de que ellos llegasen allí, pero nos
fuimos tras ellos y aquí están. Eso es lo que le interesa a usted, creo concluyó su explicación.
— Sí, desde
luego — convino Sawson —. ¿Le han registrado? —preguntó de repente.
— Hombre, no
nos pareció peligro...
— ¡Regístrenlo
inmediatamente! —bramó Sawson, a la vez que sacaba su tubo—. Dyakkus, si te
mueves, te haré papilla, ¿entendido?
— Eso sí lo he
entendido — contestó Gorths sin inmutarse, a la vez que separaba los brazos del
cuerpo, para facilitar el registro—. Lo que no entiendo es por qué ha de
confundirme usted con otro. Insisto en que me llamo Johnny Jones.
— La confusión
es lógica —terció Daisy—. El señor Jones y el señor Gorths se parecen extraordinariamente
y como saben que yo soy el ama de llaves de la casa en donde se hospeda el
señor Gorths, sin duda dedujeron, aunque erróneamente, que Jones es Gorths.
— Señora,
olvida usted que yo conozco muy bien a Gorths y que no puedo equivocarme —replicó
Sawson con gesto ceñudo.
— «Errare
humanun est» —contestó Daisy sentenciosamente—. Usted, como todo ser humano,
está expuesto al error, lo que significa que, por mucho que grite, no es
infalible.
— Basta ya,
señora, no me haga perder la paciencia...
— Jefe
—exclamó Lam de pronto—, aquí está todo lo que el tipo ese llevaba encima.
Sawson
miró los objetos que los hampones habían depositado sobre la mesa y, en el
acto, observó la falta del tubo.
— Dyakkus,
¿dónde está tu arma? —preguntó.
— Jamás he
usado armas de ninguna clase — contestó el hombrecillo.
Sawson
quedó desconcertado unos instantes. Luego, con un gruñido de cólera, exclamó:
— Lam, vaya al
río y tráigase el coche de esta pareja. Puede que el tubo esté escondido allí.
Es igual a éste, pero no lo toque usted por nada del mundo, ¿entendido?
Simplemente, limítese a localizarlo y dejarlo donde está. Es un arma que puede
resultar peligrosísima en manos de quien desconoce su manejo.
— Sí, señor.
— Usted, Beyr,
se quedará aquí vigilando esta pareja hasta nueva orden —añadió Sawson—. No
pretendo hacerles el menor daño — se dirigió a los secuestradores—, pero lo
pasarán mal si intentan evadirse.
— Voy a
advertirle una cosa, señor mío — dijo Gorths, muy serio —. Si piensa pedir
dinero por nuestro rescate, está muy equivocado. Somos muy pobres y...
Sawson
hizo un gesto despreciativo con la mano.
— ¡Oh, cállate, Dyakkus! ¿A quién crees que puedes engañar con tu historia? —exclamó despectivamente, a la vez que se dirigía hacia la puerta.
* * *
El
coche conducido por Lam se detuvo ante la casa, segundos antes de que lo
hiciera el ocupado
Zorani,
Kebisch y el actor. Zorani se apeó y agitó la mano.
— ¿Eh, Maw,
dónde diablos os habéis metido? — exclamó, con acento de reproche—. Hemos tenido
que traer la presa, porque vosotros no estabais en el lugar convenido...
— El pajarraco
está ya en la jaula —contestó Lam—. Salió de su casa antes de que llegaseis vosotros
y Dan y yo lo trajimos aquí.
— Vamos,
vamos, no digas tonterías. Gorths viene con nosotros, en nuestro coche —rezongó
Zorani—. ¡Tommy, saca a ese pájaro!
Vynn
se apeó, empujado por la pistola de Kebisch. AI verlo, Lam creyó que se le
saltaban los ojos de las órbitas.
— Pero, ¿qué
hace ese hombre aquí? Si Gorths está ya ahí adentro hace casi una hora...
— Señor mío,
no sé quiénes son ustedes ni qué pretenden de mí — dijo Vynn, hablando con énfasis
declamatorio —. Sin embargo, de una cosa estoy absolutamente seguro: ¡Yo soy
Dyakkus Gorths!
Los
tres hampones abrieron la boca al mismo tiempo. De pronto, Sawson apareció en
el umbral de la casa.
— ¡Lam! ¿Ha
encontrado algo? —inquirió, antes de darse cuenta de la presencia de más gente
frente al edificio.
La
mano de Lam señaló hacia el actor.
— «Eso»
—indicó—. Eso es lo que he encontrado, señor Sawson; un tipo que asegura
llamarse Gorths.
Los
ojos de Sawson fueron hacia el actor, quien levantó la mano en un ademán de
cordial saludo.
— Hola,
Korthiman, mal invasor de planetas. ¿Cómo te encuentras?
Sawson
cerró los ojos un instante. La caracterización de Vynn era prodigiosamente
fiel.
— Esto no
puede ser, no puede ser —murmuró.
— Yo he traído
a Gorths, aunque él diga llamarse Jone — protestó Lam.
— ¡Repito que
Gorths soy yo! —exclamó el actor a voz en cuello—. ¿Van a desmentir algo que sé
desde que nací?
Los
hampones se sentían desconcertados.
— Pero lo
encontramos en el laboratorio —dijo Zorani.
— Estaba
vestido con una bata blanca... la misma que lleva puesta — añadió Kebisch.
— Vamos,
métanlo adentro —dijo Sawson de pronto—. No tardaremos mucho en saber cuál de
los dos es el auténtico Gorths.
— Ah, ¿pero es
que hay alguien que se hace pasar por mí? — dijo el actor, con acento de protesta—.
¡Qué desvergüenza! Nunca había visto nada semejante...
— ¡Cállese ya de una vez, idiota! —rezongó Kebisch de mal talante, a la vez que lo empujaba hacia la casa.
* * *
— Para aquí,
Annalee —exclamó Wren de repente.
La joven arrimó el coche a un lado del camino.
— Mark, no
podemos perder tiempo... —intentó protestar.
Wren se echó a reír.
— No temas
—dijo—, no le harán nada. Pero antes de seguir, yo quiero hacer unas pruebas
con este maravilloso tubo.
— ¡Cuidado! —se
asustó ella—. Es un arma terrible, Mark.
— Creo que he
dado con la forma de manejarlo — respondió él, a la vez que se apeaba.
Annalee
le imitó. Estaban en un paraje desierto, abundante en vegetación. Según las
indicaciones del detector, debían hallarse solamente a unos tres kilómetros
del lugar donde se encontraba Gorths.
— Ven, Annalee
— dijo Wren, a la vez que le enseñaba el cilindro—. Cada saliente se corresponde
con uno de los orificios de la boca, los cuales, como es de suponer, tienen un
objetivo distinto. Vamos a hacer una prueba...
— Mark, por
favor —rogó la joven, llena de pavor.
— Ponte detrás
de mí, así no te pasará nada.
Wren
apuntó a un gran árbol y presionó uno de los salientes. El árbol se quedó en un
instante sin hojas.
— Demasiada
potencia —dijo—. Tengo que orientarme por el saliente de mayor tamaño, el cual,
me parece lógico, debe quedar hacia arriba.
Luego,
a derecha o izquierda, ya lo sabremos, el aparato actúa con mayor o menor
potencia.
Una
segunda prueba hizo que sólo se inclinasen las hierbas cercanas. Dos o tres
ensayos más, convencieron al joven de la bondad de sus teorías.
— Apretando
los salientes hacia la derecha y hasta el lado opuesto, el arma funciona con potencia
creciente —dijo—. Si se presionan los de lo izquierda, la potencia es mucho
menor.
— Y la...
eso... ¿cómo se dice que las personas vuelan sin necesidad de alas? —preguntó
Annalee.
— Levitación —
sonrió Wren —. Creo que también lo he encontrado — agregó.
Lo
que podía considerarse como culata del cilindro tenía una forma cónica muy
pronunciada. En el vértice del cono había otro saliente.
Wren
lo apretó con el índice. Inmediatamente, se elevó en el aire, aunque con
demasiada velocidad. Dedujo que la presión era excesiva y aflojó un poco el
dedo.
Annalee
chillaba a treinta metros de él. Wren descendió y luego, moviendo el tubo en un
sentido u otro, se desplazó lateralmente e incluso en círculo.
— Maravilloso
—gritó.
— Baja, te vas
a caer — pidió la muchacha, angustiada.
— Oh, nada de
eso, no tengas cuidado.
Wren
se sentía encantado con su nuevo juguete y voló unos minutos por encima de las
copas de los árboles.
De
pronto, vio bajo él a una familia de excursionistas, que almorzaban en un
claro, junto a la orilla de un arroyo.
Los
excursionistas empezaron a chillar y a gritar, llenos de asombro. Wren les
saludó con la mano, dio media vuelta y desapareció.
Momentos
después, se apeaba de nuevo junto a Annalee.
— Vámonos de aquí — dijo —. Es hora de que iniciemos ya el rescate de Vynn.
CAPÍTULO XIII
— Hay un
procedimiento infalible para saber cuál de los dos es el auténtico Gorths —
dijo Sawson.
Daisy
tembló, aunque procuró mantener la serenidad. Vynn frunció el ceño. Le parecía
que la cosa se ponía más seria de lo que le habían anunciado y no sentía el
menor deseo de dejarse la piel en el empeño.
Sawson
sacó su tubo.
— Miren todos
aquí — se dirigió a los prisioneros —. Por medio de este aparato, podré identificar
a Gorths sin el menor género de dudas.
— ¿Hace daño?
—preguntó Gorths.
— No, si yo no
quiero, señor... Jones — contestó Sawson malignamente.
— En tal caso,
empiece cuando guste. — Gorths se cruzó de brazos —. Digo y repito que soy Johnny
Jones.
Vynn
creyó que debía apoyar al individuo y exclamó:
— No sé si lo
que dice ese hombre respecto a su identidad es cierto. Lo que sí es rigurosamente
auténtico es que yo soy Dyakkus Gorths.
— Bueno,
bueno, repito que ahora lo sabremos — dijo Sawson con fingido acento de buen humor—.
El auténtico Gorths no es un hombre nacido en la Tierra, aunque tenga figura
terrestre. Cuando le apunte con este tubo, recobrará su figura normal... muy
poco agradable a los ojos de un nativo de este planeta.
— Vamos,
hombre, a ver si se cree que tengo tentáculos en la cabeza y manos con pinzas
como los cangrejos —dijo Vynn sarcásticamente.
— A lo mejor
resulta que es usted un pulpo espacial, inteligente y con figura humana —añadió
Gorths con no menos ironía en la voz.
Lam
y los otros empezaron a ponerse nerviosos.
— A mí no me
gustaría que estos tipos fueran unos monstruos extraterrestres — masculló el
primero.
— ¿Por qué no
empieza su sesión de identificación? — pidió Gorths.
— Sabe que lo
que ha dicho es mentira: yo tengo figura completamente humana — añadió
Vynn—.
Por más que haga, no conseguirá que tome otra forma, Sawson.
Hubo
un momento de silencio. Sawson se daba cuenta de que su plan había fracasado.
Gorths
no había protestado diciendo que todo era mentira, como había esperado. Y si
ahora empleaba el tubo, se descubriría su superchería.
— Está bien
—dijo al cabo—. Puesto que los dos tienen figura de Gorths, lo mejor será
deshacerme de ambos.
Y apuntó a Vynn con su tubo.
* * *
Annalee
detuvo el coche a cierta distancia de la casa y se apeó en el acto, junto con
Wren. Luego, los dos jóvenes, cubrieron a pie el espacio que les separaba del
edificio.
Había
tres coches ante la puerta. Con gran asombro, Wren reconoció el que habían
usado Gorths y Daisy.
— Pero, ¿cómo
han llegado aquí? —se preguntó, desconcertado.
— Eso no
importa ahora —exclamó Annalee—. Lo que interesa es rescatarlos.
— Sí, tienes
razón. Espera un momento.
Wren
apuntó con el tubo al tejado de la casa y presionó el saliente que le pareció
más adecuado. El viejo edificio se quedó sin tejado en un santiamén.
Vigas
y tejas, junto con la chimenea, volaron por los aires, con un estrépito
aterrador. Parte de la pared del primer piso se derrumbó también.
Dentro
de la casa, el estruendo resultó horroroso. Daisy gritó, espantada.
Lam y los hampones escaparon a la carrera. Pero apenas se habían asomado a la puerta, una fuerza irresistible los empujó de nuevo hacia dentro, arrojándolos al fondo del vestíbulo en confuso montón. Sawson se desconcertó un instante, lo que aprovechó Gorths para lanzarle una silla que, al golpearle en un brazo, hizo que el tubo saltase de su mano.
— ¡Agárrelo!
—gritó a Vynn.
El
actor se precipitó hacia el cilindro y lo recogió antes de que Sawson pudiera
impedirlo. Sawson, bramando de ira, escapó a la carrera, sin que ninguno de los
presentes pudiera impedirlo.
— Deme ese
tubo —pidió Gorths—. Usted no sabe emplearlo y podría ocasionar una catástrofe.
Vynn
obedeció de buena gana. Gorths salió de la estancia, pero ya no vio a Sawson.
— ¿Dónde
diablos se habrá ido? —masculló, furioso.
En
aquellos momentos, Sawson volaba a gran velocidad, muy lejos ya de la casa.
Wren lo había visto salir y trató de impedir que escapase, pero su falta de
práctica le hizo emplear el cilindro a un mínimo de potencia y Sawson pudo huir
sin mayores inconvenientes.
Los
dos jóvenes se lanzaron hacia el edificio. Lam y sus compinches se levantaban
en aquel momento, aturdidos y espantados por lo que les había sucedido.
— ¡No se
muevan! — gritó el joven.
Los
cuatro pistoleros levantaron las manos en el acto. Gorths, Daisy y Vynn salían
en aquel momento.
— ¿Están bien?
—preguntó Wren.
— Sí, aunque
ha habido complicaciones — contestó Gorths.
— Y Sawson ha
conseguido escapar — añadió Daisy.
— Ya le
echaremos el guante —aseguró el joven—. Esperen un momento, antes tengo que arreglar
un asunto.
Los
hampones permanecían en un rincón, todavía llenos de pavor. Wren movió la mano
armada con el cilindro y les señaló la puerta.
— Salgan —
ordenó —. No vuelvan a intentar nada contra nosotros, o correrán la suerte de
Pete Brook y de Duck Gall.
Lam
y sus amigos sabían la forma en que habían muerto los mencionados, destrozados
después de una horrible caída desde cientos de metros de altura. Tras haber
sufrido los efectos de aquella arma misteriosa, ninguno de ellos se sentía en disposición
de resistir.
Momentos después, habían desaparecido. Entonces, Wren se acercó a Gorths y le enseñó el tubo.
— Se lo olvidó usted en el laboratorio — dijo.
— No soy
desmemoriado, aunque, en esta ocasión, hubo una causa que me hizo perder la
cabeza —respondió Gorths sonriendo, mientras miraba al ama de llaves.
Daisy
se ruborizó. Wren no quiso hacer ningún comentario.
— Gracias,
Hamlet — se dirigió al actor —. Lo has hecho muy bien.
— Incluyendo
el miedo que he pasado —contestó Vynn.
— La
recompensa será doble —prometió Wren—. Titty, Sawson ha escapado —añadió.
— Lo siento,
no pudimos evitarlo — dijo Gorths pesarosamente.
— Pero, bueno,
en realidad, ¿a quién le corresponde invadir este planeta? —preguntó Annalee.
Vynn
se dirigió hacia uno de los automóviles que había allí estacionados.
— Yo me marcho
—anunció—. Muchos dicen que estoy loco, pero, vamos, mis chifladuras son manías
inofensivas comparadas con lo que estoy viendo y oyendo aquí. Mark, envíame
pronto el dinero.
— Sí, Hamlet.
Las
dos parejas quedaron en la casa medio destruida.
— Titty, aún
no ha contestado a mi pregunta — dijo la muchacha.
— Sería
preciso consultar los registros de nuestras naves respectivas —manifestó
Gorths—. Pero, aun así, no es seguro de que Sawson no haya falseado los suyos.
— En tal caso,
el que llega primero es el que tiene el derecho de invasión —dijo Wren.
— Así lo
señalan nuestras normas —contestó el hombrecillo.
— Para
nosotros, esto no tiene demasiada importancia, Titty. Lo que sí importa es el
proceder de Sawson. Quiso asesinarle y esto, aquí o en cualquier parte del
universo, no es ético. —Wren se volvió hacia la muchacha—. Tenemos que
prepararle una trampa para que caiga en ella y no vuelva a molestarnos más
—añadió.
— Me parece
muy bien, pero, ¿qué clase de trampa, Mark?
— Déjalo de mi
cuenta, yo ya pensaré algo. Ahora, me parece, lo que más nos conviene es volver
a casa.
Gorths
suspiró.
— Lástima — se
quejó —. Con lo bien que pensaba pasarlo yo en esta excursión...
— Ya habrá
tiempo para más excursiones, Titty — dijo Daisy, a la vez que le dirigía una
cariñosa mirada.
CAPÍTULO XIV
— ¿Crees que
«picará», Mark? —preguntó Annalee noches más tarde, en la oscuridad del jardín
de su casa.
— Espero que
sí. El odio ciega a Sawson, un odio causado por la envidia, y del que podría
decirse más bien que es un sentimiento patológico.
Pero
Gorths se ha portado maravillosamente con nosotros y no podemos permitir que
sufra el menor daño.
— Lo siento
por Daisy. Cuando Gorths se marche, ella se quedará muy triste, aunque... no
acabo de comprender cómo han podido enamorarse dos personas tan distintas la
una de la otra.
— Para mí, la
diferencia estriba solamente en lo físico, Annalee —opinó Wren—. Yo diría que
espiritualmente son iguales o, por lo menos, se complementan.
— Es posible
que tengas razón, Mark — convino la muchacha.
— Por otra
parte, Gorths tiene el aspecto clásico del hombre inteligente, pero, al mismo
tiempo, indefenso ante otros seres. Daisy debe de sentir la necesidad de
protegerle y cuidar de él, y Gorths, por su parte, necesita sentirse protegido
e incluso hasta mimado. Quizás en su planeta no ha encontrado a la mujer que le
inspire tales sentimientos y por eso siente tan fuerte atracción hacia la
señora Kuntz.
— Unos
argumentos plenamente convincentes — sonrió Annalee —. No sé si Gorths vino a
invadir, pero, al menos, sí llegó a conquistar, aunque sólo fuese el corazón
de una sola persona.
Wren
movió la cabeza.
— De todas
formas, hay algo que no comprendo. ¿Cómo puede un solo hombre invadir a un
planeta? La palabra invasión habla ya de miles, de cientos de miles de
guerreros dispuestos a todo..., pero jamás se ha hablado de que una nación,
una ciudad, una simple aldea, haya sido invadida por una sola persona. ¿Por qué
dijo Gorths que venía a invadir la Tierra?
— Ya
conquistaría, no lo olvides.
— En nuestra
historia hay ejemplos de hombres que conquistaron solos un imperio, aunque
secundados por otros muchos. Pero las invasiones no se realizaron jamás por un
hombre solo, Annalee...
— Quizás algún
día nos lo explique, ¿no crees? — En la oscuridad, Annalee consultó su reloj de
pulsera—. ¿Vendrá Sawson? —preguntó, súbitamente aprensiva.
— Si no hoy,
mañana, aunque confío en que sea hoy, esta misma noche —respondió Wren—. A mi
entender, la trampa tiene que funcionar...
La
mano de Annalee se crispó de pronto sobre el brazo del joven.
— ¡Cuidado
—susurró—, me parece que ahí se acerca!
Una
sombra se movía cautelosamente por el jardín. Wren y la joven dejaron que el
intruso penetrase en la casa.
* * *
Sawson
encontró el interior del edificio tenuemente iluminado. Había una puerta
entreabierta por la que salía algo más de luz y se acercó a ella sin vacilar.
Empujó
la puerta. En el centro de la estancia sobre un sencillo catafalco, había un
ataúd descubierto, entre cuatro cirios, dentro del cual yacía un hombre con
las manos cruzadas sobre el pecho.
Una
ligera sonrisa apareció en los labios de Sawson. Terminó de abrir y se acercó
el féretro, contemplando durante unos momentos el cadáver de su enemigo.
— Es una
lástima que te haya fallado el corazón — dijo a media voz —. Pero, de todas
formas, ya has muerto y eso es lo que importa.
—Eso
es lo que usted se cree, Sawson —exclamó Wren de pronto.
Sawson
se volvió bruscamente al oír la voz del joven.
— ¿Qué diablos
trata usted de decir? —exclamó con acento lleno de desabrimiento.
— Simplemente,
que nuestro amigo Gorths está vivo y bien vivo. Lo que tiene usted delante no
es más que una estatua de cera, con una asombrosa reproducción de sus
facciones.
Una
mueca de rabia apareció en la cara del individuo.
— De modo que
todo ha sido una trampa... — dijo.
— Sí, la
noticia en los periódicos y en la televisión... Sólo fue un ardid para hacerle
venir a usted aquí. El «célebre» investigador Dyakkus Gorths no ha fallecido de
un síncope cardíaco, sino que está vivo y goza de buena salud.
— Bien, pero yo
no he cometido ningún hecho delictivo...
— Vamos a
ponerle en situación de que no vuelva a cometerlos, porque querer asesinar a
Gorths no son sino crímenes frustrados y no sentimos deseos de que un buen día
pueda consumar sus deseos.
Sawson
sonrió despreciativamente.
— ¿Puede
decirme cómo va a conseguirlo? — preguntó.
— Simplemente,
quitándole ese cilindro que trajo usted de su planeta — contestó Wren.
Sawson
sacó el tubo.
— Acérquese a
quitármelo —le desafió.
El
joven no se inmutó.
— Le advierto
que el arma no funcionará aquí — dijo—. Gorths ha preparado un anulador de
efectos y ese chisme sólo puede hacer daño si se tira a la cabeza de una
persona.
Sawson
apretó el saliente de máxima energía, pero no ocurrió nada.
Un
rugido de rabia brotó de su boca.
— ¡No importa!
—gritó—. Tengo otro más y, entre los dos, anularé el aparato...
El
segundo tubo salió al descubierto. Sawson apuntó con los dos al joven y
presionó al mismo tiempo los salientes de máxima energía.
Se
produjo un vivo chispazo en la estancia.
Sawson
gritó. Fue un grito de cortísima duración, tal vez solamente décimas de
segundo. De repente, Sawson fue arrebatado por una fuerza potentísima, que lo
hizo salir de la estancia a gran velocidad, con gran estrépito de vidrios rotos
de la ventana más próxima.
A Wren le pareció que el alarido de Sawson sonaba muy lejos, cada vez más distante...; pero en aquel momento adquirió la convicción de que el sujeto ya no volvería a molestarles más.
* * *
— Sawson tenía
tres tubos, uno capturado por nosotros, lo que, según las leyes de su planeta,
es ilegal. Gorths lo sabía y calculó que, con su anulador, el primero de los
dos que le restaban no funcionaría y entonces intentaría usar el segundo, como
así ocurrió. Al emplear el otro tubo, creó dos campos contrapuestos, de signo
diametralmente distinto, y la energía que producían causó efectos en sentido
contrario.
— Por eso, en
lugar de volar tú al espacio, fue él quien voló — dijo Annalee.
— Exactamente
— confirmó Wren sonriendo.
Ella
suspiró.
— No ha sido
agradable, pero creo que ahora podremos respirar tranquilos — dijo.
— En eso estoy
de acuerdo contigo, Annalee.
— Y todavía no
sabemos de qué planeta procede...
— Si he de
decirte la verdad, no es cosa que me quite el sueño. Aunque nos diga su nombre,
aunque nos indique su posición en el espacio, ¿qué podemos obtener con ello?
— Tal vez
viajar y conocer un mundo situado a muchos años luz de la Tierra, Mark.
— Creo que no
estamos aún preparados para una cosa así, Annalee. Apenas hemos llegado a la
Luna, todavía se estudia la forma mejor de enviar una expedición a Marte...
Francamente, por ahora, creo mejor seguir en este viejo planeta.
— Sí, quizá
tengas razón — sonrió ella.
De
pronto, se oyó un alarido:
— Squribd!
Squribd!
— ¡Vaya, el
buen Titty ha descubierto otra cosa! —exclamó Annalee.
Gorths
salió en aquel momento de la cocina.
— Ése no es el
mejor sitio para hacer descubrimientos científicos —dijo Wren entre dientes.
— Lo he
conseguido, lo he conseguido — exclamó Gorths, saltando alborozadamente—.
Daisy consiente en ser mi esposa.
— ¡Oh! — dijo
Annalee, a la vez que se echaba a reír.
— Ahora, Daisy
se convertirá en la señora Gorths..., no, no, mejor dicho, en la señora «Eureka»
—comentó Wren jovialmente.
De
pronto, llamaron a la puerta.
Annalee
abrió. Un hombre alto, de cierta edad y presencia agradable, apareció en el
umbral.
— Tengo
entendido que un tal Gorths se aloja en esta casa — manifestó.
— ¡Señor Dryn!
—exclamó el aludido, vivamente sorprendido.
— Hola, Gorths
— sonrió el recién llegado —. ¿Puedo pasar, señorita?
Wren
miró al hombrecillo y vio que parecía un tanto confuso ante el llamado Dryn.
Annalee se echó a un lado y Dryn cruzó el umbral.
— Es el
Inspector Superior de Invasiones y Conquistas —explicó Gorths.
— ¿Todo bien,
Dyakkus? —preguntó Dryn.
— Sí, señor,
salvo el incidente con Sawson...
— Era un
pésimo sujeto, que ya había sido expulsado del Cuerpo de Exploradores
Espaciales — manifestó Dryn—. Además, había robado dos, tubos y...
— Por cierto,
señor Dryn, el amigo Gorths nunca nos ha explicado cómo funcionan esos tubos.
Conocemos sus efectos, pero no el origen de su energía.
— Simplemente,
crean campos anuladores de la gravedad, con distintas intensidades, según los
casos —aclaró Dryn.
Gorths
sacó dos tubos y los puso en manos del recién llegado.
— ¿Por qué
hace eso? —preguntó Dryn, asombrado.
— Señor,
solicito la baja del Cuerpo de Exploradores Espaciales — dijo Gorths —. Me
quedo en la Tierra.
— Se casa con
una terrestre — explicó Annalee.
— Conmigo —
dijo Daisy, surgiendo en aquel momento.
— Tiene
méritos suficientes para acceder a su petición — dijo —. Concedido el retiro,
Gorths.
— Gracias,
señor. Seré un buen terrestre, se lo aseguro.
— Pero no diremos a nadie que no ha nacido en la Tierra — exclamó Wren —. Nadie nos creería.
FIN
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