domingo, 21 de mayo de 2023

JAQUE MATE (LAW SPACE)

 

Law Space es Enrique Sánchez Pascual, que firmó con innumerables seudónimos, como Alan Comet, Alan Starr, Alex Simmons, Erik Gruber, H.S.Thels y otros muchos, escribiendo en géneros como Bélica, Oeste y Ciencia ficción, principalmente. 

La capacidad de trabajo de este autor era increíble. Según su hijo escribía una novela por semana, si no más. Un guión de más de doscientas viñetas le duraba una mañana. Tras conocer a un editor francés, empezó a escribir en este idioma novelas de temática bélica, labor que desempeñó durante varios años y que le convirtió en un especialista de la Segunda Guerra Mundial. Incluso llegó a publicar en Estados Unidos, bajo el seudónimo de Roger S. Moore, libros tales como MARYLIN MONROE: SU VIDA, SUS AMORES Y SU MUERTE, obra que abordó desde el enfoque del psicoanálisis. En un momento dado se aficionó a la fotografía, convirtiéndose en un excelente retratista. 

Falleció el 11 de marzo de 1996, a los 77 años de edad, en Sant Pere de Ribes, localidad próxima a Sitges. A decir de Sánchez Abulí, su padre era una persona profundamente vital que se entusiasmaba con todo aquello por lo que se interesaba, inflamándose con constantes ideas y proyectos.

Enrique Sánchez Pascual fue un gran aficionado a la lectura de las obras de Asimov, Bradbury y otros grandes de la ciencia-ficción; y aunque el cultivo de este género fue tan sólo una de sus facetas como escritor, por sí sola ésta también apabulla. Junto con Luis García Lecha (Clark Carrados y Louis G. Milk) y Juan Gallardo Muñoz (Johnny Garland), constituyó la espina dorsal de las colecciones futuristas de la editorial Toray; la inexistencia durante los años cincuenta y sesenta de una colección de ciencia-ficción en Bruguera le impidió abordar el género en ésta, y en Luchadores del Espacio, así como en el resto de las colecciones de Valenciana, tampoco llegó a colaborar. Pero su labor en Toray fue ingente: 110 novelas —la quinta parte del total— en Espacio, 12 en las dos ediciones de Ciencia-ficción­, 10 en Espacio Extra, 1 en Best Sellers del Espacio y nada menos que 61 de un total de 81 en S. I. P.­, donde tres de los cuatro seudónimos con los que aparecían las novelas — W. Sampas, Alan Starr y Alan Comet — son suyos.

CAPÍTULO I

PRIMERA JUGADA: «LAYKA»

 Plastificó Okm su masa amorfa, haciendo brotar de su soma seis manos que se apoderaron de los mandos del visor especial de su aparato.

En realidad, Okm, como todos los otros, poseían la forma remota de una gigantesca ameba, de cerca de dos metros de alto. Eran, por lo tanto, seres amorfos, pero capaces, por su facultad de «plastificación» de generar formas concretas que se adaptaban a cualquier servicio: mano, garra, tentáculo...

Su carencia de «forma», así como la simplicidad extrema de sus organismos había hecho posible que los viajes espaciales fueran posibles, en la más amplia acepción de esa palabra, para aquellos seres, capaces de soportar cambios tremendos sin que su elemental constitución sufriese lo más mínimo.

Fenómenos tales como la aceleración, el frío intersideral, desaceleración o alteraciones de «g» no les molestaban casi nada, siendo su vitalidad extrema y poseyendo, en último caso, la facultad de enquistarse, sumiéndose en un letargo que ninguna anormalidad externa venía a perturbar.

Por otra parte y sin perder un ápice de su personalidad, eran capaces de emitir pseudópodos que no eran solamente materiales, pues llevaban en ellos parcelas simultáneas de su poder mental, lo que hacía posible que «dividiesen su mente», alejando una de las partes sin perder la integridad total que les hacía sumamente poderosa.

Esta última facultad, la «idea—partición», era su arma más poderosa y en ella, con razón, ponían su máxima confianza.

Okm contempló aquella forma rápida que se movía seiscien­tos mil kilómetros más allá de la posición de su astro­nave.

Era la segunda que los habitantes de aquel planeta habían lanzado.

Pero esta vez, la fina intuición de Okm le hacía percibir la presencia de la «vida» en aquella especie de proyectil que, mansamente, giraba alrededor del planeta a una velocidad de unos 25.000 kilómetros por hora.

Sus seis manos manejaban prestamente los colimadores y una de ellas hizo, poco después, cuando el cuerpo pasó ante la astronave, que funcionase el «superprospector», permitiéndole ver la criatura que iba dentro de aquella elemental nave del espacio.

La visión inmediata le hizo creer que se trataba de uno de los habitantes del planeta en cuestión, pero cuando su quinta mano pulsó el «psicoanalizador», se dio cuenta de que aquello no era más que una criatura inferior, incapaz de razonar, pero dotada de unas enseñanzas condicionadas y de una inteli­gencia que, para la clasificación que Okm poseía, no pasaba de 0,003.

Tuvo que esperar a que el aparato diese otra vuelta, de forma a calibrar la «situación» de aquella criatura en el mundo de los habitantes de aquel planeta. Así, perforando el cerebro de aquel ser, descubrió que se trataba de una raza animal muy preciada por los terrícolas y que vivía a su lado, en muchísimos hogares.

Su nombre estaba inscrito en los engramas elementales de su pobre cerebro:

Se llamaba «Layka».

Fue entonces cuando Atak se acercó a él, poniendo uno de sus pseudópodos comunicativos sobre su cuerpo.

—¿Has descubierto algo? —inquirió.

 Sí —repuso Okm —. Esta vez han enviado al espacio a uno de sus «animales». Creo que lo llaman «perro». No hay duda de que están intentando los viajes intersiderales, aunque van muy retrasados.

 Eso les hace particularmente inteligentes.

 No hay duda de que lo son. Por eso tendremos que obrar con prudencia.

Hubo una pausa.

 Es curioso —dijo Atak—, que después de nuestro largo viaje, no hayamos descubierto más que este planeta habitado. Justamente el único en el que hay lo que tanto necesitamos: la clorofila.

 Nuestras reservas se están terminando y debemos apoderarnos de este mundo, sea como sea; pero el que haya seres inteligentes nos obligará a obrar con cautela.

—¿Qué piensas hacer?

 Investigar la categoría a que estas criaturas pertenecen. No podemos luchar abiertamente contra ellos porque estoy seguro de que poseen medios destructores de gran potencia. ¿No te has dado cuenta de la cantidad de radiactividad que hay en las capas superiores de su atmósfera?

 Sí. Y eso quiere decir que han llegado a desintegrar el átomo.

 Lo que significa que no debemos aventurarnos, cándida­mente. Habrá que conocerlos antes.

—¿Tienes algún proyecto concreto?

Okm tardó en contestar.

 Creo que sí. Lo primero que voy a hacer es capturar ese animal... Por lo que he visto, sólo una intervención inmediata podría librarle de la muerte. El aparato en el que le han colo­cado es, por demás, imperfecto.

—¿Cómo lo harás?

 Fácilmente. Voy a unirme a esa especie de satélite arti­ficial, utilizando uno de nuestros monoplazas de emergencia. Haré una transpolarización corriente y pasaré al animal a la nave. Aquí podremos estudiarle.

—¿No morirá?

 No. Poseo ya suficientes datos sobre su «ambiente vital». Es distinto al nuestro y necesita mucho oxígeno y poco car­bónico... Ahí tienes los datos. Tú y Lumar podéis preparar una cámara especial para ella...

—¿Ella?

 Sí. He podido darme cuenta de que en esos animales, como seguramente en los seres que habitan ese planeta, los sexos están separados.

 ¡Qué curioso!

 Es una de las cosas que, con toda seguridad, tendremos que tener muy en cuenta. Voy a salir por «Layka».

—¿Se llama así?

 Sus dueños le pusieron ese nombre que, como he comprobado con el encefaloscopío, domina la mayor parte de sus engramas.

Las manos de Okm se fundieron en la masa amorfa de su cuerpo; al mismo tiempo, medio centenar de pies surgieron de su parte inferior, facilitándole una marcha segura y rápida.

Seguido por el otro, que le había imitado en cuanto a la emisión de pseudópodos motores, marchó hacia la parte posterior de la colosal astronave, introduciéndose en una más pequeña, de las once que allí había. Antes de introducirse completamente, emitió un tentáculo comunicativo.

 Prepara la cámara para la perra.

—Sí.

La nave auxiliar brotó de la general, lanzándose, en loca carrera, en persecución del «Sputnik II». Poco después, los dos aparatos estaban uno junto al otro y Okm empezaba su labor de transpolarización.

Una compleja máquina iba a «atomizar» a la perra, convirtiéndola en energía transportable, que se proyectaría sobre el gran astrocohete, yendo a parar directamente a la cámara que

Atak y Lumar estaban terminando de preparar. Antes de penetrar allí, un «concretizador» tornaría a unir los átomos de la perra, dándole nuevamente su real aspecto; por otra parte, el «kimosintetlzador», adaptado a la cámara, proporcionaría al animal lo necesario para su normal supervivencia.

Así ocurrió.

Una vez terminada su labor, Okm hizo que la «monoplaza» volviese junto a la astronave madre, §in sospechar que allá abajo, en el planeta que giraba sobre él, un grupo de sabios frunciría en el entrecejo, lamentando tener que comunicar al mundo la muerte de «Layka» que, por otra parte, ya sabía que jamás volvería a la Tierra. 

* * * 

Pierre levantó la cabeza, justo para ver cómo entraba Elianne, su ayudante femenino en el departamento.

—¿Qué hay? —inquirió.

 Claude y yo acabamos de oír la radio: «Layka» ha muerto, según ha comunicado la agencia Tass.

 De todas formas, su nombre pasará a la Historia del mundo. Nadie la olvidará.

—¿De qué habrá muerto?

Pierre Fronsard se pasó la mano por la frente.

 Posiblemente de frío, o destrozada por los rayos cósmi­cos, o quemada por el calor generado en el satélite cuando éste pasaba a través de las capas superiores de la atmósfera... o de miedo.

—¿Miedo?

 Sí. Ya sabes que los animales son susceptibles al miedo: ha quedado demostrado en muchas experiencias. Basta que alguno de los mecanismos haya fallado, rompiendo el ritmo de los reflejos condicionados que le enseñaron a «Layka» en el Instituto Pavlov, para que el animal haya cursado una neurosis angustiosa y muerto de miedo.

 La radio ha hablado de protestas en Londres, donde se han hecho desfilar a los perros con carteles alusivos.

Pierre sonrió.

 Nuestros buenos amigos, los ingleses, son así. ¿Qué le vamos a hacer? Para ellos, a veces, un perro vale más que media docena de indios.

 Eres sarcástico, Pierre.

—A veces... Lo que me hubiese interesado es que «Layka» hubiese vuelto a la Tierra. Mientras no poseamos detalles de lo que un cuerpo sufre fuera de la atmósfera, no sabremos nada de nada.

 Nosotros no somos especialistas en Astronáutica...

 Pero somos psicólogos. Y no pasará mucho tiempo sin que nos pregunten qué ha de hacerse con el hombre en los viajes intersiderales. Piensa, Elianne, que las condiciones físicas de los astrocohetes serán salvadas con bastante facili­dad. Se librará al astronauta del frío, del calor, de los rayos cósmicos, de los meteoritos... pero nunca de su angustia, del miedo, del pavor al espacio. Hasta ahora, entre muchas fobias conocidas, tenemos la «claustrofobia», terror a los espacios cerrados y la agorafobia, miedo a los espacios abiertos. Es más que seguro que nuestra terminología se enriquezca con dos términos más.

 ¿Cuáles?

 La «astronavefobia» y la «cosmofobia». Miedo o pánico, respectivamente, al sentirse encerrado en un cohete o a los espacios infinitos. También es probable que haya «fobias» a la aceleración, a la desgravitación y a la eterna oscuridad de los espacios cósmicos.

 ¡Vaya panorama!

 El normal, amiga mía. Estamos intentando salir de nuestra «dimensión vital» y es natural que nos encontremos ante fenómenos reactivos de nuestra limitada psicología. Por algo estudiamos ahora ése que, por el momento, hemos dado en llamar «angustia entomológica».

 Ya me ha dicho algo Claude. ¿En qué consiste, Pierre?

Fronsard sonrió.

 Es verdad que has estado fuera todos estos días.

—¿Es un reproche?

El la miró con ternura.

 Ya sabes que no, Elianne... La desgracia es que yo no pude ir contigo.

Ella frunció el ceño.

Hacía mucho tiempo que esperaba tener una ocasión propicia para encontrarse con Pierre a solas, ya que estaba segura de que él, en aquel momento, se atrevería a decirle que lo ambos sabían desde mucho antes.

—¿De qué se trata esa angustia?

 De una nueva situación de la mente humana; aunque es verdad que no es completamente nueva, sino vieja como el mundo. El hombre se ha sentido siempre horriblemente pequeño ante las cosas que le han venido del cielo. Desde el primitivo rugir del trueno y el caer escalofriante del rayo, la débil criatura humana ha tenido que ir explicándose las causas de lo que, en un principio, interpretó como el castigo airado de los dioses. Después, a medida que la ciencia fue descubriendo las causas de aquellos fenómenos, no se logró por eso desa­rraigar la esencia de la angustia. Los aviones y dirigibles en la Primera Guerra Mundial, la aviación y proyectiles «V—1» y «V—2» de la Segunda, empezaron a crear en el hombre ese sentimiento de pequeñez, que, por su similitud con la situación de la hormiga ante la bota del despreocupado caminante, hemos llamado «angustia entomológica».

«Porque el hombre ha dejado de serlo en la guerra actual, convirtiéndose en un insecto, en algo diminuto que, dotado de razón, mira horrorizado al cielo, de donde puede llegar la muerte. Más que nunca, en esta época de proyectiles te­ledirigidos, la angustia del "insecto" es más aguda que nunca.

»EI hombre piensa que todo hombre, movido por un acto loco, puede apretar, en cualquier momento, los botones que ponen en marcha las rampas de lanzamiento, proyectando la destrucción por doquier, sin que nadie sea tan estúpido, para creer que va a escapar a esa hecatombe.

»Hay incertidumbre en el momento próximo, inseguridad completa y total en un futuro que no es más que una mera y vacía palabra. Basta un gesto, una palabra o un momento de malhumor, para que el aire se llene de rugidos alucinantes y la Tierra se cubra de «hongos» nucleares.

«Esta situación, que podemos juzgar claramente de “inmo­ralidad colectiva", de falta de respeto hacia la integridad mental del hombre, de "tortura psíquica inconcebible", ha empequeñecido al hombre como nunca, haciendo de él un ser medroso, presa de sus nervios, zanjada su mente por un abisme de inseguridad permanente.

»Es verdad que hubo criminales de guerra, juzgados por lo que "hicieron", pero no fueron peores de los que ahora podrían ser juzgados "por lo que van amenazando hacer".

—¿Tiene eso algo que ver con «Layka»?

 Mucho. Los satélites artificiales, aunque probablemente sean los hijos bastardos de una idea bélica, cumplen una misión de «alejamiento de la angustia entomológica». Hacen que el hombre mire hacia arriba, no con terror, sino con esperanza. Porque muchos habrá que desean que se abran los caminos del espacio para que, si no ellos, sean al menos sus hijos los que puedan huir del peligro de una nueva locura colectiva. Cualquier mundo, por hostil que nos lo pinten, será siempre más natural que éste, donde parece que nos complacemos en «repartir terror» a manos llenas.

Elianne preguntó:

—¿Puede haber curación a esa «angustia»?

 La desaparición de la causa, el abandono de ese tremendo error humano que ha sido la creación de la «guerra fría», el mayor hándicap mental de todos los tiempos. Dediquémonos a trabajar para conseguir la conquista del espacio y el hombre crecerá otra vez, dejando de ser lo que ahora es, una miserable y amedrentada hormiga que no sabe en qué momento va a bajar el pie del que, paseando por el campo, va leyendo un libro titulado «El Amor a los Animales».

—¿No rozas el cinismo?

—¿Cómo quieres que sea, Elianne? No, no es cinismo, sino amargura de conocer nuestra verdadera situación ante una Física incontrolable y despiadada.

La llegada de Claude interrumpió el curso de la conver­sación.

—¿Qué hay, muchachos? ¿Le has dicho ya lo de «Layka», Eli?

—Sí.

Claude Santeil se acercó a su jefe.

—¿Y qué piensas de ello, Pierre?

 Lo que todo el mundo; siento pena por un final que podía haber sido más glorioso; pero, después de todo, esa perrita ha cumplido con su misión.

Elianne entornó los ojos:

 ¡Morir fuera de la Tierra! Ser la primera criatura viva que ha cerrado los ojos viendo el planeta «desde fuera»...

Pierre sonrió.

 Es maravilloso la manera con que una mujer lo embellece todo... ¡Qué suerte tenéis!

—¿Quién?

—Vosotras. Sois tan esencialmente distintas a nosotros que no dejáis de maravillarme. «En el corazón de una mujer hay siempre un poeta»... ¿Quién dijo esto? Aunque poco impor­ta... —y mirando a Claude—, ¡Qué distinta ha debido ser la muerte de ese animal para los sabios rusos que controlaban, desde el laboratorio la vida de la perrita... ¿Te lo imaginas, Claude?

 Un poco...

 Para ellos, la vida de «Layka» se había reducido a las ci­fras que los aparatos de control les iban transmitiendo. Núme­ro de pulsaciones, índice respiratorio, eliminación de catabolitos, normalidad de los reflejos... Meras cifras, cuyas variacio­nes fueron traduciendo la agonía del animal en el espacio y cuyo cese significó sencillamente, que «Layka» había dejado de existir.

 ¡Terriblemente prosaico! —protestó ella.

 Pero tremendamente cierto.

Y poniéndose en pie.

 Esta tarde, amigos míos, no contéis conmigo. Voy a darme una vuelta por los alrededores de París y, quizá como último y postrer homenaje a la perrita del espacio, me llevaré a «Loyal», mi perro... Creo que merece esto.

Los otros dos sonrieron y Elianne, guiñando el ojo a Claude, preguntó:

—¿Dejarías que «Loyal» fuese lanzado al espacio, Pierre?

Este miró fijamente a la muchacha.

 Si fuese necesario —dijo—, lo permitiría. Pero lo quiero demasiado para dejarle ir solo.

—¿Irías con él?

 Sí. Ningún hombre, que así se llame, puede dejar que su perro muera solo. Porque ningún perro lo consentiría tam­poco. 

CAPÍTULO II

SEGUNDA JUGADA: FERMENTOS 

NO tenía Okm ojos, como ninguno de sus congéneres; al menos en el sentido que nosotros, los humanos, damos al órgano de visión. Sin embargo, las Imágenes llegaban hasta él, derivando Inmediatamente en ideas imáge­nes, como ocurre cuando, atravesando nuestro cerebro, las impresiones luminosas llegan al lóbulo occipital.

Quizá la diferencia más notable entre ambos aparatos visuales estribaba en que, siempre, el cuerpo entero de Okm se convertía en fotosensible, cuando quería «ver», como se hacía termosensible, cuando deseaba medir la temperatura exterior o, sencillamente, sensible al ruido o los olores en el momento que quería percibirlos.

Por eso, en aquel instante, tanto su soma como el de Atak y Lumar, que estaban a su lado, eran especialmente sensi­bles a la luz, puesto que estaban contemplando, a través de la pared de la cabina —la visión de aquellas criaturas no tenían obstáculos materiales—, a la perrita que el primero acababa de capturar.

«Layka» devoraba tranquilamente las proteínas que Lumar había colocado en un recipiente. Todos sus temores anterio­res habían desaparecido casi por completo, a pesar que esperó pacientemente largo rato, creyendo que iba a apare­cer la luz rosada que le ordenaría comer, como había aprendido en el Instituto Pavlov.

El hambre aumentó su impaciencia y viendo que la señal de su reflejo condicionado no aparecía, «Layka» se decidió a llenarse el estómago, cosa que necesitaba, ya que la estancia en el «Sputnik II» no había sido todo lo cómodo que ella hubiese deseado.

 Se alimenta de una forma elemental —dijo Okm, cuyo cuerpo había emitido dos tentáculos comunicativos, uno para cada uno de sus compañeros.

 Sí —repuso Lumar—, Ya ves que necesita, sin duda alguna, hacer una larga transformación de los alimentos; nosotros, por el contrario, convertirnos y sintetizamos, gra­cias a la clorofila.

En efecto, el cuerpo de aquellas criaturas ofrecía manchas verdosas, últimos residuos de una riqueza en clorofila que les había empujado a buscarla a través del universo. Su alimen­tación se hacía, como en las plantas, por fotosíntesis.

—¿Habrán enviado a ese animal por su semejanza a los pobladores del planeta?

 Eso lo sabremos cuando lo veamos.

—¿Qué piensas hacer?

Okm tardó en contestar.

 Ya te dije, Atak, que iba a hacer una «idea—participa­ción» en esa perra. Incluiré una parte de mi mente en ella y haré que regrese al planeta. Una vez allí, podré estudiar a sus habitantes primordiales y comunicaros mis observaciones.

 Creo que tienes razón.

 Indudablemente. Lo que hay que hacer es evitar que «Layka» regrese al mismo lugar de donde partió. He estudia­do la trayectoria de ese segundo satélite y conozco ya la parte del planeta de la que fue lanzado. La enviaremos, por transpolación, a un lugar cualquiera, intensamente habitado, donde pueda coger los datos que necesitamos. Mi mente separada irá comunicándome directamente las observaciones y partiéndose, si es necesario.

—¿No sería mejor abandonar el cuerpo de la perra y penetrar en uno de esos habitantes? Así tendríamos menos trabajo.

—¿Crees que no voy a intentarlo? Pero todo depende de su constitución cerebral. ¿Te imaginas lo que ocurriría si alguien desease instalar su mente en uno de nosotros? ¡La expulsaríamos en un momento! Igual puede ocurrir con ellos, mientras que, como puedes comprobar, la perrita es apta por completo para nuestra experiencia.

Hubo una larga pausa.

Después, Lumar, que apenas había dicho nada, confesó:

 Me paso el tiempo pensando en la formidable riqueza en clorofila que posee este planeta.

 No hay que precipitarse. Por algo dejamos el grueso de nuestras naves del espacio a cien millones de años luz de aquí. La impaciencia es muy mala consejera y todos los nuestros hubiesen tenido la suficiente para esperar el momento de actuar. Voy a «ideoescindirme».

Una especie de lóbulo salió del cuerpo de Okm, adelgazándose y creciendo hasta atravesar fácilmente la pared de la celda en la que estaba la perrita. En realidad, parecía un hilo y era casi completamente invisible.

Una vez dentro de la cabina, el tentáculo serpenteó, orientándose, hasta que, una vez cerca de la cabeza del can, penetró velozmente por una de las orejas, desprendiéndose, al mismo tiempo, del cuerpo de la criatura que lo había emitido.

«Layka» con ese instinto que sólo tienen los perros, lanzó un agudo aullido, sobresaltándose repentinamente, como si supiese que algo raro acababa de penetrar en su cerebro; pero aquella manifestación de extrañeza no duró más que unos segundos, y se tranquilizó seguidamente.

 ¿Sientes algo, Okm? —inquirió Lumar.

 Sí. La comunicación empieza a hacerse... esperad... ¡Ahora! ¡Es formidable!

—¿El qué?

 La nitidez con que veo ahora. Esos animales poseen una visión perfecta... No, no son capaces de ver, como nosotros, a través de los cuerpos opacos... ¡Es una lástima!; pero, de todos modos, poseen unos sentidos muy acusados. Oigo el rumor de los motores fotónicos, situados al final de la nave, a más de mil metros de aquí.

 ¿Es posible?

 Sí. Y la gama de los olores se ha dilatado fantástica­mente... Es curiosa la sensibilidad de «Layka», aunque es posible que, por ser una excepción, haya sido precisamente elegida para esta misión.

Y después de un silencio:

—Voy a hacer la «transpolarización». ¿Queréis ayudarme?

—Sí.

Momentos después, gracias a los aparatos que Atak y Lumar manejaban, el cuerpo de la perra volvió a atomizarse, siendo lanzado, a la velocidad de la luz hacia la Tierra, donde debía materializarse nuevamente.

Una trescientasava parte de un segundo bastó para hacer aquel vertiginoso viaje de regreso. 

*  *  * 

Yves Leron se secó el sudor que perlaba su frente. De buena gana hubiese tomado un trago, pero le quedaba aún mucho trabajo en la preparación de las dosis de fermentos que le habían encargado terminar para aquella misma tarde.

Dos mil lotes para las bodegas francesas y cerca de quinientos dedicados directamente a la exportación: dos mil quinientos lotes que convertirían los caldos en vinos y espu­mosos cuyas marcas harían paladear a millones de degus­tadores y «gourmets» del mundo entero.

A Yves, tercer ayudante del laboratorio de fermentos viní­colas del Instituto Pasteur, le gustaba imaginar el camino, o los caminos, que tomarían aquellos frasquitos que preparaba con tanto celo. Muchas veces, en la habitación que tenía en lo alto de la ciudad —y en lo alto de una casa de siete pisos—, echado en la cama, dejaba ¡r su imaginación, pensando en las distancias que, ya embotellados, recorrerían los vinos que sus fermentos harían famosos. No era difícil imaginarles en las bodegas de los barcos y en las despensas y frigoríficos de las grandes líneas de navegación y hasta —¿por qué no?— en los aviones, dispuestos a poner su luz dorada en las copas...

¡Con lo que le hubiese gustado viajar!

Yves había soñado siempre con visitar muchos países; pero la vida, esa terrible segadora de ilusiones, había truncado completamente sus deseos, haciendo que no se moviese de París y que su único itinerario consistiese en la distancia que separaba a su casa, del Instituto.

Claro que las novelas eran la válvula de escape de Yves y en ellas encontraba lo que tanto había deseado. Todo su armario estaba lleno de libros, sobre todo de viajes, en los que se describían aquellos maravillosos paisajes, aquellos lejanos países, exóticos y misteriosos donde Leron se veía, con sólo entornar los ojos.

Durante las tres horas siguientes, a pesar del entusiasmo que puso, el calor de los autoclaves y estufas le hicieron sudar de lo lindo. Por eso, cuando terminó su trabajo, una amplia sonrisa de satisfacción se dibujó en sus labios.

Yves Leron era bajo, regordete y con un par de orejas que hacían sonreír a las muchachas que se cruzaban con él en las matinales horas de la ciudad. Aquélla había sido, entre otras, una de las principales causas de que Leron despreciase al sexo débil, cuyas burlas le eran insufribles; pero, poco a poco, se había ido acostumbrando al desprecio femenino, hundiéndose más y más en sus ensueños, en sus «réveries», como él decía.

Una vez colocados los lotes en los autoclaves y tomado notas del estado de cada uno, el joven ayudante se quitó la bata, poniéndose la grasienta chaqueta y abandonando seguidamente el Instituto; pero, antes de atravesar el jardín, se acercó a la conserjería, llamando suavemente a los crista­les de la puerta.

Lobard le abrió.

 ¡Buenas noches, señor Lobard! —saludó el joven.

 Hola, Yves... ¿vienes por «Kazán»?

—Sí.

 Le he dado de comer. ¡Es un excelente animal!

 Sí, es muy bueno.

El conserje desapareció de la vista del joven, volviendo poco después con un perro, que llevaba de la correa. Era un hermoso ejemplar de lobo, de pelo claro, lo que le hacía aún más bello y que levantó su cabeza al ver a su dueño, moviendo alegremente la cola.

La correa pasó a manos de Yves.

 Muchas gracias, señor Lobard..., muchas gracias. Hasta mañana.

 Adiós, Yves.

El joven se alejó.

«Kazán», era la otra vertiente sentimental de su vida; quizá mucho más importante que su afán a los viajes. Completa­mente solo, sin familia ni amigos, el perro había venido a llenar el tremendo vacío de su vida..., que un solo vicio liberaba: el alcohol.

¿Quién podía criticar al pobre Yves?

Tenía ya treinta y cinco años y jamás nadie le había dirigido una frase amable, cuando menos le había besado una joven. Aislado, en su laboratorio durante todo el día y en su casa durante toda la noche, ¿no tenía derecho a «liberarse», de vez en cuando, saliendo de la horrible monotonía de una vida que sus ensueños no llegaban nunca a dar un sentido de verdadera existencia? eso lo sabía «Kazán».

El perro, cuyo nombre había sido tomado del título de una famosa novela de un autor americano, uno de los preferidos de Yves, olfateaba maravillosamente el momento en que su dueño, después de cenar, levantaba las cejas de aquella especial manera y sonreía, gustando anticipadamente el vino que en las tabernuchas del barrio no era, ni mucho menos, de aquéllos a los que iban destinados los delicados fermentos que él preparaba.

Aquella noche, después de su frugal cena —el perro se alimentaba mucho mejor que él, ya que no necesita sueños para nutrirse— Yves, levantó las cejas y sonrió.

Sin decir nada, sin emitir sonido alguno, «Kazán» se levantó y se acercó a la puerta.

La sonrisa se acentuó en los labios de Yves.

—Ya sabes dónde va tu amo, ¿verdad? ¡No hay remedio para él, «Kazán»! ¿Qué quieres? Tu pobre amo está solo, olvidado de todos... No te vas a enfadar, ¿no es así? Ya sé, ya sé que tendrás que servirme de lazarillo, cuando regre­semos, a la madrugada y que mañana me tendrás que des­pertar para seguir preparando fermentos; pero... ¿qué le vamos a hacer?

Durante horas y horas, silenciosamente, los vasos fueron llenándose y vaciándose, dejando sobre la rústica mesa, la cadeneta de sus círculos superpuestos. Yves, con la mirada errabunda, seguía caminos ignotos, caminaba por ardientes desiertos o se detenía en lugares maravillosos, siempre rodeado y admirado por mujeres cuya belleza era singular...

El hombre del mostrador bostezó, limpió maquinalmente un par de vasos, y después se dirigió hacia la única mesa ocupa­da: la de Yves.

—¡Eh, vamos a cerrar, amigo!

El perro, echado a los pies de su amo, levantó la cabeza mucho antes que éste; pero el tabernero logró que Leron se desperezase un tanto.

—¿Cuánto debo?

—Ya pagó todo. Lo único que quiero es que se vaya... Compréndalo, tengo que cerrar.

—Bien... bien... ¿Vamos, «Kazán»?

Había cogido la extremidad de la correa del perro y éste empezó a tirar de él, guiándole entre las mesas que le sepa­raban de la salida. Tambaleándose, el joven llegó hasta la puerta, apoyándose en las fachadas de los edificios para ir avanzando:

 Pobre amigo mío... Ya es triste tener que servir de laza­rillo a un ciego de mentira... a un hombre que tiene delante de los ojos los vapores que pone el vino... ¡Y qué vino, «Kazán»!... La verdad es que yo no he probado nunca ninguno de esos licores que se preparan con lo que enviamos en nuestros frasquitos. Tiene gracia, ¿verdad? Pasarse la vida preparando fermentos para los mejores caldos del mundo... ¡y no poder probar ninguno, teniéndose que aguantar con la porquería de tintorro que le dan a uno por estos barrios!

Lanzó un hipido agudo.

—¡Esa es la vida, «Kazán»!... ¡«Kazán»!... ¿Por qué te pondría ese nombre? ¡Si tú supieses la vida que llevó el verdadero «Kazán»! ¡Me morderías de rabia! Porque tu nombre te parecería una ofensa, porque es una burla llamarte así, a un perro que, como el otro, debías vivir en las llanuras nevadas de Canadá y Alaska y no entre estas sucias y estre­chas calles, sembradas de cubos de los que rebosan las inmundicias...

Se sentía irritado, y especialmente inclinado a compadecer a su hermoso perro, como cada vez que se embriagaba.

Momentos después, «Kazán» se detenía, erizando el pelo de su sedoso lomo y mirando hacia una parte oscura de la calle.

—¿Pasa algo?

No preguntaba interesándose verdaderamente por lo que ocurriese: era una pregunta hecha al azar, en medio de las ideas que desfilaban por su calenturienta imaginación.

Pero lo que nunca había ocurrido: «Kazán» dio un violento tirón, logrando desasirse y corrió hacia la zona sombría de la calle, desapareciendo en las tinieblas. El tirón había sido tan inesperado que Yves no pudo conseguir mantenerse en equilibrio y había caído, tan largo como era, sobre la acera.

El golpe le despabiló un tanto, bastante; pero fue para darse cuenta de que, cosa inaudita, su perro se había ido.

Empezó a llorar.

No podía comprender lo que ocurría más que experimen­tando la angustia de que se trataba de una especie de aviso, como si el destino, al desposeerle del único amigo que tenía, le indicase que su vida había prácticamente terminado y que cuanto hiciese resultaría completamente inútil.

—¡No me dejes, «Kazán»! —sollozó—. ¡No me dejes!

Las lágrimas le caían blandamente del rostro. Jamás había sentido una soledad tan espantosa, una angustia que le hiriera tan profundamente.

—¡«Kazán»!

Cuando le vio aparecer, una alegría indecible se apoderó de él y las lágrimas, aún más abundantes, fueron esta vez las expresión del gozo que experimentaba.

—¡Amigo mío!

Pero, casi enseguida se percató de que el perro no venía solo. Y miró curiosamente a la silueta blanquecina que surgía de la oscuridad y que se transformó, al ser iluminada por la luz del farol junto al que Yves había caído antes, en un animal blanco como la nieve, con una pequeña mancha negra alrededor de uno de los ojos.

El paso de una situación a otra fue tan inesperado, tan brusco, que Leron no pudo por menos de lanzar una carcajada.

—¡Granuja! —rio — , ¿Fue eso lo que te hizo abandonar a tu dueño? —luego, con ternura y sintiendo que el llanto le invadía otra vez — . ¡Qué razón tienes, amigo mío! ¡Haces bien! El que yo sea un lobo solitario no tiene que ver para que tú me imites... Todos necesitamos una compañera; pero «Kazán», has de saber que tu amo no merece ninguna... Yo soy un pobre hombre, un borracho... un don Nadie... Vamos, señorita —se dirigía ahora a la perra—. ¡Queda usted definitivamente invitada a nuestra casa! No es seguramente lo que «Kazán» hubiese deseado ofrecerle..., pero siempre es mejor que la calle...

Al llegar a su apartamento, cerró la puerta y contempló detenidamente a la compañera que «Kazán» había encon­trado.

 ¡No tienes mal gusto, amigo mío! ¡Es muy hermosa! ¡Te felicito!

Después dio de comer a su invitada y se sentó, viendo cómo los dos perros, que se habían echado junto a la chime­nea, le miraban con los ojos húmedos de agradecimiento.

 Creo que he de presentarme —dijo, adoptando una actitud serio—cómica —. Me llamo Yves Leron y trabajo en el Instituto Pasteur... ¿importante, eh? ¿Que a qué me dedico? Preparo fermentos para las bodegas del mundo entero..., millones de seres capaces de catalizar las reacciones, produ­ciendo alcohol... eso es; fermentación alcohólica garantizada.

»Pero vosotros, amigos míos, no sabéis la importancia que el vino tiene para el hombre... Sí, eso es... desde los tiempos más antiguos... el dios Baco... ¿qué sabéis vosotros? ¡No tenéis necesidad alguna de olvidar, de poner un poco de fuego fatuo en vuestros corazones! Nosotros, sí...

Y siguió hablando, hasta que el cansancio lo fue ven­ciendo, casi cuando el alba desgarraba las tinieblas de la noche y ponía un suave tono malva en la ventana.

«Kazán» se había adormecido también, conociendo de memoria los monólogos interminables de su amo.

Sólo la invitada, «Layka» seguía contemplando curiosa­mente a aquel hombre, cuyos ojos se iban cerrando.

Pero no los de ella.

Amanecía... 

CAPÍTULO III

TERCERA JUGADA: JAQUE-SORPRESA 

LAS primeras noticias llegaron indirectamente. Pierre repasó detenidamente los boletines enviados por psi­quiatras y psicoanalistas, mucho antes de que la radio y la televisión comunicasen las anomalías que ya eran de dominio público.

«Viraje a la acidez de millones de cubas»... «Situación desesperada en el mercado de vinos de Francia»... «De­tención de la exportación en masa»... ¿Es culpable el Instituto Pasteur? ¿Qué ocurre con los vinos franceses?»

Esos y otros eran los titulares de los periódicos. Y la cosa, evidentemente, tenía su importancia.

Claude, que entró momentos después, hizo patente su extrañeza:

 ¡Menudo escándalo se ha armado, Pierre!

 Lo supongo.

 Es inaudito. Imagínate que la gente se ha vuelto loca. En cuanto se han enterado de que millones y millones de hecto­litros de vino se han convertido en vinagre, en pocas horas, se han liado la manta a la cabeza y están dejando vacíos los almacenes, comprando cualquier clase de botellas que, por otra parte, se venden ya a precios astronómicos.

—Todo eso es natural, una reacción psicológica colectiva que había de esperarse. Lo extraño es lo otro...

 ¿El qué?

 Lo de la conversión en vinagre. Francamente, no me lo explico...

 Quizá los lotes de fermento estaban en malas condi­ciones.

 Eso podría ser, pero no lo explica todo satisfactoriamen­te. Unos cuantos lotes alterados podrían haber estropeado miles de cubas, pero no, como dice la prensa, la totalidad de las reservas.

 Es verdad...

 Por otra parte, ¿cómo explicarse el cambio brusco de una levadura a otra? Biológicamente, al menos, no puede explicarse.

—¿Entonces?

 No sé. Aunque lo que nos importa es la reacción del público. Ya verás cómo el Gobierno no tarda en solicitar nuestra ayuda. Las consecuencias de la desaparición del vino que, aparentemente no tienen importancia, pueden ser catastróficas para la comunidad.

—¿Crees que será tan grave?

 Mucho más de lo que nos imaginamos. Porque, veamos, Claude, ¿cuál va a ser la reacción del hombre de la calle?

 Buscar otras bebidas alcohólicas que sustituyan el vino.

—¿Lo crees así? Fíjate que la desaparición del fermento que produce el alcohol puede llevar consigo la completa desaparición de éste. V sin alcohol no habrá bebidas alcohó­licas.

 Puede beberse otra cosa.

 No lo creas. El hábito es demasiado fuerte para que se encuentren sustitutos adecuados... Por otra parte, los orga­nismos están acostumbrados a una cierta cantidad de alcohol, que en mucha gente pasa del índice normal y que no puede sustituirse ni reemplazarse con cualquier otra sustan­cia. Hay mucho más alcoholismo en el mundo de lo que la gente cree. Y el resultado de una desaparición total de esta sustancia puede producir una infinidad de estados angus­tiosos, de neurosis, de desequilibrios que afectarán, sin duda alguna, a la vida de la nación. Esto si el fenómeno se circunscribe, cosa poco probable, ya que la prensa habla de que ocurre algo semejante en el mundo.

 ¡Me estás dando miedo!

 No es ésta mi intención, Claude, sino la de poner las cartas sobre la mesa. Millones y millones de seres humanos, a lo largo y ancho del mundo, consumen bebidas alcohólicas de la más variada clase; pero que, en el fondo, poseen como único aliciente el alcohol. Imagínate que éste desapare­ciese...

 Puede obtenerse por síntesis.

—¿A qué precio? Precisamente, si el vino y sus sucedá­neos han penetrado tan hondamente en la vida de los hombres ha sido por la baratura de su formación. Ningún laboratorio humano convertiría los azúcares del mosto en alcohol con la baratura que lo logran los fermentos. Estos son los obreros menos caros que existen en la naturaleza... y los más trabajadores, ya que no ignoras la forma formidable de reproducirse y la potencia de su acción.

«¿Crees que podría hacerse en los laboratorios?

»No, amigo mío. La síntesis resultaría carísima y nada práctica. Si los microorganismos de la fermentación alcohó­lica desaparecen totalmente, ocurrirán cosas muy desagra­dables e imprevisibles.

 No lo veo tan negro...

 Porque no te das cuenta exacta de las dimensiones del problema. Hasta ahora, el alcohol era una necesidad para unos, los que lo tomaban con moderación, casi, como alimento, como ayuda a las combustiones internas de su organismo y los otros, la gran mayoría de su incapacidad ante la vida. Tanto unos como otros lo encontrarán a faltar y su ánimo decaerá, perdiendo el motor que les movía hasta ahora.

—¿Resultados?

 Catastróficos, Claude. El trabajo colectivo decaerá, habrá protestas, manifestaciones, porque la gente no podrá dar crédito a lo que las autoridades cuenten. En Estados Unidos, la célebre «Ley Seca» estuvo a punto de hundir al país... ¿Te imaginas una situación idéntica en todo el mundo?

Reflexionó unos instantes.

 Sí alguien, que nos conoce bien, hubiese deseado hacernos un mal enorme, hubiese hecho esto...

Claude enarcó las cejas.

—¿Te das cuenta de lo que acabas de decir?

 Sí, aunque no deja de ser más que una loca hipótesis; porque si fuese realidad, si lo ocurrido resultase el producto de un plan diabólicamente preconcebido... con toda se­guridad habría de descubrirme ante quien ha demostrado conocernos tan maravillosamente bien.

 ¡Eso es absurdo!

 Lo es...

La entrada de Elianne dejó la conversación en suspenso.

 ¡Uf! Creí que no podía llegar.

 ¿Qué ocurre?

 La gente alborotada. Nadie, o casi nadie ha acudido al trabajo y las lenguas no dejan de moverse... ¡Hay que ver las cosas que se dicen! ¡Es horrible! Porque todo el mundo cree que es una argucia del Gobierno, que desea implantar una especie de Ley Seca en el país.

 Me lo temía.

—Además —prosiguió la joven — , lo curioso es que el contenido de las botellas se ha avinagrado instantáneamente, en cuanto han sido abiertas. Muchas tiendas están siendo asaltadas por un gentío colérico que está plenamente conven­cido de que se burlan de él.

Pierre miró a su ayudante masculino.

 Va te decía, Claude, que el problema iba a ser espan­toso.

 Lo estoy viendo...

Hubo unos instantes de silencio.

 Lo que vamos a hacer —dijo repentinamente Pierre—, es ir a ver a Gerard. El, como jefe del departamento microbiológico del Instituto Pasteur, puede orientarnos sobre la verdadera gravedad de la situación.

 Yo voy a quedarme aquí —dijo Elianne —. Me dan un poco de miedo las calles repletas de gente que alborota.

 Está bien.

Media hora después, cuando consiguieron que su vehículo llegase ante el Instituto, penetraron en el edificio y se detuvieron antes en la conserjería.

Lobard, al que conocían, les sonrió:

 ¡Buenos días, profesores!

 ¿Está el profesor Gerard?

 Sí, creo que ha llegado ya... ¡Menuda revolución tenemos! Hay una reunión general convocada para esta misma mañana... —bajó la voz—. Y tenemos un grupo de agentes de paisano en el pasillo, ante la salas de fermentos. Leron, el encargado del departamento, me lo ha dicho.

Miró a Pierre.

 Ahora que me acuerdo, profesor Fronsard... ¿Y aquel hermoso perro que tenía usted?

 Sigo teniéndolo, Lobard.

 ¡Era tan hermoso! Aquí, en el Pasteur, todos amamos a los perros. Y no vaya a creer que nos duele cuando sabemos que muchos de ellos han de ir a los laboratorios de investiga­ción. ¡Casi nunca paso por la Sección Antirrábica, palabra! Se me pone la carne de gallina al oír a los pobres animales...

 Es doloroso, verdad..., pero necesario.

—Ya lo sé, profesor. Es la única cosa que me calma los nervios. Por fortuna, no todos somos como los de aquel departamento... Tenemos nuestro corazoncito, ¿sabe? Por eso, esta mañana, cuando Yves ha traído a su perro y una perrita que encontró hace dos días, les ha dado una buena ración... ¿Quiere verlos? Los tengo aquí detrás, en el patio.

Pierre sonrió, siguiendo al viejo Lobard y haciendo un guiño a Claude, que éste comprendió perfectamente. Tam­bién amaban ellos a los perros y no era cosa de despreciar la amable invitación del conserje.

«Kazán» estaba allí con su inteligente rostro, que levantó para mirar a los visitantes, junto a él, la perrita, comía plácidamente.

 Esta es la perra que encontró Yves.

Pierre frunció el entrecejo.

—¿No te recuerda nada, Claude? —inquirió volviéndose a su amigo.

El otro se frotó el mentón.

 Sí, parece recordarme algo, aunque no acierto a...

—¿No es el vivo retrato de la perrita que los rusos enviaron

al espacio?

Claude se dio una palmada en la frente.

 ¡Tienes razón! ¡«Layka»! ¡Eso es!

Al oír su nombre, el animal levantó la cabeza, moviendo alegremente la cola.

 ¡Fíjate! ¡Si hasta parece que la llamamos a ella! ¡Ven aquí,

«Layka»!

La perra avanzó hacia ellos, pero, cuando iba a acercarse a Claude, se detuvo, bajando la cabeza y retrocediendo. Fue en aquel momento cuando «Kazán» enseñó los colmillos, gruñendo sordamente.

—¿Qué pasa? —inquirió, el viejo.

 Parece que no la quiere mucho —opinó Claude —, o que no desea que nos salude.

«Kazán», de pie, con el pelo erizado, miraba rabiosamente a su compañera, como si ésta se hubiese convertido en algo extraño y hostil.

—¿Qué ocurre, «Kazán»? —inquirió el conserje acercándose.

Pero se detuvo, justo en el momento en que el perro lobo, que parecía haberse vuelto loco, se lanzaba, como una furia, sobre la perra que, a pesar de agacharse velozmente, no pudo evitar que los colmillos del macho se clavasen en su omóplato, cuando iban positivamente dirigidos a su blanco cuello.

Lanzando un aullido de dolor, «Layka» salió corriendo y, aprovechándose de que el conserje había dejado la puerta abierta, corrió hacia afuera, pero seguida de cerca por el otro enfurecido animal.

 ¡«Kazán», aquí! —ordenó Lobard.

Los tres hombres salieron precipitadamente al exterior, en persecución de los animales. Estos, que ya habían atravesa­do la conserjería, corrieron hacía el centro de la pista que cortaba en dos el jardín.

 ¡«Kazán»!

Ya en la puerta, Pierre se dio cuenta de lo que fatalmente, iba a ocurrir.

 ¡Cuidado, aquel coche!

Pero ya era tarde.

El vehículo, que penetraba por la verja, no pudo hacer nada, a pesar del rápido viraje que le imprimió su conductor, para evitar que «Layka» chocase contra él. Una de las ruedas delanteras pasó por encima del animal.

Pierre, seguido de cerca por los otros dos, corrió hacia el coche, que había frenado y cuyos ocupantes habían bajado y miraban el cuerpo exánime de la perrita.

 ¡«Kazán»!

Como por ensalmo, toda la cólera parecía haber desapa­recido del hermoso perro lobo que, ahora, al ser increpado por el conserje, metió el rabo entre las piernas y corrió alocadamente hacia el interior del edificio.

 ¡Ya te cogeré! —le gritó Lobard.

 volviéndose a los otros, dijo:

 Es un granuja. Sabe que ha hecho mal y va, con toda seguridad, en busca de su amo. Yves no tardará en traerlo de nuevo...

 Es extraño el cambio que se produjo en ese animal —dijo Pierre.

 contó a los ocupantes del coche —que eran miembros del Instituto que acudían a la reunión general — , lo acon­tecido en el patio de la conserjería.

Miraron a la perrita atentamente.

 Es verdad que se parece a «Layka» —dijo uno de ellos—. Y es de la misma raza. ¡Pobre animal!

Después de despedirse del portero, Pierre y Claude entra­ron en el edificio, acompañando a los recién llegados.

No tardaron en estar en el despacho de Gerard Dusson.

Era un hombre joven, de amplia frente y cabellos escasos en las hondas entradas, que dejaban ver un cráneo tostado por el sol. Se conocían hacía muchísimo tiempo, habían estudiado juntos en la Universidad y les recibió amistosa­mente.

 Seguro que venís a informaros... ¿Me equivoco?

Pierre encendió el cigarrillo que el otro acababa de darle, sonriendo.

 Eso es. Queremos saber la verdad.

 Pronto está dicha: el fermento alcohólico ha desapare­cido de la Tierra.

 ¿Es posible?

 Como lo oís. Ha habido una especie de mutación extraña, que ha producido, en todos los casos, «micoderma acetii». Eso hace que en vez de la fermentación alcohólica se produzca, en todos los casos, la acética.

 ¿Explicación?

 Ninguna, al menos que satisfaga plenamente. Hay quien habla de vejez y muerte del fermento y hay quien se atreve a decir que el fenómeno se debe a las manchas solares; pero, en realidad, la verdad es que no sabemos nada de nada.

—¿Y las cepas que guardabais aquí?

 Estropeadas totalmente: convertidas en vulgar vinagre...

—¿Solución?

 Ninguna. Es a vosotros, justamente, como miembros del Instituto de Psicología Colectiva, a los que corresponde encontrar una solución al estado de cosas que ya empieza a producirse. ¿No os han llamado ya del Gobierno?

 No tardarán mucho.

—¿Y qué pensáis hacer?

Pierre tardó en contestar.

 No es que posea aún —dijo — , una solución que me satisfaga; pero, de todos modos, habrá que intentar algo. Por el momento, lo lógico parece calmar un poco la opinión pública, proporcionando a la gente bebidas no alcohólicas, con alguna sustancia excitante...

 ¿Cola?

 Es lo más probable. Si logramos que la gente beba y vaya olvidando el alcohol, habremos solucionado gran parte del problema.

 No está mal, pero —añadió sonriendo tristemente—, no sé cómo vas a convencer a los etílicos.

 Ampliando los sanatorios. No habrá más remedio que alejarlos del mundo, quitarlos de la circulación. Y sobre todo impedir que empiecen a destilarse porquerías de cualquier clase. No debemos olvidar la cantidad de bebidas tóxicas y peligrosas que se produjeron en los Estados Unidos durante el dominio de la Ley Seca.

 De todas formas, el problema es fantástico. Todos los gobiernos del mundo están asustados... y creo que con razón.

El teléfono sonó en aquel momento.

 Debe de ser Elianne —dijo Claude.

 Es posible —replicó Pierre—, Los del Gobierno deben de querer consejo... ¡Pobres de nosotros!

Gerard descolgó el aparato.

—¿Diga? —Inquirió confiado.

Pero su rostro cambió bruscamente de color y sus ojos se dilataron desmesuradamente.

Escuchó unos Instantes, haciendo gestos de asentimiento con la cabeza; después dijo sordamente:

 ¡Vamos enseguida, señor!

Dejó caer el aparato como si éste pesase como plomo; luego, sin que la expresión aterrorizada de su rostro desa­pareciese, exclamó:

 ¡Se han escapado todos los perros de la sección antirrá­bica! ¡Vamos!

Corrieron a través de los pasillos del Instituto, oyendo los ladridos procedentes del parque: una especie de barahúnda, un «alalí» fantástico, como si acabasen de soltar una furiosa jauría.

Pero cuando llegaron al departamento, ya era demasiado tarde. Un hombre gritaba desesperadamente junto a la puerta y Gerard Intentó tranquilizarle.

Mas el hombre no dejaba de gritar:

 ¡Hay que llamar a la policía! ¡La calle está llena de gente!

Alguien corrió al teléfono.

Los empleados iban de un lado para otro, sin saber qué hacer.

Pasados los primeros momentos de confusión, Pierre logró enterarse, parcialmente, de lo que había ocurrido.

«Alguien» había abierto las jaulas.

 ¡Fue el perro de Leron! —exclamó el guardián — . Pasó junto a mí, como una exhalación, y yo le seguí, por los pasillos que hay entre las jaulas... ¡y éstas se Iban abriendo!

 ¡Pero eso es imposible! —exclamó Gerard — . ¿Cómo quiere usted que un perro dé la vuelta a la llave?

 ¡Le juro que es verdad, señor! «Kazán» iba pasando y las jaulas se abrían.

—¿Cuántos perros había en total?

 Doscientos en observación y una docena del laboratorio.

Pierre se estremeció.

Una idea extraña se iba abriendo paso en su cerebro; pero, por desgracia, muy lentamente. 

CAPÍTULO IV

CUARTA JUGADA: ¡CLOROFILA! 

Posó Okm sus largos tentáculos comunicativos sobre el soma de sus compañeros.

 Creo que ha llegado el momento —dijo.

—¿El momento de qué?

 De ordenar a los nuestros que bajen a la Tierra. Por el momento, nos limitaremos a ese país que he visitado.

—¿Crees que no habrá peligro?

 No. He conseguido crear una confusión enorme en el país y tendremos que aprovecharnos de ella. Fue una verda­dera casualidad que aquel perro buscase a «Layka». Así pude enterarme de que los habitantes de ese mundo están sometidos a vicios sencillos, pero muy arraigados, entre los que sobresale su afición por una sustancia que llaman «alcohol».

—¿La respiran?

 No. La ingurgitan... Parece ser que el alcohol les propor­ciona una sensación de seguridad, en medio de la lucha que ellos mismos se han impuesto.

 No comprendo —dijo Atak.

 Es fácil de entender —replicó Okm — , En vez de poseer una personalidad absoluta, como nosotros, viven de una manera interdependiente. Se han unido, formando amplísi­mas comunidades y «trabajan».

 ¿Qué es eso?

 Un esfuerzo que deben realizar para que la comunidad siga viviendo. Sólo que la organización de sus «sociedades» es detestable y están sometidos a un destino improbable que los pierde definitivamente si dejan de producir para los demás.

 Es difícil de comprender.

—Tienes razón. Ellos, según he sabido por lo que he podido observar a través de «Layka», se unieron al principio para defenderse, para buscar mutuo apoyo; después las cosas se complicaron mucho. Por eso, el hombre, a pesar de vivir en sociedad, se encuentra tremendamente solo y ha de acudir a estimulantes para no considerarse irremisiblemente perdido. Al arrancarle uno de esos estimulantes, el más importante, los he sumido en una desmoralización casi total.

—¿Cómo lo lograste?

 Fácilmente. Ellos producen ese alcohol ayudados por pequeños seres, microorganismos, cuya función vital integra ciertas sustancias llamadas azúcares, convirtiéndolas en fun­ciones alcohólicas. Me fue sencillo realizar una mutación completa, que hice general por «telerradiación», convirtiendo esos seres minúsculos en otros incapaces de generar alcohol.

 ¡Un buen golpe, amigo Okm!

 Así creo. Pero, de todos modos, no creáis que los hemos vencido definitivamente. Lo que he hecho no es más que crear un estado de confusión que nos permita bajar a la Tierra sin llamar mucho la atención.

—¿Sigues en «Layka»?

 No. Desde el principio me di cuenta de que los perros, cuando mi soma se apoderaba del cerebro de mi animal—huésped, sentían algo extraño, dándose cuenta, de una manera elemental, de mi «presencia». Tuve que obrar muy cautelosamente para que mi compañero, un perro llamado «Kazán», no se diese cuenta de que yo estaba allí. Su dueño, bajo la acción del alcohol, contó muchas cosas, informándome de la importancia que esa sustancia jugaba en el planeta.

«Justamente, él era uno de los hombres que cultiva los microorganismos para la fermentación alcohólica. Así pude saber muchísimas cosas que, como podéis imaginaros, me fueron de gran utilidad, ya que me serví de él, por «psicomandato» para que se realizase la mutación que haría desa­parecer aquellos pequeños seres.

«Después, ya en la casa donde este hombre trabaja, vinieron otros y yo me di cuenta de que uno de ellos era verdaderamente peligroso. El mismo no conoce sus poderes, pero, sin duda alguna, es un «intuitivo puro».

—¿Cómo? —se extrañó Lumar—. ¿Un «intuitivo puro» entre los habitantes de ese mundo?

 Sí. No debe de haber muchos, pero aquél lo era. Todavía no me había «percibido», pero mi «presencia» im­presionó su mente, aunque de una manera bastante oscura para él.

«Justamente, en aquel momento, estaba exponiendo al­gunas ideas ciertamente peligrosas para nosotros. Y yo no tuve más remedio que "emerger" y apoderarme del cerebro de la perrita para poder captar, íntegramente, lo que aquel hombre decía. Esa fue mi perdición.

—¿Por qué?

—«Kazán», el perro que tanto había facilitado mi labor, percibió mi «presencia» y, encolerizado, se lanzó sobre «Layka», con el propósito de matarla.

 ¡Qué horror!

—Ya sabéis lo fatal que es para nosotros el que muera el cuerpo donde una parte de nuestro soma habita... Significa, sencillamente, nuestra muerte.

 Es verdad.

 Por eso, sin poder evitarlo, enloquecí de miedo e hice que la perra huyese a toda velocidad. Salimos a una especie de espacio abierto, con tan mala fortuna que un vehículo terrícola se nos echó encima, matando a la perra —hizo una pausa — . Tuve justo el tiempo de salir de ella y proyectarme al cerebro de «Kazán», donde sigo.

 ¡Vaya suerte!

 Sí. Fue un momento verdaderamente peligroso; pero, al mismo tiempo, deseaba aprovechar la ocasión que se me presentaba de entrar en el Instituto, cosa que no podía hacer en el cuerpo de la perra, ya que ésta no conocía el camino.

»Una vez dentro y leyendo los engramas de “Kazán", que había estado muchas veces allí, pude orientarme para liberar una serie de perros que tienen en aquel lugar.

—¿Para qué?

 Parece ser que los perros transmiten una enfermedad peligrosísima llamada «rabia». Los hombres le tienen un terror espantoso. Por eso los liberé.

»Fui pasando junto a las jaulas y sacando el soma en forma de mano, las abrí, para liberar a los otros. Salimos todos del edificio y tuve la satisfacción de ver que la gente corría, presa de un pánico indecible. Hay tanto terror en aquella ciudad como en las otras de aquel país, ya que se ha comunicado a todas ellas que hay perros probablemente rabiosos en liber­tad. La confusión es indecible.

«Por eso hay que ordenar a los nuestros que bajen a la Tierra. Una vez se hayan cargado de clorofila, cosa que pueden hacer durante la noche, han de buscar un huésped. Y yo les aconsejaré que "ocupen" a los perros que encuentren.

—¿No será peligroso?

 En absoluto. Los hombres están aterrorizados.

Hubo una pausa.

 De todos modos, nuestra labor no ha terminado. Esa rabia podrá matar a muchos terrícolas, pero no a los sufi­cientes para que podamos apoderarnos de la totalidad del planeta. Habrá que buscar otros medios. Yo me encargaré de encontrarlos. 

* * * 

Las calles de la ciudad estaban casi completamente de­siertas.

Fuerzas de la policía y del ejército patrullaban, fuertemente armadas, con la orden de disparar contra cualquier perro. Se habían matado muchos en aquel primer día, pero los labo­ratorios no habían encontrado huellas de infección rábica en ninguno de los animales abatidos, lo que hacía pensar que los afectados seguían en libertad.

Durante toda la mañana siguiente, los soldados custodia­ron los camiones que el Gobierno había destinado a abaste­cer las tiendas, dejando que los habitantes de la ciudad saliesen, durante veinte minutos, para abastecerse volviendo nuevamente a sus hogares.

La radio y la televisión no dejaban de dar instrucciones, rogando a las gentes que declarasen la posesión de los perros, avisando inmediatamente al Instituto Pasteur, donde se había establecido una especie de Estado Mayor Antirrá­bico y desde donde patrullas especiales irían a recoger a los animales, sacrificándolos para investigar su estado.

Pero las respuestas a aquella angustiosa llamada habían sido muy pocas en relación con los animales existentes.

Pierre y Claude se habían quedado junto a Gerard, reuniéndose Elianne con ellos. Un miembro del Gobierno había ¡do también a vivir al Instituto, manteniéndose en relación constante con las autoridades y escuchando los consejos de Fronsard, que estaba estudiando la manera de obrar sobre la colectividad, de forma a tranquilizar los ánimos y reserenar un poco los excitados espíritus.

Aquella mañana y por consejo de Pierre, se radió un mensaje, asegurando a la población, no sólo de París sino de Francia, que se estaba activando la fabricación de bebidas a base de cola, procedimiento imitado por la totalidad de los países, de manera a paliar, en lo posible, la falta de al­cohol.

Pero aquel problema, aun siendo importante, había que­dado relegado a segundo término, ya que la rabia había ocupado la primera en todas las ideas de los hombres allí reunidos.

En el despacho principal, además de los tres miembros del Instituto de Psicología Colectiva, Gerard y Marcel Dupré, el miembro del Gobierno, estaban reunidos en constante per­manencia.

Un plano de la ciudad ocupaba uno de los muros y otro de Francia se extendía por la pared opuesta.

 ¿Cuántos perros crees que hay en París? —preguntó Pierre, dirigiéndose a Gerard.

 Unos trescientos mil matriculados; pero, además, po­demos calcular en cerca de diez mil los callejeros.

—Trescientos diez mil perros. ¿Cuántos han sido muertos?

 Seis mil doscientos treinta y siete —repuso Gerard, echando una rápida ojeada a la nota que tenía ante él.

 Eso hace aproximadamente unos trescientos tres mil setecientos animales libres... ¿Existe un porcentaje de infec­ción?

 No matemático. Como comprenderás, un animal con rabia puede morder, en un día, a un número muy grande de congéneres... eso sin contar a las personas.

 Pero esto último se restringe mucho con las precaucio­nes tomadas.

 Sí. Lo peor es la gente que no quiere entregar a sus animales, convencidos de que van a sacrificarse..., cosa que es verdad.

 Pero esa gente tiene escondidos a sus perros, lo que en cierto modo, los aísla de un peligro de ser mordidos por los otros.

 En muchos casos, sí. Cuando se tiene un piso, difícil que un perro suba de la calle y entre; pero en el caso de que se viva en los alrededores y de que el animal esté en un jardín...

 ¡Eso si no se trata de perros como «Kazán»! —intervino Claude.

Todas las miradas se tornaron hacia él.

—¿Qué quieres decir? —inquirió Pierre.

 Que «Kazán», fue capaz de abrir las jaulas y que, ¿por qué no?, podría abrir igualmente las puertas de las casas.

Fronsard enarcó las cejas.

 Esa es la parte más importante del problema.

Y como ninguno de los otros dijese nada prosiguió di­ciendo:

 Porque, es más que evidente que nos encontramos ante un problema completamente nuevo. La desaparición, en el mundo, de un fermento, es algo que no puede explicarse como una causa derivada de un efecto lógico. El fermento no es algo que pueda desaparecer así como así, de golpe...

Gerard intervino:

 El Departamento de Microbiología, que está estudiando el asunto, cree que se trata de una mutación.

—¿Y la causa?

 No se sabe nada.

 Eso es lo que hay que descubrir. Una mutación, aunque se hubiese producido, «verdaderamente», no explica el que se extienda por todo el planeta al mismo tiempo, sobre miles de billones de criaturas; es decir, se explicaría si la causa fuese cósmica.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó el miembro del Gobierno.

 Lo que sigue: si, por ejemplo, la Tierra atravesase una zona del espacio en la que se reunieran causas para producir esa mutación, podríamos encontrar en ellos una explicación satisfactoria..., aparentemente. Porque es indudable que una mutación de ese tipo «cósmico» hubiera producido otros efectos, no limitándose, ridículamente, a modificar la estruc­tura de un solo fermento.

—Todo eso es tremendamente complicado...

—... Y cogido por los pelos, ya lo sé, señor Dupré. En cuanto a la ilógica manera de obrar de «Kazán», tenemos, sin duda alguna, otro aspecto de lo que nos está aconteciendo.

—¿Asocia usted ambas cosas?

 No tengo más remedio, amigo mío. Y aunque no puedo decirle qué clase de proceso las une, haciéndolas efecto de la «misma causa», no puedo evitar que sean, para nosotros, «dos cosas extrañas y antinaturales que han ocurrido en la Tierra».

»S¡ pudiésemos saber solamente cómo "Kazán" se las arregló para dar la vuelta a la llave de las jaulas, habríamos llegado al nudo gordiano de la cuestión. Por eso he dado orden de buscar al perro, sea como sea...

 Lo matarán.

 No. Yves Leron, su dueño, nos ha proporcionado foto­grafías del animal, cuyas copias están ya en manos de todas las patrullas de París y en camino de estarlo en todas las de Francia... ¡Necesitamos a «Kazán» vivo! Sólo así podremos saber lo que realmente ha pasado.

 Me da vueltas la cabeza —confesó Dupré—, Porque nunca hubiese imaginado que un perro fuese capaz de hacer tales cosas.

—«Un perro no puede hacerlas, señor mío» —afirmó sere­namente Pierre.

—¿Entonces...?

—«Algo» está pasando, señor —repuso el joven psicólo­go—, «Algo» que, por suerte, no va a pararse en la desa­parición de un fermento o la loca actitud de un animal.

—¿Por suerte?

 Evidentemente. Si lo ocurrido forma parte de un «plan»...

—¿Eh? — interrumpió Claude—. ¿Vuelves a las andadas?

—¿Qué quieren ustedes decir? —intervino Dupré.

 Pierre —explicó Claude Santeil— decía el otro día que si alguien hubiese deseado hacernos daño, crear una confusión espantosa, angustiar a la totalidad del género humano, no habría obrado jamás con más astucia que haciendo desapare­cer ese fermento...

El del Gobierno, abrió desmesuradamente la boca, tardan­do mucho tiempo en encontrar las palabras que jugueteaban locamente en su cerebro.

 Pero... —balbuceó, al fin—, ¿sabe usted lo que dice, profesor? ¿Se da cuenta, de la tremenda trascendencia de sus palabras? ¡Una cosa así, una afirmación de ese género puede conducir a una guerra mundial!

Pierre sonrió.

—¿Una guerra... mundial? No, señor Dupré, no... Porque todos los países, sin excepción alguna, como sabemos por las noticias recibidas, han sufrido la desaparición del alcohol como nosotros.

 ¿Entonces? ¡Casi no me atrevo a imaginarme «lo otro»!

 Yo tampoco; pero no hemos de acalorarnos ni sofocarnos, mi querido amigo. Examinando fríamente la cuestión, debemos plantearnos la siguiente pregunta. ¿No hay unos efectos extraños producidos?

—Sí.

 Pues ha de haber, forzosamente, una «causa» que los explique.

 ¡Pero usted supone una causa... exterior!

 Ha de ser así, ya que ninguna interna satisface plena­mente la pregunta.

 ¡Pero eso es horroroso!

 Puede poner cualquier otro adjetivo: todos le convienen. Naturalmente —añadió, con una sonrisa—, eso no es más que una hipótesis. Sin nuevos datos, carece completamente de valor.

 ¡Ojalá no se produzcan nunca!

La exclamación de Elianne hizo que todos los rostros se volviesen hacia ella.

Pierre sonrió.

 Todos nosotros lo deseamos, si las cosas pueden responder a una causa normal —dijo—; pero —agregó con un tono firme en la voz—, es mejor que el enemigo, si lo hay, descubra su juego antes de que sea demasiado tarde.

El sonido del teléfono rompió el malestar que había puesto en el ambiente la frase de Fronsard. Y fue éste quien descolgó el aparato.

—¿Diga?

Después, alargándoselo a Marcel, dijo:

 Es para usted, Dupré.

Este escuchó atentamente, colocando en su sitio luego el microteléfono, tras haber dicho algunos «oui» átonos.

Miró a Pierre.

 Creo que estará satisfecho, profesor —dijo, con una voz velada por la emoción — : una nueva causa se ha producido.

—¿De qué se trata?

 Comunica el Ministerio de Agricultura que una gran ex­tensión de cultivos, casi un millón de hectáreas, ofrece el aspecto espantoso que producen las hojas amarillentas: la clorofila ha desaparecido, dejando en su lugar la xantofila. 

CAPÍTULO V

QUINTA JUGADA: CONTRA GAMBITO «RABIA» 

AQUELLA noche, la quinta después de encerrarse voluntariamente en el Instituto, Pierre logró un permiso para pasarla en su casa.

Necesitaba pensar.

George, su criado, única persona que habitaba en su casa, le abrió la puerta cuando Pierre cerró la del garaje. Una patrulla del ejército le había acompañado hasta allí, ya que los primeros casos de rabia humana habían sido descubiertos aquella tarde.

La patrulla se fue.

Cuando el criado cerró la puerta, Fronsard inquirió, con una voz angustiosa:

—¿Y «Loyal»?

George sonrió.

— Perfectamente, señor. Le tengo en el cuarto trastero. No le ha faltado de nada.

—¿Bebe?

—¡Por Dios, señor! ¡Naturalmente que bebe! Claro que con lo que dice la radio, comprendo que esté usted alar­mado.

—Voy a verle.

Subió las escaleras de cuatro en cuatro y abrió nerviosa­mente la puerta del cuarto trastero. El animal, al verle, saltó alegremente sobre él, pasando su lengua por el rostro del profesor.

—¡«Loyal»! ¡Mi viejo amigo! Quizá tú no lo comprendas, pero no he dejado de pensar en ti todos estos días...

Acarició el cuello sedoso del «pastor alemán».

—Vamos al salón, «Loyal». Estaremos allí como siempre.

Se hizo servir un tentempié, que comió en el salón, no lejos de la chimenea encendida.

«Loyal» se había tendido como de costumbre a sus pies.

Después de tomar una taza de café, Pierre dio permiso a George para que se retirase, encendiendo su pipa. General­mente, fumaba cigarrillos, pero el salón, la pipa y el perro eran insustituibles.

Su mano derecha se deslizó, desde el brazo del sillón, posándose sobre la cabeza del animal.

 ¿Por qué ha sido precisamente escogida vuestra espe­cie? — monologó, en voz alta — . ¿Será porque sois nuestros viejos amigos..., los amigos del Hombre? Aunque primero empezó con el alcohol... después con vosotros, más tarde con la clorofila... «Alcohol»... «Perros»... «Clorofila»... ¿Qué relación puede haber entre todo esto, Dios mío?... ¡Ninguna! No puede existir ninguna relación, aunque aparentemente lo parezca. Es evidente que la casualidad ha debido jugar un importante papel en alguna de esas tres cosas...

Lanzó una espesa bocanada de humo.

—Veamos... El alcohol era un perjuicio faltando a la hu­manidad... Si «alguien» deseaba crear un conflicto nada mejor que el alcohol. Pero... ¿y los perros? Claro que la rabia es un problema muy grave y algo que puede llegar a deses­perar a la gente... Sin embargo, la rabia no se produce, por el momento, más que en París y posiblemente, más tarde, en toda Francia...

Volvió a aspirar, glotonamente, el humo de la pipa.

 En cuanto a la clorofila... Esto no parece pertenecer a la misma categoría de los demás actos «agresivos»... aunque... ¡Razona, Pierre, razona! El alcohol es una «agresión»... la rabia otra, mucho más directa... La falta de clorofila puede ser otra, ya que las cosechas se perderán irremisiblemente. Sin embargo...

La cabeza le daba vueltas.

 ¡Y pensar que muchas cosas se explicarían si cazásemos a «Kazán»! Porque no hay duda de que aquel perro... dejó de serlo en el momento de abrir las puertas de las jaulas. Recordaremos... La perrita estaba comiendo, nosotros entramos, ella, cuando Claude la llamó «Layka», acudió con­tenta; después, casi inmediatamente, «Kazán» se lanzó sobre ella... prueba evidente de que el perro había «sentido algo extraño»... Ella huyó... se metió debajo de las ruedas de aquel coche... Entonces, si mal no recuerdo, «Kazán» cambió «completa y bruscamente» de carácter, dirigiéndose, «de una manera premeditada», al interior del Instituto... «para liberar a sus congéneres».

Se quedó mirando las volutas de humo que salían de la pipa.

 ¿Qué le pudo haber pasado a «Kazán» para cambiar tan bruscamente? Cualquier otro animal, que hubiese conocido a Lombard, se hubiese echado a sus pies, esperando una rega­ñina... Primero la perrita, después él...

Fue entonces cuando se dio una palmada en la frente.

Precipitándose al teléfono, llamó al Instituto, poniéndose en casi inmediata comunicación con Gerard.

 ¿Ocurre algo, Pierre?

 Nada. Oye, amigo mío..., ¿qué se hizo con el cuerpo de la perrita? ¿Lo enterraron?

Hubo un corto silencio al otro lado del hilo.

 Espera... me parece que no... Debe de estar en el frigo­rífico del Instituto junto a los otros animales sacrificados.

—¿Le han hecho alguna necropsia?

 Me parece que no.

 Compruébalo, por favor; es muy importante.

 Espera...

Aquellos minutos le parecieron siglos a Fronsard.

¿Y si fuese verdad?

Sonrió.

Todo aquello no era más que una loca hipótesis; porque, aunque fuese cierto... ¿cómo habría llegado hasta aquí?

La voz de su amigo le sacó de aquel dédalo de ideas enrevesadas.

 Oye, Pierre. El cuerpo de la perrita está entero; es decir, no se ha hecho necropsia. Alguien le colocó allí, siguiendo la inveterada costumbre del Instituto de no enterrar a ningún animal, ya que los restos se incineran.

 ¡Bravo! ¿La has visto?

—Sí.

—¿Está entera....como dices?

 ¡Hombre! El coche le pasó por los cuarto traseros y esa parte del cuerpo está como puedes imaginar, después de un traumatismo de tal violencia.

 ¡No importa! Coge el cuerpo, envuélvelo en una manta y vente para acá, a toda velocidad. Que te acompañe Claude o Elianne.

 La muchacha está acostada.

 Entonces coge a Santeil y tráelo contigo.

—¿No puedes decirme más?

—Ahora no. ¡Date prisa!

Y colgó el aparato, preparándose para hacer otra llamada.

La más importante.

* * * 

Claude y Gerard, con el cuerpo de la perrita envuelto en una manta, detuvieron el coche junto a la puerta de la casa de Pierre, que ya les esperaba en el porche.

Una patrulla armada les acompañaba en otro vehículo.

Claude miró interrogativamente a su amigo.

 ¿Ocurre algo nuevo, Pierre?

Fronsard sonrió.

 Pronto lo sabréis.

Subió al coche, dando una dirección a Gerard, que era el que lo conducía; pero cuando éste se detuvo, volvió los ojos hacia el psicólogo.

Preguntó, extrañado:

—¿La Embajada soviética?

 Sí. ¿Tiene algo de extraño? Vamos, nos esperan ya.

En efecto.

La verja se abrió y una pareja de empleados los condujeron hacia el edificio, en cuyo interior penetraron seguidamente. Claude llevaba el cuerpo de la perrita completamente oculto bajo la manta.

Un hombre delgado les recibió.

 Perdonarán, pero su excelencia está en Moscú —miró el saco—. ¿Lo traen ahí?

 Sí —replicó Pierre—. ¿Cómo cree que podremos saber si nuestra hipótesis es cierta?

 No hay más que una manera —repuso el hombrecillo—. Por desgracia, nadie en la Embajada conoce a ese animal... Tendremos que enviarlo a Moscú. El Instituto Pavlov lo iden­tificará inmediatamente... ¿Se han hecho estudios con ella?

 No —sonrió Fronsard, comprendiendo la desconfianza del soviético — . Ya le dije que vimos casualmente al animal, que mi amigo, aquí presente, la llamó en broma, «Layka» y que ella pareció entender el nombre...

 Pura casualidad —dijo el ruso, con una escéptica sonrisa.

 Puede ser; pero no me negará, cuando la vea, que se parece extraordinariamente al animal que ustedes lanzaron en el «Sputnik II».

 ¿Y cómo puede haber llegado a la Tierra? Los sabios soviéticos se reirán cuando les digamos tales cosas.

Pierre estuvo a punto de decir lo poco que le importaba lo que pensasen los sabios soviéticos... si recibía noticias afir­mativas; pero, reteniéndose:

 Comprendo su punto de vista, señor...

 Vasinov. Leónidas Vasinov.

 Perfectamente, señor Vasinov. Lo único que le ruego es que envíe el cuerpo de la perrita a Moscú. Si estamos equi­vocados, no nos quedará más que pedirle excusas.

El ruso sonrió.

 Lo haremos, profesor Fronsard. Y no dude que recibirá pronto noticias nuestras.

 Muy agradecido.

Cuando estuvieron nuevamente en el coche, Claude no pudo más.

 ¿Te has vuelto loco, Pierre?

Y Gerard, que evidentemente pensaba lo mismo, quiso saber:

—¿Qué bicho te ha picado, amigo mío?

Fronsard sonrió.

 Estamos emitiendo hipótesis. Imaginaos que los rusos dijesen que esa perrita es «Layka»...

Se interrumpió.

 -Bueno... ¿y qué? —inquirió burlonamente Gerard—, Vamos a suponer que los rusos dicen que es «Layka», cosa más que improbable, ya que jamás podría un animal llegar desde el «Sputnik» a la Tierra y, si llegase, lo haría en un aparato especial... Pero vamos a suponerlo... ¿de qué valdrá esa afirmación?

Una misteriosa sonrisa entreabrió los labios de Pierre Fronsard.

 -Si los rusos dicen que esa perra es «Layka», la respuesta a todo lo que nos pasa estará clara... muy clara... nítida.

Y puso el coche en marcha.

* * * 

La organización antirrábica fue tan eficaz que los dos millares de casos fueron atajados y aislados rápidamente, aplicándoseles un tratamiento de suero que ponía fuera de peligro sus vidas.

Pero lo curioso era que los perros habían desaparecido.

Perros callejeros y muchos de pertenencia particular se habían evaporado. De tal forma que las estadísticas hechas por el Instituto Francés de Veterinaria fallaban rotundamente.

Aquella tarde, en el palacio Matignon, se habían reunido, además de los responsables directos del país, muchos profe­sores y directores de institutos especiales y universidades, así como los directores de más de cien laboratorios franceses.

Gerard, al que se había encomendado la lucha antirrábica, fue el primero en subir a la tribuna.

 Señores —empezó a decir—, con sincera satisfacción he venido aquí para comunicarles que el peligro de lo que hu­biésemos tenido que llamar «epidemia de rabia» ha desapa­recido. Nunca, hasta ahora, se habían visto tantos casos en tan poco lapso de tiempo. La lucha destinada a determinar los efectos, procurar su aislamiento y tratamiento adecuado, se ha llevado a bien de una manera veloz y eficaz. No hemos tenido que lamentar ni una sola baja, en la numerosa casuística recogida, por lo que tengo que dar expresivas gracias a los miembros del «Pasteur», que no han medido esfuerzos ni sacrificios para lograr las ingentes cantidades de suero que, desde todos los rincones de Francia, eran urgen­temente solicitados.

«Pero sí deseo llamar la atención de ustedes sobre el hecho de la misteriosa desaparición de los perros. Fuera de los que no se movieron de sus casas, de los que sus dueños guardaron celosamente —sonrió—, desobedeciendo, eso es verdad, las instrucciones de la «Santé Publique»; fuera de esos animales, repito el resto ha desaparecido...

«¿Completamente?

»No podría decirlo con seguridad plena. Hay informes, cuya verosimilitud se está comprobando en estos momentos por las fuerzas de Gendarmería, que nos relatan misteriosa­mente apariciones de manadas de perros en sitios muy dis­tintos, desapareciendo de la vista de los que les avistaron, sin intentar atacarles en momento alguno.

»Si tal cosa fuese cierta, podríamos respirar tranquila­mente, ya que los perros hidrófobos no suelen huir de esa manera y atacan al hombre en cuantas ocasiones se les presenta. Si verdaderamente han huido, eso quiere decir que el peligro de que estén rabiosos ha desaparecido por completo. Por otra parte, estamos cerca de la fecha en que, si los animales padecen hidrofobia, han de morir forzosa­mente, otra solución natural al peligro que corríamos. Lo importante es que no causen víctimas.

«Patrullas policiales y helicópteros del Ejército recorren el territorio del país, con orden de localizar a los perros para rodearlos y exterminarlos. Este es señores, el informe que debía hacerles en el día de hoy.

Subió después a la tribuna un hombre grueso, adjunto al departamento de agricultura.

— Yo quisiera —empezó a decir—, comunicaros noticias semejantes a las que el profesor acaba de daros. Por desdicha, nuestro problema es mucho más complejo y ninguno de los estudios hechos hasta ahora puede aclarar mucho la cuestión.

«La "desclorofilización", ya veis que se ha descubierto la palabra, de las plantas viene acompañada, como es sabido, por una “asfixia” celular, desnutrición... y muerte.

«Grandes extensiones de nuestras cosechas han sido ata­cadas por ese terrible mal, planteándonos un problema tremendo que, de agravarse, hundiría rápidamente la econo­mía agrícola del país.

«Ochenta equipos especiales, dotados de todos los medios de investigación y autorización para el envío de "lotes" al "Centre des Recherches pour la Biologie des Végetaux", están trabajando en los cuatro puntos cardinales de Francia, intentando encontrar una explicación a tan descorazonadora situación. No reparan en medios ni sacrificios, pero a pesar de muchas brillantes hipótesis, seguimos, ésa es la triste verdad, sin saber absolutamente nada de las causas que pueden hacer desaparecer la clorofila de las hojas de los ve­getales.

»Eso es todo...

Bajó la cabeza, disponiéndose a descender de la tribuna; pero, al volver a mirar a los allí reunidos, vio que uno de ellos se había incorporado de su asiento.

Era Pierre.

—¿Deseaba usted alguna aclaración, profesor Fronsard?

 Sí, si me hace usted el favor.

Una triste sonrisa entreabrió ligeramente los labios del hombrecillo.

 Estamos aquí para eso —dijo.

 Bien. ¿Se ha hecho un mapa de las zonas afectadas?

El otro enarcó las cejas.

—¿Un mapa? ¿Para qué?

Pierre se armó de paciencia.

 Desearía, si no le molestase, hacerlo ahora mismo. Podemos proyectar un mapa de Francia y marcar, de cualquier manera, las zonas afectadas.

El adjunto al Departamento de Agricultura se encogió visi­blemente de hombros.

Dijo con desgana:

 Si lo desea...

Las órdenes fueron dadas y momentos después proyecta­ba el mapa, donde se habían pintado, en rojo, las regiones en las que la clorofila desaparecía de las hojas de los vegetales.

Como ve, profesor —explicó el de la tribuna — , la zona no está muy lejos de París y llega, por el Sur, hasta Corréze, extendiéndose casi hasta el mar por el Oeste y manteniéndose más bien la parte central del Este. París sirve a esa zona de límite Norte.

Pierre levantó la voz.

 ¡Gerard! —llamó.

Y cuando vio a su amigo cerca de la tribuna, prosiguió.

 ¿Quisiera marcar, con otro color, en la cabina, las zonas donde han sido vistos los perros?

Un rumor de divertido jolgorio brotó de la negrura de la sala.

Pero Gerard siguió las instrucciones de su amigo y, momentos más tarde, una exclamación de estupor brotaba de todas las gargantas.

¡Las zonas coincidían perfectamente!

Se hizo la luz y Marcel Dupré, que asistía junto al Gobierno en pleno, miró a Fronsard con admiración.

—¿Cómo previno usted esto, profesor?

Pierre sonrió.

 Cuestión de intuición, «monsieur»...

 ¿Y cuál es su teoría?

 Por el momento, no puedo formular ninguna; pero, de todos modos, yo, en su lugar, ordenaría una caza sin merced a esos perros vagabundos. Si los exterminamos, es posible que podamos respirar un poco más tranquilamente. 

CAPÍTULO VI

SEXTA JUGADA: ALFIL BLANCO 6 REY 

CORRETEÓ Okm sobre las cuatro ágiles patas de «Ka­zán», hasta la parte alta de la colina, reuniéndose con el resto de la manada.

En realidad, Okm, como los otros, se había dividido, partiendo su soma y ocupando varios animales a la vez. Por la noche, abandonaban las abruptas sierras del Macizo Central, bajando a los campos para, emitiendo «pseudópodos nutritivos», apoderarse de la clorofila de las plantas. Debido al poder de sintetizar los azúcares, alimentaban por osmosis a los animales huéspedes; así, los perros no debían tomar nutrición alguna, encontrándose en todo momento en perfecto estado.

Okm se acercó al perro donde iba la parte más importante de Lumar, él también había hecho el cambio, pasando su «neurosoma» al cuerpo de «Kazán».

Los otros perros descansaban, tendidos en el suelo.

Al verle llegar, Lumar—Perro se levantó y se acercó a él.

 ¿Han tomado ya bastante clorofila? —inquirió Okm.

 Sí. Tienen para un período semejante al de un año de este planeta... ¡Están muy contentos!

De la oreja del Perro—Lumar salía un delgado tentáculo comunicativo que se introdujo en la oreja derecha de

«Kazán».

 Hay que hacer algo —dijo Okm—. Nuestra situación es precaria y no creo que los terrícolas tarden en reaccionar. ¿Están bien ocultas las astronaves?

 Perfectamente. Nadie las descubrirá. Además, no creo que se atrevan a adentrarse por estos riscos.

 De todas formas, debemos intentar saber algo de lo que ellos piensan.

—¿Cómo?

Hubo un corto silencio, magnético.

—Voy a ir a la ciudad. Hay que estudiar un plan más efec­tivo que el que hemos llevado a cabo: no podemos estar eternamente pendientes de cualquier cosa imprevisible.

 ¿Te das cuenta del peligro que significa el que vayas a la ciudad en ese animal?

 Claro que no lo he olvidado, pero no creo que me cojan; de todas maneras, habríamos de ir unos cuantos. Así, si alguno de los perros fuese muerto, nuestro soma pasaría a otro, vivir en simbiosis hasta encontrar un nuevo huésped.

—¿Vas a intentar algo directo contra los terrícolas?

 Esta vez sí. No hay más remedio.

—¿Por qué?

Hubo un estremecimiento en el tentáculo comunicativo de Okm.

 ¿Es que te estás volviendo estúpido o es el exceso de clorofila que te embriaga, haciéndote perder el Norte? Hasta ahora, gracias a la confusión que hemos creado, nos ha sido sumamente fácil el llegar hasta la ansiada clorofila; pero, a partir de este instante, ellos van a luchar contra los que le roban su alimento.

—¿Toman clorofila también?

 ¡No seas necio! Creo que ya te he explicado que se alimentan de vegetales y de animales que comen vegetales, ¿Crees que van a dejar que les matemos de hambre?

Lucharán. Y por eso, precisamente por eso, debemos tomarles la delantera y acabar con ellos o, al menos, con su resistencia.

 Comprendo.

 ¡Menos mal! No es que posean una inteligencia de tipo superior ni los poderes y facultades que están a nuestro alcance; pero no por eso hemos de despreciarlos como enemigos. Recuerda que en aquella ciudad, momentos antes de que «Layka» se lanzase bajo las ruedas del vehículo, descubrí un «intuitivo puro». ¿Has olvidado lo que puede significar un enemigo de esa clase, que apenas necesita razonar para llegar a conclusiones que a otras criaturas les costaría muchísimo tiempo alcanzar?

 Estoy de acuerdo contigo.

 Una vez en la ciudad, estudiaremos algún procedimiento que nos permita atacarlos a fondo, desmoronarlos, dejarles en una situación en la que no puedan molestarnos. Es bueno que no tengamos que coger clorofila más que cada cierto tiempo; aunque, por desgracia, el momento de la reproduc­ción se acerca y ya sabes que, en aquellos instantes, los que preceden a la partición del soma, necesitamos grandes cantidades de clorofila. Para proteger ese momento hemos de neutralizar las actividades de los terrícolas, mucho más que lo que hemos hecho ahora. Además, hay otra cosa.

 ¿Qué?

 Este planeta es muy grande y, a pesar de que los países en que está dividido no están muy unidos, pueden federarse para luchar contra un peligro común como somos nosotros. Una vez hayamos encontrado el medio de paralizar los esfuerzos de los terráqueos, tendremos que pensar en extender nuestro procedimiento a otras tierras: no olvides que mientras existan hombres en libertad, podemos encontrarnos ante un «intuitivo puro» y buscar nuestra pérdida. Sus mentes gozan del mismo poder que las nuestras. Van directas a la verdad, apenas con unos cuantos esbozos de razonamientos. 

* * * 

Pierre levantó la mirada del libro que estaba leyendo para mirar a Santeil, que entraba en aquel momento en su despacho.

—¿Qué hay, profesor? —bromeó Claude.

 Lo que tú digas.

El otro se dejó caer en uno de los sillones, encendiendo voluptuosamente un cigarrillo.

 ¡Ya lo ves! Parece mentira el poder volver a circular por las calles de París sin ver patrullas armadas y sin temer que un perro se te eche encima, con la boca llena de espuma... ¡Asunto concluido, amigo mío!

—¿Por completo?

 Por completo. Se ha vacunado y revacunado a todos los perros que habían quedado y se caza a todos los que, sin su dueño, circulan por las calles. Por otra parte, los casos de atacados se han reducido a cero..., y los demás están com­pletamente curados. ¡Una excelente batalla ganada!

 Me alegro de que sea así.

 En cuanto a esa... «desclorofilización» de que tanto se ha hablado en estos últimos tiempos..., hace ya cerca de un mes que no se produce caso alguno. En los terrenos afectados por esa decoloración de las hojas, se han arranca­do las plantas inútiles, enfermas o muertas, empezando los trabajos para una nueva siembra o replantación. ¿Qué te parece?

Pierre dijo:

 Noticias excelentes. Sólo necesito que me digas que el agente de la fermentación alcohólica ha reaparecido.

 No, eso no. Ya lo sabes igual que yo. Pero, amigo mío, ¡adiós tus hermosas y emocionantes teorías! —se inclinó hacia adelante, en el sillón — . ¿Sabes que llegaste a intrigarme de verdad?

—¿Tú crees?

Claude pasó por alto el evidente tono burlón de la pregunta de su compañero y jefe.

 De verdad. Y sé que yo no fui sólo el... digamos «enve­nenado». Hubo otros: Gerard y aquel pobre señor Dupré, que debe de haber pasado unas noches angustiosas, repletas de alucinantes pesadillas.

Pierre entornó los ojos.

—Todo eso no puede más que alegrarme, Claude; te lo aseguro. Pero puedes creerme: nunca intenté asustar a nadie.

 ¡Vamos, vamos! ¿No irás a decirme que tú creíste un solo momento en tus propias descabelladas hipótesis?

El rostro de Fronsard se ensombreció.

—Yo nunca creo en hipótesis, Claude... Ningún hombre de ciencia cree en hipótesis: sólo se adhiere a ellas, condi­cionalmente, en tanto no se descubre una verdad real.

 Pues en este caso, ya la tienes descubierta.

 ¡Ojalá sea así!

—¿Todavía con las andadas?

 No lo sé. Quizá soy un poco raro —y después de una larga pausa—, ¿Crees verdaderamente en la intuición, amigo mío?

Claude se encogió de hombros.

 ¡Naturalmente! ¡Buen psicólogo sería si no creyese en ella!

 Ya lo sé; pero quizá me explique mal. Verás... ya sé que la intuición, tal y como nosotros la entendemos, es un fenómeno psicológico perfectamente delimitado y que se traduce por una premonición; es decir, por una anticipación de un juicio a> que, normalmente, ha de llegarse por el camino de la experiencia.

«¿Recuerdas aquel gran matemático francés, no sé ahora si se trataba del príncipe de Boglie, que andaba buscando una ecuación geométrica que iba a resolverle todo un gran proceso de cálculo y hacer posible la exposición de toda una teoría analítica?

 No, no lo recuerdo en este momento.

 Aquel hombre estaba pensando, intentando llegar a un resultado, pacientado día y noche, presa de una especie de obsesión febril. La anécdota cuenta que, en el preciso instante de bajar del tranvía, el matemático resbaló, cayendo del estribo y torciéndose un pie. En aquel momento, con una claridad meridiana, apareció ante sus ojos la ecuación que tan ansiosamente buscaba.

«Claro que eso no puede llamarse intuición pura, sino cristalización, quizás explicable por el «golpe de engramas de conciencia», que hizo que se ordenasen como debieron hacerlo mucho antes. Pero tal fenómeno tiene mucho que ver con la intuición: en ésta, se llega igual, directamente, a la verdad, saltándose los obstáculos que un obligado razona­miento nos impondría en cualquier caso.

»Sólo que, a veces, se posee una intuición «irracional», confusa, una especie de «claridad nebulosa», valga la antíte­sis. Eso es, precisamente, lo que me ocurre a mí en estos momentos. Poseo la intuición, pero no puedo comprenderla.

»Es como si me encontrase en una inscripción cuneiforme o ante un trozo de escritura maya... "y tuviese una idea de lo que allí está escrito", sin poderlo explicar.

Claude asintió.

 Ese fenómeno ya lo hemos estudiado: es una premoni­ción irracional, que termina aclarándose. Yo tuve una, durante el bachillerato, cuando estudiaba inglés. El profesor escribió una palabra en la pizarra, se trataba de un verbo: «to live»... Yo tuve la sensación inmediata de que «sabía lo que aquello quería decir». Y, cosa curiosa, me surgieron ideas asociadas que ahora recuerdo perfectamente: unas células que se movían en medio de un líquido claro... Sin embargo, por muchos esfuerzos que hice, no pude traducirla y el profesor me envió a mi sitio. Pero, cuando el siguiente alumno dijo: «vivir», yo sentí una especie de furia que me dominaba y hube de agarrarme al banco y morderme los labios para no echarme a llorar.

Pierre sonrió.

 Eso es, precisamente, lo que ahora me ocurre a mí. Veo la palabra, «sé que conozco su significado», pero «no puedo traducirla». Es, como hemos dicho antes, una «intuición hieroglífica», un pedazo de manuscrito cuyo lenguaje habremos de aprender.

—Todo eso está muy bien, Pierre; pero no creo que desees insistir en que estamos amenazados por un peligro «extraterrenal», ¿verdad?

—Yo no intento nada, no insisto en nada, Claude. Me limi­to a esperar que mi premonición «se cristalice».

—¿Pero no te das cuenta de que es absurdo? Lo de la ra­bia ha desaparecido, la alteración de las plantas también. Otra cosa es lo del fermento, pero esto debe responder a una causa que los biólogos, más o menos tarde, llegarán a elu­cidar.

 Como quieras.

 ¡Qué extraño eres! —y tras una pausa — : Pasemos a otro asunto..., ¿cómo va eso de la fabricación de tus céle­bres pastillas?

 No son «mis» célebres pastillas, Claude. Es asunto de Gerard.

 Pero la idea ha sido tuya.

 Eso no importa: se trata de producir un «sustitutivo» del alcohol. Ya te has dado cuenta de que las bebidas de cola han fracasado, después de una venta fantástica. La gente busca algo que se parezca al vino, al coñac, al pernod, al champaña... Basándome en algunos estudios antiguos, dije a Gerard que experimentase ciertos aldehídos. La cosa parece haber ido bien... y eso es todo.

—¿Que si ha ido bien? Yo no sé cómo la gente se ha en­terado, pero puedes estar seguro de que se van a con­sumir esas pastillas como pan. Se disuelven en agua, ¿verdad?

 Sí. Las casas que, por encargo de Gerard, producen esa pastillas, han logrado darles sabor a ciertas bebidas de las que existían antes de todo esto, procurando que el colorido corresponda en lo posible. Así, las destinadas a los amantes del vino, producirán un líquido oscuro, que ayudará a que la ilusión sea más permanente: psicología pura, Claude.

 Ya lo sé. Pero los beneficios serán astronómicos.

 No lo creas. Gerard ha hecho muy bien las cosas, obligando, bajo contrato, a dejar un tanto para las institu­ciones científicas del mundo entero. Por primera vez —la sonrisa se acentuó en sus labios—, un vicio humano va a contribuir a los progresos científicos. Además, al mismo tiempo, con un poco de suerte, lograremos desaparecer muchísimos males.

 ¡Formidable! Todos los industriales están locos, sobre todo lo que dependían del alcohol... Los fabricantes de perfumes están haciendo nuevas investigaciones... ¡Nadie se imaginaba la importancia que tenían aquellos bichitos!

 Todo es importante...

Fue en aquel momento cuando el criado apareció en la puerta.

 La señorita Elianne, señor.

 Hazla pasar.

Elianne entró sonriente, jovial, con una chispa de alegría en los ojos.

 ¿Cómo? —se dirigía a Claude—. ¿Tú aquí?

 ¿Dónde querías que estuviese?

 ¡Por ahí! Todo París se pasea tranquilamente, aprove­chando estos días en que el sol parece acompañar al júbilo de la gente. ¡Cómo están las calles, amigos míos!

 Ya veo que tú vas de gala.

 ¡Claro que sí! Mi nuevo jefe me lo exige...

 ¿Tu nuevo jefe?

Pierre había bajado la cabeza y parecía absorto en la con­templación de las danzarinas llamas de la chimenea.

 -¡Ah! ¿No lo sabía?

 -No.

 Pierre debía habértelo dicho.

—Yo...

Ella le cortó con un gesto.

 No, deja que sea yo quien se lo comunique —y mirando a Claude—: Gerard me lleva con él. Vamos a ir a Londres, Madrid, Berlín, New York, todo América del Sur y, segura­mente, a Moscú y Pekín. Naturalmente contando también Tokio, Manila y Canberra.

 ¡Vaya viaje!

 Sí... Me he convertido en su ayudante y vamos a dar la fórmula de las pastillas de «alcoholicina», así se llaman, a muchas grandes empresas mundiales. ¡Estamos solicitadísimos!

 No sabes cuánto me alegro, Elianne —lanzó una mirada de soslayo a Fronsard, pero éste seguía ensimismado.

También ella miró al profesor.

—Venía a decirte adiós, Pierre.

El levantó la cabeza, con un visible esfuerzo, haciendo que su sonrisa, al menos, pareciese salirle del corazón.

 Te deseo mucha suerte, Elianne.

 Gracias, Pierre. Igual digo... ¿Vienes o te quedas, Claude?

— Te acompaño. Adiós, Pierre, hasta mañana.

 Adiós.

En el pasillo, Claude cogió a la muchacha del brazo.

 Pero, ¿qué diablos ha pasado, Elianne?

 ¿Qué quieres decir?

 El dejarnos así, plantados, para irte a correr mundo... Yo siempre creí que jamás te separarías de nosotros; es decir, de Pierre. Creí...

Habían llegado a la puerta, que el criado les abría en aquel momento. Ella, quizá por discreción, esperó a que estuviesen en el jardín, camino del coche de la muchacha.

—Verás, Claude. Vosotros, los hombres, creéis siempre muchísimas cosas: ése es vuestro gran defecto, vuestro más enorme defecto... «Creo que me quiere», decís... o «estoy seguro de que está enamorada de mí». Y os echáis a dormir, con esa tranquila seguridad que os da vuestra egolatría, como si ya estuviese todo en vuestras manos. Si «estáis seguros»... ¿qué prisa corre? Es ella la que debe esperar a que os decidáis... a que salgáis de vuestra torre de marfil y os dignéis en que «ella reconozca lo que, según vosotros, debería saber de memoria».

—¿A dónde quieres ir con todo eso, Elianne?

Ella lanzó una alegre carcajada.

 ¡A ver mundo, Claude! ¿Qué querías? ¿Qué esperase veinte años más, metida en ese laboratorio, esperando que un anciano temblón se me acercase y, quitándose sus gafas, me dijese con voz, apagada: «Elianne, hace treinta años que estamos juntos y nunca me he atrevido a decirte que te quiero, que has sido la única mujer de mi vida...» —lanzó otra carcajada que, como la primera, sonó a hueco — . ¡No amigo mío, no! Hoy soy otra. Y para demostrarte lo poco que me importa todo, voy a decirte una cosa, segura de que no protestarás. ¡He recogido una hermosa perrita que va a acompañarme a mi viaje!

 ¿Eh? ¿Una perrita... vagabunda?

 ¡Completamente vagabunda, Claude!

 Pero y si...

 No, amigo psicólogo: no tiene rabia. Gerard ha hecho con ella todas las pruebas que puedas imaginarte y, además de ser bonita como un sol, por algo la llamo «Mignonne», está tan sana como tú y yo —señaló hacia la puerta de la casa que acababan de abandonar—. Y, desde luego, ¡muchí­simo más normal que muchos profesores que se las dan de psicólogos! 

CAPÍTULO VII

SÉPTIMA JUGADA: LA REINA ENTRA EN JUEGO. 

ACABO Gerard de preparar los paquetes, ciento ochenta en total, que había de llevar a las grandes firmas mundiales que habían acogido, con verdadero delirio, la idea de Fronsard de crear un sustituto atóxico del alcohol. Las muestras que ahora había sobre la mesa de preparaciones serían las «madres» de aquella sustancia, que producirían por polimerización, no teniendo que agregar más que agua y azúcares en las enormes cubas, en las cantidades que fueran necesarias. Un catalizador de plata porosa proporcionaría la energía inicial para que la reacción química buscada produje­se normalmente.

Gerard estaba contento.

Porque aquello iba a significar su triunfo definitivo, el que había esperado, inútilmente, durante muchos años, encerra­do en su oscuro departamento del Instituto Pasteur.

Naturalmente que toda la idea había salido del fértil cere­bro de Pierre, pero Fronsard era un verdadero hombre de ciencia, para el que la fama popular no significaba nada. De eso se había aprovechado Gerard, que se apropió de la idea de su compañero, viendo en ella la forma sencilla de escalar un puesto al que jamás, de otro modo, hubiese llegado.

Y ahora también Elianne.

El había temido que la decisión de la muchacha hiciese reaccionar a Pierre; pero, por lo visto, el psicólogo lo era muy poco o no deseaba defender su derecho al amor de una mujer que, Gerard estaba completamente seguro, le interesa­ba positivamente.

De todas las maneras, las cosas se le habían puesto muy bien y no sentía remordimiento alguno, puesto que era el propio Pierre quien le había dado la fórmula y dejando a Elianne que le acompañase.

Salió del laboratorio, penetrando en su despacho. Casi in­mediatamente, una simpática bolita de pelos blancos, mu­chos de los cuales le cubrían casi completamente los ojos y el morro, saltó desde el sillón, acercándose a él y moviendo espasmódicamente un trozo pequeño de rabo.

 ¡Hola, «Mignonne»! Has de esperar un poco a que vuel­va, ya que voy en busca de tu amita. Y, respecto a ti, a pesar de todos los análisis que te he hecho y que tengo la seguridad de que estás completamente bien, no ocurre así con la gente que, no obstante el peligro desaparecido, no mira con buenos ojos a los perros. Por eso sus propietarios los sacan solamente de noche.

Acarició al animal.

 Además, «Mignonne», yo no puedo, en modo alguno, pasearme con una perrita como tú por París. Todo el mundo empieza a conocerme y la gente se diría que hago mal en excitar el estado sensible de sus nervios... Tú te lo imaginas, ¿verdad? Ya no es como antes, «Mignonne», en que nada importaba lo que hiciese un pobre profesor auxiliar del «Pasteur»... ¡pero ahora! «Ne le sais—tu pas, petite!»... ¡Estoy haciéndome célebre y lo seré mucho más... ¡Ya lo verás! Los periódicos, la radio, la televisión... ¡Todo el mundo se ocupará del profesor Auteil! ¡Y seré rico! —bajó la voz—: Además, y que esto quede entre nosotros dos..., ¡me casaré con Elianne!

Se incorporó —se había arrodillado para acariciar la sedosa cabeza del animal — , quitándose la bata y colgándola en la percha, de donde cogió su chaqueta y su impermeable.

Elianne le había citado en un lugar céntrico, ya que deseaba hacer, junto con él, ciertas compras importantes para el viaje y no deseaba llegar tarde.

 ¡«Au revoir, Mignonne!» —saludó a la perrita, que. permanecía inmóvil, junto a la mesa de despacho.

Y cerró con llave, ya que no deseaba, en modo alguno, que el animal desapareciese, cosa que habría causado un disgusto enorme a la muchacha, que se había encariñado enormemente con aquella bola de pelo blanco. 

* * * 

George había salido y cuando el timbre de la puerta sonó, debió Pierre levantarse de la mesa de su despacho, atrave­sando el amplio vestíbulo para ir a abrir.

Dos desconocidos encuadraron la puerta.

—¿Está el profesor Fronsard?

 Soy yo.

—¿Podemos pasar?

 ¡Adelante! —y después de haber cerrado la puerta — : Vengan a mi despacho, por favor.

Una vez se hubieron sentado, en los amplios y conforta­bles sillones que Pierre les ofreció con un gesto él ocupó el suyo, detrás de la mesa de despacho.

 Ustedes dirán.

Los dos eran bastante parecidos e iban vestidos sin elegancia, sencillamente. Habían dejado sus sombreros sobre la rodilla, en un gesto idéntico y sus rostros parecían bron­ceados por el aire y el sol.

Uno de ellos, el que tenía las sienes plateadas presentó:

 Me llamo Stanislovicht y soy profesor adjunto al Institu­to Pavlov, de Moscú. Este es mi ayudante, Michaias Vladinorov.

Una emoción sincera se apoderó de Pierre que, sin embargo, se dominó, no dejando que fuese perceptible para los otros dos.

 ¡Encantado, profesores!

También parecía que Stanislovicht dudase, buscando las palabras con las que deseaba empezar.

—Verá usted, profesor Fronsard... Recibimos un paquete, ya hace tiempo, que usted tuvo la amabilidad de remitir a nuestra Embajada de París.

—¿El cadáver de un perro?

 Eso es; es decir, exactamente: el cadáver de una perra.

 Bien.

 Una nota adjunta nos hizo sonreír, ya que nuestro compatriota de la embajada nos comunica textualmente lo que usted le había dicho. Sin embargo...

Pierre no se atrevió a decir nada. Había colocado las manos sobre las rodillas y apretaba sus rótulas con un nervioso esfuerzo, como si desease dominar la emoción que le embargaba y que crecía por momentos.

 Sin embargo... —repitió el hombre de ciencia ruso, después de una larga pausa —el aspecto exterior del animal, que había sido conservado en una cámara frigorífica, nos hacía recordar a «Layka» —se volvió hacia el otro—, ¿No es verdad, Vladinorov?

 Sí, profesor.

 De todas formas, no nos atrevimos, en aquel emocio­nante momento, a afirmar ni negar nada. Cogimos el cuerpo y lo llevamos al Instituto donde, con toda tranquilidad, podíamos examinarlo detalladamente.

Sus ojos se entornaron, al mirar fijamente al francés.

 Verá usted, profesor Fronsard —hablaba un francés con fuerte acento eslavo, pero Pierre sintió la emoción que había en sus palabras—: nosotros criamos a esos animalitos, se puede decir que desde que nacen... y nacen en el Pavlov. Donde muy pequeños, cuando apenas han nacido, empeza­mos a trabajar con ellos, creando en su cerebro los reflejos condicionados que nos interesan. Hasta las madres, que ya están acostumbradas a nuestros tratamientos, colaboran intensamente con nosotros en la «educación» de sus ca­chorros.

«"Layka", como todos los demás, empezó a recibir su alimentación al unísono de ciertos ultrasonidos que emitía un aparato especial que, al mismo tiempo, excitaba las hormo­nas que en su madre producían la secreción láctea. Desde muy pequeñita, «Layka» nos demostró ser un animal extraor­dinario y ya «bebé», perdone una expresión que nosotros usamos corrientemente, tomaba la cantidad suficiente de leche, aprovechando preciosamente el tiempo que le dába­mos para hacerlo.

»De los cuatro hermanos que fueron, la perrita fue, ya desde el principio, nuestra preferida y... ¿por qué no decirlo?, nos encariñamos profundamente con ella. Más tarde, cuando presentamos su ficha al control de animales de experimen­tación, temimos que nos la robasen, dedicándola a alguna misión sin importancia, malogrando así su extraordinaria valía.

»"Layka" fue lanzada en globo, a la estratosfera, siendo aún muy pequeña. Y desde aquel instante no dejó de hacer viajes a las altas capas de la atmósfera cada vez más altos, con una frecuencia cada vez mayor.

Hizo una pausa.

— Nos la traían después de cada salida para que la obser­váramos detenidamente. Por eso podemos decir que la conocemos mucho mejor que nadie... Hasta que la perrita fue lanzada en un cohete. No, no se trataba de «Sputnik», profesor Fronsard, sino de un cohete, de tipo intercontinen­tal, al que se dio una trayectoria especial, de modo que atravesase la atmósfera y saliese al espacio exterior.

«Deseaban saber si la perra era capaz de resistir la acción de la radiación cósmica, peligro evidente para los futuros astronautas. Aquella vez fue la primera en que un ser vivo alcanzaba una velocidad cercana a los veinte mil kilómetros por hora. También era la primera vez que una criatura animal iba a ponerse en contacto directo con el espacio exterior. "Layka", a la que ya habíamos acostumbrado a estarse quieta en el reducido espacio de su cámara, cayó en paracaídas dentro de su esfera en los alrededores del Caspio. Nosotros estábamos verdaderamente intranquilos.

»Cuando la perrita llegó al laboratorio, casi llorábamos de alegría... ¡Temíamos tanto perderla! Mi ayudante y yo la re­conocimos con todo detalle descubriendo, con horror, que había sido atacada por los rayos cósmicos y que padecía una forma grave; mejor dicho, una grave amenaza de leucemia. «Ya podrá usted juzgar nuestra desesperación, profesor. Procedimos inmediatamente a un trasplante de médula hematopoyética, interviniéndola en el tórax y utilizando el esternón como depósito de la médula que le injertamos...

Suspiró.

—Todo esto ha sido para llegar al final: el cuerpo de la perrita que recibimos tenía aún las huellas inequívocas de nuestra intervención quirúrgica... Era, sin duda alguna, «Layka».

Pierre creyó que su corazón iba a paralizarse.

 ¡Era «Layka»! —repitió como un eco.

 Sí —el rostro del ruso se ensombreció—. Ahora, profe­sor Fronsard, le toca a usted hablar.

—¿A mí?

 Sí, «Layka» llegó a la Tierra, contra todo lo que los sabios soviéticos esperaban, ya que, como hemos sabido después, falló lamentablemente el mecanismo que habría de liberar al animal, cinco días después de lanzado al «Sputnik II»... ¿Cómo volvió, profesor?

 No lo sé... al menos por ahora.

 Comprenda nuestra situación, señor. Hemos obtenido permiso para venir a verle, pero a cambio de una información completa sobre este asunto que, como usted no dudará, posee una importancia enorme para nosotros. «Layka» no pudo llegar fuera de su esfera y lo más fantástico es que si ésta se hubiese desprendido normalmente, al no fallar el mecanismo especial que debía liberarla, hubiésemos recibi­do una señal convenida... y esta señal no nos llegó nunca.

Hubo un silencio largo, pesado, intenso hasta lo indecible.

Y de repente, Pierre se dio cuenta de que no podía defraudar a aquellos dos hombres. Después de todo, «la cosa» se sabría y no estaba de más prevenir ya...

Les explicó sus ideas, lo que pensaba de todo aquello, dando multitud de detalles y datos.

Los rusos escuchaban en silencio, pero la expresión de sus rostros era lo suficientemente explícita para que Pierre se percatase de la emoción que estaba provocando en ellos.

Cuando terminó, los dos se le quedaron mirando.

— Es usted —dijo el profesor—, un hombre verdaderamen­te maravilloso. Y no puede imaginarse cuánto le agradece­mos lo que acaba de decirnos. Cuente con nuestra discreción y nuestra ayuda, ya que el peligro se cierne de igual manera sobre nosotros que sobre ustedes. 

* * * 

¿Quién podía ser más desdichado que él?

Nunca creyó que la soledad llegase a producir aquella sensación de dolor físico, aquellos sudores profusos, aquellas palpitaciones y arritmias que le dejaban con una palidez exangüe.

¿O era la falta de alcohol?

No lo sabía.

La única certeza que tenía es que se encontraba en el centro mismo de una especie de inconcebible infierno, del que no tenía esperanza alguna de escapar.

Solo...

Se puede estar solo, pero no como él, que se hallaba en la misma situación que si hubiese sido lanzado al espacio, a mil años luz de cualquier mundo, habitado o no.

Porque su soledad tenía mucho de cósmico, de infinito, de inconcebible.

Dedicaba sus noches a vagar y había elegido itinerarios extraños, alejándose de la ciudad, marchando por caminos vecinales, al lado de los estercoleros, hundiendo sus zapatos en el barro y la suciedad de aquellos inhóspitos lugares.

Sólo allí se encontraba un poco bien y su dolor anímico se paliaba un tanto; porque, después de todo, ¿qué era él más que un poco de estiércol que, por el momento, andaba de un lado para otro, pero que no tardaría en unirse a la masa de deshechos que la humanidad lanza lejos de sí?

No, no podía tener ideas mejores. Porque la angustia había clavado su dardo en una profundidad tal, que no tenía más salida que la de considerarse el más despreciable de los hombres.

Aquella misma noche, como otra cualquiera, hubiese terminado mal, ya que desoía cada vez con menos fuerza las voces suicidas que «alguien» hacía resonar en su con­ciencia.

Pero tuvo suerte.

Una suerte tan maravillosa como todo lo inesperado, cuando se produce algo que considerábamos, momentos antes, imposible.

Más que verlo lo presintió.

Y cuando se abalanzó sobre él, cuando le puso las manos encima, cuando se abrazó a su cuello, toda la angustia, toda la desesperación había desaparecido como por ensalmo.

— ¡«Kazán»! ¡«Kazán»!... ¡Es imposible!... ¡Debo de estar soñando!

El animal se resistió, los primeros momentos; pero des­pués, conociendo a su dueño, expresó la misma alegría que éste, pasándole su rugosa lengua por el rostro.

Yves lo tomó en sus brazos.

Ya no estaba cansado y su corazón funcionaba como nunca. Por eso, sin soltarlo, como si hubiese hallado un bebé querido, lo llevó así, hasta la entrada de la ciudad, tomando allí un taxi y haciéndose conducir a su domicilio.

Toda la miseria de su buhardilla le pareció un lujo asiá­tico. Sus ojos brillaban con una intensidad formidable y salió, unos momentos, para buscar algo de comer para el perro, comprándole, sin medir el dinero, algo que era un verdadero banquete.

Pero allí se produjo su primera sorpresa.

Porque «Kazán» no probó los alimentos y Leron observó curiosamente a su perro, «notando que algo raro le ocurría».

Conocía demasiado los síntomas de la hidrofobia, aun los más precoces, para no darse cuenta de que «Kazán» no padecía aquella horrible enfermedad; no obstante, el animal se limitó a beber un poco de agua echándose después junto a la estufa.

— ¿Qué te ocurre, amigo mío?

El perro levantó su hermosa cabeza y clavó la mirada de sus límpidos ojos en los de su dueño. Yves «volvió a expe­rimentar un sensación de extrañeza», algo que le hacía creer, con una seguridad inquebrantable, que su perro tenía «algo».

Le miró el cuerpo detenidamente, buscando una herida infectada o algún parásito que le molestase; pero no encon­tró absolutamente nada.

Cansado de preocuparse y también fatigado del esfuerzo físico que había hecho al llevar en brazos al pesado animal, terminó por decirse que podría, al día siguiente, consultar con algún amigo del Instituto Pasteur, que encontraría lo que le ocurría a «Kazán».

Y se durmió.

A la mañana siguiente, el sol, atravesando la ventana que había dejado entreabierta, le despertó. A su mente acudieron los recuerdos de la noche anterior.

Saltó de la cama sobresaltado, temiendo que todo aquello no fuese más que un sueño que cesaría al despertar.

Pero «Kazán» estaba allí, sobre la alfombra donde debía de haber pasado la noche.

La comida seguía intacta y Leron frunció el entrecejo, aunque estaba contento y no demasiado preocupado por aquella inapetencia del perro, que sus amigos del Instituto curarían en un abrir y cerrar de ojos.

 ¡No te preocupes, «Kazán»! —exclamó acariciándole la cabeza.

Y entonces se produjo lo extraordinario.

Lanzando un rugido, el perro abrió las fauces, clavando profundamente sus afilados colmillos en la mano de su amo. Este, que lanzó un grito de dolor y sorpresa, se dio cuenta de que aquélla era la única ocasión que tenía para aclarar todo aquello.

Fue como una premonición, un reflejo que, por encima del dolor, le impusiese algo que debía hacer inmediatamente.

Y lo hizo.

Antes de que el perro se diese cuenta, Yves había pasado por su collar la anilla de la cadena que estaba unida a la cama. Ahora sí que tenía miedo del animal.

 ¡Me has mordido! ¿Qué diablos te pasa?

Se lavó la herida, echando una tintura desinfectante que había sustituido al desparecido alcohol. Y fue en aquel momento, cuando se acercó a la ventana para examinarse las huellas de los dientes del perro, que descubrió lo de las plantas.

La patrona había colocado unos tiestos allí... ¡y todas las hojas estaban amarillentas, sin una gota de clorofila!

Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Yves.

Se volvió, mirando al perro, que ahora gruñía salvajemen­te, intentado soltarse. Inmediatamente después, se acercó a la puerta, la abrió y empezó a gritar, hacia la escalera.

 ¡Madame Tousier! ¡Madame Tousier!

Tenía miedo.

—¿Qué hay?

 ¡Llame al profesor Fronsard, enseguida! ¡Es el Mich veintitrés cincuenta y seis! ¡Dígale que venga urgentemente, que he encontrado a «Kazán»!

Cuando estuvo nuevamente solo, cogió una silla y avanzó hacia el perro, cuyas fauces se habían cubierto de espuma.

Pero Leron sabía perfectamente que aquello no era rabia.

Quince minutos más tarde, Pierre entraba en la habitación, estrechando la mano de Yves.

—¿Le ha mordido? ¡Ese perro está hidrófobo!

 No, profesor. No está rabioso..., ¡pero mire esas plan­tas! Anoche estaban normales y fíjese ahora en el color de sus hojas. Yo le he oído a usted en aquella conferencia que dio..., y por eso le he llamado.

 le contó todo lo que había pasado desde la noche anterior.

 Bien —la voz de Pierre era insegura — ..., creo, amigo mío, que tendré que matarlo.

Yves guardó silencio unos instantes; después, con voz sorda:

 Si es necesario...

El perro daba unos saltos formidables y la cadena se sacudía cada vez más violentamente.

De un momento a otro iba a romperse.

Entonces, Yves se apoderó nuevamente de la silla que había cogido antes; se lanzó, sin que Pierre pudiese evitarlo y golpeó al animal con todas sus fuerzas.

 ¡Cuidado!

«Kazán» logró morder profundamente en una de las piernas de Yves, pero éste no cejó hasta que el animal cayó al suelo muerto.

Entonces...

Por ambas orejas, al mismo tiempo, una masa verdosa, viscosa, salió, inundando la habitación, aumentando sin cesar, tomando unas dimensiones que hacían incomprensi­bles que estuviesen antes contenidas en el cuerpo del perro.

 ¡Salgamos, Leron!

 le ayudó a hacerlo, ya que Yves cojeaba visiblemente.

Desde la puerta vieron la masa crecer, hasta que ocupó el suelo de toda la estancia, quedando después inmóvil.

Los ojos de Yves estaban dilatados por el terror.

—¿Qué es eso, profesor...? —balbució.

— Uno de nuestros enemigos, Yves... Ahora ya sabemos la manera de exterminarlos. 

CAPÍTULO VIII

OCTAVA JUGADA: LA DAMA DA JAQUE 

MIGNONNE no se movió de junto al despacho hasta que las pisadas de Gerard, alejándose, le demostraron que se iba definitivamente.

Moviendo su gracioso cuerpo lanudo, se dirigió al labora­torio de Auteil, cuya puerta había quedado entreabierta, saltando; grácilmente, sobre la larga mesa en la que habían quedado los paquetes que el biólogo había preparado.

La perrita se inmovilizó.

Entonces, de una de sus peludas orejas, una masa verdosa salió, dividiéndose después en dos «tentáculos—ideativos», que se aplicaron sobre el primero de los paquetes.

Lumar no tardó en comprender la estructura química de aquellos polvos, cuyo destino conocía ya por las conversa­ciones que Elianne y Gerard habían sostenido en su presen­cia, cuando la muchacha la tenía sobre su regazo, acariciándola mientras hablaba él. "Layka" corre y se mete, fatalmente bajo las ruedas del coche que llega al Instituto en aquel momento...

—¿Y "él"?

Pierre sonrió.

 ¡Nunca estuvimos más cerca de saber la verdad como en aquel momento, Claude!

—¿Quieres decir?

 Sí... Si «Kazán» no hubiese estado allí, tan cerca de la perrita, hubiésemos descubierto la verdad. Pero, desgracia­damente, el perro de Yves estaba muy cerca de ella... y «él» no tuvo más que dar un veloz salto... metiéndose en el oído del perro y apoderándose de él.

 ¡Uf!

—«Kazán», poseído por la criatura del espacio, corrió hacia los laboratorios. Pero «ya llevaba su propósito». «El» deseaba hacernos daño y provocó la huida de los perros... aunque su idea no era la de producir una epidemia de rabia...

—¿Eh? ¿Qué quieres decir?

 Que «él» no pensaba, directamente, en la rabia. Necesi­taba los perros para otra cosa...

—¿Para qué?

 Para que «los habitasen» los otros, los que, con toda seguridad, estaban aún en el espacio, esperando los resulta­dos obtenidos por «Layka».

—¿Cómo llegaron?

 No lo sé. Lo que hicieron sí que puedo decírtelo... Se fueron lejos de la ciudad porque tenían necesidad de alimentarse.

—¿La clorofila...?

 Sí. Yo también creía, en determinado momento, que la destrucción de las plantas era parte del «programa» de invasión de la Tierra; pero ahora no tengo duda de que se trataba de su alimento.

»Lo ocurrido en la habitación de Leron me lo demostró, ya que "Kazán" no comió lo que su amo le llevó, apareciendo, sin embargo, a la mañana siguiente las hojas de las plantas amarillas.

»EI examen de la masa gelatinosa que salió de "Kazán", que sigue siendo estudiado, nos ha demostrado que se trata de un ser monocelular, pero de estructura complicadísima, a pesar de la sencillez aparente de su organismo de tipo ameboide.

»No hay neuronas, pero existe un depósito de cefalinas cuyo peso es diez veces mayor que el del cerebro humano.

 ¡Eran inteligentes!

 Lo son...

Claude sonrió.

 El estudio del perro de Leron nos ha demostrado que el animal se alimentaba, seguramente por osmosis, de los residuos hidrocarbonados que constituían las deyecciones de su «parásito».

 ¿Por eso no comía?

 Por eso. Los azúcares elevaban la glucemia y daban al animal una sensación de fuerza. El perro se encontraba ahíto, sin necesidad de comer. Era como si estuviese mantenido por un tratamiento de suero glucosado.

Hubo un silencio.

 Ahora —prosiguió Pierre con voz vibrante—, que ya conocemos a nuestros enemigos, no nos resta más que atacarlos.

—¿Has ideado algún procedimiento?

 Sí. Me he puesto en relación con el «Pasteur», donde un grupo de técnicos veterinarios está preparando los «anima­les—radar».

—¿Qué es eso?

Pierre esbozó una sonrisa.

—Verás. Sabemos que «ellos» están en el interior de los perros, de unos perros que, por el momento, deben ocultarse... También conocemos ciertos de sus poderes y sabemos, ellos lo ignoran, que pueden pasar de unos a otros animales, en momento de peligro. También conocemos la particulari­dad fundamental... Si el animal que los lleva muere, dejan también de existir, ya que deben necesitar un «substrato biológico» para poder estar en la Tierra.

»Sabiendo todo eso, he ordenado que se seleccione un gran número de perros, completamente normales y exentos de "parásitos"...

—¿Cómo puedes saberlo?

 Muy fácilmente. Se encierra a los animales en cámaras individuales, se les procura comida y se colocan tiestos con plantas en su proximidad. Si el animal no come las plantas pierden su clorofila...

 ¡Entendido!  Una vez demostrado que no poseen «parásito» alguno, son intervenidos por un grupo de cirujanos veterinarios, que coloca unos tímpanos acerados en el interior del conducto auditivo externo. Esas placas los hacen invulnerables a las «entradas de parásitos». Al mismo tiempo, para que se oigan normalmente, se les coloca unos pequeñísimos amplificado­res, que no les molesta en absoluto.

 ¡Es emocionante!

 Cuando tengamos un grupo importante de animales, realizaremos una cacería por todo el territorio donde sospe­chamos que se encuentran los animales «con parásito», en el Macizo Central. Patrullas armadas y guiadas por los perros, darán caza a sus congéneres afectados, hasta que los hayamos exterminado, totalmente.

 ¡Cuenta conmigo!

 Ya te daré el mando de una de las más importantes patrullas. Helicópteros del Ejército os ayudarán para encon­trar a las manadas de perros.

 ¡Va a ser a una maravillosa aventura!

 Sobre todo, quiero que sea el final de una horrenda pesadilla. De no haber sido por la identificación de «Layka»...

Hubo una larga pausa.

 Pierre...

—¿Qué quieres?

El otro dudó.

 Ya sé que no debería meterme en camisa de once varas, pero...

 ¿Qué intentas decirme?

 Me refiero a Elianne...

Pierre frunció el entrecejo.

 Pero...

 De verdad, Claude. Ella es feliz... debe de serlo tanto como Gerard... Ya están en venta las pastillas que les harán famosos. ¿Qué más quieren?

Claude se encogió de hombros y después de un profundo suspiro:

 ¡Que me aspen si te entiendo! 

* * * 

Las noticias fueron surgiendo poco a poco, de una manera comedida, como si el cerebro de los redactores y periodistas estuviese ya afectado.

Una espantosa languidez caía sobre los humanos.

Todo el mundo cumplía, pero el interés parecía haber desaparecido de los rostros, de los actos, de las palabras...

La gente iba y venía a su trabajo, deteniéndose en los esta­blecimientos donde se vendían las pastillas para preparar aquella sustancia que no les haría pensar en el alcohol.

Y los ojos se entornaban, semicerrándose también el cerebro, al que llegaban, cada vez con más dificultad, más lejanos, los estímulos exteriores.

Todo parecía seguir igual y quizá la generalización de aquel fenómeno hacía que casi nadie se diese cuenta de que los humanos no eran los mismos, de que no hablaban ni sentían de la misma manera que antes.

Casi nadie.

Elianne y Gerard seguían recorriendo el mundo, rodeados de una fama creciente, siendo recibidos por grandes perso­najes mundiales y llevados metafóricamente en hombros.

Sólo unos pocos se daban cuenta de ello. Pero no habían llegado a alarmarse, ya que la mayoría estaba convencida de que aquellas pastillas formaban parte de un plan mundial para hacer desaparecer por completo el alcoholismo.

Hasta que Gerard empezó a tomar pastillas.

Su vivacidad cedió tan repentinamente, que Elianne fue la primera en alarmarse. Y aquella tarde, cuando volaban hacia París, intentó darse cuenta de lo que ocurría a su compa­ñero.

—Te veo extraño, Gerard.

El sonrió, sin mucho entusiasmo.

—¿Qué quieres decir?

 No me pareces el mismo.

El la miró con ojos turbios.

 ¿Es que has dejado de quererme?

Elianne frunció el entrecejo.

 ¿Por qué dices eso, Gerard? ¿Quién te autoriza...?

 Yo creía...

—Tú puedes creer lo que quieras; pero ya sabes que, entre nosotros, no hay más que una excelente amistad, una buena camaradería.

Gerard no contestó.

 Lo que te estaba preguntando —insistió ella — , es si te sientes raro, si te pasa algo.

—¿A mí? Nunca me he sentido tan bien como ahora.

—¿No crees que las pastillas...?

—¿Las pastillas? Es lo más maravilloso que se ha podido inventar. ¡Se siente uno tan bien! Es como si todo hubiese perdido importancia, como si el mundo se hubiera convertido en algo muelle... dulcemente blando.

Y después de una pausa.

 Tú no puedes imaginártelo, pequeña... ¿Ves lo que me acabas de decir? Cualquier hombre se hubiese desesperado al saber que no era correspondido: yo no... Es duro decirlo, pero me es igual... Ni fu ni fa... así me ha dejado tu negativa.

—¿Sabes que eres un grosero?

 Lo que tú quieras, querida...

Elianne se mordió los labios.

Estaba ahora más convencida que nunca de que «algo» le ocurría a su compañero. Y pensándolo, recordó haber visto muchos rostros como aquél, apáticos, sin la menor chispa de vitalidad en los ojos apagados.

Sin volver a decir una sola palabra, ella se puso a acariciar a «Mignonne».

 Si no fuese por ti, pequeña —musitó.

—¿Decías algo, Elianne?

 No. Hablaba con la perrita.

Gerard se encogió de hombros, arrellanándose en la butaca del avión.

Elianne pensaba.

La imagen de Pierre cobraba fuerza en su mente y hasta le parecía mentira que hubiese podido estar tanto tiempo lejos de él.

¡Pobre Pierre!

Se daba cuenta de que no había dejado de amarle un solo instante y de que cada momento pasado lejos de él no había hecho más que aumentar aquel cariño que ahora le invadía tan dulcemente.

Fue algo inesperado.

¿Por qué no hundirse voluntariamente en aquel ensueño?

Una copita del termo que Gerard llevaba preparado, y todo el mal desaparecía de golpe, toda aquella intranquilidad, aquella prisa que tenía por que el avión llegase a Orly...

Miró de reojo a su compañero.

Gerard dormía profundamente, vuelto hacia el pasillo.

Ella se apoderó del termo y se sirvió medio vaso; después, al encontrar aquel líquido de sabor agradable, se llenó otro vaso.

Y se recostó, entornando los ojos.

«Mignonne», en su regazo, levantó su cabecita, mirando el rostro sereno de su dueña.

¡Si hubiese podido sonreír! 

CAPÍTULO IX

NOVENA JUGADA: ENROQUE LARGO... Y MATE! 

A la cabeza de su patrulla, Claude, con la emisora portátil  junto a su rostro, avanzaba, junto a los hombres que sujetaban el ímpetu de los perros.

Estos tiraban de las correas, buscando liberarse y lanzando aullidos alegres, como si ya olfateasen su presa.

Por el cielo, perdiéndose entre las crestas de las montañas, los helicópteros braceaban pausadamente sus rotores.

 ¡Aquí, patrulla primera!

La voz de uno de los pilotos se dejó oír.

 Nada aún, profesor Santeil.

El día era magnífico y el plan de caza también. Las patrullas, que formaban un círculo completo, iban avanzando hacia la parte inhóspita de la montaña, guiadas constante­mente por los helicópteros.

Claude estaba contento.

Se daba cuenta de la importancia de la operación y estaba dispuesto a llevarla a cabo, sabiendo que no podía defraudar a Pierre.

—¡Oiga!

Era la voz de uno de los pilotos.

—¿Diga?

—¿Profesor Santeil?

—Sí.

—Veo algo, señor... espere., ¡sí, eso es! ¡Es un grupo enorme de perros, profesor! ¡Por lo menos hay doscientos!

 Perfecto. ¿Qué dirección siguen?

 Se dirigen hacia ustedes.

 Bien.

Claude sonrió.

Recordaba perfectamente que Pierre le había prevenido de que ocurriría algo semejante, ya que «ellos», ignorando lo que los terrícolas sabían, intentarían abrirse paso, sin miedo, penetrando en los cuerpos de los perros que ya sabían se acercaban a ellos.

Las órdenes se fueron comunicando, reforzándose la patrulla de Claude con las vecinas, que vinieron a engrosar sus efectivos.

Los hombres prepararon sus rifles.

Y, de repente, una enorme manada de perros surgió de un bosque vecino.

Era impresionante.

Los hombres de las patrullas soltaron los perros, todos ellos de presa, collares armados de púas. Al mismo tiempo, se echaron las armas a la cara.

Una descarga horrible estalló.

Enseguida, la pelea entre los animales tomó el aspecto de una formidable epopeya; pero la clase de los seleccionados, casi todos ellos mastines y pastores alemanes, no tardó en imponerse sobre los callejeros que habían salido del Instituto Pasteur.

 ¡Mire, profesor!

Una serie de masas viscosas, de color verde, empezaban a salir de las orejas de los perros muertos. Claude pudo ver que el primer impulso de aquellos repugnantes seres era el de lanzarse hacia las orejas de los animales que los cazaban, pero las placas metálicas los rechazaban, haciéndoles caer definitivamente en el suelo.

Una hora más tarde, todos los perros habían muerto, así como sus horrendos parásitos.

 ¡Profesor!

La radio le llamaba.

—¿Qué hay?

—Acabamos de descubrir una serie de esferas brillantes, medio escondidas junto a un barranco...

—¿Pueden aterrizar?

 Creo que sí.

 Háganlo y venga uno de ustedes a por mí.

Poco después, cuando el helicóptero que llevaba a Claude se posó junto a los otros, los hombres habían puesto a descubierto los extraños objetos brillantes.

 ¡Astronaves! —exclamó uno de ellos.

 Sí —repuso Claude.

Y sonrió más admirado hacia Pierre, que había sabido descubrir uno de los más alucinantes misterios que el Hombre había conocido. 

* * * 

Había dejado a Gerard que se fuese directamente a su casa, desde Orly, ya que él le dijo que estaba muy cansado.

Ella regresó a su domicilio.

Se encontraba bastante extraña y como había cogido el termo de su compañero de viaje, tomó dos vasos más mientras se sentaba en su living.

¿Por qué aquel odio repentino?

Su parte lúcida, cada vez más pequeña, luchaba deses­peradamente contra la idea que una especie de obsesión interna le iba imponiendo ladinamente.

¿Matar a Pierre?

Le parecía una monstruosidad enorme.

Pero ¿no la había despreciado? ¿No había dejado que se fuese con Gerard, echándola materialmente en sus brazos, considerándola como una mujer de la peor estofa?

¡Miserable!

A medida que las ideas iban apoderándose de su mente, veía las cosas con una claridad mayor, tomando cuerpo en su espíritu la convicción plena de que Pierre merecía un castigo.

¡Se había reído de ella!

Se levantó, nerviosamente, recordando que tenía un pequeño revólver en la mesilla de noche. Luego de haber comprobado que estaba cargado, se dirigió al living, acari­ciando de paso a «Mignonne», que como una porcelana, estaba inmóvil sobre uno de los sillones.

Marcó el número.

Cuando, al otro lado, la voz de Pierre, una sorda rabia se apoderó de ella; pero logró dominarse.

 Soy yo, Pierre...

 ¡Elianne!

¡El muy hipócrita!

¡Como si pudiese engañarla con aquel cálido tono de voz!

 ¿Hace mucho que has vuelto, querida?

Ella se mordió los labios. Aquello de «querida» era el colmo.

 Hace un rato.

 ¿Y Gerard?

 En su casa. Se encontraba un poco cansado.

 Lo comprendo; pero, sintiéndolo mucho, debo ir a verlo inmediatamente... es algo urgente. ¿No os habéis dado cuenta de los extraños efectos que producen las pastillas?

Una voz misteriosa gritó en la mente de ella; «¡Peligro!» Y con un tono dulzón;

—Justamente te llamaba para eso, querido... Tengo algo que demuestra lo que acabas de decir.

 ¡Me lo esperaba! Eres una mujer inteligente y estaba seguro de que te percatarías. Hay algo en la fórmula que debe de haber variado la que yo le di a Auteil.

 Eso pienso yo también...¿por qué no vienes?

Hubo un silencio y ella se percató, aun desde lejos, de la emoción que su invitación debía producirle.

—¿Lo dices... de verdad, Elianne?

 ¡Qué tonto eres! ¿Crees que me he olvidado de ti?

 Pero...

 No digas nada... y ven. Si estuviésemos en otros tiempos, te prepararía un buen Martini...

 ¡Eso no importa, amor mío! ¡Voy volando!

 Te espero.

Puso tanta intensidad emotiva en aquellas dos palabras, que salieron como un susurro de sus labios, que se dio cuenta de que él no se decidía a colgar, como si esperase que aquel delicioso sonido, que era como un beso, no se acabase nunca.

Pero ella colgó, sin brusquedad, suavemente, para no romper el encanto. 

* * * 

¡Quieto, «Loyal»!

El hermoso perro tiraba de él, mientras subían las escaleras de la casa donde vivía Elianne.

Pierre sonrió.

 ¡Ni que te esperase tu amada, amigo mío! ¿Has olvidado que soy yo a quien esperan?

La puerta se abrió momentos después y ella se echó, en sus brazos, ofreciéndole Sus labios.

 Pasa, amor mío... ¡Oh! ¿Por qué has traído el perro?

—Yo...

 Déjalo atado... ¡Mi pobre «Mignonne»! Se daría un susto tremendo.

 ¡Echado, «Loyal»!

El perro se tendió, obediente, en el hall, pero su amo no lo ató, ya que no se movería de allí en momento alguno.

Pasaron al living,

 Siéntate, Pierre.

El miró a la perrita.

 ¡Caramba! ¿Esa es «Mignonne»?

—¿Verdad que es preciosa, cariño?

 -Muy bonita. Ya me dijo Claude que la tenías... ¡Menos mal que pasó el miedo a los animales hidrófobos!

Ella le acarició los cabellos, ensortijándolos entre sus largos y finos dedos.

—¿Quién se acuerda de todo eso, amor mío? Ahora no hemos de pensar más que en nosotros dos... solos.

Una especie de nube parecía envolverle; no obstante, su espíritu luchaba por mantenerse alerta.

 -Voy a darte unas pastas y un poco de té.

 -Gracias, Elianne...

Ella se alejó, pero se volvió cuando había llegado a la puerta. Pareció pensarlo y se fue después hacia la cocina.

Pierre miraba la perrita.

Fue entonces cuando «Loyal» asomó la cabeza por la puerta, emitiendo un rugido sordo. Sus ojos estaban fijos en «Mignonne».

 ¡«Loyal»! —le gruñó su amo en voz baja — , ¡Largo de aquí! ¡Vuelve a tu sitio!

Ella volvió con el té.

Fronsard se apoderó de la taza, sonriendo a la muchacha y ésta, cuando él empezó a beber, retrocedió unos pasos, sacó velozmente su revólver y disparó.

Pierre no lo esperaba tan pronto.

Se había colocado frente a un jarrón, que reflejaba, aunque deformada, la imagen de la muchacha y la vio hacer ademán de disparar; pero, aunque se echó rápidamente al suelo, no pudo evitar que la bala rozase su hombro izquierdo, produciéndole una quemazón fortísima.

Se rehízo.

De un salto se precipitó sobre Elianne, cogiéndole el brazo que se extendía nuevamente, dispuesto a no repetir el fallo.

La bala se clavó en el techo.

Al mismo tiempo, con un rugido formidable, «Loyal» entró en la habitación, y se precipitó como una furia sobre la perrita, clavándole sus acerados colmillos en el cuello.

Pierre había desarmado a la muchacha.

 ¡Deja, «Loyal»!

Pero el perro no escuchaba a nadie.

Mientras el hombre sujetaba a la mujer, que se debatía furiosamente, el «pastor alemán» hacía que la sangre manase a borbotones de la garganta de «Mignonne».

Entonces salió.

Por segunda vez, Pierre contempló con asco aquella masa verdosa que brotaba de las orejas del animalito.

«Loyal» lanzó un rugido de estupor.

Dos especies de filamentos, dos tentáculos brotaron de la masa, lanzándose hacia las orejas del perro. Se oyó un chasquido metálico y aquella especie de alucinantes muño­nes cayeron definitivamente al suelo.

Al mismo tiempo Elianne caía en un profundo sopor.

Dejándola en el suelo, Pierre se dirigió hacia el teléfono y se puso en comunicación inmediata con Dupré.

 Comunique al Gobierno que detenga la fabricación de pastillas... «Ellos»; es decir, el último que quedaba, ha modificado la fórmula... ¡Estamos adormeciendo a la huma­nidad!

—¿Es posible?

 Sí. Haga la misma comunicación a todos los gobiernos del mundo. Utilice la ONU si es necesario.

 Bien.

Y cuando Pierre iba a cortar:

 ¡Oiga, profesor, un momento!

—Diga.

—Todo no van a ser malas noticias... ¿Sabe que me co­munican del Midi que la fermentación alcohólica vuelve a aparecer?

Pierre sonrió.

 ¡Es una excelente noticia, señor Dupré, una excelente noticia!

Y colgó. 

EPÍLOGO 

CLAUDE penetró en la terraza y se acercó silenciosamen­te a la pareja. Pero cuando consideraba haberlo logrado, un gruñido le detuvo.

—¡Maldita sea! ¡Yo que quería sorprenderos!

Pierre y Elianne le miraron sonriendo.

—¡Ven aquí, «Loyal»! —ordenó Fronsard.

Claude se sentó junto a la pareja.

—¿Qué tal ese viaje de novios, Elianne?

—¡Formidable! La verdad es que lo hemos pasado muy bien... ¿Sabes dónde hemos ido?

—No.

—¡A España!

—¿A España?

—Sí. Barcelona, Madrid, Valencia y, sobre todo, Andalu­cía, lo más bonito que vimos jamás.

Claude frunció el entrecejo.

—¿No... exageráis?

Pierre sonrió y alargando una botella que había sobre la mesa:

—¡Prueba eso!

—¿Qué es?

—¡Pruébalo!

Claude obedeció, chasqueando glotonamente la lengua.

—¡Maravilloso!

—Vino de Jerez, amigo mío... ¡Y pensar en la jugarreta que nos hicieron aquellos bichos...! Aquí, en ese vaso, tienes Andalucía entera y, sobre todo, como dicen por allá... ¡sol embotellado! 

FIN


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