P R Ó L O G O
La emoción se apoderó de ella cuando la astronave, después de girar, empezó a descender sobre el espaciodromo de Luna-Término.
Era su primer viaje
espacial.
Había soñado—¿cuántas
veces?—con unas vacaciones como aquéllas, pero sólo ahora, cuando a través del
ojo de buey podía contemplar el fantástico aspecto del satélite de la Tierra,
se daba cuenta de que todo lo que había previsto en sus sueños quedaba muy por
debajo de la misma realidad.
Ya desde Luna-Primus, la
estación donde los astrocohetes se detenían, antes de descender directamente
sobre el satélite, para girar convenientemente, entrando de lleno en la zona de
atracción lunar, les habían dejado asomarse un poco, viendo aquella esfera
blanquísima, repleta de cráteres y desiertos, y al otro lado, como «una luna
enorme», el azulado planeta de donde procedían: la Tierra.
Todavía le parecía
mentira haber conseguido de míster Smith aquel permiso, en plena temporada de ventas, cuando los
países europeos, después del cambio de canales, al nuevo 3B, compraban más aparatos
de televisión que nunca.
Pero la verdad era que Preston Smith, el ocupadísimo director, había
cambiado mucho, en las últimas semanas, respecto a ella: una de las oscuras
secretarias de los departamentos de publicidad.
También era verdad que ella había pasado, voluntariamente, seis semanas en
compañía del ingeniero técnico Aler y
que había salido completamente agotada de aquel trabajo penoso y exhaustivo.
«Voy a concederle unas vacaciones, señorita Carey-—había dicho Smith—. Creo
que un par de semanas en Luna-Término nos la devolverán como nueva.»
Y así había sido.
Ahora agradecía infinitamente a su jefe que le hubiese dado aquella
oportunidad para distraerse y olvidarse del agotador trabajo que haba realizado
con el ingeniero Aler.
La azafata iba de un lado para otro, repasando el estado de los cinturones
de seguridad y repartiendo sonrisas y cigarrillos.
Los ciento ochenta viajeros parecían satisfechos y todos ellos, sobre todo
los que hacían el viaje por vez primera, estaban deseosos de poner el pie en el
suelo lunar.
Un altavoz rompió el silencio:
—¡Estamos alunizando en este momento! Se ruega a todos los pasajeros que no
se muevan de sus asientos hasta que la nave se haya detenido por completo.
Myriam lanzó otra ojeada al exterior, viendo aparecer las cúpulas de un
gran número de edificios lunares. Alzándose un poco más, descubrió las
compuertas gigantescas que, como una colosal mandíbula, se estaban abriendo
bajo el astrocohete. Después, poco a poco, a medida que la nave descendía, las
compuertas se convirtieron en el único horizonte visible, envolviendo a la nave
en una especie de luz azulada que, indudablemente, no era la natural.
Una especie de estremecimiento, ni muy brusco ni muy largo, sacudió el
aparato que, inmediatamente después, quedó parado, inmóvil por completo.
El altavoz se dejó oír nuevamente:
—¡Ya hemos alunizado! Todos los viajeros pueden desprenderse de los
cinturones de seguridad y dirigirse a las puertas de salida.
El hombre que estaba junto a la. joven y con el que había charlado casi
todo el camino — se llamaba Fred Loos y también era la primera vez que venía a
la Luna—, se volvió hacia ella, sonriendo.
—Ya hemos llegado.
—Ha sido muy emocionante.
—Esperemos que lo que nos falta por ver lo sea más. No cuesta muy barato
este viaje.
Ella sonrió.
—No importa... Yo, hasta ahora, lo he pasado maravillosamente.
Se dirigieron hacia una de las puertas, de donde descendía una rampa
movible. Al final, dos empleados recogían los pasajes.
—No me siento tan ligera como pensaba — dijo Myriam, cuando se dirigían
hacia la Aduana.
Una dama que iba tras ella se adelantó, tocándola en el hombro.
—No se preocupe, querida. Toda esta parte está sometida a la acción del
«geogravitador».
La muchacha frunció el entrecejo.
—¿Qué es eso ?
—Un mecanismo que hace que la gravedad, en este recinto, sea igual a la de
la Tierra.
—¡Oh! — Myriam parecía desilusionada—. ¿No podremos entonces
sentirnos mucho más ligeros ?
—Eso será después, querida. Cuando abandonemos este recinto para ir a
Luna-Ciudad.
Miró a aquella mujer con admiración.
—¿Ha venido usted otras veces, verdad?
—Esta es la quinta. Vengo, generalmente, dos veces por año.
—¡Qué suerte!
La Aduana no era más que un pasillo y la dama explicó a la muchacha que una
serie de aparatos, ocultos detrás de las paredes, «examinaban» a los viajeros,
sobre todo desde el punto de vista radiactivo.
—Todas las naves del espacio—dijo—, incluso las militares que van a
Marte-Base pasan por aquí. El gobierno Continental Americano se preocupa mucho
del tráfico de sustancias radiactivas.
—Comprendo.
Al otro lado de aquel
pasillo, una hermosa sala se ofreció a los ojos de la muchacha. Jóvenes de Luna-Término,
ataviados con trajes espaciales, se dirigieron hacia ellos.
—Ahora van a pasar a las
cámaras de desgravitación progresiva. Será cosa de una media hora... Luego
estarán ya en condiciones para poder vestir los trajes espaciales y viajar en
el ambiente selenita.
Las cámaras de
desgravitación progresiva eran individuales y estaban lujosamente amuebladas,
con un televisor y un bar, así como una discoteca, con objeto de que su
ocupante pudiera distraerse mientras las máquinas iban modificando la gravitación,
para que el organismo se acostumbrase a la reducción obligada que correspondía
a la Luna.
Myriam contempló un
divertido programa de televisión, comprobando que aquel aparato era de los que
fabricaban en su empresa — sonrió al aplicar el adjetivo—. La empresa donde
ella trabajaba, rectificó, la Intercontinental Televisión, cuyo poderoso
director había sido su ángel bueno al proporcionarle aquel maravilloso viaje.
Cansada del programa,
cerró el aparato, oyendo unos cuantos discos y fumando unos cigarrillos.
¿Cómo sería Luna-Ciudad?
Había visto algunas
fotografías, pero sabía que nada puede igualar la experiencia directa de las
cosas.
El tiempo pasaba mucho
más lentamente de lo que ella había esperado.
Por fin, una de las puertas, justamente la opuesta a la que ella había
utilizado para entrar, se abrió.
Y la muchacha lanzó una exclamación de asombro.
—¡Usted! — dijo, sin saber qué pensar.
El hombre avanzó hacia ella.
Myriam no sintió miedo alguno, porque no debía
sentirlo. Sólo la sorpresa y el asombro naturales se pintaron en su rostro.
—¡Nunca hubiese imaginado... — empezó a decir.
—El mundo es muy pequeño, señorita Carey — le
interrumpió él—. A veces — corrigió—, demasiado pequeño.
Y fue entonces cuando, bruscamente, se abalanzó sobré
ella.
* * *
Marthin echó una
distraída ojeada a los mandos. Después miró su reloj.
Faltaban doce minutos.
Así convencido de que
podía seguir leyendo y, con un poco de suerte, conocer la identidad de aquel
misterioso personaje que el autor de «Crimen en la Galaxia» había lanzado a las
páginas de la emocionante novela, volvió a la lectura.
En el fondo, aquellos
eran los mejores momentos que pasaba, como empleado permanente en Luna-Término,
Sección de Desgravitación Progresiva. Por eso se alegraba cada vez que llegaba
un astrocohete a la Base.
Porque la media hora que
se prometía a los viajeros era, en realidad, un lapso de tiempo mayor, que
llegaba hasta las dos horas y media. Claro que ellos, 1os conejos de indias, no
se percataban del tiempo, puesto que sus relojes, bajo una falsa alarma de
desmagnetización, les habían sido provisionalmente confiscados a la entrada de
las cámaras individuales.
El reloj que había en las
estancias funcionaba «de una manera un poco particular.
El héroe do la novela surcaba,
en aquellos momentos, lejanos espacios, en un poderoso astrocohete, mucho más
rápido que la luz. Había conceptos oscuros, pero que no dejaban de ser emocionantes:
«duplicada espacial», «curvatura plani-forme»... El autor no ahorraba ideas que
pudiesen ayudar con toda la fantasía posible a sus futuristas propósitos.
Pero lo que más
interesaba a Marthin era conocer la identidad del misterioso criminal de la
Galaxia que, después de haber cometido su última fechoría, asesinar y robar a
un ganadero de Ganimedes, se había refugiado en un planetoide, con toda su
banda, tendiendo un cepo al héroe que, sin sospechar lo que le esperaba, seguia
avanzando con su nave hacia el fatal destino que el criminal le había
preparado.
De no haber sido por
aquellas emocionantes páginas, Marthin se hubiese percatado de que la
luz-control de la cámara de desgravitación número 68 había parpadeado, prueba
inequívoca de que alguien había abierto la puerta interior.
Pero el héroe de la
novela se hallaba en una situación tan peligrosa que era imposible que él
separara los ojos del libro.
Cuando el zumbador le
avisó, doce minutos después, comunicándole que desgravitación se había
realizado, Marthin lanzo un terno, entornó el libro y acercando sus labios al
micrófono, gritó:
—¡Salgan por la puerta
amarilla, señores viajeros Luego, por la fuerza de la costumbre, vio cómo se
iban encendiendo las luces de las cámaras, a medida que las puertas se abrían.
Tentado estuvo de seguir, como siempre, aquella iluminación, pero volvió al
libro, ansioso de conocer el final de la trama.
La joven prisionera
lograba escapar, en el último instante, corriendo a desconectar el mortal
aparato que el criminal de la Galaxia había montado y el héroe aterrizaba en el
planetoide, lanzándose a una lucha feroz contra los bandidos.
Llamearon las pistolas
plutónicas...
—¿Otra vez leyendo?
Marthin se sobresaltó,
volviéndole, furioso, al ver que se trataba de Jack, su compañero de trabajo,
el que se encargaba de las cámaras de los caballeros.
—Me has asustado.
—Mejor es que te haya
asustado yo a que fuese el vigilante. ¿Estás loco, Marthin? ¿No sabes que no se
puede leer durante el servicio?
El otro se encogió de
hombros.
—¡Bobadas! Nunca ocurre
nada y todo eso son ganas de complicarnos la vida. ¿Cuándo se darán cuenta de
que un robot podía hacer este trabajo mejor que nosotros?
—No digas idioteces. La
Compañía Tierra-Luna tiene demasiadas responsabilidades para encargar a una
máquina de un control tan importante como el de la desgravitación.
—¡Bueno, bueno! Basta de
monsergas... Todo ha ido bien, ¿no?
Y señaló el cuadro de
control.
Pero, al mismo tiempo que
su amigo que también había mirado hacia allá, frunció el entrecejo.
La luz de la cámara 68
continuaba apagada.
Sonrió, esforzándose
visiblemente por lograrlo.
—Se habrá mareado... —dijo,
con voz insegura—. O se habrá quedado dormida.
—¡Vamos!—insistió el
otro, tremendamente serio.
Corrieron por el estrecho
pasillo, hasta detenerse ante la puerta amarilla de la cámara.
—Has tenido suerte,
después de todo — dijo Jack—, de que haya ido a verte. Si el vigilante supiese
que habías dejado un viajero aquí... ¡Abre!
Marthin colocó el pulgar
en la cerradura clasificadora y la puerta se abrió lentamente.
Entraron.
Por el momento, desde
donde estaban, junto al umbral de la puerta, no vieron nada. El sillón
confortable, una especie de monumental sofá, les ocultaba la escena.
Pero cuando penetraron
decididamente en la cámara, hasta las proximidades del televisor, ambos
palidecieron intensamente, no encontrando palabra alguna para expresar el
pánico que se había apoderado de ellos.
Tardaron unos minutos en
volver a encontrar el control voluntario de sus lenguas.
—¡Es horrible!
—¡Qué espanto!
Y no era para menos.
Myriam Carey yacía en el
suelo, en medio de un gran charco de sangre. Una expresión de indecible terror
contraía, grotescamente sus rasgos. Pero lo más horripilante era que le
faltaban los dos brazos.
Jack recobró primero la
serenidad.
—¡Vamos! ¡Hay que avisar
a la Policía! —No toquemos nada.
El otro salió, seguido
por su amigo, tan profundamente impresionado que tuvo que ser el propio Jack
quien hablase por el interfono, relatando al Vigilante general lo que acababa
de ver.
CAPÍTULO PRIMERO
Donald Callowan jugueteó con el cortapapeles, sin dejar de mirar a Alex.
—Esto.es todo, muchacho— dijo, al cabo de un instante.
Morton acabó de encender
el cigarrillo; después preguntó:
—¿Cómo es posible que
alguien entrase en la cámara de desgravitación sin que el empleado se diese cuenta?
—Ya te he dicho que aquel
idiota estaba leyendo una nóvela: «Criminal de la Galaxia», creo que era el
título.
—Entraron por la puerta
amarilla, ¿verdad?
—Sí, aunque no sé por qué
pluralizas.
—Es un modo de hablar.
—Bien. La chica, según ha
comunicado la Policía de Luna-Término, era una muchacha corriente, secretaria
en una fábrica de aparatos de televisión para la exportación, la
Intercontinental Televisión.
—¿Crimen pasional ?
—No sabemos nada. La
Policía de Luna-Termino nos lo ha remitido todo: incluso el cuerpo.
Abrió un cajón, tendiendo
un bolso negro al agente.
—Ahí tienes su bolso — y
viendo que el otro no alargaba la mano—. Puedes cogerlo. No había más huellas
que las suyas.
Alan se apoderó del
objeto, abriéndolo y vertiendo su contenido sobre la mesa.
Fue diciendo en voz alta
lo que contenía.
—Un tubo de labios, un
tubo de aspirina y una llave...
Se la quedó mirando.
—¿De dónde es esta llave
?
Callowan se encogió de
hombros.
—No lo sabemos aún.
Y después de una pausa.
—El asesinato no me
habría llamado la atención a no ser por la mutilación del cuerpo.
—Le faltaban los dos
brazos, ¿verdad?
—Sí.
—Eso no excluye la
hipótesis de crimen pasional. Ya me entiende usted. El estilo de esos locos :
«Tus brazos, con los que has rodeado el cuello de mi odioso rival..., etcétera.
—Puede ser; pero no.se expone uno a matar a una
mujer infiel, precisamente, en la cámara de desgravitación de Luna-Término.
—Cualquier sitio es
bueno.
—No digas bobadas,
Morton. Tú sabes, igual que yo, el control electrónico de esas cámaras. Basta
que se abra una puerta a destiempo para que el empleado...
—En este caso se abrió.
—¡Ya lo sé! Pero el
criminal no podía imaginarse que iba a tener tanta suerte. A menos que
conociese las aficiones de este idiota.
—Cosa posible.
El jefe movió la cabeza.
—A pesar de todo, no lo creo. El asesino tenía prisa por
matar, por eso no tuvo tiempo de elegir otro sitio. Además, no se le ofrecía
otra oportunidad, ya que una vez fuera de la cámara, de desgravitación, la
víctima hubiese sido incorporada a un grupo de visita con su correspondiente
cicerone. De no haber eliminado a la muchacha, como lo hizo, en la cámara de
desgravitación, no habría podido hacerlo después, al menos con las óptimas
condiciones que tenía allí.
Que hubiesen sido menos
óptimas si el empleado hubiera acudido.
Eso depende. Un hombre
decidido a matar no se hubiese detenido ante otro crimen.
Hubo una pausa.
—Supongo-—inquirió
Alex-—que la culpabilidad de ese empleado está completamente descartada.
—Sí. Tuvo que someterse a
un lavado psíquico, ya que deseaba no ser expulsado de la Compañía. ¡No es más
que un estúpido!
—¿Y los otros viajeros?
-—Se les interrogó, pero
sin resultados positivos.
Alex preguntó:
—¿Supone que el criminal
estaba entre ellos?
—Es casi seguro, pero los
Derechos Individuales nos coartan la labor en ese sentido...
—¿Y los brazos?
—Pudieron lanzarlos en
cualquier convertidor del pasillo o de la sala de espera. Se tiran allí
demasiadas cosas para poder analizar su contenido.
Un largo silencio se
estableció entre los dos hombres.
Luego, el jefe, pasándose
la lengua por los labios.
—No hace falta, Morton,
que lo digas. Sé que te estás preguntando qué diablos tiene que hacer el S.I.P.
en un asunto como éste.
—Lo ha adivinado. ¿
Es que andamos faltos de trabajo, patrón ?
—No.
—¿Entonces?
—Si quieres saber la
verdad, no puedo decírtelo; sencillamente, porque la ignoro, Este asunto me
huele mal: eso es todo.
Alex se encogió de
hombros.
—Es igual. De alguna
manera hay que justificar el sueldo que a uno le dan.
Echó una ojeada a los
objetos que había sobre la mesa, apoderándose finalmente de la llave.
—Voy a ir a ver a los
tipos que empleaban a esa muchacha. Habrá que empezar por alguna parte.
—Bien.
* * *
—La señorita Carey — dijo
Preston Smith—- era una empleada modelo y no tenemos ninguna queja contra ella.
¡Imagínese si nos duele lo que le ha ocurrido!
Estaba sentado en uno de
los más elegantes despachos que Morton
había visto en su vida. Todo era «fisiológico», hasta el sillón que ocupaba el
agente y que, además de un cómodo asiento, le proporcionaba una sensación de
tranquilidad completa.
—¿No tenía familia?
—No lo creo. Vino de
Virginia donde, según le oí una vez, había dejado a una tía, que murió más
tarde.
—¿Y amigos?
El otro sonrió,
beatíficamente.
Tocios éramos sus amigos,
señor..., ¿cómo dijo que se llamaba?
—Alex Morton.
—Bien. Todos éramos
amigos suyos, señor Morton. Cuando le digo que era nuestra mejor empleada.
—¿ Fue por eso por lo que le concedió permiso y vacaciones
para ir a Luna-Término?
Preston frunció el
entrecejo.
—Lo de Luna-Término fue
idea suya, inspector. Yo creía que merecía un descanso... y me limité a
proponérselo. Fue entonces cuando ella me dijo que llevaba muchísimo tiempo
deseando hacer un viaje espacial — sonrió—. Ya sabe usted que no se puede ir
más que a la Luna.
Así era, en efecto. Marte
estaba controlado por el Ejército americano y Venus por las tropas de la Gran
Europa. Pero no eran, por el momento, más que bases militares.
—¿No estaba... enamorada?
—Lo ignoro en absoluto,
señor Morton. La amistad que teníamos con la señorita Carey no nos autorizaba a
inmiscuirnos en sus asuntos... digamos sentimentales.
—Ya comprendo. Pero yo me
refiero a si alguno de ustedes la había visto acompañada por algún hombre, de
una manera asidua.
—No.
—Está bien.
Alan sacó la llave,
dejándola sobre la mesa de despacho.
—¿Sabe usted de dónde es
esta llave ?
—Sí.
Morton arqueó las cejas.
No esperaba, en verdad,
una respuesta afirmativa, categórica, como la que acababa de recibir del hombre
que tenía enfrente.
Le miró fijamente.
—¿Qué quiere usted decir?
—Que conozco esa llave.
Corresponde, seguramente, a la caja particular de la señorita Carey. ¿No la
encontraron entre sus efectos?
—Sí.
—Todos nuestros empleados
tienen, en la planta baja, una caja que nosotros les cedemos gratuitamente para
que guarden sus cosas. Las llaves son distintas y, naturalmente, de tipo único,
ya que no hicimos más que un ejemplar de cada una.
—¿Y si se pierden?
—Hay que descerrajar la
caja. Ya sé que le parecerá molesto, pero es la única forma de estar seguros de
que lo que se guarda allí no es fisgoneado por nadie.
—Comprendo.
Y después de un corto
silencio:
—¿Le molestaría conducirme a la planta baja?
—¡De ninguna manera!
Estoy a su disposición y no sabe usted cuánto me alegraría que pudiese
encontrar al canalla que atacó a la pobre Carey.
—Haremos lo posible.
Instantes después, Alan
se encontraba en los sótanos del edificio. Una sala enorme, cuyas paredes
estaban cubiertas por las puertas de acero de más de quinientas cajas fuertes.
—Esto debió de costar un
pico... — comentó el agente.
—Sí — sonrió el otro—,
pero siempre hemos querido que la Intercontinental Televisión fuese una empresa
modelo. Yo empecé por abajo, inspector..., y conozco todos los disgustos que la
pérdida o el robo de objetos personales procura en empresas como ésta...
Además—su voz se hizo enfática—, estamos asociados a la Panamericana de Higiene
y Seguridad del Trabajo. Y no consentimos que ningún empleado trabaje con las
ropas que trae de la calle. ¿Ve usted aquella ventanilla, al fondo?
—Sí.
—Las empleadas, ya que esta dependencia es sólo de mujeres, se desvisten
aquí, guardando sus efectos en la caja correspondiente. Después, en aquella
ventanilla, se les da una bata de trabajo completamente aséptica, que devuelven
después.
Alan sonrió.
—Perdone usted, pero lo encuentro exagerado. Después de todo, aquí no se
fabrican más que televisores.
—Y eso, ¿qué importa? — se escandalizó Smith—. Hace cuatro años, cuando
todavía no estábamos asociados a la Panamericana, hubo, usted lo recordará, una
epidemia de gripe rebelde... ¿Sabe cuánto nos costó la broma?
—No.
—Dos millones de dólares. Desde entonces, señor mío, hemos tomado todas las
precauciones posibles y no hemos vuelto a sufrir epidemia alguna.
—Lo comprendo. ¿Cuál es la caja de la señorita Carey ?
El otro le condujo ante una de ellas,
—Ésta.
—¿Puedo abrirla?
—¡Naturalmente!
Morton introdujo la
llave, tirando después hacia él. La puerta se abrió sobre sus silenciosos
goznes, iluminándose al mismo tiempo su interior.
Había unas perchas vacías
y una especie de estantería, también vacía, excepto uno de los compartimientos
en los que había una carta.,
—Tendré que
llevármela—dijo Alan.
—Lo comprendo.
Se guardó el agente la
carta en el bolsillo, echó una nueva ojeada a la caja vacía y volvió a
cerrarla, guardándose la llave.
—Es por si necesitáramos
que los del laboratorio hiciesen algunas pruebas—manifestó.
—Sí.
Momentos después, Morton,
ya en la calle, subía a su «monoturbo» descapotable, buscando el camino que
había de conducirle a Washington, donde estaba el Cuartel General del S.I.P.
Escogió, para mayor
comodidad, la pista alta, conectando el piloto automático y dejando que el
vehículo se moviese a una velocidad mediana. El control fotoeléctrico haría
imposible que otro vehículo tropezase con el suyo, aunque también fuese con el
automático, ya que se mantendrían a una distancia de unos cien metros.
Sacó la carta del
bolsillo.
Estaba dirigida a un tal Charles Ebert, Lista de Correos E-327654, Nueva York, y su contenido era verdaderamente sensacional.
No sabes cuánto me cuesta
encabezar esta carta con la palabra «querido», ya que hace mucho, muchísimo
tiempo, que dejaste de ser para mí lo que antes eras. Es doloroso ver que una
persona a la que... se aprecia, se convierte en algo tan monstruoso como tú.
Hace unos días te envié trescientos dólares... como me pediste. ¿Cuándo va a
terminar este horrible chantaje, Charles ?
¿Es que no queda en tu
alma ni un pequeño rincón de piedad? Voy a salir, dentro de unos días, para un
viaje que deseaba realizar hace muchísimo tiempo. La amabilidad de mis jefes y
lo impecable de mi trabajo han hecho posible lo que, hasta ahora, había
considerado como un sueño. ¿Por qué no me dejas tranquila de una vez? Yo no
soy, ya lo sabes, una mujer rica y puedo llegar a desesperarme, prefiriendo
acudir a la Policía, aunque tú me amenaces con algo que, después de todo, no es
un motivo de vergüenza.
Lo que hasta ahora me ha
detenido es el rescoldo que queda de todo lo que fue... Sin este recuerdo, hace
ya mucho tiempo que estarías en la cárcel. Y no vayas a creer que tus amenazas
me dan demasiado miedo. Sé que, en el fondo, sigues siendo tan cobarde como
cuando...; pero ¿para qué remover el pasado?
Te escribo, como ordenas
siempre, a máquina, firmando de la misma manera y limpiando la carta
para que no queden huellas dactilares... También te la dirijo a ese ridículo nombre
que has elegido...
Piénsalo bien y deja que
siga tranquilamente mi vida. ¡Ojalá sea ésta la última carta que tenga que
escribirte!
Myriam.»
* * *
—¿ Qué piensas de todo
esto ?
Alan miró al patrón.
—Ya le dije que se
trataba de un asunto pasional.
El jefe sonrió.
—Si no estuviese seguro,
como lo estoy, de que eres uno de los mejores agentes del servicio, te mandaba
ahora mismo al equipo de limpieza... ¡palabra!
—¿Qué quiere usted decir?
Callowan señaló la carta,
que estaba sobre la mesa.
—¿Sabes lo que han hecho
los del laboratorio?
—No, pero ya dice ella
que no había huellas; es decir, si no son las mías.
—¡Claro que estaban las
tuyas! Pero eso no nos preocupaba.
—¿Había algunas más?
—Las mías.
Alan sonrió.
—¿He de detenerle,
patrón?
—¡Ya te he dicho mil
veces que dejes eso de «patrón»! Los del laboratorio examinaron tus huellas y
las mías, haciendo pasar el papel, después, por un «integrador hormonal».
—¿Qué demonios es eso?
—Algo no hecho para
cerebros atrasados como el tuyo.
El «integrador hormonal» descubre las huellas de saliva, o incluso las de vapor
de agua que brotan de la boca de cualquier individuo. Si te pones a escribir a
máquina, en aquella misma, respiras, a menos que te pongas una máscara, Al
respirar, miles de gotitas de saliva, microscópicas, son lanzadas hacia el
papel, donde quedan. La saliva, como todos los líquidos orgánicos, lleva el
«sello» de la persona que la emite.
«Desgraciadamente, ese
«sello» no es lo bastante individual como para descubrir por él la personalidad
de quien ha escrito la carta; pero hay algo que sí podemos saber: el sexo.
—¿Adonde quiere usted ir
a parar?
—A una conclusión sencilla:
el análisis de muestra, de una manera que no admite réplica, que esa carta no
ha sido escrita por una mujer.
—¿Eh? — se asombró Morton.
—Como, lo oyes. Hay,
según los del laboratorio, tres clases de «manchas de saliva»: las mías, las
tuyas y las del «otro».
—-¡Que me ahorquen si lo
entiendo!
—-Ésa es tu misión,
querido Morton: entenderlo. Para eso te pagamos.
Alex frunció el ceño.
—Si
estuviésemos — siguió diciendo el jefe
— en otra época, veinte años atrás, por ejemplo, podríamos investigar el tipo
de letra de la máquina; pero la utilización general de las de tipo eléctrico no
puede ayudarnos en nada. Lo que sí sabemos, y eso no nos lo puede quitar nadie,
es que Myriam Carey no escribió esta carta.
—Entonces, el tal Charles Ebert será una falsa pista, una invención.
—Eso no podemos admitirlo con los ojos cerrados. He ordenado que sea
constantemente vigilada la Lista de Correos a la que iba destinada esta misiva.
Tu compañero, Fred Irwin, se ha encargado de este trabajo y se pondrá en
comunicación con nosotros en el momen...
La chicharra del interfono le interrumpió.
Donald oprimió un botón, sonriendo a Alan.
—Aquí lo tenemos.
Y, volviendo el rostro hacia la imagen juvenil de Fred, que apareció en la
pantalla, preguntó:
—¿Hay algo nuevo, muchacho?
—Sí. Han venido a recoger correspondencia a la Lista de Correos. He seguido
al empleado que vino. Ya sé para quién trabaja.
—Venga, explícate.
—Trabaja para una firma que se llama Magnetofón Americano. La dirige un
tipo llamado Charles Ebert.
Se miraron.
Aquello, indudablemente, no lo esperaban.
CAPÍTULO II
QUISIERA que me hablaras de esa Magnetofón Americano.
—Es una compañía bastante
importante — repuso Fred, sentado en el otro extremo dcl «living»—. Se dedica
especialmente, a la venta y reparación de cintas.
—¿No fabrica aparatos?
—Pocos. De ahí la
tolerancia de las otras grandes firmas. Parece ser que ese Ebert descubrió un
procedimiento de regeneración electrónica de cintas, lo que permite poder
utilizar las ya usadas muchas veces. El precio bajó tanto, que las otras casas
vieron aumentar sus pedidos de aparatos a una velocidad increíble. De ahí el
éxito de Magnetofón Americano.
—Comprendo.
Y después de una pausa:
—Creo que voy a ir a ver
a ese Ebert, aunque casi estoy completamente seguro de que me dirá que no sabe
una palabra de todo este complicado asunto.
—Cada vez lo veo más
embrollado.
Alan sonrió.
—Espero que no empezarás
a pensar como el patrón. Yo sigo afirmando que todo esto no ha sido más que un
asunto pasional.
—¿Y la carta?
—¿Quieres decir lo que
demostró nuestro laboratorio?
—Sí.
—Depende — Morton se
encogió de hombros—. Hay empresas, como ya sabes, en las que los empleados,
desde la gripe de hace dos años, están obligados a trabajar con una mascarilla
de gasa delante de la nariz y la boca. ¿Y si la señorita Carey hubiese escrito
la carta en esas condiciones?
—Eso no explica la
existencia de «un tercer tipo de saliva».
—¿Por qué no?
Fred miró,
interrogativamente, a su amigo.
—¿Qué quieres decir?
—Que estoy seguro que
míster Preston Smith exageró un poquito al decir que no había más que una llave
para cada una de las cajas fuertes de sus empleados. Es más que posible que
tenga una que las abra todas... y eso le hubiese permitido echar una ojeada a
las cosas de la muchacha en cuanto se enteró de lo que le había ocurrido en
Luna-Término.
—Ves las cosas de una
forma que quita, francamente, a cualquiera todo el entusiasmo.
—Pero ¿es que buscas un
asunto en el que lucirte? ¡Qué equivocado andas, amigo Fred! No hay más que ver
los personajes de este drama: víctima, una secretaria cualquiera... el patrón,
un gordinflón que no hace más que fabricar televisores y enviarlos a Europa y
Asia. El otro, un fabricante y reparador de hilos magnetofónicos. ¿Qué clase de
trama policíaca quieres montar con ellos?
Encendió un cigarrillo.
—En cuanto descubramos
quién estaba enamorado de ella y a quién ella quería, lendremos en la mano el
clásico triángulo y lodo se resolverá con la facilidad de un problema
trigonométrico.
—Ahora me voy a ver a ese
«limpiacintas». Ya te diré esta tarde lo que haya sacado en limpio.
* * *
Esta vez, con su «monoturbo»
descapotable, escogió una de las pistas bajas. Deseaba experimentar la emoción
de conducir y quería pensar lo menos posible.
Aunque esto era poco
probable.
Intentaba, por todos los
medios, convencerse de que aquel problema no tenía nada de particular; pero,
cada vez que lo hacía, la misma pregunta se presentaba en su mente, con una
intensidad creciente:
¿Por qué le habían
cortado los brazos a la muchacha?
No, no valía la
explicación que reiteradamente había dado al patrón y a Fred. Aquello no era la
obra de un loco, ni de un sádico, ni de un enamorado exasperado.
Le habían cortado y
quitado los brazos porque...
¡Cuánto hubiese dado por
poder contestar aquella pregunta!
Se deslizaba, a cien
millas a la hora, sobre la azulada superficie de la pista. Nueva York no estaba
a más de diez minutos de Washington y aquel recorrido lo hacía constantemente,
conociendo todos los detalles del camino.
Cuando, finalmente, se
detuvo ante el edificio que alojaba la Magnetofón Americano, descendió del
coche, echando una ojeada a la casa, de once pisos, situada en un sitio donde
el pie cuadrado debía de valer una fortuna.
Sonrió, amargamente.
«Me equivoqué de camino —
pensó—, seguimos estando en la Era de los Negocios y yo me dedico a la
policía...»
Ya no había remedio y
tenía que conformarse. Además — lo sabía perfectamente—, jamás habría valido
para ser un hombre de negocios.
No le fue nada difícil —
después de enseñar su credencial del SIP—, de ser conducido, a través de rampas
deslizantes y ascensores ultrarrápidos, al despacho, no tan flamante como el de
Smith, pero también muy elegante y moderno, del factótum de la Compañía: míster
Charles Ebert.
Nada más ver a aquel
personaje, comprendió Alex que no encajaba en el tipo de hombre que hace chantaje a una
secretaria por unos cuantos cientos de dólares. Las sortijas que llevaba en sus
dedos valían muchísimo más de lo que hubiese conseguido esquilmando a medio
millar de jóvenes como la Carey, lo que hubiera llevado, sin duda alguna, mucho
más tiempo del que disponía para otros importantes y positivos negocios.
Al tiempo que estrechaba la mano de Ebert, Morton estaba plenamente
convencido de que perdía lastimosamente la mañana.
—Usted dirá, inspector...
Alex tomó asiento en uno de los normo-sillones, cuya materia esponjosa se
ciñó exactamente a su cuerpo; después, tras encender el sempiterno cigarrillo,
preguntó :
—¿Conocía usted a la señorita Myriam Carey, señor Ebert ?
No hacía falta andarse con rodeos y Alex disparó directamente su pregunta.
Unas ondulantes arrugas plisaron los párpados de Charles; luego, después de
un silencio prolongado.
—Sí — dijo, con un hilo de voz.
La sorpresa fue del agente que, evidentemente, no esperaba aquella respuesta
afirmativa.
—Le escucho — dijo.
—Conocí a Myriam en la Intercontinental Televisión — y viendo que el
asombro aumentaba en el rostro del agente de SIP —. Sí, yo trabajé allí hace
unos años.
—¿Cuántos?
—Seis.
—¿Y en seis años ha
logrado usted montar una industria como ésta?
Charles sonrió,
visiblemente embarazado.
—Fue una cosa de suerte,
inspector... Descubrí un procedimiento electrónico y las cosas se pusieron de
mi lado.
—¿Por qué se marchó de la
Intercontinental?
—No tenía mucho porvenir
allí; además, existían ciertas diferencias entre Preston y yo...
—¿No sería por culpa de Myriam Carey?
Ebert esbozó una sonrisa.
—No. Carey y yo éramos
solamente dos buenos amigos. El motivo de irme de allí fue encontrar mi fórmula
de recuperación electrónica de las cintas. Quise asociarme con Smith, pero éste
deseaba controlarlo todo...
—Comprendo.
Y después de una pausa:
—Voy a enseñarle una
carta que se encontró entre los efectos de la señorita Carey y que, como usted
verá, ha sido el motivo de que diésemos con usted.
—Precisamente me estaba
preguntando cómo me habían relacionado con ella. Leí la desgracia que le
ocurrió.
—¿No se ha preguntado
usted por qué la mataron?
El rostro de su
interlocutor se ensombreció.
—Sí, señor Morton. Lo he
pensado muchísimas veces. Pero no logro explicármelo. ¡Hasta me parece
imposible!
—¿Por qué?
—Porque Myriam era una
muchacha sin ninguna clase de complicaciones, incluso amorosas. Se había auto
convencido de que se quedaría soltera toda la vida y renunciado, sencillamente,
a lo que para otra mujer cualquiera es tan importante. Era, ¿cómo decirle?, una
criatura insignificante.
—Comprenderá que eso
complica las cosas.
—No entiendo.
—Naturalmente. Si Myriam
Carey hubiese sido de otra forma de ser, su asesinato hubiera encajado en una de
las categorías humanas en las que se explica un hecho delictivo de ese orden.
Pero la muchacha no tenía amores, ni enemigos, ni fortuna, ni influencia... ¿Por
qué la mataron, entonces?
—Se lo diría, si lo
supiese.
—Me lo imagino.
Había sacado la carta y
se la entregó a Charles, cuyo rostro se fue empurpurando a medida que se
enteraba de su contenido.
Finalmente, furioso, exclamó:
—¡Esto es absurdo, señor
Morton! ¡Sencillamente estúpido! ¿Cómo va usted a pensar que un hombre como
yo...?
Alex sonrió lo más bonachonamente
posible.
—Estoy de acuerdo con
usted.
Y volvió a guardarse la
carta.
—¡Es intolerable! —
insistió Ebert —. Me comprende usted, ¿verdad?
—Creo que sí.
—¿Qué habría yo ganado
con la muerte de esa muchacha? Quiero decir, naturalmente, desde el punto de vista
económico.
—Nada, evidentemente. Pero, míster Ebert, cuando se mata a una persona,
siempre hay un motivo, que puede o no puede ser el dinero.
—Lo
comprendo. Pero lo que encuentro intolerable es el contenido de esa carta.
¡Jamás tuve relaciones amorosas con la muerta y en nuestra amistad no pudo
haber nada que se pareciese a esa horrible idea de chantaje! En todo caso, si
ella hubiese necesitado algo...
Morton se despidió del encolerizado Charles, volviendo a Washington con el
ánimo decaído. Tan cariacontecido estaba que se limitó a telefonear al jefe,
yendo después a su cuarto, donde le esperaba Fred.
Después de explicarle todo lo que Ebert había dicho:
—He dejado la carta en los laboratorios para esa célebre prueba de la
saliva. Quiero saber si Ebert la escribió.
—Yo tengo noticias para ti.
—¿Cuáles ?
—Entre los viajeros que fueron a Luna-Término había uno que, sin duda
alguna, trabajaba para la Intercontinental.
—Eso puede ser interesante. ¿Quién es?
—Un tal Lewis Tower.
—¿Se le ha interrogado?
Sí. Dijo que conocía a la señorita Carey, pero demostró que estaba en la
cámara de desgravitación cuando la muchacha fue asesinada. Fue la primera
prueba que hizo la policía local de Luna-Término: probó el estado de todos los
viajeros, obteniendo un resultado perfectamente satisfactorio: todos ellos
habían pasado la desgravitación.
—Comprendo. Ésa era la prueba inequívoca de que ninguno de ellos se había
movido de la cámara durante el crimen.
—Eso es.
—Sin embargo, alguien mató a Myriam Carey, ¿no es así?
—En efecto.
—¿Entonces?
Fred se limitó a encender un cigarrillo.
—Para eso estamos nosotros trabajando, Alan.
—¡Por cien mil demonios! He leído mil veces los informes de la policía de
Luna-Término. No hay duda de que el personal estaba en su sitio: el responsable
del sistema de desgravitación progresiva lo ha demostrado claramente. Nadie, de
su personal, penetró en los pasillos hasta que el compañero de ese estúpido de
Marthin lo hizo. Además, ya sabes que para abrir una de las puertas amarillas,
las que dan a la parte del pasillo, y que son las únicas que pueden abrirse,
tiene el empleado que colocar su huella dactilar en la placa
«dáctiloelectronica». Lo que quiere decir que sólo Marthin podía haberlo hecho,
como lo hizo cuando vio que no se había abierto automáticamente al transcurrir
el tiempo de la desgravitación total.
Fred sonrió.
—Todo eso es un verdadero lío, pero creo que empiezo a entenderte. Veamos:
los pasajeros entran por la puerta exterior. ¿No es eso? —Sí.
—Puerta que se cierra automáticamente.
—Así es. Y nadie, ¿comprendes?, puede abrirla que no sea el responsable del
sistema, que suele hacerlo cuando los viajeros ya han salido de viaje hacia
Luna-Ciudad.
—Comprendido. Una vez el viajero está en su correspondiente cámara de
desgravitación, se encuentra completamente encerrado, ¿no?
—Sí. La puerta amarilla, por la que ha de salir, una vez desgravitado, se
abrirá, exactamente al mismo tiempo que las otras, cuando el proceso haya
terminado.
—A menos que el vigilante lo haga.
—Eso es. Y para hacerlo tendrá que utilizar la placa «dáctiloelectronica».
—De acuerdo. Sin embargo, «alguien lo hizo».
—Sí.
—Ese «alguien» pudo ser un hombre o una mujer.
—En efecto.
—Supongamos que fue un hombre. ¿Se relacionan los pasillos de las cámaras
masculinas y femeninas?
—Sí. El pasillo es el mismo.
—Entonces, si fue un hombre, tuvo que entrar en el pasillo, abrir, no
sabemos cómo, la puerta de la cámara número 68, matar a la muchacha, cortarle
los brazos y salir, con su macabra carga, volviendo a su propia cámara. Todo eso
presupone que cada puerta, la de tu cámara y la de la víctima, se abrieron dos
veces. ¿Voy bien?
—Vas bien.
—Tú has dicho que Marthin estaba distraído, leyendo una novela y que la
puerta de la 68 pudo abrirse media docena de veces, El no se dio cuenta.
—¿Y el otro?
—¿Quién?
—El vigilante de la Sección de Hombres. Ese no leía ninguna novela y, sin
embargo, la puerta del asesino debió de abrirse dos veces: una para salir y
otra para entrar.
—¡Es verdad! Pero ¿y si el asesino hubiese sido una mujer?
Hubo un silencio y los dos agentes se miraron fijamente. Algo, por lo
menos, había sido descubierto.
—Tienes razón, Alan: el asesino «es una mujer».
Una nueva pausa.
—¿Tenemos la lista de las viajeras?
—¿No hay nada en ellas que sea sospechoso?
—No sé. Podemos estudiarla, ya que sus domicilios están consignados en ella
y ordenar que sean vigiladas. Pero lo que no puedo explicarme es que todos los
viajeros y viajeras dieran el test de estar desgravitados. Es evidente que la
criminal no podía hacerlo, ya que su desgravitación «fue incompleta».
—¿En qué consiste el test?
—Es sencillísimo. Se les lleve fuera de la instalación,
después de colocarles los trajes espaciales. Los que no están desgravitados
sufren mareos y no se mueven con la facilidad que los otros. Se nota en
seguida.
—¿Cuántas veces fuiste a
la Luna, Fred?
Alex miró fijamente a su
compañero.
—Media docena.
—Bien. Vas a coger el
astrocohete de esta noche y salir para allá. Harás exactamente lo que debió de
hacer la asesina. Entrarás en la cámara, saldrás al poco tiempo, entrarás en
otra, como si fueses a asesinar y cortar los brazos de una imaginaria víctima,
volverás a la tuya y harás después el test de prueba. ¿Entendido?
—¿Crees que conseguiremos
algo?
—No lo sé... aún. Pero es
una idea. Yo, entretanto, voy a seguir las huellas de ese Lewis Tower, el
empleado de la Intercontinental que estuvo en el mismo viaje que Myriam Carey.
Siempre se puede saber algo más.
El visófono llamó su
atención.
Alan oprimió el botón,
apareciendo en la pantalla, el rostro de uno de los encargados del laboratorio
del S.I.P.
—¿Qué hay de nuevo? —
inquirió Morton.
—Hemos analizado la
saliva de la carta.
—¿Y qué?
—Corresponde a un hombre
de unos treinta y cinco años, de carácter nervioso.
—Bien. Son las de
Ebert... Creía que ustedes podían confundirse.
—¿Por qué?
—Porque pensaba que podía
haber saliva de hombre que pudiese pasar como de mujer.
El empleado sonrió.
—Eso no puede ser, míster
Morton: es imposible.
—Gracias.
Y oprimió el botón, haciendo que la pantalla se tornase Opaca.
CAPÍTULO III
El hombre no se había dado cuenta de que le seguían. Alex se movía con una facilidad extraordinaria, deteniéndose en el justo instante en que el otro se volvía. Porque, indudablemente, Tower andaba preocupado y vigilando, por si alguien iba detrás de él.
Que un hombre vigile sus
pasos demuestra, evidentemente, que no tiene la conciencia tranquila. Aunque,
naturalmente, el que Lewis Tower estuviese temeroso no quería decir que hubiese
asesinado a Myriam, ya que parecía! comprobado que el criminal de Luna-Término
había sido una mujer.
Antes de que Fred saliese
para el satélite, Alex había conferenciado largamente con la policía de
Luna-Término y Luna-Ciudad, llegando a la conclusión de que Jack Wilson, el vigilante de la
Sección Hombres de Desgravitación era una persona honrada, de toda confianza y
de que se podía estar completamente seguro de que ninguna puerta de aquella
sección se había abierto.
Aquello despejaba la incógnita, concretando todo lo ocurrido a la Sección
Mujeres.
Pero, de todos modos, Morton pensaba que aquel asesinato, que había
catalogado en broma como el producto de algo sentimental, había sido realizado
«demasiado escrupulosamente» para que no estuviese asociado a algo
verdaderamente! importante.
¿El qué?
Desde hacía mucho tiempo, exactamente desde el final de la Guerra Europea
de las Fronteras, que había terminado con la creación de la Gran Europa,
cayendo todo el territorio en manos de un poder dictatorial, el S.I.P. no había
tenido más preocupación que evitar que los materiales estratégicos, sales de
uranio y plutonio, abundantes en sus zonas de control, no fuesen a parar a las
manos de los belicistas del otro lado del Atlántico, que seguían soñando con
una hegemonía mundial.
Las exportaciones habían sido limitadas y finalmente abolidas, de modo que
las casas del continente americano no enviaban sus productos más que al mismo
continente, las posesiones africanas de los Estados Unidos, Japón, Luna-Ciudad
y Marte, planeta que controlaba el Ejército Expedicionario del Espacio.
Por su parte, la Gran Europa había conseguí do establecer bases en Venus y, según se decía
últimamente, en la zona media de Mercurio.
No quería decir aquel «statuo quo» que no hubiese relaciones entre las dos
partes: viajeros del Occidente visitaban la Gran Europa y viceversa, pero el
comercio estaba limitadísimo y una vigilancia extrema se ejercía sobre él.
Todo aquello, naturalmente — pensaba Morton, mientras seguía a Tower—:,
no podía guardar relación con la muerte de la muchacha de la cámara de
desgravitación número 68... o podía tener que ver.
¿Como — por ejemplo—, podía explicarse la fortuna ultrarrápida de un hombre
como Charles Ebert?
Aquello debía ser investigado a fondo y Alan no era de los que descuidaba
ningún detalle.
Vio, en aquel momento, que Lewis penetraba en un bar elegante; pero, ya
antes de decidirse, una intuición le dijo que Tower deseaba simplemente
atravesar el local y salir por la, puerta trasera.
Apretó el paso, corriendo por un callejón vecino de manera a cortar la
salida al otro. Fue entonces, unos segundos después, cuando se dio cuenta,
demasiado tarde, que había caído en una trampa.
El golpe le produjo una sensación luminosa, antes de hundirlo
definitivamente en la inconsciencia.
—Ya se despierta....
La voz le era
completamente desconocida. Además, el dolor de cabeza seguía siendo intenso.
Instantes después, cuando
la luz que le cegaba se separó de él, se percató de que estaba en una
habitación sumida en completa oscuridad y que la linterna era el único punto
luminoso en ella.
—¿Me oyes, Morton?
Era otra voz y Alex
adivinó, más que vio, las piernas del hombre que se acercaba a él.
—Sí, te oigo — repuso.
Hubo una pausa.
—Queremos que nos digas
todo lo que sabes.
—¿De qué?
—No te hagas el listo.
Sabes perfectamente de lo que te estoy hablando. Y te advierto que tenemos
procedimientos para que lo digas todo... ¿has
oído hablar de la escopolamina?
—Sí. Es una de las
«drogas de la verdad».
—Perfectamente. ¿Hablarás
o querrás que te inyectemos?
—Hablaré.
No le convenía que le
inyectasen. Y no era por el temor a decir nada, ya que, realmente, nada sabía.
Estaba seguro que acabarían inyectándole, pero le interesaba aprovechar
aquellos instantes para, por lo menos, intentar identificar en lo posible a
alguno de aquellos granujas.
El que le hubiesen
tendido un cepo demostraba que el asunto era más importante de lo que el mismo
había pensado.
—¿Qué sabes?
Habló, claramente, de
todo lo que se había hecho, procurando no mencionar a Fred ni a las
instrucciones que le había dado.
Los otros, en la
oscuridad, escuchaban atentamente.
—¿Es eso todo?
—Sí.
—¿Por qué seguías a
Tower?
—Pura labor de control.
Era el único de la Intercontinental que iba en el mismo astrocohete que la
muchacha.
—¿Y eso qué demuestra?
—Nada.
Se daba cuenta de que era
inútil decir más o menos. Algo tramaban aquellos hombres, que no podían hablar
tranquilamente de todo aquello sin estar seguros de que él no iba a repetir
nada.
«Me matarán», pensó.
Aunque no estaba seguro
de que lo hiciesen.
La desaparición de un
miembro del S.I.P. era demasiado importante y desencadenaría una contraofensiva
que sería perjudicial para quien se atreviese a quitarle de en medio.
Hubo un silencio
prolongado; luego:
—Creo que dices la
verdad, Morton — dijo la voz del hombre—. ¡Doctor!
Otra voz, que partió del
fondo de la estancia, repuso:
—¿Qué?
—Puede empezar.
Le sujetaron y colocaron
algo en sus sienes. Al se dio cuenta de que iba a darle un electro shock y entonces comprendió la
despreocupación con que habían hablado.
—¿Cuántos le dará? — inquirió la
voz del que parecía el jefe.
—Seis. No recordará absolutamente nada.
Una especie de relámpago atravesó el cerebro del agente.
* * *
Fred estaba nervioso.
Acababa de realizar todo lo que Alan le había ordenado, en colaboración con
la policía de Luna-Término. Había entrado en la cámara 66 — de la sección de
mujeres—, salido de ella y entrado en la 68 — la del crimen—, donde permaneció
once minutos, calculando que aquel era tiempo suficiente para matar y mutilar a
la víctima; después, cada vez más intranquilo, volvió a salir, regresando a la
66, donde esperó con impaciencia, a que la puerta amarilla se abriese a su
debido tiempo.
Cuando esto ocurrió, los miembros de la policía local le esperaban en el
pasillo.
—Hagamos el test—dijo Irwin.
Le vistieron rápidamente el traje espacial, colocándole la escafandra
protectora y conduciéndole al exterior.
La expectación era enorme.
Otros tres policías, voluntarios, habían permanecido en la cámara de
desgravitación para poder ser comparados con el agente del S.I.P. Así, fueron
cuatro hombres los que salieron al exterior.
Fred tenía temor de fracasar, pero pronto comprobó que se
movía con la misma facilidad que los otros, realizando el test de una manera
impecable.
Morton no se había equivocado.
Poco después, en el
despacho del jefe de Policía de Luna-Término, Fred expresaba su alegría:
—Ahora ya tenemos una
prueba: la persona que asesinó a Myriam Carey había estado varias veces aquí.
Es evidente —prosiguió, después de unos instantes de silencio—, que una persona
que haya estado aquí varias veces es capaz de hacer que el proceso de
desgravitación no altera su propia fisiología; lo que quiere decir, en pocas
palabras, que le basta estar un poco en 1a cámara para obtener los mismos efectos
que una persona que entra allí por primera vez.
El jefe de Policía sacó
la lista.
—Entre las mujeres que
estuvieron aquí con la señorita Carey, sólo dos habían estado en Luna-Ciudad
anteriormente — bajó la mirada para leer—: Señorita Helen Porter, veintitrés
años, de profesión taquimecanógrafa en Magnetofón Americano y señorita Hilda
Strasser, cuarenta y seis años, rentista, con domicilio en 86 W. Street, Nueva
York...
Fred esbozó una sonrisa.
«Taquimecanógrafa en
Magnetofón Americano»
Era demasiado para ser
una coincidencia. Lo que ocurría, precisamente, es que el asunto tardaría muy
poco en esclarecerse, ya que no podía caber duda alguna de que Helen
Porter había sido la culpable de todo.
Se despidió de la policía de Luna-Término, tomando el astrocohete de vuelta
que, horas más tarde, se posaba en el espaciodromo de Nueva York.
Llamó al departamento que compartía con Alex, sin resultado. En vista de lo
cual se puso en comunicación con el despacho del jefe.
El rostro de Callowan, en el visófono, no tenía nada de agradable.
—-¡Venga inmediatamente para acá!—se limitó a decir, cortando la
comunicación inmediatamente.
Cuando Fred entró en el despacho, Donald fumaba ansiosamente un puro, como
si fuese el último que iban a permitirle fumar en su vida.
—Tengo buenas noticias, señor.
—¡Y yo malas !
Abrió la puerta de comunicación, invitando a Irwin a que le siguiese. Sobre
una «chaise longue», Alex parecía dormir.
—¿Qué ha pasado?
—Le han sometido a un tratamiento de «electroshockterapia»; más claramente,
han borrado de su memoria todo lo que ha visto en las últimas doce horas.
Se encogió de hombros.
—Le condujeron a la Comisaría veintitrés, como si hubiese resultado
conmocionado en accidente; por un vehículo que se dio a la fuga...
¡Y aún hubo unos cuantos imbéciles que juraban que habían visto cómo le
atropellaba el vehículo! ¡Banda de idiotas! No lave más que verlo, antes de que
el doctor le mirase, para adivinar lo que le había pasado.
Debió caer en una trampa.
—Sí, eso creo. Según me comunicó antes de que tú salieses para
Luna-Término, se disponía a seguir a Lewis Tower, aunque no fuese más que para
cubrir el expediente; pero estoy seguro de que Alex pensaba en algo concreto...
Naturalmente, Lewis Tower ha desaparecido de la ciudad.
Y después de una pausa:
—¿Qué has hecho tú?
Fred le contó cuanto había ocurrido.
El rostro de George se iluminó:
—Ya hemos logrado algo positivo — dijo—. El que podamos señalar un probable
asesino, explicándonos el «modus operandi» del criminal, puede ser el principio
de la solución. Pero, al mismo tiempo, lo que han hecho con Alex nos demuestra
que el problema es mucho más importante de lo que él creyó al principio. Aquí
hay algo que no encaja, algo desmesurado para un simple asesinato... Además, la
desaparición de los brazos de la víctima sigue planteándonos muchas cuestiones.
—¿Y si detuviésemos a esa Helen
Porter?
—Es lo que vamos a hacer, aunque también hablaremos con la otra.
—Es una mujer de cierta edad.
—Ya lo sé. Tú me lo has dicho hace un instante... Pero ambas eran las
únicas que no iban a Luna-Término por vez primera. Luego ambas deben ser
interrogadas, aunque todas las sospechas recaigan sobre la primera... Espera.
Utilizó el interfono, ordenando a un grupo de agentes que fuesen a detener
a Helen Porter y citar a Hilda Strasser para que se presentase en Washington al
día siguiente.
Luego, volviéndose hacia Fred, continuo:
—Alex tardará un par de horas en recuperarse, pero habrá olvidado todo lo
que nos interesaba saber. El psicólogo del servicio le informará nuevamente de
cuanto sabemos. Desdichadamente, jamás podrá recordar lo que le ocurrió cuando
lo capturaron.
—Algún día les echaremos la mano encima.
Callowan sonrío.
—Eso decía yo cuando era agente, Fred. Siempre pensaba en tomarme la
justicia por mí mano. Sobre todo cuando le habían jugado alguna mala pasada a
un amigo mío. Luego, más tarde, a medida que fui adquiriendo experiencia, me di
cuenta de que la Ley impedía, en el noventa y nueve por ciento de los casos,
que pudiese «ocuparme» personalmente del tipo a quien se las había jurado.
Irwin no dijo nada, pero siguió pensando como hasta entonces.
Tres horas más tarde, después de una espera que le pareció interminable, se
reunía con Alex que, con cara, sonriente, salía de la sala del psicólogo.
—¿Qué hay, Fred?
Se estrecharon la mano. Después, Irwin preguntó:
—¿Te encuentras
bien?
—-Completamente. Ya te
habrás enterado de todo, ¿verdad?
—-Sí.
—-Es curioso. Esta es la primera vez
que me han hecho una cosa como la que acabo de pasar. Y, francamente, jamás
pensé que se encontrase uno tan vacío de recuerdos A no ser por el psicólogo,
hubiese olvidado hasta cómo me llamaba. No, amigo mío — y su sonrisa se
acentuó—, no recuerdo absolutamente nada de aquello, salvo que seguía a Tower y
que éste y sus amigos debieron prepararme una trampa.
»Pero ¡maldita sea!
¡Cuánto daría por recordar lo que hicieron conmigo! Te juro que hasta ahora no
he sentido un cosquilleo semejante en las manos... ¡El día que se las ponga
encima a esa banda de sinvergüenzas!
—Estaré a tu lado.
—Mejor que mejor. Bueno, ¿qué
hiciste en Luna-Término? No, no sonrías. Recuerdo eso porque el psicólogo me lo
ha dicho.
Fred se lo contó todo.
—¡Fantástico! Ya me imaginaba yo que tenía que
ocurrir algo parecido. ¿Qué ha dicho el patrón?
—Ha dado orden de que se
detenga a esa chica.
—Bien. Creo que esta vez los tenemos... Porque
voy a ser yo quien me encargue personalmente del interrogatorio de esa
señorita. ¡Y te aseguro que no miraré mucho los procedimientos que tenga que emplear!
—¿Crees que ella debe saber algo?
-—¡También nosotros lo
sabemos! ¿O crees que porque me hayan borrado la memoria ya no puedo razonar?
Escucha, Fred: si miramos un poco con detalle todo este asunto, veremos que,
por encima de todo, aparece una misteriosa relación entre Magnetofón Americano
e Intercontinental Televisión. Charles trabajó, antes de crear la primera de
estas firmas, en la segunda... allí conoció a la pobre Carey; después, cuando
la chica fue asesinada, un tipo de la Inter estaba en Luna-Término. Al mismo
tiempo, y según las deducciones de tu viaje, la asesinada es una «taqui» de
Magnetofón. Vemos, pues, que todo se relaciona entre esas dos empresas y,
concretando, entre Preston Smith y Charles Ebert.
—Tienes razón, pero no
veo qué...
—Ese es el quid de la
cuestión, amigo. ¿Qué se traen entre manos esos dos tipos? ¿Trabajan al unísono
o, por el contrario, son enemigos y la muerte de Carey no es más que un
episodio de la lucha que desarrollan entre ellos?
—Francamente, no lo
entiendo.
—Ni yo tampoco; pero no
podemos dejar que el asunto se enfríe. En cuanto hayamos interrogado a esa
muchacha, nos lanzaremos a los respectivos despachos de esos dos jefazos y
apretaremos las clavijas todo lo que podamos.
Fue en aquel momento
cuando llamó uno de los megáfonos de la sala:
—¡Agentes Morton e Irwin
! Pasen por el despacho A.
Donald Callowan miró,
antes que a Fred, a Alex.
—-¿Te encuentras bien?
—¡Como nuevo!
—Mejor. Porque vas a necesitar energía, amigo mío. Los agentes que han ido a detener a Helen Porter la han encontrado... muerta.
CAPÍTULO IV
ALEX
salió de la ducha,, maldiciendo el sonido del timbre que seguía sonando en el
hall. No estaba en condiciones de ponerse ante la pantalla del visófono. Así,
cogió el receptor, del teléfono ;
—¿Diga? — aulló.
El empleado debió de
asustarse, porque tardó bastante en decir:
—Una visita, señor
Morton.
Alex gruñó:
—Que suba.
Volvió al cuarto de baño,
secándose ante el vaporizador. Después se vistió sin ponerse corbata ni
calcetines, ya que no pensaba salir del hotel en todo el día.
Se había pasado la noche
en Nueva York, investigando sobre, el estado económico de la Magnetofón y de la
Inter. Y había regresado Muy tarde, casi al alba, con los bolsillos llenos de papeles y esos papeles
llenos de cifras.
Consultó el reloj.
Eran las once y media.
Acababa de encender el primer cigarrillo del día, después de pulsar el
llamador para encargar el desayuno cuando la chicharra de la puerta sonó.
—He olvidado lo de la visita... — sonrió.
Pero al abrir la puerta, tuvo la seguridad de que «aquella persona» se
había equivocado, indudablemente, de habitación.
—¿Míster Morton?
No, por lo visto no se había equivocado de puerta.
—Pase... soy yo.
Ella, alta, esbelta, bonita, majestuosa y otras cosas más, entró en el
«living», lanzando una mirada a su alrededor. En sus ojos se pintó una luz
divertida, ya que no debía estar muy acostumbrada a entrar así, de sopetón en
una leonera de soltero.
Alex se apresuró a quitar una camisa sucia de un sillón, empujando con la
punta de las zapatillas un par de calcetines que tronaban sobre la alfombra,
haciendo lo imposible por sonreír.
—Tome asiento, señorita...
—Me llamo Alice Carson.
—Encantado.
Y se sentó, a su vez, frente a ella, mirándola embobado.
Ahora fue Alice la que sonrió.
—Me han ordenado que me presente a usted.
—¡Ah!, ¿sí?—inquirió
Alex, sin saber lo que decía.
—Sí. El patrón me ha
mandado aquí.
Morton se irguió, como si
hubiese intuido la presencia, inesperada, de una serpiente de cascabel en la
habitación.
—¿El patrón?
—Sí.
Ella sacó una tarjeta de
plástico de su bolsillo, alargándola a Alex, que no tuvo más que echar una
rápida ojeada para saber que era idéntica a la suya de agente del S.I.P.
Toda su actitud sufrió un
cambio profundo.
—¡Ejem! Entonces, por lo
visto, según eso...
—No le des más vuelta,
Alex. Porque supongo que podremos tutearnos, ¿verdad?
—¡Evidentemente!
—Bueno. El patrón...
Llamaron a la puerta.
—Perdona...
Era el camarero con el
desayuno.
Alex, volviéndose hacia
ella, preguntó:
—Querrás desayunar
conmigo, ¿verdad?
—No. Es casi mi hora de
comer... Tomaré, simplemente, una copa.
Y una vez que estuvieron
solos y que él le había servido un cóctel.
—Te estaba diciendo que
el patrón me ha enviado para que me emplees en la Inter.
Alex frunció el
entrecejo.
—¿Sustituyendo a...?
—No tengas miedo a las
palabras, amigo. No, no voy a ocupar el puesto de Myriam Carey por que,
sencillamente, ya está ocupado. Quiero ingresar en la sala de montaje.
El sonrió.
—¿Entiendes algo de televisión?
—Lo bastante para no hacer el ridículo.
—Bien. No creo que sea muy difícil... Podemos buscar a alguien, en Nueva
York, que te recomiende a la Inter. ¿Es eso todo lo que desea el jefe?
—No. Quiere que te traslades a Nueva York, que alquiles una habitación en
el mismo hotel en que yo me hospede, para que yo, de vez en cuando, me ponga en
comunicación contigo. Instalarán una línea interfónica entre nuestras dos
habitaciones-— se apresuró a agregar, viendo la sonrisa que iluminaba el rostro
del joven;
Éste torció el gesto.
—Eso quiere decir que no nos veremos con frecuencia.
—Con ninguna.
Morton pensó que aquella maravillosa criatura era «un hueso duro de roer».
Aunque indudablemente, debía ser así para que formase parte del escaso personal
femenino, cuidadosamente seleccionado, del S.I.P.
—¿Cuál es tu misión?
Ella había encendido un cigarrillo. Cuando hubo acabado y lanzado la
primera voluta de humo hacia el techo, contestó:
—No debía decírtelo... ya que, según tengo entendido, la han tomado contigo
y tu cerebro. Pero, después de todo, el patrón confía en que no dejarás que eso
vuelva a suceder.
Alex se mordió los
labios.
—¡Muy gracioso! Te
advierto, preciosidad, que no necesito que me digas nada. ¿Cuando salimos?
—Estoy a tus órdenes.
—Me vestiré en dos
minutos.
* * *
—Ésta es su caja fuerte
particular, señorita Carson.
El jefe ele sección era
una mujer bastante joven y muy bien conservada, llena de superioridad que,
indudablemente, le proporcionaba su cargo importante.
—La Inter — dijo a la
joven, cuando, después que ésta se hubo puesto su bata de la casa, se dirigían
hacia los talleres de montaje, situados en uno de los sótanos— es la firma más
importante de todo el Continente. Todos estamos orgullosos de, trabajar aquí y
nadie puede tener queja, alguna de la casa. El sueldo es alto, nuestras
cantinas sirven una excelente y variada comida y las vacaciones pagadas son, en
vez de quince días, como en la mayoría de las otras industrias, de tres
semanas.
—Me parece admirable.
La sala de montaje era
enorme y Alice se dio cuenta de que había allí un grupo muy numeroso de
muchachas jóvenes, ante las que, sobre un mostrador dotado de cinta sin fin, se
movían las piezas de los aparatos que se iban montando.
—¿Le gusta?
—Mucho.
Los altavoces dejaban
filtrar una música dulce y animada, lo que hacía que el trabajo fuese más
agradable.
La encargada, se llamaba Elsa Wurker, mostró a la muchacha
su lugar de trabajo, explicándole en qué consistía su misión.
—Como ve, amiga mía — le
dijo—, usted colocará las últimas conexiones del iconoscopio— señaló la ventanilla
por la que desaparecían las secciones va montadas—. Al otro lado no tendrán más
que colocar la pantalla y proceder al montaje final, en la sección de muebles.
—Perfectamente.
Y se puso a trabajar,
preguntándose lo que podría saber en un lugar como aquél, tan sencillo como
rutinario.
No dudaba que el patrón
la había colocado en el lugar preciso y que tendría que abrir mucho los ojos;
pero, por mucho que los abriese, al menos por lo que podía ver por el momento,
no creía que su ayuda fuese demasiado valiosa al S.I.P.
Pensó en Alex.
Era un muchacho simpático
y había oído hablar muy bien de él, así como del resultado de sus actuaciones
en las tareas que le habían sido encomendadas; pero, como la mayoría de los
hombres, no dejaba de creer que bastaba mirar intensamente a una mujer para que
ésta cayese a sus pies.
Sonrió al pensar en la
manera brusca con que lo había tratado, Después, consciente de su
deber, observó atentamente a sus compañeras, que trabajaban normalmente, como
cualquier clase de operarías en cualquier empresa del país, deseando que
llegase la hora de acabar para, sin duda alguna, ir a reunirse con sus amigas o
sus novios, marchando al cine o al baile o, sencillamente, a pasear.
Respecto al trabajo, nada veía que
pudiese constituir un misterio. Quizá más adelante, a medida que fuese
asimilando el sistema de fabricación, llegase a comprender alguna cosa que
sería interesante para el servicio.
Pero, por el momento, se sentía un tanto desamparada.
* * *
Hilda Strasse volvió a servirse té.
—¿De verdad que no quiere una tacita, joven?
—No, muchas gracias.
No le había gustado mucho que el patrón le enviase a una misión como
aquélla: interrogar a una solterona que, por su aspecto, debía de estar
plenamente convencida de que podía aún demostrar que estaba muy lejos de haber
perdido sus «irresistibles encantos».
Ella sorbió un poco de líquido y mirando fijamente al agente:
—Recuerdo perfectamente a aquella pobre niña... Durante el viaje, los que
lo hemos hecho varias veces nos encontramos mejor, es decir, podemos contemplar
a los que lo hacen por primera vez. Ellos están demasiado emocionados para
hacerlos.
—¿Qué quiere usted decir?
—Que tuve tiempo suficiente para mirarlos a todos y que la joven Carey me
llamó la atención.
—¿Por qué ella?
—Porque tenía un parecido notable con una antigua amiga mía. ¡Hasta llegué
a pensar si no fuese su propia hija! Después, observándola con más cuidado, me
di cuenta de que me había equivocado.
—¡Ah!
—Pero aquella observación me permitió percatarme de que «la otra» no perdía
de vista a la muchacha.
—¿Qué otra?
—Una joven, bastante bonita; es decir, atractiva, aunque la expresión de su
rostro era demasiado dura para expresar feminidad.
Y se la describió, lo bastante detalladamente para que Fred se diese cuenta
de que le estaba haciendo el retrato de Helen Porter.
Aquello pareció ponerle de buen humor, ya que la policía no había dado
ninguna publicidad a la muerte de la presunta asesina de Myriam Carey. Y las
manifestaciones de la solterona venían a corroborar una hipótesis muy
interesante y verosímil.
—Las perdí de vista — siguió diciendo la señorita Strasse — cuando entramos en las cámaras de
desgravitación.
—¿No notó nada...
después?
—No. Estaba demasiado
aterrada por lo ocurrido a aquella pobre niña. ¡Me prometí no volver más a
Luna-Término!
—Lo comprendo.
Y después de una pausa:
—¿Tampoco notó nada
cuando les hicieron el test?
—No. Pero... ahora qué
recuerdo...
Sus ojos brillaron con
una nueva intensidad.
—¡Sí, lo recuerdo
perfectamente! Claro que entonces no le concedí demasiada importancia.
—¿Qué es lo que notó, señorita Strasse?
—¡Vi sonreír a aquella
mujer! Lo hacía como si estuviese contenta o satisfecha de algo... Pero ya le
he dicho que en aquel momento creí que sonreía a uno de los oficiales de
control. ¡Era una coqueta insoportable!
Fred se puso en pie.
—Le agradezco mucho la
preciosa información que me ha proporcionado, señorita Strasse.
Ella le sonrió, con gesto
felino.
—¿De verdad que no quiere
tomar nada, inspector?
—Muchas gracias. Nos está
prohibido durante las horas de servicio. Otra vez será.
—Ya sabe que me tiene a
su entera disposición— suspiró—. ¡No tengo muchas ocasiones de pasar un rato de
agradable charla con un joven tan apuesto como usted!
Irwin escapó corriendo de
aquel ambiente mielífico, pegajoso, que le daba una intolerable sensación de
asco. Sólo al encontrarse en la calle, respiró profundamente, como si
desease purificar el aire de sus pulmones.
Había dejado el coche tres manzanas más arriba y pensó, mientras se dirigía
al lugar de aparcamiento, que bien podía ir a ver a Alex, cuya dirección le
había dado el jefe.
Morton se alegraría de saber que el asesinato estaba completamente aclarado
y que no podía haber la menor duda de que Helen Porter había cumplido la orden
de eliminar a Myriam Carey, siendo ella eliminada a su vez cuando «ellos» se
dieron cuenta de que el S.I.P. se acercaba demasiado a la solución.
El problema, naturalmente, quedaba en pie y su solución estaba más lejos
que nunca.
Pero había algo aclarado.
Cruzó la calle, encendiendo un cigarrillo al estar en la otra acera. Fue
entonces, cuando guardaba el encendedor, que vio a Lewis Tower.
Había pasado demasiado tiempo estudiando las fotos de aquel individuo en el
Departamento de Identificación del S.I.P. para no sabérselo de memoria. Así, al
verle, no tuvo duda alguna de su identidad.
Una emoción indescriptible se apoderó de él.
Tower era el eslabón que faltaba en la cadena que se había roto al ser
suprimida Helen Porter. Era la única posibilidad que podía guiarles.
Y empezó a seguirle.
Todas las circunstancias que habían provocado el fracaso de su compañero
aparecieron en su mente.
Debía tener muchísimo cuidado para no caer en el cepo que tendieron a
Morton, ya que la aparición de Tower significaba, o podía significar, una nueva
trampa.
Hundió la mano derecha en el bolsillo de su impermeable, apretando con
fuerza la culata de su pistola.
Pero no tardó mucho en darse cuenta de que Tower se movía como un animal
amenazado por un peligro tangible. No, no había duda alguna que aquel hombre
huía, aterrorizado, intentando escapar a algo que debía amenazarle
directamente.
Por un momento, Fred se puso en guardia, diciéndose que era muy posible que
aquel zorro de Lewis desease engañarle, como lo había hecho con su compañero,
pero la expresión del rostro de Tower no podía ser ficticia ni simulada, por
muchas dotes de actor que tuviese.
Tenía el rostro cubierto de sudor y de un color sucio de pizarra grisácea.
Caminaba aprisa, mirando a todos lados, examinando las calles antes de
cruzarlas y dirigiéndose insistentemente hacia la parte norte de la ciudad.
Iba muerto de miedo.
Y como todas las personas que intentan defenderse de algo que desconocen,
Tower caminaba medio ciego, no dándose cuenta, en momento alguno, de la
proximidad del agente de la S.I.P.
Fred le vio, en determinado momento, detenerse ante la puerta del Centro
Policial de la calle 124. El hombre miró la entrada, después de hacerlo a la
calle y una luz de esperanza brilló en sus ojos.
Durante unos segundos, muy pocos, Irwin estuvo casi completamente seguro de
que aquel desdichado iba a entrar, comprendiendo que estaba dispuesto a buscar
ayuda en el seno de la policía; pero, de repente, Tower siguió su camino.
Era bastante sencillo imaginarse el origen del miedo de aquel tipo.
Hasta entonces, todos los que se habían visto envueltos en el asesinato de
Myriam Carey habían ido cayendo, como si alguien estuviese intensamente
preocupado por cerrar sus bocas para siempre.
Incluso la asesina.
Fred se dijo que debía hacer lo posible por evitar que Tower corriese la
misma suerte. El S.I.P. necesitaba alguien en quien basar las investigaciones,
una indicación para orientarse en aquel asunto que no parecía tener ni pies ni
cabeza.
Llegaban a la calle 133.
Lewis Tower empezó a cruzar la Calle...
Casi en seguida, presa de una intuición intensa, Fred se dio cuenta de la
presencia del peligro.
Sacó la pistola e hizo fuego, dos veces consecutivas.
Pero aquel monoturbo gris plomo debía de estar blindado a prueba de balas y
después de golpear a Tower con el poderoso parachoques, siguió su marcha, sin
parecer haber sentido las balas del agente que, sin duda alguna, Habían chocado
con la parte media de su carrocería. La gente empezó a gritar y un policía hizo
sonar su silbato.
Irwin corrió hacia el cuerpo abandonado de Lewis, arrodillándose a su lado.
El hombre estaba muriéndose, pero consiguió abrir los ojos, mirando
intensamente a Fred.
—Maloney... — dijo, inclinando la cabeza definitivamente.
Había muerto.
CAPÍTULO V
EL reloj,
sobre la chimenea, se puso a zumbar, como un despertador.
Alex abandonó su asiento y se acercó al reloj. Había sacado una especie de
fonendoscopio e introdujo el extremo en uno de los orificios de la parte
posterior del reloj.
Era el
transmisor-receptor que comunicaba con la habitación de Alice.
La voz de la muchacha le cosquilleó los oídos.
—¡Hola!
—Hola.
Procuró que su voz fuese neutra, ya que no había
olvidado la forma fría con que ella «le había puesto en su sitio».
—Mi
primera jornada de trabajo ha terminado, jefe.
—Lo supongo. ¿Algo nuevo?
—Sí... y no. Estoy en el extremo de una cadena de
montaje, justo ante una cámara blindada en la que se hunde la cinta sin fin.
Hay una especie de túnel misterioso por el que desaparecen los aparatos.
—¿Para qué ese misterio?
—Me han dicho que allí dentro se les coloca la capa
«antiparasitaria», una innovación de la Inter. Por eso quieren mantener el
secreto. El personal que trabaja allí dentro cobra una prima especial, tienen
sus cámaras especiales y parecen satisfechos de la vida.
—Perfecto.
—He logrado hablar con una de las muchachas que
trabajan allí... No sabe nada de particular, salvo que recuerda que, cuando una
de ellas estuvo enferma, Myriam Carey la sustituyó en su trabajo.
—Muy interesante. ¿Y no le habrá dicho, naturalmente,
qué hacen allí dentro?
—Claro que no. Nadie quiere perder ese magnífico
sobresueldo que perciben; pero, desde luego, no debe de ser nada importante.
—¿Por qué?
—Porque si lo fuese, no emplearían a muchachas como
ésa.
—Es posible.
Hubo una pausa.
—El ingeniero encargado de esa Sección Especial es un
tal Jimmy Aler, al que aún no he visto.
—Procure hacerlo.
—Naturalmente. Sussy, la muchacha con la que he
hablado, me ha dicho que es un muchacho formidable, muy guapo, muy buen mozo y
que todas las empleadas están locamente enamoradas de él. ¡Ya comprenderás que
no voy a dejarme perder una ocasión como ésa!
Alex se mordió los labios y después, con una voz que deseó fuese lo más
tranquila posible.
—Estoy seguro de que haréis una pareja muy interesante.
—Gracias. ¿Quieres algo
más?
—No. Hasta mañana.
Y cortó, rabioso, haciendo casi caer el reloj al desconectar el
fonendoscopio.
¡Maldita!
Era una verdadera serpiente de cascabel: inteligente, malévola, como la
mayoría de las mujeres.
¡Y había tenido el error de hacerle ver que se interesaba por ella!
¡Qué estúpido era!
Se guardó el fonendoscopio en el bolsillo, dispuesto a abandonar el hotel,
ya que su labor diaria había terminado, y dar un paseo por la ciudad.
Buena ocurrencia había tenido el patrón de encargarle aquella insípida
misión. Claro que, después de haberse dejado atrapar como un inocente, no iba a
esperar que le dejasen llevar el timón de las investigaciones. Para eso estaba
Fred.
Se puso la chaqueta, anudándose la corbata ante el espejo; pero en el
momento en que se disponía a salir, alguien llamó a la puerta.
AIex no estaba dispuesto a dejarse coger nuevamente;
pero, a pesar de la reacción de alerta que apareció en su mente, tuvo la idea,
efímera en verdad, de que Alice subía a verlo, aunque después pensó que ella no
lo haría jamás, ya que había recibido órdenes severas a ese respecto..
Se hizo a un lado y en su mano apareció la pistola,
con su dispositivo silencioso.
—¡Adelante!
Sonrió.
Porque al abrirse la puerta, la figura bonachona de
Fred apareció en el umbral, mirando extrañado a su amigo.
Éste guardó el arma.
-—Perdona, chico — dijo— pero no puedo fiarme.
—Haces bien.
El tono de la voz de Irwin extrañó a Morton.
—¿Pasa
algo?
—Han matado a Tower...
—¿Eh?
—Sí. Ante mis propias narices.
Y contó detalladamente lo que había ocurrido, hablando
después de su entrevista con la melosa solterona.
—El asunto debe ser muy importante —comentó Alex — y
Myriam Carey debía de saber algo. Algo que empiezo a sospechar.
—¿Por qué?
—La muchacha trabajó en una sección especial de la
Inter.
Le habló de lo que Alice le había comunicado.
—Las chicas que trabajan en esa dichosa sección, por
lo que Alice me ha dicho, son medio tontas. Muchachas corrientes que deben
pasarse el día pensando
en la hora de salir e ir a pasear con sus novios. Myriam debía, de ser más
lista y se dio cuenta de lo que realmente se hacía allí. Por eso la eliminaron.
—¿Y los brazos?
Alex se encogió de hombros.
-—Eso pudo ser algo para despistarnos, para hacer que
pensásemos en otra clase de móvil...
—Puede ser cierto. Pero, de todos modos, estamos ante
algo verdaderamente trascendental. ¿Has pensado en el nombre que dijo Tower
antes de morir?
—¿Maloney?
—Sí. He repasado los nombres, antes de venir aquí.
—¿Y qué ?
—Hay muchos Maloney, pero sólo uno lo bastante para
poder nombrarlo sin tener que decir nada más.
—¿Edward Maloney?
—El mismo. Es el más importante armador de todo el
continente y posee un número de buques impresionante: el ochenta por ciento de
nuestra flota comercial.
—¿Y qué tendrá que ver un tipo como ése con todo esto?
—No lo sé. La red se va complicando a medida que nos
adentramos en ella.
Una pausa.
—¿Has hablado con el patrón?
—No. Voy a hacerlo desde
aquí... — miró al reloj —. ¿Es completo?
—Sí.
—¿Qué «hora» es la de
Washington?
—Las tres y diez.
—Bien. Voy a decirle a
Callowan todo lo que sabemos.
Movió el dispositivo de las
horas hasta hacer que el reloj marcase la que Alex había dicho. Colocando
después el fonendoscopio que su amigo le había dado, Fred entró en comunicación
con Washington, haciendo un informe detallado de todo lo ocurrido.
Después le tocó a Alex
hacer lo propio.
* * *
El interior de la Sección
Especial era muy parecido a las otras.
Una mesa, ante la que
estaban sentadas doce muchachas y en el centro, un lugar para el ingeniero.
El túnel por el que
entraban los aparatos seguía, al otro lado, por otro de salida, por el que se
iban, hacia la sección de mueblaje, una vez se había colocado el dispositivo
«antiparasitario», patentado por la Inter.
Otro túnel, que daba
frente a la mesa del ingeniero, se llevaba los aparatos que éste rechazaba por
considerar que su montaje no era todo lo perfecto que la marca exigía. De vez
en cuando, el hombre dejaba sobre la cinta un aparato y éste desaparecía por el
túnel hacia la sección de desmontaje y repaso.
—Es muy bonita —dijo
Sussy a su compañera de al lado.
Pero Jimmy lo había oído
y se volvió hacia ella.
—¿De quién habláis?
La muchacha le sonrió.
Para todas, Jimmy Aler
era, más que un jefe, un compañero amable, simpático y «tremendamente
atractivo». Su bondad era proverbial, ya que a nadie escapaba que otro jefe, en
su lugar, estaría siempre gruñendo, pues el número de aparatos que se veía
obligado a enviar a la sección de desmontaje era siempre muy crecido.
Pero Jimmy parecía
encantado entre aquel ramillete de muchachas y no estaba dispuesto a que ellas
lo tomasen por un ogro insoportable.
—¿De quién hablabais? —
insistió.
—De la nueva.
—¿Quién es?
—Se llama Alice y es una
verdadera monada. Ayer la conocí y quedé prendada de ella. ¡Lástima que no
pueda vestirse un poquito mejor! ¡Con el tipo que tiene! Pero, de todos modos,
cualquier cosa le cae como a un princesa.
Jimmy sonrió.
—Si no os conociese, me
imaginaría que es, en realidad, una beldad impresionante.
—¡Y lo es! Puede estar
usted seguro de ello, míster Aler.
El se encogió de hombros,
volviendo a su trabajo y dando así por terminado aquel pequeño intervalo.
Pero cuando sonó la hora
de mediodía y las cadenas y cintas móviles se detuvieron, se apresuró a salir.
Sussy guiñó el ojo a sus amigas.
—¿Qué os apostáis que...?
Se sonrojó al ver que Jimmy se volvía, mirándola severamente; pero la
sonrisa del joven ingeniero deshizo el hielo rápidamente y todo terminó en un
coro de risas juveniles.
* * *
Alice se dirigió hacia la rampa que conducía a la cantina. Se había
retrasado un poco, dejando que sus compañeras de trabajo la precediesen, de
modo a echar una nueva ojeada a las sólidas paredes que rodeaban la Sección
Especial.
Luego, encogiéndose de hombros, empezó a andar hacia la rampa móvil.
«Tendría que tener unos ojos con Rayos X», pensó, sonriendo.
Apenas acababa de poner los pies en la rampa, irguiendo el cuerpo para
adaptarlo a la marcha, cuando una voz agradable sonó a su escalda.
—¿No tiene apetito, señorita...?
Se volvió, haciendo que la sorpresa se pintase en su rostro.
—Me llamo Alice Carson —le dijo.
—-Yo soy Jimmy Aler.
Se estrecharon la mano.
Ella se dio cuenta de que Sussy no había mentido.
Aler era, evidentemente, uno de los muchachos más atractivos que había
conocido y no era raro que las muchachas de la lnter estuviesen locas por él,
ya que, además de su prestancia física, su puesto de ingeniero principal era,
con mucho un buen tanto a su favor.
-—Le preguntaba antes, Alice, si no tenía apetito.
—¿Por qué?
—Porque, generalmente, a esta hora, todos nos precipitamos hacia la
cantina. ¿O es que le vendría mejor una comida en otro lugar?
Ella sonrió.
—¡Linda manera de invitar a una chica!
—¿Entonces ?
—Bien.
La cogió familiarmente del brazo, haciéndola pasar a la rampa descendente.
Una vez abajo, se, dirigieron hacia la salida inferior del edificio,
encontrándose, minutos después, en el jardín de la empresa.
Lo atravesaron, dirigiéndose hacia el lugar donde él tenía aparcado su
coche.
Alice no pudo por menos de lanzar una exclamación de admiración.
—¡Qué preciosidad!
El sonrió.
—¿Le gusta?
La muchacha asintió, con un gracioso gesto de cabeza.
El vehículo, un «triturbo» descapotable, completamente blanco, era, en
verdad, una maravilla. Su potencia, por otra parte, debía de ser formidable.
—Es un modelo especial —
dijo él.
—Se nota. Nunca había
visto una cosa semejante.
Oprimió él un botón y las
puertas se abrieron, poniéndose el motor en marcha, automáticamente. Una
imperceptible vibración sacudió la poderosa máquina.
Una vez sentados, las
puertas volvieron a cerrarse silenciosamente. Entonces, Jimmy oprimió otro
botón y el visófono dejó ver el rostro de una agradable muchacha, con una ancha
sonrisa.
—¿Diga, míster Aler?
—¿Tendrá la amabilidad de
decir a míster Smith que no acudiré al trabajo esta tarde?
—Perfectamente.
—Al mismo tiempo, diga a
la jefe de personal femenino que la señorita Alice Carson está conmigo.
Una nube atravesó
velozmente el rostro de la secretaria,
—Bien.
Jimmy apagó la pantalla y
volviéndose a la muchacha.
—Ya está todo arreglado,
Alice. La tarde es nuestra.
Pero el rostro de ella se
había ensombrecido.
—No hubiese aceptado de
saber que íbamos a estar fuera toda la tarde. Me ha costado mucho encontrar
este, empleo y...
-—No se preocupe. Estando
conmigo.
—Pero yo no quiero que
piensen...
—Nadie pensará nada; se
lo aseguro. ¿Vamos?
Ella esbozó un asomo de
sonrisa.
—Vamos.
Las pistas altas
permitían conseguir una prioridad, pagando en los puestos de peaje una fuerte
suma, de modo que se reservase una «cinta» para la exclusiva circulación
durante un tiempo determinado.
Aler hizo el pago,
reservándose la «cinta» 3, que conducía a Chicago. Lanzó el poderoso vehículo,
consiguiendo, instantes después, la escalofriante velocidad de seiscientas millas
por hora.
Un dispositivo especial
vencía los problemas que antes habían preocupado a los hombres, especialmente
los relativos al «muro del sonido», ya que la cinta estaba en un vacío casi
absoluto, evitando los efectos de la vibración sónica.
El coche se deslizaba con
una seguridad tal que parecía completamente inmóvil.
—¡Es estupendo! — exclamó
ella.
No tardaron mucho en
detenerse a la entrada de la ciudad, dirigiéndose entonces, por una cinta
lateral, a uno de los restaurantes más elegantes de Chicago.
La comida fue sumamente
agradable y hablaron de muchas cosas intrascendentes. Después, cuando les
sirvieron el concentrado de café y encendieron sus cigarrillos.
Él dijo:
—¿Sabes que eres
sencillamente maravillosa, Alice?
Ella esperaba que aquello
se produjese, fatalmente. .
—Le
estoy agradecida.... — empezó a decir.
—¿Cómo?—-le interrumpió
él—. ¿No me tuteas?
Sonrió la muchacha.
—No puedo. ¿No se da
usted cuenta de que yo soy una simple empleada y usted el ingeniero jefe? Le
encuentro muy interesante, de verdad... pero eso, puede estar seguro, no me
hará perder la cabeza.
Él se mordió los labios.
Estaba completamente
convencido, antes de abandonar Nueva York, de que aquella muchacha era muy
diferente a las que había tratado hasta entonces; de todas maneras, su
experiencia le decía que, como las otras, no tardaría en rendirse a sus
encantos masculinos, a su fuerte personalidad.
Pero la oposición de
Alice no era más que un delicioso acicate.
Quizás era ella la mujer
que había estado buscando desde hacía tantísimo tiempo. Y aquello agregó una
nueva emoción a la situación que, en modo alguno, podría forzar sin estropearlo
todo.
—Tiene usted, muchísima
razón, Alice — dijo, después de una larga pausa—. Me he comportado como un
verdadero estúpido.
—¡Oh, no!—sonrió ella—.
Se ha portado usted como un hombre; aunque, de verdad, yo había empezado a
considerarle un poco distinto a los demás.
Jimmy enrojeció.
—Le ruego que me perdone.
Ella alargó 1a mano
derecha, pasándola sobre la mesa, hasta apoyarla en la de él. Se había dado cuenta
de que llevaba un guante que no se quitó en momento alguno.
Y aquélla era la ocasión única de «tocar», sin que él buscase tres pies al
gato.
—No ha perdido usted nada para mí, Jimmy.
Él iba a retirar la mano, vivamente, pero sonrió.
—Llevo este guante porque me faltan tres dedos. Los perdí hace mucho
tiempo, en un desdichado accidente con una laminadora.
—¡Qué pena!
La. mano derecha de él se apoderó de la de muchacha, oprimiéndola con
cálida fuerza.
—Me ha dado usted una buena lección, Alice; pero le agradezco que mi
estupidez no haya destrozado el buen concepto que se había formado de mí.
—En absoluto, Jimmy. Sigue usted siendo el mismo, ¡palabra!
—Gracias.
Ella retiró la mano.
—Y ahora—siguió él—, hablando de otra cosa—. Y conste que no deseo
ofenderla... ¿Por qué no viene a trabajar a mi sección? Ganará mucho más y
además...
Ella le sonrió, amistosamente.
—A eso sí que no puedo negarme, amigo mío. Acepto.
CAPÍTULO VI
MALONEY estaba muerto. Cuando Fred y Alex, por orden de
Donald Callowan, llegaron a la lujosa residencia del armador multimillonario,
se encontraron con la policía local, que había sido llamada por la servidumbre
quince minutos antes.
El inspector Kollat se
adelantó, inmediatamente, en cuanto conoció su presencia en la finca.
—Encantado — saludó,
estrechando las manos a los del S.I.P.
—¿Cómo ha sido,
inspector? — inquirió Morton.
—Una desgracia. Recibimos
el aviso hace poco, pero ya nos dijeron que míster Maloney estaba muerto.
—¿Dónde está ahora ?
—En su pabellón
particular, donde le hemos encontrado
— y añadió—. No, no se preocupen, nadie ha tocado nada. Los del laboratorio no
tardarán en llegar,
aunque nada descubrirán: Maloney se ha suicidado.
—¿Seguro?
—Vengan.
Les condujo por un dédalo
de senderos que atravesaban un parque lleno de umbría. El edificio principal
quedó a sus espaldas.
—Maloney — explicó el
policía, mientras caminaban— se hizo construir un pabellón separado del cuerpo
del edificio. Era un hombre, según he oído hablar en la región, muy alegre.
Hasta que hace un par de años cambió completamente, volviéndose huraño como un
oso... Fue entonces cuando se construyó el pabellón del que, prácticamente,
apenas si ha salido. Su familia no podía venir a visitarle y él, en una o dos
ocasiones por año, se reunía con los suyos en el edificio que hemos dejado
atrás.
»Su ayuda de cámara era
el único autorizado a verle, pues era quien le llevaba las comidas y estaba
siempre pendiente de sus órdenes. Fue él, naturalmente, esta mañana, cuando le
llevaba el desayuno, a la hora de costumbre, el que lo encontró muerto en su
despacho.
—¿Le, ha interrogado
usted?
—A fondo, pero sin
resultado. Nada había, anoche en la actitud de su amo que hiciese temer la
desgracia de hoy. Estaba, eso sí, tan huraño y apático como de costumbre. Pero
esa manera de ser no podía impresionar al criado que, como comprenderán, estaba
ya acostumbrado a ella,
—Ya.
Hubo una pausa.
—¿Cómo se ha matado?
—Se ha disparado un tiro
en la cabeza. Muerte instantánea.
—¿Lo sabe ya la familia ?
—Sí. El ayuda de cámara ha telefoneado a sus hijos y a sus abogados. No
creo que tarden mucho en presentarse. Y ahora que me doy cuenta, ¿tenía algo
especial con ustedes?
Fue Fred quien contestó, sonriendo.
—¡Oh, no! Veníamos a hacerle unas preguntas relativas a la desaparición de
uno de sus barcos. Mera cuestión de rutina.
—Comprendo.
Habían desembocado ante una explanada perfectamente cuidada, como todo el
resto.
Un edificio de una sola planta, pero de una línea moderna impecable, se
ofreció ante ellos. Dos policías de uniforme estaban- de facción en la puerta.
El interior estaba en perfecta consonancia con lo de fuera y las
habitaciones que atravesaron, salones suntuosos, hasta llegar al despacho del
millonario, daban una sensación de riqueza inconfundible.
El despacho estaba situado en el ala derecha del edificio, que ocupaba casi
enteramente, por lo que sus dimensiones eran impresionantes. Todas las paredes,
hasta una altura media de cerca de dos metros, estaban cubiertas por una librería
repleta de libros. Sobre aquella monumental biblioteca, cuadros, la mayoría
óleos y acuarelas, de las mejores firmas, representaban las más hermosas naves
que Maloney había lanzado a los mares del mundo.
El cadáver estaba junto a la chimenea artificial, cuya rejilla de rayos
infrarrojos seguía encendida en un punto de calor medio, lo que hacía que el
ambiente fuese agradable en extremo. El cuerpo estaba boca arriba y parte de la
cabeza había desaparecido, dejando una visión desagradable del rostro visible.
La mano derecha empuñaba aún una pistola con silenciador.
—No creo dijo el policía — que haya muichas dudas...
—No. Aunque veremos lo que dirá el laboratorio.
Morton se había separado de ellos y examinaba
detalladamente el despacho. Fue unos instantes después cuando llamó a su amigo.
—¡Fred!
Los dos hombres se acercaron.
—Fíjese en eso.
Era, sin duda alguna, un magnetofón moderno, con un mueble lujoso de color
gris azulado.
Pero no eran aquellos detalles los
que llamaron la atención de los policías, sino los orificios que presentaba la
tapa.
—¡No me había dado cuenta! —exclamó el inspector, enrojeciendo. Aunque
agregó en seguida—. En realidad, no hice más que una rápida inspección ocular,
esperando que llegasen los del laboratorio.
—Claro está — dijo Fred.
Y miró a su compañero.
—Es indudable — dijo éste — que Maloney, antes de suicidarse, disparó
furiosamente contra ese mueble. Tres veces...
Y señaló los tres orificios que habían hecho las balas.
—¿Por qué demonios...? — empezó a decir el policía.
Pero Alex le interrumpió.
—Escuche, inspector. Vamos a llevarnos este aparato a Washington.
—Como quieran.
Les ayudó a envolverlo, cogiéndole sin tocarlo apenas. Después, mientras
iban hacia donde los del S.I.P. habían dejado el coche.
—¿Creen ustedes que encontrarán en este aparato la explicación de la muerte
de Maloney?
Fred' sonrió.
Pero fue Alex quien, sintiéndose explícito, dijo:
—Si tenemos un poco de suerte, inspector Kollat, este aparato puede
decirnos otras muchas cosas, inclusive más interesantes que la propia muerte
del millonario.
* * *
Las colillas se amontonaban en los ceniceros y las botellas de USA-Cola
iban cayendo en los cestos de papeles.
—No hay que dejarse llevar por los nervios, muchachos.
Los dos se volvieron, mirando al patrón... y sonriendo.
Porque Callowan tamborileaba impaciente sobre la mesa del despacho,
demostrando que no eran precisamente sus nervios los más tranquilos.
Estaban esperando los resultados del laboratorio.
Así, cuando el empleado abrió la puerta, no utilizando el visófono, todos
ellos le miraron con ansiedad.
—¿Qué?
—La cinta estaba virgen.
Torcieron el gesto.
—En cuanto al aparato, no es de los fabricados por la Magnetofón Americano,
sino de La Voz del Mundo, una empresa de Illinois.
—¿Nada más?
—Las balas fueron disparadas a unos setenta centímetros de distancia.
—Bien. Puede retirarse.
Y una vez solos.
—¡Vaya enredo!
—-Tiene usted razón — dijo Fred—. Estamos nadando en la oscuridad desde el
principio. ¡Es desastroso! Cada vez que encontramos algo, o alguien que podría
darnos una pista... ¡pat!, desaparece o no tiene utilidad alguna.
—De todos modos, yo creo—insistió Morton —que no se dispara contra un
aparato sin un motivo concreto.
—Naturalmente — repuso el jefe —; pero ¿qué motivo?
Alex se encogió de hombros, con un gesto de clara impotencia.
—¡Eso es lo que deberíamos saber!
—Todo se ha ido al agua — dijo Fred—. Nos imaginábamos que íbamos a
encontrar una relación entre la muerte de Maloney y Magnetofón Americano. Al
mismo tiempo, las palabras de Tower, antes de morir, relacionaban al millonario
con la Inter. Era una tela de araña que empezaba a tejerse de una manera
lógica...
—Así es — replicó George—. Estamos dando vueltas a un asunto en el que?
sin duda alguna, la Inter y la empresa de Ebert están directamente
relacionadas; pero ¿cómo?, ¿por qué?, ¿de qué manera?... Y fijaos bien en que,
desde el principio, las cosas se encadenan: primero la muerte de la muchacha,
después la desaparición de Tower, la muerte de la presunta asesina, la de
Tower, la de Maloney... Y alrededor de todas estas desapariciones, «que
convienen a alguien», la Inter y la Magnetofón dando vueltas directas,, pero
tan oscuras que no podemos asociarlas lógicamente.
Hizo una pausa.
-—Si Alice no nos saca de dudas...
Alex frunció el entrecejo.
—¿Tendré que volver a aquel hotel?
—Sí. Quiero que no pierdas de vista a esa muchacha. Vale demasiado para que
pueda exponerse inútilmente. Tu misión es ir transmitiéndome sus informes... y
estar alerta, dispuesto a intervenir ante la menor amenaza que veas planear sobre
ella.
A nadie extrañó que Alice pasara a la Sección Especial; por el contrario,
todo el mundo lo esperaba y se la recibió amablemente, sobre todo por parle de
Sussy. Alice abrió los ojos... inútilmente. No había allí nada de lo que esperaba
y se sintió un tanto decepcionada, ya que creía haber llegado ante el nudo
gordiano del problema.
Le subieron el sueldo, en una proporción interesante y comió aparte, en la
cantina, ya que la alimentación para las empleadas de la Sección era mejor y más
seleccionada que para el resto del personal.
Casi cada día, cuando la jornada terminaba, Jimmy la acompañaba, dando un
paseo, a pie o en el magnífico coche de él, hasta que la dejaba en la puerta
del hotel, límite que ella había convertido, entre risas, en una frontera
inexpugnable.
Luego hablaba con Alex.
Estaba completamente segura de que el agente la vigilaba desde la ventana y
no era muy difícil percatarse de ello, ya que el tono de la voz de Alex no
podía ser más distante.
Alex estaba celoso.
Aquello la divertía.
Pero, en el fondo, seguía preocupada por lo poco que avanzaba en su
investigación. Ella había hecho todo lo posible, pero estaba cada vez más
convencida de que e1 patrón la había lanzado sobre una falsa pista.
Todo siguió un ritmo normal hasta una mañana en que, casi a la hora de
cesar el trabajo para ir a la cantina, Sussy se sintió repentinamente enferma.
La palidez de la muchacha era muy intensa cuando Jimmy la cogió en sus
brazos, sacándola del departamento. Naturalmente que una vez solas, las
muchachas pararon el trabajo, y comentaron aquel inesperado hecho.
—Sussy es una tonta — dijo una de ellas—. Para ganar más dinero, se negó a
tomar las vacaciones trimestrales.
—¿Cómo? — inquirió' Alice, interesada — ¿Vacaciones trimestrales?
La miraron como si hubiese dicho una tontería.
—¿No lo sabías?:—dijo, una de ellas, justamente la que había
hablado antes de Sussy—. Nosotras, las de la Sección Especial, tenemos cada
tres meses, uno de vacaciones pagadas,..
Alice no dijo nada, pero le pareció excesivo desde todos los puntos de
vista.
Jimmy entró en aquel momento.
La sonrisa de su rostro, aunque hacía todo lo posible porque fuese como
siempre, no era totalmente sincera y Alice se dio cuenta mejor que nadie.
—¡Bueno, muchachas! Lo de Sussy no es más que un mareo sin importancia;
pero, como os conozco bastante, creo que es mejor que dejemos el trabajo por
hoy... ya que, de todas formas, no haríamos nada de provecho...
—¡Viva míster Alex !—gritaron algunas de las chicas.
Y salieron.
Alice se rezagó, de modo a quedarse sola con el ingeniero.
—Tendrá usted que perdonarme—dijo él, sonriendo—, pero he de quedarme esta tarde.
Créame que lo siento.
—¿No puedo serle útil, Jimmy?
—No, muchas gracias.
—¿ Y Sussy ? ¿De verdad que no es nada de importancia?
—Le aseguro que no. Además, por si se tratase de alguna enfermedad, la
hemos enviado al Hospital de la Casa... La Inter se preocupa por sus empleados,
puede estar segura.
—Ya lo sé.
Alice volvió al hotel, reclamando a Alex inmediatamente.
—Creo que ha ocurrido algo importante — le dijó, cuando él estuvo a la
escucha—. ¿Me oye?
—Perfectamente.
Y le contó lo ocurrido,, agregando lo de las vacaciones.
—Bien. Voy a ponerme en comunicación con el patrón. ¿Necesita usted algo?
—No, muchas gracias... Alex.
Él se quedó unos instantes, a la escucha, aun después de que ella hubo
cortado la comunicación.
—¡Malditas mujeres! — exclamó.
Y recogiendo el fonendoscopio, se echó a reír.
* * *
Los tres hombres esperaron a que el último de los empleados saliera del
edificio, Éste, él de la Magnetofón Americano, estaba completamente oscuro.
Dejaron pasar un cierto tiempo.
La avenida estaba desierta y sólo, de vez en cuando, un vehículo pasaba
velozmente hacia el centro de la ciudad, dejando detrás la vibración intensa de
sus «turbos».
Ellos habían aparcado el vehículo dos manzanas más arriba, en un lugar
oscuro, donde era muy poco probable que lo descubriesen.
Cruzaron la calle.
Uno de ellos, el que iba delante, se inclinó, con un extraño aparato en la
mano, posándolo sobre el mecanismo fotoeléctrico de la puerta. Instantes
después y silenciosamente, ésta se abría.
Los otros dos llevaban sendas maletas.
Debían de conocer detalladamente aquellos lugares porque no dudaron un sólo
instante en dirigirse al ascensor del fondo, en el que penetraron, dejando que
el que había abierto y cerrado, la puerta de entrada, pulsase el botón que puso
en marcha el aparato.
Tres segundos...
El frenaje se hizo suavemente, abriéndose las puertas que daban
directamente a una especie de salón, lujosamente amueblado. La luz estaba
tamizada y el silencio que reinaba allí era tan intenso, como en las demás
dependencias del edificio.
Pero aquello no engañó a los hombres.
Sabían que las paredes estaban perfectamente insonorizadas y que tres
habitaciones más allá, en su despacho, estaría el hombre al que buscaban, detrás
de una puerta dotada de un mecanismo fotoelectrónico, como todas.
El hombre del aparato, cuando hubieron llegado ante la puerta, repitió la
misma operación que había realizado en la de la calle.
Y ocurrió lo mismo.
La puerta se abrió suavemente; pero esta vez los dos hombres entraron
bruscamente, empuñando sendas pistolas paralizadoras.
El hombre que trabajaba detrás del despacho levantó el rostro, dejando ver
la expresión de sorpresa indecible que se pintaba en él.
—¿Qué...? — llegó a articular.
Pero el del aparato, que se lo había guardado en el bolsillo, se acercó,
con las manos vacías, apoyándolas en el borde de la mesa.
—Hola, Ebert.
—No... le conozco.
El otro se encogió de hombros.
—Es igual. Venimos de parte de quien tú sabes.
Charles intentaba tranquilizarse, pero era visible que sus esfuerzos no le
conducían a parte alguna.
—¿Qué queréis? — inquirió, finalmente, deseoso de saber.
—Tus archivos.
—¿Mis qué...?
—No hagas el tonto, amigo. Venimos por tus archivos.
—No sé de lo que me hablas.
Las manos que estaban apoyadas en el borde de la mesa aumentaron la presión
que ejercían sobre el tablero, basta que los nudillos palidecieron, tornándose
blancos. -
—Saca las tenazas, Karl— dijo, sin volverse.
El interpelado obedeció, dejando antes en el suelo la maleta que, como su
compañero, llevaba en la mano.
Las tenazas eran algo distintas a lo corriente y más bien parecían alicates
de electricista.
—Demuéstrale a Charles cómo funcionan.
El llamado Karl se apoderó de una de las plumas que surgían de los tinteros
macizos de la mesa, colocó el mango entre las mandíbulas de las tenazas y
apretó suavemente, sin hacer aparentemente un gran esfuerzo.
El sonido que produjo el aparato heló la sangre en las venas de Ebert.
Después, cuando Karl abrió las tenazas, sólo vio el polvo a que había
quedado reducido el mango de la estilográfica. Un polvo fino que cayó, como si
fuese ceniza, sobre la mesa de despacho.
—Lo divertido — dijo el que llevaba la voz cantante — es hacerlo con un
dedo... ¿Quieres que probemos contigo, Charles?
Éste se estremeció.
—¿Cuánto dinero queréis?
Era un anzuelo lanzado al azar.
El hombre se encogió de hombros.
—No digas más sandeces... Querernos que nos lleves a tus archivos.
Ebert se dio cuenta de que no tenía más remedio que obedecer.
Y lo hizo.
Encuadrado por los otros dos, que habían recogido sus maletas, saltó del
despacho, pasando a una habitación vecina, una de cuyas paredes estaba
completamente ocupada por la monumental puerta de una caja fuerte.
—Abre.
Se volvió, como si desease implorar un último favor. Y mirando al hombre
que tenía a la espalda:
—Te doy un millón de dólares.
Pero el rostro siguió imperturbable.
—Abre.
Charles obedeció.
No le dejaron entrar.
Los dos hombres — los de las maletas—, entraron en la caja fuerte, saliendo
unos minutos después.
—Ya está — dijo uno de ellos.
Entonces, el jefe disparó — Charles no se había dado cuenta de que llevaba
una pistola en la mano —haciendo que Ebert se desplomase junto a la puerta que
al ser empujada volvió a cerrarse de golpe.
—¡Vamos!
Siete minutos después, cuando el vehículo gris se alejaba hacia el centro
de la ciudad, una explosión formidable estalló en el edificio de la Magnetofón
Americano.
La planta superior y parte de la que había abajo desaparecieron, en medio de una densa humareda.
CAPÍTULO VII
ALICE CARSON susurró: —Jimmy...
Él la miró, con aquella sonrisa que hacía palpitar el corazón de tantas
muchachas histéricas, pensaba ella.
—¿Qué hay, Alice ?
—Quisiera que me permitiese salir esta tarde. Tengo que hacer unas compras.
Los ojos de él brillaron con mayor intensidad.
—No se tratará de algo masculino, ¿verdad?
—¡Tonto!
—Bien. Puede usted disponer, Alice... ¿Nos veremos luego?
—No lo sé, aunque es posible. Si acabo pronto, le llamaré. ¿De acuerdo?
—Entendido.
Ella abandonó la fábrica, tomando un helico-taxi, ya que iba a la otra
parte de la ciudad.
Las órdenes del patrón, que Alex le había transmitido aquella mañana, antes
de que saliese para la empresa, habían sido tajantes:
«Visitar a Sussy.»
No le había sido muy difícil conocer las señas del hospital de la Inter. Y
hacia allí se dirigía ahora, llena de prevenciones e ideas contradictorias.
Se había dado cuenta de que las cosas empezaban a moverse por un camino
positivo. Y aunque todo aquello no era más que una intuición, Alice sabía qué
su instinto policíaco no le equivocaba.
El vehículo aéreo le dejó en una plazuela, muy cerca del blanco edificio
del hospital, donde se hallaba una enfermera, de mirada aguileña.
—¿Qué desea ?
—Hay aquí una compañera mía... Se llama Sussy y trabaja...
—... en la Inter. Todos nosotros dependemos de la Inter, señorita.
—¿Podría verla ?
—No lo sé. Pero llamaré al interno... Un momento.
—Muchas gracias.
La pantalla de interfono era invisible para la muchacha, así como el
altavoz, que debía de estar conectado directamente a las gafas de la mujer de
la recepción.
Ésta se dirigió a ella.
—Vamos a hacer lo posible. Justamente, la madre de Sussy está arriba. ¡Botones!
Un muchacho se acercó, corriendo.
—Lleva a la señorita a la habitación dos mil diecisiete.
—Bien.
EL ascensor les dejó en la última planta y el botones condujo a la joven
hasta la puerta donde estaba escrito el número 2.017, en la que llamó.
—¡Adelante!
Alice entró en la habitación.
No era, como esperaba, la estancia de una enferma, sino una salita como las
que algunos elegantes hospitales ponen a disposición de los acompañantes de los
pacientes distinguidos.
La mujer estaba sentada en un sillón, con un pañuelo que retorcía en sus
nerviosas manos.
—¿Conocías... a. Sussy? — dijo con un tono histérico en la voz.
—Sí.
—¡Pobrecilla! — tuvo una especie de hipo que cortó la frase que seguía;
después—. Yo soy su madre. Estoy esperando a que me entreguen sus cenizas...
Murió anoche.
Alice fue incapaz de sentir pena alguna.
Porque aquella mujer —ella había visto las fotos de todos los que habían
intervenido en el caso Carey, el patrón había tenido mucho cuidado en
enseñárselas—, no era la madre de Sussy, sino Hilda Strasse, la ridícula
solterona que había estado en Luna-Término.
La muchacha se dio cuenta de que debía obrar con cuidado. La intuición de
un peligro le aparecía con una nitidez formidable.
—¡Cuánto lo lamento, señora! Su hija era mi mejor amiga...
—¡Pobrecilla! — repitió la mujer—. ¿Cómo te atreviste a venir aquí? ¿No te
dijeron lo que tenía Sussy?
—No, nadie me dijo nada..., ¿qué tenía?
La otra meneó la cabeza.
—Ni los médicos lo saben.
Hubo una pausa.
—Bueno...— dijo Alice — creo que debo irme.
—Espera, pequeña... No me dejes sola. Me darán las cenizas dentro de un
momento y así podrás acompañarme a casa... te agradeceré mucho que lo hagas.
Alice se dio cuenta de que no podía negarse.
—Bien.
Instantes después, un hombre apareció en la puerta llamando a la falsa
madre de Sussy, que salió, volviendo unos minutos más tarde. Llevaba una urna
en las manos.
—¿Vamos? — inquirió.
Bajaron por la rampa lenta, la mujer dijo que los ascensores la mareaban,
tardaron cerca de quince minutos en llegar al hall del hospital. Después, dijo:
—Tengo el coche en la zona de aparcamiento.
Se había cogido al brazo de la joven y caminaba muy lentamente, como si en
realidad no pudiese hacerlo.
Alice se dio cuenta de que un chófer estaba junto al vehículo y que se
inclinó, al tiempo que abría la puerta.
¿Cómo podía pensar aquella mujer que ella iba a creer que la madre de Sussy
tenía chófer y coche?
—¡Un momento! — dijo, intentando soltarse del brazo de Hilda.
Pero no había contado con el chófer.
El hombre la cogió, por debajo de los brazos, impulsándola hacia el
interior del vehículo, en el que penetró como una tromba, pensando que podría
salir por la otra puerta.
Mas su sorpresa llegó al máximo, al ver que Jimmy estaba sentado allí y que
la recibió en sus brazos, sentándola bien, mientras la mujer entraba y tomaba
asiento junto a ella, al otro lado.
—¡Mi querida Alice! — exclamó el ingeniero—. ¿Por qué diablos será tan
curiosilla?
El vehículo arrancó, bruscamente.
* * *
La mirada de Alex se volvió una vez más hacia el reloj-comunicador. Fred
miró también hacia allá.
—¡Nada!— dijo el primero.
Con dedos nerviosos, Irwin encendió un nuevo cigarrillo, mirando
lánguidamente el montón de colillas que formaban una sucia pirámide sobre el
cenicero.
—¿Dónde demonios se habrá metido?
Fred miró a su compañero y esbozando una sonrisa nada convincente:
—Hay que esperar, Alex... Todavía no es tarde.
Pero el otro le señaló la oscuridad que enmarcaba el cuadro de la ventana;
luego, mirando el reloj.
—Las nueve de la noche y dices que no es tarde. Salió, seguramente, a las
doce de este mediodía hacia el hospital... ¿Dónde quieres que haya pasado estas
nueve horas? ¿Al lado de la enferma?
—Es posible.
—¡No digas bobadas! Ningún médico lo consentiría... ¡Voy a telefonear!
—No lo hagas. Con toda seguridad, el patrón habrá enviado a alguien a
vigilar ese dichoso hospital. Yo hablé con él a las cinco.
—No me convences.
—¿Por qué ?
—Porque todo esto me huele, a chamusquina. Los acontecimientos se
precipitan por sí solos.
—¿Lo crees así ?
—¡No seas hipócrita!. El que «ellos» hayan volado las oficinas de la
Magnetofón y a Ebert con ellas, aunque alguien diga que ha podido desaparecer,
demuestra que las cosas se intentan liquidar a toda velocidad.
—¿Tú entiendes algo?
—Bastante. ¡Pero está loca de Alice es la que me tiene aquí clavado, cuando
debía estar actuando!
—¿De verdad que tienes alguna idea?
—¡Muchas! Todavía no puedo explicarme lo que ha ocurrido, aunque ya me temo
por dónde van las cosas...
—¡Explícate!
El sonido del receptor sonó y Alex, sin escuchar a su amigo, dio un
verdadero salto, hundiendo el fonendoscopio en el mecanismo.
—¿Diga?
Pero era la voz del patrón.
—¿Quién es ?
—Alex.
—¿Y Fred?
—Conmigo.
—Bien. Mis muchachos han entrado en el hospital. Alice salió, alrededor de
la una, junto a una mujer, que dicen ser la madre de la muchacha. Ésta murió y
ha sido incinerada...
—¡Me lo imaginaba!
—Lo importante es buscar a Alice. La mujer de la recepción que, a pesar de
su aspecto de fiera, es una inocente, nos ha hecho el favor de reconocer a la
falsa madre de esa Sussy. Uno de nuestros agentes le enseñó las fotos de todos
los sospechosos y la mujer señaló a Hilda Strasse, la solterona que visitó
Fred.
Morton se mordió los labios.
—Comprendo...
—Lo que quiero que entiendas es que hay que buscar a esa muchacha. ¿Tienes
algún plan en la cabeza?
—Sí.
—Lo imaginaba. Yo, desdichadamente, no estaré en disposición de hacer nada
positivo hasta mañana por la mañana. Pediré una autorización para registrar la
Inter de arriba abajo. Será una desagradable sorpresa para míster Smith.
—Seguro. Entonces, Fred y yo vamos a encargarnos de aclarar unas cosas y
buscar a Alice Carson.
—Me parece bien. De todos modos, si os es posible, no estéis muy lejos de
la Inter mañana por la mañana.
Y cortó.
Alex se volvió a su amigo. Había en su rostro una expresión que Irwin
conocía y que, mentalmente, le hizo pensar en lo que ocurriría si Morton echaba
la mano encima al que se hubiese atrevido a tocar a Alice y hacerle algún daño.
—Escucha, Fred. Tú vas a dedicar todo lo que falta de noche a hacer una
investigación, que yo me había reservado. Desde que murió Maloney, sospeché
algo que ahora, de repente, se ha concretado.
—¿Te refieres a los barcos?
—Sí. Durante todos estos días, mientras Alice estaba en su trabajo, repasé
ciertos datos y he llegado a la conclusión de que vas a encontrarte con una
persona ciertamente interesante.
Y explicó su plan a Fred.
Cuando terminó de hablar, el rostro de Irwin expresaba una completa
satisfacción.
—Eso lo explica casi todo — dijo.
—En efecto. Queda el papel que la Magnetofón jugaba en este asunto; pero
eso lo sabremos más tarde.
Se estaba poniendo el abrigo.
—¿Vas a buscar a Alice?
—Sí.
—¿Tienes alguna pista?
—No lo sé. Ir al domicilio de esa bruja de Strasse será completamente
inútil, ya que el patrón, aunque no me ha dicho nada, ha debido enviar algunos
agentes a la casa de la solterona, donde no habrán encontrado, con toda
seguridad, a nadie.
—¿Entonces?
—Tengo otro plan... y no creo que me equivoque mucho.
Salieron juntos, separándose en la calle, después de desearse suerte
mutuamente.
Alex detuvo su coche en una central telefónica, repasando uno de los
listines de la ciudad.
No tardó en encontrar lo que deseaba.
Diez minutos más tarde, después de haber atravesado uno de los túneles bajo
el Hudson, su «monoturbo» se detenía no lejos de un chalet lujoso. Abandonando
el vehículo, saltó la verja y avanzó cautelosamente hacia la casa.
Deteniéndose ante la puerta trasera, sacó un aparato semejante a los que
los criminales y ladrones modernos utilizaban: «la ganzúa electrónica», un
mecanismo que, por medio del electromagnetismo, era capaz de abrir cualquier
cerradura, por complicada que fuese.
Una vez dentro del edificio, no le fue muy difícil orientarse, dejando
atrás las habitaciones de la servidumbre y dirigiéndose directamente a la
monumental alcoba que ocupaba una de las alas del edificio.
Abrió la puerta.
El rumor pausado de una respiración le demostró que el hombre estaba
durmiendo apaciblemente. Y aquello aumentó aún más su cólera, decidiéndose a
pulsar el conmutador y hacer que todas las luces de la habitación se
encendiesen de golpe.
CAPÍTULO VIII
ABRIÓ Jimmy los ojos, viéndose obligado a cerrarlos nuevamente hasta que pudo acostumbrarse a la intensidad de la luz; después, sorprendido, miró al hombre que estaba a los pies de su cama.
—¡Hola, Don Juan!
No conocía a aquel hombre de nada, pero era evidente que él si debía
conocerle, ya que acababa de aplicarle el nombre que todo el mundo le decía.
Claro que en aquella ocasión la cosa no tenía ninguna gracia.
—¿Quién demonios es usted? — inquirió, sentándose en
el lecho.
—Soy yo quien tiene el derecho de preguntar, imbécil. Y quiero recordarte
que tengo muy poco tiempo que perder.
—¿Qué quiere?
—Saber dónde está Alice Carson
—¿Eh?
Miró a Alex, sonriendo después.
—¿Es usted... su novio?
—Ño: ¿Dónde está?
—Yo !a vi salir de la fábrica ayer a mediodía. Me pidió permiso y se lo
concedí. Eso es todo lo que sé. No acostumbro a meterme en la vida de mis empleadas.
—Eso es una cosa que habría que examinar con más detalle; pero ahora lo que
importa es que hables. No me hagas perder la paciencia.
—Le he dicho la verdad.
Morton giró alrededor de la cama, llegando junto a la cabecera, por el lado
derecho.
—Mira, mequetrefe presumido..., si pudieses conocer mis intenciones en este
momento, te echarías a temblar como una gallina que eres; pero como por lo
yisto, eres bastante duro de mollera, no voy a tener más remedio que hacerte
una pequeña demostración...
Y le descargó un puñetazo, sin más aviso, aplastándole la nariz, que empezó
a sangrar de una manera aparatosa.
—¡Bárbaro! —gimió el ingeniero.
—¿Dónde está la chica?
El miedo se reflejó en las pupilas de Jimmy.
—Voy a decírselo, pero no le servirá de nada.
Otro nuevo puñetazo, en el mismo lugar, hizo que el individuo lanzase un
aullido de dolor.
—¡Habla! ¿Dónde está?
—En la fábrica.
Alex lanzó una rápida mirada a su reloj de pulsera.
—Te doy tres minutos para vestirte...
Pero...
—¡Tres minutos!
Jimmy saltó del lecho, secándose la sangre del rostro con un pañuelo. Se
vistió rápidamente, mirando con terror a aquella máquina de golpear en que se
había convertido Morton.
—No llegaremos a tiempo... — musitó.
—¡Rápido!
Y con una voz glacial:
—Si no llegarnos a tiempo, Jimmy Aler, vas a maldecir el momento en que te
pasaste de la raya con Alice.
Instantes después, llevando al ingeniero delante, salían de la casa,
dirigiéndose hacia el lugar donde Alex había dejado el coche. Éste salió
disparado como una flecha hacia la Inter.
* * *
Hasta tuvieron la amabilidad de darle de cenar.
Le habían atado las manos a la espalda y cuando Jimmy salió del sótano de
la fábrica, Alice se quedó sola con aquella mujer pintarrajeada, cuyos ojos
brillaban cruelmente.
La mujer le dio un bocadillo, ayudándola a tomarlo, ya que ella no podía
hacerlo; después, tras hacerle beber un vaso de leche.
—Tendremos que esperar, querida — dijo la harpía.
La muchacha estaba segura de que había llegado su última hora y la única cosa
que le sentaba mal era el no haber podido comunicar al S.I.P. sus últimos e
importantísimos descubrimientos.
También sabía que el patrón no la había echado en olvido y que muchos
agentes estarían ahora buscándola, aunque desgraciadamente ninguno de ellos
llegaría a tiempo.
Ni el mismo Alex.
Al pensar con él, una especie de dulce sensación la invadió, diciéndose que
había sido una estúpida al no tratar a Morton de otra manera; pero, sonriendo,
se dijo que ya era demasiado tarde para corregir los errores que había
cometido.
Siempre ocurría igual en la vida.
Hilda se había sentado a su lado, encendiendo un cigarrillo.
—¿No tienes miedo? — inquirió.
—No.
—Eres valiente. Claro que había de ser así para que una muchacha fuese
admitida en el S.I.P., ¿no es verdad?
Alice no contestó.
—No, no hace falta que me lo digas. A pesar de que no hemos encontrado
documentación alguna sobre ti, está más claro que el agua que formas parte de
la policía... ¡Pobrecilla !
Alice la desdeñó:
—Es usted la más criminal de las brujas.
La otra se encogió de hombros.
—No creas que me afectan tus insultos, pequeña. Soy una mujer práctica y no
me impresiona lo que el prójimo pueda decir. La verdad es que eres tú quien va
a abandonar esta preciosa vida, mientras yo la seguiré disfrutando.
—No por mucho tiempo.
—¿Aún tienes esperanzas de que
el Príncipe Azul venga a salvarte? — rezongó Hilda.
Alice se mordió los labios.
—No, yo no hablo de la esperanza de salvarme... Sé jugar y perder. Pero
vosotros no estaréis mucho tiempo tranquilos. Con el S.I.P. no se juega.
—¿Qué saben ellos, querida?
—Más de lo que usted se imagina.
—¡Bobadas! La cosa está demasiado bien organizada para que nadie pueda
imaginarse lo que pasa aquí... ¿Ves esa pared? Me gustaría saber si eres lo
bastante lista para saber lo que hay al otro lado.
—Una pila atómica.
La mujer se sobresaltó; después, dominándose, logró sonreír.
—Tú sí lo sabes, pequeña. Por eso vamos a eliminarte; pero ellos, tus
amigos, están muy lejos de la verdad. Hemos hecho las cosas bastante bien.
—Nunca se hace el mal lo bastante bien para no dejar una pista.
—Todo eso son teorías.
Se levantó, dirigiéndose hacia un lugar, cubierto por una cortina.
Descorriéndola, miró con ojo experto a una serie de manómetros.
—Dentro de diez minutos — anunció, volviendo a sentarse—, la pila estará
preparada para recibirte.
Y viendo que Alice, a pesar de su sangre fría, se estremecía.
—¡Oh, no, querida! No tengas miedo... La muerte será rápida y tu hermoso cuerpo
se convertirá, en un segundo, en átomos brillantes.
—¡ Bruja !
Hilda sonrió.
—Es natural que estés enfadada. ¡Es tan duro dejar la vida a tu edad!
Seguro que algún joven suspira por ti, ¿verdad? Hasta ese imbécil de Jimmy
estaba dispuesto a creerte distinta a las demás. ¡Los hombres son de una
estupidez supina!
Consultó el reloj.
—Faltan cinco minutos, querida...
Alice cerró los ojos.
Una terrible impresión de cansancio se apoderó de ella.
Estaba irremisiblemente perdida.
* * *
Alex le había dado unas instrucciones concretas y Fred estaba dispuesto a
seguirlas, sin ambages, obrando de una manera sistemáticamente firme, sin
dudas.
Por eso, cuando llegó a los muelles, localizó rápidamente los barcos de las
Compañías controladas por el difunto Maloney, escogiendo al azar uno de ellos.
Había un marino de guardia en lo alto de la escala.
Irwin no se molestó en exhibir su papel.
Desde abajo, apuntando fríamente, disparó un proyectil paralizante contra
el marino, que se desplomó pesadamente en cubierta. Sobre ella se encontraba el
agente del S.I.P. unos segundos después.
Sin vacilar, se dirigió hacia la cabina del capitán, en cuya puerta llamó
suavemente.
—-¡Señor!
—¡Voy! —gruñó desde dentro.
Instantes después la puerta se abría dejando ver el soñoliento rostro de un
hombre.
Fred lo empujó violentamente, entrando y cerrando la puerta tras él.
—¿Qué significa esto? — rugió el otro, sin dejar de mirar al arma.
—S.I.P.
—Bien... No creo que sea manera de entrar en mi barco. Todo está en orden.
¿Qué desea?
Como Alex se había imaginado y Fred comprobaba ahora, aquel hombre estaba a
mil leguas de sospechar la verdad.
—¿Cómo va el asunto de la televisión a bordo?
—¿Qué quiere usted decir?
—¿Ha puesto aparatos nuevos?
El otro enrojeció; después, sonriendo levemente.
—¡Ah!, ¿es por eso?
—Sí. Hable.
—No creo que sea algo grave si un capitán aumenta un poco los ingresos.
¿No?
—¡Expliqúese!
Dudó el marino unos instantes.
Verá —dijo después:— Míster Maloney es un buen hombre; es decir, lo era...
¡lástima de pailón que hemos perdido!
—¡ Al grano !
—Como le decía, míster Maloney nos permitía vender aparatos de televisión a
Europa. No hay nada malo en eso, ¿verdad? Después de todo no se trata de nada
prohibido.
—¿Cómo lo hacían?
—Sencillamente. Cada cabina lleva, naturalmente, el suyo. Al llegar a
Europa, desmontábamos los aparatos y los vendíamos a buen precio. Una compañía
de allí nos los compraba, y nunca he entendido bien el porqué tenían tanto
interés, ya que los aparatos europeos son inmejorables; pero, según parece, la
percepción en nuestras pantallas es mucho más clara.
—¿Volvían entonces sin aparatos?
—Sí. Nos quedábamos con un par de ellos, que colocábamos en los salones
para que los pasajeros pudiesen disfrutar de la televisión. Una vez aquí, era
sencillísimo volver a reponerlos.
—¿ Y el gasto ?
—¿ Se refiere usted a lo que se podía perder ? —Sí.
El marino sonrió.
—Nunca se perdía nada. Los europeos pagaban hasta el doble por cada
aparato... ¡Era un estupendo negocio y todos los capitanes de barco estábamos
agradecidos a míster Maloney por su benevolencia!
—Exigiría silencio, ¿verdad ?
—Es natural. No queríamos jaleos
con los Servicios de Exportación, que ya sabe usted que son muy limitados.
Después de todo, era un negocio sin ninguna trascendencia, ya que no hacíamos
daño a nadie. .
—¿Ha montado nuevos aparatos
ahora?
—Sí.
—¿Cuántos?
—Ochenta.
—Vamos a verlos.
—Pero...
—¡ ¡Vamos! !
El capitán siguió dócilmente al agente del S.I.P. conduciéndole a las cabinas
donde se habían instalado los aparatos.
Poco después la frente del marino estaba cubierta de sudor helado.
-—¡Dios mío! —exclamó.
* * *
—Ya es la hora, querida.
Alice se levantó como una autómata.
Había pensado, momentos antes, en lanzarse contra aquella bruja, intentando
luchar, pero la imposibilidad de conseguir algo positivo la inundó de un
completo fatalismo.
Hilda la cogió por el brazo.
—No temas... Todo pasará rápidamente.
Era espeluznante la tranquilidad con que aquella mujer se expresaba y
comentaba un asesinato que iba a cometer fríamente.
Adelantándose un poco, Hilda corrió la cortina.
La entrada de la pila tenía el aspecto de la puerta de una caja fuerte. La
mujer, después de manejar los diales, terminé» dando un tirón hacia ella.
La pesada y gruesa puerta giró sobre sus goznes, silenciosamente.
—Entra, querida...
—¡No!
Ahora, cuando veía la
negrura de aquella cámara, por donde pasarían los neutrones dentro de pocos
instantes, deshaciendo su cuerpo, se rebelaba a morir.
La otra sonrió.
—¡Vamos! ¿No querrás que te meta yo misma?, ¿verdad?
Se había apoderado de una barra de hierro que había junto a la puerta y que
ahora esgrimía amenazadoramente.
—¿Es que vas a volverte cobarde en este momento, amiga mía?
Avanzó hacia ella.
La expresión de su rostro había cambiado totalmente y un odio asesino
brillaba ahora en sus pupilas. Se veía claramente que estaba dispuesta a
golpear a la joven.
Fue en aquel momento cuando una sorda chicharra se dejó oír.
La mujer miró hacia el timbre.
—Me dijo que no vendría, pero ha debido cambiar de parecer. ¿Sabes quién
es, querida?
—No.
—¡Jimmy! Le dije que era un cobarde, siempre lo ha sido un poco, y que demostraría
lo contrario si venía a verte morir... ¡Pobrecito! No puede soportar que algo
bello muera...
La chicharra volvió a sonar otra vez insistentemente.
-—¿Lo ves? Tiene prisa por demostrarme que no es un cobarde... que nuestra
sangre no es como, la vuestra — sus ojos brillaron intensamente—. Porque Jimmy
es mi hijo, ¿sabes?
—¿Eh?
—Sí. En realidad, se llama Hermán Strasse y los dos somos europeos. Voy a
abrirle. Este sótano no puede abrirse más que desde dentro.
Dejó la barra, dirigiéndose hacia la estrecha escalera que conducía a la
entrada del sótano acorazado.
Alice no se hizo muchas ilusiones de lo que la esperaba. Lo que acababa de
decirle aquella mujer esclarecía nuevos aspectos del problema; pero... ¿para
qué le servía saberlo?
El grito de Hilda le hizo volver la cabeza, justo para ver que la mujer,
con las manos en alto, junto a Jimmy, en la misma postura, descendían de
espaldas los escalones.
Luego apareció una tercera persona, con la pistola en la mano y una
expresión de triunfo en el rostro.
—¡¡Al ex!!
Estuvo a punto de desmayarse de alegría.
Momentos después, cuando madre e hijo estuvieron sólidamente atados, Alex
liberó a la muchacha, estrechándola tiernamente en sus brazos.
—¡Alice!
Ella dejó que las lágrimas corriesen libremente por sus mejillas.
¿Qué podía decir, más?
Un poco más tarde, ya calmada y con un cigarrillo en la mano, que aún
temblaba de emoción, comentó:
—He sido una estúpida, Alex.
—¿Por qué?
—Porque debí darme cuenta de la trampa que me tendían. Si al ver a esta
mujer en la clínica, hubiese salido corriéndoles posible que hubiera logrado
escapar y preveniros. Me dejaron sola, para telefonear a este canalla... que ya
debía dudar algo.
Jimmy bajó la cabeza.
—Se equivoca usted, Alice. Yo no creí que usted iba al hospital. De haberlo
sabido, no la hubiese dejado ir. Mi madre me telefoneó, en efecto, llamando al
mismo tiempo a Smith.
—¿Dónde está ese granuja?
—Arriba. Vive en el último piso.
Alex sonrió, consultando su reloj.
—Dentro de unos minutos, doscientos agentes rodearán la fábrica y penetrarán en el interior... Nadie escapará.
CAPÍTULO IX
DONALD
CALLOWAN bebió un nuevo trago de USA-Cola; después, mirando a Morton, dijo:
—De acuerdo, muchacho. Puedes empezar. Quiero oír la versión de tus propios
labios.
Fred y Alice sonrieron.
Pero Alex encendió parsimoniosamente el cigarrillo, empezando casi,
inmediatamente después:
—El asunto se inicia cuando Myriam Carey, enferma; es decir, cuando esta
muchacha sustituye a otra de la Sección Especial, que había enfermado. La
naturaleza de Myriam era muy delicada y no tardó en contraer una gravísima
enfermedad, debido a la radiactividad que, a pesar de todas las medidas de
seguridad, había en la Sección Especial.
—¿Por qué no la enviaron al hospital, matándola como a Sussy?
—Porque en todo este juego ha habido un «factor sentimental».
—¿Jimmy?
—Sí. Jimmy o Hermán, como quieran llamarle. Jimmy estaba locamente
enamorado de la muchacha y se negó rotundamente a que fuese sacrificada en el
hospital de la Inter, donde dos médicos, que han sido detenidos y serán
electrocutados, practicaban la Eutanasia.
»Jimmy logró que Carey no fuese sacrificada en el hospital. Sabía que
estaba condenada a muerte, pero la amaba demasiado y logró de Smith que la
enviase a Luna-Término, ya que la muchacha lo había deseado siempre. Jimmy
esperaba que ella muriese allí, tranquilamente, disfrutando de las vacaciones
con las que siempre soñó.
—¡Muy romántico!
—Sí. Pero Jimmy no sabía que Smith y su madre, Hilda Strasse, pensaban en
todo. Accedieron a lo que el muchacho les pedía, él era un ingeniero sin cuya
colaboración no podía hacerse nada y siendo, al mismo tiempo, un chico
caprichoso, no se le podían dar disgustos.
»Por eso, Hilda salió para Luna-Término con la misión de hacer que Carey
muriese. Pero, al mismo tiempo, con la misión también de hacer desaparecer los
brazos de la muchacha.
—¿Por qué?
—Sencillamente. Myriam había estado en el hospital y los médicos le habían
extraído médula ósea de los brazos, descubriendo que allí había leucemia. Si la
policía de Luna-Término hacía, y era evidente que lo harían, la autopsia de la
muchacha muerta en viaje, encontrarían cosas que tendrían que comunicar
urgentemente al S.I.P., despertando el interés nuestro, ya que una leucemia
como la de Carey sólo puede contraerse en la proximidad de una pila atómica. Y
se descubriría el «pastel».
»Hilda había organizado su plan; pero, para cubrirse, hizo que Smith
enviase a Tower, también de vacaciones y que éste, al que se le había, hecho un
generoso anticipo, invitase a Helen Porter, su prometida. La coartada, como
ven, estaba perfectamente estudiada.
«Después de matar a Carey y destruir los brazos, Hilda regresó a la Tierra,
segura de que las sospechas recaerían primero sobre Lewis y después sobre su
novia. Así fue.
«Smith hizo saber a Lewis que sospechaba de él y lo expulsó de la empresa.
Por otra parte, Lewis sabía que nosotros andábamos detrás de él y buscó refugio
donde podía hallarlo: en casa de Maloney.
—¿Qué papel jugaba éste?
—Luego lo veremos. Naturalmente, la Inter no podía perder de vista a Lewis
y fueron ellos los que intervinieron cazándome para saber exactamente lo que el
S.I.P. conocía del asunto. Me dieron aquel tratamiento para que lo olvidase
todo y se dispusieron a matar a Lewis, ya que habían terminado con su
prometida.
«Maloney no quiso saber nada del huido y lo puso de patitas a la calle.
Desesperado, Lewis se dio cuenta de que lo único que le quedaba era refugiarse
en la policía y contarles lo que sabía. Fue entonces cuando coincidió
casualmente con Fred y que éste no pudo salvarle de la muerte que los de la
Inter le habían decretado.
Hizo una pausa.
—Muerta Carey y terminado con el problema que Lewis y Helen podían
plantear, Smith podía estar tranquilo, ya que nosotros estábamos aún muy lejos
de sospechar la verdad.
«Interviene entonces Alice.
«Tuvimos la suerte de que Jimmy se fijase inmediatamente en ella. El
muchacho, que en el fondo se cree irresistible, encontró una resistencia que
aumentó su deseo hasta enamorarse locamente de Alice. Esta venía a cubrir el
hueco sentimental que había dejado Carey.
«Pero he aquí que Sussy enferma y que Alice empieza a sospechar, yendo al
hospital a ver a su amiga. Todo, entonces, se precipita. Nosotros nos lanzamos
y el resultado es terminar con toda la organización.
Encendió un cigarrillo.
—Eso—dijo el patrón — no nos explica nada. Porque no nos hemos enterado de la realidad de la Inter.
Alex sonrió.
—Verá... Todos sabemos que desde la creación de la Gran Europa estamos
pendientes de una guerra. La mayor parte de las sustancias radiactivas están de
nuestra parte y hemos tenido la suerte, además, al controlar la Luna y Marte,
de encontrar en ambos mundos yacimientos inagotables de uranio y plutonio.
«Europa no tiene apenas materia fisionable más que para su industria. No
puede permitirse el lujo de fabricar muchas armas nucleares, a pesar de que la
soñada hegemonía mundial no se aparta de la mente de sus tiránicos gobernantes.
—Bien.
—Pero nunca se ha dado por vencida. Y he aquí que un día envía a dos de sus
mejores agentes: Hilda Strasse y su hijo Hermán, un joven ingeniero,
brillantísimo, que conoce al dedillo los asuntos atómicos.
»Una vez en Europa, los dos agentes se orientan, hasta decirse que la
personalidad de Preston Smith es, precisamente, la que andaban buscando. Un
hombre ambicioso, sin escrúpulos...
»En fin, se ponen en comunicación con él, le explican sus planes y Smith
aprueba el hacerse inmensamente rico, esperando que el día que América caiga se
convertirá en algo grande.
«Comprar uranio en nuestro país, donde tanto abunda, no es nada difícil.
Ellos lo compran en el Mercado Negro y Jimmy, ahora se llama así para
disimular, monta rápidamente una potente pila atómica donde purificar los
materiales brutos que la Inter adquiere bajo cuerda.
«El problema es enviarlos a Europa, ya que la exportación no existe
prácticamente.
«¿Cómo hacerlo?
«Hilda Strasse es una mujer de ideas claras y encuentra la forma, junto a
su hijo, que descubre la manera de dar un baño de uranio o plutonio a los
inconoscopios de los aparatos de televisión que fabrica la Inter. Un
dispositivo especial de sales de plomo, impide que esos aparatos hagan daño...
hasta que la capa de plomo desaparezca. Pero, ya en ese momento, el aparato
estará en buenas manos, en Europa, y los técnicos de allá lo habrán desmontado
para utilizar su preciosa carga.
»Dé todos modos, quedaba lo más importante: enviarlos a Europa. Y aquí
entra Charles Ebert.
—¿Trabajaba en la Inter, verdad?
—Sí. Ebert era un hombre inteligente, pero casi tan ambicioso como su
patrón. Había descubierto un procedimiento estupendo, con el que lograba captar
las impresiones de las cintas magnetofónicas que, aparentemente, habían
desaparecido. Se trataba de una especie de filtro ultrasensible, capaz de
«desenterrar» lo que se creía definitivamente borrado.
»No teniendo dinero para explotar su negocio, Charles se vio obligado a
comunicar su descubrimiento a Smith. Y éste, junto a sus cómplices europeos, se
dio cuenta inmediatamente de la importancia de aquello.
»Pidió una prueba a Ebert, estregándole unas cintas usadas que la casa
Malóney había tirado... y que su gente había recogido. Y comprobó que el
maravilloso descubrimiento d« su empleado era capaz de descubrir ciertas
conversaciones que el zorro de Maloney había tenido con sus capitanes de barco
y que demostraban que exportaban materias prohibidas, no radiactivas, pero
castigadas por el Código, de Exportación.
»Tenía la sartén por el mango.
»Malone}r se vio obligado a ceder y entonces se montó el tinglado de la venta de aparatos da televisión a
«ciertas» compañías de Europa. Así empezó el tráfico más importante de
sustancias radiactivas y bélicas que se ha conocido jamás.
—¡Es formidable!
—Lo que no me explico — dijo Callowan — es el que Smith y Charles se
convirtiesen en enemigos.
—Muy sencillo. Al «oler» el negocio que intentaba desarrollar su patrón,
Charles pidió algo así como el cincuenta por ciento y Smith lo envió
sencillamente a paseo. Pero, antes de irse de la casa, Ebert logró apoderarse
de las célebres cintas de Maloney, empezando a hacer chantaje a ambos: a su
antiguo patrón y al armador, que pagaban gruesas sumas al pillo.
«Éste no se limitó a aquellas dos «fuentes de ingresos», montando una
empresa que era capaz de regenerar, por un precio ridículo, las cintas
archigastadas.
»Y así apareció la Sociedad de Chantaje más hábil que ha existido jamás.
Charles leía lo que la pobre gente creía borrado, utilizando muchas cosas para
hacerse pagar espléndidamente su silencio.
—¡Qué bandido!
—Más tarde, después de la muerte de Carey, Smith creyó el momento de
complicar a Charles y escribió aquella carta que, con una llave universal,
metió en la caja de Myriam, para hacernos creer que ésta sufría también del
chantaje de Ebert.
«Deseaba despertar nuestras sospechas y aquello enfureció a Ebert, que
debió pedir «un aumento» considerable.
«Sólo entonces, desesperado, Smith se decidió a librarse de aquel peligroso
individuo y de sus archivos maléficos.
—¿Por qué no lo hizo antes?
—Porque no debía de estar seguro aún del lugar donde se encontraban las
malditas cintas. No podía matar a Ebert sin saber dónde éste las escondía.
—Comprendo.
Hubo una larga pausa.
—Por mi parte —dijo el patrón—-, he ordenado que nuestros barcos de guerra
detengan a toda la flotilla de Maloney, haciendo que vuelvan a América.
—¿Por qué se suicidó el armador? — inquirió Alice._
—Porque Ebert, furioso por la carta, debió de amenazar al viejo con
descubrirlo todo. Desesperado, el armador se pegó un tiro; pero antes disparó
furiosamente contra el magnetófono, como si desease orientar nuestros pasos.
—Un negocio muy bien montado.
—Sí — repuso Alex—. Y no hubiese fallado, a pesar de la enemistad que
reinaba entre Charles y Preston, a no ser por Jimmy. Su romanticismo los
perdió.
—Es verdad. Si Carey no hubiese ido a Luna-Término, teniendo que intervenir
esa bruja de Hilda, hubiera sido quemada en el hospital, como Sussy, y jamás nos hubiéramos enterado de
nada.
—Hubiésemos acabado sabiéndolo — afirmó el jefe —. El crimen no puede quedar impune. Tarde o temprano, le gente mala comete un error que suele ser lo bastante aparente para que el castigo llegue hasta ellos.
EPÍLOGO
El
astrocohete se posó suavemente en Luna-Término.
Desde su cabina, Alice y Alex miraron las cúpulas que se cerraban, de
manera a mantener la gravitación de la Tierra alrededor de la nave del espacio.
—¿Vamos ?
Salieron de la nave, cogidos de la mano.
Un empleado se acercó a ellos.
—Tengan la amabilidad de seguirme.
—¿Dónde vamos?
— A la cámara de desgravitación
progresiva, señor.
Se miraron.
Después, un poco más allá, se separaron y Alice, un tanto nerviosa, fue
conducida hacia la puerta exterior de la cámara que la correspondía.
Era la 68.
Intentó calmarse, pero no lo consiguió del todo.
Una vez dentro, puso algunos discos, dejandose caer en el cómodo butacón y
haciendo lo posible por pensar en otra cosa.
Pero no podía.
Entonces, bruscamente, tuvo la impresión de que la puerta amarilla se
estaba abriendo poco a poco.
Era imposible.
El disco dejaba verter una música dulzona, agradable; pero todos sus
sentidos estaban .alerta y asi, cuando la puerta se abrió, definitivamente,
ella dio un salto, sacando su pistola y colocándose junto a la puerta.
—¡Un paso más ...!
Luego lanzó una carcajada.
—¡Fred!
Irwin entró, cerrando la puerta detrás de él.
Ella pudo ver la sonrisa del empleado que, al otro lado, parecía
comprenderlo todo.
—¿Por qué has hecho esto, Fred?
—Una sorpresa... y una orden.
—Siéntate.
Él lo hizo, encendiendo un cigarrillo.
Alice detuvo el tocadiscos, mirando fijamente al agente.
—¿Quieres hablar?
—Sí.
—¿De qué se trata?
—Del patrón.
—¿De... Callowan?
—Sí. Me ha mandado venir.
—¿Por qué?
—Alex le habló de que, seguramente, no trabajarías más para nosotros.
—¿Dijo eso?
—Sí. Ya comprenderás que...
Hubo una pausa.
—Él no me ha dicho nada.
—Pero el patrón sí. Justamente, en este momento, el jefe creo que va a
necesitarte. Un nuevo trabajo, Alice.
Los ojos de la muchacha brillaron.
—¿De qué se trata?
—No lo sé. Algo muy raro, que sólo una mujer puede hacer...
Y después de un silencio:
—Tengo una astronave militar dispuesta, Alice. La que me ha traído aquí.
—¿Y Alex?
—Si le dices algo, no querrá darse cuenta de la urgencia de tu trabajo.
—Íbamos a casarnos.
—Lo comprendo. El patrón dijo que le parecía bien, aunque no estaba muy de
acuerdo en que dos agentes se comprometiesen de ese modo.
Una nueva pausa.
Fred miró a la muchacha.
—¿Y bien?
Ella se puso en pie.
—Voy contigo, Fred. Voy a escribir una nota a Alex...
* * *
Morton corrió hacia el empleado.
—¡Oiga! ¿Qué diablos pasa en la cámara 68?
—Nada, señor.
—¿ Cómo? ¡Si es la única
que sigue cerrada!
—Voy con usted.
Momentos después, el vigilante colocaba su huella dactilar, abriendo la
cámara... que estaba vacía.
—¡Alice!
Vio la nota, sobre el televisor.
«Alex... Vuelvo a Washington. El patrón me necesita. Dice que bastarán un
par de semanas... Después, amor mío...
Ya me comprendes.
Tu Alice.»
Alex estrujó el papel.
—¡Malditas mujeres! —rugió.
Después, volviéndose hacia el asombrado empleado, lanzó una sonora carcajada
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