El comandante Suárez, sentado en su puesto de la cámara de derrota, observó con satisfacción la pantalla radar. Un puntito pequeño y brillante se destacaba en ella, llenando de gozo el corazón de aquel hombre valeroso, cargado con la enorme responsabilidad del mando de la colosal astronave sideral XB-403. Regresaban a la patria. Aquella enorme patria terrena tan querida. En ella, la tripulación y él mismo, gozarían del merecido descanso de tres meses del calendario terrestre. Nada había turbado aquel servicio rutinario, pero necesario a la paz y tranquilidad de los terráqueos.
Gracias a las colosales astronaves
siderales, la cuidadosa vigilancia de los habitantes de la Tierra se extendía a
millones de kilómetros de distancia, asegurando a todos la tranquilidad
necesaria para dedicarse a las múltiples ocupaciones y estudios de una
humanidad supercivilizada.
Conseguir esto, había costado al pueblo
terreno un esfuerzo colosal, superando grandes crisis, profundas divisiones de
opinión y un enfoque total hacia la constitución de la flota sideral más
completa, rápida y potente que se había conocido en la historia de la
humanidad.
En honor a la verdad, la opinión
mundial, dividida ante los tremendos gastos que suponía la creación y
sostenimiento de la futura flota sideral, se había visto unificada ante el
tremendo y cierto peligro descubierto, procedente de un planeta desconocido.
Un buen día, cuando más enconadas eran
las polémicas de prensa, los debates de los parlamentos regionales, y aun en el
seno del mismo Gobierno Mundial, ocurrió un hecho que puso de relieve la
necesidad tan discutida de crear la Flota Exterior, como se había dado en
llamarla.
En las fértiles tierras del Sahara,
antes desérticas, y en la ciudad que antiguamente se llamara Tobruk, un grupo
de hortelanos que trabajaban las ubérrimas huertas, se vieron sorprendidos por
un agudo y ululante silbido que cesó de pronto, para convertirse inmediatamente
en una fragorosa explosión.
Una columna de negro humo señaló a los
trabajadores el sitio donde se había producido y corrieron allí. Cuando
llegaron, observaron un montón de hierros retorcidos y restos humeantes de lo
que les pareció un aparato volador de los que se usaban para vuelos fuera de
órbita. Llegó la gendarmería local y con ella averiguaciones más profundas. El
mando aéreo reconoció los restos y confirmó que no pertenecían a ningún aparato
terrestre. Su estructura se reconstruyó, se estudió todo lo que pudo ser
encontrado, se sometió al más riguroso análisis todo lo conseguido y se admitió
que era una nave sideral de un planeta desconocido.
Así las cosas, un nuevo descubrimiento
vino a confirmar lo dicho por los científicos y expertos en la cuestión. A un
kilómetro de distancia del lugar de la explosión fue encontrado un cuerpo
humano medio carbonizado, pero no tan totalmente que no permitiera su examen y
estudio.
Era un ser humano, pero algo diferente
de los seres conocidos. Quedó demostrado de manera palmaria que no era terreno.
Este descubrimiento fue el aldabonazo más potente y sensacional dado a la
conciencia de los habitantes del planeta. ¡Había una humanidad inteligente en
algún rincón del cosmos! ¿Dónde? ¿Qué grado de cultura tenían?
La última pregunta quedó aclarada con la
misma aparición sobre la Tierra del misterioso aparato estrellado sobre el
suelo del Sahara. Una grave preocupación se centró en los medios responsables
de todos los gobiernos regionales y el Gobierno Mundial tomó entonces la
decisión de incrementar a toda velocidad los estudios, ensayos y creación de una
flota sideral que fuera capaz de llevar sus naves a los más apartados rincones
del Universo.
Se trabajó a enorme presión. Los sabios,
la técnica y la industria, pusieron a punto en dos años el prototipo de una
nave sideral concebida para los grandes vuelos espaciales, con una autonomía
ilimitada, con propulsión atómica y un armamento capaz de destruir cada una de
ellas un mundo.
Las pequeñas naves que ya volaban hasta
la Luna, y que habían efectuado grandes servicios científicos, fueron
modernizadas y un buen día de un cálido verano, la primera nave sideral, se
elevó por el espacio en su primer vuelo de pruebas, que fue un éxito rotundo.
De esto hacía ya cinco años. Se
estableció un servicio permanente de vigilancia del espacio. Los grandes
acorazados siderales patrullaban de manera constante y la tranquilidad renació
en el pueblo terreno, al no descubrir las patrullas exploratorias nada anormal.
Incluso se empezó a olvidar un poco el incidente que dio vida a aquella flota
costosa y tremendamente poderosa. Todo esto lo rememoraba el comandante Suárez
mientras se acercaba con su nave a la Tierra. Su vuelo había sido como los
anteriores, rutinario. Traía un montón de datos científicos con los que se
enriquecería el saber humano, pero nada más.
El puntito brillante en la pantalla
radar, parecía no aumentar de tamaño pese a la enorme velocidad del acorazado
sideral XB-403, “Ávila”, como le llamaban sus tripulantes, pese a ser todos
ellos de distintos países de la tierra.
Suárez volvió la vista hacia un lado de la
cámara de derrota donde un hombre alto y de buena presencia física se sentaba
ante una caótica maraña de botones, instrumentos de medida y lucecitas, y
demandó:
-Escucha, Stiwenson. ¿Quieres dar la
señal de reunión a la gente?
-¡Claro que sí!
-Prepararemos una fiestecita de fin de
vuelo. Que la tripulación se divierta y arroje de sí la murria que tiene.
El llamado Stiwenson se sonrió. Era
costumbre del comandante dar una fiesta “de fin de vuelo”, como él mismo la
llamaba, cuando la pantalla radar acusaba la proximidad de la patria. Pulsó un
botón y un serviola electrónico comenzó su cantinela, reproducida por todos los
altavoces de la nave.
-“Reunión de la tripulación”. “Reunión
de la tri...”
Un par de minutos después Suárez bajaba
a la sala de reuniones. De todas partes acudían los tripulantes, hombres y
mujeres, negros, cobrizos, blancos... Allí, todas las razas tenían su
representación más o menos numerosa. El servicio en las aeronaves era prestado
por personal voluntario, sin más traba que la de poseer una determinada
especialidad y una salud y fortaleza física a toda prueba. El ser hombre o
mujer, no afectaba para nada la admisión en el servicio.
Cuando toda aquella muchedumbre se hubo
sentado y guardó silencio, Suárez habló con tono festivo, que no estaba reñido
con la severa disciplina que imponía a su gente.
-Nos estamos acercando a casa.
Terminaremos felizmente este vuelo y como en otros, quiero que se reúnan todos
para festejarlo.
Un clamor unánime acogió las palabras
del jefe. Este continuó:
-Esta noche celebraremos un baile y
espero que se sepan divertir sin escandalizar demasiado al “páter”, -y señaló
discretamente a un hombre de cara cuadrada y mentón prominente que se sentaba
cerca de él.
Rió el aludido manifestando que no
harían falta las advertencias y Suárez comenzó a leer una pequeña lista de
tripulantes a los que felicitaba por algún servicio distinguido. Después se
levantó y todos le imitaron iniciándose la desbandada. A la salida, el “páter” se le acercó.
-Oiga, comandante -llamó con su vozarrón
fuerte y acento mallorquín.
-¡Hombre, padre Tomé! ¿Dónde se había
metido? -mintió festivo Suárez.
-Estaba delante de sus narices.
-Entonces ya lo ha oído. Esta noche,
baile. Prepárese por si alguna chica le saca a bailar -rió divertido Suárez.
-¡Algún día le excomulgaré por sus
bromas! -amenazó el “páter” agitando un largo dedo cómicamente.
-¿Me acompaña a la cámara?
-¡No puedo ahora! -se excusó Tomé.
-¿Alguna conquista? -inquirió Suárez
zumbón.
-¡Una porra! -se sulfuró el otro.
Iba a replicar algo el jefe del “Ávila”,
cuando los altavoces comenzaron a dar la señal de alarma. Sorprendidos, los dos
hombres corrieron a la cámara de derrota. Aquello era desusado. En aquellas
latitudes espaciales no cabía la sorpresa.
Como una tromba penetró Suárez en la
cámara de derrota, seguido por el padre Tomé y se encaró con Stiwenson.
-¿Qué es eso?
-¡No lo sé! ¡Mira!
Suárez se enfrentó con el radar. En la
pantalla, una serie de puntitos pequeñísimos brillaban alrededor de otro más
grande que era la tierra.
-¿Qué cree que será? -preguntó Tomé.
-¡Aún no lo sé! -respondió Suárez serio.
En la cámara de derrota habían ido
entrando silenciosamente varios tripulantes que tomaron posiciones ante sus
instrumentos. Suárez pidió:
-¡Enlace por radio! Identifique a quien
sea.
Soledad Cánovas, una linda trigueña,
teniente de radio del “Ávila”, comenzó a manipular sus aparatos. Al cabo de un
momento su voz argentina se escuchó en el silencio de la cámara:
-Nadie contesta, comandante.
-¡Es extraño eso! Siga intentándolo.
Escucha, Stiwenson, hay que ir más deprisa. ¡Motores a todo régimen!
Stiwenson comenzó a apretar botones.
Unas lucecitas rojas se fueron encendiendo indicando cada una de ellas la
entrada en funcionamiento de un motor. Pronto ocho lucecitas en el tablero de
mando quedaron encendidas, aumentando en intensidad por momentos hasta brillar
fulgurantes.
El acorazado “Ávila”, con sus ocho
motores a chorro puestos a todo gas, adquirió una velocidad de vértigo. El
monstruo, que medía 437 metros del “morro” a la “cola”, volaba raudo en el
espacio vacío, acrecentando su velocidad a cada minuto.
Varios kilómetros de conductores
eléctricos, centenares de tubos electrónicos, manómetros, indicadores de toda
especie y un sinfín de aparatos, funcionaban y eran vigilados por la tripulación.
Pero el cerebro de todo el colosal conjunto, estaba en la cámara de derrota.
Allí, a la vista de Stiwenson, cada instrumento le daba el dato preciso, el
detalle, el pulso del conjunto.
-¿Corto motores? -preguntó éste, mirando
a su jefe y amigo.
-¡No! -fue la concisa contestación de
Suárez.
-No vamos a tener tiempo para el
frenado. Estamos sólo a doscientos mil kilómetros de la Tierra.
-¡No importa! Lo que necesitamos es
saber cuanto antes qué pasa.
-¿No será alguna maniobra de la flota? -preguntó
Tomé.
-No es posible. Hubieran avisado. Ellos
ya saben que podemos disparar contra todo lo que no esté previsto.
-Además -terció Stiwenson- a esta
distancia ya hubiéramos encontrado algún destructor, nos hubieran avisado por
radio.
Siguió un corto silencio. Cada uno
trataba de explicarse de alguna manera aquel fenómeno que acusaba la pantalla
radar. En ella se veía ahora un nuevo fenómeno. Los pequeños puntos parecían
agruparse en una dirección, dejando el planeta. A los pocos momentos
desaparecían de la pantalla y quedaba solamente el punto mayor que señalaba la
Tierra.
-Han desaparecido -anunció
innecesariamente Stiwenson.
-¡No lo entiendo! -murmuró desconcertado
Suárez. Luego pidió:
-O’Neill, prepara un proyectil con vídeo.
Quiero saber qué es lo que ocurre en la Tierra.
El teniente O’Neill, un irlandés de pelo
pajizo y ojos azules, preparó el proyectil dirigido. Un instante después
anunciaba:
-¡Listo!
-¡Lanza!
En la pequeña pantalla de vídeo de
O’Neill se dibujó una línea azulada que señalaba la trayectoria del cohete. A
una velocidad endiablada, se alejó del “Ávila” enfilando la Tierra. Unos
minutos después, la cámara tomavistas del proyectil arrojó a la pantalla de vídeo
del teniente una imagen borrosa del planeta.
-Pasé el vídeo, comandante -anunció
O’Neill pasando la proyección a la gran pantalla de televisión que ocupaba un
panel en la habitación.
Se encendió ésta y los ojos de los
tripulantes contemplaron la imagen de la Tierra que crecía por momentos.
Comenzaron a dibujarse los continentes y segundos más tarde llegaba con nitidez
una visión del planeta que dejó a todos atónitos.
Grandes nubes de humo se elevaban por
todas partes borrando la visión de muchos lugares de la Tierra. La teniente
Cánovas anunció:
-¡Contacto con la Tierra, comandante!
-¡Pide información! -respondió Suárez
dando un suspiro.
Cánovas siguió manipulando sus aparatos.
Su rostro comenzó a palidecer conforme escribía el mensaje y arrancando la hoja
de un tirón, la alargó a Suárez que junio a ella miraba ansiosamente la
escritura.
Después de leer el texto, el comandante
del “Ávila” quedó tenso. Su rostro se endureció y el papel por un momento
pareció temblar en sus manos.
-¿Qué? -inquirió Stiwenson.
-¡Esto es terrible! Según este mensaje
parece que ha habido un ataque a la Tierra.
-¡Imposible! -saltó Tomé asombrado.
-¡Más información! -clamó Cánovas.
-¡No escribas, dímelo de viva voz! -ordenó
Suárez excitado.
-Parece una emisora de poca potencia.
Habla en chino. Dice que ha habido un ataque masivo a toda la Tierra. Ahora se
corta la transmisión.
Todos se miraron como alelados. La mano
de Cánovas se agitó pidiendo un innecesario silencio.
-¡Vuelvo a escuchar! -tras un instante
de silencio continuó-: Transmite una pequeña estación del Servicio
Meteorológico del Himalaya. Ataque atómico. Ciudades destruidas... flota
sideral destruida. Incendios en bosques, muerte por doquier... -alzó la cabeza
a sus oyentes-.Ya no oigo nada.
-Vamos a pasar de largo por la vertical
de la Tierra -anunció Stiwenson.
-¡Vídeo tan pronto sea posible! -casi
gritó Suárez.
Pasaron unos instantes en los que todos
estaban pendientes de la pantalla de vídeo. Al fin ésta se encendió y al
principio de una forma borrosa y después con mayor claridad, se fue apreciando
la figura conocida de la Tierra. El continente americano parecía una enorme
antorcha. Desde Alaska al cabo de Hornos, todo parecía arder.
El océano, era el que parecía haberse
librado de aquel fuego, pero en él se veían manchas ígneas, seguramente los
grandes barcos de transporte que también ardían.
Todos en la cámara de derrota seguían
con la mirada clavada en la pantalla de vídeo aquel terrible espectáculo.
Tensos y pálidos, contemplaban la destrucción de aquella parte de la Tierra, la
más próspera y poblada.
-Vamos a pasar de largo -anunció la voz
de Stiwenson.
-¡Necesitamos saber más! -demandó
rabioso Suárez-. ¡Lanza otro cohete que circunde el planeta y nos transmita
imágenes! ¡Todo no lo habrán destruido!
Nuevamente O’Neill lanzó, y el cohete,
fiel al mando que le dirigía, circundó la Tierra, reflejando en la pantalla la
parte del planeta que desde el “Ávila” no se podía televisar. Al igual que
América, Oceanía, Japón, Australia, Europa... todo ardía. Grandes nubes de humo
se elevaban por todas partes, llevando al ánimo de los astronautas la magnitud
de la terrible catástrofe.
De pronto, la imagen se borró
instantáneamente.
-¡Destruido! -anunció O’Neill.
-¡Rayos¡ -exclamó Suárez-. ¿Será posible
que estén todavía ahí?
-¡Son torpedos! -anunció excitado
Stiwenson.
En efecto, en la pantalla radar se
dibujaban enjambres de puntitos luminosos que parpadeaban incesantemente en
loca zarabanda. Circundaban la Tierra a una altura de mil kilómetros, cual una
gigantesca red que envolviera al planeta para evitar toda posible aproximación
a él.
Suárez, ante aquello, meditó un momento.
Luego expuso su opinión:
-Creo que la Tierra ha sido atacada por
algún pueblo que ignoramos. Pero lo peor es que no podemos bajar. No por los
torpedos, sino por la radiactividad que, a no dudar, lo inunda todo. En estas
condiciones hay que pensar en tomar una resolución. No pienso quedarme con los
brazos cruzados y regresar a la base que tenemos en Marte. Creo que somos los
primeros en descubrir el desastre y, por ello, estamos en las mejores
condiciones para perseguir al enemigo. ¿Qué opináis?
-¡No tengo opinión! -manifestó el padre
Tomé, con ojos acuosos por la emoción que le producía la terrible catástrofe
que imaginaba dantesca en la superficie de la Tierra.
-¡Lo que tú hagas, bien hecho está! -contestó
Stiwenson con los dientes apretados de rabia.
-¡Bien! ¡Llama a los oficiales! -ordenó
Suárez, resuelto.
Unos minutos después se reunían en la
cámara de derrota hasta una docena de oficiales de las diversas especialidades
de la dotación del “Ávila”.
Puestos al corriente de lo que sucedía,
en todos los rostros se pintó la decisión de volar en persecución del traidor
enemigo.
-No sé si correremos hacia nuestra propia destrucción -aclaró Suárez-. Desconocemos contra quiénes tenemos que luchar, ¡pero juro que me destruiré destruyendo! Ahora, amigos míos, cada cual a su cometido. Pensemos en nuestras gentes, en nuestras propias familias y esto nos dará la decisión necesaria para acometer la empresa.
CAPÍTULO II
En la cámara de derrota del acorazado
sideral XB-403, Suárez reunió a los cuatro comandantes de destructores que
componían la dotación del “Ávila”. Eran los capitanes Ana Oliveira, Diego
Quesada, William Drake y Markus Oripópulos.
-Ya sabéis lo que ocurre -comenzó el
comandante-. Ahora es preciso cumplir determinadas misiones. Un destructor ha
de ir a Marte, para ponerse en contacto con el almirante y decirle que
intentaremos buscar al enemigo. Otros dos tienen que rastrear el espacio
formando dos espirales, una vertical y otra horizontal, con eje en la Tierra.
Si como me figuro, aún no están lejos, podremos localizarlos. Habéis de
mantener el contacto por radio entre vosotros y con el “Ávila”. No combatáis.
Sólo deseo información. El otro destructor quedará en el acorazado para una
posible emergencia.
-¿Quién va a cada sitio? -preguntó
Markus, un mocetón moreno que denotaba su clara ascendencia griega.
-Podéis sortear, aunque desearía que Ana
se quedara aquí.
-¡Protesto, comandante! -saltó Ana
Oliveira sulfurada-. ¡Soy tan capitán como los demás y no toleraré concesiones!
-No sé si habrá más peligro en el “Ávila”
o fuera de él -aclaró Suárez.
-¡Sea como sea, quiero entrar en sorteo!
-Bien, adelante. No podemos discutir.
Sortearon las misiones. Por un azar de
la suerte, fue excluida precisamente Ana. Ésta se volvió rabiosa hacia Quesada.
-¡Hiciste trampa, Diego! -murmuró
rencorosa.
-La suerte, chica; sólo la suerte -respondió
el aludido, un suramericano de rostro simpático y cuerpo de atleta.
-¿Dispuestos? -preguntó Suárez,
-Sí -contestaron ellos.
-Pues a las cámaras de lanzamiento. ¡Y
suerte!
Salieron los capitanes de los
destructores. Ana Oliveira quedó mustia junto a Stiwenson que la miró
divertido.
La pantalla de televisión se iluminó. A
los pocos minutos, la imagen del planeta apareció en ella. Grandes manchas
borrosas la rodeaban y sólo a través de ellas era posible una fugaz visión de
la superficie.
-¡Humo! ¡Sólo humo! -murmuró con los
dientes apretados Suárez.
La voz de Soledad Cánovas se escuchó:
-Destructor B-3, al habla.
-Diga, B-3 -contestó Suárez acercándose
al tornavoz.
-He avistado una formación de pequeños
torpedos. Son un enjambre de ellos que vuelan en sentido circular y se repelen
unos a otros.
-Dime la situación.
-Marcación 2-0, 3-0 -contestó el
comandante del destructor B-3.
-Desvíate mil kilómetros y no pierdas
contacto.
-Entendido. Corto.
Se volvió Suárez a un gran planisferio y
tomó las coordenadas. Luego pidió:
-Rayos “W”, preparados. Radar,
localízame ese punto.
En la pantalla radar aparecieron una
serie enorme de puntitos que cambiaban de lugar constantemente, semejándose a
un parpadeo simultáneo de cientos de lucecitas.
-¡Ya tenemos la pista! -exclamó Suárez
alborozado.
-Es un verdadero enjambre -comentó
Stiwenson.
-Puede ser la cobertura del enemigo.
Dejan una maraña de torpedos tras de sí. Eso demuestra que tomaron esa
dirección.
-Destructor B-l al habla -volvió a sonar
la voz de Soledad.
-¿Qué hay, B-l? -inquirió Suárez.
-He localizado una enorme masa de
torpedos a tres mil kilómetros. Vuelan en todas direcciones y cubren un frente
de unos dos mil kilómetros.
-Entendido, B-l. Tengo otro objetivo
parecido que batir primero, no pierdas el contacto, pero no te acerques
demasiado a ellos. Espera mis órdenes.
-Entendido, corto.
-Esto se complica. No me extrañaría que
los hubiera a millares en todas direcciones. Es lo que haría yo si intentase
escapar -resumió Suárez hablando a Stiwenson.
-Los que sean, deben estar tan
adelantados como nosotros -apuntó el segundo comandante del “Ávila”.
Suárez hizo una seña afirmativa con la
cabeza. Su mirada fija en la pantalla radar observaba aquel enjambre de
lucecitas, que se movían en todas direcciones de una forma alocada. Stiwenson
anunció:
-Cinco mil kilómetros al blanco.
-Podemos empezar. ¡Rayos “W”, fuego!
En la pantalla radar se dibujó una línea
azulada. Instantes después los puntitos se fueron apagando como borrados por la
esponja en una pizarra. Los proyectores de rayos “W”, apuntados por radar,
barrieron, con su potencia desintegradora, el enjambre de torpedos que, como
trampa mortal, hubieran cazado al “Ávila”.
-¡Vamos a por los del B-l! -suspiró
aliviado Suárez.
El acorazado sideral describió un arco
de círculo cuyo radio no mediría menos de mil kilómetros y el radar señaló el
enjambre localizado por el destructor B-l. Los puntitos no parecían tantos,
pero estaban mucho más separados entre sí.
-Nos vamos a acercar más que antes -decidió
Suárez-, Los quiero ver en su forma real.
La pantalla de vídeo, ya iluminada,
reflejó unos extraños objetos. Parecían arañas de cuerpos redondos al que
rodeaban una multitud de patas largas y finas.
-¿Qué te parece, Bent? -preguntó Suárez
dirigiéndose a Stiwenson.
-¡Feos, pero terriblemente peligrosos!
-Sí, no conviene arriesgarse más. Rayos
“W”, ¡fuego!
De nuevo la línea azulada se percibió,
ahora con toda claridad y el feo torpedo desapareció con un vivo resplandor.
Como antes, en contados segundos fue eliminado el enjambre.
-¡Ahora podemos pasar! -exclamó Suárez.
-¡Adelante! -masculló Stiwenson.
Con el radar explorando en todas
direcciones se lanzó el “Ávila” como una exhalación. Todos los motores a pleno
régimen impulsaron aquel enorme monstruo por el espacio vacío. Gradualmente, la
luz del Sol, que entraba por los ventanales, se fue oscureciendo. Unas horas
después la negrura era total. Todo el sistema solar había quedado atrás.
El radar, únicos ojos del acorazado
sideral, exploraba incesantemente el vacío espacio. Diversas manchas fueron
apareciendo sucesivamente en la pantalla, que Stiwenson se encargaba de
identificar en el planisferio como pertenecientes a estrellas de la Galaxia.
-Dentro de veinte minutos habremos
salido del espacio solar -anunció el norteamericano Stiwenson.
El padre Tomé le miró asombrado.
-Llevamos ahora mismo una velocidad
igual a la mitad de la luz -aclaró Suárez.
El castrense hizo un rápido cálculo
mental.
-¡Más de quinientos millones de
kilómetros por hora! ¡Oiga, Suárez, esta velocidad no la hemos alcanzado nunca!
-¡Nunca! -asintió entre dientes el jefe
del "Ávila”.
-¿Y no teme que...?
-¡Peor lo han pasado en la Tierra! -respondió
aquél con los dientes apretados.
La enorme masa del acorazado, impulsada
en el vacío por todos sus motores, desarrollaba una velocidad que se
multiplicaba por segundos. Stiwenson, atento al radar y al planisferio, no
perdía un instante en identificar los puntos que iban apareciendo en la
pantalla. Los destructores, con una menor masa, se habían quedado atrás y el
contacto por radio se había perdido. No obstante, ellos seguirían al acorazado
con el potente radar de que iban equipados, o volverían a patrullar el espacio
de la Tierra.
En la cámara de derrota, el silencio era
profundo. A no ser por el parpadeo de las lucecitas de colores que indicaban el
funcionamiento de determinados órganos, hubiérase dicho que en aquel reducido
espacio del monstruo, no había vida.
La carrera a tan fantástica velocidad
continuaba, y si habían decidido llegar hasta donde fuera necesario, lo harían.
Ahora, parados los motores, volaban en el espacio buscando el rastro de alguna
nave que les permitiera tomar contacto con el ya odiado destructor de la
Tierra.
Un puntito pequeñísimo apareció en la
pantalla radar. Suárez y Stiwenson lo percibieron casi al mismo tiempo. Pasó un
minuto y el punto aparecía con el mismo tamaño. Un minuto después se hizo algo
mayor, pero comenzó a desviarse a la izquierda.
-¿Qué opinas? -preguntó Suárez a Stiwenson.
Éste no respondió al momento. Observaba
muy atento el punto luminoso que seguía su desplazamiento.
-Creo que debe ser un vehículo espacial.
-Eso creo. Si fuera un aerolito, ya no
estaría en la pantalla. Enfílale el morro y no le pierdas.
El punto luminoso volvió a ser centrado
en la pantalla y el acorazado voló hacia él. Pero bruscamente volvió a
descentrarse y ya no ofreció duda de que se trataba de un vehículo, ya que
parecía cambiar de lugar a voluntad.
-¡Eso es interesante! -murmuró Suárez muy
satisfecho.
Dos minutos después, el tamaño era mayor
y la persecución más fácil. La pantalla de vídeo entró en funciones y en ella
apareció un pequeño aparato que recordaba por su forma a un tiburón de los
mares terrestres.
Iba pintado de un vivo color rojo y en
el costado que podía verse, aparecían dos grandes círculos blancos. Volaba a
gran velocidad, aunque no podría competir con la del “Ávila”, por lo que el
espacio entre las dos naves se acortaba por momentos.
-¡Si pudiéramos capturarle! -murmuró Suárez
pensativo.
-No va a ser fácil eso. No se dejará
atrapar y hay que esperar que luche.
-Nos interesaría mucho agarrarle.
Destruido no nos dice nada. Su tripulación, en cambio, nos puede ser muy útil.
-Podemos intentar incendiarlo. La
tripulación saltará casi seguro.
Pero no pudieron seguir haciendo
proyectos de captura del presunto enemigo. En la pantalla se señalaba un nuevo
punto que avanzaba hacia el anterior. Al poco una serie de lucecitas brillaban
y se percibió claramente cómo de ambas naves se desprendían torpedos.
Era un espectáculo extraordinario que
todos contemplaban sorprendidos en la pantalla de vídeo. El nuevo actor en la
contienda era mayor que el primero, aunque semejante en su forma, a excepción
de que iba pintado todo él de negro.
-¡Luchan entre sí! -exclamó sorprendido
Stiwenson.
-Veremos quién puede más -murmuró
Suárez, al que no agradaba mucho la intromisión de la nueva nave.
Fogonazos de luz vivísima se sucedían en
el espacio que separaba a las dos naves. La negra, describía ahora un amplio
círculo en torno de la primera y lanzaba torpedos sin cesar, que la nave roja
neutralizaba lanzándolos a su vez. Los torpedos se enfrentaban y destruían
mutuamente, entre resplandores que iluminaban la noche espacial.
-Parece que por aquí no se llevan muy
bien -comentó Ana Oliveira, que había estado en silencio todo el tiempo, medio
enfurruñada por el sorteo anterior.
-Lo que está claro es que en estas
latitudes hay dos humanidades inteligentes. Se hacen la guerra.
La pantalla de vídeo reflejó un gran
resplandor. La nave pintada de rojo con los círculos blancos, se desintegró.
-Ahora tendremos que entendérnoslas con
ese pajarraco negro -pensó en alta voz Suárez.
Pero el “pajarraco negro”, acusaba algo
extraño. Una estela de humo grisáceo, acompañada de llamaradas, se desprendía
de su cola y a los pocos instantes una nueva explosión de luz muy viva
convirtió la noche en día por breves segundos.
-Nos quedamos sin la presa -anunció
Stiwenson.
-Se han destruido mutuamente. El negro
debía perseguir al otro pequeño pintado de rojo. Y el caso es que ninguno nos
ha servido de nada -terminó Suárez.
-¡Hay algo que flota en el espacio! -señaló
Ana hacia la pantalla radar.
-Restos, quizás -aclaró el comandante.
-Los reflejos son muy débiles. Lo que
sea es muy pequeño.
-¡Ya lo tengo! -anunció Stiwenson
iluminando la pantalla de vídeo nuevamente.
-¡Por Júpiter¡-exclamó Suárez
sorprendido.
-¿Será posible? -murmuró el silencioso
castrense.
-¡Son hombres, no cabe duda! -manifestó
Suárez.
La pantalla de vídeo reflejaba las
figuras de dos seres humanos muy juntos, flotando en el vacío. La visión era
borrosa, pero se apreciaba perfectamente. El comandante tomó su decisión.
-¡Vamos a salir por ellos!
-Llevamos una velocidad endiablada -objetó
Stiwenson.
-Saldrá Ana con el destructor.
-¡Eso me gusta! -clamó ella alborozada,
pensando en la dificultad de la operación.
-Volaremos en círculo hasta que
regreses.
-De acuerdo. ¿Me voy ya?
-Sí -concedió el comandante.
La ondulante brasileña salió disparada
haciendo una mueca a Stiwenson que rió por lo bajo. Era su pesadilla aquella
chica que se metía con él sin ningún disimulo.
Dos minutos después, el vídeo señalaba
la presencia del destructor en el espacio. El “Ávila” iba frenando
paulatinamente su fantástica velocidad merced a la reversión de sus motores,
para no alejarse demasiado del lugar donde flotaban aquellos dos seres.
-Será estupendo agarrarlos vivos, ¿no le
parece, “páter”?
-Sería una gran obra -afirmó éste.
-Es una experiencia nueva para Ana -confirmó
Stiwenson sin quitar la vista del vídeo.
El destructor, a una velocidad moderada,
se fue acercando a los flotantes náufragos espaciales. Todos los tripulantes de
la cámara de derrota seguían expectantes la operación del destructor.
-Ahí afuera hace un frío espantoso -comentó
Tomé.
-Hay que suponer que irán protegidos
como lo vamos nosotros para un caso igual.
-Esperemos que sea así. De lo contrario,
a los 273 grados bajo cero de ahí fuera, estarán congelados[1].
El destructor había llegado a la
inmediación de las figuras humanas que se balanceaban suavemente en el espacio.
Se le vio casi parado bajo ellas y por una trapa abierta en su coraza surgió un
tripulante vistiendo el traje espacial. De su espalda colgaba un pequeño
cilindro de aire comprimido, con el que soltando pequeñas ráfagas, avanzaba
poco a poco hacia los náufragos. Llegó junto a ellos y soltando aire,
retrocedió hasta el destructor, arrastrándolos.
Aún tuvo que hacer el “pescador”
terrícola algunas maniobras en el vacío. Su lámpara acoplada a la escafandra,
iluminaba a los náufragos. Fue empujándolos hacia la trapa abierta en el
destructor y tras hábiles empujones, logró colarlos en el agujero, penetrando
después.
-¡Bravo! -exclamó el padre Tomé.
-Buen trabajo -afirmó Suárez satisfecho.
Luego pidió comunicación con el destructor.
-¿Qué hay, Ana?
-Ya los tengo -sonó la voz triunfante de
ella.
-¿Vivos?
-No puedo decirlo, pero están
quitándoles las escafandras.
-¿Cómo son? -se interesó Suárez.
-Parecen normales. Quiero decir, como
nosotros.
-Ten cuidado. Si llevan armas quítaselas.
Vuelve al “Ávila”.
-Entendido. Corto.
El destructor aceleró su marcha en pos
del acorazado que se había distanciado ya varios miles de kilómetros. Cuando
llegó cerca, dio una pasada frente al “morro” y luego, tras un amplio viraje,
enfiló el portón de atraque del coloso.
-Velocidad al mínimo -ordenó Suárez.
Luego invitó a su segundo:
-Vamos, Stiwenson. Bajaremos a las
cámaras de atraque.
Se sumó a ellos el silencioso padre Tomé
y por un ascensor bajaron hasta el corredor que llevaba a las cámaras de
atraque de los destructores.
Cuando llegaron, aún silbaban las bombas
inyectando aire a presión en la cámara. Una luz roja indicaba la prohibición de
entrar hasta tanto terminara la inyección de aire. Pronto terminó ésta y la
puerta rodó automáticamente por el panel.
Los tres hombres penetraron en la
cámara, al tiempo que se abría la compuerta del destructor y aparecía en ella
la figura de Ana, que se despojaba de la escafandra. Saludó alegre.
-¡Los pescamos!
-Ya lo vimos. Por cierto, que no debiste
salir tú -apostrofó Suárez.
-Era una experiencia nueva y quise
probarla -respondió la muchacha sonriendo.
-¿Están vivos? -preguntó Tomé.
-Sí, pero desvanecidos. Son un hombre y
una mujer.
-A la enfermería a toda prisa. Tienen
que reaccionar. ¡Los necesitamos!
Ya en la enfermería, observaron a los
náufragos. Tenían una apariencia casi semejante a la de Ana con su traje
espacial. Un vestido de vidrio ajustado al cuerpo, en el cual se veían unos
extraños dibujos de colores vivos. Un triángulo rojo con el ángulo más agudo
hacia abajo. A los lados del triángulo, dos círculos blancos.
Llevaban una especie de correaje del que
colgaban diversos objetos, y eran de estatura aventajada con miembros
proporcionados. Indudablemente, y como había dicho Ana, uno de ellos era una mujer.
Tenía la tez pálida y las facciones eran de una gran belleza. El hombre era de
cara angulosa y también su piel era de una palidez lechosa.
-Llevan buen equipo. Fíjense en los
caloríferos de infrarrojos. Casi se podría decir que son copia de los nuestros.
-Estos deben ser los generadores de
oxígeno -apuntó Stiwenson señalando unos pequeños cilindros adosados a la
espalda del traje de vidrio.
-Lo que no veo es ningún aparato de
comunicación o escucha -adujo el comandante.
-Están en las escafandras. Son diminutos
-intervino Ana señalándolos.
-¿Cómo va eso, Wayne? -interesó Suárez
del medico que, inclinado sobre ellos, terminaba su examen.
-Viven y no tardarán en abrir los ojos.
Un poco más de oxígeno y calor y estarán en disposición de hablar.
-¡Esa es otra! -exclamó el castrense-.
¡No los vamos a entender!
-¡Les sacaré lo que queremos saber,
aunque tenga que despedazarlos! -gruñó Suárez.
-¡Vamos, comandante! ¡En pedazos tendrán
menos voz! -amonestó el cura.
-¡Yo me entiendo! ¡Hablarán como sea!
Un leve parpadeo en el hombre hizo
guardar silencio a todos. Al poco abrió los ojos y los fijó en el médico que,
inclinado sobre él, observaba su recuperación.
-¡Cuidado, Wayne! -advirtió Suárez-. No
se acerque tanto. No sabemos cómo puede reaccionar.
Se apartó algo el médico y el náufrago
volvió la vista a otro lado, observando curioso a los que le rodeaban. Sus ojos
algo oblicuos, fueron posándose de uno en otro. En su mirada sólo se advertía
sorpresa, pero no temor.
Comenzó a incorporarse despacio hasta
quedar sentado en el lecho y entonces descubrió a la mujer que continuaba
inmóvil. Su rostro varonil pareció dulcificarse y pronunció unas palabras con
una voz grave y reposada.
-Quizá pregunte si vive su compañera -conjeturó
Tomé.
-¿Quién eres? ¿De dónde vienes? -interpeló
impaciente Suárez, aún a sabiendas de que no le entendería.
El náufrago le miró atento. Luego
contestó algo y volvió la vista a la mujer. Ésta, por su parte, ya daba señales
de vida. Su tez pálida pareció colorearse. Cuando abrió los ojos, su primera
mirada encontró la figura de su compañero y su boca se abrió para decir unas
palabras que el otro escuchó silencioso.
-Bueno -intervino Suárez-. Hagamos algo
práctico.
Hizo ademán al náufrago de que se
levantara y éste obedeció quedando en pie frente a él. El comandante volvió a
preguntar lo mismo de antes, pero sin resultado.
-¡No entiende nada! Veamos la mujer.
Se encaró con ella y al verle llegar se
incorporó tras alguna vacilación. Aun irritado como estaba, Suárez no pudo por
menos de admirar la apostura de aquella mujer. Su traje de vidrio se plegaba al
cuerpo y como su compañero, sus grandes ojos ligeramente oblicuos, le miraron
sin sombra de temor.
Más por señas que con palabras inquirió
otra vez Suárez su pregunta. Ella pareció adivinar más que entender y se señaló
el pecho, donde el triángulo y los círculos se destacaban del tono ligeramente
verdoso del traje espacial.
-Ese debe ser el distintivo de su país -quiso
aclarar Ana.
-Creo que con palabras no vamos a
conseguir nada. Lo mejor será llevarlos al “morro” y ponerlos delante del
planisferio. Veremos si identifican su planeta -decidió Suárez de mal humor.
-Podemos llevar a uno y luego al otro -propuso
Stiwenson.
-Sí. Así evitaremos que se pongan de
acuerdo.
-¿A cuál nos llevamos?
-Al hombre. Tú, Ana, quédate con la
mujer.
-¡Cuidado, Anita! -recomendó Stiwenson
guasón.
-No temas, pelos de zanahoria. Sé cuidarme -contestó ella desdeñosa.
CAPÍTULO III
Ya antes de que llegaran a la cámara de
derrota, los altavoces transmitían por toda la nave la voz impersonal de un
serviola anunciando peligro. Al entrar, la pantalla de vídeo señalaba una nave
que volaba rauda hacia el “Ávila”. Era de tamaño mayor que las vistas hasta
entonces, y como la que luchara contra la nave pintada de rojo, era también
negra y de la misma figura.
-Éste es igual al que luchó con ésos -manifestó
Stiwenson.
-Sólo su aspecto renegrido, ya
predispone en contra suya -gruñó Suárez de mal talante.
La nave negra avanzaba como un bólido al
encuentro del acorazado terráqueo. El comandante, que estaba de un humor de
perros, ironizó:
-¡Vamos a torear a ese toro! ¡Atentos a
la maniobra! -y tras unos instantes ordenó-: ¡45 grados al este! ¡Torpedos
preparados!
El "Ávila” viró 45 grados con una
facilidad que no se hubiera podido sospechar, dado su colosal tamaño, y de su
costado izquierdo comenzaron a brotar andanadas de torpedos que como rayos y
formando un abanico se lanzaron al encuentro del enemigo. Pero éste no los dejó
acercarse. Grandes chorros de una luz anaranjada se desprendieron de su “morro”
y los torpedos fueron desviados de su ruta, como empujados por una mano
colosal. Al perder su trayectoria, algunos chocaron entre sí, produciéndose en
la colisión la explosión que los desintegraba. Otros pasaron de largo y ni uno
solo llegó a tocar el blanco.
-¡Con mil demonios! -exclamó Suárez al
ver lo sucedido por la pantalla de vídeo.
-¡No son mancos ésos! -rezongó
Stiwenson.
-¡Veremos ahora si escapan!
Describió una amplia curva el “Ávila”
mientras su velocidad se aceleraba por momentos, y el vídeo señaló al enemigo
de costado. Éste empezaba a virar a su vez, pero era más lento y durante unos
momentos presentó el costado izquierdo.
-¡Artillería, fuego! -bramó Suárez.
Los potentes tubos atómicos, dirigidos
por radar, vomitaron automáticamente su carga cuando el enemigo estuvo a tiro.
La estela amarilla se dibujó en la negrura espacial recta hacia la negra nave.
Durante unos segundos todos contuvieron la respiración con los ojos fijos en la
pantalla. Y como los torpedos, los proyectiles fueron desviados por los chorros
de luz anaranjada, perdiéndose en el espacio.
-¡Mil truenos! -bramó el comandante que
no daba crédito a lo que veía.
-Su técnica es insuperable -murmuró
Stiwenson.
-Va a ser dura la pelea.
-Observa que su maniobra es lenta.
-Trataremos de aprovecharnos de ello.
¡Velocidad máxima!
El “Ávila” comenzó a ganar velocidad
rodeando a su adversario. Éste, más lento, se limitaba a presentar siempre el
“morro” y, en un momento dado, soltó una manada de torpedos contra el
terrícola.
Los rayos “W” entraron en funcionamiento
y los barrieron totalmente del espacio antes de que hubieran podido recorrer la
mitad de su camino.
Nuevamente intentó la nave negra atacar
con torpedos, con el mismo resultado, y la lucha parecía igualada, aunque con
la desventaja para el enemigo del “Ávila” de estar dentro de un círculo que la
enorme velocidad del acorazado terrestre cerraba por momentos.
-Tendremos que acercarnos para
alcanzarlos con los “W”.
-De acuerdo -asintió el segundo del “Ávila”
maniobrando para cerrar más estrechamente el círculo. La distancia se hizo
sensiblemente más pequeña.
-Mil kilómetros -anunció Stiwenson.
Iba Suárez a ordenar fuego a los rayos
“W”, cuando la luz anaranjada brilló nuevamente en el morro del enemigo. Por un
instante pareció que el “Ávila” se tambalease y todos fueron sacudidos
violentamente. Stiwenson rodó por el suelo y Suárez apenas tuvo tiempo de
agarrarse a uno de los pasamanos que circundaban la cámara.
-¡Rayos “W”, fuego! -gritó el
comandante.
Aunque desviado de su ruta, el “Ávila”
pasó como un bólido por delante de su enemigo, apenas a trescientos kilómetros
de él. Los eyectores de rayos “W” funcionaron apenas un par de segundos y una
fulgurante llamarada convirtió la negra noche sideral en clarísimo día. La nave
enemiga se desintegró, reduciéndose a fragmentos su estructura.
Un serviola de aguda voz metálica
comenzó su cantinela: “Avería en el departamento 20”, “avería en el
departamento 20”...
Suárez tomó el micro y preguntó:
-Tenemos fuego -le informaron desde el
departamento 20.
-¿Es cosa grave?
-Un trozo de metal al rojo ha penetrado
por una de las toberas y arde todo el departamento. Envíe extintores.
-Entendido. ¡Brigadas 3.a y 10.a, al
departamento 20 con toda urgencia! -ordenó el comandante por el micro.
-¿Es grave? -demandó Stiwenson
palpándose el cuerpo dolorido.
-Un trozo ígneo por una tobera.
-También es mala suerte -se lamentó
Soledad Cánovas desde su puesto de radio.
-¡Todos preparados para una posible
evacuación! Voy a ver qué es eso.
Se dirigió Suárez a la puerta de la
cámara. Al llegar a la altura del náufrago, al que tenía casi olvidado, éste le
tendió la mano. En un correcto castellano, que dejó a todos mudos de sorpresa,
manifestó:
-¡Le felicito, comandante! ¡La victoria
ha sido espléndida!
-¡Pero cómo sabe...! -no pudo Suárez
acabar la frase. De nuevo la voz' de un serviola sonó apremiante.
-“Avería departamento 19”. “Avería
departamento 19”...
Sacudiendo la cabeza corrió al ascensor.
Después un corredor le llevó a los departamentos siniestrados, donde ya las
brigadas estaban en acción. Chorros de espuma brotaban de los extintores y el
fuego, muy violento, amenazaba propagarse a otros departamentos.
Se imponía tomar una resolución
rápidamente y comenzó a dar órdenes para vaciar de oxígeno los departamentos siniestrados.
Al frente de un equipo provisto de escafandras, penetró en el departamento 20,
que ardía como un horno.
Adosando una carga hueca a la coraza
interior, se proponía volarla, para que por el boquete escapara el oxígeno y
cesara la combustión. El primer intento fracasó. No era posible estar allí ni
un segundo. Suárez tomó entonces personalmente la carga y ordenó que le
enfocasen los extintores de espuma.
Penetró decidido y de dos saltos llegó
hasta el sitio elegido. Sentía que el calor le sofocaba y la visión dantesca de
las llamas le rodeaba. ¡Sin embargo tenía que hacerlo! Adosó la carga en el
centro del panel y retrocedió a la carrera. Ya en la puerta, el traje de vidrio
comenzó a derretirse por algunos puntos y sólo debido a la espuma que le inundaba
se debió que no resultara quemado.
Inmediatamente fue aislado el
departamento y ya no quedó más que hacer funcionar el deflagrador. Una sorda
explosión se escuchó y por el boquete abierto en la coraza se escapó el aire
con un estridente silbido que duró unos segundos. El vacío así conseguido,
extinguió en pocos momentos el fuego. Ahora no quedaba más que taponar la
brecha.
Provistos de sus trajes espaciales y
generadores de oxígeno, un equipo de treinta hombres salió por una de las
cámaras de atraque de los destructores. Mediante el impulso de los depósitos de
aire comprimido, que cada uno llevaba a la espalda, se movían en el negro y
vacío espacio.
Un solo hombre empujaba una plancha
colosal que flotaba como un papel de fumar y que en la Tierra hubiera
necesitado una grúa para su traslado. Toda la herramienta necesaria para la
reparación parecía volar. Un suave empujón a un martillo le hacía avanzar
treinta metros.
Como fantasmas, alumbrados solamente por
las lámparas que cada uno llevaba en la escafandra, los terrestres acometieron
la tarea de taponar el enorme agujero de la coraza. Suárez, al frente de ellos,
dirigía la operación tomando parte activa en los trabajos.
El frío, aquel terrible frío espacial
que congelaba a los pocos minutos, era el principal enemigo de aquella
operación. Cada treinta minutos eran relevados los tripulantes, tiempo que
tardaban en quedar agotadas las baterías portátiles para alimentar los
caloríferos de infrarrojos.
Tres largas horas duró la reparación.
Durante ella, el acorazado se mantuvo a una velocidad reducida al mínimo y con
todos sus servicios de radar y combate vigilantes.
Cuando todos estuvieron en el interior
de la aeronave, se inyectó aire a presión en el departamento 20. Una brigada de
especialistas acometió la tarea de reparar y sustituir todo lo que el fuego
había destruido.
Entonces pensó Suárez en aquel extraño
náufrago que tenía en la cámara de derrota. Casi se había olvidado de ellos y
corrió al “morro”. Ya en la cámara, encontró a los dos náufragos en animada
charla con la brasileña.
-¡Es asombroso, comandante! -exclamó
ella viéndole entrar.
-¿Qué es asombroso, Ana?
-¡Resulta que hablan varios idiomas de
los que se emplean en la Tierra! -fue la desconcertante respuesta de Ana
Oliveira.
Suárez quedó perplejo. Ahora recordaba
la felicitación del náufrago cuando terminó el combate con la nave que los
había averiado. ¡Y le habló en castellano! Pero el semblante del comandante se
ensombreció.
-¡Lo celebro! ¡Pero eso sólo va a
servirles para que me expliquen con más claridad lo que deseamos saber! ¡Ya
sabes a lo que me refiero!
Se encaró con el hombre. En el rostro de
Suárez no había ni la menor sombra de simpatía.
-¿Quiénes son ustedes? -demandó seco.
-Procedemos de Uros, señor -contestó el
náufrago con naturalidad.
-¿Dónde está situado?
-Aquí -y señaló un punto en blanco del
planisferio.
-¡Dame esa situación, Stiwenson! -pidió
Suárez.
-Ya la verifiqué antes -contestó éste-.
Se trata de uno de los planetas del sistema de Irisis, en la constelación
Magna, Galaxia 7ª norte.
-No hubiera supuesto que por ahí hubiera
mundos habitados -murmuró el comandante, pensativo. Luego se encaró con el
náufrago:
-¿Cómo te llamas?
-Idón. Soy jefe de una nave ursita que
resultó destruida por un destructor de Wania.
-¿Qué es Wania?
-Otro mundo enemigo nuestro.
Suárez reflexionaba sobre lo que acababa
de oír. Así que había no uno, sino dos mundos habitados por lo menos en
aquellas latitudes, y los dos con un grado de civilización muy adelantado.
¿Cuál de los dos mundos sería el agresor de la Tierra? La voz del náufrago Idón
le sacó de sus reflexiones.
-Me vas a perdonar, terrestre, que te
haga una pregunta. Tu mundo está muy lejos de aquí, y es la primera vez que se
ve una nave vuestra en esta galaxia. ¿A qué se debe vuestra presencia?
Suárez se impacientó. No era el náufrago
el que debía preguntar. Sin embargo contestó:
-El motivo ya lo sabrás. Pero, dime,
¿cómo hablas nuestra lengua?
Idón esbozó una sonrisa antes de
contestar. Luego manifestó:
-En mi mundo se hablan varias lenguas de
las de Suc.
-¿Suc?
-Nosotros llamamos Suc a la Tierra.
-¿Y cómo es posible eso?
-Estamos muy adelantados en electrónica.
Vuestras emisiones de radio son captadas en Uros desde hace muchos años.
Sabemos vuestro grado de civilización y os admiramos profundamente. Para
entenderos, hemos estudiado vuestras lenguas y gracias a ellas conocemos
vuestros sistemas, que vulgarizáis por la radio.
-¡Es asombroso! -exclamó Ana,
maravillada.
-¿Y no habéis intentado comunicar con
nosotros? -inquirió Suárez.
-Lo hemos intentado muchas veces, pero
vosotros no podéis, a lo que parece, captar nuestras microondas.
-Dices que hay otro pueblo llamado
Wania. ¿Quiénes son ellos?
-¡Unas gentes terribles! Viven en unas
condiciones pésimas, debidas a que su planeta es frío e inhóspito. Se tienen
que enterrar la mayor parte del año y tienen ciudades subterráneas. Son extremadamente
inteligentes y en poco más de doscientos años han alcanzado un grado de
civilización extraordinario.
-¿Estáis en guerra?
-Sí. En guerra permanente. Intentan a toda
costa ocupar Uros. Esto nos obliga a continuas patrullas por el espacio, ya que
ellos sólo tienen tres meses de cada año para asomarse a la superficie y
acometer sus empresas.
-¿Y es ésta la época en que salen al
exterior? -inquirió Suárez muy interesado.
-Sí. Tenemos noticias de que una gran
flota estaba en el espacio. Pero no nos han atacado y esto nos tiene
preocupados, pensando ¿que habrán ideado ahora esos malditos wanitas?
Suárez, Stiwenson y Ana se miraron.
¿Sería aquel pueblo el que había atacado a la Tierra? El comandante del “Ávila”
decidió hablar claro con Idón.
-¡La Tierra ha sido atacada hace dos
días! -manifestó lúgubremente.
En el rostro de los dos náufragos se
pintó la sorpresa, que no pareció fingida a los ojos de los terrestres.
-¡Han atacado la Tierra! -exclamó la
mujer con sincero acento de pesar.
-¡Así ha sido! ¡La han destruido! Este
es el motivo de que nosotros estemos aquí. Llegamos en el preciso momento en
que terminaba el ataque y los atacantes desaparecían en el espacio. Buscábamos
su rastro cuando os encontramos a vosotros.
Todos guardaron un silencio profundo.
Parecía que la noticia había afectado a los ursitas de manera extraordinaria.
Fue la muchacha la que lo rompió ahora. Su voz era pesarosa al expresarse.
-¡No sabe cuánto lo sentimos,
comandante! Para nosotros los ursitas, la Tierra era nuestra segunda patria. De
ella hemos recibido muchas enseñanzas y nuestro pueblo la conoce y se habla de
ella como de un pariente querido y lejano que algún día se podrá visitar.
Se expresaba en un castellano correcto
con un leve matiz exótico que daba a sus palabras una agradable musicalidad. Su
voz era clara y su rostro, al hablar, denotaba el pesar que parecía embargarla.
Idón, que asentía a sus palabras con profundos cabezazos, intervino para
presentarla:
-Se llama Hélida. Es hija de nuestro
Jefe Supremo de Uros.
El carácter noble y abierto de Suárez,
desechó instantáneamente la reserva de que se había revestido. Algo en su
interior le decía que aquellos náufragos, tan providencialmente rescatados del
espacio, eran veraces en sus manifestaciones. Alargó la mano con naturalidad,
ofreciéndosela a la muchacha, que le miró entre sorprendida e indecisa. Luego,
con una franca sonrisa alargó la suya, que Suárez estrechó cordial.
Aquel apretón de manos se repitió con
Idón y pareció que con él, se fundía el hielo de la desconfianza por parte de
los terrenos. Ana, más efusiva, abrazó a la bella muchacha ursita y Stiwenson,
lo hubiera hecho de buena gana. ¡Era guapa la chica!
Desde aquel momento, la confianza fue
ganando terreno y entre Idón y Suárez, se estableció una corriente de simpatía
que se tradujo en un montón de preguntas y respuestas relativas a sus
respectivos mundos.
Invitados por el comandante, pasaron
todos a una sala de descanso instalada al lado de la cámara de derrota y
cómodamente sentados, charlaron largo rato. Idón fue descubriendo a los
asombrados terrestres una serie de detalles técnicos relativos a sus naves.
-¿Cómo estando tan adelantados, no nos
habéis visitado? -se extrañó Suárez.
-Nos falta autonomía. Aún no hemos dado
con el combustible necesario para llevar nuestras naves a tan larga distancia.
-Sin embargo los wanitas parece que lo
tienen -comentó Stiwenson.
-Son extraordinariamente inteligentes.
Tememos más a su inteligencia que a su valor. Nunca sabemos qué harán a la
temporada siguiente.
-¿Entendéis su idioma?
-¡Desde luego! -afirmó Idón-. Captamos
sus emisiones, pero al contrario que las vuestras, no dicen nada de interés
científico. Seleccionan la raza. Los inteligentes son sometidos al aprendizaje
de las ciencias. Los que no tienen inteligencia suficiente viven como esclavos
de los otros. No parecen tener sentimientos humanos.
-¿Tienes idea de cuál es la potencia de
su flota sideral? -preguntó Suárez interesado por aquellas noticias.
-No lo sabemos exactamente. Pero
nuestros cálculos son de un centenar de aeronaves del tipo que habéis
destruido, que son las más grandes.
-¿Y esos rayos misteriosos que apartan a
un lado los torpedos? -preguntó ahora Stiwenson, recordando el batacazo sufrido
en el combate.
-No lo conocemos exactamente -respondió
Idón-. No obstante tenemos una teoría de ellos. Suponemos que esos rayos forman
un poderosísimo campo magnético de signo desconocido, que repele las masas que
se acercan a él.
-Pudiera ser así -corroboró Suárez-.
Pero eso lo estudiaremos para estar prevenidos.
Ana Oliveira y Soledad Cánovas habían
acaparado a la bella Hélida y la acosaban a preguntas.
-¿Cómo viven las mujeres en tu mundo,
amiga mía? -inquirió Soledad curiosa.
-Viven para el hogar y la educación de
los hijos -fue la desconcertante respuesta de la ursita.
-¡Como en la Tierra allá en el siglo XX!
-se asombró Ana.
-Y dime. ¿Cómo visten?
-Llevamos una túnica amplia -contestó
Hélida sorprendida.
-¡Igual que las romanas de la más remota
antigüedad! -rió ahora Soledad.
-¿Y cómo estás tú navegando en una nave
espacial? -quiso saber Ana.
-Tenemos que hacer un año de servicio
activo. Luego llega el matrimonio y los hijos. Entonces ya no salimos de casa.
Suárez propuso descansar unas horas. Mientras tanto, el “Ávila” se mantendría volando en círculo sobre aquellos espacios desconocidos. Quería, aunque no lo dijo, meditar sobre todo aquello. A Hélida se la llevaron las chicas dispuestas a saciar su curiosidad. Idón se instaló en aquella misma sala.
CAPÍTULO IV
Era el comandante Alberto Suárez de Ávila
un valiente probado. Tomó parte en la experiencia de Marte desembarcando el
primero en aquel planeta desconocido aún para los habitantes de la Tierra. Se
había distinguido en varias ocasiones en que la misión no era fácil y contaba
con la plena confianza de sus tripulantes, hombres y mujeres que irían a donde
él se lo propusiera sin la más ligera duda.
Su carácter audaz y aventurero le
impelía siempre a tomar el camino más difícil que se le presentara, pero en las
actuales circunstancias su sentido común le decía que tendría que obrar con
toda cautela para llevar a buen fin la misión que se había propuesto. ¡El
castigo del agresor de la Tierra!
Si se dejaba llevar de su carácter, ya
estaría volando en busca de aquel mundo agresor para pulverizarlo con las
terribles armas ofensivas que poseía el “Ávila”. Pero comprendía que debía
supeditar su deseo y su impaciencia para lograr con éxito el castigo.
Apenas durmió un par de horas, y se
levantó acudiendo a la cámara de derrota. Allí encontró al inteligente
Stiwenson enfrascado en cálculos sobre el planisferio.
-¡No puedo dormir de impaciencia! -aclaró
Suárez.
-Algo parecido me ocurre a mí -asintió
el norteamericano sonriendo.
-¿Trabajas?
-Sí. Quiero comprobar la veracidad de
las manifestaciones de Idón.
-¿No te fías?
-¿Te fías tú?
-Venía dispuesto a hacer lo mismo que
estás tú haciendo.
-Pues te he ahorrado el trabajo.
-¿Y qué?
-Parecen correctas sus manifestaciones.
La distancia que señaló a su mundo es cierta, así como la que los separa de
Wania.
-Son datos interesantes.
-¿Te parece sincero Idón? -inquirió
ahora Stiwenson.
-Creo que sí. Parecieron afectarse mucho
al saber la noticia de la catástrofe de la Tierra.
-Sobre todo ella se manifestó muy
emocionada -y sonrió con picardía mirando a Suárez.
-¡Es muy bonita! -murmuró el español
suavemente.
-¿Qué piensas hacer?
-Mi opinión es la de atacar. Pero
después de las noticias recibidas de Idón, creo que será mejor establecer
contacto con la base de Marte.
-Eso supone regresar de nuevo a nuestro
espacio.
-Debemos ante todo asegurar el éxito.
-Estoy de acuerdo. Eso supone dos días
de navegación, otros tres para el regreso y los que sean necesarios para poner
a punto la escuadra de Marte.
-No hay que olvidar que esos malditos wanitas
no pueden ocupar nuestro planeta. La radiactividad será extraordinaria.
-Ahora me explico por qué dejaron una
especie de malla de torpedos alrededor de la Tierra. Pensarían defenderla de
aquella manera contra posibles ocupantes.
-Puede ser que aciertes.
La llegada de Idón cortó la
conversación. Éste saludó afable y, sin rodeos, expuso su deseo de comunicar
con Uros. Pero para ello había que construir un transmisor-receptor de
microondas. La idea fue aceptada por Suárez y pronto un equipo de técnicos se
puso a colaborar con el ursita, para quien no parecía tener secretos la
electrónica.
Se revisaron los almacenes de material y
pronto Idón diseñó un esquema del aparato, que fue construido rápidamente. Ante
un caótico montón de bobinas, resistencias y tubos electrónicos, se sentaba
tres horas después el náufrago espacial y comenzaba a manipular en ellos bajo
la expectante mirada de los terrícolas.
Aún hubo necesidad de hacer algunos
ajustes antes de que aquel conjunto laberíntico funcionara. Al fin el rostro de
Idón demostró su satisfacción. Acababa de recibir respuesta a su llamada.
-¡Estamos en comunicación con Uros! -manifestó
satisfecho.
Después de unos momentos en los que
radió un corto mensaje, se volvió hacia Suárez.
-Estamos comunicando con el Cuartel
General de Uros.
-¿Y bien? -inquirió Suárez.
-Ahora veremos si podemos comunicar con
nuestro Jefe Supremo.
-Sería deseable eso.
El tornavoz comenzó a ganguear una serie
de palabras ininteligibles para los terrenos. Idón las tradujo inmediatamente.
-¡Tenemos suerte! -manifestó alegre-.
Nuestro Jefe está en el Cuartel General.
Nuevamente el tornavoz comenzó a dejar
escuchar una voz nueva. Era grave y reposada. Cuando Idón contestó dando cuenta
de lo ocurrido, la misma voz sonó ahora en castellano.
-Celebro la ocasión de poder hablar con
habitantes procedentes de Suc. ¿Cuándo habéis llegado? ¿Cómo está Idón y Hélida
con vosotros?
Suárez se acercó al micro y con voz un
poco emocionada, contestó:
-¡Le saludo, señor! ¡Es extraordinario
para mí poder hablar en mi propio idioma a un habitante de otro mundo! En
cuanto a Hélida y a Idón, están en una nave terrestre por una serie de
circunstancias que el mismo Idón le explicará. Ahora, señor, reciba nuestros
más cálidos saludos en nombre de una humanidad que seguramente ya no existe.
Quedó en silencio Suárez. Había tenido
que hacer un gran esfuerzo para que su voz fuera firme y no denotara la emoción
que le embargaba. Nuevamente el tornavoz dejó oír la voz del jefe ursita.
-No entiendo lo que me dices. Pero ya
habrá tiempo de explicarse. Ahora quiero manifestarte a ti y a los que te
acompañan la gran satisfacción que para mí representa comunicar con vosotros.
Mi pueblo será informado de esta grata nueva y todos se alegrarán de ello.
-¡Gracias, señor! Dejo el sitio a Idón,
para que él le dé cuenta de todo lo ocurrido.
Se separó el español del micro y ocupó
su lugar Idón. Éste, en castellano, comenzó a narrar brevemente lo acaecido.
Cuando terminó, la voz del jefe ursita se escuchó de nuevo.
-¡Quiero que sepáis que estamos a
vuestro lado! ¡Vuestros enemigos son los nuestros! ¡Podéis disponer de Uros
como de vuestro propio planeta! No perdáis el contacto con nosotros y comunicad
vuestra decisión.
Quedó cortada la comunicación con Uros y
Suárez se volvió a Stiwenson.
-¡Está decidido, Bent! ¡Volaremos hacia
Marte!
-¡De acuerdo!
-Ahora, quiero reunir a la tripulación y
presentarles a nuestros nuevos amigos.
La señal fue dada. Minutos después, todo
el que no tenía un puesto que servir se reunía en la gran cámara. La
expectación por saber lo que tendría que decirles su comandante en aquellas
circunstancias era enorme. Todos llevaban puesto el traje espacial, ya que la
alarma estaba dada y nadie se separaba de tan necesario equipo en un momento en
el que la emergencia podía llegar inesperada. Suárez habló.
-Amigos, por una extraña circunstancia
estos dos astronautas que tengo a mi lado, y que proceden de un planeta llamado
Uros, me han informado de la existencia de otra humanidad que parece ser la que
ha atacado a nuestra patria terrena.
Enmudeció unos instantes y luego
continuó.
-En vista de ello, he decidido volver a
Marte. Necesitamos reunir la flota que hay allí y volver para atacar ese mundo.
Mi deseo sería atacar con el “Ávila”, pero el enemigo es muy potente.
Necesitamos refuerzos.
Un murmullo de aprobación acogió las
palabras del jefe del “Ávila”. Este continuó:
-Ahora quiero presentaros a estos
amigos. Él se llama Idón, ella Hélida. Hemos establecido contacto con su mundo.
El jefe de Uros me ha manifestado su simpatía y ofrecido para colaborar con
nosotros en la destrucción de esos malditos.
Se adelantó Idón tan pronto como Suárez
dejó de hablar y ante el asombro de la asamblea terrícola comenzó a hablar en
castellano.
-¡Hermanos de la Tierra! Nuestras vidas
se han salvado por el arrojo de uno de vuestros oficiales. Ya teníamos motivos
de gratitud para con los habitantes de la Tierra, que nos han enseñado muchas
cosas a través de la radio. Ahora esta gratitud es mayor al deberos la vida.
Una ensordecedora ovación acogió las
palabras de Idón. Luego Hélida, sonriente, añadió a lo dicho por Idón:
-Gracias, amigos míos. Os prometo que mi
pueblo os recibirá como a hermanos si tenéis que ir a él.
La sencillez con que fueron dichas estas
palabras granjeó la simpatía unánime de la tripulación, que reprodujo la
ovación anterior.
De vuelta al “morro”, Suárez ordenó:
-¡Máxima velocidad! Hay que llegar
cuanto antes.
Compareció Ana con una botella y unas
copas.
Propuso brindar por la nueva amistad con
el pueblo ursita. Llenó las copas del espumeante líquido y ofreció una a
Hélida.
-¿Es para mí? -preguntó ella
sorprendida.
-¡Claro! -contestó Ana.
La tomó ella con cierta timidez. Idón
aclaró:
-En nuestro mundo, las mujeres no toman
nunca parte en las reuniones de los hombres.
-¿Quieres decir que viven apartadas? -inquirió
extrañada Soledad.
-Pues sí. Tienen una misión específica
que cumplir.
-Te refieres a la maternidad, ¿no?
-Sí. Ellas viven sólo para los hijos -asintió
el ursita sonriendo.
-Quiero hacerle una pregunta -intervino
el padre Tomé, que había entrado pocos momentos antes.
-Diga -contestó obsequioso Idón.
-¿Conocen ustedes el latín?
-Sí, pero esa lengua sólo se emplea para
usos científicos.
-¡Como en la Tierra!
-Es natural que así sea. Tenga en cuenta
que muchas cosas las aprendimos de ustedes a través de las emisiones de radio.
Había palabras que no entendíamos y después de mucho pensar en ello, se aclaró
que pertenecían a un idioma que no se empleaba comúnmente en la Tierra.
-¿Cuántos idiomas conocen? -preguntó
ahora Ana.
-Todos los que se hablan corrientemente
en la Tierra.
-¿Es posible?
-Sí, aunque los más divulgados son el
castellano, el francés, inglés y chino.
-Pero eso habrá sido muy difícil -se
admiró Suárez.
-Al principio, fue la música la que
atrajo la atención del pueblo Ursita. Se reunían grandes masas para escuchar
los conciertos. Nosotros no habíamos llegado aún a esa perfección.
-¡Quién iba a sospechar que se escuchara
el mambo en Uros! -comentó jocosamente Soledad.
-Luego se decidió estudiar vuestra
lengua. Pero no siempre hablabais de la misma forma. Esto hizo suponer que
teníais varias lenguas, al igual que el pueblo ursita en épocas anteriores.
-¿También captáis el vídeo?
-No. A eso no hemos llegado.
-¡Menos mal! -suspiró Ana, a quien la
idea de ser curioseada desde otro mundo no le acababa de gustar.
-Sabemos que habéis pasado vicisitudes y
grandes guerras antes de llegar al actual estado de paz y prosperidad de que
ahora gozáis. Vuestros programas modernos nos llenaban de admiración y en mi país,
todos desean que llegue el momento en que la técnica nos acerque. Somos
vuestros discípulos en muchísimas cosas.
Guardó silencio Idón. Las palabras
llenas de sinceridad de aquel hombre de un mundo tan distante parecieron
contagiar a todos. ¡Era maravilloso que a millones de kilómetros de distancia,
un mundo pudiera perfeccionarse a través de las enseñanzas radiadas desde la
Tierra!
-¡Amigo mío! ¡Doy gracias a Dios porque
ha permitido que alguien se beneficie con las enseñanzas de nuestra
civilización! ¡Pero ahora todo se ha perdido! ¡Ni siquiera sabemos cuántas de
estas hermosas naves quedarán con sus tripulaciones para comenzar de nuevo! -habló
el padre Tomé emocionado.
-Me gustaría conocer tu mundo, Hélida -comentó
Ana.
-Creo que no es tan hermoso como el
vuestro. Las narraciones que he oído hablan de grandes bosques, mares, montañas
y hermosas ciudades.
-¡Todo era muy bonito! -asintió Soledad
emocionada.
Se habían sentado todos en la sala de
descanso contigua a la cámara de derrota y Stiwenson salió a comprobar ciertos
instrumentos.
-¿Me acompaña? -invitó a Idón.
-Encantado. ¿Se dice así? -preguntó
sonriente el ursita.
Sentado en su butaca, el padre Tomé
estaba silencioso y pensativo.
-¿Qué cavila, “páter”? -interrogó Suárez.
-En las extrañas cosas que hemos sabido
en tan poco tiempo.
-Sí que es extraordinario todo ello.
-¿Piensa establecerse en Uros?
-Yo no puedo decidirlo. Esperemos
encontrar al Almirante en Marte y veremos qué decide él.
-¿Y si no lo encuentra?
-¿Qué piensa, “páter”?
-Pienso que igual que los wanitas sabían
el lugar donde estaba la Tierra, pueden saber el lugar donde está Marte y...
-¡Cielos, “páter”! ¿Cree acaso...?
El padre Tomé bajó los ojos y quedó
silencioso. Suárez comprendió que no carecía de lógica aquel pensamiento y se
inquietó. Si fuera cierto, la flota entera habría sido destruida y sólo ellos
sobrevivían a la catástrofe. Ante esta idea su rostro se ensombreció.
-¡Esperemos que no sea cierto! -murmuró apretando los dientes.
CAPÍTULO V
A una velocidad de locura que superaba
todo lo conseguido hasta entonces, el “Ávila” volaba en ruta hacia Marte. La
idea de Suárez era avistar al Almirante y regresar con las naves que pudiera
para tratar de batir a los wanitas.
Penetró en la cámara de derrota y
encontró a Stiwenson con Idón en animada charla.
-Escucha, Alberto -llamó el
norteamericano-. Dice Idón que es posible que los wanitas tengan bombas
“limpias”.
-Nosotros las tenemos -afirmó el ursita.
-Nosotros también, pero nos ha costado
muchos años conseguirlas.
-Ellos pueden haberlas conseguido
igualmente -apostilló Stiwenson.
El pitido característico de la alarma
comenzó a sonar. A los pocos instantes en la pantalla radar apareció un puntito
luminoso.
-Es un móvil. Pida que se identifique -ordenó
Suárez.
Soledad Cánovas comenzó a llamar en las
longitudes de onda usadas por las naves terrestres. Luego escuchó.
-¡Identificado! ¡Destructor B-3 al
habla!
-Habla B-3 -sonó una voz débil en el
receptor.
-“Ávila” a la escucha -contestó Soledad.
-¡Menos mal que los encuentro! Creí que
llegaría al fin del Universo sin topar con el “Ávila”.
-¿Qué tal. Markus? -demandó Suárez.
-He tropezado tres veces con manadas de
torpedos y navegamos de milagro.
-¿Sabes algo de los demás destructores?
-Sólo del B-l. ¡Ha sido destruido! ¡Se
metió dentro de una manada de esos condenados torpedos!
-¿Cómo fue? -preguntó Suárez rabioso.
-Cuando nos separamos comenzamos a
transmitir información. Dijo que avistaba una enorme nube de polvo cósmico que
tenía que atravesar. Al poco comunicó que se le echaban encima los torpedos.
Súbitamente enmudeció.
El punto en la pantalla radar se había
hecho mayor y la de vídeo entró en funcionamiento. Se destacó en ella la
graciosa silueta del destructor que llevaba pintado un círculo amarillo en cuyo
centro se destacaba el número B-3.
-Bien, B-3 -habló Suárez-. Prepárate
para atracar. Ten cuidado, llevamos la mayor velocidad que hemos alcanzado
nunca y si no tienes vista, pasarás de largo.
-Procuraré atracar a la primera,
comandante -sonó la voz de Markus.
En la pantalla se vio al destructor que
viraba describiendo un amplio círculo para situarse en la posición adecuada
para el atraque. Luego, velozmente se acercó al “Ávila”. Pareció por un momento
que no podría llegar a su altura y la pequeña nave en frenética carrera, se fue
acercando metro a metro, hasta que al fin se emparejó con el acorazado y con
una maniobra de extraordinaria pericia se coló por el portón de su cámara de
atraque.
-¡Hurra por Markus! -exclamaron
entusiasmados los tripulantes del “morro” testigos de la hazaña reflejada por
el vídeo.
Minutos después, el capitán Markus hacía
su entrada en la cámara de derrota.
-¿Cómo ha ido eso por ahí, Markus? -demandó
Suárez estrechándole la mano.
-Regular. Pero estoy de suerte al pisar
de nuevo el “Ávila”.
-Yo no estaba tan seguro de que pudieras
atracar. Pero lo has hecho, y te felicito.
-¡Gracias! -contestó éste mirando
sorprendido a Idón.
-Te presento a nuestro nuevo amigo Idón -señaló
Suárez. Y prosiguió-. El capitán Markus, de la dotación del “Ávila”.
Se estrecharon las manos los dos
hombres. En el rostro de Markus se reflejaba la sorpresa, pero nada dijo, en
espera de que fueran ellos los que se explicaran. Ahora tenía cosas más
urgentes que decir.
-He navegado muchísimos kilómetros, pero
sólo he encontrado torpedos por todas partes. Forman grandes manadas que
navegan en círculo cubriendo enormes distancias. Estos círculos están en
diversas direcciones y los he ido registrando en la carta -terminó el capitán.
Se acercó a una mesa y sacando una
cartera de material incombustible, extrajo de ella un montón de hojas que situó
con atención.
-Aquí está la Tierra y todos estos
círculos son manadas de torpedos.
-Es curioso. Parece como si tuvieran
empeño en circundar nuestro planeta de defensas contra el exterior.
En efecto. A una distancia del planeta,
que no rebasaría los 5.000 kilómetros, se percibía como una barrera protectora
formada por grandes círculos que la envolvían por todas partes.
-¿Has visto de cerca esos torpedos,
Markus? - preguntó Suárez.
-He hecho algo mejor. Tengo una película
de ellos.
-¡Magnífico!
En una pantalla auxiliar de vídeo, se
proyectó la película tomada por el griego Markus. Una enorme multitud formada
por negros torpedos aparecía en ella. Eran como grandes arañas de largas patas
que terminaban en punta. Navegaban formando columnas algo desordenadas, pero
continuas, que cubrían un inmenso frente espacial.
-Son iguales que los que destruimos
nosotros -aclaró Stiwenson.
-Esto es muy interesante y debemos
contar con ello para el futuro.
-Si los wanitas tienen bombas limpias,
quizás entre en sus cálculos proteger la entrada de la Tierra hasta que ellos
estén en disposición de hacerlo -opinó Ana.
-Es acertada la idea -aseveró Suárez.
Siguieron los comentarios acerca de los
extensos campos de torpedos en el espacio y Suárez mandó hacer varias copias de
la película con el propósito de hacerla llegar a las naves de la flota
terrestre de Marte.
Entretanto, Markus hablaba con Ana.
-¿No sabéis nada de Quesada?
-Ni una palabra. Y a ti, grandullón,
creí que ya no te vería más.
-¿Lo hubieras sentido?
-¿Yo? ¡Ni pizca!
-Bueno, preséntame a esa preciosidad de
chica -demandó jovial Markus.
-Te advierto que si tratas de
conquistarla te las tendrás que ver con Idón -bromeó Ana, a la que divertía el
enamoradizo Markus.
-¡Es preciosa! ¿Verdad, Soledad?
-¡Es muy bonita! Pero ten cuidado, pues
te está oyendo y habla nuestro idioma -rió Soledad.
Markus se sorprendió. Se le vio por un
momento azorado y luego murmuró:
-No he dicho nada que la pueda ofender.
-Este es Markus -presentó Ana divertida,
dirigiéndose a Hélida.
-Me alegra conocerte -contestó ella
tendiéndole la mano con una sonrisa en los labios.
-Yo también me alegro, aunque no sé
exactamente de donde has salido. Pero creo que del paraíso -piropeó el griego,
que había recobrado su aplomo habitual ante las chicas.
-¡La he pescado en el espacio para ti! -habló
Ana guiñando un ojo maliciosa.
-Eres tan guapa como traviesa, Ana.
Algún día me voy a decidir a casarme y...
-¡Estás perdiendo el control, Markus! -rió
ella desdeñosa.
-Si te vas a declarar, nos vamos -intervino
Soledad.
-No, me voy yo. Tengo unas ganas enormes
de darme una ducha. Pero no temáis, que volveré pronto para no privaros de mi
presencia.
Salió Markus y Hélida preguntó,
dirigiéndose a Ana:
-¿Te vas a casar con él?
-¿Quién, yo? -exclamó la brasileña dando
un respingo.
-Markus tiene el defecto de querer
enamorar a todas las chicas que conoce -aclaró Soledad-. Pero por lo demás es
un compañero divertido y buen camarada.
-¿Y ellas? -inquirió Hélida.
-Se ríen -contestó Ana mirando de reojo
a Soledad.
Entretanto Idón hablaba con Suárez del
pueblo wanita.
-Tienen verdadera necesidad de salir de
su mundo. Es un planeta en el que la vida es difícil. Y se multiplican
incesantemente. Su inteligencia es extraordinaria y saben que una guerra con
Uros les costaría pérdidas terribles y a la larga la perderían, ya que no
pueden disponer de la superficie del planeta más que tres meses cada año. Deben
haber pensado en la Tierra por creerla más indefensa.
-¿Cómo pudieron ellos conocer nuestras
condiciones de vida? -intervino Stiwenson.
-No lo sé. Pero ésa debe ser su idea ya
que se han decidido a bombardearla.
-Es evidente que ese pueblo nos conoce y
ha decidido apropiarse el planeta. Es terrible pero cierto.
La navegación continuaba a todo gas y
pasaron los dos días previstos. Toda la tripulación estaba en sus puestos
expectante ante la proximidad de la base en Marte.
Soledad Cánovas comenzó a llamar a
intervalos regulares, pasando después a la escucha. Una y otra vez repetía sus
llamadas sin obtener contestación. El rostro bonito y sereno de la muchacha, se
iba tornando sombrío a medida que pasaban los minutos sin que el tornavoz
registrara un solo sonido.
-¿Qué? -inquirió Suárez
innecesariamente.
-¡Nada! ¡No contestan!
-Verifica la ruta y la distancia,
Stiwenson.
Transcurrieron unos segundos de tenso
silencio. El segundo del “Ávila” anunció:
-Distancia correcta. Dentro de quince
minutos reversión de motores. De veinte minutos, descenso -terminó el
norteamericano con voz segura.
-Nos quedan quince minutos para enlazar
con Marte. Pero ya es extraño que ellos no nos pidan identificación.
-¿Qué hacemos si no contestan?
-Si no contestan, sólo puede ser por una
causa. ¡Ha sido destruida! Si la base no existe, no podemos contar con nadie.
Pero me resisto a creer que eso pueda haber ocurrido.
Siguieron la navegación en silencio.
Pasaron los quince minutos sin ningún resultado nuevo y Suárez decidió seguir
adelante. El vídeo les empezó a mostrar que sus sospechas eran ciertas. Como en
la Tierra, Marte estaba cubierto de espesa humareda, pero no encontraron
torpedos. Stiwenson miró al comandante interrogador.
-¡Adelante! -murmuró éste contestando a
la muda interrogación.
-¿Qué ruta?
-A la Tierra.
-Encontraremos los campos de torpedos.
-¡Los destruiremos! Ahora sabemos su
situación.
-Ten en cuenta que los torpedos wanitas
son muy peligrosos -advirtió Idón.
-¿Olvidas nuestros rayos “W”?
-No, pero esos torpedos serán atraídos
por la masa de esta nave como un imán atrae a un manojo de alfileres.
-Tenemos que llegar a la Tierra, ya que
Marte está destruido. Si como parece probable esos malditos wanitas han
destruido la vida en ella con bombas nucleares “limpias”, debemos preparar el
regreso en la medida que nos sea posible.
-¿Ha cambiado sus planes? -inquirió el
padre Tomé.
-Depende de que encontremos o no la
escuadra. Si no la encontramos, habrá que pensar en otra cosa. Nosotros solos
no podemos con las escuadras de Wania.
-Te recuerdo que el pueblo de Uros está
a tu disposición -habló Idón.
-Ya resolveremos eso, amigo mío. Te lo
agradezco.
-¡Oigo una llamada muy débil! -casi
gritó Soledad, llamando la atención de todos.
-¡Identifícala cuanto antes!
Al cabo de unos segundos, la muchacha
exclamó:
-¡No lo entiendo! Estamos cada vez más
cerca del que transmite y no entiendo las señales. Son desconocidas.
-Pásalas al tornavoz -pidió Suárez.
Unos sonidos gangosos, intermitentes y
monótonos se escucharon.
-¡Los conozco! Son señales de una nave
wanita.
-¿Será posible? ¡Listo el vídeo!
¡Explorad con radar!
Las pantallas de vídeo y radar no
arrojaron ninguna señal. El transmisor de aquellas señales debía estar muy
lejos. En cambio a los pocos segundos el radar comenzó a reflejar los puntitos
parpadeantes ya conocidos.
-¡Torpedos! -anunció Stiwenson.
-¡Rayos “W”, preparados!
Ahora el vídeo comenzó a señalar el
campo de torpedos. Era enorme, y a los pocos segundos la línea luminosa de los
eyectores de rayos “W”, se percibía tal. Aún no habían acabado de explotar los
últimos, destruyendo con millares de fogonazos la trampa mortal. Aún no habían
acabado de explotar los últimos, cuando el pitido de la alarma sonó estridente.
Simultáneamente el radar localizaba un punto en el espacio que Stiwenson no
pudo situar.
-Me sé de memoria esta parte del
espacio. Tiene que ser una nave -aclaró éste.
-¡Ojalá sea una nave wanita! -deseó
Suárez.
-Las señales son más fuertes que antes -advirtió
Soledad.
-¡Es una nave wanita! -habló Idón con
seguridad.
Pero una nueva, formación de torpedos se
anunció en el radar y volvieron a prestar atención a ella. Un colosal carrusel
que giraba y giraba a gran velocidad, compuesto por varios millares de pequeños
torpedos, oponía una barrera difícil de franquear. Los torpedos, cuales
gigantescos protones y neutrones se atraían y repelían constantemente, formando
una verdadera maraña en la que era increíble que no sobreviniera una colisión
que los autodestruyera.
El tremendo disco que no mediría menos
de diez mil kilómetros de diámetro, sólo era uno de los varios que los wanitas
habían dejado tras sí. Cual colosal alambrada que rodeara una posición, así
aquellos círculos de muerte rodeaban la Tierra, a considerable distancia de
ella.
-¡Es admirable ese equilibrio de
fuerzas! -exclamó Suárez admirado.
-¡Uno sólo que falle y se destruiría
todo el sistema! -corroboró Stiwenson.
-¡Pasaremos! -resolvió el español.
Como antes, los rayos “W” entraron en
acción. Pero entonces ocurrió algo inesperado. Al comenzar a ser destruidos los
torpedos, éstos cesaron en su loca zarabanda y parecieron ordenarse en una
dirección determinada.
Como obedeciendo a una orden, los
torpedos formaron columnas que semejaban a las varillas de un colosal abanico,
cuyo punto de convergencia era el acorazado. A una velocidad de vértigo,
salvaban la colosal distancia que los separaba del “Ávila”, amenazando con
destruirlo en contados segundos.
-¡Por el mismo diablo! -gritó Suárez-.
¡Torpedos a mansalva! ¡Fuego!
Todos los tubos del acorazado comenzaron
a vomitar oleadas de torpedos que volaban veloces al encuentro de sus enemigos.
La colisión era espantosa. Entre millares de explosiones que parecían no tener
fin, el “Ávila” inició un fuerte viraje para librarse de los que aún seguían
avanzando, pero la dirección de aquellos infernales aparatos cambió también. En
el último instante, una nueva andanada de torpedos lanzados por el acorazado,
en unión de los rayos “W”, deshizo los restos de la manada.
-¡De buena nos hemos librado! -suspiró
Tomé.
-¡De mala! -rectificó Stiwenson con un
gruñido.
-¡Ahora la nave wanita! -recordó Suárez
viendo un punto en el radar.
-¡Es admirable esta nave! -se asombró
Idón-. Con dos docenas como ésta, creo que pueden dar un disgusto a los
wanitas.
-¡Ellos no son mancos!
-¡Pero esta nave es invulnerable!
-Celebro que tenga esa opinión, amigo
mío.
El zumbido y carraspeo gangoso que ya
antes se escuchara, sonaba muy fuerte y el radar lo acusaba con toda claridad.
-Creo que vamos a tener la suerte de
destruir a uno de esos lobos negros.
-Dentro de tres minutos, podremos verle -anunció
el eficiente Stiwenson.
-Mandaremos los destructores por
delante. Nunca se sabe lo que puede pasar -resolvió el comandante.
Ana y Markus recibieron instrucciones y
pocos momentos después eran lanzados al espacio por las catapultas de las
cámaras de atraque. El vídeo señaló la figura borrosa de una nave, y la radio
acentuaba las señales gangosas en el tornavoz. Pronto el vídeo se hizo claro y
los tripulantes de la cámara de derrota pudieron percibir la figura negra de
una nave sideral de pequeño tamaño.
-¡Es wanita! -exclamó Suárez.
-¡Lo es! -afirmó Idón.
-¡Nos acercaremos más y le daremos lo
suyo!
-Esa nave tiene algo raro. Parece que no
se mueve -manifestó Stiwenson que comprobaba los instrumentos atentamente.
-¡Peor para ellos! ¡Mejor blanco!
¡Preparados rayos “W”! -ordenó Suárez.
Apenas habían pasado dos segundos y ya
se disponía Suárez a ordenar fuego, cuando Stiwenson gritó:
-¡Alto, Alberto! ¡Fíjate lo que ocurre!
No hacía falta que aclarara nada. De la
nave negra que parecía no avanzar, estaban saliendo varios tripulantes que
comenzaban a flotar en el frío espacio.
-¿Pero qué demonios hacen ésos? -exclamó
el comandante del “Ávila” sorprendido.
-¡Abandonan la nave! -murmuró Idón, tan
perplejo como los demás.
-¡Comunicación con los destructores! -pidió
Suárez.
-Aquí Markus -sonó la voz de éste.
-¿Veis lo que está pasando?
-Sí. Parece que no quieren combatir o no
pueden.
-Vuela hacia ellos. Nosotros te
cubriremos y procura atraparlos vivos. ¿Podrás hacerlo?
-Lo intentaré. ¿Algo más?
-Cuando los tengas, regresa al “Ávila”.
-Entendido -se despidió Markus.
-¿Qué hago yo? -preguntó ahora Ana por
el tornavoz.
-Proteger a Markus. No pierdas de vista
la nave wanita.
-Entendido.
Era a todas luces extraordinario, que
parte de la tripulación abandonase la nave negra exponiéndose a morir en el
espacio. Combatiendo, aún tenían la esperanza de poder escapar o vencer. El
acorazado terrestre viró describiendo un amplio círculo atento a lo que pasaba
alrededor de la nave negra.
Por su parte Markus, llegó a las
inmediaciones de los voluntarios náufragos que flotaban en grupo ya lejos de la
nave, la cual, aun volando muy despacio, los había dejado atrás. Se vieron
salir del destructor terrestre dos tripulantes y uno de ellos se fue acercando
al grupo de flotantes seres, mientras el otro permanecía vigilante
encañonándolos con un fusil desintegrador.
Markus, pues él era el que se acercaba,
llegó al primero del grupo y los ojos atónitos de los tripulantes del “Ávila”
vieron como se abrazaba a él, para después retroceder hacia el destructor. El
otro terrícola dejó de apuntar con su arma al grupo y se unió a Markus.
-No entiendo nada -susurró el padre
Tomé.
-Yo tampoco, pero lo del abrazo creo que
será para alguna mujer -apuntó Stiwenson humorístico.
-¡Lo que pasa es que los ha atado!
fíjense que todos van ahora hacia el destructor y guardan la misma distancia
siempre -aclaró Suárez.
Así era. Markus observó que todos iban
atados por la cintura y unidos entre sí. Tomó el cabo de la correa que era
bastante largo y se metió con él en el destructor. Desde allí, con suaves
tirones, los fue acercando a la trapa, por la que fueron introducidos uno
después de otro, cerrando ésta al fin tras el último.
Cuando Markus estuvo dentro de su nave,
comunicó con Suárez. Su voz sonaba llena de excitación.
-¡Comandante! -casi gritaba.
-¿Qué ocurre, Markus?
-¡Menuda sorpresa! ¡Preparaos todos!
-No gastes bromas y di lo que sea -casi
amonestó Suárez que, conociendo al bromista capitán, esperaba alguna de las
suyas.
-¿Sabéis a quién he pescado?
-¿Cómo quieres que lo sepamos? ¡Dilo!
-¡A Quesada! -gritó Markus más que dijo.
-¡No es éste el momento más oportuno
para gastar bromas, Markus!
-¿Bromas? ¡Ahora le oiréis!
-¡Cielos! ¿Será verdad eso? -exclamó
Suárez más que sorprendido.
La voz bien conocida de todos del
capitán Diego Quesada sonó ahora en el tornavoz.
-¡A tus órdenes, Alberto!
-¿Pero de dónde sales, Quesada?
-Ya lo has visto. De una nave enemiga
que hemos capturado.
-¿Y tu destructor?
-Destruido.
-¿Y la tripulación?
-Sólo nos hemos salvado siete sanos y
cuatro heridos.
-¡Te felicito, Quesada! Es lo más
extraordinario que he oído.
-Prepara una recepción de honor y corto.
Tengo ganas de estar en el “Ávila” y abrazaros.
-¡Es asombroso! -comentó Idón admirado.
-¡Extraordinario! -asintió Suárez.
-¡Comandante! Si todos los terrícolas
son como los que voy conociendo, creo que los wanitas lo van a pasar mal -manifestó
el ursita con admiración.
-Cada uno de nosotros hacemos lo que las
circunstancias nos obligan a hacer. Por lo demás, somos seres normales -terminó
Suárez modesto.
El comandante Suárez dio orden a Ana
Oliveira de volar cerca de la negra nave wanita y prestó atención al destructor
de Markus, que se preparaba para atracar en el acorazado. Lo hizo con la
destreza característica en él. Momentos después, hacían su entrada en la cámara
de derrota Quesada y Markus.
Era el capitán Diego Quesada un tipo no
excesivamente alto, pero fornido y musculoso. De tez morena y pelo negrísimo,
lo más característico de su rostro eran sus ojos vivos de mirar centelleante y
sus labios ligeramente abultados. Mejicano de nacimiento, era arrojado y
alegre, como los de su raza.
Cuando hizo su aparición, Suárez salió a
su encuentro con los brazos abiertos.
-¡Bienvenido, Diego!
-¡Gracias, Alberto! ¡Creí que no os
vería más!
-Caramba “manito”, ¿cómo dices que te
fue? -le gritó alegre Stiwenson.
-Creí que te perdía de vista para
siempre, pelos de fideos -contestó Quesada abrazándole.
-Bueno, ante todo, dime qué has hecho
para agarrar esa nave enemiga -pidió Suárez.
-Te lo diré. Pero antes quiero que sepas
que tengo en ella dos docenas de prisioneros.
-¡Caramba!
-Como lo oyes. Están custodiados por
nueve de los nuestros y de ellos, cuatro heridos. Es preciso meter gente allí
no sea que se subleven.
-Puede ir Ana que está volando cerca -resolvió
Suárez. Luego comunicó la orden por radio.
-¿Me escuchas, Ana?
-Sí, escucho.
-Es preciso abordar esa nave negra. En
ella hay nueve compatriotas nuestros custodiando a la tripulación wanita. Es
urgente meterse allí. Evacue a los heridos.
-¿Astronautas terráqueos en ese feo pez?
-se extrañó ella.
-Quesada apresó esa nave y está aquí. No
puedo darte más explicaciones ahora.
-¿Quesada? ¡Qué tío más estupendo! ¡Le daré un abrazo cuando le vea! Corto.
CAPÍTULO VI
Ante la general expectación de todos,
Quesada, a una invitación de Suárez, comenzó a contar sus aventuras.
-Cuando salí del “Ávila” para ir a
Marte, tuve que virar muy pronto. Una nube de torpedos me cortó el paso y de
milagro no me pulverizaron. Navegué de un lado para otro buscando un resquicio
y no lo encontré, por lo que decidí patrullar el espacio exterior de la Tierra
como me habías ordenado.
-Pero lo peor fue que, cuando me quise
dar cuenta, estaba metido en una ratonera de torpedos que se cerró alrededor
del planeta. ¡No he visto nunca tantos y con tan malas intenciones!
-Llevábamos dos días dando vueltas a la
Tierra, mustios y ya casi desesperados, cuando descubrimos una nave negra que
no se identificó. ¡Ya puedes suponer con qué coraje atacamos! Pero nuestros
torpedos y proyectiles dirigidos no hicieron mella en esa maldita. Una fuerza
desconocida los desviaba y se perdían en el espacio sin tocarla.
-Conocemos esa fuerza desconocida -sonrió
Suárez.
-¿Sí?
-Sí. Pero continúa, por favor.
-Pues decidí jugarme el todo por el
todo. Decidimos estrellarnos contra ese pez negro del diablo. Le enfilamos a
una velocidad de locura y nos dispusimos a morir destruyendo al adversario.
Calló por unos momentos Quesada. En sus
palabras no había ni la más leve sombra de jactancia. Todos estaban pendientes
de sus palabras y el mejicano continuó.
-Ellos se defendieron lanzándonos salva
tras salva de torpedos que los nuestros neutralizaban en el camino. Pero alguno
debió escapar y nos alcanzó. Voló en pedazos el destructor y me vi lanzado al
espacio dentro de la cámara de derrota con todos los tripulantes que en ella
había. Todos perdimos el conocimiento y cuando lo recobramos, unos antes y
otros después, nos vimos atados y remolcados por el espacio.
-¿Habían salido los wanitas a por
vosotros?
-¿Los wanitas? ¿Qué wanitas? -preguntó
sorprendido Quesada.
-Ese pez negro pertenece a un planeta
llamado Wania. Pero sigue, ya te contaremos.
-Nos metieron en su nave sin muchos
miramientos. En una cámara nos fueron quitando el equipo. Dos compañeros
estaban muertos, tenían roto el traje de vidrio. Conté once conmigo, cuatro de
ellos heridos.
-¿Los curaron? -inquirió Tomé.
-Al principio, no. Luego uno de ellos lo
hizo.
-¿Qué ocurrió después?
-Creo que todos los tripulantes fueron a
vemos. Hablan un idioma silábico parecido al chino.
Suárez miró a Idón que afirmó con la cabeza.
-¿Qué hicieron después?
-Una estupidez. Nos quitaron los trajes
de vidrio y se los repartieron muy contentos.
-Trofeos de guerra -intervino Markus.
-Al principio nos tenían atados, pero
tenían tal confianza en sí mismos que nos desataron para damos de comer.
-Eso está bueno. ¿Qué tal era la comida?
-preguntó Stiwenson.
-Una galleta un poco insípida, pero que
debe alimentar lo suyo. Nos hartábamos pronto.
-Luego tendremos tiempo de saber
detalles. ¿Cómo te hiciste con la nave? -interrumpió Suárez.
»Nos llevaron en grupos a la cámara de
derrota, ante el que parecía el jefe. Allí vi los mandos, que no son muy
distintos de los nuestros. Luego nos dejaron a todos en la cámara, desatados y
tan sólo con el traje interior. Comencé entonces a pensar en sublevarme.
»Los que nos llevaban las galletas
siempre eran los mismos y lo hacían con grandes intervalos. En estos intervalos
todo parecía sumido en el silencio, como si durmieran. Tracé el plan. Cuando
entraron a damos la galleta, caímos sobre ellos y los pudimos reducir. Los
atamos y amordazamos. Luego, por el corredor, llegamos a la cámara de derrota.
Allí había sólo dos y los sorprendimos.
»Aquellos no eran hombres. ¡Eran dos
fieras! Nos costó lo nuestro hacernos con ellos. Luego recorrimos toda la nave
y los fuimos cazando. Creo que tienen el sueño muy pesado, pues a los que
sorprendimos durmiendo se despertaron cuando ya estaban fuera de combate. ¡Pero
los demás... bueno, fue una lucha terrible, pero nosotros estábamos
desesperados!
»Como me había figurado, el manejo de la
nave era parecido al nuestro, así que lo aprendimos pronto. Luego llegó el “Ávila”
a los dos días.
-Llegamos con oportunidad -apuntó
Suárez.
-Sí, pero entonces es cuando pasamos
miedo de verdad. Decidimos salir al espacio como recurso para llamar la
atención antes de que empezaseis a disparar contra nosotros.
-Estuvo en un tris que no lo hiciéramos.
Os vimos a última hora.
-Menos mal. Pero ya ha pasado todo.
-Ahora debes descansar, Quesada.
-¿Descansar? ¡Ni pensarlo! Tengo que
poner en orden ese pez y navegar en él. Bueno, si tú no dispones otra cosa.
-¿Cómo te lo voy a negar si tú lo has
pescado? -rió Suárez.
-¿Me lo quedo entonces?
-Por derecho de conquista. Pero nos
hemos olvidado de Ana.
-Está muy ocupada. Miradla -indicó
Soledad Cánovas señalando la pantalla de vídeo.
Lo mismo que antes hiciera Markus, hacía
ahora la brasileña. Una larga ristra de seres atados unos a otros transbordaba
al destructor terreno. Por el tornavoz sonó la voz de Ana.
-Ya no caben más aquí. Están gordos como
cerdos estos wanitas.
-¿Has dejado gente en la nave enemiga?
-Sí, los justos.
-Pues tráete a esos gordos al “Ávila”.
Cuidado al atracar.
-Enterada. Corto.
Con la misma pericia que Markus, Ana
atracó en el acorazado. Ya en la cámara de derrota, corrió a Quesada.
-¡Dichosos los ojos, chico!
-Algo oí de un abrazo, capitana.
-¡Aquí lo tienes!
Y uniendo la acción a la palabra, abrió
los brazos a su entrañable amigo, que la estrechó entre los suyos, dando con
ella casi una vuelta en redondo.
-¿De modo que pirateando por ahí? -exclamó
Ana cuando pudo hablar.
-Te he comprado una nave en el almacén
de la esquina.
-¡Es muy fea!
-La pintaré de otro color. Es que no
había más que de ése -se disculpó bromeando Quesada.
-¿Has visto las chicas que trae para tu
harén, Markus?
-Son verdes -asintió Quesada.
-¡Caramba, hombre, esa variedad no la
había probado todavía! ¡Gracias, “manito”!
-¿Verdes? -se escandalizó el “páter”,
que estaba en las nubes.
Rieron todos. La verdad es que era la
primera vez que renacía de nuevo el buen humor entre aquellos que todo lo
habían perdido.
-Bueno, basta de charla. Hay que pensar
en tripular la nave wanita. Escoge tú mismo la tripulación y cuando quieras te
largas a ella. Ya me darás un informe escrito de todo lo que te ha pasado.
Pídeme todo lo que necesites para poner a punto ese pedazo de carbón.
-Yo lo primero que le mandaría sería
pintura -sugirió Ana.
-No te preocupes, Anita. La pintaré tan
pronto como pueda. Te lo prometo.
Fueron transbordados a la nave negra
cuantos tripulantes y material fueron necesarios y muy pronto se la vio
maniobrar por el espacio cada vez con mayor seguridad. Era rápida, pero no como
los destructores terrenos. Sin embargo, no podían despreciar aquel incremento
en los momentos en que se encontraban.
Cuando Suárez recibió el último informe
de que la nave estaba a punto, dio orden de emprender el regreso al espacio de
Uros.
-Vamos, Stiwenson. Rumbo a Uros.
-¿Te decides, comandante? -preguntó
Idón.
-Sí. No hay otro remedio. ¿Podemos
comunicar desde aquí con tu planeta?
-Desde luego.
-Pues a ello. Deseo hablar con tu jefe.
La conversación radiofónica con el jefe
de Uros fue larga. Puesto en antecedentes de lo que ocurría, se ofreció a dar
asilo a los terrícolas en su planeta. Se acordó elaborar un plan de ataque a
Wania. La forma y el momento serían acordados en Uros, mientras se ponía a
punto la flota sideral necesaria para batir a los wanitas.
Sobrevolaron la Tierra que aparecía
desolada aparentemente, y esto llenó de amargura el corazón de los terráqueos.
Destruyó el “Ávila” varios campos de torpedos, colosales trampas que ocupaban
espacios considerables y por fin llegó el momento en que se encontraron en el
espacio exterior de Uros.
La expectación en toda la tripulación
terrena era grande. Iban a llegar a un mundo inteligente. Sabían que aquel
planeta sería por mucho tiempo su patria.
De la colosal civilización de la Tierra
no quedaba nada. Sólo ellos eran los supervivientes de un planeta donde las
ciencias, las artes, las letras y toda suerte de actividades habían llegado a
un grado de perfección y riqueza extraordinarias.
El comandante Suárez de Ávila,
consciente de la enorme responsabilidad que había recaído sobre él, decidió
formar una especie de jefatura de técnicos. El “Ávila”,' como todos los
acorazados siderales terrestres, necesitaba para su funcionamiento, una serie
de hombres y mujeres con un alto nivel técnico y científico. Estos serían la
base de la futura sociedad terrena.
Idón, constantemente en contacto con
Uros, dio las últimas instrucciones para la llegada. Bajo su dirección, el “Ávila”
comenzó a frenar aún muy lejos del planeta. El vídeo les llevó la imagen de
Uros, más pequeño que la Tierra y donde se señalaban claramente los mares y los
continentes.
-¿Cómo es vuestro mundo, Idón? -preguntó
Soledad.
-Creo que muy parecido al vuestro. Tiene
muchos espacios desiertos.
-Nosotros también los teníamos. Pero
grandes obras hidráulicas llevaron agua a los desiertos.
-Nosotros no hemos tenido tiempo aún
para esto. Todos nuestros esfuerzos los dedicamos a la defensa y gracias a eso
sobrevivimos.
-Quizá ahora les vamos a complicar la
vida.
-No, amiga mía. Al contrario. Vosotros
sabéis más que nosotros y nos haréis un gran favor.
Idón prestó atención al vídeo. Estaban
llegando. La velocidad del “Ávila” iba decreciendo por momentos y fue indicando
a Stiwenson lo que debía hacer.
-Tomaremos agua en la base de
destructores. Pero antes puede sobrevolar el planeta.
El acorazado, a más de mil kilómetros
por hora, atravesó las capas atmosféricas de Uros. Una luz vivísima, procedente
de Irisis, lo iluminaba todo. Idón y Hélida iban describiendo los diversos
lugares que sobrevolaban.
-Esos son los bosques del norte -decía
Hélida a las muchachas-, ahora pasaremos sobre los lagos. Es una región
deliciosa en la que la vida es muy agradable.
-Aquella mancha oscura que hay frente a
nosotros -explicaba Idón-corresponde a las montañas del sistema norte. En ellas
tenemos los filones más ricos de mineral.
-¿Y las ciudades? -preguntó Suárez.
-Están casi todas en el centro. Ten en
cuenta que la temperatura de Uros es menor que la de la Tierra. En los polos la
temperatura es terriblemente fría, y en la zona que vosotros llamáis ecuatorial
hace menos calor que en la vuestra. Pero pronto llegaremos a la base.
Por radio comenzaron a llamar al “Ávila”.
Idón habló brevemente y pasó la comunicación a Suárez.
-Nuestro Jefe Supremo quiere saludarte.
-Escucho, señor -habló Suárez junto al
micro.
-Me complace mucho hablaros, comandante.
Siento que el motivo de su llegada sea triste. Nosotros también lo estamos por
lo ocurrido.
-Gracias, señor. Le estamos muy
agradecidos por la hospitalidad que nos brinda.
-No hablemos de eso. Pronto tendremos la
oportunidad de abrazarnos. Todo el pueblo de Urisis estará esperándolos para
saludarlos.
-Corresponderemos con toda gratitud,
señor.
-Hasta la vista, comandante.
-Hasta después, señor.
Un vasto mar de aguas verdes, cual las
hojas de una selva, se extendía bajo el “Ávila”. A una indicación de Idón, el
acorazado perdió altura y se posó suavemente sobre el agua. Tras él, el pez
negro tripulado por Quesada hizo lo propio y, unos minutos después, el
acorazado sideral XB-403 de la Armada Sideral de la Tierra, paraba motores.
Toda la tripulación del “Ávila” estaba
preparada para desembarcar. Por las claraboyas del acorazado se divisaba a lo
lejos una gran ciudad de brillantes tejados. Una claridad muy viva lo iluminaba
todo, debido a los rayos de Irisis, el sol de aquel sistema.
-¿Respiraremos bien aquí? -preguntó Ana
a la joven ursita, que no se separaba de su lado.
-Sí, es seguro. Nosotros en vuestra nave
no hemos notado la menor molestia.
-Tenemos grandes deseos de ver vuestro
pueblo, Hélida. ¿Cómo son las chicas? -habló riendo Soledad.
-Serán estupendas, ya lo verás -auguró
Ana.
Se inició el desembarco haciéndolo en
grandes lanchones. El agua tenía una extraña transparencia. Suárez se inclinó y
metió una mano en ella. Estaba fría e incolora como en la Tierra.
-¿Cómo tiene ese tono verde claro tan
bonito? -preguntó.
-Hay poca profundidad. En algunos sitios
llega a los cien metros y el fondo está poblado de bosques verdes que le dan
ese tono -respondió Idón.
-Hablas de metros. ¿Conoces nuestro
sistema decimal?
-¡Ya lo creo! Lo hemos adoptado como
muchas cosas que te sorprenderán.
Llegaron a un muelle formado por enormes
piedras planas muy blancas. Una gran multitud se agolpaba a regular distancia y
una formación militar aparecía a un lado de la gran explanada.
-Diría que estamos en un pueblo
cualquiera de la Tierra -comentó el padre Tomé.
Saltaron a tierra y vieron venir hacia ellos
un pequeño cortejo. Media docena de hombres a la cabeza de los cuales avanzaba
un anciano de aspecto severo. Era el Jefe Supremo de Uros, según dijo Idón.
Suárez se adelantó. Ante él se cuadró
haciendo un saludo militar. El jefe ursita se encaró con el jefe del “Ávila” y
sonriendo suavemente abrió los brazos, estrechando entre ellos sin ceremonia
alguna al sorprendido terrícola, que esperaba un recibimiento más protocolario.
-Es una dicha para mí y el pueblo
ursita, poderos ver y tener entre nosotros -manifestó el Jefe con una voz suave
en la que el castellano sonaba agradablemente.
-Nuestro respeto y agradecimiento para
este gran pueblo ignorado en la Tierra, serán eternos, señor.
-Me vais a permitir abrazar a mi hija y
al valeroso Idón, que gracias a vosotros vuelven a Uros. El anciano abrazó a
Idón y luego a Hélida, que aparecía radiante con su uniforme verdoso prestado
por Ana. Llevando a su hija agarrada de la mano, el Jefe presentó a los que le
acompañaban.
-Mis colaboradores en el gobierno de
Uros.
-Es un honor conocerles, señores -respondió
Suárez y a su vez presentó brevemente, señalándolos:
-Stiwenson segundo jefe, padre Tomé,
capitanes de destructores...
-Con todos tendremos ocasión de hablar
más tarde. Ahora vamos a entrar en la ciudad. El pueblo de Urisis estará
impaciente por veros.
Avanzaron hacia la formación militar que
con trajes espaciales estaba a pie firme. Era una vistosa y lucida tropa de
hombres altos y bien formados. Los trajes de vidrio eran de vivos colores que
llevaban una serie de adornos que les daban un aspecto agradable y marcial.
-Es la tripulación de una de nuestras
naves -explicó Idón.
-Veremos si les causa sensación nuestro
batallón femenino -murmuró maliciosa Soledad.
-¡Seguro! -afirmó Ana mientras sus
negros ojos recorrían las filas de ursitas.
Llegaron al final de la explanada. Allí
comenzaba una calle muy cuidada bordeada de edificios de dos plantas, pero sin
un solo árbol. En ella había varios vehículos semejantes a los autoorugas y en
ellos se acomodaron todos. Suárez con el Jefe ursita y otro grave varón. Detrás
los demás repartidos en los otros vehículos con Idón y Hélida.
Los terráqueos miraban curiosos a todas
partes encontrando muchos puntos de semejanza con las cosas de la Tierra.
Soledad comentó:
-Están guapas las mujeres con esas
túnicas.
Tras media hora de marcha por aquella
calle que parecía no tener fin, llegaron a una gran plaza. Fueron conducidos a
las gradas de un enorme edificio y el Jefe de Uros dijo algo a un oficial.
Comenzó a sonar una música monorrítmica
que se repetía constantemente y por la avenida desembocó una formación compacta
de robots, que marchaban a paso de carga. Era una columna gris, llena de ruido
uniforme, disciplinada, pero sin el calor y la prestancia de las formaciones
humanas. Cientos y cientos de máquinas semejantes a hombres pasaron sin cesar
y, con rápida sucesión de batallones. Idón, junto a Suárez, preguntó:
-¿Qué te parecen?
-Muy buenos -comentó impresionado el
comandante.
-¿Tenéis vosotros?
-Sí, pero nuestras formaciones de ocupación
son humanas. Está demostrado que los robots, son poco operativos.
Ante el gesto interrogador de Idón,
Stiwenson aclaró:
-Si falla el operador humano, falla todo
el conjunto. El hombre combate, tiene imaginación y es resolutivo.
Un tremendo fragor cortó la
conversación. Grupos de robots sobre pequeños vehículos de cuatro ruedas
pasaron raudos en correcta formación. Luego desfilaron grandes masas acorazadas
con artillería atómica. Tras un pequeño descanso en el fluir de máquinas,
apareció la formación que vieran en el puerto.
Marchaban muy de prisa, con un paso
menudo y rápido, armados de cortos fusiles de dos cañones.
-Son todos especialistas en una rama
técnica -explicó Idón.
-Parecen muy buenos -asintió Stiwenson
con deferencia.
Cesó aquella musiquilla y al poco los
terrícolas se vieron sorprendidos por una voz varonil que a través de los
altavoces explicó á la multitud, en inglés, español y chino, que dos
formaciones de la gran nave terrena iban a desfilar. Una de mujeres y otra de
hombres.
-Estas formaciones -continuó el locutor-
son quizá el único resto de la humanidad terrestre. Llegan hasta nosotros
doloridos por su gran desgracia nacional.
Se hizo el silencio. Después los acordes
de una marcha militar terrestre sonaron difundidos por los altavoces y la
multitud onduló curiosa e impaciente. Pronto se divisó la formación femenina.
En un bloque compacto y uniforme, con
paso seguro y perfecta alineación, marchaban airosas las muchachas terrícolas.
Sus uniformes verdosos de línea irreprochable desde la americana a la falda,
realzaban las siluetas juveniles.
Un clamor se escuchaba a su paso, con el
que los ursitas demostraban su admiración y simpatía por aquellas jóvenes entre
las que se mezclaban chicas de todas las razas de la Tierra. Las muestras de agrado
eran tan elocuentes, que Soledad, emocionada, volvió sus ojos acuosos hacia
Ana. Esta, no menos turbada que su amiga, buscó la mano de Hélida y se la
estrechó con mudo agradecimiento.
Tras ellas desfiló la formación
masculina, con trajes de calle y sin armas. Marciales, rítmicos y viriles, eran
la estampa de la fuerza y de la disciplina. Como antes las muchachas, hombres
cobrizos, negros, amarillos, blancos... codo a codo, hombro con hombro.
El Jefe Supremo de Uros miró complacido
a Suárez.
-¡Es magnífica esta tropa, comandante!
-¡Gracias, señor!
-Nosotros hemos dado preponderancia al
robot.
-En la Tierra hubo un tiempo que
también. Pero ya pasó esa forma de combatir. Se ha vuelto al hombre, ser
inteligente, que resuelve lo que la fría máquina no es capaz de resolver.
-¡Quizás tenga razón! -contestó el
anciano pensativo.
Finalizado el desfile, la tropa terrena
volvió al “Ávila”. Suárez, con sus oficiales, fue llevado a la Casa del
Gobierno, donde inmediatamente se pasó a estudiar la situación creada por la
agresión wanita a la Tierra.
El comandante del acorazado terrestre
expuso su pensamiento con toda sinceridad. Se proponía la destrucción de aquel
enemigo alevoso, por dos razones fundamentales. Primero el castigo, y después
la seguridad de no temer que aquello se repitiera. Como por otra parte los
ursitas anhelaban verse libres de la constante amenaza wanita, el interés era
común.
Se convino poner la técnica ursita al
día con la terrestre y recíprocamente. Comisiones de técnicos se
intercambiarían. La industria de Uros acometería inmediatamente la tarea de
construir medio centenar de acorazados como el XB-403 terrestre. Con un efusivo
abrazo del Jefe de los ursitas y Suárez, quedó sellado el acuerdo. Luego el
grupo de terráqueos, con Idón, salieron por las calles de Urisis.
Hélida, por su parte, acaparó a las
chicas a las que llevó a su casa.
-¿Vamos de compras? -preguntó festiva
Soledad.
-No, ahora voy a enseñaros mi casa.
-¡Estupendo, chica! -se alegró Ana.
Por el camino se cruzaron con Quesada y
Markus, que habían desertado de la compañía de Idón y Suárez.
-¿Dónde vais? -gritó Markus al verlas.
-A visitar un cuartel femenino -le
contestó Ana agitando la mano.
-Iremos con vosotras -volvió a gritar
Markus corriendo tras ellas.
-Nada de eso, tenorio, que te perderemos
bajo el encanto de una muchacha ursita -le contestó ahora Soledad, haciendo
señas a Hélida de que acelerase el vehículo en el que iban.
-¡Me las pagarás, Ana! -se oyó chillar
al griego, mientras las chicas reían el chasco.
CAPÍTULO VII
Una fiebre de trabajo pareció invadir a
toda la nación ursita. Las grandes factorías trabajaban día y noche a ritmo
febril. Los terrícolas no se daban punto de reposo en la instrucción de
dotaciones, con el “Ávila” convertido en escuela. Se efectuaba vuelo tras vuelo
con dotaciones nuevas que eran entrenadas en el servicio y manejo de todos los
órganos del coloso.
En menos de un mes, cincuenta cascos
semejantes al del “Ávila” fueron botados al agua. Simultáneamente se construían
con arreglo a los planos facilitados por Suárez millares de máquinas e
instrumentos para ser instalados en las naves cuando éstas estuvieran en
condiciones de ello.
Cuarenta días después, se comenzaron a
montar y probar motores auxiliares y el comandante del acorazado terrestre se
sentía optimista y casi alegre de la marcha fabulosa de aquella flota. Idón,
convertido en el mejor auxiliar de Suárez, no se daba punto de reposo. Juntos
trabajaban y planeaban, resolvían y vigilaban. Se habían compenetrado de tal
manera, que una estrecha simpatía y camaradería unía a los dos hombres.
-¡Es admirable tu pueblo! -manifestó
Suárez en una ocasión después de una visita a la factoría que fabricaba los
eyectores de rayos “W”.
-Sí, estoy satisfecho de la disciplina
que hay. Pero no creas que siempre ha sido así. Hemos tenido nuestras
discordias -contestó Idón en un tono de voz que sorprendió al terrestre.
-¡Pero eso pasó! ¿Verdad?
-Sí. Pasó hace menos tiempo de lo que te
figuras..
-¿Temes algo? -inquirió Suárez
preocupado.
-Creo que disidentes, los que no opinan
como la mayoría de los ursitas, están ahora demasiado silenciosos.
Suárez le miró interrogador. Desde que
llegaran al planeta Uros, no había sospechado que allí hubiera facciones
políticas. Se expresó con sinceridad.
-Amigo Idón. Dime la verdad. ¿No hay
unidad de opinión en Uros?
-En realidad, sí. El pueblo quiere y
admira al Jefe Supremo. Es un gran sabio y gran hombre. Hay una pequeña facción
que disiente. En realidad es una camarilla acaudillada por un resentido, hombre
muy inteligente y poderoso. El esfuerzo a que está sometido el pueblo, para
salir adelante en el plan de trabajo trazado, le está dando alas para
soliviantar a algunos.
Quedó silencioso Idón, Suárez, por su
parte, lamentaba que su llegada a Uros fuera motivo de discordia para aquel
pueblo al que admiraba por su sencillez y espíritu de trabajo. Como si el
ursita adivinara los pensamientos de su amigo, exclamó sonriendo:
-No te preocupes. Tenemos todos
demasiado temor a los wanitas para que ahora que está decidido su castigo se
divida el pueblo de Uros.
-Más vale así -fue la contestación de
Suárez.
Pero el jefe terreno había quedado
preocupado. La posibilidad de algún impedimento que estropeara los planes
trazados no se desprendía de su pensamiento y aquella noche, al reunirse con
los oficiales, como era costumbre todos los días para comentar y saber la labor
realizada por cada uno de ellos, expuso sus temores.
-¿Y crees que esos disidentes serán
capaces de estropear todo a estas horas? -preguntó Stiwenson.
-No lo sé. Pero creo que debemos estar
vigilantes y sobre aviso. Sería catastrófico que todo se echara a perder.
Así las cosas, pasaron varios días sin
que nada interrumpiera la marcha de los trabajos y de la instrucción de nuevas
tripulaciones. Una noche en que se reunieron como de costumbre, Quesada propuso
brindar por algo que diría después. Cuando todos tuvieron las copas en alto,
sacó unas fotografías y las exhibió triunfalmente. Entre el regocijo general,
fueron contemplando la silueta fotografiada.
-¿Le conoces? -preguntó Quesada a Ana.
-¿Esta nave? -contestó ella sorprendida.
-Sí, esa nave.
-¡No me lo digas! ¿Es el pez negro?
-El mismo.
-Chico, te felicito. Está desconocido.
Así era, Quesada, cumpliendo la promesa
hecha a Ana, había pintado la negra nave wanita de colores vivos, pero con el
aditamento de un soberbio gallo de pelea en sus costados.
Faltaba a la cita aquella noche Markus y
todos esperaban verle aparecer, pero pasaba el tiempo sin que el griego diera
señales de vida.
-Ya es raro eso de que no venga -manifestó
disgustado Suárez.
-¡El amor, Alberto! -suspiró Ana mirando
con intención al comandante.
-El caso es que ya hace más de dos horas
que debía estar aquí.
-Ya vendrá, hombre. No te preocupes.
-¡Tengo la impresión de que le ha
ocurrido algo! -manifestó el comandante preocupado.
-Se lo estará pasando de rechupete. Eso
es lo que ocurre, “manito” -rió Quesada.
Pero todos empezaron a preocuparse
cuando llegó la media noche y Markus no apareció. Suárez propuso:
-Debemos salir a dar una vuelta. Quizás
este en un apuro.
-Como quieras. Pero creo que el apuro lo
estás pasando tú.
Decidieron salir Suárez y Quesada.
Stiwenson se quedaría con las muchachas.
-Ya en la calle, Suárez espetó a su amigo:
-Diego, tú sabes algo de Markus. Seguro
que está metido en algún lío de faldas.
-Creo que hay algo de eso, pero no creo
que sea para ponerse así.
-Cualquier cosa puede ser mala en estas
circunstancias.
-¿Qué circunstancias?
-No he querido decir nada delante de las
chicas, pero hoy Idón me ha confirmado que sus temores eran ciertos.
-¿Y que tiene que ver eso con nosotros o
con Markus?
-No lo sé. Pero quiero verle cuanto
antes.
-Bueno. ¿Dónde vamos?
-¿Sabes el sitio por donde ese tenorio
tiene su nuevo amor?
-Creo que sí. En las afueras de la
ciudad.
-¡Vamos!
Diego se encogió de hombros y comenzó a
marchar calle abajo. Todo estaba solitario, y las blanquecinas luces del
alumbrado iluminaban las calles desiertas. La severa disciplina impuesta a la
población de Urisis para canalizar el esfuerzo, prohibía casi en absoluto
trasnochar. Todos deberían estar entregados al descanso para renovar el
esfuerzo al día siguiente.
Desembocaron en una calle de los barrios
extremos de la capital. Al volver una esquina sintieron pasos y más por no ser
conocidos que por otra cosa, se ocultaron tras el quicio de una amplia puerta,
amparándose en la sombra.
Un grupo de hombres pasó por su lado sin
apercibirse de su presencia. Cuando se hubieron alejado, Suárez susurró.
-¿Te has fijado?
-Sí. Parece que llevan a alguien atado.
-Eso me ha parecido a mí.
-Esto no me gusta.
-¿Será la policía?
-No parecen tener ese aspecto. Además
creo que irían en algún vehículo.
-¿Vamos a lo nuestro?
-Vamos, ya estamos cerca.
Anduvieron aún unos minutos. Quesada se
paró y señaló con la mano una casa.
-Creo que es ahí donde vive la muchacha
ursita que corteja Markus.
Se acercaron con cuidado. La casa estaba
a oscuras y Suárez tanteó las ventanas sin resultado. Luego llegaron a la
puerta. Con gran sorpresa de los dos terráqueos estaba abierta. Empujó Suárez
con cuidado y la puerta se entreabrió, arrojando una suave claridad del
interior. Decididos penetraron sin hacer el menor ruido hasta llegar a la
puerta de una habitación donde la luz mortecina de una lámpara de mesa
alumbraba un cuadro macabro.
Tendida en el suelo se veía a una joven
de raza ursita. Cerca de ella un hombre y una mujer de alguna edad, estaban
también tendidos en el suelo. Ahogando una exclamación de sorpresa, Quesada se
agachó, para comprobar lo que sospechaba. ¡La muchacha estaba muerta!
Levantó la cabeza hacia Suárez que a su
vez examinaba los cuerpos de los dos ancianos y una mirada le bastó para
comprender.
-¡Los han matado! -susurró.
-¡Así es! -afirmó Suárez en un soplo.
-¡Vámonos de aquí! Esto no es seguro.
Salieron despacio, dejando la puerta
como estaba y; ya en la calle, Quesada preguntó:
-¿Qué crees que ha pasado?
-No lo sé, pero me imagino que Markus no
lo ha pasado nada bien.
-¿No serían esos que vimos?
-Es posible. ¡Cielos! -exclamó de pronto
Suárez- ¡El que nos pareció que iba atado podría ser él!
-¡Por mil diablos! ¡Me atrevo a
asegurarlo, después de lo que hemos visto en esa casa!
-¡Es preciso encontrarlo!
-¿Pero dónde?
-Eso lo hará Idón mejor que nosotros.
Corrieron desolados en dirección a su
alojamiento, desde donde podrían comunicar con Idón. Él sabría seguramente donde
poder buscar al enamoradizo capitán. Pero cuando llegaron a la casa que les
servía de alojamiento, una gran sorpresa les aguardaba. ¡Estaba vacía! El
desorden más espantoso reinaba por todos lados. Después de la sorpresa, el
hombre de acción que era Suárez salió lleno de coraje al exterior.
-¡Hay que comunicar con nuestras naves
cuanto antes! ¡Esto va contra nosotros!
Se dirigió al fono-visor y marcó el
número del puesto que en el puerto tenían los terráqueos, pero nadie contestó.
Ni un ruido, ni una sombra en la pequeña pantalla.
Bufando, volvió a marcar el número de
Idón, pero ocurrió lo mismo. Rabioso, arrojó el inútil micro y se volvió a
Quesada.
-Hay que ir a casa de Idón. Allí debe
ocurrir algo.
Volvieron a salir a la calle. Escurriéndose
por los espacios más oscuros llegaron al fin frente al edificio que ocupaba el
ursita. En ella como en su alojamiento, el desorden era completo.
-¡Han sido rápidos! -comentó Suárez
sombrío.
-¿Piensas en una sublevación?
-No es precisamente eso. Creo que el
gobierno y los militares son las víctimas de un grupo de resentidos,
capitaneados por un pez gordo de la industria.
-¿Qué hacemos ahora?
Suárez tardó en contestar.
-Está bien claro que va contra nosotros
y nuestros amigos. Tenemos que llegar a toda costa a nuestras naves y tratar de
neutralizar a los revoltosos.
-¡Vamos al puerto! -convino Quesada.
Deslizándose silenciosos por las calles,
consiguieron al fin llegar al puerto sin ser vistos. Antes de llegar vieron
diversos grupos de hombres armados, todos ellos vestidos de paisano.
-¡Es un complot! ¡Lo que temía Idón! -susurró
Suárez al oído de Quesada.
En el puerto, los grupos eran muy
numerosos. Parecían haber tomado posesión de los almacenes, y los dos
terrestres tuvieron que agazaparse entre una pila de grandes cajas.
-¡Va a ser difícil agarrar una motora! -opinó
Quesada.
-Será imposible sin que nos vean -asintió
Suárez.
-Creo que al destructor podría llegar a
nado.
-¿Te atreves?
-¡Claro que sí!
-Entonces escucha, Diego. Tienes que
llegar y enlazar por radio con el “Ávila”. Si podemos desembarcar la
tripulación en un tiempo breve, creo que haremos abortar este movimiento
sedicioso. ¡Es vital para nosotros!
-¡De acuerdo! ¿Y tú, mientras, qué?
-Yo haré otra cosa.
-¿Ana y los demás? -inquirió Quesada.
-¡Sí! ¡Tengo que encontrarlos!
Quesada, tras un momento, espetó:
-¡Alberto, yo no te dejo solo!
-¿Qué dices?
-¡Lo que oyes!
-¿Pero no comprendes que hay que llegar
a nuestras naves?
-¡Sí, y que hay que buscar a nuestros
compañeros!
-¡Eso lo haré yo!
-¡Es muy peligroso y lo quiero hacer! -rezongó
tozudo el mejicano.
-¡Diego, es preciso! ¡Tú nadas como un
pez! Yo además tengo cierta idea de donde encontrarlos
-¿Que lo sabes? -saltó Quesada.
-Lo intuyo nada más. Es una sospecha que
no puedo dejar de comprobar.
-¡Haré lo que mandas, pero si fracasas,
te aseguro que desintegro este planeta!
-Ahora escucha. Es preciso que la
tripulación del “Ávila” desembarque antes del amanecer. Hay que ocupar por las
buenas o las malas la Casa del Gobierno, la Escuela de Oficiales y el Arsenal.
-¿Y a ti, cuándo te veo?
-Yo me uniré a vosotros de una o de otra
manera.
-Bueno. ¿Me largo ya?
-Sí. ¡Suerte!
Un fuerte, apretón de manos fue la despedida. Quesada se deslizó como una sombra hasta el borde del agua y se dejó caer sin ruido. Cuando Suárez le vio desaparecer, suspiró de alivio. Había temido que le descubrieran y aniquilaran fulminantemente con una ráfaga de cualquier fusil desintegrador. Conocía de sobra a Diego Quesada y sabía que una vez en el agua llegaría al destructor capturado a los wanitas. Lo demás ya ofrecería menos dificultad para el bravo mejicano.
CAPÍTULO VIII
Ahora le tocaba a él. Tenía que resolver
aquella papeleta difícil. Como le había dicho a Quesada, sospechaba que no sólo
sus camaradas habían sido detenidos, así como Idón. El Jefe Supremo y sus
colaboradores seguramente habrían sido capturados y lo probable es que la Casa
del Gobierno fuera el objetivo principal de los revoltosos.
¡Allí debía dirigirse! Con sumo cuidado,
pero decidido, retrocedió. Mientras caminaba por calles apartadas, concibió su
plan. Lo primero era quitarse su uniforme bien conocido de la Armada Sideral
Terrestre.
Un ruido de pisadas le hizo dar un salto
y aplastarse en el quicio de una puerta. Un grupo de hombres armados se
acercaba andando deprisa y pasó por su lado sin apercibirse de su presencia.
Uno de ellos, rezagado del grupo, iba detrás solo. Suárez comprendió que era su
oportunidad, aunque se arriesgaba a ser descubierto por los que iban delante.
Cuando el rezagado ursita pasó por su
lado, extendió rápidamente la pierna zancadilleando limpiamente al hombre, que
cayó con un sordo golpe. Como un felino, Suárez se abalanzó sobre él cayendo
sobre sus espaldas cuando intentaba incorporarse. Un fuerte golpe dado a todo
gas, con las dos manos juntas, en la nuca del ursita, le dejó fulminantemente
inconsciente, aplastado su rostro contra el suelo.
Todo había ocurrido en un tiempo tan
breve, que aún se percibían las pisadas del grupo ursita cuando ya Suárez
tiraba del desvanecido hombre y lo arrinconaba en la sombra protectora de la
puerta. Febrilmente le arrancó sus vestidos. Se embutió los pantalones sobre
los suyos y la amplia blusa corta con el cinturón de cuero pasó a su poder.
Agarró el corto fusil desintegrador de dos cañones, caído a un lado y corrió en
pos del grupo de ursitas que se había perdido tras la esquina próxima.
Alcanzó a verlos a lo lejos. Por lo
visto no se habían percatado de la ausencia de su compañero y haciendo un
colosal esfuerzo gimnástico, los alcanzó con grandes y silenciosas zancadas,
continuando tras ellos algo separado.
El grupo llegó por fin a lo que parecía
su destino, y se paró ante una puerta. Parecieron deliberar y Suárez se agachó
simulando arreglar algo en su calzado. Una llamarada le hizo levantar vivamente
la cabeza. Un silencioso disparo desintegrador había dejado franca la entrada
de aquella casa, pulverizando la puerta.
Penetró por ella el grupo y el terreno
le siguió. Traspasaron unas habitaciones y llegaron ante una puerta que, como
la anterior, quedó pulverizada en un segundo. Dentro, un hombre que descansaba
en el lecho se incorporó alarmado. Antes de que se diera cuenta de lo que le
ocurría, se encontró maniatado y en el centro del grupo que casi sin proferir
palabra le arrastró fuera de la casa.
Procurando pasar desapercibido, el
comandante siguió en su papel pasivo. Quería a todo trance saber el lugar donde
llevaban a aquel prisionero, suponiendo fundadamente que serían todos
concentrados en algún lugar. No se equivocó en sus suposiciones. La Casa del
Gobierno era el cuartel general de los revolucionarios.
Penetró tras el grupo en aquella casa
que conocía bien. Subieron las grandes escaleras que llevaban al salón de
recepciones y entregaron al paisano a dos hombres armados que guardaban la
puerta. Éstos la abrieron y empujaron al cautivo sin muchos miramientos.
Suárez temió por un momento ser
reconocido al volver los hombres a bajar, pero parecían tener mucha prisa y
ninguno reparó en el color de su piel. Al llegar al vestíbulo, casi desierto,
Suárez se rezagó y hábilmente se ocultó tras una de las grandes columnas que
adornaban la gran habitación. Luego se deslizó por una puerta lateral y
resueltamente se coló por ella.
Apenas si había cerrado tras sí,
comprendió que se había metido en un avispero. Un grupo de hombres se volvieron
curiosos a mirarle y una exclamación de sorpresa se escuchó. Suárez no se
amilanó. Encaró súbitamente el corto fusil y un rayo vivísimo partió de la
negra boca.
El grupo de hombres se derrumbó, pero un
ruido a su izquierda le hizo volver la cabeza. Un hombre corpulento se le venía
encima como un bólido y el terrestre, sin tiempo para encarar el desintegrador,
se agachó para tratar de esquivarle. Era tal la furia del ursita, que venía
lanzado, que al no encontrar la masa del cuerpo de Suárez, sobre la que
esperaba volcarse, perdió el equilibrio y cayó sobre las espaldas del
terrestre.
Recibió éste el peso dando un bufido,
pero el encontronazo fue de tal naturaleza, que el desintegrador se le escapó
de las manos. Se sacudió Suárez el peso de encima y, a gatas, corrió hacia el
arma.
No pudo llegar a ella. El ursita le
agarró por una pierna y tiró de él. Se sintió arrastrado y haciendo un esfuerzo
se revolvió incorporándose a medias, apoyado en una mano, mientras con la otra
conseguía agarrar a su enemigo por el cuello.
Le largó el ursita un manotazo en pleno
rostro que le cegó de dolor y vio como entre brumas a su enemigo que alzaba de
nuevo el brazo para repetir el castigo. Apretó rabioso la garra alrededor del
cuello y el otro debió acusar el daño, pues su puño no llegó a tocar a Suárez.
Un jadeo ronco se escapaba de su boca abierta y el comandante tuvo la
oportunidad de completar el cerco con la otra mano.
Pero aquel hombre no se dio por vencido.
Un tremendo tirón, echando para atrás todo el peso de su cuerpo, le zafó del
dogal de Suárez. Rodó por el suelo y lejos del alcance del terrestre se
incorporó con bastante ligereza. Ya estaba en pie también Suárez y los dos,
quietos frente a frente se espiaban, buscando la oportunidad del golpe
decisivo.
De improviso, el ursita se lanzó raudo
al ataque. El terrestre le esperaba y le lanzó un derechazo con tal potencia,
que frenó en seco al pálido hombre. Pero éste, de forma fulminante, replicó,
encajando el terrestre tal mazazo, que le hizo tambalearse.
Creyendo que iba a caer, el de Uros se
adelantó descuidando su defensa y esto dio ocasión a Suárez para largarle un
izquierdazo de gancho, que levantó en vilo a su enemigo. Un furioso derechazo,
encajado entre los ojos, abatió por fin al hombre, que se derrumbó
inconsciente.
Suárez, tambaleándose, se limpió con el
antebrazo el sudor que inundaba su rostro. Paseó su vista por la habitación y
percibió el montón de hombres exánimes que retorcidos, medio desfigurados y
requemados yacían en el suelo. Recogió el desintegrador y con repugnancia saltó
por entre los cuerpos de los ursitas.
Agarró sobre la marcha dos fusiles que
encontró en buenas condiciones y con cuidado abrió una puerta frontera. Asomó
la cabeza ya escarmentado y viendo que no había nadie penetró cerrando tras sí.
Necesitaba reflexionar. Estaba metido en
el cubil de la fiera y tenía que hacer algo y pronto. Se orientó mentalmente y
supuso que debía estar bajo la gran sala de recepción o muy cerca de ella. Sus
ojos tropezaron con una serie de tubos metálicos que desaparecían por el techo.
Una súbita idea le afloró a la mente. Se
acercó a ellos y comenzó a golpear en uno suavemente. Repitió la operación una
y otra vez con cortos intervalos, marcando en morse la cifra del “Ávila”. Si, como
suponía, Soledad estaba arriba, la magnífica operadora de radio que era,
captaría la señal tan conocida.
Suárez aplicó el oído al frío tubo.
¡Nada! Ni un ruido. Volvió a marcar la señal y escuchó. Unos golpecitos muy
suaves, como lejanos, le pareció percibir y el corazón le dio un vuelco. No
había entendido nada. Ni siquiera sabía si era morse, pero era una respuesta.
Marcó otra vez la llamada. Con el
corazón saltándole en el pecho, escuchó los golpes más claros. Los identificó
enseguida. ¡Era la llamada del “Ávila”! ¡Allí estaban los compañeros!
Seguidamente transmitió. “Aquí Suárez”.
La respuesta llegó inmediata. “Más bajo, estamos vigilados”. El comandante
comenzó a transmitir un largo mensaje. Trataba de animar a los prisioneros y
preguntó quiénes eran. “Estamos todos. Markus y Stiwenson heridos. Idón herido.
El gobierno ursita prisionero y varios oficiales.”
Una pregunta pugnaba por hacer Suárez.
No obstante la contestación llegó sin haberla hecho.
-“Ana, bien.”
Se alegró. No se lo había querido confesar
pero estaba desasosegado pensando en ella. ¿Estaría enamorado de la traviesa
brasileña?
Sacudió la cabeza. Sintió ruido y
exclamaciones en la habitación contigua. Los ursitas muertos debían haber sido
descubiertos y miró en derredor sintiéndose acorralado.
Al fondo vio una ventana y se dirigió a
ella decidido. Había que salir de allí o le cazarían sin remedio. Se encaramó
al alféizar y la negrura de la noche le invitó. Abrió y se asomó al exterior
reconociendo los jardines traseros de la casa.
Saltando fuera, cerró tras sí. Luego
pegado a la pared se encaminó hacia la esquina. De la parte alta de la casa le
llegó la claridad de unos ventanales y pensó si sería allí donde estaban los
prisioneros. Tenía que enterarse. Poseía tres desintegradores y esto le daba
cierta ventaja.
Poniéndoselos en bandolera, decidió
gatear por la pared y asomarse a aquel ventanal. Agarrándose a los salientes y
adornos llegó tras muchos esfuerzos al saliente de la ventana. Asomó con
cuidado la cabeza y atisbo el interior.
Dos docenas de personas se encontraban
allí. En un rincón percibió a sus compañeros. Ana, inclinada sobre Markus,
parecía atenderle. Vio a Stiwenson sentado en el suelo con la espalda en la
pared y a Soledad en pie, de espaldas a una gran pantalla de vídeo. Reconoció a
los miembros del gobierno y a varios oficiales entre los ursitas.
A los lados de la puerta, dos hombres
armados con desintegradores, aparecían vigilantes frente al grupo de
prisioneros.
¡Tenía que eliminar a aquellos hombres
de manera fulminante! La dificultad estaba en que el rayo desintegrador no
alcanzara a los prisioneros que se interponían en la línea de tiro.
Probó de diversas formas, pero era
imposible. Renegando renunció a tirar y quedó expectante, atendiendo a un ruido
que provenía de abajo.
Unos cuantos hombres se acercaban a la
carrera. ¡Si le divisaban estaba perdido! Se encogió cuanto pudo en su incómoda
postura y ya llegaban bajo el ventanal, cuando un vivo resplandor, seguido de
otros varios con fuertes explosiones, iluminaban la noche.
¡Quesada! -pensó Suárez alegre. Los de
abajo se pararon y volvieron la vista sorprendidos. Alguno mandó algo y todos
se fueron tan deprisa como venían.
Miró hacia dentro aliviado. En aquel
momento la puerta se abrió y empujado desde fuera, entró violentamente Idón
ensangrentado y con la ropa desgarrada.
Los prisioneros se agruparon alrededor
de él y por un momento Suárez vio despejada la línea de tiro de su
desintegrador. Sin pensarlo ni un instante, situado en una posición
violentísima, Suárez apuntó a través del transparente plástico y oprimió el
disparador.
Un segundo bastó para que el vigilante
quedara pulverizado. Cuando su asombrado compañero quiso reaccionar, el fino
chorro ígneo le alcanzó, convirtiéndole instantáneamente en un montón de vísceras
sanguinolentas.
Por el enorme hueco abierto en el
transparente, y ante la sorpresa de todos, Suárez saltó al interior. En dos
zancadas llegó hasta el rincón donde estaban sus compañeros.
-¡Alberto! -exclamó Soledad, que fue la
primera en reconocerle.
-¿Es grave lo de Markus? -inquirió
rápido.
-¡Sí! -contestó Ana levantando la vista.
Stiwenson se levantó de un salto.
Llevaba la cabeza vendada por un pedazo de tela del vestido de Soledad. Se
abrazaron todos emocionados y el comandante explicó:
-Quesada está desembarcando la
tripulación del “Ávila” y vendrá hacia aquí. ¡Tenemos que resistir a toda costa
hasta que llegue!
-¿Tienes algún plan? -preguntó el
norteamericano.
-¡Resistir a toda costa!
Un joven ursita se acercó a Suárez y le
tocó en el hombro. Este se volvió inquisitivo.
-¡Mi amigo Idón quiere hablarte!
-¿Qué es, amigo mío? -preguntó el
terrestre acercándose a Idón que tendido en el suelo presentaba un aspecto
lamentable. Se apreciaba en su cuerpo los malos tratos recibidos.
-¡Yo sabía que algo harías!
-Ha sido sólo suerte. ¿Qué te han hecho?
-Querían saber las claves para comunicar
con la flota -contestó con algún trabajo Idón-. Supongo que desean ordenar algo
para engañar a las tripulaciones.
-¿Quiénes son?
-Los capitanea un hombre poderoso,
enemigo del Jefe Supremo.
-¿Hay militares?
-Algunos de poco relieve.
-¿Están en este edificio? -preguntó
Suárez interesado.
-Sí. En la planta baja. Una habitación
contigua a la Sala del Consejo.
-¡Escucha, Idón! Voy a procurar
apoderarme de esos hombres. Mi amigo Quesada vendrá con gente del “Ávila”.
Lamento tener que mezclarme en vuestras cosas, pero es necesario.
-¡Todos nosotros te lo agradecemos! Si
pueden, se impondrán por la sorpresa y luego por el terror. El pueblo de Uros
nada sabe de eso.
-¡Voy a actuar! No podemos perder ni un
solo minuto.
-¡Suerte, amigo! -y el ursita estrechó
cálidamente la mano del terrestre.
Éste se incorporó. Todos los prisioneros
habían formado un círculo alrededor de los dos hombres, escuchando en silencio
la conversación. De una ojeada se percató Suárez de la poca ayuda que podía
esperar de aquella gente. Eran hombres de edad, científicos y miembros del
gobierno. Sólo tres o cuatro parecían jóvenes y decididos, entre ellos dos
oficiales. Un anciano se adelantó.
-¡Le agradecemos, comandante, lo que
hace! ¡Tiene nuestra confianza! Nuestro Jefe Supremo, el profesor Tod, ha sido
secuestrado y está incomunicado. Se corre el peligro de que se adueñen de todo
el planeta, falseen las cosas y se les unan las guarniciones y la flota.
Seis o siete ursitas se pusieron al lado
del comandante. Éste eligió a los más jóvenes y se repartieron las armas, así
como las de los dos vigilantes. Ya era suerte que no hubiera entrado nadie en
aquel intervalo de tiempo y había que salir de allí a toda costa.
Ordenó a todos que se arrimaran a las
paredes, desenfilándose de las puertas y desde un ángulo enfiló el
desintegrador. La puerta desapareció pulverizada y uno de los guardianes del
exterior, que se apoyaba en ella, se derrumbó con ruido sordo.
Esperó el terrestre un momento y no
advirtiendo reacción del exterior, se asomó a la escalera. Sólo había media
docena de hombres junto a la puerta y parecían muy interesados en algo de la
calle.
Haciendo un ademán a sus compañeros, se
pegó a la pared y comenzó a bajar cautelosamente seguido de los demás. Uno de
los de abajo volvió la cabeza y vio a los que bajaban. Un grito de aviso fue la
señal a los otros.
Los terrestres y sus compañeros entraron
en acción. Finos rayos de fuego partieron desde la escalera y los de la puerta
que no cayeron, huyeron a la calle.
-¡Vamos, abajo! -gritó Suárez.
La alarma había cundido y apenas
estuvieron en el vestíbulo, desde la puerta comenzaron a brotar chorritos de
luz. Parapetados tras las columnas, los desintegradores barrieron la entrada,
imposibilitando a los de fuera fijar la puntería.
-¡Mantenerlos a raya! -gritó Suárez.
Luego, llamando al oficial ursita más cercano, retrocedió.
-¿Cuál es la Sala del Consejo?
-¡Aquélla!
-¡Vamos!
Antes de llegar a la puerta ésta se
abrió, apareciendo en ella un hombre armado. Al ver a Suárez, levantó decidido
el fusil desintegrador. Antes de que tuviera tiempo de disparar sobre el
terrestre, que era el más próximo, caía fulminado por el desintegrador del
oficial ursita.
-¡Gracias, amigo! -murmuró el terrestre.
Como una tromba penetraron en la Sala.
Varios hombres armados se volvieron dispuestos a combatir al ver a Suárez. Éste
disparó en abanico y, como segados, fueron cayendo antes de emplear las armas.
Pero alguno tuvo tiempo de hacerlo y una
llamarada pasó rauda a Suárez, yendo a cebarse en el oficial, que quedó sin
vida a su lado.
-¡Maldito! -rugió Suárez, fulminándole.
El campo estaba libre. Sordas
explosiones se percibían ya cercanas y el terrestre comprendió que no podría
retroceder. Quesada llegaría y era preciso apresar a la camarilla. Una puerta
lateral le indicó el sitio donde debían estar y corriendo hacia ella, sacudió
un fuerte patadón de plano que hizo saltar el pestillo.
Dentro se encontraban cuatro hombres
sentados frente a una mesa y un anciano en pie frente a ellos con las manos
atadas a la espalda. Aun sin verle el rostro, Suárez comprendió que era Tod, el
Jefe Supremo.
-¡Quietos o les fulmino! -gritó el
terrestre penetrando de un salto.
Fue tan rápida la acción, que los de
dentro, sorprendidos, no acertaron a moverse.
-¡Las manos a la cabeza, rápido! -volvió
a gritar Suárez moviendo significativamente el desintegrador.
Obedecieron los cuatro y el profesor Tod
se volvió a medias para ver al que llegaba.
-¡Comandante! -exclamó emocionado.
-¡Rápido, señor! Mi gente se acerca y es
urgente terminar esto. Corremos peligro de que nos confundan.
-¿Qué debo hacer?
-¡Que le desate uno de esos!
El anciano obedeció. Se acercó al más
próximo y le señaló las manos.
-¡Desátame!
El hombre miró a sus compañeros que no
pestañearon. Pero Suárez no estaba para esperar. Corrió hacia él y sin dejar de
apuntar a los otros, largó un puntapié al indeciso ursita que se apresuró a
obedecer.
-¡Ahora fuera! ¡Vosotros delante!
Salieron encañonados por Suárez. Al llegar
al vestíbulo había cesado la pelea y los ursitas leales, capitaneados por
Stiwenson, eran dueños del campo.
-¡El que no ha muerto, se ha largado! -gritó
el norteamericano.
-¡Me alegro! Ahora subid a éstos arriba
y que no salgan aún los que hay allí.
-¿Estás bien, Alberto? -preguntó Ana
apareciendo junto a él.
-¡Claro que sí, muchacha! ¿Y Markus?
-¡Está muy mal! Necesitamos un médico a
toda prisa.
-¿Y Soledad?
-Está con él.
Algunas voces sonaron fuera. Una de
ellas gritó con un acento bien conocido.
-¡Rendíos o lo vais a pasar mal!
-¡Ahí está Quesada¡ -exclamó Suárez
corriendo hacia la puerta.
-¡Cuidado, Alberto, pueden confundirte! -gritó
Ana.
Pero ya el comandante estaba en el
umbral y gritaba:
-¡Aquí, “manito”! ¡Han huido!
-¡Menos mal que te veo! -vociferó el
mejicano llegando a la carrera desde fuera.
Su aspecto era impresionante. Con un
fusil en la mano y el cinturón lleno de pequeños cilindros desintegradores, se
plantó en la puerta tropezando con uno de los cuerpos caídos.
-¡Maldita sea! ¿Y los demás? -gritó
jadeante.
-¡Aquí todos! ¿Cómo ha ido eso?
-¡Una cacería de gallinas!
-¿Ocupaste el Arsenal? ¿Y la Escuela?
-El Arsenal, yo. A la Escuela mandé al “páter”.
Suárez le miró incrédulo.
-Un prisionero nos dijo que los jefes
estaban aquí y decidí venir.
-¿Pero cómo te se ocurrió mandar al “páter”?
-¡Para que los enseñe a ser buenos
chicos! Pero no te preocupes. Va con él el sargento Drake.
Por la puerta asomó un grupo de
tripulantes del “Ávila”. Una chica, sargento de radar, preguntó:
-¡Hemos atrapado una docena de “rostros
pálidos”! ¿Qué hacemos con ellos?
-Subirlos arriba. Por esa escalera -contestó
Suárez.
Tras el sargento femenino penetró un
tropel de ursitas desarmados, vigilados por varios terrestres.
-¿Dónde está el médico Wayne? -preguntó
Ana.
-Lo traía yo, ¿para qué lo quieres? -preguntó
Quesada.
-Tenemos a Markus herido -intervino
Suárez.
-¿Grave?
-¡Parece que sí!
-¡Maldita sea! ¡Como le pase algo a
Markus, me las van a pagar estos gallinas!
Salió corriendo Quesada en busca de
Wayne. Ya la Casa del Gobierno estaba ocupada por los terrestres y sin el
peligro de una sorpresa, subieron arriba.
Entre unos y otros, aquello estaba
atestado de gente. Al ver entrar a Suárez, todos guardaron silencio. El doctor
Tod, salió a su encuentro.
-¡No sé cómo agradecerle lo que ha
hecho! -dijo el anciano.
-Lo importante es que ha terminado la
revuelta. Ahora a ustedes toca el castigo de los culpables.
-¡Haremos justicia!
Sin detenerse más, Suárez llegó al
rincón donde Markus se encontraba. Soledad, a su lado, le prodigaba sus
cuidados.
-¿Cómo está? -preguntó Suárez.
-¡Mal! -fue la breve contestación de la
muchacha.
Markus, muy pálido, parecía
inconsciente. Soledad le miraba angustiada y Ana se inclinó junto a él.
-¡Ahora te curará Wayne! ¿Me escuchas?
El herido abrió los ojos fijándolos en
Soledad. Luego murmuró:
-¡Creo que ya no daré guerra a nadie, ni
a ti!
-¡No hables! -contestó ella con los ojos
acuosos y una forzada sonrisa, estrechando una mano de él entre las suyas.
Llegó Quesada a todo gas, que traía a
Wayne. Este se inclinó para reconocer al herido ante el silencio de todos. Al
poco se incorporó.
-¡Necesito una transfusión de sangre
urgente! Pero no tengo plasma ni tiempo para traerla. ¡Ha de ser directa la
transfusión y aquí mismo!
Todos se miraron deseando poder hacer
algo por Markus. Wayne miró a los que le rodeaban y decidió.
-¡Tú, Soledad!
-¡Me alegro ser yo la elegida! -respondió
ésta con sincera alegría.
-¡Ahora despejen! Necesito sitio y
tranquilidad.
Salieron todos, dejando a Markus en manos de Wayne y a Soledad dispuesta a dar su sangre por quien para ella era algo más que un compañero de armas.
CAPÍTULO IX
El Gobierno ursita, repuesto en sus
cargos gracias a la rápida y decisiva acción de los terrestres, comenzó a
ordenar a sus tropas lo necesario para que la revuelta no se repitiese y, poco
después, la tripulación del “Ávila” volvía al acorazado. El padre Tomé,
apareció radiante ante sus compañeros.
-¿Cómo dice que le fue, “páter”? -preguntó
el mejicano.
-¡Muy bien! ¡No ha habido lucha! Les
hablé y...
-¡Magnífico, “páter”! -le interrumpió
Quesada-. A luchar con los wanitas le enviaremos a usted por delante.
-¡No es mala idea! -intervino el barbudo
sargento Drake-, pero con mis muchachos detrás por si acaso.
Después del incidente político de Uros,
las factorías, que no habían dejado de trabajar ni un solo día, incrementaron
su rendimiento al máximo. El prestigio del comandante Suárez y sus amigos,
entre los que conocían los sucesos de aquella noche, creció de manera
extraordinaria y un mes después, cincuenta acorazados semejantes al “Ávila” y
dos centenares de destructores, se ponían en el aire para realizar las más
colosales maniobras que conociera Uros.
Markus, aún no repuesto de las heridas
que recibiera, se quedó sin volar, rabiando por no poder acompañar a sus
compañeros. La luz viva de Irisis alumbró el despliegue de la flota que,
cubriendo un frente de quinientos mil kilómetros, realizó diversas maniobras y
ejercicios. Suárez, en el “Ávila”, comprobaba satisfecho los progresos de los
ursitas.
-Parece que esto va bien -comentó con
Stiwenson.
-¡Ha sido formidable el esfuerzo de este
pueblo!
-Sí. Ahora sólo queda lo principal.
Estoy impaciente por que llegue el día de la batalla contra los wanitas.
-¿Y luego? -preguntó el norteamericano
mirando a Suárez.
-Luego... ¡ya veremos!
-¿Qué piensas?
-Me resisto a perder nuestro planeta.
-¡Yo también!
-¡Intentaremos un reconocimiento!
¡Quizás no esté destruido todo!
-¿Piensas en las bombas limpias?
-Sí. La teoría de Idón, me parece
acertada. Si esos wanitas piensan ocupar la Tierra, no pueden correr el riesgo
de contaminación radiactiva.
-Parece lógica esa suposición.
-¡Animo, Bent! ¡Lo intentaremos!
Todo salió a medida de lo previsto y
aquella noche se celebró una conferencia en la Escuela de Oficiales. Todos
parecían contentos y optimistas ante el rendimiento de las naves espaciales. Se
acordó la fecha del ataque a Wania y la forma de realizarlo.
Cuando llegó el día, cincuenta
destructores, capitaneados por “el gallo de pelea”, pilotado por Quesada, se
pusieron en el aire, para rastrear el espacio y asegurar la aproximación del
grueso de la escuadra.
Pero la radio llevó una desagradable
sorpresa. Toda la escuadra sideral wanita estaba en el aire y se dirigía a la
Tierra. Había sido localizada a un millón de kilómetros de su planeta y se
contaban por centenares las naves que volaban, entre transportes y de guerra.
Suárez e Idón, que se encontraban
juntos, convinieron en que era preciso salir inmediatamente en su persecución.
Los jefes no parecían muy decididos, pues contaban con destruir a los wanitas
en su propio país, pero el profesor Tod abogó por el parecer de Suárez y la
escuadra salió al espacio.
-¡Va a ser una lucha terrible! -murmuró
Suárez.
-No me fío nada del valor de estos
ursitas -opinó Markus, que por nada del mundo se quiso quedar a pesar de sus
heridas.
-¡Daremos ejemplo nosotros! -respondió
Ana decidida.
A medio camino, la flota ursita
desplegó, formando un arco, cuyos extremos más adelantados que el centro,
equidistaban no menos de cien mil kilómetros. El “Ávila”, en el centro del
arco, mantenía contacto con los destructores de vanguardia, ostentando el mando
de ellos. La llamada de Quesada se dejó oír.
-Aquí “gallo de pelea" -sonó la
conocida voz del mejicano-. El radar señala contacto con las naves wanitas.
¿Ataco?
-Aún no. A menos que lo hagan ellos -contestó
Suárez.
-Estoy deseando empezar -gruñó Quesada.
-Nosotros también. ¡Y no tardaremos!
Una hora después, Quesada volvía a
llamar.
-¡Hemos localizado con el vídeo esos
peces negros!
-¿Son muchos?
-Unos cuarenta. Son transportes enormes,
escoltados por dos docenas de naves de guerra. ¿Ataco? -casi suplicó el
mejicano.
-¡Sí, ataca! -autorizó Suárez decidido.
-¡Gracias, Alberto! -gritó el “manito”
alborozado.
-Ahora te envío refuerzos.
-¡No los necesito! Corto.
Suárez sonrió. ¡Aquel impetuoso Quesada
era capaz de meterse él solo entre la flota waní! Dio orden de que despegaran
un destructor de cada acorazado, única fuerza sobre la que tenía mando directo.
-¡Menos mal que voy a volar! ¡Ya
empezaba a aburrirme! -gritó Ana alborozada.
Suárez la miró de una manera extraña.
Parecía querer decir algo de lo que se arrepintió casi al instante. Ella captó
la mirada y dos fugaces chispitas iluminaron sus pupilas. Luego, al momento,
salió corriendo para ocultar un vivo rubor que la subía al rostro.
Los destructores, despegados de los
acorazados, volaban raudos en ayuda de Quesada y los suyos. La voz del mejicano
se dejó oír:
-Los negros reaccionan. ¡Ya era hora! Me
estaba cansando de tirar al blanco. Una gran bandada se aproxima a nosotros.
-¡Procura envolverlos! ¡Ana ha despegado
del “Ávila”!
-¡No hacía falta! Corto.
Pero el animoso mejicano se equivocaba.
Una parte de la flota waní, al tener conocimiento del ataque a su retaguardia,
viró y presentó batalla a los destructores, que con menos potencia de fuego,
comenzaron a retroceder con bastantes pérdidas.
-¡Esto se pone feo! -rezongó Suárez,
atado a las órdenes del mando ursita.
-Estos rostros pálidos son inteligentes,
pero de valor están a cero -se quejó Markus.
-Estamos bien situados para darles una
paliza. Ellos ignoran la existencia de esta flota de acorazados.
-Así es. Creen habérselas solo con los
destructores que ya conocen -intervino Stiwenson.
-¿Qué hará Idón? -se quejó Markus.
-¡Confío en él! ¡Se portará bien! -murmuró
Suárez sombrío.
Como si fuera una invocación, el
acorazado que mandaba el ursita, comunicó con el “Ávila”.
-¡Aquí Idón! ¡Nuestros destructores
retroceden! ¿Cuál es tu opinión, Suárez?
-¡Atacar! ¡Atacar cuanto antes!
-¡Yo también la comparto!
-¿Qué pasa que no dan la orden?
-¡No lo sé!
-¡Voy a intentar hablar con vuestro
almirante antes de que sea tarde! -se resolvió Suárez.
Cuando consiguió establecer comunicación
con la nave ursita que llevaba al almirante, sufrió una gran decepción. La negativa
fue rotunda.
-¡No podemos atacar! ¡Pasan de
doscientas las naves enemigas! ¡Nos barrerían del espacio!
-¡Pero a poco que avancen los extremos
los envolveremos! -exclamó Suárez.
-¡No compartimos esa opinión! ¡Orden de
retirada a nuestras bases de todos los acorazados!
-¿Pero y los destructores? -inquirió
Suárez asombrado por aquella absurda orden del jefe ursita.
-Son más veloces que los wanitas.
Escaparán.
Fue inútil insistir. El mando ursita no
quería exponerse a una derrota y la orden de retirada fue transmitida.
-¡Gallinas! -gritó Markus frenético.
-¡Diego y Ana están allí! -casi sollozó
Soledad.
-¡Maldita sea! -gruñó Stiwenson con los
dientes apretados.
Suárez, pálido de ira, miró a sus
compañeros. Alzó una mano para acallarlos y su voz sonó reconcentrada.
-¡Pienso como vosotros! ¡No
abandonaremos a los nuestros!
-¡Sí; adelante, Alberto! -gritó el
griego.
-¡Adelante! ¡Velocidad máxima, Bent!
Stiwenson le miró sonriente. Sin decir
una palabra, comenzó a apretar botones. Por la pantalla de vídeo fueron pasando
raudos los destructores ursitas que volvían la cola cumpliendo una orden
prudente. ¡Demasiado prudente para el ardor combativo de los terrestres!
-¡Comunica a Quesada y a Ana que volamos
en su ayuda! -pidió Suárez a Soledad.
-¡Escucha, Ana! ¡Escucha, Diego! ¡El “Ávila”
va en vuestra ayuda! -radió la muchacha repetidas veces.
-¡Todos no se han ido! ¡Mirad allí! -pidió
Suárez.
Un acorazado ursita volaba delante del “Ávila”,
muy a la derecha.
-¡Será que no se ha enterado! -dijo
desdeñoso Markus.
Pero la radio les llevó la noticia.
-¡Aquí Idón! “Ávila”, ¿me escuchas?
-¡Idón! -exclamaron los terrestres.
-¿No recibiste la orden de retirada? -preguntó
Suárez.
-¡Sí, pero no la cumplo! ¡Estoy
avergonzado, amigos míos!
-¡Te lo agradecemos, Idón! ¡Pero cumple
la orden!
-¡Al cuerno esa orden! -respondió el
ursita fastidiado. Luego añadió:
-No estoy solo. Escuchad a mi operadora
de radio.
-¡Os saludo, amigos!
-¡Hélida!
-¡Aquí estoy junto a Idón! ¡Lo que sea
de uno será de los otros! ¡Ese Dios vuestro nos dará la victoria!
-¡¡Seguro, amiga mía!! -respondió
Soledad emocionada.
-¡Buena suerte y al toro! -transmitió
Suárez.
Ya hacía un momento que el radar acusaba
la presencia de naves muy lejanas. El vídeo seguía señalando el paso de algún
destructor ursita que se retiraba. Cada vez que esto ocurría, Markus los
increpaba furioso:
-¡Cobardes! ¡A casa con mamá! ¡Otra
gallina que corre! ¡Malditos!
Pasaron unos minutos que a los
terrestres parecieron siglos. A cada momento pedía Suárez mayor velocidad y el
acorazado retemblaba al impulso de los ocho chorros de sus formidables motores
a todo régimen.
-¡Ahí están! -gritó de pronto el
norteamericano.
-¡Veo a Ana! ¡A la izquierda! ¡Lucha con
un enjambre!
Ana Oliveira no lo estaba pasando bien.
Rodeada de varias naves waníes, disparaba sus torpedos en ininterrumpidas
andanadas, pero la superioridad numérica se imponía.
-¡Fuego sobre esos negros! -gritó Suárez
temiendo no llegar a tiempo.
-¡Veremos ahora tu célebre invento,
pelos de zanahoria! -exclamó Markus alborotado.
-¡Menuda sorpresa se van a llevar esos
negros! -rezongó Stiwenson.
La sorpresa se produjo en forma bien
desastrosa para los wanitas. Oleada tras oleada de torpedos llegaron hasta las
naves enemigas que acosaban al destructor de Ana. Pero aquellos temidos rayos que
desviaban los proyectiles del blanco, no surtieron efecto. Pese a ellos, los
torpedos que no fueron destruidos en el camino por otros torpedos, llegaron al
blanco.
Una serie de vivísimos resplandores se
produjeron en contados segundos y las naves negras se desintegraron, mientras
Ana, velozmente ganaba altura.
-¡¡Hurra!! -gritaron los del “Ávila”
entusiasmados.
-¡Tuyo es el éxito, Bent! -gritó Suárez.
Los rayos “W” comenzaron a lanzar sus
llamaradas y las naves enemigas acusaron el golpe, desintegrándose varias de
ellas fulminantemente. Pero eran muchas y la velocidad del “Ávila” tan
extraordinaria, que no había tiempo para cazarlos uno a uno.
Todas las armas del acorazado terrestre
entraron en funciones. Oleadas de torpedos, proyectiles dirigidos por radar y
los mortíferos rayos “W”, disparaban sin descanso, convirtiendo la noche
espacial en un infierno de llamaradas y explosiones.
En aquel primer choque casi frontal, dos
docenas de naves negras fueron voladas. Al ataque del “Ávila”, sucedió el de
Idón, no menos destructor, mientras los terrestres, que habían sobrepasado a
los wanitas, viraban para atacar nuevamente.
Las naves de Wania, más pequeñas y de
menor velocidad que los acorazados, parecieron desconcertarse ante el
fulminante ataque de los dos colosos, al fallar sus rayos desviadores gracias
al invento de Stiwenson, que consiguió neutralizarlos creando con los torpedos
un campo magnético de signo contrario, que atraía a la masa en vez de
repelerla.
-Ya estamos encima de ellos otra vez. ¡A
ver si los dispersamos! -exclamó Suárez esperanzado.
Ahora los wanitas habían formado un
extenso espiral que giraba y giraba a gran velocidad, esperando atrapar en él a
los acorazados enemigos. Éstos hicieron una pasada a todo gas y consiguieron un
par de blancos. A la pasada siguiente el espiral se había hecho enormemente
grande y Suárez decidió meterse en él.
-¡Idón! -llamó el “Ávila”-. ¿Te atreves
a meterte en ese torbellino?
-¡Haremos lo que hagáis vosotros!
-¡Vamos a meternos! ¡Hay que partir en
dos esa maldita espiral que arroja fuego en todas direcciones!
-¡Comprendido! ¡Voy detrás!
El “Ávila” enfiló como una centella la
espira que formaban los wanitas. Millares de fogonazos se sucedían en un
parpadeo cegador que ahuyentaban las tinieblas.
Como una tromba irrumpió Suárez en la
formación enemiga, vomitando fuego y rayos “W”. Minuto y medio después, había
atravesado la mortal espiral waní y le seguía ldón, repitiendo la maniobra.
Fue un éxito. Rota la continuidad de la
línea de vuelo de las negras naves, éstas se desbandaron, tras haber
presenciado la destrucción de buen número de ellas.
-¡¡Victoria!! -gritó Markus pegando
saltos, olvidado de sus heridas.
-¡Huyen! ¡¡HURRA!! -fue el clamor general en el “Ávila”.
CAPÍTULO X
Dispersada la formación enemiga, ya fue
tarea más fácil para las armas de los acorazados siderales ir cazando a los
fugitivos. Alguno, no obstante, pudo huir, pero esto casi alegró a los
terrestres.
-Por lo menos que quede alguno para
contarlo -fue el comentario del tranquilo Stiwenson.
Soledad alzó una mano imponiendo
silencio al regocijo general.
-Estoy escuchando una llamada muy débil.
-¿Será Quesada? -inquirió Suárez
esperanzado.
-¡Es él! -gritó Soledad alegre.
-¡Aquí “gallo de pelea”! -se escuchó
débilmente en el tornavoz.
-Pide la situación.
-Ahora oigo mejor.
-¡Aquí “gallo de pelea! -se escuchó más
fuerte.
-Aquí “Ávila”. ¿Dónde estás?
-Tengo averías y no puedo orientarme.
¡No sé dónde estoy!
-¿Te dejaron sin plumas, “manito”? -le
gritó Markus.
-¡Vete al diablo, griego maldito! ¡Tengo
un montón de heridos y floto de milagro!
-¡Te buscaremos, Quesada! ¡Animo! ¡Sigue
transmitiendo!
Los dos acorazados y el destructor de
Ana comenzaron una búsqueda angustiosa. La situación de Quesada debía ser muy
grave. Éste transmitía con cortos intervalos y cada vez más débilmente. Fue
Idón el que le localizó con el radar y pasó aviso de la situación a los demás.
Cuando llegaron al punto donde aún se
mantenía el “gallo de pelea”, la alegría se trocó en angustia. Volando aún
debido a la inercia, la nave de Quesada presentaba un enorme agujero en un
costado.
-¡Ana! -llamó Suárez.
-Te escucho.
-¡Eso es cosa tuya! ¡Aprisa!
Con el ánimo suspenso ante el vídeo,
vieron todos como en un alarde de valor pasaba el destructor a menos de veinte
metros de la nave averiada. Tres astronautas saltaron sobre la marcha y a golpe
de gas se acercaron, penetrando por el enorme agujero.
Momentos después reaparecían, llevando
una ristra de seres unidos unos a otros hasta el destructor. No habían llegado
aún a éste, cuando el “gallo de pelea” invirtió su posición y un instante
después se partía en dos, separándose suavemente las dos partes para flotar
indefinidamente por el espacio.
-Ya los tengo a todos. No nos podemos
mover aquí. Voy al “Ávila” -comunicó Ana.
Al llegar al acorazado, la brasileña
exclamó:
-¡No quiero pensar lo peor! ¡Parecen
congelados!
-Tienen agotadas las baterías de
infrarrojos -aclaró alguien de la tripulación, después de un ligero examen.
Después de las severas medidas tomadas
por Wayne, dos hombres y una mujer comenzaron a reaccionar. Pero Quesada seguía
inconsciente.
-Vive, pero temo que no reaccione -murmuró
el médico.
Afortunadamente se equivocó. La fuerte
naturaleza del mejicano se impuso y su rostro violáceo comenzó a colorearse. Al
poco abrió los ojos y los fijó en Markus, que junto a él le espiaba anhelante.
-¡Al fin, “manito”! -resopló el griego.
-¡Creo que estoy en el “Ávila”! -murmuró
Quesada.
-Claro que sí.
-Ya me parecía que el cielo no era.
¡Estando tú!
El humor de Quesada, aun en la grave
situación en que se encontraba, hizo aflorar la sonrisa a los labios de sus
compañeros. Ana volvió los ojos a Suárez, que junto a ella contemplaba al
mejicano.
-¿Va a llorar mi heroína? -preguntó éste
quedo.
-¡Sólo soy una mujer! -contestó ella
oprimiéndole la mano suavemente.
Un serviola comenzó a señalar peligro
con su monótono sonsonete y Suárez salió disparado para la cámara de derrota.
Cuando llegó a ella, Stiwenson le señaló el vídeo. En él se reflejaba un gran
contingente de naves wanitas que se disponían a atacar.
-Parecen decididos a acabar con
nosotros.
-¡Cuánto honor para sólo dos acorazados!
-comentó sarcástico Markus.
-Mientras buscábamos a Quesada han
cerrado el cerco. ¡Amigos, esto va a ser muy duro!
Todos guardaron silencio. Comprendían la
imposibilidad de escapar de aquel círculo de fuego que se había formado a su
alrededor de manera casi fulminante. Pero en todos los rostros se pintaba la
misma resolución. ¡Seguir luchando!
El parpadeo de las explosiones se
multiplicaba sin cesar y de todas partes parecían llover torpedos. Un loco
girar y girar de naves en alucinante zarabanda ponía a los dos acorazados cada
vez en más crítica situación.
-¡Esto no puede durar! ¡Hay que salir de
aquí como sea! -exclamó Suárez.
Pero la salida era difícil. Apenas
viraban para intentarlo, una masa de torpedos se adelantaba para cortarles el
paso y tenían que cambiar de dirección y destruirla. Ya se había repetido esto
varias veces con el mismo resultado, cuando Soledad llegó muy excitada junto al
comandante:
-¡Lee esto, Alberto!
-¿Cómo? -exclamó éste muy sorprendido al
pasar la vista por el papel que le tendía la muchacha.
-El almirante quiere hablar contigo.
Corrió Suárez ante el micro. Temblando
de excitación habló:
-¡Aquí Suárez, comandante del “Ávila”!
-¿Dónde se ha metido, muchacho?
-¡Por favor, señor! ¿Hablo con el
“Virginia”?
-Sí. Soy el almirante Kleber.
-¡Esta es la mayor sorpresa que he
recibido en mi vida! Pero le participo que estamos en un apuro tremendo del que
no tengo esperanzas de salir.
-¿Tan grave es eso?
-¡Mucho, señor!
-¡Explíquese! -fue la invitación de
aquella providencial comunicación.
Brevemente explicó Suárez lo que estaba
ocurriendo y su creencia de que estaban solos en el espacio. Dio la situación y
la voz se despidió.
-Tardaremos minutos, pues estamos muy
cerca, aunque somos pocos.
-¡Muchachos! -gritó Suárez-. ¡Una
escuadra de la Tierra viene en nuestra ayuda! ¡Hay que resistir!
-Si lo haces por elevar nuestra moral,
no hace falta -gruñó Markus.
-¡Es la verdad! ¡Acabo de hablar con el
almirante Kleber!
-Llama Idón -interrumpió Soledad.
-Dime, Idón -demandó Suárez.
-¡He escuchado la noticia! ¡Pero tengo
otra!
-Habla deprisa, por favor.
-La escuadra ursita regresa. El profesor
Tod ha destituido al almirante. Me han dado el mando. Todos los oficiales están
a mi lado. ¡Terrestres, vamos a luchar como lo hacéis vosotros!
-¡Gracias, Idón! Yo...
Un fuerte bandazo del “Ávila” impidió
seguir hablando. Repentinamente se apagaron las luces y todos rodaron por el
suelo. Casi al instante una luz violeta, mortecina pero suficiente, alumbró de
nuevo.
-¡Aún flotamos! -murmuró filosófico
Stiwenson.
-Avería en máquinas... avería en
máquinas... -comenzó el serviola.
-Avería en torpedos... avería en
radar...
Ana, a gatas, buscó a Suárez. El “Ávila”,
muy escorado, no permitía andar de otra manera. Ya junto a él, reclinó la
cabeza en su hombro.
-¡Oh, Alberto!
-¡Ten calma, Ana! Aún flotamos y quizás
tengamos suerte -mintió él a sabiendas que de un momento a otro sobrevendría la
catástrofe.
Pero el tan temido torpedo no llegó.
Primero Idón, describiendo círculos alrededor del “Ávila”, le defendió
desesperadamente unos minutos. Luego, el valeroso ursita vio cómo los de Wania
cesaron en su ataque y concentraron sus fuegos en otra dirección. Como un alud
se presentaron una veintena de acorazados de Uros que, cual violento ciclón,
barrieron con los rayos “W” a los enemigos que encontraron en su camino.
Viraron raudos y a la segunda pasada acabaron de romper la formación de peces
negros de Wania, que se desbandaron.
Pero una larga fila de destructores
formando ala apareció, cerrando el paso a los negros navíos. Los combates, casi
de nave a nave, se sucedían rápidos y mortales. Hubo un momento en que pareció
que las fuerzas se nivelaban. Los de Wania cerraron sus filas valerosamente y
entonces los destructores ursitas comenzaron a acusar los golpes.
Pero ocurrió algo inesperado para las
dos flotas que luchaban enconadamente. Como bólidos aparecieron cayendo de la
altura diez acorazados semejantes al “Ávila”, que en una pasada diezmaron las filas
wanitas. Apenas habían desaparecido en las profundidades del abismo sideral aquellas
fantasmagóricas naves, cuando otras tantas se descolgaron nuevamente, sembrando
el desconcierto en las naves waníes que, rota su formación nuevamente y
acosadas por todas partes, iniciaron la desbandada.
Idón dio a su flota la orden de
persecución sin cuartel. Los veinte acorazados terrestres se sumaron a los
ursitas y una cacería terrible se inició en los infinitos espacios vacíos.
Mientras tanto, el “Ávila” flotaba lentamente.
Toda la tripulación trabajaba febrilmente para reparar las averías y poder
reanudar la lucha. Los técnicos y oficiales se multiplicaban en los puntos
siniestrados y muy pronto comenzó a funcionar el colosal generador eléctrico
que les devolvió el vídeo, cuando la derrota waní se producía.
Una hora después, cuando la flota de
Uros se reagrupaba por orden de Idón, el “Ávila” funcionaba de nuevo con
ciertas restricciones en su armamento. Suárez comunicó con Idón y Kleber y tras
una rápida consulta por radio con el jefe supremo de Uros, el profesor Tod dio
su aprobación al acuerdo de las dos escuadras. ¡La destrucción del planeta
Wania quedaba decretada!
Una primera oleada de destructores
aliados sobrevoló a Wania, siendo recibida por una densa cortina de torpedos
que, como una tremenda red, envolvía al planeta. Se alejaron los destructores,
impotentes ante aquellas enloquecedoras manadas de pequeños y terribles
torpedos.
Conocida ya la situación de las trampas
mortales, los acorazados siderales comenzaron su labor con los rayos “W”. Media
hora después el planeta Wania sufría el más espantoso bombardeo nuclear que la
imaginación humana pudiera concebir. Grandes y extensas llamaradas lo envolvían
todo y espesas nubes de humo comenzaron a brotar de la superficie de aquel
mundo.
Cuando la flota aliada se reunió a cien mil kilómetros de Wania, una fulgurante llamarada, que duró más de dos minutos, disipó las tinieblas espaciales. Los astronautas ursitas y terrestres contemplaron sobrecogidos cómo aquel mundo se desintegraba, reduciéndose a pequeños fragmentos. ¡Wania había dejado de existir!
* * *
En la espaciosa sala de reuniones del
acorazado sideral XB-403 “Ávila”, se reunían los comandantes de todas las naves
que habían tomado parte en la colosal batalla sideral. Presidía la reunión el
almirante Kleber y los oficiales ursitas, capitaneados por el bravo Idón, se
mezclaban con los terrestres, que se admiraban de ver seres humanos que
entendían media docena de idiomas de la Tierra.
-Señores -comenzó Kleber-. No creo
necesario decir que ha sido éste un día memorable y terrible para la Humanidad.
Esta batalla en el espacio, que se acaba de ganar, y la destrucción de un
enemigo despiadado, darán a nuestros pueblos una era de paz y tranquilidad que
bien pudiera ser que durara siglos.
Guardó silencio unos instantes y ante la
expectación general, continuó:
-Apenas sabemos nada de estos valientes
seres que se agrupan junto a nosotros, pero hemos podido comprobar en ellos la
técnica, la inteligencia y la bravura de seres superiores. Hemos tenido
pérdidas en nuestras flotas, pero es el precio necesario para la tranquilidad
de nuestros respectivos mundos. ¡En nombre de mi gobierno, muchas gracias!
Un hurra atronador se escuchó y el
almirante invitó a hablar a Suárez, que expuso con brevedad los principales
acontecimientos ocurridos y terminó pidiendo noticias de la Tierra.
-Después del fulminante ataque nuclear,
sobrevino un caos casi general. Afortunadamente no hubo radiactividad y
extensas zonas de Asia y parte de Europa sufrieron pocos daños. Se impuso el
buen sentido, se restableció el orden y comenzó un trabajo desesperado. De la
potente flota sideral, sólo quedan estas naves. ¡Pero la inteligencia y el
tesón de los hombres y mujeres harán renacer el planeta!
-Señor -dijo Suárez-. El pueblo de Uros
hizo un esfuerzo inaudito. A él se debe la victoria. ¡Este es Idón! ¡El más
leal y valiente hombre que conozco!
-Mi pueblo ha hecho lo que debía -contestó
modesto el ursita.
-Bien, señores. Estamos muy lejos de la
Tierra y es forzoso volver. Os invito a venir a nuestro planeta -ofreció
Kleber.
-¡Gracias, señor! Lo haremos en otro
momento. Ahora regresamos a Uros, donde tenemos cosas muy graves que resolver -contestó
Idón.
-Como gusten. Suárez queda encargado de
que esa visita se haga lo más pronto posible.
Apenas hubo salido el almirante, Markus
lanzó un sonoro hurra que fue coreado por todos. Los gritos de victoria, los
abrazos, las caras sonrientes de aquellos seres de dos mundos se confundían
dando la impresión de un tremendo manicomio, alegre y entusiasmado.
Los camaradas del “Ávila”, reunidos con
Idón y Hélida, subieron a la cámara de derrota. Cuando Suárez despidió al
almirante, se reunió a todo gas con ellos.
-Ahora que no hay protocolo, te voy a
dar un abrazo fenomenal -gritó el comandante corriendo hacia Idón.
-¡Te felicito por la victoria, Alberto! -respondió
el ursita abriendo los brazos.
-¿Qué harás ahora?
-¡Hélida me espera! -sonrió Idón.
-¡Demonio! -gritó Suárez buscando a
alguien con la mirada.
No tuvo que buscar mucho. Ana Oliveira
venía hacia ellos y el comandante le salió al encuentro.
-¿Sabes lo que dice Idón?
-¿Qué dice? -preguntó ella.
-¡Que se casa! ¿Y nosotros?
-Pues...
No pudo terminar. Sin preocuparse de los
que les rodeaban, Suárez tomó en sus brazos a la muchacha y la besó. Fue algo
tan inesperado, tan rápido para ella, que no pudo escapar. Una ruidosa ovación
se escuchó y Ana, muy sofocada, se escurrió al fin. Suárez explicó al ursita:
-Nuestra luna de miel será en Uros.
-Y la mía -sonó la voz potente de Markus-
será en Méjico. Para dar envidia a algún “pelao”.
Al acabar de decir esto, se volvió
rápido y sus brazos poderosos atraparon a Soledad, que trató de esquivarle
sospechando la intención. Fue un abrazo deseado y terrible para la muchacha, pero
que duró poco. Un inofensivo almohadón se estrelló en la cabeza del alegre
griego que, soltando a la chica, cayó sentado en el suelo con la vista nublada.
-¡Markus! -gritó Soledad alarmada.
Pero la risa socarrona de Quesada la
hizo comprender lo que ocurría, mientras del inofensivo almohadón sobresalía la
curva superficie de una escafandra vítrea y dura.
FIN

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