lunes, 29 de mayo de 2023

MARCAPASOS (DOUGLAS KIRBY)

 

 Sin lugar a dudas, una de las más importantes escritoras fue María Victoria Rodoreda Sayol (Berga, 1931 – 22 de Julio de 2010, Barcelona), tanto por el impresionante volumen de su obra como por su capacidad para escribir todo tipo de géneros literarios, algo inusual para las mujeres de la época, encasilladas en casi todos los casos dentro del género romántico. 

Al margen de su labor como guionista de comics, desarrolló la mayor parte de su carrera literaria dentro de la novela popular, empleando multitud de seudónimos, como Marcus Sidereo, Vic Logan, Ronald Carter, Al Sanders, Douglas Kirby, Holm Van Roffen, John Talbot, Mark Donovan, Rand Mayer, Richard Dexter, Robert Dexter, Harry Feldman, Rock Morley, Ronald Carter, T. Danforht, Dagmar Lorn, Dorian Lane, Frank Loman, Ian De Marco, Johan Bergman, Chance Lane o John Palmer. ​De todos ellos (según algunas fuentes, más de 40 seudónimos). Sin lugar a dudas los más famosos son Marcus Sidereo, -atribuido en ocasiones erróneamente a Enrique Sánchez Pascual-, y Vic Logan.

CAPITULO PRIMERO

Los observadores del habitáculo espacial enfocaron sus telescopios sobre la superficie, desde el interior de la nave gigante.

El speaker a través del micrófono informó:

— Experimento «Corazón en marcha». Preparados para la cuenta atrás.

Los siete miembros del comité tenían los ojos puestos en el hombre que se hallaba en el centro de la explanada que hasta entonces había sido utilizada — y construida—  para toma de contacto y despegue de las naves y bólidos del espacio.

Todo aparecía desierto a excepción del hombre que se hallaba en el centro del inmenso polígono, Un hombre solo en una inmensidad de terreno yermo.

Al fondo, un edificio metálico con la sensación de vaciedad absoluto era la única construcción de aquella estación espacial, un auténtico satélite mantenido gracias a los poten­tes rayos magnéticos de Epsom I.

A través de los telescopios, los siete, miembros del comité continuaban su observación.—  Experimento «Corazón en marcha». Preparados para la cuenta atrás —  repitió el speaker.

Entonces por el altavoz resonó la conocida voz de Negroni.

— Perfectamente —  dijo la voz — . Que descienda la nave ejecutiva. Dé la orden, speaker.

Y           el «hablador» transmitió rápidamente la orden reci­bida al mando de la nave ejecutiva?

— Operación «Corazón en marcha». Nave ejecutiva, tome contacto con el satélite.

Los observadores pudieron apreciar la nave de reducido tamaño que tras la evolución de saludo se deslizó hacia la zona de toma de contacto.

El aire levantó un extraño polvillo antes de que el vehículo se posara sobre el suelo artificial.

El hombre que hasta entonces había permanecido inmó­vil se echó ligeramente hacia atrás al recibir la ráfaga de viento provocada por el vehículo «ejecutivo»,

A continuación, del vehículo recién llegado surgieron tres hombres armados con las conocidas «armas cortas».

Empuñando las metralletas de microondas los tres aero­nautas recién descendidos encañonaron al hombre que hasta aquel momento había permanecido solo en el centro del polígono.

Y otra vez la voz del locutor repitió lo que era dado ver desde las tres naves que evolucionaban en el espacio, cerca del satélite artificial.

— Nave ejecutiva en su sitio. Los designados están pre­parados para ejecutar las órdenes.

Desde la nave de mando, Negroni se arrellanó en su sillón y observó la escena a través del telescopio con una sonrisa.

— Esto está bien. Esto está bien — repitió— . Creo que vale la pena.

Tenía a su lado los tres consejeros de Epsom I.

Nublo, el consejero I y hombre de confianza, asintió levemente y los otros dos corroboraron su acción.

Negroni sonrió de una forma extraña.

 Estamos trabajando para el futuro... Para el futuro de Epsom I. ¿Alguien tiene algo que objetar?

 Nada, Gran Señor —  repuso Nublo — . Tú eres Epsom I. Sin ti, Epsom primero no sería nada. Tú haces y deshaces. Los ciudadanos dan su aprobación porque tú representas la sabiduría.

 Nublo ha hablado en nombre de todos —  repuso otro de los consejeros. Era el Profesor Jefe.

El tercer consejero permaneció silencioso, pero ello no pareció inmutar al Gran Señor Negroni, que en seguida repuso:

 El pueblo, una vez más, está de acuerdo con su Gran Señor. Nada, pues, impide que la operación «Corazón en marcha» pueda empezar... Puedes dar la orden, Nublo.

Nublo, desde la nave aproximó a sus labios el micró­fono de tubo flexible que tenía en uno de los brazos de la butaca y habló?

— Atención, speaker. Operación «Corazón en marcha». Comience la cuenta atrás...

Una tercera nave de testigos evolucionaba a distancia prudencial entre la Nave Jefe y la de los siete observado­res oficiales.

Muchos rostros podían verse a través del telescopio común.

El cristal que formaba parte del fuselaje de la nave constituía un poderoso mirador que aumentaba y aproxi­maba las imágenes lejanas. Desde allí, los testigos de la tercera nave podían ver exactamente lo que estaba ocu­rriendo.

Y todavía no ocurría nada porque los tres hombres por­tadores de las armas cortas que se habían situado frente al que se hallaba en solitario esperaban instrucciones, pero no dejaban de apuntarle, de encañonarle.

La voz del speaker recitó algo que parecía haberse apren­dido de memoria:

— Operación «Corazón en marcha»... Epsom I te habla a ti, Monitor Jacobich. Por decisión de tus conciudadanos, y como castigo de tus faltas, se te condena a desaparecer, pero al mismo tiempo y por la gracia soberana de nuestro Gran Señor Negroni, serás el pionero de un experimento sin límites y tu nombre, Monitor Jacobich, pasará a la historia.

Los testigos de la tercera nave sabían que aquello se trataba de una ejecución vulgar y corriente, pero nadie estaba informado de por qué aquella sentencia tenía que cumplirse en el satélite artificial de Epsom I.

Tampoco se había dado información con respecto al experimento del que debía ser pionero el reo.

Y el reo, en aquellos momentos se hallaba frente a sus inmediatos ejecutores.

Ahora le encañonaban con las palancas de disparo de sus respectivas armas preparadas.

La voz del speaker continuó:

— Empieza la cuenta atrás — y al decirlo pulsó un botón que iluminó un punto de una pantalla de coorde­nadas.

En el centro de la cuadrícula podía verse un círculo o diana. El punto luminoso comenzó a descender en forma oblicua, lentamente.

— Nadie puede detener el mecanismo de la suprema voluntad de los habitantes de Epsom I — dijo Negroni, comprobando la pantalla de su nave cuando el punto lumi­noso se había puesto en marcha en busca del centro de la diana.

 Atención a los ejecutores —  informó el speaker.

Y los tres hombres, sin dejar de apuntar al reo, aguza­ron los oídos.

La voz que llegaba a ellos perfectamente a través de sus respectivos microaltavoces adosados a sus correspondientes equipos de vuelo, continuó dando las instrucciones:

— El punto centro es la señal. Cuando perciban el zumbido, cumplan su deber.

Y en la pantalla el punto luminoso iba trazando una línea imaginaria en busca del fatídico centro.

Todos los que por un motivo u otro eran testigos esta­ban pendientes del reo y de sus ejecutores.

El punto luminoso seguía avanzando.

También podían verlo los representantes del «pueblo», los testigos que libremente habían podido costearse el viaje hasta el satélite artificial.

Las manecillas que medían el tiempo avanzaban inexo­rables.

El punto luminoso debía atravesar únicamente tres cua­drículas correspondientes a otras tantas coordenadas.

Dos cuadrículas.

Una. La última.

Uno de los encargados de aquella ejecución musitó:

 Lo siento, Monitor Jacobich.

Nadie pudo oír aquella exclamación que el hombre soltó en el último instante.

Nadie, excepto sus compañeros y el reo.

Y el punto luminoso saltó la coordenada y se aposentó en el centro de la diana luminosa.

En el mismo instante se produjo un zumbido continuo que pudo oírse a través de los altavoces de las tres naves.

Negroni acentuó su extraña sonrisa.

El speaker informó:

 Punto Cero.

El zumbido podían oírlo también los encargados de la ejecución.

Sus «armas cortas» soltaron las ondas mortales, invisibles a los ojos, pero terriblemente eficaces.

El reo se enderezó como si todos los nervios de su cuerpo se hubiesen tensado de repente.

Inmediatamente todo su cuerpo se aflojó, como un fuelle que recobrara su normal posición.

Todo el mundo —  todos los presentes —  sabía que aque­llos eran los efectos de las ondas mortíferas.

El reo había «desaparecido», como llamaban en Epsom I a los «no vivientes».

Los ejecutores seguían en su sitio, esperando órdenes.

El zumbido del punto luminoso en la diana de las coor­denadas continuaba dejándose oír ininterrumpidamente.

De pronto el zumbido desapareció. Un acelerado tictac vino a reemplazarlo.

El nuevo latido no duró más allá de los dos segundos. A continuación se produjo algo que nadie parecía esperar.

El suelo del satélite artificial se pulverizó en una explo­sión enorme, indescriptible. Una explosión sorda, sin em­bargo, sin ruido alguno.

Los encargados de la ejecución desaparecieron entre la materia del satélite.

El edificio metálico que desde los tiempos de su inau­guración había sido sede del control del satélite pareció volatilizarse y sus elementos formaron parte de aquel pol­villo que lentamente se convertía en una extraña nube.

Aquello parecía una visión fantástica. Una pesadilla, algo irreal.

¿Qué era lo que había sucedido?

Los observadores seguían silenciosos.

Negroni miraba con su telescopio particular sin inmu­tarse. Sus consejeros permanecían igualmente impasibles.

Ya no quedaba nada del satélite, sólo aquella nube que parecía alargarse, deformarse, hacerse más grande, dila­tarse y tomar forma transparente.

Después...

Después, lentamente todo se volatilizó. Desapareció la nube tragada por los espacios abismales de lo desconocido.

Todo recobró la limpidez propia del espacio iluminado por la luz del sol que alimentaba y daba vida a todo el sistema.

Por fin, completamente disipada la nube, ya no quedó nada.

La estación espacial obra y orgullo de Epsom I había desaparecido totalmente de una forma alucinante.

 ¿Qué es esto? —  preguntó uno de los testigos.

Pero nadie podía contestar aquella pregunta. Nadie sabía lo ocurrido en el satélite artificial tras la ejecución del reo Jacobich. Un condenado cualquiera...

Acaso Negroni sí lo sabía, y tal vez sus consejeros, pero estos permanecían silenciosos. 

CAPITULO II

 ¡Estamos atrasados! ¡Yo os digo que vivimos en un lugar atrasado! Tenemos que despertar a la vida... A cuanto nos rodea. Ignoramos todo cuanto los que vivieron millo­nes de épocas anteriores supieron disfrutar y gozar...

El que así discurseaba era un mozalbete de unos dieci­siete años, de aspecto aniñado, pero robusto, fuerte, de buena complexión atlética que vestía de forma distinta a la concurrencia.

Quienes le escuchaban — dos docenas de jóvenes algo mayores —  utilizaban el atuendo gris de Epsom I. Un traje completo que parecía adherido al cuerpo, y cerrado por cierres de contacto.

El mozalbete al que todos conocían por Tarsis, utilizaba lo que para los demás resultaba una extraña vestimenta. Un pantalón que no llegaba a sus pies doblado hacia dentro y una camisa sin cuello de color crudo de tela porosa. Descotado al revés que los demás, cuyos cuellos de la prenda única les tapaban completamente el cuello.

Había un silencio absoluto mientras el mozalbete Tarsis hablaba a las afueras. Lejos del núcleo urbano de Epsom I.

A lo lejos podían verse las pisadas deslizantes donde se movía el sistema de transporte público, como un telón de fondo.

Tarsis prosiguió:

 Los antiguos conocían el significado de los sentimien­tos. No eran simples muñecos como nosotros. Tenían capa­cidad propia para reaccionar, para opinar, para decidir y escribir su propia historia.

— ¿Escribir? — se atrevió a interrumpir uno de los presentes¿Qué significa escribir?

 Exponer ideas por mediación de unos signos. Así la gente podía comunicarse entre sí, y a distancia.

 Nosotros también podemos comunicarnos —  repuso otro de los que estaban presentes.

— Por medio de aparatos regidos por máquinas. Las máquinas están programadas. Sólo pueden decir lo que se les ha enseñado cuando se procede a su montaje...

— ¿Quiénes eran esos monstruos que podían escribir? —  rió uno casi en plan de burla.

— ¿Monstruos? — cortó Tarsis— . No eran monstruos. Yo he leído que eran «seres» como nosotros. Y por la descripción que dan los que escribieron esos libros diría que casi eran iguales que nosotros... Sí. Completamente iguales en lo esencial... Podían procrear, podían moverse, andar, pensar, correr, descansar...

— Lo que tú dices, Tarsis — terció otro— , es conspira­ción... No se puede conspirar contra las , normas estable­cidas.

— Yo no conspiro... Trato de que la gente comprenda que existe otra forma de vivir... Esto no puede estar pro­hibido. No va contra nadie. ¿Es que no lo entendéis?

 ¡Cuidado! —  advirtió alguien.

Todos se volvieron hacia el punto que el joven había indicado.

Dos bólidos «elevadores» habían dejado la pista desli­zante, para volar hacia el descampado dónde Tarsis, sobre unas piedras estaba haciendo su discurso «informativo».

 Son los agentes —  gritó otro.

El grupo se disolvió rápidamente mientras los dos bóli­dos llenos de agentes se aproximaban.

 ¡No os marchéis! Si tenéis noción del peligro es que también estáis dispuestos a pensar...

Pero nadie le escuchaba ya. Todos habían procurado ponerse a salvo.

Los agentes corrían en pos de los fugitivos, provistos de porras de «insensibilización».

Uno de los que trataban de ponerse a salvo recibió el rayo procedente de aquella extraña porra que tenía la virtud de adormecer.

Era uno de los sistemas del planeta.

El rayo insensibilizó al fugitivo, que igual que si fuese víctima de un calambre se desplomó.

 ¡Han tocado a Klawo! —  se oyó una voz.

Dos agentes se hicieron cargo del cuerpo del «insensibi­lizado» mientras otros se dedicaban a rodear a Tarsis, que no se había movido de su improvisado estrado.

 ¡Quedas detenido en nombre de las leyes de Epsom I! —  advirtió el que llevaba el galón de jefe de los agentes.

 ¿Detenido? ¿Por qué tengo que ser detenido? Negroni siempre ha preconizado la libertad.

 ¡No nombres al Gran Señor Negroni! No tienes dere­cho a usar su nombre en tu propio beneficio. ¡Lleváoslo!

Varios agentes a la orden de su jefe se apresuraron a capturar al joven, que comenzó a debatirse entre los brazos de los que le sujetaban.

 ¡Soltadme! ¡Habláis de libertad, pero ignoráis qué cosa es ésta!

— ¡Deja de hablar, rebelde! No eres más que un trai­dor... Te harán confesar de qué lugar provienes que sólo sirves para causar disturbios — repuso el jefe, apuntándole con su porra.

— Yo soy de aquí... Como vosotros. Todos somos epsonianos, pero a mí no me han insensibilizado el cerebro... ¡Tenemos un cerebro!

— ¡Basta! — gritó el agente— . Sólo dices tonterías...

Apuntó con su porra a Tarsis y el rayo le insensibilizó, dejándole a merced de los agentes.

Un bólido desvió su ruta de la rampa deslizante.

Alguien hizo una seña al jefe, que a su vez se volvió.

— Bueno, bueno..., llevadle al vehículo — ordenó, refi­riéndose al joven Tarsis.

El bólido no tardó en sobrevolar el tramo existente entre la pista y el lugar donde se desarrollaba la escena.

Descendió un hombre joven, vigoroso. Su traje monocorde, al revés de los agentes que utilizaban el negro, era blanco, con un gran escudo en el lado izquierdo de su cuerpo.

Los agentes que se llevaban al inconsciente Tarsis se

quedaron inmóviles ante la mirada glacial del recién llegado.

¡Lleváoslo! ¡De prisa! —  ordenó su jefe.

El recién llegado rectificó?

 Soltadlo. Yo me haré cargo de él.

— Estoy cumpliendo un servicio, agente Iris — repuso el jefe con actitud fría.

 He dicho que lo soltéis —  fue la escueta respuesta del recién llegado.

— Soy el jefe de la patrulla y estoy en acto de servicio — recordó el agente.

— Sí. Ya sé que estás en acto de servicio. Yo también — volvió a decir el recién llegado, luego volvió la mirada a los demás y añadió —  : He ordenado que lo soltéis.

Rectificó para aducir:

— Dejadlo en mi vehículo. En cuanto a ti, agente de servicio, puedes informar lo que mejor te parezca. Pero a mis amigos no los toques. Te lo advierto.

— ¡Pero eso es ir en contra de...! — empezó el agente jefe.

 Denúnciame a tus superiores —  atajó Iris.

El «blanco» Iris, alto, fuerte, de mirada penetrante e in­quisitiva se mostraba implacable, inflexible... Todo el mundo sabía quién era y lo que podía.

Los agentes no dudaron en obedecerle.

Tarsis quedó colocado en la trasera del vehículo del recién llegado. El agente jefe masculló algunas palabras ininteligibles, luego tuvo que ver cómo Iris se alejaba y aún se volvía cuando estaba ya junto a la puerta del vehículo del que había descendido.—  ¡Agente de servicio! ¿No te han enseñado a saludar a tus superiores? —  inquirió.

Y el agente de servicio, de tez arrugada y mirada sal­vaje, tuvo que enderezarse y avanzar la mano derecha con­forme al saludo ritual de Epsom I.

Iris desapareció en el interior de su vehículo.

El jefe de servicio, lleno de cólera, ordenó a sus subor­dinados:

— Llevaos a éste...

«Este» era al que habían insensibilizado cuando inten­taba huir. Era el único al que habían conseguido echar mano.

 ¿Quién es? —  preguntó el jefe de servicio.

— Se llama Klawo... Ya es habitual en esta clase— de reuniones —  repuso uno de los agentes.

El jefe de servicio sonrió.

— ¿Klawo, eh? Bueno... No está mal. Creo que hemos realizado una buena captura...

Luego los agentes se alejaron del lugar, que quedó completamente solitario.

CAPITULO III

 ¡Klawo! — exclamó el joven Tarsis como si volviese en sí tras una larga pesadilla.

Odeilla le tranquilizó,

Odeilla, con su aspecto sereno y grato acarició la cabeza del muchacho.

 No te inquietes, Tarsis —  musitó.

 ¡Oh! —  exclamó el joven, removiéndose en la litera —  . Estoy en... ¿Y Klawo?

Fue el agente Iris quien replicó por detrás de Odeilla: — ¿Ya te has repuesto? Me alegro. Tengo que hablar contigo.

 Me insensibilizaron, ¿verdad? Ahora empiezo a recor­dar... Gracias por haberme librado de ellos, Iris. Gracias... Ahora me someterán a tortura. Conozco bien sus métodos.

 Déjame a solas con él, Odeilla —  pidió gravemente Iris.

La muchacha cambió una mirada con Iris y asintió, alejándose seguidamente hacia la pieza contigua de la casa.

— ¿Te vas a enfadar conmigo, Iris? — inquirió el mu­chacho.

— Te estás pasando de la raya, Tarsis. Lo que haces es jugar con fuego. El fuego quema... Y quemarse equivale a desaparecer.

 ¡Oh, Iris! Tú no puedes decirme esto. Tú me com­prendes.

— Sí, sí. Te comprendo... Pero haces mal. No debes provocar esas reuniones prohibidas.

 ¡Iris! Alguien tiene que hacerlo. Vivimos con retra­so... Nos han inutilizado el cerebro. Nos han obligado a «no pensar».

— Eres libre de pensar lo que quieras, pero esas maldi­tas reuniones puedes ahorrártelas. Están prohibidas y tú lo sabes. Yo no estaré siempre a tu lado para impedir que te torturen.

— Sé que te comprometo y que tú... tú... quieres a mi hermana y...

— Basta... Si de veras quieres evitarnos trastornos vive de acuerdo con las leyes

 Iris... Tú no puedes apoyar lo que ocurre en Epsom I... Tú eres inteligente. Algunas veces hemos hablado y has llegado a darme la razón. Y has leído mis libros y te han gustado...

— Escucha, y acabemos de una vez... Lo que tú y yo digamos particularmente, no tiene valor. ¿Lo entiendes? ¡No tiene ningún valor! Es como el pensamiento... Lo que cuenta es lo que puede hacerse públicamente...

 ¡Oh, Iris! Pero tú dijiste...

 ¡No importa lo que dije!

 ¡Iris!

Iris lanzó un bufido. Parecía dolerle tener que repro­char al chico sus actos, o acaso retractarse lo que en alguna ocasión llegaron a hablar los dos.

— Está bien, está bien... Hay que acatar la ley esta­blecida.

— Tú no pensabas así. Te han «inmunizado el cerebro». «Inmunizar», ésa es la palabra que emplean, ¿eh? Lo llaman «inmunizar». Pero yo digo que es otra cosa... Lo inu­tilizan, nos convierte a todos en autómatas.

— ¿Quieres callarte?

— Iris... Sé que algún día vendrán los «mayos», son la gente que han vivido durante años postergados. Los habi­tantes de la zona maldita. Ellos no lograron ser sojuzgados por el déspota que nos gobierna.

 Los mayos serán aplastados, Tarsis. De ello quería hablarte.

 Iris... Tú prometiste tu ayuda...

 Yo no prometí nada.

— Tú estabas con nosotros... Somos unos cuantos. Ya sé que no hay muchos, pero haremos lo que sea para liberar nuestro habitáculo.

 Olvida esto. No hay subversión.

 ¡Iris! Te has vendido.

 |No vuelvas a decir esto! — espetó el agente, suje­tando al muchacho por la ropa y obligándole a incor­porarse.

 ¡Oh! Dejad de discutir — intervino Odeilla, que había aparecido nuevamente en el umbral de la puerta, atraída por la discusión que ambos hombres llevaban en elevado tono.

 No quiere ayudarnos, Odeilla. ¿No lo has oído? Ahora se vuelve atrás... Mis amigos...

 Será mejor que digas a tus amigos que se olviden de toda posible insurrección..., por el momento.

 Pero ahora...

— Considéralo como una orden..., para el bien de todo nuestro habitáculo.

 Pero..., debe de existir alguna razón para que me digas esto... ¿Cuál es, Iris?

 No hay ninguna razón. Lo siento.

 ¡Tiene que haberla!

 Por favor, Tarsis. No me saques de quicio. Haz lo que te digo. Habla con tus compañeros y disuelve todas las reuniones. En adelante no podré hacer nada por vosotros.

El muchacho se levantó de la cama. Puso los pies en el suelo y calzóse sus babuchas elásticas. Estaba abatido.

Iris volvió la cabeza y cambió una mirada con Odeilla, que tampoco acababa de comprender, aunque como mujer deseaba la paz entre todos y en especial entre los que ella quería; su hermano y el hombre con el que soñaba unirse algún día;

Tarsis lentamente comentó:

 Muchos han muerto, por la causa.

— Lo sé — repuso Iris sin mirarle.

 Y Klawo... Le han detenido. Lo he visto antes de que me «insensibilizaran».

 ¿Klawo?

 Sí. Un compañero. Ahora lo estarán torturando. Pensé que tratarías de liberarlo.

 Te advertí que dejaras estas reuniones.

 ¡Necesitamos más adeptos!

 ¡Adeptos para que les ocurra lo mismo que a Klawo! —  bramó el agente Iris.

 No lo entiendo, Iris. Yo creí que estabas a nuestro lado... Que nos apoyabas... No lo entiendo.

Iris, sin responder, dejó la estancia y se dirigió a la habitación contigua para recoger su casco que había dejado sobre una mesa.

Odeilla le siguió.

 Iris...

— ¡Sé lo que vas a decirme! — cortó él— . ¡Lo siento! No hay respuesta... Pero adviérteselo tú misma a Tarsis. La próxima vez que se meta en un lío no podré hacer nada por él.

— Sabes que yo no soy partidaria de la violencia, Iris. Me asusta todo lo que se planea... Deploro los registros a las casas particulares y vivo siempre conforme a las leyes esta­blecidas...

 Sí, Odeilla, lo sé, lo sé...

 Pero eso no impide que me dé cuenta de las cosas. Tarsis me ha dejado leer sus libros. Es todo tan distinto...

 Odeilla... Tú sabes que fue el profesor Lambert quien os enseñó esos signos antiguos... Contra todas las prohi­biciones, el buen maestro creyó haceros un bien a vosotros y a todos los que clandestinamente quisisteis aprender de las fuentes «antiguas».

Hizo una pausa y añadió:

— ¿Sabes lo que le ocurrió al profesor Lambert?

Ella asintió cabizbaja, murmurando:

 Le hicieron «desaparecer».

 Exacto. A él y a todos los que habían aprendido en esos libros... Sólo pudisteis salvaros unos cuantos.

 Gracias a ti, Iris...

— Sí. Gracias a mí, pero ya no puedo protegeros más.

— ¡Iris! — exclamó ella en un arrebato— . No es justo que nos impidan saber cosas.

 Tal vez lo injusto es aprender demasiado.

 No te comprendo. Pareces cambiado. Tu último viaje te ha trastornado.

— Sí...

— ¿Qué pasó, Iris?

El guardó silencio, la muchacha insistió:

 ¿Acaso es un secreto?

— Mejor que lo sea — repuso él sin levantar la voz.

 Iris... Sé que tendrás poderosas razones para decir lo que dices..., para haber cambiado tu actitud.

 Las tengo, Odeilla.

 Iris, mi hermano dice que habías descubierto el modo de acabar con la tiranía... Que todo podría desarrollarse sin víctimas.

 En una guerra siempre hay víctimas...

Se hizo de nuevo un silencio que ella volvió a inte­rrumpir:

— Yo no entiendo de esas cosas... Preferiría que todo ocurriera siempre sin violencias, pero somos jóvenes..., y vemos las cosas muy distintas a como quieren hacernos—  las ver. ¿Sabes? También creo que el Gran Señor Negroni es un déspota...

Las palabras finales de Iris, como réplica a la frase de la muchacha, adquirieron un tinte funesto:

 Debes desear para el bien de todos que al Gran Señor Negroni no le ocurra nunca nada. ¡Nada!

— ¿Eh?

— Mientras él esté con nosotros..., nada tendremos que lamentar.

Y el agente Iris salió de la casa. 

* * * 

El rayo de la tortura se abatía contra Klawo.

Klawo, joven, de la edad y aspecto de Tarsis, perte­necía a la nueva generación de libertadores.

Pero en Epsom I no se podían tener ideas que fueran contrarias a las normas establecidas.

No importaba que esas normas fueran despóticas. Era la ley.

En el centro de la sala circular, fríamente metálica, Klawo se retorcía al recibir el impacto del rayo que tor­turaba su cuerpo.

Era una clase de martirio refinado. No precisaba meca­nismo manual. El rayo lo hacía todo.

Todos los posibles dolores físicos se hallaban condensados en aquel invento cuyo rayo proyectado al sujeto le convertía en un despojo, en una piltrafa, y la víctima pedía a gritos la muerte.

 ¡No, no! — gritaba Klawo.

El encargado de las palancas de mando esperó las órde­nes de Negroni, que personalmente solía dirigir aquella clase de operaciones a las que asistía con sumo placer.

Con una seña, indicó al encargado que cortara la tor­tura.

Cuando el «verdugo» desconectó la palanca correspon­diente, Klawo cayó al suelo completamente insensibilizado.

 Sometedlo a la prueba del frío. Esto le reanimará — ordenó Negroni.

No era necesario transportar al sujeto para que éste sin­tiera el frío en todos los poros de su piel cual si le sumergieran en un baño helado. Bastaba pulsar la palanca correspondiente.

Primero era la psicosis que se creaba en su mente. La extraña visión que en el subconsciente se formaba de la tortura del frío. Luego, el sujeto víctima del feroz expe­rimento sentía en su cuerpo como si realmente fuera sumer­gido en una materia totalmente helada.

La prueba resultó totalmente satisfactoria porque de inmediato, Klawo comenzó a convulsionarse, lo cual daba a entender que había despertado y ahora sentía la sensa­ción del hielo.

Sus dientes castañeteaban y todo su ser se estremecía.

 Ya ha despertado —  sonrió el «verdugo».

 Un baño caliente —  ordenó escuetamente Negroni.

Del más intenso de los fríos, Klawo pasó por tremendas

temperaturas abrasadoras.

Su cuerpo desnudo enrojecía por momentos mientras le faltaba el aire para respirar.

Seguía, sin embargo, en el centro de aquella estancia circular, aunque sus sensaciones le llevaran a las antiguas piscinas candentes o a las aguas heladas de los viejos lagos del planeta.

Aquella tortura se prolongó lo indecible, hasta más allá de lo que parecía posible resistir.

Desde la plataforma de observación, los siete observa­dores oficiales estaban presentes para testificar aquella tortura.

Un octavo testigo, con los puños crispados, observaba igualmente a Klawo en la sala circular. Era Iris.

Iris recordaba sus propias palabras:

«Mientras el Gran Señor Negroni esté con nosotros nada tendremos que lamentar.»

Era mentira. ¡Mentira! — se decía a sí mismo— . Sin embargo, nada podía hacer para impedir que Klawo sufrie­ra, que otros sufrieran...

Bastaba una visión a las distintas pantallas que domi­naban distintas zonas del habitáculo—

Sí. En muchos lugares en aquellos momentos patrullas de agentes de servicio practicaban registros en las casas particulares... Se llevaban presos, maltrataban a las familias.

¿Por qué?

No había ninguna explicación. Es decir, no la hubiese habido en cualquier habitáculo libre, pero en Epsom I todo era distinto. La libertad se entendía de otra forma.

Bastaba querer escuchar lo que se comentaba en aque­llas escenas que las pantallas retransmisoras ofrecían.

 No... No me detengan. Yo soy fiel al régimen de Negroni —  decía el cabeza de familia.

 Tú eres un traidor... Lo sabemos. Tenemos pruebas. Te haremos confesar —  replicaba uno de los agentes.

 ¡No se lo lleven! ¡No se lo lleven! —  lloriqueaba una mujer.

Pero el hombre era arrastrado...

Luego, ya en la calle, cuando el detenido pasaba al inte­rior del bólido de los agentes, podía oírse un comentario del jefe:

 Esto será suficiente para que no haya conspiración en la zona...

Con esas palabras quedaba descrito el proceso. Era la ley del terror. Detener y torturar para escarmiento de los demás. La detención de un ciudadano ponía en guardia a los demás.

«¿Qué habrá hecho?», se preguntaban.

«Es mejor no saberlo», era la respuesta.

De este modo todo el mundo procuraba no saber más de lo que debía, de lo que era permisible en el planeta.

— No... Mientras Negroni el déspota siga viviendo, Epsom I carecerá de libertad — se dijo Iris, pero tuvo que admitir, aun en contra de su voluntad —  Y, sin embargo, con Negroni muerto todo sería peor... ¡Todo!

Y en la sala circular Klawo pasaba por una nueva tortura.

 El baño templado — .había ordenado Negroni.

Y la mitad del cuerpo del torturado experimentaba un frío indecible. La otra mitad estaba al rojo.

Esa constituía la tortura más refinada. ¡Helarse y que­marse a la vez! Un hallazgo jamás igualado...

 Ya está bien. Ahora hablará —  sonrió Negroni.

Cuatro agentes lo sacaron de la sala circular al borde de la perdida de la sensibilidad, con todo su ser atormentado todavía. No iban a dejarle descansar ni un momento mien­tras estuviera prisionero.

Luego le llevaron a la sala de los interrogatorios.

Los potentes focos deslumbradores le convirtieron casi en una antorcha. No podía abrir los ojos, pero si los cerraba sentía como un latigazo en el cuerpo y tenía que abrirlos.

Y las voces...

Aquellas voces torturándole a preguntas. Todas a la vez, sin poderlas contestar porque no le dejaban hablar.

Y así tiempo y tiempo...

Y los látigos que parecían surgir de todas partes cuando intentaba cerrar los ojos.

 Repite con nosotros —  decía una voz — : Epsom I es un planeta libre. Los hombres aquí son todos felices. No hay problemas gracias a nuestro Gran Señor Negroni. Repite. ¡Repite, repite...!

Y torturado, casi sin habla, Klawo tenía que repetir lo que no sentía... En realidad ya no sentía nada.

 ¿Quién es él jefe de la conspiración?

 ¡Habla!

 ¿Qué es lo que preparan?

— ¿Cuándo?

 ¿Con qué elementos cuentan?

 ¡Sus nombres!

 ¡Habla!

 ¿Quién es el jefe?

— ¡Negroni! —  exclamó Iris, apareciendo en el puesto de observación personal del Jefe Supremo.

Los tres consejeros se volvieron incrédulos. Nadie tenía autorización para penetrar en aquel aposento.

 ¿Cómo se atreve? —  inquirió Nublo, avanzando hacia el recién llegado.

 Tengo una comunicación urgente.

— Hay fórmulas establecidas para transmitir las cosas urgentes —  atajó Nublo.

Intervino sonriente Negroni:

 Mi fiel Nublo, nunca aprenderás a conocer a nuestros activistas... Iris es un rebelde en el fondo. Esperaba su visita... ¿Qué es eso tan urgente, Iris? Si no puede esperar los trámites legales, valdrá la pena oírlo.

— Se ha cometido un error con Klawo, Gran Señor — repuso Iris.

 ¿Un error? ¿Se cometen errores en Epsom I?

 Los vivientes no hemos alcanzado la perfección, Gran Señor. Ordena que se deje de torturar a ese infeliz.

— ¿Te molesta la tortura, eh, Iris? — sonrió el Gran Señor — . Eres fuerte, viril, sin embargo, a menudo te mues­tras débil ante el sufrimiento ajeno. ¿Qué te importa a ti ese rebelde?

 Preconizamos ser justos en nuestros dominios. ¿No es así, Gran Señor?

 Y lo somos. No te quepa duda que lo somos... ¿Quie­res que mañana convoque un referéndum? Toda la gente llenará los lugares públicos, y apareceré yo en las pantallas y pediré la opinión que merece mi sistema... Me aclama­rán. Preguntaré si en algo les parezco injusto y la respuesta será unánime. No. No hay injusticia en mis dominios. Los epsonianos lo saben, porque Epsom I soy yo... Sin mí, el planeta no existiría, y tú lo sabes, ¿verdad, Iris? Tú sabes que digo la verdad.

Tras un silencio, Iris admitió:

 Sí, Gran Señor Negroni.

 Dilo, quiero oír cómo tú lo dices. Anda, dilo. Di quién soy yo y qué sería el planeta sin mí.

 El Gran Señor Negroni es Epsom I. Y ahora haga detener la tortura.

 ¿Cómo te atreves...? —  empezó Nublo.

 Nuestro querido y admirado activista no puede ser de otra manera. Aquí somos tolerantes, liberables, por eso Iris está con nosotros y goza de nuestra confianza —  murmuró suavemente Negroni.

Hablaba con esa seguridad que da el poder. Un poder absoluto e irrevocable por muchos conceptos.

Sus palabras suaves eran portadoras, sin embargo, de una sinuosa amenaza.

Por el altavoz seguían las preguntas de los agentes inves­tigadores dirigidas a Klawo.

Repetían:

 ¿Cuántos son los conspiradores?

— ¿Cuándo atacarán?

 ¿Con qué medios cuentan?

 ¡No hay conspiradores! —  espetó Iris.

— ¿Estás seguro? — inquirió Negroni, incrédulo y sarcástico — . ¡No me digas, Iris!

 Este es el error, Gran Señor. Había un pequeño núcleo, pero han huido. Nadie atacará el régimen. Se lo garantizo.

— Ya lo habéis oído, señores consejeros. Iris asegura que el régimen no será atacado. Iris, uno de nuestros pri­meros activistas en informadores oficiales... Bien, si él lo dice, que cese la tortura de ese desventurado. Que lo devuel­van a su hogar..! ¡Ah! Y que le impongan una de nuestras medallas con que premiamos a nuestros colaboradores vo­luntarios... Se la ha merecido.

Iris no soportaba aquel cinismo, pero no replicó nada a las palabras del déspota.

Cesó la tortura y a través de las pantallas pudo verse a Klawo

caer sin sentido, insensibilizado tras las indecibles penas sufridas.

— ¿Satisfecho el activista Iris? — sonrió el Gran Señor.

 En efecto, Gran Señor.

— Bien, bien... Y ahora si no tienes nada más que decir, te ruego te retires. Los asuntos de Estado, como puedes suponer, no me dejan demasiado tiempo para charlar con mis colaboradores... ¡Ah! Y llévate a Klawo si es amigo tuyo...

Con una reverencia Iris salió de la estancia.

Nublo se apresuró a decir:

 Con todos los respetos, Gran Señor, Iris ha cam­biado últimamente. Sostiene conversaciones con gente sos­pechosa de haber sido discípulos del profesor Lambert, el que enseñaba a leer en los viejos libros.

 ¿De veras? —  soltó Negroni, sarcástico.

 No existen pruebas concretas, pero...

— Mi querido Nublo... Si Iris es un conspirador quiero tenerlo cerca. A los conspiradores hay que tenerlos cerca..., para saber de primera mano las informaciones.

 Pero pueden traicionarle...

— ¿A mí? No, Nublo... Iris sabe que no puede traicio­narme. Lo sabe... —  y sonrió taimadamente.

Se sentía seguro, indestructible.

Muy pocos conocían el secreto de tanta seguridad...

CAPITULO IV

Klawo descansó en la casa de Odeilla y de Tarsis, mientras Iris, el activista— informador, realizaba una visita a la vivienda subterránea del viejo doctor Carpio.

En los llamados suburbios del habitáculo, se hallaban las viviendas que databan de la época primaria. Eran espa­cios subterráneos que en la actualidad podían beneficiarse, como en el caso del doctor Carpio, de las radiaciones que permitían iluminar la morada por los medios naturales.

Carpio era un hombre viejo, de rostro arrugado y as­pecto cansino.

 Mi querido Iris. Celebro tu visita.

— Doctor... Necesito su ayuda. Es muy importante,

— Sabes que siempre estoy dispuesto a hacer un favor al hijo del que fue mi mayor amigo y colega. ¿En qué puedo servirte, hijo?

 Doctor, es necesario salvar a Epsom I de una catás­trofe...

— ¡Oh, Iris! Las guerras no conducen nunca a nada... Recuerdo las enseñanzas de mis mayores...

— Al contrario, doctor — atajó Iris— . Trato de evitar una guerra, sería nefasta.

 ¿Cómo piensas salvar a Epsom I? ¿Y de qué?

 Doctor..., usted lo sabe perfectamente. De la tortura se ha llegado a hacer un espectáculo para los desocupados del Palacio Supremo.

El doctor Carpio frunció el entrecejo y sacudió la cabeza de un lado a otro.

 Puede que todos tengamos la culpa de que las cosas hayan llegado a esos extremos...

 Han llegado hasta donde no pueden suponer...

 Iris... He oído rumores de que los «mayos» están en pie de guerra. Un técnico evadido les ha enseñado los secretos de la construcción de armas... ¿Estás enterado?

Iris asintió.

— Sí. Lo estoy.

— Sé que siempre has sido un paladín de la justicia, pero en este caso temo una catástrofe. No te mezcles.

 Desgraciadamente tengo que hacerlo, pero al lado del déspota..., por lo menos hasta que usted encuentre lo que ando buscando.

 No té entiendo —  inquirió interesado el doctor Carpio.

 El poder del déspota en estos momentos es superior al que muchos imaginan. Sólo unos cuantos estamos en el secreto... Un secreto terrible. Sólo se divulgará pública­mente cuando él lo crea justo. ¡Justo! Esta es otra palabra que no tiene sentido si se asocia con Negroni.

— ¿Qué clase de poder es ése? — preguntó el doctor.

— No puede figurárselo, doctor... Es algo que estre­mece sólo de pensarlo. El máximo poder que puede tener un gobernante en todos los sistemas y formas de vida...

Tras una larga pausa repuso— .

 Negroni sabe que ni el peor de sus enemigos osaría atacarle en estos momentos.

 ¿Debido a... ese nuevo y extraordinario poder? — pre­guntó el médico.

Más interesado aún, el hombre de ciencia rogó:

 Habla, Iris. Habla. Te escucho...

* * * 

La zona maldita estaba lejos de Epsom I.

En tiempos sirvió de cobijo a las razas primarias, luego se desechó para construir la gran ciudad del habitáculo.

Y Epsom, concentrada en la llanura se había ido engran­deciendo y creando nuevos núcleos, pero todos lejos de la zona maldita.

De suelo rocoso e improductivo esa zona, donde vivían los «mayos», era pobre, carente de alimentación natural, y si la gente podía subsistir era gracias a los que bur­lando la vigilancia y las leyes de Epsom I, lograban intro­ducir víveres.

La ayuda de científicos desterrados, expulsados, había contribuido grandemente a que los «mayos» continuaran subsistiendo.

Sustancias del propio suelo tamizadas en los rudimen­tarios laboratorios, mezclas de distintas materias transfor­madas, habían conseguido tabletas medicamentosas que ayu­daban a sobrevivir, pero el índice de mortandad se elevaba con el paso del tiempo. La alimentación artificial debilitaba a los «mayos». La desaparición de aquel pueblo en medio de la indigencia era el propósito de Negroni.

No se molestaba en exterminar a aquellos seres, los dejaba «desaparecer» poco a poco.

Por otra parte la zona era azotada por constantes epi­demias. Mandar agentes al lugar, lo cual ya había realizado Epsom I en los primeros tiempos de su subida al poder, implicaba serios peligros.

Porque no era fácil eliminar a los «mayos». Ellos sabían dónde esconderse y los agentes necesitaban pasar tiempo en descubrirles, y con la estancia en la zona maldita —  de ahí el nombre—  corrían peligro de epidemias incurables.

Intentar arrasar el lugar con un bombardeo de rayos, dé nada servía tampoco — Negroni lo había probado tam­bién—  porque los «mayos» cambiaban de sitio constan­temente. Muy pocos sabían cuáles eran sus escondrijos.

Probado todo y no resignándose a la derrota, Negroni optó por el aislamiento. Pena de tortura y muerte a quien procurara víveres a los «mayos»... Su pensamiento fue bien claro. Que ellos mismos vayan dejando de existir...

Pena de tortura y de muerte para quien osara visitar el lugar era otra de las leyes promulgadas.

Iris, sin embargo, no había vacilado en realizar dos o tres viajes.

Y fue precisamente cuando vio la indigencia de aquella gente y conoció sus justas aspiraciones que decidió pres­tarles su apoyo.

Y ahora una vez más, amparado en la noche y co­rriendo los riesgos lógicos volvía a la zona prohibida con su bólido ultrarrápido, que lejos ya de las rampas des­lizantes sobrevolaba la zona de nadie, un desierto arenoso, con cráteres que otrora fueron lagos.

En su viaje, que emprendió tras su charla con el doctor Carpio, recordaba las palabras de uno de los jefes de la zona maldita:

— Sólo pedimos que se nos otorguen los mismos dere­chos. Queremos casas decentes, fábricas para producir y autosostenernos, que se nos concedan los materiales para construir zonas productivas artificiales para obtener ali­mentos. Intercambiaremos la producción con lo que nece­sitemos. Los «mayos» hemos sido siempre trabajadores, tenaces... ¿Qué delito hemos cometido? Todo el habitáculo era nuestro antes de llegar los invasores. No hemos querido someternos y el castigo ha sido el aislamiento. Ni siquiera admiten parlamentar, pero algún día nuestro pueblo vol­verá a ser fuerte y entonces ellos sufrirán las conse­cuencias...

Iris pensaba en aquellas palabras.

El jefe tenía razón. No habían cometido más delito que el de no someterse a un régimen de tiranía.

Otros jefes supremos de Epsom I, habían sido más condescendientes y hasta llegaron a admitir el diálogo, aunque la verdad es que la zona de los «mayos» siempre quedó relegada.

Pero lo anterior sabía a gloria comparado con lo suce­dido al llegar Negroni a la jefatura.

Y así estaban las cosas.

Pero la zona maldita había cambiado últimamente.

En apariencia todo seguía igual, sin embargo...

Junto a cada roca y en las normales entradas al sub­suelo, que era el refugio indestructible de sus habitantes, que por medio de extensas galerías subterráneas se comu­nicaban con toda la zona, había siempre un hombre de guardia.

En el interior era dónde realmente se habían operado los cambios.

Utilizando piedra viva, cascotes, deshechos de quién sabe dónde, habían construido una industria.

Una industria dedicada a la destrucción.

Armas, rayos primitivos, municiones a la antigua usan­za, lanzallamas..., ésa era la producción de aquella industria increíble.

Dos técnicos habían estado trabajando largos períodos y ahora todo estaba ya a punto.

En una de las galerías, jóvenes «mayos» a los que se alimentaba en grado preferencia!, se instruían día y noche en el manejo de aquellos artefactos.

Se les instruía también en la lucha personal.

Divididos en secciones, cada grupo era adiestrado en la forma de atacar.

Un monitor — Solmi— , compañero del que había sido «fulminado» en el satélite artificial, instruía a uno de los grupos.

 Tenedlo presente siempre... Nos enfrentaremos con un enemigo que posee mayores medios, por eso nuestro lema debe ser la rapidez en el ataque. Sólo de este modo pode­mos obtener la victoria. Cuando entremos en combate estaremos en inferioridad en cuanto a armamento, pero nuestra instrucción es superior a la suya... Los agentes de Epsom I no poseen la agilidad que os hemos inculcado. A ellos les basta con ser intocables. Su principal fuerza radica en saber que nadie osará levantarse contra ellos. No quiere esto decir que carezcan de adiestramiento, pero están relajados, no conocen esa actividad que tratamos de incul­caros, ni la agilidad que habéis obtenido... Por eso los entrenamientos tienen que ser duros y se exige de vosotros el máximo...

El jefe se aproximó al grupo y estuvo observando los ejercicios hasta que uno de los hombres se acercó a infor­marle:

— Iris acaba de llegar. Tiene un comunicado urgente.

 Está bien. En seguida voy —  repuso.

Poco después se reunía en otra de las galerías, alum­brada como todas por la luz de algo parecido a una llama, pero que jamás se extinguía.

— Me alegro que hayas venido, Iris. Estamos ya dis­puestos para la lucha. Faltan los últimos toques.

 Tenéis que olvidaros de esto —  atajó Iris sombría­mente.

 No hablarás en serio.

— Completamente... Convoca a los hombres porque es necesario que todos sepan la verdad.

 ¡Iris! Muchos no han podido vivir lo suficiente para ver realizado este proyecto, otros han muerto de inanición para dar su ración alimenticia a los que se preparan para combatir. A su modo han sido tan buenos soldados como los que inevitablemente caerán en la lucha, ¡Todos nos hemos sacrificado en aras de la libertad! ¿Cómo puedes pedir que tras tantas privaciones renunciemos ahora?

 ¡Es necesario!

— ¿Por qué?

 Es algo terrible.

 ¡Iris...! Sólo la esperanza nos ha hecho más llevadero el tiempo. Ahora no puede existir razón alguna por la que tengamos que desistir. Dices que hay algo terrible que impi­de el ataque...

— Y es cierto.

 ¿Más terrible que nuestra forma de vivir?

 Quizá.

— No, Iris, pídeme cualquier cosa, pero yo no daré ninguna orden de retroceso.

— ¡Tendrás que hacerlo!

 ¡Nunca!

 Escucha...

 ¡No, escucha tú, Iris! —  clamó el jefe.

 ¡No he venido a discutir...! — Y el de Epsom I sacó su arma corta.

— ¡Iris! — el jefe miró incrédulo— . Tú no puedes...

Trata de callar un momento si te es posible y sabrás la verdad... ¡Lo siento! — Iris guardó el arma y añadió —  No pensaba atacarte... Pero es necesario que me escuches...

— ¿Cuál es esa verdad? — preguntó el jefe, serenándose.

— Reúne a los demás. Esto tenéis que saberlo todos.

El tono grave de Iris convenció a su interlocutor, que se alejó en busca de los jefes secundarios. 

CAPITULO V

Estaban todos reunidos en la galería donde solían tomar las decisiones importantes.

En lugar destacado Iris comenzó a hablar?

 Todos conocíais al Monitor Jacobich;

Asintieron.

 Fue una desgracia que le descubrieran —  adujo el jefe principal — . Jacobich fue de los primeros en recono­cer nuestra causa.

 Jacobich era también amigo mío. Y yo fui testigo de su muerte.

Se produjo un silencio que rompió el propio Iris para continuar el relato que apenas había empezado.

— Le fulminaron en el satélite artificial. Fue algo que nunca olvidaré... La verdad es que pasó bastante tiempo entre su detención y el momento de cumplirse la sentencia; lo cual es algo desacostumbrado en Epsom I. Muchos pen­saban que Negroni le había perdonado, pero la verdad era muy otra. Terrible...

Hizo otra pausa ante el silencio general.

— A Jacobich le practicaron una extraña operación en el corazón... El tercer consejero de Negroni fue el inven­tor de ese algo terrible... Se trata de instalar un dispositivo en el mismo corazón del sujeto. Es un aparato diminuto que funciona por medio de los mismos latidos del cora­zón, pero además posee vida propia por mediación de ondas, conectadas a un cerebro recto. Esas ondas son total­mente inofensivas mientras el corazón del sujeto late, pero...

Aquí hizo otra pausa para añadir a continuación:

— En el momento en que el portador del artefacto muere, al dejar lógicamente de latir el corazón, las ondas cobran vida propia y se produce la destrucción total del punto a que hayan sido conectadas.

Alguien rompió el silencio para preguntar:

— Entonces...

Iris atajó lentamente para decir:

 El satélite artificial quedó totalmente destruido mo­mentos después de que el corazón de Jacobich dejara de latir.

Hubo miradas de asombro que se cortaron cuando Iris añadió todavía:

 Esto fue sólo una prueba. Negroni utilizó a Jacobich para probar el experimento... Y con Jacobich sacrificó a sus tres ejecutores y volatilizó la estación interplane­taria.

 Pero eso... ¿Qué tiene que ver con lo nuestro? —  pre­guntó otro de los jefes.

El jefe principal creyó comprenderlo, pero dejó que fuese Iris quien lo dijera.

 Ya dije que Jacobich fue utilizado para el experi­mento, porque ahora ese mismo artefacto que inventó el tercer consejero lo lleva el propio Negroni adherido en su corazón. ¿Lo comprendéis ahora?

Se produjo un murmullo que acalló Iris para seguir:

— Ahí está su poder... El lo dijo una vez. «Epsom I soy yo.» Los habitantes no cuentan. El es el habitáculo y con su muerte quedará destruido... Esta es su mayor garantía de que nadie le traicionará. Nadie de quienes estamos a su lado, y seremos los más directamente interesados en sal­vaguardar su vida.

 ¡Es increíble! — musitó a media voz uno de los» oyentes.

 El despotismo refinado...

— Lo más canallesco que haya podido concebirse...

El jefe principal terció:

— ¿Y no existe medio alguno de inutilizar esas ondas?

 En absoluto —  fue la respuesta de Iris — . Al menos por el momento. He hablado con el doctor Carpio. Es un médico retirado, digno de toda confianza. En principio opina que las ondas son indestructibles, a menos de hallar el medio para efectuar una desconexión.

— ¿Y destruyendo el cerebro rector? — preguntó alguien.

 Se produce la muerte del sujeto y la onda por vida propia actúa, procediendo igualmente a la destrucción.

 Entonces haría falta saber dónde están las cargas explosivas —  adujo otro de los reunidos.

— No existen cargas explosivas — recalcó Iris— . ¿No lo entendéis? Es la onda la que destruye... Una onda de una frecuencia superior a las utilizadas en nuestras «armas cortas». Una onda criminal que destruye por el solo hecho de haber sido creada. Una onda indestructible y destruc­tora a la vez.

El jefe principal rompió el silencio que las terribles palabras de Iris habían producido.

 Todo perfectamente calculado. — Sí, demasiado...

— ¿Qué podemos hacer?

— Nada, sino esperar. Carpio me ha dicho que traba­jaría en ello. Puede existir una única solución, un tanto utópica, pero de momento es nuestra única esperanza.

 ¿Qué solución? —  preguntó el jefe principal. — Encontrar la contraonda... El elemento negativo que destruya el positivo. La antimateria del sistema que eli­mine el poder destructivo sin destruir a su vez.

 ¿Y esto es posible?

La respuesta de Iris resultó descorazonadora: — Nada es seguro.

— Y secuestrando a Negroni... ¿Has pensado en esto,

Iris?

— Sí. Lo he pensado...

 Eliminándole a bordo de una nave...

— No soluciona el problema. El tercer consejero lo explicó bien... La onda incide en Epsom... Ocurra donde ocurra el fallecimiento de Negroni, el habitáculo se desin­tegrará.

 ¡Pero Negroni morirá algún día por causas naturales! —  exclamó alguien.

Iris asintió.

— Desde luego... Y ése será su mayor triunfo, porque tras él nadie podrá sobrevivir.

 No puede ser posible tanta maldad — comentó otro de los jefes.

Todos parecían pensar en alguna solución, pero empe­zaban a ver tan claramente como Iris que no existía posi­bilidad alguna.

— No podemos desencadenar la guerra — murmuró el jefe principal— . Sería precipitarnos nosotros mismos a la destrucción.

— Y aun respetando la vida de Negroni — intervino Iris—  os sometería a su poder... Tendríais que obedecerle para no perecer. Tiene los triunfos en la mano.

 No hay esperanzas —  fue el comentario hecho al unísono por varios de los jefes.

— Sólo una. Encontrar esa contraonda — volvió a decir Iris — . Trataré de reclutar a todos los científicos para que trabajen en colaboración con el doctor Carpio... Esa es nuestra única esperanza.

No había nada más que decir.

Las esperanzas de los que habían trabajado para la libertad se veían frustradas.

Las víctimas del arduo trabajo habían muerto en vano.

El hambre, la miseria, los esfuerzos hechos alegremente se convertían de pronto en otra de las torturas habituales de Negroni.

Parecía que el déspota se hubiese complacido en con­sentir aquel esfuerzo colectivo que a la postre había de resultar inútil.

No. No había nada más que decir. Acaso sólo hacer votos para que los científicos encontraran aquella hipoté­tica contraonda.

Iris abandonó aquella zona miserable del habitáculo. Había impedido la guerra que hubiera podido significar la destrucción total aun consiguiendo la victoria.

Regresó con su bólido a Epsom I. Aquella fabulosa metrópoli que tras el lujo y la prosperidad aparente era sólo una inmensa cárcel a las órdenes del despótico Negro­ni. El hombre que llevaba la destrucción en su propio corazón. 

CAPITULO VI

Tras la larga noche de Epsom I (1) comenzó otra jor­nada de actividad.

Las patrullas de agentes vigilaban las pistas más con­curridas del habitáculo y hasta permitían pasearse, con aquel aire de superioridad que los ciudadanos habían llega­do a odiar.

Ellos —  los agentes —  representaban la autoridad abso­luta e inapelable y no se detenían ante ningún atropello.

Las hembras del habitáculo eran frecuentemente perse­guidas. Por ello procuraban evitar a los agentes «negros».

Odeilla salió de la fábrica y esperó el transporte colec­tivo que en forma de vehículo articulado, deslizante, trans­portaba a los obreros a sus zonas de residencia.

Uno de los agentes se aproximó al jefe de servicio Spiru.

Spiru era el jefe a quien Iris le había arrebatado jor­nadas antes a Tarsis,

Spiru, además, no simpatizaba en absoluto con Iris. Ningún agente hacía buenas migas con los activistas— infor­madores que venían a actuar a modo de detectives.

El agente en Epsom venía a ser la fuerza de choque, mientras que el activista— informador era considerado —  y de hecho lo era —  como el cerebro; aunque ambos cuerpos actuaban de forma independiente, si bien los activistas—  informadores tenían un grado superior y podían dar órde­nes a los jefes de servicio.

El agente informó a Spiru:

 Es ésta, señor. Se llama Odeilla. Trabaja en la recep­ción de informes de los cerebros de la factoría. Es la compañera de Iris.

El jefe de servicio Spiru sonrió.

 Detenedla —  ordenó. 

(1) La jornada de Epsom tiene la equivalencia de medio día terrestre, mientras que las noches invariablemente podrían ser equi­paradas a tres de las nuestras. 

— Puede ser peligroso, señor — advirtió el agente.

 ¿Peligroso para quién? —  preguntó Spiru.

El agente sonrió.

Oficialmente en Epsom no ocurrían irregularidades de ninguna clase. Los agentes eran considerados como seres rectos y justos que jamás se propasaban con sus dete­nidos.

Si alguien osaba acusarles de algún atropello, ese alguien era oficialmente detenido, pero nadie denunciaba a un agente porque sabía que la forma de ser atendido era pasar a la sala de torturas...

Y una vez fuera de la sala, declaraba «libremente» que se había equivocado y que reconocía que no tenía razón alguna para acusar al agente.

Bastaron unos cuantos escarmientos para que nadie hiciera uso de la alienable libertad que «oficialmente» gozaban todos los ciudadanos.

Odeilla observó cómo dos agentes se aproximaban mien­tras ella guardaba turno en espera del transporte colectivo.

Nerviosa trató de avanzar para entrar nuevamente en la factoría como si hubiese olvidado algo.

Los agentes apretaron el paso.

Odeilla intuyó que iban a detenerla, pero estaba ya junto a la puerta.

En aquel momento las puertas metálicas funcionaron rápidamente para cerrar la entrada. Era imposible refu­giarse dentro. Se volvió.

Los dos agentes estaban ya a su lado.

Era inútil gritar porque nadie hubiera osado ayudarla. Y así se dejó sujetar por los dos agentes.

— Vamos. El jefe de servicio quiere hablar contigo —  le advirtió uno de ellos.

La gente, sus compañeros de la factoría, todos los que estaban presentes hicieron como si no vieran nada. Era lo mejor en esos casos.

Una de las compañeras, sin embargo, se salió del turno de espera y echó a correr por el paso deslizante. Era peli­groso, porque los bólidos particulares (oficiales) corrían a velocidades imposibles de describir con palabras.

La muchacha, sin embargo, se arriesgó. Sabía dónde podía encontrar a quien decir lo que había visto.

Y mientras, Odeilla era obligada a subir a uno de los vehículos oficiales.

En silencio ocupó un asiento y a su lado se colocó el jefe de servicio Spiru.

 Adelante —  ordenó al conductor del bólido.

El vehículo se deslizó por la pista magnética que hacía que todos los vehículos fueran involcables.

Sonó el zumbido oficial y el bólido rebasó a los que tenían menos prisa. El zumbido era algo que se tenía que respetar.

Se elevó al llegar al «trébol» para evitar el cruce. Bas­taba para ello pulsar el botón de despegue para que cada bólido quedara automáticamente impulsado hacia arriba sin perder la velocidad.

Poco después, tras un largo recorrido que se estimaba en cinco leguas de Epsom (1), el vehículo se detuvo ante el edificio metalizado del cuerpo oficial de los agentes.

Odeilla fue sacada en silencio.

Todos sabían para qué la quería el jefe de servicio Spiru.

Se introdujeron en el edificio. Spiru pasó por delante del tablero automático, que controlaba la guardia.

 Interrogatorio —  dijo simplemente.

Una de las pantallas del tablero emitió unos signos. Luego tras un zumbido se abrió la puerta I.

 Seguid patrullando —  dijo Spiru a los agentes —  . Para interrogar a Odeilla me basto yo. 

Los otros asintieron y pasaron nuevamente delante del tablero para informar:

— Patrulla.

Esperaron la inmediata conformidad del tablero, que les franqueó la salida.

Spiru indicó un ascensor a Odeilla. No había puertas. Bastaba subir a una palanca.

Luego Spiru dio la orden a través del micrófono:

 Jefe de servicio Spiru, sala tercera. 

(1) Legua de Epsom equivalente a 11.111 metros aproxima­damente. 

Ello bastaba para que la plataforma descendiera emitiendo el consabido zumbido.

Mientras descendían, el jefe de servicio informó:

 Nadie puede utilizar las plataformas si no tiene la voz registrada. Un buen sistema para evitar a los intrusos. ¿No te parece?

Odeilla no respondió.

— Todo está controlado en nuestro Cuerpo Oficial.

Tampoco dijo nada la muchacha.

 Te lo advierto porque no imagines que tu agente acti­vista pueda venir a buscarte. Ahora estarás conmigo hasta que yo lo decida... Y me portaré bien contigo si tú te portas bien conmigo... No soy tan... tan malo como algunos creen. ¿Sabes?

La plataforma se detuvo y un luminoso oscilante emi­tía una señal en forma de flecha que equivalía a decir: «Paso Libre».

Caminaron por el corredor iluminado. El tono amari­llento, tanto en techo, como paredes y suelo daba un aspec­to agradable, como si aquel pasadizo ancho y liso condu­jera a un lugar de diversión.

Se detuvieron junto a una puerta metalizada, que como todas las que Odeilla había visto al pasar disponía de un círculo hueco junto a la pared. Era el micrófono a través del cual debía emitirse la señal fonética para que la entrada quedara franca.

 Jefe de servicio Spiru —  dijo él a través del círculo —  . Necesito entrar.

Tras el zumbido la puerta metálica se abrió rápida­mente hacia arriba,

— Adentro — ordenó Spiru, empujando la espalda de Odeilla, que había quedado indecisa en el umbral.

Ante ella apareció una sala circular. Observó los focos. Le habían hablado de lugares como aquél destinados a la tortura.

Vio también un sillón al fondo cuyos brazos estaban llenos de botones de mando.

En lo alto y en un punto determinado de la sala circu­lar de alto techo podía verse el cristal correspondiente a la zona o galería de observación.

Bajo el cristal rectangular estaba la puerta.

Un mecanismo remoto que manejó Spiru iluminó la puerta y él la invitó a seguir.

— Voy a enseñarte algo... —  dijo simplemente.

Tras la puerta no había escalera alguna, ni rampa. Una plataforma y el micrófono que estaba en todas partes.

 Arriba —  dijo simplemente Spiru, y la plataforma se elevó.

Momentos después estaban en la galería de informa­ción.   

 Te dije que te mostraría algo. Vas a ver... —  Fue hacia el pupitre de mandos y pulsó un botón marcado con un signo determinado.

— Mira por el observatorio — añadió el jefe Spiru.

Ella lo hacía todo con desgana, y con miedo que tra­taba de disimular.

Entonces vio que un panel de la pared de la sala circular que desde su puesto podía ver en su totalidad, se abría y salía un «ser».

La criatura daba la impresión de caminar a impulsos de algún resorte oculto.

Hasta que estuvo en el centro de la estancia circular, ella no comprendió que se trataba de una criatura arti­ficial.

— Son «víctimas de instrucción». Ya nos quedan pocas. No las fabricamos. Nuestro Gran Señor prefiere utilizar para los experimentos y las pruebas «seres» reales... Mira, mira.

El «ser» artificial quedó inmóvil en el centro de la estancia y entonces Spiru comenzó a manipular en el pupi­tre que controlaba desde el observatorio todos los com­plicados mecanismos.

Potentes focos de luz blanca tiñeron al ser, que de repente quedó totalmente blanqueado. A continuación extraños rayos procedentes de disimulados y semiocultos orificios se concentraron en la «víctima» artificial.

El ser se contorsionó como si se tratara de alguien que tuviera realmente vida propia.

De pronto la vestimenta gris común a todos los habi­tantes del planeta comenzó a desaparecer, como si un ácido corrosivo invisible la quemara volatilizando la ropa.

Un grito estentóreo salió de la falsa garganta de la «víctima».

 ¡Pare esto! — exclamó Odeilla, hablando por pri­mera vez.        Eres muy débil. Es sólo un «ser» artificial. ¿Te sor­prende que se construyan tan perfectos?

 ¡Párelo! ¡Es horrible! — adujo ella.

 Sí. No vale la pena destrozarlo. Nos quedan muy pocos... Pero el tercer consejero está trabajando en un sis­tema que nos facilitará seres de esa clase, pero más per­fectos... Los reos de traición serán convertidos en seres artificiales...

Ella escondió la cabeza horrorizada.

Spiru le hablaba de aquellas cosas con un tono natu­ral, como si fuera lo más corriente, algo lógico. ¡Conver­tir criaturas vivientes en seres artificiales!

— Me habían hablado de las torturas que empleaban... Pero esto sobrepasa todo lo imaginable.

— Bueno... A ti no te someteré a ninguna tortura si te portas bien... He querido mostrarte esto tan sólo para que vieras lo que te ocurrirá si te opones a lo que yo te ordene. — Y con un ademán le indicó el camino a seguir.

Se abrió una puerta que hasta entonces había quedado sumida en la penumbra del observatorio.

Abajo, en la sala circular se apagaron las luces. Y ella anduvo hacia el nuevo aposento que Spiru le indicaba.

Era una sala funcional, con un gran diván circular en el centro.

 Este es un sitio especial reservado para los jefes... Voy a darte algo para que te animes un poco.

Se aproximó a un ángulo y apretó un botón. Un panel se abrió y surgió una mesa con algunos frascos y una espe­cie de jarro en forma de damajuana de tamaño reducido, que contenía un líquido transparente.

Spiru eligió un frasco y sacó una tableta de color azulado.

 Creo que ésta irá bien. Tómatela. Sentirás un hormi­gueo en todo tu cuerpo. Esto te relajará, luego toma un poco de agua ligera. El último producto destinado para los que poseemos cargo oficial.

 No quiero esta pócima —  espetó ella.

 No empecemos. Odeilla. Recuerda lo que puede ocurrirte.

 ¡No me importa! ¡Tortúreme si quiere!

El sonreía.

 Sé para que sirve esa clase de pócima —  siguió Odeilla —  . Hace enloquecer...

— Sólo de placer... Sólo de placer — sonrió él aproxi­mándose.

Odeilla retrocedió, pero Spiru la alcanzó sujetándola por los brazos.

 ¡Quieta! Me gustas, Odeilla... Y quiero que seas mía... Y de nada servirá que luego hables con tu Iris... Queda­rás marcada, con la señal de las que pertenecen al cuerpo oficial de los agentes. Tenemos algunas...

 ¡Porque las han obligado! Ninguna mujer accede por su voluntad. Nadie quiere actuar contrariamente a los prin­cipios de lo natural.

 ¿Lo natural? ¡Oh! Te refieres a tener un compañero de por vida... Formar lo que llamáis un hogar. Procrear... Yo te enseñaré cosas mejores —  y comenzó a despojarse de la porra oficial, del arma corta que llevaba enfundada, y lue­go se volvió hacia ella — . Vamos, querida Odeilla. Tómate la pócima o tendré que obligarte.

Tenía en sus manos el aparato del control remoto. Lo utilizó y al instante un panel de la pared se despegó bascu­lando hacia delante. Del interior surgieron dos «seres arti­ficiales».

— Son domésticos, ¿sabes? Pero ellos te obligarán...

Y los seres avanzaron con paso mecánico. Tenían figura humanoide y ojos en el colmo de la perfección, pero nada irradiaba vida en ellos. Y Odeilla sintió un escalofrío mien­tras aquel par de criaturas inhumanas seguían hacia ella.

 Carecen de nuestro tacto y no tienen noción del daño que pueden causar —  explicó Spiru.

Ella retrocedió asustada.

 Las tabletas azules —  ordenó Spiru.

Uno de los seres artificiales alcanzó el frasco y extrajo torpemente una de las tabletas. El otro siguió hacia ella. Era como un hierro que fuera tras el imán.

Estuviera donde estuviera la mujer, los «artificiales» la seguían.

 ¡Cogedla, ya! —  ordenó Spiru.

 No... No... —  gimió ella.

Ya no podía seguir. Se había acurrucado contra un ángulo de la pared.

Los dos «artificiales» estaban allí. Avanzaron sus brazos articulados, cubiertos con la vestimenta gris, como si fueran humanoides reales.

— ¡No! — gritó ella.

Se debatió mientras aquellas férreas manos apretaban hasta hacerle daño.

Extrañas uñas fuertes como puntas de acero se clava­ron en su piel.

 Abre la boca antes de que lo hagan ellos —  ordenó Spiru.

Vio ante sí una manaza que avanzaba hacia su cabeza.

Se vio sujeta con la fuerza de una máquina impla­cable.

Sintió un dolor intenso en los nervios de la faz y ya no pudo resistir más tiempo.

Tuvo que abrir la boca y aquella mano fantástica le introdujo la tableta azulada.

 ¡Ahora dejadla! —  ordenó Spiru.

Los dos humanoides se alejaron tras haber cumplido su misión. Volvieron al rincón de donde habían surgido y el panel tornó a su posición normal, mientras ella comen­zaba a contorsionarse entre jadeos.

No podía decir lo que sentía en aquellos instantes.

Spiru reía satisfecho de su obra.

Odeilla se movía, accionaba los brazos como si se desperezara con violencia.

Todo el cuerpo de la mujer era una continua con­vulsión.

 Sólo unos momentos —  murmuró —  . Luego tú misma caerás en mis brazos...

Fue hacia un rincón y de un hueco de la pared extrajo un instrumento parecido a los fórceps quirúrgicos.

Sacó también un recipiente de líquido humeante.

Introdujo el instrumento en el líquido y arreció el humo.

Luego utilizando el instrumento como pinza sujetó una caja metálica de reducido tamaño.

La fuerza corrosiva del líquido hizo mella en el metal, y cuando Spiru dejó de apretar quedaron cinco agujeros en forma de garra. Aquélla era la marca...

Spiru avanzó con el fórceps hacia la mujer.

 Quítate esa ropa. Voy a marcarte.

Ella estaba inmóvil.

Su cerebro comenzaba a cambiar. Ya no era capaz de resistirse. La pócima estaba haciendo su efecto.

Y mientras...

CAPITULO VII

La compañera de Odeilla había llegado jadeante hasta la zona de futuras construcciones.

El inmenso descampado de varias leguas de Epsom mos­traba los descarnados accidentes del terreno.

En las ruinas de lo que debió ser una edificación muy antigua, el material formaba una especie de túnel.

La mujer había corrido hasta allí gritando.—

 ¡Klawo, Klawo!

Se introdujo en aquella especie de túnel de material bien distinto al que se usaba en la actualidad en el habitáculo.

El recinto medio subterráneo de color terroso era como una larga canal en la que era necesario andar encorvado.

Tenía alguna ramificación o bifurcación hacia el centro y de ellas apareció Klawo.

Klawo, a pesar de las jornadas transcurridas desde su tortura, todavía parecía mostrar huellas del suplicio reci­bido.

 ¡Karen! — exclamó al reconocer a la muchacha.

 ¡Klawo!— No deberías estar aquí... Es peligroso que las mujeres solas se queden fuera después del cierre de las factorías. Cualquiera podría detenerte y...

 ¡Han detenido a Odeilla! — exclamó ella, llegando junto al muchacho.

 ¡Odeilla!

— Sí. Ha sido uno de los jefes. Creo que es ése que se llama Spiru. Suele ir con frecuencia por el sector.

 Spiru fue el que me detuvo a mí —  repuso pensativo el muchacho.

— Tú eres amigo de ella y de Iris... Tienes que hacer algo...

— En seguida. ¡Vamos!

 Tenemos que darnos prisa.

 Cogeré un bólido deslizante. — ¿Eh?

— He visto unas patrullas en el descampado. Están observando cómo trabajan en el nuevo laboratorio. Ven...

Salieron por la otra boca del improvisado túnel y que­daron a una altura algo más elevada del rectángulo de terreno que se abría a sus pies.

En efecto, allí se estaba trabajando en el montaje de las paredes laminadas del nuevo laboratorio.

Potentes máquinas que fundían el material allí mismo echaban el líquido, que luego una prensa de enormes di­mensiones daba la forma y tamaño adecuado.

Se había excavado el suelo para la construcción de las diferentes dependencias...

 ¡Quién sabe qué maléficos experimentos se realizarán aquí! —  exclamó Klawo.

Pero no estaban allí para ver trabajar.

 Mira. Allí están los bólidos.

Había varios vehículos multiplaza detenidos en un án­gulo del descampado.

— Debe de estar prohibido permanecer aquí — murmuró Karen.

 Seguro.

— Si nos ven...

— ¡Vamos! No les daremos tiempo.

 Pero si tomas uno de esos bólidos...

— Lo haré. No importa. Hay que salvar a Odeilla. Yo estuve en su casa cuando regresé de la cámara de las tor­turas... Ella me trató bien... Y sé también que fue Iris quien me libró de aquello.

 ¿Dónde está Iris?

— No lo sé. Puede que Tarsis sí lo sepa. Últimamente no se le ve por el habitáculo.

Corrían salvando el desnivel. No tardaron en llegar a uno de los bólidos.

Ocultos por los mismos vehículos, agazapados, Klawo intentó abrir la portezuela del primero.

 ¡Está hermética! Ellos utilizan el control remoto, pero alguna encontraremos.

Había hasta siete vehículos. Klawo dio con el que buscaba,

— Este. No lo han cerrado. Es el vehículo piloto. Sube. De prisa.

La muchacha obedeció y Klawo saltó al volante. Un zumbido delató su presencia.

 ¡Todo controlado! —  exclamó él —  . Debí suponerlo. Un detector especial informa de los intrusos.

Los agentes se volvieron alertados por el zumbido que hacía las veces de alarma.

Klawo manejó frenético los pulsadores, pero el bólido seguía inmóvil.

 ¡Tengo que ponerlo en marcha!

 ¡Date prisa! —  exclamó ella.

Y los agentes aceleraban el paso.

 La puerta. Si consigo cerrar la puerta...

Algunos extrajeron sus «armas cortas» provistas de ondas.

 ¡Fuera de aquí! —  gritó uno de los jefes.

 Si disparan estamos perdidos. Utilizarán ondas dirigi­das... — espetó Klawo tratando de buscar el modo de cerrar.

Entonces vio una palanca junto al micrófono de ins­trucciones.

 Ciérrate, puerta. Ciérrate de una vez.

Accionó la palanca y de algún lugar surgió un silbido.

 ¡Ya lo tengo!

Bajó la palanca a tope y la puerta se cerró cuando ya los agentes se disponían a disparar.

 He cambiado la onda. Ahora me obedecerá a mí.

Pulsó otro botón y el bólido salió impelido hacia

delante.

 Ahora tengo que estabilizarlo.

La enorme velocidad que, tomó en el empuje de arran­que hizo que el vehículo a escasa distancia del suelo se echara materialmente encima de los agentes. Dos de ellos fueron alcanzados por las palas deslizantes. Los otros llega­ron a tiempo de pegarse al suelo para impedir que el bólido les destrozara.

Uno trató de disparar, pero el jefe le advirtió:

 ¡No! No podemos destruir un bólido sin autoriza­ción. Vamos a seguirle.

Klawo había conseguido estabilizar el aparato y lo hizo virar en un ángulo de ciento ochenta grados.

El bólido tomó otra dirección y luego se remontó.

 Pondré la sirena —  dijo —  . Así creerán que vamos en misión oficial urgente.

El bólido ahora seguía ya una ruta preconcebida en dirección al centro del habitáculo.

— ¿Cómo sabes conducir tú esto? — preguntó la mu­chacha.

 Bueno... Siempre he tenido afición... Y una vez Iris nos llevó a Tarsis y a mí... El me explicó cómo se mane­jan esos chismes. No son nada difícil, como puedes ver.

Ella jadeaba todavía por el miedo que había pasado.

 No iremos por ninguna pista, ¿sabes? Así por los aires es más fácil. Ahora tendré que orientarme —  dijo él.

Las sirenas de los bólidos seguidores comenzaban a so­nar. La persecución había empezado.

 ¡Nos alcanzarán! — exclamó Karen.

— No... No. Ya verás como no. Llegaremos en seguida.

Pulsó la palanca que tenía una señal roja.

— Creo que Iris dijo que era la de emergencia. Ahora hay que dar las instrucciones. ¡Emergencia! —  exclamó por el altavoz.

Una luz roja emitió señales continuas.

 ¡Te obedece! —  exclamó ella al ver que el bólido cobraba una velocidad insospechada.

— Es porque he cambiado la onda. Este debe ser el vehículo piloto, por eso tiene la palanca aquí... Esto pocos lo saben. Si Iris no me hubiese hablado de ello todavía estaríamos allí y esos canallas ya nos habrían detenido.

Atento al visor del bólido observaba los edificios hasta que dio con el que buscaba.

— ¡Allí! — dijo— . Saldremos de aquí un poco antes, para que no sepan dónde estamos.

Instantes más tarde, el bólido tomaba tierra brusca­mente.

 ¿Estás bien? —  inquirió Klawo — . No he puesto los amortiguadores... Pero el caso es que ya hemos llegado. Esto es lo importante.

Desde el momento en que Karen había advertido a Klawo hasta el presente transcurrió un espacio de tiempo inverosímilmente corto, pero a ella se le antojaba una eter­nidad.

Dieron un rodeo bajo los arcos de las pistas deslizan­tes y entraron en el edificio por el sótano.

El elevador común los condujo hasta el apartamento de Odeilla y su hermano Tarsis.

Fue él quien les recibió al verles llegar a través de la pantalla.

 ¡Rápido, Tarsis! ¡Han detenido a tu hermana! Tienes

que encontrar a Iris —  soltó sin preámbulos Klawo. 

* * * 

Era el momento en que Spiru estaba junto a Odeilla con el instrumento quirúrgico en la mano.

Ella no podía negarse a la voluntad a que la sometía la pócima que había sido obligada a tomar.

Comenzó a quitarse aquel ajustado mono gris.

Spiru sonreía.

La voluntad férrea de Odeilla, sin embargo, se resistía a obrar. Sus movimientos, eran lentos.

Spiru no tenía prisa.

El mono gris comenzó a dejar al descubierto la epider­mis de la muchacha...

Y entretanto... 

* * * 

 ¡No sé, no sé dónde está Iris! Últimamente viene poco. Sé que trabaja en algo importante, pero no ha querido decírnoslo...

— Sin Iris no podemos hacer nada. Si han llevado a Odeilla al Cuerpo Oficial de los agentes, sólo él puede entrar allí —  exclamó Klawo.

 ¿Qué podemos hacer? —  gimió Karen.

 ¡Un momento! —  reflexionó el hermano de Odeilla —  . Recuerdo que... Sí... Voy a ver si lo encuentro.

Pasó al aposento destinado al descanso.

Una mampara separaba las camas que ocupaban el muchacho y Odeilla.

En la pared correspondiente al lado de la cama de Odeilla había unos estantes empotrados.

La blancura era inmaculada en aquel aposento.

El muchacho buscaba algo afanosamente y mientras explicaba:

 Iris le regaló un transmisor portátil de onda indefi­nida... Emite una señal y Iris puede captarla con su aparato oficial, se encuentre donde se encuentre... ¡Aquí está!

Extrajo un pequeño aparatito cuadrado que cabía en una mano. Tenía un resorte a cada lado. Pulsó el rojo, que era el que daba la señal, y aguardó.

Todos estaban impacientes.

— Ahora está emitiendo la señal... — dijo. 

* * * 

Iris estaba estudiando unos esquemas relativos a ondas. Se hallaba en la morada del doctor Carpio.

 No veo nada —  decía en aquel instante — . El profe­sor Wandel dijo que era todo lo que tenía con respecto a las ondas.

Con Iris estaban otros dos hombres. Eran viejos ya. Científicos retirados que él había reclutado para el tra­bajo que tenían que efectuar. Una labor dramática, porque si fracasaban, Epsom I seguiría vinculado a la vida del tirano Negroni para desaparecer con él.

Uno de los profesores observó el esquema.

— Aquí a simple vista sólo se observan las normas habi­tuales. No hay posibilidad de obtener la contraonda. Al menos con ese procedimiento... Sólo hay una persona que podría conseguirlo.

Un zumbido apenas perceptible había empezado a sonar.

Iris no había reparado en ello. Estaba absorto en su trabajo, en sus preocupaciones..., en la forma de hallar el medio de conjurar aquel peligro para todo el habitáculo.

 ¿Quién es? —  inquirió.

 El tercer consejero.

— ¡El tercer consejero! — exclamó Iris— . Esto no nos conduce a nada. El está al servicio de. Negroni. ¡El instaló la onda mortal en su corazón!

 De acuerdo. El tercer consejero no revelará nunca su secreto —  adujo el doctor Carpio, levantándose de su pupi­tre donde se hallaba trabajando con un viejo y rudimen­tario computador — . Sin embargo, debe tener algunas ano­taciones en su pupitre. Todos trabajan con memorizadores modernos... Un hombre solo no puede hacer experimentos sin esos memorizadores...

Iris asintió. Comprendía lo que querían decir y mur­muró:

— Sí... Tengo que llegar hasta su laboratorio privado.

— Pero esto es muy peligroso — murmuró Carpio— . Si te descubren...

El silencio que reinó a continuación ante la inacabada frase de Carpio hizo que el zumbido del receptor que llevaba Iris consigo se hiciera más audible a todos.

 ¿Te llaman? —  comentó el doctor.

 ¡Oh, sí! —  Iris tomó su propio receptor, añadiendo —  : Es la señal de Odeilla. Algo sucede.

Tomó el receptor y recibió el mensaje.

Peligro para Odeilla. ¿Puedes oírme, Iris? Ven pronto —  era la desesperada voz del hermano de la muchacha. De la mujer que Iris había destinado para formar una familia.

 ¿Qué ha pasado? —  preguntó rápidamente.

— Es cosa de Spiru. La han detenido. Ven pronto.

 No os mováis. No hagáis nada. Ya imagino dónde la habrá llevado —  fue la respuesta de Iris.

Cortó la comunicación y momentos después salía para tomar su bólido.

CAPITULO VIII

Odeilla se había quitado la vestimenta gris. Ahora estaba a merced del jefe Spiru.

El instrumento quirúrgico en forma de fórceps aprisionó el muslo derecho de la mujer.

 ¡Aaaah! — lanzó un agudo grito, mientras el ins­trumento impregnado de ácido corroía la epidermis feme­nina.

Cuando la soltó, la marca de las «mujeres del cuerpo oficial» estaba impresa en Odeilla.

Ella jadeó. El terrible dolor dé aquel ácido quemando su piel la había atontado.

— Ahora ya todo será más fácil, Odeilla — susurró Spiru, y fue a guardar el instrumento.

Ella avanzó paciente hacia la cama circular... Sentía deseos de tenderse, de recuperarse del dolor.

La pócima que había tomado actuaba ya de forma activa venciendo su voluntad.

Prácticamente Odeilla estaba a merced de Spiru.

Sonrió incluso.

Sonrió como jamás lo hubiese hecho en su estado nor­mal. Sonrió bajo la influencia de aquella tableta azulada.

El jefe Spiru dejó el instrumento sobre la mesa donde seguían las tabletas, el agua ligera y todo lo que era común cuando se preparaba una orgía o una simple fiesta par­ticular.

Y mientras...

El bólido oficial del agente activista— informador Iris sobrevolaba raudo por encima de los edificios del gran habitáculo. .

Tomó contacto con una de las pistas deslizantes y al amparo del zumbido de emergencia su vehículo avanzaba a la velocidad tope.

Algunos agentes de patrulla observaron el bólido espe­cial de los agentes informadores.

 No es corriente —  dijo uno — . ¿De quién es ese bólido?

Otro que había visto el vehículo doblar por otra de las pistas, informó:

 Creo que pertenece al agente Iris.

 ¿Iris?

— Es casi seguro.

— Hummm... ¿Y dónde irá Iris a esa velocidad? No sigue la ruta de la residencia de mando... Será mejor infor­mar de ello.

Era frecuente que en Epsom I, unos se vigilaran a otros y el antagonismo entre los agentes y los informadores se puso una vez más de manifiesto, pero ajeno a todo, para Iris lo esencial era llegar cuanto antes al edificio del Cuerpo Oficial de agentes.

Su bólido se detuvo instantes después frente a la puerta principal, cerrada herméticamente.

 Iris, contraseña de prioridad —  dijo junto al micró­fono. V

La puerta se abrió y Iris pasó frente al pupitre regu­lador.

 Prioridad de investigación —  dijo —  . Puerta del jefe de servicio Spiru.

Uno de los memorizadores del tablero trazó unos signos y la puerta por la que antes había pasado Spiru con .Odeilla se abrió.

A partir de aquel momento Iris tendría que valerse por sí mismo. No llevaba clave alguna y ninguna otra puerta se abriría con solo la petición de su voz.

Montó sobre la plataforma y recapacitó.

 Spiru suele utilizar la sala tercera...

La plataforma permaneció inactiva. Iris no tenía regis­trada la voz para ser obedecido.

Salió raudo, conocía el medio de ser conducido, pero sabía que iba a resultarle difícil.

De vuelta frente al pupitre recabó:

— Necesito un guía.

La memorizadora respondió con los signos normales. Luego se abrió una puerta y apareció un agente de ser­vicio.

 Necesito llegar hasta Spiru. Sé que está aquí. Con­dúceme.

— No tengo instrucciones — repuso el recién llegado.

— No perdamos tiempo. Es una orden — atajó Iris.

 No puedo cumplir órdenes sin recibirlas del memorizador. Veamos qué dicen en la Central.

Y el agente, cachazudo, se dirigió hacia el tablero.

Iris sabía que en la Central mal podían informarle de los motivos de su presencia en el Cuerpo Oficial de agen­tes. Aquello era una misión privada y por tanto no estaba autorizado a penetrar en ninguna de las salas del Cuerpo a menos que expusiera claramente los motivos de su visita.

En Epsom I estaba todo perfectamente controlado.

 Comunicación con Central —  pidió el agente.

No estaba dispuesto a hacer ningún favor al activista—  informador, pero Iris tampoco podía correr el riesgo de que se abriera una investigación en aquellos momentos. No podía demorar el salvamento de Odeilla, que aun sin saber lo que le estaba ocurriendo en aquellos instantes, pre­sumía que la salvación de la muchacha dependía de mo­mentos...

 ¡No! — exclamó, y de un manotazo apartó al agente del pupitre.

La memorizadora correspondiente declaró a través de la pantalla que la conexión con la computadora central estaba abierta.

 ¡Cierra el contacto! — ordenó Iris, y apoyó sus pala­bras encañonando al agente con el arma corta — . Voy a destruirte si no lo haces. ¿Lo has entendido?

El agente comprendió que Iris no vacilaría en cumplir su amenaza y se apresuró a instalarse delante del tablero para rectificar.

 Fuera conexión —  dijo simplemente.

La pantalla dejó de mostrar los signos de contacto.

Iris clavó la punta de su arma corta en el cuerpo del agente.

— Necesito tu voz para que me abras las puertas. De prisa.

 Esto puede costarte muy caro —  repuso el otro.

— Más caro te costará a ti si no obedeces. Pasa delante —  y le empujó hacia la puerta que parecía abierta.

En una de las pantallas del pupitre comenzó a aparecer un signo intermitente, era como una raya discontinua.

 Está emitiendo la señal de anormalidad —  dijo el agente— . No sé lo que quieres, pero corres un grave riesgo.

 ¡No discutas y obedece! —  Iris le agarró para soltarlo contra la plataforma.

 ¡Sala tercera!

El agente dudó, pero la amenaza del arma corta proyectora de ondas mortales acabó convenciéndole.

 Sala tercera —  repitió.

Su voz, registrada, hizo obedecer la plataforma, que descendió.

Poco después los dos hombres se hallaban en el corre­dor amarillento.

— ¿Dónde está Spiru? — preguntó autoritario Iris.

 No lo sé. De veras.

El agente no mentía. Ignoraba que Spiru estuviese en el Cuerpo Oficial en aquellos momentos.

— Abrirás cada una de las puertas... — ordenó, y en llegando a la primera del corredor empujó violentamente al agente, aplastándole contra el micro que en forma circu­lar estaba junto a la entrada.

El agente ordenó que la puerta se abriera. Inmediata­mente se alzó la plancha que taponaba herméticamente la entrada.

Apareció otra sala circular, vacía.

 No. Aquí no... ¡Vamos, sigue! —  espetó Iris.

Y continuaron por el corredor.

Y mientras, en el aposento privado de Spiru, el jefe de servicio abrazaba a Odeilla que reía como si de veras todo aquello le gustara.

— ¿Lo ves? Estás gozando ,y aún no hemos empezado... Esto es el verdadero placer reservado únicamente para las personas importantes... Tú eres importante ahora..., porque estás conmigo. Marcada para siempre. Eres mía... Tengo muchas, pero tú serás mi preferida.

Odeilla no hablaba... Como si la pócima le hubiese enmudecido, sólo parecía tener capacidad para el placer.

Y en el corredor, Iris había ordenado abrir la tercera de las puertas.

Seguía buscando con ahínco. Sabía que gritando tam­poco conseguiría averiguar el paradero de Odeilla.

Y Odeilla dejaba que su cuerpo fuera mimado por Spiru, que comenzó a despojarse dé su uniforme.

— ¡Esta! —  gritó desde el corredor Iris.

El agente habló a través del micro y se abrió la cuarta de las puertas.

¡Estaba en la sala circular de Spiru!

Miró en derredor. Una débil luz iluminaba la entrada del compartimento superior.

Pasó lentamente para inspeccionar el lugar.

El agente entonces hizo uso del arma de control remo­to. Pulsó el botón dé uno de los pequeños aparatos de seguridad y sonó el zumbido.

— ¡Maldito! — gritó Iris.

Tiró de él cuando el agente ordenaba el cierre de la puerta.

Bajó la mampara metálica, pero Iris había conseguido introducir al agente dentro del recinto.

 ¡Suélte...me! —  gritó.

Iris empleó los sistemas primitivos y golpeó con fuerza contra la Cabeza del agente, que chocó contra la puerta recién cerrada.

Las luchas primitivas eran algo desusado en Epsom des­de mucho tiempo. Los hombres no sabían resistir la forta­leza de los golpes científicamente propinados. Los moder­nos aparejos habían terminado con la llamada «acción manual».

Pero Iris conservaba el vigor. Era un atleta en Epsom, no se había descuidado nunca, procurando que su consti­tución física respondiera en todo momento.

El agente ya no pudo levantarse.

El zumbido de su aparato de alarma seguía sonando.

En el aposento, y cuando Spiru estaba despojándose de su uniforme, dejó de hacerlo advertido por la alarma. Corrió seguidamente hacia la galería de observación y pudo ver a Iris mirando en derredor.

— ¡El! — exclamó y una sonrisa diabólica iluminó su faz — . Corrió hacia el pupitre y pulsó el botón de la luz.

Los poderosos focos deslumbraron al agente.

Iris trató de protegerse del deslumbramiento.

Comprendió que se hallaba en el centro de la sala de torturas y se lanzó en plancha a ciegas.

En el mismo instante una lluvia de rayos buscó el centro de la sala, pero Iris había podido librarse de ellos por momentos.

Spiru trató de cerrarle el paso, pero fugazmente Iris había visto la puerta de entrada y se lanzó hacia ella.

La pesada plancha de metal salió despedida hacia abajo y alcanzó una pierna del joven agente activista— informador que se vio aprisionado.

Spiru sonrió. ¡Le tenía atrapado!

Nadie podía reprocharle que le atacara en aquel lugar. Sabía que Iris no tenía autorización oficial para entrar allí y pulsó el botón que correspondía a la presión de la puerta.

La plancha metálica amenazaba con destrozar la pierna prisionera de Iris, que luchaba por salir de aquella trampa.

¡Presión! ¡Presión!

Era la lucha feroz entre la fortaleza física de un hombre de fuerza y temple extraordinarios contra la calculada y medida de lo automático.

La lucha sorda entre hombre y automatismo adquirió caracteres de epopeya.

Iris conseguía dominar la tremenda presión, pero seguía sin poder retirar su pierna prisionera.

Tras un tremendo esfuerzo para seguir aguantando sacó su «arma corta».

Apuntó hacia los lados. Pulsó la palanca y la onda invi­sible alcanzó la plancha.

Sintió el terrible dolor producido por un fuego igualmente invisible, pero supo que la plancha había reaccio­nado a las ondas.

La materia comenzó a deshacerse. ¡Estaba salvado!

Detenido el mecanismo consiguió sacar la pierna. Le dolía terriblemente, pero entonces en un breve momento de vacilación escuchó la risa de Odeilla procedente del apo­sento superior.

Comprendió lo ocurrido y reaccionó rápidamente.

Spiru comprendió que había perdido aquella primera baza y corrió para hacerse con su «arma corta» que había dejado con sus otras cosas en el aposento.

Iris se lanzó tras él.

Cuando el agente consiguió su arma, Iris de un tremen­do salto le derribó al suelo.

Rodaron los dos.

Spiru había dejado caer su «arma», pero no sé arredró.

— Yo también estoy entrenado para las luchas primi­tivas — dijo.

De un salto acrobático se incorporó y se lanzó contra Iris con los pies por delante.

Iris supo esquivar y se preparó para defenderse de la siguiente acometida de su antagonista.

Spiru, haciendo gala de una gran agilidad, volvió a in­tentar el acrobático salto.

Iris se apartó a tiempo y le sujetó las extremidades dando un giro rápido a los pies de su rival, mientras éste perma­necía en el aire.

Dio una extraña voltereta debido al nuevo impulso que Iris le había obligado a tomar y cayó de cabeza contra el suelo.

Estaba atontado, pero aún así trató de incorporarse.

Iris se volvió hacia Odeilla, que estaba como embelesada. Reía estúpidamente, pero algo en su subconsciente parecía haberle hecho cobrar parte de la noción de las cosas.

 Tú... —  murmuró — . Iris...

Volvió a reír.

Aquella ligera distracción del joven fue aprovechada por su enemigo para lanzarse contra él.

Consiguió sujetarle haciendo tijera con sus piernas, pero una contrallave de Iris consiguió librarle de la presa, y se­guidamente pasó al ataque utilizando la cabeza.

Sacudió con fuerza él pecho de Spiru, que no consi­guió aguantar los tres golpes seguidos contra su cuerpo.

Cayó y tropezó con un pequeño aparato. ¡Era el control remoto!

Lo pulsó para pedir ayuda a los «seres artificiales».

 ¡Atacadle! ¡Atacadle! —  ordenó desde el suelo.

Iris se revolvió al ver avanzar a los dos «mecánicos».

Algo rehecho del castigo recibido, Spiru trató de alcan­zar su «arma corta». Iris estaba vuelto hacia los «seres arti­ficiales».

Spiru alcanzó el arma.

Instintivamente Iris se volvió. Vio el peligro y deján­dose caer de forma medida hizo uso de su propia arma. La onda invisible alcanzó plenamente a Spiru, que sintió el tirón de la muerte. Se enderezó para arrugarse como si su osamenta hubiese desaparecido y no le quedara ni un soporte en el cuerpo para mantenerlo enhiesto.

Los «seres artificiales» seguían avanzando. Iris de un salto alcanzó el control remoto de Spiru y detuvo su marcha.

Luego corrió hacia el lecho donde Odeilla se había incorporado. Vio su ropa en el suelo y se la ofreció.

 Vístete. Te sacaré de aquí.

Ella obedeció sin voluntad. El efecto de la pócima comenzaba a pasar.

Un zumbido comenzó a adueñarse del aposento. Era la señal de alarma. Indicaba que había comenzado una batida para buscar el peligro.

El perfecto control de la ciudad una vez más había res­pondido. Los signos transmitidos por el pupitre habían movilizado a gran número de agentes que se diseminaban a lo largo de los corredores de las distintas salas o gale­rías del edificio.

Odeilla terminó de vestirse.

— ¡Vamos! ¡Tenemos que salir de aquí! — exclamó Iris, cogiéndola del brazo.

CAPITULO IX

Corrieron a través de uno de los corredores. Iris pudo oír las voces de los agentes que procedían al registro.

— Sé que en algún lugar existe una salida de emergen­cia... —  Y se desvió por otro de los pasadizos.

Todo parecía lo mismo. Un laberinto de fosforescente luz amarillenta que parecía emanar de las paredes y techo.

Y en cada corredor, parecido a los demás, puertas cerra­das herméticamente.

No había ninguna salida a la vista.

La carrera huyendo de los perseguidores se hizo inter­minable.

Una flecha luminosa indicó a Iris el caminos

 ¡Por allí! —  exclamó.

Tiró de la muchacha y al fin alcanzó una plataforma, pero sabía que no podría utilizarla porque su voz no estaba registrada.

Pensó unos instantes y al fin decidió lo que iba a hacer.

— No te muevas de ahí — dijo a Odeilla, y la obligó a posarse sobre la plataforma, mientras él corría hacia un cruce del corredor y allí aguardó. Al fondo aparecieron agentes.

Le vieron.

 ¡Ahí! —  gritó uno.

Seis hombres corrieron en pos de él.

Iris aguardó unos instantes y luego fingió escapar, pero en realidad se pegó junto a la pared de la esquina del corredor.

Los agentes no tardaron en llegar. Iris salió empuñando su «arma corta».

 No me obliguéis a usarla. Soltad vuestro armamento. De prisa.

La actitud de Iris hizo obedecer con algunos titubeos a los agentes.

— ¡Atrás! — gritó— . ¡Tú quédate! — había elegido uno al azar y le obligó a retroceder con él hacia la plataforma.

Los otros parecían esperar el momento oportuno para pasar al ataque.

Uno intentó lanzarse al suelo para recuperar el arma, pero la onda de Iris le inmovilizó para siempre.

— Ahora ya sabéis que no hablo por hablar... Y tú, sube a la plataforma y condúceme a la salida de emer­gencia.

Por el corredor las voces se oían más próximas.

Sin embargo, él elevador llevaba ya a los fugitivos lejos del alcance de los agentes.

Más tarde, por la salida de emergencia, Iris podía esca­par llevándose a Odeilla.

La pesadilla había concluido.

Ella comenzó a reaccionar a bordo del vehículo que tripulaba Iris, mientras el pupitre era informado y repli­caba una orden general:

 Atrapad al impostor —  era la contestación del pupitre.

La alarma general fue dada en todo el habitáculo.

El consejero primero Nublo informaba a Negroni.

 Ha sido el agente activista— informador Iris, Gran Se­ñor —  explicó.

 ¿Iris, eh? —  sonrió Negroni.

— La pantalla ha transmitido los datos... Dos hombres muertos y uno herido. Ya os advertí, Gran Señor, de que Iris era peligroso.

— No para mí, mi fiel Nublo, no para mí. El es tes­tigo de lo que ocurriría si me atacara... Habrá tenido sus motivos. Lo sabremos cuando le hayan capturado... Caza sin cuartel, Nublo. Quiero a Iris inmediatamente ante mi presencia. Le daremos un escarmiento... Te lo confiaré a ti, mi fiel Nublo. ¿Estás satisfecho?

Nublo sonrió.

Sí. Le gustaba la tortura y no todas las jornadas se pre­sentaban acontecimientos como aquél.

Pero mientras...

                                              * * *

Iris había llegado a su casa, llevando a Odeilla en brazos. La mujer temblaba.

 Cuídala, Karen —  dijo al ver a la amiga de Odei­lla —  . Ha vivido una auténtica pesadilla.

Iris corrió hacia la pantalla para conocer las noticias.

Una voz estaba informando mientras la imagen repro­ducía los vehículos de los agentes en su misión de bús­queda.

— Detención y captura del agente activista— informador Iris y a todos los que colaboren con él o traten de ocultarle. Noticia urgente del Mando Supremo.

Klawo y Tarsis estaban aterrados.

— Tenemos que salir todos de aquí. Que Karen vaya a su casa.

Karen asomó en aquellos momentos.

— ¡Está marcada! ¡Han marcado a Odeilla! — exclamó.

 Sí, pero no ha ocurrido nada — explicó Iris— . Pude llegar a tiempo.

— Pero esta marca la convierte en propiedad de los agentes.

— No la encontrarán... ¡Vamos, de prisa! Coged lo necesario. Te dejaré en tu casa, Karen.

— No hace falta — respondió ella— . Hace tiempo que vivo en una comunidad. Les avisaré en cuanto pueda. Puede que Odeilla me necesite ahora.

 Está bien, pues no perdamos tiempo.

 ¡Vienen hacia aquí, vienen hacia aquí! —  gritó Tarsis observando la pantalla.

 ¡Salid todos! —  ordenó Iris.

Momentos después salían al exterior hacia la pista des­lizante donde estaba el bólido de Iris.

Lo puso en marcha rápidamente mientras Klawo pre­guntaba:

— ¿Dónde vamos?

— A Un lugar seguro, pero primero tendré que deso­rientarles para que no puedan dar con nosotros.

 ¿Y no podrán detectarte por el bólido?

 Lo destruiré —  respondió Iris.

Pulsó a fondo la palanca que indicaba la velocidad tope. El bólido se elevó prescindiendo de la pista desli­zante.

 Vamos a tomar altura. No tengo demasiado combus­tible, pero espero que me alcance.

Rápidamente el vehículo se elevó en línea recta. Su velocidad le permitió perderse en el azulado firmamento.

Todas las emisoras transmitían la noticia:

«Vehículo de Iris localizado. Trata de perderse en el espacio...»   — ¡Nos perseguirán! —  dijo Tarsis —  . ¿No tienes más armas para que podamos defendernos?

 Espero que no hagan falta...

Klawo, entusiasmado, recordó algo.

— ¡No pueden vemos a menos que se aproximen...! ¿Verdad, Iris?

 No. No pueden. Los vehículos especiales para los activistas— informadores poseen una tonalidad que se con­funde en el espacio. Están diseñados para pasar inadver­tidos. Esto puede ayudarnos.

Desde la superficie los vehículos seguidores del bólido de Iris le habían perdido de vista.

 El camuflaje le defiende. Necesitamos refuerzos —  dijo uno de los jefes de la búsqueda.

En el Edificio Central o de mando, Negroni hizo una seña a Nublo para indicarle:

 Utiliza todos los medios.

La captura de Iris era ya como una cuestión de honor.

Nublo pasó las instrucciones en el tablero de mando, que inmediatamente impartió las órdenes.

En la base de guerra el jefe transmitía:

— Todos los pilotos a sus puestos. Captura del vehículo especial tripulado por el agente Iris. Captura urgente. ¡En marcha!

Desde su puesto Iris podía captar aquellos mensajes.

Los ocupantes que iban a bordo permanecían silencio­sos. Eran los protagonistas de la caza de mayor enverga­dura que se recordaba en el habitáculo.

Eran la presa de los pilotos del espacio de la base de guerra, que ya estaban en marcha.

Iris no perdía la serenidad.

— Voy a descender verticalmente. La velocidad quedará doblada porque soltaré todo el combustible. No os asustéis... Es nuestra última oportunidad y todo tiene que salir bien.

El bólido pareció detenerse en el espacio. Luego como si una invisible y a la vez poderosa fuerza lo atrajera des­cendió vertiginosamente.

Su pintura especial, unido a la velocidad, hacía que su detección fuera sólo fugaz para los perseguidores.

Iris accionó los frenos y el aparato se posó sobre e] suelo sin la menor sacudida.

Se hallaban en un descampado.

— Corred hacia allí. Nos refugiaremos en la residencia del doctor Carpio —  informó.

Los muchachos ayudaron a Karen y a Odeilla en aque­lla carrera contra sus seguidores.

Iris se apartó y utilizó su «arma corta» para destruir el bólido.

La onda destructora alcanzó el metal del aparato y comenzó a derretirse coma si un fuego invisible licuara el metal.

Luego Iris se unió al grupo y los cinco se perdieron por entre los desmontes...

Alguien pasaba la orden:

— Hemos perdido el contacto, como si el bólido hubiese desaparecido.

El cerebro rector de la operación no tuvo una res­puesta para el problema.

Nublo, fuera de sí, sólo supo ordenar:

— ¡Busquen, busquen..., aunque tengan que registrar mo­rada por morada! Queremos a Iris y a los que puedan ir con él...

La pantalla correspondiente ya había dado la noticia de que en casa de Odeilla no había nadie.

Nublo insistió:

— Quiero a Iris y a todos los que le acompañan... Es una orden del Mando Supremo. ¡Emergencia! ¡Emer­gencia...! 

* * * 

Ellos habían llegado ya a la residencia subterránea del doctor Carpio, que seguía en unión de los dos viejos profesores.

En breves palabras Iris explicó lo ocurrido.

— Siento causarle molestias, doctor Carpio, pero aquí es el único sitio en donde momentáneamente no podrán encontrarnos. Cuando llegue la noche intentaré conseguir un vehículo y los trasladaré al territorio de los «mayos».

 No. Quiero estar contigo —  protestó Odeilla.

 Y yo también —  adujo su hermano.

 Y yo —  intervino Klawo —  . Podemos ayudarte.

— ¿Ayudarme? ¿Cómo?

Carpio tomó la palabras

— Mientras has estado ausente se han efectuado unas pruebas... No es posible hallar esa contraonda, Iris. No es posible... Así que la única solución es conocer la fórmula a través del memorizador del consejero tercero de Negroni.

— Ahora va a ser más difícil — murmuró Iris— . No podré llegar hasta allí. Estoy perseguido...

Hubo un silencio.

Se miraban unos a otros. Odeilla rompió la dramá­tica pausa, consciente de las circunstancias:

— Todo ha ocurrido para poder salvarme. Tú te has comprometido, Iris... No sé lo que ocurre, desconozco ese secreto del que nunca has querido hablarme, pero si nece­sitas llegar hasta algún lugar..., te ayudaré.

— ¡Oh, cállate! Tú no puedes ayudarme. Si te vieran... — empezó Iris.

 No... Ahora tendrían que respetarme.

Se hizo de nuevo el silencio.

Ella subió la ajustada y a la vez elástica ternera de su pantalón gris y mostró en la parte superior del muslo derecho la marca en forma de garra.

El silencio prosiguió. Todos habían comprendido.

— Pertenezco al Cuerpo Oficial de agentes. No pueden rehusarme...

Pero... Pero las «marcadas» tienen que vivir en una residencia especial —  dijo Klawo —  . Son las normas.

— Algunas se escapan. Cuando las cogen tienen que sufrir un castigo. Estoy enterada —  repuso ella.

 No, Odeilla. No dejaré que te hagan ningún daño — repuso Iris.

 ¿Dónde tienes que ir, Iris? —  inquirió ella a su vez.

— No, no; olvídalo.

El doctor Carpio intervino:

 Debe ir en busca de una fórmula al laboratorio pri­vado del consejero tercero de Negroni.

 ¡Yo podría entretener a la guardia! — exclamó ella. Iris no estaba dispuesto a dar su conformidad.

 ¿Cuánto tiempo precisas, Iris?

 No lo sé... Un cuarto de vuelta tal vez (1).

 Tendrás ese tiempo... —  aseguró ella.

— Sigo creyendo que no es trabajo para una mujer. Correrás demasiados riesgos.

Tras el nuevo silencio de Iris, Carpio adujo:

 Dada la trascendencia del caso el riesgo vale la pena. No obstante, yo no soy quién para opinar...

— ¿Cuál es ese terrible secreto, Iris? ¿Cuál es...? Lentamente él repuso:

— Lo oculté por no alarmaros. Ahora ya no importa. Todos estamos en la misma nave, y el riesgo de uno es el riesgo de todos...

Con palabras precisas explicó lo que ocurriría al pla­neta si alguien atacara y matara a Negroni.

Y mientras él efectuaba la breve y concisa narración, las patrullas seguían incansables la búsqueda.

Las órdenes se sucedían.

Y Negroni en su sede central llamó a su tercer con­sejeros

 Ordena que refuercen tu casa, profesor y estimado consejero.

 ¿Para qué? —  preguntó el hombre.

— Porque Iris tratará de intentar algo. Lo ignoro, pero toda su preocupación es hallar el modo de hacer fraca­sar tu invento.

 Mi invento ya no puede fracasar. Está fuera de todo control. Tú lo riges, Gran Señor —  fue la respuesta del consejero inventor de aquel dispositivo de pesadilla.

 Pero Iris tarde o temprano intentará hacerte una visita. Estoy seguro. Y entonces será muy fácil capturarle... Pero esto puede costar muchas vidas y en estos momen­tos temo por tu vida.

— Mi vida, Gran Señor, depende de la tuya. No me asusta el riesgo. 

(1) Una manecilla en forma de segundero mide el tiempo en una esfera a modo de reloj. Cada vuelta completa equivale a quin­ce minutos terrestres. 

 Pero a mí, sí. Me gusta ser precavido.

 Tus órdenes serán cumplidas, Gran Señor.

— ¡Consejero y profesor! — declamó entonces Negroni.

 Tú mandas, Gran Señor.

 ¿De veras nada puede detener ese ingenioso meca­nismo?

 Absolutamente nada. Todos estamos a merced de tu salud.

— Bien. Resulta reconfortante oírlo. Ve a dar las órde­nes para protegerte... ¿Sabes? La vida es bella... No quiero que nadie pueda estropear el mecanismo central... También va ligado a mi vida. ¿No es así?

 Así es, Gran Señor.

Con un ademán Negroni indicó a su consejero que podía dejarle solo.

Con su acostumbrada actitud silenciosa, el tercer con­sejero se alejó de la presencia del dictador más refina­damente cruel y déspota de todas las épocas.

Poco después la guardia del edificio privado del tercer consejero era concienzudamente reforzada.

Y el consejero profesor, a solas frente al cerebro que regía su invento, quedó pensativo.

Y en la residencia subterránea del doctor Carpio el silencio era absoluto.

Odeilla lo cortó para decir:

 Necesitas ayuda, Iris, y yo puedo hacer esto.

— Está bien, Odeilla. Yo te libraré de ellos. En cuanto consiga descubrir el tipo de onda. Ahora tenemos que trazar un plan.

 Cuenta conmigo —  adujo Tarsis.

 ¡Y conmigo! —  espetó Klawo.

CAPITULO X

Todo estaba dispuesto para que los cuatro se pusieran en marcha. Salieron de la residencia subterránea cuando ya la oscuridad había invadido el habitáculo.

No había luces en aquel lugar y pudieron moverse libremente.

A lo lejos sonaban pitidos y sirenas.

Iris recordó las instrucciones a Klawo:

— Ya sabes... La parte más difícil será conseguir el bólido para trasladarte a la zona de los «mayos».

— Hubiera preferido ir contigo —  refunfuñó el joven con deseos de entrar en acción.

— Alguien debe avisarles para que estén preparados. Si conseguimos la desconexión de la onda, la guardia ata­cará. La guerra sin duda será inevitable, y sin ellos nos aplastarían en seguida. Suerte, Klawo.

El joven asintió, separándose del grupo.

 Tú corres con una misión difícil, Tarsis —  dijo enton­ces Iris dirigiéndose al hermano de Odeilla.

— No te preocupes. Será divertido tener a toda la guar­dia siguiéndome. No me dejaré atrapar, te lo aseguro.

Su misión consistía en atraer a las patrullas.

Se fue dispuesto a hacerse con otro bólido, y queda­ron solos Iris y Odeilla.

— Vamos, nos queda un largo trecho, pero tenemos tiempo. Klawo tardará bastante de llegar a la zona de los «mayos».

Anduvieron protegidos por la oscuridad. El tiempo trans­curría lento. Iris tenía los sentidos en tensión. Sabía cuál era su responsabilidad. Un fallo no solo terminaría con su vida y la de Odeilla, sino que perpetuaría el peligro que se cernía sobre el planeta mientras el tirano fuese porta­dor de aquella onda mortal.

El tiempo transcurrió. De pronto las sirenas y zumbidos de alarma aumentaron el volumen.

Iris, que llevaba su diminuto transmisor, podía captar las órdenes.

— ¡Se han apoderado de un bólido! Atención a la ruta que sigue. Fijen las coordenadas. El cerebro les seguirá.

La pantalla de coordenadas luminosas entró en fun­cionamiento. Todos los agentes esperaban ver reflejado su objetivo en el punto luminoso inmóvil de la pantalla.

El punto luminoso era el bólido que había robado Tarsis.

 ¡Lo ha conseguido! —  dijo Odeilla.

Estaban ya cerca de la sede residencial del tercer con­sejero.

Iris permanecía silencioso, atento a las órdenes.

De pronto escuchó:

 ¡Localizado el bólido! ¡Síganle!

Imaginó el puntito moviéndose por cualquiera de las

coordenadas. Luego bastaba elevar la mirada para ver todos los vehículos ascendiendo en persecución del ladrón.

— Ya ha empezado la caza. Que tenga suerte — mur­muró Iris.

— El confía en ti como yo, Iris — repuso la muchacha.

— ¡Vamos! No hay tiempo que perder. Dame un cuarto de vuelta. Sólo un cuarto y no te olvides de mantener tu receptor abierto. Captaré tu onda y podré localizarte.

Ella asintió.

Instintivamente se abrazaron. El beso en la distancia del tiempo no difería gran cosa del que se había practicado en la remota antigüedad de los siglos.

El amor seguía siendo el principal motor de aquella comunidad.

Y ella se alejó al fin hacia la pista deslizante.

No era corriente ver una mujer a aquellas horas. Algu­nos patrulleros la observaron.

Ella se aproximó a uno de los puestos de vigilancia. Luego echó a correr. Sabía que aquello sería un estímulo para que la persiguieran.

Iris aguardaba inmóvil bajo el pretil de uno de los pasos elevados.

 ¡Detenedla! —  gritó una voz.

Entonces Odeilla se encaramó a una de las barandillas de los pasos deslizantes y se dejó caer al paso inferior.

El sistema de cruces a distintos niveles algo anticuado pero en vigor aún, permitía a quien tuviera agilidad saltar de un lado a otro. Odeilla era ágil y se dejó caer. Los agentes al ver que se trataba de una mujer salieron a pie en pos de ella.

Odeilla se dejó ver bajo los potentes reflectores de un farol monitor.

— Que fichen a esa mujer y nos den toda la infor­mación precisa para que sepamos de quién se trata —  gritó un jefe.

Bastaba enfocar a quien se tratara de identificar para que en uno de los cerebros memorizadores se reflejara la imagen que seguidamente transmitía sus características. Era uno de los más importantes sistemas de control del planeta. Cada rostro estaba fichado y por cada rostro se podían conocer los detalles.

«Odeilla, de la factoría de control. Epsoniana...» Y a continuación la pantalla retransmitía los signos que corres­pondían a su persona, a modo de números.

— ¡Odeilla! Es la compañera de Iris. ¡Hay que alcan­zarla! ¡De prisa! — gritó el jefe de la operación— . ¡De prisa!

Ella con hábiles quiebros engañaba a sus perseguido­res. Y mientras había dejado libre el puesto de vigilancia más próximo a la residencia del consejero tercero de Ne­groni. Iris tenía parte del campo libre.

Corriendo con todo su poder, Iris se aproximó a la parte lateral del edificio de forma cuadrada y altas pare­des metálicas, sin aberturas, excepto en la parte superior donde estaban los miradores y los pasos más elevados, que se comunicaban con otras torres del edificio central.

Iris tuvo que descolgarse de una de las barandillas para alcanzar el paso inferior que discurría lateralmente por la parte izquierda del edificio.

Necesitaba atraer a la guardia para poder entrar.

No lejos seguía escuchando los gritos de los agentes que perseguían a Odeilla.

Puso en acción su pequeño transmisor y habló a tra­vés de él.

 Abran urgente. Necesito entrar —  pidió.

Una voz le contestó»

 Identifíquese.

 Soy piloto de la base de guerra —  mintió.

— Quédese en la puerta. Uno de nuestros agentes le

identificará —  repuso la voz metálica.

Iris se aproximó a la esquina del edificio, y vio cómo la puerta metálica se abría.

Un agente apareció en el umbral y miró en derredor. No vio a nadie.

Iris saltó rápidamente hacia delante y le encañonó con su «arma corta».

 ¡Quieto! Ni una palabra.

El agente trató de meterse de nuevo dentro, pero Iris se lo impidió derribándole. Un golpe preciso le puso fuera de combate.

Desde el mando de la guardia se requería información al agente que ya no podía contestar.

— Conteste si hay emergencia... ¿Quién es el piloto que solicita entrada?

Iris estaba actuando rápidamente porque sabía que el factor tiempo era importante para él. Había desnudado al agente, enfundándose su ropa para que momentáneamente pudiera ser confundido.

Y en la guardia se insistía.—

 Conteste, agente. ¿Quién es el piloto?

Iris arrastraba ya el cuerpo inconsciente del agente, al que colocó al otro lado lateral del edificio.

Las voces indicaban que Odeilla había sido detenida.

Dos agentes armados aparecieron en el umbral en busca del compañero desaparecido.

Ningún memorizador podía informar todavía, porque la acción de Iris quedaba fuera de su alcance.

La llegada de los otros hombres llevando a Odeilla causó una ligera confusión.

Ella exclamaba.—

— Ya habéis visto mi marca. Sólo pido que se me dé asilo. Conozco las leyes. Os pertenezco y no podéis cau­sarme ningún daño.

 Tú eres un caso especial. Habrá que consultarlo —  de­cía el jefe — . Estabas en una de las salas del compañero al que Iris mató... Ya veremos qué deciden los del Comité.

Iban a entrar todos en el cuerpo de guardia a la entrada del edificio.

 Te retendremos aquí hasta recibir las instrucciones. Ahora debemos vigilar.

Iris aprovechó el momento en que la negrura de las ropas parecía formar una masa compacta y se mezcló entre los agentes.

Ni siquiera se volvió para mirar a Odeilla. Ella sí le vio cómo conseguía entrar pasando inadvertido, lo cual significaba que el plan seguía desarrollándose conforme a lo previsto, pero era ahora cuándo empezaba la parte más difícil.

Como casi todos los edificios oficiales, en la entrada estaba situado el cerebro rector de la guardia, consistente en un tablero con pantallas memorizadoras que emitían infor­mes, los recogían y los pasaban a la central.

Cada persona que cruzaba por delante del tablero era rápidamente identificada y en la pantalla correspondiente el memorizador lanzaba los signos característicos al sujeto.

Apenas Iris había pasado por delante del tablero, en una pantalla apareció en signos los datos correspondientes a su persona.

Era lógico que nadie reparase en aquel momento, por­que las pantallas no cesaban ni de día ni de noche, y en aquellos momentos no había motivo para sospechar que un intruso se había colado en el edificio.

Iris corría ya a través de un corredor por el que llegó a la parte privada del edificio.

Utilizó una plataforma y su propio peso bastó para que se pusiera en marcha hacia arriba.

Iris respiró tranquilo al ver que funcionaba sin tener que dar órdenes de viva voz, porque en tal caso al no estar la suya registrada, la plataforma no le hubiera ser­vido de nada.

Y la plataforma se detuvo en la planta alta. Su fun­cionamiento debía estar condicionado a una sola ruta y Iris se encontró en medio de una sala de grandes dimen­siones.

Los laboratorios de los científicos de Epsom I solían estar en los pisos altos, igual que los cerebros que regu­laban actividades especiales.

Comenzó a buscar tratando de orientarse.

La aguja de su reloj había avanzado ya un tercio del tiempo que él mismo se había fijado.

Entretanto, Odeilla era llevada a una sala de reten­ción, circular, que podía convertirse en galería de tortura.. Todas eran construidas de forma semejante. Paredes lisas, una especie de diana en el centro de los focos.

— No te muevas — le advirtieron desde la galería de observación.

— ¡No podéis torturarme! ¡Soy vuestra! ¡Ya os mostré la marca! — se defendió— . ¡Quiero hablar con vuestro jefe...!

Trataba de ganar tiempo, de salvarse a sí misma, pero sobre todo de entretenerles al máximo.

Y mientras, Klawo, pilotando el bólido que igualmente había sustraído, corría a toda velocidad hacia la lejana zona maldita.

Y bajo el firmamento, ninguna luz que delatara la pre­sencia de otros mundos en aquella galaxia, los persegui­dores de Tarsis le acosaban peligrosamente.

Para Tarsis aquello era como una aventura. Conocía el manejo de los bólidos por las instrucciones que le había dado Iris y disfrutaba como si se tratara de un juguete.

 Puede ser Iris —  había sido una de las ondas —  . Traten de detectarle.

El joven, siguiendo el plan trazado por Iris, había des­conectado la pantalla, único medio por el cual podrían identificarle.

Tarsis se había elevado utilizando el bólido a modo de nave, y evolucionaba ora elevándose, ora recorriendo las pistas deslizantes a ras de suelo para volverse a elevar de nuevo.

Iris había alcanzado otro pasadizo. No había guardia, ni gente.

Tenía idea de haber visto aquella configuración alguna vez, a través de alguna de las pantallas...

Se dejó llevar por aquella intuición y llegó hasta una puerta cerrada herméticamente.

Buscó algún resorte, un punto por donde pudiera abrir­se, puesto que no existía micrófono para ordenar su aper­tura y cierre.

Tanteó el frío metal y de pronto...

La puerta se corrió hacia arriba.

Quedó al descubierto algo similar a una antesala. Cuatro agentes montaban guardia en ella.

 ¡Dad la alarma! —  espetó uno.

Y abajo, frente al pupitre de la entrada alguien había advertido las señales que delataban al intruso.

— ¡Un intruso! La pantalla está informando — dijo el agente que había descubierto los signos.

Y en el aposento del piso superior, Iris sabía que no podía perder ni un solo instante.

— ¡Insensibilizadle! — había gritado el jefe del cuar­teto. Y al mismo tiempo abrió el transmisor para pasar la orden de peligro.

Las porras especiales fueron enfocadas hacia Iris, pero el joven saltó contra el agente que tenía más próximo. ¡No podía dejarse insensibilizar!

Lo derribó al embestirle con los puños por delante.

Una onda insensibilizadora surgió de una de las porras, pero Iris saltó a tiempo y las consecuencias las recibió otro agente.

— ¡Vamos, vamos! — gritaba el jefe— . Acabad de una vez. —  Y gritando a través del transmisor informaba —  : ¡Manden refuerzos! ¡Tenemos un intruso!

Los de abajo habían averiguado ya a través de los signos que se trataba de Iris, y así lo informaron.

 ¡No le dejen escapar! ¡Es el agente activista— informa­dor Iris!

Quedaba un solo agente que iba a insensibilizar al joven, pero éste desde el suelo consiguió hacerse con la porra de uno de los caídos y accionándola con mayor rapi­dez consiguió poner fuera de la lucha a su tercer opo­nente, y volverse rápidamente hacia el jefe, al que se anti­cipó, quedando así completamente libre.

Pero Iris había oído perfectamente cómo anunciaban que acababan de descubrirle. Sabía que pronto todo aque­llo se llenaría de agentes y no podría luchar contra todos. Tenía que obrar de prisa.

Había consumido por otra parte, la mitad del tiempo que se había fijado.

Raudo pasó a una dependencia contigua. Le extrañó ver abierta al fondo una puerta. ¡Era el laboratorio! Pudo ver perfectamente presidiendo la sala el cerebro.

Caminó de prisa después de cerciorarse de que no había nadie más. Al cruzar la puerta observó la palanca de cierre manual y la accionó; quedó aislado.

Solo allí, frente al cerebro, su rostro se iluminó. Había conseguido lo que parecía imposible, pero ahora necesitaba obtener la señal de la onda conectada en el artefacto que llevaba adherido al corazón Negroni.

¿Lo conseguiría?

Se puso a observar los pulsadores. Eran todos iguales, pero sólo uno reflejaría en la pantalla la frecuencia de onda que deseaba obtener.

Durante unos instantes permaneció concentrado, hasta que de pronto una voz le hizo volver en redondo?

 Trabajo inútil el que te has tomado, Iris.

Era el profesor tercer consejero de Negroni.

Estaba frente a él. Había salido de algún panel que ahora permanecía cerrado otra vez.

El «arma corta» de Iris encañonó al consejero.

 Usted creó esto... Y nada me impedirá matarle, con­sejero. Su invento es monstruoso...

 Y tú vienes a buscar algo que no existe.

 ¿Qué?

El consejero profesor hablaba con una extraña tran­quilidad:

— Negroni apuntó la posibilidad de que vinieras en busca del secreto de la frecuencia de onda.

 Sí. A eso vengo, y no me queda mucho tiempo.

 Yo puedo decirte esa frecuencia. Pero no te servirá de nada. No existe contraonda.

 ¡Esto no puede ser verdad! — exclamó el joven.

— Sé que te costará creerlo, Iris... Tienes razón al cali­ficar mi invento como monstruoso, pero yo no lo creé para este fin. No... Trataba de dar vida a cosas inanimadas, por medio de un corazón alimentado con ondas. Cuando expe­rimentaba, algo falló. Había conseguido la mitad de mi objetivo... Dar vida a una planta. Vida distinta a la vege­tal. Proveerla de una especie de corazón... La planta murió y entonces todo el parterre estalló volatilizándose. Negroni sigue mis experimentos porque nunca se los había ocul­tado. Mi pantalla estaba abierta para él. Me llamó y se interesó por ello... Insinuó que mi invento casual podía servir como arma defensiva y de ataque en caso de una invasión enemiga. Admití que estaba en lo cierto y me hizo preparar una zona a base de plantas a las que dotán­dolas de un mecanismo parecido al corazón, con idéntica función y conectándoles una onda de frecuencia especial, todo estallara en el momento de ser destruida la planta.

Iris seguía atento la explicación del tercer consejero. Ahora su voz más que serena le pareció lúgubre, pesi­mista:

— Se hizo la prueba con notorios resultados, y así fue cómo se le ocurrió experimentar con un ser vivo. Tú fuiste testigo.

 El Monitor Jacobich.

— Sí... El Monitor Jacobich y él... Si mi muerte reparara tanto daño me ofrecería a todo el pueblo...

 Si está arrepentido ahora, ¿por qué lo hizo entonces?

— Porque la perfección no existe. Entonces resultaba  emocionante, para mí ver mi propio experimento en mar­cha... Cuando vi la magnitud de la tragedia, pensé que una simple desconexión podría cambiar las cosas. Entonces des­cubrí que la onda había escapado de mi control para aco­plarse al corazón de Negroni. Es imposible, Iris. Es imposi­ble hacer nada. Vivimos en un planeta condenado.

Una pantalla del pupitre reveló un continuado aglomeramiento de signos.

 ¡Es la guardia! ¡Me está buscando!

 Ven... Te sacaré de aquí...

— Profesor... Si de veras quiere colaborar, venga con­migo... Tenemos que encontrar un sistema... Y usted puede ayudarnos... Usted inventó esto.

— De nada serviría que viniera contigo, pero puedes decir una cosa a los que están contigo... Mientras viva trabajaré para deshacer lo que hice. Tienes mi palabra. Ya ves que si esto llega a oídos de Negroni sería víctima de las peores torturas...

 No, profesor... Esto tiene que solucionarse ahora. Una onda puede desviarse. Con una interferencia.

— Una interferencia sólo puede hacerse desde el es­pacio.

— ¿Desde el espacio?

 Sí —  ratificó el profesor.

— ¿De qué forma?

— Bueno. No es seguro, pero necesitaría un computador de reducido tamaño que pudiera ser transportado. Enton­ces podría intentar no interferir la onda, sino guiarla hasta el nuevo cerebro conductor. Se necesitaría que, una vez conseguido ese desvío, alguien volara constantemente lejos del planeta... Que la nave que portara el cerebro conductor fuera repostada desde el aire, que se permutaran los pilo­tos hasta el momento del desenlace de Negroni... Cuando él muriera la nave sería destruida y con ella quien estuviera dentro.

Tras una breve pausa Iris preguntó?

 ¿De veras esto sería factible?

 Dije que se podría intentar.

 ¿Estaría dispuesto a ayudarnos?

 Desde luego, cuenta conmigo...

— Está bien, profesor. Cuento con su palabra. Daré orden a los «mayos» de que ataquen. Usted quédese aquí. Yo le diré cuándo hay que actuar.

 Sal por aquí —  el profesor pulsó un resorte y por un panel movedizo que comunicaba con un corredor hizo salir a Iris.

 Gracias, profesor. Gracias.

— Ojalá todo saliera bien, pero no puedo garantizar los resultados. No puedo.

 Entretenga a esa gente; Yo tengo que rescatar a Odeilla.

— No te preocupes... Yo te ayudaré desde aquí. Den­tro de tres puntos desconectaré todos los sistemas. Tendrás el paso franco donde vayas.

Iris se alejó y el profesor — del último de quien Iris hubiese esperado ayuda —  fue a entretener a los agentes:

Tres puntos del reloj fueron suficientes para que a tra­vés de los distintos corredores y plataformas llegara hasta el cuerpo de guardia. Entonces el profesor, cumpliendo su promesa desconectó todos los mecanismos. El cerebro se paralizó y las puertas se abrieron. Todo lo que regía el cerebro quedaba paralizado,

— ¡Huye, Odeilla! — gritó Iris, penetrando en la sala de torturas.

Los agentes trataron de accionar los mandos para impe­dir la huida de la muchacha y proceder a la captura de Iris, pero sus armas sin el control del cerebro regulador quedaron inservibles.

Odeilla, ayudada por Iris, escapó del edificio.

CAPITULO XI

La paralización del cerebro rector inmovilizó igualmente a los bólidos de los agentes que estaban bajo aquel control.

Tarsis, que tenía la pantalla desconectada, pudo apro­vecharse de aquella situación y tomar ventaja. Así cuando todo se normalizó, él ya estaba fuera de peligro.

Momentos después regresaba al refugio del doctor Carpio cuando con otro bólido robado, Iris y Odeilla llegaban Casi al mismo tiempo.

Y mientras Iris informaba a todos, con Carpio y los científicos, Negroni daba órdenes concretas:

— Este fallo sólo tiene una explicación. El consejero tercero. Deténganlo.

Para Nublo era una satisfacción. Envidioso y lleno de ambición, quería ser sin discusión el número uno.

La orden fue captada por el profesor consejero, que inmediatamente dispuso de una frecuencia de onda que emitió con la esperanza de que Iris pudiera captarla a tra­vés de su transmisor.

 ¡Alguien me llama! — exclamó el joven, captando la señal.

Instantes después escuchaba la voz del profesor;

— Temo que no podré prestar mi ayuda. Negroni acaba de decretar la orden de mi captura.

Iris reaccionó rápidamente.

 Trate de ganar tiempo, profesor... Desconecte todo lo que esté bajo su control. Los «mayos» no pueden tardar. Desencadenaremos el ataque respetando la vida de Negroni.

— No sé si será posible. Ahora los mandos han pasado a la sede central. Dependen exclusivamente del mando.

 Pero antes sí fue posible...

— Antes actuaba el factor sorpresa. Yo no manejo el cerebro central, Iris. Estoy controlado. Únicamente esta onda no pueden captar. Haré lo que pueda.

Cortó la comunicación, mientras Iris salía de nuevo hacia el exterior.

Solo no podía hacer nada, pero no tuvo que esperar mucho para vislumbrar la oportunidad que estaba deseando.

El sonido le puso en antecedentes. ¡Eran los «mayos»!

Provistos de bólidos rudimentarios, de primitivas toberas que permitían a los hombres elevarse ligeramente del suelo, merced al fluido concentrado que guardaban en sus mochi­las, y de este modo poderse desplazar, llegaban los «mal­ditos» dispuestos a reconquistar lo suyo.

La hora deseada se aproximaba, pero la llegada de los «mayos» había sido detectada. La ciudad estaba en pie de guerra.

«¡Llamada urgente a las reservas! ¡Pie de guerra!», repe­tían las órdenes por todos los altavoces de Epsom I.

En plena noche, todos los bólidos estaban en las rampas, en las pistas, o sobrevolaban la ciudad.

El joven Klawo llegó hasta donde estaba Iris.

 ¿Llego a tiempo? —  preguntó.

— No podías hacerlo en momento más oportuno. Baja. He traído algunas armas. Nos aproximaremos cuanto poda­mos. ¿Estás dispuesto a luchar?

— Lo he estado deseando toda mi vida. ¡Por la libertad de Epsom! Oye, ¿has conseguido algo?

— Todavía no. Y el único que puede ayudarnos está en peligro. Es el profesor tercer consejero.

— ¡No me digas!

— Vamos, no hay tiempo para comentarios. Date prisa.

Poco después con la compañía de Tarsis se ponían en marcha en los dos bólidos que habían sustraído.

— ¡Al edificio del tercer consejero! —  dijo Iris.

Tarsis y Klawo ocupaban el otro bólido.

Y entretanto... El aire comenzaba a iluminarse de rayos.

Los «mayos» habían comenzado el ataque...

* * * 

Los cañones de medio alcance disparaban sus ondas que buscaban al enemigo.

Uno de los «mayos» que sobrevolaba los aledaños del centro de la ciudad recibió la onda y quedó paralizado unos momentos para quedar flotando en el aire mantenido por el fluido de su mochila.

Los atacantes utilizaban los primitivos rayos, que si bien eran efectivos, resultaban mucho menos eficaces.

Sin embargo, uno de los rayos había alcanzado un bólido, que se desintegró con el contacto. Aquello levantó un grito de júbilo por parte de los atacantes.

Iris llevaba la delantera en su bólido, había acoplado su «arma corta» en el lugar correspondiente y accionaba constantemente la palanca que expulsaba las ondas para abrirse paso.

Limpió la pista deslizante alcanzando y destruyendo a varios vehículos.

Tarsis y Klawo, con sus respectivas armas, ganaban igualmente terreno.

En aquellos momentos era imposible todo control, por­que al tener desconectadas sus pantallas se escapaban de la vigilancia del cerebro rector y los agentes les confundían, cuando trataban de contraatacar ya era demasiado tarde.

Sobre las torres de los edificios los rayos se entrecruza­ban en aquella guerra que se estaba desarrollando.

Iris se plantó ante la puerta del edificio del profesor consejero. Ya tenía junto a él a sus amigos y colaborado­res. Dispararon los tres, fulminando la puerta metálica.

Dentro esperaba la guardia, pero los recién llegados actuaron de prisa. Entraron disparando.

Los rayos invisibles abatieron a los guardianes.

— Destruid el pupitre y seguidme — exclamó Iris.

Tomó la delantera.

Los dos jóvenes inutilizaron el tablero con sus armas y el edificio quedó sin ningún control.

Los agentes que trataban de entrar en el laboratorio del profesor quedaron automáticamente incomunicados.

 Esto no me gusta —  dijo alguien.

Por primera vez cundía el pánico en unos hombres que se creían superseguros.

Dos trataron de escapar.

— ¡Volved aquí, cobardes! —  exclamó su jefe.

No obedecieron y los fulminó con su arma.

Quedaban otros seis.

— Tenemos que continuar... —  ordenó el jefe.

En medio de la vorágine, Iris llegaba con sus dos amigos.

— ¡Ahí están! —  advirtió uno.

Los recién llegados comenzaron a disparar y algunos agentes cayeron, otros huyeron.

En un momento, y apoyados en el factor sorpresa, tres hombres habían conseguido lo que parecía imposible...

El profesor les franqueó la entrada.

— Bienvenidos, pero temo que no podremos mantener esta situación. Nos atacarán.

— Profesor, piense en una cosa? Negroni no se atreverá a destruir este recinto... Sabe que si el cerebro se inutiliza él morirá también.

 Es cierto, pero nos acorralarán.

 De momento —  sonrió Klawo —  tienen bastante tra­bajo con los «mayos».

— ¡Y con nosotros! —  espetó Iris — . Les ayudaremos desde los miradores exteriores. Y usted cierre bien, pro­fesor...

Poco después los tres hombres utilizaban ininterrumpi­damente sus armas, que si bien las llamaban cortas tenían un alcance mayor que lo que su denominación podía dar á entender.

La guerra proseguía. Los «mayos» habían sufrido impor­tantes bajas, pero proporcionalmente los agentes de Epsom eran los peor librados.

— Seguid vosotros — ordenó Iris, mientras él, a través de los corredores exteriores trataba de llegar hasta la Sede Central del Mando.

— ¡Eh! ¿Dónde vas? —  inquirió Tarsis.

Iris, a pleno pulmón, corrió hasta llegar a la gran torre. Se introdujo en el interior.

El factor tiempo seguía siendo importante. Su meta ahora era alcanzar el cerebro rector que controlaba toda la actividad.

No era fácil llegar hasta allí. Conocía el camino, pero el ancho corredor estaba perfectamente guardado. Un hom­bre se tocaba con otro.

Volvió a salir y transmitió una orden a través de su receptor:

— Ataquen el almacén general. Háganse con uno de los pequeños computadores. Necesito también un bólido de guerra, Carguen el computador y esperen instrucciones.

Lo que pedía Iris no era fácil, pero cuando captaron la orden los «mayos» se dispusieron a cumplirla.

* * * 

Los rayos volatilizaron la puerta del gran almacén. Un alud de «mayos» arrolló a los guardianes. Eran escasos porque no era allí el puesto donde se guardaban las armas y nunca se había dado el caso de que a alguien se le ocurriese robar aquellos viejos computadores u otros aparatos técnicos que allí estaban almacenados.

Poco después los «mayos» salieron con lo que Iris había pedido.

Otro grupo se había desplazado hacia una de las bases.

— ¡Atención, atención! — advertía el altavoz cuando el cerebro detectó a los atacantes en la proximidad de la base —  . Eliminen a todos los enemigos.

Iris sabía que los «mayos» iban a necesitar ayuda y no vaciló en conducir su bólido hasta la base.

Se elevó para atacar desde lo alto.

El ataque, por inesperado, causó estragos entre los defen­sores.

— ¡Nos ataca uno de nuestros propios bólidos! —  dijo alguien.

El altavoz informó:

 Puede ser Iris. Destrúyanlo, destrúyanlo.

Negroni ya no deseaba capturarle vivo, quería elimi­narlo de una vez.

Pero Iris supo esquivar las ondas, evolucionando como un maestro, mientras a ras de suelo los «mayos» ganaban considerable terreno.

Constantemente en movimiento Iris mareaba a los que pretendían alcanzarle.

Detectaba las ondas a distancia y entonces bajaba raudo en picado para volverse a elevar.

El hangar principal de la base ardía a consecuencia de los rayos.

Los «mayos» casi cuerpo a cuerpo lograron introducirse en el interior. Uno de los técnicos de Epsom I pasados a su bando consiguió sacar una de las naves de guerra.

La operación había concluido.

Iris descendió rápidamente a ras de suelo.

— Hay que cargar el computador. ¡De prisa!

En medio de una lluvia de rayos los hombres se afa­naban.

Entonces Iris estableció contacto con el profesor con­sejero.

— ¿Todo va bien? —  inquirió.

— Sí, Iris. Me han desconectado totalmente. Sólo dis­pongo de esa onda. ¿Dónde estás?

— Hemos conseguido una nave de guerra. Dentro de poco ,el computador estará a bordo. Voy a pilotar esa nave. ,

 No, Iris... Piensa que si logro conseguir la desvia­ción de onda y Negroni le ocurre algo tú morirás.

— ¿Y qué importa una vida, profesor? Alguien tiene que sacrificarse. Prepárese para el trabajo. ¿Será suficiente esta onda para mantenernos en contacto?

 Veremos.

— Hay que intentarlo, profesor. Le avisaré cuando me aleje. Corto.

Iris tomó su bólido y corrió al refugio de Carpio.

Todos estaban pendientes de los receptores para seguir la marcha.

Iris se despidió:

— Vamos a intentar desviar la onda. Si se consigue, dare­mos opción a Negroni a rendirse. Este es mi plan, Si no se rinde, volaremos la Sede Central.

Carpio comprendió. — ¿Y tú...?

 Sí, Carpio. Alguien tiene que hacerlo. Y vale la pena.

Se produjo un silencio, pero no había tiempo que perder.

— ¡Iris! — exclamó ella en un arranque en el que exte­riorizó todos sus sentimientos.

El la cogió entre sus brazos.

— Nunca se sabe, Odeilla. Puede que quede alguna esperanza. Adiós.

— ¡No; adiós, no! ¡Oh! ¡Iris!

El la besó con fuerza. Era el beso final. Luego... Acaso ya no existiría luego...

CAPITULO XII

— Estoy preparado, profesor. Me pongo en marcha —  in­formó Iris desde la nave de guerra.

Se elevó con la solemnidad que caracterizaba aquel tipo de vehículos. O acaso con la solemnidad del último viaje.

Rápidamente la nave desapareció en el espacio.

— ¡Cuidado! — advirtió el profesor— . Capto una onda, puede ser que te hayan seguido.

 No importa. Siga con su trabajo, profesor.

El tercer consejero del mando, el hombre asustado de su propio invento, comenzó a trabajar en el tablero.

En el exterior la guerra continuaba con la mayor viru­lencia. Caían los hombres en nombre de la libertad.

Los «mayos» luchaban bravamente. Los agentes, mejor equipados, mantenían la situación con ligera ventaja para su bando.

Los atacantes no podrían resistir mucho tiempo aquel desgaste.

Y el profesor seguía desconectando electrodos, hacien­do pruebas mientras la pantalla indicadora revelaba que la onda seguía en la misma frecuencia, sin lograr el desvío.

Dio instrucciones a Iris.

— Pulsa el botón rojo de la derecha, el tercero de la serie superior, y dime qué ves en la pantalla.

Captada la orden, Iris procedió a cumplir las instruc­ciones.

En seguida observó que la pantalla mostraba una serie de círculos que se alejaban agrandándose, desapareciendo.

Informó de ello.

— Avisa cuando los círculos se acerquen en vez de ale­jarse formando una espiral continua. Es importante. Si ello ocurre, lo habremos conseguido.

Y el tiempo seguía pasando. Los «mayos» tuvieron que retirarse para organizar una segunda avalancha.

El jefe procuraba alentar a los suyos.

— ¡Sé que lo conseguiremos! Tenemos que conseguirlo — y miraba al firmamento porque sabía que en parte todo estaba en manos de Iris, y también del profesor.

Y en aquellos momentos dos naves salieron práctica­mente a la cola de la que pilotaba Iris.

Las captó inmediatamente y dispuso las defensas para los combates del espacio.

Los expulsores de ondas de largo alcance de las naves enemigas trataban de alcanzar la que pilotaba Iris, que pudo esquivar sin perder de vista la pantalla.

Los círculos que marcaban las ondas seguían alejándose.

Iris hizo que su nave describiera una rápida parábola y exclamó:

 Fuera, sicarios de Negroni, fuera... Me estáis estor­bando demasiado.

Pulsó con fuerza los dispositivos de ataque. Las ondas fueron expulsadas con el sonido intermitente.

Una nave alcanzada quedó paralizada en el espacio breves momentos para hundirse sin guía.

Otra evolución evitó a Iris que las ondas de la nave que seguía pegada a su cola lograran alcanzarle.

Pasó al ataque y de nuevo la suerte unida a la pericia le favoreció.

— ¡Sin novedad, profesor! —  exclamó al ver que la nave también desaparecía.

— ¡Bravo, Iris! He hecho un descubrimiento... —  exclamó el profesor a su vez — . Estoy cambiando la longitud... ¿Ob­servas algún cambio?

— No. Aún no. ¡Un momento! Observo que los círculos se han detenido.   

A lo lejos asomaba tímida la aurora rojiza, habitual en la galaxia de Epsom I.

 Sigue en línea recta. No evoluciones —  instruyó el profesor —  . Aléjate, aléjate.

Obedeció Iris y seguidamente informó de nuevo:

— Los círculos siguen detenidos...

— Tengo que variar la posición de los electrodos —  dijo el profesor desde su laboratorio — . Esto requerirá tiempo. No sé si los «mayos» conseguirán aguantar—

Sí. La solución del problema continuaba siendo difícil. Tal vez insoluble.

* * * 

Había amanecido tras la noche, agotadora de guerra. Y aún seguía la lucha.

Iris, atento a la pantalla, inmóvil. —  El profesor, exhausto, efectuó una prueba final.

— Pulsa al mismo tiempo que yo el segundo botón. Cuando te dé la señal.

 De acuerdo.

 ¡Ya!

Pulsó Iris y lo hizo el profesor.

Se hizo un silencio.         

De pronto la voz de Iris sonó llena de júbilo:

— ¡Las ondas! Funcionan a la inversa.

— ¡Lo hemos conseguido!

* * *

Sí, lo habían conseguido, y el profesor dejó oír su voz llena de pesar. Sabía que Negroni jamás claudicaría y ello produciría su muerte aparejada a la de Iris, que iba a sacri­ficarse por Epsom.

— Negroni... Ya no puedes amenazar al pueblo. Nada quedará destruido en Epsom cuando mueras. Te aconsejo rendirte.

Negroni rió.

— Los traidores como tú, consejero, no merecen ser escu­chados. ¡Prendedle!

Los agentes que custodiaban y protegían al Gran Señor cogieron al profesor.

Todavía pudo gritar:

— Es inútil, Iris. Negroni no quiere escucharme...

— ¡Hacedle callar! — gritó Negroni con la ira reflejada en su semblante otrora siempre sereno — . Quitadle el trans­misor.

— ¡Cuando percibas la explosión sal de la nave, Iris, sal, es tu única posibili...! — el profesor no pudo conti­nuar. Fue insensibilizado por las ondas.

Klawo había calculado el tiempo y desde el laboratorio en el cual aguardaba el profesor, junto con Tarsis, mur­muró:

— Es inútil. Ya no viene.

Tarsis se aproximó al transmisor del pupitre del labo­ratorio y lanzó:

— Salimos, Iris. El profesor no regresa.

— Lo sé. Ha sido apresado.

— ¿Qué vas a hacer?

— Mantenerme en vuelo, y transmitir la orden de ataque definitivo. Todas las fuerzas de los «mayos»,se concentrarán en el edificio central por todos los medios y atacarán con rayos. Ayudadles si podéis.

— Claro que sí, Iris —  repuso Tarsis —  . Pero tú...

— No os preocupéis por mí.

La hora final se aproximaba. 

* * * 

La libertad suele tener un alto precio y los «mayos» estaban dispuestos a pagarlo, pero ya no estaban solos.

La voz había corrido gracias a Carpio y a los viejos profesores.

Ellos improvisaron los medios de difusión.

— Todos tenemos que colaborar... No podemos cruzar­nos de brazos... La era de la libertad puede ser un hecho si todos contribuimos —  dijo Carpio, y fue lanzada la pro­clama.

— ¡Ataque general a la Sede Central!

Patrullas recorrían la ciudad para aprovisionar a los voluntarios con las armas de los que habían desaparecido.

Una de las torretas de vigilancia, asaltada por los «mayos», era controlada por éstos en la terrible lucha final.

Bólidos rescatados repletos de atacantes «mayos», de ciu­dadanos que se habían adherido a la lucha avanzaban hacia la Sede Central.

«Mayos» a cuerpo limpio sin más armas que los cañones de rayos y sin más vehículo que la mochila que llevaban adherida, avanzaban también.

Las naves no podían atacarles en aquella dirección por­que sus ondas destruirían precisamente aquello que tenían la obligación de salvaguardar.

El profesor era reanimado en la sala de torturas. Negro­ni en persona estaba presente y Nublo era el encargado de la ejecución.

El segundo consejero estaba al mando del cerebro cen­tral a través del cual informó:

— ¡Ataque masivo, Gran Señor!

— ¡Que los eliminen! ¡Que los eliminen a todos!

— Caen constantemente, Gran Señor —  fue la respues­ta— . Pero ellos siguen. Se proponen lo que dijo el conse­jero traidor... Nos aniquilarán.

— Deja de lamentarte y mantente en tu puesto...

Una lluvia de rayos y ondas castigaba el edificio. La sólida plancha sensible a las armas cedió como papel.

Pronto el fuego comenzó a salir por los puntos destro­zados por los rayos.

Las ondas quemaban con otra clase de fuego invisible y convertían el interior del edificio en un horno.

Los agentes huían aterrorizados.

Era una hora de pánico.

La hora final.

Iris seguía a la escucha. Cuando percibiese la señal definitiva sabía que había llegado el fin.

Un zumbido le puso en estado de alerta.

Su mano derecha estaba sujeta a la palanca de salida de emergencia. Llevaba puesta una escafandra con todos los acondicionamientos necesarios para poder tripular por el espacio sin conseguir salir.

La lluvia de rayos seguía abatiéndose contra la sede del tirano.

El consejero segundo ya no podía seguir en su puesto. El gran cerebro había sido pasto de las ondas, todo se disolvía en humo.

El tremendo esfuerzo de los atacantes estaba dando sus últimos frutos.

Todo aquello estaba costando muchas vidas, pero la victoria final estaba allí misino.

Una tremenda explosión por los gases acumulados con­virtió el edificio en un volcán inmenso.

El profesor cayó de rodillas cuando los focos se apa­garon. Nada funcionaba porque era el fin.

Rió, rió con fuerza y cayó como fulminado.

Negroni trató de escapar, en busca de una salida. De pronto sintió los efectos de las ondas mortales.

— ¡Ah! — gritó en medio de la sala de torturas que se hundía.

Su cuerpo quedó rígido y aún pudo decir:

— ¡Epsom I será destruido! Es mi volunt...

No concluyó la frase.

Cayó fulminado y en el mismo instante Iris percibió la señal. Eran los últimos latidos del corazón de Negroni.

Pulsó la palanca.

La nave se volatilizó en el aire...

* * *

Iris flotaba medio inconsciente, ayudado por los apa­ratos manuales.

Se había salvado, sí, se había salvado por menos de un punto de la cuenta del reloj.

Ahora regresaba a un planeta cuyos habitantes habían sabido pagar un alto precio por la libertad.

Tardó mucho, muchísimo en llegar, y lo hizo en un estado de total agotamiento físico y moral.

Despertó en un lecho en casa del doctor Carpio. Lo primero que vieron sus ojos fue la sonrisa de Odeilla.

El sonrió también.

 Todos quieren aclamarte, Iris —  dijo ella — . Saben lo mucho que hiciste por ellos.

— No, Odeilla... Esto ha sido obra de todos y ojalá la lección impida la aparición de otros déspotas —  repuso Iris.

Ella le acariciaba el rostro. Sabía que en adelante todo iba a ser distinto.

 

FIN

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