Al margen de su labor como guionista de comics, desarrolló la mayor parte de su carrera literaria dentro de la novela popular, empleando multitud de seudónimos, como Marcus Sidereo, Vic Logan, Ronald Carter, Al Sanders, Douglas Kirby, Holm Van Roffen, John Talbot, Mark Donovan, Rand Mayer, Richard Dexter, Robert Dexter, Harry Feldman, Rock Morley, Ronald Carter, T. Danforht, Dagmar Lorn, Dorian Lane, Frank Loman, Ian De Marco, Johan Bergman, Chance Lane o John Palmer. De todos ellos (según algunas fuentes, más de 40 seudónimos). Sin lugar a dudas los más famosos son Marcus Sidereo, -atribuido en ocasiones erróneamente a Enrique Sánchez Pascual-, y Vic Logan.
CAPITULO
PRIMERO
Los
observadores del habitáculo espacial enfocaron sus telescopios sobre la
superficie, desde el interior de la nave gigante.
El speaker a través del micrófono informó:
— Experimento
«Corazón en marcha». Preparados para la cuenta atrás.
Los
siete miembros del comité tenían los ojos puestos en el hombre que se hallaba
en el centro de la explanada que hasta entonces había sido utilizada — y
construida— para toma de contacto y
despegue de las naves y bólidos del espacio.
Todo
aparecía desierto a excepción del hombre que se hallaba en el centro del
inmenso polígono, Un hombre solo en una inmensidad de terreno yermo.
Al
fondo, un edificio metálico con la sensación de vaciedad absoluto era la única
construcción de aquella estación espacial, un auténtico satélite mantenido
gracias a los potentes rayos magnéticos de Epsom I.
A través
de los telescopios, los siete, miembros del comité continuaban su observación.—
Experimento «Corazón en marcha».
Preparados para la cuenta atrás — repitió el speaker.
Entonces
por el altavoz resonó la conocida voz de Negroni.
— Perfectamente
— dijo la voz — . Que descienda la nave
ejecutiva. Dé la orden, speaker.
Y el «hablador» transmitió rápidamente
la orden recibida al mando de la nave ejecutiva?
— Operación
«Corazón en marcha». Nave ejecutiva, tome contacto con el satélite.
Los
observadores pudieron apreciar la nave de reducido tamaño que tras la evolución
de saludo se deslizó hacia la zona de toma de contacto.
El aire
levantó un extraño polvillo antes de que el vehículo se posara sobre el suelo
artificial.
El
hombre que hasta entonces había permanecido inmóvil se echó ligeramente hacia
atrás al recibir la ráfaga de viento provocada por el vehículo «ejecutivo»,
A
continuación, del vehículo recién llegado surgieron tres hombres armados con
las conocidas «armas cortas».
Empuñando
las metralletas de microondas los tres aeronautas recién descendidos
encañonaron al hombre que hasta aquel momento había permanecido solo en el
centro del polígono.
Y otra vez la voz del locutor repitió lo que era
dado ver desde las tres naves que evolucionaban en el espacio, cerca del
satélite artificial.
— Nave
ejecutiva en su sitio. Los designados están preparados para ejecutar las
órdenes.
Desde la
nave de mando, Negroni se arrellanó en su sillón y observó la escena a través
del telescopio con una sonrisa.
— Esto
está bien. Esto está bien — repitió— . Creo que vale la pena.
Tenía a
su lado los tres consejeros de Epsom I.
Nublo,
el consejero I y hombre de confianza, asintió levemente y los otros dos
corroboraron su acción.
Negroni
sonrió de una forma extraña.
— Estamos trabajando para el futuro... Para el
futuro de Epsom I. ¿Alguien tiene algo que objetar?
— Nada, Gran Señor — repuso Nublo — . Tú eres Epsom I. Sin ti,
Epsom primero no sería nada. Tú haces y deshaces. Los ciudadanos dan su
aprobación porque tú representas la sabiduría.
— Nublo ha hablado en nombre de todos — repuso otro de los consejeros. Era el Profesor
Jefe.
El
tercer consejero permaneció silencioso, pero ello no pareció inmutar al Gran
Señor Negroni, que en seguida repuso:
— El pueblo, una vez más, está de acuerdo con su
Gran Señor. Nada, pues, impide que la operación «Corazón en marcha» pueda
empezar... Puedes dar la orden, Nublo.
Nublo,
desde la nave aproximó a sus labios el micrófono de tubo flexible que tenía en
uno de los brazos de la butaca y habló?
— Atención,
speaker. Operación «Corazón en
marcha». Comience la cuenta atrás...
Una
tercera nave de testigos evolucionaba a distancia prudencial entre la Nave Jefe
y la de los siete observadores oficiales.
Muchos
rostros podían verse a través del telescopio común.
El
cristal que formaba parte del fuselaje de la nave constituía un poderoso
mirador que aumentaba y aproximaba las imágenes lejanas. Desde allí, los testigos
de la tercera nave podían ver exactamente lo que estaba ocurriendo.
Y todavía no ocurría nada porque los tres hombres
portadores de las armas cortas que se habían situado frente al que se hallaba
en solitario esperaban instrucciones, pero no dejaban de apuntarle, de
encañonarle.
La voz
del speaker recitó algo que parecía
haberse aprendido de memoria:
— Operación
«Corazón en marcha»... Epsom I te habla a ti, Monitor Jacobich. Por decisión de
tus conciudadanos, y como castigo de tus faltas, se te condena a desaparecer,
pero al mismo tiempo y por la gracia soberana de nuestro Gran Señor Negroni,
serás el pionero de un experimento sin límites y tu nombre, Monitor Jacobich,
pasará a la historia.
Los
testigos de la tercera nave sabían que aquello se trataba de una ejecución
vulgar y corriente, pero nadie estaba informado de por qué aquella sentencia
tenía que cumplirse en el satélite artificial de Epsom I.
Tampoco
se había dado información con respecto al experimento del que debía ser pionero
el reo.
Y el reo, en aquellos momentos se hallaba frente
a sus inmediatos ejecutores.
Ahora le
encañonaban con las palancas de disparo de sus respectivas armas preparadas.
La voz
del speaker continuó:
— Empieza
la cuenta atrás — y al decirlo pulsó un botón que iluminó un punto de una
pantalla de coordenadas.
En el
centro de la cuadrícula podía verse un círculo o diana. El punto luminoso
comenzó a descender en forma oblicua, lentamente.
— Nadie
puede detener el mecanismo de la suprema voluntad de los habitantes de Epsom I —
dijo Negroni, comprobando la pantalla de su nave cuando el punto luminoso se
había puesto en marcha en busca del centro de la diana.
— Atención a los ejecutores — informó el speaker.
Y los tres hombres, sin dejar de apuntar al reo,
aguzaron los oídos.
La voz
que llegaba a ellos perfectamente a través de sus respectivos microaltavoces
adosados a sus correspondientes equipos de vuelo, continuó dando las
instrucciones:
— El
punto centro es la señal. Cuando perciban el zumbido, cumplan su deber.
Y en la pantalla el punto luminoso iba trazando
una línea imaginaria en busca del fatídico centro.
Todos
los que por un motivo u otro eran testigos estaban pendientes del reo y de sus
ejecutores.
El punto
luminoso seguía avanzando.
También
podían verlo los representantes del «pueblo», los testigos que libremente
habían podido costearse el viaje hasta el satélite artificial.
Las
manecillas que medían el tiempo avanzaban inexorables.
El punto
luminoso debía atravesar únicamente tres cuadrículas correspondientes a otras
tantas coordenadas.
Dos
cuadrículas.
Una. La
última.
Uno de
los encargados de aquella ejecución musitó:
— Lo siento, Monitor Jacobich.
Nadie
pudo oír aquella exclamación que el hombre soltó en el último instante.
Nadie,
excepto sus compañeros y el reo.
Y el
punto luminoso saltó la coordenada y se aposentó en el centro de la diana
luminosa.
En el
mismo instante se produjo un zumbido continuo que pudo oírse a través de los
altavoces de las tres naves.
Negroni
acentuó su extraña sonrisa.
El
speaker informó:
— Punto Cero.
El
zumbido podían oírlo también los encargados de la ejecución.
Sus
«armas cortas» soltaron las ondas mortales, invisibles a los ojos, pero
terriblemente eficaces.
El reo
se enderezó como si todos los nervios de su cuerpo se hubiesen tensado de
repente.
Inmediatamente
todo su cuerpo se aflojó, como un fuelle que recobrara su normal posición.
Todo el
mundo — todos los presentes — sabía que aquellos eran los efectos de las
ondas mortíferas.
El reo
había «desaparecido», como llamaban en Epsom I a los «no vivientes».
Los
ejecutores seguían en su sitio, esperando órdenes.
El
zumbido del punto luminoso en la diana de las coordenadas continuaba dejándose
oír ininterrumpidamente.
De
pronto el zumbido desapareció. Un acelerado tictac vino a reemplazarlo.
El nuevo
latido no duró más allá de los dos segundos. A continuación se produjo algo que
nadie parecía esperar.
El suelo
del satélite artificial se pulverizó en una explosión enorme, indescriptible.
Una explosión sorda, sin embargo, sin ruido alguno.
Los
encargados de la ejecución desaparecieron entre la materia del satélite.
El
edificio metálico que desde los tiempos de su inauguración había sido sede del
control del satélite pareció volatilizarse y sus elementos formaron parte de
aquel polvillo que lentamente se convertía en una extraña nube.
Aquello
parecía una visión fantástica. Una pesadilla, algo irreal.
¿Qué era
lo que había sucedido?
Los
observadores seguían silenciosos.
Negroni
miraba con su telescopio particular sin inmutarse. Sus consejeros permanecían
igualmente impasibles.
Ya no
quedaba nada del satélite, sólo aquella nube que parecía alargarse, deformarse,
hacerse más grande, dilatarse y tomar forma transparente.
Después...
Después,
lentamente todo se volatilizó. Desapareció la nube tragada por los espacios
abismales de lo desconocido.
Todo
recobró la limpidez propia del espacio iluminado por la luz del sol que
alimentaba y daba vida a todo el sistema.
Por fin,
completamente disipada la nube, ya no quedó nada.
La
estación espacial obra y orgullo de Epsom I había desaparecido totalmente de
una forma alucinante.
— ¿Qué es esto? — preguntó uno de los testigos.
Pero
nadie podía contestar aquella pregunta. Nadie sabía lo ocurrido en el satélite
artificial tras la ejecución del reo Jacobich. Un condenado cualquiera...
Acaso Negroni sí lo sabía, y tal vez sus consejeros, pero estos permanecían silenciosos.
CAPITULO II
— ¡Estamos atrasados! ¡Yo os digo que vivimos en
un lugar atrasado! Tenemos que despertar a la vida... A cuanto nos rodea.
Ignoramos todo cuanto los que vivieron millones de épocas anteriores supieron
disfrutar y gozar...
El que
así discurseaba era un mozalbete de unos diecisiete años, de aspecto aniñado,
pero robusto, fuerte, de buena complexión atlética que vestía de forma distinta
a la concurrencia.
Quienes
le escuchaban — dos docenas de jóvenes algo mayores — utilizaban el atuendo gris de Epsom I. Un
traje completo que parecía adherido al cuerpo, y cerrado por cierres de
contacto.
El
mozalbete al que todos conocían por Tarsis, utilizaba lo que para los demás
resultaba una extraña vestimenta. Un pantalón que no llegaba a sus pies doblado
hacia dentro y una camisa sin cuello de color crudo de tela porosa. Descotado
al revés que los demás, cuyos cuellos de la prenda única les tapaban
completamente el cuello.
Había un
silencio absoluto mientras el mozalbete Tarsis hablaba a las afueras. Lejos del
núcleo urbano de Epsom I.
A lo
lejos podían verse las pisadas deslizantes donde se movía el sistema de
transporte público, como un telón de fondo.
Tarsis
prosiguió:
— Los antiguos conocían el significado de los
sentimientos. No eran simples muñecos como nosotros. Tenían capacidad propia
para reaccionar, para opinar, para decidir y escribir su propia historia.
— ¿Escribir?
— se atrevió a interrumpir uno de los presentes¿Qué significa escribir?
— Exponer ideas por mediación de unos signos.
Así la gente podía comunicarse entre sí, y a distancia.
— Nosotros también podemos comunicarnos — repuso otro de los que estaban presentes.
— Por
medio de aparatos regidos por máquinas. Las máquinas están programadas. Sólo
pueden decir lo que se les ha enseñado cuando se procede a su montaje...
— ¿Quiénes
eran esos monstruos que podían escribir? — rió uno casi en plan de burla.
— ¿Monstruos?
— cortó Tarsis— . No eran monstruos. Yo he leído que eran «seres» como
nosotros. Y por la descripción que dan los que escribieron esos libros diría
que casi eran iguales que nosotros... Sí. Completamente iguales en lo
esencial... Podían procrear, podían moverse, andar, pensar, correr,
descansar...
— Lo que
tú dices, Tarsis — terció otro— , es conspiración... No se puede conspirar
contra las , normas establecidas.
— Yo no
conspiro... Trato de que la gente comprenda que existe otra forma de vivir... Esto
no puede estar prohibido. No va contra nadie. ¿Es que no lo entendéis?
— ¡Cuidado! — advirtió alguien.
Todos se
volvieron hacia el punto que el joven había indicado.
Dos
bólidos «elevadores» habían dejado la pista deslizante, para volar hacia el descampado
dónde Tarsis, sobre unas piedras estaba haciendo su discurso «informativo».
— Son los agentes — gritó otro.
El grupo
se disolvió rápidamente mientras los dos bólidos llenos de agentes se
aproximaban.
— ¡No os marchéis! Si tenéis noción del peligro
es que también estáis dispuestos a pensar...
Pero
nadie le escuchaba ya. Todos habían procurado ponerse a salvo.
Los
agentes corrían en pos de los fugitivos, provistos de porras de
«insensibilización».
Uno de
los que trataban de ponerse a salvo recibió el rayo procedente de aquella
extraña porra que tenía la virtud de adormecer.
Era uno
de los sistemas del planeta.
El rayo
insensibilizó al fugitivo, que igual que si fuese víctima de un calambre se
desplomó.
— ¡Han tocado a Klawo! — se oyó una voz.
Dos
agentes se hicieron cargo del cuerpo del «insensibilizado» mientras otros se
dedicaban a rodear a Tarsis, que no se había movido de su improvisado estrado.
— ¡Quedas detenido en nombre de las leyes de
Epsom I! — advirtió el que llevaba el
galón de jefe de los agentes.
— ¿Detenido? ¿Por qué tengo que ser detenido?
Negroni siempre ha preconizado la libertad.
— ¡No nombres al Gran Señor Negroni! No tienes
derecho a usar su nombre en tu propio beneficio. ¡Lleváoslo!
Varios
agentes a la orden de su jefe se apresuraron a capturar al joven, que comenzó a
debatirse entre los brazos de los que le sujetaban.
— ¡Soltadme! ¡Habláis de libertad, pero ignoráis
qué cosa es ésta!
— ¡Deja
de hablar, rebelde! No eres más que un traidor... Te harán confesar de qué lugar
provienes que sólo sirves para causar disturbios — repuso el jefe, apuntándole
con su porra.
— Yo soy
de aquí... Como vosotros. Todos somos epsonianos, pero a mí no me han
insensibilizado el cerebro... ¡Tenemos un cerebro!
— ¡Basta!
— gritó el agente— . Sólo dices tonterías...
Apuntó
con su porra a Tarsis y el rayo le insensibilizó, dejándole a merced de los
agentes.
Un
bólido desvió su ruta de la rampa deslizante.
Alguien
hizo una seña al jefe, que a su vez se volvió.
— Bueno,
bueno..., llevadle al vehículo — ordenó, refiriéndose al joven Tarsis.
El
bólido no tardó en sobrevolar el tramo existente entre la pista y el lugar
donde se desarrollaba la escena.
Descendió
un hombre joven, vigoroso. Su traje monocorde, al revés de los agentes que
utilizaban el negro, era blanco, con un gran escudo en el lado izquierdo de su
cuerpo.
Los
agentes que se llevaban al inconsciente Tarsis se
quedaron
inmóviles ante la mirada glacial del recién llegado.
¡Lleváoslo!
¡De prisa! — ordenó su jefe.
El
recién llegado rectificó?
— Soltadlo. Yo me haré cargo de él.
— Estoy
cumpliendo un servicio, agente Iris — repuso el jefe con actitud fría.
— He dicho que lo soltéis — fue la escueta respuesta del recién llegado.
— Soy el
jefe de la patrulla y estoy en acto de servicio — recordó el agente.
— Sí. Ya
sé que estás en acto de servicio. Yo también — volvió a decir el recién
llegado, luego volvió la mirada a los demás y añadió — : He ordenado que lo soltéis.
Rectificó
para aducir:
— Dejadlo
en mi vehículo. En cuanto a ti, agente de servicio, puedes informar lo que
mejor te parezca. Pero a mis amigos no los toques. Te lo advierto.
— ¡Pero
eso es ir en contra de...! — empezó el agente jefe.
— Denúnciame a tus superiores — atajó Iris.
El
«blanco» Iris, alto, fuerte, de mirada penetrante e inquisitiva se mostraba
implacable, inflexible... Todo el mundo sabía quién era y lo que podía.
Los
agentes no dudaron en obedecerle.
Tarsis
quedó colocado en la trasera del vehículo del recién llegado. El agente jefe
masculló algunas palabras ininteligibles, luego tuvo que ver cómo Iris se
alejaba y aún se volvía cuando estaba ya junto a la puerta del vehículo del que
había descendido.— ¡Agente de servicio!
¿No te han enseñado a saludar a tus superiores? — inquirió.
Y el
agente de servicio, de tez arrugada y mirada salvaje, tuvo que enderezarse y
avanzar la mano derecha conforme al saludo ritual de Epsom I.
Iris
desapareció en el interior de su vehículo.
El jefe
de servicio, lleno de cólera, ordenó a sus subordinados:
— Llevaos
a éste...
«Este»
era al que habían insensibilizado cuando intentaba huir. Era el único al que
habían conseguido echar mano.
— ¿Quién es? — preguntó el jefe de servicio.
— Se
llama Klawo... Ya es habitual en esta clase— de reuniones — repuso uno de los agentes.
El jefe
de servicio sonrió.
— ¿Klawo,
eh? Bueno... No está mal. Creo que hemos realizado una buena captura...
Luego
los agentes se alejaron del lugar, que quedó completamente solitario.
CAPITULO III
— ¡Klawo! — exclamó el joven Tarsis como si
volviese en sí tras una larga pesadilla.
Odeilla
le tranquilizó,
Odeilla,
con su aspecto sereno y grato acarició la cabeza del muchacho.
— No te inquietes, Tarsis — musitó.
— ¡Oh! — exclamó el joven, removiéndose en la litera — . Estoy en... ¿Y Klawo?
Fue el
agente Iris quien replicó por detrás de Odeilla: — ¿Ya te has repuesto? Me
alegro. Tengo que hablar contigo.
— Me insensibilizaron, ¿verdad? Ahora empiezo a
recordar... Gracias por haberme librado de ellos, Iris. Gracias... Ahora me
someterán a tortura. Conozco bien sus métodos.
— Déjame a solas con él, Odeilla — pidió gravemente Iris.
La
muchacha cambió una mirada con Iris y asintió, alejándose seguidamente hacia la
pieza contigua de la casa.
— ¿Te
vas a enfadar conmigo, Iris? — inquirió el muchacho.
— Te estás
pasando de la raya, Tarsis. Lo que haces es jugar con fuego. El fuego quema...
Y quemarse equivale a desaparecer.
— ¡Oh, Iris! Tú no puedes decirme esto. Tú me
comprendes.
— Sí,
sí. Te comprendo... Pero haces mal. No debes provocar esas reuniones prohibidas.
— ¡Iris! Alguien tiene que hacerlo. Vivimos con
retraso... Nos han inutilizado el cerebro. Nos han obligado a «no pensar».
— Eres
libre de pensar lo que quieras, pero esas malditas reuniones puedes
ahorrártelas. Están prohibidas y tú lo sabes. Yo no estaré siempre a tu lado
para impedir que te torturen.
— Sé que
te comprometo y que tú... tú... quieres a mi hermana y...
— Basta...
Si de veras quieres evitarnos trastornos vive de acuerdo con las leyes
— Iris... Tú no puedes apoyar lo que ocurre en
Epsom I... Tú eres inteligente. Algunas veces hemos hablado y has llegado a
darme la razón. Y has leído mis libros y te han gustado...
— Escucha,
y acabemos de una vez... Lo que tú y yo digamos particularmente, no tiene
valor. ¿Lo entiendes? ¡No tiene ningún valor! Es como el pensamiento... Lo que
cuenta es lo que puede hacerse públicamente...
— ¡Oh, Iris! Pero tú dijiste...
— ¡No importa lo que dije!
— ¡Iris!
Iris
lanzó un bufido. Parecía dolerle tener que reprochar al chico sus actos, o
acaso retractarse lo que en alguna ocasión llegaron a hablar los dos.
— Está
bien, está bien... Hay que acatar la ley establecida.
— Tú no
pensabas así. Te han «inmunizado el cerebro». «Inmunizar», ésa es la palabra
que emplean, ¿eh? Lo llaman «inmunizar». Pero yo digo que es otra cosa... Lo
inutilizan, nos convierte a todos en autómatas.
— ¿Quieres
callarte?
— Iris...
Sé que algún día vendrán los «mayos», son la gente que han vivido durante años
postergados. Los habitantes de la zona maldita. Ellos no lograron ser sojuzgados
por el déspota que nos gobierna.
— Los mayos serán aplastados, Tarsis. De ello
quería hablarte.
— Iris... Tú prometiste tu ayuda...
— Yo no prometí nada.
— Tú
estabas con nosotros... Somos unos cuantos. Ya sé que no hay muchos, pero
haremos lo que sea para liberar nuestro habitáculo.
— Olvida esto. No hay subversión.
— ¡Iris! Te has vendido.
— |No vuelvas a decir esto! — espetó el agente,
sujetando al muchacho por la ropa y obligándole a incorporarse.
— ¡Oh! Dejad de discutir — intervino Odeilla,
que había aparecido nuevamente en el umbral de la puerta, atraída por la
discusión que ambos hombres llevaban en elevado tono.
— No quiere ayudarnos, Odeilla. ¿No lo has oído?
Ahora se vuelve atrás... Mis amigos...
— Será mejor que digas a tus amigos que se
olviden de toda posible insurrección..., por el momento.
— Pero ahora...
— Considéralo
como una orden..., para el bien de todo nuestro habitáculo.
— Pero..., debe de existir alguna razón para que
me digas esto... ¿Cuál es, Iris?
— No hay ninguna razón. Lo siento.
— ¡Tiene que haberla!
— Por favor, Tarsis. No me saques de quicio. Haz
lo que te digo. Habla con tus compañeros y disuelve todas las reuniones. En
adelante no podré hacer nada por vosotros.
El
muchacho se levantó de la cama. Puso los pies en el suelo y calzóse sus
babuchas elásticas. Estaba abatido.
Iris
volvió la cabeza y cambió una mirada con Odeilla, que tampoco acababa de
comprender, aunque como mujer deseaba la paz entre todos y en especial entre
los que ella quería; su hermano y el hombre con el que soñaba unirse algún día;
Tarsis
lentamente comentó:
— Muchos han muerto, por la causa.
— Lo sé —
repuso Iris sin mirarle.
— Y Klawo... Le han detenido. Lo he visto antes
de que me «insensibilizaran».
— ¿Klawo?
— Sí. Un compañero. Ahora lo estarán torturando.
Pensé que tratarías de liberarlo.
— Te advertí que dejaras estas reuniones.
— ¡Necesitamos más adeptos!
— ¡Adeptos para que les ocurra lo mismo que a
Klawo! — bramó el agente Iris.
— No lo entiendo, Iris. Yo creí que estabas a
nuestro lado... Que nos apoyabas... No lo entiendo.
Iris,
sin responder, dejó la estancia y se dirigió a la habitación contigua para
recoger su casco que había dejado sobre una mesa.
Odeilla
le siguió.
— Iris...
— ¡Sé lo
que vas a decirme! — cortó él— . ¡Lo siento! No hay respuesta... Pero
adviérteselo tú misma a Tarsis. La próxima vez que se meta en un lío no podré
hacer nada por él.
— Sabes
que yo no soy partidaria de la violencia, Iris. Me asusta todo lo que se
planea... Deploro los registros a las casas particulares y vivo siempre
conforme a las leyes establecidas...
— Sí, Odeilla, lo sé, lo sé...
— Pero eso no impide que me dé cuenta de las
cosas. Tarsis me ha dejado leer sus libros. Es todo tan distinto...
— Odeilla... Tú sabes que fue el profesor
Lambert quien os enseñó esos signos antiguos... Contra todas las prohibiciones,
el buen maestro creyó haceros un bien a vosotros y a todos los que
clandestinamente quisisteis aprender de las fuentes «antiguas».
Hizo una
pausa y añadió:
— ¿Sabes
lo que le ocurrió al profesor Lambert?
Ella
asintió cabizbaja, murmurando:
— Le hicieron «desaparecer».
— Exacto. A él y a todos los que habían
aprendido en esos libros... Sólo pudisteis salvaros unos cuantos.
— Gracias a ti, Iris...
— Sí.
Gracias a mí, pero ya no puedo protegeros más.
— ¡Iris!
— exclamó ella en un arrebato— . No es justo que nos impidan saber cosas.
— Tal vez lo injusto es aprender demasiado.
— No te comprendo. Pareces cambiado. Tu último
viaje te ha trastornado.
— Sí...
— ¿Qué
pasó, Iris?
El
guardó silencio, la muchacha insistió:
— ¿Acaso es un secreto?
— Mejor
que lo sea — repuso él sin levantar la voz.
— Iris... Sé que tendrás poderosas razones para
decir lo que dices..., para haber cambiado tu actitud.
— Las tengo, Odeilla.
— Iris, mi hermano dice que habías descubierto
el modo de acabar con la tiranía... Que todo podría desarrollarse sin víctimas.
— En una guerra siempre hay víctimas...
Se hizo
de nuevo un silencio que ella volvió a interrumpir:
— Yo no
entiendo de esas cosas... Preferiría que todo ocurriera siempre sin violencias,
pero somos jóvenes..., y vemos las cosas muy distintas a como quieren hacernos—
las ver. ¿Sabes? También creo que el
Gran Señor Negroni es un déspota...
Las
palabras finales de Iris, como réplica a la frase de la muchacha, adquirieron
un tinte funesto:
— Debes desear para el bien de todos que al Gran
Señor Negroni no le ocurra nunca nada. ¡Nada!
— ¿Eh?
— Mientras
él esté con nosotros..., nada tendremos que lamentar.
Y el
agente Iris salió de la casa.
* * *
El rayo
de la tortura se abatía contra Klawo.
Klawo,
joven, de la edad y aspecto de Tarsis, pertenecía a la nueva generación de
libertadores.
Pero en
Epsom I no se podían tener ideas que fueran contrarias a las normas
establecidas.
No
importaba que esas normas fueran despóticas. Era la ley.
En el
centro de la sala circular, fríamente metálica, Klawo se retorcía al recibir el
impacto del rayo que torturaba su cuerpo.
Era una
clase de martirio refinado. No precisaba mecanismo manual. El rayo lo hacía
todo.
Todos
los posibles dolores físicos se hallaban condensados en aquel invento cuyo rayo
proyectado al sujeto le convertía en un despojo, en una piltrafa, y la víctima
pedía a gritos la muerte.
— ¡No, no! — gritaba Klawo.
El
encargado de las palancas de mando esperó las órdenes de Negroni, que
personalmente solía dirigir aquella clase de operaciones a las que asistía con
sumo placer.
Con una
seña, indicó al encargado que cortara la tortura.
Cuando
el «verdugo» desconectó la palanca correspondiente, Klawo cayó al suelo
completamente insensibilizado.
— Sometedlo a la prueba del frío. Esto le
reanimará — ordenó Negroni.
No era
necesario transportar al sujeto para que éste sintiera el frío en todos los
poros de su piel cual si le sumergieran en un baño helado. Bastaba pulsar la
palanca correspondiente.
Primero
era la psicosis que se creaba en su mente. La extraña visión que en el
subconsciente se formaba de la tortura del frío. Luego, el sujeto víctima del
feroz experimento sentía en su cuerpo como si realmente fuera sumergido en
una materia totalmente helada.
La
prueba resultó totalmente satisfactoria porque de inmediato, Klawo comenzó a
convulsionarse, lo cual daba a entender que había despertado y ahora sentía la
sensación del hielo.
Sus
dientes castañeteaban y todo su ser se estremecía.
— Ya ha despertado — sonrió el «verdugo».
— Un baño caliente — ordenó escuetamente Negroni.
Del más
intenso de los fríos, Klawo pasó por tremendas
temperaturas
abrasadoras.
Su
cuerpo desnudo enrojecía por momentos mientras le faltaba el aire para
respirar.
Seguía,
sin embargo, en el centro de aquella estancia circular, aunque sus sensaciones
le llevaran a las antiguas piscinas candentes o a las aguas heladas de los
viejos lagos del planeta.
Aquella
tortura se prolongó lo indecible, hasta más allá de lo que parecía posible
resistir.
Desde la
plataforma de observación, los siete observadores oficiales estaban presentes
para testificar aquella tortura.
Un
octavo testigo, con los puños crispados, observaba igualmente a Klawo en la
sala circular. Era Iris.
Iris
recordaba sus propias palabras:
«Mientras
el Gran Señor Negroni esté con nosotros nada tendremos que lamentar.»
Era
mentira. ¡Mentira! — se decía a sí mismo— . Sin embargo, nada podía hacer para
impedir que Klawo sufriera, que otros sufrieran...
Bastaba
una visión a las distintas pantallas que dominaban distintas zonas del
habitáculo—
Sí. En
muchos lugares en aquellos momentos patrullas de agentes de servicio
practicaban registros en las casas particulares... Se llevaban presos,
maltrataban a las familias.
¿Por
qué?
No había
ninguna explicación. Es decir, no la hubiese habido en cualquier habitáculo
libre, pero en Epsom I todo era distinto. La libertad se entendía de otra
forma.
Bastaba
querer escuchar lo que se comentaba en aquellas escenas que las pantallas
retransmisoras ofrecían.
— No... No me detengan. Yo soy fiel al régimen
de Negroni — decía el cabeza de familia.
— Tú eres un traidor... Lo sabemos. Tenemos
pruebas. Te haremos confesar — replicaba
uno de los agentes.
— ¡No se lo lleven! ¡No se lo lleven! — lloriqueaba una mujer.
Pero el
hombre era arrastrado...
Luego,
ya en la calle, cuando el detenido pasaba al interior del bólido de los
agentes, podía oírse un comentario del jefe:
— Esto será suficiente para que no haya
conspiración en la zona...
Con esas
palabras quedaba descrito el proceso. Era la ley del terror. Detener y torturar
para escarmiento de los demás. La detención de un ciudadano ponía en guardia a
los demás.
«¿Qué
habrá hecho?», se preguntaban.
«Es
mejor no saberlo», era la respuesta.
De este
modo todo el mundo procuraba no saber más de lo que debía, de lo que era
permisible en el planeta.
— No...
Mientras Negroni el déspota siga viviendo, Epsom I carecerá de libertad — se
dijo Iris, pero tuvo que admitir, aun en contra de su voluntad — Y, sin embargo, con Negroni muerto todo sería
peor... ¡Todo!
Y en la sala circular Klawo pasaba por una nueva
tortura.
— El baño templado — .había ordenado Negroni.
Y la mitad del cuerpo del torturado experimentaba
un frío indecible. La otra mitad estaba al rojo.
Esa
constituía la tortura más refinada. ¡Helarse y quemarse a la vez! Un hallazgo
jamás igualado...
— Ya está bien. Ahora hablará — sonrió Negroni.
Cuatro
agentes lo sacaron de la sala circular al borde de la perdida de la
sensibilidad, con todo su ser atormentado todavía. No iban a dejarle descansar
ni un momento mientras estuviera prisionero.
Luego le
llevaron a la sala de los interrogatorios.
Los
potentes focos deslumbradores le convirtieron casi en una antorcha. No podía
abrir los ojos, pero si los cerraba sentía como un latigazo en el cuerpo y
tenía que abrirlos.
Y las voces...
Aquellas
voces torturándole a preguntas. Todas a la vez, sin poderlas contestar porque
no le dejaban hablar.
Y así tiempo y tiempo...
Y los látigos que parecían surgir de todas partes
cuando intentaba cerrar los ojos.
— Repite con nosotros — decía una voz — : Epsom I es un planeta libre.
Los hombres aquí son todos felices. No hay problemas gracias a nuestro Gran
Señor Negroni. Repite. ¡Repite, repite...!
Y torturado, casi sin habla, Klawo tenía que
repetir lo que no sentía... En realidad ya no sentía nada.
— ¿Quién es él jefe de la conspiración?
— ¡Habla!
— ¿Qué es lo que preparan?
— ¿Cuándo?
— ¿Con qué elementos cuentan?
— ¡Sus nombres!
— ¡Habla!
— ¿Quién es el jefe?
— ¡Negroni!
— exclamó Iris, apareciendo en el puesto
de observación personal del Jefe Supremo.
Los tres
consejeros se volvieron incrédulos. Nadie tenía autorización para penetrar en
aquel aposento.
— ¿Cómo se atreve? — inquirió Nublo, avanzando hacia el recién
llegado.
— Tengo una comunicación urgente.
— Hay
fórmulas establecidas para transmitir las cosas urgentes — atajó Nublo.
Intervino
sonriente Negroni:
— Mi fiel Nublo, nunca aprenderás a conocer a
nuestros activistas... Iris es un rebelde en el fondo. Esperaba su visita...
¿Qué es eso tan urgente, Iris? Si no puede esperar los trámites legales, valdrá
la pena oírlo.
— Se ha
cometido un error con Klawo, Gran Señor — repuso Iris.
— ¿Un error? ¿Se cometen errores en Epsom I?
— Los vivientes no hemos alcanzado la
perfección, Gran Señor. Ordena que se deje de torturar a ese infeliz.
— ¿Te
molesta la tortura, eh, Iris? — sonrió el Gran Señor — . Eres fuerte, viril,
sin embargo, a menudo te muestras débil ante el sufrimiento ajeno. ¿Qué te
importa a ti ese rebelde?
— Preconizamos ser justos en nuestros dominios.
¿No es así, Gran Señor?
— Y lo somos. No te quepa duda que lo somos...
¿Quieres que mañana convoque un referéndum? Toda la gente llenará los lugares
públicos, y apareceré yo en las pantallas y pediré la opinión que merece mi
sistema... Me aclamarán. Preguntaré si en algo les parezco injusto y la
respuesta será unánime. No. No hay injusticia en mis dominios. Los epsonianos
lo saben, porque Epsom I soy yo... Sin mí, el planeta no existiría, y tú lo
sabes, ¿verdad, Iris? Tú sabes que digo la verdad.
Tras un
silencio, Iris admitió:
— Sí, Gran Señor Negroni.
— Dilo, quiero oír cómo tú lo dices. Anda, dilo.
Di quién soy yo y qué sería el planeta sin mí.
— El Gran Señor Negroni es Epsom I. Y ahora haga
detener la tortura.
— ¿Cómo te atreves...? — empezó Nublo.
— Nuestro querido y admirado activista no puede
ser de otra manera. Aquí somos tolerantes, liberables, por eso Iris está con
nosotros y goza de nuestra confianza — murmuró suavemente Negroni.
Hablaba
con esa seguridad que da el poder. Un poder absoluto e irrevocable por muchos
conceptos.
Sus
palabras suaves eran portadoras, sin embargo, de una sinuosa amenaza.
Por el
altavoz seguían las preguntas de los agentes investigadores dirigidas a Klawo.
Repetían:
— ¿Cuántos son los conspiradores?
— ¿Cuándo
atacarán?
— ¿Con qué medios cuentan?
— ¡No hay conspiradores! — espetó Iris.
— ¿Estás
seguro? — inquirió Negroni, incrédulo y sarcástico — . ¡No me digas, Iris!
— Este es el error, Gran Señor. Había un pequeño
núcleo, pero han huido. Nadie atacará el régimen. Se lo garantizo.
— Ya lo
habéis oído, señores consejeros. Iris asegura que el régimen no será atacado.
Iris, uno de nuestros primeros activistas en informadores oficiales... Bien,
si él lo dice, que cese la tortura de ese desventurado. Que lo devuelvan a su
hogar..! ¡Ah! Y que le impongan una de nuestras medallas con que premiamos a
nuestros colaboradores voluntarios... Se la ha merecido.
Iris no
soportaba aquel cinismo, pero no replicó nada a las palabras del déspota.
Cesó la
tortura y a través de las pantallas pudo verse a Klawo
caer sin
sentido, insensibilizado tras las indecibles penas sufridas.
— ¿Satisfecho
el activista Iris? — sonrió el Gran Señor.
— En efecto, Gran Señor.
— Bien,
bien... Y ahora si no tienes nada más que decir, te ruego te retires. Los
asuntos de Estado, como puedes suponer, no me dejan demasiado tiempo para
charlar con mis colaboradores... ¡Ah! Y llévate a Klawo si es amigo tuyo...
Con una
reverencia Iris salió de la estancia.
Nublo se
apresuró a decir:
— Con todos los respetos, Gran Señor, Iris ha
cambiado últimamente. Sostiene conversaciones con gente sospechosa de haber
sido discípulos del profesor Lambert, el que enseñaba a leer en los viejos
libros.
— ¿De veras? — soltó Negroni, sarcástico.
— No existen pruebas concretas, pero...
— Mi
querido Nublo... Si Iris es un conspirador quiero tenerlo cerca. A los
conspiradores hay que tenerlos cerca..., para saber de primera mano las
informaciones.
— Pero pueden traicionarle...
— ¿A mí?
No, Nublo... Iris sabe que no puede traicionarme. Lo sabe... — y sonrió taimadamente.
Se
sentía seguro, indestructible.
Muy
pocos conocían el secreto de tanta seguridad...
CAPITULO IV
Klawo
descansó en la casa de Odeilla y de Tarsis, mientras Iris, el activista— informador,
realizaba una visita a la vivienda subterránea del viejo doctor Carpio.
En los
llamados suburbios del habitáculo, se hallaban las viviendas que databan de la
época primaria. Eran espacios subterráneos que en la actualidad podían
beneficiarse, como en el caso del doctor Carpio, de las radiaciones que
permitían iluminar la morada por los medios naturales.
Carpio
era un hombre viejo, de rostro arrugado y aspecto cansino.
— Mi querido Iris. Celebro tu visita.
— Doctor...
Necesito su ayuda. Es muy importante,
— Sabes
que siempre estoy dispuesto a hacer un favor al hijo del que fue mi mayor amigo
y colega. ¿En qué puedo servirte, hijo?
— Doctor, es necesario salvar a Epsom I de una
catástrofe...
— ¡Oh,
Iris! Las guerras no conducen nunca a nada... Recuerdo las enseñanzas de mis
mayores...
— Al
contrario, doctor — atajó Iris— . Trato de evitar una guerra, sería nefasta.
— ¿Cómo piensas salvar a Epsom I? ¿Y de qué?
— Doctor..., usted lo sabe perfectamente. De la
tortura se ha llegado a hacer un espectáculo para los desocupados del Palacio
Supremo.
El
doctor Carpio frunció el entrecejo y sacudió la cabeza de un lado a otro.
— Puede que todos tengamos la culpa de que las
cosas hayan llegado a esos extremos...
— Han llegado hasta donde no pueden suponer...
— Iris... He oído rumores de que los «mayos»
están en pie de guerra. Un técnico evadido les ha enseñado los secretos de la
construcción de armas... ¿Estás enterado?
Iris
asintió.
— Sí. Lo
estoy.
— Sé que
siempre has sido un paladín de la justicia, pero en este caso temo una
catástrofe. No te mezcles.
— Desgraciadamente tengo que hacerlo, pero al
lado del déspota..., por lo menos hasta que usted encuentre lo que ando
buscando.
— No té entiendo — inquirió interesado el doctor Carpio.
— El poder del déspota en estos momentos es
superior al que muchos imaginan. Sólo unos cuantos estamos en el secreto... Un
secreto terrible. Sólo se divulgará públicamente cuando él lo crea justo.
¡Justo! Esta es otra palabra que no tiene sentido si se asocia con Negroni.
— ¿Qué
clase de poder es ése? — preguntó el doctor.
— No
puede figurárselo, doctor... Es algo que estremece sólo de pensarlo. El máximo
poder que puede tener un gobernante en todos los sistemas y formas de vida...
Tras una
larga pausa repuso— .
— Negroni sabe que ni el peor de sus enemigos
osaría atacarle en estos momentos.
— ¿Debido a... ese nuevo y extraordinario poder?
— preguntó el médico.
Más
interesado aún, el hombre de ciencia rogó:
— Habla, Iris. Habla. Te escucho...
* * *
La zona
maldita estaba lejos de Epsom I.
En
tiempos sirvió de cobijo a las razas primarias, luego se desechó para construir
la gran ciudad del habitáculo.
Y Epsom,
concentrada en la llanura se había ido engrandeciendo y creando nuevos
núcleos, pero todos lejos de la zona maldita.
De suelo
rocoso e improductivo esa zona, donde vivían los «mayos», era pobre, carente de
alimentación natural, y si la gente podía subsistir era gracias a los que burlando
la vigilancia y las leyes de Epsom I, lograban introducir víveres.
La ayuda
de científicos desterrados, expulsados, había contribuido grandemente a que los
«mayos» continuaran subsistiendo.
Sustancias
del propio suelo tamizadas en los rudimentarios laboratorios, mezclas de
distintas materias transformadas, habían conseguido tabletas medicamentosas
que ayudaban a sobrevivir, pero el índice de mortandad se elevaba con el paso
del tiempo. La alimentación artificial debilitaba a los «mayos». La
desaparición de aquel pueblo en medio de la indigencia era el propósito de
Negroni.
No se
molestaba en exterminar a aquellos seres, los dejaba «desaparecer» poco a poco.
Por otra
parte la zona era azotada por constantes epidemias. Mandar agentes al lugar,
lo cual ya había realizado Epsom I en los primeros tiempos de su subida al
poder, implicaba serios peligros.
Porque
no era fácil eliminar a los «mayos». Ellos sabían dónde esconderse y los
agentes necesitaban pasar tiempo en descubrirles, y con la estancia en la zona
maldita — de ahí el nombre— corrían peligro de epidemias incurables.
Intentar
arrasar el lugar con un bombardeo de rayos, dé nada servía tampoco — Negroni lo
había probado también— porque los
«mayos» cambiaban de sitio constantemente. Muy pocos sabían cuáles eran sus
escondrijos.
Probado
todo y no resignándose a la derrota, Negroni optó por el aislamiento. Pena de
tortura y muerte a quien procurara víveres a los «mayos»... Su pensamiento fue
bien claro. Que ellos mismos vayan dejando de existir...
Pena de
tortura y de muerte para quien osara visitar el lugar era otra de las leyes
promulgadas.
Iris,
sin embargo, no había vacilado en realizar dos o tres viajes.
Y fue precisamente cuando vio la indigencia de
aquella gente y conoció sus justas aspiraciones que decidió prestarles su
apoyo.
Y ahora una vez más, amparado en la noche y corriendo
los riesgos lógicos volvía a la zona prohibida con su bólido ultrarrápido, que
lejos ya de las rampas deslizantes sobrevolaba la zona de nadie, un desierto
arenoso, con cráteres que otrora fueron lagos.
En su
viaje, que emprendió tras su charla con el doctor Carpio, recordaba las
palabras de uno de los jefes de la zona maldita:
— Sólo
pedimos que se nos otorguen los mismos derechos. Queremos casas decentes, fábricas
para producir y autosostenernos, que se nos concedan los materiales para
construir zonas productivas artificiales para obtener alimentos.
Intercambiaremos la producción con lo que necesitemos. Los «mayos» hemos sido
siempre trabajadores, tenaces... ¿Qué delito hemos cometido? Todo el habitáculo
era nuestro antes de llegar los invasores. No hemos querido someternos y el
castigo ha sido el aislamiento. Ni siquiera admiten parlamentar, pero algún día
nuestro pueblo volverá a ser fuerte y entonces ellos sufrirán las consecuencias...
Iris
pensaba en aquellas palabras.
El jefe
tenía razón. No habían cometido más delito que el de no someterse a un régimen
de tiranía.
Otros
jefes supremos de Epsom I, habían sido más condescendientes y hasta llegaron a
admitir el diálogo, aunque la verdad es que la zona de los «mayos» siempre
quedó relegada.
Pero lo
anterior sabía a gloria comparado con lo sucedido al llegar Negroni a la
jefatura.
Y así
estaban las cosas.
Pero la
zona maldita había cambiado últimamente.
En
apariencia todo seguía igual, sin embargo...
Junto a
cada roca y en las normales entradas al subsuelo, que era el refugio
indestructible de sus habitantes, que por medio de extensas galerías
subterráneas se comunicaban con toda la zona, había siempre un hombre de
guardia.
En el
interior era dónde realmente se habían operado los cambios.
Utilizando
piedra viva, cascotes, deshechos de quién sabe dónde, habían construido una
industria.
Una
industria dedicada a la destrucción.
Armas,
rayos primitivos, municiones a la antigua usanza, lanzallamas..., ésa era la
producción de aquella industria increíble.
Dos
técnicos habían estado trabajando largos períodos y ahora todo estaba ya a
punto.
En una
de las galerías, jóvenes «mayos» a los que se alimentaba en grado preferencia!,
se instruían día y noche en el manejo de aquellos artefactos.
Se les
instruía también en la lucha personal.
Divididos
en secciones, cada grupo era adiestrado en la forma de atacar.
Un
monitor — Solmi— , compañero del que había sido «fulminado» en el satélite
artificial, instruía a uno de los grupos.
— Tenedlo presente siempre... Nos enfrentaremos
con un enemigo que posee mayores medios, por eso nuestro lema debe ser la
rapidez en el ataque. Sólo de este modo podemos obtener la victoria. Cuando
entremos en combate estaremos en inferioridad en cuanto a armamento, pero
nuestra instrucción es superior a la suya... Los agentes de Epsom I no poseen
la agilidad que os hemos inculcado. A ellos les basta con ser intocables. Su
principal fuerza radica en saber que nadie osará levantarse contra ellos. No
quiere esto decir que carezcan de adiestramiento, pero están relajados, no
conocen esa actividad que tratamos de inculcaros, ni la agilidad que habéis
obtenido... Por eso los entrenamientos tienen que ser duros y se exige de
vosotros el máximo...
El jefe
se aproximó al grupo y estuvo observando los ejercicios hasta que uno de los
hombres se acercó a informarle:
— Iris
acaba de llegar. Tiene un comunicado urgente.
— Está bien. En seguida voy — repuso.
Poco
después se reunía en otra de las galerías, alumbrada como todas por la luz de
algo parecido a una llama, pero que jamás se extinguía.
— Me
alegro que hayas venido, Iris. Estamos ya dispuestos para la lucha. Faltan los
últimos toques.
— Tenéis que olvidaros de esto — atajó Iris sombríamente.
— No hablarás en serio.
— Completamente...
Convoca a los hombres porque es necesario que todos sepan la verdad.
— ¡Iris! Muchos no han podido vivir lo
suficiente para ver realizado este proyecto, otros han muerto de inanición para
dar su ración alimenticia a los que se preparan para combatir. A su modo han
sido tan buenos soldados como los que inevitablemente caerán en la lucha, ¡Todos
nos hemos sacrificado en aras de la libertad! ¿Cómo puedes pedir que tras
tantas privaciones renunciemos ahora?
— ¡Es necesario!
— ¿Por
qué?
— Es algo terrible.
— ¡Iris...! Sólo la esperanza nos ha hecho más
llevadero el tiempo. Ahora no puede existir razón alguna por la que tengamos
que desistir. Dices que hay algo terrible que impide el ataque...
— Y es
cierto.
— ¿Más terrible que nuestra forma de vivir?
— Quizá.
— No,
Iris, pídeme cualquier cosa, pero yo no daré ninguna orden de retroceso.
— ¡Tendrás
que hacerlo!
— ¡Nunca!
— Escucha...
— ¡No, escucha tú, Iris! — clamó el jefe.
— ¡No he venido a discutir...! — Y el de Epsom I
sacó su arma corta.
— ¡Iris!
— el jefe miró incrédulo— . Tú no puedes...
Trata de
callar un momento si te es posible y sabrás la verdad... ¡Lo siento! — Iris
guardó el arma y añadió — No pensaba
atacarte... Pero es necesario que me escuches...
— ¿Cuál
es esa verdad? — preguntó el jefe, serenándose.
— Reúne
a los demás. Esto tenéis que saberlo todos.
El tono grave de Iris convenció a su interlocutor, que se alejó en busca de los jefes secundarios.
CAPITULO V
Estaban
todos reunidos en la galería donde solían tomar las decisiones importantes.
En lugar
destacado Iris comenzó a hablar?
— Todos conocíais al Monitor Jacobich;
Asintieron.
— Fue una desgracia que le descubrieran — adujo el jefe principal — . Jacobich fue de
los primeros en reconocer nuestra causa.
— Jacobich era también amigo mío. Y yo fui
testigo de su muerte.
Se
produjo un silencio que rompió el propio Iris para continuar el relato que
apenas había empezado.
— Le
fulminaron en el satélite artificial. Fue algo que nunca olvidaré... La verdad
es que pasó bastante tiempo entre su detención y el momento de cumplirse la
sentencia; lo cual es algo desacostumbrado en Epsom I. Muchos pensaban que
Negroni le había perdonado, pero la verdad era muy otra. Terrible...
Hizo
otra pausa ante el silencio general.
— A
Jacobich le practicaron una extraña operación en el corazón... El tercer
consejero de Negroni fue el inventor de ese algo terrible... Se trata de
instalar un dispositivo en el mismo corazón del sujeto. Es un aparato diminuto
que funciona por medio de los mismos latidos del corazón, pero además posee
vida propia por mediación de ondas, conectadas a un cerebro recto. Esas ondas
son totalmente inofensivas mientras el corazón del sujeto late, pero...
Aquí
hizo otra pausa para añadir a continuación:
— En el
momento en que el portador del artefacto muere, al dejar lógicamente de latir
el corazón, las ondas cobran vida propia y se produce la destrucción total del
punto a que hayan sido conectadas.
Alguien
rompió el silencio para preguntar:
— Entonces...
Iris
atajó lentamente para decir:
— El satélite artificial quedó totalmente
destruido momentos después de que el corazón de Jacobich dejara de latir.
Hubo
miradas de asombro que se cortaron cuando Iris añadió todavía:
— Esto fue sólo una prueba. Negroni utilizó a
Jacobich para probar el experimento... Y con Jacobich sacrificó a sus tres
ejecutores y volatilizó la estación interplanetaria.
— Pero eso... ¿Qué tiene que ver con lo nuestro?
— preguntó otro de los jefes.
El jefe
principal creyó comprenderlo, pero dejó que fuese Iris quien lo dijera.
— Ya dije que Jacobich fue utilizado para el
experimento, porque ahora ese mismo artefacto que inventó el tercer consejero lo
lleva el propio Negroni adherido en su corazón. ¿Lo comprendéis ahora?
Se
produjo un murmullo que acalló Iris para seguir:
— Ahí
está su poder... El lo dijo una vez. «Epsom I soy yo.» Los habitantes no
cuentan. El es el habitáculo y con su muerte quedará destruido... Esta es su
mayor garantía de que nadie le traicionará. Nadie de quienes estamos a su lado,
y seremos los más directamente interesados en salvaguardar su vida.
— ¡Es increíble! — musitó a media voz uno de
los» oyentes.
— El despotismo refinado...
— Lo más
canallesco que haya podido concebirse...
El jefe
principal terció:
— ¿Y no
existe medio alguno de inutilizar esas ondas?
— En absoluto — fue la respuesta de Iris — . Al menos por el
momento. He hablado con el doctor Carpio. Es un médico retirado, digno de toda
confianza. En principio opina que las ondas son indestructibles, a menos de
hallar el medio para efectuar una desconexión.
— ¿Y
destruyendo el cerebro rector? — preguntó alguien.
— Se produce la muerte del sujeto y la onda por
vida propia actúa, procediendo igualmente a la destrucción.
— Entonces haría falta saber dónde están las
cargas explosivas — adujo otro de los
reunidos.
— No
existen cargas explosivas — recalcó Iris— . ¿No lo entendéis? Es la onda la que
destruye... Una onda de una frecuencia superior a las utilizadas en nuestras
«armas cortas». Una onda criminal que destruye por el solo hecho de haber sido
creada. Una onda indestructible y destructora a la vez.
El jefe
principal rompió el silencio que las terribles palabras de Iris habían
producido.
— Todo perfectamente calculado. — Sí,
demasiado...
— ¿Qué
podemos hacer?
— Nada,
sino esperar. Carpio me ha dicho que trabajaría en ello. Puede existir una
única solución, un tanto utópica, pero de momento es nuestra única esperanza.
— ¿Qué solución? — preguntó el jefe principal. — Encontrar la
contraonda... El elemento negativo que destruya el positivo. La antimateria del
sistema que elimine el poder destructivo sin destruir a su vez.
— ¿Y esto es posible?
La
respuesta de Iris resultó descorazonadora: — Nada es seguro.
— Y
secuestrando a Negroni... ¿Has pensado en esto,
Iris?
— Sí. Lo
he pensado...
— Eliminándole a bordo de una nave...
— No
soluciona el problema. El tercer consejero lo explicó bien... La onda incide en
Epsom... Ocurra donde ocurra el fallecimiento de Negroni, el habitáculo se
desintegrará.
— ¡Pero Negroni morirá algún día por causas
naturales! — exclamó alguien.
Iris
asintió.
— Desde
luego... Y ése será su mayor triunfo, porque tras él nadie podrá sobrevivir.
— No puede ser posible tanta maldad — comentó
otro de los jefes.
Todos
parecían pensar en alguna solución, pero empezaban a ver tan claramente como
Iris que no existía posibilidad alguna.
— No
podemos desencadenar la guerra — murmuró el jefe principal— . Sería
precipitarnos nosotros mismos a la destrucción.
— Y aun
respetando la vida de Negroni — intervino Iris— os sometería a su poder... Tendríais que
obedecerle para no perecer. Tiene los triunfos en la mano.
— No hay esperanzas — fue el comentario hecho al unísono por varios
de los jefes.
— Sólo
una. Encontrar esa contraonda — volvió a decir Iris — . Trataré de reclutar a
todos los científicos para que trabajen en colaboración con el doctor Carpio...
Esa es nuestra única esperanza.
No había
nada más que decir.
Las
esperanzas de los que habían trabajado para la libertad se veían frustradas.
Las
víctimas del arduo trabajo habían muerto en vano.
El
hambre, la miseria, los esfuerzos hechos alegremente se convertían de pronto en
otra de las torturas habituales de Negroni.
Parecía
que el déspota se hubiese complacido en consentir aquel esfuerzo colectivo que
a la postre había de resultar inútil.
No. No
había nada más que decir. Acaso sólo hacer votos para que los científicos
encontraran aquella hipotética contraonda.
Iris
abandonó aquella zona miserable del habitáculo. Había impedido la guerra que
hubiera podido significar la destrucción total aun consiguiendo la victoria.
Regresó con su bólido a Epsom I. Aquella fabulosa metrópoli que tras el lujo y la prosperidad aparente era sólo una inmensa cárcel a las órdenes del despótico Negroni. El hombre que llevaba la destrucción en su propio corazón.
CAPITULO VI
Tras la
larga noche de Epsom I (1) comenzó otra jornada de actividad.
Las
patrullas de agentes vigilaban las pistas más concurridas del habitáculo y
hasta permitían pasearse, con aquel aire de superioridad que los ciudadanos
habían llegado a odiar.
Ellos — los agentes — representaban la autoridad absoluta e
inapelable y no se detenían ante ningún atropello.
Las
hembras del habitáculo eran frecuentemente perseguidas. Por ello procuraban
evitar a los agentes «negros».
Odeilla
salió de la fábrica y esperó el transporte colectivo que en forma de vehículo
articulado, deslizante, transportaba a los obreros a sus zonas de residencia.
Uno de
los agentes se aproximó al jefe de servicio Spiru.
Spiru
era el jefe a quien Iris le había arrebatado jornadas antes a Tarsis,
Spiru,
además, no simpatizaba en absoluto con Iris. Ningún agente hacía buenas migas
con los activistas— informadores que venían a actuar a modo de detectives.
El
agente en Epsom venía a ser la fuerza de choque, mientras que el activista— informador
era considerado — y de hecho lo era — como el cerebro; aunque ambos cuerpos actuaban
de forma independiente, si bien los activistas— informadores tenían un grado superior y podían
dar órdenes a los jefes de servicio.
El
agente informó a Spiru:
— Es ésta, señor. Se llama Odeilla. Trabaja en
la recepción de informes de los cerebros de la factoría. Es la compañera de
Iris.
El jefe
de servicio Spiru sonrió.
— Detenedla — ordenó.
(1) La jornada de Epsom tiene la equivalencia de medio día terrestre, mientras que las noches invariablemente podrían ser equiparadas a tres de las nuestras.
— Puede
ser peligroso, señor — advirtió el agente.
— ¿Peligroso para quién? — preguntó Spiru.
El
agente sonrió.
Oficialmente
en Epsom no ocurrían irregularidades de ninguna clase. Los agentes eran
considerados como seres rectos y justos que jamás se propasaban con sus detenidos.
Si
alguien osaba acusarles de algún atropello, ese alguien era oficialmente
detenido, pero nadie denunciaba a un agente porque sabía que la forma de ser
atendido era pasar a la sala de torturas...
Y una
vez fuera de la sala, declaraba «libremente» que se había equivocado y que
reconocía que no tenía razón alguna para acusar al agente.
Bastaron
unos cuantos escarmientos para que nadie hiciera uso de la alienable libertad
que «oficialmente» gozaban todos los ciudadanos.
Odeilla observó
cómo dos agentes se aproximaban mientras ella guardaba turno en espera del
transporte colectivo.
Nerviosa
trató de avanzar para entrar nuevamente en la factoría como si hubiese olvidado
algo.
Los
agentes apretaron el paso.
Odeilla
intuyó que iban a detenerla, pero estaba ya junto a la puerta.
En aquel
momento las puertas metálicas funcionaron rápidamente para cerrar la entrada.
Era imposible refugiarse dentro. Se volvió.
Los dos
agentes estaban ya a su lado.
Era
inútil gritar porque nadie hubiera osado ayudarla. Y así se dejó sujetar por
los dos agentes.
— Vamos.
El jefe de servicio quiere hablar contigo — le advirtió uno de ellos.
La
gente, sus compañeros de la factoría, todos los que estaban presentes hicieron
como si no vieran nada. Era lo mejor en esos casos.
Una de
las compañeras, sin embargo, se salió del turno de espera y echó a correr por
el paso deslizante. Era peligroso, porque los bólidos particulares (oficiales)
corrían a velocidades imposibles de describir con palabras.
La
muchacha, sin embargo, se arriesgó. Sabía dónde podía encontrar a quien decir
lo que había visto.
Y
mientras, Odeilla era obligada a subir a uno de los vehículos oficiales.
En
silencio ocupó un asiento y a su lado se colocó el jefe de servicio Spiru.
— Adelante — ordenó al conductor del bólido.
El
vehículo se deslizó por la pista magnética que hacía que todos los vehículos
fueran involcables.
Sonó el
zumbido oficial y el bólido rebasó a los que tenían menos prisa. El zumbido era
algo que se tenía que respetar.
Se elevó
al llegar al «trébol» para evitar el cruce. Bastaba para ello pulsar el botón
de despegue para que cada bólido quedara automáticamente impulsado hacia arriba
sin perder la velocidad.
Poco
después, tras un largo recorrido que se estimaba en cinco leguas de Epsom (1),
el vehículo se detuvo ante el edificio metalizado del cuerpo oficial de los
agentes.
Odeilla
fue sacada en silencio.
Todos
sabían para qué la quería el jefe de servicio Spiru.
Se
introdujeron en el edificio. Spiru pasó por delante del tablero automático, que
controlaba la guardia.
— Interrogatorio — dijo simplemente.
Una de
las pantallas del tablero emitió unos signos. Luego tras un zumbido se abrió la
puerta I.
— Seguid patrullando — dijo Spiru a los agentes — . Para interrogar a Odeilla me basto yo.
Los
otros asintieron y pasaron nuevamente delante del tablero para informar:
— Patrulla.
Esperaron
la inmediata conformidad del tablero, que les franqueó la salida.
Spiru
indicó un ascensor a Odeilla. No había puertas. Bastaba subir a una palanca.
Luego
Spiru dio la orden a través del micrófono:
— Jefe de servicio Spiru, sala tercera.
(1) Legua de Epsom equivalente a 11.111 metros aproximadamente.
Ello
bastaba para que la plataforma descendiera emitiendo el consabido zumbido.
Mientras
descendían, el jefe de servicio informó:
— Nadie puede utilizar las plataformas si no
tiene la voz registrada. Un buen sistema para evitar a los intrusos. ¿No te
parece?
Odeilla
no respondió.
— Todo
está controlado en nuestro Cuerpo Oficial.
Tampoco
dijo nada la muchacha.
— Te lo advierto porque no imagines que tu
agente activista pueda venir a buscarte. Ahora estarás conmigo hasta que yo lo
decida... Y me portaré bien contigo si tú te portas bien conmigo... No soy
tan... tan malo como algunos creen. ¿Sabes?
La
plataforma se detuvo y un luminoso oscilante emitía una señal en forma de
flecha que equivalía a decir: «Paso Libre».
Caminaron
por el corredor iluminado. El tono amarillento, tanto en techo, como paredes y
suelo daba un aspecto agradable, como si aquel pasadizo ancho y liso condujera
a un lugar de diversión.
Se
detuvieron junto a una puerta metalizada, que como todas las que Odeilla había
visto al pasar disponía de un círculo hueco junto a la pared. Era el micrófono
a través del cual debía emitirse la señal fonética para que la entrada quedara
franca.
— Jefe de servicio Spiru — dijo él a través del círculo — . Necesito entrar.
Tras el
zumbido la puerta metálica se abrió rápidamente hacia arriba,
— Adentro
— ordenó Spiru, empujando la espalda de Odeilla, que había quedado indecisa en
el umbral.
Ante
ella apareció una sala circular. Observó los focos. Le habían hablado de
lugares como aquél destinados a la tortura.
Vio
también un sillón al fondo cuyos brazos estaban llenos de botones de mando.
En lo
alto y en un punto determinado de la sala circular de alto techo podía verse
el cristal correspondiente a la zona o galería de observación.
Bajo el
cristal rectangular estaba la puerta.
Un
mecanismo remoto que manejó Spiru iluminó la puerta y él la invitó a seguir.
— Voy a
enseñarte algo... — dijo simplemente.
Tras la
puerta no había escalera alguna, ni rampa. Una plataforma y el micrófono que
estaba en todas partes.
— Arriba — dijo simplemente Spiru, y la plataforma se
elevó.
Momentos
después estaban en la galería de información. —
— Te dije que te mostraría algo. Vas a ver... — Fue hacia el pupitre de mandos y pulsó un
botón marcado con un signo determinado.
— Mira
por el observatorio — añadió el jefe Spiru.
Ella lo
hacía todo con desgana, y con miedo que trataba de disimular.
Entonces
vio que un panel de la pared de la sala circular que desde su puesto podía ver
en su totalidad, se abría y salía un «ser».
La
criatura daba la impresión de caminar a impulsos de algún resorte oculto.
Hasta
que estuvo en el centro de la estancia circular, ella no comprendió que se
trataba de una criatura artificial.
— Son
«víctimas de instrucción». Ya nos quedan pocas. No las fabricamos. Nuestro Gran
Señor prefiere utilizar para los experimentos y las pruebas «seres» reales...
Mira, mira.
El «ser»
artificial quedó inmóvil en el centro de la estancia y entonces Spiru comenzó a
manipular en el pupitre que controlaba desde el observatorio todos los complicados
mecanismos.
Potentes
focos de luz blanca tiñeron al ser, que de repente quedó totalmente blanqueado.
A continuación extraños rayos procedentes de disimulados y semiocultos
orificios se concentraron en la «víctima» artificial.
El ser
se contorsionó como si se tratara de alguien que tuviera realmente vida propia.
De
pronto la vestimenta gris común a todos los habitantes del planeta comenzó a
desaparecer, como si un ácido corrosivo invisible la quemara volatilizando la
ropa.
Un grito
estentóreo salió de la falsa garganta de la «víctima».
— ¡Pare esto! — exclamó Odeilla, hablando por
primera vez. — Eres muy débil. Es sólo un «ser» artificial.
¿Te sorprende que se construyan tan perfectos?
— ¡Párelo! ¡Es horrible! — adujo ella.
— Sí. No vale la pena destrozarlo. Nos quedan
muy pocos... Pero el tercer consejero está trabajando en un sistema que nos
facilitará seres de esa clase, pero más perfectos... Los reos de traición
serán convertidos en seres artificiales...
Ella
escondió la cabeza horrorizada.
Spiru le
hablaba de aquellas cosas con un tono natural, como si fuera lo más corriente,
algo lógico. ¡Convertir criaturas vivientes en seres artificiales!
— Me
habían hablado de las torturas que empleaban... Pero esto sobrepasa todo lo
imaginable.
— Bueno...
A ti no te someteré a ninguna tortura si te portas bien... He querido mostrarte
esto tan sólo para que vieras lo que te ocurrirá si te opones a lo que yo te
ordene. — Y con un ademán le indicó el camino a seguir.
Se abrió
una puerta que hasta entonces había quedado sumida en la penumbra del
observatorio.
Abajo,
en la sala circular se apagaron las luces. Y ella anduvo hacia el nuevo
aposento que Spiru le indicaba.
Era una
sala funcional, con un gran diván circular en el centro.
— Este es un sitio especial reservado para los
jefes... Voy a darte algo para que te animes un poco.
Se
aproximó a un ángulo y apretó un botón. Un panel se abrió y surgió una mesa con
algunos frascos y una especie de jarro en forma de damajuana de tamaño
reducido, que contenía un líquido transparente.
Spiru
eligió un frasco y sacó una tableta de color azulado.
— Creo que ésta irá bien. Tómatela. Sentirás un
hormigueo en todo tu cuerpo. Esto te relajará, luego toma un poco de agua
ligera. El último producto destinado para los que poseemos cargo oficial.
— No quiero esta pócima — espetó ella.
— No empecemos. Odeilla. Recuerda lo que puede
ocurrirte.
— ¡No me importa! ¡Tortúreme si quiere!
El
sonreía.
— Sé para que sirve esa clase de pócima — siguió Odeilla — . Hace enloquecer...
— Sólo
de placer... Sólo de placer — sonrió él aproximándose.
Odeilla
retrocedió, pero Spiru la alcanzó sujetándola por los brazos.
— ¡Quieta! Me gustas, Odeilla... Y quiero que
seas mía... Y de nada servirá que luego hables con tu Iris... Quedarás
marcada, con la señal de las que pertenecen al cuerpo oficial de los agentes.
Tenemos algunas...
— ¡Porque las han obligado! Ninguna mujer accede
por su voluntad. Nadie quiere actuar contrariamente a los principios de lo
natural.
— ¿Lo natural? ¡Oh! Te refieres a tener un
compañero de por vida... Formar lo que llamáis un hogar. Procrear... Yo te
enseñaré cosas mejores — y comenzó a
despojarse de la porra oficial, del arma corta que llevaba enfundada, y luego
se volvió hacia ella — . Vamos, querida Odeilla. Tómate la pócima o tendré que
obligarte.
Tenía en
sus manos el aparato del control remoto. Lo utilizó y al instante un panel de
la pared se despegó basculando hacia delante. Del interior surgieron dos
«seres artificiales».
— Son
domésticos, ¿sabes? Pero ellos te obligarán...
Y los
seres avanzaron con paso mecánico. Tenían figura humanoide y ojos en el colmo
de la perfección, pero nada irradiaba vida en ellos. Y Odeilla sintió un
escalofrío mientras aquel par de criaturas inhumanas seguían hacia ella.
— Carecen de nuestro tacto y no tienen noción
del daño que pueden causar — explicó
Spiru.
Ella
retrocedió asustada.
— Las tabletas azules — ordenó Spiru.
Uno de
los seres artificiales alcanzó el frasco y extrajo torpemente una de las
tabletas. El otro siguió hacia ella. Era como un hierro que fuera tras el imán.
Estuviera
donde estuviera la mujer, los «artificiales» la seguían.
— ¡Cogedla, ya! — ordenó Spiru.
— No... No... — gimió ella.
Ya no
podía seguir. Se había acurrucado contra un ángulo de la pared.
Los dos
«artificiales» estaban allí. Avanzaron sus brazos articulados, cubiertos con la
vestimenta gris, como si fueran humanoides reales.
— ¡No! —
gritó ella.
Se
debatió mientras aquellas férreas manos apretaban hasta hacerle daño.
Extrañas
uñas fuertes como puntas de acero se clavaron en su piel.
— Abre la boca antes de que lo hagan ellos — ordenó Spiru.
Vio ante
sí una manaza que avanzaba hacia su cabeza.
Se vio
sujeta con la fuerza de una máquina implacable.
Sintió
un dolor intenso en los nervios de la faz y ya no pudo resistir más tiempo.
Tuvo que
abrir la boca y aquella mano fantástica le introdujo la tableta azulada.
— ¡Ahora dejadla! — ordenó Spiru.
Los dos
humanoides se alejaron tras haber cumplido su misión. Volvieron al rincón de
donde habían surgido y el panel tornó a su posición normal, mientras ella comenzaba
a contorsionarse entre jadeos.
No podía
decir lo que sentía en aquellos instantes.
Spiru
reía satisfecho de su obra.
Odeilla
se movía, accionaba los brazos como si se desperezara con violencia.
Todo el
cuerpo de la mujer era una continua convulsión.
— Sólo unos momentos — murmuró — . Luego tú misma caerás en mis brazos...
Fue
hacia un rincón y de un hueco de la pared extrajo un instrumento parecido a los
fórceps quirúrgicos.
Sacó
también un recipiente de líquido humeante.
Introdujo
el instrumento en el líquido y arreció el humo.
Luego
utilizando el instrumento como pinza sujetó una caja metálica de reducido
tamaño.
La
fuerza corrosiva del líquido hizo mella en el metal, y cuando Spiru dejó de
apretar quedaron cinco agujeros en forma de garra. Aquélla era la marca...
Spiru
avanzó con el fórceps hacia la mujer.
— Quítate esa ropa. Voy a marcarte.
Ella
estaba inmóvil.
Su
cerebro comenzaba a cambiar. Ya no era capaz de resistirse. La pócima estaba
haciendo su efecto.
Y
mientras...
CAPITULO VII
La
compañera de Odeilla había llegado jadeante hasta la zona de futuras
construcciones.
El
inmenso descampado de varias leguas de Epsom mostraba los descarnados
accidentes del terreno.
En las
ruinas de lo que debió ser una edificación muy antigua, el material formaba una
especie de túnel.
La mujer
había corrido hasta allí gritando.—
— ¡Klawo, Klawo!
Se
introdujo en aquella especie de túnel de material bien distinto al que se usaba
en la actualidad en el habitáculo.
El
recinto medio subterráneo de color terroso era como una larga canal en la que
era necesario andar encorvado.
Tenía
alguna ramificación o bifurcación hacia el centro y de ellas apareció Klawo.
Klawo, a
pesar de las jornadas transcurridas desde su tortura, todavía parecía mostrar
huellas del suplicio recibido.
— ¡Karen! — exclamó al reconocer a la muchacha.
— ¡Klawo!— No deberías estar aquí... Es
peligroso que las mujeres solas se queden fuera después del cierre de las
factorías. Cualquiera podría detenerte y...
— ¡Han detenido a Odeilla! — exclamó ella,
llegando junto al muchacho.
— ¡Odeilla!
— Sí. Ha
sido uno de los jefes. Creo que es ése que se llama Spiru. Suele ir con
frecuencia por el sector.
— Spiru fue el que me detuvo a mí — repuso pensativo el muchacho.
— Tú
eres amigo de ella y de Iris... Tienes que hacer algo...
— En
seguida. ¡Vamos!
— Tenemos que darnos prisa.
— Cogeré un bólido deslizante. — ¿Eh?
— He
visto unas patrullas en el descampado. Están observando cómo trabajan en el
nuevo laboratorio. Ven...
Salieron
por la otra boca del improvisado túnel y quedaron a una altura algo más
elevada del rectángulo de terreno que se abría a sus pies.
En
efecto, allí se estaba trabajando en el montaje de las paredes laminadas del
nuevo laboratorio.
Potentes
máquinas que fundían el material allí mismo echaban el líquido, que luego una
prensa de enormes dimensiones daba la forma y tamaño adecuado.
Se había
excavado el suelo para la construcción de las diferentes dependencias...
— ¡Quién sabe qué maléficos experimentos se
realizarán aquí! — exclamó Klawo.
Pero no
estaban allí para ver trabajar.
— Mira. Allí están los bólidos.
Había
varios vehículos multiplaza detenidos en un ángulo del descampado.
— Debe
de estar prohibido permanecer aquí — murmuró Karen.
— Seguro.
— Si nos
ven...
— ¡Vamos!
No les daremos tiempo.
— Pero si tomas uno de esos bólidos...
— Lo
haré. No importa. Hay que salvar a Odeilla. Yo estuve en su casa cuando regresé
de la cámara de las torturas... Ella me trató bien... Y sé también que fue
Iris quien me libró de aquello.
— ¿Dónde está Iris?
— No lo
sé. Puede que Tarsis sí lo sepa. Últimamente no se le ve por el habitáculo.
Corrían
salvando el desnivel. No tardaron en llegar a uno de los bólidos.
Ocultos
por los mismos vehículos, agazapados, Klawo intentó abrir la portezuela del
primero.
— ¡Está hermética! Ellos utilizan el control
remoto, pero alguna encontraremos.
Había
hasta siete vehículos. Klawo dio con el que buscaba,
— Este.
No lo han cerrado. Es el vehículo piloto. Sube. De prisa.
La
muchacha obedeció y Klawo saltó al volante. Un zumbido delató su presencia.
— ¡Todo controlado! — exclamó él — . Debí suponerlo. Un detector especial informa
de los intrusos.
Los
agentes se volvieron alertados por el zumbido que hacía las veces de alarma.
Klawo
manejó frenético los pulsadores, pero el bólido seguía inmóvil.
— ¡Tengo que ponerlo en marcha!
— ¡Date prisa! — exclamó ella.
Y los
agentes aceleraban el paso.
— La puerta. Si consigo cerrar la puerta...
Algunos
extrajeron sus «armas cortas» provistas de ondas.
— ¡Fuera de aquí! — gritó uno de los jefes.
— Si disparan estamos perdidos. Utilizarán ondas
dirigidas... — espetó Klawo tratando de buscar el modo de cerrar.
Entonces
vio una palanca junto al micrófono de instrucciones.
— Ciérrate, puerta. Ciérrate de una vez.
Accionó
la palanca y de algún lugar surgió un silbido.
— ¡Ya lo tengo!
Bajó la
palanca a tope y la puerta se cerró cuando ya los agentes se disponían a
disparar.
— He cambiado la onda. Ahora me obedecerá a mí.
Pulsó
otro botón y el bólido salió impelido hacia
delante.
— Ahora tengo que estabilizarlo.
La
enorme velocidad que, tomó en el empuje de arranque hizo que el vehículo a
escasa distancia del suelo se echara materialmente encima de los agentes. Dos
de ellos fueron alcanzados por las palas deslizantes. Los otros llegaron a
tiempo de pegarse al suelo para impedir que el bólido les destrozara.
Uno
trató de disparar, pero el jefe le advirtió:
— ¡No! No podemos destruir un bólido sin
autorización. Vamos a seguirle.
Klawo
había conseguido estabilizar el aparato y lo hizo virar en un ángulo de ciento
ochenta grados.
El
bólido tomó otra dirección y luego se remontó.
— Pondré la sirena — dijo — . Así creerán que vamos en misión oficial
urgente.
El
bólido ahora seguía ya una ruta preconcebida en dirección al centro del
habitáculo.
— ¿Cómo
sabes conducir tú esto? — preguntó la muchacha.
— Bueno... Siempre he tenido afición... Y una
vez Iris nos llevó a Tarsis y a mí... El me explicó cómo se manejan esos
chismes. No son nada difícil, como puedes ver.
Ella
jadeaba todavía por el miedo que había pasado.
— No iremos por ninguna pista, ¿sabes? Así por
los aires es más fácil. Ahora tendré que orientarme — dijo él.
Las
sirenas de los bólidos seguidores comenzaban a sonar. La persecución había
empezado.
— ¡Nos alcanzarán! — exclamó Karen.
— No...
No. Ya verás como no. Llegaremos en seguida.
Pulsó la
palanca que tenía una señal roja.
— Creo
que Iris dijo que era la de emergencia. Ahora hay que dar las instrucciones.
¡Emergencia! — exclamó por el altavoz.
Una luz
roja emitió señales continuas.
— ¡Te obedece! — exclamó ella al ver que el bólido cobraba una velocidad
insospechada.
— Es
porque he cambiado la onda. Este debe ser el vehículo piloto, por eso tiene la
palanca aquí... Esto pocos lo saben. Si Iris no me hubiese hablado de ello
todavía estaríamos allí y esos canallas ya nos habrían detenido.
Atento
al visor del bólido observaba los edificios hasta que dio con el que buscaba.
— ¡Allí!
— dijo— . Saldremos de aquí un poco antes, para que no sepan dónde estamos.
Instantes
más tarde, el bólido tomaba tierra bruscamente.
— ¿Estás bien? — inquirió Klawo — . No he puesto los
amortiguadores... Pero el caso es que ya hemos llegado. Esto es lo importante.
Desde el
momento en que Karen había advertido a Klawo hasta el presente transcurrió un
espacio de tiempo inverosímilmente corto, pero a ella se le antojaba una eternidad.
Dieron
un rodeo bajo los arcos de las pistas deslizantes y entraron en el edificio
por el sótano.
El
elevador común los condujo hasta el apartamento de Odeilla y su hermano Tarsis.
Fue él
quien les recibió al verles llegar a través de la pantalla.
— ¡Rápido, Tarsis! ¡Han detenido a tu hermana!
Tienes
que
encontrar a Iris — soltó sin preámbulos
Klawo.
* * *
Era el
momento en que Spiru estaba junto a Odeilla con el instrumento quirúrgico en la
mano.
Ella no
podía negarse a la voluntad a que la sometía la pócima que había sido obligada
a tomar.
Comenzó
a quitarse aquel ajustado mono gris.
Spiru
sonreía.
La
voluntad férrea de Odeilla, sin embargo, se resistía a obrar. Sus movimientos,
eran lentos.
Spiru no
tenía prisa.
El mono
gris comenzó a dejar al descubierto la epidermis de la muchacha...
Y
entretanto...
* * *
— ¡No sé, no sé dónde está Iris! Últimamente
viene poco. Sé que trabaja en algo importante, pero no ha querido decírnoslo...
— Sin
Iris no podemos hacer nada. Si han llevado a Odeilla al Cuerpo Oficial de los
agentes, sólo él puede entrar allí — exclamó Klawo.
— ¿Qué podemos hacer? — gimió Karen.
— ¡Un momento! — reflexionó el hermano de Odeilla — . Recuerdo que... Sí... Voy a ver si lo
encuentro.
Pasó al
aposento destinado al descanso.
Una
mampara separaba las camas que ocupaban el muchacho y Odeilla.
En la
pared correspondiente al lado de la cama de Odeilla había unos estantes
empotrados.
La
blancura era inmaculada en aquel aposento.
El
muchacho buscaba algo afanosamente y mientras explicaba:
— Iris le regaló un transmisor portátil de onda
indefinida... Emite una señal y Iris puede captarla con su aparato oficial, se
encuentre donde se encuentre... ¡Aquí está!
Extrajo
un pequeño aparatito cuadrado que cabía en una mano. Tenía un resorte a cada
lado. Pulsó el rojo, que era el que daba la señal, y aguardó.
Todos
estaban impacientes.
— Ahora
está emitiendo la señal... — dijo.
* * *
Iris
estaba estudiando unos esquemas relativos a ondas. Se hallaba en la morada del
doctor Carpio.
— No veo nada — decía en aquel instante — . El profesor
Wandel dijo que era todo lo que tenía con respecto a las ondas.
Con Iris
estaban otros dos hombres. Eran viejos ya. Científicos retirados que él había
reclutado para el trabajo que tenían que efectuar. Una labor dramática, porque
si fracasaban, Epsom I seguiría vinculado a la vida del tirano Negroni para
desaparecer con él.
Uno de
los profesores observó el esquema.
— Aquí a
simple vista sólo se observan las normas habituales. No hay posibilidad de
obtener la contraonda. Al menos con ese procedimiento... Sólo hay una persona
que podría conseguirlo.
Un
zumbido apenas perceptible había empezado a sonar.
Iris no
había reparado en ello. Estaba absorto en su trabajo, en sus preocupaciones...,
en la forma de hallar el medio de conjurar aquel peligro para todo el
habitáculo.
— ¿Quién es? — inquirió.
— El tercer consejero.
— ¡El
tercer consejero! — exclamó Iris— . Esto no nos conduce a nada. El está al
servicio de. Negroni. ¡El instaló la onda mortal en su corazón!
— De acuerdo. El tercer consejero no revelará
nunca su secreto — adujo el doctor Carpio,
levantándose de su pupitre donde se hallaba trabajando con un viejo y rudimentario
computador — . Sin embargo, debe tener algunas anotaciones en su pupitre.
Todos trabajan con memorizadores modernos... Un hombre solo no puede hacer
experimentos sin esos memorizadores...
Iris
asintió. Comprendía lo que querían decir y murmuró:
— Sí...
Tengo que llegar hasta su laboratorio privado.
— Pero
esto es muy peligroso — murmuró Carpio— . Si te descubren...
El
silencio que reinó a continuación ante la inacabada frase de Carpio hizo que el
zumbido del receptor que llevaba Iris consigo se hiciera más audible a todos.
— ¿Te llaman? — comentó el doctor.
— ¡Oh, sí! — Iris tomó su propio receptor, añadiendo — : Es la señal de Odeilla. Algo sucede.
Tomó el
receptor y recibió el mensaje.
Peligro
para Odeilla. ¿Puedes oírme, Iris? Ven pronto — era la desesperada voz del hermano de la
muchacha. De la mujer que Iris había destinado para formar una familia.
— ¿Qué ha pasado? — preguntó rápidamente.
— Es
cosa de Spiru. La han detenido. Ven pronto.
— No os mováis. No hagáis nada. Ya imagino dónde
la habrá llevado — fue la respuesta de
Iris.
Cortó la
comunicación y momentos después salía para tomar su bólido.
CAPITULO VIII
Odeilla
se había quitado la vestimenta gris. Ahora estaba a merced del jefe Spiru.
El
instrumento quirúrgico en forma de fórceps aprisionó el muslo derecho de la
mujer.
— ¡Aaaah! — lanzó un agudo grito, mientras el
instrumento impregnado de ácido corroía la epidermis femenina.
Cuando
la soltó, la marca de las «mujeres del cuerpo oficial» estaba impresa en
Odeilla.
Ella
jadeó. El terrible dolor dé aquel ácido quemando su piel la había atontado.
— Ahora
ya todo será más fácil, Odeilla — susurró Spiru, y fue a guardar el
instrumento.
Ella
avanzó paciente hacia la cama circular... Sentía deseos de tenderse, de
recuperarse del dolor.
La
pócima que había tomado actuaba ya de forma activa venciendo su voluntad.
Prácticamente
Odeilla estaba a merced de Spiru.
Sonrió
incluso.
Sonrió
como jamás lo hubiese hecho en su estado normal. Sonrió bajo la influencia de
aquella tableta azulada.
El jefe
Spiru dejó el instrumento sobre la mesa donde seguían las tabletas, el agua
ligera y todo lo que era común cuando se preparaba una orgía o una simple
fiesta particular.
Y
mientras...
El
bólido oficial del agente activista— informador Iris sobrevolaba raudo por
encima de los edificios del gran habitáculo. .
Tomó
contacto con una de las pistas deslizantes y al amparo del zumbido de
emergencia su vehículo avanzaba a la velocidad tope.
Algunos
agentes de patrulla observaron el bólido especial de los agentes informadores.
— No es corriente — dijo uno — . ¿De quién es ese bólido?
Otro que
había visto el vehículo doblar por otra de las pistas, informó:
— Creo que pertenece al agente Iris.
— ¿Iris?
— Es
casi seguro.
— Hummm...
¿Y dónde irá Iris a esa velocidad? No sigue la ruta de la residencia de
mando... Será mejor informar de ello.
Era
frecuente que en Epsom I, unos se vigilaran a otros y el antagonismo entre los
agentes y los informadores se puso una vez más de manifiesto, pero ajeno a
todo, para Iris lo esencial era llegar cuanto antes al edificio del Cuerpo
Oficial de agentes.
Su
bólido se detuvo instantes después frente a la puerta principal, cerrada
herméticamente.
— Iris, contraseña de prioridad — dijo junto al micrófono. V
La
puerta se abrió y Iris pasó frente al pupitre regulador.
— Prioridad de investigación — dijo — . Puerta del jefe de servicio Spiru.
Uno de
los memorizadores del tablero trazó unos signos y la puerta por la que antes
había pasado Spiru con .Odeilla se abrió.
A partir
de aquel momento Iris tendría que valerse por sí mismo. No llevaba clave alguna
y ninguna otra puerta se abriría con solo la petición de su voz.
Montó
sobre la plataforma y recapacitó.
— Spiru suele utilizar la sala tercera...
La
plataforma permaneció inactiva. Iris no tenía registrada la voz para ser
obedecido.
Salió
raudo, conocía el medio de ser conducido, pero sabía que iba a resultarle
difícil.
De
vuelta frente al pupitre recabó:
— Necesito
un guía.
La memorizadora
respondió con los signos normales. Luego se abrió una puerta y apareció un
agente de servicio.
— Necesito llegar hasta Spiru. Sé que está aquí.
Condúceme.
— No
tengo instrucciones — repuso el recién llegado.
— No
perdamos tiempo. Es una orden — atajó Iris.
— No puedo cumplir órdenes sin recibirlas del
memorizador. Veamos qué dicen en la Central.
Y el
agente, cachazudo, se dirigió hacia el tablero.
Iris
sabía que en la Central mal podían informarle de los motivos de su presencia en
el Cuerpo Oficial de agentes. Aquello era una misión privada y por tanto no
estaba autorizado a penetrar en ninguna de las salas del Cuerpo a menos que
expusiera claramente los motivos de su visita.
En Epsom
I estaba todo perfectamente controlado.
— Comunicación con Central — pidió el agente.
No
estaba dispuesto a hacer ningún favor al activista— informador, pero Iris tampoco podía correr el
riesgo de que se abriera una investigación en aquellos momentos. No podía
demorar el salvamento de Odeilla, que aun sin saber lo que le estaba ocurriendo
en aquellos instantes, presumía que la salvación de la muchacha dependía de momentos...
— ¡No! — exclamó, y de un manotazo apartó al
agente del pupitre.
La
memorizadora correspondiente declaró a través de la pantalla que la conexión
con la computadora central estaba abierta.
— ¡Cierra el contacto! — ordenó Iris, y apoyó
sus palabras encañonando al agente con el arma corta — . Voy a destruirte si
no lo haces. ¿Lo has entendido?
El
agente comprendió que Iris no vacilaría en cumplir su amenaza y se apresuró a
instalarse delante del tablero para rectificar.
— Fuera conexión — dijo simplemente.
La
pantalla dejó de mostrar los signos de contacto.
Iris
clavó la punta de su arma corta en el cuerpo del agente.
— Necesito
tu voz para que me abras las puertas. De prisa.
— Esto puede costarte muy caro — repuso el otro.
— Más
caro te costará a ti si no obedeces. Pasa delante — y le empujó hacia la puerta que parecía
abierta.
En una
de las pantallas del pupitre comenzó a aparecer un signo intermitente, era como
una raya discontinua.
— Está emitiendo la señal de anormalidad — dijo el agente— . No sé lo que quieres, pero
corres un grave riesgo.
— ¡No discutas y obedece! — Iris le agarró para soltarlo contra la
plataforma.
— ¡Sala tercera!
El
agente dudó, pero la amenaza del arma corta proyectora de ondas mortales acabó
convenciéndole.
— Sala tercera — repitió.
Su voz,
registrada, hizo obedecer la plataforma, que descendió.
Poco
después los dos hombres se hallaban en el corredor amarillento.
— ¿Dónde
está Spiru? — preguntó autoritario Iris.
— No lo sé. De veras.
El
agente no mentía. Ignoraba que Spiru estuviese en el Cuerpo Oficial en aquellos
momentos.
— Abrirás
cada una de las puertas... — ordenó, y en llegando a la primera del corredor
empujó violentamente al agente, aplastándole contra el micro que en forma circular
estaba junto a la entrada.
El
agente ordenó que la puerta se abriera. Inmediatamente se alzó la plancha que
taponaba herméticamente la entrada.
Apareció
otra sala circular, vacía.
— No. Aquí no... ¡Vamos, sigue! — espetó Iris.
Y continuaron por el corredor.
Y mientras, en el aposento privado de Spiru, el
jefe de servicio abrazaba a Odeilla que reía como si de veras todo aquello le
gustara.
— ¿Lo
ves? Estás gozando ,y aún no hemos empezado... Esto es el verdadero placer
reservado únicamente para las personas importantes... Tú eres importante
ahora..., porque estás conmigo. Marcada para siempre. Eres mía... Tengo muchas,
pero tú serás mi preferida.
Odeilla
no hablaba... Como si la pócima le hubiese enmudecido, sólo parecía tener
capacidad para el placer.
Y en el corredor, Iris había ordenado abrir la
tercera de las puertas.
Seguía
buscando con ahínco. Sabía que gritando tampoco conseguiría averiguar el
paradero de Odeilla.
Y Odeilla dejaba que su cuerpo fuera mimado por
Spiru, que comenzó a despojarse dé su uniforme.
— ¡Esta!
— gritó desde el corredor Iris.
El
agente habló a través del micro y se abrió la cuarta de las puertas.
¡Estaba
en la sala circular de Spiru!
Miró en
derredor. Una débil luz iluminaba la entrada del compartimento superior.
Pasó
lentamente para inspeccionar el lugar.
El
agente entonces hizo uso del arma de control remoto. Pulsó el botón dé uno de
los pequeños aparatos de seguridad y sonó el zumbido.
— ¡Maldito!
— gritó Iris.
Tiró de
él cuando el agente ordenaba el cierre de la puerta.
Bajó la
mampara metálica, pero Iris había conseguido introducir al agente dentro del
recinto.
— ¡Suélte...me! — gritó.
Iris
empleó los sistemas primitivos y golpeó con fuerza contra la Cabeza del agente,
que chocó contra la puerta recién cerrada.
Las
luchas primitivas eran algo desusado en Epsom desde mucho tiempo. Los hombres
no sabían resistir la fortaleza de los golpes científicamente propinados. Los
modernos aparejos habían terminado con la llamada «acción manual».
Pero
Iris conservaba el vigor. Era un atleta en Epsom, no se había descuidado nunca,
procurando que su constitución física respondiera en todo momento.
El
agente ya no pudo levantarse.
El
zumbido de su aparato de alarma seguía sonando.
En el
aposento, y cuando Spiru estaba despojándose de su uniforme, dejó de hacerlo
advertido por la alarma. Corrió seguidamente hacia la galería de observación y
pudo ver a Iris mirando en derredor.
— ¡El! —
exclamó y una sonrisa diabólica iluminó su faz — . Corrió hacia el pupitre y
pulsó el botón de la luz.
Los
poderosos focos deslumbraron al agente.
Iris
trató de protegerse del deslumbramiento.
Comprendió
que se hallaba en el centro de la sala de torturas y se lanzó en plancha a
ciegas.
En el
mismo instante una lluvia de rayos buscó el centro de la sala, pero Iris había
podido librarse de ellos por momentos.
Spiru
trató de cerrarle el paso, pero fugazmente Iris había visto la puerta de
entrada y se lanzó hacia ella.
La
pesada plancha de metal salió despedida hacia abajo y alcanzó una pierna del
joven agente activista— informador que se vio aprisionado.
Spiru
sonrió. ¡Le tenía atrapado!
Nadie
podía reprocharle que le atacara en aquel lugar. Sabía que Iris no tenía autorización
oficial para entrar allí y pulsó el botón que correspondía a la presión de la
puerta.
La
plancha metálica amenazaba con destrozar la pierna prisionera de Iris, que
luchaba por salir de aquella trampa.
¡Presión!
¡Presión!
Era la
lucha feroz entre la fortaleza física de un hombre de fuerza y temple
extraordinarios contra la calculada y medida de lo automático.
La lucha
sorda entre hombre y automatismo adquirió caracteres de epopeya.
Iris
conseguía dominar la tremenda presión, pero seguía sin poder retirar su pierna
prisionera.
Tras un
tremendo esfuerzo para seguir aguantando sacó su «arma corta».
Apuntó
hacia los lados. Pulsó la palanca y la onda invisible alcanzó la plancha.
Sintió
el terrible dolor producido por un fuego igualmente invisible, pero supo que la
plancha había reaccionado a las ondas.
La
materia comenzó a deshacerse. ¡Estaba salvado!
Detenido
el mecanismo consiguió sacar la pierna. Le dolía terriblemente, pero entonces
en un breve momento de vacilación escuchó la risa de Odeilla procedente del aposento
superior.
Comprendió
lo ocurrido y reaccionó rápidamente.
Spiru
comprendió que había perdido aquella primera baza y corrió para hacerse con su
«arma corta» que había dejado con sus otras cosas en el aposento.
Iris se
lanzó tras él.
Cuando
el agente consiguió su arma, Iris de un tremendo salto le derribó al suelo.
Rodaron
los dos.
Spiru
había dejado caer su «arma», pero no sé arredró.
— Yo
también estoy entrenado para las luchas primitivas — dijo.
De un
salto acrobático se incorporó y se lanzó contra Iris con los pies por delante.
Iris
supo esquivar y se preparó para defenderse de la siguiente acometida de su
antagonista.
Spiru,
haciendo gala de una gran agilidad, volvió a intentar el acrobático salto.
Iris se
apartó a tiempo y le sujetó las extremidades dando un giro rápido a los pies de
su rival, mientras éste permanecía en el aire.
Dio una
extraña voltereta debido al nuevo impulso que Iris le había obligado a tomar y
cayó de cabeza contra el suelo.
Estaba
atontado, pero aún así trató de incorporarse.
Iris se
volvió hacia Odeilla, que estaba como embelesada. Reía estúpidamente, pero algo
en su subconsciente parecía haberle hecho cobrar parte de la noción de las
cosas.
— Tú... — murmuró — . Iris...
Volvió a
reír.
Aquella
ligera distracción del joven fue aprovechada por su enemigo para lanzarse
contra él.
Consiguió
sujetarle haciendo tijera con sus piernas, pero una contrallave de Iris
consiguió librarle de la presa, y seguidamente pasó al ataque utilizando la
cabeza.
Sacudió
con fuerza él pecho de Spiru, que no consiguió aguantar los tres golpes
seguidos contra su cuerpo.
Cayó y
tropezó con un pequeño aparato. ¡Era el control remoto!
Lo pulsó
para pedir ayuda a los «seres artificiales».
— ¡Atacadle! ¡Atacadle! — ordenó desde el suelo.
Iris se
revolvió al ver avanzar a los dos «mecánicos».
Algo
rehecho del castigo recibido, Spiru trató de alcanzar su «arma corta». Iris
estaba vuelto hacia los «seres artificiales».
Spiru
alcanzó el arma.
Instintivamente
Iris se volvió. Vio el peligro y dejándose caer de forma medida hizo uso de su
propia arma. La onda invisible alcanzó plenamente a Spiru, que sintió el tirón
de la muerte. Se enderezó para arrugarse como si su osamenta hubiese
desaparecido y no le quedara ni un soporte en el cuerpo para mantenerlo
enhiesto.
Los
«seres artificiales» seguían avanzando. Iris de un salto alcanzó el control
remoto de Spiru y detuvo su marcha.
Luego
corrió hacia el lecho donde Odeilla se había incorporado. Vio su ropa en el
suelo y se la ofreció.
— Vístete. Te sacaré de aquí.
Ella
obedeció sin voluntad. El efecto de la pócima comenzaba a pasar.
Un
zumbido comenzó a adueñarse del aposento. Era la señal de alarma. Indicaba que
había comenzado una batida para buscar el peligro.
El
perfecto control de la ciudad una vez más había respondido. Los signos
transmitidos por el pupitre habían movilizado a gran número de agentes que se
diseminaban a lo largo de los corredores de las distintas salas o galerías del
edificio.
Odeilla
terminó de vestirse.
— ¡Vamos!
¡Tenemos que salir de aquí! — exclamó Iris, cogiéndola del brazo.
CAPITULO IX
Corrieron
a través de uno de los corredores. Iris pudo oír las voces de los agentes que
procedían al registro.
— Sé que
en algún lugar existe una salida de emergencia... — Y se desvió por otro de los pasadizos.
Todo
parecía lo mismo. Un laberinto de fosforescente luz amarillenta que parecía
emanar de las paredes y techo.
Y en
cada corredor, parecido a los demás, puertas cerradas herméticamente.
No había
ninguna salida a la vista.
La carrera
huyendo de los perseguidores se hizo interminable.
Una
flecha luminosa indicó a Iris el caminos
— ¡Por allí! — exclamó.
Tiró de
la muchacha y al fin alcanzó una plataforma, pero sabía que no podría
utilizarla porque su voz no estaba registrada.
Pensó
unos instantes y al fin decidió lo que iba a hacer.
— No te
muevas de ahí — dijo a Odeilla, y la obligó a posarse sobre la plataforma,
mientras él corría hacia un cruce del corredor y allí aguardó. Al fondo
aparecieron agentes.
Le
vieron.
— ¡Ahí! — gritó uno.
Seis
hombres corrieron en pos de él.
Iris
aguardó unos instantes y luego fingió escapar, pero en realidad se pegó junto a
la pared de la esquina del corredor.
Los
agentes no tardaron en llegar. Iris salió empuñando su «arma corta».
— No me obliguéis a usarla. Soltad vuestro
armamento. De prisa.
La actitud
de Iris hizo obedecer con algunos titubeos a los agentes.
— ¡Atrás!
— gritó— . ¡Tú quédate! — había elegido uno al azar y le obligó a retroceder
con él hacia la plataforma.
Los
otros parecían esperar el momento oportuno para pasar al ataque.
Uno
intentó lanzarse al suelo para recuperar el arma, pero la onda de Iris le
inmovilizó para siempre.
— Ahora
ya sabéis que no hablo por hablar... Y tú, sube a la plataforma y condúceme a
la salida de emergencia.
Por el
corredor las voces se oían más próximas.
Sin
embargo, él elevador llevaba ya a los fugitivos lejos del alcance de los
agentes.
Más
tarde, por la salida de emergencia, Iris podía escapar llevándose a Odeilla.
La
pesadilla había concluido.
Ella
comenzó a reaccionar a bordo del vehículo que tripulaba Iris, mientras el
pupitre era informado y replicaba una orden general:
— Atrapad al impostor — era la contestación del pupitre.
La
alarma general fue dada en todo el habitáculo.
El
consejero primero Nublo informaba a Negroni.
— Ha sido el agente activista— informador Iris,
Gran Señor — explicó.
— ¿Iris, eh? — sonrió Negroni.
— La
pantalla ha transmitido los datos... Dos hombres muertos y uno herido. Ya os advertí,
Gran Señor, de que Iris era peligroso.
— No
para mí, mi fiel Nublo, no para mí. El es testigo de lo que ocurriría si me
atacara... Habrá tenido sus motivos. Lo sabremos cuando le hayan capturado...
Caza sin cuartel, Nublo. Quiero a Iris inmediatamente ante mi presencia. Le
daremos un escarmiento... Te lo confiaré a ti, mi fiel Nublo. ¿Estás
satisfecho?
Nublo
sonrió.
Sí. Le
gustaba la tortura y no todas las jornadas se presentaban acontecimientos como
aquél.
Pero mientras...
* * *
Iris
había llegado a su casa, llevando a Odeilla en brazos. La mujer temblaba.
— Cuídala, Karen — dijo al ver a la amiga de Odeilla — . Ha vivido una auténtica pesadilla.
Iris
corrió hacia la pantalla para conocer las noticias.
Una voz
estaba informando mientras la imagen reproducía los vehículos de los agentes
en su misión de búsqueda.
— Detención
y captura del agente activista— informador Iris y a todos los que colaboren con
él o traten de ocultarle. Noticia urgente del Mando Supremo.
Klawo y
Tarsis estaban aterrados.
— Tenemos
que salir todos de aquí. Que Karen vaya a su casa.
Karen
asomó en aquellos momentos.
— ¡Está marcada!
¡Han marcado a Odeilla! — exclamó.
— Sí, pero no ha ocurrido nada — explicó Iris— .
Pude llegar a tiempo.
— Pero
esta marca la convierte en propiedad de los agentes.
— No la
encontrarán... ¡Vamos, de prisa! Coged lo necesario. Te dejaré en tu casa,
Karen.
— No
hace falta — respondió ella— . Hace tiempo que vivo en una comunidad. Les
avisaré en cuanto pueda. Puede que Odeilla me necesite ahora.
— Está bien, pues no perdamos tiempo.
— ¡Vienen hacia aquí, vienen hacia aquí! — gritó Tarsis observando la pantalla.
— ¡Salid todos! — ordenó Iris.
Momentos
después salían al exterior hacia la pista deslizante donde estaba el bólido de
Iris.
Lo puso
en marcha rápidamente mientras Klawo preguntaba:
— ¿Dónde
vamos?
— A Un
lugar seguro, pero primero tendré que desorientarles para que no puedan dar
con nosotros.
— ¿Y no podrán detectarte por el bólido?
— Lo destruiré — respondió Iris.
Pulsó a
fondo la palanca que indicaba la velocidad tope. El bólido se elevó
prescindiendo de la pista deslizante.
— Vamos a tomar altura. No tengo demasiado
combustible, pero espero que me alcance.
Rápidamente
el vehículo se elevó en línea recta. Su velocidad le permitió perderse en el
azulado firmamento.
Todas
las emisoras transmitían la noticia:
«Vehículo
de Iris localizado. Trata de perderse en el espacio...» — ¡Nos perseguirán! — dijo
Tarsis — . ¿No tienes más armas para que
podamos defendernos?
— Espero que no hagan falta...
Klawo,
entusiasmado, recordó algo.
— ¡No
pueden vemos a menos que se aproximen...! ¿Verdad, Iris?
— No. No pueden. Los vehículos especiales para
los activistas— informadores poseen una tonalidad que se confunde en el
espacio. Están diseñados para pasar inadvertidos. Esto puede ayudarnos.
Desde la
superficie los vehículos seguidores del bólido de Iris le habían perdido de
vista.
— El camuflaje le defiende. Necesitamos
refuerzos — dijo uno de los jefes de la
búsqueda.
En el
Edificio Central o de mando, Negroni hizo una seña a Nublo para indicarle:
— Utiliza todos los medios.
La
captura de Iris era ya como una cuestión de honor.
Nublo
pasó las instrucciones en el tablero de mando, que inmediatamente impartió las
órdenes.
En la
base de guerra el jefe transmitía:
— Todos
los pilotos a sus puestos. Captura del vehículo especial tripulado por el
agente Iris. Captura urgente. ¡En marcha!
Desde su
puesto Iris podía captar aquellos mensajes.
Los
ocupantes que iban a bordo permanecían silenciosos. Eran los protagonistas de
la caza de mayor envergadura que se recordaba en el habitáculo.
Eran la
presa de los pilotos del espacio de la base de guerra, que ya estaban en
marcha.
Iris no
perdía la serenidad.
— Voy a
descender verticalmente. La velocidad quedará doblada porque soltaré todo el
combustible. No os asustéis... Es nuestra última oportunidad y todo tiene que
salir bien.
El
bólido pareció detenerse en el espacio. Luego como si una invisible y a la vez
poderosa fuerza lo atrajera descendió vertiginosamente.
Su
pintura especial, unido a la velocidad, hacía que su detección fuera sólo fugaz
para los perseguidores.
Iris
accionó los frenos y el aparato se posó sobre e] suelo sin la menor sacudida.
Se
hallaban en un descampado.
— Corred
hacia allí. Nos refugiaremos en la residencia del doctor Carpio — informó.
Los
muchachos ayudaron a Karen y a Odeilla en aquella carrera contra sus
seguidores.
Iris se
apartó y utilizó su «arma corta» para destruir el bólido.
La onda
destructora alcanzó el metal del aparato y comenzó a derretirse coma si un
fuego invisible licuara el metal.
Luego
Iris se unió al grupo y los cinco se perdieron por entre los desmontes...
Alguien
pasaba la orden:
— Hemos
perdido el contacto, como si el bólido hubiese desaparecido.
El
cerebro rector de la operación no tuvo una respuesta para el problema.
Nublo,
fuera de sí, sólo supo ordenar:
— ¡Busquen,
busquen..., aunque tengan que registrar morada por morada! Queremos a Iris y a
los que puedan ir con él...
La
pantalla correspondiente ya había dado la noticia de que en casa de Odeilla no
había nadie.
Nublo
insistió:
— Quiero
a Iris y a todos los que le acompañan... Es una orden del Mando Supremo.
¡Emergencia! ¡Emergencia...!
* * *
Ellos
habían llegado ya a la residencia subterránea del doctor Carpio, que seguía en
unión de los dos viejos profesores.
En
breves palabras Iris explicó lo ocurrido.
— Siento
causarle molestias, doctor Carpio, pero aquí es el único sitio en donde
momentáneamente no podrán encontrarnos. Cuando llegue la noche intentaré
conseguir un vehículo y los trasladaré al territorio de los «mayos».
— No. Quiero estar contigo — protestó Odeilla.
— Y yo también — adujo su hermano.
— Y yo — intervino Klawo — . Podemos ayudarte.
— ¿Ayudarme?
¿Cómo?
Carpio
tomó la palabras
— Mientras
has estado ausente se han efectuado unas pruebas... No es posible hallar esa
contraonda, Iris. No es posible... Así que la única solución es conocer la
fórmula a través del memorizador del consejero tercero de Negroni.
— Ahora
va a ser más difícil — murmuró Iris— . No podré llegar hasta allí. Estoy
perseguido...
Hubo un
silencio.
Se
miraban unos a otros. Odeilla rompió la dramática pausa, consciente de las
circunstancias:
— Todo
ha ocurrido para poder salvarme. Tú te has comprometido, Iris... No sé lo que
ocurre, desconozco ese secreto del que nunca has querido hablarme, pero si necesitas
llegar hasta algún lugar..., te ayudaré.
— ¡Oh,
cállate! Tú no puedes ayudarme. Si te vieran... — empezó Iris.
— No... Ahora tendrían que respetarme.
Se hizo
de nuevo el silencio.
Ella
subió la ajustada y a la vez elástica ternera de su pantalón gris y mostró en
la parte superior del muslo derecho la marca en forma de garra.
El
silencio prosiguió. Todos habían comprendido.
— Pertenezco
al Cuerpo Oficial de agentes. No pueden rehusarme...
Pero...
Pero las «marcadas» tienen que vivir en una residencia especial — dijo Klawo — . Son las normas.
— Algunas
se escapan. Cuando las cogen tienen que sufrir un castigo. Estoy enterada — repuso ella.
— No, Odeilla. No dejaré que te hagan ningún
daño — repuso Iris.
— ¿Dónde tienes que ir, Iris? — inquirió ella a su vez.
— No, no;
olvídalo.
El
doctor Carpio intervino:
— Debe ir en busca de una fórmula al laboratorio
privado del consejero tercero de Negroni.
— ¡Yo podría entretener a la guardia! — exclamó
ella. Iris no estaba dispuesto a dar su conformidad.
— ¿Cuánto tiempo precisas, Iris?
— No lo sé... Un cuarto de vuelta tal vez (1).
— Tendrás ese tiempo... — aseguró ella.
— Sigo
creyendo que no es trabajo para una mujer. Correrás demasiados riesgos.
Tras el
nuevo silencio de Iris, Carpio adujo:
— Dada la trascendencia del caso el riesgo vale
la pena. No obstante, yo no soy quién para opinar...
— ¿Cuál
es ese terrible secreto, Iris? ¿Cuál es...? Lentamente él repuso:
— Lo
oculté por no alarmaros. Ahora ya no importa. Todos estamos en la misma nave, y
el riesgo de uno es el riesgo de todos...
Con
palabras precisas explicó lo que ocurriría al planeta si alguien atacara y
matara a Negroni.
Y mientras él efectuaba la breve y concisa
narración, las patrullas seguían incansables la búsqueda.
Las
órdenes se sucedían.
Y Negroni en su sede central llamó a su tercer
consejeros
— Ordena que refuercen tu casa, profesor y
estimado consejero.
— ¿Para qué? — preguntó el hombre.
— Porque
Iris tratará de intentar algo. Lo ignoro, pero toda su preocupación es hallar
el modo de hacer fracasar tu invento.
— Mi invento ya no puede fracasar. Está fuera de
todo control. Tú lo riges, Gran Señor — fue la respuesta del consejero inventor de
aquel dispositivo de pesadilla.
— Pero Iris tarde o temprano intentará hacerte
una visita. Estoy seguro. Y entonces será muy fácil capturarle... Pero esto
puede costar muchas vidas y en estos momentos temo por tu vida.
— Mi vida, Gran Señor, depende de la tuya. No me asusta el riesgo.
(1) Una manecilla en forma de segundero mide el tiempo en una esfera a modo de reloj. Cada vuelta completa equivale a quince minutos terrestres.
— Pero a mí, sí. Me gusta ser precavido.
— Tus órdenes serán cumplidas, Gran Señor.
— ¡Consejero
y profesor! — declamó entonces Negroni.
— Tú mandas, Gran Señor.
— ¿De veras nada puede detener ese ingenioso
mecanismo?
— Absolutamente nada. Todos estamos a merced de
tu salud.
— Bien.
Resulta reconfortante oírlo. Ve a dar las órdenes para protegerte... ¿Sabes?
La vida es bella... No quiero que nadie pueda estropear el mecanismo central...
También va ligado a mi vida. ¿No es así?
— Así es, Gran Señor.
Con un
ademán Negroni indicó a su consejero que podía dejarle solo.
Con su
acostumbrada actitud silenciosa, el tercer consejero se alejó de la presencia
del dictador más refinadamente cruel y déspota de todas las épocas.
Poco
después la guardia del edificio privado del tercer consejero era
concienzudamente reforzada.
Y el consejero profesor, a solas frente al
cerebro que regía su invento, quedó pensativo.
Y en la residencia subterránea del doctor Carpio
el silencio era absoluto.
Odeilla
lo cortó para decir:
— Necesitas ayuda, Iris, y yo puedo hacer esto.
— Está
bien, Odeilla. Yo te libraré de ellos. En cuanto consiga descubrir el tipo de
onda. Ahora tenemos que trazar un plan.
— Cuenta conmigo — adujo Tarsis.
— ¡Y conmigo! — espetó Klawo.
CAPITULO X
Todo
estaba dispuesto para que los cuatro se pusieran en marcha. Salieron de la
residencia subterránea cuando ya la oscuridad había invadido el habitáculo.
No había
luces en aquel lugar y pudieron moverse libremente.
A lo
lejos sonaban pitidos y sirenas.
Iris
recordó las instrucciones a Klawo:
— Ya
sabes... La parte más difícil será conseguir el bólido para trasladarte a la
zona de los «mayos».
— Hubiera
preferido ir contigo — refunfuñó el
joven con deseos de entrar en acción.
— Alguien
debe avisarles para que estén preparados. Si conseguimos la desconexión de la
onda, la guardia atacará. La guerra sin duda será inevitable, y sin ellos nos
aplastarían en seguida. Suerte, Klawo.
El joven
asintió, separándose del grupo.
— Tú corres con una misión difícil, Tarsis — dijo entonces Iris dirigiéndose al hermano de
Odeilla.
— No te
preocupes. Será divertido tener a toda la guardia siguiéndome. No me dejaré
atrapar, te lo aseguro.
Su
misión consistía en atraer a las patrullas.
Se fue
dispuesto a hacerse con otro bólido, y quedaron solos Iris y Odeilla.
— Vamos,
nos queda un largo trecho, pero tenemos tiempo. Klawo tardará bastante de
llegar a la zona de los «mayos».
Anduvieron
protegidos por la oscuridad. El tiempo transcurría lento. Iris tenía los
sentidos en tensión. Sabía cuál era su responsabilidad. Un fallo no solo
terminaría con su vida y la de Odeilla, sino que perpetuaría el peligro que se
cernía sobre el planeta mientras el tirano fuese portador de aquella onda
mortal.
El
tiempo transcurrió. De pronto las sirenas y zumbidos de alarma aumentaron el
volumen.
Iris,
que llevaba su diminuto transmisor, podía captar las órdenes.
— ¡Se
han apoderado de un bólido! Atención a la ruta que sigue. Fijen las
coordenadas. El cerebro les seguirá.
La
pantalla de coordenadas luminosas entró en funcionamiento. Todos los agentes
esperaban ver reflejado su objetivo en el punto luminoso inmóvil de la
pantalla.
El punto
luminoso era el bólido que había robado Tarsis.
— ¡Lo ha conseguido! — dijo Odeilla.
Estaban
ya cerca de la sede residencial del tercer consejero.
Iris
permanecía silencioso, atento a las órdenes.
De
pronto escuchó:
— ¡Localizado el bólido! ¡Síganle!
Imaginó
el puntito moviéndose por cualquiera de las
coordenadas.
Luego bastaba elevar la mirada para ver todos los vehículos ascendiendo en
persecución del ladrón.
— Ya ha
empezado la caza. Que tenga suerte — murmuró Iris.
— El
confía en ti como yo, Iris — repuso la muchacha.
— ¡Vamos!
No hay tiempo que perder. Dame un cuarto de vuelta. Sólo un cuarto y no te
olvides de mantener tu receptor abierto. Captaré tu onda y podré localizarte.
Ella
asintió.
Instintivamente
se abrazaron. El beso en la distancia del tiempo no difería gran cosa del que
se había practicado en la remota antigüedad de los siglos.
El amor
seguía siendo el principal motor de aquella comunidad.
Y ella
se alejó al fin hacia la pista deslizante.
No era
corriente ver una mujer a aquellas horas. Algunos patrulleros la observaron.
Ella se
aproximó a uno de los puestos de vigilancia. Luego echó a correr. Sabía que
aquello sería un estímulo para que la persiguieran.
Iris
aguardaba inmóvil bajo el pretil de uno de los pasos elevados.
— ¡Detenedla! — gritó una voz.
Entonces
Odeilla se encaramó a una de las barandillas de los pasos deslizantes y se dejó
caer al paso inferior.
El
sistema de cruces a distintos niveles algo anticuado pero en vigor aún, permitía
a quien tuviera agilidad saltar de un lado a otro. Odeilla era ágil y se dejó
caer. Los agentes al ver que se trataba de una mujer salieron a pie en pos de
ella.
Odeilla
se dejó ver bajo los potentes reflectores de un farol monitor.
— Que
fichen a esa mujer y nos den toda la información precisa para que sepamos de
quién se trata — gritó un jefe.
Bastaba
enfocar a quien se tratara de identificar para que en uno de los cerebros
memorizadores se reflejara la imagen que seguidamente transmitía sus características.
Era uno de los más importantes sistemas de control del planeta. Cada rostro
estaba fichado y por cada rostro se podían conocer los detalles.
«Odeilla,
de la factoría de control. Epsoniana...» Y a continuación la pantalla
retransmitía los signos que correspondían a su persona, a modo de números.
— ¡Odeilla!
Es la compañera de Iris. ¡Hay que alcanzarla! ¡De prisa! — gritó el jefe de la
operación— . ¡De prisa!
Ella con
hábiles quiebros engañaba a sus perseguidores. Y mientras había dejado libre el
puesto de vigilancia más próximo a la residencia del consejero tercero de Negroni.
Iris tenía parte del campo libre.
Corriendo
con todo su poder, Iris se aproximó a la parte lateral del edificio de forma
cuadrada y altas paredes metálicas, sin aberturas, excepto en la parte
superior donde estaban los miradores y los pasos más elevados, que se
comunicaban con otras torres del edificio central.
Iris
tuvo que descolgarse de una de las barandillas para alcanzar el paso inferior
que discurría lateralmente por la parte izquierda del edificio.
Necesitaba
atraer a la guardia para poder entrar.
No lejos
seguía escuchando los gritos de los agentes que perseguían a Odeilla.
Puso en
acción su pequeño transmisor y habló a través de él.
— Abran urgente. Necesito entrar — pidió.
Una voz
le contestó»
— Identifíquese.
— Soy piloto de la base de guerra — mintió.
— Quédese
en la puerta. Uno de nuestros agentes le
identificará
— repuso la voz metálica.
Iris se
aproximó a la esquina del edificio, y vio cómo la puerta metálica se abría.
Un
agente apareció en el umbral y miró en derredor. No vio a nadie.
Iris
saltó rápidamente hacia delante y le encañonó con su «arma corta».
— ¡Quieto! Ni una palabra.
El
agente trató de meterse de nuevo dentro, pero Iris se lo impidió derribándole.
Un golpe preciso le puso fuera de combate.
Desde el
mando de la guardia se requería información al agente que ya no podía
contestar.
— Conteste
si hay emergencia... ¿Quién es el piloto que solicita entrada?
Iris
estaba actuando rápidamente porque sabía que el factor tiempo era importante
para él. Había desnudado al agente, enfundándose su ropa para que
momentáneamente pudiera ser confundido.
Y en la
guardia se insistía.—
— Conteste, agente. ¿Quién es el piloto?
Iris
arrastraba ya el cuerpo inconsciente del agente, al que colocó al otro lado
lateral del edificio.
Las
voces indicaban que Odeilla había sido detenida.
Dos
agentes armados aparecieron en el umbral en busca del compañero desaparecido.
Ningún
memorizador podía informar todavía, porque la acción de Iris quedaba fuera de
su alcance.
La
llegada de los otros hombres llevando a Odeilla causó una ligera confusión.
Ella
exclamaba.—
— Ya
habéis visto mi marca. Sólo pido que se me dé asilo. Conozco las leyes. Os
pertenezco y no podéis causarme ningún daño.
— Tú eres un caso especial. Habrá que
consultarlo — decía el jefe — . Estabas
en una de las salas del compañero al que Iris mató... Ya veremos qué deciden
los del Comité.
Iban a
entrar todos en el cuerpo de guardia a la entrada del edificio.
— Te retendremos aquí hasta recibir las
instrucciones. Ahora debemos vigilar.
Iris
aprovechó el momento en que la negrura de las ropas parecía formar una masa
compacta y se mezcló entre los agentes.
Ni
siquiera se volvió para mirar a Odeilla. Ella sí le vio cómo conseguía entrar
pasando inadvertido, lo cual significaba que el plan seguía desarrollándose
conforme a lo previsto, pero era ahora cuándo empezaba la parte más difícil.
Como
casi todos los edificios oficiales, en la entrada estaba situado el cerebro
rector de la guardia, consistente en un tablero con pantallas memorizadoras que
emitían informes, los recogían y los pasaban a la central.
Cada
persona que cruzaba por delante del tablero era rápidamente identificada y en
la pantalla correspondiente el memorizador lanzaba los signos característicos
al sujeto.
Apenas
Iris había pasado por delante del tablero, en una pantalla apareció en signos
los datos correspondientes a su persona.
Era
lógico que nadie reparase en aquel momento, porque las pantallas no cesaban ni
de día ni de noche, y en aquellos momentos no había motivo para sospechar que
un intruso se había colado en el edificio.
Iris
corría ya a través de un corredor por el que llegó a la parte privada del
edificio.
Utilizó
una plataforma y su propio peso bastó para que se pusiera en marcha hacia
arriba.
Iris
respiró tranquilo al ver que funcionaba sin tener que dar órdenes de viva voz,
porque en tal caso al no estar la suya registrada, la plataforma no le hubiera
servido de nada.
Y la
plataforma se detuvo en la planta alta. Su funcionamiento debía estar
condicionado a una sola ruta y Iris se encontró en medio de una sala de grandes
dimensiones.
Los
laboratorios de los científicos de Epsom I solían estar en los pisos altos,
igual que los cerebros que regulaban actividades especiales.
Comenzó
a buscar tratando de orientarse.
La aguja
de su reloj había avanzado ya un tercio del tiempo que él mismo se había
fijado.
Entretanto,
Odeilla era llevada a una sala de retención, circular, que podía convertirse
en galería de tortura.. Todas eran construidas de forma semejante. Paredes
lisas, una especie de diana en el centro de los focos.
— No te
muevas — le advirtieron desde la galería de observación.
— ¡No
podéis torturarme! ¡Soy vuestra! ¡Ya os mostré la marca! — se defendió— .
¡Quiero hablar con vuestro jefe...!
Trataba
de ganar tiempo, de salvarse a sí misma, pero sobre todo de entretenerles al
máximo.
Y mientras, Klawo, pilotando el bólido que
igualmente había sustraído, corría a toda velocidad hacia la lejana zona
maldita.
Y bajo el firmamento, ninguna luz que delatara la
presencia de otros mundos en aquella galaxia, los perseguidores de Tarsis le
acosaban peligrosamente.
Para
Tarsis aquello era como una aventura. Conocía el manejo de los bólidos por las
instrucciones que le había dado Iris y disfrutaba como si se tratara de un
juguete.
— Puede ser Iris — había sido una de las ondas — . Traten de detectarle.
El
joven, siguiendo el plan trazado por Iris, había desconectado la pantalla,
único medio por el cual podrían identificarle.
Tarsis
se había elevado utilizando el bólido a modo de nave, y evolucionaba ora
elevándose, ora recorriendo las pistas deslizantes a ras de suelo para volverse
a elevar de nuevo.
Iris
había alcanzado otro pasadizo. No había guardia, ni gente.
Tenía
idea de haber visto aquella configuración alguna vez, a través de alguna de las
pantallas...
Se dejó
llevar por aquella intuición y llegó hasta una puerta cerrada herméticamente.
Buscó
algún resorte, un punto por donde pudiera abrirse, puesto que no existía
micrófono para ordenar su apertura y cierre.
Tanteó
el frío metal y de pronto...
La
puerta se corrió hacia arriba.
Quedó al
descubierto algo similar a una antesala. Cuatro agentes montaban guardia en
ella.
— ¡Dad la alarma! — espetó uno.
Y abajo, frente al pupitre de la entrada alguien
había advertido las señales que delataban al intruso.
— ¡Un
intruso! La pantalla está informando — dijo el agente que había descubierto los
signos.
Y en el aposento del piso superior, Iris sabía
que no podía perder ni un solo instante.
— ¡Insensibilizadle!
— había gritado el jefe del cuarteto. Y al mismo tiempo abrió el transmisor
para pasar la orden de peligro.
Las
porras especiales fueron enfocadas hacia Iris, pero el joven saltó contra el agente
que tenía más próximo. ¡No podía dejarse insensibilizar!
Lo
derribó al embestirle con los puños por delante.
Una onda
insensibilizadora surgió de una de las porras, pero Iris saltó a tiempo y las
consecuencias las recibió otro agente.
— ¡Vamos,
vamos! — gritaba el jefe— . Acabad de una vez. — Y gritando a través del transmisor informaba —
: ¡Manden refuerzos! ¡Tenemos un
intruso!
Los de
abajo habían averiguado ya a través de los signos que se trataba de Iris, y así
lo informaron.
— ¡No le dejen escapar! ¡Es el agente activista—
informador Iris!
Quedaba
un solo agente que iba a insensibilizar al joven, pero éste desde el suelo
consiguió hacerse con la porra de uno de los caídos y accionándola con mayor
rapidez consiguió poner fuera de la lucha a su tercer oponente, y volverse
rápidamente hacia el jefe, al que se anticipó, quedando así completamente
libre.
Pero
Iris había oído perfectamente cómo anunciaban que acababan de descubrirle.
Sabía que pronto todo aquello se llenaría de agentes y no podría luchar contra
todos. Tenía que obrar de prisa.
Había
consumido por otra parte, la mitad del tiempo que se había fijado.
Raudo
pasó a una dependencia contigua. Le extrañó ver abierta al fondo una puerta.
¡Era el laboratorio! Pudo ver perfectamente presidiendo la sala el cerebro.
Caminó
de prisa después de cerciorarse de que no había nadie más. Al cruzar la puerta
observó la palanca de cierre manual y la accionó; quedó aislado.
Solo
allí, frente al cerebro, su rostro se iluminó. Había conseguido lo que parecía
imposible, pero ahora necesitaba obtener la señal de la onda conectada en el
artefacto que llevaba adherido al corazón Negroni.
¿Lo
conseguiría?
Se puso
a observar los pulsadores. Eran todos iguales, pero sólo uno reflejaría en la
pantalla la frecuencia de onda que deseaba obtener.
Durante
unos instantes permaneció concentrado, hasta que de pronto una voz le hizo
volver en redondo?
— Trabajo inútil el que te has tomado, Iris.
Era el
profesor tercer consejero de Negroni.
Estaba
frente a él. Había salido de algún panel que ahora permanecía cerrado otra vez.
El «arma
corta» de Iris encañonó al consejero.
— Usted creó esto... Y nada me impedirá matarle,
consejero. Su invento es monstruoso...
— Y tú vienes a buscar algo que no existe.
— ¿Qué?
El
consejero profesor hablaba con una extraña tranquilidad:
— Negroni
apuntó la posibilidad de que vinieras en busca del secreto de la frecuencia de
onda.
— Sí. A eso vengo, y no me queda mucho tiempo.
— Yo puedo decirte esa frecuencia. Pero no te
servirá de nada. No existe contraonda.
— ¡Esto no puede ser verdad! — exclamó el joven.
— Sé que
te costará creerlo, Iris... Tienes razón al calificar mi invento como
monstruoso, pero yo no lo creé para este fin. No... Trataba de dar vida a cosas
inanimadas, por medio de un corazón alimentado con ondas. Cuando experimentaba,
algo falló. Había conseguido la mitad de mi objetivo... Dar vida a una planta.
Vida distinta a la vegetal. Proveerla de una especie de corazón... La planta
murió y entonces todo el parterre estalló volatilizándose. Negroni sigue mis
experimentos porque nunca se los había ocultado. Mi pantalla estaba abierta
para él. Me llamó y se interesó por ello... Insinuó que mi invento casual podía
servir como arma defensiva y de ataque en caso de una invasión enemiga. Admití
que estaba en lo cierto y me hizo preparar una zona a base de plantas a las que
dotándolas de un mecanismo parecido al corazón, con idéntica función y
conectándoles una onda de frecuencia especial, todo estallara en el momento de
ser destruida la planta.
Iris
seguía atento la explicación del tercer consejero. Ahora su voz más que serena
le pareció lúgubre, pesimista:
— Se
hizo la prueba con notorios resultados, y así fue cómo se le ocurrió
experimentar con un ser vivo. Tú fuiste testigo.
— El Monitor Jacobich.
— Sí...
El Monitor Jacobich y él... Si mi muerte reparara tanto daño me ofrecería a
todo el pueblo...
— Si está arrepentido ahora, ¿por qué lo hizo
entonces?
— Porque
la perfección no existe. Entonces resultaba emocionante, para mí ver mi propio experimento
en marcha... Cuando vi la magnitud de la tragedia, pensé que una simple
desconexión podría cambiar las cosas. Entonces descubrí que la onda había
escapado de mi control para acoplarse al corazón de Negroni. Es imposible,
Iris. Es imposible hacer nada. Vivimos en un planeta condenado.
Una
pantalla del pupitre reveló un continuado aglomeramiento de signos.
— ¡Es la guardia! ¡Me está buscando!
— Ven... Te sacaré de aquí...
— Profesor...
Si de veras quiere colaborar, venga conmigo... Tenemos que encontrar un
sistema... Y usted puede ayudarnos... Usted inventó esto.
— De
nada serviría que viniera contigo, pero puedes decir una cosa a los que están
contigo... Mientras viva trabajaré para deshacer lo que hice. Tienes mi
palabra. Ya ves que si esto llega a oídos de Negroni sería víctima de las
peores torturas...
— No, profesor... Esto tiene que solucionarse
ahora. Una onda puede desviarse. Con una interferencia.
— Una
interferencia sólo puede hacerse desde el espacio.
— ¿Desde
el espacio?
— Sí — ratificó el profesor.
— ¿De
qué forma?
— Bueno.
No es seguro, pero necesitaría un computador de reducido tamaño que pudiera ser
transportado. Entonces podría intentar no interferir la onda, sino guiarla
hasta el nuevo cerebro conductor. Se necesitaría que, una vez conseguido ese
desvío, alguien volara constantemente lejos del planeta... Que la nave que
portara el cerebro conductor fuera repostada desde el aire, que se permutaran
los pilotos hasta el momento del desenlace de Negroni... Cuando él muriera la
nave sería destruida y con ella quien estuviera dentro.
Tras una
breve pausa Iris preguntó?
— ¿De veras esto sería factible?
— Dije que se podría intentar.
— ¿Estaría dispuesto a ayudarnos?
— Desde luego, cuenta conmigo...
— Está
bien, profesor. Cuento con su palabra. Daré orden a los «mayos» de que ataquen.
Usted quédese aquí. Yo le diré cuándo hay que actuar.
— Sal por aquí — el profesor pulsó un resorte y por un panel
movedizo que comunicaba con un corredor hizo salir a Iris.
— Gracias, profesor. Gracias.
— Ojalá
todo saliera bien, pero no puedo garantizar los resultados. No puedo.
— Entretenga a esa gente; Yo tengo que rescatar
a Odeilla.
— No te
preocupes... Yo te ayudaré desde aquí. Dentro de tres puntos desconectaré
todos los sistemas. Tendrás el paso franco donde vayas.
Iris se
alejó y el profesor — del último de quien Iris hubiese esperado ayuda — fue a entretener a los agentes:
Tres
puntos del reloj fueron suficientes para que a través de los distintos
corredores y plataformas llegara hasta el cuerpo de guardia. Entonces el
profesor, cumpliendo su promesa desconectó todos los mecanismos. El cerebro se
paralizó y las puertas se abrieron. Todo lo que regía el cerebro quedaba
paralizado,
— ¡Huye,
Odeilla! — gritó Iris, penetrando en la sala de torturas.
Los
agentes trataron de accionar los mandos para impedir la huida de la muchacha y
proceder a la captura de Iris, pero sus armas sin el control del cerebro
regulador quedaron inservibles.
Odeilla,
ayudada por Iris, escapó del edificio.
CAPITULO XI
La
paralización del cerebro rector inmovilizó igualmente a los bólidos de los
agentes que estaban bajo aquel control.
Tarsis,
que tenía la pantalla desconectada, pudo aprovecharse de aquella situación y
tomar ventaja. Así cuando todo se normalizó, él ya estaba fuera de peligro.
Momentos
después regresaba al refugio del doctor Carpio cuando con otro bólido robado,
Iris y Odeilla llegaban Casi al mismo tiempo.
Y
mientras Iris informaba a todos, con Carpio y los científicos, Negroni daba
órdenes concretas:
— Este
fallo sólo tiene una explicación. El consejero tercero. Deténganlo.
Para
Nublo era una satisfacción. Envidioso y lleno de ambición, quería ser sin
discusión el número uno.
La orden
fue captada por el profesor consejero, que inmediatamente dispuso de una
frecuencia de onda que emitió con la esperanza de que Iris pudiera captarla a
través de su transmisor.
— ¡Alguien me llama! — exclamó el joven,
captando la señal.
Instantes
después escuchaba la voz del profesor;
— Temo
que no podré prestar mi ayuda. Negroni acaba de decretar la orden de mi
captura.
Iris
reaccionó rápidamente.
— Trate de ganar tiempo, profesor... Desconecte
todo lo que esté bajo su control. Los «mayos» no pueden tardar.
Desencadenaremos el ataque respetando la vida de Negroni.
— No sé
si será posible. Ahora los mandos han pasado a la sede central. Dependen
exclusivamente del mando.
— Pero antes sí fue posible...
— Antes
actuaba el factor sorpresa. Yo no manejo el cerebro central, Iris. Estoy
controlado. Únicamente esta onda no pueden captar. Haré lo que pueda.
Cortó la
comunicación, mientras Iris salía de nuevo hacia el exterior.
Solo no
podía hacer nada, pero no tuvo que esperar mucho para vislumbrar la oportunidad
que estaba deseando.
El
sonido le puso en antecedentes. ¡Eran los «mayos»!
Provistos
de bólidos rudimentarios, de primitivas toberas que permitían a los hombres
elevarse ligeramente del suelo, merced al fluido concentrado que guardaban en
sus mochilas, y de este modo poderse desplazar, llegaban los «malditos»
dispuestos a reconquistar lo suyo.
La hora
deseada se aproximaba, pero la llegada de los «mayos» había sido detectada. La
ciudad estaba en pie de guerra.
«¡Llamada
urgente a las reservas! ¡Pie de guerra!», repetían las órdenes por todos los
altavoces de Epsom I.
En plena
noche, todos los bólidos estaban en las rampas, en las pistas, o sobrevolaban
la ciudad.
El joven
Klawo llegó hasta donde estaba Iris.
— ¿Llego a tiempo? — preguntó.
— No
podías hacerlo en momento más oportuno. Baja. He traído algunas armas. Nos
aproximaremos cuanto podamos. ¿Estás dispuesto a luchar?
— Lo he
estado deseando toda mi vida. ¡Por la libertad de Epsom! Oye, ¿has conseguido
algo?
— Todavía
no. Y el único que puede ayudarnos está en peligro. Es el profesor tercer consejero.
— ¡No me
digas!
— Vamos,
no hay tiempo para comentarios. Date prisa.
Poco
después con la compañía de Tarsis se ponían en marcha en los dos bólidos que
habían sustraído.
— ¡Al
edificio del tercer consejero! — dijo
Iris.
Tarsis y
Klawo ocupaban el otro bólido.
Y
entretanto... El aire comenzaba a iluminarse de rayos.
Los
«mayos» habían comenzado el ataque...
* * *
Los
cañones de medio alcance disparaban sus ondas que buscaban al enemigo.
Uno de
los «mayos» que sobrevolaba los aledaños del centro de la ciudad recibió la
onda y quedó paralizado unos momentos para quedar flotando en el aire mantenido
por el fluido de su mochila.
Los
atacantes utilizaban los primitivos rayos, que si bien eran efectivos,
resultaban mucho menos eficaces.
Sin
embargo, uno de los rayos había alcanzado un bólido, que se desintegró con el
contacto. Aquello levantó un grito de júbilo por parte de los atacantes.
Iris
llevaba la delantera en su bólido, había acoplado su «arma corta» en el lugar
correspondiente y accionaba constantemente la palanca que expulsaba las ondas
para abrirse paso.
Limpió
la pista deslizante alcanzando y destruyendo a varios vehículos.
Tarsis y
Klawo, con sus respectivas armas, ganaban igualmente terreno.
En
aquellos momentos era imposible todo control, porque al tener desconectadas
sus pantallas se escapaban de la vigilancia del cerebro rector y los agentes
les confundían, cuando trataban de contraatacar ya era demasiado tarde.
Sobre
las torres de los edificios los rayos se entrecruzaban en aquella guerra que
se estaba desarrollando.
Iris se
plantó ante la puerta del edificio del profesor consejero. Ya tenía junto a él
a sus amigos y colaboradores. Dispararon los tres, fulminando la puerta
metálica.
Dentro
esperaba la guardia, pero los recién llegados actuaron de prisa. Entraron
disparando.
Los
rayos invisibles abatieron a los guardianes.
— Destruid
el pupitre y seguidme — exclamó Iris.
Tomó la
delantera.
Los dos
jóvenes inutilizaron el tablero con sus armas y el edificio quedó sin ningún
control.
Los agentes
que trataban de entrar en el laboratorio del profesor quedaron automáticamente
incomunicados.
— Esto no me gusta — dijo alguien.
Por
primera vez cundía el pánico en unos hombres que se creían superseguros.
Dos
trataron de escapar.
— ¡Volved
aquí, cobardes! — exclamó su jefe.
No
obedecieron y los fulminó con su arma.
Quedaban
otros seis.
— Tenemos
que continuar... — ordenó el jefe.
En medio
de la vorágine, Iris llegaba con sus dos amigos.
— ¡Ahí
están! — advirtió uno.
Los
recién llegados comenzaron a disparar y algunos agentes cayeron, otros huyeron.
En un
momento, y apoyados en el factor sorpresa, tres hombres habían conseguido lo
que parecía imposible...
El
profesor les franqueó la entrada.
— Bienvenidos,
pero temo que no podremos mantener esta situación. Nos atacarán.
— Profesor,
piense en una cosa? Negroni no se atreverá a destruir este recinto... Sabe que
si el cerebro se inutiliza él morirá también.
— Es cierto, pero nos acorralarán.
— De momento — sonrió Klawo — tienen bastante trabajo con los «mayos».
— ¡Y con
nosotros! — espetó Iris — . Les
ayudaremos desde los miradores exteriores. Y usted cierre bien, profesor...
Poco
después los tres hombres utilizaban ininterrumpidamente sus armas, que si bien
las llamaban cortas tenían un alcance mayor que lo que su denominación podía
dar á entender.
La
guerra proseguía. Los «mayos» habían sufrido importantes bajas, pero
proporcionalmente los agentes de Epsom eran los peor librados.
— Seguid
vosotros — ordenó Iris, mientras él, a través de los corredores exteriores
trataba de llegar hasta la Sede Central del Mando.
— ¡Eh!
¿Dónde vas? — inquirió Tarsis.
Iris, a
pleno pulmón, corrió hasta llegar a la gran torre. Se introdujo en el interior.
El
factor tiempo seguía siendo importante. Su meta ahora era alcanzar el cerebro
rector que controlaba toda la actividad.
No era
fácil llegar hasta allí. Conocía el camino, pero el ancho corredor estaba
perfectamente guardado. Un hombre se tocaba con otro.
Volvió a
salir y transmitió una orden a través de su receptor:
— Ataquen
el almacén general. Háganse con uno de los pequeños computadores. Necesito
también un bólido de guerra, Carguen el computador y esperen instrucciones.
Lo que pedía Iris no era fácil, pero cuando captaron la orden los «mayos» se dispusieron a cumplirla.
* * *
Los
rayos volatilizaron la puerta del gran almacén. Un alud de «mayos» arrolló a
los guardianes. Eran escasos porque no era allí el puesto donde se guardaban
las armas y nunca se había dado el caso de que a alguien se le ocurriese robar
aquellos viejos computadores u otros aparatos técnicos que allí estaban
almacenados.
Poco
después los «mayos» salieron con lo que Iris había pedido.
Otro
grupo se había desplazado hacia una de las bases.
— ¡Atención,
atención! — advertía el altavoz cuando el cerebro detectó a los atacantes en la
proximidad de la base — . Eliminen a
todos los enemigos.
Iris
sabía que los «mayos» iban a necesitar ayuda y no vaciló en conducir su bólido
hasta la base.
Se elevó
para atacar desde lo alto.
El
ataque, por inesperado, causó estragos entre los defensores.
— ¡Nos
ataca uno de nuestros propios bólidos! — dijo alguien.
El
altavoz informó:
— Puede ser Iris. Destrúyanlo, destrúyanlo.
Negroni
ya no deseaba capturarle vivo, quería eliminarlo de una vez.
Pero
Iris supo esquivar las ondas, evolucionando como un maestro, mientras a ras de
suelo los «mayos» ganaban considerable terreno.
Constantemente
en movimiento Iris mareaba a los que pretendían alcanzarle.
Detectaba
las ondas a distancia y entonces bajaba raudo en picado para volverse a elevar.
El
hangar principal de la base ardía a consecuencia de los rayos.
Los
«mayos» casi cuerpo a cuerpo lograron introducirse en el interior. Uno de los
técnicos de Epsom I pasados a su bando consiguió sacar una de las naves de
guerra.
La
operación había concluido.
Iris
descendió rápidamente a ras de suelo.
— Hay
que cargar el computador. ¡De prisa!
En medio
de una lluvia de rayos los hombres se afanaban.
Entonces
Iris estableció contacto con el profesor consejero.
— ¿Todo
va bien? — inquirió.
— Sí,
Iris. Me han desconectado totalmente. Sólo dispongo de esa onda. ¿Dónde estás?
— Hemos
conseguido una nave de guerra. Dentro de poco ,el computador estará a bordo.
Voy a pilotar esa nave. ,
— No, Iris... Piensa que si logro conseguir la
desviación de onda y Negroni le ocurre algo tú morirás.
— ¿Y qué
importa una vida, profesor? Alguien tiene que sacrificarse. Prepárese para el
trabajo. ¿Será suficiente esta onda para mantenernos en contacto?
— Veremos.
— Hay
que intentarlo, profesor. Le avisaré cuando me aleje. Corto.
Iris
tomó su bólido y corrió al refugio de Carpio.
Todos
estaban pendientes de los receptores para seguir la marcha.
Iris se
despidió:
— Vamos
a intentar desviar la onda. Si se consigue, daremos opción a Negroni a rendirse.
Este es mi plan, Si no se rinde, volaremos la Sede Central.
Carpio
comprendió. — ¿Y tú...?
— Sí, Carpio. Alguien tiene que hacerlo. Y vale
la pena.
Se
produjo un silencio, pero no había tiempo que perder.
— ¡Iris!
— exclamó ella en un arranque en el que exteriorizó todos sus sentimientos.
El la
cogió entre sus brazos.
— Nunca
se sabe, Odeilla. Puede que quede alguna esperanza. Adiós.
— ¡No;
adiós, no! ¡Oh! ¡Iris!
El la
besó con fuerza. Era el beso final. Luego... Acaso ya no existiría luego...
CAPITULO XII
— Estoy
preparado, profesor. Me pongo en marcha — informó Iris desde la nave de guerra.
Se elevó
con la solemnidad que caracterizaba aquel tipo de vehículos. O acaso con la
solemnidad del último viaje.
Rápidamente
la nave desapareció en el espacio.
— ¡Cuidado!
— advirtió el profesor— . Capto una onda, puede ser que te hayan seguido.
— No importa. Siga con su trabajo, profesor.
El
tercer consejero del mando, el hombre asustado de su propio invento, comenzó a
trabajar en el tablero.
En el
exterior la guerra continuaba con la mayor virulencia. Caían los hombres en
nombre de la libertad.
Los
«mayos» luchaban bravamente. Los agentes, mejor equipados, mantenían la
situación con ligera ventaja para su bando.
Los
atacantes no podrían resistir mucho tiempo aquel desgaste.
Y el
profesor seguía desconectando electrodos, haciendo pruebas mientras la
pantalla indicadora revelaba que la onda seguía en la misma frecuencia, sin
lograr el desvío.
Dio
instrucciones a Iris.
— Pulsa
el botón rojo de la derecha, el tercero de la serie superior, y dime qué ves en
la pantalla.
Captada
la orden, Iris procedió a cumplir las instrucciones.
En
seguida observó que la pantalla mostraba una serie de círculos que se alejaban
agrandándose, desapareciendo.
Informó
de ello.
— Avisa
cuando los círculos se acerquen en vez de alejarse formando una espiral
continua. Es importante. Si ello ocurre, lo habremos conseguido.
Y el tiempo seguía pasando. Los «mayos» tuvieron
que retirarse para organizar una segunda avalancha.
El jefe
procuraba alentar a los suyos.
— ¡Sé
que lo conseguiremos! Tenemos que conseguirlo — y miraba al firmamento porque
sabía que en parte todo estaba en manos de Iris, y también del profesor.
Y en aquellos momentos dos naves salieron
prácticamente a la cola de la que pilotaba Iris.
Las
captó inmediatamente y dispuso las defensas para los combates del espacio.
Los
expulsores de ondas de largo alcance de las naves enemigas trataban de alcanzar
la que pilotaba Iris, que pudo esquivar sin perder de vista la pantalla.
Los círculos
que marcaban las ondas seguían alejándose.
Iris
hizo que su nave describiera una rápida parábola y exclamó:
— Fuera, sicarios de Negroni, fuera... Me estáis
estorbando demasiado.
Pulsó
con fuerza los dispositivos de ataque. Las ondas fueron expulsadas con el
sonido intermitente.
Una nave
alcanzada quedó paralizada en el espacio breves momentos para hundirse sin
guía.
Otra
evolución evitó a Iris que las ondas de la nave que seguía pegada a su cola
lograran alcanzarle.
Pasó al
ataque y de nuevo la suerte unida a la pericia le favoreció.
— ¡Sin
novedad, profesor! — exclamó al ver que
la nave también desaparecía.
— ¡Bravo,
Iris! He hecho un descubrimiento... — exclamó el profesor a su vez — . Estoy
cambiando la longitud... ¿Observas algún cambio?
— No.
Aún no. ¡Un momento! Observo que los círculos se han detenido. —
A lo
lejos asomaba tímida la aurora rojiza, habitual en la galaxia de Epsom I.
— Sigue en línea recta. No evoluciones — instruyó el profesor — . Aléjate, aléjate.
Obedeció
Iris y seguidamente informó de nuevo:
— Los
círculos siguen detenidos...
— Tengo
que variar la posición de los electrodos — dijo el profesor desde su laboratorio — . Esto
requerirá tiempo. No sé si los «mayos» conseguirán aguantar—
Sí. La
solución del problema continuaba siendo difícil. Tal vez insoluble.
* * *
Había
amanecido tras la noche, agotadora de guerra. Y aún seguía la lucha.
Iris,
atento a la pantalla, inmóvil. — El
profesor, exhausto, efectuó una prueba final.
— Pulsa
al mismo tiempo que yo el segundo botón. Cuando te dé la señal.
— De acuerdo.
— ¡Ya!
Pulsó
Iris y lo hizo el profesor.
Se hizo
un silencio.
De
pronto la voz de Iris sonó llena de júbilo:
— ¡Las
ondas! Funcionan a la inversa.
— ¡Lo
hemos conseguido!
* * *
Sí, lo
habían conseguido, y el profesor dejó oír su voz llena de pesar. Sabía que
Negroni jamás claudicaría y ello produciría su muerte aparejada a la de Iris,
que iba a sacrificarse por Epsom.
— Negroni...
Ya no puedes amenazar al pueblo. Nada quedará destruido en Epsom cuando mueras.
Te aconsejo rendirte.
Negroni
rió.
— Los
traidores como tú, consejero, no merecen ser escuchados. ¡Prendedle!
Los
agentes que custodiaban y protegían al Gran Señor cogieron al profesor.
Todavía
pudo gritar:
— Es
inútil, Iris. Negroni no quiere escucharme...
— ¡Hacedle
callar! — gritó Negroni con la ira reflejada en su semblante otrora siempre
sereno — . Quitadle el transmisor.
— ¡Cuando
percibas la explosión sal de la nave, Iris, sal, es tu única posibili...! — el
profesor no pudo continuar. Fue insensibilizado por las ondas.
Klawo
había calculado el tiempo y desde el laboratorio en el cual aguardaba el
profesor, junto con Tarsis, murmuró:
— Es
inútil. Ya no viene.
Tarsis
se aproximó al transmisor del pupitre del laboratorio y lanzó:
— Salimos,
Iris. El profesor no regresa.
— Lo sé.
Ha sido apresado.
— ¿Qué
vas a hacer?
— Mantenerme
en vuelo, y transmitir la orden de ataque definitivo. Todas las fuerzas de los
«mayos»,se concentrarán en el edificio central por todos los medios y atacarán
con rayos. Ayudadles si podéis.
— Claro
que sí, Iris — repuso Tarsis — . Pero tú...
— No os
preocupéis por mí.
La hora final se aproximaba.
* * *
La
libertad suele tener un alto precio y los «mayos» estaban dispuestos a pagarlo,
pero ya no estaban solos.
La voz
había corrido gracias a Carpio y a los viejos profesores.
Ellos
improvisaron los medios de difusión.
— Todos
tenemos que colaborar... No podemos cruzarnos de brazos... La era de la
libertad puede ser un hecho si todos contribuimos — dijo Carpio, y fue lanzada la proclama.
— ¡Ataque
general a la Sede Central!
Patrullas
recorrían la ciudad para aprovisionar a los voluntarios con las armas de los
que habían desaparecido.
Una de
las torretas de vigilancia, asaltada por los «mayos», era controlada por éstos
en la terrible lucha final.
Bólidos
rescatados repletos de atacantes «mayos», de ciudadanos que se habían adherido
a la lucha avanzaban hacia la Sede Central.
«Mayos»
a cuerpo limpio sin más armas que los cañones de rayos y sin más vehículo que
la mochila que llevaban adherida, avanzaban también.
Las
naves no podían atacarles en aquella dirección porque sus ondas destruirían
precisamente aquello que tenían la obligación de salvaguardar.
El
profesor era reanimado en la sala de torturas. Negroni en persona estaba
presente y Nublo era el encargado de la ejecución.
El
segundo consejero estaba al mando del cerebro central a través del cual
informó:
— ¡Ataque
masivo, Gran Señor!
— ¡Que
los eliminen! ¡Que los eliminen a todos!
— Caen
constantemente, Gran Señor — fue la
respuesta— . Pero ellos siguen. Se proponen lo que dijo el consejero
traidor... Nos aniquilarán.
— Deja
de lamentarte y mantente en tu puesto...
Una
lluvia de rayos y ondas castigaba el edificio. La sólida plancha sensible a las
armas cedió como papel.
Pronto
el fuego comenzó a salir por los puntos destrozados por los rayos.
Las
ondas quemaban con otra clase de fuego invisible y convertían el interior del
edificio en un horno.
Los
agentes huían aterrorizados.
Era una
hora de pánico.
La hora
final.
Iris
seguía a la escucha. Cuando percibiese la señal definitiva sabía que había
llegado el fin.
Un
zumbido le puso en estado de alerta.
Su mano
derecha estaba sujeta a la palanca de salida de emergencia. Llevaba puesta una
escafandra con todos los acondicionamientos necesarios para poder tripular por
el espacio sin conseguir salir.
La
lluvia de rayos seguía abatiéndose contra la sede del tirano.
El
consejero segundo ya no podía seguir en su puesto. El gran cerebro había sido
pasto de las ondas, todo se disolvía en humo.
El
tremendo esfuerzo de los atacantes estaba dando sus últimos frutos.
Todo
aquello estaba costando muchas vidas, pero la victoria final estaba allí
misino.
Una
tremenda explosión por los gases acumulados convirtió el edificio en un volcán
inmenso.
El
profesor cayó de rodillas cuando los focos se apagaron. Nada funcionaba porque
era el fin.
Rió, rió
con fuerza y cayó como fulminado.
Negroni
trató de escapar, en busca de una salida. De pronto sintió los efectos de las
ondas mortales.
— ¡Ah! —
gritó en medio de la sala de torturas que se hundía.
Su
cuerpo quedó rígido y aún pudo decir:
— ¡Epsom
I será destruido! Es mi volunt...
No
concluyó la frase.
Cayó
fulminado y en el mismo instante Iris percibió la señal. Eran los últimos
latidos del corazón de Negroni.
Pulsó la
palanca.
La nave
se volatilizó en el aire...
* * *
Iris
flotaba medio inconsciente, ayudado por los aparatos manuales.
Se había
salvado, sí, se había salvado por menos de un punto de la cuenta del reloj.
Ahora
regresaba a un planeta cuyos habitantes habían sabido pagar un alto precio por
la libertad.
Tardó
mucho, muchísimo en llegar, y lo hizo en un estado de total agotamiento físico
y moral.
Despertó
en un lecho en casa del doctor Carpio. Lo primero que vieron sus ojos fue la
sonrisa de Odeilla.
El
sonrió también.
— Todos quieren aclamarte, Iris — dijo ella — . Saben lo mucho que hiciste por
ellos.
— No,
Odeilla... Esto ha sido obra de todos y ojalá la lección impida la aparición de
otros déspotas — repuso Iris.
Ella le
acariciaba el rostro. Sabía que en adelante todo iba a ser distinto.
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