Alex Towers es el mismo autor que A.Thorkent, y ambos seudónimos corresponden a Angel Torres Quesada. Algunas de sus mejores obras son: "Caronte en el Infierno", de la colección Galaxia 2000, "Aliado de la Tierra" y "El viaje maldito"
PREFACIO
Entro en la casa asolada por la furia de lo maldito y camino por el patio sin pararme a mirar los cadáveres que lo jalonan. Asciendo algo tenso por los escalones, algunos de ellos manchados de sangre, y entro en el cuarto que recuerdo muy bien.
Abrigo pocas esperanzas, pero miro por todas partes y escudriño los rincones, levanto una silla caída y me encuentro con el cuerpo mutilado de un hombre.
No lo conozco y sigo,
paso a otra habitación y detrás de un armario veo que asoma mi laúd.
Supongo que tardo
bastante en reaccionar ante el hallazgo poco esperado de aquel objeto que tanto
me ha acompañado en mis horas de soledad, y lo tomo con suma delicadeza, como
si temiera quebrar su pulida madera o desafinarlo.
Pulso una cuerda y su
sonido se confunde con el que proviene de la calle. Es un grito de muerte.
Ellos, pienso, también sufren cuando son heridos, pero no me siento
reconfortado porque me pregunto enseguida si la víctima es quien debiera ser o
se trata de un inocente.
Con mi laúd en los
brazos vuelvo al patio sobre mis pasos. Allí, arriba, en la escalera, me quedo
quieto un momento, mirando la máquina que se desliza sobre las baldosas,
silenciosa, tétrica y oscura como la muerte misma.
Otras máquinas entran y
salen de la casa, discurren por la calle, las veo a través de la puerta abierta
del zaguán.
Ahora es un aullido
prolongado lo que conmueve el aire.
Otro menos. ¿Cuántos
quedarán, cuándo pararán los verdugos de acero? Me respondo a mí mismo que regresarán
a sus cubiles en el momento en que su tarea finalice, pero no sé a qué hora ni
qué día.
Sé que saldrán a los
campos, recorrerán las grandes extensiones y no se detendrán hasta que no les
sea dispuesto que dejen de blandir sus zarpas cubiertas cien veces de sangre.
La máquina se detiene al pie de la escalera y sé que me analiza, me estudia, y sólo me muevo para apartar de mí el laúd y mirarlo.
Escuché el ruido de la cerradura y aparté mi cara del laúd. No me importaba que me importunaran porque aquel día, como tantos otros, la inspiración seguía reñida conmigo.
Cuando el carcelero
entró en mi celda lo saludé con una sonrisa y un:
—Hola, Tamis. Buenos
días.
Tamis entró arrastrando
su pierna derecha. Él decía que un khrislo se la mordió hacía casi treinta años,
pero yo sabía muy bien que apenas entró en la ciudad se cayó por una escalera y
se rompió un hueso que luego le soldaron pésimamente. Pero a Tamis le gustaba
contar a sus amigos que luchó contra los demonios llegados del Norte Tenebroso
y despanzurró a muchos antes de caer herido.
El carcelero se había
hecho mi amigo casi desde el primer momento en que me tuvo como huésped. Es
bueno que uno tenga amistad con quien te tiene encerrado directamente, mejor
que disfrutarla, como yo bien sabía por experiencia, con la persona que un día
dictara tu encierro.
—Hola, Ramatre —me
saludó Tamis. Dejó sobre la mesa el plato con la comida y una nueva jarra de
agua fresca.
—Veo por la ventana que
hace un día estupendo —suspiré.
—Sí, luce el sol desde
que dejó de llover.
—Y escucho cada hora el
rugido de una nave bajar en el campo.
—Esta semana se ha
intensificado el plan de viajes a la Luna Roja, es cierto —Tamis me miró—.
Entregué tu mensaje.
— ¿Cuándo? —sonreí—.
Porque hace una semana que te lo di, desde que me anunciaste que corría por ahí
el rumor de que iban a soltarme.
—El vago de mi hijo
mayor volvió anoche y me juró que ya lo tenía su destinatario. ¿Quieres algo,
Ramatre?
—Lo que deseo tú no
puedes dármelo, mi buen Tamis.
—Estás pensando en la
libertad —sonrió el carcelero.
— ¿En qué otra cosa
podemos pensar los que estamos encerrados en este edificio tan hermoso por
fuera pero tan lúgubre por dentro?
Tamis miró las limpias
paredes y el suelo de mármol.
—Esto no es lúgubre —dijo.
—Es horrendo porque te
priva de la libertad. Si todo estuviera recubierto de panes de oro mi desesperación
sería la misma.
El carcelero sonrió.
—Nunca te he visto
desesperado. Siempre estás bromeando o cantando.
—Bromeo para alegrarme a
mí mismo y canto viejas canciones porque mi estado de ánimo es tan pésimo que
no consigo componer una nueva.
Me senté delante de la
mesa y olí la comida. No era demasiado mala. Creo que Tamis siempre eligió de
la olla lo mejor para mí, pero nunca me lo dijo porque sabía que me disgustaría
esa deferencia que tenía conmigo. Yo pensaba que había otros como yo en aquella
cárcel atestada de enemigos de Vankro.
—Creo que te equivocaste
y esos rumores eran falsos —dije.
—No, no —susurró Tamis—.
Eran ciertos. Es posible que hoy mismo tengas noticias, Ramatre.
— ¿Qué puede haber
ablandado el corazón del Señor de Hongara?
—No podría decírtelo,
pero lo que te anuncié hace una semana es cierto. La Señora nunca dejó de
interceder por ti.
—Pobre Isolda —dije con
tristeza—. Ella no debió mostrar nunca su simpatía hacia mí. Bastante mal están
las cosas en su vida con Vankro para que las empeore enfrentándose a él por mi
causa.
—Son muchas personas las
que han intentado convencer al Señor de Hongara.
—Lo sé, y muchas de
ellas han acabado mal.
—Pero Vankro, según
dicen, firmó una noche tu libertad.
— ¿Y dónde está ese
papel que no aparece?
—Pasó a su secretario.
La burocracia, Ramatre, ya sabes...
Dejé de comer y me costó
engullir aquel trozo de carne. De repente me dominó la congoja. Dos años privado
de libertad eran demasiados días para mí, demasiadas noches de soledad. Miré de
soslayo a Tamis y creí descubrir en sus ojos la misma admiración de siempre
hacia mí. Pobre Tamis. Antes de que yo fuera apresado por la gente de Vankro y
arrojado a aquel cuarto tras una bufonada de juicio, era un asiduo oyente de
mis charlas, un seguidor de mis ideas. Fue afortunado porque la tarde de mi
arresto no se encontraba presente.
Gracias a Tamis, mi
larga estancia en prisión había sido más llevadera. Él buscó mi laúd y me lo
entregó, y me procuró papel y tinta para escribir. Consiguió mantenerme en el
sitio en el que su mente creía que yo debía estar siempre, seguro de mí mismo,
de mis ideas.
Tamis se puso tenso y se
acercó a la puerta. Sus manos nerviosas buscaron la llave adecuada y abrió la cerradura.
Ahora yo escuchaba los pasos que se acercaban y que debieron alarmarle.
El carcelero regresó
pronto y me miró temeroso y esperanzado a la vez. Un hombre entró detrás de él
y yo lo reconocí enseguida.
Era Mulgarsten, un
ciandalano a quien Vankro había nombrado tres años antes su secretario y primer
consejero. Se decía que era Mulgarsten, un íntimo amigo del enloquecido
Steinen, quien gobernaba realmente en Hongara.
Aquel hombre me miró
fijamente y yo vi tras sus hombros a dos guerreros de la guardia del reino. Me
pregunté si venían por mí para acabar con mi vida, ya que la posibilidad de recobrar
la libertad me parecía muy remota.
Sin embargo me atreví a
pensar que tal vez fueran ciertos los rumores de mi indulto porque en los ojos
de Mulgarsten no descubrí ninguna satisfacción cuando me dijo:
—Trovador Ramatre —carraspeó
y añadió con voz llena de desprecio hacia mí—: Opino que no eres merecedor de
la piedad de nuestro Señor, pero él me ha ordenado te comunique su deseo de que
seas puesto en libertad hoy mismo.
Escruté a Tamis y le
felicité en silencio. Le agradecí que sus fuentes de rumores no se equivocaran.
Me puse en pie y recobré tanto mi buen humor que me atreví a asentir con la cabeza
para agradecer las palabras.
Me ardía la curiosidad
por saber qué circunstancia había influido en Vankro. Lo que fuera que le
obligó a firmar mi libertad merecía mi agradecimiento. Luego miré a Mulgarsten
y comprendí que aquel ciandalano debió poner en juego toda su influencia para
demorar mi libertad. La orden firmada por Vankro, una vez en sus manos, anduvo
muy despacio por los recovecos de la burocracia hasta llegar a mí.
—Agradezco profundamente
a Vankro de Zhenland su magnanimidad —respondí recogiendo mi laúd. Era lo único
que deseaba llevarme de la celda.
Mulgarsten levantó una
mano y contuvo mi gesto de dirigirme a la salida.
—Espera. Debes escuchar
el resto.
Entorné los ojos y un
cierto recelo me embargó en aquel momento. ¿Qué jugada me tenía reservada Mulgarsten?
— ¿No dijiste que mi
libertad es desde hoy?
—Sí. Saldrás cuando
conozcas la otra disposición de Vankro.
Suspiré resignado y
crucé los brazos después de colgar mi laúd a la espalda. Mulgarsten me miró
echando atrás la cabeza.
—Trovador, yo te hubiera
cortado la cabeza, pero alguien me hizo ver que los mártires son muy molestos a
la larga. En el juicio fuiste condenado a veinte años de reclusión que luego el
Señor de Hongara bajó a sólo cinco. Repito que yo te hubiera enviado a la
muerte.
—Lo sé —respondí con
acritud.
—Reconozco mi torpeza de
aquel día —sonrió Mulgarsten—. No fui un político hábil entonces y me alegro de
que vivas. Así, dentro de unos años nadie se acordará de ti ni de tus palabras.
Durante muchos meses fuiste muy molesto, hablando a los jóvenes contra Vankro y
su gobierno, criticando sus leyes y todo cuanto legislaba. Te enfrentaste a la
Iglesia del Castigo y los llamaste bufones, sacerdotes ridículos.
Preferí mantener cerrada
mi boca y seguir escuchando.
—El olvido será tu muerte
—siguió diciendo Mulgarsten—. Dentro de poco nadie te recordará. Saldrás de la
ciudad y jamás volverás a ella. Si lo hicieras significaría tu muerte inmediata.
Así ha sido dicho por el Señor de este mundo y la Luna Roja.
Esbocé una sonrisa.
— ¿Ha añadido un nuevo
título a los muchos que ya tiene? —Inquirí sin poder contener mi vena satírica—.
Eso de Señor de la Luna Roja es muy romántico. Claro que Vankro tiene motivos
para sentirse agradecido a ese satélite, del cual procede su inmensa fortuna.
—No tientes tu suerte
provocándome.
—Mi intención no es ésa.
¿Puedo marcharme ya?
Mulgarsten se apartó de
la puerta.
—Sí. Dispones hasta la
media noche para marcharte. Después de esa hora los guerreros tienen órdenes de
degollarte si te encontraran.
—No tengo la menor duda
que alguno se alegraría mucho de que se parase mi reloj.
Pasé por su lado sin
mirarlo y salí al corredor. El carcelero corrió tras mis talones, me alcanzó y
me dijo cuando estuvo seguro de que el consejero no podía oírle:
—No tomes a broma lo que
has escuchado, poeta. Márchate cuanto antes.
Hice una mueca. A solas
con Tamis no podía disimular mi contrariedad.
— ¿Dónde puedo ir? Tengo
todo un planeta, pero en ningún sitio seré bien recibido —Me detuve—. ¿Seguro
que enviaste mi mensaje? ¿Trajo tu hijo alguna respuesta?
Tamis me empujó al
interior de una habitación, se asomó para ver si alguien nos seguía y entró
diciéndome:
—Mulgarsten se ha
marchado —Metió una mano en su faltriquera y la sacó llena de monedas que puso
en las mías—. Toma. Mi hijo, ese perezoso, me las entregó para ti. Y un mensaje
verbal.
Miré las monedas de
plata. En todas ellas estaba el perfil del Señor de Hongara. El gesto adusto de
Vankro me revolvió el estómago.
Escuché el tintineo de
más monedas en la faltriquera de Tamis y comprendí que bastantes habían quedado
donde no debían. Pero para mí era suficiente aquel dinero. Seguro que otras se
perdieron durante el camino de regreso, en las manos del hijo del carcelero,
que además de vago eran tan ladrón como su padre. La admiración de Tamis hacía
mí tenía, como todo, un precio.
Me guardé la plata y
dije:
—Cuéntame todo lo que
decía el mensaje.
—Te esperará a veinte
kilómetros de la ciudad, por el camino del Este.
Tamis no tenía que
decirme quién estaría esperándome. Se trataba de alguien cuyo nombre no podía
ser pronunciado en la ciudad bajo pena de muerte.
—Tal vez se ha cansado
de esperar y ya no esté cuando yo llegue —suspiré. Salimos del cuarto, nos cruzamos
con algunos guardias que me miraron despreocupadamente, conocedores de que
había sido puesto en libertad, y pasamos ante otras puertas cerradas.
Me detuve ante aquellas
celdas y por un momento estuve tentado de gritar a sus ocupantes, mis
compañeros de desdichas hasta entonces, que no desesperaran. Pero sentí
egoísmo, no deseé arriesgar nada y continué adelante, siempre seguido por
Tamis.
El carcelero me acompañó
hasta el patio y allí nos despedimos. Mentalmente deseé no volver a verlo porque
sabía que no podía ser en otro sitio que aquél.
El soldado de la puerta
intentó bromear conmigo y yo pasé por su lado haciéndome el distraído. Tenía
prisa por alejarme del edificio que Vankro había transformado en cárcel para
llenarlo con sus enemigos políticos. Era más de mediodía y yo no debía estar
dentro de las murallas cuando el sol se ocultara en el horizonte.
Lo primero que hice fue
alquilar un cuarto de baño y sumergirme durante un buen rato en agua caliente y
aromática. Luego compré ropas, algunas otras cosas y llené una bolsa con comida.
No podía estar seguro de si iba a encontrar a alguien en el lugar de la cita.
El bullicio de la gente
me aturdió un poco al principio y elegí calles menos transitadas, sobre todo
para no encontrarme con ningún conocido.
Sin embargo vi a
bastantes criaturas y ante su presencia mi rabia creció mucho.
Mis dos años de ausencia
había sido mucho tiempo y todo lo encontraba demasiado cambiado. Cada vez más
nervioso, corrí hasta un corral y traté la compra de un uyak. El dueño no sabía quién era yo, pero adivinó que tenía prisa
y me cobró más de lo que valía el ejemplar que elegí. Aquel ladrón intentó
añadir a la operación una sierva que no quise ni mirar, pero me insistió tanto
que acabé haciéndolo y mis ojos se posaron en los de ella y me llenaron con su
tristeza.
Monté en mi uyak y salí del corral dejando atrás al
propietario ofendido.
Escuché sus palabras
insultantes hacia mí y mi descortesía.
No le hice caso.
Recorrí la parte de la
ciudad que me separaba hasta las murallas con la capucha de mi traje echada
sobre mi frente, sin mirar a los lados, intentando no oír nada, no entender
cuanto se decía por las calles y las avenidas y se gritaba en la plaza del
mercado en donde se alzaba el tenderete oficial y alguien pregonaba las excelencias
de la mercancía que pretendía vender.
Crucé el pórtico del
Este y avancé abriéndome paso entre la gente que se apresuraba a entrar en la
ciudad de Hongara antes de que sonara el toque de queda.
Galopé durante un rato
por el sendero de tierra todavía húmeda por la última lluvia. Sólo me detuve
cuando alcancé las lomas y allí me volví y contemplé las orgullosas murallas y
la urbe que se extendía delante de mí.
A la derecha, en la
llanura, se alzaban las naves y observé que una bajaba del cielo rugiendo y se
posaba mansamente.
Luego elevé la mirada y
estuve admirando el color sangre del satélite.
Habían pasado cinco años
desde que yo estuviera en la Luna Roja y mi vida durante este tiempo había sido
tan densa y llena de acontecimientos que me parecía increíble que ahora pudiera
analizarla desde la libertad que algunas veces pensé perdida para siempre.
Dejé de recordar.
Hice que mi lagarto
continuara adelante y proseguí mi camino pensando en la persona que yo confiaba
estuviera esperándome.
Al sol le faltaba muy
poco para desaparecer tras las montañas cuando alcancé el lugar donde el camino
se abría, uno apuntaba al Este y el otro se desviaba hacia el Sureste. Había
unos árboles más allá de la bifurcación y debajo de ellos dormitaba un hermoso
uyak, una bestia grande y poderosa ricamente enjaezada. A su lado, sentado
sobre una roca y mordisqueando una brizna de hierba, me aguardaba un hombre de
porte noble. Nada más verme aparecer se levantó y agitó una mano.
El general Lujan, ex
general en realidad, me sonrió y caminó a mi encuentro. Apenas yo salté de mi
montura, me recibió en sus brazos.
—No estás mal del todo,
muchacho —rió Lujan. Me separó de él y me estudió—. Unos días al aire libre
harán que desaparezca esa palidez de tu rostro. Te conviene buena comida y
mucho ejercicio.
Asentí con la cabeza.
Habían pasado tres años desde la última vez que nos vimos, cuando yo acudía a
su granja para conocer al pequeño. Le pregunté por él y por Alehja.
—No cambiarás —dijo él—.
Es una niña. ¿Es que no te lo dijimos?
—He debido olvidarlo —dije—.
No estuve muchos días con vosotros, ¿verdad?
Lujan dejó de sonreírme.
—Si te hubieras quedado
más tiempo no te habrías metido en líos. ¿Sabes? A veces sentí deseos de ir a
la ciudad para verte.
— ¿Estás loco? Tal vez
era lo que Vankro estaba deseando. En algunas ocasiones pensaba en mi celda que
él me retenía para que tú infringieras su orden.
—Es posible. Ahora somos
dos los desterrados, amigo mío.
Conduje mi uyak al de Lujan y lo dejé descansar.
— ¿Qué tal están las
cosas en Ciudad Hongara? — me preguntó.
—Seguro que tú sabes más
que yo —sonreí—. Tus espías te han debido mantener al corriente de todo. En
realidad sólo permanecí una hora escasa una vez me encontré fuera de la cárcel,
el tiempo justo para comprar algo con el dinero que tú le diste al hijo de
Tamis.
No quise preguntar por
la cantidad exacta para no saber a cuánto ascendía la comisión tomada por el
carcelero y su hijo.
—Gracias por el dinero —añadí—.
Te lo devolveré algún día.
—Olvida eso.
—De todas maneras no era
necesario que vinieras a buscarme. Conozco el camino hasta tu casa. ¿Seguro que
no te importará tenerme como huésped durante algún tiempo?
—No digas tonterías.
Deseo que te quedes todo el tiempo posible, hasta que las cosas se arreglen.
Le miré fijamente.
— ¿Qué dice Alehja de
todo esto?
—Al principio se sintió
muy afectada, pero la llegada de nuestra hija hizo que ella se olvidara de las
cosas desagradables. Por supuesto, la noticia de tu encarcelación nos causó
mucha tristeza.
Lujan acarició el cuello
de su lagarto y estudió mi montura.
—No es muy bueno tu uyak; algo viejo.
Suspiré.
—Jamás entendí de
bestias. ¿No crees que debemos ponernos en marcha? Pronto se hará de noche.
—Más adelante hay una
posada. Comeremos allí y pasaremos la noche cómodamente —Lujan miró al cielo—.
Las nubes ocultarán la luna y apenas habrá luz que nos guíe.
Aquella propuesta me
apenó. Pregunté a Lujan si Alehja no se alarmaría.
—No —me respondió—. Le
advertí que tal vez no regresara esta noche contigo.
—Eso quiere decir que no
estabas muy seguro de que me soltaran hoy. ¿Cuánto tiempo me habrías esperado?
Lujan subió a su lagarto
y me dijo, tras indicarme con un gesto que yo hiciera lo mismo:
—Tengo algunos
confidentes en palacio y me advirtieron de tu inminente libertad, pero también
me insinuaron que Vankro podía cambiar de opinión. Sus reacciones se han vuelto
imprevisibles.
—Lo sé —dije
acomodándome en la silla de mi uyak—.
La última vez que vi a Vankro fue en mi juicio. Asistió a él sin decir una sola
palabra y se marchó apenas el juez leyó mi condena. No pude leer en sus ojos si
le satisfacía o no. Lo cierto es, Lujan, que nuestro Señor ha envejecido mucho
estos años. Parece otro.
—Lo imagino. Tengo
entendido que las orgías y fiestas se suceden en palacio sin cesar. Pobre Isolda.
Pensar en Isolda me
entristecía profundamente. Por Tamis conocía que aquella bella muchacha, alegre
en otros tiempos, vivía en unas habitaciones de palacio sin ver a su marido
semanas enteras, sufriendo las humillaciones de éste, que no se preocupaba por
mantener ocultas sus muchas amantes.
Reanudamos el camino y
durante unos instantes ninguno de nosotros habló. Al cabo de varios minutos,
cuando avistamos a lo lejos las luces de una casa, dije:
—Cuando regresamos de la
Luna Roja abrigamos la esperanza de librar a Vankro de su dependencia a las
drogas, a cuya afición lo había iniciado Steinen —sacudí la cabeza—. Pero nos
equivocamos. Otros ciandalanos ocuparon el lugar de ese maldito, y de ellos el
peor es Mulgarsten.
—Muchas veces pienso que
Vankro no puede ser hijo de Varan... ni de Alehja —masculló Lujan. Tiró de las
bridas de su uyak, yo hice lo propio,
me miró y me preguntó con voz queda—: Te voy a confiar, Ramatre, que en ciertos
momentos me considero culpable de la degeneración de Vankro y, por ende, de la
situación de Hongara.
— ¿Por qué?
—Vamos, lo sabes. Alehja
y yo desafiamos a Vankro y nos casamos. Nuestra boda irritó demasiado a ese
jovencito y, más tarde, el nacimiento de nuestra hija Varania.
—No te atormentes.
Vankro perdió la sensatez mucho antes de que tú y Alehja decidierais casaros.
No quise añadir que
mucha gente sabía que ellos eran amantes antes de la boda y esta situación era
más tolerante para Vankro. Yo estaba enterado de su particular criterio y desde
entonces empecé a sospechar que algo no funcionaba bien dentro de la cabeza del
que fuera mi gran amigo hasta que la muerte de su padre le convirtió en Señor
de Hongara y los Tres Pueblos.
Las luces que habíamos
visto hacía un rato junto al camino eran de la posada. Cuando nos acercábamos a
ella descubrimos que había varias carretas y monturas a su alrededor. Aquello no
me complació. Hubiera preferido menos gente en el local.
Desmontamos y amarramos
nuestros lagartos cerca del corral donde mugían otras bestias. Les dimos
forraje y los liberamos de los arreos. Un muchacho acudió y Lujan le arrojó una
moneda con la recomendación de que cuidara con esmero los uyaks.
Antes de entrar en la
posada, Lujan me hizo entrega de un láser y una espada de ceremonia. Yo vi que
él llevaba la de empuñadura de oro, la que perteneció a Forjian.
Lujan se dio cuenta de
mi mirada, se echó a reír y dijo:
—Una vez recibí unos
emisarios de Vankro. Llegaron a mi granja proponiéndome que devolviera esta
espada porque la deseaba su amo, pero les respondí que la había ganado limpiamente
y su propiedad me la confirmó Varan.
Señalé tantas carretas y
monturas y comenté:
—La posada debe de estar
casi completa.
Entonces Lujan me indicó
un vagón grande.
—Veremos cierta
concurrencia nada agradable — gruñó.
Entró y le seguí,
pensando en sus palabras. Una vez dentro comprendí lo que había querido
decirme. El vagón de toldo rojo pertenecía al cuerpo de funcionarios de Vankro
recién creado tras las primeras llegadas de siervos a Hongara.
Desde la puerta me volví
y eché una mirada al interior del carretón. Debajo de su toldo escarlata se
movían sombras. Dos hombres armados hacían guardia paseando a su alrededor.
—Creo que hay unos doce
siervos —susurré a Lujan.
—Olvídalo —me recomendó.
Pero yo sabía que a él
le costaría ignorar lo que había en el vagón que lucía en sus costados el emblema
de Vankro. El salón de la posada estaba casi al completo y las camareras, todas
jóvenes siervas con collarines azules en sus esbeltas gargantas, se afanaban
por servir a la clientela. El bullicio era grande y escandalosas las risas. En
una mesa se jugaba a los dados y en otra un jovencito siervo se revolcaba totalmente
embriagado y era objeto de juegos brutales por varios soldados.
Los funcionarios comían
en silencio y me parecieron más tétricos que nunca. Sus túnicas negras cruzadas
por las correas azules tenían varias bolsas de cuero que adiviné llenas de monedas
de plata y oro. Parte de su guardia, conté hasta cinco hombres fuertemente armados,
bebían cerveza en el mostrador.
Encontramos una mesa
apartada y esperamos en silencio a que una camarera acudiera a atendernos.
Llegó una chica hasta nosotros tras superar el sendero formado por mesas y
sillas ocupadas. Tuvo que soportar las manos que la sobaban y las palabras
soeces. Si no había un solo cliente que se extralimitara con las camareras era,
según me explicó Lujan, porque el dueño de la posada tenía fama de saber
mantener el orden en su establecimiento.
— ¿Y el muchacho siervo?
—pregunté señalando el lamentable espectáculo que protagonizaba en medio de los
soldados.
—Debe ser propiedad de
ellos —me respondió—. Mira hacia el rincón, cerca de la chimenea. Allí hay un
grupo de ricos comerciantes que han debido quedarse aquí a pasar la noche
porque calcularon que no llegarían a tiempo a la ciudad y la encontrarían
cerrada hasta el alba.
— ¿Qué ocurre con ellos?
—Tienen las bolsas llenas,
han bebido mucho y miran significativamente a las siervas.
Lujan llamaba a aquellos
seres como yo, siervos, pero otras gentes lo hacían con marcado desprecio y les
decían esclavos, inferiores o, más comúnmente, simas o simos, una contracción
del calificativo que la Iglesia del Castigo les había dado: sinalmas.
Porque los pontífices de
esta congregación les negaba todo derecho, y su postura complació tanto a
Vankro que no tardó en darles toda clase de legitimidades.
Llamar siervos a las
criaturas que encontramos hibernadas en la Luna Roja era lo menos ofensivo, aunque
ellos, por su condición, nunca mostraron ninguna ofensa ante los demás
calificativos.
La criada se inclinó
ante nosotros y nos preguntó en su suave lenguaje lo que deseábamos. Yo la miré
y no dejé de hacerlo durante todo el tiempo que permaneció tomando nota de la
comida que Lujan deseaba nos trajera.
La chica, era una chica
para mí, era dulce y bonita. Sus pequeñas diferencias con una muchacha humana
no la afeaban lo más mínimo y en cambio le daban un singular atractivo. Su
pequeña nariz era graciosa y sensuales sus labios algo grandes. Tenía el
cabello largo y recogido en la nuca. La túnica que vestía, sucinta, mostraba su
hermoso cuerpo, sus pechos espléndidos. Me sentí turbado y desvié mis ojos de
ella, me encontré con los de Lujan y éste me interrogó cuando la camarera se
retiraba presurosa a cumplimentar nuestra orden:
— ¿Recuerdas lo que
pensamos de estas criaturas cuando las encontramos en el interior de la Luna
Roja?
Moví la cabeza.
—Sí, claro.
—Hablamos de usarlas
para liberarnos de trabajar la tierra y las factorías y dedicar nuestros esfuerzos
en estudiar los testimonios laninkos de la ciudad, los que encierra el satélite.
Pero...
Yo podía ver en la
posada la prueba de cómo se había deteriorado y deformado el proyecto inicial
que un poco alegremente concebimos apenas descubrimos los miles de cuerpos
hibernados en las bóvedas ocultas de la Luna.
Otra camarera nos trajo
dos jarras de cerveza para que saciáramos nuestra sed mientras aguardábamos la
comida. Bebimos y dije:
—Yo sentí entonces un
escalofrío, Lujan, como si presintiera que el hallazgo no podía traernos nada
bueno.
Lujan crispó las manos.
—Demonios, ¿quién podía
imaginarse aquel día que Vankro iba a convertir a los siervos en objetos de su
propiedad, en su negocio, y venderlos como esclavos, marcarlos en el cuello con
ese collar de metal azul que legaliza su propiedad?
Las naves de Hongara,
todas las que se sacaron del Norte, las mismas que muchos años antes
transportaron a los khrislos, servían ahora para ir a la Luna Roja y regresar
cargadas de siervos que eran puestos a la venta por los servidores de Vankro.
—Yo sólo pensaba —siguió
Lujan— en formar un ejército moderno y poderoso porque estoy convencido de que
en algún lugar del espacio una raza que nos busca para exterminarnos. Yo
quería, Ramatre, que los humanos no tuvieran que cultivar la tierra y los
jóvenes se fortalecieran y se educaran en las nuevas técnicas de guerra. ¿Y qué
se ha hecho durante estos cinco años? —Meneó la cabeza—. Nada. Vankro utilizó a
su madre, el muy bribón, y luego la desterró.
Decidí ocultar mi rostro
tras la jarra para que Lujan no advirtiera mi gesto de reproche. Yo le advertí
que no se fiara de Vankro, pero ni él ni Alehja quisieron creerme. Los dos preferían
pensar que la crisis había pasado y el joven Señor de Hongara volvía a ser el
mismo que conocimos antes de asumir el poder de la ciudad.
Vankro se tragó su
cólera y dejó que su madre, durante unos meses, desentrañara más misterios
laninkos para él y sus científicos mandados por Tahorlya, el viejo bribón, y le
enseñara cómo sacar las naves del Norte Tenebroso y a programarlas para ir
hasta el satélite.
Cuando Vankro obtuvo
todos los conocimientos que deseaba poseer, ordenó que Alehja no entrara en el
sótano del Palacio de Mármol Rojo, y más tarde, al ser notificado por ella de
su deseo de desposarse con Lujan, sufrió un ataque de rabia y expulsó a ambos
de la ciudad, desterrándolos, decretando que sus nombres nunca fueran
pronunciados por nadie bajo pena de severos castigos.
—Era una locura, Lujan —dije.
— ¿Una locura?
—Sí, sí. Debimos dejar a
los siervos en la Luna, no sacar a ninguno de su estado de hibernación.
Lujan me miró con ojos
entornados.
—Las fuentes de energía
que los mantenían con vida podían pararse algún día y morir todos —dijo.
Respondí:
—Lo sé, pero lo mejor
hubiera sido esperar hasta tener más información respecto a ellos.
El antiguo general se
alzó de hombros.
—Eso mismo pensó Alehja,
pero Vankro la apremió para que trazara un plan de trabajo para despertarlos y
traerlos a Hongara.
La camarera nos sirvió
la comida en el momento justo en que uno de los ricos comerciantes, con
demasiado vino en su estómago, se dirigió al grupo de funcionarios y les pidió
a gritos que les vendieran a él y sus amigos varias siervas, añadiendo con voz
estentórea y entre risotadas:
—El maldito posadero no
quiere cedernos ninguna para esta noche y mis amigos y yo no queremos dormir
solos.
El dueño de la posada se
encaramó a un taburete, reclamó la atención de todos y explicó sonriente:
—Mis simas sólo se
acuestan conmigo. Mi posada no es un burdel. No deseo ofender a mis
distinguidos clientes, pero tomo mis precauciones.
— ¿Es que puedes con
todas? —dijo un soldado.
Se escucharon risas.
Pero el comerciante no se rió. Avanzó hasta donde estaba el posadero y levantó
la cabeza para mirarlo.
—Maldito rufián —escupió—.
¿Qué has pretendido decir?
El posadero le devolvió
la mirada, se encogió de hombros y replicó:
—Lo que todo el mundo ha
comprendido fácilmente. Quiero a mis preciosas simas y lo máximo que os permito
es que las sobéis un poco mientras os sirven.
—No has contestado a mi
pregunta —insistió el comerciante. Sus compañeros ya estaban levantándose para
ir hasta él y calmarle.
El dueño de la posada se
agachó y dijo muy cerca de la cara del borracho:
—Mi noble señor, te digo
que no deseo que tú contagies a una de mis muñecas y luego yo padezca la enfermedad
que pudieras sufrir.
— ¡Maldito...!
El comerciante empezó a
desenfundar su espada. De reojo vi que los soldados se olvidaban de su siervo y
se incorporaban. Pero el posadero estaba ducho en situaciones semejantes. No
perdió un solo instante su calma y lanzó un puñetazo al rostro del enfurecido
borracho. Lo tumbó de espaldas, se enderezó luego otra vez sobre el taburete y
soltó una carcajada.
—Ahora, vino para todos.
Vuestro anfitrión invita —dijo cuando se aseguró que el comerciante no le
causaría más molestias y sus compañeros de viaje se lo llevaban a descansar al
piso superior.
Empezamos a comer. Solté
un trozo de carne que me llevaba a la boca. De repente se me había quitado el
apetito.
—Hay burdeles de siervas
en la ciudad. Se comercia con ellas de muchas formas —dije de malhumor.
—No lo ignoro —dijo
Lujan.
—Ese posadero no está
muy enterado de lo que pasa. Las enfermedades venéreas están causando estragos
y nadie se atreve a decir que son a causa de las mujeres siervas. Aunque él
tome sus precauciones, corre el peligro de enfermar.
Lujan hizo un gesto para
señalar la mesa donde los soldados parecía haberse cansado de distraerse con el
muchacho siervo y ahora se jugaban a los dados quién de ellos se iba a quedar
con él.
—Lo verdaderamente
cierto es que son los homosexuales los que corren más riesgos.
— ¿Cómo lo sabes?
—Alehja ha llegado a esa
conclusión.
— ¿Qué está haciendo
ella?
—Estudia. Aunque la
granja nos da mucho trabajo, Alehja dedica todas las horas que puede a sus
investigaciones. Ah, si hubiera podido seguir escrutando los computadores del
sótano ahora no estaríamos tan a oscuras, tan ignorantes de todo.
Apenas terminamos de
comer buscamos al posadero y le pedimos una habitación.
Aquel hombre nos observó
y dijo sonriendo a Lujan:
—Tengo para ti y tu
compañero la mejor de mi humilde casa, general.
— ¿Me conoces? —preguntó
Lujan.
—Claro que sí, general.
Hace muchos años serví a tus órdenes. Luché a tu lado en las llanuras de Gor
protegiendo la retirada de los supervivientes ciandalanos.
—No me llames general;
ya no lo soy.
El posadero tomó unas
llaves y nos indicó la escalera.
—Para mí siempre serás
mi general. Añoro mis tiempos de guerrero. Entonces los hombres éramos diferentes.
Los de ahora —me miró como disculpándose—, no te ofendas conmigo, son demasiado
blandos.
—Me cuesta verte como
posadero si fuiste uno de mis soldados.
—Uno tiene que vivir,
señor. Nunca me gustó la ciudad y levanté esta casa a medio camino de la urbe y
los grandes campos de cultivo.
Llegamos al piso
superior y nos detuvimos delante de una puerta.
—General, sé dónde
vives. Conozco todo lo referente a ti y tu destierro. Quiero que sepas que si
algún día necesitaras a un hombre fiel a tu lado no dudes en acudir a mí.
Lujan asintió. Esperó a
que el posadero abriera la puerta para decir:
—Tu nombre es Manghal,
ahora te recuerdo. Siempre fuiste un bravo. Quiero darte un consejo, Manghal.
Deja de dormir con las siervas. Búscate una mujer humana.
Manghal nos sonrió pícaramente.
—Tengo dos esposas
humanas y me basto con ellas, señor. Hago creer a todos que mis criadas son mis
concubinas porque me temen y así las dejan en paz.
—Eres sensato —comenté
sorprendido.
—Oh, no —rió Manghal—. Mis esposas me despellejarían.
A la mañana siguiente, el posadero nos despidió en la puerta.
Se acercó a Lujan y le
dijo:
—Esa espada que una vez
ganaste en buena lid luchando contra Forjian, para que tu Señor Varan no se
manchara sus manos con esa sangre corrompida de su rival, es la prueba de que
tú estás destinado a redimir Hongara, general.
—No quiero luchar,
Manghal —respondió Lujan moviendo la cabeza—. Deseo que este mundo viva en paz.
—Será difícil mientras
Vankro se apoye en los antiguos rivales de su padre, en los ciandalanos, y
rechace la amistad de sus verdaderos amigos.
Comprendí que Lujan no
tenía ganas de hablar con el posadero de los problemas que, sin duda, le
atormentaban. Nos despedimos de Manghal y nos alejamos de la posada. Afuera
todavía estaba la gran carreta y seguía vigilada por los dos guardias. Pasé
cerca de ella y creía escuchar las respiraciones de las criaturas encerradas
dentro.
Yo era uno de los pocos
que conocían la pequeña historia de la espada de oro. Lujan se la arrebató a
Forjian antes de matarlo y más tarde se la regaló a Varan para que todo el
mundo pensara que él fue quien ensartó al Señor de Cianlan como castigo a su
traición y su intento de aniquilar a miles de fugitivos impidiéndoles la entrada
en la ciudad cuando las hordas khrislas estaban cercanas.
Recordé con nostalgia
cuando Vankro mantenía relaciones con Isolda y la sombra del padre de ésta se
interponía entre ambos.
Eran los buenos y
alegres tiempos en que yo vivía despreocupadamente. Cuando se supo que el
verdadero padre de Isolda era Forjian y no el mercader Granfor, se le reveló
que el ejecutor de Forjian eran Lujan y no Varan.
Al morir Varan la espada
de oro volvió a Lujan por deseo expreso de Alehja. Yo siempre estuve seguro de
que ella entonces no amaba a Lujan. Su relación íntima con el general empezó
más tarde.
De todas maneras yo no
veía un símbolo en aquella hoja de acero con empuñadura de oro, como lo creía
el posadero. Para mí era una fuente de rencores y sólo servía para mantener
abiertas las viejas heridas. Vankro la deseaba porque pensaba que le
pertenecía. Era curioso lo que ocurría. Vankro se había rodeado de nobles
ciandalanos, mientras que su esposa, hija natural de Forjian de Cianlan, se
refugiaba entre las escasas personas de origen zhenlandano que aún permanecían
en el palacio.
Mientras cabalgaba en
silencio al lado de Lujan no dejaba de preguntarme en qué iba a quedar todo. La
vida en Hongara, a mi criterio, se había complicado demasiado. A costa de los
nuevos esclavos, a los que molían a palos para que trabajaran de sol a sol,
sobraban los alimentos. Tampoco teníamos problemas con el suministro de metales
porque el satélite proporcionaba todo el que se necesitaba. Con la plata y el oro
obtenido de las máquinas en desuso, se obtenían monedas y ya nadie se acordaba
de las que antes teníamos de cerámica en los tiempos de penuria.
— ¿Cuándo llegaremos a
la granja? —pregunté.
—Dentro de un par de
horas.
—No conozco este
camino...
—He elegido un atajo.
Una vez, cuando
avanzábamos por un trecho que discurría paralelo al camino, vimos una caravana
que se dirigía al interior. Procedía de la ciudad e iba cargada de simos. Lujan me explicó:
—Más allá de mi granja
se extienden enormes llanos donde crece un trigo magnífico. Creo que es una
propiedad de Mulgarsten. Esos seres van allí a trabajar. El consejero se hará
rico muy pronto.
Antes de que me
arrestaran se estimaba que la población de siervos en Hongara equivalía a una
cuarta parte de la humana. ¿Cuántos serían ahora? Nadie sabía con certeza los
que quedaban en las bóvedas subterráneas de la Luna Roja, y si se conocía se
trataba de algo que Vankro mantenía en secreto.
Casi dos horas más tarde
subimos a un monte y desde allí avistamos la granja. Era un lugar delicioso. Ocupaba
el centro de un valle que era dividido por un río. En ambos márgenes la vegetación
era frondosa y alrededor de la casa estaban los sembrados.
—Has mejorado todo esto
desde la última vez que estuve, Lujan —dije.
—Sí, no está mal. Me
gusta, Ramatre. Aquí sería totalmente feliz si no me pesara esa orden de Vankro
de impedirme visitar la ciudad cuando se me antojara.
—De todas maneras cuidar
la granja debe suponer un duro trabajo.
—Bueno, contamos con
alguna ayuda.
— ¿Ayuda? Creí que
después de acabar la casa te abandonaron los hombres que trabajaban para ti. Me
enteré por Tamis. Al parecer, se fueron obligados por Vankro.
—Pronto lo entenderás —me
respondió un tanto enigmáticamente.
Descendimos de la colina
y entramos en el sendero. Una figura apareció debajo del pórtico y supe
enseguida que era Alehja. A su lado había una niña de cabellos tan rubios como
los de su madre. Me alegraba que la pequeña no hubiera heredado la negra
pelambrera de su padre. Yo dejé aquel lugar cuando Varania aún no caminaba.
Alehja acudió a nuestro
encuentro y yo descabalgué y besé su mano, pero ella me abrazó y rozó sus
labios muy cerca de los míos. Sentí la humedad de sus lágrimas y me emocioné.
La niña me pareció
encantadora. La levanté del suelo y puse su cara delante de la mía y recibí su
sonrisa.
—Hola. Me llamo Ramatre
y voy a componer una canción para ti.
Ella señaló el laúd que
colgaba de mi espalda.
— ¿Sabes tocarlo?
—Muchos dicen que no —reí.
Se la entregué a su
madre, quien dijo:
—Estaréis hambrientos.
Os tengo preparada algo de comida.
Nos señaló la mesa que
había en un extremo del pórtico. Allí se estaba bien y nos acomodamos. La niña
se encaprichó con mi laúd y se lo llevó a un rincón donde se entretuvo pulsando
las cuerdas.
Alehja nos sirvió café.
—Si se lo dejas vas a
quedarte sin él —dijo.
—No sería el primero que
pierdo —respondí.
Inmediatamente vino a mi
memoria aquel otro laúd que destrocé para sacar de su interior el arma de Varan
y disparar contra aquellos enemigos nuestros de entonces.
Meneé la cabeza. A
medida que pasaban los años, pensaba amargamente, los recuerdos me fustigaban
con mayor dureza.
Escuché pasos
procedentes del interior de la casa y me quedé helado cuando vi aparecer una
sierva llevando una bandeja con pan recién hecho y una fuente de miel.
No supe ni quise
disimular mi contrariedad y miré a Alehja y a Lujan. Ellos no se inmutaron, y
el hombre, cuando la chica se hubo retirado después de saludarnos con una leve
inclinación de cabeza, me dijo:
—Tal vez debí haberte
advertido, Ramatre.
Solté la taza y mis
nervios hicieron que parte del café se derramara.
—Ahora comprendo por qué
todo está tan bien cuidado. ¿Cuántos siervos poseéis?
—Ocho. Cinco varones y
tres mujeres. La que has visto es la más joven y se llama Sanra —dijo Alehja.
—Vaya —sonreí con
sarcasmo—. Sois buenos amos. La mayoría no se molestan en ponerles nombres.
—No saques conclusiones
precipitadas —dijo Lujan.
Miré a Alehja.
Murmuré:
—En estos momentos
recuerdo que tú fuiste la primera en sugerir que nosotros podíamos sacar
partido a las criaturas cuando las vimos en los subterráneos de la Luna,
Alehja. Esto no debería sorprenderme.
—Espera —dijo Alehja—.
Más tarde presenté una memoria destinada al Consejo para que se admitiera mi
proyecto de acabar con la hibernación de todos ellos, pero no para convertirlos
en nuestros esclavos y lucrarnos a su costa, sino para que convivieran con
nosotros en un nivel, incluso superior, al que tuvieron cuando fueron los
criados de los laninkos.
—Ese informe no cayó en
mis manos—gruñí—. Lo siento, Alehja, pero la presencia en vuestra casa de...
No seguí. Al volverme
había visto a dos siervos caminar por el sembrado más cercano. Llevaban
herramientas al hombro y hablaban entre ellos. No parecían tristes y me sentí
desconcertado.
—Vamos, Ramatre —sonrió
Lujan—. ¿Es que no lo comprendes? ¿De dónde íbamos a sacar el dinero que
cuestan? Los funcionarios de Vankro piden más de mil áureos por cualquier
siervo.
— ¿No los habéis
comprado?
—Está claro que no—Alehja
llamó a Sanra y cuando la sierva acudió ella le pidió que se acercara a mí—. Mírale
el collar, Ramatre.
El collar de metal azul
en un siervo era la señal de que estaba legalizado y en él se grababa el nombre
de su amo. Leí el de Lujan junto al escudo de Hongara.
—Es falso —dijo Lujan al
comprender que yo seguía sin entender nada—. Son collares que me fabricó un
herrero de confianza. También tenemos los papeles, igualmente falsificados.
Confesé que mis escasos
conocimientos al respecto me incapacitaban para darme cuenta de si el collar
era auténtico o no. Alehja dijo a Sanra que podía retirarse y la chica me miró
fijamente antes de volver al interior de la casa.
— ¿Cómo están aquí? —pregunté.
—Una carreta cargada de
ellos y conducida por un borracho se despeñó no muy lejos de aquí —dijo Lujan—.
Yo saqué con vida a ocho y Alehja los cuidó. Iban destinados a los campos de
Mulgarsten. Para que nadie pudiera reclamarlos mandé que me forjaran ocho collares
y un artista de la ciudad, por encargo mío, me proporcionó los títulos de propiedad.
—Claro que una
investigación a fondo lo descubriría todo, pero no tememos que ocurra así porque
lo raro hoy en día es que alguien no tenga algún que otro siervo en su casa —dijo
Alehja.
Volví a observar a los
seres que estaban en los sembrados.
—Parecen felices —admití—.
La chica no tenía en sus ojos el miedo que suelen llevar cuantos siervos he
visto en la ciudad.
—Son felices a su modo,
Ramatre —sonrió Lujan—. Además de haberlos librado de unos trabajos agotadores,
su presencia aquí nos sirve de mucho.
—Supongo que no te
referirás a que os ayudan — insinué.
—No, desde luego —dijo
Alehja—. Has comprendido que yo los estudio, ¿verdad? Ramatre, durante el
tiempo que llevan aquí he conseguido aprender de los simos más que ningún otro humano.
Tomé de nuevo la taza y
no me molestó que el café estuviera algo frío. Me sentía muy bien. Sonreí
cuando dije:
—Será interesante oírte, querida Alehja.
Al atardecer, Sanra consiguió apartar de mi lado a Varania y se la llevó a dormir un rato la siesta. La comida había sido buena y yo me encontraba con algo de sueño, pero mi curiosidad por escuchar a Alehja era tanta que una simple tacita de café me despertó; creo que mi mente ayudó a la infusión, no fue todo gracias a la tópica propiedad que le era achacada.
Lujan se disculpó de
nosotros. Dijo que debía revisar unas cercas y luego ayudar a dos de sus
ayudantes —en la granja nunca le oí referirse a ellos como siervos o criados— a
reparar unas empalizadas.
—Alehja tiene mucho que
contarte —sonrió antes de marcharse—. No conozco las preguntas que tú le harás,
Ramatre, pero puedo imaginármelas y sé cuáles serán sus respuestas. Hasta luego.
La mujer se incorporó y
me condujo por el interior de la casa hasta una habitación pequeña. Estaba
repleta de estanterías casi llenas de libros y legajos de papeles. Había una
mesa con varias máquinas que al principio no reconocí.
Le pregunté por ellas y
Alehja me explicó que eran un pequeño ordenador, un banco de datos y varios
analizadores bioquímicos. Nos sentamos, ella al otro lado de la mesa. Apoyó los
codos y su barbilla sobre los dedos cruzados. Entonces me miró sonriente.
— ¿Por dónde empezamos? —preguntó.
—Hablemos de los sin
almas —Mis palabras debieron sonar como un insulto allí, pero las había pronunciado
a propósito.
Alehja no se inmutó. Me
conocía lo suficiente para saber cuándo yo quería decir una grosería con todas
sus consecuencias, y en esta ocasión ella sabía muy bien que ésa no era mi
intención. Yo sólo pretendía darle a entender que, precisamente por llamarlos
así, estaba en total desacuerdo con la absurda teoría de la Iglesia del Castigo
que negaba el alma a las criaturas descubiertas en la Luna Roja.
—Aunque son el producto
de una clonación masiva a partir de una mutación lograda en algún laboratorio,
no hay duda de que piensan por sí mismos y poseen cierto grado de inteligencia.
Tienen alma, Ramatre.
Asentí. Miré por encima
de los hombros de la mujer. Detrás de ella había una ventana y vi a una sierva,
muy parecida a Sanra, llevando un canasto de ropas recién lavadas.
Por un momento creí que
tarareaba una de las canciones que momentos antes canté para satisfacer a Varania.
—Nunca dudé que
carecieran de alma, Alehja. Sigue.
—Son estériles. No sé si
se trata de algo congénito o fueron hechos así.
—Pero todos no son iguales...
—Debieron de ser muchos
los modelos, las variantes de donde se empezó la clonación. Sin embargo tengo a
dos chicas casi exactas.
—He visto pasar a una
que se parece a Sanra como una gota de agua a otra, pero sé que no es ella
porque tiene un peinado diferente y viste otro traje —sonreí—. Lo del traje es
una tontería, pero no creo que anden cambiándose cada pocas horas.
—Es Rasan, Sanra al
revés. Supongo que no estuve muy afortunada eligiendo nombres el día que decidí
ponerles uno.
— ¿Qué hay de cierto en
esos rumores que corren? Manghal el posadero sabe que las mujeres simas pueden
provocar enfermedades venéreas.
—Yo diría que son
rumores con mucho fundamento. En Hongara no teníamos esas enfermedades. Están empezando
a aparecer desde que muchos utilizan a las simas para sus placeres. Al principio
eran benignas y los médicos podían atajar el mal, pero los virus están cambiando
y cada vez son más difíciles de vencer.
—Pienso que es una
suerte que las simas sean estériles. En caso contrario este planeta estaría
ahora lleno de mestizos.
Alehja me miró y
comprendí que mi comentario no había sido muy afortunado. A ella no se lo pareció.
De todas formas yo tenía mi manera de pensar y no me complacía una mezcla de
razas bastante distintas. Respetaba a los desgraciados simos, sí, pero no aprobaba las relaciones sexuales mixtas, ni con
la garantía de que de éstas no surgiera descendencia. Nunca tuve el deseo de
acostarme con una sima a pesar de que no me faltaron ocasiones y las consideraba
muy atractivas. Todas eran jóvenes y poseían el irresistible encanto de lo
exótico.
—Sé de humanos que han
contraído algún tipo de enfermedad a causa de sus contactos íntimos con muchachos
simos —dijo Alehja.
Alcé una ceja y me
pregunté si había querido insinuarme algo. Pero no me di por aludido y confié
en que a Alehja se le pasara aquel conato de rabia hacia mí por haber
manifestado sinceramente mi parecer al respecto de la unión entre simos y humanos.
Nadie podía acusarme de
ser homosexual nato, pero algunos, tal vez los que no disfrutaban con mis canciones,
me calumniaban diciendo de mí que me daba igual acostarme con un hombre o una mujer.
—En la mayoría de los
casos los médicos han sabido sofocar el mal —le recordé.
—Pero evoluciona. Es
como un sistema de autodefensa que poseen, una resistencia natural en ellos.
—Resulta curioso esto
cuando ningún simo se resiste a irse
con un humano o una humana. Son complacientes, demasiado diría yo.
—Están hechos para
obedecer siempre. Sus mentes, condicionadas, sólo se rebelan contra su propia
destrucción. No llegan hasta el extremo, afortunadamente, de quitarse la vida
si su amo se lo pide.
Se inclinó sobre la
mesa.
— ¿Para qué fueron
creados, Alehja? ¿Por qué estaban hibernados en el satélite? ¿Por qué no se los
llevaron los laninkos cuando se marcharon de este planeta al producirse el
cambio climatológico?
Ella movió la cabeza con
desesperación.
—A todas estas preguntas
hubiera podido contestar sin ninguna duda si no me hubieran echado de la
ciudad. Ramatre, yo hubiera desentrañado todos los secretos que aún quedan en
el sótano del palacio de Mármol Rojo.
—Estoy seguro de ello.
Pero los laninkos crearon robots para que mantuvieran limpia la ciudad. ¿Qué
necesidad tenían de producir una extraña raza? ¿No es una aberración? ¿De dónde
tomaron el modelo? ¿De ellos mismos o de otros seres que importaron de algún
modo? ¿Y por qué?
Alehja soltó una
carcajada cargada de tristeza.
—Ninguna de tus
preguntas tiene desperdicio. Sí, es cierto que hay algo extraño en el hecho de
que tuvieran magníficos robots para que les hicieran los trabajos duros al
mismo tiempo que los delicados, que cuidaran de la ciudad y de los campos. Entonces,
¿por qué los simos? ¿Los laninkos los
pusieron en la Luna Roja porque iban a marcharse y no quisieron cargar con
ellos, o ya estaban allí, como trastos inservibles, cuando tuvieron que
emigrar? Otro interrogante, Ramatre: ¿Se fueron los laninkos sólo por el cambio
del clima que sabían iba a trastocar este mundo durante varios siglos?
Su última pregunta me
sobresaltó:
—Eh, espera. Tú misma me
contaste una vez qué era lo que decía la grabación que escuchaste el día que encontraste
el sótano, exactamente que ellos se largaron al predecir el cambio del clima.
—Sí, es cierto. Ese
mensaje quedó grabado en varios idiomas, siendo el laninko el principal, pero
también en el nuestro, aunque algo diferenciado del que hablamos actualmente.
¿Qué te hace pensar esto?
Arrugué el ceño.
—Creo que te lo dije
hace tiempo, una noche en la que hablamos de eso. Pensé, y sigo pensando, que
nuestro origen estuvo relacionado con los laninkos o una rama de éstos que hace
tiempo debió vivir en algún lugar de la galaxia, quizá de donde salieron
nuestros antepasados impulsados por un motivo desconocido aún para nosotros.
—Ahora hago una pregunta
por la que daría mucho si alguien pudiera contestármela. ¿Qué representa la
fortificación de la Luna Roja? ¿La recubrieron los laninkos de metal y la
artillaron como una fortaleza inexpugnable? ¿De quién o de quiénes querían
defenderse? Sólo tuve tiempo de averiguar que las instalaciones defensivas ya
eran viejas cuando se produjo la emigración laninka.
— ¿Y la batalla que
sostuvo? Alehja, ese gran cráter existente en su cara oculta...
—Tal vez la Luna estaba
más lejos del planeta cuando se produjo la gran explosión y su fuerza desplazó
su órbita, acercándola más a Hongara.
—Pudiera ser. Ante toda
esta serie de preguntas que sólo podemos contestar con hipótesis, ¿qué teoría
obtienes?
—Me inclino a pensar que
los laninkos llegaron a este planeta, como lo hicimos mucho después, buscando
la paz, quizá huyendo de algo. Se establecieron en una ciudad que levantaron
sin apenas hierro, valiéndose del mármol y la piedra, del vidrio y la cerámica,
algo muy hermoso que ahora nosotros estamos deteriorando. Ellos debieron ver la
Luna Roja tal como está ahora, con restos de una tremenda batalla que debió
sostener...
— ¿Y los signos laninkos
que están en ella?
—Fueron puestos más
tarde, cuando la visitaron y comprobaron que sus defensas seguían funcionando.
Sonreí. Me sentía
contento de poder señalar a Alehja que su teoría tenía un fallo.
—Esas defensas actúan
únicamente contra naves no laninka. Recuerda que cuando se acercó la de ese ser
enorme, llamado Hiyagala o procedente de Hiyagala, se activaron y le alcanzaron.
Vi la sombra de tristeza
en ella al recordarle el suceso en que su esposo, mi Señor Varan, encontró la
muerte, precisamente en el interior de la nave del alienígena, cuando luchaba
contra los conspiradores ciandalanos.
Pero ella sabía
sobreponerse, me sonrió condescendiente y dijo:
—Sí, sé que vas a
decirme que cuando nosotros viajamos en el navío laninko al satélite las
baterías se mantuvieron quietas porque nos identificaron como amigos.
—Exacto. Esto nos lleva
a la conclusión de que fueron los laninkos quienes montaron las defensas y
grabaron en sus sistemas automáticos de disparo la orden de no agredir a sus naves.
—No, Ramatre. Yo creo
que los laninkos sufrieron algunas bajas cuando se acercaron a la Luna, pero
supieron llegar hasta ella dando un gran rodeo y aproximándose por la vertical
del cráter. Entonces modificaron sus objetivos. Eso les interesaba, les
convenía.
Le pregunté:
—Dime, ¿por qué las
baterías no destruyeron la gran nave de nuestros antepasados cuando pasaron
cerca de la Luna para bajar a Hongara?
— ¿Quién nos dice que no
recibió impactos? Desgraciadamente, nuestros ascendientes no dejaron testimonios
de sus primeros momentos en Hongara, y el arca de acero que los transportó fue
desmantelada enseguida en parte para usar su metal.
Sentí admiración por Alehja,
por su lógica.
—Es verdad —dije—.
Siempre pensamos que desguazaron la gran nave porque se les agotó la energía
que la movió en el espacio, pero ahora debemos pensar que lo hicieron porque descendió
gravemente dañada y les era imposible repararla.
—Yo la vi por primera
vez cuando huíamos de los khrislos hacia la ciudad. Quedaba tan poco de su
fuselaje que era imposible saber si alguna vez mostró impactos en él.
—Está bien. ¿Qué más?
—Ahora entramos en el
misterio de la presencia de los simos
en la Luna Roja y su origen. Sostengo que fueron un producto de los laninkos.
Tal vez ellos, amantes de la naturaleza, se sentían incómodos ante la presencia
de máquinas robotizadas de feo aspecto y tuvieron la necesidad de rodearse de
seres de hermosa apariencia; deseaban tener criados que no fueran de metal.
— ¿Por qué los
abandonaron?
—Quizá porque no cabían
en sus naves... —Alehja calló y sacudió la cabeza. Sus cabellos rubios se
agitaron—. No, no es así.
»Dejaron naves en
Hongara, parte de las cuales utilizó el guardián Inkoss para traer a los khrislos
— Alehja se encogió de hombros y me miró como queriendo disculparse por
desconocer aquel enigma—. Esto es lo que siempre me ha confundido, Ramatre. Si
los laninkos pudieron llevarse a sus criados, ¿por qué se molestaron en
construir grandes bóvedas en los subterráneos del satélite para dejarlos hibernados?
Se pasó una mano por la
frente. Yo comprendí que ella se desesperaba en ocasiones, irritada por no
poder seguir investigando en las fuentes que únicamente le podían dar la
respuesta. Y la explicación estaba en la sala de control en la ciudad o en la
Luna, sitios vedados a sus ojos a causa de la intransigencia y locura de su
hijo.
Le vi crispar los puños
y le oí decir con pesar:
—Si pudiera leer de
nuevo las inscripciones laninkas, todas ellas, que había en las bóvedas junto a
las cápsulas donde yacían los simos,
todo quedaría claro. Estoy segura de que en esos caracteres está la respuesta.
—Tahorlya es el jefe del
equipo de investigación. Tal vez ha descubierto algo en estos años que lleva
trabajando.
— ¿Ese viejo testarudo? —Alehja
soltó una risa de escepticismo—. Bah, no lo espero. Es de mente cerrada, y si
alguna vez sacara a la luz algo no se atrevería a revelarlo públicamente sin
que antes Vankro le diera su permiso.
— ¿Por qué?
—Está por medio el
negocio que le hace rico. Imagínate que una vez descubierto el enigma se le
viniera abajo la venta de los simos,
que todo el mundo compra para su placer o para tener mano de obra gratuita en
los campos o las fábricas.
—Comprendo. Tú piensas
que en las inscripciones laninkas puede haber una advertencia respecto al peligro
que supondría unas relaciones sexuales entre los simos y los humanos, ¿no?
— ¿Por qué no? Eso o
algo semejante.
Observé:
—De todas maneras los
médicos están muy confiados en encontrar las medicinas adecuadas para atajar
eso que dicen no es más que un mal pasajero.
Alehja hizo un gesto de
fastidio.
—Dudo que digan la
verdad. Ante los rumores que circulan, que muchos aceptan y por eso recelan de
los simos, como Manghal por ejemplo,
a Vankro le conviene que se disipen los temores porque en caso contrario sus
beneficios se vendrían abajo.
—Estoy seguro de que tú,
aunque fuiste la primera en patrocinar la idea de despertar a los siervos, no
lo hubieras hecho sin estar antes bien segura de que no representaban ningún
riesgo para nuestra salud.
—Desde luego.
— ¿Qué piensas hacer?
— ¿Crees que me queda
otra alternativa que no sea esperar y seguir investigando con los pobres medios
con que cuento?
—Háblame más de los simos.
Ella iba a hacerlo
cuando escuché pasos a mis espaldas y me volví. Había entrado alguien. Al principio
pensé que era uno de los siervos, pero me llevé la sorpresa de ver a un hombre
parado junto a la puerta.
— ¿Qué quieres, Jando? —le
preguntó Alehja.
—Señora, Snara dice que
tu hija se ha despertado y te llama.
Jando era un humano.
Representaba unos cincuenta años aunque conservaba un porte algo juvenil, todo
su cabello densamente negro y poseía un rictus ausente en su rostro enjuto.
Cuando se retiró pregunté a Alehja:
— ¿Quién es? No me
habías dicho que tuvieras un humano como empleado.
Ella se levantó y dijo
riendo:
—Luego te contaré la historia de Jando. Llegó aquí pocos días después de tu marcha. Acompáñame a ver qué quiere mi hija.
En una conversación que sostuve con Lujan unos días después, quedé convencido de que él añoraba su vida anterior en la milicia. Me lo dio a entender cuando se refirió a los simos. Según su criterio, la colaboración de éstos hubiera permitido al poder apartar a muchos hombres de sus deberes en los campos y las industrias incipientes, dedicarse de pleno a construir un ejército moderno y una flota espacial poderosa.
Una fuerza de
protección.
En otra ocasión, Lujan
me mostró parte de sus proyectos y me dijo:
—Disponemos de casi cien
naves, contando con las que permanecen todavía en el Norte Tenebroso. No resultaría
muy difícil artillarlas con las baterías de la Luna Roja. En pocos meses
contaríamos con tripulaciones capacitadas para manejarlas, y en las bodegas
cabrían varios batallones de soldados altamente entrenados, una fuerza de
choque muy eficaz.
Soltó los papeles sobre
su mesa de trabajo y meneó la cabeza con desaliento.
—Comprendo —asentí—.
Sigues pensando que en cualquier momento podemos ver aparecer una amenaza
procedente del espacio, ¿verdad?
—Sí. ¿Qué sabemos de la
galaxia? Ignoramos cuál es nuestro origen y por qué se refugiaron aquí nuestros
antepasados. ¿De qué huían?
— ¿Tal vez por la misma
causa que una vez obligó a huir a los laninkos?
Lujan sonrió parcamente.
—Entiendo. Alehja ya te
ha contado todas sus maravillosas y fantásticas teorías. Yo no sé si los
misteriosos laninkos nacieron en Hongara o escapaban de algún peligro, pero
estoy convencido de que nuestros antepasados sí acabaron su periplo en este
planeta porque intentaban salvar sus vidas.
Le pregunté:
— ¿Crees que con unas
pocas naves toscamente armadas y varios miles de soldados seríamos capaces de
detener esa misteriosa amenaza?
—No lo sé, pero sería el
embrión de una fuerza que se transformaría en invencible dentro de unos años o
unos siglos. No olvides que llevamos más de doscientos años en este mundo.
—Sí, claro. Esa amenaza
podría no presentarse nunca o mañana mismo.
¿Quién nos asegura que
no estamos siendo vigilados o buscados en estos mismo instantes?
No podía quitarle la
razón. La nave salvavidas que descendió en los páramos hacía años me lo
impedía. Soporté la mirada retadora de Luis. ¿Cómo discutirle sus creencias si
yo fui quien vio el cuerpo monstruoso de aquel ser que pertenecía a la raza de
Hiyagala o venía de allí? El vocablo Hiyagala seguía siendo un misterio. Murió
antes de explicar el motivo de su presencia en Hongara, y lo poco que dijo
llegó confusamente a Varan, quien me lo contó antes de expirar. Luego, la nave
saltó por los aires, apenas yo pude salir de ella.
—Dices la verdad, Lujan —reconocí—.
Y es triste que mientras tanto estemos desperdiciando nuestros esfuerzos.
Lujan bajó la voz cuando
dijo:
—Vankro es el culpable
de todo.
Yo miré fuera de la
habitación. Alehja estaba cerca y su marido no quería que le oyera.
—Si esta situación se
mantiene pueden ocurrir cosas muy desagradables —añadió, elevando el tono de
sus palabras tras ver que su esposa se había retirado—. Los Tres Pueblos pueden
separarse de nuevo, estallar una guerra civil, que en las actuales
circunstancias significaría nuestra aniquilación; ahora no sería una sucesión
de batallitas con espadas y unos escasos láseres, sino que se emplearían los
medios conseguidos de destrucción. Ya no faltan las armas de gran poder de
exterminio, los rifles, las pistolas y toda la reserva de energía que queramos
para apretar el gatillo sin preocuparnos por nada.
Después de oírle
expresarse con tanta amargura yo me quedé en silencio sin saber qué
responderle, recordaba mis momentos románticos de agitador entre la juventud y
me ruborizaba. Mis intentos de despertar en cuantos me escuchaban un
sentimiento de responsabilidad me parecían ahora totalmente ridículos. La
situación actual de nuestra sociedad requería soluciones más drásticas... y
urgentes.
Hablé varias veces con
los simos de la granja, sobre todo
con Rasan y Sanra. En ocasiones me hacía un lío y no sabía cuál era una u otra.
Las dos chicas resultaron ser más comunicativas que sus demás compañeros. Los
hombres, a mi entender, eran los más reservados.
Los ocho simos fueron despertados dos años antes
y por esto conocían bastante nuestro lenguaje. Su idioma, según me explicó
Alehja, era el laninko, pero sólo sabían hablarlo, no escribirlo o leerlo.
Lo que más despertó mi
curiosidad era que entre ellos tampoco resultaban muy habladores, y cuando lo
hacían usaban el laninko. Yo sabía que otros simos no podían expresarse entre ellos si no era en el idioma de
los actuales dueños de Hongara, o corrían el riesgo de ser castigados por sus
amos. Pero en la granja no existía tal prohibición y a veces sor—prendía a los
varones cuchicheando en una jerga desconocida para mí.
Alehja era la única que
entendía algo el laninko. Al principio quiso aprenderlo y se cansó al cabo de
un tiempo porque ninguno de aquellos seres resultó ser un buen maestro. Además,
Alehja tenía muchas ocupaciones en la casa y la granja, y sus ratos libres los
dedicaba a investigar en su estudio.
La pequeña Varania era
la culpable de que en ocasiones transcurrieran días sin que Alehja se sentara
un momento a estudiar sus apuntes y datos. Era una revoltosa y sus pocos años
llenaban la casa de risas o llantos.
Una mañana encontré el
momento adecuado para intentar satisfacer mi curiosidad respecto a Jando. Me
crucé con él entre los naranjos. Recogía la fruta madura. Durante un rato le
observé. Hacía su trabajo escrupulosamente, seleccionando cada naranja antes de
arrancarla y echarla después al saco que llevaba colgado a la espalda.
—Buenos días, Jando —le
saludé.
Jando se volvió para
mirarme y me respondió con un asentimiento de cabeza.
El hombre, Alehja ya me
había puesto al corriente de sus manías, era parco en palabras. Hablaba menos
que un simo, decía en broma Lujan,
pero más que una piedra.
— ¿Te importa darme una
naranja? —pregunté—. Búscame alguna que esté bien repleta de jugo.
Jando arrancó una del
árbol más próximo y me la entregó.
—Gracias —dije empezando
a arrancarle la cáscara a la fruta—. Hace una mañana estupenda.
Me senté en el suelo y
le hice un gesto para que él lo hiciera también a mi lado.
Jando titubeó un poco
pero acabó sentándose junto a mí. Mientras yo comía los gajos él miraba al
frente, muy quieto. Era como si estuviera esperando a que yo le diera permiso
otra vez para que siguiera con su trabajo.
—Alehja y Lujan te
encontraron vagando por el bosque unos días después de que yo me marché,
¿verdad? —dije—. ¿De dónde venías? Oh, perdóname. Había olvidado que perdiste
la memoria a causa de algo que te ocurrió.
—Mi memoria... —musitó
Jando, y sus ojos se entrecerraron como si estuviera haciendo un esfuerzo por
recordar.
—Voy a contarte que una
vez yo conocía a un muchacho que creció lejos de la ciudad, sin más compañía
que sus padres, los cuales se apartaron de la gente huyendo de los khrislos. Tú
debiste verlos. Seguro que eras un muchacho cuando se abandonaron las viejas
ciudades.
— ¿Khrislos? —Jando negó
con la cabeza—. Nunca he visto un khrislo.
—Ese amigo del que te
hablo se llama Wokar y no sé de él desde hace tiempo, desde antes de que me
encerraran. Tu caso no puede ser como el suyo, seguro que no. Lo curioso es que
Alehja y Lujan no vieron en tu cabeza la herida de algún golpe que te hiciera
olvidar todo..., hasta el extremo de que no supieras hablar.
Mi tono amistoso y
desenfadado desapareció tras pronunciar las últimas palabras.
Jando, como si se
tratara de un simo recién sacado de
su estado de hibernación, no entendía nada de la lengua de Hongara cuando fue
curado por Alehja. Ella me dijo que sólo le encontró algo desnutrido y al
principio le costó mucho que aceptara la comida que le preparaba.
Jando se alimentaba
exclusivamente de frutas, verduras, huevos... Nada de carne. Nunca probó algo
que hubiera estado vivo alguna vez.
—Si supiéramos dónde
está tu familia... Jando, alguien puede estar buscándote. Quizá viva en la
ciudad; tu esposa, tus padres o tus hijos—Engullí el último gajo, lo mastiqué y
añadí—: Ninguno de nosotros puede acompañarte a buscarla, pero deberíamos pedir
a alguien que lo haga en nuestro lugar. Tal vez hable un día con Manghal el posadero.
Es un buen hombre.
Jando continuaba mirando
al frente y sin moverse. Yo empezaba a cansarme, pero mi curiosidad por saber
más de él era tanta que me rearmé de paciencia. Alehja ya me había advertido
que era inútil intentar averiguar el pasado de Jando. Decía que sólo el tiempo
podría hacerle recobrar la memoria. O algún suceso que fuera lo bastante fuerte
para derribar la barrera que bloqueaba su mente.
— ¿Has entendido lo que
te he dicho, Jando? — pregunté.
—Sí...
Lo extraño era que Jando
captaba el significado de todo cuando le decían, por muy larga y enrevesada que
fuera la frase. Y no se trataba de que dijera que sí por costumbre, sino que lo
entendía. Y, sin embargo, estaba probado que era incapaz de pronunciar más de
cinco o seis palabras seguidas.
Jando aprendió lo poco
que sabía en las primeras semanas de vivir en la granja. Luego su capacidad de
adquirir conocimientos se agotó.
—Trabajo... Quiero
recoger las frutas...
Parpadeé y le miré de
soslayo. Notaba que Jando se cansaba de estar sentado a mi lado.
—Espera, hombre. En este
lugar nadie tiene prisa.
Otro comportamiento
extraño de Jando era que nunca quería estar cerca de un simo. En aquel momento
se acercaban dos de los varones. Se dirigían a la casa. Iban cargados de cestas
de patatas y no nos miraron al pasar delante de nosotros. Pero yo vi que los
ojos de Jando se movieron para seguirlos.
Me encontraba a gusto
debajo de aquel árbol y me recosté. Aún faltaban dos horas para la comida y
pensé que me sentaría bien un pequeño sueño.
—De acuerdo —gruñí—.
Termina de recoger la fruta.
Antes de cerrar los ojos
vi que Jando se incorporaba y reanudaba su trabajo, seleccionando cada naranja
con parsimonia.
Me despreocupé de él
totalmente y me quedé dormido enseguida. Pero en lugar de hermosos sueños sufrí
una pesadilla y me encontré en los páramos del Norte, rodeado de géiseres que
bullían con estruendo ensordecedor.
Reviví confusamente mi
aventura en busca de la luz que una noche vi caer del cielo. De repente volvía
a sufrir la amargura de presenciar la muerte de Varan, su agonía dentro de la
extraña nave tocada mortalmente a su paso por la Luna Roja, y cerca de mí
sentía los últimos latidos de aquel extraño y enorme ser de...
— ¡Hiyagala!
El grito resonó en mi
interior, pero cuando abrí los ojos vi que Jando me había agarrado por los
hombros y me zarandeaba violentamente al tiempo que gritaba una y otra vez:
— ¡Hiyagala, Hiyagala!
Me hacía daño e intenté
liberarme de sus grandes manos, de sus dedos de hierro que se clavaban en mi
carne. Me asustaron sus ojos muy abiertos que se miraban inyectados de sangre.
Hice un esfuerzo y me
zafé de él, rodé por la hierba y me quedé a un par de metros de su cara
descompuesta.
— ¿Qué es Hiyagala? —pregunté.
Entonces él se levantó,
y al pasar por mi lado su bota me golpeó y me dejó aturdido.
Que Jando se había
vuelto loco fue lo que me dijo Alehja apenas me vio entrar en la casa. Me apoyé
en el marco de la puerta y ella me miró y se dio cuenta entonces de la sangre
que había corrido por mi frente y ahora estaba seca y mezclada con el polvo de
la tierra.
— ¿Te ha atacado? —preguntó
asustada. Me volvió la espalda y corrió en busca de un paño húmedo. Empezó a
limpiarme la frente.
—No exactamente —respondí—.
Déjalo. No es nada. ¿Dónde está?
—Persigue a Jando.
—Pregunto por Jando —Dejé
que me vendara y sentí sus manos nerviosas.
—Ese bastardo —jadeó
Alehja—. Casi derriba a Varania cuando corría. Luego le seguí y vi... Dioses,
¿qué le ha ocurrido? ¿Por qué los ha matado?
— ¿Quién ha matado a
quiénes?
Me miró con ojos
desencajados.
—Jando a dos simos. ¡Delante de mí, a golpes, con una
furia demoníaca!
No supe qué decir y ella
siguió:
—Y buscaba a los otros
cuando llegó Lujan y le gritó.
— ¿Qué hizo Jando?
¿Atacó a Lujan?
—Escapó. Lujan entró en
la casa en busca de su láser y ahora lo persigue.
Palidecí. No podía
calcular cuántos minutos había estado inconsciente a causa del golpe recibido
en la cabeza. Descubrí en el interior de la casa a los otros simos. Bueno, sólo a las chicas y a un
varón. Sus rostros estaban tan distantes como siempre y no demostraban ningún
miedo. Acaso un poco de sorpresa, nada más.
— ¿Y Varania?
—La encerré en su
cuarto.
—Entonces sígueme.
— ¿Para qué?
—Te necesito a mi lado,
Alehja, y ruega a los dioses, a todos, que lleguemos a tiempo. Indícame por
dónde se marchó Lujan.
Ella iba a protestar,
tal vez a decirme que no quería dejar sola a su hija ni a los simos. Me mostró una pistola y la
amartilló con firmeza. Yo sabía que Alehja era capaz de usarla y sabía hacerlo
muy bien.
—Guárdatela —dije—.
Pero, por favor, ven conmigo.
— ¿Por qué?
—Tú conoces mejor que
nadie a Jando.
—Creía conocerlo...
—Ahora es diferente. —Agarré
su mano y la saqué fuera de la casa. Dejó de resistirse y me siguió.
Quizá pensaba que yo
tenía mis motivos para actuar así. Corrimos por el campo, dejamos atrás las
tierras cultivadas y entramos en el bosque. Alehja me guiaba. Conocía el oficio
de rastreador. Había sido una gran amazona y una excelente cazadora. Ahora eran
las huellas de su esposo las que debía encontrar.
—Está cerca —dijo.
Y vimos detrás de los árboles un relámpago. Lujan había disparado
su láser. Nos apresuramos, yo embargado por el temor de que fuera tarde.
Hallamos a Lujan en un
claro. Miraba escrutadoramente unos arbustos. Nos oyó llegar y giró un poco la
cabeza.
— ¿Qué hacéis aquí?
¿Cómo te has atrevido a dejar sola la niña, Alehja?
—Escúchame, Lujan...
—Apártate —me respondió—.
Ese rufián se esconde ahí.
Vi que el anterior
disparo había dejado su señal, un agujero chamuscado entre el follaje.
—No le dispares.
— ¿Qué dices?
—Alehja —susurré—. Dile
en laninko que queremos hablar con él. Lujan no le disparará.
Los dos esposos me
miraron extrañados.
— ¿Es una epidemia de
locura? —exclamó Lujan—. Ese desagradecido, ese asesino, ha perdido la razón y
ha matado a dos simos... ¡En mi casa!
Ramatre, no le excusa su locura.
—Yo estaba con él cuando
ocurrió algo que le ha reavivado los recuerdos —jadeé, nervioso por cuanto
ocurría de forma tan precipitada—. Pronunció la palabra Hiyagala varias veces.
— ¿Y qué? Nos habrá
oído. Repite lo que oye.
— ¡No! Yo soñaba, tenía
una pesadilla en la que revivía lo que ocurrió aquel día dentro de la nave que
descendió en los páramos.
Alehja levantó un brazo
y apartó la mano de Lujan armada con el láser.
Luego se adelantó hasta
los matorrales y se detuvo a unos tres metros de ellos. La escuché pronunciar
unas palabras que no tenían sentido para mí.
Al cabo de un instante
surgió Jando. Anduvo con los brazos cruzados y la cabeza ladeada, los ojos
semicerrados. Ante su presencia, Lujan se movió para interponerse entre él y su
esposa.
—Tranquilo, Lujan—silabeé—.
No hará daño a nadie. Ahora parece más tranquilo. Deja que lea la mente de
Alehja, las nuestras.
— ¿Jando sabe lo que
pensamos? —preguntó Lujan.
—Espero que sí, incluso
en estado consciente. Lo hizo conmigo, pero tal vez pudo porque entonces yo soñaba.
Jando caminó hasta
Alehja y le tendió las manos. Observé que Lujan ponía tensos sus músculos y
temí lo peor. Pero no ocurrió nada y Alehja acabó rozando los dedos de Jando y
le sonrió.
—Pero ha matado a dos
seres que no tenían ninguna culpa —dijo Lujan—. Quizá no sea un asesino ante la
Ley de Vankro porque ha quitado la vida a dos siervos que carecen de alma, pero
para mí es un homicida y de alguna manera debería pagar.
Alehja sudaba. Mantenía
aferrada la mano derecha de Jando.
—Estoy intentando pensar
en cosas que deseo sean comprendidas por él... No sé si lo logro.
Me acerqué a ellos y
miré fijamente a los ojos de Jando.
— ¿Qué es Hiyagala? ¿Tú
eres de Hiyagala?
Jando soltó a Alehja y
nos estudió a todos. Echó la cabeza atrás, y casi mirando al cielo dijo:
—Hiyagala son los seres
libres, las criaturas que buscan la paz, un pensamiento, un ideal —apoyó el
mentón en el pecho—. Aquí hay Wrangull, muerte, oscuridad, destrucción.
A todos nos sorprendieron
sus palabras pronunciadas perfectamente en nuestra lengua, su fluidez.
Jando, como si de pronto
le fallaran las fuerzas, hincó las rodillas en el suelo y se sujetó a un arbusto
para no derrumbarse del todo. Nos inclinamos a su alrededor y ninguno se atrevió
a tocarle.
— ¿Entiendes lo que
pienso? —pregunté—. Dioses, estoy intentando hacerte comprender que deseamos
ayudarte. Tienes que explicarnos quién eres, de dónde vienes y tus motivos para
haber matado.
Jando alzó la cabeza y
rae asusté viendo el dolor que reflejaban sus pupilas. De alguna manera yo
sentía su sufrimiento.
—Yo buscaba a esa
criatura que tú calificaste de monstruosa, Ramatre; pero él era mi hermano, mi
íntima unión en el Hiyagala— Abrió la boca buscando aire—. Ahora recuerdo que
me aproximaba a este planeta cuando mi nave fue atacada a poca distancia del
satélite. No sé qué me ocurrió después, en mi existencia vivida vertiginosamente,
sumido en tinieblas hasta que tú me dejaste penetrar en tu mente y compartir
tus sueños —me miró fijamente—. Dentro de tu subconsciente fui testigo de la
muerte de mi hermano...
—No tiene ninguna herida
visible —dijo Lujan—. ¿Qué le ocurre?
—Su cerebro ha debido
sufrir algún tipo de daño —dijo Alehja—. Tal vez al recordar súbitamente quién
es.
— ¿Eso explica que
atacara a dos indefensos simos?
—Es lo que no entiendo.
¿Por qué precisamente a esos dos? Para alcanzarlos pasó delante de Sanra? Iba a
por ellos...
Jando se llevó una mano
a la garganta y fue incapaz de seguir manteniéndose medio incorporado. Lujan le
sujetó para que no se cayera.
— ¡Eran Wrangull!—gimió
señalando en dirección a la granja—. Y el otro lo será enseguida. Corred, id a
proteger a la niña...
Su cabeza cayó a un lado
pesadamente y Lujan lo soltó. Se quedó quieto sin comprender nada, pero a mi mente
habían llegado como un torrente doloroso los últimos impulsos conscientes de
Jando y reaccioné. Arrebaté la pistola al general y eché a correr, como nunca
lo había hecho en mi vida, hacia la granja.
Las voces de Lujan no
lograron detenerme, ni tampoco sus piernas me alcanzaron. Yo era más joven que
él y corrí más rápido.
Llegué cerca de la
granja en un tiempo increíblemente corto aunque se me antojó que duró una
eternidad. Salté al pórtico y entré en el vestíbulo. Vi a las tres simas
abrazadas en un rincón. Miraban llenas de pavor hacia la puerta cerrada de la
habitación de Varania.
Delante de mí, tratando
de llegar hasta la niña, uno de los siervos pretendía forzarla. No recordé su
nombre y le grité que se detuviera mientras le apuntaba con el láser.
El ser emitió un jadeo y
se volvió, mirándome con su cara descompuesta. Había perdido todo rastro de mansedumbre.
Entonces me di cuenta de que a un lado había el cuerpo inmóvil del otro simo, y por la posición de su cabeza comprendí
que tenía roto el cuello.
En aquel momento entró
Lujan y se detuvo resoplando a mi lado, intentando recuperar el aliento.
—Varania está bien —le
dije para tranquilizarle. Quería que se mantuviera al margen mientras yo pensaba.
— ¿Qué ha pasado? —rezongó—.
Vamos, dame la pistola.
Le respondí que no con
la cabeza y entonces él aferró la espada de empuñadura de oro y la blandió, dio
un paso hacia el simo y le conminó:
—Apártate de ahí.
Ya había visto el
cadáver y en esta ocasión comprendió más rápidamente que yo.
— ¿Has matado a tu compañero?
—espetó al siervo.
—Shan quiso detenerlo —sollozó
una de las atemorizadas simas.
Shan era el muerto. El
que teníamos delante, lo recordé, se llamaba Dorguen y era uno de los varones
que mejor sabía hablar nuestra lengua porque llevaba más tiempo en Hongara que
ninguno de los simos de la granja.
Dorguen hacía oscilar su
cuerpo de un lado para otro, miraba a todas partes con desesperación y su boca
contraída llegó a asustarme. Me inquietaban sus ojos sin el menor rastro de
sumisión.
—Es un peligro —susurré—.
Jando diría que es Wrangull.
Dorguen saltó a un lado,
pasó por encima de unas sillas y trató de alcanzar la ventana más próxima. Pero
antes de que la cruzara, Lujan se movió con una rapidez que me sorprendió. La
espada silbó en sus manos y su hoja bajó como una guillotina sobre el cuello
del simo.
El cuerpo de Dorguen
quedó dentro del vestíbulo y su cabeza rodó fuera.
—Supongo que todo esto
tendrá una explicación —dijo Lujan.
Yo miré su espada
manchada de sangre y me estremecí. De repente había renacido el viejo guerrero.
Las duras manos que rodeaban la empuñadura de oro permanecieron crispadas un
momento.
Miramos a las simas.
Seguían formando un grupo y nos contemplaban en silencio. Había desaparecido en
ellas parte del terror, pero había ahora cierto recelo hacia nosotros.
El último siervo varón
vivo de la granja entró tímidamente y se detuvo bajo el dintel para contemplar
la sangrienta escena.
— ¿Y ellos? —preguntó
Lujan.
—Jando sabía quiénes
eran... ¿Wrangull? Bueno, un peligro. Él no mató a dos indiscriminadamente,
sino que un sexto sentido le indicó cuáles eran los que significaban una
amenaza.
—De todas formas los
encerraremos.
—Es una buena medida —convine.
Lujan se los llevó y
entonces apareció Alehja.
Yo había abierto ya el
cuarto de Varania y la tenía en brazos. Su madre respiró tranquila al verla
sana y salva.
—Sácala fuera —dije
entregándosela—. Que no entre hasta que limpiemos la casa. ¿Y Jando?
Alehja ya se dirigía al exterior y se volvió. Sin dejar de acariciar los cabellos de su hija, me miró de una manera que yo entendí como que el enigmático Jando no iba a poder decirnos nada más.
Necesitábamos a Manghal y fuimos en su busca. Nunca dudamos de su ayuda y de que obedecería fielmente a su antiguo general, pero tuvimos que contarle la verdad y ésta le hizo vacilar y recapacitar sobre su apasionado ofrecimiento de aquella noche en la posada.
Manghal cerraba a veces
su posada y marchaba a la ciudad en busca de provisiones. Era lo que nosotros
necesitábamos y al final conseguimos convencerle.
De todas formas creo que
seguía sin dar crédito a cuanto le habíamos explicado.
Clavó al pie del camino
el letrero de cerrado y nos pusimos en marcha después de que diera a sus simas
las últimas instrucciones.
—Espero que cuando
vuelva estén todas —gruñó antes de quitar el freno de la carreta y azuzar a las
bestias.
Después de este
comentario no volvió a hablar hasta que nos acercamos a la entrada de la ciudad
por la puerta oriental. Aún no era mediodía y no había mucho tráfico a aquella
hora.
Manghal nos echó un
último vistazo antes de pasar delante de la guardia que custodiaba la entrada.
Mi disfraz era simple. Durante varios días no me había afeitado y las ropas de
labrador me habían convertido en otra persona. Las mujeres de Manghal y Alehja,
bajo su apariencia de campesinas, merecían mi aprobación. Disimular a Lujan, su
fuerte personalidad tan conocida, fue el mayor problema. Lo solucionamos tiñéndole
un poco la cara, desaliñándole y haciendo que siempre llevara un parche sobre
el ojo derecho. A pesar de su túnica de labriego tenía más apariencia de salteador
de caminos que de otra cosa.
Pero las visitas de
Manghal en la ciudad eran frecuentes y vimos cómo saludaba a los guardias igual
que si se tratasen de viejos conocidos.
Para la pequeña Varania
aquella peligrosa incursión nuestra a la ciudad era un acontecimiento. Nunca
había estado allí y lo miraba todo con asombro.
Yo iba sentado junto a
Manghal y escuché decir a Lujan de malhumor:
—Ojalá no la hubiéramos
traído.
Pero no teníamos con
quien dejarla. Sin embargo, yo confiaba en que aquella noche estuviera en
buenas manos mientras nosotros nos jugábamos el pellejo.
—Espero que Wokar haya
recibido tu mensaje, Manghal —susurró al posadero.
El viejo guerrero
asintió con la cabeza. Miraba constantemente de reojo, escudriñando cada rostro
que se volvía hacia nuestra carrera, siempre temiendo que sus compañeros de
viaje fueran identificados.
Las calles estaban
llenas de gente y de simos.
Había tantos de aquellos
seres que a veces me parecían superar en número a los humanos. El mercado de
esclavos funcionaba y las transacciones eran rápidas. Las siervas alcanzaban
precios altísimos y pasaban a propiedad de viejos lascivos que apenas les eran
entregadas empezaban a manosearlas.
Manghal condujo su
carreta lejos de las vías más concurridas y entramos en otras calles que encontramos
casi desiertas. Pero de pronto nuestra marcha se vio interrumpida por una
comitiva de aspecto religioso. Delante de ella iban varios simos con tambores que tocaban rítmicamente, marcando el paso de un
par de docenas de sacerdotes que vestían túnicas amarillas.
—La Iglesia del Castigo—susurró
Manghal. Detuvo la carreta y esperamos a que el último miembro de aquella
congregación pasara delante de nosotros.
— ¿Qué hacen? —preguntó
una mujer del posadero.
—Desde que fue
reconocida por el poder, su influencia es mayor cada día que pasa —dijo Manghal—.
Esa procesión va a algún sitio determinado, tal vez a purificar una casa o a un
reo condenado a muerte.
Unos minutos después
llegamos ante una casa aislada. Tenía dos plantas y un gran patio en su
interior, al que entramos. El portalón fue cerrado a nuestras espaldas y vi a
varios hombres que acudían a recibirnos, entre ellos Wokar.
Wokar y yo nos quedamos
mirándonos un instante ante de fundirnos en un abrazo.
—Quiero decirte que
nunca me dejaron entrar en la cárcel a visitarte —dijo—. Lo intenté, de veras.
—Lo sé. Tamis me lo
dijo.
Lujan estaba ayudando a
bajar del carro a su mujer.
Al verlo, Wokar se
dirigió a él.
—Me alegro de verte, general
—Se volvió hacia los demás hombres y los señaló—: Todos son de confianza. Los
fui reuniendo apenas recibí el mensaje de Manghal.
—Gracias, Wokar —sonrió
Lujan—. ¿Conocías a Alehja, verdad?
—Sí, claro —hizo una
carantoña a Varania—. Pero no a esta preciosidad. Será tan hermosa como su
madre.
Sonreí.
—Compruebo que aún
recuerdas mis formas galantes.
— ¿Dónde está tu
inseparable laúd? —me preguntó Wokar.
— ¿Estás bromeando? Con
él me reconocerían aunque me vistiera de mujer. Este disfraz de campesino me ha
obligado a desprenderme de mi más preciada propiedad. Lo llevo oculto en la
carreta.
—Estupendo. Estamos de
suerte —rió Wokar—. No tendremos que escuchar tus horribles versos.
Bajamos el equipaje del
carro y varios hombres nos lo llevaron al interior de la casa. En un salón
espacioso y fresco nos sentamos alrededor de una mesa. Se apresuraron a
traernos comida y café.
— ¿Cuál es vuestro plan?
—preguntó Wokar al cabo de unos minutos, después de vernos comer.
Las mujeres del posadero
estaban ausentes. Se había llevado a la niña a una de las habitaciones de
arriba. En el salón quedábamos los demás y los compañeros de Wokar. La pregunta
no había sido hecha a nadie de los recién llegados en particular, pero todos
esperamos que fuera Lujan quien la contestara.
El general volvió la
cabeza hacia su esposa y dijo:
—Alehja os lo dirá.
Y ella, tras un suave carraspeo, anunció:
—Es preciso que esta
misma noche entre en el subterráneo del palacio de Mármol Rojo. Necesito estar
a solas con el computador unos minutos.
—Como si quisieras estar
toda la vida—gruñó Wokar—. Sería igual de difícil.
—Lo imagino. Pero sólo
allí están las pruebas que necesito.
Wokar se mesó los
cabellos. Después de más de tres años sin verle le notaba más maduro. Tenía
noticias de que su vida transcurría anodina en la ciudad, bastante tranquila
después de haber obtenido el indulto.
Al menos en este
aspecto, Vankro mantuvo su promesa y no se echó atrás más tarde.
Por un breve instante
pensé si Wokar estaba dispuesto a arriesgar su actual tranquilidad por
nosotros.
— ¿Sin ellas no podéis
conseguir nada? —preguntó.
—De ninguna manera.
Incluso disponiendo de pruebas será una tarea ardua convencer a Vankro —replicó
Lujan.
—No es sencillo
acercarse al palacio —sonrió Wokar amargamente—. Por aquellos lugares hay más
vigilancia que nunca.
—Es de suponer...
—Esperad. Hace poco la
Iglesia del Castigo se apropió de un edificio cercano y lo convirtió en
residencia de sus líderes, y como algunos ciudadanos están hartos de ellos y
sus anatemas reaccionarios, se producen de vez en cuando atentados contra
alguno de sus mandatarios. Por esto cuentan con una guardia personal.
—Esa plaza es ahora un
hervidero —dije.
—Sí —dijo Wokar—. La
Sede de la Iglesia del Castigo, como se la conoce, es también un lupanar. Allí
existe un harén compuesto por docenas de las más hermosas simas. El ciudadano
que transita por aquel lugar durante la noche puede escuchar el eco de sus
orgías.
Alehja sonrió.
— ¿Todas las noches hay
fiesta en la Sede? —preguntó.
Wokar dijo:
—Rara es la que no.
—Entonces podríamos
aprovecharnos del escándalo nocturno de hoy para actuar. ¿A qué hora suelen
irse los científicos del palacio de Mármol Rojo?
—Al atardecer. Por lo
general es Tahorlya el último en abandonarlo —dijo Wokar—. No pienses en las entradas
subterráneas. Desde que os expulsaron de la ciudad fueron selladas.
—Usaremos la puerta
principal —dijo Lujan.
Wokar asintió.
—Está bien. Sin embargo,
creo que es hora de que nos contéis lo que ocurre. Si vamos a apostar nuestras
vidas esta noche a un solo envite es lógico que sepamos por qué.
—Es razonable —asintió
Alehja—. Pero vais a tener que creernos sin pruebas. ¿Os bastarán nuestras palabras,
nuestros testimonios?
—Claro que sí —dijo uno
de los hombres—. Nosotros confiamos en vosotros. No somos tan cretinos como
nuestro Señor Vankro.
Wokar empezó a volverse
para recordarle quién era la mujer que les hablaba, pero Alehja sonrió y dijo
para contenerle:
—No tiene importancia lo
que ha dicho, que además es la verdad.
—Lo siento, señora —se
disculpó el hombre—. Todos los presentes estamos de su parte y en contra de
Vankro, y varios sueñan con echar del poder a su hijo, a la Iglesia del Castigo
y a cuantos medran alrededor del tirano de Hongara.
—Celebro que sean
sinceros —dijo Alehja—. Pero ahora no pretendemos iniciar una guerra, sino
evitar un desastre.
—Quizá sea inevitable
esa guerra civil, Alehja — dijo Wokar—. Tarde o temprano ocurrirá.
—Es posible que nosotros
cambiemos todo.
— ¿Por qué? —preguntó el
hombre.
—Porque una gran amenaza
se cierne sobre todos, partidarios y enemigos de Vankro.
—Cuéntanos, Alehja —pidió
Wokar.
Wokar y sus gentes
trabajaron con rapidez y eficiencia. En pocas horas disponíamos de cuanto
necesitábamos.
Todos nos vestimos de
soldados de la guardia personal de Vankro, incluso Alehja, y viéndola disfrazada
de esta manera me acordé de cuando ella salía de caza en compañía de su esposo
Varan. Yo era un mozalbete entonces y mis ojos se alegraban admirándola
cabalgar con traje de amazona, dominando su uyak,
llevando su cabellera de oro flotando detrás como el más hermoso estandarte.
Teníamos estudiados los
movimientos de las patrullas armadas que patrullaban en la ciudad de noche y
sabíamos que dispondríamos de unos veinte minutos de seguridad.
En el patio esperamos el
momento y yo aproveché para apartarme de todos con Wokar y hablar a solas con
él. Teníamos muchas cosas que decirnos y muy poco tiempo.
— ¿Te has acostado
alguna vez con una sima? —me preguntó.
—No.
Wokar asintió.
—Yo sí. Era muy hermosa,
pero algo fría a mi entender. Sólo lo hice una vez. Compré su tiempo en un burdel.
No lo repetí porque escuché que contagiaban cierta enfermedad.
—Alehja cree que no
todas.
— ¿Sólo las tocadas con
el Wrangull? —sonrió socarronamente.
—Es posible.
— ¿Qué es exactamente el
Wrangull?
—No lo sabemos. Quiero
decir que su significado puede encerrar muchas cosas, pero ninguna agradable.
— ¿Lo averiguará Alehja?
—Eso espero.
—Algunas mañanas han
aparecido cadáveres en las calles.
Arrugué el ceño.
— ¿Por qué no lo has
dicho antes?
— ¿Tiene importancia? A
veces ha muerto alguien en su casa, y generalmente los que tienen simos a su servicio.
—Quizá el momento esté
más próximo de lo que pensamos.
—Es posible —gruñó Wokar—.
Esas muertes misteriosas se han achacado a ladrones y salteadores. Dicen que
las calles se han vuelto inseguras por la noche.
— ¿Por eso son tan
numerosas las patrullas actualmente?
Wokar no pudo
responderme porque Lujan estaba llamándole para decirle que debíamos ponernos
en marcha.
En total formábamos un
pelotón compuesto por diez falsos soldados con un oficial al frente. Lujan era
este oficial; Alehja marchaba en medio, como acordamos, y todos sabríamos
defenderla con nuestras vidas. Sin discusión alguna era la más importante de
nosotros.
Como estaba dispuesto en
las ordenanzas, caminamos por las calles en formación, precedidos por Manghal,
que portaba la lámpara.
Hicimos el recorrido sin
ninguna novedad y en pocos minutos nos encontramos en la plaza, delante del
palacio de Mármol Rojo. A la derecha de éste se alzaba el edificio convertido
en Sede de la Iglesia del Castigo, delante del cual se había congregado un buen
número de calesas. A nuestros oídos llegaron las voces y la música apagadas de
la fiesta que se celebraba en su interior.
Pero nuestra atención
estaba en el palacio y nos dirigimos a él con decisión, hacia los dos
centinelas apostados al pie de su escalinata, que nos vieron llegar enseguida y
bajaron sus lanzas.
Creo que a pesar de
contar con abundante armamento portátil conseguido en la Luna Roja, aún tenía
que pasar bastante tiempo para que se rompiera en nuestra sociedad la atávica
costumbre de portar espadas y lanzas, dagas y ballestas.
Incluso nuestro pelotón,
según la norma castrense, llevaba espingardas además de rifles y pistolas. Así
estaban armados también los dos centinelas, que dejaron a un lado sus lanzas y
aprestaron sus láseres.
Pero Lujan se adelantó y
se plantó a pocos metros de ellos.
Con voz firme y
autoritaria les dijo:
—Traigo órdenes de
Mulgarsten.
Los soldados bajaron sus
armas y recogieron las lanzas. Uno de ellos tocó su silbato para que acudiera
el sargento de guardia.
A aquella hora no debía
quedar dentro ningún científico. Yo miré ansiosamente a mis espaldas, al fondo
de la plaza. El relevo de la guardia del palacio no se efectuaría hasta el
alba, pero la patrulla de ronda podía adelantar su llegada, que calculábamos
para dentro de unos veinte minutos.
El suboficial no tardó
en llegar corriendo. Ante la presencia de los entorchados de capitán de Lujan
se cuadró nerviosamente. Seguramente aquel tipo se preguntaba qué estaba
pasando. Nuestra presencia allí no podía ser más irregular.
—Vengo a reforzar la
guardia, sargento —dijo Lujan—. Quiero ver a su teniente. Lléveme ante él.
El sargento miró a su
derecha. Un coche tirado por dos lagartos habíase detenido delante de la puerta
de la Sede y de él bajaron dos invitados ricamente ataviados y acompañados de
cuatro simas.
— ¿Algún problema,
señor? —preguntó el sargento.
Lujan lo apartó de su
camino y empezó a subir los escalones.
—No puedo perder tiempo,
sargento —masculló—. Sígame. Mis hombres reforzarán los puestos de guardia.
Dos de nuestro grupo se
apostaron junto a los centinelas mientras los demás corríamos tras los pasos de
Lujan. El sargento, cada vez más nervioso, trotó y entró en el palacio, se
adelantó a todos y gritó a otro soldado que avisara al teniente.
Me rezagué y presté mi
ayuda a Manghal para entrar en el vestíbulo a los dos centinelas que nuestros
compañeros habían dejado sin sentido. Eché un vistazo a la gente que había
cerca de la Sede y respiré aliviado al percatarme de que nadie se había dado
cuenta de nada.
El teniente apareció con
cara de sueño. Todavía estaba arreglándose su uniforme cuando Lujan le propinó
un puñetazo en la mandíbula que lo arrojó al suelo.
El sargento no tuvo
tiempo de mostrar su asombro.
El cañón de una pistola
se colocó delante de sus ojos y Wokar le conminó:
—Una sola palabra y te
agujereo el cráneo.
Resultó tan fácil
reducir a la guardia que me pareció imposible. En menos de dos minutos teníamos
a todos los soldados atados y encerrados en un cuarto, y no habíamos tenido que
efectuar un solo disparo ni herir a nadie.
Lujan se volvió a Alehja
y dijo:
—Ahora es tu turno. Te
acompañaré al sótano — Miró a Manghal—. Amigo, necesitamos como unos diez
minutos.
—Los tendrás, general —afirmó
el veterano guerrero.
Aunque nadie se acordó
de invitarme, acompañé a Lujan y Alehja al sótano.
Delante de su entrada ya
había uno de nuestros hombres y a sus pies el guardián sin sentido y bien maniatado.
—Enseguida vendrán a
recogerlo y lo llevarán junto con los demás —explicó sonriente.
Los demás entraron y yo
fui el único que dedicó una sonrisa de agradecimiento a aquel hombre como recompensa
a su trabajo.
Otra vez aquí, me dije
apenas puse los pies en el brillante salón de control, y como en anteriores
ocasiones no pude evitar sentirme impresionado.
Alehja se dirigió al
ordenador principal. Lujan y yo fuimos tras ella y entonces nos llevamos una
sorpresa poco agradable.
Tahorlya estaba delante
de nosotros y nos miraba muy sorprendido.
— ¿Vosotros aquí? —musitó.
—Suponíamos que te
habrías ido —dijo Lujan. Apartó al anciano suavemente para que Alehja alcanzara
el sillón y se sentara frente a los controles del ordenador.
—Estáis locos viniendo
aquí —dijo Tahorlya—. Si os capturan seréis ejecutados.
—Lo siento, viejo amigo —le
sonrió Alehja—. No puedo explicarte nada; dispongo de muy poco tiempo para
indagar en este trasto.
— ¿Qué buscáis? —me
preguntó el científico.
—Lo sabrás cuando lo
tengamos.
Tahorlya miró a Lujan,
que lo contemplaba ceñudo.
Murmuró:
—Comprendo que no podáis
creerme, pero al poco tiempo de marcharse Alehja me arrepentí de Continuar a
las órdenes de Vankro y sus amigos.
Lujan asintió con
desprecio.
—La echáis de menos
porque sin ella no sois capaces de comprender nada.
—Todo cuanto averiguamos
de los laninkos pasa por las manos de los líderes de la Iglesia del Castigo y
ellos nos dicen lo que podemos utilizar y lo que debemos ocultar para siempre.
—Cállate —dijo Lujan—.
Ninguno de vosotros hicisteis nada cuando Vankro decretó nuestro destierro, y
muchos se alegraron porque siempre sintieron celos profesionales de Alehja.
Tahorlya bajó la cabeza.
—Os sobran motivos para
recelar de mí. Ojalá os pudiera convencer de...
— ¿De tus simpatías
hacia nosotros? —me burlé despiadadamente de él.
Escuché que Lujan
preguntaba a Alehja:
— ¿Cómo va eso?
—Esperad —respondió ella—.
Trato de encontrar el archivo de traducción laninko. Necesito saber todo cuanto
decían las leyendas que copié en las cápsulas de los simos hibernados.
Alehja había colocado
delante de ella lo más importante de los resultados de su trabajo en la granja.
Tahorlya me agarró de un
brazo.
—Tú eres de mente más
abierta que ellos, Ramatre. Convéncelos para que se marchen.
— ¿Crees que no queremos
hacerlo? —mascullé—. Alehja encontrará pronto lo que busca.
El viejo agitó su cabeza
desesperadamente.
— ¿Sabes por qué me
encuentro aquí en lugar de haberme marchado con los demás del equipo de
investigación?
— ¿Cómo quieres que lo
sepa?
—Esta mañana entregué a
un miembro de la Iglesia del Castigo un resumen de nuestro trabajo. El hallazgo
de otras ciudades en la Zona Central ha causado conmoción, y el Señor acudirá
esta noche a la Sede para conocer todo...
Me volví hacia él.
— ¿Qué has dicho?
—Sí, lo que has oído.
Estoy esperando a Mulgarsten —Tahorlya tomó una carpeta muy gruesa de encima de
una mesa y me la agitó ante los ojos—. Vendrá por esto.
— ¿Ciudades? ¿Otras
ciudades?
—Las naves que regresan
de la Luna Roja las han registrado. Encontramos cámaras que retienen las imágenes
y colocamos algunas en los fuselajes. Los resultados los ampliamos.
Miré a Lujan, que
permanecía inclinado sobre Alehja, siguiendo su frenético trabajo. Estuve
tentado de gritarles lo que el viejo me había dicho, pero temí interrumpir el
trabajo en el momento crucial. Me mordí la lengua y decidí esperar. Pero
Tahorlya me había dicho algo que me inquietaba.
— ¿Cuándo esperas a
Mulgarsten?
—De un momento a otro.
El líder de esos religiosos fanáticos pretendió ocultar mi descubrimiento,
incluso a Vankro, pero yo envié una nota y él lo supo esta mañana. Supongo que
ahora sus mentores dogmáticos se las ingeniarán para tergiversar la realidad.
— ¿Qué realidad?
—Tal vez, lo más seguro,
es que no estamos solos en este planeta. ¿Por qué lo dudas, Ramatre? ¿Es que
tenía que haber una sola ciudad, ésta concretamente, en toda la Zona Central
que ni siquiera conocemos en una centésima parte?
—Serán otras urbes
laninkas, tan vacías como estaba ésta.
Tahorlya se encogió de
hombros.
— ¿Quién sabe? —Se abrazó
a la carpeta y hundió su barbilla—. Mulgarsten quiere que yo exponga el descubrimiento
en la Sede, a mitad de la fiesta.
Recordé tantas carretas
y calesas de gente importante que aquella noche había acudido al cubil de la
Iglesia del Castigo. Maldije a los dioses nefastos por habernos hecho semejante
jugarreta. No podíamos haber elegido una noche más inoportuna que aquélla.
Avancé dos pasos hacia
Alehja.
Iba a decirle que lo
dejara todo y nos marcháramos cuando el rítmico sonido de las instalaciones de
la sala quedó ahogado por las pisadas presurosas de muchos pares de botas que corrían.
Giré la cabeza y vi entrar en tropel un pelotón de la guardia personal de
Vankro. Sus largos fusiles láser nos apuntaron y un oficial se plantó delante,
nos señaló con su pistola y gritó:
— ¡Quietos todos! Un
solo movimiento y dispararemos. Vuestros hombres han sido dominados.
Lujan saltó de detrás de
Alehja, y el muy insensato, tal vez ofuscado por la rabia, al sentirse
acorralado, desenfundó su pistola.
De los soldados en
movimiento que corrían para rodearnos surgió un haz de luz y Lujan cayó alcanzado.
Alehja gritó e intentó
correr hacia él, pero dos hombres la sujetaron. Otros llegaron hasta mí y me
desarmaron. No opuse resistencia. Me dije que era inútil.
En aquel momento entró
un personaje que yo conocía muy bien: Mulgarsten. El ciandalano caminó
altanero, me miró con sorna al pasar ante mí y se detuvo ante el cuerpo de
Lujan. Con los brazos en jarras, comentó:
—Lástima que sólo esté
herido. Me refiero a que dentro de poco preferirá estar muerto.
El consejero sonrió a
Alehja y le hizo una burlesca reverencia.
—Señora, te saludo. Tu
hijo se alegrará mucho al verte.
Ella borró su expresión
de pesar y miró con desdén a Mulgarsten. Sin embargo yo podía leer en sus ojos
toda la preocupación que debía sentir por la herida de Lujan.
Cuando nos sacaron a
empujones de la sala caminé durante un instante junto a los soldados que
llevaban a Lujan y pensé que no estaba herido de gravedad, aunque la señal
dejada por el láser en su hombro derecho requería a mi entender un cura
urgente.
Cuando subimos comprendí
que la lucha había sido despiadada. Conté tres muertos de los nuestros y bastantes
más de los soldados bajo el mando de Mulgarsten. En el vestíbulo descubrí el
cuerpo de Manghal. El viejo guerrero había muerto rodeado de enemigos, luchando
hasta el último momento.
Nosotros, muy ocupados
en el sótano, nada escuchamos. Arriba podía haber caído una nave procedente del
satélite y su estruendo apenas habría llegado a nuestros oídos.
Entre el pequeño grupo de
prisioneros estaba Wokar. Tenía sangre en la frente, pero me sonrió al verme y
me hizo un gesto de resignación, como queriéndome decir que se había jugado y
la suerte se mostró esquiva con nosotros.
Había muchos soldados en
la plaza. Formaban un pasillo hasta la Sede, a donde fuimos conducidos. Pero en
la entrada quedaron nuestros demás compañeros y únicamente fuimos llevados a presencia
de Vankro los que Mulgarsten consideraba que éramos los cabecillas.
Así, Alehja, Lujan,
Wokar y yo nos enfrentamos a Vankro de una manera que no entraba en nuestros planes,
y mucho antes de lo que pretendíamos.
Lo peor era que nuestras manos, además de estar desnudas de pruebas, las teníamos atadas.
Estoy seguro de que Mulgarsten quiso que la comitiva cruzara el gran salón donde ya había comenzado la orgía para que todos vieran que él había capturado a tan importantes enemigos de su Señor.
Lo que observé allí era
el mejor exponente de la degradación que sufría la ciudad. Había docenas de
altos dirigentes de la congregación, militares de rango adictos a Vankro,
comerciantes sin escrúpulos que ahogaban su conciencia en vino y drogas para no
ver la sangre en el oro que atesoraban, y muchos simos de ambos sexos.
Nuestra entrada hizo que
muchos dejaran de copular con sus parejas simas, de beber o comer. Al principio
se hizo un silencio profundo, pero enseguida, antes de que llegáramos a la
puerta que había al fondo, el rumor de sorpresa creció y comenzaron los
insultos hacia nosotros. Los más borrachos y exaltados nos gritaron el final
que íbamos a tener. Muchos sacerdotes con sus túnicas amarillas manchadas de
vino, grasa y semen, nos lanzaron exorcismos y danzaron a nuestro alrededor,
hasta que los soldados que nos conducían les impidieron seguirnos.
Las puertas se cerraron
a nuestras espaldas y la orgía y sus ruidos quedaron atrás.
Al otro lado de un
pasillo, tras pasar ante un cordón de soldados, nos introdujeron en una habitación
en la que estaban Vankro y un personaje de bata púrpura y cabeza rapada.
Los soldados nos hicieron
parar y los que llevaban a Lujan lo soltaron en el suelo sin ningún miramiento
por su herida.
El general sacudió la
cabeza y pareció recobrar el sentido. Enseguida, ya que era el único prisionero
que no tenía atadas las manos, dos lanzas se pusieron delante de sus ojos y le
obligaron a quedarse arrodillado.
Vankro tenía una sonrisa
de cretino cuando contempló a su madre. Aunque quiso caminar hacia ella, sus
piernas le temblaban tanto que acabó derrumbándose en un sillón. A su lado, el
líder religioso le miró de soslayo, sin ocultar su desprecio. Comprendí que mi
antiguo amigo, mi compañero de juegos en mi infancia, no era más que un títere
en sus manos.
—Hacía tiempo que no te
veía, madre —dijo el Señor de Hongara—. Ojalá no hubieras vuelto jamás a la ciudad.
El sumo sacerdote se
inclinó sobre él y le dijo con falsa humildad:
—Señor, escuchemos a tu
fiel consejero Mulgarsten y sepamos los nuevos delitos cometidos por tus
enemigos. Que los dioses te iluminen y te hagan fuerte a la hora de dictar
sentencia, sin reparar en lazos familiares. Es una prueba que te mandan y que
debes superar.
Mulgarsten se adelantó y
dijo con altanería:
—Ellos asaltaron el
palacio de Mármol Rojo y los sorprendimos cuando intentaban robar los secretos que
te pertenecen —señaló al atemorizado Tahorlya—. Tu jefe de sabios te dirá que
es así.
—No me interesa lo que
diga ese viejo chiflado — rió Vankro—. La justicia en Hongara es rápida —agitó
una mano y el sumo sacerdote le entregó una copa de oro de la que salía humo y
un aroma que identifiqué como aceite de loto a pesar de la distancia—. Maldito
Lujan, mil veces seas maldito. Te advertí que no volvieras a la ciudad porque
tu cabeza rodaría por todas las calles y acabaría en los pesebres de los uyaks.
Vankro bebió un trago y
luego, en un repentino arrebato, arrojó lejos la copa.
— ¿Por qué habéis
vuelto? —aulló.
Alehja se libró de sus
guardianes y avanzó unos pasos. Ni las ropas de soldado que vestía le quitaban
un ápice de su gallardía. Con palabras serenas dijo a Vankro:
—Porque no seguiste mis
consejos y sacaste a los simos de las
bóvedas. Debes escucharme, hijo. Aún estamos a tiempo de evitar una gran
tragedia a nuestro pobre pueblo.
—No la oigas, Señor —le
susurró el sumo sacerdote—. Vinieron al amparo de la noche para robar y conspirar
contra ti. Ordena que sean condenados a muerte y mañana al alba serán ejecutados.
Todos ellos.
Vankro quedó encorvado y
bizqueó.
—Pero... Ella es mi
madre...
—Una vez la perdonaste —le
recordó el líder religioso—. Fuiste demasiado magnánimo con ella. Entonces
debiste castigarla por adúltera, ordenar su encierro y matar al inductor del
delito.
—Vankro —la voz de
Alehja restalló como un látigo—. Me marché llevando a tu hermana en mi vientre.
No soy culpable de lo que me acusas inducido por tus malditos consejeros. Sé un
hombre por una vez y compórtate como un auténtico Señor, asume tu dignidad y
honra la dinastía a la que perteneces.
¡Eres hijo de Varan, el
salvador de los Tres Pueblos!
Desde el suelo, Lujan
hizo un esfuerzo y dijo:
—Escúchala y luego haz
lo que quieras. Tal vez mañana nosotros estemos muertos, pero dentro de pocos
días lamentarás no haber prestado atención a tu madre.
Supongo que Lujan
cometió el error de hablar. Vankro, ante su voz, sus palabras, enrojeció y se
dirigió hacia él y empezó a patearlo. Mulgarsten lo sujetó y le hizo volver a
la silla, sentándole en ella con violencia.
—Basta de cháchara,
Vankro. Queremos escuchar de tus labios la sentencia. Luego la firmarás para
que todo sea legal.
— ¡Sabemos que los simos son un peligro para los humanos!—
gritó Alehja—. Un hombre venido de las estrellas nos puso sobre la pista hace
unos días. Sólo queríamos indagar en los registros del sótano para descifrar
los escritos laninkos que figuraban en cada cápsula que contenía un simos. Ellos los crearon para suplir a
los robots pero tuvieron que desechar el experimento porque un gran porcentaje
de esos seres son genéticamente inestables y al cabo de cierto tiempo se
vuelven agresivos y matan sin ninguna razón.
Vankro levantó la
cabeza.
— ¿Qué has dicho?
—Es cierto, Vankro —dije—.
Si quieres las pruebas debes permitir que tu madre termine su trabajo en los
archivos.
— ¿De qué ser de las
estrellas habláis? ¿Dónde está?
—Murió, por desgracia —dijo
Alehja—. Tenía dañada la mente. Convivió con nosotros durante varios años sin
recobrar la memoria, hasta que una mañana recordó quién era y nos advirtió.
Nosotros teníamos a varios simos a
nuestro servicio. Dos de ellos eran de los primeros que fueron despertados. Los
que llevan más tiempo vivos son los más peligrosos. En realidad, ya han empezado
a enloquecer.
»Wokar me contó hace un
rato que en la ciudad están sucediendo cosas extrañas, muertes inexplicables.
Se achacan a los ladrones, pero yo pienso que son los primeros testimonios de
que los simos inestables están actuando.
Ahora son unos pocos, pero dentro de unos días o semanas serán miles. Ellos
atacarán a los humanos y a los simos
que no quieran unirse a su locura.
Vankro miró
alternativamente a Mulgarsten y al sumo sacerdote. Su consejero palideció un
poco. El hombre de la bata púrpura sonrió torvamente, se encogió de hombros y
dijo:
—Patrañas, Señor. La
actuación de esta gente no es más que el preludio de una revuelta contra tu
poder. Si mañana los matas, tus enemigos se asustarán y volverán a esconderse.
Toma, bebe.
Otra copa fue puesta en
las manos de Vankro. Aquel monigote tembló ante el aroma que subía hasta su rostro.
Y bebió. Se bebió hasta la última gota y su gesto de estupidez aumentó.
—Está bien —dijo—.
Morirán todos. Mi corazón se parte de dolor al tener que hacerlo, pero todo el
mundo apreciará mi gesto.
—Sin duda, Señor—sonrió
el líder religioso—. Hay que ser muy valiente para actuar como tú lo haces.
Escuché un conato de
sollozo y vi que Alehja a duras penas podía contener sus lágrimas de rabia.
Comprendí que no quería insistir porque sabía que era inútil intentarlo.
Vankro, saturado de drogas, condicionada su mente tras tanto tiempo de sumisión
a sus consejeros, era una ruina de ser humano. Ya no pensaba como tal, sino
como un paranoico en los umbrales de la demencia total.
—Ya lo habéis oído —gritó
Mulgarsten—. Mañana al alba serán decapitados todos los conjurados.
—Mañana no —gritó una
voz procedente del fondo de la habitación.
Isolda, la bella Isolda,
entró arrogante. Aún era hermosa a pesar del sufrimiento que sus profundas
ojeras reflejaban. Se colocó delante de su esposo y le espetó:
— ¿Cómo te atreves mandar ajusticiar mañana cuando deben celebrarse los ritos sagrados? —Volteó su cabeza hacia el sumo sacerdote—. Tú debías recordar a tu Señor que hasta dentro de dos días después de mañana nadie puede perturbar las oraciones que debemos elevar a los dioses para que el Castigo nos sea leve.
Cuando abandoné aquella prisión no pasó por mi imaginación que iba a regresar a ella tan pronto. La celda donde me encerraron me pareció más pequeña y lóbrega.
A cada uno nos metieron
en un cuarto. No querían que estuviéramos juntos y que ninguno de nosotros
supiera nada de los demás. Sin embargo, mis enemigos no contaban con Tamis y mi
buen carcelero me mantenía informado, e incluso a través de él pasé comunicaciones
a Alehja y Lujan.
Tamis me dijo que el más
deprimido era Wokar, y yo lo comprendí. Ya había estado una vez condenado injustamente
a muerte y salvó la vida gracias a que descubrimos a tiempo la conjura maquinada
en su contra.
La realidad era que
todos los apresados aquella triste noche teníamos antecedentes graves según la
Ley.
Tamis entró la tarde del
segundo día en mi celda y me dejó la comida sobre la mesa. Parecía como si no hubiera
transcurrido el tiempo y yo siguiera expiando mi condena de varios años de
prisión acusado de conspirador. Claro que ahora la sentencia era de pena
capital y me quedaban pocas horas de vida.
— ¿Algunas novedades,
Tamis? —pregunté. El carcelero sólo había entornado la puerta de mi celda, pero
yo sabía que en el pasillo había siempre soldados con las armas preparadas.
Me entregó un papel. Era
un mensaje de Lujan, unas pocas palabras con las que quería darme ánimos y me
explicaba que no se atrevía a decirle a Alehja que Varania había sido encontrada
por su hermano y estaba en el palacio.
—No se atreverán a
hacerle ningún daño —dije arrugando el papel y convirtiéndolo en una bola.
—He oído rumores,
Ramatre —me dijo Tamis—. Un amigo mío que trabajaba en la corte me ha asegurado
que ayer discutieron Vankro y Mulgarsten.
— ¿Por qué?
—El Señor de Hongara,
tal vez en un momento de lucidez, se dio cuenta de que había condenado a muerte
a su madre y quiso revocar la orden —Hizo una pausa—. Sólo a ella.
—Lo supongo. De todas
maneras es algo en favor de Vankro. Por desgracia no prosperó su deseo,
¿verdad?
—No. El Sumo Sacerdote
acudió enseguida y calmó la cosa. Luego vieron a Vankro con su habitual
expresión de ausente.
—Entiendo. Lo drogaron
de nuevo, y lo mantendrán así hasta mañana, cuando el hacha del verdugo haya
caído sobre nuestros cuellos.
—Voy a contarte algo que
ocurrió en la Sede de la Iglesia después de que os trajeran aquí, muchacho —Tamis
bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. Cuentan que siguió la fiesta,
pero tuvieron que suspenderla porque cinco invitados aparecieron muertos, dos
de ellos cuando hacían el amor a sus samis, unos degollados y otros mutilados y
desangrados porque les fueron arrancados sus sexos a bocados.
— ¿Qué hicieron con las
samis? —pregunté.
— ¿Hacer? Nada, desde
luego. Buscaron a los culpables entre las mujeres humanas y los demás
invitados, pero no descubrieron a los culpables. Mulgarsten cerró el caso
diciendo que era un ajuste de cuentas.
—Miente —mascullé—.
Mulgarsten sabe que esos seres están empezando, pero no quiere reconocer ante
su Señor que nosotros tenemos razón, al menos hasta mañana, cuando se haya
cumplido la sentencia.
— ¿Qué pasa con esos
humanoides, Ramatre? ¿Son ciertos los rumores que corren por la ciudad de que
son peligrosos?
Miré a Tamis lleno de
asombro. Era extraño que la gente del pueblo hablara de eso. Pedí más detalles
al carcelero.
—Hay mucho malestar
fuera de estas paredes, Ramatre —dijo Tamis—. La gente está asustada por la decisión
de Vankro de ordenar vuestra muerte, y se siente horrorizada porque un hijo firme
la pena capital contra su propia madre. Muchos piensan que está bajo la influencia
de Mulgarsten y los líderes de la Iglesia del Castigo, y por esta causa una
comitiva de monjes fue atacada ayer.
Aquellas noticias debían
alegrarme, darme cierta esperanza, pero yo pensaba que ya era demasiado tarde
para que el pueblo reaccionase a nuestro favor. Dentro de pocas horas se habría
acabado todo.
—Desde hace dos días se
han suspendido los vuelos a la Luna Roja, las naves no regresan cargadas de simos —dijo Tamis—. Las patrullas
armadas se han incrementado y yo he visto con mis propios ojos cómo los
soldados se han enfrentado entre ellos. Los nervios están alterados, todo el
mundo anda con los ánimos crispados.
—Siempre pensé que Lujan
seguía contando con seguidores entre los oficiales y los soldados, pero no espero
nada de ellos.
Tamis esbozó una
sonrisa.
—Espera —me dijo
guiñándome un ojo.
Se levantó y miró al
pasillo. Luego se apartó a un lado y entró alguien que se cubría de pies a
cabeza con una túnica negra. Al echarse atrás la capucha descubrí que era
Isolda.
— ¿Cómo has conseguido
llegar hasta aquí? —pregunté, sobreponiéndome a mi asombro.
La tomé de las manos y
decidí que a aquella belleza triste había que dedicarle, al menos, una sonrisa
de agradecimiento. Su presencia en mi celda era como la lluvia fresca en el
desierto. Me burlé de mis pensamientos y me dije que Isolda merecía alguna
lisonja más original.
—No ha sido necesario
que llenara con oro las manos de los guardianes, Ramatre —dijo ella—. Cuando
les hablé para que me dejaran verte no dudaron en arriesgar sus vidas y accedieron.
—Me obligas a pensar que
estás tramando algo. Ya hiciste mucho retrasando nuestra muerte. Fuiste muy
oportuna entrando en la Sede y esgrimiendo aquel ardid.
—Gracias a los dioses no
discutí la decisión de Vankro de que le acompañara aquella noche. Escucha,
Ramatre, préstame atención. Ya he visto a Alehja y a Lujan y les he prevenido.
Esta noche confío en poder liberaros. Tengo de mi lado, porque quiere estar de
vuestra parte, a más de la mitad del Ejército. Muchos generales se han cansado
de tantos desórdenes y su deseo es aniquilar a los consejeros, empezando por Mulgarsten,
y a todos los miembros de esa secta de locos que se llama la Iglesia del Castigo.
— ¿Tenéis algún plan?
Ella sonrió tristemente.
—Ninguno que evite una
guerra civil, por desgracia. Pensamos asaltar este edificio, el palacio y la
Sede del Castigo. ¿No te ha explicado Tamis que los ciudadanos ya conocen lo
que dijisteis a Vankro de los simos?
—Sí.
—Varios de mis amigos se
pusieron en contacto con tus antiguos seguidores, Ramatre, y entre todos propalaron
la noticia de que los simos son
peligrosos.
—No todos, sólo una
parte de ellos.
— ¿Cómo podemos
identificar a los asesinos de los inofensivos?
De pronto me di cuenta
de que íbamos a abrir la caja de los truenos y éstos se desparramarían por
Hongara, alcanzando indiscriminadamente a todos aquellos seres..., si ellos no
tomaban ventaja y nosotros nos convertíamos en sus víctimas.
—Pero toda la gente no
creerá en esos rumores — dije.
—Desgraciadamente, no.
La miré y no pude
morderme la lengua.
— ¿Conoces el alcance de
lo que estás haciendo? Me refiero a que te enfrentas a tu esposo.
Ella echó atrás la
cabeza y me respondió:
—Hace mucho tiempo que
ha dejado de serlo. No quiero decir que odie a Vankro, pero he olvidado el amor
que sentía por él.
Volví a tomar sus manos
y pensé en besarlas, pero viendo los labios de Isolda tan próximos a los míos
me dejé llevar por mi impulso, tantos años reprimido, y los besé.
La dejé marchar y no fui
capaz de leer nada en sus ojos. Había notado su boca helada, ni un gesto en
ella que me hiciera pensar que la había hecho sentir algo.
Tamis me miró antes de
marcharse. Desde la puerta me dijo:
—Te advertiré cuando
llegue el momento, Ramatre.
Escuché cerrarse el
portalón y luego el chasquido del cerrojo.
Tal vez era una
casualidad, pero yo creía que se trataba de una idea de Mulgarsten. La ventana
de mi celda daba a la plaza donde los carpinteros terminaban de levantar el
patíbulo. Los martillazos que daban resonaban dentro de mi cabeza. La tarde ya
estaba muy próxima a caer cuando no pude resistir más y miré el escenario.
No debí hacerlo. No era
que me sobrecogiera el trozo de árbol donde debíamos apoyar nuestras cabezas,
sino que los escasos transeúntes que se detenían curiosos para contemplar el
trabajo me obligaban a pensar que en la ciudad no existían muchos síntomas de
simpatía hacia nosotros. La gente permanecía fría, indiferente.
No probé bocado y me
mantuve todo el rato junto a la ventana, esperando la aparición de Tamis o que
se produjera alguna señal en el exterior que presagiara la anunciada revuelta.
Desde mi celda podía ver
parte de la ciudad y sus murallas que daban al Sur. Al otro lado quedaba el terreno
utilizado como campo de aterrizaje para las naves. Tamis me había dicho que
desde hacía dos días no se había sacado de su estado de hibernación a ningún simo. ¿Por qué? ¿Quién había dado la
orden para suspender el proceso? No quería suponer que se debía a que ya no
quedaban más seres en las bóvedas de la Luna Roja. Alehja tenía calculado que
aún permanecían muchos miles.
A medida que avanzaba la
noche quedaban menos curiosos en la plaza, y ninguno cuando se retiró el último
carpintero. Dos soldados paseaban delante del cadalso.
Al principio no hice
mucho caso del rumor. Lo achaqué a una pelea callejera. Pero poco después se
extendía por toda la ciudad, me llegaba de cualquier dirección.
Los soldados de la plaza
se movían nerviosos y uno de ellos se acercó a una casa y entró en una zona
oscura. Unos segundos después escuché un grito.
No pude ver el resto. La
puerta de mi celda se abrió y Tamis me gritó:
—Ha empezado, Ramatre.
Noté entonces la palidez
del carcelero y me acerqué a él, vi por encima de sus hombros a varios soldados
que corrían por el pasillo e iban abriendo todas las puertas. Uno de ellos me
gritó al verme titubear:
—El Ejército se ha
puesto a las órdenes del general Lujan. Venga, muévete y toma un arma, trovador.
Se alejó y otro soldado
casi me derriba al pasar corriendo. Vi que Wokar salía de un cuarto y me miraba
sin entender nada. Recordé que Isolda no había hablado con él y desconocía los
planes.
Anduve por el pasillo y
salí de él, entré en una habitación donde había mucha gente y la confusión era
grande. Tamis me pisaba los talones y Wokar, a mi lado, no paraba de hacerme preguntas.
—La ciudad se ha
rebelado contra Vankro —le dije sin mirarle, buscando a Alehja. Me preocupaba
ella. Si Lujan le había contado que Varania estaba en el palacio de su hijo
podía cometer un error irreparable.
Sentí que una mano se
apoyaba sobre mi hombro y me obligaba a volverme. Me encontré frente a frente
con Lujan.
—No es la revuelta de
nuestros partidarios, Ramatre —Lujan aspiró hondo y añadió: Son los simos. Desde hace horas se dedican a
matar humanos. En otros barrios el pánico es indescriptible y la gente huye
enloquecida.
Salimos a la plaza. De
pronto me encontré con un láser en las manos y rodeado de soldados. Eché un
vistazo al patíbulo y luego a la oscuridad de donde partió el grito desgarrador
del centinela. Alguien dirigió hacia allí la luz de una linterna y pudimos ver
que varios simos rodeaban un cuerpo.
Sonaron silbidos de
ballestas al ser disparadas y la noche se iluminó con trazos de los láseres.
Los simos que no fueron alcanzados
escaparon por una bocacalle.
Lujan estaba hablando
con varios oficiales y un general. En realidad les impartía órdenes. Le escuché:
—Quiero grupos que
recorran los distritos y encaucen a la gente hacia las zonas aún no habitadas.
En esas casas estaremos a salvo por el momento. Mientras sea de noche todo será
confusión y desconcierto.
Comprendí que la idea
básica de Lujan era salvar el mayor número posible de personas... y matar a
cuantos simos se pudiera. Los
humanoides representaban un peligro en la parte de la ciudad que la gente había
ocupado por el momento. La urbe era demasiado extensa y su mayor parte estaba desocupada,
y ésta era el área menos peligrosa por el momento.
Me pregunté cómo nos las
arreglaríamos después, con el nuevo día, para reconquistar lo que pensábamos
abandonar. Lo frágil del plan urgente de Lujan era que apenas íbamos a disponer
de alimentos y agua. Nuestra retirada, por lo tanto, sólo podía ser considerada
como temporal. Tendríamos que convertirla en muy breve.
Mientras pensaba todo
esto los gritos de pánico nos envolvían y eran generales en todas partes.
Acudían personas por las calles, hacia los grupos de soldados y personal
armado.
Lujan se apartó de sus
oficiales y me dijo lleno de rabia:
—Es como si los simos hubieran olido desde ayer que
estaban a punto de ser descubiertos. Todavía son casos aislados, pero cada momento
que pasa se unen más a los que han enloquecido, según me han contado; matan a
cualquier ser vivo, sea humano, animal o simos
que permanece emocionalmente estable.
Hizo una breve pausa
para recuperar el aliento y le encontré desesperado cuando dijo:
—Espero que cumplan las
órdenes sin mi presencia, porque yo debo ir al palacio.
—Si lo haces todo se
vendrá abajo. Te necesitan, Lujan.
— ¿Es que no lo
entiendes? Alehja desapareció de mi vista, corrió en busca de nuestra hija. Si
no la mata un simo asesino lo harán
los sacerdotes o el propio Mulgarsten.
—Ocúpate de organizar la
retirada. Serás imprescindible esta noche y mañana. Déjame que yo me ocupe de
ir al palacio. Ten confianza en mí.
Lujan miró a su
alrededor, la confusión de la plaza, y accedió en contra de sus deseos. Yo
llamé a Wokar y le pedí que me siguiera junto con los otros hombres que formaron
con nosotros el comando dos noches antes.
Wokar me preguntó a
dónde iríamos.
—Maldigo a los dioses
que se ceban en nosotros. Amigo, si alguien es capaz de salvar a este pueblo
tenemos que encontrar a Alehja sana y salva..., y a su hija.
Mi compañero no necesitó
saber más. En los corrales de la cárcel permanecían unos uyaks, les pusimos los arneses y mi pequeño pero decidido grupo
galopó tan rápido como nos permitieron las riadas de fugitivos que seguían
confluyendo a la plaza.
Para colmo de nuestras desdichas no se habían encendido todas las luces de las calles. Algún generador no se había puesto en marcha aquella noche. La Luna Roja tardaría en hacer su aparición. Me dije que nunca dejaba de asistir como fría espectadora en cuantos momentos cruciales nos veíamos inmersos los humanos de Hongara.
Mientras nos abríamos paso a través de aquella locura colectiva que nos imponía barreras a cada tramo, pensaba que si salía con vida mi mente no olvidaría jamás tales momentos de angustia.
No sólo luchaba por
llegar cuanto antes a palacio, sino que intentaba ordenar mis ideas al tiempo
que debía prestar atención a cuanto me rodeaba. Todos mis sentidos tenía que
dedicarlos a sortear los peligros que de repente surgían ante mí y mis
compañeros.
A veces era un simo asesino quien saltaba sobre mi uyak y yo espoleaba mi lagarto para que
lo aplastara; pero en otras ocasiones descubría que varios humanos corrían para
salvar sus vidas y eran perseguidos por aquellos seres de piel blanca que,
irónicamente, no habían perdido su belleza a pesar de su transformación mental.
Perdí a uno de mis
compañeros. Una pequeña horda de siervos con los cuerpos cubiertos de rojo por
la sangre de sus víctimas, lo aplastaron y arrastraron lejos de su montura y en
medio de la calle lo mataron a zarpazos.
Wokar me hizo un gesto
para que siguiéramos. Era inútil volver grupas. El desdichado había muerto
apenas cayó al pavimento.
En la avenida próxima
las cosas estaban un poco mejor. Un destacamento de soldados escoltaba a muchas
personas en dirección a la zona de la ciudad no habitada, siguiendo las
instrucciones de Lujan. Un poco más adelante presencié la muerte de muchos simos. Yo hubiera salido garante de
ellos porque estaba seguro de que no eran asesinos. Pero en la oscuridad de la noche
no se les podía pedir a los guerreros que supieran distinguirlos. A ellos se
les había dicho que los sumisos simos
habían enloquecido y no existía otra solución que exterminarlos.
Llegamos ante el palacio
y encontramos sus alrededores regados de cadáveres. Simos y humanos formaban montones de muertos.
Detuvimos los uyaks ante la entrada, y unos soldados y
varios criados salieron al vernos llegar. Un oficial se adelantó hasta mí.
Llevaba un láser en la mano izquierda y una espada en la otra.
—Hemos matado a los simos que encontramos — me dijo. No me
reconoció, pero sin duda pensaba que yo estaba allí para ayudarle. Aquella
noche todos los humanos de Hongara habían comprendido que era precisa la
solidaridad entre nosotros—. No queda nadie dentro. Voy a conducir a ésos —Señaló
a los atemorizados criados— al exterior, donde nos ha ordenado el general
Lujan.
— ¿Dónde está Vankro? —pregunté—.
¿Habéis encontrado a una niña de unos cuatro años?
—Al menos no he visto
ningún cuerpo de niño dentro —el oficial parecía cansado y atemorizado. Se
encogió de hombros—. ¿Vankro dices? Bah, ese maldito cobarde se encontraba en
la Sede de los fanáticos cuando empezó todo.
—Me han dicho que Alehja
se dirigía aquí.
—La Señora no llegó a
entrar porque le dijeron lo que te he explicado. ¿Qué ocurre?
Ni siquiera di las
gracias al oficial por sus informes. Ahora sabía dónde se encontraba Alehja, y
también Varania puesto que Vankro había permanecido todo el día en compañía de
los sacerdotes de la Iglesia del Castigo.
La plaza donde estaban
el palacio de Mármol Rojo y el edificio convertido en Sede de la maldita secta
de locos no se encontraba lejos, apenas a unos quinientos metros.
Pero para llegar a ella
necesitamos más tiempo del debido. Una de las calles estaba totalmente obstruida
por barricadas que grupos de soldados y ciudadanos armados habían alzado para
contener a cientos de simos y
proteger la retirada de mujeres, niños y ancianos.
Tuvimos que dar un rodeo
y aún nos entretuvimos más al enfrentarnos a varios simos que nos salieron al paso armados de espadas y lanzas. Algunos
llevaban rifles, pero los muy malditos los usaban como mazas, afortunadamente
para nosotros.
Las cercanías de la Sede
y el palacio de Mármol Rojo eran un desolado campo de batalla. Allí se había
combatido desesperadamente y los simos,
tal vez los mismos que se pretendía detener con la barricada, dejaron con
creces su marca de locura.
No había un solo humano
vivo delante de la Sede y las puertas abiertas me produjeron un escalofrío y me
llenaron de malos presagios. Entramos y recorrimos las habitaciones con las
armas en ristre, tensos los músculos y ofuscadas las mentes. Sabía que allí
había una gran cantidad de simos,
sobre todo muchachas, y podía haber pasado lo peor. Las hembras no eran menos
peligrosas que los varones cuando su inestabilidad psíquica entraba en erupción.
Identifiqué entre los
muertos a muchos soldados de la guardia personal de Vankro, amontonados entre
los cuerpos vestidos con túnicas amarillas. Había también bastantes personajes
adictos al Señor de Hongara, unos cayeron sorprendidos por los simos y otros luchando bien o mal por
sus vidas.
Hallamos a uno moribundo
y tuvo arrestos para decimos que en la planta superior se había refugiado
gente.
Al fondo del vestíbulo
había una escalera amplia que se abría en dos corredores, y a sus pies una pila
de simos que me hizo pensar que hubo
un intento de asalto al primer piso. Pasé sobre los cadáveres y corrí escaleras
arriba. Escuché las pisadas de mis compañeros a mis espaldas.
Al llegar al rellano miré
las puertas abiertas, dudando si seguir por la izquierda o la derecha.
Un destello surgió de
una habitación y disipó mi vacilación. Corrí hacia allí y entré sin tomar la
más mínima precaución.
La escena que
contemplaron mis ojos era tan confusa que no entendí nada enseguida.
Alehja estaba a un lado,
arrodillada junto a una mesa, y se abrazaba a la pequeña Varania. Lejos de las
dos, Vankro se revolcaba en el suelo e intentaba contener la hemorragia de su
herida en el vientre, una larga herida que le llegaba hasta el pecho. Era la
línea mortal de un láser.
Un ruido a mi derecha me
hizo volver la cabeza, justo a tiempo para ver que Mulgarsten intentaba
mantenerse en pie. Sus manos se apoyaban en un mueble y una de ella aún amartillaba
una pistola. De su estómago surgía algo brillante y dorado, que crecía. Era la
empuñadura de oro de la espada de Lujan. El acero salía del cuerpo del primer
consejero, que lo había atravesado. La punta de aquel arma matadora de líderes
y señores la empujaba su última víctima contra la pared.
Mulgarsten me descubrió
y abrió cuanto pudo los ojos al verme. Escupió sangre y llevó a cabo un nuevo
esfuerzo para seguir erguido ante mí, se golpeó la espalda y la espada cayó al
suelo e hizo sonar su metal en el mármol.
El consejero intentó
levantar su mano armada y apuntarme, pero el acero había dejado en su carne un
canal abierto, demasiado grande, por el que se le escapó el mínimo resto de
vida que conservaba.
Mulgarsten se derrumbó
de bruces y su total inmovilidad me dio a entender que no debía preocuparme por
él.
Cuando me volví hacia
Vankro, Wokar ya estaba a su lado, y levantó la cabeza y la movió para decirme
en silencio que ya no podíamos hacer nada por el Señor de Hongara.
Sentí como si me
hubieran arrebatado el aire a mi alrededor, me invadieron las náuseas y todo
giró ante mí.
Pero afortunadamente no
me desmayé y anduve hacia donde Alehja permanecía con la mirada perdida y
abrazada a su hija.
Aquel lugar tenía más
cadáveres, pero el único que reconocí fue el del Sumo Sacerdote. Los demás eran
cuerpos que no me importaban porque en aquel momento pensaba en Isolda y volvía
a marearme la desesperación al no saber dónde podía estar.
Uno de mis compañeros se
acercó a mí y me puso delante la espada que poco antes había perforado a Mulgarsten.
La había limpiado de
sangre y me la ofreció diciéndome:
—Creo que Lujan es su
dueño.
La cogí por su
empuñadura de oro y la usé para ayudarme a inclinarme delante de Alehja. Ella
me miró y yo me estremecí porque su mirada parecía carecer de vida.
Unos pasos suaves por el
mármol no me distrajeron, pero la voz que surgió a mis espaldas me hizo pensar
que tal vez había dioses en alguna parte y uno de ellos no debía ser tan
despiadado como los demás. Isolda estaba viva, la vi a mi lado cuando también
se arrodilló cerca de Alehja y empezó a acariciarle el cabello.
—Ha visto cómo su hijo
moría por defenderla. Mulgarsten quería matarnos a las tres. A mí porque me acusaba
de haber provocado la revuelta, y a ellas... —titubeó—. No sé. Las quería matar
porque estaba furioso. Poco antes había dicho el Sumo Sacerdote que Alehja
había embrujado a los simos para que
ella y su amante se sentaran en el trono.
Las manos de Isolda
rozaron las mejillas de Alehja y de Varania y la primera parpadeó. Yo volví a
ver una chispa de vida en los ojos tristes de Alehja y le dije impulsivamente:
—Has de reaccionar,
Alehja. Tu hija vive y Lujan lucha en estos momentos por salvamos.
Ella movió despacio la
cabeza y miró a su hijo. Luego me contempló y yo leí en su expresión que se sentía
cansada e indiferente a la tragedia que se desarrollaba fuera.
—Es tarde —dijo con un
hilo de voz—. Esta vez tenemos al enemigo entre nosotros y apenas quedarán
supervivientes de este maldito pueblo.
— ¿Qué pueblo?
—Nosotros, Ramatre.
Somos un pueblo condenado. Quizá llegamos a este mundo a expiar nuestras
culpas, las de nuestros padres. Estamos condenados a extinguirnos.
—No debes hablar así. Tú
eres fuerte, lo has demostrado siempre. Recuerda cuando tú y Varan nos salvasteis.
Fue en el sótano del palacio de Mármol Rojo, ¿entiendes? En aquel lugar encontraste
la forma de acabar con el peligro Khrislo.
Aspiré profundamente,
más esperanzado porque había visto en Alehja un cierto destello de curiosidad.
—No existe ninguna
palanca, ningún dispositivo que esta noche acabe con los simos. Ellos son un experimento fallido de los laninkos —susurró
ella.
—Hay un medio, Alehja.
—A medida que pasen las
horas enloquecerán más y más, todos se contagiarán, no quedarán ningún simo
sumiso. Buscarán hasta al último de nosotros y no pararán hasta exterminarnos.
Es así. Por eso el guardián Inkoss no los usó para que nos aniquilaran,
Ramatre. Inkoss sabía que luego no podría borrarlos del planeta como había
dispuesto que lo haría con los khrislos cuando éstos completasen su trabajo.
Yo sonreí forzadamente.
—Piensa, Alehja. Ellos,
los simos, son diferentes de
nosotros. ¿Lo entiendes? Son distintos. Las leyes establecidas por los laninkos
en esta ciudad están de nuestra parte en estos momentos.
Alehja soltó un poco a
Varania y la niña me dirigió una sonrisa tímida.
—No te comprendo... No
puedo entenderte. Mi cabeza da vueltas. Quisiera llorar y luego dormir... —musitó
ella.
—Ahora no puedes
desfallecer. Lujan intenta organizar la defensa, pero es casi imposible porque
nuestros enemigos están entre nosotros, agazapados.
— ¿Qué quieres de mí,
Ramatre? —suplicó Alehja.
—Sólo hay una fuerza
capaz de ayudarnos y acabar con los simos.
Con todos. Lo siento, pero es así.
— ¿Cómo?
—Cuando los laninkos
descubrieron que su intento de convertir su existencia más fácil gracias a los simos era inviable, recurrieron a la
técnica y se olvidaron de la genética.
Alehja abrió la boca.
— ¿Quieres decir que yo
modifique...?
Asentí con la cabeza.
—Eso es.
La ayudé a ponerse en
pie.
—Y lo has de hacer enseguida. Esta misma noche ha de empezar una limpieza muy especial en la ciudad.
Empiezo a bajar los escalones y pretendo pasar ante la máquina que me sigue observando, pero ésta me desprecia y se aleja de mí, cruza el patio y aplasta los cuerpos de los simos, pero elude respetuosamente el cadáver de un humano. Cruza la puerta y se aleja por la calle.
Antes de que yo salga de
la casa de Wokar, otras máquinas entran y comienzan su labor de limpieza. Recogen
la carne de los simos. Cuando se
marchan al piso superior sólo queda el humano asesinado la noche anterior por
los siervos. A éste, pienso, como a otros muchos que aún permanecen en la
ciudad, tendremos que enterrarlo nosotros.
Está amaneciendo. En la
calle empiezo a caminar, me cruzo con grupos de gente que ahora se atreven a
salir de sus casas, donde han permanecido encerrados. Todos saben lo que ha
pasado y lo que aún ha de ocurrir en las próximas horas. Aunque se sienten a
salvo mientras estén cerca de ellos los robots, el terror no se ha disipado de
sus miradas.
Cada vez suenan menos
los gritos de los simos que son
descubiertos por los robots echados a la calle por Alehja durante la noche, sacados
de sus almacenes para ejecutar una labor hasta entonces no realizada por ellos.
No fueron puestos en funcionamiento para sanear la urbe, sino para actuar como
verdugos y luego llevarse lejos los restos de sus ejecuciones.
Cuando Lujan llegó al
palacio de Mármol Rojo, Alehja ya había terminado su trabajo de alterar los
cerebros positrónicos de los miles de robots que llenaban los almacenes. El
general me escuchó en silencio y no se pronunció entonces.
Todavía ignoro lo que
piensa de lo que hemos hecho Alehja y yo; bueno, en realidad ella lo hizo todo.
Pero veo pasar cerca de
mí un gran robot—camión cargado de cuerpos de simos y pienso que entre ellos hay una gran parte de inocentes, que
tal vez jamás se hubieran rebelado contra nosotros. Recuerdo los hermosos rostros
de los seres que yacían hibernados en la Luna Roja y me digo que nunca debimos
despertarlos, pero también me pregunto por qué los conservaron así sus creadores,
los laninkos.
Eran Wrangull, lo dijo
Jando.
Eran un peligro latente,
añado yo.
Jando no se aparta de mi
mente. ¿Cuándo volverá a visitarnos otra criatura, humana o no, que sea Hiyagala?
Deseo ardientemente
conocer el completo significado de la palabra Hiyagala.
Ojalá algún día alguien
venga de las estrellas, tal vez de las mismas de donde un día partieron
nuestros antepasados, y nos explique lo que encierra el vocablo Hiyagala.
Llego a una plaza y me
detengo junto a una casa, me apoyo en su pared y contemplo el sol que asciende.
Allí hay tantos cuerpos sin vida de siervos que vuelvo a sentirme mal.
Sigo llevando el laúd y
vuelvo a mirarlo. Es como un objeto extraño para mí. Lo tomo con fuerza y lo
estrello contra la pared. Sé que no volveré a tocarlo, sé que no volveré a
cantar ninguna canción mía o aprendida de mi padre.
Pero no sé si después de
este día volveré a ser lo que fui.
Echo a andar. Quiero
buscar un rincón donde esconderme de todos, no salir hasta que el último robot
haya regresado a su cubil tras terminar su misión.
Necesito Soledad para
pensar.
Quiero meditar sobre
muchas cosas, como por ejemplo en esas otras ciudades que se extienden a lo
largo de la Zona Central.
FIN
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