martes, 16 de mayo de 2023

EL VIAJERO DEL TIEMPO (BURTON HARE)



Burton Hare es José María Lliró Olvé. Escribió poco para la colección "La conquista del espacio", y de sus obras destaca este "Viajero del tiempo".

El resplandor azulado de la noche, penetrando a través del gran ventanal, llegaba hasta el lecho bañándolo con la luz cálida y silenciosa que se desparramaba sobre sus cuerpos desnudos y en reposo.

El aire caliente, el viejo Santa Ana que había soplado durante siglos de vez en cuando, enervando las pasiones, convirtiendo los sueños en pesadillas, les acariciaba turbando su sueño con el calor procedente del desierto.

Jeannie despertó, inquieta, y volviéndose miró primero hacia la ventana. Pudo ver los millares de estrellas refulgentes en el lejano firmamento. Diamantes nocturnos en el milagro del universo. Adormecida, pensó que estaban mirándola. Quizá les gustara verla desnuda, con la gloria de su juventud pujante y viva y llena de amor, y excitada por el viejo Santa Ana que rumoreaba en torno a la casa y se colaba por la ventana pegándose a su piel, recorriéndola como un arpegio de dedos calientes y expertos.

Ladeó la cabeza y se quedó mirando a Ray, dormido a su lado. La sensación de ternura se agudizó, y se agudizó el deseo.

Y también la angustia.

Nunca lo sentía tan suyo como en esos instantes en que, profundamente dormido, yacía junto a ella tan indefenso como un niño. Ni siquiera cuando hacían el amor y la poseía, o ella le poseía a él, porque a veces pensaba que eso era un problema muy complicado, sentía que ese hombre fuera suyo, total y absolutamente suyo. Sólo así, dormido, quieto, en reposo, podía mirarlo y sentir que ése era su hombre, esa otra parte de ella misma que cuando desaparecía significaba la angustia, y un desgarrón profundo y la incertidumbre y la posibilidad de que jamás regresase y la dejara sola en la eterna angustia del vacío.

Tendió la mano y deslizó los dedos por el rostro dormido, como un ciego que tratase de reconocer a una persona mediante el tacto. Sólo que en su caso no era eso. Sólo quería tocarlo, sentirlo sólido y vivo junto a ella.

El murmuró:

—¿No duermes?

—No. ¿Te he despertado?

—¿Tú qué crees?

Parpadeó, soñoliento.

Dijo:

—Sigue soplando ese condenado viento...

—Es bueno, Ray.

—¿El Santa Ana?

—Sí.

—¿Qué tiene de bueno?

—Es un viento «vivo».

Raymond Savage se incorporó sobre un codo y trató de ver la expresión del rostro dorado de la muchacha, en la azulada oscuridad del dormitorio.

—No comprendo lo que quieres decir. Es un viento caliente del desierto, eso es todo.

—Pero ha soplado durante siglos y siglos. ¿Entiendes? El viejo Santa Ana ya calentó las caras de los pieles rojas hace cientos y cientos de años, antes de que fueran exterminados. Es el mismo viento que empujó a los pioneros, que hizo pelearse a hombres y mujeres cuando todo este territorio era un erial... Y antes que todo esto había soplado sobre millones de búfalos, cuando el hombre ni siquiera había aparecido en esta tierra que después llamaron California.

Savage la contempló con el ceño fruncido. A veces las piruetas mentales de la muchacha le desconcertaban.

Así es que no replicó. Encendió un cigarrillo y acabó sentándose en la cama.

Ella se removió buscando una postura más cómoda. Se tendió a través del lecho y recostó la cabeza en las piernas de él.

Al cabo de un corto tiempo, Ray murmuró:

—Me gustaría saber qué te ha inspirado todos esos pensamientos extraños. Todo eso sucedió hace cientos de años. Es algo que ya apenas si lo enseñan en las escuelas.

—En las escuelas no enseñan lo que deberían —refunfuñó Jeannie.

Él sonrió.

—Eres retrógrada.

—Sólo se preocupan de la técnica pura. Fabrican cerebros a costa de destruir corazones.

El la observó, preocupado.

—¿Qué te ocurre esta noche?

—No sé...

—¿Quieres que hagamos el amor otra vez?

—Sí, pero eso no tiene nada que ver con lo que digo.

—Entonces, ¿qué es?

Hubo un prolongado silencio.

En alguna parte una ventana chirrió. Fuera, lejos, ladró un perro y el viento llevó su voz hasta el infinito.

Jeannie dijo:

—Sé que vas a hacerlo otra vez.

El suspiró.

—Entiendo. ¿Cómo te enteraste?

—Lo mencionaron en el telerecorder. Debes estar loco...

—Nena, te preocupas por nada. Estas pruebas no son más peligrosas que cualquier viaje espacial de nuestros astronautas. Mi propio hermano corre muchos más riesgos tripulando esos artefactos que tardan años y años en regresar... cuando regresan.

—Tu hermano está tan loco como tú. Pero él no me preocupa.

—Y yo sí.

—El tripula una nave, una máquina gigantesca y compleja que en cierto modo le protege. Pero tú, ¿qué es lo que haces?

—Olvídalo, cariño. Es un proceso verificado hasta el límite, no ofrece riesgos.

—¡Tú viajas con tu propio cuerpo!

El sacudió la cabeza. Hubiera querido encontrar palabras con que tranquilizarla, pero sabía por experiencia que eso era imposible.

Cada vez resultaba imposible hacérselo comprender.

No obstante, aún trató de argumentar:

—Escucha, no es más peligroso que el trabajo que hacían los antiguos pilotos de pruebas, en los comienzos de la aviación...

—¿Y cuántos se mataron entonces? ¡Maldita sea, Ray, no me tomes por tonta! ¿Cuántos de vosotros han muerto, te atreves a decirlo?

El carraspeó. Aplastó el cigarrillo en el cenicero y ladeándose la obligó a incorporarse hasta quedar sentada junto a él.

—Deja de preocuparte, no me sucederá nada y estaré otra vez aquí antes de que tu querido Santa Ana haya dejado de soplar.

—Quizá sí, pero yo estaré aquí todo el tiempo, esperando, temiendo que no vuelvas..., temiendo que estés muerto. Como comprenderás hay una gran diferencia, Ray.

—Ya veo...

La tomó en brazos y sintió su boca templando contra sus propios labios. Acariciándola con la misma suavidad que el viento trató de que olvidara los temores.

La besó en el cuello, notando el palpitar de la vena grande en la boca. Ella jadeó entre dientes, estremecida de gozo y entonces adoró las cumbres de sus senos erguidos con besos que eran leves chispas de fuego.

Jeannie relajó el cuerpo y reaccionó a cada beso, a cada caricia, con la creciente marea de deseo que la inundaba.

—¿Quieres? —murmuró Savage.

—Sí... Ahora...

Abrazándola dulcemente, la poseyó una vez más esa noche, hasta el prolongado éxtasis que era como morir interminablemente, y revivir después y volver a morir para terminar fundiéndose uno en el otro como si fueran un solo cuerpo rebosante de amor y de deseo.

Mucho más tarde ella susurró:

—Es bueno amarse, Ray...

—Sí lo es.

—A veces pienso que es la más sublime expresión de la vida.

—No te discutiré eso.

—Si algún día no regresaras...

—Olvida esas tonterías. Yo siempre vuelvo. Soy un tipo muy duro —dijo, riéndose.

—No, no lo eres. Eres tierno, y sentimental, y comprensivo. Y por eso te amo.

El no replicó, quizá pensando que ella desconocía su otra faceta. Y era mejor que siguiera ignorándola.

De modo que encendió un cigarrillo y recostando la cabeza en la almohada murmuró:

—Tuve mucha suerte cuando te conocí.

—Y yo cuando te conocí a ti... ¿Adónde es esta vez?

El brusco cambio de tema le hizo dar un respingo.

—¿Qué?

—Ya me oíste.

Savage soltó un gruñido.

—No lo sé, se trata sólo de otra faceta del experimento.

—Y tú serás el conejillo de Indias de turno.

—¡Qué conejillo ni qué...! Perdona, no quise gritar. ¿No podríamos hablar de otra cosa, o dormir lo que resta de noche?

—Está bien.

—Jeannie...

Ella le besó larga y profundamente. Después, apartándose, se estiró en la cama y susurró:

—Anda, duerme...

Poco después, la acompasada respiración de la muchacha le indicó que ella se había dormido realmente.

Savage permaneció quieto, completamente desvelado. En realidad notaba los nervios tensos como cables y eso era algo que no le había sucedido nunca antes en vísperas de una prueba. Lo atribuyó a la influencia del endiablado viento del desierto.

Por supuesto que había riesgos en aquellos experimentos, pero no tantos como ella parecía creer.

Y, en realidad, ¿dónde no los había?

El mundo se había convertido en un riesgo continuo y él mejor que nadie sabía eso.

Ladeó la cabeza para contemplar la espesa cabellera de Jeannie desparramada sobre la almohada. Él sedoso cabello era tan negro como la noche, e incluso pensó que entre sus suaves ondulaciones chispeaban las mismas estrellas que adornaban la inmensidad del firmamento, allá fuera, en el rectángulo de la ventana.

Al fin, él también se quedó dormido y no volvió a la vida hasta que el sol inundó la cama, despertándole.

Descubrió que estaba solo en el lecho, que el viento seguía soplando y agitando las ligeras cortinas y que Jeannie había preparado el desayuno, por cuanto el aroma del café recién hecho impregnaba la atmósfera:

Saltó de la cama y entró bajo la ducha automática. Los chorros alternos de agua fría y caliente le despejaron, tonificándole. Le llegó la voz de la muchacha, pero no entendió lo que decía.

Se vistió sólo con los pantalones y luego encontró a Jeannie en la terraza cubierta, con gotas de agua deslizándose por su piel como pequeños diamantes.

Las gotas de agua ,eran todo lo que llevaba encima.

Se quedó mirándola extasiado. Siempre se sorprendía de su increíble belleza, como si cada vez que la veía desnuda fuera realmente la primera vez.

—Eres un espectáculo tonificante —dijo sonriendo—. ¿Te has bañado?

—Estuve nadando un buen rato. El agua está deliciosa.

—Prefiero el desayuno.

—Tengo que ducharme.

—Bueno.

Mientras ella desaparecía en la casa, Ray entró en la cocina. El café humeaba todavía y bebió dos tazas como un sediento.

Después preparó la mesa mientras la cocina automática de rayos infrarrojos se ocupaba de todo lo demás.

Cuando la muchacha reapareció, el desayuno estaba esperándola.

Comieron en silencio, apenas sin cambiar una palabra de vez en cuando.

Luego, él gruñó:

—Bueno, suéltalo.

—¿Qué?

—Lo que sea que te ata la lengua.

—Ya sabes lo que es.:.

El cabeceó.

—Durará poco —dijo—. No tienes que preocuparte.

—Pero me preocupo. Además, ¿para qué demonios sirve todo eso? Saltos en el tiempo... ¿Qué consigues?

Él se encogió de hombros.

—Si no otra cosa, un salario como muy pocos ganan hoy día. Una pequeña fortuna que me permite vivir como me gusta. Y si eso no fuera suficiente, consigo romper la monotonía, vivir de otra manera que no sea estúpida rutina embrutecedora que convierte a los hombres en robots, en piezas de una maquinaria sin alma. Mira a tu alrededor, Jeannie. ¿Cómo viven los Stoneman? Y los Farman, y todos tus, vecinos; ¿Es ésa la clase de vida que te gustaría?

—Tergiversas las cosas. Haces trampa y lo sabes.

—Bueno, sólo un poco —rió él, levantándose.

Se miraron largamente. Sin una palabra, Ray Savage entró en la casa para vestirse.

Jeannie se quedó aún en la terraza, al aire libre, sintiendo el viento en el cuerpo y la angustia en el corazón.

Cuando él volvió a reunirse con ella estaba vestido para salir.

—Bien, hasta pronto...

Jeannie levantó la mirada. Había lágrimas en sus ojos.

—Por favor, querido, ten cuidado.

Su voz se ahogó en un sollozo.

Savage soltó un juramento entre dientes. Inclinándose, la besó en la boca, dio media vuelta y se fue.

Unos minutos más tarde, ella oyó el zumbido del overjet alejándose y entonces ya no hizo ningún esfuerzo para disimular la angustia y el llanto.

El pequeño y aerodinámico vehículo dejó de oírse. Todo fue silencioso en la casa y el jardín.

El viejo Santa Ana siguió soplando y alborotándole los cabellos y los sentidos.

Él se había ido. 

Sentado en el asiento anatómico, relajado, Bert Savage dio un vistazo a los intrincados controles del inmenso tablero de mandos de la nave.

Todo funcionaba a la perfección. Como le sucediera en múltiples ocasiones pensó que él estaba de más allí. Era una pieza más de aquella máquina que se desplazaba por el espacio a veinte mil millas por segundo, segura y eficazmente controlada por las inteligentes computadoras.

Miró el reloj. Pronto sería hora de comer. Deseaba llegar a la Tierra de una maldita vez para comer como las personas decentes, en lugar de esos preparados y comprimidos que sabían a infiernos.

Un pequeño bulbo rojo parpadeó delante de él. Dio un manotazo a una diminuta clavija y gruñó:

—Aquí Savage. ¿Qué pasa, Ned?

—Ahí está lo malo —replicó una voz metálica—. No pasa nada. Nunca pasa nada. ¿Tienes hambre?

—Ni si ni no.

—Lo mismo digo. Justamente estaba pensando en un asado de ternera picante, con pimientos y...

—¡Cierra el pico! Controla la presión de los retro y luego reúnete conmigo en la cámara. Tommy puede quedarse al mando entretanto.

—Está bien.

La voz se extinguió. Bert Savage ajustó unos controles y, levantándose, se dirigió a la cámara inferior.

Era un hombre delgado, fibroso y fuerte, el más joven de los comandantes de vuelo de la Flota Exterior. Ahora empezaba a dudar de que eso fuera realmente tan maravilloso y emocionante como creyera durante los interminables y tediosos cursos de preparación.

La cámara era un lugar espacioso, decorado en tonos suaves y relajantes. Había juegos, estanterías con libros, y una mesa en un rincón donde se sentaban a comer, aunque maldito si se necesitaba mesa alguna para los simulacros de banquetes con que se alimentaban.

Minutos más tarde, Ned Grant se le unió. Grant era casi tan alto como él, pero más rollizo. Tenía la piel de la cara sonrosada y suave como la de un niño, y sus ojos oscuros parecían eternamente asombrados.

Sin embargo, era uno de los mejores ingenieros de vuelo con que Savage había tropezado en su carrera.

Ambos se sentaron frente a frente.

Ned gruñó:

—¿Qué menú tenemos esta vez?

—Verduras y carne.

—Creí que era carne y verduras. Me gusta tu habilidad para variar el menú.

Savage sonrió.

—Puedes añadirle un poco de salsa sólida a la carne...

—¡Puaff! No quiero ese veneno.

—Entonces habrás de esperar otros seis meses para comer a la carta en un buen restaurante eh nuestra vieja Tierra.

—Sí, eso me temo. ¡Seis meses!

Puso los ojos en blanco ante la perspectiva.

Tenía motivos para esa nostalgia por cuanto llevaban en el espacio exterior más de tres años. Savage le conocía bien y dijo:

—¿Crees que ella te habrá esperado?

—Oh, sin duda. Las últimas noticias que tuve fueron que seguía cobrando mi sueldo todos los meses. Eso habrá hecho que me sea fiel. Y si no... ¡al diablo! Hay mujeres a paladas allá abajo.

Savage se echó a reír mientras abría los pequeños recipientes de comida condensada.

Entonces, sobre sus cabezas, sonó un agudo pitido de alarma.

Dieron un brinco en el instante en que una voz metálica y ronca anunciaba:

—¡Atención, comandante! Objeto desconocido en la pantalla láser.

Los dos salieron de la cámara como si les persiguieran.

El puesto de control estaba iluminado por una claridad tamizada y suave. El hombre sentado ante el endiabladamente complicado tablero de mandos dijo cuando entraron:

—Aún está lejos, pero debe ser enorme para que el visor lo haya detectado.

—¿Está quieto?

—¡Qué quieto ni qué...! Se mueve mucho más veloz que nosotros —refunfuñó Tommy Barron, el experto navegante.

—Entonces será un meteorito o algo así.

—Pronto lo veremos.

Bert Savage dio un vistazo a las pantallas. Un puntito rojo parpadeaba en ellas, «cazado» por los sensibles rayos láser de los visores.

No le gustó lo que veía.

—Conecta las cámaras. Quiero registrarlo si es posible. Viene en nuestra dirección y muy rápido.

Ned Grant tomó asiento y efectuó unos cálculos con las computadoras. Instantes después dijo:

—Cincuenta mil millas por segundo... No puede ser una nave.

—Conectadas las cámaras —anunció Tommy Barron—. Aunque a esa velocidad sólo se verá un chispazo... si se ve algo.

—Intenta calcular sus dimensiones y forma.

—Eso es fácil — gruñó Ned—. Lo que me preocupa es su rumbo. Si sigue igual se nos echará encima.

Savage frunció el ceño.

—¿Quieres decir que se dirige a la Tierra?

—Y tan recto como una flecha.

Savage apretó un pulsador. Al instante, unas abrazaderas metálicas le sujetaron al asiento anatómico, lo mismo que a sus compañeros. Un tanto sorprendidos, éstos se quedaron mirándole hasta que Tommy gruñó:

—¿Por qué tantas precauciones?

—Tal vez debamos destruirlo.

—¡Atención! —rezongó Ned—. No es un meteorito. Los rayos lo «dibujan» con precisión. Tiene forma aerodinámica, y si alguien lo duda ahí está.

Una pantalla acababa de iluminarse con un fulgor verdoso. Cientos de puntitos rojos danzaban en ella, cruzándose, como buscando cada uno su lugar, hasta formar una silueta imprecisa, pero que sin duda tenía cierta semejanza con su propia nave, aunque mucho más grande.

—Hay un fallo en alguna parte —rezongó Savage—. No puede tener más de cuatro millas de extensión y ser una nave...

Barron dijo:

—Nosotros tenemos cuerpos en el espacio mucho más grandes...

—Pero no son naves, Tommy. Son satélites artificiales montados en diferentes etapas. No se mueven. No pueden navegar. No hay ninguna fuerza capaz de desplazar un cuerpo sólido de estas dimensiones a semejante velocidad...

—Bueno, pues ya me dirás qué es eso. Son cuatro millas de metal lanzadas a cincuenta mil millas por segundo. Si las computadoras no han perdido la chaveta, tiene la misma forma que una nave interestelar..., excepto estas dos prolongaciones de popa. Fíjate en la pantalla.

Savage lo había visto muy bien. Los puntitos rojos, después de haber formado la silueta extraña del misterioso cuerpo espacial, habían dejado de moverse, así que definitivamente aquélla era la estructura de la nave, o lo que fuera que se les venía materialmente encima.

—¿Has conectado las cámaras?

—Seguro —dijo Ned Grant—. Sea lo que sea, lo registrarán;

—No estoy muy seguro. Va demasiado rápido.

Tommy exclamó:

—¡Ahí viene!

Savage efectuó unos cálculos. Las computadoras de vuelo le dijeron que aquella «cosa» llevaba su misma trayectoria, casi exacta, como si la hubiera trazado su mismo navegante.

—¡Maldita sea! —rezongó—. ¡Los motores de estribor, Tommy, enciéndelos!

—¿Crees que...?

—¡Tenemos que esquivarlo!

—Ya veo...

Los motores respondieron y toda la estructura de; la nave se estremeció. Savage realizó un veloz cálculo y después manejó los mandos automáticos. Sintieron sus cuerpos lanzados contra el respaldo de los asientos cuando el cohete trazó una cerrada parábola en el espacio. Luego, Savage volvió a colocarlo en ruta y en aquel instante, una chispa de plata pasó por las pantallas como un relámpago y desapareció.

—¡Nos ha adelantado como si estuviésemos parados! —exclamó Ned, estupefacto.

—¿Lo has registrado?

—Por lo menos, las cámaras estaban en funcionamiento —dijo Tommy Barron, tan asombrado como ellos.

La pantalla de la computadora central continuaba mostrando los rutilantes puntos rojos que delineaban la extraña silueta del cuerpo sólido que acababa de adelantarles.

Luego, mientras estaban mirándola, la silueta se esfumó. Los puntitos rojos se apagaron y la pantalla quedó vacía.

—Está demasiado lejos ya para seguir captándolo. Increíble. Vuelve a verificar su rumbo, Ned. Quiero estar seguro antes de comunicar con la base.

—¿Y qué vas a decirles, que una nave nos ha adelantado a cincuenta mil millas por segundo? Van a reírse de nosotros..., y nos separarán del servicio activo en cuanto aterricemos. Ya sabes... «fatiga de vuelo». No me gustaría acabar con un empleo sedentario.

—¡Cierra el pico! .

Barron soltó un juramento. Luego masculló:

—Rumbo siete, nueve zeta dos. Exactamente el mismo que llevamos nosotros.

Savage miró a sus compañeros. Ninguno de ellos podía ofrecerle una explicación lógica de aquel fenómeno.

Al fin, Ned gruñó:

—Bueno, ¿qué vas a informar? Necesitarás algo más que palabras para que te crean.

—Tenemos las imágenes grabadas.

—Eso no es seguro. Iba muy rápido. De cualquier modo vamos a comprobarlo.

—Ocúpate del mando, Tommy —ordenó Savage—... Y mantén los ojos abiertos.

—¿Por qué, crees que aparecerán más naves como ésa?

—Cualquiera sabe...

Grant manipulaba en las cámaras grabadoras. Dijo:

—Aquí está la cinta... Si ha logrado «cazar» ese bólido ahora lo veremos.

La pantalla cóncava se iluminó. Surgió una oscura visión del espacio, vacío y muerto, dándoles la sensación de que se hallaban perdidos y solos en el infinito.

Después, imprecisa, la silueta del bólido plateado surgió apenas más clara que el firmamento. Una sombra centelleante que pasó y se esfumó antes de que pudieran captar el I menor detalle.

Los dos hombres cambiaron una mirada azorada.

Savage refunfuñó:

—De no haberlo visto no lo creería. Habrá que descomponer la imagen, quizá así se vea algo más.

—Yo me ocuparé de eso.

Bert regresó al puesto de mando donde Tommy Barran continuaba atento al rumbo y al espacio que les rodeaba.

—Hasta ahora, nada —dijo—. No creo que tengamos más sorpresas, Bert.

—Tal vez no, pero de cualquier modo con ésa ya es suficiente para preocuparse. No puedo quitarme de la cabeza que esa nave, o lo que diablos fuera, llevaba nuestro mismo rumbo. Se dirigía a la Tierra y si de algo estoy seguro es de que no había salido de allí.

—Entonces, ¿qué?

—No lo sé. No tengo ni la más remota idea.

—¿De otro mundo, de una galaxia desconocida?

—No me lo preguntes a mí. Estoy tan desconcertado como tú.

—¿Vas a informar de lo que vimos?

—Habré de hacerlo, pero esperaré a ver las imágenes que Ned consiga. Si no lo ven nunca creerán, lo que yo les diga.

—Bueno, yo tampoco lo creería —gruñó Tommy entre dientes. Luego, añadió—: Yo en tu lugar no diría una palabra si las imágenes no dan una idea clara de lo que fuera ese fenómeno.

Savage sacudió la cabeza..

—No podemos callarlo. Si esa masa lanzada a semejante velocidad choca contra la Tierra será una catástrofe. Debemos prevenirles.

—Pensarán que estamos locos.

—¡Que piensen lo que quieran! —gruñó Savage—. Ahora creo que fallamos al no destruirlo cuando nos adelantó.

Tommy se quedó mirándole unos instantes, preocupado. Luego, como a regañadientes, dijo:

—Imagina que fuera una nave... Que realmente se tratara de un ingenio construido por seres inteligentes...

—¿Sí? Continúa.

—Quiero decir que si les hubiésemos atacado quizá ellos nos habrían destruido a nosotros.

—Es una posibilidad —admitió Bert Savage—. Aunque se me antoja muy remota... Si es una nave de otra galaxia no creo que vaya tripulada. De cualquier modo todo eso son elucubraciones que no nos conducen a ninguna parte. De lo que no me cabe ninguna duda es de que debemos informar para que tomen precauciones. Sabemos el rumbo que lleva, de manera que si no varía su trayectoria podrán localizarlo con mucha antelación:

—No lo he computado..., pero imagino que en menos de dos meses estará allá abajo a esa velocidad.

—Poco más o menos. En el Centro de Vuelo se ocuparán de calcularlo. Sigue atento, y si no sucede nada más te relevaré dentro de un rato para que comas.

—También son ganas de ponerle motes a las cosas —rezongó Tommy con sorna—. Llamarle comer a eso...

Savage regresó al lado de Ned Grant. Este estaba inclinado sóbrenlas manecillas de una extraña cámara y cuando se irguió dijo:

—Vamos a verlo... Si descomponiendo la imagen a una centésima de su velocidad no vemos nada ya puedes despedirte de admirar esa maravilla plateada, Bert.

—Adelante.

La pantalla se iluminó con una profunda tonalidad verde. Primero apareció algo semejante a una niebla oscura que se arremolinaba sobre ella misma, haciéndose más densa.

Ned dijo:

—Para que veas que el espacio no está tan vacío como parece...

—¡Mira!

La exclamación de Savage le hizo dar un respingo. Desorbitó los ojos, clavándolos en la pantalla, donde un gigantesco cuerpo plateado acababa de surgir, como desgajándose de la niebla.

Era una masa alargada, coronada por redondeadas cúpulas semejantes a las de una catedral.

—¡Para la imagen! —ordenó Savage.

—¡Es asombroso, Bert! ¿Te das cuenta?

—Calcula sus dimensiones.

En la popa de aquella increíble nave se prolongaban dos cuerpos gemelos y éstos eran completamente lisos.

—Algo más de cuatro millas de longitud... y una milla en su parte más ancha. Esos cuerpos de popa deben medir casi una milla. ¿Quieres los datos exactos?

—Cuantos más exactos mejor. Voy a establecer contacto con la Base Espacial.

—De acuerdo. Ahora por lo menos habrán de creernos y no nos tomarán por una pandilla de chiflados.

Savage esperó, fija la mirada en aquella imagen inmóvil en la pantalla. Casi sin darse cuenta, se sorprendió pensando en las palabras de Tommy. Sería un acontecimiento de primera magnitud que aquella nave procediera de otra galaxia y estuviera tripulada por seres inteligentes... Seguramente mucho más inteligentes que ellos mismos, puesto que habían sido capaces de crear aquella máquina formidable, y la fuerza con que desplazarla a semejante velocidad.

—Aquí tienes —dijo Ned Grant—. Ahora puedes restregarles por las narices a los grandes cerebros de ahí abajo lo que hemos visto. Que aprendan a construir «verdaderas» naves interestelares.

—Por supuesto, no pienso decírselo de ese modo —rió el comandante de vuelo—. A mí tampoco me gustaría ser destinado a un empleo sedentario...

Cuando abandonó la cámara aún oyó una risa burlona de su compañero. Se sintió satisfecho y confortado por la entrañable camaradería que había sabido crear a bordo desde que salieran de la Tierra... tres años atrás.

 Ray Savage llegó al Centro de .Control de Investigaciones con el sol en todo su apogeo. Dejó el pequeño overjet, un vehículo veloz y manejable que flotaba en el aire como los antiguos overcraft, pero con una velocidad centelleante debido a su motor de impulsión, y se internó por los jardines que rodeaban el colosal complejo de edificios.

Una legión de eficientes empleados se dejaban las pestañas sentados en sus mesas. Reinaba un silencio religioso allí dentro, sólo roto por el suave crepitar de las computadoras, las máquinas de diseño o el breve zumbido de los intercomunicadores.

Una recepcionista de busto descarado le miró. Sonrió y sin una palabra señaló una puerta metálica con un extraño diagrama sobre ella.

Savage asintió. Dio un vistazo al profundo escote, apreciándolo en lo que valía. Ella volvió a enseñarle los dientes en una gran sonrisa.

Savage apoyó la palma de la mano en una placa magnética y la puerta se deslizó a un lado sin un rumor.

Al otro lado se extendía una nave dividida en dos por una alfombra azul en la que se hundían los pies hasta los tobillos. A ambos lados, bien alineadas, había multitud de mesas en las que trabajaban jóvenes de ambos sexos, aplicados y silenciosos. Máquinas de cálculo y de diseño portátiles escoltaban la mayoría de las mesas. Con un escalofrío, Savage pensó en las vidas de todos aquellos hombres y mujeres esclavizados por las máquinas, de las que dependían tanto como del aire que respiraban.

Ninguno de ellos distrajo la atención de su trabajo mientras él caminó a buen paso por el pasillo alfombrado, hasta detenerse al final delante de otra puerta de acero de apariencia inviolable.

La palma de su mano realizó el milagro de que se abriera en completo silencio. Savage la cruzó, y apenas hubo dado dos pasos el mamparo de acero se cerró otra vez a sus espaldas.

Una muchacha levantó la cabeza de los papeles que examinaba. Le sonrió.

Era rubia, de cuerpo escultural y ojos descarados. El apretado vestido plateado que llevaba, ceñido al cuerpo como si fuera una segunda piel, sin una arruga, no dejaba lugar a dudas sobre las exactas proporciones de su anatomía.

—Hola, Ray —murmuró—. Están esperándote.

—Lo sé. ¿Cómo estás, linda?

—Como siempre. Aquí no cambia nada.

Él le devolvió la sonrisa.

—Eso, ¿es bueno o malo?

—A veces yo también me hago la misma pregunta.

Pulsó un botón rojo y dijo con la misma voz suave e impersonal:

—El señor Savage está aquí, profesor.

—Que pase —replicó una voz por el intercomunicador.

Esta vez, el mamparo de acero se abrió sin que Ray tuviera que activar «su mecanismo con la palma de la mano.

Entró en una espaciosa oficina de muros de cristal. Vio a los tres hombres que se levantaban para recibirle y frunció el ceño, porque a uno de ellos no le conocía. Era la primera vez que se admitía a un extraño en el experimento.

El profesor Johnston estrechó su mano con calor.

—Estábamos esperándole, Savage... Venga, siéntese aquí.

El no dijo nada. Sus ojos de halcón estaban fijos en el desconocido, así que el profesor añadió:

—Creo que no conoce usted al mayor Cogan, Ray... El mayor es el presidente del Consejo de Seguridad.

—Ahora ya le conozco, mayor —estrechó también su mano con un fuerte apretón y luego dijo—: Lo qué no entiendo es qué hace un militar metido en este asunto.

—Estoy aquí como simple observador, muchacho. Por supuesto, no voy a interferir el magnífico trabajo que están realizando ustedes en todo este proyecto, pero el presidente está muy interesado en conocer detalles del mismo. Me comisionó para que me ocupara de eso.

—Francamente, no lo comprendo. Excepto el sistema y los medios por los que se consigue la traslación molecular, los saltos en el tiempo no son ningún secreto. Son del dominio público casi todas las experiencias que se han llevado a cabo.

—No todas, pero en cualquier caso, Savage, el presidente dio una orden. Y aquí estoy.

—Ya veo...

El profesor hizo un gesto como cortando la discusión.

—Al doctor Newell ya le conoce, Ray.

—Ciertamente —Savage saludó al psiquiatra que ya otras veces se había ocupado de él en las pruebas realizadas.

Johnston esperó a que tomara asiento. Manoseó los papeles que había encima de su mesa de trabajo. Carraspeó, paseó la mirada por los tres hombres sentados ante él y a! fin dijo:

—Hasta ahora, cada prueba que se realizó fue a un lapso de tiempo relativamente corto. No voy a negar que el proceso entraña considerables riesgos, mayor, y Savage lo sabe mejor que nadie. Algunos de sus compañeros murieron en las primeras pruebas. Otros, pocos, afortunadamente, nunca regresaron. Pero cada nueva experiencia nos ha permitido corregir errores y perfeccionar el proceso hasta el extremo de que, salvo accidentes imprevisibles, actualmente contamos con una seguridad al noventa por ciento.

—Quiere usted decir que aún queda un diez por ciento de riesgo de... ¿cómo diría?, accidente —rezongo el militar.

—Así es.

—Francamente, no me gustaría ocupar su puesto, Savage.

Este sonrió sin humor ante el comentario del enviado presidencial. Luego dijo:

—De vez en cuando es bueno correr algún riesgo, mayor. La vida es muy aburrida sin eso.

El profesor Johnston carraspeó, molesto por las interrupciones y comentarios.

—Mientras le esperábamos, Ray, le he contado al mayor Cogan algunos detalles del proceso —miró al militar con sus ojos de búho y añadió—: Espero que lo habrá comprendido...

—No mucho, ésa es la verdad. Usted utilizó una jerga científica de la que entendí la mitad apenas. Creo que, sintetizando, el sujeto es sometido a un torbellino nuclear que te absorbe lanzándole a una dimensión específica. En ella, la masa molecular del sujeto es trasladada a otra dimensión espacio-tiempo distinta de la que procede, y allí la traslación molecular termina y el sujeto entra en la época temporal previamente programada. ¿Es así? Johnston hizo una mueca ante lo esquemático de la exposición, pero gruñó:

—Realmente, mayor, es muchísimo más complicado que todo eso, pero creo que habrá tiempo de exponérselo con más detalles antes de que regrese a Washington. De cualquier modo, básicamente el experimento se ciñe a esas líneas que usted ha expuesto.

—¿Pueden decirme a qué resultados positivos han llegado? Me refiero al máximo de tiempo que han logrado «viajar», para llamarlo de algún modo.

—Sesenta años.

El mayor miró a Ray Savage con ojos entrecerrados.

—¿Qué sintió usted al materializarse en una edad en la que ni siquiera había nacido?

—Sería difícil de explicar... Por supuesto, se pasa muy mal durante la materialización, al salir del torbellino molecular. En ese caso concreto, uno siente una sensación extraña porque se vive en un lugar y una época que ya no existen. ¿Comprende? Uno sabe que está allí, pero al mismo tiempo «siente» que no está, que no «es» nada.

—Ciertamente, debe ser una experiencia espeluznante que no quisiera vivir a ningún precio...

—La prueba que vamos a realizar será aún más interesante...

Johnston calló, mirándoles como si quisiera asegurarse de que le prestaban la atención debida. Luego añadió:

—Esta vez trataremos de que Savage «viaje» unos cien años en el tiempo... o quizá un poco más. Ciento veinte. ¿Se atreve usted, Ray?

Este pensó en Jeannie y sus temores. Esbozó una mueca y gruñó:

—¿Por qué no?

—Hay algo más aún. De usted dependerá hacerlo o no.

Ray achicó los ojos. Nunca antes el profesor había dado tantas vueltas cuando se trataba de darle instrucciones.

—Bueno, ¿de qué se trata, profesor? Se me ocurre que está usted muy misterioso.

—En todas las experiencias anteriores, además de «saltos» relativamente próximos, fueron también a lugares igualmente cercanos, a fin de que usted sufriera las mínimas incomodidades y los menores riesgos posibles.

—¿Y qué? Es un mal trago cada vez, y supongo que para eso me pagan.

—No lo entiende. Los últimos perfeccionamientos creo que nos permiten «lanzarle» a usted a Europa, Savage.

Este notó un ligero escalofrío.

—Es un viaje muy largo —gruñó entre dientes—. Aunque supongo que lo tienen ustedes bien programado, así que no veo por qué no hemos de probarlo.

—Habrá de familiarizarse usted con el ambiente, la política y las circunstancias ambientales que reinaban en Europa en aquella época, Ray. Eso es importante, por cuanto se encontrará inmerso en una problemática extraña y distinta de la que conoce.

—De acuerdo. Me parecerá volver a mis tiempos de escuela.

—En los archivos hallara cuanto necesite, tanto en libros como en videos. El tiempo que necesite para actualizar sus conocimientos lo dedicaremos nosotros a ultimar los preparativos y conseguir ropas adecuadas para usted, así como documentación de la época. A propósito, ¿qué idiomas conoce, amigo mío?

—Francés, alemán... y ruso.

—Perfecto. Estoy seguro de que todo saldrá bien.

Savage paseó la mirada por encima de los tres personajes. Vio la intrigada expresión de la cara del militar y sonrió.

—Quizá le gustaría acompañarme, mayor... Sin duda aprendería usted historia universal in situ...

—Olvídelo. No me sometería a ese experimento ni por todo el oro de este mundo. Pero ya que hablamos de estas experiencias, hay algo que me intriga sobremanera...

—¿Yes...?

—Que sólo hayan efectuado esos «saltos en el tiempo» hacia atrás. Quiero decir, a etapas pasadas. ¿No sería mucho más interesante hacerlo hacia el futuro? Así conoceríamos cómo sería éste, cosa que se me antoja mucho más interesante.

Hubo unos instantes de absoluto silencio antes de que el profesor dijera:

—Estamos estudiando a fondo esta faceta de nuestros experimentos. Sin duda, algún día será posible la traslación molecular hacia el futuro, pero de momento ofrece algunos problemas casi insolubles, especialmente en la etapa del regreso. Pero también se solucionarán. Es cuestión de tiempo.

El mayor asintió, pensativo. Luego dijo, con voz lenta, cual si meditara cuidadosamente cada palabra:

—Adentrarse en el futuro sería, a mi entender, mucho más provechoso por cuanto nos permitiría adquirir unos conocimientos de cuanto va a suceder. ¿Entienden lo que quiero decir? Podríamos adelantarnos a los acontecimientos, rectificando lo que hubiera que rectificar en nuestro provecho.

—Usted propone variar el curso de la historia —gruñó Ray.

—De la historia futura.

—No estoy seguro de que eso fuera acertado. Lo que nosotros cambiásemos en nuestro provecho, de cada cien veces, noventa sería en perjuicio de las demás naciones.

El mayor esbozó un gesto impaciente.

—No lo creo así —dijo con la voz más tensa que hasta entonces—. Pero aunque fuera tal como usted lo vaticina, valdría la pena si era en beneficio de nuestra patria.

Savage iba a replicar, pero el profesor se le anticipó con evidentes deseos de cortar la discusión.

Dijo:

—Tomo esto nos aparta de nuestros fines, señores. Nuestra misión en todo este asunto es únicamente científica. Les ruego que no lo olviden..., por favor.

Ray se encogió de hombros.

—Lo siento —gruñó—. Creo que iré a los archivos ahora. ¿Cuándo se realizará la prueba, profesor?

—Si se considera usted en condiciones, mañana mismo aunque antes habrá de someterse al examen del doctor Newell.

—Como de costumbre —sonrió Savage—. Espero que me encuentre usted cada tornillo en su lugar, doctor.

El psiquiatra se echó a reír.

—Eso es muy problemático, Savage, porque si estuviera usted cuerdo no se sometería a esos experimentos.

—Quiere decir que estoy loco...

—Poco más o menos.

Ray sacudió la cabeza.

—Esta noche pasada, una chica dijo lo mismo y no era psiquiatra. Empiezo a pensar que tienen ustedes razón.

El médico volvió a reír. Era un hombre joven, un tanto rechoncho; de cara sonrosada y ojos vivos.

—Me pregunto a qué clase de psicoanálisis le ha sometido esa chica, Savage...

Este se levantó.

—Mucho más agradable que el suyo, doctor. Me encontrarán en la biblioteca si me necesitan.

Abandonó la estancia sintiéndose tenso y disgustado. Eso le preocupó por cuanto era la primera vez que le sucedía en vísperas de una prueba. Lo atribuyó a, la presencia del militar, y de nuevo se preguntó qué demonios llevaba entre ceja y ceja aquel hombre de mirar cauto y sombrío.

A la única conclusión a que llego fue que no le gustaba ni el hombre en sí, ni el hecho de que un militar viniera a fiscalizar lo que hasta ese momento habían sido, ni más ni menos, que experimentos única y exclusivamente científicos.

Empezaba a dudar de que en el futuro siguieran siéndolo...

—Hemos terminado.

El doctor Newell se echó atrás en la butaca y suspiró. Sus ojos azules parecían cansados.

Ray dijo:

—¿Y qué, sigo estando en forma?

—Está perfectamente para hacer ese condenado trabajo. Lo cual no es sinónimo de que esté usted cuerdo.

—Ya veo.

Savage se echó a reír. Encendió un cigarrillo y contempló al psiquiatra por entre el humo con una mirada burlona.

—Usted me intriga, doctor —comentó de pronto.

—¿Por qué?

—Está metido en este asunto hasta el cuello. Pertenece a los escasos hombres que, tienen acceso al proyecto, y sin embargo, a juzgar por su actitud, parece desaprobarlo. Da usted la sensación de que detesta su trabajo.

—Ahí se equivoca. No es mi trabajo el que detesto, sino el suyo, Savage.

—Ahora es cuando no lo entiendo. ¿Por qué el mío?

Newell suspiró.

—Porque odio contribuir a que alguien corra semejantes riesgos. Y, a veces, muera: Se lo explicaré de otro modo. Me entusiasma colaborar en el progreso de la ciencia, en adelantar paso tras paso en el triunfo de algo que ha sugestionado a toda una generación, como es este proyecto... Pero he visto morir a hombres tan soberbios como usted. Hombres física y mentalmente en óptimas condiciones y que han desaparecido en un abrir y cerrar de ojos. Cada vez que eso sucede es como si yo también muriera un poco, como si algo de mí mismo se fuera con ellos. ¿Comprende?

—Creo que sí.

—Por lo demás, este trabajo me apasiona.

—A mí también. Por eso lo hago.

Newell asintió en silencio. Permaneció unos instantes inmóvil, la mirada perdida en un punto indeterminado del enorme ventanal que ocupaba toda una pared, y al fin dijo:

—Cambiando de tema, Savage, ¿ha visto usted las ropas que habrá de llevar esta vez?

—Aún no.

—Es curioso. Por primera vez desde que empezaron las pruebas, ha tenido usted que mentalizarse para vivir una experiencia inédita, entre gentes que ya no existen, con costumbres caducas, desaparecidas también... ¿Quiere saber una cosa, amigo mío? . —Claro, adelante, doctor.

—Si tuviera valor, me gustaría ocupar su lugar en esta ocasión.

Savage sonrió.

—Hágalo. No es tan malo después de todo.

—Pamplinas, no sirvo. Pero es apasionante lo que usted va a ver, si todo sale bien. El mundo justo después de la Segunda Guerra Mundial... Europa devastada por la guerra, hundida en la miseria y el caos. Una cosa es leer lo que pasó, ver viejos noticiarios, y otra muy distinta verlo sobre el terreno... ciento veintitantos años después.

Ray asintió.

—Es cierto, doctor. Y no deja de inquietarme un poco.

—Me sorprendería que no fuera así. Es el mayor «salto» que se habrá dado jamás. Cierto que estamos aún en los albores de esta técnica, pero ciento veinte años atrás, y a Europa... es lógico que se sienta usted inquieto.

Savage sacudió la cabeza.

—No me ha comprendido, doctor. Mi inquietud no es mayor esta vez que las anteriores. Lo que me preocupa es otra cosa en relación con lo que voy a ver.

—¿Qué cosa?

—Que los hombres seguimos siendo los mismos.

Newell parpadeó. Su mirada parecía más azorada que nunca.

—¿En qué sentido?

—¿No lo comprende? Han pasado casi ciento cincuenta años desde aquella catástrofe. Han habido incontables guerras menores desde entonces. Se han sucedido los conflictos y los enfrentamientos y, poco más o menos, estamos igual. Enfrentados unos con otros, recelando y amenazando, manteniendo el equilibrio del terror para sostener una paz precaria y frágil, como si el ejemplo de aquellos casi sesenta millones de muertos no fuera suficiente para enterrar las armas de una vez por todas.

—Ya veo... Savage, es usted un idealista.

Ray rió entre dientes.

—No es eso, doctor. Únicamente que me gusta la vida.

El médico dio un respingo.

—¡Demonios! Pues la arriesga con suma facilidad.

—La mía, no la de toda la humanidad.

—Entiendo lo que quiere decir. Pero aquello no puede volver a suceder y usted lo sabe. Otro conflicto mundial sería el fin absoluto. No quedaría nada... No quedaría nadie contando con las armas de que disponen todas las naciones.

—El equilibrio del terror, como dije antes. Lo malo será que algún chiflado, alguna vez, crea que puede romperlo. De cualquier modo no es nada que esté en nuestra mano evitar, así que seguiremos ocupándonos cada uno en lo suyo con la esperanza de que, por alguna suerte de milagro, podamos llegar a viejos.

El psiquiatra se echó a reír.

—Usted tiene muchas menos probabilidades que yo de envejecer. Oiga, tráigame algún, recuerdo esta vez, Savage. Acuérdese de mí cuando esté en Europa.

—Lo haré.

Newell se levantó con gesto cansado.

—De un tiempo a esta parte duermo fatal... Bien, creo que el profesor debe estar impaciente. Vaya a verle y pruébese el nuevo vestuario. Es algo a lo que también habrá de adaptarse.

—Eso no será ningún problema.

No lo fue, realmente, a pesar de la diferencia existente entre su atuendo habitual y las ropas que le habían preparado.

Savage se vistió con la camisa, los pantalones anchos y una chaqueta gris. Tras calzarse unos zapatos que le dolían de un modo endiablado, se contempló en el espejo ante la mirada irónica del profesor.

—Ridículo-refunfuñó—. Y además, incómodo.

—¿Qué tiene de incómodo? Son ropas mucho más holgadas que las actuales...

—De eso me quejo. Sobra tela por todas partes... y esos horribles zapatos duelen como el demonio.

—Se los cambiarán, no se preocupe. ¿Qué le ha dicho el doctor?

—Lo de siempre, que estoy chiflado, pero en perfectas condiciones para ese trabajo.

—De modo que todo está bien. ¿Va a quedarse aquí esta noche?

—Creo que será lo mejor. Aún no terminé en la biblioteca.

—Trate de descansar, Savage. Mañana ya no tendrá ocasión de hacerlo, así que no desperdicie el tiempo.

—Estaré a punto, profesor, no se preocupe.

Al quedar solo, Ray paseó de un lado a otro de la estancia, habituándose a su nuevo vestuario, tan distinto del suyo habitual, hecho de material dócil y flexible, ajustado al cuerpo y mucho más fresco que todo ese complicado conjunto.

Al fin, fastidiado, se encaminó a la biblioteca pensando en Jeannie y echándole tanto de menos que por unos instantes sintió la tentación de correr a su lado. Sólo el pensar en otra despedida le hizo desistir. 

* * * 

Sentado en la oficina del Cuartel General de la Costa, el mayor Cogan acababa de transmitir su informe por el videoteléfono, con línea directa a la Casa Blanca.

La cara del presidente, en la pantalla, expresaba una viva preocupación, lo que desconcertaba al militar por cuanto nada de lo que acababa de decir era como para inquietarle.

—Mañana realizarán esta prueba, señor —añadió—. Estaré presente en ella, pero en lo tocante al futuro, de momento, no es posible la traslación molecular.

El presidente esbozó un gesto impaciente en la pantalla.

Su voz sonó también tensa cuando dijo:

—Usted se ocupará de que aceleren las investigaciones para lograrlo cuanto antes. Sin embargo, tan pronto haya presenciado usted esa prueba de mañana, Cogan, quiero que regrese inmediatamente. He convocado al Consejo de Seguridad Nacional para mañana por la noche y usted debe presidirlo.

—¿Ocurre algo que yo deba saber, señor presidente?

—Si resulta cierto el informe de una de nuestras naves de la Flota Exterior, ciertamente, ocurre algo preocupante. Detectaron una nave espacial de dimensiones gigantescas, y según parece se desplazaba a una velocidad de cincuenta mil millas por segundo... rumbo a la Tierra.

—¡Eso es imposible, señor presidente!

—El informe no admite dudas. Y están preparando unas imágenes en el Centro de Control de Vuelos. Según parece lograron filmar ese fenómeno.

—No lo creo, señor. Es imposible alcanzar esa velocidad con los medios con que contamos actualmente.

El rostro surcado de arrugas del presidente se crispó en una mueca impaciente.

—Imposible o no, quiero que esté usted aquí mañana a la noche. Por otra parte, Cogan, nadie sabe qué adelantos han logrado nuestros adversarios en materia espacial... ni de ninguna otra clase. Y ése también es un problema que quiero discutir con el Consejo.

—Muy bien, señor presidente.

—Entretanto, haga patente al profesor Johnston y su equipo mi felicitación, pero también mi interés para que, cuanto antes, dediquen todo su esfuerzo y todo el presupuesto a experimentar y conseguir el desplazamiento hacia el futuro. ¿Entendido, Cogan?

—Sí, señor.

—Eso es todo.

Sin una palabra más, la pantalla se oscureció. El mayor cerró el circuito y echándose atrás entrecerró los ojos y se quedó un buen rato inmóvil.

No creí una palabra de lo que había dicho el presidente. Pensó que éste se dejaba influenciar con demasiada facilidad. Seguramente, todo este lío de la nave gigantesca acabaría con una solicitud de nuevos créditos para la investigación espacial. Siempre acababan pidiendo más dinero. Todo el mundo quería más dinero, mayores presupuestos, fondos inagotables que nadie sabía muy bien en qué se gastaban.

Cogan soltó un juramento, levantándose. Fue hacia la puerta y salió, indiferente al saludo de los guardias que custodiaban el pasillo.

Un minuto más tarde empujaba una puerta metálica, colándose en la oficina del jefe de control de la base, el coronel Farrell.

—Estoy molido —gruñó, cerrando la puerta a sus espaldas.

El coronel sonrió. Era de una edad aproximada a la del mayor, pero estaba más curtido, con la piel tostada por el sol y el viento. También era más delgado.

—Estás anquilosado —dijo—. Esos empleos burocráticos en la capital son malos para la salud, Cogan... Mírame a mí estoy como en mis treinta años.

—Eso no lo crees ni tú mismo..., pero de cualquier modo estoy agotado. Oye, Farrell, ¿qué entiendes: tú de vuelos espaciales?

—No mucho. Excepto los vuelos que tienen relación directa con la Defensa Costera, todo lo demás depende del Centro de Vuelos Espaciales.

—¿Tú crees que alguien puede lanzar al espacio una nave gigante capaz de volar a cincuenta mil millas por segundo? En el espacio exterior, naturalmente.

—Por supuesto que no. No existen ni materiales ni sistemas de impulsión capaces de lograr estas marcas.

Cogan gruñó entre dientes.

El coronel indagó:

—¿De dónde has sacado esa idea?

—Yo no la saqué de ningún sitio. Alguien la ha metido en la cabeza del presidente.

—¿Y lo ha creído?

Cogan se encogió de hombros.

—Eso no lo sé. Pero por lo menos está preocupado. Aunque, después de todo, es un hombre que nunca sabes lo que piensa en realidad. Sin embargo, me inclino a pensar que algo debe creer de todo esto cuando ha convocado al Consejo para mañana noche.

Farrell hizo una mueca despectiva.

—¿Sabes una cosa, Cogan? No te envidio el cargo. En absoluto. Deberías solicitar un puesto aquí, una plaza activa. Puedo asegurarte que te sentirías mucho mejor.

—No sé... Tal vez algún día me vea forzado a hacerlo. Pero de momento hay demasiados problemas sin resolver en Washington para que me eche atrás. Sería como una deserción. ¿Entiendes?

—Francamente, no. Pero nunca supe gran cosa de alta política, Cogan. —Se echó a reír y añadió—: Por eso vivo mucho más tranquilo que tú.

Cogan le miró con los ojos entrecerrados. Se preguntó si realmente su antiguo compañero de armas era tan ingenuo y desinteresado como quería aparentar.

Soltó un gruñido y lo dejó correr.

—No sé si te envidio o no —dijo de mal humor, levantándose de la incómoda silla—. He de volver con esos pozos de ciencia del Centro de Investigaciones. Ahí también tengo un buen problema.

—¿Cuál?

—Es algo complicado. Ya te veré otra vez antes de mi regreso a Washington, Farrell.

El coronel se encogió de hombros cuando se cerró la puerta detrás del mayor. No sentía ninguna simpatía por él, a pesar de su actitud. En realidad, detestaba a los políticos, y para él Cogan, a pesar de su uniforme, era un político, no un militar.

Dejó de pensar en todo eso y, con un gesto de fastidio, reanudó su trabajo. 

El mayor miró con curiosidad las instalaciones del laboratorio de experimentación. Era la primera vez que entraba allí y todo era nuevo para él, un profano en materia científica.

Las complicadas instalaciones relucían bajo la luz tamizada que parecía surgir de los muros. Y en un amplio panel parpadeaban incontables bulbos de distintos colores, junto a cientos de pulsadores y clavijas negras. Era un decorado que le impresionó.

El profesor Johnston dijo:

—Es usted el primer hombre ajeno al proyecto que entra aquí, mayor.

—Lo sé, y les agradezco esta confianza. De todos modos creo que un extraño que se colara con ánimo de espiar no sacaría mucho en claro de todo esto.

—Dependería de su preparación —gruñó el doctor Newell.

—Sí, naturalmente...

Raymond Savage terminó de ajustarse un grueso reloj de pulsera. En realidad, el reloj y la pulsera eran algo más que lo que indicaba su apariencia. De los diminutos y delicados mecanismos que encerraban dependería su vida y el regreso al tiempo actual.

Tenía un curioso aspecto vestido con las ropas que estuvieron de moda ciento, treinta años atrás. A pesar de haber sido confeccionadas a su medida, a Ray se le antojaba que le colgaban por todas partes.

—Bien —dijo—, cuando quiera, profesor.

Newell se acercó a él y estrechó su mano.

—Le deseo toda la suerte del mundo, Savage. Y acuérdese de traerme un souvenir...

Ray asintió en silencio. El profesor carraspeó y señalando una butaca alejada del panel ordenó:

—Usted, mayor, acomódese ahí... Podrá verlo todo sin interferir nuestro trabajo. Y usted, doctor, ya sabe...

—No se preocupe por mí.

Savage paseó su mirada irónico por las caras preocupadas de los tres hombres. Sonrió y dijo:

—Tienen caras de funeral, caballeros, y quien va a jugarse la cabeza soy yo en esta ocasión v

El profesor soltó un gruñido de disgusto.

—Celebro su firme estado de ánimo, Savage, pero le ruego que no olvide ninguna de las instrucciones.

—Por la cuenta que me tiene...

—Y no corra riesgos inútiles. Si surge cualquier dificultad, establezca el circuito de retorno inmediatamente. ¿Entendido?

—Entendido, profesor. Se me ocurre que está usted más nervioso que yo.

Un nuevo gruñido del científico fue su respuesta.

Savage se encaminó hacia un extremo del laboratorio, donde convergían un laberinto de tubos flexibles y brillantes. Bajo ellos, había lo que a Cogan se le antojó una enorme burbuja de cristal suspendida encima de una plataforma circular de la que se desprendía un brillo opaco.

El mayor vio a Savage colocarse de pie encima de la plataforma. Johnston había ido a sentarse ante el tablero de controles, al lado del doctor, y tenía la cabeza vuelta hacia donde Savage esperaba.

Este hizo un gesto de asentimiento. Inmediatamente, la gran burbuja transparente descendió poco a poco, encerrando en su interior al hombre que iba a vivir la extraordinaria experiencia de sumergirse en un pasado que ya era historia.

A su pesar, el mayor Cogan contenía el aliento, tenso ante lo que se avecinaba. Al mismo tiempo, deseaba captar la mayor cantidad de detalles posibles para exponérselos al presidente cuando le diera cuenta de lo que había presenciado.

Vio a Ray Savage rígido dentro de su cárcel de cristal. En su rostro no se reflejaba nada. En cualquier caso, una cierta expectación.

Entonces, mientras estaba mirándole, vio cómo la maraña de tubos brillantes vibraban suavemente. Uno de ellos adquirió una viva tonalidad amoratada, y otro se puso blanco de luz y en ese instante descubrió que el cuerpo de Savage se ponía tenso, al tiempo que dentro de la burbuja parecía encenderse una luz azulada, como siluetando el atlético cuerpo del hombre.

La silueta azul se hizo más densa. El resplandor inundó el laboratorio mientras sonaba un leve zumbido en alguna parte y en aquel instante Cogan estuvo a punto de lanzar un grito de asombro, porque el cuerpo de Savage parecía de cristal...

Y de repente, con el cenit de las luces cegándole, ya no vio el, cuerpo del hombre.

Savage había desaparecido del interior de la burbuja.

El zumbido cesó bruscamente. Las luces, con sus vivísimos colores, aún siguieron cegándole unos instantes más y después fueron amortiguándose despacio, perdiendo el brillo y el color hasta apagarse como en un proceso a cámara lenta.

El mayor descubrió que estaba ahogándose y respiró profundamente. Las manos le temblaban y sentía un agudo dolor en las sienes, quizá debido a la tensión de aquellos asombrosos instantes vividos.

Cuando recobró la consciencia de lo que le rodeaba, vio que el profesor y Newell estaban mirándole muy interesados.

El psiquiatra esbozó una forzada sonrisa.

—¿Se encuentra usted bien? —indagó el médico.

—No lo sé.

Volvió a mirar hacia la burbuja de cristal, que ahora se elevaba de nuevo hasta detenerse en su posición inicial.

Oyó al profesor, pero no prestó atención a lo que estaba diciendo.

—¿Ha salido bien? —balbuceó.

—Esperemos que sí.

—Pero él... Savage...

—No le ha sucedido nada desagradable. Todo va bien, de lo contrario la computadora acusaría la anomalía. Tranquilícese, mayor.

Newell dijo, sonriendo:

—A mí me sucedió igual la primera vez que asistí a esa prueba. Creo que incluso me quedé sin habla unos minutos.

Cogan les contempló alternativamente.

—Parece algo tan fácil... ¿saben ustedes dónde está ahora?

—¿Savage?

Asintió.

—El torbellino molecular debe estar a punto de depositarle donde él eligió: en Berlín.

—¿Cómo sabrán ustedes si la experiencia ha resultado un éxito? Quiero decir, ¿cómo sabrán si él llega a destino?

—Lo sabremos, y usted lo verá igualmente, mayor. Fíjese en esa pantalla oscura... Cuando se ilumine con una luz verde indicará que Savage se ha materializado sin novedad en el punto de destino. Si la luz fuera amarilla, el experimento habría fracasado.

—¿Y Savage...?

—Estaría muerto.

—Ya veo.

Esperaron. Cogan deseaba formular decenas de preguntas, pero no se atrevía a romper el extraño hechizo que parecía haberse adueñado de todos ellos en la tensa espera del resultado final de la prueba.

Al fin, silenciosamente, la pantalla se iluminó con una viva luz verde. Johnston no pudo evitar un profundo suspiro de alivio, al igual que Newell.

Cogan barbotó:

—¡Lo consiguieron! Ha salido bien...

—Ciertamente. Savage está en algún lugar de Berlín, ciento veinte años atrás, seguramente contemplando la devastación de la ciudad, las montañas de ruinas y el caos que siguió a la caída de la ciudad en manos de los rusos.

El mayor sentía la garganta seca. Hubiera dado cualquier cosa por un buen trago, pero se abstuvo de mencionarlo. En lugar de eso gruñó:

—Hablé con el presidente y me encargó felicitarles en su nombre. Pero insistió en que deben concentrar ustedes sus esfuerzos en lograr el salto al futuro, profesor. Dijo que todo el presupuesto asignado a este centro debe estar canalizado hacia ese fin... y estoy autorizado a anunciarles que dicho presupuesto podría ser aumentado si hubiera la posibilidad de adelantar las pruebas al futuro.

Johnston se encogió de hombros.

—Podemos acelerar las investigaciones, pero dígale usted al presidente que por mucho que perfeccionemos, no es nada que ofrezca unas perspectivas... digamos, inmediatas. Necesitamos tiempo, mucho tiempo.

—¿Cuánto?

—No sé, hay facetas de las investigaciones que no dependen de mí, sino del resto del equipo. Habría que consultarles. Pero no olvide usted que, por muy rápidamente que solucionásemos los problemas, no podríamos experimentar con un ser humano hasta dentro de un par de años.

Cogan dio un respingo.

—Demasiado tiempo —gruñó—. Eso no va a gustarle al presidente. Están invirtiéndose muchos millones de dólares en estos trabajos, profesor...

—No es sólo cuestión de dinero, sino de técnica, mayor. De perfeccionar una y otra vez los mecanismos ya probados decenas de veces. Y, luego, las pruebas con conejillos de Indias, animales cada vez de mayor tamaño y peso, hasta estar razonablemente seguros de que un hombre resistirá la prueba.

Antes de que el militar pudiera decir una palabra, Newell añadió con voz ronca:

—¿Sabe usted cuántos voluntarios como Savage murieron antes de que el viaje al pasado fuera un éxito?

—No, pero...

—¡Nueve! Nueve hombres sacrificados. Y aparentemente todo estaba a punto. La experiencia había salido bien con animales nueve de cada diez veces en que se había probado.

—Eso es cierto —terció el profesor, sombrío—. Sin embargo, con los primeros hombres falló. Hubo que replantearse de nuevo todo el proceso... Nueve hombres desaparecidos. Hombres tan fuertes, animosos y sanos como Savage. Jamás admitiré pasar por otra experiencia semejante.

Cogan estaba mirando la pantalla, donde la luz verde se apagaba poco a poco hasta dejar el fondo oscuro como estuviera antes de la prueba.

Newell dijo:

—Savage se vale de sus propios medios. No volveremos a saber de él hasta que decida volver. ¿Prefiere quedarse usted estas primeras horas, profesor, o quiere que me ocupe yo del control?

—Yo me quedaré. Supongo que si Savage tiene algún problema grave habrá de ser en esas primeras horas, de modo que prefiero estar aquí.

—De acuerdo, vendré después de comer y podrá salir usted entonces. ¿Me acompaña, mayor?

Cogan titubeó, pero aquello, más que una invitación, era casi una orden, de manera que abandonó el laboratorio sintiéndose disgustado consigo mismo.

Se preguntaba qué podría decirle al presidente. Y al mismo tiempo no estaba muy seguro de que no hubiera que obligar a esos científicos por otros medios a acelerar sus trabajos, porque era vital obtener cuanto antes la posibilidad de adentrarse en el futuro.

Un futuro casi inmediato, pero futuro al fin y al cabo.

Refunfuñando, siguió al doctor Newell hasta el exterior. Allá fuera, bajo el brillante sol, se preguntó si en el lugar donde Savage se encontraba, brillaba también ese mismo sol.

Eso también era un misterio.

Algo había fallado.

Ray Savage miraba con ojos asombrados la inmensa avenida flanqueada de grandes edificios de barroca arquitectura, los millares de gallardetes que flameaban en todos los postes del alumbrado a ambos lados mostrando la cruz gamada sobre fondo rojo o blanco.

No había ni el menor rastro de ruinas por ninguna parte, y tampoco la gente que circulaba apresurada, todos en una misma dirección, tenían trazas de haber perdido la peor guerra de todos los tiempos.

Parado junto a un seto, Savage trató de comprender lo que pudiera haber sucedido.

Estaba en Berlín, de eso no cabían dudas. De no ser así, habría que pensar que todo el proyecto estaba equivocado, que más allá de cierta distancia era imposible controlarlo...

Pensó que, de cualquier modo, estaba en Alemania, únicamente faltaba averiguar en qué año y en qué circunstancias.

Instintivamente, echó a andar en la misma dirección que la mayoría. Al mismo tiempo constató que sus ropas no se diferenciaban de las que vestían los hombres que contemplaba.

Hombres y mujeres hablaban con inusitada animación. De vez en cuando descubría los grisáceos uniformes de los militares. ¿Cuánto tiempo atrás había saltado?

En una esquina vio un puesto de venta de periódicos y se detuvo, entre la riada de gentes que pasaban por su lado.

Había impresionantes montones de periódicos, pero encima de todos, ellos, dos cabeceras saltaron a su mirada estupefacta: 

Vlkischen Beobachter y Das Reich. 

Apenas podía creerlo. Eran los órganos oficiales del partido nazi de Hitler, y había leído infinidad de datos sobre ellos y muchos otros en su reciente estancia en la biblioteca.

Leyó la fecha: 

6 de junio de 1939. 

Notó un escalofrío. Había retrocedido en el tiempo mucho más de lo programado, pero era incapaz de imaginar qué era lo que había fallado en todo el complicado proceso de traslación molecular.

La anciana que cuidaba del puesto de periódicos levantó la cara mirándole intrigada. Savage esbozó un gesto y se alejó antes que le preguntara nada.

Empezaba a preocuparse, porque no ignoraba la situación de Alemania en esa época de euforia, previa al estallido de la guerra. Era todo un problema el que tenía planteado.

Dobló una esquina, cruzándose con un grupo de oficiales militares, con sus vistosos uniformes en los que campeaban las siniestras iniciales que sembraron el terror en Europa: SS, junto a la calavera de plata.

La riada humana a la que seguía parecía llevar una dirección muy concreta. Savage miró en torno y vio a una pareja de ancianos a corta distancia.

Acompasó sus pasos a los del matrimonio y esbozó un breve saludo.

El viejo le miró de soslayo.

La mujer dijo:

—¿Usted también quiere verlos, no es verdad?

—Claro.

—¿Cómo se llama, hijo?

Tras un titubeo, y recordando los documentos que llevaba en el bolsillo, Savage murmuró:

—Albert... Albert Heindel.

Con voz gruñona, el viejo barbotó:

—Hemos esperado demasiado... el Lutsgarten estará abarrotado de gente y no veremos nada. Te lo advertí, pero a mí nadie me hace caso.

Savage hubiera querido preguntar qué era eso del Lutsgarten, y qué iba a pasar allí, pero temió delatarse y se limitó a seguir los pasos de la pareja.

Les oyó que discutían agriamente entre ellos. De pronto, la mujer le espetó:

—¿No es usted militar, Albert?

—¿Qué? Este... no.

—No hagas tantas preguntas, mujer —rezongó el viejo.

Una columna de coches negros, llenos de hombres uniformados, les adelantó velozmente. La gente se volvía a mirarlos.

De las ventanas colgaban grandes lienzos en los que campeaba la cruz gamada. Todo el ambiente era de fiesta, pero Savage continuaba intrigado:

—Esos llegarán antes que nosotros —se quejó el anciano, señalando los coches negros.

—Ya estamos cerca, papá —dijo la mujer, con tono conciliador. ; Al fin, Ray decidió arriesgarse.

—Acabo de llegar a la ciudad, así que ignoro qué se celebra en el Lutsgarten. ¿De qué se trata?

Los dos le miraron asombrados.

—¿De veras no lo sabe?

—¡Si todo el mundo habla de eso! —estalló el viejo.

Él se encogió de hombros.

Después, con un suspiro, la mujeruca murmuró con tono reverente:

—Veremos al Führer, joven. Y a sus generales... Estarán allí todos. Que extraño que no sepa usted...

—Ya les dije que acabo de llegar a Berlín.

—Bueno, bueno.

—¿Hitler estará en el Lutsgarten?

—Naturalmente. Y habrá un desfile... el desfile de la Legión Cóndor, y de las tropas que les han dado la bienvenida.

—La Legión Cóndor...

Savage buceó en su memoria buscando lo que había leído y visto en la biblioteca del Centro de Investigaciones.

El viejo gruñó:

—¿Tampoco sabía que habían regresado hace unos días al puerto de Hamburgo?

—Oh, por supuesto que sabía eso... Lo publicaron todos los periódicos.

—Bueno, pues hoy van a desfilar delante del Führer. Y si no nos apresuramos no veremos nada —terminó con su voz gruñona.

Ray continuaba intentando localizar en su memoria lo que significaba la Legión Cóndor. Algo había leído, aunque no le prestase demasiada atención. Algo de...

—¡España! —exclamó, estupefacto.

Los ancianos le miraron más asombrados que nunca.

—¿Qué le pasa? ¡Claro que vienen de España! Han peleado allí hasta ganar la guerra—le amonestó el viejo. Oyéndole, uno podía pensar que esa Legión era la que, ella sola, había ganado una guerra en un lugar llamado España...

Savage contuvo a duras penas su curiosidad. Ahora, de todos modos, los recuerdos de lo que había leído fluían con más claridad.

Pero aunque no hubiera sido así, el anciano añadió:

—Son las mejores, tropas del mundo, joven. Han ganado la guerra de España contra el comunismo y no han tenido apenas bajas... —La mujer le rectificó:

—Trescientas —dijo con un temblor en la voz—. Trescientos muertos, papá.

—¿Y qué son trescientos muertos en una guerra? Nada, significan nada. ¿No es verdad, joven?

Savage le miró con el ceño fruncido.

—Si sólo hubiesen sido esos trescientos —gruñó—, realmente no significarían gran cosa.

—¿Qué quiere decir, que no es verdad lo que dijeron los periódicos, y la radio?

—Oh, por supuesto que es verdad.

No quiso seguir discutiendo. Pensaba en los millones de muertos que ya se cernían sobre el destino de la humanidad. Los millones de muertos de los que ya no quedaba ni el polvo...

De pronto descubrió la inmensa multitud y contuvo el aliento. Las gentes se apelotonaban a lo largo de la avenida, y en torno a la gran plaza. Largas colgaduras negras pendían cubriendo los muros, con la gigantesca cruz gamada en el centro de todas ellas.

Más allá de la multitud, perfectamente formados, millares de soldados con casco de acero permanecían rígidos como estatuas, prontos a iniciar el desfile.

Los dos ancianos empezaron a forcejear con la gente abriéndose paso. Ray les siguió, oyendo las protestas y gruñidos a su alrededor.

De cualquier modo, se encontró casi en primera fila, delante de una tribuna espaciosa y blanca, cubierta con un toldo rojo también adornado por la siniestra cruz gamada.

La tribuna estaba dividida en tres zonas. Una, central, abierta y desierta en aquellos momentos. A ambos lados, dos zonas reservadas estaban protegidas por una barandilla de madera y estaban ya llenas de militares de alta graduación. Le pareció que no todos ellos eran alemanes ni mucho menos, porque en medio de los negros uniformes de las SS había otros de color caqui, aunque todos tenían algo en común: la profusión de condecoraciones prendidas en la guerrera.

Sonaban músicas militares, y voces de mando aquí y allá que se alzaban por encima del rumoreo de la multitud.

Inopinadamente sonó un clarín. La multitud enmudeció y un gran silencio cayó sobre los cientos de miles de hombres, mujeres y soldados.

En la zona central de la tribuna hubo un ligero movimiento. Savage no apartaba la mirada de la oscuridad del fondo de la tribuna, allí donde no alcanzaba la luz del sol.

Así vio aparecer al hombrecillo vestido de uniforme pardo, rodeado de generales, altos oficiales de marina ,y sombríos oficiales de escolta.

Hitler había llegado.

Savage le vio levantar el brazo con su conocido saludo. Un rugido brotó de la multitud, y el trueno de los aplausos duró una eternidad.

Conocedor de la historia, de lo que había sucedido, Savage se preguntó qué habría tenido aquel hombre de apariencia frágil para llevar el, mundo a la catástrofe que costara casi sesenta millones de muertos. Le parecía increíble...

Los aplausos se acallaron al fin. Las voces de mando resonaron como trallazos y los marciales hombres de la Legión Cóndor iniciaron el desfile delante de su Führer.

Sin ninguna duda eran una perfecta máquina de guerra. Savage estaba igual que hipnotizado. Pasaban hombres y hombres de uniforme, y se alzaban gritos y aplausos para aquellos soldados que venían de combatir en una guerra que, ahora él lo sabía, fue sólo el preludio del holocausto que vino después.

Sacudió la cabeza, como queriendo librarse de los sombríos pensamientos que le atosigaban. Entonces su mirada cayó en la tribuna que había a la derecha de Hitler. También estaba llena de militares, pero los de la primera fila vestían un uniforme muy diferente de los demás. Guerreras caquis, anchos correajes y aún más anchas bandas cruzándoles el pecho con los colores amarillo y rojo, y terminadas por vistosas borlas más abajo del cinto.

—Generales españoles —dijo el viejo, viendo lo que estaba mirando—. El más delgado estaba fotografiado en el periódico... Se llama de un modo raro... Queipo de Llano o algo así. Los otros no sé quiénes son.

Savage apartó la mirada, disgustado. Sentía un extraño vacío en su interior. Sabía que estaba allí, presenciando un breve episodio de lo que ya era historia. Y sin embargo, «sabía» que no era nada, que estaba viviendo algo semejante a un sueño y que él «no era» una parte de la historia que tenía ante los ojos, porque en aquella época ni siquiera había nacido.

Y, ahora, toda esa gente, esos hombres y mujeres, y esos soldados fuertes y arrogantes estaban muertos.

Oyó un sordo murmullo entre la multitud y levantó de nuevo la mirada.

Ante él pasaba una sección de soldados enarbolando cada uno de ellos un rótulo blanco rodeado por una corona de laurel. En cada rótulo había un nombre.

Trescientos rótulos.

Trescientos nombres.

Trescientos muertos.

El viejo se había quitado el sombrero y murmuró:

—Los nombres de los que murieron en España, mamá.

Savage le observó con profunda piedad. Estuvo tentado de decirle que en medio de casi sesenta millones de muertos, de cadáveres, nadie recordaría jamás a esos trescientos.

Empezó a retroceder después de dedicar una última mirada, a Hitler y sus generales. No se despidió de los ancianos. Temía delatarse si daba rienda suelta a los sentimientos que le inspiraban, así que se abrió paso entre la multitud y no respiró en paz hasta hallarse solo, caminando por una calle desierta con las aceras bordeadas de grandes y frondosos árboles.

No se cruzó con nadie durante un buen rato, y hasta que estuvo muy lejos del Lutsgarten no vio a una pareja abrazados al amparo de una esquina.

Por lo menos, aquellos dos jóvenes no pensaban en la guerra, ni en desfiles militares ni en muerte.

Y, sin embargo, también ellos estaban muertos.

No pudo evitar mirarlos un buen rato mientras se alejaba. No le hicieron el menor caso y él siguió su camino incierto, cabizbajo, pensativo.

No podía librarse de una tremenda preocupación, tanto por lo que estaba viviendo, como por el hecho de haber «saltado» muchos más años de los programados. Eso indicaba que algo no funcionaba como debiera.

De repente le asaltó otra idea mucho más inquietante aún; la de que en el regreso pudiera suceder algo semejante, con lo cual nunca más volvería a su verdadera época. Nunca más vería a Jeannie.

Y, con toda seguridad, moriría.

Maldijo entre dientes y entonces descubrió que avanzaba por una calle ancha, con tiendas y bares abiertos, y gente vocinglera, y militares, y policías por todas partes.

Atravesó la calle y entró en Una cervecería.

Le detuvieron aquella noche.

Más tarde, Savage pensaría que hubiera podido eludirlos fácilmente, pero cuando los policías de paisano le detuvieron no hizo apenas nada por evitarlo, quizá porque de ese modo daba tiempo a la muchacha.

Aunque eso tampoco lo comprendía muy bien, porque lo que él trataba de evitar, de cambiar, era algo que ya sucediera hacía más de un siglo de modo que si había sucedido él era incapaz de cambiarlo.

De cualquier manera, había cenado en un pequeño restaurante de la Tegelerplatz, escuchando las voces entusiastas de todos cuantos hablaban del reciente desfile, de las palabras de Hitler y del poder del nuevo ejército alemán.

La euforia era total entre la población. Savage era incapaz de comprender cómo pudo fanatizarse a todo un pueblo hasta ese extremo.

Salió del restaurante cuando ya era noche cerrada. Las calles estaban brillantemente iluminadas y la temperatura era suave y cálida. Las gentes iban y venían sin prisas en esas primeras horas nocturnas, ajenos a la catástrofe que ya se gestaba en Europa.

Ray Savage comenzó a pensar en un lugar para pasar la noche. No quería regresar aún. Era fascinante esta aventura en que estaba inmerso y quería captar un poco más de lo que fuera Alemania en esos meses anteriores al estallido bélico.

Fue al doblar una esquina cuando la muchacha se precipitó contra él, con tanto ímpetu que por poco no le tiró de espaldas.

No la había oído llegar, a pesar de que corría como el viento. Procedía de una calle más oscura y calzaba zapatillas, de modo que más que correr parecía volar impulsada por el pánico.

Savage trastabilló, sujetándola al mismo tiempo.

—¡Eh! ¿Qué le pasa, está loca?

Ella levantó la mirada. Era muy joven, apenas tendría dieciocho años. Estaba tan pálida que él se estremeció, impresionado también por el pánico que desbordaba de sus ojos desorbitados.

—¡Suélteme! —jadeó.

—¿Qué ocurre, por qué corrías de ese modo?

—¡Suélteme, por favor! Ellos...

—¿Quiénes?

La muchacha susurró con voz ahogada:

—¡Gestapo!

—¿Te persiguen?

—¡Sí, sí!

Trató de librarse de las manos de él, histérica de miedo.

A lo lejos, Savage oyó voces secas, rotundas, y el ruido de pasos.

—¿Por qué?

Ella consiguió soltarse. Le miró por última vez y jadeó:

—¡Son asesinos...!

Y echó a correr.

Savage la vio perderse más allá de la esquina, apenas una sombra fugaz en alas del terror.

Entonces oyó los pesados pasos mucho más cerca, y una voz gutural que daba órdenes como pistoletazos. Reanudó su camino sin apresurarse. Supo que no podría esquivar a los perseguidores de la muchacha, y si echaba a correr a su atraería sobre sí la atención de los hombres de la temida policía política.

Así que caminó casi toda la manzana de casas antes de que los dos hombres aparecieran de golpe ante él, grandes, vestidos de oscuro, furiosos por haber sido burlados por una chiquilla.

—¡Eh, usted, párese ahí! —le gritaron. Savage se detuvo. Cuando se aproximaron vio las grandes pistolas Lüger en sus manos y permaneció muy quieto.

—¿Qué ocurre? —dijo con forzada, calma.

—¿Ha visto correr a una mujer?

—Sí.

—¿Por dónde se fue?

Él se volvió. Señaló la esquina por donde la joven había desaparecido hacia la izquierda y explicó:

—Dobló hacia la derecha, por la esquina... Corría como un gamo.

Uno gruñó:

—¡Bueno...!

Y reanudó la carrera.

El otro se dispuso a seguirle, pero de repente gruñó:

—¡Sus documentos, rápido!

—¿Por qué? No sé nada de esa mujer, solo la vi correr.

El policía le empujó contra la pared y gritó:

—¡Hans!

Savage golpeó de espaldas contra el muro, y empezó a preocuparse.

—¡Hans ven aquí! —rugió el policía de la Gestapo.

Savage oyó detenerse al otro, ya casi en la esquina. Un nuevo rugido de su compañero le decidió a volver atrás.

—¿Qué pasa, quién es ése? —rezongó, jadeando.

—Eso quiero saber. Vigílalo.

Savage no opuso resistencia al registro. Sólo cuando vio sus falsos documentos en las manos de aquel hombretón supo que estaba perdido.

Lo comprendió con la velocidad del rayo, como un chispazo, y cuando ya era demasiado tarde para hacer nada.

El policía retrocedió unos pasos, buscando la luz del farol más próximo. Le vio examinar los documentos, le oyó exclamar algo, incrédulo y asombrado, mientras les daba vueltas entre los dedos.

Después, cuando regresó junto a la pared, exclamó:

—¿Cómo te llamas?

—Albert Heindel.

—De Hamburgo...

—Sí.

—¿Qué pasa? —indagó Hans.

—No lo sé, pero nada bueno para él. Sus documentos están extendidos por un Comité Aliado de Ocupación. ¿Qué te parece?

El otro no dijo nada, se limitó a mirar a Savage con asombrado estupor.

—Rápido ¿qué significan esos papeles? ¡Contesta!

Ray sabía que no tenía escapatoria. Habían querido hacer las cosas tan bien que se les había ido la mano. Los documentos hubieran sido válidos si ése fuera el período posterior a la guerra.

El policía que aún conservaba los papeles en la mano izquierda volteo la derecha y le abofeteó.

—¡Responde! ¿Qué documentos son ésos, qué significan, qué es ese Comité?

Savage se acarició la mejilla.

—Temo que es difícil de explicar —gruñó—. No lo entenderían.

—Claro, claro, somos idiotas, no lo entenderíamos. Bueno, echa a andar. Ya te harán hablar.

Hans barbotó:

—¿Y la chica?

—¡Al infierno con ella, ya la cazaremos más tarde! Este tipo es más importante.

Le empujaron acera adelante, vigilándole, soltando de vez en cuando una sarta de insultos.

Savage indagó:

—¿Adónde me llevan?

—A la jefatura. Allí te harán hablar.

No volvió a despegar los labios en todo el camino. 

* * * 

El hombre sentado al otro lado de la mesa manoseó los documentos que había examinado durante largo tiempo. Levantó la mirada y la clavó en la cara tranquila de Savage.

—Bueno, explíquese. ¿Qué significa esto, estos papeles?

—Ahí está la dificultad. Si le digo la verdad, no me creerá y encima dirá que estoy loco.

El hombre suspiró. Era de corta estatura, robusto y de cara rojiza. Sacudió la cabeza, como si lamentara profundamente el comportamiento de su prisionero.

—Bien, quise darle una oportunidad y usted la desaprovecha. Aquí tenemos métodos para hacer hablar a hombres mucho más tercos que usted. Personalmente los detesto, pero son necesarios. Usted va a pasarlo muy mal.

Savage, de pie juntó las manos y gruñó:

—Conozco sus métodos. Todo el mundo los conoce.

—Ahí se equivoca... sólo los conocen los que han padecido la experiencia. Y muchos de ellos están muertos, ¿sabe usted?

Los dedos de Savage hurgaron suavemente en el reloj.

—Voy a decirle algo, aunque usted no crea ni una palabra de cuanto oiga...

—Empiece por esos documentos. ¿Qué es ese Comité de Ocupación?

—Eso es parte de la historia. En realidad, después de la guerra, las potencias ocupantes de Alemania extenderán... o extendieron esa clase de documentación para control de los desplazados.

El hombre casi se levantó, estupefacto. Inclinado hacia adelante, dijo, incrédulo:

—¿Usted dijo que le tomaríamos por loco? ¡Pero, hombre, si está pidiendo a gritos una camisa de fuerza! ¿De qué guerra habla, quién va a ocupar Alemania?

—Los Aliados.

—Ya veo... O pretende burlarse de mí, o tiene la estúpida pretensión de que, tomándole por demente, pueda escabullir sus responsabilidades. De cualquier modo, acabará confesando sus intenciones y qué pretendía al exhibir unos papeles absurdos como éstos.

Savage separó las manos.

Dijo con voz tranquila:

—Alemania perderá la guerra. La perdió, para ser exactos, pero eso es imposible que usted lo comprenda. El caso es que la perderá, y será ocupada por las potencias aliadas, incluida Rusia. Es cuanto voy a decirle..., excepto que esta clase de documentación fue la que extendieron los Aliados de mutuo acuerdo inmediatamente después de dividir Alemania en dos, y Berlín en cuatro sectores de ocupación.

El hombre de cara rojiza se echó atrás en el sillón; Sus ojillos no se apartaban de la cara de Savage. Estaba desconcertado. Pero también furioso, más furioso a cada minuto que pasaba, por cuanto estaba convencido que lo único que su prisionero pretendía era burlarse de él, todo un comisario de la Gestapo.

—De acuerdo —gruñó—, continúe con esa actitud, ya le harán cambiar de tono. Nadie ha resistido hasta ahora los interrogatorios realizados por nuestros expertos.

Savage sacudió la cabeza.

—Ojalá pudiera usted entenderlo...

Se inclinó sobre la mesa. Encima de unos papeles había una insignia con la cruz gamada rodeada por una corona de laurel. La tomó entre los dedos y dijo:

—El doctor se entusiasmará con eso... si logró entregárselo.

—¡Eh, deje mi condecoración donde estaba!

Con un gesto brusco, Savage giró la esfera del reloj, se guardó la insignia en un bolsillo y entonces sonrió.

—No se mueva, amigo... Va a ver algo que nunca soñó.

El hombre soltó un juramento. Tendió la mano y pulsó un botón negro que había en un ángulo de la mesa.

—¡Voy a ordenar que le arranquen la piel a tiras!

Savage no replicó. Estaba muy quieto, mirándole,

El hombre rechinó los dientes y volvió a pulsar el botón negro.

En torno a Savage surgió un leve halo azulado, como si se desprendiera de sus ropas.

El hombre abrió la boca, estupefacto.

La luz azulada se intensificó, más brillante a cada segundo. Luego, la luz semejó un estallido blanco que inundó toda la oficina en el instante en que se abrían las puertas y aparecían dos agentes de uniforme.

Ninguno atinó a decir una palabra. El cuerpo de Savage semejaba una llama de luz blanca.

El hombre de cara rojiza levantó una mano que temblaba y lo señaló, boqueando, incapaz de hablar. Los guardias comenzaron a buscar las armas que llevaban al cinto, pero no estaban muy seguros de lo que podrían hacer con ellas.

Y en aquel instante, mientras el hombre aún boqueaba intentando hablar, dar órdenes, sólo quedó la luz extinguiéndose poco a poco y ellos se miraron entre sí, incapaces de asimilar lo que acababan de ver.

De Ray Savage no quedaba el menor rastro.

—El pobre tipo se llevó un susto de muerte —terminó Ray, aún mareado—. Pero fue la única manera de evitar más complicaciones, porque corría el riesgo de que me quitasen el reloj.

El profesor Johnston estaba muy pálido.

Con voz ahogada murmuró:

—No comprendo que pudo fallar... Habrá que volver a verificar toda la teoría, comprobar cada uno de los procesos del torbellino nuclear, porque el fallo tiene que residir en él. ¿Se da cuenta de que pudo usted haber muerto, Savage?

—Ya lo pensé.

El doctor Newell rezongó:

—Hay que suspender todas las pruebas hasta obtener el cien por cien de seguridad.

—A propósito, doctor... Me acordé de usted.

Savage extrajo del bolsillo la condecoración arrebatada al comisario de la Gestapo y la depositó sobre la mesa. Newell la miró asombrado.

—Pertenecía a un jefe de la Gestapo. Tal vez se la concedieran por su efectividad al despedazar a sus prisioneros... de cualquier modo, ahora es suya, doctor.

—No puede imaginar cuánto se lo agradezco.

La tomó y estuvo examinándola un buen rato, absorto ante aquella pieza siniestra que había llegado a través del tiempo.

De pronto indagó:

—¿Qué sintió usted, Savage?

—¿Cuándo?

—En todo el proceso. Cuando se encontró en Berlín fuera del tiempo programado, por ejemplo.

—Preocupación, naturalmente. Y temor, porque pensé que si también estaba equivocado el proceso de regreso nunca más volveríamos a discutir ustedes y yo... porque estaría muerto.

—Lógico. ¿Y cuándo vio a Hitler?

—Eso es más complicado. Incredulidad, ira, admiración tal vez.

—Admiración... ¿por qué?

—Un cualquiera no hubiera podido fanatizar a un pueblo hasta semejante extremo, doctor. Yo vi el entusiasmo de las cientos de miles de hombres y mujeres. Rugían de exaltación cuando apareció, como si vieran a un dios, sin sospechar que estaba llevándoles al caos y a la muerte.

Johnston terció:

—Hay otra cosa que me intriga, Savage, y es ese episodio con la muchacha perseguida por los policías.

—Creo que sé lo que quiere decir.

—Todo lo que usted vio era algo que había sucedido. Algo pasado, y por lo tanto inamovible. Usted no tenía la facultad de poderlo cambiar: Sin embargo, hizo que cesara la persecución de la joven y ella logró escapar. En realidad, el seis de junio de mil novecientos treinta y nueve, ¿escapó la muchacha, o fue capturada por la Gestapo? Profundizando en este asunto tenemos una complicación en la que reflexionar. En cierto modo, usted varió el curso de algo que ya había sucedido. ¿Cómo pudo suceder? Y si no lo varió, ¿cómo se explica que ella lograra huir y usted fuera detenido en su lugar?

—Este es un problema que deberán resolver ustedes, profesor. Yo hice mi parte... y le aseguro que no fue nada divertido. Ignoro si realmente varié el curso de los acontecimientos que ya habían pasado, pero puedo jurarles que nunca había visto tanto terror en los ojos de un ser humano corrió el que desbordaban los de la muchacha de Berlín.

Newell comentó:

—Por aquel entonces el terror sólo empezaba...

—Creo que necesita usted un buen descanso, Savage —decidió el profesor—. Le llamaré mañana para continuar cambiando impresiones con usted, pero ahora váyase y descanse. Cuando volvamos a vernos quizá hayamos descubierto qué fue lo que le llevó a, usted fuera del tiempo programado...

Ray asintió. Sentía una dolorosa laxitud en todo el cuerpo, algo como no había experimentado nunca antes. Lo atribuyó a lo anómalo del experimento y, despidiéndose, se dirigió a la puerta.

Antes de que saliera, Newell exclamó:

—¡Gracias por el regalo, Savage!

El hizo un gesto y abandonó el despacho del profesor.

El overjet esperaba donde lo dejara antes de emprender la aventura. El viento, el viejo Santa Ana, había dejado de soplar y todo era calma en un día que se iniciaba soleado y claro.

Cuando emprendió el camino de casa, y apenas sin admitirlo conscientemente, empezaba a pensar en abandonar las peligrosas experiencias de los viajes en el tiempo... 

* * * 

Jeannie rebulló entre sus brazos. Le besó la comisura de la boca y susurró:

—¿Qué te pasa, Ray? Estás tenso, no duermes...

—No lo sé. Pienso en todo lo que vi, lo que significó después en la catástrofe bélica, y no puedo menos que imaginar lo que sucedería si algún otro fanático quisiera repetir la historia.

—Pero no puedes hacer nada por evitarlo o provocarlo. ¿Por qué preocuparse entonces? Duerme, necesitas descansar.

El la miró de, soslayo y esbozó una sonrisa.

—¿Sabes? Conocí a una chica tan bonita como tú.

Jeannie soltó un taco:

—Así que fue eso lo que estuviste haciendo...

—No pude hacer nada. Me cayó en los brazos, se debatió como una loca y huyó. La perseguía la policía, pero era muy joven, muy bonita, y estaba llena de terror. Creo que me volvería loco si algún día viera tanto miedo en tus ojos, cariño. Haría... no sé, sería capaz de matar.

Ella se estremeció.

—Ray..., no pienses en eso. Descansa...

Empezó a recorrerle la cara con besos breves, suave, tan leves como soplos de aire. Le cerró los ojos con los labios y siguió acariciándole hasta que, al fin, él concilio el sueño.

Jeannie le dejó solo en el oscurecido dormitorio y salió al jardín. Lucía un sol caliente y vivo que ardió sobre la piel de su cuerpo desnudo. Por unos instantes se quedó estática, cegada por el resplandor caliente y dorado. Luego echó a correr y con un ágil salto se zambulló en la piscina.

Estuvo nadando un buen rato, hasta que el cansancio la venció.

Sacudiéndose el agua, fue a tenderse a la sombra y poco después se había dormido.

Despertó muy tarde, comió algo distraídamente y fue a dar un vistazo al dormitorio. Savage seguía profundamente dormido.

Jeannie se cubrió con una bata corta hasta los muslos, volvió al jardín y esperó, la mirada perdida en el infinito azul del cielo sin nubes, escuchando el silencio, la quietud de la montaña rota tan sólo por las voces inquietas de los insectos.

Vio hundirse el sol y teñirse de rojo las cumbres de los montes, y después descender la oscuridad del crepúsculo ,y aparecer la primera y brillante estrella, y entonces la voz del hombre la llamó, desde la casa.

Entró en el dormitorio y se echó sobre su hombre, abrazándolo y besándole fervorosamente.

—Te quiero —musitó—. ¡Oh, Dios, Ray, cómo te quiero!

—No tanto como yo a ti.

Siguieron besándose y acariciándose hasta que ella murmuró:

—Ya es de noche, y hace mucho calor. ¿Quieres que vayamos a nadar?

—Quiero hacer el amor.

—Después. Toda la noche.

—Bueno.

Se levantaron. Al salir al jardín la luz de la luna les inundó como una catarata de agua de plata y por un instante permanecieron ¡móviles, cogidos de la mano, mirando la inmensidad del firmamento en el que las estrellas chispeaban, vivas y brillantes.

Después rodearon la casa y descendieron la suave ladera cubierta de césped oscuro y húmedo. El prado terminaba al borde de las dunas, y más allá se extendía la playa, desierta bajo la noche.

Llegaron al borde del agua, se quitaron las escasas ropas y quedáronse allí en silencio, mirando el mar y el reflejo de la luna en las olas, que parecían bandadas de gaviotas juguetonas. Escucharon la música del mar, y se miraron sobrecogidos por el amor y el silencio, como debieron mirarse el primer hombre y la primera mujer en el principio de los tiempos.

Se adentraron en el mar caminando, aún con las manos unidas. El agua era tibia, suave como una caricia. Se dejaron llevar por las olas, nadando con lentas brazadas, deslizándose al amor del agua.

Savage dio la vuelta y se dejó flotar igual que un tronco mecido por el mar.

—¿Sabes una cosa? —dijo, la mirada perdida en el negro abismo del firmamento.

Ella se pegó a él.

—¿Qué?

—Mira... Las estrellas. Mi hermano está allí, en algún lugar de esta negra inmensidad.

Jeannie no replicó. Pensaba el desgarrón que sería para ella que Ray se perdiera durante años y años lejos, en el misterio insondable del espacio.

Sería la muerte.

Nadaron de nuevo, alejándose de la playa, y luego volvieron a la arena, sus cuerpos perfectos arropados por la luna.

Jeannie se abrazó al cuello de él y se besaron larga y profundamente.

Ray murmuró:

—Tu boca sabe a sal...

—La tuya tiene sabor de deseo, y de amor. Vamos a la casa.

Echó a correr, y él la persiguió, riéndose. La atrapó más allá de las dunas y ambos rodaron abrazados sobre el césped. Se amaron allí mismo como si ésa fuera la última noche del mundo y de la vida, en silencio sólo roto por el chasquido de los besos y los suspiros, y después quedaron quietos, unidos y abrazados, sintiendo cada uno el latir del corazón del otro contra su piel.

Más tarde, mucho más tarde, se encaminaron hacia la casa, porque la noche aún no había terminado.

El presidente atravesó el salón oval y fue a sentarse en el sillón que había a la cabecera de la mesa.

Su mirada de hombre cansado, en medio del mar de arrugas que era su cara, se paseó por encima de los componentes del Consejo Nacional de Seguridad.

Al fin, se detuvo sobre el mayor Cogan, sentado a su derecha. Dijo con voz fatigada:

—Supongo que está usted al corriente de todo lo referente a esos experimentos con..., ¿cómo lo llaman? Traslación molecular o algo así. ¿No es cierto?

—Hasta donde me fue posible comprenderlos, sí, señor presidente. Pero yo no soy más que un profano en esa materia. Yo vi desaparecer al sujeto que lanzaron al pasado. El proceso es aparentemente sencillo, pero lo realmente complicado es lo que ya no pude ver.

—Ya me contó a mí lo que presenció. Explíquelo a todos los que están aquí esta noche y después continuaremos la sesión.

Cogan no veía la necesidad de contar a nadie más lo que él había visto. No comprendía las intenciones del presidente, pero sin demostrar su desagrado comenzó un relato, de todo lo que había podido contemplar en el Centro de Investigaciones.

Los componentes del Consejo le escuchaban fascinados, llenos de asombro. Incluso en las caras curtidas de los altos jefes militares que formaban parte del organismo de seguridad, se reflejaba una absoluta incredulidad.

Vestían ajustados uniformes de un gris plateado, con doradas insignias correspondientes a su grado. En sus cintos colgaban las fundas vacías de las pistolas láser.

Habían tenido que entregarlas antes de penetrar en el salón, porque nadie armado podía acceder a presencia del presidente desde que, cincuenta años atrás, unos militares intentaron asesinar al jefe del ejecutivo de aquella época paralizarse con el poder de la nación más poderosa de la Tierra.

Cuando el mayor calló hubo un murmullo de expectación. El presidente, carraspeó hasta que le prestaron atención y entonces dijo:

—Es un paso importante en un proyecto mucho más ambicioso. El fin de esos experimentos es poder enviar un hombre al futuro. ¿Qué hay respecto a eso, Cogan?

—Ya le dije, señor presidente...

—¡Repítalo! —le interrumpió secamente.

—Está bien, señor. Mandar un hombre al futuro no es posible en un plazo de tiempo inmediato, debido a los riesgos que el sujeto habría de correr. Entendí que había nueve probabilidades de cada diez de que él hombre muriera. Están trabajando para conseguir éxito cuanto antes, pero no esperan obtenerlo en menos de dos años.

El presidente hizo un gesto impaciente.

—¡Lo necesitamos antes!

—Insistí mucho en que acortasen los plazos. Ofrecí aumentar el presupuesto del Centro de Investigaciones. Pero tanto el profesor Johnston como el doctor Newell se mantuvieron firmes en sus cálculos. Dos años es el mínimo. Se niegan rotundamente a realizar ninguna prueba hacia el futuro con seres humanos.

—Eso es lo que ellos piensan..., pero hay muchos otros medios para obligarles a trabajar más rápido. Es de vital importancia conseguirlo, y pronto. De todos modos, hablaremos sobre este asunto usted y yo en otra oportunidad, Cogan.

El mayor asintió, aliviado. Estaba intrigado por la actitud del presidente.

Este se pasó la mano por la cara. Todos sus gestos delataban un profundo cansancio.

—Pasamos a otro asunto, caballeros. Todos ustedes han leído el informe de nuestros servicios en el exterior... Espero que se hayan formado una opinión. ¿No es así, coronel Gray?

El militar se encogió de hombros.

—Todo ese informe no es más que una sucesión de supuestos. No hay un sólo dato concreto y fidedigno que demuestre que los soviéticos han logrado lo que se llama Arma Total. Que, entre paréntesis, le diré que ignoro lo que es eso exactamente, si es que se trata de algo más que una fantasía.

El rostro del presidente se congestionó.

—¡No es ninguna fantasía, coronel! ¿Hay alguien más aquí que piense tan a la ligera al respecto?

Nadie replicó.

El coronel Gray pareció dispuesto a contradecirle, pero lo dejó correr ante la alterada actitud del presidente.

Este gruñó:

—Se ha dado en llamar Arma Total a un ingenio capaz de ganar una guerra por sí solo. Nosotros estamos experimentando, buscándolo. Es una maldita carrera contra reloj. El primero que lo posea dictará las condiciones políticas del mundo. Y ese informe secreto da a entender que los soviéticos lo han logrado, o están a punto de conseguirlo.

Hubo un murmullo de incredulidad, o quizá de inquietud. Aquellos hombres en cuyas manos estaba la seguridad de medio mundo eran escépticos por naturaleza, pero la sola posibilidad de que Rusia obtuviera antes que ellos aquella arma absoluta les erizaba el pelo.

El mayor Cogan dijo:

—Si la prueban forzosamente lo detectaremos... No pueden obtener un arma de esta clase sin probarla.

El presidente soltó un bufido..

—¡Claro que nos enteraremos! —exclamó—. Cuando ellos ya la posean. Cuando estén en condiciones de humillarnos y de aplastarnos si se les antoja. Pero yo quiero saber lo que hay de cierto en eso no después de que la hayan experimentado. ¡Quiero saberlo antes, mucho antes, mayor! ¿Entiende? ¡Quiero saberlo ahora!

Los componentes del consejo se miraron. No recordaban haber visto al presidente tan iracundo en todos los días de su vida.

Otro militar, el general Havilland, intervino: , —No veo más que una manera de averiguarlo, señor presidente. A mi manera de entender, sólo cabe intensificar nuestro servicio de espionaje en el interior de Rusia. Enviar a los más expertos agentes de que dispongamos y...

—¡No sirve!

—¿Por qué no?

—Porque los rusos no son idiotas. Y porque todos ustedes saben perfectamente que en menos de un año han desmantelado toda nuestra red de espionaje montada a lo largo de diez años dentro de la Unión Soviética. Y también saben ustedes que su servicio de espionaje es tanto o más efectivo que el nuestro. Entonces, ¿qué sugieren?

Nadie dijo una palabra. Se enfrentaban a un problema peliagudo. El mayor Cogan enarcó las cejas de pronto, cuando creyó comprender adonde quería llegar su presidente.

—Bien, parece que estamos ante un callejón sin salida, caballeros.

Hubo carraspeos, toses y miradas huidizas..

Alguien dijo con voz insegura:

—No hay ninguna manera de averiguarlo si no es por medio del espionaje.

El general Havilland barbotó:

—Organizar una nueva red llevará tiempo. Meses, años tal vez. Ya se está empezando, pero con infinitas dificultades, porque los rusos han agudizado su vigilancia. Han multiplicado sus servicios de contraespionaje hasta límites como nunca antes se habían conocido.

Cogan dijo suavemente:

—Un hombre solo, señor presidente.

Hubo un murmullo de estupor y las miradas que cayeron sobre el mayor fueron como para desanimar a cualquiera.

Cogan sonrió. Ahora sabía el terreno que pisaba.

—No he perdido la cabeza, señores. Un hombre solo podría burlar a todo un dispositivo montado para cazar redes de espionaje, conjuras de hombres organizados... Eso es lo que pienso. El problema está en introducir a ese hombre solo de tal modo que no le detecten. Incrustarlo en el propio pueblo ruso como uno más de ese pueblo.

El presidente cabeceó.

—Ese es el camino —dijo entre dientes—. Ahora, quizá también el mayor sepa cómo hacerlo pasar por un ruso más entre los otros rusos. Y luego, también sería una gran cosa que el mayor nos dijera cómo ese hombre hipotético podría, acercarse a las instalaciones de Lomongrad, que es donde se supone que se está investigando esa arma...El mayor se arrellanó cómodamente en el sillón. Estaba radiante y no trataba de disimularlo.

—No sólo eso, señor presidente. Creo que podemos conseguir algo mucho más importante y decisivo.

El presidente esbozó una leve sonrisa. La primera que le sorprendían desde que empezara la reunión.

—Adelante, Cogan —dijo—. Tal vez ha descubierto usted la cuadratura del círculo...

—No me cabe duda, señor. Podemos saber si Rusia conseguirá esa condenada arma y muchas cosas más de sus adelantos bélicos.

—Está bien, está bien. Sólo díganos cómo.

—Mediante el lanza miento de un hombre al futuro con el proyecto del doctor Johnston.

Esta vez, el presidente sonrió casi abiertamente.

Los demás no pudieron evitar un gesto de estupor.

—Esperaba que alguien cayera en la cuenta de esta posibilidad, ciertamente —dijo el presidente—. Lo malo es el tiempo... y el hombre que debería ser proyectado a ese futuro. Debería ser alguien impuesto del experimento, y que al mismo tiempo fuera capaz, y tuviera condiciones, para llevar a cabo una misión tan arriesgada.

Cogan esbozó un gesto de superioridad.

—Tengo a ese hombre, señor presidente.

Este se mostró asombrado por primera vez.

—¿Qué tiene usted...?

—Se llama Raymond Savage. Es el individuo que realizó el último experimento de que he hablado. Habla francés, alemán y ruso a la perfección. Y está habituado a los viajes en el tiempo... En realidad, tengo entendido que es el único que queda del equipo que inició las pruebas, lo cual demuestra que es el más duró y resuelto.

El murmullo incrédulo de los otros miembros del Consejo se extinguió como un sopló.

Fue el presidente quien habló una vez más. Ya no parecía tan abatido.

Dijo:

—Ciertamente, mayor, ésa era la idea que yo tenía, pero me alegra que no sea el único que haya pensado en esta posibilidad. Ahora, queda el nudo del problema, lograr lanzar a ese hombre al futuro, y de eso se ocupará usted inmediatamente. Quiero que abandonen todo experimento, toda prueba, todo estudio, que no estén encaminados a ese fin.

—Perfectamente, señor presidente.

—¿Alguien más puede aportar otras ideas, caballeros?

El murmullo se repitió, pero nadie dijo una palabra.

De modo que el presidente volvió a tomar la iniciativa.

—Esta cuestión parece estar en el buen camino. El mayor Cogan quedará a cargo de ella para lograr que las investigaciones del equipo del profesor Johnston se aceleren al máximo. ¿Alguien tiene alguna otra sugerencia al respecto? Su mirada de viejo cansado se paseó sobre los reunidos una vez más, inquisitiva y socarrona.

Nadie abrió la boca.

—Muy bien, pasemos a otro problema no menos preocupante;

Descolgó el auricular de un comunicador y ordenó:

—Traigan ese equipo ahora.

Todas las cabezas se volvieron hacia la puerta en el instante en que ésta se abría en silencio. Dos hombres jóvenes entraron empujando una mesa de ruedas sobre la que había un video-proyector autónomo.

El presidente oprimió un botón, y parte del lienzo de una pared se desplazó, dejando el descubierto una enorme pantalla plateada.

—Recibimos un extraño comunicado de una de nuestras naves de la Flota Exterior —explicó con su voz eternamente cansada—. En el primer instante se me dijo que, posiblemente, los tripulantes podían estar afectados por el llamado «mal de espacio». Es algo que sucede a veces. Su razón se nubla debido a las tensiones, a los largos períodos de aislamiento y otras causas. Bien, se equivocaron.

El general Havilland gruñó:

—Mi departamento fue el que emitió esa primera opinión, señor presidente. Reconozco que fue precipitada, pero también debemos reconocer igualmente que era como para suponerlo.

Cogan le miró, intrigado.

—¿Puede decirnos de qué están hablando? —rezongó.

No le gustaba quedar al margen de los asuntos del Consejo.

—El informe —explicó Havilland—, decía que una nave de unas dimensiones inusitadas, cuatro millas de longitud, había adelantado a una de las nuestras a cincuenta mil millas por segundo.

Hubo algunos murmullos incrédulos, y alguien hizo un burlón comentario respecto a los cerebros de los tripulantes del espacio. Un seco bufido del presidente les acalló.

—Prosiga, general.

—Bien, la nave gigante, según ellos, llevaba rumbo a la Tierra. Sus palabras fueron tan claras que era como si hubieran calculado el rumbo sus propias computadoras de vuelo.

—¿Alguien creyó esa tontería?

Todas las cabezas giraron hacia el hombre que había soltado el exabrupto con voz irónica.

El presidente masculló:

—Yo lo creí. ¿Va a llamarme tonto por eso?

El disidente palideció, pero sostuvo la mirada del jefe del ejecutivo y dijo:

—Lejos de mi intención faltarle al respeto, señor. Pero todos sabemos que no existen en la actualidad materiales capaces de soportar estas velocidades sin pulverizarse. Y menos aún una fuerza suficiente para impulsar una nave de estas dimensiones a cincuenta mil millas.

—No existen «en nuestras» factorías. «Nosotros no podemos fabricar esa nave». Ahora, la cuestión es ésta: ¿Pueden hacerlo «ellos»?

Cayó un silencio sepulcral en todo el salón. Quien más quien menos palideció ante la perspectiva que se abría ante sus ojos.

El presidente hizo un gesto brusco y los operadores del aparato portátil manipularon en él.

En la enorme pantalla apareció una oscura visión del espacio, ralentizada. Algo semejante a una neblina opaca se arremolinaba sobre sí misma, semejante a un polvillo brillante.

Luego, como una aparición, la increíble nave surgió ocupando toda la pantalla y la imagen quedó inmóvil.

Esta vez hubo algo más que murmullos. Hubo exclamaciones de estupor y una corriente de pánico pareció culebrear entre aquellos hombres habituados a tener en sus manos la paz o la guerra.

Algunos se levantaron de un salto, aproximándose a la pantalla para examinar con más detalle la fantástica nave.

La voz del presidente gruñó:

—Pueden ver ahora que no era una fantasía... Ahí la tienen.

La colosal estructura grisácea del gigante estaba allí, a la vista de todos, con sus extrañas cúpulas semejantes a las de una catedral inmensa, y los dos cuerpos proyectados hacia atrás en la popa, y la oscura hendidura en la proa, cual si fuera un mirador de más de media milla de longitud.

El general Havilland no se había levantado. Estaba harto de ver aquel monstruo espacial y de devanarse los sesos con el problema que significaba.

Sólo dijo:

—Sus dimensiones son de cuatro millas de longitud, por una de anchura. La altura de cada cúpula es superior a la del Capitolio... Eso les dará una idea del poder de ese ingenio, para desplazarse a tamaña velocidad.

Nadie rompió el silencio durante un buen rato. Los operadores del aparato manipularon en él y la imagen se desplazó levemente, mostrando otros detalles de su configuración.

Al fin, el presidente dijo:

—Debido a su velocidad, eso fue todo lo que consiguieron captar. Ahora, tenemos entre manos la incógnita más grande de todos los tiempos, a saber: ¿Esta nave ha sido construida y experimentada por los soviéticos? Y si es así, ¿qué debemos decidir nosotros?

Cogan miraba la pantalla estupefacto.

Gruñó entre dientes:

—Si los rusos hubiesen logrado esta maravilla lo sabríamos. No habrían podido mantener en secreto un triunfo semejante...

—¿De veras cree eso?

Cogan trató de sostener la iracunda mirada del presidente, pero acabó desviando la suya.

—Yo opino que si han conseguido ese triunfo, caballeros. Y si estoy en lo cierto nos caben dos posibilidades... Sobre todo si también obtienen esa maldita Arma Total. O intentar aplastarlos antes de que desarrollen esos descubrimientos, o someternos y negociar en espera de ganar tiempo, en cuyo caso habría que dedicar todo nuestro presupuesto a lograr ambas armas en el menor tiempo posible.

Un repeluzno culebreó por el espinazo del mayor Cogan, quien dijo, dubitativo:

—Cabe la posibilidad de que esa nave no sea rusa, señor.

—¿Usted cree? Entonces, ¿qué nación ha dado tal salto en su tecnología para haber construido esa ciudad Flotante sin que nadie lo sospechara siquiera?

—Ninguna nación, señor presidente. Pienso que puede ser una nave de otro mundo, de otra galaxia...

El presidente dio un respingo y su rostro surcado de arrugas se congestionó.

—¡Mayor Cogan! —estalló—. Le recuerdo que ésta es una reunión formal del Consejo de Seguridad Nacional. No estamos aquí para debatir tonterías sobre platillos volante... Ya nuestros inmediatos antepasados perdieron bastante tiempo con estas fantasías idiotas. Espero que si alguien tiene otras sugerencias, sean por lo menos sensatas.

Cogan estaba rojo. Apretó los dientes y calló.

Súbitamente calmado, el presidente, tras un carraspeo, habló de nuevo:

—Opinó que deben estudiar este problema con extremada cautela, caballeros. Volveremos a reunimos mañana a la misma hora y quizá entonces a alguien se le haya ocurrido una sugerencia aceptable. ¿De acuerdo?

Cogan gruñó:

—Pienso que si pudiésemos enviar a ese hombre al futuro, este misterio se resolvería del mismo modo que lo tratado al principio.

—Ciertamente. Y le recuerdo que lograr eso dependerá de usted en gran manera, mayor.

Se levantaron cuando lo hizo el presidente.

La reunión había terminado y ninguno se asombró del modo brusco cómo había sucedido. Era la táctica del presidente. Acuciarles con un problema y luego darles tiempo.

Sólo que en esta ocasión, se preguntaban de qué iba a servirles un tiempo tan corto... Veinticuatro horas para encontrar la solución a un problema que no la tenía.

La imagen se borró de la pantalla. El lienzo de pared volvió a su lugar y ellos quedaron mirándose tan preocupados como nunca antes lo estuvieran...

Raymond Savage acabó de ajustarse el cinturón de su elástico atuendo ante la mirada tranquila del doctor Newell.

—Espero que ya no haya más reconocimientos —gruñó—. Son un fastidio, tanto para mí como para usted, doctor.

—Para mí, no, Savage. Es mi trabajo, mantenerle a usted en forma. Y déjeme decirle que no esperaba que lo estuviera usted después de su última experiencia.

—¿Que no estuviera en forma?

—Temí que acusara los efectos de lo sucedido.

—¿Y no es así?

—En absoluto. Tiene quizá los nervios un poco más hipertensos de lo habitual en usted, pero por lo demás está perfectamente.

—Ya veo.

—No habrá más reconocimientos, por el momento. A menos que deba arriesgarse de nuevo, y eso no sucederá en mucho tiempo. El profesor y el resto del equipo hemos decidido suspender todas la pruebas hasta tanto no se haya encontrado el fallo que le precipitó a usted fuera del tiempo programado. Y aun entonces, somos de la opinión de que deberán reanudarse los experimentos con animales antes de arriesgar la vida de un ser humano.

—Me parece muy bien, doctor. Le confieso que empiezo a estar un poco cansado de todo esto.

Newell achicó los ojos al clavarlos en el rostro del aventurero.

—Acláreme eso, Savage. ¿Tiene miedo?

—Siempre he tenido miedo, ése no es el problema. Si me apura le diré que debería preocuparse si le dijera que no tuve nunca miedo...

—Y me preocuparía. El ser humano no es una máquina.

—Se trata de algo más. En primer lugar, Jeannie. Ella vive un infierno cada vez que la dejo para someterme a esa experiencia. Eso es importante por cuanto odio que sufra.

—Comprendo, aunque esos profundos sentimientos sean algo, quizá, un tanto fuera de lugar en nuestro tiempo.

—¿Nunca ha amado a una mujer, doctor?

Este se echó a reír.

—Seguro. A muchas.

Ray sacudió la cabeza.

—Ya sabe lo que quiero decir... Por otra parte, empiezo a cuestionarme la utilidad de que yo arriesgue la vida en unos experimentos que, hasta ahora, no nos han llevado a nada práctico.

—Pero, Savage...

—Ya sé lo que va a decir. Es sólo el principio y todo eso. Con el tiempo podremos estudiar el pasado hasta épocas remotas, sobre el terreno, viéndolo, tocándolo, comprobando lo que pudo haberse hecho, o lo que no debió hacerse, para que la humanidad fuera de otra manera, mejor de lo que es. Pero eso es tan sólo una pequeña faceta del problema.

—Continúe, pero déjeme decirle que usted piensa demasiado para hacer el trabajo que hace.

—Si no pensara sería un vegetal... como la inmensa mayoría de gentes que viven vegetando. ¿Comprende también lo que quiero decir?

Newell se echó a reír.

—Perfectamente. Yo mismo he pensado eso muchas veces. Siga hablando.

Savage se arrellanó en la confortable butaca y encendió un cigarrillo. El médico no apartaba la mirada de él.

—El otro factor que me hace cuestionar la utilidad de mi arriesgado trabajo, es el uso que puedan hacer de él gentes como el mayor Cogan.

Newell esbozó una mueca de disgusto.

—Estaba seguro que llegaríamos a ese punto. Vi la hostilidad que sintió usted en el instante de conocerle.

—No fue hostilidad contra él en particular, doctor. Pero me pregunto qué buscan los militares en este asunto. Usted oyó lo que él y el presidente pretendían... Lanzar un hombre al futuro Y ahí sí que la influencia del temponauta, como han dado en llamarnos, podría ser catastrófica, nefasta para el devenir de la humanidad.

Newell dio un respingo.

Dijo:

—Quizá sin proponérselo ha abierto usted la puerta de un complicado misterio, Savage.

—Lo sé. Estuve reflexionando sobre eso.

—Usted quiere decir que el temponauta, incrustado en el futuro, podría variar el curso de ese futuro a su conveniencia.

—O a la conveniencia de otros. De un país concreto, de un círculo de poder... o de un gobernante con ambiciones delirantes. Acuérdese de Hitler...

—Pero, ¿podría hacerlo realmente, Savage?

—Yo creo que sí.

—Discrepo, amigo mío. Opino que le sería imposible.

Ray achicó los ojos, intrigado.

—Veamos sus teorías, doctor. Eso me, interesa profundamente.

Newell sonrió;

—Yo también he quemado algunas horas reflexionando sobre esa posibilidad. Esa terrible posibilidad, si me permite decirlo así. Y dudo que el temponauta en cuestión pudiera variar el curso del futuro.

—¿Por qué no?

—Porque, lógicamente, el temponauta no formaría parte de ese futuro. Estaría facultado para verlo, para estar en él. Pero al mismo tiempo no estaría allí corpóreamente por cuanto ese futuro aún no existiría. En consecuencia no podría variarlo.

Savage aplastó el cigarrillo en un cenicero, pensativo. Cuando volvió a mirar al doctor su expresión era perpleja.

—No estoy seguro de entender muy bien lo que usted quiere decir, pero sin ninguna duda el temponauta «vería» ese futuro. Yo no digo que él personalmente pudiera influir para cambiarlo, para variar lo que debe pasar, lo que está por venir. Pero a su regreso informaría. Y los que tienen el poder en sus manos sí podrían adoptar decisiones que, en el mejor de los casos, no sería en beneficio de la humanidad, sino tan sólo de una parte de ella.

—Bien razonado. Entonces, en base a esas teorías, usted opina que debería suspenderse el proyecto... ¿Me equivoco?

Savage sacudió la cabeza.

—No pienso en suspender el avance de la ciencia ni de la investigación. Pero estoy convencido que mientras exista la posibilidad de que hombres ajenos a la ciencia pura interfieran los propósitos de los científicos, habría que pensarlo dos veces antes de realizar según qué proyectos.

—Ya veo... Otra vez está pensando en el mayor Cogan.

—Él no es más que la cabeza visible del poder, doctor.

Newell asintió.

—Tal vez tenga razón, por lo menos en parte —concedió como a regañadientes—. Pero sin ese poder de que habla, que no es otro que el de la nación, no habría los fondos necesarios para investigar nada.

Ray sonrió.

—La pescadilla que se muerde la cola, ¿no le parece, doctor?

—Poco más o menos. Concretando, ¿seguirá usted en el proyecto, Savage?

—No lo sé. De cualquier modo, por lo que usted ha dicho queda mucho tiempo para pensarlo.

—Ciertamente. Resolver el problema de ese fallo nos llevará meses tal vez.

—Bien, entonces decidiré.

Se levantó y los dos hombres se estrecharon las manos.

Antes que pudieran pronunciar una palabra de despedida, un sordo zumbido procedente de la mesa hizo que Newell girara en redondo.

Pulsó un botón y dijo:

—Newell al habla...

—¿Podría acudir a mi despacho, doctor? Ahora, por favor.

—Ciertamente, profesor.

Cortó y volviéndose dijo:

—¿Quiere acompañarme? Quizá el profesor Johnston tenga algo interesante que comunicarnos.

—De acuerdo.

Un elevador circular les lanzó hacia las alturas del edificio con la velocidad de un cohete. Cuando llegaron arriba, el doctor refunfuñó:

—No me acostumbraré nunca a estos chismes. Tengo el estómago en los talones...

La llamativa secretaria les sonrió cuando entraron. Señaló el muro de acero y murmuró dulcemente:

—Están esperándoles, doctor. Por lo menos, a usted. El profesor no dijo nada de Savage...

—¿Quiénes están esperando?

—El profesor Johnston y el mayor Cogan.

Newell y Savage cambiaron una intrigada mirada.

Savage accionó la puerta de seguridad con la palma de su mano. Recorrieron el pasillo alfombrado y la segunda secretaria de senos descarados y mirada voraz les dedicó otra sonrisa de cien mil voltios, especialmente a Savage.

Tras esto, les anunció y penetraron en la amplia oficina del científico.

Vieron al mayor sentado en una butaca, y al profesor de pie junto al inmenso muro de cristal. Había una expresión sombría y preocupada en la cara del investigador.

Tras los saludos, el profesor Johnston dijo:

—Siéntense. No sabía que estuviera usted aquí, Savage, pero me alego de que haya venido. Lo que debo decirles le concierne en gran parte.

Fue a sentarse detrás de la gran mesa cubierta de montones de papeles, cuadernos de notas y revistas científicas. Carraspeó y luego añadió, señalando a Cogan:

—El mayor acaba de llegar de la capital, comisionado expresamente por el presidente. Creo que es preferible que sea usted quien les repita lo que me ha dicho a mí, mayor...

Cogan se encogió de hombros.

—Me parece bien. Todo se reduce a centrar todos los esfuerzos del equipo de investigadores en la fase que podríamos llamar del futuro. El presidente ha ordenado suspender todos los trabajos que estaban llevando a cabo sobre los viajes al pasado, abandonar cualquier faceta del proyecto que no sea la de lanzar a un hombre al futuro... cuanto antes. Desde luego, mucho antes del plazo que ustedes insinuaron en nuestra anterior conversación. El presidente no está dispuesto a esperar dos años para la materialización de ese trabajo.

Newell soltó un gruñido de disgusto. Con voz seca dijo:

—Quizá el presidente sepa cómo acortar ese plazo también, mayor.

—Creo que ese comentario está fuera de lugar.

—No opino igual. Digo eso, porque si él no lo sabe, nosotros menos aún. Le dijimos que dentro de dos años, «posiblemente» sería factible experimentar con animales de gran tamaño y peso. Y después habría otro período de tiempo en que se deberían reconsiderar todos los resultados obtenidos antes de arriesgar la vida de un hombre. Lo cual nos lleva a más de dos años en la práctica. ¿No se lo ha expuesto así el profesor Johnston?

—Sí, lo ha hecho.

La voz de Cogan sonó bronca. Estaba congestionado de ira mal contenida.

—Ahí tiene. Acelerar una investigación de este tipo no es lo mismo que dar la orden de paso ligero a un pelotón de soldados, mayor.

—No me gusta su tono, doctor. El presidente ha dado una orden y a nosotros nos toca buscar la manera, y facilitar los medios, para que pueda cumplirse. No pide nada ilegal, nada fuera del alcance de hombres tan bien preparados como todos ustedes. No habrá límite para el presupuesto! Cualquier cosa que pidan se les facilitará sin discusión alguna, sea lo que sea, incluso la ampliación del equipo, si así lo solicitan... Estas absolutas facilidades deben bastar para que los trabajos avancen a mayor ritmo del que tenían programado anteriormente.

Antes que Newell o el profesor pudieran replicar, Savage dijo con voz calmosa:

—¿Dónde entro yo en este asunto, profesor?

Los ojos iracundos del mayor cayeron sobre él tratando de dulcificarse un poco.

—En la última fase, Savage —dijo.

—Entiendo.

—Cuando sea el momento, tengo instrucciones de llevarle a presencia del presidente. El en persona quiere hablarle.

—¿Para qué?

—Lo sabrá cuando él lo decida.

—Creo que voy a renunciar a ese honor —dijo suavemente.

Newell ocultó una sonrisa. Johnston dio un respingo detrás de la mesa, y la cara del mayor, se puso aún más roja.

—¿Pretende negarse a una cita con el presidente? —estalló.

—Mayor, no nos engañemos. Si esa cita está relacionada con enviarme a mí al futuro, suponiendo que eso sea posible algún día, me niego desde ahora.

Cogan casi se levantó de la butaca, rígido de indignación:

—¡No puede propinar ese desprecio al presidente, Savage!

—Y no hago desprecios a nadie. Únicamente me niego a suicidarme por orden superior.

El mayor Cogan realizó visibles esfuerzos por controlarse. Estaba más congestionado que nunca.

—Estamos hablando como irresponsables, ustedes y yo: Sí, yo también me incluyo. Quizá no he sabido exponer las cosas como debiera. Lo lamento. Y en cuanto a usted, Savage, no comprendo su negativa. Ha realizado varias pruebas hasta ahora, y ni yo ni el presidente le exigiremos que se someta a otra hacia el futuro si no existen garantías absolutas de seguridad, garantías al cien por cien que deberán asegurar el profesor. Johnston y su equipo. ¿Dónde ve usted en eso una orden de suicidio?

El profesor Johnston gruñó:

—Todos hemos desorbitado las cosas. El presidente quiere que se aceleren los trabajos. Está en su derecho al exigirlo, ya que los fondos que abastecen este proyecto proceden íntegramente de la Administración. Hasta aquí estamos de acuerdo. ¿No es así?

Sus ojos de búho miraron al doctor y a Savage como esperando que le replicaran.

Ninguno de los dos dijo una palabra, así que él prosiguió:

—Bien, donde discrepamos, mayor, es en el hecho de que quiera fijar unos plazos. Eso es imposible. Ni siquiera ampliando el equipo de científicos lo conseguiría.

Newell terció casi interrumpiéndole:

—A mí me intriga otra cosa también, profesor. ¿Le ha aclarado el mayor por qué es tan urgente lanzar un hombre al futuro?

—Ciertamente, no.

Cogan arrugó el ceño.

—Hasta que el presidente disponga otra cosa —refunfuñó de mal talante—, eso es materia reservada. Sólo se les expondrá en el caso de que hagan posible la realización del experimento con un hombre.

—No me gusta eso, mayor —discrepó Newell de nuevo.

La mirada glacial del militar se clavó en su rostro antes de espetarle:

—Está oponiendo usted muchas dificultades, doctor, ¿Le gustaría ser apartado del proyecto tal vez?

Newel encajó las mandíbulas y se levantó de un salto.

—Ahora ha hablado como yo sabía que acabaría haciéndolo. No va usted a necesitar apartarme de la investigación. Renuncio desde este mismo instante.

Johnston soltó un juramento.

—¿Se han vuelto todos locos? —graznó—. No les comprendo a ustedes... ¿Es tan difícil discutir como personas civilizadas? Por favor, Newell, siéntese.

—Lo siento mucho, profesor.

Giró sobre los pies y se encaminó a la puerta. Antes de apoyar la palma de la mano en la placa magnética aún dijo:

—Siga usted con esa actitud, mayor, y en veinticuatro horas no quedará un sólo miembro del equipo que quiera seguir trabajando en él.

Cogan, rojo de ira, fue incapaz de replicar.

Vio a Savage levantarse, murmurar una seca despedida, y cuando el mamparo de acero se cerró de nuevo éste y el doctor habían desaparecido.

Ned Grant dejó de interesarse por los controles, que en realidad, no le necesitaban, y echándose atrás en el asiento anatómico exclamó:

—¡Ya falta menos, Bert!

Bert Savage, que parecía muy distante, interesado en el libro que estaba leyendo, gruñó:

—¿Qué?

—Tres meses. Decía que ya sólo nos faltan tres meses para llegar a casa.

—¿Y qué con eso?

—Vaya pregunta. No me dirás que tú no estás rabiando por llegar.

—Por supuesto que deseo llegar a la Tierra. Pero convirtiendo ese deseo en obsesión no voy a acortar el tiempo, no vamos a llegar antes, así que no me preocupa tanto como a ti.

Ned Grant le observó con mirada preocupada.

—¿Sabes qué pienso? —rezongó—. Te lo diré de cualquier modo... Pienso que no tienes sangre en las venas, Savage. Eres una especie de ave fría.

Bert se echó a reír y cerró el libro.

—Lo que pasa, Ned, es que yo tengo sentido común.

Grant se encogió de hombros y renunció a la discusión.

Tras un largo silencio. Savage dijo:

—Hace dos días que nos dejan en paz. Deben habérseles calmado los nervios.

—¿Qué nervios, de qué demonios hablas ahora?

—De allá abajo. Estuvieron mareándonos días y días con informes y más informes sobre la nave que nos adelantó. Parecían histéricos, pero hace dos días que no han vuelto a insistir, por eso digo que deben haberse calmado.

—Ya veo... Aún no he podido explicarme qué fue aquel misterio. Y si realmente se dirigía a la Tierra debe haber llegado hace tiempo.

—No llegó porqué nos lo habrían dicho en alguno de sus comunicados. Y eso no deja de preocuparme, porque al parecer ni siquiera lo han detectado todavía.

—Tal vez varió de rumbo. No sabemos nada de más al respecto. Ni qué era, ni qué destino llevaba, ni quién lo dirigía o si estaba tripulado o no. ¿Tú crees lo que insinuaron en uno de los últimos mensajes?

—¿Lo de que posiblemente fuera ruso?.

—Eso.

—No lo sé, aunque lo dudo. Habrían de haber alcanzado un desarrollo increíble en poco tiempo, y tan en secreto que nadie en todo el mundo lo pudo sospechar jamás.

—Entonces, ¿de otra galaxia?

Savage titubeó.

—Quizá —murmuró al fin—.Aunque por . lo visto esa posibilidad ha sido descartada. Pero si el estudio y control de este asunto dependiera de mí te aseguro que la tendría muy en cuenta. No creo que la Tierra sea el único planeta habitado que existe, y algún día ha de establecerse el primer contacto con otros seres.

—Opino lo mismo que tú.

Pero no parecía muy convencido. Lo dijo titubeando, con voz insegura. Savage sonrió y dijo suavemente:

—Hubiera sido una gran cosa que nos saludaran al pasar, ¿no te parece?

Grant se estremeció.

—Dependería de la clase de saludo que nos dedicaran. Recuerda que tu primera idea fue destruir esa nave cuando la localizamos.

Esta vez Savage mantuvo la boca cerrada.

Todavía no estaba seguro de haber obrado acertadamente al no interferir a la nave gigante cuando la tuvieron a tiro de sus poderosas baterías nucleares.

Dio un vistazo a los indicadores de, vuelo, comprobando el rumbo rutinariamente. Todo iba bien y la nave se deslizaba por el inmenso vacío del espacio sin que hubiera el menor problema.

Las pantallas permanecían inactivas, y por los visores no se veía más que la oscuridad salpicada por la chispas brillantes de los lejanos planetas con sus opacas aureolas de luz, y las aún más lejanas estrellas, increíblemente resplandecientes.

Suspiró. Aunque hubiera discutido con Grant respecto a su impaciencia por llegar a la base, sentía una profunda nostalgia, agudizada cada día más por la proximidad del reencuentro con su ambiente, con los seres a los que amaba, con su propio hermano...

—Tal vez lo hayan conseguido —murmuró como si hablara para sí mismo.

—¿Conseguido qué?

Sacudió la cabeza.

—Pensaba en mi hermano y los estudios que se estaban realizando cuando emprendimos este viaje. Se había inscrito en las pruebas de una cosa rara... Traslación molecular a algo así.

—Viajes en el tiempo —refunfuñó Grant—. Que me hablen a mí de viajes...

Savage sonrió.

—Era algo de locos, Ned. Trasladar a un ser humano al pasado... a años y años atrás, y ver cómo vivieron nuestros antepasados, verlo y convivir con unas gentes que en realidad ya están muertas y desaparecidas. Sería algo fascinante si se pudiera lograr tal como pensaban.

Grant se estremeció.

—Si quieres que te diga lo que pienso, no me gustaría someterme a esa experiencia. Imagina que algo se estropea, que alguien equivoca los cálculos y que te encuentras en ese mundo del pasado sin posibilidad de volver... Se me ponen los pelos de punta sólo con pensarlo.

—Es un riesgo —reconoció Savage—. Pero mi hermano se inscribió para someterse a esa prueba. Él siempre fue un tipo muy inquieto. Nunca estaba satisfecho con nada y se metió en más líos de los que habrían sido de desear.

Después de una breve pausa, Ned Grant dijo, pensativo:

—En estos tres años quizá lo haya n logrado. Supongo que cuando lleguemos nos encontraremos con cambios sorprendentes en todos los terrenos. Lo que espero que no hayan cambiado nada son las mujeres, Bert.

Savage se echó a reír. Iba a replicar cuando dio un respingo y exclamó:

—¡Eh, Ned, otra vez!

—¿Qué?

Se volvió hacia la pantalla láser. Un puntito rojo titilaba en ella en forma sincopada.

—¡Dios, otro!

—¡Despierta a Tommy! Yo haré los ajustes...

Se instaló ante el tablero de controles del visor y manipuló los diales forzándose a hacerlo con calma. Unas leves líneas verdosas surgieron en torno al puntito rojo, como cercándolo antes de quedar inmóviles, delimitando el campo de distancia.

La voz de Tommy Barron sonó sobresaltada por el altavoz. Ned estaba gritando algo. El gruñó:

—Está delante de nosotros esta vez... si se trata de una nave...

—¿Muy lejos?

—Calcúlalo tú mismo, voy a mantenerlo bajo control todo el tiempo para no perder contacto.

Tommy Barron llegó con ojos de sueño y expresión sobresaltada.

—¿Qué infiernos pasa?

—Echa un vistazo.

—¡Maldita sea!. ¿Será otro monstruo como el que nos adelantó?

—Si es así, estamos dándole alcance. Está delante de nosotros y nos aproximamos cada vez más... Mira las longitudes.

Un minuto más parte, el puntito rojo estaba materialmente arropado por las líneas verdes, como envuelto en una telaraña.

Ned Grant exclamó:

—¡No se mueve. Bert! Sea lo que sea está inmóvil.

—¿Seguro?

—Absolutamente.

—¿A qué distancia?

—Novecientas mil millas... quizá un poco más.

—Fija su posición.

Tommy gruñó:

—Acabo de comprobarla, Savage. Está en nuestra ruta. Podemos chocar con esa cosa si no variamos el rumbo.

Siguieron con las miradas fijas en la pantalla un buen rato. Ahora, el punto delator casi desaparecía dentro de la masa de líneas verdes, indicando que estaba mucho más próximo, y en el centro de su propio camino.

Grant conectó los visores exteriores y luego gruñó con asombro:

—¡No se ha movido una pulgada desde que lo detectamos! ¿Qué infiernos puede ser eso, Savage?

—Pronto lo sabremos. Debe estar a punto de entrar en campo.

Observaron los visores, y la pantalla central en la que no se reflejaba nada.

Después, como un juego, cientos de puntitos rojos chispearon en la pantalla, deslizándose en todas direcciones, como en un juego magnético.

—¡Ya lo tenemos ahí!

Los puntitos se entrecruzaban en todas las direcciones, y luego, de repente, dejaron su loca danza para desperdigarse y empezar a quedar inmóviles muchos de ellos.

Ante las asombrados ojos de los astronautas surgió la intrigante silueta que vieran tres meses atrás, cuando les adelantó la nave gigante abriendo con su aparición las puertas del misterio.

—¡Oh, no! —jadeó Ned Grant—. ¡Otra mole como aquélla no!

—Es la misma —sentenció Savage—. No puede ser de otra manera...

—¿Por qué la misma?

—Espera y verás.

Los puntitos delatores cesaron en su loco deambular por la pantalla, y la silueta quedó delineada allí. La misma silueta, con los dos cuerpos alargados en la popa, inmensa y extraña.

Savage dijo:

—Estamos aproximándonos a ella, Ned, ¿no comprendes? Se estacionó ahí por alguna razón y por eso le hemos dado alcance, pero ha de tratarse de la misma nave. Recuerda que en la base nos dijeron que ni siquiera había sido detectada a pesar de los sistemas puestos en alerta..

—De modo que nos ha esperado...

—Puedes decirlo así.

Tommy gruñó:

—Me gustaría saber por qué.

Savage giró la cabeza y le observó con gesto irónico.

—Me parece que vas a tener oportunidad de preguntarse lo. Si sigue ahí cuando lleguemos iremos a dar un vistazo Pero antes hay que establecer contacto con el Centro de Vuelo y pedir instrucciones. Uno nunca sabe lo que decidirán los cabezas cuadradas de ahí abajo.

—Eso es cosa tuya —rezongó Ned Grant, sin apartar u mirada de la silueta de la pantalla—. De momento, ese arte facto no se mueve ni una pulgada.

—Vigílalo.

Savage salió del puesto de control dejándoles solos.

Barron lanzó un gruñido y dijo:

—Yo sigo opinando que esa maravilla no es terrestre, Ned. ¿Qué piensas tú?

—No estoy muy seguro ni de mis opiniones, aunque Savage está dispuesto a compartir tus teorías. Pero en la base pensaban que era una nave experimental de los rusos.

—Tonterías. Si los soviéticos hubiesen logrado construir algo así, con estas dimensiones y esa velocidad, lo sabría todo el mundo porque nos lo hubieran restregado por las narices en todos los tonos, como demostración de su superioridad sobre la nuestra. No, maldito sí creo eso.

—Pues, amigo, si son de otra galaxia, y conseguimos llegar hasta ellos, creo que debes prepararte a tener algunas sorpresas. Imagina que tengan un aspecto repelente o algo así...

—Mi imaginación no llega a tanto. Pero yo no dije que dentro de esa enormidad hubiera gente. Tal vez no va tripulada.

Grant sacudió la cabeza, escéptico.

—Tommy, si además de ser capaces de construir una ciudad flotante como ésta, e impulsarla a cincuenta mil millas por segundo, son lo bastante geniales para manejarla a miles de millones de millas de su mundo, no cabe duda que habrá que quitarse el sombrero ante su inteligencia.

Barron rezongó algo entre dientes. Grant, tras realizar unos cálculos, dijo:

—Pronto lo tendremos en las pantallas de los visores. Lo creas o no, estoy rabiando por verlo de cerca.

Por el altavoz les llegó una orden de Savage:

—Tommy, enciende los motores de frenado. Reduce la velocidad a una décima y avísame... No consigo establecer conexión con la base...

Ned Grant quedó solo ante las pantallas. Sentía crecer la excitación por instantes a medida que su propia nave se aproximaba a aquel misterio surgido del abismo del; espacio.

Notó cómo toda la estructura se estremecía , cuando Tommy, redujo la velocidad. Oyó las voces de éste y de Savage, pero ni siquiera les prestó atención, absorto ante la gran pantalla central, a la espera de que surgiera la visión de la inmensa nave extraña.

Luego, de nuevo Savage dijo por los altavoces:

—Atentos... Ahora contestan.

Hubo unos gruñidos casi humanos, producidos por las interferencias de cuerpos extraños, y luego una voz metálica que pedía confirmación al mensaje transmitido por Savage.

Este lo repitió, dando cuenta de su descubrimiento. Pidió instrucciones y acabó advirtiendo que si no recibía confirmación de nuevas órdenes procedería a explorar aquella nave gigante tan pronto llegaran a su lado.

Hubo un largo paréntesis de silencio en el que todos ellos permanecieron pendientes de la respuesta. Estaban a cientos de millones de millas de la Tierra, así que la señal necesitaba tiempo para llegar, a despecho de que viajara a la velocidad de la luz.

Savage apareció al cabo de unos minutos, seguido de Tommy. Controló los instrumentos y soltó un gruñido.

—Demasiado rápido aún, Tommy. Hay que reducir la velocidad a un octavo. Y quiero que verifiques con exactitud nuestro rumbo y la posición de esa nave.

Grant masculló:

—Lo tendremos en la pantalla dentro de pocos minutos...

Instantes después, Tommy Barran anunció:

—El rumbo es correcto, no nos hemos desviado ni una pulgada. Y la posición de ese navío, o lo que infiernos sea, es treinta y nueve punto cinco. Delante de nuestras narices —terminó, excitado.

—Bien... Controla la velocidad. Atento a las instrucciones si hemos de abordarlo.

—Perfecto.

Ned Grant dio un respingo y boqueó, señalando la pantalla central. Savage asintió con un gesto.

La imagen, nítida a pesar de la distancia, surgió ante sus ojos atónitos.

Era exactamente como la vieran en la anterior ocasión, tres meses, atrás. Sólo que ahora estaba allí, inmóvil, como esperándoles, inmensa, sombría en la solitaria inmensidad oscura que la enmarcaba.

Savage ordenó por el intercomunicador:

—¡Atención, Tommy! Velocidad, Cero punto cinco... Atento para reducir más aún...

Grant casi chilló:

—¡Es inmensa, Bert!

La nave parecía crecer a medida que se acercaban a ella vertiginosamente. Ahora podían contemplar la lisa superficie, que tenía un color gris oscuro semejante a hierro pulido. Las enormes cúpulas que coronaban toda la nave eran tan altas que daban la sensación de otras naves redondas posadas sobre la coraza del gigante.

—Tiene una mirilla en la proa —dijo Ned, asombrado—. Una mirilla inmensa..., pero no se ve ni una luz.

—Tommy, velocidad cero punto tres, y reduce a dos cuanto te llame. ¿Conforme?

—Entendido.

—Dentro de unos pocos minutos podremos verla por nuestras propias mirillas —comentó entre dientes.

Grant jadeó:

—¿Qué haremos, salir a explorarlo por las buenas?

—Hay que esperar instrucciones. Desde luego; saldremos a verlo de cerca, eso es seguro. Tal vez haya tripulantes, en cuyo caso espero que sean amistosos.

—Creo que no has pensado en el fondo de todo esto, Bert.

—¿A qué te refieres?

—A que esa máquina no es terrestre. Nadie en la Tierra es capaz de construir eso actualmente. ¿Estás de acuerdo?

—¿Y qué?

—Si pertenece a otro mundo, a otra galaxia, a otro sistema remoto, entonces hemos hecho el mayor descubrimiento de todos los tiempos. El mayor descubrimiento científico de la historia, porque aportaremos pruebas de que hay vida inteligente en otras galaxias...

—Ya pensé en eso. Habrá una revolución allá abajo, porque se derrumbarán las teorías de multitud de científicos que negaban incluso esta posibilidad.

Ahora, estaban ya tan próximos a la nave gigante que en la pantalla sólo se reflejaba una parte de ella. Savage dio una orden y la velocidad se redujo hasta casi detenerse.

Por el altavoz, Tommy dijo:

—Estamos en cien millas por hora... una bicicleta correría más que nosotros..,

—¡Páralo! Cierra los motores, vamos a colocarnos al lado de él y esperaremos órdenes. O a que ellos tomen la iniciativa.

—¡Bien...!

Ned Grant saltó hacia la portilla de grueso cristal, tan claro y transparente como el aire. Instantes más tarde, la nave se detenía tan cerca del gigante que pudieron examinarlo a simple vista.

—Casi podríamos tocarlo con la mano —balbuceó Tommy, emocionado.

Al fin, les llegó la respuesta de la base. El que hablaba era McBain, jefe del Control de Vuelos. Su voz sonaba metálica, opaca y tenía cierto deje de incredulidad.

—Bien, Savage —dijo—, adopten todas las precauciones posibles y hagan las pruebas necesarias para comprobar si hay radiactividad en torno a esa nave. También deberán verificar la posible existencia de virus del espacio. No se arriesguen. No traten de acercarse antes de haber descansado: Tómense tiempo.

Savage soltó un juramento, pero siguió escuchando.

La voz procedente de la Tierra añadió:

—Si advierten el menor signo de peligro, aléjense lo más rápido que puedan. No peleen a menos que dependa de ello sus vidas y la integridad del Halcón. ¿Creen que hay tripulantes a bordo de la nave gigante?

—Hasta ahora, no hemos visto el menor signo de vida.

Sabía que su respuesta tardaría más de media hora en llegar a la base, y otro tanto la que McBain les enviase, así que se limitó a colocarse al lado de Ned, junto al cristal, y admirar aquella masa colosal flotando en el espacio.

Poco después se les unió Tommy, encandilado ante la perspectiva de explorar aquella mole.

—Si vale de algo, me ofrezco a salir el primero, Bert. ¿O vas a hacerlo tú solo?

—De momento, vamos a realizar las pruebas que nos han ordenado. Ya discutiremos eso después.

Enviaron diminutas naves robot hasta la oscura coraza del monstruo espacial... Los indicadores revelaron la existencia de radiaciones, una radiactividad normal en un cuerpo metálico que debía de haber estado expuesto a las radiaciones letales de quién sabe qué explosiones solares.

Asimismo, los diminutos robots regresaron con muestras de polvo cósmico arrancado de la coraza de metal, que una vez analizado resultó ser inofensivo.

—Todo está bien —rezongó Tommy, impaciente—. ¿Vamos a salir o no, Bert?

—Tranquilo, veremos cuáles son las últimas instrucciones.

Barron apenas podía contener su impaciencia.

Y luego, la respuesta esperada despejó el camino:

—Esperen doce horas. Descansen y traten de dormir. Concentren sus facultades en averiguar la nacionalidad de esa extraña máquina. Se supone que es una nave soviética, pero ustedes deberán confirmarlo, o en caso negativo desentrañar el misterio de su procedencia. Pero no esperamos que haya que hacer eso, porque sólo puede pertenecer a los rusos. Buena suerte. Sepan que el presidente está pendiente de ustedes. Fin del mensaje.

Se miraron estupefactos.

Ned Grant refunfuñó:

—¡Rusos! Ven rusos hasta en la sopa... ¿Cómo va a ser una nave rusa?

—Tómalo con calma.

—¡Al infierno con ellos!

Savage soltó una risita entre dientes.

—Allá abajo creen que es una nave rusa. Bueno, les quitaremos el sueño aunque nos cueste un despilfarro de energía.

—¿Qué piensas hacer?

—Transmitir las imágenes. Que se empapen de esta maravilla que tenemos ante las narices. Van a sudar sangre si ven los detalles y piensan que eso lo construyeron los soviéticos.

Tommy se echó a reír.

Savage se instaló ante los mandos manuales, hizo vibrar los motores de estribor apenas unas décimas de segundo y el Halcón se deslizó suave y majestuoso hacia el gigante, deteniéndose de nuevo cuando casi lo rozaba.

—Bien, ahora sólo tenemos que esperar. Vamos a tomar algo y trataremos de dormir por turnos. ¿De acuerdo?

Asintieron a regañadientes, empujados por la impaciencia.

En la oscura inmensidad del espacio, las dos naves quedaron varadas, quietas, a la espera de las próximas horas.

Antes de acostarse, Tommy Barron refunfuñó:

—Se me ocurre que tal vez a estas horas, ellos también estén observándonos a nosotros...

Esa idea no le dejó pegar ojo en todo el tiempo de descanso que le habían asignado.

Doce horas más tarde, Savage y Tommy Barron empezaron a equiparse para una salida al exterior ante la mirada preocupada de Ned.

Los trajes espaciales ya no eran como los primitivos, gruesos e incómodos, sino ajustados, sólidos y perfectamente estudiados para permitir una total y absoluta movilidad y autonomía.

Ned Grant ayudó a Tommy a ajustarse los retrocohetes a la espalda y gruñó:

—Ten cuidado, viejo.

Savage le observó con el ceño fruncido.

—¿Qué te pasa, te hubiera gustado explorarlo tú?

Ned sacudió la cabeza.

—No —dijo—. Pero a medida que pasa el tiempo menos me gusta todo esto.

—¿A qué te refieres?

—Estuve pensando mientras los dos estabais acostados. Pensando y observando a ese monstruo. Hay algo raro en él, Bert. Algo siniestro si entiendes lo que quiero decir.

—Francamente, no.

—¿Por qué está ahí, parado, esperándonos? Nos adelantó y hubiera podido llegar a la Tierra hace un mes por lo menos: ¿Por qué no lo hizo, porqué se detuvo, qué espera?

—Precisamente eso es lo que vamos a intentar averiguar.

—Te repito que hay algo sombrío ahí fuera, Bert. Llévate armas por lo menos...

—Escucha, Ned, si quisieran hacernos daño nos habrían destruido un millón de veces desde que nos detuvimos a su lado; No ha ocurrido nada, ¿no es verdad? Yo también estuve pensando porque no pude pegar ojo ni quince minutos seguidos. Posiblemente no vaya tripulado, porque de ser así hubieran dado señales de vida. Pero tanto en un caso como otro no son agresivos o a estas horas tendríamos otros problemas que discutir.

—De cualquier modo...

—Tendremos cuidado, por supuesto.

—Imagina que os sucede algo. ¿Qué hago yo, largarme sin más? Porque si es eso lo que imaginas, olvídalo.

—No creo que nos pase nada, pero si Tommy y yo no regresamos me parece que tu problema será salir zumbando para conservar el pellejo, de modo que eso es lo que harás.

Ned Grant le miró fijamente un largo instante. Luego, entre dientes, dijo:

—No regresaré solo a la Tierra, Bert. Si tú y Tommy mueren... Bueno, les ajustaré las cuentas.

Savage sacudió la cabeza.

—No ocurrirá nada. ¿Tan difícil es comprender eso? Si hubiera seres, vivos ahí dentro, y fueran agresivos, ya nos habrían pulverizado. En esa nave debe haber un armamento de increíble potencia, si es una nave de guerra. No lo han hecho, así que intentemos entendernos con ellos por lo menos. ¿De acuerdo?

Grant se encogió de hombros.

—Tú eres el comandante —claudicó—. Pero yo no tengo alma de mártir. Buena suerte.

Les ayudó a ajustarse los cascos. Probaron las comunicaciones y Tommy empuñó la cámara portátil a fin de obtener todas las imágenes posibles en su recorrido.

Ned Grant salió de la cámara y un mamparo de aceró se deslizó tras él, aislando a los otros dos hombres. Instantes después se abrió una escotilla y ambos salieron al exterior flotando impulsados por los retrocohetes que llevaban a la espalda.

Savage llegó junto al inmenso casco grisáceo y deslizó los dedos por él. Era tan liso como el cristal.

Tommy tomaba una película de todos sus movimientos, y poco después los dos Hombres estaban de pie encima de la nave, al lado de una de las gigantescas cúpulas, tan lisas como el resto de la estructura.

Savage comentó a través del micrófono del casco:

—No hay ni una mirilla en toda la estructura. Parece como si estuviera construido de una sola pieza, o fuera macizo.

—Vayamos a proa, tal vez se vea algo por la mirilla panorámica que hay allí... si se trata de una mirilla, realmente.

Caminaron por encima del casco, sujetos por las ventosas del calzado.

En la proa había una zona oscura semejante a cristal negro. Parecía realmente una mirilla panorámica de media milla de longitud, pero cuando pegaron los cascos a ella no pudieron distinguir nada al otro lado.

—Negro como la tinta —rezongó Tommy, parando su cámara.

—Debe haber una entrada en alguna parte. Sigamos, Tommy.

Continuaron explorando la colosal estructura. Savage se detuvo al lado de una de las cúpulas y afianzando las ventosas de sus zapatos comenzó a escalarla con cautela, mientras Tommy volvía a manejar la cámara; filmando las andanzas de su compañero.

Savage llegó a la cumbre y se detuvo. Allá abajo vio al Halcón, parado y con los focos desparramando luz a su alrededor. Se le antojó un delfín varado al lado de una ballena.

Habló por el micro:

—Hasta ahora, ni rastro de una trampilla por donde entrar, Tommy.

—Podríamos intentar abrir un agujero con un fusil láser.

—¿Y dañar esta maravilla?

Descendió con cautela de aquellas alturas hasta reunirse con su compañero.

—Pensemos un poco —gruñó—. Esto ha sido construido por seres inteligentes. Haya alguien dentro o no, han debido entrar y salir para construirlo y equiparlo. Me pregunto...

—¿Qué?

—Ahora ya no cabe duda que es una nave de otra galaxia. Quizá ellos no necesiten puertas para entrar y salir. No es necesario que se parezcan a nosotros, en absoluto. Ni física, ni mentalmente.

—¿Adónde quieres ir a parar? No pensarás que se filtran a través del acero, si es que esto es acero.

—No lo es. Prueba a conectar las ventosas magnéticas.

Tommy accionó una pequeña llave, transformando las ventosas en suelas magnéticas. Al instante perdió contacto con la nave y comenzó a flotar.

—¡Maldita sea, es cierto! —exclamó.

—Estoy seguro de que hay un sistema para entrar. No necesariamente parecido al nuestro, naturalmente.

—Seguro —refunfuñó Tommy—. El láser.

—Olvida eso.

Volvieron hacia la proa, allí donde estaba la inmensa mirilla negra. Era la única parte de toda la nave que no parecía maciza.

Apenas habían caminado media docena de pasos, delante de ellos se abrió algo semejante a una escotilla enorme. Fue algo fantasmal, porque parte de la coraza pareció esfumarse, desaparecer, dejando un espacio rectangular por el que los dos vieron el oscuro interior como un abismo negro y sin fondo.

Tommy lanzó un grito de alarma y giró, viendo a Savage parado, tan quieto como una estatua.

—¡Hay alguien ahí! —chilló—. ¡Nos han abierto la puerta!

Savage sacudió la cabeza de un lado a otro, pero él no le hizo caso y añadió con tono sombrío:

—Como le dijo la araña a la mosca...

—Ordenes telepáticas —masculló Savage.

—¿Qué?

—Tuve la idea de repente, como si se encendiera una luz, igual que si alguien me dijera al oído cómo abrir la puerta. Una orden telepática. ¿Entiendes? .

—¡Que me ahorquen! ¿Quieres decir que «tú» has abierto ese boquete?

—Así es.

—¿Sólo mentalmente?

—Concentrando el pensamiento. Telepáticamente, es así de sencillo. Te dije que ellos no debían parecerse necesariamente a nosotros, ni física ni mentalmente. Bien, son muy superiores, Tommy.

Tras un silencio, Tommy gruñó:

—No me gusta nada todo esto, Bert. ¿Qué hacemos?

—Entrar antes de que se cierre otra vez. Comunícate con Ned y cuéntale lo que pasa... y que entramos en esta maravilla.

Savage accionó los retrocohetes y flotó suavemente sobre la abertura. Tommy le, vio descender con absoluta seguridad y apresuró el mensaje para lanzarse en su seguimiento. No hizo el menor caso de los gritos de Ned Grant y cortó la comunicación cuando descendía detrás del cono de luz que surgía de la linterna de Bert Savage.

El encendió la suya antes de alcanzar a su compañero y paseó la luz a su alrededor. Se quedó sin aliento ante las colosales dimensiones de cuanto contemplaba.

Al fin, sus pies tocaron el suelo. Savage, a su lado, dijo entusiasmado:

—¡Hay gravedad aquí dentro, Tommy! ¿Te das cuenta?

Una gravedad semejante a la de la Tierra. No necesitas las ventosas para nada.

—Bueno, ¿y dónde está esa gente, Bert?

—Eso ya es más difícil saberlo. Mira a tu alrededor.

La luz de ambas linternas les mostró unas columnas inmensas que se perdían hacia arriba, gruesas como rascacielos terrestres. Macizas, sólidas, y unidas entre ellas por ondulantes rampas absolutamente lisas.

—Gigantes —gruñó.

—¿Qué?

—Esto procede de un mundo de gigantes. De lo contrario, ¿para qué necesitarían una nave de estas dimensiones, con este interior inmenso? Debe tratarse de seres gigantescos, en consonancia con la nave.

—No necesariamente. Vamos, sigamos explorando esto.

Caminaron pesadamente por una de aquellas rampas que se hundían en el vacío negro que había a sus pies. Notaban el cansancio que les producía la súbita gravedad, después de años de vivir en un ambiente neutro.

—Cada vez lo entiendo menos —rezongó Tommy—. Esto no parece que nos conduzca a ningún lugar...

—¡Apaga la linterna!

—¿Para qué?

—¡Apágala!

Quedaron a oscuras, inmóviles.

Savage dijo con voz ronca:

—¿Lo ves?

—¡Hay un resplandor ahí abajo!

—Eso es...

Apresuraron el paso hundiéndose más y más en las entrañas del colosal ingenio, viendo el tenue resplandor azulado allá al fondo, como la reverberación submarina de un acuario.

Pero, en cualquier caso, de un acuario gigante.

Sus pies abandonaron la rampa y se deslizaron por un suelo blando semejante a moqueta. El resplandor les envolvió de pronto y se detuvieron, paralizados de estupor.

Ante ellos aparecía una colosal sala rodeada por millares de extraños controles, diales indescifrables, palancas de vivos colores y tableros acribillados de pulsadores. Aquella sala de mandos era tan grande como toda su propia nave.

—¡Por todos los diablos! —jadeó Tommy—. ¿Qué clase de gente ha construido esto, Bert?

—Alguien genial, muchacho. Verdaderos genios. Si pudiésemos comunicarnos con ellos...

—Prueba mentalmente, al igual que conseguiste abrir la escotilla, quizá...

Hubo un prolongado silencio. Tommy veía a su compañero parado allí, rígido, con los ojos cerrados y el ceño fruncido dentro del casco.

Minutos más tarde, Savage gruñó:

—Imposible, no puedo.

—Bueno, Olvídalo. Si ellos están en alguna parte de esta nave ya saben que estamos aquí, de modo que les corresponde la iniciativa.

—Filma todo esto, detalle por detalle, Tommy.

Él se acercó a los cuadros de mandos y controles intentando descifrar algunos de los extraños jeroglíficos que aparecían grabados junto a cada palanca, no mayor que un cigarrillo, pero se declaró incapaz de ello. Si le hubiese cabido alguna duda de que la nave procedía de otra galaxia, de otra civilización, todo lo que estaba viendo la habría desvanecido.

Mucho más tarde, Tommy anunció:

—Apenas queda cinta, Bert, y nos falta explorar mucho todavía.

—De acuerdo, veamos que más encontramos.

De repente, Tommy se detuvo. Savage le vio tambalearse y la cámara se deslizó de sus dedos. Una expresión de angustia apareció en su cara, a través de la mirilla del casco.

—¡Tommy!

Saltó hacia él, sujetándole. Se asustó al descubrir la terrible angustia en los ojos de Tommy.

—¿Qué te sucede? ¡Maldita sea, responde! ¿Qué te pasa?

—¡Dios, la cabeza... me va a estallar...!

—¿Qué? .

—¡Bert, ayúdame...!

Savage le zarandeó. Por los auriculares oyó cómo Tommy rechinaba los dientes. Todo el peso de su compañero basculó en él, como si estuviera a punto de desplomarse.

—¡Sácame de aquí, Bert!—imploró Tommy Barron.

Le dejó bascular sobre su hombro y entonces se dirigió hacia el camino de salida. Subir la rampa ondulante fue una tortura, porque además de sujetar a su compañero tenía que alumbrar el camino para no precipitarse al vacío.

Cuando se detuvo para recobrar el aliento, Tommy se enderezó sobre sus piernas, jadeando.

—Creo que... que podré andar ahora —rezongó.

—¿Te sientes mejor?

—Sí...

—Apóyate en mí de todos modos hasta que estemos arriba. ¿Qué fue, un mareo?

—¡Qué mareo ni qué...! No, Bert, fue cómo si alguien me estrujara el cerebro, como si quisieran triturármelo. No quisiera volver a experimentar eso otra vez.

Encontraron la escotilla abierta sobre sus cabezas. Accionaron los retrocohetes y salieron, fuera de la nave gigante flotando sobre su casco en el vacío del espacio.

Tommy chilló de pronto:

—¡La cámara, Bert, quedó allá abajo!

—Está bien, ya volveremos a por ella. Necesitamos descansar. Yo también estoy agotado, muerto de cansancio.

Ned les recibió lleno de angustia, porque a través del circuito abierto con Savage había oído las exclamaciones de ambos y estaba radiando por saber lo que pasaba.

Tommy se tendió en su cama. Estaba lívido y cuando Savage comprobó sus reflejos vitales vio que estaban muy por debajo del punto normal.

—Descansa. Mañana volveremos a explorar ese maldito castillo flotante. Hay que recuperar la cámara para enviar las imágenes a la base.

De regreso al puesto de mando, Ned gruñó:

—¿Qué le pasó, lo sabes?

—Un súbito dolor de cabeza. Se mareó, pero quiero hacerle algunas preguntas cuando esté en condiciones. Fue muy extraño lo que sucedió allí dentro. Y la manera cómo la escotilla se nos abrió ante las narices... sólo con desearlo.

—Cuéntame eso.

Lo hizo, pensativo, reflexionando profundamente al mismo tiempo.

Cuando acabó dijo:

—Ahora empiezo a dudar de que la idea se me ocurriera a mí, eso es lo que me preocupa.

—¿Qué demonios quieres decir?

—De pronto, «supe» que podía abrirla mediante una orden telepática. Se me ocurrió y lo hice y, salió bien. Pero quizá la orden no partiera de mí, sino que alguien la puso en mi mente sólo para facilitarnos la entrada. Es algo en lo que reflexionar con calma y con tiempo.

Ned Grant refunfuñó:

—Cuando vuelvas te acompañaré yo. Veremos si alguien consigue meter alguna idea divertida en mi cabeza. La tengo lo bastante dura para resistirlo.

—Esto es mucho más serio de lo que pareces imaginar, Ned, pero de cualquier manera vendrás conmigo.

Sólo que ya no hubo ocasión. Cuando los tres despertaron, después de unas horas de sueño, de la nave gigante no quedaba el menor rastro.

Había desaparecido tan completamente como si jamás hubiera estado allí.

El presidente levantó la cabeza cuando los dos hombres entraron en su despacho de la Casa Blanca. Apartó un legajo de papeles a un lado y despidió a su secretario con un gruñido.

Eso dio a entender que estaba de mal humor. El mayor Cogan miró de soslayo al general Havilland y tampoco le gustó la sombría expresión de la cara de su compañero.

El presidente dijo:

—Siéntense, caballeros.

Esperó a que el secretario hubiera salido y entonces gruñó de mal talante:

—He leído su informe, Cogan. No parece que haya obtenido usted mucho éxito en todos estos meses.

Cogan mantuvo la boca cerrada, esperando. El presidente dio un vistazo al informe en cuestión y añadió:

—Según consta aquí, todo lo que han conseguido hasta ahora ha sido enviar un perro al futuro y hacerlo volver... muerto.

—Así es, señor presidente.

—Y ni siquiera saben exactamente cuántos años en el futuro le hicieron viajar.

—También eso es cierto.

El presidente apartó los papeles de un manotazo.

—No hemos adelantado nada en nuestro proyecto de enviar un hombre a Lomongrad. De modo que...

—Según el profesor Johnston —le interrumpió el mayor con voz tensa—, en pocos meses habrán solucionado el problema de la seguridad.

—¡Meses, meses y meses! No podemos esperar más tiempo. Ustedes escucharon el informe de nuestra nave Halcón. La presencia de la gigantesca nave en el espacio es tan preocupante como la posibilidad de que los soviéticos tengan ya disponible su Arma Total. Ahora ya no caben dudas de que esa especie de ciudad volante existe. Por sus dimensiones, podría transportar todo un ejército y sus pertrechos a cincuenta mil millas por segundo. ¿Cuántas de sus armas totales sería capaz de lanzar también?

El general esbozó un gesto de duda.

—El comandante del Halcón afirmó que no se trataba de una nave terrestre, señor presidente.

—¿Y usted cree esa tontería? ¡Naves interestelares! Me parece que están claros los propósitos de ese hombre, causar impacto, sensacionalismo. Si la gente, creyera eso, se haría rico cuando tocara tierra sólo con escribir un libro sobre sus experiencias con extraterrestres. Pero que un astronauta aventurero pretenda eso es, hasta cierto punto, lógico. Pero en usted es ridículo, general.

—Señor presidente, si usted piensa que mi trabajo no es satisfactorio puedo renunciar a él tan pronto usted lo disponga.

El presidente sacudió la mano, como sí espantara una mosca. Su cara surcada de arrugas enrojeció.

—¡Maldita sea, Havilland, no sea usted tan susceptible! Me limito a exponer hechos con sentido común. Yo doy por sentado que los rusos han construido esa maldita nave gigante. También estoy convencido de que, si no la poseen ya, están a punto de lograr su Arma Total. Y quiero que ustedes se convenzan también... mediante la certeza absoluta que nos proporcionaría un hombre nuestro incrustado en su centro de Lomongrad.

Esta vez no obtuvo ninguna réplica. Se echó atrás en su butaca y sus ojos cansados, mortecinos, examinaron las caras de los dos hombres.

Al fin, Havilland dijo:

—No hay modo de lanzar un espía desde el aire. Hoy día, con los sofisticados sistemas de vigilancia electrónica que existen, ningún avión conseguiría siquiera atravesar las fronteras de la Unión Soviética sin ser abatido.

—¿Entonces...?

—O se hace por el sistema tradicional, a través de nuestra embajada, o por medio del experimento del profesor Johnston.

El presidente suspiró. Fastidiado, gruñó:

—General, usted sabe tan bien como yo que nuestras embajadas no guardan secreto alguno para los rusos, al igual que las suyas no son ningún misterio para nosotros. A veces pienso que incluso saben cuando el señor embajador estornuda.

—Bien, entonces sólo nos queda un camino.

—Debería ser así, pero ya oyó a Cogan. Faltan meses aún para tener ciertas garantías de seguridad.

Havilland se volvió hacia el mayor y le espetó:

—¿Está seguro de que no hay otra manera de activar esas pruebas?

—Vaya y pruébelo, general. Lo he intentado por todos los medios... y todo lo que conseguí cuando me puse duro fue perder algunos de los colaboradores del profesor. Son gentes muy susceptibles, usted sabe... ¡Unos malditos pozos de orgullo!

Suavemente, el presidente sugirió:

—¿Qué tal si lo intentase usted, Havilland?

Cogan dio un respingo, pero el presidente se apresuró a añadir

—Tengo otro trabajo urgente para el mayor, y usted, Havilland, está perfectamente impuesto de todo el problema.

—Muy bien, señor presidente.

—Trate de hacerles entrar en razón. Que comprendan lo muy importante que es para nuestra propia seguridad el éxito de su experimento. Hágales saber que, posiblemente, de él dependa nuestro futuro, nuestra supervivencia. Exagere un poco si le parece, eso no le hará daño a nadie, siempre que quedé en secreto.

—Veré qué puedo hacer.

Cogan carraspeó.

—¿Dónde quedo yo, señor presidente?

—Va a dedicarse exclusivamente al misterio de la nave gigante. Hágase cargo de toda la documentación al respecto, de todas las cintas con los mensajes y las imágenes. Examine usted hasta el tono de las voces. Hemos de salir de toda posible duda..., aunque no abrigo ninguna, por supuesto. Esa nave es rusa, pero quiero su confirmación. Estará usted facultado para entrar en contacto con los tripulantes del Halcón tantas veces como lo estime oportuno, a cualquier hora del día y de la noche. Daré instrucciones para que te habiliten una oficina en el Centro de Control de Vuelos y pongan a sus disposición todos sus sistemas de comunicaciones.

—Perfectamente...

—Espero que hará usted un buen trabajo, Cogan.

—¿Se sabe dónde está ahora el Halcón?

—No exactamente. Recibieron instrucciones de buscar la nave gigante, localizarla y fijar su posición si lograban descubrir su nuevo rumbo. Lástima que perdieran la cámara con la cinta en la que constaban las imágenes del interior... Fue un fracaso lamentable.

Tras una vacilación, Cogan preguntó:

—¿Qué haremos si localizamos de nuevo esa nave, señor?

Tras un suspiro, el presidente gruñó:

—Destruirla.

Los dos militares cambiaron una, mirada sobresaltada, pero ninguno de los dos se atrevió a discutir la tajante orden.

Poco después, ambos abandonaban el despacho presidencial, cada uno de ellos absorto en sus propios y difíciles problemas.

Ray alargó la mano y apresó los dedos de, Jeannie, oprimiéndolos suavemente.

—¿En qué piensas? —murmuró perezosamente.

—En nada concreto.

Estaban tendidos sobre el césped, al lado de la piscina. El sol oblicuo, pronto a ocultarse, les acariciaba aún, amortiguado por la ligera brisa que llegaba del mar.

Savage dijo:

—¿Te gustaría un viaje a Europa?

Ella ladeó la cabeza, sorprendida.

—¡Claro que me gustaría! Sólo dime cuándo partimos.

—No lo sé... Ha sido una idea repentina. Pensaba en que tú y yo empezamos a aburrirnos y que habría que hacer algo al respecto.

—Hace años que no salgo fuera del país. Y sólo estuve una vez en Europa, al, terminar los estudios. Pero me encantaría volver, y ver Venecia antes de que se hunda del todo. Y . Roma, y París... —Hay que pensarlo con calma.

Ella sonrió.

—¿Sabes una cosa, Ray?

—¿Qué?

—Estaba preocupada por ti. Cada día más preocupada.

—No comprendo...

—Sí comprendes —le atajó ella—. Desde que abandonaste ese loco experimento del profesor Johnston estás tenso, inquieto. Sé que te falta algo, algo que yo no puedo darte. Tú no eres de los que pueden estarse quietos en un lugar sin hacer nada. Si viajamos todo esto desaparecerá.

—Ya veo.

La muchacha dio la vuelta, apoyándose en los codos, y se quedó mirándole fijamente;

—Dime la verdad, querido. ¿Has pensado alguna vez en volver a ese antro de locos?

Savage se echó a reír, mirándola al fondo de los ojos.

—Naturalmente que pensé en volver. Creo que no lo hice por orgullo, para no ceder ante ese militar engreído y sabelotodo.

Ella cabeceó, asintiendo.

—Estaba segura.

El sol acabó por desaparecer y sólo quedó una luz rojiza y difusa. Desde su posición, Savage pensó que en torno a los largos cabellos de la muchacha se encendía un llama, aureolándola de luz.

Levantó un poco la cabeza y la besó en la boca. Jeannie se dejó caer sobre él, las bocas unidas, sus pechos desnudos hincándose en el poderoso torso del hombre.

Cuando separó los labios dijo con voz que era un leve jadeo:

—Si algún día te perdiese...

—Olvídalo, eso no sucederá hasta que los dos seamos viejos, decrépitos y tengamos que sostenernos con muletas.

La muchacha rió entre dientes.

—Te querré igual, con muletas o sin ellas.

Callaron mientras las primeras sombras del crepúsculo se extendían por el jardín. El aire tibio del océano rumoreaba entre el follaje y un pájaro empezó a trinar su canto nocturno.

Jeannie giró sobre sí misma y apoyó la cabeza sobre el pecho de él, suspirando llena de delicia.

—¿Tú crees que Venecia es tan hermosa como cuentan?

—Lo es.

—¿Cómo puedes afirmarlo tan rotundamente?

—Porque estuve allí.

Ella dio un respingo. Ladeó la cabeza y trató de verle los ojos en la creciente oscuridad.

—¿Cuándo? Nunca me habías hablado de eso... de que hubieses estado en Venecia.

—Fue antes de conocerte. Entonces viajé bastante.

—Es curioso que no me hayas contado nunca lo que hacías en aquellos años, antes de que nos conociésemos.

—Me parece que siempre hemos tenido otros temas de conversación desde que estamos juntos. Temas más apremiantes, diría yo.

—No desvíes la cuestión. Cuéntame, ¿qué hiciste en Europa cuando estuviste allí?

El guardó silencio. Lamentaba haber sacado a colación ese tema y le hubiera gustado encontrar una excusa para esquivarlo.

Pero eso, con Jeannie, resultaba punto menos que imposible.

—Estuve empleado en una agencia del gobierno —dijo al fin, a regañadientes.

—¿Tú?

—Ni más ni menos.

—¿Qué agencia? Porque no tienes carácter para diplomático, digo yo.

—No era nada relacionado con la diplomacia.

Ella aguardó, interesada. Pero en vista del silencio insistió obstinadamente:

—Bueno, cuéntame, no te hagas el interesante ahora.

—Era algo relacionado con la seguridad nacional... Pero me expulsaron. Dijeron que no tenía la menor noción de la disciplina, que en cambio tenía muy desarrollado el instinto de pedir aclaraciones de cuantas órdenes recibía y de discutirlas... y me dieron un puntapié. Esa gente me conocía bien. Tenía razón.

—Sigo sin comprender cuál era tu trabajo.

Ese resultaba otro punto difícil. Savage carraspeó, buscando una manera de decirle lo que era tan peliagudo de explicar.

Entonces, mientras ella seguía esperando la respuesta, se oyó el zumbido de un overjet más allá de la barrera de árboles y la cerca, y Savage exclamó:

—Tenemos visita, nena.

Ella dio un salto y corrió hacia la casa. Su cuerpo desnudo pareció un jirón de niebla en la penumbra, hasta que desapareció.

Ray se incorporó, íntimamente aliviado. Acababa de ahorrarse una respuesta embarazosa.

Vio tos faros del vehículo más allá de la entrada. El resplandor se apagó y el suave zumbido del motor se extinguió también. Un instante después sonaba el carillón de la puerta.

Savage accionó el mando a distancia, abriendo la verja. Justo cuando Jeannie reaparecía en la terraza, envuelta en una larga bata de seda con adornos de oro, un hombre dio la vuelta en el recodó del sendero caminando sin prisas, mirando en torno con admiración.

Cuando estuvo más cerca de Savage exclamó:

—Tiene un hermoso jardín, Savage.

—¡Doctor Newell!

—Imagino que no esperaba una visita tan intempestiva...

—Sinceramente, no.

Jeannie descendió los escalones, avanzando al encuentro de los dos hombres. Newell se quedó mirándola embelesado y apenas si atinó a devolver sus saludos.

Al fin exclamó:

—¡Demonios, Savage! Ahora comprendo lo que me dijo una vez... respecto a las mujeres. Usted tenía razón. Ella quiso saber:

—¿Qué le dijo, doctor?

—Me parece que lo mantendré como secreto profesional. Pero es usted endiabladamente bella, señorita.

Jeannie levantó la mirada hacia Savage.

—Aprende a decir cosas agradables, búho.

—Prefiero hacerlas.

—No seas procaz... ¿Prefiere entrar en la casa, doctor?

—Gracias.

Caminaron hacia la terraza. Ella encendió las luces y Savage gruñó:.

—Iré a vestirme, doctor. Jeannie le servirá algo de beber si le apetece.

El médico le siguió con la mirada cuando se alejó, admirando quizá el poderoso y elástico cuerpo sólo cubierto por el breve bañador.

Jeannie susurró:

—¿Qué quiere beber, doctor?

—Cualquier refresco. No bebo alcohol, así que le será fácil.

Ella se fue en busca de la bebida. Newell aprovechó para pasear la mirada en torno, íntimamente complacido del confortable ambiente, del delicado lujo que se desprendía de todos los detalles que contemplaba.

La muchacha y Savage regresaron casi al mismo tiempo. Ella depositó un abundante zumo de frutas helado sobre la mesita. Savage preparó un whisky para él y le añadió hielo antes de que ninguno despegara los labios.

Saboreó el licor. Sus ojos agudos estaban fijos en la cara del médico.

—Bien, dígalo ya, doctor.

Este sonrió.

—¿Qué espera que diga?

—El motivo de esta visita.

—Oh, eso... Puede esperar.

—Oí decir que se había incorporado usted de nuevo al equipo del profesor...

—Es cierto. Cuando echaron al mayor Cogan, volví.

—Así que Cogan saltó, ¿eh?

—Y tan alto que no creo que haya aterrizado todavía.

Lo dijo con ironía, sonriendo.

—¿Quién tuvo el valor de quitarlo de en medio?

—Realmente, el presidente en persona debió convencerse de la ineptitud de Cogan. Tengo entendido que le asignó otro trabajo, pero tengo para mí que no fue más que un pretexto para no tener que decirle abiertamente que no servía.

—Eso lo sabíamos nosotros desde el principio, doctor.

—Cierto, pero no teníamos el poder del presidente para echarlo. Ahora, casi todos los que nos habíamos apartado del proyecto voluntariamente hemos regresado a él.

—Hay algo que me intriga —refunfuñó Savage—. ¿Por qué si el presidente tenía tanto interés en este asunto, se ha vuelto atrás de, repente? No será, sólo porque haya descubierto que su enviado era un inepto, digo yo.

Newell sonrió.

—No ha renunciado en absoluto, Savage.

—Entonces, doctor, aún lo entiendo menos.

—Sencillamente, ha cambiado a su representante directo. Ahora tenemos a un general en el puesto del mayor. Se llama Havilland.

Savage no pudo evitar una mueca de perplejidad.

—De modo que todo sigue igual... En este caso, ¿por qué han vuelto usted y los demás? 

—Explicarle eso es una de las razones que me han traído aquí esta noche. De cualquier modo, Savage, y a pesar de que es un placer gozar de la exquisita belleza de su compañera, preferiría exponerle las cosas sin su encantadora presencia.

La mirada de Ray chispeó peligrosamente.

—No olvide que ella está en su casa, doctor —dijo con voz súbitamente helada.

—Les ruego que me disculpen, pero he de insistir. Cuando me haya escuchado comprenderá la razón de ese ruego que ahora puede parecer hasta impertinente.

Savage se disponía a replicar, cuando Jeannie le rozó la mano con sus dedos.

—Les dejaré solos —murmuró—. Comprendo que haya asuntos que ustedes deseen tratar sin testigos, doctor. Espero que le veré antes de que se marche.

Savage se disponía a protestar, pero la muchacha se levantó con una suave sonrisa en Sus labios adorables. Un instante después había desaparecido en el interior de la residencia.

Newell se recostó contra el respaldo de la butaca y suspiró.

—Lamento haber parecido descortés, créame Savage. No era mi intención provocar una situación de violencia.

—Espero que tenga una buena razón para su actitud.

—Una razón condenadamente buena.

Savage se limitó a esperar. Le intrigaba la actitud del médico con el que siempre le había unido una estrecha amistad. Sin embargo, ahora se le antojaba que Newell se mostraba distante e inquieto, tenso tal vez.

Luego, cuando el doctor habló, comprendió perfectamente que estuviera tenso. Porque Newell dijo:

—En primer lugar, Savage, he venido a rogarle que se incorpore nuevamente al proyecto. Johnston está sumamente interesado en lo mismo.

—Olvídelo.

—No se precipite. Por lo menos, escúcheme hasta el final.

—Si todo lo que tiene que decir está encaminado a convencerme de que vuelva, está perdiendo el tiempo. Le escuche o no, mi respuesta seguirá siendo la misma.

Newell titubeó un instante. Acabó encogiéndose de hombros y luego gruñó:

—Usted me lo pone más difícil de lo que yo pensaba-

—Doctor, sabe cómo pienso al respecto, conoce mis opiniones sobre la intervención de los militares en una investigación que en un principio debía ser exclusivamente científica, de modo que ahora no debería sorprenderse, ni mucho menos llamarse a engaño.

—Sé todo esto. Es más, lo discutimos con el profesor Johnston antes de que me decidiera a venir. A pesar de todo me ofrecí para ser yo personalmente quien le hablase y aquí estoy. Tengo la pretensión y el orgullo de que, de todo el equipo, soy el único hombre que goza de su amistad. Lamentaría equivocarme.

Savage sonrió.

—Usted equivocó la carrera, doctor. Debiera haber sido diplomático.

Newell se echó a reír.

—Nunca lo pensé. Y ahora, ¿está dispuesto a escucharme?

Savage asintió. Encendió un cigarrillo y se quedó mirando al doctor Newell con el ceño fruncido, preguntándose qué argumentos serían los que el médico había imaginado para tratar de convencerle.

—Lo que voy a decirle es estrictamente confidencial, amigo mío. Es también la razón de que haya pedido a su hermosa compañera que nos dejara solos. En realidad, sólo hemos sido informados el profesor Johnston y yo. Nadie más en todo el equipo sabe una palabra de lo que usted va a oír.

Savage le atajó con un gesto.

—Espere un minuto, doctor —rezongó—. Tal vez fuera preferible que, si se trata de materia confidencial, no me dijera nada si está todo encaminado a lograr que yo me reintegre al proyecto. Podría darse el caso de que, después de hacerme sus confidencias, yo siguiera negándome, como haré con toda seguridad, en consecuencia sería partícipe de unos secretos a los que no tendría derecho.

—Confío en convencerle. Y si no fuera así... Bueno, sé que puedo confiar en usted de cualquier modo.

—De acuerdo, sea como usted quiere.

Newell apuró el resto de su refresco de frutas. En realidad lo hizo como excusa para reflexionar unos instantes.

Y al fin dijo:

—El general Havilland, por encargo expreso del presidente nos informó al profesor Johnston y a mí de los motivos por los que era tan urgente, y vital lanzar un hombre al futuro. Nos explicó las razones por las que consideraban que el éxito inmediato de las pruebas escapaba de la esfera científica para convertirse en algo de lo cual dependería el porvenir, y quizá la existencia de nuestra nación... y, probablemente, del mundo.

—Me parece que lo está complicando usted cada vez más.

—Siga escuchándome, y después yo le escucharé a usted. ¿De acuerdo, Savage?

—Adelante.

—En primer lugar, está lo que ellos llaman el Arma Total. Tienen la sospecha, casi la certeza, de que los rusos la han conseguido ya, o están a punto de conseguirla. Ignoro el poder de ese condenado ingenio bélico, todo lo que entendí fue que, con esa arma en su poder, estarían en condiciones o bien de dictar sus condiciones al resto del planeta, o de destruirlo.

—Siga.

—Gracias. Desean averiguar qué hay de cierto en eso, pero los rusos eliminaron toda la red de espionaje hace tiempo. Han potenciado su contraespionaje hasta límites desconocidos hasta ahora, de modo que no hay forma de introducir un sólo espía con probabilidades de éxito. ¿Me sigue?

—Hasta ahora, sí.

—Esta es una parte del asunto. La otra es una especie de nave gigante, interplanetaria. Y aquí es donde va a llevarse usted una sorpresa, porque esa nave fantástica, una verdadera ciudad flotante en el espacio, fue descubierta por el comandante Bert Savage.

Ray dio un salto en la butaca.

—¡Mi hermano!

—Ni más ni menos. El comandante Savage y su tripulación descubrieron esa inquietante máquina gigante. Lograron enviar imágenes de ella y le aseguro a usted que es como para preocuparse. Yo vi las fotografías y me dejó helado. Increíble...

—¿Y es una nave rusa?

—El presidente, cree que sí. Pero de un tamaño y un poder potencial desconocido hasta ahora. Sume una flota de estas naves, más el Arma Total, y tendrá en sus manos la razón de que deseen enviar un hombre a Rusia, introduciéndolo un modo qué pueda desenvolverse con absoluta libertad, como un ruso más.

—Ya veo...

—Es de vital importancia saber si los rusos poseen ya esa arma, y además, si en verdad esa nave ha sido construida por ellos. Y tal como están las cosas en la actualidad, no hay más que un medio de averiguarlo.

—Supongo que la idea general es que sea yo quien meta la cabeza en esa trampa, ¿no es así?

—Ciertamente. No tenemos otro hombre mejor preparado que usted, ni con su experiencia. Bueno, lo cierto es que no tenemos ninguno preparado ni sin preparar.

—¿Me concede mi turno, doctor? . —Claro, hable.

—Primero. Imagino que en los laboratorios secretos del ejército están batiendo récords de celeridad para hallar también esa Arma Total. ¿No es cierto?

—Lo ignoro, pero es presumible que sea así.

—Bien, entonces, sabe si los rusos la tienen o no apenas significará ninguna diferencia. El primero que logre poseerla estará en condiciones de dictar sus propias leyes internacionales. Y si son los dos países a la vez quienes experimentan esta imbecilidad al mismo tiempo, estaremos otra vez como ahora, con el equilibrio del terror y nada habrá cambiado, tan sólo habremos dado un paso hacia la estúpida vesanía que nos acerca al fin absoluto y definitivo.

—Es una manera de exponerlo...

—No hay otra a mi modo de entender.

—¿Cuál es su segundo razonamiento?

—Esa nave. Si los rusos han logrado construir con éxito algo tan soberbio como usted lo describe, habría que felicitarles. Supongamos que alguien, un espía, consigue la certeza de que esa nave existe y es rusa, ¿qué ganaremos concretamente?

—No lo sé, Savage. Ahí me ha pillado.

—Una tercera razón todavía, doctor. Pienso que, conociendo el aparato propagandístico de los soviéticos, si hubiesen logrado construir esa ciudad flotante de que usted habló, lo sabríamos sin necesidad de recurrir al espionaje. Una vez conseguido el éxito, nos la habrían mostrado sólo para humillarnos, para demostrar al mundo que su ciencia y su tecnología, son muy superiores a las de la corrompida democracia americana.

Mire, Savage, no sé si habrían hecho eso b no, pero sí sé que no es nuestra, que no ha sido construida en nuestro país. Y excepto Rusia, no hay otra nación en el mundo con medios suficientes para lanzar al espacio nada ni siquiera parecido. Entonces no caben dudas. Es una nave rusa.

—Quizá no...

—¿Qué demonios quiere decir?

—Si es tan fantástica como usted cuenta, tal vez proceda de otra galaxia.

Newell dio un respingo.

—¿Extraterrestres?

—Pudiera ser.

—Tanto el presidente como sus consejeros han descartado esa hipótesis.

—Eso no quiere decir que tengan razón. Personalmente, opino que es al revés.

El doctor sonrió.

—No tiene usted una gran opinión de nuestros gobernantes, Savage.

Este no replicó. Sólo al cabo de unos instantes dijo pensativo:

—Daría cualquier cosa por hablar con mi hermano.

—Si eso hubiera de ayudar a convencerle, tal vez pudiera arreglarse por medio de...

—Olvídelo. Esperaré. Debe estar a punto de regresar si mis cálculos no están equivocados.

—Bien, ahora conoce el secreto. ¿Qué decide, Savage?

—No pienso convertirme en espía sólo por lo que usted me ha contado. No tendría ni una oportunidad de salir vivo de Rusia.

—Habría que discutir eso. Entraría usted en el futuro, a una era inexistente todavía. No está demostrado que ni usted ni las gentes que encontrase pudieran hacer nada capaz de variar ese futuro. ¿Cómo podrían matarle, si aún no existían? Personalmente, estoy convencido que usted vería algo semejante a un sueño, algo incorpóreo en lo que no podría influir.,

—Vi gente muy real en mis viajes al pasado —refunfuñó Savage de mal talante—. La Gestapo era real, y eran reales sus pistolas, y los soldados que vi desfilar, y la muchacha que huía rebosante de terror... y la insignia que le traje. Era real, metálica, sólida. ¿Lo ha olvidado? —Por supuesto que no, pero pienso que debe haber algunas diferencias entre internarse en el pasado o hacerlo en el futuro. El pasado es algo que está ahí, que existió. En la dimensión molecular tal vez queda condensada parte de la materia. Usted sabe que estamos en los albores de ese descubrimiento. Pero en el futuro nada puede haber quedado en ninguna dimensión, porque aún no ha existido.

—Para mí, todo eso son discusiones bizantinas, doctor. Lo concreto es que no le veo una utilidad práctica a que yo arriesgue la cabeza por algo tan problemático. Y ahí entramos en otra faceta del asunto. ¿En qué nivel están las pruebas? No me dirá que han logrado en tan poco tiempo lo que no esperaban conseguir antes de dos años.

—Lo cierto es que se ha avanzado mucho más de lo que pudimos imaginar en un principio. Volcaron cientos de millones de dólares en el proyecto. Entraron algunos físicos nuevos y se diseñaron computadoras absolutamente nuevas, de una efectividad increíble.

—¿Y...?

—De acuerdo, falta mucho aún, pero por lo que he podido comprobar se obtendrá éxito en cuestión de semanas.

—Cuando eso suceda vuelva a hablarme de este asunto. Si me encuentra. Jeannie y yo estamos planeando un viaje a Europa.

Newell esbozó una mueca de disgusto.

—¿Aceptaría presenciar mañana una prueba, Savage?

Este titubeó. Pensó en Jeannie. Pero también pensó en otras muchas cosas, entre ellas, el mortal aburrimiento que le producía la inactividad.

Se encogió de hombros.

—Bueno, ¿por qué no? Eso no le hará daño a nadie, ni me hará cambiar de opinión.

Newell, levantándose, dijo con evidente alivio:

—Por lo menos, estará allí. Gracias, Savage. Y ahora, si es tan amable... Me gustaría despedirme de la hermosa Jeannie.

Fue el primer paso para el horror que Savage habría de vivir...

Savage contempló los sorprendentes cambios que se habían producido en el laboratorio desde que él lo abandonara.

Tal como le dijera el doctor Newell, las computadoras centrales eran de un modelo como él no viera jamás otras parecidas. Los cuadros de control, los sistemas visuales, las pantallas; todo se le antojó nuevo y mucho más complicado que antes.

Incluso la campana de cristal ya no existía. En su lugar, sobre la plataforma donde convergían los brillantes tubos, no había nada más que una especie de foco negro.

El profesor Johnston comentó:

—Se han hecho algunos cambios, Savage, durante su ausencia. Me alegra poder decirle que la mayoría están destinados a conseguir una absoluta seguridad.

Ray gruñó:

—¿Y la han logrado?

—Pronto lo sabremos.

Newell dijo:

—Estamos esperando al general Havilland. Comprobará usted que es muy diferente del mayor Cogan.

—Sigue siendo un militar metido en un proyecto civil.

—Ya le conté las razones por las que está aquí —insistió el doctor Newell—. Desde su llegada han sido muchos los científicos que se han reincorporado, entre ellos yo mismo.

No puede tener la pretensión de creer que todos nos hemos equivocado, Savage.

Antes que éste pudiera replicar, el general entró en el laboratorio y el profesor hizo las presentaciones. El militar observó un instante a Savage y sonrió.

—Deseaba conocerle —dijo con ironía—, aunque sólo fuera para saber por qué el mayor hablaba tan mal de usted.

—Me sorprendería que el mayor Cogan hablase bien de alguien alguna vez —refunfuñó Savage.

Havilland se echó a reír abiertamente.

—Parece que usted le conoce bien...

—Sólo le vi una vez.

—Entiendo.

El profesor Johnston carraspeó. No era amigó de perder el tiempo.

—Creo que podemos realizar la prueba con el cien por ciento de probabilidades de éxito —gruñó—. Le ruego que preste atención, Savage, porque observará algunas novedades con respecto a las experiencias que usted vivió.

—De acuerdo.

El profesor habló brevemente por un intercomunicador de imagen, y un minuto después se abrió la puerta de acero y apareció un hombre trayendo un hermoso y gigantesco perro dogo, negro como la tinta. Sus ojos rojizos escrutaron a cada uno de los presentes con una mirada inquietante;

Newell dijo en un susurro:

—Si ese animal pudiera pensar, y saber lo que le espera, creo que lo pasaríamos muy mal...

El hombre que lo había traído le libró del collar de cuero, murmuró una despedida y se fue.

El profesor acarició unos instantes la gran cabeza del perro. Después, le colocó otro collar metálico provisto de diferentes mecanismos, que ajustó cuidadosamente antes de llevar el animal hacia la plataforma.

Una vez allí le ofreció un pedazo de carne fresca, que el perro se tragó de golpe. El científico explicó:

—Esta carne contenía un ligero narcótico, sólo para calmarlo. Necesitamos que esté quieto durante el proceso...

Los tres observadores del experimento fueron a ocupar sendas butacas, colocadas en el rincón más alejado de aquel en que estaba el perro. El profesor Johnston se instaló ante los controles desde allí observó al animal hasta verlo echarse sobre la plataforma. No estaba dormido, ni narcotizado. Sólo parecía cansado, pero seguía mirando en torno con aquellos ojos inquietantes.

De pronto se elevó un ligero zumbido. Savage vio vibrar los tubos de energía, y luego ponerse tan brillante que casi le cegaron.

El perro acusó un sobresalto. Irguió la cabeza y emitió un sordo y profundo gruñido, siempre vigilado por el profesor. La luz brillante pareció desprenderse de los tubos, arremolinarse en torno al animal, y cuando éste, asustado, empezaba a levantarse, se esfumó lentamente, como transparentándose antes de desaparecer, sumergiéndose en el abismo de una dimensión desconocida.

Savage parpadeó. Levantó la mirada hacia la pantalla central, mientras el general mascullaba algo que no entendió.

Newell murmuró entre dientes: . —Así parece todo tan fácil... ¿No creé, general?

—Fácil y asombroso. ¿Cuándo sabremos concretamente qué ha sido del perro? —Pronto..., apenas unos segundos. Mire esa pantalla.

Lo hizo. Un pálido brillo verdoso empezaba a reverberar en ella. El profesor murmuró, tenso y expectante:

—Está vivo... Hasta ahora todo va bien...

El resplandor verde se hizo mucho más intenso. Se convirtió en una luz viva que se desbordaba fuera de la pantalla.

Havilland quiso saber:

—¿Calculó usted el año a que lo proyectaba, profesor?

—Por supuesto, el año que usted indicó...

—¿Diez años al futuro?

—Exacto.

Manipuló en los controles de las computadoras. Hizo otros ajustes en los diales que tenía al alcance de sus manos y dijo:

—Está a punto de materializarse;..

La luz verde palideció, y luego, bruscamente, se apagó.

En su lugar, una tras otra, surgieron distintas cifras hasta formar una sola: 2065.

Havilland no pudo contener una exclamación de asombro.

Newell comentó, nervioso:

—¡Esta vez lo ha conseguido usted, profesor!

—El perro está ahora en esa era... Diez años por delante de nuestro tiempo real, que es el dos mil cincuenta y cinco. Y está vivo, no cabe la menor duda.

Savage pensó que lo problemático sería que regresara con vida, pero no dijo una palabra, limitándose a esperar en silencio.

El silencio era roto solamente por el leve crepitar de las computadoras. El profesor continuaba inclinado sobre su tablero de controles, atento al experimento.

—Esperaremos quince minutos —dijo en un murmullo—. Será suficiente para verificar todas las constantes vitales del animal... antes del regreso.

Savage dijo:

—Eso también ha cambiado... Pueden hacerle volver desde aquí. Antes había de hacerlo yo por mi cuenta.

—Y ojalá el perro pudiera hacerlo también él por su cuenta, sería mucho más seguro, pero hemos debido crear ese nuevo medio para ver el resultado final. En realidad, Savage, el mecanismo de regreso está en el collar y es automático, aunque recibirá un estímulo desde aquí.

A cada uno de ellos, aquellos quince minutos se les antojaron eternos. Tenían la impresión de que el tiempo se había detenido y que nada de cuanto les rodeaba era real.

Hasta que oyeron la voz del profesor cuando murmuró:

—¡Ahora!

Los tubos volvieron a resplandecer, con su ligera vibración que parecía comunicarse a los nervios de cuantos estaban allí.

Savage contuvo el aliento, impresionado a pesar de sus pesadas experiencias.

Luego hubo algo semejante a un remolino en medio de la catarata de luz. Sonó un bronco rugido y él profesor chilló:

—¡Está vivo...!

El perro se materializó en la misma posición en que había desaparecido. Empezó a ladrar lastimeramente a medida que la luz se extinguía: Todo su poderoso cuerpo temblaba.

El profesor le llamó. Apenas tenía voz.

El perro dejó de ladrar, pero siguió emitiendo una suerte de quejido lastimero. Al fin, salió de la plataforma tambaleándose y caminó hacia donde estaba el profesor ofreciéndole un gran trozo de carne.

El perro se detuvo. Olisqueó el bocado, miró al profesor, y acabó atrapándolo de un mordisco. Empezó a masticar mientras el científico le acariciaba la enorme cabeza.

Al mismo tiempo explicó con voz emocionada:

—Esta vez, la carne contiene un fuerte somnífero. Cuando se duerma podremos examinarlo a fondo, aunque, aparentemente está en perfecto estado.

—Pero asustado —dijo el general.

Savage gruñó:

—¿No lo estaría usted si hubiese vivido semejante experiencia?

—¡Diablos, ya lo estoy ahora, sólo con imaginarlo!

Newell sonrió. Disimuladamente, no dejaba de observar a Savage tratando de captar sus impresiones y sentimientos.

Sólo que eso no era fácil descubrirlo. El rostro del aventurero era una máscara sombría que no expresaba nada.

No obstante, el doctor Newell estaba convencido de que sólo tenía que esperar. Creía conocer bien a Savage. Todo era cuestión de tiempo... 

* * * 

Entraron en la oficina habilitada para el general y éste cerró la puerta, indicándoles unas butacas situadas delante del ventanal que ocupaba toda una pared.

—No sé cómo se sentirán ustedes, pero yo necesito un trago —dijo el militar.

—Yo no bebo, gracias —declinó el doctor Newell.

—Yo sí, general.

Havilland preparó dos vasos con hielo. Había varias botellas sobre una mesita rodante y todos los utensilios necesarios para tener siempre dispuesto un pequeño bar. Mientras escanciaba el whisky comentó:

—Este fue otro de los fallos de mi amigo, el mayor Cogan, no cuidar debidamente las relaciones públicas. En ciertas ocasiones es más convincente un vaso de whisky que un discurso.

Le ofreció el vaso a Savage, con una leve sonrisa en sus labios. Newell gruñó:

—Su amigo el mayor tenía muchos otros defectos, general, no sólo esa falta de tacto.

—Lo sé, lo sé. Por esta razón estoy yo aquí.

Savage bebió un largo trago antes de hablar.

—General, espero que no tendrá la esperanza de convencerme mediante un whisky.

—Jamás pretendería eso, Savage. Sin embargo, y a pesar de su negativa, aún conservo la idea de que acceda a colaborar.

—Olvídelo.

—Sé lo que le pido. Sé que someterse a esa delirante experiencia es jugarse la vida a cara o cruz. Sé también que, incluso saliendo bien la prueba, una vez en territorio ruso tendrá una oportunidad entre mil de salir vivo. Y no obstante, sabiendo todo esto, voy a rogarle qué acceda a ello. Voy a rogarle que ocupe el puesto de ese perro asustado que hemos visto y acceda a ser lanzado al futuro, a un futuro de diez años del que quizá no regrese jamás.

Savage se echó a reír.

—Tiene usted una manera muy original de animarme a aceptar el experimento, general.

—Hablarle de otro modo seria, estúpido, porque usted conoce los riesgos mucho mejor que yo. La diferencia estriba en que yo conozco lo que puede pasar si no conseguimos averiguar lo que necesitamos, y usted no.

—Creo que tengo una idea, por lo que me contó el doctor.

—Eso no es ni el pálido reflejo de la realidad.

Newell dio un respingo, enderezándose en la butaca.

—¡Espere un minuto! —exclamó—. Yo le hablé a Savage en base a lo que usted me había contado a mí. ¿He de entender que me engañó?

—En absoluto. Únicamente me abstuve de decirle toda la verdad.

—Me parece que no me gusta eso, general.

Este hizo una mueca de disgusto.

—Voy a decírsela ahora —gruñó—, y Dios sabe que preferiría no tener que hacerlo.

—¿Por qué?

—Porque voy a ponerme en sus manos en todos los sentidos. Cualquiera de ustedes dos estará en disposición de destruirme, de degradarme incluso, si traicionan la confianza de que voy a hacerles depositarios.

Savage ladeó la cabeza y miró intrigado al doctor, que parecía tan perplejo como él mismo.

Al fin, Newell murmuró:

—Por mi parte, puedo asegurarle que mantendré absoluto silencio sobre lo que usted me diga, general.

—¿Y usted, Savage?

Este cabeceó.

—Lo mismo —dijo—. Puede confiar en mi discreción. Pero de cualquier modo seguiré negándome a ese suicidio.

Havilland suspiró. Se paseó unos instantes de un lado a otro, como tomándose tiempo para ordenar sus pensamientos. Se detuvo junto al ventanal y tendió la mirada por el hermoso panorama que se extendía hasta las cercanas colinas.

Desde allí, empezó:

—El poder real de esa Arma Total que creemos que los rusos están a punto de conseguir, equivale a un millón de bombas de hidrógeno. El Arma Total lleva una envoltura de cobalto, cuya desintegración provoca una reacción en cadena que algunos científicos opinan que no se detendrá. Excuso decirles sus efectos sobre toda la humanidad.

Se volvió. Newell estaba lívido: Savage tenía una expresión tan sombría como una tormenta en su cara de facciones rudas. Fue él quien gruñó:

—Deberían pegarles dos tiros a los creadores de esa estupidez. Y no sólo a los soviéticos, general, porque imagino que en nuestro país están investigando igualmente esa arma.

—Ciertamente. Pero ellos nos llevan una gran ventaja.

—Para mí, eso es secundario. Ventaja o no, estamos a su mismo nivel en cuanto a vesanía destructiva.

—Aceptado. Pero ése no es el problema, Savage.

—Entonces, ¿cuál es, saber quién será el primer loco que la hará estallar?

—No, amigo, los rusos no se atreverán a experimentarla siquiera... a menos que sea su último recurso.

—Cada vez lo entiendo menos.

—El peligro reside en nosotros, ni más ni menos.

Se quedaron mirándole boquiabiertos, tan asombrados que ninguno atinó a replicar.

Él les observó. Había una mirada vacía en sus ojos inteligentes, y sus facciones estaban tan tensas como una máscara.

Al fin, Savage exclamó:

—¿Va a decirme que tenemos a alguien tan cretino como para hacer estallar uno de esos artefactos?

—Sí.

—¿Quién?

—El presidente, Savage.

Newell soltó un quejido. Estaba lívido.

Savage se levantó poco a poco, pálido y tenso. Enfrentándose con el general, barbotó:

—¿Sabe usted lo que está diciendo?

—Por supuesto. Usted ha oído de la nave gigante que su propio hermano descubrió, ¿no es cierto?

—El doctor me habló de ello.

—A estas horas, su hermano surca el espacio en todas direcciones tratando de localizarla... para destruirla. Orden del presidente, porque él cree que es una nave rusa.

—¡Condenación!

—Su hermano tiene órdenes directas del presidente de atacarla allí donde la encuentre. Aparte de una solemne tontería, es un suicidio, porque si esa nave es realmente todo lo poderosa que imagino, su hermano no tiene ni una oportunidad.

—Ya entiendo...

—Ahora saben por qué les he dicho que me colocaba en sus manos. Yo conozco a nuestro presidente. Está obsesionado hasta el delirio por tener la absoluta superioridad sobre los rusos en todos los terrenos, tanto militares como científicos. Si esa nave es rusa y uno de nuestros cruceros espaciales la ataca... Bien, no necesito hacerles un dibujo de lo que eso significará.

—Usted condiciona el término. ¿No cree que sea rusa tal vez, general?

—Por lo menos, lo dudo. Su hermano, y los otros dos tripulantes del Halcón opinan que es una nave interplanetaria, que procede de otra galaxia.

—Y van a atacarla... ¡Maldita sea su estampa! He de ponerme en contacto con mi hermano.

—Olvídelo. El mayor Cogan controla este asunto ahora. Todas las comunicaciones con el Halcón han de contar con su visto bueno... y ser revisadas por él en persona.

—De modo que...

—Ahí no tiene usted nada que hacer, Savage, no puede variar el curso de los acontecimientos, sean éstos los que sean.

—Cabe la esperanza de que no puedan localizarla...

—Ciertamente, ésta es también mi esperanza, Savage.

Reinó un tenso y prolongado silencio. El general había vuelto a detenerse junto al ventanal. Newell observaba la cara contraída por la cólera que mostraba Ray y empezaba a preocuparse.

Finalmente, Savage abandonó la butaca y se acercó a donde estaba el militar.

—Acláreme otra duda, general —gruñó—. Dígame por qué piensa que un viaje a ese futuro, realizado por mí o por cualquier otro, puede variar el curso de los acontecimientos. Entiendo que si descubro que los rusos poseen esa arma, el presidente no se someterá. ¿Es eso lo que he de admitir?

—Mi idea es bastante más complicada que eso.

—Entonces, expóngala de una vez.

—La base es ganar tiempo. Restablecer el equilibrio. ¿Me comprenden?

—En absoluto.

—Lo expondré de otro modo. Si los rusos logran el Arma Total, y saben que nos llevan ventaja, no harán nada hasta estar absolutamente seguros de su eficacia... y de que, en caso de ser utilizada, no les estallará en sus propias narices. ¿Estamos de acuerdo hasta aquí?

—Es lógico, siga.

—El riesgo está en la certeza de que la posean, porque entonces el presidente y la mayoría de sus consejeros pueden decidir atacar antes de que lo hagan ellos.

—Tiempo, Savage. Tiempo para que nosotros también logremos alcanzar el éxito. Tiempo para construir uno de esos malditos artefactos y así se restablecerá el terror, el equilibrio que ha existido hasta ahora. Automáticamente desaparecerá el riesgo de que ninguna de las dos potencias piense siquiera en atacar a la otra.

—Ya veo. ¿Y cómo piensa usted ganar ese tiempo?

—Si usted se somete a la prueba, es lanzado al futuro, y consigue regresar, sea lo que sea que averigüe, su informe dirá que los rusos no han construido aún el Arma Total, que están lejos todavía de poseerla. ¿Comprende adonde quiero llegar?

—Creo que sí, y no deja de sorprenderme, tratándose de un general.

Havilland suspiró.

—Soy militar, y tan amante de mi patria como el que más. Pero odio la guerra, detesto la sola idea de llevar a millones de hombres a la muerte. Si hasta hoy ha sido posible evitarla mediante el equilibrio de terror, prefiero continuar así mientras sea posible. Quién sabe, tal vez dentro de un tiempo los hombres hayamos cambiado de manera de ser y alguien elimine de una vez por todas la amenaza de guerra.

—Eso no lo verá ninguno de nosotros —rezongó el doctor Newell.

—Ahora, todo depende de usted, Savage —dijo el general.

—Me ha pillado, me ha acorralado contra las cuerdas y usted lo sabe. Pretende que el destino de la humanidad dependa de mí, de que yo arriesgue la vida o decida quedarme tumbado al sol. Ha tejido usted una espléndida tela de araña, general.

Este sonrió sin humor.

—Créame que preferiría poder hacerlo de otro modo, pero no lo hay, no existe otro medio de evitar una catástrofe.

Savage soltó una maldición y regresó a donde estaban los licores. Llenó un vaso hasta la mitad, estuvo contemplándolo por espacio de casi medio minuto y al fin lo vació de un solo trago.

—Usted gana —masculló—. Lo haré.

Acababa de aceptar la más espeluznante experiencia que ningún ser humano hubiera vivido jamás.

Acababa de aceptar el horror.

La última noche antes del experimento.

Era una noche cálida, tranquila, en la que soplaba una ligera brisa con aromas del océano que penetraba por la ventana abierta y acariciaba sus cuerpos.

Ray Savage teñía sujeta en la suya la mano de Jeannie, y notaba en sus dedos el temblor de los otros dedos de piel suave y acariciante.

Ninguno de los dos tenía ganas de hablar, tal vez porque ya se lo habían dicho todo en esa noche que la muchacha quisiera que fuera eterna, que no terminara jamás porque en cuanto amaneciera él se iría de su lado, posiblemente para nunca regresar.

Habían hecho el amor hasta el agotamiento, como una válvula de escape de todas las angustias, o como si ésta fuera su última noche en este mundo.

Inquieta, Jeannie atisbaba la ventana de vez en cuando, temerosa de ver aparecer la primera luz del alba.

Una de las veces se encontró con la mirada de él, que en la oscuridad semejaba ocultar un fuego pronto a convertirse en llamas.

—Pronto amanecerá, Ray —musitó.

—Lo sé.

—¿En qué pensabas?

—En ti, en que estás sufriendo.

Ella apretó los dedos.

—¿Es posible que no estés inquieto por ti, que no tengas miedo?

—Estoy inquieto y tengo miedo. Lo he tenido cada vez que me disponía a someterme a esa prueba. Eso es normal, no me preocupa en exceso.

—Esta ocasión es distinta, muy diferente de las otras, Ray. ¿Cómo sabes que existe ese futuro, cómo sabes que no desaparecerás para siempre? ¡No sabes nada de nada, y vas a hacerlo!

—Ya te dije que confío en el profesor y su equipo. Te conté el éxito de las pruebas...

—Pero tú no eres un perro, y yo sé que no volveremos a vernos nunca más.

—Eso es una tontería, cariño.

—No lo es.

—¿Por qué no dejas de torturarte de ese modo?

—Porque estoy segura de que ésta es nuestra última noche juntos... y ya falta tan poco para que amanezca...

Un sollozo quebró su voz.

Incorporándose sobre un codo, Savage se inclinó sobre ella mirándola fijamente, tratando de verle el fondo de los ojos, de aquella mirada llena de angustia.

—Trata de pensar que regresaré, como he vuelto de cada una de las otras experiencias. Tal vez tarde un poco más, no lo sé, pero piensa únicamente que volveré a tu lado, como cada vez, como siempre...

—Bésame. Ray y no digas más insensateces. Ni tú mismo crees eso.

El bajó la cabeza y sus labios se encontraron. Acarició amorosamente el cuerpo tenso y estremecido de la muchacha sintiéndolo temblar en sus manos.

Casi con violencia, ella le rodeó el cuello con sus brazos apretándole contra sus pechos desnudos. Savage susurró:

—¿Quieres otra vez?

—Aún no...

—¿Cuándo entonces?

—Cuando la luz asome por la ventana..., cuando estés a punto de irte para siempre. Así parecerá que estás más tiempo conmigo.

—Continúas obsesionada con lo mismo.

—Sí. Y te quiero. 

Él sonrió,

—No lo sabía. Haces bien en decirlo.

—Tal vez sea tonta por preocuparme de ese modo, llenándote a ti de preocupación. ¿Crees que soy una mujer histérica, Ray?

—Sólo de vez en cuando —dijo con ironía.

—Escucha, quiero que te vayas como las otras veces, sin temores, seguro de que vas a regresar...

—¡Claro que voy a volver! ¿Es que alguien lo pone en duda?

La besó otra vez, y mil veces más, abrazados en la oscuridad, paulatinamente acuciados por él tiempo que se deslizaba de sus vidas como un manantial de agua que se agota. Al fin, el alba se insinuó en el rectángulo de la ventana. Las estrellas palidecieron allá arriba, en el firmamento hermoso y lejano. Tuvieron la sensación de aislamiento, de soledad, cual si ellos dos fueran los únicos habitantes de un mundo quieto y muerto.

Jeannie jadeó con voz ronca:

—Ahora, Ray, ámame...

—Jeannie...

—¡Ámame como nunca lo hiciste!

Un sollozo rompió su garganta. Se aferró a él casi histérica, con un frenesí desencadenado.

—Escucha, cariño...

—¡No hables, sólo ámame por última vez!

—No será la última.

—¡Ray!

Savage la estrechó entre sus brazos con violencia. Aunque se negara a reconocerlo experimentaba una tensión desconocida. Pensó que tal vez ella tuviera razón y ésta fuera su última noche juntos.

La poseyó casi con furor, como impulsado por un viento del infierno. La oyó jadear y gemir en medio del silencioso llanto y sus dientes chirriaron salvajemente, odiándose a sí mismo porque no era así como habría querido que fuera esta última noche, pero sabiéndose incapaz de contenerse.

Fue realmente una tormenta de los sentidos, un estallido que les vació de todo sentimiento dejándoles exhaustos, abrazados, jadeantes y doloridos, y casi avergonzados por haberse hundido tan profundamente en las fronteras de la demencia.

La claridad del amanecer había descubierto ya sus rostros desencajados cuando Jeannie murmuró:

—Ya es la hora. Vete ahora, Ray. ¡Vete!

—No me gusta dejarte así. Quisiera...

—No puedes hacer nada por cambiar las cosas. Pero no lo prolongues demasiado, sólo vete.

Él se desprendió de sus brazos. Al separarse del hermoso cuerpo de la muchacha sintió como sise desgarrara una parte de su propio cuerpo.

Cuando regresó al dormitorio, ya vestido para salir, Jeannie no se había movido una pulgada. Continuaba tendida en el lecho mirándole con sus grandes ojos llenos de lágrimas.

Se inclinó sobre ella y ahora la besó larga, y dulcemente. Después, sin pronunciar una palabra, se fue.

Los tres, hombres miraron a Ray Savage y hubiera sido difícil desentrañar lo que expresaba cada una de sus miradas.

Emoción tal vez.

Temor.

O quizá esperanza.

Ray gruñó:

—Si algo sale mal esta vez, profesor, voy a saltarle los dientes cuando vuelva.

—¿Cómo se siente, Savage? —indagó Newell.

—¿A usted qué le parece?

El profesor estrechó su, mano. Estaba tan emocionado que fue incapaz de pronunciar una palabra. Giró sobre los talones y se dirigió hacia el tablero de controles.

Newell abrazó a Ray y al separarse dijo:

—Esta vez no le pido que traiga ningún souvenir, amigo mío. Todo lo que le pido es que regrese sano y salvo.

Savage se enfrentó con el general. Le preguntó:

—¿Informó usted de que íbamos a realizar la prueba?

—Naturalmente. Tanto el presidente como sus consejeros esperarán su informe tan impacientes como novias en noche de bodas.

—¿Y usted?

Havilland sonrió, tenso.

—Yo ya tengo el informe redactado, sea cual sea el que usted traiga.

—Entiendo... El equilibrio del terror y todo eso. Bien, deséeme suerte, general.

Se estrecharon las manos. Sorprendido, Savage notó, que la del militar temblaba. Sonrió, se apartó de él y fue a colocarse sobre la oscura plataforma, donde comprobó que el reloj de pulsera con los microcontroles estuviera bien ajustado, porque de él dependería volver o no al presente, y luego dijo:

—Adelante, profesor.

El proceso se repitió una vez más, con los tubos de luz cegadora. Havilland sintió que los pelos se le ponían de punta al ver transparentarse el cuerpo de Savage, un instante antes de que desapareciera. Soltó un quejido y balbuceó:

—¿Todo va bien, hay manera de saber...?

—Cálmese, mire la pantalla y rece para que no se ilumine con el color amarillo...

El profesor estaba inclinado sobre sus controles y casi contenía la respiración. Newell rezongó:

—Unos segundos más... Parece que el tiempo se haya detenido...

Havilland ni siquiera respiraba. Tenía la mirada fija en la pantalla central, y cuando al fin surgió el leve resplandor verdoso estuvo a punto de lanzar un grito de entusiasmo.

Newell suspiró:

—Bien...

El profesor Johnston se dio cuenta de cuánto le temblaban las manos cuando ajustó el último de los diales. Apenas le oyeron cuando dijo:

—Ahora todo depende de él...

El resplandor verde creció hasta desparramarse fuera de la pantalla, inundando la mayor parte del laboratorio en sustitución del brillo de los tubos que convergían sobre la plataforma. Después, empezó a amortiguarse poco a poco.

Havilland tragó saliva con dificultad.

—¡Lo ha conseguido usted, profesor! —jadeó—. ¡Savage está vivo...!

Newell continuaba vigilando la pantalla, ya casi oscura.

Luego, el último resplandor verde se esfumó y la pantalla quedó vacía. Newell aún aguardó, mientras una mortal palidez asomaba a su rostro.

—¡Profesor! —chilló.

—Ya lo veo... Esperemos un poco más, quizá...

Havilland barbotó:

—¿Qué pasa?

—¡No aparece la fecha!

La pantalla siguió vacía.

Los tres hombres se miraron alarmados, llenos de ansiedad. Fue el general quien rompió el silencio.

—¿Y bien? —exclamó—. ¿Cómo explica usted eso, profesor?

—Debiera haber aparecido el año... dos mil sesenta y cinco... Todo está bien aparentemente, pero, sin embargo, ignoramos en qué año se ha materializado Savage.

—Ni dónde —dijo el doctor Newell con un hilo de voz.

—En Rusia, sin la menor duda. Eso no ha fallado o tendríamos ya indicaciones claras. Únicamente la fecha...

—¿Quiere decir que puede haberse materializado en otro año en otra época?

—Cabe en lo posible.

Havilland sintió que le temblaban las piernas.

Newell se retorcía las manos, angustiado. Pero luchó por conservar la serenidad y dijo:

—No hay nada que podamos hacer por nuestra parte. Lo único que nos queda es esperar... y desear que Savage pueda desenvolverse y regresar en el tiempo programado.

Havilland pensó que eso resultaría muy problemático si seguían produciéndoselas fallos. Pensó en Savage y lo que de él dependía y no pudo evitar un escalofrío.

Prácticamente, la paz o la guerra estaban en sus manos.

O en su destino.

* * * 

Ray Savage notó un dolor lacerante en todas las fibras de su cuerpo. Un dolor como jamás experimentara otro parecido, algo que estaba dentro de él, inhumano, insoportable.

Se quejó entre dientes, débil y mareado. A su alrededor se elevaba un hedor extraño y desagradable, pero sumido en aquella tortura que le abatía apenas si lo advirtió. Nunca antes había sufrido nada semejante en ninguno de sus otros saltos en el tiempo. Todo ahora era distinto y terrible.

Descubrió que estaba tendido en un suelo de tierra casi negra y revuelta, blanda. Hizo esfuerzos y logró sentarse en ese suelo extraño y miró en torno.

En todo lo que alcanzaba la vista se extendía un paisaje calcinado, la expresión de la más absoluta ruina, desolado y muerto.

Contuvo el aliento y casi olvidó el dolor a impulsos del pánico.

No quedaba ni una brizna de hierba, ni un árbol. Aquí y allá, entre el revoltijo de la tierra convulsionada, se alzaba algún que otro muñón renegrido, restos de árboles pulverizados.

Era el paisaje de un planeta muerto, arrasado por una hecatombe imposible de imaginar por la mente humana.

Horrorizado, se levantó. Las piernas apenas le sostenían.

Entonces descubrió el silencio.

De nuevo contuvo el aliento, porque era un silencio irreal, absoluto, tan completo que hasta dañaba los oídos en el vano intento de percibir un sólo rumor.

No lo había.

No había nada.

También la luz era mortecina, apagada y amarillenta, y al levantar la mirada descubrió la espesa nube que cubría el cielo en todo cuanto alcanzaba la vista. Era una nube densa, sucia, como si estuviera formada por miles de millones de toneladas de polvo terroso. Comenzó a pensar que debía haberse materializado en otro mundo, otro planeta quién sabe dónde y en qué época.

Comenzó a moverse, primero con cautela porque no estaba muy seguro de que sus piernas pudieran sostenerle, pero pronto se sintió más seguro y apresuró el paso hacia los altos montículos de tierra que cerraban la perspectiva a un cuarto de milla de distancia.

Los remontó con un profundo cansancio en las extremidades, jadeando como un fuelle.

Cuando llegó arriba y tendió la mirada hacia el valle que había al otro lado empezó a temblar.

Millares de cadáveres se pudrían sobre la tierra convulsa, despidiendo aquel hedor insoportable. Los había medio sepultados por la misma tierra revuelta, como si les hubiera caído encima de forma accidental.

El horror le paralizó. Notó cómo el pánico comenzaba a adueñarse de sus sentidos, pero se forzó a seguir escrutando el infierno que se había abierto ante sus ojos.

Entonces descubrió las armas desparramadas entre los cadáveres. Armas como nunca había visto otras. Y al fondo, una larga hilera de tanques estaban despanzurrados, convertidos en oscuros montones de chatarra.

—¡Una guerra! —Jadeó, ahogándose de náuseas—. ¡La guerra...!

Y el silencio.

Se apretó los oídos con las manos. Sacudió la cabeza y acabó gritando como un loco, ansioso por oír aunque fuera su propia voz.

La oyó, naturalmente. Un grito lacerante, el grito de la desesperación y la angustia infinita.

Volvió a mirar los muertos. Millares de cuerpos en descomposición, montones de carroñas que una vez fueron hombres y que ahora ya no eran nada.

Vomitó y hubo de sentarse en el suelo porque las piernas se negaban a sostenerle. No comprendía nada, era incapaz de razonan con cordura y permaneció largo tiempo inmóvil, encorvado y con la cara cubierta por las manos.

Luego, mucho después, irguió la cabeza y miró la pesada niebla que cubría el cielo, Hizo esfuerzos por serenar la mente y el espíritu y al fin, levantándose, caminó entre los muertos hacia los tanques destruidos.

El espantoso hedor de la descomposición seguía provocándole náuseas, pero ahora empezaba a reflexionar con cierta calma.

Al otro lado de la barrera de tanques convertidos en renegrida chatarra debió existir un inmenso bosque, porque vio miles y miles de muñones quemados, no más altos que un hombre. Era todo lo que quedaba de lo que debieron ser grandes abetos centenarios.

Llegó junto a los tanques y se detuvo. Dentro de ellos, calcinados, quedaban los restos de los tripulantes. Absurdas y tétricas esculturas petrificadas y negras.

Los tanques habían sido rusos. En algunos de ellos quedaban aún vestigios de sus insignias, de manera que así supo que, realmente, estaba en Rusia.

Pero Ignoraba en qué época. Miró en torno. Nada se movía, ni el polvo que cubría la tierra negra.

Y el silencio enloquecedor, que le permitía escuchar los latidos de su propia sangre.

Ahogando un sollozo, echó a andar alejándose de aquel horror, sorteando los restos de los árboles, los troncos arrasados y los cuerpos retorcidos esparcidos también en lo que una vez fuera un bosque.

Caminó y caminó tratando de mantener una línea recta, y esforzándose por razonar con cordura, analizando lo que veía y su propia situación.

Unas ligeras colinas surgieron delante de él y empezó a remontarlas con un cansancio mortal en los huesos. Ahora, los cadáveres eran más escasos, apenas alguno desperdigado aquí y allá. Estos parecían haber muerto mucho antes que los otros porque ya casi eran simples esqueletos.

Al otro lado de las colinas el paisaje seguía siendo el mismo, desolado, muerto. Pero en él se alzaban extensas ruinas de edificios. Pedazos de gruesos muros, vehículos retorcidos y, aún más lejos, tal vez a una milla o dos, más montones de ruinas allí donde debió existir una pequeña ciudad.

Apresuró el paso, porque ésas ruinas quizá le ofrecieran la oportunidad de averiguar en qué lugar de Rusia había ido a parar, y en qué épocas.

Al aproximarse a los restos de ingentes muros de hormigón supo el lugar y sintió que se le erizaba el pelo.

Había un poste retorcido, caído en el suelo. El poste había sostenido un panel metálico con inscripciones en ruso, que aparecían borradas en su mayor parte por el estallido de fuego, no obstante era posible leer aún el aviso de prohibición de paso.

Y un nombre: 

LOMONGRAD. 

Con lágrimas corriéndole por la cara se echó a reír histéricamente. De modo que esta parte del experimento había salido bien, estaba donde planearon enviarle, en Lomongrad, la cuna de aquella Arma Total que tanto preocupaba al presidente y sus consejeros.

Excepto el letrero, no quedaba nada más. Lomongrad había sido borrado del mapa definitivamente. Los laboratorios, las factorías; lo que fuere que hubiera habido allí ya no existía.

Se restregó la cara con las manos y reanudó el camino hacia la ciudad que viera desde las colinas. Hubo de sentarse en varias ocasiones porque el cansancio le abatía. Un cansancio terrible que agudizaba todos los dolores de su cuerpo.

La luz opaca que cubría la tierra muerta se debilitó. Debía extinguirse el día y eso le hizo apresurar el paso.

La ciudad, algo más que un pueblo grande, se había extendido en el centro de un llano ahora revuelto como si hubiera sido sacudido por un terremoto. La mayoría de edificios habían desaparecido porque debieron estar construidos de madera, sólo quedaban los cimientos delineándolos en calles. A intervalos, montones de escombros, restos humanos petrificados, sorprendidos por la muerte en actitudes absurdas.

En una esquina debió alzarse un edificio más sólido que los demás, quizá un centro oficial, porque quedaba en pie parte de la fachada de piedra; y en el oscuro interior pudo ver también algunas paredes que aún se sostenían, aunque rotas aquí y allá, como si hubieran sido golpeadas por un martillo gigante.

En una esquina, un grupo de niños había sorprendido por el estallido mortal, y estaban allí, formando un círculo como si se hubiesen detenido en mitad de su juego.

Oscureció bruscamente y Savage se detuvo, sobrecogido de angustia. Descubrió que estaba helado, que el frío le penetraba hasta los huesos. Caminó hacia los restos del edificio de piedra, se internó entre los montones de escombros, y derrumbándose al amparo de una pared, se quedó inmóvil y silencioso.

Lloraba.

Despertó sobresaltado, tiritando de frío.

En el primer instante, aturdido por el sueño, su mente se negó a razonar. Luego, recordó y el escalofrío que sacudió sus nervios no tenía nada que ver con la temperatura.

Recordó la noche pasada casi en vela, cabeceando de vez en cuando, asimilando el horror de cuanto había visto, el terrorífico significado del holocausto que se había abatido sobre la tierra, no sabía en qué época, porque ignoraba a qué distancia en el tiempo había viajado.

Oyó un rumor en alguna parte. El primer ruido que rompía el denso silencio de muerte que lo envolvía todo. Estuvo a punto de gritar y sólo en el último instante consiguió dominarse.

Permaneció agazapado, esperando. El rumor se convirtió en pasos, pasos de alguien que avanzaba por lo que fuera la calle.

Savage se movió con extremada cautela, tendido entre los montones de escombros. Los pasos se acercaban y eran de alguien moviéndose con torpeza, porque sonaban irregulares.

Al fin, irguiendo la cabeza, vio al nombre. Nunca sabría cómo pudo contener el grito de espanto que estalló en su garganta, muriendo en los labios antes de hacerse voz.

El hombre de la calle vestía los restos de un uniforme hecho harapos, de color verdoso. Empuñaba una metralleta que tenía cierta semejanza con las viejas Stein, aunque con algunas modificaciones sorprendentes.

Pero el horror estaba en la horrenda herida que dejaba al descubierto sus entrañas.

Una herida purulenta, renegrida, con visibles signos de descomposición. El revoltijo de carne se mezclaba con hilachas de desgarrado uniforme formando una masa putrefacta que daba náuseas.

Savage apartó la mirada de la herida y escrutó la cara del hombre desde su escondrijo.

Era un rostro terroso, sin expresión alguna, inerte, en el que sólo los ojos tenían un brillo vital y terrorífico. Parecía desprenderse de ellos una luz demencial, una mirada por toda la maldad del infierno.

Savage contuvo hasta el aliento cuando el hombre pasó ante el boquete de la pared tras el que se ocultaba. Le vio alejarse con aquellos pasos irregulares, inciertos, como si no supiera o no pudiera mover las piernas con soltura.

Aunque lo increíble era que pudiera moverlas aún. Nadie podía vivir con aquella espantosa herida en el estómago. El hombre debería estar muerto, pensó, fascinado.

Los pasos se perdieron en la distancia y Savage se arriesgó a asomar fuera de su escondrijo. Ahora, no sólo él horror le estremecía. Ahora estaba el misterio de ese muerto viviente, y la necesidad de saber en qué época se produciría el cataclismo que pondría fin a la humanidad.

Necesitaba averiguar en qué año se había materializado. Averiguarlo y regresar inmediatamente. Tal vez, de algún modo, fuera posible evitar la hecatombe, variar el curso del futuro...

Se alejó en dirección contraria a la tomada el monstruo. Sentía escalofríos sólo con recordarlo.

No supo cuánto tiempo llevaba caminando, cuando aparecieron los restos de otro bosque, con sus millares de troncos arrasados y calcinados. Allí de nuevo encontró cadáveres esparcidos, descompuestos.

Y vio también fugaces movimientos entre la tierra revuelta.

¡Ratas!

Las había a cientos, y apenas si le prestaron atención. No dieron el menor signo de alarma al verle. Ninguna renunciaba a su banquete.

Savage apresuró el paso. Una hora más tarde llegó a los restos de otra pequeña ciudad, igualmente convertida en un montón de escombros.

Escenas parecidas a las que ya viera anteriormente surgieron ante sus ojos angustiados. Gentes sorprendidas por la muerte en mitad de un movimiento, calcinadas tan súbitamente que habían quedado petrificadas cual esculturas elevadas en honor de la demencia y la vesanía humana.

Chiquillos, hombres y mujeres; perros y un caballo. Todos estaban allí como una escenificación de lo que fuera la vida en el pueblo antes de que la muerte se abatiera sobre él como una maldición.

Parado en el centro de lo que fuera la plaza, Savage miró una vez más el horror que se extendía a su alrededor. Escuchó el pesado silencio, al que ya se habituaba de modo insensible, y escrutó la sombría nube que flotaba allá arriba, velando la luz y creando esa suerte de claridad neutra y opaca que no producía sombras. Entonces, mientras continuaba allí parado, oyó una vez más el rumor de pasos; esta vez pasos cautelosos.

Saltó hacia uno de los montones de escombros y se agazapó allí, esperando.

No sabía qué esperaba, pero en su fuero interno temía ver aparecer otro de aquellos cadáveres vivientes, desgarrados, y no obstante, vivos.

Quizá por eso se llevó una inesperada sorpresa cuando vio surgir a la mujer más allá del revoltijo de ruinas.

Vestía como una campesina, pero con las ropas hechas jirones. La casi totalidad de sus piernas quedaban al descubierto, y eran unas piernas largas y hermosas, a pesar de estar manchadas de tierra y barro.

Una larga cabellera negra ondulaba sobre sus hombros, y un rostro hermoso, pero afeado por una mueca de espanto, se movía receloso escrutando los contornos.

La vio detenerse, muy quieta, escuchando. En el increíble silencio que envolvía la tierra pudo captar hasta su alborotada respiración.

El hombre esperó aún, hasta que ella reanudó sus pasos cautelosos. Entonces se levantó y dijo:

—No se asuste. Necesito hablarle... ¡Por favor!

Pero ella ya corría alejándose enloquecida. Más que correr parecía volar impulsada por el demencial pánico que la sola visión del hombre le había provocado.

Con un juramento, Savage echó a correr tras ella. Necesitaba hablarle, interrogarla, saber...

La vio doblar a la derecha, más allá de un montón de ruinas, y él lo remontó a saltos para ganar terreno.

Justo cuando llegaba arriba la vio inclinarse, y cuando se irguió empuñaba una de aquellas extrañas metralletas. El gritó:

—¡No quiero hacerle daño, sólo hablarle...!

La mujer levantó el cañón y disparó.

Sonó un chasquido y un relámpago rojo brotó del arma.

Savage se zambulló de cabeza. El relámpago pegó contra la cima de escombros y éstos saltaron en todas direcciones como si hubiese estallado una bomba.

Savage rodó por la ladera, hiriéndose y llenándose de arañazos. Cuando llegó abajo, aturdido, se encontró mirando el cañón del arma que le apuntaba implacable. 

Sacudió la cabeza.

—¿Está loca? No llevo armas, no quiero hacerle ningún daño... ¿No lo entiende?

Hablaba ruso de modo instintivo. Si ella era rusa debería comprenderle...

Vio el dedo de la mujer tenso sobre el disparador. Levantó la mirada y la fijó en la cara crispada que le vigilaba desde detrás del arma.

El insistió:

—Estoy desarmado. ¿De qué tiene miedo?

Ella vacilaba. De pronto dijo:

—Tengo que matarle.

—¿Por qué? Yo no deseo lastimarla. Necesito hablarle, eso es todo lo que quiero.

—¿Por qué hablar?

—Aparte su arma. No la necesita.

—Levántese y retroceda... Voy a disparar si no hace exactamente lo que le mando.

El obedeció. Las piernas le temblaban. Retrocedió unos pasos antes de detenerse. Entonces se pasó la mano por la cara y la retiró manchada de sangre. Tenía un profundo arañazo en la frente.

Estuvieron mirándose un tiempo interminable. Savage comprendió que ella buscaba el valor necesario para matarle. Hacerlo así, a sangre fría, era distinto que en la excitación de la lucha, una lucha que ni siquiera había existido.

Controlando su voz, deseando que expresara una calma que estaba muy lejos de sentir, dijo:

—Ignoro por qué tiene miedo. No sé siquiera qué lugar, es éste y necesito saberlo. Le pido que me ayude, no que cometa un asesinato.

—¿Cómo se llama, quién es usted?

—Vengo de muy lejos... Usted no lo comprendería. Pero mi nombre es Savage.

—¿Qué clase de nombre es ése, quiere reírse de mí?

El soltó un gruñido.

—Sí que es ésta una situación como, para reírse... ¿Cómo se llama?

Instintivamente, ella replicó:

—Illiana.

—Es bonito..., suena bien. No parece usted una campesina.

Sus voces resonaban extraña en el silencio, en aquel insólito vacío.

Ahora, la mujer le examinaba también con ojos escrutadores. Parecía haberse calmado un poco.

—No viste como los soldados —comentó como si hablara para sí misma—. ¿Qué uniforme es ése?

Él se miró a sí mismo, a su ajustado atuendo gris oscuro. Trató de sonreír.

—No es ningún uniforme. No soy soldado, ni militar. ¿Por qué no aparta su arma? Le aseguro que no tiene nada que temer de mí.

—Juré que mataría a todos los hombres que encontrara en mi camino...

—Eso es una tontería. Podemos ayudarnos mutuamente en una situación como ésta. ¿No quiere entenderlo?

—Siéntese en el suelo, ahí, donde yo pueda vigilarle... Y quédese quieto, muy quieto si quiere vivir un poco más.

—Está bien.

Savage obedeció, sin dejar de mirarla. Veía cómo el miedo iba desapareciendo poco a poco del bello rostro de la mujer.

—Dígame quién es usted, de dónde viene. Dígame si ha visto a alguien vivo por aquí cerca...

—No hay nadie vivo excepto usted y yo. Y un soldado que pasó antes..., aunque ése no estoy seguro de que estuviera vivo.

—Hable de usted, ¿quién es, de dónde viene?

Ray suspiró. Ahí estaba la dificultad.

—Podría soltarle una sarta de embustes y usted quizá los creyera o quizá no, pero no sé qué decirle en realidad. La verdad es que no pertenezco a esta época... ni usted tampoco. Pero eso es tan complicado de explicar como la cuadratura del círculo. Así que todo lo que puedo decirle es que me llamo Raymond Savage.

—¿Dónde estaba cuando todo esto estalló?

—Lejos...

—Muy lejos, para que quedara indemne.

—Usted tampoco está herida.

—Yo he llegado esta noche..., miles de kilómetros para ver eso. No queda nada, no queda nadie. Mis padres, mis hijos... Jan...

—¿Su familia vivía aquí?

—Sí.

—Entiendo... Todos han muerto. La humanidad entera debe haber muerto si no estoy equivocado. Pero eso explica la razón por la que usted quiere matar a todos los hombres que encuentre.

La mujer rechinó los dientes. El odio, uña ira implacable sustituyó al miedo en su mirada.

Pero no replicó. Desvió un instante la atención, como escuchando el silencio

Él se enderezó.

—Pasos-dijo.

—¡Quieto!

—Tómelo con calma, ni siquiera sabe usted quién es.

Los pasos sonaban más allá de la montaña de escombros.

Los dos escuchaban.

Luego, el hombre apareció y Savage lanzó un grito.

Era el mismo que viera antes, con aquella horrenda herida en el estómago y la mirada escalofriante en sus ojos hundidos.

El hombre vio sólo a la mujer desde donde había aparecido. Estuvo observándola un buen rato. Llevaba el arma en las manos pero no apuntaba a ninguna parte v

Por su parte, Illiana estaba paralizada de espanto y estupor ante la espeluznante visión. Al fin, el hombre levantó el arma poco a poco, como tomándose tiempo.

Savage rugió:

—¡Mátelo, dispare, estúpida!

Ella obró por puro instinto, quizá impulsada por la voz acuciante de él. Disparó y el relámpago rojizo estalló en las piernas del desconocido.

Las piernas se desintegraron en medio de un chispazo. El cuerpo rodó sobre sí mismo y se desplomó dando tumbos.

Estuvo unos instantes quieto, aún aferrado a su arma. Luego, como una pesadilla, se enderezó, sin piernas, tratando de arrastrarse, sin que la expresión de su cara hubiera variado en absoluto. Era como si no sintiera ningún dolor.

Dio la vuelta, buscando a la mujer. Ella empezó a chillar. Savage saltó en el aire y se arrojó sobre ella en el instante en que el monstruo disparaba. Oyó un agudo zumbido sobre su cabeza y un soplido caliente te revolvió los cabellos. Los dos rodaron abrazados, envueltos en polvo y gritos. De un zarpazo, Savage le arrebató la extraña arma y, saltando de pie, disparó barriendo todo el ancho de la calle.

El relámpago hizo saltar la tierra como empujada por un huracán, hasta que atrapó al hombre del suelo en pleno cráneo y la cabeza desapareció en medio de un surtidor de chispas.

Esta vez, el tronco sin piernas se abatió contra la tierra y ya no me movió.

Savage sacudió la cabeza, aturdido. Miró a la mujer y la vio tirada allí, como un muñeco, igual que muerta. Sólo sus ojos espantados tenían vida.

—Tranquilícese, ya pasó... Estas armas son como para tenerlas en cuenta, ¿eh?

—Bien, ya lo consiguió. Haga lo que quiera.

—¿Qué?

Ella logró sentarse en el suelo. Savage creyó comprender y dijo:

—Le advertí que no tenía nada que temer. ¿Fue eso lo que hicieron con usted, la violaron y por eso quiere matar a todos los hombres con que se tropiece?

Se desentendió de ella, acercándose a los restos del hombre que había matado. Inclinándose, examinó el boquete que ponía sus entrañas al descubierto. Era increíble que hubiera podido moverse con aquella herida... abierta seguramente una semana antes a juzgar por su estado de putrefacción.

Regresó a donde ella esperaba sentada sobre el polvo.

Esta vez se miraron largamente. Él logró sonreír.

—Bueno, levántese, no voy a hacerle ningún daño.

—Ya lo hicieron otros.

—No puede culparme a mí de lo que otro hombre hizo con usted.

—No fue uno sólo...

—Lo siento. De veras, Illiana, lo siento profundamente.

Tendió la mano para ayudarla a levantarse. Ella vaciló, pero acabó por aceptar su ayuda y dejó que él sujetara su mano y la levantara..

Quedaron mirándose otra vez con fijeza. Savage dijo suavemente:

—Confíe en mí, Illiana.

Ella desprendió sus dedos de la mano de él y señaló el tronco del muerto.

—¿Cómo podía moverse, cómo podía vivir?

—No lo sé. Esa herida era vieja. Ningún ser humano podría vivir un minuto con un estallido como ése en las entrañas... sólo, que él sí podía. Me pregunto si los hombres no habremos abierto las puertas, del infierno...

—¿Qué quiere decir?

—Una guerra nuclear, el fin absoluto de todas las cosas. Quizá se haya producido una suerte de mutación, no lo sé, no soy científico. Sólo soy un hombre asustado, Illiana. Asustado porque yo sé que eso va a suceder...

—No comprendo nada de lo que dice. Y usted no es ruso..., aunque lo hable casi perfectamente. ¿Quién es usted?

—Olvídelo. Lo importante es saber otras cosas. Por ejemplo, Illiana..., ¿en qué año estamos?

Ella retrocedió un paso, estupefacta.

—Está loco...

—Ojalá, eso me evitaría pensar. Pero necesito saberlo. Por favor.

—Dos mil cincuenta y seis.

Raymond Savage se tambaleó. Un frío de muerte culebreó por todos sus miembros.

—¡Un año! —jadeó sin voz—. ¡Un sólo año...!

Ella le miraba inquieta y preocupada. Estaba convencida de estar hablando con alguien que tenía perturbada la razón.

—He de regresar —musitó Savage—. He de volver... quizá pueda evitar aún... Pero si estoy viéndolo es que sucederá. Nada ni nadie podrá evitarlo...

La mujer retrocedió unos pasos. Miró en torno, como, buscando un camino por donde huir.

Savage comprendió su alarma. Esbozó una sonrisa.

—De acuerdo, usted piensa que estoy loco. Pero no es así, a pesar de las apariencias. He de averiguar todo lo que sea posible de cómo empezó todo esto antes de regresar, y sólo usted puede ayudarme.

—¿Cómo?

—Aún no lo sé, he de pensar... Vamos, busquemos un lugar donde estar tranquilos para hablar con serenidad. ¿Ya no tiene miedo?

Ella pareció pensar sobre eso, sin dejar de mirarle.

—El miedo no desaparecerá nunca —murmuró—. Pero en todo caso ya no lo tengo de usted.

El asintió. Echaron a andar juntos, uno al lado del otro, hacia lo que debió haber sido la salida del pueblo, hacia donde se extendía la llanura desolada y revuelta, con muñones de árboles calcinados.

De los restos del bosque surgieron los cuatro hombres, y la mujer empezó a gruñir como una loba rabiosa al verlos.

Savage se asustó.

—¡ Eh! ¿Qué le pasa?

—¡Son ellos...!

—¿Quiénes?

—Sucias bestias... ¡Deme el fusil!

Trató de quitárselo de un zarpazo pero Savage retrocedió de un salto.

—¡Espere un momento! ¿Qué demonios...?

—Uno tras otro... ¡Puercos! Unos me sujetaban, mientras los otros dos...

—Entiendo.

—¡Tengo que matarlos!

—No..., usted no...

Los cuatro hombres les habían descubierto a su vez y avanzaban ahora con cautela.

Sólo uno iba armado. Los otros señalaron a la mujer y se echaron a reír. Apresuraron el paso.

Savage rechinó entre dientes:

—Quizá quieren repetirlo...

Ella retrocedió unos pasos.,

Estaban a menos de un tiro de piedra, cuando Savage levantó el cañón de su arma y disparó:

La larga descarga atrapó a los cuatro hombres, y mucho antes de que él dejara de apretar el disparador habían sido desintegrados por la interminable ráfaga de fuego y muerte.

Miaña estalló en llanto histérico. Instintivamente, se abrazó a Savage y ocultó la cara en su hombro, estremecida por el llanto y la excitación.

El jadeó:.

—¡Dios! ¿En qué me he convertido?

Dejó que el llanto la calmara. Le dio tiempo. Él también lo necesitaba para volver a sentirse un ser humano.

Al fin se detuvieron, cansados, sumergidos en el silencio que envolvía aquella tierra de desolación.

—Sentémonos aquí —gruñó Ray—. Tanto da un lugar como otro.

Ella le observó cuando se hubieron dejado caer sobre la blanda turba. Dijo, intrigada:

—Aún no me ha aclarado el significado de sus palabras. ¿Qué quiso decir, adonde debe regresar si ya no queda nada en ninguna parte?

—¿Cómo empezó la guerra?

—Todo lo que sé es que los americanos atacaron a Rusia. Pero eso no responde a mi pregunta. Y tampoco me ha dicho aún quién es usted...

—Eso carece de la menor importancia en estas circunstancias. ¿Está segura de que los americanos iniciaron el ataque?

—Absolutamente..

El sacudió la cabeza. Podía ser cierto o podía no serlo. La propaganda rusa debía de haber mentalizado al pueblo en ese sentido. Sin embargo, todo era posible.

—¿Cómo podríamos averiguar la verdad?

—¿Qué verdad? No hay más que una. Ellos atacaron y Rusia hubo de replicar. Eso es todo. Nos destruyeron y nosotros les arrasamos a ellos.

—Dicho así parece algo sencillo, ¿eh? Ellos, nosotros...

Pero ese ellos y nosotros significa la humanidad entera. ¿Se ha detenido a pensar en eso?

—Todo lo que soy capaz de pensar es que han destruido mi país, mi gente... Mi propia familia ha desaparecido. ¿Qué otra cosa quiere que piense?

—Por ejemplo, ¿qué ha sucedido con Europa?

Ella se encogió de hombros con gesto fatalista.

—Por lo poco que oí, tampoco existe Europa. No existe nada... Nadie.

—Nosotros existimos —refunfuñó Savage—. Y yo necesito saber cómo empezó, por qué empezó, y cuándo exactamente. Aún me resta la esperanza de evitarlo...

—¿Evitar qué?

—Illiana, ésa es una pregunta que no estoy en situación de responder. Ni usted comprendería nada si se lo explicase. Debe quedar algo, alguien que sepa más que usted... ¿Qué ciudad hay, o hubo por estos alrededores?

—Ninguna. Sólo había pequeños núcleos agrícolas, pero tampoco existen ya. Lo pude ver desde el aire.

—¿Quiere decir que vino usted en avión?

Savage la sujetó por los brazos lleno de excitación. Ella hizo un gesto de impotencia.

—El avión que me trajo era un aparato de caza, viejo y fuera de servicio. La gasolina se agotó y hubo de efectuar un aterrizaje forzoso, a diez o doce kilómetros de aquí. El piloto estaba herido... No creo que haya sobrevivido. Pero quería llegar a donde estaba su familia... Sólo que tampoco debe quedar nada, nadie en su pueblo.

—¿De dónde despegaron?

—De un aeropuerto destruido también. Una base que estaba fuera de servicio en las proximidades de Lomongrad Savage trató de descubrir el medio de averiguar lo que deseaba. El tiempo se echaba encima si quería intentar algo a su regreso. Se agotaba.

—¿A qué distancia estamos de Moscú? —preguntó, de repente.

Ella se echó a reír con terrible amargura.

—A ninguna. Moscú no existe, fuera la primera ciudad que los americanos borraron del mapa. De cualquier modo, la distancia era de dos mil kilómetros.

—Había olvidado las dimensiones de este país... Si por lo menos hubiese quedado alguien en Lomongrad, quizá...

Ella dio un respingo, tensa y alerta ahora.

—¿Qué tenía usted que ver con Lomongrad? —le espetó.

—Nada, nunca había estado en ese lugar. Pero pienso que allí habría gente preparada, informada, a la que preguntarle lo que me interesa.

—Me lo está preguntando a mí y no puedo responderle.

—¿Qué quiere decir?

—Yo trabajaba en Lomongrad.

Savage casi se levantó de un brinco.

—¿Que usted...?

—¿De qué se sorprende? Éramos más de tres mil personas en el centro. Unos vivían en él, y otros en el pueblo que usted vio arrasado... Allí estaba toda mi familia.

—¿Qué hacía usted, cuál era su trabajo? .—Yo no era nadie importante. Secretaria transcriptora. Me enviaron a una convención, un curso de perfeccionamiento... y así me salvé.

—En Lomongrad experimentaban una nueva arma, aunque eso ya debe saberlo.

—Era sólo un proyecto, una teoría sobre la que se realizaban profundos estudios. ¿Cómo lo sabe usted?

—Así que aún no la habían conseguido...

—No comprendo absolutamente nada. Si no tenían esa arma, ¿por qué América desató la guerra?

Ella hizo una mueca de amargura.

—Eso habría que preguntárselo a los americanos. Sólo me queda el consuelo de que ellos también han sido eliminados, borrados del mapa. Sus inmensas y orgullosas ciudades ya no existen, sus pueblos, centros industriales, campos y bosques... Todo arrasado.

—Es un pobre consuelo, Illiana. Pero sigo sin saber cómo empezó ni por qué. Y es lo único que me interesa averiguar.

Ella se encogió de hombros. No comprendía la insistencia del hombre en saber unos pormenores que maldito si tenían importancia alguna en sus circunstancias.

Así que guardó silencio, dejando vagar la mirada por la inmensa desolación que les rodeaba. Fue entonces que descubrió, a lo lejos, las siluetas en movimiento y se puso rígida.

—¡Mire! —susurró.

Savage asintió.

—Ya los veo... Tres hombres. Parecen soldados.

—Están demasiado lejos para saberlo.

De nuevo, el temor hacía presa en la mujer. Miró a Savage para asegurarse de que conservaba el arma en las manos y luego dijo con voz quebrada:

—Los hombres se han convertido en bestias, Savage... Deberíamos escondernos.

—¿Dónde? Probablemente ellos también nos hayan descubierto a nosotros. Esperemos.

Los vieron acercarse. Caminaban sin prisa alguna, y algo en su actitud hizo que Savage se enderezase poco a poco.

—Colóquese detrás de mí —gruñó—. Lo más apartada posible, y tiéndase en el suelo.

—¿Por qué? Usted está armado.

—Ellos también. Y no caminan de modo normal.

Illiana dio un respingo. Aguzó la mirada y musitó con un tono sordo:

—Parecen..., parecen torpes..., como aquel otro...

Retrocedió paso a paso, conteniendo el aliento. Savage no se movió, pero estaba tenso y alerta.

—Tiéndase en el suelo, Illiana. Si disparan será más difícil que puedan acertarle.

Realmente, dos de aquellos hombres empuñaban armas semejantes a la suya. El otro no llevaba nada en las manos... porque no tenía manos, i

Savage sintió que los pelos se le ponían de punta. El tercer desconocido tenía los brazos amputados a la altura de los codos, y todo lo que quedaba allí eran simples muñones purulentos. En el costado izquierdo del pecho se distinguía la atroz herida de una bala o algo semejante, porque el agujero rodeado de carne revuelta y negra estaba allí, una herida mortal de necesidad.

Otro de ellos tenía media cara convertida en una pulpa revuelta. Uno de los ojos había desaparecido, junto con el maxilar inferior y parte de los labios, dejando las encías y los dientes rotos al descubierto.

El tercero había sido herido en el estómago, y lo que quedaba allí era muy semejante a otra herida que ya viera en el primer aparecido.

Se detuvieron al fin a corta distancia. Savage dijo:

—Quédense donde están y dejen caer las armas al suelo: ¡Vamos, rápido, obedezcan!

Siguieron mirándole impasibles, como si ni siquiera le hubieran oído. De alguno de ellos brotó un sordo murmullo, un sonido extraño que no era voz,

Entonces, levantaron sus armas, rígidos como postes.

Savage se tiró de bruces y disparó en el instante en que ellos lo hacían también.

La centelleante descarga de Savage incidió sobre los dos que empuñaban las armas. Vio cómo la mitad de sus cuerpos se descomponía bajo el relámpago rojo y daban tumbos, soltando los extraños fusiles, cuya descarga habían fallado debido a la movilidad de Ray.

El tercero, el que carecía de la mitad de sus brazos, ladeó la cabeza y no pareció muy preocupado por la suerte de sus compañeros.

Savage gritó, casi histérico: —¡No se mueva, estúpido!

Un chillido de la mujer le hizo dar un salto. Vio a los dos que había abatido reptar sin piernas hacia donde cayeran sus armas. El terror le paralizó unos instantes, porque aquellos dos cuerpos habían sido segados por la mitad a la altura de la cintura. No obstante, vivían...

Tiró del disparador y esta vez destruyó total y absolutamente, sintiendo el estómago revuelto y una angustia infinita en el alma.

El tercero giró, enfrentándole, mirándole con aquellos ojos demoníacos tan fulgurantes que parecían fascinarle.

Notó un agudo mareo, un dolor terrible en las sienes y luego todo empezó a girar a su alrededor.

—¡Illiana...!

Su voz apenas se oyó. Se tambaleaba, rechinando los dientes, gruñendo como un animal. Soltó el arma y se llevó las manos a la cabeza apretándose los oídos en un vano intento de calmar el tremendo dolor.

La mujer saltó hacia él. Descubrió el contorsionado rostro de Savage, la demencial expresión de su mirada. No comprendía, nada, sólo que algo estaba sucediendo y que iban a quedar a merced del monstruo...

Con un grito de ira y horror se hincó de rodillas, empuño el arma y, sin levantarse, disparó contra el extraño individuo y no cesó de apretar el gatillo hasta que de él no quedó nada, sólo el hedor y el chisporroteo de los restos en el suelo.

—¡Savage! —jadeó—. ¡Savage! ¿Me oye?

El sólo la miraba. Apenas podía respirar. Le zarandeó violentamente porque aquel hombre era su único nexo de unión con el mundo y la vida, y con la cordura y con lo que aún quedaba en ellos de humanidad.

Poco a poco, la cara crispada de Savage se apaciguó. Gruesas gotas de sudor corrían desde su frente y el temblor aún le sacudía, aunque con menos violencia.

—¿Qué le pasó? Respóndame..., ¿qué fue, Savage?

—No lo sé... Pareció como si me estrujaran el cerebro..., como si quisieran arrancármelo a zarpazos..., un dolor espantoso y todo se borraba...

—¿Y ahora?

—Nada... Cesó tan pronto ese maldito hubo muerto...

—¿Quiere decir que era él quien...?

—No puede ser de otra manera, aunque no comprendo cómo lo hizo. Aunque tampoco se comprende que, con las heridas que les destrozaban los cuerpos, pudieran estar vivos.

Quedaron silenciosos, mirándose intensamente, sobrecogidos de espanto y, tal vez, deseando que todo aquello no fuera más que una pesadilla de la que fuera posible despertar.

Al fin la mujer murmuró:

—Vámonos de aquí, Savage.

—¿Adonde?

—Podríamos intentar reunimos con el piloto que me trajo en su avión. El conoce este territorio mejor que yo.

—Es una idea. Guíeme y mantenga los ojos abiertos. Si esos monstruos nos sorprenden desprevenidos no tendremos la menor oportunidad de sobrevivir.

De nuevo echaron a andar juntos, mientras Savage luchaba contra la tentación de intentar el regreso a su tiempo sin perder un minuto más.

Sólo que aún conservaba la esperanza de descubrir el medio de evitar lo que era inevitable... 

El piloto era un hombre joven, de cara aniñada, pero que la fiebre y el dolor habían ajado hasta dejarle un rostro lívido, demacrado, en el que tan sólo resaltaban los ojos saltones y enrojecidos.

A través de su desgarrada camisa verse el tosco vendaje que él mismo había confeccionado. El vendaje estaba teñido de sangre seca.

Illiana le contempló un instante con piedad. Luego murmuró:

—No esperaba encontrarte con vida, Antonov..., pero me alegro mucho de que así sea.

—Yo no...

Miró a Savage, como asombrado de ver a un hombre vivo, sano y fuerte. La mujer le presentó antes de añadir:

—Supongo que no encontraste a tu familia. La mía también ha muerto... todos han muerto.

—Y los que quedamos sucumbiremos a las radiaciones.

Savage sabía eso muy bien, pero lo que le intrigaba eran otras cosas. Así que terció y dijo:

—¿Ha visto algo extraño, por ejemplo, heridos que deberían estar muertos y que, sin embargo, viven?

Intrigado, Antonov ladeó la cabeza y se dirigió a la mujer.

—¿Qué le pasa, está loco? —barbotó.

—No, Antonov. Hemos visto cosas espantosas...

—Yo también. Sólo mira alrededor.

—Aparte de la desolación y la muerte quiero decir. Hombres muertos, y que no obstante nos atacaron..., quisieron matarnos.

—Entonces, mujer, no estarían muertos.

Savage esbozó un gesto impaciente.

—Nadie puede vivir una semana con las tripas fuera —le espetó brutalmente—, y nosotros vimos eso... Una herida vieja de una semana, y el hombre andaba y nos atacó. ¿Seguro que no ha visto nada desusado, muchacho?

—Oh, sí lo vi... pero no eso de que hablas. Es mucho más increíble todavía.

Illiana miró de soslayo a Savage. Empezaba a dudar de la cordura del piloto.

Impaciente, Savage llevó la conversación al terreno que le interesaba por encima de todo.

—Escúchame, Antonov. Es importante para mí es saber cómo empezó todo. Cómo empezó la guerra y por qué... Sí, ya sé que los americanos la desencadenaron. Illiana me lo ha contado, pero ella no sabe por qué.

—¿Y esperas que yo sí lo sepa?

—Tenía una esperanza...

El herido esbozó un gesto despectivo. Estaba sentado con la espalda apoyada en un pedazo de pared, en medio, del caos de ruinas de lo que había sido su pueblo.

—Eso no creo que lo sepa nadie..., excepto el bastardo que ordenó el ataque. Ese presidente loco americano que creyó poder gobernar el mundo...

—Entiendo.

Desalentado, Savage paseó la mirada por aquel escenario de ruinas, desolación y muerte y sacudió la cabeza.

—¿Sabes dónde puede quedar alguien vivo? Una ciudad grande o centro de poder. Algo así...

El piloto emitió un sonido despectivo. Su voz débil jadeó:

—No quedan ciudades, ni grandes ni pequeñas. ¿Por qué haces tantas preguntas?

—Olvídalo, amigo. Creo que ya no importa.

Illiana se arrodilló al lado de su compatriota y preguntó:

—¿Qué es lo que viste, Antonov? Antes dijiste...

—Si..., pero estaba delirando. Vi descender toda una ciudad de esa nube de veneno.

Savage sacudió la cabeza.

—Seguro que delirabas.

Él no le hizo caso y prosiguió:

—Cuando llegué aquí, no quedaba nada excepto una lluvia venenosa que caía como llanto sobre la tierra —su voz era más débil a medida que hablaba—. Yo también lloré y mis lágrimas regaron las ruinas de mi casa. Estaba allí cuando aquello inmenso se desprendió de las nubes de polvo, flotó y desapareció poco a poco más allá de las colinas.

Instintivamente, Illiana ladeó la cabeza para mirar hacia las ondulaciones de las lomas calcinadas.

—Era una ciudad que bajaba del cielo...

Savage sintió de pronto que se le erizaba el pelo.

—Una ciudad flotante en el espacio —susurró entre dientes—. ¿Recuerdas cómo era?

—De acero... supongo. Gris oscura..., tenía grandes cúpulas, templos, imagino...

Cerró los ojos y un bronco estertor brotó de su pechó.

Illiana dio un grito. Cuando se inclinó sobre el piloto comprobó que éste había muerto.

Levantó la mirada. Lloraba.

Savage pensó que era increíble que aún le quedasen lágrimas. Que aún le quedase compasión, piedad. La mujer se levantó poco a poco. El gruñó:

—Quiero ver eso.

—¿Qué? .

—Esa nave gigante.

—¡Pero él deliraba, Savage! Y no dijo una nave, sino una ciudad... El delirio de la agonía.

—De todos modos iremos a verlo. ¿Qué hay al otro lado de esas lomas, lo sabes?

—Una llanura. Fue donde aterrizamos con el avión sin combustible.

—Bien, vamos allá.

Ella devolvió la mirada hacia el hombre muerto. Sus lágrimas habían abierto surcos oscuros en el polvo que ensuciaba su cara.

—Yo me quedo con él, Savage —decidió.

—¿Para qué? Está muerto, ya no puedes ayudarle.

—El me trajo..., fue bueno conmigo. No quiero dejarle solo ahora. Ve tú si quieres.

Savage titubeó. Odiaba dejarla sola, pero pensó que de cualquier modo, habría de dejarla dentro de poco, tal vez en una hora o menos, cuando iniciase el regreso a su época, a ésa era en la que debía estar planeándose el holocausto...

—Está bien —murmuró—. Trataré de volver aquí. Espérame.

—¿Para qué?

Él se encogió de hombros.

—Te contaré una extraña historia... que tú no creerás.

Echó a andar rápidamente hacia las colinas. Su mente era un auténtico caos, porque recordaba lo que el general Havilland le dijera respecto a una nave gigante...

Llevaba caminando un buen trecho cuando grito de la mujer le hizo girar en redondo. En el primer instante no comprendió la razón del grito, pero le pareció advertir como un remolino leve y grisáceo al lado de Illiana, como un pequeño jirón de niebla.

El grito se repitió, un grito de terror infinito. Savage echó a correr.

Mucho antes de llegar vio levantarse al piloto muerto y trastabilló, porque las piernas parecieron volvérsele de algodón.

—¡Apártate de él! —rugió.

Illiana estaba igual que petrificada. No se movió, y con su cuerpo impedía que Savage pudiera disparar.

—¡Aléjate!

Al fin, la mujer retrocedió unos pasos, pero también los adelantó el hombre muerto. Espantado, Savage le vio tender los brazos, rígido como un poste. Redobló su carrera porque el fusil de rayos láser no le servía de nada con Illiana en la línea de tiro.

Las zarpas del muerto; atraparon a la mujer. Ella volvió a gritar con voz ronca. Los dedos asesinos se ceñían a su garganta.

Savage llegó junto a ellos. Descargó un brutal golpe con el cañón del fusil contra la cabeza del piloto y lo tiró dando tumbos hasta caer sentado allí donde muriera.

—¡Apártate! —repitió.

Él se agazapó sin desviar la mirada del piloto i-Ahora quizá podamos saber qué sucede con los muertos. ¿Me oyes, Antonov?

La sangre corría por un lado de la cara del piloto. Levantó la mirada y sus ojos tenían el mismo fulgor que Savage ya viera en otros ojos.

Y de repente, el dolor estalló en su cerebro como una desgarradura. Sus piernas se doblaron y cayó de rodillas, mientras Illiana empezaba a chillar.

De modo puramente instintivo, sin que su voluntad interviniera para nada, Savage disparó y la descarga pulverizó la cabeza del piloto.

El cuerpo decapitado golpeó de espaldas el trozo de pared. Rebotó y cayó de bruces levantando una nube de polvo.

Illiana se arrodilló al lado de Savage.

—¿Qué te pasó?

—Lo mismo que la otra vez..., un dolor espantoso... y cesó tan pronto le hube volado la cabeza. Es en la cabeza donde reside su poder...

Ella le ayudó a levantarse. Se miraron, asustados, pero él refunfuñó:

—Vámonos de aquí, hemos de ver qué hay al otro lado de las colinas.

—Yo sé lo que hay... Nada, excepto un avión averiado y sin combustible.

—Tal vez te lleves una sorpresa...

Ahora caminaron apresuradamente los dos:

Illiana había dicho la verdad. Había una llanura inmensa que se extendía hasta el horizonte. Era una tierra negra y revuelta, pero que debió engordar los cereales en cada cosecha.

Ahora, albergaba algo muy distinto.

La nave gigante estaba allí, y posada en la tierra tenía cierta semejanza con una ciudad, grisácea y siniestra, Una ciudad de cuatro millas de longitud.

—Creo que empiezo a comprender muchas cosas... 

Illiana fue incapaz de decir una palabra. Miraba fascinada aquella inmensa nave varada ante sus ojos, con las cúpulas enormes despidiendo un tenue resplandor opaco.

—¡Savage...! —balbuceó—. ¿Qué es eso?

—Ojalá lo supiera.

—Es lo que él dijo que había visto descender del cielo...

—Dijo la verdad. Y eso me hace pensar que mi hermano quizá aún esté vivo si no pudo localizarla... O ellos le destruyeron...

—¡Savage! ¿Vas a decirme que sabes qué es eso?

—No, y no voy a quedarme aquí para averiguarlo. He de regresar, y mucho antes de lo que habría deseado. No he podido averiguar nada de lo que tanto me interesa...

—¡No me dejes sola!

El la miró. Illiana descubrió en aquellos ojos duros una chispa de ternura, un brillo de piedad tal vez.

—No pudo hacer otra cosa —murmuró él—.Ni puedo explicarte la verdad... Sólo piensa que todo lo que ves, todo lo que nos rodea, el horror que un demente desencadenó, aún no ha sucedido... aún no «es».

—No te comprendo...

El esbozó un gesto fatalista.

—Ya sé que no lo comprendes. Y si tratase de explicártelo creerías que yo también me he vuelto loco.

Dieron una última mirada a la maravilla inmóvil en la llanura, aquella inmensa nave llegada de más allá de las estrellas. Luego, descendieron la ladera con pasos presurosos hasta detenerse abajo, mirándose sobrecogidos.

—Vas a ver otro milagro, Illiana..., pero eso no debe asustarte.

—Por favor, no me dejes sola, Savage..., tú y yo podríamos...

El sacudía la cabeza con inmensa ternura.

—No podríamos hacer nada, Illiana. En cambio, regresando a mi tiempo queda una débil esperanza de evitar el fin de la humanidad.

—¿A qué tiempo, qué quieres dar a entender?

—Aléjate un poco..., unos pasos.

Ella obedeció mirándole fascinada.

Savage murmuró entre dientes:

—Eres una gran mujer, Illiana. Sé que pase lo que pase sobrevivirás..., aunque me pregunto, si eso será un bien para ti.

Tanteó con los dedos el reloj de pulsera, haciendo los ajustes precisos con extremado cuidado. Luego, dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo y trató de sonreír.

—Aléjate tanto cómo puedas de lo que hay en esa llanura. Adiós, Illiana.

Ella se llevó las manos a la boca, espantada cuando una azulada aura de luz pareció envolver el cuerpo de Savage.

Después, empezó a chillar igual que loca, porque el cuerpo de aquel hombre se volvía transparente...

Y, al fin, su voz se ahogó porque de Savage no quedaba el menor rastro.

El hombre que la había unido a la vida, que le había infundido esperanza, que había luchado por ella y la había vengado, ya no existía.

Giró sobre los talones y echó a correr alejándose más y más de las colinas.

Illiana no podía imaginar siquiera que el mundo, devastado y muerto, albergaría una nueva y extraña raza...

Abrió los ojos a un mundo blanco y desconocido, bañado por una luz tenue y lechosa que parecía brotar de las paredes.

Parpadeó, sorprendido. No recordaba nada, sólo que estaba en algún lugar blanco y plácido donde no había el menor ruido, como si estuviera metido en una cámara estanca.

Sólo que todo eso le sorprendía. El no debería estar en ese mundo blanco. El debería encontrarse en alguna otra parte. Era importante que estuviera en otra parte... Inesperadamente, como un chispazo, la consciencia estalló | en su cerebro. Recordó y dio un respingo en la cama, y entonces comprendió que estaba en un hospital.

Miró en torno, hasta detener la mirada en el ventanal oscuro y cerrado. Descubrió el botón de un timbre y lo apretó con dedos extremadamente torpes.

Casi al instante se abrió una puerta blanca que se confundía con la pared, y un rostro hermoso aureolado de cabellos rubios, sobre los que se sostenía un extraño gorrito, asomó mirándole con unos ojos grandes e inteligentes.

—Entre —balbuceó—. Necesito saber muchas cosas.

Ella le sonrió. Se detuvo junto a la cama y dijo:

—Ya desesperábamos de que recobrará el conocimiento alguna vez, Savage...

—¿Qué hospital es éste?

—El Memorial Grant.

—Ya veo...

—No debe hablar ahora. Llamaré al doctor y él decidirá lo que habrá que hacer con usted.

—Sólo hay una cosa que pueda hacerse..., dejarme salir de aquí. Tengo un millón de cosas pendientes.

—Eso no va a ser tan fácil. No se mueva, Savage, y trate de calmarse. Descanse.

Volvió a quedarse solo. Sólo entonces recordó que no le había preguntado nada de lo que realmente le interesaba.

Poco después, la misma enfermera regresó, acompañada por un médico joven, sonriente y satisfecho.

—¡Magnífico! —exclamó por todo saludo—. Veo que se ha recobrado usted mucho mejor de lo que imaginábamos.

—¿De veras? A juzgar por cómo me siento, debieron pensar que iba a morir. ¿No es cierto?

—Cuando le trajeron, realmente, estaba más muerto que vivo.

—¿Cuándo fue eso?

—Hace cinco días.

Savage dio un brinco y quedó sentado en la cama. Al instante, un dolor atroz le asaltó y la cabeza empezó a darle vueltas.

El médico le obligó a tenderse otra vez.

—Tómelo con calma, Savage! No está aún en condiciones de moverse.

—¡Cinco días! Oiga, doctor, he de salir de aquí: Ahora.

El médico sacudió la cabeza..

—¡Imposible, total y absolutamente imposible!

Empezó a discutir con creciente desesperación, pero pronto advirtió que no obtendría resultado alguno por ese medio.

—Muy bien —gruñó—. Localice al doctor Newell y tráigalo aquí. De lo contrario, le aseguro que me levantaré y saldré por mi propia cuenta.

—¿Newell?

—Es psiquiatra.

—De acuerdo. Y ahora, ¿quiere cerrar la boca y dejar que yo haga mi trabajo, Savage?

—Está usted en su derecho. Adelante.

El reconocimiento se prolongó por espacio de varios minutos. Cuando se irguió, Savage le espetó:

—¿Quién me ingresó en el hospital, y en qué condiciones?

—Le trajeron del Centro de Investigaciones del profesor Johnston. Inconsciente... Casi agonizante diría yo. Había sufrido un accidente, recibiendo una brutal descarga de uno de sus acumuladores de energía, aunque déjeme decirle que no entendí muy bien lo que era eso. Sin embargo, ha respondido usted al tratamiento, de manera que...

—Entiendo... Sí, ahora recuerdo eso —mintió—. Localicen al doctor Newell, por favor.

Ambos abandonaron la habitación. Savage empezó a considerar seriamente la idea de abandonar el hospital por su cuenta, pero la extremada debilidad, y el dolor que le aplastaba, le hicieron desistir de la idea.

Había olvidado el tiempo transcurrido desde que le dejaran solo, cuando de nuevo la puerta se abrió con cautela y tuna cara pálida y preocupada asomó.

Savage exclamó:

—¡Bert!

Su hermano se coló dentro cerrando apresuradamente.

—No estoy muy seguro de que me permitan visitarte.

—¿Por qué no? Eres mi hermano. ¿Qué infiernos de hospital es éste?

—No es cosa del hospital. La prohibición viene de mucho más arriba. ¿Cómo te sientes?

—Hecho migas... No sé qué sucedió, pero debió ser algo muy malo para que me encuentre aquí y en ese estado... Pero olvídate de eso. Tengo cosas más importantes que tratar contigo.

Su hermano escondió la cabeza.

—Forzosamente debes estar mal de la cabeza, Ray. Someterte a esas pruebas sin el total de garantías es un suicidio.

—Eso dije yo también, pero lo hice. Oye, dejemos de hablar de mí. Cierto militar me habló de ti y de tu descubrimiento en el espacio...

—¿La nave gigante?

—Eso es.

Bert se dejó caer sentado en el borde del lecho.

—Fue algo increíble, Ray. Una maravilla mecánica de cuatro millas de longitud, una de anchura, con enormes cúpulas sobre sus estructura... y desplazándose por el espacio exterior a cincuenta mil millas por segundo. ¡Imagina!

—Dime... Esa nave, ¿tenía dos gigantescas prolongaciones en un extremo? Algo como dos cuerpos cilíndricos de una milla o así de longitud?

El estupor que se reflejó en la cara de Bert Savage ya fue de por sí una respuesta.

Sin embargo, exclamó:

—¿Cómo puedes saberlo? Se ha mantenido todo este asunto en secreto...

Ray suspiró:

—Lo vi, Bert.

Su hermano por poco no se cayó de espaldas.

—¿Estás loco? Estábamos a millones de millas de la Tierra cuando vimos ese fenómeno. ¿Cómo puedes haberlo visto?

—Cuéntame todo lo que viste. Todo lo que hiciste cuando descubriste esa nave, Bert. Es importante. Muy importante.

Tras una vacilación, y una mirada preocupada a la puerta, el astronauta relató con palabras concisas sus aventuras con la inmensa nave espacial, desde que la descubrieron hasta que se desvaneció en el espacio después de la frustrada explosión.

Ray. Savage estaba mucho más pálido que antes.

—Era la misma —susurró entre dientes—. La misma nave, posada en la tierra. Y también a mi pareció como si me arrancasen el cerebro... Una tortura inhumana, bestial, como los síntomas que describes, sufridos por tu compañero.

—Pero, hombre, comprende que eso es imposible...

—No lo es, hermano. Yo experimenté esa tortura... y me pareció ver un pequeño cuerpo gaseoso flotando al lado de un cadáver... que de pronto, se levantó y quiso matar a una mujer que era su amiga.

—Entonces, es que ese cadáver no sería tal. ¿Has oído hablar de catalepsia, Ray?

—Olvídalo. No era eso. Eran cuerpos muertos, alguno tan descompuesto que apestaba como el infierno. Y, sin embargo, se movían y trataron de matarnos.

—Pero, bueno, ¿dónde fue eso, y cuándo?

Ray sacudió la cabeza.

—En el futuro... un futuro tan próximo que casi no queda tiempo...

—¿Tiempo?

—Necesito hablar con el general Havilland y con el profesor Johnston. Pero eso lo conseguirá antes el doctor Newell, si consigo que lo traigan aquí. Bert, no tienes idea de lo que vi... de lo que va a pasar...

—Desde luego que no. Y si pides mi opinión, te diré que maldito el interés que tengo en saberlo. Forzosamente debe ser algo nefasto, contrario a la naturaleza humana, escudriñar en un tiempo que no es el nuestro.

—Puede que tengas razón, pero yo lo hice...

—¿Y qué?

—¿Fue en ese futuro de que hablas donde viste la nave?

—Sí, ahí estaba... y ahora estoy convencido de que ese poder mental que trataba de triturarme el cerebro procedía de ella, de esa ciudad flotante como la denominasteis vosotros.

Bert permaneció silencioso unos instantes. Volvió a mirar hacia la puerta con desconfianza, y finalmente, sacando algo del bolsillo, murmuró:

—¿Fue eso lo que viste?

Ray contempló, asombrado, una imagen de la nave gigante, en vuelo, destacando contra un fondo oscuro y vacío.

—¡Sí! Es la misma, Bert, sin ninguna duda.

Su hermano, suspiró. Estaba muy pálido. Entre dientes musitó:

—Así que ha logrado aterrizar sin ser detectada...

—No, ahí te equivocas.

—¡Maldita sea!. Tú acabas de decirlo. Dijiste que la viste posada en el suelo.

—En el futuro, muchacho. Un futuro de un año o menos...

Bert sacudió la cabeza como si quisiera alejar de ella las ideas que no comprendía.

—Me gustará hablar más extensamente de eso contigo... cuando salgas de aquí.

—Estamos hablando ahora. Escucha..., los seres que la tripulan deben ser tan distintos de nosotros que no podemos siquiera sospechar su verdadera apariencia. Quizá sean más o menos gaseosos o voluntad, como el que me pareció ver al lado de un cadáver, pocos instantes antes de que éste recobrara la vida. De una cosa estoy convencido..., su poder reside en el cerebro. Lo que yo sentí no fue otra cosa que su intento por dominarme, por apoderarse de mí. ¿Comprendes?

—Ni una maldita palabra.

—¡Pero si está claro! No pueden dominar un cerebro vivo. No pueden apoderarse de él. Pero la mente de un cadáver no ofrece resistencia alguna. Entran de algún modo en el cerebro, y mediante su fuerza, su energía, hacen que el cuerpo vuelva a parecer vivo. Pero sólo lo utilizan para destruir a los escasos supervivientes de la catástrofe...

—¿Qué catástrofe, de qué estás hablando?

Ray le miró desalentado.

—No hablaré de eso hasta haberlo hecho con el general, ni siquiera contigo. Pero cuanto más pienso en este asunto más seguro estoy de acertar... Van a convertirse en los amos de la Tierra. Ellos... y las ratas.

Bert arrugó el ceño.

—¿Estás seguro de que te encuentras bien? —indagó, preocupado.

—No hagas preguntas idiotas y busca tú también al doctor Newell, del Centro de Investigación... Quiero que venga cuanto antes, y no estoy muy seguro de que el médico lo haya tomado en serio.

—Bien, lo haré...

—Apresúrate, Bert. Lo creas o no, cada minuto cuenta.

—Conforme. ¿Quieres qué llame a Jeannie? Permaneció a tu lado los tres primeros días. Apenas durmió, así que los médicos la mandaron a casa. Ahora viene dos o tres veces al día...

—Llámala, pero busca al doctor Newell.

Con un gruñido de despedida, su hermano abandonó la habitación.

Savage dominó la impaciencia a duras penas. Ni siquiera se preocupó de pensar en el terrible fallo del proceso de traslación molecular, en que ese fallo estuvo a punto de costarle la vida. Todo lo que le preocupaba hasta la angustia era que el tiempo se desperdiciaba mientras cada minuto acercaba más a la humanidad hacia el holocausto fatal y definitivo.

La enfermera entró, le sonrió, hizo un distraído comentario, y aplicándole un inyector sobre el brazo lo disparó, administrándole una inyección automática e indolora.

—Eso le hará bien, Savage —murmuró.

De nuevo solo, quedó unos minutos amodorrado. O quizá no fueron sólo unos minutos...

Cuando abrió los ojos, el bellísimo rostro de Jeannie estaba inclinado sobre él, observándole con angustiado anhelo.

Trató de sonreír. Ella susurró:

—Hola.

—¿Eso es cuanto se te ocurre?

—Hay más, mucho más, pero lo prefiero, así; como si nunca te hubieses ido, como si sólo Hiciera unas horas que nos separarnos.

—¿Lo pasaste muy mal?

—Tú lo pasaste mal.

Inclinó la cabeza y sus bocas se encontraron. Un beso largo, dulce y profundo que en parte les devolvió a otro tiempo también, como si los dos realizaran un viaje a la felicidad pasada.

Jeannie separó los labios jadeando. Su sonrisa, llena de ternura pareció prolongar el beso.

—El resto —murmuró—, cuando estés en casa. Ahora cuéntame lo que viste.

El rostro de él se llenó de sombras.

—No. A ti no —dijo con voz ronca.

—¿Por qué no?

—Te quiero demasiado.

—¿Qué tiene que ver una cosa con otra?

—Yo sé lo que quiero decir. ¿Viste al profesor, o al doctor Newell, después de que me trajeran aquí?

—Hablé con el doctor una vez. Estaba muy preocupado, pero eso fue todo. Ya no volví a verle.

—¿Y no te insinuó nada de cómo se produjo el fallo, ni si yo hablé al regreso?

—No, sólo comentó lo que los médicos decían sobre tu estado... que te pondrías bien y cosas así. También me recomendó que no dijera a nadie la naturaleza de tu trabajo. Hicieron constar oficialmente que sufriste un accidente.

—Entiendo...

Antes que ella pudiera proseguir, la puerta se abrió una vez más y el doctor Newell entró con cara preocupada.

Durante un instante, nadie pronunció una palabra, ni si quiera los saludos. Después, el psiquiatra dijo:

—He venido en cuando he podido, Savage...

—Gracias, doctor. Necesito hablarle y se trata de algo tan terrible que tengo miedo de que no me crea.

—Pruebe a ver —sonrió Newell.

Savage dirigió la mirada hacia Jeannie. La muchacha hizo un mohín de disgusto y exclamó:

—Sé entender cuando estorbo. Te veré después... y a usted también, doctor.

Salió y cerró la puerta con cuidado. Savage suspiró:

—Es una gran chica... Ahora, siéntese ahí y escúcheme hasta el final, doctor. Voy a contarle todo lo que pasó, todo lo que vi... y algo más que imagino.

—Adelante. Rabiaba por escucharle.

Savage relató toda su aventura de principio a fin sin omitir ni el menor detalle. Se tomó tiempo, hablando lenta y reflexivamente. Cuando al fin calló, el rostro de Newell estaba lívido.

—De modo —murmuró—, que su salto apenas alcanzó un año en el futuro.

—Eso es.

—¿Y no pudo averiguar cuándo se desencadenó la guerra, en qué fecha exacta?

—Imposible. No quedaba nadie donde yo estuve, excepto esa mujer y el piloto moribundo. Ninguno de los dos conocía los pormenores del estallido, ni los motivos. Todo lo que sabían era que Rusia había sido atacada, aunque eso pudiera ser fruto de su propaganda política.

—Y esos cuerpos muertos..., esa nave gigante... ¿Se da cuenta de lo que significan para el devenir de la humanidad?

—Doctor, como no hagamos algo, y pronto, no creo que a la humanidad le quede porvenir alguno. Además, hay otros aspectos del problema que me preocupan... Por ejemplo: mi intervención. No fue estrictamente de observador. Yo tomé parte activa en los acontecimientos que se desarrollaban y en cierto modo los varié en el sentido de que, sin mi intervención, aquella mujer habría muerto, y los hombres que la violaron estarían vivos. ¿Significa eso que «vi mi propio futuro»? En otras palabras, doctor, lo que yo vi y viví, ¿es lo que veré y viviré dentro de menos de un año?

—No lo sé. Hay muchas cosas que no comprendo al respecto. Han habido demasiados fallos en todo el proyecto, cosas que lo han desquiciado anulando la mayoría de cálculos hechos anticipadamente.

—Pues sí que resulta usted de gran ayuda.

Newell se encogió de hombros.

—¿Qué hay respecto a la maldita Arma Total?

—No la tenían... Estaban trabajando en ella, eso es seguro, pero no la habían obtenido todavía. Vaya y cuénteselo al general, y dígale que necesito hablarle también, y cuanto antes mejor.

El médico hizo una mueca.

—Él ya tenía su informe redactado, ¿recuerda? Fuera cual fuere el resultado de su salto en el tiempo, él informaría al presidente como ya le contó.

Savage se incorporó sobre un codo, pálido y excitado.

—¡Pero no debe hacerlo, doctor! Por eso es importante que yo hable con él, porque si realmente el presidente fue quien desencadenó, o quien declare la guerra, lo habría hecho en base a ese informe, ¿comprende? Los resultados de la estrategia del general serían opuestos a sus planes.

—Sé lo que quiere decir... El presidente decidirá atacar antes de que Rusia obtenga el Arma Total, y no al contrario...

—No puede ser de otra manera, basándonos en lo que yo vi.

El doctor Newell se estremeció.

—En ese caso, Savage, es demasiado tarde. Hace tres días que el general Havilland presentó su informe al presidente.

—¡Oh, no...!

—El sólo esperaba que usted regresase...

—Entonces comuníquese con él... Haga que lo retire, que mienta, que alegue un error por mi parte. Cualquier cosa, doctor, o el mundo estallará en pedazos.

Newell se irguió.

—Puedo intentarlo, pero no confíe demasiado, Savage. Y hablaré con el profesor Johnston también, quizá él...

Salió apresuradamente.

Sus intentos en todos los sentidos fracasaron.

Mientras él los realizaba, luchando por detener al destino, un hombre, en Washington, solemnemente, apretaba un botón rojo.

Los militares que le rodeaban aplaudieron, con entusiasmo.

El mundo no aplaudió. Sólo se hizo añicos. 

FIN


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