Clark Carrados es Luis García Lecha, uno de los imprescindibles en las novelitas de la época. Se movió en la literatura de kiosco durante años con gran éxito. Desarrollaba con rapidez y eficacia relatos de wéstern o de ciencia ficción, bélicos o policiacos, de misterio o de terror, así hasta llegar a superar las dos mil novelas publicadas en colecciones de diferentes editoriales como Toray, Bruguera, Ediciones B, Editorial Andina y Ediciones Ceres.
Escribió bajo seudónimos como Clark Carrados, Elmer Evans, Casey Mendoza Glenn Parrish o Konrat von Kasella, o con el de una divertida adaptación fonética al inglés de su auténtico nombre: Louis G. Milk, que también usó en los tebeos
Capítulo I
El
gran satélite estaba allá arriba, orbitando en torno a la Tierra a poco más de
treinta mil kilómetros, escudriñando el cosmos con sus poderosos telescopios,
ópticos y de señales de radio, enorme conjunto de maquinaria flotando ingrávidamente
en el espacio y sustentador de las vidas de decenas de millares de personas.
Su
nombre oficial era Ciudad Satélite número 1 — C.S.1 en abreviatura —. Casi
nadie le llamaba de esa manera.
La
C.S.1 tenía muchos sobrenombres: «El Monstruo», «La Locura de los Humanos», «El
Ojo», «La Torre de Babel», éste debido a la altura a que se hallaba sobre la
Tierra y a la profusión de lenguas que se hablaban en su interior... y otros
muchos más, la mayoría simples caprichos de sus autores.
El
satélite no sólo vigilaba el cosmos. También vigilaba la Tierra.
Era un
ente abstracto, internacional. Desde sus observatorios, fabulosamente dotados,
se vigilaba la paz del mundo. Tal vez por esto le llamaban «El Ojo»,
El
satélite medía dos kilómetros y medio de longitud, por casi otro tanto de
anchura y unos doscientos metros de grosor. En su interior, las comunicaciones
se efectuaban principalmente en el plano vertical, por medio de ascensores.
También
había carretillas eléctricas para desplazamientos en planos horizontales,
aunque sólo se usaban en casos de extrema necesidad. Había algunas aceras
rodantes, pero no demasiadas. El espacio se necesitaba para otras cosas... y a
los habitantes de la C.S.1 les convenía el ejercicio.
Totalmente
estanco, el satélite contenía los edificios suficientes para alojar a las
varias decenas de miles de personas que habitaban en él. Además tenía una
sección destinada exclusivamente a estación espacial, para el servicio de las
astronaves que iban y venían por el sistema solar. Una segunda estación estaba
dedicada íntegramente a las astronaves de aprovisionamiento y movimiento de
pasajeros con destino al satélite o que partían de él hacia el planeta.
La
C.S.1 era el resultado de largos años de planeamiento y esfuerzos mancomunados
de todas las naciones de la Tierra. Era casi una máquina perfecta, en la que un
fallo parecía algo imposible.
Todas
las naciones habían aceptado la vigilancia que se hacía desde el satélite.
Hasta los países más poderosos habían acabado por ceder ante la presión ejercida
por los menos fuertes.
El
satélite no estaba armado, estrictamente hablando. No poseía cohetes con bombas
capaces de arrasar una nación. Sin embargo, sus otros medios de ofensiva, caso
de que una nación sintiese veleidades agresivas hacia otra, so pretexto de un
conflicto que no se podía resolver pacíficamente —y se estimaba que todos
tenían una solución pacífica—, era muy grandes.
La
C.S.1 tenía una órbita fija, pero en caso necesario podía desviarse de ella y
situarse sobre la nación presuntamente agresora. Simplemente, provocaría un
eclipse de sol.
Había
medios para ello. Una nación podía vivir una semana o dos o diez sin sol, como
solía ocurrir en regiones invernales, pero no indefinidamente. Hasta en las
regiones polares luce el sol algunos días al año.
La
paz, pues, parecía asegurada. Hacía muchísimos años que no se conocían
conflictos de gravedad entre las naciones. Además éstas, según sus áreas
geográficas, se habían agrupado por federaciones que constituían entidades
supranacionales de mayor tamaño político, social y geográfico.
El
viejo sueño empezaba a hacerse realidad. Pronto, la Tierra se hallaría
unificada bajo un solo gobierno.
La
C.S.1 era el primer paso. Todas las naciones, poco o mucho, pero dando a cada
una un valor idéntico por sus trabajos, habían colaborado en su construcción.
Ya se estaban haciendo los planos para construir la C.S.2.
Entonces,
cuando todo parecía marchar sobre ruedas, cuando se tenía la sensación de que
nada ni nadie podía alterar ya el curso de una nueva era de la Historia de la
Humanidad, fue cuando se produjo el suceso que amenazó con dar al traste con
todo lo conseguido por los hombres hasta el momento.
* * *
El
cuerpo flotaba inmóvil en el espacio, a pocas decenas de metros del satélite.
Tenía un brazo bajo la nuca, el otro ligeramente extendido y las piernas un
poco separadas.
De
haber estado en el suelo, habría parecido un durmiente. También había tipos que
se dormían en el espacio.
Pero
dentro de sus escafandras. No se conocía ningún caso de un ser humano que se
hubiese tendido a dormir a la bartola en el espacio, sin la protección de su
escafandra.
El
primero que lo vio fue un técnico del servicio de higiene, franlibre de trabajo
en aquellos momentos. Pasaba por uno de los miradores de la ciudad satélite y
vio al hombre que dormía fuera, en el vacío.
Inmediatamente,
dio la alarma. Había teléfonos por todas partes y marcó el número de la Central
de Orden.
—
Habla Sandro Mirane, número de orden 30-L-778012 —dijo—. Estoy viendo un hombre
muerto...
— No
lo toque —fue la respuesta inmediata del receptor de la llamada.
—- No
lo tocaré, descuide — dijo Mirane con sarcasmo —. Él está fuera y yo dentro.
—
¿Fuera de la ciudad?
— Sí.
—
¿Dónde se encuentra usted, Mirane?
—
Estoy en el Nivel Cero, Cuadrado Nueve, en el mirador de recreo. Desde aquí,
puedo ver al individuo perfectamente.
— Muy
bien, eso es todo por ahora.
Mirane
cortó la comunicación y se acercó de nuevo al gran ventanal que le separaba del
helador vacío del espacio.
¿Qué
hacía aquel tipo afuera?, se preguntó. Vestía una simple camisa de manga corta
y pantalones ajustados, más o menos, como todos los que residían en la ciudad.
Mirane no creía haber oído ninguna alarma de apertura indebida de alguna
esclusa.
Por
tanto, ¿cómo había salido aquel hombre hasta allí?
* * *
En la
Central de Orden, el telefonista pasó la noticia inmediatamente al jefe
Álvarez.
—
Acaban de anunciarme que hay un hombre muerto en el espacio, señor — informó —.
Nivel Cero, Cuadrado Nueve, a la altura del mirador de recreo — puntualizó.
El jefe
de Orden tocó una palanca. Una pantalla de televisión se iluminó en el acto
frente a su mesa.
El
objetivo de la cámara recogió inmediatamente la imagen del hombre muerto.
Manuel Álvarez manejó el «zoom» y la figura del hombre muerto creció hasta
llenar la pantalla por completo.
El
rostro quedaba en sombras, debido a su posición. Era imposible conocer su
identidad por aquel medio. No obstante, Álvarez creyó que se trataba de un
hombre relativamente joven y fuerte.
Por el
momento, no se apreciaban en él señales de violencia. Cerró la pantalla y se
inclinó hacia un interfono:
—
Equipo de socorro número dos. Un hombre muerto en el espacio, Nivel Cero,
Cuadrado Nueve, frente al mirador de descanso. Actúen —ordenó.
Un
gongo empezó a sonar inmediatamente. Media docena de hombres corrieron a
colocarse sus trajes de vacío.
Álvarez
marcó una cifra en su interfono. Al terminar, dijo:
—
¿Central de Presión Atmosférica?
— Sí,
hable — le contestaron.
— Hay
un hombre muerto en el espacio, sin escafandra. ¿Tienen ustedes noticia de la
apertura de alguna esclusa sin las formalidades reglamentarias?
—Un momento, señor, voy a consultarlo
inmediatamente.
Álvarez
esperó cosa de treinta segundos, mientras sus dedos tamborileaban sobre la
mesa. Al cabo oyó:
—
Señor, no se ha abierto ninguna esclusa sin solicitar el permiso
correspondiente. Todas las salidas de las últimas veinticuatro horas están
perfectamente registradas y justificadas.
—
Bien, gracias.
Álvarez
tocó ahora una tecla de color rojo. Era la que conectaba su interfono a la red
general de altavoces.
—
Habla el jefe de Orden — anunció —. A todos los departamentos: Investiguen en
el acto la falta de algún miembro de su personal y comuniquen su nombre y demás
peculiaridades a esta jefatura. Eso es todo.
Álvarez
cerró la comunicación. Al igual que Sandro Mirane, se preguntó qué podía hacer
un hombre sin escafandra fuera de la ciudad satélite.
* * *
En la
ciudad satélite n.° 1 la vida seguía su curso normal.
Eran
cincuenta o sesenta mil personas. Lo mismo habría ocurrido en cualquier ciudad
terrestre de análogas dimensiones humanas y geográficas.
Los
científicos realizaban sus tareas con normalidad. Los encargados de los
distintos servicios hacían que éstos funcionasen como de costumbre.
Los
que no tenían trabajo, se distraían de un modo u otro o bien descansaban. Los
hombres más jóvenes en descanso buscaban compañía femenina.
Muchos
escribían a sus familias. Otros, dormían simplemente. Algunos tenían que
trabajar durante los períodos de descanso nocturno, ajustados en un todo al
horario terrestre.
Todo
aparentaba normalidad. Ninguno de los habitantes de la C.S.1, sin embargo, se
daba cuenta de que estaban al borde de la catástrofe.
Una
catástrofe que podía, no sólo aniquilar el gigantesco satélite, sino poner en
peligro la paz del mundo, lograda al cabo de décadas de empeñados esfuerzos.
Y todo
ello por un simple cadáver que flotaba en el espacio, a pocos metros de la
ciudad satélite.
* * *
Los
hombres que habían salido al exterior, regresaron con su macabra carga. El jefe
de la patrulla ordenó:
—
Llévenlo al hospital para su reconocimiento por los forenses.
El
cuerpo fue cargado en una carretilla eléctrica y cubierto con un lienzo blanco.
La carretilla arrancó velozmente hasta el próximo ascensor, que la llevó al
nivel decimocuarto, donde estaba el hospital general de la ciudad satélite.
Los
médicos se entregaron inmediatamente a la faena. Las ropas del muerto fueron
apartadas a un lado y registradas minuciosamente por un delegado especial del
jefe Álvarez.
El
delegado no encontró en aquellas ropas ninguna marca ni la menor señal que le
permitiese identificar al muerto. Ni siquiera había señales de que hubieran
sido arrancadas las etiquetas de origen.
En
cuanto a los forenses, lo primero que observaron fue que el muerto, que no
presentaba señales externas de violencia, aparentaba unos treinta y cinco años,
tenía el pelo negro y las pupilas de color marrón oscuro.
La
piel era de un color indefinido, más bien tostado. Sus rasgos poseían ciertas
características orientales, aunque no demasiado acusadas. Los labios eran
gruesos y el pelo era un tanto rizado.
—
Diríase que en este hombre hay una mezcla de las tres razas básicas de la
humanidad: blanca, negra y amarilla — comentó uno de los forenses.
Por
más que indagaron, no pudieron averiguar las causas de la muerte. El hombre
había estado clínicamente sano, hasta el momento de su defunción.
Todos
sus órganos ofrecían una acusada normalidad, salvo las consecuencias propias de
una repentina exposición al vacío espacial.
Finalmente,
los galenos acordaron emitir un informe en el que hacían constar que la muerte
del desconocido se debía a descompresión por haber salido al espacio sin la
protección del traje de vacío.
El
delegado del jefe Álvarez tomó las huellas dactilares del cadáver. Inmediatamente,
las comparó con las que tenía en su archivo.
El
informe resultó también negativo:
— Ese
hombre no ha estado jamás en la C.S.1 — aseguró el delegado.
Los
jefes de los distintos departamentos corroboraron también el informe anterior.
No faltaba ningún miembro de su personal. Todos los que no estaban trabajando
en aquellos momentos, podían justificar su presencia en algún lugar de la
ciudad satélite.
El
jefe Álvarez empezó a pensar en que se hallaba ante uno de los misterios más
difíciles de su carrera de policía.
Todavía
ordenó una nueva investigación.
Hasta
el momento de aparecer el cadáver y en las últimas veinticuatro horas —los
médicos juzgaban razonablemente que la muerte se había producido entre seis y
siete horas antes de ser avistado—, habían llegado a la estación del satélite
nueve astronaves de aprovisionamiento, todas las cuales habían zarpado sin
novedad.
La
última había vuelto a la tierra una hora antes de que Sandro Mirane viese al
hombre muerto flotando en el espacio. Una consulta a los capitanes de las
astronaves hizo saber a Álvarez que las tripulaciones estaban completas.
Nadie
faltaba en la ciudad satélite ni en las astronaves.
Entonces,
¿de dónde había salido aquel hombre?
¿Cómo
había llegado hasta el satélite?
Y si
había llegado a entrar, ¿por qué había salido después al espacio, sin la
escafandra protectora?
Álvarez
se desesperaba.
No
había respuestas para ninguna de aquellas preguntas.
Álvarez,
a pesar de todo, no se rendía. A través de todos los televisores de la ciudad
satélite, proyectó una fotografía del muerto, con la vana esperanza de que, tal
vez, alguien le conociera.
En
efecto, fue el último esfuerzo, tan inútil como los anteriores. Nadie sabía
quién era el difunto.
Un
chusco pronunció una frase que, en buena parte, resumía el sentir general de
los habitantes del satélite:
— El
muerto es el hombre que nunca nació — dijo.
Y,
así, aquella frase quedó como remoquete que todos aplicaron al cadáver.
Era el
hombre que nunca nació.
En
aquellos momentos, el autor de la frase ignoraba por completo cuán cerca había
estado de decir la verdad acerca del desconocido.
Capítulo II
El
hombre caminaba lentamente por la calle, como gozando de la agradable
temperatura del primaveral ambiente que se respiraba por todas partes. A
cincuenta metros de distancia, un hombre le apuntaba con un rifle de una clase
especial.
El
arma era absolutamente silenciosa. Sus proyectiles tenían la dureza de los
comunes, pero poseían una cualidad singular: se disolvían en los líquidos
orgánicos a los diez segundos de haber llegado a su objetivo.
En la
composición del proyectil entraba un veneno de alto poder tóxico.
Mientras
no tocase carne, ya fuese de hombre, ya fuese de un animal, el proyectil
conservaría su dureza original. Podría abollarse o deformarse al chocar con una
pared, por ejemplo, pero la reacción química no se iniciaría.
La
mira del rifle encuadró exactamente la espalda del paseante. El tirador
ignoraba que estaba siendo vigilado al mismo tiempo.
No
lejos de él, Harry Wildare estaba provisto de otro rifle, pero muy distinto del
anterior. Era, en realidad, un proyector de escudos de energía, dotado, además,
de cámara filmadora. Desde el punto en que se hallaba, Harry Wildare, podía
captar perfectamente las dos figuras: la del asesino y la de su víctima.
El
asesino curvó su dedo en torno al gatillo. Wildare hizo lo mismo.
Ambos
dispararon simultáneamente. La bala tropezó con el muro de energía y cayó
inofensivamente al suelo.
El
paseante continuó su camino. Groff Thurmond se quedó boquiabierto.
Su víctima
no había hecho el menor gesto. Siempre que hacía un disparo, el destinatario
acusaba el impacto.
«¿Había
fallado su rifle?», se preguntó Thurmond, atónito.
Revisó
el arma. No, todo parecía en orden...
De
pronto, vio un hombre ante él. Thurmond palideció.
—
Wildare —dijo.
— El
mismo —sonrió el aludido.
Thurmond
levantó su rifle desesperadamente. Algo invisible chocó contra su cuerpo,
derribándolo al suelo.
Wildare
se inclinó y recogió el rifle del asesino.
—
Levántate, Groff —ordenó.
Thurmond
obedeció pesadamente. La descarga de energía le había aturdido.
Antes
de que pudiera recobrarse, sintió que dos argollas de acero se cerraban en
torno a sus muñecas. Furioso, quiso liberarse, pero el cierre electromagnético
habría resistido el tirón de una ballena.
— Se
acabó para ti la vida de asesino profesional — dijo Wildare, satisfecho—. La
cámara ha registrado minuciosamente el menor de tus movimientos. A partir del
disparo, ha grabado el vuelo del proyectil y su detención a un palmo de la
espalda de tu víctima.
Thurmond
dejó de forcejear.
—
¿Cómo lo supo? — preguntó atónito.
— El
único medio de ponerte la mano encima, era apresándote en flagrante delito —
explicó Wildare divertidamente—. Tu víctima no era un millonario que estorbaba
a su esposa. Ni la esposa con ganas de enviudar era tal esposa, por supuesto.
— Una
trampa miserable —barbotó Thurmond, colérico.
—
Llámalo como quieras, pero el juez admitirá que intentaste asesinar a un
hombre. ¿Vamos, Groff?
Thurmond
bajó la cabeza, como abrumado por su derrota. De pronto, acometió a Wildare con
ciega furia.
Wildare
ya se esperaba algo por el estilo. Se apartó a un lado, dejó pasar al asesino y
cuando lo tuvo a su altura, le golpeó en la nuca con el cañón de su propio
rifle.
Thurmond
cayó al suelo fulminado. Inmediatamente, Wildare acercó los labios a lo que
parecía su reloj de pulsera.
—
Habla Wildare —dijo—. Objetivo conseguido. Estamos en la Avenida Dieciocho,
frente al número 933. Espero.
Una
voz le contestó en el acto:
—
Enterados. Llegaremos ahí dentro de cinco minutos.
Wildare
sonrió satisfecho. Había realizado con éxito una de las misiones más difíciles
de su carrera.
* * *
Eran
las siete y media de la tarde cuando Harry Wildare llegó a su apartamiento.
Lo
primero que vio al entrar fue una lámpara de color ámbar que oscilaba sobre la
gran pantalla televisión empotrada en la pared. Se acercó al muro, presionó un
botón e, inmediatamente, oyó una voz:
—
Grabe el siguiente mensaje... grabe el siguiente mensaje...
Wildare
presionó otra tecla. Ahora le enviarían el mensaje. Luego, cuando lo
necesitase, podría reproducirlo en la pantalla siempre que quisiera.
El
mensaje apareció segundos más tarde.
Decía:
Se le nombra
investigador especial para resolver caso fallecimiento hombre desconocido en
vecindad C.S.1. Estará directamente a las órdenes jefe Orden Manuel Álvarez, de
quien recibirá instrucciones. Envíe inmediatamente aceptación o razones posible
negativa.
Wildare
dejó de sonreír.
Conocía
al autor del mensaje. ¡Las razones de su posible negativa!
¡Qué
tontería! Tenía que ir a la Ciudad Satélite número 1, cosa que no le gustaba en
absoluto.
Wildare
no sentía la menor aversión hacía la conquista del espacio. Lo que sucedía era
que estaba muy bien en el planeta.
Le
gustaba tener los pies asentados sobre tierra firme. Los viajes en una
astronave, a pesar de que no sería el primero, le sentaban siempre como un
tiro.
Pero
no tenía otro remedio que obedecer. La consulta final del mensaje no era sino
mera fórmula.
Apretó
el botón de enterado. Era suficiente.
Otro
mensaje apareció entonces en la pantalla:
Preséntese mañana
en jefatura para recoger pasaje y últimos informes del caso. Punto final.
Wildare
sacó la lengua hacia la pantalla. Después de haber apagado el televisor,
naturalmente.
En
aquel momento, llamaron a la puerta.
Wildare
suspiró.
—Con
las ganas que tengo de moverme en el baño — rezongó.
Atravesó
la sala y abrió la puerta. Parpadeó al verse frente a la muchacha.
Ella
era de elevada estatura y formas armoniosas. Tenía el pelo oscuro, aunque no
negro del todo, y el color de sus pupilas era gris con chispitas azules.
Parecía
tener poco más de veinte años. Vestía una blusa cerrada, sin mangas, muy
ajustada por la parte del busto, y pantalones que más parecían una malla de
ballet. La blusa era de color verde oscuro; los pantalones eran del mismo
color, pero todavía más oscuros. En la mano izquierda llevaba un gran bolso
verde.
Los
ojos de la muchacha le estudiaron críticamente.
— ¿Es
usted el investigador Wildare? — preguntó.
— Si,
señora...
— Soy
Emma Dairen —se presentó ella— Necesito hablar con usted, señor Wildare.
Wildare
se echó a un lado. Casi en el acto observó que las manos de Emma estaban
desprovistas de anillo.
«Soltera»,
dedujo.
—Siéntese,
por favor — invitó, intrigado por la presencia de la hermosa joven en su
apartamiento.
—
Gracias — contestó ella sobriamente.
— Le
prepararé algo de beber —ofreció el dueño de la casa.
— No
se moleste, por favor — contesto Emma.
—
Entonces, no le importará que yo tome un trago. Acabo de llegar de la calle
y...
— Por
supuesto, señor Wildare.
Durante
unos segundos, la estancia permaneció en silencio. Luego, Emma dijo:
—
Señor Wildare, es usted uno de los investigadores especiales más acreditados
del Departamento de Seguridad.
— Hay
opiniones al respecto — contesto el en tono ligero—. Algunos aseguran que soy
un mulo, con todos los respetos debidos a tales semovientes híbridos.
— Esto
no es cosa de broma, señor Wildare —dijo ella severamente —. Se trata de una
persona desaparecida.
— En
el Departamento hay una sección de...
Emma
le interrumpió instantáneamente.
— Lo
sé, pero no quiero hacer pública tal desaparición — manifestó.
Wildare
tomó un trago.
— ¿Por
qué? —preguntó a continuación.
—
Deseo que la investigación se mantenga en secreto. Es muy importante — aseguró
ella.
— No
lo dudo, pero me temo que no voy a poder hacer nada en su favor, señorita
Deiren. Yo... bien, tengo otro trabajo y, sintiéndolo mucho, no puedo atender a
particulares.
— Lo
sé, pero... ¿no tienen ustedes un periodo de vacaciones? La época, quizá, no es
la más adecuada para ello; sin embargo, usted podría pedirlas y trabajar para
mí. Le pagaría bien, se lo aseguro.
Emma
abrió el bolso y extrajo de su interior un fajo de billetes de un grosor tal,
que hizo parpadear a Wildare. Cada billete, apreció, era de diez mil créditos.
Si
había cien billetes, el montón total de la suma que tenía ante sus ojos era de
un millón. Algo más que una pequeña fortuna, se dijo.
— Todo
será para usted —dijo Emma, con voz suplicante —. No me importan los métodos
que emplee, con tal de que lo consiga. Acepte, por favor...
A
Wildare le daba lástima la expresión de pena que lucía en los bellos ojos la
muchacha, pero se debía a su cargo. Suavemente, volvió el fajo de billetes al
bolso y meneó la cabeza, mientras la miraba.
—
Créame que lo siento — contestó simplemente.
Emma
se mordió los labios. Por un momento, Wildare creyó que se iba a echar a
llorar.
El
esbelto pecho de la joven se hinchó un par de veces. Luego, ella, en silencio,
pareció ir a cerrar el bolso.
De
pronto, metió la mano en su interior. Cuando la sacó, empuñaba algo que parecía
un grueso tubo de metal.
Wildare
respingó. Antes de que pudiera aprestarse a la defensa, vio que un chorro de
gas blanquecino brotaba del tubo y chocaba contra su cara. Percibió un olor
suave, dulzón, pero agudo y penetrante al mismo tiempo, y comprendió lo que iba
a suceder.
De un
salto se puso en pie. En el cuarto de baño tenía el remedio contra el
narcótico. Dio dos pasos, pero la acción del gas era demasiado rápida y lo
único que consiguió fue caer al pie de la puerta qué comunicaba el salón con
las restantes habitaciones. Emma corrió hacia él y se arrodilló a su lado. Una
de sus manos se apoyó suavemente en su cabeza.
— Lo
siento infinito —murmuró, como si él pudiera escucharle —, pero no me ha
quedado otra solución.
* * *
La
Central de Presión se encargaba de todo lo concerniente al perfecto
funcionamiento de los aparatos que suministraban oxígeno a la atmósfera
interior de la C.S.1.
A sus
técnicos incumbía conservar la atmósfera en el grado de presión conveniente,
procurando una adecuada renovación de la misma, así como la existencia de un
grado de humedad que no resultase demasiado agobiante. La menor variación de
presión en cualquiera de los innumerables departamentos de que constaba la ciudad
era registrada en un cuadro indicador ante el que siempre había, al menos, un
par de vigilantes.
El
cierre y apertura de escotillas también se controlaba desde la Central. Dado el
enorme volumen del satélite, había numerosas escotillas por todas partes de su
estructura. Cada vez que una de ellas entraba en funcionamiento, la central lo
sabía inmediatamente.
Era
necesario pedir permiso a la Central para utilizar una esclusa, bien fuese para
salir, bien fuese para entrar al satélite. El papel de la Central, sin embargo,
era el de mera vigilancia de la presión en este caso.
La
Central era uno de los puntos vitales de la ciudad del espacio. Su fallo podía
tener consecuencias funestas.
Las
luces se encendían y apagaban constantemente en el gran cuadro de mandos,
vigilado sin cesar por una pareja de técnicos. El complejísimo cerebro
electrónico de la Central corregía rápida e instantáneamente las alteraciones
de la presión, que no podía sobrepasar ciertos límites, ni por exceso ni por
defecto.
Por
exceso, era difícil que sonasen las señales de alarma. Las poquísimas veces que
se habían encendido las lámparas rojas habían sido por falta de presión.
Un
gran ventanal mostraba a la Tierra aparentemente inmóvil en el espacio, a poco
más de treinta mil kilómetros del satélite. El globo terrestre parecía inmóvil;
en realidad el satélite orbitaba de tal modo que siempre se hallaba sobre un
punto distinto de la Tierra.
La
órbita estaba elegida de modo que siempre se viese un lugar diferente del
planeta, pero la velocidad aparente era sumamente lenta. Así, pues, desde que
se avistaba una nación terrestre hasta que desaparecía al otro lado de la comba
del planeta, pasaban varias horas. La observación, pues, era completa.
Una
luz roja se encendió en el tablero de mandos y osciló con vivos centelleos. Los
técnicos adivinaron inmediatamente la procedencia de la alarma.
Uno de
ellos cogió el micrófono, marcó una cifra y llamó:
—
Habla Central de Presión. Estamos viendo señal de alarma, en esclusa R-40.
Investigue en el acto motivos alarma.
—
Enterado —contestó una voz inmediatamente.
Los
técnicos comentaron el suceso con perfecta tranquilidad.
—
Siempre hay tipos descuidados que se dejan abierta la compuerta exterior — dijo
uno.
— Tal
vez se le quedó fuera a medias algún objeto de su equipo y la compuerta no pudo
cerrar perfectamente — opinó el otro.
El
altavoz sonó de pronto:
—
Atención, Central de Presión. Investigada esclusa R.-40. Todo en orden. Presión
interna normal. No existen motivos de alarma.
Los
técnicos levantaron la vista hacia el cuadro de mandos.
La luz
roja seguía centelleando.
—
Incomprensible — dijo uno.
— Una
avería en la conducción eléctrica -— apuntó el otro.
—
Habrá que avisar a los equipos de reparación de señales de control.
— Sí,
anda, llámalos y que reparen la avería.
Capitulo III
Emma
Deiren hizo que el aeromóvil tomase tierra con gran suavidad y paró los
motores. Luego se soltó el cinturón de seguridad y ordenó:
—
Puede desatarse, señor Wildare.
El
investigador obedeció dócilmente. Emma abrió la portezuela y saltó al suelo.
—
Baje, por favor.
Wildare
obedeció de nuevo. Veía las cosas como a través de una neblina que difuminaba
sus contornos. Estaba en el campo y era de noche. No lejos de allí se divisaba
una casa aislada, cuyas luces estaban apagadas.
Era
todo lo que podía ver por el momento. Aunque hubiera querido rebelarse contra
las órdenes de Emma, le habría resultado imposible.
Hallábase
sumido en un estado hipnótico y sujeto por completo a la voluntad de la joven.
En cierto modo, se percataba de ello, pero también se daba cuenta de la
imposibilidad de resistirse.
—
Sígame, por favor —pidió Emma.
Wildare
echó a andar tras la joven. Emma se dirigió rectamente hacia la casa.
Wildare
se dio cuenta de que era una construcción dedicada al recreo y descanso, de
estilo rústico. Tal vez los troncos eran auténticos, se dijo, en medio de su
estado de hipnosis.
Emma
sacó una llave y abrió la puerta. Al lado había un interruptor y encendió las
luces.
— Pase
y siéntese, por favor.
La
pieza era grande y espaciosa. En una de sus paredes había una artística
chimenea de piedra, apagada en aquellos momentos. Era una decoración cálida,
acogedora.
Emma
trasteó unos momentos por la casa, mientras Wildare continuaba sentado en un
diván próximo a la chimenea.
Minutos
más tarde, Emma regresó a la sala con una bandeja en las manos. Ahora se había
dejado el pelo suelto y se había cambiado de ropa, sustituyendo las anteriores
prendas por un holgado traje de una sola pieza, con mangas y perneras muy
cortas. El color de la prenda era azul vivo.
Emma
abrió su bolso. Sacó un pulverizador y lanzó un chorro de gas a la cara de su
huésped.
—
Despierte — dijo.
Wildare
parpadeó. Inmediatamente se dio cuenta de que había recobrado por completo
todas sus facultades.
— ¿Un
poco de café? —ofreció ella sosegadamente.
El
investigador dudó unos momentos. No sabía si prorrumpir en denuestos contra la
joven y marcharse de allí, o seguir adelante. Todavía tenía tiempo de sobra
antes de acudir a la Jefatura a recoger su pasaje.
—
Tendrá que disculparme por haber recurrido a este método para traerle hasta
aquí — dijo ella, mientras vertía el café en las tazas —. Francamente, era la
única salida que me quedaba.
—
¿Para encontrar a esa persona desaparecida?
— Sí,
señor Wildare.
—
¿Quién es?
Ella
le entregó una taza humeante.
— Mi
padre, el doctor Deiren — contestó.
— No
he oído hablar nunca de él — manifestó el investigador.
— Es
lógico —sonrió Emma—. Mi padre no es amante de la publicidad.
— ¿Qué
edad tiene? —preguntó Wildare.
—
¿Para qué lo quiere saber? —exclamó ella, sorprendida.
—
Conteste, por favor.
—
Cincuenta y dos años, pero se conserva muy bien...
Wildare
soltó una risita.
— No
hay que buscar a su padre; hay que buscar a la mujer... tras la cual ha echado
a correr como un cadete — dijo.
Emma
se indignó.
—
Señor Wildare, mi padre es un hombre perfectamente equilibrado...
— Los
cincuenta y dos años es una edad magnífica para perder el equilibrio cuando se
tropieza con una mujer joven y atractiva —comentó él cáusticamente.
— Debe
saber — dijo Emma muy rígida —, que mi padre y mi madre se quieren muchísimo.
La hipótesis de una infidelidad ha de ser descartada por completo.
—
Entonces, si no se trata de una mujer... ¡Dinero! Usted me enseñó un millón de
créditos, señorita Deiren.
—
Tampoco —denegó la muchacha—. Espere un momento. Quiero que vea una cosa.
Emma
dejó su taza a un lado y se puso en pie. Wildare admiró en silencio la esbeltez
de su figura y la facilidad de sus movimientos.
En
pocos minutos, Emma preparó un proyector cinematográfico, con su correspondiente
pantalla suspendida de la pared.
—
Apague las luces, por favor —indicó.
Wildare
lo hizo así. Una vista del cielo, durante la noche, apareció inmediatamente en
la pantalla.
Un
puntito luminoso parecía descender del cielo hacia la tierra. Emma advirtió:
— La
cámara estaba provista de objetivo infrarrojo, para tomas nocturnas.
—
Comprendo — dijo él.
El
punto luminoso se agrandó y se transformó en una esfera metálica, que parecía
tener unos cinco o seis metros de diámetro. Emma habló de nuevo:
— Yo impresioné
la película, desde el patio posterior.
—
¿Eso... es una nave? —preguntó él.
La
esfera cubrió la pantalla casi por completo, como si fuese a caer sobre la
operadora. De pronto, se desvió a un lado.
La
cámara había seguido las maniobras del artefacto, en el que no se divisaban
signos externos de identificación. Llegó a cosa de un metro del suelo y se
detuvo inmóvil, suspendida en el vacío.
Tres
patas surgieron de la parte inferior de la esfera y apoyaron sus bases planas
en el suelo herboso. Casi en el acto, Emma paró el proyector.
— ¿No
continúa? —preguntó él.
— No
hay más película. Se veló.
Emma
encendió la luz.
— Los
filmes se impresionan ahora en hilo magnetofónico, que recoge a la vez sonido e
imagen. La frase «se veló», resulta impropia —objetó Wildare.
— Lo
sé. Era una metáfora. Como sea, a partir del aterrizaje de esa nave, ya no pude
impresionar más imágenes. Es decir, yo continué la filmación, pero luego, al
proyectar la película, vi que se interrumpía en el punto que usted conoce.
Repetí de nuevo la filmación y...
— Todo
inútil, ¿verdad?
— Sí
—confirmó ella—. Ya no hay más imágenes registradas.
—
Entonces, no se puede presenciar el... desembarco de los tripulantes de esa
nave.
—
Justamente.
— La
nave no está construida en la Tierra.
— No,
no ha sido construida por manos terrestres — corroboró Emma.
Hubo
una larga pausa de silencio. Wildare se dio cuenta de que se enfrentaba a uno
de los casos más enigmáticos de su carrera.
— ¿Qué
tiene que ver esa nave con la desaparición de su padre? —preguntó Wildare, al
cabo de unos momentos.
— La
nave está relacionada con la desaparición de mi padre. Es todo lo que puedo
decirle.
—
¿Se... lo llevaron los tripulantes de esa nave?
Emma
hizo un gesto ambiguo.
—
¿Cree que lo sé yo misma? Desapareció, eso es todo.
—¿Cuándo?
— Hace
unas dos semanas.
— ¿Y
ha esperado tanto tiempo para recurrir a la policía?
—
Creíamos que volvería antes...
— En
resumen, no se trata de una desaparición debida a un amorío, ni tampoco un
secuestro por dinero.
— No,
en absoluto.
— Pero
sí puede tratarse de un secuestro por otros motivos.
— Es
probable.
—
Usted, al referirse a su padre, ha dicho doctor. ¿Cuál es su especialidad?
—
Genética acelerada —respondió ella.
Wildare
respingó.
—Oiga,
acláreme eso, ¿quiere?
— Se
lo diré. Mediante cierto procedimiento suyo, usted podría transformarse, en
cuestión de pocas semanas en un chino o en un negro, sin intervención de un mal
bisturí.
—
¡Rayos! Eso es fabuloso —comentó él.
— Pero
verídico, cierto, comprobado — aseguró Emma enfáticamente—. Las pruebas
realizadas dieron resultados concluyentes.
— ¿Con
personas?
— No,
con animales. Convirtió a un perro lobo en un danés; un pastor alemán se
transformó en un magnífico galgo de carreras...
Wildare
cerró los ojos.
— Voy
a volverme loco —gimió.
— Todavía
está cuerdo —sonrió Emma—. Aún le falta por ver lo más interesante. Venga, por
favor.
Wildare
se puso en pie. Emma echó a andar y atravesó la casa, seguida por el
investigador. Cruzaron la cocina y salieron al patio posterior.
A
pocos metros de la casa, Wildare divisó un gran cobertizo de madera, con tejado
a dos aguas y todo el aspecto de estar destinado a granero o almacén. Emma
continuó andando con paso firme.
La
joven llegó al cobertizo y descorrió una gran puerta de madera, la que se
deslizó silenciosamente sobre sus guías. Luego encendió la luz.
Wildare
abrió la boca de par en par.
Momentos
antes, había visto en imagen la nave construida por unos seres extraterrestres.
Pese a sus acciones, Emma parecía una joven ponderada y dueña de su equilibrio
interior en todo momento.
No se
podía, pues, sospechar que la filmación fuese un truco cinematográfico. Era una
filmación real.
Y si
alguna vez Wildare lo había dudado, allí, delante de sus ojos, estaba la nave
extraterrestre, brillante, pulida, silenciosamente amenazadora en su absoluta
quietud.
* * *
El
delegado especial del jefe Álvarez en la C.S.1 entró en el despacho y lanzó un
documento sobre la mesa.
— ¿Qué
es, Joseph? —preguntó.
— El
informe sobre la ropa del muerto.
— Sí,
claro.
—
Usted recordará que carecía de marcas de identificación.
— En
efecto, Joseph.
—
Envié unas muestras al laboratorio para su análisis. Usted sabe que más o
menos, todos nuestros ropajes son parecidos, aunque manufacturados en fábricas
diferentes.
— ¿Y
bien, Joseph?
Joseph
Grigoriev hinchó el pecho antes de dar su respuesta:
—
Jefe, la tela de las ropas que vestía el cadáver no ha sido elaborada ni tejida
en ninguna de las fábricas que suministran vestuario a la ciudad —informó
dramáticamente.
Los
dedos de Álvarez tamborilearon sobre la mesa.
— Un
nuevo elemento más de confusión en este caso —murmuró—. ¿Ha quedado resuelto la
avería de la esclusa R-49? — preguntó.
— Por
completo, señor.
— ¿Se
sabe qué era?
— Un
fallo en el sistema eléctrico de alarma. El aislante se deterioró y...
—
Comprendo, Joseph. Habrá que enviar a la Tierra más muestras de ese tejido.
— Sí,
señor.
—
Nosotros estamos atascados, Joseph, lo confieso — dijo Álvarez humildemente —.
Hemos dado mil vueltas al asunto y no conseguimos salir adelante.
— Lo
resolveremos, señor —manifestó Grigoriev esperanzadamente.
—
Tenemos que resolverlo —afirmó Álvarez—. Por eso he pedido a la Tierra que nos
envíen un investigador especial.
—
¿Puedo saber su nombre, señor?
— Sí,
claro. Es Harry Wildare, Joseph.
Grigoriev
hizo un gesto aprobatorio.
— Un
buen elemento, señor — elogió.
Capítulo IV
El
hombre de la bata blanca dormitaba apaciblemente, recostado en un cómodo
sillón. Era uno de los sanitarios que cubrían la guardia en uno de los varios
puestos de socorro que permanecían en constante alerta en el satélite.
Aquel
puesto de socorro, tenía, además, una particularidad. Había varias grandes
cámaras frigoríficas, donde se albergaban los cadáveres de las personas
fallecidas en el satélite, para su posterior envío a la Tierra.
Una de
dichas cámaras guardaba el cadáver del desconocido. Por el momento, se había
retrasado el envío al planeta. El jefe Álvarez lo había dispuesto así, hasta la
llegada del investigador especial.
El
cuarto de las cámaras estaba separado de la sala de curas. Ésta daba
directamente a uno de los inmensos corredores — en realidad, una gran avenida
del satélite.
El
lado izquierdo era más bien una larguísima hilera de ventanales, desde los
cuales se divisaba un panorama fantástico. A cincuenta metros de la puerta del
puesto de socorro, señalizado con una cruz roja sobre fondo blanco, luminosa,
dada la hora, se divisaba el gran cajón entrante que era una de las esclusas de
acceso a la ciudad.
Cualquiera,
en efecto, podía abrir una esclusa con toda facilidad, sin más que desearlo.
Caso de que se tratase de un criminal y dejase la esclusa abierta para que se
escapase el aire, los mecanismos automáticos entrarían en funcionamiento y dos
mamparos descenderían del techo, compartimentando el sector afectado.
Por
este lado, pues, no había peligro. La ciudad estaba segura.
Pero
no lo estaba por otro lado. Uno de sus flancos estaba a punto de ser atacado.
La
puerta del puesto de socorro se abrió sigilosamente. Un hombre, equipado con
escafandra espacial, asomó la cabeza.
El sanitario
continuaba dormitando. El hombre vestido con traje de vacío hizo una señal con
la mano izquierda y terminó de abrir la puerta.
Otro
hombre, equipado análogamente, le siguió en el acto. Este segundo individuo iba
armado.
El
sanitario, de pronto, pareció darse cuenta de que no estaba solo. Abrió los
ojos y se extrañó de ver a dos hombres vestidos con escafandra en aquel lugar.
—
¿Sucede algo? —preguntó solícitamente, a la vez que se ponía en pie.
De
pronto, vio el arma. Su cara tomó una expresión de horror insuperable.
El
intruso levantó la mano. Brilló un destello metálico y en la bata blanca del
sanitario apareció de pronto un círculo negro, que despedía un poco de humo.
El
sanitario permaneció todavía unos instantes en pie, como petrificado por el horror.
Luego, de golpe, se derrumbó al suelo, muerto apenas dos segundos después de
recibido el golpe mortal.
Los
dos hombres no hablaron. Actuaron en completo silencio.
Pasando
por encima del cadáver del sanitario, entraron en el depósito de cadáveres. Abrieron
un par de cajones frigoríficos, antes de dar con el cuerpo que buscaban.
Era el
del desconocido. Uno de los intrusos cargó con él. No le resultó difícil; el
cuerpo estaba rígido, a causa de las bajas temperaturas a que había estado
sometido constantemente.
Inmediatamente,
se dirigieron hacia la salida. El hombre de la pistola se asomó y exploró la
avenida en ambos sentidos.
Estaba
completamente desierta. En silencio, corrieron hacia la esclusa.
Uno de
ellos descolgó el micrófono.
—
Aquí, esclusa R-40 —dijo—. Nos disponemos a salir. Se trata de una revisión de
rutina del casco exterior.
—
Bien, enterado —contestó el técnico de guardia en la Central de Presión—.
Informen de su regreso.
— De
acuerdo.
El
hombre que había hablado colgó el micrófono. Luego presionó un botón y esperó
unos instantes.
La
presión interna de la esclusa se equilibró con la de la ciudad. Entonces, la
compuerta interior se abrió automáticamente.
Los
dos hombres pasaron a la esclusa, con su macabra carga en brazos. Uno de ellos
cerró la compuerta y, acto seguido, manejó la tecla que ponía en funcionamiento
el extractor que provocaba el vacío en la esclusa.
Cuando
la presión se hubo reducido al mínimo, la compuerta externa se abrió asimismo
automáticamente. Delgados jirones de minúsculos restos de aire, súbitamente
congelados, escaparon al exterior. Siempre se perdían algunos centímetros
cúbicos de aire en cada operación de salida. Realizar el vacío perfecto dentro
de una esclusa era algo materialmente imposible.
Momentos
después, los dos hombres y el cadáver habían desaparecido como si jamás
hubieran existido.
* * *
Wildare
empezó a recobrarse de la sorpresa recibida. La nave que tenía ante sus ojos le
hizo olvidar por completo la misión que le había sido conferida horas antes.
—¿Sus tripulantes? — preguntó, al cabo de un
rato.
Emma
respiró hondamente.
—
Desaparecieron después de su aterrizaje — contestó.
—
Pero, bueno, ¿qué sucedió?
— Yo
filmaba el aterrizaje de la nave —explicó Emma—. Impresioné todo, hasta el
momento de la apertura de la escotilla.
—
¿Y...? —dijo el investigador ansiosamente.
—
Aparecieron dos hombres. Uno de ellos me apuntó con algo; no sé... una lámpara,
un tubo que emitía destellos... Me quedé como paralizada, aunque podía ver y
oír perfectamente.
—
¿Cómo vestían? — inquirió Wildare.
—
Llevaban unos monos de tejido brillante, color gris...
—
¿Escafandras?
— No.
Máscaras, que eran más bien unas grandes anteojeras, que les cubrían desde la
punta de la nariz hasta el centro de la frente. El cristal o lo que fuese parecía
negro.
—
Negro por fuera, es decir, opaco para los observadores, pero ellos podían ver
con toda claridad.
— Es
lo que yo opino — concordó Emma —. Mi padre estaba a mi lado; calculo que a él
también debió de pasarle lo mismo.
—
Siga, por favor.
— Los
seres extraterrestres se acercaron a él. Hablaron unos momentos y le dijeron
que conocían sus experimentos sobre genética acelerada. Luego le pidieron que
los llevara a su laboratorio.
— ¿Y
accedió?
Emma
sonrió tristemente.
— ¿Qué
otro remedio le quedaba? — dijo —. El laboratorio está aquí, debajo de la casa.
Wildare
arqueó las cejas.
— ¿Por
qué? —quiso saber.
—Los
trabajos que realiza son muy delicados y necesita un completo aislamiento en
todos los sentidos: térmico, acústico, sin vibraciones perniciosas... Para
entrar al laboratorio es preciso utilizar una esclusa similar a la de las
astronaves. En realidad, fue en uno de los astilleros que construyen
espacionaves donde se nos proporcionó esa esclusa.
—
Siga, ¿qué pasó después?
— Los
dos desconocidos y mi padre salieron. No sé cuánto rato había transcurrido
desde su llegada. Imagino que mucho, porque, al poco rato, amaneció. Bien, los
tres se dirigieron a la nave y... Bueno, antes, mi padre había abierto la
puerta del cobertizo. Los extraños desplazaron la nave hasta el interior del
cobertizo y...
Emma
le dirigió una profunda mirada.
— Eso
fue todo, señor Wildare. A partir de aquel momento, ya no he vuelto a ver a mi
padre.
Wildare
se sobresaltó.
—
¿Quiere decir que durante todo ese tiempo, la nave ha estado ahí... y su padre
ha desaparecido?
— Así
es, en efecto.
— ¿No
ha despegado la nave en ninguna ocasión?
—
Señor Wildare, la verdad es que no podría afirmarlo rotundamente, pero creo
que, desde su aterrizaje, la nave no se ha movido de su sitio.
El
investigador pareció concentrarse durante unos instantes.
—
Señorita Deiren, usted dice que hace un año largo que secuestraron a su padre.
¿Cómo es que no ha denunciado el hecho en todo este tiempo?
— Verá
—dijo ella—, en los primeros momentos, yo creí que volvería pronto. Luego, a
los dos días, mi madre recibió una carta suya, diciendo que estaba bien y que
no debían preocuparse por él, que estaría ausente alrededor de un año, aunque,
por el momento, no podía indicar el lugar en que se hallaba.
»Nosotras,
es decir, mi madre y yo, decidimos seguir las indicaciones de mi padre,
temerosas de que los secuestradores pudieran causarle algún daño. Luego
empezamos a recibir cartas suyas con regularidad, una o dos veces al mes...
»Fue
cuando el año hubo transcurrido en exceso, al no volver él, cuando yo me decidí
a investigar su desaparición — concluyó la muchacha.
Wildare
se acarició la mandíbula con aire perplejo.
— La
nave sigue ahí, ha estado todo el tiempo... — murmuró—, y su padre ha
desaparecido.
— Con
los dos extraterrestres.
— Que
deben de proceder de algún planeta con atmósfera idéntica a la de la Tierra,
puesto que, según usted, no usaban escafandra.
— Así
era, señor Wildare.
— Lo
que me extraña es que le permitieran conservar la cámara. Un filme como el que
usted consiguió, tiene una importancia capital.
— Yo
creo que ellos no se dieron cuenta —opinó Emma—. Repare en que esto estaba muy
oscuro a aquellas horas. Si yo logré impresionar el hilo en que grabé las
imágenes, fue debido al objetivo de rayos infrarrojos. Ellos vieron dos
siluetas, pero sin excesivos detalles.
— Y se
dirigieron directamente a su padre.
— Sí.
—
Oiga, su padre debe de ser muy famoso cuando le conocen fuera del sistema
solar.
—
Bien, si le conocen o no fuera de nuestro sistema planetario, es cosa que yo no
sé. Le cuento, simplemente, lo que ocurrió.
— Muy
bien. Señorita Deiren, ¿es posible ver el interior de la nave?
— Por
supuesto. Yo misma he estado en su interior muchas veces.
— ¿La
ha hecho volar?
Emma
se estremeció.
—
¡Dios me libre! —exclamó—. No sabría manejarla en absoluto y podría provocar
una catástrofe. Venga, por favor, señor Wildare.
La
joven se acercó al singular artefacto, cuya cáscara metálica era muy brillante.
Elevó la mano y presionó un botón no demasiado visible.
Un
trozo de metal se desprendió de la estructura general, girando hacia abajo. La
escotilla quedó apoyada en el suelo. Su cara interna estaba provista de unos
peldaños que permitían el acceso al interior de la nave.
Emma y
Wildare cruzaron el umbral, situado a metro y medio del suelo. Wildare se halló
en una especie de saloncito muy confortable, de pequeñas dimensiones, en cuyo
extremo opuesto se divisaba una escalerilla de caracol que, desapareciendo en
el interior de un tubo, se perdía en el techo.
La
joven ascendió sin vacilar por la escalera. Mientras subía, dijo:
— La
sala de abajo, imagino, debe de servir para el descanso de los astronautas
francos de servicio.
— Es
muy probable — admitió Wildare.
Segundos
más tarde, llegaban a otra cámara más espaciosa, en donde vieron cuatro cómodos
sillones, en batería, frente a un complejísimo cuadro de mandos, con algunas
pantallas visoras, que permanecían apagadas en aquel momento. Wildare se acercó
al panel de mandos y observó algunos rótulos indicadores, escritos en un idioma
del que no tenía la menor noticia.
— ¿Ha
intentado descifrar lo que dicen los rótulos? — preguntó.
— No.
Los signos me parecen absolutamente ininteligibles — contestó la muchacha.
Wildare
asintió. Aquellos signos no se parecían en absoluto a ninguno de los utilizados
en los distintos alfabetos terrestres.
Luego
volvió la cabeza. Detrás de los sillones, al otro lado de la cámara de mandos,
divisó lo que parecía un gran cajón de metal que, sin embargo, formaba parte de
la estructura.
El
techo estaba a unos dos metros y medio sobre sus cabezas. A juzgar por la
diferencia de niveles, Wildare calculó que la maquinaria que propulsaba aquel
singular artefacto se hallaba por encima de ellos.
Una de
las pantallas de televisión era de dimensiones más que regulares. Wildare
reparó en un detalle.
— Las
luces estaban encendidas cuando entramos — observó.
— Han
estado encendidas desde el aterrizaje — le informó ella—. Nunca intenté
apagarlas. En realidad, salvo el mando de apertura y cierre de la escotilla, no
he tocado ninguno de los demás controles.
Wildare
se sintió de repente acometido por una invencible curiosidad.
— ¿Qué
tal si probásemos con éste? —dijo, a la vez que apoyaba el índice en una tecla
que, en su opinión, debía de poner en funcionamiento la mayor de las pantallas
de televisión.
Emma
contuvo el aliento. Un segundo después, la pantalla se encendió.
Entonces,
Wildare y la muchacha contemplaron algo que les hizo creer durante unos
momentos que estaban soñando.
Capítulo V
El
delegado Grigoriev entró con cara desanimada en el despacho de su jefe.
— Nada
— dijo lacónicamente.
Álvarez
juntó los labios.
— ¿No
hay rastro de los asesinos.
— No,
señor.
— Se
sabe cómo salieron, pero no hemos podido dar con el medio de que se valieron
para entrar en el satélite — contestó Grigoriev.
— ¿Qué
escotilla utilizaron?
— La
R-40, señor.
—Precisamente
la que sufrió una avería — murmuró Álvarez.
— Y
está a cincuenta metros del puesto de socorro, que es también depósito de
cadáveres.
Sí —dijo el jefe de Orden— Joseph, ¿ha comprobado
si falta alguien en el satélite?
— En
efecto, señor. Todas las dotaciones están completas. Incluso los turistas están
todos. No falta nadie que haya llegado en las últimas veinticuatro horas. La
comprobación ha sido detallada, exhaustiva — informó el delegado.
Álvarez
asintió. En un principio, había pensado en algún turista, disfrazado o
simulando ser tal.
La
C.S.1 poseía un fuerte atractivo para las personas que vivían habitualmente en
la Tierra. Se organizaban viajes turísticos a diario. Realmente, el satélite
era algo digno de admirar. Era como una especie de sustituto cercano para las
personas que tenían la ambición de volar por el espacio y, por las razones que
fuera, no podían lograr sus deseos.
Pero
era preciso descartar también la solución turista. Los autores del desaguisado,
en suma, no pertenecían a la población más o menos fija de la ciudad satélite.
— Así
que salieron por la R-40. Pero ¿cómo diablos entraron en la ciudad? Los
registros no señalan ninguna pareja sospechosa que haya podido entrar en la
ciudad por otra esclusa.
— Lo
peor no es eso, señor — dijo Grigoriev —. ¿Qué nave utilizaron para llegar
hasta aquí? Porque los servicios de detección no han registrado ninguna cuyo
atraque y posterior desembarque de personas y mercancías no haya sido
escrupulosamente comprobado.— Vendrían volando — dijo Álvarez con amargo
sarcasmo—. En resumen, que nos hemos quedado sin el cuerpo del hombre que nunca
nació.
— Así
es, señor.
Los
dedos de Álvarez ejecutaron su acostumbrado ejercicio sobre la mesa. Ello
denotaba indefectiblemente la preocupación del jefe de Orden.
—
Joseph, ¿qué dice el informe de la autopsia del sanitario asesinado? —preguntó.
—
Estoy esperándolo, señor; aún no lo he recibido y...
Un
zumbido sonó entonces en la estancia. Álvarez tocó una tecla y dijo:
— Jefe
de Orden.
— Soy
Carpenter, forense.
— ¿Han
hecho ya la autopsia de la víctima?
— Sí,
señor.
— ¿Y
bien?
—
Jefe, la víctima murió a causa de un súbita y anormal elevación de la
temperatura de su cuerpo, localizada, principalmente en el tórax, es decir, en
los órganos internos de esa región del pecho. Corazón y pulmones están
literalmente carbonizados.
—
¡Rayos! — juró Álvarez.
— Así
es, jefe — dijo Carpenter.
—
¿Conoce usted algún tipo de proyectil que pueda producir estragos semejantes en
un cuerpo humano?
— No,
señor; es la primera vez que me veo en un caso semejante.
— ¿Y
el proyectil?
—
Hemos hallado fragmentos. Parte del metal se fundió dentro del cuerpo de la
víctima. La envolvente del proyectil está compuesta principalmente por
aluminio. La elevación de temperatura fue muy repentina, pero también
brevísima. Yo diría que, en total, no duró más allá de uno o dos segundos. Sin
embargo, fue suficiente para carbonizar...
—
Basta, doctor Carpenter. Hágame un informe escrito, más detallado, por
supuesto. Muchas gracias, de todos modos.
—
Bien, jefe.
Álvarez
cerró la comunicación. Reflexionó unos momentos, mientras Grigoriev esperaba en
pie, al otro lado de la mesa.
—
Joseph —dijo al cabo.
— Sí,
jefe.
— El
hombre que nunca nació... ha desaparecido. Ciertamente, se ha producido un
asesinato, pero también han desaparecido los criminales.
— Sí,
señor.
—
Prácticamente, puesto que los asesinos no están en la C.S.1 se puede decir que
no es aquí donde hemos de buscarlos. Además, tenemos el factor de su misteriosa
llegada y su no menos misteriosa partida en una nave que nadie ha visto y
detectado.
— Así
es, jefe.
— El
asunto escapa ya en buena parte a nuestra jurisdicción. Ya no se trata de un
desconocido encontrado a pocos metros de la ciudad satélite. Hay otros
factores, que usted ya conoce, Joseph.
— Sí,
señor. ¿Qué quiere decir con eso?
—
Simplemente, que vamos a cargarles el muerto a los de allá abajo. Nosotros
haremos aquí todas las investigaciones que sean necesarias, pero ellos deben
hacer el resto. Por tanto, opino que no es necesario que nos envíen a Wildare.
—
Estoy de acuerdo con usted, señor. Transmitiré su indicación en el acto.
— Muy
bien, Joseph. Añada, además, que enviaremos un informe completo de todo lo
ocurrido, apenas hayamos recibido el del doctor Carpenter. Eso es todo por
ahora..., salvo que hemos de reforzar la vigilancia en las cercanías de las
esclusas de acceso al satélite.
* * *
Parecía
como si la pantalla estuviese enfocada directamente al espacio, pero no en una
nave inmóvil, sino en un aparato que volase por el firmamento a velocidades de
vértigo.
Un
cuerpo celeste se acercó rapidísimamente a la pantalla. Era un planeta, no
cabía la menor duda. La sensación de realidad era tal, que Wildare y Emma se
echaron hacia atrás, temiendo el choque.
El
planeta llenó toda la pantalla. Los detalles de su superficie se hicieron más y
más perceptibles. Parecía como si la nave se dispusiera a aterrizar en aquel
mundo desconocido.
Una
elevada cadena de montañas, cubiertas de hielo, apareció ante los ojos de Emma
y Wildare. Siempre siguiendo aquella falsa sensación de vuelo, el ojo de la
cámara se adentró en un profundísimo desfiladero, de varios kilómetros de
longitud y paredes cortadas a pico, cuyo final no podía verse, debido a que la
luz solar no llegaba hasta el fondo.
Pero
había otras luces, advirtieron a poco, las cuales se debían a la mano de seres
inteligentes. Al continuar su avance el ojo de la cámara, vieron una pequeña
ciudad cupular, situada en el fondo de aquel angostísimo desfiladero.
Realmente,
mejor se le podría llamar campamento, puesto que el número total de cúpulas era
de seis o siete. Sin embargo, las dimensiones de aquellas cúpulas eran muy
respetables.
La
cámara se detuvo a cosa de treinta o cuarenta metros del suelo, de modo que su
objetivo abarcaba la mayor parte de aquel singular conjunto. Bajo las cúpulas,
vieron edificios y personas que iban y venían a sus quehaceres.
Algunos
estaban en el exterior, provistos de trajes aislantes. El suelo estaba cubierto
de hielo.
Había
dos o tres naves similares en un lado del campamento. Algunos individuos
entraban y salían de las mismas.
Wildare
se sintió anonadado.
—
Estamos viendo un planeta de otro sistema — dijo.
— Sí —
convino Emma —, pero no parece que sea demasiado grande. Fíjese en que esos
individuos se mueven con relativa facilidad. Quizás ello se debe a una menor
gravedad que la terrestre.
— Es
probable — admitió él —. Ahora bien, me parece que una raza extraña no ha de
limitarse solamente a vivir en el reducido ámbito de seis o siete cúpulas, cada
una de las cuales no podría albergar a más de un millar de personas. A la
fuerza tienen que ser más, muchísimos millones más.
— Eso
creo yo. Tal vez se trata de un destacamento avanzado, señor Wildare.
El
investigador reflexionó unos momentos.
De
pronto, dijo:
—
¿Tiene usted su cámara cargada, señorita Deiren?
— Por
supuesto —contestó Emma.
—
Tráigala, haga el favor.
Emma
obedeció. Minutos después, regresaba con la cámara.
Encontró
la pantalla apagada.
— ¿Se
ha suspendido la emisión? —preguntó.
— No.
Yo desconecté la pantalla, para conectarla cuando usted viniera y reproducir de
nuevo el viaje.
— No
entiendo —dijo ella.
— Es
muy sencillo. Tengo un amigo astrónomo. Quiero que él vea la proyección.
—
¿Cómo? ¿Es que supone...?
Wildare
hizo un signo afirmativo.
—
Usted me dio antes una idea, cuando mencionó la posibilidad de que ese
campamento fuese un puesto avanzado. Y el planeta no es tal, sino uno de los
satélites de nuestros planetas mayores, ¿comprende?
— Sí,
claro — murmuró ella, admirada —. Creo que tiene razón...
—Y,
además, haremos otra cosa, Emma. ¿Me permite que la llame así?
—
Desde luego, Harry — sonrió ella.
—
Bien, usted se va a encargar ahora de grabar todos los rótulos que nos salgan
al paso. Esos seres extraterrestres son, fundamentalmente, como nosotros. Por
tanto, su manera de pensar, lo que quiere decir también la de expresarse, debe
de ser muy similar a la nuestra.
— Voy
comprendiendo —dijo Emma.
— Si
un rótulo señala, por ejemplo, un termómetro o un manómetro, las letras que
componen la palabra indicadora, tienen que referirse, forzosamente a ese
instrumento. Los signos se repiten por muchos sitios. Un tipo de letra que
nosotros no podemos identificar, por desconocer el alfabeto, puede aparecer y
repetirse según un ritmo regular. Éste es el fundamento de los criptógrafos,
cuando se ponen a descifrar claves secretas.
—
Claro — exclamó la muchacha —. Y grabando los rótulos, usted llevará el filme a
algún criptógrafo conocido...
—
Justamente — sonrió Wildare —. ¿Manos a la obra?
Emma
revisó rápidamente su cámara. Luego se situó frente a la pantalla.
—
Cuando quiera, Harry.
Media
hora más tarde, habían reproducido el viaje ficticio a través del espacio y
grabado en imágenes todos los rótulos que aparecían en la nave. Al terminar,
Wildare consultó su reloj.
— Son
las dos de la madrugada —dijo—. A las nueve tengo que estar en Jefatura... Por
cierto, aún no me ha dicho usted dónde estamos, Emma.
Ella
sonrió.
—La
distancia, con el aeromóvil, es inferior a una hora —contestó.
— Muy
bien, tenemos tiempo. Alguien se quejará de que lo hacemos levantarse demasiado
pronto de la cama, pero no creo que eso nos importe mucho, ¿verdad?
Dirigió
una sonrisa de ánimo a Emma. La joven parecía sentirse más confortada.
— Por
supuesto que sí, Harry —contestó—. Pero usted tiene que irse pronto.
—
Acaso mi ausencia dure menos de lo que pensamos — deseó él. En el fondo, no
estaba convencido de lo que decía—. ¿Vamos?
—
Claro —accedió Emma.
Abandonaron
la nave. Emma cerró la escotilla. Todavía faltaba bastante para el amanecer.
Salieron
del cobertizo. Wildare se dispuso a cerrar la puerta, haciéndola deslizarse
sobre sus carriles. De pronto, cuando ya faltaban escasos centímetros para que
la puerta quedase cerrada, el investigador vio luz en la astronave.
Inmediatamente
comprendió lo que ocurría.
—
¡Emma! —exclamó, presa de una gran excitación! ¡Hay alguien en la nave!
Capítulo VI
La
joven le miró con expresión de asombro. Wildare se dio cuenta de que la luz
procedía de la escotilla, al ser abierta desde el interior de la esfera.
Una
silueta humana se dibujó en el hueco.
El
hombre se dispuso a descender al suelo. Wildare advirtió la circunstancia de
que todavía no les había visto a ellos.
—
Venga conmigo, Emma — susurro, a la vez que agarraba la mano de la muchacha.
En
media docena de zancadas, alcanzaron la esquina del cobertizo y se guarecieron
tras ella. Casi en el acto, el desconocido salió del cobertizo. Emma y Wildare
lo vieron, asomando apenas la cabeza por la esquina opuesta a la casa.
El
extraño no parecía haberse percatado de su presencia. Con paso firme y natural,
se dirigió hacia el edificio. Wildare estaba anonadado.
¡Era
un ser nacido en otro planeta! Pero ¿cómo había llegado hasta allí, si la
esfera no se había movido de su sitio?
El
desconocido llegó a la puerta posterior de la casa la abrió y desapareció, de
la vista de los dos jóvenes.
—
¿Adónde puede ir? —preguntó Emma.
— ¿Por
qué no lo averiguamos? — sugirió Wildare.
Ella
puso una mano sobre el brazo del investigador.
— Temo
por mi padre — dijo.
—
¿Cree que pueden hacerle daño? — inquirió Wildare.
Emma
se mordió los labios.
No
sé..., pero ya es hora de que sepa al fin, algo de lo que le ha sucedido.
Harry, confío en usted; haga lo que mejor le parezca.
— Muy
bien, en ese caso, vamos a ver si le sorprendemos.
Corrieron
hacia la casa, procurando no hacer el menor ruido. El desconocido había ido más
lejos de la cocina.
— Ya
sé dónde puede estar —dijo Emma de pronto.
—
Hable —pidió Wildare, mientras se disponía a entrar en la casa.
— El
laboratorio, Harry.
—Sí,
pero... Oiga, Emma, ¿cree usted que ese tipo ha estado ahí todo el tiempo? Si
estaba escondido, tuvo que oírnos, cuando menos; no se puede decir que no
hicimos ruido en la nave.
—
Harry, no tengo la menor idea de dónde ha podido salir ese hombre — confesó la
muchacha.
Wildare
reflexionó unos momentos. Luego dijo:
—
Bien, Emma, si el extraño ha ido al laboratorio, tendrá que salir un momento u
otro. Le esperaremos
Emma
aprobó la decisión del investigador. Harry pensó que estarían mejor en el
exterior y se apostaron en la puerta de la cocina.
Transcurrió
media hora. De pronto, oyeron pasos en el interior de la casa.
Wildare
apartó a Emma a un lado. Los pasos se acercaron.
El
desconocido salió de pronto. Llevaba en la mano una especie de cartera
portafolios. Sus ojos estaban cubiertos con la máscara que Emma le había
descrito.
Wildare
dejó que el extraño diera dos pasos mera de la casa. Luego estiró el brazo
izquierdo y le toco el hombro.
— Hola
— dijo.
El
extraño se volvió. Era medio palmo más bajo que el investigador.
Una
expresión de indescriptible sorpresa apareció en su cara. Wildare aprovechó la
ocasión y disparo su puño derecho.
El
desconocido cayó fulminado. Wildare se chupo los nudillos de la mano.
— ¿Qué
va a hacer ahora con él? —preguntó Emma, corriendo hacia el investigador.
—
Interrogarle, por supuesto —contesto Wildare.
—Pero
¿y si no habla nuestro idioma?
Wildare
sonrió.
—
Recurriremos a la mímica — dijo—. Es un lenguaje que entienden todos los seres
con un mínimo de inteligencia... y me parece que este tipo puede ser muchas
cosas, menos torpe.
* * *
El
doctor Carpenter estaba tomando el desayuno en unión de uno de sus colegas, en
uno de los innumerables comedores de la ciudad.
— El
desconocido me preocupa — dijo.
— ¿Por
qué, doctor Carpenter? —quiso saber su colega.
—
Bueno, había algo raro en él que no sabría definir. Desde luego, le hice una
autopsia a conciencia, pero rutinaria, valga la paradoja. Usted me comprende,
¿no es cierto, doctor Mahmoud?
— Sí,
por supuesto. Usted quiere decirme que le hubiese gustado realizar un análisis
más exhaustivo del cadáver.
—
Sobre todo, de los tejidos orgánicos y de ciertos órganos internos de su
cuerpo. Sí, se notaba a primera vista que había muerto por descompresión
súbita, pero... La verdad, no sé definir exactamente lo que veía en aquel
cadáver.
El
doctor Mahmoud sonrió.
—
Doctor Carpenter, no irá a decirme que era un extraterrestre. Aquí ya nadie
cree en esas historias.
— No
diría yo tanto, querido colega. Sin embargo, observé en él ciertas
diferencias...
Un
altavoz sonó de pronto.
—
Doctor Carpenter, doctor Carpenter... Preséntese con urgencia en su quirófano.
Un accidente de trabajo, con quemaduras — anticipó el que hablaba el
diagnóstico del herido.
Carpenter
se puso en pie y sonrió.
—
Dispénseme, doctor Mahmoud — dijo. Sacó de su bolsillo un talonario y arrancó
los vales correspondientes al importe de su desayuno—. Continuaremos más tarde
esta interesante conversación.
— A su
gusto, doctor Carpenter.
El
forense se alejó, tras haber dejado los vales sobre la mesa. Abandonó el
comedor y alcanzó un ascensor, que le llevó a una avenida situada cinco niveles
más arriba.
Salió
a la avenida. El quirófano de Carpenter estaba escasamente a cien metros.
Antes
había una esclusa. Junto a ella, un hombre, a través del micrófono, dijo:
—
Habla Martin Syrann, número de serie 47-N-239870. Me dispongo a abrir la
esclusa C-17. Motivo de la salida, revisión antena radiotelescópica Sector
Séptimo.
—
Enterado — le contestaron desde la Central de Presión.
Syrann
colgó el teléfono. El doctor Carpenter pasaba en aquel momento por su lado.
Syrann le dirigió una ligera sonrisa, mientras esperaba a que la compuerta
interior de la esclusa terminase de abrirse.
Súbitamente,
lanzó una exclamación de alarma:
— ¡Eh,
hay un hombre caído en la esclusa!
Carpenter
la había rebasado ya un par de metros.
Al oír
aquellas palabras, volvió sobre sus pasos, atraído instintivamente por su celo
profesional.
—
¿Dónde está? —preguntó.
—
Ahí...
La
mano de Syrann señaló el interior de la esclusa. Carpenter alargó el cuello.
— No
veo nada...
Un pie
se apoyó de repente en el final de su espalda. Antes de que pudiera revolverse,
el pie empujó a Carpenter con terrible violencia al interior de la esclusa.
Carpenter
lanzó un grito de cólera. Mientras forcejeaba por recobrar el equilibrio,
Syrann cerró la compuerta interna.
Luego
presionó un botón. Las bombas empezaron a aspirar el aire contenido en la
esclusa.
Carpenter
chilló, horrorizado al comprender la suerte que le esperaba. Fríamente, Syrann
esperó hasta que el manómetro señaló presión cero.
Carpenter
se debatía inútilmente, buscando aire para sus pulmones. De súbito, se abrió la
compuerta externa.
Una
terrible convulsión sacudió su cuerpo. Sus brazos se extendieron de golpe, a la
vez que sus ojos amenazaban con salirse de sus órbitas.
Su
cuerpo se desplazó lentísimamente hacia el exterior. El doctor Carpenter era ya
un bloque de hielo con forma humana.
Tranquilamente,
sin prisas, Martin Syrann abandonó la esclusa y se perdió en el enorme
laberinto de la ciudad.
* * *
Harry
Wildare colocó el cuerpo del desconocido sobre un butacón y luego le quitó
aquella extraña máscara, sujeta al cráneo por un casco incompleto, que dejaba
al descubierto la parte superior de la cabeza.
Estudió
la cara del desconocido. Salvo por el tono ligeramente tostado, le pareció
completamente normal. Palpó sus ropas; eran de un tejido brillante, suave y
sedoso. Tampoco parecía presentar peculiaridades demasiado acusadas.
El
traje no llevaba bolsillos. Wildare tanteó cuidadosamente el cuerpo del
desconocido, sin encontrar en él armas ni otra clase de objetos.
— En
resumen — dijo —, sólo llevaba la máscara y el traje.
Se
probó la máscara. Las luces de la sala se atenuaron instantáneamente. Sin
embargo, al mirar a través de la ventanilla, halló que podía ver bastante bien
en la oscuridad, aunque no tanto como si hubiese dispuesto de una potente
linterna. Pero, en conjunto, facilitaba la visión durante la noche.
El
desconocido lanzó un fuerte suspiro.
— Va a
despertar — dijo Emma —. ¿Le convendría una copa? — sugirió.
—
Probemos —aceptó él.
Emma
trajo una copa llena de licor. Segundos después, el desconocido abrió los ojos.
Pareció
sorprenderse al hallarse ante la pareja. En silencio, Emma alargó la copa, pero
el desconocido meneó la cabeza con gesto enérgico.
—
Bien, no quiere beber —dijo Wildare —. ¿Querrá hablar?
—
Tampoco —manifestó el extraño, con voz sorprendentemente clara —. No hablaré.
—
¡Conoce nuestro idioma! —exclamó Emma, pasmada.
— Sí.
— El desconocido frunció el ceño —. Usted es la hija del doctor Deiren.
— En
efecto — contestó Emma.
— Su
padre está bien con nosotros. No corre ningún peligro. ¿Por qué ha hecho esto?
— Hace
más de un año que falta de casa — alegó la muchacha —. Tengo derecho a saber
qué ha sido de él.
—
Tardará algún tiempo en regresar todavía, pero no debe preocuparse por su
padre. Es decir, a menos que insista en sus intromisiones, señorita.
Luego
miró a Wildare.
—
¿Quién es este hombre? — preguntó.
—
Un... un amigo mío —contestó Emma, sin citar la verdadera profesión de Wildare.
— Me
golpeó — dijo el desconocido rencorosamente.
—Lo
admito, y le presento mis excusas —intervino Wildare —. Como amigo de Emma
Deiren quería saber también la suerte que ha corrido su padre.
—Repito
que está bien. — El desconocido se puso en pie—, Y ahora...
Wildare
puso una mano en su hombro y le lanzó sobre el sillón.
— No
tenga tantas prisas, hermano — gruñó—. En primer lugar, ¿cómo se llama?
— El
nombre no le servirá de nada. Gergh es bastante.
—
Bueno, nos conformamos con Gergh — sonrió Wildare—. Díganos, ¿cómo haríamos
para llegar hasta el profesor?
Hubo
una corta pausa de silencio. Las manos de Gergh se aferraban a los brazos del
sillón.
Súbitamente,
saltó hacia adelante, como impulsado por un potente muelle. Agachó la cabeza al
mismo tiempo y alcanzó a Wildare en pleno pecho.
Wildare
soltó un fuerte resoplido y cayó de espaldas, con los pulmones vacíos de aire.
Quiso incorporarse, pero durante unos instantes se sintió sin fuerzas.
Emma
gritó, aterrada. Pero Gergh no le causó el menor daño.
Lo
único que quería era huir, observó la muchacha, en medio de su pánico. Gergh
atravesó la sala y la cocina a todo correr y se dirigió hacia el cobertizo.
Emma
le perdió de vista casi en seguida. Recobrándose un poco, se arrodilló junto al
investigador.
—
¡Harry! —llamó.
Wildare
se sentó en el suelo, frotándose el estómago.
— Me
sorprendió — dijo, haciendo una mueca.
Emma
asintió tristemente.
— Y
ahora se ha ido — murmuro.
Wildare
se puso en pie.
— Creo
que me conviene a mí esa copa que Gergh no quiso tomar — dijo.
Se
acercó a la mesita donde estaba la copa y se la llevó a los labios. El licor le
reconfortó un tanto.
—
Bien, y ahora, ese tipo nos ha dejado con dos palmos de narices... Al menos,
nos hemos quedado con dos cosas suyas — dijo, refiriéndose a la máscara y a la
cartera.
— No
se haga usted ilusiones — sonó en aquel momento la voz de Gergh.
Wildare
y la muchacha se volvieron al mismo tiempo. El investigador dijo:
—
Emma, le recomiendo que empiece a levantar las manos.
Gergh
sonrió torvamente. En su mano derecha se divisaba un tubo de extraño aspecto.
— Es
un buen consejo —convino—. Y no me he dejado ni la máscara ni la cartera, sino
por unos pocos minutos.
De
pronto, algo destelló en la boca del tubo que empuñaba Gergh. Parecía una
lámpara de débil potencia, que emitía centelleos opacados en parte por una
espesa niebla.
Wildare
y Emma se quedaron rígidos en el acto, convertidos en sendas estatuas en las
que únicamente se observaban los movimientos de la respiración. Tranquilamente,
sin prisas de ninguna clase, Gergh se puso la máscara, recogió la cartera y
abandonó la sala.
Pasaron
algunos minutos.
Wildare
parpadeó. Observó que aún tenía los brazos en alto y los bajó.
Emma
se movió a su lado.
— ¿Se
encuentra bien? — preguntó él ansiosamente.
—
Sí... Me ha pasado lo mismo que la primera vez que vimos a esos seres —contestó
la muchacha—. ¡Pero se ha escapado, Harry! —añadió afligidamente.
—
¡Vamos a verlo!
Los
dos corrieron hacia el cobertizo.
Su
asombro fue enorme, al ver que la nave esférica continuaba todavía en el mismo
sitio.
— Se
ha marchado, sí —murmuró Wildare—, pero no usando la astronave, sino otro medio
de transporte. Porque no creo que Gergh haya sido tan tonto como para
esconderse en un lugar donde podría ser hallado fácilmente.
Capítulo VII
El
cuerpo rígido del doctor Carpenter fue introducido en la ciudad, cargado en una
camilla, cubierto con un lienzo blanco y transportado después a la morgue.
El
jefe Álvarez se daba todos los diablos.
—
Joseph, ¿qué sabe de esto? — preguntó.
Grigoriev
ya había hecho algunas investigaciones por su cuenta.
—
Alguien llamó a Carpenter, diciéndole que había un accidentado en su quirófano.
Carpenter partió inmediatamente desde el comedor más cercano a su alojamiento.
Se ha comprobado que la llamada era falsa.
—
¿Quién la hizo? — preguntó Álvarez.
—
Pregunta usted demasiado, jefe —contestó—. El que hizo la llamada, marcó el
número y añadió la cifra del altavoz general del comedor. Esto lo puede hacer
cualquier desde cincuenta mil teléfonos.
Álvarez
asintió. A veces, uno necesitaba hablar con una persona y desconocía su
posición exacta, aunque sí aproximada, dentro de un determinado sector de la
ciudad. Cualquier teléfono interno podía conectarse con una red parcial de
altavoces.
— Está
bien, siga.
— Se
ha sabido que un tal Martin Syrann solicitó permiso para abrir la esclusa C-17.
El permiso, naturalmente, fue concedido.
—
¿Bajo qué alegaciones?
—
Revisión de la antena radiotelescópica de aquel sector, jefe. Es el Sector
Séptimo.
— Bien,
averigüe si esa antena estaba necesitada de revisión —ordenó Álvarez.
Grigoriev
usó el interfono. Momentos después, recibía la respuesta:
— Esa
antena sé halla en perfecto estado. No necesitaba revisión de ninguna clase.
—
Gracias. — Grigoriev cortó el contacto —. Me lo suponía —añadió—. Tratándose de
cometer un crimen, el asesino tenía que dar una respuesta plausible, aunque en
la Central de Presión no tenían por qué saber, que la antena no necesitaba ser
revisada.
Álvarez
apuntó a su delegado con el dedo índice:
—
Joseph, tome nota de lo siguiente: en lo sucesivo, cada vez que alguien quiera
salir al exterior, deberá solicitar permiso, como es costumbre, de la Central
de Presión. El operador de guardia en la Central solicitará confirmación del
departamento al que pertenezca el solicitante. ¿Entendido?
—
Entendido, jefe.
—
Ahora —Álvarez señaló el interfono—, llame a Personal. Necesitamos datos de
Syrann.
—
Bien, señor.
Grigoriev
marcó una cifra. Luego dijo:
—
Habla la jefatura de Orden. Oiga, Personal, necesitamos información de Martin
Syrann, número de serie 47-N-239870.
—
Bien, espere un momento, por favor.
Los
dedos de Álvarez tamborilearon nerviosamente sobre la mesa. Al cabo de medio
minuto, vino la respuesta de Personal:
—
Lamentamos informarle negativamente. No existe en la C.S.1 ningún sujeto
conocido por el nombre citado. El número de serie 47-N-239870 corresponde a
Jephté Chills, ingeniero de mantenimiento del Sector Undécimo.
—
Gracias —contestó Grigoriev—. Voy a interrogar a Chills, jefe.
— Muy
bien, infórmeme apenas sepa algo, Joseph.
El
delegado se marchó. Instantes después, un hombre solicitó permiso para entrar
en el despacho de Álvarez.
—
Adelante —dijo el jefe de Orden.
El
hombre cerró la puerta detrás de sí y dijo:
—
Jefe, soy el doctor Mahmoud. Me he enterado de la desgraciada muerte del doctor
Carpenter y quiero decirle algo que tal vez sea interesante. El doctor
Carpenter y yo desayunábamos juntos y comentó...
* * *
Harry
Wildare estaba que se caía de sueño. Llegó a su apartamiento, en unión de Emma,
y lo primero que vio fue el centelleo de la lámpara del televisor de mensajes.
— ¿Qué
tripa se les habrá roto ahora? —gruñó.
Presionó
la tecla de contacto. Segundos después, leía el mensaje:
Suspendida
temporalmente misión en C.S.1. Avisaremos caso de que se le necesite. Envíe el
enterado. Punto final.
— ¡Y
con qué placer! — exclamó Wildare, al terminar de leer el mensaje. Presionó el
botón de «enterado» y luego apagó la pantalla.
— ¿Qué
le parece, Emma? —preguntó, volviéndose hacia la muchacha.
Emma
se había derrumbado sobre un sillón.
— Me
duermo de pie —dijo, tapándose la boca con la mano, para ocultar un bostezo
poco disimulado.
— Yo
también estoy deshecho. Llevaba un montón de días sin descansar persiguiendo a
un tipo y... Ooooh... —bostezó—. Emma, creo que lo mejor será que durmamos unas
cuantas horas antes de hacer nada.
— Sí,
Harry...
La
muchacha se cambió al diván. Agarró un almohadón, lo ahuecó de un par de
puñetazos, lo puso en uno de los extremos y luego se tendió, encogida sobre sí
misma.
—
Buenas noches, Harry — dijo con voz soñolienta.
Wildare
sonrió. Ya había salido el sol.
Sin
decir nada, fue a su habitación. Lo único que hizo fue quitarse los zapatos.
Luego se derrumbó sobre la cama. Instantes después, dormía profundamente.
Cuando
despertó, consultó el reloj. Eran las tres de la tarde.
Se
levantó y se dirigió al cuarto de baño.
La
puerta estaba cerrada.
—
¡Harry, vigile el agua del café! —gritó ella desde el interior —. En seguida
saldré.
— Está
bien.
Wildare
tuvo tiempo de tomarse un par de tazas de café antes de que ella saliera del
baño, fresca y lozana, sin la menor huella de cansancio en su rostro.
— ¡Ese
café huele maravillosamente! —elogió, mientras agarraba la cafetera.
—
Tiene usted hambre —sonrió el, presentándole una bandeja—. También he preparado
unos bocadillos.
Emma
se sentó en la mesa de la cocina, con las piernas colgando, un pocillo de café
en una mano y un bocadillo en la otra.
— ¿Y
bien, Harry? — dijo.
Wildare
entendió el sentido de la pregunta de muchacha.
—
Ahora, cuando estemos listos, iremos a ver a mi amigo el criptógrafo. Le
dejaremos la parte del filme en que están grabados los signos de los
instrumentos de mando de la nave; así puede empezar a trabajar. Luego nos
iremos a ver al astrónomo.
— ¿Y
si el planeta no pertenece al sistema solar, Harry?
Wildare
hizo un gesto ambiguo.
— Eso
es algo que no podemos evitar, Emma —contestó.
La
joven se quedó pensativa unos instantes.
— De
todas formas, encuentro extraña una cosa, Harry —dijo al cabo—. ¿Por qué, en
todo este tiempo, no se han llevado la nave del cobertizo, corriendo el peligro
de que yo avisara a las autoridades?
— No
han corrido el menor peligro en ningún momento, Emma — aseguró el investigador
—. Estaban bien seguros, porque mantenían a su padre como rehén. Y usted no iba
a hablar, temerosa de que sufriese algún daño, ¿no es cierto?
—Sí — admitió la muchacha pesarosamente—,
tiene usted razón.
Wildare
terminó su tercera taza de café y liquidó el último bocadillo.
—
Ahora me toca a mí ir al baño —dijo—. En cuanto esté listo, iremos a ver a mi
amigo el astrónomo.
* * *
El
astrónomo amigo de Wildare se llamaba Tom Bass y era un hombre joven, con cara
de búho: nariz picuda y grandes gafas con montura negra. Sin embargo, tenía un
carácter jovial y simpático.
Cuando
vio a Emma la contempló de pies a cabeza y lanzó un silbido aprobatorio, que
hizo ruborizarse a la muchacha.
— Así,
cualquiera se sale de soltero —comentó—. Yo también me casaría con ella
inmediatamente, sin más que verla, Harry.
— Ella
no es mi novia, Tom — dijo el investigador —. Sólo somos buenos amigos.
— ¿De
verdad? Entonces... Venga, venga por aquí, preciosa, voy a buscarle un asiento
bien mullido para que esté cómoda... Harry, ya te puedes largar...
— Oye,
Tom, no tan de prisa —rezongó Wildare—. No he traído aquí a Emma para que
inicies un galanteo. La cosa es mucho más seria de lo que parece.
Bass
había conducido ya a la muchacha a un diván y estaba frente a ella. Suspiró
profundamente y dijo:
— Ya
lo creo que es una cosa seria. ¡La más seria del mundo, Harry!
— Por
favor, señor Bass... —dijo ella, roja como una guinda.
— Tom
para usted, preciosa. Soy astrónomo, pero que me cuelguen si ahora mismo no
dejo esta maldita profesión. ¡Mirar a las estrellas... con la de cosas tan
hermosas que hay en la Tierra!
Emma
estaba sofocadísima. Wildare, que conocía a su amigo, ya no hacía el menor caso
de sus salidas.
Wildare
estaba muy ocupado montando el proyector en el que estaba la película
impresionada por Emma. Al terminar, sacó la pantalla del maletín en la que
habían llevado y la colgó de una de las paredes.
— ¿Eh?
¿Qué es eso? —exclamó Bass, dejando de decir galanterías a la muchacha.
—
Queremos enseñarte una cosa, Tom — dijo Wildare—. Apaga las luces y presta
atención, por favor.
Momentos
después, se reproducía en la pantalla la escena presenciada a través del
televisor de la nave. El astrónomo se quedó boquiabierto.
— Oye,
¿de dónde habéis sacado una nave tan rápida? ¡Se mueve mil veces más rápido que
la luz!
— No
se trata de ninguna nave, Tom —mintió Wildare a medias—. Es una escena vista a
través de una pantalla, probablemente conectada a un telescopio, y grabada
luego en hilo magnetofónico.
— Pues
ya tiene que ser un telescopio potente, Harry. Me gustaría verlo, palabra.
—
Quizás algún día —contestó Wildare evasivamente—. Bien, Tom, se trata de que
identifiques ese planeta, si puedes. ¿Crees que pertenece al sistema solar?
Bass
miró con sorpresa a su amigo.
— Y
¿por qué no había de pertenecer? —exclamó.
—
Bueno, yo... —Wildare emitió una sonrisita de conejo. «He cometido una
torpeza», se dijo—. Era una broma, Tom.
—
¡Hum! —gruñó el astrónomo—. Bien, Harry, no es un planeta, sino un satélite; el
segundo de los de Júpiter, conocido por el nombre de Europa.
—
¡Rayos! —dijo Wildare, atónito—. ¿Cómo lo has sabido?
— La
proyección ha resultado muy rápida, pero he podido captar un fragmento de
Júpiter en un lado de la pantalla. ¿Qué pasa con Europa? ¿Qué hay allí?
Wildare
empezó a recoger los trastos.
—
Perdona, Tom. Secreto de estado — respondió.
Bass abrió
la boca un momento. Luego se encogió de hombros.
—
Bueno —dijo con indiferencia Miró a la muchacha y adoptó de nuevo su actitud de
conquistador—. ¿También usted es un secreto de estado, bombón?
— ¡Oh!
—se sofocó Emma.
Wildare
terminó de recoger sus cosas y agarró a la muchacha por el brazo.
— Tom,
¿funciona tu refrigerador? —preguntó.
—
¿Qué? Oh, claro que sí, Harry. ¿Quieres comer algo? — ofreció 41 al astrónomo.
— No,
era para decirte que te metas dentro durante unas cuantas horas. Conviene que
te refresques, Tom. ¡Adiós!
La
risa de Emma sonó clara y cristalina. Tom Bass se quedó perplejo unos
instantes.
Cuando
quiso reaccionar, era ya tarde; la pareja había salido de su casa.
—
Harry fue siempre un tipo con suerte —comentó, a la vez que lanzaba un suspiro
de resignación.
Capítulo VIII
Álvarez
y su delegado permanecían sentados en el despacho del primero, como abrumados
por un grave problema.
—
Acerca del ingeniero Chills, no hay la menor duda —dijo Grigofiev, después de
un largo rato de silencio—. Su coartada está absolutamente comprobada.
—
Conozco a Chills —manifestó Álvarez—. En él, la idea de un asesinato es
absolutamente inconcebible.
—
Simplemente, el asesino dio su número, pero no iba a dar también su nombre.
Chills es un personaje de relativa importancia en la ciudad y, normalmente, no
tiene por qué salir al exterior; para eso están sus ayudantes. Alguien podría
extrañarse y...
—
Tiene usted razón —dijo el jefe de Orden—. Joseph, ¿qué le parecen las
declaraciones del doctor Mahmoud?
— Por
supuesto, jefe —contestó Grigoriev—. Pero... ¡un ser extraterrestre! ¡Absurdo!
Al menos, así lo creo yo.
Una
vez más, los dedos de Álvarez tabalearon sobre la mesa.
Es
probable que sea absurdo, al menos contemplado desde nuestro particular punto
de vista, pero ¿no ha de llegar un día en que entablemos relaciones con seres
nacidos en otros planetas?
— Yo
así lo espero, jefe — admitió el delegado—. Ahora bien, ¿esa relación se ha de
iniciar con actos hostiles? ¿Hemos de empezar a pensar que esos seres
extraterrestres se están infiltrando entre nosotros para invadirnos, como en
las viejas historias?
— Y,
si no es así, Joseph, ¿a qué se deben esas acciones tan misteriosas? Porque
ahora me doy cuenta de que el doctor Carpenter, quien examinó al hombre que
nunca nació, como se le llama por ahí, debió de haber encontrado o, por lo
menos, recelado algo en él, y sus compañeros, al enterarse, lo asesinaron, para
evitar que hablase. Unos supuestos invasores actuarían de ese modo, ¿no lo cree
usted?
— Es
posible concordó Grigoriev—, sobre todo, si piensan que todavía no ha llegado
el momento de desencadenar su ataque.
—Por
tanto, les conviene mantener el secreto, hasta que llegue su hora. La muerte
del desconocido fue un error, que ahora tratan de subsanar.
—Así
lo creo yo también, jefe... —Grigoriev se estremeció de pronto—, ¿Cuántos
infiltrados tenemos en la ciudad?
Hubo
una pausa de silencio. De pronto Álvarez dijo:
—El
tal Syrann mencionó un número de serie auténtico. Su nombre puede que no lo
sea, pero el número que recogió y grabó la Central de Presión está asignado a
una persona. ¿Cómo lo sabía él? ¿Por qué no dio un número cualquiera?
Grigoriev
reflexionó durante unos instantes.
Luego
contestó:
— Sólo
hay una explicación, jefe. Syrann está en Personal. O, por lo menos, tiene
cómplices en esa sección.
Los
ojos de Álvarez chispearon.
— Sí,
tiene usted razón, Joseph — exclamó.
Se
puso en pie.
—
Vamos a investigar los dos — dispuso.
— Pero
con una condición, jefe.
—
Diga, Joseph.
—
Hemos de ir armados. Esos sujetos son muy peligrosos.
Álvarez
hizo un signo de afirmación.
—
Desde luego —contestó—. ¡Y pobre del que intente el menor gesto hostil! —
añadió con acento que no permitía la menor duda.
* * *
Harry
Wildare entró en el piso cargado con una enorme bolsa y cerró la puerta de un
taconazo.
Emma
estaba sentada frente al televisor, contemplando un programa científico. Al ver
al joven se puso en pie.
—
¿Nada? —preguntó Wildare.
—
Todavía no, Harry —contestó la muchacha.
Wildare
se dirigió hacia la cocina.
— Voy
a llenar el refrigerador — declaró.
Regresó
minutos más tarde.
—
Estoy aterrado, Emma — dijo.
La
muchacha asintió.
—
Tenemos motivos, Harry — murmuró. Su cuerpo sufrió un ligero estremecimiento—.
Es algo increíble..., ¡una base extraterrestre en uno de los satélites del sistema
solar!
— Así
es. —Wildare encendió un cigarrillo—. Me siento indeciso, Emma.
— ¿Por
qué, Harry?
—
Deberíamos comunicar nuestro descubrimiento a las autoridades. Pero ¿y si no
nos hacen caso?
— ¿No
tiene usted algún conocido en las altas esferas capaz de tener comprensión con
nosotros?
Wildare
meneó la cabeza.
— No
para relatarle una historia tan fantástica. Porque lo es, queramos o no, Emma.
En fin, esperemos a mi amigo el criptógrafo. Si logra descifrar...
Un
zumbido se oyó de pronto en la estancia. Wildare se dirigió hacia el visófono y
presionó la tecla de contacto.
—
¿Harry? —sonó una voz masculina, instantes antes de que se iluminase la
pantalla.
— Sí,
yo mismo —contestó el investigador—. ¿Noticias, François?
—
Buenas, Harry — dijo el hombre cuya cara aparecía en la pantalla —. He
descifrado las inscripciones.
—
¡Magnífico, François! ¡Eres un genio de la criptografía? — elogió Wildare
entusiasmado.
El
nombre del criptógrafo era François Henandée y Wildare lo conocía por razón de
su cargo. En más de una ocasión había tenido que recurrir a sus servicios de
modo oficial, pero era la primera vez que lo hacía con carácter privado.
— Ha
costado un poco, en efecto —reconoció Henandée modestamente—. Pero lo he
logrado al fin. ¿Tienes por ahí papel y lápiz?
—
Claro que sí. Espera unos instantes, François.
Wildare
se fue a una mesa cercana, en uno de cuyos cajones tenía papel y lápiz.
Pertrechado con ellos, regresó junto al visófono.
Emma
escuchaba atentamente. Sentíase excitada en grado sumo. Ahora iban a desvelar
uno de los misterios de los extraños, probablemente el principal.
Cuando
conocieran su alfabeto, podrían manejar la nave.
Henandée
dijo:
—
Harry, he escrito una letra de nuestro alfabeto al lado del signo a que
corresponde, según las fotografías que me entregaste. Luego tú tendrás que
combinarlas si quieres redactar algún mensaje en aquel idioma. No obstante,
también te he traducido los rótulos fotografiados, para ahorrarte trabajo.
—
Gracias, François. Cuando quieras.
Henandée
empezó a hablar, a la vez que mostraba unas cuartillas escritas. En cada una,
con grandes caracteres, había trazado una letra del alfabeto latino y otra del
de los extraños.
Al
terminar de copiar los dos alfabetos, Wildare copió la traducción de los
rótulos correspondientes a cada instrumento de la nave. Minutos después, daba
la labor por terminada.
Entonces
Henandée dijo:
— He
observado una cosa, Harry.
—
Dime, François.
— Cada
signo corresponde a una letra de nuestro alfabeto. Además hay otros nueve
signos, que corresponden a otras tantas cifras de nuestra numeración, desde el
uno hasta el nueve.
— Eso
es lógico, François. Pero — advirtió Wildare de pronto — ¿por qué no el cero?
Henandée
sonrió.
— ¿Por
qué va a hacer falta el cero? Con emplear el mismo signo que para la O mayúscula,
hay más que suficiente.
— Es
verdad —reconoció el investigador—. François, soy un zoquete.
— No
tanto —dijo Henandée—. Oye, ¿de dónde has sacado ese raro alfabeto?
—
Bueno, yo... No te preocupes, François. Gracias por todo. —Y Wildare cortó la
comunicación precipitadamente, para no verse obligado a dar más explicaciones.
Se
volvió hacia Emma con expresión de triunfo.
—
Hemos conseguido dar un paso muy importante — exclamó.
— Sí —
convino ella —. Pero hay una cosa que me preocupa, Harry.
—
¿Cuál es, Emma?
— El
alfabeto. Tiene el mismo número de signos que el nuestro..., porque nuestras
letras son signos, a fin de cuentas; y también tiene nueve signos que
corresponden a nuestros números. ¿No le da eso que pensar, Harry?
— Por
cierto que sí, Emma; y le diré qué pienso. Sencillamente, se trata de una raza
de seres humanos singularmente parecida a la nuestra, con unas reacciones muy
similares a las de los terrestres. Y ¿no le parece que es más fácil combatir a
una persona que piensa más o menos como nosotros, que a otra cuya mentalidad se
desconoce en absoluto?
— Sí,
Harry —contestó Emma—. Es un razonamiento muy lógico..., pero no deje de tener
en cuenta que cada terrestre tiene una mentalidad distinta y que, por regla
general, nuestras reacciones suelen ser imprevisibles. Me refiero,
naturalmente, a casos de importancia, no a los asuntos comunes de cada día.
Wildare
sonrió.
— Lo
tendré en cuenta —dijo—. Y ahora ¿qué tal si nos llegamos hasta su residencia
campestre y tratamos de poner aquella nave en funcionamiento?
Emma
se estremeció.
— ¿Lo
intentará, Harry?
—
¡Pues claro que sí! ¿Acaso no es el único medio de que disponemos para llegar
al sitio, donde está su padre y rescatarlo?
Ella
le dirigió una mirada de gratitud.
—
Nunca olvidaré esto que hace por mí —manifestó.
— Le
voy a hacer una confesión, Emma —dijo Wildare—. Mis móviles no son en absoluto
desinteresados... y no me refiero al dinero, naturalmente.
Emma
se sonrojó fuertemente. El significado de las palabras del investigador no
podía estar más claro.
* * *
Álvarez
y su delegado se miraron un segundo delante de la puerta que permitía el paso
al Departamento de Personal de la C.S.1. Los dos tenían la misma idea en la
mente.
¿Estaba
allí el hombre que había dicho llamarse Martin Syrann?
—
Vamos —se decidió Álvarez, tras un corto titubeo.
Empujó
la puerta y pasó a una gran estancia, donde se afanaban una docena de personas
de ambos sexos en el control de todos los habitantes de la ciudad.
Algunos
les miraron con curiosidad. Al fondo se encontraba la puerta que conducía al
despacho privado del jefe de la sección.
Álvarez
y Grigoriev avanzaron con paso natural, como si se dirigieran a ver al jefe. De
pronto, Álvarez se detuvo ante una mesa en la que un sujeto manipulaba una
computadora.
— Oiga
— exclamó de manera súbita —. Su cara me parece conocida. ¿No es usted Martin
Syrann?
— ¿Yo?
—sonrió el hombre—. No, señor; me llamo Wolf Haretz.
— Ah,
entonces me he confundido...
Grigoriev
no miraba a Haretz. Estudiaba a los demás empleados.
Uno de
ellos se sobresaltó ligeramente. Su cara era ligeramente morena y tenía los
pómulos un tanto salientes.
El
delegado recordaba perfectamente la cara del desconocido al que todos habían
dado en llamar el hombre que nunca nació. No se podía decir que aquellos dos
hombres hubieran sido hermanos, pero sí le chocó la semejanza en la generalidad
de sus rasgos.
Además
se había sobresaltado un tanto al oír el nombre de Syrann. Había sido un
movimiento apenas imperceptible, pero suficiente para los ojos sagaces del
delegado.
Cruzó
por entre las mesas y se acercó al individuo.
—
Póngase en pie, Syrann — ordenó.
El
hombre le miró con aire intrascendente.
— Me
parece que se equivoca, amigo. Me llamo Bob Williams —declaró.
— Por
supuesto. Bob Williams, John Smith, Sam Jones... Igualmente podría emplear otro
nombre tan corriente como el que dice tener.
— No
me tome el pelo — gruñó Williams —. No me gustan ciertas bromas.
— Esto
no es ninguna broma —aseguró Grigoriev—.
Usted
es Syrann y se le acusa de la muerte del doctor Carpenter.
Hubo
una pausa de silencio. Los empleados contemplaban la escena en silencio.
Álvarez
permanecía a la expectativa, a unos pasos de distancia. No quería intervenir;
prefería dejar la iniciativa a su delegado.
—
Repito que se equivoca —dijo el llamado Williams con un gruñido de mal humor.
— Muy
bien, si me equivoco, pagaré las consecuencias y le presentaré mis excusas
—contestó Grigoriev—. Ahora bien, si usted no es Syrann, no debe temer en
absoluto que lo llevemos ante el doctor Mahmoud, colaborador de Carpenter,
quien le hará un análisis celular de algunos de los órganos de su cuerpo. La
epidermis, sobre todo.
Un
singular destello apareció en los ojos del empleado. Álvarez comprendió que
Grigoriev había dado en el blanco.
Repentinamente,
Syrann se puso en pie. Levantó la mesa y la volcó hacia Grigoriev, quien,
sorprendido, cayó de espaldas. Luego se lanzó hacia la puerta, en medio del
asombro y desconcierto generales.
Álvarez
lanzó una maldición. Fue a sacar la pistola, pero el arma se le trabó unos
instantes en la funda.
Cuando
lo consiguió, Syrann había salido ya del departamento.
Grigoriev
se ponía en pie en aquel instante.
—
¡Vamos, que no se nos escape! —gritó Álvarez.
Los
dos hombres corrieron en persecución del fugitivo. Al salir fuera de la
oficina, vieron a Syrann al fondo de un vasto corredor.
Varias
personas circulaban por aquel lugar. Álvarez levantó la pistola, pero no se
atrevió a disparar, por temor a herir a un inocente.
—
¡Deténganlo! — gritó.
Uno o
dos individuos trataron de frenar la marcha de Syrann, pero el asesino los
derribó con gran violencia. Álvarez adivinó sus intenciones.
Había
una esclusa a unos ciento cincuenta metros de distancia. Extendió la mano y
ordenó:
—
¡Joseph, telefonee a la Central de Presión! ¡Es preciso bloquear el sistema de
apertura de todas las esclusas!
Grigoriev
se precipitó en busca de un teléfono Álvarez continuó su carrera.
Cuando
alcanzó la esclusa, Syrann había pasado ya a su interior. Esperó unos momentos.
Grigoriev
llegó segundos más tarde, jadeante.
—
Todas las esclusas están bloqueadas — anunció.
Álvarez
emitió una sonrisa de satisfacción.
—Bien
dijo —, y ahora vamos a ver si este pajarraco suelta la lengua. — Sus ojos se
oscurecieron de pronto—, ¿Y si de verdad fuese un extraterrestre?
Pero
no por ello debía dejar de cumplir su deber. Resueltamente, apoyó el índice en
la tecla de apertura de la compuerta interna y la presionó a fondo.
Capítulo IX
Harry
Wildare terminó de pegar la última tira y lanzó un suspiro de alivio.
— En
fin — dijo —, ya está.
Emma
había colaborado en la operación. A fin de ahorrarse tiempo y trabajo, así como
en evitación de posibles errores, Wildare y ella habían escrito las
traducciones de los rótulos indicadores en tiras de papel adhesivo, que habían
colocado en los lugares adecuados.
Ahora
todos los instrumentos tenían la traducción que señalaba la función a que
estaban destinados. Wildare confiaba en poder poner la nave en funcionamiento.
Realmente, y a juzgar por lo que estaba viendo, su manejo no debía de resultar
extremadamente difícil.
Y una
vez adquirida la práctica necesaria, podría pilotar la nave con la misma
sencillez que pilotaba un vehículo terrestre.
Los
instrumentos señalaban una serie de aparatos de fácil identificación: motores,
propulsión, temperatura externa, velocímetro, presión atmosférica, temperatura
interna, radares, pantallas visoras, computador de órbitas... El único
instrumento que no aparecía era el correspondiente a aquel extraño cajón que
parecía el habitáculo de un ascensor, situado a espaldas de los cuatro sillones
destinados a los ocupantes de la nave.
Wildare
había decidido despreocuparse del cajón por el momento. No tenía ventanas que
permitiesen ver lo que había en su interior y tampoco había podido abrirlo.
Existía una cerradura; sin embargo, no habían podido dar con la llave o el
mecanismo de apertura.
— Tal
vez conduzca a los motores —opinó—. Pero como nosotros no los vamos a revisar,
no es necesario que asomemos la nariz en aquel cajón.
Emma
se mostró de acuerdo con él. Al cabo de varias horas de trabajo e investigación,
Wildare creyó que ya estaba en condiciones de hacer la primera prueba.
Se
pasó la mano por los labios.
—
¿Preparada, Emma?
Ella
movió la cabeza afirmativamente. Estaba muy pálida.
Wildare
empuñó una palanca situada en el cuadro de mandos. Delante de él tenía cuatro
pantallas de televisión que cubrían por completo el panorama en torno a la
nave. El aparato carecía de lucernas exteriores; al menos, no las habían
hallado.
Debían
de estar muy disimuladas y Wildare se conformaba con ver a través de las
pantallas. Movió la palanca ligeramente; delante de ella había un rótulo que
decía: ASCENSIÓN VERTICAL.
La
nave se separó lentamente del suelo. El ascenso fue claramente perceptible a
través de las pantallas.
Wildare
oprimió una tecla señalada con cierre
tren.
Las
tres patas sustentadoras de la nave se replegaron en su interior. Al lado de
aquella tecla había otra: Apertura tren.
El
investigador buscó la siguiente palanca: Desplazamiento
horizontal. Retroceso.
La
nave se movió lentamente hacia atrás. Wildare creyó comprender la forma en que
debería hacer sus desplazamientos. Tendría que jugar con las palancas de
ascensión y desplazamiento horizontal, avance o retroceso, combinándolas de
modo que resultasen movimientos intermedios, cuando no se necesitase un
horizontal o vertical.
— Me
gustaría saber qué clase de energía mueve la esfera — dijo Emma.
Wildare
hizo un gesto ambiguo.
— Tal
vez antigravedad...
— Pero
¡si no se ha descubierto, Harry!
— Los
terrestres no, pero ¿y ellos?
Emma
se quedó muy pensativa. De pronto, lanzó un grito:
—
¡Cuidado, Harry!
Wildare
se alarmó. Era ya tarde.
Un
tremendo crujido sonó en el exterior. El portón de acceso al cobertizo saltó en
astillas.
Emma
se echó a reír.
— Nos
habíamos olvidado de dejarlo abierto —comentó.
La
nave continuaba desplazándose normalmente. El choque con la madera no se había
percibido apenas en el interior, salvo por el ruido, transmitido a través de la
estructura de la astronave.
Wildare
observó que, delante de las palancas de desplazamiento había cuatro teclas en
fila, cada una de ellas señaladas con Velocidad
A, Velocidad B y Velocidad C. La cuarta y última era de un color rojo
intenso y tenía como distintivo el rótulo de Velocidad límite (manténgase solamente un máximo de sesenta minutos).
«Será
cosa de probar esas velocidades», pensó.
Cada
palanca y cada tecla tenía una esfera, con una aguja indicadora. Wildare no
había traducido los números de las esferas de control; ya se había aprendido de
memoria y sabía combinar los distintos signos del idioma extraterrestre. Las
esferas señalarían, en su momento, la distinta velocidad a que se movería la
nave, según el mando elegido.
—
Vamos a probar la ascensión —dijo.
— No
suba demasiado —aconsejó ella—. Aunque es de noche y no nos verían, los
detectores podrían señalar nuestra presencia.
— Y
eso no nos convendría, ¿verdad?
— No,
porque ellos no saben que ya conocemos el manejo de la nave.
Wildare
hizo que la esfera ascendiera con lentitud. A poco, se atrevió a aumentar la
velocidad. Según pudo apreciar en el velocímetro correspondiente a la palanca,
aquel mando permitía solamente los desplazamientos en el interior de la
atmósfera. La velocidad máxima indicada apenas rebasaba los diez mil kilómetros
a la hora.
Unos
minutos más tarde, se encontraban a varios miles de metros del suelo. Wildare
inició ahora una serie de maniobras en todos los sentidos, acelerando con
precaución, aunque, en ocasiones, alcanzaba elevadas cotas de velocidad.
La
esfera realizó toda suerte de maniobras: ascensión y descenso verticales, desplazamientos
hacia adelante y en retroceso, laterales y oblicuos en todos los sentidos...
Wildare halló bien pronto que moverse con aquella nave era cosa de práctica
sobre todo.
Al
cabo de una hora, Emma propuso regresar.
— Sí —
aceptó él—. Tenemos que prepararlo todo para el viaje.
Emma
se estremeció.
— ¿Se
atreverá a ir hasta Europa? — preguntó.
— Lo
estoy deseando —afirmó Wildare rotundamente.
Emma
también lo deseaba, aunque sentía el lógico temor a enfrentarse con lo
desconocido. Pero pensaba en su padre y ello la hizo concebir nuevos ánimos.
Wildare
inició el descenso, decelerando gradualmente hasta hallarse a unos metros del
suelo. Entonces presionó la palanca del control del tren de aterrizaje y las
patas surgieron de las guardacámaras.
Momentos
después, la nave se estremecía ligeramente.
—
¡Tierra! —gritó él, de buen humor.
Y se
soltó los atalajes.
— Ha
sido un aterrizaje magnífico — alabó Emma, a la vez que se ponía en pie —.
Estamos a menos de cinco metros del cobertizo.
— Y
con la puerta hecha astillas.
Se
echaron a reír. Ambos presentían que sus dificultades estaban en camino de
solucionarse.
Wildare
abrió la escotilla. La entrada había quedado justamente frente al cobertizo. En
el momento en que Emma ponía el pie en el suelo, se oyó un espantoso alarido.
Parecía
un grito surgido de las profundidades del universo y daba la sensación de haber
brotado de una garganta no humana. El alarido duró escasamente un segundo.
Una
sombra oscura cruzó por delante de ambos jóvenes. Fue una visión rapidísima,
instantánea; de no haber sido por el espeluznante aullido, Wildare y Emma
habrían jurado que se trataba de una ilusión de sus sentidos.
Todavía
flotaban en el aire los ecos de aquel terrible grito, cuando se oyó un ruido
aún más espeluznante, un sonido que no tenía comparación posible con ninguno de
los que ambos conocían. Algo se estrelló contra el suelo, justo bajo el dintel
de la destrozada puerta del cobertizo.
Wildare
sintió un golpe en la mejilla, no demasiado fuerte. Se llevó la mano al lugar
afectado, pero no percibió el menor dolor. Él y Emma tenían la vista fija en la
horrible cosa que yacía en el suelo a cuatro pasos de distancia.
Emma
creyó que se iba a desmayar. Por su parte, el investigador sintió que el
estómago se le subía a la boca.
Aquella
cosa era un conjunto irreconocible de huesos y carne machacados, convertidos en
un informe montón de pulpa sanguinolenta.
Wildare
se miró la mano izquierda. Los dedos estaban teñidos de rojo, pero aquella
sangre no era suya.
* * *
El
jefe Álvarez estaba satisfecho.
— Lo
hemos cazado, Joseph — dijo.
Grigoriev
asintió sonriendo. Sacó la pistola y se preparó para el arresto.
Álvarez
tenía el teléfono en la mano.
—
Central de Presión; aquí el jefe de Orden. Pueden desbloquear la esclusa R-40.
—
Bien, señor.
Álvarez
pulsó el mando de apertura. La compuerta interior empezó a girar.
Había
algunos curiosos en las inmediaciones, contenidos por los auxiliares de Orden.
Álvarez y su delegado esperaron con los nervios en tensión.
La
compuerta terminó de abrirse. Entonces Álvarez y Grigoriev creyeron que los
ojos se les salían de las órbitas.
¡La
esclusa estaba vacía!
Álvarez
se pasó una mano por la cara.
—
Estoy soñando — masculló.
—
Habrá salido de la esclusa... —apuntó Grigoriev.
— ¿Sin
traje de vacío? ¡Absurdo!
La
compuerta externa habría quedado abierta, en tal caso, al morir Syrann y no
poder manejar el mando de cierre.
— ¿Era
un fantasma? — murmuró Grigoriev con un hilo de voz.
Álvarez
se sobrepuso bien pronto.
— No
creo en fantasmas —gruñó. Cerró la compuerta, agarró de nuevo el teléfono y dio
una orden—: Equipos de rescate del Sector Séptimo, salgan al exterior para ver
si encuentran un cadáver.
Era
una decisión más bien formularia. Álvarez sabía de sobra que los hombres de
rescate no encontrarían nada.
—
Vamos a mi despacho, Joseph —dijo—. Allí podremos hablar con tranquilidad.
Momentos
después, estaban en el lugar señalado. Álvarez ordenó a su secretaria que les
trajese café. Encendió un cigarrillo y, durante unos momentos, se quedó
contemplando las espirales de humo azul.
La
secretaria trajo dos tazas de café y se retiró discretamente.
— Se
me está ocurriendo una idea — dijo Grigoriev.
— Sí —
murmuró el jefe de Orden.
El...
el hombre que nunca nació y Syrann eran muy parecidos, si no de fisonomía, al
menos en la complexión general, color del pelo y de los ojos pigmentación de la
epidermis... Suponiendo que «ellos» no sean terrestres, ¿cabría la posibilidad
de una raza cuyos individuos poseyeran una acusada semejanza en sus
características morfológicas?
—
Pudiera ser, Joseph.
—
Bien, los archivos de personal contienen la ficha de cada uno de los habitantes
de la ciudad. En la ficha además de los datos personales, está la fotografía
del interesado. Esa fotografía está realizada en color,
Álvarez
chasqueó los dedos.
— No
es mala idea, Joseph —aprobó—. Aunque revisar cincuenta o sesenta mil fichas no
va a resultar cosa sencilla.
—
Bien, podemos poner a varios de nuestros hombres a la tarea. Naturalmente,
advirtiéndoles previamente de lo que deben buscar.
— Me
parece muy bien, Joseph. —Álvarez sonrió—. Estamos en un grave aprieto, pero
creo que hice bien al retirar la petición de ayuda, referente a Wildare.
Viniendo
de su jefe, aquellas palabras eran un cumplido. Grigoriev hizo una inclinación
de cabeza en señal de gratitud.
Pero
todavía nos falta una cosa —dijo Álvarez—. Si Syrann no salió fuera de la
ciudad, ¿dónde se ha metido?
— Es
un misterio, en efecto — contestó el delegado.
— Un
misterio, que puede tener solución dentro de poco, Joseph.
Pulsó
una palanquita del interfono y dijo:
—
Habla el jefe Álvarez. Póngame con el servicio de Inspección de esclusas.
— Al
momento, señor — contestó la secretaria. Momentos después, se oía una voz
masculina que brotaba del interfono:
—
Habla Colbert, de Inspección y Conservación de esclusas ¿En qué puedo servirle,
jefe Álvarez.
—
Tengo entendido que sus hombres revisaron una vez la R-40, Colbert.
— En
efecto, señor; pero no encontraron nada...
—
Ahora tienen que encontrarlo, Colbert. No sé qué es..., pero ¡desmantelen la
esclusa hasta el último tornillo! ¿Entendido?
— Y
comuníqueme en seguida el resultado de sus investigaciones.
— De
acuerdo, señor Álvarez.
El
jefe de Orden cerró el interfono. Grigoriev se puso en pie.
— Voy
a elegir los hombres que se encargarán de revisar el archivo — anunció.
— Muy
bien. Procure que activen el asunto, Joseph.
—
Descuide, señor.
Grigoriev
se dirigió hacia la puerta. Había dado apenas cuatro pasos, cuando, de pronto,
se despegó del suelo.
Álvarez
se elevó también. Fuera, en el antedespacho, se oyó un femenino grito de susto.
— ¿Qué
diablos pasa, Joseph? —gruñó Álvarez. Grigoriev había quedado en una postura
ridícula, con los pies en el techo y la cabeza hacia abajo.
—
Parezco una mosca — gruñó.
El
cráneo de Álvarez hubiera chocado contra el techo, de no haber tenido la
precaución de elevar las manos. Fuera empezó a escucharse el tañido de una
campana de alarma.
Los
altavoces de la red general emitieron una información nada tranquilizadora:
—
¡Atención a todos los habitantes de la Ciudad Satélite número uno! Se ha
producido una ligera avería en el sistema de gravedad artificial, la cual ha
quedado suspendida, momentáneamente. No existen motivos de alarma, por lo que
rogamos calma a todo el mundo. La avería quedará reparada dentro de pocos
minutos. Repetimos: calma y tranquilidad.
— Lo
que nos faltaba —gruñó Álvarez, haciendo fuerza en el techo para volver a su
mesa.
Grigoriev
hizo una contorsión, apoyó una mano en el techo y empujó hacia abajo. Momentos
después, ponía los pies en el suelo.
— Esto
se complica, jefe — dijo.
— Sí,
Joseph. Adivino lo que está pensando. Yo también pienso de la misma manera.
— En
efecto, señor. La avería ha sido provocada por... «ellos».
Capítulo X
Harry
Wildare cubrió con una manta los destrozados restos del individuo que había llegado
de algún lugar del espacio y luego entró en la casa.
Emma
estaba en la cocina. Todavía tenía en la cara señales de la impresión recibida.
—
¿Cómo se encuentra? —preguntó él.
— Un
poco mejor — contestó Emma—. Voy a preparar un poco de café.
— Sí,
es una buena idea.
Wildare
encendió un cigarrillo.
— Emma
— dijo al cabo —, voy a tener que informar a mis superiores.
— ¿Es
absolutamente preciso? —pregunto la muchacha.
— ¿Por
qué lo pregunta? — quiso saber el.
— Mi
padre...
Wildare
apretó los labios.
— Opina
que ellos se enterarían y podían causarle algún daño, ¿verdad?
— Sí,
Harry.
El
investigador reflexionó unos momentos.
—
Haremos un trato — dijo al cabo.
—
Hable — rogó ella.
—
Hemos decidido desplazarnos hasta Europa, ¿no es así?
—
Cierto, Harry.
— Por
lo que puedo deducir, esta nave es extremadamente rápida. Las otras que
conocemos son capaces de alcanzar Júpiter o su vecindad en una semana.
Posiblemente, la esfera doble su velocidad o quizá la triplique.
— Debe
de poseer unos motores potentísimos, Harry.
— Así
lo creo yo. Bien, suponiendo que empleásemos nada más que la mitad del tiempo,
en tres días podríamos llegar a Europa. Luego...
Emma
le entregó una taza de café.
—
Siga, Harry — invitó.
—
Bien, no hay mucho más que decir. Fundamentalmente, esos seres extraterrestres
no son hostiles. Podrían habernos matado, de haberlo deseado.
— Eso
creo yo, aunque no sabemos cuál puede ser su reacción, cuando sepan que hemos
descubierto su base.
— De
acuerdo. No obstante, iremos prevenidos con toda clase de armas. Emma, le
aseguro que nosotros los investigadores utilizamos algunas de efectos realmente
escalofriantes.
— Será
preciso que nos movamos con gran cuidado, Harry. Mi padre podría...,
¿comprende?
Wildare
hizo un signo de asentimiento.
— No
se preocupe — contestó —. Lo rescataremos indemne. Además de saber emplear las
armas, también utilizo mi cabeza.
Ella
sonrió.
—
¿Piensa emplear algún truco?
— Es
posible —admitió él—. Todo depende de las circunstancias. Oiga, Emma, y ahora
que me doy cuenta, ¿se ha fijado que no hemos visto en la nave ninguna
despensa, almacén de víveres o cosa parecida?
—
Tiene usted razón — convino Emma —. Porque tendremos que llevar comida y agua.
— Deje
eso de mi cuenta — dijo Wildare —. Usted siga aquí, hasta que yo le diga que ya
estamos listos para partir. Es probable — añadió —, que no podamos salir hoy;
hay mucho que hacer todavía, ¿comprende?
— Sí,
Harry.
Wildare
salió al exterior. Durante unos momentos, contempló el bulto informe que yacía
bajo la manta.
Era
preciso hacer algo. Aquellos restos no podían quedar allí durante el tiempo que
iba a durar su ausencia. La solución le revolvió el estómago, pero no había más
remedio que ponerla en práctica.
* * *
Wildare
entró en la casa y buscó a la muchacha. Emma dormía apaciblemente sobre un
diván.
Ella
le inspiró una gran ternura. Rozó con dos dedos su cabello, mientras sonreía
suavemente. Luego, al fin, la tocó en el hombro.
Ella
abrió los ojos.
— Es
la hora — dijo Wildare.
Emma
se sentó en el diván.
—
¿Tiene ya todo preparado?
— Todo
—confirmó él.
—
Bien. — Emma se puso en pie—. ¿Puedo arreglarme un poco?
—
Claro. De todas formas, hay tocador en la nave. Pequeño, pero elegante.
Emma
sonrió.
—
Tiene usted un humor excelente — dijo.
— No
lo crea; estoy temblando de pies a cabeza. Siempre detesté los viajes por el
espacio y ya ve; ahora voy a emprender uno lo menos a quinientos millones de
kilómetros.
—
Nunca olvidaré esto que hace por mí — aseguró Emma. Luego se alejó de la sala
—. Estaré lista dentro de unos minutos.
Un
cuarto de hora más tarde, se sentaban en los sillones de pilotaje. Wildare
comprobó los mandos y luego presionó la tecla de ascensión vertical, a la vez
que movía la palanca suavemente.
Replegó
el tren de aterrizaje. La esfera se elevó con lentitud al principio, más rápidamente
después, a medida que ganaban altura.
En
pocos minutos, se encontraron a unos veinte mil metros del suelo. La velocidad
de la nave era, en aquellos momentos, cercana a los tres mil kilómetros por
hora.
Entonces
Wildare presionó la tecla de ¡¡¡Velocidad A. Según el indicador, la esfera
podía llegar hasta los cincuenta mil kilómetros por hora.
Wildare
continuó acelerando, sin que notasen en sus organismos el menor efecto del
constante y gradual aumento de la velocidad. Minutos más tarde, la Tierra era una
enorme bola plateada que flotaba en el espacio bajo ellos.
—
Debemos de estar sometidos a un campo de gravedad artificial —dijo Wildare,
pasado un buen rato.
— Algo
así por el estilo creo yo también — contestó Emma—. De lo contrario, tendríamos
que sentimos aplastados contra los asientos y, ya ve, no notamos la menor
incomodidad.
La
esfera que señalaba la Velocidad B
alcanzaba hasta la cifra quinientos mil. La de Velocidad C llegaba hasta la cifra cinco millones.
Wildare
observó la esfera de Velocidad límite.
La cifra era muchísimo menor que la de Velocidad
C: doscientos noventa mil. Pero al examinar el indicador con más atención,
vio algo que le dejó sin aliento.
Las
cifras anteriores se referían a kilómetros por hora. Las cifras de la última
esfera estaban referidas a segundos.
— Casi
la velocidad de la luz — dijo, abrumado.
Así se
comprendía la necesidad de no usar dicha velocidad máxima más que durante un
tiempo muy limitado. Pero ello no quería decir que no se pudiera viajar durante
largos períodos a una velocidad algo inferior.
— Unos
doscientos cincuenta mil kilómetros serán suficientes —dijo.
— ¿Por
hora? —preguntó Emma.
— No,
por segundo.
— Un
millón de kilómetros cada cuatro segundos — se asustó ella.
—
Exactamente.
— Es
una ciencia terriblemente adelantada la de esos extraños — dijo la muchacha,
muy impresionada.
— No
lo dude — contestó él.
Poco
después, pasaron a la velocidad B y varias horas más tarde, a velocidad C. La
Tierra era un disco luminoso en el espacio que se empequeñecía rápidamente.
A
pesar de la enorme velocidad, era posible moverse sin el menor estorbo dentro
de la nave. Emma se levantó y dijo que iba a preparar algo de comer.
— Por
cierto, Harry, ¿qué hizo con los restos de aquel desdichado que llegó no
sabemos de dónde?
Wildare
estaba muy ocupado contemplando las pantallas de televisión y no paró mucha
atención en la pregunta. Su respuesta fue sincera, en lugar de la evasiva que
debiera haber dado.
— Ah,
lo metí en un saco y luego lo guardé en su refrigerador — contestó.
Emma
se tapó la boca con la mano.
—
¡Harry, por Dios!
— Oh,
lo siento —se disculpó él—. No quería decírselo; lo hice sin que usted lo
supiera..., pero ahora que ya lo sabe... Bueno, es necesario conservar el
cuerpo hasta nuestro regreso.
—
Claro.
Emma
volvió y se sentó a su lado.
— Se
me han quitado las ganas de comer —dijo.
Wildare
se echó a reír.
— Siga
aquí, vigilando las pantallas. Yo le prepararé un poco de café; verá cómo luego
se siente un poco mejor.
* * *
El
jefe Álvarez se sentía abrumado.
Los
informes de su delegado Grigoriev casi le habían hecho caer de espaldas.
— Hay
alrededor de cuatro mil sujetos de semejantes características morfológicas
—dijo Grigoriev—. Hombres y mujeres, indistintamente. Y todos, a lo que parece,
con su documentación en regla.
— Esto
es una invasión, Joseph — declaró Álvarez, a punto de desmayarse.
— Así
lo creo yo, señor. El... enemigo ha situado aquí unos efectivos que pueden
evaluarse muy entre un seis y un siete por ciento de la población total del
satélite. Es de suponer, además, que se trate de personal combatiente,
altamente entrenado, contra el que poco podemos hacer nosotros con nuestros
trescientos agentes de orden.
Álvarez
asintió pensativamente.
—
Además es imposible proceder contra todos ellos — dijo—, Y en el supuesto de
que pudiéramos, ¿cómo estaríamos seguros de no cometer un error? Tiene que
haber miles de personas más de pelo negro y piel tostada que son terrestres
auténticos. Si empezásemos a arrestarlos a todos, se crearía una psicosis de
pánico que podría dar lugar a una tremenda catástrofe.
—
Ellos están aquí con una misión definida — opinó Grigoriev—. Hemos de tener en
cuenta que, salvo nosotros, no lleva nadie armas en el satélite. Cuatro mil
personas, bien armadas y resueltas a todo, instruidas previamente a conciencia,
pueden apoderarse del satélite en cinco minutos.
— Sí
—admitió el jefe—. ¿Quién osaría resistírseles? Joseph, ¿sabe lo que estoy
pensando?
—
Diga, señor.
— Esos
sujetos..., quienes quiera que sean, están esperando una orden para actuar.
Cuando la reciban (por supuesto, esa orden llegará mediante una clave
convenida), se lanzarán al ataque y en pocos minutos se habrán adueñado de la
ciudad.
— Pero
ahora conocemos sus propósitos. ¿No podríamos hacer algo para evitarlo? Avisar
a la Tierra, que enviasen naves con fuerzas de refresco...
— Si
ven que empiezan a llegar tropas, iniciarán el ataque y será peor. Tenemos que
pensar en las decenas de miles de vidas inocentes que hay aquí. Por ellas hemos
de encontrar una solución que nos permita dominar la situación sin verter
sangre...
Llamaron
a la puerta. Grigoriev se levantó y abrió.
Un
hombre entró en el despacho.
—
Hola, jefe — saludó —. Hemos inspeccionado la esclusa.
— ¿Y
bien?
—
Detrás de uno de los mamparos laterales, hemos encontrado un cuadro de mandos,
que no sabemos para qué sirve. Además sus indicaciones están escritas en un
lenguaje desconocido.
—
Siga, Colbert — invitó Álvarez.
—
Bien, debajo del suelo, encontramos una máquina también desconocida. No sabemos
en absoluto para qué sirve; es más, ni siquiera la hemos tocado.
—
¿Cree que pueda tratarse de una bomba, Colbert? — preguntó Álvarez
ansiosamente.
— Yo
diría que no, pero, claro, no se puede estar seguro... Oiga, jefe —exclamó
Colbert—, ¿es que tenemos marcianos a bordo?
Álvarez
y Grigoriev intercambiaron una mirada.
— No
lo diga a nadie, Colbert —contestó al fin el primero—. Puede que no sean
marcianos, pero lo que sí es seguro que no han nacido en nuestro planeta.
—
¡Jesús!
El
interfono empezó a zumbar en aquel instante. Álvarez alargó la mano y dio el
contacto.
Una
voz sonó en el acto:
—
Habla Bryant, de Órbitas. Jefe, debo comunicarle que la ciudad se ha desviado
medio grado de la órbita establecida previamente. Suponemos que se trata de una
consecuencia de la avería de la central de gravedad artificial, ya reparada,
por fortuna, aunque todavía no estamos en condiciones de emitir un dictamen
definitivo. Le informaré cuando tengamos más datos. Eso es todo.
Álvarez
cortó la comunicación y soltó un gruñido:
— Pero
¿es que nunca se van a acabar las calamidades en este condenado satélite?
Capítulo XI
El
gigante de los planetas, Júpiter, ocupaba ya una buena parte de la pantalla
cuyo objetivo estaba situado en su dirección.
Wildare
calculaba que le quedaban menos de veinticuatro horas para el aterrizaje. De
haber sido un astronauta experimentado, tal plazo se habría reducido
probablemente a menos de la mitad.
Además
era preciso tener en cuenta que desconocía exactamente el emplazamiento de la
misteriosa base donde suponían se hallaba el padre de Emma. Esto añadiría
nuevas dificultades.
—
Tengo la intención de aterrizar a relativa distancia y acercamos luego a pie
—dijo, como si hablase consigo mismo.
— ¿No
tendrán esos seres instrumentos parecidos al radar? — sugirió ella.
Wildare
hizo un signo afirmativo.
— Son
muy listos, pero también ellos tiran piedras contra su propio tejado. Y, en
este caso, el tejado es de vidrio. ¡Mire!
Emma
fijó la vista en una tecla, sobre la que había un rótulo significativo:
¡¡¡¡Anulador. Detección exterior.
Un
antirradar — dijo Emma, asombrada.
—
Ciertamente. Es de suponer que estén acostumbrados a detectar naves de las que
vuelan continuamente por el sistema solar y no les presten demasiada atención,
cuando vean que pasan de largo. Pero si observasen que una nave se dirigía
hacia su base, su comportamiento sería muy distinto, ¿comprende?
Sí,
Harry. ¿Cuándo piensa poner en funcionamiento el detector?
Wildare
sonrió.
— Hace
horas que está funcionando —contestó.
Y, en
aquel momento, se oyó un golpe sordo detrás de ellos.
Emma
se volvió en el acto.
— ¿Qué
ha sido eso, Harry? —exclamó, alarmada.
Wildare
frunció el ceño.
—
Pareció oírse ahí, dentro de ese cajón que no sabemos para qué sirve...
Una
voz sonó de pronto con trémolos irritados. Wildare y Emma estaban asombradísimos.
El
investigador reaccionó rápidamente, sin embargo. Descolgó su pistola de energía
y se situó frente al cajón.
La
puerta que había estado cerrada hasta entonces se abrió. Un hombre, con cara de
aturdimiento, la frente manchada de sangre, apareció ante ellos.
—
¡Maldición! — juró el desconocido—, ¿Qué diablos le pasa a este condenado
trasto? Me aseguraron que la llegada sería muy suave y por poco me rompo la
crisma...
El
recién llegado parpadeó al verse frente a la pareja.
— ¿Eh?
¿Quiénes son ustedes? —gruñó.
— Me
llamo Wildare — dijo el investigador —. Ésta es la señorita Emma Deiren.
—
¡Deiren! —resopló el hombre— ¡La hija del doctor Deiren!
—
Justamente —confirmó Emma—. ¿Quién es usted, señor...?
— Mi
nombre es Teck-Hi...
El
recién llegado calló de pronto.
—
Oigan, ustedes no tenían por qué estar a bordo de esta nave —exclamó unos
segundos más tarde.
— Las
opiniones no coinciden, pero nosotros respetamos la suya —contestó Wildare—.
¿Por qué dice eso?
Teck-Hi
sacó un pañuelo y se lo llevó a la frente.
—
Maldita sea —gruñó—. Menudo porrazo... De modo que la hija de Deiren, ¿eh?
Bien, señorita; usted me ahorra el trabajo de buscar el laboratorio de su
padre. ¿Está muy lejos?
— Yo
diría que a unos quinientos millones de kilómetros, Teck-Hi — anunció Wildare
con acento placentero.
Teck-Hi
se quedó pasmado. De repente, se fijó en las cuatro grandes pantallas de
televisión, que mostraban un panorama completo del espacio circundante.
Su
mandíbula inferior se aflojó. Extendió una mano y señaló hacia la imagen de
Júpiter que se veía en una de las pantallas.
—
Pero..., pero... ¡estamos volando hacia Júpiter! — tartamudeó.
— Más
exactamente, hacia el satélite Europa —puntualizó el investigador.
Hubo
una pausa de silencio. La cara de Teck-Hi mostraba claramente el desconcierto
de que estaba poseído.
De
repente, movió la mano derecha, como si quisiera sacar algún arma de su traje.
Wildare se le anticipó.
Apretó
el gatillo. El generador de su pistola estaba graduado al mínimo; aun así, la
descarga derribó a Teck-Hi con la fuerza del puñetazo de un gigante.
Teck-Hi
quedó tendido, sin aliento, incapaz de moverse. Wildare se inclinó sobre él y
le desposeyó de un tubo corto de metal, dotado de una protuberancia esférica en
uno de sus extremos.
— Con
un aparato de éstos nos paralizaron, Harry — exclamó la muchacha de pronto.
Teck-Hi
se esforzaba por incorporarse. Llegó incluso a sentarse.
Entonces
le alcanzó de lleno una descarga del paralizador y se quedó completamente
inmóvil, con una expresión de hipnotizado en su cara de piel tostada.
Wildare
se volvió hacia la muchacha.
— Voy
a hacer una prueba, Emma — anunció.
— ¿De
qué se trata, Harry? —quiso saber ella.
—
Ahora lo verá — contestó el investigador —. Teck-Hi, ¿me oye usted?
— Sí,
perfectamente —dijo Teck-Hi con voz carente de entonación.
Wildare
sonrió satisfecho.
— Me
lo figuraba —dijo—. Ahora Teck-Hi está bajo hipnosis y contestará sin vacilar a
todas las preguntas que le hagamos.
* * *
Teck-Hi
estaba sentado en uno de los sillones de la cámara, al cual se había trasladado
siguiendo órdenes de Wildare. Emma curó su herida y la tapó con unas tiras de
celulina, que extrajo de un tubo de boca alargada.
La
celulina cortó la hemorragia. Además era un poderoso cicatrizante, de absorción
natural. Dentro de dos días, Teck-Hi no tendría la menor señal de la herida
recibida al llegar a la nave.
—
Teck-Hi —dijo Wildare.
—
¿Señor?
—
¿Cómo ha llegado usted a la esfera?
— Por
medio del aparato de traslación instantánea, naturalmente.
Wildare
y Emma se quedaron pasmados.
—
¿Traslación instantánea? —dijo el primero, cuando se hubo recobrado de la
sorpresa.
— Sí,
señor... La verdad, yo no sé cómo funciona. En la base me metieron en un cajón
y me dijeron que aparecería en la Tierra.
—
Usted no esperaba encontrarnos en camino hacia Europa, ¿verdad?
— No,
señor — confesó el prisionero.
—
Bien, y una vez llegado en la Tierra, ¿qué pensaba hacer?
—
Primero, averiguar qué había sido de Gergh.
—
¿Gergh? —repitió Emma, muy interesado.
— Sí.
Lo enviaron allí a recoger ciertas cosas del laboratorio del doctor y no
regresó.
Wildare
y Emma se miraron.
Así,
pues, aquel desconocido que se había estrellado contra el suelo era Gergh.
Wildare
sintió de pronto un frío intensísimo.
—
¡Cayó desde quinientos millones de kilómetros! — dijo.
Emma
asintió lentamente. También estaba muy impresionada.
— ¿Por
qué? —preguntó—. Teck-Hi ha llegado normalmente, aunque se pegó un buen
golpe...
— La
esfera estaba fuera del cobertizo — le recordó él —. Y Gergh fue proyectado al
receptor, mediante un cálculo preciso, pero no lo encontró en el sitio esperado
y por eso se mató.
— ¿Y
Teck-Hi?
— Lo
más probable es que sigamos la misma trayectoria que él, aunque en sentido
inverso. De otro modo, también se habría matado.
— Es
probable... ¡Harry, me estremezco de pensar solamente en la fabulosa ciencia de
esos seres que han inventado una máquina de traslación instantánea!
Wildare
sonrió.
—
Sería la ruina de los constructores de astronaves — comentó—. Pero sigamos con
el interrogatorio. Escuche, Teck-Hi.
— Sí,
señor —contestó mansamente el prisionero.
—
Usted iba a ver qué había sido de Gergh. ¿Y después?
— Mi
jefe me había entregado una relación de lo que había de tomar del laboratorio
del doctor Deiren. Yo tenía que llevárselo.
— Así,
pues, ese artefacto transporta lo mismo personas que objetos.
— Sí,
señor.
— Pero
usted dijo antes que no conocía su funcionamiento.
—
Bueno, yo me refería a los principios científicos. Sé la forma de manejarlo
para desplazarme a través del espacio.
— Es
lógico — intervino Emma—. De lo contrario, ¿cómo habría podido regresar a su
base?
—
Claro —murmuró Wildare—. Teck-Hi, ¿quién es su jefe?
— El
general Hoowan.
Wildare
pegó un salto.
—
¡Hoowan! —exclamó.
Emma
se sorprendió.
—
¿Cómo? ¿Le conoce usted? —preguntó.
—
Claro. Es un megalómano con ansias de grandeza..., una grandeza muy limitada,
por supuesto. Oh, no es que quiera dominar el planeta, pero...
—
¡Harry! —exclamó Emma—. Entonces no son seres de otro mundo, sino terrestres.
Wildare
asintió.
— Eso
es lo que estoy viendo — confirmó —. Estábamos equivocados, Emma, de lo que me
alegro sobremanera.
Se
acarició la mandíbula.
— Pero
Hoowan es asiático. No fiaría en nadie que no fuese de su propia raza... y
Teck-Hi no tiene aspecto oriental, salvo, tal vez, un poco los pómulos.
—
Harry, hay muchas personas de otras razas que tienen pómulos salientes — dijo
Emma.
— Lo
sé, y eso es lo que me extraña. Fíjese en Teck-Hi; tiene la piel tostada, pero
no es de raza negra. Tampoco parece mestizo ni es blanco por completo...
— Una
mezcla de las tres razas básicas —sugirió la joven.
— Eso
es lo que yo estoy viendo —contesto él—. Teck-Hi, ¿conoces los propósitos del
general Hoowan?
— No,
señor. Yo sólo obedezco órdenes.
—
También obedecerías las mías, por supuesto.
— Sí,
señor.
—
Bien, en ese caso, ¿quieres enseñarme el manejo de la máquina de traslación
instantánea?
Emma
se quedó atónita un instante. Luego lanzó un grito:
— ¡No,
Harry!
El
investigador se volvió hacia ella y le dirigió una profunda mirada.
— Es
necesario, Emma — afirmó.
— Pero
correrá un gravísimo peligro...
— Debo
intentarlo — insistió él—. He oído hablar bastante de Hoowan; lo suficiente
para conocer sus intenciones. No es que pretenda mucho, según se mire, claro;
pero sí puedo decirle que los habitantes del país vecino van a pasarlas muy
mal, si no atajamos a tiempo sus propósitos.
—
¿Cuáles son esos propósitos, Harry?
— No
lo sé, Emma. Confío, sin embargo, en que me lo aclare el propio Hoowan.
— Pero
usted no tiene autoridad...
— ¿Y
él? —sonrió Wildare—. No tema, iremos de pillo a pillo... y se me ha ocurrido
una buena idea para destrozar sus planes, cualesquiera que sean. Espere un
momento.
Wildare
se inclinó sobre el prisionero.
—
Teck-Hi, le ordeno que me enseñe a manejar la máquina de traslación instantánea
— dijo imperativamente —. Quiero llegar a la base del general Hoowan.
— Sí,
señor —contestó Teck-Hi.
—
Además me dará toda clase de detalles sobre esa base. ¿Me ha entendido?
—
Perfectamente, señor.
Wildare
buscó papel y lápiz y se los tendió al prisionero.
—
Empiece, Teck-Hi — ordenó —. Quiero que me haga un croquis de la base, con el
mayor número de detalles posible. Luego me enseñará el manejo de ese artefacto.
Bryant
entró en el despacho de Álvarez y dijo:
— La
desviación no es grave en sí, jefe. Todo sigue con la mayor normalidad. Sólo
faltan sus órdenes — concluyó su brevísimo informe.
— Yo
no puedo tomar ninguna decisión sin antes recibir la aprobación del consejo de
gobierno de la ciudad. Y el consejo, a su vez, según qué clase de decisiones,
ha de consultar antes con la Secretaría del Espacio de las Naciones Unidas, que
es de la que dependemos.
— Pero
en casos de verdadera urgencia... —apuntó Colbert.
Los
dedos del jefe Álvarez tamborilearon sobre la mesa.
—
Bryant, cuando se necesita desviar la ciudad y situarla en una órbita... de
castigo, lo que, dicho sea de paso, no ha sucedido todavía, ¿cuál es el
procedimiento a seguir? —preguntó.
—
Bien, una vez recibida la orden pertinente, se harían los cálculos adecuados y
se pondrían en funcionamiento los sistemas propulsores, graduando su intensidad
de acuerdo con lo que requiriesen las circunstancias. Un proceso no muy rápido,
que digamos jefe.
¿Cuánto
tardaría la ciudad en estar situada en esa nueva órbita?
—
Bastante, tres o cuatro días, por lo menos. Hay que tener en cuenta que luego
sería preciso un pequeño período de estabilización, antes de que la ciudad
quedase en su nueva órbita.
—
¿Cuánto tiempo hace que se inició esta desviación, Bryant?
— Lo
advertimos hace relativamente poco, pero el proceso comenzó con la avería de la
central de gravedad artificial.
Álvarez
enarcó las cejas con gesto inquisitivo.
Bryant
explicó:
— Al
faltar la gravedad bruscamente, la ciudad quedó un tanto descompensada...
—
¡Pero eso no es suficiente para desplazarnos de la órbita! —exclamó el jefe,
atónito.
Bryant
sonrió.
—
Todos nos vimos lanzados hacia el techo. La ciudad está construida según un
criterio completamente terrestre, es decir, en sucesivos planos, todos ellos
paralelos entre sí. Las viejas estaciones espaciales eran circulares,
esféricas, poligonales... A veces, un individuo situado a sólo cuarenta metros
de otro quedaba en posición invertida con relación a éste; es decir, que ambos
eran antípodas en un espacio sumamente reducido. Ahora no sucede eso; todos, en
un nivel u otro, nos movemos como si estuviéramos en la Tierra.
— Voy
comprendiendo —gruñó Álvarez—. Continúe, Bryant.
— Sí,
señor. Quiero decir que aquí todos tenemos la cabeza apuntada hacia el techo y
los pies en el suelo. Salvo los que están acostados, claro, pero éstos, al
faltar la gravedad, reaccionaron como los que estaban despiertos.
—
¿Y...?
—
Bien, juzgue por usted mismo. ¿Qué hizo cuando se sintió lanzado hacia el
techo?
—
Bueno, empujé con las manos para volver de nuevo al suelo.
— Es
decir, que hizo presión contra el techo.
— Sí,
claro.
Hubo
una pausa de silencio. Álvarez abrió la boca de par en par.
—
¡Rayos! — juró Grigoriev, al comprender el significado de las palabras de
Bryant.
El
jefe de Orbitas movió la cabeza afirmativamente.
— Sí,
eso es lo que desplazó a la ciudad — corroboró —. En el espacio de tres o
cuatro segundos, varios miles de personas se vieron lanzadas súbitamente hacia
el techo, y todas ellas, naturalmente, quisieron volver al suelo.
»Pongamos
que el número total de los habitantes de la ciudad, en cifras redondas, sea de
sesenta mil y que el peso medio sea de sesenta kilos. Usted, jefe Álvarez, al
hacer fuerza con las manos para volver de nuevo al suelo, tuvo que mover sus
sesenta kilos... o los que pese, claro.
Ochenta
y uno — gruñó el aludido —. Pero carecía de peso, Bryant.
— De
peso, sí, aunque no de masa... y usted tuvo que moverse, efectuando un empuje
de ochenta y un kilos.
— Voy
comprendiendo —murmuró Álvarez.
—
Suponiendo que todos hubiéramos pesado igual, durante breves segundos, sesenta
mil personas hicieron fuerza ¡¡¡hacia arriba con sus manos o con sus pies,
tanto da; y sesenta mil multiplicado por sesenta, da un total de tres millones
seiscientos mil kilos de empuje, es decir, más de tres mil quinientas
toneladas.
»Es
muy poco, desde luego, pero suficiente para desequilibrar ligerísimamente a la
ciudad. El empuje hacia arriba provocó un resultante de fuerzas con el
desplazamiento orbital de la ciudad, que teóricamente es horizontal, aunque
giremos en torno a la Tierra. Por tanto, la ciudad tomó una trayectoria
oblicua, muy poco definida, medio grado, como ya he dicho, pero suficiente para
situarla en una nueva órbita. Una vez alcance, aproximadamente, los cuarenta
mil kilómetros de altura sobre el planeta, la ciudad quedará fija, por sí sola,
sobre un punto determinado de la Tierra.
Álvarez
asintió con lentos y repetidos movimientos de cabeza.
—
Estoy admirado —dijo—. Eso demuestra una inteligencia excepcional.
Bryant
respingó.
—
¿Cómo? —exclamó—. ¿Es que sospecha usted que la avería ha sido intencionada?
— Exactamente
— contestó Álvarez. Apuntó con el índice al jefe de Órbitas —. Y ahora, querido
Bryant, a usted le corresponde dar el siguiente paso.
— Sí,
señor. ¿Qué debo hacer?
—
Simplemente, calcular sobre qué país va a quedar fija la ciudad una vez haya
alcanzado la nueva órbita.
Harry
Wildare creía tener el cuerpo traspasado por millares de finísimos alfileres.
Veía
perfectamente las estrellas, la enorme mole de Júpiter, sus satélites, el Sol,
brillando allá, en las profundidades del espacio..., pero no se veía a sí
mismo.
También
veía el satélite Europa. Era la misma visión que había contemplado a través de
la pantalla el primer día que entró en la nave. Se acercaba a su destino con
aterradora rapidez.
En
torno a él reinaba una temperatura de doscientos setenta y tres grados
negativos, el cero absoluto. Sin embargo, no sentía frío en absoluto.
Cayó
sobre Europa con velocidad incalculable. Casi le parecía llegar impulsado por
su propio pensamiento. En el último instante, sintió un pánico espantoso.
Se
acordó de la horrible muerte de Gergh. ¿Le pasaría a él una cosa similar?
Entró
en el desfiladero con velocidad vertiginosa. Vio las cúpulas, los hombres... y,
de pronto, notó con inmenso alivio que la velocidad se reducía
considerablemente.
Sin
embargo, no percibió los efectos de la deceleración. De miles de kilómetros al
segundo pasaba a pocos cientos de metros por minuto. De repente, se sintió
envuelto en un estallido de fogonazos de todos los colores. Oyó como un fuerte
rugido, las luces giraron vertiginosamente a su alrededor y luego, de repente,
todo desapareció.
* * *
Se
encontró sentado en el suelo, un poco aturdido, algo mareado, pero en buen
estado. Al cabo de unos segundos, se recobró por completo.
Se
puso en pie sin dificultades. Recordó las instrucciones recibidas de Teck-Hi
para el manejo de la puerta. Manejó los mandos correspondientes y luego la
abrió un poco.
Estaba
en una habitación de gran tamaño, con algunos muebles y aparatos cuyo uso le
resultó desconocido. La estancia se hallaba desierta en aquellos momentos.
Salió
del cajón receptor y caminó unos pasos. A través de una ventana divisó el
exterior.
Se
acercó a la ventana y contempló el paisaje, situado prudentemente en un ángulo
de la misma. El borde de la cúpula estaba sólo a pocos metros de distancia. El
final de los inmensos paredones del desfiladero resultaba invisible desde el
punto en que se hallaba.
Algunos
individuos iban y venían, entregados a sus labores. Muchos tenían aún los
rasgos originales de la raza a que pertenecían. Muy pocos habían adquirido las
características fisonómicas de Gergh y Teck-Hi,
De
pronto, oyó el ruido de una puerta que se abría. Dio un salto y se agazapó tras
una mesa cercana.
Dos
hombres entraron en la habitación. Uno de ellos parecía muy irritado.
— Les
digo que no puedo continuar en estas condiciones. Si no me traen pronto lo que
he pedido, suspenderé mis trabajos.
—
Doctor, cálmese usted — rogó el otro—. Hemos enviado a un individuo, para que
averigüe lo que sucede en la Tierra. Volverá muy pronto, créame.
— Todo
lo que usted quiera — gruñó Deiren —, pero el caso es que ha transcurrido ya
con exceso el plazo de un año que me fijaron. ¿Cuándo me van a soltar?
— Muy
pronto, doctor, quizá más pronto de lo que usted mismo cree. Bien, le dejo para
que continúe trabajando a gusto.
El
hombre se alejó. Wildare esperó unos minutos todavía, hasta adquirir una
moderada seguridad de que no sería sorprendido.
Luego
se levantó lentamente. El doctor Deiren estaba inclinado sobre una mesa,
realizando, al parecer, unos cálculos.
—
Doctor —llamó.
El
padre de Emma se volvió y miró al joven por encima de sus lentes.
— Hola
— dijo —. ¿Quién es usted?
— Mi
nombre es Harry Wildare y he venido a rescatarle, doctor.
—
¿Wildare? No lo he oído jamás —aseguró Deiren.
— Su
hija Emma sí lo había oído; por eso estoy yo aquí.
Deiren
pareció interesarse por aquellas palabras.
—
¿Emma? ¿Qué sabe usted de mi hija? — inquirió.
— Está
perfectamente bien —aseguró Wildare—. Es más, puedo anticiparle que en estos
momentos se dirige hacia esta base.
— ¡Dios
mío! ¿Es eso cierto?
—
Absolutamente, doctor. Le ruego me crea... Tengo muchas cosas que contarle,
pero no dispongo de tiempo...
—
¿Cómo ha venido usted, señor Wildare?
— En
la máquina de traslación instantánea de la nave que aterrizó un día en el patio
posterior de su cabaña.
—
Comprendo. ¿Y dice que Emma viene hacia aquí en esa nave?
— Sí,
doctor. Es más, deberá llegar ya muy pronto..., pero ¿qué es lo que hace usted
aquí?
Deiren
meneó la cabeza con gesto apesadumbrado.
—
Nunca creí que mis investigaciones sirvieran para fines bastardos — contestó—.
Ese maldito Hoowan tiene ambiciones, demasiadas ambiciones. Un falso
patriotismo le ha llevado a ciertas realizaciones que pueden poner en peligro
la paz del mundo.
Wildare
parpadeó, asombrado.
— ¿Qué
me dice, doctor? —exclamó.
— Yo
no sé mucho —contestó Deiren—, pero si no hubiera sido por el temor a que mi
esposa y Emma hubieran sufrido daño... Además en los primeros momentos no sabía
nada. Ha sido al cabo del tiempo cuando me he ido enterando poco a poco de
algunas cosas... no de todo lo que se propone Hoowan, por supuesto.
Wildare
citó el nombre del país al que pertenecía Hoowan.
— Sí
—confirmó Deiren—. Y según lo que he podido deducir, piensa conquistar los dos
países que le cierran el paso al mar, por el este y el sur.
—
¿Cómo? —quiso saber Wildare.
Deiren
se encogió de hombros.
— Ya
no puedo decirle tanto, señor Wildare —contestó —. Lo que sí sé es que en esta
base se están transformando los caracteres morfológicos de numerosos agentes,
que se están infiltrando en puestos estratégicos. Me supongo que ya habrá
muchos infiltrados, claro; he trabajado con ahínco durante meses y meses...
— Sí,
doctor. Pero ¿en qué consiste esa transformación? Emma me dijo que usted era
especialista en genética acelerada...
— Efectivamente
—confirmó Dairen—. Es algo a lo que me he dedicado siempre y, andando el
tiempo, descubrí el procedimiento de cambiar el aspecto de una persona, dándole
el que habría tenido que haber nacido de unos padres determinados, elegidos a
voluntad por dicha persona.
— O
por un tipo como Hoowan —sonrió Wildare.
— Sí,
así ha sido. Él no podía infiltrar demasiados agentes con rostro oriental.
Tenía, por tanto, que buscar la manera de lograr mejor sus proyectos.
— Y
¿cómo lo hizo?
—
Bien, me obligó a aplicarles mi tratamiento. A las pocas semanas, un oriental
tratado según mi fórmula, puede crecer hasta medio palmo, ganar algunos kilos
de peso y adquirir otros caracteres morfológicos que le hagan pasar
desapercibidos en lugares donde no abunden o falten por completo los seres de
su raza.
—
Comprendo —dijo Wildare—. Y... ¿son muchos.
— A
millares — contestó Deiren —. Cuando me trajeron aquí, ya tenían la base
montada. Empecé el tratamiento y, a los pocos meses, ya había transformado a
varios miles. Luego se iban y eran sustituidos por otros, pero lo que no sé es
adonde iban.
—
Empleaban la máquina de traslación instantánea, ¿no es cierto?
— Sí,
eso creo.
— Me
pregunto de dónde la habrá conseguido Hoowan.
— No
ha sido muy explícito al respecto, aunque sí creo que se trata de un
descubrimiento de sus científicos. El procedimiento estriba en proyectar los
átomos de una persona, de la misma forma que se proyectan las imágenes por
televisión... usted ya sabe que cada imagen se compone de miles de puntos de
una intensidad lumínica y cromática distinta, según sea el objeto que se quiere
reflejar en la pantalla.
— Sí.
Continúe, doctor; esto es fascinante.
—
Bueno, creo que para cada átomo del cuerpo humano se emplea una longitud de
onda distinta, dependiendo ello de la naturaleza del átomo en cuestión. Un
átomo de oxígeno no puede tener la misma longitud de onda que uno de
hidrógeno..., pero el oxígeno y el hidrógeno combinados en las proporciones
debidas forman el agua. Si se tiene en cuenta que el agua es la sustancia
básica componente del cuerpo humano, el resto se comprenderá más fácilmente.
— Por
supuesto; y una vez descubierto el procedimiento, sólo se necesitan una
estación emisora y una receptora, las cuales, me parece, pueden actuar
inversamente, cuando es necesario.
— Así
es confirmó Deiren —, pero yo aquí soy solamente un prisionero que...
Wildare
sonrió.
—
Doctor, pronto va a dejar de serlo — dijo—. Sobre todo, si sigue al pie de la
letra mis instrucciones.
— Muy
bien — accedió Deiren —. Hable, señor Wildare.
Capítulo XIII
Deiren
se mostró conforme con el plan ideado por Wildare. Apenas había terminado éste
de exponerlo, entró un hombre en la estancia.
El
individuo miró a Wildare con suspicacia.
—
¿Quién es este tipo, doctor? — pregunto.
— Me
parece que debiera tener cuidado con el — contestó Deiren —. No sé cuáles son
sus proyectos, pero este sujeto ha tratado de sobornarme para que me vaya con
él. Será mejor que averigüen quien es, Keehow.
El
llamado Keehow reaccionó con notable presteza. Sacó una pistola y encañonó al
investigador.
—
Levante las manos — ordenó.
Wildare
no se hizo de rogar. Keehow se echó a un lado.
—
Salga —ordenó—. El general tendrá mucho gusto en verle y hablar con usted.
Wildare
obedeció. Al pasar junto a Deiren le dirigió una rápida mirada. El padre de
Emma contesto con un rápido pestañeo.
Siempre
manos en alto, Wildare salió de la habitación y guiado por Keehow, caminó a lo
largo de un corredor, hasta llegar a una puerta. Keehow se situó a su lado y
alargó la mano izquierda para tomar un micrófono pendiente del mamparo.
—
General, he capturado a un espía — informó —. Lo tengo inmovilizado, aquí,
delante de la puerta de su puesto de mando...
Se oyó
una exclamación de sorpresa.
—
Bien, Keehow; haga pasar al espía.
La
puerta se abrió automáticamente. Keehow, empujó a su prisionero sin ninguna
cordialidad.
Wildare
dio unos pasos dentro de la habitación. El general Hoowan, sentado tras una
mesa de despacho, le dirigió una escrutadora mirada.
— Así
que éste es el espía —dijo—. ¿Cómo se llama?
—
Wildare, Harry Wildare — contestó el investigador.
—
¿Cómo supo de la existencia de esta base?
— En
líneas generales, le diré que la señorita Deiren, hija del doctor Deiren, se
cansó de esperar a su padre inútilmente. Ustedes le habían prometido una ausencia
de un año solamente; esta ausencia se ha prolongado más de la cuenta.
Hoowan
frunció el ceño. Era un hombre de aspecto corriente, pero sus ojos poseían una
fuerza magnética que no escapó a la perspicaz mirada de Wildare.
— Lo
siento —dijo—; las cosas no han salido tan bien como esperábamos. De todas
formas, pronto cumpliremos nuestra palabra.
—
Bien, si usted lo dice... será cosa de esperar algunas semanas, ¿no le parece,
general?
Hoowan
le miró fijamente.
— Eso
no reza para usted, señor espía — dijo.
Wildare
simuló asombro.
—
¿Cómo? ¿Va a ordenar que me fusilen?,
Hoowan
hizo un gesto de desagrado.
— No
soy partidario de las soluciones extremas, pero creo que no me va a quedar otro
remedio. Usted ya tuvo un tropiezo, creo, con uno de mis agentes...
— Gergh
— aclaró Wildare.
— Sí,
Gergh — confirmó Hoowan—. Por cierto, no he vuelto a saber de él.
—
Lamento tener que darle malas noticias, general.
Se
mató.
Hoowan
arqueó las cejas.
—
¿Cómo lo sabe usted? —inquirió.
Wildare
le explicó lo sucedido. Hoowan mostró su asombro.
— Así
que usted sabe manejar mi nave —dijo.
— En
efecto, general.
— Pero
los indicadores...
Wildare
sonrió.
—
Estaban escritos en un idioma extraño — dijo—. Ese lenguaje escrito no
corresponde en absoluto a su alfabeto, general.
— Fue
una idea mía — declaró Hoowan —. El alfabeto es inventado.
— ¿Con
qué objeto?
—
Crear la confusión. Un alfabeto no conocido induce a la gente a pensar que los
seres que manejan una astronave de nuevo tipo, jamás visto antes en la Tierra,
son habitantes de otro planeta.
—
Ahora lo comprendo — dijo Wildare.
—
Pero, a lo que parece, usted consiguió traducir esos signos...
— No
fui yo, sino un criptógrafo amigo mío. Cuando terminó, tuvo que ir al hospital,
para curarse de una depresión nerviosa que le había causado ese trabajo —
exageró Wildare.
— Es
usted muy listo, amigo mío, demasiado listo; y como le supongo, además,
incorruptible, no me molestaré siquiera en proponerle que se una a nuestro
bando.
— Y
ordenará que me den muerte.
Hoowan
suspiró. Abrió los brazos y dijo:
—
Créame que no encuentro otra solución —contestó.
Lamentable
— comentó Wildare, sin perder la flema—. El doctor Deiren me ha hablado de
ciertos planes de conquista suya, general. ¿Cómo piensa llevarlos a efecto? Es
decir, si puede explicarme algo...
Hoowan
sonrió.
— ¡Es
tan sencillo! —contestó—. Usted ya conoce, estimo, mis ideas políticas.
—
Expansionistas, digamos mejor — puntualizó Wildare.
Hoowan
se encogió de hombros.
—
¿Vamos a discutir por tan poco? Los dos países que son limítrofes con el mío deben
caer en nuestra órbita, pero, naturalmente, no vamos a hacerlo por medio de una
larga y costosa guerra, sistema ya caduco y, además, abundante en víctimas. No,
lo haremos de un modo muy distinto, señor Wildare.
—
¿Cuál es ese medio, general?
— La
Ciudad Satélite número uno. Ya es nuestra, puede decirse; y en estos momentos,
ha variado su órbita, para tomar una nueva, situarse sobre esos dos países
fijamente y provocar el eclipse de sol que les obligará a acceder a nuestras
condiciones.
Wildare
enarcó las cejas.
— ¿Es
suya la C.S.1? —exclamó. Ahora comprendía por qué, en un principio, le habían
asignado una misión en el satélite, misión que luego había quedado suspendida.
— Lo
será muy pronto — contesto Hoowan . Tengo allí a varios miles de agentes, unos
infiltrados, otros empleados desde hacía tiempo, pero todos fieles a su jefe,
que soy yo.
— Los
habitantes de la ciudad satélite son muchísimos más.
—
¿Están armados? — sonrió Hoowan desdeñosamente —. ¿Han sido entrenados para
pelear? Solo hay unos trescientos policías, que serán derrotados y dominados
fácilmente. No, señor Wildare, todo está bien meditado y calculado...
—
Incluso el empleo del procedimiento del doctor
Deiren,
para cambiar el aspecto de sus hombres.
— En
efecto. Muchos sienten todavía cierta prevención contra la abundancia de
personas con ojos oblicuos. Era preciso eliminar ese posible motivo de fricción
y, tal vez, de fracaso.
—
Usted, desde luego, está haciendo todos los posibles para que continúen las
prevenciones acerca de los hombres de ojos oblicuos, general.
Hoowan
hizo un gesto de indiferencia.
— No
soy un megalómano —contesto—. No pretendo el disparate de erigirme en dueño de
la Tierra, cosa, más que imposible, realmente absurda. Me conformo con un
pedacito muy pequeño de este planeta.
— Y lo
conseguirá.
—
¿Puede dudarlo? —sonrió Hoowan—. ¿Qué le pasa a un país cuando se queda sin sol
durante semanas y más semanas... y las semanas se convierten en meses? Las
personas pueden vivir en cierto periodo de tiempo con sol artificial, pero decenas
de millones no pueden dedicar todos un espacio de su horario de trabajo a
sesiones de lámparas de cuarzo... y a tierra, el suelo, la vegetación, los
animales... ellos si necesitan el sol natural. Si no lo tienen, decaen sus
funciones y se producen fenómenos perjudiciales para la economía de ese país...
Se rendirán, claro, puede estar seguro de ello, señor Wildare.
— Pero
la ciudad satélite puede ser reconquistada por fuerzas terrestres...
— ¿Qué
fuerzas, señor Wildare? ¿No estamos en una era de pleno pacifismo? ¿Dónde hay
guerreros especialmente entrenados para la lucha del espacio? Y, además,
¿consentirían en causar daños a los demás habitantes de la ciudad? Hay miles y
miles de inocentes allá arriba y ellos no tienen ninguna culpa de lo que sucede.
— Sin
embargo, usted los va a tomar como rehenes — ¿Podría hacer otra cosa? Antes
dije — recordó
Hoowan—,
que se puede decir que la ciudad satélite va a ser nuestra. Sólo falta ya un
mensaje mío, en clave, naturalmente, para que mis hombres inicien la actuación
final.
— ¿Qué
será...?
— La
ciudad ha sido desviada de su órbita y se desplaza ahora por el espacio para
tomar la nueva órbita. Cuando quieran corregirla, no podrán hacerlo porque
dentro de unos minutos voy a enviar ese mensaje y mis hombres se apoderarán de
los puestos claves de la ciudad y la conquistarán.
Wildare
se fijó en que Hoowan tenía un micrófono al alcance de su mano. Hoowan advirtió
la dirección de su mirada y sonrió:
— Sí —
confirmó —; este micrófono me servirá para enviar ese mensaje. Y lo haré...
La
puerta se abrió bruscamente. Un hombre entró en el despacho de Hoowan dando
traspiés.
— ¡Mi
general...! exclamó con voz angustiada —. Sucede... algo horrible. La fórmula
del doctor Deiren...
El
hombre no pudo continuar hablando. Dio un par de pasos más y se desplomó al
suelo.
—
Todos... vamos a... morir — balbució. Estiró las piernas un par de veces y
luego se quedó inmóvil.
* * *
En la
nave, Emma miraba de reojo a Teck-Hi. El hombre, sentado plácidamente ante uno
de los sillones, conducía el aparato en dirección a la base. Ya se habían
adentrado por el desfiladero y pronto tocarían el suelo, junto a las demás
naves.
Emma
estaba desconcertada. Teck-Hi había recobrado el conocimiento súbitamente y,
atacándola, se había hecho de nuevo con el dominio del aparato.
Sentíase
decepcionada. Wildare había confiado en ella y se había dejado ganar la
partida. De pronto pensó que debía iniciar el contraataque.
— Me
siento mareada — dijo.
— Vaya
al baño —aconsejó Teck-Hi con indiferencia. Mientras usaba la mano izquierda
para manejar la nave, la derecha empuñaba constantemente una pistola.
Emma
se levantó. Pero en lugar de dirigirse al baño, corrió a la despensa y agarró
una lata de carne de buen tamaño. El contenido era de un kilo neto.
Asomó
la cabeza. Teck-Hi estaba muy ocupado con la maniobra de aproximación y le daba
la espalda.
La
lata de carne voló por los aires y alcanzó la nuca del individuo. Teck-Hi lanzó
un gruñido y se desplomó a un lado.
Emma
corrió hacia él y se apoderó de la pistola. Apartó a Teck-Hi a un lado y se
sentó ante los mandos. Se preguntó si sabría realizar correctamente la maniobra
de aterrizaje.
Contempló
la pantalla. Las imágenes de las cúpulas que componían la base del general
Hoowan se agrandaban rápidamente. Era preciso reducir la marcha de la astronave
o, de lo contrario, se produciría la catástrofe.
* * *
El
general Hoowan se quedó atónito cuando vio caer a aquel hombre a sus pies. Casi
en el mismo momento, Deiren entró en el despacho.
Estaba
trastornado.
— Un
error, general, un tremendo error... —dijo a trompicones—. La fórmula... se
hace inestable al cabo de varios meses... o un año, según la naturaleza del
individuo... y se produce la muerte... Debemos evitarlo, general — suplicó —;
hay en la ciudad satélite cuatro mil personas que corren un horrible peligro...
Hable con ellos, se lo ruego; allí hay buenos médicos; yo... yo les daré el
remedio...
—
Pero... ese hombre ha muerto... —gruñó Hoovan, señalando al caído.
— No.
Estará inconsciente durante algunos días pero se salvará. ¡Pronto, general,
pronto!
Hoowan
dudaba aún. Wildare dijo:
— ¿No
tiene usted una contraseña de signo opuesto a la que servirá para la conquista
de la ciudad?
— ¡No
se puede ahora hablar de conquistas, sino de salvar varios miles de vidas
humanas! —gritó Deiren—. Decídase pronto, general. Un minuto de retraso puede
tener consecuencias fatales.
Hoowan
vaciló todavía algunos instantes. Luego tomo el micrófono y dijo:
—
Clave Negro... Clave Negro... Clave Negro...
Repitió
las dos palabras muchas veces, quince o veinte. Luego tiró el micrófono a un
lado con gesto de rabia.
—
¿Dónde están los transmisores ordinarios? —pidió Wildare —. He de ponerme al
habla con el jefe de Orden de la ciudad satélite, para que alerte a todos sus
médicos...
Hoowan
señaló otro micrófono, situado sobre un transmisor de apariencia normal.
— Ahí
lo tiene —dijo—. Busque usted mismo la frecuencia de la ciudad satélite. Yo...
Wildare
sabía lo que pensaba el general. El general pensaba que sus hombres estaban
dispuestos a morir en combate, sabiendo que ello reportaría la victoria a los
supervivientes, pero si todos iban a morir sin conseguir nada, ¿para qué
esforzarse en seguir actuando?
Hoowan
abandonó el despacho. A través de una de las ventanas, le vieron cruzar
lentamente el espacio situado bajo la cúpula.
— Un
buen truco — dijo Deiren, sonriendo.
— ¿Qué
droga empleó usted para «matar» a ese hombre? —preguntó el investigador con la
sonrisa en los labios.
— Un
narcótico en el que se incluye una droga de acción relajadora de los músculos.
Se usa mucho en los quirófanos y se administra en simples píldoras. Yo le di
una, engañándole so pretexto de que tenía mala cara. Luego, simulé consultar
mis apuntes... y entonces «encontré» mi error. El hombre me oyó y salió
corriendo espantado. La droga hizo efecto justo en el momento de dar a Hoowan
la «fatal» noticia. Pero la idea fue suya, Wildare —reconoció el doctor Deiren.
De
repente, se oyeron unos gritos en el exterior. Hoowan detuvo su marcha y
levantó la cabeza.
Los
hombres empezaron a correr espantados. Algunos, sin embargo, no podrían
salvarse. Hoowan fue el único que quedó en el mismo sitio, impertérrito, sin
querer dar un solo paso para salvarse.
La
cúpula se rompió de pronto con gran estruendo y el aire se escapó
instantáneamente al vacío. Wildare y Deiren vieron, con enorme asombro, la nave
que descendía a través del tremendo agujero abierto hasta posarse en el suelo
con cierta violencia. Atónito, Wildare se preguntó qué podía haber pasado en el
interior del artefacto.
Por
fortuna, la habitación era estanca y pudieron aguantar hasta que Emma les trajo
sendos trajes de vacío.
* * *
— Los
hombres de Hoowan vienen a bandadas, solicitando que les salvemos la vida —
dijo Álvarez, rebosante de satisfacción—. Están completamente desmoralizados.
— ¿Se
han producido bajas? —preguntó Wildare.
— Ni
una sola..., bueno, unas cuatro mil, pero todas en el bando de Hoowan,
porque... un hombre que ya no combate, es una baja, ¿verdad? —dijo Álvarez,
riendo a mandíbula batiente.
—
¿Están corrigiendo la órbita?
— Sí.
Pronto volveremos a la órbita de costumbre. Oiga, Wildare, ¿por qué no usa el
aparato de translación instantánea y se viene a charlar un ratito conmigo?
—
Olvídelo, jefe —contestó el investigador—. Ya lo usé una vez y, aunque no se
puede decir que me hiciera daño, no me gustaría repetirlo. Sobre todo, si
tenemos en cuenta a aquel tipo que erró el «tiro» y apareció en el espacio, a
pocos pasos de la esclusa R-40, donde tienen ustedes uno de esos aparatos.
— Ah,
sí. Aquí se le llamó «el hombre que nunca nació». Era un infiltrado que no
llegó a su destino. Por cierto, ¿ha conseguido capturar al tipo que disparó
contra el sanitario del puesto de socorro? Lo enviaremos a la Tierra, para que
sea juzgado.
— Aquí
preparaban a los agentes y luego los enviaban a la ciudad satélite, con falsa
documentación la mayoría de ellos. Muerto Hoowan, los demás han comprendido que
no pueden seguir adelante. Además, una vez hechos públicos sus planes, si lo
intentasen, fracasarían rotundamente. Syrann murió también.
— Bien,
Wildare, me alegro de que nos haya ayudado — dijo Álvarez—. En medio de todo,
tuve una buena idea al pedir que le dejaran en la Tierra. Su colaboración ha
resultado muchísimo más efectiva que si hubiese estado aquí con nosotros.
—
Cuestión de suerte, jefe. Hasta la vista.
—
Adiós, Wildare.
Wildare
cortó la comunicación y giró en el asiento.
— Todo
listo —dijo—. Ya podemos emprender el regreso.
Deiren
y Emma suspendieron su charla.
— Muy
bien —dijo el doctor—. Pero ¿quién pilotará la nave?
— Yo,
por supuesto —contestó Wildare, a la vez que miraba a la muchacha.
Emma
se sonrojó.
— No
me mire usted así —protestó—. Un error lo comete cualquiera, ¿no?
—
Sobre todo, después de haber reconquistado la nave —dijo Wildare, sonriendo—.
Pero fue un error que nos evitó el problema de tener que juzgar a Hoowan.
—
Cuando se dio cuenta de que sus planes habían fracasado, se desmoralizó
—explicó Deiren—. Por eso no quiso huir cuando vio que la nave iba a romper la
cúpula.
Wildare
asintió.
— Así
fue — murmuró. Luego dijo—: En realidad, los planes de Hoowan empezaron a
fracasar cuando uno de sus hombres murió a pocos pasos de la esclusa R-40.
— Lo
que demuestra que la máquina de traslación instantánea no está todavía
perfeccionada —opinó Deiren.
—
Bueno, eso ya no es cosa nuestra —contestó Wildare —. En lo que a mí se
refiere, doctor, creo que dentro de poco voy a estar muy ocupado en otra
misión.
—
¿Adónde irá usted? — preguntó Emma ansiosamente.
Wildare
sonrió.
— La
misión a que me refiero es la de conquistarte para que digas sí cuando te pida
que te cases conmigo — respondió.
Emma
se ruborizó.
— Yo
creo que no será una misión demasiado difícil —dijo.
FIN
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