lunes, 15 de mayo de 2023

ASESINATO EN LUNA TERMINO (ALAN COMET)

 

 

P R Ó L O G O

 

 La emoción se apoderó de ella cuando la astronave, después de girar, empezó a descender sobre el espaciodromo de Luna-Término.

Era su primer viaje espacial.

Había soñado—¿cuántas veces?—con unas vacaciones como aquéllas, pero sólo ahora, cuando a través del ojo de buey podía contemplar el fantástico aspecto del satélite de la Tierra, se daba cuenta de que todo lo que había previsto en sus sueños quedaba muy por debajo de la misma realidad.

Ya desde Luna-Primus, la estación donde los astrocohetes se detenían, antes de descender directamente sobre el satélite, para girar convenientemente, entrando de lleno en la zona de atracción lunar, les habían dejado asomarse un poco, viendo aquella esfera blanquísima, repleta de cráteres y desiertos, y al otro lado, como «una luna enorme», el azulado planeta de donde procedían: la Tierra.

Todavía le parecía mentira haber conseguido de míster Smith aquel permiso, en plena temporada de ventas, cuando los países europeos, después del cambio de canales, al nuevo 3B, compraban más aparatos de televisión que nunca.

Pero la verdad era que Preston Smith, el ocupadísimo director, había cambiado mucho, en las últimas semanas, respecto a ella: una de las oscuras secretarias de los departamentos de publicidad.      

También era verdad que ella había pasado, voluntariamente, seis semanas en compañía del ingeniero técnico Aler y que había salido completamente agotada de aquel trabajo penoso y exhaustivo.

«Voy a concederle unas vacaciones, señorita Carey-—había dicho Smith—. Creo que un par de semanas en Luna-Término nos la devolverán como nueva.»

Y así había sido.

Ahora agradecía infinitamente a su jefe que le hubiese dado aquella oportunidad para distraerse y olvidarse del agotador trabajo que haba realizado con el ingeniero Aler.

La azafata iba de un lado para otro, repasando el estado de los cinturones de seguridad y repartiendo sonrisas y cigarrillos.

Los ciento ochenta viajeros parecían satisfechos y todos ellos, sobre todo los que hacían el viaje por vez primera, estaban deseosos de poner el pie en el suelo lunar.

Un altavoz rompió el silencio:

—¡Estamos alunizando en este momento! Se ruega a todos los pasajeros que no se muevan de sus asientos hasta que la nave se haya detenido por completo.

Myriam lanzó otra ojeada al exterior, viendo aparecer las cúpulas de un gran número de edificios lunares. Alzándose un poco más, descubrió las compuertas gigantescas que, como una colosal mandíbula, se estaban abriendo bajo el astrocohete. Después, poco a poco, a medida que la nave descendía, las compuertas se convirtieron en el único horizonte visible, envolviendo a la nave en una especie de luz azulada que, indudablemente, no era la natural.

Una especie de estremecimiento, ni muy brusco ni muy largo, sacudió el aparato que, inmediatamente después, quedó parado, inmóvil por completo.

El altavoz se dejó oír nuevamente:

—¡Ya hemos alunizado! Todos los viajeros pueden desprenderse de los cinturones de seguridad y dirigirse a las puertas de salida.

El hombre que estaba junto a la. joven y con el que había charlado casi todo el camino — se llamaba Fred Loos y también era la primera vez que venía a la Luna—, se volvió hacia ella, sonriendo.

—Ya hemos llegado.

—Ha sido muy emocionante.

—Esperemos que lo que nos falta por ver lo sea más. No cuesta muy barato este viaje.

Ella sonrió.

—No importa... Yo, hasta ahora, lo he pasado maravillosamente.

Se dirigieron hacia una de las puertas, de donde descendía una rampa movible. Al final, dos empleados recogían los pasajes.

—No me siento tan ligera como pensaba — dijo Myriam, cuando se dirigían hacia la Aduana.

Una dama que iba tras ella se adelantó, tocándola en el hombro.

—No se preocupe, querida. Toda esta parte está sometida a la acción del «geogravitador».

La muchacha frunció el entrecejo.

—¿Qué es eso ?

—Un mecanismo que hace que la gravedad, en este recinto, sea igual a la de la Tierra.

—¡Oh! — Myriam parecía desilusionada—. ¿No podremos entonces sentirnos mucho más ligeros ?

—Eso será después, querida. Cuando abandonemos este recinto para ir a Luna-Ciudad.

Miró a aquella mujer con admiración.

—¿Ha venido usted otras veces, verdad?

—Esta es la quinta. Vengo, generalmente, dos veces por año.

—¡Qué suerte!

La Aduana no era más que un pasillo y la dama explicó a la muchacha que una serie de aparatos, ocultos detrás de las paredes, «examinaban» a los viajeros, sobre todo desde el punto de vista radiactivo.

—Todas las naves del espacio—dijo—, incluso las militares que van a Marte-Base pasan por aquí. El gobierno Continental Americano se preocupa mucho del tráfico de sustancias radiactivas.

—Comprendo.

Al otro lado de aquel pasillo, una hermosa sala se ofreció a los ojos de la muchacha. Jóvenes de Luna-Término, ataviados con trajes espaciales, se dirigieron hacia ellos.

—Ahora van a pasar a las cámaras de desgravitación progresiva. Será cosa de una media hora... Luego estarán ya en condiciones para poder vestir los trajes espaciales y viajar en el ambiente selenita.

Las cámaras de desgravitación progresiva eran individuales y estaban lujosamente amuebladas, con un televisor y un bar, así como una discoteca, con objeto de que su ocupante pudiera distraerse mientras las máquinas iban modificando la gravitación, para que el organismo se acostumbrase a la reducción obligada que correspondía a la Luna.

Myriam contempló un divertido programa de televisión, comprobando que aquel aparato era de los que fabricaban en su empresa — sonrió al aplicar el adjetivo—. La empresa donde ella trabajaba, rectificó, la Intercontinental Televisión, cuyo poderoso director había sido su ángel bueno al proporcionarle aquel maravilloso viaje.

Cansada del programa, cerró el aparato, oyendo unos cuantos discos y fumando unos cigarrillos.

¿Cómo sería Luna-Ciudad?

Había visto algunas fotografías, pero sabía que nada puede igualar la experiencia directa de las cosas.

El tiempo pasaba mucho más lentamente de lo que ella había esperado.

Por fin, una de las puertas, justamente la opuesta a la que ella había utilizado para entrar, se abrió.

Y la muchacha lanzó una exclamación de asombro.

—¡Usted! — dijo, sin saber qué pensar.

El hombre avanzó hacia ella.

Myriam no sintió miedo alguno, porque no debía sentirlo. Sólo la sorpresa y el asombro naturales se pintaron en su rostro.

—¡Nunca hubiese imaginado... — empezó a decir.

—El mundo es muy pequeño, señorita Carey — le interrumpió él—. A veces — corrigió—, demasiado pequeño.

Y fue entonces cuando, bruscamente, se abalanzó sobré ella.

*     *     *

Marthin echó una distraída ojeada a los mandos. Después miró su reloj.

Faltaban doce minutos.

Así convencido de que podía seguir leyendo y, con un poco de suerte, conocer la identidad de aquel misterioso personaje que el autor de «Crimen en la Galaxia» había lanzado a las páginas de la emocionante novela, volvió a la lectura.

En el fondo, aquellos eran los mejores momentos que pasaba, como empleado permanente en Luna-Término, Sección de Desgravitación Progresiva. Por eso se alegraba cada vez que llegaba un astrocohete a la Base.

Porque la media hora que se prometía a los viajeros era, en realidad, un lapso de tiempo mayor, que llegaba hasta las dos horas y media. Claro que ellos, 1os conejos de indias, no se percataban del tiempo, puesto que sus relojes, bajo una falsa alarma de desmagnetización, les habían sido provisionalmente confiscados a la entrada de las cámaras individuales.

El reloj que había en las estancias funcionaba «de una manera un poco particular.

El héroe do la novela surcaba, en aquellos momentos, lejanos espacios, en un poderoso astrocohete, mucho más rápido que la luz. Había conceptos oscuros, pero que no dejaban de ser emocionantes: «duplicada espacial», «curvatura plani-forme»... El autor no ahorraba ideas que pudiesen ayudar con toda la fantasía posible a sus futuristas propósitos.

Pero lo que más interesaba a Marthin era conocer la identidad del misterioso criminal de la Galaxia que, después de haber cometido su última fechoría, asesinar y robar a un ganadero de Ganimedes, se había refugiado en un planetoide, con toda su banda, tendiendo un cepo al héroe que, sin sospechar lo que le esperaba, seguia avanzando con su nave hacia el fatal destino que el criminal le había preparado.

De no haber sido por aquellas emocionantes páginas, Marthin se hubiese percatado de que la luz-control de la cámara de desgravitación número 68 había parpadeado, prueba inequívoca de que alguien había abierto la puerta interior.

Pero el héroe de la novela se hallaba en una situación tan peligrosa que era imposible que él separara los ojos del libro.

Cuando el zumbador le avisó, doce minutos después, comunicándole que desgravitación se había realizado, Marthin lanzo un terno, entornó el libro y acercando sus labios al micrófono, gritó:

—¡Salgan por la puerta amarilla, señores viajeros Luego, por la fuerza de la costumbre, vio cómo se iban encendiendo las luces de las cámaras, a medida que las puertas se abrían. Tentado estuvo de seguir, como siempre, aquella iluminación, pero volvió al libro, ansioso de conocer el final de la trama.

La joven prisionera lograba escapar, en el último instante, corriendo a desconectar el mortal aparato que el criminal de la Galaxia había montado y el héroe aterrizaba en el planetoide, lanzándose a una lucha feroz contra los bandidos.

Llamearon las pistolas plutónicas...

—¿Otra vez leyendo?

Marthin se sobresaltó, volviéndole, furioso, al ver que se trataba de Jack, su compañero de trabajo, el que se encargaba de las cámaras de los caballeros.

—Me has asustado.

—Mejor es que te haya asustado yo a que fuese el vigilante. ¿Estás loco, Marthin? ¿No sabes que no se puede leer durante el servicio?

El otro se encogió de hombros.

—¡Bobadas! Nunca ocurre nada y todo eso son ganas de complicarnos la vida. ¿Cuándo se darán cuenta de que un robot podía hacer este trabajo mejor que nosotros?

—No digas idioteces. La Compañía Tierra-Luna tiene demasiadas responsabilidades para encargar a una máquina de un control tan importante como el de la desgravitación.

—¡Bueno, bueno! Basta de monsergas... Todo ha ido bien, ¿no?

Y señaló el cuadro de control.

Pero, al mismo tiempo que su amigo que también había mirado hacia allá, frunció el entrecejo.

La luz de la cámara 68 continuaba apagada.

Sonrió, esforzándose visiblemente por lograrlo.

—Se habrá mareado... —dijo, con voz insegura—. O se habrá quedado dormida.

—¡Vamos!—insistió el otro, tremendamente serio.

Corrieron por el estrecho pasillo, hasta detenerse ante la puerta amarilla de la cámara.

—Has tenido suerte, después de todo — dijo Jack—, de que haya ido a verte. Si el vigilante supiese que habías dejado un viajero aquí... ¡Abre!

Marthin colocó el pulgar en la cerradura clasificadora y la puerta se abrió lentamente.

Entraron.

Por el momento, desde donde estaban, junto al umbral de la puerta, no vieron nada. El sillón confortable, una especie de monumental sofá, les ocultaba la escena.

Pero cuando penetraron decididamente en la cámara, hasta las proximidades del televisor, ambos palidecieron intensamente, no encontrando palabra alguna para expresar el pánico que se había apoderado de ellos.

Tardaron unos minutos en volver a encontrar el control voluntario de sus lenguas.

—¡Es horrible!

—¡Qué espanto!

Y no era para menos.

Myriam Carey yacía en el suelo, en medio de un gran charco de sangre. Una expresión de indecible terror contraía, grotescamente sus rasgos. Pero lo más horripilante era que le faltaban los dos brazos.

Jack recobró primero la serenidad.

—¡Vamos! ¡Hay que avisar a la Policía! —No toquemos nada.

El otro salió, seguido por su amigo, tan profundamente impresionado que tuvo que ser el propio Jack quien hablase por el interfono, relatando al Vigilante general lo que acababa de ver.

 

CAPÍTULO PRIMERO

 Donald Callowan jugueteó con el cortapapeles, sin dejar de mirar a Alex.

Esto.es todo, muchacho— dijo, al cabo de un instante.

Morton acabó de encender el cigarrillo; después preguntó:

—¿Cómo es posible que alguien entrase en la cámara de desgravitación sin que el empleado se diese cuenta?

—Ya te he dicho que aquel idiota estaba leyendo una nóvela: «Criminal de la Galaxia», creo que era el título.

—Entraron por la puerta amarilla, ¿verdad?

—Sí, aunque no sé por qué pluralizas.

—Es un modo de hablar.

—Bien. La chica, según ha comunicado la Policía de Luna-Término, era una muchacha corriente, secretaria en una fábrica de aparatos de televisión para la exportación, la Intercontinental Televisión.

—¿Crimen pasional ?

—No sabemos nada. La Policía de Luna-Termino nos lo ha remitido todo: incluso el cuerpo.

Abrió un cajón, tendiendo un bolso negro al agente.

—Ahí tienes su bolso — y viendo que el otro no alargaba la mano—. Puedes cogerlo. No había más huellas que las suyas.

Alan se apoderó del objeto, abriéndolo y vertiendo su contenido sobre la mesa.

Fue diciendo en voz alta lo que contenía.

—Un tubo de labios, un tubo de aspirina y una llave...

Se la quedó mirando.

—¿De dónde es esta llave ?

Callowan se encogió de hombros.

—No lo sabemos aún.

Y después de una pausa.

—El asesinato no me habría llamado la atención a no ser por la mutilación del cuerpo.

—Le faltaban los dos brazos, ¿verdad?

—Sí.

—Eso no excluye la hipótesis de crimen pasional. Ya me entiende usted. El estilo de esos locos : «Tus brazos, con los que has rodeado el cuello de mi odioso rival..., etcétera.

—Puede ser; pero no.se expone uno a matar a una mujer infiel, precisamente, en la cámara de desgravitación de Luna-Término.

—Cualquier sitio es bueno.

—No digas bobadas, Morton. Tú sabes, igual que yo, el control electrónico de esas cámaras. Basta que se abra una puerta a destiempo para que el empleado...

—En este caso se abrió.

—¡Ya lo sé! Pero el criminal no podía imaginarse que iba a tener tanta suerte. A menos que conociese las aficiones de este idiota.

—Cosa posible.

El jefe movió la cabeza.

—A pesar de todo, no lo creo. El asesino tenía prisa por matar, por eso no tuvo tiempo de elegir otro sitio. Además, no se le ofrecía otra oportunidad, ya que una vez fuera de la cámara, de desgravitación, la víctima hubiese sido incorporada a un grupo de visita con su correspondiente cicerone. De no haber eliminado a la muchacha, como lo hizo, en la cámara de desgravitación, no habría podido hacerlo después, al menos con las óptimas condiciones que tenía allí.

Que hubiesen sido menos óptimas si el empleado hubiera acudido.

Eso depende. Un hombre decidido a matar no se hubiese detenido ante otro crimen.

Hubo una pausa.

—Supongo-—inquirió Alex-—que la culpabilidad de ese empleado está completamente descartada.

—Sí. Tuvo que someterse a un lavado psíquico, ya que deseaba no ser expulsado de la Compañía. ¡No es más que un estúpido!

—¿Y los otros viajeros?

-—Se les interrogó, pero sin resultados positivos.

Alex preguntó:

—¿Supone que el criminal estaba entre ellos?

—Es casi seguro, pero los Derechos Individuales nos coartan la labor en ese sentido...

—¿Y los brazos?

—Pudieron lanzarlos en cualquier convertidor del pasillo o de la sala de espera. Se tiran allí demasiadas cosas para poder analizar su contenido.

Un largo silencio se estableció entre los dos hombres.

Luego, el jefe, pasándose la lengua por los labios.

—No hace falta, Morton, que lo digas. Sé que te estás preguntando qué diablos tiene que hacer el S.I.P. en un asunto como éste.

—Lo ha adivinado. ¿ Es que andamos faltos de trabajo, patrón ?

—No.

—¿Entonces?

—Si quieres saber la verdad, no puedo decírtelo; sencillamente, porque la ignoro, Este asunto me huele mal: eso es todo.

Alex se encogió de hombros.

—Es igual. De alguna manera hay que justificar el sueldo que a uno le dan.

Echó una ojeada a los objetos que había sobre la mesa, apoderándose finalmente de la llave.

—Voy a ir a ver a los tipos que empleaban a esa muchacha. Habrá que empezar por alguna parte.

—Bien.

*     *     *

—La señorita Carey — dijo Preston Smith—- era una empleada modelo y no tenemos ninguna queja contra ella. ¡Imagínese si nos duele lo que le ha ocurrido!

Estaba sentado en uno de los más elegantes  despachos que Morton había visto en su vida. Todo era «fisiológico», hasta el sillón que ocupaba el agente y que, además de un cómodo asiento, le proporcionaba una sensación de tranquilidad completa.

—¿No tenía familia?

—No lo creo. Vino de Virginia donde, según le oí una vez, había dejado a una tía, que murió más tarde.

—¿Y amigos?

El otro sonrió, beatíficamente.

Tocios éramos sus amigos, señor..., ¿cómo dijo que se llamaba?

—Alex Morton.

—Bien. Todos éramos amigos suyos, señor Morton. Cuando le digo que era nuestra mejor empleada.

—¿ Fue por eso por lo que le concedió permiso y vacaciones para ir a Luna-Término?

Preston frunció el entrecejo.

—Lo de Luna-Término fue idea suya, inspector. Yo creía que merecía un descanso... y me limité a proponérselo. Fue entonces cuando ella me dijo que llevaba muchísimo tiempo deseando hacer un viaje espacial — sonrió—. Ya sabe usted que no se puede ir más que a la Luna.

Así era, en efecto. Marte estaba controlado por el Ejército americano y Venus por las tropas de la Gran Europa. Pero no eran, por el momento, más que bases militares.

—¿No estaba... enamorada?

—Lo ignoro en absoluto, señor Morton. La amistad que teníamos con la señorita Carey no nos autorizaba a inmiscuirnos en sus asuntos... digamos sentimentales.

—Ya comprendo. Pero yo me refiero a si alguno de ustedes la había visto acompañada por algún hombre, de una manera asidua.

—No.

—Está bien.

Alan sacó la llave, dejándola sobre la mesa de despacho.

—¿Sabe usted de dónde es esta llave ?

—Sí.

Morton arqueó las cejas.

No esperaba, en verdad, una respuesta afirmativa, categórica, como la que acababa de recibir del hombre que tenía enfrente.

Le miró fijamente.

—¿Qué quiere usted decir?

—Que conozco esa llave. Corresponde, seguramente, a la caja particular de la señorita Carey. ¿No la encontraron entre sus efectos?

—Sí.

—Todos nuestros empleados tienen, en la planta baja, una caja que nosotros les cedemos gratuitamente para que guarden sus cosas. Las llaves son distintas y, naturalmente, de tipo único, ya que no hicimos más que un ejemplar de cada una.

—¿Y si se pierden?

—Hay que descerrajar la caja. Ya sé que le parecerá molesto, pero es la única forma de estar seguros de que lo que se guarda allí no es fisgoneado por nadie.

—Comprendo.

Y después de un corto silencio:

—¿Le molestaría conducirme a la planta baja?

—¡De ninguna manera! Estoy a su disposición y no sabe usted cuánto me alegraría que pudiese encontrar al canalla que atacó a la pobre Carey.

—Haremos lo posible.

Instantes después, Alan se encontraba en los sótanos del edificio. Una sala enorme, cuyas paredes estaban cubiertas por las puertas de acero de más de quinientas cajas fuertes.

—Esto debió de costar un pico... — comentó el agente.

—Sí — sonrió el otro—, pero siempre hemos querido que la Intercontinental Televisión fuese una empresa modelo. Yo empecé por abajo, inspector..., y conozco todos los disgustos que la pérdida o el robo de objetos personales procura en empresas como ésta... Además—su voz se hizo enfática—, estamos asociados a la Panamericana de Higiene y Seguridad del Trabajo. Y no consentimos que ningún empleado trabaje con las ropas que trae de la calle. ¿Ve usted aquella ventanilla, al fondo?

—Sí.

—Las empleadas, ya que esta dependencia es sólo de mujeres, se desvisten aquí, guardando sus efectos en la caja correspondiente. Después, en aquella ventanilla, se les da una bata de trabajo completamente aséptica, que devuelven después.

Alan sonrió.

—Perdone usted, pero lo encuentro exagerado. Después de todo, aquí no se fabrican más que televisores.

—Y eso, ¿qué importa? — se escandalizó Smith—. Hace cuatro años, cuando todavía no estábamos asociados a la Panamericana, hubo, usted lo recordará, una epidemia de gripe rebelde... ¿Sabe cuánto nos costó la broma?

—No.    

—Dos millones de dólares. Desde entonces, señor mío, hemos tomado todas las precauciones posibles y no hemos vuelto a sufrir epidemia alguna.

—Lo comprendo. ¿Cuál es la caja de la señorita Carey ?

El otro le condujo ante una de ellas,

—Ésta.

—¿Puedo abrirla?

—¡Naturalmente!

Morton introdujo la llave, tirando después hacia él. La puerta se abrió sobre sus silenciosos goznes, iluminándose al mismo tiempo su interior.

Había unas perchas vacías y una especie de estantería, también vacía, excepto uno de los compartimientos en los que había una carta.,

—Tendré que llevármela—dijo Alan.

—Lo comprendo.

Se guardó el agente la carta en el bolsillo, echó una nueva ojeada a la caja vacía y volvió a cerrarla, guardándose la llave.

—Es por si necesitáramos que los del laboratorio hiciesen algunas pruebas—manifestó.

—Sí.

Momentos después, Morton, ya en la calle, subía a su «monoturbo» descapotable, buscando el camino que había de conducirle a Washington, donde estaba el Cuartel General del S.I.P.

Escogió, para mayor comodidad, la pista alta, conectando el piloto automático y dejando que el vehículo se moviese a una velocidad mediana. El control fotoeléctrico haría imposible que otro vehículo tropezase con el suyo, aunque también fuese con el automático, ya que se mantendrían a una distancia de unos cien metros.

Sacó la carta del bolsillo.

Estaba dirigida a un tal Charles Ebert, Lista de Correos E-327654, Nueva York, y su contenido era verdaderamente sensacional. 

«Querido Charles:

No sabes cuánto me cuesta encabezar esta carta con la palabra «querido», ya que hace mucho, muchísimo tiempo, que dejaste de ser para mí lo que antes eras. Es doloroso ver que una persona a la que... se aprecia, se convierte en algo tan monstruoso como tú. Hace unos días te envié trescientos dólares... como me pediste. ¿Cuándo va a terminar este horrible chantaje, Charles ?

¿Es que no queda en tu alma ni un pequeño rincón de piedad? Voy a salir, dentro de unos días, para un viaje que deseaba realizar hace muchísimo tiempo. La amabilidad de mis jefes y lo impecable de mi trabajo han hecho posible lo que, hasta ahora, había considerado como un sueño. ¿Por qué no me dejas tranquila de una vez? Yo no soy, ya lo sabes, una mujer rica y puedo llegar a desesperarme, prefiriendo acudir a la Policía, aunque tú me amenaces con algo que, después de todo, no es un motivo de vergüenza.

Lo que hasta ahora me ha detenido es el rescoldo que queda de todo lo que fue... Sin este recuerdo, hace ya mucho tiempo que estarías en la cárcel. Y no vayas a creer que tus amenazas me dan demasiado miedo. Sé que, en el fondo, sigues siendo tan cobarde como cuando...; pero ¿para qué remover el pasado?

Te escribo, como ordenas siempre, a  máquina, firmando de la misma manera y limpiando la carta para que no queden huellas dactilares... También te la dirijo a ese ridículo nombre que has elegido...

Piénsalo bien y deja que siga tranquilamente mi vida. ¡Ojalá sea ésta la última carta que tenga que escribirte!

Myriam.»

*     *     *

—¿ Qué piensas de todo esto ?

Alan miró al patrón.

—Ya le dije que se trataba de un asunto pasional.

El jefe sonrió.

—Si no estuviese seguro, como lo estoy, de que eres uno de los mejores agentes del servicio, te mandaba ahora mismo al equipo de limpieza... ¡palabra!

—¿Qué quiere usted decir?

Callowan señaló la carta, que estaba sobre la mesa.

—¿Sabes lo que han hecho los del laboratorio?

—No, pero ya dice ella que no había huellas; es decir, si no son las mías.

—¡Claro que estaban las tuyas! Pero eso no nos preocupaba.

—¿Había algunas más?

—Las mías.

Alan sonrió.

—¿He de detenerle, patrón?

—¡Ya te he dicho mil veces que dejes eso de «patrón»! Los del laboratorio examinaron tus huellas y las mías, haciendo pasar el papel, después, por un «integrador hormonal».

—¿Qué demonios es eso?

—Algo no hecho para cerebros atrasados como el tuyo. El «integrador hormonal» descubre las huellas de saliva, o incluso las de vapor de agua que brotan de la boca de cualquier individuo. Si te pones a escribir a máquina, en aquella misma, respiras, a menos que te pongas una máscara, Al respirar, miles de gotitas de saliva, microscópicas, son lanzadas hacia el papel, donde quedan. La saliva, como todos los líquidos orgánicos, lleva el «sello» de la persona que la emite.

«Desgraciadamente, ese «sello» no es lo bastante individual como para descubrir por él la personalidad de quien ha escrito la carta; pero hay algo que sí podemos saber: el sexo.

—¿Adonde quiere usted ir a parar?

—A una conclusión sencilla: el análisis de muestra, de una manera que no admite réplica, que esa carta no ha sido escrita por una mujer.

—¿Eh? — se asombró Morton.

—Como, lo oyes. Hay, según los del laboratorio, tres clases de «manchas de saliva»: las mías, las tuyas y las del «otro».

—-¡Que me ahorquen si lo entiendo!

—-Ésa es tu misión, querido Morton: entenderlo. Para eso te pagamos.

Alex frunció el ceño.

—Si estuviésemos — siguió diciendo el jefe — en otra época, veinte años atrás, por ejemplo, podríamos investigar el tipo de letra de la máquina; pero la utilización general de las de tipo eléctrico no puede ayudarnos en nada. Lo que sí sabemos, y eso no nos lo puede quitar nadie, es que Myriam Carey no escribió esta carta.

—Entonces, el tal Charles Ebert será una falsa pista, una invención.

—Eso no podemos admitirlo con los ojos cerrados. He ordenado que sea constantemente vigilada la Lista de Correos a la que iba destinada esta misiva. Tu compañero, Fred Irwin, se ha encargado de este trabajo y se pondrá en comunicación con nosotros en el momen...

La chicharra del interfono le interrumpió.

Donald oprimió un botón, sonriendo a Alan.

—Aquí lo tenemos.

Y, volviendo el rostro hacia la imagen juvenil de Fred, que apareció en la pantalla, preguntó:

—¿Hay algo nuevo, muchacho?

—Sí. Han venido a recoger correspondencia a la Lista de Correos. He seguido al empleado que vino. Ya sé para quién trabaja.

—Venga, explícate.

—Trabaja para una firma que se llama Magnetofón Americano. La dirige un tipo llamado Charles Ebert.

Se miraron.

Aquello, indudablemente, no lo esperaban.

 

CAPÍTULO II 

QUISIERA que me hablaras de esa Magnetofón Americano.

—Es una compañía bastante importante — repuso Fred, sentado en el otro extremo dcl «living»—. Se dedica especialmente, a la venta y reparación de cintas.

—¿No fabrica aparatos?

—Pocos. De ahí la tolerancia de las otras grandes firmas. Parece ser que ese Ebert descubrió un procedimiento de regeneración electrónica de cintas, lo que permite poder utilizar las ya usadas muchas veces. El precio bajó tanto, que las otras casas vieron aumentar sus pedidos de aparatos a una velocidad increíble. De ahí el éxito de Magnetofón Americano.

—Comprendo.

Y después de una pausa:

—Creo que voy a ir a ver a ese Ebert, aunque casi estoy completamente seguro de que me dirá que no sabe una palabra de todo este complicado asunto.

—Cada vez lo veo más embrollado.

Alan sonrió.

—Espero que no empezarás a pensar como el patrón. Yo sigo afirmando que todo esto no ha sido más que un asunto pasional.

—¿Y la carta?

—¿Quieres decir lo que demostró nuestro laboratorio?

—Sí.

—Depende — Morton se encogió de hombros—. Hay empresas, como ya sabes, en las que los empleados, desde la gripe de hace dos años, están obligados a trabajar con una mascarilla de gasa delante de la nariz y la boca. ¿Y si la señorita Carey hubiese escrito la carta en esas condiciones?

—Eso no explica la existencia de «un tercer tipo de saliva».

—¿Por qué no?

Fred miró, interrogativamente, a su amigo.

—¿Qué quieres decir?

—Que estoy seguro que míster Preston Smith exageró un poquito al decir que no había más que una llave para cada una de las cajas fuertes de sus empleados. Es más que posible que tenga una que las abra todas... y eso le hubiese permitido echar una ojeada a las cosas de la muchacha en cuanto se enteró de lo que le había ocurrido en Luna-Término.

—Ves las cosas de una forma que quita, francamente, a cualquiera todo el entusiasmo.

—Pero ¿es que buscas un asunto en el que lucirte? ¡Qué equivocado andas, amigo Fred! No hay más que ver los personajes de este drama: víctima, una secretaria cualquiera... el patrón, un gordinflón que no hace más que fabricar televisores y enviarlos a Europa y Asia. El otro, un fabricante y reparador de hilos magnetofónicos. ¿Qué clase de trama policíaca quieres montar con ellos?

Encendió un cigarrillo.

—En cuanto descubramos quién estaba enamorado de ella y a quién ella quería, lendremos en la mano el clásico triángulo y lodo se resolverá con la facilidad de un problema trigonométrico.

—Ahora me voy a ver a ese «limpiacintas». Ya te diré esta tarde lo que haya sacado en limpio.

*     *     *

Esta vez, con su «monoturbo» descapotable, escogió una de las pistas bajas. Deseaba experimentar la emoción de conducir y quería pensar lo menos posible.

Aunque esto era poco probable.

Intentaba, por todos los medios, convencerse de que aquel problema no tenía nada de particular; pero, cada vez que lo hacía, la misma pregunta se presentaba en su mente, con una intensidad creciente:

¿Por qué le habían cortado los brazos a la muchacha?

No, no valía la explicación que reiteradamente había dado al patrón y a Fred. Aquello no era la obra de un loco, ni de un sádico, ni de un enamorado exasperado.

Le habían cortado y quitado los brazos porque...

¡Cuánto hubiese dado por poder contestar aquella pregunta!

Se deslizaba, a cien millas a la hora, sobre la azulada superficie de la pista. Nueva York no estaba a más de diez minutos de Washington y aquel recorrido lo hacía constantemente, conociendo todos los detalles del camino.

Cuando, finalmente, se detuvo ante el edificio que alojaba la Magnetofón Americano, descendió del coche, echando una ojeada a la casa, de once pisos, situada en un sitio donde el pie cuadrado debía de valer una fortuna.

Sonrió, amargamente.

«Me equivoqué de camino — pensó—, seguimos estando en la Era de los Negocios y yo me dedico a la policía...»

Ya no había remedio y tenía que conformarse. Además — lo sabía perfectamente—, jamás habría valido para ser un hombre de negocios.

No le fue nada difícil — después de enseñar su credencial del SIP—, de ser conducido, a través de rampas deslizantes y ascensores ultrarrápidos, al despacho, no tan flamante como el de Smith, pero también muy elegante y moderno, del factótum de la Compañía: míster Charles Ebert.

Nada más ver a aquel personaje, comprendió Alex que no encajaba en el tipo de hombre que hace chantaje a una secretaria por unos cuantos cientos de dólares. Las sortijas que llevaba en sus dedos valían muchísimo más de lo que hubiese conseguido esquilmando a medio millar de jóvenes como la Carey, lo que hubiera llevado, sin duda alguna, mucho más tiempo del que disponía para otros importantes y positivos negocios.

Al tiempo que estrechaba la mano de Ebert, Morton estaba plenamente convencido de que perdía lastimosamente la mañana.

—Usted dirá, inspector...

Alex tomó asiento en uno de los normo-sillones, cuya materia esponjosa se ciñó exactamente a su cuerpo; después, tras encender el sempiterno cigarrillo, preguntó :

—¿Conocía usted a la señorita Myriam Carey, señor Ebert ?

No hacía falta andarse con rodeos y Alex disparó directamente su pregunta.

Unas ondulantes arrugas plisaron los párpados de Charles; luego, después de un silencio prolongado.

—Sí — dijo, con un hilo de voz.

La sorpresa fue del agente que, evidentemente, no esperaba aquella respuesta afirmativa.

—Le escucho — dijo.

—Conocí a Myriam en la Intercontinental Televisión — y viendo que el asombro aumentaba en el rostro del agente de SIP —. Sí, yo trabajé allí hace unos años.

¿Cuántos?

—Seis.

—¿Y en seis años ha logrado usted montar una industria como ésta?

Charles sonrió, visiblemente embarazado.

—Fue una cosa de suerte, inspector... Descubrí un procedimiento electrónico y las cosas se pusieron de mi lado.

—¿Por qué se marchó de la Intercontinental?

—No tenía mucho porvenir allí; además, existían ciertas diferencias entre Preston y yo...

—¿No sería por culpa de Myriam Carey?

Ebert esbozó una sonrisa.

—No. Carey y yo éramos solamente dos buenos amigos. El motivo de irme de allí fue encontrar mi fórmula de recuperación electrónica de las cintas. Quise asociarme con Smith, pero éste deseaba controlarlo todo...

—Comprendo.

Y después de una pausa:

—Voy a enseñarle una carta que se encontró entre los efectos de la señorita Carey y que, como usted verá, ha sido el motivo de que diésemos con usted.

—Precisamente me estaba preguntando cómo me habían relacionado con ella. Leí la desgracia que le ocurrió.

—¿No se ha preguntado usted por qué la mataron?

El rostro de su interlocutor se ensombreció.

—Sí, señor Morton. Lo he pensado muchísimas veces. Pero no logro explicármelo. ¡Hasta me parece imposible!

—¿Por qué?

—Porque Myriam era una muchacha sin ninguna clase de complicaciones, incluso amorosas. Se había auto convencido de que se quedaría soltera toda la vida y renunciado, sencillamente, a lo que para otra mujer cualquiera es tan importante. Era, ¿cómo decirle?, una criatura insignificante.

—Comprenderá que eso complica las cosas.

—No entiendo.

—Naturalmente. Si Myriam Carey hubiese sido de otra forma de ser, su asesinato hubiera encajado en una de las categorías humanas en las que se explica un hecho delictivo de ese orden. Pero la muchacha no tenía amores, ni enemigos, ni fortuna, ni influencia... ¿Por qué la mataron, entonces?

—Se lo diría, si lo supiese.

—Me lo imagino.

Había sacado la carta y se la entregó a Charles, cuyo rostro se fue empurpurando a medida que se enteraba de su contenido.

Finalmente, furioso, exclamó:

—¡Esto es absurdo, señor Morton! ¡Sencillamente estúpido! ¿Cómo va usted a pensar que un hombre como yo...?

Alex sonrió lo más bonachonamente posible.

—Estoy de acuerdo con usted.

Y volvió a guardarse la carta.

—¡Es intolerable! — insistió Ebert —. Me comprende usted, ¿verdad?

—Creo que sí.

—¿Qué habría yo ganado con la muerte de esa muchacha? Quiero decir, naturalmente, desde el punto de vista económico.

—Nada, evidentemente. Pero, míster Ebert, cuando se mata a una persona, siempre hay un motivo, que puede o no puede ser el dinero.

Lo comprendo. Pero lo que encuentro intolerable es el contenido de esa carta. ¡Jamás tuve relaciones amorosas con la muerta y en nuestra amistad no pudo haber nada que se pareciese a esa horrible idea de chantaje! En todo caso, si ella hubiese necesitado algo...

Morton se despidió del encolerizado Charles, volviendo a Washington con el ánimo decaído. Tan cariacontecido estaba que se limitó a telefonear al jefe, yendo después a su cuarto, donde le esperaba Fred.

Después de explicarle todo lo que Ebert había dicho:

—He dejado la carta en los laboratorios para esa célebre prueba de la saliva. Quiero saber si Ebert la escribió.

—Yo tengo noticias para ti.

—¿Cuáles ?

—Entre los viajeros que fueron a Luna-Término había uno que, sin duda alguna, trabajaba para la Intercontinental.

—Eso puede ser interesante. ¿Quién es?

—Un tal Lewis Tower.

—¿Se le ha interrogado?

Sí. Dijo que conocía a la señorita Carey, pero demostró que estaba en la cámara de desgravitación cuando la muchacha fue asesinada. Fue la primera prueba que hizo la policía local de Luna-Término: probó el estado de todos los viajeros, obteniendo un resultado perfectamente satisfactorio: todos ellos habían pasado la desgravitación.

—Comprendo. Ésa era la prueba inequívoca de que ninguno de ellos se había movido de la cámara durante el crimen.

—Eso es.

—Sin embargo, alguien mató a Myriam Carey, ¿no es así?

—En efecto.

—¿Entonces?

Fred se limitó a encender un cigarrillo.

—Para eso estamos nosotros trabajando, Alan.

—¡Por cien mil demonios! He leído mil veces los informes de la policía de Luna-Término. No hay duda de que el personal estaba en su sitio: el responsable del sistema de desgravitación progresiva lo ha demostrado claramente. Nadie, de su personal, penetró en los pasillos hasta que el compañero de ese estúpido de Marthin lo hizo. Además, ya sabes que para abrir una de las puertas amarillas, las que dan a la parte del pasillo, y que son las únicas que pueden abrirse, tiene el empleado que colocar su huella dactilar en la placa «dáctiloelectronica». Lo que quiere decir que sólo Marthin podía haberlo hecho, como lo hizo cuando vio que no se había abierto automáticamente al transcurrir el tiempo de la desgravitación total.

Fred sonrió.

—Todo eso es un verdadero lío, pero creo que empiezo a entenderte. Veamos: los pasajeros entran por la puerta exterior. ¿No es eso? —Sí.

—Puerta que se cierra automáticamente.

—Así es. Y nadie, ¿comprendes?, puede abrirla que no sea el responsable del sistema, que suele hacerlo cuando los viajeros ya han salido de viaje hacia Luna-Ciudad.

—Comprendido. Una vez el viajero está en su correspondiente cámara de desgravitación, se encuentra completamente encerrado, ¿no?

—Sí. La puerta amarilla, por la que ha de salir, una vez desgravitado, se abrirá, exactamente al mismo tiempo que las otras, cuando el proceso haya terminado.

—A menos que el vigilante lo haga.

—Eso es. Y para hacerlo tendrá que utilizar la placa «dáctiloelectronica».

—De acuerdo. Sin embargo, «alguien lo hizo».

—Sí.

—Ese «alguien» pudo ser un hombre o una mujer.

—En efecto.

—Supongamos que fue un hombre. ¿Se relacionan los pasillos de las cámaras masculinas y femeninas?

—Sí. El pasillo es el mismo.

—Entonces, si fue un hombre, tuvo que entrar en el pasillo, abrir, no sabemos cómo, la puerta de la cámara número 68, matar a la muchacha, cortarle los brazos y salir, con su macabra carga, volviendo a su propia cámara. Todo eso presupone que cada puerta, la de tu cámara y la de la víctima, se abrieron dos veces. ¿Voy bien?

—Vas bien.

—Tú has dicho que Marthin estaba distraído, leyendo una novela y que la puerta de la 68 pudo abrirse media docena de veces, El no se dio cuenta.

—Sí.

—¿Y el otro?

—¿Quién?

—El vigilante de la Sección de Hombres. Ese no leía ninguna novela y, sin embargo, la puerta del asesino debió de abrirse dos veces: una para salir y otra para entrar.

—¡Es verdad! Pero ¿y si el asesino hubiese sido una mujer?

Hubo un silencio y los dos agentes se miraron fijamente. Algo, por lo menos, había sido descubierto.

—Tienes razón, Alan: el asesino «es una mujer».

Una nueva pausa.

—¿Tenemos la lista de las viajeras?

—Sí.

—¿No hay nada en ellas que sea sospechoso?

—No sé. Podemos estudiarla, ya que sus domicilios están consignados en ella y ordenar que sean vigiladas. Pero lo que no puedo explicarme es que todos los viajeros y viajeras dieran el test de estar desgravitados. Es evidente que la criminal no podía hacerlo, ya que su desgravitación «fue incompleta».

—¿En qué consiste el test?

—Es sencillísimo. Se les lleve fuera de la instalación, después de colocarles los trajes espaciales. Los que no están desgravitados sufren mareos y no se mueven con la facilidad que los otros. Se nota en seguida.

—¿Cuántas veces fuiste a la Luna, Fred?

Alex miró fijamente a su compañero.

—Media docena.

—Bien. Vas a coger el astrocohete de esta noche y salir para allá. Harás exactamente lo que debió de hacer la asesina. Entrarás en la cámara, saldrás al poco tiempo, entrarás en otra, como si fueses a asesinar y cortar los brazos de una imaginaria víctima, volverás a la tuya y harás después el test de prueba. ¿Entendido?

—¿Crees que conseguiremos algo?

—No lo sé... aún. Pero es una idea. Yo, entretanto, voy a seguir las huellas de ese Lewis Tower, el empleado de la Intercontinental que estuvo en el mismo viaje que Myriam Carey. Siempre se puede saber algo más.

El visófono llamó su atención.

Alan oprimió el botón, apareciendo en la pantalla, el rostro de uno de los encargados del laboratorio del S.I.P.

—¿Qué hay de nuevo? — inquirió Morton.

—Hemos analizado la saliva de la carta.

—¿Y qué?

—Corresponde a un hombre de unos treinta y cinco años, de carácter nervioso.

—Bien. Son las de Ebert... Creía que ustedes podían confundirse.

—¿Por qué?

—Porque pensaba que podía haber saliva de hombre que pudiese pasar como de mujer.

El empleado sonrió.

—Eso no puede ser, míster Morton: es imposible.

—Gracias.

Y oprimió el botón, haciendo que la pantalla se tornase Opaca. 

CAPÍTULO III 

El hombre no se había dado cuenta de que le seguían. Alex se movía con una facilidad extraordinaria, deteniéndose en el justo instante en que el otro se volvía. Porque, indudablemente, Tower andaba preocupado y vigilando, por si alguien iba detrás de él.

Que un hombre vigile sus pasos demuestra, evidentemente, que no tiene la conciencia tranquila. Aunque, naturalmente, el que Lewis Tower estuviese temeroso no quería decir que hubiese asesinado a Myriam, ya que parecía! comprobado que el criminal de Luna-Término había sido una mujer.

Antes de que Fred saliese para el satélite, Alex había conferenciado largamente con la policía de Luna-Término y Luna-Ciudad, llegando a la conclusión de que Jack Wilson, el vigilante de la Sección Hombres de Desgravitación era una persona honrada, de toda confianza y de que se podía estar completamente seguro de que ninguna puerta de aquella sección se había abierto.

Aquello despejaba la incógnita, concretando todo lo ocurrido a la Sección Mujeres.

Pero, de todos modos, Morton pensaba que aquel asesinato, que había catalogado en broma como el producto de algo sentimental, había sido realizado «demasiado escrupulosamente» para que no estuviese asociado a algo verdaderamente! importante.

¿El qué?

Desde hacía mucho tiempo, exactamente desde el final de la Guerra Europea de las Fronteras, que había terminado con la creación de la Gran Europa, cayendo todo el territorio en manos de un poder dictatorial, el S.I.P. no había tenido más preocupación que evitar que los materiales estratégicos, sales de uranio y plutonio, abundantes en sus zonas de control, no fuesen a parar a las manos de los belicistas del otro lado del Atlántico, que seguían soñando con una hegemonía mundial.

Las exportaciones habían sido limitadas y finalmente abolidas, de modo que las casas del continente americano no enviaban sus productos más que al mismo continente, las posesiones africanas de los Estados Unidos, Japón, Luna-Ciudad y Marte, planeta que controlaba el Ejército Expedicionario del Espacio.

Por su parte, la Gran Europa había conseguí do establecer bases en Venus y, según se decía últimamente, en la zona media de Mercurio.

No quería decir aquel «statuo quo» que no hubiese relaciones entre las dos partes: viajeros del Occidente visitaban la Gran Europa y viceversa, pero el comercio estaba limitadísimo y una vigilancia extrema se ejercía sobre él.

Todo aquello, naturalmente — pensaba Morton, mientras seguía a Tower—:, no podía guardar relación con la muerte de la muchacha de la cámara de desgravitación número 68... o podía tener que ver.

¿Como — por ejemplo—, podía explicarse la fortuna ultrarrápida de un hombre como Charles Ebert?

Aquello debía ser investigado a fondo y Alan no era de los que descuidaba ningún detalle.

Vio, en aquel momento, que Lewis penetraba en un bar elegante; pero, ya antes de decidirse, una intuición le dijo que Tower deseaba simplemente atravesar el local y salir por la, puerta trasera.

Apretó el paso, corriendo por un callejón vecino de manera a cortar la salida al otro. Fue entonces, unos segundos después, cuando se dio cuenta, demasiado tarde, que había caído en una trampa.

El golpe le produjo una sensación luminosa, antes de hundirlo definitivamente en la inconsciencia.

—Ya se despierta....

La voz le era completamente desconocida. Además, el dolor de cabeza seguía siendo intenso.

Instantes después, cuando la luz que le cegaba se separó de él, se percató de que estaba en una habitación sumida en completa oscuridad y que la linterna era el único punto luminoso en ella.

—¿Me oyes, Morton?

Era otra voz y Alex adivinó, más que vio, las piernas del hombre que se acercaba a él.

—Sí, te oigo — repuso.

Hubo una pausa.

—Queremos que nos digas todo lo que sabes.

—¿De qué?

—No te hagas el listo. Sabes perfectamente de lo que te estoy hablando. Y te advierto que tenemos procedimientos para que lo digas todo... ¿has oído hablar de la escopolamina?

—Sí. Es una de las «drogas de la verdad».

—Perfectamente. ¿Hablarás o querrás que te inyectemos?

—Hablaré.

No le convenía que le inyectasen. Y no era por el temor a decir nada, ya que, realmente, nada sabía. Estaba seguro que acabarían inyectándole, pero le interesaba aprovechar aquellos instantes para, por lo menos, intentar identificar en lo posible a alguno de aquellos granujas.

El que le hubiesen tendido un cepo demostraba que el asunto era más importante de lo que el mismo había pensado.

—¿Qué sabes?

Habló, claramente, de todo lo que se había hecho, procurando no mencionar a Fred ni a las instrucciones que le había dado.

Los otros, en la oscuridad, escuchaban atentamente.

—¿Es eso todo?

—Sí.

—¿Por qué seguías a Tower?

—Pura labor de control. Era el único de la Intercontinental que iba en el mismo astrocohete que la muchacha.

—¿Y eso qué demuestra?

—Nada.

Se daba cuenta de que era inútil decir más o menos. Algo tramaban aquellos hombres, que no podían hablar tranquilamente de todo aquello sin estar seguros de que él no iba a repetir nada.

«Me matarán», pensó.

Aunque no estaba seguro de que lo hiciesen.

La desaparición de un miembro del S.I.P. era demasiado importante y desencadenaría una contraofensiva que sería perjudicial para quien se atreviese a quitarle de en medio.

Hubo un silencio prolongado; luego:

—Creo que dices la verdad, Morton — dijo la voz del hombre—. ¡Doctor!

Otra voz, que partió del fondo de la estancia, repuso:

¿Qué?

—Puede empezar.

Le sujetaron y colocaron algo en sus sienes. Al se dio cuenta de que iba a darle un electro shock y entonces comprendió la despreocupación con que habían hablado.

¿Cuántos le dará? — inquirió la voz del que parecía el jefe.

—Seis. No recordará absolutamente nada.

Una especie de relámpago atravesó el cerebro del agente.

*     *     *

Fred estaba nervioso.

Acababa de realizar todo lo que Alan le había ordenado, en colaboración con la policía de Luna-Término. Había entrado en la cámara 66 — de la sección de mujeres—, salido de ella y entrado en la 68 — la del crimen—, donde permaneció once minutos, calculando que aquel era tiempo suficiente para matar y mutilar a la víctima; después, cada vez más intranquilo, volvió a salir, regresando a la 66, donde esperó con impaciencia, a que la puerta amarilla se abriese a su debido tiempo.

Cuando esto ocurrió, los miembros de la policía local le esperaban en el pasillo.

—Hagamos el test—dijo Irwin.

Le vistieron rápidamente el traje espacial, colocándole la escafandra protectora y conduciéndole al exterior.

La expectación era enorme.

Otros tres policías, voluntarios, habían permanecido en la cámara de desgravitación para poder ser comparados con el agente del S.I.P. Así, fueron cuatro hombres los que salieron al exterior.

Fred tenía temor de fracasar, pero pronto comprobó que se movía con la misma facilidad que los otros, realizando el test de una manera impecable.

Morton no se había equivocado.

Poco después, en el despacho del jefe de Policía de Luna-Término, Fred expresaba su alegría:

—Ahora ya tenemos una prueba: la persona que asesinó a Myriam Carey había estado varias veces aquí. Es evidente —prosiguió, después de unos instantes de silencio—, que una persona que haya estado aquí varias veces es capaz de hacer que el proceso de desgravitación no altera su propia fisiología; lo que quiere decir, en pocas palabras, que le basta estar un poco en 1a cámara para obtener los mismos efectos que una persona que entra allí por primera vez.

El jefe de Policía sacó la lista.

—Entre las mujeres que estuvieron aquí con la señorita Carey, sólo dos habían estado en Luna-Ciudad anteriormente — bajó la mirada para leer—: Señorita Helen Porter, veintitrés años, de profesión taquimecanógrafa en Magnetofón Americano y señorita Hilda Strasser, cuarenta y seis años, rentista, con domicilio en 86 W. Street, Nueva York...

Fred esbozó una sonrisa.

«Taquimecanógrafa en Magnetofón Americano»

Era demasiado para ser una coincidencia. Lo que ocurría, precisamente, es que el asunto tardaría muy poco en esclarecerse, ya que no podía caber duda alguna de que Helen Porter había sido la culpable de todo.

Se despidió de la policía de Luna-Término, tomando el astrocohete de vuelta que, horas más tarde, se posaba en el espaciodromo de Nueva York.

Llamó al departamento que compartía con Alex, sin resultado. En vista de lo cual se puso en comunicación con el despacho del jefe.

El rostro de Callowan, en el visófono, no tenía nada de agradable.

—-¡Venga inmediatamente para acá!—se limitó a decir, cortando la comunicación inmediatamente.

Cuando Fred entró en el despacho, Donald fumaba ansiosamente un puro, como si fuese el último que iban a permitirle fumar en su vida.

—Tengo buenas noticias, señor.

—¡Y yo malas !

Abrió la puerta de comunicación, invitando a Irwin a que le siguiese. Sobre una «chaise longue», Alex parecía dormir.

—¿Qué ha pasado?

—Le han sometido a un tratamiento de «electroshockterapia»; más claramente, han borrado de su memoria todo lo que ha visto en las últimas doce horas.

Se encogió de hombros.

—Le condujeron a la Comisaría veintitrés, como si hubiese resultado conmocionado en accidente; por un vehículo que se dio a la fuga... ¡Y aún hubo unos cuantos imbéciles que juraban que habían visto cómo le atropellaba el vehículo! ¡Banda de idiotas! No lave más que verlo, antes de que el doctor le mirase, para adivinar lo que le había pasado.

Debió caer en una trampa.

—Sí, eso creo. Según me comunicó antes de que tú salieses para Luna-Término, se disponía a seguir a Lewis Tower, aunque no fuese más que para cubrir el expediente; pero estoy seguro de que Alex pensaba en algo concreto... Naturalmente, Lewis Tower ha desaparecido de la ciudad.

Y después de una pausa:

—¿Qué has hecho tú?

Fred le contó cuanto había ocurrido.

El rostro de George se iluminó:

—Ya hemos logrado algo positivo — dijo—. El que podamos señalar un probable asesino, explicándonos el «modus operandi» del criminal, puede ser el principio de la solución. Pero, al mismo tiempo, lo que han hecho con Alex nos demuestra que el problema es mucho más importante de lo que él creyó al principio. Aquí hay algo que no encaja, algo desmesurado para un simple asesinato... Además, la desaparición de los brazos de la víctima sigue planteándonos muchas cuestiones.

¿Y si detuviésemos a esa Helen Porter?

—Es lo que vamos a hacer, aunque también hablaremos con la otra.

—Es una mujer de cierta edad.

—Ya lo sé. Tú me lo has dicho hace un instante... Pero ambas eran las únicas que no iban a Luna-Término por vez primera. Luego ambas deben ser interrogadas, aunque todas las sospechas recaigan sobre la primera... Espera.

Utilizó el interfono, ordenando a un grupo de agentes que fuesen a detener a Helen Porter y citar a Hilda Strasser para que se presentase en Washington al día siguiente.

Luego, volviéndose hacia Fred, continuo:

—Alex tardará un par de horas en recuperarse, pero habrá olvidado todo lo que nos interesaba saber. El psicólogo del servicio le informará nuevamente de cuanto sabemos. Desdichadamente, jamás podrá recordar lo que le ocurrió cuando lo capturaron.

—Algún día les echaremos la mano encima.

Callowan sonrío.

—Eso decía yo cuando era agente, Fred. Siempre pensaba en tomarme la justicia por mí mano. Sobre todo cuando le habían jugado alguna mala pasada a un amigo mío. Luego, más tarde, a medida que fui adquiriendo experiencia, me di cuenta de que la Ley impedía, en el noventa y nueve por ciento de los casos, que pudiese «ocuparme» personalmente del tipo a quien se las había jurado.

Irwin no dijo nada, pero siguió pensando como hasta entonces.

Tres horas más tarde, después de una espera que le pareció interminable, se reunía con Alex que, con cara, sonriente, salía de la sala del psicólogo.

—¿Qué hay, Fred?

Se estrecharon la mano. Después, Irwin preguntó:

—¿Te encuentras bien? 

—-Completamente. Ya te habrás enterado de todo, ¿verdad?

—-Sí.

—-Es curioso. Esta es la primera vez que me han hecho una cosa como la que acabo de pasar. Y, francamente, jamás pensé que se encontrase uno tan vacío de recuerdos A no ser por el psicólogo, hubiese olvidado hasta cómo me llamaba. No, amigo mío — y su sonrisa se acentuó—, no recuerdo absolutamente nada de aquello, salvo que seguía a Tower y que éste y sus amigos debieron prepararme una trampa.

»Pero ¡maldita sea! ¡Cuánto daría por recordar lo que hicieron conmigo! Te juro que hasta ahora no he sentido un cosquilleo semejante en las manos... ¡El día que se las ponga encima a esa banda de sinvergüenzas!

—Estaré a tu lado.

—Mejor que mejor. Bueno, ¿qué hiciste en Luna-Término? No, no sonrías. Recuerdo eso porque el psicólogo me lo ha dicho.

Fred se lo contó todo.

 —¡Fantástico! Ya me imaginaba yo que tenía que ocurrir algo parecido. ¿Qué ha dicho el patrón?

—Ha dado orden de que se detenga a esa chica.

 —Bien. Creo que esta vez los tenemos... Porque voy a ser yo quien me encargue personalmente del interrogatorio de esa señorita. ¡Y te aseguro que no miraré mucho los procedimientos que tenga que emplear!

—¿Crees que ella debe saber algo?

-—¡También nosotros lo sabemos! ¿O crees que porque me hayan borrado la memoria ya no puedo razonar? Escucha, Fred: si miramos un poco con detalle todo este asunto, veremos que, por encima de todo, aparece una misteriosa relación entre Magnetofón Americano e Intercontinental Televisión. Charles trabajó, antes de crear la primera de estas firmas, en la segunda... allí conoció a la pobre Carey; después, cuando la chica fue asesinada, un tipo de la Inter estaba en Luna-Término. Al mismo tiempo, y según las deducciones de tu viaje, la asesinada es una «taqui» de Magnetofón. Vemos, pues, que todo se relaciona entre esas dos empresas y, concretando, entre Preston Smith y Charles Ebert.

—Tienes razón, pero no veo qué...

—Ese es el quid de la cuestión, amigo. ¿Qué se traen entre manos esos dos tipos? ¿Trabajan al unísono o, por el contrario, son enemigos y la muerte de Carey no es más que un episodio de la lucha que desarrollan entre ellos?

—Francamente, no lo entiendo.

—Ni yo tampoco; pero no podemos dejar que el asunto se enfríe. En cuanto hayamos interrogado a esa muchacha, nos lanzaremos a los respectivos despachos de esos dos jefazos y apretaremos las clavijas todo lo que podamos.

Fue en aquel momento cuando llamó uno de los megáfonos de la sala:

—¡Agentes Morton e Irwin ! Pasen por el despacho A.

Era el del jefe.

Donald Callowan miró, antes que a Fred, a Alex.

—-¿Te encuentras bien?

—¡Como nuevo!

—Mejor. Porque vas a necesitar energía, amigo mío. Los agentes que han ido a detener a Helen Porter la han encontrado... muerta. 

CAPÍTULO IV 

 

ALEX salió de la ducha,, maldiciendo el sonido del timbre que seguía sonando en el hall. No estaba en condiciones de ponerse ante la pantalla del visófono. Así, cogió el receptor, del teléfono ;

—¿Diga? — aulló.

El empleado debió de asustarse, porque tardó bastante en decir:

—Una visita, señor Morton.

Alex gruñó:

—Que suba.

Volvió al cuarto de baño, secándose ante el vaporizador. Después se vistió sin ponerse corbata ni calcetines, ya que no pensaba salir del hotel en todo el día.

Se había pasado la noche en Nueva York, investigando sobre, el estado económico de la Magnetofón y de la Inter. Y había regresado Muy tarde, casi al alba, con los bolsillos llenos de papeles y esos papeles llenos de cifras.

Consultó el reloj.

Eran las once y media.

Acababa de encender el primer cigarrillo del día, después de pulsar el llamador para encargar el desayuno cuando la chicharra de la puerta sonó.

—He olvidado lo de la visita... — sonrió.

Pero al abrir la puerta, tuvo la seguridad de que «aquella persona» se había equivocado, indudablemente, de habitación.

—¿Míster Morton?

No, por lo visto no se había equivocado de puerta.

—Pase... soy yo.

Ella, alta, esbelta, bonita, majestuosa y otras cosas más, entró en el «living», lanzando una mirada a su alrededor. En sus ojos se pintó una luz divertida, ya que no debía estar muy acostumbrada a entrar así, de sopetón en una leonera de soltero.

Alex se apresuró a quitar una camisa sucia de un sillón, empujando con la punta de las zapatillas un par de calcetines que tronaban sobre la alfombra, haciendo lo imposible por sonreír.

—Tome asiento, señorita...

—Me llamo Alice Carson.

—Encantado.

Y se sentó, a su vez, frente a ella, mirándola embobado.

Ahora fue Alice la que sonrió.

—Me han ordenado que me presente a usted.

—¡Ah!, ¿sí?—inquirió Alex, sin saber lo que decía.

—Sí. El patrón me ha mandado aquí.

Morton se irguió, como si hubiese intuido la presencia, inesperada, de una serpiente de cascabel en la habitación.

—¿El patrón?

—Sí.

Ella sacó una tarjeta de plástico de su bolsillo, alargándola a Alex, que no tuvo más que echar una rápida ojeada para saber que era idéntica a la suya de agente del S.I.P.

Toda su actitud sufrió un cambio profundo.

—¡Ejem! Entonces, por lo visto, según eso...

—No le des más vuelta, Alex. Porque supongo que podremos tutearnos, ¿verdad?

—¡Evidentemente!

—Bueno. El patrón...

Llamaron a la puerta.

—Perdona...

Era el camarero con el desayuno.

Alex, volviéndose hacia ella, preguntó:

—Querrás desayunar conmigo, ¿verdad?

—No. Es casi mi hora de comer... Tomaré, simplemente, una copa.

Y una vez que estuvieron solos y que él le había servido un cóctel.

—Te estaba diciendo que el patrón me ha enviado para que me emplees en la Inter.

Alex frunció el entrecejo.

—¿Sustituyendo a...?

—No tengas miedo a las palabras, amigo. No, no voy a ocupar el puesto de Myriam Carey por que, sencillamente, ya está ocupado. Quiero ingresar en la sala de montaje.

El sonrió.

—¿Entiendes algo de televisión?

—Lo bastante para no hacer el ridículo.

—Bien. No creo que sea muy difícil... Podemos buscar a alguien, en Nueva York, que te recomiende a la Inter. ¿Es eso todo lo que desea el jefe?

—No. Quiere que te traslades a Nueva York, que alquiles una habitación en el mismo hotel en que yo me hospede, para que yo, de vez en cuando, me ponga en comunicación contigo. Instalarán una línea interfónica entre nuestras dos habitaciones-— se apresuró a agregar, viendo la sonrisa que iluminaba el rostro del joven;

Éste torció el gesto.

—Eso quiere decir que no nos veremos con frecuencia.

—Con ninguna.

Morton pensó que aquella maravillosa criatura era «un hueso duro de roer». Aunque indudablemente, debía ser así para que formase parte del escaso personal femenino, cuidadosamente seleccionado, del S.I.P.

—¿Cuál es tu misión?

Ella había encendido un cigarrillo. Cuando hubo acabado y lanzado la primera voluta de humo hacia el techo, contestó:

—No debía decírtelo... ya que, según tengo entendido, la han tomado contigo y tu cerebro. Pero, después de todo, el patrón confía en que no dejarás que eso vuelva a suceder.

Alex se mordió los labios.

—¡Muy gracioso! Te advierto, preciosidad, que no necesito que me digas nada. ¿Cuando salimos?

—Estoy a tus órdenes.

—Me vestiré en dos minutos.

*     *     *

—Ésta es su caja fuerte particular, señorita Carson.

El jefe ele sección era una mujer bastante joven y muy bien conservada, llena de superioridad que, indudablemente, le proporcionaba su cargo importante.

—La Inter — dijo a la joven, cuando, después que ésta se hubo puesto su bata de la casa, se dirigían hacia los talleres de montaje, situados en uno de los sótanos— es la firma más importante de todo el Continente. Todos estamos orgullosos de, trabajar aquí y nadie puede tener queja, alguna de la casa. El sueldo es alto, nuestras cantinas sirven una excelente y variada comida y las vacaciones pagadas son, en vez de quince días, como en la mayoría de las otras industrias, de tres semanas.

—Me parece admirable.

La sala de montaje era enorme y Alice se dio cuenta de que había allí un grupo muy numeroso de muchachas jóvenes, ante las que, sobre un mostrador dotado de cinta sin fin, se movían las piezas de los aparatos que se iban montando.

—¿Le gusta?

—Mucho.

Los altavoces dejaban filtrar una música dulce y animada, lo que hacía que el trabajo fuese más agradable.

La encargada, se llamaba Elsa Wurker, mostró a la muchacha su lugar de trabajo, explicándole en qué consistía su misión.

—Como ve, amiga mía — le dijo—, usted colocará las últimas conexiones del iconoscopio— señaló la ventanilla por la que desaparecían las secciones va montadas—. Al otro lado no tendrán más que colocar la pantalla y proceder al montaje final, en la sección de muebles.

—Perfectamente.

Y se puso a trabajar, preguntándose lo que podría saber en un lugar como aquél, tan sencillo como rutinario.

No dudaba que el patrón la había colocado en el lugar preciso y que tendría que abrir mucho los ojos; pero, por mucho que los abriese, al menos por lo que podía ver por el momento, no creía que su ayuda fuese demasiado valiosa al S.I.P.

Pensó en Alex.

Era un muchacho simpático y había oído hablar muy bien de él, así como del resultado de sus actuaciones en las tareas que le habían sido encomendadas; pero, como la mayoría de los hombres, no dejaba de creer que bastaba mirar intensamente a una mujer para que ésta cayese a sus pies.

Sonrió al pensar en la manera brusca con que lo había tratado, Después, consciente de su deber, observó atentamente a sus compañeras, que trabajaban normalmente, como cualquier clase de operarías en cualquier empresa del país, deseando que llegase la hora de acabar para, sin duda alguna, ir a reunirse con sus amigas o sus novios, marchando al cine o al baile o, sencillamente, a pasear.

    Respecto al trabajo, nada veía que pudiese constituir un misterio. Quizá más adelante, a medida que fuese asimilando el sistema de fabricación, llegase a comprender alguna cosa que sería interesante para el servicio.

Pero, por el momento, se sentía un tanto desamparada.

*     *     *

Hilda Strasse volvió a servirse té.

—¿De verdad que no quiere una tacita, joven?

—No, muchas gracias.

No le había gustado mucho que el patrón le enviase a una misión como aquélla: interrogar a una solterona que, por su aspecto, debía de estar plenamente convencida de que podía aún demostrar que estaba muy lejos de haber perdido sus «irresistibles encantos».

Ella sorbió un poco de líquido y mirando fijamente al agente:

—Recuerdo perfectamente a aquella pobre niña... Durante el viaje, los que lo hemos hecho varias veces nos encontramos mejor, es decir, podemos contemplar a los que lo hacen por primera vez. Ellos están demasiado emocionados para hacerlos.

—¿Qué quiere usted decir?

—Que tuve tiempo suficiente para mirarlos a todos y que la joven Carey me llamó la atención.

—¿Por qué ella?

—Porque tenía un parecido notable con una antigua amiga mía. ¡Hasta llegué a pensar si no fuese su propia hija! Después, observándola con más cuidado, me di cuenta de que me había equivocado.

—¡Ah!

—Pero aquella observación me permitió percatarme de que «la otra» no perdía de vista a la muchacha.

—¿Qué otra?

—Una joven, bastante bonita; es decir, atractiva, aunque la expresión de su rostro era demasiado dura para expresar feminidad.

Y se la describió, lo bastante detalladamente para que Fred se diese cuenta de que le estaba haciendo el retrato de Helen Porter.

Aquello pareció ponerle de buen humor, ya que la policía no había dado ninguna publicidad a la muerte de la presunta asesina de Myriam Carey. Y las manifestaciones de la solterona venían a corroborar una hipótesis muy interesante y verosímil.

—Las perdí de vista — siguió diciendo la señorita Strasse — cuando entramos en las cámaras de desgravitación.

—¿No notó nada... después?

—No. Estaba demasiado aterrada por lo ocurrido a aquella pobre niña. ¡Me prometí no volver más a Luna-Término!

—Lo comprendo.

Y después de una pausa:

—¿Tampoco notó nada cuando les hicieron el test?

—No. Pero... ahora qué recuerdo...

Sus ojos brillaron con una nueva intensidad.

—¡Sí, lo recuerdo perfectamente! Claro que entonces no le concedí demasiada importancia.

—¿Qué es lo que notó, señorita Strasse?

—¡Vi sonreír a aquella mujer! Lo hacía como si estuviese contenta o satisfecha de algo... Pero ya le he dicho que en aquel momento creí que sonreía a uno de los oficiales de control. ¡Era una coqueta insoportable!

Fred se puso en pie.

—Le agradezco mucho la preciosa información que me ha proporcionado, señorita Strasse.

Ella le sonrió, con gesto felino.

—¿De verdad que no quiere tomar nada, inspector?

—Muchas gracias. Nos está prohibido durante las horas de servicio. Otra vez será.

—Ya sabe que me tiene a su entera disposición— suspiró—. ¡No tengo muchas ocasiones de pasar un rato de agradable charla con un joven tan apuesto como usted!

Irwin escapó corriendo de aquel ambiente mielífico, pegajoso, que le daba una intolerable sensación de asco. Sólo al encontrarse en la calle, respiró profundamente, como si desease purificar el aire de sus pulmones.

Había dejado el coche tres manzanas más arriba y pensó, mientras se dirigía al lugar de aparcamiento, que bien podía ir a ver a Alex, cuya dirección le había dado el jefe.

Morton se alegraría de saber que el asesinato estaba completamente aclarado y que no podía haber la menor duda de que Helen Porter había cumplido la orden de eliminar a Myriam Carey, siendo ella eliminada a su vez cuando «ellos» se dieron cuenta de que el S.I.P. se acercaba demasiado a la solución.

El problema, naturalmente, quedaba en pie y su solución estaba más lejos que nunca.

Pero había algo aclarado.

Cruzó la calle, encendiendo un cigarrillo al estar en la otra acera. Fue entonces, cuando guardaba el encendedor, que vio a Lewis Tower.

Había pasado demasiado tiempo estudiando las fotos de aquel individuo en el Departamento de Identificación del S.I.P. para no sabérselo de memoria. Así, al verle, no tuvo duda alguna de su identidad.

Una emoción indescriptible se apoderó de él.

Tower era el eslabón que faltaba en la cadena que se había roto al ser suprimida Helen Porter. Era la única posibilidad que podía guiarles.

Y empezó a seguirle.

Todas las circunstancias que habían provocado el fracaso de su compañero aparecieron en su mente.

Debía tener muchísimo cuidado para no caer en el cepo que tendieron a Morton, ya que la aparición de Tower significaba, o podía significar, una nueva trampa.

Hundió la mano derecha en el bolsillo de su impermeable, apretando con fuerza la culata de su pistola.

Pero no tardó mucho en darse cuenta de que Tower se movía como un animal amenazado por un peligro tangible. No, no había duda alguna que aquel hombre huía, aterrorizado, intentando escapar a algo que debía amenazarle directamente.

Por un momento, Fred se puso en guardia, diciéndose que era muy posible que aquel zorro de Lewis desease engañarle, como lo había hecho con su compañero, pero la expresión del rostro de Tower no podía ser ficticia ni simulada, por muchas dotes de actor que tuviese.

Tenía el rostro cubierto de sudor y de un color sucio de pizarra grisácea.

Caminaba aprisa, mirando a todos lados, examinando las calles antes de cruzarlas y dirigiéndose insistentemente hacia la parte norte de la ciudad.

Iba muerto de miedo.

Y como todas las personas que intentan defenderse de algo que desconocen, Tower caminaba medio ciego, no dándose cuenta, en momento alguno, de la proximidad del agente de la S.I.P.

Fred le vio, en determinado momento, detenerse ante la puerta del Centro Policial de la calle 124. El hombre miró la entrada, después de hacerlo a la calle y una luz de esperanza brilló en sus ojos.

Durante unos segundos, muy pocos, Irwin estuvo casi completamente seguro de que aquel desdichado iba a entrar, comprendiendo que estaba dispuesto a buscar ayuda en el seno de la policía; pero, de repente, Tower siguió su camino.

Era bastante sencillo imaginarse el origen del miedo de aquel tipo.

Hasta entonces, todos los que se habían visto envueltos en el asesinato de Myriam Carey habían ido cayendo, como si alguien estuviese intensamente preocupado por cerrar sus bocas para siempre.

Incluso la asesina.

Fred se dijo que debía hacer lo posible por evitar que Tower corriese la misma suerte. El S.I.P. necesitaba alguien en quien basar las investigaciones, una indicación para orientarse en aquel asunto que no parecía tener ni pies ni cabeza.

Llegaban a la calle 133.

Lewis Tower empezó a cruzar la Calle...

Casi en seguida, presa de una intuición intensa, Fred se dio cuenta de la presencia del peligro.

Sacó la pistola e hizo fuego, dos veces consecutivas.

Pero aquel monoturbo gris plomo debía de estar blindado a prueba de balas y después de golpear a Tower con el poderoso parachoques, siguió su marcha, sin parecer haber sentido las balas del agente que, sin duda alguna, Habían chocado con la parte media de su carrocería. La gente empezó a gritar y un policía hizo sonar su silbato.

Irwin corrió hacia el cuerpo abandonado de Lewis, arrodillándose a su lado. El hombre estaba muriéndose, pero consiguió abrir los ojos, mirando intensamente a Fred.

—Maloney... — dijo, inclinando la cabeza definitivamente.

Había muerto. 

CAPÍTULO V 

EL reloj, sobre la chimenea, se puso a zumbar, como un despertador.

Alex abandonó su asiento y se acercó al reloj. Había sacado una especie de fonendoscopio e introdujo el extremo en uno de los orificios de la parte posterior del reloj.

Era el  transmisor-receptor que comunicaba con la habitación de Alice.

La voz de la muchacha le cosquilleó los oídos.

—¡Hola!

—Hola.

Procuró que su voz fuese neutra, ya que no había olvidado la forma fría con que ella «le había puesto en su sitio».

Mi primera jornada de trabajo ha terminado, jefe.

—Lo supongo. ¿Algo nuevo?

—Sí... y no. Estoy en el extremo de una cadena de montaje, justo ante una cámara blindada en la que se hunde la cinta sin fin. Hay una especie de túnel misterioso por el que desaparecen los aparatos.

—¿Para qué ese misterio?

—Me han dicho que allí dentro se les coloca la capa «antiparasitaria», una innovación de la Inter. Por eso quieren mantener el secreto. El personal que trabaja allí dentro cobra una prima especial, tienen sus cámaras especiales y parecen satisfechos de la vida.

—Perfecto.

—He logrado hablar con una de las muchachas que trabajan allí... No sabe nada de particular, salvo que recuerda que, cuando una de ellas estuvo enferma, Myriam Carey la sustituyó en su trabajo.

—Muy interesante. ¿Y no le habrá dicho, naturalmente, qué hacen allí dentro?

—Claro que no. Nadie quiere perder ese magnífico sobresueldo que perciben; pero, desde luego, no debe de ser nada importante.

—¿Por qué?

—Porque si lo fuese, no emplearían a muchachas como ésa.

—Es posible.

Hubo una pausa.

—El ingeniero encargado de esa Sección Especial es un tal Jimmy Aler, al que aún no he visto.

—Procure hacerlo.

—Naturalmente. Sussy, la muchacha con la que he hablado, me ha dicho que es un muchacho formidable, muy guapo, muy buen mozo y que todas las empleadas están locamente enamoradas de él. ¡Ya comprenderás que no voy a dejarme perder una ocasión como ésa!

Alex se mordió los labios y después, con una voz que deseó fuese lo más tranquila posible.

—Estoy seguro de que haréis una pareja muy interesante.

—Gracias. ¿Quieres algo más?

—No. Hasta mañana.

Y cortó, rabioso, haciendo casi caer el reloj al desconectar el fonendoscopio.

¡Maldita!

Era una verdadera serpiente de cascabel: inteligente, malévola, como la mayoría de las mujeres.

¡Y había tenido el error de hacerle ver que se interesaba por ella!

¡Qué estúpido era!

Se guardó el fonendoscopio en el bolsillo, dispuesto a abandonar el hotel, ya que su labor diaria había terminado, y dar un paseo por la ciudad.

Buena ocurrencia había tenido el patrón de encargarle aquella insípida misión. Claro que, después de haberse dejado atrapar como un inocente, no iba a esperar que le dejasen llevar el timón de las investigaciones. Para eso estaba Fred.

Se puso la chaqueta, anudándose la corbata ante el espejo; pero en el momento en que se disponía a salir, alguien llamó a la puerta.

AIex no estaba dispuesto a dejarse coger nuevamente; pero, a pesar de la reacción de alerta que apareció en su mente, tuvo la idea, efímera en verdad, de que Alice subía a verlo, aunque después pensó que ella no lo haría jamás, ya que había recibido órdenes severas a ese respecto..

Se hizo a un lado y en su mano apareció la pistola, con su dispositivo silencioso.

—¡Adelante!

Sonrió.

Porque al abrirse la puerta, la figura bonachona de Fred apareció en el umbral, mirando extrañado a su amigo.

Éste guardó el arma.

-—Perdona, chico — dijo— pero no puedo fiarme.

—Haces bien.

El tono de la voz de Irwin extrañó a Morton.

—¿Pasa algo?

—Han matado a Tower...

—¿Eh?

—Sí. Ante mis propias narices.

Y contó detalladamente lo que había ocurrido, hablando después de su entrevista con la melosa solterona.

—El asunto debe ser muy importante —comentó Alex — y Myriam Carey debía de saber algo. Algo que empiezo a sospechar.

—¿Por qué?

—La muchacha trabajó en una sección especial de la Inter.

Le habló de lo que Alice le había comunicado.

—Las chicas que trabajan en esa dichosa sección, por lo que Alice me ha dicho, son medio tontas. Muchachas corrientes que deben pasarse el día pensando en la hora de salir e ir a pasear con sus novios. Myriam debía, de ser más lista y se dio cuenta de lo que realmente se hacía allí. Por eso la eliminaron.

—¿Y los brazos?

Alex se encogió de hombros.

-—Eso pudo ser algo para despistarnos, para hacer que pensásemos en otra clase de móvil...

—Puede ser cierto. Pero, de todos modos, estamos ante algo verdaderamente trascendental. ¿Has pensado en el nombre que dijo Tower antes de morir?

—¿Maloney?

—Sí. He repasado los nombres, antes de venir aquí.

 —¿Y qué ?

—Hay muchos Maloney, pero sólo uno lo bastante para poder nombrarlo sin tener que decir nada más.

—¿Edward Maloney?

—El mismo. Es el más importante armador de todo el continente y posee un número de buques impresionante: el ochenta por ciento de nuestra flota comercial.

—¿Y qué tendrá que ver un tipo como ése con todo esto?

—No lo sé. La red se va complicando a medida que nos adentramos en ella.

Una pausa.

—¿Has hablado con el patrón?

—No. Voy a hacerlo desde aquí... — miró al reloj —. ¿Es completo?

—Sí.

—¿Qué «hora» es la de Washington?

—Las tres y diez.

—Bien. Voy a decirle a Callowan todo lo que sabemos.

Movió el dispositivo de las horas hasta hacer que el reloj marcase la que Alex había dicho. Colocando después el fonendoscopio que su amigo le había dado, Fred entró en comunicación con Washington, haciendo un informe detallado de todo lo ocurrido.

Después le tocó a Alex hacer lo propio.

*     *     *

El interior de la Sección Especial era muy parecido a las otras.

Una mesa, ante la que estaban sentadas doce muchachas y en el centro, un lugar para el ingeniero.

El túnel por el que entraban los aparatos seguía, al otro lado, por otro de salida, por el que se iban, hacia la sección de mueblaje, una vez se había colocado el dispositivo «antiparasitario», patentado por la Inter.

Otro túnel, que daba frente a la mesa del ingeniero, se llevaba los aparatos que éste rechazaba por considerar que su montaje no era todo lo perfecto que la marca exigía. De vez en cuando, el hombre dejaba sobre la cinta un aparato y éste desaparecía por el túnel hacia la sección de desmontaje y repaso.

—Es muy bonita —dijo Sussy a su compañera de al lado.

Pero Jimmy lo había oído y se volvió hacia ella.

—¿De quién habláis?

La muchacha le sonrió.

Para todas, Jimmy Aler era, más que un jefe, un compañero amable, simpático y «tremendamente atractivo». Su bondad era proverbial, ya que a nadie escapaba que otro jefe, en su lugar, estaría siempre gruñendo, pues el número de aparatos que se veía obligado a enviar a la sección de desmontaje era siempre muy crecido.

Pero Jimmy parecía encantado entre aquel ramillete de muchachas y no estaba dispuesto a que ellas lo tomasen por un ogro insoportable.

—¿De quién hablabais? — insistió.

—De la nueva.

—¿Quién es?

—Se llama Alice y es una verdadera monada. Ayer la conocí y quedé prendada de ella. ¡Lástima que no pueda vestirse un poquito mejor! ¡Con el tipo que tiene! Pero, de todos modos, cualquier cosa le cae como a un princesa.

Jimmy sonrió.

—Si no os conociese, me imaginaría que es, en realidad, una beldad impresionante.

—¡Y lo es! Puede estar usted seguro de ello, míster Aler.

El se encogió de hombros, volviendo a su trabajo y dando así por terminado aquel pequeño intervalo.

Pero cuando sonó la hora de mediodía y las cadenas y cintas móviles se detuvieron, se apresuró a salir.

Sussy guiñó el ojo a sus amigas.

—¿Qué os apostáis que...?

Se sonrojó al ver que Jimmy se volvía, mirándola severamente; pero la sonrisa del joven ingeniero deshizo el hielo rápidamente y todo terminó en un coro de risas juveniles.

*     *     *

Alice se dirigió hacia la rampa que conducía a la cantina. Se había retrasado un poco, dejando que sus compañeras de trabajo la precediesen, de modo a echar una nueva ojeada a las sólidas paredes que rodeaban la Sección Especial.

Luego, encogiéndose de hombros, empezó a andar hacia la rampa móvil.

«Tendría que tener unos ojos con Rayos X», pensó, sonriendo.

Apenas acababa de poner los pies en la rampa, irguiendo el cuerpo para adaptarlo a la marcha, cuando una voz agradable sonó a su escalda.

—¿No tiene apetito, señorita...?

Se volvió, haciendo que la sorpresa se pintase en su rostro.

—Me llamo Alice Carson —le dijo.

—-Yo soy Jimmy Aler.

Se estrecharon la mano.

Ella se dio cuenta de que Sussy no había mentido.

Aler era, evidentemente, uno de los muchachos más atractivos que había conocido y no era raro que las muchachas de la lnter estuviesen locas por él, ya que, además de su prestancia física, su puesto de ingeniero principal era, con mucho un buen tanto a su favor.

-—Le preguntaba antes, Alice, si no tenía apetito.

—¿Por qué?

—Porque, generalmente, a esta hora, todos nos precipitamos hacia la cantina. ¿O es que le vendría mejor una comida en otro lugar?

Ella sonrió.

—¡Linda manera de invitar a una chica!

—¿Entonces ?

—Bien.

La cogió familiarmente del brazo, haciéndola pasar a la rampa descendente. Una vez abajo, se, dirigieron hacia la salida inferior del edificio, encontrándose, minutos después, en el jardín de la empresa.

Lo atravesaron, dirigiéndose hacia el lugar donde él tenía aparcado su coche.

Alice no pudo por menos de lanzar una exclamación de admiración.

—¡Qué preciosidad!

El sonrió.

—¿Le gusta?

La muchacha asintió, con un gracioso gesto de cabeza.

El vehículo, un «triturbo» descapotable, completamente blanco, era, en verdad, una maravilla. Su potencia, por otra parte, debía de ser formidable.

—Es un modelo especial — dijo él.

—Se nota. Nunca había visto una cosa semejante.

Oprimió él un botón y las puertas se abrieron, poniéndose el motor en marcha, automáticamente. Una imperceptible vibración sacudió la poderosa máquina.

Una vez sentados, las puertas volvieron a cerrarse silenciosamente. Entonces, Jimmy oprimió otro botón y el visófono dejó ver el rostro de una agradable muchacha, con una ancha sonrisa.

—¿Diga, míster Aler?

—¿Tendrá la amabilidad de decir a míster Smith que no acudiré al trabajo esta tarde?

—Perfectamente.

—Al mismo tiempo, diga a la jefe de personal femenino que la señorita Alice Carson está conmigo.

Una nube atravesó velozmente el rostro de la secretaria,

—Bien.

Jimmy apagó la pantalla y volviéndose a la muchacha.

—Ya está todo arreglado, Alice. La tarde es nuestra.

Pero el rostro de ella se había ensombrecido.

—No hubiese aceptado de saber que íbamos a estar fuera toda la tarde. Me ha costado mucho encontrar este, empleo y...

-—No se preocupe. Estando conmigo.

—Pero yo no quiero que piensen...

—Nadie pensará nada; se lo aseguro. ¿Vamos?

Ella esbozó un asomo de sonrisa.

—Vamos.

Las pistas altas permitían conseguir una prioridad, pagando en los puestos de peaje una fuerte suma, de modo que se reservase una «cinta» para la exclusiva circulación durante un tiempo determinado.

Aler hizo el pago, reservándose la «cinta» 3, que conducía a Chicago. Lanzó el poderoso vehículo, consiguiendo, instantes después, la escalofriante velocidad de seiscientas millas por hora.

Un dispositivo especial vencía los problemas que antes habían preocupado a los hombres, especialmente los relativos al «muro del sonido», ya que la cinta estaba en un vacío casi absoluto, evitando los efectos de la vibración sónica.

El coche se deslizaba con una seguridad tal que parecía completamente inmóvil.

—¡Es estupendo! — exclamó ella.

No tardaron mucho en detenerse a la entrada de la ciudad, dirigiéndose entonces, por una cinta lateral, a uno de los restaurantes más elegantes de Chicago.

La comida fue sumamente agradable y hablaron de muchas cosas intrascendentes. Después, cuando les sirvieron el concentrado de café y encendieron sus cigarrillos.

Él dijo:

—¿Sabes que eres sencillamente maravillosa, Alice?

Ella esperaba que aquello se produjese, fatalmente.        .

—Le estoy agradecida.... — empezó a decir.

—¿Cómo?—-le interrumpió él—. ¿No me tuteas?

Sonrió la muchacha.

—No puedo. ¿No se da usted cuenta de que yo soy una simple empleada y usted el ingeniero jefe? Le encuentro muy interesante, de verdad... pero eso, puede estar seguro, no me hará perder la cabeza.

Él se mordió los labios.

Estaba completamente convencido, antes de abandonar Nueva York, de que aquella muchacha era muy diferente a las que había tratado hasta entonces; de todas maneras, su experiencia le decía que, como las otras, no tardaría en rendirse a sus encantos masculinos, a su fuerte personalidad.

Pero la oposición de Alice no era más que un delicioso acicate.

Quizás era ella la mujer que había estado buscando desde hacía tantísimo tiempo. Y aquello agregó una nueva emoción a la situación que, en modo alguno, podría forzar sin estropearlo todo.

—Tiene usted, muchísima razón, Alice — dijo, después de una larga pausa—. Me he comportado como un verdadero estúpido.

—¡Oh, no!—sonrió ella—. Se ha portado usted como un hombre; aunque, de verdad, yo había empezado a considerarle un poco distinto a los demás.

Jimmy enrojeció.

—Le ruego que me perdone.

Ella alargó 1a mano derecha, pasándola sobre la mesa, hasta apoyarla en la de él. Se había dado cuenta de que llevaba un guante que no se quitó en momento alguno.

Y aquélla era la ocasión única de «tocar», sin que él buscase tres pies al gato.

—No ha perdido usted nada para mí, Jimmy.

Él iba a retirar la mano, vivamente, pero sonrió.

—Llevo este guante porque me faltan tres dedos. Los perdí hace mucho tiempo, en un desdichado accidente con una laminadora.

—¡Qué pena!

La. mano derecha de él se apoderó de la de muchacha, oprimiéndola con cálida fuerza.

—Me ha dado usted una buena lección, Alice; pero le agradezco que mi estupidez no haya destrozado el buen concepto que se había formado de mí.

—En absoluto, Jimmy. Sigue usted siendo el mismo, ¡palabra!

—Gracias.

Ella retiró la mano.

—Y ahora—siguió él—, hablando de otra cosa—. Y conste que no deseo ofenderla... ¿Por qué no viene a trabajar a mi sección? Ganará mucho más y además...

Ella le sonrió, amistosamente.

—A eso sí que no puedo negarme, amigo mío. Acepto. 

CAPÍTULO VI 

MALONEY estaba muerto. Cuando Fred y Alex, por orden de Donald Callowan, llegaron a la lujosa residencia del armador multimillonario, se encontraron con la policía local, que había sido llamada por la servidumbre quince minutos antes.

El inspector Kollat se adelantó, inmediatamente, en cuanto conoció su presencia en la finca.

—Encantado — saludó, estrechando las manos a los del S.I.P.

—¿Cómo ha sido, inspector? — inquirió Morton.

—Una desgracia. Recibimos el aviso hace poco, pero ya nos dijeron que míster Maloney estaba muerto.

—¿Dónde está ahora ?

—En su pabellón particular, donde le hemos encontrado — y añadió—. No, no se preocupen, nadie ha tocado nada. Los del laboratorio no tardarán en llegar, aunque nada descubrirán: Maloney se ha suicidado.

—¿Seguro?

—Vengan.

Les condujo por un dédalo de senderos que atravesaban un parque lleno de umbría. El edificio principal quedó a sus espaldas.

—Maloney — explicó el policía, mientras caminaban— se hizo construir un pabellón separado del cuerpo del edificio. Era un hombre, según he oído hablar en la región, muy alegre. Hasta que hace un par de años cambió completamente, volviéndose huraño como un oso... Fue entonces cuando se construyó el pabellón del que, prácticamente, apenas si ha salido. Su familia no podía venir a visitarle y él, en una o dos ocasiones por año, se reunía con los suyos en el edificio que hemos dejado atrás.

»Su ayuda de cámara era el único autorizado a verle, pues era quien le llevaba las comidas y estaba siempre pendiente de sus órdenes. Fue él, naturalmente, esta mañana, cuando le llevaba el desayuno, a la hora de costumbre, el que lo encontró muerto en su despacho.

—¿Le, ha interrogado usted?

—A fondo, pero sin resultado. Nada había, anoche en la actitud de su amo que hiciese temer la desgracia de hoy. Estaba, eso sí, tan huraño y apático como de costumbre. Pero esa manera de ser no podía impresionar al criado que, como comprenderán, estaba ya acostumbrado a ella,

—Ya.

Hubo una pausa.

—¿Cómo se ha matado?

—Se ha disparado un tiro en la cabeza. Muerte instantánea.

—¿Lo sabe ya la familia ?

—Sí. El ayuda de cámara ha telefoneado a sus hijos y a sus abogados. No creo que tarden mucho en presentarse. Y ahora que me doy cuenta, ¿tenía algo especial con ustedes?

Fue Fred quien contestó, sonriendo.

—¡Oh, no! Veníamos a hacerle unas preguntas relativas a la desaparición de uno de sus barcos. Mera cuestión de rutina.

—Comprendo.

Habían desembocado ante una explanada perfectamente cuidada, como todo el resto.

Un edificio de una sola planta, pero de una línea moderna impecable, se ofreció ante ellos. Dos policías de uniforme estaban- de facción en la puerta.

El interior estaba en perfecta consonancia con lo de fuera y las habitaciones que atravesaron, salones suntuosos, hasta llegar al despacho del millonario, daban una sensación de riqueza inconfundible.

El despacho estaba situado en el ala derecha del edificio, que ocupaba casi enteramente, por lo que sus dimensiones eran impresionantes. Todas las paredes, hasta una altura media de cerca de dos metros, estaban cubiertas por una librería repleta de libros. Sobre aquella monumental biblioteca, cuadros, la mayoría óleos y acuarelas, de las mejores firmas, representaban las más hermosas naves que Maloney había lanzado a los mares del mundo.

El cadáver estaba junto a la chimenea artificial, cuya rejilla de rayos infrarrojos seguía encendida en un punto de calor medio, lo que hacía que el ambiente fuese agradable en extremo. El cuerpo estaba boca arriba y parte de la cabeza había desaparecido, dejando una visión desagradable del rostro visible.

La mano derecha empuñaba aún una pistola con silenciador.

—No creo dijo el policía — que haya muichas dudas...

—No. Aunque veremos lo que dirá el laboratorio.

Morton se había separado de ellos y examinaba detalladamente el despacho. Fue unos instantes después cuando llamó a su amigo.

—¡Fred!

Los dos hombres se acercaron.

—Fíjese en eso.

Era, sin duda alguna, un magnetofón moderno, con un mueble lujoso de color gris azulado.

 Pero no eran aquellos detalles los que llamaron la atención de los policías, sino los orificios que presentaba la tapa.

—¡No me había dado cuenta! —exclamó el inspector, enrojeciendo. Aunque agregó en seguida—. En realidad, no hice más que una rápida inspección ocular, esperando que llegasen los del laboratorio.

—Claro está — dijo Fred.

Y miró a su compañero.

—Es indudable — dijo éste — que Maloney, antes de suicidarse, disparó furiosamente contra ese mueble. Tres veces...

Y señaló los tres orificios que habían hecho las balas.

—¿Por qué demonios...? — empezó a decir el policía.

Pero Alex le interrumpió.

—Escuche, inspector. Vamos a llevarnos este aparato a Washington.

—Como quieran.

Les ayudó a envolverlo, cogiéndole sin tocarlo apenas. Después, mientras iban hacia donde los del S.I.P. habían dejado el coche.

—¿Creen ustedes que encontrarán en este aparato la explicación de la muerte de Maloney?

Fred' sonrió.

Pero fue Alex quien, sintiéndose explícito, dijo:

—Si tenemos un poco de suerte, inspector Kollat, este aparato puede decirnos otras muchas cosas, inclusive más interesantes que la propia muerte del millonario.

*     *     *

Las colillas se amontonaban en los ceniceros y las botellas de USA-Cola iban cayendo en los cestos de papeles.

—No hay que dejarse llevar por los nervios, muchachos.

Los dos se volvieron, mirando al patrón... y sonriendo.

Porque Callowan tamborileaba impaciente sobre la mesa del despacho, demostrando que no eran precisamente sus nervios los más tranquilos.

Estaban esperando los resultados del laboratorio.

Así, cuando el empleado abrió la puerta, no utilizando el visófono, todos ellos le miraron con ansiedad.

—¿Qué?

—La cinta estaba virgen.

Torcieron el gesto.

—En cuanto al aparato, no es de los fabricados por la Magnetofón Americano, sino de La Voz del Mundo, una empresa de Illinois.

—¿Nada más?

—Las balas fueron disparadas a unos setenta centímetros de distancia.

—Bien. Puede retirarse.

Y una vez solos.

—¡Vaya enredo!

—-Tiene usted razón — dijo Fred—. Estamos nadando en la oscuridad desde el principio. ¡Es desastroso! Cada vez que encontramos algo, o alguien que podría darnos una pista... ¡pat!, desaparece o no tiene utilidad alguna.

—De todos modos, yo creo—insistió Morton —que no se dispara contra un aparato sin un motivo concreto.

—Naturalmente — repuso el jefe —; pero ¿qué motivo?

Alex se encogió de hombros, con un gesto de clara impotencia.

—¡Eso es lo que deberíamos saber!

—Todo se ha ido al agua — dijo Fred—. Nos imaginábamos que íbamos a encontrar una relación entre la muerte de Maloney y Magnetofón Americano. Al mismo tiempo, las palabras de Tower, antes de morir, relacionaban al millonario con la Inter. Era una tela de araña que empezaba a tejerse de una manera lógica...

—Así es — replicó George—. Estamos dando vueltas a un asunto en el que? sin duda alguna, la Inter y la empresa de Ebert están directamente relacionadas; pero ¿cómo?, ¿por qué?, ¿de qué manera?... Y fijaos bien en que, desde el principio, las cosas se encadenan: primero la muerte de la muchacha, después la desaparición de Tower, la muerte de la presunta asesina, la de Tower, la de Maloney... Y alrededor de todas estas desapariciones, «que convienen a alguien», la Inter y la Magnetofón dando vueltas directas,, pero tan oscuras que no podemos asociarlas lógicamente.

Hizo una pausa.

-—Si Alice no nos saca de dudas...

Alex frunció el entrecejo.

—¿Tendré que volver a aquel hotel?

—Sí. Quiero que no pierdas de vista a esa muchacha. Vale demasiado para que pueda exponerse inútilmente. Tu misión es ir transmitiéndome sus informes... y estar alerta, dispuesto a intervenir ante la menor amenaza que veas planear sobre ella.

A nadie extrañó que Alice pasara a la Sección Especial; por el contrario, todo el mundo lo esperaba y se la recibió amablemente, sobre todo por parle de Sussy. Alice abrió los ojos... inútilmente. No había allí nada de lo que esperaba y se sintió un tanto decepcionada, ya que creía haber llegado ante el nudo gordiano del problema.

Le subieron el sueldo, en una proporción interesante y comió aparte, en la cantina, ya que la alimentación para las empleadas de la Sección era mejor y más seleccionada que para el resto del personal.

Casi cada día, cuando la jornada terminaba, Jimmy la acompañaba, dando un paseo, a pie o en el magnífico coche de él, hasta que la dejaba en la puerta del hotel, límite que ella había convertido, entre risas, en una frontera inexpugnable.

Luego hablaba con Alex.

Estaba completamente segura de que el agente la vigilaba desde la ventana y no era muy difícil percatarse de ello, ya que el tono de la voz de Alex no podía ser más distante.

Alex estaba celoso.

Aquello la divertía.

Pero, en el fondo, seguía preocupada por lo poco que avanzaba en su investigación. Ella había hecho todo lo posible, pero estaba cada vez más convencida de que e1 patrón la había lanzado sobre una falsa pista.

Todo siguió un ritmo normal hasta una mañana en que, casi a la hora de cesar el trabajo para ir a la cantina, Sussy se sintió repentinamente enferma.

La palidez de la muchacha era muy intensa cuando Jimmy la cogió en sus brazos, sacándola del departamento. Naturalmente que una vez solas, las muchachas pararon el trabajo, y comentaron aquel inesperado hecho.

—Sussy es una tonta — dijo una de ellas—. Para ganar más dinero, se negó a tomar las vacaciones trimestrales.

—¿Cómo? — inquirió' Alice, interesada — ¿Vacaciones trimestrales?

La miraron como si hubiese dicho una tontería.

—¿No lo sabías?:—dijo, una de ellas, justamente la que había hablado antes de Sussy—. Nosotras, las de la Sección Especial, tenemos cada tres meses, uno de vacaciones pagadas,..

Alice no dijo nada, pero le pareció excesivo desde todos los puntos de vista.

Jimmy entró en aquel momento.

La sonrisa de su rostro, aunque hacía todo lo posible porque fuese como siempre, no era totalmente sincera y Alice se dio cuenta mejor que nadie.

—¡Bueno, muchachas! Lo de Sussy no es más que un mareo sin importancia; pero, como os conozco bastante, creo que es mejor que dejemos el trabajo por hoy... ya que, de todas formas, no haríamos nada de provecho...

—¡Viva míster Alex !—gritaron algunas de las chicas.

Y salieron.

Alice se rezagó, de modo a quedarse sola con el ingeniero.

—Tendrá usted que perdonarme—dijo él,  sonriendo—, pero he de quedarme esta tarde. Créame que lo siento.

—¿No puedo serle útil, Jimmy?

—No, muchas gracias.

—¿ Y Sussy ? ¿De verdad que no es nada de importancia?

—Le aseguro que no. Además, por si se tratase de alguna enfermedad, la hemos enviado al Hospital de la Casa... La Inter se preocupa por sus empleados, puede estar segura.

—Ya lo sé.

Alice volvió al hotel, reclamando a Alex inmediatamente.

—Creo que ha ocurrido algo importante — le dijó, cuando él estuvo a la escucha—. ¿Me oye?

—Perfectamente.

Y le contó lo ocurrido,, agregando lo de las vacaciones.

—Bien. Voy a ponerme en comunicación con el patrón. ¿Necesita usted algo?

—No, muchas gracias... Alex.

Él se quedó unos instantes, a la escucha, aun después de que ella hubo cortado la comunicación.

—¡Malditas mujeres! — exclamó.

Y recogiendo el fonendoscopio, se echó a reír.

*     *     *

Los tres hombres esperaron a que el último de los empleados saliera del edificio, Éste, él de la Magnetofón Americano, estaba completamente oscuro.

Dejaron pasar un cierto tiempo.

La avenida estaba desierta y sólo, de vez en cuando, un vehículo pasaba velozmente hacia el centro de la ciudad, dejando detrás la vibración intensa de sus «turbos».

Ellos habían aparcado el vehículo dos manzanas más arriba, en un lugar oscuro, donde era muy poco probable que lo descubriesen.

Cruzaron la calle.

Uno de ellos, el que iba delante, se inclinó, con un extraño aparato en la mano, posándolo sobre el mecanismo fotoeléctrico de la puerta. Instantes después y silenciosamente, ésta se abría.

Los otros dos llevaban sendas maletas.

Debían de conocer detalladamente aquellos lugares porque no dudaron un sólo instante en dirigirse al ascensor del fondo, en el que penetraron, dejando que el que había abierto y cerrado, la puerta de entrada, pulsase el botón que puso en marcha el aparato.

Tres segundos...

El frenaje se hizo suavemente, abriéndose las puertas que daban directamente a una especie de salón, lujosamente amueblado. La luz estaba tamizada y el silencio que reinaba allí era tan intenso, como en las demás dependencias del edificio.

Pero aquello no engañó a los hombres.

Sabían que las paredes estaban perfectamente insonorizadas y que tres habitaciones más allá, en su despacho, estaría el hombre al que buscaban, detrás de una puerta dotada de un mecanismo fotoelectrónico, como todas.

El hombre del aparato, cuando hubieron llegado ante la puerta, repitió la misma operación que había realizado en la de la calle.

Y ocurrió lo mismo.

La puerta se abrió suavemente; pero esta vez los dos hombres entraron bruscamente, empuñando sendas pistolas paralizadoras.

El hombre que trabajaba detrás del despacho levantó el rostro, dejando ver la expresión de sorpresa indecible que se pintaba en él.

—¿Qué...? — llegó a articular.

Pero el del aparato, que se lo había guardado en el bolsillo, se acercó, con las manos vacías, apoyándolas en el borde de la mesa.

—Hola, Ebert.

—No... le conozco.

El otro se encogió de hombros.

—Es igual. Venimos de parte de quien tú sabes.

Charles intentaba tranquilizarse, pero era visible que sus esfuerzos no le conducían a parte alguna.

—¿Qué queréis? — inquirió, finalmente, deseoso de saber.

—Tus archivos.

—¿Mis qué...?

—No hagas el tonto, amigo. Venimos por tus archivos.

—No sé de lo que me hablas.

Las manos que estaban apoyadas en el borde de la mesa aumentaron la presión que ejercían sobre el tablero, basta que los nudillos palidecieron, tornándose blancos. -

—Saca las tenazas, Karl— dijo, sin volverse.

El interpelado obedeció, dejando antes en el suelo la maleta que, como su compañero, llevaba en la mano.

Las tenazas eran algo distintas a lo corriente y más bien parecían alicates de electricista.

—Demuéstrale a Charles cómo funcionan.

El llamado Karl se apoderó de una de las plumas que surgían de los tinteros macizos de la mesa, colocó el mango entre las mandíbulas de las tenazas y apretó suavemente, sin hacer aparentemente un gran esfuerzo.

El sonido que produjo el aparato heló la sangre en las venas de Ebert.

Después, cuando Karl abrió las tenazas, sólo vio el polvo a que había quedado reducido el mango de la estilográfica. Un polvo fino que cayó, como si fuese ceniza, sobre la mesa de despacho.

—Lo divertido — dijo el que llevaba la voz cantante — es hacerlo con un dedo... ¿Quieres que probemos contigo, Charles?

Éste se estremeció.

—¿Cuánto dinero queréis?

Era un anzuelo lanzado al azar.

El hombre se encogió de hombros.

—No digas más sandeces... Querernos que nos lleves a tus archivos.

Ebert se dio cuenta de que no tenía más remedio que obedecer.       

Y lo hizo.

Encuadrado por los otros dos, que habían recogido sus maletas, saltó del despacho, pasando a una habitación vecina, una de cuyas paredes estaba completamente ocupada por la monumental puerta de una caja fuerte.

—Abre.

Se volvió, como si desease implorar un último favor. Y mirando al hombre que tenía a la espalda:

—Te doy un millón de dólares.

Pero el rostro siguió imperturbable.

—Abre.

Charles obedeció.

No le dejaron entrar.

Los dos hombres — los de las maletas—, entraron en la caja fuerte, saliendo unos minutos después.

—Ya está — dijo uno de ellos.

Entonces, el jefe disparó — Charles no se había dado cuenta de que llevaba una pistola en la mano —haciendo que Ebert se desplomase junto a la puerta que al ser empujada volvió a cerrarse de golpe.

—¡Vamos!

Siete minutos después, cuando el vehículo gris se alejaba hacia el centro de la ciudad, una explosión formidable estalló en el edificio de la Magnetofón Americano.

La planta superior y parte de la que había abajo desaparecieron, en medio de una densa humareda. 

CAPÍTULO VII

 

 

ALICE CARSON susurró: —Jimmy...

Él la miró, con aquella sonrisa que hacía palpitar el corazón de tantas muchachas histéricas, pensaba ella.

—¿Qué hay, Alice ?

—Quisiera que me permitiese salir esta tarde. Tengo que hacer unas compras.

Los ojos de él brillaron con mayor intensidad.

—No se tratará de algo masculino, ¿verdad?

—¡Tonto!

—Bien. Puede usted disponer, Alice... ¿Nos veremos luego?

—No lo sé, aunque es posible. Si acabo pronto, le llamaré. ¿De acuerdo?

—Entendido.

Ella abandonó la fábrica, tomando un helico-taxi, ya que iba a la otra parte de la ciudad.

Las órdenes del patrón, que Alex le había transmitido aquella mañana, antes de que saliese para la empresa, habían sido tajantes:

«Visitar a Sussy.»

No le había sido muy difícil conocer las señas del hospital de la Inter. Y hacia allí se dirigía ahora, llena de prevenciones e ideas contradictorias.

Se había dado cuenta de que las cosas empezaban a moverse por un camino positivo. Y aunque todo aquello no era más que una intuición, Alice sabía qué su instinto policíaco no le equivocaba.

El vehículo aéreo le dejó en una plazuela, muy cerca del blanco edificio del hospital, donde se hallaba una enfermera, de mirada aguileña.

—¿Qué desea ?

—Hay aquí una compañera mía... Se llama Sussy y trabaja...

—... en la Inter. Todos nosotros dependemos de la Inter, señorita.

—¿Podría verla ?

—No lo sé. Pero llamaré al interno... Un momento.

—Muchas gracias.

La pantalla de interfono era invisible para la muchacha, así como el altavoz, que debía de estar conectado directamente a las gafas de la mujer de la recepción.

Ésta se dirigió a ella.

—Vamos a hacer lo posible. Justamente, la madre de Sussy está arriba. ¡Botones!

Un muchacho se acercó, corriendo.

—Lleva a la señorita a la habitación dos mil diecisiete.

—Bien.

EL ascensor les dejó en la última planta y el botones condujo a la joven hasta la puerta donde estaba escrito el número 2.017, en la que llamó.

—¡Adelante!

Alice entró en la habitación.

No era, como esperaba, la estancia de una enferma, sino una salita como las que algunos elegantes hospitales ponen a disposición de los acompañantes de los pacientes distinguidos.

La mujer estaba sentada en un sillón, con un pañuelo que retorcía en sus nerviosas manos.

—¿Conocías... a. Sussy? — dijo con un tono histérico en la voz.

—Sí.

—¡Pobrecilla! — tuvo una especie de hipo que cortó la frase que seguía; después—. Yo soy su madre. Estoy esperando a que me entreguen sus cenizas... Murió anoche.

Alice fue incapaz de sentir pena alguna.

Porque aquella mujer —ella había visto las fotos de todos los que habían intervenido en el caso Carey, el patrón había tenido mucho cuidado en enseñárselas—, no era la madre de Sussy, sino Hilda Strasse, la ridícula solterona que había estado en Luna-Término.

La muchacha se dio cuenta de que debía obrar con cuidado. La intuición de un peligro le aparecía con una nitidez formidable.

—¡Cuánto lo lamento, señora! Su hija era mi mejor amiga...

—¡Pobrecilla! — repitió la mujer—. ¿Cómo te atreviste a venir aquí? ¿No te dijeron lo que tenía Sussy?

—No, nadie me dijo nada..., ¿qué tenía?

La otra meneó la cabeza.

—Ni los médicos lo saben.

Hubo una pausa.

—Bueno...— dijo Alice — creo que debo irme.

—Espera, pequeña... No me dejes sola. Me darán las cenizas dentro de un momento y así podrás acompañarme a casa... te agradeceré mucho que lo hagas.

Alice se dio cuenta de que no podía negarse.

—Bien.

Instantes después, un hombre apareció en la puerta llamando a la falsa madre de Sussy, que salió, volviendo unos minutos más tarde. Llevaba una urna en las manos.

—¿Vamos? — inquirió.

Bajaron por la rampa lenta, la mujer dijo que los ascensores la mareaban, tardaron cerca de quince minutos en llegar al hall del hospital. Después, dijo:

—Tengo el coche en la zona de aparcamiento.

Se había cogido al brazo de la joven y caminaba muy lentamente, como si en realidad no pudiese hacerlo.

Alice se dio cuenta de que un chófer estaba junto al vehículo y que se inclinó, al tiempo que abría la puerta.

¿Cómo podía pensar aquella mujer que ella iba a creer que la madre de Sussy tenía chófer y coche?

—¡Un momento! — dijo, intentando soltarse del brazo de Hilda.

Pero no había contado con el chófer.

El hombre la cogió, por debajo de los brazos, impulsándola hacia el interior del vehículo, en el que penetró como una tromba, pensando que podría salir por la otra puerta.

Mas su sorpresa llegó al máximo, al ver que Jimmy estaba sentado allí y que la recibió en sus brazos, sentándola bien, mientras la mujer entraba y tomaba asiento junto a ella, al otro lado.

—¡Mi querida Alice! — exclamó el ingeniero—. ¿Por qué diablos será tan curiosilla?

El vehículo arrancó, bruscamente.

*     *     *

La mirada de Alex se volvió una vez más hacia el reloj-comunicador. Fred miró también hacia allá.

—¡Nada!— dijo el primero.

Con dedos nerviosos, Irwin encendió un nuevo cigarrillo, mirando lánguidamente el montón de colillas que formaban una sucia pirámide sobre el cenicero.

—¿Dónde demonios se habrá metido?

Fred miró a su compañero y esbozando una sonrisa nada convincente:

—Hay que esperar, Alex... Todavía no es tarde.

Pero el otro le señaló la oscuridad que enmarcaba el cuadro de la ventana; luego, mirando el reloj.

—Las nueve de la noche y dices que no es tarde. Salió, seguramente, a las doce de este mediodía hacia el hospital... ¿Dónde quieres que haya pasado estas nueve horas? ¿Al lado de la enferma?

—Es posible.

—¡No digas bobadas! Ningún médico lo consentiría... ¡Voy a telefonear!

—No lo hagas. Con toda seguridad, el patrón habrá enviado a alguien a vigilar ese dichoso hospital. Yo hablé con él a las cinco.

—No me convences.

—¿Por qué ?

—Porque todo esto me huele, a chamusquina. Los acontecimientos se precipitan por sí solos.

—¿Lo crees así ?

—¡No seas hipócrita!. El que «ellos» hayan volado las oficinas de la Magnetofón y a Ebert con ellas, aunque alguien diga que ha podido desaparecer, demuestra que las cosas se intentan liquidar a toda velocidad.

—¿Tú entiendes algo?

—Bastante. ¡Pero está loca de Alice es la que me tiene aquí clavado, cuando debía estar actuando!

—¿De verdad que tienes alguna idea?

—¡Muchas! Todavía no puedo explicarme lo que ha ocurrido, aunque ya me temo por dónde van las cosas...

—¡Explícate!

El sonido del receptor sonó y Alex, sin escuchar a su amigo, dio un verdadero salto, hundiendo el fonendoscopio en el mecanismo.

—¿Diga?

Pero era la voz del patrón.

—¿Quién es ?

—Alex.

—¿Y Fred?

—Conmigo.

—Bien. Mis muchachos han entrado en el hospital. Alice salió, alrededor de la una, junto a una mujer, que dicen ser la madre de la muchacha. Ésta murió y ha sido incinerada...

—¡Me lo imaginaba!

—Lo importante es buscar a Alice. La mujer de la recepción que, a pesar de su aspecto de fiera, es una inocente, nos ha hecho el favor de reconocer a la falsa madre de esa Sussy. Uno de nuestros agentes le enseñó las fotos de todos los sospechosos y la mujer señaló a Hilda Strasse, la solterona que visitó Fred.

Morton se mordió los labios.

—Comprendo...

—Lo que quiero que entiendas es que hay que buscar a esa muchacha. ¿Tienes algún plan en la cabeza?

—Sí.

—Lo imaginaba. Yo, desdichadamente, no estaré en disposición de hacer nada positivo hasta mañana por la mañana. Pediré una autorización para registrar la Inter de arriba abajo. Será una desagradable sorpresa para míster Smith.

—Seguro. Entonces, Fred y yo vamos a encargarnos de aclarar unas cosas y buscar a Alice Carson.

—Me parece bien. De todos modos, si os es posible, no estéis muy lejos de la Inter mañana por la mañana.

Y cortó.

Alex se volvió a su amigo. Había en su rostro una expresión que Irwin conocía y que, mentalmente, le hizo pensar en lo que ocurriría si Morton echaba la mano encima al que se hubiese atrevido a tocar a Alice y hacerle algún daño.

—Escucha, Fred. Tú vas a dedicar todo lo que falta de noche a hacer una investigación, que yo me había reservado. Desde que murió Maloney, sospeché algo que ahora, de repente, se ha concretado.

—¿Te refieres a los barcos?

—Sí. Durante todos estos días, mientras Alice estaba en su trabajo, repasé ciertos datos y he llegado a la conclusión de que vas a encontrarte con una persona ciertamente interesante.

Y explicó su plan a Fred.

Cuando terminó de hablar, el rostro de Irwin expresaba una completa satisfacción.

—Eso lo explica casi todo — dijo.

—En efecto. Queda el papel que la Magnetofón jugaba en este asunto; pero eso lo sabremos más tarde.

Se estaba poniendo el abrigo.

¿Vas a buscar a Alice?

—Sí.

—¿Tienes alguna pista?

—No lo sé. Ir al domicilio de esa bruja de Strasse será completamente inútil, ya que el patrón, aunque no me ha dicho nada, ha debido enviar algunos agentes a la casa de la solterona, donde no habrán encontrado, con toda seguridad, a nadie.

—¿Entonces?

—Tengo otro plan... y no creo que me equivoque mucho.

Salieron juntos, separándose en la calle, después de desearse suerte mutuamente.

Alex detuvo su coche en una central telefónica, repasando uno de los listines de la ciudad.

No tardó en encontrar lo que deseaba.

Diez minutos más tarde, después de haber atravesado uno de los túneles bajo el Hudson, su «monoturbo» se detenía no lejos de un chalet lujoso. Abandonando el vehículo, saltó la verja y avanzó cautelosamente hacia la casa.

Deteniéndose ante la puerta trasera, sacó un aparato semejante a los que los criminales y ladrones modernos utilizaban: «la ganzúa electrónica», un mecanismo que, por medio del electromagnetismo, era capaz de abrir cualquier cerradura, por complicada que fuese.

Una vez dentro del edificio, no le fue muy difícil orientarse, dejando atrás las habitaciones de la servidumbre y dirigiéndose directamente a la monumental alcoba que ocupaba una de las alas del edificio.

Abrió la puerta.

El rumor pausado de una respiración le demostró que el hombre estaba durmiendo apaciblemente. Y aquello aumentó aún más su cólera, decidiéndose a pulsar el conmutador y hacer que todas las luces de la habitación se encendiesen de golpe.

CAPÍTULO VIII 

ABRIÓ Jimmy los ojos, viéndose obligado a cerrarlos nuevamente hasta que pudo acostumbrarse a la intensidad de la luz; después, sorprendido, miró al hombre que estaba a los pies de su cama.

—¡Hola, Don Juan!

No conocía a aquel hombre de nada, pero era evidente que él si debía conocerle, ya que acababa de aplicarle el nombre que todo el mundo le decía. Claro que en aquella ocasión la cosa no tenía ninguna gracia.

—¿Quién demonios es usted? — inquirió, sentándose en el lecho.

—Soy yo quien tiene el derecho de preguntar, imbécil. Y quiero recordarte que tengo muy poco tiempo que perder.

—¿Qué quiere?

—Saber dónde está Alice Carson

—¿Eh?

Miró a Alex, sonriendo después.

—¿Es usted... su novio?

—Ño: ¿Dónde está?

—Yo !a vi salir de la fábrica ayer a mediodía. Me pidió permiso y se lo concedí. Eso es todo lo que sé. No acostumbro a meterme en la vida de mis empleadas.

—Eso es una cosa que habría que examinar con más detalle; pero ahora lo que importa es que hables. No me hagas perder la paciencia.

—Le he dicho la verdad.

Morton giró alrededor de la cama, llegando junto a la cabecera, por el lado derecho.

—Mira, mequetrefe presumido..., si pudieses conocer mis intenciones en este momento, te echarías a temblar como una gallina que eres; pero como por lo yisto, eres bastante duro de mollera, no voy a tener más remedio que hacerte una pequeña demostración...

Y le descargó un puñetazo, sin más aviso, aplastándole la nariz, que empezó a sangrar de una manera aparatosa.

—¡Bárbaro! —gimió el ingeniero.

—¿Dónde está la chica?

El miedo se reflejó en las pupilas de Jimmy.

—Voy a decírselo, pero no le servirá de nada.

Otro nuevo puñetazo, en el mismo lugar, hizo que el individuo lanzase un aullido de dolor.

—¡Habla! ¿Dónde está?

—En la fábrica.

Alex lanzó una rápida mirada a su reloj de pulsera.

—Te doy tres minutos para vestirte...

Pero...

—¡Tres minutos!

Jimmy saltó del lecho, secándose la sangre del rostro con un pañuelo. Se vistió rápidamente, mirando con terror a aquella máquina de golpear en que se había convertido Morton.

—No llegaremos a tiempo... — musitó.

—¡Rápido!

Y con una voz glacial:

—Si no llegarnos a tiempo, Jimmy Aler, vas a maldecir el momento en que te pasaste de la raya con Alice.

Instantes después, llevando al ingeniero delante, salían de la casa, dirigiéndose hacia el lugar donde Alex había dejado el coche. Éste salió disparado como una flecha hacia la Inter.

*     *     *

Hasta tuvieron la amabilidad de darle de cenar.

Le habían atado las manos a la espalda y cuando Jimmy salió del sótano de la fábrica, Alice se quedó sola con aquella mujer pintarrajeada, cuyos ojos brillaban cruelmente.

La mujer le dio un bocadillo, ayudándola a tomarlo, ya que ella no podía hacerlo; después, tras hacerle beber un vaso de leche.

—Tendremos que esperar, querida — dijo la harpía.

La muchacha estaba segura de que había llegado su última hora y la única cosa que le sentaba mal era el no haber podido comunicar al S.I.P. sus últimos e importantísimos descubrimientos.

También sabía que el patrón no la había echado en olvido y que muchos agentes estarían ahora buscándola, aunque desgraciadamente ninguno de ellos llegaría a tiempo.

Ni el mismo Alex.

Al pensar con él, una especie de dulce sensación la invadió, diciéndose que había sido una estúpida al no tratar a Morton de otra manera; pero, sonriendo, se dijo que ya era demasiado tarde para corregir los errores que había cometido.

Siempre ocurría igual en la vida.

Hilda se había sentado a su lado, encendiendo un cigarrillo.

—¿No tienes miedo? — inquirió.

—No.

—Eres valiente. Claro que había de ser así para que una muchacha fuese admitida en el S.I.P., ¿no es verdad?

Alice no contestó.

—No, no hace falta que me lo digas. A pesar de que no hemos encontrado documentación alguna sobre ti, está más claro que el agua que formas parte de la policía... ¡Pobrecilla !

Alice la desdeñó:

—Es usted la más criminal de las brujas.

La otra se encogió de hombros.

—No creas que me afectan tus insultos, pequeña. Soy una mujer práctica y no me impresiona lo que el prójimo pueda decir. La verdad es que eres tú quien va a abandonar esta preciosa vida, mientras yo la seguiré disfrutando.

—No por mucho tiempo.

—¿Aún tienes esperanzas de que el Príncipe Azul venga a salvarte? — rezongó Hilda.

Alice se mordió los labios.

—No, yo no hablo de la esperanza de salvarme... Sé jugar y perder. Pero vosotros no estaréis mucho tiempo tranquilos. Con el S.I.P. no se juega.

—¿Qué saben ellos, querida?

—Más de lo que usted se imagina.

—¡Bobadas! La cosa está demasiado bien organizada para que nadie pueda imaginarse lo que pasa aquí... ¿Ves esa pared? Me gustaría saber si eres lo bastante lista para saber lo que hay al otro lado.

—Una pila atómica.

La mujer se sobresaltó; después, dominándose, logró sonreír.

—Tú sí lo sabes, pequeña. Por eso vamos a eliminarte; pero ellos, tus amigos, están muy lejos de la verdad. Hemos hecho las cosas bastante bien.

—Nunca se hace el mal lo bastante bien para no dejar una pista.

—Todo eso son teorías.

Se levantó, dirigiéndose hacia un lugar, cubierto por una cortina. Descorriéndola, miró con ojo experto a una serie de manómetros.

—Dentro de diez minutos — anunció, volviendo a sentarse—, la pila estará preparada para recibirte.

Y viendo que Alice, a pesar de su sangre fría, se estremecía.

—¡Oh, no, querida! No tengas miedo... La muerte será rápida y tu hermoso cuerpo se convertirá, en un segundo, en átomos brillantes.

—¡ Bruja !

Hilda sonrió.

—Es natural que estés enfadada. ¡Es tan duro dejar la vida a tu edad! Seguro que algún joven suspira por ti, ¿verdad? Hasta ese imbécil de Jimmy estaba dispuesto a creerte distinta a las demás. ¡Los hombres son de una estupidez supina!

Consultó el reloj.

—Faltan cinco minutos, querida...

Alice cerró los ojos.

Una terrible impresión de cansancio se apoderó de ella.

Estaba irremisiblemente perdida.

*     *     *

Alex le había dado unas instrucciones concretas y Fred estaba dispuesto a seguirlas, sin ambages, obrando de una manera sistemáticamente firme, sin dudas.  

Por eso, cuando llegó a los muelles, localizó rápidamente los barcos de las Compañías controladas por el difunto Maloney, escogiendo al azar uno de ellos.

Había un marino de guardia en lo alto de la escala.

Irwin no se molestó en exhibir su papel.

Desde abajo, apuntando fríamente, disparó un proyectil paralizante contra el marino, que se desplomó pesadamente en cubierta. Sobre ella se encontraba el agente del S.I.P. unos segundos después.

Sin vacilar, se dirigió hacia la cabina del capitán, en cuya puerta llamó suavemente.

—-¡Señor!

—¡Voy! —gruñó desde dentro.

Instantes después la puerta se abría dejando ver el soñoliento rostro de un hombre.

Fred lo empujó violentamente, entrando y cerrando la puerta tras él.

—¿Qué significa esto? — rugió el otro, sin dejar de mirar al arma.

—S.I.P.

—Bien... No creo que sea manera de entrar en mi barco. Todo está en orden. ¿Qué desea?

Como Alex se había imaginado y Fred comprobaba ahora, aquel hombre estaba a mil leguas de sospechar la verdad.

—¿Cómo va el asunto de la televisión a bordo?

—¿Qué quiere usted decir?

—¿Ha puesto aparatos nuevos?

El otro enrojeció; después, sonriendo levemente.

—¡Ah!, ¿es por eso?

—Sí. Hable.

—No creo que sea algo grave si un capitán aumenta un poco los ingresos. ¿No?

—¡Expliqúese!

Dudó el marino unos instantes.

Verá —dijo después:— Míster Maloney es un buen hombre; es decir, lo era... ¡lástima de pailón que hemos perdido!

—¡ Al grano !

—Como le decía, míster Maloney nos permitía vender aparatos de televisión a Europa. No hay nada malo en eso, ¿verdad? Después de todo no se trata de nada prohibido.

—¿Cómo lo hacían?

—Sencillamente. Cada cabina lleva, naturalmente, el suyo. Al llegar a Europa, desmontábamos los aparatos y los vendíamos a buen precio. Una compañía de allí nos los compraba, y nunca he entendido bien el porqué tenían tanto interés, ya que los aparatos europeos son inmejorables; pero, según parece, la percepción en nuestras pantallas es mucho más clara.

—¿Volvían entonces sin aparatos?

—Sí. Nos quedábamos con un par de ellos, que colocábamos en los salones para que los pasajeros pudiesen disfrutar de la televisión. Una vez aquí, era sencillísimo volver a reponerlos.

—¿ Y el gasto ?

—¿ Se refiere usted a lo que se podía perder ? —Sí.

El marino sonrió.

—Nunca se perdía nada. Los europeos pagaban hasta el doble por cada aparato... ¡Era un estupendo negocio y todos los capitanes de barco estábamos agradecidos a míster Maloney por su benevolencia!

—Exigiría silencio, ¿verdad ?

—Es natural. No queríamos jaleos con los Servicios de Exportación, que ya sabe usted que son muy limitados. Después de todo, era un negocio sin ninguna trascendencia, ya que no hacíamos daño a nadie. .

—¿Ha montado nuevos aparatos ahora?

—Sí.

—¿Cuántos?

—Ochenta.

—Vamos a verlos.

—Pero...

—¡ ¡Vamos! !

El capitán siguió dócilmente al agente del S.I.P. conduciéndole a las cabinas donde se habían instalado los aparatos.

Poco después la frente del marino estaba cubierta de sudor helado.

-—¡Dios mío! —exclamó.

*     *     *

—Ya es la hora, querida.

Alice se levantó como una autómata.

Había pensado, momentos antes, en lanzarse contra aquella bruja, intentando luchar, pero la imposibilidad de conseguir algo positivo la inundó de un completo fatalismo.

Hilda la cogió por el brazo.

—No temas... Todo pasará rápidamente.

Era espeluznante la tranquilidad con que aquella mujer se expresaba y comentaba un asesinato que iba a cometer fríamente.

Adelantándose un poco, Hilda corrió la cortina.

La entrada de la pila tenía el aspecto de la puerta de una caja fuerte. La mujer, después de manejar los diales, terminé» dando un tirón hacia ella.

La pesada y gruesa puerta giró sobre sus goznes, silenciosamente.

—Entra, querida...

—¡No!

Ahora, cuando veía la negrura de aquella cámara, por donde pasarían los neutrones dentro de pocos instantes, deshaciendo su cuerpo, se rebelaba a morir.

La otra sonrió.

—¡Vamos! ¿No querrás que te meta yo misma?, ¿verdad?

Se había apoderado de una barra de hierro que había junto a la puerta y que ahora esgrimía amenazadoramente.

—¿Es que vas a volverte cobarde en este momento, amiga mía?

Avanzó hacia ella.

La expresión de su rostro había cambiado totalmente y un odio asesino brillaba ahora en sus pupilas. Se veía claramente que estaba dispuesta a golpear a la joven.

Fue en aquel momento cuando una sorda chicharra se dejó oír.

La mujer miró hacia el timbre.

—Me dijo que no vendría, pero ha debido cambiar de parecer. ¿Sabes quién es, querida?

—No.

—¡Jimmy! Le dije que era un cobarde, siempre lo ha sido un poco, y que demostraría lo contrario si venía a verte morir... ¡Pobrecito! No puede soportar que algo bello muera...

La chicharra volvió a sonar otra vez insistentemente.

-—¿Lo ves? Tiene prisa por demostrarme que no es un cobarde... que nuestra sangre no es como, la vuestra — sus ojos brillaron intensamente—. Porque Jimmy es mi hijo, ¿sabes?

 —¿Eh?

—Sí. En realidad, se llama Hermán Strasse y los dos somos europeos. Voy a abrirle. Este sótano no puede abrirse más que desde dentro.

Dejó la barra, dirigiéndose hacia la estrecha escalera que conducía a la entrada del sótano acorazado.

Alice no se hizo muchas ilusiones de lo que la esperaba. Lo que acababa de decirle aquella mujer esclarecía nuevos aspectos del problema; pero... ¿para qué le servía saberlo?

El grito de Hilda le hizo volver la cabeza, justo para ver que la mujer, con las manos en alto, junto a Jimmy, en la misma postura, descendían de espaldas los escalones.

Luego apareció una tercera persona, con la pistola en la mano y una expresión de triunfo en el rostro.

—¡¡Al ex!!

Estuvo a punto de desmayarse de alegría.

Momentos después, cuando madre e hijo estuvieron sólidamente atados, Alex liberó a la muchacha, estrechándola tiernamente en sus brazos.

—¡Alice!

Ella dejó que las lágrimas corriesen libremente por sus mejillas.

¿Qué podía decir, más?

Un poco más tarde, ya calmada y con un cigarrillo en la mano, que aún temblaba de emoción, comentó:

—He sido una estúpida, Alex.

—¿Por qué?

—Porque debí darme cuenta de la trampa que me tendían. Si al ver a esta mujer en la clínica, hubiese salido corriéndoles posible que hubiera logrado escapar y preveniros. Me dejaron sola, para telefonear a este canalla... que ya debía dudar algo.

Jimmy bajó la cabeza.

—Se equivoca usted, Alice. Yo no creí que usted iba al hospital. De haberlo sabido, no la hubiese dejado ir. Mi madre me telefoneó, en efecto, llamando al mismo tiempo a Smith.

—¿Dónde está ese granuja?

—Arriba. Vive en el último piso.

Alex sonrió, consultando su reloj.

—Dentro de unos minutos, doscientos agentes rodearán la fábrica y penetrarán en el interior... Nadie escapará. 

CAPÍTULO IX 

DONALD CALLOWAN bebió un nuevo trago de USA-Cola; después, mirando a Morton, dijo:

—De acuerdo, muchacho. Puedes empezar. Quiero oír la versión de tus propios labios.

Fred y Alice sonrieron.

Pero Alex encendió parsimoniosamente el cigarrillo, empezando casi, inmediatamente después:

—El asunto se inicia cuando Myriam Carey, enferma; es decir, cuando esta muchacha sustituye a otra de la Sección Especial, que había enfermado. La naturaleza de Myriam era muy delicada y no tardó en contraer una gravísima enfermedad, debido a la radiactividad que, a pesar de todas las medidas de seguridad, había en la Sección Especial.

—¿Por qué no la enviaron al hospital, matándola como a Sussy?

—Porque en todo este juego ha habido un «factor sentimental».

—¿Jimmy?

—Sí. Jimmy o Hermán, como quieran llamarle. Jimmy estaba locamente enamorado de la muchacha y se negó rotundamente a que fuese sacrificada en el hospital de la Inter, donde dos médicos, que han sido detenidos y serán electrocutados, practicaban la Eutanasia.

»Jimmy logró que Carey no fuese sacrificada en el hospital. Sabía que estaba condenada a muerte, pero la amaba demasiado y logró de Smith que la enviase a Luna-Término, ya que la muchacha lo había deseado siempre. Jimmy esperaba que ella muriese allí, tranquilamente, disfrutando de las vacaciones con las que siempre soñó.

—¡Muy romántico!

—Sí. Pero Jimmy no sabía que Smith y su madre, Hilda Strasse, pensaban en todo. Accedieron a lo que el muchacho les pedía, él era un ingeniero sin cuya colaboración no podía hacerse nada y siendo, al mismo tiempo, un chico caprichoso, no se le podían dar disgustos.

»Por eso, Hilda salió para Luna-Término con la misión de hacer que Carey muriese. Pero, al mismo tiempo, con la misión también de hacer desaparecer los brazos de la muchacha.

—¿Por qué?

—Sencillamente. Myriam había estado en el hospital y los médicos le habían extraído médula ósea de los brazos, descubriendo que allí había leucemia. Si la policía de Luna-Término hacía, y era evidente que lo harían, la autopsia de la muchacha muerta en viaje, encontrarían cosas que tendrían que comunicar urgentemente al S.I.P., despertando el interés nuestro, ya que una leucemia como la de Carey sólo puede contraerse en la proximidad de una pila atómica. Y se descubriría el «pastel».

»Hilda había organizado su plan; pero, para cubrirse, hizo que Smith enviase a Tower, también de vacaciones y que éste, al que se le había, hecho un generoso anticipo, invitase a Helen Porter, su prometida. La coartada, como ven, estaba perfectamente estudiada.

«Después de matar a Carey y destruir los brazos, Hilda regresó a la Tierra, segura de que las sospechas recaerían primero sobre Lewis y después sobre su novia. Así fue.

«Smith hizo saber a Lewis que sospechaba de él y lo expulsó de la empresa. Por otra parte, Lewis sabía que nosotros andábamos detrás de él y buscó refugio donde podía hallarlo: en casa de Maloney.

—¿Qué papel jugaba éste?

—Luego lo veremos. Naturalmente, la Inter no podía perder de vista a Lewis y fueron ellos los que intervinieron cazándome para saber exactamente lo que el S.I.P. conocía del asunto. Me dieron aquel tratamiento para que lo olvidase todo y se dispusieron a matar a Lewis, ya que habían terminado con su prometida.

«Maloney no quiso saber nada del huido y lo puso de patitas a la calle. Desesperado, Lewis se dio cuenta de que lo único que le quedaba era refugiarse en la policía y contarles lo que sabía. Fue entonces cuando coincidió casualmente con Fred y que éste no pudo salvarle de la muerte que los de la Inter le habían decretado.

Hizo una pausa.

—Muerta Carey y terminado con el problema que Lewis y Helen podían plantear, Smith podía estar tranquilo, ya que nosotros estábamos aún muy lejos de sospechar la verdad.

«Interviene entonces Alice.

«Tuvimos la suerte de que Jimmy se fijase inmediatamente en ella. El muchacho, que en el fondo se cree irresistible, encontró una resistencia que aumentó su deseo hasta enamorarse locamente de Alice. Esta venía a cubrir el hueco sentimental que había dejado Carey.

«Pero he aquí que Sussy enferma y que Alice empieza a sospechar, yendo al hospital a ver a su amiga. Todo, entonces, se precipita. Nosotros nos lanzamos y el resultado es terminar con toda la organización.

Encendió un cigarrillo.

—Eso—dijo el patrón — no nos explica nada. Porque no nos hemos enterado de la realidad de la Inter.

Alex sonrió.

—Verá... Todos sabemos que desde la creación de la Gran Europa estamos pendientes de una guerra. La mayor parte de las sustancias radiactivas están de nuestra parte y hemos tenido la suerte, además, al controlar la Luna y Marte, de encontrar en ambos mundos yacimientos inagotables de uranio y plutonio.

«Europa no tiene apenas materia fisionable más que para su industria. No puede permitirse el lujo de fabricar muchas armas nucleares, a pesar de que la soñada hegemonía mundial no se aparta de la mente de sus tiránicos gobernantes.

—Bien.

—Pero nunca se ha dado por vencida. Y he aquí que un día envía a dos de sus mejores agentes: Hilda Strasse y su hijo Hermán, un joven ingeniero, brillantísimo, que conoce al dedillo los asuntos atómicos.

»Una vez en Europa, los dos agentes se orientan, hasta decirse que la personalidad de Preston Smith es, precisamente, la que andaban buscando. Un hombre ambicioso, sin escrúpulos...

»En fin, se ponen en comunicación con él, le explican sus planes y Smith aprueba el hacerse inmensamente rico, esperando que el día que América caiga se convertirá en algo grande.

«Comprar uranio en nuestro país, donde tanto abunda, no es nada difícil. Ellos lo compran en el Mercado Negro y Jimmy, ahora se llama así para disimular, monta rápidamente una potente pila atómica donde purificar los materiales brutos que la Inter adquiere bajo cuerda.

«El problema es enviarlos a Europa, ya que la exportación no existe prácticamente.

«¿Cómo hacerlo?

«Hilda Strasse es una mujer de ideas claras y encuentra la forma, junto a su hijo, que descubre la manera de dar un baño de uranio o plutonio a los inconoscopios de los aparatos de televisión que fabrica la Inter. Un dispositivo especial de sales de plomo, impide que esos aparatos hagan daño... hasta que la capa de plomo desaparezca. Pero, ya en ese momento, el aparato estará en buenas manos, en Europa, y los técnicos de allá lo habrán desmontado para utilizar su preciosa carga.

»Dé todos modos, quedaba lo más importante: enviarlos a Europa. Y aquí entra Charles Ebert.

—¿Trabajaba en la Inter, verdad?

—Sí. Ebert era un hombre inteligente, pero casi tan ambicioso como su patrón. Había descubierto un procedimiento estupendo, con el que lograba captar las impresiones de las cintas magnetofónicas que, aparentemente, habían desaparecido. Se trataba de una especie de filtro ultrasensible, capaz de «desenterrar» lo que se creía definitivamente borrado.

»No teniendo dinero para explotar su negocio, Charles se vio obligado a comunicar su descubrimiento a Smith. Y éste, junto a sus cómplices europeos, se dio cuenta inmediatamente de la importancia de aquello.

»Pidió una prueba a Ebert, estregándole unas cintas usadas que la casa Malóney había tirado... y que su gente había recogido. Y comprobó que el maravilloso descubrimiento d« su empleado era capaz de descubrir ciertas conversaciones que el zorro de Maloney había tenido con sus capitanes de barco y que demostraban que exportaban materias prohibidas, no radiactivas, pero castigadas por el Código, de Exportación.

»Tenía la sartén por el mango.

»Malone}r se vio obligado a ceder y entonces se montó el tinglado de la venta de aparatos da televisión a «ciertas» compañías de Europa. Así empezó el tráfico más importante de sustancias radiactivas y bélicas que se ha conocido jamás.

—¡Es formidable!

—Lo que no me explico — dijo Callowan — es el que Smith y Charles se convirtiesen en enemigos.

—Muy sencillo. Al «oler» el negocio que intentaba desarrollar su patrón, Charles pidió algo así como el cincuenta por ciento y Smith lo envió sencillamente a paseo. Pero, antes de irse de la casa, Ebert logró apoderarse de las célebres cintas de Maloney, empezando a hacer chantaje a ambos: a su antiguo patrón y al armador, que pagaban gruesas sumas al pillo.

«Éste no se limitó a aquellas dos «fuentes de ingresos», montando una empresa que era capaz de regenerar, por un precio ridículo, las cintas archigastadas.

»Y así apareció la Sociedad de Chantaje más hábil que ha existido jamás. Charles leía lo que la pobre gente creía borrado, utilizando muchas cosas para hacerse pagar espléndidamente su silencio.

—¡Qué bandido!

—Más tarde, después de la muerte de Carey, Smith creyó el momento de complicar a Charles y escribió aquella carta que, con una llave universal, metió en la caja de Myriam, para hacernos creer que ésta sufría también del chantaje de Ebert.

«Deseaba despertar nuestras sospechas y aquello enfureció a Ebert, que debió pedir «un aumento» considerable.

«Sólo entonces, desesperado, Smith se decidió a librarse de aquel peligroso individuo y de sus archivos maléficos.

—¿Por qué no lo hizo antes?

—Porque no debía de estar seguro aún del lugar donde se encontraban las malditas cintas. No podía matar a Ebert sin saber dónde éste las escondía.

—Comprendo.

Hubo una larga pausa.

—Por mi parte —dijo el patrón—-, he ordenado que nuestros barcos de guerra detengan a toda la flotilla de Maloney, haciendo que vuelvan a América.

—¿Por qué se suicidó el armador? — inquirió Alice._

—Porque Ebert, furioso por la carta, debió de amenazar al viejo con descubrirlo todo. Desesperado, el armador se pegó un tiro; pero antes disparó furiosamente contra el magnetófono, como si desease orientar nuestros pasos.

—Un negocio muy bien montado.

—Sí — repuso Alex—. Y no hubiese fallado, a pesar de la enemistad que reinaba entre Charles y Preston, a no ser por Jimmy. Su romanticismo los perdió.

—Es verdad. Si Carey no hubiese ido a Luna-Término, teniendo que intervenir esa bruja de Hilda, hubiera sido quemada en el hospital, como Sussy, y jamás nos hubiéramos enterado de nada.

—Hubiésemos acabado sabiéndolo — afirmó el jefe —. El crimen no puede quedar impune. Tarde o temprano, le gente mala comete un error que suele ser lo bastante aparente para que el castigo llegue hasta ellos. 

EPÍLOGO 

El astrocohete se posó suavemente en Luna-Término.

Desde su cabina, Alice y Alex miraron las cúpulas que se cerraban, de manera a mantener la gravitación de la Tierra alrededor de la nave del espacio.

—¿Vamos ?

Salieron de la nave, cogidos de la mano.

Un empleado se acercó a ellos.

—Tengan la amabilidad de seguirme.

—¿Dónde vamos?

— A la cámara de desgravitación progresiva, señor.

Se miraron.

Después, un poco más allá, se separaron y Alice, un tanto nerviosa, fue conducida hacia la puerta exterior de la cámara que la correspondía.

Era la 68.

Intentó calmarse, pero no lo consiguió del todo.

Una vez dentro, puso algunos discos, dejandose caer en el cómodo butacón y haciendo lo posible por pensar en otra cosa.

Pero no podía.

Entonces, bruscamente, tuvo la impresión de que la puerta amarilla se estaba abriendo poco a poco.

Era imposible.

El disco dejaba verter una música dulzona, agradable; pero todos sus sentidos estaban .alerta y asi, cuando la puerta se abrió, definitivamente, ella dio un salto, sacando su pistola y colocándose junto a la puerta.

—¡Un paso más ...!

Luego lanzó una carcajada.

—¡Fred!

Irwin entró, cerrando la puerta detrás de él.

Ella pudo ver la sonrisa del empleado que, al otro lado, parecía comprenderlo todo.

—¿Por qué has hecho esto, Fred?

—Una sorpresa... y una orden.

—Siéntate.

Él lo hizo, encendiendo un cigarrillo.

Alice detuvo el tocadiscos, mirando fijamente al agente.

—¿Quieres hablar?

—Sí.

—¿De qué se trata?

—Del patrón.

—¿De... Callowan?

—Sí. Me ha mandado venir.

—¿Por qué?

—Alex le habló de que, seguramente, no trabajarías más para nosotros.

—¿Dijo eso?

—Sí. Ya comprenderás que...

Hubo una pausa.

—Él no me ha dicho nada.

—Pero el patrón sí. Justamente, en este momento, el jefe creo que va a necesitarte. Un nuevo trabajo, Alice.

Los ojos de la muchacha brillaron.

—¿De qué se trata?

—No lo sé. Algo muy raro, que sólo una mujer puede hacer...

Y después de un silencio:

—Tengo una astronave militar dispuesta, Alice. La que me ha traído aquí.

—¿Y Alex?

—Si le dices algo, no querrá darse cuenta de la urgencia de tu trabajo.

—Íbamos a casarnos.

—Lo comprendo. El patrón dijo que le parecía bien, aunque no estaba muy de acuerdo en que dos agentes se comprometiesen de ese modo.

Una nueva pausa.

Fred miró a la muchacha.

—¿Y bien?

Ella se puso en pie.

—Voy contigo, Fred. Voy a escribir una nota a Alex...

*     *     *

Morton corrió hacia el empleado.

—¡Oiga! ¿Qué diablos pasa en la cámara 68?

—Nada, señor.

—¿ Cómo? ¡Si es la única que sigue cerrada!

—Voy con usted.

Momentos después, el vigilante colocaba su huella dactilar, abriendo la cámara... que estaba vacía.

—¡Alice!

Vio la nota, sobre el televisor. 

«Alex... Vuelvo a Washington. El patrón me necesita. Dice que bastarán un par de semanas... Después, amor mío...

Ya me comprendes.

                                                                  Tu Alice.» 

Alex estrujó el papel.

—¡Malditas mujeres! —rugió.

Después, volviéndose hacia el asombrado empleado, lanzó una sonora carcajada

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