miércoles, 24 de mayo de 2023

ACORAZADO SIDERAL XB-403 (EDWARD M.PAYTON)

 

 Edward M.Payton es Eduardo Molinero Bustos, que solamente usó este seudónimo y escribió en las colecciones de ciencia ficción y bélica. En esta novela, el navío espacial que da nombre a la novela retorna a la Tierra tras una misión de rutina, encontrándose con que ésta ha sido brutalmente bombardeada con bombas atómicas hasta el punto de haber desaparecido de ella, aparentemente, todo atisbo de vida. Buscando a los responsables de tan artero ataque, el poderoso navío sideral se adentra en las profundidades cósmicas más allá del universo conocido, con una facilidad por cierto que deja un tanto perplejo al lector; pero el tema de los disparates científicos en la ciencia-ficción popular es otra historia distinta...

 CAPITULO I

El comandante Suárez, sentado en su puesto de la cámara de derrota, observó con satisfacción la pantalla radar. Un puntito pequeño y brillante se destacaba en ella, llenando de gozo el corazón de aquel hombre valeroso, cargado con la enorme responsabilidad del mando de la colosal astronave sideral XB-403. Regresaban a la patria. Aquella enorme patria terrena tan querida. En ella, la tripulación y él mismo, gozarían del merecido descanso de tres meses del calendario terrestre. Nada había turbado aquel servicio rutinario, pero necesario a la paz y tranquilidad de los terráqueos.

Gracias a las colosales astronaves siderales, la cuidadosa vigilancia de los habitantes de la Tierra se extendía a millones de kilómetros de distancia, asegurando a todos la tranquilidad necesaria para dedicarse a las múltiples ocupaciones y estudios de una humanidad supercivilizada.

Conseguir esto, había costado al pueblo terreno un esfuerzo colosal, superando grandes crisis, profundas divisiones de opinión y un enfoque total hacia la constitución de la flota sideral más completa, rápida y potente que se había conocido en la historia de la humanidad.

En honor a la verdad, la opinión mundial, dividida ante los tremendos gastos que suponía la creación y sostenimiento de la futura flota sideral, se había visto unificada ante el tremendo y cierto peligro descubierto, procedente de un planeta desconocido.

Un buen día, cuando más enconadas eran las polémicas de prensa, los debates de los parlamentos regionales, y aun en el seno del mismo Gobierno Mundial, ocurrió un hecho que puso de relieve la necesidad tan discutida de crear la Flota Exterior, como se había dado en llamarla.

En las fértiles tierras del Sahara, antes desérticas, y en la ciudad que antiguamente se llamara Tobruk, un grupo de hortelanos que trabajaban las ubérrimas huertas, se vieron sorprendidos por un agudo y ululante silbido que cesó de pronto, para convertirse inmediatamente en una fragorosa explosión.

Una columna de negro humo señaló a los trabajadores el sitio donde se había producido y corrieron allí. Cuando llegaron, observaron un montón de hierros retorcidos y restos humeantes de lo que les pareció un aparato volador de los que se usaban para vuelos fuera de órbita. Llegó la gendarmería local y con ella averiguaciones más profundas. El mando aéreo reconoció los restos y confirmó que no pertenecían a ningún aparato terrestre. Su estructura se reconstruyó, se estudió todo lo que pudo ser encontrado, se sometió al más riguroso análisis todo lo conseguido y se admitió que era una nave sideral de un planeta desconocido.

Así las cosas, un nuevo descubrimiento vino a confirmar lo dicho por los científicos y expertos en la cuestión. A un kilómetro de distancia del lugar de la explosión fue encontrado un cuerpo humano medio carbonizado, pero no tan totalmente que no permitiera su examen y estudio.

Era un ser humano, pero algo diferente de los seres conocidos. Quedó demostrado de manera palmaria que no era terreno. Este descubrimiento fue el aldabonazo más potente y sensacional dado a la conciencia de los habitantes del planeta. ¡Había una humanidad inteligente en algún rincón del cosmos! ¿Dónde? ¿Qué grado de cultura tenían?

La última pregunta quedó aclarada con la misma aparición sobre la Tierra del misterioso aparato estrellado sobre el suelo del Sahara. Una grave preocupación se centró en los medios responsables de todos los gobiernos regionales y el Gobierno Mundial tomó entonces la decisión de incrementar a toda velocidad los estudios, ensayos y creación de una flota sideral que fuera capaz de llevar sus naves a los más apartados rincones del Universo.

Se trabajó a enorme presión. Los sabios, la técnica y la industria, pusieron a punto en dos años el prototipo de una nave sideral concebida para los grandes vuelos espaciales, con una autonomía ilimitada, con propulsión atómica y un armamento capaz de destruir cada una de ellas un mundo.

Las pequeñas naves que ya volaban hasta la Luna, y que habían efectuado grandes servicios científicos, fueron modernizadas y un buen día de un cálido verano, la primera nave sideral, se elevó por el espacio en su primer vuelo de pruebas, que fue un éxito rotundo.

De esto hacía ya cinco años. Se estableció un servicio permanente de vigilancia del espacio. Los grandes acorazados siderales patrullaban de manera constante y la tranquilidad renació en el pueblo terreno, al no descubrir las patrullas exploratorias nada anormal. Incluso se empezó a olvidar un poco el incidente que dio vida a aquella flota costosa y tremendamente poderosa. Todo esto lo rememoraba el comandante Suárez mientras se acercaba con su nave a la Tierra. Su vuelo había sido como los anteriores, rutinario. Traía un montón de datos científicos con los que se enriquecería el saber humano, pero nada más.

El puntito brillante en la pantalla radar, parecía no aumentar de tamaño pese a la enorme velocidad del acorazado sideral XB-403, “Ávila”, como le llamaban sus tripulantes, pese a ser todos ellos de distintos países de la tierra.

Suárez volvió la vista hacia un lado de la cámara de derrota donde un hombre alto y de buena presencia física se sentaba ante una caótica maraña de botones, instrumentos de medida y lucecitas, y demandó:

-Escucha, Stiwenson. ¿Quieres dar la señal de reunión a la gente?

-¡Claro que sí!

-Prepararemos una fiestecita de fin de vuelo. Que la tripulación se divierta y arroje de sí la murria que tiene.

El llamado Stiwenson se sonrió. Era costumbre del comandante dar una fiesta “de fin de vuelo”, como él mismo la llamaba, cuando la pantalla radar acusaba la proximidad de la patria. Pulsó un botón y un serviola electrónico comenzó su cantinela, reproducida por todos los altavoces de la nave.

-“Reunión de la tripulación”. “Reunión de la tri...”

Un par de minutos después Suárez bajaba a la sala de reuniones. De todas partes acudían los tripulantes, hombres y mujeres, negros, cobrizos, blancos... Allí, todas las razas tenían su representación más o menos numerosa. El servicio en las aeronaves era prestado por personal voluntario, sin más traba que la de poseer una determinada especialidad y una salud y fortaleza física a toda prueba. El ser hombre o mujer, no afectaba para nada la admisión en el servicio.

Cuando toda aquella muchedumbre se hubo sentado y guardó silencio, Suárez habló con tono festivo, que no estaba reñido con la severa disciplina que imponía a su gente.

-Nos estamos acercando a casa. Terminaremos felizmente este vuelo y como en otros, quiero que se reúnan todos para festejarlo.

Un clamor unánime acogió las palabras del jefe. Este continuó:

-Esta noche celebraremos un baile y espero que se sepan divertir sin escandalizar demasiado al “páter”, -y señaló discretamente a un hombre de cara cuadrada y mentón prominente que se sentaba cerca de él.

Rió el aludido manifestando que no harían falta las advertencias y Suárez comenzó a leer una pequeña lista de tripulantes a los que felicitaba por algún servicio distinguido. Después se levantó y todos le imitaron iniciándose la desbandada. A la salida, el  “páter” se le acercó.

-Oiga, comandante -llamó con su vozarrón fuerte y acento mallorquín.

-¡Hombre, padre Tomé! ¿Dónde se había metido? -mintió festivo Suárez.

-Estaba delante de sus narices.

-Entonces ya lo ha oído. Esta noche, baile. Prepárese por si alguna chica le saca a bailar -rió divertido Suárez.

-¡Algún día le excomulgaré por sus bromas! -amenazó el “páter” agitando un largo dedo cómicamente.

-¿Me acompaña a la cámara?

-¡No puedo ahora! -se excusó Tomé.

-¿Alguna conquista? -inquirió Suárez zumbón.

-¡Una porra! -se sulfuró el otro.

Iba a replicar algo el jefe del “Ávila”, cuando los altavoces comenzaron a dar la señal de alarma. Sorprendidos, los dos hombres corrieron a la cámara de derrota. Aquello era desusado. En aquellas latitudes espaciales no cabía la sorpresa.

Como una tromba penetró Suárez en la cámara de derrota, seguido por el padre Tomé y se encaró con Stiwenson.

-¿Qué es eso?

-¡No lo sé! ¡Mira!

Suárez se enfrentó con el radar. En la pantalla, una serie de puntitos pequeñísimos brillaban alrededor de otro más grande que era la tierra.

-¿Qué cree que será? -preguntó Tomé.

-¡Aún no lo sé! -respondió Suárez serio.

En la cámara de derrota habían ido entrando silenciosamente varios tripulantes que tomaron posiciones ante sus instrumentos. Suárez pidió:

-¡Enlace por radio! Identifique a quien sea.

Soledad Cánovas, una linda trigueña, teniente de radio del “Ávila”, comenzó a manipular sus aparatos. Al cabo de un momento su voz argentina se escuchó en el silencio de la cámara:

-Nadie contesta, comandante.

-¡Es extraño eso! Siga intentándolo. Escucha, Stiwenson, hay que ir más deprisa. ¡Motores a todo régimen!

Stiwenson comenzó a apretar botones. Unas lucecitas rojas se fueron encendiendo indicando cada una de ellas la entrada en funcionamiento de un motor. Pronto ocho lucecitas en el tablero de mando quedaron encendidas, aumentando en intensidad por momentos hasta brillar fulgurantes.

El acorazado “Ávila”, con sus ocho motores a chorro puestos a todo gas, adquirió una velocidad de vértigo. El monstruo, que medía 437 metros del “morro” a la “cola”, volaba raudo en el espacio vacío, acrecentando su velocidad a cada minuto.

Varios kilómetros de conductores eléctricos, centenares de tubos electrónicos, manómetros, indicadores de toda especie y un sinfín de aparatos, funcionaban y eran vigilados por la tripulación. Pero el cerebro de todo el colosal conjunto, estaba en la cámara de derrota. Allí, a la vista de Stiwenson, cada instrumento le daba el dato preciso, el detalle, el pulso del conjunto.

-¿Corto motores? -preguntó éste, mirando a su jefe y amigo.

-¡No! -fue la concisa contestación de Suárez.

-No vamos a tener tiempo para el frenado. Estamos sólo a doscientos mil kilómetros de la Tierra.

-¡No importa! Lo que necesitamos es saber cuanto antes qué pasa.

-¿No será alguna maniobra de la flota? -preguntó Tomé.

-No es posible. Hubieran avisado. Ellos ya saben que podemos disparar contra todo lo que no esté previsto.

-Además -terció Stiwenson- a esta distancia ya hubiéramos encontrado algún destructor, nos hubieran avisado por radio.

Siguió un corto silencio. Cada uno trataba de explicarse de alguna manera aquel fenómeno que acusaba la pantalla radar. En ella se veía ahora un nuevo fenómeno. Los pequeños puntos parecían agruparse en una dirección, dejando el planeta. A los pocos momentos desaparecían de la pantalla y quedaba solamente el punto mayor que señalaba la Tierra.

-Han desaparecido -anunció innecesariamente Stiwenson.

-¡No lo entiendo! -murmuró desconcertado Suárez. Luego pidió:

-O’Neill, prepara un proyectil con vídeo. Quiero saber qué es lo que ocurre en la Tierra.

El teniente O’Neill, un irlandés de pelo pajizo y ojos azules, preparó el proyectil dirigido. Un instante después anunciaba:

-¡Listo!

-¡Lanza!

En la pequeña pantalla de vídeo de O’Neill se dibujó una línea azulada que señalaba la trayectoria del cohete. A una velocidad endiablada, se alejó del “Ávila” enfilando la Tierra. Unos minutos después, la cámara tomavistas del proyectil arrojó a la pantalla de vídeo del teniente una imagen borrosa del planeta.

-Pasé el vídeo, comandante -anunció O’Neill pasando la proyección a la gran pantalla de televisión que ocupaba un panel en la habitación.

Se encendió ésta y los ojos de los tripulantes contemplaron la imagen de la Tierra que crecía por momentos. Comenzaron a dibujarse los continentes y segundos más tarde llegaba con nitidez una visión del planeta que dejó a todos atónitos.

Grandes nubes de humo se elevaban por todas partes borrando la visión de muchos lugares de la Tierra. La teniente Cánovas anunció:

-¡Contacto con la Tierra, comandante!

-¡Pide información! -respondió Suárez dando un suspiro.

Cánovas siguió manipulando sus aparatos. Su rostro comenzó a palidecer conforme escribía el mensaje y arrancando la hoja de un tirón, la alargó a Suárez que junio a ella miraba ansiosamente la escritura.

Después de leer el texto, el comandante del “Ávila” quedó tenso. Su rostro se endureció y el papel por un momento pareció temblar en sus manos.

-¿Qué? -inquirió Stiwenson.

-¡Esto es terrible! Según este mensaje parece que ha habido un ataque a la Tierra.

-¡Imposible! -saltó Tomé asombrado.

-¡Más información! -clamó Cánovas.

-¡No escribas, dímelo de viva voz! -ordenó Suárez excitado.

-Parece una emisora de poca potencia. Habla en chino. Dice que ha habido un ataque masivo a toda la Tierra. Ahora se corta la transmisión.

Todos se miraron como alelados. La mano de Cánovas se agitó pidiendo un innecesario silencio.

-¡Vuelvo a escuchar! -tras un instante de silencio continuó-: Transmite una pequeña estación del Servicio Meteorológico del Himalaya. Ataque atómico. Ciudades destruidas... flota sideral destruida. Incendios en bosques, muerte por doquier... -alzó la cabeza a sus oyentes-.Ya no oigo nada.

-Vamos a pasar de largo por la vertical de la Tierra -anunció Stiwenson.

-¡Vídeo tan pronto sea posible! -casi gritó Suárez.

Pasaron unos instantes en los que todos estaban pendientes de la pantalla de vídeo. Al fin ésta se encendió y al principio de una forma borrosa y después con mayor claridad, se fue apreciando la figura conocida de la Tierra. El continente americano parecía una enorme antorcha. Desde Alaska al cabo de Hornos, todo parecía arder.

El océano, era el que parecía haberse librado de aquel fuego, pero en él se veían manchas ígneas, seguramente los grandes barcos de transporte que también ardían.

Todos en la cámara de derrota seguían con la mirada clavada en la pantalla de vídeo aquel terrible espectáculo. Tensos y pálidos, contemplaban la destrucción de aquella parte de la Tierra, la más próspera y poblada.

-Vamos a pasar de largo -anunció la voz de Stiwenson.

-¡Necesitamos saber más! -demandó rabioso Suárez-. ¡Lanza otro cohete que circunde el planeta y nos transmita imágenes! ¡Todo no lo habrán destruido!

Nuevamente O’Neill lanzó, y el cohete, fiel al mando que le dirigía, circundó la Tierra, reflejando en la pantalla la parte del planeta que desde el “Ávila” no se podía televisar. Al igual que América, Oceanía, Japón, Australia, Europa... todo ardía. Grandes nubes de humo se elevaban por todas partes, llevando al ánimo de los astronautas la magnitud de la terrible catástrofe.

De pronto, la imagen se borró instantáneamente.

-¡Destruido! -anunció O’Neill.

-¡Rayos¡ -exclamó Suárez-. ¿Será posible que estén todavía ahí?

-¡Son torpedos! -anunció excitado Stiwenson.

En efecto, en la pantalla radar se dibujaban enjambres de puntitos luminosos que parpadeaban incesantemente en loca zarabanda. Circundaban la Tierra a una altura de mil kilómetros, cual una gigantesca red que envolviera al planeta para evitar toda posible aproximación a él.

Suárez, ante aquello, meditó un momento. Luego expuso su opinión:

-Creo que la Tierra ha sido atacada por algún pueblo que ignoramos. Pero lo peor es que no podemos bajar. No por los torpedos, sino por la radiactividad que, a no dudar, lo inunda todo. En estas condiciones hay que pensar en tomar una resolución. No pienso quedarme con los brazos cruzados y regresar a la base que tenemos en Marte. Creo que somos los primeros en descubrir el desastre y, por ello, estamos en las mejores condiciones para perseguir al enemigo. ¿Qué opináis?

-¡No tengo opinión! -manifestó el padre Tomé, con ojos acuosos por la emoción que le producía la terrible catástrofe que imaginaba dantesca en la superficie de la Tierra.

-¡Lo que tú hagas, bien hecho está! -contestó Stiwenson con los dientes apretados de rabia.

-¡Bien! ¡Llama a los oficiales! -ordenó Suárez, resuelto.

Unos minutos después se reunían en la cámara de derrota hasta una docena de oficiales de las diversas especialidades de la dotación del “Ávila”.

Puestos al corriente de lo que sucedía, en todos los rostros se pintó la decisión de volar en persecución del traidor enemigo.

-No sé si correremos hacia nuestra propia destrucción -aclaró Suárez-. Desconocemos contra quiénes tenemos que luchar, ¡pero juro que me destruiré destruyendo! Ahora, amigos míos, cada cual a su cometido. Pensemos en nuestras gentes, en nuestras propias familias y esto nos dará la decisión necesaria para acometer la empresa. 

CAPÍTULO II 

En la cámara de derrota del acorazado sideral XB-403, Suárez reunió a los cuatro comandantes de destructores que componían la dotación del “Ávila”. Eran los capitanes Ana Oliveira, Diego Quesada, William Drake y Markus Oripópulos.

-Ya sabéis lo que ocurre -comenzó el comandante-. Ahora es preciso cumplir determinadas misiones. Un destructor ha de ir a Marte, para ponerse en contacto con el almirante y decirle que intentaremos buscar al enemigo. Otros dos tienen que rastrear el espacio formando dos espirales, una vertical y otra horizontal, con eje en la Tierra. Si como me figuro, aún no están lejos, podremos localizarlos. Habéis de mantener el contacto por radio entre vosotros y con el “Ávila”. No combatáis. Sólo deseo información. El otro destructor quedará en el acorazado para una posible emergencia.

-¿Quién va a cada sitio? -preguntó Markus, un mocetón moreno que denotaba su clara ascendencia griega.

-Podéis sortear, aunque desearía que Ana se quedara aquí.

-¡Protesto, comandante! -saltó Ana Oliveira sulfurada-. ¡Soy tan capitán como los demás y no toleraré concesiones!

-No sé si habrá más peligro en el “Ávila” o fuera de él -aclaró Suárez.

-¡Sea como sea, quiero entrar en sorteo!

-Bien, adelante. No podemos discutir.

Sortearon las misiones. Por un azar de la suerte, fue excluida precisamente Ana. Ésta se volvió rabiosa hacia Quesada.

-¡Hiciste trampa, Diego! -murmuró rencorosa.

-La suerte, chica; sólo la suerte -respondió el aludido, un suramericano de rostro simpático y cuerpo de atleta.

-¿Dispuestos? -preguntó Suárez,

-Sí -contestaron ellos.

-Pues a las cámaras de lanzamiento. ¡Y suerte!

Salieron los capitanes de los destructores. Ana Oliveira quedó mustia junto a Stiwenson que la miró divertido.

La pantalla de televisión se iluminó. A los pocos minutos, la imagen del planeta apareció en ella. Grandes manchas borrosas la rodeaban y sólo a través de ellas era posible una fugaz visión de la superficie.

-¡Humo! ¡Sólo humo! -murmuró con los dientes apretados Suárez.

La voz de Soledad Cánovas se escuchó:

-Destructor B-3, al habla.

-Diga, B-3 -contestó Suárez acercándose al tornavoz.

-He avistado una formación de pequeños torpedos. Son un enjambre de ellos que vuelan en sentido circular y se repelen unos a otros.

-Dime la situación.

-Marcación 2-0, 3-0 -contestó el comandante del destructor B-3.

-Desvíate mil kilómetros y no pierdas contacto.

-Entendido. Corto.

Se volvió Suárez a un gran planisferio y tomó las coordenadas. Luego pidió:

-Rayos “W”, preparados. Radar, localízame ese punto.

En la pantalla radar aparecieron una serie enorme de puntitos que cambiaban de lugar constantemente, semejándose a un parpadeo simultáneo de cientos de lucecitas.

-¡Ya tenemos la pista! -exclamó Suárez alborozado.

-Es un verdadero enjambre -comentó Stiwenson.

-Puede ser la cobertura del enemigo. Dejan una maraña de torpedos tras de sí. Eso demuestra que tomaron esa dirección.

-Destructor B-l al habla -volvió a sonar la voz de Soledad.

-¿Qué hay, B-l? -inquirió Suárez.

-He localizado una enorme masa de torpedos a tres mil kilómetros. Vuelan en todas direcciones y cubren un frente de unos dos mil kilómetros.

-Entendido, B-l. Tengo otro objetivo parecido que batir primero, no pierdas el contacto, pero no te acerques demasiado a ellos. Espera mis órdenes.

-Entendido, corto.

-Esto se complica. No me extrañaría que los hubiera a millares en todas direcciones. Es lo que haría yo si intentase escapar -resumió Suárez hablando a Stiwenson.

-Los que sean, deben estar tan adelantados como nosotros -apuntó el segundo comandante del “Ávila”.

Suárez hizo una seña afirmativa con la cabeza. Su mirada fija en la pantalla radar observaba aquel enjambre de lucecitas, que se movían en todas direcciones de una forma alocada. Stiwenson anunció:

-Cinco mil kilómetros al blanco.

-Podemos empezar. ¡Rayos “W”, fuego!

En la pantalla radar se dibujó una línea azulada. Instantes después los puntitos se fueron apagando como borrados por la esponja en una pizarra. Los proyectores de rayos “W”, apuntados por radar, barrieron, con su potencia desintegradora, el enjambre de torpedos que, como trampa mortal, hubieran cazado al “Ávila”.

-¡Vamos a por los del B-l! -suspiró aliviado Suárez.

El acorazado sideral describió un arco de círculo cuyo radio no mediría menos de mil kilómetros y el radar señaló el enjambre localizado por el destructor B-l. Los puntitos no parecían tantos, pero estaban mucho más separados entre sí.

-Nos vamos a acercar más que antes -decidió Suárez-, Los quiero ver en su forma real.

La pantalla de vídeo, ya iluminada, reflejó unos extraños objetos. Parecían arañas de cuerpos redondos al que rodeaban una multitud de patas largas y finas.

-¿Qué te parece, Bent? -preguntó Suárez dirigiéndose a Stiwenson.

-¡Feos, pero terriblemente peligrosos!

-Sí, no conviene arriesgarse más. Rayos “W”, ¡fuego!

De nuevo la línea azulada se percibió, ahora con toda claridad y el feo torpedo desapareció con un vivo resplandor. Como antes, en contados segundos fue eliminado el enjambre.

-¡Ahora podemos pasar! -exclamó Suárez.

-¡Adelante! -masculló Stiwenson.

Con el radar explorando en todas direcciones se lanzó el “Ávila” como una exhalación. Todos los motores a pleno régimen impulsaron aquel enorme monstruo por el espacio vacío. Gradualmente, la luz del Sol, que entraba por los ventanales, se fue oscureciendo. Unas horas después la negrura era total. Todo el sistema solar había quedado atrás.

El radar, únicos ojos del acorazado sideral, exploraba incesantemente el vacío espacio. Diversas manchas fueron apareciendo sucesivamente en la pantalla, que Stiwenson se encargaba de identificar en el planisferio como pertenecientes a estrellas de la Galaxia.

-Dentro de veinte minutos habremos salido del espacio solar -anunció el norteamericano Stiwenson.

El padre Tomé le miró asombrado.

-Llevamos ahora mismo una velocidad igual a la mitad de la luz -aclaró Suárez.

El castrense hizo un rápido cálculo mental.

-¡Más de quinientos millones de kilómetros por hora! ¡Oiga, Suárez, esta velocidad no la hemos alcanzado nunca!

-¡Nunca! -asintió entre dientes el jefe del "Ávila”.

-¿Y no teme que...?

-¡Peor lo han pasado en la Tierra! -respondió aquél con los dientes apretados.

La enorme masa del acorazado, impulsada en el vacío por todos sus motores, desarrollaba una velocidad que se multiplicaba por segundos. Stiwenson, atento al radar y al planisferio, no perdía un instante en identificar los puntos que iban apareciendo en la pantalla. Los destructores, con una menor masa, se habían quedado atrás y el contacto por radio se había perdido. No obstante, ellos seguirían al acorazado con el potente radar de que iban equipados, o volverían a patrullar el espacio de la Tierra.

En la cámara de derrota, el silencio era profundo. A no ser por el parpadeo de las lucecitas de colores que indicaban el funcionamiento de determinados órganos, hubiérase dicho que en aquel reducido espacio del monstruo, no había vida.

La carrera a tan fantástica velocidad continuaba, y si habían decidido llegar hasta donde fuera necesario, lo harían. Ahora, parados los motores, volaban en el espacio buscando el rastro de alguna nave que les permitiera tomar contacto con el ya odiado destructor de la Tierra.

Un puntito pequeñísimo apareció en la pantalla radar. Suárez y Stiwenson lo percibieron casi al mismo tiempo. Pasó un minuto y el punto aparecía con el mismo tamaño. Un minuto después se hizo algo mayor, pero comenzó a desviarse a la izquierda.

-¿Qué opinas? -preguntó Suárez a Stiwenson.

Éste no respondió al momento. Observaba muy atento el punto luminoso que seguía su desplazamiento.

-Creo que debe ser un vehículo espacial.

-Eso creo. Si fuera un aerolito, ya no estaría en la pantalla. Enfílale el morro y no le pierdas.

El punto luminoso volvió a ser centrado en la pantalla y el acorazado voló hacia él. Pero bruscamente volvió a descentrarse y ya no ofreció duda de que se trataba de un vehículo, ya que parecía cambiar de lugar a voluntad.

-¡Eso es interesante! -murmuró Suárez muy satisfecho.

Dos minutos después, el tamaño era mayor y la persecución más fácil. La pantalla de vídeo entró en funciones y en ella apareció un pequeño aparato que recordaba por su forma a un tiburón de los mares terrestres.

Iba pintado de un vivo color rojo y en el costado que podía verse, aparecían dos grandes círculos blancos. Volaba a gran velocidad, aunque no podría competir con la del “Ávila”, por lo que el espacio entre las dos naves se acortaba por momentos.

-¡Si pudiéramos capturarle! -murmuró Suárez pensativo.

-No va a ser fácil eso. No se dejará atrapar y hay que esperar que luche.

-Nos interesaría mucho agarrarle. Destruido no nos dice nada. Su tripulación, en cambio, nos puede ser muy útil.

-Podemos intentar incendiarlo. La tripulación saltará casi seguro.

Pero no pudieron seguir haciendo proyectos de captura del presunto enemigo. En la pantalla se señalaba un nuevo punto que avanzaba hacia el anterior. Al poco una serie de lucecitas brillaban y se percibió claramente cómo de ambas naves se desprendían torpedos.

Era un espectáculo extraordinario que todos contemplaban sorprendidos en la pantalla de vídeo. El nuevo actor en la contienda era mayor que el primero, aunque semejante en su forma, a excepción de que iba pintado todo él de negro.

-¡Luchan entre sí! -exclamó sorprendido Stiwenson.

-Veremos quién puede más -murmuró Suárez, al que no agradaba mucho la intromisión de la nueva nave.

Fogonazos de luz vivísima se sucedían en el espacio que separaba a las dos naves. La negra, describía ahora un amplio círculo en torno de la primera y lanzaba torpedos sin cesar, que la nave roja neutralizaba lanzándolos a su vez. Los torpedos se enfrentaban y destruían mutuamente, entre resplandores que iluminaban la noche espacial.

-Parece que por aquí no se llevan muy bien -comentó Ana Oliveira, que había estado en silencio todo el tiempo, medio enfurruñada por el sorteo anterior.

-Lo que está claro es que en estas latitudes hay dos humanidades inteligentes. Se hacen la guerra.

La pantalla de vídeo reflejó un gran resplandor. La nave pintada de rojo con los círculos blancos, se desintegró.

-Ahora tendremos que entendérnoslas con ese pajarraco negro -pensó en alta voz Suárez.

Pero el “pajarraco negro”, acusaba algo extraño. Una estela de humo grisáceo, acompañada de llamaradas, se desprendía de su cola y a los pocos instantes una nueva explosión de luz muy viva convirtió la noche en día por breves segundos.

-Nos quedamos sin la presa -anunció Stiwenson.

-Se han destruido mutuamente. El negro debía perseguir al otro pequeño pintado de rojo. Y el caso es que ninguno nos ha servido de nada -terminó Suárez.

-¡Hay algo que flota en el espacio! -señaló Ana hacia la pantalla radar.

-Restos, quizás -aclaró el comandante.

-Los reflejos son muy débiles. Lo que sea es muy pequeño.

-¡Ya lo tengo! -anunció Stiwenson iluminando la pantalla de vídeo nuevamente.

-¡Por Júpiter¡-exclamó Suárez sorprendido.

-¿Será posible? -murmuró el silencioso castrense.

-¡Son hombres, no cabe duda! -manifestó Suárez.

La pantalla de vídeo reflejaba las figuras de dos seres humanos muy juntos, flotando en el vacío. La visión era borrosa, pero se apreciaba perfectamente. El comandante tomó su decisión.

-¡Vamos a salir por ellos!

-Llevamos una velocidad endiablada -objetó Stiwenson.

-Saldrá Ana con el destructor.

-¡Eso me gusta! -clamó ella alborozada, pensando en la dificultad de la operación.

-Volaremos en círculo hasta que regreses.

-De acuerdo. ¿Me voy ya?

-Sí -concedió el comandante.

La ondulante brasileña salió disparada haciendo una mueca a Stiwenson que rió por lo bajo. Era su pesadilla aquella chica que se metía con él sin ningún disimulo.

Dos minutos después, el vídeo señalaba la presencia del destructor en el espacio. El “Ávila” iba frenando paulatinamente su fantástica velocidad merced a la reversión de sus motores, para no alejarse demasiado del lugar donde flotaban aquellos dos seres.

-Será estupendo agarrarlos vivos, ¿no le parece,  “páter”?

-Sería una gran obra -afirmó éste.

-Es una experiencia nueva para Ana -confirmó Stiwenson sin quitar la vista del vídeo.

El destructor, a una velocidad moderada, se fue acercando a los flotantes náufragos espaciales. Todos los tripulantes de la cámara de derrota seguían expectantes la operación del destructor.

-Ahí afuera hace un frío espantoso -comentó Tomé.

-Hay que suponer que irán protegidos como lo vamos nosotros para un caso igual.

-Esperemos que sea así. De lo contrario, a los 273 grados bajo cero de ahí fuera, estarán congelados[1].

El destructor había llegado a la inmediación de las figuras humanas que se balanceaban suavemente en el espacio. Se le vio casi parado bajo ellas y por una trapa abierta en su coraza surgió un tripulante vistiendo el traje espacial. De su espalda colgaba un pequeño cilindro de aire comprimido, con el que soltando pequeñas ráfagas, avanzaba poco a poco hacia los náufragos. Llegó junto a ellos y soltando aire, retrocedió hasta el destructor, arrastrándolos.

Aún tuvo que hacer el “pescador” terrícola algunas maniobras en el vacío. Su lámpara acoplada a la escafandra, iluminaba a los náufragos. Fue empujándolos hacia la trapa abierta en el destructor y tras hábiles empujones, logró colarlos en el agujero, penetrando después.

-¡Bravo! -exclamó el padre Tomé.

-Buen trabajo -afirmó Suárez satisfecho. Luego pidió comunicación con el destructor.

-¿Qué hay, Ana?

-Ya los tengo -sonó la voz triunfante de ella.

-¿Vivos?

-No puedo decirlo, pero están quitándoles las escafandras.

-¿Cómo son? -se interesó Suárez.

-Parecen normales. Quiero decir, como nosotros.

-Ten cuidado. Si llevan armas quítaselas. Vuelve al “Ávila”.

-Entendido. Corto.

El destructor aceleró su marcha en pos del acorazado que se había distanciado ya varios miles de kilómetros. Cuando llegó cerca, dio una pasada frente al “morro” y luego, tras un amplio viraje, enfiló el portón de atraque del coloso.

-Velocidad al mínimo -ordenó Suárez. Luego invitó a su segundo:

-Vamos, Stiwenson. Bajaremos a las cámaras de atraque.

Se sumó a ellos el silencioso padre Tomé y por un ascensor bajaron hasta el corredor que llevaba a las cámaras de atraque de los destructores.

Cuando llegaron, aún silbaban las bombas inyectando aire a presión en la cámara. Una luz roja indicaba la prohibición de entrar hasta tanto terminara la inyección de aire. Pronto terminó ésta y la puerta rodó automáticamente por el panel.

Los tres hombres penetraron en la cámara, al tiempo que se abría la compuerta del destructor y aparecía en ella la figura de Ana, que se despojaba de la escafandra. Saludó alegre.

-¡Los pescamos!

-Ya lo vimos. Por cierto, que no debiste salir tú -apostrofó Suárez.

-Era una experiencia nueva y quise probarla -respondió la muchacha sonriendo.

-¿Están vivos? -preguntó Tomé.

-Sí, pero desvanecidos. Son un hombre y una mujer.

-A la enfermería a toda prisa. Tienen que reaccionar. ¡Los necesitamos!

Ya en la enfermería, observaron a los náufragos. Tenían una apariencia casi semejante a la de Ana con su traje espacial. Un vestido de vidrio ajustado al cuerpo, en el cual se veían unos extraños dibujos de colores vivos. Un triángulo rojo con el ángulo más agudo hacia abajo. A los lados del triángulo, dos círculos blancos.

Llevaban una especie de correaje del que colgaban diversos objetos, y eran de estatura aventajada con miembros proporcionados. Indudablemente, y como había dicho Ana, uno de ellos era una mujer. Tenía la tez pálida y las facciones eran de una gran belleza. El hombre era de cara angulosa y también su piel era de una palidez lechosa.

-Llevan buen equipo. Fíjense en los caloríferos de infrarrojos. Casi se podría decir que son copia de los nuestros.

-Estos deben ser los generadores de oxígeno -apuntó Stiwenson señalando unos pequeños cilindros adosados a la espalda del traje de vidrio.

-Lo que no veo es ningún aparato de comunicación o escucha -adujo el comandante.

-Están en las escafandras. Son diminutos -intervino Ana señalándolos.

-¿Cómo va eso, Wayne? -interesó Suárez del medico que, inclinado sobre ellos, terminaba su examen.

-Viven y no tardarán en abrir los ojos. Un poco más de oxígeno y calor y estarán en disposición de hablar.

-¡Esa es otra! -exclamó el castrense-. ¡No los vamos a entender!

-¡Les sacaré lo que queremos saber, aunque tenga que despedazarlos! -gruñó Suárez.

-¡Vamos, comandante! ¡En pedazos tendrán menos voz! -amonestó el cura.

-¡Yo me entiendo! ¡Hablarán como sea!

Un leve parpadeo en el hombre hizo guardar silencio a todos. Al poco abrió los ojos y los fijó en el médico que, inclinado sobre él, observaba su recuperación.

-¡Cuidado, Wayne! -advirtió Suárez-. No se acerque tanto. No sabemos cómo puede reaccionar.

Se apartó algo el médico y el náufrago volvió la vista a otro lado, observando curioso a los que le rodeaban. Sus ojos algo oblicuos, fueron posándose de uno en otro. En su mirada sólo se advertía sorpresa, pero no temor.

Comenzó a incorporarse despacio hasta quedar sentado en el lecho y entonces descubrió a la mujer que continuaba inmóvil. Su rostro varonil pareció dulcificarse y pronunció unas palabras con una voz grave y reposada.

-Quizá pregunte si vive su compañera -conjeturó Tomé.

-¿Quién eres? ¿De dónde vienes? -interpeló impaciente Suárez, aún a sabiendas de que no le entendería.

El náufrago le miró atento. Luego contestó algo y volvió la vista a la mujer. Ésta, por su parte, ya daba señales de vida. Su tez pálida pareció colorearse. Cuando abrió los ojos, su primera mirada encontró la figura de su compañero y su boca se abrió para decir unas palabras que el otro escuchó silencioso.

-Bueno -intervino Suárez-. Hagamos algo práctico.

Hizo ademán al náufrago de que se levantara y éste obedeció quedando en pie frente a él. El comandante volvió a preguntar lo mismo de antes, pero sin resultado.

-¡No entiende nada! Veamos la mujer.

Se encaró con ella y al verle llegar se incorporó tras alguna vacilación. Aun irritado como estaba, Suárez no pudo por menos de admirar la apostura de aquella mujer. Su traje de vidrio se plegaba al cuerpo y como su compañero, sus grandes ojos ligeramente oblicuos, le miraron sin sombra de temor.

Más por señas que con palabras inquirió otra vez Suárez su pregunta. Ella pareció adivinar más que entender y se señaló el pecho, donde el triángulo y los círculos se destacaban del tono ligeramente verdoso del traje espacial.

-Ese debe ser el distintivo de su país -quiso aclarar Ana.

-Creo que con palabras no vamos a conseguir nada. Lo mejor será llevarlos al “morro” y ponerlos delante del planisferio. Veremos si identifican su planeta -decidió Suárez de mal humor.

-Podemos llevar a uno y luego al otro -propuso Stiwenson.

-Sí. Así evitaremos que se pongan de acuerdo.

-¿A cuál nos llevamos?

-Al hombre. Tú, Ana, quédate con la mujer.

-¡Cuidado, Anita! -recomendó Stiwenson guasón.

-No temas, pelos de zanahoria. Sé cuidarme -contestó ella desdeñosa. 

CAPÍTULO III 

Ya antes de que llegaran a la cámara de derrota, los altavoces transmitían por toda la nave la voz impersonal de un serviola anunciando peligro. Al entrar, la pantalla de vídeo señalaba una nave que volaba rauda hacia el “Ávila”. Era de tamaño mayor que las vistas hasta entonces, y como la que luchara contra la nave pintada de rojo, era también negra y de la misma figura.

-Éste es igual al que luchó con ésos -manifestó Stiwenson.

-Sólo su aspecto renegrido, ya predispone en contra suya -gruñó Suárez de mal talante.

La nave negra avanzaba como un bólido al encuentro del acorazado terráqueo. El comandante, que estaba de un humor de perros, ironizó:

-¡Vamos a torear a ese toro! ¡Atentos a la maniobra! -y tras unos instantes ordenó-: ¡45 grados al este! ¡Torpedos preparados!

El "Ávila” viró 45 grados con una facilidad que no se hubiera podido sospechar, dado su colosal tamaño, y de su costado izquierdo comenzaron a brotar andanadas de torpedos que como rayos y formando un abanico se lanzaron al encuentro del enemigo. Pero éste no los dejó acercarse. Grandes chorros de una luz anaranjada se desprendieron de su “morro” y los torpedos fueron desviados de su ruta, como empujados por una mano colosal. Al perder su trayectoria, algunos chocaron entre sí, produciéndose en la colisión la explosión que los desintegraba. Otros pasaron de largo y ni uno solo llegó a tocar el blanco.

-¡Con mil demonios! -exclamó Suárez al ver lo sucedido por la pantalla de vídeo.

-¡No son mancos ésos! -rezongó Stiwenson.

-¡Veremos ahora si escapan!

Describió una amplia curva el “Ávila” mientras su velocidad se aceleraba por momentos, y el vídeo señaló al enemigo de costado. Éste empezaba a virar a su vez, pero era más lento y durante unos momentos presentó el costado izquierdo.

-¡Artillería, fuego! -bramó Suárez.

Los potentes tubos atómicos, dirigidos por radar, vomitaron automáticamente su carga cuando el enemigo estuvo a tiro. La estela amarilla se dibujó en la negrura espacial recta hacia la negra nave. Durante unos segundos todos contuvieron la respiración con los ojos fijos en la pantalla. Y como los torpedos, los proyectiles fueron desviados por los chorros de luz anaranjada, perdiéndose en el espacio.

-¡Mil truenos! -bramó el comandante que no daba crédito a lo que veía.

-Su técnica es insuperable -murmuró Stiwenson.

-Va a ser dura la pelea.

-Observa que su maniobra es lenta.

-Trataremos de aprovecharnos de ello. ¡Velocidad máxima!

El “Ávila” comenzó a ganar velocidad rodeando a su adversario. Éste, más lento, se limitaba a presentar siempre el “morro” y, en un momento dado, soltó una manada de torpedos contra el terrícola.

Los rayos “W” entraron en funcionamiento y los barrieron totalmente del espacio antes de que hubieran podido recorrer la mitad de su camino.

Nuevamente intentó la nave negra atacar con torpedos, con el mismo resultado, y la lucha parecía igualada, aunque con la desventaja para el enemigo del “Ávila” de estar dentro de un círculo que la enorme velocidad del acorazado terrestre cerraba por momentos.

-Tendremos que acercarnos para alcanzarlos con los “W”.

-De acuerdo -asintió el segundo del “Ávila” maniobrando para cerrar más estrechamente el círculo. La distancia se hizo sensiblemente más pequeña.

-Mil kilómetros -anunció Stiwenson.

Iba Suárez a ordenar fuego a los rayos “W”, cuando la luz anaranjada brilló nuevamente en el morro del enemigo. Por un instante pareció que el “Ávila” se tambalease y todos fueron sacudidos violentamente. Stiwenson rodó por el suelo y Suárez apenas tuvo tiempo de agarrarse a uno de los pasamanos que circundaban la cámara.

-¡Rayos “W”, fuego! -gritó el comandante.

Aunque desviado de su ruta, el “Ávila” pasó como un bólido por delante de su enemigo, apenas a trescientos kilómetros de él. Los eyectores de rayos “W” funcionaron apenas un par de segundos y una fulgurante llamarada convirtió la negra noche sideral en clarísimo día. La nave enemiga se desintegró, reduciéndose a fragmentos su estructura.

Un serviola de aguda voz metálica comenzó su cantinela: “Avería en el departamento 20”, “avería en el departamento 20”...

Suárez tomó el micro y preguntó:

-Tenemos fuego -le informaron desde el departamento 20.

-¿Es cosa grave?

-Un trozo de metal al rojo ha penetrado por una de las toberas y arde todo el departamento. Envíe extintores.

-Entendido. ¡Brigadas 3.a y 10.a, al departamento 20 con toda urgencia! -ordenó el comandante por el micro.

-¿Es grave? -demandó Stiwenson palpándose el cuerpo dolorido.

-Un trozo ígneo por una tobera.

-También es mala suerte -se lamentó Soledad Cánovas desde su puesto de radio.

-¡Todos preparados para una posible evacuación! Voy a ver qué es eso.

Se dirigió Suárez a la puerta de la cámara. Al llegar a la altura del náufrago, al que tenía casi olvidado, éste le tendió la mano. En un correcto castellano, que dejó a todos mudos de sorpresa, manifestó:

-¡Le felicito, comandante! ¡La victoria ha sido espléndida!

-¡Pero cómo sabe...! -no pudo Suárez acabar la frase. De nuevo la voz' de un serviola sonó apremiante.

-“Avería departamento 19”. “Avería departamento 19”...

Sacudiendo la cabeza corrió al ascensor. Después un corredor le llevó a los departamentos siniestrados, donde ya las brigadas estaban en acción. Chorros de espuma brotaban de los extintores y el fuego, muy violento, amenazaba propagarse a otros departamentos.

Se imponía tomar una resolución rápidamente y comenzó a dar órdenes para vaciar de oxígeno los departamentos siniestrados. Al frente de un equipo provisto de escafandras, penetró en el departamento 20, que ardía como un horno.

Adosando una carga hueca a la coraza interior, se proponía volarla, para que por el boquete escapara el oxígeno y cesara la combustión. El primer intento fracasó. No era posible estar allí ni un segundo. Suárez tomó entonces personalmente la carga y ordenó que le enfocasen los extintores de espuma.

Penetró decidido y de dos saltos llegó hasta el sitio elegido. Sentía que el calor le sofocaba y la visión dantesca de las llamas le rodeaba. ¡Sin embargo tenía que hacerlo! Adosó la carga en el centro del panel y retrocedió a la carrera. Ya en la puerta, el traje de vidrio comenzó a derretirse por algunos puntos y sólo debido a la espuma que le inundaba se debió que no resultara quemado.

Inmediatamente fue aislado el departamento y ya no quedó más que hacer funcionar el deflagrador. Una sorda explosión se escuchó y por el boquete abierto en la coraza se escapó el aire con un estridente silbido que duró unos segundos. El vacío así conseguido, extinguió en pocos momentos el fuego. Ahora no quedaba más que taponar la brecha.

Provistos de sus trajes espaciales y generadores de oxígeno, un equipo de treinta hombres salió por una de las cámaras de atraque de los destructores. Mediante el impulso de los depósitos de aire comprimido, que cada uno llevaba a la espalda, se movían en el negro y vacío espacio.

Un solo hombre empujaba una plancha colosal que flotaba como un papel de fumar y que en la Tierra hubiera necesitado una grúa para su traslado. Toda la herramienta necesaria para la reparación parecía volar. Un suave empujón a un martillo le hacía avanzar treinta metros.

Como fantasmas, alumbrados solamente por las lámparas que cada uno llevaba en la escafandra, los terrestres acometieron la tarea de taponar el enorme agujero de la coraza. Suárez, al frente de ellos, dirigía la operación tomando parte activa en los trabajos.

El frío, aquel terrible frío espacial que congelaba a los pocos minutos, era el principal enemigo de aquella operación. Cada treinta minutos eran relevados los tripulantes, tiempo que tardaban en quedar agotadas las baterías portátiles para alimentar los caloríferos de infrarrojos.

Tres largas horas duró la reparación. Durante ella, el acorazado se mantuvo a una velocidad reducida al mínimo y con todos sus servicios de radar y combate vigilantes.

Cuando todos estuvieron en el interior de la aeronave, se inyectó aire a presión en el departamento 20. Una brigada de especialistas acometió la tarea de reparar y sustituir todo lo que el fuego había destruido.

Entonces pensó Suárez en aquel extraño náufrago que tenía en la cámara de derrota. Casi se había olvidado de ellos y corrió al “morro”. Ya en la cámara, encontró a los dos náufragos en animada charla con la brasileña.

-¡Es asombroso, comandante! -exclamó ella viéndole entrar.

-¿Qué es asombroso, Ana?

-¡Resulta que hablan varios idiomas de los que se emplean en la Tierra! -fue la desconcertante respuesta de Ana Oliveira.

Suárez quedó perplejo. Ahora recordaba la felicitación del náufrago cuando terminó el combate con la nave que los había averiado. ¡Y le habló en castellano! Pero el semblante del comandante se ensombreció.

-¡Lo celebro! ¡Pero eso sólo va a servirles para que me expliquen con más claridad lo que deseamos saber! ¡Ya sabes a lo que me refiero!

Se encaró con el hombre. En el rostro de Suárez no había ni la menor sombra de simpatía.

-¿Quiénes son ustedes? -demandó seco.

-Procedemos de Uros, señor -contestó el náufrago con naturalidad.

-¿Dónde está situado?

-Aquí -y señaló un punto en blanco del planisferio.

-¡Dame esa situación, Stiwenson! -pidió Suárez.

-Ya la verifiqué antes -contestó éste-. Se trata de uno de los planetas del sistema de Irisis, en la constelación Magna, Galaxia 7ª norte.

-No hubiera supuesto que por ahí hubiera mundos habitados -murmuró el comandante, pensativo. Luego se encaró con el náufrago:

-¿Cómo te llamas?

-Idón. Soy jefe de una nave ursita que resultó destruida por un destructor de Wania.

-¿Qué es Wania?

-Otro mundo enemigo nuestro.

Suárez reflexionaba sobre lo que acababa de oír. Así que había no uno, sino dos mundos habitados por lo menos en aquellas latitudes, y los dos con un grado de civilización muy adelantado. ¿Cuál de los dos mundos sería el agresor de la Tierra? La voz del náufrago Idón le sacó de sus reflexiones.

-Me vas a perdonar, terrestre, que te haga una pregunta. Tu mundo está muy lejos de aquí, y es la primera vez que se ve una nave vuestra en esta galaxia. ¿A qué se debe vuestra presencia?

Suárez se impacientó. No era el náufrago el que debía preguntar. Sin embargo contestó:

-El motivo ya lo sabrás. Pero, dime, ¿cómo hablas nuestra lengua?

Idón esbozó una sonrisa antes de contestar. Luego manifestó:

-En mi mundo se hablan varias lenguas de las de Suc.

-¿Suc?

-Nosotros llamamos Suc a la Tierra.

-¿Y cómo es posible eso?

-Estamos muy adelantados en electrónica. Vuestras emisiones de radio son captadas en Uros desde hace muchos años. Sabemos vuestro grado de civilización y os admiramos profundamente. Para entenderos, hemos estudiado vuestras lenguas y gracias a ellas conocemos vuestros sistemas, que vulgarizáis por la radio.

-¡Es asombroso! -exclamó Ana, maravillada.

-¿Y no habéis intentado comunicar con nosotros? -inquirió Suárez.

-Lo hemos intentado muchas veces, pero vosotros no podéis, a lo que parece, captar nuestras microondas.

-Dices que hay otro pueblo llamado Wania. ¿Quiénes son ellos?

-¡Unas gentes terribles! Viven en unas condiciones pésimas, debidas a que su planeta es frío e inhóspito. Se tienen que enterrar la mayor parte del año y tienen ciudades subterráneas. Son extremadamente inteligentes y en poco más de doscientos años han alcanzado un grado de civilización extraordinario.

-¿Estáis en guerra?

-Sí. En guerra permanente. Intentan a toda costa ocupar Uros. Esto nos obliga a continuas patrullas por el espacio, ya que ellos sólo tienen tres meses de cada año para asomarse a la superficie y acometer sus empresas.

-¿Y es ésta la época en que salen al exterior? -inquirió Suárez muy interesado.

-Sí. Tenemos noticias de que una gran flota estaba en el espacio. Pero no nos han atacado y esto nos tiene preocupados, pensando ¿que habrán ideado ahora esos malditos wanitas?

Suárez, Stiwenson y Ana se miraron. ¿Sería aquel pueblo el que había atacado a la Tierra? El comandante del “Ávila” decidió hablar claro con Idón.

-¡La Tierra ha sido atacada hace dos días! -manifestó lúgubremente.

En el rostro de los dos náufragos se pintó la sorpresa, que no pareció fingida a los ojos de los terrestres.

-¡Han atacado la Tierra! -exclamó la mujer con sincero acento de pesar.

-¡Así ha sido! ¡La han destruido! Este es el motivo de que nosotros estemos aquí. Llegamos en el preciso momento en que terminaba el ataque y los atacantes desaparecían en el espacio. Buscábamos su rastro cuando os encontramos a vosotros.

Todos guardaron un silencio profundo. Parecía que la noticia había afectado a los ursitas de manera extraordinaria. Fue la muchacha la que lo rompió ahora. Su voz era pesarosa al expresarse.

-¡No sabe cuánto lo sentimos, comandante! Para nosotros los ursitas, la Tierra era nuestra segunda patria. De ella hemos recibido muchas enseñanzas y nuestro pueblo la conoce y se habla de ella como de un pariente querido y lejano que algún día se podrá visitar.

Se expresaba en un castellano correcto con un leve matiz exótico que daba a sus palabras una agradable musicalidad. Su voz era clara y su rostro, al hablar, denotaba el pesar que parecía embargarla. Idón, que asentía a sus palabras con profundos cabezazos, intervino para presentarla:

-Se llama Hélida. Es hija de nuestro Jefe Supremo de Uros.

El carácter noble y abierto de Suárez, desechó instantáneamente la reserva de que se había revestido. Algo en su interior le decía que aquellos náufragos, tan providencialmente rescatados del espacio, eran veraces en sus manifestaciones. Alargó la mano con naturalidad, ofreciéndosela a la muchacha, que le miró entre sorprendida e indecisa. Luego, con una franca sonrisa alargó la suya, que Suárez estrechó cordial.

Aquel apretón de manos se repitió con Idón y pareció que con él, se fundía el hielo de la desconfianza por parte de los terrenos. Ana, más efusiva, abrazó a la bella muchacha ursita y Stiwenson, lo hubiera hecho de buena gana. ¡Era guapa la chica!

Desde aquel momento, la confianza fue ganando terreno y entre Idón y Suárez, se estableció una corriente de simpatía que se tradujo en un montón de preguntas y respuestas relativas a sus respectivos mundos.

Invitados por el comandante, pasaron todos a una sala de descanso instalada al lado de la cámara de derrota y cómodamente sentados, charlaron largo rato. Idón fue descubriendo a los asombrados terrestres una serie de detalles técnicos relativos a sus naves.

-¿Cómo estando tan adelantados, no nos habéis visitado? -se extrañó Suárez.

-Nos falta autonomía. Aún no hemos dado con el combustible necesario para llevar nuestras naves a tan larga distancia.

-Sin embargo los wanitas parece que lo tienen -comentó Stiwenson.

-Son extraordinariamente inteligentes. Tememos más a su inteligencia que a su valor. Nunca sabemos qué harán a la temporada siguiente.

-¿Entendéis su idioma?

-¡Desde luego! -afirmó Idón-. Captamos sus emisiones, pero al contrario que las vuestras, no dicen nada de interés científico. Seleccionan la raza. Los inteligentes son sometidos al aprendizaje de las ciencias. Los que no tienen inteligencia suficiente viven como esclavos de los otros. No parecen tener sentimientos humanos.

-¿Tienes idea de cuál es la potencia de su flota sideral? -preguntó Suárez interesado por aquellas noticias.

-No lo sabemos exactamente. Pero nuestros cálculos son de un centenar de aeronaves del tipo que habéis destruido, que son las más grandes.

-¿Y esos rayos misteriosos que apartan a un lado los torpedos? -preguntó ahora Stiwenson, recordando el batacazo sufrido en el combate.

-No lo conocemos exactamente -respondió Idón-. No obstante tenemos una teoría de ellos. Suponemos que esos rayos forman un poderosísimo campo magnético de signo desconocido, que repele las masas que se acercan a él.

-Pudiera ser así -corroboró Suárez-. Pero eso lo estudiaremos para estar prevenidos.

Ana Oliveira y Soledad Cánovas habían acaparado a la bella Hélida y la acosaban a preguntas.

-¿Cómo viven las mujeres en tu mundo, amiga mía? -inquirió Soledad curiosa.

-Viven para el hogar y la educación de los hijos -fue la desconcertante respuesta de la ursita.

-¡Como en la Tierra allá en el siglo XX! -se asombró Ana.

-Y dime. ¿Cómo visten?

-Llevamos una túnica amplia -contestó Hélida sorprendida.

-¡Igual que las romanas de la más remota antigüedad! -rió ahora Soledad.

-¿Y cómo estás tú navegando en una nave espacial? -quiso saber Ana.

-Tenemos que hacer un año de servicio activo. Luego llega el matrimonio y los hijos. Entonces ya no salimos de casa.

Suárez propuso descansar unas horas. Mientras tanto, el “Ávila” se mantendría volando en círculo sobre aquellos espacios desconocidos. Quería, aunque no lo dijo, meditar sobre todo aquello. A Hélida se la llevaron las chicas dispuestas a saciar su curiosidad. Idón se instaló en aquella misma sala. 

CAPÍTULO IV 

Era el comandante Alberto Suárez de Ávila un valiente probado. Tomó parte en la experiencia de Marte desembarcando el primero en aquel planeta desconocido aún para los habitantes de la Tierra. Se había distinguido en varias ocasiones en que la misión no era fácil y contaba con la plena confianza de sus tripulantes, hombres y mujeres que irían a donde él se lo propusiera sin la más ligera duda.

Su carácter audaz y aventurero le impelía siempre a tomar el camino más difícil que se le presentara, pero en las actuales circunstancias su sentido común le decía que tendría que obrar con toda cautela para llevar a buen fin la misión que se había propuesto. ¡El castigo del agresor de la Tierra!

Si se dejaba llevar de su carácter, ya estaría volando en busca de aquel mundo agresor para pulverizarlo con las terribles armas ofensivas que poseía el “Ávila”. Pero comprendía que debía supeditar su deseo y su impaciencia para lograr con éxito el castigo.

Apenas durmió un par de horas, y se levantó acudiendo a la cámara de derrota. Allí encontró al inteligente Stiwenson enfrascado en cálculos sobre el planisferio.

-¡No puedo dormir de impaciencia! -aclaró Suárez.

-Algo parecido me ocurre a mí -asintió el norteamericano sonriendo.

-¿Trabajas?

-Sí. Quiero comprobar la veracidad de las manifestaciones de Idón.

-¿No te fías?

-¿Te fías tú?

-Venía dispuesto a hacer lo mismo que estás tú haciendo.

-Pues te he ahorrado el trabajo.

-¿Y qué?

-Parecen correctas sus manifestaciones. La distancia que señaló a su mundo es cierta, así como la que los separa de Wania.

-Son datos interesantes.

-¿Te parece sincero Idón? -inquirió ahora Stiwenson.

-Creo que sí. Parecieron afectarse mucho al saber la noticia de la catástrofe de la Tierra.

-Sobre todo ella se manifestó muy emocionada -y sonrió con picardía mirando a Suárez.

-¡Es muy bonita! -murmuró el español suavemente.

-¿Qué piensas hacer?

-Mi opinión es la de atacar. Pero después de las noticias recibidas de Idón, creo que será mejor establecer contacto con la base de Marte.

-Eso supone regresar de nuevo a nuestro espacio.

-Debemos ante todo asegurar el éxito.

-Estoy de acuerdo. Eso supone dos días de navegación, otros tres para el regreso y los que sean necesarios para poner a punto la escuadra de Marte.

-No hay que olvidar que esos malditos wanitas no pueden ocupar nuestro planeta. La radiactividad será extraordinaria.

-Ahora me explico por qué dejaron una especie de malla de torpedos alrededor de la Tierra. Pensarían defenderla de aquella manera contra posibles ocupantes.

-Puede ser que aciertes.

La llegada de Idón cortó la conversación. Éste saludó afable y, sin rodeos, expuso su deseo de comunicar con Uros. Pero para ello había que construir un transmisor-receptor de microondas. La idea fue aceptada por Suárez y pronto un equipo de técnicos se puso a colaborar con el ursita, para quien no parecía tener secretos la electrónica.

Se revisaron los almacenes de material y pronto Idón diseñó un esquema del aparato, que fue construido rápidamente. Ante un caótico montón de bobinas, resistencias y tubos electrónicos, se sentaba tres horas después el náufrago espacial y comenzaba a manipular en ellos bajo la expectante mirada de los terrícolas.

Aún hubo necesidad de hacer algunos ajustes antes de que aquel conjunto laberíntico funcionara. Al fin el rostro de Idón demostró su satisfacción. Acababa de recibir respuesta a su llamada.

-¡Estamos en comunicación con Uros! -manifestó satisfecho.

Después de unos momentos en los que radió un corto mensaje, se volvió hacia Suárez.

-Estamos comunicando con el Cuartel General de Uros.

-¿Y bien? -inquirió Suárez.

-Ahora veremos si podemos comunicar con nuestro Jefe Supremo.

-Sería deseable eso.

El tornavoz comenzó a ganguear una serie de palabras ininteligibles para los terrenos. Idón las tradujo inmediatamente.

-¡Tenemos suerte! -manifestó alegre-. Nuestro Jefe está en el Cuartel General.

Nuevamente el tornavoz comenzó a dejar escuchar una voz nueva. Era grave y reposada. Cuando Idón contestó dando cuenta de lo ocurrido, la misma voz sonó ahora en castellano.

-Celebro la ocasión de poder hablar con habitantes procedentes de Suc. ¿Cuándo habéis llegado? ¿Cómo está Idón y Hélida con vosotros?

Suárez se acercó al micro y con voz un poco emocionada, contestó:

-¡Le saludo, señor! ¡Es extraordinario para mí poder hablar en mi propio idioma a un habitante de otro mundo! En cuanto a Hélida y a Idón, están en una nave terrestre por una serie de circunstancias que el mismo Idón le explicará. Ahora, señor, reciba nuestros más cálidos saludos en nombre de una humanidad que seguramente ya no existe.

Quedó en silencio Suárez. Había tenido que hacer un gran esfuerzo para que su voz fuera firme y no denotara la emoción que le embargaba. Nuevamente el tornavoz dejó oír la voz del jefe ursita.

-No entiendo lo que me dices. Pero ya habrá tiempo de explicarse. Ahora quiero manifestarte a ti y a los que te acompañan la gran satisfacción que para mí representa comunicar con vosotros. Mi pueblo será informado de esta grata nueva y todos se alegrarán de ello.

-¡Gracias, señor! Dejo el sitio a Idón, para que él le dé cuenta de todo lo ocurrido.

Se separó el español del micro y ocupó su lugar Idón. Éste, en castellano, comenzó a narrar brevemente lo acaecido. Cuando terminó, la voz del jefe ursita se escuchó de nuevo.

-¡Quiero que sepáis que estamos a vuestro lado! ¡Vuestros enemigos son los nuestros! ¡Podéis disponer de Uros como de vuestro propio planeta! No perdáis el contacto con nosotros y comunicad vuestra decisión.

Quedó cortada la comunicación con Uros y Suárez se volvió a Stiwenson.

-¡Está decidido, Bent! ¡Volaremos hacia Marte!

-¡De acuerdo!

-Ahora, quiero reunir a la tripulación y presentarles a nuestros nuevos amigos.

La señal fue dada. Minutos después, todo el que no tenía un puesto que servir se reunía en la gran cámara. La expectación por saber lo que tendría que decirles su comandante en aquellas circunstancias era enorme. Todos llevaban puesto el traje espacial, ya que la alarma estaba dada y nadie se separaba de tan necesario equipo en un momento en el que la emergencia podía llegar inesperada. Suárez habló.

-Amigos, por una extraña circunstancia estos dos astronautas que tengo a mi lado, y que proceden de un planeta llamado Uros, me han informado de la existencia de otra humanidad que parece ser la que ha atacado a nuestra patria terrena.

Enmudeció unos instantes y luego continuó.

-En vista de ello, he decidido volver a Marte. Necesitamos reunir la flota que hay allí y volver para atacar ese mundo. Mi deseo sería atacar con el “Ávila”, pero el enemigo es muy potente. Necesitamos refuerzos.

Un murmullo de aprobación acogió las palabras del jefe del “Ávila”. Este continuó:

-Ahora quiero presentaros a estos amigos. Él se llama Idón, ella Hélida. Hemos establecido contacto con su mundo. El jefe de Uros me ha manifestado su simpatía y ofrecido para colaborar con nosotros en la destrucción de esos malditos.

Se adelantó Idón tan pronto como Suárez dejó de hablar y ante el asombro de la asamblea terrícola comenzó a hablar en castellano.

-¡Hermanos de la Tierra! Nuestras vidas se han salvado por el arrojo de uno de vuestros oficiales. Ya teníamos motivos de gratitud para con los habitantes de la Tierra, que nos han enseñado muchas cosas a través de la radio. Ahora esta gratitud es mayor al deberos la vida.

Una ensordecedora ovación acogió las palabras de Idón. Luego Hélida, sonriente, añadió a lo dicho por Idón:

-Gracias, amigos míos. Os prometo que mi pueblo os recibirá como a hermanos si tenéis que ir a él.

La sencillez con que fueron dichas estas palabras granjeó la simpatía unánime de la tripulación, que reprodujo la ovación anterior.

De vuelta al “morro”, Suárez ordenó:

-¡Máxima velocidad! Hay que llegar cuanto antes.

Compareció Ana con una botella y unas copas.

Propuso brindar por la nueva amistad con el pueblo ursita. Llenó las copas del espumeante líquido y ofreció una a Hélida.

-¿Es para mí? -preguntó ella sorprendida.

-¡Claro! -contestó Ana.

La tomó ella con cierta timidez. Idón aclaró:

-En nuestro mundo, las mujeres no toman nunca parte en las reuniones de los hombres.

-¿Quieres decir que viven apartadas? -inquirió extrañada Soledad.

-Pues sí. Tienen una misión específica que cumplir.

-Te refieres a la maternidad, ¿no?

-Sí. Ellas viven sólo para los hijos -asintió el ursita sonriendo.

-Quiero hacerle una pregunta -intervino el padre Tomé, que había entrado pocos momentos antes.

-Diga -contestó obsequioso Idón.

-¿Conocen ustedes el latín?

-Sí, pero esa lengua sólo se emplea para usos científicos.

-¡Como en la Tierra!

-Es natural que así sea. Tenga en cuenta que muchas cosas las aprendimos de ustedes a través de las emisiones de radio. Había palabras que no entendíamos y después de mucho pensar en ello, se aclaró que pertenecían a un idioma que no se empleaba comúnmente en la Tierra.

-¿Cuántos idiomas conocen? -preguntó ahora Ana.

-Todos los que se hablan corrientemente en la Tierra.

-¿Es posible?

-Sí, aunque los más divulgados son el castellano, el francés, inglés y chino.

-Pero eso habrá sido muy difícil -se admiró Suárez.

-Al principio, fue la música la que atrajo la atención del pueblo Ursita. Se reunían grandes masas para escuchar los conciertos. Nosotros no habíamos llegado aún a esa perfección.

-¡Quién iba a sospechar que se escuchara el mambo en Uros! -comentó jocosamente Soledad.

-Luego se decidió estudiar vuestra lengua. Pero no siempre hablabais de la misma forma. Esto hizo suponer que teníais varias lenguas, al igual que el pueblo ursita en épocas anteriores.

-¿También captáis el vídeo?

-No. A eso no hemos llegado.

-¡Menos mal! -suspiró Ana, a quien la idea de ser curioseada desde otro mundo no le acababa de gustar.

-Sabemos que habéis pasado vicisitudes y grandes guerras antes de llegar al actual estado de paz y prosperidad de que ahora gozáis. Vuestros programas modernos nos llenaban de admiración y en mi país, todos desean que llegue el momento en que la técnica nos acerque. Somos vuestros discípulos en muchísimas cosas.

Guardó silencio Idón. Las palabras llenas de sinceridad de aquel hombre de un mundo tan distante parecieron contagiar a todos. ¡Era maravilloso que a millones de kilómetros de distancia, un mundo pudiera perfeccionarse a través de las enseñanzas radiadas desde la Tierra!

-¡Amigo mío! ¡Doy gracias a Dios porque ha permitido que alguien se beneficie con las enseñanzas de nuestra civilización! ¡Pero ahora todo se ha perdido! ¡Ni siquiera sabemos cuántas de estas hermosas naves quedarán con sus tripulaciones para comenzar de nuevo! -habló el padre Tomé emocionado.

-Me gustaría conocer tu mundo, Hélida -comentó Ana.

-Creo que no es tan hermoso como el vuestro. Las narraciones que he oído hablan de grandes bosques, mares, montañas y hermosas ciudades.

-¡Todo era muy bonito! -asintió Soledad emocionada.

Se habían sentado todos en la sala de descanso contigua a la cámara de derrota y Stiwenson salió a comprobar ciertos instrumentos.

-¿Me acompaña? -invitó a Idón.

-Encantado. ¿Se dice así? -preguntó sonriente el ursita.

Sentado en su butaca, el padre Tomé estaba silencioso y pensativo.

-¿Qué cavila,  “páter”? -interrogó Suárez.

-En las extrañas cosas que hemos sabido en tan poco tiempo.

-Sí que es extraordinario todo ello.

-¿Piensa establecerse en Uros?

-Yo no puedo decidirlo. Esperemos encontrar al Almirante en Marte y veremos qué decide él.

-¿Y si no lo encuentra?

-¿Qué piensa,  “páter”?

-Pienso que igual que los wanitas sabían el lugar donde estaba la Tierra, pueden saber el lugar donde está Marte y...

-¡Cielos,  “páter”! ¿Cree acaso...?

El padre Tomé bajó los ojos y quedó silencioso. Suárez comprendió que no carecía de lógica aquel pensamiento y se inquietó. Si fuera cierto, la flota entera habría sido destruida y sólo ellos sobrevivían a la catástrofe. Ante esta idea su rostro se ensombreció.

-¡Esperemos que no sea cierto! -murmuró apretando los dientes. 

CAPÍTULO V 

A una velocidad de locura que superaba todo lo conseguido hasta entonces, el “Ávila” volaba en ruta hacia Marte. La idea de Suárez era avistar al Almirante y regresar con las naves que pudiera para tratar de batir a los wanitas.

Penetró en la cámara de derrota y encontró a Stiwenson con Idón en animada charla.

-Escucha, Alberto -llamó el norteamericano-. Dice Idón que es posible que los wanitas tengan bombas “limpias”.

-Nosotros las tenemos -afirmó el ursita.

-Nosotros también, pero nos ha costado muchos años conseguirlas.

-Ellos pueden haberlas conseguido igualmente -apostilló Stiwenson.

El pitido característico de la alarma comenzó a sonar. A los pocos instantes en la pantalla radar apareció un puntito luminoso.

-Es un móvil. Pida que se identifique -ordenó Suárez.

Soledad Cánovas comenzó a llamar en las longitudes de onda usadas por las naves terrestres. Luego escuchó.

-¡Identificado! ¡Destructor B-3 al habla!

-Habla B-3 -sonó una voz débil en el receptor.

-“Ávila” a la escucha -contestó Soledad.

-¡Menos mal que los encuentro! Creí que llegaría al fin del Universo sin topar con el “Ávila”.

-¿Qué tal. Markus? -demandó Suárez.

-He tropezado tres veces con manadas de torpedos y navegamos de milagro.

-¿Sabes algo de los demás destructores?

-Sólo del B-l. ¡Ha sido destruido! ¡Se metió dentro de una manada de esos condenados torpedos!

-¿Cómo fue? -preguntó Suárez rabioso.

-Cuando nos separamos comenzamos a transmitir información. Dijo que avistaba una enorme nube de polvo cósmico que tenía que atravesar. Al poco comunicó que se le echaban encima los torpedos. Súbitamente enmudeció.

El punto en la pantalla radar se había hecho mayor y la de vídeo entró en funcionamiento. Se destacó en ella la graciosa silueta del destructor que llevaba pintado un círculo amarillo en cuyo centro se destacaba el número B-3.

-Bien, B-3 -habló Suárez-. Prepárate para atracar. Ten cuidado, llevamos la mayor velocidad que hemos alcanzado nunca y si no tienes vista, pasarás de largo.

-Procuraré atracar a la primera, comandante -sonó la voz de Markus.

En la pantalla se vio al destructor que viraba describiendo un amplio círculo para situarse en la posición adecuada para el atraque. Luego, velozmente se acercó al “Ávila”. Pareció por un momento que no podría llegar a su altura y la pequeña nave en frenética carrera, se fue acercando metro a metro, hasta que al fin se emparejó con el acorazado y con una maniobra de extraordinaria pericia se coló por el portón de su cámara de atraque.

-¡Hurra por Markus! -exclamaron entusiasmados los tripulantes del “morro” testigos de la hazaña reflejada por el vídeo.

Minutos después, el capitán Markus hacía su entrada en la cámara de derrota.

-¿Cómo ha ido eso por ahí, Markus? -demandó Suárez estrechándole la mano.

-Regular. Pero estoy de suerte al pisar de nuevo el “Ávila”.

-Yo no estaba tan seguro de que pudieras atracar. Pero lo has hecho, y te felicito.

-¡Gracias! -contestó éste mirando sorprendido a Idón.

-Te presento a nuestro nuevo amigo Idón -señaló Suárez. Y prosiguió-. El capitán Markus, de la dotación del “Ávila”.

Se estrecharon las manos los dos hombres. En el rostro de Markus se reflejaba la sorpresa, pero nada dijo, en espera de que fueran ellos los que se explicaran. Ahora tenía cosas más urgentes que decir.

-He navegado muchísimos kilómetros, pero sólo he encontrado torpedos por todas partes. Forman grandes manadas que navegan en círculo cubriendo enormes distancias. Estos círculos están en diversas direcciones y los he ido registrando en la carta -terminó el capitán.

Se acercó a una mesa y sacando una cartera de material incombustible, extrajo de ella un montón de hojas que situó con atención.

-Aquí está la Tierra y todos estos círculos son manadas de torpedos.

-Es curioso. Parece como si tuvieran empeño en circundar nuestro planeta de defensas contra el exterior.

En efecto. A una distancia del planeta, que no rebasaría los 5.000 kilómetros, se percibía como una barrera protectora formada por grandes círculos que la envolvían por todas partes.

-¿Has visto de cerca esos torpedos, Markus? - preguntó Suárez.

-He hecho algo mejor. Tengo una película de ellos.

-¡Magnífico!

En una pantalla auxiliar de vídeo, se proyectó la película tomada por el griego Markus. Una enorme multitud formada por negros torpedos aparecía en ella. Eran como grandes arañas de largas patas que terminaban en punta. Navegaban formando columnas algo desordenadas, pero continuas, que cubrían un inmenso frente espacial.

-Son iguales que los que destruimos nosotros -aclaró Stiwenson.

-Esto es muy interesante y debemos contar con ello para el futuro.

-Si los wanitas tienen bombas limpias, quizás entre en sus cálculos proteger la entrada de la Tierra hasta que ellos estén en disposición de hacerlo -opinó Ana.

-Es acertada la idea -aseveró Suárez.

Siguieron los comentarios acerca de los extensos campos de torpedos en el espacio y Suárez mandó hacer varias copias de la película con el propósito de hacerla llegar a las naves de la flota terrestre de Marte.

Entretanto, Markus hablaba con Ana.

-¿No sabéis nada de Quesada?

-Ni una palabra. Y a ti, grandullón, creí que ya no te vería más.

-¿Lo hubieras sentido?

-¿Yo? ¡Ni pizca!

-Bueno, preséntame a esa preciosidad de chica -demandó jovial Markus.

-Te advierto que si tratas de conquistarla te las tendrás que ver con Idón -bromeó Ana, a la que divertía el enamoradizo Markus.

-¡Es preciosa! ¿Verdad, Soledad?

-¡Es muy bonita! Pero ten cuidado, pues te está oyendo y habla nuestro idioma -rió Soledad.

Markus se sorprendió. Se le vio por un momento azorado y luego murmuró:

-No he dicho nada que la pueda ofender.

-Este es Markus -presentó Ana divertida, dirigiéndose a Hélida.

-Me alegra conocerte -contestó ella tendiéndole la mano con una sonrisa en los labios.

-Yo también me alegro, aunque no sé exactamente de donde has salido. Pero creo que del paraíso -piropeó el griego, que había recobrado su aplomo habitual ante las chicas.

-¡La he pescado en el espacio para ti! -habló Ana guiñando un ojo maliciosa.

-Eres tan guapa como traviesa, Ana. Algún día me voy a decidir a casarme y...

-¡Estás perdiendo el control, Markus! -rió ella desdeñosa.

-Si te vas a declarar, nos vamos -intervino Soledad.

-No, me voy yo. Tengo unas ganas enormes de darme una ducha. Pero no temáis, que volveré pronto para no privaros de mi presencia.

Salió Markus y Hélida preguntó, dirigiéndose a Ana:

-¿Te vas a casar con él?

-¿Quién, yo? -exclamó la brasileña dando un respingo.

-Markus tiene el defecto de querer enamorar a todas las chicas que conoce -aclaró Soledad-. Pero por lo demás es un compañero divertido y buen camarada.

-¿Y ellas? -inquirió Hélida.

-Se ríen -contestó Ana mirando de reojo a Soledad.

Entretanto Idón hablaba con Suárez del pueblo wanita.

-Tienen verdadera necesidad de salir de su mundo. Es un planeta en el que la vida es difícil. Y se multiplican incesantemente. Su inteligencia es extraordinaria y saben que una guerra con Uros les costaría pérdidas terribles y a la larga la perderían, ya que no pueden disponer de la superficie del planeta más que tres meses cada año. Deben haber pensado en la Tierra por creerla más indefensa.

-¿Cómo pudieron ellos conocer nuestras condiciones de vida? -intervino Stiwenson.

-No lo sé. Pero ésa debe ser su idea ya que se han decidido a bombardearla.

-Es evidente que ese pueblo nos conoce y ha decidido apropiarse el planeta. Es terrible pero cierto.

La navegación continuaba a todo gas y pasaron los dos días previstos. Toda la tripulación estaba en sus puestos expectante ante la proximidad de la base en Marte.

Soledad Cánovas comenzó a llamar a intervalos regulares, pasando después a la escucha. Una y otra vez repetía sus llamadas sin obtener contestación. El rostro bonito y sereno de la muchacha, se iba tornando sombrío a medida que pasaban los minutos sin que el tornavoz registrara un solo sonido.

-¿Qué? -inquirió Suárez innecesariamente.

-¡Nada! ¡No contestan!

-Verifica la ruta y la distancia, Stiwenson.

Transcurrieron unos segundos de tenso silencio. El segundo del “Ávila” anunció:

-Distancia correcta. Dentro de quince minutos reversión de motores. De veinte minutos, descenso -terminó el norteamericano con voz segura.

-Nos quedan quince minutos para enlazar con Marte. Pero ya es extraño que ellos no nos pidan identificación.

-¿Qué hacemos si no contestan?

-Si no contestan, sólo puede ser por una causa. ¡Ha sido destruida! Si la base no existe, no podemos contar con nadie. Pero me resisto a creer que eso pueda haber ocurrido.

Siguieron la navegación en silencio. Pasaron los quince minutos sin ningún resultado nuevo y Suárez decidió seguir adelante. El vídeo les empezó a mostrar que sus sospechas eran ciertas. Como en la Tierra, Marte estaba cubierto de espesa humareda, pero no encontraron torpedos. Stiwenson miró al comandante interrogador.

-¡Adelante! -murmuró éste contestando a la muda interrogación.

-¿Qué ruta?

-A la Tierra.

-Encontraremos los campos de torpedos.

-¡Los destruiremos! Ahora sabemos su situación.

-Ten en cuenta que los torpedos wanitas son muy peligrosos -advirtió Idón.

-¿Olvidas nuestros rayos “W”?

-No, pero esos torpedos serán atraídos por la masa de esta nave como un imán atrae a un manojo de alfileres.

-Tenemos que llegar a la Tierra, ya que Marte está destruido. Si como parece probable esos malditos wanitas han destruido la vida en ella con bombas nucleares “limpias”, debemos preparar el regreso en la medida que nos sea posible.

-¿Ha cambiado sus planes? -inquirió el padre Tomé.

-Depende de que encontremos o no la escuadra. Si no la encontramos, habrá que pensar en otra cosa. Nosotros solos no podemos con las escuadras de Wania.

-Te recuerdo que el pueblo de Uros está a tu disposición -habló Idón.

-Ya resolveremos eso, amigo mío. Te lo agradezco.

-¡Oigo una llamada muy débil! -casi gritó Soledad, llamando la atención de todos.

-¡Identifícala cuanto antes!

Al cabo de unos segundos, la muchacha exclamó:

-¡No lo entiendo! Estamos cada vez más cerca del que transmite y no entiendo las señales. Son desconocidas.

-Pásalas al tornavoz -pidió Suárez.

Unos sonidos gangosos, intermitentes y monótonos se escucharon.

-¡Los conozco! Son señales de una nave wanita.

-¿Será posible? ¡Listo el vídeo! ¡Explorad con radar!

Las pantallas de vídeo y radar no arrojaron ninguna señal. El transmisor de aquellas señales debía estar muy lejos. En cambio a los pocos segundos el radar comenzó a reflejar los puntitos parpadeantes ya conocidos.

-¡Torpedos! -anunció Stiwenson.

-¡Rayos “W”, preparados!

Ahora el vídeo comenzó a señalar el campo de torpedos. Era enorme, y a los pocos segundos la línea luminosa de los eyectores de rayos “W”, se percibía tal. Aún no habían acabado de explotar los últimos, destruyendo con millares de fogonazos la trampa mortal. Aún no habían acabado de explotar los últimos, cuando el pitido de la alarma sonó estridente. Simultáneamente el radar localizaba un punto en el espacio que Stiwenson no pudo situar.

-Me sé de memoria esta parte del espacio. Tiene que ser una nave -aclaró éste.

-¡Ojalá sea una nave wanita! -deseó Suárez.

-Las señales son más fuertes que antes -advirtió Soledad.

-¡Es una nave wanita! -habló Idón con seguridad.

Pero una nueva, formación de torpedos se anunció en el radar y volvieron a prestar atención a ella. Un colosal carrusel que giraba y giraba a gran velocidad, compuesto por varios millares de pequeños torpedos, oponía una barrera difícil de franquear. Los torpedos, cuales gigantescos protones y neutrones se atraían y repelían constantemente, formando una verdadera maraña en la que era increíble que no sobreviniera una colisión que los autodestruyera.

El tremendo disco que no mediría menos de diez mil kilómetros de diámetro, sólo era uno de los varios que los wanitas habían dejado tras sí. Cual colosal alambrada que rodeara una posición, así aquellos círculos de muerte rodeaban la Tierra, a considerable distancia de ella.

-¡Es admirable ese equilibrio de fuerzas! -exclamó Suárez admirado.

-¡Uno sólo que falle y se destruiría todo el sistema! -corroboró Stiwenson.

-¡Pasaremos! -resolvió el español.

Como antes, los rayos “W” entraron en acción. Pero entonces ocurrió algo inesperado. Al comenzar a ser destruidos los torpedos, éstos cesaron en su loca zarabanda y parecieron ordenarse en una dirección determinada.

Como obedeciendo a una orden, los torpedos formaron columnas que semejaban a las varillas de un colosal abanico, cuyo punto de convergencia era el acorazado. A una velocidad de vértigo, salvaban la colosal distancia que los separaba del “Ávila”, amenazando con destruirlo en contados segundos.

-¡Por el mismo diablo! -gritó Suárez-. ¡Torpedos a mansalva! ¡Fuego!

Todos los tubos del acorazado comenzaron a vomitar oleadas de torpedos que volaban veloces al encuentro de sus enemigos. La colisión era espantosa. Entre millares de explosiones que parecían no tener fin, el “Ávila” inició un fuerte viraje para librarse de los que aún seguían avanzando, pero la dirección de aquellos infernales aparatos cambió también. En el último instante, una nueva andanada de torpedos lanzados por el acorazado, en unión de los rayos “W”, deshizo los restos de la manada.

-¡De buena nos hemos librado! -suspiró Tomé.

-¡De mala! -rectificó Stiwenson con un gruñido.

-¡Ahora la nave wanita! -recordó Suárez viendo un punto en el radar.

-¡Es admirable esta nave! -se asombró Idón-. Con dos docenas como ésta, creo que pueden dar un disgusto a los wanitas.

-¡Ellos no son mancos!

-¡Pero esta nave es invulnerable!

-Celebro que tenga esa opinión, amigo mío.

El zumbido y carraspeo gangoso que ya antes se escuchara, sonaba muy fuerte y el radar lo acusaba con toda claridad.

-Creo que vamos a tener la suerte de destruir a uno de esos lobos negros.

-Dentro de tres minutos, podremos verle -anunció el eficiente Stiwenson.

-Mandaremos los destructores por delante. Nunca se sabe lo que puede pasar -resolvió el comandante.

Ana y Markus recibieron instrucciones y pocos momentos después eran lanzados al espacio por las catapultas de las cámaras de atraque. El vídeo señaló la figura borrosa de una nave, y la radio acentuaba las señales gangosas en el tornavoz. Pronto el vídeo se hizo claro y los tripulantes de la cámara de derrota pudieron percibir la figura negra de una nave sideral de pequeño tamaño.

-¡Es wanita! -exclamó Suárez.

-¡Lo es! -afirmó Idón.

-¡Nos acercaremos más y le daremos lo suyo!

-Esa nave tiene algo raro. Parece que no se mueve -manifestó Stiwenson que comprobaba los instrumentos atentamente.

-¡Peor para ellos! ¡Mejor blanco! ¡Preparados rayos “W”! -ordenó Suárez.

Apenas habían pasado dos segundos y ya se disponía Suárez a ordenar fuego, cuando Stiwenson gritó:

-¡Alto, Alberto! ¡Fíjate lo que ocurre!

No hacía falta que aclarara nada. De la nave negra que parecía no avanzar, estaban saliendo varios tripulantes que comenzaban a flotar en el frío espacio.

-¿Pero qué demonios hacen ésos? -exclamó el comandante del “Ávila” sorprendido.

-¡Abandonan la nave! -murmuró Idón, tan perplejo como los demás.

-¡Comunicación con los destructores! -pidió Suárez.

-Aquí Markus -sonó la voz de éste.

-¿Veis lo que está pasando?

-Sí. Parece que no quieren combatir o no pueden.

-Vuela hacia ellos. Nosotros te cubriremos y procura atraparlos vivos. ¿Podrás hacerlo?

-Lo intentaré. ¿Algo más?

-Cuando los tengas, regresa al “Ávila”.

-Entendido -se despidió Markus.

-¿Qué hago yo? -preguntó ahora Ana por el tornavoz.

-Proteger a Markus. No pierdas de vista la nave wanita.

-Entendido.

Era a todas luces extraordinario, que parte de la tripulación abandonase la nave negra exponiéndose a morir en el espacio. Combatiendo, aún tenían la esperanza de poder escapar o vencer. El acorazado terrestre viró describiendo un amplio círculo atento a lo que pasaba alrededor de la nave negra.

Por su parte Markus, llegó a las inmediaciones de los voluntarios náufragos que flotaban en grupo ya lejos de la nave, la cual, aun volando muy despacio, los había dejado atrás. Se vieron salir del destructor terrestre dos tripulantes y uno de ellos se fue acercando al grupo de flotantes seres, mientras el otro permanecía vigilante encañonándolos con un fusil desintegrador.

Markus, pues él era el que se acercaba, llegó al primero del grupo y los ojos atónitos de los tripulantes del “Ávila” vieron como se abrazaba a él, para después retroceder hacia el destructor. El otro terrícola dejó de apuntar con su arma al grupo y se unió a Markus.

-No entiendo nada -susurró el padre Tomé.

-Yo tampoco, pero lo del abrazo creo que será para alguna mujer -apuntó Stiwenson humorístico.

-¡Lo que pasa es que los ha atado! fíjense que todos van ahora hacia el destructor y guardan la misma distancia siempre -aclaró Suárez.

Así era. Markus observó que todos iban atados por la cintura y unidos entre sí. Tomó el cabo de la correa que era bastante largo y se metió con él en el destructor. Desde allí, con suaves tirones, los fue acercando a la trapa, por la que fueron introducidos uno después de otro, cerrando ésta al fin tras el último.

Cuando Markus estuvo dentro de su nave, comunicó con Suárez. Su voz sonaba llena de excitación.

-¡Comandante! -casi gritaba.

-¿Qué ocurre, Markus?

-¡Menuda sorpresa! ¡Preparaos todos!

-No gastes bromas y di lo que sea -casi amonestó Suárez que, conociendo al bromista capitán, esperaba alguna de las suyas.

-¿Sabéis a quién he pescado?

-¿Cómo quieres que lo sepamos? ¡Dilo!

-¡A Quesada! -gritó Markus más que dijo.

-¡No es éste el momento más oportuno para gastar bromas, Markus!

-¿Bromas? ¡Ahora le oiréis!

-¡Cielos! ¿Será verdad eso? -exclamó Suárez más que sorprendido.

La voz bien conocida de todos del capitán Diego Quesada sonó ahora en el tornavoz.

-¡A tus órdenes, Alberto!

-¿Pero de dónde sales, Quesada?

-Ya lo has visto. De una nave enemiga que hemos capturado.

-¿Y tu destructor?

-Destruido.

-¿Y la tripulación?

-Sólo nos hemos salvado siete sanos y cuatro heridos.

-¡Te felicito, Quesada! Es lo más extraordinario que he oído.

-Prepara una recepción de honor y corto. Tengo ganas de estar en el “Ávila” y abrazaros.

-¡Es asombroso! -comentó Idón admirado.

-¡Extraordinario! -asintió Suárez.

-¡Comandante! Si todos los terrícolas son como los que voy conociendo, creo que los wanitas lo van a pasar mal -manifestó el ursita con admiración.

-Cada uno de nosotros hacemos lo que las circunstancias nos obligan a hacer. Por lo demás, somos seres normales -terminó Suárez modesto.

El comandante Suárez dio orden a Ana Oliveira de volar cerca de la negra nave wanita y prestó atención al destructor de Markus, que se preparaba para atracar en el acorazado. Lo hizo con la destreza característica en él. Momentos después, hacían su entrada en la cámara de derrota Quesada y Markus.

Era el capitán Diego Quesada un tipo no excesivamente alto, pero fornido y musculoso. De tez morena y pelo negrísimo, lo más característico de su rostro eran sus ojos vivos de mirar centelleante y sus labios ligeramente abultados. Mejicano de nacimiento, era arrojado y alegre, como los de su raza.

Cuando hizo su aparición, Suárez salió a su encuentro con los brazos abiertos.

-¡Bienvenido, Diego!

-¡Gracias, Alberto! ¡Creí que no os vería más!

-Caramba “manito”, ¿cómo dices que te fue? -le gritó alegre Stiwenson.

-Creí que te perdía de vista para siempre, pelos de fideos -contestó Quesada abrazándole.

-Bueno, ante todo, dime qué has hecho para agarrar esa nave enemiga -pidió Suárez.

-Te lo diré. Pero antes quiero que sepas que tengo en ella dos docenas de prisioneros.

-¡Caramba!

-Como lo oyes. Están custodiados por nueve de los nuestros y de ellos, cuatro heridos. Es preciso meter gente allí no sea que se subleven.

-Puede ir Ana que está volando cerca -resolvió Suárez. Luego comunicó la orden por radio.

-¿Me escuchas, Ana?

-Sí, escucho.

-Es preciso abordar esa nave negra. En ella hay nueve compatriotas nuestros custodiando a la tripulación wanita. Es urgente meterse allí. Evacue a los heridos.

-¿Astronautas terráqueos en ese feo pez? -se extrañó ella.

-Quesada apresó esa nave y está aquí. No puedo darte más explicaciones ahora.

-¿Quesada? ¡Qué tío más estupendo! ¡Le daré un abrazo cuando le vea! Corto. 

CAPÍTULO VI 

Ante la general expectación de todos, Quesada, a una invitación de Suárez, comenzó a contar sus aventuras.

-Cuando salí del “Ávila” para ir a Marte, tuve que virar muy pronto. Una nube de torpedos me cortó el paso y de milagro no me pulverizaron. Navegué de un lado para otro buscando un resquicio y no lo encontré, por lo que decidí patrullar el espacio exterior de la Tierra como me habías ordenado.

-Pero lo peor fue que, cuando me quise dar cuenta, estaba metido en una ratonera de torpedos que se cerró alrededor del planeta. ¡No he visto nunca tantos y con tan malas intenciones!

-Llevábamos dos días dando vueltas a la Tierra, mustios y ya casi desesperados, cuando descubrimos una nave negra que no se identificó. ¡Ya puedes suponer con qué coraje atacamos! Pero nuestros torpedos y proyectiles dirigidos no hicieron mella en esa maldita. Una fuerza desconocida los desviaba y se perdían en el espacio sin tocarla.

-Conocemos esa fuerza desconocida -sonrió Suárez.

-¿Sí?

-Sí. Pero continúa, por favor.

-Pues decidí jugarme el todo por el todo. Decidimos estrellarnos contra ese pez negro del diablo. Le enfilamos a una velocidad de locura y nos dispusimos a morir destruyendo al adversario.

Calló por unos momentos Quesada. En sus palabras no había ni la más leve sombra de jactancia. Todos estaban pendientes de sus palabras y el mejicano continuó.

-Ellos se defendieron lanzándonos salva tras salva de torpedos que los nuestros neutralizaban en el camino. Pero alguno debió escapar y nos alcanzó. Voló en pedazos el destructor y me vi lanzado al espacio dentro de la cámara de derrota con todos los tripulantes que en ella había. Todos perdimos el conocimiento y cuando lo recobramos, unos antes y otros después, nos vimos atados y remolcados por el espacio.

-¿Habían salido los wanitas a por vosotros?

-¿Los wanitas? ¿Qué wanitas? -preguntó sorprendido Quesada.

-Ese pez negro pertenece a un planeta llamado Wania. Pero sigue, ya te contaremos.

-Nos metieron en su nave sin muchos miramientos. En una cámara nos fueron quitando el equipo. Dos compañeros estaban muertos, tenían roto el traje de vidrio. Conté once conmigo, cuatro de ellos heridos.

-¿Los curaron? -inquirió Tomé.

-Al principio, no. Luego uno de ellos lo hizo.

-¿Qué ocurrió después?

-Creo que todos los tripulantes fueron a vemos. Hablan un idioma silábico parecido al chino.

Suárez miró a Idón que afirmó con la cabeza.

-¿Qué hicieron después?

-Una estupidez. Nos quitaron los trajes de vidrio y se los repartieron muy contentos.

-Trofeos de guerra -intervino Markus.

-Al principio nos tenían atados, pero tenían tal confianza en sí mismos que nos desataron para damos de comer.

-Eso está bueno. ¿Qué tal era la comida? -preguntó Stiwenson.

-Una galleta un poco insípida, pero que debe alimentar lo suyo. Nos hartábamos pronto.

-Luego tendremos tiempo de saber detalles. ¿Cómo te hiciste con la nave? -interrumpió Suárez.

»Nos llevaron en grupos a la cámara de derrota, ante el que parecía el jefe. Allí vi los mandos, que no son muy distintos de los nuestros. Luego nos dejaron a todos en la cámara, desatados y tan sólo con el traje interior. Comencé entonces a pensar en sublevarme.

»Los que nos llevaban las galletas siempre eran los mismos y lo hacían con grandes intervalos. En estos intervalos todo parecía sumido en el silencio, como si durmieran. Tracé el plan. Cuando entraron a damos la galleta, caímos sobre ellos y los pudimos reducir. Los atamos y amordazamos. Luego, por el corredor, llegamos a la cámara de derrota. Allí había sólo dos y los sorprendimos.

»Aquellos no eran hombres. ¡Eran dos fieras! Nos costó lo nuestro hacernos con ellos. Luego recorrimos toda la nave y los fuimos cazando. Creo que tienen el sueño muy pesado, pues a los que sorprendimos durmiendo se despertaron cuando ya estaban fuera de combate. ¡Pero los demás... bueno, fue una lucha terrible, pero nosotros estábamos desesperados!

»Como me había figurado, el manejo de la nave era parecido al nuestro, así que lo aprendimos pronto. Luego llegó el “Ávila” a los dos días.

-Llegamos con oportunidad -apuntó Suárez.

-Sí, pero entonces es cuando pasamos miedo de verdad. Decidimos salir al espacio como recurso para llamar la atención antes de que empezaseis a disparar contra nosotros.

-Estuvo en un tris que no lo hiciéramos. Os vimos a última hora.

-Menos mal. Pero ya ha pasado todo.

-Ahora debes descansar, Quesada.

-¿Descansar? ¡Ni pensarlo! Tengo que poner en orden ese pez y navegar en él. Bueno, si tú no dispones otra cosa.

-¿Cómo te lo voy a negar si tú lo has pescado? -rió Suárez.

-¿Me lo quedo entonces?

-Por derecho de conquista. Pero nos hemos olvidado de Ana.

-Está muy ocupada. Miradla -indicó Soledad Cánovas señalando la pantalla de vídeo.

Lo mismo que antes hiciera Markus, hacía ahora la brasileña. Una larga ristra de seres atados unos a otros transbordaba al destructor terreno. Por el tornavoz sonó la voz de Ana.

-Ya no caben más aquí. Están gordos como cerdos estos wanitas.

-¿Has dejado gente en la nave enemiga?

-Sí, los justos.

-Pues tráete a esos gordos al “Ávila”. Cuidado al atracar.

-Enterada. Corto.

Con la misma pericia que Markus, Ana atracó en el acorazado. Ya en la cámara de derrota, corrió a Quesada.

-¡Dichosos los ojos, chico!

-Algo oí de un abrazo, capitana.

-¡Aquí lo tienes!

Y uniendo la acción a la palabra, abrió los brazos a su entrañable amigo, que la estrechó entre los suyos, dando con ella casi una vuelta en redondo.

-¿De modo que pirateando por ahí? -exclamó Ana cuando pudo hablar.

-Te he comprado una nave en el almacén de la esquina.

-¡Es muy fea!

-La pintaré de otro color. Es que no había más que de ése -se disculpó bromeando Quesada.

-¿Has visto las chicas que trae para tu harén, Markus?

-Son verdes -asintió Quesada.

-¡Caramba, hombre, esa variedad no la había probado todavía! ¡Gracias, “manito”!

-¿Verdes? -se escandalizó el “páter”, que estaba en las nubes.

Rieron todos. La verdad es que era la primera vez que renacía de nuevo el buen humor entre aquellos que todo lo habían perdido.

-Bueno, basta de charla. Hay que pensar en tripular la nave wanita. Escoge tú mismo la tripulación y cuando quieras te largas a ella. Ya me darás un informe escrito de todo lo que te ha pasado. Pídeme todo lo que necesites para poner a punto ese pedazo de carbón.

-Yo lo primero que le mandaría sería pintura -sugirió Ana.

-No te preocupes, Anita. La pintaré tan pronto como pueda. Te lo prometo.

Fueron transbordados a la nave negra cuantos tripulantes y material fueron necesarios y muy pronto se la vio maniobrar por el espacio cada vez con mayor seguridad. Era rápida, pero no como los destructores terrenos. Sin embargo, no podían despreciar aquel incremento en los momentos en que se encontraban.

Cuando Suárez recibió el último informe de que la nave estaba a punto, dio orden de emprender el regreso al espacio de Uros.

-Vamos, Stiwenson. Rumbo a Uros.

-¿Te decides, comandante? -preguntó Idón.

-Sí. No hay otro remedio. ¿Podemos comunicar desde aquí con tu planeta?

-Desde luego.

-Pues a ello. Deseo hablar con tu jefe.

La conversación radiofónica con el jefe de Uros fue larga. Puesto en antecedentes de lo que ocurría, se ofreció a dar asilo a los terrícolas en su planeta. Se acordó elaborar un plan de ataque a Wania. La forma y el momento serían acordados en Uros, mientras se ponía a punto la flota sideral necesaria para batir a los wanitas.

Sobrevolaron la Tierra que aparecía desolada aparentemente, y esto llenó de amargura el corazón de los terráqueos. Destruyó el “Ávila” varios campos de torpedos, colosales trampas que ocupaban espacios considerables y por fin llegó el momento en que se encontraron en el espacio exterior de Uros.

La expectación en toda la tripulación terrena era grande. Iban a llegar a un mundo inteligente. Sabían que aquel planeta sería por mucho tiempo su patria.

De la colosal civilización de la Tierra no quedaba nada. Sólo ellos eran los supervivientes de un planeta donde las ciencias, las artes, las letras y toda suerte de actividades habían llegado a un grado de perfección y riqueza extraordinarias.

El comandante Suárez de Ávila, consciente de la enorme responsabilidad que había recaído sobre él, decidió formar una especie de jefatura de técnicos. El “Ávila”,' como todos los acorazados siderales terrestres, necesitaba para su funcionamiento, una serie de hombres y mujeres con un alto nivel técnico y científico. Estos serían la base de la futura sociedad terrena.

Idón, constantemente en contacto con Uros, dio las últimas instrucciones para la llegada. Bajo su dirección, el “Ávila” comenzó a frenar aún muy lejos del planeta. El vídeo les llevó la imagen de Uros, más pequeño que la Tierra y donde se señalaban claramente los mares y los continentes.

-¿Cómo es vuestro mundo, Idón? -preguntó Soledad.

-Creo que muy parecido al vuestro. Tiene muchos espacios desiertos.

-Nosotros también los teníamos. Pero grandes obras hidráulicas llevaron agua a los desiertos.

-Nosotros no hemos tenido tiempo aún para esto. Todos nuestros esfuerzos los dedicamos a la defensa y gracias a eso sobrevivimos.

-Quizá ahora les vamos a complicar la vida.

-No, amiga mía. Al contrario. Vosotros sabéis más que nosotros y nos haréis un gran favor.

Idón prestó atención al vídeo. Estaban llegando. La velocidad del “Ávila” iba decreciendo por momentos y fue indicando a Stiwenson lo que debía hacer.

-Tomaremos agua en la base de destructores. Pero antes puede sobrevolar el planeta.

El acorazado, a más de mil kilómetros por hora, atravesó las capas atmosféricas de Uros. Una luz vivísima, procedente de Irisis, lo iluminaba todo. Idón y Hélida iban describiendo los diversos lugares que sobrevolaban.

-Esos son los bosques del norte -decía Hélida a las muchachas-, ahora pasaremos sobre los lagos. Es una región deliciosa en la que la vida es muy agradable.

-Aquella mancha oscura que hay frente a nosotros -explicaba Idón-corresponde a las montañas del sistema norte. En ellas tenemos los filones más ricos de mineral.

-¿Y las ciudades? -preguntó Suárez.

-Están casi todas en el centro. Ten en cuenta que la temperatura de Uros es menor que la de la Tierra. En los polos la temperatura es terriblemente fría, y en la zona que vosotros llamáis ecuatorial hace menos calor que en la vuestra. Pero pronto llegaremos a la base.

Por radio comenzaron a llamar al “Ávila”. Idón habló brevemente y pasó la comunicación a Suárez.

-Nuestro Jefe Supremo quiere saludarte.

-Escucho, señor -habló Suárez junto al micro.

-Me complace mucho hablaros, comandante. Siento que el motivo de su llegada sea triste. Nosotros también lo estamos por lo ocurrido.

-Gracias, señor. Le estamos muy agradecidos por la hospitalidad que nos brinda.

-No hablemos de eso. Pronto tendremos la oportunidad de abrazarnos. Todo el pueblo de Urisis estará esperándolos para saludarlos.

-Corresponderemos con toda gratitud, señor.

-Hasta la vista, comandante.

-Hasta después, señor.

Un vasto mar de aguas verdes, cual las hojas de una selva, se extendía bajo el “Ávila”. A una indicación de Idón, el acorazado perdió altura y se posó suavemente sobre el agua. Tras él, el pez negro tripulado por Quesada hizo lo propio y, unos minutos después, el acorazado sideral XB-403 de la Armada Sideral de la Tierra, paraba motores.

Toda la tripulación del “Ávila” estaba preparada para desembarcar. Por las claraboyas del acorazado se divisaba a lo lejos una gran ciudad de brillantes tejados. Una claridad muy viva lo iluminaba todo, debido a los rayos de Irisis, el sol de aquel sistema.

-¿Respiraremos bien aquí? -preguntó Ana a la joven ursita, que no se separaba de su lado.

-Sí, es seguro. Nosotros en vuestra nave no hemos notado la menor molestia.

-Tenemos grandes deseos de ver vuestro pueblo, Hélida. ¿Cómo son las chicas? -habló riendo Soledad.

-Serán estupendas, ya lo verás -auguró Ana.

Se inició el desembarco haciéndolo en grandes lanchones. El agua tenía una extraña transparencia. Suárez se inclinó y metió una mano en ella. Estaba fría e incolora como en la Tierra.

-¿Cómo tiene ese tono verde claro tan bonito? -preguntó.

-Hay poca profundidad. En algunos sitios llega a los cien metros y el fondo está poblado de bosques verdes que le dan ese tono -respondió Idón.

-Hablas de metros. ¿Conoces nuestro sistema decimal?

-¡Ya lo creo! Lo hemos adoptado como muchas cosas que te sorprenderán.

Llegaron a un muelle formado por enormes piedras planas muy blancas. Una gran multitud se agolpaba a regular distancia y una formación militar aparecía a un lado de la gran explanada.

-Diría que estamos en un pueblo cualquiera de la Tierra -comentó el padre Tomé.

Saltaron a tierra y vieron venir hacia ellos un pequeño cortejo. Media docena de hombres a la cabeza de los cuales avanzaba un anciano de aspecto severo. Era el Jefe Supremo de Uros, según dijo Idón.

Suárez se adelantó. Ante él se cuadró haciendo un saludo militar. El jefe ursita se encaró con el jefe del “Ávila” y sonriendo suavemente abrió los brazos, estrechando entre ellos sin ceremonia alguna al sorprendido terrícola, que esperaba un recibimiento más protocolario.

-Es una dicha para mí y el pueblo ursita, poderos ver y tener entre nosotros -manifestó el Jefe con una voz suave en la que el castellano sonaba agradablemente.

-Nuestro respeto y agradecimiento para este gran pueblo ignorado en la Tierra, serán eternos, señor.

-Me vais a permitir abrazar a mi hija y al valeroso Idón, que gracias a vosotros vuelven a Uros. El anciano abrazó a Idón y luego a Hélida, que aparecía radiante con su uniforme verdoso prestado por Ana. Llevando a su hija agarrada de la mano, el Jefe presentó a los que le acompañaban.

-Mis colaboradores en el gobierno de Uros.

-Es un honor conocerles, señores -respondió Suárez y a su vez presentó brevemente, señalándolos:

-Stiwenson segundo jefe, padre Tomé, capitanes de destructores...

-Con todos tendremos ocasión de hablar más tarde. Ahora vamos a entrar en la ciudad. El pueblo de Urisis estará impaciente por veros.

Avanzaron hacia la formación militar que con trajes espaciales estaba a pie firme. Era una vistosa y lucida tropa de hombres altos y bien formados. Los trajes de vidrio eran de vivos colores que llevaban una serie de adornos que les daban un aspecto agradable y marcial.

-Es la tripulación de una de nuestras naves -explicó Idón.

-Veremos si les causa sensación nuestro batallón femenino -murmuró maliciosa Soledad.

-¡Seguro! -afirmó Ana mientras sus negros ojos recorrían las filas de ursitas.

Llegaron al final de la explanada. Allí comenzaba una calle muy cuidada bordeada de edificios de dos plantas, pero sin un solo árbol. En ella había varios vehículos semejantes a los autoorugas y en ellos se acomodaron todos. Suárez con el Jefe ursita y otro grave varón. Detrás los demás repartidos en los otros vehículos con Idón y Hélida.

Los terráqueos miraban curiosos a todas partes encontrando muchos puntos de semejanza con las cosas de la Tierra. Soledad comentó:

-Están guapas las mujeres con esas túnicas.

Tras media hora de marcha por aquella calle que parecía no tener fin, llegaron a una gran plaza. Fueron conducidos a las gradas de un enorme edificio y el Jefe de Uros dijo algo a un oficial.

Comenzó a sonar una música monorrítmica que se repetía constantemente y por la avenida desembocó una formación compacta de robots, que marchaban a paso de carga. Era una columna gris, llena de ruido uniforme, disciplinada, pero sin el calor y la prestancia de las formaciones humanas. Cientos y cientos de máquinas semejantes a hombres pasaron sin cesar y, con rápida sucesión de batallones. Idón, junto a Suárez, preguntó:

-¿Qué te parecen?

-Muy buenos -comentó impresionado el comandante.

-¿Tenéis vosotros?

-Sí, pero nuestras formaciones de ocupación son humanas. Está demostrado que los robots, son poco operativos.

Ante el gesto interrogador de Idón, Stiwenson aclaró:

-Si falla el operador humano, falla todo el conjunto. El hombre combate, tiene imaginación y es resolutivo.

Un tremendo fragor cortó la conversación. Grupos de robots sobre pequeños vehículos de cuatro ruedas pasaron raudos en correcta formación. Luego desfilaron grandes masas acorazadas con artillería atómica. Tras un pequeño descanso en el fluir de máquinas, apareció la formación que vieran en el puerto.

Marchaban muy de prisa, con un paso menudo y rápido, armados de cortos fusiles de dos cañones.

-Son todos especialistas en una rama técnica -explicó Idón.

-Parecen muy buenos -asintió Stiwenson con deferencia.

Cesó aquella musiquilla y al poco los terrícolas se vieron sorprendidos por una voz varonil que a través de los altavoces explicó á la multitud, en inglés, español y chino, que dos formaciones de la gran nave terrena iban a desfilar. Una de mujeres y otra de hombres.

-Estas formaciones -continuó el locutor- son quizá el único resto de la humanidad terrestre. Llegan hasta nosotros doloridos por su gran desgracia nacional.

Se hizo el silencio. Después los acordes de una marcha militar terrestre sonaron difundidos por los altavoces y la multitud onduló curiosa e impaciente. Pronto se divisó la formación femenina.

En un bloque compacto y uniforme, con paso seguro y perfecta alineación, marchaban airosas las muchachas terrícolas. Sus uniformes verdosos de línea irreprochable desde la americana a la falda, realzaban las siluetas juveniles.

Un clamor se escuchaba a su paso, con el que los ursitas demostraban su admiración y simpatía por aquellas jóvenes entre las que se mezclaban chicas de todas las razas de la Tierra. Las muestras de agrado eran tan elocuentes, que Soledad, emocionada, volvió sus ojos acuosos hacia Ana. Esta, no menos turbada que su amiga, buscó la mano de Hélida y se la estrechó con mudo agradecimiento.

Tras ellas desfiló la formación masculina, con trajes de calle y sin armas. Marciales, rítmicos y viriles, eran la estampa de la fuerza y de la disciplina. Como antes las muchachas, hombres cobrizos, negros, amarillos, blancos... codo a codo, hombro con hombro.

El Jefe Supremo de Uros miró complacido a Suárez.

-¡Es magnífica esta tropa, comandante!

-¡Gracias, señor!

-Nosotros hemos dado preponderancia al robot.

-En la Tierra hubo un tiempo que también. Pero ya pasó esa forma de combatir. Se ha vuelto al hombre, ser inteligente, que resuelve lo que la fría máquina no es capaz de resolver.

-¡Quizás tenga razón! -contestó el anciano pensativo.

Finalizado el desfile, la tropa terrena volvió al “Ávila”. Suárez, con sus oficiales, fue llevado a la Casa del Gobierno, donde inmediatamente se pasó a estudiar la situación creada por la agresión wanita a la Tierra.

El comandante del acorazado terrestre expuso su pensamiento con toda sinceridad. Se proponía la destrucción de aquel enemigo alevoso, por dos razones fundamentales. Primero el castigo, y después la seguridad de no temer que aquello se repitiera. Como por otra parte los ursitas anhelaban verse libres de la constante amenaza wanita, el interés era común.

Se convino poner la técnica ursita al día con la terrestre y recíprocamente. Comisiones de técnicos se intercambiarían. La industria de Uros acometería inmediatamente la tarea de construir medio centenar de acorazados como el XB-403 terrestre. Con un efusivo abrazo del Jefe de los ursitas y Suárez, quedó sellado el acuerdo. Luego el grupo de terráqueos, con Idón, salieron por las calles de Urisis.

Hélida, por su parte, acaparó a las chicas a las que llevó a su casa.

-¿Vamos de compras? -preguntó festiva Soledad.

-No, ahora voy a enseñaros mi casa.

-¡Estupendo, chica! -se alegró Ana.

Por el camino se cruzaron con Quesada y Markus, que habían desertado de la compañía de Idón y Suárez.

-¿Dónde vais? -gritó Markus al verlas.

-A visitar un cuartel femenino -le contestó Ana agitando la mano.

-Iremos con vosotras -volvió a gritar Markus corriendo tras ellas.

-Nada de eso, tenorio, que te perderemos bajo el encanto de una muchacha ursita -le contestó ahora Soledad, haciendo señas a Hélida de que acelerase el vehículo en el que iban.

-¡Me las pagarás, Ana! -se oyó chillar al griego, mientras las chicas reían el chasco.

CAPÍTULO VII 

Una fiebre de trabajo pareció invadir a toda la nación ursita. Las grandes factorías trabajaban día y noche a ritmo febril. Los terrícolas no se daban punto de reposo en la instrucción de dotaciones, con el “Ávila” convertido en escuela. Se efectuaba vuelo tras vuelo con dotaciones nuevas que eran entrenadas en el servicio y manejo de todos los órganos del coloso.

En menos de un mes, cincuenta cascos semejantes al del “Ávila” fueron botados al agua. Simultáneamente se construían con arreglo a los planos facilitados por Suárez millares de máquinas e instrumentos para ser instalados en las naves cuando éstas estuvieran en condiciones de ello.

Cuarenta días después, se comenzaron a montar y probar motores auxiliares y el comandante del acorazado terrestre se sentía optimista y casi alegre de la marcha fabulosa de aquella flota. Idón, convertido en el mejor auxiliar de Suárez, no se daba punto de reposo. Juntos trabajaban y planeaban, resolvían y vigilaban. Se habían compenetrado de tal manera, que una estrecha simpatía y camaradería unía a los dos hombres.

-¡Es admirable tu pueblo! -manifestó Suárez en una ocasión después de una visita a la factoría que fabricaba los eyectores de rayos “W”.

-Sí, estoy satisfecho de la disciplina que hay. Pero no creas que siempre ha sido así. Hemos tenido nuestras discordias -contestó Idón en un tono de voz que sorprendió al terrestre.

-¡Pero eso pasó! ¿Verdad?

-Sí. Pasó hace menos tiempo de lo que te figuras..

-¿Temes algo? -inquirió Suárez preocupado.

-Creo que disidentes, los que no opinan como la mayoría de los ursitas, están ahora demasiado silenciosos.

Suárez le miró interrogador. Desde que llegaran al planeta Uros, no había sospechado que allí hubiera facciones políticas. Se expresó con sinceridad.

-Amigo Idón. Dime la verdad. ¿No hay unidad de opinión en Uros?

-En realidad, sí. El pueblo quiere y admira al Jefe Supremo. Es un gran sabio y gran hombre. Hay una pequeña facción que disiente. En realidad es una camarilla acaudillada por un resentido, hombre muy inteligente y poderoso. El esfuerzo a que está sometido el pueblo, para salir adelante en el plan de trabajo trazado, le está dando alas para soliviantar a algunos.

Quedó silencioso Idón, Suárez, por su parte, lamentaba que su llegada a Uros fuera motivo de discordia para aquel pueblo al que admiraba por su sencillez y espíritu de trabajo. Como si el ursita adivinara los pensamientos de su amigo, exclamó sonriendo:

-No te preocupes. Tenemos todos demasiado temor a los wanitas para que ahora que está decidido su castigo se divida el pueblo de Uros.

-Más vale así -fue la contestación de Suárez.

Pero el jefe terreno había quedado preocupado. La posibilidad de algún impedimento que estropeara los planes trazados no se desprendía de su pensamiento y aquella noche, al reunirse con los oficiales, como era costumbre todos los días para comentar y saber la labor realizada por cada uno de ellos, expuso sus temores.

-¿Y crees que esos disidentes serán capaces de estropear todo a estas horas? -preguntó Stiwenson.

-No lo sé. Pero creo que debemos estar vigilantes y sobre aviso. Sería catastrófico que todo se echara a perder.

Así las cosas, pasaron varios días sin que nada interrumpiera la marcha de los trabajos y de la instrucción de nuevas tripulaciones. Una noche en que se reunieron como de costumbre, Quesada propuso brindar por algo que diría después. Cuando todos tuvieron las copas en alto, sacó unas fotografías y las exhibió triunfalmente. Entre el regocijo general, fueron contemplando la silueta fotografiada.

-¿Le conoces? -preguntó Quesada a Ana.

-¿Esta nave? -contestó ella sorprendida.

-Sí, esa nave.

-¡No me lo digas! ¿Es el pez negro?

-El mismo.

-Chico, te felicito. Está desconocido.

Así era, Quesada, cumpliendo la promesa hecha a Ana, había pintado la negra nave wanita de colores vivos, pero con el aditamento de un soberbio gallo de pelea en sus costados.

Faltaba a la cita aquella noche Markus y todos esperaban verle aparecer, pero pasaba el tiempo sin que el griego diera señales de vida.

-Ya es raro eso de que no venga -manifestó disgustado Suárez.

-¡El amor, Alberto! -suspiró Ana mirando con intención al comandante.

-El caso es que ya hace más de dos horas que debía estar aquí.

-Ya vendrá, hombre. No te preocupes.

-¡Tengo la impresión de que le ha ocurrido algo! -manifestó el comandante preocupado.

-Se lo estará pasando de rechupete. Eso es lo que ocurre, “manito” -rió Quesada.

Pero todos empezaron a preocuparse cuando llegó la media noche y Markus no apareció. Suárez propuso:

-Debemos salir a dar una vuelta. Quizás este en un apuro.

-Como quieras. Pero creo que el apuro lo estás pasando tú.

Decidieron salir Suárez y Quesada. Stiwenson se quedaría con las muchachas.

-Ya en la calle, Suárez espetó a su amigo:

-Diego, tú sabes algo de Markus. Seguro que está metido en algún lío de faldas.

-Creo que hay algo de eso, pero no creo que sea para ponerse así.

-Cualquier cosa puede ser mala en estas circunstancias.

-¿Qué circunstancias?

-No he querido decir nada delante de las chicas, pero hoy Idón me ha confirmado que sus temores eran ciertos.

-¿Y que tiene que ver eso con nosotros o con Markus?

-No lo sé. Pero quiero verle cuanto antes.

-Bueno. ¿Dónde vamos?

-¿Sabes el sitio por donde ese tenorio tiene su nuevo amor?

-Creo que sí. En las afueras de la ciudad.

-¡Vamos!

Diego se encogió de hombros y comenzó a marchar calle abajo. Todo estaba solitario, y las blanquecinas luces del alumbrado iluminaban las calles desiertas. La severa disciplina impuesta a la población de Urisis para canalizar el esfuerzo, prohibía casi en absoluto trasnochar. Todos deberían estar entregados al descanso para renovar el esfuerzo al día siguiente.

Desembocaron en una calle de los barrios extremos de la capital. Al volver una esquina sintieron pasos y más por no ser conocidos que por otra cosa, se ocultaron tras el quicio de una amplia puerta, amparándose en la sombra.

Un grupo de hombres pasó por su lado sin apercibirse de su presencia. Cuando se hubieron alejado, Suárez susurró.

-¿Te has fijado?

-Sí. Parece que llevan a alguien atado.

-Eso me ha parecido a mí.

-Esto no me gusta.

-¿Será la policía?

-No parecen tener ese aspecto. Además creo que irían en algún vehículo.

-¿Vamos a lo nuestro?

-Vamos, ya estamos cerca.

Anduvieron aún unos minutos. Quesada se paró y señaló con la mano una casa.

-Creo que es ahí donde vive la muchacha ursita que corteja Markus.

Se acercaron con cuidado. La casa estaba a oscuras y Suárez tanteó las ventanas sin resultado. Luego llegaron a la puerta. Con gran sorpresa de los dos terráqueos estaba abierta. Empujó Suárez con cuidado y la puerta se entreabrió, arrojando una suave claridad del interior. Decididos penetraron sin hacer el menor ruido hasta llegar a la puerta de una habitación donde la luz mortecina de una lámpara de mesa alumbraba un cuadro macabro.

Tendida en el suelo se veía a una joven de raza ursita. Cerca de ella un hombre y una mujer de alguna edad, estaban también tendidos en el suelo. Ahogando una exclamación de sorpresa, Quesada se agachó, para comprobar lo que sospechaba. ¡La muchacha estaba muerta!

Levantó la cabeza hacia Suárez que a su vez examinaba los cuerpos de los dos ancianos y una mirada le bastó para comprender.

-¡Los han matado! -susurró.

-¡Así es! -afirmó Suárez en un soplo.

-¡Vámonos de aquí! Esto no es seguro.

Salieron despacio, dejando la puerta como estaba y; ya en la calle, Quesada preguntó:

-¿Qué crees que ha pasado?

-No lo sé, pero me imagino que Markus no lo ha pasado nada bien.

-¿No serían esos que vimos?

-Es posible. ¡Cielos! -exclamó de pronto Suárez- ¡El que nos pareció que iba atado podría ser él!

-¡Por mil diablos! ¡Me atrevo a asegurarlo, después de lo que hemos visto en esa casa!

-¡Es preciso encontrarlo!

-¿Pero dónde?

-Eso lo hará Idón mejor que nosotros.

Corrieron desolados en dirección a su alojamiento, desde donde podrían comunicar con Idón. Él sabría seguramente donde poder buscar al enamoradizo capitán. Pero cuando llegaron a la casa que les servía de alojamiento, una gran sorpresa les aguardaba. ¡Estaba vacía! El desorden más espantoso reinaba por todos lados. Después de la sorpresa, el hombre de acción que era Suárez salió lleno de coraje al exterior.

-¡Hay que comunicar con nuestras naves cuanto antes! ¡Esto va contra nosotros!

Se dirigió al fono-visor y marcó el número del puesto que en el puerto tenían los terráqueos, pero nadie contestó. Ni un ruido, ni una sombra en la pequeña pantalla.

Bufando, volvió a marcar el número de Idón, pero ocurrió lo mismo. Rabioso, arrojó el inútil micro y se volvió a Quesada.

-Hay que ir a casa de Idón. Allí debe ocurrir algo.

Volvieron a salir a la calle. Escurriéndose por los espacios más oscuros llegaron al fin frente al edificio que ocupaba el ursita. En ella como en su alojamiento, el desorden era completo.

-¡Han sido rápidos! -comentó Suárez sombrío.

-¿Piensas en una sublevación?

-No es precisamente eso. Creo que el gobierno y los militares son las víctimas de un grupo de resentidos, capitaneados por un pez gordo de la industria.

-¿Qué hacemos ahora?

Suárez tardó en contestar.

-Está bien claro que va contra nosotros y nuestros amigos. Tenemos que llegar a toda costa a nuestras naves y tratar de neutralizar a los revoltosos.

-¡Vamos al puerto! -convino Quesada.

Deslizándose silenciosos por las calles, consiguieron al fin llegar al puerto sin ser vistos. Antes de llegar vieron diversos grupos de hombres armados, todos ellos vestidos de paisano.

-¡Es un complot! ¡Lo que temía Idón! -susurró Suárez al oído de Quesada.

En el puerto, los grupos eran muy numerosos. Parecían haber tomado posesión de los almacenes, y los dos terrestres tuvieron que agazaparse entre una pila de grandes cajas.

-¡Va a ser difícil agarrar una motora! -opinó Quesada.

-Será imposible sin que nos vean -asintió Suárez.

-Creo que al destructor podría llegar a nado.

-¿Te atreves?

-¡Claro que sí!

-Entonces escucha, Diego. Tienes que llegar y enlazar por radio con el “Ávila”. Si podemos desembarcar la tripulación en un tiempo breve, creo que haremos abortar este movimiento sedicioso. ¡Es vital para nosotros!

-¡De acuerdo! ¿Y tú, mientras, qué?

-Yo haré otra cosa.

-¿Ana y los demás? -inquirió Quesada.

-¡Sí! ¡Tengo que encontrarlos!

Quesada, tras un momento, espetó:

-¡Alberto, yo no te dejo solo!

-¿Qué dices?

-¡Lo que oyes!

-¿Pero no comprendes que hay que llegar a nuestras naves?

-¡Sí, y que hay que buscar a nuestros compañeros!

-¡Eso lo haré yo!

-¡Es muy peligroso y lo quiero hacer! -rezongó tozudo el mejicano.

-¡Diego, es preciso! ¡Tú nadas como un pez! Yo además tengo cierta idea de donde encontrarlos

-¿Que lo sabes? -saltó Quesada.

-Lo intuyo nada más. Es una sospecha que no puedo dejar de comprobar.

-¡Haré lo que mandas, pero si fracasas, te aseguro que desintegro este planeta!

-Ahora escucha. Es preciso que la tripulación del “Ávila” desembarque antes del amanecer. Hay que ocupar por las buenas o las malas la Casa del Gobierno, la Escuela de Oficiales y el Arsenal.

-¿Y a ti, cuándo te veo?

-Yo me uniré a vosotros de una o de otra manera.

-Bueno. ¿Me largo ya?

-Sí. ¡Suerte!

Un fuerte, apretón de manos fue la despedida. Quesada se deslizó como una sombra hasta el borde del agua y se dejó caer sin ruido. Cuando Suárez le vio desaparecer, suspiró de alivio. Había temido que le descubrieran y aniquilaran fulminantemente con una ráfaga de cualquier fusil desintegrador. Conocía de sobra a Diego Quesada y sabía que una vez en el agua llegaría al destructor capturado a los wanitas. Lo demás ya ofrecería menos dificultad para el bravo mejicano. 

CAPÍTULO VIII 

Ahora le tocaba a él. Tenía que resolver aquella papeleta difícil. Como le había dicho a Quesada, sospechaba que no sólo sus camaradas habían sido detenidos, así como Idón. El Jefe Supremo y sus colaboradores seguramente habrían sido capturados y lo probable es que la Casa del Gobierno fuera el objetivo principal de los revoltosos.

¡Allí debía dirigirse! Con sumo cuidado, pero decidido, retrocedió. Mientras caminaba por calles apartadas, concibió su plan. Lo primero era quitarse su uniforme bien conocido de la Armada Sideral Terrestre.

Un ruido de pisadas le hizo dar un salto y aplastarse en el quicio de una puerta. Un grupo de hombres armados se acercaba andando deprisa y pasó por su lado sin apercibirse de su presencia. Uno de ellos, rezagado del grupo, iba detrás solo. Suárez comprendió que era su oportunidad, aunque se arriesgaba a ser descubierto por los que iban delante.

Cuando el rezagado ursita pasó por su lado, extendió rápidamente la pierna zancadilleando limpiamente al hombre, que cayó con un sordo golpe. Como un felino, Suárez se abalanzó sobre él cayendo sobre sus espaldas cuando intentaba incorporarse. Un fuerte golpe dado a todo gas, con las dos manos juntas, en la nuca del ursita, le dejó fulminantemente inconsciente, aplastado su rostro contra el suelo.

Todo había ocurrido en un tiempo tan breve, que aún se percibían las pisadas del grupo ursita cuando ya Suárez tiraba del desvanecido hombre y lo arrinconaba en la sombra protectora de la puerta. Febrilmente le arrancó sus vestidos. Se embutió los pantalones sobre los suyos y la amplia blusa corta con el cinturón de cuero pasó a su poder. Agarró el corto fusil desintegrador de dos cañones, caído a un lado y corrió en pos del grupo de ursitas que se había perdido tras la esquina próxima.

Alcanzó a verlos a lo lejos. Por lo visto no se habían percatado de la ausencia de su compañero y haciendo un colosal esfuerzo gimnástico, los alcanzó con grandes y silenciosas zancadas, continuando tras ellos algo separado.

El grupo llegó por fin a lo que parecía su destino, y se paró ante una puerta. Parecieron deliberar y Suárez se agachó simulando arreglar algo en su calzado. Una llamarada le hizo levantar vivamente la cabeza. Un silencioso disparo desintegrador había dejado franca la entrada de aquella casa, pulverizando la puerta.

Penetró por ella el grupo y el terreno le siguió. Traspasaron unas habitaciones y llegaron ante una puerta que, como la anterior, quedó pulverizada en un segundo. Dentro, un hombre que descansaba en el lecho se incorporó alarmado. Antes de que se diera cuenta de lo que le ocurría, se encontró maniatado y en el centro del grupo que casi sin proferir palabra le arrastró fuera de la casa.

Procurando pasar desapercibido, el comandante siguió en su papel pasivo. Quería a todo trance saber el lugar donde llevaban a aquel prisionero, suponiendo fundadamente que serían todos concentrados en algún lugar. No se equivocó en sus suposiciones. La Casa del Gobierno era el cuartel general de los revolucionarios.

Penetró tras el grupo en aquella casa que conocía bien. Subieron las grandes escaleras que llevaban al salón de recepciones y entregaron al paisano a dos hombres armados que guardaban la puerta. Éstos la abrieron y empujaron al cautivo sin muchos miramientos.

Suárez temió por un momento ser reconocido al volver los hombres a bajar, pero parecían tener mucha prisa y ninguno reparó en el color de su piel. Al llegar al vestíbulo, casi desierto, Suárez se rezagó y hábilmente se ocultó tras una de las grandes columnas que adornaban la gran habitación. Luego se deslizó por una puerta lateral y resueltamente se coló por ella.

Apenas si había cerrado tras sí, comprendió que se había metido en un avispero. Un grupo de hombres se volvieron curiosos a mirarle y una exclamación de sorpresa se escuchó. Suárez no se amilanó. Encaró súbitamente el corto fusil y un rayo vivísimo partió de la negra boca.

El grupo de hombres se derrumbó, pero un ruido a su izquierda le hizo volver la cabeza. Un hombre corpulento se le venía encima como un bólido y el terrestre, sin tiempo para encarar el desintegrador, se agachó para tratar de esquivarle. Era tal la furia del ursita, que venía lanzado, que al no encontrar la masa del cuerpo de Suárez, sobre la que esperaba volcarse, perdió el equilibrio y cayó sobre las espaldas del terrestre.

Recibió éste el peso dando un bufido, pero el encontronazo fue de tal naturaleza, que el desintegrador se le escapó de las manos. Se sacudió Suárez el peso de encima y, a gatas, corrió hacia el arma.

No pudo llegar a ella. El ursita le agarró por una pierna y tiró de él. Se sintió arrastrado y haciendo un esfuerzo se revolvió incorporándose a medias, apoyado en una mano, mientras con la otra conseguía agarrar a su enemigo por el cuello.

Le largó el ursita un manotazo en pleno rostro que le cegó de dolor y vio como entre brumas a su enemigo que alzaba de nuevo el brazo para repetir el castigo. Apretó rabioso la garra alrededor del cuello y el otro debió acusar el daño, pues su puño no llegó a tocar a Suárez. Un jadeo ronco se escapaba de su boca abierta y el comandante tuvo la oportunidad de completar el cerco con la otra mano.

Pero aquel hombre no se dio por vencido. Un tremendo tirón, echando para atrás todo el peso de su cuerpo, le zafó del dogal de Suárez. Rodó por el suelo y lejos del alcance del terrestre se incorporó con bastante ligereza. Ya estaba en pie también Suárez y los dos, quietos frente a frente se espiaban, buscando la oportunidad del golpe decisivo.

De improviso, el ursita se lanzó raudo al ataque. El terrestre le esperaba y le lanzó un derechazo con tal potencia, que frenó en seco al pálido hombre. Pero éste, de forma fulminante, replicó, encajando el terrestre tal mazazo, que le hizo tambalearse.

Creyendo que iba a caer, el de Uros se adelantó descuidando su defensa y esto dio ocasión a Suárez para largarle un izquierdazo de gancho, que levantó en vilo a su enemigo. Un furioso derechazo, encajado entre los ojos, abatió por fin al hombre, que se derrumbó inconsciente.

Suárez, tambaleándose, se limpió con el antebrazo el sudor que inundaba su rostro. Paseó su vista por la habitación y percibió el montón de hombres exánimes que retorcidos, medio desfigurados y requemados yacían en el suelo. Recogió el desintegrador y con repugnancia saltó por entre los cuerpos de los ursitas.

Agarró sobre la marcha dos fusiles que encontró en buenas condiciones y con cuidado abrió una puerta frontera. Asomó la cabeza ya escarmentado y viendo que no había nadie penetró cerrando tras sí.

Necesitaba reflexionar. Estaba metido en el cubil de la fiera y tenía que hacer algo y pronto. Se orientó mentalmente y supuso que debía estar bajo la gran sala de recepción o muy cerca de ella. Sus ojos tropezaron con una serie de tubos metálicos que desaparecían por el techo.

Una súbita idea le afloró a la mente. Se acercó a ellos y comenzó a golpear en uno suavemente. Repitió la operación una y otra vez con cortos intervalos, marcando en morse la cifra del “Ávila”. Si, como suponía, Soledad estaba arriba, la magnífica operadora de radio que era, captaría la señal tan conocida.

Suárez aplicó el oído al frío tubo. ¡Nada! Ni un ruido. Volvió a marcar la señal y escuchó. Unos golpecitos muy suaves, como lejanos, le pareció percibir y el corazón le dio un vuelco. No había entendido nada. Ni siquiera sabía si era morse, pero era una respuesta.

Marcó otra vez la llamada. Con el corazón saltándole en el pecho, escuchó los golpes más claros. Los identificó enseguida. ¡Era la llamada del “Ávila”! ¡Allí estaban los compañeros!

Seguidamente transmitió. “Aquí Suárez”. La respuesta llegó inmediata. “Más bajo, estamos vigilados”. El comandante comenzó a transmitir un largo mensaje. Trataba de animar a los prisioneros y preguntó quiénes eran. “Estamos todos. Markus y Stiwenson heridos. Idón herido. El gobierno ursita prisionero y varios oficiales.”

Una pregunta pugnaba por hacer Suárez. No obstante la contestación llegó sin haberla hecho.

-“Ana, bien.”

Se alegró. No se lo había querido confesar pero estaba desasosegado pensando en ella. ¿Estaría enamorado de la traviesa brasileña?

Sacudió la cabeza. Sintió ruido y exclamaciones en la habitación contigua. Los ursitas muertos debían haber sido descubiertos y miró en derredor sintiéndose acorralado.

Al fondo vio una ventana y se dirigió a ella decidido. Había que salir de allí o le cazarían sin remedio. Se encaramó al alféizar y la negrura de la noche le invitó. Abrió y se asomó al exterior reconociendo los jardines traseros de la casa.

Saltando fuera, cerró tras sí. Luego pegado a la pared se encaminó hacia la esquina. De la parte alta de la casa le llegó la claridad de unos ventanales y pensó si sería allí donde estaban los prisioneros. Tenía que enterarse. Poseía tres desintegradores y esto le daba cierta ventaja.

Poniéndoselos en bandolera, decidió gatear por la pared y asomarse a aquel ventanal. Agarrándose a los salientes y adornos llegó tras muchos esfuerzos al saliente de la ventana. Asomó con cuidado la cabeza y atisbo el interior.

Dos docenas de personas se encontraban allí. En un rincón percibió a sus compañeros. Ana, inclinada sobre Markus, parecía atenderle. Vio a Stiwenson sentado en el suelo con la espalda en la pared y a Soledad en pie, de espaldas a una gran pantalla de vídeo. Reconoció a los miembros del gobierno y a varios oficiales entre los ursitas.

A los lados de la puerta, dos hombres armados con desintegradores, aparecían vigilantes frente al grupo de prisioneros.

¡Tenía que eliminar a aquellos hombres de manera fulminante! La dificultad estaba en que el rayo desintegrador no alcanzara a los prisioneros que se interponían en la línea de tiro.

Probó de diversas formas, pero era imposible. Renegando renunció a tirar y quedó expectante, atendiendo a un ruido que provenía de abajo.

Unos cuantos hombres se acercaban a la carrera. ¡Si le divisaban estaba perdido! Se encogió cuanto pudo en su incómoda postura y ya llegaban bajo el ventanal, cuando un vivo resplandor, seguido de otros varios con fuertes explosiones, iluminaban la noche.

¡Quesada! -pensó Suárez alegre. Los de abajo se pararon y volvieron la vista sorprendidos. Alguno mandó algo y todos se fueron tan deprisa como venían.

Miró hacia dentro aliviado. En aquel momento la puerta se abrió y empujado desde fuera, entró violentamente Idón ensangrentado y con la ropa desgarrada.

Los prisioneros se agruparon alrededor de él y por un momento Suárez vio despejada la línea de tiro de su desintegrador. Sin pensarlo ni un instante, situado en una posición violentísima, Suárez apuntó a través del transparente plástico y oprimió el disparador.

Un segundo bastó para que el vigilante quedara pulverizado. Cuando su asombrado compañero quiso reaccionar, el fino chorro ígneo le alcanzó, convirtiéndole instantáneamente en un montón de vísceras sanguinolentas.

Por el enorme hueco abierto en el transparente, y ante la sorpresa de todos, Suárez saltó al interior. En dos zancadas llegó hasta el rincón donde estaban sus compañeros.

-¡Alberto! -exclamó Soledad, que fue la primera en reconocerle.

-¿Es grave lo de Markus? -inquirió rápido.

-¡Sí! -contestó Ana levantando la vista.

Stiwenson se levantó de un salto. Llevaba la cabeza vendada por un pedazo de tela del vestido de Soledad. Se abrazaron todos emocionados y el comandante explicó:

-Quesada está desembarcando la tripulación del “Ávila” y vendrá hacia aquí. ¡Tenemos que resistir a toda costa hasta que llegue!

-¿Tienes algún plan? -preguntó el norteamericano.

-¡Resistir a toda costa!

Un joven ursita se acercó a Suárez y le tocó en el hombro. Este se volvió inquisitivo.

-¡Mi amigo Idón quiere hablarte!

-¿Qué es, amigo mío? -preguntó el terrestre acercándose a Idón que tendido en el suelo presentaba un aspecto lamentable. Se apreciaba en su cuerpo los malos tratos recibidos.

-¡Yo sabía que algo harías!

-Ha sido sólo suerte. ¿Qué te han hecho?

-Querían saber las claves para comunicar con la flota -contestó con algún trabajo Idón-. Supongo que desean ordenar algo para engañar a las tripulaciones.

-¿Quiénes son?

-Los capitanea un hombre poderoso, enemigo del Jefe Supremo.

-¿Hay militares?

-Algunos de poco relieve.

-¿Están en este edificio? -preguntó Suárez interesado.

-Sí. En la planta baja. Una habitación contigua a la Sala del Consejo.

-¡Escucha, Idón! Voy a procurar apoderarme de esos hombres. Mi amigo Quesada vendrá con gente del “Ávila”. Lamento tener que mezclarme en vuestras cosas, pero es necesario.

-¡Todos nosotros te lo agradecemos! Si pueden, se impondrán por la sorpresa y luego por el terror. El pueblo de Uros nada sabe de eso.

-¡Voy a actuar! No podemos perder ni un solo minuto.

-¡Suerte, amigo! -y el ursita estrechó cálidamente la mano del terrestre.

Éste se incorporó. Todos los prisioneros habían formado un círculo alrededor de los dos hombres, escuchando en silencio la conversación. De una ojeada se percató Suárez de la poca ayuda que podía esperar de aquella gente. Eran hombres de edad, científicos y miembros del gobierno. Sólo tres o cuatro parecían jóvenes y decididos, entre ellos dos oficiales. Un anciano se adelantó.

-¡Le agradecemos, comandante, lo que hace! ¡Tiene nuestra confianza! Nuestro Jefe Supremo, el profesor Tod, ha sido secuestrado y está incomunicado. Se corre el peligro de que se adueñen de todo el planeta, falseen las cosas y se les unan las guarniciones y la flota.

Seis o siete ursitas se pusieron al lado del comandante. Éste eligió a los más jóvenes y se repartieron las armas, así como las de los dos vigilantes. Ya era suerte que no hubiera entrado nadie en aquel intervalo de tiempo y había que salir de allí a toda costa.

Ordenó a todos que se arrimaran a las paredes, desenfilándose de las puertas y desde un ángulo enfiló el desintegrador. La puerta desapareció pulverizada y uno de los guardianes del exterior, que se apoyaba en ella, se derrumbó con ruido sordo.

Esperó el terrestre un momento y no advirtiendo reacción del exterior, se asomó a la escalera. Sólo había media docena de hombres junto a la puerta y parecían muy interesados en algo de la calle.

Haciendo un ademán a sus compañeros, se pegó a la pared y comenzó a bajar cautelosamente seguido de los demás. Uno de los de abajo volvió la cabeza y vio a los que bajaban. Un grito de aviso fue la señal a los otros.

Los terrestres y sus compañeros entraron en acción. Finos rayos de fuego partieron desde la escalera y los de la puerta que no cayeron, huyeron a la calle.

-¡Vamos, abajo! -gritó Suárez.

La alarma había cundido y apenas estuvieron en el vestíbulo, desde la puerta comenzaron a brotar chorritos de luz. Parapetados tras las columnas, los desintegradores barrieron la entrada, imposibilitando a los de fuera fijar la puntería.

-¡Mantenerlos a raya! -gritó Suárez. Luego, llamando al oficial ursita más cercano, retrocedió.

-¿Cuál es la Sala del Consejo?

-¡Aquélla!

-¡Vamos!

Antes de llegar a la puerta ésta se abrió, apareciendo en ella un hombre armado. Al ver a Suárez, levantó decidido el fusil desintegrador. Antes de que tuviera tiempo de disparar sobre el terrestre, que era el más próximo, caía fulminado por el desintegrador del oficial ursita.

-¡Gracias, amigo! -murmuró el terrestre.

Como una tromba penetraron en la Sala. Varios hombres armados se volvieron dispuestos a combatir al ver a Suárez. Éste disparó en abanico y, como segados, fueron cayendo antes de emplear las armas.

Pero alguno tuvo tiempo de hacerlo y una llamarada pasó rauda a Suárez, yendo a cebarse en el oficial, que quedó sin vida a su lado.

-¡Maldito! -rugió Suárez, fulminándole.

El campo estaba libre. Sordas explosiones se percibían ya cercanas y el terrestre comprendió que no podría retroceder. Quesada llegaría y era preciso apresar a la camarilla. Una puerta lateral le indicó el sitio donde debían estar y corriendo hacia ella, sacudió un fuerte patadón de plano que hizo saltar el pestillo.

Dentro se encontraban cuatro hombres sentados frente a una mesa y un anciano en pie frente a ellos con las manos atadas a la espalda. Aun sin verle el rostro, Suárez comprendió que era Tod, el Jefe Supremo.

-¡Quietos o les fulmino! -gritó el terrestre penetrando de un salto.

Fue tan rápida la acción, que los de dentro, sorprendidos, no acertaron a moverse.

-¡Las manos a la cabeza, rápido! -volvió a gritar Suárez moviendo significativamente el desintegrador.

Obedecieron los cuatro y el profesor Tod se volvió a medias para ver al que llegaba.

-¡Comandante! -exclamó emocionado.

-¡Rápido, señor! Mi gente se acerca y es urgente terminar esto. Corremos peligro de que nos confundan.

-¿Qué debo hacer?

-¡Que le desate uno de esos!

El anciano obedeció. Se acercó al más próximo y le señaló las manos.

-¡Desátame!

El hombre miró a sus compañeros que no pestañearon. Pero Suárez no estaba para esperar. Corrió hacia él y sin dejar de apuntar a los otros, largó un puntapié al indeciso ursita que se apresuró a obedecer.

-¡Ahora fuera! ¡Vosotros delante!

Salieron encañonados por Suárez. Al llegar al vestíbulo había cesado la pelea y los ursitas leales, capitaneados por Stiwenson, eran dueños del campo.

-¡El que no ha muerto, se ha largado! -gritó el norteamericano.

-¡Me alegro! Ahora subid a éstos arriba y que no salgan aún los que hay allí.

-¿Estás bien, Alberto? -preguntó Ana apareciendo junto a él.

-¡Claro que sí, muchacha! ¿Y Markus?

-¡Está muy mal! Necesitamos un médico a toda prisa.

-¿Y Soledad?

-Está con él.

Algunas voces sonaron fuera. Una de ellas gritó con un acento bien conocido.

-¡Rendíos o lo vais a pasar mal!

-¡Ahí está Quesada¡ -exclamó Suárez corriendo hacia la puerta.

-¡Cuidado, Alberto, pueden confundirte! -gritó Ana.

Pero ya el comandante estaba en el umbral y gritaba:

-¡Aquí, “manito”! ¡Han huido!

-¡Menos mal que te veo! -vociferó el mejicano llegando a la carrera desde fuera.

Su aspecto era impresionante. Con un fusil en la mano y el cinturón lleno de pequeños cilindros desintegradores, se plantó en la puerta tropezando con uno de los cuerpos caídos.

-¡Maldita sea! ¿Y los demás? -gritó jadeante.

-¡Aquí todos! ¿Cómo ha ido eso?

-¡Una cacería de gallinas!

-¿Ocupaste el Arsenal? ¿Y la Escuela?

-El Arsenal, yo. A la Escuela mandé al  “páter”.

Suárez le miró incrédulo.

-Un prisionero nos dijo que los jefes estaban aquí y decidí venir.

-¿Pero cómo te se ocurrió mandar al  “páter”?

-¡Para que los enseñe a ser buenos chicos! Pero no te preocupes. Va con él el sargento Drake.

Por la puerta asomó un grupo de tripulantes del “Ávila”. Una chica, sargento de radar, preguntó:

-¡Hemos atrapado una docena de “rostros pálidos”! ¿Qué hacemos con ellos?

-Subirlos arriba. Por esa escalera -contestó Suárez.

Tras el sargento femenino penetró un tropel de ursitas desarmados, vigilados por varios terrestres.

-¿Dónde está el médico Wayne? -preguntó Ana.

-Lo traía yo, ¿para qué lo quieres? -preguntó Quesada.

-Tenemos a Markus herido -intervino Suárez.

-¿Grave?

-¡Parece que sí!

-¡Maldita sea! ¡Como le pase algo a Markus, me las van a pagar estos gallinas!

Salió corriendo Quesada en busca de Wayne. Ya la Casa del Gobierno estaba ocupada por los terrestres y sin el peligro de una sorpresa, subieron arriba.

Entre unos y otros, aquello estaba atestado de gente. Al ver entrar a Suárez, todos guardaron silencio. El doctor Tod, salió a su encuentro.

-¡No sé cómo agradecerle lo que ha hecho! -dijo el anciano.

-Lo importante es que ha terminado la revuelta. Ahora a ustedes toca el castigo de los culpables.

-¡Haremos justicia!

Sin detenerse más, Suárez llegó al rincón donde Markus se encontraba. Soledad, a su lado, le prodigaba sus cuidados.

-¿Cómo está? -preguntó Suárez.

-¡Mal! -fue la breve contestación de la muchacha.

Markus, muy pálido, parecía inconsciente. Soledad le miraba angustiada y Ana se inclinó junto a él.

-¡Ahora te curará Wayne! ¿Me escuchas?

El herido abrió los ojos fijándolos en Soledad. Luego murmuró:

-¡Creo que ya no daré guerra a nadie, ni a ti!

-¡No hables! -contestó ella con los ojos acuosos y una forzada sonrisa, estrechando una mano de él entre las suyas.

Llegó Quesada a todo gas, que traía a Wayne. Este se inclinó para reconocer al herido ante el silencio de todos. Al poco se incorporó.

-¡Necesito una transfusión de sangre urgente! Pero no tengo plasma ni tiempo para traerla. ¡Ha de ser directa la transfusión y aquí mismo!

Todos se miraron deseando poder hacer algo por Markus. Wayne miró a los que le rodeaban y decidió.

-¡Tú, Soledad!

-¡Me alegro ser yo la elegida! -respondió ésta con sincera alegría.

-¡Ahora despejen! Necesito sitio y tranquilidad.

Salieron todos, dejando a Markus en manos de Wayne y a Soledad dispuesta a dar su sangre por quien para ella era algo más que un compañero de armas. 

CAPÍTULO IX

El Gobierno ursita, repuesto en sus cargos gracias a la rápida y decisiva acción de los terrestres, comenzó a ordenar a sus tropas lo necesario para que la revuelta no se repitiese y, poco después, la tripulación del “Ávila” volvía al acorazado. El padre Tomé, apareció radiante ante sus compañeros.

-¿Cómo dice que le fue, “páter”? -preguntó el mejicano.

-¡Muy bien! ¡No ha habido lucha! Les hablé y...

-¡Magnífico, “páter”! -le interrumpió Quesada-. A luchar con los wanitas le enviaremos a usted por delante.

-¡No es mala idea! -intervino el barbudo sargento Drake-, pero con mis muchachos detrás por si acaso.

Después del incidente político de Uros, las factorías, que no habían dejado de trabajar ni un solo día, incrementaron su rendimiento al máximo. El prestigio del comandante Suárez y sus amigos, entre los que conocían los sucesos de aquella noche, creció de manera extraordinaria y un mes después, cincuenta acorazados semejantes al “Ávila” y dos centenares de destructores, se ponían en el aire para realizar las más colosales maniobras que conociera Uros.

Markus, aún no repuesto de las heridas que recibiera, se quedó sin volar, rabiando por no poder acompañar a sus compañeros. La luz viva de Irisis alumbró el despliegue de la flota que, cubriendo un frente de quinientos mil kilómetros, realizó diversas maniobras y ejercicios. Suárez, en el “Ávila”, comprobaba satisfecho los progresos de los ursitas.

-Parece que esto va bien -comentó con Stiwenson.

-¡Ha sido formidable el esfuerzo de este pueblo!

-Sí. Ahora sólo queda lo principal. Estoy impaciente por que llegue el día de la batalla contra los wanitas.

-¿Y luego? -preguntó el norteamericano mirando a Suárez.

-Luego... ¡ya veremos!

-¿Qué piensas?

-Me resisto a perder nuestro planeta.

-¡Yo también!

-¡Intentaremos un reconocimiento! ¡Quizás no esté destruido todo!

-¿Piensas en las bombas limpias?

-Sí. La teoría de Idón, me parece acertada. Si esos wanitas piensan ocupar la Tierra, no pueden correr el riesgo de contaminación radiactiva.

-Parece lógica esa suposición.

-¡Animo, Bent! ¡Lo intentaremos!

Todo salió a medida de lo previsto y aquella noche se celebró una conferencia en la Escuela de Oficiales. Todos parecían contentos y optimistas ante el rendimiento de las naves espaciales. Se acordó la fecha del ataque a Wania y la forma de realizarlo.

Cuando llegó el día, cincuenta destructores, capitaneados por “el gallo de pelea”, pilotado por Quesada, se pusieron en el aire, para rastrear el espacio y asegurar la aproximación del grueso de la escuadra.

Pero la radio llevó una desagradable sorpresa. Toda la escuadra sideral wanita estaba en el aire y se dirigía a la Tierra. Había sido localizada a un millón de kilómetros de su planeta y se contaban por centenares las naves que volaban, entre transportes y de guerra.

Suárez e Idón, que se encontraban juntos, convinieron en que era preciso salir inmediatamente en su persecución. Los jefes no parecían muy decididos, pues contaban con destruir a los wanitas en su propio país, pero el profesor Tod abogó por el parecer de Suárez y la escuadra salió al espacio.

-¡Va a ser una lucha terrible! -murmuró Suárez.

-No me fío nada del valor de estos ursitas -opinó Markus, que por nada del mundo se quiso quedar a pesar de sus heridas.

-¡Daremos ejemplo nosotros! -respondió Ana decidida.

A medio camino, la flota ursita desplegó, formando un arco, cuyos extremos más adelantados que el centro, equidistaban no menos de cien mil kilómetros. El “Ávila”, en el centro del arco, mantenía contacto con los destructores de vanguardia, ostentando el mando de ellos. La llamada de Quesada se dejó oír.

-Aquí “gallo de pelea" -sonó la conocida voz del mejicano-. El radar señala contacto con las naves wanitas. ¿Ataco?

-Aún no. A menos que lo hagan ellos -contestó Suárez.

-Estoy deseando empezar -gruñó Quesada.

-Nosotros también. ¡Y no tardaremos!

Una hora después, Quesada volvía a llamar.

-¡Hemos localizado con el vídeo esos peces negros!

-¿Son muchos?

-Unos cuarenta. Son transportes enormes, escoltados por dos docenas de naves de guerra. ¿Ataco? -casi suplicó el mejicano.

-¡Sí, ataca! -autorizó Suárez decidido.

-¡Gracias, Alberto! -gritó el “manito” alborozado.

-Ahora te envío refuerzos.

-¡No los necesito! Corto.

Suárez sonrió. ¡Aquel impetuoso Quesada era capaz de meterse él solo entre la flota waní! Dio orden de que despegaran un destructor de cada acorazado, única fuerza sobre la que tenía mando directo.

-¡Menos mal que voy a volar! ¡Ya empezaba a aburrirme! -gritó Ana alborozada.

Suárez la miró de una manera extraña. Parecía querer decir algo de lo que se arrepintió casi al instante. Ella captó la mirada y dos fugaces chispitas iluminaron sus pupilas. Luego, al momento, salió corriendo para ocultar un vivo rubor que la subía al rostro.

Los destructores, despegados de los acorazados, volaban raudos en ayuda de Quesada y los suyos. La voz del mejicano se dejó oír:

-Los negros reaccionan. ¡Ya era hora! Me estaba cansando de tirar al blanco. Una gran bandada se aproxima a nosotros.

-¡Procura envolverlos! ¡Ana ha despegado del “Ávila”!

-¡No hacía falta! Corto.

Pero el animoso mejicano se equivocaba. Una parte de la flota waní, al tener conocimiento del ataque a su retaguardia, viró y presentó batalla a los destructores, que con menos potencia de fuego, comenzaron a retroceder con bastantes pérdidas.

-¡Esto se pone feo! -rezongó Suárez, atado a las órdenes del mando ursita.

-Estos rostros pálidos son inteligentes, pero de valor están a cero -se quejó Markus.

-Estamos bien situados para darles una paliza. Ellos ignoran la existencia de esta flota de acorazados.

-Así es. Creen habérselas solo con los destructores que ya conocen -intervino Stiwenson.

-¿Qué hará Idón? -se quejó Markus.

-¡Confío en él! ¡Se portará bien! -murmuró Suárez sombrío.

Como si fuera una invocación, el acorazado que mandaba el ursita, comunicó con el “Ávila”.

-¡Aquí Idón! ¡Nuestros destructores retroceden! ¿Cuál es tu opinión, Suárez?

-¡Atacar! ¡Atacar cuanto antes!

-¡Yo también la comparto!

-¿Qué pasa que no dan la orden?

-¡No lo sé!

-¡Voy a intentar hablar con vuestro almirante antes de que sea tarde! -se resolvió Suárez.

Cuando consiguió establecer comunicación con la nave ursita que llevaba al almirante, sufrió una gran decepción. La negativa fue rotunda.

-¡No podemos atacar! ¡Pasan de doscientas las naves enemigas! ¡Nos barrerían del espacio!

-¡Pero a poco que avancen los extremos los envolveremos! -exclamó Suárez.

-¡No compartimos esa opinión! ¡Orden de retirada a nuestras bases de todos los acorazados!

-¿Pero y los destructores? -inquirió Suárez asombrado por aquella absurda orden del jefe ursita.

-Son más veloces que los wanitas. Escaparán.

Fue inútil insistir. El mando ursita no quería exponerse a una derrota y la orden de retirada fue transmitida.

-¡Gallinas! -gritó Markus frenético.

-¡Diego y Ana están allí! -casi sollozó Soledad.

-¡Maldita sea! -gruñó Stiwenson con los dientes apretados.

Suárez, pálido de ira, miró a sus compañeros. Alzó una mano para acallarlos y su voz sonó reconcentrada.

-¡Pienso como vosotros! ¡No abandonaremos a los nuestros!

-¡Sí; adelante, Alberto! -gritó el griego.

-¡Adelante! ¡Velocidad máxima, Bent!

Stiwenson le miró sonriente. Sin decir una palabra, comenzó a apretar botones. Por la pantalla de vídeo fueron pasando raudos los destructores ursitas que volvían la cola cumpliendo una orden prudente. ¡Demasiado prudente para el ardor combativo de los terrestres!

-¡Comunica a Quesada y a Ana que volamos en su ayuda! -pidió Suárez a Soledad.

-¡Escucha, Ana! ¡Escucha, Diego! ¡El “Ávila” va en vuestra ayuda! -radió la muchacha repetidas veces.

-¡Todos no se han ido! ¡Mirad allí! -pidió Suárez.

Un acorazado ursita volaba delante del “Ávila”, muy a la derecha.

-¡Será que no se ha enterado! -dijo desdeñoso Markus.

Pero la radio les llevó la noticia.

-¡Aquí Idón! “Ávila”, ¿me escuchas?

-¡Idón! -exclamaron los terrestres.

-¿No recibiste la orden de retirada? -preguntó Suárez.

-¡Sí, pero no la cumplo! ¡Estoy avergonzado, amigos míos!

-¡Te lo agradecemos, Idón! ¡Pero cumple la orden!

-¡Al cuerno esa orden! -respondió el ursita fastidiado. Luego añadió:

-No estoy solo. Escuchad a mi operadora de radio.

-¡Os saludo, amigos!

-¡Hélida!

-¡Aquí estoy junto a Idón! ¡Lo que sea de uno será de los otros! ¡Ese Dios vuestro nos dará la victoria!

-¡¡Seguro, amiga mía!! -respondió Soledad emocionada.

-¡Buena suerte y al toro! -transmitió Suárez.

Ya hacía un momento que el radar acusaba la presencia de naves muy lejanas. El vídeo seguía señalando el paso de algún destructor ursita que se retiraba. Cada vez que esto ocurría, Markus los increpaba furioso:

-¡Cobardes! ¡A casa con mamá! ¡Otra gallina que corre! ¡Malditos!

Pasaron unos minutos que a los terrestres parecieron siglos. A cada momento pedía Suárez mayor velocidad y el acorazado retemblaba al impulso de los ocho chorros de sus formidables motores a todo régimen.

-¡Ahí están! -gritó de pronto el norteamericano.

-¡Veo a Ana! ¡A la izquierda! ¡Lucha con un enjambre!

Ana Oliveira no lo estaba pasando bien. Rodeada de varias naves waníes, disparaba sus torpedos en ininterrumpidas andanadas, pero la superioridad numérica se imponía.

-¡Fuego sobre esos negros! -gritó Suárez temiendo no llegar a tiempo.

-¡Veremos ahora tu célebre invento, pelos de zanahoria! -exclamó Markus alborotado.

-¡Menuda sorpresa se van a llevar esos negros! -rezongó Stiwenson.

La sorpresa se produjo en forma bien desastrosa para los wanitas. Oleada tras oleada de torpedos llegaron hasta las naves enemigas que acosaban al destructor de Ana. Pero aquellos temidos rayos que desviaban los proyectiles del blanco, no surtieron efecto. Pese a ellos, los torpedos que no fueron destruidos en el camino por otros torpedos, llegaron al blanco.

Una serie de vivísimos resplandores se produjeron en contados segundos y las naves negras se desintegraron, mientras Ana, velozmente ganaba altura.

-¡¡Hurra!! -gritaron los del “Ávila” entusiasmados.

-¡Tuyo es el éxito, Bent! -gritó Suárez.

Los rayos “W” comenzaron a lanzar sus llamaradas y las naves enemigas acusaron el golpe, desintegrándose varias de ellas fulminantemente. Pero eran muchas y la velocidad del “Ávila” tan extraordinaria, que no había tiempo para cazarlos uno a uno.

Todas las armas del acorazado terrestre entraron en funciones. Oleadas de torpedos, proyectiles dirigidos por radar y los mortíferos rayos “W”, disparaban sin descanso, convirtiendo la noche espacial en un infierno de llamaradas y explosiones.

En aquel primer choque casi frontal, dos docenas de naves negras fueron voladas. Al ataque del “Ávila”, sucedió el de Idón, no menos destructor, mientras los terrestres, que habían sobrepasado a los wanitas, viraban para atacar nuevamente.

Las naves de Wania, más pequeñas y de menor velocidad que los acorazados, parecieron desconcertarse ante el fulminante ataque de los dos colosos, al fallar sus rayos desviadores gracias al invento de Stiwenson, que consiguió neutralizarlos creando con los torpedos un campo magnético de signo contrario, que atraía a la masa en vez de repelerla.

-Ya estamos encima de ellos otra vez. ¡A ver si los dispersamos! -exclamó Suárez esperanzado.

Ahora los wanitas habían formado un extenso espiral que giraba y giraba a gran velocidad, esperando atrapar en él a los acorazados enemigos. Éstos hicieron una pasada a todo gas y consiguieron un par de blancos. A la pasada siguiente el espiral se había hecho enormemente grande y Suárez decidió meterse en él.

-¡Idón! -llamó el “Ávila”-. ¿Te atreves a meterte en ese torbellino?

-¡Haremos lo que hagáis vosotros!

-¡Vamos a meternos! ¡Hay que partir en dos esa maldita espiral que arroja fuego en todas direcciones!

-¡Comprendido! ¡Voy detrás!

El “Ávila” enfiló como una centella la espira que formaban los wanitas. Millares de fogonazos se sucedían en un parpadeo cegador que ahuyentaban las tinieblas.

Como una tromba irrumpió Suárez en la formación enemiga, vomitando fuego y rayos “W”. Minuto y medio después, había atravesado la mortal espiral waní y le seguía ldón, repitiendo la maniobra.

Fue un éxito. Rota la continuidad de la línea de vuelo de las negras naves, éstas se desbandaron, tras haber presenciado la destrucción de buen número de ellas.

-¡¡Victoria!! -gritó Markus pegando saltos, olvidado de sus heridas.

-¡Huyen! ¡¡HURRA!! -fue el clamor general en el “Ávila”. 

CAPÍTULO X 

Dispersada la formación enemiga, ya fue tarea más fácil para las armas de los acorazados siderales ir cazando a los fugitivos. Alguno, no obstante, pudo huir, pero esto casi alegró a los terrestres.

-Por lo menos que quede alguno para contarlo -fue el comentario del tranquilo Stiwenson.

Soledad alzó una mano imponiendo silencio al regocijo general.

-Estoy escuchando una llamada muy débil.

-¿Será Quesada? -inquirió Suárez esperanzado.

-¡Es él! -gritó Soledad alegre.

-¡Aquí “gallo de pelea”! -se escuchó débilmente en el tornavoz.

-Pide la situación.

-Ahora oigo mejor.

-¡Aquí “gallo de pelea! -se escuchó más fuerte.

-Aquí “Ávila”. ¿Dónde estás?

-Tengo averías y no puedo orientarme. ¡No sé dónde estoy!

-¿Te dejaron sin plumas, “manito”? -le gritó Markus.

-¡Vete al diablo, griego maldito! ¡Tengo un montón de heridos y floto de milagro!

-¡Te buscaremos, Quesada! ¡Animo! ¡Sigue transmitiendo!

Los dos acorazados y el destructor de Ana comenzaron una búsqueda angustiosa. La situación de Quesada debía ser muy grave. Éste transmitía con cortos intervalos y cada vez más débilmente. Fue Idón el que le localizó con el radar y pasó aviso de la situación a los demás.

Cuando llegaron al punto donde aún se mantenía el “gallo de pelea”, la alegría se trocó en angustia. Volando aún debido a la inercia, la nave de Quesada presentaba un enorme agujero en un costado.

-¡Ana! -llamó Suárez.

-Te escucho.

-¡Eso es cosa tuya! ¡Aprisa!

Con el ánimo suspenso ante el vídeo, vieron todos como en un alarde de valor pasaba el destructor a menos de veinte metros de la nave averiada. Tres astronautas saltaron sobre la marcha y a golpe de gas se acercaron, penetrando por el enorme agujero.

Momentos después reaparecían, llevando una ristra de seres unidos unos a otros hasta el destructor. No habían llegado aún a éste, cuando el “gallo de pelea” invirtió su posición y un instante después se partía en dos, separándose suavemente las dos partes para flotar indefinidamente por el espacio.

-Ya los tengo a todos. No nos podemos mover aquí. Voy al “Ávila” -comunicó Ana.

Al llegar al acorazado, la brasileña exclamó:

-¡No quiero pensar lo peor! ¡Parecen congelados!

-Tienen agotadas las baterías de infrarrojos -aclaró alguien de la tripulación, después de un ligero examen.

Después de las severas medidas tomadas por Wayne, dos hombres y una mujer comenzaron a reaccionar. Pero Quesada seguía inconsciente.

-Vive, pero temo que no reaccione -murmuró el médico.

Afortunadamente se equivocó. La fuerte naturaleza del mejicano se impuso y su rostro violáceo comenzó a colorearse. Al poco abrió los ojos y los fijó en Markus, que junto a él le espiaba anhelante.

-¡Al fin, “manito”! -resopló el griego.

-¡Creo que estoy en el “Ávila”! -murmuró Quesada.

-Claro que sí.

-Ya me parecía que el cielo no era. ¡Estando tú!

El humor de Quesada, aun en la grave situación en que se encontraba, hizo aflorar la sonrisa a los labios de sus compañeros. Ana volvió los ojos a Suárez, que junto a ella contemplaba al mejicano.

-¿Va a llorar mi heroína? -preguntó éste quedo.

-¡Sólo soy una mujer! -contestó ella oprimiéndole la mano suavemente.

Un serviola comenzó a señalar peligro con su monótono sonsonete y Suárez salió disparado para la cámara de derrota. Cuando llegó a ella, Stiwenson le señaló el vídeo. En él se reflejaba un gran contingente de naves wanitas que se disponían a atacar.

-Parecen decididos a acabar con nosotros.

-¡Cuánto honor para sólo dos acorazados! -comentó sarcástico Markus.

-Mientras buscábamos a Quesada han cerrado el cerco. ¡Amigos, esto va a ser muy duro!

Todos guardaron silencio. Comprendían la imposibilidad de escapar de aquel círculo de fuego que se había formado a su alrededor de manera casi fulminante. Pero en todos los rostros se pintaba la misma resolución. ¡Seguir luchando!

El parpadeo de las explosiones se multiplicaba sin cesar y de todas partes parecían llover torpedos. Un loco girar y girar de naves en alucinante zarabanda ponía a los dos acorazados cada vez en más crítica situación.

-¡Esto no puede durar! ¡Hay que salir de aquí como sea! -exclamó Suárez.

Pero la salida era difícil. Apenas viraban para intentarlo, una masa de torpedos se adelantaba para cortarles el paso y tenían que cambiar de dirección y destruirla. Ya se había repetido esto varias veces con el mismo resultado, cuando Soledad llegó muy excitada junto al comandante:

-¡Lee esto, Alberto!

-¿Cómo? -exclamó éste muy sorprendido al pasar la vista por el papel que le tendía la muchacha.

-El almirante quiere hablar contigo.

Corrió Suárez ante el micro. Temblando de excitación habló:

-¡Aquí Suárez, comandante del “Ávila”!

-¿Dónde se ha metido, muchacho?

-¡Por favor, señor! ¿Hablo con el “Virginia”?

-Sí. Soy el almirante Kleber.

-¡Esta es la mayor sorpresa que he recibido en mi vida! Pero le participo que estamos en un apuro tremendo del que no tengo esperanzas de salir.

-¿Tan grave es eso?

-¡Mucho, señor!

-¡Explíquese! -fue la invitación de aquella providencial comunicación.

Brevemente explicó Suárez lo que estaba ocurriendo y su creencia de que estaban solos en el espacio. Dio la situación y la voz se despidió.

-Tardaremos minutos, pues estamos muy cerca, aunque somos pocos.

-¡Muchachos! -gritó Suárez-. ¡Una escuadra de la Tierra viene en nuestra ayuda! ¡Hay que resistir!

-Si lo haces por elevar nuestra moral, no hace falta -gruñó Markus.

-¡Es la verdad! ¡Acabo de hablar con el almirante Kleber!

-Llama Idón -interrumpió Soledad.

-Dime, Idón -demandó Suárez.

-¡He escuchado la noticia! ¡Pero tengo otra!

-Habla deprisa, por favor.

-La escuadra ursita regresa. El profesor Tod ha destituido al almirante. Me han dado el mando. Todos los oficiales están a mi lado. ¡Terrestres, vamos a luchar como lo hacéis vosotros!

-¡Gracias, Idón! Yo...

Un fuerte bandazo del “Ávila” impidió seguir hablando. Repentinamente se apagaron las luces y todos rodaron por el suelo. Casi al instante una luz violeta, mortecina pero suficiente, alumbró de nuevo.

-¡Aún flotamos! -murmuró filosófico Stiwenson.

-Avería en máquinas... avería en máquinas... -comenzó el serviola.

-Avería en torpedos... avería en radar...

Ana, a gatas, buscó a Suárez. El “Ávila”, muy escorado, no permitía andar de otra manera. Ya junto a él, reclinó la cabeza en su hombro.

-¡Oh, Alberto!

-¡Ten calma, Ana! Aún flotamos y quizás tengamos suerte -mintió él a sabiendas que de un momento a otro sobrevendría la catástrofe.

Pero el tan temido torpedo no llegó. Primero Idón, describiendo círculos alrededor del “Ávila”, le defendió desesperadamente unos minutos. Luego, el valeroso ursita vio cómo los de Wania cesaron en su ataque y concentraron sus fuegos en otra dirección. Como un alud se presentaron una veintena de acorazados de Uros que, cual violento ciclón, barrieron con los rayos “W” a los enemigos que encontraron en su camino. Viraron raudos y a la segunda pasada acabaron de romper la formación de peces negros de Wania, que se desbandaron.

Pero una larga fila de destructores formando ala apareció, cerrando el paso a los negros navíos. Los combates, casi de nave a nave, se sucedían rápidos y mortales. Hubo un momento en que pareció que las fuerzas se nivelaban. Los de Wania cerraron sus filas valerosamente y entonces los destructores ursitas comenzaron a acusar los golpes.

Pero ocurrió algo inesperado para las dos flotas que luchaban enconadamente. Como bólidos aparecieron cayendo de la altura diez acorazados semejantes al “Ávila”, que en una pasada diezmaron las filas wanitas. Apenas habían desaparecido en las profundidades del abismo sideral aquellas fantasmagóricas naves, cuando otras tantas se descolgaron nuevamente, sembrando el desconcierto en las naves waníes que, rota su formación nuevamente y acosadas por todas partes, iniciaron la desbandada.

Idón dio a su flota la orden de persecución sin cuartel. Los veinte acorazados terrestres se sumaron a los ursitas y una cacería terrible se inició en los infinitos espacios vacíos.

Mientras tanto, el “Ávila” flotaba lentamente. Toda la tripulación trabajaba febrilmente para reparar las averías y poder reanudar la lucha. Los técnicos y oficiales se multiplicaban en los puntos siniestrados y muy pronto comenzó a funcionar el colosal generador eléctrico que les devolvió el vídeo, cuando la derrota waní se producía.

Una hora después, cuando la flota de Uros se reagrupaba por orden de Idón, el “Ávila” funcionaba de nuevo con ciertas restricciones en su armamento. Suárez comunicó con Idón y Kleber y tras una rápida consulta por radio con el jefe supremo de Uros, el profesor Tod dio su aprobación al acuerdo de las dos escuadras. ¡La destrucción del planeta Wania quedaba decretada!

Una primera oleada de destructores aliados sobrevoló a Wania, siendo recibida por una densa cortina de torpedos que, como una tremenda red, envolvía al planeta. Se alejaron los destructores, impotentes ante aquellas enloquecedoras manadas de pequeños y terribles torpedos.

Conocida ya la situación de las trampas mortales, los acorazados siderales comenzaron su labor con los rayos “W”. Media hora después el planeta Wania sufría el más espantoso bombardeo nuclear que la imaginación humana pudiera concebir. Grandes y extensas llamaradas lo envolvían todo y espesas nubes de humo comenzaron a brotar de la superficie de aquel mundo.

Cuando la flota aliada se reunió a cien mil kilómetros de Wania, una fulgurante llamarada, que duró más de dos minutos, disipó las tinieblas espaciales. Los astronautas ursitas y terrestres contemplaron sobrecogidos cómo aquel mundo se desintegraba, reduciéndose a pequeños fragmentos. ¡Wania había dejado de existir! 

*     *     * 

En la espaciosa sala de reuniones del acorazado sideral XB-403 “Ávila”, se reunían los comandantes de todas las naves que habían tomado parte en la colosal batalla sideral. Presidía la reunión el almirante Kleber y los oficiales ursitas, capitaneados por el bravo Idón, se mezclaban con los terrestres, que se admiraban de ver seres humanos que entendían media docena de idiomas de la Tierra.

-Señores -comenzó Kleber-. No creo necesario decir que ha sido éste un día memorable y terrible para la Humanidad. Esta batalla en el espacio, que se acaba de ganar, y la destrucción de un enemigo despiadado, darán a nuestros pueblos una era de paz y tranquilidad que bien pudiera ser que durara siglos.

Guardó silencio unos instantes y ante la expectación general, continuó:

-Apenas sabemos nada de estos valientes seres que se agrupan junto a nosotros, pero hemos podido comprobar en ellos la técnica, la inteligencia y la bravura de seres superiores. Hemos tenido pérdidas en nuestras flotas, pero es el precio necesario para la tranquilidad de nuestros respectivos mundos. ¡En nombre de mi gobierno, muchas gracias!

Un hurra atronador se escuchó y el almirante invitó a hablar a Suárez, que expuso con brevedad los principales acontecimientos ocurridos y terminó pidiendo noticias de la Tierra.

-Después del fulminante ataque nuclear, sobrevino un caos casi general. Afortunadamente no hubo radiactividad y extensas zonas de Asia y parte de Europa sufrieron pocos daños. Se impuso el buen sentido, se restableció el orden y comenzó un trabajo desesperado. De la potente flota sideral, sólo quedan estas naves. ¡Pero la inteligencia y el tesón de los hombres y mujeres harán renacer el planeta!

-Señor -dijo Suárez-. El pueblo de Uros hizo un esfuerzo inaudito. A él se debe la victoria. ¡Este es Idón! ¡El más leal y valiente hombre que conozco!

-Mi pueblo ha hecho lo que debía -contestó modesto el ursita.

-Bien, señores. Estamos muy lejos de la Tierra y es forzoso volver. Os invito a venir a nuestro planeta -ofreció Kleber.

-¡Gracias, señor! Lo haremos en otro momento. Ahora regresamos a Uros, donde tenemos cosas muy graves que resolver -contestó Idón.

-Como gusten. Suárez queda encargado de que esa visita se haga lo más pronto posible.

Apenas hubo salido el almirante, Markus lanzó un sonoro hurra que fue coreado por todos. Los gritos de victoria, los abrazos, las caras sonrientes de aquellos seres de dos mundos se confundían dando la impresión de un tremendo manicomio, alegre y entusiasmado.

Los camaradas del “Ávila”, reunidos con Idón y Hélida, subieron a la cámara de derrota. Cuando Suárez despidió al almirante, se reunió a todo gas con ellos.

-Ahora que no hay protocolo, te voy a dar un abrazo fenomenal -gritó el comandante corriendo hacia Idón.

-¡Te felicito por la victoria, Alberto! -respondió el ursita abriendo los brazos.

-¿Qué harás ahora?

-¡Hélida me espera! -sonrió Idón.

-¡Demonio! -gritó Suárez buscando a alguien con la mirada.

No tuvo que buscar mucho. Ana Oliveira venía hacia ellos y el comandante le salió al encuentro.

-¿Sabes lo que dice Idón?

-¿Qué dice? -preguntó ella.

-¡Que se casa! ¿Y nosotros?

-Pues...

No pudo terminar. Sin preocuparse de los que les rodeaban, Suárez tomó en sus brazos a la muchacha y la besó. Fue algo tan inesperado, tan rápido para ella, que no pudo escapar. Una ruidosa ovación se escuchó y Ana, muy sofocada, se escurrió al fin. Suárez explicó al ursita:

-Nuestra luna de miel será en Uros.

-Y la mía -sonó la voz potente de Markus- será en Méjico. Para dar envidia a algún “pelao”.

Al acabar de decir esto, se volvió rápido y sus brazos poderosos atraparon a Soledad, que trató de esquivarle sospechando la intención. Fue un abrazo deseado y terrible para la muchacha, pero que duró poco. Un inofensivo almohadón se estrelló en la cabeza del alegre griego que, soltando a la chica, cayó sentado en el suelo con la vista nublada.

-¡Markus! -gritó Soledad alarmada.

Pero la risa socarrona de Quesada la hizo comprender lo que ocurría, mientras del inofensivo almohadón sobresalía la curva superficie de una escafandra vítrea y dura.

 

FIN

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