lunes, 22 de mayo de 2023

EL HOMBRE QUE NUNCA NACIO (CLARK CARRADOS)

 

Clark Carrados es Luis García Lecha, uno de los imprescindibles en las novelitas de la época. Se movió en la literatura de kiosco durante años con gran éxito. Desarrollaba con rapidez y eficacia relatos de wéstern o de ciencia ficción, bélicos o policiacos, de misterio o de terror, así hasta llegar a superar las dos mil novelas publicadas en colecciones de diferentes editoriales como Toray, Bruguera, Ediciones B, Editorial Andina y Ediciones Ceres. 

Escribió bajo seudónimos como Clark Carrados, Elmer Evans, Casey Mendoza Glenn Parrish o Konrat von Kasella, o con el de una divertida adaptación fonética al inglés de su auténtico nombre: Louis G. Milk, que también usó en los tebeos

Capítulo I

El gran satélite estaba allá arriba, orbitando en torno a la Tierra a poco más de treinta mil kilómetros, escudriñando el cosmos con sus poderosos telescopios, ópticos y de señales de radio, enorme conjunto de maquinaria flotando ingrávidamente en el espacio y sustentador de las vidas de decenas de millares de personas.

Su nombre oficial era Ciudad Satélite número 1 — C.S.1 en abreviatura —. Casi nadie le llamaba de esa manera.

La C.S.1 tenía muchos sobrenombres: «El Monstruo», «La Locura de los Humanos», «El Ojo», «La Torre de Babel», éste debido a la altura a que se hallaba sobre la Tierra y a la profusión de lenguas que se hablaban en su interior... y otros muchos más, la mayoría simples caprichos de sus autores.

El satélite no sólo vigilaba el cosmos. También vigilaba la Tierra.

Era un ente abstracto, internacional. Desde sus observatorios, fabulosamente dotados, se vigilaba la paz del mundo. Tal vez por esto le llamaban «El Ojo»,

El satélite medía dos kilómetros y medio de longitud, por casi otro tanto de anchura y unos doscientos metros de grosor. En su interior, las comunicaciones se efectuaban principalmente en el plano vertical, por medio de ascensores.

También había carretillas eléctricas para desplazamientos en planos horizontales, aunque sólo se usaban en casos de extrema necesidad. Había algunas aceras rodantes, pero no demasiadas. El espacio se necesitaba para otras cosas... y a los habitantes de la C.S.1 les convenía el ejercicio.

Totalmente estanco, el satélite contenía los edificios suficientes para alojar a las varias decenas de miles de personas que habitaban en él. Además tenía una sección destinada exclusivamente a estación espacial, para el servicio de las astronaves que iban y venían por el sistema solar. Una segunda estación estaba dedicada íntegramente a las astronaves de aprovisionamiento y movimiento de pasajeros con destino al satélite o que partían de él hacia el planeta.

La C.S.1 era el resultado de largos años de planeamiento y esfuerzos mancomunados de todas las naciones de la Tierra. Era casi una máquina perfecta, en la que un fallo parecía algo imposible.

Todas las naciones habían aceptado la vigilancia que se hacía desde el satélite. Hasta los países más poderosos habían acabado por ceder ante la presión ejercida por los menos fuertes.

El satélite no estaba armado, estrictamente hablando. No poseía cohetes con bombas capaces de arrasar una nación. Sin embargo, sus otros medios de ofensiva, caso de que una nación sintiese veleidades agresivas hacia otra, so pretexto de un conflicto que no se podía resolver pacíficamente —y se estimaba que todos tenían una solución pacífica—, era muy grandes.

La C.S.1 tenía una órbita fija, pero en caso necesario podía desviarse de ella y situarse sobre la nación presuntamente agresora. Simplemente, provocaría un eclipse de sol.

Había medios para ello. Una nación podía vivir una semana o dos o diez sin sol, como solía ocurrir en regiones invernales, pero no indefinidamente. Hasta en las regiones polares luce el sol algunos días al año.

La paz, pues, parecía asegurada. Hacía muchísimos años que no se conocían conflictos de gravedad entre las naciones. Además éstas, según sus áreas geográficas, se habían agrupado por federaciones que constituían entidades supranacionales de mayor tamaño político, social y geográfico.

El viejo sueño empezaba a hacerse realidad. Pronto, la Tierra se hallaría unificada bajo un solo gobierno.

La C.S.1 era el primer paso. Todas las naciones, poco o mucho, pero dando a cada una un valor idéntico por sus trabajos, habían colaborado en su construcción. Ya se estaban haciendo los planos para construir la C.S.2.

Entonces, cuando todo parecía marchar sobre ruedas, cuando se tenía la sensación de que nada ni nadie podía alterar ya el curso de una nueva era de la Historia de la Humanidad, fue cuando se produjo el suceso que amenazó con dar al traste con todo lo conseguido por los hombres hasta el momento.

* * *

El cuerpo flotaba inmóvil en el espacio, a pocas decenas de metros del satélite. Tenía un brazo bajo la nuca, el otro ligeramente extendido y las piernas un poco separadas.

De haber estado en el suelo, habría parecido un durmiente. También había tipos que se dormían en el espacio.

Pero dentro de sus escafandras. No se conocía ningún caso de un ser humano que se hubiese tendido a dormir a la bartola en el espacio, sin la protección de su escafandra.

El primero que lo vio fue un técnico del servicio de higiene, franlibre de trabajo en aquellos momentos. Pasaba por uno de los miradores de la ciudad satélite y vio al hombre que dormía fuera, en el vacío.

Inmediatamente, dio la alarma. Había teléfonos por todas partes y marcó el número de la Central de Orden.

— Habla Sandro Mirane, número de orden 30-L-778012 —dijo—. Estoy viendo un hombre muerto...

— No lo toque —fue la respuesta inmediata del receptor de la llamada.

—- No lo tocaré, descuide — dijo Mirane con sarcasmo —. Él está fuera y yo dentro.

— ¿Fuera de la ciudad?

— Sí.

— ¿Dónde se encuentra usted, Mirane?

— Estoy en el Nivel Cero, Cuadrado Nueve, en el mirador de recreo. Desde aquí, puedo ver al individuo perfectamente.

— Muy bien, eso es todo por ahora.

Mirane cortó la comunicación y se acercó de nuevo al gran ventanal que le separaba del helador vacío del espacio.

¿Qué hacía aquel tipo afuera?, se preguntó. Vestía una simple camisa de manga corta y pantalones ajustados, más o menos, como todos los que residían en la ciudad. Mirane no creía haber oído ninguna alarma de apertura indebida de alguna esclusa.

Por tanto, ¿cómo había salido aquel hombre hasta allí?

* * *

En la Central de Orden, el telefonista pasó la noticia inmediatamente al jefe Álvarez.

— Acaban de anunciarme que hay un hombre muerto en el espacio, señor — informó —. Nivel Cero, Cuadrado Nueve, a la altura del mirador de recreo — puntualizó.

El jefe de Orden tocó una palanca. Una pantalla de televisión se iluminó en el acto frente a su mesa.

El objetivo de la cámara recogió inmediatamente la imagen del hombre muerto. Manuel Álvarez manejó el «zoom» y la figura del hombre muerto creció hasta llenar la pantalla por completo.

El rostro quedaba en sombras, debido a su posición. Era imposible conocer su identidad por aquel medio. No obstante, Álvarez creyó que se trataba de un hombre relativamente joven y fuerte.

Por el momento, no se apreciaban en él señales de violencia. Cerró la pantalla y se inclinó hacia un interfono:

— Equipo de socorro número dos. Un hombre muerto en el espacio, Nivel Cero, Cuadrado Nueve, frente al mirador de descanso. Actúen —ordenó.

Un gongo empezó a sonar inmediatamente. Media docena de hombres corrieron a colocarse sus trajes de vacío.

Álvarez marcó una cifra en su interfono. Al terminar, dijo:

— ¿Central de Presión Atmosférica?

— Sí, hable — le contestaron.

— Hay un hombre muerto en el espacio, sin escafandra. ¿Tienen ustedes noticia de la apertura de alguna esclusa sin las formalidades reglamentarias?

 —Un momento, señor, voy a consultarlo inmediatamente.

Álvarez esperó cosa de treinta segundos, mientras sus dedos tamborileaban sobre la mesa. Al cabo oyó:

— Señor, no se ha abierto ninguna esclusa sin solicitar el permiso correspondiente. Todas las salidas de las últimas veinticuatro horas están perfectamente registradas y justificadas.

— Bien, gracias.

Álvarez tocó ahora una tecla de color rojo. Era la que conectaba su interfono a la red general de altavoces.

— Habla el jefe de Orden — anunció —. A todos los departamentos: Investiguen en el acto la falta de algún miembro de su personal y comuniquen su nombre y demás peculiaridades a esta jefatura. Eso es todo.

Álvarez cerró la comunicación. Al igual que Sandro Mirane, se preguntó qué podía hacer un hombre sin escafandra fuera de la ciudad satélite.

* * *

En la ciudad satélite n.° 1 la vida seguía su curso normal.

Eran cincuenta o sesenta mil personas. Lo mismo habría ocurrido en cualquier ciudad terrestre de análogas dimensiones humanas y geográficas.

Los científicos realizaban sus tareas con normalidad. Los encargados de los distintos servicios hacían que éstos funcionasen como de costumbre.

Los que no tenían trabajo, se distraían de un modo u otro o bien descansaban. Los hombres más jóvenes en descanso buscaban compañía femenina.

Muchos escribían a sus familias. Otros, dormían simplemente. Algunos tenían que trabajar durante los períodos de descanso nocturno, ajustados en un todo al horario terrestre.

Todo aparentaba normalidad. Ninguno de los habitantes de la C.S.1, sin embargo, se daba cuenta de que estaban al borde de la catástrofe.

Una catástrofe que podía, no sólo aniquilar el gigantesco satélite, sino poner en peligro la paz del mundo, lograda al cabo de décadas de empeñados esfuerzos.

Y todo ello por un simple cadáver que flotaba en el espacio, a pocos metros de la ciudad satélite.

* * *

Los hombres que habían salido al exterior, regresaron con su macabra carga. El jefe de la patrulla ordenó:

— Llévenlo al hospital para su reconocimiento por los forenses.

El cuerpo fue cargado en una carretilla eléctrica y cubierto con un lienzo blanco. La carretilla arrancó velozmente hasta el próximo ascensor, que la llevó al nivel decimocuarto, donde estaba el hospital general de la ciudad satélite.

Los médicos se entregaron inmediatamente a la faena. Las ropas del muerto fueron apartadas a un lado y registradas minuciosamente por un delegado especial del jefe Álvarez.

El delegado no encontró en aquellas ropas ninguna marca ni la menor señal que le permitiese identificar al muerto. Ni siquiera había señales de que hubieran sido arrancadas las etiquetas de origen.

En cuanto a los forenses, lo primero que observaron fue que el muerto, que no presentaba señales externas de violencia, aparentaba unos treinta y cinco años, tenía el pelo negro y las pupilas de color marrón oscuro.

La piel era de un color indefinido, más bien tostado. Sus rasgos poseían ciertas características orientales, aunque no demasiado acusadas. Los labios eran gruesos y el pelo era un tanto rizado.

— Diríase que en este hombre hay una mezcla de las tres razas básicas de la humanidad: blanca, negra y amarilla — comentó uno de los forenses.

Por más que indagaron, no pudieron averiguar las causas de la muerte. El hombre había estado clínicamente sano, hasta el momento de su defunción.

Todos sus órganos ofrecían una acusada normalidad, salvo las consecuencias propias de una repentina exposición al vacío espacial.

Finalmente, los galenos acordaron emitir un informe en el que hacían constar que la muerte del desconocido se debía a descompresión por haber salido al espacio sin la protección del traje de vacío.

El delegado del jefe Álvarez tomó las huellas dactilares del cadáver. Inmediatamente, las comparó con las que tenía en su archivo.

El informe resultó también negativo:

— Ese hombre no ha estado jamás en la C.S.1 — aseguró el delegado.

Los jefes de los distintos departamentos corroboraron también el informe anterior. No faltaba ningún miembro de su personal. Todos los que no estaban trabajando en aquellos momentos, podían justificar su presencia en algún lugar de la ciudad satélite.

El jefe Álvarez empezó a pensar en que se hallaba ante uno de los misterios más difíciles de su carrera de policía.

Todavía ordenó una nueva investigación.

Hasta el momento de aparecer el cadáver y en las últimas veinticuatro horas —los médicos juzgaban razonablemente que la muerte se había producido entre seis y siete horas antes de ser avistado—, habían llegado a la estación del satélite nueve astronaves de aprovisionamiento, todas las cuales habían zarpado sin novedad.

La última había vuelto a la tierra una hora antes de que Sandro Mirane viese al hombre muerto flotando en el espacio. Una consulta a los capitanes de las astronaves hizo saber a Álvarez que las tripulaciones estaban completas.

Nadie faltaba en la ciudad satélite ni en las astronaves.

Entonces, ¿de dónde había salido aquel hombre?

¿Cómo había llegado hasta el satélite?

Y si había llegado a entrar, ¿por qué había salido después al espacio, sin la escafandra protectora?

Álvarez se desesperaba.

No había respuestas para ninguna de aquellas preguntas.

Álvarez, a pesar de todo, no se rendía. A través de todos los televisores de la ciudad satélite, proyectó una fotografía del muerto, con la vana esperanza de que, tal vez, alguien le conociera.

En efecto, fue el último esfuerzo, tan inútil como los anteriores. Nadie sabía quién era el difunto.

Un chusco pronunció una frase que, en buena parte, resumía el sentir general de los habitantes del satélite:

— El muerto es el hombre que nunca nació — dijo.

Y, así, aquella frase quedó como remoquete que todos aplicaron al cadáver.

Era el hombre que nunca nació.

En aquellos momentos, el autor de la frase ignoraba por completo cuán cerca había estado de decir la verdad acerca del desconocido.

 

Capítulo II

 

El hombre caminaba lentamente por la calle, como gozando de la agradable temperatura del primaveral ambiente que se respiraba por todas partes. A cincuenta metros de distancia, un hombre le apuntaba con un rifle de una clase especial.

El arma era absolutamente silenciosa. Sus proyectiles tenían la dureza de los comunes, pero poseían una cualidad singular: se disolvían en los líquidos orgánicos a los diez segundos de haber llegado a su objetivo.

En la composición del proyectil entraba un veneno de alto poder tóxico.

Mientras no tocase carne, ya fuese de hombre, ya fuese de un animal, el proyectil conservaría su dureza original. Podría abollarse o deformarse al chocar con una pared, por ejemplo, pero la reacción química no se iniciaría.

La mira del rifle encuadró exactamente la espalda del paseante. El tirador ignoraba que estaba siendo vigilado al mismo tiempo.

No lejos de él, Harry Wildare estaba provisto de otro rifle, pero muy distinto del anterior. Era, en realidad, un proyector de escudos de energía, dotado, además, de cámara filmadora. Desde el punto en que se hallaba, Harry Wildare, podía captar perfectamente las dos figuras: la del asesino y la de su víctima.

El asesino curvó su dedo en torno al gatillo. Wildare hizo lo mismo.

Ambos dispararon simultáneamente. La bala tropezó con el muro de energía y cayó inofensivamente al suelo.

El paseante continuó su camino. Groff Thurmond se quedó boquiabierto.

Su víctima no había hecho el menor gesto. Siempre que hacía un disparo, el destinatario acusaba el impacto.

«¿Había fallado su rifle?», se preguntó Thurmond, atónito.

Revisó el arma. No, todo parecía en orden...

De pronto, vio un hombre ante él. Thurmond palideció.

— Wildare —dijo.

— El mismo —sonrió el aludido.

Thurmond levantó su rifle desesperadamente. Algo invisible chocó contra su cuerpo, derribándolo al suelo.

Wildare se inclinó y recogió el rifle del asesino.

— Levántate, Groff —ordenó.

Thurmond obedeció pesadamente. La descarga de energía le había aturdido.

Antes de que pudiera recobrarse, sintió que dos argollas de acero se cerraban en torno a sus muñecas. Furioso, quiso liberarse, pero el cierre electromagnético habría resistido el tirón de una ballena.

— Se acabó para ti la vida de asesino profesional — dijo Wildare, satisfecho—. La cámara ha registrado minuciosamente el menor de tus movimientos. A partir del disparo, ha grabado el vuelo del proyectil y su detención a un palmo de la espalda de tu víctima.

Thurmond dejó de forcejear.

— ¿Cómo lo supo? — preguntó atónito.

— El único medio de ponerte la mano encima, era apresándote en flagrante delito — explicó Wildare divertidamente—. Tu víctima no era un millonario que estorbaba a su esposa. Ni la esposa con ganas de enviudar era tal esposa, por supuesto.

— Una trampa miserable —barbotó Thurmond, colérico.

— Llámalo como quieras, pero el juez admitirá que intentaste asesinar a un hombre. ¿Vamos, Groff?

Thurmond bajó la cabeza, como abrumado por su derrota. De pronto, acometió a Wildare con ciega furia.

Wildare ya se esperaba algo por el estilo. Se apartó a un lado, dejó pasar al asesino y cuando lo tuvo a su altura, le golpeó en la nuca con el cañón de su propio rifle.

Thurmond cayó al suelo fulminado. Inmediatamente, Wildare acercó los labios a lo que parecía su reloj de pulsera.

— Habla Wildare —dijo—. Objetivo conseguido. Estamos en la Avenida Dieciocho, frente al número 933. Espero.

Una voz le contestó en el acto:

— Enterados. Llegaremos ahí dentro de cinco minutos.

Wildare sonrió satisfecho. Había realizado con éxito una de las misiones más difíciles de su carrera.

 

* * *

 

Eran las siete y media de la tarde cuando Harry Wildare llegó a su apartamiento.

Lo primero que vio al entrar fue una lámpara de color ámbar que oscilaba sobre la gran pantalla televisión empotrada en la pared. Se acercó al muro, presionó un botón e, inmediatamente, oyó una voz:

— Grabe el siguiente mensaje... grabe el siguiente mensaje...

Wildare presionó otra tecla. Ahora le enviarían el mensaje. Luego, cuando lo necesitase, podría reproducirlo en la pantalla siempre que quisiera.

El mensaje apareció segundos más tarde.

Decía:

 

Se le nombra investigador especial para resolver caso fallecimiento hombre desconocido en vecindad C.S.1. Estará directamente a las órdenes jefe Orden Manuel Álvarez, de quien recibirá instrucciones. Envíe inmediatamente aceptación o razones posible negativa.

 

Wildare dejó de sonreír.

Conocía al autor del mensaje. ¡Las razones de su posible negativa!

¡Qué tontería! Tenía que ir a la Ciudad Satélite número 1, cosa que no le gustaba en absoluto.

Wildare no sentía la menor aversión hacía la conquista del espacio. Lo que sucedía era que estaba muy bien en el planeta.

Le gustaba tener los pies asentados sobre tierra firme. Los viajes en una astronave, a pesar de que no sería el primero, le sentaban siempre como un tiro.

Pero no tenía otro remedio que obedecer. La consulta final del mensaje no era sino mera fórmula.

Apretó el botón de enterado. Era suficiente.

Otro mensaje apareció entonces en la pantalla:

 

Preséntese mañana en jefatura para recoger pasaje y últimos informes del caso. Punto final.

 

Wildare sacó la lengua hacia la pantalla. Después de haber apagado el televisor, naturalmente.

En aquel momento, llamaron a la puerta.

Wildare suspiró.

—Con las ganas que tengo de moverme en el baño — rezongó.

Atravesó la sala y abrió la puerta. Parpadeó al verse frente a la muchacha.

Ella era de elevada estatura y formas armoniosas. Tenía el pelo oscuro, aunque no negro del todo, y el color de sus pupilas era gris con chispitas azules.

Parecía tener poco más de veinte años. Vestía una blusa cerrada, sin mangas, muy ajustada por la parte del busto, y pantalones que más parecían una malla de ballet. La blusa era de color verde oscuro; los pantalones eran del mismo color, pero todavía más oscuros. En la mano izquierda llevaba un gran bolso verde.

Los ojos de la muchacha le estudiaron críticamente.

— ¿Es usted el investigador Wildare? — preguntó.

— Si, señora...

— Soy Emma Dairen —se presentó ella— Necesito hablar con usted, señor Wildare.

Wildare se echó a un lado. Casi en el acto observó que las manos de Emma estaban desprovistas de anillo.

«Soltera», dedujo.

—Siéntese, por favor — invitó, intrigado por la presencia de la hermosa joven en su apartamiento.

— Gracias — contestó ella sobriamente.

— Le prepararé algo de beber —ofreció el dueño de la casa.

— No se moleste, por favor — contesto Emma.

— Entonces, no le importará que yo tome un trago. Acabo de llegar de la calle y...

— Por supuesto, señor Wildare.

Durante unos segundos, la estancia permaneció en silencio. Luego, Emma dijo:

— Señor Wildare, es usted uno de los investigadores especiales más acreditados del Departamento de Seguridad.

— Hay opiniones al respecto — contesto el en tono ligero—. Algunos aseguran que soy un mulo, con todos los respetos debidos a tales semovientes híbridos.

— Esto no es cosa de broma, señor Wildare —dijo ella severamente —. Se trata de una persona desaparecida.

— En el Departamento hay una sección de...

Emma le interrumpió instantáneamente.

— Lo sé, pero no quiero hacer pública tal desaparición — manifestó.

Wildare tomó un trago.

— ¿Por qué? —preguntó a continuación.

— Deseo que la investigación se mantenga en secreto. Es muy importante — aseguró ella.

— No lo dudo, pero me temo que no voy a poder hacer nada en su favor, señorita Deiren. Yo... bien, tengo otro trabajo y, sintiéndolo mucho, no puedo atender a particulares.

— Lo sé, pero... ¿no tienen ustedes un periodo de vacaciones? La época, quizá, no es la más adecuada para ello; sin embargo, usted podría pedirlas y trabajar para mí. Le pagaría bien, se lo aseguro.

Emma abrió el bolso y extrajo de su interior un fajo de billetes de un grosor tal, que hizo parpadear a Wildare. Cada billete, apreció, era de diez mil créditos.

Si había cien billetes, el montón total de la suma que tenía ante sus ojos era de un millón. Algo más que una pequeña fortuna, se dijo.

— Todo será para usted —dijo Emma, con voz suplicante —. No me importan los métodos que emplee, con tal de que lo consiga. Acepte, por favor...

A Wildare le daba lástima la expresión de pena que lucía en los bellos ojos la muchacha, pero se debía a su cargo. Suavemente, volvió el fajo de billetes al bolso y meneó la cabeza, mientras la miraba.

— Créame que lo siento — contestó simplemente.

Emma se mordió los labios. Por un momento, Wildare creyó que se iba a echar a llorar.

El esbelto pecho de la joven se hinchó un par de veces. Luego, ella, en silencio, pareció ir a cerrar el bolso.

De pronto, metió la mano en su interior. Cuando la sacó, empuñaba algo que parecía un grueso tubo de metal.

Wildare respingó. Antes de que pudiera aprestarse a la defensa, vio que un chorro de gas blanquecino brotaba del tubo y chocaba contra su cara. Percibió un olor suave, dulzón, pero agudo y penetrante al mismo tiempo, y comprendió lo que iba a suceder.

De un salto se puso en pie. En el cuarto de baño tenía el remedio contra el narcótico. Dio dos pasos, pero la acción del gas era demasiado rápida y lo único que consiguió fue caer al pie de la puerta qué comunicaba el salón con las restantes habitaciones. Emma corrió hacia él y se arrodilló a su lado. Una de sus manos se apoyó suavemente en su cabeza.

— Lo siento infinito —murmuró, como si él pudiera escucharle —, pero no me ha quedado otra solución.

* * *

La Central de Presión se encargaba de todo lo concerniente al perfecto funcionamiento de los aparatos que suministraban oxígeno a la atmósfera interior de la C.S.1.

A sus técnicos incumbía conservar la atmósfera en el grado de presión conveniente, procurando una adecuada renovación de la misma, así como la existencia de un grado de humedad que no resultase demasiado agobiante. La menor variación de presión en cualquiera de los innumerables departamentos de que constaba la ciudad era registrada en un cuadro indicador ante el que siempre había, al menos, un par de vigilantes.

El cierre y apertura de escotillas también se controlaba desde la Central. Dado el enorme volumen del satélite, había numerosas escotillas por todas partes de su estructura. Cada vez que una de ellas entraba en funcionamiento, la central lo sabía inmediatamente.

Era necesario pedir permiso a la Central para utilizar una esclusa, bien fuese para salir, bien fuese para entrar al satélite. El papel de la Central, sin embargo, era el de mera vigilancia de la presión en este caso.

La Central era uno de los puntos vitales de la ciudad del espacio. Su fallo podía tener consecuencias funestas.

Las luces se encendían y apagaban constantemente en el gran cuadro de mandos, vigilado sin cesar por una pareja de técnicos. El complejísimo cerebro electrónico de la Central corregía rápida e instantáneamente las alteraciones de la presión, que no podía sobrepasar ciertos límites, ni por exceso ni por defecto.

Por exceso, era difícil que sonasen las señales de alarma. Las poquísimas veces que se habían encendido las lámparas rojas habían sido por falta de presión.

Un gran ventanal mostraba a la Tierra aparentemente inmóvil en el espacio, a poco más de treinta mil kilómetros del satélite. El globo terrestre parecía inmóvil; en realidad el satélite orbitaba de tal modo que siempre se hallaba sobre un punto distinto de la Tierra.

La órbita estaba elegida de modo que siempre se viese un lugar diferente del planeta, pero la velocidad aparente era sumamente lenta. Así, pues, desde que se avistaba una nación terrestre hasta que desaparecía al otro lado de la comba del planeta, pasaban varias horas. La observación, pues, era completa.

Una luz roja se encendió en el tablero de mandos y osciló con vivos centelleos. Los técnicos adivinaron inmediatamente la procedencia de la alarma.

Uno de ellos cogió el micrófono, marcó una cifra y llamó:

— Habla Central de Presión. Estamos viendo señal de alarma, en esclusa R-40. Investigue en el acto motivos alarma.

— Enterado —contestó una voz inmediatamente.

Los técnicos comentaron el suceso con perfecta tranquilidad.

— Siempre hay tipos descuidados que se dejan abierta la compuerta exterior — dijo uno.

— Tal vez se le quedó fuera a medias algún objeto de su equipo y la compuerta no pudo cerrar perfectamente — opinó el otro.

El altavoz sonó de pronto:

— Atención, Central de Presión. Investigada esclusa R.-40. Todo en orden. Presión interna normal. No existen motivos de alarma.

Los técnicos levantaron la vista hacia el cuadro de mandos.

La luz roja seguía centelleando.

— Incomprensible — dijo uno.

— Una avería en la conducción eléctrica -— apuntó el otro.

— Habrá que avisar a los equipos de reparación de señales de control.

— Sí, anda, llámalos y que reparen la avería.

Capitulo III

 

Emma Deiren hizo que el aeromóvil tomase tierra con gran suavidad y paró los motores. Luego se soltó el cinturón de seguridad y ordenó:

— Puede desatarse, señor Wildare.

El investigador obedeció dócilmente. Emma abrió la portezuela y saltó al suelo.

— Baje, por favor.

Wildare obedeció de nuevo. Veía las cosas como a través de una neblina que difuminaba sus contornos. Estaba en el campo y era de noche. No lejos de allí se divisaba una casa aislada, cuyas luces estaban apagadas.

Era todo lo que podía ver por el momento. Aunque hubiera querido rebelarse contra las órdenes de Emma, le habría resultado imposible.

Hallábase sumido en un estado hipnótico y sujeto por completo a la voluntad de la joven. En cierto modo, se percataba de ello, pero también se daba cuenta de la imposibilidad de resistirse.

— Sígame, por favor —pidió Emma.

Wildare echó a andar tras la joven. Emma se dirigió rectamente hacia la casa.

Wildare se dio cuenta de que era una construcción dedicada al recreo y descanso, de estilo rústico. Tal vez los troncos eran auténticos, se dijo, en medio de su estado de hipnosis.

Emma sacó una llave y abrió la puerta. Al lado había un interruptor y encendió las luces.

— Pase y siéntese, por favor.

La pieza era grande y espaciosa. En una de sus paredes había una artística chimenea de piedra, apagada en aquellos momentos. Era una decoración cálida, acogedora.

Emma trasteó unos momentos por la casa, mientras Wildare continuaba sentado en un diván próximo a la chimenea.

Minutos más tarde, Emma regresó a la sala con una bandeja en las manos. Ahora se había dejado el pelo suelto y se había cambiado de ropa, sustituyendo las anteriores prendas por un holgado traje de una sola pieza, con mangas y perneras muy cortas. El color de la prenda era azul vivo.

Emma abrió su bolso. Sacó un pulverizador y lanzó un chorro de gas a la cara de su huésped.

— Despierte — dijo.

Wildare parpadeó. Inmediatamente se dio cuenta de que había recobrado por completo todas sus facultades.

— ¿Un poco de café? —ofreció ella sosegadamente.

El investigador dudó unos momentos. No sabía si prorrumpir en denuestos contra la joven y marcharse de allí, o seguir adelante. Todavía tenía tiempo de sobra antes de acudir a la Jefatura a recoger su pasaje.

— Tendrá que disculparme por haber recurrido a este método para traerle hasta aquí — dijo ella, mientras vertía el café en las tazas —. Francamente, era la única salida que me quedaba.

— ¿Para encontrar a esa persona desaparecida?

— Sí, señor Wildare.

— ¿Quién es?

Ella le entregó una taza humeante.

— Mi padre, el doctor Deiren — contestó.

— No he oído hablar nunca de él — manifestó el investigador.

— Es lógico —sonrió Emma—. Mi padre no es amante de la publicidad.

— ¿Qué edad tiene? —preguntó Wildare.

— ¿Para qué lo quiere saber? —exclamó ella, sorprendida.

— Conteste, por favor.

— Cincuenta y dos años, pero se conserva muy bien...

Wildare soltó una risita.

— No hay que buscar a su padre; hay que buscar a la mujer... tras la cual ha echado a correr como un cadete — dijo.

Emma se indignó.

— Señor Wildare, mi padre es un hombre perfectamente equilibrado...

— Los cincuenta y dos años es una edad magnífica para perder el equilibrio cuando se tropieza con una mujer joven y atractiva —comentó él cáusticamente.

— Debe saber — dijo Emma muy rígida —, que mi padre y mi madre se quieren muchísimo. La hipótesis de una infidelidad ha de ser descartada por completo.

— Entonces, si no se trata de una mujer... ¡Dinero! Usted me enseñó un millón de créditos, señorita Deiren.

— Tampoco —denegó la muchacha—. Espere un momento. Quiero que vea una cosa.

Emma dejó su taza a un lado y se puso en pie. Wildare admiró en silencio la esbeltez de su figura y la facilidad de sus movimientos.

En pocos minutos, Emma preparó un proyector cinematográfico, con su correspondiente pantalla suspendida de la pared.

— Apague las luces, por favor —indicó.

Wildare lo hizo así. Una vista del cielo, durante la noche, apareció inmediatamente en la pantalla.

Un puntito luminoso parecía descender del cielo hacia la tierra. Emma advirtió:

— La cámara estaba provista de objetivo infrarrojo, para tomas nocturnas.

— Comprendo — dijo él.

El punto luminoso se agrandó y se transformó en una esfera metálica, que parecía tener unos cinco o seis metros de diámetro. Emma habló de nuevo:

— Yo impresioné la película, desde el patio posterior.

— ¿Eso... es una nave? —preguntó él.

La esfera cubrió la pantalla casi por completo, como si fuese a caer sobre la operadora. De pronto, se desvió a un lado.

La cámara había seguido las maniobras del artefacto, en el que no se divisaban signos externos de identificación. Llegó a cosa de un metro del suelo y se detuvo inmóvil, suspendida en el vacío.

Tres patas surgieron de la parte inferior de la esfera y apoyaron sus bases planas en el suelo herboso. Casi en el acto, Emma paró el proyector.

— ¿No continúa? —preguntó él.

— No hay más película. Se veló.

Emma encendió la luz.

— Los filmes se impresionan ahora en hilo magnetofónico, que recoge a la vez sonido e imagen. La frase «se veló», resulta impropia —objetó Wildare.

— Lo sé. Era una metáfora. Como sea, a partir del aterrizaje de esa nave, ya no pude impresionar más imágenes. Es decir, yo continué la filmación, pero luego, al proyectar la película, vi que se interrumpía en el punto que usted conoce. Repetí de nuevo la filmación y...

— Todo inútil, ¿verdad?

— Sí —confirmó ella—. Ya no hay más imágenes registradas.

— Entonces, no se puede presenciar el... desembarco de los tripulantes de esa nave.

— Justamente.

— La nave no está construida en la Tierra.

— No, no ha sido construida por manos terrestres — corroboró Emma.

Hubo una larga pausa de silencio. Wildare se dio cuenta de que se enfrentaba a uno de los casos más enigmáticos de su carrera.

— ¿Qué tiene que ver esa nave con la desaparición de su padre? —preguntó Wildare, al cabo de unos momentos.

— La nave está relacionada con la desaparición de mi padre. Es todo lo que puedo decirle.

— ¿Se... lo llevaron los tripulantes de esa nave?

Emma hizo un gesto ambiguo.

— ¿Cree que lo sé yo misma? Desapareció, eso es todo.

—¿Cuándo?

— Hace unas dos semanas.

— ¿Y ha esperado tanto tiempo para recurrir a la policía?

— Creíamos que volvería antes...

— En resumen, no se trata de una desaparición debida a un amorío, ni tampoco un secuestro por dinero.

— No, en absoluto.

— Pero sí puede tratarse de un secuestro por otros motivos.

— Es probable.

— Usted, al referirse a su padre, ha dicho doctor. ¿Cuál es su especialidad?

— Genética acelerada —respondió ella.

Wildare respingó.

—Oiga, acláreme eso, ¿quiere?

— Se lo diré. Mediante cierto procedimiento suyo, usted podría transformarse, en cuestión de pocas semanas en un chino o en un negro, sin intervención de un mal bisturí.

— ¡Rayos! Eso es fabuloso —comentó él.

— Pero verídico, cierto, comprobado — aseguró Emma enfáticamente—. Las pruebas realizadas dieron resultados concluyentes.

— ¿Con personas?

— No, con animales. Convirtió a un perro lobo en un danés; un pastor alemán se transformó en un magnífico galgo de carreras...

Wildare cerró los ojos.

— Voy a volverme loco —gimió.

— Todavía está cuerdo —sonrió Emma—. Aún le falta por ver lo más interesante. Venga, por favor.

Wildare se puso en pie. Emma echó a andar y atravesó la casa, seguida por el investigador. Cruzaron la cocina y salieron al patio posterior.

A pocos metros de la casa, Wildare divisó un gran cobertizo de madera, con tejado a dos aguas y todo el aspecto de estar destinado a granero o almacén. Emma continuó andando con paso firme.

La joven llegó al cobertizo y descorrió una gran puerta de madera, la que se deslizó silenciosamente sobre sus guías. Luego encendió la luz.

Wildare abrió la boca de par en par.

Momentos antes, había visto en imagen la nave construida por unos seres extraterrestres. Pese a sus acciones, Emma parecía una joven ponderada y dueña de su equilibrio interior en todo momento.

No se podía, pues, sospechar que la filmación fuese un truco cinematográfico. Era una filmación real.

Y si alguna vez Wildare lo había dudado, allí, delante de sus ojos, estaba la nave extraterrestre, brillante, pulida, silenciosamente amenazadora en su absoluta quietud.

* * *

El delegado especial del jefe Álvarez en la C.S.1 entró en el despacho y lanzó un documento sobre la mesa.

— ¿Qué es, Joseph? —preguntó.

— El informe sobre la ropa del muerto.

— Sí, claro.

— Usted recordará que carecía de marcas de identificación.

— En efecto, Joseph.

— Envié unas muestras al laboratorio para su análisis. Usted sabe que más o menos, todos nuestros ropajes son parecidos, aunque manufacturados en fábricas diferentes.

— ¿Y bien, Joseph?

Joseph Grigoriev hinchó el pecho antes de dar su respuesta:

— Jefe, la tela de las ropas que vestía el cadáver no ha sido elaborada ni tejida en ninguna de las fábricas que suministran vestuario a la ciudad —informó dramáticamente.

Los dedos de Álvarez tamborilearon sobre la mesa.

— Un nuevo elemento más de confusión en este caso —murmuró—. ¿Ha quedado resuelto la avería de la esclusa R-49? — preguntó.

— Por completo, señor.

— ¿Se sabe qué era?

— Un fallo en el sistema eléctrico de alarma. El aislante se deterioró y...

— Comprendo, Joseph. Habrá que enviar a la Tierra más muestras de ese tejido.

— Sí, señor.

— Nosotros estamos atascados, Joseph, lo confieso — dijo Álvarez humildemente —. Hemos dado mil vueltas al asunto y no conseguimos salir adelante.

— Lo resolveremos, señor —manifestó Grigoriev esperanzadamente.

— Tenemos que resolverlo —afirmó Álvarez—. Por eso he pedido a la Tierra que nos envíen un investigador especial.

— ¿Puedo saber su nombre, señor?

— Sí, claro. Es Harry Wildare, Joseph.

Grigoriev hizo un gesto aprobatorio.

— Un buen elemento, señor — elogió.

Capítulo IV

 

El hombre de la bata blanca dormitaba apaciblemente, recostado en un cómodo sillón. Era uno de los sanitarios que cubrían la guardia en uno de los varios puestos de socorro que permanecían en constante alerta en el satélite.

Aquel puesto de socorro, tenía, además, una particularidad. Había varias grandes cámaras frigoríficas, donde se albergaban los cadáveres de las personas fallecidas en el satélite, para su posterior envío a la Tierra.

Una de dichas cámaras guardaba el cadáver del desconocido. Por el momento, se había retrasado el envío al planeta. El jefe Álvarez lo había dispuesto así, hasta la llegada del investigador especial.

El cuarto de las cámaras estaba separado de la sala de curas. Ésta daba directamente a uno de los inmensos corredores — en realidad, una gran avenida del satélite.

El lado izquierdo era más bien una larguísima hilera de ventanales, desde los cuales se divisaba un panorama fantástico. A cincuenta metros de la puerta del puesto de socorro, señalizado con una cruz roja sobre fondo blanco, luminosa, dada la hora, se divisaba el gran cajón entrante que era una de las esclusas de acceso a la ciudad.

Cualquiera, en efecto, podía abrir una esclusa con toda facilidad, sin más que desearlo. Caso de que se tratase de un criminal y dejase la esclusa abierta para que se escapase el aire, los mecanismos automáticos entrarían en funcionamiento y dos mamparos descenderían del techo, compartimentando el sector afectado.

Por este lado, pues, no había peligro. La ciudad estaba segura.

Pero no lo estaba por otro lado. Uno de sus flancos estaba a punto de ser atacado.

La puerta del puesto de socorro se abrió sigilosamente. Un hombre, equipado con escafandra espacial, asomó la cabeza.

El sanitario continuaba dormitando. El hombre vestido con traje de vacío hizo una señal con la mano izquierda y terminó de abrir la puerta.

Otro hombre, equipado análogamente, le siguió en el acto. Este segundo individuo iba armado.

El sanitario, de pronto, pareció darse cuenta de que no estaba solo. Abrió los ojos y se extrañó de ver a dos hombres vestidos con escafandra en aquel lugar.

— ¿Sucede algo? —preguntó solícitamente, a la vez que se ponía en pie.

De pronto, vio el arma. Su cara tomó una expresión de horror insuperable.

El intruso levantó la mano. Brilló un destello metálico y en la bata blanca del sanitario apareció de pronto un círculo negro, que despedía un poco de humo.

El sanitario permaneció todavía unos instantes en pie, como petrificado por el horror. Luego, de golpe, se derrumbó al suelo, muerto apenas dos segundos después de recibido el golpe mortal.

Los dos hombres no hablaron. Actuaron en completo silencio.

Pasando por encima del cadáver del sanitario, entraron en el depósito de cadáveres. Abrieron un par de cajones frigoríficos, antes de dar con el cuerpo que buscaban.

Era el del desconocido. Uno de los intrusos cargó con él. No le resultó difícil; el cuerpo estaba rígido, a causa de las bajas temperaturas a que había estado sometido constantemente.

Inmediatamente, se dirigieron hacia la salida. El hombre de la pistola se asomó y exploró la avenida en ambos sentidos.

Estaba completamente desierta. En silencio, corrieron hacia la esclusa.

Uno de ellos descolgó el micrófono.

— Aquí, esclusa R-40 —dijo—. Nos disponemos a salir. Se trata de una revisión de rutina del casco exterior.

— Bien, enterado —contestó el técnico de guardia en la Central de Presión—. Informen de su regreso.

— De acuerdo.

El hombre que había hablado colgó el micrófono. Luego presionó un botón y esperó unos instantes.

La presión interna de la esclusa se equilibró con la de la ciudad. Entonces, la compuerta interior se abrió automáticamente.

Los dos hombres pasaron a la esclusa, con su macabra carga en brazos. Uno de ellos cerró la compuerta y, acto seguido, manejó la tecla que ponía en funcionamiento el extractor que provocaba el vacío en la esclusa.

Cuando la presión se hubo reducido al mínimo, la compuerta externa se abrió asimismo automáticamente. Delgados jirones de minúsculos restos de aire, súbitamente congelados, escaparon al exterior. Siempre se perdían algunos centímetros cúbicos de aire en cada operación de salida. Realizar el vacío perfecto dentro de una esclusa era algo materialmente imposible.

Momentos después, los dos hombres y el cadáver habían desaparecido como si jamás hubieran existido.

* * *

Wildare empezó a recobrarse de la sorpresa recibida. La nave que tenía ante sus ojos le hizo olvidar por completo la misión que le había sido conferida horas antes.

 —¿Sus tripulantes? — preguntó, al cabo de un rato.

Emma respiró hondamente.

— Desaparecieron después de su aterrizaje — contestó.

— Pero, bueno, ¿qué sucedió?

— Yo filmaba el aterrizaje de la nave —explicó Emma—. Impresioné todo, hasta el momento de la apertura de la escotilla.

— ¿Y...? —dijo el investigador ansiosamente.

— Aparecieron dos hombres. Uno de ellos me apuntó con algo; no sé... una lámpara, un tubo que emitía destellos... Me quedé como paralizada, aunque podía ver y oír perfectamente.

— ¿Cómo vestían? — inquirió Wildare.

— Llevaban unos monos de tejido brillante, color gris...

— ¿Escafandras?

— No. Máscaras, que eran más bien unas grandes anteojeras, que les cubrían desde la punta de la nariz hasta el centro de la frente. El cristal o lo que fuese parecía negro.

— Negro por fuera, es decir, opaco para los observadores, pero ellos podían ver con toda claridad.

— Es lo que yo opino — concordó Emma —. Mi padre estaba a mi lado; calculo que a él también debió de pasarle lo mismo.

— Siga, por favor.

— Los seres extraterrestres se acercaron a él. Hablaron unos momentos y le dijeron que conocían sus experimentos sobre genética acelerada. Luego le pidieron que los llevara a su laboratorio.

— ¿Y accedió?

Emma sonrió tristemente.

— ¿Qué otro remedio le quedaba? — dijo —. El laboratorio está aquí, debajo de la casa.

Wildare arqueó las cejas.

— ¿Por qué? —quiso saber.

—Los trabajos que realiza son muy delicados y necesita un completo aislamiento en todos los sentidos: térmico, acústico, sin vibraciones perniciosas... Para entrar al laboratorio es preciso utilizar una esclusa similar a la de las astronaves. En realidad, fue en uno de los astilleros que construyen espacionaves donde se nos proporcionó esa esclusa.

— Siga, ¿qué pasó después?

— Los dos desconocidos y mi padre salieron. No sé cuánto rato había transcurrido desde su llegada. Imagino que mucho, porque, al poco rato, amaneció. Bien, los tres se dirigieron a la nave y... Bueno, antes, mi padre había abierto la puerta del cobertizo. Los extraños desplazaron la nave hasta el interior del cobertizo y...

Emma le dirigió una profunda mirada.

— Eso fue todo, señor Wildare. A partir de aquel momento, ya no he vuelto a ver a mi padre.

Wildare se sobresaltó.

— ¿Quiere decir que durante todo ese tiempo, la nave ha estado ahí... y su padre ha desaparecido?

— Así es, en efecto.

— ¿No ha despegado la nave en ninguna ocasión?

— Señor Wildare, la verdad es que no podría afirmarlo rotundamente, pero creo que, desde su aterrizaje, la nave no se ha movido de su sitio.

El investigador pareció concentrarse durante unos instantes.

— Señorita Deiren, usted dice que hace un año largo que secuestraron a su padre. ¿Cómo es que no ha denunciado el hecho en todo este tiempo?

— Verá —dijo ella—, en los primeros momentos, yo creí que volvería pronto. Luego, a los dos días, mi madre recibió una carta suya, diciendo que estaba bien y que no debían preocuparse por él, que estaría ausente alrededor de un año, aunque, por el momento, no podía indicar el lugar en que se hallaba.

»Nosotras, es decir, mi madre y yo, decidimos seguir las indicaciones de mi padre, temerosas de que los secuestradores pudieran causarle algún daño. Luego empezamos a recibir cartas suyas con regularidad, una o dos veces al mes...

»Fue cuando el año hubo transcurrido en exceso, al no volver él, cuando yo me decidí a investigar su desaparición — concluyó la muchacha.

Wildare se acarició la mandíbula con aire perplejo.

— La nave sigue ahí, ha estado todo el tiempo... — murmuró—, y su padre ha desaparecido.

— Con los dos extraterrestres.

— Que deben de proceder de algún planeta con atmósfera idéntica a la de la Tierra, puesto que, según usted, no usaban escafandra.

— Así era, señor Wildare.

— Lo que me extraña es que le permitieran conservar la cámara. Un filme como el que usted consiguió, tiene una importancia capital.

— Yo creo que ellos no se dieron cuenta —opinó Emma—. Repare en que esto estaba muy oscuro a aquellas horas. Si yo logré impresionar el hilo en que grabé las imágenes, fue debido al objetivo de rayos infrarrojos. Ellos vieron dos siluetas, pero sin excesivos detalles.

— Y se dirigieron directamente a su padre.

— Sí.

— Oiga, su padre debe de ser muy famoso cuando le conocen fuera del sistema solar.

— Bien, si le conocen o no fuera de nuestro sistema planetario, es cosa que yo no sé. Le cuento, simplemente, lo que ocurrió.

— Muy bien. Señorita Deiren, ¿es posible ver el interior de la nave?

— Por supuesto. Yo misma he estado en su interior muchas veces.

— ¿La ha hecho volar?

Emma se estremeció.

— ¡Dios me libre! —exclamó—. No sabría manejarla en absoluto y podría provocar una catástrofe. Venga, por favor, señor Wildare.

La joven se acercó al singular artefacto, cuya cáscara metálica era muy brillante. Elevó la mano y presionó un botón no demasiado visible.

Un trozo de metal se desprendió de la estructura general, girando hacia abajo. La escotilla quedó apoyada en el suelo. Su cara interna estaba provista de unos peldaños que permitían el acceso al interior de la nave.

Emma y Wildare cruzaron el umbral, situado a metro y medio del suelo. Wildare se halló en una especie de saloncito muy confortable, de pequeñas dimensiones, en cuyo extremo opuesto se divisaba una escalerilla de caracol que, desapareciendo en el interior de un tubo, se perdía en el techo.

La joven ascendió sin vacilar por la escalera. Mientras subía, dijo:

— La sala de abajo, imagino, debe de servir para el descanso de los astronautas francos de servicio.

— Es muy probable — admitió Wildare.

Segundos más tarde, llegaban a otra cámara más espaciosa, en donde vieron cuatro cómodos sillones, en batería, frente a un complejísimo cuadro de mandos, con algunas pantallas visoras, que permanecían apagadas en aquel momento. Wildare se acercó al panel de mandos y observó algunos rótulos indicadores, escritos en un idioma del que no tenía la menor noticia.

— ¿Ha intentado descifrar lo que dicen los rótulos? — preguntó.

— No. Los signos me parecen absolutamente ininteligibles — contestó la muchacha.

Wildare asintió. Aquellos signos no se parecían en absoluto a ninguno de los utilizados en los distintos alfabetos terrestres.

Luego volvió la cabeza. Detrás de los sillones, al otro lado de la cámara de mandos, divisó lo que parecía un gran cajón de metal que, sin embargo, formaba parte de la estructura.

El techo estaba a unos dos metros y medio sobre sus cabezas. A juzgar por la diferencia de niveles, Wildare calculó que la maquinaria que propulsaba aquel singular artefacto se hallaba por encima de ellos.

Una de las pantallas de televisión era de dimensiones más que regulares. Wildare reparó en un detalle.

— Las luces estaban encendidas cuando entramos — observó.

— Han estado encendidas desde el aterrizaje — le informó ella—. Nunca intenté apagarlas. En realidad, salvo el mando de apertura y cierre de la escotilla, no he tocado ninguno de los demás controles.

Wildare se sintió de repente acometido por una invencible curiosidad.

— ¿Qué tal si probásemos con éste? —dijo, a la vez que apoyaba el índice en una tecla que, en su opinión, debía de poner en funcionamiento la mayor de las pantallas de televisión.

Emma contuvo el aliento. Un segundo después, la pantalla se encendió.

Entonces, Wildare y la muchacha contemplaron algo que les hizo creer durante unos momentos que estaban soñando.


Capítulo V

 

El delegado Grigoriev entró con cara desanimada en el despacho de su jefe.

— Nada — dijo lacónicamente.

Álvarez juntó los labios.

— ¿No hay rastro de los asesinos.

— No, señor.

— Se sabe cómo salieron, pero no hemos podido dar con el medio de que se valieron para entrar en el satélite — contestó Grigoriev.

— ¿Qué escotilla utilizaron?

— La R-40, señor.         

—Precisamente la que sufrió una avería — murmuró Álvarez.

— Y está a cincuenta metros del puesto de socorro, que es también depósito de cadáveres.

 Sí —dijo el jefe de Orden— Joseph, ¿ha comprobado si falta alguien en el satélite?

— En efecto, señor. Todas las dotaciones están completas. Incluso los turistas están todos. No falta nadie que haya llegado en las últimas veinticuatro horas. La comprobación ha sido detallada, exhaustiva — informó el delegado.

Álvarez asintió. En un principio, había pensado en algún turista, disfrazado o simulando ser tal.

La C.S.1 poseía un fuerte atractivo para las personas que vivían habitualmente en la Tierra. Se organizaban viajes turísticos a diario. Realmente, el satélite era algo digno de admirar. Era como una especie de sustituto cercano para las personas que tenían la ambición de volar por el espacio y, por las razones que fuera, no podían lograr sus deseos.

Pero era preciso descartar también la solución turista. Los autores del desaguisado, en suma, no pertenecían a la población más o menos fija de la ciudad satélite.

— Así que salieron por la R-40. Pero ¿cómo diablos entraron en la ciudad? Los registros no señalan ninguna pareja sospechosa que haya podido entrar en la ciudad por otra esclusa.

— Lo peor no es eso, señor — dijo Grigoriev —. ¿Qué nave utilizaron para llegar hasta aquí? Porque los servicios de detección no han registrado ninguna cuyo atraque y posterior desembarque de personas y mercancías no haya sido escrupulosamente comprobado.— Vendrían volando — dijo Álvarez con amargo sarcasmo—. En resumen, que nos hemos quedado sin el cuerpo del hombre que nunca nació.

— Así es, señor.

Los dedos de Álvarez ejecutaron su acostumbrado ejercicio sobre la mesa. Ello denotaba indefectiblemente la preocupación del jefe de Orden.

— Joseph, ¿qué dice el informe de la autopsia del sanitario asesinado? —preguntó.

— Estoy esperándolo, señor; aún no lo he recibido y...

Un zumbido sonó entonces en la estancia. Álvarez tocó una tecla y dijo:

— Jefe de Orden.

— Soy Carpenter, forense.

— ¿Han hecho ya la autopsia de la víctima?

— Sí, señor.

— ¿Y bien?

— Jefe, la víctima murió a causa de un súbita y anormal elevación de la temperatura de su cuerpo, localizada, principalmente en el tórax, es decir, en los órganos internos de esa región del pecho. Corazón y pulmones están literalmente carbonizados.

— ¡Rayos! — juró Álvarez.

— Así es, jefe — dijo Carpenter.

— ¿Conoce usted algún tipo de proyectil que pueda producir estragos semejantes en un cuerpo humano?

— No, señor; es la primera vez que me veo en un caso semejante.

— ¿Y el proyectil?

— Hemos hallado fragmentos. Parte del metal se fundió dentro del cuerpo de la víctima. La envolvente del proyectil está compuesta principalmente por aluminio. La elevación de temperatura fue muy repentina, pero también brevísima. Yo diría que, en total, no duró más allá de uno o dos segundos. Sin embargo, fue suficiente para carbonizar...

— Basta, doctor Carpenter. Hágame un informe escrito, más detallado, por supuesto. Muchas gracias, de todos modos.

— Bien, jefe.

Álvarez cerró la comunicación. Reflexionó unos momentos, mientras Grigoriev esperaba en pie, al otro lado de la mesa.

— Joseph —dijo al cabo.

— Sí, jefe.

— El hombre que nunca nació... ha desaparecido. Ciertamente, se ha producido un asesinato, pero también han desaparecido los criminales.

— Sí, señor.

— Prácticamente, puesto que los asesinos no están en la C.S.1 se puede decir que no es aquí donde hemos de buscarlos. Además, tenemos el factor de su misteriosa llegada y su no menos misteriosa partida en una nave que nadie ha visto y detectado.

— Así es, jefe.

— El asunto escapa ya en buena parte a nuestra jurisdicción. Ya no se trata de un desconocido encontrado a pocos metros de la ciudad satélite. Hay otros factores, que usted ya conoce, Joseph.

— Sí, señor. ¿Qué quiere decir con eso?

— Simplemente, que vamos a cargarles el muerto a los de allá abajo. Nosotros haremos aquí todas las investigaciones que sean necesarias, pero ellos deben hacer el resto. Por tanto, opino que no es necesario que nos envíen a Wildare.

— Estoy de acuerdo con usted, señor. Transmitiré su indicación en el acto.

— Muy bien, Joseph. Añada, además, que enviaremos un informe completo de todo lo ocurrido, apenas hayamos recibido el del doctor Carpenter. Eso es todo por ahora..., salvo que hemos de reforzar la vigilancia en las cercanías de las esclusas de acceso al satélite.

* * *

Parecía como si la pantalla estuviese enfocada directamente al espacio, pero no en una nave inmóvil, sino en un aparato que volase por el firmamento a velocidades de vértigo.

Un cuerpo celeste se acercó rapidísimamente a la pantalla. Era un planeta, no cabía la menor duda. La sensación de realidad era tal, que Wildare y Emma se echaron hacia atrás, temiendo el choque.

El planeta llenó toda la pantalla. Los detalles de su superficie se hicieron más y más perceptibles. Parecía como si la nave se dispusiera a aterrizar en aquel mundo desconocido.

Una elevada cadena de montañas, cubiertas de hielo, apareció ante los ojos de Emma y Wildare. Siempre siguiendo aquella falsa sensación de vuelo, el ojo de la cámara se adentró en un profundísimo desfiladero, de varios kilómetros de longitud y paredes cortadas a pico, cuyo final no podía verse, debido a que la luz solar no llegaba hasta el fondo.

Pero había otras luces, advirtieron a poco, las cuales se debían a la mano de seres inteligentes. Al continuar su avance el ojo de la cámara, vieron una pequeña ciudad cupular, situada en el fondo de aquel angostísimo desfiladero.

Realmente, mejor se le podría llamar campamento, puesto que el número total de cúpulas era de seis o siete. Sin embargo, las dimensiones de aquellas cúpulas eran muy respetables.

La cámara se detuvo a cosa de treinta o cuarenta metros del suelo, de modo que su objetivo abarcaba la mayor parte de aquel singular conjunto. Bajo las cúpulas, vieron edificios y personas que iban y venían a sus quehaceres.

Algunos estaban en el exterior, provistos de trajes aislantes. El suelo estaba cubierto de hielo.

Había dos o tres naves similares en un lado del campamento. Algunos individuos entraban y salían de las mismas.

Wildare se sintió anonadado.

— Estamos viendo un planeta de otro sistema — dijo.

— Sí — convino Emma —, pero no parece que sea demasiado grande. Fíjese en que esos individuos se mueven con relativa facilidad. Quizás ello se debe a una menor gravedad que la terrestre.

— Es probable — admitió él —. Ahora bien, me parece que una raza extraña no ha de limitarse solamente a vivir en el reducido ámbito de seis o siete cúpulas, cada una de las cuales no podría albergar a más de un millar de personas. A la fuerza tienen que ser más, muchísimos millones más.

— Eso creo yo. Tal vez se trata de un destacamento avanzado, señor Wildare.

El investigador reflexionó unos momentos.

De pronto, dijo:

— ¿Tiene usted su cámara cargada, señorita Deiren?

— Por supuesto —contestó Emma.

— Tráigala, haga el favor.

Emma obedeció. Minutos después, regresaba con la cámara.

Encontró la pantalla apagada.

— ¿Se ha suspendido la emisión? —preguntó.

— No. Yo desconecté la pantalla, para conectarla cuando usted viniera y reproducir de nuevo el viaje.

— No entiendo —dijo ella.

— Es muy sencillo. Tengo un amigo astrónomo. Quiero que él vea la proyección.

— ¿Cómo? ¿Es que supone...?

Wildare hizo un signo afirmativo.

— Usted me dio antes una idea, cuando mencionó la posibilidad de que ese campamento fuese un puesto avanzado. Y el planeta no es tal, sino uno de los satélites de nuestros planetas mayores, ¿comprende?

— Sí, claro — murmuró ella, admirada —. Creo que tiene razón...

—Y, además, haremos otra cosa, Emma. ¿Me permite que la llame así?

— Desde luego, Harry — sonrió ella.

— Bien, usted se va a encargar ahora de grabar todos los rótulos que nos salgan al paso. Esos seres extraterrestres son, fundamentalmente, como nosotros. Por tanto, su manera de pensar, lo que quiere decir también la de expresarse, debe de ser muy similar a la nuestra.

— Voy comprendiendo —dijo Emma.

— Si un rótulo señala, por ejemplo, un termómetro o un manómetro, las letras que componen la palabra indicadora, tienen que referirse, forzosamente a ese instrumento. Los signos se repiten por muchos sitios. Un tipo de letra que nosotros no podemos identificar, por desconocer el alfabeto, puede aparecer y repetirse según un ritmo regular. Éste es el fundamento de los criptógrafos, cuando se ponen a descifrar claves secretas.

— Claro — exclamó la muchacha —. Y grabando los rótulos, usted llevará el filme a algún criptógrafo conocido...

— Justamente — sonrió Wildare —. ¿Manos a la obra?

Emma revisó rápidamente su cámara. Luego se situó frente a la pantalla.

— Cuando quiera, Harry.

Media hora más tarde, habían reproducido el viaje ficticio a través del espacio y grabado en imágenes todos los rótulos que aparecían en la nave. Al terminar, Wildare consultó su reloj.

— Son las dos de la madrugada —dijo—. A las nueve tengo que estar en Jefatura... Por cierto, aún no me ha dicho usted dónde estamos, Emma.

Ella sonrió.

—La distancia, con el aeromóvil, es inferior a una hora —contestó.

— Muy bien, tenemos tiempo. Alguien se quejará de que lo hacemos levantarse demasiado pronto de la cama, pero no creo que eso nos importe mucho, ¿verdad?

Dirigió una sonrisa de ánimo a Emma. La joven parecía sentirse más confortada.

— Por supuesto que sí, Harry —contestó—. Pero usted tiene que irse pronto.

— Acaso mi ausencia dure menos de lo que pensamos — deseó él. En el fondo, no estaba convencido de lo que decía—. ¿Vamos?

— Claro —accedió Emma.

Abandonaron la nave. Emma cerró la escotilla. Todavía faltaba bastante para el amanecer.

Salieron del cobertizo. Wildare se dispuso a cerrar la puerta, haciéndola deslizarse sobre sus carriles. De pronto, cuando ya faltaban escasos centímetros para que la puerta quedase cerrada, el investigador vio luz en la astronave.

Inmediatamente comprendió lo que ocurría.

— ¡Emma! —exclamó, presa de una gran excitación! ¡Hay alguien en la nave!

Capítulo VI

 

La joven le miró con expresión de asombro. Wildare se dio cuenta de que la luz procedía de la escotilla, al ser abierta desde el interior de la esfera.

Una silueta humana se dibujó en el hueco.

El hombre se dispuso a descender al suelo. Wildare advirtió la circunstancia de que todavía no les había visto a ellos.

— Venga conmigo, Emma — susurro, a la vez que agarraba la mano de la muchacha.

En media docena de zancadas, alcanzaron la esquina del cobertizo y se guarecieron tras ella. Casi en el acto, el desconocido salió del cobertizo. Emma y Wildare lo vieron, asomando apenas la cabeza por la esquina opuesta a la casa.

El extraño no parecía haberse percatado de su presencia. Con paso firme y natural, se dirigió hacia el edificio. Wildare estaba anonadado.

¡Era un ser nacido en otro planeta! Pero ¿cómo había llegado hasta allí, si la esfera no se había movido de su sitio?

El desconocido llegó a la puerta posterior de la casa la abrió y desapareció, de la vista de los dos jóvenes.

— ¿Adónde puede ir? —preguntó Emma.

— ¿Por qué no lo averiguamos? — sugirió Wildare.

Ella puso una mano sobre el brazo del investigador.

— Temo por mi padre — dijo.

— ¿Cree que pueden hacerle daño? — inquirió Wildare.

Emma se mordió los labios.

No sé..., pero ya es hora de que sepa al fin, algo de lo que le ha sucedido. Harry, confío en usted; haga lo que mejor le parezca.

— Muy bien, en ese caso, vamos a ver si le sorprendemos.

Corrieron hacia la casa, procurando no hacer el menor ruido. El desconocido había ido más lejos de la cocina.

— Ya sé dónde puede estar —dijo Emma de pronto.

— Hable —pidió Wildare, mientras se disponía a entrar en la casa.

— El laboratorio, Harry.

—Sí, pero... Oiga, Emma, ¿cree usted que ese tipo ha estado ahí todo el tiempo? Si estaba escondido, tuvo que oírnos, cuando menos; no se puede decir que no hicimos ruido en la nave.

— Harry, no tengo la menor idea de dónde ha podido salir ese hombre — confesó la muchacha.

Wildare reflexionó unos momentos. Luego dijo:

— Bien, Emma, si el extraño ha ido al laboratorio, tendrá que salir un momento u otro. Le esperaremos

Emma aprobó la decisión del investigador. Harry pensó que estarían mejor en el exterior y se apostaron en la puerta de la cocina.

Transcurrió media hora. De pronto, oyeron pasos en el interior de la casa.

Wildare apartó a Emma a un lado. Los pasos se acercaron.

El desconocido salió de pronto. Llevaba en la mano una especie de cartera portafolios. Sus ojos estaban cubiertos con la máscara que Emma le había descrito.

Wildare dejó que el extraño diera dos pasos mera de la casa. Luego estiró el brazo izquierdo y le toco el hombro.

— Hola — dijo.

El extraño se volvió. Era medio palmo más bajo que el investigador.

Una expresión de indescriptible sorpresa apareció en su cara. Wildare aprovechó la ocasión y disparo su puño derecho.

El desconocido cayó fulminado. Wildare se chupo los nudillos de la mano.

— ¿Qué va a hacer ahora con él? —preguntó Emma, corriendo hacia el investigador.           

— Interrogarle, por supuesto —contesto Wildare. 

—Pero ¿y si no habla nuestro idioma?

Wildare sonrió.

— Recurriremos a la mímica — dijo—. Es un lenguaje que entienden todos los seres con un mínimo de inteligencia... y me parece que este tipo puede ser muchas cosas, menos torpe.

* * *

El doctor Carpenter estaba tomando el desayuno en unión de uno de sus colegas, en uno de los innumerables comedores de la ciudad.

— El desconocido me preocupa — dijo.

— ¿Por qué, doctor Carpenter? —quiso saber su colega.

— Bueno, había algo raro en él que no sabría definir. Desde luego, le hice una autopsia a conciencia, pero rutinaria, valga la paradoja. Usted me comprende, ¿no es cierto, doctor Mahmoud?

— Sí, por supuesto. Usted quiere decirme que le hubiese gustado realizar un análisis más exhaustivo del cadáver.

— Sobre todo, de los tejidos orgánicos y de ciertos órganos internos de su cuerpo. Sí, se notaba a primera vista que había muerto por descompresión súbita, pero... La verdad, no sé definir exactamente lo que veía en aquel cadáver.

El doctor Mahmoud sonrió.

— Doctor Carpenter, no irá a decirme que era un extraterrestre. Aquí ya nadie cree en esas historias.

— No diría yo tanto, querido colega. Sin embargo, observé en él ciertas diferencias...

Un altavoz sonó de pronto.

— Doctor Carpenter, doctor Carpenter... Preséntese con urgencia en su quirófano. Un accidente de trabajo, con quemaduras — anticipó el que hablaba el diagnóstico del herido.

Carpenter se puso en pie y sonrió.

— Dispénseme, doctor Mahmoud — dijo. Sacó de su bolsillo un talonario y arrancó los vales correspondientes al importe de su desayuno—. Continuaremos más tarde esta interesante conversación.

— A su gusto, doctor Carpenter.

El forense se alejó, tras haber dejado los vales sobre la mesa. Abandonó el comedor y alcanzó un ascensor, que le llevó a una avenida situada cinco niveles más arriba.

Salió a la avenida. El quirófano de Carpenter estaba escasamente a cien metros.

Antes había una esclusa. Junto a ella, un hombre, a través del micrófono, dijo:

— Habla Martin Syrann, número de serie 47-N-239870. Me dispongo a abrir la esclusa C-17. Motivo de la salida, revisión antena radiotelescópica Sector Séptimo.

— Enterado — le contestaron desde la Central de Presión.

Syrann colgó el teléfono. El doctor Carpenter pasaba en aquel momento por su lado. Syrann le dirigió una ligera sonrisa, mientras esperaba a que la compuerta interior de la esclusa terminase de abrirse.

Súbitamente, lanzó una exclamación de alarma:

— ¡Eh, hay un hombre caído en la esclusa!

Carpenter la había rebasado ya un par de metros.

Al oír aquellas palabras, volvió sobre sus pasos, atraído instintivamente por su celo profesional.

— ¿Dónde está? —preguntó.

— Ahí...

La mano de Syrann señaló el interior de la esclusa. Carpenter alargó el cuello.

— No veo nada...

Un pie se apoyó de repente en el final de su espalda. Antes de que pudiera revolverse, el pie empujó a Carpenter con terrible violencia al interior de la esclusa.

Carpenter lanzó un grito de cólera. Mientras forcejeaba por recobrar el equilibrio, Syrann cerró la compuerta interna.

Luego presionó un botón. Las bombas empezaron a aspirar el aire contenido en la esclusa.

Carpenter chilló, horrorizado al comprender la suerte que le esperaba. Fríamente, Syrann esperó hasta que el manómetro señaló presión cero.

Carpenter se debatía inútilmente, buscando aire para sus pulmones. De súbito, se abrió la compuerta externa.

Una terrible convulsión sacudió su cuerpo. Sus brazos se extendieron de golpe, a la vez que sus ojos amenazaban con salirse de sus órbitas.

Su cuerpo se desplazó lentísimamente hacia el exterior. El doctor Carpenter era ya un bloque de hielo con forma humana.

Tranquilamente, sin prisas, Martin Syrann abandonó la esclusa y se perdió en el enorme laberinto de la ciudad.

* * *

Harry Wildare colocó el cuerpo del desconocido sobre un butacón y luego le quitó aquella extraña máscara, sujeta al cráneo por un casco incompleto, que dejaba al descubierto la parte superior de la cabeza.

Estudió la cara del desconocido. Salvo por el tono ligeramente tostado, le pareció completamente normal. Palpó sus ropas; eran de un tejido brillante, suave y sedoso. Tampoco parecía presentar peculiaridades demasiado acusadas.

El traje no llevaba bolsillos. Wildare tanteó cuidadosamente el cuerpo del desconocido, sin encontrar en él armas ni otra clase de objetos.

— En resumen — dijo —, sólo llevaba la máscara y el traje.

Se probó la máscara. Las luces de la sala se atenuaron instantáneamente. Sin embargo, al mirar a través de la ventanilla, halló que podía ver bastante bien en la oscuridad, aunque no tanto como si hubiese dispuesto de una potente linterna. Pero, en conjunto, facilitaba la visión durante la noche.

El desconocido lanzó un fuerte suspiro.

— Va a despertar — dijo Emma —. ¿Le convendría una copa? — sugirió.

— Probemos —aceptó él.

Emma trajo una copa llena de licor. Segundos después, el desconocido abrió los ojos.

Pareció sorprenderse al hallarse ante la pareja. En silencio, Emma alargó la copa, pero el desconocido meneó la cabeza con gesto enérgico.

— Bien, no quiere beber —dijo Wildare —. ¿Querrá hablar?

— Tampoco —manifestó el extraño, con voz sorprendentemente clara —. No hablaré.

— ¡Conoce nuestro idioma! —exclamó Emma, pasmada.

— Sí. — El desconocido frunció el ceño —. Usted es la hija del doctor Deiren.

— En efecto — contestó Emma.

— Su padre está bien con nosotros. No corre ningún peligro. ¿Por qué ha hecho esto?

— Hace más de un año que falta de casa — alegó la muchacha —. Tengo derecho a saber qué ha sido de él.

— Tardará algún tiempo en regresar todavía, pero no debe preocuparse por su padre. Es decir, a menos que insista en sus intromisiones, señorita.

Luego miró a Wildare.

— ¿Quién es este hombre? — preguntó.

— Un... un amigo mío —contestó Emma, sin citar la verdadera profesión de Wildare.

— Me golpeó — dijo el desconocido rencorosamente.

—Lo admito, y le presento mis excusas —intervino Wildare —. Como amigo de Emma Deiren quería saber también la suerte que ha corrido su padre.

—Repito que está bien. — El desconocido se puso en pie—, Y ahora...

Wildare puso una mano en su hombro y le lanzó sobre el sillón.

— No tenga tantas prisas, hermano — gruñó—. En primer lugar, ¿cómo se llama?

— El nombre no le servirá de nada. Gergh es bastante.

— Bueno, nos conformamos con Gergh — sonrió Wildare—. Díganos, ¿cómo haríamos para llegar hasta el profesor?

Hubo una corta pausa de silencio. Las manos de Gergh se aferraban a los brazos del sillón.

Súbitamente, saltó hacia adelante, como impulsado por un potente muelle. Agachó la cabeza al mismo tiempo y alcanzó a Wildare en pleno pecho.

Wildare soltó un fuerte resoplido y cayó de espaldas, con los pulmones vacíos de aire. Quiso incorporarse, pero durante unos instantes se sintió sin fuerzas.

Emma gritó, aterrada. Pero Gergh no le causó el menor daño.

Lo único que quería era huir, observó la muchacha, en medio de su pánico. Gergh atravesó la sala y la cocina a todo correr y se dirigió hacia el cobertizo.

Emma le perdió de vista casi en seguida. Recobrándose un poco, se arrodilló junto al investigador.

— ¡Harry! —llamó.

Wildare se sentó en el suelo, frotándose el estómago.

— Me sorprendió — dijo, haciendo una mueca.

Emma asintió tristemente.

— Y ahora se ha ido — murmuro.

Wildare se puso en pie.

— Creo que me conviene a mí esa copa que Gergh no quiso tomar — dijo.

Se acercó a la mesita donde estaba la copa y se la llevó a los labios. El licor le reconfortó un tanto.

— Bien, y ahora, ese tipo nos ha dejado con dos palmos de narices... Al menos, nos hemos quedado con dos cosas suyas — dijo, refiriéndose a la máscara y a la cartera.

— No se haga usted ilusiones — sonó en aquel momento la voz de Gergh.

Wildare y la muchacha se volvieron al mismo tiempo. El investigador dijo:

— Emma, le recomiendo que empiece a levantar las manos.

Gergh sonrió torvamente. En su mano derecha se divisaba un tubo de extraño aspecto.

— Es un buen consejo —convino—. Y no me he dejado ni la máscara ni la cartera, sino por unos pocos minutos.

De pronto, algo destelló en la boca del tubo que empuñaba Gergh. Parecía una lámpara de débil potencia, que emitía centelleos opacados en parte por una espesa niebla.

Wildare y Emma se quedaron rígidos en el acto, convertidos en sendas estatuas en las que únicamente se observaban los movimientos de la respiración. Tranquilamente, sin prisas de ninguna clase, Gergh se puso la máscara, recogió la cartera y abandonó la sala.

Pasaron algunos minutos.

Wildare parpadeó. Observó que aún tenía los brazos en alto y los bajó.

Emma se movió a su lado.

— ¿Se encuentra bien? — preguntó él ansiosamente.

— Sí... Me ha pasado lo mismo que la primera vez que vimos a esos seres —contestó la muchacha—. ¡Pero se ha escapado, Harry! —añadió afligidamente.

— ¡Vamos a verlo!

Los dos corrieron hacia el cobertizo.

Su asombro fue enorme, al ver que la nave esférica continuaba todavía en el mismo sitio.

— Se ha marchado, sí —murmuró Wildare—, pero no usando la astronave, sino otro medio de transporte. Porque no creo que Gergh haya sido tan tonto como para esconderse en un lugar donde podría ser hallado fácilmente.

Capítulo VII

 

El cuerpo rígido del doctor Carpenter fue introducido en la ciudad, cargado en una camilla, cubierto con un lienzo blanco y transportado después a la morgue.

El jefe Álvarez se daba todos los diablos.

— Joseph, ¿qué sabe de esto? — preguntó.

Grigoriev ya había hecho algunas investigaciones por su cuenta.

— Alguien llamó a Carpenter, diciéndole que había un accidentado en su quirófano. Carpenter partió inmediatamente desde el comedor más cercano a su alojamiento. Se ha comprobado que la llamada era falsa.

— ¿Quién la hizo? — preguntó Álvarez.

— Pregunta usted demasiado, jefe —contestó—. El que hizo la llamada, marcó el número y añadió la cifra del altavoz general del comedor. Esto lo puede hacer cualquier desde cincuenta mil teléfonos.

Álvarez asintió. A veces, uno necesitaba hablar con una persona y desconocía su posición exacta, aunque sí aproximada, dentro de un determinado sector de la ciudad. Cualquier teléfono interno podía conectarse con una red parcial de altavoces.

— Está bien, siga.

— Se ha sabido que un tal Martin Syrann solicitó permiso para abrir la esclusa C-17. El permiso, naturalmente, fue concedido.

— ¿Bajo qué alegaciones?

— Revisión de la antena radiotelescópica de aquel sector, jefe. Es el Sector Séptimo.

— Bien, averigüe si esa antena estaba necesitada de revisión —ordenó Álvarez.

Grigoriev usó el interfono. Momentos después, recibía la respuesta:

— Esa antena sé halla en perfecto estado. No necesitaba revisión de ninguna clase.

— Gracias. — Grigoriev cortó el contacto —. Me lo suponía —añadió—. Tratándose de cometer un crimen, el asesino tenía que dar una respuesta plausible, aunque en la Central de Presión no tenían por qué saber, que la antena no necesitaba ser revisada.

Álvarez apuntó a su delegado con el dedo índice:

— Joseph, tome nota de lo siguiente: en lo sucesivo, cada vez que alguien quiera salir al exterior, deberá solicitar permiso, como es costumbre, de la Central de Presión. El operador de guardia en la Central solicitará confirmación del departamento al que pertenezca el solicitante. ¿Entendido?

— Entendido, jefe.

— Ahora —Álvarez señaló el interfono—, llame a Personal. Necesitamos datos de Syrann.

— Bien, señor.

Grigoriev marcó una cifra. Luego dijo:

— Habla la jefatura de Orden. Oiga, Personal, necesitamos información de Martin Syrann, número de serie 47-N-239870.

— Bien, espere un momento, por favor.

Los dedos de Álvarez tamborilearon nerviosamente sobre la mesa. Al cabo de medio minuto, vino la respuesta de Personal:

— Lamentamos informarle negativamente. No existe en la C.S.1 ningún sujeto conocido por el nombre citado. El número de serie 47-N-239870 corresponde a Jephté Chills, ingeniero de mantenimiento del Sector Undécimo.

— Gracias —contestó Grigoriev—. Voy a interrogar a Chills, jefe.

— Muy bien, infórmeme apenas sepa algo, Joseph.

El delegado se marchó. Instantes después, un hombre solicitó permiso para entrar en el despacho de Álvarez.

— Adelante —dijo el jefe de Orden.

El hombre cerró la puerta detrás de sí y dijo:

— Jefe, soy el doctor Mahmoud. Me he enterado de la desgraciada muerte del doctor Carpenter y quiero decirle algo que tal vez sea interesante. El doctor Carpenter y yo desayunábamos juntos y comentó...

* * *

Harry Wildare estaba que se caía de sueño. Llegó a su apartamiento, en unión de Emma, y lo primero que vio fue el centelleo de la lámpara del televisor de mensajes.

— ¿Qué tripa se les habrá roto ahora? —gruñó.

Presionó la tecla de contacto. Segundos después, leía el mensaje:

 

Suspendida temporalmente misión en C.S.1. Avisaremos caso de que se le necesite. Envíe el enterado. Punto final.

 

— ¡Y con qué placer! — exclamó Wildare, al terminar de leer el mensaje. Presionó el botón de «enterado» y luego apagó la pantalla.

— ¿Qué le parece, Emma? —preguntó, volviéndose hacia la muchacha.

Emma se había derrumbado sobre un sillón.

— Me duermo de pie —dijo, tapándose la boca con la mano, para ocultar un bostezo poco disimulado.

— Yo también estoy deshecho. Llevaba un montón de días sin descansar persiguiendo a un tipo y... Ooooh... —bostezó—. Emma, creo que lo mejor será que durmamos unas cuantas horas antes de hacer nada.

— Sí, Harry...

La muchacha se cambió al diván. Agarró un almohadón, lo ahuecó de un par de puñetazos, lo puso en uno de los extremos y luego se tendió, encogida sobre sí misma.

— Buenas noches, Harry — dijo con voz soñolienta.

Wildare sonrió. Ya había salido el sol.

Sin decir nada, fue a su habitación. Lo único que hizo fue quitarse los zapatos. Luego se derrumbó sobre la cama. Instantes después, dormía profundamente.

Cuando despertó, consultó el reloj. Eran las tres de la tarde.

Se levantó y se dirigió al cuarto de baño.

La puerta estaba cerrada.

— ¡Harry, vigile el agua del café! —gritó ella desde el interior —. En seguida saldré.

— Está bien.

Wildare tuvo tiempo de tomarse un par de tazas de café antes de que ella saliera del baño, fresca y lozana, sin la menor huella de cansancio en su rostro.

— ¡Ese café huele maravillosamente! —elogió, mientras agarraba la cafetera.

— Tiene usted hambre —sonrió el, presentándole una bandeja—. También he preparado unos bocadillos.

Emma se sentó en la mesa de la cocina, con las piernas colgando, un pocillo de café en una mano y un bocadillo en la otra.

— ¿Y bien, Harry? — dijo.

Wildare entendió el sentido de la pregunta de muchacha.

— Ahora, cuando estemos listos, iremos a ver a mi amigo el criptógrafo. Le dejaremos la parte del filme en que están grabados los signos de los instrumentos de mando de la nave; así puede empezar a trabajar. Luego nos iremos a ver al astrónomo.

— ¿Y si el planeta no pertenece al sistema solar, Harry?

Wildare hizo un gesto ambiguo.

— Eso es algo que no podemos evitar, Emma —contestó.

La joven se quedó pensativa unos instantes.

— De todas formas, encuentro extraña una cosa, Harry —dijo al cabo—. ¿Por qué, en todo este tiempo, no se han llevado la nave del cobertizo, corriendo el peligro de que yo avisara a las autoridades?

— No han corrido el menor peligro en ningún momento, Emma — aseguró el investigador —. Estaban bien seguros, porque mantenían a su padre como rehén. Y usted no iba a hablar, temerosa de que sufriese algún daño, ¿no es cierto?

 —Sí — admitió la muchacha pesarosamente—, tiene usted razón.

Wildare terminó su tercera taza de café y liquidó el último bocadillo.

— Ahora me toca a mí ir al baño —dijo—. En cuanto esté listo, iremos a ver a mi amigo el astrónomo.

* * *

El astrónomo amigo de Wildare se llamaba Tom Bass y era un hombre joven, con cara de búho: nariz picuda y grandes gafas con montura negra. Sin embargo, tenía un carácter jovial y simpático.

Cuando vio a Emma la contempló de pies a cabeza y lanzó un silbido aprobatorio, que hizo ruborizarse a la muchacha.

— Así, cualquiera se sale de soltero —comentó—. Yo también me casaría con ella inmediatamente, sin más que verla, Harry.

— Ella no es mi novia, Tom — dijo el investigador —. Sólo somos buenos amigos.

— ¿De verdad? Entonces... Venga, venga por aquí, preciosa, voy a buscarle un asiento bien mullido para que esté cómoda... Harry, ya te puedes largar...

— Oye, Tom, no tan de prisa —rezongó Wildare—. No he traído aquí a Emma para que inicies un galanteo. La cosa es mucho más seria de lo que parece.

Bass había conducido ya a la muchacha a un diván y estaba frente a ella. Suspiró profundamente y dijo:

— Ya lo creo que es una cosa seria. ¡La más seria del mundo, Harry!

— Por favor, señor Bass... —dijo ella, roja como una guinda.

— Tom para usted, preciosa. Soy astrónomo, pero que me cuelguen si ahora mismo no dejo esta maldita profesión. ¡Mirar a las estrellas... con la de cosas tan hermosas que hay en la Tierra!

Emma estaba sofocadísima. Wildare, que conocía a su amigo, ya no hacía el menor caso de sus salidas.

Wildare estaba muy ocupado montando el proyector en el que estaba la película impresionada por Emma. Al terminar, sacó la pantalla del maletín en la que habían llevado y la colgó de una de las paredes.

— ¿Eh? ¿Qué es eso? —exclamó Bass, dejando de decir galanterías a la muchacha.

— Queremos enseñarte una cosa, Tom — dijo Wildare—. Apaga las luces y presta atención, por favor.

Momentos después, se reproducía en la pantalla la escena presenciada a través del televisor de la nave. El astrónomo se quedó boquiabierto.

— Oye, ¿de dónde habéis sacado una nave tan rápida? ¡Se mueve mil veces más rápido que la luz!

— No se trata de ninguna nave, Tom —mintió Wildare a medias—. Es una escena vista a través de una pantalla, probablemente conectada a un telescopio, y grabada luego en hilo magnetofónico.

— Pues ya tiene que ser un telescopio potente, Harry. Me gustaría verlo, palabra.

— Quizás algún día —contestó Wildare evasivamente—. Bien, Tom, se trata de que identifiques ese planeta, si puedes. ¿Crees que pertenece al sistema solar?

Bass miró con sorpresa a su amigo.

— Y ¿por qué no había de pertenecer? —exclamó.

— Bueno, yo... —Wildare emitió una sonrisita de conejo. «He cometido una torpeza», se dijo—. Era una broma, Tom.

— ¡Hum! —gruñó el astrónomo—. Bien, Harry, no es un planeta, sino un satélite; el segundo de los de Júpiter, conocido por el nombre de Europa.

— ¡Rayos! —dijo Wildare, atónito—. ¿Cómo lo has sabido?

— La proyección ha resultado muy rápida, pero he podido captar un fragmento de Júpiter en un lado de la pantalla. ¿Qué pasa con Europa? ¿Qué hay allí?

Wildare empezó a recoger los trastos.

— Perdona, Tom. Secreto de estado — respondió.

Bass abrió la boca un momento. Luego se encogió de hombros.

— Bueno —dijo con indiferencia Miró a la muchacha y adoptó de nuevo su actitud de conquistador—. ¿También usted es un secreto de estado, bombón?

— ¡Oh! —se sofocó Emma.

Wildare terminó de recoger sus cosas y agarró a la muchacha por el brazo.

— Tom, ¿funciona tu refrigerador? —preguntó.

— ¿Qué? Oh, claro que sí, Harry. ¿Quieres comer algo? — ofreció 41 al astrónomo.

— No, era para decirte que te metas dentro durante unas cuantas horas. Conviene que te refresques, Tom. ¡Adiós!

La risa de Emma sonó clara y cristalina. Tom Bass se quedó perplejo unos instantes.

Cuando quiso reaccionar, era ya tarde; la pareja había salido de su casa.

— Harry fue siempre un tipo con suerte —comentó, a la vez que lanzaba un suspiro de resignación.

Capítulo VIII

 

Álvarez y su delegado permanecían sentados en el despacho del primero, como abrumados por un grave problema.

— Acerca del ingeniero Chills, no hay la menor duda —dijo Grigofiev, después de un largo rato de silencio—. Su coartada está absolutamente comprobada.

— Conozco a Chills —manifestó Álvarez—. En él, la idea de un asesinato es absolutamente inconcebible.

— Simplemente, el asesino dio su número, pero no iba a dar también su nombre. Chills es un personaje de relativa importancia en la ciudad y, normalmente, no tiene por qué salir al exterior; para eso están sus ayudantes. Alguien podría extrañarse y...

— Tiene usted razón —dijo el jefe de Orden—. Joseph, ¿qué le parecen las declaraciones del doctor Mahmoud?

— Por supuesto, jefe —contestó Grigoriev—. Pero... ¡un ser extraterrestre! ¡Absurdo! Al menos, así lo creo yo.

Una vez más, los dedos de Álvarez tabalearon sobre la mesa.

Es probable que sea absurdo, al menos contemplado desde nuestro particular punto de vista, pero ¿no ha de llegar un día en que entablemos relaciones con seres nacidos en otros planetas?

— Yo así lo espero, jefe — admitió el delegado—. Ahora bien, ¿esa relación se ha de iniciar con actos hostiles? ¿Hemos de empezar a pensar que esos seres extraterrestres se están infiltrando entre nosotros para invadirnos, como en las viejas historias?

— Y, si no es así, Joseph, ¿a qué se deben esas acciones tan misteriosas? Porque ahora me doy cuenta de que el doctor Carpenter, quien examinó al hombre que nunca nació, como se le llama por ahí, debió de haber encontrado o, por lo menos, recelado algo en él, y sus compañeros, al enterarse, lo asesinaron, para evitar que hablase. Unos supuestos invasores actuarían de ese modo, ¿no lo cree usted?

— Es posible concordó Grigoriev—, sobre todo, si piensan que todavía no ha llegado el momento de desencadenar su ataque.

—Por tanto, les conviene mantener el secreto, hasta que llegue su hora. La muerte del desconocido fue un error, que ahora tratan de subsanar.

—Así lo creo yo también, jefe... —Grigoriev se estremeció de pronto—, ¿Cuántos infiltrados tenemos en la ciudad?

Hubo una pausa de silencio. De pronto Álvarez dijo:

—El tal Syrann mencionó un número de serie auténtico. Su nombre puede que no lo sea, pero el número que recogió y grabó la Central de Presión está asignado a una persona. ¿Cómo lo sabía él? ¿Por qué no dio un número cualquiera?

Grigoriev reflexionó durante unos instantes.

Luego contestó:

— Sólo hay una explicación, jefe. Syrann está en Personal. O, por lo menos, tiene cómplices en esa sección.

Los ojos de Álvarez chispearon.

— Sí, tiene usted razón, Joseph — exclamó.

Se puso en pie.

— Vamos a investigar los dos — dispuso.

— Pero con una condición, jefe.

— Diga, Joseph.

— Hemos de ir armados. Esos sujetos son muy peligrosos.

Álvarez hizo un signo de afirmación.

— Desde luego —contestó—. ¡Y pobre del que intente el menor gesto hostil! — añadió con acento que no permitía la menor duda.

* * *

Harry Wildare entró en el piso cargado con una enorme bolsa y cerró la puerta de un taconazo.

Emma estaba sentada frente al televisor, contemplando un programa científico. Al ver al joven se puso en pie.

— ¿Nada? —preguntó Wildare.

— Todavía no, Harry —contestó la muchacha.

Wildare se dirigió hacia la cocina.

— Voy a llenar el refrigerador — declaró.

Regresó minutos más tarde.

— Estoy aterrado, Emma — dijo.

La muchacha asintió.

— Tenemos motivos, Harry — murmuró. Su cuerpo sufrió un ligero estremecimiento—. Es algo increíble..., ¡una base extraterrestre en uno de los satélites del sistema solar!

— Así es. —Wildare encendió un cigarrillo—. Me siento indeciso, Emma.

— ¿Por qué, Harry?

— Deberíamos comunicar nuestro descubrimiento a las autoridades. Pero ¿y si no nos hacen caso?

— ¿No tiene usted algún conocido en las altas esferas capaz de tener comprensión con nosotros?

Wildare meneó la cabeza.

— No para relatarle una historia tan fantástica. Porque lo es, queramos o no, Emma. En fin, esperemos a mi amigo el criptógrafo. Si logra descifrar...

Un zumbido se oyó de pronto en la estancia. Wildare se dirigió hacia el visófono y presionó la tecla de contacto.

— ¿Harry? —sonó una voz masculina, instantes antes de que se iluminase la pantalla.

— Sí, yo mismo —contestó el investigador—. ¿Noticias, François?

— Buenas, Harry — dijo el hombre cuya cara aparecía en la pantalla —. He descifrado las inscripciones.

— ¡Magnífico, François! ¡Eres un genio de la criptografía? — elogió Wildare entusiasmado.

El nombre del criptógrafo era François Henandée y Wildare lo conocía por razón de su cargo. En más de una ocasión había tenido que recurrir a sus servicios de modo oficial, pero era la primera vez que lo hacía con carácter privado.

— Ha costado un poco, en efecto —reconoció Henandée modestamente—. Pero lo he logrado al fin. ¿Tienes por ahí papel y lápiz?

— Claro que sí. Espera unos instantes, François.

Wildare se fue a una mesa cercana, en uno de cuyos cajones tenía papel y lápiz. Pertrechado con ellos, regresó junto al visófono.

Emma escuchaba atentamente. Sentíase excitada en grado sumo. Ahora iban a desvelar uno de los misterios de los extraños, probablemente el principal.

Cuando conocieran su alfabeto, podrían manejar la nave.

Henandée dijo:

— Harry, he escrito una letra de nuestro alfabeto al lado del signo a que corresponde, según las fotografías que me entregaste. Luego tú tendrás que combinarlas si quieres redactar algún mensaje en aquel idioma. No obstante, también te he traducido los rótulos fotografiados, para ahorrarte trabajo.

— Gracias, François. Cuando quieras.

Henandée empezó a hablar, a la vez que mostraba unas cuartillas escritas. En cada una, con grandes caracteres, había trazado una letra del alfabeto latino y otra del de los extraños.

Al terminar de copiar los dos alfabetos, Wildare copió la traducción de los rótulos correspondientes a cada instrumento de la nave. Minutos después, daba la labor por terminada.

Entonces Henandée dijo:

— He observado una cosa, Harry.

— Dime, François.

— Cada signo corresponde a una letra de nuestro alfabeto. Además hay otros nueve signos, que corresponden a otras tantas cifras de nuestra numeración, desde el uno hasta el nueve.

— Eso es lógico, François. Pero — advirtió Wildare de pronto — ¿por qué no el cero?

Henandée sonrió.

— ¿Por qué va a hacer falta el cero? Con emplear el mismo signo que para la O mayúscula, hay más que suficiente.

— Es verdad —reconoció el investigador—. François, soy un zoquete.

— No tanto —dijo Henandée—. Oye, ¿de dónde has sacado ese raro alfabeto?

— Bueno, yo... No te preocupes, François. Gracias por todo. —Y Wildare cortó la comunicación precipitadamente, para no verse obligado a dar más explicaciones.

Se volvió hacia Emma con expresión de triunfo.

— Hemos conseguido dar un paso muy importante — exclamó.

— Sí — convino ella —. Pero hay una cosa que me preocupa, Harry.

— ¿Cuál es, Emma?

— El alfabeto. Tiene el mismo número de signos que el nuestro..., porque nuestras letras son signos, a fin de cuentas; y también tiene nueve signos que corresponden a nuestros números. ¿No le da eso que pensar, Harry?

— Por cierto que sí, Emma; y le diré qué pienso. Sencillamente, se trata de una raza de seres humanos singularmente parecida a la nuestra, con unas reacciones muy similares a las de los terrestres. Y ¿no le parece que es más fácil combatir a una persona que piensa más o menos como nosotros, que a otra cuya mentalidad se desconoce en absoluto?

— Sí, Harry —contestó Emma—. Es un razonamiento muy lógico..., pero no deje de tener en cuenta que cada terrestre tiene una mentalidad distinta y que, por regla general, nuestras reacciones suelen ser imprevisibles. Me refiero, naturalmente, a casos de importancia, no a los asuntos comunes de cada día.

Wildare sonrió.

— Lo tendré en cuenta —dijo—. Y ahora ¿qué tal si nos llegamos hasta su residencia campestre y tratamos de poner aquella nave en funcionamiento?

Emma se estremeció.

— ¿Lo intentará, Harry?

— ¡Pues claro que sí! ¿Acaso no es el único medio de que disponemos para llegar al sitio, donde está su padre y rescatarlo?

Ella le dirigió una mirada de gratitud.

— Nunca olvidaré esto que hace por mí —manifestó.

— Le voy a hacer una confesión, Emma —dijo Wildare—. Mis móviles no son en absoluto desinteresados... y no me refiero al dinero, naturalmente.

Emma se sonrojó fuertemente. El significado de las palabras del investigador no podía estar más claro.

* * *

Álvarez y su delegado se miraron un segundo delante de la puerta que permitía el paso al Departamento de Personal de la C.S.1. Los dos tenían la misma idea en la mente.

¿Estaba allí el hombre que había dicho llamarse Martin Syrann?

— Vamos —se decidió Álvarez, tras un corto titubeo.

Empujó la puerta y pasó a una gran estancia, donde se afanaban una docena de personas de ambos sexos en el control de todos los habitantes de la ciudad.

Algunos les miraron con curiosidad. Al fondo se encontraba la puerta que conducía al despacho privado del jefe de la sección.

Álvarez y Grigoriev avanzaron con paso natural, como si se dirigieran a ver al jefe. De pronto, Álvarez se detuvo ante una mesa en la que un sujeto manipulaba una computadora.

— Oiga — exclamó de manera súbita —. Su cara me parece conocida. ¿No es usted Martin Syrann?

— ¿Yo? —sonrió el hombre—. No, señor; me llamo Wolf Haretz.

— Ah, entonces me he confundido...

Grigoriev no miraba a Haretz. Estudiaba a los demás empleados.

Uno de ellos se sobresaltó ligeramente. Su cara era ligeramente morena y tenía los pómulos un tanto salientes.

El delegado recordaba perfectamente la cara del desconocido al que todos habían dado en llamar el hombre que nunca nació. No se podía decir que aquellos dos hombres hubieran sido hermanos, pero sí le chocó la semejanza en la generalidad de sus rasgos.

Además se había sobresaltado un tanto al oír el nombre de Syrann. Había sido un movimiento apenas imperceptible, pero suficiente para los ojos sagaces del delegado.

Cruzó por entre las mesas y se acercó al individuo.

— Póngase en pie, Syrann — ordenó.

El hombre le miró con aire intrascendente.

— Me parece que se equivoca, amigo. Me llamo Bob Williams —declaró.

— Por supuesto. Bob Williams, John Smith, Sam Jones... Igualmente podría emplear otro nombre tan corriente como el que dice tener.

— No me tome el pelo — gruñó Williams —. No me gustan ciertas bromas.

— Esto no es ninguna broma —aseguró Grigoriev—.

Usted es Syrann y se le acusa de la muerte del doctor Carpenter.

Hubo una pausa de silencio. Los empleados contemplaban la escena en silencio.

Álvarez permanecía a la expectativa, a unos pasos de distancia. No quería intervenir; prefería dejar la iniciativa a su delegado.

— Repito que se equivoca —dijo el llamado Williams con un gruñido de mal humor.

— Muy bien, si me equivoco, pagaré las consecuencias y le presentaré mis excusas —contestó Grigoriev—. Ahora bien, si usted no es Syrann, no debe temer en absoluto que lo llevemos ante el doctor Mahmoud, colaborador de Carpenter, quien le hará un análisis celular de algunos de los órganos de su cuerpo. La epidermis, sobre todo.

Un singular destello apareció en los ojos del empleado. Álvarez comprendió que Grigoriev había dado en el blanco.

Repentinamente, Syrann se puso en pie. Levantó la mesa y la volcó hacia Grigoriev, quien, sorprendido, cayó de espaldas. Luego se lanzó hacia la puerta, en medio del asombro y desconcierto generales.

Álvarez lanzó una maldición. Fue a sacar la pistola, pero el arma se le trabó unos instantes en la funda.

Cuando lo consiguió, Syrann había salido ya del departamento.

Grigoriev se ponía en pie en aquel instante.

— ¡Vamos, que no se nos escape! —gritó Álvarez.

Los dos hombres corrieron en persecución del fugitivo. Al salir fuera de la oficina, vieron a Syrann al fondo de un vasto corredor.

Varias personas circulaban por aquel lugar. Álvarez levantó la pistola, pero no se atrevió a disparar, por temor a herir a un inocente.

— ¡Deténganlo! — gritó.

Uno o dos individuos trataron de frenar la marcha de Syrann, pero el asesino los derribó con gran violencia. Álvarez adivinó sus intenciones.

Había una esclusa a unos ciento cincuenta metros de distancia. Extendió la mano y ordenó:

— ¡Joseph, telefonee a la Central de Presión! ¡Es preciso bloquear el sistema de apertura de todas las esclusas!

Grigoriev se precipitó en busca de un teléfono Álvarez continuó su carrera.

Cuando alcanzó la esclusa, Syrann había pasado ya a su interior. Esperó unos momentos.

Grigoriev llegó segundos más tarde, jadeante.

— Todas las esclusas están bloqueadas — anunció.

Álvarez emitió una sonrisa de satisfacción.

—Bien dijo —, y ahora vamos a ver si este pajarraco suelta la lengua. — Sus ojos se oscurecieron de pronto—, ¿Y si de verdad fuese un extraterrestre?

Pero no por ello debía dejar de cumplir su deber. Resueltamente, apoyó el índice en la tecla de apertura de la compuerta interna y la presionó a fondo.

 

Capítulo IX

 

Harry Wildare terminó de pegar la última tira y lanzó un suspiro de alivio.

— En fin — dijo —, ya está.

Emma había colaborado en la operación. A fin de ahorrarse tiempo y trabajo, así como en evitación de posibles errores, Wildare y ella habían escrito las traducciones de los rótulos indicadores en tiras de papel adhesivo, que habían colocado en los lugares adecuados.

Ahora todos los instrumentos tenían la traducción que señalaba la función a que estaban destinados. Wildare confiaba en poder poner la nave en funcionamiento. Realmente, y a juzgar por lo que estaba viendo, su manejo no debía de resultar extremadamente difícil.

Y una vez adquirida la práctica necesaria, podría pilotar la nave con la misma sencillez que pilotaba un vehículo terrestre.

Los instrumentos señalaban una serie de aparatos de fácil identificación: motores, propulsión, temperatura externa, velocímetro, presión atmosférica, temperatura interna, radares, pantallas visoras, computador de órbitas... El único instrumento que no aparecía era el correspondiente a aquel extraño cajón que parecía el habitáculo de un ascensor, situado a espaldas de los cuatro sillones destinados a los ocupantes de la nave.

Wildare había decidido despreocuparse del cajón por el momento. No tenía ventanas que permitiesen ver lo que había en su interior y tampoco había podido abrirlo. Existía una cerradura; sin embargo, no habían podido dar con la llave o el mecanismo de apertura.

— Tal vez conduzca a los motores —opinó—. Pero como nosotros no los vamos a revisar, no es necesario que asomemos la nariz en aquel cajón.

Emma se mostró de acuerdo con él. Al cabo de varias horas de trabajo e investigación, Wildare creyó que ya estaba en condiciones de hacer la primera prueba.

Se pasó la mano por los labios.

— ¿Preparada, Emma?

Ella movió la cabeza afirmativamente. Estaba muy pálida.

Wildare empuñó una palanca situada en el cuadro de mandos. Delante de él tenía cuatro pantallas de televisión que cubrían por completo el panorama en torno a la nave. El aparato carecía de lucernas exteriores; al menos, no las habían hallado.

Debían de estar muy disimuladas y Wildare se conformaba con ver a través de las pantallas. Movió la palanca ligeramente; delante de ella había un rótulo que decía: ASCENSIÓN VERTICAL.

La nave se separó lentamente del suelo. El ascenso fue claramente perceptible a través de las pantallas.

Wildare oprimió una tecla señalada con cierre tren.

Las tres patas sustentadoras de la nave se replegaron en su interior. Al lado de aquella tecla había otra: Apertura tren.

El investigador buscó la siguiente palanca: Desplazamiento horizontal. Retroceso.

La nave se movió lentamente hacia atrás. Wildare creyó comprender la forma en que debería hacer sus desplazamientos. Tendría que jugar con las palancas de ascensión y desplazamiento horizontal, avance o retroceso, combinándolas de modo que resultasen movimientos intermedios, cuando no se necesitase un horizontal o vertical.

— Me gustaría saber qué clase de energía mueve la esfera — dijo Emma.

Wildare hizo un gesto ambiguo.

— Tal vez antigravedad...

— Pero ¡si no se ha descubierto, Harry!

— Los terrestres no, pero ¿y ellos?

Emma se quedó muy pensativa. De pronto, lanzó un grito:

— ¡Cuidado, Harry!

Wildare se alarmó. Era ya tarde.

Un tremendo crujido sonó en el exterior. El portón de acceso al cobertizo saltó en astillas.

Emma se echó a reír.

— Nos habíamos olvidado de dejarlo abierto —comentó.

La nave continuaba desplazándose normalmente. El choque con la madera no se había percibido apenas en el interior, salvo por el ruido, transmitido a través de la estructura de la astronave.

Wildare observó que, delante de las palancas de desplazamiento había cuatro teclas en fila, cada una de ellas señaladas con Velocidad A, Velocidad B y Velocidad C. La cuarta y última era de un color rojo intenso y tenía como distintivo el rótulo de Velocidad límite (manténgase solamente un máximo de sesenta minutos).

«Será cosa de probar esas velocidades», pensó.

Cada palanca y cada tecla tenía una esfera, con una aguja indicadora. Wildare no había traducido los números de las esferas de control; ya se había aprendido de memoria y sabía combinar los distintos signos del idioma extraterrestre. Las esferas señalarían, en su momento, la distinta velocidad a que se movería la nave, según el mando elegido.

— Vamos a probar la ascensión —dijo.

— No suba demasiado —aconsejó ella—. Aunque es de noche y no nos verían, los detectores podrían señalar nuestra presencia.

— Y eso no nos convendría, ¿verdad?

— No, porque ellos no saben que ya conocemos el manejo de la nave.

Wildare hizo que la esfera ascendiera con lentitud. A poco, se atrevió a aumentar la velocidad. Según pudo apreciar en el velocímetro correspondiente a la palanca, aquel mando permitía solamente los desplazamientos en el interior de la atmósfera. La velocidad máxima indicada apenas rebasaba los diez mil kilómetros a la hora.

Unos minutos más tarde, se encontraban a varios miles de metros del suelo. Wildare inició ahora una serie de maniobras en todos los sentidos, acelerando con precaución, aunque, en ocasiones, alcanzaba elevadas cotas de velocidad.

La esfera realizó toda suerte de maniobras: ascensión y descenso verticales, desplazamientos hacia adelante y en retroceso, laterales y oblicuos en todos los sentidos... Wildare halló bien pronto que moverse con aquella nave era cosa de práctica sobre todo.

Al cabo de una hora, Emma propuso regresar.

— Sí — aceptó él—. Tenemos que prepararlo todo para el viaje.

Emma se estremeció.

— ¿Se atreverá a ir hasta Europa? — preguntó.

— Lo estoy deseando —afirmó Wildare rotundamente.

Emma también lo deseaba, aunque sentía el lógico temor a enfrentarse con lo desconocido. Pero pensaba en su padre y ello la hizo concebir nuevos ánimos.

Wildare inició el descenso, decelerando gradualmente hasta hallarse a unos metros del suelo. Entonces presionó la palanca del control del tren de aterrizaje y las patas surgieron de las guardacámaras.

Momentos después, la nave se estremecía ligeramente.

— ¡Tierra! —gritó él, de buen humor.

Y se soltó los atalajes.

— Ha sido un aterrizaje magnífico — alabó Emma, a la vez que se ponía en pie —. Estamos a menos de cinco metros del cobertizo.

— Y con la puerta hecha astillas.

Se echaron a reír. Ambos presentían que sus dificultades estaban en camino de solucionarse.

Wildare abrió la escotilla. La entrada había quedado justamente frente al cobertizo. En el momento en que Emma ponía el pie en el suelo, se oyó un espantoso alarido.

Parecía un grito surgido de las profundidades del universo y daba la sensación de haber brotado de una garganta no humana. El alarido duró escasamente un segundo.

Una sombra oscura cruzó por delante de ambos jóvenes. Fue una visión rapidísima, instantánea; de no haber sido por el espeluznante aullido, Wildare y Emma habrían jurado que se trataba de una ilusión de sus sentidos.

Todavía flotaban en el aire los ecos de aquel terrible grito, cuando se oyó un ruido aún más espeluznante, un sonido que no tenía comparación posible con ninguno de los que ambos conocían. Algo se estrelló contra el suelo, justo bajo el dintel de la destrozada puerta del cobertizo.

Wildare sintió un golpe en la mejilla, no demasiado fuerte. Se llevó la mano al lugar afectado, pero no percibió el menor dolor. Él y Emma tenían la vista fija en la horrible cosa que yacía en el suelo a cuatro pasos de distancia.

Emma creyó que se iba a desmayar. Por su parte, el investigador sintió que el estómago se le subía a la boca.

Aquella cosa era un conjunto irreconocible de huesos y carne machacados, convertidos en un informe montón de pulpa sanguinolenta.

Wildare se miró la mano izquierda. Los dedos estaban teñidos de rojo, pero aquella sangre no era suya.

* * *

El jefe Álvarez estaba satisfecho.

— Lo hemos cazado, Joseph — dijo.

Grigoriev asintió sonriendo. Sacó la pistola y se preparó para el arresto.

Álvarez tenía el teléfono en la mano.

— Central de Presión; aquí el jefe de Orden. Pueden desbloquear la esclusa R-40.

— Bien, señor.

Álvarez pulsó el mando de apertura. La compuerta interior empezó a girar.

Había algunos curiosos en las inmediaciones, contenidos por los auxiliares de Orden. Álvarez y su delegado esperaron con los nervios en tensión.

La compuerta terminó de abrirse. Entonces Álvarez y Grigoriev creyeron que los ojos se les salían de las órbitas.

¡La esclusa estaba vacía!

Álvarez se pasó una mano por la cara.

— Estoy soñando — masculló.

— Habrá salido de la esclusa... —apuntó Grigoriev.

— ¿Sin traje de vacío? ¡Absurdo!

La compuerta externa habría quedado abierta, en tal caso, al morir Syrann y no poder manejar el mando de cierre.

— ¿Era un fantasma? — murmuró Grigoriev con un hilo de voz.

Álvarez se sobrepuso bien pronto.

— No creo en fantasmas —gruñó. Cerró la compuerta, agarró de nuevo el teléfono y dio una orden—: Equipos de rescate del Sector Séptimo, salgan al exterior para ver si encuentran un cadáver.

Era una decisión más bien formularia. Álvarez sabía de sobra que los hombres de rescate no encontrarían nada.

— Vamos a mi despacho, Joseph —dijo—. Allí podremos hablar con tranquilidad.

Momentos después, estaban en el lugar señalado. Álvarez ordenó a su secretaria que les trajese café. Encendió un cigarrillo y, durante unos momentos, se quedó contemplando las espirales de humo azul.

La secretaria trajo dos tazas de café y se retiró discretamente.

— Se me está ocurriendo una idea — dijo Grigoriev.

— Sí — murmuró el jefe de Orden.

El... el hombre que nunca nació y Syrann eran muy parecidos, si no de fisonomía, al menos en la complexión general, color del pelo y de los ojos pigmentación de la epidermis... Suponiendo que «ellos» no sean terrestres, ¿cabría la posibilidad de una raza cuyos individuos poseyeran una acusada semejanza en sus características morfológicas?

— Pudiera ser, Joseph.

— Bien, los archivos de personal contienen la ficha de cada uno de los habitantes de la ciudad. En la ficha además de los datos personales, está la fotografía del interesado. Esa fotografía está realizada en color,

Álvarez chasqueó los dedos.

— No es mala idea, Joseph —aprobó—. Aunque revisar cincuenta o sesenta mil fichas no va a resultar cosa sencilla.

— Bien, podemos poner a varios de nuestros hombres a la tarea. Naturalmente, advirtiéndoles previamente de lo que deben buscar.

— Me parece muy bien, Joseph. —Álvarez sonrió—. Estamos en un grave aprieto, pero creo que hice bien al retirar la petición de ayuda, referente a Wildare.

Viniendo de su jefe, aquellas palabras eran un cumplido. Grigoriev hizo una inclinación de cabeza en señal de gratitud.

Pero todavía nos falta una cosa —dijo Álvarez—. Si Syrann no salió fuera de la ciudad, ¿dónde se ha metido?

— Es un misterio, en efecto — contestó el delegado.

— Un misterio, que puede tener solución dentro de poco, Joseph.

Pulsó una palanquita del interfono y dijo:

— Habla el jefe Álvarez. Póngame con el servicio de Inspección de esclusas.

— Al momento, señor — contestó la secretaria. Momentos después, se oía una voz masculina que brotaba del interfono:

— Habla Colbert, de Inspección y Conservación de esclusas ¿En qué puedo servirle, jefe Álvarez.

— Tengo entendido que sus hombres revisaron una vez la R-40, Colbert.

— En efecto, señor; pero no encontraron nada...

— Ahora tienen que encontrarlo, Colbert. No sé qué es..., pero ¡desmantelen la esclusa hasta el último tornillo! ¿Entendido?

— Y comuníqueme en seguida el resultado de sus investigaciones.

— De acuerdo, señor Álvarez.

El jefe de Orden cerró el interfono. Grigoriev se puso en pie.

— Voy a elegir los hombres que se encargarán de revisar el archivo — anunció.

— Muy bien. Procure que activen el asunto, Joseph.

— Descuide, señor.

Grigoriev se dirigió hacia la puerta. Había dado apenas cuatro pasos, cuando, de pronto, se despegó del suelo.

Álvarez se elevó también. Fuera, en el antedespacho, se oyó un femenino grito de susto.

— ¿Qué diablos pasa, Joseph? —gruñó Álvarez. Grigoriev había quedado en una postura ridícula, con los pies en el techo y la cabeza hacia abajo.

— Parezco una mosca — gruñó.

El cráneo de Álvarez hubiera chocado contra el techo, de no haber tenido la precaución de elevar las manos. Fuera empezó a escucharse el tañido de una campana de alarma.

Los altavoces de la red general emitieron una información nada tranquilizadora:

— ¡Atención a todos los habitantes de la Ciudad Satélite número uno! Se ha producido una ligera avería en el sistema de gravedad artificial, la cual ha quedado suspendida, momentáneamente. No existen motivos de alarma, por lo que rogamos calma a todo el mundo. La avería quedará reparada dentro de pocos minutos. Repetimos: calma y tranquilidad.

— Lo que nos faltaba —gruñó Álvarez, haciendo fuerza en el techo para volver a su mesa.

Grigoriev hizo una contorsión, apoyó una mano en el techo y empujó hacia abajo. Momentos después, ponía los pies en el suelo.

— Esto se complica, jefe — dijo.

— Sí, Joseph. Adivino lo que está pensando. Yo también pienso de la misma manera.

— En efecto, señor. La avería ha sido provocada por... «ellos».

Capítulo X

 

Harry Wildare cubrió con una manta los destrozados restos del individuo que había llegado de algún lugar del espacio y luego entró en la casa.

Emma estaba en la cocina. Todavía tenía en la cara señales de la impresión recibida.

— ¿Cómo se encuentra? —preguntó él.

— Un poco mejor — contestó Emma—. Voy a preparar un poco de café.

— Sí, es una buena idea.

Wildare encendió un cigarrillo.

— Emma — dijo al cabo —, voy a tener que informar a mis superiores.

— ¿Es absolutamente preciso? —pregunto la muchacha.

— ¿Por qué lo pregunta? — quiso saber el.

— Mi padre...

Wildare apretó los labios.

— Opina que ellos se enterarían y podían causarle algún daño, ¿verdad?

— Sí, Harry.

El investigador reflexionó unos momentos.

— Haremos un trato — dijo al cabo.

— Hable — rogó ella.

— Hemos decidido desplazarnos hasta Europa, ¿no es así?

— Cierto, Harry.

— Por lo que puedo deducir, esta nave es extremadamente rápida. Las otras que conocemos son capaces de alcanzar Júpiter o su vecindad en una semana. Posiblemente, la esfera doble su velocidad o quizá la triplique.

— Debe de poseer unos motores potentísimos, Harry.

— Así lo creo yo. Bien, suponiendo que empleásemos nada más que la mitad del tiempo, en tres días podríamos llegar a Europa. Luego...

Emma le entregó una taza de café.

— Siga, Harry — invitó.

— Bien, no hay mucho más que decir. Fundamentalmente, esos seres extraterrestres no son hostiles. Podrían habernos matado, de haberlo deseado.

— Eso creo yo, aunque no sabemos cuál puede ser su reacción, cuando sepan que hemos descubierto su base.

— De acuerdo. No obstante, iremos prevenidos con toda clase de armas. Emma, le aseguro que nosotros los investigadores utilizamos algunas de efectos realmente escalofriantes.

— Será preciso que nos movamos con gran cuidado, Harry. Mi padre podría..., ¿comprende?

Wildare hizo un signo de asentimiento.

— No se preocupe — contestó —. Lo rescataremos indemne. Además de saber emplear las armas, también utilizo mi cabeza.

Ella sonrió.

— ¿Piensa emplear algún truco?

— Es posible —admitió él—. Todo depende de las circunstancias. Oiga, Emma, y ahora que me doy cuenta, ¿se ha fijado que no hemos visto en la nave ninguna despensa, almacén de víveres o cosa parecida?

— Tiene usted razón — convino Emma —. Porque tendremos que llevar comida y agua.

— Deje eso de mi cuenta — dijo Wildare —. Usted siga aquí, hasta que yo le diga que ya estamos listos para partir. Es probable — añadió —, que no podamos salir hoy; hay mucho que hacer todavía, ¿comprende?

— Sí, Harry.

Wildare salió al exterior. Durante unos momentos, contempló el bulto informe que yacía bajo la manta.

Era preciso hacer algo. Aquellos restos no podían quedar allí durante el tiempo que iba a durar su ausencia. La solución le revolvió el estómago, pero no había más remedio que ponerla en práctica.

* * *

Wildare entró en la casa y buscó a la muchacha. Emma dormía apaciblemente sobre un diván.

Ella le inspiró una gran ternura. Rozó con dos dedos su cabello, mientras sonreía suavemente. Luego, al fin, la tocó en el hombro.

Ella abrió los ojos.

— Es la hora — dijo Wildare.

Emma se sentó en el diván.

— ¿Tiene ya todo preparado?

— Todo —confirmó él.

— Bien. — Emma se puso en pie—. ¿Puedo arreglarme un poco?

— Claro. De todas formas, hay tocador en la nave. Pequeño, pero elegante.

Emma sonrió.

— Tiene usted un humor excelente — dijo.

— No lo crea; estoy temblando de pies a cabeza. Siempre detesté los viajes por el espacio y ya ve; ahora voy a emprender uno lo menos a quinientos millones de kilómetros.

— Nunca olvidaré esto que hace por mí — aseguró Emma. Luego se alejó de la sala —. Estaré lista dentro de unos minutos.

Un cuarto de hora más tarde, se sentaban en los sillones de pilotaje. Wildare comprobó los mandos y luego presionó la tecla de ascensión vertical, a la vez que movía la palanca suavemente.

Replegó el tren de aterrizaje. La esfera se elevó con lentitud al principio, más rápidamente después, a medida que ganaban altura.

En pocos minutos, se encontraron a unos veinte mil metros del suelo. La velocidad de la nave era, en aquellos momentos, cercana a los tres mil kilómetros por hora.

Entonces Wildare presionó la tecla de ¡¡¡Velocidad A. Según el indicador, la esfera podía llegar hasta los cincuenta mil kilómetros por hora.

Wildare continuó acelerando, sin que notasen en sus organismos el menor efecto del constante y gradual aumento de la velocidad. Minutos más tarde, la Tierra era una enorme bola plateada que flotaba en el espacio bajo ellos.

— Debemos de estar sometidos a un campo de gravedad artificial —dijo Wildare, pasado un buen rato.

— Algo así por el estilo creo yo también — contestó Emma—. De lo contrario, tendríamos que sentimos aplastados contra los asientos y, ya ve, no notamos la menor incomodidad.

La esfera que señalaba la Velocidad B alcanzaba hasta la cifra quinientos mil. La de Velocidad C llegaba hasta la cifra cinco millones.

Wildare observó la esfera de Velocidad límite. La cifra era muchísimo menor que la de Velocidad C: doscientos noventa mil. Pero al examinar el indicador con más atención, vio algo que le dejó sin aliento.

Las cifras anteriores se referían a kilómetros por hora. Las cifras de la última esfera estaban referidas a segundos.

— Casi la velocidad de la luz — dijo, abrumado.

Así se comprendía la necesidad de no usar dicha velocidad máxima más que durante un tiempo muy limitado. Pero ello no quería decir que no se pudiera viajar durante largos períodos a una velocidad algo inferior.

— Unos doscientos cincuenta mil kilómetros serán suficientes —dijo.

— ¿Por hora? —preguntó Emma.

— No, por segundo.

— Un millón de kilómetros cada cuatro segundos — se asustó ella.

— Exactamente.

— Es una ciencia terriblemente adelantada la de esos extraños — dijo la muchacha, muy impresionada.

— No lo dude — contestó él.

Poco después, pasaron a la velocidad B y varias horas más tarde, a velocidad C. La Tierra era un disco luminoso en el espacio que se empequeñecía rápidamente.

A pesar de la enorme velocidad, era posible moverse sin el menor estorbo dentro de la nave. Emma se levantó y dijo que iba a preparar algo de comer.

— Por cierto, Harry, ¿qué hizo con los restos de aquel desdichado que llegó no sabemos de dónde?

Wildare estaba muy ocupado contemplando las pantallas de televisión y no paró mucha atención en la pregunta. Su respuesta fue sincera, en lugar de la evasiva que debiera haber dado.

— Ah, lo metí en un saco y luego lo guardé en su refrigerador — contestó.

Emma se tapó la boca con la mano.

— ¡Harry, por Dios!

— Oh, lo siento —se disculpó él—. No quería decírselo; lo hice sin que usted lo supiera..., pero ahora que ya lo sabe... Bueno, es necesario conservar el cuerpo hasta nuestro regreso.

— Claro.

Emma volvió y se sentó a su lado.

— Se me han quitado las ganas de comer —dijo.

Wildare se echó a reír.

— Siga aquí, vigilando las pantallas. Yo le prepararé un poco de café; verá cómo luego se siente un poco mejor.

* * *

El jefe Álvarez se sentía abrumado.

Los informes de su delegado Grigoriev casi le habían hecho caer de espaldas.

— Hay alrededor de cuatro mil sujetos de semejantes características morfológicas —dijo Grigoriev—. Hombres y mujeres, indistintamente. Y todos, a lo que parece, con su documentación en regla.

— Esto es una invasión, Joseph — declaró Álvarez, a punto de desmayarse.

— Así lo creo yo, señor. El... enemigo ha situado aquí unos efectivos que pueden evaluarse muy entre un seis y un siete por ciento de la población total del satélite. Es de suponer, además, que se trate de personal combatiente, altamente entrenado, contra el que poco podemos hacer nosotros con nuestros trescientos agentes de orden.

Álvarez asintió pensativamente.

— Además es imposible proceder contra todos ellos — dijo—, Y en el supuesto de que pudiéramos, ¿cómo estaríamos seguros de no cometer un error? Tiene que haber miles de personas más de pelo negro y piel tostada que son terrestres auténticos. Si empezásemos a arrestarlos a todos, se crearía una psicosis de pánico que podría dar lugar a una tremenda catástrofe.

— Ellos están aquí con una misión definida — opinó Grigoriev—. Hemos de tener en cuenta que, salvo nosotros, no lleva nadie armas en el satélite. Cuatro mil personas, bien armadas y resueltas a todo, instruidas previamente a conciencia, pueden apoderarse del satélite en cinco minutos.

— Sí —admitió el jefe—. ¿Quién osaría resistírseles? Joseph, ¿sabe lo que estoy pensando?

— Diga, señor.

— Esos sujetos..., quienes quiera que sean, están esperando una orden para actuar. Cuando la reciban (por supuesto, esa orden llegará mediante una clave convenida), se lanzarán al ataque y en pocos minutos se habrán adueñado de la ciudad.

— Pero ahora conocemos sus propósitos. ¿No podríamos hacer algo para evitarlo? Avisar a la Tierra, que enviasen naves con fuerzas de refresco...

— Si ven que empiezan a llegar tropas, iniciarán el ataque y será peor. Tenemos que pensar en las decenas de miles de vidas inocentes que hay aquí. Por ellas hemos de encontrar una solución que nos permita dominar la situación sin verter sangre...

Llamaron a la puerta. Grigoriev se levantó y abrió.

Un hombre entró en el despacho.

— Hola, jefe — saludó —. Hemos inspeccionado la esclusa.

— ¿Y bien?

— Detrás de uno de los mamparos laterales, hemos encontrado un cuadro de mandos, que no sabemos para qué sirve. Además sus indicaciones están escritas en un lenguaje desconocido.

— Siga, Colbert — invitó Álvarez.

— Bien, debajo del suelo, encontramos una máquina también desconocida. No sabemos en absoluto para qué sirve; es más, ni siquiera la hemos tocado.

— ¿Cree que pueda tratarse de una bomba, Colbert? — preguntó Álvarez ansiosamente.

— Yo diría que no, pero, claro, no se puede estar seguro... Oiga, jefe —exclamó Colbert—, ¿es que tenemos marcianos a bordo?

Álvarez y Grigoriev intercambiaron una mirada.

— No lo diga a nadie, Colbert —contestó al fin el primero—. Puede que no sean marcianos, pero lo que sí es seguro que no han nacido en nuestro planeta.

— ¡Jesús!

El interfono empezó a zumbar en aquel instante. Álvarez alargó la mano y dio el contacto.

Una voz sonó en el acto:

— Habla Bryant, de Órbitas. Jefe, debo comunicarle que la ciudad se ha desviado medio grado de la órbita establecida previamente. Suponemos que se trata de una consecuencia de la avería de la central de gravedad artificial, ya reparada, por fortuna, aunque todavía no estamos en condiciones de emitir un dictamen definitivo. Le informaré cuando tengamos más datos. Eso es todo.

Álvarez cortó la comunicación y soltó un gruñido:

— Pero ¿es que nunca se van a acabar las calamidades en este condenado satélite?

Capítulo XI

 

El gigante de los planetas, Júpiter, ocupaba ya una buena parte de la pantalla cuyo objetivo estaba situado en su dirección.

Wildare calculaba que le quedaban menos de veinticuatro horas para el aterrizaje. De haber sido un astronauta experimentado, tal plazo se habría reducido probablemente a menos de la mitad.

Además era preciso tener en cuenta que desconocía exactamente el emplazamiento de la misteriosa base donde suponían se hallaba el padre de Emma. Esto añadiría nuevas dificultades.

— Tengo la intención de aterrizar a relativa distancia y acercamos luego a pie —dijo, como si hablase consigo mismo.

— ¿No tendrán esos seres instrumentos parecidos al radar? — sugirió ella.

Wildare hizo un signo afirmativo.

— Son muy listos, pero también ellos tiran piedras contra su propio tejado. Y, en este caso, el tejado es de vidrio. ¡Mire!

Emma fijó la vista en una tecla, sobre la que había un rótulo significativo: ¡¡¡¡Anulador. Detección exterior.

Un antirradar — dijo Emma, asombrada.

— Ciertamente. Es de suponer que estén acostumbrados a detectar naves de las que vuelan continuamente por el sistema solar y no les presten demasiada atención, cuando vean que pasan de largo. Pero si observasen que una nave se dirigía hacia su base, su comportamiento sería muy distinto, ¿comprende?

Sí, Harry. ¿Cuándo piensa poner en funcionamiento el detector?

Wildare sonrió.

— Hace horas que está funcionando —contestó.

Y, en aquel momento, se oyó un golpe sordo detrás de ellos.

Emma se volvió en el acto.

— ¿Qué ha sido eso, Harry? —exclamó, alarmada.

Wildare frunció el ceño.

— Pareció oírse ahí, dentro de ese cajón que no sabemos para qué sirve...

Una voz sonó de pronto con trémolos irritados. Wildare y Emma estaban asombradísimos.

El investigador reaccionó rápidamente, sin embargo. Descolgó su pistola de energía y se situó frente al cajón.

La puerta que había estado cerrada hasta entonces se abrió. Un hombre, con cara de aturdimiento, la frente manchada de sangre, apareció ante ellos.

— ¡Maldición! — juró el desconocido—, ¿Qué diablos le pasa a este condenado trasto? Me aseguraron que la llegada sería muy suave y por poco me rompo la crisma...

El recién llegado parpadeó al verse frente a la pareja.

— ¿Eh? ¿Quiénes son ustedes? —gruñó.

— Me llamo Wildare — dijo el investigador —. Ésta es la señorita Emma Deiren.

— ¡Deiren! —resopló el hombre— ¡La hija del doctor Deiren!

— Justamente —confirmó Emma—. ¿Quién es usted, señor...?

— Mi nombre es Teck-Hi...

El recién llegado calló de pronto.

— Oigan, ustedes no tenían por qué estar a bordo de esta nave —exclamó unos segundos más tarde.

— Las opiniones no coinciden, pero nosotros respetamos la suya —contestó Wildare—. ¿Por qué dice eso?

Teck-Hi sacó un pañuelo y se lo llevó a la frente.

— Maldita sea —gruñó—. Menudo porrazo... De modo que la hija de Deiren, ¿eh? Bien, señorita; usted me ahorra el trabajo de buscar el laboratorio de su padre. ¿Está muy lejos?

— Yo diría que a unos quinientos millones de kilómetros, Teck-Hi — anunció Wildare con acento placentero.

Teck-Hi se quedó pasmado. De repente, se fijó en las cuatro grandes pantallas de televisión, que mostraban un panorama completo del espacio circundante.

Su mandíbula inferior se aflojó. Extendió una mano y señaló hacia la imagen de Júpiter que se veía en una de las pantallas.

— Pero..., pero... ¡estamos volando hacia Júpiter! — tartamudeó.

— Más exactamente, hacia el satélite Europa —puntualizó el investigador.

Hubo una pausa de silencio. La cara de Teck-Hi mostraba claramente el desconcierto de que estaba poseído.

De repente, movió la mano derecha, como si quisiera sacar algún arma de su traje. Wildare se le anticipó.

Apretó el gatillo. El generador de su pistola estaba graduado al mínimo; aun así, la descarga derribó a Teck-Hi con la fuerza del puñetazo de un gigante.

Teck-Hi quedó tendido, sin aliento, incapaz de moverse. Wildare se inclinó sobre él y le desposeyó de un tubo corto de metal, dotado de una protuberancia esférica en uno de sus extremos.

— Con un aparato de éstos nos paralizaron, Harry — exclamó la muchacha de pronto.

Teck-Hi se esforzaba por incorporarse. Llegó incluso a sentarse.

Entonces le alcanzó de lleno una descarga del paralizador y se quedó completamente inmóvil, con una expresión de hipnotizado en su cara de piel tostada.

Wildare se volvió hacia la muchacha.

— Voy a hacer una prueba, Emma — anunció.

— ¿De qué se trata, Harry? —quiso saber ella.

— Ahora lo verá — contestó el investigador —. Teck-Hi, ¿me oye usted?

— Sí, perfectamente —dijo Teck-Hi con voz carente de entonación.

Wildare sonrió satisfecho.

— Me lo figuraba —dijo—. Ahora Teck-Hi está bajo hipnosis y contestará sin vacilar a todas las preguntas que le hagamos.

* * *

Teck-Hi estaba sentado en uno de los sillones de la cámara, al cual se había trasladado siguiendo órdenes de Wildare. Emma curó su herida y la tapó con unas tiras de celulina, que extrajo de un tubo de boca alargada.

La celulina cortó la hemorragia. Además era un poderoso cicatrizante, de absorción natural. Dentro de dos días, Teck-Hi no tendría la menor señal de la herida recibida al llegar a la nave.

— Teck-Hi —dijo Wildare.

— ¿Señor?

— ¿Cómo ha llegado usted a la esfera?

— Por medio del aparato de traslación instantánea, naturalmente.

Wildare y Emma se quedaron pasmados.

— ¿Traslación instantánea? —dijo el primero, cuando se hubo recobrado de la sorpresa.

— Sí, señor... La verdad, yo no sé cómo funciona. En la base me metieron en un cajón y me dijeron que aparecería en la Tierra.

— Usted no esperaba encontrarnos en camino hacia Europa, ¿verdad?

— No, señor — confesó el prisionero.

— Bien, y una vez llegado en la Tierra, ¿qué pensaba hacer?

— Primero, averiguar qué había sido de Gergh.

— ¿Gergh? —repitió Emma, muy interesado.

— Sí. Lo enviaron allí a recoger ciertas cosas del laboratorio del doctor y no regresó.

Wildare y Emma se miraron.

Así, pues, aquel desconocido que se había estrellado contra el suelo era Gergh.

Wildare sintió de pronto un frío intensísimo.

— ¡Cayó desde quinientos millones de kilómetros! — dijo.

Emma asintió lentamente. También estaba muy impresionada.

— ¿Por qué? —preguntó—. Teck-Hi ha llegado normalmente, aunque se pegó un buen golpe...

— La esfera estaba fuera del cobertizo — le recordó él —. Y Gergh fue proyectado al receptor, mediante un cálculo preciso, pero no lo encontró en el sitio esperado y por eso se mató.

— ¿Y Teck-Hi?

— Lo más probable es que sigamos la misma trayectoria que él, aunque en sentido inverso. De otro modo, también se habría matado.

— Es probable... ¡Harry, me estremezco de pensar solamente en la fabulosa ciencia de esos seres que han inventado una máquina de traslación instantánea!

Wildare sonrió.

— Sería la ruina de los constructores de astronaves — comentó—. Pero sigamos con el interrogatorio. Escuche, Teck-Hi.

— Sí, señor —contestó mansamente el prisionero.

— Usted iba a ver qué había sido de Gergh. ¿Y después?

— Mi jefe me había entregado una relación de lo que había de tomar del laboratorio del doctor Deiren. Yo tenía que llevárselo.

— Así, pues, ese artefacto transporta lo mismo personas que objetos.

— Sí, señor.

— Pero usted dijo antes que no conocía su funcionamiento.

— Bueno, yo me refería a los principios científicos. Sé la forma de manejarlo para desplazarme a través del espacio.

— Es lógico — intervino Emma—. De lo contrario, ¿cómo habría podido regresar a su base?

— Claro —murmuró Wildare—. Teck-Hi, ¿quién es su jefe?

— El general Hoowan.

Wildare pegó un salto.

— ¡Hoowan! —exclamó.

Emma se sorprendió.

— ¿Cómo? ¿Le conoce usted? —preguntó.

— Claro. Es un megalómano con ansias de grandeza..., una grandeza muy limitada, por supuesto. Oh, no es que quiera dominar el planeta, pero...

— ¡Harry! —exclamó Emma—. Entonces no son seres de otro mundo, sino terrestres.

Wildare asintió.

— Eso es lo que estoy viendo — confirmó —. Estábamos equivocados, Emma, de lo que me alegro sobremanera.

Se acarició la mandíbula.

— Pero Hoowan es asiático. No fiaría en nadie que no fuese de su propia raza... y Teck-Hi no tiene aspecto oriental, salvo, tal vez, un poco los pómulos.

— Harry, hay muchas personas de otras razas que tienen pómulos salientes — dijo Emma.

— Lo sé, y eso es lo que me extraña. Fíjese en Teck-Hi; tiene la piel tostada, pero no es de raza negra. Tampoco parece mestizo ni es blanco por completo...

— Una mezcla de las tres razas básicas —sugirió la joven.

— Eso es lo que yo estoy viendo —contesto él—. Teck-Hi, ¿conoces los propósitos del general Hoowan?

— No, señor. Yo sólo obedezco órdenes.

— También obedecerías las mías, por supuesto.

— Sí, señor.

— Bien, en ese caso, ¿quieres enseñarme el manejo de la máquina de traslación instantánea?

Emma se quedó atónita un instante. Luego lanzó un grito:

— ¡No, Harry!

El investigador se volvió hacia ella y le dirigió una profunda mirada.

— Es necesario, Emma — afirmó.

— Pero correrá un gravísimo peligro...

— Debo intentarlo — insistió él—. He oído hablar bastante de Hoowan; lo suficiente para conocer sus intenciones. No es que pretenda mucho, según se mire, claro; pero sí puedo decirle que los habitantes del país vecino van a pasarlas muy mal, si no atajamos a tiempo sus propósitos.

— ¿Cuáles son esos propósitos, Harry?

— No lo sé, Emma. Confío, sin embargo, en que me lo aclare el propio Hoowan.

— Pero usted no tiene autoridad...

— ¿Y él? —sonrió Wildare—. No tema, iremos de pillo a pillo... y se me ha ocurrido una buena idea para destrozar sus planes, cualesquiera que sean. Espere un momento.

Wildare se inclinó sobre el prisionero.

— Teck-Hi, le ordeno que me enseñe a manejar la máquina de traslación instantánea — dijo imperativamente —. Quiero llegar a la base del general Hoowan.

— Sí, señor —contestó Teck-Hi.

— Además me dará toda clase de detalles sobre esa base. ¿Me ha entendido?

— Perfectamente, señor.

Wildare buscó papel y lápiz y se los tendió al prisionero.

— Empiece, Teck-Hi — ordenó —. Quiero que me haga un croquis de la base, con el mayor número de detalles posible. Luego me enseñará el manejo de ese artefacto.

Bryant entró en el despacho de Álvarez y dijo:

— La desviación no es grave en sí, jefe. Todo sigue con la mayor normalidad. Sólo faltan sus órdenes — concluyó su brevísimo informe.

— Yo no puedo tomar ninguna decisión sin antes recibir la aprobación del consejo de gobierno de la ciudad. Y el consejo, a su vez, según qué clase de decisiones, ha de consultar antes con la Secretaría del Espacio de las Naciones Unidas, que es de la que dependemos.

— Pero en casos de verdadera urgencia... —apuntó Colbert.

Los dedos del jefe Álvarez tamborilearon sobre la mesa.

— Bryant, cuando se necesita desviar la ciudad y situarla en una órbita... de castigo, lo que, dicho sea de paso, no ha sucedido todavía, ¿cuál es el procedimiento a seguir? —preguntó.

— Bien, una vez recibida la orden pertinente, se harían los cálculos adecuados y se pondrían en funcionamiento los sistemas propulsores, graduando su intensidad de acuerdo con lo que requiriesen las circunstancias. Un proceso no muy rápido, que digamos jefe.

¿Cuánto tardaría la ciudad en estar situada en esa nueva órbita?

— Bastante, tres o cuatro días, por lo menos. Hay que tener en cuenta que luego sería preciso un pequeño período de estabilización, antes de que la ciudad quedase en su nueva órbita.

— ¿Cuánto tiempo hace que se inició esta desviación, Bryant?

— Lo advertimos hace relativamente poco, pero el proceso comenzó con la avería de la central de gravedad artificial.

Álvarez enarcó las cejas con gesto inquisitivo.

Bryant explicó:

— Al faltar la gravedad bruscamente, la ciudad quedó un tanto descompensada...

— ¡Pero eso no es suficiente para desplazarnos de la órbita! —exclamó el jefe, atónito.

Bryant sonrió.

— Todos nos vimos lanzados hacia el techo. La ciudad está construida según un criterio completamente terrestre, es decir, en sucesivos planos, todos ellos paralelos entre sí. Las viejas estaciones espaciales eran circulares, esféricas, poligonales... A veces, un individuo situado a sólo cuarenta metros de otro quedaba en posición invertida con relación a éste; es decir, que ambos eran antípodas en un espacio sumamente reducido. Ahora no sucede eso; todos, en un nivel u otro, nos movemos como si estuviéramos en la Tierra.

— Voy comprendiendo —gruñó Álvarez—. Continúe, Bryant.

— Sí, señor. Quiero decir que aquí todos tenemos la cabeza apuntada hacia el techo y los pies en el suelo. Salvo los que están acostados, claro, pero éstos, al faltar la gravedad, reaccionaron como los que estaban despiertos.

— ¿Y...?

— Bien, juzgue por usted mismo. ¿Qué hizo cuando se sintió lanzado hacia el techo?

— Bueno, empujé con las manos para volver de nuevo al suelo.

— Es decir, que hizo presión contra el techo.

— Sí, claro.

Hubo una pausa de silencio. Álvarez abrió la boca de par en par.

— ¡Rayos! — juró Grigoriev, al comprender el significado de las palabras de Bryant.

El jefe de Orbitas movió la cabeza afirmativamente.

— Sí, eso es lo que desplazó a la ciudad — corroboró —. En el espacio de tres o cuatro segundos, varios miles de personas se vieron lanzadas súbitamente hacia el techo, y todas ellas, naturalmente, quisieron volver al suelo.

»Pongamos que el número total de los habitantes de la ciudad, en cifras redondas, sea de sesenta mil y que el peso medio sea de sesenta kilos. Usted, jefe Álvarez, al hacer fuerza con las manos para volver de nuevo al suelo, tuvo que mover sus sesenta kilos... o los que pese, claro.

Ochenta y uno — gruñó el aludido —. Pero carecía de peso, Bryant.

— De peso, sí, aunque no de masa... y usted tuvo que moverse, efectuando un empuje de ochenta y un kilos.

— Voy comprendiendo —murmuró Álvarez.

— Suponiendo que todos hubiéramos pesado igual, durante breves segundos, sesenta mil personas hicieron fuerza ¡¡¡hacia arriba con sus manos o con sus pies, tanto da; y sesenta mil multiplicado por sesenta, da un total de tres millones seiscientos mil kilos de empuje, es decir, más de tres mil quinientas toneladas.

»Es muy poco, desde luego, pero suficiente para desequilibrar ligerísimamente a la ciudad. El empuje hacia arriba provocó un resultante de fuerzas con el desplazamiento orbital de la ciudad, que teóricamente es horizontal, aunque giremos en torno a la Tierra. Por tanto, la ciudad tomó una trayectoria oblicua, muy poco definida, medio grado, como ya he dicho, pero suficiente para situarla en una nueva órbita. Una vez alcance, aproximadamente, los cuarenta mil kilómetros de altura sobre el planeta, la ciudad quedará fija, por sí sola, sobre un punto determinado de la Tierra.

Álvarez asintió con lentos y repetidos movimientos de cabeza.

— Estoy admirado —dijo—. Eso demuestra una inteligencia excepcional.

Bryant respingó.

— ¿Cómo? —exclamó—. ¿Es que sospecha usted que la avería ha sido intencionada?

— Exactamente — contestó Álvarez. Apuntó con el índice al jefe de Órbitas —. Y ahora, querido Bryant, a usted le corresponde dar el siguiente paso.

— Sí, señor. ¿Qué debo hacer?

— Simplemente, calcular sobre qué país va a quedar fija la ciudad una vez haya alcanzado la nueva órbita.

Harry Wildare creía tener el cuerpo traspasado por millares de finísimos alfileres.

Veía perfectamente las estrellas, la enorme mole de Júpiter, sus satélites, el Sol, brillando allá, en las profundidades del espacio..., pero no se veía a sí mismo.

También veía el satélite Europa. Era la misma visión que había contemplado a través de la pantalla el primer día que entró en la nave. Se acercaba a su destino con aterradora rapidez.

En torno a él reinaba una temperatura de doscientos setenta y tres grados negativos, el cero absoluto. Sin embargo, no sentía frío en absoluto.

Cayó sobre Europa con velocidad incalculable. Casi le parecía llegar impulsado por su propio pensamiento. En el último instante, sintió un pánico espantoso.

Se acordó de la horrible muerte de Gergh. ¿Le pasaría a él una cosa similar?

Entró en el desfiladero con velocidad vertiginosa. Vio las cúpulas, los hombres... y, de pronto, notó con inmenso alivio que la velocidad se reducía considerablemente.

Sin embargo, no percibió los efectos de la deceleración. De miles de kilómetros al segundo pasaba a pocos cientos de metros por minuto. De repente, se sintió envuelto en un estallido de fogonazos de todos los colores. Oyó como un fuerte rugido, las luces giraron vertiginosamente a su alrededor y luego, de repente, todo desapareció.

* * *

Se encontró sentado en el suelo, un poco aturdido, algo mareado, pero en buen estado. Al cabo de unos segundos, se recobró por completo.

Se puso en pie sin dificultades. Recordó las instrucciones recibidas de Teck-Hi para el manejo de la puerta. Manejó los mandos correspondientes y luego la abrió un poco.

Estaba en una habitación de gran tamaño, con algunos muebles y aparatos cuyo uso le resultó desconocido. La estancia se hallaba desierta en aquellos momentos.

Salió del cajón receptor y caminó unos pasos. A través de una ventana divisó el exterior.

Se acercó a la ventana y contempló el paisaje, situado prudentemente en un ángulo de la misma. El borde de la cúpula estaba sólo a pocos metros de distancia. El final de los inmensos paredones del desfiladero resultaba invisible desde el punto en que se hallaba.

Algunos individuos iban y venían, entregados a sus labores. Muchos tenían aún los rasgos originales de la raza a que pertenecían. Muy pocos habían adquirido las características fisonómicas de Gergh y Teck-Hi,

De pronto, oyó el ruido de una puerta que se abría. Dio un salto y se agazapó tras una mesa cercana.

Dos hombres entraron en la habitación. Uno de ellos parecía muy irritado.

— Les digo que no puedo continuar en estas condiciones. Si no me traen pronto lo que he pedido, suspenderé mis trabajos.

— Doctor, cálmese usted — rogó el otro—. Hemos enviado a un individuo, para que averigüe lo que sucede en la Tierra. Volverá muy pronto, créame.

— Todo lo que usted quiera — gruñó Deiren —, pero el caso es que ha transcurrido ya con exceso el plazo de un año que me fijaron. ¿Cuándo me van a soltar?

— Muy pronto, doctor, quizá más pronto de lo que usted mismo cree. Bien, le dejo para que continúe trabajando a gusto.

El hombre se alejó. Wildare esperó unos minutos todavía, hasta adquirir una moderada seguridad de que no sería sorprendido.

Luego se levantó lentamente. El doctor Deiren estaba inclinado sobre una mesa, realizando, al parecer, unos cálculos.

— Doctor —llamó.

El padre de Emma se volvió y miró al joven por encima de sus lentes.

— Hola — dijo —. ¿Quién es usted?

— Mi nombre es Harry Wildare y he venido a rescatarle, doctor.

— ¿Wildare? No lo he oído jamás —aseguró Deiren.

— Su hija Emma sí lo había oído; por eso estoy yo aquí.

Deiren pareció interesarse por aquellas palabras.

— ¿Emma? ¿Qué sabe usted de mi hija? — inquirió.

— Está perfectamente bien —aseguró Wildare—. Es más, puedo anticiparle que en estos momentos se dirige hacia esta base.

— ¡Dios mío! ¿Es eso cierto?

— Absolutamente, doctor. Le ruego me crea... Tengo muchas cosas que contarle, pero no dispongo de tiempo...

— ¿Cómo ha venido usted, señor Wildare?

— En la máquina de traslación instantánea de la nave que aterrizó un día en el patio posterior de su cabaña.

— Comprendo. ¿Y dice que Emma viene hacia aquí en esa nave?

— Sí, doctor. Es más, deberá llegar ya muy pronto..., pero ¿qué es lo que hace usted aquí?

Deiren meneó la cabeza con gesto apesadumbrado.

— Nunca creí que mis investigaciones sirvieran para fines bastardos — contestó—. Ese maldito Hoowan tiene ambiciones, demasiadas ambiciones. Un falso patriotismo le ha llevado a ciertas realizaciones que pueden poner en peligro la paz del mundo.

Wildare parpadeó, asombrado.

— ¿Qué me dice, doctor? —exclamó.

— Yo no sé mucho —contestó Deiren—, pero si no hubiera sido por el temor a que mi esposa y Emma hubieran sufrido daño... Además en los primeros momentos no sabía nada. Ha sido al cabo del tiempo cuando me he ido enterando poco a poco de algunas cosas... no de todo lo que se propone Hoowan, por supuesto.

Wildare citó el nombre del país al que pertenecía Hoowan.

— Sí —confirmó Deiren—. Y según lo que he podido deducir, piensa conquistar los dos países que le cierran el paso al mar, por el este y el sur.

— ¿Cómo? —quiso saber Wildare.

Deiren se encogió de hombros.

— Ya no puedo decirle tanto, señor Wildare —contestó —. Lo que sí sé es que en esta base se están transformando los caracteres morfológicos de numerosos agentes, que se están infiltrando en puestos estratégicos. Me supongo que ya habrá muchos infiltrados, claro; he trabajado con ahínco durante meses y meses...

— Sí, doctor. Pero ¿en qué consiste esa transformación? Emma me dijo que usted era especialista en genética acelerada...

— Efectivamente —confirmó Dairen—. Es algo a lo que me he dedicado siempre y, andando el tiempo, descubrí el procedimiento de cambiar el aspecto de una persona, dándole el que habría tenido que haber nacido de unos padres determinados, elegidos a voluntad por dicha persona.

— O por un tipo como Hoowan —sonrió Wildare.

— Sí, así ha sido. Él no podía infiltrar demasiados agentes con rostro oriental. Tenía, por tanto, que buscar la manera de lograr mejor sus proyectos.

— Y ¿cómo lo hizo?

— Bien, me obligó a aplicarles mi tratamiento. A las pocas semanas, un oriental tratado según mi fórmula, puede crecer hasta medio palmo, ganar algunos kilos de peso y adquirir otros caracteres morfológicos que le hagan pasar desapercibidos en lugares donde no abunden o falten por completo los seres de su raza.

— Comprendo —dijo Wildare—. Y... ¿son muchos.

— A millares — contestó Deiren —. Cuando me trajeron aquí, ya tenían la base montada. Empecé el tratamiento y, a los pocos meses, ya había transformado a varios miles. Luego se iban y eran sustituidos por otros, pero lo que no sé es adonde iban.

— Empleaban la máquina de traslación instantánea, ¿no es cierto?

— Sí, eso creo.

— Me pregunto de dónde la habrá conseguido Hoowan.

— No ha sido muy explícito al respecto, aunque sí creo que se trata de un descubrimiento de sus científicos. El procedimiento estriba en proyectar los átomos de una persona, de la misma forma que se proyectan las imágenes por televisión... usted ya sabe que cada imagen se compone de miles de puntos de una intensidad lumínica y cromática distinta, según sea el objeto que se quiere reflejar en la pantalla.

— Sí. Continúe, doctor; esto es fascinante.

— Bueno, creo que para cada átomo del cuerpo humano se emplea una longitud de onda distinta, dependiendo ello de la naturaleza del átomo en cuestión. Un átomo de oxígeno no puede tener la misma longitud de onda que uno de hidrógeno..., pero el oxígeno y el hidrógeno combinados en las proporciones debidas forman el agua. Si se tiene en cuenta que el agua es la sustancia básica componente del cuerpo humano, el resto se comprenderá más fácilmente.

— Por supuesto; y una vez descubierto el procedimiento, sólo se necesitan una estación emisora y una receptora, las cuales, me parece, pueden actuar inversamente, cuando es necesario.

— Así es confirmó Deiren —, pero yo aquí soy solamente un prisionero que...

Wildare sonrió.

— Doctor, pronto va a dejar de serlo — dijo—. Sobre todo, si sigue al pie de la letra mis instrucciones.

— Muy bien — accedió Deiren —. Hable, señor Wildare.

Capítulo XIII

 

Deiren se mostró conforme con el plan ideado por Wildare. Apenas había terminado éste de exponerlo, entró un hombre en la estancia.

El individuo miró a Wildare con suspicacia.

— ¿Quién es este tipo, doctor? — pregunto.

— Me parece que debiera tener cuidado con el — contestó Deiren —. No sé cuáles son sus proyectos, pero este sujeto ha tratado de sobornarme para que me vaya con él. Será mejor que averigüen quien es, Keehow.

El llamado Keehow reaccionó con notable presteza. Sacó una pistola y encañonó al investigador.

— Levante las manos — ordenó.

Wildare no se hizo de rogar. Keehow se echó a un lado.

— Salga —ordenó—. El general tendrá mucho gusto en verle y hablar con usted.

Wildare obedeció. Al pasar junto a Deiren le dirigió una rápida mirada. El padre de Emma contesto con un rápido pestañeo.

Siempre manos en alto, Wildare salió de la habitación y guiado por Keehow, caminó a lo largo de un corredor, hasta llegar a una puerta. Keehow se situó a su lado y alargó la mano izquierda para tomar un micrófono pendiente del mamparo.

— General, he capturado a un espía — informó —. Lo tengo inmovilizado, aquí, delante de la puerta de su puesto de mando...

Se oyó una exclamación de sorpresa.

— Bien, Keehow; haga pasar al espía.

La puerta se abrió automáticamente. Keehow, empujó a su prisionero sin ninguna cordialidad.

Wildare dio unos pasos dentro de la habitación. El general Hoowan, sentado tras una mesa de despacho, le dirigió una escrutadora mirada.

— Así que éste es el espía —dijo—. ¿Cómo se llama?

— Wildare, Harry Wildare — contestó el investigador.

— ¿Cómo supo de la existencia de esta base?

— En líneas generales, le diré que la señorita Deiren, hija del doctor Deiren, se cansó de esperar a su padre inútilmente. Ustedes le habían prometido una ausencia de un año solamente; esta ausencia se ha prolongado más de la cuenta.

Hoowan frunció el ceño. Era un hombre de aspecto corriente, pero sus ojos poseían una fuerza magnética que no escapó a la perspicaz mirada de Wildare.

— Lo siento —dijo—; las cosas no han salido tan bien como esperábamos. De todas formas, pronto cumpliremos nuestra palabra.

— Bien, si usted lo dice... será cosa de esperar algunas semanas, ¿no le parece, general?

Hoowan le miró fijamente.

— Eso no reza para usted, señor espía — dijo.

Wildare simuló asombro.

— ¿Cómo? ¿Va a ordenar que me fusilen?,

Hoowan hizo un gesto de desagrado.

— No soy partidario de las soluciones extremas, pero creo que no me va a quedar otro remedio. Usted ya tuvo un tropiezo, creo, con uno de mis agentes...

— Gergh — aclaró Wildare.

— Sí, Gergh — confirmó Hoowan—. Por cierto, no he vuelto a saber de él.

— Lamento tener que darle malas noticias, general.

Se mató.

Hoowan arqueó las cejas.

— ¿Cómo lo sabe usted? —inquirió.

Wildare le explicó lo sucedido. Hoowan mostró su asombro.

— Así que usted sabe manejar mi nave —dijo.

— En efecto, general.

— Pero los indicadores...

Wildare sonrió.

— Estaban escritos en un idioma extraño — dijo—. Ese lenguaje escrito no corresponde en absoluto a su alfabeto, general.

— Fue una idea mía — declaró Hoowan —. El alfabeto es inventado.

— ¿Con qué objeto?

— Crear la confusión. Un alfabeto no conocido induce a la gente a pensar que los seres que manejan una astronave de nuevo tipo, jamás visto antes en la Tierra, son habitantes de otro planeta.

— Ahora lo comprendo — dijo Wildare.

— Pero, a lo que parece, usted consiguió traducir esos signos...

— No fui yo, sino un criptógrafo amigo mío. Cuando terminó, tuvo que ir al hospital, para curarse de una depresión nerviosa que le había causado ese trabajo — exageró Wildare.

— Es usted muy listo, amigo mío, demasiado listo; y como le supongo, además, incorruptible, no me molestaré siquiera en proponerle que se una a nuestro bando.

— Y ordenará que me den muerte.

Hoowan suspiró. Abrió los brazos y dijo:

— Créame que no encuentro otra solución —contestó.

Lamentable — comentó Wildare, sin perder la flema—. El doctor Deiren me ha hablado de ciertos planes de conquista suya, general. ¿Cómo piensa llevarlos a efecto? Es decir, si puede explicarme algo...

Hoowan sonrió.

— ¡Es tan sencillo! —contestó—. Usted ya conoce, estimo, mis ideas políticas.

— Expansionistas, digamos mejor — puntualizó Wildare.

Hoowan se encogió de hombros.

— ¿Vamos a discutir por tan poco? Los dos países que son limítrofes con el mío deben caer en nuestra órbita, pero, naturalmente, no vamos a hacerlo por medio de una larga y costosa guerra, sistema ya caduco y, además, abundante en víctimas. No, lo haremos de un modo muy distinto, señor Wildare.

— ¿Cuál es ese medio, general?

— La Ciudad Satélite número uno. Ya es nuestra, puede decirse; y en estos momentos, ha variado su órbita, para tomar una nueva, situarse sobre esos dos países fijamente y provocar el eclipse de sol que les obligará a acceder a nuestras condiciones.

Wildare enarcó las cejas.

— ¿Es suya la C.S.1? —exclamó. Ahora comprendía por qué, en un principio, le habían asignado una misión en el satélite, misión que luego había quedado suspendida.

— Lo será muy pronto — contesto Hoowan . Tengo allí a varios miles de agentes, unos infiltrados, otros empleados desde hacía tiempo, pero todos fieles a su jefe, que soy yo.

— Los habitantes de la ciudad satélite son muchísimos más.

— ¿Están armados? — sonrió Hoowan desdeñosamente —. ¿Han sido entrenados para pelear? Solo hay unos trescientos policías, que serán derrotados y dominados fácilmente. No, señor Wildare, todo está bien meditado y calculado...

— Incluso el empleo del procedimiento del doctor

Deiren, para cambiar el aspecto de sus hombres.

— En efecto. Muchos sienten todavía cierta prevención contra la abundancia de personas con ojos oblicuos. Era preciso eliminar ese posible motivo de fricción y, tal vez, de fracaso.

— Usted, desde luego, está haciendo todos los posibles para que continúen las prevenciones acerca de los hombres de ojos oblicuos, general.

Hoowan hizo un gesto de indiferencia.

— No soy un megalómano —contesto—. No pretendo el disparate de erigirme en dueño de la Tierra, cosa, más que imposible, realmente absurda. Me conformo con un pedacito muy pequeño de este planeta.

— Y lo conseguirá.

— ¿Puede dudarlo? —sonrió Hoowan—. ¿Qué le pasa a un país cuando se queda sin sol durante semanas y más semanas... y las semanas se convierten en meses? Las personas pueden vivir en cierto periodo de tiempo con sol artificial, pero decenas de millones no pueden dedicar todos un espacio de su horario de trabajo a sesiones de lámparas de cuarzo... y a tierra, el suelo, la vegetación, los animales... ellos si necesitan el sol natural. Si no lo tienen, decaen sus funciones y se producen fenómenos perjudiciales para la economía de ese país... Se rendirán, claro, puede estar seguro de ello, señor Wildare.

— Pero la ciudad satélite puede ser reconquistada por fuerzas terrestres...

— ¿Qué fuerzas, señor Wildare? ¿No estamos en una era de pleno pacifismo? ¿Dónde hay guerreros especialmente entrenados para la lucha del espacio? Y, además, ¿consentirían en causar daños a los demás habitantes de la ciudad? Hay miles y miles de inocentes allá arriba y ellos no tienen ninguna culpa de lo que sucede.

— Sin embargo, usted los va a tomar como rehenes — ¿Podría hacer otra cosa? Antes dije — recordó

Hoowan—, que se puede decir que la ciudad satélite va a ser nuestra. Sólo falta ya un mensaje mío, en clave, naturalmente, para que mis hombres inicien la actuación final.

— ¿Qué será...?

— La ciudad ha sido desviada de su órbita y se desplaza ahora por el espacio para tomar la nueva órbita. Cuando quieran corregirla, no podrán hacerlo porque dentro de unos minutos voy a enviar ese mensaje y mis hombres se apoderarán de los puestos claves de la ciudad y la conquistarán.

Wildare se fijó en que Hoowan tenía un micrófono al alcance de su mano. Hoowan advirtió la dirección de su mirada y sonrió:

— Sí — confirmó —; este micrófono me servirá para enviar ese mensaje. Y lo haré...

La puerta se abrió bruscamente. Un hombre entró en el despacho de Hoowan dando traspiés.

— ¡Mi general...! exclamó con voz angustiada —. Sucede... algo horrible. La fórmula del doctor Deiren...

El hombre no pudo continuar hablando. Dio un par de pasos más y se desplomó al suelo.

— Todos... vamos a... morir — balbució. Estiró las piernas un par de veces y luego se quedó inmóvil.

* * *

En la nave, Emma miraba de reojo a Teck-Hi. El hombre, sentado plácidamente ante uno de los sillones, conducía el aparato en dirección a la base. Ya se habían adentrado por el desfiladero y pronto tocarían el suelo, junto a las demás naves.

Emma estaba desconcertada. Teck-Hi había recobrado el conocimiento súbitamente y, atacándola, se había hecho de nuevo con el dominio del aparato.

Sentíase decepcionada. Wildare había confiado en ella y se había dejado ganar la partida. De pronto pensó que debía iniciar el contraataque.

— Me siento mareada — dijo.

— Vaya al baño —aconsejó Teck-Hi con indiferencia. Mientras usaba la mano izquierda para manejar la nave, la derecha empuñaba constantemente una pistola.

Emma se levantó. Pero en lugar de dirigirse al baño, corrió a la despensa y agarró una lata de carne de buen tamaño. El contenido era de un kilo neto.

Asomó la cabeza. Teck-Hi estaba muy ocupado con la maniobra de aproximación y le daba la espalda.

La lata de carne voló por los aires y alcanzó la nuca del individuo. Teck-Hi lanzó un gruñido y se desplomó a un lado.

Emma corrió hacia él y se apoderó de la pistola. Apartó a Teck-Hi a un lado y se sentó ante los mandos. Se preguntó si sabría realizar correctamente la maniobra de aterrizaje.

Contempló la pantalla. Las imágenes de las cúpulas que componían la base del general Hoowan se agrandaban rápidamente. Era preciso reducir la marcha de la astronave o, de lo contrario, se produciría la catástrofe.

* * *

El general Hoowan se quedó atónito cuando vio caer a aquel hombre a sus pies. Casi en el mismo momento, Deiren entró en el despacho.

Estaba trastornado.

— Un error, general, un tremendo error... —dijo a trompicones—. La fórmula... se hace inestable al cabo de varios meses... o un año, según la naturaleza del individuo... y se produce la muerte... Debemos evitarlo, general — suplicó —; hay en la ciudad satélite cuatro mil personas que corren un horrible peligro... Hable con ellos, se lo ruego; allí hay buenos médicos; yo... yo les daré el remedio...

— Pero... ese hombre ha muerto... —gruñó Hoovan, señalando al caído.

— No. Estará inconsciente durante algunos días pero se salvará. ¡Pronto, general, pronto!

Hoowan dudaba aún. Wildare dijo:

— ¿No tiene usted una contraseña de signo opuesto a la que servirá para la conquista de la ciudad?

— ¡No se puede ahora hablar de conquistas, sino de salvar varios miles de vidas humanas! —gritó Deiren—. Decídase pronto, general. Un minuto de retraso puede tener consecuencias fatales.

Hoowan vaciló todavía algunos instantes. Luego tomo el micrófono y dijo:

— Clave Negro... Clave Negro... Clave Negro...

Repitió las dos palabras muchas veces, quince o veinte. Luego tiró el micrófono a un lado con gesto de rabia.

— ¿Dónde están los transmisores ordinarios? —pidió Wildare —. He de ponerme al habla con el jefe de Orden de la ciudad satélite, para que alerte a todos sus médicos...

Hoowan señaló otro micrófono, situado sobre un transmisor de apariencia normal.

— Ahí lo tiene —dijo—. Busque usted mismo la frecuencia de la ciudad satélite. Yo...

Wildare sabía lo que pensaba el general. El general pensaba que sus hombres estaban dispuestos a morir en combate, sabiendo que ello reportaría la victoria a los supervivientes, pero si todos iban a morir sin conseguir nada, ¿para qué esforzarse en seguir actuando?

Hoowan abandonó el despacho. A través de una de las ventanas, le vieron cruzar lentamente el espacio situado bajo la cúpula.

— Un buen truco — dijo Deiren, sonriendo.

— ¿Qué droga empleó usted para «matar» a ese hombre? —preguntó el investigador con la sonrisa en los labios.

— Un narcótico en el que se incluye una droga de acción relajadora de los músculos. Se usa mucho en los quirófanos y se administra en simples píldoras. Yo le di una, engañándole so pretexto de que tenía mala cara. Luego, simulé consultar mis apuntes... y entonces «encontré» mi error. El hombre me oyó y salió corriendo espantado. La droga hizo efecto justo en el momento de dar a Hoowan la «fatal» noticia. Pero la idea fue suya, Wildare —reconoció el doctor Deiren.

De repente, se oyeron unos gritos en el exterior. Hoowan detuvo su marcha y levantó la cabeza.

Los hombres empezaron a correr espantados. Algunos, sin embargo, no podrían salvarse. Hoowan fue el único que quedó en el mismo sitio, impertérrito, sin querer dar un solo paso para salvarse.

La cúpula se rompió de pronto con gran estruendo y el aire se escapó instantáneamente al vacío. Wildare y Deiren vieron, con enorme asombro, la nave que descendía a través del tremendo agujero abierto hasta posarse en el suelo con cierta violencia. Atónito, Wildare se preguntó qué podía haber pasado en el interior del artefacto.

Por fortuna, la habitación era estanca y pudieron aguantar hasta que Emma les trajo sendos trajes de vacío.

* * *

— Los hombres de Hoowan vienen a bandadas, solicitando que les salvemos la vida — dijo Álvarez, rebosante de satisfacción—. Están completamente desmoralizados.

— ¿Se han producido bajas? —preguntó Wildare.

— Ni una sola..., bueno, unas cuatro mil, pero todas en el bando de Hoowan, porque... un hombre que ya no combate, es una baja, ¿verdad? —dijo Álvarez, riendo a mandíbula batiente.

— ¿Están corrigiendo la órbita?

— Sí. Pronto volveremos a la órbita de costumbre. Oiga, Wildare, ¿por qué no usa el aparato de translación instantánea y se viene a charlar un ratito conmigo?

— Olvídelo, jefe —contestó el investigador—. Ya lo usé una vez y, aunque no se puede decir que me hiciera daño, no me gustaría repetirlo. Sobre todo, si tenemos en cuenta a aquel tipo que erró el «tiro» y apareció en el espacio, a pocos pasos de la esclusa R-40, donde tienen ustedes uno de esos aparatos.

— Ah, sí. Aquí se le llamó «el hombre que nunca nació». Era un infiltrado que no llegó a su destino. Por cierto, ¿ha conseguido capturar al tipo que disparó contra el sanitario del puesto de socorro? Lo enviaremos a la Tierra, para que sea juzgado.

— Aquí preparaban a los agentes y luego los enviaban a la ciudad satélite, con falsa documentación la mayoría de ellos. Muerto Hoowan, los demás han comprendido que no pueden seguir adelante. Además, una vez hechos públicos sus planes, si lo intentasen, fracasarían rotundamente. Syrann murió también.

— Bien, Wildare, me alegro de que nos haya ayudado — dijo Álvarez—. En medio de todo, tuve una buena idea al pedir que le dejaran en la Tierra. Su colaboración ha resultado muchísimo más efectiva que si hubiese estado aquí con nosotros.

— Cuestión de suerte, jefe. Hasta la vista.

— Adiós, Wildare.

Wildare cortó la comunicación y giró en el asiento.

— Todo listo —dijo—. Ya podemos emprender el regreso.

Deiren y Emma suspendieron su charla.

— Muy bien —dijo el doctor—. Pero ¿quién pilotará la nave?

— Yo, por supuesto —contestó Wildare, a la vez que miraba a la muchacha.

Emma se sonrojó.

— No me mire usted así —protestó—. Un error lo comete cualquiera, ¿no?

— Sobre todo, después de haber reconquistado la nave —dijo Wildare, sonriendo—. Pero fue un error que nos evitó el problema de tener que juzgar a Hoowan.

— Cuando se dio cuenta de que sus planes habían fracasado, se desmoralizó —explicó Deiren—. Por eso no quiso huir cuando vio que la nave iba a romper la cúpula.

Wildare asintió.

— Así fue — murmuró. Luego dijo—: En realidad, los planes de Hoowan empezaron a fracasar cuando uno de sus hombres murió a pocos pasos de la esclusa R-40.

— Lo que demuestra que la máquina de traslación instantánea no está todavía perfeccionada —opinó Deiren.

— Bueno, eso ya no es cosa nuestra —contestó Wildare —. En lo que a mí se refiere, doctor, creo que dentro de poco voy a estar muy ocupado en otra misión.

— ¿Adónde irá usted? — preguntó Emma ansiosamente.

Wildare sonrió.

— La misión a que me refiero es la de conquistarte para que digas sí cuando te pida que te cases conmigo — respondió.

Emma se ruborizó.

— Yo creo que no será una misión demasiado difícil —dijo.

 

FIN


No hay comentarios:

Publicar un comentario